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Full text of "Historias extraordinarias"

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HISTORIAS 


ESTRAORDIN ARIAS. 






SEVILLA.-Oficina tipográfica de esta Biblioteca, Churruca 1, 






BIBLIOTECA ECONÓMICA DE ANDALDCÍA. 


EDGAR POE. 


HISTORIAS 

ESTRAORDINARIAS. 

YERSION CASTELLANA, 

CON UNA NOTICIA SOBRE EDGAR POE Y SUS OBRAS, 


POR 

MANUEL GANO Y GUETO. 


SEVILLA. 

EDUARDO PERIÉ, EDITOR. 

PLAZA DE SANTO TOMÁS, 13. 

1871. 









noticia 

SOBRE EDGAR POE Y SUS OBRAS. 


«Desespera y muere.» 

Chatterton (Álfr. de Vigni.) 


I. 


. Cruzado por el rio más grande del mundo 
vive él pueblo, emblema de la grandeza moder¬ 
na; grandeza materialista que se traduce en 
esos portentosos adelantos materiales que nada 
valen, y nada significan en el mundo moral. 

ara ese pueblo no hay dificultades, ni obs¬ 
táculos. Se tiene amor al hombre, porque de¬ 
trás del hombre se vé una industria, un capi¬ 
tal una productiva empresa. La teología del 
sentimiento suprime el infierno por amor al 
genero humano; se propone un sistema de se¬ 
guros, una suscricion á cuarto por cabeza para 










6 EDGAR POE. 

la supresión de la guerra; la industria es una 
manía nacional; en la omnipotencia del taller 
se cifra la fé; hé dicho la fé, no, Dios, el úni¬ 
co Dios. Quemar negros encadenados, estable¬ 
cer la poligamia en los paraisos del Oeste, fijar 
en las paredes anuncios, sin duda para consa¬ 
grar la libertad ilimitada, sobre la curación de 
las enfermedades de nueve meses, tales son al¬ 
gunos de los rasgos característicos, algunas ilus¬ 
traciones morales del .noble pais de Franklin, el 
inventor de la moral de mostrador, el héroe de 
un siglo entregado á la materia. 

Es preciso convenir que los Estados-Unidos 
no es el pais propio para formar poetas. 

Fábricas por do quiera, que encubren con su 
humo de carbón de piedra el azul del cielo; tra¬ 
ficantes por todas partes; por todas partes mer¬ 
caderes; iglesias frias y desnudas: ni un monu¬ 
mento, ni un recuerdo, ni un mármol, ni un 
templo gótico, ni una ruina, que eleven el pensa¬ 
miento al pasado y á Dios. 

¿Cómo pueden nacer poetas en los desiertos? 

En esa sociedad materialista hasta la degra¬ 
dación, positivista hasta la infamia, no debían 
nacer más que mercaderes. 

Parecen plantas exóticas, anacronismos in¬ 
disculpables, esos maravillosos hijos del genio , 
colocados entre traficantes y agiotistas. 

Si hoy no se oyen los nombres de los már¬ 
tires, es porque el bullicio, la febril agitación 
de la sociedad del tanto por ciento, no tiene 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 7 

tiempo para ocuparse de los que bajan al se¬ 
pulcro. 

Chatterton! Malfilatre! Balzac! Hoffman! Ed¬ 
gar Poe! ¡Cuánto nombre ilustre y desventu¬ 
rado! 

El uno, luchando contra la calumnia y la mi¬ 
seria, el otro contra la miseria y la opinión; 
este contra la fortuna; aquel contra el destino; 
Poe contra sí mismo, contra el destino y contra 
la fortuna. 

Lucha gigante, en que el genio cae siempre 
vencido, arrollado por la fatalidad! 

Un biógrafo nos dirá gravemente que Poe, 
si hubiera querido regularizar su ingenio y 
aplicar sus facultades creadoras más apropia¬ 
das al suelo americano, hubiera podido llegar 
á ser un autor de dinero,-á money maMng au~ 
thor. Otro biógrafo, un cínico ingénio repetiría 
que por bueno que sea el génio de Poe, le hubie¬ 
ra valido más no tener más que talento, porque 
el talento halla más salida en la plaza que el 
génio. 

Otro, director de periódicos y revistas, amigo 
del poeta, confiesa qüe era difícil emplearlo y 
que se veía obligado á pagarle menos que á los 
otros porque escribía en un estilo muy por de¬ 
bajo del vulgar. \ Quelle odeur demagasin\ como 
decía Joseph de Maistre. 

Algunos se han atrevido á más, y uniendo 
en lazo monstruoso la más tosca inteligencia 
á la ferocidad de la hipocresía villana, le han 



EDGAR POE. 


8 

insultado y después de su repentina desapa¬ 
rición, han modelado rudamente un cadáver 
odioso, particularmente M. Rifus Griswold, que, 
para recordar aquí la espresion vengadora de 
M. George Graham, cometió entónces una in¬ 
mortal infamia. 

Poe, esperimentando tal vez el siniestro pre¬ 
sentimiento de una muerte súbita, liabia desig¬ 
nado á los M. M. Griswold y Willis, para colec¬ 
cionar sus obras, escribir su vida y restaurar su 
memoria. Este pedagogo-vampiro ha disfamado 
largamente á su amigo en un enorme artículo, 
cobarde y odioso, colocado á la cabeza de la edi¬ 
ción póstuma de sus obras. ¿No hay en Amé¬ 
rica edictos que prohíben á los perros la en¬ 
trada en los cementerios? En cuanto á M. Wi¬ 
llis ha probado, al contrario, que la benevolen¬ 
cia y el decoro marchan siempre unidos con el 
verdadero ingénio, y que la caridad hácia nues¬ 
tros compañero^, que es un deber moral, es tam¬ 
bién uno de los preceptos del gusto. 

Hablad de Poe con un americano, y confe¬ 
sará tal vez su génio; tal vez se encontrará or¬ 
gulloso de tenerlo por hermano; pero en tono 
sardónico os hablará de la vida desarreglada 
del poeta, de su alcoholizado aliento que hubiera 
podido encender un fósforo, de sus costumbres 
vagabundas; os dirá que era un planeta sin 
órbita, un sér errante y estrambótico, que an¬ 
daba corriendo de Baltimore á New-York, dp 
New-York á Phiiadelphia, de Philadelphia á 





HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 0 

Boston, de Boston á Baltimore, y de Baltimore 
á Richmond. 

Y si estremecido el corazón por estos pre¬ 
ludios de una historia lastimera, dais á enten¬ 
der que el individuo no es tal vez el solo cul¬ 
pable, y que debe ser difícil pensar y escribir 
cómodamente en un país en que hay millares 
de soberanos, soberanías mercantiles, formadas 
trabajosamente sin sentimientos delicados, co¬ 
mo por lo regular sucede á los hijos del tráfi¬ 
co, en un pais sin capital hablando propiamen¬ 
te, en un país sin aristocracia, entonces vereis 
que los ojos del americano despiden chispas y 
que su boca, inflamada por el patriotismo, lan¬ 
za injurias sin cuento á la Europa, su vie¬ 
ja madre, y á la filosofía sana de los antiguos 
tiempos.. 

Edgar Poe no estaba al nivel de su pátria, 
ni los Estados Unidos estaban al nivel de Poe. 

Los Estados Unidos son un país gigantesco 
y niño celoso hasta la hipérbole del viejo con¬ 
tinente. Orgulloso de su desenvolvimiento mate¬ 
rial, anormal y casi monstruoso, mira con des¬ 
precio todo lo venerando que no tiene, ni puede 
tener. 

La actividad material, exagerada hasta las 
proporciones de un febril delirio, deja bien poco 
lugar en los espíritus para las cosas que no 
son de la tierra. 

Poe,. naturaleza elevada, y que jcreía que la 
desgracia de su país era no tener una aristocra- 


EDGAR POE. 


10 

cia de sangre, atendiendo, como él decía, que en 
un pueblo sin aristocracia, el culto de lo bello no 
puede menos de corromperse, aminorarse y desa¬ 
parecer; que acusaba en sus conciudadanos, en su 
lujo enfático y costoso, todos los síntomas del 
mal gusto característico de los parvemis, que 
consideraba al progreso, la gran idea moderna, 
como un éxtasis de los papa-moscas; Poe, pues, 
era una inteligencia singularmente solitaria. 

Colocad en medio de una sociedad agiotista 
é indiferente al sentimiento de la belleza, á un 
hombre como Poe, á quien el amor de lo bello 
hacía sentir todas las dulzuras y todos los de¬ 
seos de una pasión mórvida, de una exquisita 
delicadeza de gusto, de imaginación soñadora, 
con todos los delirios y todas las auroras de 
una cabeza meridional y acabareis por com¬ 
prender que la vida para un hombre semejan¬ 
te venga á ser un infierno, y cuando el mal ha¬ 
ya concluido, os admirareis que haya podido 
durar tan largo tiempo. 

El poeta es un enfermo, un monomaniaco. 

Su enfermedad, su monomanía, son el deseo y 
el amor de lo bello! Rara vez puede satisfacer 
su deseo; rara vez puede aliviar su enfermedad. 
Ver un cielo y hallar un infierno, soñar en lau¬ 
reles, y tener que trabajar para buscar pan, en¬ 
noblecer la humanidad y verse olvidado de ella, 
descorrer ante la vista del mundo todos los iris, 
todas las divinas ilusiones del génio y del amor, 
ser el águila caudal á quien el sol no ciega, 






HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 11 

tener el pié en la tierra y la cabeza á los piós 
de Dios, y en el instante que ese vértigo cesa, 
que ese fuego inspirador se apaga, comprender 
el aislamiento, el frió, las necesidades materia¬ 
les que la sociedad no quiere satisfacer por ver 
en el poeta, las más de las veces, un holgazán 
ó un loco! 

El poeta llega á comprender á la sociedad y 
quiere luchar contra ella. Lucha inclemente, 
en que mil veces los que valen menos sacri¬ 
fican en aras de su orgullo á los que valen 
más. 

Publicidad! Publicidad! ¿qué eres sino un in¬ 
fame pilori, donde al pasar el profano, puede in¬ 
sultar al génio impunemente? 

Al llanto de hoy, contesta la esperanza con 
el mañana vengador; pero ay! no hubieran ven¬ 
dido Chatterton, Cea, y mil otros, todas las glo¬ 
rias de la inmortalidad incierta por un presen¬ 
te digno y decoroso. 

Hay un juego, común en los niños, que todo 
el mundo conoce. Se forma un círculo de car¬ 
bones encendidos, se coge un escorpión, y se po¬ 
ne en el centro. El animal permanece inmóvil 
hasta que el calor le quema; entónces se asusta 
y se agita; esto promueve la risa. Marcha dere¬ 
cho á la llama, intenta valerosamente abrirse 
un camino á través de las áscuas, pero el dolor 
es escesivo y se retira. Esto sigue promoviendo 
la risa. Dá vuelta lentamente al círculo y busca 
por todas partes un pasage imposible. Entónces 


12 EDGAR POE. 

vuelve al centro y entra en su primera, pero más 

sombría inmovilidad. 

Por fin, toma un partido estremo, vuelve 
contra sí mismo su dardo emponzoñado, y cae 
muerto en el instante. Entónces los niños rien 
más fuertemente que nunca. Esto, es sin duda, 
cruel y culpable; y sin embargo, los niños son 
buenos é inocentes. 

Cuando un hombre muere de esta manera, no 
es él el suicida, no. Es la sociedad quien le arro¬ 
ja á la hoguera. 

Edgar Poe, era un mártir, y si cercenó su vi¬ 
da con el abuso del alcohol, era para matar su 
inteligencia, su inteligencia humillada y depri¬ 
mida, que á cada momento le gritaba como al 
autor de Childe-Harold, «Desespera y muere.» 


II. 


La familia de Poe era una de las más respe¬ 
tables de Baltimore. Su abuelo materno había 
servido, como quartermaster-general, en la guer¬ 
ra de la Independencia, y Lafayette le tenia en 
grande estima y amistad. Su bisabuelo se había 
casado con una hija del almirante inglés Mac- 
Bride, que estaba aliado con las familias más 
nobles de Inglaterra. 

David Poe, padre de Edgar é hijo del gene- 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 13 

ral, se enamoró violentamente de una actriz in¬ 
glesa, Elizabeth. 

Arnal, célebre por su belleza, hulló con ella 
y se casó. 

Para mezclar más íntimamente su destino con 
el de su amada se hizo cómico y apareció con 
su muger en diferentes teatros, en las principales 
ciudades de la Union. Los dos esposos murieron 
en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en 
el abandono y en la miseria más completos á 
tres hijos pequeños, uno de ellos Edgar. 

Edgar Poe había nacido en Baltimore, en 
1813. 

Poe fué el verdadero hijo del amor y de la 
aventura. 

Un rico negociante de la ciudad, Mr. Alian, 
se enamoró de este lindo desventurado, á quien 
la naturaleza había dotado con todos sus encan¬ 
tos, y como no tenia hijos, le adoptó. Este se lla¬ 
mó desde entónces Edgar Alian Poe. Así, pues, 
fué educado en el lujo y en la esperanza legíti¬ 
ma de poseer un dia una fortuna considerable. 
Sus parientes adoptivos le llevaron consigo en 
un viaje que hicieron á Inglaterra, Escocia é 
Irlanda, y habiendo de volver á su pais, le deja¬ 
ron en casa del doctor Biauzby, que tenia un 
importante colegio en Stoke-Newington, cerca 
deLóndres. El mismo Poe, en Wüliam Wilson , 
describe esta estraña casa, construida en el viejo 
estilo de la época de la reina Isabel, y las impre¬ 
siones de su vida de escolar! 


14 EDGAR POE. 

Volvió á Richmond en 1822, y continuó sus 
estudios en América, bajo la dirección de los 
mejores maestros de derecho. En la Universidad 
de Charlottewille, donde entró en 1825, se dis¬ 
tinguió no solamente por una inteligencia casi 
maravillosa, sino también por una abundancia 
casi siniestra de pasiones, una precocidad ver¬ 
daderamente americana, que, por último, fué la 
causa de su espulsion. 

Es oportuno notar que Poe habia ya, en Char¬ 
lottewille, manifestado una aptitud de las más 
notables por las ciencias físicas y matemáticas, 
de las cuales hizo uso frecuente en sus estra- 
ñós cuentos. 

Algunas malaventuradas déudas de juego 
trageron consigo una pequeña disensión entre 
él y su padre adoptivo, y Edgar, hecho de los más 
curiosos y que prueba la dósis de espíritu caba¬ 
lleresco que ardia en su cerebro impresionable, 
concibió el proyecto de mezclarse en la guerra 
de los Helenos y marchar á combatir contra los 
turcos. Partió para la Grecia, como Lord By- 
ron lo habia hecho en otro tiempo, y ¿qué vina 
á ser de él en Oriente? Nadie lo sabe. Le encon¬ 
tramos en San Petersburgo, sin pasaporte, com¬ 
prometido en un negocio que le obliga á lla¬ 
mar al ministro americano, Henry Middleton, 
para librarse de la penalidad rusa y volver á 
su casa. 

De regreso en América, en 1829, manifestó el 
deseo de entrar en la escuela militar de West- 






HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 15 

Point; fué admitido, y allí, como en todas partes, 
dió muestras de una inteligencia maravillosa¬ 
mente dotada; pero indisciplinable, y al fin de 
algunos meses fué espulsado del colegio. 

Al mismo tiempo sucedia en su familia adop¬ 
tiva un acontecimiento, que debia tener para 
Poe las más graves consecuencias. Madama 
Alian, por la cual tuvo un cariño verdadera¬ 
mente filial, murió y Mr. Alian se casó de nue¬ 
vo con una muger muy jóven. 

Una disensión doméstica tuvo aquí lugar, 
una historia tenebrosa que no puedo referir por 
no estar completamente esplicada por ningún 
biógrafo. Querella que dió tristes y notables 
resultados. Poe fué definitivamente separado de 
Mr. Alian, y habiendo este tenido sucesión de 
su segundo matrimonio, quedaron frustradas 
las esperanzas de una herencia bastante cuan¬ 
tiosa. 

Poco tiempo después de haber abandonado á 
Richmond, Poe publicó un pequeño volúmen de 
poesías: aquellas poesías eran una aurora res¬ 
plandeciente. Tenían un acento extra-terrestre, 
calma melancólica, deliciosa solemnidad, espe- 
riencia precoz, esa esperiencía innata que ca¬ 
racteriza á los grandes poetas. 

La miseria le hizo algún tiempo soldado, y 
es probable que en los ócios de la vida de guar¬ 
nición preparase los materiales de sus futuras 
composiciones, composiciones estrañas que pa¬ 
recen haber sido creadas para demostrar que 


EDOAR POE. 


16 

la originalidad es una de las partes integrantes 
de lo bello. Vuelto á la vida literaria, el solo 
elemento donde pueden respirar ciertos seres 
privilegiados, Poe morra en una estrema mi¬ 
seria, cuando un suceso dichoso le levantó de 
nuevo. 

El propietario de una revista acababa de 
abrir un certámen, dando dos premios, uno para 
el mejor cuento y el otro para el mejor poema. 
Una letra, singularmente hermosa, atrajo la 
atención de Mr. Kennedy, que presidía el comité 
y le inspiró el deseo de examinaV por sí mismo 
los manuscritos. 

Se encontró que Poe había ganado los dos 
premios, pero solo se le concedió uno. El pre¬ 
sidente de la comisión tuvo curiosidad de ver 
al incógnito. 

El editor del diario le preséntó á un jó ven 
de una hermosura sorprendente. Tenía como 
Byron una cabeza de Apolo, con un vestido an¬ 
drajoso, abotonado hasta la barba, y mostraba el 
aire y la distinción de uu gentil-hombre, tan 
orgulloso como hambriento. 

Kennedy se portó bien con él. Le presentó á 
Mr. Thomás White, que habia fundado en Ri- 
chmond el Southern Literary Messenger. Mr. 
White era un hombre audaz, pero sin ningún 
talento literario; le faltaba un ayudante, un 
colaborador, un sosten. 

Poe se encontró á los veinte y dos años di¬ 
rector de una revista, cuyo destino descansa- 


HISTORIAS EXTRAORDINARIAS. 17 

ba sobre él. Él creó su prosperidad. El Sout¬ 
hern Literary Messenger ha reconocido después 
que á este escéntrico narrador, á este borracho 
incorregible, debía su clientela y su fructuosa 
notoriedad. 

_ es te periódico fué donde apareció por la 
primera vez la Sin igual aventura de un tal 
Hans Pfaally y muchos otros cuentos que nues¬ 
tros lectores verán desfilar ante sus ojos. 

Durante el transcurso de dos años, Edgar 
Poe con un ardor maravilloso, asombró al pú¬ 
blico con una serie de composiciones de un gé¬ 
nero completamente nuevo y por artículos crí¬ 
ticos, cuya vivacidad, precisión, severidad ra¬ 
zonada, eran muy dignos de llamar la aten¬ 
ción. 

Es bueno que se sepa que todo este traba¬ 
jo considerable se hacía por quinientos do- 
llars. 

Inmediatamente y dice Griswold, lo que quie¬ 
re decir, se creía bastante rico el imbécil, se casó 
con una jóven, bella, encantadora, de una na¬ 
turaleza amable y heróica, pero gue no tenía 
un cuarto , añade el mismo Griswold con tono 
de desprecio. Su esposa era la señorita Virginia 
Ciernen, suprima. 

No obstante los servicios hechos á su perió¬ 
dico, M. White se disgustó de Poe al cabo de dos 
años, en los cuales había alcanzado su publi¬ 
cación un éxito grande. 

La razón de la separación de Edgar se halla 



EDGAR POE. 


18 

evidentemente en los accesos de hipocondría y 
en las crisis de embriaguez del poeta, acciden¬ 
tes característicos que manchaban los horizon¬ 
tes de su vida. 

Desde entónces veremos al desgraciado trans¬ 
portar sus ligeros penates por las principales 
ciudades de la Union. Veremos por anuncios, que 
hieren el alma, anuncios insertos en los periódi¬ 
cos que M. Poe y su muger se encuentran peli¬ 
grosamente enfermos en Fordham y sumidos en 
la miseria más absoluta. 

Poco tiempo después de la muerte de su 
adorada Virginia, Poe sufrió los primeros ata¬ 
ques del deliriun tremens. 

Desde entónces Poe sostuvo una lucha incle¬ 
mente, pero gigante, contra su fortuna y contra 
el destino. Vencido siempre, pero quedándole 
siempre el valor y la esperanza para comenzar 
de nuevo la lucha, Edgar quiso librarse de la 
miseria y empleó uno por uno todos los médios 
que le sugirió su ingenio. 

Fundó una revista esperando tener el con¬ 
curso de sus amigos de colegio y de sus cola¬ 
boradores de West-Point. Hacia tiempo había 
publicado en Nueva-York Eureha , poema cos¬ 
mogónico, que habia levantado las mayores dis¬ 
cusiones. 

Visitó, pues, las principales ciudades de Vir¬ 
ginia en busca de medios y aliados, y Rich- 
mond volvió á ver al que había conocido tan 
pobre, tan desamparado. 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 19 

Todos los que no habían visto á Poe desde 
el tiempo de su oscuridad corrieron en tropel á 
contemplar á su ilustre compatriota. Apareció, 
bello, elegante, correcto como el génio. Yo creo 
que desde hacía algún tiempo había llevado su 
condescendencia hasta hacerse admitir en una 
sociedad de la templanza. La buena acogida que 
se le hizo innundó de alegría su pobre corazón 
hasta el punto de pensaren establecerse definiti¬ 
vamente en Richmond y acabar su vida en los 
lugares que su infancia le había hecho tan que¬ 
ridos. 4 

Sin emoargo, tenía un negocio en New-Yok, 
y partió el 4 de Octubre quejándose de temblo¬ 
res y desfallecimiento. Sintiéndose siempre mal 
llegó á Baltimore la tarde del 6, hizo llevar 
su equipage al embarcadero de donde debía par¬ 
tir á Philadelphia y entró en una taberna para 
tomar allí un escitante. Allí, desgraciadamente, 
encontró antiguos conocimientos, y se marchó 
tarde á su casa. 

A la mañana siguiente, á la pálida luz del 
indeciso amanecer, se encontró un cadáver sobre 
la via pública. ¿Era un cadáver? no, un cuerpo 
vivo todavía, pero á quien la muerte había se¬ 
llado con todos sus horrores. Sobre este cuer¬ 
po, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni 
papeles, ni dinero y fué conducido á un hospi¬ 
tal. Allí murió Poe, la tarde del domingo 7 
de Octubre de 1849, á la edad de 37 años, ano¬ 
nadado por el delirium tremens , este terrible 



EDGAR POE. 


20 

mal que había ya trastornado su cerebro una 
ó dos veces. Así desapareció de este mundo uno 
de los más grandes héroes literarios, «1 hom¬ 
bre de génio que había escrito en el Gato negro 
estas palabras fatídicas: 

«El mal es comparable al alcohol!» 

Esta muerte es casi un suicidio, un suicidio 
preparado desda largo tiempo. Ay! el que habia 
superado, vencido en las alturas más árduas de 
la estética, el que se habia hundido en los abis¬ 
mos menos esplorados de la intelectualidad hu¬ 
mana, el que á través de una vida semejante á una 
tempestad sin calma, habia encontrado medios 
nuevos, procedimientos desconocidos para asom¬ 
brar la imaginación, para seducir á los espíri¬ 
tus sedientos de lo bello, acababa de morir en 
un hospital, pobre, abrasado por el delirio, suici¬ 
dado, valiéndose del arma más traidora y terri¬ 
ble ¡el alcohol! 

¡Lástima que un hombre que debía despertar 
con su recuerdo la admiración, solo al conocer 
su nombre, produzca en el alma un sentimien¬ 
to de tristeza y compasión al ver esos lamenta¬ 
bles errores del génio, que debía ser todo luz 
y armonía, y que muchas veces solo es degrada¬ 
ción y tinieblas! 

Este ejemplo, unido á muchos otros desven¬ 
turados, ha hecho nacer entre el vulgo el falso 
axioma de que el verdadero génio es desordenado. 
Indisculpable error. El génio, para ser tal génio, 
tiene que ser armonioso y claro como el sol. 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 21 

Edgar Poe es el fundador sin duda de un 
género nuevo. Su fantasía es estraña; hay en 
ella algo de escalpelo, algo de matemático, por 
decirlo así. 

• No es un soñador como Hoffman. 

Hoffman tenía una fantasía desarreglada, ne¬ 
bulosa, propiamente alemana. 

Poe es el poeta de sentimiento: su Annabel 
es la inspiración gigante desarrollándose ám- 
pliamente en Eureha y en El Cuervo, poema de 
notas misteriosas y sobrenaturales 1 , y sobre todo 
en sus cuentos, el autor de una imaginación fe¬ 
cundísima, que no dice una palabra que no sea 
una intención, que no tienda, directa ó indirec¬ 
tamente, á perfeccionar un designio premeditado. 

Es preciso haber contado la revuelta, la des¬ 
arreglada, la fatal vida de Poe, para que sus 
cuentos sean comprendidos. La musa de lo Ter¬ 
rible ha inspirado muchos de ellos; no hay un 
escritor en los presentes tiempos que tenga tan 
grandes facultades para hacer la novela de las 
íntimas sensaciones del alma. 

¡Edgar Poe ha muerto! 

El pais de los mercaderes ha perdido á una 
de sus más resplandecientes auroras. 

Esperemos que la posteridad haga justicia al 
grande hombre americano, y nosotros perdoné¬ 
mosle sus vicios y sus defectos, como perdona¬ 
mos á Chaterton la última dósis de ópio, que 
le hizo dormir el sueño de la muerte. 

M. Cano y Cueto. 














—__ 1 






I. 


EL GATO NEGRO. 

Relativamente á la más estraña y sin embar¬ 
go más familiar historia, que voy á estender por 
escrito, no aguardo ni solicito el crédito. Ver¬ 
daderamente sería insensato esperarlo en un ca¬ 
so en que mis sentidos arrojan su propio tes¬ 
timonio. Sin embargo, yo no estoy loco, y cier¬ 
tamente no sueño. Pero mañana muero, y hoy 
querría aliviar mi alma. Mi designio inmedia¬ 
to es presentar ante el mundo, clara, sucin¬ 
tamente, y sin comentarios, una série de simples 
acontecimientos domésticos. Por sus consecuen¬ 
cias, estos acontecimientos me han aterrorizado, 
me han torturado, me han anonadado. Con to¬ 
do, yo no trataré más que de aclararlos. Pa¬ 
ra mí no han presentado quizás más que hor¬ 
ror, á muchas personas parecerán menos ter¬ 
ribles que estrambóticos. Quizás, mas tarde, se 
encontrará una inteligencia que reducirá mi 
fantasma á su estado natural; inteligencia, más 
calmada, más lógica, y sobre todo menos es- 




EDGAR POE. 


24 

citable que la mía, que no encontrará en las 
circunstancias que relato con terror más que 
una sucesión de cáusas y de efectos muy natu¬ 
rales. 

En mi infancia había sido conocido por la 
docilidad y humanidad de mi carácter. Mi ter¬ 
nura de corazón era tan estremada que ha¬ 
bía hecho de mí el juguete de mis camaradas. 

Tenía frenesí, particularmente por los ani¬ 
males, y mis parientes me habían permitido po¬ 
seer una gran variedad de favoritos. Pasaba 
con ellos casi todo el tiempo y nunca me con¬ 
sideraba tan feliz como cuando les daba de co¬ 
mer ó acariciaba. Esta particularidad de mi ca¬ 
rácter aumentó con los años y cuando llegué 
á ser .un hombre, vino á constituir uno de los 
principales motivos de placer. Para los que han 
profesado afecto á un perro, fiel é inteligente, 
no tengo necesidad de esplicar la naturaleza ó 
la intensidad de goces que puede esto propor¬ 
cionar. Hay en el desinteresado amor de un 
animal, en su abnegación, alguna cosa que vá 
directamente al corazón del que ha tenido fre¬ 
cuentemente la ocasión de esperimentar la hu¬ 
milde amistad y la fidelidad de la envoltura 
del hombre natural. Me casé jó ven, y fui di¬ 
choso con encontrar en mi muger una dispo¬ 
sición simpática á la mia. Observando mi afec¬ 
ción por estos favoritos domésticos, no perdió 
ocasión alguna de proporcionarme los de la espe¬ 
cie mas agradable. Teníamos pájaros, un pez 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 25 

dorado, un perro bellísimo, conejos, un pequeño 
mono y un gato. 

Este último animal era notablemente robusto 
y hermoso, completamente negro y de una sa¬ 
gacidad maravillosa. Refiriéndose á su inteli¬ 
gencia, mi muger, que en el fondo no era po¬ 
co supersticiosa, hacía frecuentes alusiones á la 
antigua creencia popular, que miraba en todos 
los gatos negros brujas disfrazadas. 

No significa esto que ella hablase siempre 
sériamente sobre este punto, y si yo lo men¬ 
ciono, es sencillamente porque me viene á la 
memoria en este momento. 

Pluton, este era el nombre del gato, era mi 
favorito, mi camarada. Yo le daba de comer y 
él me seguía por la casa adonde quiera que 
fuese. 

Esto me tenía tan sin cuidado, que llegué 
á permitirle me acompañara por las calles. 

Nuestra amistad subsistió así muchos años, 
durante los cuales el total de mi carácter, por 
obra del demonio de la intemperancia, me aver¬ 
güenzo de confesarlo, sufrió una alteración ra¬ 
dicalmente mala. Me hice de dia en dia más ta¬ 
citurno: más irritable, más indiferente á los sen¬ 
timientos de los otros. 

Me permití emplear un lenguage brutal con 
mj muger. 

Con el tiempo aún la injurió con violencias 
personales. Mis pobres favoritos naturalmente 
debieron sentir el cambio de mi carácter. No 


26 EDGAR POE. 

solamente los abandoné, sino que los maltra¬ 
taba. 

En cuanto á Pluton, todavía tenía para él 
una consideración suficiente que me impedía pe¬ 
garle, mientras que no me daba escrúpulos de 
maltratar á los conejos, al mono y aun al per¬ 
ro, cuando por acaso ó por cariño se encontra¬ 
ban en mi camino. Mi mal me invadía cada vez 
más, porque el mal es comparable al alcohol, y 
con el tiempo Pluton mismo, que mientras tanto 
envejecía y que naturalmente se iba haciendo 
un poco desapacible, Pluton miWo empezó á 
conocer los efectos de mi carácter malvado. 

Una noche, como yo entrase en casa muy 
ébrio, saliendo de una de mis habituales ta¬ 
bernas del barrio, imaginé que el gato evitaba 
mi vista. Lo agarré, mas él espantado de mi vio¬ 
lencia, me hizo en una mano con sus dientes 
una herida muy leve. Mi alma original pareció 
que abandonaba mi cuerpo, y una rábia super- 
diabólica, saturada degin, penetró en cada fibra 
de mi sér. Saqué del bolsillo del chaleco un cor¬ 
tapluma, lo abrí, agarré al pobre animal por 
la garganta y deliberadamente le hice saltar un 
ojo de su órbita. 

Me avergüenzo, me abraso, me estremezco al 
escribir esta abominable atrocidad. 

Cuando mi razón volvió con la mañana, 
cuando se hubieron disipado los vapores de mi 
crápula nocturna, esperimenté una sensación 
mitad horror, mitad remordimiento, porelcrí- 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 27 

mea de que me había hecho culpable; pero era 
todo á lo más un débil y equívoco sentimiento, y 
el alma no sufrió las heridas. 

Me sumí en los escesos y bien pronto aho¬ 
gué en vino todo recuerdo de mi acción. 

Entre tanto el gato sanó lentamente. La ór¬ 
bita del ojo perdido presentaba, es verdad, un 
aspecto horroroso, pero en adelante no pareció 
sufrir. Iba y venía por la casa, según su costum¬ 
bre; pero como llegara á verme, huia de mi aproc- 
simacion con horror estremo. 

Me restaba lo bastante de mi antiguo cora¬ 
zón para sentirme afligido por esta antipatía 
evidente de parte de un sér que tanto me ha¬ 
bía amado otras veces. Pero este sentimiento 
dió bien pronto lugar á la irritación. Y en- 
tónces apareció como para mi postrera ó irre¬ 
vocable caida, el espíritu de la Perversidad. De 
este espíritu la filosofía no dá cuenta alguna. 
Con todo, tan seguro como existe mi alma, yo 
creo que la perversidad es uno de los primi¬ 
tivos impulsos del corazón humano; una de las 
indivisibles primeras facultades ó sentimien¬ 
tos que dán la dirección al carácter del hombre. 
¿Quién no se ha sorprendido cien veces cometien¬ 
do una acción sucia ó vil, por la sola razón qüe 
él sabía no la debía cometer? ¿No tenemos una 
perpétua inclinación, no obstante la escelen- 
cia de nuestro juicio, á violar lo que es Ley, 
simplemente porque comprendemos que es Ley? 
Este espíritu de perversidad, repito, llegó á cau- 


28 EDGAR POE. 

sar mi ruina completa. Es ese deseo ardiente, 
insondable del alma de atormentarse ásí mis¬ 
ma , de violentar su propia naturaleza, de ha¬ 
cer el mal por amor al mal, quien me im¬ 
pulsaba á.continuar y últimamente á indisponer 
el suplicio que habia impuesto al inofensivo 
animal. Una mañana, á sangre fria, le puse un 
nudo corredizo ai rededor del cuello y lo ahorqué 
de una rama de un árbol: lo ahorqué arrasados 
en lágrimas mis ojos, con el más amargo remor¬ 
dimiento en el corazón: lo ahorqué porque yo sa¬ 
bia que él. me había amado y porque sentía que 
no me hubiese dado ningún motivo de cólera: 
lo ahorqué porque sabia que haciéndolo así co¬ 
metía un pecado, un pecado mortal que compro¬ 
metía mi alma inmortal, al punto de colocarla, 
ai tal cosa es posible, fuera de la misericor¬ 
dia infinita del Dios Misericordiosísimo y Ter¬ 
ribilísimo. 

En la noche que siguió al dia, en que fué con¬ 
cebida esta cruel acción, fui despertado á los gri¬ 
tos de i fuego! Las cortinas de mi lecho esta¬ 
ban convertidas en llamas. Toda la casa estaba 
•ardiendo. No sin gran dificultad escapamos del 
incendio mi muger, un criado y yo. La destruc¬ 
ción fué completa. Fué absorvida toda mi fortu¬ 
na, y entónces me entregué á la desesperación. 

No pretendo establecer %na relación de la 
causa con el efecto, entre la atrocidad y el de¬ 
sastre: estoy muy por encima de esta debilidad. 
Mas doy cuenta de una cadena de hechos y no 



HISTORIAS EXTRAORDINARIAS. 29 

quiero descuidar ni un solo eslabón. Eldia que 
siguió al incendio visité las ruinas. Los muros 
hablan caido á tierra, esceptuando uno solo, y 
esta sola escepcion se encontró ser un tabique 
interior poco sólido, situado casi en la mitad de 
la casa y contra el cual se apoyaba la cabece¬ 
ra de mi lecho. La fábrica, había aquí resis¬ 
tido en gran parte á la acción del fuego, cosa 
que yo atribuí á que recientemente se había 
renovado. En rededor de este muro, una mul¬ 
titud estaba apiñada y muchas personas pare¬ 
cían examinar una porción particular con mi¬ 
nuciosa y viva atención. Las palabras ¡extraño! 
¡singular! y otras espresiones semejantes esci- 
taron mi curiosidad. Me aproximó y vi seme¬ 
jante á un bajo relieve, esculpido sobre blanca 
superficie, la figura de un gato gigantesco. La 
Imágen estaba copiada con una exactitud ver¬ 
daderamente maravillosa. 

Había una cuerda al rededor del cuello del 
animal, 

En seguida de ver esta aparición, porque yo 
no podía menos de considerar esto como una 
aparición, mi asombro y mi temor fueron estraor- 
dinarios. Pero al fin, la reflexión vino en mi 
ayuda. 

Recordé que el gato había sido ahorcado en 
nn jardín adyacente á la casa. A los gritos de 
alarma, el jardín habría sido inmediatamente in* 
vadido por la multitud y el animal debió haber 
sido descolgado del árbol por alguno y arrojado 


30 EDGAR POE. 

en mi cuarto á través de una ventana abierta. 

Esto, sin duda, había sido hecho con el fin 
de despertarme. La caida de los otros muros ha- 
bia comprimido á la víctima de mi crueldad en 
eJ yeso recientemente estendido; la cal de este 
muro, combinada con las llamas y el amonia¬ 
co del cadáver, habrían obrado la imágen, tal 
cual yo la veia. Auque yo.satisfice así á mi razón 
prontamente, sino tan rápidamente á mi con¬ 
ciencia, relativamente al suceso sorprendente 
que acabo de contar, obró sobre mi imaginación 
una impresión profunda. 

Durante muchos meses no pude desembara¬ 
zarme de la sombra del gato y durante este 
período envolvió á mi alma un semi-sentimiento, 
que parecía ser, pero que no era, el remordi¬ 
miento mismo. Llegué hasta llorar la pérdida del 
animal y buscar en rededor mió en los tugurios 
miserables, que en tanto frecuentaba habitual- 
mente, otro favorito de la misma especie, y de 
una figura parecida, que le supliera. 

Una noche, como estuviese sentado medio 
aturdido, en una tasca más que infame, fué re¬ 
pentinamente atraída mi atención hácia un ob¬ 
jeto negro que reposaba en lo alto de uno de sus 
inmensos toneles de gin ó rom, que componían 
el principal mueblage de la sala. 

Hacia algunos momentos que miraba á lo alto 
de este tonel y lo que rae sorprendía era no lia- 
haber notado desde luego el objeto colocado en¬ 
cima. 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 31 

Me aproximé, tocándole con la mano. 

Era un gato negro; un enorme gato, al menos 
tan grande como Pluton, igual á él en todo, es- 
cepto en una cosa. 

Pluton no tenia ni un pelo blanco en todo el 
cuerpo, al par que este tenia una salpicadura 
arga y blanca, mas de una forma indecisa, que 
le cubría casi toda la región del pecho. 

Apenas le hube tocado cuando se levantó sú¬ 
bitamente, prorrumpió en ronca y continuada 
carretilla , (1) se frotó contra mi mano y pareció 
encantado de mi atención. 

Era, pues, el verdadero animal que yo bus¬ 
caba. 

En seguida propuse al dueño de la tasca com¬ 
prarlo, pero éste no se dió por entendido: no 
e conocía; no le había visto nunca, hasta aquel 
momento. 

Continué mis caricias y cuando me preparaba 
á volver á mi casa, el animal se mostró dispues¬ 
to á acompañarme. Permitíle hacerlo, bajándome 
de cuando en cuando y acariciándole al ir an¬ 
dando. 

Cuando llegó á mi casa, se encontró como en 
a suya, y llegó á ser en seguida gran amigo de 
mi muger. 

Por mi parte, bien pronto sentí nacer la an¬ 
tipatía contra él. Era casualmente lo contrario 
que yo había esperado; pero no sé ni como ni 


(l) Hacer la carretilla, rourouer. 




32 EDGAR POE. 

porqué sucedió esto: su evidente ternura me dis¬ 
gustaba, fatigándome casi. Lentamente estos sen¬ 
timientos de disgusto y fastidio llegaron hasta 
la amargura del ódio. 

Evitaba su presencia y una especie de sensa¬ 
ción de vergüenza y el recuerdo de mi primer 
acto de crueldad me impidieron maltratarle. 
Durante algunas semanas me abstuve de pegar 
al gato ó golpearle violentamente; llegué á to¬ 
marle un indecible horror, y á huir silenciosa¬ 
mente de su odiosa presencia, como de la peste. 

Lo que aumentó, sin duda, mi ódio contra el 
animal fué el descubrimiento que hice en la 
mañana después de haberlo traido á casa, que 
como Pluton, él también habia sido privado de 
uno de sus ojos. 

Esta circunstancia no contribuyó más que á 
hacerle aun más querido á mi muger, que como 
ya he dicho, poseia en alto grado esta ternura de 
sentimiento que habia sido mi rasgo caracterís¬ 
tico y el manantial frecuente de mis más senci¬ 
llos y puros placeres. 

Sin embargo, el cariño del gato para conmi go 
parecía acrecentarse en razón directa de mi aver¬ 
sión contra él. 

Seguía mis pasos con una tenacidad que seria 
difícil hacer comprender al lector. Cada vez que 
me sentaba, él se acurrucaba bajo mi silla ó sal¬ 
taba sobre mis rodillas cubriéndome de sus ca¬ 
ricias horrorosas. 

Si me levantaba para andar, él se metía entre 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 33 

mis piernas y casi me dejaba caer al suelo, ó 
bien introduciendo sus largas y agudas garras 
en mis vestidos, trepaba de esta manera hasta 
mi pecho. 

En estos momentos, aunque yo deseaba ma¬ 
tarle de un golpe, me detenia, en parte por el 
recuerdo de mi primer crimen, pero principal¬ 
mente, debo confesarlo, por un verdadero terror 
Que me causaba el animal. 

Este terror no era positivamente el terror de 
tm mal físico, y sin embargo, rae sería muy di¬ 
fícil definirlo de otra manera. Estoy casi aver¬ 
gonzado de confesarlo. Si; aun en este lugar de 
criminales, casi me avergüenzo al confesar que 
el terror y el horror que me inspiraba el animal 
se Habían aumentado por una de las más grau- 
des quimeras que es posible concebir. 

Mi mugar habia llamado mi atención más de 
una vez sobre el carácter de la mancha blanca 
e que he hablado y que constituía la única di¬ 
ferencia visible entre el nuevo animal y el que 
yo habia matado. El lector recordará sin duda, 
Que esta marca, aunque grande, estaba primi- 
vivamente indefinida en su forma, pero lenta¬ 
mente, por grados, por grados imperceptibles, y 
que mi razón se esforzó largo tiempo en consi¬ 
derar como imaginarios, habia tomado á la larga 
una rigorosa precisión de contorno. 

Era, pues, la imágen de un objeto que me ha¬ 
ce estremecer al nombrarlo: era lo que sobre 
todo me hacia tener al mónstruo horror y re- 

2 



34 EDGAR POE. 

pugnancia, y que rae habría impulsado á librarme 
de él si me hubiera atrevido', era pues, como 
digo, la imágen de una cosa horrorosa y sinies¬ 
tra, la imágen de la horca.— ¡Oh! lúgubre y 
terrible máquina, máquina del horror y del cri¬ 
men, de agonía y de muerte. 

Y hé aquí que yo era un miserable, más allá 
de la miseria posible de la humanidad. Una bes¬ 
tia bruta, de la cual yo había con desprecio 
destruido al hermano, una bestia bruta crean¬ 
do para mí,—para mí hombre formado á la imá-' 
gen del Dios Altísimo,-un tan grande é intolera¬ 
ble infortunio. Ay! yo no conocía el descanso 
del reposo, ni de dia ni de noche. Durante el dia 
el animal no me dejaba ni un instante, y en Ja 
noche, á cada momento, cuando salía de mis sue¬ 
ños llenos de angustia indefinible, era para sen¬ 
tir el tibio aliento de la alimaña sobre mi rostro, 
y su inmenso peso, encarnación de una pesadilla 
que yo era impotente para sacudir, posada eter¬ 
namente sobre mi corazón. 

Bajo la presión de tormentos semejantes, lo 
poco de bueno que restaba.en mí, sucumbió. 
Pensamientos malvados vinieron á ser mis ínti¬ 
mos—los más sombríos y malvados de mis pensa-- 
mientos. La tristeza de mi humor habitual acre¬ 
centó hasta odiar todas las cosas y toda la hu¬ 
manidad y sin embargo mi muger no se queja¬ 
ba nunca, ay! era mi sufre-dolores ordinario, 
la más paciente víctima de mis repentinas, fre¬ 
cuentes é indomables erupciones de una furia 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 35 

á la cual me abandonaba ciegamente. 

f Un dia me acompañó, para un quehacer do¬ 
méstico, al sótano del viejo edificio donde nues¬ 
tra pobreza nos obligaba á habitar. El gato me 
seguía, por los rígidos escalones de la escalera 
y habiéndome tirado de cabeza, me exasperó 
hasta la demencia. Levantando el hacha y olvi¬ 
dando en mi furor el temor pueril que hasta 
entonces había retenido mi mano, dirijí al ani¬ 
mal un golpe que hubiera sido mortal si le hu¬ 
biese alcanzado, como deseaba; pero el golpe fué 
detenido por la mano de mi muger. Esta inter¬ 
vención me produjo una rábia más que diabó¬ 
lica. desembarace mi brazo del obstáculo y le 
hundí mi hacha en el cráneo. 

Cayó al instante muerta, sin exhalar un ge¬ 
mido. 

Terminado este horrrible asesinato, me puse 
inmediata y muy deliberadamente á tratar de 
esconder el cuerpo. 

Comprendí que no podia hacerle desaparecer 
de la casa, ni de dia ni de noche, sin correr el 
peligro de ser observado por los vecinos. Mu¬ 
chos proyectos se cruzaron en mi mente. 

Pensé un momento en dividir el cadáver en 
pequeños pedazos y destruirlos por el fuego. 

Resolví después cavar una fosa en el suelo 
de la bóveda. Luego imaginé arrojarlo al po¬ 
zo del patio: mas tarde meterlo en un cajón, 
como mercancía, en las formas usadas y encar¬ 
gar á un mandadero lo llevase fuera de la casa. 


36 EDGAR POE. 

Finalmente, me detuve ante un espediente que 
consideré como el mejor de todos. 

Determiné emparedarlo en el sótano, como 
se dice que los monges de la edad media empa¬ 
redaban á sus víctimas. 

El sótano parecía muy bien dispuesto para 
semejante designio. Los muros estaban construid 
dos descuidadamente y hacia poco habian sido 
cubiertos, en toda su estension, de una masa do 
mezcla, que la humedad había impedido endu¬ 
recer. 

Ademas, en uno de los muros había un bulto 
causado por una falsa chimenea, ó especie de 
hogar, que había sido tapado y fabricado en 
el mismo género que el resto del sótano. No du¬ 
dó que me sería fácil quitar los ladrillos de 
este sitio, introducir el cuerpo y emparedarlo 
del mismo modo, de manera que ningún ojo 
humano pudiera imaginar nada sospechoso. 

Y no fui engañado en mi cálculo-. Con la 
ayuda de una palanca quité facilísimamonte los 
ladrillos y habiendo aplicado cuidadosamente 
el cuerpo contra el muro interior lo sostuve 
en esta postura hasta que restableciese, sin gran 
trabajo, toda la fábrica en su primitivo es¬ 
tado. 

Habiéndome procurado una argamasa de cal 
y arena con todas las precauciones imagina¬ 
bles, preparó una masa, una blanqueadura, que 
no podía distinguirse de la antigua y cubrí con 
ella escrupulosamente el nuevo tabique. El mu* 




HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 37 

to no presentaba la más ligera señal de renova¬ 
ción. 

Quité todos los escombros con el esmero más 
prolijo y espurguó el suelo, por decirlo así. Mi¬ 
ré triunfalmente en rededor mió y me dije: 
Aquí d lo menos mi trabajo no lia sido per¬ 
dido. 

Mi primer pensamiento fuó buscar al ani¬ 
mal que habia sido causa de desgracia tan gran¬ 
de, porque yo al fin habia resuelto darle muerte.. 

Si hubiera podido encontrarle en aquel mo¬ 
mento, su destino estaba cumplido, pero parecía 
que el artificioso animal se había alarmado por 
la violencia de mi acción reciente y tenia cui¬ 
dado de no presentarse en mi actual estado de 
humor. 

Es imposible describir ó imaginar la profun¬ 
da, la feliz sensación de consuelo que la au¬ 
sencia del detestable animal obraba en mi co¬ 
razón. No se presentó en toda la noche, y así 
esta fuó la primera buena noche, desde su entra¬ 
da en la casa, en que yo dormí tranquila y 
profundamente: sí, dormí como un bienaven¬ 
turado con ei peso del crimen sobre el alma. 

Pasaron el segundo y el tercer dia, y sin 
embargo no vino mi verdugo. Una vez más 
respiré como hombre libre. El mónstruo en su 
terror habia abandonado para siempre aquellos 
lugares. No le volvería á ver. Mi dicha era su¬ 
prema. La criminalidad de mi tenebrosa acción 
no me inquietaba mucho. 


38 EDGAR POE. 

Se había abierto una especie de sumaria la 
cual se había dado en seguida por satisfecha, i 
Una indagación se había ordenado también, pero 
naturalmente nada podía descubrirse. Al cuar¬ 
to dia después del asesinato, una porción de 
agentes de policía se presentaron inopinada- ¡ 
mente en la casa y se procedió de nuevo á una 
esquisita investigación de lugares. Confiando sin 
embargo en la impenetrabilidad del escondrijo, 
no esperi’menté ninguna turbación. Los oficia- > 
les me hicieron acompañarles en la pesquisa. No 
dejaron de ver ni un rincón, ni un ángulo. Por 
fin, por tercera ó cuarta vez bajaron al sótano, j 
Mi corazón palpitaba pacíficamente, como el de 
un hombre que duerme en la inocencia. Recorrí 
de punta á punta el sótano, crucé mis brazos 
sobre mi pecho y me paseé descuidadamente de 
un lado para otro. 

La justicia estaba plenamente satisfecha, y 
se preparaba á marchar. La alegría de mi co¬ 
razón era demasiado fuerte para ser reprimida. 
Me quemaba el deseo de decir una palabra, so- j 
lo una palabra en señal de triunfo, y hacer 
duplicadamente palpable la convicción acerca 
de mi inocencia. 

—Caballeros, dije al fin, cuando la gente subía 
la escalera, estoy satisfecho por haber desva¬ 
necido vuestras sospechas. Os deseo á todos bue¬ 
na salud y un poco más de cortesanía. Sea di¬ 
cho de paso, caballeros, ved aquí una casa 
singularmente bien construida (en mi rabioso ' 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 39 

deseo de decir alguna cosa con aire delibera¬ 
do, entendía apenas lo que hablaba). Yo puedo 
asegurar que esta es una casa admirablemente 
construida. Estos muros... vais á marcharos ca¬ 
balleros? estos muros están fabricados sólida¬ 
mente. 

Y aqui, por una fanfarronada frenética, gol¬ 
peé fuertemente con un bastón que tenía en la 
mano justamente sobre la pared del tabique, 
detrás del cual estaba el cadáver de la esposa 
de mi corazón. 

Ah! que al menos Dios me proteja y me li¬ 
bre de las garras del Archidemonio. Apenas el 
eco de mis golpes turbaron el silencio, cuando 
una voz me respondió del fondo de la tumba: 
un lamento primero, velado y entrecortado co¬ 
mo el sollozo de un niño, luego, enseguida, in¬ 
flamándose en un grito prolongado, sonoro y 
continuo, anormal y anti-humano, un aullido, 
un alarido mitad horror, mitad triunfo, como 
solamente puede salir del infierno, horrible ar¬ 
monía brotando á la vez de las gargantas de 
los condenados en sus torturas y de los demo¬ 
nios regocijándose en su condenación. 

Contaros mis pensamientos sería insensato. 
Me sentí desfallecer y caí tambaleando contra el 
muro opuesto. 

Durante un momento los agentes colocados 
sobre los escalones quedaron inmóviles, estu¬ 
pefactos por el terror. 

Un instante después, una docena de brazos 





40 EDGAR POE. 

robustos caían demoledores sobre Ir pared que 

vino á tierra de ün golpe. 

El cuerpo, ya muy destrozado y cubierto 
de sangre cuajada, estaba derecho ante los ojos 
de los espectadores. 

Sobre su cabeza, con las rojas fauces dila¬ 
tadas y el ojo único despidiendo fuego, estaba 
colocada la abominable béstia cuya astucia me 
habia inducido al asesinato y cuya voz acusa¬ 
dora me habia entregado al verdugo. 

Yo había emparedado al mdnstruo en la 
tumba mi infortunada víctima. 





II. 


EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD. 

Al examinar las facultades é inclinaciones, 
—móviles primordiades del alma humanad¬ 
los frenólogos han dejado de enumerar una ten¬ 
dencia que, aunque visiblemente existe como 
sentimiento primitivo, radical é indestructible, 
no ha sido tampoco enumerada por ninguno de 
los moralistas que han precedido á aquellos. To¬ 
dos, en la infatuación completa de la razón, 
nos hemos olvidado de ella. Hemos consentido 
que su existencia se ocultase á nuestros ojos 
solo por falta de creencia,—de fé,—otra fuese 
la fé fundada en la revelación ó ya en lacábala. 
Su idea no nos ha ocurrido jamás por efecto 
simplemente de su carácter especial. 

No hemos sentido la necesidad de comprobar 
esta inclinación, —esta tendencia. No podíamos 
concebir que fuese necesaria. No podíamos ad¬ 
quirir fácilmente el conocimiento de este pri- 
mum mobüe , y aun cuando por fuerza hubiese 
penetrado en nosotros, no hubiéramos- podidp 



42 EDGAR POE. 

comprender jamás qué papel representa dicha 
inclinación en el órden de las cosas humanas así 
temporales como eternas. Es innegable que la 
frenología y gran parte de las ciencias metafísi¬ 
cas han sido concebidas á priori. El hombre de 
la metafísica, de la lógica, pretende, mas bien 
que el de la inteligencia y la observación, com¬ 
prender los designios de Dios,—dictarle planes. 
Después de haber penetrado así á su placer las 
intenciones de Jehovah, con arreglo á dichas in¬ 
tenciones ha formado innumerables y capricho¬ 
sos sistemas. En frenología, por ejemplo, he¬ 
mos asentado, cosa por otro lado muy natural, 
que por designio de Dios debió comer el hombre. 
Después hemos señalado en el hombre un órgano 
de alimentabilidad , y este órgano es el estímulo 
por el cual obliga Dios al hombre á que, de gra¬ 
do ó por fuerza, coma. Hemos decidido en segun¬ 
do lugar que voluntad de Dios era que el hombre 
perpetuase su especie, y acto continuo hemos 
descubierto un órgano de amatividad. Del mis¬ 
mo modo hemos encontrado la combatividad , la 
idealidad , la casualidad y . la constructividad— 
y en suma, todos los órganos que representan 
ya una inclinación, ya un sentimiento moral ó 
ya una facultad de intelijencia pura. En esta 
recolección de principios de la acción humánalos 
Spurzheimistas no han hecho más que seguir en 
sustancia, con razón ó sin ella, en todo ó en par¬ 
te, los pasos de sus predecesores; deduciendo y 
asentando cada cosa con arreglo al supuesto des- 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 43 

tino del hombre y tomando por fundamento las 
intenciones del Creador. 

Más prudente y seguro hubiese sido fundarla 
clasificación (ya que por absoluta necesidad te¬ 
nemos que clasificar) sobre los actos habituales 
del hombre, como también sobre los que ejecuta 
ocasionalmente, siempre ocasionalmente, que no 
sobre la hipótesis de que la Divinidad le obliga 
á ejecutarlos. ¿Cómo, si no podemos comprender 
á Dios en sus obras visibles, podremos compren¬ 
derle en sus impenetrables pensamientos 1 que 
dan vida á aquellas obras? ¿Cómo, si no podemos 
concebirle en sus creaciones, habremos de conce¬ 
birle en sus incondicionales modos de ser y por 
su aspecto creador? 

La inducción d posteriori hubiera llevado 
la frenología hasta el punto de admitir como prin¬ 
cipio primitivo é innato de la acción humana, 
un no sé qué de paradógico que nosotros, á falta 
de palabra más propia, llamaremos perversidad. 
Esto, en el sentido que aquí se toma, es realmen¬ 
te ün móvil sin motivo, un motivo inmotivado. 
Por su influjo obramos sin objeto inteligible, y 
por si en estas palabras se encuentra contradic¬ 
ción, podemos modificar la proposición diciendo 
que, por su influjo, obramos sin más razón que 
Porque no deberíamos hacerlo. No puede haber 
en teoría una razón más antiracional; pero de 
hecho no hay nada más incontestable. Para cier¬ 
tos espíritus,.en condiciones determinadas, lle¬ 
ga á ser absolutamente irresistible. Mi propia 


44 EDGAR P0E. 

existencia no es para mí más cierta que esta 
proposición: la certeza del pecado ó error que 
un acto lleva consigo es frecuentemente la úni¬ 
ca fuerza invencible que nos obliga á ejecutar¬ 
lo. Y esta tendencia que nos obliga á hacer el 
mal por amor del mal, no admite análisis ni des¬ 
composición alguna. Es un movimiento radical, 
primitivo, elemental. Dirase, yo lo espero, que 
si persistimos en ciertos actos porque sabemos 
que no deberíamos persistir en ellos, nuestra 
conducta no es más que una modificación de 
aquella á que dá origen la combatividad freno¬ 
lógica; pero una simple ojeada bastará para 
descubrir la falsedad de semejante idea. La 
combatividad frenológica tiene por causa la 
necesidad de la defensa personal: ella es nues¬ 
tra salvaguardia contra la injusticia; su prin¬ 
cipio tiende á favorecer nuestro bienestar; así 
es que al mismo tiempo que la combatividad 
se desarrolla, crece en nosotros el deseo del 
bienestar. Síguese de aquí que el deseo del 
bienestar debiera excitarse en todo principio, 
que no fuera otra cosa sino modificación de 
Ja combatividad; pero en el caso de este no sé 
qué, á que llamo perversidad , no solamente no se 
despierta el deseo del bienestar, sino que aparece 
un sentimiento completamente contradictorio^ 
La mejor respuesta al sofisma de que se tra¬ 
ta, la encuentra cada cual examinando su pro¬ 
pio corazón. Ninguno que lealmente consulte 
á su alma se atreverá á negar lo absolutamente 


HISTORIAS EXTRAORDINARIAS. 45 

radical de la tendencia en cuestión. Tan fácil 
es de conocer y distinguir como imposible de 
comprender. No hay hombre, por ejemplo, que 
en ciertos momentos no haya sentido un vivo 
deseo de atormentar niquele escucha con cir- 

uue está 10 d- y r °í° S - Bien sabe eI «»• “1 habla 
que está disgustando; sin embargo de ordina- 

hJL!' en0 , a “ ejor intenci< m de agradar, es 
y ° ar0 en sus razonamientos, y de sus 
lábios sale un lenguaje tan lacónico como lu¬ 
minoso; solo, pues, con gran trabajo puede vio- 
lentar de tal manera su palabra; por otra parte 
el sugeto de que se trata teme provocar el mal 

ob^ O n+A d0 h- aqUel á qUÍen se dirige ’ Est0 no 

obstante hiere su imaginación el pensamiento 
e provocar aquel mal humor con ambages y 

sf movw’ + ^ SÍmple P ensamien to basta. 
v l ~ ent( > se convierte en veleidad, la 
e dad crece hasta trocarse en deseo, el de¬ 
seo acaba por ser necesidad irresistible, y la 
Heces^ad se satisface, con gran pesar y mor¬ 
tificación del que habla y arrostrando todas las 
consecuencias. 

roJnr er í 10 l Una obli » aci °n que cumplir y cuyo 
“ lent ° f 0 admitQ ^mora. Sabemos que 
C ei menor retardo va nuestra ruina. La crisis 
thás importante de nuestra vida reclama nues¬ 
tra inmediata acción y energía con alta é impe¬ 
riosa voz. La impaciencia de poner manos á la 
Pbra nos abrasa y consume; el placer anticipa- 
4<> un ^loriotso éxito inflama nuestra alma. 


46 EDGAR POE. 

Es preciso, es necesario que la obligación se 
cumpla hoy mismo,—y sin embargo la dejamos 
para mañana;—¿y por qué? No hay más espli- 
cacion sino por que conocemos que esto es ¡per- : 
verso’,— sirvámonos déla palabra sin compren¬ 
der el principio. Llega mañana y crece nuestro 
afan de cumplir con el deber; pero al mismo 
tiempo que el afan se aumenta, nace un deseo 
ardiente, sin nombre, de dilatar el cumplimien¬ 
to de la obligación,—deseo verdaderamente ter¬ 
rible, porque su naturaleza es impenetrable. A 
medida que el tiempo huye es más y más fuerte 
el deseo. No nos queda más que una hora, esta 
hora es nuestra. Nos hace estremecer la vio¬ 
lencia de la lucha que en nosotros pasa,— del 
combate entre lo positivo y lo indefinido, entre 
la sustancia y la sombra. Pero si la lucha 
llega hasta este estremo, es porque la sombra 
nos obliga á ello; nosotros nos resistimos en 
vano. El reloj suena, su sonido es el doble mor¬ 
tuorio de nuestra felicidad; y para la sombra 
que nos ha aterrado tanto tiempo es el canto 
matutino, la diana del gallo victorioso de los ¡ 
fantasmas. La sombra huye,—desaparece,—so¬ 
mos libres. Nuestra antigua energía renace. Aho¬ 
ra trabajaríamos, pero ¡ay! ya es tarde. 

Nos asomamos á un precipicio,—miramos el 
abismo,—sentimos malestar y vértigos. Nuestra 
primer intención es de retroceder y alejarnos 
del peligro; pero sin saber por qué permanece¬ 
mos inmóviles. Poco á poco el mal estar, el vér- 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 47 

tigo y el horror se'confunden en un solo senti¬ 
miento nebuloso, indefinible. Gradual, insensible¬ 
mente esta nube toma forma como el vapor de la 
botella de donde se levanta el génio de las Mil 
y una noches. Pero de nuestra nube se levanta, 
al borde del precipicio, cada vez más palpable 
una sombra mil veces más terrible que ningún 
génio ó demonio de la fábula; y sin embargo 
no es más que un pensamiento; pero un pensa¬ 
miento horrible, que hiela hasta la médula de 
los huesos, infiltrando hasta ella las delicias fe¬ 
roces de su horror. Es simplemente la idea ¿de 
qué sentiríamos durante el descenso si cayése¬ 
mos de semejante altura? Y por cuanto esta cai- 
da y horroroso anonadamiento llevan consigo la 
más terrible y odiosa de cuantas imágenes odio¬ 
sas y terribles de la muerte y del sufrimiento 
podemos figurarnos, por tanto la deseamos con 
mayor vehemencia. Y porque nuestra razón nos 
aleja violentamente del abismo, por esto mismo 
nos acercamos á él con más ahinco. No hay pa¬ 
sión más diabólica en la naturaleza que la del 
hombre, que espeluznándose de horror á la boca 
de un precipicio, siente que por, sus mientes cru¬ 
za la idea de echarse en él. Dejar libre el pensa¬ 
miento, intentarlo siquiera un solo instante, es 
perderse irremisiblemente; porque la reflexión 
nos manda abstenernos, y por eso mismo , re¬ 
pito, no yodemos hacerlo . Si no hay tin brazo 
amigo que nos detenga, ó somos incapaces de 
un esfuerzo repentino para huir lejos del abis- 



48 EDGAR POB. 

mo, nos arrojamosá él, somos perdidos. 

Si examinamos estos actos y otros análogos 
encontraremos siempre que su sola causa es el 
espíritu de perversidad, y que los perpetramos 
únicamente porque conocemos que no debiéra¬ 
mos perpetrarlos. 

—Ni en unos ni en otros liay principio inte¬ 
ligible; de modo que, sin peligro de equivocarnos» 
podemos considerar esta perversidad como ins* 
tigacion directa del Arcliidemonio, á no ser 
evidente’que algunas veces sirve para realizar 
el bien. 

He sido tan prolijo en cuanto llevo dicho por 
satisfacer de algún modo vuestra curiosidad y 
vuestras dudas,— por esplicaros por que estoy 
aquí;—y porque sepáis á qué debo las cadenas 
que arrastro y la celda de recluso en que habito. 
A no haber sido tan minucioso, o no me enten¬ 
deríais, ó me tendríais como á otros muchos por 
loco; mas después de haber oido las anteriores 
razones comprendereis fácilmente que soy una 
de las innumerables víctimas del demonio de la 
Perversidad. 

No es posible ejecutar un acto con delibera¬ 
ción más perfecta. Durante semanas y meses en¬ 
teros no hice más que meditar sobre la manera 
más segura de cometer un asesinato; Deseché 
mil proyectos porque la realización de todos ellos 
debia dejar algún cabo pendiente por donde 
el crímen'se descubriese algún dia. Por fin, le¬ 
yendo unas memorias francesas- acerté á encon' 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 49 

trar la historiado una enfermedad casi mortal 
que padeció Mra. J?ilau por haber aspirado el 
tufo de una bugía casualmente envenenada. La 
idea hirió súbitamente mi imaginación: yo sabia 
que mi víctima acostumbraba á leer en la cama; 
sabia también que la estancia en que dormía era 
pequeña y mal ventilada. Mas ¿á quó fatigaros 
con inútiles pormenores? No os contaré de qué 
modo logré sustituir la bugía que estaba junto 
á la cama con otra emponzoñada: es el caso que 
una mañana se encontró al hombre muerto en su 
lecho, y que la autoridad, después de recono¬ 
cerle, juzgó que su muerte habia sido repentina. 

Yo heredé el caudal de mi víctima y todo me 
salió perfectamente durante muchos años. Jamás 
pasó por mis mientes la idea de que el crimen 
pudiera descubrirse: yo mismo había destruido 
los restos de la bugía fatal, y no había dejado 
sombra ni indicio, capaz de escitar la menor sos¬ 
pecha. Con dificultad podrá imaginar nadie cuán 
grande era mi satisfacción al reflexionar sobre 
mi completa seguridad. Habíame acostumbrado 
á deleitarme con tan grato sentimiento, el cual 
me causaba un placer mayor y más verdadero, 
que cuantos beneficios meramente materiales 
habia reportado á consecuencia del crimen. Pero 
llegó una época desde la cual fué trasformándose 
aquel sentimiento de placer, por una degradación 
casi imperceptible, hasta convertirse en un te¬ 
naz pensamiento, que con tal frecuencia ocupaba 
mi imaginación que me cansaba, sin que apenas 



50 EDGAR POE. 

pudiera librarme de él un solo instante. No es 
cosa rara tener fatigados los oidos, ó más bien 
• atormentada la memoria por una especie de tin¬ 
tín, ó ya por el estribillo de una canción vul¬ 
gar ó ya en fin por un trozo insignificante de 
ópera; no siendo menor el tormento porque la 
canción ó el trozo de ópera sean buenos. Así me 
acontecía con aquel pensamiento; de modo que 
sin cesar me sorprendía á mí mismo pensando 
maquinalmente en- mi seguridad y repitiendo por 
lo bajo estas palabras: estoy salvó. 

Paseando un dia por la calle, caí en que iba 
murmurando, no ya como de costumbre, sino 
en alta voz las consabidas palabras; mas'por no 
sé qué mezcla de petulancia daba al concepto es¬ 
ta nueva forma: estoy salvo, si , estoy salvo\ 
—porque no soy tan tonto que vaya á delatarme 
á mí mismo. 

No bien había pronunciado estas palabras 
cuando sentí que un frió glacial penetraba en 
mi corazón. Yo conocía por esperiencia estos 
arrebatos de perversidad (cuya singular natu¬ 
raleza he esplicado con harto trabajo) y recordaba 
muy bien, que jamás había podido resistirme á 
sus victoriosos ataques. Entonces una suges¬ 
tión fortuita, nacida de mí mismo, esto es, el 
pensar que yo podría ser bastante necio para 
descubrir mi delito, se me presentó delante como 
si fuera la sombra del asesinado, y me llamara á 
la muerte. 

Hice al momento un esfuerzo para sacudir 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 51 

aquella pesadilla de mi alma, y apresuré el pa¬ 
so, mas de prisa,—cada vez más de prisa,—al 
cabo eché á correr: sentía un' deseo delirante de 
gritar con toda mi fuerza. Cada agitación suce¬ 
siva de mi pensamiento me abrumaba con un 
nuevo terror; porque ¡ay! bien sabia yo, de¬ 
masiado bien, que, en el estado en queme encon¬ 
traba, pensar era perderme. Aceleré aun más el 
paso, y corrí como un loco por las calles, que 
estaban llenas de gente. Alarmóse al fin el popu¬ 
lacho y corrió detrás de mí. Yo entonces sentí 
la consumación de mi destino: si hubiera podido 
arrancarme la lengua lo hubiera hecho; pero 
una voz ruda resonó en mis oidos, y una mano 
más ruda todavía me cogió por la espalda. Yol- 
vime y abrí la boca para aspirar; sentí en un 
instante todas las ágonias de la sofocación; qué¬ 
deme sordo y ciego y como ébrio; y entonces creí 
que algún demonio invisible me golpeaba la 
espalda con su ancha mano. El secreto, tanto 
tiempo aprisionado, se escapó de mi alma. 

Dicen que hablé y me espresé bien clara y dis¬ 
tintamente, pero con tal energía y precipitación, 
como si temiera ser interrumpido antes de acabar 
aquellas breves pero importantes frases que me 
entregaban al verdugo y al infierno. 

Después de revelar lo necesario para que no 
quedase duda de mi crimen, caí aterrado y desva¬ 
necido. ¿Para qué decir mas? ¡Hoy arrastro ca¬ 
denas y me encuentro aq.ui\ ¡Mañana estaré li¬ 
bre! ¿Más, dónde? 


III. 


EL HOMBRE DE LA. MULTITUD. 


«E«a desgracia de no poder estar solo», 


(La Bruyere.) 

Se ha dicho con justo motivo do cierto libro 
aleman —Est loesst sích nicht lesen ,—«no se deja 
leer.» Esto significa que hay secretos que no 
permiten su revelación. Hay hombres que mue¬ 
ren en el silencio de la noche, estremeciéndose 
entre las manos de espectros que los torturan 
con solo mantener fija sobre ellos su implacable 
mirada; hombres que mueren con la desespera¬ 
ción en el alma y un hierro candente en la la* 
rinje, á causa del horror de los misterios que no 
consienten que se les descubra. Algunas veces 
la conciencia humana soporta un peso de tal 
enormidad que solo encuentra alivio en el des¬ 
canso de la tumba. Así es como la esencia del 
crimen queda incógnita con harta frecuencia. 

Hace poco tiempo que liácia el .declive de 






HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 53 

tma tarde de otoño estaba yo sentado delante 
de la acristalada ventana de un café de Lóndres, 
Habia estado enfermo algunos meses, y entrado 
en convalecencia, sentía con el recobro de la 
«alud esa especie de bienestar, antítesis de las 
nieblas del hastío; esperimentando esas felices 
disposiciones, en que el espíritu exaltado sobre¬ 
puja su potencia ordinaria tan prodigiosamente 
como la razón vigorosa y sencilla de Leibnitz se 
eleva sobre la vaga é indecisa retórica de Gorgias. 
Respirar libremente era para mí un goce indefi¬ 
nible, y de muchos asuntos verdaderamente pe¬ 
nosos sacaba mi fantasía sobrescitada extraños 
manantiales de positivos placeres. Todos los 
objetos me inspiraban una especie de interés 
reflexivo, pero fecundo en atractivas curiosida¬ 
des. Con un cigarro en la boca y un periódico 
en la mano, habíame entretenido largamente 
después de la comida; mirando luego los anun¬ 
cios, observando después los grupos de la con¬ 
currencia que ocupaba el café, y fijándome en 
la gente que pasaba, y que parecían sombras 
á través de los cristales, empañados por el am¬ 
biente exterior. 

La calle era una de las arterias principales 
de la inmensa ciudad, y de las más concurridas 
por consiguiente. A la caída de la tarde el con¬ 
curso fue creciendo de un modo extraordinarios, 
y cuando quedaron encendidos los reverberos del 
alumbrado público, dos corrientes de población 
se encontraron, confundiéndose delante de mi 


EDGAR POE. 


54 

vista en un choque incesante. Jamás me había 
encontrado en situación análoga, ó por mejor 
decir, nunca había tenido conciencia de aquella 
situación, aunque hubiera pasado por ella mil 
veces, y este tumultuoso océano de humanas 
cabezas me proporcionaba una deliciosa emoción 
de gustosa novedad. Concluí por no prestar 
atención alguna á lo que pasaba en el interior 
del hotel, absorviéndome en la contemplación 
de la escena que ofrecía la espaciosa calle. 

Mis observaciones tomaron desde luego un 
giro abstracto y generalizador; mirando á los 
transeúntes como masas, y no considerándolos 
más que en sus relaciones colectivas: Pronto, 
sin embargo, entré en pormenores, examinando 
con interés minucioso la innumerable variedad 
de figuras, trazas, aires, maneras, rasgos y 
accidentes. 

El mayor número de los que pasaban tenían 
un exterior agradable y parecían preocupados 
por sérios asuntos; no pensando en otra cosa 
generalmente que en abrirse camino al través 
de la multitud. Fruncían las cejas y giraban los 
ojos con vivacidad, y cuando los transeúntes los 
impelían, tropezando con ellos, no daban señales 
de impaciencia, sino se solian abotonar para 
ofrecer menos volumen al frecuente choque de 
importunos, distraídos ó rateros. 

Otros, y la clase era bastante numerosa, de¬ 
nunciaban en sus movimientos cierta inquietud; 
expresando su fisonomía una singular ajitacion; 



HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 55 

hablando entre si con gesticulaciones várias, y 
como si se creyeran aislados, por lo mismo que 
los rodeaba aquel hirviente remolino de la mu¬ 
chedumbre. Cuando se sentian detenidos en su 
rumbo, estas gentes cesaban en su monólogo; 
pero redoblaban sus gestos, aguardando, con 
sonrisa distraída y como forzada, el paso de las 
personas que les servían de obstáculo. Cuando 
los empujaban, saludaban maquinalmente á los 
que obstruían su paso; pareciendo disculpar sus 
distracciones en aquel mar-e magnum. 

En estas dos vastas clases de hombres, fuera 
de lo que acabo de notar, no encontraba nada 
más de propio y característico. Sus vestidos en¬ 
traban en esa clasificación, exactamente definida 
por el adjetivo decente. Eran, sin duda alguna, 
caballeros, negociantes, mercaderes, provisio- 
nistas, traficantes, los eupatridas griegos, ó sea 
el común del órden social; hombres acomodados 
ó acomodándose ó deseando acomodarse: activa¬ 
mente ocupados en sus personales asuntos, con¬ 
ducidos bajo su propia responsabilidad. Estos no 
provocaban mi atención particularmente. 

La raza de los comisionistas comerciales me 
presentó sus dos principales divisiones. Reco¬ 
nocí á los dependientes del comercio al por 
menor, de novedades y de artículos de moda 
efímera; jóvenes coquetos, pretenciosos en sus 
modales, presumidos en su porte; bota barniza¬ 
da, riza cabellera y aire de satisfacción de su 
emperejilado individuo. Apesar de ese prolijo 


56 EDGAR POE. 

cuidado del aderezo y autorización de su en' 
greida persona, que la gente maligna denota con 
el vulgar epíteto de hortera , toda la elegancia 
de esta parodia de la verdadera distinción llega 
cuando más al límite, en que un actor cómico 
puede afectar el augusto decoro del papel régio 
que en el teatro representa. 

En cuanto á la clase de empleados en casa» 
de giro y banca, era imposible confundirla. So 
les reconociaen sus vestidos, de más solidez qü 0 
lujo, en sus corbatas y chalecos blancos, en sfl 
calzado de duración, protejido por botines de 
paño, y en la severidad clásica de su tipo. Casi 
todos se resentían de una calvicie prematura» 
completa en algunos, y la oreja derecha de estos 
laboriosos ciudadanos, acostumbrada al ordina' 
rio peso de la pluma, había contraido una de' 
nunciadora desviación de la cabeza. Observé qu 0 
se quitaban y ponían el sombrero con ambaíj 
manos, y que aseguraban sus relojes con cade¬ 
nas cortas de oro, de un modelo antiguo y nado 
complicado en su labor. Estos afectaban la reS' 
petabilidad, y no cabe afectación más digna*] 
á falta de la respetabilidad verdadera y justii 
ficada. 1 

Conté buen número de esos individuos d 0 
brillante apariencia, reconociendo con gran 
cil.idad que pertenecian á la familia de los rato' 
ros de alto bordo, de que 'están infestadas toda 0 
las ciudades de alguna consideración. Estudio 
curiosamente esta especie de la familia rapante 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 57 

extrañando que pudieran pasar por sujetos 
honrados aun entre los sujetos honrados en 
realidad. La exageración de sus apariencias, un 
excesivo aire de franqueza habitual, parecian 
deberlos descubrir á una inteligencia media' 
namente ejercitada en el conocimiento de. las 
personas y de las cosas, como hoy se acostumbra 
á decir. 

Los jugadores de profesión, y no había pocos 
en aquella confusión de gente, se descubrían al 
primer golpe de vista, por más que usaran los 
más diversos exteriores, desde la facha de char¬ 
latán jugador de manos, con su chaleco de pana, 
su corbata llamativa, su gruesa cadena de cobre 
dorado y sus botones de filigrana, hasta el as¬ 
pecto clerical, tan escrupulosamente ascético 
que se perdía en la oscuridad de las sombras. 
Todos, sin embargo, distinguíanse por una tez 
ajada y amarillenta, por cierta opacidad vapo¬ 
rosa en su dilatada pupila, y la compresión y 
palidez de sus lábios. Una observación más 
atenta brindaba á la curiosidad otros dos signos 
aun más determinantes: el tono bajo y reservado 
de su conversación y la separación extraordi¬ 
naria de su dedo pulgar hasta formar ángulo 
recto con los otros dedos de la mano derecha. 
Frecuentemente, en compañía de tales bribones, 
he observado á ciertos hombres, que se diferen¬ 
ciaban de ellos por sus hábitos; pero me conven¬ 
cí pronto de que eran pájaros, de la misma plu¬ 
ma. Se les puede considerar como gentes que 


58 EDGAR POE. 

viven de una misma industria, formando, por 
decirlo así, dos falanges, la civil y la mili¬ 
tar: la primera maniobra con largos cabellos y 
afable sonrisa; la segunda con aire despegado y 
desplantes jaquetones. 

Bajando gradualmente en la escala de la 
clase media, encontré asuntos de meditación 
más profunda y más sombría. Vi traficantes ju¬ 
díos, con ojos de azor hambriento, contrastando 
con la abyecta humildad de sus pálidos sem¬ 
blantes: mendigos procaces y cínicos, atrope¬ 
llando á los pobres vergonzantes, que la deses¬ 
peración habia lanzado en las sombras noctur¬ 
nas para implorarla caridad de sus convecinos; 
inválidos llenos de angustiosa fatiga, y semejan¬ 
tes á espectros, sobre quienes la muerte parecía 
extender una roano segura; tropezando ó arras¬ 
trándose entre el bullicio, con los ojos en acecho ' 
afanoso de un rostro benevolente, que les haga 
esperar un consuelo fortuito: modestas jóvenes 
Volviendo de un trabajo asiduo y de escaso pro¬ 
ducto, dirigiéndose hacia su pobre hogar, bajo ¡ 
la obsesión insultante, cuando no impúdica, de 
los libertinos y de los antojadizos, cuyo directo 
contacto no podían evitar en aquella confu¬ 
sión. 

Venían por su órden las mugeres pecadoras 
dé todos tipos y de todas edades: la incontestable 
hermosura, en todo el realce de sus primicias 
ópimas; haciendo recordar aquella estátua de 
Luciano, cuyo exterior era de mármol de Páros, 





HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 59 

estando llena de inmundicia en el interior: la 
leprosa, cubierta de harapos infectos, desca¬ 
rada y repugnante: la veterana del vicio, rugo¬ 
sa, pintada, coloreada por el arrebol, cargada 
de dijes, y haciendo un alarde imposible de ar¬ 
dor juvenil: la niña de formas indecisas; pero 
ya avezada á la provocación sensual por ensa¬ 
yos infames y lecciones depravadoras, acosada 
por el imperioso deseo de ascender en el escala¬ 
fón de las sacerdotisas del inmundo Príapo. 

Surcaban el mar de la muchedumbre 'los 
borrachos en sus especialidades más indescripti¬ 
bles: estos destrozados, asquerosos, desarticula¬ 
dos casi; con la fisonomía enbrutecida y vidriosa 
la mirada: aquellos menos desarrapados, pero su¬ 
cios ; andando sin rumbo; rostros rojizos y gra- 
nugientos; lábios gruesos y sensuales: otros ves¬ 
tidos con cierta elegancia, pero en el desórden . 
que indica el furor de la bacanal: hombres que 
andaban con paso firme y elástico, pero cuyos 
semblantes teñía una mortal palidez, cuyos ojos 
parecían inyectados en funesta combinación por 
la sangre y la bilis, y que en el vaivén de aquel 
oleage humano tenían que asirse con mano tré¬ 
mula á los objetos que encontraban á su al¬ 
cance. 

Por lo demás abundaban en aquel gentío los 
pasteleros y droguistas ambulantes; los espen- 
dedores de carbón y de leña; los tocadores de or¬ 
ganillo y sus inseparables los que enseñan mar¬ 
motas ó hacen trabajar á los monos; los vende- 


00 EBGAR POE. 

dores de papeles públicos; los trovadores del val¬ 
go y los saltimbanquis; artesanos y trabajadores, 
rendidos de fatiga después de tantas horas de 
sugecion y de faenas; y todo esto, lleno de una 
actividad ruidosa y desordenada, que abru¬ 
maba el oido con sus discordancias, produciendo 
una sensación dolorosa á la vista del observador 
reflexivo. 

A proporción que adelantaba la noche el in¬ 
terés de la escena tomaba incremento y me cau¬ 
tivaba con su estraño prestigio; porque no solo 
8e alteraba el carácter general da la multitud, 
sino que los resplandores del alumbrado, débiles 
cuando luchaban con los reflejos últimos del dia, 
cobrando brio en la densidad de las sombras, ar¬ 
rojaban destellos vivos y brillantes sobre los 
objetos en su radio luminoso. En igual propor¬ 
ción, los accidentes más notables de aquella mul¬ 
titud, perdiéndose con el retiro gradual de la 
parte sana de la población, cedían su puesto en 
aquel torbellino espumante á los accidentes más 
groseros, que en un relieve fantástico, acumu¬ 
laban en grupos vigorosos todas esas infamias 
que la noche evoca de sus tugurios y hace salir 
de sus antros. Todo allí era negro, aunque bri¬ 
llante, como ese lustroso ébano, áque ha compa¬ 
rado la crítica el peculiar estilo de Tertuliano. 

Los escéntricos efectos de aquella luz rojiza 
y vacilante me indujeron á examinar los rostros 
de aquellos individuos, y aunque la rapidez ver- 
tijinosa con que aquel mundo de luz lucía delan- 




HISTORIAS HSTRAORD1NARIAS. 61 

te de la ventana me impidiera detenerme á mi 
Sabor en aquel exámen, me pareció que» gracias 
á la singular disposición moral en queme encon¬ 
traba, podia leer en brevísimo intérvalo y de una 
ojeada ansiosa la historia de largos años en 
la mayor parte de las fisonomías. 

Apoyada la frente en la ventana, y embebido 
enteramente en la contemplación de la multitud, 
se presentó á mi vista de improviso una cara par¬ 
ticular la de un hombre gastado y decrépito, de se¬ 
senta y cinco á setenta años, fisonomía que desde 
luego absorvió en sí mi atención completamente, 
merced á la absoluta idiosincracia de su espre- 
sion. 

Hasta entonces jamás habia yo visto nada 
Semejante á esta espresion, ni aun en grado re¬ 
moto. 

Recuerdo perfectamente que mi primer pen¬ 
samiento viendo esta cara, fué que Retzch, al 
verla como yo, la hubiese preferido á todas las 
figuras, en las cuales ha intentado su génio dia¬ 
bólico encarnar el espíritu de las tinieblas. Gomo 
yo procurase, bajo la impresión de aquel espec¬ 
táculo, establecer un análisis del sentimiento ge¬ 
neral que me había comunicado, sentí elevarse 
confusamente en mi alma las ideas de vasta in¬ 
teligencia, circunspección, malicia, codicioso de¬ 
seo, sangre fría,malignidad, sed sanguinaria, as¬ 
tucia diabólica, terrores y alborozos, pasiones 
ardientes y suprema desesperación. 

Me reconocí dominado, seducido, cautivo. 


62 EDGAR POE. 

en fin, de aquel singular personaje. 

—Qué particular historia (dije entre raí) es la 
trazada en ese lívido y cadavérico semblante!» 
Y entonces rae asaltóla tentación irresistible de 
no perder de vista á aquel hombre, con el vehe¬ 
mente afan de inquirir quién era y lo que ha¬ 
cia. 

Me puse precipitadamente mi paletotde abri¬ 
go, me calé el sombrero hasta las cejas, y empu¬ 
ñando mi grueso bastón, me lancé á la calle; en¬ 
golfándome atrevidamente en el piélago de la mul¬ 
titud en busca de mi hombre, y en la dirección 
que le había visto tomar, porque él habia desa-i 
parecido. Con alguna dificultad conseguí encon¬ 
trar sus huellas; le alcancé por fortuna, y me 
consagré á seguirle, si bien con ciertas precau¬ 
ciones, procurando que no se apercibiera de mi 
propósito. 

Podia al fin estudiar á mi gusto su persona. 
Era de pequeña estatura, delgado y débil en apa¬ 
riencia. Sus vestidos estaban sucios y desgarra- ■ 
dos; pero al pasar por el foco lumínico de. loS 
reverberos me apercibí que su camisa, manchada 
y rota, era fina y de hechura escalente; y si no me 
engañaron mis fascinados ojos, éntrelos pliegues 
de su capa, al embozarse una vez, entrevi los j 
resplandores sucesivos de un diamante en el ín¬ 
dice y un puñal en la diestra. Estas observa¬ 
ciones exaltaron mi curiosidad y determiné 
seguir al desconocido por donde quiera que 
llevara sus inciertos y mal seguros pasos. 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 63 

Estaba bien entrada la noche, y una niebla 
espesa y húmeda envolvia la 'capital en su denso 
manto, resolviéndose en una lluvia pesada y con¬ 
tinua. 

Este cambio de tiempo produjo un efecto ra¬ 
ro en la multitud, queajitada por un movimien¬ 
to oscilatorio, buscó abrigo en la infinidad de pa¬ 
raguas, levantados sobre las cabezas, como bur¬ 
bujas sóbrela superficie de las aguas removidas. 
La ondulación, los, codeos y los murmullos, se 
hicieron más de notar en aquel precipitado tu¬ 
multo de los transeúntes. Yo no me afecté por 
la lluvia, porque tenía aun en la sangre una efer¬ 
vescencia febril y la humedad me producia un 
voluptuoso fresco. Anudé un pañuelo en torno 
de mi boca para evitar el resfriado y continué 
mi camino detras del hombre que espiaba. 

En el espacio de media hora, el viejo, que yo 
seguia con pertinacia, se franqueó el paso con 
alguna dificultad, hasta cruzar la grande arte- 
r * a ’ y y° Procuraba adherirme á su ruta, rece¬ 
lando perder su pista en aquel bullicio. Como no 
volvía la cabeza, cuidándose únicamente de ade¬ 
lantar, no pudo apercibirse de mi táctica, y con¬ 
tinué mis pesquisas con creciente ardor, retenido 
no obstante por la prudencia. Pronto se deslizó 
por una calle transversal, que aun llena de gen¬ 
te presurosa, no estaba tan incómoda para el 
tránsito como la principal que abandonaba, can¬ 
sado de luchar contra multiplicados óbices. Aquí 
se verificó un cambio evidente en mi hombre; 


64 EDGAR POE. 

tomando un paso más lento y casi podría decirse 
vacilante. Cruzó en distintas direcciones la tra¬ 
vesía, formando caprichosos zigs-zags de una 
acera en otra, y entre los que iban y los que 
venían tuve que someterme á surcar las aguas 
de mi perseguido, temeroso de perder su estela 
siguiendo el camino más regular y directo. Era 
la tal calle estrecha y larga, y aquel paseo de 
cerca de una hora me fatigó bastante; viendo 
reducirse la multitud á la cantidad de gente que 
se nota por lo común en Broadvay, cerca del 
parque, al medio dia; tan grande es la diferen¬ 
cia entre el gentío de Londres y el de la ciudad 
americana más populosa. 

Al cabo de la dilatada calle travesera entra¬ 
mos en una plaza, brillantemente iluminada por 
el gas y rebosando exhuberante vida. El indivi¬ 
duo recuperó el primer aire que tanto me habia 
chocado al verle. Dejó caer la barba sobre el pe¬ 
cho y sus ojos chispearon rutilantes bajo sus 
contraidas cejas, al registrar los objetos en su 
contorno, pero no detrás de él, por fortuna mia. 
Apresuró el paso; pero no convulsivamente, sino 
con regularidad y en gradación calculada, y no 
fué poca mi sorpresa al ver que dando la vuelta 
á la plaza, volvía atrás, comenzando su estram¬ 
bótico paseo como una tarea impuesta. Entonces 
me vi precisado á una porción de hábiles ma¬ 
niobras, para evitar que en uno de aquellos re¬ 
trocesos súbitos descubriese mi curioso espio¬ 
naje. 



HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 65 

En este peregrino paseo empleamos una hora, 
mucho menos molestados por los transeúntes que 
lo fuéramos al entrar en la plaza; porque la llu¬ 
via crecía, arreciaba el viento, y el temporal 
retiraba la gente al amor de los hogares. Ha¬ 
ciendo un gesto de impaciencia, el hombre er¬ 
rante pasó á una calle obscura y comparativa¬ 
mente desierta, y la recorrió en toda su longi¬ 
tud con una agilidad que jamás habria sospe¬ 
chado en un sér tan caduco; pero una agilidad 
que me cansó extraordinariamente, en mi em¬ 
peño de seguirlo de cerca. En pocos minutos des¬ 
embocamos en un vasto y concurridísimo bazar. 
El desconocido parecía estar al corriente de to¬ 
das las localidades, y allí tomó su marcha primi¬ 
tiva, abriéndose paso sin especie alguna de pri¬ 
sa ni de atropello, y sin provocar la atención de 
los que vendían y compraban en el espacioso es¬ 
tablecimiento. 

Cerca de hora y media pasamos en aquel re¬ 
cinto; teniendo que redoblar mis precauciones á 
fin de que no advirtiese el viejo la insistencia 
valerosa de mi curiosidad que me confundía ma¬ 
terialmente con la sombra de su endeble cuerpo. 
Yo llevaba chanclos de caoutchouc, que me per- 
mitian ir y volver sin producir ruido que de¬ 
nunciara mis pasos. Mi hombre entraba sucesi¬ 
vamente por todas las tiendas, sin pedir nada, y 
sin preguntar por nadie: fijando en las personas 
y en los efectos una mirada fija, incoherente y 
sin destallo. Su conducta me extrañaba sobre- 

3 




66 EDGAR POE. 

manera, afirmándome en mi resolución de no s®' 
pararme de él sin haber satisfecho plenamente 
la curiosidad que me hacía girar en su órbita 
como un satélite. 

Un reloj de sonoro timbre dejó oir once vi' 
braciones de una solemnidad pausada, y esta 
la señal para que el bazar quedase desocupada j' 
de allí á poco. Uno de los tenderos al cerrar ufl 
muestrario dió un empellón á mi hombre efl 
el impulso vigoroso de su faena, y el viejo, eS' 
tremeciéndose á este contacto, rudo y purameH'j 
te involuntario, se precipitó á la acera opuesta*] 
y como aguijoneado por el terror, se introdujo 
con velocidad increible en una série de callejue' 
las tortuosas y solitarias, á cuyo fin llegamos i 
de nuevo á la calle arterial, deque habiamoSi 
partido juntos, donde estaba el cafó en que ha' 
bia yo pasado la tarde tan distraído. 

La calle no presentaba ya el mismo aspecto*! 
y aunque alumbrada por el gas, como llovia si^j 
tregua, eran raros los transeúntes, y los pocoSl 
que la atravesaban lo hacian con marcada prfl'j 
mura. 

El incógnito palideció, aventurando sus pai 
sos tristemente en aquella avenida, antes ta® 
animada, y después, exhalando un profundo suS' 
piro, tomó la dirección hácia el Támesis, y sí' 
guió un laberinto de vías excusadas y obscuras*, 
hasta llegar frente á uno de los principales te®' 
tros de la capital. Era el momento preciso & 
terminar el espectáculo, y el concurso desea 1 ' 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 67 

bocaba en la calle por las várias puertas del co¬ 
liseo. Entonces vi á mi hombre abrir la boca 
para respirar con fuerza, y sumirse en la bulla 
como en su elemento, calmándose por grados la 
angustia profunda de su fisonomía. La barba 
volvió á caer sobre el pecho, apareciendo tal 
como le habia visto la vez primera que en él 
fijé mis ojos. Noté que se dirigia hácia donde 
afluia con preferencia el público; pero, en suma, 
me era imposible comprender los móviles de su 
conducta singular. 

Mientras adelantaba en su marcha, disemi¬ 
nábase el concurso, y al advertir esto, el des¬ 
conocido parecía afectado por una emoción afa¬ 
nosa y pródiga en incertidumbres. Durante algún, 
tiempo siguió de muy cerca un grupo de diez ó 
doce personas; pero poco á poco, y uno á uno, el 
número fué disminuyendo hasta reducirse átres 
individuos, que se instalaron en reservada con¬ 
versación á la entrada de una callejuela estre¬ 
cha, oscura y de difícil paso. Mi hombre hizo 
una pausa, y estuvo algunos instantes como su¬ 
mido en vagas reflexiones, y luego, con una aji- 
tacion marcadísima, se introdujo rápidamente 
por un pasaje estrecho, que nos llevó al extre¬ 
mo de la ciudad, y á regiones bien diferentes de 
las que hasta entonces habíamos recorrido. 

Estábamos en el barrio más infecto de Lón- 
dres, y en donde todo lleva impreso el candente 
estigma de la pobreza más deplorable y del vicio 
sin arrepentimiento ni redención posible. A.1 ac- 


68 EDGAR POE. 

cidental fulgor de un empañado reverbero, di** 
tinguíanse las casas de madera, altas, antiguas» 
grieteadas, amenazando ruina, y en tan extra¬ 
vagantes direcciones que apenas se acertaba ¿ 
andar por aquel confuso laberinto.' El pavimento 
estaba lleno de simas, y la3 piedras rodaban fué' 
ra de sus huecos, sacadas de sus alveolos por el 
cesped negruzco, signo de las vías desiertas. $1 
lodo fétido de la corriente impedía el líbre curso 
de las aguas pluviales, que formaban lagunas 
en los hoyos del empedrado destruido. La sucio' 
dad del piso manchaba en salpicaduras hediofl' 
das las paredes y la atmósfera impregnábase do 
los miasmas deletéreos de la desolación. 

Adelantando en aquellos sombríos lugares, 
los ruidos de la vida humana se hicieron cadfl 
vez más perceptibles, y al fin numerosas bandaí 
de hombres, los más infames entre el populacho 
déla capitál, mostráronse á nuestra vista como 
.naturales figuras de aquel cuadro siniestro. $ 
incógnito sintió de nuevo reanimarse su decaido 
espíritu, como la luz de una lámpara que recibo 
el aceite que necesita para el alimento de sO 
combustión. Estiró sus miembros y pareció a3' 
pirar al brio y al desenfado, característicos de W 
juventud. 

De repente volvimos una esquina, y una lítf 
de vivo resplandor, dejándonos casi deslumbré 
dos por su contraste con la oscuridad de aquo! 
recinto, nos permitió reconocer uno de esos te#' 
píos suburbanos de la intemperancia, dondO* 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 69 

moderno Baal, se sacrifican los hombres depra¬ 
vados al demonio del gin. 

Estaba amaneciendo; pero un tropel de beo¬ 
dos inmundos se agolpaban á la puerta de aquel 
lugar de perdición. 

Ahogando un grito de alegría frenética, el 
viejo se abrió paso lentamente por los grupos 
de bebedores y de repugnantes borrachos, y ra¬ 
diante la odiosa fisonomía ante aquel espec¬ 
táculo desconsolador, fuá y vino de arriba aba¬ 
jo y de abajo arriba por aquel trozo de calle 
como si no tuviera saciedad para él el panorama 
de la degradación y del embrutecimiento. No 
hubiese dado tregua á este convulsivo paseo á 
través de aquellos miserables si el movimiento 
de cerrar las puertas de aquella caverna mal¬ 
dita no indicara la hora de poner fin al tráfico de 
la noche en semejantes establecimientos. Lo que 
observó en la fisonomía de aquel ente escepcional 
que espiaba, sin experimentar cansancio en tan¬ 
ta vuelta y revuelta, fuó una cosa más intensa 
aun que la misma desesperación. No titubeó, 
apesar de esto, en su .carrera; antes bien, con 
loca energía, volvió atrás de improviso, diri¬ 
giéndose con decisión firme al corazón de la 
populosa capital de la Gran Bretaña. 

Corrió impávido y largo tiempo, y yo siem¬ 
pre en su pista, como atraído irresistiblemente 
por una fuerza mágica que centuplicaba las 
mías; determinado á todo trance á no .perder 
tmo de sus pasos, en esta indagación que abr- 


70 EDGAR POE. 


sorvia en su interés todas mis facultades, así, 
morales como físicas. 

El sol irradió en un cénit despejado, después 
de una noclie lluviosa, y llegado que hubimos á 
la arteria principal, en que estaba sito el café»j 
de donde salí á la zaga del diabólico viejo, pudej 
advertir que la calle presentaba un aspecto de 
actividad y continuo movimiento, análogo al que i 
ofreció en las primeras lloras de la noche pre'j 
cedente; siendo aquel, según mis observaciones,! 
el flujo matutino del reflujo nocturno, en el 
cuadro de mareas humanas del mar insondable 
y turbulento del vecindario de Lóndres. 

Allí, en medio de una confusión creciente 


por momentos, persistí con empeño obstinado en 


la persecución del incógnito; pero este personal I 
je sombrío y fatal iba, venía, pasaba y repasabaí 
por aquella extensa calle, pareciendo entregado- 
como frágil arista á los remolinos de una troifl' 
ba, girando sobre sí misma con aterradora ra - ]. 
pidez. Ya se aproximaban las sombras de la no-, 
che, y sintiéndome quebrantado por aquel trá-j 
fago, que resentía con intolerables dolores la- 
médula de “mis huesos, me detuve frente al hom- j' 
bre errante con aire de interpelación insolente,; 
mirándole ceñudo, y decidido á formular doá 
agresivas preguntas: 

—¿Quién eres y qué haces? 

Pero aquel sér infatigable y fantástico me 
evitó con un giro raudo, como el arranque del ; 
vuelo del halcón, y le vi alejarse entre la multi' 



HISTORIAS ESTRAOR.DINARIAS. 71 

tud, como la gaviota cuando roza sus alas con 
las crestas del oleage, en que la blanca espu¬ 
ma esmalta con sus copos el azul del piélago'que 
sirve de espejo á Dios. Yo no pude, ni quise, 
continuar mis infructuosas pesquisas, y entré á 
descansar de mi loca excursión en el café, de que 
habia salido buscando la clave de un enigma so¬ 
cial, sospechado por mi arrebatada fantasía en 
aquel tipo singular y repelente. 

—Este viejo, dije para mí, es el génio del 
crimen tenebroso y profundo. Su afan consiste 
en no estar solo, y por eso es el hombre volun¬ 
tariamente perdido en la multitud. En balde le 
hubiera seguido un dia y otro para saber su 
secreto ó conocer sus actos. El arcano es el sello 
de su particular destino. El peor corazón del 
mundo es un libro mil veces más infame y odioso 
que ese Hortulus animoe de G-rlinninger, de 
quien ha dicho Alemania su délebre: esi loesst 
sich niéhtlesen. Quizás sea una de las mayores 
misericordias del Sér Supremo que , esas almas 
condenadas sean como aquel libro inmundo, y así 
permite que no se dejen leer. 



IY. 


EL CORAZON REVELADOR. 

¡Credme! Yo soy muy nervioso, espantosa¬ 
mente nervioso, siempre lo he sido. Mas ¿pof 
qué os empeñáis en que estoy loco? La enfer¬ 
medad ha dado mayor perspicacia á mis senti¬ 
dos: no los ha destruido ni embotado. Entra 
todos se distingue, sin embargo, el oido como 
superior en firmeza: yo he oido todas las cosas 
del cielo y de la tierra y no pocas del infierno. 
¿Cómo, pues, he de estar loco? Atención! Y con* 
templad con cuánta calma y cordura puedo con¬ 
taros toda mi historia. 

No es posible esplicar como me pasó por la3 
mientes la idea por primera yez; pero ya que 
me pasó, no cesó de perseguirme noche ydia* 
Verdaderamente no había en ella objeto ni pa* 
sion de mi parte. Yo quería al pobre viejo: 
él no me había hecho mal ninguno: jamás me 
había insultado: yo no codiciaba su oro... ¡Ah! 
¡Sí, esto es! Uno de sus ojos parecía de buitre: era 
un ojo azul apagado y con una catarata. Cada 





HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 73 

vez que aquel ojo se fijaba en mí la sangré so 
me helaba; así fué que lentamente y por gra¬ 
dos, se me puso en la cabeza matar á aquel 
viejo, para de este modo librarme de aquel 
ojo para siempre. 

Hé aquí, pues, la dificultad. Me creeis loco, 
pues bien; los locos no saben nada de nada: ¡pe- 
ro si me hubiérais visto! ¡Si hubiérais visto 
con qué sagacidad me conduje! ¡Con qué precau¬ 
ción, con qué previsión y disimulo acometí mi 
empresa! Nunca estuve tan amable con el vie¬ 
jo como durante la semana que precedió al ase¬ 
sinato. Y cada noche, hácia la media noche, 
descorría el pestillo de su puerta y abría, ¡oh! 
tan suavemente! Y cuando había entreabierto 
lo suficiente para que cupiese mi cabeza, in¬ 
troducía una linterna sorda, bien cerrada, sin 
dejar que asomase un solo rayo de luz; después 
metía la cabeza ¡cómo os hubiérais reido de 
ver cuán diestramente metía la cabeza! Movíala 
lentamente, muy lentamente, para no turbar el 
sueño del viejo. Una hora empleaba, cuando me¬ 
nos, en introducir la cabeza por la abertura, has¬ 
ta ver al viejo acostado en su cama. ¿Un loco ha¬ 
bría sido, por ventura, tan prudente? Y cuando 
habia metido toda la cabeza, abría ya la linter¬ 
na con precaución, ¡oh! ¡Con qué precaución, con 
qué precaución, porque rechinaba el gozne! Abría 
lo preciso no más para que un rayo impercep¬ 
tible de luz cayese sobre el ojo de buitre. Re¬ 
petí la operación durante siete interminables 


74 EDGAR POE. 

noches, á media noche exactamente; pero como 
siempre encontrase el ojo cerrado, no pude rea¬ 
lizar mi propósito; porque no era el viejo mi 
eterna pesadilla, sino su maldito ojo. Cada ma¬ 
ñana, apenas amanecía entraba yo resuelta¬ 
mente en su cuarto y le hablaba con despar¬ 
pajo, llamándole cordialmente por su nombre, 
é informándome de cómo había pasado la no¬ 
che. Muy listo había de ser el viejo para sos-j 
pechar que cada noche, á media noche, le espia¬ 
ba yo durante su sueño. 

La octava noche, redoblé las precauciones 
para abrir la puerta. El horario de un relój se 
mueve con más velocidad que en aquel mo¬ 
mento se movía mi mano. Hasta aquella noche 
no había yo meditado todo el alcance de mis fa¬ 
cultades y de mi sagacidad. Apenas podía con-' 
tener la sensación que me causaba el triunfo- 
¡Pensar que yo estaba allí, abriendo poco á po¬ 
co la puerta, y que él no soñaba siquiera ni 
mis intentos! Esta idea me arrancó una ligera 
sonrisa que él oyó sin duda; porque se revol¬ 
vió súbitamente en la cama como si desperta¬ 
se. Creereis quizá que me retiré, pues no. La 
habitación estaba tan negra como la pez, seguO 
que eran espesas las tinieblas, porque las ven-; 
tanas estaban cuidadosamente cerradas por mie¬ 
do á los ladrones. Así, pues, en la inteligencia 
de que. él no podría ver la abertura de la puer¬ 
ta continué abriéndola más y más. 

Ya había metido la cabeza, y principiaba ¿ 



HISTORIAS ESRAORDINARIAS. 75 

abrir la linterna cuándo mi pulgar resbaló so¬ 
bre el cierre de hoja de lata, y el viejo se in¬ 
corporó en la cama gritando: ¿Quién anda ahí? 

Quedóme absolutamente inmóvil y sin decir 
una palabra. Durante una hora entera no mo- 
yi hi un músculo, y en todo este tiempo no oí 
que se volviera á acostar. Permanecía incorpo¬ 
rado y alerta, lo mismo que yo había hecho 
noches enteras escuchando las arañas en la 
pared. 

Mas hé aquí que oí un débil gemido y cono¬ 
cí que era producido por un terror mortal: no 
era un gemido de dolor ó de disgusto, ¡oh na! 
era el ruido sordo y ahogado de un alma sobre¬ 
cogida de espanto. Yo conocía bien este ruido: 
bastantes noches, á media noche en punto, 
mientras que el mundo entero dormía, se había 
-escapado de mi propio seno, aumentando con su 
terrible eco los terrores que me asaltaban. Di¬ 
go, pues, que conocía bien aquel ruido. Yo sabía 
lo que el viejo estaba pasando, y tenía piedad de 
él, aunque mi corazón estaba alegre. Sabía que 
estaba despierto desde que, al oir el primer rui¬ 
do, se había aumentado por momentos: había 
querido convencerse de que su terror no tenia 
causa; pero no habia podido. Habíase dicho á sí 
mismo: ¡esto no es mas que el viento que sue¬ 
na en la chimenea, ó un ratón que corre por 
el entarimado! Si, había querido recobrar el 
valor con semejantes hipótesis; pero en vano; 
en vano , porque la muerte que se acercaba 



EDGAR POE. 


76 

había pasado por delante de él, envolviendo con 
su sombra negra á su víctima. La influencia de 
aquella sombra fúnebre era la que le hacía 
adivinar, aunque nada habia visto ni oido, 
la presencia de mi cabeza en su habitación. 

Después de esperar largo tiempo, y con gran 
paciencia, sin oir que volviera á acostarse, me 
resolví á entreabrir un poco la linterna, pero 
tan poco, tan poco, que no podía ser menos. Abrí" 
la, pues, ¡tan suavemente! ¡tan suavemente! que 
fuera imposible imaginarlo, hasta que al fi 11 
un rayo de luz, pálido como un hilo de aran»» 
penetró por la abertura y fuá á dar en el oje 
de buitre. 

Estaba abierto, abierto del todo, y yo ape* 
ñas le miré, me encendí en cólera. Le vi el»' 
ra y distintamente todo entero, de un azul em' 
pañado, y cubierto de una tela horrible, que m fi 
"heló hasta la médula de los huesos; pero u° 
pude ver ni la cara ni el cuerpo del viejo, pof' 
que había dirigido el rayo, como por instinto» j 
precisamente al sitio maldito. 

Ahora bien: ¿no os dije que lo que tomáis pó* 
locura no es más que un refinamiento de l° s 
sentidos? Pues bien, lié aquí que oí un rüid 0 
sordo, apagado y frecuente, semejante al q u0 
haría un reló envuelto en algodón y lo recon°'j 
cí perfectamente: era el latido del corazón 
viejo. Con él creció mi furor, como el coraj 0 
del soldado se exaspera con el redoble de 1°* 
tambores. 


HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 77 

CóiitíiYeme sin embargo, y permanecí inmóvil 
y respirando apenas. Empleé mi esfuerzo en sos¬ 
tener fija la linterna y el rayo de luz en dere¬ 
chura del ojo. Al mismo tiempo el latir infernal 
del corazón era cada vez más fuerte, y más pre¬ 
cipitado, y sobre todo más alto. El terror del 
Viejo debía ser extremo. Estos latidos, dije yo 
entre mí, son cada minuto más fuertes. ¿Me 
comprendéis bien? Ya os he dicho que soy ner¬ 
vioso: por lo tanto aquel ruido tan extraño, en 
medio de la noche y del medroso silencio que 
reinaba en aquella vieja casa, me causaba un 
temor irresistible. Aun pude, sin embargo, con¬ 
tenerme durante algunos minutos; pero los la¬ 
tidos iban siendo aun más fuertes. Yo creía que 
el corazón iba á rebentar; y hé aquí que una 
nueva angustia se apoderó de mí: aquel ruido 
podía ser oido por algún vecino. La hora del 
viejo había sonado. Di un alarido, abrí brusca¬ 
mente la linterna y me precipité en la habita¬ 
ción. El viejo no dió ün grito; ni un solo gri¬ 
to. En un momento le arrojé sobre el entari¬ 
mado y cargué sobre él todo el peso aplastadór 
de la cama. Entonces sonreí de satisfacción ál 
ver tan adelantada mi obra. Durante algunos 
minutos latió todavía el corazón con un sonido 
ahogado; pero esto ya no me atormentó como 
antes, porque el ruido no podía ser escuchado á 
través del muro. Al fin, el ruido cesó: el vie¬ 
jo había ya muerto. Levanté la cama y exa¬ 
minó el cuerpo: estaba rígido ó inerte. Püsele la 


78 


EDGAR. POE. 

mano sobre el corazón y la mantuve así durante j 
muchos minutos: ninguna pulsación: estaba ri' 
gido é inerte. El ojo maldito no podía atormefl'i 
tarme más. 

Si persistís en creerme loco, vuestra creen' 
cia se desvanecerá, cuando os diga los injeni^l 
sos medios que empleó para ocultar el cadáver* j; 
La noche avanzaba, y yo trabajaba velozmente;^ 
pero en silencio. Primeramente cortó la cabezaili 
después los brazos y por último las piernas* '? 
Luego arranqué tres tablas del entarimado, í: 
coloqué debajo aquellos restos; volviendo á cQ| 
locar las tablas tan hábil y diestramente, qü 0 
ningún ojo humano—¡ni aun el suyo!— hubiej* 
ra podido descubrir algún indicio sospechoso® 
No había nada que dudar: ni una mancha, m 
un rastro de sangre: yo había tenido gran pr« 
caución y había puesto una cubeta para que re' 
cibiera toda la sangre. ¡Ah! ah! 

Cuando hube concluido estos trabajos eral 1 
las cuatro; pero estaba tan oscuro como á me'; 
dia noche. Daba el reloj la hora, cuando H a " i 
marón á la puerta de la calle. Bajó á abrir cofl| 
el corazón sereno, porque ¿qué tenía yo que te.'.j 
mer? Entraron tres hombres que se me dieron 
á conocer como agentes de policía. Un vecih 0 : 
había oido un grito durante la noche, y sospa'j 
chando alguna desgracia, había dado aviso á I a 
oficina de policía, en vista de lo cual había* 1 
sido enviados aquellos señores para reconoc^l 
el sitio de donde había salido el grito. 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 79 

Yo me sonreí; porque ¿qué tenía que temer? 
Saludé á los agentes y les dije que el grito lo había 
dado yo en sueños. El viejo añadí, está de viaje. 

Llevé á mis visitadores por toda la casa y 
les invité á que registrasen bien. Por último 
los conduje á su habitación, y les enseñé sus te¬ 
soros en perfecto órden y seguridad. 

En el entusiasmo de mi confianza, llevé si¬ 
llas á la habitación y supliqué á los agentes 
que descansaran, mientras que yo, con la loca 
audacia de un completo triunfo, coloqué mí 
silla sobre el sitio mismo en que estaba escon¬ 
dido el cuerpo de la víctima . 

Los agentes estaban satisfechos: mi tranqui¬ 
lidad había disipado toda sospecha. Yo me en¬ 
contraba completamente sereno. Sentáronse, 
pues, y hablaron familiarmente, alternando yo 
con igual familiaridad. Pero al cabo de un corto 
rato, conocí que me ponía pálido, y principié á 
desear que se fueran. Sentía mal en la cabeza y 
me parecícá que me zumbaban los oidos; pero los 
agentes permanecían sentados y hablando. El 
zumbido principió á ser más perceptible, y po¬ 
co después más perceptible y claro aun; yo ani¬ 
mé entonces la conversación y hablé cuanto pu¬ 
de para desembarazarme de aquella sensación tan 
tenaz; mas el ruido continuó hasta ser tan cla¬ 
ro y determinado, que conocí que no estaba en 
mis oidos. 

Sin duda debí ponerme entonces muy pálido; 
pero seguí hablando con más rapidez, alzando la 


EDGAR POE. 


80 

voz. El ruido seguía, sin embargo, en aumen¬ 
to, ¿y qué podía yo hacer? Era un ruido soF' 
do, apagado, frecuente, semejante al que haría 
un relé envuelto en algodón. Yo respi raba tra- 
bajosamente; los agentes no oían nada toda¬ 
vía. Aceleró aun más la conversación y habl¿ 
con mayor vehemencia; pero el ruido crecía sil 1 
cesar. Levantóme y disputó sobre futilezas o* 1 
alta voz y con una gesticulación violenta; pe' 
ro el ruido crecía, crecía cada vez más. ¿PQf 
qué no querían irse? Yo medí el entarimado, á 
grandes y ruidosos pasos,-como exasperado po f 
las observaciones que los agentes me hacíaflí 
pero el ruido crecía, crecía por grados. ¡Oh Dios! 
¿qué podía yo hacer? Rabié, pateó y juró, arras¬ 
tré mi silla y la hice resonar sobre el entarP 
mado; pero el ruido lo dominaba todo y crecía 
indefinidamente. ¡Más fuerte, más fuerte! Sieb 1 ' 
pre más fuerte!! Y los hombres continuaban ha' 
blando, y bromeando y sonriendo. ¿Era posible 
que no oyeran? ¡Dios todopoderoso! no! no! ello$ 
oian! ¡Sabian, se burlaban de mi espanto! 
lo creí entónces y todavía lo creo. Cualquier co¬ 
sa hubiera sido más tolerable que esta burla. ^°, 
no podía soportar por más tiempo aquellas hP 
pócritas sonrisas , y entretanto el ruido, ¿lo oí^ 
escuchad, más alto! más alto! siempre más alto* 
Siempre más altol 

—¡Miserables! grité, ¡No disimuléis más tieiO' 
po!yo lo confieso! Arrancad esas tablas! Ahí está! 
Ahí está! Ese es el latido de su horrible corazoO' 


V. 


EL ESCARABAJO DE ORO. 

Hace algunos arios me uní intimamente con 
un tal William Legrand. Era hijo de una anti¬ 
gua familia protestante, y habia sido rico en 
tiempos lejanos; pero una série de desgracias le 
habia reducido á la miseria. Para evitar la hu¬ 
millación de sus desastres, abandonó á Nueva- 
Orleans, la ciudad de sus abuelos, y se estable¬ 
ció en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, 
en la Carolina del Sur. 

Esta isla es de las más singulares. Su suelo 
no está compuesto más que de arena y tiene cer¬ 
ca de tres millas de ancho; de largo no tiene más 
que un cuarto de milla. 

Está separada del continente por un arroyo 
apenas visible, que filtra á través de una masa 
de cañas y de fango, lugar de cita habitual pa¬ 
ra las gallinetas. 

La vegetación, como se puede suponer, es po- 
bre, ó, por decirlo así, enana. No se encuentran 
árboles más que de una determinada dimensión. 




82 EDGAR POE 

Hacia la estremidad occidental, en el sitio donde 
se eleva el fuerte Moultrie y algunas miserables 
barracas de madera, habitadas por los que huyen 
de los temporales y las fiebres de Charleston, se 
encuentra la palmera enana setígera; pero toda 
la isla, á escepcion de este punto occidental y de 
un espacio triste y blanquecino que rodea la 
mar, está cubierto de espesas malezas de mirto 
oloroso, tan estimado por los horticultores in¬ 
gleses. 

El arbusto se eleva frecuentemente á una 
altura de quince ó veinte piés, y forma un soto 
casi impenetrable, impregnando la atmósfera 
con sus perfumes. En lo más profundo de esto 
soto, no lejos de la estremidad oriental de la 
isla, es decir do la más apartada, Legrand se ha¬ 
bía fabricado una pequeña choza que habitaba 
cuando por vez primera, y por acaso, le conocí- 
Este conocimiento degeneró bien pronto en amis¬ 
tad, porque ciertamente había en el querido so¬ 
litario circunstancias para escitar el interés y 
la estimación 

Conocí que habia recibido una sólida educa¬ 
ción, felizmente secundada por facultades espi¬ 
rituales poco comunes, pero estaba infestado de 
misantropía y sujeto á desgraciadas alternati¬ 
vas de melancolía y de entusiasmo. 

Sus principales distracciones consistían en 
cazar y pescar, ó recorrer la playa á través de 
los olorosos mirtos en busca de conchas y ejem¬ 
plares entomológicos. Su colección la hubie- 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 83 

ra envidiado un Sir Ammerdan. 

En sus escursiones era acompañado ordina¬ 
riamente por un viejo negro, que habia sido com¬ 
prado antes de las desgracias de la familia, pero 
á quien no se habia podido decidir, ni por amena¬ 
zas ni por promesas, á abandonar á su joven 
amo VVill y creia estar en su derecho siguién¬ 
dolo á todas partes. 

Es probable que los parientes de Legrand, 
juzgando que este tenia la cabeza un poco des¬ 
compuesta, conftrmáran á Júpiter en su obstina¬ 
ción, con el ñn de poner una especie de guardián 
y de centinela cerca del fugitivo. 

Bajo 1 latitud déla isla de Sullivan los in¬ 
viernos rara vez son rigurosos y es un aoonte- 
cimiíinto, cuando al declinar el año, la chimenea 
se hace indispensable. Sin embargo, hácia la mi¬ 
tad de Octubre de 18.... hubo un dia de frió no¬ 
table. Precisamente, antes de anochecer, me abrí 
un camino á través del soto en dirección de la 
choza de mi amigo, á quien no habia visto ha¬ 
cia algunas semanas: yo vivia entonces en Char- 
leston, á una distancia de nueve millas de la isla 
y 1 as condiciones para ir y venir no eran ni mu¬ 
cho ménos tan buenas como las de hoy. Al lle¬ 
gar á la choza, llamé según mi costumbre y no 
obteniendo respuesta, busqué la llave donde sa¬ 
bía que estaba escondida, abrí la puerta y en¬ 
tré. Un hermoso fuego ardía en el hogar. Era 
una sorpresa y seguramente una de las más agra¬ 
dables. Me desembarazó de mi paletot, arrimé 


EDGAR POE. 


84 

un sillón cerca de las encendidas léñas y aguar- 
dé pacientemente la llegada de mis huéspedes. 

Poco después de caida la noche, llegaron ha¬ 
ciéndome un recibimiento cordial. 

Júpiter riendo á carcajadas, no se daba punto 
de reposo preparando algunas gallinetas para la 
comida. Legrand estaba en una de sus crisis de 
entusiasmo, porque ¿qué otro nombre dar á 
aquello? 

Habia encontrado un vivalbo desconocido, 
formando un género nuevo; y mejor aun que ésto 
habia cazado y atrapado, con la asistencia de Jú¬ 
piter, un escarabajo que creia de una nueva es¬ 
pecie y sobre el cual deseaba saber mi opinión 
al dia siguiente. 

—Y por qué no esta noche? le pregunté, fro¬ 
tándome las manos delante de las llamas y en-' 
viando al diablo mentalmente toda la raza de los 
éscarabajos. 

—Ah! si yO hubiera sabido que estabais aquí! 
dijo Legrand; pero hace mucho tiempo que no OS 
he visto. ¿Y cómo podía yo adivinar que ule visi¬ 
taseis precisamente esta noche? Viniendo á mi 
morada, íne encontré al teniente G... del fuerte, 
y muy aturdidamente le he prestado el escaraba¬ 
jo; de suerte que os será imposible verle hasta 
maiiana. Quedaos aquí esta noche y yo envia'ré 
á Júpiter á buscarle al salir el sol. ¡Es la cosa 
más linda de la creación! 

—¡Qué, el alba! 

—Eh! no! qué diablo! el escarabajo! Es de un 




HISTORIAS ESTRAORBINARIAS. 85 

brillante color de oro, grueso como una gran 
nuez, con dos manchas de un negro azabache á 
una estremidad del dorso y una tercera, un poco 

más dilatada, al otro. Las antenas. 

—No hay nada de antenas sobre él, amo'Will. 

Yo os lo apuesto, interrumpió Júpiter; el escara¬ 
bajo, es un escarabajo de oro, de un lado á otro, 
por dentro y por fuera, esceptuando las alas; yo 
no he visto en mi vida un escarabajo' ni la mi¬ 
tad de pesado que ese. 

—Está bien; supongamos que teneis razón 
Júpiter, replicó Legrand más vivamente, á loque 
ine pareció no soportando la interrupción, ¿es 
esta una razón para dejar quemar las galline¬ 
tas? El color del insecto, y se volvió hácia mí, 
bastaría en verdad á hacer plausible la idea de 
Júpiter. Jamás habéis visto un resplandor metᬠ
lico más brillante que el de estos élytros; pero 
no podréis juzgar de ello hasta mañana. Entre¬ 
tanto yo ensayaré daros una idea de su forma. 

Y hablando así, se sentó al lado de una peque¬ 
ña mesa sobre la cual liabia una pluma y tintero, 
pero no papel. Le buscó en una gabeta, pero no 
lo halló. 

—No importa, dijo al ñn, esto es suficiente. 

Y sacó del bolsillo de su chaleco una cosa que 
me produjo el efecto de un pedazo de vitela muy 
súcia, é hizo encima una especie de cróquis con 
la pluma. 

Durante este tiempo yo hábil guardado mi si¬ 
tio junto al fuego porque seguia teniendo mucho 



86 EDGAR POE. 

frió. Cuando hubo acabado su dibujo, me lo dtf 
sin levantarse. Al par que yo lo recibí de su ma* 
no, se oyó un fuerte gruñido, seguido de un conti' 
nuo rascar en la puerta. Júpiter abrió, y'unenof' 
me terranova, que pertenecía á Legrand, se prój 
cipitó en la habitación, saltó sobre mis espalda* | 
y me colmó de caricias, porque yo me habia ocUi 
pado mucho de él en mis visitas precedentes- 
Cuando terminó sus saltos, miré el papel, y ¿ 
decir verdad me sorprendió bastante el dibujo da j 
mi amigo. 

—Sí, dije, después de haberle contemplado all 
g 1 - 1 nos minutos, este es unestraño escarabajo, 1¿| 
confieso; es nuevo para mí, no he visto nunca na-j 
da semejante, á menos que esto no sea un cráneo j 
ó una calavera, á lo que se parece más que ¿ 
ninguna otra cosa que se me haya dado á exa-l 
minar. 

—¡Una calavera! repitió Legrand. Ah! sí, hay 
algo de eso en el papel, ya comprendo. Las do* 
manchas negras superiores hacen de ojos y 1® 
más larga que está más baja figura la boca ¿no 
es eso? Además, la forma general es oval. 

—Puede ser, dije, pero me temo, Legrand, que 
no seáis muy artista. Yo espero á ver al animal»! 
para formar una idea de su fisonomía. 

—Muy bien; yo no sé como ha sucedido esto,j 
dijo un poco picado en su amor propio: yo dibujo i 
bastante bien, ó al menos deberia hacerlo, por¬ 
que he tenido buenos maestros, y me lisonjeo | 
de no ser del todo un bruto. 





HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 87 

—Pues entonces, querido camarada, esclamé, 
os burláis; esto es un cráneo bastante pasable: 
yo aun puedo afirmar que es un cráneo perfec¬ 
to, según todas las ideas recibidas relativamen¬ 
te destaparte déla osteología, y nuestro esca¬ 
rabajo sería el mas singular de todos los escara¬ 
bajos del mundo, si se pareciese á esto. Podría¬ 
mos establecer alguna pequeña superstición que 
pasme. Yo presumo que denominareis á vuestro 
insecto seurabaeus-caput hominis, ó algún térmi¬ 
no parecido. Hay en los libros de historia natu¬ 
ral muchas denominaciones de este género. Pero 
¿en donde están las antenas de que vos me ha¬ 
blabais? 

Las antenas! dijo Legrand que se acaloraba 
inesplicablemente, debeis ver las antenas, yo es¬ 
toy seguró. Las he dibujado tan distintas como 
son en el original y yo presumo que esto es bien 
suficiente. 

—Enhorabuena, dije, supongamos que las ha¬ 
yáis dibujado, más es cierto siempre que yo no 
las veo. 

Y le entregué el papel, sin añadir ninguna 
observación, no queriendo irritarle, pero estra- 
ñando mucho el sesgo que había tomado el asun¬ 
to. Su mal humor me llamaba la atención, y en 
cuanto al croquis del insecto, no tenia positiva¬ 
mente antenas visibles y el conjunto parecía, sin 
equivocarme, á la imágen ordinaria de una cala¬ 
vera. 

Tomó su papel con aire áspero, y en el mo- 


88 EDGAR POE. 

mentó de estrujarle, sin duda para arrojarle al 
fuego, su vista cayó por acaso sobre el dibujo y 
toda su atención pareció encadenada allí. En ufl 
instante su rostro se puso de un color rojo ifl' 
tenso; después pálido sucesivamente. Durará 
algunos minutos, sin moverse de su sitio, contí' 
nuó examinando el dibujo minuciosamente. A I a 
larga se levantó, tomó una bujía de sobre Ó 
mesa y fué á sentarse sobre un cofre, al otro o 3 ' 
tremo de la sala. 

Allí volvió de nuevo á examinar curiosa' 
mente el papel, volviéndole en todos sentidos. j 

Entretanto nada dijo y su conducta me oatfj 
saba un gran asombro, pero no juzgué oportuó 
exasperar con ningún comentario su mal humó 
creciente. En fin, sacó del bolsillo de su traje uó 
cartera y guardó el papel cuidadosamente y 10 
depositó todo en un pupitre que cerró con llaV0* 

Volvió d hablar del asunto con palabras mó 
serenas, pero su entusiasmo había desapareció 
totalmente. Tenia el aire más bien concentrad 0 
que mohíno. A medida que la noche avanzaba 
él se absorvia más y más en su meditación, f 
ninguna de mis agudezas pudo distraerle. PÓ' 
mitivamente, había tenido la intención de pasó 
la noche en la cabaña, como había hecho más ó 
una vez; mas viendo el humor de mi huésped 
juzgué más conveniente despedirme. No hió 
ningún esfuerzo para retenerme; pero cuanÓ 
partí, me apretó la mano con una cordiathM 
aun más viva que de costumbre. 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 89 

Cerca ¿le un mes después de esta aventura, y 
durante este intérvalo no habiendo oido hablar de 
Legrand, recibí en Charleston una visita de su 
servidor Júpiter. No había visto nunca al bueno 
y viejo negro tan completamente abatido, y temí 
que le hubiese sucedido á'mi amigo alguna gran 
desgracia. 

—Y bien, Júpiter, dije, ¿qué hay de nuevo? 
¿Cómo está tu amo? 

—Pardiez! á decir verdad, amo no está tan 
bien como debiera. 

—No está bien! Ciertamente que me ha dolido 
saber esto. Pero de qué se queja..? 

—Ah! ved ahí la cuestión! nunca se queja de 
nada, pero sin embargo él está bien malo. 

—Bien malo, Júpiter! Y porqué no dijistes 
esto en seguida. ¿Está en cama? 

—No; no; no está en cama! No se encuentra 
bien en parte alguna: ved aquí donde el zapato 
me aprieta: yo tengo el ánimo muy inquieto 
acerca del pobre amo Will. 

—Júpiter, yo querría comprender bien alguna 
cosa de todo lo que tú me cuentas. Tú dices que 
tu amo está malo. ¿No te ha dicho de qué padece?. 

—Oh! Señor, es bien inútil romperse los cascos; 
amo Will dice que no tiene nada, absolutamente 
nada. Pero entonces, ¿por qué pues,, vá de ceca 
en meca, pensativo, los ojos puestos en tierra, 
la cabeza baja, las espaldas encorvadas y pálido 
como un gamo? Y por qué, pues, está, siempre, 
siempre haciendo números? 


90 


EDGAR POE. 

—¿Qué hace, Júpiter? 

—Hace cifras con signos sobre una pizarra- 
ios signos más estraños que he visto. Yo coinienz 0 
á tener miedo, igualmente. Es preciso que teng 3 
siempre el ojo abierto sobre él, nada más q 110 
sobre él. El otrodia se me levantó antes de am a ' 
necer y tomó las de Villadiego por todo el san' 
to dia. 

Yo había cortado un buen garrote, espresa'j 
mente para administrarle una corrección de to' 
dos los diablos cuando volviese; pero soy ta# 
bestia que no tuve valor para ello; tenia un ai* 10 
tan desventurado, tan triste. 

—Ah! ciertamente! Y bien, después de todO; 
yo creo que tú has obrado mejor con ser indull 
gente con el pobre muchacho. No es preciso darl 0 
de latigazos, Júpiter. Quizá no esté en estado & 
soportarlos. Pero ¿no te puedes formar una ide 3 
de lo que ha ocasionado esta enfermedad, ó má 0 
bien, cambio de conducta? ¿Le ha sucedido algún 3 
sensible aventura desde que os he visto? 

—No; amo, no ha pasado nada sensible desd{ 
entonces; pero anúes de esto, sí: yo tengo miedo 
sucedió el mismo dia que vos estuvisteis allá. 

—Cómo! qué quieres decir? 

—Eh! señor! quiero referirme al escarabajo 
hé aquí todo... 

—¿A quién? 

—Al escarabajo: yo estoy seguro que afli 0 
Will ha sido mordido en alguna parte de la cab 0 ' 
za por ese escarabajo de oro. 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 91 

—¿Y qué razón tienes, Júpiter, para hacer 
suposición semejante? 

—Tiene bastantes garras para esto, amo, y 
una boca también. Yo no he visto nunca un es¬ 
carabajo tan endiablado: coje y muerde todo lo 
que se aproxima. Amo Will le habia cogido des¬ 
de luego, pero bien pronto le soltó, yo os lo ase¬ 
guro: entonces sin duda es cuando le mordió. La 
traza de este escarabajo y su boca no me gustan 
nada ciertamente. Tampoco yo lo quise cojer con 
mis dedos, pero tomé un pedazo de papel y coji 
al escarabajo en el papel, en el papel lo envolví, 
con un pedazo de papel en la boca, y vé aquí como 
yo lo tomé. 

—¿Y tú piensas, pues, que tu señor ha sido 
realmente mordido por este escarabajo y que es¬ 
ta mordedura le ha puesto malo? 

—Yo no pienso nada de bueno, lo sé. ¿Porqué 
pues, sueña siempre con oro, sino es porque ha 
sido mordido por ese escarabajo de oro? Ya he 
oido yo hablar de estos escarabajos de oro. 

—Pero como sabes tú que sueña con oro? 

—¿Como lo sé? porque habla de eso hasta dor¬ 
mido; ved ahí porque lo sé. 

—En cuanto al hecho, Júpiter, quizá tengas 
razón; pero ¿á qué dichosa circunstancia debo el 
honor de tu visita hoj^? 

—¿Qué queréis decir, amo? 

—¿Me traes un recado de M. Legrand? 

—No señor, os traigo una carta; héla aquí. 

Y Júpiter me entregó un papel en que leí: 


92 


EDGAR POE. 

«Querido*. 

¿Porqué no os he visto después de tan larg° 
tiempo? 

Yo espero que no habréis sido tan niño coro 0 
para formalizaros por una pequeña viveza d° 
genio de mi parte; pero no, esto es demasiad° 
improbable. 

Desde que no os he visto, tengo un gran m°' 
tivo de inquietud. Tengo alguna cosa que deciros! 
pero apenas sé yo como decírosla. ¿Sé yo misro° 
si os la diré? 

Yo no he estado, bien del todo desde hace al' 
gunos dias y el pobre viejo Júpiter me fastidia 
insoportablemente con todas sus buenas intefl' 
ciones y atenciones. 

¿Lo creereis? El otro dia tenia preparado ^ 
grue so bastón para castigarme por haberme eS' 
capado y haber pasado el dia, solo, en mitad d° 
las colinas, sobre el continente. 

Yo creo, en verdad, que mi mala traza ha si' 
do la que me ha salvado solamente de la paliza* 

No he añadido nada á mi colección desde q°° 
nos hemos visto. 

Venid con Júpiter, si no os lo impiden m#' 
chos inconvenientes. 

Venid , venid’, deseo veros esta tarde para ^ 
asunto grave. 

Os aseguro que es de la más alta impof' 
tancia. 

Vuestro afectísimo, 

WlLLIAM LEGRAND.» 


HISTORIAS ESTRAORDINA.RIAS. 93 

Había en el estilo de esta carta alguna cosa 
que me causó una gran inquietud. Este estilo 
di feria absolutamente del habitual de Legrand. 
¿En qué diablos soñaba? ¿Qué nueva locura había 
tomado posesión de su escesivamente escitable 
cerebro? ¿Qué negocio de tan alta importancia 
podía él tener que cumplir? La relación de Júpi¬ 
ter no presagiaba nada bueno; temía que la pre¬ 
sión continua del infortunio no hubiera, á la 
larga, trastornado irremisiblemente la razón de 
mi amigo. Sin vacilar un instante, me preparé 
á acompañar al negro. 

Llegando al muelle, noté una guadaña y tres 
azadas, todas igualmente nuevas, que yacían en 
el fondo del esquife en que íbamos á embar¬ 
carnos. 

¿Qué significa todo esto, Júpiter? pregunté. 

—Esto, son una guadaña y azadas, señor. 

—Ya lo veo, pero ¿qué hace ahí todo eso? 

—Amo Will me ha mandado comprar para él 
en la ciudad esta guadaña y estas azadas; las he 
pagado bien caras; esto nos cuesta un dinero de 
todos los diablos. 

—Pero, en nombre de todo lo que hay aquí 
de misterioso, ¿qué es lo que tu amo Will vá á 
hacer con la guadaña y las azadas? 

—Me preguntáis más de lo que sé; el mismo 
amo no safce más; el diablo me lleve si yo no es¬ 
toy convencido de ello. Pero todo esto lo trae el 
escarabajo. 

Viendo que no podía sacar ningún rayo de luz 



' 94 EDGAR POE. 

de Júpiter, cuyo entendimiento parecía aturdido 
por el escarabajo, zarpé en el barco y tendí $ 
viento la vela. 

Una fuerte y fresca brisa nos llevé bien pronto ¡ 
á la pequeña ensenada al norte del fuerte Moiffl 
trie y después de un paseo de cerca de dos millaá, 
llegamos á la choza. Eran poco más ó menos laS 
tres de la tarde. Legrand nos aguardaba con vi' 
va impaciencia. Me estrechó la mano con un frío 
nervioso que me alarmó y reforzó mis naciente® 
sospechas. 

El color de su rostro era de una palidez de 
espectro, y sus ojos naturalmente muy hundidos» 
bridaban con un resplandor sobrenatural. ' j 

Después de algunas preguntas relativas á sU 
salud, le interrogué, no hallando nada mejor que; 
decirle, si el teniente G... le había al fin vuelto 
su escarabajo. 

—Oh! si, replicó él, ruborizándose mucho, 1° 
recobré á la siguiente mañana. Por nada del 
mundo me desprendbría yo de este escarabajo* í 
¿Sabéis que Júpiter, con todo, tenía razón en 1° j 
tocanteáél? 

—¿En qué? pregunté, con un triste presentí' 
miento en el corazón. 

—Suponiendo que es un escarabajo de verda' 
dero oro. 

Y dijo estas palabras con una seriedad taU 
profunda, que me hizo un daño indecible. 

—Este escarabajo está destinado á hacer 
fortuna, continuó con una sonrisa de triunfo, ^ 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 95 

reintegrarme de mis bienes de familia. ¿Es, pues, 
pasmoso que yo lo estime en tan alto precio? Pues 
que la Fortuna ha tenido á bien concedérmelo, 
yo no tengo más que usar de él conveniente- 
men e y yo llegaré hasta el oro de que él es un 
indicio. Júpiter, tráemelo. 

—¿Qué, el escarabajo, señor? Quisiera no te¬ 
ner nada que ver con el escarabajo; vos sabéis 
bien cogerle. 

_ Entonces Legrand se levantó con aire grave 
é imponente y fuó á buscarme el insecto bajo 
una campana de cristal donde estaba colocado. 
Era un escarabajo soberbio, desconocido en esta 

I 1 * 6 10 k S naturalistas . y que debia tener 
g n precio bajo el punto de vista científico, 
euíd en una de las estremidades del dorso dos 

! S w ^ y . red0ridas ’ y en la otra una 
a e orma dilatada. Los élytros eran esce- 
sivamente duros y relucientes y realmente tenían 
e aspecto de oro bruñido. El insecto era nota- 
emente pesado, y considerado bien, no podía 
reírme de la opinión de Júpiter; pero que Le¬ 
grand conviniese con él en este asunto, hó aquí 
lo que me era imposible comprender y aun cuan¬ 
do se hubiere tratado de mi vida no hubiera en¬ 
contrado la clave del enigma. 

—Os he enviado á buscar, dijo con un tono 
magnífico, cuando hube concluido de examinar 
el insecto, os he enviado ábuscar á fln de pediros 
consejo y ayuda para cumplir los designios del 
destino y del escarabajo. 


96 EDGAR POE, 

—Mi querido Legrand, esclamé interruifl' 
piándole, no estáis bueno seguramente, y haréis 
muy bien en tomar algunas precauciones. Id ^ 
acostaros y os acompañaré algunos dias hasta 
que os hoyáis restablecido. Teneis fiebre y... 

—Tomadme el pulso, dijo. 

Lo hice y á decir verdad, no encontré el 
leve síntoma de calentura. 

—Mas podriais muy bien estar enfermo sífl 
tener fiebre, repliqué. Permitidme, por esta 
solamente, hacer con vos las veces demédicO't 
Antes de todo, id á acostaros, en seguida... 

—Os engañáis, interrumpió; estoy mejor da 
loque puede esperarse en el estado de eseitacio 11 
en que me encuentro. Si realmente queréis vero 10 
bueno de un golpe, calmareis esta escitacion. 1 

—¿Y qué es preciso para ello? 

—Una cosa muy sencilla. Júpiter y yo pal" 
timos para una espedicion en las colinas, sobr 0 
el continente, y tenemos necesidad de la ayüdH 
de una persona de quien nos podamos fiar absolví 
tamente. Vos sois esta única persona. Que nueS'¡ 
tra empresa se frustre ó se logre, la escitacion qü 0 
encontráis en mí ahora, será igualmente ap a “Í 
gada. 

—Tengo el vivo deseo de serviros en todo»] 
repliqué, pero me diréis si vuestro infernal eH 
carabajo tiene alguna relación con vuestra e s/ | 
pedición á las colinas. 

—Sí, ciertamente. 

—Entonces, Legrand, me es imposible coo J ] 


HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 97 

perar á una empresa tan completamente ab¬ 
surda. 

—Lo siento mucho, mucho, porque nos será 
preciso intentar el negocio nosotros solos. 

Vosotros solos! Ah! el desventurado está 
loco de remate. 

Mas veamos; ¿cuánto tiempo durará vues¬ 
tra ausencia? 

—Probablemente toda la noche. Vamos á par¬ 
tir inmediatamente y en todo caso, estaremos de 
vuelta antes del amanecer. 

—¿Y me prometéis, por vuestro honor, que 
pasado este capricho y el negocio del escarabajo 
¡buen Dios! evacuado á vuestra satisfacción, 
volvereis á vuestra casa y seguiréis exactamen¬ 
te mis prescripciones, como si fuesen las de vues¬ 
tro médico? 

—Sí, os lo prometo; y ahora partamos, porque 
no tenemos tiempo que perder. 

Acompañé á mi amigo de mala gana. A las 
cuatro nos pusimos en camino, Legrand, Júpi¬ 
ter, el perro y yo. Júpiter tomando la guadaña y* 
las azadas, insistió en encargarse de ellas, más 
bien, á lo que me pareció, por temor de dejar 
uno de estos instrumentos en las manos de su 
amo que por esceso de celo y complacencia. Te¬ 
nia un humor de perros y las palabras condena¬ 
do escarabajo , fueron las únicas que se le esca¬ 
paron en toda la duración del viaje. Yo, por mi 
parte, iba cargado con dos linternas sordas. En 
cuanto á Legrand, se habia contentado con el 


98 EDGAR POE. 

escarabajo que llevaba atado al fin de un troz° 
de bramante y que hacia girar alrededor de sí 
marchando con aire de mágico. Cuando observó 
este síntoma seguro de demencia en mi pobr 0 
amigo, apenas pude contener las lágrimas. 
sé muchas veces que valía más halagar su jactan' 
cia, al menos por el momento, hasta que pudieS® 
tomar algunas medidas enérgicas con esperan^ 
de éxito. Sin embargo, trataba, aunque inútil' 
mente, de sondear su pensamiento, en lo relativa 
al fin de la espedicion. Habia conseguido pe f ' 
suadirme á acompañarle y parecia poco dispueS' 
to á entrar en conversación sobre un asunto d 0 
tan poca importancia. A todas mis cuestioné 
no se dignaba responder más que por un 

—Ya veremos. 

Atravesamos en un esquife el ancón por l l 
punta de la isla, y trepando por los montuoso* 
terrenos de la orilla opuesta, nos dirigimos h¿' 
cia el nordeste, á través de un país horriblemefl' 
te salvaje y desolado, donde era imposible de*' 
cubrir la huella de un pié humano. 

Legrand seguia el camino con decisión, d#' 
teniéndose solo de tiempo en tiempo, para con' 
sultar ciertas señales, que parecía Haber dejad 0 
él mismo en una ocasión precedente. 

Anduvimos así cerca de dos horas, yesta^ 
el sol en el momento de ocultarse, cuando 
tramos en una región infinitamente más sinio*' 
tra que todo lo que habiamos visto hasta eU' 
tonces. Era una especie de meseta, cerca de ^ 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 99 

Cima de una montaña horriblemente escarpada 
cubierta de bosque de la base á la cima, y sem- 
brada de enormes pedruscos que aparecían des- 
pan-amados en confusionsobre el suelo y de los 
t^do! , U ° h0S seria “ ^faliblemente precipi- 
los drlwlí 08 VaUeS inferiores si " «1 socorro de 
fundas + 0S ’ c ' a ales se apoyaban. Pro- 

orrenteras irradiaban en diversas di- 

á la GSCena un carác ter de so¬ 
lemnidad más lúgubre. 

La plataforma natural, sobre la cual estába¬ 
mos encaramados, estaba tan espantosamente 
qUeVÍm ° S que sin ,a guadaña. 
Jftniter nh f lmposible abrirnos un camino. 
men Z 6 ¿ d Clend0las órdeMS d « ™ amo, co- 

“n hUiit 7T T Z S “ Camino has ‘a e l le 

Pañía de oeh g ^ gantesco ( l Ue se elevaba en com- 
ma detou a d ‘ eZ enoinas ’ sobre la Platafor- 
dos' los árbo? ° SOt>re *° das ’ as! 00m0 sobre to- 
tonces tr'Tí y° ha bia visto hasta en¬ 
ge Por el innT b ® de SU forma * de su folla- 
más P y oor 1 S ° deSenTblvimiento do susra- 
Cuando hnV magesta(i general de su aspecto, 
se dirigió á 1 j Uegado á este árbol, Legrand 
capaz de trtpa 7£ ¿ SÍ 86 Creia 

Poresta°pnt^° Parecid ligeramente aturdido 
tes sin rp*nn T*’ y perman eoió algunos instan- 
a Proximó ti n eruna P a labra. Sin embargo, se 
"Vuelta alr , eaome tronco, dió lentamente una 
U alred0dor ^ él y le examinó con una 


100 EDGAR POE. 

atención minuciosa. Cuando hubo acabado Sü 

examen, dijo sencillamente: 

—Sí, amo; Júpiter no ha visto nunca un áf" 
bol donde no se pueda subir. 

—Entonces, sube, vamos, vamos, y sin r0* 
déos, porque bien pronto estará demasiado 
oscuro para ver lo que tenemos que hacer. 

—¿Hasta dónde es preciso subir, amo? pr 0, 
guntó Júpiter. 

—Ahora sube sobre el tronco, y desjpues t 0 
diré qué dirección debes seguir. ¡Ah! un instan' 
te: lleva este escarabajo contigo. 

—¡El escarabajo, amo Will, el escarabajo d 0 
oro! gritó el negro retrocediendo de terror: ¿po f 
qué es preciso que yo lleve este escarabajo' 
conmigo sobre el árbol? Que me condena si hago 
yo eso. 

—Júpiter, ¿teneis miedo? Vos, un negro enoi" 
me, un robusto y fuerte negro, de tocar á n0 
insectillo muerto é inofensivo? Y bien, podéis 
llevarle con este bramante; pero si no le llevad 
de una manera ó de otra, me veré puesto en I a 
cruel necesidad de hendiros la cabeza con est 0 
azada. 

—¡Dios mió! ¿qué es lo que os pasa, am 0 ' 
dijo Júpiter, á quien la vergüenza, hacía evi' 
dentemente más tratable, ¿es necesario que sien 0 ' 
pre busquéis camorra á vuestro viejo negr°^ 
Era una broma, hé aquí todo. Yo, tener mi 0 ' 
do al escarabajo! yo hago poco caso del escara 
bajo. 





HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 101 

Y tomando con precaución el final de la cuer¬ 
da, manteniendo al insecto tan distante de su 
cuerpo como lo permitían las circunstancias, se 
puso en disposición de trepar por el árbol. 

En un principio el tulipífero, ó Lirio deu- 
dron Tulipiferum, el más magnífico de los fo¬ 
restales americanos, tenía un tronco singular¬ 
mente liso que frecuentemente se eleva á una 
gran altura sin brotar ramas laterales, pero 
cuando llega á su madurez, la corteza se pone 
rugosa y desigual, y pequeños brotes de ra- 
mage se manifiestan sobre el tronco en gran 
número. Así la subida, en el caso presente era 
más difícil en apariencia que en realidad. Abra¬ 
zando con comodidad el enorme cilindro con sus 
brazos y piernas, agarrando con las manos algu¬ 
nos brotes, apoyando los desnudos piés en otros, 
Júpiter, después de haberse visto amenazado de 
caer una ó dos veces, subid al fin hasta la pri¬ 
mera gran cruz del árbol, y pareció mirar des¬ 
de allí como virtualmente cumplido su cometi¬ 
do. En efecto, el peligro principal de la empre¬ 
sa había desaparecido, bien que el valiente ne¬ 
gro se encontraba á sesenta ó setenta piés del 
suelo. 

-¿De qué lado es preciso que vaya ahora, 
amo Will? preguntó. 

—Sigue siempre la rama más gruesa, la de 
este lado, dijo Legrand. 

. El ne S ro obedeció pronta y aparentemente 
sin mucho trabajo; subió; subió siempre, de 


102 EDGAR POE. 

suerte que al fin su cuerpo servil y rehecho des 
apareció en la espesura del follage; estaba in vl< 
sible del todo. Entonces se hizo oir su voz l 0 ' 
jana y gritó: | 

—¿Hasta dónde es preciso subir todavía? 

—¿A qué altura estás? preguntó Legrand. 

—Tan alto, tan alto, replicó el negro», 
puedo ver el cielo á través del fin del árbol. 

—No te ocupes del cielo y ten atención 
lo que voy á decirte. Mira el tronco, y cuenta 1** 
ramas que están debajo de tí, de este lado. ¿Cuán, 
tas ramas has pasado? 

—Una, dos, tres, cuatro, cinco he pasado; cinl 
co gruesas ramas. De este lado, amo. 

—Entonces sube una rama más. 

Al cabo de algunos minutos, su voz se hi^| 
oir de nuevo. Anunciaba que había alcanzó 
do la séptima rama. 

—Ahora, Júpiter, gritó Legrand, presa de tt^J 
manifiesta agitación, es preciso que encuentre I 
el medio de avanzar sobre esa rama tan lejos 1 
mo puedas. Si ves alguna cosa singular me 
dirás. 1 

Desde entonces, algunas dudas que había tra' 
tado de conservar relativamente á la demenc^i 
de mi pobre amigo, desaparecieron completa' 
mente. No podía menos de considerarlo como p r0 j| 
sa de enagenacion mental, y comenzaba á i n 
quietarme sériamente de los medios de volver! • 
á su casa. , J 

Mientras que yo meditaba en lo que mej° r 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 103 

debía hacer, la voz de Júpiter se hizo oir de 
nuevo. 

—Tengo mucho miedo de aventurarme un po¬ 
co lejos sobre esta rama. Es una rama seca en 
casi toda su estension. 

—¿Dices que es una rama seca, Júpiter? gritó 
Legrand con una voz vibrante de emoción. 

—Si, amo, seca como un viejo clavo, es ne¬ 
gocio hecho, esta muerta, sin vida. 

—En nombre del cielo, ¿qué hacer? preguntó 
Legrand que parecía presa de un verdadero des¬ 
aliento. 

—¿Qué hacer? dije yo, alegre de encontrar la 
ocasión para hablar una palabra razonable, vol¬ 
ver á casa é irnos á acostar. Yamos, venid! Sed 
amable, camarada. Se hace tarde y luego acor¬ 
daos de vuestra promesa. 

—Júpiter, gritó sin escucharme una palabra, 
¿me oyes? 

—Sí, amo WiU, os oigo perfectamente. 

—Hiere con tu cuchillo la madera y dime si 
la encuentras muy podrida. 

Podrida, amo, bastante podrida, replicó en¬ 
seguida el negro, pero no tan podrida como po¬ 
día estarlo. Yo podria aventurarme un poco más 
sobre su rama, pero yo solo. 

—Tú solo, ¿qué es lo que quieres decir? 

—Quiero hablar del escarabajo. Es muy pe¬ 
sado este escarabajo. Si en seguida lo dejase, la 
rama soportaría, sin romperse, el peso de un 
negro. 


104 EDGAR POE. 

—¡Pillo infernal! gritó Legrand, que tenia el 
aire muy templado, ¡qué tonterías me cuentas 
ahí! Si dejas caer el insecto, te tuerzo el cuello* 
Ten cuidado con ello, Júpiter, tú me entiendes, 
no es esto?. 

—Sí, amo, no vale la pena de tratar así á ub 
pobre negro. 

—Y bien, escúchame ahora. Si tú te arries¬ 
gas sobre la rama tan lejos como puedas ha¬ 
cerlo sin peligro, sin soltar el escarabajo, yo te 
regalaré un dollar de plata tan pronto como ha¬ 
yas bajado. 

—Ya voy, amo Will, heme aquí, replicó proh' 
tamente el negro. Ya estoy casi al fin. 

—Al fin, gritó Legrand muy suavizado. ¿Quié' 
res decirme qué hay al fin de esa rama? 

—Ya estoy prontamente al fin, amo, oh! ob! 
oh! Señor Dios!misericordia! qué hay aquí sobre 
el árbol! 

—Y bien, gritó Legrand, en el colmo de la ale' 
gría, ¿qué es lo que hay ahí? 

—¡Eh! ¡no es nada ménos que un cráneo! Al" 
guno ha dejado su cabeza sobre el árbol y loS 
cuervos se han comido toda la carne. 

—¿Un cráneo, dices? Muy bien. ¿Cómo está su¬ 
jeto á la rama? qué es lo que lo retiene? 

—¡Oh! se tiene bien; pero es preciso verlo. Ah¡ 
es una friolera, por mi honor, hay un grande cía' 
vo en el cráneo que lo sujeta al árbol. 

—Bien, ahora, Júpiter, haz exactamente 1° 
que voy á decirte, ¿me entiendes? 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 105 

—Si, amo. 

—Ten atención: encuentra el ojo izquierdo 
del cráneo. 

—¡Oh! oh, ¡esto sí quo es divertido! No tiene 
ojo izquierdo. 

Maldito estúpido! ¿Sabes distinguir tu ma¬ 
no derecha de tu mano izquierda? 

Sí lo sé; lo sé todo eso; mi mano izquierda 
es esta con la cual corté la madera. 

—Sin duda, eres zurdo, y tu ojo izquierdo es¬ 
tá del mismo lado que tu mano izquierda. Aho¬ 
ra supongo, que puedas encontrar el ojo izquier¬ 
do del cráneo, ó el sitio donde estaba el ojo. Lo 
has hallado? 

_ "~ El ojo izquierdo del cráneo es también el del 
mismo lado de la mano izquierda del cráneo? 

ero el cráneo no tenía manos. Esto no im¬ 
porta nada, ya he hallado el ojo izquierdo: hé 
aquí el ojo izquierdo. ¿Qué es preciso hacer 
ahora? 


Vó largando el escarabajo á través, tan léjos 
como dé de sí el bramante; pero guárdate de sol¬ 
tar la punta de la cuerda. 


„ ~ Ya est , 4 hecho ’ amo wiU: es cosa fácil ha- 
vedle bajar.' 6SCarabajo por el a Sujero; mirad; 

hahb, llran ^ e J eSt:e diálogo ’ el ™erpo de Júpiter 
había redado invisible, pero el insecto que de- 

brml ae - r aparec,a á punta de la cuerda, y 

timos ro a , Dna b0la Se 0r ° b ™&Mo ^ «- 

timos rayos del sol poniente, de los cuales algu- 


106 EDGAR POE. 

nos iluminaban todavía débilmente la eminencia 
en donde estábamos colocados. Al bajar el esca¬ 
rabajo sobresalía de las ramas, y si Júpiter le 
hubiese dejado caer habría caido á nuestros piés. 
Legrand tomó inmediatamente la guadaña y des¬ 
enmarañó un espacio circular de tres ó cua¬ 
tro yardas de diámetro, justamente debajo del 
insecto y habiendo concluido esta maniobra, or¬ 
denó á Júpiter dejar la cuerda y bajar del 
árbol. 

Con un cuidado escrupuloso, mi amigo enter¬ 
ró en la tierra una estaca en el sitio donde había 
caido el escarabajo y sacó de su bolsillo una cin¬ 
ta de medir. La ató por una punta en el peda¬ 
zo de tronco más cercano á la estaca, la esten- 
dió hasta ella y continuó desarrollándola así en 
la dirección dada por estos dos puntos, la esta¬ 
ca y el tronco, en la distancia de cincuenta piés. 
Durante este intérvalo Júpiter segaba las ma¬ 
lezas, con la guadaña. En el punto asi encon¬ 
trado, clavó una segunda estaca que tomó co¬ 
mo punto céntrico, y alrededor del cual descri¬ 
bió groseramente un círculo de cerca de cuatro 
pies de diámetro. Tomó entonces una azada y 
dió otra á Júpiter y otra á mí, suplicándonos 
cavar cuanto más deprisa nos fuera posible. 

Hablando francamente, no había tenido nunca 
afición á semejante entretenimiento, y en el pre¬ 
sente caso lo hubiere dejado con muchísimo gus¬ 
to: porque la noche avanzaba y me sentía re¬ 
gularmente fatigado por el ejercicio que ya ha- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 107 

bía hecho, mas no encontraba ningún medio de 
sustraerme á ello y temí turbar con una ne¬ 
gativa la prodigiosa serenidad de mi pobre ami¬ 
go. Si hubiera podido contar con el auxilio de 
Júpiter, no hubiera dudado en llevar por fuer¬ 
za á ‘su casa á nuestro loco; pero conocía muy 
bien el caso de una lucha personal con su due¬ 
ño, en .cualquier circunstancia. No dudé que 
Legrand. tuviese el cerebro inficionado de una 
de las innumerables supersticiones del Sud, re¬ 
lativas á ios tesoros enterrados, y que esta ima¬ 
ginación no hubiera sido confirmada por el ha¬ 
llazgo del escarabajo ó quizás aun por la obs¬ 
tinación de Júpiter en sostener que era un es¬ 
carabajo de oro verdadero. Una cabeza predis¬ 
puesta á la locura podía muy bien dejarse lle¬ 
var de semejante sugestión, sobre todo, cuando 
ella estaba en perfecto acuerdo con sus ideas 
favoritas, preconcebidas. Después recordé el dis¬ 
curso del pobre muchacho relativamente al es¬ 
carabajo, indicio de su fortuna. Sobre todo, es- 
aba cruelmente atormentado y confuso, pero 
en fin resuelto á oponer contra el destino buen 
caTar de b «ena voluntad para con- 

Pb^una d^moir 0 — 10 10 máS PTOnt0 posible - 

por una demostración ocular, de la vanidad de 
sus ensueños. vanidad de 

Encendimos las linternas, 


y emprendimo 
una igualdad y un celo dig- 


nuestro trabajo, con_ 

caK^eh ^ cau f raás racional > y como la luz 
re nuestras personas y útiles, no pude 


EDGAR POE. 


108 

menos de pensar que componíamos un grupo asaz 
pintoresco, y que si algún intruso hubiera apa¬ 
recido por acaso en medio do nosotros, le hu¬ 
biéramos aparecido como haciendo una obra bien 
estraña y sospechosa. 

Cavamos durante casi dos horas. Hablábamos 
poco. Nuestro principal estorbo lo causaban los 
ladridos del perro que tomaba un interés escesi- 
vo en nuestros trabajos. 

A la larga, se puso tan turbulento que temí" 
mos que pusiese en alarma á algunos vagabuu* 
dos de las cercanías. 

Esto principalmente causaba el gran temor 
de Legrand; porque en cuanto á mí, me hu¬ 
biera regocijado de toda interrupción que m® 
hubiese permitido conducir mi vagabundo á sü 
casa. Al fin, el estrépito fué apagado, gracias á 
Júpiter que, lanzándose fuera del hoyo con ai¬ 
re furioso, le puso un bozal con uno de sus ti¬ 
rantas, y después volvió á su tarea con una 
pequeña sonrisa de triunfo, muy grave en suS 
lábios. 

Pasadas dos horas, habíamos abierto un» 
profundidad de cinco pies, y ningún indicio d 0 
tesoro se encontraba. Hicimos un descanso gene- 
ral, y comencé á esperar que la broma tocaba á 
su fin. Sin embargo, Legrand, aunque evidente' 
mente muy desconcertado, enjugó el sudor de 
su frente con aire pensativo y volvió á tomar 
su azada. Nuestro hoyo ocupaba ya toda la este»' 
sion de un círculo de cuatro piés de diámetro* 



HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 109 

Rompimos ligeramente este límite y cavamos 
dos piés todavía. Nada apareció. Mi buscador 
de oro, del cual yo me había compadecido seria¬ 
mente, saltó en fin, fuera del hoyo con el más 
horrible desaliento pintado en el rostro, y se de¬ 
cidió, lentamente y como á su pesar, á tomar su 
trage que se había quitado antes de empezar la 
obra. Por mi parte, me guardé mucho de ha¬ 
cer ninguna advertencia. Júpiter á una señal de 
su amo comenzó á recoger los instrumentos. He¬ 
cho esto y quitádose al perro el bozal, tomamos 
nuestro camino en un silencio profundo. 

Habíamos quizás dado una docena de pasos 
cuando Legrand, arrojando un terrible voto, saltó 
sobre Júpiter y le echó mano al cuello. El negro 
estupefacto abrió los ojos y la boca en toda su 
estension, soltó la azada y cayó de rodillas. 

—¡Malvado! gritó Legrand, haciendo silvar 
las sílabas entre sus dientes ¡Negro infernal! mi¬ 
serable negro! habla, te digo, respóndeme al ins¬ 
tante y sobre todo no prevariques. ¿Cuál es, cuál 
•es tu ojo izquierdo? 

—¡Ah misericordia! Amo Will, ¿no es este por 
ventura mi ojo izquierdo? rugió Júpiter asusta¬ 
do, poniendo su mano sobre el órgano derecho 
de la visión y manteniéndola allí con la persis¬ 
tencia de la desesperación, como si hubiese temi¬ 
do que su señor quisiese arrancárselo. 

—Yo dudaba, yo lo sabía! hurra! vociferó Le¬ 
grand, soltando al negro y ejecutando una série 
de piruetas y cabriolas, con grande asombro de 


EDGAR POE. 


110 

su siervo, que levantándose, dirigía sus miradas 
de su dueño á mí, y de mí á su dueño, sin 'mur¬ 
murar una frase. 

—Vamos, es preciso volver, dijo este, la par¬ 
tida no está perdida. 

Y tomó el camino hácia el tulipífero. 

—Júpiter, dijo, cuando hubimos llegado al pié 

del árbol, ven aquí. ¿El cráneo está clavado en 
la rama, con la cara vuelta al esterior ó pues¬ 
ta contra la rama? 

—La cara está vuelta al esterior, amo, de 
suerte que los cuervos han podido comerse los 
ojos sin trabajo alguno. 

—Bien. Entonces ¿es por este ojo 6 por este por 
el que has hecho colar al escarabajo? 

Y Legrand tocaba alternativamente los dos 
ojos de Júpiter. 

—Por este ojo amo, por el izquierdo, precisa¬ 
mente como me habíais dicho. 

Y todavía indicaba el pobre negro su ojo 
derecho. 

—Vamos, vamos, es preciso comenzar. 

Entonces mi amigo con la locura en la cual 
veia, ó creía ver ciertos indicios de un método, 
llevó la estaca que marcaba el sitio donde ha- 
bia caido el escarabajo, á tres pulgadas hasta 
el oeste de su primera posición. 

Alzando de nuevo su vista al punto más cer- v 
cano al tronco hasta la estaca, como lo habia 
hecho antes, y continuando estendiéndola en lí¬ 
nea recta á una distancia de cincuenta pies. 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 1X1 

scmIó im nuevo punto, alejado muchas yardas 
ael sitio donde habíamos cavado anteriormente. 

Al rededor de este nuevo centro se trazó un 
circulo,, un poco más grande que el primero, y 
*n©s pusimos en seguida á cavar. 

Yo estaba estraordinariamente fatigado; pero 
n arme cuenta de lo que ocasionaba un cam- 
dio en mi pensamiento, ya no sentia tan gran¬ 
de aversión por el trabajo que se me habia 
impuesto. 

Tal vez habia en toda la estravagante con¬ 
ducta de Legrand cierto aire deliberado, cierta 
cosa patética que me impresionaban. Cavé ar- 
dientemente, y d e tiempo en tiempo me sor¬ 
prendía buscando, por decir asi, con los ojos, 
con una sensación que semejaba á la esperanza, 
ese tesoro imaginario, cuya visión habia en- 
oquecido á mi infortunado camarada. Bu uno 
e es os momentos, en que estos desvarios esta- 
ban más singularmente enseñoreados de mi, y 

meT/ a c UWéSem ° S traba j ado cerca de hora y 
med,a fuimos interrumpidos de nuevo por los 

OTimer S aUlhdos del P eIT0 - s “ inquietud en el 
p ímer caso no era cordialmente más que el 
resultado de un capricho, d de una alegrTa lo¬ 
ca, pero esta vez tomaba un tono más violento 

de”uevo raCteriZad0 ' C ° m ° Júpiter Se esf «rzara 
tri° . P ° r ponerie un boza l. hizo una resis- 
& escarvIr°i Sa V y Saltando en ‘ el a « u gero, se puso 
nos. En ali a tlerra frenétioament e con sus ma- 
algunos segundos, habia descubierto 


112 EDGAR POE. 

una porción de huesos humanos, formando dos 
esqueletos completos, revueltos con muchos bo¬ 
tones de metal, una cosa que nos pareció ser 
lata vieja podrida y desmenuzada. Uno ó dos 
azadonazos hicieron saltar la hoja de una gran 
nabaja. Cavamos más y tres ó cuatro monedas 
de oro aparecieron desparramadas. 

A su vista, Júpiter pudo apenas contener su 
alegria; pero el rostro de su amo retrató una 
espantosa contrariedad. 

Suplicónos sin embargo que redobláramos 
nuestros esfuerzos, y apenas habia acabado de 
hablar cuando tropezó y caí de boca: la punta de 
mi bota se habia enganchado en un gran anillo 
de hierro que yacia medio sepulto bajo un mon¬ 
tón de tierra fresca. 

Volvimos al trabajo con mucho ardor: jamás 
he pasado diez minutos en una exaltación tan 
viva. 

Durante este intérvalo, desenterramos com¬ 
pletamente un cofre de madera de forma oblon¬ 
ga, que á juzgar por su perfecta conservación y 
su asombrosa dureza, habia sido evidentemente 
sometido á algún procedimiento de minerali- 
zacion, tal vez al bicloruro de mercurio. 

Este cofre tenia tres piés y medio de longi¬ 
tud, tres de ancho y dos y medio de profundé 
dad. Estaba sólidamente amparado por dos hojas 
de hierro forjado, remachadas y formando todo 
alrededor una especie de enrejado. 

De cada lado del cofre, cerca de la tapa, ha- 





HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 113 

toa tres anillos de hierro, seis en total, por 
medio de los cuales seis personas podían tras¬ 
portarlo. Todos nuestros esfuerzos reunidos no 
lograron más que moverlo ligeramente de su 
lecho. 

Conocimos en seguida la imposibilidad de 
cargar con un peso tan enorme. Por ventura, 
la tapa no estaba sugeta más que por dos cer¬ 
rojos que hicimos correr, pálidos y temblando 
de ansiedad. En el instante, un tesoro de un 
valor incalculable se estendió deslumbrador an¬ 
te nuestros ojos. Los rayos de las linternas 
caían en la fosa, y hacían saltar de un monton 
confuso de oro y alhajas relámpagos y esplen¬ 
dores, que nos salpicaban positivamente los ojos. 

No trataré de describir las sensaciones con 
que yo contemplaba este tesoro. El estupor, como 
se puede suponer, lo dominaba todo. Legrand 
parecía desfallecido por su misma escitacion, y no 
pronunció más que algunas palabras. En cuanto 
á Júpiter, su rostro se puso tan mort límente pᬠ
lido como es posible á un rostro negro. Parecía 
pasmado: como herido de un rayo. Bien pronto 
cayó de hinojos en la fosa y bañando sus desnu¬ 
dos brazos hasta el codo en el oro, Ies dejo así 
largo tiempo, como si gozase de las voluptuosi¬ 
dades de un baño. 

En fin, gritó con un profundo suspiro, como 
hablando consigo mismo. 

—Y todo esto viene del escarabajo de oro? El 
precioso escarabajo de oro! el pól^e escarabajito 


EDGAR POE. 


114 

de oro á quien injuriaba, á quien calumniaba! 
¿No tienes vergüenza de tí mismo, negro tunan¬ 
te? Eh! ¿qué respondes? 

Fué preciso que yo despertase, por decirlo 
así, al señor y al criado y que les hiciese com¬ 
prender la urgencia que había en trasportar el 
tesoro. 

Se hacía tarde y era necesario emplear algu¬ 
na actividad si queríamos que todo estuviese 
con seguridad en nuestras moradas antes del 
dia. 

No sabíamos qué partido tomar, y perdía¬ 
mos mucho tiempo en deliberaciones: tan desor¬ 
denadas teníamos las ideas. Finalmente, aligera¬ 
mos el cofre sacando las dos terceras partes de 
su contenido, y pudimos, al fin, no sin poco tra¬ 
bajo todavía, arrancarlo de su agujero. 

Los objetos que habíamos sacado fueron de¬ 
positados bajo las zarzas y confiados ála guardia 
del perro á quien Júpiter encargó estrictamente 
no ladrar bajo ningún pretesto, y ni aun abrir 
la boca hasta nuestro regreso. Entonces nos pu¬ 
simos precipitadamente en marcha con el co¬ 
fre, llegamos á la choza sin accidente alguno, 
pero después de haber pasado una espantosa fa¬ 
tiga, y á la una de la noche, rendidos como es¬ 
tábamos, no podíamos inmediatamente dar mano 
á la obra; esto hubiera sido traspasar las fuerzas 
naturales. Descansamos hasta las dos, después 
cenamos y nos pusimos en camino para las mon¬ 
tañas, provistas de tres grandes sacos que por 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 115 

dicha encontramos en la cabaña. Llegamos un 
poco antes de las cuatro á la fosa, partimos tan 
igualmente como se pudo el resto del botin, y sin 
el trabajo de rellenar el agujero, nos pusi¬ 
mos en marcha hácia nuestra casa, donde deposi¬ 
tamos por segunda vez nuestros preciosos fardos, 
al tiempo que las primeras bandas de la aurora 
aparecían al este, por encima de las copas de los 
árboles. 

Estábamos completamente destrozados; pero 
la profunda exaltación actual, nos impidió el des¬ 
canso. Después de un sueño inquieto de tres ó cua¬ 
tro horas, nos levantamos, como si lo hubiéra¬ 
mos convenido para proceder al examen de nues¬ 
tro tesoro. 

El cofre habia sido rellenado^hasta los bordes, 
y pasamos todo el dia y la mayor parte de la no¬ 
che siguiente en inventariar sa contenido. No se 
habia llevado ningún órden ni arreglo de colo¬ 
cación: todo había sido amontonado confusamen¬ 
te. Cuando hubimos hecho cuidadosamente una 
clasificación general, nos encontramos en pose¬ 
sión de una fortuna que superaba á todo lo que 
nos habíamos figurado. 

Habia en especies más de 450,000 dollars, 
estimando el valor de las piezas tan rigurosamen¬ 
te como era posible según las tablas de la época. 
En todo esto ni una partícula de plata, todo era 
de oro de antigua fecha y de una variedad gran¬ 
de, moneda francesa, española, alguna guinea 
inglesa y algunas piezas de las que no habíamos 



116 EDGAR POE. 

visto nunca ningún modelo. Había muchas mo¬ 
nedas, muy grandes y pesadas, pero tan gastadas 
que nos fué imposible descifrar las inscripciones. 

Ninguna moneda americana. 

En cuanto al avaluó de las joyas, fué negocio 
un'poco más difícil. Encontramos diamantes, al¬ 
gunos de los cuales eran muy hermosos y de un ta¬ 
maño singular: en total, ciento diez; ni uno habia 
pequeño: diez y ocho rubíes de un brillo notable; 
trescientas diez esmeraldas, todas bellísimas: 
veintiún zafiros y un ópalo. Todas éstas piedras 
habian sido desmontadas y arrojadas en confu¬ 
sión en el cofre. 

En cuanto á las monturas, de las cuales hici¬ 
mos una distinta categoría del otro oro, pare¬ 
cían haber sido machacadas á martillo, como 
para hacer imposible todo reconocimiento. 

Ademas de todo esto, habia una enorme canti¬ 
dad de adornos de oro macizo; cerca de doscientas 
sortijas ó pendientes gruesos; magníficas cadenas 
en número de treinta, sino me engaña mi memo¬ 
ria; ochenta y tres crucifijos muy grandes y pesa¬ 
dos: cinco incensarios de oro de gran valor; una 
gigantesca ponchera, adornada de hojas de parra y 
de bacantes prolijamente cinceladas; dos empuña¬ 
duras de espada maravillosamente trabajadas y 
una porción de artículos más pequeños y de los 
que he perdido el recuerdo. 

El peso de todos estos valores ascendia á más 
de 350 libras, y en esta evaluación he omitido 
ciento noventa y siete relojes de oro soberbios. 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 117 

délos cuales tres valían 500 dollars, tirando cor¬ 
to. Muchos eran muy viejos, y sin ningún valor 
como piezas de relogeria, habiendo perdido la 
maquinaria más ó menos por la acción corrosiva 
de la tierra; pero todos estaban magníficamente 
adornados de pedrería, siendo las cajas de gran 
precio. Evaluamos esta noche el contenido total 
del cofre, en millón y medio de dollars: y cuando 
mas tarde dispusimos de las joyas $ pedrería, des¬ 
pués de haber guardado algunas para nuestro uso 
particular, encontramos que nos habíamos queda¬ 
do cortos en la evaluación del tesoro. 

Cuando al fin hubimos terminado el inventa¬ 
rio, y nuestra terrible exaltación disminuyó en 
gran parte, Legrand, que veia que me mataba 
la impaciencia de poseer la solución de este 
enigma prodigioso,entró en los más completos 
pormenores de todas las circunstancias que se 
referian á aquel asunto. 

_Os acordareis, dijo, de la tarde en que os 

enseñé el grosero dibujo que había hecho del 
escarabajo. 

Recordareis también que me estrañó no poco 
vuestra insistencia en sostener que mi dibujo se¬ 
mejaba una calavera. 

La primera vez que soltásteis esta aserción, 
creí que os burlábais: enseguida me vinieron á la 
memoria las manchas particulares sobre el dorso 
del insecto, y reconocí que vuestra observación 
tenia en suma algún fundamento. 

Con todo eso vuestra ironía respecto á mis 




EDGAR POE. 


118 

facultades gráficas me irritaba; porque se me 
mira como á artista bastante regular, así que, 
cuando me pedísteis el pedazo de pergamino, es¬ 
taba á pique de estrujarlo con ira y arrojarlo 
al fuego. 

—Queréis hablar del pedazo de papel, dije. 

—No; tenia toda la apariencia de papel, y yo 
mismo habia desde luego supuesto que eso fuese; 
pero cuando quise dibujar encima, descubrí en¬ 
seguida que era un pedazo de pergamino muy 
delgado. Recordareis que estaba muy sucio. En 
el momento en que iba á quemarlo, mis ojos 
se fijaron en el dibujo que habíais mirado y no 
podréis concebir cuál fuese mi asombro, cuando 
vi la imagen positiva de una calavera en el si¬ 
tio mismo en que yo habia creido dibujar un es¬ 
carabajo. Durante un momento, me sentí dema¬ 
siado aturdido para pensar con rectitud. 

Sabia que mi cróquis difería de este nuevo di¬ 
bujo por todos sus detalles, bien que hubiese cier¬ 
ta analogia en el contorno general. Tomé enton¬ 
ces una bujía, y sentándome al otro estremo de 
la sala, procedí áun análisis mas atento, del per¬ 
gamino. Dándole vueltas, vi mi propio trazado 
sobre el reverso, justamente c >mo lo habia he¬ 
cho. 

Mi primera impresión fue completamente de 
sorpresa; había una analogía re ilinente notable 
en el contorno, y era una coincidencia singular 
este hecho de la imágen de un cráneo, desconoci¬ 
da para mí, ocupando el otro lado del pergamino, 





HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 119 

inmediatamente debajo de mi dibujo del escara¬ 
bajo y un cráneo que semejaba tan exactamente 
á mi dibujo, no solamente por el contorno sino 
también por la dimensión. 

Aseguro que la singularidaddeestacoinciden- 
cia me asombró positivamente por un instante. 
Este es el efecto ordinario de esta clase de coinci¬ 
dencias. El espíritu se esfuerza en establecer un 
órden, una relación de causa con efecto, y encon¬ 
trándose impotente para resolverlo, sufre una es¬ 
pecie de parálisis momentánea. Pero cuqndosalí 
deeste estupor, sentí lucir en mí por grados una 
convicción que me asombró aun más todavía que 
esta coincidencia. Comencé á recordar distinta, 
positivamente, que no había ningún dibujo sobre 
el pergamino cuando hice mi croquis del escara¬ 
bajo. Adquirí la perfecta certidumbre; porque 
me acuerdo de haberlo vuelto y revuelto buscando 
el sitio más conveniente. Si la calavera hubiera 
estado visible, yo infaliblemente la hubiese no¬ 
tado. Allí había realmente un misterio que yo 
me sentía incapaz de aclarar; pero desde este 
mismo momento, me pareció ver prematuramen¬ 
te despuntar una débil claridad en las regiones 
más profundas y secretas de mi entendimiento; 
una especie de gusano de luz intelectual; una 
concepción embrionaria de la verdad, de la que 
nuestra aventura nocturna nos ha dado una tan 
espléndida demostración. 

Me levanté decididamente, y limpiando cui¬ 
dadosamente el pergamino, rechacé toda reflexión 


EDGAR POE. 


120 

ulterior hasta el momento en qne pudiese estar 
solo. 

Cuando hubisteis maróhado, y 'cuando Júpiter 
estuvo bien dormido, me entregué á una investi¬ 
gación del asunto, un poco mas metódicamente. 
Y enseguida me esforcé en comprender cómo este 
pergamino había caído en mis manos. El sitio en 
que descubrimos el escarabajo estaba sobre la 
costa del continente, cerca de una milla al este 
de la isla, pero á un breve espacio bajo el nivel 
de la alta marea. Cuando lo cogí, me mordió cruel¬ 
mente y lo solté. Júpiter, con su prudencia acos¬ 
tumbrada, antes de coger al insecto que había 
volado á su lado, buscó al derredor de sí una hoja 
ó alguna cosa análoga con que pudiese cogerle. 
En este momento sus ojos y los míos se fijaron 
en el pedazo de pergamino que yo tomé entonces 
por un papel. Estaba medio enterrado en la are¬ 
na, con una punta al aire. Cerca del sitio donde 
lo encontramos, observé los restos del casco de 
una gran embarcación, tanto al menos como pude 
juzgar. Estos despojos de naufragio estaban allí 
probablemente desde hacía algún tiempo, porque 
apenas podía encontrarse la figura de un arma¬ 
zón de buque. 

Júpiter cogió el pergamino, envolvió en él al 
insecto y me lo dió. 

Poco tiempo después tomamos el camino de 

la choza, y nos encontramos al teniente Q-. Le 

enseñé el insecto, y me suplicó le permitiese lle¬ 
varlo al fuerte. 





HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 121 

Consentí en ello, y él lo metió en el bolsillo de 
su chaleco sin el pergamino que le servia de cu¬ 
bierta, y que yo tenia en la mano mientras él 
examinaba el escarabajo. 

Tal vez temió que yo cambiase de opinión, y 
juzgó prudente asegurar su presa. Sabéis perfec¬ 
tamente que tiene delirio por la historia natural 
y por todo lo que con ella se relaciona. Es evi¬ 
dente, que entonces, sin pensar en ello, guardé el 
pergamino en mi bolsillo. 

Recordareis que cuando me senté junto á la 
mesa para hacer un cróquis del escarabajo, no 
encontré papel en el sitio en que ordinariamente 
lo guardo. Busqué en mis bolsillos, esperando 
encontrar alguna antigua carta, cuando mis de¬ 
dos tropezaron en el pergamino. Os detallo minu¬ 
ciosamente toda la serie de circunstancias que lo 
han traido á mis manos; porque todas estas cir¬ 
cunstancias me han asombrado singularmente. 

Sin duda, me consideraríais como un soñador, 
pero yo había establecido ya una especie de con¬ 
vención. Habia unido dos eslabones de una gran 
cadena. Un barco perdido en la costa, y no lejos 
de este barco un pergamino, no un papel, llevando 
la figura de un cráneo. 

Vais á preguntarme naturalmente donde está 
esta relación? Os responderé que el cráneo ó la 
calavera es el emblema bien conocido de los pira¬ 
tas. Siempre, en todas sus empresas han hizado 
el pabellón de la calavera, el pabellón de la 
muerte. 




122 EDGAR POE. 

Os he dicho que este era trozo de un pergamino 
y no de papel. 

El pergamino es una cosa durable, casi impe¬ 
recedera. 

Rara vez se conflan á un pergamino documen¬ 
tos de pequeña importancia, puesto que responde 
mucho menos bien que el papel á las necesidades 
de la escritura y del dibujo. Esta reflexión me 
indujo á pensar que debia haber en la calavera 
alguna relación; algún sentido singular. No me 
engañé al observar la forma del pergamino. No 
obstante que una de sus puntas hubiese sido 
destruida por algún accidente, se veia bien que 
la forma primitiva era oblonga. Era pues una de 
estas tiras que se escogen para escribir, para 
consignar un documento importante, una nota que 
se quiere conservar largo tiempo y cuidadosa" 
mente. 

—Pero, interrumpí, ¿no decís que el cráneo 
no estaba sobre el pergamino cuando en él dibu- 
jásteis el escarabajo? 

¿Cómo pues podéis establecer una relación en¬ 
tre el barco y el cráneo, puesto que este último, 
según vuestra propia confesión, ha debido ser di¬ 
bujado, Dios sabe cómo ó por quién, posterior¬ 
mente á vuestro dibujo del escarabajo? 

—¡Ah! por ahí encima es por donde rueda todo 
el misterio: bien que yo he tenido comparativa¬ 
mente poco cuidado en resolver este punto del 
enigma. 

Mi senda era segura y no podía conducirme 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 123 

más que á un solo resultado. Yo razonaba así, 
por ejemplo: cuando dibujé mi escarabajo, no ha- 
bia ni sombra de cráneo alguno sobre el perga¬ 
mino y cuando hube concluido mi dibujo y os lo 
di, no os quité el ojo hasta que me lo hubisteis 
vuelto. Por consecuencia no érais vos quien ha¬ 
bíais dibujado el cráneo, y no había aquí ningu¬ 
na otra persona para hacerlo. No habia sido 
creado por la acción humana, y no obstante, lo 
veia, estaba allí, á mis ojos! 

Llegando á este punto de mis reflexiones, me 
apliqué á recordar y recordé en efecto, y con 
una perfecta exactitud, todos los incidentes acae¬ 
cidos en el intérvalo en cuestión. 

La temperatura era fria: ¡oh feliz, y rara ca¬ 
sualidad! y un gran fuego ardia en la chimenea. 
Estaba suficientemente acalorado por el ejercicio, 
y me senté cerca de la mesa. 

Yos, entretanto, habíais puesto' vuestra silla 
muy cerca de la chimenea. Justamente en el mo¬ 
mento en que os puse el pergamino en la mano, 
y al irlo vos á examinar, Wolf, mi terra-nova, 
entró y saltó sobre vuestras.espaldas. Le acari- 
ciásteis con la mano izquierda, y tratábais de 
echarlo á un lado, dejando caer descuidadamente 
vuestra mano derecha, la que tenia el pergamino, 
entre vuestras rodillas y muy cerca del fuego. 
Creí un momento que la llama iba á alcanzarle, 
é iba á recomendaros el cuidado, más antes que 
hubiese hablado, lo retirás teis, y os habíais pues¬ 
to á examinarle. 



124 EDGAR POE. 

Cuando hube considerado bien estas circuns¬ 
tancias, no dudé un instante que el calor hubiese 
sido el agente que habia hecho aparecer sobre el 
pergamino el cráneo, cuya imágen veia. 

Bien sabéis que hay, y ha habido en todos 
tiempos, preparaciones químicas, por medio de 
las cuales se puede escribir sobre papel ó sobre 
vitela caractéres que no se hacen visibles más 
que cuando están sometidos á la acción del 
fuego. 

Se emplea algunas veces el safre, macerado 
en agua régia y diluido en cuatro veces su peso 
de agua; resulta una tinta verde. El régulo de 
cobalto, disuelto en espíritu de nitro, dá un co¬ 
lor rojo. Estos colores desaparecen más ó menos 
pronto según que la sustancia sobre la cual 
se ha escrito se enfria, pero reaparecen á vo¬ 
luntad por una nueva aplicación de calórico. 

Examiné entonces la calavera con gran cui¬ 
dado. 

Los contornos esteriores, es decir, los más 
cercanos al borde de la vitela, estaban mucho más 
distintos que los otros. 

Evidentemente la acción del calórico habia 
sido imperfecta ó desigual. 

Encendí inmediatamente fuego, y sometí 
cada parte del pergamino á un calor sofo¬ 
cante. 

Por de pronto, esto no dió otro resultado que 
reforzar las líneas un poco pálidas del cráneo; 
pero, continuando laesperiencia, vi aparecer, en 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 125 

un estremo de la banda, en la punta diagonal- 
mente opuesta á en la que había sido trazada la 
calavera, una figura que desde luego supuse ser 
la de una cabra. Pero un exámen más atento me 
convenció que se había querido representar un 
cabrito. 

—Ah! ah! dije, no tengo ciertamente el derecho 
de burlarme de vos: un millón y medio de dollars 
es cosa bastante seria para tomarlo á burlas; 
pero vos no vais á añadir un tercer eslabón á 
vuestra cadena: no encontrareis ninguna rela¬ 
ción especial entre vuestros piratas y una cabra; 
los piratas, bien lo sabéis, no tienen nada que 
hacer con las cabras. Esto queda para los ca¬ 
breros. 

—Mas acabo de deciros que la figura no era 
la de una cabra. 

—Bien! Yaya que sea un cabrito: casi es la 
misma cosa. 

—Casi, pero no del todo, dijo Legrand. Ha¬ 
bréis quizás oido hablar de un tal capitán Kidd. 
Enseguida miré á la figura de este animal como 
una especie de firma logogrífica ó hieroglífica 
(Kidd, cabrito). 

Digo firma porque el lugar que ocupaba sobre 
el pergamino sugería naturalmente esta idea. 
En cuanto á la calavera, colocada en la punta 
diagonalmente opuesta, tenía las trazas de ser 
un sello, ó estampilla. 

Pero quedé cruelmente desconcertado por 
la falta del resto, del cuerpo del fondo de mi 




126 EDGAR POE. 

documento soñado, del testo de mi contesto. 

—Presumo que esperaríais encontrar una car¬ 
ta entre el timbre y la firma. 

—Algo como eso. El hecho es que yo me sen¬ 
tía como irresistiblemente penetrado del pensa¬ 
miento de una inmensa fortuna, inminente. ¿Por¬ 
qué? No sabría decirlo. 

Después de todo, quizás ésto era mas bien un 
deseo que una creencia positiva ¿pero creereis 
que el dicho absurdo de Júpiter, que el escaraba¬ 
jo era de oro macizo, ha influido notablemente 
en mi imaginación? Y después esta serie de acci¬ 
dentes y coincidencias era verdaderamente tan 
estraordinaria! ¿Habéis notado todo lo que hay 
de casual en todo esto? Ha sido preciso que todos 
estos acontecimientos sucediesen el solo dia de 
todo el año en que ha hecho, ó ha podido hacer 
bastante frió para necesitar del alivio del fuego: 
y sin este fuego, y sin la intervención del perro 
en el momento preciso en que apareció, no hubie¬ 
ra nunca visto la calavera, y no habría nunca 
poseído este tesoro. 

—Hablad, hablad, estoy en áscuas. 

—Y bien! conoceréis sin duda la multitud de 
historias que se cuentan, mil rumores vagos re¬ 
lativos á tesoros enterrados en una parte de la 
costa del Atlántico por Kidd y sus compa¬ 
ñeros. 

En total, si estas voces corrían desde tan largo 
tiempo y con tanta persistencia, esto no podía de¬ 
pender según mi raciocinio más que de un hecho; 





HISTORIAS E STR AORDINARI AS. 127 

esto es, que el tesoro enterrado, enterrado estaba 
aun. 

Si Kidd había enterrado su botín en un tiem¬ 
po dado y sacádolo después, estos rumores no 
habían sin duda llegado hasta nosotros en su 
forma actual é invariable. 

Notad que los historiadores en cuestión tratan 
siempre de buscadores, y nunca de gentes que 
hallan tesoros. Si el pirata había recobrado su 
dinero, el asunto hubiera quedado allí. 

Parecíame que por alguna casualidad, como 
por ejemplo, la pérdida de la nota que indicaba 
el sitio preciso, había debido privarle de los me¬ 
dios de recobrarle. Suponía que este accidente 
había llegado al conocimiento de sus compañeros, 
que de otra manera, nunca hubieran sabido que 
un tesoro había sido enterrado, y que, por sus 
pesquisas, infructuosas, sin guia y sin notas 
positivas, habían dado motivo á este rumor uni¬ 
versal y á estas leyendas hoy tan comunes. 

¿Habéis alguna vez oido hablar de un teso¬ 
ro importante que haya sido enterrado en la 
costa? 

—Nunca. 

—Pero es notorio que Kidd había.acumulado 
riquezas inmensas. Consideraba pues como cosa 
segura que la tierra las guardaba aun y no os 
asombrareis mucho cuando os diga que me alen¬ 
taba una esperanza, una esperanza que casi lle¬ 
gaba á la certidumbre, de que el pergamino, tan 
singularmente encontrado, contendría la indica- 




128 EDGAR POE. 

cion perdida, del sitio en que se había hecho el 

depósito. 

—¿Más qué procedimiento habéis usado? 

—Puse nuevamente el pergamino á la acción 
del fuego, después de haber aumentado el caló¬ 
rico, pero nada apareció sin embargo. Pensé que 
la capa de grasa podia influir un tanto en esta 
falta de éxito y limpié cuidadosamente el perga¬ 
mino, vertiendo por encima agua caliente, des¬ 
pués lo coloqué en una cacerola de oja de lata, 
el cráneo hácia abajo, y puse la cacerola sobre 
una estufilla con carbones encendidos. 

Al cabo de algunos minutos, estando la ca¬ 
cerola perfectamente calentada, retiró la banda 
de vitela, y vi, con una inesplicable alegria, que 
estaba marcada en muchos sitios de signos que 
semejaban cifras puestas en líneas. Yolvi á po¬ 
nerlo en la cacerola y allí la tuve un minuto 
todavía, y cuando la retiré, estaba tal como vais 
á verla. 

Y aquí, Legrand, habiendo calentado de nue¬ 
vo el pargamino, le sometió á mi exámen. Los 
siguientes caracteres aparecieron en color rojo, 
groseramente trazados sobre la calavera y el 
cabrito. 

53 ||f 305)) 6*; 4826) 4 |.); 806*; 48 f 8960)) 
85; | | (;:|*8f | 83 (88) 5*f ; 46 (;88*96* 2 ; 8) *| 
(;485) ; 5*f 2 (;4956*2 (5*—4) 898*; 4069285) 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 129 

;)' 6f 8) 4 || ; 1(^9; 48 081; 8:8^1 ; 48f85 ; 4) 
485f528806*81 (| 9 ; 48 ; (88 ; 4 (| ? 34 ; 48) 4 | ; 
161;: 188 ; | ? ; . 

—Pero, esclamé, volviéndole la tira de vitela: 
yo nada veo ahí claramente. Si todos los tesoros 
de Golconda llegasen á ser para mí el precio 
de la solución de un enigma, estoy completamen¬ 
te seguro de no poder ganarlos. 

—Y sin embargo, dijo Legrand, la solución no 
es ciertamente tan difícil como uno se imagina¬ 
ria al primer golpe de vista. Estos caracteres, 
como se puede adivinar fácilmente, forman una 
cifra, es decir, que presentan un sentido; pero 
según lo que sabemos de Kidd, no debía supo¬ 
nerle capaz de fabricar un modelo de criptogra¬ 
fía profunda. Juzgué pues de antemano que este 
era de una especie sencilla, tal, sin embargo, 
que á la inteligencia grosera del marino debió 
parecer absolutamente insoluble sin la clave. 

—¿Y la habéis resuelto, realmente? 

—Con gran comodidad; he resuelto otras, diez 
mil veces más complicadas. Las circunstancias 
y cierta inclinación me han hecho tomar interés 
por esta clase de enigmas, y es dudoso realmente 
que el ingenio humano pudiese crear un enigma 
de este género del cual el humano ingenio no 
llegase á una conclusión clara por una aplica¬ 
ción suficiente. 

5 


130 EDGAR POE. 

Así piies, una vez que hube logrado estable¬ 
cer una série de caracteres legibles, no me dig¬ 
nó apenas pensar en la dificultad de desenvolver 
la significación. 

En el caso actual, y en total, en todos los 
casos de escritura secreta, la primera cuestión 
que hay que resolver, es la lengua de la cifra; 
porque los principios de solución, particular¬ 
mente cuando se trata de las cifras más sencillas , 
dependen de la índole de cada idioma y pueden 
ser modificadas. En general no hay otro medio 
que ensayar sucesivamente, dirigiéndose, según 
las probabilidades, á todas las lenguas que os 
son conocidas, hasta que hayais encontrado la 
que hace al caso. 

Pero en la cifra que nos ocupa, toda dificultad 
en este punto estaba resuelta por la firma. El 
geroglíflico sobre la palabra Kidá no es posible 
más que en la lengua inglesa. Sin esta circuns¬ 
tancia, hubiera comenzado mis ensayos por el 
español y el francés, como siendo las lenguas en 
las cuales un pirata de los mares españoles ha- 
bia debido más lógicamente encerrar un secreto 
de esta naturaleza. Pero en el caso actual, pre¬ 
sumí que el criptógramo era inglés. 

Veis que no hay espacios entre las palabras. 
Si hubiese habido espacios, el trabajo hubiera 
sido notablemente más fácil. En este caso hubie¬ 
ra comenzado por hacer un cotejo y un análisis 
de las palabras más cortas, y si hubiera hallado, 
como esto es siempre probable, una palabra de 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 131 

una sola letra, a 6 1 (un yo) por ejemplo, hubie¬ 
ra considerado la solución como asegurada. Pero 
puesto que no habia espacios, mi primer deber 
era notar las letras predominantes, así como 
las que se encontraban más rara vez. 


Las contó todas y formé la tabla siguiente: 


El carácter 8 se 

encuentra 33 

veces. 

•» 

; 

» 

26 

» 

> 

4 

» 

19 


» 

| y) 


16 

* 

» 

* 

» 

13 


» 

6 

» 

12 

* 

» 

6 

» 

11 



f y 1 


8 


El carácter 8 se 

encuentra 

6 

veces. 


9 y 2 


5 


■» 

i y 3 

» 

4 


» 

5 


3 

» 

» 

i 

» 

2 



— y . 


7 

T> 


Asi pues, la letra que se encuentra más fre¬ 
cuentemente en inglés es la e . Las otras letras 


se suceden en este érden: 

a o i dhn r s tu y c f g l mwb hp qx z. 

La E predomina tan singularmente que es 
müy raro encontrar una frase, algo larga, donde 
no sea el carácter principal. 

Tenemos, pues, en el comienzo, una base de 
operaciones que produce algo más que una con¬ 
jetura. El uso general que se puede hacer de 


132 EDGAR POE. 

esta tabla es evidente; pero para esta cifra par¬ 
ticular no nos serviremos 1 de ella más que muy 
parcamente. Puesto que nuestro carácter domi¬ 
nante es 8, comenzaremos por tomarle para la e 
de nuestro alfabeto natural. Para verificar esta 
suposición, veamos si el 8 se encuentra con fre¬ 
cuencia doble, porque la e se dobla muy fre¬ 
cuentemente en inglés, como por ejemplo en las 
palabras: meet , fleet, speed, seen , been, agree , 
etc. Así pues, en el presente caso, vemos que 
no se dobla menos de cinco veces, aunque el 
criptógramo sea muy corto. 

Así pues, 8 representa e. Al presente de todas 
las palabras de la lengua, the es la más usada; 
por consecuencia, nos es preciso ver si no encon¬ 
tramos repetida muchas veces la misma combi¬ 
nación de tres carácteres, siendo este 8 la últi¬ 
ma de las tres. Si encontramos repeticiones de 
este gépero, representarán probabilísimamente 
la palabra the. Verificado esto, no hallamos me¬ 
nos de 7 ; y los carácteres son ;48. Podemos, pues, 
suponer que ; representa t, que 4 representa h , 
y que 8 representa e , encontrándose así el valor 
de esta última confirmado de nuevo. Hay pues, 
dado un gran paso. 

No hemos determinado más que una sola pa¬ 
labra, pero esta palabra sola nos permite esta¬ 
blecer un dato mucho más importante, es decir, 
los principios y determinaciones de las otras pa¬ 
labras. Vemos, por ejemplo, el penúltimo caso 
donde se presenta la combinación ;48, casi al fin 







HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 133 

ae la cifra. Sabemos que el ; que viene inme¬ 
diatamente después es el principio de una pala¬ 
bra, y, de los seis carácteres que siguen á este 
the , no conocemos menos de cinco. 

Reemplacemos pues, estos carácteres por las 
letras que representan, dejando un espacio para 
lo desconocido: 

t eeth. 

Debemos desde luego desechar el th como in¬ 
capaz de formar parte de la palabra que comien¬ 
za por la primera f, puesto que vemos, ensayan¬ 
do sucesivamente todas las letras del alfabeto 
para llenar el vacío, que es imposible formar una 
palabra de la cual este th pueda constituir parte. 
Reduciendo, pues, estos carácteres á 
t ee % 

y tomando de nuevo todo el alfabeto, si es ne¬ 
cesario, formamos la palabra trre (árbol) como la 
sola versión posible. Ganamos así una nueva le¬ 
tra, r, representada por (, mas dos palabras 

unidas, , , . 

the tree (el árbol.) 

Un poco más lejos, hallamos la combinación 
;48, y nos servimos de terminación á lo que pre¬ 
cede inmediatamente. Esto nos dá la coordina¬ 
ción siguiente: 

the tree ; 4 ( ^ ¿ 34 the, 

6, sustituyendo las letras naturales á los carác¬ 
teres que conocemos, 

the tree thr ^ ¿ 3 h the 


134 EDGAR POE. 

Ahora, si á los carácteres desconocidos susti¬ 
tuimos por espacios ó puntos, tendremos 
the tree tlir... th the, 

y la palabra through (por, á través) se despe¬ 
ga por decirlo así, de sí misma. Más este descu¬ 
brimiento nos dá tres letras más, o, u y g repre¬ 
sentadas por 

\ ? y 3. 

Ahora, busquemos atentamente en el criptó- 
grarao combinaciones con los carácteres conoci¬ 
dos, y encontraremos, no lejos del comienzo la 
coordinación siguiente: 

83 (88, ó egree , 

que es evidentemente la terminación de la pala¬ 
bra áegree (grado) y que nos produce aun la le¬ 
tra d representada por*h Cuatro letras mas le¬ 
jos que esta palabra degr'ee , encontrárnosla com» 
binacion 

; 46 (;88, 

de que traducimos los carácteres conocidos y re¬ 
presentamos el desconocido por un punto *, es 
nos dá ; 

th . rtee. 

coordinación que nos sugiere inmediatamente la 
palabra thinteen (trece), y nos resultan dos letras 
nuevas ¿yn, representadas por 
6 y *. 

Trasladómosno al comienzo del criptógramo, 
y hallamos la combinación 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 135 

Traduciendo como anteriormente hemos he¬ 
cho, obtenemos 

.good 

lo que nos demuestra que la primera letra es una 
a, y que las dos primeras palabras son a good 
(un bueno, una buena.) 

Sería tiempo ahora, para evitar toda confu¬ 
sión, de disponer todos nuestros descubrimientos 
en forma de tabla. 

Esto nos dá una idea de la clave. 

5 representa a 


+ 

» 

d 

8 

» 

e 

3 

» 

9 

4 


n 

6 

» 

i 

* 

» 

n 

+ 



+ 


0 

( 

» 

r 

; 


t 


Así, no poseemos menos de diez letras, las más 
importantes, y es inútil que prosigamos la so¬ 
lución á través de todos estos detalles. Os he 
dicho bastante para convenceros que cifras de 
esta naturaleza son fáciles de resolver, y para 
daros una idea del análisis razonado que se 
emplea en desenvolverlas. 

Pero tened por cierto que la muestra que 
tenemos á nuestros ojos, pertenece á la categoría 
más sencilla de la criptografía. No me falta más 


EDGAR POE. 


130 

que daros la traducción completa del documento 
como si hubiéramos descifrado sucesivamente 
todos los carácteres. 

Yedla aquí: 

A good glas , in the bishop's hostel in the de - 
viVs seat forty one degrees and thirteen minu¬ 
tes northeast and by north masis branch se - 
venth hinb east side Shoot from the left eye oj 
the death i - s-head a bee hice from the tree 
through the shotfifty feetout. 

(Un buen vidrio en la hostería del Obispo en 
la silla del Diablo cuarenta y un grado y trece 
minutos nordeste cuarto de norte principal tron¬ 
co séptima rama lado este soltad del ojo izquier¬ 
do de la calavera una línea de abeja del árbol á 
través la bala cincuenta piés al ancho. 

—Pero, esclamé, el enigma me parece de una 
especie tan desagradable como antes. ¿Como pue¬ 
de formarse un sentido de toda esta jerga de 
silla del Diablo , calavera y hostería del Obi spot 
• —Convengo, replicó Legrand, que el negocio 
tiene el cariz bastante serio, al simple golpe de 
vista. Mi primer cuidado fue mayor de encon¬ 
trar en la frase las divisiones naturales que es¬ 
taban en la imaginación del que las escribió. 

—De la puntuación, queréis hablar. 

—Algo parecido á eso. 

—Pero ¿cómo diablos os habéis cómpueáto? 

-—Reflexioné que el escritor se habia pro¬ 
puesto juntar sus palabras sin división alguna, 
esperando hacer así más difícil la solución. Así, 




H ISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 137 

pues, un hombre que no sea escesivamente sutil 
estará siempre dispuesto en semejante tentati¬ 
va, á traspasar la barrera. Cuando en el curso 
de su composición, llega á una interrupción de 
sentido que pediría naturalmente una pausa ó 
un punto, está fatalmente obligado á estrechar 
los carácteres más que de costumbre. Examinad 
este manuscrito, y descubriréis fácilmente cinco 
pasages de este género donde hay por decir así 
balumba de carácteres. 

Y guiándome por este indicio, establecí la di¬ 
visión siguiente: 

A good glass in the bishop’s hostel in the devil s 
seat-forty-one dergees and tilinteen minulés-nort - 
Tieas and by north-main branch seventh limb 
east sidejhoot from the eye ofthc diattis-head- 
a be e-Une from the free fhrough the shet jifoy 
feet out. 

(Un buen vidrio en la hosteria del Obispo en 
la silla del Diablo—cuarenta y un grado y tre¬ 
ce minutos nord-este cuarto de norte—principal 
tronco séptimo rama lado este—soltad del ojo 
izquierdo \de la calavera una línea de abeja 
del árbol á través- de la bola cincuenta piés al 
ancho.) 

—No obstante vuestra división, dige, me 
quedo siempre á oscuras. 

—Yo mismo me quedé en tinieblas durante 
muchos dias, replicó Legrand. Durante este tiem¬ 
po, hice grandes pesquisas en la vecindad de la 
isla de Sullivan sobre un edificio que debía lia- 


138 EDGAR POE. 

marse Hotel del Obispo; porque no me inquieta* 

ba apenas la antigua ortografía de la palabra 

hostel. 

No habiendo encontrado indicio alguno sobre 
este asunto, estaba dispuesto á estender la esfe¬ 
ra de mis búsquedas, y proceder de una manera 
más sistemática. Cuando una mañana, se me 
ocurrió repentinamente que este Btsgop's hotel 
podría tener relación con una antigua familia 
del nombre de Bessop, que de tiempo inmemo¬ 
rial estaba en posesión de una antigua morada 
cerca de cuatro millas al norte de la isla. Fui 
pues á la plantación, é interrogué largamente á 
los negros antiguos de aquel sitio. En fin, una 
de las mujeres más ancianas, me dijo que ella 
había oido hablar de un sitio como Bessop’s cas- 
tle (castillo de Bessop) y que creía poderme con¬ 
ducir allí, pero que no era ni un castillo, ni una 
posada, sino una gran roca. 

Le ofrecí pagarla bien su trabajo, y después 
de alguna incertidumbre,.consintió en acompa¬ 
ñarme hasta el paraje designado. Lo descubri¬ 
mos sin mucha dificultad, despedí á la mujer, y 
comencé á examinar aquei lugar. El castillo con¬ 
sistía «n un conjunto de picos y rocas de las 
cuales una era tan notable por su altura como 
por su aislamiento y su configuración casi ar¬ 
tificial. Trepé á la punta, y ya allí me sentí muy 
embarazado de lo que debía hacer en adelante. 

Mientras pensaba en esto, mis ojos se fijaron en 
.un estrecho suelo en el lado oriental de la roca, 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 139" 

cerca de una yarda bajo la punta donde estaba 
colocado. 

Este suelo se estendía diez y ocho pulgadas 
poco más ó menos, no teniendo apenas más que 
un pié de ancho: un nicho escavado justamente 
encima, le daba un grosero parecido con las si¬ 
llas de cóncavo respaldar, de las cuales se servían 
nuestros abuelos. No dudé que esta fuese la sillar 
del diablo , de la que se hacía mención en el ma¬ 
nuscrito y me pareció que poseia desde entonces- 
todo el secreto del enigma. 

El buen vidrio , lo sabía, no podía significar 
otra cosa que un anteojo de larga vista, porque 
nuestros marinos emplean rara vez la palabra 
glas en otro sentido. Comprendí en seguida que 
en esta cuestión era preciso servirse de un an¬ 
teojo, colocándose en un punto de vista defini¬ 
do, no admitiendo variación alguna . Así pues, 
las frases cuarenta y un grados y trece minu¬ 
tos, y nordeste cuarto de norte , no dudé un ins¬ 
tante en creerlo, deberian dar la dirección para 
apuntar el anteojo. Fuertemente conmovido por 
todos estos descubrimientos, me precipité en mi 
casa, me hice de un anteojo y volví á la roca. 

Me dejé resbalar sobre la cornisa y me aper¬ 
cibí que no se podia estar sentado mas que 
en una determinada posición. Esto confirmó mi 
conjetura. Naturalmente los cuarenta y un gra¬ 
dos y trece minutos, no podían tener relación 
biás que á la elevación de por encima del hori¬ 
zonte sensible, puesto que la dirección horizon- 




140 EDGAR POE. . 

tal estaba claramente indicada por las palabras, 
nord-este cuarto de norte. Establecí esta direc¬ 
ción por medio de Una brújula de bolsillo; des¬ 
pués apuntando, tan justamente como era posible 
por aproximación, mi anteojo á un ángulo de 
cuarenta y un grados de elevación, le moví con 
precaución de alto á bajo y de bajo á alto, has¬ 
ta que mi atención fué detenida por una especie 
de agujero ó buharda en el follaje de un gran 
árbol que dominaba á todos sus vecinos en laes- 
tension visible. 

En el centro de este agujero, apercibí un 
punto blanco, pero no pude desde luego distin¬ 
guir lo que era. 

Después de haber ajustado el foco de mi an¬ 
teojo, miré de nuevo, y me convencí, por fin, 
que era un cráneo humano. 

Después de este descubrimiento que me llenó 
de confianza, consideré el enigma como resuelto; 
porque la frase, principal tronco, sétima rama, 
lado este , no podia tener relación más que con la 
posición del .cráneo sobre el árbol, y este soltad 
del ojo izquierdo de la calavera, no admitía 
tampoco más que una interpretación, puesto que 
se trataba de la rebusca de un tesoro enterrado. 
Comprendí que era preciso dejar caer una bala 
del ojo izquierdo del cráneo, y que una línea de 
abeja, ó en otros términos* una línea recta, par¬ 
tiendo del punto más aproximado al tronco, y 
estendióndose, á través de la bala, es decir, á 
través del punto donde cayese la bala, indicaría 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 141 

el ltlgar preciso, y bajo este sitio juzgaba que era 
por lo menos posible, que un rico depósito aun 
estuviese oculto. 

—Todo esto, dije, es escesivamente claro, y á 
la vez ingenioso, sencillo y esplícito. ¿Y cuando 
hubisteis dejado La Hostería del Obispo , qué 
hicisteis? 

—Habiendo cuidadosamente estudiado mi ár¬ 
bol, su forma, y suposición, volví á mi casa. Ape¬ 
nas hube abandonado la silla del diablo , el agu¬ 
jero circular desapareció, y por cualquier lado 
que me volviese, me fué desde entonces imposible 
apercibirlo. Lo que me parecia la obra maestra 
del ingenio en todo este negocio es este hecho, 
porque he repetido la esperiencia y me he con¬ 
vencido que esto era un hecho; que la abertura 
circular, en cuestión, no es visible más que desde 
un solo punto, y este único punto de vista es la 
estrecha cornisa sobre el flanco de la roca. 

En esta espedicion á la Hostería del Obispo 
había sido acompañado de Júpiter, que sin duda 
observaba desde hacía algunas semanas mi aire 
preocupado, y tomaba un particular cuidado en 
no dejarme solo. Pero al dia siguiente me levantó 
muy temprano, logré escaparme, y corrí por las 
montañas en busca de mi árbol. Mucho trabajo 
me costó encontrarlo. Cuando llegué á mi casa 
á la noche, mi doméstico se disponía á darme 
una paliza. En lo concerniente al resto de la 
aventura, presumo que estáis tan bien enterado 
como yo. 


142 EDGAR POE. 

—Supongo, dije, que en nuestras primeras 
escavaciones habíais errado el sitio por culpa 
de la tontería de Júpiter, que dejó caer el esca¬ 
rabajo por el ojo derecho del cráneo en lugar de 
dejarle pasar por el izquierdo. 

—Precisamente; esta equivocación daba lugar 
á una diferencia de cerca de dos pulgadas y me¬ 
dia relativamente á la bala, es decir á la posi¬ 
ción de la estaca cercana al árbol; si el tesoro 
hubiese estado bajo el sitio marcado por la bala> 
este error no hubiera tenido importancia; pero 
la bala y el punto más aproximado al árbol eran 
dos puntos que no servian más que para estable¬ 
cer una línea de dirección; naturalmente, el 
error, muy pequeño al principio, aumentaba en 
proporción de la longitud de la línea, y cuando 
hubimos llegado á una distancia de cincuenta 
pies, nos habia completamente perdido. 

—Pero vuestro énfasis, vuestras actitudes 
solemnes, balanceando al escarabajo, ¡qué estra- 
vagancias! Yo os creia positivamente loco. ¿Y 
porqué habéis querido absolutamente dejar caer 
del cráneo vuestro insecto, en lugar de una 
bala? 

—¡A. fó mia! pero os seré franco, os confesaré 
que me sentía un poco vejado por vuestras 
sospechas relativas al estado de mi espíritu, y 
resolví castigaros tranquilamente, á mi manera, 
por un pequeño trozo de mistificación. Yed ahí 
porque balanceaba el escarabajo, y ved ahí 
porque quise hacerle caer de lo alto del árbol. 






HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 143 

Una observación que hicisteis sobre su peso 
singular me sugirió esta última idea. 

—Sí, comprendo, y ahora no hay más que un 
punto que me hace pensar. ¿Qué dirémos de los 
esqueletos hallados en el agujero? 

—¡Ah!’ es Una pregunta á la cual no sabría 
responder mejor que vos. No veo más que una 
manera plausible de esplicarla, y mi hipótesis, 
implica atrocidad tal, que es horrible creerla. 
Es claro que Kidd, si es Kidd quien enterró el 
tesoro, de lo que para mí no tengo duda, es 
claro que Kidd debió hacerse ayudar en su 
trabajo. Pero acabado este, pudo juzgar con¬ 
veniente hacer desaparecer á todos los que sa¬ 
bían su secreto. Dos azadonazos han bastado 
quizás, mientras que sus ayudantes estaban 
ocupados en la fosa y tal vez necesitó una docena. 

¿Quién podrá decirlo? 



VI. 


EL BARRIL DE AMONTILLADO. 

Soporté cuanto pude las injusticias de Fortu¬ 
nato; pero cuando estas llegaron hasta el insul¬ 
to, juré vengarme. Vosotros, que conocéis mi 
alma, debeis suponer que de mi boca no salió la 
más ligera amenaza. A la larga había de ven¬ 
garme; era cosa definitivamente resuelta; la más 
completa resolución alejaba de mí toda idea de 
peligro. Debía no solo castigar, sino castigar 
impunemente. Una injuria no se venga cuando el 
castigo alcanza al desfacedor, ni se venga cuando 
el vengador no tiene necesidad de hacerse conocer 
del que ha cometido la injuria. 

Debo hacer constar que jamás di á Fortunato 
motivo alguno para que dudase de mi buena fé, 
ni por mis acciones, ni por mis palabras. Continué, 
según costumbre, sonriéndole siempre, y él no 
comprendía, que mi sonrisa era la fórmula del 
pensamiento que yo de su inmolación abrigaba. 

Fortunato tenía un flaco por donde podía ata¬ 
cársele, aun cuando por todo lo demás era hom- 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 145 

bre respetable y aun temible. Se vanagloriaba 
de ser gran conocedor de vinos.- Pocos italia¬ 
nos tienen el don de ser conocedores; su entu¬ 
siasmo es casi siempre prestado, acomodado al 
tiempo y á la oportunidad: es un charlatanis¬ 
mo para esplotar á los ingleses'y austríacos 
millonarios. Igualmente en pinturas y piedras 
preciosa!, Fortunato, como sus compatriotas, 
era un charlatán; pero en materia de vinos 
añejos era sincero. Sobre este punto en nada 
me diferenciaba de él: yo me creia inteligen¬ 
te, y compraba partidas considerables siempre 
que podia. 

Una noche, entre dos luces, á mitad del car¬ 
naval, encontré á mi amigo. Me saludó con ín¬ 
tima cordialidad, porque había bebido muchísi¬ 
mo. Mi hombre estaba de máscara. Vestía un 
traje ajustado de dos colores, y en la cabeza lle¬ 
vaba un gorro cónico, con campanillas y cascabe¬ 
les. Tan feliz me juzgué al verle, que jamás creí 
que acababa de estrecharle la mano. 

Díjele:—Mi querido Fortunato, os encuen¬ 
tro en buena ocasión. ¡Qué magnífica facha te- 
neis con semejante traje! Es el caso que acabo 
de recibir un barril de vino amontillado, ó por 
lo menos por tal me lo han dado, y tengo mis 
dudas. 

—¿Cómo? dijo, ¿de amontillado? ¿Una pipa? 
¡Imposible! ¡y á mitad de carnaval! 

—Tengo mis dudas, repliqué, y he sido tan 
tonto que lo he pagado sin consultaros antes. No 







EDGAR POE. 


146 

pude encontraros, y temí perder una ganga. 

—¡Amontillado! 

—Digo que dudo. 

—¡Amontillado! 

—Y puesto que estáis invitado á algo, voy á 
buscar á Luchesi. Si alguno hay que sea conoce¬ 
dor, es él. Él me dirá. 

—Luchesi es incapaz de distinguir el amonti¬ 
llado del Jerez. 

—Y sin embargo hay imbéciles que comparan 
sus conocimientos con los vuestros. 

—Vamos allá. 

—¿Dónde? 

—A vuestras bodegas. 

—Amigo mió, no: yo no quiero abusar de 
vuestra bondad. Sé que estáis invitado. Lu¬ 
chesi. 

—Nada tengo que hacer. Marchemos. 

—No, amigo mió, no. No es la cosa nuestros 
quehaceres, sino el frió cruel que noto estáis 
sufriendo. Las bodegas son muy húmedas, como 
que están cubiertas de nitro. 

—No importa; vamos. El frió nada supone. 
¡Amontillado! Os han engañado. Y en cuanto á 
Luchesi, repito que es incapaz de distinguir el 
Jerez del amontillado. 

Así charlando, Fortunato se cogió de mi bra¬ 
zo. Me puse una careta de seda negra; y embo¬ 
zándome en mi capa, me dejó llevar hasta mi 
palacio. 

No había en él ni un solo criado: estaban to- 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 14T 

dos haciendo los honores al carnaval. Les había 
dicho que no volvería hasta bien entrado el dia, 
y mandado que no dejasen sola la casa. Yo bien 
sabia que esta sola órden bastaba para que todos, 
sin escepcion alguna, se largasen en cuanto yo 
volviese la espalda. 

Tomé dos luces, di una á Fortunato, y nos 
dirigimos atravesando muchas piezas y salones 
hasta el vestíbulo que álas cuevas conducía. Ba¬ 
jó delante de él la escalera, larga y tortuosa, 
volviendo várias veces la cabeza para advertirle 
que cuidase de no tropezar. Llegamos al fin, y 
juntos nos hallamos sobre el húmedo suelo de 
las catacumbas de Montresors. 

El paso de mi amigo era vacilante, y las cam¬ 
panillas y cascabeles de su gorro sonaban á ca¬ 
da uno de sus pasos. 

—¿Y la pipa de amontillado? dijo. 

—Está más lejos, le dije; mirad los blancos 
bordados que centellean sobre las paredes de es¬ 
tas cuevas. 

. Volvióse hácia mí y miróme con ojos vidrio¬ 
sos, goteando lágrimas de embriaguez. 

—¿El nitro? preguntó por fin. 

—El nitro, dije. ¿Desde cuándo teneis esa 
tos? 

—Euh, euh, euh, euh, euh. 

Mi pobre amigo no pudo contestarme, hasta 
después de algunos minutos. 

—No es nada—dijo. 

—Venid— dije secamente—vamos fuera de 


148 EDGAR POE. 

aquí; vuestra salud es preciosa. Sois rico, respe¬ 
tado 1 , admirado, querido; como yo en otro tiem¬ 
po: sois un hombre que dejaría un vacio inocu- 
pable. Por mí nada importa. Vámonos; podriais 
caer enfermo. Ademas Luchessi... * 

—Basta,—dijo,—la tos no vale nada.—No 
me matará: yo no he de morir de un cons¬ 
tipado. 

—Es verdad,—es verdad,—contesté;—y os 
aseguro que no intento alarmaros inútilmente; 
—pero debeis tomar algunas precauciones, un 
trago de Medoc os defenderá de la humedad. 

Cogí una botella, de entre otras muchas que 
en larga fila allí cerca estaban enterradas, y la 
rompí el cuello. 

—Bebed,—dije,—y le di el vino. 

Acercó á los lábios la botella, y me miró con 
el rabo del ojo. Hizo una pausa, me saludó fa¬ 
miliarmente, (sonaron las campanillas del gorro), 
y dijo: 

—¡A la salud de los difuntos que á nuestro 
alrededor reposan! 

—Yo á la vuestra. 

Se agarró de mi brazo y seguimos adelante. 

—Qué grandes son estas cuevas! dijo. 

—Los Montresors,—contesté,—eran familia 
muy numerosa. 

—No recuerdo vuestras armas. 

—Un pió de oro sobre campo azul, reven¬ 
tando una serpiente que se le enrosca mordiendo 
el talón. 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 149 

—¿Y la divisa? 

—Nenio me impune lacessít . 

—¡Muy bien! 

Centelleaban sus ojos por el vino, y los cas¬ 
cabeles y campanillas del gorro sonaban y sona¬ 
ban. El Medoc había exaltado mis ideas. Había¬ 
mos llegado al medio de unas murallas de huesos 
mezclados con barricas, en lo más profundo de 
las catacumbas. Paréme de nuevo, y esta vez me 
tomé la libertad de coger del brazo á mi Fortu¬ 
nato por más arriba del codo. 

—El nitro,— dije,—ya veis que aumenta. 
Cuelga como el musgo á lo largo de las bóvedas. 
Estamos bajo el lecho del rio. Las gotas de agua 
se filtran á través de los huecos. Venid, vámo¬ 
nos, antes de que sea demasiado tarde. Vuestra 
tos.... 

—No es nada, continuemos.—Venga otro tra¬ 
go de Medoc. 

Rompí una botella de vino de greve, y se 
la ofrecí. La bebió de un trago. Brillaron sus 
ojos, se rió, y arrojó al aire la botella haciendo 
un gesto que no pude comprender. Mírele con 
sorpresa, repitió el gesto, un gesto grotesco. 

—¿No comprendéis?—me dijo. 

—No,—contesté. 

—Entonces no sois de la lógia. 

—¿Qué? 

—No sois franc-mason. 

—¡Sí, sí!—dije—¡Sí, sí! 

—¿Vos? ¡Imposible! ¿Vos masón? 


150 EDGAR POE. 

—Sí, masón,—le respondí. 

—¿Un signo?—me dijo. 

—Vedle,—repliqué y saqaé un palaustre de 
debajo de los pliegues de mi capa. 

—Queréis reiros,—gritó;—y tambaleándose, 
vamos al amontillado, me dijo. 

—Sea,— contestó guardando mi herramienta 
y dándole el brazo. Se apoyó pesadamente en él» 
y continuamos en busca de nuestro amontillado. 
Pasamos bajo una galería de arcos muy chatos; 
bajamos, dimos algunos pasos, y descendiendo más 
aun, llegamos á una profunda cripta, donde la 
impureza del aire era tal, que en ella, más que 
brillaban se enrojecian nuestras luces. 

En el fondo se descubría otra cripta más 
pequeña aun. Estaban revestidos los muros de 
restos humanos, apilados en la cuevaá la manera 
que están en las grandes catacumbas de París. 
Del otro lado se habían derribado los huesos y 
apiñados en el suelo formaban una muralla de 
alguna altura. En el muro, escueto por la sepa¬ 
ración de los huesos, notamos, otro nicho pro¬ 
fundo como de unos cuatro piés, de tres de lar¬ 
go y de siete ú ocho de alto. No parecía hecho 
para un objeto dado, pues se formaba simplemen¬ 
te por el hueco que dejaban dos enormes pila¬ 
res que sostenían las bóvedas de las catacumbas, 
y por uno de los muros de granito macizo, que 
limitaban su cabida. 

En vano Fortunato, adelantando su mortuo¬ 
ria antorcha, luchaba por medir la profundidad 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 151 

del nicho. La luz se debilitaba y no nos permi¬ 
tía ver el fin. 

—Avanzad, le dije, ahí es donde está el 
amontillado. Tocante á Lnchesi... 

—¡Es un ignorante! interrumpió mi amigo 
andando de costado delante de mí, mientras yo 
le seguía paso á paso. 

En un momento llegó al fin del nicho y 
tropezando con la roca so paró, estúpidamen¬ 
te absorto. Un instante después ya le había yo 
encadenado al granito. Sobre la pared había 
dos grapas, á dos piés de distancia la una do 
la otra, en sentido horizontal. De una de ellas 
colgaba una cadena de la otra un candado. 
Habiéndole colocado la cadena al rededor de 
la cintura, sujetarle era cosa de algunos se¬ 
gundos. Estaba muy asustado para oponer la 
menor resistencia. Cerró el candado, saqué la 
llave y retrocedí algunos pasos salióndome del 
nicho. 

—Pasad la mano por la pared, dije; vos no 
podéis oler el nitro. Está sumamente húmedo. 
Permitidme una vez suplicaros que os ivayais. 
¿No? Entonces es preciso que os abandone: vol¬ 
veré inmediatamente para proporcionaros cuan¬ 
tos cuidados, pueda. 

—¡El amontillado! gritaba mi amigo, que aun 
no había vuelto de su espanto. 

—Es cierto, contestó: el amontillado. 

Al decir estas palabras empujó la pila de 
huesos de que ya hice mención, los arrojó á un 


EDGAR POE. 


152 

lado y descubrí gran cantidad de piedras y de 
mortero. Con estos materiales y con mi palaus- 
tre comencé á cerrar y murar la entrada del ni¬ 
cho; á hacer un tabique. 

Casi no había colocado la primera hilada de 
piedras, cuando noté que la embriaguez do For¬ 
tunato se había disipado muchísimo. El primer 
indicio de ello fué un grito sordo, un gemido que 
salid del fondo del nicho. ¡Aquel era el grito de 
un hombre borracho! 

Después nada se oyó. Coloqué la segunda hi¬ 
lada, la tercera, la cuarta... y oí el ruido que 
producían violentas vibraciones de la cadena. 
Este ruido duró algunos minutos, durante los 
cuales suspendí mi trabajo y apoyándome sobre 
los huesos me estuve gozando en él. Cuando ce¬ 
só, cojí de nuevo mi palaustre y sin interrup¬ 
ción acabé la quinta, sesta y sétima hilada. La 
pared llegaba ya á la altura de mis hombros. 
Me paré de nuevo y levantando las luces por en¬ 
cima de la pared, dirigí sus rayos al persona- 
ge allí incluido. 

Grandes, agudos y dolorosos gritos lanzó el 
encadenado, y casi me tumbaron de espaldas. 
Durante un momento hasta temblé, me arrepen¬ 
tí. Saqué la espada y con ella comencé á abrir 
el nicho; pero un instante de reflexión bas¬ 
tó para tranquilizarme. Me apoyé sobre el muro, 
respondí á los quejidos de mi hombre, los hice 
eco, los acompañé, los ahogué con mi voz. 

Eran las doce de la noche y mi trabajo se 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 153 

acababa. Terminé la octava, novena y décima 
hilada. Concluí gran parte de la oncena y últi¬ 
ma: una sola piedra faltaba para acabar del to¬ 
do mi tarea, y estaba ya ajustándola cuando 
sentí escaparse del fondo del nicho una risotada 
ahogada que me herizó el cabello. A las carcaja¬ 
das siguió una voz lastimera, que reconocí di¬ 
fícilmente ser la del noble Fortunato. La voz 
decía: 

—Há! há! há! hé! hó! Chistosa broma, en 
verdad, escelente farsa! Cuánto hemos de reir¬ 
la en casa, hé! hé! ¡Nuestro buen vino! hé!, 
hé! hé!., 

—¡El amontillado!, dije. ' 

—Hé! hé! Sí, el amontillado. ¿Pero no se ha¬ 
ce tarde ya? ¿No nos esperan en mi palacio la 
señora Fortunato y los otros?. Vámonos. 

—Si dije, vámonos. 

—\Por el amor de Dios , Montresorsl 

—Sí, contesté, por el amor de Dios. 

Y nada replicó: escuché y nada oí. Me im¬ 
pacienté. Le llamé á gritos, ¡Fortunato! y nada. 
Llamó de nuevo ¡Fortunato! y nada. Metí una 
antorcha por el único agujero que el nicho te¬ 
nía, y la dejé caer al fondo: oí ruido de casca¬ 
beles y campanillas. Me sentí malo, sin duda 
alguna por la humedad de las catacumbas. Era 
preciso concluir: hice un esfuerzo; tapé el agu¬ 
jero y le cubrí de cal. 

Requiescat in pace.,. 




VIL 


ENTERRADO YlVO. 

Hay hechos, cuyo relato despierta vivísimo in 
terés, y que son demasiado horribles para servir 
de asunto en la novela. Ningún novelista podría 
echar mano de ellos, sin grave peligro de disgus¬ 
tar y hasta de hacer daño al lector. Para que 
puedan aceptarse asuntos semejantes, es indis¬ 
pensable que se presenten con el severo traje de 
la verdad histórica. Estremece la lectura de los 
pormenores del paso del Beresina, del terremoto 
de Lisboa, déla epidemia de Lóndres, del degüe¬ 
llo del dia de San Bartolomé, ó de la asfixia de 
los ingleses prisioneros en el Blachhole de Cal¬ 
cuta; pero son los'hechos, la realidad y en una 
palabra, la historiado que nos conmueve. Si re¬ 
latos tales fuesen únicamente parto de la imagi¬ 
nación, no engendrarían más sentimiento que el 
del horror. 

He citado unas cuantas de las más terribles 
y célebres calamidades que la historia consigna; 
pero loque más hiere nuestra imaginación, es 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 155 

la magnitud y naturaleza de esas calamidades. 
Contemplo inútil advertir que mi trabajo pu¬ 
diera reducirlo únicamente á escojer entre el in¬ 
menso catálogo de las miserias humanas, casos 
aislados de un dolor cualquiera, más material y 
más individual, que el que surge de la generali¬ 
dad de esos desastres gigantescos. 

Efectivamente, el verdadero dolor, el límite 
del sufrimiento, no es general, sino particular; 
y debemos dar gracias á Dios, que en su bondad 
no permitió que semejante esceso de agonía lo 
sufriese el hombre-masa ó colectivo, sino el hom¬ 
bre-unidad ó individual. 

Ser enterrado vivo... es indudablemente el 
sufrimiento más horrible de los que hablaba 
antes, y es bien seguro, que habrá pocas per¬ 
sonas, entre las que se llaman discretas, que nie¬ 
guen la frecuencia con que se repiten casos nue¬ 
vos de sufrimiento semejante, pues los límites 
entre la vida y la muerte permanecen siempre 
indeterminados, vagos y tenebrosos. ¿Quién pue¬ 
de marcar el punto en que termina la una y 
comienza la otra? Sabido es que ciertas enfer¬ 
medades producen una cesación completa, en 
apariencia, de las funciones vitales: la cual no 
es más que una suspensión momentánea de la 
animación esterior; una especie de pausa en el 
movimiento de ese incomprensible mecanismo. 
Algunos instantes bastan para que un principio 
invisible y desconocido imprima otra vez mo¬ 
vimiento á. esos maravillosos resortes, y á esos 





156 EDGAR POE. 

engranajes invisibles. No se ha roto todavía el 

arco, y aun puede vibrar la cuerda. 

Es forzoso conceder á priori, que los nume¬ 
rosos ejemplos que todos los dias se presentan 
de interrupción en la vitalidad, justifican la sos¬ 
pecha de que los entierros prematuros deben 
abundar. Pero además de tan lógica considera¬ 
ción, ahí están para acabar de demostrarla, los 
médicos y la esperiencia. Podría en caso necesa¬ 
rio referir un centenar de casos plenamente jus¬ 
tificados; citaré entre otros uno que acaba de 
producir en Baltimore profunda sensación, y 
cuyos pormenores son bastante curiosos. La 
esposa de uno de los ciudadanos más apreciados 
de dicha población (abogado de gran talento y 
miembro del Congreso), fué atacada de una en¬ 
fermedad súbita é inesplicabje, en la cual se es¬ 
trellaron todos los esfuerzos de los facultativos. 
Al cabo de mil sufrimientos, murió ó cayó por 
lo menos en un estado tan parecido á la muerte, 
que nadie sospechó, ni pudo sospechar, la queda¬ 
se el mas leve soplo de vida. Dilatadas sus enfla¬ 
quecidas facciones por una larga enfermedad, 
presentaban la inmovilidad de la muerte; los ojos 
vidriosos, los lábios con palidez marmórea, y los 
miembros helados. No se percibía pulsación al¬ 
guna, y espuesto por espacio de tres dias el cuer¬ 
po, llegó á adquirir la rigidez de una estátua. 
Aceleróse el funeral al cabo, en vista de ciertas 
señales de descomposición; se depositó el cadáver 
en un panteón subterráneo de la familia, que 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS . 157 

quedó cerrado por algunos años, hasta que el 
marido quiso hacer se construyese un sarcófago; 
¡qué horrible revelación le aguardaba! Penetra 
delante de todos en el asilo de la muerte, y no 
bien abre las hojas de la pesada puerta, cuando 
un objeto envuelto en un blanco lienzo, cae en 
sus brazos con un ruido lúgubre. Era el esque¬ 
leto de su mujer, encerrado en los pedazos de la 
mortaja. 

Examinado todo luego con minuciosidad, no 
quedó duda de que la desgraciada debió volver 
en sí, uno ó dos dias después de su entierro, y 
con los esfuerzos hechos al tornar á la vida, ca¬ 
yóse el féretro desde una especie de nicho ó cor¬ 
nisa en que estaba colocado, y se rompió contra 
el pavimento; de suerte que la infeliz, hubo de 
verse libre así, de la caja en que la encerraron. 

En los primeros peldaños de la estrecha esca¬ 
lera por donde se bajaba al tenebroso recinto, 
yacía un trozo grande de la caja, del cual de¬ 
bió servirse probablemente la mujer del aboga¬ 
do, con la loca esperanza de batir en brecha aque¬ 
lla firmísima puerta, ó con el más acertado fin 
de llamar la atención.. Allí debió desmayarse, á 
no dudarlo, de cansancio y morir á poco de ter¬ 
ror y de hambre. Enganchado el lienzo de la mor¬ 
taja á un saliente cualquiera del herraje, pu¬ 
drióse de pié y quedó de aquella manera, colga¬ 
da á la puerta de su tumba. 

Otro caso de inhumación prematura, ocurrido 
en 1810, demuestra que muchas veces la fábula, 




158 EDGAR POE. 

no llega en rarezas hasta donde alcanza la ver¬ 
dad misma. La heroína de esta historia, Yicto- 
rina Lafourcade, muchacha de buena familia, 
rica y de notable hermosura, tenia, como es na¬ 
tural, muchos pretendientes, de los cuales uno 
era un pobre periodista ó literato, llamado Ju¬ 
lián Bossuet, cuyo talento y bello carácter pro¬ 
dujeron no poca impresión en la jóven, que á po¬ 
co hubo de enamorarse. Sin embargo, él orgullo 
venció al amor, y Yictorina se casó con un tal 
M. Renelle, especulador-diplomático, muy en¬ 
salzado en la Bolsa, quien no tardó en olvidarse 
de la mujer, á la cual hasta se dijo maltrataba. 
Después de algunos años de matrimonio nada fe¬ 
liz, una enfermedad, ayudada por muchos dis¬ 
gustos, produjo la muerte de Yictorina, ó al 
menos un estado tan parecido á la muerte mis¬ 
ma, que todos hubieron de engañarse, y se la 
enterró, no en una bóveda, sino en el cementerio 
de la aldea en que había nacido. Desesperado 
Julián, sale de París, y á pesar de la distancia, 
se pone en camino, con el romántico fin de apo¬ 
derarse de las sedosas trenzas, de aquella á quien 
tanto amó. Yiaja sin detenerse un solo momen¬ 
to, y llega á la tumba de Yictorina; á la media 
noche desentierra el féretro, lo abre, y cuando ya 
se disponía á cortar la deseada cabellera, estre¬ 
mécese al ver que Mme. Renelle abre dulcemen¬ 
te los ojo 3 . La liabian enterrado viva, y su aman¬ 
te llegó en el momento en que salía de su pro¬ 
fundo letargo. Medio loco de gozo, la coje Julián 


HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 159 

en brazos, y la lleva á la habitación que tenía en 
la aldea; la aplica cuantos medios le sugieren 
sus conocimientos, bastante grandes en medici¬ 
na, logrando al cabo volverla á la vida y darse 
á conocer por su salvador. 

Permanece á su lado, teniéndola oculta á 
los ojos de todo el mundo, y consigue poco á 
poco restablecer nuevamente su salud. Como el 
corazón de la pobre mujer no era de mármol, y 
como también tenía hartos motivos de arrepen¬ 
timiento, por haberse dejado arrastrar de la va¬ 
nidad y del orgullo, cedió al fin á su primer 
amor. En lugar de volver á casa de su marido, 
ocultó su resurrección, y se marchó á América 
con su amante. Pasados veinte años, creyó la di¬ 
chosa pareja poder volver á Francia, pensando 
que los estragos del tiempo, no permitirían á los 
amigos de Madame Renelle reconocer sus fac¬ 
ciones. Se engañaron, sin embargo, porque así 
que el banquero la encontró, hubo de reconocer¬ 
la y mandarla se viniese con él: negóse ella ro¬ 
tundamente y el asunto vino á los tribunales. 
Los jueces sentenciaron á favor de la muger, 
apoyándose en que una separación de veinte 
años, acompañada de circunstancias escepciona- 
les, había legal y raoralmente destruido los de¬ 
rechos del marido. 

El Diario Quirúrgico de Leipsick, revista 
científica muy autorizada, publica espantosos 
pormenores de un hecho análogo y reciente. Un 
oficial de artillería, dotado de gran fuerza y no 




160 EDGAR POE. 

menos robustez, se cayó del caballo é hizo una 
gran herida en la cabeza, perdiendo en el acto 
los sentidos. La fractura del cráneo era simple, 
y permitía esperar la curación. Se le hizo la 
operación del trépano sin dificultades, pero sin 
embargo, cayó gradualmente en un atolondra¬ 
miento é insensibilidad más y más grandes, hasta 
que finalmente se le supuso muerto. 

Enterrósele con precipitación, por el mucho 
calor que hacía, verificándose los funerales un 
jueves. El domingo siguiente Se llenó de pasean¬ 
tes según costumbre el cementerio. Al medio dia 
notábase cierta emoción éntrelas gentes, porque 
un paisano aseguró habia sentido cierto movi¬ 
miento ligero como si quisiera levantarse la tier¬ 
ra que tenía debajo, mientras estuvo sentado só¬ 
brela tumba del oficial. Al principio apenas se le 
hizo caso, pero persistió de modo tal en su aserto, 
y manifestaba tanto terror, que acabó por con¬ 
vencer al auditorio. Tragáronse inmediatamente 
azadones, y en muy pocos minutos, la fosa que 
tenía menos profundidad de la que debía, quedó 
espedíta y dejó ver la cabeza del oficial, muerto 
en la apariencia, que se hallaba sentado en el 
féretro roto por sus esfuerzos. 

Llevado inmediatamente al hospital más cer¬ 
cano, aseguraron los médicos que respiraba aun, 
manifestando todos los síntomas de una asfixia 
reciente. Al cabo de algunas horas volvió en sí, 
reconoció y dió gracias á várias de las personas 
que rodeaban su lecho, refiriendo con frases en- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS 161 

Recortadas la agonía y angustias por las cua¬ 
les acababa de pasar. No perdió el conocimiento 
de cuanto á su alrededor sucedió, sino una hora 
antes de ser sepultado, que cayó en un estado de 
absoluta insensibilidad. Rellenada precipitada¬ 
mente la tumba con tierra muy porosa no quedó 
cerrado del todo el paso al aire. El ruido de los 
honores fúnebres que se le hicieron, por razón 
de su grado, es decir, el fuego del pelotón que 
disparó encima de la sepultura, le despertó úni¬ 
camente. En vano trató de que le oyesen, porque 
el lúgubre silencio que á poco , reinó, le puso en 
el caso de apreciar la horrible situación en que 
se hallaba, 

Gracias al cuidado que con el enfermo se em¬ 
pleó, se consideraba como muy probable el com¬ 
pleto restablecimiento, cuando murió víctima 
del charlatanismo de los esperimentos médicos. 
Púsosele en relación con una batería galvánica 
y falleció presa de uno de esos paroxismos estᬠ
ticos que las más veces provocan. 

La cita que acabo de hacer de la batería gal¬ 
vánica, me recuerda otro ejemplo, en el cual un 
medio idéntico, dió por resultado volver á la vi¬ 
da á un abogado jóven de Lóndres, que había 
permanecido dos dias enterrado. Este suceso 
pasó en 1831, y llamó la atención bastante para 
que aun se acuerden muchos de mis lectores. 

M. Edward Stapleton, murió al parecer de un 
ataque de fiebre tifoidea, complicada con vários 
.síntomas estraordinarios que llamaron mucho la 
6 





162 EDGAR POE. 

atención de los médicos y escitaron su curiosi¬ 
dad. Rogaron por esto á los parientes del supues¬ 
to muerto, les permitieran hacer la autopsia 
del cadáver, pero se les negó la autorización. 
Como suele suceder en tales casos, los médicos 
resolvieron exhumar el cadáver secretamente y 
disecarlo luego á sus anchas. Tomaron sus me¬ 
didas al efecto, y gracias á la cooperación de 
los muchísimos resucitadores que tanto abunda¬ 
ban en Lóndres en aquella época, la misma no¬ 
che que siguió al dia del entierro, se sacó el ca¬ 
dáver de una fosa de ochó piés de profundidad, 
y fué llevado á una sala de disección, inmediata 
á la casa de un profesor. 

Acababa de practicársele una incisión bas¬ 
tante estensa en el abdomen, cuando la carencia 
de todo rastro de descomposición, sugirió la idea 
de hacer algunos ensayos de galvanismo. Hi- 
ciéronse vários esperimentos sin resultado que 
pudiera decirse notable; observándose única¬ 
mente, que los movimientos convulsivos im¬ 
presos al cadáver, producían una imitación mu¬ 
cho más exacta de los de la vida que los que se 
observan ordinariamente. 

Hacíase tarde, y próximo el amanecer, se tra¬ 
tó al fin de proceder á la disección. Mientras tan¬ 
to un estudiante, ansioso de hacer cierta espe- 
riencia, sobre una teoría especial suya, quiso 
verificar el último ensayo, poniendo en comuni¬ 
cación la batería con uno de los músculos pec¬ 
torales. Practicó una incisión profunda con un 




HISTORIAS ESTRAORDINARTAS. 163 

golpe de escalpelo, y luego introdujo en ella el 
conductor metálico. A su contacto el cadáver se 
levantó con precipitación, pero no de un modo 
convulsivo; se puso de pié, llegó hasta el centro 
de la sala, arrojó alrededor de sí una mirada 
inquieta y luego habló. Lo que dijo no fué inte¬ 
ligible, distinguiéndose bien las sílabas, pero no 
el sentido. Después de hablar se desplomó sobre 
el pavimento. 

Quedáronse los circunstantes inmóviles algu¬ 
nos momentos, de espanto y de terror; pero in¬ 
mediatamente lo urgente del caso les volvió la 
serenidad. No cabe duda de que M. Stapleton es¬ 
tá vivo y acaba de caer en un síncope, bastando 
algunas gotas de éter para volverlo en sí. Mien¬ 
tras hubo el más pequeño peligro de una recaí¬ 
da, se guardó un profundo secreto sobre su re¬ 
surrección, pero es difícil imaginar la sorpresa 
y la alegría de sus amigos, cuando ya pudo co¬ 
municárseles la ventura nueva. 

Lo más interesante de este suceso, es lo dicho 
por el mismo M. Stapleton, que asegura no ha¬ 
ber tenido un solo instante de insensibilidad y 
que sabía, dé un modo vago y confuso, todo cuanto 
sucedía, desde el momento en que los médicos le 
dieron por muerto, hasta caer desmayado sobre 
el pavimento de la sala de disección. Estoy vi¬ 
vóla fueron las palabras incomprensibles que 
pronunció al reconocer eí lugar donde se en¬ 
contraba. 

Fácil sería por demás citar una infinidad de 


164 EDGAR POE. 

casos semejantes; pero me abstendré de hacerlo 
porque creo no sean necesarios tantos ejemplos. 
Cuando se piensa en lo difícil que es descubrir 
semejantes hechos, y de los muchos que, sin em¬ 
bargo, se descubren, no es dable dejar de conve¬ 
nir, en que muy frecuentemente habrán de su¬ 
ceder, por más que casi siempre lo ignoremos. 
En efecto, siempre que por cualquier motivo se 
remueven en un espacio, por corto que sea, los 
cadáveres de un cementerio, es muy raro no en¬ 
contrar algunos en posturas que inspiran horri¬ 
bles sospechas. 

¡Horribles sospechas! Pero menos horribles 
que la realidad. No hay suplicio alguno que pueda 
producir tal paraxismo y tan espantosa combi¬ 
nación de sufrimientos físicos y morales. El peso 
intolerable sobre los pulmones, los vapores so¬ 
focantes de la tierra húmeda, la presión de la 
mortaja, la convicción de lo inútil de las propias 
fuerzas, la lobreguez de una noche absoluta, la 
presencia cierta é invisible del gusano destruc¬ 
tor, cuya llegada presentimos; unido todo á la 
imágen del aire y de la vegetación que hallaría¬ 
mos algunos piés más arriba, unido también al 
recuerdo de los amigos que acudirían presurosos 
á libertarnos, si pudieran sospechar nuestra si¬ 
tuación, y esto con la horrible certidumbre de 
que para ellos permanecerá eternamente ignora¬ 
da, de que os tendrán todos por muerto, y de que 
realmente lo estáis para todos, menos para vos 
mismo; digo, pues, que esto origina en ese co- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 165 

razón que palpita debajo de tierra, un horror 
indecible ante el cual la imaginación más aguer¬ 
rida retrocede espantada. No existe agonía- se¬ 
mejante sobre la tierra y es imposible forjar un 
suplicio, más repugnante ni más feroz, para el 
mismo infierno. Esta es la causa de que todos los 
relatos sobre semejante asunto produzcan tan 
honda impresión, y que no obstante, y en razón 
déla misma intensidad de la emoción esperimen- 
tada, se apoye principalmente nuestra fé en la 
veracidad del relatante. Lo que por mi parte 
quiero contar, no puede ser más cierto, porque 
se trata de mi propia historia, y es resultado de 
mi esperiencia personal. 

Hace muchos años padecía yo ataques de 
esa enfermedad singular, que los médicos llaman 
catalepsia, á falta de otro nombre más carac¬ 
terístico. Sin embargo de que las cáusas inme¬ 
diatas y originarias, así como el diagnóstico de 
dicha enfermedad sean aun un misterio, los sín¬ 
tomas son bastante conocidos y varían única¬ 
mente en la intensidad. 

Aveces el sueño letárgico solo dura veinte y 
cuatro horas: el enfermo permanece inmóvil é 
insensible en la apariencia, pero se anuncian 
débilmente los latidos del corazón, mientras un 
resto del calor y una coloración, aunque ligera 
en las megillas, indican que la vida ha huido 
completamente del cuerpo. Acercando un espe¬ 
jo á los labios puede apreciarse la existencia de 
una respiración torpe, desigual y vacilante. En 


1d6 EDGAR POE. 

otros, por el contrario, dura ese sueño de plomo 
semanas enteras, y el más detenido estudio y las 
más rigorosas pruebas, no bastan á descubrir 
diferencias aparentes entre el estado del enfermo 
y el de un cadáver. Frecuentemente aquellos que 
padecen esta rara enfermedad, no pueden liber¬ 
tarse de una larga agonía, sino gracias á sus 
amigos, que sabedores de que se hallan sujetos á 
tales accesos, se obstinan hasta los últimos mo¬ 
mentos en dudar de su muerte, y no ceden sino 
á la vista de la descomposición. Felizmente la 
enfermedad sigue una marcha progresiva; sus 
primeros síntomas son fáciles de reconocer, los 
accesos van creciendo en duración y en inten¬ 
sidad, debiéndose á esta progresión que sean 
menos las probabilidades de entierros pre na- 
turos. El infeliz, cuyo primer acceso tuviera la 
gravedad de las crisis subsecuentes, sería á no 
dudarlo encerrado vivo en el féretro. 

La enfermedad, de que adolecía yo, no se di¬ 
ferenciaba en circunstancia alguna importante 
de las señaladas en las obras de medicina. Ave¬ 
ces, sin causa aparente, caia insensiblemente en 
síncope; me*acontaban; quedaba tendido en la 
cama sin poder levantar un dedo, y hasta pri¬ 
vado de la facultad de pensar, pero con un sen¬ 
timiento vago é indefinible de la existencia y 
presencia de cuantos sucesivamente se acerca¬ 
ban ámi cabecera, hasta que una nueva crisis 
de la enfermedad me arrancaba de aquel letargo. 
En otras ocasiones me sentía atacado súbitamen- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 107 

te, presa de un vértigo, abrumado de abati¬ 
miento, y transido de frió quedaba en pocos ins¬ 
tantes completamente atolondrado é inerte. 
Cuando esto sucedía, permanecía inmóvil y mu¬ 
do como la muerte misma semanas enteras, y 
es imposible concebir anonadamiento más abso¬ 
luto, porque ni el mundo existía para mí, ni yo 
para el mundo. Al salir de estos ataques, mi 
despertar era tan lento cuanto repentino el ac¬ 
ceso, tal cual aparecen los primeros albores 
del dia al vagamundo sin hogar y sin amigos, 
que pasa las noches desoladas del invierno, er¬ 
rante por las desiertas calles; del mismo modo 
ó más bien con igual sensación de laxitud y 
abatimiento, sentía yo renacer en mi ser la luz; 
del alma. 

Fuera de aquellas crisis letárgicas, mi salud 
se podia en general considerar como satisfacto¬ 
ria, y no observé se deteriorara por tan estra- 
ños fenómenos, cuya influencia se mostraba 
hasta en mis sueños ordinarios. Cuando habia 
dormido unas cuantas horas, solo por grados 
podia recobrar la posesión completa de los sen¬ 
tidos, y más d'e diez minutos después de desper¬ 
tar, estaba como un hombre alelado, faltándome 
las facultades mentales y especialmente la me¬ 
moria. 

Ningún dolor físico me producía semejante 
estado, pero el sufrimiento moral era grandísi¬ 
mo. Convertíaseme la imaginación en un osario 
y no veía más que catafalcos, gusanos, esquela* 



168 EDGAR POE. 

tos, médicos, tumbas, epitafios y mortajas. Su¬ 
mido en ensueños de muerte, no podía separar 
de mi cabeza la idea fija de un entierro prema¬ 
turo á que me suponía predestinado. El pensa¬ 
miento del horroroso peligro á que me hallaba 
espuesto me acosaba incesantemente; era de dia 
mi tormento y de noche se convertía en suplicio. 
Así que las tinieblas envolvían la tierra, estre¬ 
mecíame con indecible espanto y temblaba como 
los penachos fúnebres que el viento agita en 
los cuatro ángulos de un carro mortuorio. Más 
tarde, cuando rendida la naturaleza no podía 
luchar contra el cansancio de una vigilia pro¬ 
longada, solo después de un violento combate 
cedía al sueño, porqué me estremecía al pensar 
que pudiera despertarme dentro del féretro; así 
que cuando al fin llegaba á dormirme, era úni¬ 
camente para caer sin transición en una región 
de fantasmagorías sepulcrales. 

Estos ensueños aterradores, que así turba¬ 
ban mi reposo durante la noche, estendieron 
también su sombría influencia hasta sobre mis 
horas de vigilia. Distendidos los nervios com¬ 
pletamente, fui presa de perpétuos terrores: ni 
me atrevía á montar á caballo, ni pasear á pié, 
ni á entregarme á ningún ejercicio que me ale¬ 
jase demasiado de casa, y finalmente, titubeaba 
antes de aventurarme á estar separado de aque¬ 
llos que conocían mi enfermedad, receloso de 
que gentes extrañas, viéndome en una de mis 
crisis habituales, me creyeran muerto. Dudaba 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 169 

de la fidelidad y de las promesas de mis mejo¬ 
res amigos, persuadido deque ante un paroxismo 
de mayor duración que los ordinarios, acabarian 
por dejarse convencer de que mi muerte definitiva 
era indudable. Hasta llegué á suponer, que con 
el fastidio continuo que les causaba, se alegra¬ 
rían de encontrar en un letargo duradero, pre¬ 
testo para librarse de mí. En vano trataban de 
tranquilizarme con reiteradas protestas y pro¬ 
mesas, pues no paré hasta exigirles me jurasen 
de un modo solemne, que por nada en el mundo 
dejarían fuese enterrado, antes de que la des¬ 
composición llegara á un grado que quitase to¬ 
da duda respecto á la certidumbre de mi muerte. 

Ni aun este juramento bastó para tranquili¬ 
zarme, para disipar mi terror perpétuo; así es 
que tomé multitud de precauciones originalísi- 
mas. Entre otras, reconstruí el panteón de mi 
familia, de modo que la puerta pudiera abrirse 
por sí misma á favor de muchos resortes colo¬ 
cados en el interior, de tal manera, que la pre¬ 
sión más leve en uno, bastase para abrirla. Dejé 
libre entrada al aire y á la luz, hice colocar 
agua y provisiones en diversos nichos abiertos 
cerca de la caja, que también almohadillé per¬ 
fectamente, y á la cual puse una tapa construi¬ 
da con las mismas condiciones que la puerta, es 
decir, con resortes que obedecían á la presión 
más ligera. Además, una cuerda atada á mi 
muñeca, comunicaría con una campana colocada 
en el sonoro centro de la bóveda del panteón. 



EDGAR POE. 


170 

¡Cuán inútiles son las precauciones mejor calcu¬ 
ladas, y la vigilancia más previsora para con¬ 
trarrestar la voluntad del destino! ¡Nada es bas¬ 
tante para evitarlas agonías de una inhumación 
prematura, al desgraciado que se halle condenado 
por los hados á esperimentarla! 

Un dia, como otras muchas veces me habia 
ya sucedido, sentíame renacer (por decirlo así), 
gradualmente, á una vaga percepción de la vida; 
y con lentitud, muy lentamente, miraba dibu¬ 
jarse la aurora apagada y tibia del dia físico. 
Inquieta pesadez, apática indiferencia, sensación 
de molestia indeterminada, carencia absoluta 
de cuidados, de esperanzas, ni de esfuerzos; más 
tarde, y pasado un intérvalo largo, ruidos en 
los tímpanos; y tras un espacio de tiempo más 
grande aun, picazón y hormigueo en las estre- 
midades; luego un período al parecer eterno de 
quietud profunda, en que despertando el pensa¬ 
miento trabaja con ahinco para ordenar las ideas; 
después una recaida en el anonadamiento, y por 
fin la vuelta á la vida que se manifiesta con una 
conmoción apenas perceptible en los párpados. 
Al propio tiempo, rápida como un choque eléc¬ 
trico, una sensación de intenso terror agólpala 
sangre toda al corazón. La imaginación intenta 
entonces su esfuerzo primero, pide auxilio á la 
memoria, y solo lo obtiene de un modo incom¬ 
pleto y muy parcial. Sin embargo, mi memoria 
se ha despertado lo bastante para que se me al¬ 
cance un tanto de la verdad de mi posición. 


HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 171 

Conozco que no despierto de mi sueño ordinario 
y recuerdo que padezco crisis catalépticas. Fi¬ 
nalmente, como con la irrupción súbita de un 
occéano, hiólaseme el alma al pensar en el hor¬ 
roroso peligro que corro. 

Durante algunos minutos permanezco inmó¬ 
vil como una estátua, no atreviéndome á tentar 
el menor esfuerzo que pueda patentizarme la 
verdad... Y sin embarco, siento en el corazón 
una voz que me dice: \Eas sufrido tu suertel La 
desesperación (tal cual no existen palabras que 
la pinten), me obliga al fin tras un número in¬ 
finito de resoluciones, á levantar los entorpeci¬ 
dos párpados. Abro los ojos: la oscuridad me ro¬ 
dea; oscuridad absoluta, y siento que aquellas 
tinieblas son las de una noche sin fin. Quiero gri¬ 
tar; remuevo convulsivamente los lábios y la 
lengua desecados, pero en vano. No puedo arran¬ 
car sonido alguno del pecho, que se me figura 
tenerlo bajo la presión de una montaña. Cada 
vez que con el mayor esfuerzo lo levanto al as¬ 
pirar, padezco una agonía indescriptible. 

La inutilidad de mis tentativas para gritar 
indica que me han atado la mandíbula inferior, 
como suele hacerse con los muertos. Reparo al 
mismo tiempo que me hallo tendido sobre una 
materia dura que por todos lados me oprime el 
cuerpo. Hasta aquel instante no me habia atre¬ 
vido á hacer el menor movimiento; pero al fin 
tiendo violentamente los brazos que tenía cru¬ 
zados sobre el pecho, y tropiezo con una ta- 






172 EDGAR POE. 

bla colocada horizontalmente por encima de mí, 
y á unas seis pulgadas del rostro. Ya no es 
posible que dude; me hallo encerrado en un fé¬ 
retro. 

Hasta en semejante momento de suprema mi¬ 
seria, no me abandona el ángel de la esperanza; 
pienso en todas las precauciones que tengo to¬ 
madas; me retuerzo; hago esfuerzos sobrehu¬ 
manos para levantar la tapa, que no cede; busco 
mi las muñecas el cordon de la campana, y no le 
tengo. Entonces me abandona también la espe¬ 
ranza; no puedo menos de reparar en la falta de 
almohadillado que tan cuidadosamente dispuse 
yo; luego siento de repente un olor muy marca¬ 
do de tierra mojada. La deducción no puede ser 
más que una; no me hallo en el panteón; en al¬ 
guna salida de las mias me ha acometido el 
desmayo entre gentes estrañas; cuándo y como, 
no me es posible recordarlo aun; me han enter¬ 
rado como á un perro, metido y clavado en un 
féretro cualquiera, y arrojado en el fondo de una 
fosa sin nombre. 

Cuando penetró en el alma tan horrible cer¬ 
tidumbre, traté de hacerme oir otra vez, y con¬ 
seguí arrojar un grito prolongado, salvaje y 
continuo, que más bien era el último aullido 
de la agonía, y que resonó en el silencio de 
aquella noche subterránea.... 

—¡Hola, he, hola! respondió üua bronca voz. 

—¿Qué demonios sucede? preguntó otra voz. 

—¡Bajadme de aquí! añadió un tercero. 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 173 

—¿Acabareis de aullar de ese modo? dijo un 
nuevo interlocutor. 

Y agarrándome los autores del cuarteto, me 
zarandearon sin ceremonia algunos minutos; no 
mostrando tener manos de manteca, ni mucho 
menos aquellas gentes, de cuya rudeza no se me 
ocurrió quejarme. No me despertaron, porque 
cuando grité me hallaba yo bien despierto; pero 
me ayudaron á recobrar el uso de la memoria, y 
recordé dónde me encontraba. 

El suceso tenía lugar en Richmond, estados 
de Virginia; yohabia salido á cazar con un ami¬ 
go, y nos alejamos por la márgen del rio James, 
hasta que entrada la noche, una tempestad nos 
sorprendió. Un lanchon cargado de tierra que 
estaba anclado inmediato á la orilla, fué el único 
abrigo que se halló á nuestra disposición. Ha¬ 
ciendo de necesidad virtud, nos conformamos á 
pasar la noche á bordo; yo me acosté en uno de 
los dos camarotes del barco, que con decir que 
no tendría más de sesenta toneladas de cabida, 
se puede suponer lo que sería el tal camarote; 
es decir, que sin exageración, se parecia mucho 
á una caja de difunto. Con dificultad pude esten- 
derme y dormí profundamente; así que mi fan¬ 
tasma (pues no era ni sueño ni pesadilla), fué 
consecuencia natural de las circunstancias en 
que me encontré, del carácter ordinario de mis 
pensamientos, de la dificultad que tenía para 
coordinar mis ideas, y sobre todo para recobrar 
la memoria después de un sueño largo. 



EDGAR POB. 


174 

Dos hombres de los que me agarraron, forma¬ 
ban parte de la tripulación, y los otros doshabian 
venido para ayudarles á descargar el barco. De 
la carga misma procedía el olor terroso que sen¬ 
tí, y la venda que me rodeaba la cabeza era sim¬ 
plemente un pañuelo que me puse por carecer 
del gorro de noche que solía ponerme en la 
cama. 

Sea como se quiera, esperimentó tormentos 
completamente iguales á los que me hubiera pro¬ 
ducido un entierro verdadero. Fueron horribles, 
atroces, imposibles de describir. Pero como no 
hay mal que por bien no venga, el mismo esca¬ 
so de impresión me produjo una revolución salu¬ 
dable. Mi alma adquirió tono y se- Vigorizó; 
me acostumbré á salir; me entregue á ejercicios 
violentos; respiró el aire libre; quemé mis libros 
de medicina; el tratado de Buchan; dejó de leer 
las sepulcrales Noches de Young, á quien debe¬ 
ría llamarse el poeta zampa-muertos, y evitó 
con la mayor energía y voluntad toda clase de 
cuentos como este, que me produjeran pesadillas. 
Desde entonces no volví á tener aquellos terro¬ 
res fúnebres, y desaparecieron mis ataques de 
catalepsia, que sin dudadebian serla consecuen¬ 
cia y no la causa de aquellos sustos. 

Hay ocasiones en que, hasta examinándolo 
con el frió escalpelo de la razón, puede parecer 
un infierno el mundo de nuestra triste humani¬ 
dad; porque la imaginación del hombre no es un 
mago que pueda impunemente esplorar todas las 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 175 

cavernas. La tenebrosa legión de horrores que 
he descrito no es fantástica, pero es muy peli¬ 
groso evocarla; porque asemejándose mucho á la 
délos demonios que acompañaron á Afrasiab 
cuando bajó al Oxus, devoran al que los des¬ 
pierta. 




VIII. 


UNA BESTIA EN CUATRO. 


Antíocho Epifanes es generalmente considera¬ 
do como El Gog del profeta Ezequiel; pero este 
honor corresponde de derecho á Cambises, hijo 
de Ciro, y ademas deque el carácter del monarca 
sirio no ha menester de modo alguno adornos 
suplementarios. Su advenimiento al trono, ó me¬ 
jor dichola usurpación de la soberanía, ciento 
setenta y un años antes de la venida de Cristo, 
la tentativa que hizo para saquear el templo de 
Diana en Epheso, su implacable saña á los judios, 
la violación del Santo de los Santos y su misera¬ 
ble muerte en Tala, después de once años de tan 
tumultuoso reinado, circunstancias son de re¬ 
lieve tanto, que preocuparían á los historiadores 
de su tiempo, mucho más aun que las impias, 
libertinas, absurdas y fantásticas hazañas, que 
es forzoso relatar para detallar el cuadro de su 
vida privada, y dar á conocer su reputación. 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 177 

Supongamos, lector gracioso, que estamos 
en el año del mundo tres mil ochocientos treinta, 
y que solo por algunos minutos trasportados nos 
yernos al mas fantástico de los habitáculos hu¬ 
manos, en la notabilísima ciudad de Antioquia. 
Verdad es, que entre las de Siria y las de otras 
partes, hubo hasta diez y seis ciudades de este 
nombre, sin contar en ellas aquella de que esclu- 
sivamente nos vamos á ocupar. La nuestra, pues, 
es la llamada Antioquia Epidaphné, por hallarse 
en ella un templo consagrado á esta divinidad. 
Fué'fundada (aunque esto es cuestionable,) por 
Seleuco Nicator, primer rey del país después de 
Alejandro el Grande, en memoria de su padre An- 
tioco, llegando inmediatamente á ser la capital 
de la monarquia Siria. En los dichosos tiempos 
del imperio romano, era la residencia ordinaria 
del Prefecto de las provincias orientales; y mu¬ 
chos emperadores de la ciudad eterna (entre los 
cuales debe hacerse especial mención de Verus 6 
Valenti,) pasaron en ella gran parte de su vida. 
Pero se me figura que hemos llegado á la ciudad. 
Subamos á esta plataforma y echemos una ojea¬ 
da áeljfo y sus álrededores. 

—¿Cuál es ese rápido y ancho rio que se 
abre paso saltando de cascada en cascada por 
medio de tantas montañas y de tantísimos edi¬ 
ficios? 

—Es El Oreste, cuyas únicas aguas, á escep- 
cion de las del Mediterráneo, vemos estenderse 
como vasto espejo unas doce millas al Sur. Todo 



EDGAR POE. 


178 

el mundo ha visto el Mediterráneo; pero muy po¬ 
cos han gozado del golpe de vista de Antioquía; 
muy pocos, quiero decir, han gozado, como usted 
y como yo, del beneficio reportado por la moder¬ 
na educación. Así, pues, dejad en paz la mar, y 
poned toda vuestra atención en esta masa de ca¬ 
sas que á nuestros piés se estiende. No olvide us¬ 
ted que estamos en el año tres mil ochocientos 
treinta del mundo. Si fuera después, por ejemplo, 
el año mil ochocientos cuarenta y cinco de N. S. 
J. C., privados nos veríamos de tan estraordina- 
rio espectáculo. En el siglo diez y nueve Antio¬ 
quía está, quiero decir, estará en el más lamen¬ 
table estado de ruina. De aquí á allá, Antioquía 
se habrá completamente destruido por tres tem¬ 
blores de tierra sucesivos. A decir verdad, lo 
poquísimo que quedará de su primer estado, ha- 
llárase en tal desalación y ruina, que el patriar¬ 
ca habrá juzgado conveniente trasladar á Damas¬ 
co su residencia. Está bien. Veo que seguis mis 
cQnsejos y que aprovecháis el tiempo inspeccio¬ 
nando los sitios para saciar la vista en los re¬ 
cuerdos y famosos objetos , que constituyen la 
gran gloria de esa ciudad. 

—Pido á usted mil perdones, amigo mió; me 
olvidaba que Shakespeare no florecerá sino mil 
setecientos cincuenta años después. Y dígame us¬ 
ted; ¿el aspecto de Epidaphné no justifica la cali¬ 
ficación de fantástica que la he dado? 

—Se halla bien fortificada; yen cuanto á es¬ 
to, tanto debe al arte como á la naturaleza. 


historias estraordinarias. 179 

-—Justamente. 

—¡Qué infinidad da palacios suntuosísimos! 

—En efecto. 

—¡Y esos riumerosos, y magníficos templos 
pueden compararse con los más célebres de -la 
antigüedad! 

—Debo concedéroslo. Sin embargo, veo un 
sin fin de chozas hechas de tierra, y de abomina¬ 
bles barracas; y preciso es que hagamos constar 
la maravillosa abundancia de inmundicias, que 
por todos los arroyos corre; y gracias á la in¬ 
mensa humareda del incienso idólatra, que sino 
mal podríamos aguantar el intolerable hedor que 
de ellos se desprende. ¿Habéis visto jamás calles 
tan insoportablemente estrechas y casas tan pro¬ 
digiosamente altas? (Qué oscuridad proyectan sus 
sombras en el suelo! Es una dicha que tantas 
lámparas, suspendidas en esas interminables co¬ 
lumnatas, alumbren todo el día; pues sinó ten¬ 
dríamos aquí las tinieblas del Egipto en los tiem¬ 
pos de su desolación. 

—; Verdaderamente es este un sitio estraño! 
¿Qué significa aquel singular edificio de allá aba¬ 
jo? ¡Miradle! ¡domina á los demás y se estiende 
á Jo léjos al Este del que parece ser el palacio del 
rey! 

—Es el nuevo templo del Sol, adorado en Si¬ 
ria, bajo el nombre de Elah Gabala. Andando el 
tiempo, un famosísimo emperador romano insti- 
tituirá su culto en Roma, y por ende se llamará 
Heliógabalo. Aseguro á usted, que mucho ha de 




180 EDGAR POE. 

agradable ver esta divinidad. No necesita usted 
mirar al cielo; su magestad el Sol no está allí, al 
menos el Sol adorado por los sirios. Esta deidad 
se encuentra en el interior del edificio, situado 
allá abajo. Es adorada bajo la forma de un gran 
pilar, cuya punta termina en un cono ó pirámi- 
d 3 y por lo que está significada la pira y el 
Fuego. 

—¡Oiga usted! ¡Mire usted! Quiénes serán 
esos seres ridículos, medio desnudos, con la cara 
pintada, que con tantos gestos y gritos á la turba 
se dirigen? 

—Algunos, aunque pocos, son saltimbanquis: 
otros pertenecen particularmente á la raza de los 
filósofos, y la mayor parte, que casi siempre di¬ 
rijan á palos al populacho, son los altos digna¬ 
tarios de palacio, que ejecutan, como es su obli¬ 
gación, alguna escelente rareza, de invención ]del 
Rey. 

—¡Pero helos de nuevo! ¡Cielos! La ciudad 
es un hormiguero de bestias feroces! ¡Qué espec¬ 
táculo tan terrible! ¡Qué singularidad tan peli¬ 
grosa! 

—Terrible, si queréis; pero peligrosa ni piz¬ 
ca. Cada animal, observadlo, marcha tranquila¬ 
mente, trás su dueño. A algunos los llevan ata¬ 
dos con una cuerda al cuello, pero solo porque 
pertenecen á las especies más tímidas ó más pe¬ 
queñas. El león, el tigre, el leopardo marchan con 
entera libertad. Se les ha educado sin la mas mí¬ 
nima dificultad para su profesión; y siguen á 







HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 181 

sus respectivos dueños como pudiera hacerlo un 
lacayo. Cierto es que se dan casos en los que la 
naturaleza reconquista su usurpado imperio; pe¬ 
ro un heraldo devorado, un buey sagrado estran¬ 
gulado, circustancias son, demasiado vulgares 
para hacer sensación en Epidaphné. 

—¿Pero qué estraordinario ruido es ese? Esto 
es lo que se llama mucho ruido , aun para Antio- 
quía. Algo notabilísimo debe suceder. 

—Sí, indudablemente. El rey ha ordenado al¬ 
gún nuevo espectáculo, alguna fiesta de gladia¬ 
dores en el hipódromo, quizá una degollación de 
prisioneros Scytas, ó el incendio de su mejor pa¬ 
lacio, ó mas bien, creo que haya dispuesto mag¬ 
nífica hoguera para achicharrar algunos judíos. 
La zambra va en aumento; hasta el cielo llegan 
las risotadas y los gritos, los instrumentos da % 
viento y el desaforado clamoreo de mil endiabla¬ 
das gargantas atruenan el espacio; bajemos por 
amor á la alegría, veamos que diablos pasa. Por 
aquí, ¡cuidado! Henos en la calle principal, la 
calle de Timarchus. 

Las oleadas de un inmenso populacho llegan 
hasta aquí: nos será imposible avanzar más; ved 
como inundan la calle de Heraclides, que parte 
directamente de palacio: probablemente el Rey 
vendrá entre esa multitud. ¡Sí! oigo los gritos de 
los heraldos que proclaman su venida con la 
pomposísima fraseología oriental. Podremos ver¬ 
le perfectamente cuando pase delante del templo 
de Ashimah. Guarezcámonos en el vestíbulo del 


182 EDGAR POB. 

Santuario: debe llegar muy pronto. Mientra? 
tanto veamos esta figura. ¿Qué es esto? ¡Ah! Es el 
Dios Ashimah en persona. Reparad que ni es cor¬ 
dero, ni macho cabrío, ni sátiro, ni tiene pizca 
de semejanza con el Pándelos Arcadios. Y sin 
embargo, todos estos caractéres han sido, ¡per- 
don! serán atribuidos por los eruditos de*los si¬ 
glos futuros al Ashimah de los Arcadios. Calaos 
vuestros anteojos y ved qué es esto. 

—Así Dios me salve como esto es un mono. 

— Verdaderamente que sí, un mono babino: 
pero de ningún modo una deidad. Su nombre es 
una derivación del griego Simio , ¡qué hor r i Mᬠ
mente. ton tos son los anticuarios! Pero ved allá 
abajo correr aquel pilluelo andrajoso. ¿Donde vá? 
¿Qué grita? ¿Qué dice? Dice ¡que el rey viene en 
triunfo; que viste el trage de las grandes cere¬ 
monias; que acaba ahora mismo de matar con 
su propia mano mil prisioneros israelitas ¡en¬ 
cadenados'. ¡Atención! Hé aquí un tropel de gen¬ 
te uniformemente emperegilada. Han compuesto 
un himno en latin á la valentía del Rey, y vie¬ 
nen cantándole: 

Mille, mille, mille 
Mille, mille mille 
Decollavimus unus homo! 

Mille, mille, mille, mille decollavimus! 

Mille, mille, mille! 

Yivat qui mille, mille'occidít! 

Tantum vinus habet neino 
Cuantumsanguinis effudit! 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 183 

Lo qae puede traducirse así: 

Mil, mil, mil, 

Mil, mil, mil. 

Un hombre solo ha degollado á mil! 

Mil, mil, mil, mil, 

Cantemos siempre mil! 

Hurrah!—Cantemos, cantemos sin cesar: 

Viva nuestro rey que supo degollar 

Con tanto desparpajo de hombres un millar. 
Hurrah, hurrah, hürrah, 

Hurra, hurra,ha... 

Con todas vuestras fáuces 
Gritad, gritad, gritad: 

Más sangre ha derramado el Rey nuestro señor 
Que vino dá la Siria, 

Viva el que á mil mató! 

—¿Oís esos trompetazos? 

—Sí, el rey llega. Ved al pueblo jadeando de 
admiración y levantando los ojos al cielo con el 
más fervoroso de los cariños! ¡Ya llega! ya llegó! 
aquí está. 

¿Quién? ¿dónde? ¿El Rey? no le veo, juro á us¬ 
ted que no le veo. 

—Estaréis ciego. 

—Lo estaré, pues solo veo inmenso tropel de 
idiotas y de locos que se precipitan para proster¬ 
narse delante de un gigantesco cameleopardo y 
que se esfuerzan por dar un beso al animal en 
una de las patas. Ved, 1a bestia acaba ahora mismo 
de espachurrar á uno del populacho, y ahora á 
otro y á otro, ¡y á otro! Ala verdad queme admi- 


184 EDGAR POE. 

ra ese animal por el excelente uso que de sus pa¬ 
tas hace. 

—¡Populacho!... si esos son los nobles y los li¬ 
bres ciudadanos de Epidaphne. ¿La bestia habéis 
dicho? ¡Tened cuidado que no os oiga alguno! ¿No 
veis que el animal tiene cara humana? Amigo 
mió, ese cameléopardo no es otro que Antiocus 
Epiphanes. Antiocus el ilustre rey de Siria, el 
más poderoso de todos los autócratas de Oriente! 
Vedad es que algunas veces le decoran con el 
nombre de Antiocus Epimanes, Antiocus el Lo¬ 
co', pero eso es hijo deque no todo el mundo es 
capaz de apreciar sus méritos. Lo cierto es que 
ahora, está encerrado en la piel de una bestia, y 
que hace cuanto sabe para representar el papel 
de cameleopardo; pero tan solo con el intento de 
sostener mejor su dignidad de rey. Además, el 
monarca tiene gigantesca estatura, y ni el traje 
le está mal, ni le viene muy grande. Y segura¬ 
mente debemos suponer que, solo á causa de al¬ 
guna solemne ceremonia, se habrá vestido así. 
Así... ved un verdadero acontecimiento, ¡la ma¬ 
tanza de un millar de judios! ¡Con qué prodigiosa 
dignidad se pasea el monarca sobre las cuatro pa¬ 
tas! Como veis, le tienen cojida por la punta y 
levantada la cola sus dos principales concubinas, 
Elina y Argelais. Su facha entera seria algún 
tanto agradable si no fuese por la protuberan¬ 
cia de los ojos, que le salen de la cabeza, y por 
el estraño color de la cara, que es ya cosa indefi¬ 
nible á causa de la inmensa cantidad de vino que 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 185 

ya se ha sorbido. Sigámosles al Hipódromo, que 
es á donde se dirige, y escuchemos el canto de 
triunfo que empieza él mismo á entonar. 

¿Quién sino Epiphanes puede ser rey? 
¿Decidme, lo sabéis? 

¿Quién sino Epiphanes puede ser rey? 

¡Muy bien, muy bien, muy bien! 

No hay más rey que Epiphanes 
Ni le puede haber, 

Derribad cuantos templos tengamos, 

¡El sol apagad! 

—¡Bien, muy bien, admirablemente bien can¬ 
tado! El populacho le saluda con los nombres de 
Príncipe de los poetas , Gloria del Orlente , De¬ 
licias del Universo , y en fin el más sublime de 
los Camaleopardos. Le hacen repetir la gran obra 
maestra; y escuchad, otra vez la empieza. Cuando 
llegue al Hipódromo, le entregarán la corona 
poética, como predestinado vencedor en los próxi¬ 
mos juegos olímpicos. 

—Pero ¡Gran Júpiter! ¿qué le sucede á la 
muchedumbre que tras de nosotros se agru¬ 
pa? 

—¿Detrás de nosotros habéis x dmho? ¡Ah! ya 
sé, ya comprendo. Amigo mió, felizmente habéis 
hablado á tiempo; pongámonos á salvo lo más 
pronto posible. ¡A.quí! cobijémonos bajo el arco 
de este acueducto y os esplicaré el origen de tan¬ 
ta agitación. 

Esto, como yo mo figuraba, va á acabar mal. 
El singularísimo aspecto de este cameleopardo. 


186 EDGAR POE. 

con su cabeza de hombre, creo qne ha ofendido 
las ideas de lógica y de armonía aceptadas por 
los animales salvajes domesticados en la villa. 
Esto ha producido un pronunciamiento, y como 
en semejantes casos sucede, inútiles serán cuan¬ 
tos esfuerzos humanos se practiquen para conte¬ 
ner el movimiento. Ya han devorado muchos ju¬ 
díos; pero los patriotas de cuatro patas parece 
que están unánimemente de acuerdo para comer¬ 
se al cameleopardo. El Príncipe de los Poetas 
está de pié, sostenido sobre las patas de atrás, 
por que la cosa va de veras y se trata de su vida. 
Le han abandonado sus cortesanos y sus concu¬ 
binas han hecho lo mismo. ¡Delicias del Univer¬ 
so! ¡mal parado te encuentras! ¡Gloria del Orien¬ 
te! \estás en peligro de que te casquen! ¡No mires, 
pues, tan lastimosamente tu cola! ¡Indudable- 
mente ha de barrer el fango; y para esto no ha¬ 
brá remedio! ¡No vuelvas atrás tus ojos; no te 
ocupes de su inevitable deshonor; pero sé valien¬ 
te, aprieta los talones y lárgate al Hipódromo? 
Acuérdate de que eres AnUochus Epiphanes, An- 
tiocus el Ilustre , y por ende el Príncipe de los 
Poetas , la Gloria del Oriente , las Delicias del 
Universo , el más sublime délos Cameleopardos! 
¡Justo cielo! ¡qué poderosa velocidad despliegas 
en tu marcha! Tienes las más poderosas piernas, 
las mejores. \Principel ¡Bravo \Epiphanes\ ¡Bien 
vas Carneleopardol ! Glorioso Antiocho! ¡Corre! 
¡Brinca! ¡Vuela! Como una piedra disparada por 
una catapulta se aproxima al Hipódromo. ¡Brin- 






HISTORIAS ESTRAORDINARTAS. 187 

ca! ¡Grita! ya llegó! Eres feliz; porque, ¡oh Glo¬ 
ría del Oriente\ si tardas medio segundo más en 
traspasar las puertas del anfiteatro no hubiera 
habido en todo Epidaphné un miserable osillo que 
no hubiera roido tu esqueleto. Vámonos; parta¬ 
mos; porque nuestras modernas orejas son dema* 
siado delicadas para soportar la inmensa zambra 
que va á comenzar en honor de la libertad del 
rey! Oid, ya empezó. Ved, toda la ciudad está re¬ 
vuelta. 

•—¡Ahí teneis la más pomposa ciudad del Orien¬ 
te! ¡Qué hormigueo de pueblo! ¡qué confusión de 
categorías y de edades! ¡qué multiplicidad de 
sectas y de naciones! ¡qué variedad de trajes! 
¡qué babel de lenguas! ¡qué gritos de bestias! ¡qué 
batahola de instrumentos! ¡qué monton de filó¬ 
sofos! 

—Venid, salvémonos. 

—Un momento no más: decidme, ¿qué signi¬ 
fica ese tumulto que veo en el Hipódromo? 

—¿Eso? ¡Ah! nada. Los nobles y ciudadanos 
libres de Epidaphné se hallan, según ellos mis¬ 
mos declaran, muy satisfechos de la lealtad, bra¬ 
vura, sabiduría y divinidad de su rey; y además, 
como han sido testigos de su reciente y sobre hu¬ 
mana agilidad, juzgan que ellos no hacen más que 
lo que deben, depositando sobre la frente de su 
rey una nueva corona, premio de la carrera á 
pié, corona que será menester que alcance en las 
fiestas de la próxima olimpiada, y que natural¬ 
mente ahora le entregan á buena cuenta. 


IX. 


WILLIAM wilson. 

¿Qué dirá? ¿Qué dirá esta conciencia horrible» 

Este espectro que marcha en mí camino? 

Chambe rlayn e .— ( PJiarronida .) 

Séame permitido, por el momento, denomi¬ 
narme William Wilson. La página virgen, ex¬ 
puesta ante mí, no debe ser manchada por mi 
verdadero nombre. Este nombre continuamente 
no ha sido más que un objeto de vergüenza y de 
horror, una abominación para mi familia. ¿Es 
que los vientos indignados no han esparcido 
hasta las más lejanas regiones del globo su in¬ 
famia incomparable? ¡Oh, de todos los proscriptos, 
tú el proscripto más abandonado! ¿no has muerta 
nunca á este mundo? ¿á esos honores, á esas flo¬ 
res, á esas doradas aspiraciones? y una espesa 
nube, lúgubre, ilimitada, ¿no ha estado suspen¬ 
dida eternamente entre tus esperanzas y el 
cielo? 

No querría, aun cuando pudiese, encerrar 





HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 189 

hoy en estas páginas el recuerdo de mis prime¬ 
ros años de inefable miseria y de irremisible 
crimen. Este período reciente de mi vida ha lle¬ 
gado repentinamente á una altura de infamia 
de la cual quiero simplemente determinar el 
origen. Este es por el momento mi solo fin. Los 
hombres, en general, suelen ser viles por gra¬ 
dos. Pero yo, toda virtud se desprendió de mí 
en un minuto, de un solo golpe, como una capa. 

De una perversidad relativamente ordinaria, 
he pasado, por un paso de gigante á las enormi¬ 
dades más queheliogabálicas. Permitidme con¬ 
tar de corrido qué lance, qué único accidente 
ha acarreado esta maldición. La Muerte se 
aproxima, y la sombra que la precede ha arro¬ 
jado una influencia calmante sobre mi corazón. 
Suspiro, pasando á través del sombrío valle de 
la simpatía, iba á decir la compasión, de mis se¬ 
mejantes. Querría persuadirles que he sido en 
algún modo el esclavo de circunstancias que 
desafian toda la crítica humana. Desearía que 
descubriesen para mí en los detalles que voy á 
darles, algún pequeño oasis de fatalidad en un 
Saharah de error. Yo querría que me otorgasen, 
lo que no pueden rehusar de otorgar, que, aunque 
este mundo haya conocido grandes tentaciones, 
nunca el hombre ha sido hasta aquí tentado de 
esta manera, y ciertamente, nunca ha sucumbi¬ 
do de este modo. ¿Es, pues, por esto, por lo que 
no ha conocido nunca sufrimientos iguales? En 
verdad no he vivido yo en un sueño? ¿Es que yo 


190 EDGAR POR. 

no ranero víctima del horror y del misterio de 
las'más estrañas de todas las visiones sublu- 
mares? 

Soy el descendiente de una raza que se ha 
distinguido en todo tiempo por un temperamen¬ 
to imaginativo y fácilmente escitable; y mi pri¬ 
mera infancia probé que había heredado plena¬ 
mente el carácter de familia. Cuando avancé en 
edad, este carácter se dibujé más fuertémente 
y llegé á ser por mil razones Una causa de sé- 
ria inquietud para mis amigos y de indudable 
detrimento para mí mismo. Me hice voluntario¬ 
so, aficionado á los caprichos más salvajes; fui 
la presa de las más indomables pasiones! 

Mis parientes que eran de espíritu apocado, 
y que se veian atormentados por los defectos 
constitucionales de mi naturaleza, no podían 
hacer gran cosa para detener las malas tenden¬ 
cias que me distinguían. Hicieron, por su parte, 
algunas tentativas, débiles, mal dirigidas, que 
se frustraron por completo, y que se torcieron 
para mí en triunfo completo. Desde aquel ins¬ 
tante, mi capricho fué ley doméstica, y á una 
edad en que pocos niños han dejado los andado¬ 
res, quedé abandonado á mi libre albedrío, y 
llegué á ser el dueño de todas mis acciones, es- 
cepto de nombre. 

Mis primeras impresiones de la vida de esco¬ 
lar están ligadas á una grande y estravagante 
■casa del tiempo de Isabel, en una sombría aldea 
de Inglaterra, adornada por numerosos árboles 




HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 191 

nudosos y gigantescos, y en la que todas las ca¬ 
sas eran de una remotísima antigüedad. En 
verdad, era un lugar que semejaba un sueño, 
y nada mejor para encantar el alma que esta 
venerable ciudad antigua. En este mismo mo¬ 
mento siento en mi mente el susurro refrigeran¬ 
te de sus avenidas profundamente sombrías; 
respiro la emanación de sus mil sotos, y me es¬ 
tremezco aun, con indefinible voluptuosidad, á 
la profunda y sorda nota de la campana, des¬ 
garrando á cada hora, con rugido súbito y mo« 
roso, la quietud de la obscura atmósfera en la 
cual se escedía adurmiendo al campanario góti¬ 
co erizado de picos. 

Tal vez encuentro tanto placer, como me es 
dado esperiinentar en este momento, distrayendo 
mi pensamiento con estos recuerdos minuciosos 
de la escuela y sus ilusiones. Hundido en la des¬ 
gracia como estoy, desgracia, ay de mí! que es 
demasiado, ved! se me perdonará el buscar un 
alivio, bien corto y ligero, en estos pueriles y 
divagadores detalles. 

Además, aunque absolutamente vulgares y 
risibles por sí mismos, toman en mi imagina¬ 
ción una importancia circunstancial, á causa 
de su íntima conexión con los lugares y la época 
en que distinguí los primeros preludios ambi¬ 
guos del destino, que desde entonces me han en¬ 
vuelto tan profundamente en su sombra. Dejad¬ 
me, pues, recordar. 

Ya he dicho, que el edificio era antiguo ó 





192 EDGAR POE. 

irregular. La propiedad era grande, y un alto 
y sólido muro de ladrillos, coronado de una ca¬ 
pa de mezcla y vidrio rotos, formaba el circuito. 
Esta muralla digna de una prisión formaba el 
límite de nuestro dominio; nuestras miradas 
no lo tra spasaban más que tres veces por sema¬ 
na; una vez cada sábado, á las doce, cuando 
acompañados por dos inspectores, se nos permi¬ 
tía dar cortos paseos en comunidad por la cam¬ 
piña vecina, y dos veces el domingo, cuando 
íbamos, con la regularidad de las tropas en la 
parada, á asistir á los oficios religiosos de la 
tarde y de la mañana en la única iglesia de la 
villa. El rector de nuestro colegio era pastor 
de esta iglesia. ¡Con qué profundo sentimiento 
de admiración y de perplejidad me había acos¬ 
tumbrado á contemplarle, desde nuestro banco 
escondido en la tribuna, cuando subía al pulpito 
con paso lento y solemne. Esta persona venera¬ 
ble, de rostro tan modesto y tan benigno, de 
vestidura tan lustrosa y tan clericalmente on¬ 
deante, de peluca tan escrupulosamente empolva ¬ 
da, tan erguido, tan arrogante, podiaser el mis¬ 
mo hombre, qne hacía un instante, con rostro 
ágrio, y con vestidos manchados de tabaco, ha¬ 
cía cumplir, férula en mano, las draconianas 
leyes de la escuela. ¡Oh! gigantesca paradoja, 
•cuya monstruosidad, escluye toda solución. 

En un ángulo del macizo muro, reclinaba 
una puerta aun más macisa, cerrada sólidamen¬ 
te, plagada de cerrojos y abrazada por un ma- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 193 

torral de viejas herraduras dentadas. ¡Qué pro¬ 
fundas sensaciones de tristeza inspiraba! Nun¬ 
ca se abría más que para las tres salidas y en¬ 
tradas periódicas de que he hablado; y entonces, 
en cada castañeteo de sus robustos goznes, en¬ 
contrábamos una plenitud de misterio; todo un 
mundo de observaciones solemnes ó de medita¬ 
ciones más solemnes todavía. 

El vasto recinto era de forma irregular y di¬ 
vidido en muchas partes, de las cuales tres ó 
cuatro de las mayores constituían el pátio de 
recreación. Estaba llano y cubierto de menuda 
y áspera arena. Recuerdo bien que no habia en 
ella ni bancos, ni árboles, ni cosa que se le pa¬ 
reciese. Estaba situado naturalmente tras del 
edificio. Ante la fachada se estendía un jardin- 
cito, plantado de bojes y otros arbustos; pero 
no penetrábamos en este sagrado óasis más que 
en rarísimas ocasiones, tales como la primera 
entrada en el colegio ó la partida última, é tal 
vez cuando un amigo, un pariente, habiéndonos 
hecho llamar, tomábamos alegremente el cami¬ 
no de la casa paterna, en las vacaciones de Na¬ 
vidad ó de San Juan. 

Pero la casa, ¡qué curiosa muestra de edifi¬ 
cio antiguo! ¡qué verdadero palacio encantado 
para mí! Era difícil en cualquier momento dado, 
clecir con certeza, si se encontraba uno en el 
primero ó en el segundo piso. De una á otra ha¬ 
bitación, se estaba Siempre seguro de encontrar 
tres ó cuatro escalones que subir ó que bajar. 

7 


194 EDGAR POE. 

Luego las subdivisiones lateráles eran innume¬ 
rables, iñconcebibles, volviendo y revolviendo 
tan bien sobre sí mismas, que nuestras más 
exactas ideas relativas al conjunto del edificio, 
no eran muy distintas de lasque á través de las 
cuales considerábamos el infinito. En los cinco 
años de residencia, no he sido nunca capaz de 
determinar con precisión en qué lugar lejano 
estaba situado el pequeño dormitorio que me 
habia sido señalado en compañía de otros diez 
y ocho ó veinte escolares. 

La sala de estudio era la más grande de 
toda la casa, y aun del mundo entero, al menos 
yo no podía menos de conceptuarla así. Era muy 
larga, muy estre'cha y lúgubremente baja, con 
ventanas en ojiva y un cielo raso de madera. En 
un ángulo separado, de donde emanaba el ter¬ 
ror, habia un cuadrado recinto de ocho ó diez 
piés, representando el sanctum de nuestro rec¬ 
tor, el venerable Bramby, durante las horas de 
estudio. Era de sólida construcción, con una 
maciza puerta; antes que abrirla en' ausencia 
del dómine , hubiéramos preferido morir con 
agonía fuerte y cruel. En los otros dos ángulos 
había otras dos celdas análogas, objetos de una 
veneración mucho menor, es cierto, pero siem¬ 
pre inspirando un terror bastante considerable; 
una la cátedra del maestro de humanidades, y la 
otra, la del maestro de inglés y matemáticas. 
Desparramados en medio de la sala innumera¬ 
bles bancos y pupitres, espantosamente carga- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIaS. 195 

dos de libros manchados por los dedos, cruzán¬ 
dose en una irregularidad ilimitada, negros, 
viejos, destruidos por el tiempo, y también ci¬ 
catrizados de letras iniciales, de nombres en¬ 
teros, de grotescas figuras y obras numerosas 
del cortaplumas, que habían perdido ámplia* 
mente lo escaso de originalidad de formas, que 
les había sido dada en dias muy lejanos. A una 
estremidad de la sala había una enorme tinaja 
llena de agua, y á la otra un reloj de dimensio¬ 
nes prodijiosas. - 

Encerrado en los macizos muros de esta ve¬ 
nerable escuela, pasó sin fastidio y sin tristeza 
los años del tercer lustro de mi vida. La fe¬ 
cunda imaginación de la infancia no exije un 
mundo esterior de incidentes para ocuparse ó 
divertirse, yla monotonía, lúgubre en aparien¬ 
cia, de la escuela abundaba en escitaciones más 
intensas que todas aquellas que mi juventud 
más madura ha pedido al deleite ó mi virilidad 
al crimen. Con todo eso, debo creer que mi pri¬ 
mer desenvolvimiento intelectual fué, en gran 
parte, poco ordinario y aun desarreglado. En 
general, los acontecimientos de la edad infantil 
no dejan sobre el hombre, llegado á la edad 
madura, una impresión bien definida. Todo es 
pardusca sombra, débil ó irregular recuerdo, 
registro confuso de pequeños placeres y de do¬ 
lores fantasmagóricos. Para mí no es así. Pre¬ 
ciso es que haya sentido en mi infancia, con la 
energía de un hombre formado, todo esto que 




190 EDGAR POE. 

encuentro hoy aferrado en mi memoria en le¬ 
tras tan vivas, tan profundas, tan duraderas 
como las inscripciones de las medallas cartagi¬ 
nesas. 

Y sin embargo, en realidad, bajo el punto de 
vista ordinario, había allí pocas cosas, para es- 
citarel recuerdo. El madrugar, el acostarse, las 
lecciones que aprender, las recitaciones, las se- 
mi-huelgas periódicas, y los paseos, el pátio de 
recreación con sus disputas, sus juegos, sus in¬ 
trigas, todo esto por una mágia física, descono¬ 
cida, contenía en sí un desbordamiento de sen¬ 
saciones, un mundo rico de incidentes, un uni¬ 
verso de emociones variadas, y de oscitaciones 
las más apasionadas y embriagadoras. / Oh! qué 
huen siglo es este siglo de hierro! 

En realidad, mi ardiente naturaleza, entu¬ 
siasta, imperiosa, bien pronto hizo de mí un 
carácter señalado entre mis camaradas, y poco á 
poco, naturalmente, me dió un ascendiente so¬ 
bre todos los que no eran mayores que yo, so¬ 
bre todos, esceptuando solo uno. Era este un co¬ 
legial, que sin ningún parentesco conmigo, lle¬ 
vaba el mismo nombre de bautismo y el mismo 
apellido de familia; circunstancia poco notable 
en sí, porque el mió, no obstante la nobleza de 
mi origen, era uno de estos apellidos vulgares 
que parecen ser de tiempo inmemorial, por de¬ 
recho de prescripción, la propiedad común del 
vulgo. En esta relación, me he dado el nombre 
de William Wilson, nombre ficticio que no está 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 197 

muy distante del verdadero. Mi homónimo solo, 
entre los que, según el dialecto escolar, compo¬ 
nían nuestra clase, se atrevía á rivalizar con¬ 
migo en los estudios del colegio, en los juegos 
y en las disputas de la recreación, rehusar una 
ciega creencia á mis asertos y una completa 
sumisión á mi voluntad, en una palabra, con¬ 
trariar mi dictadura en todos los casos posibles. 
Si alguna vez ha habido un despotismo supre¬ 
mo y sin reserva, este es el despotismo de un 
niño de talento sobre las almas menos enérgicas 
de sus camaradas. 

La rebelión de "Wilson era para mí la fuente 
del más grande disgusto; tanto más cuanto en 
despecho de la fanfarronada, con queme había 
hecho un deber de tratarle públicamente, á él 
y sus pretensiones, sentía en el fondo que le te¬ 
mía, y no podía abstenerme de considerar la 
igualdad que tan fácilmente mantenía frente á 
mí, como probando una superioridad verdadera 
puesto que hacía por mi parte esfuerzos supre¬ 
mos para no ser dominado. Sin embargo, esta 
superioridad, ó más bien esta igualdad, no estaba 
reconocida realmente más que por mí soló; mis 
camaradas por una inesplicable ceguedad, no 
parecían ni aun adivinarla. Y ciertamente, su 
rivalidad, su resistencia, y particularmente su 
impertinente ó indigesta intervención en todos 
mis designios, no veian más allá que una inten¬ 
ción privada. 

Él parecía igualmente desapercibido de la 


EDGAR POE. 


198 

ambición que me arrastraba á dominar y de la 
apasionada energía que me suministraba los 
medios. Se le hubiera podido creer, en esta ri¬ 
validad, dirigida únicamente por un deseo fan¬ 
tástico de contrarestarme, de asombrarme, de 
mortificarme; bien que hubiese casos en que yo 
no podía menos de notar con una confusa sen¬ 
sación de aturdimiento, de humillación y de có¬ 
lera, que mezclaba á sus ultrages, á sus imper¬ 
tinencias y á sus contradicciones, ciertas mues¬ 
tras de afecto las más intempestivas, y segura¬ 
mente las más enfadosas del mundo. No podía 
darme cuenta de tan estraña conducta, qué 
suponiéndola el resultado de una perfecta sufi¬ 
ciencia, permitíase el tono vulgar del patrocinio 
y de la protección. 

Quizás fuera este último rasgo de la conduc¬ 
ta de Wilson, quien uniendo á nuestro homo- 
nismo y al hecho puramente accidental de nues¬ 
tra entrada simultánea en el colegio, esten.lió 
entre nuestros condiscípulos délas clases supe¬ 
riores la opinión deque éramos hermanos. Habi¬ 
tualmente no se informan con mucha exactitud 
de los negocios de los más jóvenes. 

Ya he dicho ó he debido decir, que Wilson no 
estaba ni aun en el grado más lejano emparen¬ 
tado con mi familia. Pero seguramente, si hubié¬ 
ramos sido hermanos, habriamos sido gemelos; 
porque después de haber abandonado la casa del 
doctor Bramby, he sabido por acaso, que mi ho¬ 
mónimo había nacido el 19 de Enero de 1813, y 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 199 

esta es una coincidencia bastante notable, por¬ 
que ese dia es precisamente el de mi naci¬ 
miento. 

Estraño puede parecer que en despecho de la 
continua ansiedad que me causaba la rivalidad 
de Wilson y su insoportable espíritu de contra¬ 
dicción, no fuese arrastrado á odiarle mortal- 
mente. Teníamos, seguramente, casi todos los 
dias una disputa, en la cual, concediéndome 
públicamente la palma de la victoria, se esforza¬ 
ba ep algún modo en hacerme sentir que era él 
quien la habia merecido; sin embargo, un senti¬ 
miento de orgullo de mi parte, y de la suya una 
verdadera dignidad, siempre nos mantenía en 
los términos de estricta conveniencia, al par 
que él tenía puntos bastante numerosos de con¬ 
formidad en nuestros caracteres para despertar 
en mí un sentimiento que nuestra respectiva si¬ 
tuación tal vez impedía que llegase á madurar 
en amistad. 

En verdad, me es difícil definir ó aun descri¬ 
bir mis verdaderos sentimientos acerca de él; 
formaban una amalgama abigarrada y hetereo- 
génea, una petulante animosidad que no habia 
llegado aun al ódio, estimación mucho más que 
respeto, gran temor y una inmensa é inquieta cu¬ 
riosidad. Es supérfluo añadir para el moralista, 
que Wilson y yo éramos los más inseparables 
camaradas. 

Fué sin duda la anomalía y la ambigüedad 
de nuestras relaciones quien vació todos mis 


200 EDGAR POE. 

ataques contra él, y francos ó disimulados, eran 
numerosos, en el molde de la ironía y de la ca¬ 
ricatura (la bufonería no causa escelentes heri¬ 
das) antes que en una hostilidad más séria y más 
determinada. Pero mis esfuerzos sobre este pun¬ 
to no obtenían regularmente un triunfo comple¬ 
to, aun cuando mis planes estaban lo más inge¬ 
niosamente imaginados; porque mi homónimo 
tenía en su carácter mucho de esta austeridad 
llena de reserva y de calma, que al gozar de la 
mordedura de sus propias burlas, no muestra 
jamás el talón de Aquiles y se libra absoluta¬ 
mente del ridículo. No podía hallar en él más 
que un solo punto vulnerable, y este era en un 
detalle físico, que proviniendo tal vez de una fla¬ 
queza constitucional, hubiera sido despreciado 
por todo antagonista menos encarnizado á sus 
fines que yo lo estaba; mi rival tenía una debi¬ 
lidad en el aparato vocal que le impedía siempre 
elevar la voz más allá de un cuchicheo muy 
bajo. No me descuidaba en sacar de esta im¬ 
perfección todo el pobre partido que estaba en 
mi mano. 

Las represalias de Wilson eran de más de 
un género, y tenia particularmente una especie 
de malicia que me inquietaba desmedidamente. 
Como tuvo al principio la sagacidad de descubrir 
que una cosa bastante pequeña podía vejarme, 
esta es una cuestión que no he podido nunca re¬ 
solver; mas una vez que la hubo descubierto prac¬ 
ticó obstinadamente esta tortura. 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 201 

Yo siempre estaba lleno de aversión con mi 
desgraciado nombre de familia, tan sin elegan¬ 
cia, y contra mi pronombre, tan trivial sino 
del todo plebeyo. Estas sílabas eran un veneno 
para mis oidos; y cuando, el mismo dia de mi 
entrada, un segundo Willian Wilson se presen¬ 
tó en el colegio, quiero denominarle de esta ma¬ 
nera, me disgustaba doblemente del nombre por¬ 
que un estraño lo llevaba, unestraño que sería 
causa que lo oyese pronunciar con doblada fre¬ 
cuencia, que constantemente estaría en presen¬ 
cia mía, y cuyos asuntos, en el curso ordina¬ 
rio de las cosas del colegio, estañan frecuente 
é invitablemente, por razón de esta coinciden¬ 
cia detestable, confundidos con los mios. 

El sentimiento^ de irritación nacida de este 
accidente vino á ser más vivo á cada circuns¬ 
tancia que tendía á poner de manifiesto toda 
la semejanza moral ó física entre mi rival y 
yo. No había descubierto aun esta notabilísima 
paridad en nuestra edad; pero veia que éramos 
de la misma estatura, y notaba que aun había 
"Una siugular semejanza en nuestra fisonomía ge¬ 
neral y en nuestras acciones. 

Me desesperaba igualmente la voz que corría 
sobre nuestro parentesco y que generalmente ha¬ 
llaba eco en las clases superiores. En una pa¬ 
labra, nada podía irritarme más sériamente 
(aunque ocultaba con el mayor cuidado toda 
niuestra de esta irritación) que una alusión cual¬ 
quiera á nuestra semejanza, relativa al espíritu, 




202 EDGAR POE. 

á el individuo, ó al nacimiento; pero realmente 
no tenía razón alguna para creer que esta se¬ 
mejanza (á escepcion de la idea del parentesco y 
de todo lo de Wilson mismo) hubiese sido nunca 
un motivo de comentario aun notado por nues¬ 
tros compañeros de clase. Que él lo observase 
bajo toda sus fases, y con tanto cuidado como 
yo mismo, era seguro; pero que él hubiera po¬ 
dido descubrir en semejantes circunstancias una 
mina tan rica de contrariedades, no puedo atri¬ 
buirlo, como yá he dicho, más que á su pene¬ 
tración estraordinaria. 

Se me presentaba con una perfecta imitación 
de mí mismo, en gustos y palabras, y representa¬ 
ba admirablemente su papel. 

Mi vestido era cosa fácil de copiar; mis movi¬ 
mientos y mi continente en general, sin dificultad 
se los había apropiado. En despecho de su falta 
constitucional, mi misma voz no se le había 
escapado. Naturalmente no la ensayaba en los 
tonos elevados, pero la clave era idéntica, y su 
voz , siempre que hablaba bajo , venía á ser el 
eco perfecto de la mía. A qué punto este curio¬ 
so retrato (porque no puedo propiamente llamar¬ 
lo caricatura) me atormentaba, no trataré de 
decirlo. No tenía más que un consuelo, y era, 
que la imitación, á lo que me parecía, no era 
notada más que por mí solo, y que simplemen¬ 
te tenía que soportar con paciencia las sonri¬ 
sas misteriosas y estrañamente sarcásticas de 
mi homónimo. Satisfecho de haber producido so- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 203 

bre mi corazón el apetecido efecto, parecía re¬ 
gocijarse secretamente de la panzada que me 
había dado, y mostrarse singularmente desde¬ 
ñoso á los públicos aplausos que el éxito de 
su ingenio le hubieran conquistado fácilmen¬ 
te. ¿Cómo nuestros camaradas no adivinaban su 
designio, no lo veian puesto en obra, 'y no par¬ 
ticipaban de su burlona alegría? Esto fué duran¬ 
te muchos meses de inquietud un enigma indes¬ 
cifrable para mí. 

Quizás la gradual lentitud de su imitación 
la hiciese menos visible, ó más bien debía yo mi 
tranquilidad á la apariencia de maestría que 
tomaba tan perfectamente el copista, que desde¬ 
ñaba el estilo , todo lo que los espíritus obtusos 
pueden comprender fácilmente en la pintura, no 
limitándose más que al perfecto espíritu del ori¬ 
ginal para mi mayor admiración y mi mayor 
disgusto personal. 

He hablado muchas veces del aire ircitante 
de protección que habia tomado conmigo y de 
su frecuente y oficiosa intervención en mi vo¬ 
luntad. Esta intervención tomaba habitualmen¬ 
te el carácter enfadoso de un consejo, consejo 
que no era dado abiertamente, sino sugerido, 
insinuado. Lo recibía con una repugnancia que 
crecía á medida que crecía en edad. Sin embargo, 
en esta época ya lejana, quiero hacer la estricta 
justicia de reconocer que no recuerdo un solo 
caso en que las sugestiones de mi rival hubie¬ 
sen participado de este carácter de horror ó de 





EDGAR POE. 


204 

locura, tan natural en su edad, generalmente 
desnuda de madurez y de esperiencia; que su 
sentido moral, sino yá su talento y su pruden¬ 
cia eran mucho más buenos que los mios; y 
que yo seria un hombre mejor y por consiguien¬ 
te más dichoso, si hubiera desechado menos re¬ 
pentinamente los consejos incluidos en estos 
cuchicheos significativos que no me inspiraban 
entonces más que un ódio tan cordial y tan 
amargo desprecio. 

Así yo llegué á ser con el tiempo escesiva- 
mente rebelde á su odiosa vigilancia y detesta¬ 
ba cada dia más abiertamente lo que miraba 
como una intolerable arrogancia. He dicho que 
en los primeros años de nuestras relaciones mis 
sentimientos para con él hubieran fácilmente 
degenerado en amistad; pero durante los últi¬ 
mos meses de mi estancia en el colegio, aunque 
la importunidad de sus maneras habituales sin 
duda fuó disminuida en mucha parte, sin senti¬ 
mientos, en una proporción casi semejante, me 
habían inclinado hácia un ódio positivo. Lo co¬ 
noció en cierta circunstancia, y desde entonces 
evitó mi presencia ó afectó evitarla. 

Esto sucedió casi en la misma época, si bien 
recuerdo, en que en un altercado violento que 
con él tuve, en que hubo perdido su habitual 
reserva, y hablaba y accionaba con una impetuo¬ 
sidad casi estraña á su naturaleza, descubrí ó 
imaginé descubrir en su acento, en su aire, en 
su fisonomía en general, algo que me hizo es- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 205 

tremecer al principio, y que después rae intere¬ 
só profundamente, haciendo nacer en mi alma 
oscuras visiones de mi primera infancia, estra- 
ños recuerdos, confundidos, prensados, de un 
tiempo en que mi memoria aun no recordaba na¬ 
da. No sabré definir mejor la sensación que me 
oprimía, que diciendo que me era difícil desem¬ 
barazarme de la idea que ya había conocido es¬ 
tar colocada ante mí, en una época muy antigua, 
en un pasado estraordinariamente remoto. Esta 
ilusión, sin embargo, se desvaneció con tanta 
rapidez como me había asaltado, y yo no me 
ocupo de ella más que para señalar el dia de la 
última plática que tuve con mi singular homó¬ 
nimo. 

La antigua y gran casa, en sus innumera¬ 
bles subdivisiones, comprendía muchas grandes 
habitaciones que comunicaban entre sí y servían 
de dormitorio al mayor número de colegiales. 
Había naturalmente (como no podía menos de 
suceder en un edificio tan malamente trazado) 
una porción de vueltas y revueltas, puntas y 
desperdicios de la construcción, que el ingenio 
economista del doctor 'Bransby, habia transfor¬ 
mado igualmente en dormitorios; pero como es¬ 
tos no eran más que pequeños gabinetes, no po¬ 
dían servir más que á un solo individuo. Una 
de estas pequeñas piezas estaba ocupada por 
"Wilson. 

Una noche, hácia el fin de mi quinto año de 
colegio, ó inmediatamente después del altercado 


EDGAR POE. 


206 

de que ya he hecho mención, aprovechándome de 
que todo el mundo estaba entregado al sueño, me 
levanté de mi lecho, y con una lámpara en la 
mano, me deslicé á través de un laberinto de 
estrechos pasillos desde mi dormitorio al de mi 
rival. Había maquinado largamente á su costa 
una de estas ruines burlas, una de estas mali¬ 
cias en las cuales había tan completamente fra¬ 
casado hasta entonces. Tenia el pensamiento de 
poner mi plan en ejecución y. resolví hacerle 
sentir toda' la fuerza del encono de que estaba 
lleno mi pecho. Al llegar á su gabinete, entré 
en él sin hacer ruido, dejando mi lámpara á la 
puerta con un tragaluz encima. Avancé un poco, 
y escuché el ruido de su tranquila respiración. 
Ciertamente estaba completamente dormido, vol¬ 
ví á la puerta, tomé mi lámpara y me aproximó 
nuevamente al lecho. Estaban cerradas las cor¬ 
tinas, las abrí dulce y lentamente para poner 
en ejecución mi plan, pero una luz viva cayó 
de lleno sobre el dormido y al mismo tiempo 
mis ojos se clavaron en su fisonomía. Miré; y 
un estupor, una sensación de hielo, penetraron 
instantáneamente todo mi sér. Mi corazón pal¬ 
pitó, mis piernas vacilaron, toda mi alma fué 
presa de un intolerable é inesplicable horror. 
Respiré convulsivamente, y acerqué más la 
lámpara á su rostro. Eran aquellas, eran aquo- 
llas ciertamente las facciones de Willian Wilson. 
Veia claramente que eran sus facciones, más 
temblaba, como presa de un acceso de fiebre, 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 207 

imaginándorne que las suyas no fuesen. ¿Qué 
había, pues, en ellas que pudieran confundirme 
hasta este punto? Lo contemplaba, y mi cerebro 
se retorcía bajo el peso de mil pensamientos in¬ 
coherentes. No se me aparecía asi , no cierta¬ 
mente, no se me aparecía de tal modo en las 
activas horas en que estaba despierto. El mis¬ 
mo nombre, las mismas facciones, entrados en 
el mismo dia en el colegio.! Y luego, esta indi¬ 
gesta é inesplicable imitación de mis movimien¬ 
tos, de mi voz, de mis vestidos y de mis mane¬ 
ras! Estaba, en verdad, en los límites de la posi¬ 
bilidad humana que lo que yo veza entonces fue¬ 
se el simple resultado de esta costumbre de imi¬ 
tación característica? Herizado de espanto, pre¬ 
sa de terror, apagué la lámpara, salí silenciosa¬ 
mente de la habitación, y abandoné felizmente 
el recinto del colegio para nunca más volver 
á él. 

Después del trascurso de algunos meses, que 
pasé en casa de mis parientes, en la dulce hol¬ 
ganza, fui puesto en el colegio de Ton. Este cor¬ 
to intervalo había sido suficiente para dismi¬ 
nuir en mí el recuerdo de los sucesos de la es¬ 
cuela del doctor Bramby, ó al menos para obrar 
un notable cambio en la naturaleza de senti¬ 
mientos que estos recuerdos me-inspiraban. La 
realidad, el lado trágico, no existia. Encontra¬ 
ba entonces algunos motivos para dudar del tes¬ 
timonio de mis sentidos, y recordaba rara vez 
ios sucesos sin admirar hasta donde puede con- 



EDGAR POE. 


208 

ducir la credulidad humana, y sin sonreirme de 
la prodigiosa fuerza de mi imaginación que ha- 
hia heredado de mi familia. Ademas, la vida que 
llevaba en Ton no contribuía poco á aumentar 
esta especie de escepticismo. 

El torbellino de locura, en que me hundí in¬ 
mediatamente y sin reflexión alguna, lo destru¬ 
yó todo, escepto la espuma de mis horas pasadas, 
que absorvió de un solo golpe toda impresión 
sólida y seria, y no dejó absolutamente en mi 
recuerdo más que los aturdimientos de mi exis¬ 
tencia precedente. 

No tengo ahora intención de trazar aquí la 
historia de mis miserables desórdenes, desórde¬ 
nes que desafiaban toda ley y eludían toda vigi¬ 
lancia. Tres años de locura, gastados sin pro¬ 
vecho, no habían podido darme más que cos¬ 
tumbres de vicio inveterado, y habían acrecen¬ 
tado de una manera casi anormal mi desenvol¬ 
vimiento físico. Un dia, después de una semana 
entera de disipación embrutecedora, invité á 
una orgia secreta en mi habitación. Nos reuni¬ 
mos á una hora avanzada de la noche, porque 
nuestra crápula debía prolongarse religiosamen¬ 
te hasta el dia. El vino corría libremente, y 
otras seducciones que más peligrosas quizás no 
habían sido olvidadas, si bien que como el alba 
empalidecía el cielo en el oriente nuestro deli¬ 
rio y nuestras estravagancias habían llegado 
á su apojeo. Furiosamente inflamado por los 
naipes y por la embriaguez me obstinaba en 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 209 

llevar una conversación estrañamente indecente, 
cuando mi atención fue repentinamente distraida 
por una puerta que se entreabrió rápidamente y 
por la voz precipitada de un criado. Me dijo que 
una persona que manifestaba muchos deseos, de¬ 
seaba hablarme en el vestíbulo. 

Singularmente escitado por el vino,.esta ines¬ 
perada interrupción me causó más placer que 
sorpresa. 

Me levanté tambaleándome, y en algunos pa¬ 
sos estuve en el vestíbulo de la casa. En esta 
sala baja y estrecha no habia lámpara alguna 
y no recibía otra luz que la del alba, sucesiva¬ 
mente débil, que entraba á través de la cimbra¬ 
da ventana. Al poner el pié en el dintel, dis¬ 
tinguí la persona de un jóven, de mi estatura 
poco más ó menos, vestido con una bata de ca¬ 
simir, cortada á última moda, como la que yo 
llevaba en aquel momento. Débil claridad me 
permitió ver todo esto; pero las facciones de su 
cara no pude distinguirlas. 

Apenas hube entrado se precipitó hácia mí, 
y cogiéndome por el brazo con un gesto impe¬ 
rativo de impaciencia, me cuchicheó al oido es¬ 
tas palabras: William Wilson! 

En un momento se desvanecieron los vapo¬ 
res del vino. 

Habia en el acento del estrangero, en el tem¬ 
blor nervioso de su dedo que tenia levantado en¬ 
tre mis ojos y la luz, alguna cosa que me llenó 
de un completo asombro; mas no era esto pre- 




EDGAR POE. 


210 

cisamente lo que tan violentamente me había 
sobrecogido. Era la gravedad, la solemnidad de 
la amonestación, contenida en esa palabra singu¬ 
lar, baja, silbadora; y por encima de todo, el ca¬ 
rácter, el tono, la clave de esas sílabas, simples, 
familiares, y tan misteriosamente cuchicheadas , 
que vinieron, con mil recuerdos acumulados de 
pasados dias, á derrocarse sobre mi alma, como 
una descarga de pila voltáica. 

Aunque este nuevo hecho habia al punto pro¬ 
ducido un efecto muy grande sobre mi imagina¬ 
ción desarreglada, sin embargo, este efecto, tan 
vivo, llegó á desvanecerse prontamente. En ver¬ 
dad, durante muchas semanas ora me entrega¬ 
ba á la más atenta investigación, ora quedaba 
envuelto en una nube de meditación mórbida. 
No trataba de disimular la identidad del singu¬ 
lar individuo que se mezclaba tan enfadosamen¬ 
te en mis asuntos y me cansaba con sus oficiosos 
consejos. 

Mas ¿quién podría ser este, sino Wilson? ¿De 
dónde venia? ¿Cuál era su fin? A ninguno de es¬ 
tos puntos pude contestar satisfactoriamente; 
yo pensaba solamente tocante á él, que algún 
accidente repentino en su familia, le habia he¬ 
cho dejar el colegio del doctor Bramby, al si¬ 
guiente dia del que yo me habia escapado. Pero 
al cabo de algún tiempo, cesé de pensar en esto, 
y mi atención fué absorvida completamente por 
un viageproyectado á Oxford. Allí, permitién¬ 
dome la vanidad pródiga de mis parientes te- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 211 

ner un costoso tren y entregarme á mis ca¬ 
prichos, al lujo ya tan deseado por mi corazón, 
llegué prontamente á rivalizar en prodigalida¬ 
des con los más soberbios herederos de los más 
ricos condados de la Gran-Bretaña. 

Fomentado el vicio por semejantes medios, 
mi naturaleza estalló con doble ardor, y en la 
loca embriaguez de mis crápulas, pisoteé las 
vulgares trabas de la decencia. Mas sería ab¬ 
surdo detenerme en los detalles de mis estrava- 
gancias. Bastará decir que sobrepujé á Heredes 
en disipaciones, y que dando nombre á multi¬ 
tud de locuras desconocidas, añadí un copioso 
apéndice al largo catálogo de vicios que reina¬ 
ban por entónces en la universidad más disoluta 
de Europa. 

Parecerá difícil creer que estuviese tan olvi¬ 
dado de mi rango de caballero, que buscase fa¬ 
miliarizarme con los artiíicios más villanos del 
jugador de oficio, y que llegara á ser un adepto 
de esta ciencia miserable, y que la practicase 
habitualmente como medio de acrecentar mi for¬ 
tuna, enorme ya, á expensas de aquellos de mis 
camaradas cuyo carácter era más débil. 

Y sin embargo tal sucedía. Y la enormidad 
misma de este atentado contra todos los senti¬ 
mientos de dignidad y de honor era evidente¬ 
mente la principal, si no la sola razón, de mi 
impunidad. Porque ¿quién de mis más deprava¬ 
dos camaradas, no hubiera despreciado el más 
claro testimonio de sus sentidos, antes que sos- 




212 EDGAR POE. 

pechar una conducta semejante en el alegre, 
en el franco, en el generoso Wilson, el más no¬ 
ble y liberal compañero de Oxford, de aquel de 
cuyas locuras decían sus parásitos, no eran más 
que estravios de una juventud y una imagina¬ 
ción sin freno, cuyos errores no eran más que 
inimitables caprichos, los más negros vicios, 
una indiferente y soberbia estravagancia? 

Ya habia pasado dos oños en esta alegre vi¬ 
da, cuando llegó á la universidad un jóven de 
reciente nobleza, llamado Glendinning, rico, decía 
la voz pública, como Herodes Aticus, y á quien 
su riqueza no le habia costado trabajo alguno. 
Descubrí juntamente que era de débil inteligen¬ 
cia, y naturalmente lo marqué como una exce¬ 
lente víctima de mis talentos. Le instaba fre¬ 
cuentemente á jugar, y me aplicaba, con la ha¬ 
bitual astucia del jugador, á dejarle ganar su¬ 
mas considerables para enredarlo más eficaz¬ 
mente en mis redes. En fin, estando mi plan bien 
madurado, me avisté con él, con la intención 
bien combinada de dar término á aquella empre¬ 
sa, en casa de uno de nuestros camaradas, 
M. Preston, igualmente amigo de los dos, pero á 
quien debo hacerle esta justicia, no tenia la 
menor sospecha de mi designio. Para dar á todo 
esto un escelente color, habia tenido el cuidado 
de convidar á ocho ó diez personas, y habia pro¬ 
curado particularmente que el juego pareciese 
un suceso accidental, y no diese lugar más que á 
la proposición del fráude que tenia en mien- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 213 

tes. Para abreviar un asunto tan despreciable, 
no descuidé ninguna de esas villanas sutilezas, 
tan generalmente practicadas en ocasiones se¬ 
mejantes, y que asombra que haya siempre gen¬ 
tes tan necias que de ellas sean víctimas. 

Habíamos prolongado nuestra velada bastan¬ 
te entrada la noche, cuando obré en fin de mo¬ 
do que logré quedarme con Glendinning, por mi 
único adversario. El juego, era mi favorito, el 
ecarté. 

Las otras personas de la sociedad, interesa¬ 
das por las grandiosas proporciones de nuestro 
juego, habían dejado sus cartas y hacían círculo 
á nuestro alrededor. Nuestro parvenú , á quien 
había hábilmente hostigado al principio de 
nuestra soiree á beber en grande, barajaba, daba 
y jugaba de una manera estraordinariamente 
nerviosa, en la cual, pensé, que tomaba parte su 
embriaguez, pero que no me esplicaba entera¬ 
mente. 

En muy poco tiempo, había llegado á ser mi 
deudor de una fuerte suma, cuando, habiendo 
bebido una gran copa de Oporto, sucedió, justa¬ 
mente lo que yo había previsto con frialdad: pro¬ 
puso doblar nuestra apuesta, ya altamente es- 
travagante. 

Con una feliz afectación de resistencia, y so¬ 
lamente después que mi repulsa reiterada le 
hubo conducido á pronunciar ágrias palabras que 
dieron á mi consentimiento la apariencia de un 
pique, últimamente yo me avine. El resultado 



214 EDGAR POE. 

fué el que debía ser; la presa estaba completa¬ 
mente enredada en mis redes; en menos de una 
hora había cuadruplíca lo su deuda. Desde hacia 
algún tiempo su fisonomía había perdido la ro¬ 
sada tinta que le prestaba el vino; peroentónces, 
vi con asombro que se había trocado en una pa¬ 
lidez verdaderamente temible. Digo con asombro, 
porque había tomado acerca deGlendinning pro¬ 
lijos informes; se me había representado como 
inmensamente rico, y las cantidades que había 
perdido hasta entonces, aunque fuertes real¬ 
mente, no podían, yo lo suponía al menos, ator¬ 
mentarle sériamente, y todavía menos afectarle 
de un modo tan violento. 

La idea que se presentó más naturalmente 
á mi imaginación, fué que estaba aturdido por 
el vino que acababa de beber, y con el fin de 
salvar mi honor á los ojos de mis camaradas, 
más bien que por un motivo desinteresado, iba 
á insistir perentoriamente en interrumpir el 
juego, cuando algunas palabras pronunciadas á 
mi lado entre los circunstantes y una esclama- 
cion de Glendinning que manifestaba la más 
completa desesperación, me hicieron comprender 
que había obrado su ruina completa, en térmi¬ 
nos que habían hecho de él un objeto de compa¬ 
sión para todos, y le hubieran protegido aun 
contra los malos oficios de un demonio. 

Qué conducta hubiese yo adoptado en tal 
circunstancia, me será difícil decirlo. La deplo¬ 
rable situación de mi fráude habia arrojado so- 


HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 215 

bre todos un velo de mortificación y tristeza; 
reinó un silencio profundo durante algunos mi¬ 
nutos, durante el cual sentí á pesar mió, hervir 
mis mejillas bajo’ el peso de las miradas ardien¬ 
tes en desprecio y en reprobación de los menos 
endurecidos de alma de la sociedad. Aun confe¬ 
saré que mi corazón se encontró momentánea¬ 
mente descargado de un intolerable peso de an¬ 
gustia. Las pesadas hojas de la puerta de la sala 
se abrieron de par en par, de un solo golpe, con 
una impetuosidad tan violenta y tan vigorosa 
que todas las bugías se apagaron como por en¬ 
cantamiento. Más la luz moribunda me permitió 
ver que un extrangero había entrado, un hom¬ 
bre casi de mi estatura, y completamente en¬ 
vuelto en una capa. En aquel momento las tinie¬ 
blas eran completas y podíamos solamente sentir 
que estaba enmedio, de nosotros. Antes que 
alguno de nosotros hubiese vuelto del escesivo 
asombro en que nos había conducido esta vio¬ 
lencia, oimos la voz del intruso: 

—Caballeros, dijo con una voz muy baja, pero 
distinta, con un acento inolvidable que penetró 
hasta la médula de mis huesos, caballeros, no 
trato de justificar mi conducta, porque obrando 
así, no he hecho más que cumplir un deber. No 
conocéis sin duda el verdadero carácter de la 
persona que ha ganado esta noche una suma 
enorme al ecarté á lord G-lendinning. Voy á 
proponeros un medio espedito y decisivo para 
procuraros conocimientos útilísimos. Examinad». 


216 EDGAR POE. 

os suplico, á vuestro gusto, el forro de la vuelta 
de su manga izquierda y algunos pequeños 
paquetes que se le encontrarán en los bolsillos 
bastante grandes de su bata bordada. 

Mientras hablaba, el silencio era tan profun¬ 
do que se hubiera oido caer un alfiler sobre la 
alfombra. Cuando hubo acabado, desapareció de 
improviso, tan [bruscamente, como había en¬ 
trado. 

Puedo describir, ¿describiré mis sensaciones? 
Es preciso decir que esperimenté todos los hor¬ 
rores del condenado. Tenia ciertamente poco 
espacio para reflexionar. Multitud de manos me 
asieron rudamente, y se procuró inmediatamente 
luz. Siguió á esto un reconocimiento. En el forro 
de mi manga se encontraron todas las figuras 
esenciales del ecarté y en los bolsillos de mi 
bata un cierto número de barajas exactamente 
parecidas á las que nos servian en nuestras 
reuniones, con la diferencia que las mías eran 
de estas que se llaman, propiamente, recortadas, 
estando los triunfos ligeramente convexos sobre 
los lados pequeños, y las cartas bajas impercep¬ 
tiblemente convexas sobre las grandes. Gracias 
á esta disposición, el que corta, como de costum¬ 
bre, á lo largo de la baraja, corta invariable¬ 
mente de modo que dá un triunfo á su adversario; 
mientras que el griego, cortando por lo ancho, 
no dará nunca á su víctima nada que pueda 
apuntar á su favor. 

Una tempestad de indignación me hubiera 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 217 

afectado menos que el silencio despreciado!* y la 
calma sarcástica con que fué acogido este descu¬ 
brimiento. 

—Señor Wilson, dijo nuestro huésped, baján¬ 
dose para recoger bajo sus piés una capa magní¬ 
fica forrada de una tela preciosa; señor Wilson, 
esto es vuestro. (El tiempo estaba frió y al aban¬ 
donar mi habitación habia echado por encima 
de mi trage de mañana un capote que me quitó 
al llegar al teatro del juego.) Presumo, añadió 
mirando los pliegues del vestido con amarga 
sonrisa, que es bien inútil buscar aquí nuevas 
pruebas de vuestra habilidad. Verdaderamente 
tenemos bastantes. Espero que comprendereis la 
necesidad de alejarse de Oxford ó en todo caso 
-salir al instante de mi casa. 

Deshonrado, humillado así hasta el cieno, es 
probable que hubiera castigado este lenguage 
insultante por una inmediata violencia perso¬ 
nal, si toda mi atención no hubiese estado con¬ 
centrada en este momento en un suceso de la 
más sorprendente naturaleza. 

El capote que yo habia llevado tenia un forro 
precioso, de una rareza y de un precio estrava- 
gante, es inútil decirlo. El corte era un corte de 
fantasía, de mi invención; porque en estas mate¬ 
rias frívolas era dificultoso, y llevaba los capri¬ 
chos del dandysmo hasta el absurdo. 

Así pues, cuando Mr. Preston me dio lo que 
habia tirado en el suelo, cerca de la puerta de 
la sala, con un asombro cercano del terror aper- 





218 EDGAR POE. 

cibí que ya tenia el mió sobre el brazo, donde 
sin duda lo había colocado sin pensar, y el que 
me presentaba era la exacta falsificación en todos 
sus más minuciosos detalles. El sér singular que 
me había tan desastrosamente desenmascarado 
estaba, bien me acuerdo, embozado en unacapa, y 
ninguno de los presentes individuos, escepto yo, 
la habían traido consigo. Conservé alguna pre¬ 
sencia de ánimo, tomé la que me ofrecía Preston, 
la coloqué, sin que se hiciese cuenta en ello, sobre 
la mia, salí de la habitación con un reto y una 
amenaza en la mirada, y en la mañana misma, 
antes de rayar el dia, huí precipitadamente de 
Oxford hácia el continente, con una verdadera 
agonía de horror y de vergüenza. 

Huia en vano. Mi destino maldito me persi¬ 
guió triunfante, probándome que su poder mis¬ 
terioso no había hecho hasta entonces más que 
comenzar. 

Apenas hube puesto el pié en París, cuando 
tuve una prueba nueva del detestable interés que 
Wilson tomaba en mis asuntos. Los años cor¬ 
rieron y yo no tuve punto de reposo. ¡Miserable! 1 
En Roma ¡con qué importuno rendimiento, con 
qué ternura de espectro se interpuso entre mi 
ambición y yo! Y en Yiena! y en Berlín! y en 
Moscow! Dónde no encontraba alguna razón 
amarga para maldecirle desde el fondo de mi co¬ 
razón! Poseído de pánicf), tomé en fin, la huida 
ante su impenetrable tiranía como ante una pes¬ 
te, y hasta el fin del mundo, huí, hui en vano. 


HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 219 

Y siempre, siempre interrogando secreta¬ 
mente á mi alma, repetia mil veces mis pregun¬ 
tas. ¿Quién es? de dónde'viene? y ¿cuál es su de¬ 
signio? Más no hallaba respuesta. Y analizaba 
entonces con minucioso cuidado las formas, el 
método, y los rasgos de su insolente vigilancia. 
Pero aúnen esto no encontraba gran cosa que 
pudiese servir de base á una conjetura. Era una 
cosa verdaderamente notable que en los'numero¬ 
sos casos en que habia atravesado recientemente 
mi camino, no hubiese hecho nunca por descar¬ 
riar planes ó descomponer operaciones, que si 
hubieran tenido buen éxito, no hubieran termi¬ 
nado más que en un amargo percance. 

Pobre justificación, en verdad, para una au¬ 
toridad tan imperiosamente usurpada. Pobre 
indemnidad para estos derechos naturales, ar¬ 
bitrio para estos derechos tan enfadosos y tan 
insolentemente negados. 

Me encontraba también obligado á notar que 
mi verdugo ejercitándose escrupulosamente y con 
una maravillosa destreza en el capricho de llevar 
un trage idéntico al mió, se habia siempre com¬ 
puesto de modo que no pudiese ver las facciones 
de su semblante. Como quiera que fuese este con¬ 
denado Wiison, rodeado de misterio semejan¬ 
te, era el cúmulo del disimulo y de la necedad. 
Podia suponer un instante que en el dador del 
consejo en Eton, en el destructor de mi honra 
en Oxford, en el que habia contrarestado mi 
ambición en Roma, mi venganza en París, mi 



220 EDGAR POE. 

pasión en Nápoles, en Egipto quien ponia en 
tortura mi concupiscencia, que en este sér, mi 
gran enemigo, mi genio malo, no reconociese yo 
al William Wilson de mis años de colegio, el ho¬ 
mónimo, el camarada, el rival, el rival execrado 
y temido de la casa Bransty. ¡Imposible! Pero 
dejadme llegar á la temible escena final del 
drama. 

Hasta entonces me habia sometido cobarde¬ 
mente á su imperiosa dominación. El sentimien¬ 
to de profundo respeto, con que me habia acos¬ 
tumbrado á • considerar el carácter elevado, la 
prudencia majestuosa, la omnipresencia y la 
omnipotencia aparentes de Wilson, unido á no 
sé qué sensación de terror que me inspiraban 
otros determinados rasgos de su naturaleza y 
determinados privilegios, habian hecho nacer en 
mí la idea de mi completa flaqueza y de mi im¬ 
potencia, y me habian aconsejado una sumisión 
sin reserva, aunque llena de amargura y re¬ 
pugnancia á su arbitraria dictadura. Más desde 
estos últimos tiempos, me habia entregado com¬ 
pletamente al vino, y su influencia exasperante 
sobre mi temperamento hereditario me hizo 
odiar más y más toda vigilancia. Comencé á 
murmurar, á vacilar, á resistir. ¿Fué simple¬ 
mente mi imaginación quien me indujo á creer 
que la obstinación de mi verdugo disminuiria en 
razón de mi propia firmeza? Es posible, más en 
todo caso, comencé á sentir la inspiración de 
una ardiente esperanza, y acabé por alimentar 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 221 

en el secreto de mis pensamientos la sombría y 
desesperada resolución de librarme de esta es¬ 
clavitud. 

Era en Roma durante el carnaval de 18... Yo 
estaba en un baile de máscaras en el palacio del 
duque del Broglio de Nápoles. Había abusado del 
vino aun más que de costumbre y la atmósfera 
sofocante de los salones atestados de gente me 
irritaba de un modo insoportable. La dificultad 
de abrirme un camino, á través de la barahunda, 
no contribuyó poco á exasperar mi humór; por¬ 
que yo buscaba con ansiedad (no diré para que 
motivo indigno) á. la jóven, á la alegre, á la bella 
esposa del viejo y estravagante del Broglio. Coa 
una confianza bastante imprudente, me había 
confiado el secreto del trage que debía llevar; y 
como acababa de apercibirlo á lo lejos, tenia an¬ 
sias de llegar á ella. En este momento sentí una 
mano que se posó dulcemente sobre mi espalda, 
y luego este inolvidable, este profundo, este 
maldito cuchicheo , en mis oidos! Presa de rabia 
frenética, me volví bruscamente hácia el que así 
me había perturbado, y lo cogí violentamente 
por el cuello. 

Llevaba, como lo esperaba, un trage absolu¬ 
tamente igual al mió; una capa española de ter¬ 
ciopelo azul y alrededor del talle un cinturón 
carmesí de donde pendía una larga espada. Una 
careta de seda negra cubría enteramente su 
rostro. 

—¡Miserable! grité con voz enronquecida por 


222 EDGAR POE. 

la rabia, y cada sílaba que se me escapaba era 
como un tizón para el fuego de mi cólera. ¡Mise¬ 
rable impostor! ¡malvado! ¡maldito! no me .se¬ 
guirás más la pista; no me impacientarás hasta 
la muerte. Sígueme ó te atravieso con mi espa¬ 
da en el acto. 

Y me abri camino por la sala de baile hácia 
una pequeña antesala inmediata, arrastrándole 
tras de mí. 

Fué á caer contra el muro; cerré la-puerta 
blasfemando y le mandé sacar la espada. 

Vaciló un segundo: luego con un ligero sus¬ 
piro, sacó silenciosamente la espada y se puso 
en guardia. 

El combate ciertamente no fué largo. Estaba 
exasperado por las más ardientes oscitaciones 
de todo género, y sentía en un solo brazo la ener¬ 
gía y el poder de una multitud. En algunos se¬ 
gundos le acosé por la fuerza del puño contra la 
pared y alli, teniéndolo á mi discreción le hun¬ 
dí, multitud de veces, la punta de mi espada en 
el pecho con la ferocidad de un bruto. 

En este momento alguien tocó á la cerradura 
de la puerta. Traté de prevenir una invasión 
inoportuna y volví inmediatamente hácia mi 
adversario moribundo. Pero qué lengua humana 
puede poner de relieve el asombro, el horror 
que se apoderó de mí al espectáculo que entonces 
vieron mis ojos. Ei corto instante durante el 
cual yo me habia vuelto de espaldas, había bas¬ 
tado para producir, en apariencia, un cambio 




HISTORIAS EXTRAORDINARIAS. 223 

material en las disposiciones del otro estremo de 
la sala. 

Un gran espejo, en mi turbación aquello me 
se apareció entonces así, se levantaba allá donde 
no habia visto señal momentos antes; y como yo 
marchase presa del terror hácia este espejo, mi 
propia imágen, pero con un semblante pálido y 
manchado de sangre, avanzó á mi encuentro con 
paso débil y vacilante. 

Era mi adversario, era Wilson que estaba 
delante de mí en su agonía. Su careta y su capa 
yacian en el pavimento, allí donde él las habia 
arrojado. 

Ni un hilo en su trage, ni una línea en toda 
su figura que no fuese mió, que no fuese mia\ 
aquello éralo absoluto en la identidad. 

Aquel era Wilson, pero Wilson no cuchi¬ 
cheando más sus palabras! Tan bien que yo hubie¬ 
ra podido creer que era yo mismo quien hablaba 
cuando él me dijo: 

—Tú has vencido y yo sucumbo . Pero desde 
ahora en adelante estás muerto también', muer¬ 
to al Mundo, al Cielo y ala Esperanza. ¡En mi 
existias tú, yvé en mi muerte, vé por esta imᬠ
gen, que es la tuya, cómo te has radicalmente 
asesinado á tí mismol 




X. 


DEBATE CON UNA MOMIA. 

No poco cansados hallábanse mis nérvios, con 
el Symposium de la noche de ayer. Terrible ja¬ 
queca me abrumaba y me caia de sueño. En vez 
de pasar la noche fuera de casa, como intentado 
tenía, ocurrióseme que el partido más prudente 
que debería seguir era cenar una friolerilla y 
acostarme. 

Finalizado mi frugal banquete y después de 
haberme calado el gorro de dormir, con la de¬ 
liciosa esperanza de gozar hasta las doce de la ma¬ 
ñana, cuando menos, acurruqué la cabeza sobre 
la almohada y á favor de la santa tranquilidad 
de mi conciencia, caí instantáneamente en el más 
profundo sueño. 

Pero ¿cuándo ha visto el hombre realizadas 
sus esperanzas? Quizá no habría acabado de 
dar el tercer ronquido, cuando un furioso re¬ 
piquete estremeció la puerta de la calle y las 
impacientes aldabadas me hicieron despertar 
sobresaltado. Un minuto después, estando aun 






HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 225 

frotándome los ojos, metíame mi muger por los 
mismos, una carta de mi antiguo amigo el Doctor 
Ponnonner que decia así: «Venid á buscarme á 
despecho de todo,- mi querido amigo, en el mo¬ 
mento mismo en que esta recibáis. Venid á par¬ 
ticipar de nuestra alegria. Al fln, gracias á mi 
terca diplomacia, he arrancado á los directores 
del Museo de la ciudad el permiso de examinar 
mi momia: ya sabei3 de cual os hablo. Tengo 
permiso de desenvolverla y si lo creo necesario 
hasta de abrirla. Algunos amigos presenciarán 
la-operación. Sois uno de ellos, por de contado. 
La momia está en mi casa, y comenzaremos á 
desfajarla á las once de la noche.» 

Antes de llegar al «Ponnonner» quise con¬ 
vencerme de que estaba todo lo despierto que un 
hombre puede desear. Salté de la cama, loco de 
alegría y atropellando cuanto hube á las manos, 
vestime con una presteza verdaderamente mila¬ 
grosa y con toda la celeridad de que soy capaz, 
me dirigí á casa del Doctor. 

Allí encontré reunida una sociedad animadí¬ 
sima. Me habían esperado con la mayor impa¬ 
ciencia: la momia estaba tendida sobre la mesa 
del comedor, y en el momento que entré, comenzó 
el exámen. 

Era esta momia una délas dos que trajo, no 
ha mucho* el capitán Arturo Sobretahs, primo 
de Ponnonner. Habíala sacado de una tumba 
cerca de Eleuthias en las montañas de la Libia 
á. gran-distancia de Thébas, sobre el Nilo. En 


226 EDGAR POE. 

este sitio las turabas, aunque no tan suntuosas 
como los sepúlcros de Thébas, son de mucho más 
mérito é interés porque ofrecen mayor número 
de ilustraciones sobre la vida privada de los Egip¬ 
cios. El salón de donde habíamos sacado nuestro 
ejemplar pasaba por el más rico en cosas de esta 
naturaleza; las paredes estaban completamente 
cubiertas de pinturas al fresco y bajo-relieves; 
estátuas y vasos y un mosáico de muy esquisito 
dibujo, atestiguaban sobradamente la soberbia 
fortuna de los muertos. 

Este tesoro se depositó en el Museo, en el 
mismo estado exactamente en que el capitán 
Sobretash la encontró: es decir, que la caja esta¬ 
ba intacta. Por espacio de ocho años permaneció 
espuesta á la pública curiosidad, en cuanto á 
su esterior únicamente. Teníamos la momia á 
nuestra completa disposición; solo á los que sa¬ 
ben cuán raro es que lleguen á nuestras playas 
estas antigüedades sin ser destrozadas, les es da¬ 
do juzgar las grandes razones que teníamos para 
felicitarnos mútuamente por nuestra buena di¬ 
cha. 

Acerquéme á la mesa y la vi dentro de una 
gran caja ó cajón, de unos siete piés de largo, ca¬ 
si tres de ancho y dos y medio de profundidad. 
Era oblonga pero no en forma de atahud. Inme¬ 
diatamente supimos que la madera era Acacia 
Sicomorus Platinus , pero raspándola, reconoci¬ 
mos que era de cartón, ó más propiamente dicho, 
de una pasta dura hecha de papyrus. Estaba pro- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 227 

fusamente ornada de pinturas, que representa¬ 
ban escenas fúnebres y diversos asuntos lúgu¬ 
bres, entre los que serpenteaba un semillero de 
caractéres geroglíñcos, colocados en todas direc¬ 
ciones y que evidentemente, significaban el nom¬ 
bre del difunto. Por fortuna era de la partida 
Mr. GHiddon y con la mayor facilidad nos tradu¬ 
jo aquellos signos simplemente phonetilos y que 
componian la palabra «Allamistákeo.» 

No nos costó poco trabajo abrir la caja sin 
estropearla, y al lograrlo, hallamos dentro otra 
en forma de atahud, bastante más pequeña que la 
caja esterior, pero muy parecida en todo lo de¬ 
más. El intérvalo, entre las dos comprendido, es¬ 
taba lleno de resina y esta hasta cierto pun¬ 
to habia destruido los colores de la segunda 
caja. 

Después de abierta, cosa que fácilmente hi¬ 
cimos, hallamos otra tercera, de la misma forma 
de atahud, parecidísima de un todo á la segunda, 
fuera de la materia que era cedro y que exhalaba 
el olor sumamente aromático que á esta madera 
caracteriza. Entre la segunda y la tercera caja 
no habia intérvalo alguno, pues encajaban exac¬ 
tamente la una en la otra. 

Deshecha la tercera caja, descubrimos el cuer¬ 
po y le sacamos. Encontrarle esperábamos, como 
de costumbre, envuelto en infinidad dé cintas 6 
fajas de lienzo; pero en vez de estas nos hallamos 
con una especie de estuche, hecho de papyrus y 
revestido de una capa de yeso, groseramente pin- 


228 EDGAR POE. 

tada y dorada. Representaban estas pinturas di¬ 
versos asuntos de los diferentes deberes que su¬ 
ponían tener que llenar el alma á su presenta¬ 
ción á las divinidades, y además muchas figuras 
humanas parecidas entre sí, retratos sin duda al¬ 
guna de personages embalsamados. De piés á ca¬ 
beza se estendia una inscripción vertical en ge - 
rogllfleos phonéticos, espresandoel nombre y tí¬ 
tulos fiel difunto y sus déudos. 

Alrededor del cuello, que fácilmente desfaja¬ 
mos, veíase un collar de cuentas cilindricas de 
vidrio, de diversos colores, colocadas de manera 
que figuraban retratos de divinidades; entre ellas 
la del Escarabajo con el globo alado. Rodeábala el 
talle otro collar ó cinturón fie la misma índole 
que aquel. 

Separado el papyrus, hallamos las carnes en 
perfecto estado de conservación y sin olor al¬ 
guno. 

Era de color rojo y la piel consistente, lisa 
y brillante. El cabello y losfiientes parecían ha¬ 
llarse en buen estado. Los ojos, al parecer, los 
habían reemplazado por otros de vidrio muy her¬ 
mosos, y maravillosamente imitados, salva la 
pronunciada é imponente fijeza. Las uñas y los de¬ 
dos estaban brillantemente dorados. 

Del rojo color de la epidermis inferia Mr. 
Gliddon que únicamente el asphalto había sido 
la sustancia empleada para el embalsamamiento; 
pero habiendo rascado un poco la superficie déla 
piel, con un instrumento de acero y echado al fue- 



historias estraordinarias. 229 

go el polvo así obtenido, notamos olor de alcan¬ 
for y gomas aromáticas. 

Con escrupuloso cuidado registramos todo el 
cuerpo, en busca de señales que forzosamente 
debian haber dejado las incisiones, practicadas 
para extraer las entrañas; pero grande fué nues¬ 
tra sorpresa cuando ni rastros de ellas encontra¬ 
mos. Ninguno de nosotros sabíamos entonces que 
no es raro dar con momias enteras y sin incisiones. 
Sabíamos sí, que ordinariamente se estraia la 
masa encefálica por los narigales, y los instes- 
tinos por un costado; que el cuerpo luego se afei¬ 
taba, lavaba y salaba; que se le dejaba así por 
espacio de algunas semanas y que entonces era 
cuando verdaderamente comenzaba la operación 
del embalsamamiento. 

Como no encontrábamos señal alguna de las 
tales incisiones, el doctor Ponnonner preparaba 
ya sus instrumentos de disección; pero le hice 
notar que eran ya más de las dos de la noche. Tu¬ 
yo eco mi advertencia; determinamos suspender 
nuestras investigaciones hasta la noche siguien¬ 
te é íbamos á separarnos cuando uno de los 
compañeros nos apuntó la idea de que hiciésemos 
algunos esperimeqtos con la pila de Yolta. 

Aplicar la electricidad á una momia, lo me¬ 
nos de tres ó cuatro mil años, era una idea sino 
muy sensata á lo menos sobradamente original; 
y como tal la cogimos al vuelo. Para efectuar 
proyecto tan soberbio, en el que entraba por lo 
menos una décima parte de formalidad y nueve 


230 EDGAR POE. 

décimas de broma, montamos una batería eléc¬ 
trica en el gabinete del doctor, y allí nos trasla¬ 
damos con nuestro Egipcio. 

Muchos trabajos pasamos para descubrir al¬ 
guna parte del músculo temporal,que nos pare¬ 
ció el de menos rigidez marmórea entre todos los 
del cuerpo; pero como natural y racionalmente 
esperamos, ningún indicio de susceptibilidad 
voltáica esperimentó la víctima cuando la pusi¬ 
mos en contacto con el hilo eléctrico. 

Este primer ensayo nos pareció decisivo y to¬ 
dos, riéndonos á carcajadas de nuestro absurdo, 
nos dábamos ya recíprocamente las buenas no¬ 
ches, cuando por casualidad fijó la vista en los 
ojos déla momia, y en ella se me quedó clavada 
de espanto. La primera mirada me bastó para 
cerciorarme de que los ojos que nosotros creía¬ 
mos de vidrio y que como tal se caracterizaron 
por su singular fijeza, se hallaban en aquel mo¬ 
mento tan encubiertos por los párpados que 
solamente quedaba visible un poco de la túnica 
aWujinea. 

Lancé un grito, y llamé la atención sobre es¬ 
te hecho, que bien pronto fué para todos eviden¬ 
tísimo. 

No diré si este fenómeno me alarmó, porque 
tal palabra en este caso no seria precisamente 
la verdadera, la adecuada; pero tal vez me encon¬ 
traria algún tanto nervioso. 

En cuanto á mis compañeros, ningún esfuer- 
co hicieron por ocultar su marcadísimo terror. 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 23t 

El doctor Ponnonner daba lástima. Mr. Gliddon, 
no sé por qué secreto procedimiento, hablase he¬ 
cho invisible. Creo que Mr. Silk Buckingham no 
tendrá la audacia de negar queá gatas se escon¬ 
dió debajo de la mesa. 

Pasado el primer momento de terror, ya al¬ 
gún tanto tranquilizados, resolvimos por de 
contado, intentar otro esperimento. Dirigimos 
nuestras operaciones al dedo gordo del pié de¬ 
recho. Para ello practicamos una incisión en la 
región del hueso se samoideum pollicis pedís , 
llegando así al nacimiento del músculo abduetor. 
Yuelta á cargar la batería, aplicamos el hilo con¬ 
ductor al músculo escueto, cuando en un movi¬ 
miento, más vivo que la misma vida, retira la 
momia la rodilla debecha como para aproximarla 
todo lo posible al vientre, y estirándola después 
con una fuerza inconcebible, asentó al pobre 
doctor Ponnonner tan tremenda coz, que tuvo por 
resultado disparar á este caballero, como el pro¬ 
yectil de una catapulta, arrojándole á la calle por 
el hueco de una ventana. 

Todos nos precipitamos en tropel á recoger 
los restos del malaventurado sábio, pero tuvi¬ 
mos la dicha de hallárnosle en la escalera, su¬ 
biéndola con incomprensible ligereza, abrasado 
por el más vivo fuego filosófico y más que nunca 
convencido de la absoluta necesidad de seguir 
adelante nuestros esperimentos con pertinacia y 
esquisito celo. 

Así,pues, y siguiendo su consejo, hicimos una 



EDGAR POE. 


232 

profunda incisión en la punta de la nariz de nues¬ 
tra momia, y el Doctor, apoyando allí ambas ma¬ 
nos con suma fuerza verificó violentamente el 
contacto del hilo eléctrico. 

Moral, física, metafísica y literalmente el 
efecto fué, eléctrico. En primer lugar el cadáver 
abrió los ojos y comenzó á guiñarlos con inmen¬ 
sa rapidez, como Mr. Baznes en la pantomima, 
estornudó, se sentó, amenazó con el puño al doc¬ 
tor Ponnonner, y por último, volviéndose hácia 
Mr. Gliddon y Buckingam les dirigió, en el egip¬ 
cio mas clásico, el siguiente discurso. 

—«Debo decir á ustedes, señores, que me ha 
estrañado cuanto mortificado su-conducta para 
conmigo. Tocante al doctor Ponnonner, no es¬ 
peraba menos deéhesunpobretontuelo-gordin- 
flon, incapaz de otra cosa. Le compadezco y le 
perdono. Pero usted, Mr. Gliddon, y usted, Mr. 
Silk, que ha viajado y vivido en Egipto hasta el 
punto de creérselos hijos de nuestra tierra; us¬ 
tedes, digo, que han vivido tanto entre nosotros, 
que poseen el Egipcio, según creo, hasta escri¬ 
birle correctamente como la lengua materna: us¬ 
tedes á quienes me había acostumbrado á mirar 
como los más firmes y verdaderos amigos de las 
momias: yo, señores, esperaba de ustedes más 
cortés comportamiento. ¿Qué no debo pensar de 
la impasible neutralidad observada por ustedes 
al verme tan maltratado? ¿Qué no deboyo supo¬ 
ner cuando permiten ustedes á Pedro y á Pablo 
despojarme de mis vestiduras, de mis atahudes, 





HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 233 

bajo este clima de hielo? ¿Cómo, en fin, debo juzgar 
del hecho de haber ayudado y aun incitado á es¬ 
te miserable títere, este doctor Ponnonner, para 
que me tirase de las narices?» 

Cualquiera creeria, sin duda alguna, que. al 
oir semejante discurso y en tales circunstancias, 
habríamos escapado á correr ó sido acometidos 
del más violento ataque de nervios, ó nos hubié¬ 
ramos desmayado por unanimidad. Cualquiera 
de estas tres cosas hubiera sido probable y na¬ 
tural. Cualquiera de estas tres líneas de conduc¬ 
ta hubiera sido muy lógica. Y bajo mi palabra 
aseguro que no comprendo cómo fué no seguir 
ninguna. Pero quizá la razón verdadera debe 
buscarse en el espíritu de este siglo, que proce¬ 
de exactamente por la ley de las contradicciones, 
considerada hoy como solución de todas las an¬ 
tinomias y fusión de todo lo contradictorio. Y 
sobre todo quizá á causa del tono y maneras su¬ 
mamente naturales y familiares con que la' mo¬ 
mia se nos dirigió, se alejaría de nosotros toda 
idea de terror. Sea'lo que sea, el hecho positivo 
es que ninguno de nosotros di<5 la menor señal 
de espanto, ni se le ocurrió que allí pasaba algo 
de particular. 

Por mi parte puedo decir que me hallaba con¬ 
vencidísimo de que todo aquello era muy natural, 
y que con mucha tranquilidad de espíritu rae co¬ 
loqué al lado y fuera de distancia de puñetazo 
del Egipcio. El doctor Ponnonner se metió las 
manos en los bolsillos del pantalón, miró á la 



234 EDGAR POE. 

momia con semblante fosco, y se puso escesiva- 

mente colorado. Mr. Gliddon se atusó las patillas 

y arregló el cuello de la camisa. Mr. Buckingham 

bajó la cabeza y se metió el dedo pulgar de 

la mano derecha en la orilla izquierda de la 

boca. 

Miróle el Egipcio con torvo ceño por espa¬ 
cio de algunos minutos, y con burlona risa le 
dijo: 

—¿Por qué no habla usted, señor Buckin¬ 
gham? ¿Ha oido usted lo que le he preguntado: si, 
ó_no? ¿Hace usted el favor de quitarse ese dedo de 
la boca? 

Mr. Buckingham se sobresaltó, quitó el dedo 
pulgar de la mano derecha de la orilla izquierda 
de la boca, y en justa compensación de su obe¬ 
diencia se metió el dedo pulgar de la mano iz¬ 
quierdo en la orilla derecha de la susodicha aber¬ 
tura. La momia, no consiguiendo nada de Mr. 
Buckingham* dirigióse con cierta sorna á Mr. 
Gliddon, y le suplicó que le esplicase en conjunto 
cuáles eran nuestras intenciones. 

Satisfizo por fin Mr. Giiddon los deseos del 
Egipcio en phonético , y á no ser porque en las 
imprentas norte-americanas no se encuentran ca- 
ractóres geroglíficos, sería para mí del mayor pía- 
cer trascribir íntegro y en lengua original su 
escelente discurso. 

Aprovecharé esta ocasión para hacer notar 
que toda la conversación subsiguiente tuvo lu¬ 
gar en Egipcio primitivo, sirviendo de intérpre- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 235 

tes para mí y los demás compañeros que no había¬ 
mos viajado, MM. Gliddon y Buckingham. Ha¬ 
blaban estos Señores la lengua pátria de la momia 
con una gracia y una fluidez inimitables: pero no 
pude menos de notar que los dos viajeros, sin du¬ 
da á causa déla introducción de imágenes ente¬ 
ramente modernas y naturalmente nuevas para 
el estranjero, se veian de cuando en cuando for¬ 
zados á emplear formas sensibles para hacer com¬ 
prender á huéspedes de tan antiguo tiempo cier¬ 
tas ideas particulares. 

Sucedió esto por ejemplo cuando Mr. Gliddon 
no pudo hacer comprender al Egipcio la palabra 
la política : felizmente ocurriósele la idea de di¬ 
bujar en la pared con un carbón un hombre pe¬ 
queño, de nariz granugienta, puesto en jarras, 
subido en un pedestal, la pierna izquierda bastan¬ 
te retirada hácia atrás, el brazo derecho estendido 
hácia adelante, el puño cerrado, la vista dirigida 
al cielo y la boca abierta formando un ángulo de 
noventa grados. 

Del mismo modo Mr. Buckingham jamás hu¬ 
biera logrado traducir la idea absolutamente mo¬ 
derna la peluca, si á una seña del doctor no se 
hubiese puesto pálido y consentido en quitarse 
la suya. 

Como era muy natural, nada tenia de estra- 
5o que Mr. Gliddon apoyase su discurso princi¬ 
palmente, en los inmensos beneficios que la cien¬ 
cia podria prometerse del desenfajamiento y des¬ 
tripamiento de las momias; medio ingenioso de 



EDGAR POE. 


236 

justificarnos de cuantos disgustos le hubiéramos 
podido causar á ella en particular, momia llama* 
da Allamistákeo: concluyó, pues, insinuando, por 
que no fué mas que una insinuación, quejsupues» 
to hallarse todas estas cuestiones incidentales 
suficientemente aclaradas, podia procederse al 
exámen proyectado. Al oir esto el doctor Pon- 
nonner aprestó sus instrumentos. 

Relativamente á las últimas especies, vertidas 
por el orador, parecía que Allamistákeo tenia 
ciertos escrúpulos de conciencia, de cuya natu¬ 
raleza no estoy suficientemente enterado; pero 
muestráse de tal manera satisfecho de nuestras 
justificaciones y escusas, que bajándose de la 
mesa, diónos á todos el más amistoso y cordial 
apretón de manos. 

Finalizada esta ceremonia fué nuestro primer 
cuidado reparar el daño, causado por el escalpelo 
en la persona de nuestro nuevo amigo. Se le cosió 
la herida de la sien; se le vendó el pié y le pe¬ 
gamos una pulgada cuadrada de tafetán inglés 
en la punta de la nariz. 

Entonces notamos que al conde—tal era al 
parecer el título de Allamistákeo—le daban al¬ 
gunos ligeros escalofríos á causa del clima, sin 
duda alguna. El doctor fué inmediatamente á su 
guarda-ropa, y bien pronto se nos apareció con 
un frac negro, un pantalón de tartan azul celeste 
con medias , una camisa de color de rosa de al¬ 
godón estampado, un chaleco de brocado, un ga¬ 
bán ó saco blanco, un bastón de pico de cuervo, 



HISTORIAS EXTRAORDINARIAS. 237 

un’ sombrero sin alas, unas botas de cuero de 
nueva invención, unos guantes de cabritilla de 
color de paja, un lente, un par de patillas y una 
corbata de< moaré. La diferencia detalle entre 
el doctor y la momia—su proporción era como 
de dos áuno—dió lugar á que no pudiéramos 
ajustarla la ropa tal y cual era nuestro deseo; 
pero cuando todo se arregló, no podia negarse 
que estaba bien vestida. Mr. Gliddon dió enton¬ 
ces el brazo al conde y le llevó á una cómoda bu¬ 
taca, enfrente de la chimenea, mientras el doc¬ 
tor pedía á un-'criado vino y cigarros. 

Bien pronto se animó la conversación. In¬ 
mensa era la curiosidad que teníamos por saber 
la causa estraña por la cual Allamistákeo estaba 
vivo. 

—Yo hubiera apostado—dijo Mr. Gíliddon—á 
que hacía muchísimo tiempo que estaba usted 
muerto. 

—¡Cómo!—replicó el conde espantadísimo— 
¡Si apenas tengo setecientos años! Mi padre vi¬ 
vió mil, y absolutamente pensaba en chochear 
cuando murió. 

Siguió á esto inmensa série de preguntas 
por medio de las cuales sacamos en consecuencia 
que la antigüedad de la momia habia sido tor¬ 
pemente calculada. Cinco mil quinientos años y 
algunos más hacía que la momia se depositó én 
las catacumbas de Eleuchias. 

—Pero mi reparo—volvió á decir Mr. Buckin- 
gham—no es sobre la edad de usted en la época 



238 EDGAR POE. 

de su embalsamamiento; pero sí respecto á la 
inmensidad de tiempo que acabo de escuchar de 
su propia boca, que ha permanecido usted con¬ 
fitado en el asfalto. 

—¿En qué? dijo el conde. 

—En el asfalto,—persistió Mr. Buckingham. 

—¡Ah! sí; conservo una idea vaga de lo que 
me quiere usted decir;—en efecto, esto podria 
valernos de algo—pero en mis tiempos solamente 
empleábamos el bicloruro de mercurio. 

—Pero lo que nos es imposible comprender— 
dijo el doctor Ponnonner—es, cómo habiendo 
usted muerto y sido embalsamado en Egipto hace 
cinco mil años, se encuentra usted ahora entera¬ 
mente vivo y en el mejor estado de salud. 

—Si en aquella época, como usted dice—con¬ 
testó el conde—me hubiese yo muerto, es más que 
probable que muerto seguiría; pero veo que us¬ 
tedes están hoyen la infancia del galvanismo, y 
que no pueden ustedes obtener por este agente, 
lo que en nuestro antiguo tiempo era cosa vul¬ 
gar entre nosotros. Es el hecho que fui atacado 
de catalepsia, y que mis mejores amigos creye¬ 
ron que estaba muerto ó que debía estarlo; y esta 
fué la causa de que me embalsamaran inmedla- 
tamente.-r-¿Creo que ustedes conocerán el prin¬ 
cipio capital del embalsamamiento? 

—Absolutamente. 

_¡Ah! ya caigo; ¡deplorable condición de la 

ignorancia! Por de pronto me es imposible en¬ 
trar en detalles; pero debo esplicar á ustedes que 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 239 

en Egipto embalsamar, propiamente hablando, 
es suspender por tiempo indefinido todas las fun¬ 
ciones animales sometidas al procedimiento. Uso 
la palabra animal en su más lato sentido, como 
implicando el sér moral y vital igualmente que 
el físico. Repito que el primer principio del em¬ 
balsamamiento consiste, entre nosotros, en parar 
inmediatamente y tener en suspenso perpétua- 
mente todas las funciones animales al procedi¬ 
miento sometidas. En fin, para abreviar, cual¬ 
quiera que sea el estado en que se encuentre el 
individuo en la época del embalsamamiento, tal 
será en el que continuará. Ahora bien, como yo 
tengo el honor de ser de la sangre de Escarabajo, 
íuí embalsamado vivo, tal como ustedes me están 
viendo. 

—¡La sangre de Escarabajo!—gritó el doctor 
Ponnonner. 

—Sí. El Escarabajo era el emblema, las armas 
de una familia patricia muy distinguida y poco 
numerosa. Ser de la sangre de Escarabajo es sim¬ 
plemente ser de la familia cuyo emblema es el 
Escarabajo. Hablo en sentido figurado. 

—¿Pero qué tiene que ver eso con la actual 
existencia de usted? 

—A eso voy; en Egipto era costumbre gene¬ 
ral, antes de embalsamar un cadáver, estraerle 
los intestinos y el cerebelo; únicamente la raza 
fie los Escarabajos era la sola no sujeta á esta 
costumbre. Si yo no hubiese sido Escarabajo hu¬ 
biera perdido mis tripas y mis sesos, y vivir sin 




240 EDGAR POE. 

•estas : dos visceras, la verdad, no debe ser có¬ 
modo. 

—Lo creo así—dijo Mr. Buckingham—y pre¬ 
sumo que cuantas momias enteras llegan á 
nuestras manos, son de la raza de los Escara¬ 
bajos. 

—Sin duda alguna. 

—Yo creia—dijo Mr. GHiddon con mucha timi¬ 
dez—que el Escarabajo era uno de los Dioses 
Egipcios. 

—¿Uno d equé Egipcios? gritó la momia dando 
un brinco. 

—Uno de los Dioses—replicó el viajero. 

—Señor Gliddon, me espanta oir hablar á us¬ 
ted de ese modo, dijo el conde volviéndose á 
sentar. Ninguna nación sobre la redondez de la 
tierra ha reconocido jamás sino un Dios. El Sea- 
rabajo, el Ibis, etc., eran para nosotros (lo que 
otras criaturas han sido para otras naciones) 
los símbolos, los intermediarios por los cuales 
rendíamos culto al Creador, inmensamente au¬ 
gusto para dirigirse á él directamente. 

Al llegar aquí hubo una pausa, que terminó 
el doctor Ponnonner. 

—¿No es improbable, juzgando por las espli- 
caciones de usted—dijo—que puedan existir en 
las catacumbas, cercanas al Nilo, más momias 
de la raza de Escarabajo, con las mismas condi¬ 
ciones de vitalidad? 

—Eso no puede dar motivo á una pregunta 
—contestó el conde.—Todos los Escarabajos que 




HISTORIAS estraordinarias. -241 
por cualquier accidente hayan sido embalsa¬ 
mados vivos, vivos estarán. Aun algunos de los 
que hayan sido de este modo embalsamados 
adrede , y olvidados por sus ejecutores testamen¬ 
tarios, estarán en sus tumbas. 

—¿Tendría usted la amabilidad de esplicarme 
—le dije—qué es lo que usted entiende por em¬ 
balsamados de este modo , adredet 

—Con muchísimo gusto—dijo ella.—La dura¬ 
ción ordinaria de la vida del hombre, en mi 
tiempo, era ochocientos años próximamente. Po¬ 
cos hombres morían (no siendo por accidentes 
muy estraordinarios) antes de cumplir seiscien¬ 
tos años; muy pocos vivían más de diez siglos; 
pero ocho siglos se consideraban como el térmi¬ 
no natural. Desde el descubrimiento del princi¬ 
pio del embalsamamiento, tal cual le he espli- 
cado, ocurrióseles á nuestros filósofos que se po¬ 
dría satisfacer una laudable curiosidad y al 
mismo tiempo servir considerablemente á los in¬ 
tereses de la ciencia, dividiendo la duración me¬ 
dia de la vida y viviendo la vida natural por in- 
térvalos. 

Relativamente á la historia, la esperien- 
cia ha demostrado que aun hay por hacer al¬ 
go indispensable. Por ejemplo, un historiador, 
á la edad de quinientos años, escribe un libro 
con el mayor esmero: en seguida se hace embal¬ 
samar con el mayor cuidado; deja á sus testa¬ 
mentarios el encargo pro tempore de resuci¬ 
tarle después de cierto tiempo, supongamos, qui- 


242 EDGAR POE. 

nientos ó seiscientos años. Vuelve á la vida con 
la esperiencia de su época, encuentra su grande 
obra, invariablemente convertida, en una espe¬ 
cie de acta de noticias acumuladas al acaso, es 
decir, en una especie de palenque literario, 
abierto á las conjeturas contradictorias, á los 
enigmas y á las sarracinas personales de todos 
los bandos de exasperados comentadores. Estas 
conjeturas, estos enigmas, que llevan el nom¬ 
bre de anotaciones ó correcciones, han embrolla¬ 
do, torturado y revuelto el testo, de tal modo 
que el autor tiene que huronear cada una de 
las hojas con una linterna para poder hallar su 
propio libro. Pero ya encontrado, el pobre libro 
jamás vale los sinsabores que el autor ha padeci¬ 
do para recuperarle. Después de haberle vuelto 
á escribir de cabo á rabo, aun falta al historia¬ 
dor una necesidad que satisfacer, un deber im¬ 
perioso que cumplir: este es correjir, con arre¬ 
glo á su ciencia y esperiencia propia, las tradi¬ 
ciones actuales y las de la época en que vivió. 
Así, pues, este procedimiento de recomposición 
y rectificación, personalmente ejecutado, prose¬ 
guido de un tiempo á otro por diferentes sábios, 
evitaría que nuestra historia degenerase en una 
pura fábula. 

—Usted perdone—dijo entonces el doctor Pon- 
nenner, posando dulcemente una mano sobre un 
brazo del Egipcio—dispénseme usted, caballero, 
¿puedo permitirme interrumpir á usted por un 
momento? 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 243 

—Perfectamente, caballero, contestó el conde 
separándose un poco. 

—Deseo simplemente hacer á usted una pre¬ 
gunta. Habla usted de correcciones, personales 
del autor, relativamente á las tradiciones que 
conciernen á su época. ¿Quiere usted decirme en 
qué proporción se encuentra generalmente mez¬ 
clada la verdad con estos embolismos? 

—Generalmente sucede que estos embolismos, 
sirviéndome de vuestra escelente definición, se 
hallan exactamente mezclados por mitad, con los 
hechos relatados en la historia misma no escrita; 
es decir, que jamás se halla una j de verdad ni 
en lo uno ni en lo otro. 

—Pero—como es bien notorio—replicó el 
Doctor—que han transcurrido lo menos cinco mil 
años desde vuestro enterramiento, tengo por 
cierto que vuestros anales de esa época, ya que 
no vuestras tradiciones, se hallarán bien termi¬ 
nantes sobre un punto de interés general, sobre 
la creación, la cual tuvo lugar como usted sabe 
muy bien, diez siglos antes, poco más ó menos. 

—¡Caballero!—aclamó Allamistákeo. 

El doctor volvió á espetar su relación, y 
después de la más prolija adición ó esplicacion 
adicional, consiguió por fin hacerse entender 
del estranjero; y este le contestó con la mayor 
perplejidad. 

—Las ideas que usted me manifiesta son, se 
lo digo á usted con franqueza, enteramente nue¬ 
vas para mí. En mi tiempo no hubiera ocurrido 



244 EDGAR POE. 

al más ignorante la idea tan peregrina de que 
el universo (ó este mundo, como usted quiera) 
haya tenido un principio. Recuerdo que una vez 
un hombre muy sábio me habló de una tradición 
sumamente vaga sobre el oríjen de la raza hu¬ 
mana; y para ello usó como usted de la palabra 
Mam, ó tierra roja. Empleó además, un sentido 
genérico, relativamente á la generación por el 
barro—juntamente como un millar de animale- 
jos,—á la germinación espontánea de cinco gran¬ 
des-hordas de hombres simultáneamente situadas 
en cinco distintas partes del globo, casi iguales 
entre sí. 

Al llegar aquí la reunión se encojió de hom¬ 
bros, y algunas personas diéronse unas palma¬ 
das en la frente con aire muy significativo. 
Mr. Silk Buckinghan paseando la mirada desde 
el occipucio al sincipucio de Allamistákeo, to¬ 
mó la palabra y dijo así: 

—La longevidad humana en vuestros tiem¬ 
pos, unida á la general costumbre que usted 
mismo acaba de esplicarnos, consistiendo en vi¬ 
vir la vida á trozos, hubiera en verdad debido 
contribuir poderosamente al desarrollo general y 
á la acumulación de conocimientos. Por ende 
presumo yo, que el notable atraso de los anti¬ 
guos Egipcios en todas las ciencias, comparati¬ 
vamente con los modernos y más principalmente 
con los Yankees, debe atribuirse únicamente al 
poquísimo espesor del cráneo de los Egipcios. 

—Vuelvo á confesar,—replicó el conde, con la 




historias estraordinarias. 245 

mayor urbanidad—que me cuesta trabajo com¬ 
prender lo que ustedes me quieren decir; dígame 
usted, y usted dispense, ¿de qué parte de la cien¬ 
cia me habla usted? 

Todos en coro citamos las afirmaciones de 
la frenología y las maravillas del magnetismo 
animal. 

Después de oirnos, nos refirió el conde algu¬ 
nas anécdotas, probándonos con la mayor cla¬ 
ridad que los prototipos de Gall y deSpurzheim, 
florecieron y se desacreditaron en Egipto; pero 
en época tan remota que casi hubiese de ella per¬ 
dido toda memoria; y que los procedimientos de 
Mesmer eran miserables, comparados con los 
verdaderos milagros hechos por los sábios de 
Thébas, que creaban piojos y otra infinidad de 
seres semejantes. 

Preguntó entonces al co^ide si sus compatrio¬ 
tas habian sido capaces de calcular los eclip¬ 
ses. Se sonrió con desdeñoso ademan y me afirmó 
que sí. 

Túrbeme algún tanto, pero comencé á dirigirle 
más preguntas sobre conocimientos astronómi¬ 
cos; pero uno de mis compañeros que no habia 
desplegado sus lábios, me dijo al oido que si yo 
necesitaba detalles sobre el particular, mejor me 
sería consultar á un señor Ptoloméo, y también 
á otro tal llamado Plutarco, en el artículo faoie 
Irnos. 

Luego interrogué á la momia sobre los cris¬ 
tales lenticulares y en general sobre la fabrica- 


246 


EDGAR POE. 


cion del cristal; pero aun no había acabado mí 
pregunta, cuando mi silencioso compañero, dán¬ 
dome con suavidad un codazo, me rogaba por el 
amor de Dios, que ojease á Diodoro de Sicilia. En 
cuanto ai conde, me preguntó sencillamente en 
tono de súpliba si nosotros los modernos poseía¬ 
mos microscopios por medio de los cuales pudié¬ 
semos grabar las ónices, con la perfección de 
los Egipcios. Mientras yo buscaba la respuesta, 
el pequeñuelo doctor Ponnonner se aventuró á 
entrar en la senda más estraordinaria.—;Ved 
nuestra arquitectura! gritó á despecho de la 
indignación de los dos viajeros que le pellizcaban 
sin compasión, pero sin lograr que se callase. 

—Id á ver—volvió á gritar entusiasmado,— 
la fuente del juego de bolos en Nueva-York! ¡ó si 
no la juzgáis digna de contemplación, mirad por 
un instante el capitolio de Washington, D. C.l 

Y el bueno del mediquillo siguió, hasta de¬ 
tallar minuciosamente las proporciones de los 
edificios en cuestión. Esplicó que solo el pórtico 
tenía nada menos que veinte y cuatro columnas 
de cinco pies de diámetro, colocadas á diez pies 
de distancia una de otra. 

El conde nos dijo, que sentía no poder acor¬ 
darse en aquel momento, de la exacta dimensión 
de cualquiera de las principales construcciones 
de la ciudad de Aznac, cuya fundación se pierde 
en la noche de los tiempos, y cuyas ruinas aun 
existían en la época de su entierro, en una her¬ 
mosa llanura de arena al oeste de Thóbas. Tam- 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 247 

poco recordaba á propósito de pórticos, uno que 
él tenía allí, en un palacio secundario, en una es¬ 
pecie de arrabal llamado Carnac, formado de 
ciento cuarenta y cuatro columnas de treinta y 
siete piés de circunferencia cada una, y distante 
una de otra veinte y cinco piés. íbase desde el 
Nilo á este pórtico por un paseo de dos millas de 
largo, cercado de esfinges, estátuas y obeliscos de 
veinte, sesenta y aun cien piés de elevación. El 
palacio mismo según pudo acordarse, tenía en 
una sola dirección dos millas de largo y cómo¬ 
damente tendría siete millas de superficie. Las 
paredes interiores y esteriores se hallaban ri¬ 
camente adornadas de pinturas geroglíficas. No 
pretendía afirmar, sin embargo, que hubiera 
podido construirse entre los muros de un palacio 
cincuenta ó sesenta capitolios como el del Doctor; 
pero que no le habian demostrado de qué manera 
sería posible amontonar allí con gran trabajo 
doscientos ó trescientos. Y en resúmen el palacio 
de Carnac no era más que una insignificante 
casita. En consecuencia el conde no podia ne¬ 
garse á reconocer la magnificencia^ el estilo 
ingenioso, la superioridad de la fuente del juego 
de bolos, tal y corno el Doctor la habia descrito. 
Nada igual, preciso es confesarlo, se ha visto 
nunca fuera ni dentro de Egipto. 

Pregunté al conde qué pensaba de nuestros 
caminos de hierro. 

—Nada de particular, dijo.—Son algo débiles 
bastante mal concebidos y toscamente ensam- 



248 . EDGAR POE. 

blados. No pueden compararse con los grandes 
arrecifes con ranuras de hierro horizontales y 
rectas, sobre las que trasportaban los Egipcios 
templos enteros; y macizos obeliscos de ciento 
cincuenta piós de alto. 

Le habló entonces de nuestras gigantescas 
fuerzas mecánicas. Convino en que solía hacerse 
alguna cosilla en el particular, y me preguntó, 
que como nos hubiéramos compuesto nosotros, 
para colocar las impostas de los dinteles del chi¬ 
co palacio de Carnac. 

Creí muy del caso hacer como que no enten¬ 
día su pregunta, y contéstela preguntando si 
tenía idea de los pozos artesianos; pero él arqueó 
las cejas, mientras Mr. Q-liddon me guiñaba el 
ojo, y decía en voz baja, que los ingenieros en¬ 
cargados de taladrar el terreno del gran Oasis 
en busca del agua acababan de descubrir uno. 

Entonces citó nuestros aceros; pero el estran- 
jero levantó las narices y preguntóme si nues¬ 
tros aceros habrian podido nunca tallar las 
marcadas y vigorosas esculturas que decoraban 
los obeliscos, ejecutadas con herramientas de 
cobre. 

Esto ya nos desconcertó de tai manera, que 
creimos oportuno hacer una escursion á la me¬ 
tafísica. Mandamos por un ejemplar de una obra 
llamada El Día, y de él leimos uno ó dos capítulos 
de una materia no muy clara en verdad; pero 
que las gentes de Boston definen; el gran movi¬ 
miento ó el progreso . 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 249 

Át esto nos dijo.sencillamente que en sutiem- 
po dos grandes movimientos eran cosas terrible¬ 
mente comunes, y que en cuanto al progreso, 
en su época fué una verdadera calamidad, pero 
ja-más progreso. 

Entonces hablamos de Ir inmensa belleza é 
importancia de la democracia, y mucho trabaja¬ 
mos para que el conde comprendiese la natura¬ 
leza positiva de las grandes ventajas,, de que 
gozábamos los que vivíamos en un país donde 
el sufragio era adlíMtum, y donde no había rey. 

Escuchábamos con sumo interés, y hablando 
en plata, parecíanos que se divertía de veras. 
Cuando acabamos, nos dijo que algo parecido ha¬ 
bía ocurrido entre ellos, muchísimo tiempo hacía. 
Trece provincias Egipcias resolvieron repentina¬ 
mente ser libres, dando así magnífico y saludable 
ejemplo al resto de la humanidad. Reuniéronse 
sus sábios y tramaron la más ingeniosa consti¬ 
tución que imaginarse p¡uede. Durante algún 
tiempo, todo iba bien; pero había ciertas costum¬ 
bres que eran prodigiosas. La cosa, sin embargo,, 
acabó así: las trece provincias Egipcias y. algu¬ 
nas otras más, hasta quince ó veinte, se conso¬ 
lidaron y formaron el más odioso é insoportable 
despotismo de cuantos se haya hablado en la 
redondez'de- la tierra. 

Pregunté cual era el nombre del tirano usur¬ 
pador. 

Por lo que se acordó el conde,, el tirano se 
llamaba- «La Canalla.» 


250 EDGAR POE. 

No sabiendo qué contestarle, según costum¬ 
bre, comencé á compadecerme en alta voz de 
la ignorancia de los Egipcios relativamente al 
vapor. 

El conde por toda respuesta me miró con 
asombro; y el silencioso caballero, dándome un 
terrible codazo, me dijo que ya una vez me habia 
suficientemente comprometido, y me preguntó 
si de veras era tan inocente que ignoraba que la 
máquina de vapor moderna se originó de la in¬ 
vención de Hero, de paso para Salomón de Caus. 

Encontrámonos en gran peligro; íbamos á ser 
vencidos; pero nuestra buena estrella quiso que 
el doctor Ponnonner, rehaciéndose, viniese á 
socorrernos y preguntase si la nación Egipcia 
pretendía formalmente rivalizar con las moder¬ 
nas en los artículos de tocador, tan importantes 
como complicados. 

Al oir esta palabra lanzó el conde una mirada 
álas medias de su pantalón, y después tomando 
por la punta una de las faldetas del frac, la es¬ 
tuvo examinando atentamente por algunos se¬ 
gundos. Al fin la dejó colgar, y abriendo la boca 
de oreja á oreja, no sé si lo que dijo fué, ó no, 
una súplica. 

Desde este momento recobramos nuestras 
perdidas fuerzas, y el doctor, aproximándose á 
la momia con aire de magestuosa dignidad, la 
suplicó con el mayor candor, que dijese, bajo su 
palabra de caballero, si los Egipcios conocieron 
en alguna época la fabricación, bien de las pas- 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 251 

tillas de Ponnonner, ó bien de las píldoras de 
Morison. 

Con ansiedad aguardábamos la respuesta, pero 
fué inútil. La respuesta no llegaba. El Egipcio 
se ruborizaba y bajaba la cabeza. No bay ejemplo 
de mayor triunfo; jamás derrota alguna se so¬ 
portó de peor gana. Mi delicadeza no me per¬ 
mitía prolongar por más tiempo el espectáculo 
de la humillación de la pobre momia. Cogí el 
sombrero, saludé con cierto embarazo, y me 
marché. 

Al entrar encasa vi que eran las cuatro dadas 
y me acosté. Me he levantado después de las 
siete, y escribo estas líneas para instrucción de 
mi familia y de la humanidad. A la primera,ya 
nunca la veré. Mi mujer es una furia del averno. 
Es la verdad que esta en general, y el siglo XIX 
en particular, me dan náuseas. Estoy convencido 
de que todo marcha al revés. Además deseo saber 
quién será elegido Presidente el año 2045. Por 
todo lo dicho, después de afeitarme y tomar café, 
me voy á casa de Ponnonner á que me embalsame 
por un par de siglos. 



XI. 


EL RETRATO OVAL. 

El castillo, en el cual mi criado habia pensa¬ 
do entrarme á la fuerza, más bien que dejarme, 
deplorablemente herido como estaba, pasar una 
noche al aire libre, era uno de estos edificios, 
mezcla de grandeza y de melancolía que desde 
remotos tiempos han levantado sus soberbias 
frentes en mitad de los Apeninos tan grandes en 
la realidad como en la imaginación de Mistress 
Radcliffe. Según toda apariencia habia sido 
y muy recientemente, abandonado. 

Nos instalamos en uno de los salones Thás 
pequeños y menos suntuosamente amueblados. 
Estaba situado en una torre separada del edifi¬ 
cio. Su decorado era rico, pero antiguo y destro¬ 
zado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías 
y adornados de numerosos trofeos heráldicos de 
toda, forma, así como de un número verdadera¬ 
mente prodigioso de pinturas modernas, ricas 
de estilo, encerradas en sendos marcos de oro, de 
un gusto arabesco. 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 853 

Me escitaron un profundo interés, y quizás mi 
delirio, que comenzaba, fuese la causa de ello; 
me escitaron un profundo interés estas pinturas 
que estaban colgadas no solamente sobre las 
principales paredes, sino también en una porción 
de escondrijos que la arquitectura caprichosa 
del castillo hacia inevitables; si bien ordené á 
Pedro cerrar los pesados postigos del salón., pues 
ya era hora avanzada; encender un gran cande¬ 
labro de muchos mecheros, colocado al lado de 
mi cabecera y abrir completamente las cortinas 
de negro terciopelo, guarnecidas de faralaes que 
rodeaban el lecho. Deseaba que esto se hiciese 
así, para que pudiese al menos, si no reconci¬ 
liaba el sueño, distraerme alternativamente con 
la contemplación de estas pinturas, y por la lec¬ 
tura de un pequeño volúmen que había encon¬ 
trado sobre la almohada y que contenía su crí¬ 
tica y su análisis. 

Leí largo tiempo, largo tiempo; contemplé 
religiosa, devotamente;' las horas huyeron, rᬠ
pidas y gloriosas, y la profunda media noche 
llegó. La posición del candelabro me incomoda¬ 
ba, y estendiendo la mano con dificultad para 
no turbar á mi adormecido criado, lo coloqué 
de modo que arrojase la luz de lleno sobre el 
libro. 

Pero esta acción produjo un efecto comple¬ 
tamente inesperado. La luz de las numerosas 
bujías (que tenia muchas) cayeron entonces so¬ 
bre un nicho del salón que una de las columnas 



254 EDGAR POE. 

del lecho había hasta entonces cubierto con una 
sombra profunda. Vi envuelta en viva luz una 
pintura que no había notado desde luego. 

Era el retrato de una jó ven, ya formada, casi 
muger. Miré la pintura rápidamente y cerré los 
ojos. Porque no lo comprendí bien desde luego: 
pero mientras que mis ojos permanecieron cer¬ 
rados analicé rápidamente la razón que me los 
hacia cerrar así. Era un movimiento involunta¬ 
rio para ganar tiempo y para pensar, para au¬ 
gurarme que mi vista no me habia engañado, 
para calmar y preparar mi espíritu á una con¬ 
templación más fria y más segura. Al cabo de 
algunos instantes miré de nuevo la pintura fija¬ 
mente. 

No podía dudar, aun cuando dudar hubiese 
querido; que no me hubiera allí Ajado desde lue¬ 
go; porque el primer destello de la luz sobre es¬ 
te lienzo habia disipado el estupor delirante de 
que mis sentidos estaban poseídos, y me habia 
hecho volver repentinamente á la vida real. 

El retrato, como ya he dicho, era el de una 
jóven. Era simplemente un retrato de medio 
cuerpo, todo en este estilo, que se llama en len- 
guage técnico, estilo de viñeta\ mucho de la 
manera de pintar de Sully en sus cabezas de 
predilección. Los brazos, el seno, y en las pun¬ 
tas de sus cabellos radiantes, se perdían intan¬ 
giblemente en la sombra vaga, pero profunda 
que servia de fondo al conjunto. El marco era 
oval, magníficamente dorado y labrado en el 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 255 

gusto morisco. Más bien puede ser que no fuese 
ni la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza 
de la fisonomía, quien me impresionó tan repen¬ 
tina y fuertemente. Todavía menos podía yo 
creer que mi imaginación al salir de un semi- 
sueño, hubiese tomado la cabeza por la de una 
persona viva. 

Yí enseguida que los detalles del dibujo, el 
estilo de viñeta y el aspecto del marco, me ha¬ 
bían preservado de toda ilusión aun momentᬠ
nea. Haciendo estas reflexiones, y muy viva¬ 
mente, quedé medio acostado, medio sentado, 
casi una hora entera, los ojos fijos en este re¬ 
trato. Había adivinado fyue el encanto de la pin¬ 
tura era una espresion vital absolutamente ade¬ 
cuada á la misma vida, que al principio me 
había hecho estremecer, y últimamente me ha¬ 
bía confundido, subyugado, espantado. Con un 
terror profundo y respetuoso coloqué el cande¬ 
labro en su primera posición. Habiendo así qui¬ 
tado de mi vista la causa de mi profunda agita¬ 
ción, busqué ansiosamente el volúmen que con¬ 
tenia el análisis de los cuadros y su historia. 

Buscando directamente el número que mar¬ 
caba el retrato oval, leí la vaga y singular re- 
iacion siguiente: 

«Era una jóven de belleza nada común, y que 
ho era menos amable que llena de gracia, y 
maldita fué la hora en que ella vió, amó y se 
desposó con el pintor. 

Él, apasionado, estudioso, austero y habiendo 



EDGAR POE. 


286 

hallado una esposa en su arte; ella, jóven, de ra¬ 
rísima belleza, y no menos amable que llena de 
gracia, nada más que luz y sonrisas, y la ale¬ 
gría de un cervatillo; y queriéndolo todo; no 
odiando más que el arte que era su rival; no 
temiendo más que á la paleta y los pinceles, y 
demás instrumentos importunos que la privaban 
del rostro de su adorado. Fuó una cosa temible 
para esta dama oir al pintor hablar del deseo de 
copiar aún á su jóven esposa. Más era humilde 
y obediente, y sentóse con dulzura durante lar¬ 
gas semanas en la sombría y alta habitación de 
la torre, donde la luz filtraba sobre el pálido 
lienzo solamente por el cielo raso. 

Más el pintor cifraba su gloria en su obra, 
que avanzaba de hora en hora, de dia en 
dia. 

Y era un hombre apasionado, estrañ), pen¬ 
sativo y que se perdía en ensueños; tanto que 
no quería ver que la luz que casi tan lúgubre¬ 
mente en esta torre aislada secaba la salud y los 
encantos de su muger que se consumía visible¬ 
mente para todos, escepto para él. 

No obstante, ella sonreía más y más, porque 
veia que el pintor (que tenia un gran renombre) 
recibía un vivo y abrasador placer en su tarea, 
y trabajaba-de noche-y dia para copiará la que 
tanto amaba, pero que se ponía de dia en dia 
más consumida y débil. Y en verdad, aquellos 
que contemplaban el retrato, hablaban en voz 
baja de su parecido, como de un poder maravi- 




HISTORIAS estraordinarias. 257 

iloso y como una prueba no menos grande del 
génio del pintor que del profundo amor por 
aquella que él pintaba tan maravillosamente. 
Pero á la larga, como el trabajo tocase á su fin, 
nadie fué admitido en la torre; porque el pintor 
había llegado á enloquecer por el ardor con que 
tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez 
del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su 
nauger. Y no quería ver que los colores que es- 
tendía sobre el lienzo, eran sacados de las meji¬ 
llas de aquella que estaba sentada á su lado. Y 
cuando muchas semanas hubieron pasado, y no 
quedaba que hacer más que una cosa muy pe¬ 
queña, nada más que dar un toque sobre la 
boca y una veladura sobre los ojos, el alma de la 
dama palpitó aun, como la llama en el mechero 
de una lámpara. Y entonces el toque fué dado, y 
la veladura también; y durante un momento el 
pintor quedó en éxtasis ante el trabajo que ha¬ 
bía hecho; más un minuto después, como lo 
contemplase todavía, tembló, palideció quedó 
herido de terror, y gritando con voz terrible: 

En verdad que era la vida misma! volvióse 
bruscamente para mirar á su amada; y... estaba 
muerta!» 




XII. 


NOTABILIDADES. 

Soy, digo, he sido todo un hombre célebre; 
aunque no soy el autor de Junius, ni el hombre 
de la máscara de hierro. Me llamo, según creo, 
Roberto Jones, y nací no sé en qué parte de la 
ciudad de Fum-Fudge. 

La primera acción de mi vida fue agarrarme 
las narices con ambas manos. Mi buena madre, 
al verlo me llamó ingenio; mi pobre padre llo¬ 
ró de alegría y me premió regalándole un tra¬ 
tado de nasologia. Ya era yo un sábio en esta 
ciencia antes de vestir calzones. 

Este hecho decidió mi marcha en el camino 
déla ciencia; por él comprendí que todo hombre, 
con tal que tenga unas narices suficientemente 
suficientes, puede sin más que dejarse arrastrar 
por su propio instinto, llegar á la alta dignidad 
de notabilidad. No me fijé esclusivamente en las 
puras teorías de mi ciencia, sino que, todas las 
mañanas de todos los dias de Dios, me tiraba 
dos veces de la punta de mi trompa, finalizan- 




HISTORIAS estraordinarias. 259 

do esta maniobra, como consecuencia indispen¬ 
sable para el buen resultado de mi propósito, con 
media docena de copitas que á continuación me 
bebia. 

Un día, cuando fui mayor de edad, me pre¬ 
guntó mi padre si quería seguirle á su gabinete. 
Seguíle, y sentándonos frente á frente me pre¬ 
guntó: 

—Hijo mió, en qué te ocupas, ¿cuál es tu por¬ 
venir? ¿Cuál tu misión? 

—Padre, le respondí, el estudio de la naso- 
l ogia. 

—¿Y qué es eso de nasologia, Roberto? 

—Señor, la ciencia que trata de las na¬ 
rices. 

—¿Y puedes decirme, hijo, cual es la signi¬ 
ficación de la palabra narices? 

—Padre, las narices, contesté, bajando al¬ 
go la voz, las han definido muy diferentemente 
billares de sábios; (al decir esto saqué el reló, 
miré la hora y dije): aun no son las doce del dia, 
hasta las doce de la noche tendremos tiempo de 
Pasar revista á todas estas definiciones. Comien¬ 
do, pues. La nariz según Bartholius es esta pro¬ 
tuberancia, esta giba, esta escrescencia, es¬ 
ta. 

—Todo eso está muy bien, Roberto, inter¬ 
rumpió mi padre, me confieso anonadado por la 
inmensidad de tus conocimientos, te lo juro, 
(dijo cerrando los ojos y poniéndose la mano de¬ 
recha sobre el corazón) ¡Acércate! y me cojió 




260 EDGAR POE. 

del brazo: tu educación está terminada, creo 
que es ya tiempo de que hagas tu entrada en el 
mundo, y para marchar en él, lo mejor que de¬ 
bes hacer es seguir simplemente tus narices. 
Así, pues, y por lo tanto, lárgate y que Dios te 
asista, gritóme; añadiendo á sus palabras sendos 
puntapiés, que yo iba recibiendo hasta que lle¬ 
gué á la puerta de la calle. 

Bueno, más aun, útil creí el aviso paternal 
y resolví seguir á mis narices. Con mayor fuer¬ 
za de la acostumbrada me di de ella tres tirones 
mayúsculos y de ellas brotó un ensayo sobre 
la nasologia. 

Todo Fum Fudge se quedó vizco con mi 
opúsculo. 

—¡Admirable ingenio! Dijo el Quarterly. 

—¡Preciosa Phisiología! Dijo el Westminster. 

¡No está mal pillo! Dijo el Foreign. 

—¡Buen escritor! Dijo el Edimburgo. 

—¡Profundo pensador! Dijo el Dublin. 

—¡Grande hombre! Dijo Bentley. 

—¡Alma divina! Dijo Fraser. 

—¡Uno de los nuestros! Dijo Blackwood. 

—¿Quién será? Dijo la señora Media-Azul. 

—¿Qué será? Dijo la señorita Media-Azul. 

No paré mientes en cuanto dijeron de mí 
estas gentecillas, y desdeñándolas me fui al es¬ 
tudio de un artista. 

Estaba este retratando á la Duquesa de Dios- 
me-Bendiga; el Marqués de Tal-y-tal tenia el 
perrito de aguas de la Duquesa; el Conde de Es- 



historias estraordinarias. 261 

tas-y-otras-cosas jugueteaba con el pomo de sales 
de aquella señora, y su Alteza Real de Noli- 
me-Tangere se columpiaba en su butaca. 

—¡Oh! Bellísimas! Suspiró Su Gracia. 

—¡Oh! ¡Socorro! Tartamudeó el marqués. 

—¡Oh! Inaguantables! Murmuró el conde. 

—¡Oh! Abominables! Gruñó su Alteza Real. 

—¿Cuánto queréis? Me preguntó el artista. 

—¿Por las narices? gritó Su Gracia. 

—Mil libras, contesté, sentándome. 

_¿Mil libras? Me dijo el artista medita¬ 


bundo. 

—Mil libras, respondí. 

—Muy buenas son, me dijo entusiasmado. 
—Pues valen mil libras, añadí. 

—¿Las garantizáis? preguntó volviéndome 
las narices hácia la luz para apreciar las me¬ 


dias tintas. 

—Las garantizo, dije, sonándolas con estré- 
pito. 

—¿Son originales, verdaderas? interrogó pal¬ 
pándolas con algún temor. 

—¡Vaya! dije, cogiéndolas y volviéndolas brus¬ 
camente. 

—¿No son copia? me preguntó examinándolas 
con un microscopio. 

_Absolutamente, le respondí hinchándolas. 

—¡Admirable! gritó entusiasmado por la ma¬ 
niobra. 

—Mil libras, díjele. 

—¿Mil libras? díjome. 




262 


EDGAR P0E. 

—Precisamente, dije. 

—¿Mil libras ? dijo. 

—Justas y cabales, contesté. 

—Las tendréis respondió; ¡vaya' un cacho 
enorme!! 

Me entregó un billete y sacó una copia de mis 
narices. Alquilé un cuarto en Jermyn-Streel;, 
y dediqué á Su Magestad la noventa y nueve 
edición de mi Nasologia , con el retrato de mi 
trompa. 

El Príncipe de Gales, ese tunantuelo liberti¬ 
no, me convidó á comer. 

Éramos todos notabilidades y gentes del me¬ 
jor tono. 

Allí estaba un neoplatoniano que citó á Por- 
phiro, Jamblique, Platino, Proclus, Hierocles, 
Máximo de Tur y Syrianus. Un profesor de per¬ 
fectibilidad humana, que citó á Turgot, Price, 
Priestley, Cóndorcet, de Stael y Ambitius Stu- 
dent in Yll Health. 

Sir Positivo Paradoja, me dijo que todos los 
locos eran filósofos, y que todos los filósofos eran 
locos. 

Sir Teólogo Teología me charló sobre Eu- 
sebio y Arrio; sobre la heregía y el concilio de 
Nicea, sobre el Puseismo; y el Consustancialis- 
mo; sobre Homoousios y Homoiosios. 

Sir Guisado que habló de la lengua á la es¬ 
carlata de las coles á la salsa velouteé , de la vaca 
á la sainte Menchoitld, del escabeche d la San 
Florentino y los sorbetes de naranja en mosáico . 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 263 

Bibulus ó Bumper, que dijo cuatro palabras 
sobre el Marhbrunen, el Champagne mousseux , 
el Chaulbertin , el Vicheboirg y el San Jorge', 
sobre el Haut-brian, el Ecoville y el Medoc\ 
sobre el Grave, el Sautern, el Laffitte y el Saini- 
Peray y meneando la cabeza con ademan des¬ 
preciativo, añadió que se preciaba de saber dis¬ 
tinguir con los ojos cerrados el amontillado del 
Jerez. 

Allí el signor Tintontintino de Florencia, ha¬ 
blaba de Cimabue, de Arpiño, Caspacio y Agos- 
tino; de las tinieblas de Caravaggio; de la sua¬ 
vidad de Albano, del colorido de Ticiano, de las 
comadres de Rubens y de las picardigtlelas de 
Juan Steen. 

Allí el rector de la universidad de Jum-Tud- 
ge emitió su opinión de que la luna se llama¬ 
ba Bendis en Thracia, Bubastes en Egipto, Dia¬ 
na en Roma, y Artemisa en Grecia. 

Allí habia un gran turco de Stambul, que no 
podia menos de creer que los ángeles son caballos, 
gallos, y toros: qüe en el sétimo cielo existia 
uno que tenia setenta mil cabezas, y que la tier¬ 
ra estaba sostenida por una vaca azul celeste, 
con incalculable número de cuernos verdes. 

Allí Delfín Poligloto nos dijo lo que habian 
llegado á ser las ochenta y tres tragedias de 
Eschylo, las cincuenta y cuatro oraciones de 
Isaías, los trescientos noventa y un discursos 
de Lysias, los ciento ochenta tratados de Theo- 
phrasto, el octavo libro de las secciones cóni- 



264 EDGAR POE. 

cas de Apollonio, los himnos y ditirambos de 
Píndaro y las cuarenta y cinco tragedias de Ho¬ 
mero el Jóven. 

Allí Fernando Fitz-Tossillus Feldspar hizo 
una reseña de los fuegos subterráneos y de las 
capas terciarias, aeriformes, fluidiformes y soli- 
d i formes; de las esquitas y chorlos ; de la mica- 
esquita y la pudinga; el cianito y el lipidolitho; 
la amatista y la tremolita; el antimonio y la 
calcedonia; el manganeso y todo lo que quiso 
hablar. 

Allí estaba YO; que hablé de mí, de mí, de mí 
y de mí; de Nasología, de mi folleto y de mí. 
Enseñé mis narices, y hablé de mí. 

—¡Hombre feliz! maravillosa criatura! dijo 
el Príncipe. 

—¡Soberbio! dijeron todos los convidados; y la 
mañana siguiente, su Gracia de Dios-me-Bendi- 
ga me visitó. 

—¿Vendréis á Almack, preciosa criatura? 
me dijo ella, haciéndome una caricia en la 
barba. 

—Os lo prometo bajo palabra de honor, la 
contesté. 

—¿Con todas vuestras narices sin escepcion? 
me preguntó. 

—Por mi vida que sí, respondí. 

—Hé aquí una esquela de convite, bellísimo 
ángel. ¿Diré que vendréis? 

—Querida Duquesa, con todo mi corazón. 

—¡Quién os habla de vuestro oorazon! con 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 265 

vuestras narices, con todas vuestras narices ¿no 
es verdad? 

—Ni una hebra menos, amor mió, la dije. Me 
las retorcí una ó dos veces y me fui á Almack. 

Los salones estaban atestados de gente. 

—¡Ya llega! dijo uno en la escalera. 

—¡Ya llega! dijo otro desde un poco más ar¬ 
riba. 

—¡Ya llega! dijo otro desde más arriba aun. 

—¡Llega! gritó la duquesa. Ya llegó nuestro 
ángel. Y asiéndome con las dos manos, me dió 
tres besos en las narices. 

Inmediatamente la asamblea dió señaladas 
muestras de desaprobación. 

— \Díavolo\ gritó el conde Capricornutti. 

—\Dios le guardel murmuró en español Don 
Navaja. 

—\Mílle tonnerres\ juró el príncipe de Gre- 
noville. 

—\MÜ tiaplosl gruñó el elector de Bludden- 
nuff. 

Esto no puede quedar así, pensé. Me cargué, 
me encaré, con Bluddennuff y le dije: 

—Caballero, sois un monigote. 

—Caballero, replicó después de una pausa, 
relámpagos y truenos. 

No hubo necesidad de más; cambiamos nues¬ 
tras targetas y á la mañana siguiente en Chalk- 
Farm le aplasté las narices, y por lo tanto pude 
presentar las mias á mis amigos. 

—¡Béstia! Me llamó el primero. 


EDGAR POE. 


266 

—¡Tonto! El segundo. 

—¡Avestruz! El tercero. 

—¡Burro! El cuarto. 

—¡Simple! El quinto. 

—¡Badulaque! El sesto. 

—¡Largo de aquí! Me dijo el sétimo. 

Esto me apesadumbró sobre manera, y fui á 
ver á mi padre.—Padre mió, le pregunté, ¿cuál 
es la misión de mi vida?—Hijo mió, me contestó, 
el estudio de la nasoiogia\ pero al desnarigar 
al Elector has traspasado los límites de tus pro¬ 
pósitos. Tienes unas narices preciosísimas; pero 
Bluddennuff ya no las tiene. Te concedo que en 
Fum-Fudge la grandeza de una notabilidad es 
proporcionada á la dimensión de su trompa; pe¬ 
ro, por Dios, hijo, sabe que no hay rivalidad po¬ 
sible para con una notabilidad que no tenga abso¬ 
lutamente ninguna. 




XIII. 


HANS PFAALL. 

¿Qué me contais amigo?. . . . 

(SCHILLER.) 

Rotterdam se halla actualmente en unasitua- 
cion singular de efervescencia filosófica, y á la 
verdad, la causa justifica semejante situación, 
porque son de tal naturaleza, tan nuevos y tan 
inopinados los fenómenos que acaba de contem¬ 
plar, y se hallan en tan absoluta contradicción 
con todas las opiniones recibidas, que indudable¬ 
mente la Europa entera sufrirá un trastorno an¬ 
tes de mucho; y es más que probable suceda otro 
tanto con las ciencias físicas, mientras que la 
astronomía y hsata la razón se darán al traste. 

Cierto dia de cierto mesfno recuerdo la fechad 
inmenso gentío sa hallaba reunido, sin pue yo 
pueda decir el objeto, en la gran plaza de la Bol¬ 
sa de Rotterdam. El tiempo por demás caluroso 
fiara la estación, qnitaba todo lo que pudieran 




268 EDGAR POE. 

tener de molestas algunas ligeras lloviznas que ♦' 
se desprendían por intérvalos sobre la muche¬ 
dumbre, desde las nubes que esparcidas entre¬ 
cortaban el azul del.cielo. 

De repente, hácia la mitad del dia, se notó 
entre la gente, ligera pero marcada agitación, á 
la cual sucedió una algazara de diez mil pulmo¬ 
nes: un minuto después diez mil rostros se vol¬ 
vieron hácia el cielo, diez mil pipas cayeron si¬ 
multáneamente de otras tantas bocas, y un gri¬ 
to, comparable no más al rugido del Niágara, 
resonó elevándose furiosamente á través de la 
ciudad toda de Rotterdam y sus alrededores. 

No tardó en descubrirse y ser patente el ori¬ 
gen de semejante trastorno; veíase desembocar 
en uno de los espacios azulados del firmamento, 
saliendo de úna masa de nubes contorneada dura 
y vigorosamente, un sér estraño, heterogéneo, 
sólido en la apariencia, de tan estraordinaria con¬ 
figuración, organizado tan fantásticamente, que 
la muchedumbre, mirándolo desde abajo con la 
boca abierta, ni podía comprenderlo, ni cansarse 
de admirarlo. 

¿Será un presagio? ¿Qué podrá ser? Nadie lo 
sabia, nadie podía adivinarlo, nadie, ni aun el 
mismo burgomaestre Mynheer Superbus Yon Un- 
derduk, tenia ni conocía el más ligero indicio 
para descifrar tal misterio; de modo que á falta 
de mejor cosa que hacer, todos los habitantes de 
Rotterdam, como pudiera un solo hombre, colo¬ 
caron de nuevo sus pipas en la boca, y fijando un 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 269 

ojo en el fenómeno, tornaron á sus aspiraciones 
de humo; hicieron una pausa columpiándose y 
meciéndose de derecha á izquierda, dieron un 
significativo gruñido, después se mecieron de 
izquierda á derecha gruñeron de nuevo, hicie¬ 
ron otra pausa, y finalmente comenzaron la as¬ 
piración de nuevas bocanadas de humo. 

Veíase mientras tanto, bajar siempre hácia 
la pia ciudad de Rotterdam el objeto de tamaña 
curiosidad. A pocos minutos la cosa pudo distin¬ 
guirse con exactitud, y parecia ser, digo mal, 
era sin duda alguna una especie de globo; pero* 
tal, que de fijo Rotterdam no había contemplado 
hasta entonces otro semejante. Porque ¿quién ha 
oido hablar siquiera de un globo construido con 
periódicos viejos y grasientos? En Holanda na¬ 
die, y allí en las barbas de la población entera, 
se estaba viendo la cosa en cuestión realizada, 
hecha (puedo apoyar mi afirmación en autorida¬ 
des irrecusables) con la antedicha materia, de 
la cual no hay ejemplo se haya valido aereonáu- 
ta alguno para la construcción de su vehículo. 
Aquello era un insulto enorme, hecho al sentido 
común de los rotterdaneses. 

Todavía más extraña y reprensible era la for¬ 
ma del fenómeno, que tenia la de un gigantesco 
gorro de loco puntiagudo vuelto del revés; símil 
que en nada perdía de su exactitud con la proxi¬ 
midad, porque analizándole de más cerca, la mu¬ 
chedumbre contempló una enorme bellota col¬ 
gando de su punta, y al rededor del borde supe- 


EDGAR POE. 


270 

rior, ó como si dijéramos de la base del cono, una 
fila ú orla de instrumentuelos á manera de cen- 
cerrillos de ganado, que repiqueteaban continua¬ 
mente la música de Betti Martin. 

Aun no era esto lo peor del caso y lo terrible 
del asunto: colgaba con cintas azules, meciéndose 
al estremo del fantástico aparato y á modo de 
barquilla, un sombrero colosal de castor gris 
americano, con alas superlativamente anchas, 
copa semi-esférica, cinta negra y hebilla de pla¬ 
ta. Cosa estraña; más de un ciudadano de Rot¬ 
terdam hubiese jurado conocer ya aquel sombre¬ 
ro, que la reunión entera miraba, por decirlo 
así, como se mira á un objeto con el que nuestra 
vista se halla familiarizada; mientras la señora 
Grettel Pfaall prorumpia al contemplarlo en 
una esclamacion de alegría y sorpresa, asegu¬ 
rando positivamente que aquel era el sombrero 
de su mismo marido. Conviene sepan nuestros 
lectores una circunstancia muy importante, á 
saber, que Pfaall, con otros tres compañeros, de¬ 
sapareció de Rotterdam haria cinco años, de una 
manera súbita é inesplicable, sin que hasta el 
momento en que comienza este relato, fuera da¬ 
ble esplicar satisfactoriamente aquella desapa¬ 
rición. En cierto parage muy retirado al Este 
déla ciudad, se habían descubierto recientemen¬ 
te huesos humanos, mezclados con un montón de 
escombros estraños, todo lo cual dió lugar á la 
hipótesis hecha por várias personas, de que en 
aquel sitio debió perpetrarse algún horrible ase- 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 271 

sinato, siendo Han Pfaall y sus compañeros pro¬ 
bablemente las víctimas. Pero volvamos de nue¬ 
vo á nuestra historia. 

El globo (que en verdad no era otra cosa), ba¬ 
jó hasta encontrarse á cien piés del suelo, per¬ 
mitiendo á la muchedumbre contemplar al indi¬ 
viduo que lo ocupaba, que por cierto era un per- 
sonage bastante raro. Su estatura no escede- 
ria de dos piés, pero sin embargo de tal exigüi¬ 
dad, pudiera sobrado bien haber perdido el equi¬ 
librio cayendo desde su barquilla, sin la inter¬ 
vención de una especie de pasamano ó balaus- 
trada_puesta en el borde circular, que llegándole 
ála altura del pecho, estaba unida y sugeta á 
las cuerdas del globo. El hombrecillo tenia un 
cuerpo tan voluminoso, que sobrepujaba en es¬ 
trañeza de proporciones á la más atrevida cari¬ 
catura, dando al conjunto de su persona una es¬ 
fericidad, por no decir rotundidez, singularmen¬ 
te absurda. Naturalmente era imposible verle 
los piés, pero las manos eran monstruosamente 
gruesas; los cabellos entrecanos, atados en la 
nuca á manera de coleta; la nariz, verdadero 
prodigio en longitud, corva y amoratada; los 
ojos cargados, vivos y penetrantes; la barba y 
las mejillas, no obstante las arrugas de que se 
hallaban surcadas por la vejez, eran anchas y 
carnosas, pero en los lados de la cabeza no habia 
señal siquiera de orejas. Su traje consistia en un 
paletot ó saco de paño azul celeste, calzón ajus¬ 
tado por la rodilla con hevillas de plata, un cha- 



EDGAR POE. 


272 

leco de tela amarilla muy brillante, una gorra 
de tafetán blanco picarescamente inclinada á un 
lado de la cabeza, y finalmente, como complemento 
de tal equipaje, un pañuelo color de grana puesto 
al cuello, formando un lazo superlativo, cuyas 
puntas estraordinariamente largas caian preten¬ 
ciosamente sobre el pecho. 

Situado, como ya dejo dicho, á cien piés del 
suelo, el viejecillo mostró súbitamente ser. presa 
de una agitación nerviosa y dió señales de no 
tener gran deseo de acercarse más á la tierra 
firme. Arrojó cierta cantidad de arena de un 
saco en que la llevaba y que levantó con gran 
trabajo, logrando con esta operación permanecer 
estacionario un corto espacio de tiempo, que 
aprovechó en sacar dal bolsillo de su paletot, con 
rapidez y agitación, una gran cartera de tafile¬ 
te, examinándola con recelosa sorpresa, eviden- 
mente admirado de su peso. Abrióla al fin, sacó 
de ella una enorme carta sellada con lacre rojo 
y cuidadosamente envuelta con un hilo del pro¬ 
pio color, y la dejó caer exactamente á los piós 
del burgomaestre Superbus Yon Underduk. 

Su Escelencia se inclinó para recogerla, pero 
el aereonáuta, mostrando siempre la misma in¬ 
quietud, y no teniendo por lo visto otros nego¬ 
cios que le detuviesen en Rotterdam, comenzó 
precipitadamente á arreglar sus preparativos de 
marcha, arrojando uno tras otro hasta media 
docena de sacos del lastre que llevaba, con el in¬ 
tento de poder así elevarse nuevamente; mas co- 






HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 273 

mo no quiso tomarse la molestia siquiera de 
vaciarlos, fueron todos á dar sobre las costillas 
del mal aventurado burgomaestre, que hubo de 
verse aporreado y puesto, bien contra su volun¬ 
tad, seis veces seguidas en cuclillas á los ojos de 
la ciudad entera de Rotterdam. 

No se crea por esto que el gran Underduk 
dejase impune semejante impertinencia departe 
del vejete, sino que al contrario, castigó el ul- 
trage de los seis porrazos, con otras tantas bo¬ 
canadas de humo, que con furia estrujo de su ado¬ 
rada pipa, sujeta siempre entre los dientes con 
todas sus fuerzas, tal cuál se propone mantener¬ 
la (si Dios no se lo impide), hasta el dia mismo 
de su muerte. 

El globo mientras tanto subia como una ¡alon¬ 
dra, acabando por desaparecer tranquilamente 
detras de una nube semejante á la otra de que 
surgió de modo tan singular, perdiéndose com¬ 
pletamente de vista á los espantados ojos de los 
honrados vecinos de Rotterdam. 

La atención general se fijó desde este momen¬ 
to sobre la carta, cuya tramision, unida á las 
consecuencias que la siguieron, estuvo á pique 
de ser fatal á la persona y á la dignidad de su Es- 
celencia Yon Underduk. Entretanto nuestro fun¬ 
cionario cuidó, mientras duraban sus movimien¬ 
tos giratorios, de poner á buen recaudo y en 
seguridad la parte más importante del asunto, 
es decir la carta, que á juzgar por el sobre esta¬ 
ba en manos de su verdadero., dueño, en razón 



274 EDGAR POE. 

á que venia dirigida en primer lugar á su per¬ 
sona y además al profesor Rudabub, designados' 
ambos por sus respectivas dignidades de presi¬ 
dente y vice-presidente del colegio astronómico 
de Rotterdam. Abierta inmediatamente por estos 
señores, hallaron la siguiente estraordinaria co¬ 
municación, bien grave á fé mia: 

A Sus Escelencias Von Underduk y Rudabub , 
-presidente y vice-presidente del colegio na¬ 
cional astronómico de la ciudad de Rotter¬ 
dam. 

Tal vez Sus Escelencias no se acordarán si¬ 
quiera de un humilde artesano, cuya profesión 
era componer fuelles, llamado Hans Pfaall, y 
que desapareció de Rotterdam de la noche á la 
mañana con otras tres personas más, de una ma¬ 
nera que imagino difícil haya nadie podido to¬ 
davía esplicar; pero este mismo Hans Pfaall es 
hoy, quien con perdón de Sus Escelencias les di¬ 
rige la presente comunicación. Es un hecho bien 
notorio entre la mayor parte de mis conciudada¬ 
nos, que por espacio de cuarenta años habité la 
casita de ladrillo que se halla á la entrada de la 
callejuela de Sauer 7iraut (l) y allí moraba aun 
en la época de mi desaparición. Mis antepasados 
vivieron esta misma casa desde tiempo 'inmemO" . 
rial, y como yo, tuvieron siempre la misma res- 


(á) Berzas ágrias. 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 275 

petable y lucrativa profesión de componer y re¬ 
mendar fuelles; profesión, que en verdad, hasta 
estos últimos años, en que todo lo ha invadido 
la política levantando á nuestra generación de 
cascos, era la industria más productiva que po- 
dia ejercer en Rotterdam un ciudadano honrado, 
tal cual siempre lo he sido yo. Estaba acreditado, 
me sobraba parroquia, y no me faltaban dinero ni 
buenos deseos; mas como ya dejo indicado, no 
tardé en sufrir los efectos de la libertad, de las 
peroratas interminables, del radicalismo y otras 
drogas semejantes; porque á algunos que hasta 
aquella época habian sido los mejores parro¬ 
quianos del mundo, les faltaba el tiempo necesa¬ 
rio para pensar en mí, no teniendo suficiente 
para estudiar la historia de las revoluciones, y 
vigilar afanosos los progresos de la inteligencia 
y el espíritu del siglo. 

Eneendian la lumbre sin más fuelle que los 
periódicos, y á la par que crecía la debilidad 
del gobierno, adquiría yo la convicción de que 
el cuero y el hierro aumentaban en tenacidad 
y resistencia de modo tal, que acabó por no 
encontrarse en todo Rotterdam un solo fuelle 
que hubiese menester compostura, ni que exi¬ 
giese las caricias del martillo. Semejante situa¬ 
ción era insostenible; no tardé mucho tiempo 
en Yerme más pobre que una rata, y como por 
añadidura tenia mujer é hijos que mantener, mis 
obligaciones llegaron á hacérseme insoportables, 
de manera que concluí por ocupar todo mi tiem- 



276 EDGAR POE. 

po en reflexionar sobre el mejor medio de suici¬ 
darme. 

Entretanto mis importunos acreedores apenas 
me dejaban libre un solo momento de meditación, 
y mi casa se hallaba literal y materialmente si¬ 
tiada por ellos desde la mañana hasta la noche. 
Tres especialmente me incomodaban de un modo 
espantoso, haciendo la centinela continuamente 
en mi puerta y amenazándome siempre con los 
tribunales. Propúseme tomar venganza de aque¬ 
llos tres maldecidos, si alguna vez llegaba á te¬ 
ner la dicha de poderlos coger entre mis uñas; 
asi que la dulce esperanza de realizar tal deseo, 
fué la causa que me impidió ejecutar inmediata¬ 
mente el plan de suicidio, reducido á levantar¬ 
me la tapa de los sesos de un trabucazo. Mien¬ 
tras tanto pensé convendria más disimular la cóle¬ 
ra, ser largo en promesas y no escaso en buenas 
palabras, para dar así tiepapo á que la veleidosa 
fortuna ofreciera ocasión propicia al logro de 
mi venganza. 

Un dia que conseguí burlar la vigilancia de 
mis acreedores y que me hallaba más abatido 
que de costumbre estuve vagando mucho tiem¬ 
po sin objeto ni fin alguno por las calles más 
lóbregas hasta darme un encontrón con el pues¬ 
to de un librero ambulante; dejóme caer sobre 
un sillón allí colocado para comodidad de los 
lectores, y sin darme razón de lo que hacía,‘con 
un humor endiablado, abrí el primer libro que en¬ 
contré á la mano. Era un reducido folleto de as- 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 277 

tronomfa especulativa, escrito no sé si por el pro¬ 
fesor Enckede Berin, ó por un francés cuyo nom¬ 
bre tenía con el de este mucha semejanza. Aunque 
mis conocimientos en tal materia no pasaban 
de ser muy ligeros, quedé tan absorto en la 
lectura de la obra, que la leí dos veces desde el 
principio hasta el fin, antes de poder darme 
cuenta de lo que me rodeaba. 

Estaba ya anocheciendo y hube de volver á 
casa, pero la lectura del folleto (que coincidía 
con un descubrimiento pneumático que acababa 
de trasmitirme un primo mió desde Nantes como .. 
un-secreto importantísimo), produjo en mi ima¬ 
ginación una impresión indeleble; de manera 
que vagando por las calles, envueltas enpas som¬ 
bras del crepúsculo, repasaba en la memoria 
los razonamientos estraños y poco inteligibles 
del escritor, con especialidad algunos trozos que 
me chocaron estraordinariamente. Cuanto más 
reflexionaba sobre ellos, más crecia el interés 
que meescitaban, y aunque mis conocimientos 
generales eran pocos, como he dicho, y en lo 
que tuviera relación con la filosofía natural, 
mucha mi ignorancia, lejos de desconfiar de mi 
aptitud para comprender lo leido, ó de mirar 
con recelo las nociones vagas y confusas que 
pudo hacer surgir la lectura en mi imaginación; 
todo se convertía únicamente en aguijón más y 
más fuerte del deseo, siendo yo harto vanidoso 
6 tal vez sensato, para llegar hasta la sospe¬ 
cha de si ciertas ideas? difíciles de digerir, que 



278 EDGAR POE. 

á veces producen las cabezas más desarregla¬ 
das, no contienen en su seno (cuando tan per¬ 
fectamente lo muestran al parecer), toda la 
fuerza, realidad y demás propiedades inheren¬ 
tes al instinto y la intuición. 

Llegué á mi casa tarde y me metí en la cama 
inmediatamente; pero demasiado preocupado 
para dormir, pasé la noche entera meditando; 
levantéme muy temprano y me dirigí al pues¬ 
to del librero, y allí gastó el poco dinero que 
tenía comprando algunos tomos de mecánica y 
astronomía prácticas, que cual un tesoro llevó 
á mi aposento, en donde desde aquel punto me 
encerré consagrando á la lectura todo el tiem¬ 
po de que podía disponer. Hice de este modo 
bastantes adelantos en el nuevo estudio, para 
poner por obra cierto proyecto, que el diablo ó 
mi ángel tutelar debieron inspirarme. 

Esforzábame mientras tanto en captarme la 
voluntad de los acreedores que constituían mi 
tormento, lográndolo con vender la mayor par¬ 
te de mis muebles para satisfacer la mitad de 
su crédito, prometiéndoles saldar la diferen¬ 
cia después que realizara un proyecto que me 
bullía en la cabeza, y que necesitaba de su coo¬ 
peración para llevarse á cabo. Merced á estos 
medios y á la circunstancia de que los tres eran 
muy ignorantes, conseguí sin gran dificultad 
que me ayudaran. 

Arregladas de esta manera las cosas, me de¬ 
diqué, auxiliado por mi mujer, tomando siem- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 279 

pre grandes precauciones y con el mayor sigilo, á 
vender todo cuanto tenía, y á reunir por medio de 
cortos préstamos, pedidos bajo diversos pretes- 
tos, una cantidad razonable en dinero contante, 
sin dárseme un ardite, y sin tomarme la pena 
(con rubor lo confieso), de si podría ó no devol¬ 
verlo. 

Gracias á este aumento en mis recursos, pu¬ 
de ir comprando muchas piezas de buena batis¬ 
ta, de á doce yardas cada una, bramante, una 
porción de barniz de cautchouc, una cesta de 
mimbres grande y honda, hecha á propósito, y 
finalmente otros vários enseres y artículos ne¬ 
cesarios para la construcción de un globo de di¬ 
mensiones estraordinarias. Encargué el cosido á 
mi mujer, así como la precipitación en la obra, 
dándola cuantas instrucciones necesitó para lle¬ 
varla á cabo. 

Con el bramante hice al mismo tiempo una 
red bastante grande para cubrir un aro que su¬ 
jeté con cuerdas, y reuní gran número de instru¬ 
mentos y materias útiles para hacer esperien- 
cias en las regiones elevadas de la atmósfera. 
De noche y con cautela llevé á un lugar apar¬ 
tado y oculto, al este de Rotterdam, cinco bar¬ 
ricas con aros de hierro, de cabida de unos cin¬ 
cuenta gallones, y otra mayor que las anterio¬ 
res; seis tubos de hoja de lata de tres pulgadas 
de diámetro y diez piés de largo, dispuestos ad 
hoc; cantidad suficiente de cierta sustancia me¬ 
tálica ó semimetálica , cuyo nombre me callo, y 



280 EDGAR POE. 

una docena de castañas ó vasijas, llenas de cier¬ 
to ácido muy común. El gas resultante de esta 
combinación es desconocido y no fabricado has¬ 
ta hoy más qué por mí, ó cuando menos soy el 
único que lo haya aplicado á semejante objeto. 
Cuanto puedo decir en este lugar es que forma 
una de las partes constitutivas del ázoe , mira¬ 
do hace tanto tiemdo como irreductible, siendo 
su densidad treinta y siete veces y cuatro dé¬ 
cimas menor que la del hidrógeno. Carece de sa¬ 
bor, mas no de olor, arde cuanto está puro, pro¬ 
duce una llama verdosa, y ataca rápidamente 
la vida animal. Ninguna dificultad tendría en 
dar mi secreto á conocer, mas pertenece de de¬ 
recho, como ya dejo indicado,. á un vecino de 
Nantes, que me lo ha trasmitido con ciertas con¬ 
diciones. 

La misma persona, sin idea alguna de mi 
proyecto, me ha enseñado un procedimiento pa¬ 
ra construir los globos, con un tegido animal, 
que imposibilita totalmente las fugas de gas; 
pero como este tegido era mucho más caro para 
mí, hube de contentarme con batista revestida 
de barniz de cautchouc que creí y hallé ser igual¬ 
mente buena. Menciono esto, por parecerme pro¬ 
bable que el sugeto en cuestión intentará un dia, 
que no está lejos, una ascensión, valiéndose del 
nuevo gas y de la materia citada, y en manera 
alguna quiero arrebatarle el honor de tan ori¬ 
ginal invento. 

Secretamente abrí un hoyuelo en cada uno de 




HíSTORIAS ESTRAORDINARIAS. 281 

los sitios que habían de ocupar las barricas pe¬ 
queñas, de modo que estos hoyos se hallasen co¬ 
locados á distancias iguales y sobre una cir¬ 
cunferencia de veinticinco piés de diámetro; y 
en el centro que debía estar la barrica mayor 
hice un hoyo de más profundidad, colocando 
después en los primeros, sendas cajas de hoja 
de lata, que contenían unas cincuenta libras de 
pólvora, y en el del centro un barril con cien¬ 
to cincuenta libras de igual materia esplosiva. 
Puse en comunicación con regueros de pólvora 
cubiertos el barril y las cinco cajas; metí en 
una de estas la punta de una mecha de cuatro 
piés de largo, rellené el hoyo, planté sobre él la 
barrica, dejando saliese únicamente por bajo de 
la misma una pulgada escasa de la otra punta 
de la mecha, con lo que era sumamente difícil 
apercibirla; y finalmente, rellenos los hoyos res¬ 
tantes, coloqué encima las demás barricas. 

También llevé á mi depósito general ocul¬ 
tándolo allí, á más de los objetos referidos, uno 
de los aparatos perfeccionados de Grimm para la 
condensación del aire atmosférico. Este apara¬ 
to necesitaba modificaciones singulares, para 
ser aplicable al uso que me proponía hacer de 
él; pero gracias á la incesante perseverancia y 
al trabajo tenaz que empleé, conseguí resulta¬ 
dos satisfactorios, tanto en este como en los 
demás preparativos. No tardó en ver mi globo 
concluido; su volúmen pasaba de cuarenta mil 
piés cúbicos, pudiendo sin dificultad levantar, 



282 EDGAR POE. 

según calculé, no solo mi persona y todos los 
efectos que pensaba llevar, sino que bien mane¬ 
jado y dirigido, podría levantar al propio tiem¬ 
po ciento setenta y cinco libras de lastre. Con 
las tres capas ó manos que le di de barniz, la 
batista sustituía sin mucha diferencia á la se¬ 
da, siéndola casi igual en fuerza y muy superior 
en baratura. 

Arreglado ya todo, exigí á mi muger jura¬ 
ra mantendría un secreto absoluto sobre mis ac¬ 
ciones desde el dia de mi primera visita al libre¬ 
ro, prometiéndola yo á mi vez en cambio, vol¬ 
ver inmediatamente que las circunstancias me 
lo permitieran; despedime de ella y la entregué el 
poco dinero que me quedaba. A decir verdad no 
me inquietaba dejar sola á mi muger, que era 
lo que comunmente se llama en el mundo una 
muger escepcional y notable, harto capaz de 
manejarse sin auxilio mió; y luego también, si 
he de decirlo todo, tengo la convicción de que 
siempre me ha mirado como á un infeliz haragan 
á propósito únicamente para hacer castillos 
en el aire, de manera que debió congratularse 
de mi marcha y de su libertad. Era ya de noche 
cuando me despedí de ella, y en compañía de los 
tres acreedores, que tanto me habían hecho ra¬ 
biar, á guisa de ayudantes de campo, llevamos 
el globo, la barquilla y demás accesorios, por 
un camino estraviado, al lugar en que ya esta¬ 
ban los útiles restantes, y que hallamos in¬ 
tactos, y de modo que inmediatamente puse 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 283 

con mis compañeros manos á la obra. 

Estábamos á primero de Abril, la noche era 
muy oscura, no se percibia una estrella y la 
espesa llovizna que caía á ratos nos molestaba 
mucho. Hallábame inquieto por el globo, que á 
despecho del barniz que lo cubría, comenzaba á 
pesar con la humedad, mientras también temía 
que la pólvora se averiase. Hice por lo mismo 
trabajar con ahinco á mis tres nécios, rodear de 
hielo la barrica central y remover el ácido en 
las demás. Entretanto no cesaban de fastidiar¬ 
me á preguntas, encaminadas todas á averiguar 
lo que trataba yo de hacer con aquel aparato, 
manifestando bien á las claras su disgusto há- 
cia el penoso trabajo que les imponía. Decíanme 
que no les era dable comprender lo que pudiera 
resultar de bueno con calarse hasta los huesos 
de aquel modo, únicamente para ser cómplices 
con tan abominable hechicería. Principié pues, 
á recelar un tanto, y puse todo mi conato en 
adelantar la obra, porque ya era indudable que 
aquellos idiotas se imaginaban que tenía pac¬ 
to con el diablo, y cuanto ejecutaba les ponía 
más intranquilos. Tuve un momento serios te¬ 
mores de que me dejaran plantado, y procuré 
calmarlos ofreciendo pagarles hasta el último 
maravedí, tan luego como concluyésemos nues¬ 
tro trabajo. Como debe suponerse, interpreta¬ 
ron á su gusto mis promesas, y creyeron sin 
duda que de un modo ó de otro, puesto que 
lba á hacerme dueño de una inmensa canti- 



284 EDGAR POE. 

dad de dinero contante, y les pagaba la déu- 
da por completo y con más algún piquillo por 
razón de su ayuda, les importaba poco el pe¬ 
ligro que pudieran correr sus almas ni mis 
huesos. 

Al cabo de cuatro horas y media me pareció 
que el globo se hallaba ya bastante hinchado; col¬ 
gué la barquilla, coloqué todo mi equipaje, un 
telescopio, un barómetro con ciertas modifica¬ 
ciones importantes, un termómetro, un elec¬ 
trómetro, compás, brújula, un relój con indica¬ 
dor de segundos, una campana, una bocina, etc., 
etc., y asimismo una esfera de cristal en que lia- 
bia hecho el vacío, herméticamente cerrada, 
el aparato condensador, cal viva, una barra de 
lacre, agua en abundancia, víveres no escasos, y 
entre ellos el pemmican, (1) que tanta materia 
nutritiva contiene en un volúmen muy reduci¬ 
do, y finalmente puse en mi barquilla un par 
de pichones y una gata. 

Próximo el amanecer, creí llegado el momen¬ 
to de verificar la partida, dejó caer al suelo el 
cigarro encendido, y al bajarme para recojerlo, 
puse cautelosamente fuego á la mecha cuya pun¬ 
ta, como ya dije, sobresalia un poco por deba¬ 
jo de una de las barricas menores. Hecha esta 
maniobra, de que ni por pienso pudieron aper¬ 
cibirse mis tres verdugos, salté á la barquilla, 


(1) Pkmma del latin, vianda cocida , y micon del griego, 
un poco. 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 285 

cortó la cuerda única que la sugetaba á la tier¬ 
ra, y lleno de gozo observé que me elevaba con 
rapidez inconcebible, soportando el globo sus 
ciento setenta y cinco libras de lastre de plo¬ 
mo, tan perfectamente, que tuve la persuasión 
de que hubiese aguantado doble peso. Cuando 
dejó la tierra, señalaba el barómetro treinta 
pulgadas, y el termómetro centígrado diez y 
nueve grados. 

Habría subido ya como unas cincuenta yar¬ 
das, cuando una tromba de fuego, piedras, ma¬ 
dera y metales inflamados, revuelto todo con 
miembros humanos destrozados, me alcanzó con 
un rugido espantoso, dejándome tan sobrecojido, 
que me arrojé temblando de miedo en el fondo 
de la barquilla. Comprendí entonces cuan espan¬ 
tosamente había cargado la mina y que aun me 
restaba sufrir las principales consecuencias de 
la sacudida. Con efecto, no había trascurrido 
un segundo, cuando toda la sangre se agolpó en 
mis sienes, y súbita inmediata ó inopinada, una 
conmoción, que jamás se borrará de mi memo¬ 
ria, estalló en medio de la oscuridad, como si 
se rasgase en dos pedazos el firmamento mismo. 
Más tarde y cuando ya pude reflexionar, no de¬ 
jé de explicarme la causa de la estremada vio¬ 
lencia de la esplosion, que no era otra sino la 
de que yo me hallaba situado en la vertical 
que pasaba por la mina, y de consiguiente en 
la línea en que su acción debía de ser más po¬ 
derosa. Como es de suponer, en tal momento 



286 EDGAR POE. 

no pensé más que en salvarme. El globo se aplas¬ 
tó primero, después se estiró con furia, luego 
comenzó á dar vueltas con una rapidez verti¬ 
ginosa, y finalmente tambaleándose y revol¬ 
viéndose, como un hombre borracho, me arrojó 
por encima del borde de la barquilla, dejándome 
á una altura espantosa, enganchado y cabeza 
abajo, de la punta de una cuerda muy delgada 
de tres piés de larga, casualmente pendiente al 
través de una hendidura del fondo de la cesta, y 
que providencialmente hubo de enredárseme ai 
pié izquierdo cuando caí. Es imposible, de abso¬ 
luta imposibilidad, formar una idea exacta del 
horror de mi situación: abrí convulsivamente 
la boca para respirar, y un calofrío, semejante 
al producido por la calentura, recorrió mis nér- 
vios y músculos y todo mi sér; creí saltaban mis 
ojos de sus órbitas; un mareo espantoso me do¬ 
minó y me desmayé perdiendo completamente- el 
conocimiento. 

No podré fijar el tiempo que en tal estado per¬ 
manecí; pero debió de trascurrir mucho, porque 
cuando recobré en parte el uso de los sentidos, 
tí que amanecía ya; el globo se hallaba á una 
altura prodigiosa y sobre la inmensidad delOccéa- 
no, no percibiéndose en todo a-quel vastísimo ho¬ 
rizonte señal alguna de tierra. Al volver en mí 
no esperiraenté sensaciones tan dolorosas como 
era de creer debía sufrir, y á la verdad podía con 
harta exactitud calificarse de locura la contem¬ 
plación plácida con que en un principio me puse 



HISTORIAS estraordinarias. 287 

á analizar mi situación. Llevé las manos una 
tras otra delante de los ojos, y tratando admira¬ 
do de dar con la causa de la hinchazón de las 
venas y el horrible ennegrecimiento de las uñas: 
después examiné cuidadosamente la cabeza, sa¬ 
cudiéndola repetidas veces y palpándola con mi¬ 
nuciosa atención, hasta que por fin me persuadí 
de que felizmente no tenia el tamaño de globo, 
tal cual horrorizado llegué á imaginar: luego, 
con la costumbre de quien conoce perfectamente 
el lugar ocupado por sus bolsillos, palpé tam¬ 
bién los del pantalón y reparé habia perdido mi 
libro de apuntes y mi palillero; mas no pudien- 
do lograr darme razón de esta desaparición, sen¬ 
tí un disgusto inesplicable. Parecióma entonces 
que tenia un dolor muy vivo en el empeine del 
pié izquierdo, y aunque confusa y vagamente 
comenzó á pintarse en mi entendimiento la con¬ 
ciencia de mi situación. Lo raro es que no es- 
perimente admiración ni terror; y si alguna emo¬ 
ción pasó por mí, fué la de una especie de satis¬ 
facción ó de complacencia, pensando en la des¬ 
treza que tendria que desplegar para salir de 
sifuacion tan estraña; porque ni por un solo 
instante me asaltó la idea de la muerte. Perma¬ 
necí algunos minutos sumido en profunda medi¬ 
tación, y hasta recuerdo perfectamente, que más 
de una vez apreté los lábios, coloqué el índice á 
un lado de la nariz, y hasta gesticulé de la mis¬ 
ma manera que suele hacerlo una persona cómo¬ 
damente arrellanada en un sillón cuando medita 



288 EDGAR POE. 

sobre asuntos complicados é importantes. 

Así que á juicio mió hube reunido lo necesa¬ 
rio mis ideas, llevé con la más perfecta delibe¬ 
ración las manos á la espalda y me quité una 
hevilla de hierro grande que tenia en la cintura 
del pantalón. La hevilla era de tres púas, que 
un poco oxidadas ya, giraban con dificultad sobre 
su eje; pero á fuerza de paciencia logré hacer 
formasen un ángulo recto con el cuerpo de la 
hevilla, observando con alegria que se mante¬ 
nían con firmeza fijas en dicha posición. Con 
esta especie de instrumento entre los dientes me 
dediqué á deshacer el nudo de la corbata, ma¬ 
niobra que ejecuté descansando á ratos, pero que 
verifiqué al cabo. En una punta de la corbata 
sugeté la hevilla, y para mayor seguridad me 
até la otra á la muñeca. Desplegando entónces 
una prodigiosa fuerza muscular, levanté el cuer¬ 
po y conseguí al primer golpe arrojar la hevilla 
enganchándola en el reborde circular de mim¬ 
bres. Mi cuerpo quedó formado con la pared es¬ 
tertor de la barquilla un ángulo de cuarenta y 
cinco grados; más no se entienda por esto que 
semejante inclinación fuese con respecto á la 
vertical, sino que más bien al contrario, me 
encontraba yo en un plano casi paralelo al ho¬ 
rizontal, pues que la nueva posición que tomé, 
separó de la suya el fondo de la barquilla, ha¬ 
ciendo mayor el riesgo en que me hallaba. 

Suponiendo que al principio hubiese yo caído 
de la barquilla quedando vuelta la cara al globo, 



HISTORIAS ESTARA ORDINARIAS. 289 

en ; yez de volverla como la tenia al lado opuesto, 

6 bien que la cuerda en que quedé enganchado 
colgara por casualidad del, borde superior en 
lugar de atravesar, una hendidura del fondo, 
fácilmente se comprenderá que en ambas hi¬ 
pótesis hubiérame sido totalmente imposible 
realizar semejante milagro, perdiendo por com¬ 
plete, I a posteridad estas revelaciones. Muchos 
motives tenia para bendecir á la fortuna; pero 
quedé tan estupefacto y tan incapaz de obrar, 
queme mantuve colgando cerca de un cuarto de 
hora • en tan singular posición, abismado en una 
estraña .calma y una beatitud idiota, sin inten¬ 
tar un esfuerzo nuevo, ni aun el más ligero: pero 
semejante estado de mi ser se disipó pronto y 
dió lugar-á un sentimiento de horror, espanta 
y absoluta desesperación. Lo cierto fué que 
la sangre acumulada por tanto espacio en los 
vasos de la cabeza y garganta, causándome una 
especie de saludable delirio, semejante en su 
acción á la energía, empezó á refluir y circular 
tomando su nivel, de manera que con el aumento 
de, lucidez, crecía en mí la percepción del riesgo 
y me quitaba el valor y la sangre fria necesarios 
para arrostrarlos. Felizmente no duró mucho 
este decaimiento; la energía de la desesperación 
volvió de nuevo, y dando gritos y haciendo es¬ 
fuerzos frenéticos, me arrojé convulsivamente 
con incansable insistencia, hasta que producién¬ 
dose un sacudimiento general, pude por fin agar- 
al anhelado borde con las manos más 
10 


rarme 




290 EDGAR POE. 

apretadas que un tornillo, y retorciendo el 
cuerpo por encima, caí de cabeza y jadeando en 
el fondo de la barquilla. 

Hasta que hubo transcurrido cierto tiempo, 
no fui bastante dueño de mí mismo para ocupar¬ 
me del globo, pero así que pude hacerlo, lo exa¬ 
miné atentamente y observé con la mayor ale¬ 
gría que ningún daño habia sufrido, hallando 
asimismo intactos mis instrumentos todos y sin 
menoscabo por dicha el lastre, ni las provisio¬ 
nes; aunque bien es verdad, que todo lo habia 
yo sujetado con firmeza en su lugar y era difi¬ 
cilísimo trastorno alguno. Miré el reloj y eran 
las seis: continuaba ascendiendo, rápidamente y 
según la observación de mi barómetro estaba 
á tres millas y tres cuartos de altura. Exacta¬ 
mente debajo del globo, percibí en el Occéano un 
objeto negro y pequeño, y un tanto alargado, 
semejante en dimensiones á una ficha de dominó 
y parecido más que á otra cosa á un juguete: le 
dirigí el telescopio y vi con claridad era un na¬ 
vio inglés de noventa y cuatro cañones balan¬ 
ceándose pesadamente en el mar, orzando y con 
la proa al este-sud-oeste. Escepto este buque no 
vi absolutamente objeto alguno sino el mar, el 
cielo, y el sol que hacia tiempo ya se hallaba en 
el horizonte. 

Es llegado el caso de manifestar á Vuecen- 
cias el objeto de mi viage. Supongo no habrán 
Vuecencias echado en olvido que mi deplorable 
situación en Rotterdam acabó porque me deci- 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 291 

diese al suicidio, y siiv embargo no sentia dis¬ 
gusto verdadero de la vida misma, sino que es¬ 
taba fatigado y cansado hasta más no poder de 
las miserias accidentales de mi posición. Con el 
ánimo tan atribulado, ansiando vivir todavía y 
sin embargo aburrido de la vida, encontré un 
recurso en mi imaginación, al leer en casa del 
librero aquel folleto, apoyado con el oportuno 
descubrimiento hecho en Nantes por mi primo. 
Tomé un partido definitivo; resolví abandonar la 
tierra, pero no la existencia; salir del mundo 
sin dejar la vida; y para acabar de una vez con 
enigmas y rodeos, propúseme sin reparar en na¬ 
da, ver de encontrar, á ser dable, caminos y me¬ 
dios para llegar hasta la luna. 

Para que ahora no se me tenga por más loco 
que lo que soy, espondré minuciosamente y como 
mejor se me alcance, las consideraciones que me 
indujeron á suponer, que semejante empresa aun¬ 
que erizada de dificultades y llena de peligros, 
no era totalmente imposible para un espíritu 
emprendedor. 

Lo primero que necesitaba considerar era la 
distancia material de la luna á la tierra. La dis¬ 
tancia media ó aproximada entre los centros del 
planeta y su satélite, es de cincuenta y nueve 
veces más una fracción, el rádio terrestre en el 
ecuador, ó lo que es lo mismo, unas 237.000 mi¬ 
llas. Aunque he dicho distancia media ó aproxi¬ 
mada, se comprenderá fácilmente, que siendo la 
órbita lunar una elipse, cuya escentricidad no 


292 EDGAR POE. 

baja de 0.05484 de su semi-eje mayor, y hallán¬ 
dose la tierra en uno de los focos de esta elipse; 
logrando yo de un modo cualquiera encontrar á 
la luna en el perigéo, se disminuía reparable¬ 
mente la distancia evaluada antes, y por tanto 
mi viaje. Mas dejando aparte tal hipótesis, era 
lo cierto, que de las 237.000 millas, debía restar 
los rádios de la tierra y de la luna, de 4,000 el 
primero y de 1.080 el segundo, por manera que 
quedaba reducida á 231.920 millas la estension 
aproximada de mi camino, cuyo espacio no era 
á mi parecer tan estraordinariamente conside¬ 
rable. Viajamos sobre la tierra con una veloci¬ 
dad de sesenta millas por hora, y es de suponer 
sea con el tiempo mayor aun la que se logre al¬ 
canzar; pero contentándome con la primera, de¬ 
berían bastarme 161 dias para llegar á la super¬ 
ficie lunar. Gran nfimero de circunstancias me 
inducían ademas á creer que la rapidez, con que 
se verificaría mi viage, seria mucho mayor que 
la de 60 millas por hora; mas como estas consi¬ 
deraciones me produjeron una impresión profun¬ 
dísima, necesito esplicarlas estensamente y esto 
lo haré más adelante. 

La segunda cuestión, que necesitaba exami¬ 
nar, tenia una importancia muy diferente. Según 
las indicaciones barométricas, sabemos que ele¬ 
vándose por encima de la superficie terrestre 
1.000 pies, déjase debajo, casi una treintava par¬ 
te de la masa atmosférica; elevándose á 10,600 
piés, dejamos una tercera parte; y á los 18,009 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 293 

que es próximamente la altura del Cotopaxi, 
quédasenos por debajo la mitad de la masa fluida 
ó de la parte ponderable del aire que rodea nues¬ 
tro globo. Hállase calculado asimismo, que á 
una altura que no esceda de la centésima parte 
del diámetro terrestre, ó lo que es lo mismo, de 
unas 80 millas, la rarefacción debe ser tal, que 
la vida animal no pueda sostenerse; y que ade¬ 
mas por delicados y sutiles que fueren los medios 
empleados para conocer la presencia de la atmós¬ 
fera, serian inútiles, vanos é insuficientes. No 
dejé sin embargo de tener en cuenta, que estos 
últimos cálculos se hallaban apoyados únicamen¬ 
te en nuestros conocimientos esperimentales de 
las propiedades del aire y de las leyes mecánicas 
que rigen á su dilatación y compresión, cuan¬ 
do tales esperiencias tienen lugar no más que 
(comparativamente hablando), en la proximidad 
ó inmediación de la masa terrestre. Considerase 
como un hecho cierto, que á.una distancia dada 
pero inaccesible de la superficie, la vida ani¬ 
mal es y debe ser esencialmente incapaz de mo¬ 
dificación; pero también es verdad, que todo ra- • 
ciocinio de esta especie, hecho con datos seme¬ 
jantes, no puede evidentemente ser mas que una 
pura deducción por analogía. Veinte y cinco mil 
piés, puede decirse, es la altura máxima á que 
ha llegado el hombre, pues no pasó de esta la 
ascensión aérea de M., M. Gay Lussac y Biot 
altura harto escasa, comparada con las 80 millas 
en cuestión, de suerte que me pareció queda- 



294 EDGAR. POE. 

ba lugar á la duda y vasto campo á las conje¬ 
turas. 

Suponiendo verificada una ascensión á una 
altura cualquiera dada, es el hecho, que la can¬ 
tidad de aire ponderable que se atraviesa du¬ 
rante todo el período ulterior de la ascensión, 
no se encuentra en proporción con la altura 
adicional adquirida, según ha podido verse por 
lo que ante dijimos, sino que tiene con ella una 
razón constantemente decreciente. Será por tan¬ 
to evidente, que si nos elevamos á la mayor al¬ 
tura posible, no podamos literalmente llegar á 
un límite ó término, mas allá del cual cese ab¬ 
solutamente de existir la atmósfera. Mi conclu¬ 
sión fué que debía existir , por más q\iQ podría 
á la verdad, tener un estado de rarefacción in¬ 
finito. 

Bien sé que por otra parte no escasean los 
argumentos para probar que la atmósfera tiene 
un límite real y determinado, pasado el cual no 
hay aire respirable; pero existe una circuns¬ 
tancia, que los que así opinan no han tenido en 
cuenta, y que si bien no es una concluyente re¬ 
futación de su doctrina, es asunto sobrado dig¬ 
no de una investigación concienzuda y grave. 
Comparando los intérvalos de tiempo entre los 
pasos sucesivos del cometa de Encke por su pe- 
rihelio, y tomando en cuenta todas las pertur¬ 
baciones producidas por la atracción planetaria; 
Temos que los períodos disminuyen gradual¬ 
mente, ó lo que es lo mismo, el eje mayor de la 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 295 

elipse que recorre el cometa, va acortándose 
lentamente, pero de un modo regular. Esto mis¬ 
mo, que vemos por medio de la observación, es 
lo que debe tener lugar precisamente, si supone¬ 
mos que el cometa esperimenta la resistencia 
que le opondría un medio ethéreo escesivamen » 
te raro que invadiese las regiones por las cuales 
pasa su órbita; porque indudablemente este me¬ 
dio debe, retardando la velocidad del cometa, 
aumentar su fuerza centrípeta y disminuir la 
centrífuga; que viene á ser en otros términos lo 
mismo que decir, que haciéndose cada vez más 
poderosa la fuerza de atracción solar, el cometa 
se acercará más y más al sol. Lo cierto es que 
no hay otro modo de esplicar satisfactoriamente 
esta variación. 

Queda otro hecho importante que hacer no¬ 
tar y es, que el diámetro verdadero de la parte 
nebulosa del mismo cometa, se ha observado 
disminuye con rapidez á medida que se aproxi¬ 
ma al sol; y aumenta con la misma prontitud, 
á medida que se aleja caminando hácia su afe¬ 
lio. ¿No podría yo razonablemente suponer, como 
Mr. Vals, que esta condensación ó reducción de 
volúmen, la producía la compresión ejercida por 
el medio ethéreo de que acabamos de hablar, y 
cuya densidad está en razón inversa de la dis¬ 
tancia al sol? El fenómeno que afecta la forma 
lenticular, conocido con el nombre de luz zodia¬ 
cal, no deja tampoco de merecer la atención has¬ 
ta cierto punto. Esta luz tan perceptible entro 



296 EDGAR POE. 

los trópicos y que no es dable confundir con la 
de un meteoro cualquiera, elévase con oblicui¬ 
dad respecto al horizonte y sigue generalmente 
la línea del ecuador del sol; juzgué por tanto, 
que debía proceder evidentemente de una atmós¬ 
fera de poca densidad, que se estendía desde el 
sol hasta niás allá de la órbita de Venus cuando 
menos, y según mi juicio indefinidamente más 
lejos; porque no podía suponer que la curva que 
sigue el cometa en su marcha, fuera precisa¬ 
mente el límite de tal atmósfera, ni que tampoco 
se hallase esta reducida á ocupar únicamente la 
inmediación del sol. Es más sencilla la suposi¬ 
ción contraria, de que envuelve y llena la región 
entera de nuestro sistema planetario, conden¬ 
sándose en derredor de los planetas, y constitu¬ 
yendo lo que.nosotros llamamos atmósfera, mo¬ 
dificada tal vez en algunos por circunstancias 
puramente geológicas, ó alterada en sus propor¬ 
ciones ó en su naturaleza constitutiva, por las 
materias volatilizadas que pueden emanar de los 
globos respectivos. 

Mirando así la cuestión, ya no tenia porqué 
titubear. Suponiendo que en el camino encon¬ 
trase una atmósfera esencialmente semejante á 
la que envuelve á la tierra, reflexioné que á fa¬ 
vor del ingeniosísimo aparato de Mr. Griró, po¬ 
dría sin dificultad condensarla en cantidad sufi¬ 
ciente á las necesidades de la respiración, que¬ 
dando allanado así el principal obstáculo de un 
viaje á la luna. Gasté por tanto algún dinero 




HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 297 

y no poco trabajo en disponer y adaptar el apa¬ 
rato al objeto propuesto, y tenia confianza plena 
en sus resultados; con tal de que mi viaje no 
me costara mucho tiempo, circunstancia que 
me trae de nuevo á la cuestión de velocidad. 

Todo el mundo sabe que los globos, en el pri¬ 
mer período de su ascención, se elevan con una 
rapidez comparativamente moderada. La fuerza 
ascensional procede únicamente de la diferencia 
de peso entre el aire y el gás del globo; así, á 
primera vista no parece probable ni verosímil, 
que el globo al ganar en elevación y ocupar su¬ 
cesivamente capas atmosféricas de menor densi¬ 
dad, pueda adquirir más viveza y acelerar su 
velocidad primitiva. Por otra parte, no recuerdo 
que en ninguna relación de anteriores esperien- 
cias, esté consignado haya habido disminución 
aparente en velocidad absoluta de la ascensión, 
por más que esto pudiera suceder en razón á 
.fugas del gás á través del globo mal confeccio¬ 
nado, ordinariamente cubierto de barniz sin las 
condiciones necesarias, ó por cualquiera otras 
causas. Parecióme que el efecto de estas pérdi¬ 
das, podía no más contrabalancear la acelera¬ 
ción que debería adquirir el globo á medida que 
se alejase del centro de gravitación. Deduje, 
pues, que con tal de que en la travesía halla¬ 
se el medio que imaginaba, y su esencia fue¬ 
ra la misma que la esencia de lo. que nosotros 
llamamos, aire atmosférico, poco cuidado me 
daba encontrarlo en tal ó cual grado de rare- 




298 EDGAR POE. 

facción, por lo que se refiere á mi fuerza as- 
censional; pues no solo el gás del globo se en¬ 
contraría sometido á la misma rarefacción (en 
cuyo caso bastaba dar salida á una cantidad pro¬ 
porcional de gás bastante para evitar una ex¬ 
plosión), sino que por la naturaleza misma del 
gás, siempre habría de ser específicamente más 
ligero que cualquiera compuesto de ázoe puro y 
oxígeno. Tenia indudablemente una probabilidad 
y muy grande, de que en ningún período de mi 
ascensión llegase á un punto, en el que la suma 
de los pesos reunidos de mi inmenso globo, del 
gás inconcebiblemente raro que encerraba , de 
labar quilla y su contenido, pudiesen igualar 
el peso de la masa de atmósfera ambiente de - 
salo¡ada\ concibiéndose fácilmente que esto, so¬ 
lo podía detener mi fuga ascendente; quedán¬ 
dome todavía el arbitrio, si llegaba al punto en 
cuestión, de poder arrojar el lastre y otros obje¬ 
tos pesados que llevaba, y que juntos formarían 
un total de cerca de 300 libras. 

Debiendo la fuerza centrípeta disminuir siem¬ 
pre en razón del cuadrado de las distancias, lle¬ 
garía con una velocidad prodigiosamente acele¬ 
rada á remotas regiones, donde la fuerza de atrac¬ 
ción lunar sustituiría á la terrestre. 

Quedábame otra dificultad, que no dejaba de 
inquietarme. Se ha observado que en las ascen¬ 
siones hechas hasta alturas considerables, ade¬ 
mas de la dificultad en la respiración, se esperi- 
menta en la cabeza y en todo el cuerpo un in- 



HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 299 

menso malestar, acompañado las más veces de 
hemorragia en la nariz, y otros síntomas bastan¬ 
te alarmantes; creciendo esto y haciéndose menos 
soportable, á medida que se aumenta en altura. 
(1) Tal consideración no dejaba de ser un tanto 
pavorosa, porque ¿no sería muy probable que 
aquellos síntomas creciesen en intensidad, hasta 
terminar con la muerte misma? Después de 
un maduro exámen me pareció que no debía su¬ 
ceder así. Solo cabe atribuir tal fenómeno á la 
desaparición progresiva de la presión atmosfé¬ 
rica, á la cual está la superficie de nuestro cuer¬ 
po acostumbrada, y á la distensión inevitable 
de vasos sanguíneos superficiales, pero de modo 
alguno es de creer una desorganización positiva 
del sistema animal, como la dificultad en respirar, 
porque la densidad atmosférica sea químicamente 
insuficiente parala renovación regular déla san¬ 
gre en un ventrículo del corazón. Escepto solo en 
el caso de que faltara esta renovación, no podía 
yo hallar causa ni razón bastante, para que la 
vida dejara de conservarse en el vacío; porque la 
espansion y compresión del pecho, que se lla¬ 
ma ordinariamente respiración, es una acción 
puramente muscular, siendo por tanto la causa 

(l) Hecha la primera publicación de Hans Pfaall, he sa¬ 
bido que Mr. Green célebre aereonauta del globo La me¬ 
san y otros no menos célebres, se halla en contradicción 
por lo que hace á este hecho, con las aseveraciones de Mr. de 
Humboldt, y más bien por el contrario, dicen existe una 
incomodidad siempre decreciente , lo cual está acorde en un 
todo con la teoria presentada en este lugar,-E. A. P. 





300 EDGAR POE. 

y no el efecto de la respiración. En una palabra, 
comprendí que el cuerpo, acostumbrándose á 
la falta de presión átmosférica, tendria una 
disminución gradual en las sensaciones dolo- 
rosas; y para soportarlas el tiempo que pudie¬ 
ran durar, confiaba yo en mi vigorosa consti¬ 
tución. 

Dejo ya espuestas algunas consideraciones, 
aunque no todas por cierto', dé las que me in¬ 
dujeron á formar un proyecto de viaje á la luna, 
y ahora voy, con permiso de Yuecencias, á ma¬ 
nifestarles el resultado de una tentativa, cuya 
concepción parece tan audaz y que seguramen¬ 
te no tiene igual en los anales de la huma¬ 
nidad. 

Llegado á la altura que dije ya de tres millas 
y tres cuartos, arrojé fuera de ■ la barquilla un 
puñado de plumas, y vi que el ascenso continua¬ 
ba con suficiente rapidez, no siendo necesario 
arrojar lastre. Quedé muy satisfecho de que así 
sucediese, porque deseaba Conservar todo el que 
me fuese posible, por la sencilla razón de que 
no tenía dato alguno cierto respecto á la atrac¬ 
ción y á la densidad atmosférica de la luna. 
Ninguna molestia física sentía, respiraba con 
perfecta libertad, y ningún dolor esperimenta- 
ba en la cabeza. La gata, tendida solemnemente 
encima de la levita que me había quitado, miraba 
á los pichones con .cierto aire de indiferencia, 
y estos últimos, que até por una pata para que 
no pudiesen volar, se entretenían en picotear 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 301 

los granos de arroz que para ellos eché en el 
£ondo de la barquilla. 

A las seis y veinte minutos me daba el ba¬ 
rómetro una elevación de 26.400 piés, ó cinco 
millas, con diferencia de una fracción; la pers* 
pectiva carecía al parecer de límites, y sin em¬ 
bargo es bien fácil, con el auxilio de la trigo¬ 
nometría esférica, calcular la estension de la su¬ 
perficie terrestre que abarcaba mi vista. La su¬ 
perficie convexa de un segmento esférico, es á 
la superficie total de la esfera, como el seno verso 
del segmento es al diámetro de la esfera. En 
el caso actual, el seno verso, es decir, el es¬ 
pesor del segmento situado por bajo de mi glo¬ 
bo, puede tomarse con muy escasa diferen¬ 
cia por igual á la elevación que yo tenía, ó que 
tenía sobre la superficie terrestre el punto de 
vista. La relación entre cinco millas y ocho mil 
millas (1), será la misma existente entre la su¬ 
perficie abarcada por mi vista y la total; de ma¬ 
nera que yo debía percibir la mil seiscientos ava 
parte de la superficie total de la tierra. 

A pesar de que con el telescopio observé que 
la mar se hallaba agitada de un modo violento, 
á la simple vista parecía tersa como un espejo, 
y no se veía al navio que sin duda se hallaba se¬ 
parado al este. Comencé entonces á sentir por 
intérvalos, y singularmente en los oidos, un do¬ 
lor fuerte de cabeza, pero no por eso dejaba de 


(1) Estension del diámetro de la tierra. 





302 EDGAR POE. 

respirar casi con perfecta libertad; en cuanto á 
la gata y los pichones no daban muestras de 
sufrir incomodidad ni molestia alguna. 

A las siete menos veinte minutos el globo en¬ 
tró en la región ocupada por una nube grande 
y espesa, circunstancia que me fastidió mucho, 
dañando algún tanto el aparato condensador y 
dejándome calado hasta los huesos. Hallé es- 
traordinario semejante encuentro, porque nun¬ 
ca creí que una nube de tal naturaleza pudiera 
sostenerse á tanta elevación. Consideré acertado 
arrojar dos pedazos de lastre de cinco libras cada 
uno, quedándome así con ciento sesenta y cin¬ 
co libras todavía; y gracias á esta operación 
atravesé rápidamente el obstáculo, observando 
inmediatamente que había ganado en velocidad 
de una manera prodigiosa. Pocos segundos des¬ 
pués de salir de la nube, un deslumbrador re¬ 
lámpago la cruzó de uno á otro estremo incen¬ 
diándola totalmente, dándola todo el aspecto de 
una masa de carbón encendido. Hay que acor¬ 
darse de que esto tenía lugar en medio del dia, y 
nada contemplo capaz de dar una idea de la su¬ 
blimidad que presentaría semejante fenómeno 
en medio de las tinieblas de la noche, retratan¬ 
do ai vivo, por decirlo así, el infierno mismo; 
pues que como yo lo vi, bastó el espectáculo pa¬ 
ra erizarme los cabellos. En tanto que sondaba 
con la vista los abismos, dejaba á la imaginación 
engolfarse y correr hácia espacios cubiertos de 
inmensísimas bóvedas, cavernas y profundas si- 




HISTORIAS EXTRAORDINARIAS. 303 

mas, siniestras y enrojecidas por un fuego es¬ 
pantoso y sin fin. Acababa de escapar de una 
buena; porque si- el globo permanece un minu¬ 
to más en la nube, es decir, si la incomodidad 
que sentí no engendra mi resolución de arrojar 
lastre, mi destrucción hubiese sido probablemen¬ 
te la consecuencia inmediata; y aunque peligros 
semejantes apenas se tienen en cuenta ordina¬ 
riamente son sin embargo los mayores que pue¬ 
den correrse en un globo. La altura á que el mió 
llegó entretanto, era ya suficiente para quitar¬ 
me cualquier temor de que el hecho se repi¬ 
tiese. 

Seguía subiendo con mucha rapidez, y el ba¬ 
rómetro me indicaba estar á una altura de nue¬ 
ve millas y media. Empecé á tener mucha difi¬ 
cultad para respirar; la cabeza me hacia sufrir 
también mucho, y como sintiese hacía un rato 
humedad en las megillas, descubrí que era san¬ 
gre que me salía de los tímpanos por las orejas: 
los ojos también me producian no poca inquie¬ 
tud, pues al pasar por ellos la mano sentí que 
los tenía muy abultados y como propendiendo á 
salir de sus órbitas, presentándoseme todos los 
objetos contenidos en la barquilla y el globo 
mismo, bajo formas monstruosas y falsas. Estos 
síntomas escedian á los que yo esperaba,' y me 
alarmaron algo. En tal situación cometí sin re¬ 
flexión la imprudencia de arrojar fuera de la bar¬ 
quilla tres pedazos de lastre de cinco libras ca¬ 
da uno, y esto aceleró tanto la velocidad de as- 




304 ÜO&Á& Íoe. 

cension, que con una Rapidez' éScesiva, llegué 
sin la necesaria graduación á una capa atmos¬ 
férica tan rarefacta, que faltó poco para que mi 
espedicion y mi persona tuvieran un desastro¬ 
so fin. Acometido por un espasmo que me dúró 
más de cinco minutos, y aun después que Cesó 
en parte, me encontré con que no podia respi¬ 
rar sino con intérvalos muy largos y de una 
manera convulsiva, sangrando todo este tiempo 
copiosamente por narices, orejas y hasta lige¬ 
ramente por los ojos. Los pichones al parecer su¬ 
frían una angustia violenta y pugnaban por es¬ 
caparse, en tanto que la gata mayaba lastimera¬ 
mente, dando traspiés de una á otra parté de la 
barquilla, como pudiera hacerlo un animal que 
hubiese tomado un veneno. 

Entonces vi demasiado tarde lo enorme de la 
imprudencia que cometí arrojando el lastre; y 
por demas aturdido aguardaba únicamente la 
muerte, y la muertb en unos cuantos minútos; 
pues el sufrimiento físico que ésperimentaba, 
contribuía asimismo á aumentar mi incapacidad 
de tentar un esfuerzo cualquiera que me sal¬ 
vase la vida. Apenas me quedaba ya la‘ facul¬ 
tad de reflexionar, y la violencia del dolor de 
cabeza parecía acrecentarse por instantes; com¬ 
prendí entonces que iba á perder todos los sen¬ 
tidos y tenía ya cogida una de las cuerdas de la 
válvula, cuando recordé la pasada que acaba¬ 
ba de hacer á mis tres' acreedores, y el temor 
de las consecuencias que esto pudiera acar- 





HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 305 

rearme volviendo, me espantó y detuvo por el 
pronto echado en el- fondo de la barquilla hice 
un esfuerzo para reunir mis ideas, y después 
que lo conseguí algún tanto, quise ensayar ha¬ 
cerme una sangría. 

Como carecía de lanceta, tuve que valerme 
para esta operación de un corta-plumas, con el 
cual llegué como pude á abrirme .una vena del 
brazo izquierdo. No bien comenzó á correr la 
sangre, esperimentó alivio y cuando ya salió la 
que cabría en media jofaina de regular tamaño, 
casi habían desaparecido los síntomas que más 
me alarmaron. Sin embargo, no creí prudente 
por el momento intentar ponerme en pié, sino 
que vendado el brazo lo mejor que pude perma¬ 
necí sin moverme cerca de un cuarto de hora. 
Al cabo de este tiempo me levanté sintiéndome 
más libre y despejado de toda clase de molestia, 
que lo había estado en los cinco cuartos de hora 
precedentes. Sin embargo, disminuyó muy po¬ 
co la dificultad que tenía para respirar y calcu¬ 
lé que pronto tendría necesidad de usar del con¬ 
densador. A este tiempo miré á la gata que se 
había vuelto á instalar cómodamente sobre mi 
levita y con sorpresa vi que mientras mi in¬ 
disposición había creído conveniente dar á luz 
una camada de cinco gatillos. Aunque de ningu¬ 
na manera podía yo preveer este aumento de 
viajeros, me alegré del suceso, porque me ofre¬ 
cía una ocasión de cerciorarme de una conje¬ 
tura que más que todas influyó en mi ánimo pa- 






306 EDGAR POE. 

ra decidirme á intentar la ascensión. 

Pensaba yo qüe la costumbre de la presión 
atmosférica en la superficie terrestre, entraba 
por mucho como causa de los sufrimientos que 
esperimenta la vida animal á cierta distancia 
por cima de dicha superficie; de modo, que si 
los gatillos llegaban á sufrir malestar en gra¬ 
do igual que su madre , debería contemplar 
errónea mi teoría y si se verificaba lo contrario, 
sería un apoyo escelente para confirmarla. 

A las ocho llegué á una altura de diez y siete 
millas, así que tuve la evidencia de que no solo 
crecía la velocidad ascensional, sino que seme¬ 
jante crecimiento hubiera sido apreciable aun¬ 
que ligeramente hasta en el caso de no haber 
arrojado lastre como lo hice. Los dolores de ca¬ 
beza y de oidos me asaltaban por intórvalos con 
violencia, y á ratos también seguía arrojando 
sangre por las narices, sin embargo de que en 
definitiva sufría mucho menos de lo que pensaba 
haber sufrido. Con todo, la respiración se me 
hacía más dificultosa por minutos y cada inha¬ 
lación iba acompañada de un movimiento espas- 
raódico dél pecho fatigosísimo. Entonces estendí 
el aparato condensador á fin de ponerlo á funcio¬ 
nar inmediatamente. 

El aspecto de la tierra en este período de mi 
ascensión era magnífico en verdad: hasta donde 
alcanzaba mi vista por el oeste, norte y sur, se 
estendía una sábana ilimitada de mar al pare¬ 
cer inmóvil, que de segundo en segundo toma- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 307 

ba üna tinta azul más y más fuerte. A una gran 
distancia al este, percibíanse las islas británi¬ 
cas, las costas occidentales de Francia y España 
y una corta estension de la parte septentrional 
del continente africano. No era dable percibir 
rastro ni indicio de las construcciones y las ciu¬ 
dades más soberbias y orgullosas de la huma¬ 
nidad, que aparecían borradas por completo de 
la haz de la tierra. 

Una de las cosas que me admiraron más par¬ 
ticularmente entre las que tenía debajo, fué la 
aparente concavidad de la superficie del globo, 
pues neciamente creí que su convexidad real se¬ 
ria más apreciable y se mostraría más distinta¬ 
mente á proporción que me elevara; pero me bas¬ 
taron algunos momentos de reflexión para espli- 
carme aquella contradicción. La parte de la ver¬ 
tical que pasaba por mí, comprendida entre el 
globo y la tierra, ó la altura de aquel sobre 
esta, formaba el cateto ó lado menor de un 
triángulo rectángulo, del cual el otro cateto era 
la horizontal, siendo la hipotenusa mi visual al 
limite del horizonte; y como la elevación mia 
era una cantidad despreciable ó muy corta, 
comparada con la estension abarcada por mi 
vista, ó en otros términos, como la base y la hi¬ 
potenusa del triángulo supuesto, eran tan esten- 
sas comparadas con la altura, se podrían mirar 
ó considerar como paralelas. Por tal motivo, el 
horizonte del aereonauta aparece siempre como 
de nivel con su barquilla, y como el punto de la 



EDGAtt POE. 


308 

tierra situado inmediatamente debajo del globo 
lo vé y se halla á una distancia muy grande, 
aparentemente lo encuentra el observador como 
si también se hallara á una inmensa distancia 
por debajo del horizonte. Resultado deestoes la 
impresión de concavidad, que no cesará hasta 
táiito que la altura se halle respecto á la esten- 
'sion de la perspectiva, en una relación tal que 
el paralelismo aparente entre la base y la hipo¬ 
tenusa desaparezca. 

Paréciéndome que los pichones sufrían hor¬ 
riblemente, traté de ponerlos en libertad, y con 
«este fin desaté uno, que era un soberbio palomo 
manchado de melocotón y lo coloqué en el borde 
de la barquilla. Mostróse allí desazonado y muy 
inquieto, aleteaba mirando azorado alrededor, 
y daba arrullos muy violentamente acentuados, 
sjn determinarse á volar fuera de la barquilla. 
Al cabo lo cojí y arrojé á seis ó siete yardas del 
globo, pero en vez de descender como yo pensaba, 
se esforzó cuanto pudo para volver, arrojando 
ai mismo tiempo agudos y penetrantes chillidos, 
consiguiendo al fin recobrar su primitiva posi¬ 
ción en el borde de la cesta; más no bien logró 
hacerlo, inclinó la cabeza sobre el pecho y cayó 
muerto en el fondo de la barquilla. No fué tan 
triste la suerte del otro, porque para estorbar¬ 
le siguiese el ejemplo de su compañero volviendo 
al globo, lo precipité hácia la tierra con toda 
mi fuerza, y observé con placer continuaba ba¬ 
jando velocísimamente, empleando para ello las 


HISTORIAS estraordinarias. 309 

alas de un modo completamente natural. En muy 
poco tiempo lo perdí de vista y no dudo haya 
llegado á puerto seguro. La gata que parecía 
repuesta casi totalmente de su crisis, celebraba 
un festín con el pichón difunto, quedándose'des¬ 
pués de terminarlo, dormida y con muestras de 
completo contentamiento y satisfacción: en cuan¬ 
to á los gatillos, con perfecta vitalidad, no ma¬ 
nifestaban el indicio más leve de molestia. 

A las ocho y cuarto, no siéndome posible ya 
respirar sin un dolor intolerable, principié á 
colocar alrededor de la barquilla el aparato anejo 
al condensador; aparato que necesita algunas es¬ 
piraciones. Espero que Yuecencias no hayan 
olvidado el objeto que me propuse y que era en 
primer lugar encerrar completamente la barqui¬ 
lla con mi persona, cortando así toda comuni¬ 
cación con la atmósfera estremadamenterara, en 
cuyo seno estaba, para introducir luego dentro, 
merced al condensador, una cantidad de aire, 
propio para ser respirable. 

Con este objeto llevaba va arreglado un saco 
muy grande de caoutchouc, flexible, fuerte y 
completamente impermeable. La barquilla entera 
quedaba hasta cierto punto colocada en el saco, 
cuyas dimensiones calculé á este propósito, por¬ 
que pasando por debajo del fondo de la canasta, 
estendíase por los bordes, y subía esteriormente 
apoyándose en las .cuerdas hasta el aro ó cerco 
en que se hallaba sujeta la red. Estendido ya el 
saco, y cerradas herméticamente las uniones 




310 EDGAR POE. 

laterales, restábame sujetar la parte superior 6 
boca, pasando la tela de caoutchouc por encima 
del aro, ó en otros términos, entre el aro y la 
red; pero si separaba la red del aro para veri¬ 
ficar la operación, ¿cómo se podría sostener la 
barquilla?'La red no se hallaba sujeta al aro de 
una manera fija y permanente, sino que la unión 
tenía lugar por medio de una série de bridas 
móviles ó nudos corredizos, y estos los iba yo 
deshaciendo y anudando alternativamente, sin 
dejar nunca muchos sueltos á la vez, para que 
la barquilla pudiera estar en suspensión con los 
demás. De¡este modo hice pasar cuanto pude de 
la parte superior del saco, volví á sujetar las 
bridas (no al aro, porque lo estorbaba absolu¬ 
tamente la funda de caoutchouc,) sino á una 
série de botones gruesos, cosidos en la funda, 
tres piés por bajo de la boca del saco y en losin- 
térvalos correspondientes á los que tenían las 
bridas. Hecho esto, separé del aro otras bridas, 
introduje una porción nueva de la funda, y las 
bridas separadas las sujeté, á sus respectivos 
botones, de suerte que con este procedimiento, 
pude hacer pasar toda la parte superior del saco 
entre la red y el aro. 

Cuando todo el peso de la barquilla y su con¬ 
tenido estuviesen sustentados únicamente por 
la fuerza de los botones, es indudable que el 
aro debía caer en la barquilla; y aunque á pri¬ 
mera vista este sistema pareciese no presentaba 
garantías bastantes de resistencia, las tenía más 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 311 

que suficientes, en razón á que además de ser 
muy fuertes los botones, se hallaban tan cerca 
uno de otro, que cada cual solo sustentaba real¬ 
mente una parte muy ligera y pequeña del pego 
total; de manéra que aun teniendo la barquilla 
y su contenido un peso triplo, ningún temor me 
habria asaltado. Después de la operación referida 
levanté el aro y lo coloqué dentro de la funda 
de caoutchouc en tres varas ó jalones ligeros 
que ya tenía preparado para este fin. Esto tenía 
por objeto mantener el saco bien estirado por la 
parte superior y lograr que la inferior de la red 
tomara la posición apetecida. Solo me restaba 
anudar la boca del saco, y esto lo conseguí jun¬ 
tando los pliegues del caoutchouc, que retorcí 
apretándolos con una especie de torniquete de 
mano. 

En los costados de la filuda, estendida de este 
modo alrededor de la barquilla, había colocado 
tres aberturas con cristales redondos muy grue¬ 
sos y claros, á través délos que podía ver fácil¬ 
mente en derredor mió y en todas las direccio¬ 
nes horizontales. En el fondo del saco había 
practicado una abertura semejante, que corres¬ 
pondía á otra hecha en el piso de la misma bar¬ 
quilla, dejándome dirigir así la vista por debajo 
en la dirección de la vertical. No me fue posible 
acomodar una invención del propio género en la 
parte superior, ácausa del medio particular que 
me vi precisado á emplear para cerrar la boca 
del saco llena de pliegues, de modo que hube da 



312 EDGAR POE. 

renunciar á ver los objetos en mi cénit. No di á 
esto gran importancia, porque aun suponiendo 
que hubiese podido colocar una ventana en la 
parte superior, de nada me hubiera servido, en 
razón á que el globo me hubiera impedido esten- 
der la vista por ella. 

Un pié, poco más ó menos, por debajo de una 
de las ventanas laterales, había una abertura 
circular de tres pulgadas de diámetro, con un 
reborde de cobre construido dé manera, que pu¬ 
diera interiormente adaptársele la hélice de un 
tornillo. En este reborde se atornillaba el tubo 
del condensador, que naturalmente se hallaba 
dentro de la camara de caoutchouc. Hecho el 
vació en el cuerpo de la máquina, el tubo aspi¬ 
raba ó atraía una masa de la atmósfera rarefac- 
taambiente, y la derramaba condensada y mez¬ 
clada al aire ligero contenido en la cámara. Re¬ 
petida muchas veces esta operación, llenábase la 
cámara de una atmósfera propia para ser res- 
pirable; pero siendo el espacio tan estrecho, esta 
atmósfera debia de viciarse al poco tiempo por 
el contacto repetido con los pulmones, perjudi¬ 
cando la vitalidad; por lo tanto, érame necesa¬ 
rio entonces darla salida por una válvula peque¬ 
ña colocada en el suelo de la barquilla, y por la 
cual se precipitaba con rapidez el aire denso en 
la atmósfera ambiente mucho más rara. A fin de 
evitar que en un momento dado tuviese lugar en 
la cámara un vacío completo, nunca debía veri¬ 
ficarse la ya esplicada purificación de una sola 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 313 

vez, sino gradualmente; de manera que perma¬ 
neciendo la válvula abierta unos cuantos se¬ 
gundos, se cerraba inmediatamente, basta tanto 
que uno ó dos golpes de la bomba del condensa- 
dor,.engendrasen la cantidad de aire que había 
de reemplazar al que acababa de ser desalojado. 
Con mi afición á hacer esperiencias* colgué la 
gata y sus hijuelos en una cesta pequeña por la 
parte esterior de, la barquilla, atando la cesta 
á un boton inmediato al fondo y próximo á la 
válvula, por la cual podía cuando era necesario 
darles alimento. 

Verifiqué esta maniobra antes de cerrar la 
abertura de la cámara, no sin cierta dificultad 
porque hube menester para alcanzar á la parte 
de debajo de la barquilla, valerme de una de las 
varas ó jalones de que antes hablé y que tenía 
un gancho á la punta. No bien penetró en la cᬠ
mara el aire condensado, dejaron de ser útiles 
el aro y las varas, porque la espansion déla 
atmósfera introducida, estiró grandemente el 
caoutchouc. 

Cuando terminé estos arreglos y acabé de 
llenarla cámara de aire condensado, eran las 
nueve menos diez minutos. Mientras hice todas 
estas operaciones padecí horriblemente con la 
dificultad de respirar, arrepintiéndome con 
amargura del descuido, ó por mejor decir, de la 
increíble imprudencia que había cometido dejan¬ 
do para tan tarde asunto tan primordial é im¬ 
portante. 



314 EDGAR POE. 

Así que concluí, comencé á disfrutar de las 
ventajas de mi invención, porque me hallé con 
que respiraba con libertad y desembarazo com¬ 
pleto, como no podía menos de suceder. Sorpren¬ 
dióme también agradablemente verme casi exen¬ 
to de los agudos dolores que me aquejaban hasta 
entonces, pues únicamente me quedó un leve 
dolor de cabeza, con una sensación de plenitud ó 
distensión en las muñecas, tobillos y garganta. 
En vista de esto, era ya indudable que la mayor 
parte del malestar originado por la carencia de 
presión atmosférica se habia disipado, y que casi 
todos los dolores que esperimentó en las dos horas 
precedentes, eran efecto no más que de la difi¬ 
cultad en respirar. 

A las nueve menos veinte (es decir, poco 
antes de cerrar la abertura de la cámara), el 
mercurio habia llegado al límite estremo, ca¬ 
yendo todo en la cubeta del barómetro, que ya 
he dicho tenía grandes dimensiones. Esto mos¬ 
traba que mi altura era de 132.000 piés ó de 25 
millas, y por consiguiente la parte de superficie 
terrestre que podía abarcar con la vista, no 
bajaba de un trescientos veinte avo de la total. A 
las nueve perdí nuevamente de vista la tierra 
por el este, pero antes observé que el globo de¬ 
rivaba ó se apartaba con velocidad hácia el nor- 
nor-oeste; seguía siempre pareciéndome cóncavo 
el Occéano, y solo me robaban su vista algunas- 
masas de nubes interpuestas á trechos. 

A las nueve y media volví á hacer la espe- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS • 315 

rienda de las plumas y arrojé un puñado por 
la válvula. No oscilaron tambaleándose como yo 
esperaba, sino que cayeron verticalmente, reu¬ 
nidas como una bala y con tal velocidad, que las 
perdí de vista en muy pocos segundos. Por de 
pronto no supe á qué atribuir semejante fenó¬ 
meno, pues hallaba muy difícil que mi velocidad 
de ascensión se hubiera acelerado de modo tan 
prodigioso y repentino; pero no tardó en reflec- 
sionar, que en una atmósfera tan dilatada y li¬ 
gera como la que me rodeaba, las plumas no po¬ 
dían sostenerse y bajaban realmente con gran 
rapidez, tal cual á mí me pareció lo hacían; 
por manera que la causa de mi sorpresa, la pro¬ 
dujo únicamente ver sumadas las velocidades de 
su caída y mi ascenso. 

A las diez no tenía ya cosa alguna de impor¬ 
tancia que hacer, ni que reclamase mi inmediata 
atención, por manera que podía muy bien decir 
que mi negocio caminaba viento en popa: ade¬ 
más estaba persuadido de que el globo ganaba 
en altura con velocidad siempre creciente, sin 
embargo de que carecía de medios para apreciar¬ 
lo ó medirlo. Nada me incomodaba ni molestaba 
gozando de un bienestar que no había esperi- 
mentado desde que salí de Rotterdam; empleaba 
el tiempo en arreglar y verificar los instrumen¬ 
tos, y otros ratos en renovar la atmósfera de la 
•cámara, cuya última operación determiné ocu¬ 
parme de ella con intérvalos iguales de cuarenta 
minutos, más bien por garantir completamente 



316 EDGAR POE. 

mi salud, que por tener una absoluta precisión 
de hacerlo. Mientras esto tenía lugar, me entre¬ 
gaba involuntariamente á diversas conjeturas 
y proyectos, corriendo mi imaginación por las 
estrañas y quiméricas regiones déla luna. Com¬ 
pletamente libre el pensamiento de toda traba, 
vagaba á su albedrío entre las maravillas mul¬ 
tiformes de un planeta tenebroso y variable; ya 
contemplaba venerables y seculares bosques, ro¬ 
callosos precipicios y atronadoras cascadas, der¬ 
rumbándose en abismos sin fondo; ya me en¬ 
contraba súbito en tranquila soledad bañada por 
un sol ardiente, sin que soplara la ráfaga de aire 
más leve, distinguiéndose hasta donde la vista 
alcanzaba, inmensos prados cubiertos de ama¬ 
polas y esbeltas flores semejantes á la azucena, 
envuelto todo en el silencio y la inmovilidad; y 
luego tras mucho andar y andar, llegaba á una 
región completamente ocupada por una laguna 
tenebrosa y vaga, envuelta por todas partes de 
nubes. Estas imágenes no eran las únicas que 
tomaban posesión de mi cerebro; "porque en otras 
ocasiones, los pensamientos que me dominaban 
eran de una naturaleza tan espantosa y aterra¬ 
dora, que llegaban hasta conmover las últimas 
fibras de mi espíritu, con la sola hipótesis de su 
realización. 

A pesar de todo, no dejaba yo mucho tiem¬ 
po á la imaginación abandonada á tales desva¬ 
rios, porque comprendía demasiado, que los 
peligros verdaderos y materiales del viaje eran 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. SI 7 

sobrado grandes para absorver por completo to¬ 
da mi atención. 

A las cinco de la tarde, mientras renovaba 
la atmósfera, estuve observando por la válvula 
á la gata y sus hijuelos. Parecióme que la ma¬ 
dre sufría mucho, y sin titubear creí debía atri¬ 
buirlo particularmente á la dificultad de respi¬ 
rar; pero en cuanto á los gatillos, produjo un 
resultado bien sorprendente mi esperimento. 
Como es natural, esperaba yo que manifestaran 
alguna sensación de disgusto ó de malestar aun 
cuando fuera en menor grado que la madre, y 
esto hubiese confirmado suficientemente mi teo¬ 
ría respecto á la presión atmosférica; pero por 
más que los observé detenida y escrupulosamen¬ 
te, no percibí el síntoma más leve de alteración 
en susalud, ni la menor señal de malestar. He¬ 
cho tan estraño era inesplicable, á menos de 
ampliar mi teoría, suponiendo que la atmósfera 
ambiente en estremo rara, podía (contra lo que 
yo pensé desde un principio) no ser química¬ 
mente insuficiente ó impropia para la vitalidad; 
de manera que una p’ersona nacida en aquel 
medio tan raro, no sentiría molestia al respirarle, 
mientras que llevada á respirar en capas atmos¬ 
féricas más cercanas á la tierra y por consi¬ 
guiente más densas, parecía verosímil sufriese 
dolores análogos á los esperimentados por mí en 
aquel dia. Poco después tuvo lugar un desgra¬ 
ciado incidente, cuyo recuerdo siempre me pro¬ 
ducirá disgusto, y que consistió en perder mi 



318 EDGAR POE. 

gata y sus gatillos, dejándome en la imposibili¬ 
dad de profundizar como deseaba esta cuestión 
por medio de esperiencias más repetidas. Al pa¬ 
sar la mano por el hueco de la válvula con una 
taza llena de agua para la gata, enredóseme la 
manga de la camisa en la hevilla que sujetaba 
la cesta y repentinamente se soltó, desapare¬ 
ciendo de mi vista de una manera tan abrupta é 
instantánea, que era imposible escamoteo más 
completo, aun suponiendo se hubieran evapora¬ 
do en el aire la cesta y su contenido. Indudable¬ 
mente no medió un décimo de segundo, entre 
soltarse y desaparecer la cesta, gata y gatillos. 
Quedéme deseándoles un viaje feliz, pero natu¬ 
ralmente pensé que ni la madre ni los hijos po¬ 
drían sobrevivir para contar su Odisea. 

A las seis observé que mucha parte de la 
superficie visible de la tierra hácia el este, se 
hallaba sumergida en una sombra oscura que 
avanzaba sin cesar con gran rapidez, quedando 
la superficie total envuelta en las tinieblas de 
la noche, á las siete menos cinco minutos. Algu¬ 
nos segundos después dejaron de herir al globo 
los rayos del sol poniente, y esta circunstancia 
que ya esperaba yo, no dejó sin embargo de pro¬ 
ducirme un gran placer. Sin duda alguna por la 
mañana podría contemplar al cuerpo luminoso 
cuando se alzara, muchas horas antes de que 
pudieran hacerlo los ciudadanos de Rotterdam, 
á pesar de que se encontraban más al este; de 
modo que de dia en dia y á medida que creciera 



HISTORIAS ESTRAORDIN ARIAS. 319 

mi altura, gozaría de mayores períodos de tiem¬ 
po de la luz solar. Entonces determiné redactar 
un diario de mi viaje, contando los dias de veinte 
y cuatro horas consecutivas, y sin tener en cuen-’ 
ta los intérvalos de oscuridad. 

A las diez empecé á sentirme con sueño y tra¬ 
té de acostarme para pasar la noche durmiendo; 
pero me ocurrió una dificultad, en que no había 
pensado, á pesar de lo palmaria, hasta aquel 
momento. Si me dormía cual pensé hacerlo, ¿có¬ 
mo renovar el aire de la cámara? Respirar su 
atmósfera más de una hora era completamente 
imposible, y hacerlo hora y cuarto, tendría in¬ 
dudablemente deplorables consecuencias. Grave 
inquietud me causó esta cruel alternativa, y no 
parece creíble, que después de los muchos peli¬ 
gros ya superados, me arredrara yo tanto, que 
desesperase de realizar mi intento, y pensara 
sériamente en resignarme á la necesidad de des¬ 
cender. 

Semejante perplejidad no fué sin embargo 
más que momentánea. Reflexioné que el hombre 
es el mayor esclavo de la costumbre, y que así 
considera como esencialmente importantes para 
su existencia, mil cosas á las cuales se ha habi¬ 
tuado y que no tienen tal importancia, sino 
porque la rutina las ha convertido en necesi¬ 
dades. Es cierto que sin dormir no podría yo 
estarme, pero con facilidad y sin inconveniente 
podría acostumbrarme á despertar de hora en 
hora. Bastaban cinco minutos para renovar 




EDGAR P0E. 


320 

completamente la atmósfera, así que la única 
dificultad que tenía que vencer, consistía en in¬ 
ventar un procedimiento para despertarme en 
el momento requerido, y debo confesar, que me 
produjo no escasa desazón la solución de i este 
problema. 

Había yo oido el cuento del estudiante, que . 
para no dormirse mientras quería trabajar, tenía 
en una mano una bola de cobre qu-e al dormirse 
se le escapaba de las manos y caía sobre una jo¬ 
faina del mismo metal, produciendo un estrépito 
capaz de despertarle; pero mi situación era muy 
distinta de la suya, pues no trátaba de estarme 
en vela, sino de despertarme con intérvalos re-, 
guiares. Imaginé pues el espediente que voy á 
decir, y cuyo descubrimiento, á pesar de ser tan 
sencillo, produjo en mi ánimo una impresión 
absoluta y exactamente comparable á la que de¬ 
bieron producir en sus autores, la del telesco¬ 
pio,’ de la máquina de vapor y dé la imprenta 
misma. 

Debe tenerse presente que el globo, á la 
altura en que estaba, continuaba subiendo con 
perfecta regularidad, y la barquilla por consi¬ 
guiente al seguirle, no esperimentaba la más 
ligera oscilación. Esta circunstancia favorecía 
en estremo el plan que adopté. Tenia embarcada, 
la provisión de agua en barriles de cinco gallo¬ 
nes cada uno, que se encontraban sujetas sólida¬ 
mente á las paredes de la barquilla: desaté uno 
de ellos, y tomando dos cuerdas, las aseguré al 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 321 

reborde de la canasta, de modo que cruzando la 
barquilla paralelamente y á un pié de distancia 
una de otra, formasen una especie de estante, 
sobre el cual coloqué el barril y lo sujeté, de 
forma que su eje quedara en una posición ho¬ 
rizontal. 

A cosa de unas ocho pulgadas por bajo de 
estas cuerdas y á cuatro piós por encima del 
fondo de la barquilla, dispuse otro estante, que 
hice con una tabla delgada, única de su especie 
que estuviera en mi poder; y sobre este último 
estante y exactamente debajo de uno de los 
bordes del barril, coloqué un cántaro pequeño de 
barro. 

Hice un agujero en el fondo del barril, por 
cima del cántaro y coloqué en él un tarugo de 
madera de forma cónica, que apretándolo más 
ó menos, y al cabo de algunos tanteos, quedó de 
tal suerte, que solo permitia la salida por el 
agujero de una cantidad de agua tal, que el cán¬ 
taro se llenaba hasta rebosar en un espacio de 
tiempo de sesenta minutos. Conseguí esto último 
sin gran trabajo, haciendo observaciones repeti¬ 
das de la parte de cántaro que se llenaba de agua 
en un tiempo dado. Después de lo dicho, no es ya 
difícil comprender lo demás, ni adivinarlo. 

Tenia colocada la cama en el fondo de la bar¬ 
quilla, de modo que estando acostado quedaba 
sobre mi cabeza la boca del cántaro. Indudable¬ 
mente al cabo de una hora, completamente lle¬ 
no el cántaro, rebosaría el agua, cayendo sobre 
n 



322 EDGAR POE. 

mi rostro desde una altura de cerca de cuatro 
pies y despertándome instantáneamente, por pro¬ 
fundo que fuese el sueño en que me hallara su¬ 
mido. 

Serian lo menos las once cuando concluí es¬ 
tos preparativos y sin perder un momento me 
acostó, con entera confianza en la eficacia de mi 
invención. No fué mi esperanza vana, y de se¬ 
senta en sesenta minutos me despertaba puntual¬ 
mente el nuevo y fidelísimo cronómetro; me le¬ 
vantaba; vaciaba el contenido del cántaro en el 
barril; hacia funcionar el condensador y volvia 
enseguida á acostarme. Menos cansancio me 
produjeron estas interrupciones regulares de sue¬ 
ño que lo que esperaba yo, y cuando me levanté 
de la cama definitivamente, eran ya las siete y 
el sol se hallaba algunos grados por encima de 
mi horizonte. 

3 de Abril .—El globo llegó á una altura in¬ 
mensa, y la convexidad de la tierra se presentó 
de un modo muy marcado. Vi debajo en el Occéa- 
no una multitud de puntos negros que induda¬ 
blemente debían ser islas; por encima parecióme 
que tenia el cielo un negro azabache, y las es¬ 
trellas centelleaban perfectamente visibles, fenó¬ 
meno que observé desde el dia primero de mi as¬ 
censión. Muy lejos y hácia el Norte, percibí en 
el contorno del horizonte una faja ó línea del¬ 
gada, blanca y muy brillante; que desde luego 
imaginé había de ser el límite Sur de los hielos, 
en los mares del polo Norte. Sobrescitóse mi cu- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 323 

riosidad con la esperanza de que ganando en 
latitud hácia el'Norte, llegaría tal vez á colo¬ 
carme sobre el polo mismo, y deploraba que la 
grande altura á que se encontraba el globo no 
me dejara examinarlo tan bien como hubiera yo 
querido: sin embargo de que aun así, siempre 
hallaría observaciones notables que hacer. 

Nada estraordinario me ocurrió en este dia; 
el aparato .funcionaba con la mayor regulari¬ 
dad, y el globo continuaba siempre subiendo, sin 
vacilación alguna aparente. El frió era intenso 
y tuve que arroparme bien con un paletot: cuan¬ 
do la tierra quedó envuelta en sombra, me metí 
en la cama, por más que la luz debía para mí 
continuar todavía por muchas horas: el reloj 
hidráulico cumplió fielmente su cometido, y salvo 
las interrupciones periódicas, dormí muy bien 
hasta la mañana siguiente. 

4 de Abril .—Me he levantado con buena salud 
y mejor humor, y he admirado mucho lo sin¬ 
gular del cambio que observo en el color del mar 
que yaü no es como antes azul oscuro, sino blan¬ 
co plomizo tan brillante, que hiere la vista y 
me deslumbra. La convexidad del Occéano es 
tan evidente y manifiesta, que toda la masa de 
agua cercana al contorno de la tierra, aparece 
como precipitándose en los abismos del horizon¬ 
te, causándome tal ilusión, que involuntaria¬ 
mente he suspendido mi atención para escuchar 
los ecos que la inmensa catarata debiera pro¬ 
ducir. 




324 


EDGAR POE. 


No he visto las islas, tal vez por que han pa¬ 
sado al otro lado de mi horizonte por el sud-este, 
ó tal vez porque mi grande elevación las pone 
ya fuera del alcance de la vista, aunque más 
bien creo lo último. El frió ha cedido mucho. 
Nada me ha ocurrido importante, y como tuve 
la previsión de traer bastantes libros conmigo, 
he pasado el dia entero leyendo. 

5 de Abril .—-He contemplado el singular fe¬ 
nómeno de ver salir el sol, mientras que toda la 
parte visible de la tierra se hallaba envuelta en 
las tinieblas de la noche. Poco más tarde comen¬ 
zó la luz á bañar todos los objetos y volví á ver 
la línea de hielos en el Norte, con la diferencia 
deque se me presentó con más claridad y tenien¬ 
do un tinte más oscuro que las aguas del Occéa- 
no. Indudablemente me acerco con mucha rapi¬ 
dez. Creo distinguir aun una faja de tierra hácia 
el Este y otra hácia el Oeste, pero no me es po¬ 
sible asegurarlo. Dulce temperatura. Nada no¬ 
table me ha sucedido en todo el dia, y aunque es 
temprano voy á meterme en la cama. 

6 de Abril .—Sorprendido he quedado al ver 
la faja de hielos, á una distancia no muy grande, 
sin que todo el horizonte por el Norte sea otra 
cosa que un vastísimo espacio helado. A no du¬ 
darlo, continuando el globo en la dirección que 
lleva, pronto debe llegar á colocarse sobre el 
Occéano boreal y se acrecienta mi esperanza de 
ver el polo. Todo el dia seguí acercándome á los 
hielos. 


] 


H ISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 325 

Al anochecer he visto de un modo casi repen¬ 
tino y muy sensible crecer la estension del ho¬ 
rizonte, lo cual no puede ser efecto de otra cosa, 
sino de que como la forma de nuestro planeta, 
es una esfera aplastada por los polos, mi globo 
se acercaba cada vez más al cénit del achata- 
miento que ocupa el círculo ártico en su mayor 
parte. Más tarde, y ya envuelto en las tinieblas 
de la noche, me acosté con gran ansiedad, te¬ 
miendo pasar por encima del polo, objeto que 
tanto escita la curiosidad, sin poder observarle 
bien. 

7 de Abril .—Me levanté temprano, y con gran 
satisfacción vilo que sin titubear consideré que 
era el mismo polo norte. Allí estaba indudable¬ 
mente bajo mis piés; pero*por desgracia la ele¬ 
vación del globo era tanta, que no podia distin¬ 
guir cosa alguna con exactitud. Haciendo un 
cálculo deducido de la progresión seguida por 
las cifras que representaban las alturas ocupadas 
por el globo en diferentes tiempos tomados desde 
el 2 de Abril á las seis de la mañana, hasta las 
nueve menos veinte minutos de la misma, (mo¬ 
mento de caída del mercurio en la cubeta del 
barómetro); haciendo, digo, este cálculo, era 
consiguiente que el globo tenia en aquel instante 
(cuatro de la mañana del 7 de Abril,) una altura 
de 7.254 millas lo menos sobre el nivel del mar. 
Tal vez parezca enorme semejante elevación, 
pero la estima en que se funda, debe más bien 
dar probablemente un resultado inferior con 



326 EDGAR POE. 

mucho á la verdad. De todos modos se mostraba 
á mis ojos indudablemente la totalidad del diᬠ
metro máximo terrestre: veia el hemisferio 
Norte como representado en un mapa y en pro¬ 
yección ortográfica, y el círculo máximo ecuato¬ 
rial casi coincidía con el que formaba mi hori¬ 
zonte. Es bien claro que Yuecencias concebirán 
sin dificultad, que unas regiones no esploradas 
hasta hoy, y que se hallan dentro del círculo 
polar ártico, por más que las tuviese á mis 
plantas, y por consecuencia visibles sin escorzo 
alguno, érame imposible examinarlas detallada¬ 
mente por lo disminuidas que se hallaban en ta¬ 
maño y por lo escesivamente lejano que se en¬ 
contraba^ punto de observación. 

A pesar de esto, lo que á mis ojos se presenta¬ 
ba era de naturaleza bien singular é interesan¬ 
te. Al norte de la orla inmensa que ya dije antes 
y que puede definirse, salvo ligeras restricciones, 
llamándola límite de las esploraciones humanas 
en aquellas regiones, se estiende sin interrup¬ 
ción, ó casi sin interrupción, una sábana de hie¬ 
lo. A la inmediación de su contorno ó frontera, 

1 a superficie de este mar pierde sensiblemente su 
curvatura; más lejos, llega á deprimirse hasta 
parecer plana, y finalmente degenera en cóncava, 
terminando en el mismo polo, en una cavidad 
circular, de bordes muy marcados, cuyo diáme¬ 
tro aparente tenia desde el globo unos 65 se¬ 
gundos. El color de este espacio era variable¬ 
mente oscuro, siempre en mayor grado que nin- 


HISTORIAS ESTRAORDIJN'ARIAS. 327 

gun punto del hemisferio visible, convirtiéndose 
algunas veces en negro completo. Nada más era 
posible percibir que lo que ya he mencionado. A 
las doce del dia se hallaba muy reducida la cir¬ 
cunferencia del hueco central, y á las siete do 
la tarde la perdí completamente de vista; el globo 
caminaba hácia el límite oeste de los hielos y 
marchaba velozmente, dirigiéndose hácia el ecua¬ 
dor. 

8 de Abril .—Observó una disminución sensi¬ 
ble en el diámetro aparente de la tierra y una 
alteración real en su color y aspecto general. 
Toda la superficie visible, tenia en diferentes 
grados un tinte amarillo claro, que en algunos 
sitios brillaba de tal manera que ofendia loo 
ojos. La vista no podia sin gran trábajo, por 
la densidad de la atmósfera, descubrir el planeta 
si no de tiempo en tiempo y á través de las ma¬ 
sas de nubes que ocultaban las inmediaciones de 
la superficie. En las cuarenta y ocho últimas 
horas robábanme la vista más ó menos estos 
obstáculos; pero luego la elevación excesiva, 
aproximaba y confundía aquellas masas flotan¬ 
tes de vapor, haciendo el estorbo más y más sen¬ 
sible á medida que crecía la altura. No obstante, 
podia distinguir con facilidad que el globo se 
hallaba sobre el grupo de los estensos lagos del 
Norteamérica, y que corría directamente hácia 
el Sur, aproximándome á los trópicos cada vez 
más. 

Mucho celebré esta circunstancia, que pude 




328 EDGAR POE. 

mirar como un augurio feliz del buen éxito de 
mi empresa. Realmente estaba inquieto por la 
dirección que hasta entonces habia llevado, pues 
era evidente que siguiéndola mucho tiempo, ja¬ 
más habría podido llegar á la luna, cuya órbita 
solo forma un ángulo de 5 grados, 8 minutos, 
48 segundos con la elíptica. Por más raro que 
parezca, debo decir, que solo en aquel momento 
ya tardío, principié á comprender el error in¬ 
menso en que incurrí con no verificar mi ascen¬ 
sión, partiendo de un punto de la tierra colocado 
en el plano de la órbita lunar. 

9 de Abril .—Ha disminuido muy notablemente 
el diámetro de la tierra y la superficie vá to¬ 
mando por horas un tinte amarillo más y más 
pronunciado. El globo, sin cesar de correr direc¬ 
tamente al Sur, ha llegado á las nueve del dia 
astronómico (1) á colocarse sobre la costa norte 
del golfo de Méjico. 

10 de Abril. Serian las cinco de la mañana, 
cuando me ha despertado repentinamente un 
gran ruido, un terrible crugido, cuya causa no 
he podido adivinar. Duró poco, pero estoy cierto 
sin embargo, de que no tenia semejanza alguna 
con ningún ruido terrestre, cuya sensación re¬ 
cordase. Escuso decir lo mucho que me alarmó, 
porque mi primera suposición fué la de que el 
globo se habia desgarrado: examinó con suma 
atención todo el aparato, y sin embargo, no pude 


(1) Nueve de la nocbe. 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS, 329 

encontrar ninguna avería. Pasé casi todo el dia 
meditando sobré tan extraordinario aconteci¬ 
miento, sin poder dar con una esplicacion satis¬ 
factoria, y me acosté muy disgustado con gran 
agitación y no poca ansiedad. 

11 de Abril .—He hallado decrecimiento sen¬ 
sible en el diámetro aparente de la tierra; en el 
de la luna (ála que faltan pocos diaspara llegar 
al plenilunio) encontré un aumento considerable, 
circunstancia que por primera vez observé. Con 
mucho trabajo y tiempo hice la operación de 
condensar aire atmosférico suficiente para soste¬ 
ner la vida. 

12 de Abril .—La dirección en que marchaba 
el globo, ha cambiado de un modo notable y á 
pesar de que así suponía sucediese, me ha cau¬ 
sado mucho placer. Sin apartarse de su dirección 
primitiva, llegó hasta el paralelo veinte de lati¬ 
tud sur, cambió súbitamente el rumbo al Este, 
formando un ángulo agudo con el rumbo ante¬ 
rior y se ha mantenido todo el dia, con corta 
diferencia, por no decir completamente, dentro 
del plano mismo de la órbita lunar. Debo adver¬ 
tir una circunstancia muy reparable, que pro¬ 
dujo el referido cambio de dirección, pues origi¬ 
nó una oscilación muy marcada en la barquilla, 
que duró «muchas horas de un modo más ó menos 
violento. 

13 de Abril.— He tenido un susto nuevo al 
sentir otra vez el ruido formidable que tanto 
me aterró el dia 10, pero por más que he discur- 




EDGAR POE. 


330 

rido y meditado, no he podido hallar una razón 
que me satisfaga respecto á la causa. Gran de¬ 
crecimiento en el diámetro aparente de la tierra 
<iue solo medía desde el globo un ángulo de poco 
más de 25 grados: no he podido ver la luna que 
se halla casi en mi cénit; sigo caminando dentro 
-del plano de su órbita y avanzo muy poco hácia 
el Este. 

14 de Abril .—Disminución escesivamente rᬠ
pida del diámetro terrestre. No he dejado de 
pensar todo el dia en que la ruta del globo era 
la del perigeo por la línea misma de los ápsides, 
—ó en otros términos diré,—que se me figura 
lleva el camino que de la tierra conduce más 
directamente á la luna, cuando esta ocupa en su 
órbita el punto de la elipse más cercano á la 
tierra. La luna sigue á mis ojos oculta, porque 
se halla sobre mi globo enteramente. Me cuesta 
gran trabajo y mucho tiempo,la operación in¬ 
dispensable de condensar el aire de la atmósfera. 

15 de Abril.—Y & no me es posible distinguir 
siquiera sobre el planeta los contornos de con¬ 
tinentes y mares: sobre las doce del dia he sen¬ 
tido por tercera vez el mismo ruido espantoso 
que tanto me sorprendió; ha durado algunos 
instantes y ha sido mucho más fuerte. Después 
de algún tiempo, estupefacto y aterrorizado, 
esperando lleno de anhelo y ansiedad mi destruc¬ 
ción de un modo espantoso y desconocido, ha 
oscilado la barquilla con extraordinaria violen¬ 
cia, y una masa de materia que me faltó tiempo 


HISTORIAS ESTR A ORDINARIAS. 331 

para distinguir, pasó por un lado del globo, gi¬ 
gantesca, inflamada, atronadora y rugiente como 
la voz de mil truenos juntos. Cuando me repuse 
del terror y admiración, reflexionó naturalmente 
que debía ser algún enorme fracmento volcánico, 
vomitado por la luna, á la cual con tanta rapidez 
me iba acercando y probablemente un trozo de 
las mismas sustancias singulares, que en algunas 
- ocasiones se encuentran en la tierra, llamadas 
aereólitos, á falta de apelativo más exacto. 

16 de Abril .—Mirando boy alternativamente 
por las ventanas laterales y hácia la parte su¬ 
perior del modo único que podía hacerlo, percibí 
con gran satisfacción y alegría, una pequeñísima 
porción del disco lunar, que rebasaba por decirlo 
así, fuera ó alrededor de la estensa circunferen¬ 
cia del contorno del globo. Esto me conmovió 
extraordinariamente, porque desvanecía cuantas 
dudas pudiera tener de alcanzar el término de 
viaje tan peligroso. 

Acrecentado hasta hacerse casi continuo el 
trabajo necesario para condensar el aire, apenas 
me daba tréguas; no podía ya entregarme al sueño; 
sentíame verdaderamente enfermo y estaba tré¬ 
mulo de desfallecimiento, resistiéndosela natu¬ 
raleza humana á soportar por más espacio un 
padecimiento de semejante intensidad. En el cor¬ 
tísimo período que yo tenía ya de tinieblas, cru¬ 
zó muy inmediata al globo otra piedra meteóri- 
ca, produciéndome una inquietud bastante séria 
lo frecuente de tales fenómenos. 




332 EDGAR POE. 

Ylde Abril .—La mañana de este dia ha hecho 
época en mi viaje. Recuérdese que el dia 13 sub¬ 
tendía la tierra para mí un ángulo de 25 grados; 
que disminuyó mucho este ángulo el dia 14; que 
el 15 observé una disminución más rápida toda¬ 
vía, y que el 16 antes de acostarme, calculó que 
dicho ángulo no pasaba de 7 grados y 15 minutos. 
No es posible formar idea de lo estupefacto que 
yo quedaría, cuando al despertar en la mañana 
de este dia 17, después de un sueño corto y 
agitado, vi que la superficie planetaria que te¬ 
nía debajo, había aumentado súbita y espanto¬ 
samente de volúmen, subtendiendo su diámetro 
aparente un ángulo que no bajaba de 39 grados. 
Quedóme aterrado, y no es dable hallar palabras 
que indiquen siquiera el horrible ó inmenso 
estupor de que fui presa: temblaron faltándome 
las rodillas, castañeteáronme los dientes, y se me 

herizó el cabello. ¡Se harebentado el globo!. 

Esta fué la primera idea que me acudió á las 
mientes; se ha roto indudablemente y me preci¬ 
pito con la velocidad mayor y con la impetuosi¬ 
dad más furiosa que es posible imaginar. Si he 
de juzgar por el espacio inmenso que he recorri¬ 
do ya tan rápidamente, debo llegar á la superfi¬ 
cie de la tierra antes de diez minutos. ¡Dentro 

de diez minutos estaré aniquilado, deshecho!. 

Al cabo la reflexión vino en mi ayuda; hice 
una pausa, medité y comencé á dudar. Era im¬ 
posible descenso tan violento y rápido, y además» 
aunque evidentemente me acercaba á la super- 



HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 333 

ficie que tenía debajo, mi velocidad real, no era 
ni con mucho la espantosa que en el primer mo¬ 
mento imaginé. 

Estas consideraciones sirvieron de eficaz 
calmante á la perturbación de mis ideas, y al 
cabo pude mirar el fenómeno bajo su verdadero 
punto de vista. Si el espanto no me hubiera em¬ 
bargado los sentidos, trastornando sus aprecia¬ 
ciones, no era posible hubiese dejado de reparar 
la inmensa diferencia que habia entre el aspecto 
de la superficie que se hallaba á mis piés y el de 
mi planeta natal. Este se encontraba encima de 
mi cabeza completamente oculto por el globo, 
mientras que la luna,—-la luna misma en todo su 
esplendor,—se mostraba bajo mis plantas. 

La sorpresa y estupor que produjo en mi es¬ 
píritu tan extraordinario cambio de situación, 
era en resumidas cuentas, lo más pasmoso y 
menos esplicable de la aventura; porque seme¬ 
jante trastorno , sobre ser tan natural como ine¬ 
vitable, con mucha antelación lo tenía previsto 
tal cual no podía menos de preveer una circuns¬ 
tancia sencilla, consecuencia inmediata de llegar 
al punto del camino, en que la atracción plane¬ 
taria fuese sustituida por la del satélite; <5 ha¬ 
lando con más exactitud, cuando la gravitación 
del globo, fuese mayor hácia la luna que hácia 
la tierra. 

También es verdad que me despertaba de un 
profundo sueño, y todos mis sentidos se encon¬ 
traban embotados, cuando súbitamente se me 



334 EDGAR POE. 

presentó un fenómeno tan sorprendente, que 
aunque lo aguardaba, no era en aquel momento. 
La vuelta debió verificarse de un modo suma¬ 
mente lento y graduado, de suerte que es muy 
probable que aun cuando me hubiera desperta lo 
ipientras se operaba, no hubiera podido darme 
razón del trastorno, ni percibido síntoma alguno 
interioré inversión,—quiero decir, de molestia, 
ó incomodidad, ó desconcierto en mí mismo ó en 
el aparato. 

Se comprenderá fácilmente, que tan pronto 
como fui dueño de mi persona y hube sacudido 
el terror que se había apoderado de mi sér, di¬ 
rigí única y esclusivamente la atención á con¬ 
templare! aspecto general de la luna. Estendíase 
á mis piés como unanapa, y aunque comprendía 
la considerable distancia á que se encontraba, 
dibujábanse todas las desigualdades de su su¬ 
perficie con tal claridad y determinación que no 
sabía á qué atribuir tal fenómeno. La carencia 
absoluta de occéano, mar, lago y toda especie de 
rio, fué lo que más estraordinario encontró en 
sus condiciones geológicas á primera vista. 

Sin embargo, causábame estrañeza ver es- 
tensas regiones planas y con un carácter deter¬ 
minado de aluvión, por más que casi todo el 
hemisferio visible estaba cubierto de innumera¬ 
bles montañas volcánicas en forma de conos, de 
aspecto tal, que parecían más bien que formadas 
por la naturaleza cortadas artificialmente. La 
de mayor elevación no escedía de tres millas y 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 335 

tres cuartos, más una carta de las regiones 
volcánicas de Cam,pi Phlegraei , dará idea mu¬ 
cho mejor á Yuecencias de la superficie en ge¬ 
neral, que todas las esplicaciones que trate yo 
de hacer. Las más de estas montañas se halla¬ 
ban evidentemente en estado de erupción, dán¬ 
dome una idea terrible de su furia y poder, con 
la multitud de. piedras impropiamente llama¬ 
das metéóricas, que partiendo de sus cráteres, 
pasaban cerca de mi globo con una frecuencia 
más y más espantosa. 

17 de Abril. Hoy he hallado un aumento con¬ 
siderable en el volúmen aparente de la luna 
y la velocidad conque descendía, manifiesta¬ 
mente acelerada, me llenó de cuidado. Recuér¬ 
dese que al principio y cuando comencé á 
querer aplicar mis sueños á la posibilidad de 
un viaje á la luna, entró por mucho en mi cál¬ 
culo, la hipótesis de la existencia de una atmós¬ 
fera ambiente, cuya densidad deberia ser propor¬ 
cionada al volúmen del planeta; hipótesis con¬ 
traria por cierto, no solo á la teoría admitida, 
sino opuesta también á la preocupación univer¬ 
sal de la inexistencia de atmósfera en la luna. 
Además de las ideas qüe ya he dejado consigna¬ 
das con respecto al cometa de Encke y á la luz 
zodiacal, corroboraban mi opinión ciertas obser¬ 
vaciones de M. Shroeter de Linienthal. Este, te¬ 
niendo la luna dos dias y medio de edad, por 
la noche, poco después de puesto el sol y antes 
que la parte oscura fuese visible, principió á 





336 EDGAR POE. 

observar el satélite hasta que la parte oscura 

se hizo visible. 

Primero vió que los dos cuernos parecían 
como si se afilaran en una especie de prolon¬ 
gación muy aguda, cuya estremidad ilumi¬ 
naban ténuemente los rayos solares, en tan¬ 
to que todas las partes restantes del hemisfe¬ 
rio oscuro eran invisibles absolutamente; acla¬ 
rándose en fin, al poco tiempo después, toda la 
orilla ó contorno sombrío. Supuse que esta pro¬ 
longación de los cuernos hasta más de la semi¬ 
circunferencia, era producida por la refracción 
de los rayos solares en la atmósfera de la luna. 
Calculé también que la altura de esta atmósfera 
(que podia refractar bastante luz en el hemisfe¬ 
rio oscuro, para producir un crepúsculo más 
luminoso que la luz reflejada por la tierra cuando 
la luna dista unos 32 grados de su conjunción), 
debía ser de 1.856 pies; de resultas de lo cual 
deduje que la mayor altura capaz de refractar 
el rayo solar era de 5.376 piés. Asimismo con¬ 
firmaba mis ideas sobre este asunto, un párrafo 
del tomo ochenta y dos de las Transacciones Fi¬ 
losóficas, en que dice, que al verificarse una 
ocultación de los satélites de Júpiter, desaparece 
el tercero, después de haber quédalo indistinto 
durante uno ó dos segundos, y el cuarto se 
muestra con mucha indeterminación al acer¬ 
carse al limbo. (1) 


(1) Helveliusdice, que ha observado, en. ocasiones, cuan¬ 
do el cielo estaba perfectamente límpido y hasta las estre- 






HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 337 

En lo que fundaba yo la esperanza de descen¬ 
der sano y salvo, era en la resistencia ó más bien 
en el apoyo que me ofreciera una atmósfera en 
cierto estado de densidad hipotética. Finalmente, 
siendo absurda la conjetura que hice, el desen¬ 
lace mejor que mi aventura podria tener, era 
hacerme añicos contra la escabrosa superficie 
del satélite; así que resumiendo diré me sobra¬ 
ban razones para tener miedo, la distancia á 
que me encontraba de la luna, era comparati¬ 
vamente insignificante, y el trabajo que tenia 
que emplear con el condensador no me parecia 
disminuir, por manera que no encontraba indi¬ 
cio alguno de que la densidad atmosférica fue¬ 
se mayor. 

19 de Abril .—Esta mañana, con mucha ale¬ 
gría, hácia las nueve, viéndome espantosamente 
cercano á la superficie lunar y sobrescitados mis 


Has de sesta y sétima magnitud brillaban distintamente, 
que, con la misma altura de luna, igual elongación de la 
tierra é idéntico escelente telescopio, la luna y sus manchas 
no se mostraban siempre igualmente luminosas. Bajo este 
supuesto, es evidente que la causa del fenómeno no se halla 
en nuestra atmósfera, ni en el telescopio, ni en la luna, ni en 
el ojo del observador; sino que debe proceder de otra cosa 
(¿atmósfera?) existente en rededor de la luna. 

Casini ha observado muchas veces que Saturno, Júpiter 
y las estrellas fijas, en el momento que su ocultación por la 
luna tiene lugar, pierden su forma circular tomándola ova¬ 
lada; mientras que en otras ocultaciones no ha percibido 
cambio alguno de forma. Pudiera por lo tanto inferirse, que 
en algunos casos, si bien no en todos, la luna se halla en¬ 
vuelta por una materia densa, en que son refractados los ra¬ 
yos de las estrellas. E. P. 






338 EDGAR POE. 

temores hasta el grado más inminente, el pistón 
del condensador ha mostrado de un modo evi¬ 
dente una alteración en la atmósfera. A las diez 
no pude dudar ya del considerable aumento que 
tenía de densidad. A las once, no era menes¬ 
ter emplear sino muy escaso trabajo con el apa¬ 
rato y á las doce me determiné con cierto recelo 
á destornillar la manga. Viendo que ningún in¬ 
conveniente me producía, abrí sin titubear la 
cámara de caoutchouc y desenfundó la barquilla. 
Según debí haber previsto, la consecuencia in¬ 
mediata de esperiencia tan precipitada y llena 
de peligros, fué una violenta jaqueca acompaña¬ 
da de espasmos; más como semejantes inconve¬ 
nientes y vários otros también en la respiración, 
ao eran de suficiente magnitud para poner en 
riesgo la vida, me resignó á sufrirlos con tanta 
más paciencia, cuanto que todo contribuía á que 
creyese durarían muy poco, y desaparecerían 
progresivamente y de minuto en minuto, según 
me fuera acercando á capas más y más densas 
de la atmósfera lunar. 

Entretanto mi descenso se verificaba con una 
extraordinaria impetuosidad y no tardé en cer¬ 
ciorarme con espanto, de que si bien no me ha- 
bria probablemente equivocado al contar con 
una atmósfera, cuya densidad fuese proporcional 
al volúmen del satélite; habia sí cometido el er¬ 
ror de contar, con que semejante densidad pudie¬ 
se ni aun en la superficie, ser bastante á sopor¬ 
tar el peso enorme, contenido en la barquilla del 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 33& 

globo. Esto debió verificarse desigual manera 
que en la superficie terrestre, suponiendo que 
en el planeta y su satélite la gravedad ó peso 
real de los cuerpos, se hallase en razón de la 
densidad atmosférica; pero no se verificó según 
mi caída precipitada lo demostraba con sobrada 
evidencia. ¿Por qué? Es imposible esplicarlo de 
otro modo que por medio de aquellas perturba¬ 
ciones geológicas cuya teoría establecí anterior¬ 
mente en este relato. 

Ya casi llegaba el satélite de la tierra, y 
seguía cayendo con terrible impetuosidad: sin 
perder un instante, arrojó fuera de la barquilla 
todo el lastre, después los barriles de agua, el 
aparato condensador, el saco de caoutchouc y fi¬ 
nalmente dejé vacia la barquilla. De nada sir¬ 
vió esto y seguía descendiendo con horrible ve¬ 
locidad, no distando ya más de media milla de 
la superficie. Como último remedio tiré el pale- 
tot, el sombrero, las botas, y desaté del globo 
la barquilla misma, que no dejaba de pesar bas¬ 
tante, cogiéndome entonces con las manos de 
la red. 

Apenas había tenido tiempo de reparar que 
todo el pais hasta donde alcanzaba la vista, es¬ 
taba sembrado de casas lilliputienses, cuando 
vine á caer en el centro mismo de una ciudad 
de aspecto fantástico, y en medio de un gentío 
grande de miserable plebe, sin que ni uno solo 
de aquellos individuos pronunciase una sílaba, 
ni se tomara la menor molestia por ayudarme. 



340 EDGAR POE. 

Hallábanse todos con los brazos puestos'en jar¬ 
ras, como un rebaño de idiotas, gesticulando de 
un modo ridículo, y mirando de reojo mi globo 
y persona. 

Volvíles las espaldas con soberano despre¬ 
cio, y levantando los ojos hácia la tierra que 
acababa de abandonar y de la que me dester¬ 
raba tal vez para siempre, vi tenía la for¬ 
ma de un ancho y sombrío escudo de cobre de 
unos dos grados de diámetro, fijo ó inmóvil en 
el cielo, y guarnecido por un lado con una res¬ 
plandeciente y dorada media-luna, ó si se quie¬ 
re mejor media-tierra. No era posible distin¬ 
guir rastro, ni indicio de mares, ni continentes; 
hallándose toda la superficie visible, salpicada 
de manchas variables, y cruzada por las zonas 
tropicales y ecuatorial, como con otras tantas 
fajas. 

Por tanto, tras una série dilatada de angus¬ 
tias, peligros inauditos, y apuros sin cuento, diez 
y nueve dias después de salir de Rotterdam, ha¬ 
llábame al fin en el término del viaje más ex¬ 
traordinario, y de mayor importancia, que se 
ha llevado á cabo, emprendido, ni imagina¬ 
do siquiera, por ningún ciudadano de ese pla¬ 
neta. 

Réstame contar mis aventuras, porque no dudo 
que Vuecencias comprenderán sin dificultad que 
después de una permanencia de cinco años en un 
planeta tan interesante ya por sí mismo, dupli¬ 
case este interés, por el lazo íntimo conque co- 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 341 

mo satélite suyo se halla enlazado al mündo que 
el hombre habita; así que me propongo mante¬ 
ner con el Colegio Nacional Astronómico una 
correspondencia secreta sobre el viaje que [tan 
felizmente he hecho, de mayor importancia que 
no la que puede darse á sencillos detalles, por 
sorprendentes que parezcan. 

La verdadera cuestión es la siguiente: aquí 
hay muchas cosas que contar, y tendría un ver¬ 
dadero placer en referíroslas; hay mucho que de¬ 
cir sobre el clima de este planeta; sobre las al¬ 
ternativas sorprendentes de frió y calor; sobre 
esta claridad solar que dura quince dias, im¬ 
placable y abrasadora; y esta temperatura gla¬ 
cial, más que polar, que dura otros quince; so¬ 
bre una traslación constante de humedad que se 
verifica por destilación, como en el vacío, des¬ 
de el punto del planeta más cercano al sol, has¬ 
ta el más distante; sobre la raza misma de los 
habitantes, sobre sus costumbres, trajes, institu¬ 
ciones políticas y leyes, sobre su organismo par¬ 
ticular, su fealdad, su falta de orejas, apéndices 
inútiles en una atmósfera tan extraordinaria¬ 
mente modificada; sobre su ignorancia por consi¬ 
guiente del uso y propiedades de la palabra; so¬ 
bre el medio singurar de trasmitir las ideas que 
sustituye al lenguaje; sobre la relación incom¬ 
prensible que liga á cada ciudadano de la luna, 
con cada uno de los del globo terrestre, relación 
análoga y dependiente de la que rige también 
á los movimientos del planeta y su satélite, y 


342 EDGAR ROE. 

por medio de la cual, el sino y la existencia de 
los habitantes de uno de estos planetas, está en¬ 
lazado al sino y existencia de los habitantes del 
otro; añadiéndose á todo, lo que tendré que refe¬ 
rir á Yuecencias sobre los tenebrosos y horri¬ 
bles misterios existentes en las regiones del otro 
hemisferio lunar, que gracias á la concordancia 
casi milagrosa de la rotación del satélite sobre 
su eje, con la revolución sideral del mismo al¬ 
rededor de la tierra, estas regiones no se han 
vuelto jamás hácia nosotros, y Dios mediante no 
se mostrarán nunca á la curiosidad de los teles¬ 
copios humanos. 

Esto quiero contaros, y además otras mu¬ 
chas cosas; pero en cambio os exijo un premio ó 
recompensa. 

Quiero poder reunirme con mi familia y vol¬ 
ver á mi casa y en consideración á la luz que 
puedo proporcionar, si me acomoda, respec¬ 
to á muchos ramos importantes de las cien¬ 
cias físicas y metafísicas, han de pagarse mis 
comunicaciones futuras, con el apoyo que ese 
respetable cuerpo, que tan dignamente presiden 
Vuecencias, prestará á mi solicitud, de que se 
me perdone el crimen que cometí matando ámis 
acreedores al salir de Rotterdam. He aquí el ob¬ 
jeto de esta carta, cuyo portador es un habitan¬ 
te de la luna, que se ha prestado á ser mi men¬ 
sajero y lleva cuantas instrucciones mias ha 
menester. 

Aguardará cuanto dispongan Yuecencias, y 


HISTORIAS ESTRAORDINARIAS. 343 

me traerá el perdón impetrado, si fuere dable 
obtenerlo. 

Tengo el honor de ofrecerme á Vuecencias 
•como su más humilde servidor: 

Hans Pfaall. 

Terminada la lectura de tan estraño docu¬ 
mento, el profesor Rudabub, en el colmo de la 
sorpresa, hay quien afirma dejó caer al suelo la 
pipa; y Mynheer Superbus YonUnderduk, se qui¬ 
tó, limpió y guardó los anteojos en el bolsillo, 
y olvidándose de sí mismo y de su dignidad, lle¬ 
gó hasta hacer tres piruetas sobre el talón iz¬ 
quierdo, víctima de la quinta esencia del pasmo 
y de la admiración. 

Se obtendría el indulto; esto no podía ofrecer 
la más ligera duda; al menos el buen profesor Ru¬ 
dabub así lo juró y perjuró con un verdadero ju¬ 
ramento, siendo idéntico el parecer del ilustre 
Vtm Underduk, que cogiendo del brazo á su có- 
lega, anduvo sin desplegar los lábios la mayor 
parte del camino que mediaba hasta su casa en 
que quisieron comenzar ya á tomar aquellas me¬ 
didas de mayor urgencia. Sin embargo, llega¬ 
dos á la puerta ocurriósele al profesor que pues¬ 
to que el mensagero había considerado opor¬ 
tuno marcharse (aterrado indudablemente al 
ver las fisonomías salvajes de los vecinos de 
Rotterdam), sería de escasísima utilidad el per- 
don, porque solo un habitante de la luna era 


EDGAR POE. 


344 

capaz de emprender tan largo viaje. 

Ante tan juiciosa observación, cedió el bur¬ 
gomaestre y el asunto no tuvo otras consecuen¬ 
cias, más no sucedió otro tanto con las conje¬ 
turas y rumores. Publicada la carta, produjo mil 
chanzonetas y otros tantos pareceres. Los unos, 
los más prudentes y cáutos, ridiculizaron el he¬ 
cho hasta presentarlo como una verdadera grilla. 
En mi sentir ciertas gentes llaman grilla á todo 
aquéllo que es superior á'su inteligencia, y no 
comprendo, á decir verdad, qué fundamento tu¬ 
vieron en este caso para hablar así. Estampa¬ 
remos sus asertos: 

Primo .—Que ciertos burlones de Rotterdam 
profesaban cierta antipatía especial hácia cier¬ 
tos burgomaestres y ciertos astrónomos. 

Secundo .—Que un enanillo estrambótico, de 
oficio fullero, con las orejas cortadas al rape en 
pago de alguna de sus fechorías sin duda, habia 
desaparecido de Bruges, que está cerca de Rot¬ 
terdam, pocos dias antes del suceso. 

Tertio.—Que las gacetas pegadas alrededor 
del giobo eran gacetas de Holanda y por consi¬ 
guiente no era posible procedieran de la luna. 

Cuarto .—Que el mismo Hans Pfaall, borra- 
chon y bellaco, con los tres haraganes á quien 
aquel llama acreedores suyos, se les ha visto 
juntos, dos ó tres dias antes, en una taberna de 
los arrabales, y en el momento mismo en que 
volvían con algún dinero de un viaje á Amé¬ 
rica. 


HISTORIAS ESTRAORDNARIAS. 345 

Último.—.Que con harta justicia es muy co¬ 
mún opinión que el Colegio de los Astrónomos de 
la ciudad de Rotterdam, así como todos los co¬ 
legios astronómicos restantes, de las demas par¬ 
tes del universo (sin hablar de los colegios de los 
astrónomos en general), no es, por no decir otra 
cosa, ni mejor, ni más instruido, ni más listo, 
que lo precisamente necesario. 











INDICE. 


Páginas 


Noticia sobre Edgar Poe y sus obras. . . 5 

I. 

El gato negro., 23 

II. 

El demonio de la perversidad. 41 

III. 

El hombre de la multitud. ...... 52 

IY. 

El corazón revelador.. 72 

V. 

El escarabajo de oro. 81 

VI. 

El barril de amontillado.144 

VIL 

Enterrado vivo.154 











VIH. 

Una béstia en cuatro.170 

IX. 

William Wilson.I 88 

X. 

Debate con una mómia.224 

XI. 

El retrato oval.202 

XII. 

Notabilidades .258 

XIII. 

Hans Pfaall.207 






















Aig'suasga