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Full text of "Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo : en el navío de S. M., "Beagle""

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DARWIN (C.) 


DIARIO DEL VIAJE 
DE UN NATURALISTA 
ALREDEDOR DEL 
MUNDO 


TOMO II 


viaJR^ clasicos 

EOtTADOS Y ANOTADOS 
BA}0 LA DIRECCIÓN DE 

J. DANTÍ-N' CERECEDA 


SE HAN PUBLICADO: 

1 y 2. — Speke (J. H.): Diario del descubrimiento 
de las juentes del Nilo. Con grabados y un 
mapa. Tomos I y II. 

3 y 4.— Bougainville (L. A. de): Viaje alre- 
dedor del mundo. Con grabados y mapas. 
Tomos I y II. 

5 y 6.— Bernies (F.): Viaje al Gran Mogol^ 
Indostán y Cachemira. Con grabados y un 
mapa. Tomos I y II. 

7. — La. Condamine (C. de): Viaje a la América 

meridional. Con ima lámina y un mapa. 
Un volumen. 

8. — Matthews (J.): Viaje a Sierra Leona, en 

la costa de Africa. Con un mapa. Un vo- 
lumen. 

9 y 10.— Dabwin (C.): Diario del viaje de un 
naturalista alrededor del mundo. Dos tomos, 
con grabados y mapas. 

11, 12 y 13.— {Véase los en prensa.) 

14, 15 y 16. — COOK (J.): Viaje hacia él Polo 
Sur y alrededor del mundo. Tres tomos, con 
grabados, láminas y mapas. 

EN PRENSA: 

I 

11, 12 y 13. — CooK (J.): Primer maje alrededor 
del mundo del teniente... 

Ross (JOHN): Narración de-un segundo viaje en 
busca del paso del Noroeste. Dos tomos. 

Colón (CRISTOBAL): Viajes. 

Nóííez Cabeza de Vaca (ALVARO): Naufra- 
gios y comentarios de... 

Clappebton; Viaje al Africa Central. Dos tomos. 

Mungo Pare: Descubrimiento del rio Niger. Dos 
tomos. 

HeenAn Cortés: Cartas de relación sobre la con- 
quista de Méjico. 



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VIAJE DE UN NATURALISTA 
ALREDEDOR DEL MUNDO 


TOMO II 



VIAJES CLÁSICOS 

EDITADOS POR CALPE 


PUBLICADOS: 

Speke (J. H .). — Diario del descubrimiento de las fuentes del Nilo. 
Dos tomos con grabados y un mapa. 

BouGAiNViLLE (L. A. de). — Viaje alrededor del mundo. Dos to- 
mos con grabados y mapas. 

Bernier (F.).— Viaje al Gran Mogol, Indostán y Cachemira. Dos 
tomos con grabados, láminas y mapa. 

La CoNDAMiNE (C. de). — Viaje a la América meridional, con 
una lámina y un mapa. 

Matthews (J.).-- Viaje a Sierra Leona. Un volumen con un mapa. 
Darwin (C.). — Viaje de un naturalista alrededor del mundo. 
Dos tomos con grabados y dos mapas. 

CooK (J.). — Viaje hacia el Polo Sur y alrededor del mundo. 

EN PRENSA: 

CoOK (J .). — primer viaje alrededor del mundo del teniente ... 
Colón (C.). — Viajes. 


Imprenta de Antonio Marzo, San Hermenegildo, 32 duplicado. 



DARWIN (CARLOS) 


DIARIO DEL V I AJE 
DE UN NATURALISTA 
ALREDEDOR DEL MUNDO 

EN EL NAVIO DE S. M., «BEAGLE* 

LA TRADUCaÓN DEL INGLÍS HA SIDO HECHA 
POR 

JUAN MATEOS 

TOMO II 

CON FIGURAS Y UN MAPA 



MADRID 
C A L P E 



ES PROPIEDAD 
Copyright b7 Calpe, Madrid, igz: 



Papel fabricado expresamente por LA PAPELERA ESPAÑOLA 



INDICE 


Páginas. 

Capítulo XII. — Chile Central. — Valparaíso. — Excursión al 
pie de los Andes. — Estructura del país. — Ascensión a la 
Campana de Quillota. — Masas agrietadas de roca verde. 

Valles inmensos. — 'Minéis. — Condición de los mineros. — 
Santiago. — Baños termales de Cauquenes. — Minas de 
oro. — Máquinas trituradoras. — Piedras perforadas. — Há- 
bitos del puma. — El turco y el tapaculo. — Colibríes 1 

Capítulo XIII. — Chiloe y las Islas Chonos. — Chiloe. — As- 
pecto general. — -Excursión en bote. — Indígenas. — Castro. 

Zorro manso. — Ascensión a San Pedro. — Archipiélago 
de Chonos. — Península de Tres Montes. — Sierra graní- 
tica. — Marinos náufragos en un bote. — Puerto de Low. — 

Patata silvestre. — Formación de turba. — Myopotamus, 
nutria y ratones. — Cheucau y pájaro ladrador. — Opetior- 
rhynckus. — Singular carácter de la ornitología. — Pe- 
treles ;... 29 

Capitulo XIV. — Chiloe y Concepción. — Gran terremoto. 

San Carlos, Chiloe. — El Osorno, en erupción al mismo 
tiempo que el Aconcagua y el Coseguina. — Excursión a 
caballo a Cucao. — Selvas impenetrables. — Valdivia. — In- 
dios. — Temblor de tierra. — Concepción. — Gran terremo- 
to. — Rocas hendidas. — Aspecto de las antiguas ciudades. 

El mar, ennegrecido e hirviente. — Dirección de las vibra» 


VI 


ÍNDICE 


Páginas. 

Clones. — Desplazamiento de piedras en sentido circular. 

Gran ola. — Elevación permanente del suelo. — Area de 
fenómenos volcánicos. — Conexión entre las fuerzas ele- 
vatorias y eruptivas. — Causa de los terremotos. — Eleva- 
ción lenta de las cadenas de montañas 55 

Capítulo XV. — Paso de la Cordillera. — Valparaíso. — 

Paso del Portillo. — Sagacidad de los mulos. — Torrentes. 

Minas; cómo se descubrieron. — Pruebas de la elevación 
gradual de la Cordillera. — Efecto de la nieve sobre la 
roca. — Estructura geológica de las dos cadenas principa- 
les; su distinto origen y elevación. — Gran área de sumer- 
sión. — Nieve roja. — Vientos. — Pirámides de nieve. — At- 
mósfera seca y clara. — Electricidad. — Pampas. — Zoolo- 
gía de las vertientes opuestas de los Andes. — Langostas. 
Grandes chinches. — Mendoza. — Paso de Uspallata. — Ar- 
boles silicificados enterrados cuando crecían. — Puente de 
los Incas. — Se ha exagerado la dificultad de los pasos. — 

Cumbre. — Casuchas. — Valparaíso. . 85 

Capítulo XVI. — Chile septentrional y Perú. — Camino de 
la costa a Coquimbo. — Cargas excesivas transportadas 
por los mineros. — Coquimbo. — Terremoto. — Terrazas 
escalonadas. — Ausencia de depósitos recientes. — Con- 
temporaneidad de las formaciones terciarias.'— Excursión 
valle arriba. — Camino a Huasco. — Desiertos. — Valle de 
Copiapó. — -Lluvia y terremotos. — Hidrofobia. — El Des- 
poblado. — Ruinas indias. — Cambio probable de clima. — 

Lecho de río arqueado por un terremoto. — Temporales 
de viento frío. — Ruidos que salen de una montaña. — Iqui- 
que. — Aluvión salado. — Nitrato de sodio. — Lima. — País 
insalubre. — Ruinas del Callao, derribado por un terre- 
moto. — Sumersión reciente. — Conchas levantadas en el 
San Lorenzo; su descomposición. — Llanura con conchas 
sepultas y fragmentos de alfarería. — Antigüedad de la 

raza- india 119 

Capítulo XVII. — Archipiélago de los Galápagos. — El 


ÍNDICE 


Vil 


Páginas. 

grupo volcánico en conjunto. — Número de cráteres. — Ar- 
bustos sin hojas. — Colonia en la isla Charles. — Isla Ja- 
mes. — Lago salado en el cráter. — Historia natural del 
grupo. — Ornitología; curiosos pinzones. — Reptiles. — Há- 
bitos de las grandes tortugas. — Lagarto marino que se 
alimenta de algas.— -Lagarto terrestre zapador y herbí- 
voro. — Importancia de los reptiles en el Archipiélago. — 

Peces, conchas, insectos. — Botánica. — Tipo americano de 
organización. — Diferencias en las especies o razas de las 
distintas islas. — Mansedumbre de las aves. — El temor del 

hombre, instinto adquirido 169 

Capítulo XVIII. — Tahiti y Nueva Zelandia. — Paso por el 
Archipiélago Low. — Tahiti. — Aspecto. — Vegetación en 
las montañas. — Vista de Eimeo. — Excursión al interior. 
Profundos barrancos. — Sucesión de cascadas. — Multitud 
de plantas útiles silvestres. — Templanza de los habitan* 
tes. — Su estado moral. — Parlamento convenido. — Nueva 
Zelandia. — Bahía de las Islas Hippahs. — Excursión a 
Waimate. — Establecimiento de misiones. — Semillas in- 
glesas naturalizadas. — Waiomio. — Funerales de una neo- 
zelandesa. — Partida para Australia 209 

Capítulo XIX. — Australia. — Sydney. — Excursión a Ba- 
thurst. — Aspecto de los bosques. — Un grupo de indíge- 
nas. — Extinción gradual de los aborígenes. — Infección 
engendrada por la asociación de hombres en perfecta 
salud. — Las Montañas Azules. — Vista de los grandes va- 
lles en forma de golfos. — Su origen y formación. — Ba- 
thurst; cultura general de las clases bajas. — Estado de la 
sociedad. — Tierra de Van Diemen. — Ciudad de Hobart. 
Destierro general de aborígenes. — Monte Wellington. — 

King George’s Sound. — Aspecto triste del país. — «Baid 
Head>; moldes calcáreos de ramas de árboles. — Grupo 

de naturales. — Partida de Australia 251 

Capítulo XX. — Islas Keeling. — Formaciones de coral. — 

Islas Keeling. — Su singular aspecto. — Escasez de la fio- 



VIII 


ÍNDICE 


Págigas . 

ra, — Transporte de semillas. — Aves e insectos. — Manan- 
tiales que tienen flujo y reflujo. — Campos de coral muer- 
to. — Piedras transportadas en las raíces de los árboles. 
Cangrejo enorme. — Escozor producido por los corales. — 

Pez que se alimenta de corales. — Formaciones de coral. 

Islas de laguna o atolls. — Profundidad a que pueden vivir 
los corales constructores de arrecifes. — Vastas extensio- 
nes salpicadas de islas de coral bajas. — Sumersión de sus 
cimientos. — Arrecifes-barrera. — Arrecifes franjeantes. — 
Conversión de los arrecifes franjeantes en arrecifes-ba- 
rrera y en atolls. — Evidencia de los cambios de nivel. — 
Brechas en los arrecifes-barrera. — Atolls de las Maldi- 
vas; su peculiar estructura. — Arrecifes muertos y sumer- 
sos. — Areas de sumersión y emersión. — Distribución de 
volcanes. — Sumersión lenta y vasta en extensión e im- 
portancia 283 

Capítulo XXL — De la isla Mauricio a Inglaterra. — Her- 
moso aspecto de la isla Mauricio. — Gran anillo crateri- 
forme de montanas. — Indios. — Santa Elena. — Historia 
de los cambios de la vegetación. — Causa de la extinción 
de las conchas terrestres. — Ascensión. — Variación en las 
ratas importadas. — Bombas volcánicas. — Capas de infu- 
sorios. — Bahía. — Brasil.— Esplendor del paisaje tropical. 
Pernambuco. — Arrecife singular. — Esclavitud. — Regreso 
a Inglaterra. — Mirada retrospectiva acerca de nuestro 



CAPITULO XII 


Chile Central 


Valparaíso. — Excursión al pie de los Andes. — Estructura del país. 
Ascensión a la Campana de Quillota. — Masas ag^rietadas de 
roca verde. — Valles inmensos. — Minas. — Condición de los mi- 
neros. — Santiagfo. — Baños termales de Cauquenes. — Minas de 
oro. — Máquinas trituradoras. — Piedras perforadas. — Hábitos 
del puma. — El turco y el tapaculo. — Colibríes. 


23 de julio. — El Beagle ancló bien avanzada la 
noche en la bahía de Valparaíso, el puerto principal 
de Chile. Cuando amaneció, la impresión que recibi- 
mos no pudo ser más grata. Después de salir de Tie- 
rra del Fuego el clima nos pareció del todo delicioso; 
la atmósfera estaba tan seca, el cielo tan puro y azul 
y el sol tan brillante, que toda la Naturaleza se nos 
presentaba radiante de vida. La vista que se descubre 
desde el fondeadero es de lo más lindo. La ciudad se 
levanta al pie mismo de una serie de colinas de 
unos 480 metros y algo escarpadas. A causa de su po- 
sición consta de una larga calle, que, con variada di- 
rección, corre siguiendo el perfil de la playa, y allí 
donde un barranco baja, las casas se amontonan en 
uno y otro lado del mismo. Las colinas, de forma 
redondeada, sólo están parcialmente protegidas por 
una vegetación muy escasa, y de ahí que presenten 
numerosas cárcavas, que dejan ver un suelo de color 
rojo vivo. Por esta circunstancia, y porque las casas 
bajas están revocadas de blanco y tienen los techos 

Darwin: Viaje.— T. II. 1 


2 


darwin: viaje dEl «beaqle» 


CAP. 


cubiertos de tejas, esta ciudad me recordó Santa Cruz 
de Tenerife. En dirección Nordeste aparecen magní- 
ficos paisajes andinos; pero la magnitud de las mon- 
tañas de los Andes se aprecia mejor desde las alturas 
próximas, porque desde ellas se ve fácilmente la gran 
distancia a que están situadas. El volcán de Acon- 
cagua es singularmente magnifícente. Esta soberbia 
mole, de forma irregularmente cónica, tiene una ele- 
vación mayor que el Chimborazo; pero, según las me- 
diciones efectuadas por los oficiales en el Beagle, su 
altura se acerca a 6.900 metros (1). Sin embargo, la 
Cordillera, vista desde este punto, debe la mayor parte 
de su belleza a las peculiares condiciones de la atmós- 
fera. Cuando el Sol se ponía en el Pacífico era admi- 
rable observar la limpidez de su aserrada silueta y la 
variedad y delicadeza de sus tonalidades de color. 

Tuve la fortuna de hallar establecido aquí a Mr. Ri- 
cardo Corfield, antiguo amigo y compañero de cole- 
gio, de cuya obsequiosa hospitalidad estoy agradeci- 
dísimo, por haberme procurado el más agradable hos- 
pedaje durante la permanencia del Beagle en Chile. 
Los alrededores inmediatos de Valparaíso no son muy 
productivos para el naturalista. Durante el largo ve- 
rano, el viento sopla constantemente del Sur y un 
poco del lado de la costa: de modo que nunca llueve; 
sin embargo, lo hace con bastante abundancia en los 
tres meses de invierno. A consecuencia de ello la ve- 
getación es muy escasa; no hay arbolado, salvo en al- 
gunos valles profundos, y sólo un poco de hierba y 
algunos arbustos enanos crecen dispersos sobre las 
partes menos escarpadas de los cerros. Cuando refle- 
xiono que a 350 millas al Sur este lado de los Andes 
se presenta enteramente cubierto de un bosque im- 


(1) El Aconcag^ua, 6.953 metros, es el gigante de los Andes. 
El Chimborazo sólo tiene 6.254 metros . — Nota de la edic, espa- 
ñola. 



XII 


CHILE CENTRAL 


3 


penetrable, el contraste produce en mi ánimo la más 
viva impresión. Di varios larg-os paseos recogiendo 
objetos de Historia Natural. El terreno se presta mu- 
cho a esta ocupación. Hay muchas y bellísimas flores, 
y, de igual suerte que en la mayoría de los climas se- 
cos, las plantas y arbustos poseen olores fuertes y pe- 
culiares, que llegan a pegarse al vestido, dejándole 
perfumado (1). No cesé de asombrarme al ver que los 
días hermosos se sucedían sin interrupción. jQué in- 
fluencia tan poderosa ejerce el clima en la alegría de 
viviri ¡Cuán contrarias eran las sensaciones experimen- 
tadas al ver las negras montañas del Sur medio en- 
vueltas en nubes, a las que ahora producían las nue- 
vas alturas proyectándose sobre el azulado cielo de un 
brillante dial Unas, por un tiempo, pueden ser real- 
mente sublimes; otras son todo alegría y vida. 

14 de agosto . — Salí de excursión a caballo con 
ánimo de estudiar la geología de la parte basal de los 
Andes, que únicamente en esta parte del año no está 
cubierta por las nieves del invierno. El primer día me 
dirigí hacia el Norte, a lo largo del litoral. Después de 
obscurecer llegamos a la Hacienda de Quintero, la 
cual perteneció en otro tiempo a lord Cochrane. Mi 
objeto al venir aquí fué examinar los grandes estratos 
de conchas que se levantan algunos metros sobre el 
nivel del mar y se queman para cal. Las pruebas de 
la elevación de esta entera línea de costa son inequí- 
vocas: a la altura de unos cuantos centenares de pies 
abundan mucho las conchas vetustas, y todavía hallé 
algunas a los 340 metros (2). Estas conchas, o están 


(1) El carácter que ai clima y a la vegetación — su más fiel 
reflejo — Darwin atribuye, indica está aquí en lugar de clima y 
flora muy semejante a la mediterránea. Se verá más tarde cómo, 
al extremarse acaba por originar desiertos como los de Ataca- 
ma . — Nota de la edic. española. 

(2) El estudio acabado y científico de las terrazas marinas o 


4 


darwin; viaje del «bbaqle» 


CAP. 


sueltas en la superficie, o encastradas en una tierra ve- 
getal de color rojizo obscuro. Mi sorpresa fué grande 
al descubrir con el microscopio que esta tierra vege- 
tal era en realidad fango marino, lleno de partículas 
menudas de cuerpos orgánicos. 

15 de agosto . — Hemos regresado, encaminándonos 
al valle de Quillota. El país presentaba un aspecto 
agradabilísimo, como el que los poetas hubieran de- 
nominado bucólico o pastoral: verdes praderas despe- 
jadas, entre vallejos regados por riachuelos, y en las 
lomas de las colinas, las casitas que podemos suponer 
de los pastores. Nos vimos precisados a cruzar la sie- 
rra de Chilicauquen. En su base había hermosa ve- 
getación forestal de follaje perenne, la cual prospera- 
ba sólo en los barrancos donde corría el agua. Cual- 
quiera persona que únicamente hubiera visto el terreno 
de los alrededores de Valparaíso, nunca habría po- 
dido soñar que Chile encerrara sitios tan pintorescos. 
Tan pronto como llegamos a la cumbre de la Sierra, tu- 
vimos inmediatamente a nuestros pies el valle de Qui- 
llota. El paisaje presentaba una frondosidad de carác- 
ter marcadamente artificial. El valle es muy ancho y 
de fondo enteramente llano, por lo que puede llevar- 
se el riego a todas sus partes. Los pequeños jardines 
cuadrados rebosan de olivos, naranjos y toda clase 
de hortalizas y legumbres. A cada lado se alzan enor- 
mes montañas desnudas, y esta circunstancia acre- 
cienta el efecto de la pintoresca feracidad del valle. 
El que díó a Valparaíso su nombre debió de hacerlo 
pensando en el paradisíaco valle de Quillota. Pasa- 
mos por medio de la Hacienda de San Isidro, situada 
al píe mismo del Monte de la Campana. 


playas levantadas de las costas de Chile — por lo que toca a su 
fauna e hipsometría — está todavía oor hacer . — Noia de la edic. es- 
pañola. 



XII 


CHILE CENTRAL 


5 


Chile, como puede verse en los mapas, es una es- 
trecha faja de tierra entre la Cordillera y el Pacífico, 
y esa faja está atravesada por líneas de montañas que 
en esta parte corren paralelas a la gran cadena. Entre 
estas alturas exteriores y la Cordillera principal se ex- 
tiende a gran distancia, hacia el Sur, una sucesión de 
cuencas llanas que generalmente se abren una en 
otra por pasos angostos; en esos sitios están situadas 
las principales ciudades, como San Felipe, Santiago, 
San Fernando. Estas cuencas o planicies, junto con 
los valles transversales de fondo plano (como el de 
Quillota), que ios relacionan con la costa, son sin duda 
los fondos de antiguas abras y profundas bahías como 
las que hoy cortan todas las regiones de Tierra del 
Fuego y la costa occidental. Chile ha debido de pa- 
recerse en otro tiempo a este último país en la confi- 
guración de su tierra y agua. Una casualidad hizo que 
tal semejanza se me presentara de un modo patente 
cierto día, en que un banco de niebla cubría como 
un manto todas las partes bajas del país: las blancas 
masas de vapor, retorciéndose entre los barrancos, 
figuraban fantásticas caletas y bahías, mientras aquí y 
allá asomaba algún montículo aislado, indicando el 
lugar donde en época remota hubo una pequeña isla. 
El contraste de estos valles planos y de estas cuencas 
con las montañas irregulares daba al paisaje uii ca- 
rácter que para mí era nuevo y de grandísimo in- 
terés. 

A causa de la natural inclinación que presentan 
estas planicies hacia el mar, puede regárselas fácil- 
mente, y son, por tanto, muy fértiles. A no ser por 
eso, la tierra apenas produciría cosa alguna, porque 
durante el verano entero el cielo está sin nubes. 

Las montañas y colinas se hallan cubiertas a tre- 
chos de arbustos y arbolado bajo, que constituyen la 
principal vegetación natural. Todos los que poseen 
fincas en el valle toman además cierta parte de mon- 


6 


DARWIN: VtAJE DEL «BEAQLE» 


CAP. 


taña, donde pastan en considerable número vacadas 
en estado semisalvaje. Una vez al año se hace un gran 
■«rodeo*, para recoger, contar y marcar las reses, se- 
parando de paso algunas que han de ser cebadas en 
campos de regadío. Cultívase mucho trigo y bastante 
maíz; sin embargo, el principal artículo alimenticio de 
la clase trabajadora es una especie de alubia. Los 
huertos producen copia ilimitada de melocotones, hi- 
gos y uvas. Con todas estas ventajas, la población de- 
bería gozar de una prosperidad superior a la que de 
hecho posee. 

16 de agosto . — El mayordomo de la hacienda tuvo 
la amable generosidad de darme ua. guía y caballos 
de refresco, y por la mañana emprendimos el ascenso 
a la Campana, que tiene unos 2.000 metros de altura. 
Los senderos y vericuetos eran pésimos; pero la geo- 
logía y el paisaje me compensaron ampliamente. Al- 
canzamos por la tarde un manantial llamado el Agua 
del Guanaco, situado a gran altura. La denominación 
anterior debe de ser muy antigua, porque hace mu- 
chos años ni un solo guanaco bebe de sus aguas. Du- 
rante la subida noté que en la vertiente no crecían 
mas que arbustos, mientras que en la del Sur había un 
bambú de hasta cuatro metros de alto. Raros eran los 
sitios en que crecían palmeras, y con no escasa sor- 
presa hallé una a la altura de 1.350 metros. Estas pal- 
meras son los tipos feos de la familia. Sus tallos son 
enormes y de una forma rara, pues tienen en su parte 
media su máximo grosor, disminuyendo luego al acer- 
carse a la cima y a las raíces. Abundan muchísimo en 
algunas partes de Chile, y suministran un valioso pro- 
ducto en la especie de melaza que se saca de su savia. 
En una hacienda cerca de Petorca trataron de contar 
las palmeras que había, y lo dejaron por imposible 
después de haber llegado a varios cientos de miles. 
Todos los años, a principio de primavera, en agosto. 



XII 


CHILE CENTRAL 


7 


se hace una gran corta, y cuando los troncos están 
tendidos en el suelo se les desmocha el penacho de 
hojas. Inmediatamente empieza a fluir de él la savia, 
y sigue fluyendo por algunos meses; sin embargo, es 
necesario practicar todas las mañanas en la referida 
extremidad una cortadura, dejando al descubierto una 
nueva porción de superficie. Un buen ejemplar de 
estas palmeras da más de cuatro hectolitros de zumo, 
contenido en los vasos de un tronco en apariencia 
seco. Dícese que la savia fluye con mayor rapidez en 
los días de mucho sol, y que al cortar los troncos ha 
de cuidarse mucho de que caígan cabeza arriba hacia 
lo alto de la montaña, pues si sucede lo contrario ape- 
nas saldrá zumo. De modo que, contra lo que a pri- 
mera vista pudiera creerse, la acción de la gravedad 
contraría en lugar de favorecer la salida de la savia. 
Esta se concentra por ebullición, y entonces se llama 
melaza, a la que se parece mucho en el gusto (1). 

Desensillamos nuestros caballos junto a la fuente y 
nos dispusimos a pasar la noche. La tarde era hermo- 
sa, y la atmósfera tan clara, que podían distinguirse 
perfectamente, como líneas negras, los mástiles de los 
barcos anclados en la bahía de Valparaíso, a la dis- 
tancia de unas 26 millas geográficas. Un barco velero 
que doblaba la punta parecía una manchita blanca. 
Grandes ponderaciones hace Anson, en su Viaje, de 
la distancia a que se descubren los navios desde 
la costa; pero no estuvo suficientemente expresivo 
acerca de la altura del país y de la gran transparencia 
del aire. 

La puesta del Sol fué espléndida; en tanto los valles 
obscurecían, los nevados picos de los Andes conser- 


(1) Aun cuando Darwin no precise y sean varías las palmeras 
que pueden dar azúcar y líquidos fermentescíbles, acaso es esta 
palmera la especie Juboea spectabilis, que en Chile llaman coqui- 
to. — Nota de la edic. española. 



8 


nARWtN: VIAJE DEL «BEAQLE» 


CAP. 


vaban un tinte purpúreo. Cuando hubo anochecido 
hicimos una hoguera bajo unos arbolitos de bambú, 
freímos nuestro charqui (o carne curada de vaca), to- 
mamos nuestro mate, y quedamos enteramente satis- 
fechos. Hay un encanto inefable en pasar así la vida 
al aire libre. La noche estaba en calma y en silencio. 
Sólo alguna que otra vez se oía el penetrante chillido 
de la vizcacha de la montaña y el apagado grito del 
chotacabras. Fuera de estos animales, pocas aves, ni 
aun insectos, frecuentan estas secas y áridas montañas. 

77 de agosto . — Por la mañana trepamos a la abrupta 
masa de roca verde que corona la cima. Esta roca, 
como suele ocurrir, estaba agrietada y rota en enormes 
fragmentos angulares. Observé, sin embargo, una cir- 
cunstancia notable, a saber: que las superficies de frac- 
tura eran más o menos recientes, presentando en este 
particular una gran variedad, pues mientras algunas 
parecían haberse roto el día antes, otras empezaban a 
cubrirse de liqúenes o los tenían crecidos y viejos. 
Creí sin vacilar que la causa de ello fueran ios frecuen- 
tes terremotos; y tanto me impresionó, que me sentí 
inclinado a escapar de los sitios que tuvieran encima 
bloques de roca sueltos. Siendo fácil equivocarse en 
un hecho de esta naturaleza, rectifiqué mi modo de 
pensar y lo puse en duda. 

Más tarde, habiendo ascendido al monte Wellington, 
en Tasmania, donde no hay terremotos, vi que la cima 
presentaba la misma composición y desgarres, si bien 
todos los bloques parecían hallarse en aquella posición 
desde millares de años atrás. 

Pasamos el día en la cima, y no he disfrutado otro 
mejor aprovechado. Chile, limitado por los Andes y 
el Pacífico, se veía como en un mapa. El placer de la 
escena, en sí misma bellísima, se acrecentó con la 
multitud de reflexiones que me sugirió la mera vista 
de la Sierra de la Campana, con sus ramales paralelos 



XII CHILE CENTRAL 9 

más bajos, y el ancho valle de Quillota, que los corta. 

¿Cómo no maravillarse de la fuerza que ha elevado 
estas montañas, y todavía más de las incontables eda- 
des que han debido necesitar para abrirse camino por 
entre tan poderosos obstáculos y para remover y ni- 
velar sus enormes masas?. En este caso recordé ios 
vastos lechos sedimentarios de Patagfonia, que si se 
acumularan sobre la Cordillera aumentarían su altura 
en muchos miles de pies. Cuando estuve en ese país 
me admiré de que hubiese podido existir cadena al- 
guna de montañas capaz de suministrar tales masas sin 
haber quedado enteramente arrasada. Esa misma ad- 
miración se apodera de mí ahora al preguntarme si el 
tiempo, que todo lo puede, llegará a demoler monta- 
ñas tan gigantescas como la de la Cordillera, redu- 
ciéndolas a grava y fango. 

El aspecto de los Andes era distinto de lo que yo 
había esperado. La línea inferior de la nieve era, por 
supuesto, horizontal, y los mismos vértices de la gran 
cadena parecían ser paralelos a esta línea. Sólo a gran- 
des intervalos un grupo de picos o un simple cono 
mostraban el lugar donde había existido un volcán, o 
donde existe actualmente. De aquí que la cadena se- 
meje una gran muralla sólida, coronada aquí y allá por 
una torre, haciendo de fuerte barrera para el país. 

Casi todas las partes de la montaña han sido perfo- 
radas con el fin de descubrir minas de oro; el furor de 
la minería apenéis ha dejado en Chile un solo sitio sin 
explorar. La tarde se me pasó, como anteriormente, 
charlando en torno del fuego con mis dos compañe- 
ros. Los guasos de Chile, que corresponden a los gau- 
chos de las Pampas, son, sin embargo, muy diferentes 
de éstos. 

Chile es el más civilizado de los dos países, y sus 
habitantes, en consecuencia, han perdido mucho de 
su individual carácter. Las gradaciones de categoría 
social se hallan marcadas más vigorosamente; el guaso 


10 


darwin: viaje del «beaqleo 


CAP. 


no se considera, en modo alguno, igual a todos los 
demás, y no poco me sorprendió el ver que mis com- 
pañeros no querían comer al mismo tiempo conmigo. 
Este sentimiento de desigualdad es una necesaria con- 
secuencia de la existencia de una aristocracia de la 
riqueza. 

Según he oído decir, algunos de los mayores pro- 
pietarios poseen una renta anual de cinco a 10.000 li- 
bras esterlinas; diferencia que, a mi juicio, no se ha- 
lla en ninguno de los países ganaderos situados al este 
de los Andes. 

El viajero no halla aquí mas que una hospitalidad 
ilimitada y gratuita; pero si se ofrece el pago se acepta 
sin escrúpMilos, benévolamente. En casi todas las casas 
de Chile se puede hallar hospedaje, contando con que 
el huésped dará una pequeña cantidad al día siguien- 
te, y hasta una persona rica aceptaría dos o tres che- 
lines. El gaucho, por encima de su matonería, es un 
caballero; el guaso le aventaja en algunos respectos, 
pero es al mismo tiempo un hombre vulgar y ordina- 
rio. Arabos tipos, aunque empleados en ocupaciones 
muy análogas, se diferencian en su porte y costum- 
bres, y las particularidades que los distinguen son 
universales en sus respectivos países. El gaucho parece 
parte de su caballo y no hace nada sino montado; el 
guaso puede ser contratado como obrero para traba- 
jar en los campos. El primero se alimenta exclusiva- 
mente de carne; el segundo se alimenta enteramente 
de vegetales. En Chile no se ven las botas blancas, 
los anchos pantalones y las chilipas escarlata, que es 
el traje pintoresco de las Pampas. La gente del pueblo 
usa aquí pantalones ordinarios, protegidos por polai- 
nas de paño verde y negro. El poncho, sin embargo, 
es común en ambos países. El guaso cifra principal- 
mente su orgullo en sus espuelas, que son absurda- 
mente grandes. Yo medí unas que tenían espoletas de 
más de un decímetro, con un número de picos que 



CHILE CENTRAL 


11 


Xll 


pasaba de 30. Los estribos son proporcionados, y cada 
uno se compone de un bloque de madera, hueco, de 
forma cuadrada y que pesa de tres a cuatro libras. El 
guaso maneja el lazo quizá con mayor destreza que el 
gaucho; pero, a causa de las peculiares condiciones 
de su país, desconoce el uso de las bolas. 

18 de agosto . — Bajamos de la montaña y pasamos 
por algunos sitios de escasa extensión, pero hermosí- 
simos, con riachuelos y frondoso arbolado. Después 
de dormir en la misma hacienda de antes, cabalgamos 
durante los dos días siguientes por el valle arriba, y 
pasamos por Quillota, lugar más parecido a un con- 
junto de jardines para niños que a una ciudad. Los 
huertos eran bellísimos, presentando una masa de al- 
bérchigos floridos. Vi también en uno o dos sitios la 
palma datilera, que es un árbol magnífico; a no du- 
darlo, un grupo de ellas, en sus nativos desiertos asiá- 
ticos o africanos, debe de ser soberbio. 

Pasamos después por San Felipe, bonita ciudad, de 
caserío desparramado, como Quillota. El valle se en- 
sancha en esta parte, degenerando en una de esas 
grandes bahías o llanos que llegan al pie de la Cor- 
dillera, y que ya he mencionado como formando cu- 
riosa parte del paisaje de Chile. Por la tarde alcanza- 
mos las minas de Jajuel, situadas en un barranco de la 
falda de la gran cadena. Aquí me detuve cinco días. 
Mi huésped, el superintendente de la mina, era un 
minero de Cornuaiíles, mañoso, pero algo ignorante. 
Se había casado con una española, y no pensaba vol- 
ver a su patria; pero su admiración por las minéis de 
Cornuailíes seguía siendo ilimitada. Entre otras mu- 
chas preguntas me hizo la siguiente: <Y ahora que ha 
muerto Jorge Rex, ¿cuántos quedan todavía de la fa- 
milia de los Rexes?> Este Rex debe ser sin duda pa- 
riente del gran autor Finis^ que escribió todos los 
libros... 



12 


darwin; viaje del «beaqle» 


CAP. 


Estas minas son de cobre, y el mineral se embarca 
para Swansea, donde se beneficia. De ahí que en el 
íug-ar de esta explotación reine una especial tranqui- 
lidad, sobre todo comparándola con lo que pasa en 
Inglaterra: aquí ni el humo, ni los hornos, ni las gran- 
des máquinas de vapor perturban la soledad de las 
montañas circunvecinas. 

El Gobierno chileno, más bien el antiguo Código 
español, alienta por todos los medios la busca de mi- 
nas. El descubridor o denunciante puede emprender 
la explotación de una mina en cualquier parte, con 
sólo pagar cinco chelines; y aun antes de satisfacer 
esa suma se autorizan las calicatas por veinte días, 
aunque sea en cualquier finca cerrada y cultivada. 

Hoy es bien sabido que el procedimiento seguido 
en Chile para explotar las minas supera en economía 
a todos los demás. Mi patrón asegura que las dos prin- 
cipales mejoras introducidas por los extranjeros han 
sido: primero, reducir por previa testación las piritas 
de cobre (que siendo el mineral común en Cornuailles, 
llamó desde luego la atención de los mineros ingle- 
ses recién llegados aquí al ver que se lo desechaba 
por inútil), y segundo, triturar y lavar las escorias de 
los antiguos hornos, con cuyo proceso se recobra en 
abundancia partículas de metal. He visto al presente 
reatas de mulos que llevaban a la costa, para ser trans- 
portado a Inglaterra, un cargo de tales cenizas. 

Pero el primer caso es el más curioso. Los mineros 
de Chile estaban tan convencidos de que las piritas 
de cobre no contenían la menor partícula de dicho 
metal, que se reían de los ingleses por su ignorancia, 
los cuales, a su vez, se reían de los chilenos y Ies com- 
praron sus ricos veneros por unos cuantos dólares. 
Es muy extraño que en un país donde por espacio de 
tantos años se ha practicado la minería no se haya 
descubierto nunca un procedimiento tan sencillo como 
el de tostar a fuego lento el mineral para desalojar el 



XII 


CHILE CENTRAL 


13 


azufre, antes de llevar aquél a la fundición. También 
se ha perfeccionado algo la maquinaria, que es muy 
sencilla; pero aun en el día de hoy hay minas en que 
el agua se saca de los pozos ¡en odres llevados a cues- 
tas por obreros! 

Los mineros hacen una labor muy penosa. Tienen 
muy poco tiempo para comer, y así en invierno como 
en verano comienzan a trabajar al amanecer y no lo 
dejan hasta que es de noche. Se les paga una libra es- 
terlina por mes, y se Ies da la comida siguiente: Para 
almorzar, 16 higos y dos panecillos chicos; para co- 
mer, alubias cocidas, y para cenar, trigo tostado y ma- 
chacado. 

Apenas catan la carne, pues con las 12 libras anua- 
les tienen que vestirse y alimentar a sus familias. Los 
obreros que trabajan en la misma mina reciben 
25 chelines mensuales, y se les concede un poco de 
charqui o cecina. Pero estos hombres abandonan sus 
incómodas viviendas sólo una vez cada quince días o 
tres semanas. 

Durante mi permanencia aquí pude vagar a mi gusto 
por estas enormes montañas. La geología, como desde 
luego podía esperarse, era muy interesante. Las agrie- 
tadas rocas de origen ígneo, atravesadas por innume- 
rables diques de rocas verdes, dejaban adivinar las 
grandes convulsiones que debieron ocurrir en épocas 
remotas. El paisaje se parecía mucho al de los alre- 
dedores de la Campana de Quillota; áridas montañas 
peladas, que en ciertos sitios presentaban algunos ar- 
bustos de escaso follaje. Los CactuSy o más bien Opun- 
tías (1), eran aquí muy numerosos. Medí uno de for- 
ma esférica que, incluyendo las espinas, tenía seis pies 
y cuatro pulgadas de circunferencia. La altura de la 
especie común, cilindrica, ramificada, es de doce a 


(1) Véase nota de la página 182 del tomo I. 



14 


darwin: viaje del obeaqle» 


CAP. 


quince pies, y la circunferencia abarcada por las ra- 
mas, con sus espinas, de tres a cuatro pies. 

Una g-ran nevada en las montanas me impidió du- 
rante los dos últimos días hacer algunas excursiones in- 
teresantes. Intenté llegar a un lago que los habitantes 
creen ser un brazo de mar, por alguna razón inexpli- 
cable. En cierta época de grandes sequías se propuso 
el proyecto de canalizarle para el riego; pero el «pa- 
dre», después de ser consultado, declaró que era muy 
peligroso, pues todo Chile se inundaría si, como se 
suponía generalmente, el lago estaba en comunica- 
ción con el Pacífico. Subimos a una gran altura; pero 
viendo que nos hundíamos en la nieve, nos fué impo- 
sible llegar al admirable lago, y no sin dificultad hubi- 
mos de regresar. Creí que se nos hubieran inutilizado 
ios caballos, porque no había medio de calcular la 
profundidad de los montones de nieve, y cuando se 
hundían en ellos no podían salir mas que asaltos. Los 
negros nubarrones que cubrían el cielo indicaban que 
se preparaba una nueva tormenta; así es que nos dimos 
por muy afortunados de poder escapar. Precisamente 
cuando hubimos acabado de bajar empezó a descar- 
gar la tempestad, y muy de veras nos alegramos de 
que no hubiera sobrevenido tres horas antes. 

26 de agosto . — Partimos de Jajuel, y cruzamos de 
nuevo la cuenca de San Felipe. El día era de los pe- 
culiares de este país: brillante y con una atmósfera 
enteramente despejada. 

La espesa y uniforme capa de nieve que acababa 
de caer daba al panorama del volcán del Aconcagua 
y de la cadena principal un aspecto fantástico y gran- 
dioso. Ahora estábamos en el camino de Santiago, 
capital de Chile. Traspusimos el cerro del Talguen y 
dormimos en un rancho. El patrón, hablando de la si- 
tuación de Chile, en comparación con otros países, se 
expresó en términos muy humildes: «Unos ven con 



Xfl CHILE CENTRAL 15 

dos ojos y otros con uno; pero por mi parte no creo 
que Chile vea con ninguno.» 

27 de agosto . — Después de cruzar muchas bajas co- 
linas descendimos a la pequeña planicie de Guitrón. 
En las cuencas como ésta, elevadas sobre el nivel del 
mar unos 300 a 600 metros solamente, crecen en gran 
número dos especies de acacias de formas achaparra- 
das y muy separadas unas de otras. Estos árboles no 
se ven nunca cerca de la costa, lo que constituye otro 
rasgo característico del paisaje de estas cuencas. Cru- 
zamos una lomera que separa a Guitrón de la gran 
llanura donde se levanta Santiago. La vista del paisa- 
je aquí era de lo más sorprendente: la campiña se 
presentaba rala, cubierta en parte por bosques de aca- 
cia, y la ciudad, a lo lejos, proyectándose horizontal- 
mente sobre la base de los Andes, cuyos nevados 
picos brillaban con el sol poniente. 

A la primera mirada se descubría con toda eviden- 
cia que la llanura representaba la extensión de un an- 
tiguo mar interior. No bien hubimos llegado a camino 
llano, pusimos nuestros caballos a galope, y llegamos 
a la ciudad antes de anochecer. 

Una semana permanecí en Santiago con pleno con- 
tento. Por la mañana daba un paseo a caballo, visitan- 
do varios lugares de las llanuras, y por la tarde comía 
con varios mercaderes ingleses, cuya hospitalidad es 
aquí bien conocida. Un venero inagotable de placer 
fué la subida al montículo de roca (Santa Lucía) que 
se levanta en medio de la ciudad. La vista es, sin duda 
alguna, sorprendente, y, como he dicho, muy peculiar. 
Me informaron que este mismo carácter es común a 
las ciudades de la gran plataforma mejicana. De la 
ciudad nada tengo que decir en detalle; no es tan her- 
mosa y grande como Buenos Aires, pero está cons- 
truida sobre el mismo patrón. Llegué aquí dando un 
rodeo por el Norte; de modo que resolví volver a 



16 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP» 


Valparaíso haciendo una excursión más larga al sur 
del camino directo. 

5 de septiembre . — A eso de mediodía llegamos a 
uno de los puentes colgantes, sostenidos por correas, 
sobre el Maypú, ancho y revuelto río que corre a po- 
cas leguas del sur de Santiago. Cruzar estos puentes 
es un mal negocio. El camino o piso, siguiendo la 
curvatura de las cuerdas suspensoras, está hecho de 
haces de palos colocados unos junto a otros. Se halla- 
ba horadado en muchos puntos y oscilaba terrible- 
mente, aun con el solo peso de un hombre a caballo. 
Por la tarde llegamos a una excelente y cómoda casa 
de campo, donde había varias señoritas lindísimas. Se 
horrorizaron lo indecible porque yo había entrado en 
una de sus iglesias sólo por mera curiosidad. En el 
discurso de la conversación me preguntaron: «¿Por 
qué no se hace usted cristiano, ya que nuestra religión 
es la verdadera?» Les aseguré que yo era cristiano, 
pero no se satisficieron con mi respuesta, y añadie- 
ron, apelando a mis palabras: «¿No es cierto que 
entre ustedes los curas y hasta los obispos se casan?» 
El absurdo caso de que un obispo tuviera mujer les 
chocaba de una manera particular: no sabían si reírse 
u horrorizarse de semejante enormidad. 

6 de septiembre . — Continuamos nuestra marcha de- 
rechamente al Sur y dormimos en Rancagua. El cami- 
no pasaba la nivelada, pero angosta llanura, limitada, 
de un lado, por suaves colinas, y de otro lado, por la 
Cordillera. Á1 día siguiente torcimos, subiendo hacia 
el valle del río Cachapual, en el que se hallan los ba- 
ños termales de Cauquenes, de antiguo celebrados 
por sus virtudes medicinales. Los puentes colgantes, 
en los sitios menos frecuentados se desmontan gene- 
ralmente durante el invierno, en que los ríos llevan 
poca agua. Eso precisamente era lo que ocurría en 



CHILE CENTRAL 


17 


XII 

este valle; de modo que nos vimos obligados a pasar 
la corriente a caballo. Por cierto que nada tenía de 
agradable, pues el agua, aunque poco profunda, se 
precipita, espumosa, con tal rapidez sobre un lecho 
de cantos rodados, que la cabeza se trastorna, siendo 
difícil percibir si la cabalgadura se mueve o no. En 
verano, al fundirse las nieves, los torrentes son abso- 
lutamente infranqueables, y de su impetuosa furia da- 
ban testimonio las señales que habían dejado. Llega- 
mos a los baños por la tarde, y nos estuvimos en ellos 
cinco días, pues en los dos últimos nos impidió salir 
una lluvia persistente y copiosa. No hay otros edificios 
que unos cuantos cobertizos dispuestas en cuadro, 
con una mesa y un banco cada uno por todo moblaje. 
Están situados en un estrecho y profundo valle, pe- 
gando con la Cordillera central. Es un sitio solitario y 
tranquilo, no desprovisto de salvaje belleza. 

Las fuentes minerales de Cauquenes brotan en una 
línea de dislocación que cruza una masa de roca estra- 
tificada, cuyo conjunto denota la acción del calor. Una 
considerable cantidad de gases se está continuamente 
escapando por los mismos orificios que el agua. Aun- 
que los manantiales sólo están separados por algunos 
metros, tienen diferentes temperaturas, lo cual parece 
provenir de mezclarse el agua fría en cantidades des- 
iguales, porque los menos calientes apenas tienen 
valor mineral. Después del gran terremoto de 1822 
las fuentes dejaron de manar por espacio de casi un 
año. El terremoto de 1835 las afectó mucho, pues su 
temperatura bajó súbitamente de 47°, 7 a 33°,3 (1). 
Parece probable que las aguas minerales procedentes 
de las entrañas de la tierra sufran mayor alteración 
con los trastornos subterráneos que las más cercanas 
a la superficie. El encargado de los baños me aseguró 
que en verano el agua es más cálida y abundante que 

(1) Caleceleugh, en Philosopk. Transad, 1836. 

Darwin: Viaje. — T. il. 2 



18 


DARWIX: VIAJE DEL «BEAQLE» 


CAP. 


en invierno. La primera circunstancia, desde luego la 
hubiera supuesto, a causa de la menor mezcla de agua 
fría durante la estación seca; pero la segunda me pa- 
rece sobremanera extraña y contradictoria. Ese creci- 
miento periódico durante el verano, en que nunca 
llueve, sólo puede explicarse, a mi juicio, por la fu- 
sión de la nieve en las montañas; pero de éstas, las 
que en la mencionada estación están nevadas distan 
tres o cuatro leguas de las fuentes. No tengo motivos 
para dudar de la veracidad de mi informador, que, 
por haber vivido en este sitio durante varios años, 
estará familiarizado con esta circunstancia — que de 
ser cierta es realmente muy curiosa — , porque supone 
que el agua de nieve se filtra a través de estratos po- 
rosos y desciende a las regiones de elevada tempe- 
ratura, para volver a subir a la superficie por la línea 
de las rocas dislocadas e inyectadas de Cauquenes, y 
la regularidad del fenómeno parecería indicar que en 
este distrito las rocas calentadas se presentan a no 
muy gran profundidad. 

Un día cabalgué valle arriba hasta el último sitio 
habitado. Algo más arriba, el Cachapual se divide en 
dos profundísimos barrancos, que penetran directa- 
mente en la gran sierra. Trepé a un pico que proba- 
blemente tiene unos 2.000 metros de altura. El terre- 
no aquí, como en los demás puntos, ofrece vivísimo 
interés. Por uno de esos barrancos fué por donde Pin- 
cheira entró en Chile y devastó el país vecino. El lec- 
tor recordará que es el mismo cacique cuyo ataque a 
una estancia del río Negro he descrito. Era un rene- 
gado, mestizo español, que logró reunir una tropa nu- 
merosa de indios y se estableció junto a una corriente 
de las Pampas, en un sitio que no pudieron descubrir 
las fuerzas enviadas en su persecución. Desde ese es- 
condrijo solía hacer salidas y cruzar la Cordillera por 
pasos hasta ahora intransitados, saqueando las alque- 
rías y llevándose el ganado a su secreto lugar de refu- 



CHILE CENTRAL 


19 


xn 

gio. Pincheira era un consumado jinete y se impuso 
a todas las indiadas, porque fusilaba sin remisión a 
todo el que rehusaba seguirle. Contra este hombre y 
otras tribus vagabundas emprendió Rosas la guerra de 
exterminio. 

13 de septiembre . — Salimos de los baños de Cau- 
quenes, y, volviendo a la ruta principal, llegamos al río 
Claro, donde pasamos la noche. Desde aquí empren- 
dimos el camino para la ciudad de San Fernando. 
Antes de llegar, la última cuenca cercana de tierra se 
ensancha en una gran llanura, que se dilata por el Sur 
de tal modo, que las cimas nevadas de los Andes más 
lejanos se veían como si se alzaran sobre el horizonte 
del mar. San Fernando dista 40 leguas de Santiago, y 
fué el punto más remoto a que llegué por el Sur, pues 
aquí torcimos en ángulo recto hacia la costa. Dormi- 
mos en las minas de oro de Yaquil, explotadas por 
Mr. Nixon, un señor americano, a cuyas bondades 
estoy agradecidísimo durante los cuatro días que es- 
tuve en su casa. A la mañana siguiente fuimos a caba- 
llo a las minas, que distan algunas leguas, y están em- 
plazadas cerca de la cima de una alta montaña. En el 
camino dimos un vistazo al lago Taguatagua, famoso 
por sus islas flotantes, que han sido descritas por mís- 
ter Gay (1). Están formadas por una urdimbre de plan- 
tas muertas, sobre las que arraigan otras vivas. Pre- 
sentan de ordinario forma circular, con un espesor de 
uno a dos metros, sumergido en el agua en su mayor 
parte. Cuando el viento sopla se trasladan de un sitio 
a otro del lago, llevando a menudo ganado vacuno y 
caballar, así como también pasajeros. 


(1) Annales des Sciences Naturelles, marzo 1833. Mr. Gay, 
laborioso y entendido naturalista, se ocupaba a la sazón en es- 
tudiar todas las ramas de la Historia Natural en la extensión 
entera de Chile. 



20 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


Al llegar a la mina quedé sorprendido por la pali- 
dez de la mayor parte de los obreros, per lo que pre- 
gunté a Mr. Nixon respecto de su condición. La mina 
tiene una profundidad de 140 metros, y cada operario 
saca a la superficie unas 200 libras de roca. Con esta 
carga tiene que subir por los escalones alternados que 
forman troncos de árboles colocados en zigzag, hasta 
la boca del pozo. Tan penosa faena la ejecutan hasta 
jóvenes imberbes de diez y ocho a veinte años con 
escaso desarrollo muscular, circunstancia esta última 
que pude comprobar porque los trabajadores no usan 
más prenda de vestir que los pantalones. Un hombre 
robusto no acostumbrado a esta labor suda profusa- 
mente con solo subir de vacío. Pues bien: a pesar de 
tan rudo trabajo, no comen mas que alubias cocidas y 
pan. Preferirían que se Ies diera pan solo; pero como 
los amos han visto que con ese alimento no hacen tan- 
ta labor, los tratan como caballos y les hacen comer 
alubias. La paga supera a la de las minas de Jajuel, 
pues varía entre 24 y 28 chelines mensuales. Dejan la 
mina sólo una vez cada tres semanas, para pasar dos 
días con sus familias. Una de las reglas que se obser- 
van es dura, pero garantiza a los amos contra las sus- 
tracciones. El único medio de robar oro consiste en 
esconder ciertos pedazos de mineral y llevárselos lue- 
go, cuando la ocasión se ofrezca. Pero siempre que el 
mayordomo encuentra algún trozo oculto intencional- 
mente, se descuenta su valor total de los jornales de 
todos ios mineros; de modo que, a no estar confabu- 
lados, cada uno vigila a los demás. 

Luego el mineral se transporta al molino para redu- 
cirle a polvo impalpable; el procedimiento del lavado 
separa hasta las más ligeras partículas, y la amalga- 
mación recoge, por fin, todo el oro. El lavado, al ser 
descrito, parece un procedimiento primitivo e imper- 
fecto; pero es hermoso ver cómo la exacta adaptación 
de la corriente de agua al peso específico del oro 



xn 


CHILÉ CENTRAL 


21 


separa tan fácilmente la roca matriz, pulverizada, del 
metal. El cieno que se forma en los molinos se recoge 
en depósitos de agua, donde se posa, y de cuando en 
cuando se le somete al lavado. Después de esta ope- 
ración comienzan a efectuarse en los montones del 
cieno resultante una porción de acciones químicas; 
obsérvase en la superficie la eflorescencia de diversas 
sales y la masa se endurece. Después de haber sido 
abandonado uno o dos años se repiten los lavados en 
ese cieno de desecho y da oro, y este proceso se re- 
pite durante seis o siete veces; pero el oro se hace 
cada vez más escaso, como es natural, y los inter- 
valos requeridos, como dicen los habitantes, para ge- 
nerar el metal son cada vez más largos. Es indudable 
que las acciones químicas mencionadas liberan cada 
vez nuevo oro, como resultado de alguna combina- 
ción. Si se descubriera un procedimiento para aislar 
de éste el oro antes de moler y pulverizar el mineral, 
el valor de las minas se haría muchas veces mayor de 
lo que es ahora. Es curioso encontrar cómo las dimi- 
nutas partículas de oro que estaban dispersas y no 
corroídas se acumulan al final en alguna cantidad. No 
hacía mucho tiempo que algunos mineros en paro for- 
zoso obtuvieron permiso para recoger por encima la 
tierra que hay alrededor de la casa y molino, y de ella 
sacaron oro por valor de 30 dólares. Es una exacta 
reproducción de lo que sucede en la Naturaleza. Las 
montañas se desgastan continuamente, y con ellas las 
venas metálicas que contienen. Las rocas más duras 
se reducen a polvo impalpable; los metales ordina- 
rios se oxidan, y ambos desaparecen. Pero el oro, el 
platino y algunos otros metales son casi indestruc- 
tibles, y por razón de su peso descienden al fondo 
y allí quedan. Después de haber pasado montañas 
enteras por este molino pulverizador de los siglos, 
y de haber sido lavado el polvo por la mano de la 
Naturaleza, los residuos resultan metalíferos, y el 



22 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAÍ». 


hombre descubre que vale completar ia obra de se- 
paración. 

Por malo que parezca el trato y g^énero de vida de 
los mineros, lo aceptan éstos de buena gana porque 
la condición de los braceros del campo es mucho 
peor: ganan peor jornal y no comen casi mas que alu- 
bias. Esta gran pobreza se debe al sistema semifeudal 
que rige en la explotación agrícola del suelo: el pro- 
pietario concede un pequeño lote de tierra al obrero, 
para que construya en él su casa y lo cultive para sí, 
y en cambio obtiene sus servicios, o los de sus here- 
deros y representantes, por toda la vida, sin pagar 
más jornal. 

Hasta que un padre tiene un hijo de bastante edad 
para pagar la renta con su trabajo, no hay quien cul- 
tive las parcelas propias mas que en ciertos días. De 
aquí la extremada pobreza que reina entre los jorna- 
leros campesinos de este país. 

Hay algunas viejas ruinas indias en estos alrededo- 
res; en ellas se mostraron algunas de las piedras per- 
foradas que, según Molina, se encuentran en varios 
sitios en número considerable. Son de forma circular 
aplanada, con un diámetro de 10 a 15 centímetros y 
un taladro que pasa por el centro. Se ha supuesto ge- 
neralmente que se usaron como cabezas de clavas, 
aunque su forma no parece adaptarse a tal propósito. 
Burchell (1) afírma que algunas de las tribus del sur 
de Africa sacan raíces con ayuda de un palo aguzado 
por un extremo, cuya fuerza y peso se aumentan me- 
díante una piedra redonda agujereada que entra en el 
otro extremo. Parece probable que los indios de Chile 
usaran antiguamente un instrumento agrícola de índo- 
le rudimentaria. Cierto día un coleccionista alemán de 
Historia Natural, llamado Renous, visitó poco después 
que yo a un abogado español. Mucho me divirtió oír 


(1) Viajes de Burchell^ vol. II, pág^. 45. 



211 


CHILE CENTRAL 


23 


contar la conversación que tuvieron. Renous hablaba 
un español tan perfecto, que el abogado le tomó por 
un señor del país. El alemán, aludiéndome, le pre- 
guntó qué opinaba sobre el hecho de ir yo enviado 
por el rey de Inglaterra a recoger lagartos y coleópte- 
ros y a romper piedras en Chile. El anciano señor se 
quedó pensativo un rato, y al fin contestó: «Me da 
mala espina; hay gato encerrado aqui (1). No hay 
nadie tan rico que envíe a recoger tales porquerías. 
No me gusta nada. Si uno de nosotros fuera a Ingla- 
terra con tales pretextos, ¿no cree usted que el rey nos 
haría salir muy pronto de su país?» ¡Y este anciano 
señor, por su profesión, pertenecía a una de las clases 
más instruidas e inteligentes! El mismo Renous, dos o 
tres años antes, dejó en una casa de San Fernando 
algunas orugas a cargo de una muchacha, para que les 
diera de comer hasta que se convirtieran en maripo- 
sas. La noticia del hecho circuló por la ciudad, y al 
fin los «Padres» y el gobernador tuvieron una junta 
para discutir el caso, y convinieron en que debía ser 
algo herético. Consiguientemente, cuando Renous 
volvió, fué arrestado. 

19 de septiembre . — Dejamos Yaquil y seguimos el 
valle plano, formado como el de Quillota, por el que 
corre el río Tinderidica. A tan pocas millas de San- 
tiago, el clima es mucho más húmedo; de modo que 
había hermosos pastizales no regados. 

20 del mismo mes . — Continuamos marchando por 
el valle hasta que se ensanchó en una gran llanura, 
tendida entre el mar y los montes al oeste de Ranca- 
gua. Pronto dejamos de ver árboles, y aun arbustos, 
lo cual hace escasear tanto aquí el combustible como 
en las Pampas. No habiendo oído hablar nunca de 


(1) £d español en el orig-ínal. 



24 


darWin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


estas llanuras, mi sorpresa fué grande al encontrar en 
Chile un paisaje de tai naturaleza. Los llanos pertene- 
cen a más de una serie de diferentes elevaciones, y 
están cruzados por anchos valles de fondo plano; am- 
bas circunstancias, de igual suerte que en Patagonia, 
denuncian la acción del mar en la lenta elevación de 
la tierra. En los cantiles en escalón que bordean estos 
valles hay algunas cuevas enormes, que sin duda fue- 
ron formadas primitivamente por las olas; una de éstas 
es celebrada con el nombre de Cueva del Obispo, por 
haberse consagrado allí uno antiguamente. Durante el 
día me sentí muy mal, y desde esa época hasta fines 
de octubre no me repuse. 

22 de septiembre . — Continuamos pasando por ver- 
des llanuras sin un árbol. AI día siguiente llegamos a 
una casa cerca de Navidad, en el litoral, donde un 
rico haciendero nos dió hospedaje. Aquí me detuve 
los dos días siguientes, y, aunque bastante mal, me 
esforcé por recoger de la formación terciaria algunas 
conchas marinas. 

24 de septiembre . — Nuestra ruta se dirigió ahora di- 
rectamente hacia Valparaíso, que con grandes dificul- 
tades alcancé el día 27, para meterme en cama y per- 
manecer en ella hasta fines de octubre. Durante este 
tiempo estuve tratado como miembro de la familia en 
casa de Mr. Corfíeld, a cuyas bondades no sé cómo 
expresar mi agradecimiento. 

Añadiré en este lugar unas cuantas observaciones 
sobre algunos cuadrúpedos y aves de Chile. El puma, 
o león sudamericano, habita en diversos puntos. Este 
animal se halla extendido en una amplia área geográ- 
fica, pues se le ve en los bosques ecuatoriales, en toda 
la extensión de los desiertos de Patagonia, y por el 
Sur, hasta las húmedas y frías latitudes (53 a 54“) de 



Xll CHILE CENTRAL 25 

Tierra del Fuego. He visto sus huellas en la cordillera 
de Chile Central, a una altura que no bajaba de 3.000 
metros. En La Plata, el puma caza principalmente cier- 
vos, avestruces, vizcachas y otros pequeños cuadrúpe- 
dos; rara vez ataca ai ganado vacuno o caballar, y me- 
nos frecuentemente aún al hombre. Pero en Chile 
causa estragos en los potros y terneros, a falta, sin 
duda, de otras presas; asimismo nos dijeron que en 
varias ocasiones dos hombres y una mujer habían pe- 
recido entre las garras de la fiera. Se asegura que el 
puma mata siempre a sus víctimas saltando sobre ellas 
y tirando hacia atrás de la cabeza con una de sus ga- 
rras, hasta descoyuntar las vértebreis; vi en Patagonia 
esqueletos de guanacos con sus cuellos dislocados. 

El puma, después de saciarse, oculta el resto del 
cadáver entre espesos arbustos y se echa junto a él 
vigilando. Este hábito hace a menudo que se le des- 
cubra, porque los cóndores, girando en el aire, des- 
cienden de cuando en cuando a participar del festín, 
y al ser ahuyentados levantan todos juntos el vuelo. 
Por aquí conoce el guaso chileno que hay un puma 
guardando su presa; la noticia se propala inmediata- 
mente, y hombres y perros se apresuran a darle caza. 
Sir F. Head dice que un gaucho en las Pampas, ape- 
nas vió algunos cóndores girando en el aire, exclamó: 
«¡Un león!» Por mi parte confieso no haber tropezado 
con nadie que pretendiera poseer esa habilidad. Se 
asegura que el puma, una vez descubierto y persegui- 
do por estar guardando los restos de su víctima, no 
vuelve nunca a esa costumbre, sino que, harto, se 
aleja de aquel lugar. La caza del puma es fácil. En 
campo abierto se le enredan las patas con las bolas; 
luego se le echa el lazo, y se le arrastra por el terreno 
hasta dejarle exánime. En Tandil (al sur del Plata) me 
dijeron que en tres meses habían matado 100 del 
modo indicado. En Chile, generalmente acosan a la 
fiera, obligándola a refugiarse entre arbustos o árbo- 



26 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


Ies, o la matan a tiros, o azuzan contra ella a los pe- 
rros, que la destrozan a mordiscos. Los perros usados 
en esta caza pertenecen a una raza especial, y los lla- 
man leoneros; son enjutos y delgados, con las patas 
largas, como lebreles, pero nacen con un instinto es- 
pecial para este deporte. Cuentan que el puma posee 
extraordinaria astucia, y que al verse perseguido vuel- 
ve sobre su primer rastro y de pronto salta a un lado 
para ocultarse, aguardando a que pasen los perros. Es 
un animal muy silencioso, y no profiere rugido algu- 
no aunque esté herido, haciéndolo sólo en la época 
del celo. 

En cuanto a las aves, las más notables son tal vez 
dos especies del género Pteroptochos (megapodias y 
albicollis de Kittíitz). El primero, llamado por ios chi- 
lenos el «turco», tiene el tamaño de un zorzal, pare- 
ciéndosele bastante; pero sus patas son más largas, la 
cola más corta y el pico más fuerte; el color tira a 
pardo rojizo. El turco no es raro en las campiñas. Vive 
en tierra, oculto en los matojos de vegetación disemi- 
nados en las áridas y estériles montañas. Con su cola 
erecta y patas como zancos, vésele de cuando en 
cuando saltar de un arbusto a otro, con desusada ra- 
pidez. Realmente cuesta poco trabajo imaginarse que 
el ave se avergüenza de sí propia, conociendo que su 
figura es en extremo ridicula. Al verle por primera vez 
uno se siente tentado de exclamar: «¡Algún ejemplar 
horriblemente disecado ha revivido y escapado de las 
vitrinas de un museo para buscar refugio en estos si- 
tios!» No puede echar a volar sin grandes esfuerzos, y 
tampoco corre, sino salta. Los variados gritos que deja 
oír cuando está escondido entre los arbustos son tan 
extraños como su figura. Se dice que construye su 
nido en un profundo agujero bajo el suelo. Disequé 
varios ejemplares, y en las mollejas, que son muy mus- 
culosas, encontré coleópteros, fibras vegetales y pe- 
drezuelas. En atención a este carácter, a la longitud 



CHILE CENTRAL 


27 


XIÍ 

de sus patas, dedos provistos de uñas apropiadas para 
escarbar, membranas nasales y alas cortas y arquea- 
das, este ave parece relacionar hasta cierto punto los 
zorzales con el orden de las gallináceas. 

La segunda especie (o P. albicollis) es afín a la pri- 
mera en su forma general. En el país le llaman «ta- 
paculo», nombre fundado en la costumbre que tiene 
de llevar la cola, no ya derecha, sino doblada sobre el 
dorso, hacía la cabeza, dejando al descubierto la parte 
posterior. Abunda mucho y frecuenta las partes bajas 
de los setos y arbustos dispersos en las colinas y mon- 
tañas yermas, donde apenas otra ave alguna puede 
existir. Por la clase de alimentación que prefiere, modo 
de salir bruscamente de los matorrales para volver a 
ellos al punto, afición a ocultarse, repugnancia al vuelo 
y arte de construir el nido, se parece mucho al turco, 
pero su forma no es tan ridicula. El tapaculo goza fama 
de astuto; cuando alguien le asusta, permanece quieto 
en el fondo de un arbusto, y al poco tiempo se esca- 
bulle, sin hacer ruido, por el lado opuesto. De ordi- 
nario se mueve sin cesar de un sitio a otro, cantando 
de una manera variada y extraña; unas veces imita el 
arrullo de las palomas; otras, el gorgoteo del agua, y 
otras produce unos sonidos imposibles de cjcscribir. 
La gente del país dice que muda de canto cinco veces 
al año, según el cambio del tiempo, a lo que creo (1). 

Dos especies de picaflores o colibríes son comunes 
en el país: el Trochilus forficatus\i3h'Ú3i en un espacio 
de más de 2.500 millas, por toda la costa occidental, 
desde la seca y calurosa región de Lima hasta las sel- 


(1) Es notable que Molina, no obstante describir minuciosa- 
mente todas las aves y animales de Chile, ni una sola vez men- 
cione este género, cuyas especies son tan comunes y sorprenden- 
tes por sus hábitos. ¿Andaría perplejo en su clasificación y cree- 
ría, por tanto, que el silencio era lo más prudente? He aquí un 
ejemplo de la frecuencia de las omisiones por autores en los asun- 
tos que menos podría esperarse. 



28 


darwín: viaje del «beagle» 


CAP. XI! 


vas de Tierra del Fuego, donde puede vérsele revolo- 
tear entre los copos de nieve. En la frondosa isla de 
Chiloe, que tiene un clima extremadamente húmedo, 
estas avecillas se mueven de aquí para allá entre el col- 
gante follaje, en mayor número quizá que otras de di- 
ferente especie. Abrí los estómagos de varios ejem- 
plares, cazados con la escopeta en diversas partes del 
continente, y en todos hallé restos tan numerosos de 
insectos como en el estómago de una trepadora. Cuan- 
do dicha especie emigra en verano hacia el Sur, es 
reemplazada por la llegada de otra que viene del Nor- 
te. Esta segunda especie (Trochilus gigas) es un ave 
grande, si se atiende a la delicada familia a que perte- 
nece, y presenta un aspecto singular en su vuelo. Como 
otras del género, se trasladan de una parte a otra con 
una rapidez comparable a la del Si/rphus, entre las 
moscas, o a la del Sphinx, entre las mariposas; pero al 
cernerse sobre una flor bate las alas con un movimien- 
to lentísimo y fuerte, totalmente distinto del vibrato- 
rio, que es común a la mayoría de las especies, y pro- 
duce el zumbido característico de los demás colibríes. 
No he visto otra ave en que la fuerza de las alas pare- 
ciera (como en las mariposas) tan potente con relación 
al peso de su cuerpo. AI mantenerse en el aire junto a 
las flores abre y cierra constantemente la cola, a modo 
de abanico, y entretanto el cuerpo se sostiene en po- 
sición casi vertical, cabeza abajo. Esta acción parece 
dar estabilidad y sostén al pájaro entre dos vibracio- 
nes sucesivas de sus alas. Aunque se los vea siempre 
volar de una flor a otra en busca de comida, su estó- 
mago contiene de ordinario restos abundantes de in- 
sectos, que son los que, a mi juicio, busca, mejor que 
el néctar. La nota que emite esta especie, como la de 
casi todos los individuos de la familia, es extremada- 
mente aguda. 



CAPITULO XIII 


Chiloe y las Islas Chonos 


Chiloe. — Aspecto general. — Excursión en bote. — Indígenas. 
Castro. — Zorro manso. — Ascensión a San Pedro. — Archipiéla- 
go de Chonos. — Península de Tres Montes. — Sierra granítica. 
Marinos náufragos en un bote. — Puerto de Low. — Patata sil- 
vestre. — Formación de turba. — Myopotamus, nutria y ratones. — 
Cheucau y pájaro ladrador. — Opetiorrhynchus. — Singular ca- 
rácter de la ornitología. — Petreles. 


10 de noviembre . — El Beagle zarpó de Valparaíso 
con rumbo al Sur, a fin de inspeccionar y efectuar 
mediciones en la parte meridional de Chile, isla de 
Chiloe y las fragmentadas tierras llamadas archipiéla- 
go de Chonos, siguiendo al Sur hasta la península de 
Tres Montes. El 21 anclamos en la bahía de San Car- 
los, capital de Chiloe. 

Esta isla tiene unas 90 millas de larga, y de ancha 
algo menos de 30. El país se dispone en colínas, pero 
no en montañas, y se halla cubierto por un gran bos- 
que, excepto en los sitios aclarados en torno a las ca- 
bañas, de ramaje. Desde lejos su aspecto general re- 
cuerda al de Tierra del Fuego; pero ios bosques, vistos 
de cerca, son incomparablemente más bellos. Nume- 
rosas clases de árboles de perenne verdor y plantas 
de carácter tropical reemplazan aquí a las sombrías 
hayas de las costas meridionales. En invierno el clima 
es detestable, y en verano sólo un poco mejor. Me 
inclino a creer que hay pocas partes del mundo, den- 



30 


üakwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


tro de las zonas templadas, donde llueva tanto. Soplan 
vientos tempestuosos y el cielo se presenta casi siem- 
pre cubierto de nubes; una semana de buen tiempo no 
se disfruta sino por milag^ro. Con dificultad se puede 
divisar a veces la Cordillera; durante nuestra primera 
visita sólo una vez se nos presentó el volcán Osorno 
en vigoroso relieve, y esto antes de salir el Sol; siendo 
de observar cómo al ascender el astro del día el perfil 
se fué desvaneciendo gradualmente en el fulgor de la 
parte oriental del cielo. 

Los habitantes, juzgando por su complexión y baja 
estatura, parecen tener tres cuartas partes de sangre 
india en las venas. Son una clase de gente humilde, 
pacífica y laboriosa. Aun cuando el fértil suelo, resul- 
tante de la descomposición de las rocas volcánicas, 
sostiene una vegetación lozana, el clima no es favora- 
ble a ninguna producción vegetal que requiera bas- 
tante sol para madurar. Hay poquísimos pastos para 
grandes cuadrúpedos, y, en consecuencia, los princi- 
pales artículos alimenticios son el cerdo, patatas y 
pescado. Los isleños usan todos fuertes vestidos de 
lana, que cada familia hace para sí, tiñéndolos luego 
con índigo de un color azul obscuro. Las artes, sin 
embargo, se hallan en un estado rudimentario, y así se 
pone de manifiesto en el modo de arar, hilar, moler el 
trigo y construir ios botes. Los bosques son tan impe- 
netrables, que la mayor parte de la tierra permanece 
inculta, sin otra excepción que la faja costera e islas 
adyacentes. Aun en los sitios donde hay senderos, 
apenas se puede transitar por ellos, a causa de la blan- 
dura y humedad del suelo. Estos isleños, a imitación 
de los fueguinos, vagan principalmente por la costa o 
en botes. La gran abundancia de alimentos no impide 
que sean muy pobres, pues, como no hay demanda de 
trabajo, las clases inferiores no reúnen nunca el dinero 
necesario para conseguir aun las más pequeñas como- 
didades. Falta además, para la circulación, numerario: 



XIII CHiLOE Y LAS ISLAS CHONOS 31 

he visto a un hombre que llevaba a cuestas un saco de 
carbón vegetal para comprar con él algunas cosillas 
de poco fuste, y a otro cargado con una tabla que 
pensaba cambiar por una botella de vino. De ahí que 
todos los hombres deban ser a la vez comerciantes y 
negociar los artículos que adquieren a cambio de otros. 

24 de noviembre . — Enviáronse la yola y el bote ba- 
llenero, al mando de Mr. Sulivan (ahora capitán), a 
estudiar la costa oriental o fronteriza a la costa de 
Chiloe, y con órdenes de encontrar al Beagle en la 
extremidad sur de la isla, dando al efecto la vuelta por 
la parte exterior, de modo que circunnavegase el con- 
junto. Acompañé a los expedicionarios; pero en lugar 
de ir en los botes, el primer día alquilé caballos que 
me llevaron a Chacao, en la extremidad norte de la 
isla. El camino seguía la dirección de la costa, cru- 
zando de cuando en cuando promontorios cubiertos 
de magníficos bosques. En estos trayectos sombríos 
es absolutamente necesario que el camino se halle 
guarnecido de una especie de entarimado, hecho de 
troncos escuadrados y puestos unos junto a otros. 
Como los rayos del Sol no penetran nunca en el fo- 
llaje, siempre verde, el piso está tan blando y res- 
baladizo que, a no ser por dicha capa de madera, ni 
hombres ni cabalgaduras podrían caminar. Llegué a la 
aldea de Chacao poco después de haber sido armadas 
las tiendas pertenecientes a los botes, con el fin de 
pernoctar. 

El terreno de las cercanías ha sido desmontado ex- 
tensamente, y la selva contiene sitios retirados extra- 
ordinariamente pintorescos. Chacao fué en otro tiem- 
po el puerto principal de la isla; pero en vista de que 
se perdían muchos navios, a causa de las peligrosas 
corrientes y rocas de los estrechos, el gobierno espa- 
ñol quemó la iglesia, y arbitrariamente obligó al ma- 
yor número de habitantes a emigrar a San Carlos. 



32 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


A poco de habernos instalado en nuestra tienda llegó 
a reconocernos el hijo del gobernador, el cual, por 
extraño que parezca, venía descalzo. Viendo enarbo- 
lada la bandera inglesa en el tope de la yola, preguntó 
con la mayor indiferencia sí había de ondear siempre 
en Chacao. En varios lugares se asombraron los habi- 
tantes de ver los botes, y esperaban que fueran los 
heraldos de una flota española encargada de conquis- 
tar la isla, sacándola de la dominación del gobierno 
patriota de Chile. Sin embargo, todas las autoridades 
habían recibido aviso de nuestra visita y nos trataron 
con toda cortesía. Mientras comíamos vino a vernos 
el gobernador, que había sido teniente coronel al ser- 
vicio de España, y ahora se hallaba en extrema pobre- 
za. Nos trajo de regalo dos carneros, y aceptó, en 
reciprocidad, dos pañuelos de algodón, algunos obje- 
tos de bisutería y un poco de tabaco. 

25 de noviembre . — Llueve a torrentes; sin embargo, 
hemos logrado costear la isla hasta Huapí-lenou. Toda 
esta parte oriental de Chiloe presenta el mismo as- 
pecto; es una llanura cortada por valles y dividida en 
islitas, y en general está cubierta de una selva densí- 
sima e impenetrable, de un color verde obscuro. En 
las márgenes hay algunos espacios desmontados alre- 
dedor de las viviendas, que son notables por sus altas 
techumbres. 

26 de noviembre . — El día ha amanecido claro y es- 
pléndido. El volcán de Osorno vomita bocanadas de 
humo. Esta bellísima montaña, de forma perfectamen- 
te cónica, y envuelta en blanco manto de nieve, se 
alza frente a la Cordillera. Otro gran volcán, cuya 
cima tiene la forma de una silla de montar, lanzaba 
también de su inmenso cráter pequeños chorros de 
vapor. Después vimos otro elevado pico, «el célebre 
Corcovado». De modo que desde el mismo punto de 



XII! 


CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS 


33 


vista pudimos contemplar tres grandes volcanes acti- 
vos, de unos 2.100 metros de altura. Además de éstos 
había por la parte sur, a gran distancia, otros conos 
muy elevados, cubiertos de nieve, que si bien nunca 
se los había conocido en actividad, debieron de ser 
en su origen volcánicos. La línea de los Andes no es 
aquí tan elevada como en el centro de Chile, ni forma 
una barrera tan perfecta entre las dos regiones de 
tierra. Estas grandes sierras, no obstante correr de 
Norte a Sur en línea recta, aparecen más o menos cur- 
vas, por una ilusión óptica, pues las líneas trazadas 
desde cada pico al ojo del observador convergían ne- 
cesariamente como los radios de un semicírculo, y 
como no era posible (por la claridad de la atmósfera 
y la ausencia de objetos intermedios) juzgar de la dis- 
tancia a que estaban los picos más lejanos, parecían 
alzarse en un plano semicircular. 

Al desembarcar, a eso del mediodía, vimos una 
familia de pura raza india. El padre se parecía de un 
modo singular a York Minster, y algunos de los mu- 
chachos más jóvenes, por su ruda complexión, podrían 
haberse tomado por indios de las Pampas. Todo cuan- 
to he visto me convence de las estrechas afínidades 
existentes entre las diversas tribus americanas, a pesar 
de sus distintas lenguas. El grupo de que hablo sabía 
muy poco español, y se hablaban en su propia lengua. 
No deja de ser agradable ver a los aborígenes eleva- 
dos al mismo grado de civilización, por más bajo que 
sea, de sus conquistadores de raza blanca. Más al Sur 
vimos a muchos indios puros, y, de hecho, todos los 
habitantes de algunas islitas conservan sus apellidos 
indios. Según el censo de 1832, había en Chiloe y sus 
dependencias 42.000 almas: el mayor número parece 
ser de sangre mezclada; 11.000 tienen apellidos indios, 
pero probablemente no todos son de pura raza. Su 
género de vida es el mismo que el de otros habitan- 
tes pobres, y todos son cristianos; pero se dice que 

Darwin: Viaje.— T. II. 3 



34 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


conservan algunas extrañas y supersticiosas ceremo' 
nias, y que pretenden comunicarse con el diablo en 
ciertas cuevas. Antiguamente, a todo convicto de este 
delito se le enviaba a la Inquisición de Lima. Muchos 
de los habitantes no incluidos en los 11.000 de apelli- 
dos indígenas apenas se distinguen de los indios por 
su aspecto. Gómez, el gobernador de Lemuy, des- 
ciende de los nobles de España por ambas líneas, pa- 
terna y materna; pero a consecuencia de los muchos 
casamientos de sus antecesores con hijos del país, tie- 
ne el tipo perfecto del indio. En cambio, el goberna- 
dor de Quinchan se vanagloria de su pura sangre es- 
pañola. 

Por la noche llegamos a una linda caleta, al norte 
de la isla de Caucahué. La gente aquí se quejaba de 
no tener tierra de cultivo. Débese en parte a su pro- 
pia negligencia en no aclarar los bosques, y en parte 
a las restricciones impuestas por el Gobierno, que 
manda pagar dos chelines al agrimensor por cada cua- 
dra (unos 150 metros en cuadro), además del premio 
fijado por el valor de la tierra. Después de evaluado 
un lote se saca a pública subasta por tres veces, y si 
nadie ofrece más, el comprador puede obtenerlo al 
precio de tasa. Todas estas exacciones deben consti- 
tuir un serio obstáculo ai descuaje del suelo, donde 
los habitantes son tan extremadamente pobres. En 
casi todos los países, las selvas se hacen desaparecer 
sin dificultad por medio del fuego; pero en Chiloe, a 
causa de la gran humedad del clima y la naturaleza 
d^l arbolado, se necesita cortar y descuajar. He aquí 
una de las principales rémoras con que tropieza la 
prosperidad de Chiloe. En tiempo de los españoles 
no se permitía a los indios poseer terrenos; de modo 
que si alguna familia desmontaba un trozo de bosque, 
podía ser despojada de él, pasando la propiedad al 
Gobierno. AI presente las autoridades chilenas reali- 
zan un acto de justicia al remunerar el trabajo de estos 



CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS 


35 


XII! 


pobres indios, dando a cada uno, según su categoría, 
una cierta porción de tierra. El valor del suelo sin des- 
cuajar es muy pequeño. Mr. Douglas — actualmente 
agrimensor, que me ha dado todas estas noticias — re- 
cibió del Gobierno ocho millas y media cuadradas de 
bosque cerca de San Carlos, en pago de sus servicios, 
y lo ha vendido por 350 dólares, ó 70 libras esterli- 
nas, aproximadamente. 

Los dos días siguientes fueron hermosos, y en la 
noche del segundo llegamos a la isla de Quinchao. 
Esta región insular es la más cultivada del archipiéla- 
go; tanto en la isla principal como en las numerosas 
adyacentes, hay una ancha faja costera completamen- 
te limpia de arbolado. Muchas de las casas de labor 
reflejan un holgado bienestar. Tuve curiosidad de sa- 
ber el grado de riqueza a que podían llegar estos 
pueblos; pero, según Mr. Douglas, no hay entre ellos 
quien posea una renta regular. Alguno de los prime- 
ros hacendados quizá pueda reunir, durante una vida 
larga y laboriosa, hasta 1.000 libras esterlinas; pero si 
tal ocurriera, lo guardaría en algún escondrijo, porque 
casi todas las familias suelen tener una orza o arca en- 
terrada en el suelo. 

30 de noviembre . — El domingo, muy de mañana, 
llegamos a Castro, antigua capital de Chiloe y al pre- 
sente una de las poblaciones más abandonadas y de- 
siertas. Descubríase el acostumbrado plano cuadran- 
gular de las viejas ciudades españolas; pero tanto la 
plaza como las calles estaban cubiertas de hermoso 
césped, en que pastaban las ovejas- La iglesia, situada 
en el centro, es toda de madera y tiene un aspecto a 
la vez venerable y pintoresco. La pobreza del lugar 
puede conjeturarse por el hecho de que, aun cuando 
contiene varios centenares de habitantes, no pudo 
comprar uno de los expedicionarios ni una libra de 
azúcar ni un cuchillo de los ordinarios. No hay en el 



36 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


pueblo quien tenga reloj de bolsillo ni de pared, y 
para señalar las horas con la campana de la iglesia se 
emplea a un viejo que sepa calcular el tiempo. El 
arribo de nuestros botes constituyó un acontecimien- 
to extraordinario en este tranquilo rincón del mundo, 
y casi todos los habitantes bajaron a la playa para 
vernos armar las tiendas. Nos trataron muy cortésmen- 
te, ofreciéndonos una casa, y uno de los vecinos nos 
envió una barrica de sidra como presente. Por la tarde 
fuimos a ofrecer nuestros respetos al gobernador, un 
señor anciano y pacífico, que en su aspecto y género 
de vida apenas se diferenciaba de cualquier aldeano 
inglés. Por la noche cayó un aguacero que difícilmen- 
te logró alejar de nuestras tiendas al gran círculo de 
curiosos. Una familia india que había venido a comer- 
ciar en una canoa, desde Caylen, vivaqueaba cerca de 
nosotros. No se preservaron durante la lluvia. A la 
mañana siguiente pregunté a un joven indio de aque- 
llos, a quienes el agua había calado hasta los hue- 
sos, qué tal había pasado la noche, y me respondió, 
perfectamente contento y satisfecho: «Muy bien, 
señor» (1). 

/ de diciembre . — Zarpamos con rumbo a la isla de 
Lemuy. Deseaba vivamente examinar una mina de 
carbón de que me habían hablado; pero resultó ser 
lignito de escaso valor, enterrado en la arenisca (pro- 
bablemente de una antigua época terciaria) de que se 
componen estas islas (2). Cuando llegamos a Lemuy 
tropezamos con grandes dificultades para hallar sitio 
en que plantar nuestras tiendas, porque estábamos en 


(1) £□ español en el original. 

(2) £a la costa de Chile, desde Caldera, al Norte, hasta ChU 
loe, descansan sobre los terrenos metamórficos del litoral sedi- 
mentos de fecha terciaria (neógena), ricos en lignitos, con una fau- 
na de conchas de claras afinidades atlánticas y aun mediterráneas. 
Son las llamadas capas de Navidad. — Nota de la edic. española. 



CHILOE Y LAS ÍSLAS CHONOS 


37 


Xill 


la época de mareas vivas y el boscaje cerrado llegaba 
hasta el borde mismo del agua. En breve nos vimos 
cercados por un grupo de indios casi puros. Se mara- 
villaron mucho de nuestro arribo, y uno de ellos dijo 
a otro: «He ahí por qué había visto yo tantos loros 
últimamente; el «cheucau* (una rica avecilla de pecho 
rojo, que habita en los matorrales y emite ruidos muy 
variados) no ha cantado en vano: j Alerta!» Se mostra- 
ron muy ganosos de negociar. Apenas daban impor- 
tancia al dinero, y en cambio ansiaban adquirir taba- 
co. Después de este artículo, el que más estimaban 
era el añil, siguiendo, por su orden, el pimiento, las 
ropas usadas y la pólvora de cañón. Esta última la 
querían para un objeto bien inofensivo, pues cada pa- 
rroquia tiene su mosquete público, con el que se hacen 
salvas en la fiesta del santo titular y en otros días so- 
lemnes. 

La gente se alimenta principalmente de mariscos y 
patatas. En ciertas estaciones cazan también, en «co- 
rrales» o cercas hechas debajo del agua, mucha pesca, 
que queda presa en esos lugares al bajar la marea. 
También suelen tener sus aves de corra!, ovejas, ca- 
bras, cerdos, caballos y vacas; el orden en que se las 
ha mencionado expresa su respectivo número. Nunca 
he conocido nada más obsequioso y humilde que las 
costumbres y trato de estos isleños. Generalmente 
empezaban diciendo que eran pobres hijos del país y 
no españoles, y que carecían de tabaco y otros artícu- 
los indispensables. En Caylen, que es la isla más me- 
ridional, los marineros compraron por un rollo de ta- 
baco de escaso valor dos aves de corral, de una de 
las cuales dijo el indio que tenía piel entre los dedos, 
y resultó ser un hermoso pato, y por unos pañuelos 
de algodón de tres chelines, tres ovejas y una gran 
ristra de cebollas. La yola había quedado anclada en 
este sitio, a poca distancia de la playa, y temíamos que 
no estuviera segura de ladrones durante la noche. En 



38 


darwín: viaje del «beaqle» 


CAP. 


vista de ello, nuestro piloto, Mr. Douglas, manifestó a 
la primera autoridad de la isla que siempre poníamos 
centinelas con las armas cargadas, y que, no enten- 
diendo el español, si llegaban a ver a cualquier per- 
sona en la obscuridad, harían fuego contra ella. El al- 
calde, con mucha humildad, convino en lo justificado 
de tal determinación, y nos prometió que nadie sal- 
dría de casa durante la noche. 

En los cuatro días siguientes continuamos navegan- 
do hacia el Sur. Los caracteres generales del país se 
mantenían los mismos; pero el número de habitantes 
había disminuido considerablemente. En la gran isla 
de Tanqui apenas se veía un sitio limpio de arbolado, 
el cual extendía por todas partes su frondoso ramaje 
hasta la playa. Un día advertí que en los acantilados 
de arenisca crecían algunos ejemplares magníficos del 
Gunnera scabra, planta algo parecida al ruibarbo, en 
escala gigante. Los naturales comen los tallos, que son 
algo ácidos, curten el cuello con las raíces, y sacan de 
ellas, además, un tinte negro. Las hojas son casi circu- 
lares y profundamente hendidas en los bordes. Medí 
una que tenía ¡unos dos metros y medio de diámetro 
y no menos de siete de circunferencia! El tallo crece 
algo más de un metro, y cada planta echa cuatro o 
cinco de esas hojas enormes, presentando un conjun- 
to de majestuoso aspecto. 

6 de diciembre . — Llegamos a Caylen, llamado «el 
fin de la Cristiandad» (1). Por la mañana nos detuvi- 
mos unos cuantos minutos en una casa situada en el 
punto más septentrional de Laylec, límite extremo de 
la Cristiandad Sudamericana. La vivienda dicha era 
una miserable cabaña, a los 43° 10' de latitud, esto es, 
dos grados más al Sur que el río Negro, en la costa 
del Atlántico. Estos alejados cristianos eran muy po- 


(1) En español en ei original. 



CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS 


39 


Xlll 

bres, e invocando su desvalida situación pidieron ta- 
baco. Como una prueba de la pobreza de estos indios» 
mencionaré el hecho de haber encontrado poco antes 
de esto a un hombre que había viajado tres días y me- 
dio a pie, y otros tantos de vuelta, con el único fin de 
recobrar una pequeña hacha y alg;o de pesca. jCuán 
difícil debe de ser comprar los menores utensilios, 
cuando tanto trabajo se pone para recobrar esas pe- 
queneces! 

Por la tarde llegfamos a la isla de San Pedro, donde 
hallamos el Beagle anclado. Al doblar la punta, dos de 
los oficiales desembarcaron para medir unos áng-ulos 
con el teodolito. Sentado en las rocas estaba un zorro 
(Canis fulvipes) de una especie, se dice, peculiar de 
la isla y muy raro en ella, y que es una nueva especie. 
Tan absorto estaba en observar la labor de los oficia- 
les, que pude acercarme cautelosamente por detrás y 
desnucarle con mi martillo geológico. Este zorro, más 
curioso o más científico, pero menos prudente que la 
generalidad de sus congéneres, está ahora montado 
en el museo de la Sociedad Zoológica, de Londres. 

Tres días estuvimos en el puerto, y en uno de ellos 
el capitán Fitz Roy, con varios compañeros, intentó 
subir a la cima del San Pedro. Los bosques presenta- 
ban aquí un aspecto diferente de los de la parte sep- 
tentrional de la isla. Como la roca era una pizarra mi- 
cácea, no había playa y los altos bordes caían a pico, 
hundiéndose en el agua. El conjunto, por tanto, se 
parecía más a Tierra del Fuego que a Chiloe. En vano 
hicimos todos los esfuerzos posibles por ganar la cum- 
bre: el bosque era tan impenetrable (1), que nadie, sin 

(1) La costa chilena, muy húmeda, como ya advierte Darwín, 
tiene verdaderas selvas vírgenes. £1 extraordinario desarrollo de 
las plantas trepadoras del género Chusguea, que las hace impe- 
netrables, como Darwin afirma, es su nota más característica. 

En oposición, en el interior del país, más elevado y seco, hay 
bosques claros de Araucaria^ conifera exclusiva del hemisferio 
Sur. —Nota de la edic. española. 



40 


DARWIN: ViAJE DEL .<REAGLE» 


CAP. 


haberlo visto, puede imaginarse una cerrazón tan en- 
marañada de troncos medio secos o secos del todo. 
A menudo, por más de diez minutos seguidos, nues- 
tros pies no tocaban tierra, y los marineros, en broma, 
pedían las sondas. Otras veces teníamos que avanzar 
a gatas, uno tras otro, bajo los troncos podridos. En 
la parte inferior de las montañas, soberbios ejempla- 
res de Drimgs winteri, un laurel, como el Sassafras, 
de hojas aromáticas, y otros árboles, cuyo nombre 
no conozco, se hallaban entrelazados por un bambú 
o caña liana. Aquí luchábamos como peces prendidos 
en las mallas de la red. En las regiones superiores, el 
monte bajo substituye al gran arbolado, del que sólo 
se ve tal cual rojo cedro o alerce. Era también agra- 
dable contemplar, a la altura de poco menos de 
300 metros, a nuestra antigua amiga el haya meridio- 
nal. Eran, sin embargo, árboles raquíticos, lo que prue- 
ba que tal vez éste sea su límite norte. Al fin tuvimos 
que renunciar a la ascensión, desesperados de no po- 
der efectuarla. 

10 de diciembre . — La yola y el bote ballenero, con 
Mr. Sulivan, salieron a sus trabajos de medición y re- 
conocimiento, y en tanto, yo quedé a bordo del Bea- 
g/e, que al día siguiente zarpó de San Pedro con rum- 
bo al Sur. El 13 entramos en una bahía al sur de 
Guayatecas, o archipiélago Chonos, y no fué pequeña 
fortuna que así lo hiciéramos, porque al otro día se 
desencadenó con gran furia una tempestad digna de 
Tierra del Fuego. Blancos montones de nubes se api- 
ñaban sobre un cielo azul obscuro, mientras avanza- 
ban sobre ellos rápidamente negros estratos de vapor. 
Las sucesivas cadenas montañosas tomaron el aspecto 
de sombras espesas, y el sol poniente proyectó sobre 
el boscaje una luz amarillenta y débil, como la de la 
llama del alcohol. 



xill CHiLOE Y LAS ISLAS CHONOS 41 

El mar aparecía blanco con la espuma flotante, y el 
viento aullaba y rugía en las jarcias. Era una escena 
de fatídica sublimidad. Por unos minutos brilló un 
espléndido arco iris, siendo curioso observar el efecto 
de las rociadas de espuma, que al avanzar sobre la 
superficie del agua convertían el semicírculo del arco 
en un círculo completo deformado por la parte infe- 
rior, pues la banda de colores prismáticos se conti- 
nuaba a través de la bahía, junto al costado del barco, 
y de esta suerte formaba un anillo entero, aplastado 
en su base. 

Permanecimos aquí tres días. El tiempo siguió sien- 
do malo; pero importó poco para mis exploraciones, 
porque el terreno de estas islas es intransitable. La 
costa es tan escarpada, que no se puede caminar en 
ninguna dirección mas que arrastrándose, subiendo y 
bajando a gatas por agudas rocas de pizarra micácea; 
y en cuanto a la vegetación, nuestras caras, manos y 
canillas daban testimonio del mal trato recibido al 
querer penetrar en aquellos vedados recintos. 

18 de diciembre , — Hemos salido a alta mar. El 20 
nos despedimos del Sur, y con un viento favorable 
pusimos la proa al Norte. Desde el cabo Tres Montes 
navegamos plácidamente a lo largo de la alta costa, 
batido por las tormentas, y que es notable por el atre- 
vido perfil de sus colinas y la espesura de la vegeta- 
ción forestal, extendida por todas partes, aun sobre 
los riscos más escarpados. Al día siguiente descubri- 
mos un puerto, que en esta peligrosa costa podía ser 
Utilísimo a cualquier navio averiado. Puede recono- 
cérsele con facilidad por un cerro de 480 metros de 
alto, que es todavía más perfectamente cónico que el 
famoso pilón de azúcar de Río Janeiro. Al día siguien- 
te, después de anclar, logré llegar a la cima de dicho 
cerro. La empresa fué trabajosa, pues en algunas par- 
tes las laderas eran tan verticales que hubimos de ser- 



42 


darwin; viaje del «beagle» 


CAP. 


vimos de los árboles, trepando por ellos como por 
escaleras. También había varias .FucAs/a, cubiertas con 
bellísimas flores péndulas; pero era muy difícil arras- 
trarse a su través. En estas bravias regiones es deli- 
cioso ganar la cumbre de cualquier montaña. Se siente 
una secreta esperanza de ver algo muy sorprendente, 
que aun en el caso de quedar defraudada no deja de 
volver siempre que se ofrecen nuevas ocasiones. Todo 
el mundo debe de experimentar las emociones de 
triunfante satisfacción que comunica al ánimo la vista 
de un soberbio panorama contemplado desde una al- 
tura. En estos países, tan poco frecuentados, se une 
además la vanidad de ser tal vez el primero en tender 
la mirada por el horizonte desde un elevado pináculo 
casi inaccesible. 

Siempre le asalta a uno el extraño deseo de com- 
probar si algún ser humano ha visitado anteriormente 
un sitio no frecuentado. Cualquier pedacito de made- 
ra que lleve un clavo se rompe y estudia como si es- 
tuviera cubierto de jeroglíficos. Embargado por tales 
sentimientos, me interesó mucho hallar en un punto 
salvaje de la costa una cama de hierba debajo de un 
saliente de roca. Junto a ella habían hecho lumbre y 
se veían las señales de un hacha. La hoguera, cama y 
sitio mostraban la destreza de un indio; pero difícil- 
mente podía ser así, porque la raza se ha extinguido 
en esta parte, a causa del católico deseo de hacer a un 
tiempo cristianos y esclavos. Tuve a la sazón mis re- 
celos de que el hombre solitario que había pasado la 
noche en aquel rincón apartado y desierto debió de 
ser algún pobre marino náufrago que llegó a él reco- 
rriendo la costa. 

28 de diciembre . — El tiempo continuó malísimo, 
pero al fin nos permitió reanudar las exploraciones y 
estudios. Los días se nos hacían años, como sucedía 
siempre que nos veíamos detenidos persistentemente 



XI íí 


CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS 


43 


por sucesivos temporales. Por la tarde descubrimos 
otro puerto, y en él anclamos. No bien lo hubimos 
hecho, cuando descubrimos un hombre que nos hacía 
señas agitando un trapo blanco; y habiendo enviado 
un bote, volvió con dos marinos. Un grupo de seis 
habían huido de un barco ballenero norteamericano 
y desembarcado un poco al Sur en un bote, que poco 
después fué hecho pedazos por la marejada. Habían 
estado recorriendo la costa arriba y abajo por espacio 
de quince meses, sin saber qué camino tomar ni dón- 
de estaban. ¡Qué feliz coincidencia la de haber halla- 
do este puerto! A no haber sido por ello, hubieran 
andado perdidos hasta envejecer y sucumbir en esta 
costa salvaje. Sus sufrimientos habían sido muy gran- 
des, y uno de ellos había perdido la vida cayéndose 
por los acantilados. A veces se vieron obligados a se- 
pararse en busca de alimento, y esto explicaba el he- 
cho de! hombre solitario. Considerando lo que habrían 
sufrido, no se habían equivocado mucho en la cuenta 
del tiempo, pues sólo andaban errados cuatro días. 

30 de diciembre . — Anclamos en una abrigada caleta 
al pie de unas alturas cerca de la extremidad septen- 
trional de Tres Montes. A la mañana siguiente, des- 
pués de almorzar, subimos unos cuantos a una de las 
montañas, que tenía unos 720 metros de alta. El pai- 
saje era notable. La parte principal de la sierra se 
componía de grandes, sólidas y abruptas masas de 
granito, que parecían remontar su antigüedad a los 
primeros días del mundo. El granito tenía una capa de 
pizarra micácea, que con el transcurso de los siglos 
había sido tallada en extraños picos en forma de de- 
dos. Las dos formaciones, aunque diferentes en sus 
perfiles, convenían en estar casi desprovistas de vege- 
tación. Esta esterilidad tan notable causaba a nuestros 
ojos un efecto singular, acostumbrados como estába- 
mos a contemplar por todas partes un espesísimo bos- 



44 


darwjn: viaje del «beaqle» 


CAP. 


que de ramaje verde obscuro. Mucho gocé examinan- 
do la estructura de estas montañas. Aquella compleja 
y elevada red de sierras presentaba un aspecto majes- 
tuoso de durable permanencia, inútil por igual para el 
hombre y para todos los demás animales. El granito 
es para el geólogo el suelo clásico, pues, por su an- 
churosa extensión y contextura hermosa y compacta, 
pocas rocas han sido reconocidas y estudiadas desde 
fecha tan remota. El granito ha originado quizá más 
discusiones referentes a su origen que cualquiera otra 
formación. Generalmente se le considera como cons- 
tituyendo la roca fundamental, y, aunque perfectamen- 
te formada, nos consta que es la capa más profunda 
de la corteza terrestre a que el hombre ha llegado. El 
límite de los humanos conocimientos en cualquier 
materia encierra un gran interés, que se acrecienta 
acaso por tocar las lindes de los dominios de la ima- 
ginación. 

/ de enero de 1835 . — El nuevo año se anuncia con 
las ceremonias propias de estas regiones. No seduce 
con falsas promesas de bonanza, pues empieza con un 
fuerte temporal del Noroeste, abundantísimo en llu- 
vias. ¡Gracias a Dios que no estamos destinados a ver 
los últimos meses, pues esperamos hallarnos entonces 
en la parte del Océano Pacífico en que un firmamento 
azul nos dice que hay un cielo, un algo más allá de 
las nubes sobre nuestras cabezas! 

Como en los cuatro días siguientes han prevalecido 
los vientos del Noroeste, no hemos logrado mas que 
cruzar una gran bahía y anclar después en otro puerto 
seguro. Acompañé al capitán, en un bote, hasta el 
fondo de una cala profunda. En nuestra excursión vi- 
mos un número asombroso de focas; no había un solo 
sitio llano, en las rocas ni en la playa, que no estuvie- 
ra materialmente cubierto de ellas. Parecían entrega- 
das al goce de descansar en compañía, pues yacían 



XIII 


CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS 


45 


revueltas unas con otras, medio dormidas, como cer- 
dos; pero aun éstos se hubieran avergfonzado de su 
suciedad y del repugnante hedor que despedían. Cada 
grupo estaba vigilado por la paciente y maligna mira- 
da del zopilote. Esta ave antipática, con su calva ca- 
beza escarlata, hecha para revolverse en la podredum- 
bre, abunda mucho en la costa occidental, y la cir- 
cunstancia de acompañar a las focas muestra cuál sea 
su principal alimento. Hallamos el agua (probablemen- 
te sólo la de la superficie) casi dulce; se debía al nú- 
mero de torrentes que, en cascadas, caían precipitán- 
dose por las desnudas montañas de granito. El agua 
dulce atrae a la pesca, y en busca de ella acuden go- 
londrinas de mar, gaviotas y dos clases de cuervos 
marinos. También vimos una pareja de hermosos cis- 
nes de cuello negro, y varias pequeñas nutrias mari- 
nas, cuya piel era muy estimada. Al regreso, nos en- 
tretuvimos en ver el ímpetu con que el rebaño de 
focas, viejas y jóvenes, se iban arrojando al agua según 
pasaba el bote. No bucearon por mucho tiempo, y 
volviendo a la superficie, nos siguieron con los cuellos 
tensos, expresando gran asombro y curiosidad. 

7 de enero . — Después de recorrer la costa anclamos 
junto al extremo norte del archipiélago Chonos, en 
el puerto de Low, donde permanecimos una semana. 
Las islas se componían aquí, como en Chiloe, de de- 
pósitos litorales blandos y estratificados, y, como con- 
secuencia, la vegetación era hermosa y exuberante. 
El monte bajo llegaba hasta la playa, en forma de ar- 
bustos perennes de macizo espesor, como las masas 
de boj que suelen cercar ciertos paseos y jardines. 
Desde el ancladero gozamos de la espléndida vista 
que ofrecían los cuatro grandes picos nevados de la 
Cordillera, incluyendo el «famoso Corcovado», y la 
sierra misma tenía en esta latitud tan poca altura, que 
pocas partes de ella descollaban sobre los cerros de 



46 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


las islitas próximas. Aquí nos encontramos con una 
partida de cinco hombres de Caylen, «el fin de la 
Cristiandad», que con grandísimo riesgo habían cru- 
zado en su miserable canoa-bote, con objeto de pes- 
car, la mar extensa que separa Chiloe de Chonos. 
Estas islas han debido de ser, con toda probabilidad, 
pobladas en tan corto tiempo como las adyacentes a 
la costa de Chiloe. 

La patata silvestre brota en estas islas con gran 
abundancia, en el suelo, a»'enoso y lleno de conchas, 
próximo a la playa. Las plantas más crecidas tenían 
cuatro pies de altura. Los tubérculos eran general- 
mente pequeños, pero hallé uno de forma oval que 
medía unos cinco centímetros de diámetro; se parecen 
en todo y tienen el mismo sabor que las patatas ingle- 
sas; pero una vez .hervidas se contrajeron mucho, vol- 
viéndose acuosas e insípidas, aunque sin el mejor dejo 
de amargor. Indudablemente son aquí indígenas; se 
producen en toda la parte sur, según Mr. Low, hasta 
ios 50® de latitud, y los indios salvajes de la región 
las llaman aquinas, denominación distinta de la que 
Ies dan los indios chilotanos o chilotes. El profesor 
Henslow, que ha examinado ejemplares secos llevados 
por mí a Inglaterra, dice que son lo mismo que las 
descritas por Mr. Sabine (1), procedentes de Valpa- 
raíso, pero que forman una variedad considerada por 
algunos botánicos como específicamente distinta. Es 
notable que se haya hallado esta planta misma en las 
estériles montansis de Chile Central, donde no cae 
una gota de agua en más de seis meses, y en el inte- 


(1) Horticukaral Transactions, vol. V, pág. 249. Mr. Cald- 
cleugh envió a Inglaterra dos tubérculos, que bien abonados pro- 
dujeron, aun en la primera cosecha, numerosas patatas y gran 
abundancia de hojas. Véase la interesante discusión de Humboldt 
sobre esta planta, que según parece no era conocida en Méjico, 



CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS 


47 


xni 

ríor de las húmedas selvas de estas islas meridionales. 

En las regiones centrales del archipiélago Chonos 
(latitud 45®), el bosque se parece mucho al que crece 
todo a lo largo de la costa occidental, por espacio de 
600 millas hacía el sur del cabo de Hornos. Las hier- 
bas arborescentes de Chiloe no se encuentran aquí, 
mientras el haya de Tierra del Fuego alcanza un gran 
tamaño y constituye una parte considerable del arbo- 
lado forestal, si bien no en grado tan predominante, 
y aun exclusivo, como en las regiones más al Sur. Las 
críptógamas hallan aquí un clima en extremo favora- 
ble. En el estrecho de Magallanes, según he notado 
antes, el país parece demasiado frío y húmedo para 
permitirles un desarrollo perfecto; pero en estas islas, 
dentro de las selvas, es extraordinario el número de 
especies y abundancia de musgos, liqúenes y peque- 
ños heléchos (1). En Tierra del Fuego los árboles 
crecen sólo en las laderas de las montañas, pues todos 
los trozos de suelo llano se hallan invariablemente 
cubiertos de una espesa capa de turba; pero en Chiloe 
las planicies producen las selvas más frondosas e im- 
penetrables. Aquí, en el interior del archipiélago Cho- 
nos, la naturaleza del clima se acerca más al de Tierra 
del Fuego que al del norte de Chiloe, pues todas las 
manchas de suelo llano están cubiertas de dos especies 
de plantas (Astelia pumila y Donatiamagellanica)^ que 
al pudrirse juntas forman un espeso lecho de turba 
elástica. 

En Tierra del Fuego, encima de la zona del bosque, 
la primera de dichas plantas, que es eminentemente 
sociable, es el agente principal en la producción de la 


(1) Con mi red de cazar insectos cogí en estos parajes un nú- 
mero considerable de individuos pertenecientes a la familia de 
los Estafilínidos, otros afines al género Pselaphus, y diminutos 
Himenópteros. Pero la familia más característica, por el número 
de individuos y especies, en todas las comarcas francas de Chiloe 
y Chonos es la de los Telefóridos. 



48 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


turba. Las nuevas hojas se suceden sin cesar, unas tras 
otras, alrededor de la raíz central; las inferiores se pu- 
dren lueg-o, y cuando, como yo hice, se descubre la 
raíz debajo de la turba, pueden verse las hojas con- 
servando su posición y pasando por todos los estadios 
de descomposición hasta convertirse en una masa con- 
fusa. La Astelia está acompañada de alg^unas otras 
plantas — vese aquí y allá un pequeño Myrtus rastrero 
(M. nummularia) con un tallo leñoso, como nuestro 
arándano, y una baya dulce — , un Empetrum (E. ru~ 
brum), y semejante al nuestro, y un junco (Juncus 
grandiflorus), que son casi las únicas que crecen en la 
pantanosa superficie. Estas plantas, si bien gfuardan 
estrechísimo parecido con las especies inglesas de ios 
mismos géneros, son diferentes. En las partes más lla- 
nas del país interrumpen la superficie turbosa peque- 
ñas charcas situadas a diversas alturas y con apariencia 
de haber sido excavadas artificialmente. Pequeñas ve- 
nas de agua que fluyen subterráneas acaban la des- 
organización de la materia vegetal y consolidan el 
conjunto. 

El clima de las regiones meridionales de América 
parece particularmente favorable a la formación de la 
turba. En las islas Falkland está compuesta de toda 
clase de plantas, y hasta de la áspera hierba que tapiza 
el suelo: apenas hay sitio alguno que por su especial 
situación impida el desarrollo de la turba; hay capas 
que tienen más de tres metros y medio de espesor, y 
la porción de abajo se endurece tanto al secarse, que 
con dificultad arde. Aunque todas las plantas contri- 
buyen a la formación de la turba, la principal es la 
Astelia. Una circunstancia algo singular, por ser tan 
diferente de lo que ocurre en Europa, es que en nin- 
guna parte se ven musgos que formen, por su compo- 
sición, parte alguna de la turba en Sudamérica. Con 
respecto al límite septentrional, en que el clima per- 
mite esa especie peculiar de putrefacción lenta, nece- 



CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS 


49 


xni 

saria para su producción, creo que en Chiloe (latitud 
41 a 42”), a pesar de abundar el terreno pantanoso, no 
se encuentra turba bien caracterizada; pero en las islas 
Chonos, tres grados más al Sur, hemos visto que es 
abundante. En la costa oriental de La Plata (latitud 35”) 
me dijo un español allí establecido, que había visitado 
Irlanda, no haberle sido posible hallar turba, a pesar 
de sus repetidas investigaciones. Lo más parecido a 
ella que había descubierto era un terreno turboso ne- 
gruzco, que me mostró, repleto de raíces, en términos 
de permitir una combustión lenta e imperfecta. 

La zoología de estas dispersas islitas del archipié- 
lago de Chonos, como ya podía suponerse, es muy 
pobre. Entre los cuadrúpedos abundan dos especies 
acuáticas. El Myopotamus Coypus (parecido al castor, 
pero con una cola redonda) es bien conocido por su 
hermosa piel, objeto de comercio en todos los tribu- 
tarios de La Plata. Aquí, sin embargo, frecuenta exclu- 
sivamente el agua salada, circunstancia que, según 
dejo dicho en varios lugares, se observa también en 
el gran roedor el Capybara. Es además numerosísima 
una pequeña nutría marina, animal que no se alimenta 
solamente de peces, sino que, como las focas, devora 
en gran cantidad un cangrejito rojo que flota en ban- 
cos superficiales. Mr. Bynoe vió una en Tierra del Fue- 
go comiendo un pulpo, y en Puerto Low se mató otra 
en el momento de llevarse a su agujero una gran Vo- 
luta. En cierto sitio cacé en una trampa un singular 
ratoncito (M. brachiotis); según parece, se le halla en 
varias de las islas; pero los chilotes de Puerto Low me 
dijeron que por allí no se veía ni uno. Compréndese, 
en vista de ello, qué serie de accidentes casuales (1) o 


(1) Dfcese que aljfunas aves rapaces llevan lai presas vivas a 
sus nidos. Si así es, en el transcurso del os siglos, de cuando en 
cuando podría escapar algfuna, librándose de las débiles g'arras de 

Darwin: Viaje.— T. II. 


4 



50 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


qué cambios de nivel deben de haber entrado en jue- 
go para esparcir estos animalitos por todo este despe- 
dazado archipiélago. 

En todas las partes de Chiloe y Chonos se ven dos 
aves muy extrañas, que son parecidas y reemplazan al 
turco y tapaculo de Chile Central. A la una la llaman 
los indígenas «cheucau» (Pteroptochos rubecula); fre- 
cuenta los sitios más sombríos y retirados de las sel- 
vas húmedas. Unas veces, aunque su canto pueda 
oírse muy cerca, a no mirar con gran cuidado no se 
ve el cheucau; otras veces bastará permanecer inmó- 
vil para que el pajarillo se acerque a corta distancia 
de la manera más familiar. Entonces salta con inquie- 
ta rapidez entre la enmarañada urdimbre de cañas y 
ramaje podrido, con su pequeña cola levantada. El 
cheucau es objeto de supersticiosos temores para los 
chilotes, por causa de sus extraños y variados gritos. 
Hay tres muy distintos: el uno se llama «chiduco*, 
que es de buen agüero; el otro, «huitreu» muy desfa- 
vorable, y un tercero, que se me ha olvidado. Dichas 
voces imitan sus cantos, y por ellos se gobiernan sin 
vacilar los indígenas en muchas cosas. Realmente los 
chilotes han elegido para profeta a una de las más 
cómicas criaturas. Una especie afín, poco algo mayor, 
lleva el nombre indígena de «guid-guid* (Pteropio- 
chos Tarnii)i y los ingleses le han designado con el 
nombre de pájaro ladrador. Esta última denominación 
es muy apropiada, pues desafío a cualquiera que le 
oiga cantar por primera vez a que no le distingue de 
un perrito ladrando en la selva. Con este ave sucede 
lo mismo que con el cheucau, es decir, que a veces el 
observador oye el ladrido a corta distancia, pero en 
vano se esforzará por descubrir el pájaro, y“menos 


las crías. Un hecho de esta índole se requiere para explicar la 
distribución de pequeños roedores en islas no muy próximas unas 
a otras. 



xm CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS 51 

aun si sacude las matas, y, en cambio, otras veces el 
guid-guid se le acercará confiadamente. Su sistema de 
alimentación y hábitos generales se parecen mucho a 
los del cheucau. 

En la costa (1) abunda una avecilla de color obscu- 
ro (Opetiorhynchus Patagonicus). Es notable por sus 
tranquilos hábitos; vive enteramente en la playa, como 
una gallineta. Fuera de dichas aves, muy pocas más 
habitan esta tierra fraccionada. En mis borradores 
describo los singulares ruidos que, no obstante oírse 
con frecuencia en estos sombríos bosques, apenas 
perturban el silencio general. El gañido del guid- 
guid y el repentino jiú-jiú del cheucau suenan unas 
veces de muy lejos y otras de muy cerca; de cuando 
en cuando se añade el canto del reyezuelo negro de 
Tierra del Fuego; el trepador (Oxyurus) sigue al in- 
truso chillando y gorjeando; a intervalos se ve al coli- 
brí moviéndose con rapidez de un sitio a]otro y emi- 
tiendo como un insecto su agudo chirrido; últimamen- 
te suele escucharse en la punta de un árbol alto la 
nota indistinta y plañidera de la muscívora tirana de 
moño blanco (Myiohius). A causa de preponderar en 
la mayoría de los países ciertos géneros comunes de 
aves, como los pinzones, al principio se siente uno 
sorprendido al encontrarse con las formas peculiares 
antes enumeradas, que son las más comunes en todas 
estas regiones. En el Chile Central se encuentran dos 
de ellas, el Oxyurus y el Scytalopus, pero rarísimas 
veces. Al ver, como en este caso, animales que pare- 
cen desempeñar un papel tan insignificante en el 


(1) Como prueba de la gran diferencia que hay entre las es- 
taciones de las regiones frondosas y las despejadas de esta costa, 
mencionaré que el 20 de septiembre, a los 34*^ de latitud, las aves 
mencionadas tienen polluelos en el nido, mientras en ias islas 


Chonos, tres meses mas tarde, en verano, están todavía ponien- 
do; la diferencia de latitud entre estos dos lugares es de r-ftrr a 
7“ «.illas. 

fJ.ClllTA0 

íí 

V. f|L0S0F/A//.ErRA« . 



52 


darwin: vrAjE oel «bbaqle» 


CAP. 


grandioso plan de la Naturaleza, se siente uno tenta- 
do a preguntarse para qué han sido creados. Pero 
convendría recordar siempre que quizá en algún otro 
país son miembros esenciales de la sociedad, o pueden 
haberlo sido en algún período anterior. Si América, 
al sur de los S?**, se hundiera bajo las aguas del océa- 
no, estas dos aves continuarían existiendo en Chile 
Central por un largo período, pero es muy improba- 
ble que aumentaran en número. Tendríamos un caso 
que inevitablemente debe haber ocurrido con muchí- 
simos animales. 

Estos mares del Sur son frecuentados por varías es- 
pecies de petreles: la especie mayor, Procellaria gi- 
gantea, o quebrantahuesos de los españoles, es un 
ave común, así en los canales interiores como en mar 
libre. Por sus hábitos y manera de volar se parece 
mucho al albatros, y como al albatros, puede obser- 
vársele durante horas sin ver de qué se alimenta. Sin 
embargo, el quebrantahuesos es una verdadera ave 
rapaz, pues algunos oficiales le vieron en el puerto de 
San Antonio dar caza a un somormujo, que intentó 
escapar buceando y volando, pero fué constantemente 
acosado y por fin muerto de un picotazo en la cabeza. 
En Puerto San Julián se observó que estos gran- 
des preteles mataban y devoraban gaviotas jóvenes. 
Una segunda especie (Puffinus cinereus), que es co- 
mún a Europa, al cabo de Hornos y a la costa del 
Perú, es mucho más pequeña que el quebrantahuesos, 
pero, como él, de color grisáceo. De ordinario frecuen- 
ta las calas que se internan en tierra, en grandes banda- 
das; no creo haber visto en mi vida tantas aves juntas 
de ninguna otra clase como las que vi de estas allen- 
de la isla de Chiloe. Cientos de miles volaron en línea 
irregular por varias horas en una dirección. Cuando 
parte de la bandada se posó en el agua, la superficie 
quedó negra y el ruido que hacían parecía el murmullo 
de una gran muchedumbre de gente oído a distancia. 



CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS 


53 


Xlií 

Hay otras varias especies de petreles, pero me limi- 
taré a citar aquí una tercera, además de las anteriores, 
el Pelecanoides Berardi, que ofrece un ejemplo de esos 
extraordinarios casos de aves pertenecientes, sin duda, 
a una familia bien determinada, pero afines a una tribu 
muy distinta, así por sus hábitos como por su estruc- 
lura. Este Pelecanoides nunca deja las tranquilas calas 
interiores. Cuando se le molesta, bucea durante un 
cierto trecho, y saliendo a la superficie, con el mismo 
impulso adquirido debajo del agua levanta el vuelo. 
Después de volar, merced al rápido batir de sus cor- 
tas alas, por un cierto espacio en línea recta, cae como 
un cuerpo muerto, y vuelve a bucear. La forma de su 
pico y aberturas nasales, la longitud de sus pies y has- 
ta el color del plumaje, muestran que el ave es un 
petrel; mas, por otra parte, sus cortas alas y consi- 
guiente limitación de vuelo, la configuración de su 
cuerpo y forma de la cola, la falta del dedo posterior, 
su hábito de bucear y los sitios que prefiere, hacen 
dudar a primera vista de si no se relaciona igualmente 
con las Alca (1). A no dudarlo, cuando se le ve a dis- 
tancia se le podría tomar por un Alca, ora esté volan- 
do, ora bucee o nade tranquilamente de un punto a 
otro en los retirados canales de Tierra del Fuego. 

(1) A la misma familia de las Proceláridas pertenecen los gé- 
neros Pelecanoides, Puffínas, Procellaria y albatros (Diomedea), 
bien que constituyendo, dentro de ella, hasta tres grupos o sub- 
familias diferentes. 

Las Alca — por ejemplo, Alca torda — son ios representantes en 
^os países árticos de los pájaros bobos o niños, que son propios 
solamente de los mares del Sur. — TVoía de la edic. española. 





CAPITULO XIV 


Chíloe y Concepción. — Gran terremoto. 


San CarloSj Chíloe. — El Osorno, en erupción al mismo tiempo 
que el Aconcagua y el Coseguina. — Excursión a caballo a Cu- 
cao. — Selvas impenetrables. — Valdivia. — Indios. — Temblor de 
tierra. — Concepción. — Gran terremoto. — Rocas hendidas. — As- 
pecto de las antiguas ciudades. — El mar, ennegrecido e hir- 
viente. — Dirección de las vibraciones. — Desplazamiento de pie- 
dras en sentido circular. — Gran ola. — Elevación permanente 
del suelo. — Area de fenómenos volcánicos. — Conexión entre 
las fuerzas elevatorias y eruptivas. — Causa de los terremotos. 
Elevación lenta de las cadenas de montañas. 


£1 15 de enero zarpamos de Puerto Low, y a los 
tres días anclamosfpor segunda vez en la bahía de San 
Carlos, en Chíloe. En la noche del 19 el volcán de 
Osorno estaba en^^actividad. A media noche el centi- 
nela observó algo parecido a una gran estrella, que 
crecía gradualmente en tamaño hasta eso de las tres, 
en que se presentó un espectáculo de la mayor mag- 
nificencia. Con ayuda de un anteojo se veían bultos 
obscuros, en sucesión constante, salir lanzados a lo 
alto y caer en medio de un inmenso resplandor de luz 
roja. La iluminación era suficiente para producir en el 
agua una prolongada y viva reflexión. Parece que en 
esta parte de la Cordillera los cráteres arrojan muy 
comúnmente grandes masas de materia fundida. Me 
aseguraron que cuando el Corcovado está en erupción 
grandes masas son proyectadas por el volcán, las cua- 
les revientan en el aire, tomando multitud de formas 



56 


darwin: vjaje del obeaqle» 


CAP. 


fantásticas, como, por ejemplo, de árbolesj su tamaño 
debe de ser inmenso, porque pueden percibirse desde 
las alturas de detrás de San Carlos, distantes del Cor- 
covado lo menos 93 millas. A la mañana siguiente el 
volcán apareció tranquilo. 

Con no escasa sorpresa supe más tarde que el 
Aconcagua, en Chile, 480 millas al Norte, estuvo en 
actividad aquella misma noche, y todavía creció mi 
asombro al ver que la gran erupción del Coseguina 
(2.700 millas al norte del Aconcagua), acompañada de 
un terremoto que se sintió a más de 1.000 millas, tuvo 
lugar dentro de las mismas seis horas. Esta coinciden- 
cia es notabilísima, porque el Coseguina había perma- 
necido inactivo por espacio de veintiséis años y el 
Aconcagua rarísima vez da señales de actividad. Difí- 
cil es conjeturar si tal coincidencia es casual o indica 
alguna conexión subterránea. Si el Vesubio, el Etna y 
el Hecla, en Islandia este último (todos tres relativa- 
mente más próximos entre sí que los citados volcanes 
de Sudamérica), se mostraran de pronto en erupción 
en la misma noche, se consideraría como cosa digna 
de meditarse la simultaneidad del fenómeno; pero lo es 
mucho más en este caso, en que los tres respiraderos 
se hallan en la misma gran cadena de montañas, y 
donde las vastas llanuras a lo largo de toda la costa 
oriental, y las conchas recién elevadas del fondo del 
mar en una longitud de más de 2.000 millas, en la 
costa occidental, muestran de qué modo tan uniforme 
y relacionado han actuado las fuerzas elevatorias. 

Como el capitán Fitz Roy deseaba vivamente que 
se tomaran algunos datos de orientación en la costa 
exterior de Chiloe, se convino que Mr. King y yo fué- 
ramos a caballo a Castro, y desde allí atravesáramos 
la isla hasta la capilla de Cucao, situada en la costa 
oeste. Habiendo alquilado caballos y un guía, parti- 
mos la mañana del 22. No habíamos andado mucho 
cuando se nos incorporaron una mujer y dos mucha- 


XIV 


CHíLOE Y CONCEPCIÓN’. — G«AN TERREMOTO 


57 


chos que hacían el mismo viaje. En este camino es lo 
corriente tratarse como amistosos compañeros, y ade- 
más se disfruta el privilegio, tan raro en Sudamérica, 
de viajar sin armas de fuego. En un principio el terre- 
no se componía de una sucesión de valles y colinas, 
mas cerca de Castro se hace muy llano. El camino 
mismo constituye una verdadera curiosidad: está for- 
mado en toda su longitud, exceptuando unos cuantos 
trozos, de grandes troncos que, o bien son anchos y 
están colocados longitudinalmente, o bien estrechos 
y se hallan dispuestos en sentido transversal. En ve- 
rano se puede caminar por él, aunque con alguna di- 
ñcultad; pero en invierno, cuando la madera se pone 
resbaladiza con la lluvia, la marcha es mucho más 
penosa. 

En esta época del año, el terreno de ambos lados 
se convierte en un cenagal, y con frecuencia se inun- 
da: de aquí la necesidad de sujetar los troncos longi- 
tudinales mediante traviesas, que se fijan por los dos 
extremos con estacones clavados en tierra. Estos es- 
tacones hacen que sea peligrosa la caída de un jine- 
te, porque hay gran probabilidad de caer sobre uno 
de ellos. Es notable, sin embargo, la destreza que los 
caballos chilotes han adquirido con la práctica. Al ca- 
minar por los pasos malos, donde ios troncos se han 
salido de su sitio, aciertan a poner los cascos entre 
ellos con la seguridad y rapidez con que podría ha- 
cerlo un perro. Por ambas partes el camino está bor- 
deado de una selva de alto arbolado, cuyos troncos 
se hallan entretejidos por canas. Cuando alguna vez 
se presenta a la vista un gran trozo de esta avenida, 
sorprende su curiosa uniformidad: la blanca línea de 
maderos, estrechándose por un efecto de perspectiva, 
acaba por ocultarse en la selva sombría, o bien termi- 
na en un zigzag que asciende por una colina esca- 
lonada. 

Aunque la distancia de San Carlos a Castro es sólo 



58 


DAKWtN: VAJE DEÍ. «BEAQLE- 


CAP. 


de 12 leguas en línea recta, la construcción del cami- 
no ha debido de costar gran trabajo. Me contaron que 
en tiempos pasados habían perecido varias personas 
al intentar atravesar el bosque. El primero que lo con- 
siguió fué un indio, que logró abrirse camino por entre 
los cañaverales en ocho días, y llegó a San Carlos; el 
Gobierno español le premió concediéndole un gran 
lote de tierra. Durante el verano muchos indios vagan 
por las selvas (principalmente en las partes más ele- 
vadas, donde la vegetación no es tan espesa), en 
busca de ganado medio salvaje, que se alimenta de 
las hojas de caña y de ciertos árboles. Uno de estos 
cazadores fué el que por casualidad descubrió, hace 
pocos años, un barco inglés que había naufragado en 
la costa exterior. La tripulación empezaba a agotar las 
provisiones, y no es probable que sin ayuda de este 
hombre hubieran logrado salir de estos bosques casi 
impenetrables. Con todo, un marinero murió de fati- 
ga en el camino. Los indios, en estas excursiones, se 
guían por el sol: de modo que cuando el tiempo per- 
siste nebuloso no pueden viajar. 

El día estaba hermoso, y el número de árboles que 
estaban en plena floración perfumaba el aire; pero ni 
con esto se disipaba el efecto de la sombría humedad 
del bosque. Además, los numerosos troncos secos, 
que se yerguen como esqueletos, nunca dejan de im- 
primir a estos bosques primitivos un sello de majes- 
tad solemne, de que en absoluto carecen los de otros 
países de remota civilización. Poco después de poner- 
se el Sol vivaqueamos para pasar la noche. La mujer 
que nos acompañaba, bastante agraciada por cierto, 
pertenecía a una de las familias más respetables de 
Castro; cabalgaba, no obstante, a horcajadas, y sin za- 
patos ni medias. Estaba sorprendido de la extraordi- 
naria llaneza que mostraron tanto ella como su her- 
mano. Llevaban comida; pero durante todas nuestras 
refacciones se sentaban, observándonos a Mr. King y 



XIV 


CHILOE V CONCEPCIÓN. — GRAN TERREMOTO 


59 


a mí, hasta el punto de darnos verg-üenza de comer 
delante de ellos. La noche era clara, y mientras yacía- 
mos en nuestras camas gfozamos con la vista (y es un 
goce supremo) de la multitud de estrellas que ilumi- 
naban la obscuridad del bosque. 

23 de enero . — Madrugamos a la mañana siguiente y 
llegamos a la tranquila y bonita ciudad de Castro a 
eso de las dos de la tarde. El antiguo gobernador ha- 
bía muerto con posterioridad a nuestra última visita, 
y un chileno ocupaba su puesto. Teníamos una carta 
de recomendación para D. Pedro, a quien hallamos 
extremadamente hospitalario y bondadoso, y más des- 
interesado de lo que se acostumbra en esta parte del 
continente. Al día siguiente, D. Pedro nos procuró 
caballos de refresco y se brindó a acompañarnos él 
mismo. Caminamos en dirección Sur, generalmente 
siguiendo la costa, y pasamos por varias aldeas, cada 
una con su gran capilla de madera. En Vilipilli, D. Pe- 
dro pidió al comandante que nos buscara un guía para 
ir a Cucao. El anciano señor se ofreció a salir él en 
persona, pero en mucho tiempo no pudo persuadirse 
de que dos ingleses tuviesen verdadero empeño en vi- 
sitar un sitio tan extraviado como Cucao. De este 
modo llevamos de compañeros en nuestro viaje a los 
dos personajes más aristocráticos del país, según se 
patentizó en el respeto que les demostraban los indios 
más pobres. En Chonchi empezamos a cruzar la isla 
siguiendo intrincadas veredas y rodeos, que a veces 
pasaban por magníficos bosques y a veces por trozos 
despejados, con abundantes cultivos de trigo y pata- 
tas. Este ondulado país boscoso, cultivado a trechos, 
me traía a la memoria las regiones más selváticas de 
Inglaterra, y por tanto presentaba a mis ojos un aspec- 
to en extremo fascinador. En Vilinco, situado en las 
riberas del lago de Cucao, hay muy poco terreno des- 
montado y todos los habitantes parecen ser indios. 



60 


darwin: viaje del obeaole! 


CAP. 


Dicho lago tiene 12 millas de largo, y se extiende 
de Este a Oeste. Por un efecto de las circunstancias 
locales, la brisa marina sopla muy regularmente duran- 
te el día y queda en calma durante la noche, lo cual 
dió origen a extrañas exageraciones, pues el fenó- 
meno, tal como nos lo describieron en San Carlos, 
era un verdadero prodigio. 

El camino de Cucao se hallaba en estado tan desas- 
troso, que resolví embarcarme en una piragua. El co- 
mandante, del modo más autoritario, mandó a seis 
indios que se prepararan a llevarnos, sin dignarse de- 
cirles si les pagaría o no. La piragua es una especie 
de bote tosco y extraño, pero la tripulación lo era 
todavía más: dudo mucho que se hayan podido reunir 
jamás en una pequeña embarcación seis hombrecillos 
más feos. Sin embargo, bogaron bien y muy conten- 
tos. El remero principal charlaba en indio y profería 
gritos salvajes que superaban a los de los porqueros 
conduciendo sus cerdos. Partimos con viento contra- 
rio, aunque suave, y llegamos a la capilla de Cucao 
antes de atardecer. El país, a uno y otro lado del lago, 
era un bosque no interrumpido. En la misma pira- 
gua donde íbamos hubo que embarcar una vaca. Difí- 
cil parece a primera vista meter una bestia de tal ta- 
maño en una embarcación tan pequeña; pero los 
indios resolvieron la dificultad en un minuto. Coloca- 
ron la vaca a lo largo del bote, y luego metieron dos 
remos por debajo del vientre del animal, apoyando 
ios extremos en la borda. Apalancaron con fuerza, y 
bonitamente tumbaron a la pobre bestia patas arriba 
en el fondo de la embarcación, hecho lo cual, la ata- 
ron con cuerdas. En Cucao hallamos una choza de- 
sierta (que es la residencia del «padre» cuando visita 
esta capilla), y allí encendimos lumbre, preparamos la 
cena y lo pasamos con toda comodidad. 

La región de Cucao es la única que está habita- 
da en toda la costa occidental de Chiloe. Contiene 


XIV 


CHiLOE Y CONCEPCIÓN.— GRAN TERREMOTO 


61 


unas 30 ó 40 familias indias, dispersas a todo lo largo 
de la playa, en un espacio de cuatro o cinco millas. 
Viven muy aislados del resto de Chiloe, y apenas tie- 
nen comercio alguno, como no sea el de la venta de 
un poco de aceite sacado de la grasa de las focas. 
Andan vestidos un poco decentemente con ropas de 
propia manufactura, y disponen de alimentos en abun- 
dancia. Sin embargo, parecían descontentos y moral- 
mente abatidos en términos que daba pena. Esta 
abyección, a mi juicio, debe atribuirse sobre todo al 
duro trato que reciben de sus gobernantes, que Ies 
hablan siempre del modo más imperativo y autoritario. 
Nuestros acompañantes, en medio de la exquisita cor- 
tesía que usaban con nosotros, se portaban con los 
indios como si fueran esclavos más bien que hombres 
libres. Les mandaron traer provisiones y facilitar caba- 
llos, sin dignarse decirles cuánto importaba todo ello, 
ni siquiera si recibirían paga alguna. Por la mañana, 
habiendo quedado solos con esta pobre gente, nos 
captamos en breve sus simpatías regalándoles puros y 
mate. Un terrón de azúcar blanca fué repartido entre 
todos los presentes, y lo gustaron con la mayor curio- 
sidad. Después de exponernos sus quejas acababan 
siempre diciendo: «Y todo porque somos unos pobres 
indios, que nada sabemos; pero no sucedía así cuando 
teníamos un rey.» 

Al siguiente día, después de desayunar, cabalgamos 
unas cuantas millas en dirección Norte, hacia la Punta 
de Huantamó. El camino corre a lo largo de una 
ancha faja costera, en la que, a pesar de tantos días 
hermosos, rompía una terrible marejada. Se me ase- 
guró que después de un fuerte temporal podía oirse 
el rugido del mar por la noche hasta en Castro, a una 
distancia no inferior a 21 millas marinas y al través de 
un país montañoso y cubierto de bosque. Tropezamos 
con alguna dificultad para llegar al término de nues- 
tra excursión, a causa de los frecuentes pasos casi in- 



62 


í>ARWfN: VIAJE DEL OBEAGLE» 


CAP. 


transitables, porque dondequiera que estaba en som- 
bras, ei suelo se había convertido en un barrizal. La 
punta misma es un promontorio de roca y se halla cu- 
bierto de una planta afín, seg-ún creo, a la Bromelia, 
llamada por los naturales « chepones » . Al trepar por un 
espeso ramaje nos llenamos las manos de arañazos. 
Me hizo gracia la precaución usada por el guía indio, 
que se recogió los pantalones, creyéndolos, sin duda, 
más delicados que su propia piel. La referida planta 
produce un fruto de forma semejante a una alcachofa, 
lleno de cápsulas de semillas que contienen una pulpa 
dulce y agradable aquí muy estimada. En Puerto Low 
vi a los chiiotes hacer chicha o sidra con ese mismo 
fruto: tan cierto es, como observa Humboldt, que 
todos los pueblos hallan modo de preparar alguna 
bebida fermentada con materiales del reino vegetal. 
Sin embargo, los salvajes de Tierra del Fuego, y creo 
que de Australia, no han progresado en estas artes. 

La costa hasta el norte de Punta Huantamó es por 
extremo escabrosa y quebrada, y tiene enfrente nume- 
rosos rompientes, en que el mar hace oír sin cesar su 
eterno bramido. Míster King y yo ansiábamos regresar, 
si hubiera sido posible, a pie por la costa; pero los 
mismos indios nos dijeron que era del todo impracti- 
cable. Según nos refirieron, algunos habían podido, ir 
desde Cucao a San Carlos atravesando directamente 
los bosques, pero jamás por la costa. En tales expedi- 
ciones los indios llevan por todo alimento trigo tos- 
tado, y lo comen, con parsimonia, sólo dos veces 
al día. 

26 de enero . — Volvimos a embarcar en la piragua, 
y después de cruzar el lago montamos en nuestros 
caballos. Todos los moradores de Chiloe se aprove- 
charon de esta semana de buen tiempo — cosa des- 
acostumbrada en el país — para limpiar de arbolado el 
terreno por medio del fuego. En todas direcciones 



XIV 


CHILOE Y COKCEPCJÓX. — GRAN TERREMOTO 


63 


se veían surgir densas humaredas en remolino. Pero 
aunque los chilotes se afanaban por incendiar la selva 
en una infínidad de puntos, no vi una sola hoguera 
extenderse. Comimos con nuestro amigo el comandan- 
te, y no llegamos a Castro hasta después de obscure- 
cer. Al día siguiente, por la mañana, partimos muy 
temprano. Después de haber cabalgado por algún tiem- 
po, tuvimos la satisfacción (rara en este camino) de 
tender la vista por una amplia extensión de la inmen- 
sa selva desde el viso de una escarpada colina. Sobre 
el horizonte de árboles destacaba preeminente el vol- 
cán del Corcovado y una gran cima plana hacia el 
Norte: apenas se alzaba en la prolongada sierra nin- 
gún otro pico que dejara ver su nevada cima. Espero 
que ha de pasar mucho tiempo antes que se borre de 
mi memoria la impresión que me causó esta vista úl- 
tima de la magnifícente Cordillera frente a Chiloe. 
Por la noche vivaqueamos bajo un cielo sin nubes, y 
a la mañana siguiente llegamos a San Carlos. Con 
oportunidad lo hicimos, pues antes de atardecer em- 
pezó a^caer un copioso aguacero. 

4 de febrero . — Hemos zarpado de Chiloe. Durante 
la última semana efectué varias cortas excursiones. 
Una de ellas tuvo por objeto examinar un gran lecho 
de conchas hoy existentes, elevado cien metros sobre 
el nivel del mar; entre ellas crecía una gran vegeta- 
ción forestal. Otra fui a Punta Huechucucuy. Llevé 
conmigo un guía que conocía demasiado bien el país, 
porque se empeñó en decirme los interminables nom- 
bres indios que había para cada pequeña punta, ria- 
chuelo y abra. De igual modo que eií Tierra del Fue- 
go, el lenguaje indio parece prestarse admirablemente 
a denominar los accidentes más triviales del terreno. 
Si no me engaño, todos nos alegramos de dar nuestro 
adiós a Chiloe; sin embargo, prescindiendo de la triste 
lluvia de invierno, Chiloe podría pasar por una isla en- 



64 darwin: viaje del íbeagled cap. 

cantadora. Hay además algo muy atractivo en la sen- 
cillez y humilde cortesía de sus pobres habitantes. 

Navegamos hacia el Norte a lo largo de la costa; 
pero a causa del mal tiempo no llegamos a Valdivia 
hasta la noche del 8. A la mañana siguiente el bote se 
dirigió a la ciudad, que dista unas 10 millas. Segui- 
mos el curso del río, pasando a veces ante algunas ca- 
bañas y trozos de terreno desmontado, que parecían 
islas en un mar de boscaje interminable, y encontrá- 
bamos de cuando en cuando alguna canoa con una 
familia india. La ciudad está situada en las bajas ribe- 
ras de la corriente, y está tan completamente sepulta 
en un bosque de manzanos, que las calles parecen los 
paseos de un huerto. Nunca he visto país alguno en 
que los frutales mencionados crezcan tan lozanos 
como en esta húmeda región de Sudamérica: en los 
mismos bordes de los caminos se veían muchos arbo- 
litos tiernos, que evidentemente brotaban espontá- 
neos. En Chiloe, los naturales usan un procedimiento 
prodigiosamente rápido para multiplicar los manzanos. 
£n la parte inferior de casi todas las ramas salen unas 
puntitas cónicas, parduscas y rugosas, que propenden 
a convertirse en raíces, como puede verse siempre 
que accidentalmente se pega barro al árbol. A princi- 
pios de primavera se eligen ramas gruesas y se las 
corta por debajo de esas puntas; se limpian los brotes 
más pequeños y se planta la mayor a unos dos pies de 
profundidad. Durante el verano siguiente el plantón 
echa largos tallos y a veces produce frutos: me ense- 
ñaron uno que había dado hasta 23 manzanas; pero 
este caso se consideró como excepcional. En la ter- 
cera estación, el nuevo árbol se hace corpulento (como 
yo mismo he visto), cargándose de fruto. Un anciano 
de cerca de Valdivia, en comprobación de su lema: 
«La necesidad es la madre de todas las invenciones*, 
enumeraba los diversos productos útiles que había 
obtenido de sus manzanas. Después de hacer sidra y 



XIV 


CHILOE Y CONCEPCIÓN.— GRAN TERREMOTO 


65 


vino, sacaba de las materias de desecho una esencia 
de delicado aroma; mediante otro procedimiento se 
procuraba un melado dulce o miel, seg'ún su propia 
expresión. Durante esta estación del año los chiquillos 
y los cerdos se pasaban la vida en el huerto y en él se 
alimentaban. 

11 de febrero . — Salí con un guía para una breve ex- 
cursión, en la que logré ver muy poco, así de la geo- 
logía del país como de sus habitantes. Cerca de Val- 
divia escasea el terreno desmontado; después de cru- 
zar un río a la distancia de unas cuantas millas, nos 
internamos en el bosque, y en todo él sólo encontra- 
mos una miserable choza antes de llegar al sitio en 
que pasar la noche. La escasa diferencia en latitud, de 
150 millas, ha dado un nuevo aspecto al bosque, com- 
parado con el de Chiloe, lo cual se debe a haber va- 
riado ligeramente la proporción de las diversas espe- 
cies de árboles. Los de follaje perenne no parecen ser 
tan numerosos, y el bosque, en consecuencia, tiene un 
matiz brillante. Como en Chiloe, las partes bajas están 
entretejidas de cañas; aquí hay además otra especie 
(parecida al bambú del Brasil y de cerca de seis me- 
tros de altura) que crece en grupos y ornamenta las 
márgenes de algunas de las corrientes de una mane- 
ra lindísima. Con esta planta hacen los indios sus 
chuzos. 

La casa donde habíamos de descansar estaba tan 
sucia, que preferí dormir al aire libre; en estos viajes, 
la primera noche se pasa de ordinario muy mal, por 
no estar acostumbrados al cosquilleo y picaduras de 
las pulgas. A la mañana siguiente amanecí con las 
piernas acribilladas, y seguramente no había en ellas 
un espacio del tamaño de un chelín que no tuviera su 
pequeña roncha, indicadora del sitio en que la pulga 
había celebrado su festín. 


Darwin: Viaje.— T. I!. 



66 


darwin: viaje df.l cbeagi e» 


CAP. 


12 de febrero . — Proseguimos nuestro viaje a caballo 
por la espesura del bosque; sólo de cuando en cuan- 
do encontrábamos algún jinete indio o una reata de 
hermosos mulos que transportaban tablas de alerce y 
trigo de las llanuras meridionales. Por la tarde uno de 
los caballos dió una fuerte caída; nos hallábamos en- 
tonces en el viso de una montaña desde la que se go- 
zaba una hermosa vista de los Llanos. El panorama de 
estas llanuras abiertas era confortante después de lle- 
var tanto tiempo sepultados y presos en la salvaje 
frondosidad de la selva. La uniformidad de un bosque 
se hace muy pronto pesadísima. Esta costa occidental 
me trae el grato recuerdo de las libres e ilimitadas 
planicies de Patagonia; y, con todo eso, por un verda- 
dero espíritu de contradicción, me es imposible olvi- 
dar el sublime silencio de la selva. Los Llanos son las 
partes del país más fértiles y más densamente pobla- 
das, por lo mismo que poseen la inmensa ventaja de 
carecer casi de árboles. Antes de salir del bosque 
atravesamos algunos trozos de pradera llana, rodea- 
dos de árboles distantes unos de otros como en los 
parques ingleses; a menudo he notado con sorpresa, 
en comarcas onduladas de bosque, la falta de arbola- 
do en las planicies. Por estar el caballo cansado, re- 
solví hacer alto en la Misión de Cudico, para cuyo 
«padre» tenía una carta de recomendación. Cudico es 
una región intermedia entre el bosque y los Llanos. 
Hay bastantes buenas quintanas con manchas de trigo 
y patatas, propiedad casi todas de indios. Las tribus 
dependientes de Valdivia son de «reducidos y cris- 
tianos» (1). Los indios más al Norte, cerca de Arauco 
e Imperial, permanecen aún bravos y no convertidos; 
pero tratan mucho con los españoles. Me dice el «pa- 
dre» que a los indios cristianos no Ies gusta mucho 


(1) En español en el original. 



Xiv 


CHILOE Y CONCEPCIÓN. — GRAN TERREMOTO 


67 


venir a misa; pero que, por otra parte, muestran res- 
peto por la reli^^ión. La mayor difícultad está en ha- 
cerles observar las ceremonias del matrimonio. Los 
indios salvajes toman tantas mujeres como pueden 
mantener, y hay caciques que llegan a tener 10; al en- 
trar en la casa puede saberse el número por el de los 
distintos hogares. Cada mujer vive, por turno, una se- 
mana con el cacique; pero todas trabajan para él, te- 
jiendo ponchos, etc. Ser esposa de un cacique es un 
honor muy anhelado por las mujeres indias. 

Los hombres de todas estas tribus usan un basto 
poncho de lana; los del sur de Valdivia, calzón, y los 
del norte, una especie de falda como la chilipa de los 
gauchos. Todos llevan su largo cabello atado con una 
cinta escarlata y descubierta la cabeza. Estos indios 
son de buena estatura; tienen pómulos prominentes y 
en el porte guardan gran parecido con el tipo general 
de la familia americana, a que pertenecen; pero creo 
que su físonomía se diferencia algo de la de alguna 
otra tribu que he visto anteriormente. Su expresión es 
generalmente grave y hasta austera, e indica gran 
fuerza de carácter, que podría traducirse por una hon- 
rada testarudez o una arrogante resolución. El negro 
y largo cabello, el serio y rugoso semblante y la tez 
morena, me recordaron los antiguos retratos de Jaime I. 
En el camino observé que nadie hacía los humildes 
cumplidos tan comunes en Chiloe. Alguno dió su 
mari-mari! (jBuenos días!) con sequedad, pero la ma- 
yor parte no parecían inclinados a saludar de ningún 
modo. La independencia de maneras es probablemen- 
te una consecuencia de sus largas guerras y de las re- 
petidas victorias que, no solamente ellos, sino todas 
las tribus de América, han alcanzado sobre los espa- 
ñoles. 

Pasé la tarde muy agradablemente conversando con 
el «padre>, persona bondadosa y hospitalaria. Como 
había venido de Santiago, trajo consigo algunos rega- 



68 


darwin: viaje dei. «beaqleo 


CAP. 


los para obsequiar a sus probables huéspedes. Poseía 
alguna instrucción, y, consiguientemente, se quejaba 
de la falta de sociedad. No estando animado de gran 
celo por la religión ni teniendo entre manos negocio 
o proyecto alguno, ¡qué vida tan mal gastada la de este 
hombre! Al día siguiente, de regreso, encontramos 
siete indios de aspecto feroz; algunos de ellos eran 
caciques, y acababan de recibir del gobierno chileno 
su pequeño estipendio anual por haber permanecido 
largo tiempo fieles. Eran hombres de varonil continen- 
te, y cabalgaban uno tras otro con torvos semblantes. 
Un cacique viejo, que caminaba a la cabeza, debía de 
haber bebido más que los demás, porque iba excesi- 
vamente grave y ceñudo. Poco después de esto se nos 
unieron dos indios que se dirigían desde una misión 
distante a Valdivia, para asuntos de un pleito. Uno era 
un viejo de buen humor; pero por su rostro arrugado 
y barbilampiño, más parecía una vieja que un hombre. 
A menudo los obsequié con puros, y aunque dispues- 
tos siempre a recibirlos, y de buen grado si no me en- 
gaño, difícilmente condescendían a darme las gracias. 
Un indio chilote se hubiera quitado el sombrero y 
dicho humildemente: «¡Dios se lo paguel^^ (1). La ca- 
minata era muy pesada, tanto por el mal estado de la 
ruta como por los muchos árboles caídos que era ne- 
cesario saltar o evitar dando largos rodeos. Dormimos 
en el mismo camino, y a la mañana siguiente llega- 
mos a Valdivia, desde donde me trasladé a bordo. 

Pocos días después crucé la bahía con un grupo de 
oficiales, y desembarqué cerca del fuerte llamado 
Niebla. Los edificios estaban en ruinosísimo estado, y 
las cureñas enteramente podridas. Mr. Wickham hizo 
notar al jefe del fuerte que a la primera descarga se ha- 
rían todas pedazos. El pobre hombre, esforzándose por 


(1) En español en el original. 



xív 


CHILOE Y CONCEPCIÓN. — ORAN TERRE.MOTO 


69 


disimular, respondió gravemente: ^No; estoy seguro 
de que resistirán dos» (!). Sin dúdalos españoles qui- 
sieron hacer este lugar inexpugnable. Todavía hay en 
medio del patio un montoncito de mortero que riva- 
liza en dureza con la roca en que yace. Se trajo de 
Chile y costó 7.000 dólares. La revolución o levanta- 
miento que sobrevino al proclamarse la independen- 
cia impidió que se le diera ninguna aplicación., y aho- 
ra queda como un monumento de la caída grandeza 
de España. 

Necesitaba ir a una casa distante cerca de milla y 
media; pero me dijo el guía que era del todo imposi- 
ble penetrar en el bosque en línea recta. Se ofreció, 
sin embargo, a guiarme por dudosos senderos de 
vacas, siguiendo el camino más corto; pero, con todo 
eso, tuvimos que viajar ¡no menos de tres horas mor- 
tales!... Este hombre se ocupa en cazar reses extravia- 
das, y aunque debe conocer bien el bosque, no hacía 
mucho que había andado perdido dos días enteros, 
sin tener nada que comer. Tales hechos dan idea 
exacta de lo impracticable de las selvas en estas re- 
giones. Una cuestión se me ofreció, y es la siguien- 
te: ¿Cuánto tiempo tardan en desaparecer los vesti- 
gios de un árbol caído? El guía me mostró uno corta- 
do hacía catorce años por una partida de fugitivos 
realistas, y, tomándole por base de un cálculo, creo 
que un tronco de pie y medio de diámetro se trans- 
formaría en treinta años en un montón de mantillo. 

20 de febrero . — El día de hoy ha sido memorable 
en los anales de Valdivia, por el terremoto más terri- 
ble de cuantos han visto los habitantes más ancianos. 
Por casualidad me hallaba en tierra tendido en el bos- 
que descansando, cuando ocurrió el horroroso cata- 
clismo. Se presentó de repente, y duró dos minutos, 
que se hicieron larguísimos. La oscilación del suelo 
fue muy sensible. A mi compañero y a mí nos pareció 



70 


darwin: viaje drl «beaqle» 


CAP. 


que las ondulaciones habían seg’uido exactamente la 
dirección Este-Oeste, pero otros creyeron que había 
procedido del Sudoeste. Por aquí se ve lo difícil que 
es a veces precisar con certeza la orientación de las 
vibraciones. Sin g-randes esfuerzos logré mantenerme 
de pie, pero el movimiento me trastornó casi la cabe- 
za; fué algo parecido al bambolearse de un barco de 
babor a estribor cuando choca de costado con una 
pequeña ola, o, mejor aún, la impresión fué como la 
que se siente al patinar sobre hielo delgado cuando 
éste cede al peso del cuerpo. 

Un terremoto fuerte destruye en un instante nues- 
tras asociaciones más inveteradas; la tierra, verdade- 
ro emblema de solidez, se mueve bajo nuestros pies 
como una delgada costra sobre un fluido; un segundo 
de tiempo ha engendrado en el ánimo una extraña 
idea de inseguridad, que no hubieran producido lar- 
gas horas de reflexión. En el bosque, como la brisa 
movía los árboles, sólo sentí temblar la tierra, pero no 
vi los demás efectos. El capitán Fitz Roy y algunos 
oficiales estaban en la ciudad al ocurrir la sacudida, y 
allí la escena fué más emocionante, porque aunque las 
casas, por ser de madera, no cayeron, oscilaron con 
brusco y violento vaivén, crujiendo las tablas y cho- 
cando unas con otras. La gente se precipitó a buscar 
la salida, dando gritos de suprema alarma. Todos estos 
pormenores concomitantes son los que engendran el 
horror del terremoto, sentido por cuantos le han pre- 
senciado sufriendo sus efectos. En el interior del bos- 
que fué, sin duda, un fenómeno interesante, pero de 
ningún modo terrorífico. El flujo del mar fué afectado 
muy curiosamente. La gran sacudida ocurrió en la hora 
de bajamar, y una vieja que estaba en la playa me dijo 
que el agua subió en breves intantes, pero no en gran- 
des olas, a la altura de pleamar, volviendo luego al 
punto a recobrar su propio nivel; así podía verse pa- 
tentemente en la línea de arena mojada. Esta misma 



XIV 


CHILOE Y CONCEPCIÓN.— GRAN TERREMOTO 


71 


clase de rápido y tranquilo movimiento de la marea 
ocurrió pocos años antes en Chiloe durante un ligero 
temblor de tierra, produciendo gran alarma, que resul- 
tó infundada. Durante la tarde entera se sintieron mu- 
chas débiles sacudidas, que parecieron originar en el 
puerto corrientes complicadísimas, y algunas de gran 
energía. 

4 de marzo . — Hemos entrado en el puerto de Con- 
cepción. Mientras el barco ganaba el fondeadero, des- 
embarqué en la isla de Quiriquina. El mayordomo de 
la finca vino corriendo a caballo a darme la noticia 
terrible del gran terremoto del 20: «Que ni una casa 
había quedado en pie en Concepción ni en Talcahua- 
no (el puerto); que 70 aldeas habían sido destruidas, 
y que una gran ola había arrasado las ruinas de Talca- 
huano.» De esta última afirmación tuve luego abundan- 
tes pruebas, pues toda la costa estaba sembrada de 
maderos y muebles, como si allí hubieran naufragado 
mil navios. Además de las sillas, mesas, estantes, etc., 
que había en gran número, veíanse varias techumbres 
de casas transportadas casi enteras. Los almacenes de 
Talcahuano habían sido abiertos violentamente, y 
grandes pacas de algodón, hierba mate y otras mer- 
cancías de valor yacían esparcidas por la playa. Du- 
rante mi paseo alrededor de la isla observé que ha- 
bían sido lanzados a la costa numerosos fragmentos de 
rocas que debieron estar sepultados en el mar a gran 
profundidad, según indicaban las plantas y animales a 
ellos adheridos; uno de esos fragmentos tenía cerca 
de dos metros de largo, uno de ancho y medio de 
grueso. 

La isla misma denunciaba el empuje irresistible del 
terremoto, así como la playa patentizaba los efectos 
de la gran ola. El terreno en muchos puntos estaba 
agrietado de Norte a Sur, tal vez por haber cedido 
los lados paralelos y verticales de esta angosta isla. 



72 


darwin: viaje dei. «beaqle» 


CAP. 


Algfunas de estas fisuras, próximas a los acantilados, 
tenían cerca de un metro de anchas. En la playa ha- 
bían caído también muchas y enormes rocas, y los ha- 
bitantes creían que cuando llegaran las lluvias se 
abrirían nuevas grietas. El efecto de la vibración en 
la dura pizarra primaría de que se componen los ci- 
mientos de la isla era todavía más curioso: las partes 
superficiales de algunas estrechas arrugas habían que- 
dado tan trituradas como si contra ellas hubiera esta- 
llado un barreno de pólvora. Este efecto, que se ma- 
nifestaba en las fracturas frescas y en el suelo despla- 
zado, debió quedar limitado junto a la superficie, 
porque de otro modo no hubiera quedado un bloque 
sólido de roca en todo Chile. El supuesto anterior no 
tiene nada de improbable, porque sabido es que la su- 
perficie de un cuerpo vibrante es afectada de modo 
diferente que la parte central. Tal vez por esta razón 
precisamente los terremotos no producen en las minas 
profundas trastornos tan terribles como podría espe- 
rarse. Abrigo la creencia de que esta convulsión ha 
contribuido de una manera más eficaz a reducir la ex- 
tensión de la isla de Quiriquina que el prolongado 
desgaste causado por el mar y los fenómenos atmos- 
féricos en el transcurso de una centuria entera. 

Al día siguiente desembarqué en Talcahuano, y 
después fui, a caballo, a Concepción. Ambas ciudades 
presentaban el más espantoso aspecto y a la vez el 
espectáculo más interesante que en mi vida he con- 
templado. El que las hubiera conocido antes de la ca- 
tástrofe no podría menos de sentirse profundamente 
conmovido, porque las ruinas estaban tan entremez- 
cladas unas con otras y la escena toda tenía tan pocas 
apariencias de lugar habitable, que apenas era dable 
imaginar su antigua condición. El terremoto comenzó 
a las once y media de la mañana. Si hubiera ocurrido 
a media noche habría perecido el mayor número de 
habitantes, que en esta provincia suben a muchos mi- 



XIV 


CHILOE Y CONCEPCIÓN.— GKAN TERREMOTO 


73 


llares, en lug-ar de los ciento escasos que murieron; 
así y todo, lo único que los salvó fué la costumbre tra- 
dicional de salir corriendo de las casas al sentir el pri- 
mer estremecimiento del suelo. En Concepción, cada 
casa y cada fila de casas formaban un montón o una 
línea de ruinas; pero en Talcahuano, a causa de la gran 
ola, no podía distinguirse apenas mas que una capa de 
ladrillos, tejas y vigas, con tal cual parte de pared que 
continuaba en pie. Por esta circunstancia, Concep- 
ción, aunque no tan completamente derruida, presen- 
taba una vista más terrible, y, si se me permite la ex- 
presión, más pintoresca. El primer choque fué súbito. 
El mayordomo de Quiriquina me dijo que la primera 
noticia que recibió fué hallarse rodando por el suelo 
con el caballo. Se levantó, y volvió a ser derribado. 
También me contó que algunas vacas habían sido pre- 
cipitadas al mar, adonde bajaron rodando desde las 
laderas de la isla. La gran ola mató mucho ganado; en 
una isla baja, cerca de la parte más abrigada de la 
bahía, el mar arrebató 70 animales, que se ahogaron. 
Créese generalmente que éste ha sido el peor terre- 
moto de que hay memoria en Chile; pero como los 
más fuertes ocurren sólo tras largos intervalos, no 
puede saberse fácilmente. En realidad, cualquier otro 
trastorno sísmico de mayor intensidad no hubiera cau- 
sado más estragos en esta localidad, porque la ruina 
era completa. Innumerables temblores de escasa im- 
portancia siguieron al gran terremoto, y en los prime- 
ros doce días se contaron nada menos que 300. Cuando 
vi el estado en que se hallaba Concepción, no acierto 
a explicar cómo pudo escapar ileso el mayor número 
de habitantes. Las casas, en muchas partes se desplo- 
maron hacia fuera; de modo que formaron en el cen- 
tro de las calles montículos de ladrillos y escombros. 
Míster Rouse, el cónsul inglés, nos dijo que estaba al- 
morzando cuando la primera sacudida le hizo salir co- 
rriendo. No bien había llegado a la mitad del patio. 



74 


darwin: viaje del «beagle^» 


CAP. 


cuando un lado de su casa se vino abajo con espanto- 
so estruendo. Tuvo la serenidad suficiente para refle- 
xionar que si lograba encaramarse a la parte superior 
de lo que había caído se salvaría. No pudíendo man- 
tenerse en píe, a causa de los movimientos del suelo, 
trepó a gatas, y en cuanto hubo ganado la pequeña 
eminencia, se desplomó el otro lado de la casa, pasán- 
dole las grandes vigas por muy cerca de la cabeza. 
Con los ojos ciegos y la boca tapada por la nube de 
polvo que obscurecía el aire, llegó por fin a la calle. 
Como los choques se sucedían con intervalos de 
pocos minutos, nadie se atrevía a acercarse a las des- 
hechas ruinas, aun ignorando si alguno de sus más ca- 
ros amigos y parientes se hallaría a punto de perecer 
por falta de auxilio. Los que habían salvado algunos 
bienes se veían obligados a vigilarlos constantemente, 
porque los ladrones merodeaban de un sitio a otro, y 
a cada pequeño temblor del suelo, mientras con una 
mano se golpeaban el pecho, clamando: <|Misericor- 
dia!», con la otra hurtaban de las ruinas lo que po- 
dían. Los techos de bardas cayeron sobre los hogares 
y estallaron incendios en todas partes. Las familias 
que quedaron arruinadas se contaban por centenares, 
y pocos tuvieron medios con que procurarse el susten- 
to del día. 

Los terremotos por sí solos bastan para destruir la 
prosperidad de todo país. Si las fuerzas subterráneas 
que ahora permanecen inertes debajo de Inglaterra 
desplegaran el poder que seguramente han ejercitado 
en las antiguas épocas geológicas, ¡qué espantosa 
transformación se operaría en el país! ¿Qué sería de 
los elevados palacios, ciudades de densísimo caserío, 
grandes fábricas y hermosos edificios públicos y pri- 
vados? Y en el caso de que el nuevo período de per- 
turbación empezara por algún gran terremoto en el 
silencio de la noche, ¡qué horrenda sería la carnicería! 
En un instante Inglaterra se hallaría en plena ban- 



XiV 


CHILOE Y CONCEPCIÓN. — GRAN TERREMOTO 


75 


carrota, y todos los papeles, documentos y relaciones 
se perderían. Impotente el Gobierno para cobrar los 
tributos y mantener su autoridad, la violencia y el robo 
imperarían en todos los condados de la nación. En 
las grandes ciudades arreciaría el hambre, y en pos 
de ella seguirían la pestilencia y la muerte. 

Poco después del choque se vió una gran ola que, 
desde la distancia de tres o cuatro millas, avanzaba 
hacia la bahía con un perfil alisado, y todo a lo largo 
de la costa arrancó de cuajo viviendas y árboles, mien- 
tras seguía su camino con arrollador empuje. Al fondo 
de la bahía se desató en una espantosa línea de blan- 
cos rompientes, que subieron a la altura de 23 pies 
verticales sobre las mayores mareas del equinoccio. Su 
fuerza debió de ser prodigiosa, porque en el fuerte 
hizo retroceder 15 pies un cañón con su cureña, cuyo 
peso se calculaba en cuatro toneladas. Una goleta fué 
trasladada en medio de las ruinas, a unos 200 metros 
de la playa. A la primera ola siguieron otras dos, que 
en su retirada barrieron una infinidad de objetos, que 
quedaron flotando. En cierto sitio de la bahía esas 
olas levantaron en alto una embarcación y la sacaron 
a tierra, dejándola en seco; la llevaron nuevamente, 
para volver a arrojarla a la playa, y por fin la arras- 
traron al mar. En otra parte, dos grandes navios que 
estaban anclados uno junto a otro dieron vueltas todo 
alrededor, y sus cables se engancharon y retorcieron 
por tres veces; aunque tenían las áncoras a 36 pies de 
profundidad, estuvieron tocando el fondo por algunos 
minutos. La gran ola debió de avanzar lentamente, 
porque los habitantes de Talcahuano tuvieron tiempo 
de huir a las alturas allende la ciudad. Algunos ma- 
rineros bogaron en un bote hacia el mar, confiando 
en que si alcanzaban la crecida antes de romper, na- 
vegarían con toda seguridad sobre ella, y así sucedió, 
por fortuna. Una anciana con un muchacho de cuatro 
o cinco años corrió a meterse en un bote; pero no 



76 


darwin; via.ik nf-L ‘BRagi.e» 


CAP. 


habiendo quien remara, la pequeña embarcación se 
estrelló contra un ancla y se partió en dos; la vieja se 
ahogó, pero el muchacho fué recogido algunas horas 
después agarrado a una tabla. Entre las ruinas de las 
casas quedaron charcos de agua de mar, y los niños, 
construyendo botes con mesas y sillas, parecían tan 
alegres como tristes sus padres. Sin embargo, era en 
extremo interesante observar cuán animados y ecuá- 
nimes se mostraban todos, contra lo que hubiera po- 
dido esperarse. No faltó quien lo explicara, con bas- 
tante fundamento, por la circunstancia de haber sido 
tan general el estrago que nadie pudo considerarse 
más arruinado que los demás ni sospechar retraimien- 
to o desvío por parte de sus amigos, una de las con- 
secuencias más penosas que acompaña a la pérdida 
de las riquezas. Mr. Rouse y un grupo numeroso que 
tomó bajo su protección vivieron la primera semana 
e'^ un huerto, debajo de unos manzanos. En un princi- 
pa ' el tiempo se pasó tan alegremente como en una 
jira campestre; pero a poco un copioso aguacero les 
causó graves incomodidades, por carecer de todo 
abrigo. 

En la excelente descripción que el capitán Fitz Roy 
hizo de este terremoto se dice que en la bahía hubo 
dos explosiones: una semejante a una columna de 
humo, y otra como el ruido que hace una gran balle- 
na al lanzar su surtidor. El agua parecía, además, her- 
vir por todas partes, «se puso negra y exhalaba un 
olor a azufre muy desagradable». Esta última circuns- 
tancia se observó en la bahía de Valparaíso durante 
el terremoto de 1822 ; a mi juicio, puede explicarse 
por el hecho de revolverse en el fondo del mar el cie- 
no, que contiene materias orgánicas en descomposi- 
ción. En la bahía del Callao, durante un día de calma, 
noté que al arrastrar un barco su cable por el fondo 
se señalaba su curso por una línea de burbujas. La 
clase pobre y menos instruida de Talcahuano atribuía 



XIV 


CÍIILOE Y CONCEPCIÓN.— GRAN TERREMOTO 


77 


el terremoto al maleficio de unas viejas indias que 
dos años antes, en venganza de una ofensa recibida, 
habían tapado el volcán de Antuco. Esta necia supers- 
tición es curiosa, por demostrar que la experiencia ha 
hecho observar al pueblo indígena cierta relación 
entre la suprimida actividad de los volcanes y los tem- 
blores de tierra. Fué preciso invocar la magia para su- 
plir el desconocimiento de la relación entre causa y 
efecto, y así, se recurrió al cierre de los respiraderos 
de los volcanes. Dicha creencia es más curiosa en este 
caso particular, porque, según el capitán Fitz Roy, hay 
fundamento para dar por cierto que Antuco no expe- 
rimentó la menor alteración. 

La ciudad de Concepción estaba construida al an- 
tiguo estilo español, con las calles trazadas en cuadrí- 
cula rectangular; una de las series iba de SO. a O., y 
la otra, de NO. a N. Las paredes que seguían la prime- 
ra dirección se sostuvieron mejor que las de la segun- 
da; el mayor número de bloques de ladrillo fueron 
arrojados hacia el NE. Ambas circunstancias concuer- 
dan perfectamente con la idea general de que las on- 
dulaciones habían procedido del SO., y en la direc- 
ción de este mismo cuadrante se oyeron también los 
ruidos subterráneos; porque es evidente que los mu- 
ros que seguían la dirección SO. y NE., presentando 
sus extremos hacia el punto de donde venían las on- 
dulaciones, tenían muchas menos probabilidades de 
caer que ios orientados en las líneas del NO. y SE., 
pues éstas, en toda su longitud, debieron ser sacadas 
de nivel a un mismo tiempo, ya que las ondulaciones 
venidas del SO. hubieron de extenderse en olas NO. 
y SE. al pasar por debajo de los cimientos. Esto puede 
ilustrarse colocando libros de canto sobre una alfom- 
bra, y luego, en la forma indicada por Michell, imi- 
tando las ondulaciones de un temblor de tierra; si se 
practica la experiencia, se verá que caen con mayor o 
menor prontitud, según que su dirección coincida más 



78 


darwin: viaje del «beagle») 


CAP. 


o menos próximamente con la línea de las ondas. Las 
grietas del terreno, por regla general, aunque no de 
un modo uniforme, se extendían en las direccio- 
nes SE. y NO.,-y, por tanto, correspondían a las líneas 
de ondulación o de flexión principal. Teniendo pre- 
sentes todas estas circunstancias, que tan claramente 
señalan el SO. como principal foco de perturbación, 
es interesantísimo el hecho de que la isla de Santa 
María, situada en ese cuadrante durante la general 
elevación del suelo, subiera a una altura tres veces 
mayor que cualquier otra parte de la costa. 

La diferente resistencia ofrecida por los muros, se- 
gún su dirección, se puso bien de manifiesto en el 
caso de la catedral. El ala que miraba al NE. no era 
mas que un informe montón de ruinas, en medio de 
las que se alzaban marcos de puertas y aglomeracio- 
nes de vigas, como si flotaran en una corriente. Algu- 
nos de los bloques angulares de ladrillo eran de gran- 
des dimensiones, y la sacudida los hizo rodar a dis- 
tancia en el llano de la plaza, semejando fragmentos 
de roca al pie de una alta montaña. Los muros latera- 
les (orientados al SO. y NE.), aunque excesivamente 
fracturados, permanecieron en pie,* pero los enormes 
contrafuertes (perpendiculares a los anteriores y para- 
lelos a los que cayeron), en muchos puntos habían 
sido cortados como con un cincel y derribados. Cier- 
tas partes ornamentales del coronamiento de estos 
mismos muros habían sido desplazadas por el terre- 
moto y puestas en dirección diagonal. Una circuns- 
tancia semejante se observó después de un temblor 
de tierra en Valparaíso, Calabria y otros lugares, in- 
cluso algunos en varios de los antiguos templos grie- 
gos (1). Este movimiento de torsión parece a primera 


(1) M. Arago, en L’Institut, 1839, pág. 337. Véase también 
Miers, Chile, vol. í, pág. 392, y además, los Principies of Geology, 
de Lyell, libro íí, cap. XV. 



XIV 


CHILOE Y CONCEPCIÓN.— GRAN TERREMOTO 


79 


vista indicar un remolino o vórtice debajo de cada 
punto así afectado; pero tal hipótesis es muy impro- 
bable. ¿No podrían haber sido causados esos despla- 
zamientos por la tendencia de cada piedra a colocarse 
en alguna posición particular con respecto a la línea 
de vibración, de un modo análogo a lo que sucede 
con los alfileres al sacudirlos en una hoja de papel? 
Por regla general, los arcos de puertas y ventanas se 
sostuvieron mucho mejor que las demás partes. Sin 
embargo, un pobre cojo que durante los pequeños 
temblores había tenido la costumbre de arrastrarse 
debajo de cierto arco de una portada, murió esta vez 
aplastado. 

No ha sido mi intento describir minuciosamente el 
aspecto de Concepción, porque creo imposible dar 
idea exacta de los variados sentimientos que experi- 
menté. Varios oficiales visitaron las ruinas antes que 
yo, y sus palabras no eran bastante enérgicas y expre- 
sivas para dar una exacta idea de las escenas de deso- 
lación. Es penoso y deprimente ver obras que han cos- 
tado al hombre tantos años de labor derribadas en un 
minuto. Pero este sentimiento de compasión a los ha- 
bitantes de la ciudad derruida cedía muy luego el 
puesto a la sorpresa y asombro de ver producida en 
cortos minutos una transformación que se suele atri- 
buir a la acción lenta de los siglos. En mi opinión, 
desde mi partida de Inglaterra, difícilmente hemos 
contemplado un espectáculo de tan profundo interés. 

Dícese que en casi todos los grandes terremotos se 
ha notado una gran agitación en las vecinas aguas del 
mar. El movimiento parece haber sido, en general, de 
dos clases, como en el caso de Concepción: primera- 
mente, en el momento del choque, el agua sube e in- 
vade la playa en una crecida suave, y después se retira 
tranquilamente; en segundo lugar, algún tiempo des- 
pués, la masa total del mar se retira de la costa, y vuel- 
ve luego en olas de empuje irresistible. El primer mo- 



80 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


vimiento parece ser una consecuencia inmediata dei 
terremoto, que afecta a la parte sólida de la tierra di- 
versamente que a la masa líquida del mar, alterando 
un poco sus respectivos niveles; pero el seg^undo caso 
constituye un fenómeno más importante. En la mayo- 
ría de los terremotos, y especialmente en los ocurridos 
en la costa occidental de América, es cierto que el 
primer gran movimiento de las aguas ha sido de reti- 
rada. Algunos autores han intentado explicarlo supo- 
niendo que el agua conserva su nivel mientras la tie- 
rra oscila hacia arriba; pero seguramente el agua cer- 
cana a la tierra, aun en una costa algo escarpada, 
debería participar del movimiento del fondo; y, aparte 
esto, según ha observado Mr. Lyell, tales movimien- 
tos del mar han ocurrido en islas muy distantes de la 
línea principal de perturbación, como sucedió en la 
de Juan Fernández durante este terremoto, y en la de 
Madeira durante el famoso de Lisboa. Sospecho (pero 
el asunto es de los más obscuros) que las olas grandes 
de invasión, aunque engendradas por la sacudida, 
atraen en el primer momento el agua a la costa, ha- 
ciéndola retirarse, y a la vez avanzan hacia tierra para 
romper; así he observado que sucede en las pequeñas 
ondas producidas por las ruedas de paletas de los re- 
molcadores. Es notable que mientras Talcahuano y El 
Callao (cerca de Lima), situados ambos en grandes 
bahías superficiales, han sufrido en los terremotos 
fuertes las consecuencias de las grandes olas, Valpa- 
raíso, que se halla junto al borde de un mar muy pro- 
fundo, nunca ha sido anegado, no obstante haber re- 
cibido los choques de durísimas sacudidas. Del hecho 
de no aparecer la gran ola en el momento de sobre- 
venir el terremoto, sino mucho después, a veces hasta 
pasada media hora, y del de ser afectadas islas dis- 
tantes, análogamente a las costas inmediatas al foco 
de perturbación, parece deducirse que dicha ola se 
forma primeramente en alta mar; y como así sucede 



XI7 CHILOE Y CONCEPCIÓN. — ORAN TERREMOTO 81 

de ordinario, la causa debe ser general. Presumo que 
el punto de origen de la mencionada ola se halla en 
la línea en que las aguas menos perturbadas del pro- 
fundo océano se unen a las más cercanas a la costa, 
que han participado de la sacudida de la tierra. De 
aquí se seguiría que la ola será mayor o menor según 
la extensión del agua superficial que haya sido agitada, 
a la vez que el fondo en que descansaba. 

El efecto más importante de este terremoto fué la 
elevación permanente de la tierra; acaso fuera más 
correcto hablar de ella como de la causa del fenó- 
meno. No cabe dudar de que todo el terreno alrede- 
dor de la bahía de Concepción se elevó de dos a tres 
pies; pero merece notarse que, a causa de haber sido 
borradas por la ola todas las antiguas líneas de la ac- 
ción de las mareas sobre las inclinadas playas areno- 
sas, no pude descubrir pruebas de este hecho mas que 
en el testimonio unánime de los habitantes, quienes 
aseguraron que un pequeño bajío rocoso ahora visible 
estaba anteriormente cubierto de agua. En la isla de 
Santa María (a unas 30 millas de distancia) la eleva- 
ción fué mayor; en cierto sitio el capitán Fitz Roy halló 
bancos de mejillones pútridos adheridos aún a las ro- 
cas a la altura de 10 pies sobre la de la pleamar, y los 
naturales de la isla habían buceado en otro tiempo, 
durante las bajas mareas equinocciales, en busca de las 
citadas conchas. La elevación de esta comarca encie- 
rra un interés particularísimo, por haber sido teatro 
de varios otros terremotos violentos y por la enorme 
cantidad de conchas esparcidas sobre el terreno, hasta 
la altura de 180 metros, seguramente, y creo que hasta 
la de 300. En Valparaíso, según dejo dicho, se encuen- 
tran conchas análogas a 400 metros de altura, y apenas 
cabe dudar de que esta gran elevación se ha efectua- 
do por sucesivos y pequeños levantamientos, como el 
que acompañó o causó el terremoto de este año, y 


Darwin: Viaje.— T. II. 



82 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


asimismo por un lento e insensible movimiento ascen- 
síonal, que con toda certeza aumente en algunas par- 
tes de esta costa. 

La isla de Juan Fernández, 360 millas al Nordeste, 
fué en la época del gran choque del día 20 violenta- 
mente sacudida; de tal suerte, que los árboles se daban 
unos contra otros, y apareció un volcán bajo del agua, 
cerca de la costa; estos hechos son notables porque 
la citada isla también experimentó con mayor violen- 
cia que otros lugares a igual distancia de Concepción 
las consecuencias del terremoto de 1751, y esto pone 
de manifiesto alguna conexión subterránea entre los 
dos puntos. Chiloe, unas 340 millas al sur de Concep- 
ción, parece haber sido afectado de un modo más in- 
tenso que la región intermedia de Valdivia, donde el 
volcán de Villa-Rica no presentó la menor señal de 
alteración, mientras en la Cordillera frente a Chiloe 
dos de los volcanes entraron al mismo tiempo en vio- 
lenta actividad. Estos dos volcanes y algunos otros 
cercanos continuaron por largo tiempo en -erupción, y 
diez meses después sufrieron de nuevo la influencia 
de un terremoto en Concepción. Algunos hombres 
que cortaban leña cerca de la base de uno de estos 
volcanes no percibieron el choque del 20, a pesar de 
que todo el territorio de los alrededores temblaba a 
la sazón; aquí tenemos el caso de una erupción que 
atenúa o reemplaza a un terremoto, como hubiera su- 
cedido en Concepción, según la creencia de la gente 
baja, si el volcán de Antuco no hubiera sido tapado 
por arte de hechicería. Dos años y nueve meses más 
tarde. Valdivia y Chiloe volvieron a sentir un terremo- 
to más violento que el del 20, y una isla del Archipié- 
lago de Chonos se elevó permanentemente más de 
ocho pies. Adquiriremos una idea más clara de las 
proporciones de estos fenómenos si (como en el caso 
de los glaciares) los suponemos realizados en Europa, 
a distancias correspondientes. En tal supuesto, la sa- 



XIV 


CHILOE Y CONCEPCIÓN. — GRAN TERREMOTO 


83 


cudida se hubiese extendido desde el mar del Norte 
al Mediterráneo, y a la vez se hubiera elevado una 
ancha faja de la costa oriental de Inglaterra, junto con 
algunas islas adyacentes, y esto de un modo perma- 
nente; una serie de volcanes en la costa de Holanda 
hubiera entrado en actividad y producídose una erup- 
ción en el fondo del mar, cerca del extremo septen- 
trional de Irlanda; y, por último, los antiguos cráteres 
de Auvergne, Cantal y Monte de Oro hubieran lan- 
zado a la atmósfera negras columnas de humo y per- 
manecido en violenta actividad. A los dos años y nue- 
ve meses Francia hubiera sido arrasada por un terre- 
moto, desde el Centro hasta el Canal de la Mancha, y 
hubiera surgido en el Mediterráneo una isla perma- 
nente. 

El área en que se efectuó la erupción de materias 
volcánicas el día 20 se extiende 720 millas en una di- 
rección y 400 en otra, perpendicular a la primera; de 
aquí, pues, según todas las probabilidades, que haya 
en esta región un lago subterráneo de lava, de una ex- 
tensión casi doble de la del mar Negro. Por la íntima 
y complicada manera con que las fuerzas elevatorias y 
eruptivas se mostraron relacionadas durante la serie 
de los fenómenos, podemos llegar confiadamente a la 
conclusión de que las fuerzas que elevan lentamente 
y por pequeñas impulsiones los continentes, y las que 
en períodos sucesivos arrojan materias plutónicas por 
orificios abiertos, son idénticas. Tengo muchas razo- 
nes para creer que los frecuentes temblores de tierra 
en esta línea de la costa son causados por la ruptura 
de los estratos, desgarrados por la tensión de las capas 
terrestres al ser levantadas, y por la inyección de roca 
en estado flúido. Estos desgarramientos e inyecciones, 
si se repiten con frecuencia suficiente (y sabemos que 
ios terremotos afectan repetidas veces a las mismas 
áreas y del mismo modo), forman una cadena de mon- 
tañas, y la isla lineal de Santa María, que ha sido ele- 



84 


darwin: viaje del «beaqleo 


CAP. XIV 


vada a triple altura del territorio circunvecino, parece 
estar pasando por este proceso. Creo que el eje sólido 
de una montaña se diferencia, en cuanto al modo de 
su formación, de una montaña volcánica sólo en que 
la roca fundida ha sido inyectada repetidas veces en 
lugfar de haber sido eyectada en sucesivas erupciones. 
Además, creo que es imposible explicar la estructura 
de las grandes cadenas de montañas como la de la 
Cordillera, en la que los estratos, tendidos sobre el 
eje inyectado de roca plutónica, han sido volteados 
sobre sus bordes a lo largo de varias líneas de eleva- 
ción, paralelas y próximas, salvo en esta hipótesis de 
que la roca del eje ha sido inyectada repetidas veces 
en intervalos suficientemente largos para permitir a las 
partes superiores, o cuñas, enfriarse y solidificarse, 
porque si los estratos hubieran sido empujados vio- 
lentamente para darles las posiciones, inclinadas, ver- 
ticales y hasta invertidas, que ahora tienen, mediante 
un solo golpe, habría sido preciso que la tierra se hu- 
biera conmovido hasta sus mismas entrañas, y en lugar 
de ver hoy abruptos ejes montañosos solidificados bajo 
grandes presiones, diluvios de lava habrían fluido de 
puntos innumerables en toda línea de elevación (1). 


(1) Ea cuanto a la descripción completa de los fenómenos 
volcánicos que acompañaron el terremoto del 20, y a las conclu- 
siones que de ellos se deducen, debo remitir al lector al volu* 
men V de las Geological Transactions. 



CAPITULO XV 


Paso de la Cordillera. 


Valparaíso. — Paso de! Portillo. — Sagacidad de los mulos. — To- 
rrentes. — Minas; cómo se descubrieron.— Pruebas de la eleva- 
ción gradual de la Cordillera. — Efecto de la nieve sobre la 
roca. — Estructura geológica de las dos cadenas principales; 
su distinto origen y elevación. — Gran área de sumersión — Nie- 
ve roja. — Vientos. — Pirámides de nieve. — Atmósfera seca y 
clara. — Electricidad. — Pampas. — Zoología de las vertientes 
opuestas de los Andes.— Langostas. — Grandes chinches.— 
Mendoza.— Paso de Uspallata.— Arboles silicifícados enterra- 
dos cuando crecían.— Puente de los Incas. — Se ha exagerado la 
dificultad de los pasos. — Cumbre. — Casuchas. — Valparaíso. 


7 de marzo de 1835 . — Estuvimos tres días en Con- 
cepción, y luego zarpamos para Valparaíso. Como el 
viento soplaba del Norte, no llegamos a la boca del 
puerto de Concepción hasta el anochecer. En vista de 
que nos hallábamos cerca de tierra y de que una es- 
pesa niebla se nos venía encima, echamos anclas. 
Poco después apareció un gran barco ballenero norte- 
americano muy cerca de nuestro costado, y oímos al 
capitán yanqui increpar a sus hombres para que se ca- 
llaran, mientras él prestaba oído a los rompientes. El 
capitán Fitz Roy le voceó en tono alto e inteligible 
que anclara allí mismo. El pobre debió figurarse que 
la voz procedía de la playa: al punto salió del barco 
una babel de gritos, en que todos mandaban: «¡Abajo 
el ancla! ¡Largar cable! ¡Recoger velas!» Aquello era 
lo más cómico que jamás he oído. Si la tripulación se 



86 


darwín; viaje del í<beaole» 


CAP. 


hubiera compuesto de capitanes en vez de marineros, 
no habría sido mayor la batahola de órdenes. Des- 
pués le oímos tartamudear; supongo que toda su gen- 
te le ayudaría a salir del paso. 

El 11 anclamos en Valparaíso, y dos días después 
salí para cruzar la Cordillera. Me encaminé a Santiago, 
donde Mr. Caldcleugh tuvo la amabilidad de ayudar- 
me, en todas las formas, a preparar todo lo necesario. 
En esta parte de Chile hay dos pasos que cruzan los 
Andes a Mendoza; el usado más comúnmente, que es 
el de Aconcagua o Uspallata, está situado un poco al 
Norte; el otro, llamado el Portillo, se halla al Sur y 
más cerca, pero es más alto y peligroso. 

18 de marzo . — Hemos partido para el paso de Por- 
tillo. Dejando Santiago cruzamos la ancha y agostada 
llanura en que se alza la ciudad, y por la tarde llega- 
mos al Maypú, uno de los ríos principales de Chile. 
El valle, en el punto donde penetra en la primera cor- 
dillera, está limitado a un lado y otro por altas y des- 
nudas montañas, y aunque de no gran anchura, es muy 
fértil. Veíanse numerosas quintanas cercadas de viñe- 
dos y pomaradas, pérsicos y melocotoneros, cuyas ra- 
mas se desgajaban con el peso de la hermosa y madu- 
ra fruta. Al atardecer pasamos la aduana, donde se 
registraron nuestros bagajes. La frontera de Chile está 
mejor guardada por la Cordillera que por las aguas del 
mar. Hay muy pocos valles que conduzcan a las sie- 
rras centrales, y en otros puntos las montañas son de 
todo punto infranqueables para bestias de carga. Los 
empleados de la aduana nos trataron muy cortésmen- 
te, efecto, sin duda, del pasaporte que me había dado 
el Presidente de la República; pero cúmpleme expre- 
sar la admiración por la cortesía natural de todos los 
chilenos. Vivamente me impresionó el contraste que 
formaba su comportamiento con el de las mismas cla- 
ses sociales de la mayoría de los países. He de referir 



XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


87 


una anécdota que por entonces me complació mucho. 
Cerca de Mendoza tropezamos con una negrita muy 
gorda, que iba a horcajadas en una muía. Tenía una 
papera tan enorme, que llamaba extraordinariamente 
la atención; pero a pesar de ello, mis dos compañeros, 
con aire de respetuosa consideración, le hicieron el 
acostumbrado saludo del país, quitándose el sombre- 
ro ¿Dónde se hallaría persona alguna, de las clases 
más altas o mas bajas de Europa, que hicieran tan hu- 
manitario cumplido a un ser pobre y desgraciado de 
una raza degradada? 

Por la noche dormimos en una quintana. Nuestro 
modo de viajar era de una deliciosa independencia. 

En las partes deshabitadas encendíamos una peque- 
ña hoguera, dejábamos pastar a los animales y viva- 
queábamos con ellos en un rincón del mismo campo. 
Como llevábamos una olla de hierro, cocinábamos, y 
comíamos lacena bajo un cielo despejado, sin que 
nadie nos molestara. Mis compañeros eran Mariano 
González, que en otro tiempo me había servido de 
guía en Chile, y un arriero con sus diez muías y una 
«madrina». La madrina es un personaje importantí- 
simo. Con ese nombre se designa una yegua vieja de 
genio reposado, que lleva colgada al cuello una cam- 
panilla, y a la que siguen con filial adhesión las muías 
todas adondequiera que se encamine. La afección de 
estos animales por sus madrinas evita una infinidad de 
contratiempos. Cuando se dejan sueltas en terrenos 
de pastos grandes partidas de ganado mular durante 
la noche, los muleteros, a la mañana siguiente, no tie- 
nen mas que llevar las madrinas, poniéndolas algo se- 
paradas, y hacer sonar sus campanillas, y aunque haya 
200 ó 300 muías, cada una reconoce inmediatamente 
la campanilla de su madrina y viene a buscarla. De 
este modo es casi imposible perder ninguna muía, 
porque aun en el caso de que la detengan a la fuerza 
por varias horas, por el olfato, como un perro, seguirá 



88 


darwjn: viaje del «beaqle» 


CAP. 


el rastro de sus compañeras, o más bien de la madri- 
na, que, al decir de los muleteros, es el principal ob- 
jeto de afección. Sin embarg^o, este sentimiento no es 
de índole individual, pues creo poder afirmar con cer- 
teza que cualquier muía provista de su cencerro o es- 
quila sirva para madrina. Cada bestia de una recua 
lleva por camino llano una carga de 416 libras, y en 
país montañoso, 100 libras menos. Es admirable cómo 
con unas patas tan finas y sin gran aparato de múscu- 
los pueden sostener y transportar estos animales pe- 
sos tan enormes. La muía me parece el animal más 
sorprendente. Que un híbrido posea más razón, me- 
moria, obstinación, afección social, resistencia y lon- 
gevidad que a sus padres, parece indicar que el arte 
ha superado aquí a la Naturaleza. De nuestras diez mu- 
las, seis se destinában a cabalgar y cuatro a llevar las 
cargas, reemplazándose unas a otras por turno. El 
peso principal de nuestra impedimenta lo constituían 
los alimentos, de que íbamos provistos para el caso 
de que la nieve nos sitiara, pues la estación estaba ya 
bastante adelantada para pasar el Portillo. 

19 de marzo . — Durante el día de hoy hemos cami- 
nado hasta la última y, por tanto, más elevada casa 
del valle. La población escaseaba cada vez más; pero 
dondequiera que podía regarse el terreno, éste era 
fértilísimo. Todos los valles principales de la Cordi- 
llera se caracterizan por tener en ambos lados una 
franja o terraza de casquijo y arena, toscamente estra- 
tificada, y generalmente de considerable espesor. Es- 
tas franjas se extendieron, sin duda alguna, en otro 
tiempo al través de los valles, formando una capa con- 
tinua, y así se ve en los valles del norte de Chile, en 
que no hay corrientes. Por dichas franjas es por don- 
de pasan de ordinario los caminos, porque 'presentan 
una superficie llana y suben por los valles con una in- 
clinación muy suave; de ahí que sean también de fácil 



XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


89 


cultivo mediante el riego. Puede caminarse por ellas 
hasta una altura comprendida entre 2.000 y 3.000 me- 
tros, y más allá quedan ocultos por montones irregu- 
lares de detritus. En los extremos más bajos o salidas 
de los valles aparecen unidas, sin solución de conti- 
nuidad, con las llanuras de tierra firme (y también for- 
madas de casquijo) que hay al pie de la cordillera 
principal, y que ya he, descrito en un capítulo anterior 
como características del paisaje de Chile. Indudable- 
mente son una formación sedimentaria de la época en 
que el mar invadía Chile, como invade ahora las cos- 
tas más meridionales. Ningún hecho de la geología 
sudamericana me interesó tanto como estas terrazas 
de casquijo de estratificación poco aparente. Por los 
materiales de que están constituidas, recuerdan preci- 
samente los depósitos que los torrentes formarían en 
los valles si quedaran detenidos en su curso por cual- 
quier causa, como la comunicación con un lago o bra- 
zo de mar; pero los torrentes, ahora, en lugar de de- 
positar sedimentos, trabajan sin descanso en desgastar 
la roca sólida y los depósitos de aluvión a lo largo de 
todos los valles, así principales como secundarios. Es 
imposible exponer las razones en este lugar, pero es- 
toy convencido de que las terrazas de casquijo se acu- 
mularon durante la elevación gradual de la Cordillera, 
merced a la acción de los torrentes, pues en niveles 
sucesivos dejaron sus detritus en las cabeceras de lar- 
gos brazos de mar, primero en los valles más altos, 
luego en otros más bajos, y sucesivamente en otros, 
al paso que la tierra se elevaba lentamente. Si esto ha 
sucedido así, y no puedo dudar de ello, la gigantesca 
y abrupta cadena de la Cordillera, en lugar de haber 
surgido repentinamente, como creyeron todos los geó- 
logos sin excepción hasta hace poco, y creen todavía 
la mayor parte, se ha ido elevando lentamente en 
masa, en la misma forma gradual que lo han efectuado 
las costas del Atlántico y del Pacífico dentro del pe- 


90 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


ríodo reciente. Admitido este modo de ver, tienen 
sencilla explicación una multitud de hechos relativos 
a la estructura de la Cordillera. 

Los ríos que corren en estos valles deben llamarse 
más bien torrentes de montaña, porque su declive es 
grandísimo y el agua de color de cieno. El ensorde- 
cedor ruido del Maypú al precipitarse sobre grandes 
fragmentos rodados semejaba el bramar del océano. 
En medio del inmenso fragor de las aguas despeñadas 
podía distinguirse el estrépito de las piedras chocando 
unas con otras, aun a considerable distancia. Noche 
y día suena el gran carraqueo a lo largo de todo el 
curso del torrente. El sonido hablaba elocuentemen- 
te al geólogo; los miles y miles de piedras que se 
golpeaban sin cesar producían un rumor de uniforme 
monotonía, y señalaban la dirección única en que 
marchaban. Á1 ánimo acudía la idea del inexorable 
volar del tiempo, en que cada minuto que pasa no 
puede ya recobrarse. Lo mismo sucedía con aquellas 
piedras; el océano es su eternidad, y cada nota de 
aquella música salvaje hablaba de un paso más hacia 
su destino. 

El entendimiento no puede comprender, a no ser me- 
diante un proceso lento, ninguno de los efectos pro- 
ducidos por una causa en acciones tan repetidas que 
el multiplicador mismo sugiere una idea poco defini- 
da, como la que pretende expresar el salvaje al seña- 
lar con el dedo los cabellos de su cabeza. Siempre 
que he visto lechos de cieno, arena y cascajo acumu- 
lados en un espesor de muchos miles de pies me he 
sentido inclinado a proclamar en voz alta que masas 
tan enormes jamás han podido ser reunidas por ríos 
y playas como los actuales. Mas, por otra parte, al oír 
el matraqueo atronador de estos torrentes y recordar 
que razas enteras de animales han desaparecido de la 
faz de la tierra, sin que en todo este período hayan 
dejado de avanzar chocando rumorosamente día y no- 


XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


91 


che estas piedras, me he preguntado si habría acaso 
montañas o continentes capaces de resistir semejante 
desgaste. 

En esta parte del valle, las montanas, en ambos lados, 
tenían de 1.000 a 2.500 metros de altura, con perfiles 
redondeados y laderas desnudas de gran declive. El 
color general de la roca era púrpura mate, y la estra- 
tificación, muy distinta. Si el paisaje no era bello, en 
cambio impresionaba por su grandiosidad. En el trans- 
curso del día encontramos varias vacadas que los pas- 
tores conducían a los valles bajos desde los más altos 
de la Cordillera. Esta señal de acercarse el invierno 
aceleró nuestra marcha más de lo que convenía para 
hacer geología. La casa en que dormimos estaba situa- 
da al pie de una montaña, en cuya cima están las mi- 
nas de San Pedro Nolasco. Sir F. Head se maravilla 
de que hayan podido descubrirse minas en lugares tan 
extraños como la yerma cima de la montaña de San 
Pedro Nolasco. En primer lugar ha de tenerse presen- 
te que los veneros metálicos en este país son general- 
mente más duros que los estratos que los rodean: de 
ahí que durante el desgaste gradual de las montañas 
sobresalgan de la superficie del suelo. En segundo lu- 
gar, casi todos los obreros, especialmente en las par- 
tes septentrionales de Chile, entienden algo de mine- 
rales metalíferos y del aspecto que presentan. En las 
grandes regiones mineras de Coquimbo y Copiapó 
escasea la leña, y los hombres la buscan por todas las 
montañas y cañadas, y merced a esa combinación de 
circunstancias es como se han descubierto las minas 
más ricas. Chanuncillo, de donde en pocos años se 
ha sacado plata por valor de muchos cientos de miles 
de libras, se descubrió por haber cogido un hombre 
una piedra para tirársela a su asno, cargado, y ad- 
virtíendo que era muy pesada, la examinó y la halló 
llena de plata pura; el filón se hallaba a no mucha dis- 
tancia, sobresaliendo como una cuña de metal. Ade- 


92 


dakwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


más, los mineros salen con frecuencia los domingos a 
registrar las montañas, llevando consigo una palanca 
o barra de hierro. En esta parte del sur de Chile los 
vaqueros que llevan el ganado al interior de la Cor- 
dillera y frecuentan las barrancas todas donde crece 
algún pasto son los ordinarios descubridores. 

20 de marzo . — Al paso que ascendíamos por el 
valle, la vegetación, salvo algunas pocas lindas flores 
alpinas, se hacía extraordinariamente escasa, y en cuan- 
to a cuadrúpedos, aves o insectos, apenas podía verse 
alguno. Las altas montañas presentaban en sus cimas 
algunos trozos nevados, y se alzaban perfectamente 
separadas unas de otras, mientras los valles aparecían 
repletos de una espesísima capa de aluvión estratifi- 
cado. Los rasgos del paisaje de los Andes que más 
me impresionaron, por el contraste con las demás ca- 
denas montañosas que conozco, fueron: las fajas pla- 
nas, que a veces se dilataban en angostos llanos por 
ambos lados de los valles; los vivos colores, principal- 
mente rojo y púrpura, de las escarpadas y desnudas 
montañas de pórfido; los enormes y continuos diques 
como muros; los estratos, perfectamente distintos, que 
donde eran casi verticales formaban los pintorescos y 
alegres pináculos centrales, y donde tenían menor in- 
clinación constituían los grandes macizos montañosos 
en las faldas de la sierra, y, por último, las acumula- 
ciones cónicas y alisadas de excelentes detritus colo- 
reados que subían en ángulo agudo desde la base de 
las montañas, a veces hasta una altura de 600 metros. 

Frecuentemente observé, así en Tierra del Fuego 
como en el interior de los Andes, que donde la roca 
permanecía cubierta de nieve durante la mayor parte 
del año aparecía fraccionada de un modo rarísimo en 
pequeños trozos angulosos. Scoresby (1) ha obser- 


(1) Scoresby, Regiones Articas, vol. I, pág. 122. 



XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


93 


vado el mismo hecho en Spitzberg. t.i caso me pare- 
ce un tanto obscuro, porque aquella parte de la mon- 
taña que esta protegida por un manto de nieve debe 
de estar sometida a menos cambios de temperatura 
que cualquiera otra. A veces he pensado que la tierra 
y fragmentos de piedra de la superficie eran quizá 
arrastrados más lentamente por el suave escurrimiento 
del aguanieve que por el agua de lluvia (1), y que, por 
tanto, la apariencia de una desintegración más rápida 
de la roca sólida bajo de la nieve era engañosa. Sea la 
causa la que fuere, la cantidad de piedra desmenuzada 
en la Cordillera es muy grande. De cuando en cuan- 
do, en primavera, grandes masas de estos detritus res- 
balan por las montañas abajo y cubren los taludes de 
nieve en los valles, formando así neveras naturales. 
Pasamos a caballo sobre una de ellas, cuya altura es- 
taba muy por bajo del límite de las nieves perpetuas. 

Al expirar la tarde llegamos a un llano singular en 
forma de cuenca, llamado el Valle del Yeso. En la su- 
perficie veíase alguna hierba seca, y gozamos el de- 
licioso espectáculo de una vacada pastando en me- 
dio de los rocosos desiertos de los alrededores. El 
valle se denominaba «del Yeso» por contener un 
gran lecho de dicha substancia, cuyo espesor, a mi 
juicio, no bajará de 2.000 pies, y en estado de gran 
pureza. Dormimos con un grupo de hombres emplea- 
dos en cargar muías con aquella substancia, que se 
usa en la elaboración del vino. Partimos de madruga- 
da (el día 21), y continuamos siguiendo el curso del' 
río, que había disminuido extraordinariamente, hasta 


(1) Tengo noticia de haberse observado en Shropshire que el 
agua del Sevem, cuando sale de madre por las continuas lluvias, 
va mucho más turbia que cuando la crecida proviene de fundirse 
las nieves en las montañas de Gales. D’Orbigny (tomo I, pá- 

f ina 184), al explicar la causa de los varios colores de los ríos en 
udaméríca, advierte que los de agua azul y clara tienen su ori- 
gen en la Cordillera, donde se licúan las nieves. 



94 


nARWIN: VIAJE DEL PBEAGLP.J) 


CAP. 


que llegamos al pie de ía cadena que separa las aguas 
que fluyen al Pacíñco y al Atlántico. El camino, que 
hasta ahora había sido bueno, con un declive constan- 
te, pero gradual, ahora se trocó en un escarpado sen- 
dero en zigzag, que subía a la gran Cordillera, divi- 
diendo la república de Chile y la provincia argentina 
de Mendoza. 

Daré aquí un breve resumen de la geología corres- 
pondiente a las varias sierras paralelas que forman la 
Cordillera. Entre estas líneas hay dos de altura muy 
superior a la de las otras, a saber: en el lado chileno, 
la sierra Peuquenes, que donde el camino la cruza tie- 
ne 3.663 metros sobre el nivel del mar, y en la par- 
te de Mendoza, la sierra del Portillo, que se eleva 
a 4.290 metros. Los lechos inferiores de la cadena 
Peuquenes, así como los de varias grandes líneas al 
oeste de la misma, se componen de una vasta acumu- 
lación, cuyo espesor alcanza muchos miles de pies, de 
pórfidos, que han fluido como lavas submarinas, alter- 
nando con fragmentos angulosos y redondeados de 
las mismas rocas arrojados por cráteres submarinos. 
Estas masas alternas están cubiertas en las partes cen- 
trales por un gran espesor de arenisca roja, conglome- 
rado y pizarras arcillocalcáreas, asociados con prodi- 
giosos lechos de yeso y medio transformados en esta 
substancia. En estos estratos superiores abundan bas- 
tante las conchas, y pertenecen aproximadamente al 
período de la creta inferior en Eluropa. Ya es viejo, 
mas no por eso menos admirable, oír hablar de con- 
chas que en otro tiempo se arrastraron por el fondo 
del mar y ahora están a cerca de 4.200 metros sobre 
su nivel. Las capas inferiores en esta gran pila de es- 
tratos han sido dislocadas, tostadas, cristalizadas y 
casi amalgamadas unas con otras, merced a la inter- 
vención de masas de montaña de una roca peculiar 
blanca graníticosódica. 

La otra sierra principal, esto es, la del Porrillo, es 



XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


95 


de formación totalmente distinta: consiste principal- 
mente en grandes pináculos desnudos, de un g-raníto 
potásico rojo, los cuales en las partes bajas de la ver- 
tiente oeste están cubiertos por una arenisca conver- 
tida por la antigua acción ígnea en una cuarcita. Sobre 
esta última substancia descansan lechos de conglome- 
rado de varios miles de pies de espesor, que han sido 
elevados por el granito rojo, y descienden con una in- 
clinación de 45 ° hacia la sierra Peuquenes. Me sor- 
prendió hallar que este conglomerado se componía en 
parte de guijarros procedentes de las rocas, con sus 
conchas fósiles, de la cadena Peuquenes, y que parte 
del granito potásico rojo era como el del Portillo. De 
aquí debemos concluir que ambas sierras, Peuquenes 
y Portillo, han sido elevadas parcialmente y sufrido 
desgastes y fracturas en tanto el conglomerado se es- 
taba formando; pero como los lechos de éste han sido 
proyectados en un ángulo de 45° por el granito rojo 
del Portillo (junto con la arenisca infrayacente metamor- 
fízada por él),, podemos tener la seguridad de que la 
mayor parte déla inyección de la ya parcialmente cons- 
tituida sierra del Portillo se efectuó después de acumu- 
larse el conglomerado y muy posteriormente ala eleva- 
ción de la línea Peuquenes. De modo que el Portillo, lá 
sierra más alta en esta parte de la Cordillera, no es 
tan antigua como la más baja del Peuquenes. Puede 
aducirse una prueba, sacada de una corriente inclina- 
da de lava en la base oriental del Portillo, para demos- 
trar que debe parte de su gran altura a elevaciones de 
fecha todavía posterior. Atendiendo a su primer ori- 
gen, el granito rojo parece haber sido inyectado en 
una antigua línea preexistente de granito blanco y mi- 
cacita. £n la mayoría de los puntos, acaso en todas 
partes de la Cordillera, puede concluirse que cada sie- 
rra se ha formado por repetidas elevaciones e inyec- 
ciones, y que las varias sierras paralelas son de épocas 
diferentes. Sólo así se da lugar al tiempo absolutamen- 



96 


da-rwin: viaje del «bf.aqle» 


CAP. 


te necesario para explicar la enorme y verdaderamen- 
te asombrosa denudación que estas gigantescas mon- 
tañas han sufrido, aun comparándolas con la mayoría 
de otras sierras recientes. 

Por último, las conchas de Peuquenes, o sierra más 
antigua, prueban, como he notado antes, que ha sido 
elevada a 4.200 metros después de un período secun- 
dario que en Europa estamos acostumbrados a consi- 
derar como poco antiguo; pero puesto que esas con- 
chas vivieron en un mar de moderada profundidad 
puede colegirse que el área hoy ocupada por la Cor- 
dillera debe de haber estado sumergida a varios miles 
de pies — en el norte de Chile, hasta unos 6.000 — , en 
términos de haber permitido acumularse en el lecho 
en que las conchas vivían la gran masa de estratos sub- 
marinos. La prueba es la misma que la empleada para 
demostrar que en un período muy posterior al en que 
vivían las conchas terciarias de Patagonia debe de ha- 
berse efectuado una sumersión de varios centenares 
de pies y una elevación subsiguiente. Cada día se 
arraiga más en el ánimo del geólogo la convicción de 
que nada, ni el mismo viento que sopla, es tan inesta- 
ble como el nivel de la corteza terrestre. 

Haré solamente otra observación geológica: aunque 
la cadena del Portillo es aquí más alta que la de Peu- 
quenes, las corrientes que desaguan los valles inter- 
medios se han abierto camino al través de la primera. 
El mismo hecho, en mayor escala, se ha observado en 
la línea oriental y más elevada de la Cordillera boli- 
viana, por la que pasan los ríos; una cosa análoga ha 
sucedido en otras regiones del mundo. Lo cual tiene 
explicación en el supuesto de la elevación gradual y 
subsiguiente de la línea del Portillo, porque al empe- 
zar a realizarse debió de aparecer una cadena de islas, 
y al paso que éstas se elevaban, las mareas debieron 
de ahondar y ensanchar constantemente los canales 
intermedios. En el día de hoy, aun en las bahías más 



PASO DE LA COREIIXERA 


97 


entrantes que hay en la costa de Tierra del Fuego, las 
corrientes de las brechas transversas que enlazan los 
canales longitudinales son muy impetuosas, de modo 
que en uno de esos canales transversos hacen dar vuel- 
tas y más vueltas a un pequeño barco de vela. 

Cerca de mediodía empezamos el fatigoso ascenso 
a la sierra del Peuquenes, y a poco experimentamos, 
por vez primera, alguna dificultad en la respiración. 
A cada 50 metros las muías hacían alto, y después de 
descansar unos segundos, las pobres bestias partían 
de nuevo espontáneamente. La angustia de la respi- 
ración, producida por el enrarecimiento del aire, es 
denominada por los chilenos con el nombre de puna^ 
y acerca de su origen tienen las más extrañas ideas. 
Unos dicen que «todas las aguas aquí tienen puna»; 
otros, que «donde hay nieve hay puna»; y esto último, 
sin duda, es cierto. Por mi parte no experimenté más 
sensación que una ligera tirantez u opresión en la ca- 
beza y pecho, como la que se siente al salir de una 
habitación muy calurosa y correr aprisa en un ambien- 
te helado. Aun en esto debió de intervenir la imagi- 
nación, porque al encontrar conchas fósiles en el ce- 
rro más elevado, la satisfacción me hizo olvidar la 
puna. Sin duda alguna costaba mucho el andar, y la 
respiración se hacía profunda y laboriosa. Me dicen 
que en Potosí (a unos 3.900 metros sobre el nivel del 
mar) los extranjeros tardan un año entero en acostum- 
brarse a la atmósfera. Todos los habitantes recomen- 
daban la cebolla contra la puna; tal vez sea eficaz, 
porque en Europa se ha empleado para curar las afec- 
ciones del pecho; por mi parte no hallé nada tan bue- 
no ¡como las conchas fósiles! 

Cuando estábamos casi a medio camino de nuestra 
subida, descubrimos una gran recua de 70 muías car- 
gadas. Era interesante oír los gritos salvajes de los 
arrieros y contemplar la prolongada fila de los anima- 

Darwin: Viaje.— T. II. 7 



98 


darwin: viaje del «beaglei 


CAP. 


les descendiendo; aparecían tan diminutos porque 
sólo podíamos compararlos con las masas enormes de 
las montañas peladas. Cuando distábamos poco de la 
cima, el viento, como sucede de ordinario, era impe- 
tuoso y extremadamente frío. En ambos lados de la 
sierra tuvimos que pasar por anchas bandas de nieves 
perpetuas, que no tardaron en cubrirse de una nueva 
capa. Luego que hubimos llegado a la cresta,’ volvimos 
la vista atrás, y contemplamos un panorama de lo más 
grandioso. La atmósfera clara y resplandeciente; el 
cielo intensamente azul; los profundos valles; las bra- 
vias quebradas; los montones de ruinas acumuladas 
por el transcurso de las edades; las rocas de vivos co- 
lores, que contrastaban con las blancas montañas de 
nieve, todo ello formaba un conjunto imposible de 
describir. Ni planta ni ave, fuera de algunos cóndores, 
que volaban trazando círculos alrededor de los picos 
más altos, distrajeron mi atención, absorta en las ma- 
sas inanimadas. Me alegré de estar solo; la impresión 
causada en el ánimo se parecía a la de una grandiosa 
y terrible tempestad, o a la de toda la orquesta en un 
coro del Mesías. 

En varias extensiones cubiertas de nieve hallé el 
Proiococcus nzvalis o nieverroja, tan bien conocido 
por los relatos de los navegantes árticos. Me hizo fijar 
la atención en él cierto tinte rojizo que noté en las 
huellas de las muías, que parecían sangrar ligeramente 
por los cascos. En un principio creí que la coloración 
se debía al polvo de pórfido rojo traído por el viento 
desde las montañas vecinas, porque, a causa del po- 
der amplificador de los cristales de nieve, los grupos 
de esas plantas microscópicas aparecían como par- 
tículas bastas. La nieve no estaba coloreada mas que 
donde se había fundido con mucha rapidez o donde 
accidentalmente había sido machacada. Frotando un 
papel con un poco de ella dió una débil tinta rosa 
mezclada con ocre. Después raspé algo de esa subs- 



XV PASO DE LA CORDILLERA 99 

tancía colorante, y hallé que se componía de grupos 
de esferitas en cápsulas incoloras, cuyo diámetro era 
de una milésima de pulgada. El viento en la cresta del 
Peuquenes, como dejo dicho, es generalmente impe- 
tuoso y muy frío; se asegura que sopla constantemente 
del Oeste o del lado del Pacífico (1). Como las ob- 
servaciones se han hecho principalmente en verano, 
este viento debe ser una corriente superior de retor- 
no. El pico de Tenerife, con menor elevación y situa- 
do a los 28® de latitud, penetra del mismo modo en 
una corriente superior de retorno. En un principio pa- 
rece sorprendente que el alisio, a lo largo de las par- 
tes septentrionales de Chile y de la costa del Perú, 
sople en dirección tan orientada al Sur como lo hace; 
pero cuando se reflexiona que la Cordillera, al correr 
de Norte a Sur, intercepta como una gran muralla toda 
la parte inferior de las más bajas corrientes atmos- 
féricas, puede comprenderse fácilmente que el alisio 
debe derivar hacia el Norte, siguiendo la línea mon- 
tañosa hacia las regiones ecuatoriales, perdiendo así 
parte del movimiento oriental que adquiere a causa de 
ía rotación de la Tierra. En Mendqza, al píe de la fal- 
da oriental de los Andes, el clima, según dicen, está 
sujeto a prolongadas calmas y a frecuentes, aunque 
falsos, amagos de tempestades lluviosas. Esto hace 
pensar que el viento procedente del segundo cuadran- 
te, al tropezar con la cadena de montañas, se estanca 
y hace irregular en sus movimientos. 

Después de cruzar el Peuquenes bajamos a una re- 
gión montañosa intermedia entre las dos cadenas prin- 
cipales, e hicimos alto para pasar la noche. Ahora es- 
tábamos en la República de Mendoza. La altura no 
bajaba probablemente de 3.300 metros, y, como con- 
secuencia, la vegetación era escasísima. Nos sirvió de 


(1) El Dr. GilLIES, en el Journal of Natural and Geographicai 
Science, agosto 1830. Este autor da las alturas de los Pasos. 



100 


d.-RWin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


combustible la raíz de una pequeña planta rastrera; 
pero hizo una hoguera tan miserable que apenas nos 
alivió del frío intenso con que el viento nos traspa- 
saba. Como estaba tan cansado a causa de mis excur- 
siones, preparé la cama tan pronto como pude y me 
eché a dormir. A eso de la medía noche observé que 
el cielo se había súbitamente encapotado; desperté al 
arriero para preguntarle si amenazaba mal tiempo, y 
me dijo que mientras no tronara y relampagueara no 
había peligro de una gran nevada. El que se ve sor- 
prendido por el mal tiempo entre las dos grandes sie- 
rras, corre inminente peligro de perecer, del que difí- 
cilmente escapa. El único lugar de refugio es cierta 
cueva: Mr, Caldcleugh, que pasó por aquí en este mis- 
mo día del mes, estuvo detenido en ella durante algún 
tiempo por una espesa nevada. No se han construido 
en este paso, como en el de Uspallata, casuchas o ca- 
sas de refugio, y, por lo mismo, durante el otoño el 
Portillo es poco frecuentado. Debo observar aquí que 
dentro de la Cordillera principal nunca llueve, pues 
en verano el cielo está sin nubes, y en invierno nieva 
solamente. 

En el lugar en que dormimos el agua hervía necesa- 
riamente a temperatura más baja que en otros puntos 
menos elevados, por la disminución de la presión at- 
mosférica, sucediendo precisamente lo contrario que en 
la marmita de Papín. Por eso, las patatas, después de 
haber hervido durante varias horas, se quedaron tan 
duras como estaban. Se dejó el pote al fuego toda la 
noche, y a la mañana siguiente se le hizo hervir de 
nuevo; pero ni aun así se cocieron las patatas. Lo supe 
por haber oído a mis compañeros discutir la causa; 
después de mucho dar vueltas al asunto, llegaron a la 
conclusión de que el «maldito pote (que ahora era 
nuevo) no quería cocer patatas». 

22 de marzo . — Después de tomar nuestro almuerzo 


XV 


PASO DE LA CORD'ILERA 


101 


sin patatas, viajamos al través del trozo de tierra que 
se extiende al pie de la sierra del Portillo. Aquí se 
trae a pastar el ganado vacuno a mediados de verano, 
pero ahora no quedaba una sola res; hasta el mayor 
número de los guanacos habían descampado en su 
mayor parte, presintiendo que si los sorprendía alguna 
tempestad de nieve quedarían cogidos en una trampa. 
Desde este sitio se gozaba de la hermosa vista de una 
masa de montañas llamada Tupungato, todas envuel- 
tas en un continuo manto de nieve, en medio de la 
que se percibía una mancha azul, sin duda un glaciar, 
cosa rara en estas montañas. Ahora comenzó una di- 
fícil y larga subida, semejante a la de Peuquenes. Es- 
carpadas montañas cónicas de granito rojo se levan- 
taban a ambos lados, y en los valles había varias zo- 
nas anchas de nieves perpetuas. Estas masas heladas, 
durante el período del deshielo se habían convertido 
en pináculos o columnas (1), que se alzaban de cuan- 
do en cuando en nuestra ruta, y como eran tan altas y 
espesas dificultaban el paso a las muías cargadas. En 
una de estas columnas de hielo estaba ensartado un 
caballo helado, como en un pedestal, pero con las pa- 
tas traseras extendidas y en el aire. El animal, según 
sospecho, debió de caer cabeza abajo en un hoyor 
cuando la nieve formaba un todo continuo, y después 
la de los sitios próximos debió desaparecer con el 
deshielo. 

Cuando estábamos cerca de la cresta del Portillo 


(1) Estas estructuras de nieve helada se observaron después 
por Scoresby en los icebergs próximos a Spitzberg, y últimamen- 
te, y con detenida atención, por el coronel Jackson (Journal of 
Ceograpkical Socieiy, vol. V, pág. 12) en el Neva. Mr. Lyell 
(Principies, vol. IV, pág. 360) ha comparado las fisuras que pare- 
cen determinar la estructura columnaria a las junturas que pre- 
sentan todas las rocas, y se ven mejor en las masas no estratifi- 
cadas. Cúmpleme advertir que en el caso de la nieve helada la 
estructura de columna debe ser producida por una acción «meta- 
mórfica> y no por proceso alguno durante la deposición. 



102 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


nos envolvió una nube de finas agujas de hielo, que 
cayeron durante el día entero, impidiéndonos ver. 
Sentí muy de veras este contratiempo. El paso toma 
su nombre de una estrecha hendedura o entrada que 
hay en la sierra más alta, y por la que pasa el camino. 
Desde este punto, en un día claro, pueden verse las 
vastas llanuras que se extienden sin interrupción hasta 
el Océano Atlántico. Descendimos al límite superior 
de la vegetación, y hallamos un buen sitio en que pa- 
sar la noche, bajo el resalto de algunos grandes frag- 
mentos de roca. Aquí encontramos algunos pasajeros, 
que nos preguntaron con ansiedad por el estado del 
camino. Poco después de obscurecer las nubes se di- 
siparon de pronto, y el efecto fué mágico. Las mon- 
tañas gigantes, que brillaban a la luz de la luna llena, 
parecían a punto de caer sobre nosotros desde todos 
los puntos, como si nos halláramos en un profundo 
abismo; el mismo sorprendente efecto observé una 
mañana temprano. Tan pronto como las nubes se dis- 
persaron, heló intensamente; pero la calma del viento 
nos permitió dormir con la mayor comodidad. 

El brillo de la Luna y estrellas, aumentado en esta 
elevación por la absoluta transparencia del aire, era 
notabilísimo. Habiendo observado los viajeros la difi- 
cultad de apreciar alturas y distancias en medio de las 
altas montañas, la han atribuido generalmente a la au- 
sencia de objetos de comparación. A mí me parece 
que se debe totalmente a la diafanidad del aire, la 
cual hace confundir los objetos situados a diferentes 
distancias, y asimismo, en parte, a la novedad de un 
extraordinario grado de fatiga producido por el es- 
fuerzo de la subida, oponiéndose en estas circunstan- 
cias el hábito a la evidencia de los sentidos. Estoy 
seguro de que esta extrema claridad del aire da un 
carácter peculiar al paisaje, pues todos los objetos 
aparecen casi en un plano, como en un grabado o pa- 
norama. La transparencia proviene, a lo que creo, de 



XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


103 


la uniforme y elevada sequedad del aire. Esta seque- 
dad se mostró en el modo de resquebrajarse la made- 
ra (según vi por las molestias que me ocasionó mi mar- 
tillo geológico), en el desusado endurecimiento de 
algunos artículos alimenticios, como el pan y el azúcar, 
y en la conservación de la piel y trozos de carne de 
las bestias que han perecido en el camino. A la mis- 
ma causa debe atribuirse la singular facilidad con que 
se excita la electricidad. Mi chaleco de franela, fro- 
tado en la obscuridad, parecía haber sido untado con 
fósforo; todos los pelos del lomo de un perro soltaban 
chispas, y lo mismo hacían los trapos de lienzo y hasta 
el correaje del cuero de la silla de montar, siempre 
que se frotaban. 

23 de marzo . — El descenso por el lado oriental de 
la Cordillera es mucho más breve o escarpado que 
por la parte del Pacífico; en otros términos: las mon- 
tañas se levantan más abruptamente sobre los llanos 
que sobre la comarca alpina de Chile. A nuestros pies 
se extendía un mar de nubes, de brillante blancura y 
enteramente liso, ocultando la vista de la inmensa pla- 
nicie, también a nivel, de las Pampas. Poco después 
entramos en la faja de nubes, y no volvimos a salir 
aquel día. A la mitad del mismo, habiendo hallado 
pasto para las bestias y arbustos para quemar, en Los 
Arenales nos detuvimos, a fin de pernoctar allí. Nos 
hallábamos cerca del límite superior del matorral, 
y la elevación, a lo que creo, oscilaba entre 2.100 y 
2.400 metros. 

Extrañé mucho la marcada diferencia entre la vege- 
tación de estos valles orientales y los del lado chileno; 
sin embargo, el clima, así como la clase de suelo, son 
casi idénticos, y la diferencia de longitud insignificante. 
La misma observación se aplica a los cuadrúpedos, y 
en un grado menor, a las aves e insectos. Citaré como 
ejemplo los ratones, de los que obtuve 30 especies en 



104 


darwin: viajr del obeagle» 


CAP. 


la ribera del Atlántico y cinco en la del Pacífico, y nin- 
gunade ellas era idéntica. Debemos exceptuar todas las 
especies que habitual o accidentalmente frecuentan las 
altas montañas, y ciertas aves, cuya área se extiende 
por el Sur hasta el estrecho de Magallanes. Este hecho 
está en perfecta conformidad con la historia geológica 
de los Andes, porque dichas montañas han existido 
como una gran barrera desde que las presentes razas 
de animales han aparecido, y, por tanto, a no suponer 
que las mismas especies han sido creadas en dos dife- 
rentes lugares, no debemos esperar una .semejanza 
más estrecha entre los seres orgánicos de los lados 
opuestos de los Andes que entre los existentes en las 
costas opuestas del océano. En ambos casos debemos 
prescindir de las especies que han podido cruzar la 
barrera, ya de roca sólida, ya de agua salada (1). 

Una gran parte de las plantas y animales eran abso- 
lutamente idénticos o muy afines a los de Patagonia. 
Aquí tenemos el agutí, la vizcacha, tres especies de 
armadillos, el avestruz, ciertas clases de perdices y 
otras aves que no se ven nunca en Chile, pero son ios 
animales característicos de las desiertas llanuras de 
Patagonia. Asimismo hallamos muchos de los mismos 
(aun a los ojos de una persona que no es un botánico) 
arbustos espinosos y achaparrados, la misma hierba 
correosa y las mismas plantas enanas. Hasta los negros 
y pesados coleópteros son muy semejantes, y algunos, 
según creo, después de riguroso examen, absoluta- 
mente idénticos. Siempre he lamentado el haberme 
visto compelido inevitablemente a abandonar el aseen- 


(1) Esto es un mero ejemplo que confirma las admirables le- 
yes, establecidas primeramente por Mr. Lyell, sobre la distribu- 
ción geográfica de los animales como influida por los cambios 
geológicos. Todo el razonamiento, por supuesto, se funda en la 
presunción de la inmutabilidad de las especies; de otro modo, la 
diferencia de las especies de ambas regiones podría considerarse 
producida durante un largo lapso de tiempo; 


XV 


PASO DE LA CORDÍLLERA 


105 


SO del río Santa Cruz antes de llegar a las montañas, 
porque abrigué secretamente la esperanza de tropezar 
con algún gran cambio en los caracteres del terreno; 
pero ahora estoy seguro de que eso sólo hubiera su- 
cedido siguiendo las llanuras de Patagonía arriba 
hasta subir a la montaña. 

24 de marzo . — Por la mañana temprano trepé a una 
montaña de un lado del valle, y desde allí gocé de una 
amplia vista de las Pampas. Mucho tiempo vine pen- 
sando en procurarme este placer, pero quedé desen- 
cantado; la primera impresión fué la de ver el mar a 
lo lejos; pero no tardé en distinguir varias irregulari- 
dades hacia el Norte. El accidente topográfico más sa- 
liente le formaban los ríos, que, heridos por los rayos 
del sol saliente, reververaban como brillantes cintas 
de plata, hasta perderse en la inmensidad de la distan- 
cia. Al culminar el Sol en el meridiano bajamos al 
valle, y llegamos a una choza donde estaban aposta- 
dos un oficial y tres soldados para examinar los pasa- 
portes. Uno de ellos era un indio pampeano de pura 
raza, utilizado allí como un sabueso para rastrear los 
pasos de cualquier persona que pretendiera pasar fur- 
tivamente, a pie o a caballo. Hace algunos años, cier- 
to individuo trató de burlar la vigilancia de los em- 
pleados dando un largo rodeo por una montaña ve- 
cina; pero habiendo cruzado este indio por casualidad 
la vereda seguida por el fugitivo, le siguió durante el 
día entero por lomas áridas y pedregosas, hasta que 
al fin dió con él en un barranco. Aquí nos dijeron que 
las nubes plateadas tan admiradas por nosotros desde 
arriba habían descargado torrentes de agua. El valle, 
a partir del sitio en que estábamos, se ensanchaba gra- 
dualmente, y las montañas se convertían en colinas 
desgastadas por el agua, comparadas con las sierras 
gigantescas que dejábamos detrás; luego se expandía 
en una llanura de casquijo, suavemente inclinada, cu- 


106 


darwin: viaje dhl (-beaole» 


CAP, 


bierta de árboles enanos y arbustos. El talud de cas- 
cajo, aunque parecía estrecho, debía tener cerca de 
10 millas de ancho antes de fundirse en la planicie, 
aparentemente horizontal, de las Pampas. Pasamos 
por la única casa que había en esta comarca, la Estan- 
cia de Chaquaio, y al ponerse el Sol subimos al pri- 
mer repliegue abrigado y vivaqueamos allí. 

25 de marzo . — Me acordé de las Pampas de Buenos 
Aires viendo el disco del Sol saliente cortado por un 
horizonte tan llano como el del mar. Durante la noche 
cayó un gran rocío, circunstancia que no observé en 
la Cordillera. El camino seguía durante algún trayecto 
con dirección al Este, a través de una hondonada 
pantanosa; después, al llegar a la árida llanura, torcía 
al Norte, hacia Mendoza. La distancia es de dos días 
largos de camino. En el primero recorrimos 14 leguas, 
hasta Estacado, y en el segundo, 17, hasta Luján, 
junto a Mendoza. Todo el trayecto pasa por una de- 
sierta llanura a nivel, sin más que dos o tres casas. El 
sol quemaba, y el paisaje no ofrecía interés especial. 
Hay muy poca agua en esta travesía, y sólo encontra- 
mos una pequeña charca en la segunda jornada. Vie- 
ne de las montañas en cantidad muy escasa, y en bre- 
ve es absorbida por el seco y poroso suelo; de modo 
que, a pesar de habernos alejado de la sierra exterior 
de la Cordillera de 10 a 15 millas, no cruzamos ni una 
sola corriente. En muchas partes la tierra estaba in- 
crustrada de una eflorescencia salina: de ahí que en- 
contráramos las mismas plantas salitrosas que son co- 
munes en Bahía Blanca. El paisaje presenta un carác- 
ter uniforme desde el estrecho de Magallanes, a lo 
largo de toda la costa oriental de Patagonia, hasta el 
río Colorado, y parece que la misma clase de terreno 
se extiende por el interior desde este río, en una línea 
que llega hasta San Luis^ y tal vez algo más al Norte. 
Al este de dicha línea curva se halla la cuenca de lia- 



XV 


t>ASO DE LA CORDII,LERA 


107 


nuras, relativamente húmedas y verdes, de Buenos 
Aires; las estériles llanuras de Mendoza y Patagonia 
se componen de un lecho de casquijo arenoso, arra- 
sado y acumulado por las olas del mar, mientras que 
en las Pampas, cubiertas de cardos, trébol y hierba, 
deben su formación al antiguo estuario cenagoso del 
Plata. 

Tras dos días de molesto viajar, reconfortó el ánimo 
la vista de lejanas hileras de álamos y sauces que cre- 
cían en torno del pueblo y río Luján. A poco de lle- 
gar aquí observamos al Sur una nube de bordes irre- 
gulares y color negro con matices pardorrojizos. Al 
principio creimos que era humo de una gran hoguera 
encendida en las llanuras; pero pronto nos cerciora- 
mos de que era una inmensa bandada de langostas. 
Volaban hacia el Norte, y, a favor de una ligera brisa, 
pasaron por encima de nosotros con una velocidad de 
10 a 15 millas por hora. El grueso de ellas llenaba el 
aire desde la altura de ocho a veinte pies sobre el 
suelo hasta la de dos o tres mil, al parecer, y «el ruido 
que hacían al volar era como el de los carros y caba- 
llos que corren al combate», o, más bien, diría yo, 
como el de un viento fuerte al pasar por las jarcias de 
un navio. El cielo, visto a través de las avanzadas del 
formidable ejército, apareció sombreado por una me- 
dia tinta obscura; pero en. el centro quedaba del todo 
velado, aunque de cuando en cuando se descubrían 
algunas visibles franjas. Cuando se posaron en tierra 
eran más numerosas que las hojas de hierba y la su- 
perfície cambió su color verde por uno rojizo; posado 
el enjambre, los individuos huyeron de un lado a otro 
en todas direcciones. La plaga de la langosta no es 
rara en este país; ya en la presente estación habían 
llegado del Sur varias bandadas pequeñas, salidas, al 
parecer, como en otras partes del mundo, de los de- 
siertos donde desovan y se desarrollan. Los pobres la- 
briegos intentaron en vano rechazar la invasión con 



108 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


hog-ueras, ruido y agitando ramas. Esta especie de lan- 
gosta es muy análoga, y tal vez idéntica, al famoso 
Grillas migratorias del Oriente. 

Cruzamos el río Luján, que es un río de considera- 
ble tamaño, si bien hoy no se conoce perfectamente 
su curso hacia la costa del Este, y aun es dudoso si a! 
pasar por los llanos no se evapora antes de afluir al 
mar. La noche la pasamos en la villa de Luján, peque- 
ña población rodeada de jardines, cuya comarca es la 
más meridional de todas las cultivadas en la provincia 
de Mendoza; está sihiada cinco leguas al sur de la ca- 
pital. No pude descansar por haberme visto atacado 
(empleo de propósito esta palabra) por un numeroso 
y sanguinario grupo de las grandes chinches negras de 
las Pampas, pertenecientes al género BenchucGy una 
especie de Reduvius. Difícilmente hay cosa más des- 
agradable que sentir correr por el cuerpo estos insec- 
tos, blandos y sin alas, de cerca de una pulgada de 
largos. Antes de efectuar la succión son muy delga- 
dos, pero después se redondean y llenan de sangre, y 
en este estado se los aplasta con facilidad. Uno que 
cogí en Iquique estaba muy vacío. Puesto sobre una 
mesa y en medio de una porción de gente, si se le 
presentaba un dedo, el atrevido insecto sacaba inme- 
diatamente su chupador y atacaba sin vacilar, y si se 
le dejaba, sacaba sangre. La herida no causaba dolor. 
Era curioso observar su cuerpo durante el acto de la 
succión, y ver cómo en menos de diez minutos se cam- 
biaba desde plano como una oblea en redondo como 
una esfera. El festín que una Benchuca debió a uno 
de los oficiales la conservó gorda durante cuatro me- 
ses enteros; pero después de los quince primeros días 
estuvo dispuesta a darse otro hartazgo de sangre. 

27 de marzo . — Seguimos cabalgando en dirección 
a Mendoza. El terreno estaba hermosamente cultivado 
y se parecía a Chile. Esta comarca es celebrada por 



XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


109 


SUS frutas, y en realidad nada más floreciente que los 
viñedos y huertos de higos, melocotones y olivas. 
Compramos sandías dos veces más gruesas que la ca- 
beza de un hombre, fresquísimas y de un delicioso 
dulzor, a medio penique una, y por tres peniques nos 
dieron medio c^etón de melocotones. La parte cul- 
tivada y cercada de esta provincia es muy pequeña; 
no abarca una extensión mucho mayor de la que cru- 
zamos entre Luján y la capital. La tierra, como en Chi- 
le, debe enteramente su fertilidad al riego artificial, y, 
en verdad, asombra ver lo extraordinariamente pro- 
ductiva que por tal procedimiento ha llegado a ser 
una región yerma y desolada. 

El día siguiente le pasamos en Mendoza. La pros- 
peridad de esta población ha declinado mucho en los 
últimos años. Los habitantes dicen que «Mendoza es 
buena para vivir en ella, pero mala para enriquecerse». 
La clase baja tiene los mismos hábitos de vagancia 
y maneras indiferentes que los gauchos de las Pampas, 
y su vestido, manera de montar y costumbres, son casi 
ios mismos. En mi opinión, el aspecto de la ciudad es 
de estúpido abandono. Ni la ponderada alameda ni 
el paisaje son comparables con los de Santiago; pero 
para los que llegan a Mendoza procedentes de Buenos 
Aires, después de cruzar las monótonas y uniformes 
Pampas, forzosamente han de resultar deliciosos los 
jardines y huertos. Sir F. Head, hablando de los men- 
docinos, dice: «Comen al mediodía, y como hace tan- 
to calor, se van a dormir la siesta»; ¿podrían hacer 
cosa mejor? Estoy de acuerdo con Sir F. Head: la 
gente de Mendoza ha nacido, por su buena estrella, 
para comer, dormir y estar ociosa. 

29 de marzo . — Partimos para regresar a Chile por 
el paso de Uspallata, situado al norte de Mendo- 
za. Tuvimos que cruzar una larga y muy estéril zona 
de 15 leguas. El suelo aparecía a trechos enteramente 


lio 


darwin: vjaje del «beaqle» 


CAP. 


desnudo, y en otras partes estaba cubierto por innu- 
merables cactus enanos armados de formidables espi- 
nas, llamados leoncillos por los habitantes. También 
había algfunos arbustos bajos. Aunque la llanura está 
casi a 3.000 pies sobre el nivel del mar, el calor, así 
como las nubes de polvo impalpable, hacían la travesía 
extremadamente molesta. Nuestro camino durante el 
día avanzaba casi paralelamente a la Cordillera, pero 
acercándose a ella poco a poco. Antes de ponerse el 
Sol entramos en uno de los anchos valles, o más bien 
bahías, que se abren en la llanura; poco después se 
angosta en un barranco, y allí, subiendo un poco más, 
se halla la casa de Villa Vicencio. Como habíamos 
cabalgado todo el día sin una gota de agua, tanto las 
bestias como nosotros teníamos sed, por lo que bus- 
camos con ansiedad la corriente que riega el fondo 
del valle. Fué curioso observar la gradual aparición 
del agua; en la llanura el camino estaba enteramente 
seco; poco a poco fué presentando alguna humedad; 
después se vieron algunos charquitos, que más ade- 
lante se mostraron unidos, y por último, en Villa Vi- 
cencio había un delicioso arroyuelo. 

30 de marzo . — La solitaria choza que lleva el impo- 
nente nombre de Villa Vicencio ha sido citada por 
todos los viajeros que han cruzado los Andes. Aquí 
me detuve en unas minas próximas durante los dos 
días siguientes. La geología del terreno de los alre- 
dedores es curiosísima. La sierra de Uspallata está se- 
parada de la Cordillera principal por un prolongado 
llano angosto o cuenca, como los mencionados tantas 
veces en Chile, pero más alto, pues está 1.800 metros 
sobre el nivel del mar. Esta sierra tiene con respecto 
a la Cordillera casi la misma posición geográfica que 
la gigantesca del Portillo, pero es de origen entera- 
mente distinto. Se compone de varias clases de lava 
submarina, alternando con areniscas volcánicas y otros 



XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


111 


notables depósitos sedimentarios, y el conjunto se pa- 
rece mucho a algunos de los lechos terciarios de la 
costa del Pacífico. Fundándome en esta semejanza, es- 
peraba hallar madera silicifícada, que es generalmente 
característica de estas formaciones, y vi colmados mis 
deseos de un modo extraordinario. En la parte central 
de la sierra, y a una altura de casi 2.100 metros apro- 
ximadamente, observé en una ladera pelada algunas 
columnas blanquísimas que se alzaban sobre el suelo. 
Eran árboles petrificados; 11 de ellos, convertidos en 
sílice, y de 30 a 40, en un espato blanco calcáreo, de 
tosca cristalización. Presentaban el aspecto de haber 
sido rotos bruscamente, y las porciones restantes se 
alzaban sobre el suelo unos cuantos pies. Los troncos 
medían de tres a cinco pies de circunferencia. Estaban 
un poco separados unos de otros, pero el conjunto 
formaba un grupo. Mr. Roberto Brown ha tenido la 
amabilidad de examinar la madera, y dice que perte- 
nece a la tribu de los abetos, participando del carác- 
ter de la familia de las Araucariay pero con algunos 
curiosos puntos de afinidad con el tejo. La arenisca 
volcánica en que los árboles estaban encastrados, y 
de cuya parte inferior debieron brotar, se había acu- 
mulado en delgadas capas sucesivas alrededor de los 
troncos, y la piedra conservaba todavía la impresión 
de la corteza. 

Poca experiencia geológica se necesitaba para in- 
terpretar la maravillosa historia que de pronto revela- 
ban estos árboles, aunque he de confesar haberme 
sorprendido tanto el hallazgo, que apenas podía dar 
crédito a lo que tenía delante de los ojos. Vi el sitio 
donde el grupo de hermosos árboles balanceó en 
otro tiempo sus ramas sobre las costas del Atlántico, 
cuando este océano (retirado ahora 700 millas) llega- 
ba al pie de los Andes. Vi que habían nacido en un 
suelo volcánico levantado sobre el nivel del mar, y 
que posteriormente esta tierra seca, con sus erguidos 



112 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


árboles, había sido sepultada en las profundidades del 
mar. En esas profundidades, la tierra, en otro tiempo 
seca, quedó cubierta por lechos sedimentarios, y éstos, 
a su vez, por enormes corrientes de lava submarina, 
una de las cuales tenía un espesor de 1.000 pies, y 
estos diluvios de roca fundida y sedimentos ácueos se 
habían sucedido alternativamente por cinco veces. El 
océano que albergó masas de tal espesor debió de ser 
muy profundo; pero nuevamente entraron en. juego 
las fuerzas subterráneas, y ahora contemplé el lecho 
de aquel océano formando una cadena de montañas 
de más de 2.100 metros de altura. Y las fuerzas anta- 
gónicas que de continuo laboran en desgastar la su- 
perficie de la Tierra no suspendieron su actividad en 
ese período: las grandes acumulaciones de estratos 
habían sido tajadas por numerosos y anchos valles, 
y los árboles, al presente convertidos en sílice, se al- 
zaron en tierra seca volcánica, actualmente hecha roca 
allí donde en otro tiempo irguieron sus elevadas co- 
pas. Ahora este terreno se presenta como definitiva- 
mente estéril y desierto; ni siquiera el liquen puede 
adherirse a los moldes pétreos de los antiguos árbo- 
les. Por inmensos y apenas comprensibles que tales 
cambios puedan parecer, han ocurrido todos dentro de 
un período, reciente si se le compara con la historia de 
la Cordillera, y la Cordillera misma es absolutamente 
moderna, si se la compara con muchos de los estratos 
fosilíferos de Europa y América. 

/ de abril . — Cruzamos la sierra de Uspallata, y por 
la noche dormimos en la Aduana, único punto habita- 
do en la llanura. Poco antes de dejar las montañas se 
me ofreció un espectáculo extraordinario: rocas sedi- 
mentarias, rojas, púrpura, verdes y enteramente blan- 
cas, alternando con negras lavas, aparecían como ro- 
tas y lanzadas desordenadamente, en todas las for- 
mas posibles, por masas de pórfido de variadísimos 



XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


113 


matices: desde el pardo obscuro hasta el lila más vivo. 
No he visto jamás otro conjunto de rocas más pare- 
cido a las bonitas secciones que los geólog-os hacen 
de la corteza terrestre. 

Al día siguiente cruzamos la llanura, y seguimos el 
curso de la gran corriente de montaña que pasa junto 
a Luján. Aquí se había trocado en un furioso torrente, 
enteramente infranqueable, pareciendo más ancho que 
en la hondonada, como sucedía con el riachuelo de 
Villa Vicencio. En la tarde del día siguiente llegamos 
al río de las Vacas, que tiene fama de ser la corriente 
más difícil de pasar en la Cordillera. Como todos estos 
ríos son de breve y rápido curso y están formados por 
la fusión de las nieves, la hora del día influye de una 
manera decisiva en el caudal que llevan. Por la tarde 
corren cenagosos y muy crecidos, pero al apuntar 
la aurora se aclaran y hacen menos impetuosos. Tal 
vimos que ocurría con el río de las Vacas, y por la 
mañana le cruzamos con poca dificultad. Eí paisaje 
hasta aquí fué muy poco interesante, comparado con 
el paso del Portillo. Poco es lo que puede verse fuera 
de los desnudos lados del amplio valle de fondo pla- 
no que el camino sigue hasta la cresta más alta. Tanto 
dicho valle como las enormes montañas rocosas son 
extremadamente estériles: durante las dos noches ante- 
riores las pobres muías no habían tenido qué comer, 
pues, exceptuando algunos arbustos enanos resinosos, 
apenas se veía planta alguna. En el transcurso de este 
día cruzamos algunos de los peores pasos de la Cor- 
dillera; pero sus riesgos se han exagerado mucho. Me 
dijeron que si intentaba pasarlos a pie se me trastor- 
naría la cabeza, y que no había ísitio donde apearse; 
pero vi que en todas partes era posible retroceder y 
bajar de la cabalgadura por un ilado y otro. Pasé por 
uno de los peores sitios, llamado de las Animas, y 
hasta un día después no vi que me había hallado en un 
peligro espantoso. Indudablemente hay muchos puntos 

Djlrwdt. Viaje. — T. II. 8 



114 


darwin: vaje del «beagle» 


CAP. 


en que si la muía tropieza, eí jinete caería despeñado 
en un profundo precipicio; pero hay pocas probabili- 
dades de que tal suceda. No vacilo en afirmar que en 
primavera las laderas o caminos que cada año se for- 
man de nuevo por los derrubios de detritus caídos 
son pésimos; mas, por lo que vi, no existe verdadero 
peligro. En cuanto a las muías cargadas, el caso es muy 
distinto, porque las cargas sobresalen tanto del cuer- 
po de las bestias que, si por casualidad tropiezan una 
con otra, o con el saliente de cualquier roca, pierden 
el equilibrio y se despenan en las simas. Al cruzar los 
ríos comprendo que la dificultad ha de ser grande; en 
esta estación no se tropieza con grandes obstáculos, 
pero en verano debe ser muy arriesgado. Me figuro 
perfectamente el distinto modo como ha de hablar de 
tales riesgos el que ha pasado la corriente y el que la 
está pasando aún, como hace notar Sir F. Head. No 
tengo noticia de que se haya ahogado ningún hombre, 
pero se dan casos frecuentes de ahogarse las muías 
cargadas. El arriero advierte al turista que se debe se- 
ñalar a la cabalgadura la mejor dirección y dejarla 
después que cruce el río como quiera; las muías car- 
gadas suelen tomar un mal vado, y a consecuencia de 
ello se pierden. 

4 de abril . — Desde el río de las Vacas al Puente de 
los Incas, medio día de jornada. En vista de que había 
pasto para las muías y geología para mí, hicimos alto 
en el último de los lugares mencionados, para pasar 
la noche. AI oír hablar de un puente natural se figura 
uno alguna barranca profunda y angosta, al través de la 
cual ha caído una prolongada masa de roca, o un gran 
arco vaciado como la bóveda de una caverna. En lu- 
gar de esto, el Puente de los Incas se compone de 
una costra de cascajo estratificado y cementado por 
los depósitos que forman las fuentes termales vecinas. 
Su aspecto hace pensar en un hondo canal excavado 



XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


115 


por la corriente en un lado, dejando colgar un borde 
saliente, que ha venido a encontrarse con la tierra y 
piedras caídas del cantil opuesto. Realmente, se per- 
cibe distintamente en un llano la unión oblicua que 
en tal supuesto hubiera debido verificarse. El Puente 
de los Incas no es digno, en modo alguno, de los gran- 
des monarcas cuyo nombre lleva. 

5 de abril . — Hemos tenido una larga jornada a ca- 
ballo al través de la sierra central, desde el Puente de 
los Incas a los Ojos del Agua, que están situados cer- 
ca de la casucha más baja en el lado chileno. Estas 
casuchas son redondas torrecillas, con unas escaleras 
por la parte de fuera, para llegar al piso, el cual se 
levanta algunos pies sobre el suelo, en previsión de 
ios ventisqueros. Hay ocho, y en tiempos del dominio 
español se las tenía provistas durante el invierno de 
alimentos y carbón vegetal, y cada correo de posta 
tenía una llave maestra. Ahora sólo sirven de almace- 
nes, o más bien de calabozos. Colocadas cada una de 
ellas en una pequeña eminencia, forman extraño con- 
traste con la escena de desolación de los alrededores. 
El ascenso en zigzag a la cumbre o divisoria de las 
aguas fué penoso, por rampas escarpadas; la altura del 
sitio es, según Mr. Pentland, de 3.740 metros. El ca- 
mino no pasa nunca por nieves perpetuas, aunque hay 
sitios cubiertos por ellas en ambos lados. El viento en 
la cima era excesivamente frío, pero sin remedio había 
que detenerse algunos minutos para admirar una y otra 
vez el color de los cielos y la brillante transparencia 
de la atmósfera. El paisaje era grandioso; al Oeste se 
alzaba un sublime caos de montañas, divididas por 
profundos barrancos. Generalmente cae alguua nieve 
antes de esta época de la estación, y aun ha ocurrido 
el caso de cerrarse del todo la Cordillera por este 
tiempo. Pero nosotros fuimos más afortunados. El cie- 
lo estaba puro, tanto por la noche como por el día, 


116 


darwín; viaje del cíbeagle» 


CAP. 


exceptuando algunas pequeñas masas redondeadas de 
vapor que flotaban sobre los picos más altos. Muchas 
veces he visto estas nubes a modo de íslitas en el cie- 
lo, señalando la posición de la Cordillera, cuando las 
montañas distantes se habían ocultado debajo del ho- 
rizonte. 

6 de abril . — Por la mañana nos encontramos con 
que algunos ladrones se habían llevado una de nues- 
tras muías y la cencerra de la madrina. Así, pues, ca- 
balgamos sólo dos o tres millas valle abajo, y nos de- 
tuvimos allí al día siguiente, con la esperanza de re- 
cobrar la muía, que el arriero creía estar oculta en 
alguna barranca. El paisaje en esta parte ha tomado el 
carácter chileno; los lados inferiores de las montañas, 
salpicados de árboles quillai (1), de pálido y perenne 
verdor, y de los grandes cactus en forma de cirios, de- 
leitaban la vista más que la escueta desnudez de los 
valles orientales; pero no puedo estar de acuerdo con 
la admiración expresada por algunos viajeros. Esos 
elogios desmedidos los inspiró principalmente, a mi 
juicio, la perspectiva de una buena hoguera y una 
cena suculenta después de escapar de las heladas re- 
giones superiores; y por mi parte confieso haber par- 
ticipado con la mayor cordialidad de tales senti- 
mientos. 

8 de abril . — Dejamos el valle de Aconcagua, por 
donde habíamos bajado, y llegamos por la tarde a una 
casa rústica cerca de la villa de Santa Rosa. La ferti- 
lidad de la llanura era deliciosa, y como el otoño es- 


(1) La corteza del árbol quillai (Quillaja saponaria Molina, de 
la familia de las rosáceas) es el por nosotros llamado palo de ja- 
bón. Es uu árbol grande, de follaje perenne, cuya corteza se em- 
plea como jabón en Chile y en otras muchas partes. Se le llama cu- 
Hay, quillai o quillay por íos chilenos. — Nota de la edic. española. 



XV 


PASO DE LA CORDILLERA 


117 


taba adelantado, las hojas de muchos frutales empe- 
zaban a caer. Parte de los labriegos se ocupaban en 
tender higos y melocotones a secar en los techos de 
sus casas, y parte en vendimiar. La escena era hermo- 
sa; pero eché de menos la solemne quietud que hace 
del otoño de Inglaterra el atardecer del año. El día 10 
llegamos a Santiago, donde Mr. Caldcleugh me dis- 
pensó un recibimiento obsequioso y hospitalario. Mi 
excursión sólo me costó veinticuatro días, y en mi vida 
he gozado más en igual espacio de tiempo. A los po- 
cos días volví a casa de Mr. Corfíeld, en Valparaíso 



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CAPITULO XVI 


Chile septentrional y Perú.’ 


Camino de la costa a Coquimbo. — Cargas excesivas transporta- 
das por los mineros. — Coquimbo. — Terremoto. — Terrazas es- 
calonadas. — Ausencia de depósitos recientes. — Contempora- 
neidad de las formaciones terciarias.— Excursión valle arriba.— 
Camino a Huasco. — Desiertos. — Valle de Copiapó. — Lluvia y 
terremotos. — Hidrofobia. --El Despoblado. — Ruinas indias. — 
Cambio probable de clima. — Lecho de río arqueado por un te- 
rremoto. — Temporales de viento frío. — Ruidos que salen de una 
montaña. — Iquique. — Aluvión salado. — Nitrato de sodio. — 
Lima. — País insalubre. — Ruinas del Callao, derribado por un 
terremoto. — Sumersión reciente. — Conchas levantadas en el 
San Lorenzo; su descomposición. — Llanura con conchas se- 
pultas y fragmentos de alfarería. — Antigüedad de la raza 
india. 


27 de abril . — Salí de viaje para Coquimbo, y desde 
allí, por Huasco, a Copiapó, donde el capitán Fitz Roy 
me ofreció atentamente recog'erme en el Beagle. La 
distancia en línea recta a lo larg'o de la costa norte es 
sólo de 420 millas; pero mi manera de viajar prolon- 
gó extraordinariamente su recorrido. Compré cuatro 
caballos y dos muías; estas últimas para llevar el ba- 
gaje en días alternos. Las seis bestias juntas sólo me 
costaron 25 libras esterlinas, y en Copiapó volví a 
venderlas por 23. Viajamos con la misma independen- 
cia que antes, preparando las comidas y durmiendo al 
aire libre. Mientras avanzábamos hacia Vino del Mar 



120 


DARWIN: VtA.íE DEL OBEAGLE» 


CAP. 


contemplé por última vez a Valparaíso y admiré su 
pintoresco aspecto. Con fines geológicos di un rodeo 
desde el camino alto hasta el pie de la Campana de Qui- 
llota. Atravesamos una comarca de aluvión, rica en 
oro, en dirección a las cercanías de Limache, donde 
dormimos. El lavado del precioso metal constituye el 
medio de que se sirven los habitantes de numerosos 
cobertizos a lo largo de cada riachuelo; pero, como 
les sucede a todos aquellos cuyas ganancias son in- 
ciertas, llevan una vida desarreglada y no salen de 
pobres. 


28 de abril . — Por la tarde llegamos a una quintana 
al pie de la Campana de Quillota. Los habitantes eran 
propietarios, lo que no es corriente en Chile. Se man- 
tenían con el producto de un huerto y de un pequeño 
campo, pero padecían suma pobreza. El capital es 
aquí tan deficiente, que los labriegos se ven obligados 
a vender el trigo cuando aun está verde en el campo, 
a fin de comprar lo necesario para el año siguiente. 
El trigo, por tanto, estaba más caro en el sitio mismo 
donde se cogía que en Valparaíso, residencia de los 
negociantes en cereales. Al día siguiente volvimos a 
tomar el camino principal que va a Coquimbo. Por la 
noche cayó una ligerísima lluvia, siendo la primera 
que se conoció desde el aguacero de los días 11 y 12 
de septiembre, que me tuvo prisionero en los baños 
de Cauquenes. El intervalo fué de siete meses y me- 
dio; pero la lluvia vino este año en Chile más tarde 
que de ordinario. Los lejanos Andes se hallaban aho- 
ra cubiertos de una espesa masa de nieve, presentan- 
do una vista espléndida. 


2 de mayo . — El camino continuaba siguiendo la 
costa a no mucha distancia del mar. Los pocos árbo- 
les y arbustos que son comunes en Chile Central de- 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


121 


crecían rápidamente en número (1), siendo reemplaza- 
dos por una planta alta algo parecidaala yuca. La super- 
ficie del terreno era muy quebrada e irregular, si bien 
en pequeña escala, y de los llanos o cuencas se alza- 
ban pequeños picos de roca. Si la dentada costa y el 
fondo del mar vecino, cubierto de rompientes, se con- 
virtieran en tierra seca, presentarían formas análogas, 
e indudablemente esa transformación se ha efectuado 
en la parte por donde ahora caminamos. 


3 de mayo . — De Quilimarí a Conchalí el terreno 
aparece cada vez más yermo. En los valles apenas hay 
agua suficiente para el menor riego, y los trozos de 
tierra intermedios, casi pelados, no dan pasto ni si- 
quiera para cabras. En primavera, tras las lluvias de 
invierno, brota rápidamente una hierba fina, y enton- 
ces se traen a estos sitios las vacadas de la Cordillera, 
las cuales permanecen aquí por corto tiempo. Es cu- 
rioso observar cómo las semillas de la hierba y otras 
plantas parecen adaptarse, como por un hábito adqui- 
rido, a la cantidad de lluvia que cae en diferentes 
partes de esta costa. Un chubasco en Copiapó, que 
está más al Norte, produce tanto efecto en la vegeta- 
ción como dos en Huasco y como.tres o cuatro en esta 
comarca. Un invierno que en Valparaíso fuera demasia- 
do seco para permitir el crecimiento normal de los 
pastos, en Huasco produciría una abundancia desusa- 
da. Siguiendo hacia el Norte, la cantidad de lluvia no 
parece decrecer en proporción estricta con la latitud. 
En Conchalí, 67 millas al norte de Valparaíso, no se 
espera la lluvia hasta fines de mayo, mientras en la úl- 


(1) AI norte del paralelo 42*^ el bosque se aclara, y, tras apa- 
recer una flora xerófíla muy característica y semejante a la medi- 
terránea, su g^radual empobrecimiento acaba en verdaderos desier- 
tos como e! de Atacama . — Nota de la edic. española. 



122 


darwin: viaje del cbeagle» 


CAP. 


tima región cae de ordinario alguna a primeros de 
abril. La cantidad anual es asimismo pequeña en pro- 
porción a lo tardía que viene. 


4 de mayo . — Viendo que el camino de la costa ca- 
recía de todo interés, torcimos por el interior hacia el 
distrito minero y valle de Illapel. Este valle, como 
todos los de Chile, es anchuroso, de fondo plano y 
muy fértil, limitándole por ambos lados acantilados de 
casquijo estratificado o desnudas montañas rocosas. 
Sobre la línea recta de la presa de riego más alta, 
todo está como en una calzada, y, al contrario, debajo 
no hay una pulgada de tierra que deje de estar alfom- 
brada del verde gris de los alfalfares. Proseguimos 
nuestra marcha hasta Los Hornos, otro distrito mine- 
ro, donde la montaña principal aparece acribillada de 
taladros, a semejanza de un gran hormiguero. Los mi- 
neros chilenos forman una raza peculiar de hombres, 
por sus hábitos. Como se pasan semanas enteras en 
los lugares más desolados, cuando bajan a las aldeas 
en los días festivos no hay exceso ni extravagancia a 
que no se entreguen. A veces ganan bastante dinero, 
y entonces, como los marinos con el reparto de una 
presa, no piensan mas que en derrocharlo cuanto 
antes. Beben con exceso, compran ropa en grandes 
cantidades, y a los pocos días vuelven sin un céntimo 
a sus miserables albergues, a trabajar más que bestias 
de carga. Semejante irreflexión, así como la de los ma- 
rinos, es evidentemente el resultado de un género aná- 
logo de vida. Teniendo seguro el pan cotidiano, no 
adquieren hábitos de previsión; y, por otra parte, al 
mismo tiempo que se les presenta la tentación, se les 
pone en la mano los medios de ceder a sus sugestio- 
nes. Al contrario, en Cornuailles y otros puntos de In- 
glaterra, donde se sigue el sistema de vender parte 
del filón, los mineros, como quedan obligados a obrar 


XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


123 


por su cuenta y mirar por sí, son una clase inteligente 
y de buena conducta. 

E! traje del minero chileno es original y hasta pin- 
toresco. Usa un blusón de una tela basta de color 
obscuro y un amplio mandil de cuero, sujeto a la 
cintura todo ello por un cinto de brillantes colores. 
Los pantalones son muy anchos y lagorrilla escarlata, 
especie de boina, se ajusta estrictamente a la cabeza. 
Encontramos un grupo de ellos de uniforme, condu- 
ciendo a la sepultura el cadáver de un compañero. 
Llevábanlo cuatro hombres, marchando a un trote rá- 
pido. Cuando hubieron andado unos 200 metros, los 
portadores fueron relevados por otros cuatro que pre- 
viamente se habían adelantado a caballo. Y así conti- 
nuaron, animándose unos a otros con gritos salvajes; la 
escena, en conjunto, formaba el más extraño funeral. 

Continuamos viajando hacia el Norte, en zigzag, y 
de cuando en cuando me detenía un día a estudiar la 
geología del país. Tan poco habitado está y tan borro- 
so se hallaba el camino, que a menudo nos costaba 
trabajo descubrirlo. El día 12 me detuve en algunas 
minas. El mineral no se consideraba como de muy 
buena clase; mas por ser abundante se suponía que la 
mina podría venderse en 30 ó 40.000 dólares (6.000 
u 8.000 libras esterlinas); pero al fín la adquirió una 
compañía inglesa por una onza de oro, esto es, tres li- 
bras y ocho chelines. Era pirita amarilla, que, según 
dejo dicho, antes de llegar los ingleses se creía que 
no contenía una partícula de cobre. Con una propor- 
ción de beneficios casi tan grande como en el caso 
precedente, se compraron montones de escorias ricas 
en diminutos glóbulos de cobre metálico, y, a pesar 
de todas esas ventajas, la compañía minera no consi- 
guió mas que perder inmensas sumas de dinero. La 
multiplicación de comisionados y accionistas, llevada 
a una exageración loca; un millar de libras anuales 
para el pago de los funcionarios chilenos; colecciones 



124 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


de costosas obras sobre geología; mineros especializa- 
dos en ciertos metales, como el cinc, que no se hallaba 
en Chile; contratos para suministrar leche a los mine- 
ros en las partes donde no hay vacas; maquinaria 
donde no era posible usarla, y cien otros capítulos aná- 
logos de gastos, concurrieron a evidenciar el absurdo 
cálculo de los mineros ingleses, suministrando materia 
de broma a los naturales. Sin embargo, no cabe duda 
de que el mismo capital, bien empleado en estas mi- 
nas, hubiera producido beneficios incalculables; un 
hombre de negocios de toda confianza, un minero 
práctico y un ensayador era todo el personal que se 
necesitaba. 

El capitán Head ha descrito la prodigiosa cantidad 
de mineral que los apirisj verdaderas bestias de carga, 
sacan de las minas más profundas. Confieso que lo 
creí una exageración y, por lo mismo, me alegré de 
poder pesar una de las cargas que tomé al azar. Pre- 
ciso me fué hacer un gran esfuerzo para levantarla del 
suelo. Habiéndola pesado se vió que llegaba a 197 li- 
bras. El apiri la había subido desde una profundidad 
de 80 metros, medidos verticalmente; advirtiendo que 
una parte del trayecto era un paso escarpado, y otra, 
la mayor, consistía en unos escalones de maderos es- 
cuadrados y dispuestos en zigzag por las paredes as- 
cendentes del pozo de la mina. Los reglamentos del 
trabajo no permiten al apiri detenerse a respirar a no 
ser que la mina tenga 600 pies de profundidad. La 
carga media se calcula en más de 200 libras, y me han 
asegurado que por apuesta se sacó una vez de la mina 
más profunda una de ¡300! En mi visita a la explota- 
ción, los apiris extraían la carga habitual 12 veces al 
día, o sea 2.400 libras, desde 80 metros de profun- 
didad, y además se los empleaba, durante los inter- 
valos, en cavar y recoger mineral. 

Estos hombres, salvo el caso de algún accidente 
desgraciado, gozan de salud y parecen alegres. Sus 


XV! 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


125 


cuerpos no son muy musculosos. Rara vez comen car- 
ne, una vez por semana a lo sumo, y aun entonces sólo 
la cecina, dura y seca, llamada charqui. Aun sabiendo 
que el trabajo en tales condiciones era voluntario, no 
por eso dejaba de sublevar el ánimo ver el estado en 
que llegaban a la boca de la mina: con los cuerpos 
doblados, los brazos apoyados en los escalones, las 
piernas encogidas, los músculos temblando, el sudor 
corriendo a mares por el rostro y pecho, las narices 
dilatadas, las comisuras de la boca contraídas y ja- 
deantes de suprema fatiga. Cada vez que respiran pro- 
fieren el grito articulado «ay, ay», que termina en un 
sonido arrancado del fondo del pecho, pero agudo 
como la nota de un pífano. Después de llegar tamba- 
leando al montón de mineral, vacian el capacho; en 
pocos segundos recobran el aliento, se enjugan el 
sudor de la frente, y, al parecer repuestos, vuelven a 
la mina de nuevo con paso rápido. En todo ello veo 
un maravilloso ejemplo de la cantidad de trabajo que 
la costumbre (pues no veo otra cosa) es capaz de hacer 
soportar a un hombre. 

Por la tarde estuve conversando con el mayordomo 
de estas minas sobre el número de extranjeros dise- 
minados a la sazón por todo el país, y a propósito de 
ello me refirió que no hacía mucho tiempo (pues era 
joven) recordaba habérseles dado a los muchachos 
de la escuela a que asistía, en Coquimbo, un día de 
asueto para ver al capitán de un barco inglés, llegado 
a la ciudad con ánimo de hablar al gobernador. Según 
dijo, por nada del mundo se hubieran acercado los 
escolares, ni él tampoco, a un inglés: tan arraigada te- 
nían la idea de que el contacto con semejante hombre 
los hubiera contaminado de herejía u otro mal grave. 
Todavía se cuentan las atrocidades cometidas por los 
filibusteros, y en especial la de uno que se llevó la 
imagen de la Virgen y volvió al año siguiente por la 
de San José, diciendo, en tono de mofa, que no le pa- 



126 


darwin: viaje del (íbeagleo 


CAP, 


recía bien dejar a ia señora sin su esposo (1). También, 
estando comiendo en Coquimbo, oí maravillarse a una 
anciana de haber vivido bastante para comer en el 
mismo cuarto con un inglés; porque recordaba que 
siendo muchacha, en dos distintas ocasiones, al oír el 
grito de «¡Los ingleses», todo el mundo había esca- 
pado a las montañas, con los objetos de valor que 
pudo llevarse consigo. 

14 de mayo . — Llegamos a Coquimbo, y allí nos de- 
tuvimos unos días. La ciudad no tiene nada de nota- 
ble, fuera de su extremada quietud. Se dice que con- 
tiene de 6.000 a 8.000 habitantes. En la mañana del 17 
llovió ligeramente, por primera vez en el año, durante 
unas cinco horas. Los labradores que cultivan trigo 
cerca de la costa, donde la atmósfera es más húmeda, 
suelen aprovechar estas lluvias para dar una primera 
labor a la tierra; al volver el agua siembran, y si cae 
por tercera vez hacen buena cosecha en primavera. 
Era interesante observar el efecto de esta escasa can- 
tidad de riego atmosférico. Doce horas después la 
tierra parecía estar tan seca como siempre; sin embar- 
go, a los diez días todas las colinas aparecían ligera- 
mente matizadas de corros verdes, y la hierba brotaba 
en hojuelas finas, cortas y dispersas. Antes de caer 
este chubasco todo estaba tan desnudo de vegetación 
como un camino carretero. 

Por la tarde el capitán Fitz Roy y yo comimos en 
casa de Mr. Edwards, inglés establecido en Coquim- 
bo, conocido de cuantos han visitado la ciudad, por 
sus generosos sentimientos hospitalarios; y mientras 
estábamos a la mesa vino un súbito temblor de tierra. 


(1) Se refiere aquí el autor a la profanación y robo de tem- 
plos, saqueo de poblaciones y violencias de todo género come- 
tidas en las Américas españolas desde los tiempos de Drake por 
sucesores de éste. — N. del T. 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


127 


Oí el ruido precursor; pero con los gritos de las seño- 
ras, el correr de la servidumbre y el precipitarse de 
varios caballeros a la puerta, no pude distinguir el 
movimiento. Algunas de las mujeres lloraban de terror 
poco después, y un señor aseguró que no podría dor- 
mirse en toda la noche, y que en caso de hacerlo so- 
ñaría con el derrumbamiento de las casas. El padre 
de esta persona había perdido todo lo que poseía en 
Talcahuano, y él mismo estuvo a punto de que le 
aplastara un techo de Valparaíso en 1822. Citó una 
coincidencia curiosa que entonces ocurrió: estaba ju- 
gando a la baraja, cuando un alemán, que era de la 
partida, se levantó, diciendo que jamás se sentaría en 
estos países en ningún cuarto con la puerta cerrada, 
pues por haberlo hecho así había corrido peligro de 
morir en Copiapó. Fué, por tanto, a abrir la puerta, y 
no bien lo hubo ejecutado, cuando exclamó: «¡Ya vuel- 
ve el temblori», y comenzó el famoso terremoto. Todo 
el grupo escapó. En los terremotos el peligro no está 
en el tiempo que se pierde en abrir la puerta, sino en 
la probabilidad de que ésta quede atrancada por el 
desplazamiento de las paredes. 

No hay palabras para ponderar el miedo que los 
naturales y extranjeros establecidos en el país desde 
algún tiempo experimentan al sobrevenir los terremo- 
tos. Y esto, aun tratándose de personas graves habi- 
tuadas a dominarse. Creo, sin embargo, que tal exce- 
so de pánico debe atribuirse en parte a la falta de 
costumbre de reprimir el terror, por no ser vergon- 
zoso el manifestarlo en esas ocasiones. El hecho es 
que a los naturales no les agrada ver una persona in- 
diferente. Me contaron que dos ingleses estaban dur- 
miendo al aire libre durante una sacudida bastante 
fuerte, y comprendiendo que no había peligro, siguie- 
ron tumbados. Las personas del país que los vieron 
exclamaron indignadas: «¡Mira esos herejes! ¡Ni si- 
quiera se levantan!» 



128 


darwin: vjajs del «bcagle» 


CAP. 


Dos días invertí en examinar las terrazas de casqui- 
jo escalonadas, que el capitán B. Hall notó por pri- 
mera vez, y que, según Mr. Lyell, han sido formadas 
por el mar durante la elevación gradual de la tierra. 
A no dudarlo, ésta es la verdadera explicación, por- 
que hallé en ellas numerosas conchas de especies exis- 
tentes. Hay cinco terrazas estrechas, suavemente in- 
clinadas, en forma de franjas, que se levantan una tras 
otra, y están formadas de casquijo en las partes mejor 
desenvueltas; hállanse frente a la bahía y recorren am- 
bos lados del valle. En Huasco, al norte de Coquimbo, 
el fenómeno se despliega en mucha mayor escala, en 
términos de llamar la atención de los mismos natura- 
les. Estas terrazas son aquí mucho más anchas, y pue- 
de llamárselas llanuras,** en algunas partes se cuentan 
seis, pero de ordinario sólo cinco, y suben por el valle 
arriba hasta la distancia de 37 millas a partir de la cos- 
ta. Todas se parecen mucho a las del valle de Santa 
Cruz, y fuera de tener menores proporciones, las gran- 
des del último punto corren todo a lo largo de la línea 
costera de Patagonia. Seguramente deben su origen 
al trabajo de denudación del mar, durante largos pe- 
ríodos de descanso en las elevaciones graduales del 
continente. 

Vense conchas de las muchas especies existentes, no 
sólo en la superficie de las terrazas de Coquimbo (a la 
altura de 75 metros), sino también encastradas en una 
roca calcárea friable, que en algunos sitios tiene entre 
20 y 30 pies de espesor, aunque es poco extensa. 
Estos estratos modernos descansan en una antigua 
formación terciaria que contiene conchas, al parecer 
todas extintas. A pesar de haber examinado tantos 
centenares de millas de costa de este continente, así 
en el lado del Atlántico como en el del Pacífico, no 
he hallado estratos regulares que contuvieran conchas 
de especies recientes, excepto en este lugar y en unos 
cuantos puntos al Norte, siguiendo el camino de Huas- 



XVI CHILE SEPTENTRÍON’AL Y PERÚ 129 

co. He aquí un hecho que me parece notabilísimo 
porque la explicación g-eneralmente dada por los geó- 
log-os sobre la ausencia de depósitos fosilíferos estra- 
tificados de un cierto período en cualquier región — es 
a saber, que las superficies donde tal ocurre eran a la 
sazón tierra seca — no es aplicable al caso presente, 
porque no nos consta, por las conchas diseminadas en 
el exterior y encastradas en arena suelta o tierra ve- 
getal, que las dos costas de Sudamérica, en millares 
de millas, hayan estado sumergidas recientemente. La 
explicación ha de buscarse, sin duda, en el hecho de 
haberse ido elevando lentamente y por largo tiempo 
toda la parte meridional del continente; de manera 
que todos los materiales depositados a lo largo de la 
playa en agua somera deben haber sobresalido muy 
pronto de ésta, quedando expuestos al desgaste del 
oleaje. Ahora bien; sabido es que sólo en aguas rela- 
tivamente superficiales pueden desarrollarse la mayor 
parte de los seres orgánicos marinos, y en tales aguas 
es evidentemente imposible que se acumulen estratos 
de gran espesor. Para patentizar el gran poder de des- 
gaste del oleaje nos basta señalar los enormes farallo- 
nes que hay a lo largo de la costa actual de Patagonia, 
y las escarpas de otros antiguos acantilados a diferen- 
tes niveles, uno tras otro, en esa misma línea de costa. 

La antigua formación terciaria infrayacente de Co- 
quimbo parece ser casi de la misma edad que los va- 
rios depósitos existentes en la costa de Chile (de los 
que el de Navidad es el principal) y que la gran for- 
mación de Patagonia. Tanto en Navidad como en Pa- 
tagonia hay pruebas de que, con posterioridad a la 
época en que vivían las conchas allí sepultas (cuya lis- 
ta ha dado el profesor E. Forbes), ha tenido lugar una 
sumersión de varios centenares de pies, así como una 
emersión subsiguiente (1). Puede preguntarse, sin 


(1) En la costa de Chile, y descansando sobre los estratos me- 
Darwtn: Viaje.— T. II. 9 



130 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


duda, cómo es que, a pesar de no haberse conservado 
en ninguno de los dos lados del continente extensos 
depósitos fosilíferos del período reciente, ni de otro 
período alguno intermedio entre él y la antigua época 
terciaria, sin embargo, en esta antigua época terciaria 
se ha depositado y conservado materia con restos fó- 
siles en diferentes puntos de las líneas norte y sur, en 
un espacio de 1.100 millas sobre las costas del Pací- 
fico, y de 1.350 lo menos sobre las del Atlántico, y en 
una línea este-oeste de 700 millas ai través de la par- 
te más ancha del continente. Creo que la explicación 
no es difícil, y que tal vez es aplicable a hechos casi 
análogos observados en otras partes del mundo. Con- 
siderando el enorme poder de denudación que posee 
el mar, según demuestran hechos innumerables, no es 
probable que un depósito sedimentario, al ser elevado, 
pudiera pasar por los trastornos y confusión reinantes 
en la playa, en términos de conservarse en masas ca- 
paces de durar hasta un período distante, sin que en 
un principio tuviera gran extensión y profundidad; 
ahora bien: es imposible que en un fondo de mode- 
rada profundidad, único favorable a la mayor parte de 
los seres vivientes del mar, pudiera extenderse una 
capa amplia y espesa de sedimento, sin que ese fondo 
se deprimiera para recibir leis capas sucesivas. Esto es 
lo que parece haberse realizado de hecho casi en el 
mismo período en la Patagonia meridional y Chile, no 


tamórficos del litoral, existen estos depósitos terciarios (hoy lla- 
mados acógenos) a que Darwin alude. Después de Darwin y de 
A. d’Orbigny, los geólogos Steinmann y Moricke (W.) han distin- 
guido dos niveles: uno inferior (capas de Navidad), cuya fauna ofre- 
ce afinidades atlánticas y aun mediterráneas, y otro inferior (ca- 
pas de Coquimbo), en las que su fauna es decididamente pacifica, 
con conchas emparentadas con las actualmente vivientes en el li- 
toral pacifico de la América del Sur. Con posterioridad se reco- 
nocen en estas costas varías playas levantadas en diferentes nive- 
les . — Nota de la edic. española. 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


131 


obstante hallarse estos lugares separados por un miliar 
de millas. De ahí que si los movimientos prolongados 
de sumersión, aproximadamente contemporánea, son 
generalmente de amplia extensión, como estoy muy 
inclinado a creer, por el examen que he hecho de los 
arrecifes de coral de los grandes océanos — o si, limi- 
tando nuestras consideraciones a Sudamérica, los mo- 
vimientos de sumersión han sido coextensivos con los 
de elevación, mediante los que, dentro del mismo pe- 
ríodo de conchas existentes, se han elevado las costas 
del Perú, Chile, Tierra del Fuego, Patagonia y la Pla- 
ta — , entonces podemos comprender que, al mismo 
tiempo y en puntos muy distantes, las circunstancias 
hubieran sido favorables a la formación de depósitos 
fosilíferos de gran extensión y considerable espesor; 
y tales depósitos, consiguientemente, hubieran tenido 
grandes probabilidades de resistir a los desgastes y 
desgarramientos de las excesivas líneas de costa y de 
durar hasta una época remota en lo futuro. 

21 de mayo . — Salí con D. José Eduardo para la 
mina de plata de Arqueros, y desde allí seguí por el 
valle de Coquimbo arriba. Después de pasar por un 
país montañoso, llegamos al anochecer a las minas, 
que pertenecen a Mr. Edwards. Aquí he disfrutado de 
un sueño delicioso, por una razón que no en todas 
partes se comprenderá bien, a saber: ¡la ausencia de 
chinches! Las habitaciones en Coquimbo están plaga- 
das de ellas; pero aquí no se conocen, aunque sólo 
estamos a la altura de 900 a 1.200 metros; la causa de 
ello difícilmente puede ser la escasa diferencia de 
temperatura; de modo que alguna otra circunstancia 
debe concurrir a la desaparición de tan enojosos insec- 
tos en este sitio. Las minas se hallan ahora en mal es- 
tado, aunque en otro tiempo produjeron cerca de 
2.000 libras en peso de plata anualmente. Se ha dicho 
que «una persona con una mina de cobre ganará; 



132 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


con una de plata puede ganar, pero con una de oro 
está segura de perder.» Esto no es verdad: todas las 
grandes fortunas chilenas se han hecho con minas de 
los metales más preciosos. No hace mucho que re- 
gresó de Copiapó a Inglaterra un médico inglés lle- 
vándose consigo los beneficios de una mina de plata, 
que ascendían a unas 24.000 libras esterlinas. Induda- 
blemente, una mina de cobre explotada con inteligen- 
cia es un negocio seguro, mientras que las otras son 
un juego de azar o, si se prefiere así, un billete de la 
lotería. Los propietarios pierden importantes cantida- 
des de rico mineral por no tomar precauciones contra 
los robos. Me contaron que un señor había apostado 
con otros a que uno de sus obreros le robaba estando 
él mismo presente. Después de sacar el mineral se le 
parte en pedazos, y los trozos inútiles se arrojan a un 
lado. Una pareja de mineros que estaban ocupados 
en esta operación tomaron, como por casualidad, dos 
fragmentos del 'mismo montón, y dijeron en tono de 
broma: «Veamos cuál de ellos rueda a mayor distan- 
cia.» El amo, que estaba cerca, apostó un puro con su 
amigo, poniendo por uno de los trozos. Valiéndose 
de este artificio, el minero se fijó bien en el punto de 
la escombrera donde se hallaba la piedra. Por la tarde 
la recogió y se la llevó a su amo, para mostrarle la 
gran cantidad de mineral de plata que contenía, y le 
dijo: «Esta es la piedra que le hizo ganar a usted un 
puro por haber ido más lejos que la otra.» 

23 de mayo . — Bajamos al fértil valle de Coquimbo, 
y le seguimos hasta llegar a una hacienda propiedad 
de un pariente de D. José, en cuya casa estuve el día 
siguiente. Luego hice una jornada a caballo más allá, 
para ver unas conchas y alubias petrificadas de que 
hablaban, y que al fin resultaron ser guijarrillos de 
cuarzo. Pasamos por varias aldehuelas, aí través de 
hermosos cultivos y de un paisaie grandioso. Aquí es. 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAI. Y PERÚ 


133 


tábamos cerca de la Cordillera principal, y las monta- 
ñas vecinas eran elevadas. En todas las reg-iones del 
norte de Chile los frutales producen más, cuando cre- 
cen a considerable altura cerca de los Andes, que en 
las comarcas más bajas del país. Los higos y uvas de 
esta parte gozan fama de ser excelentes y se cultivan 
en grandes extensiones. Este valle es quizá el más 
feraz del norte de Quillota; creo que contiene una po- 
blación de 25.000 habitantes, incluyendo la de Co- 
quimbo. Ai día siguiente regresé a la hacienda, y des- 
de allí, con D. José, a Coquimbo. 

2 de junio . — Salimos para el valle de Huasco, si- 
guiendo el camino de la costa, que estaba considera- 
do como menos desierto que el otro. El primer día de 
camino a caballo nos llevó a una casa solitaria llama- 
da Yerba Buena, donde había pasto para nuestros ca- 
ballos. La lluvia, que, según he referido, cayó hace 
quince días, no llegó mas que a medio camino de 
Huasco; de modo que el débil verdor del campo fué 
desapareciendo durante las primeras partes de nues- 
tra jornada hasta desvanecerse del todo. Aun en los 
sitios donde era más vivo, apenas bastaba para hacer 
recordar el fresco césped y las flores primaverales de 
otros países. Viajando por estos desiertos se siente 
uno como prisionero en un sombrío recinto, ansiando 
ver algo verde y aspirar una atmósfera húmeda. 

3 de junio . — De Yerba Buena a Carrizal. Durante 
la primera parte del día cruzamos un desierto forma- 
do por rocas y montañas, y después una larga hondo- 
nada arenosa, sembrada de conchas marinas rotas. 
Había muy poca agua, y ésta algo salada; todo el país 
de la costa de la Cordillera es un verdadero desierto 
inhabitado. Vi rastros sólo de un animal viviente que 
debía abundar mucho, a saber: las conchas de un 
BulimuSy que formaban montones en los sitios más 



134 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


secos. En primavera, una humilde plantita echa aigu* 
ñas hojas, y de ellas se alimentan los caracoles. Como 
se los ve muy de madrugada, cuando la tierra está 
ligeramente empapada de humedad, los guasos creen 
que los produce la planta mencionada. En otros luga- 
res he observado que las regiones extremadamente 
secas y estériles, donde el Suelo es calcáreo, favore- 
cen en gran manera el desarrollo de conchas terres- 
tres. En Carrizal había algunas quintanas, poca agua, 
que era salobre, y escasos indicios de cultivo; pero 
nos costó trabajo adquirir un poco de grano y paja 
para los caballos. 

4 de junio . — De Carrizal a Sauce. Proseguimos ca- 
minando por llanos desiertos, usufructuados por nu- 
merosos rebaños de guanacos. También cruzamos el 
valle del Chañeral, que, no obstante ser el más fértil 
entre Huasco y Coquimbo, es muy angosto y produce 
tan poco pasto, que no pudimos comprar nada para las 
cabalgaduras. En Sauce hallamos un señor anciano 
muy cortés, superintendente de una fundición de co- 
bre. Como favor especial me permitió comprar, a gran 
precio, un brazado de paja sucia, único alimento que 
ios pobres caballos tuvieron de cena aquella noche, 
después de un largo día de viaje. Pocos hornos de fun- 
dición trabajan ahora en ninguna parte de Chile; se 
ha creído más provechoso, a causa de la extremada 
escasez de leña y de ser tan imperfecto el procedi- 
miento chileno de reducción, embarcar el mineral 
para Swansea. Al día siguiente cruzamos algunas mon- 
tañas en dirección a Freirina, en el valle de Huasco. 
A cada jornada que hacíamos hacia el Norte la vege- 
tación disminuía más y más, y aun el gran cactus cirio 
se hallaba reemplazado aquí por una especie diferen- 
te y mucho más pequeña. Durante los meses de invier- 
no, tanto en el norte de Chile como en el Perú, se ve 
suspendido sobre el Pacífico un banco de nubes reía- 



XV! 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


135 


tívamente bajas. Desde las montañas pudimos gozar 
de una magnífica vista de este blanco y brillante cam- 
po aéreo, que se ramifica por los valles arriba, “dejan- 
do islas y promontorios como lo hace el mar en el ar- 
chipiélago Chonos y en Tierra del Fuego. 

Estuvimos dos días en Freirina. En el valle de Huas- 
co hay cuatro ciudades pequeñas. A la entrada se 
halla el puerto, lugar enteramente desierto y sin agua 
en las cercanías inmediatas. Cinco leguas más arri- 
ba se levanta la Freirina, aldea de trazado irregular, 
con blancas casas encaladas. Diez ¡leguas más allá 
está situado Ballenar, y sobre éste, Huasco Alto, aldea 
hortícola, famosa por sus frutos secos. En un día claro 
la vista del valle es hermosísima, y se prolonga subien- 
do hasta la nevada Cordillera, que aparece en la re- 
mota lejanía, mientras por ambos lados se cruzan una 
infinidad de sierras fundiéndose en una misteriosa 
bruma. La parte primera es notable por el gran núme- 
ro de terrazas paralelas, y la zona intermedia del valle 
verde, con sus sauces enanos, contrasta de un modo 
particular, por ambos lados, con las montañas peladas. 
El territorio de los alrededores era un yermo muerto, 
y con facilidad se comprenderá sabiendo que en los 
últimos trece meses no había caído una mala llovizna. 
Los habitantes de la región oían hablar con la mayor 
envidia de la lluvia de Coquimbo; sin embargo, el as- 
pecto del cielo les auguraba una fortuna igual, que 
vieron realizada quince días después. Por entonces es- 
tuve en Copiapó, y allí la gente hablaba con la misma 
envidia de la abundante lluvia de Huasco. Después de 
dos o tres años secos (acaso con un solo chubasco en 
todo ese tiempo) sigue de ordinario un año lluvioso, 
y éste resulta más perjudicial aún que la sequía. Los 
ríos salen de madre y cubren de grava y arena las 
estrechas fajas de tierra, únicas que son aptas para 
el cultivo. Las avenidas causan, además, averías en 
las presas de riego. Los estragos causados por una 



136 


DAR WIN ; VIAJE DEL «BEAGLE» 


CAP. 


de estas devastaciones fueron enormes tres años 
antes. 

8 de junio . — Cabalgamos hacia Bailenar, nombre 
derivado de Ballenagh, lugar de Irlanda, cuna de la 
familia de los O’Higgins, que en tiempo del dominio 
español fueron presidentes y generales en Chile. Como 
las montañas rocosas se hallaban ocultas por bancos 
de nubes, los llanos en terraza daban al valle un aspec- 
to parecido al de Santa Cruz, en Patagonia. Después 
de pasar un día en Bailenar, partí el 10 para el alto 
valle de Copiapó. Cabalgamos todo el día por un te- 
rreno desprovisto de interés. Estoy cansado de repe- 
tir los epítetos yermo y estéril. Sin embargo, estas pa- 
labras, en el uso común, sólo tienen un valor relativo; 
las he aplicado siempre a las llanuras de Patagonia, 
que producen únicamente arbustos espinosos y algu- 
nos matojos de hierba, lo cual es una verdadera ferti- 
lidad, comparada con la desnudez del norte de Chile. 
Pero también aquí hay pocas extensiones de 200 me- 
tros cuadrados donde no se halle algún pequeño ar- 
busto, cactus o liquen, si se mira con cuidado, y en el 
suelo duermen las semillas, prontas a brotar en el pri- 
mer invierno lluvioso. En el Perú hay verdaderos de- 
siertos en grandes porciones del país. Por la tarde 
llegamos a un valle en el que se veía alguna humedad 
en el cauce de un arroyuelo; le seguimos, y llegamos 
a un sitio donde había agua. aceptable. Durante la no- 
che, como la corriente no se evapora ni absorbe con 
tanta rapidez, recorre un trayecto mucho mayor que 
por el día. Abundan los palos secos para hacer fuego, 
de modo que era un excelente sitio para vivaquear; 
pero para los pobres animales no hubo un solo boca- 
do que comer. 

n de junio . — Cabalgamos sin detenernos por espa- 
cio de doce horas, hasta que llegamos a un antiguo 



XVi CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 137 

horno de fundición, donde había agua y leña; pero 
nuestros caballos tampoco tuvieron nada que comer, 
permaneciendo encerrados en un viejo corral. El ca- 
mino era montuoso, y el paisaje que desde él se des- 
cubría era interesante por los variados colores de las 
montañas desnudas. Casi daba lástima ver brillar cons- 
tantemente el sol sobre una comarca tan inútil: un 
cielo tan puro y brillante debería cobijar campos de 
cultivo y hermosos jardines. Al siguiente día llegamos 
al valle de Copiapó. Muy de veras me alegré de ello, 
porque durante el día entero no había dejado de sen- 
tir viva inquietud, siendo insoportable el oír a nues- 
tros caballos roer los postes a que estaban atados, 
mientras tomábamos la cena, y no tener medios de 
calmarles el hambre. Sin embargo, según todas las 
apariencias, los anímales conservaban su vigor, y na- 
die hubiera dicho que llevaban cuarenta y ocho horas 
y pico sin probar bocado. 

Tenía una carta de recomendación para Mr. Bin- 
gley, quien me recibió con todo género de atencio- 
nes en la hacienda de Potrero Seco. Esta posesión 
tiene de 20 a 30 millas de largo, pero es muy estrecha, 
pues generalmente sólo alcanza dos zonas cultivables, 
una a cada lado del río. En ciertas partes la finca ca- 
rece de anchura, es decir, no hay terreno de regadío, 
y, por tanto, no vale nada, como sucede con el pétreo 
desierto de los alrededores. La escasez de tierra culti- 
vada en toda la línea del valle no depende tanto de 
las desigualdades de nivel y consiguiente inadaptación 
al riego, cuanto del menguado surtido de agua. El río 
iba este año notablemente crecido; desde este sitio, 
subiendo valle arriba, el agua les llega a los caballos 
al vientre, con una anchura aproximada de 15 metros 
y una corriente rápida; más abajo disminuye gradual- 
mente, y de ordinario llega a secarse, como ocurrió 
durante un período de treinta años, en que no llevó 
al mar ni siquiera una gota. Los habitantes observan 



138 


darwín: viaje del «beagle» 


CAP, 


con gran interés las tempestades de la Cordillera, por 
lo mismo que una buena nevada los provee de agua 
para el año siguiente. Esto es de importancia inmen- 
samente mayor que la lluvia en las regiones más bajas. 
La última, siempre que viene (que suele ser una vez o 
dos cada dos o tres años) produce grandes beneficios, 
porque merced a ella el ganado vacuno y mular pue- 
de, por algún tiempo después, hallar algún pasto en 
las montañas. Pero si falta la nieve en los Andes, la 
desolación se extiende por todo el valle. Hay en la lo- 
calidad memoria de que en tres diversas ocasiones 
casi todos los habitantes se vieron obligados a emi- 
grar al Sur. Este año ha habido agua en abundancia, 
y todo el mundo regó sus campos cuanto quiso; pero 
a menudo ha sido necesario apostar soldados en las 
esclusas, para que cada finca o posesión tomara sólo 
la cantidad de agua que le estaba asignada durante 
determinadas horas de la semana. Se dice que el valle 
contiene una población de 12.000 almas; pero la pro- 
ducción no es suficiente mas que para tres meses del 
año, necesitándose completar el surtido con los víve- 
res de Valparaíso y del Sur. Antes de descubrirse las 
famosas minas de plata de Chanuncillo, Copiapó se 
hallaba en rápida decadencia; pero al presente goza 
de prosperidad, y la ciudad, que fué derruida por un 
terremoto, ha sido reedificada. 

El valle de Copiapó, que forma una mera cinta de 
verdor en un desierto, corre en dirección muy orien- 
tada al Sur; de modo que alcanza una gran longitud 
hasta su nacimiento, en la Cordillera. Los valles de 
Huasco y Copiapó pueden considerarse ambos como 
largas islas estrechas separadas del resto de Chile por 
desiertos de roca, en vez de estarlo por extensiones 
de agua salada. Al norte de éstos hay otro valle muy 
miserable, llamado Paposo, que contíehe unas 200 al- 
mas, y luego se extiende el verdadero desierto de 
Atacama, barrera mucho peor que el más turbulento 



zvr CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 139 

océano. Después de permanecer unos días en Potrero 
Seco proseguí mi viaje valle arriba hasta la casa de don 
Benito Cruz, para quien tenía una carta de recomen- 
dación. Le hallé sobremanera hospitalario; realmente 
es imposible hallar frases bastante expresivas para 
agradecer las bondades que suelen dispensarse a los 
viajeros en todas las partes de Sudamérica. Al día si- 
guiente alquilé algunas muías que me llevaron a la ba- 
rranca de Jolquera, en la Cordillera central. La segun- 
da noche el tiempo pareció anunciar una tormenta de 
nieve o lluvia, y mientras descansábamos en las camas 
preparadas en el suelo, sentimos un pequeño temblor 
de tierra. 

La conexión entre los terremotos y el estado del 
tiempo ha sido discutida muchas veces; paréceme un 
punto de gran interés, que se halla muy poco diluci- 
dado. Humboldt ha observado en una parte de la Na- 
rración personal (1) que sería difícil para todo el que 
haya residido largo tiempo en Nueva Andalucía (2) o 
en el bajo Perú negar que exista alguna relación entre 
estos fenómenos; en otros pasajes, sin embargo, pare- 
ce tener por imaginaria dicha relación. En Guayaquil 
se dice que una tormenta en la estación seca va inva- 
riablemente seguida por un terremoto. En el norte de 
Chile, a causa de la infrecuencia extrema de las llu- 
vias, y hasta del tiempo que las anuncie, la probabili- 
dad de coincidencias accidentales es muy pequeña; a 


(1) Vol. IV, pág. 11, y vol. II, pág. 217. En cuanto a las obser- 
vaciones de Guayaquil, véase el Journal de Silliman, vol. XXIV, 
pág. 384. Por lo que se refiere a Tacna.lo dicho por Mr. Hamilton, 
Transactions of British Association, 1840. Respecto del Cosegui- 
nq, a Mr. Calcleugh, en Phil. Trans., 1835. En la primera edi- 
ción de esta obra recogí varias referencias acerca de las coinci- 
dencias entre los descensos bruscos del barómetro y los terremo- 
tos, y entre terremotos y meteoros. 

(2) Denominación que llevaron antiguamente las provincias 
de Cumaná y Guayana. — N. del T. 



140 


darwín: viaje del «beaqle» 


CAP. 


pesar de ello, los habitantes están firmísimamente con- 
vencidos de que existe conexión entre el estado de la 
atmósfera y el temblor de la tierra. Me sorprendió 
mucho el que, al referir a algunas personas de Copia- 
pó que había habido una brusca sacudida sísmica en 
Coquimbo, exclamaron inmediatamente: «¡Magnífico! 
Este año habrá pasto en abundancia.» A juicio suyo, 
un terremoto anunciaba la lluvia tan seguramente 
como ésta predecía abundante hierba. Realmente, el 
chubasco que he descrito en páginas anteriores, y que 
hizo brotar una ligera capa de hierba menuda y fina, 
ocurrió en el mismo día del terremoto. En otras oca- 
siones la lluvia ha seguido a los terremotos en aquel 
período del año en que es un fenómeno más extraor- 
dinario que el terremoto mismo: tal ocurrió después 
del temblor de noviembre de 1822, y otra vez, en 1829, 
en Valparaíso; también después del de septiembre 
de 1833 en Tacna. Es necesario estar algo habituado al 
clima de estos países para comprender la suma impro- 
babilidad de que llueva en ciertas estaciones, a no ser 
como consecuencia de alguna ley sin la menor rela- 
ción con el curso ordinario del tiempo. En los casos 
de las grandes erupciones volcánicas como la del Co- 
seguina, en que cayeron lluvias torrenciales en una 
época del año enteramente impropia y «sin preceden- 
tes casi en la América Central», podría explicar el fe- 
nómeno por la perturbación atmosférica que forzosa- 
mente han de causar las grandes cantidades de vapor 
y nubes de cenizas. Humboldt extiende este modo de 
ver a los terremotos no acompañados de erupciones; 
pero difícilmente concibo la posibilidad de que las 
pequeñas cantidades de fluidos aeriformes salidos de 
las hendeduras de la tierra originen tan notables efec- 
tos. Así, pues, parece estar bastante fundada la opi- 
nión expuesta primeramente por Mr. P. Scrope, según 
la cual cuando hay una gran baja barométrica y puede 
esperarse que llueva, la menor presión de la atmósfe- 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


141 


ra en una amplia extensión permitiría determinar el 
día preciso en que la corteza terrestre, distendida ya 
en sumo grado por las fuerzas subterráneas, cediera, 
se rajara, y, en consecuencia, temblara. Sin embargo, 
es dudoso que esta hipótesis explique cumplidamente 
las lluvias torrenciales que caen en la estación seca 
durante varios días, después de un terremoto no 
acompañado de erupción; tales casos parecen indicar 
alguna conexión más íntima entre las regiones atmos- 
féricas y subterráneas. 

Como hallábamos escaso interés en esta parte de la 
barranca, regresamos a la casa de D. Benito, donde 
estuve dos días recogiendo conchas y madera fósiles* 
Abundaban en número extraordinario los grande® 
troncos de árboles convertidos en sílice, empotrado 
en un conglomerado. Medí uno que tenía 15 pies de 
circunferencia. ¡Cuán admirable es que cáda uno de 
los átomos de la materia leñosa de este gran cilindro 
hayan sido desplazados y reemplazados por sílex con 
perfección tanta, que se conservan vasos y poros! Estos 
árboles florecieron aproximadamente en el período 
cretáceo inferior de Europa, y todos ellos pertenecían 
a la tribu de los abetos. Era divertido oír a la gente 
del país discutir la naturaleza de las conchas fósiles 
por mí recogidas casi en los mismos términos usados 
hace un siglo en Europa, esto es, «si eran o no pie- 
dras talladas así por la Naturaleza». Mi examen geoló- 
gico del país extrañó bastante a los chilenos en gene- 
ral, que no podían convencerse de que no anduviera 
en busca de minas. Esto me ocasionó frecuentes mo- 
lestias. Para hacerles comprender el objeto de mis ex- 
ploraciones, me pareció lo más fácil preguntarles cómo 
es que no se interesaban por estudiar los volcanes y 
terremotos por qué unos manantiales eran calientes y 
otros fríos; por qué había tantas montañas en Chile 
y ninguna en La Plata. Estas sencillas preguntas satis- 
ficieron e impusieron silencio al mayor número; pero 



142 


DARWm: VIAJE DEL «BEAQLE» 


CAP. 


no faltaron algunos (como los pocos que en Ingla- 
terra viven atrasados un siglo) que califícaron todas 
mis pesquisas de inútiles e impías, pues, a su jui- 
cio, bastaba saber que Dios había hecho asi las mon- 
tañas. 

Recientemente se había publicado una orden man- 
dando matar a todos los perros vagabundos, y vimos 
a muchos muertos en el camino. Habían rabiado gran 
número de ellos poco antes, y varios hombres habían 
sido mordidos y muerto en consecuencia. La hidro- 
fobia se ha presentado en este valle en varias ocasio- 
nes. Es notable que tan extraña y terrible enfermedad 
aparezca de tiempo en tiempo en un mismo sitio ais- 
lado. Se ha observado que ciertas aldeas de Inglaterra 
se hallan, análogamente, más sujetas que otras a esta 
plaga. El Dr. Unanúe afirma que la hidrofobia se co- 
noció por vez primera en Sudamérica en 1803; este 
aserto se halla corroborado por Azara y Ulloa, que en 
su tiempo nunca oyeron hablar de tal enfermedad. El 
mismo doctor añade que se manifestó por vez primera 
en la América Central, y desde allí se propagó poco 
a poco hacia el Sur, Llegó a Arequipa en 1807, y, se- 
gún se dice, la enfermedad atacó a algunas personas 
que no habían sido mordidas, como Ies ocurrió a unos 
negros por haber comido carne de un toro muerto de 
hidrofobia. En lea el número de víctimas se elevó 
a 42. La enfermedad se presentó entre los doce y no- 
venta días después de la mordedura, y en todos los 
casos se siguió invariablemente la muerte a los cinco 
días. Después de 1808 siguió un largo período en que 
no se tuvo noticia de ningún atacado. Habiendo hecho 
indagaciones en Tasmania y Australia, averigüé que 
allí no se conocía tal enfermedad; y Burchell dice que 
durante los cinco años que estuvo en el cabo de Bue- 
na Esperanza nunca oyó hablar de caso alguno, Webs- 
ter asegura que en las Azores no se ha presentado 
nunca esa infección, y lo propio se dice con respecto 



CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


143 


^VI 

a las islas Mauricio y Santa Elena (1). En lo tocante a 
tan extraña enfermedad, quizá pudiera recogerse una 
información útil considerando las circunstancias en 
que se presenta en climas distantes, porque es impro- 
bable que se haya llevado a ellos un perro ya mordido 
y contaminado. 

Por la noche llegó un desconocido a la casa de don 
Benito, y pidió permiso para dormir allí. Contó que 
llevaba diez y siete días dando vueltas por las mon- 
tañas a causa de haberse extraviado. Había salido de 
Huasco, y estando acostumbrado a viajar por la Cor- 
dillera, creyó no encontrar dificultad en seguir la ruta 
de Copiapó; pero no tardó en verse envuelto en un 
laberinto de montañas, del que no pudo salir. Algunas 
de sus muías se habían despeñado en los precipicios, 
y él mismo se había hallado en trances apuradísimos. 
Lo que más le atormentó fué no saber dónde hallar 
agua en las hondonadas; de modo que le fué preciso 
seguir bordeando las sierras centrales. 

Regresamos valle abajo, y el 22 llegamos a la ciu- 
dad de Copiapó. La parte inferior del valle es ancha 
y forma una hermosa llanura, como la de Quillota. La 
ciudad ocupa un considerable' espacio de terreno, 
pues cada casa tiene un huerto; pero es un sitio incó- 
modo y las viviendas están mal provistas de muebles. 
Todo el mundo parece preocuparse únicamente de 
hacer dinero para emigrar después lo antes posible. 
Los habitantes, sin excepción, se hallan, directa o in- 
directamente, interesados en minas, y no se habla de 
otra cosa que de ellas y de minerales. Los víveres, de 
todas clases, se venden carísimos, porque la ciudad 


(1) Observaciones sobre el clima de Lima, pág. 67; Viajes de 
Azara, vol. I, pág. 381; Viaje de Ulloa, vol. II, pág. 28; Viajes 
de Burchell, vol. 11, pág. 524; Description ofthe Azores, de Webs- 
TER, pág. 124; Voyage a l’Isle de France, par un Officier du Roi, 
tomo I, pág. 248; Description of Sí. Helena, pág. 123. 



144 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


dista del puerto 18 leg-uas y ios carros del país ilevan 
altos precios por ios transportes. Un pollo cuesta cin- 
co o seis chelines; la carne es casi tan cara como en 
Inglaterra; la leña, o más bien los palos, se llevan en 
borricos desde una distancia de dos y tres días de ca- 
mino al interior de la Cordillera, y el pienso de las 
caballerías cuesta un chelín diario; todo esto, para 
Sudamérica es prodigiosamente exorbitante. 

26 de junio . — Alquilé un guía y ocho muías, que me 
llevaran a la Cordillera en una dirección diferente de 
la de mi última excursión. Como el país estaba ente- 
ramente inhabitado y el terreno era yermo, llevé carga 
y media de cebada mezclada con paja. A cosa de dos 
leguas más arriba de la ciudad, un ancho valle, llama- 
do el «Despoblado», arranca del que nosotros ha- 
bíamos seguido. Aunque es un valle de grandísimas 
dimensiones, que conduce a un paso por la Cordillera, 
está completamente seco, exceptuando tal vez unos 
cuantos días en los inviernos muy lluviosos. Las pen- 
dientes de las montañas apenas estaban cruzadas por 
barrancos, y el fondo del valle principal, lleno de cas- 
cajo, presentaba una superficie alisada y rasa, casi ho- 
rizontal. Por este lecho de grava jamás debió de co- 
rrer ningún torrente considerable, porque de otro 
modo se hubiera formado un cauce encajado, como 
en todos los valles meridionales. Apenas me cabe 
duda de que este valle, como los mencionados por 
los que han viajado por el Perú, fué dejado en la for- 
ma que ahora le vemos por las olas del mar, en tanto 
la tierra se elevaba lentamente. En un sitio donde 
el despoblado se unía con una barranca (que en cual- 
quiera otra cadena se hubiera llamado un gran valle), 
observé que su lecho, aunque compuesto sólo de are- 
na y lavas, era más alto que el de su tributario. Un 
mero riachuelo, en el período de una hora hubiera 
abierto un canal; pero saltaba a la vista que habían 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


145 


pasado largas edades sin que el tal riachuelo hubiera 
corrido por allí. Era curioso contemplar la mecánica, 
si cabe esta expresión, del drenaje, perfectísima en 
todos sus pormenores, pero sin el menor indicio de 
haber funcionado. Apenas habrá quien no haya obser- 
vado que ios bancos de cieno dejados por las mareas 
al retirarse imitan en miniatura un país con sus colinas 
y cañadas, y aquí tenemos el modelo original en rocas, 
formado al paso que el continente se elevaba durante 
la retirada secular del océano, en lugar de verificarse 
entre el flujo y reflujo de las mareas. Si en los bancos 
de cieno, después de secos, cae un chubasco, se ahon- 
dan las líneas poco profundas de excavación anterior- 
mente formadas, y lo mismo pasa con las lluvias caídas 
por espacio de siglos sobre los bancos de roca y el 
suelo que llamamos un continente. 

Seguimos caminando hasta después de obscurecer, 
en que llegamos a una barranca lateral, con un pe- 
queño pozo, llamado «Agua Amarga». Realmente, el 
agua merecía este nombre, porque además de salina 
y pútrida tenía un amargor repugnante; de modo que 
nos fué imposible bebería ni siquiera en infusiones de 
te o mate. Calculo que la distancia desde el río de 
Copiapó a este sitio era al menos de 25 a 30 millas 
inglesas, y en todo el trayecto no había ni una sola 
gota de agua, mereciendo el país el nombre de de- 
sierto, en el sentido más estricto. En este desierto, 
casi a medio camino, pasamos por algunas antiguas 
ruinas indias cerca de Punta Gorda. También advertí 
en algunos de los valles que parten del Despoblado 
que había dos montones de piedras un poco apartados 
y dirigidos como si señalaran las bocas de estos va- 
llecitos. Mis compañeros no supieron decirme nada 
sobre ellos, y a mis preguntas contestaron con su im- 
perturbable «¿quién sabe?» 

Observé esas ruinas indias en varias partes de la 
Cordillera, siendo las más perfectas de todas las de 


Darwin: Viaje.— T. II. 


10 



146 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


Tambillos, en el paso de Uspallata. Vense en ellas 
conjuntos de cuartitos cuadrados agrupados en divi- 
siones distintas; todavía se conservaban algunas de las 
entradas, cuyo dintel era una losa de piedra, atrave- 
sada a la altura de unos tres pies. Ulloa ha hecho no- 
tar que las puertas de las antiguas viviendas peruanas 
eran muy bajas. Estas construcciones, cuando estaban 
íntegras, debieron ser capaces de contener gran nú- 
mero de personas. La tradición refiere que se usaron 
para sitios de descanso de los Incas cuando cruzaban 
las montañas. Se han descubierto restos de casas in- 
dias en muchas otras partes, donde no parece proba- 
ble que se usaran con el fin antes indicado, y siempre 
donde la tierra es manifiestamente impropia para toda 
clase de cultivo, como sucede cerca de Tambillos o 
en el Puente de los Incas o en el Paso de Portillo, en 
todos los cuales vi ruinas. En la barranca de Jajuel, 
cerca de Aconcagua, donde no hay paso, me dieron 
noticia de restos de casas situadas a gran altura, en 
una región extremadamente fría y estéril. Al principio 
imaginé que esos edificios habrían sido lugares de re- 
fugio, construidos por los indios al llegar por vez pri- 
mera los españoles; pero posteriormente me he sen- 
tido inclinado a suponer que ha debido sobrevenir un 
pequeño cambio de clima. 

En esta parte septentrional de Chile, dentro de la 
Cordillera, se dice que las antiguas casas indias son 
especialmente numerosas; cavando entre las ruinas se 
hallan frecuentemente trozos de géneros de lana, ins- 
trumentos hechos de metales preciosos y mazorcas de 
maíz; un curioso regalo que me hicieron fué el de una 
punta de flecha, de ágata, y precisamente de la misma 
forma que las usadas todavía en Tierra del Fuego. Me 
consta que los indios peruanos suelen habitar actual- 
mente en las partes más elevadas y estériles; pero en 
Copiapó me aseguraron hombres que han pasado la 
vida viajando al través de los Andes que había mu- 


XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


147 


chísimas casas a grandes alturas, cercanas a las nieves 
perpetuas y en lugares donde no hay pasos ni la tierra 
produce absolutamente nada, ni hay tampoco agua. 
A pesar de ello, la opinión de la gente del país — si 
bien no aciertan a explicarse las circunstancias apun- 
tadas — es que, juzgando por el aspecto de las casas, 
los indios deben de haberlas usado como residencias. 
En este valle de Punta Gorda, los restos de esas edi- 
ficaciones se componen de siete u ocho cuartitos cua- 
drados, de forma semejante a los de Tambillos, pero 
construidos principalmente de un barro cuya resisten- 
cia no saben dar ai de hoy ni los habitantes de aquí 
ni, según Ulloa, los del Perú. Estaban situados en el 
sitio más visible e indefenso, en el fondo plano del 
ancho valle. Los manantiales y las corrientes de agua 
más próximas distaban de tres a cuatro leguas, y, con 
todo eso, ni eran buenos ni abundantes. El suelo no 
producía absolutamente nada; de modo que en vano 
busqué algún liquen adherido a las rocas. Á1 presente, 
contando sólo con las bestias de carga para el trans- 
porte, no podría explotarse aquí con provecho una 
mina, a no ser que fuera muy rica. Y, no obstante, 
{los indios escogieron antiguamente este sitio para 
fijar en él su residencial Si en el día de hoy cayeran 
al año dos o tres chubascos, en lugar del único que 
ahora cae, probablemente se formaría un arro)ruelo en 
este gran valle, y entonces, por un sistema de riego 
como el que en lo antiguo supieron aplicar tan bien 
los indios, el suelo produciría fácilmente lo necesario 
para sostener unas cuantas familias. 

Tengo pruebas convincentes de que esta parte del 
continente sudamericano se ha elevado cerca de la 
costa, al menos, de 400 a 500 pies, y en algunas par- 
tes, de 1.000 a 1.300, desde la época en que vivían 
las conchas existentes, y más adentro la elevación ha 
sido mayor probablemente. Como la peculiar aridez 
del clima es a todas luces consecuencia de la altura 


148 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


de la Cordillera, puede tenerse la seguridad casi com- 
pleta de que antes de las últimas elevaciones la atmós- 
fera no estuvo tan completamente desprovista de hu- 
medad como ahora, y, además, habiendo sido gradual 
la elevación, lo propio ha ocurrido con el cambio de 
clima. En este supuesto de un cambio de clima pos- 
terior a la época en que dichas construcciones estuvie- 
ron habitadas, las ruinas deben de ser antiquísimas, y, 
por otra parte, no creo que su conservación ofrezca 
dificultad de ningún género en el clima chileno. Tam- 
bién es preciso admitir en tal hipótesis (y ésta es quizá 
una difícultad mayor) que el hombre ha habitado en 
Sudamérica durante un período inmensamente largo; 
tanto más, cuanto que todo cambio de clima causado 
por la elevación del país ha debido ser extremada- 
mente gradual. En Valparaíso, en los últimos doscien- 
tos veinte años, el terreno se ha elevado algo menos 
de 19 pies; en Lima, una playa ha subido con segu- 
ridad de 80 a 90 pies en el período indio-humano; 
pero tan pequeñas elevaciones hubieran modificado 
en muy escasa cantidad la marcha general de las co- 
rrientes atmosféricas portadoras de humedad. El doc- 
tor Lund, sin embargo, halló esqueletos humanos en 
las cuevas del Brasil, cuyo aspecto le indujo a creer 
que la raza india ha existido en Sudamérica durante 
un vasto lapso de tiempo. 

Estando en Lima conversé sobre estos asuntos (1) 
con Mr. Gilí, ingeniero civil, que había visto una gran 
parte del interior del país. Me dijo que por su mente 


(1) Temple, en sus viajes por el Alto Perú o Bolivia, hablan- 
do del trayecto de Potosí a Oruro, dice: «Vi muchas aldeas o vi- 
viendas indias en ruinas hasta en las cumbres mismas de las mon- 
tañas, signos evidentes de haber existido una antigua población 
en lugares donde ahora todo está desolado.» Análogas observa- 
ciones hace en otro lugar; pero no puedo decir si esta desolación 
ha sido causada por la falta de habitantes o por las condiciones 
del terreno, profundamente alteradas. 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


149 


había pasado muchas veces la sospecha de un cambio 
de clima; pero que, a su juicio, la mayor parte del te- 
rreno, incapaz ahora de cultivo y cubierto de ruinas 
indias, había quedado reducido a tal estado por el 
deterioro de los canales de rieg-o, construidos anti- 
guamente por los indios en tan prodigiosa escala, y 
que al fin se inutilizaron a causa del abandono o por 
movimientos subterráneos. Conviene mencionar aquí 
que los peruanos llevaron realmente sus aguas de rie- 
go por túneles abiertos al través de montañas de só- 
lida roca. Dicho ingeniero me dijo que había prestado 
sus servicios profesionales en el examen de uno de 
ellos, y vió que el paso era bajo, estrecho, tortuoso y 
de anchura varia, pero de longitud muy considerable. 
¿No es asombroso que hayan emprendido tales obras 
hombres que no conocían el use del hierro ni el de 
la pólvora de cañón? Mr. Gilí me citó también el caso 
interesantísimo, y sin semejante a lo que yo sé, de una 
perturbación subterránea que alteró el drenaje de una 
región. Viajando de Casma a Huaraz (no muy lejos 
de Lima), halló una llanura cubierta de ruinas y seña- 
les de antiguo cultivo, pero no del todo estéril. Cerca 
de ella se veía el cauce seco de un río considerable, 
del que antiguamente se había tomado el agua para 
el riego. Nada indicaba en él, al parecer, que el río 
no hubiera corrido por su lecho años atrás; en unos 
puntos había capas de arena y grava; en otros la roca 
sólida se había desgastado, hasta formar un espacioso 
canal, que en cierto sitio tenía 40 pies de ancho por 
ocho de profundo. Es evidente que al seguir el cauce 
de una corriente agua arriba habrá que ascender siem- 
pre, con una inclinación mayor o menor, y de ahí que 
Mr. Gilí quedara asombrado cuando, al caminar por 
el lecho de este antiguo río, hacia su origen, hallóse 
bajando de pronto por la pendiente de una cuesta 
con una caída perpendicular de 40 ó 50 pies, según 
su cálculo. Aquí tenemos la prueba inequívoca de un 



150 


darwín: viaje del «beagle» 


CAP. 


desnivel formado por la elevación del suelo en direc- 
ción transversal al antiguo cauce de una corriente. 
Desde el momento en que se realizó tal fenómeno, el 
agua, necesariamente, hubo de retroceder y dar ori- 
gen a un nuevo canal. Y, a partir también de ese mo- 
mento, la llanura inmediata, privada de la corriente 
que la fertilizaba, se convirtió en un desierto. 

27 de junio . — Partimos de madrugada, y a eso del 
mediodía llegamos al barranco de Paypote, donde hay 
un arroyuelo con escasa vegetación y unos cuantos 
algarrobos. Por haber combustible, se construyó anti- 
guamente aquí un horno de fundición; al cuidado de 
él hallamos a un hombre solo, cuya única ocupación 
consistía en cazar guanacos. Por la noche heló inten- 
samente; pero como teníamos leña en abundancia 
para la hoguera que hicimos, lo pasamos tan cómoda- 
mente como al amor de una buena estufa. 

28 de junio . — Proseguimos ascendiendo gradual- 
mente, y el valle ahora se convirtió en un barranco. 
Durante el día vimos varios guanacos y huellas de otro 
animal muy afín, la vicuña (1); esta última especie es 
eminentemente alpina en sus hábitos; rara vez descien- 
de muy por debajo del límite de las nieves perpetuas, 
y, por tanto, frecuenta parajes aún más elevados y es- 
tériles que los visitados por el guanaco. 

Fuera de estos cuadrúpedos, sólo vimos unos cuan- 
tos zorros de poco tamaño; y supongo que este ani- 
mal caza ratones y otros roedores pequeños, que 
mientras haya rastros de vegetación se multiplican 
bastante, aun en lugares desiertos; en Patagonia, en 
los mismos bordes de las salinas, donde nunca se halla 
una gota de agua dulce, como no sea el rocío, estos 
animalejos pululan en número incontable. Después de 


(1) Véase no.ta de la págf. 236 del tomo I. 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


151 


los lag-artos, los rátones parecen ser los que mejor 
pueden vivir en las menores y más secas porciones 
de la tierra, aun en islitas en medio de los grandes 
océanos. 

El paisaje sólo presentaba en todas partes desola- 
ción, iluminada y hecha palpable por un cielo puro y 
sin nubes. Por algún tiempo es sublime semejante pa- 
norama; pero este sentimiento no puede durar, y acaba 
por parecer sin interés. Vivaqueamos ai pie de la «pri- 
mera línea» (1), o áea la primera divisoria de las aguas. 
Las corrientes, sin embargo, en la parte oriental no 
van al Atlántico, sino a una región elevada, en medio 
de la cual hay una gran salina o lago salado; de esta 
suerte vienen a formar un pequeño mar Caspio, a la 
altura quizá de 10.000 pies. En el lugar donde dormi- 
mos había algunas extensiones nevadas, pero no per- 
manecen así todo el año. Los vientos en estas eleva- 
das regiones obedecen a leyes muy regulares: todos 
los días sopla una fresca brisa que sube del fondo de 
los valles, y por la noche, una hora o dos después de 
ponerse el Sol, el aire de las regiones frías superiores 
desciende como por un embudo. Hoy, por varias 
horas seguidas, desde el anochecer se desencadenó 
un fuerte temporal de viento, y la temperatura debió 
de bajar considerablemente por debajo del cero cen- 
tígrado, porque el agua de una vasija pronto se con- 
virtió en un bloque de hielo. Todas las ropas de abri- 
go fueron insuficientes para oponer un obstáculo al 
aire, de modo que sentí un frío horroroso; tanto, que 
no pude dormir; por la mañana me levanté presa de 
una gran pesadez y entumecimiento. 

En la Cordillera, más al Sur, mueren personas a 
causa de las tempestades de nieve; aquí el que mata a 
veces es el viento helado. Mi guía, siendo muchacho 
de catorce años, pasaba la Cordillera con un grupo de 


(1) Ed casteliano en el original. 






FíCULTaO 


\filosof/a 


j'ieritAS / 

1/ 1 1 I i 


152 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


viajeros en el mes de mayo, y cuando estaban en la 
parte central se levantó una furiosa tempestad de 
viento, que a duras penas permitía a los caminantes 
sostenerse en sus cabalgaduras, y levantaba las pie- 
dras en remolinos. El día estaba enteramente despe- 
jado y no había caído ni un copo de nieve, pero la 
temperatura era baja. Tal vez el termómetro no hubie- 
ra bajado muchos grados bajo de cero; mas el efecto 
causado en los viajeros debió de ser proporcional a 
la rapidez de la corriente de aire frío. El temporal se 
prolongó por más de un día, con lo que los hombres 
empezaron a perder las fuerzas y las muías a no poder 
avanzar. El hermano de mi guía intentó retroceder, 
pero sucumbió, y dos años después se halló su cadá- 
ver tendido al lado del de su muía, junto al camino, 
con la brida todavía en la mano. Otros dos individuos 
de la partida perdieron los dedos de las manos y pies, 
y de 200 muías y 30 vacas, sólo 14 de las primeras es- 
caparon con vida. Hace muchos años, se supone que 
debió de perecer de un modo análogo una partida 
muy numerosa de viajeros; pero sus cuerpos no se han 
descubierto hasta la fecha. La combinación de un cie- 
lo sin nubes con una baja temperatura y un viento hu- 
racanado debe de ser, a mi juicio, en todas las partes 
del mundo un fenómeno rarísimo. 

29 de junio . — Caminamos muy de buena gana valle 
abajo hasta nuestro anterior alojamiento nocturno, y 
desde allí hasta cerca de Agua Amarga. En 1 de julio 
llegamos al valle de Copiapó. La fragancia del trébol 
verde me pareció deliciosa, después de haber respira- 
do el aire inodoro del seco y estéril Despoblado. Mien- 
tras estábamos en la ciudad oí hablar a varios vecinos 
de una altura cercana que llamaban El Bramador. Por 
entonces no presté bastante atención al relato; pero a 
lo que entendí, la montaña estaba cubierta de arena y 
el ruido se producía sólq cuando, al subir por la pen- 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


153 


diente, la arena se ponía en movimiento. Las mismas 
circunstancias se describen con pormenores, apoyán- 
dose en la autoridad de Seetzen y Ehrenberg (1), se- 
ñalándolas como causa de los sonidos que se oyen en 
el Monte Sinaí, cerca del Mar Rojo. Una persona que 
me refirió haber observado el fenómeno me dijo que 
era de lo más sorprendente, y aseguró que, si bien no 
comprendía el modo de producirse, era necesario ha- 
cer rodar la arena por la pendiente abajo. En la costa 
del Brasil observé muchas veces que los cascos de las 
cabalgaduras producían un chirrido peculiar cuando 
caminaban por arena seca y áspera, efecto sin duda 
del roce de las partículas de cuarzo. 

Tres días después tuve noticia del arribo del Beagle 
al Puerto, que dista 18 leguas de la ciudad de Copia- 
pó. Hay muy poco terreno cultivado en la hondonada 
del valle, y en su amplia extensión no crece mas que 
una mísera hierba dura, que ni los asnos pueden ape- 
nas comer. Esta pobreza de vegetación se debe a la 
gran cantidad de materia salina que impregna el sue- 
lo. El puerto se compone de un conjunto de misera- 
bles tugurios, situados al pie de una llanura estéril. 
En esta época del año, como el río contiene bastante 
agua para llegar al mar, los habitantes gozan de la 
ventaja de tener agua dulce en un trayecto de milla y 
media. En la playa había enormes montones de mer- 
cancías, y el sitio reflejaba cierta actividad. Por la 
tarde di un cordial adiós a mi compañero Mariano 
González, con quien había cabalgado tantas leguas 
en Chile. A la mañana siguiente el Beagle zarpó para 
Iquique. 

12 de julio . — Anclamos en el puerto de Iquique, a 


(1) Edinburgh Pkilosopkical Journal, enero 1830, pág. 74, y 
abril 1830, pá§f. 258. Véase además Daubeny, en Volcanes, pá* 
gina 438, y Bengal Journal, vol. VII, pág. 324. 



154 


darwin; viaje del «beaqle» 


CAP. 


los 20® 12 ' de latitud, en la costa del Perú (1). La ciu- 
dad tiene unos 1.000 habitantes, y se levanta sobre 
una pequeña llanura arenosa, al pie de una gran mu- 
ralla de roca, de 2.000 pies de altura, que forma aquí 
la costa. El territorio, en general, está desierto. Un 
ligero chubasco cae sólo una vez en muchos años, y 
los barrancos se llenan, como es natural, de detritus, 
mientras las laderas se cubren de montones de fina 
arena blanca hasta la altura de 1.000 pies. Durante 
esta parte del año, sobre el murallón de rocas de la 
costa, se tiende casi constantemente un denso banco 
de nubes. El aspecto del lugar era en extremo som- 
brío; el pequeño puerto, con sus contados barcos 
y reducido grupo de pobres casas, parecía abatido 
y fuera de toda proporción con el resto del pai- 
saje (2). 

Los habitantes viven como ios pasajeros a bordo de 
un barco; todos los víveres Ies llegan de sitios distan- 
tes: el agua se lleva en botes desde Pisagua, que está 
unas 40 millas al Norte, y se vende a nueve reales la 
barrica de 18 galones. Una botella de vino me costó 
tres peniques. Asimismo se importa la leña y, por su- 
puesto, los artículos alimenticios de todas clases. 
Pocos son los animales que pueden vivir en tal lugar. 
A la mañana siguiente alquilé con dificultad, por cua- 
tro libras esterlinas, dos muías y un guía, que me lle- 
varan a las explotaciones de nitrato de sosa (3). Estas 


(1) Hoy de Chile, en virtud del Tratado de Ancón. — No¿a 
del traductor. 

(2) Hoy es una ciudad de 45.000 habitantes, capital del depar- 
tamento y provincia de Tarapacá, y puerto importante. — Nota 
del traductor. 

(3) De Atacama a Chile se extienden, a lo largo de la zona de- 
sértica, los yacimientos de nitrato de sosa llamados de Taltal, de 
Aguas Blancas, de Antofagasta, de Tocopilla, de Huaníllos y de 
Tarapacá. Al nitrato en cuestión se le llama también, por razón 
de su origen, nitrato de Chile. La costra salina se llama caliche y 
calichera aLyacimiento. — Notado la edic. española. 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


155 


son las que al presente sostienen a Iquique. El nitrato 
se exporte por primera vez en 1830: en un año se en- 
viaron a Francia e Inglaterra grandes cantidades, por 
valor de 100.000 libras esterlinas. Usase principalmen- 
te como abono y para la fabricación del ácido nítrico; 
a causa de su propiedad delicuescente no sirve para 
pólvora de cañón. En otro tiempo hubo en estas cer- 
canías dos minas de plata extraordinariamente ricas, 
pero ahora su producto es muy escaso. 

Nuestra llegada de alta mar causó alguna inquietud. 
El Perú se hallaba en un estado de anarquía, y como 
cada uno de los partidos había pedido una contribu- 
ción, la pobre ciudad de Iquique estaba atribulada, 
temiendo la serie de exacciones que se le venía en- 
cima. Como si esto fuera poco, el vecindario estaba 
inquieto por los robos que ocurrían; poco antes, tres 
carpinteros franceses habían forzado, en la misma no- 
che, las puertas de dos iglesias y robado toda la pla- 
ta; sin embargo, uno de los ladrones confesó después 
y se recobró lo robado. Convictos, fueron conducidos 
a Arequipa, capital a la sazón de esta provincia, y que 
dista 200 leguas de Iquique, y allí las autoridades cre- 
yeron que era una lástima castigar a unos artesanos 
tan útiles, diestros en hacer toda clase de muebles, 
por lo que los pusieron en libertad. Hecho esto, las 
iglesias fueron forzadas de nuevo, y esta vez la plata 
no volvió a aparecer. El vecindario se puso entonces 
furioso, y diciendo a voces que nadie sino los herejes 
eran capaces de «entrar a saco en las casas del Dios 
Omnipotente», procedió a torturar a varios ingleses 
con ánimo de fusilarlos después. Al fin intervinieron 
las autoridades y se restableció la paz. 

13 de julio . — Por la mañana partí para los salitrales, 
que distaban 14 leguas. Habiendo subido las monta- 
ñas de la costa por un sendero arenoso en zigzag, no 
tardamos en dar vista a las minas de Guantajaya y San- 



156 


darwin: viaje del obeaole» 


CAP. 


ta Rosa. Estas dos aldehuelas están situadas en las bo- 
cas mismas de las minas, y por tener las casas disper- 
sas en las abruptas y áridas alturas presentaban un 
aspecto más destartalado y triste que la ciudad de 
íquique. No llegamos a los salitrales hasta después de 
puesto el Sol, habiendo cabalgado todo el día por un 
país ondulado que era un completo y desnudo desier- 
to. El camino estaba sembrado de los huesos y pieles 
desecadas de las bestias que en él habían muerto de 
fatiga. Con excepción del Vultur aura, que se alimen- 
ta de carroña, no vi otra ave alguna, ni cuadrúpedo, 
ni reptil, ni insecto. En las montañas de la costa, a la 
altura de unos 2.000 pies, donde en esta época del 
ano el cielo está de ordinario cubierto de nubes, cre- 
cían algunos cactus en las hendeduras de las rocas, y la 
arena aparecía tapizada por un liquen ralo, que ape- 
nas se adhiere a la superficie. Esta planta pertenece 
al género Cladonia, y se parece algo al liquen de que 
se alimentan los renos. En algunas partes era bastante 
espeso para dar a la arena un tinte amarillo pálido, 
visto de lejos. Más al interior, durante la jornada en- 
tera, de 14 leguas, no vi mas que otra planta, y fué un 
menudísimo liquen amarillo que crecía en los huesos 
de las muías muertas. En mi vida había visto un desier- 
to tan digno de este nombre, en el sentido riguroso 
de la palabra; no me causó gran impresión; pero se 
debió, según creo, a que había venido acostumbrán- 
dome poco a poco a ver terrenos desolados mientras 
cabalgué hacia el Norte, desde Valparaíso, pasando 
por Coquimbo, hasta Copiapó. El aspecto del suelo 
era notable por estar cubierto de una gruesa costra de 
sal común y de un aluvión salino estratificado, que pa- 
rece haberse depositado mientras la tierra se elevaba 
lentamente sobre el nivel del mar. La sal es blanca, 
muy dura y compacta, y se presenta en nódulos que 
sobresalen de la arena aglutinada y están asociados 
con mucho yeso. El conjunto de la superficie se pare- 



XVI CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 157 

ce mucho a un país nevado antes de quedar al des- 
cubierto por la licuación ios sitios en que la nieve es 
poco espesa. La existencia de esta costra de una subs- 
tancia soluble sobre la total superficie del país mues- 
tra cuán extraordinariamente seco ha debido ser el 
clima durante un largo período. 

Por la noche dormí en casa del dueño de uno de 
los salitrales. El terreno es aquí tan infecundo como 
cerca de las costas; pero abriendo pozos se puede ob- 
tener un agua de sabor algo amargo y salobre. La casa 
de mi huésped tenía uno de 36 metros de profundidad; 
como apenas cae lluvia alguna, no hay que pensar en 
que el agua proceda de tal origen; pero si de hecho 
así fuera, no dejaría de estar tan salada como la sal- 
muera, porque toda la región circunvecina está incrus- 
tada de varias substancias salinas. Debemos, por tanto, 
inferir que el agua viene de la Cordillera, filtrándose 
por capas subterráneas en un trayecto de muchas le- 
guas. En esa dirección hay unas cuantas aldehuelas, 
cuyos habitantes, por disponer de más agua, pueden 
regar algunas parcelas de tierra y recoger pasto para 
las muías y asnos utilizados en el transporte del sali- 
tre. El nitrato de sosa se vendía ahora, puesto al cos- 
tado del barco, a 14 chelines las 100 libras; de modo 
que el coste principal se originaba de trasladarlo a la 
costa. La mina se compone de una capa dura — cuyo 
espesor varía entre dos y tres pies — de nitrato de sosa 
mezclado con un poco de sulfato de la misma base y 
una buena cantidad de sal común. Se halla casi a flor 
de tierra, y sigue en una distancia de 150 millas la 
margen de una gran cuenca o ranura, la cual ha debi- 
do ser toda ella un lago, o más probablemente un bra- 
zo interior de mar, según puede colegirse de la pre- 
sencia de sales yódicas (1) en el estrato salino. La su- 


(1) Hay yodato sódico hasta en la proporción de 0,7 por 100. — 
Nota de la edic. española. 



158 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


perfície de dicha llanura está a 990 metros sobre 
el Pacífico. 

19 de julio . — Anclamos en la bahía del Callao, que 
es el puerto de Lima, capital del Perú. Aquí estuvimos 
seis semanas; pero a causa de la revolución que aso- 
laba al país apenas pude visitarle. Durante nuestra per- 
manencia el clima no me pareció tan delicioso como 
generalmente se dice. El cielo se presentó cubierto 
constantemente de espesos nubarrones; de modo que 
en los primeros diez y seis días una sola vez pude ver 
la Cordillera allende Lima. Las montañas, vistas en 
series que se alzaban unas sobre otras por entre los 
claros de las nubes, formaban un espectáculo de su- 
blime grandiosidad. Casi ha pasado a ser proverbio 
que no llueve nunca en las regiones más bajas del 
Perú. Sin embargo, semejante aserto con difícultad 
puede tomarse por exacto, porque casi todos los días 
que estuvimos en la costa cayó una fría y espesa llo- 
vizna, suficiente para embarrar las calles y humedecer 
las ropas. La gente se complace en llamarle relente 
peruano. Que cae escasísima lluvia es muy cierto, por- 
que las casas están cubiertas de techumbres planas, 
hechas de barro endurecido, y en el muelle había car- 
gamentos de trigo en montones al aire libre, que per- 
manecían así semanas enteras. No puedo decir si me 
gustó lo poquísimo que vi del Perú; en verano, sin 
embargo, dicen que el clima es muy suave y delicioso. 
En todas las estaciones, tanto la gente del país como 
la de fuera, padecen graves ataques de fiebres. Esta 
enfermedad es común en toda la costa del Perú, pero 
se la desconoce en el interior. Los trastornos orgá- 
nicos producidos por los miasmas no dejan nunca de 
parecer sobremanera misteriosos. Tan difícil es juzgar 
por el aspecto de un país si es o no saludable, que si 
a cualquiera le dieran a elegir entre los trópicos una 
región aparentemente favorable a la salud, lo proba- 



CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


159 


XVJ 

ble es que prefiriera esta costa. La llanura que se ex- 
tiende en torno de los arrabales del Callao cría una 
hierba rala y áspera, y en algunas partes hay charcas 
de agua estancada, aunque muy pequeñas. De aquí 
proceden los miasmas, según todas las probabilidades; 
porque la ciudad de Arica, que se hallaba en circuns- 
tancias muy análogas, quedó muy saneada merced a 
la desecación de algunas charcas. Los miasmas no son 
siempre engendrados por una vegetación exuberante 
combinada con un clima ardiente, porque muchas par- 
tes del Brasil, no obstante ser frondosísimas y panta- 
nosas, aventajan en salubridad a esta estéril costa del 
Perú. Las selvas más densas, en climas templados, 
como en Chiloe, no parecen afectar en lo más mínimo 
las saludables condiciones de la atmósfera. 

La isla de Santiago, una de las del Cabo Verde, 
ofrece otro ejemplo patente de un país que hubiera 
podido conceptuarse muy saludable, siendo en rea- 
lidad todo lo contrario. He dicho que muchas llanuras 
despejadas y yermas producen, en las semanas que 
siguen a la estación de lluvias, una hierba rala y fina, 
que a poco se marchita y seca; en este período el aire 
parece volverse venenoso, pues tanto los naturales 
como los forasteros se ven frecuentemente acometidos 
de violentas fiebres. Por otra parte, el Archipiélago de 
los Galápagos, en el Pacífico, con un suelo semejante 
y periódicamente sujeto al mismo proceso de vege- 
tación, goza de excelentes condiciones de salubridad. 
Humboldt ha observado que «bajo de la zona tórrida, 
los menores pantanos son peligrosísimos cuando están 
rodeados, como en Veracruz y Cartagena, de un sue- 
lo árido y arenoso, que eleva la temperatura del am- 
biente» (1). En la costa del Perú, sin embargo, la tem- 
peratura no alcanza un grado excesivo, y tal vez por 


(1) Political Essay on tke Kingdom of New Spain, vol. iV, pá- 
gina 199. 



160 


darwin: viaje del «beagi.e» 


CAP. 


eso las fiebres no son de carácter maligno. En todos 
los países malsanos es peligrosísimo dormir en la zona 
costera inmediata al mar. ¿Se de*be al estado del cuer- 
po durante el sueño, o a la mayor abundancia de mias- 
mas por la noche? Parece cierto que los que están a 
bordo en un barco, aunque se halle anclado a muy 
poca distancia de la costa, experimentan la acción de- 
letérea del clima en grado menor que los que están 
en tierra. Por otra parte, he oído hablar de un caso 
notable, en que se declararon las fiebres malignas en 
la tripulación de un barco de guerra a cientos de mi- 
llas de la costa de Africa, y al mismo tiempo que em- 
pezaba en Sierra Leona uno de los terribles períodos 
de mortandad (1) allí tan frecuentes. 

Ningún estado de Sudamérica, desde la declaración 
de la Independencia, ha sufrido más que el Perú las 
consecuencias de la anarquía. En la época de nuestra 
visita había cuatro jefes en armas, contendiendo por 
la supremacía en el Gobierno; si alguno lograba pre- 
valecer por algún tiempo, los demás se unían contra 
él; pero no bien le habían derrocado, empezaban a 
guerrear entre sí. El otro día, en el aniversario de la 
Independencia, hubo misa solemne, en la que comul- 
gó el Presidente de la República, y mientras se can- 
taba el Te Deuniy los regimientos desplegaron en vez 
de la bandera peruana una negra que llevaba en el 
centro una calavera blanca. ¡Imagínese un Gobierno 
capaz de autorizar una demostración de tal índole, en 
ocasión tan solemne, para significar su resolución de 
luchar hasta morir! Fué para mí una desgracia que 
coincidieran estos trastornos del orden público con 


(1) Un caso semejante se cita en el Madras Medical Quarterlg 
Journal, 1839, pág'. 340. E! Dr. Ferguson, en su admirable artículo 
(véase el vol. IX de Edinhurgh Roy al TVcrnsacft’ons^, demuestra cla- 
ramente que el veneno se engendra en el proceso de desecación, 
y de aquí que los países cálidos secos sean a menudo los más in- 
salubres. 



CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


161 


XVI 

nuestro arribo al Callao, porque tuve que abstenerme 
de mis excursiones mucho más allá de los límites de 
la ciudad. 

La estéril isla de San Lorenzo, que forma el ’puer- 
to, era casi el único sitio por donde se podía andar 
sin peligro. La parte superior, que se eleva a más de 
1.000 pies, penetraen el límite inferiorde las nubes, en 
esta época del año (invierno), y a consecuencia de ello 
la cima se cubre de una abundante vegetación cripto- 
gámica y de algunas flores. En las colinas junto a Lima, 
a una altura algo menor, el suelo aparece alfombrado 
de musgo y cuadros de bellos lirios amarillos, llama- 
dos amancaes (1). Esto indica un grado de humedad 
muchísimo mayor que el correspondiente a la misma 
altura en íquique. Al paso que se avanza hacia el nor- 
te de Lima se va haciendo el clima más húmedo, hasta 
llegar a las riberas del Guayaquil, casi bajo del Ecua- 
dor, donde hallamos las más exuberantes selvas. Sin 
embargo, se asegura que el tránsito o cambio de la 
estéril costa del Perú a la fértil y frondosa del Ecua- 
dor se efectúa más bien de manera brusca en la lati- 
tud del cabo Blanco, 2° al sur de Guayaquil. 

El Callao es un puerto pequeño, sucio y mal cons- 
truido. Los habitantes, tanto de aquí como de Lima, 
presentan todos los matices imaginables del cruce 
entre las razas europea, negra e india. Parece una cla- 
se de gente depravada y sumida en el vicio de la em- 
briaguez. 

La atmósfera está cargada de malos olores, y el pe- 
culiar que se percibe en casi todas las ciudades inter- 
tropicales era aquí muy fuerte. La fortaleza, que resis- 
tió un largo sitio de lord Cochrane, presenta un as- 
pecto imponente. Pero durante nuestra permanencia 


(1) Los amancaes o amancay s son la flor de la especie Ha- 
branthus chilensis, de la familia de las amarilidáceas . — Nota de la 
edic. española. 


Darwin: Viaje.— T. II. 


11 


162 


darwín: viaje del «beaqle» 


CAP. 


en El Callao, el Presidente del Perú vendió los caño- 
nes de bronce y procedió a desmantelar parte de las 
construcciones de defensa. La razón alegada para ello 
fué que no dirponía de un militar de confíanza a quien 
entregar el mando del fuerte. Sobrados motivos tenía 
para pensar así, pues había llegado a la presidencia 
de la República rebelándose cuando tenía a su cargo 
esta misma fortaleza. Después de partir nosotros de 
Sudamérica expió sus fechorías en la forma usual, 
siendo vencido, hecho prisionero y fusilado. Lima se 
levanta sobre una llanura en un valle formado durante 
la retirada gradual del mar. Dista siete millas del Ca- 
llao, y está 500 pies más elevada que él; mas por ser 
tan suave la pendiente, el camino parece perfecta- 
mente horizontal; de modo que estando en Lima se 
hace difícil creer haber efectuado un ascenso ni de un 
centenar de pies. Humboldt ha llamado la atención 
sobre este desnivel singularmente engañoso. Monta- 
ñas escarpadas y estériles se levantan como islas sobre 
la llanura, que está dividida por paredes rectas de tie- 
rra en anchurosos campos verdes. En éstos apenas 
crecen árboles, fuera de algunos sauces y tal cual gru- 
po de bananeros y naranjos. La ciudad de Lima se 
halla hoy en un estado deplorable de decadencia; sus 
calles carecen de pavimentación, y por doquiera se 
ven en ella montones de basura, donde los gallinazos, 
mansos como aves domésticas, recogen pedazos de 
carroña. Las casas tienen generalmente un segundo 
piso, construido de una combinación de barro y ma- 
dera, llamada en el país quincha, que resiste los tem- 
blores de tierra mejor que el barro solo; pero las hay 
anticuadas, habitadas al presente por varias familias, 
y de inmensas dimensiones, las cuales podrían riva- 
lizar en series de departamentos con las más sober- 
bias de cualquier parte. Lima, la ciudad de los Reyes, 
debe de haber sido en otro tiempo una capital esplén- 
dida. El extraordinario número de templos, aun en el 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


163 


día de hoy, le comunica un carácter de singular mag- 
nificencia, en especial cuando se la contempla a corta 
distancia. 

Un día salí con algunos comerciantes a cazar en la 
vecindad inmediata de la ciudad. Cobramos muy po- 
cas piezas; pero tuve ocasión de ver las ruinas de una 
antigua aldea india, con su montículo, a modo de ote- 
ro natural, en el centro. Los restos de casas, cercas, 
canales de riego y túmulos sepulcrales diseminados 
por esta llanura no pueden menos de dar idea de la 
condición y número de la población antigua. Cuando 
se considera con atención su cerámica, tejidos de lana, 
utensilios de formas elegantes tallados en piedras du- 
rísimas, instrumentos de cobre, ornamentos de joyas, 
palacios y obras hidráulicas, es imposible dejar de 
sentir respeto al considerable adelanto alcanzado por 
estos pueblos de otros días en las artes de la civili- 
zación. Los montecillos sepulcrales, llamados guacas, 
son en realidad asombrosos, aunque en algunas partes 
parecen ser colinas naturales ahuecadas y modeladas. 

Hay además otra clase de ruinas muy diferentes, 
que encierran algún interés, y son las del antiguo Ca- 
llao, destruido por el gran terremoto de 1746 y la ola 
que le acompañó. La destrucción debió de ser más 
completa aún que en Talcahuano. Grandes cantidades 
de casquijo ocultan casi los cimientos de ios muros, 
y masas enormes de obras de ladrillería tienen el as- 
pecto de haber sido volteadas y arremolinadas por el 
agua del mar al retirarse. Hase dicho que la tierra se 
sumergió durante este memorable choque; no he po- 
dido descubrir pruebas de ello, pero no parece im- 
probable, porque la forma de la costa debe, sin duda, 
haber sufrido algún cambio con posterioridad a la 
fundación de la ciudad antigua, ya que no se concibe 
que personas de seso pudieran elegir voluntariamente 
para levantar sus construcciones la angosta lengua de 
casquijo en que al presente se hallan las ruinas de la 


164 


darwín: viaje del «beagle^ 


CAP. 


ciudad. Después de nuestro viaje, Mr. Tschudi ha lle- 
gado a la conclusión, comparando mapas antiguos y 
modernos, de que tanto la costa septentrional como 
la meridional de Lima se han hundido en el mar. 

En la isla de San Lorenzo hay pruebas muy convin- 
centes de haberse elevado dentro del reciente pe- 
ríodo, lo cual, por supuesto, no se opone a la creen- 
cia de que posteriormente ha debido descender un 
poco el nivel del terreno. El lado de esta isla frente a 
la bahía del Callao se ha desgastado, formando tres 
pequeñas terrazas, y la inferior está cubierta por un 
lecho de una milla de largo, compuesto casi entera- 
mente de conchas de ocho especies, las cuales viven 
a la fecha en el mar adyacente. La altura de ese lecho 
es de 85 pies. Muchas de esas conchas se hallan pro- 
fundamente corroídas, y presentan señales de mayor 
antigüedad y descomposición que las existentes en la 
costa de Chile a la altura de 500 ó 600 pies. Estas 
conchas están asociadas con mucha sal común, algo 
de sulfato de calcio (substancias ambas procedentes 
quizá de la evaporación de la rociada del mar al ele- 
varse poco a poco el terreno), junto con sulfato de 
sosa y cloruro de calcio. Descansan sobre fragmentos 
del asperón infrayacente, y están cubiertas por un de- 
tritus de algunas pulgadas de espesor. Según se as- 
cendía en dicha terraza, podía verse que las conchas 
iban reduciéndose a pedacitos más pequeños, y por 
último a polvo impalpable. Y en otra terraza superior, 
a la altura de 170 pies, así como en puntos de mayor 
altura, hallé una capa de polvo salino de la mismísima 
apariencia y descansando en idéntica posición rela- 
tiva. No me cabe duda de que esta capa superior fué 
originariamente un lecho de conchas, como el banca!, 
de 85 pies; pero ahora no contiene el menor rastro de 
estructura orgánica. El polvo ha sido analizado para 
mí por Mr. Reeks, y se compone de sulfates y cloru- 
ros de calcio y sodio con una pequeñísima cantidad 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


165 


de carbonato de calcio. Se sabe que la sal común y el 
carbonato de cal, dejados en masa por algún tiem- 
po juntos se descomponen parcial y recíprocamente. 
Como las conchas, medio descompuestas en las par- 
tes inferiores, se hallan asociadas a una gran cantidad 
de sal común y de algunas otras substancias que com- 
ponen la capa superior salina, y como además están 
extraordinariamente corroídas y deshechas, me inclino 
mucho a creer que ha debido de tener lugar la doble 
descomposición antedicha. Sin embargo, las sales re- 
sultantes debieron ser el carbonato de sodio y el clo- 
ruro de calcio; este último existe, pero no el primero. 
Me veo, pues, obligado a imaginar*que, por algún me- 
dio no conocido, el carbonato de sodio se ha trans- 
formado en el sulfato. Es evidente que la capa salina 
no hubiera podido conservarse en ningún pais donde 
cayeran de cuando en cuando abundantes lluvias, y, 
por otra parte, esta misma circunstancia, que a primera 
vista parece tan favorable a la prolongada conserva- 
ción de las conchas expuestas a la acción atmosférica, 
ha sido quizá el medio indirecto de su descomposición 
y rápido deterioro, merced a la presencia de la sal 
común, no arrastrada y disuelta por el agua de la 
lluvia. 

Mucho me interesó hallar sobre la terraza, que está 
a 85 pies de altura, algunos trozos de hilo de algo- 
dón, junco tejido y una mazorca de maíz, encastrado 
todo entre las conchas y el ripio transportados por el 
oleaje; comparé estos restos con otros semejantes to- 
mados de las guacas o antiguas tumbas peruanas, y vi 
que eran idénticos en apariencia. En la parte del con- 
tinente fronteriza a San Lorenzo, cerca de Bellavista, 
hay una extensa llanura horizontal a 100 pies de altu- 
ra sobre el nivel del mar. Su parte inferior se compo- 
ne de capas alternas de arena y arcilla impura, junta 
con alguna grava, y la superficie, hasta una profundi- 
dad de tres a seis pies, de una marga o arcilla plástica 


166 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


rojiza, que contiene alg-unas conchas y numerosos tro- 
citos de cerámica roja y basta, más abundante en unos 
sitios que en otros. En un principio me incliné a creer 
que este lecho superficial, a causa de su gran exten- 
sión y uniformidad, debía de haberse depositado en el 
fondo del océano; pero después lo hallé en un sitio que 
descansa sobre un piso artificial de piedras rodadas. 
Parece, pues, muy probable que en un período en que 
el terreno estaba a más bajo nivel había una llanura 
muy semejante a la que ahora rodea El Callao, la cual, 
estando protegida por una playa de cascajo, se elevó 
muy poco sobre el nivel del mar. En esta llanura, con 
sus lechos infrayacentes de arcilla roja, supongo que 
los indios manufacturaban sus vasijas de barro. Pro- 
bablemente el mar, durante algún violento terremoto, 
invadió la playa y convirtió el llano en un lago tem- 
poral, como sucedió alrededor del Callao en 1713 
y 1746. El agua, en tal supuesto, habría depositado fan- 
go con fragmentos de cacharros de las alfarerías, más 
abundantes en unos sitios que en otros, y además 
conchas marinas. Este lecho, con cerámica fosilizada, 
está casi a la misma altura que las conchas de la terra- 
za inferior de San Lorenzo, donde hallé encastrados el 
hilo de algodón y otras reliquias indias. De todo lo 
cual podemos concluir con toda seguridad que en el 
período indio-humano se ha efectuado una elevación 
como la anteriormente aludida, de más de 85 pies, 
contando con que ha de haberse disminuido algo, 
efecto del hundimiento de la costa, desde que se gra- 
baron los antiguos mapas. En Valparaíso, aunque en 
los doscientos veinte años anteriores a nuestra visita 
la elevación no debe haber pasado de 19 pies, sin em- 
bargo, después de 1817 el terreno ha subido, ya gra- 
dualmente, ya de pronto, en el choque de 1822, de 10 
a 11 pies. La antigüedad de la raza indio-humana aquí, 
juzgando por la elevación del terreno en unos 85 
pies, desde que los mencionados restos quedaron se- 



XVI 


CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 


167 


paitados, es tanto más notable cuanto que en la costa 
de Patagonia, cuando el terreno actual estaba casi al 
mismo número de pies más bajo, vivía la Macrauche- 
nia; pero como la costa de Patagonia está algo dis- 
tante de la Cordillera, la elevación debe de haber sido 
más lenta que aquí. En Bahía Blanca el terreno sólo 
ha subido unos cuantos pies desde la época en que 
allí fueron sepultados los numerosos cuadrúpedos gi- 
gantes descubiertos en la región, y, según la opinión 
admitida generalmente, cuando estos animales vivían 
el hombre no existía aún. Pero tal vez la elevación de 
esa parte de la costa patagónica no guarde ninguna 
conexión con la Cordillera, sino más bien con una lí- 
nea de antiguas rocas volcánicas en Banda Oriental; 
de modo que puede haber sido infinitamente más 
lenta que en las costas del Perú. Todas estas especu- 
laciones, sin embargo, son muy vagas, pues nadie se 
atreverá a sostener que no haya podido haber varios 
períodos de sumersión intercalados entre los movi- 
mientos de elevación, ya que seguramente a lo largo 
de la costa de Patagonia ha habido muchas y largas 
pausas en la acción de las fuerzas elevatorias. 



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CAPITULO XVII 


Archipiélago de los Galápagos. 


El grupo volcánico en conjunto. — Número de cráteres. — Arbustos 
sin hojas. — Colonia en la isla Charles. — Isla James. — Lago sa- 
lado en el cráter. — Historia Natural del grupo. — Ornitología; 
curiosos pinzones. — Reptiles. — Hábitos de las grandes tortu- 
gas. — Lagarto marino que se alimenta de algas. — Lagarto te- 
rrestre zapador y herbívoro. — Importancia de los reptiles en el 
Archipiélago. — Peces, conchas, insectos. — Botánica. — Tipo 
americano de organización.— Diferencias en las especies o ra- 
zas de las distintas islas. — Mansedumbre de las aves.— El te- 
mor del hombre, instinto adquirido. 

15 de septiembre . — Este archipiélago se compone 
de 10 islas principales, de las cuales cinco son mayo- 
res que las restantes (1). Hállanse situadas bajo el 
Ecuador y distantes de la costa de América entre 500 
y 600 millas al Oeste. Todas las islas están formadas 
por rocas volcánicas, sin que apenas puedan conside- 


(1) Las Islas de los Galápagos, llamadas también las Islas En- 
cantadas. y en 1892 — tan sólo oficialmente — nombradas Archipié- 
lago de Colón, fueron descubiertas en 1535 por Tomás de BerJan- 
ga, tercer obispo de^Panamá, sin que éste nominase especialmente 
las islas. 

Los filibusteros de los siglos xvi y xvii dieron a estas islas — 
que tomaron por base de sus operaciones — nombres de persona- 
jes ingleses de su tiempo: Chatham, Albemarle, James (Estuardo), 
Charles (Estuardo), Narborough, etc. El Gobierno ecuatoriano las 
ha llamado San Cristóbal, Santa María, Pinta, Pinzón, Isabela, 
Femandina, etc., en recuerdo del descubrimiento de América. 
Con todo, los nombres ingleses han prevalecido.— iVbía de la 
edic. española. 


170 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


rarse como excepcionales algunos fragmentos de gra- 
nito curiosamente vitrificados y alterados por el calor. 
Algunos de los cráteres que dominan las islas mayores 
son de inmenso tamaño y se elevan a una altura que 
varía entre 3 y 4.000 pies. Sus lados están perforados 
por innumerables orificios más pequeños. Apenas va- 
cilo en afirmar que el número de cráteres del archi- 
piélago no baja de 2.000, y están formados por lava y 
escoria, o por una toba parecida a la arenisca, de fina 
estratificación. La mayor parte de esta última presenta 
una hermosa constitución simétrica; debe su origen a 
erupciones de cieno volcánico sin lava; y es notable 
la circunstancia de que todos los 28 cráteres de toba 
examinados tenían sus lados meridionales, o más bajos 
que los otros, o enteramente destrozados y removi- 
dos. Como todos estos cráteres se han formado, al 
parecer, bajo las aguas del mar, y como el oleaje pro- 
ducido por el alisio y la marejada del Pacífico unen su 
empuje en la costa meridional de todas las islas, esta 
curiosa uniformidad de las roturas de los cráteres, 
compuestos de blanda y poco resistente toba, se ex- 
plica fácilmente. 

Si se considera que estas islas están situadas direc- 
tamente bajo el Ecuador, el clima dista mucho de ser 
excesivamente cálido, lo cual parece provenir de la 
muy baja temperatura del agua circundante, conduci- 
da aquí por la gran corriente polar del Sur. Excep- 
tuando una breve época del año, llueve muy poco, y 
esto de un modo irregular; pero las nubes, de ordina- 
rio, son bajas. Por esto, mientras las regiones inferio- 
res de las islas son muy estériles, las superiores, a la 
altura de 300 metros y más, poseen un clima húmedo 
y una vegetación bastante frondosa. Tal ocurre de un 
modo especial en las zonas de barlovento, que son las 
primeras en recibir y condensar la humedad de la 
atmósfera. 

En la mañana del 17 desembarcamos en la isla de 



XVn ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 171 

Chatham, que, como las demás, eleva su perfil sua- 
ve y redondeado, interrumpido aquí y allá por diver- 
sos montículos, restos de antiguos cráteres. La pri- 
mera impresión que causa el terreno tiene poco o 
nada de agradable. Tropiézase con una superficie des- 
igual, de negra lava basáltica, lanzada en oleadas de 
angulosos perfiles y cruzada por grandes grietas, por 
doquiera cubierta de arbustos enanos medio marchi- 
tos, en los que se descubren pocas señales de vida. 
El seco y abrasado suelo, con el calor del sol de me- 
diodía, daba al aire cierta pesadez asfixiante como la 
de una estufa, y hasta nos parecía que los arbustos 
olían mal. A pesar de la diligencia que puse en reco- 
ger todas las plantas posibles, sólo pude procurarme 
muy pocas, y eran unas pequeñas algas de ruin aspec- 
to, más bien perteneciente a la ártica que a la flora 
ecuatorial. El matorral, aun visto a corta distancia, pa- 
recía tan desnudo de follaje como nuestros árboles 
durante el invierno, y tardé bastante tiempo en descu- 
brir que, no sólo todas las plantas estaban en la época 
de la hoja, sino también en la de las flores. El arbusto 
más común es uno que pertenece a la familia de las 
Euforbiáceas; los únicos árboles que dan alguna som- 
bra son un acacia y un gran cactus de extraño as- 
pecto. Según dicen, después de la estación de las 
grandes lluvias las islas parecen verdear parcialmente 
por algún tiempo. La isla volcánica de Fernando No- 
ronha, colocada, en varios respectos, en condiciones 
muy análogas, es el único punto donde he visto una 
vegetación enteramente igual a la de las islas de los 
Galápagos. 

El Beagle navegó alrededor de la isla Chatam y 
ancló en varias bahías. Una noche dormí en tierra en 
una parte de la isla donde eran numerosísimos los 
conos negros truncados, pues desde una pequeña 
altura conté hasta 60 , coronados todos por cráteres 
más o menos completos. El mayor número se compo- 



172 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


nía sencillamente de un anillo de escorias rojas uni- 
das por un cemento, y su altura sobre el plano de lava 
no excedía de 50 a 100 pies; ninguno de ellos ha- 
bía estado en actividad desde fecha muy reciente. 
Los vapores subterráneos se han filtrado a través de 
todo el terreno en esta parte de la isla, como por un 
cedazo; en diversos puntos, la lava, estando aún blan- 
da, había sido lanzada en grandes bombas, mientras 
en otros sitios los techos de las cavernas, formadas de 
un modo semejante, se habían hundido, abriendo po- 
zos circulares de paredes verticales. A causa de la for- 
ma regular de los muchos cráteres, el terreno presen- 
taba un aspecto artificial, que me recordó, por su vivo 
parecido, las partes de Staffordshire donde más abun- 
dan las grandes fundiciones de hierro. 

Brillaba un sol abrasador, y era fatigosísimo el ca- 
minar por un suelo tan quebrado, teniendo que atra- 
vesar espesas malezas; pero me vi bien remunerado 
por el extraño paisaje ciclópeo. En mi excursión tro- 
pecé con dos grandes tortugas, cada una de las cuales 
pesaría al menos 200 libras; una de ellas estaba co- 
miendo u*. trozo de cactus, y al acercarme me miró 
y se alejó lentamente; la otra lanzó un fuerte rugido 
súbitamente, y metió la cabeza debajo del caparazón. 
Estos enormes reptiles, rodeados de negra lava; los 
arbustos sin hojas y los grandes cactus, me transpor- 
taron con la imaginación a un paisaje antediluviano. 
Las pocas aves de obscuro plumaje no hicieron más 
caso de mí que el que habían hecho las grandes tor- 
tugas. 

23 de septiembre . — El Beagle pasó a la isla de 
Charles (1). Aunque este archipiélago ha sido fre- 
cuentado desde hace tiempo, primero por los filibus- 


(1) La isla Charles es la Floreana de los españoles o Santa 
María de los ecuatorianos . — Nota de la edic. española. 



XVII 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


173 


teros y después por los pescadores de ballenas, no 
se ha establecido en él una pequeña colonia hasta 
hace seis años. Los habitantes, en número de 200 
a 300, son casi todos gente de color, proscritos, por 
crímenes políticos, de la República del Ecuador, cuya 
capital es Quito. El poblado está a unas cuatro mi- 
llas y media de la costa, y a la altura aproximada de 
300 metros. Durante la primera parte del camino pasa- 
mos pormaleza sin hoja, como en la isla de San Cristó- 
bal. Al paso quese asciende, la vegetación de arbustos 
se hace más verde, y no bien cruzamos la loma de la 
isla sentimos el fresco hálito de una brisa del Sur, mien- 
tras la vista gozaba del refrigerante verdor de una ex- 
tensión vestida de heléchos y hierba áspera. Pero ni 
había heléchos arborescentes ni palmeras de ningún 
género; cosa singularísima, porque a 360 millas al Nor- 
te se encuentra la isla de los Cocos, llamada así por 
los bosques de cocoteror que la pueblan. Las casas se 
levantan aquí y allá sobre un trozo de tierra llana cul- 
tivada de boniatos y bananas. No es fácil imaginarse 
lo grato que nos fué contemplar la negra tierra vege- 
tal después de estar acostumbrados por tanto tiempo 
a no ver mas que el árido suelo deí Perú y norte de 
Chile. Los colonos se quejaban de su pobreza, pero 
obtenían sin gran trabajo lo necesario para su subsis- 
tencia. En los bosques hay muchos jabalíes y cabras; 
pero la alimentación animal está constituida en su ma- 
yor parte por carne de tortuga. En consecuencia, su 
número se ha reducido grandemente en esta isla; pero 
con todo eso los habitantes cogen en dos días bas- 
tantes tortugas para el consumo de toda la semana. 
Dícese que en otro tiempo había barcos que se lleva- 
ban hasta 700, y que algunos años atrás las embarca- 
ciones que acompañaban a una fragata sacaron en un 
día a la playa 200. 

29 de septiembre . — Doblamos la punta sydo^ste de 



174 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


la isla Albemarle (1), y el día siguiente le pasamos, 
casi encalmados, entre ella y la Fernandina (Narbo- 
rough). Ambas están cubiertas con inmensos diluvios 
de lava negra desnuda, que han fluido y desbordado 
de las grandes caldeiras como el caldo del borde 
de un puchero hirviendo, o han brotado de pequeños 
orificios en las laderas; en su descenso se ha extendi- 
do por muchas millas del litoral. Sábese que se han 
realizado erupciones en las dos islas mencionadas, 
y en la Isabela vimos un chorro de humo que subía 
en espirales desde la parte superior de un gran crá- 
ter. Por la tarde anclamos en la caleta de Bank, en la 
isla de Albemarle, y a la mañana siguiente salí a 
hacer una excursión a pie. Al sur del roto cráter de 
toba en que el Beagle estaba anclado había otra for- 
ma hermosamente simétrica, de sección elíptica, cuyo 
eje mayor medía poco menos de una milla y tenía una 
profundidad aproximada de 150 metros. Su fondo 
constituía el álveo de un lago poco profundo, y en 
medio de él se alzaba un cráter a modo de islita. Como 
hacía un calor sofocante y el lago parecía claro y azul, 
me deslicé por la pardusca pendiente, y medio aho- 
gado por el polvo, gusté ávidamente el agua...; pero, 
con harta contrariedad, la hallé como salmuera. En las 
rocas de la costa abundaban grandes lagartos negros, 
de tres a cuatro pies de largos, siendo además común 
en las colinas otra especie pardoamarillenta. Vimos 
muchos de esta última clase; parte de ellos huían al 
acercarnos, y otros se sepultaban en sus guaridas. 
Describiré un poco más adelante los hábitos de am- 
bos reptiles. Toda esta parte norte de la isla Isabela 
es pobre y estéril. 


(1) La isla de Albemarle es la Santa Gertrudis de los espa- 
ñoles (posteriores a Berlanga), o Isabela de los ecuatorianos. — 
Nota de la edic. española. 



XVII 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


175 


8 de octubre . — Llegamos a la isla James; esta isla, 
como la de Charles, hace largo tiempo que ha sido 
así llamada, en honor de nuestros reyes de la línea 
de los Estuardos. Mr. Bynoe y yo, y nuestros sir- 
vientes, permanecimos aquí por una semana, llevan- 
do al efecto provisiones y una tienda, mientras el 
Beagle iba a hacer aguada. Hallamos aquí un grupo 
de españoles que habían venido de la isla de Santa 
María con objeto de salar pesca y carne de tortuga. 
A cosa de seis millas tierra adentro, y a la altura de 
unos 600 metros, se había construido una choza, en 
la que vivían dos hombres empleados en coger tor- 
tugas, en tanto los demás pescaban en la costa. Hice 
dos visitas a este cobertizo y dormí en él una no- 
che. De igual modo que en las demás islas, la re- 
gión inferior está cubierta de arbustos casi desnudos; 
pero los árboles eran aquí más gruesos que en otras 
partes, habiendo varios que medían dos pies, y aun 
casi tres de diámetro. La región superior, a causa de 
recibir la humedad de las lluvias, sostiene una vege- 
tación verde y lozana. Tan húmedo estaba el suelo, 
que en él se habían desarrollado grandes lechos de 
juncias, en los que vivían y procreaban numerosas 
pollas de agua. Mientras permanecimos en esta región 
superior no comimos otra cosa que carne de tortuga; 
el asado con su caparazón, como la carne con cuero 
de los gauchos, resultaba un bocado sabrosísimo, y 
las tortugas jóvenes nos servían para hacer una exce- 
lente sopa. Sin embargo, debo decir que no me cuen- 
to entre los grandes aficionados a este manjar. 

Un día acompañé a unos cuantos españoles en su 
bote ballenero a una salina o lago, donde se proveen 
de sal. Después de desembarcar tuvimos que hacer 
una ruda caminata por terreno quebrado, de lava re- 
ciente, tendida casi toda alrededor del cráter de toba 
en cuyo fondo está el lago de sal. El agua sólo tiene 
tres o cuatro pulgadas de profundidad, y descansa 


176 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


sobre una capa de sal blanca en hermosos cristales. 
La forma del lago es perfectamente circular, con los 
bordes cubiertos de plantas suculentas en pleno ver- 
dor; las paredes casi verticales del cráter se hallan cu- 
biertas de arbustos, formando un conjunto ala vez 
pintoresco y curioso. En este sitio retirado, los mari- 
nos de un barco foquero asesinaron hace pocos años 
a su capitán, y vimos el cráneo, que yacía entre los 
arbustos. 

Durante la mayor parte de la semana que estuvimos 
aquí no apareció en el cielo nube alguna, y si el alisio 
hubiera dejado de soplar por una hora el calor habría 
sido insoportable. Hubo dos días en que el termó- 
metro marcó dentro de la tienda 33°,5, mientras que 
al aire libre, donde estaba expuesto al sol y al viento, 
no pasó de 30'*. La arena quemaba, y puesto el termó- 
metro en una porción de ella algo pardusca, subió in- 
mediatamente a 58**, y no sé a dónde habríaUlegado si 
la graduación se hubiera extendido más allá. La arena 
negra tenía una temperatura mucho mayor; de modo 
que aun con calzado grueso era penoso andar por ella. 

La Historia Natural de estas islas es curiosísima y 
merece especial atención. La mayor parte de los seres 
orgánicos que en ella viven son aborígenes, y no se 
encuentran en ninguna otra parte; aun hay diferencia 
notable entre los que habitan en las diversas islas, si 
bien todos presentan visibles relaciones con los de 
América, no obstante hallarse este archipiélago sepa- 
rado del continente por una extensión dé mar franca, 
cuya anchura varía entre 500 y 600 millas. De modo 
que este grupo de islas viene a constituir un pequeño 
mundo aparte o, como si dijéramos, un satélite de- 
pendiente de América, de donde ha recibido algunos 
colonos extraviados y el carácter general de sus pro- 
ducciones indígenas. Si atendemos al escaso tamaño 
de estas islas, nuestro asombro subiría de punto ante 



XVII 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


177 


el número crecido de vivientes aborígfenes en un área 
tan limitada. Al ver que todas las alturas están coro- 
nadas con su cráter y que se conservan aún perfecta- 
mente visibles las márgenes de casi todas las corrien- 
tes de lava, nos vemos movidos a creer que, en un 
período geológicamente moderno, el archipiélago ha 
estado cubierto por el mar. En tal supuesto, así en lo 
que se refiere ai espacio como al tiempo, nos parece 
acercarnos mejor al gran hecho — que es im misterio 
entre los misterios — , a saber, la primera aparición de 
nuevos seres en el globo que habitamos. 

De los mamíferos terrestres, sólo hay uno que deba 
ser considerado como indígena, un ratón (Mus Gala- 
pagoensis) que está confinado, a lo que he podido 
averiguar, a la isla de Chatham, que es la más orien- 
tal del grupo. Pertenece, según me hace saber míster 
Waterhouse, a una división de la familia de ratones 
característica de América. En la isla James vive una 
rata lo suficientemente distinta de la especie común 
para haber sido nominada y descrita por Mr. Water- 
house; pero como pertenece a la división de la fami- 
lia peculiar del Viejo Mundo y esta isla ha sido fre- 
cuentada por barcos en el transcurso de los últimos 
ciento cincuenta años, apenas puedo dudar de que 
esta rata es una mera variedad producida por las dife- 
rencias de clima, alimentación y suelo a que ha estado 
sujeta. Aunque no hay derecho a aventurar hipótesis 
sin contar con hechos positivos, sin embargo, aun por 
lo que hace al ratón de la isla Chatham, sería menes- 
ter no perder de vista que pudiera ser muy bien una 
especie americana importada aquí; porque he visto en 
un sitio de las Pampas, frecuentadísimo, un ratón que 
vivía en la techumbre de una choza recién construida, 
no siendo, por tanto, improbable que procediera de 
un barco. Análogos hechos han sido observados por 
el Dr. Richardson en Norteamérica. 

En cuanto a las aves terrestres, obtuve 26 especies. 


Darwin; Viaje.— T. II 


12 



178 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


todas peculiares del grupo y no halladas en ninguna 
otra parte, con excepción de un fringilino oriundo 
de Norteamérica (Dolichonyx oryzivorus)^ el cual se 
halla extendido en dicho continente hasta los 54** de 
latitud Norte y frecuenta de ordinario los marjales. 
Las otras 25 especies se comprenden en los siguien- 
tes grupos: 1.®, un ave de rapiña de estructura curio- 
samente intermedia entre la del gallinazo y la del gru- 
po americano del Polyborus, que se alimentan de ca- 
rroña; a estos últimos se acercan mucho en todos sus 
hábitos y hasta en el graznido; 2.*^, dos buhos que re- 
presentan las lechuzas comunes de Europa; 3.°, un 
reyezuelo, tres muscívoras tiranas (dos de las cuales 
son incluíbles en el género Pyrocephalus, y conside- 
radas por algunos ornitólogos, ambas o una sola, como 
meras variedades) y una paloma, todas análogas, pero 
distintas de las especies americanas; 4.*^, una golon- 
drina que, aunque diferente de la Progne purpurea de 
ambas Américas sólo en su color más obscuro, menor 
tamaño y grosor, está considerada por Mr. Gould como 
específicamente distinta; 5.*^, tres especies de sinson- 
tes o pájaros mimos, aves muy características de Amé- 
rica. Las restantes aves terrestres forman un grupo sin- 
gularísimo de fringiiinos o picogordos, relacionados 
entre sí por la estructura de sus picos, breves colas, 
forma del cuerpo y plumaje; hay 13 especies, que 
Mr. Gould ha dividido en cuatro subgrupos. Todas 
estas especies son peculiares de este archipiélago, y 
lo propio sucede con el grupo entero, exceptuando 
una especie del subgrupo Cactornisy traída últimamen- 
te de la isla Bow, en el archipiélago Low. Las dos es- 
pecies de Cactornis pueden verse a menudo encara- 
mándose a las flores del gran cactus arbóreo; pero 
todas las demás especies de este grupo de picogordos 
andan mezcladas en bandadas, buscando su alimento 
en el seco y estéril suelo de las regiones más bajas. 
Los machos de todas las especies, o seguramente del 



XVII 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


179 


mayor número, son negros como el azabache, y las 
hembras, pardas (con una o dos excepciones quizá). 
Lo más curioso es la perfecta gradación en el tamaño 
de los picos de las diferentes especies de Geospiza, 
desde el tan grande como peculiar del picogordo co- 
mún hasta el del pinzón, y (si Mr. Gould está en lo 



Fig. I.®— Aves de las Islas de los Galápagos. 

]. Geospiza magnirostris. — 2 . Geospiza fortis.— 3. Geosoiza párvula. 

4. Certhidea olivácea. 

cierto al incluir su subgrupo Certhidea en el grupo 
principal) aun hasta el del cerrojillo. El pico mayor 
del género Geospiza es el que se ve en el número 1, 
y el menor, en el número 3 de la figura adjunta; pero 
en lugar de haber sólo una especie intermedia con un 
pico del tamaño representado en el número 2, hay 
nada menos que seis especies con insensibles grada- 
ciones en el tamaño del pico. El pico del subgnipo 
Certhidea es el que aparece en el número 4. El del 
Cactornis se parece algo al del estornino, y el del 


180 


darwin: viaje del «beagleo 


CAP. 


cuarto subg-rupo, Camarhyncus, se acerca lig-eramen- 
te al del loro. Al ver esta gradación y diversidad de 
estructura en un grupo de aves pequeño e íntimamen- 
te relacionado, podría imaginarse realmente que de 
un corto número de ellos, existentes originariamente 
en este archipiélago, una especie se ha dividido y mo- 
dificado para servir a diferentes fines. Análogamente, 
cabría concebir que un gallinazo, por ejemplo, se ha- 
bría visto aquí solicitado a desempeñar el oficio de los 
Polyborus caracaras del continente americano. 

De zancudas y aves acuáticas sólo pude obtener 
11 ejemplares distintos, y de ellas únicamente tres (in- 
cluyendo un guión de codornices confinado enlas cum- 
bres húmedas de las islas) son especies nuevas. Medi- 
tando sobre los hábitos que las gaviotas tienen de 
andar en el agua como las zancudas, me sorprendió 
ver que la especie habitadora de estas islas es pecu- 
liar, pero afín a una de las de las regiones meridiona- 
les de Sudamérica. El que entre las aves terrestres se 
hallen tantas peculiares de este archipiélago, a saber, 
25 especies nuevas, o al menos razas, entre 26 clases 
de un grupo, número mucho mayor que el que pre- 
sentan las zancudas y palmípedas, se explica por la 
mayor área que estas últimas tienen en todas las par- 
tes del mundo. Más adelante veremos que esta ley de 
ser los animales acuáticos, marinos o de agua dulce, 
menos peculiares en un punto dado de la superficie 
del globo que las formas terrestres de la misma clase 
se halla admirablemente comprobado en las conchas, 
y también, aunque en grado menor, en los insectos de 
este archipiélago. 

Dos de las zancudas son algo más pequeñas que las 
mismas especies traídas de otras partes; la golondrina 
es también menor, aunque hay duda de si es o no dis- 
tinta de su análoga. Los dos buhos, las dos muscívo- 
ras tiranas (Pyrocephalus) y la paloma son igualmen- 
te de tamaño más pequeño que las especies análogas, 



XVil 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


181 


pero distintas, con las que se relacionan más de cerca; 
de otra parte, la gaviota es algo mayor. Asimismo, los 
dos buhos, la golondrina, todas las tres especies de 
sinsontes o pájaros mimos, la paloma, en sus colores 
aislados, aunque no en su total plumaje, el Totanus y 
la gaviota, son más obscuros que sus especies análo- 
gas, y el Totanus y el pájaro mimo, más que todas las 
demás especies de los dos géneros. Exceptuando un 
reyezuelo de pechuga amarilla y una muscívora tirana 
con moño y pechuga de color escarlata, ninguna de 
las aves tiene vivos colores, como podría esperarse de 
la región ecuatorial en que habitan. De donde parece 
inferirse que las mismas causas determinantes del me- 
nor tamaño de las especies advenedizas y aborígenes 
influyen igualmente en darles un color más obscuro. 
Todas las plantas presentan un aspecto ruin con apa- 
riencia de alga, y por mi parte no vi una flor bonita. 
Los insectos, siguiendo la norma general de las aves, 
son más pequeños y negruzcos, y según me participa 
Mr. Waterhouse, no hay nada en su aspecto común 
que le indujera a imaginarlos procedentes del Ecua- 
dor. Las aves, plantas e insectos tienen un carácter 
desértico y no poseen colores más brillantes que los 
de la Patagonía meridional; podemos, pues, concluir 
que la coloración viva y pintoresca de muchas produc- 
ciones intertropicales no tiene nada que ver con el ca- 
lor y la luz de estas zonas, dependiendo de ser, en ge- 
neral, más favorables las condiciones de vida. 

Pasemos ahora a tratar del orden de los reptiles, 
que de un modo especial caracterizan la zoología de 
estas islas. Las especies no son numerosas, pero el nú- 
mero de individuos de cada especie es extraordina- 
riamente grande. Hay una lagartija que pertenece a 
un género sudamericano, y dos especies (probable- 
mente más) del Amblyrhynchus, género confinado en 
las islas de los Galápagos. Hay una culebra que es 



182 darwin: viaje deL «beagle» cáP. 

numerosa; es idéntica, como me informa M. Bibron, 
al Psammophis Temminckii de Chile. De tortugas ma- 
rinas creo que ha de haber más de una especie, y en 
cuanto a las de tierra, pronto haré ver que son de dos 
o tres especies o razas. Faltan en absoluto ios sapos y 
las ranas, circunstancia que me sorprendió, por serles, 
al parecer, tan favorables la humedad y temperatura 
del terreno cubierto de maleza. Esto me recordó la 
observación de Bory de St. Vincent (1), esto es, que 
no se halla un solo individuo de esta familia en nin- 
guna de las islas volcánicas de los grandes océanos. 
Hasta donde me permite asegurarlo el testimonio de 
viajeros y naturalistas, la afirmación anterior parece 
cierta en lo concerniente al Pacífico, y aun en las gran- 
des islas del archipiélago Sandwich. La isla Mauricio 
presenta una aparente excepción, pues en ella vi la 
Rana Mascariensis, que abundaba mucho. Ahora se 
dice que esta rana habita las Seychelles, Madagascar 
y Borbón; mas, por otra parte, Du Bois, en su Viaje 
de 1669, afirma que en la isla últimamente citada no 
hay más reptiles que las tortugas. El Officier du Roi 
dice que con anterioridad a 1768 se había intentado, 
sin éxito, introducir ranas en Mauricio (supongo que 
para hacerlas servir de alimento); de modo que cabe 
dudar de si las ranas allí existentes son o no aborí- 
genes de la isla. La ausencia de la familia de las ranas 
en las islas oceánicas es muy notable, por contrastar 
con el caso de los lagartos, que hierven hasta en las 
islas más pequeñas. ¿No podría provenir esta diferen- 
cia de la mayor facilidad con que los huevos de los 

(1) Voyage aux Quatre fies (TAfrique. En cuanto a las islas 
Sandwich, véase el Journal de Tyerman y Bennett, vol. I, pág. 434. 
Acerca de la isla Mauricio, consúltese el Voyage par un Officier, 
etcétera, parte I, pág. 170. No hay ranas en las islas Canarias, 
Webb y Berthelot (Hist. Nat. des lies Canaries). No vi ninguna 
en Santiago en las islas dei Cabo Verde, y tampoco existen en 
Santa Elena. 



XVn ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS l83 

lag-artos, proteg-idos por conchas calcáreas, se prestan 
a ser transportados por el agua salada, en compara- 
ción de la cubierta viscosa de las ranas? 

Viniendo ya a los quelónidos, describiré primero 
los hábitos de la tortuga de tierra (Testudo nigraj an- 
tiguamente llamada Indica) tantas veces citada. Estos 
animales habitan, según creo, en todas las islas del 
archipiélago, y seguramente son los más numerosos. 
Frecuentan con preferencia las alturas húmedas, pero 
viven también en regiones bajas y secas. Ya he pro- 
bado cuánto deben abundar, juzgando por las que 
pudieron cogerse en un solo día. Las hay que alcan- 
zan un tamaño enorme; Mr. Lawson, un inglés y vice- 
gobernador de la colonia, nos refirió haber visto al- 
gunas tan grandes que se necesitaron seis u ocho 
hombres para levantarlas del suelo, y que suminis- 
traron hasta 200 libras de carne. Los machos viejos 
son los mayores; las hembras rara vez llegan a ser tan 
voluminosas; el macho puede ser conocido fácilmente 
por tener la cola más larga que la hembra. Las tortu- 
gas que viven en las islas donde no hay agua o en las 
regiones bajas y secas de las demás se alimentan prin- 
cipalmente de cactus suculentos. Las que frecuentan 
las alturas húmedas comen las hojas de varios árboles, 
una especie de baya (llamada guayabita) ácida y ás- 
pera, y también un liquen filamentoso verde pálido 
(Usnera plicata)^ que cuelga en trenzas de las ramas 
de ios árboles. 

Buscan con avidez el agua, de la que beben gran- 
des cantidades, y se encenagan en el lodo. Las mayo- 
res islas de este archipiélago son las únicas que tie- 
nen fuentes, hallándose éstas situadas hacia las partes 
centrales y a considerable altura. Las tortugas, por 
tanto, que viven en las regiones bajas, cuando tienen 
sed se ven obligadas a viajar desde largas distancias. 
De ahí la multitud de anchos y apisonados senderos, 
que se ramifican en todas direcciones, yendo de los 



184 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP 


manantiales a la costa, que sirvieron a los españoles 
para descubrir los sitios en que había agua dulce. 
Cuando desembarqué en la isla Chatham no pude 
imaginar que animal alguno siguiera tan metódica- 
mente unas rutas como las que vi, perfectamente tra- 
zadas. Cerca de las fuentes era un espectáculo curioso 
contemplar a los enormes queíonios avanzando unos 
con el cuello extendido y regresando ptros después 
de haber ingerido su ración de agua. No bien la tor- 
tuga llega a la fuente, cuando, sin hacer caso de nin- 
gún espectador, sepulta la cabeza en el agua hasta 
encima de los ojos, y bebe ávidamente a grandes tra- 
gos, a razón de 10 por minuto. Los habitantes dicen 
que cada quelonio permanece tres o cuatro días en 
las cercanías del manantial, y que después regresa a 
ios terrenos bajos. Pero discrepan en cuanto a la fre- 
cuencia de estas visitas. Las tortugas las regulan pro- 
bablemente según la clase de alimento que toman. Sin 
embargo, es cierto que dichos animales pueden vivir 
aun en aquellas islas donde no hay otra agua que la 
procedente de unos cuantos días de lluvia al año. 

Tengo por un hecho bien comprobado que la ve- 
jiga de las ranas actúa como un depósito para la hu- 
medad necesaria a su existencia, y lo propio debe de 
ocurrir con las tortugas. Por algún tiempo después de 
su visita a las fuentes tienen las vejigas urinarias dis- 
tendidas con el líquido, que, según dicen, decrece 
gradualmente en volumen y se enturbia. Los isleños, 
cuando caminan por las tierras bajas y se ven acosados 
de sed, se aprovechan a menudo de esta circunstancia 
y beben el contenido de que están llenas las vejigas; 
en una tortuga que vi matar, el líquido era enteramen- 
te límpido y sólo tenía un ligero amargor. Sin embar- 
go, los habitantes beben siempre primero el agua del 
pericardio, que se asegura ser la mejor. 

Cuando las tortugas se encaminan deliberadamente 
a un punto, viajan noche y día, y llegan al término de 



XVII 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


185 


SU expedición mucho antes de lo que podría esperarse. 
Los isleños, en vista de las observaciones hechas en 
algunas, después de marcarlas con una señal, calculan 
que recorren unas ocho millas en dos o tres días. Yo 
mismo vi una gran tortuga que avanzaba a razón de 
60 metros en diez minutos, esto es, 360 por hora, o 
cuatro millas por día, dejando algún tiempo para co- 
mer en el camino. Durante el período de la procrea- 
ción, cuando se reúnen macho y hembra, el primero 
emite una especie de mugido bronco, que, según 
cuentan, puede oírse a la distancia de más de cien me- 
tros. La hembra nunca hace uso de la voz, y el macho 
solamente en esas ocasiones; de modo que cuando la 
gente de las islas oye ese ruido, sabe que tiene lugar 
el apareamiento. Por esta época (octubre) era el tiem- 
po de poner los huevos. La hembra, en terreno are- 
noso, hace un hoyo girando sobre el peto; los depo- 
sita en la cavidad practicada y los cubre con arena; 
pero si el suelo es de roca, los pone indiferentemente 
en cualquier hoyo. Mr. Bynoe halló siete en una hen- 
dedura. Los huevos son blancos y esféricos; uno que 
medí tenía siete pulgadas y tres octavos de circunfe- 
rencia, siendo, por tanto, mayor que un huevo de ga- 
llina. Las tortugas jóvenes recién salidas del cascarón 
suelen ser presa de las aves rapaces que comen carro- 
ña. Las viejas, de ordinario mueren de accidentes, 
como, por ejemplo, de caer en precipicios; al menos, 
varios de los habitantes de las islas me dijeron que 
nunca habían visto muerta ninguna sin una causa ma- 
nifiesta. 

Los isleños creen que estos animales son absoluta- 
mente sordos; lo cierto es que no oyen los pasos de 
las personas que se les acercan o los siguen. Me en- 
tretuve muchas veces en alcanzar a uno de estos gran- 
des monstruos, mientras avanzaba pacíficamente, para 
verla, en el momento de pasar yo, ocultar de pronto 
la cabeza y las patas y dejarse caer en el suelo como 



186 darwin: viaje del «beagle» cap. 

muerta, profiriendo el áspero ruido sibilante que le es 
peculiar. A menudo también me puse de pie sobre su 
espaldar, y dando algunos golpes en la parte posterior 
del mismo lograba que se levantara y emprendiera la 
marcha; pero me tué difícil conservar el equilibrio. La 
carne de este animal se emplea mucho, tanto fresca 
como salada, y de la grasa se saca un aceite muy claro 
y transparente. Cuando los isleños cogen una tortuga 
le hacen una cortadura en la piel inmediata a la cola, 
de modo que permita ver el interior del cuerpo y ase- 
gurarse de sí es espesa o no la grasa debajo del es- 
paldar. En caso negativo, dejan libre al animal, y se 
dice que no tarda en curarse de tan extraña operación. 
Para tener seguras a las tortugas de tierra no basta 
volverlas patas arriba, como se hace con las de mar, 
porque a menudo logran recobrar su posición natural. 

Poca duda puede caber de que esta tortuga es un 
habitante aborigen del archipiélago de los Galápagos, 
porque se la halla en todas o casi todas las islas, aun 
en algunas más pequeñas, donde no hay agua; con di- 
ficultad se concibe que haya sido importada, tratán- 
dose de un grupo de islas muy poco visitado en lo 
antiguo. Además, los antiguos filibusteros hallaron 
estas tortugas en número mucho mayor que al presen- 
te; Wood y Rogers, en 1708, dicen ser opinión de los 
españoles que no las hay en ninguna otra parte de 
esta región del mundo. Hoy están distribuidas en un 
área extensísima; pero cabe preguntar si es o no ab- 
origen en los otros países que habita. La osamenta de 
una tortuga de la isla Mauricio, asociada con la del 
extinto Dodo, se ha considerado generalmente que 
pertenecía a esta tortuga; a suceder así, habría sido 
indígena; pero Mr. Bibron me hace saber que él la 
cree distinta, puesto que lo es la especie ahora exis- 
tente allí. 

El Amblyrhynchus, notable género de lagartos, vive 
exclusivamente en este archipiélago; hay dos especies 



XVI! 


ARCHlPléLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


187 


que se parecen una a otra en la forma general, siendo 
la una terrestre y la otra acuática. Esta última (A. crh 
status) fué caracterizada primeramente por Mr. Bell, 
que la presentó como enteramente peculiar y distinta 
en sus hábitos de la iguana, fundándose en la forma 
corta y ancha de su cabeza y en sus fuertes uñas, todas 
de igual longitud. Abunda extraordinariamente en 



Fig. %^-~Amblyrhynchus^: cristatus. 
a, Diente de tamaño natural, y el mismo, aumentado. 


todo el grupo de islas, y vive tan sólo en las costas 
rocosas, sin que se la encuentre nunca, al menos yo 
no la vi jamás, ni siquiera 10 metros tierra adentro. Es 
un animal de aspecto repugnante, color negro, sucio, 
estúpido y tardo en sus movimientos. La longitud co- 
mún de los individuos y adultos es de un metro, poco 
más o menos; pero los hay de 12 decímetros; uno 
grande pesó 20 libras; en la isla de Albemarle pare- 
cen ser mayores que en ninguna otra parte. Tienen la 
cola aplastada en sentido vertical, y parcialmente uni- 
dos por membranas los dedos de todos los pies. De 
cuando en cuando se los ve, a varios centenares de 
metros de la playa, nadando en el mar. El capitán 
Collnett, en su Viaje, dice: «Salen al mar en cuadri- 
llas a pescar, toman el sol en las rocas y pueden lia- 


188 


darwin; viaje del «beaglE); 


CAP. 


marse aligátores en miniatura.» Sin embargo, no debe 
suponerse que se alimentan de peces. Cuando está en 
el agua, este lagarto nada con perfecta facilidad y 
rapidez, mediante un movimiento serpentino de su 
cuerpo y cola aplastada, manteniendo las patas inmó- 
viles y pegadas a los lados. Un marinero arrojó uno 
al mar desde el barco, después dé haberle atado a una 
cuerda con un gran peso, creyendo matarle de ese 
modo; pero cuando una hora después tiró de la cuer- 
da, le halló tan vivo como si nada le hubiera pasado. 
Sus patas y fuertes uñas se adaptan admirablemente a 
la operación de reptar por las masas hendidas y áspe- 
ras de lava que forman en todas partes la costa. En 
tales sitios puede verse a menudo un grupo de seis o 
siete de estos reptiles repugnantes sobre las negras 
rocas, a pocos pies de la superficie, tomando el sol 
con las patas extendidas. 

Abrí los estómagos de varios y los hallé repletos de 
un alga fina (Ulva) que crece en delgadas expansio- 
nes foliáceas, de un brillante color verde o rojo obscu- 
ro. No recuerdo haber visto la menor porción de esta 
alga en las rocas de marea, y tengo razones para creer 
que crece en el fondo del mar, a poca distancia de la 
costa. Si así es, se comprende que estos reptiles se in- 
ternen a veces en el mar. El estómago no contenía 
nada más que algas. Sin embargo, Mr. Bynoe halló en 
uno un pedazo de cangrejo, que, no obstante, pudie- 
ra muy bien haber sido tragado accidentalmente. De 
un modo análogo, encontré una oruga envuelta en un 
liquen en la panza de una tortuga. Los intestinos eran 
grandes, como los de los animales herbívoros. La na- 
turaleza del alimento de este lagarto, así como la es- 
tructura de su cola y pies, y el hecho de que se le vea 
nadando voluntariamente en mar de fondo, prueban 
de modo incontestable sus hábitos acuáticos; sin em- 
bargo, hay en este particular una pequeña anomalía, y 
es que cuando se le asusta no entra en el agua. De ahí 



XVII 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


189 


que sea fácil obligarlos a retirarse a una punta de tie- 
rra que avance sobre el mar, donde antes se dejarán 
coger de la cola que arrojarse al agua. Nunca dan se- 
ñales de querer morder, y si se los molesta mucho 
vierten una gota de cierto líquido por las fosas nasa- 
les. Varias veces lancé uno, tan lejos como pude, a un 
profundo charco que había dejado la marea al retirar- 
se; pero invariablemente regresó en línea recta al si- 
tio donde yo estaba. Nadó cerca del fondo con gra- 
cioso y rápido movimiento, y de cuando en cuando 
se ayudaba de las patas para avanzar por el ondulado 
fondo. En cuanto llegaba a la orilla, pero estando aún 
bajo el agua, intentaba ocultarse en los matojos de 
algas o se metía en alguna hendedura. No bien creyó 
pasado el peligro, se encaramó sobre las secas rocas 
y se alejó tan aprisa como pudo. Varias veces cogí a 
este mismo lagarto, forzándole a seguir una ruta que 
terminaba en el mar, y no obstante poder nadar y bu- 
cear, nada fué capaz de moverle a entrar en el agua; 
y tantas veces como le arrojé a ella, otras tantas vol- 
vió de la manera antes descrita. Tal vez esta aparente 
estupidez pueda explicarse por la circunstancia de no 
tener este reptil enemigos de ningún género en la lí- 
nea de la costa, mientras que en el mar debe ser pre- 
sa de los numerosos tiburones. De ahí probablemente 
que, solicitado por un instinto fijo y hereditario de 
que la playa es un sitio de seguridad en cualquier con- 
tingencia, propende a refugiarse en ella obstinada- 
mente. 

Durante nuestra visita (en octubre) vi poquísimos 
individuos de esta especie y ninguno que tuviera me- 
nos de un año, a lo que creo. De tal circunstancia, co- 
lijo que probablemente no había comenzado la época 
de la procreación. Pregunté a varios isleños si sabían 
dónde ponían ios huevos; me dijeron que no sabían 
nada sobre su manera de propagarse, aunque habían 
visto muchas veces los huevos del lagarto de tierra; 



190 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


hecho bastante curioso si se atiende a lo numerosa 
que es la especie acuática. 

Tócame hablar ahora de la especie terrestre fA, De 
marlii)y que tiene la cola redonda y los dedos sin mem- 
branas. En lug-ar de hallársele, como al anterior, en todas 
las islas, habita sólo en la parte central del archipiéla- 
go, esto es, es las islas de Albemarle, James, Barrington 
e Indefatigable. En la parte Sur, en Charles, Hoop y 
Chatham, y hacia el Norte, en las islas Towers, Bind- 
loes y Abingdon, ni vi ninguno ni oí hablar de ellos. 
Parece que hubieran sido criados en el centro del ar- 
chipiélago y que se hubieran dispersado desde allí 
sólo hasta cierta distancia. Algunos de estos lagartos 
habitan en regiones altas y húmedas de las islas, pero 
abundan mucho más en las bajas y estériles junto a la 
costa. La mejor prueba que puedo dar de su excesivo 
número es que cuando estuvimos en la isla James no 
pudimos por algún tiempo hallar sitio, limpio de sus 
madrigueras, en que plantar nuestra tienda. Como sus 
hermanos los lagartos marinos, son animales feísimos, 
de un tinte entre anaranjado amarillento y rojo pardus- 
co; su ángulo facial, casi nulo, les da un aspecto sin- 
gularmente estúpido. Son tal vez de un tamaño algo 
menor que la especie marina; pero hubo varios que 
pesaron de 10 a 15 libras. Se mueven perezosa y tor- 
pemente. Cuando no se los asusta, se arrastran con 
lentitud, con la cola y vientre pegados al suelo. A me- 
nudo se paran y dormitan uno o dos minutos, con los 
ojos cerrados y las patas traseras tendidas sobre el 
árido suelo. Habitan en agujeros que suelen hacer 
entre fragmentos de lava, pero más de ordinario en la 
toba blanca, semejante a la arenisca de ciertos sitios 
llanos. Esos agujeros no parecen ser muy profundos, 
y penetran en la tierra formando un pequeño ángulo; 
de modo que al andar por este suelo ruinoso los pies 
se hunden, con no escasa molestia del caminante fati- 
gado. El animal, en la operación de abrir su guarida. 



XVII 


•ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


191 


trabaja alternativamente, cuándo con un lado del cuer- 
po, cuándo con el otro. Una de las patas delanteras 
araña el suelo por breve tiempo y arroja la tierra hacia 
la pata trasera correspondiente, muy bien dispuesta 
para retirarse de la boca del agujero. Cuando se ha 
fatigado un lado, empieza el opuesto, y así prosiguen 
alternativamente. Observé a uno por largo tiempo, 
hasta que estuvo medio sepultado, y entonces, acer- 
cándome, le cogí de la cola y le hice salir. Esto le sor- 
prendió, como es natural, y volviéndose a mí se rae 
quedó mirando de hito en hito, como diciendo: «¿Por 
qué me ha tirado usted de la cola?» 

Comen por el día, y no se alejan mucho de sus agu- 
jeros; si se los asusta huyen a ellos de la manera más 
desgarbada. A causa de la posición lateral de sus 
patas, según parece, no pueden correr mucho si no es 
cuesta abajo. No son tímidos; cuando se les pone de- 
lante alguien, se quedan mirándole atentamente, re- 
tuercen la cola, volviendo la punta hacia arriba, se le- 
vantan sobre sus patas delanteras, mueven la cabeza 
verticalmente con rapidez e intentan parecer fieros; 
pero en realidad no lo son, pues basta dar una patada 
en el suelo para que bajen la cola y huyan tan aprisa 
como pueden. Con frecuencia he observado lagartijas 
muscívoras que al encararse con alguno hacen demos- 
traciones idénticas, ignoro con qué objeto. Si a este 
Amblyrhynchus se le detiene y golpea con un palo, le 
muerde con furia; pero habiendo cogido a varios por 
la cola, nunca intentan hacer lo mismo. Cuando se 
pone a dos frente a frente, pelean y se dan terribles 
mordiscos, haciéndose sangre. 

Los lagartos de esta especie que habitan las regio- 
nes bajas (y son los más numerosos) apenas prueban 
una gota de agua en todo el año; pero comen gran 
cantidad de suculento cactus, cuyas ramas caen a me- 
nudo tronchadas por el viento. Varias veces les eché 
algunos trozos de dicha planta cuando había varios 



192 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


juntos, y era divertido verlos luchar para cogerlos y 
llevárselos en la boca, como hacen los perros ham- 
brientos con los huesos. Comen con gran avidez, pero 
sin masticar el alimento. Los pájaros saben lo inofen- 
sivos que son, y he visto a un picogordo saciar su ape- 
tito en el extremo de un cactus (planta muy buscada 
por todos los animales de las partes bajas de las islas) 
mientras uno de estos lagartos estaba comiendo en el 
otro extremo, y poco después el avecilla se posó en 
el lomo del reptil con la más absoluta indiferencia. 

Abrí los estómagos de varios, y los encontré llenos 
de fibras vegetales y hojas de diferentes árboles, en 
especial de una acacia. En las regiones altas viven 
principalmente de las bayas, acidas y astringentes, de 
las guayabitas, y bajo ellas he visto estos lagartos co- 
miendo juntos con enormes tortugas. Para procurarse 
las hojas de acacia trepan a los ejemplares enanos y 
achaparrados, y no es raro ver a un par de ellos ra- 
moneando tranquilamente sobre una rama que se alza 
sobre el suelo varios pies. Cocidos estos lagartos dan 
una carne blanca, de que gustan las personas que no 
conocen escrúpulos en punto a manjares. Humboldt 
ha hecho notar que todos los lagartos habitadores de 
regiones secas intertropicales de Sudamérica están 
considerados como excelentes para la mesa. Los ga- 
lapaguinos aseguran que los de las regiones altas y 
húmedas beben agua, pero que los otros no snben a 
buscarla, como las tortugas, desde las tierras bajas y es- 
tériles. En la época de nuestra visita, las hembras es- 
taban repletas de huevos numerosos, grandes y alar- 
gados. Hacen la puesta en sus madrigueras, y los 
isleños los buscan para utilizarlos como alimento. 

Las dos especies de Amblyrhynchus convienen, 
según dejo dicho, en la estructura general y en mu- 
chos de sus hábitos. Ninguna de ellas posee la agi- 
lidad característica de los géneros Lacerta e Iguana 
Ambas son herbívoras, si bien la clase de plantas que 



XVil 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


193 


comen se diferencian mucho. Mr. Bell ha dado nom- 
bre al género fundándose en la brevedad del hocico; 
realmente, la forma de la boca puede casi compararse 
con la de la tortuga; de suerte que el naturalista se 
siente inclinado a suponer en estos reptiles una adap- 
tación a sus instintos herbívoros. Resulta, pues, inte- 
resantísimo hallar un género bien caracterizado, con 
sus especies marina y terrestre circunscritas a una por- 
ción limitada del globo. Sobre todo, la especie acuá- 
tica es notabilísima, por comprender los únicos lagar- 
tos que viven de plantas marinas. Según he dicho al 
principio, lo particular de estas islas es no tanto el 
número de especies de reptiles como el de individuos; 
cuando recuerdo los apisonados senderos hechos por 
millares de tortugas de tierra, las numerosas de mar, 
las grandes extensiones minadas por los agujeros del 
Amblgrhynchus terrestre, y los grupos de la especie 
marina, que suelen tomar el sol en las rocas costeras 
de todas las islas, me veo forzado a admitir que no 
hay otra región del mundo donde este orden reem- 
place a los mamíferos herbívoros en tan extraordinaria 
manera. El geólogo, al tener noticia de este caso, re- 
cordará tal vez la época secundaria, cuando la tierra 
y el mar eran hervideros de lagartos, unos herbívoros, 
otros carnívoros, de dimensiones sólo comparables 
con nuestras ballenas hoy existentes. Al propio tiem- 
po deberá fijar la atención en que este archipiélago, 
en lugar de poseer un clima húmedo y una vegetación 
exuberante, no puede ser considerado como extrema- 
damente árido y bastante templado para ser región 
ecuatorial. 

Voy a terminar con la zoología. Las 15 especies de 
peces marinos que pude procurarme aquí son todas 
nuevas; pertenecen a 12 géneros, diseminados en un 
área bastante amplia, excepto el Prionoius, cuyas cua- 
tro especies previamente conocidas viven en la parte 
oriental de América. En cuanto a conchas terrestres. 


Darwin: Viaje. — T. II. 


13 



194 


darwjn: viaje del «beagle» 


CAP. 


recogí 16 especies (y dos variedades bien marcadas), 
todas peculiares de este archipiélago, exceptuando un 
Helix hallado en Tahiti; una sola concha de agua dul- 
ce (Paludina) es común a Tahiti y Tasmania. Mr. Cu- 
ming, con anterioridad a mi viaje, se procuró 90 es- 
pecies de conchas marinas, sin incluir varias — no 
examinadas aún en particular — de TrochuSy Turbo, 
Monodonta y Nassa. Me ha dado noticias de sus inte- 
resantes resultados: de las 90 conchas, nada menos 
que 47 son desconocidas en todas las restantes partes 
del globo; hecho maravilloso si se atiende a lo am- 
pliamente distribuidas que están de ordinario las con- 
chas marinas. De las 43 conchas halladas en otras par- 
tes del mundo, 25 habitan la costa occidental de Amé- 
rica, y de ellas ocho son clasificables como variedades; 
las 18 restantes (incluyendo una variedad) fueron 
recogidas por Mr. Cuming en el archipiélago Low, y 
algunas de ellas también en las Filipinas. Merece notar- 
se el hecho de que se encuentren aquí conchas pro- 
cedentes de islas de las partes centrales del Pacífico, 
porque no se conoce una sola concha marina que sea 
común a las islas de este océano y a la costa occiden- 
tal de América. La extensión de mar franca que se 
extiende al Norte y al Sur, frente a la costa occiden- 
tal, separa dos provincias conquilíológicas enteramen- 
te distintas; pero en el Archipiélago de los Galápagos 
tenemos un territorio independiente, donde se han 
creado muchas formas nuevas y donde esas dos gran- 
des provincias conquilíológicas han enviado cada una 
varios colonos. La provincia americana ha suminis- 
trado también sus especies que la representen aquí, 
porque hay una especie galapaguina de Monocerus, 
género que sólo se halla en la costa occidental de 
América, y también existen especies galapaguinas de 
Fissurella y Cancellaria, géneros comunes en la cos- 
ta occidental, pero no halladas (según me comunica 
Mr. Cuming) en las islas centrales del Pacífico. Por 



XVII 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


195 


otra parte, hay especies g-alapag-uinas de Oniscia y 
Stylifer, géneros comunes a las Indias Occidentales y 
a los mares de la China e India, pero que no se han 
encontrado ni en la costa occidental de América ni 
en la central del Pacífico. Cúmpleme añadir aquí que 
después de la comparación, hecha por les Sres. Cu- 
ming e Hinds, de unas 2.000 conchas procedentes de 
la costa oriental y occidental de América, no se halló 
mas que una sola concha común, a saber, la Purpura 
patula, que habita las islas occidentales, la costa de 
Paraná y los Galápagos. Tenemos, pues, en esta parte 
del mundo tres grandes provincias marinas conquilio- 
lógicas enteramente distintas, aunque sorprendente- 
mente próximas unas a otras, pues sólo están separa- 
das por largas zonas, ya de tierra, ya de mar franca, 
al Norte y al Sur. 

Gran empeño puse en recoger insectos; pero, ex- 
ceptuando Tierra del Fuego, nunca vi un territorio 
tan pobre en este particular. Aun en las regiones altas 
y húmedas hallé muy pocos, fuera de algunos dimi- 
nutos Dípteros e Himenópteros, en su mayor parte 
comunes en todo el mundo. Como antes he advertido, 
los insectos, para ser una región tropical, tienen pe- 
queñísimo tamaño y colores obscuros. De coleópteros 
recogí 25 especies (sin contar un Dermestes y un Co- 
rynetes, importados a todos los lugares en que tocan 
los barcos); dos de ellos pertenecen a los Harpálidos; 
dos, a los Hidrophilidos; nueve, a las tres familias de 
Heterómeros, y los 12 restantes, a otras tantas familias 
diferentes. Esta circunstancia de que un contado nú- 
mero de insectos (y puedo añadir también de plan- 
tas), aunque pocos en número, pertenezcan a muchas 
familias diferentes, es, según creo, muy general. Mis- 
ter Waterhouse, que ha publicado (1) una relación de 
ios insectos de este archipiélago, y a quien debo los 


(1) Ann. and Maa. of Natural History, vol. XVI, pág. 19. 



196 darwin: viaje del cbeaqle» cap. 

detalles anteriores, me dice que hay varios géneros 
nuevos, y que de los géneros no nuevos, uno o dos 
son americanos, y el resto, mundiales. Exceptuando 
un Apate xilófago y uno, o probablemente dos, esca- 
rabajos de agua, oriundos del continente americano, 
todas las especies parecen ser nuevas. 

La botánica de este archipiélago es, en absoluto, 
tan interesante como la zoología. El Dr. J. Hooker 
piensa publicar pronto en las Linnean Transactions 
una relación completa de la flora (1), y a él le debo 
muchos de los detalles siguientes: De plantas faneró- 
gamas, de lo que hasta el presente es conocido, hay 
185 especies, y 40 de criptógamas, haciendo un total 
de 225, número del que he tenido la fortuna de traer 
a Inglaterra 193. Entre las fanerógamas hay cien espe- 
cies nuevas, y probablemente confinadas en este ar- 
chipiélago. El Dr. Hooker supone que, de las plantas 
que no son tan exclusivas de estas islas, al menos 
10 especies, halladas cerca del terreno cultivado en la 
isla Charles, han sido importadas. Es a mi juicio sor- 
prendente que no se hayan introducido más especies 
americanas, teniendo en cuenta que la distancia del 
continente es sólo de 500 a 600 millas, y que (según 
Collnett, pág. 58) las olas arrojan a menudo a las cos- 
tas del Sudeste madera de deriva, bambúes, cañas y 
frutos de una palma. La proporción de 100 plantas fa- 
nerógamas entre 185 (o 175 excluyendo las malezas 
importadas) enteramente nuevas es suficiente, según 


(1) Para más detalles sobre la historia natural de estas islas, 
puede leerse: Narrative of tke Surveying VoyagesofH. M. S. *Ad~ 
ventare'^ and <Beagle* (tom. II, págs. 484-505). El célebre Hooker 
hizo el estudio de la^flora de este archipiélago basado en las colec- 
ciones de Darwin. Los naturalistas de la expedición de L. Agassiz 
y los del Albatros (expedición de A. Agassiz), realizadas muy pos- 
teriormente (1885-91), han contribuido en amplia medida a su co- 
nocimiento. Los escritos de los filibusteros son también fuentes 
de estima. —Nota de la edic. española. 



xvn 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


197 


creo, para hacer del Archipiélago de los Galápagos una 
provincia botánica distinta; pero esta flora no es tan 
peculiar como la de Santa Elena, ni, a lo que me hace 
saber el Dr. Hoolcer, como la de la isla de Juan Fer- 
nández. La peculiaridad de la flora galapaguina se 
pone sobre todo de manifiesto en ciertas familias; así, 
hay 21 especies de Compuestas^ de las que 20 son ex- 
clusivas de este archipiélago; esas especies pertenecen 
a ¡12 géneros, y de ellos, 10 nada menos viven sólo 
en este grupo de islas!... Me participa el referido doc- 
tor Hooker que la flora galapaguina tiene indudable- 
mente un carácter americano del Oeste, y que no pue- 
de descubrir en ella ninguna afinidad con la del Pa- 
cífico. De modo que si exceptuamos las 18 conchas 
marinas, una de agua dulce y otra de tierra, que al pa- 
recer han llegado aquí emigradas de' las islas centrales 
del Pacífico, y asimismo la única especie evidente de 
igual origen que se halla entre los picogordos gala- 
paguinos, vemos que este archipiélago, si bien está en 
el Océano Pacífico, zoológicamente forma parte de 
América. 

Si tal carácter se debiera sólo a las especies inmi- 
grantes que han llegado a las islas de los Galápagos 
procedentes de América, poco de particular habría en 
ello; pero es un hecho que una gran mayoría de los 
animales terrestres y más de la mitad de las plantas 
fanerógamas son aborígenes. Fué de lo más sorpren- 
dente que pude imaginar verme rodeado de nuevas 
aves, nuevos reptiles, nuevas conchas, nuevos insec- 
tos, nuevas plantas, y sin embargo, por innumerables 
pormenores y minucias de estructura, y aun por el 
timbre de voz y el plumaje de las aves, tener ante mis 
ojos una representación de las templadas llanuras de 
Patagonia o de los cálidos y secos desiertos del norte 
de Chile. ¿Por qué en estos pedacitos de tierra, que 
en su período geológico reciente deben de haber es- 
tado cubiertos por el océano; que están formados de 



198 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


lava basáltica» y por tanto se diferencian, en el carác- 
ter geológico, del continente americano, y se hallan 
colocados bajo un clima peculiar, y poseen seres or- 
gánicos aborígenes asociados, tanto en especie como 
en número, en proporciones distintas de las del con- 
tinente, sometidas, por tanto, a diferentes influencias 
recíprocas...; por qué, repito, han sido creados so- 
bre tipos americanos de organización? Es probable 
que el grupo de islas de Cabo Verde se parezca en 
todas sus condiciones físicas a las islas de los Galá- 
pagos mucho más que esta última a las costas de Amé- 
rica, aunque los habitantes aborígenes de los dos gru- 
pos sean totalmente dispares. Los del Cabo Verde 
llevan la impronta de Africa, y los del Archipiélago de 
los Galápagos, la de Am.éríca. 

Hasta ahora no he indicado el rasgo más notable de 
la Historia Natural de este archipiélago, y es que las 
diferentes islas, en una extensión considerable, están 
habitadas por conjuntos diferentes de seres. El vice- 
gobernador, Lawson, me llamó la atención sobre este 
hecho, manifestándome que había notables diferen- 
cias entre las tortugas de las diversas islas, y que po- 
día discernir con toda seguridad la isla de donde pro- 
cedía cada una. Por algún tiempo no presté gran aten- 
ción a este aserto, y ya había mezclado en parte las 
colecciones de dos islas. Nunca pude figurarme que 
unas islas separadas por 50 o 60 millas de distancia, y 
la mayor parte a la vista unas de otras, formadas pre- 
cisamente de las mismas rocas, gozando de un clima 
idéntico, y que se levantan casi a la misma altura, es- 
tuvieron pobladas por seres orgánicos diferentes; pero 
pronto veremos que así sucede. Parece signo adverso 
de casi todos los viajeros tener que salir precipitada- 
mente de una localidad en cuanto han descubierto lo 
más interesante que hay en ella; sin embargo, quizá 
debo dar gracias porque obtuve suficientes materiales 



XVII ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 199 

para establecer este hecho notable en la distribución 
de los seres orgfánicos. 

Los habitantes, como he dicho, se precian de saber 
distinguir las tortugas procedentes de las diferentes 
islas, y aseguran que no sólo se diferencian en el ta- 
maño, sino en otros caracteres. El capitán Porter ha 
descrito (1) las de Charles y las de Hood, que es la 
más próxima a ella, diciendo que sus espaldares son 
gruesos y vueltos hacia arriba, como una silla de mon- 
tar española, mientras que las tortugas de la isla James 
se distinguen por ser más redondas, negras, y por 
tener un sabor más agradable después de cocidas. Sin 
embargo, Mr. Bibron me participa que ha visto lo que 
considera dos especies distintas de tortugas, proce- 
dentes de los Galápagos, aunque ignora de qué islas. 
Los ejemplares traídos por mí a Inglaterra, cogidos de 
tres islas, eran jóvenes, y probablemente debido a esta 
causa ni Mr. Cray ni yo logramos descubrir en ellas 
ninguna diferencia específica. He observado que el 
Amblyrhynchus marino era mayor en la isla de Albe- 
marle que en otras partes, y el citado Mr. Bibron me 
notifica que conoce dos distintas especies acuáticas 
de este género; de modo que las diferentes islas tuvie- 
ron probablemente sus especies representativas o ra- 
zas de Amblyrhynchus, así como de tortugas. La pri- 
mera vez que este hecho provocó mi atención fué 
cuando al comparar los numerosos ejemplares de sin- 
sontes o pájaros mimos que habia cazado en diversos 
puntos, con gran asombro descubrí que todos los de 
la isla Charles pertenecían a una especie (Mimus tri- 
fasciatus); todos los de Albemarle, al M. párvulus, y 
todos los de James y Chatam — entre las que hay in- 
terpuestas otras dos islas, como para enlazarlas — , al 
M. melanotis. Estas dos últimas especies son muy afi- 
nes, y algunos ornitólogos las consideran como razas 


(1) Voyage in the U. S, ship *Essex», vol. I, pá.g. 215. 



200 


darwin: viaje del «beagle» 


GAP. 


O variedades muy marcadas; pero el M. irifasciaius 
es enteramente distinto. Por desgfracia, la mayoría 
de los ejemplares de la tribu de los picogordos esta- 
ban todos mezclados; pero tengo poderosas razones 
para suponer que algunas especies del subgrupo Geos- 
piza viven confinadas en islas separadas. Si cada una 
de éstas tiene sus representantes especiales de Geos- 
pizay esto ayudaría a explicar el grandísimo número 
de especies de dicho subgrupo en un archipiélago tan 
pequeño, y, como probable consecuencia del número, 
la serie perfectamente graduada en el tamaño de sus 
picos. Se logró adquirir dos especies del subgrupo 
Caciornis y dos del Camdrhynchus en el archipiélago, 
y de los numerosos ejemplares de estos dos subgru- 
pos cazados por cuatro colectores en la isla James se 
vió que todos pertenecían a alguna especie de las pri- 
meras, mientras que los numerosos ejemplares muer- 
tos a tiros, bien en Chatam, bien en Charles (porque 
todos estaban mezclados), pertenecían a las otras dos 
especies; de donde podemos estar seguros que dichas 
islas poseen especies representativas de estos dos sub- 
grupos. En cuanto a las conchas terrestres, esta ley de 
disfribución no parece cierta. En mi reducida colec- 
ción de insectos, Mr. Waterhouse halla que entre los 
rotulados con su respectiva localidad no hay ninguno 
común a dos de las islas. 

Por lo que ahora toca a la flora, veremos que las 
plantas aborígenes de las diferentes islas son prodi- 
giosamente distintas. Los resultados que pongo a con- 
tinuación están abonados por la gran autoridad de mi 
amigo el Dr. J. Hooker. Debo advertir desde luego 
que recogí sin distinción todas las flores halladas en 
las diferentes islas, y que, por fortuna, guardé por se- 
parado mis colecciones. Sin embargo, no hay que fiar 
demasiado de los resultados proporcionales, puesto 
que las pequeñas colecciones traídas a Inglaterra por 
algunos otros naturalistas ponen de manifiesto lo mu- 


XVII 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


201 


cho que aun es preciso estudiar la botánica de este 
g^rupo; fuera de eso, hasta ahora sólo se han examinado 
imperfectamente las Leguminosas. 


Nombre 

de la isla 

Número 

total 

de 

especies 

Número 
de especies 
halladas 

otras partes 

del mundo 

Número 
de especies 
confinadas 

en el 

Archipiélago 
de los 

1 Galápagos 

Número 

confinado 

en una 

sola isla 

Número 
de especies 
confinadas 
en el 

Archipiélago 
de los 
Galápagos, 
pero halla- 
das en más 
de una isla 

Isla James. . . 

71 

33 

38 

30 

8 

Isla Albemar- 
le 

46 

18 

26 

22 

' 1 

Isla Chatham. 

32 

16 

16 

12 

4 1 

Isla Charles. . 

68 

39 

29 

21 

8 ^ 



(ó 29, restando 
las plantas 
probablemente 
importadas) 






Por este cuadro vemos patentizado el hecho, ver- 
daderamente prodigioso, de que en la isla James, de 
las 38 plantas galapaguinas o que no se hallan en otras 
partes del mundo, 30 están exclusivamente confinadas 
en esta isla, y en la de Albemarle, de 26 plantas aborí- 
genes galapaguinas, 22 están confinadas en esta isla; 
de modo que sólo cuatro se crían en otras islas del ar- 
chipiélago; y así sucede, como se muestra en la tabla 
anterior, con las plantas de las islas Chatham y Char- 
les. Para hacer resaltar esta curiosísima distribución 
citaré algunos casos particulares: la ScalesiOf notable 
género arborescente de las Compuestas^ está confina- 




202 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


da en este archipiélagfo; tiene seis especies: una de 
Chatham, otra de Albemarle, otra de Charles, dos de 
James, y la sexta, de alg-una de las tres últimas islas, 
no se sabe de cuál. Ning-una de estas seis especies 
habita al mismo tiempo en dos islas. Las EupRorbia, 
un género cosmopolita ampliamente distribuido, tie- 
nen aquí ocho especies, de las que siete viven confi- 
nadas en el archipiélago, pero ninguna de ellas se da 
a la vez en dos islas; los géneros Acalypha y Borre- 
rioy ambos de distribución mundial, tienen, respecti- 
mente, seis y siete especies, y ninguno de ellos posee 
las mismas especies en dos islas, exceptuando una del 
último género. Las especies de las Compuestas son 
particularmente locales, y el Dr. Hooker me ha sumi- 
nistrado otros ejemplos notabilísimos de la diferencia 
de especies en las diversas islas. Además, observa 
que esta ley de distribución se cumple, no sólo res- 
pecto de los géneros confinados en el archipiélago, 
sino también de los diseminados en otras partes del 
mundo. De un modo análogo hemos, visto que las di- 
ferentes islas tienen sus especies propias de los géne- 
ros de tortugas terrestres, cosmopolitas, y de los pá- 
jaros mimos, sinsontes o burlones, ampliamente distri- 
buidos por América, así como de los dos subgrupos 
galapaguinos de picogordos, y, casi con toda certeza, 
del género galapaguino Amblyrhynchus. 

La distribución de los vivientes de este archipiéla^ 
go no sería tan sorprendente si, por ejemplo, una isla 
tuviese un pájaro burlón y otra isla algún otro género 
algo distinto; si una isla poseyera su género peculiar 
de lagartos y una segunda otro distinto, o ninguno; o 
si las diferentes islas estuvieran habitadas, no por es- 
pecies representativas de los mismos géneros de plan- 
tas, sino por géneros totalmente distintos, como hasta 
cierto punto sucede, pues un gran árbol que produce 
bayas en la isla James no tiene especie que le repre- 
sente en la isla Charles. Pero lo que hace subir de 



xvil 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


203 


punto mi asombro es que varias de las islas poseen 
sus peculiares especies de tortugas, sinsontes o burlo- 
nes, picogordos, junto con numerosas plantas, y que 
estas especies tienen los mismos hábitos generales, 
ocupan sitios análogos y llenan sin duda los mismos 
fines en la economía natural de este archipiélago. 
Puede sospecharse que algunas de estas especies re- 
presentativas de las diversas islas, al menos en el caso 
de la tortuga y de algunas aves, han de resultar, en fin 
de cuentas, razas bien caracterizadas; pero esto mismo 
ofrece un interés igualmente grande para el naturalista 
filósofo. He dicho que la mayor parte de las islas están 
a la vista unas de otras, y puedo puntualizar que la de 
Charles dista sólo 50 millas de la parte más próxima 
de la isla Chatham y 33 de la parte más cercana de la 
isla de Albemarle. La isla de Chatham está a 60 millas 
de la parte más vecina de la isla James; pero hay 
entre ellas dos islas intermedias que no visité. La isla 
James está solamente a 10 millas de la parte más pró- 
xima de la isla de Albemarle; pero los sitios en que se 
hicieron las colecciones están a la distancia de 32 mi- 
llas, Debo repetir que ni la naturaleza deí suelo, ni 
la altura del mismo, ni el clima, ni el carácter general 
de los seres asociados, ni, por tanto, su acción recí- 
proca, pueden diferir mucho en las diversas islas. Si 
existe alguna diferencia apreciable en su clima, debe 
de ser entre el grupo de barlovento — esto es, islas de 
Charles y Chatham — y el de sotavento; pero, según 
parece, no se nota la diferencia correspondiente en 
las producciones de estas dos mitades del archi- 
piélago. 

Tal vez arroje alguna luz sobre el peculiar carácter 
de las producciones vegetales y animales de las diver- 
sas islas, y es el único dato que puedo aportar para 
explicarlo, la circunstancia de que estuvieran aisladas 
las islas septentrionales y. meridionales por corrien- 
tes marinas que se dirigieran al O. o al ONO.; de 



204 


darwin; viaje del «beagle» 


CAP. 


hecho, entre las islas del Norte se ha observado una 
gran corriente Noroeste, que sin duda establece una 
separación eficaz entre la isla James y Albemarle. 
Como el archipiélago está exento de huracanes y 
fuertes vientos en grado excepcional, no es verosímil 
el traslado atmosférico de aves, insectos o semillas li- 
geras de unas islas a otras. Y, por último, la inmensa 
profundidad del océano entre las islas y su origen vol- 
cánico^ al parecer reciente (en sentido geológico), 
hace en extremo improbable que hayan estado nunca 
unidas: y ésta acaso es una consideración mucho más 
importante que cualquiera otra, por lo que hace a la 
distribución geográfica de los seres que las habitan. 
Repasando los hechos referidos, el ánimo se llena de 
asombro ante la magnitud de fuerza creadora, si tal 
expresión cabe, desplegada en estas pequeñas, yermas 
y rocosas islas, y más todavía de su diversa, aunque 
análoga, acción sobre puntos tan próximos unos a 
otros. He dicho que el Archipiélago de los Galápagos 
podría llamarse un satélite del continente america- 
no; pero mejor se denominaría un grupo de satélites 
físicamente semejantes, orgánicamente distintos, pero 
estrechamente relacionados entre sí, y todos en gra- 
do notable, aunque mucho menor, con el gran conti- 
nente americano. 

Terminaré mi descripción de la Historia Natural 
de estas islas exponiendo la extraordinaria mansedum- 
bre de las aves. 

Esta cualidad es común a todas las especies terres- 
tres, a saber: los sinsontes o burlones, picogordos, 
reyezuelos, muscívoras tiranas, alondras y rapaces ca- 
rroñeras. Todas ellas se acercaban a menudo suficien- 
temente para poderlas matar con una varita, y algunas 
veces intenté hacerlo con una gorra o sombrero. Una 
escopeta aquí es casi superflua, porque con el cañón 
derribé un halcón que estaba posado en la rama de 



XVn ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 205 

un árbol. Un día, estando echado en ei suelo, se posó 
un pájaro mimo o burlón en el borde de una vasija, 
hecha de concha de tortuga, que yo tenía asida, y em- 
pezó a beber tranquilamente el agua; me permitió le- 
vantarle del suelo en la vasija y casi cogerle de las 
patas, cosa que estuve a punto de conseguir. Esta 
misma experiencia la repetí con otras aves. En tiem- 
pos pasados, las aves han debido de ser más mansas 
que al presente. Cowley (el año 1684) dice que «las 
tórtolas eran muy mansas y se posaban a menudo en 
nuestros sombreros y hombros, de modo que podía- 
mos cogerlas vivas; no huían del hombre hasta des- 
pués que alguno de los nuestros Ies dispararon varios 
tiros, con lo que se hicieron más esquivas*. También 
Dampier, en el mismo año, refiere que un hombre ca- 
minando a pie podría matar en una mañana seis o sie- 
te docenas de estas aves. AI presente, aunque sin 
duda muy mansas, no se posan en los brazos de las 
personas, ni se dejan matar en tanto número. Es ex- 
traño que no se hayan hecho más bravias, porque 
estas islas, durante los últimos ciento cincuenta años, 
han sido visitadas frecuentemente por filibusteros y 
pescadores de ballenas, y, además, los marineros que 
recorren los matorrales en busca de tortugas se entre- 
tienen, cruelmente, en matar las avecillas que se po- 
nen a su alcance. Pero aquí siguen todavía mansas, a 
pesar de la persecución. En la isla Charles, coloniza- 
da desde hace cosa de seis años, vi un muchacho sen- 
tado junto a un pozo, y con una varita en la mano, 
matando las palomas y picogordos que acudían a be- 
ber. Cuando, llegué había cazado ya un montoncito de 
ellas para la comida, y me dijo que siempre había te- 
nido la costumbre de apostarse en este sitio con el 
mismo objeto. Diríase que las aves de este archipiéla- 
go, no habiendo aprendido todavía que el hombre es 
un animal más peligroso que la tortuga o el Ambly- 
rhynchuSf se le acercan sin temor, al modo que en In- 



206 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


g-laterra ciertas aves esquivas, las urracas, por ejemplo, 
se aproximan a las vacas y caballos que pastan en los 
campos. 

Las islas Falkland ofrecen otro ejemplo de poseer 
aves igualménte mansas. La extraordinaria mansedum- 
bre del pequeño Opeiiorhynchus ha sido observada 
por Pernety, Lesson y otros viajeros. Pero tal propie- 
dad no se observa sólo en dicha avecilla: el Polybo- 
rus, la agachadiza, el ganso de montaña y tierra baja, 
la calandria, y hasta algunos halcones, la poseen tam- 
bién ,en grado mayor o menor. Como el caso se da en 
parajes donde hay zorros, halcones y buhos, podemos 
inferir que la ausencia de tales animales rapaces en el 
Archipiélago de los Galápagos no es la causa de su 
mansa condición. Los gansos de montaña de las islas 
Falkland manifiestan, en las precauciones que toman 
al construir sus nidos en las islitas, que conocen el pe- 
ligro procedente de los zorros; mas no por eso se 
muestran esquivos respecto del hombre, i a manse- 
dumbre de las aves, y en especial la de las pollas de 
agua, forma singular contraste con los hábitos de la 
misma especie en Tierra del Fuego, donde los salva- 
jes las han venido persiguiendo por espacio de siglos. 
En las islas Falkland, los cazadores matan a veces en 
un día más gansos de montaña que los que pueden 
llevar a casa, mientras que en Tierra del Fuego cuesta 
cazar uno casi tanto como en Inglaterra un pato salva- 
je común. 

En tiempo de Pernety (1763), todas las aves pare- 
cían haber sido menos esquivas que al presente, pues 
asegura que el Opeiiorhynchus llegaba casi a posár- 
sele en el dedo y que con una varita mato 10 en me- 
dia hora. En ese período, las aves deben de haber sido 
tan mansas como lo son ahora en las Islas de los Ga- 
lápagos. Al parecer, aquí han aprendido a precaverse 
contra el hombre más lentamente que en las islas Falk- 
land, donde han tenido medio de adquirir experien- 



iVll 


ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 


207 


cia, pues además de las frecuentes visitas hechas por 
los barcos, esas islas han estado a intervalos coloniza- 
das durante largos períodos. Aun antiguamente, cuan- 
do todas las aves eran tan mansas, fué imposible, se- 
gún refiere Pernety, matar el cisne de cuello negro, 
ave de paso, que probablemente llevó consigo la pru- 
dencia aprendida en países extranjeros. 

Puedo añadir que, al decir de Du Bois, todas las 
aves de la isla Borbón en 1571-72, con la excepción 
de flamencos y gansos, eran tan extremadamente man- 
sas, que podían cogerse con la mano o matarse a pa- 
los tantas como se quisieran. Además, en Tristán de 
Acunha, en el Atlántico, Carmichael (1) afirma que 
sólo dos aves de tierra, un tordo y una calandria, eran 
«tan mansos que se dejaban coger con una red de 
mano » . De estos varios hechos podemos, a lo que creo, 
concluir, en primer lugar, que la esquivez de las aves 
con respecto al hombre es un instinto particular diri- 
gido contra él, y que no depende, en general, de las 
precauciones sugeridas por otras fuentes de peligro; y 
en segundo lugar, que las aves, individualmente con- 
sideradas, no lo adquieren en breve tiempo por más 
que se las persiga, si bien llega a ser hereditario en el 
curso de sucesivas generaciones. En los animales do- 
mesticados tenemos costumbre de ver nuevos hábitos 


(1) Linnean Transacíions, vol. XI!, pág. 496. El hecho más 
anómalo que he encontrado sobre este asunto es la esquivez de 
las aves pequeñas en las regiones árticas de Norteamérica (según 
las describe Richardson, Fauna Bore-, vol. II, pág. 332), donde se 
dice que nunca son perseguidas. Lo cual es tanto más de extrañar 
cuanto más en oposición con esa esquivez se halla la mansedum- 
bre de las mismas especies en los parajes donde invernan en los 
Estados Unidos. Hay muchas cosas inexplicables en lo concer- 
niente a lo más o menos ariscas y recelosas que se muestran las 
aves en ocultar sus nidos, como el Dr. Richardson observa acer- 
tadamente. ¡Cuán extraño es que la paloma torcaz inglesa, gene- 
ralmente tan esquiva, anide y críe en arbustos cercanos a las 
casas! 


208 


DARWfN: VIAJE DEL OBEAGl.R» 


CAP. XVII 


mentales o instintos adquiridos que se convierten en 
hereditarios; pero tratándose de animales en estado de 
naturaleza, ha de ser siempre más difícil descubrir 
casos de conocimiento adquirido y conservado por 
virtud de la herencia. En cuanto a la esquivez de las 
aves respecto del hombre, no hay modo de explicarla 
sino por hábito adquirido: pocas aves jóvenes suelen 
recibir daño del hombre en Inglaterra, al menos rela- 
tivamente, si se limita la observación a un año cual- 
quiera, y, no obstante, casi todas, incluso los pollos, 
huyen de la gente. En cambio, en el Archipiélago de 
los Galápagos y en las islas Falkland las aves han 
sido pei^eguidas y cazadas por viajeros y colonos, y 
a pesar de ello no han aprendido a temer al hombre. 
De estos hechos podemos inferir el enorme trastorno 
que debe de causar en un país la introducción de un 
nuevo animal de presa antes que ios instintos de los 
seres indígenas se adapten a la astucia o fuerza del 
intruso (1). 


(1) En 1831 el coronel ecuatoriano Ignacio Hernández tomó 
posesión del ^archipiélago en nombre de su Gobierno, y se estable- 
ció una pequeña colonia en las islas . — Nota de la edic. española. 



CAPITULO xvm 


Tahiti y Nueva Zelandia. 


Paso por el Archipiélago Low. — Tahiti. — Aspecto. — Vegetación 
en las montañas. — Vista de Eimeo. — Excursión al interior. — 
Profundos barrancos. — Sucesión de cascadas. — Multitud de 
plantas útiles silvestres. — Templanza de los habitantes. — Su 
estado moral. — Parlamento convenido. — Nueva Zelandia. — 
Bahía de las Islas Hippahs. — Excursión a Waimate. — Estableci- 
miento de misiones. — Semillas inglesas fnatnralizadas. — Waio- 
mio.— Funerales de una neozelandesa. — Partida para Australia. 


20 de octubre . — Terminada la inspección del Ar- 
chipiélago de los Galápagos zarpamos con rumbo a 
Tahiti, y emprendimos nuestra larga navegación de 
3.2ÍX) millas. Al cabo de unos cuantos días salimos de 
la sombría y nebulosa región oceánica que durante el 
invierno se extiende a gran distancia de la costa de 
Sudamérica. Entonces disfrutamos de un tiempo claro 
y brillante, mientras avanzábamos a razón de 150 ó 
160 millas por día, sintiendo el efecto constante del 
alisio. La temperatura en esta parte central del Pací- 
fico es más alta que en las cercanías de la costa ame- 
ricana. El termómetro del camarote de popa osciló 
noche y día entre 26,6 a 28“,5, lo cual era deliciosí- 
simo; pero con uno o dos grados más el calor se ha- 
cía opresivo. Pasamos a través del Archipiélago Low o 
Peligroso, y vi varios de esos curiosísimos anillos de 
coral que apenas sobresalen del agua y han recibido 
el nombre de Islas de Laguna. Una playa de brillante 


Darwin: Viaje. — T. II. 


14 


210 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP, 


blancura aparece orlada por una faja de verde veg-e- 
tación, y al contemplarla por ambos lados se la veía 
ang’ostarse súbitamente a lo lejos y hundirse bajo 
el horizonte. Desde lo alto de la arboladura se divi- 
saba una anchurosa extensión de agua tranquila den- 
tro del anillo; estas islas bajas de coral, que tienen un 
espacio hueco en el centro, no guardan proporción 
con el vasto océano, de donde surgen abruptamente, 
y es asombroso que invasores tan débiles no sean 
arrollados por el irresistible e infatigable oleaje del in- 
menso mar impropiamente llamado Pacífíco. 

15 de noviembre . — Al amanecer se presentó a la 
vista Tahiti, isla que por siempre debe permanecer 
clásica para cuantos viajen por el mar del Sur (1). 
Vista de lejos, su aspecto no era atrayente. La fron- 
dosa vegetación de las regiones inferiores permane- 
cía aún oculta, y al paso que las nubes iban desapa- 
reciendo, se mostraban hacia la parte central de la 
isla los picos más agrestes y escarpados. No bien hubi- 
mos anclado en la Bahía Matavai cuando nos vimos 
rodeados de Qanoas. Aquel día era para nosotros do- 
mingo; pero para los tahitianos, lunes; si hubiera ocu- 
rrido lo contrario, no hubiéramos recibido ni una sola 
visita, porque se observaba rigurosamente el precepto 
de no botar al agua ninguna canoa en el día de la se- 
mana señalado para las prácticas religiosas y el des- 
canso. Después de comer saltamos a tierra con ánimo 
de disfrutar de todas las delicias producidas por las 
primeras impresiones de un nuevo país, y si, además, 
este país es el encantador Tahiti. Una multitud de 
hombres, mujeres y niños se habían reunido en la me- 
morable Punta de Venus (2), prestos a darnos la bien- 

(1) Véase Bougainville, Viaje alrededor del mundo, tomo II de 
la colección de Viajes clásicos, editada por Calpe. 

(2) Léase Bongainvílle (L. A.), Viaje alrededor del mundo, 
tomo II de la colección de Viajes clásicos, editada por Calpe. 



xvm 


TAHITI y NUEVA ZELANDIA 


211 


venida con semblantes regocijados y sonrientes. Nos 
escoltaron mientras íbamos a casa de Mr. Wiison, mi- 
sionero de aquella región, el cual salió a recibirnos, 
dispensándonos la acogida más afectuosa que podía- 
mos desear. 

Estuvimos sentados un breve rato en su casa, y lue- 
go salimos cada uno a dar una vuelta por donde quiso, 
pero regresamos por la tarde. 

El terreno cultivable se reduce en casi toda la isla 
a una franja de suelo bajo de aluvión, acumulado alre- 
dedor de la base de las montañas y protegido de las 
olas del mar por un arrecife de coral que rodea toda 
la línea de la costa. Dentro del arrecife hay una exten- 
sión de agua tranquila como la de un lago, donde las 
canoas de los naturales se mueven sin el menor peli- 
gro y en la que anclan los barcos. La tierra baja que 
desciende hasta la playa, de arena coralina, se halla 
cubierta de hermosísimas producciones de las regio- 
nes intertropicales. En medio de los plátanos, naran- 
jos, cocos y árboles del pan hay sitios limpios de árbo- 
les, en los que se cultivan boniatos, yames, caña de 
azúcar y piñas. Hasta el arbusto que forma el monte 
bajo es un frutal importado, el guava (1), cuya intem- 
perante multiplicación le hace tan dañino como la ci- 
zaña. Ya había tenido ocasión de admirar muchas ve- 
ces en el Brasil las variadas bellezas de los bananos, 
palmas y naranjos, con sus mutuos contrastes; pero aquí 
crece además el árbol del pan, notable por sus hojas 
grandes, lustrosas y profundamente digitadas. Sorpren- 
de contemplar espesuras formadas por un árbol que 
echa ramas tan vigorosas como una encina inglesa, 
cargado con grandes frutos alimenticios. Aunque rara 


(1) El guava, o la guayaba, es un arbolito tropical americano 
(Psidpium guayaba), de la familia de las mirtáceas, ahora cultiva- 
do ya en todas las regiones intertropicales. Véase también la 
nota de la página 48 del tomo I . — Nota de la edic. española. 



212 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP 


vez la utilidad de un objeto puede explicar el placer 
de contemplarlo, sin embarg-o, en el caso de estos 
hermosos bosques el conocimiento de los beneficios 
que producen entra indudablemente por mucho en el 
sentimiento de admiración. Los estrechos senderos 
que culebrean por ellos, protegidos por el fresco ra- 
maje del arbolado, conducen a las dispersas viviendas, 
cuyos dueños nos recibieron en todas partes con ale- 
gre satisfacción. 

Nada me causó tan grata impresión como el carácter 
de los habitantes (1). Hay en la expresión de su con- 
tinente una suavidad que disipa al momento la idea de 
estar tratando con salvajes, y una inteligencia que de- 
muestra los adelantos que han hecho en la civilización. 
La gente ordinaria, cuando trabaja, se desnuda ente- 
ramente de la cintura para arriba, y entonces es cuan- 
do mejor pueden apreciarse las condiciones físicas de 
los tahitianos. Son altos, de anchos hombros, atléticos 
y bien proporcionados. Alguien ha hecho la obser- 
vación de que entre los atezados colores de los sal- 
vajes ninguno impresiona al europeo más favorable- 
mente que el de estos isleños. Un blanco bañándose 
junto a un tahitiano parecería una planta blanqueada 
artificialmente por los cuidados de un hábil jardinero, 
comparada con otra de obscuro verdor que se hubie- 
ra criado lozana en plena campiña. La mayoría de los 
hombres están tatuados, y las figuras siguen la curva- 
tura del cuerpo con tanta gracia, que causan un efecto 
verdaderamente elegante. Uno de los dibujos más co- 
munes, y que varía en los pormenores, recuerda el 
penacho de una palmera. Principia en la línea media 
de la espalda y se ramifica en curiosas curvas por am- 


(1) Nadie ha pintado con igfual encanto las costumbres de 
Tahiti como Bougainville. Véase su Viaje alrededor del mundo, 
tomo 11 de la colección de Viajes clásicos, editados por Calpe. 
Nota de la edic. española. 



Xvnj 


TAHITÍ Y NUEVA ZELANDIA 


213 


bos lados. Valiéndome de un símil algo fantástico, 
diré que el cuerpo de un hombre así ornamentado 
semeja el tronco de un hermoso árbol abrazado por 
una delicada planta trepadora. 

Muchas personas de edad tienen los pies cubiertos 
de pequeñas fíguras, cuyo conjunto presenta la forma 
de un calcetín. Sin embargo, esta moda ha pasado en 
parte, siendo sucedida por otras. Aquí, aunque los es- 
blos disten mucho de ser inmutables, cada uno debe 
conservar el que prevalecía en su juventud. De modo 
que un viejo lleva siempre estampada en la piel su 
edad y no puede darse aíres de lechuguino. Las mu- 
jeres se tatúan de igual modo que los hombres, y muy 
comúnmente en los dedos. Al presente está genera- 
lizada una moda extraña: la de afeitarse la cabeza en 
forma circular, dejando sólo un anillo. Los misioneros 
han intentado disuadir a la gente del país de continuar 
con esa práctica, pero contestan que es la moda, cuyo 
imperio se ejerce en Tahiti tan terminantemente como 
en París. La vista de las mujeres me causó una des- 
ilusión: son, por todos conceptos, muy inferiores a los 
hombres. La costumbre de usar una flor blanca o es- 
carlata en el cogote, o a través de un pequeño agu- 
jero en cada oreja, es preciosa. Además, suelen ceñir- 
se la cabeza con una corona tejida de hojas de coco, 
que es también pantalla para los ojos. A mi juicio, 
necesitan cubrirse con un traje mucho más que los 
hombres. 

Casi todos los naturales entienden algo de inglés; 
de modo que conocen ios nombres de los objetos or- 
dinarios, y mediante estas palabras, ayudadas de ges- 
tos, pueden sostener una conversación imperfecta. Al 
regresar por la tarde, en bote, nos detuvimos para 
presenciar una escena muy pintoresca. Una multitud 
de niños estaba jugando en la playa a la luz de nu- 
merosas hogueras, que iluminaban el mar tranquilo y 
el arbolado próximo, mientras otros, en rueda, can- 



214 


n\RWIN: VIAJE DEL «BEAQLE» 


CAP. 


taban canciones tahitianas. Nos sentamos en la arena, 
incorporándonos a los grupos. La letra de sus cán- 
ticos era improvisada, y, según creo, se refería a nues- 
tro arribo; una chicuela entonó un verso, que los de- 
más siguieron en parte, formando un bonito coro. El 
conjunto de la escena nos daba la impresión inequí- 
voca de estar sentados en las playas de una isla per- 
dida en la inmensidad del famoso Mar del Sur. 

17 de noviembre . — Este día está ¡registrado en el 
cuaderno de bitácora como miércoles 17, en lugar de 
martes 16, a causa de haber navegado siguiendo el 
movimiento aparente del Sol. Antes del almuerzo el 
barco apareció rodeado de una flotilla de canoas, y en 
cuanto se dió permiso a los naturales para subir a bor- 
do, se reunieron sobre cubierta lo menos unos 200. 
Todos los del Beagle convinimos en que hubiera sido 
difícil que tantos visitantes de cualquier otra proce- 
dencia hubieran causado menos molestias. Cada uno 
de ellos traía algo que vender; pero el principal ar- 
tículo le constituían las conchas. Los tahitianos cono- 
cían ahora perfectamente el valor de la moneda, y la 
preferían a telas viejas y otros artículos. Sin embargo, 
las diversas piezas de dinero inglés y español los des- 
concertaban, y no parecían tranquilos con las mone- 
das pequeñas de plata hasta que las cambiaban por 
dólares. Algunos jefes habían acumulado importantes 
sumas de dinero. Uno de ellos ofreció en cierta oca- 
sión 800 dólares, o sea unas 160 libras esterlinas, por 
una pequeña embarcación, y con frecuencia com- 
praban botes balleneros y caballos a razón de 50 a 
100 dólares. 

Después de almorzar salté a tierra, y subí por la 
pendiente más próxima, hasta la altura de 600 a 900 
metros. Las montañas de la zona exterior eran lisas y 
cónicas, pero escarpadas, y las antiguas rocas volcá- 
nicas que las forman están cortadas por numerosos 



XVIII TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 215 

barrancos profundos, que divergen desde las quebra- 
das regiones centrales de la isla hasta la costa. Ha- 
biendo cruzado el estrecho y bajo cinturón de fértil 
tierra habitada, seguí una lisa y escarpada cresta entre 
dos de los profundos barrancos. La vegetación era 
singular, y se componía casi exclusivamente de peque- 
ños heléchos enanos, mezclados en las partes supe- 
riores con hierbajos; parecíase bastante a la de algu- 
nas montañas de Gales, y esto, a tan corta distancia 
de los huertos de plantas tropicales en la costa, era 
en extremo sorprendente. En el punto más alto a que 
llegué reapareció el arbolado. De las tres zonas de 
relativa frondosidad, la inferior debe la humedad que 
la fecunda a la circunstancia de su escaso declive y 
altura; porque, levantándose apenas sobre el nivel del 
mar, el agua de las regiones superiores pasa por ella 
muy despacio. La zona intermedia no llega, como la 
superior, a la atmósfera húmeda y nebulosa, y, por 
tanto, permanece estéril. Los bosques de esta región 
superior son de vistosísimo aspecto, estando en ellos 
los cocoteros de la costa reemplazados por heléchos 
arbóreos. Sin embargo, no debe suponerse que igua- 
len en magnificencia a las selvas del Brasil. No cabe 
esperar que una isla contenga el inmenso número de 
producciones que caracteriza a un continente. 

Desde el pico más alto a que subí se gozaba una 
vista excelente de la lejana isla de Eimeo, sujeta a la 
soberanía de Tahiti. Sobre las encumbradas y agrestes 
cimas se acumulaban blancos nubarrones, que forma- 
ban una isla en el cielo azul, como la formaba Eimeo 
en el azul océano. La isla, exceptuando una pequeña 
entrada, está completamente rodeada de un arrecife. 
A la distancia en que me hallaba sólo era visible una 
línea blanca y brillante, bien definida, señalando el 
lugar donde las olas se encontraban por vez primera 
con el muro de coral. Las montañas se alzan abrupta- 
mente sobre la cristalina extensión de la laguna en- 



216 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


cerrada dentro de la línea blanca que separaba las 
aguas interiores de las exteriores y más obscuras del 
océano. El conjunto era sorprendente y podía muy 
bien compararse a un cuadro de forma oval, en el que 
los rompientes representaban el marco; la laguna lisa, 
el papel del margen, y la isla misma, el grabado o pin- 
tura. Cuando por la tarde bajé de la montaña, me sa- 
lió al encuentro un hombre a quien yo había regalado 
un objeto de escaso valor, y me trajo bananas asadas, 
todavía calientes, una pina y cocos. Después de haber 
caminado bajo un sol abrasador, no conozco nada más 
delicioso que la leche de un coco tierno. Las piñas 
abundan aquí de tal modo, que la gente las come tiran- 
do una parte de ellas, como se hace con los nabos en 
Inglaterra. Son de un sabor exquisito, tal vez mejor 
que las cultivadas en Europa, y esto, a lo que creo, es 
el mejor elogio que puede hacerse de cualquier fruta. 
Antes de volver a bordo, el misionero hizo saber al 
tahitiano portador de los anteriores obsequios que le 
necesitaba yo, junto con otro compañero, para guiar- 
me en una breve excursión al interior de las mon- 
tañas. 

18 de noviembre . — Por la mañana temprano volví a 
tierra, llevando provisiones en un morral y dos man- 
tas, una para mí y otra para mi criado. Las sujetaron a 
las extremidades de un palo largo, que alternativa- 
mente llevaban al hombro mis compañeros. Estos hom- 
bres están acostumbrados a llevar así hasta 50 libras 
en cada punta de un palo, durante un día entero. Dije 
a mis compañeros que se proyeyeran de comida y ro- 
pas; pero me replicaron que en las montañas había de 
sobra que comer, y que en cuanto a vestidos. Ies bas- 
taba la piel. Emprendimos la marcha por el valle de 
Tia-auru, regado por un río que desagua en el mar 
junto a Punta Venus. Es una de las principales co- 
rrientes de la isla, y tiene su nacimiento al pie de las 



XVIIl 


TaHITI y nueva ZELANDIA 


217 


cimas centrales más elevadas, que suben a la altura de 
unos 2.100 metros. La isla toda están montañosa, que 
no se puede penetrar en el interior sino remontando 
los valles. En un principio, nuestra ruta pasó por bos- 
ques que crecían en las dos riberas del río, y los altos 
picos centrales que mostraban a intervalos, como a lo 
largo de una avenida, con tal cual cocotero ondeando 
al viento su elegante penacho de hojas, ofrecían una 
vista en extremo pintoresca. El valle empezó en bre- 
ve a estrecharse, y los lados a hacerse más altos y es- 
carpados. Después de haber andado unas tres o cua- 
tro horas, hallamos que la anchura de la barranca ape- 
nas excedía la del cauce de una corriente. Ahora los 
muros laterales caían casi a pico, pero, a causa de la 
blandura de los estratos volcánicos, en todos los bor- 
des salientes crecían árboles y otras plantas frondo- 
sas. Estos precipicios debían tener unos 1.000 pies de 
altura, y el conjunto formaba una garganta o cañón, 
superior en magnificencia a todo lo que hasta entonces 
había contemplado. Mientras el Sol permaneció sobre 
el barranco, hiriéndole verticalmente con sus rayos, el 
aire se conservó fresco y húmedo, pero después se 
hizo pesado y sofocante. Comimos a la sombra de un 
saledizo de roca, debajo de una fachada de lava co- 
lumnaria. Mis guías se habían procurado ya un plato 
de pececillos y camarones de agua dulce. Tenían una 
pequeña red sujeta a un aro, y en los sitios donde el 
agua era profunda y remansada, como nutrias, con los 
ojos abiertos, seguían a los peces a los agujeros y rin- 
cones y allí los cazaban. 

Los tahitianos tienen la destreza de los animales 
anfibios para moverse en el agua. Una anécdota refe- 
rida por Ellis demuestra lo familiarizados que están 
con dicho elemento. Con ocasión de estar desembar- 
cando un caballo, en 1817, para la reina Pomarre, se 
rompieron las eslingas y el animal cayó al agua; inme- 
diatamente los naturales se arrojaron a ella por la bor- 



218 darwin: viaje del «BEAGLE» caí»; 

da, y con sus gritos y vanos esfuerzos de ayuda estu- 
vieron a punto de ahogarle. Pero en cuanto salió a la 
playa, todos los tahitanos allí presentes huyeron a es- 
conderse para que no los viera el cerdo comehom- 
bres, como llamaron al caballo. 

Un poco más arriba el río se divide en tres peque- 
ñas corrientes. Las dos del Norte eran impracticables, 
efecto de una serie de cascadas que bajaban de las 
cimas de las montañas más altas, y la tercera, según 
todas las apariencias, era también inaccesible; pero 
conseguimos seguir su curso ascendente por un cami- 
no realmente extraordinario. Las laderas del valle eran 
aquí casi verticales; pero, como sucede frecuentemen- 
te con las rocas estratificadas, proyectaban pequeños 
saledizos, que estaban cubiertos de espesos bananeros 
silvestres, plantas liliáceas y otras exuberantes produc- 
ciones de los trópicos. Los tahitianos, encaramándose 
a estos bordes salientes para buscar comida, habían 
descubierto una vereda por la que podía escalarse el 
precipicio entero. El primer ascenso desde el valle 
era muy peligroso, porque se necesitaba pasar una 
pendiente casi vertical de roca desnuda, con ayuda 
de las maromas que llevábamos al efecto. De qué 
modo pudo descubrirse que este formidable sitio era 
el único punto en que era practicable la ladera de la 
montaña, no lo puedo concebir. Después avanzamos 
con cautela a lo largo de uno de los saledizos, has- 
ta llegar a una de las tres corrientes. Este rellano 
formaba una plataforma, sobre la que vertía sus 
aguas una hermosa cascada de algunos centenares 
de piesde alta, y debajo otra cascada, de gran des- 
nivel, caía en la corriente principal de la parte baja 
del valle. 

Desde este fresco y sombrío rincón dimos un rodeo 
para evitar la cascada que teníamos encima. Como 
anteriormente, volvimos a seguir los saledizos, que- 
dando oculto en parte el peligro por la espesura de la 



Xvm 


TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 


219 


veg'etación. Al querer pasar de uno de dichos bordes 
salientes a otro, nos encontramos con un muro verti- 
cal de roca. Uno de los tahitíanos, que poseía gran 
destreza y agilidad, apoyó contra el paredón el tronco 
’de un árbol, se encaramó por él, y luego, aprovechán- 
dose de las grietas, llegó a la cima. Ató las cuerdas a 
un pico que salía de la roca y nos las alargó para halar 
el perro y el equipaje, subiendo después nosotros. 
Debajo del borde en que descansaba el tronco, el 
precipicio debía tener 500 ó 600 pies de profundidad, 
y si el abismo no hubiera quedado oculto en parte 
por ios heléchos y liliáceas colgantes, habría sentido 
vértigo y nada me hubiera movido a intentar la subi- 
da. Seguimos ascendiendo, a veces a lo largo de sa- 
ledizos y a veces a lo largo de angostas crestas, que 
dejaban ver por ambos lados profundos barrancos. En 
la Cordillera he visto montañas de proporciones mu- 
cho mayores, pero no hay nada comparable a lo que- 
brado y agreste de las tahitianas. Por la tarde llega- 
mos a una pequeña llanura en las márgenes de la co- 
rriente que habíamos venido siguiendo, y que baja en 
una cadena de cascadas; aquí vivaqueamos por la no- 
che. En cada lado de la barranca había grandes gru- 
pos de bananos de montana, cubiertos de un maduro 
fruto. Muchas de estas plantas tenían de 20 a 25 pies 
de altas y de tres a cuatro de circunferencia. Con 
ayuda de tiras de corteza en lugar de cuerdas, cañas 
de bambú por maderos, y anchas hojas de bananero 
por techo, los tahitianos construyeron en pocos minu- 
tos una excelente casa, y con hojas secas prepararon 
una excelente cama. 

Luego procedieron a hacer fuego y cocinar la cena. 
Para lo primero, frotaron un palo aguzado de madera 
en una muesca hecha en otro, como si trataran de 
ahondarla, hasta que con el roce se encendió un poco 
de serrín. La madera que usan es muy blanca y ligera 
(el Hibiscus Tiliaceus)', de ella son los palos largos en 


220 


darwin; viaje del «beagle» 


CAP. 


que llevan las cargas y las flotantes escoras de sus ca- 
noas. Obtúvose el fuego en unos cuantos segundos; 
mas cualquiera que no esté práctico en el arte nece- 
sitará hacer los mayores esfuerzos, como tuve ocasión 
de comprobar, aunque al fin, con no pequeña satis- 
facción de mi amor propio, logré poner el serrín en 
ignición. El gaucho usa en las pampas un método dis- 
tinto: tomando un palo flexible de medio metro de 
largo, sujeta uno de sus extremos contra el pecho e 
introduce el otro, que está aguzado, en el agujero de 
una pieza de madera, y después da vueltas rápidamen- 
te a la parte encorvada, como hace un carpintero con 
un berbiquí; luego que los tahitianos hubieron hecho 
una hoguera con palos y troncos, colocaron en ella una 
porción de piedras del tamaño de bolas de cricket. 
A los diez minutos el combustible se había consumido 
y las piedras estaban calientes. Antes de esto habían 
envuelto en paquetitos de hojas trozos de carne, pesca 
y bananas maduras y sin madurar, junto con varias ex- 
bemidades del yaro silvestre. Pusieron los paquetitos 
verdes entre dos capas de las piedras calientes, que 
yacían aún sobre el rescoldo, y lo cubrieron todo con 
tierra, para que no pudieran escapar ni los vapores ni 
el humo. En un cuarto de hora, poco más o menos, 
todo quedó deliciosamente asado. Luego tendieron 
ios tiernos paquetitos sobre un mantel de hojas de ba- 
nano, y en un casco de coco trajeron agua fresca de 
la vecina corriente. Con tales preparativos quedó ter- 
minado el rústico servicio de la comida, la cual sabo- 
reamos con excelente apetito. 

No pude contemplar sin admiración las plantas 
de las inmediaciones. A un lado y otro crecían bos- 
ques de bananeros, cuyo fruto, no obstante su uti- 
lidad como alimento, yacía pudriéndose en monto- 
nes. Frente a nosotros había una extensa espesura 
de caña de azúcar silvestre, y la corriente se desli- 
zaba a la sombra de los verdes y nudosos tallos del 



XVIII 


TAHITI Y .NUEVA ZELANDIA 


221 


ava (1), tan famosa en oíros tiempos por su poderosa 
virtud intoxicante. Mastiqué un trozo de esta planta, y 
hallé que tenía un sabor acre y desagradable, propio 
para hacerla creer venenosa. Gracias a los misioneros, 
sólo se la encuentra ahora en estos profundos barran* 
eos, donde no puede perjudicar a nadie. Junto a ella 
vi el yaro silvestre (2), cuyas raíces, bien asadas, son 
comestibles, y las hojas tiernas mejores que las espi- 
nacas. Había además un yame silvestre y una planta 
liliácea llamada ti (3), que se da en abundancia y tie- 
ne una blanda raíz de color moreno, que por su forma 
y tamaño parece un enorme tronco de madera; la to- 
mamos de postre, pues se prestaba a ello por su sabor 
dulce y agradable. También descubrí varios otros fru- 
tos silvestres y hortalizas útiles. El riachuelo que nos 
proveyó de agua fresca producía anguilas y cangrejos 
de río. El paisaje que tenía ante mis ojos me llenó de 
admiración al compararlo con los terrenos incultos de 
las zonas templadas. Aquí se me presentó en toda su 
evidencia la observación de que el hombre, al menos 
el hombre salvaje, con sus facultades intelectuales sólo 
en parte desenvueltas, es el niño de los trópicos. 

Mientras se acercaba la noche, discurrí bajo la té- 
trica sombra de los bananeros, corriente arriba. Pron- 


(1) El ava o kava (Piper meíhpsticum), pimienta de los poli- 
nesios, es una planta de cuya raíz se extrae un zumo que en pe- 
queñas dosis es un tónico y estimulante, y bebido con exceso em- 
briaga y envenena. Tiene entre los polinesios tradición ceremonial. 
Nota de la edic. española. 

(2) Lo que aquí llama Darwin yaro o aro silvestre es el taro 
de los polinesios (Colocasia antiquorum o Arum esculentum), que, 
originaria de la India, se ha propagado por todos los países tropi- 
cales y aun subtropicales del Globo. Su tubérculo es alimento 
principa! de los indígenas tahitianos. — Nota de la edic. española. 

(3) El ti es voz polinesia con que se designa un arbolito (Tcet- 
sia terminalis) cuyas raíces, de que se extrae azúcar y un licor es- 
pirituoso, son consumidas por los indígenas de las islas del Pací- 
fico. — Nota de la edic. española. 



222 


darv/ín: viaje del «beagle» 


CAP. 


to hallé cerrado el paso por una cascada de 200 a 
300 pies de alta, encima de la cual había otra. Cito es- 
tos desniveles tan repetidos del cauce de una corriente 
insignificante para dar una idea general de la inclina- 
ción del país. En el sitio abrigado donde cae el agua 
no parece que haya soplado jamás una ráfaga de 
viento. Conservábanse intactos los bordes finos de las 
grandes hojas de ios bananeros, cubiertas de agua y 
espuma, en lugar de aparecer desgarradas en miles de 
tiras, como generalmente ocurre. Desde la posición 
que ocupábamos, casi suspendidos sobre el lado ver- 
tical de la montaña, alcanzamos a ver en parte los pro- 
fundos abismos de los valles próximos; pero las eleva- 
das cimas de las montañas centrales, irguiéndose a 
seis grados del cénit, medio ocultaban el cielo del 
crepúsculo. Sentados en aquel lugar, observamos el 
sublime espectáculo que ofrecían las sombras de la 
noche al envolver gradualmente las últimas y más ele- 
vadas cimas. 

Antes de echarnos a dormir, el tahitiano más viejo 
se puso de rodillas, y con los ojos cerrados recitó una 
larga oración en su lengua. Oró como un cristiano 
debe hacerlo: con reverente compostura, sin temor al 
ridículo ni vana ostentación de piedad. En todas nues- 
tras refacciones no se probaba bocado sin haber reza- 
do primero una oración de gracias. Me hubiera gusta- 
do tener en nuestra compañía a los viajeros que du- 
dan de la fe sincera de estos salvajes y creen que sólo 
rezan cuando los está mirando el misionero. Antes de 
amanecer llovió copiosamente, pero la techumbre de 
hojas de banano evitó que nos tocara el agua. 

19 de noviembre , — En cuanto apuntó el alba, mis 
amigos, después de rezar sus preces matinales, prepa- 
raron un excelente almuerzo, procediendo de igual 
modo que en la tarde anterior. Y por cierto que par- 
ticiparon de él con largueza; nunca he visto a nadie 



xvni 


TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 


223 


comer tanto. Supongfo que esa enorme capacidad de 
sus estomagaos proviene de alimentarse durante largos 
períodos sólo con frutas y hortalizas, que en igualdad 
de volumen contienen menor cantidad de substancias 
nutritivas. Sin saberlo fui causa de que mis compañe- 
ros quebrantaran una de sus observancias y propósi- 
tos, según averigüé más tarde. Había llevado conmigo 
una botella de licor, y cuando Ies brindé con ello no 
supieron rehusar mi invitación; pero siempre que be- 
bían un poco ponían su dedo en la boca y musitaban 
la palabra «misionero». Hace unos dos años, aunque 
estaba prohibido el uso del ava^ el vicio de la embria- 
guez empezó a prevalecer, a causa de la introducción 
de bebidas espirituosas. Los misioneros lograron per- 
suadir a unos cuantos naturales influyentes de la ruina 
inevitable que amenazaba a la población entera de la 
isla si no se ponía coto al mal organizando una Aso- 
dación de Templanza. Ora obedeciendo a su buen 
sentido, ora por vergüenza, todos los caciques, y la 
misma reina de Tahiti, entraron en la asociación men- 
cionada. Inmediatamente se dictó una ley prohibiendo 
la introducción de licores y castigando con una multa 
tanto al comprador como al vendedor de los mismos. 
Sin embargo, para no perjudicar a los que tenían gran- 
des existencias, se concedió una tregua antes de em- 
pezar a regir la mencionada ley Pero cumplido el 
término señalado se efectuó un registro general, sin 
excluir las casas de los misioneros, y toda el ava (como 
llaman los tahitianos a las bebidas alcohólicas) se ver- 
tió en tierra. Cuando se reflexiona sobre los efectos 
de la intemperancia en los aborígenes de las dos Amé- 
ricas, fuerza es convenir en que los misioneros de 
Tahiti se han hecho acreedores a la gratitud de todos 
cuantos se interesen por el bienestar y progreso del 
país. Mientras la pequeña isla de Santa Elena perma- 
neció bajo la autoridad de la Compañía de las Indias 
Orientales, se prohibió la importación de las bebidas 



224 


DARWÍN: ViAJE DEL «BEAGLE» 


CAP. 


alcohólicas propiamente dichas, excluyendo ei vino 
que se recibía del Cabo de Buena Esperanza, en aten- 
ción a los daños que ocasionaban. No deja de causar 
extrañeza, y aun desagrado, que en el mismo año que 
se permitía la venta de licores en Santa Elena que- 
dara prohibida en Tahiti por la libre voluntad del 
pueblo. 

Después de almorzar proseguimos nuestro camino. 
Como mi objeto era meramente ver un poco del pai- 
saje interior, regresamos por otra ruta, que descendía 
hasta el fondo del valle principal. Durante cierto tre- 
cho tuvimos que rodear por un intrincadísimo sende- 
ro, a lo largo de la ladera de la montaña que formaba 
el valle. En los sitios menos pendientes pasamos por 
grandes espesuras de bananos silvestres. Los tahitia- 
nos, con sus cuerpos desnudos y tatuados, las cabezas 
adornadas de flores y vistos en la umbría de estos 
bosques, hubieran formado un cuadro excelente repre- 
sentando a los habitantes de algún país primitivo. En 
nuestro descenso seguimos la línea de la cresta, que 
era excesivamente estrecha y en trayectos considera- 
bles tajada casi a pico, pero toda cubierta con vegeta- 
ción. El extremo cuidado con que había que fijar el 
pie hacía sumamente fatigosa la caminata. No cesé de 
admirar estos barrancos y precipicios, sobre todo 
cuando, al tender la vista por el país desde alguna es- 
trecha y elevada lomera, el punto de apoyo era tan 
reducido que me parecía estar colgado de un globo. 
En este descenso sólo una vez tuvimos que valernos 
de cuerdas, en ei punto por donde entramos en el 
valle principal. Dormimos bajo el mismo saliente de 
roca que nos había servido de techo el día antes; la 
noche era hermosa, pero profundamente obscura, a 
causa de la profundidad y angostura de la garganta en 
que estábamos. 

Antes de ver con mis ojos el país me parecía difícil 
comprender dos hechos mencionados por ElHs, a sa- 



XVII! 


TAHITÍ Y NUEVA ZELANDIA 


225 


ber: que después de ias sang^rientas batallas de los anti- 
guos tiempos, los supervivientes del bando vencido se 
retiraran al interior de las montañas, donde un puñado 
de hombres podía resistir a una numerosa multitud. 
Ciertamente, media docena de combatientes, en algu- 
nos sitios retirados de Tahiti, hubieran podido fácil- 
mente rechazar la embestida de millares. El segundo 
hecho es que después de haberse predicado el cristia- 
nismo había en esta isla salvajes ocultos en las mon- 
tañas, cuyos escondrijos eran desconocidos de los ha- 
bitantes más civilizados. 

20 de noviembre. — Por la mañana partimos tempra- 
no, y alcanzamos Matavai al mediodía. En el camino 
encontramos a un gran grupo de hombres atléticos, 
que iban a recoger bananas silvestres. Allí supe que 
el barco, por causa de la dificultad de hacer aguada, 
se había trasladado al puerto de Papawa, adonde me 
encaminé inmediatamente. Es éste un sitio delicioso. 
El abra está rodeada de arrecifes, y el agua es tan 
tranquila como la de un lago. El terreno cultivado, 
con sus bellas producciones y sus casas rústicas espar- 
cidas aquí y allá, desciende hasta el borde del agua. 

Por los diversos relatos que había leído antes de 
arribar a estas islas, sentía vivos deseos de formar jui- 
cio personal y directo sobre su estado moral, aunque 
tal juicio hubiera de resultar forzosamente incompleto. 
En todos los casos, las primeras impresiones depen- 
den mucho de las ideas previamente adquiridas. Había 
tomado esas ideas de las Polynesian ResearcheSf de 
Ellis, trabajo admirable e interesantísimo, pero de cri- 
terio demasiado benévolo y optimista; otras dos obras 
consultadas fueron el Viaje de Beechey y el de Kot- 
zebue, que impugna vigorosamente todo el sistema de 
las misiones. El que coteje estos tres relatos formará, 
a mi juicio, un concepto bastante exacto del estado 
presente de Tahiti. Una de las impresiones que saqué 
Darwin: Viaje.— T. II. 


15 



226 


darwin: viaje del «béagle» 


CAP. 


de las dos últimas autoridades era, a no dudarlo, in- 
exacta, a saber: que los tahitianos se habían vuelto una 
raza sombría y vivían en el temor al misionero. De tal 
sentimiento no vi el menor rastro, a no ser que con la 
palabra miedo se signifique respeto. En lugar de do- 
minar el descontento o la tristeza, sería difícil hallar 
en Europa multitudes de aspecto tan alegre y rego- 
cijado. Se condena como equivocada y estúpida la 
prohibición de la flauta y el baile, de acuerdo con el 
juicio formado sobre el modo de observarse el des- 
canso semanal entre los presbiterianos. Sobre estos 
puntos no pretendo presentar mi dictamen contra el 
de hombres que han residido en nuestras islas tantos 
años como días estuve yo. 

En general, me parece que la moralidad y religión 
de los habitantes merecen elogios. Hay muchos que 
combaten con más acrimonia que Kotzebue tanto a 
los misioneros como a su sistema y los efectos que 
produce. Los que así piensan nunca comparan el esta- 
do presente de la isla con el de hace veinte años, ni 
siquiera con el de Europa en el día de hoy; antes pa- 
recen tomar por tipo el elevado modelo de la perfec- 
ción evangélica. Esperan que los misioneros consigan 
lo que los mismos apóstoles no consiguieron. Recri- 
mínase a los misioneros por lo que el pueblo dista de 
la mencionada perfección, en lugar de aplaudirles por 
lo mucho que han logrado. Olvidan, o no quieren re- 
cordar, que los sacrificios humanos, el poder ilimitado 
de un sacerdote idólatra, la corrupción de costumbres 
en un grado sin semejante en el resto del mundo, el 
infanticidio como consecuencia de tal sistema, guerras 
sangrientas en que no se perdonaba la edad ni el sexo, 
son otros tantos males que han quedado abolidos, y 
que la deshonestidad, la intemperancia y la licencia 
han disminuido mucho con la introducción del cris- 
tianismo. Hacer caso omiso de todo esto arguye baja 
ingratitud en el viajero; porque si, por desgracia, le 



XVIII 


TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 


227 


ocurriera estar a punto de naufragar en alguna costa 
desconocida, sin duda haría votos por que se hubieran 
extendido hasta ella las predicaciones del misionero. 

En punto a moralidad, se ha dicho muchas veces 
que es preciso calificar de muy deficiente la virtud de 
las mujeres. Pero antes de censurarlas con demasiada 
severidad convendrá traer a la memoria las escenas 
descritas por el capitán Cook y Mr. Banks, en que in- 
tervenían las abuelas y las madres de la generación 
actual (1). Los más severos en sus juicios deberían con- 
siderar lo mucho que influyen en la moralidad de las 
mujeres europeas las ideas y prácticas de la educación 
maternal, y, sobre todo, en cada caso particular, los 
preceptos de la religión. Pero es inútil argüir contra 
tales razonadores; paréceme que, disgustados de no 
hallar el desenfreno y licencia de otros tiempos, se 
obstinan en no dar crédito a una moralidad que qui- 
sieran ver destruida, y a una religión que miran con 
desdén, si es que no la desprecian positivamente. 

Domingo 22 de noviembre . — El puerto de Papiete, 
donde reside la reina, puede considerarse como ca- 
pital de la isla; es también sede del gobierno, y es el 
más frecuentado de los barcos. El capitán Fitz Roy 
desembarcó, en compañía de varios oficiales, para 
asistir a los oficios religiosos de la capilla, primero en 
idioma tahitiano y luego en inglés. Ofició Mr. Prit- 
chard, primer misionero de la isla. El edificio era una 
amplía y aérea construcción de madera, que estaba 
repleta de gente limpia y aseada, de todas las edades 
y de ambos sexos. Sufrí un desencanto en lo relativo 
a la atención y compostura; pero creo que esperaba 
demasiado. Con todo, el efecto del conjunto era exac- 
tamente igual al de las iglesias rurales de Inglaterra. 


(1) Véase los Viajes de Cook en la colección de Viajes clási- 
cos, editada por Calpe. 


228 


darwin: viaje del «beaglex 


CAP. 


El canto de los himnos resultó, sin disputa, agradable; 
pero el sermón del misionero, aunque pronunciado 
sin tropiezos, sonaba desagradablemente; la repetición 
constante de palabras como tata, ta, mata mai le 
hacía monótono. Después de terminado el servicio 
religioso en inglés, unos cuantos marineros regresaron 
a pie a Matavai. Era un paseo agradable, que a trechos 
corría a lo largo de la playa y a trechos a la sombra 
de un hermoso arbolado. 

Hace cosa de dos años, un pequeño barco bajo pa- 
bellón inglés fué robado por algunos naturales de las 
islas Low, que entonces se hallaban sujetas a la reina 
de Tahiti. Se creyó que los perpetradores obedecie- 
ron a instigaciones de ciertas leyes indiscretas pro- 
mulgadas por Su Majestad. El Gobierno inglés pidió 
una indemnización, que fué reconocida como justa, 
conviniéndose en que el Gobierno de Tahiti pagaría 
una suma aproximada a 3.000 dólares el día 1 del pa- 
sado septiembre. El comodoro que estaba en Lima 
ordenó al capitán Fitz Roy averiguar lo que hubiera 
sobre esa deuda y pedir satisfacción en el caso de no 
haber sido satisfecha. A consecuencia de ello, el ca- 
pitán pidió una entrevista con la reina Pomarre, ya fa- 
mosa por el mal trato recibido de los franceses, y hubo 
de reunirse un Parlamento para examinar el asunto, 
asistiendo los jefes principales y la reina. Después de 
haber sido descrita esta entrevista con todo género 
de interesantes pormenores por el capitán Fitz Roy, 
no intentaré repetirlos aquí. Resultó que no se había 
pagado la indemnización; las razones alegadas eran 
tai vez de dudoso valor; pero, por otra parte, no hallo 
palabras para expresar la admiración que nos causaron 
el buen sentido, las racionales observaciones, la mo- 
deración, la ingenuidad y la pronta resolución demos- 
tradas por ambas partes. Creo que todos salimos de 
la reunión con un concepto de los tahitianos muy dis- 
tinto del que teníamos al entrar. Los jefes y el pueblo 



XVlíi 


TAHÍTI Y NUEVA ZELANDIA 


229 


decidieron ayudar con una suscripción y completar la 
suma que se necesitaba. El capitán Fitz Roy manifestó 
que lamentaba ver el sacrificio impuesto a la propie- 
dad particular por el delito de unos isleños distantes. 
Pero los jefes replicaron que agradecían aquella con- 
sideración y que, siendo Pomarre su reina, estaban re- 
sueltos a prestarle ayuda en aquel apuro. Este acuerdo 
y su pronto cumplimiento, pues la suscripción se ini- 
ció a la mañana siguiente muy temprano, puso término 
a esta notabilísima escena de lealtad y honrados sen- 
timientos. 

Terminada la discusión, varios jefes aprovecharon 
aquella coyuntura para hacer al capitán Fitz Roy mu- 
chas y atinadas preguntas, relativas al trato de los bar- 
cos y extranjeros, según las costumbres y leyes inter- 
nacionales. Sobre ciertos puntos, no bien se tomó la 
decisión, dictóse la ley en el acto. Este Parlamento 
tahitiano duró varias horas, y cuando se terminó, el 
capitán Fitz Roy invitó a la reina Pomarre a visitar el 
Beagle. 

25 de noviembre . — Por la tarde se enviaron cuatro 
botes en busca de Su Majestad: el barco se engalanó 
con banderas y la marinería subió a las vergas al lle- 
gar la reina a bordo. Venía acompañada de la mayor 
parte de los jefes. Todos se portaron con extremada 
corrección; a cada instante pedían permiso para exa- 
minar cualquier objeto de cubierta, y parecían com- 
placidísimos con los regalos del capitán Fitz Roy. La 
reina es una mujerota desgarbada, sin belleza, gracia 
ni dignidad. El único atributo real que la distingue es 
una perfecta impasibilidad en todas las circunstancias, 
y ésta acompañada de una expresión huraña. Los 
cohetes voladores fueron muy admirados por la mul- 
titud, que prorrumpía en prolongados «¡Oh!», que se 
oían desde la orilla, todo en torno de la negra bahía. 
También causaron admiración los cantos de los mari- 



230 ■ 


darwin: viaje del cbeagleo 


CAP. 


nos, y la reina dijo que uno de los más entusiastas ¡no 
podía ser un himno! La regia comitiva no regresó a 
tierra hasta pasada la media noche. 

26 de noviembre . — Por la tarde, con una suave bri- 
sa de tierra, zarpamos con rumbo a Nueva Zelandia, y 
a la luz del Sol poniente echamos una ojeada de des- 
pedida a las montañas de Tahiti, isla que ha recibido 
el tributo de admiración de todos los viajeros. 

19 de diciembre . — Por la tarde vimos a lo lejos 
Nueva Zelandia. Ahora podíamos imaginar que casi 
habíamos cruzado el Pacífico. Preciso es navegar por 
este gran océano para comprender su inmensidad. 
Avanzamos durante semanas enteras sin ver otra cosa 
que el mismo azul y profundo océano. Aun en los ar- 
chipiélagos, las islas no son mas que meras manchas, 
a gran distancia unas de otras. Acostumbrados a mirar 
su extensión en mapas dibujados en pequeña escala, 
donde se agrupan puntos, sombras y nombres, no for- 
mamos juicio exacto de cuán infinitamente exigua es 
la proporción de tierra emersa en el agua de esta vas- 
ta extensión. Habíamos pasado el meridiano de los 
antípodas, y ahora cada legua nos traía a la memoria 
el grato recuerdo de la patria, a que empezábamos a 
acercarnos. Estos antípodas suscitan en la imaginación 
las dudas y asombro de los días de la niñez. El otro 
día no más, tendía yo la vista adelante hacia esa ba- 
rrera imaginaria, como una lineaídefinida en nuestro 
retorno a casa; pero ahora veo que tanto ella como 
los demás sitios en que esperamos descansar son para 
la imaginación como sombras que huyen delante del 
que las persigue. Una tempestad de viento que duró 
algunos días nos dió amplia tregua para calcular en 
los ratos de ocio las futuras etapas de nuestra larga 
navegación hacia el suelo patrio y para desear viva- 
mente que terminara cuanto antes. 



xvm 


TAHITI Y NUeVA ZELANDIA 


231 


21 de diciembre . — Entramos de madrugada en la 
Bahía de las Islas, y como estuvimos encalmados algu- 
nas horas cerca de la boca, no llegamos al ancladero has- 
ta la mitad del día. El país está cubierto de montañas 
de suave perfil y cortadas profundamente por numero- 
sos brazos de mar, que se extienden des de labahía. El 
terreno, visto de lejos, parece alfombrado de tosco 
pasto, pero en realidad son heléchos. En las monta- 
ñas más distantes, así como en ciertas porciones de 
los valles, hay bastante bosque. El color general del 
paisaje no es de un verde brillante, y desde cerca re- 
cuerda el del sur de Concepción, en Chile. En varias 
partes de la bahía se ven esparcidas aldehuelas de 
casas cuadradas y limpias, que descienden hasta el 
borde del agua. Había anclados tres barcos balle- 
neros, y de cuando en cuando cruzaba de playa a pla- 
ya una canoa; fuera de eso, reinaba en toda la región 
cierto aire de extrema quietud. Una sola canoa se 
llegó al costado del Beagle. Esta circunstancia y el 
aspecto general del conjunto formaba un contraste 
notable y poco grato con el ruidoso y alegre recibi- 
miento que habíamos tenido en Tahiti. 

Por la tarde saltamos a tierra, y nos encaminamos 
a uno de los mayores grupos de casas, que apenas 
merecen el nombre de aldea. Se llama Pahia, y es la 
residencia de los misioneros, donde no hay otros in- 
dígenas que los criados y trabajadores. En las cerca- 
nías de la Bahía de las Islas, el número de ingleses, in- 
cluyendo sus familias, varía entre dos y tres centenares. 
Todas las quintas, muchas de las cuales están enjalbe- 
gadas de blanco y parecen muy limpias, pertenecen a 
súbditos de Inglaterra. Las chozas de los naturales son 
tan pequeñas y ruines, que apenas se las divisa desde 
lejos. En Pahia era delicioso contemplar las plantas 
inglesas en los jardines ante las casas; había rosas de 
varias clases, madreselvas, jazmines, claveles y setos 
enteros de escaramujo oloroso o de agavanzos. 



232 


darwin: viaje del VBEAGLE» 


CAP. 


22 de diciembre . — Por la mañana salí a dar un paseo, 
pero pronto vi que el país era intransitable. Todas las 
montañas están cubiertas de alto helécho, mezclado 
con un arbusto bajo que se parece en su ramaje al ci- 
prés, habiendo muy poca tierra despejada o cultivada. 
Probé a caminar por la playa; pero ahora tomara por la 
derecha, ahora por la izquierda, no tardé en encontrar 
obstruido el paso por pequeñas vías de agua salada y 
profundos arroyos. Los habitantes de las diversas par- 
tes de la bahía se comunican casi exclusivamente por 
medio de botes (como en Chiloe). Una de las cosas 
que más me sorprendieron fué ver que la mayor parte 
de las montañas a que subí habían estado en otro 
tiempo más o menos fortificadas. Los puntos más altos 
estaban cortados en bancales o terrazas sucesivas, ante 
los que a menudo se habían abierto profundas trin- 
cheras. Después observé que las montañas principales 
del interior presentaban, análogamente, un perfil arti- 
fíciah Estos son los célebres pahs, que tantas veces 
cita el capitán Cook con el nombre de hippahs, que 
se diferencia del anterior en llevar el artículo prefijo. 

Que los pahs hayan sido muy empleados en época 
anterior es evidente, por’las pilas de conchas y los po- 
zos, en que, según me dijeron, se guardaban boniatos 
como alimentos de reserva. No habiendo agua en es- 
tas montañas, los defensores no hubieran podido nun- 
ca resistir un asedio prolongado, sino, a lo sumo, un 
asalto repentino, planeado para saquear el país. Con- 
tra una agresión de esta índole, las terrazas sucesivas, 
sin duda, hubieran sido buena protección. La intro- 
ducción general de las armas de fuego ha transfor- 
mado enteramente el sistema de guerrear, y una posi- 
ción descubierta en lo alto de una montaña es ahora 
peor que inútil. Por lo mismo, los pahs se construyen 
hoy en un trozo de terreno llano. Se componen de 
una doble estacada de postes gruesos y altos, dis- 
puestos en zigzag, de modo que cada parte pueda ser 



XVJII 


TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 


233 


flanqueada. Dentro de !a cerca de estacones se forma 
un montículo de tierra, detrás del cual se apostan ios 
defensores, protegidos de los tiros enemigos y en con- 
diciones de hacer fuego. En la parte llana se excavan 
a veces caminos subterráneos que pasan al través del 
parapeto, y por ellos se deslizan los defensores hasta 
la empalizada para practicar reconocimientos en la 
hueste enemiga. El reverendo W. Williams me hizo 
esta descripción, y añadió que en algunos pahs se ha 
notado la existencia de contrafuertes que avanzaban 
hacia el lado interior y protegido del montículo de 
tierra. Habiéndole preguntado el jefe para qué ser*- 
vían, respondió que para ocultar los muertos y heridos 
a los combatientes próximos, evitando así que des- 
mayaran. 

Los neozelandeses consideran estos pahs como me- 
dios perfectísimos de defensa, porque las fuerzas asal- 
tantes nunca poseen la disciplina necesaria para em- 
bestir todas unidas contra la empalizada, derribaría y 
penetrar en ella. Cuando una tribu guerrea, el jefe no 
puede mandar a un destacamento que vaya a un pun- 
to y a otro que efectúe tal operación, sino que cada 
uno pelea en la forma que le agrada. Pero, como es 
natural, a cada combatiente aislado le parece que 
acercarse a una empalizada defendida por armas de 
fuego es ir a una muerte cierta. En vista de todo ello, 
me inclino a creer que con dificultad se hallará en 
ninguna parte del mundo una raza más belicosa que 
los neozelandeses. Así lo confirma su modo de pro- 
ceder cuando veían por vez primera un navio, según 
refiere el capitán Cook, pues «acudían a la playa y, 
lejos de huir ante un objeto tan enorme y para ellos 
nuevo, le arrojaban piedras en gran número, gritando: 
«¡Acércate aquí y te mataremos y comeremos!» De 
este antiguo espíritu belicoso quedan aún rastros evi- 
dentes en muchas de sus coshimbres, y hasta en sus 
modales ordinarios. Si se da un golpe a un neoze- 



234 


darwin; viaje del «beaqle» 


CAP. 


landés, aunque sea en broma, lo devolverá indefecti- 
blemente, y de ello vi un ejemplo con uno de los ofi- 
ciales del Beagle. Al presente, con el progreso de la 
civilización, han disminuido mucho las guerras, excep- 
to entre algunas tribus del Sur. He oído una anécdota 
característica que tuvo lugar hace algún tiempo en el 
Sur. Un misionero halló a un jefe y a su tribu prepa- 
rándose para una campaña; los fusiles estaban limpios 
y brillantes, y las municiones preparadas. El pastor les 
predicó largamente sobre la inutilidad de la guerra y 
el poco motivo que había para hacerla. El jefe vaciló 
en su resolución, dando muestras de dudar; pero al fin 
se le ocurrió que tenía un barril de pólvora en mal 
estado y se le echaría a perder dentro de poco. Esta 
circunstancia se interpretó como un argumento incon- 
testable en pro de la necesidad de declarar inmedia- 
tamente la guerra; ni por un momento era posible ad- 
mitir la posibilidad de dejar que se estropeara tanta 
cantidad de excelente pólvora, y esto zanjó la cues- 
tión. Los misioneros me contaron que mientras había 
vivido Shongi, el famoso jefe que estuvo en Inglaterra, 
el móvil principal de todas las acciones era el afán de 
guerrear. La tribu por él acaudillada había sufrido du- 
rante mucho tiempo la opresión de otra procedente 
del río Támesis, uno de los de la isla. Los hombres 
juraron solemnemente que cuando sus muchachos lle- 
garan a mozos y contaran con fuerzas bastantes toma- 
rían venganza de aquella vejación. Cumplir este jura- 
mento fué la razón que determinó el viaje de Shongi 
a Inglaterra, y mientras estuvo allí no pensó en otra 
cosa. No consideró como de valor sino los regalos 
que podían convertirse en armas, y la fabricación de 
éstas fué lo único que le interesó. Estando en Sydney, 
Shongi, por una extraña coincidencia, se encontró 
con el jefe enemigo de río Támesis en casa de míster 
Marsden; allí se trataron con toda cortesía, pero Shon- 
gi dijo a su contrario que cuando regresara a Nueva 



XVJIl 


TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 


235 


Zelandia no dejaría jamás de hacerle la g-uerra. El des- 
afío fué aceptado, y Shongi, en cuanto volvió, cum- 
plió al pie de la letra el juramento hecho. Venció y 
destrozó a la tribu enemiga, logrando además dar 
muerte a su caudillo. Dícese que Shongi era de buen 
natural, no obstante alimentar sentimientos tan pro- 
fundos de odio y venganza. 

Por la tarde fui con el capitán Fitz Roy y uno de 
los misioneros, Mr. Baker, a visitar Kororadika; dimos 
unas vueltas por la aldea, y conversé con muchos de 
los habitantes, hombres, mujeres y niños. Al ver a los 
neozelandeses, se los compara, naturalmente, con los 
tahitianos; y de hecho, ambos pertenecen a la misma 
familia oceánica. La comparación, sin embargo, resul- 
ta desfavorable para los primeros. Tal vez sean éstos 
superiores en energía; pero en las demás cualidades 
se hallan muy por bajo de los tahitianos. Basta mirar- 
los al rostro a unos y a otros para convencerse de que 
los neozelandeses son salvajes y los tahitianos gente 
civilizada. En vano se buscaría en Nueva Zelandia un 
hombre que tuxnera el semblante y la expresión del 
viejo jefe tahitiano Utamme. A no dudarlo, el extraño 
tatuaje que aquí se usa contribuye mucho a dar a los 
neozelandeses un aspecto desagradable. Las compli- 
cadas, pero simétricas, figuras que cubren totalmente 
el rostro desconciertan y confunden al ojo no aveza- 
do; es además probable que las incisiones profundas, 
destruyendo el juego de los músculos superficiales, 
dan cierto aire de inflexibilidad rígida. Pero a esto se 
agrega un guiño especial de ojos que sólo puede in- 
dicar astucia o ferocidad. Los neozelandeses son altos 
y fornidos, pero no son comparables en elegancia con 
ios de las clases trabajadoras de Tahití (1). 


(1) Los habitantes de Nueva Zelandia son maori, miembros 
de la rama Tongafiti, de la raza polinesia. Cuando fueron descu- 
biertos poseían un gobierno teocrático-militar e ideas relativa- 



236 


darwin: viaje del pbeaqle» 


CAP. 


Tanto sus personas como sus casas son sucias y re- 
pugnantes; no les entra en la cabeza la idea de lavar- 
se el cuerpo ni el vestido. Vi a un jefe que llevaba 
una camisa negra y cubierta de manchas, y cuando le 
pregunté la razón de ello me respondió con sorpre- 
sa: «¿No ves que es vieja?> Algunos de los hombres 
tienen camisas; pero el vestido más común consiste 
en una o dos mantas grandes, de ordinario ennegre- 
cidas por la suciedad, que se echan sobre los hom- 
bros en la forma más impropia y desgarbada. Algunos 
jefes principales tienen temos decentes de hechura 
inglesa, pero sólo se los ponen en las grandes oca- 
siones. 

23 de diciembre . — En un sitio llamado Waimate, a 
unas 15 millas de la Bahía de las Islas y a medio camino 
de la costa oriental a la occidental, los misioneros han 
comprado algunos terrenos con objeto de cultivarlos. 
Me habían recomendado al reverendo W. Williams, 
y éste, no bien le signifiqué mi deseo de verle, me 
contestó invitándome a visitarle en Waimate. Míster 
Bushby, el residente inglés, se brindó a llevarme en 
su bote por un riachuelo en el que podría ver una bo- 
nita cascada, acortando además la distancia. Asimismo 
me procuró un guía. Habiendo rogado a un jefe que le 
recomendara un hombre, se ofreció a ir él mismo; 
pero desconocía el valor de la moneda en tal grado, 
que después de preguntarme cuántas libras esterlinas 
le daría, acabó contentándose con dos dólares. Cuan- 
do le mostré un paquetito que debía llevarme, se negó 
rotundamente a hacerlo, y creyó absolutamente nece- 
sario tomar un esclavo para tal menester. Estos senti- 
mientos de orgullo empiezan ya a desaparecer; pero 

mente elevadas, morales y relig-iosas. Su habilidad era extraordi- 
naria en obras de madera. Con todo, practicaban el canibalismo. 

Acaso proceden, como los Rarotong^as, de los polinesios emi- 
grados de Saraoa. — Nota de la edic. española. 



XVIII 


TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 


237 


en otro tiempo un hombre principal hubiera muerto 
antes que sufrir la indignidad de llevar la más pequeña 
carga. Mi compañero era un hombre ágil y diligente, 
que vestía con manta negra y llevaba la cara tatuada 
por completo. En sus mocedades había sido un esfor- 
zado guerrero. Parecía estar en cordialísimas relacio- 
nes con Mr. Bushby; pero varias veces habían teni- 
do j^ialtercados violentísimos. Mr. Bushby observaba 
que un poco de imperturbable ironía imponía con fre- 
cuencia silencio a cualquier indígena en sus arrebatos. 
El citado jefe se había presentado una vez a Mr. Bushby 
y arengado con heroico ademán en estoí términos: 
«Un gran caudillo, un gran hombre, un amigo mío, 
ha venido a verme; necesito que me procures algún 
plato exquisito, algunos bonitos regalos», etc. El in- 
terpelado le dejó concluir su discurso, y luego, con la 
mayor sangre fría, le replicó: «¿Qué más puede tu es- 
clavo hacer por ti?» El hombre cesó, con cómica ex- 
presión, en su perorata. 

Hace algún tiempo Mr. Bushby fué víctima de una 
contrariedad mucho más seria. Cierto jefe, con una 
partida de los suyos, intentó penetrar’ violentamente 
en la casa del residente inglés a media noche, y vien- 
do que no era fácil ordenó un vivo tiroteo, logrando 
herir ligeramente a Mr. Bushby; pero al fin los asal- 
tantes tuvieron que retirarse sin conseguir su objeto. 
Poco después se descubrió al autor del atentado, y 
hubo una reunión general de jefes para examinar el 
caso. Se consideró como muy atroz por los neozelan- 
deses por concurrir las circunstancias de nocturnidad 
y enfermedad del amo de la casa. Haremos constar, 
en honor de los neozelandeses, que entre ellos los en- 
fermos merecen respetos y consideraciones especia- 
les. Así, pues, acordaron confiscar las fincas del agre- 
sor en beneficio del Rey de Inglaterra. Fué el primer 
caso que se dió de juzgar y castigar a un jefe. El de- 
lincuente, además, quedó descalificado en la conside- 



238 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


ración de sus iguales, io cual fué de mayor importancia 
para los ingleses que la confiscación de las tierras. 

Mientras el bote seguía navegando, saltó a él un se- 
gundo jefe, sin otro motivo que el de recrearse, re- 
montando el riachuelo y bajando después a favor de 
la corriente. En mi vida he visto una expresión más 
feroz y horrible que la de este hombre. Al pronto me 
ocurrió que había cierta semejanza entre él y una ilus- 
tración fantástica de la balada de Fridolin, de Schiller, 
en la que aparecían dos hombres empujando a Rober- 
to al horno de hierro. El intruso era precisamente el 
que ponía el brazo sobre el pecho de Roberto. En 
este caso la cara no mentía: el citado jefe había sido 
un notorio asesino y un ladrón de marca. Desde el si- 
tio a que arribó el bote, Mr. Bushby me acompañó 
unos centenares de metros por el camino; no pude 
menos de admirar la frescura y desvergüenza del vie- 
jo bandido, a quien dejamos tendido en el barqui- 
chuelo, cuando dijo a voces a mi acompañante: <No 
tardes mucho, porque me cansaré de esperar aquí.» 

Ahora comencé mi caminata con el guía. El camino 
sigue un sendéro muy trillado y guarnecido en ambos 
lados por heléchos gigantes, que cubren la región en- 
tera. Después de haber andado unas millas llegamos 
a un pueblecillo del país, formado por varias chozas 
al pie de algunos trozos de tierra sembrados de pata- 
tas. La introducción de la patata ha sido el beneficio 
más esencial hecho a la isla, y actualmente es la hor- 
taliza que más se usa. Nueva Zelandia se halla favore- 
cida por una gran ventaja natural, cual es la de que 
sus habitantes nunca pueden morirse de hambre^ En 
todo el territorio abunda el helécho, y sus raíces, 
aunque poco apetitosas, son muy nutritivas (1). Un in- 


(1) El rasgo más saliente de la vegetación de Nueva Zelandia 
es la presencia del bosque de follaje perenne, que primitivamente 
cubrió gran parte del país, y especialmente el área del país pumí- 



xvin 


TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 


239 


dígena no necesita en caso de apuro otro alimento que 
esas raíces y los mariscos, que son abundantes en to- 
das las partes de la costa. Las aldeas se distinguen 
especialmente por tener unas plataformas levantadas, 
sobre cuatro postes, a 10 ó 12 pies del suelo, en las 
que se ponen los productos del campo, preserván- 
dolos así de todo accidente. 

Al llegar cerca de las cabañas me divertí en ver la 
ceremonia de frotarse las narices, o más bien apretár- 
selas unos contra otros, ejecutada en debida forma. 
Las mujeres, al acercarnos, empezaron a proferir algu- 
nas palabras en tono dolorido; después se pusieron en 
cuclillas y levantaron la cara; mi compañero se incli- 
naba sobre ellas, una tras otra, ponía el caballete de 
su nariz sobre el de la nariz de cada mujer, izándose 
en ángulo recto, y comenzaba la presión. Esto duraba 
algo más que un efusivo apretón de manos entre nos- 
otros, y, así como en Europa y América varía la fuer- 
za con que se estrechan las manos amigas, así sucede 
entre los neozelandeses con la mutua presión de las 
narices. Mientras se efectuaba la extraña ceremonia 
daban pequeños gruñidos de satisfacción, de un modo 
muy parecido a los de los cerdos al frotarse uno con- 
tra otro. Observé que el esclavo se apretó las narices 
con todo el que le salió al encuentro, antes o después 
que su amo el jefe. Aunque entre estos salvajes los 
caudillos y amos tienen poder absoluto de vida y 
muerte sobre sus esclavos, hay, no obstante, una total 
ausencia de ceremonias entre ellos. Mr. Burchell ha 
notado la misma cosa en el Africa del Sur entre los 
rudos bachapines. Cuando la civilización ha llegado a 


tico de ia meseta volcánica, en la isla septentrional. Crece entre 
este bosque el helécho comestible (Pteris esculenta), a que Dar- 
win alude, mezclado con la mirtácea Leptospermamscoparium o 
manuka. Véase también Cook -J.) Viaje a las regiones meridiona- 
les y alrededor del mundo, tomo I de la colección de Viajes clási- 
cos, editada por Calpe. — Nota de la edic. española. 



240 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


un cierto punto surgen formalidades complejas entre 
las diferentes clases sociales; así, por ejemplo, en 
Tahití todos estaban obligados a descubrirse de la 
cintura arriba en presencia del rey. 

Terminada en debida forma la ceremonia de frotar- 
se las narices con todos los presentes, nos sentamos 
en círculo frente a una de las cabañas, y permaneci- 
mos allí media hora. Todas las cabañas tienen casi la 
misma forma y dimensiones, y todas coinciden en la 
falta de limpieza. Parecen establos de vacas, abiertos 
por un extremo y con un tabique a poca distancia de 
la entrada, que tiene un boquete cuadrado y forma un 
cuartito obscuro. Los moradores de la vivienda guar- 
dan en él todos sus bienes, y allí duermen cuando 
hace frío; pero comen y pasan el tiempo en la porta- 
lada delantera. Cuando mis guías hubieron acabado 
de fumar sus pipas, continuamos nuestra excursión. 
El camino siguió por el mismo terreno ondulado, todo 
él cubierto uniformemente de heléchos, como ante- 
riormente. A nuestra derecha culebreaba el curso de 
un río, cuyas márgenes guarnecían algunos árboles, 
mientras en las laderas de las montañas aparecían 
aquí y allí trozos de bosque. El conjunto, a pesar de 
su color verde, presentaba cierto aspecto desolado. 
La vista de tanto helécho imprime en la mente la idea 
de esterilidad; sin embargo, esto no es exacto, porque 
donde el helécho crece densísimo y a la altura del pe- 
cho de un hombre la tierra cultivada rinde abundante 
fruto. Algunos colonos ingleses creen que la extensa 
campiña, ahora sin arbolado, fué en un principio una 
selva que ha sido talada por el fuego. Dícese que ca- 
vando en los sitios más desnudos se hallan frecuen- 
temente pedacitos de resina que produce el pino 
Kauri (1). Evidentemente, los indígenas tuvieron una 


(1) En el bosque, de carácter subtropical, de Nueva Zelandia, 
acaso el árbol más conocido es el pino kauri Dammara australis, 



XVJII 


TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 


241 


razón poderosa para descuajar el país, y es que el 
helécho, principal base de su alimentación en tiem- 
pos pasados, no prospera mas que en los terrenos 
despejados. La ausencia casi absoluta de hierbas aso- 
ciadas, que constituye uno de los caracteres distinti- 
vos de la vegetación de esta isla, tal vez pueda expli- 
carse por haber estado cubierto el terreno en un prin- 
cipio de árboles forestales. 

El suelo es volcánico: en varias partes pasamos so- 
bre lavas cordadas, pudiendo distinguirse cráteres en 
algunas de las colinas vecinas. Aunque el paisaje nun- 
ca mereció el calificativo de bello, sino, a lo sumo, el 
de bonito, y esto de cuando en cuando, la excursión 
me resultó agradable. Hubiera gozado más aún si mi 
acompañante, el jefe neozelandés, no hubiese sacado 
a relucir su garrulería inagotable. Yo no sabía mas que 
tres palabras de su lengua: «Bueno», «malo» y «sí», y 
con ellas respondía a todos sus razonamientos; por su- 
puesto, sin haber entendido nada de lo que decía. 
Pero no fué necesario más; debí parecerle un buen 
oyente, una agradable persona, y él no dejó su charla 
ni por un instante. 

Al fin llegamos a Waimate. Después de haber reco- 
rrido tantas millas por un territorio yermo e inhabita- 
do, la súbita aparición de una granja inglesa, con sus 
campos bien cuidados y atendidos, colocada en aquel 
rincón apartado del globo como por arte de encanta- 
miento, me causó un efecto de lo más delicioso que 
cabe imaginar. No hallándose en casa Mr. W. Williams, 
fui recibido con la mayor cordialidad en la residencia 
de Mr. Davies. Después de tomar el te en compañía 
de su familia, salí con el anfitrión a dar una vuelta por 
la alquería. En Waimate hay tres casas grandes, donde 
viven los respetables señores misioneros, Williams, 


que da la resina vare o warikauri, o kaudi. Véase página 244. — 
Nota de la edic. española. 

Darwin: Viaje,— T. II. 


16 



242 


darwin; viaje del «beagle» 


CAP. 


Davies y Clarke, y cerca de ellas están las chocas de 
los trabajadores del país. En una ladera contig-ua se 
veían trigos y cebadas en plena granazón, que augu- 
raban una excelente cosecha, y en otra parte había ex- 
tensiones de patatas y trébol. Me es imposible descri- 
bir todo lo que vi: grandes terrenos de regadío, dedi- 
cados a huertas, contenían todas las frutas y hortalizas 
que Inglaterra produce, y además muchas otras de 
dimas cálidos. Puedo citar los espárragos, fríjoles, 
cohombros, ruibarbo, manzanas, peras, higos, meloco- 
tones, albaricoques, uvas, aceitunas, grosella, lúpulo, 
árgomas para cercas y robles, junto con muchas clases 
de flores. En torno a la granja se alzaban los establos, 
y cerca de ellos se tendía la era para la trilla de los 
cereales, con su máquina aventadora, una fragua, y en 
el suelo varios arados y otros aperos; en un amplio co- 
rral, provisto de cobertizos y pocilgas, yacían descan- 
sando, en pacífica y feliz mezcolanza, cerdos y galli- 
nas, como en todas las alquerías de Inglaterra. A la 
distancia de unos centenares de yardas se había cons- 
truido una presa que recogía el agua de un arroyo, y 
allí había un espacioso e importante molino. 

Todo esto es en extremo admirable, si se considera 
que hace cinco años no prosperaba aquí mas que el 
helécho. Los diversos oficios enseñados por los misio- 
neros habían operado este cambio; el ejemplo del mi- 
sionero es la varita mágica. Los naturales habían levan- 
tado los edificios, construido las puertas y ventanas, 
arado los campos e injertado los árboles. En el molino 
había un neozelandés cubierto del blanco polvo de. 
la harina, como sus colegas los molineros ingleses. 
Cuando contemplé la escena en su conjunto me pare- 
ció admirable. No sólo trajo a mi memoria el recuer- 
do vivo de Inglaterra, sino que, al anochecer, los rui- 
dos domésticos, los campos, las mieses y la campiña 
desigual, salpicada de árboles, halagaron mi vanidad 
nacional por la obra de mis compatriotas, y a la vez 



XVIll 


TAHITI y NUEVA ZELANDIA 


243 


me inspiraron fundada esperanza en los futuros pro- 
gresos de esta hermosa isla. 

En esta granja trabajaban varios jóvenes, redimidos 
de la esclavitud por los misioneros. Vestían camisa, 
chaqueta y pantalones, y parecían personas respeta- 
bles. Juzgando por una anécdota trivial que me refirie- 
ron, debo creerlos de honrados sentimientos. En una 
ocasión, en que Mr. Davies se paseaba por los cam- 
pos, se le acercó un trabajador y le entregó un cuchi- 
llo y una barrenilla, diciendo que los había encontra- 
do en el camino y que ignoraba quién pudiera ser su 
dueño. Estos esclavos, así jóvenes como muchachos, 
parecían estar muy contentos y de buen humor. Por la 
tarde presencié una partida de cricket, y, recordando 
las acusaciones de austeridad dirigidas contra los mi- 
sioneros, me agradó ver entre los jugadores a uno de 
ios individuos de su familia. En las jóvenes que ser- 
vían de criadas en las casas se notaba un cambio más 
decidido y agradable. Su aspecto saludable, limpio y 
aseado, como el de las mantequeras de Inglaterra, 
formaba admirable contraste con el de las mujeres 
que habitaban las sucias viviendas de Kororadika. Las 
esposas de los misioneros intentaron persuadirlas que 
no se tatuaran; pero habiendo llegado un famoso ope- 
rador del Sur, dijeron: «Realmente, deberíamos tener 
algunas líneas en los labios, porque de no hacerlo así 
se nos llenarán de arrugas al llegar a viejas y estare- 
mos horribles.» La costumbre de tatuarse ha disminui- 
do algo; sin embargo, tardará mucho tiempo en des- 
aparecer, por constituir una nota de distinción entre 
el amo y el esclavo. Tan extraño hábito llega a influir 
muy pronto en el modo de juzgar de los mismos 
europeos allí establecidos; de tal modo, que aun los 
misioneros se ven impulsados a considerar como infe- 
riores y de clase baja a los que llevan el rostro limpio, 
sin los pintorescos adornos usados por la gente de ca- 
lidad en Nueva Zelandia. 



244 darwin: viaje del «beaqlí.o cap. 

Ya bien obscurecido fui a casa de Mr. Williams, a 
pasar la noche. Allí encontré a un numeroso grupo 
de niños, reunidos para el día de Navidad, todos sen- 
tados a la mesa en que iban a tomar el te. Nunca he 
visto una reunión más alegre y simpática. jY pensar 
que estábamos en el centro de la tierra clásica del ca- 
nibalismo, de los asesinatos y de los crímenes más 
atroces! La cordialidad y alegría que con tanta viveza 
reflejaban los semblantes de los pequeñuelos, parecían 
compartidas igualmente por las personas de edad de 
la misión. 

24 de diciembre . — Leyéronse en la lengua del país, 
a toda la familia, las preces de la mañana. Después 
del almuerzo salí a dar un paseo por las huertas y los 
campos. Era día de mercado, y los habitantes de las 
cabañas circunvecinas traían sus patatas, maíz o cer- 
dos para cambiarlos por mantas, tabaco y a veces por 
jabón, a instancias de los misioneros. El hijo mayor de 
Mr. Davíes, que dirige la explotación de una alquería 
propia, es el hombre de negocios en el mercado. Los 
niños de los misioneros, llegados a la isla de peque- 
ños, acaban por aprender el idioma del país mejor que 
sus padres, y se entienden mejor con los naturales 
para lograr de ellos lo que desean. 

Poco antes de mediodía, los señores Williams y 
Davies me acompañaron a dar un paseo hasta un sitio 
del bosque próximo, con el fin de enseñarme el famoso 
pino Kami (1). Medí uno de estos árboles magníficos, 
y hallé que tenía 31 pies de circunferencia en la base 
del tronco. Había otro, no muy distante, de 33 pies, 
según me dijeron, y un tercero que llegaba a 40. Es- 
tos árboles son notables por sus lisos troncos cilindri- 
cos, que se elevan a la altura de 60 y aun 90 pies, con- 
servando casi el mismo diámetro, y sin una sola rama. La 


(1) Véase nota de la página 240 de este tomo. 



XVIII 


TAHITI y NUEVA 2ELAND1A 


245 


corona de ramas del extremo está fuera de toda pro- 
porción, por lo pequeña, con el tronco, y las hojas son 
asimismo muy pequeñas comparadas con las ramas. 
Toda la selva aquí se componía de esta clase de pi- 
nos, y los ejemplares mayores, a causa del paralelismo 
de sus lados, parecían enormes columnas de madera. 
Los pinos mencionados constituyen uno de los pro- 
ductos más valiosos de la isla, y la resina que fluye de 
su corteza se vende a los americanos a penique la 
libra, para uso desconocido. Algunos bosques de Nue- 
va Zelandia deben de ser impenetrables en grado ex- 
traordinario. Según me dijo Mr. Matthews, uno de 
ellos, que sólo tenía 34 millas de ancho y separaba 
dos regiones pobladas, no había sido cruzado por pri- 
mera vez hasta hacía poco tiempo. El y otro misione- 
ro, cada uno con una partida de cerca de 50 hombres, 
emprendieron con entusiasmo la tarea de abrir un ca- 
mino; pero les costó ¡más de quince días! En los bos- 
ques vi muy pocas aves; es un hecho notabilísimo que 
una isla tan grande, tendida en una extensión de más 
de 700 millas en latitud, con 90 de anchura en muchas 
partes, estaciones variadas, un clima excelente y te- 
rreno de diversas altitudes desde los 4.200 metros 
para abajo, con la excepción de una pequeña rata, no 
posea un animal indígena (1). Las varias especies dei 
gigantesco género de aves Deinornis (2) parecen ha- 
ber reemplazado aquí a los mamíferos cuadrúpedos, al 
modo que lo han hecho los reptiles en el Archipiélago 
de los Galápagos. Dícese que la rata común de No- 
ruega, en el breve espacio de dos años, ha extermi- 


(1) Aparte de focas y ballenas, los únicos mamíferos indíge- 
nas en Nueva Zelandia son un perro, una rata y dos murciélagos, 
acaso los dos primeros introducidos por los emigrantes poline- 
sios. Léase Hutton and J. Drummond, The Animáis of Nevj Zea- 
land, Christchurch, 1905 . — Nota de la edic. española. 

(2) Avestruz extinta de unos tres a cuatro metros de altura. 
Véase nota de la página 266 . — Nota de la edic. española. 


246 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


nado en el extremo septentrional de la isla las espe- 
cies de Nueva Zelandia. En muchos puntos descubrí 
varias clases de maleza, que hube de reconocer como 
importadas de mi país, de igual modo que la rata. 
Cierta especie de puerro se había propagado por re- 
giones enteras, resultando muy perjudicial; habíale 
importado un barco francés, vendiéndole como un 
favor. La acedera se halla también muy diseminada, y 
paréceme que ha de permanecer para siempre como 
testimonio de la granjeria de un inglés, que vendió 
estas semillas por las de tabaco. 

De regreso de nuestro agradable paseo comí con 
Mr. Williams, y después volví a la Bahía de Islas en 
un caballo que me prestaron. Me despedí de los mi- 
sioneros con gracias por su amable hospitalidad y sen- 
timientos del mayor respeto a su carácter caballeresco, 
honrado y servicial. Creo que con dificultad se halla- 
ría un conjunto de hombres mejor preparados y más 
idóneos para la elevada misión que desempeñan. 

Día de Navidad . — Dentro de pocos días se cumpli- 
rán cuatro años de nuestra ausencia de Inglaterra. Las 
primeras Navidades las pasamos en Plymouth; las se- 
gundas, en el abra de San Martín, cerca del Cabo de 
Hornos; las terceras, en Puerto Deseado, en Patago- 
nia; las cuartas, anclados en puerto inhabitado de la 
península de Tres Montes; las quintas, aquí; y las si- 
guientes, confío en la Providencia que ha de ser en 
Inglaterra. Asistimos al servicio divino en la capilla de 
Pahia; parte del servicio fué leído en inglés y parte en 
lengua indígena. Mientras permanecimos en Nueva 
Zelandia no oímos hablar de ningún acto reciente de 
canibalismo; pero Mr. Stokes halló esparcidos alrede- 
dor del sitio en que se había hecho una hoguera una 
porción de huesos humanos quemados, en un^ islita 
inmediata al ancladero; mas tales restos de un rega- 
lado banquete estaban tal vez allí desde hacía varios 



XVllI 


TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 


247 


años. Cabe esperar que mejore rápidamente el esta- 
do moral del pueblo. Mr. Bushby refirió una agrada- 
ble anécdota en prueba de la sinceridad de algunos 
neófitos; al menos, de los que profesan el cristia- 
nismo. Uno de los jóvenes que había tenido a su ser- 
vicio, y estaba acostumbrado a leer oraciones a los 
demás criados, se marchó a su casa. Varias semanas 
después le ocurrió a Mr. Bushby pasar a hora avanza- 
da de la tarde por una casa aislada, y en ella vió y oyó 
a su antiguo sirviente leer la Biblia con dificultad, a la 
luz del fuego, a varios indígenas. Terminada la lectura, 
se pusieron de rodillas y oraron, y en sus oraciones 
mencionaron a Mr. Bushby y su familia, siguiendo con 
los demás misioneros y sus territorios correspon- 
dientes. 

26 de diciembre. — Mr. Bushby se ofreció a llevarnos 
a Mr. Sulivan y a mí en su bote, algunas millas río 
arriba, hasta Cawa-Cawa, y después nos propuso dar 
un paseo y llegarnos a la aldea de Waiomio, donde 
hay algunas rocas curiosas. Tuvimos una excursión 
agradable, siguiendo un brazo de la bahía, y pasamos 
por lindos parajes en todo el trayecto, hasta una aldea, 
en la que el bote se detuvo por no poder seguir su 
navegación. En dicho lugar se nos ofrecieron un jefe 
y varios hombres a acompañarnos a Waiomio, que 
distaba cuatro millas. El jefe se había hecho famoso 
por haber ahorcado, hacía poco, a una de sus mujeres 
y a un esclavo, por adulterio. Cuando uno de los mi- 
sioneros le reprendió, mostróse sorprendido y dijo 
que creía haber seguido fielmente la costumbre ingle- 
sa, El viejo Shongi, cuya permanencia en Londres 
coincidió con la causa seguida a la Reina, manifestó 
que desaprobaba lo hecho, y añadió que si tuviera cinco 
mujeres preferiría cortarles a todas la cabeza antes que 
aguantar tantas molestias por causa de una sola. De- 
jando la aldea, seguimos nuestro paseo, y atravesamos 



248 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


por otra situada en la falda de una colina inmediata. 
Cinco días antes había muerto allí la hija de un jefe, 
que era todavía pagano. La choza en que expiró apa- 
recía quemada hasta los cimientos; el cadáver, metido 
entre dos pequeñas canoas, fué colocado sobre el 
suelo en posición vertical, y alrededor se puso una 
cerca de palos con imágenes de sus dioses, pintando 
el conjunto de rojo vivo, para que se viera de lejos. 
El vestido de la finada se sujetó al féretro, y a los pies 
del mismo colocaron la cabellera. Los parientes se 
desgarraron las carnes de sus brazos, cuerpos y caras, 
hasta bañarse en sangre, ceremonia que aumentó en 
sumo grado el aspecto repugnante de las viejas. Ai 
día siguiente visitaron el lugar algunos de los oficia- 
les, y hallaron todavía a las mujeres dando alaridos e 
hiriéndose. 

Proseguimos nuestra excursión, y poco después lle- 
gamos a Waiomio; vense aquí unas moles extrañas de 
caliza que parecen castillos en ruinas. Estas rocas ha- 
bían servido por largo tiempo de cementerio, y por 
lo mismo eran sagradas y no era posible aproximarse. 
Sin embargo, uno de los jóvenes exclamó: «¡No aco- 
bardarse!», y siguió avanzando; pero a los lüO metros 
todo el grupo mudó de parecer y se paró en seco. A 
pesar de ello, nos permitieron examinar el lugar con 
la mayor indiferencia. En la aldea nos detuvimos va- 
rias horas, y durante ese tiempo algunos de los mora- 
dores sostuvieron una larga discusión con Mr. Bushby 
sobre el derecho de venta de ciertos terrenos. Un vie- 
jo, que parecía un genealogista consumado, explicó la 
lista de sucesivos poseedores por medio de astillas 
clavadas en el suelo. Al salir de las casas nos daban a 
cada visitante una cestita de boniatos asados, para co- 
merlos por el camino. Me sorprendió ver que entre 
las mujeres empleadas en los quehaceres de la cocina 
había un esclavo, y consideré lo humillante que debía 
de ser para un hombre, en un país guerrero como éste, 



xvm 


* TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 


249 


trabajar en la ocupación reputada por la más baja de 
cuantas se confían a las mujeres. A los esclavos no se 
les permite ir a la g'uerra; pero esto tal vez apenas 
pueden mirarlo como una desgracia. Me refirieron que 
un pobre desgraciado, durante las hostilidades, se ha- 
bía pasado al bando opuesto; encontráronle después 
dos hombres, y al momento le dieron caza; pero no 
pudiendo llegar a un acuerdo sobre si pertenecía a 
uno o a otro, cada uno de ellos se puso junto al pró- 
fugo con el hacha de piedra levantada en alto, resuelto 
en apariencia a que su contrincante no se le llevara 
vivo. El pobre hombre, medio muerto de miedo, salvó 
la vida gracias a la sagaz intervención de la mujer de 
un jefe. Dimos luego un paseo, que resultó delicioso, 
de vuelta al bote, pero no llegamos al barco hasta 
muy tarde. 

30 de diciembre . — Después del mediodía salimos de 
la Bahía de Islas con rumbo a Sydney. Si no me enga- 
ño, todos nos alegramos de dejar a Nueva Zelandia. 
No es un lugar agradable. Los indígenas carecen de 
la encantadora sencillez que distingue a los de Tahiti, 
y la mayor parte de los ingleses son verdadero desecho 
de la sociedad. Tampoco las condiciones del terreno 
tienen nada de atrayentes. El único sitio de que con- 
servaba un recuerdo grato era Waimate, con sus habi- 
tantes cristianos. 







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CAPÍTULO XIX 
Australia. 


Sydney. — Excursión a Bathurst. — Aspecto de los bosques. — Un 
grupo de indígenas. — Extinción gradual de los aborígenes. — In- 
fección engendrada por la asociación de hombres en perfecta 
salud. — Las Montañas Azules. — Vista de ios grandes valles en 
forma de golfos. — Su origen y formación. — Bathurst; cultura 
general de las clases bajas. — Estado de la sociedad. — Tierra de 
Van Diemen. — Ciudad :de Hobart. — Destierro general de ab- 
orígenes. — Monte Wellington. — King George’s Sound. — Aspec- 
to triste del país. — «Bald Head»; moldes calcáreos de ramas de 
árboles. — Grupo de naturales. — Partida de Australia. 


12 de enero de 1836 . — Por la mañana temprano una 
ligera brisa nos llevó hacia la entrada de Puerto 
jackson. En lugar de presentarse a nuestros ojos una 
región verdeante, salpicada de hermosas casas, en- 
contramos una línea recta de farallones amarillentos, 
que nos recordó las regiones más desoladas de la cos- 
ta de Patagonia. Unicamente el faro, construido de 
piedra blanca, que se alzaba en un sitio solitario, nos 
indicó la proximidad de una ciudad grande y popu- 
losa. El puerto, después de entrar en él, parece mag- 
nífico y espacioso, y está rodeado de una costa agria, 
cuya roca es una arenisca de estratificación horizontal. 
El país, casi del todo llano, cría una vegetación arbó- 
rea de plantas ralas y enanas, que anuncian esterili- 
dad. Penetrando en el interior se ve que mejora la 
calidad de la tierra: hermosas villas y deliciosas quin- 



252 


darwin: viaje del cbeaqle» 


CAP. 


tas aparecen diseminadas a lo largo de la playa. A lo 
lejos, algunas casas de piedra, de dos y tres pisos, y 
varios molinos de viento que se alzan en el borde de 
una ribera, nos indican las cercanías de la capital de 
Australia (1). 

Al fin anclamos dentro del abra de Sydney, que en- 
contramos ocupada por muchos navios de gran tone- 
laje y rodeada de almacenes. Por la tarde di un paseo 
por la ciudad, y volví asombrado de todo lo que había 
visto. Es uno de los testimonios más magníficos del 
poder de la nación británica. Aquí, en un país de es- 
casas promesas, algunas veintenas de años han hecho 
mucho más que otras tantas centurias en Sudaméri- 
ca (2). Me sentí dichoso de haber nacido inglés. Pos- 
teriormente, después de visitar la ciudad con mayor 
detenimiento, mi primera admiración decayó un poco; 
pero es, con todo, una hermosa ciudad. Las calles son 
regulares, anchas, limpias y conservadas en buen or- 
den; las casas, de buenas dimensiones, y los comer- 
cios, abundantemente surtidos. 

Puede compararse a Sydney con los grandes arraba- 
les que hay en las cercanías de Londres y de otras 
grandes ciudades inglesas; pero ni en Londres ni en 
Birmingham hay apariencias de crecimiento tan rápido. 
El número de casas magníficas y de otros edificios re- 
cién terminados causa verdadero asombro, y, no obs- 
tante, todo el mundo se queja de los altos alquileres 
y de lo difícil que es procurarse casa. Llegado de 
Sudamérica, donde en las ciudades se conoce a los 
grandes propietarios, nada me sorprendió tanto como 
no poder averiguar desde luego a quién pertenecía 
este o aquel carruaje. 

(1) Hoy los seis Estados primitivos de Australia forman una 
Confederación, con su peculiar gobierno parlamentario, que resi- 
de en Melbourne y no en Sydney. — N. del T. 

(2) El censo de 1917 ha dado a Sydney 770.000 habitantes. — 
Nota de la edic, española. 



XIX 


AUSTRALIA 


253 


Contraté un hombre con dos caballos para que me 
llevaran a Bathurst (1), aldea del interior, situada a unas 
120 millas de la costa, centro de una gran región pas- 
toril. De este modo esperaba formar una idea general 
del aspecto del país. En la mañana del 16 de enero 
partí para mi excursión. La primera jornada nos llevó 
a Paramatta, pequeña ciudad rural que sigue en impor- 
tancia a Sydney. Los caminos eran excelentes y cons- 
truidos según el principio de Mac Adam, de piedra mo- 
lida, traída al efecto de varias millas de distancia. En 
todos los pormenores se notaba un estrecho parecido 
con Inglaterra, aunque acaso las cervecerías eran aquí 
más numerosas. Sin embargo, una particularidad me 
llamó la atención, y fueron las cuerdas de reos conde- 
nados a trabajos públicos; cumplían su sentencia lle- 
vando la cadena y vigilados por centinelas con las 
armas cargadas. La facultad que tiene el gobierno de 
abrir caminos por todo el país mediante el trabajo 
forzado ha sido, a mi juicio, una de las causas que más 
han contribuido a la rápida prosperidad de esta colo- 
nia. Dormí en una parada muy cómoda, junto al em- 
barcadero de Emú, a 35 millas de Sydney, no lejos de 
la subida a las Montañas Azules. Esta ruta es frecuen- 
tadísima, y el territorio por donde pasa, el primero 
que se pobló en la colonia. Todas las fincas tienen 
cercas de estacas, porque los granjeros no han logra- 
do aclimatar plantas de seto. Hay aquí muchas casas 
importantes y buenas quintas, diseminadas por toda la 
comarca; pero aunque se cultivan ya grandes exten- 
siones, la mayor parte permanece tan yerma como 
cuando se descubrió. 

La extrema uniformidad de la vegetación es el rasgo 
más notable del paisaje en casi toda Nujsva Gales del 


(1) Esta ciudad — aldea cuando Darwin ia -yisító — tiene hoy 
11972. habitantes y, es centro agrícola, fabril y .minero de primar 
orden . — Nota de la edic, española. 



254 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


Sur. Por doquiera nos encontramos con un bosque 
abierto, cubierto en parte de una hierba fina con algu- 
na apariencia de verdor. Casi todos los árboles perte- 
necen a una familia, y la mayoría tienen las hojas dis- 
puestas en un plano vertical, en lugar de estar hori- 
zontales, como las de Europa; el follaje es escaso, de 
un peculiar verde pálido sin el menor lustre. De ahí 
que los bosques parezcan ralos y sin sombra, circuns- 
tancia poco favorable para el viajero cuando el sol de 
estío brilla abrasador, pero beneficiosa para la gana- 
dería, porque de ese modo crece la hierba en todos los 
sitios soleados (1). Las hojas no caen periódicamente, 
y este carácter puede considerarse común a todo el 
hemisferio meridional, a saber: Sudamérica, Australia 
y el Cabo de Buena Esperanza. Los habitantes de 
dicho hemisferio y de las regiones intertropicales se 
ven privados quizá de uno de los más hermosos es- 
pectáculos a que nuestros ojos están acostumbrados, 
cual es el primer brote del follaje en los árboles des- 
nudos. Sin embargo, podrían objetarnos que bien lo 
pagamos con tener la tierra durante tantos meses po- 
blada de áridos esqueletos. Sin duda, es cierto; pero 
nuestros sentidos hallan un exquisito placer en gozar 
del verdor primaveral, cosa desconocida en los tró- 
picos, donde la vista se sacia en el transcurso del año 
contemplando la inmutable frondosidad de las selvas. 
El mayor número de árboles, con la excepción de al- 
gunos eucaliptos, no alcanzan gran tamaño, pero crecen 
a bastante altura y derechos, convenientemente sepa- 
rados unos de otros. La corteza de algunos eucaliptos 
se desprende anualmente, o pende muerta en largas 


(1) La exacta descripción de Darwin coincide con el eucalip- 
to, uno de los árboles más característicos — singularmente sus es- 
pecies Eucalyptus globulus y E. regnans — de los bosques de Aus- 
tralia. Al presente, los eucaliptos, naturalizados en América y re- 
giones mediterráneas, son ya bien conocidos . — Nota de la edición 
española. 



XIX 


AUSTRALIA 


255 


tiras, que flotan azotadas por el viento y dan a los bos- 
ques un aspecto de suciedad y desolación. No puedo 
concebir contraste más completo, en todos respectos, 
que entre las selvas de Valdivia o Chiloe y los bos- 
ques de Australia. 

Al ponerse el Sol pasó junto a nosotros una veinte- 
na de negros aborígenes (1), llevando cada uno, según 
su costumbre, un haz de azagayas y otras armas. Dimos 
un chelín al jefe, que era un joven, por lo que se de- 
tuvieron para mostrar ante nosotros su destreza en 
arrojar las picas. Todos usaban alguna prenda de ves- 
tir, y había varios que hablaban un poco de inglés; sus 
semblantes reflejaban alegría y satisfacción, distando 
mucho de parecer seres tan degradados como de ordi- 
nario se los presenta. En sus artes son admirables. Pu- 
sieron de blanco una gorra a 3Q metros de distancia, 
y la traspasaron con una pica corta, lanzada mediante 
un bastón especial, con la rapidez de una flecha dis- 
parada del arco por un hábil arquero. Dan pruebas de 
una sagacidad maravillosa para seguir el rastro de ani- 
males u hombres, y escuché de sus labios observacio- 
nes que indicaban considerable agudeza. Pero se obs- 
tinan en no cultivar la tierra ni construir casas, per- 
maneciendo estacionarios, y ni siquiera se toman la 
molestia de cuidar los rebaños de ovejas que Ies dan. 
En general, parecen estar algunos grados sobre los 
fueguinos en ía escala de la civilización. 

Es muy curioso advertir en medio de un pueblo ci- 
vilizado una casta de inofensivos salvajes vagando de 
un sitio a otro, sin saber dónde pasar la noche y ga- 


(1) Los aborígenes de Australia, hoy muy reducidos, parecen 
ser de raza negrito, que de un lado ha dado los aborígenes de Aus- 
tralia y de Tasmania, y de otro los papúes, melanesios y habitan- 
tes de las islas Salomón. Es cuestión, sin embargo, no del todo 
resuelta. Sus analogías con los Vedas de Ceylán — en cuyo caso 
procederían de la India, en tiempos remotísimos — parecen eviden- 
tes . — Nota de la edic. española. 



256 


darwin; viaje del «beagle» 


CAP. 


nándose la vida dedicados a cazar en los bosques. Al 
avanzar los blancos, se han extendido por el territorio 
perteneciente a diversas tribus. Estas, aunque rodea- 
das así de europeos, conservan sus antiguos distinti- 
vos, y a menudo guerrean unas con otras. En un en- 
cuentro que tuvo lugar últimamente, los dos bandos 
beligerantes eligieron con especial empeño para com- 
bate el centro de la aldea de Bathurst. Por cierto que 
esta circunstancia sirvió de mucho a la tribu derrota- 
da, porque los guerreros fugitivos se refugiaron en las 
barracas. 

El número de aborígenes decrece rápidamente. A 
pesar de lo mucho que recorrí el país, no vi mas que 
pequeños grupos y unos cuantos muchachos, recogi- 
dos por los ingleses para educarlos. Débese, sin duda, 
este decrecimiento a la introducción de bebidas espi- 
rituosas, a las enfermedades importadas de Europa 
(algunas de las cuales, como el sarampión (1), con ser 
una dolencia benigna, causa estragos entre los natu- 
rales) y a la gradual extinción de los animales salva- 
jes. Dícese que perecen invariablemente muchísimos 
niños al poco tiempo de nacer, a causa de la vida 
errante de los padres. Cuando más escasean los ali- 
mentos, mayor necesidad tienen las tribus de vagar de 
un sitio a otro, y de ahí que la población, aun sin las 
mortandades producidas por el hambre, decrece con 
extraordinaria rapidez, en comparación de lo que ocu- 
rre en países civilizados, donde los padres, aunque se 
perjudiquen trabajando con exceso, no destruyen su 
descendencia. 


(1) Merece notarse que una misma enfermedad se presenta 
como más o menos grave, según tos diferentes climas. En la pe- 
queña isla de Santa Elena, la introducción de la escarlatina se 
considera como una plaga. En algunos países, las afecciones con- 
tagiosas atacan de distinto modo a los extranjeros que a los na- 
turales, de lo que hay ejemplos en Chile y, según Humboldt, en 
Méjico: Polit Essay Netv-Spain, vol. IV. 



XIX 


AUSTRALIA 


257 


Además de estas causas evidentes de despoblación, 
parece intervenir aíg-ún agente misterioso. Donde 
pone la planta el europeo, la muerte suele perseguir 
al indígena. Si tendemos la mirada por la gran exten- 
sión de las Américas, Polinesia, el Cabo de Buena 
Esperanza y Australia, hallaremos el mismo resultado. 

Y no es sólo el blanco el que actúa como agente des- 
tructor: los polinesios de origen malayo, establecidos 
en algunas partes del Archipiélago de las Indias Orien- 
tales, han hecho retroceder a las razas indígenas de 
obscuro color. AI parecer, las variedades de la espe- 
cie humana se comportan entre sí como las diferentes 
especies de animales: el más fuerte extirpa siempre al 
más débil. Daba pena en Nueva Zelandia oír decir a 
los naturales, hombres bien formados y enérgicos, que 
el país estaba destinado a salir de manos de sus hijos. 
No hay quien ignore el decrecimiento inexplicable 
que ha sufrido la población en la hermosa y saludable 
isla de Tahiti desde la fecha en que hizo sus viajes el 
capitán Cook, y, sin embargo, en este caso podría es- 
perarse que hubiera aumentado, porque el infantici- 
dio, que prevaleció antiguamente en grado extraordi- 
nario, ha desaparecido, disminuyendo además la inmo- 
ralidad y las guerras mortíferas. 

El Rdo. J. Williams, en su interesante obra (1), dice 
que la primera conjunción de naturales con europeos 
«va indefectiblemente seguida de fiebres, disentería y 
otras enfermedades, que se llevan multitud de gente*. 

Y en otro lugar afirma que «es un hecho cierto, que 
no puede ser controvertido, que la mayoría de las en- 
fermedades más mortíferas de estas islas, durante mi 
residencia, han sido introducidas por barcos (2); he- 


(1) Narrative of Missionary Enierprise, pág. 282. 

(2) El capitán Beechey (cap. IV, vol. I) asegfura que los habi- 
tantes de la isla Pitcairn están firmemente convencidos de pade- 
cer enfermedades cutáneas y otros trastornos después de la lle- 

Dahwin: Viaje.— T. II. 


17 



258 


darwin: viaje del «beaqle; 


CAP. 


cho indiscutible y tanto más sorprendente, cuanto que 
en las tripulaciones no aparecieron señales de la te- 
rrible enfermedad». Esta afirmación no es tan extraña 
como parece a primera vista, porque se registraron 
varios casos de haberse declarado fiebres de una ex- 
trema malignidad coincidiendo con la llegada de via- 
jeros en perfecta salud. En el primer período del rei- 
nado de jorge 111, un prisionero que había sido confi- 
nado en un calabozo fué conducido en un coche por 
cuatro alguaciles y presentado ante el juez, y aunque 
el delincuente no tenía enfermedad alguna, los cua- 
tro alguaciles murieron de fiebre pútrida maligna; pero 
el contagio no se propagó. De tales hechos parece in- 
ferirse que los efluvios de un conjunto de personas 
que hayan vivido confinadas por algún tiempo enve- 
nenan la sangre de otras no colocadas en tales con- 
diciones, y acaso con mayor virulencia si concurre la 
diferencia de razas. Por misterioso que pueda parecer 
tal hecho, tiene, sin duda, relación con el observado 


gada de cada barco. El capitán Beechey lo atribuye al cambio de 
alimentación durante la visita. El Dr. Macculloch (Western h- 
les, vol. II, pág. 32) dice: «Se da por cierto en Santa Kilda que el 
arribo de un extranjero produce en todos los habitantes la enfer- 
medad de catarro.» El citado doctor cree que es una ridiculez, a 
pesar de haberse dicho asi tantas veces. Añade, sin embargo, que 
«todos los naturales le preguntaron sobre el particular, convi- 
niendo unánimemente en el hecho». En el Viaje de Vancouver, 
se halla una afirmación semejante respecto de Tahiti. El Dr. Dief- 
FENBACH, en una nota a la traducción de este Diario, afirma que 
el mismo hecho está universalmente admitido por los habitantes 
de las Islas Chatham y en partes de Nueva Zelandia. No se con- 
cibe la universalidad de tal creencia en el hemismerio Norte, en 
los antípodas y en el Pacifico, sin algún fundamento sólido. Hum- 
BOIDT (Polit. Essay on King of New-Spain, vol. IV) dice que las 
grandes epidemias de Panamá y el Callao «se señalan» por la lle- 
gada de barcos de Chile, porque la gente de esa región templada 
es la primera en experimentar los fatales efectos de la zona tó- 
rrida. Añadiré que, según me contaron en Shropshire, las ovejas 
importadas en barcos, aunque sanas, producían a menudo enfer- 
medades en los rebaños a que se las incorporaba. 



XIX 


AUSTRALIA 


259 


en las disecciones, cuando una punzada o cortadura 
con instrumento usado en la operación ha ocasionado 
la muerte del que se hizo la herida, y antes de haber 
entrado en descomposición el cadáver. 

17 de enero . — Por la mañana temprano pasamos el 
Nepean en un bote de pasaje. El río, ancho y profun- 
do en este sitio, presentaba, no obstante, una pequeña 
corriente. Después de cruzar una hondonada en la 
ribera opuesta, llegamos a la falda de las Montañas 
Azules. El ascenso no es escarpado, por haberse cons- 
truido el camino cuidadosamente, en la pendiente de 
un cantil de arenisca. En lo alto empieza una llanura 
casi a nivel, que, elevándose de un modo impercep- 
tible hacia el Oeste, llega a una altura de más de 
900 metros. Juzgando por el pomposo título de Monta- 
ñas Azules y por su elevación absoluta, esperaba haber 
visto una imponente cadena de montañas que cruzara 
el país; pero en su lugar se halla una extensión segu- 
ramente inclinada, que forma un lomo de escaso re- 
lieve frente a la zona baja, próxima a la costa. Desde 
esta primera pendiente, la vista que ofrecía el extenso 
bosque hacia el Este era notable, y los árboles de las 
inmediaciones se alzaban a gran altura; pero al subir 
a la plataforma de arenisca, el paisaje se tornaba ex- 
cesivamente monótono; los dos lados del camino apa- 
recían bordeados por arbustos achaparrados y peren- 
nes de la familia de los eucaliptos, y, exceptuando dos 
o tr es pequeñas posadas, no hay casas ni terrenos cul- 
tivados. El camino, además, es solitario, y nuestros 
encuentros más frecuentes eran con carretas de bue- 
yes cargadas de balas de lana. Al mediodía dimos un 
pienso a los caballos en una pequeña posada que lleva 
el nombre de Weatherboard. El terreno aquí está a 
M) metros sobre el nivel del mar. A cosa de milla y 
media de este lugar hay un paisaje digno de ser visi- 
tado. Bajando por un vallecito regado por un arroyue- 



260 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


lo, se tropieza de pronto con un inmenso abismo, que 
se abre por entre el arbolado de los dos lados del 
camino y tiene una profundidad de 450 metros aproxi- 
madamente. Puesto uno al borde del precipicio, ve allí 
en el fondo una gran bahía o golfo, porque no sé qué 
otro nombre darle, cubierto de espeso bosque. El 
punto de vista está situado en la base de esa bahía, 
formada por dos líneas divergentes de farallones, que 
presenta altura tras altura, como en una costa brava. 
Estos cantiles se componen de estratos horizontales 
de arenisca blanquecina, y son tan perfectamente ver- 
ticales, que en muchos puntos se puede dejar caer 
desde el borde una piedra y verla chocar contra los 
árboles del fondo del abismo. Tan continuada es la 
línea de escarpas, que para llegar al pie de la cascada 
formada por el arroyuelo es necesario, según dicen, 
dar un rodeo de 16 millas. A unas cinco de distancia 
del frente se extiende otra línea de cantiles, que de 
este modo péu’ece cerrar del todo el valle, y de ahí 
que se halle perfectamente justificado el nombre de 
bahía dado a esta gran depresión en forma de anfitea- 
tro. Si imaginamos que un puerto de circuito casi ce- 
rrado y profunda cala, rodeado de farallones verticales, 
se secara de pronto y brotara en su arenoso fondo un 
bosque, tendríamos la apariencia y estructura que des- 
cribo. Fué una vista enteramente nueva para mí y de 
suprema magnificencia. 

Por la tarde llegamos al sitio llamado Blackheath. 
La meseta de arenisca alcanzaba aquí la altura de 
1.020 metros, y, como antes, aparece el mismo boscaje 
achaparrado. Desde el camino se divisan trozos de un 
profundo valle de igual carácter que el descrito; pero, 
a causa de la verticalidad y elevación de sus lados, ape- 
nas puede verse el fondo. Blackheath es una posada 
deliciosa, a cargo de un veterano, y me recordó los 
pequeños mesones del norte de Gales. 



AUSTRALIA 


261 


IIX 


18 de enero . — Muy de madrugada di un paseo de 
más de tres millas para visitar Govett’s Leap, vista de 
carácter análogo a la precedente, pero acaso más es- 
tupenda aún. Como era tan temprano, el abismo esta- 
ba velado por una neblina azulada, que si bien dañaba 
al efecto general, hacía que pareciera más profundo 
el bosque sepultado en el fondo. Estos valles, que por 
tanto tiempo han ofrecido una barrera insuperable a 
las tentativas de los más animosos exploradores para 
llegar al interior, son de lo más sorprendente. Con 
frecuencia, desde las principales depresiones se rami- 
fican y penetran en la meseta de arenisca grandes 
cortaduras en forma de bahías secundarias, y, a su vez, 
la altiplanicie proyecta en los valles enormes promon- 
torios, y aun deja en ellos grandes masas aisladas. 
Para bajar a alguno de estos valles se necesita dar un 
rodeo de 20 millas, y hay otros en que sólo han pene- 
trado últimamente los exploradores topógrafos, y a 
los que los colonos no han podido llevar los ganados. 
Pero el rasgo más notable de su estructura es que, no 
obstante medir varias millas de anchura en la base, se 
angostan generalmente en su entrada, en grado tal, 
que llegan a ser infranqueables. El topógrafo mayor, 
sir T. Mitchell (1), intentó en vano, ora andando, ora 
arrastrándose por entre grandes bloques de arenisca, 
desprendidos de los riscos, subir por una garganta 
que establece la unión entre los ríos Grose y Nepean; 
y, sin embargo, el valle del Grose, en su parte supe- 
rior, según vi yo mismo, forma una cuenca de espa- 
cioso fondo plano, de varias millas de anchura, y está 
rodeado en todas direcciones por cantiles cuyas ci- 
mas, a lo que se calcula, están unos 900 metros sobre 


(1) Trovéis in Áustralia, vol. í, pág". 154. Cúmpleme expresar 
mi agradecimiento a sir T. Mitchell por sus interesantes noticias 
personales relativas a estos grandes valles de Nueva Gales 
del Sur. 



262 


darwín: viaje del «beaqle» 


CAP. 


el nivel del mar. Cuando el ganado fué conducido al 
valle del Wolgan por un sendero (que yo he bajado) 
en parte natural y en parte hecho por el dueño del te- 
rreno, no pudo volver a salir; porque este valle está por 
todas partes rodeado por cantiles perpendiculares, y 
ocho millas más abajo, desde una anchura de 800 me- 
tros que tiene en sus comienzos, se angosta en tér- 
minos que es infranqueable para hombres o bestias. 
Sir T. Mitchell afirma que el gran valle del río Cox, 
con toda su red fluvial, se angosta, en su confluencia 
con el Nepean, en una garganta de 2.200 metros de 
anchura y casi 300 metros de profundidad. Podría 
añadir otros casos semejantes. 


La primera impresión que sugiere el ver la corres- 
pondencia de los estratos horizontales en cada lado 
de estos valles y grandes depresiones en forma de an- 
fiteatro, es que han sido excavadas, como otros valles, 
por la acción del agua; pero cuando se reflexiona so- 
bre la cantidad enorme de piedra que en tai supuesto 
debería de haber sido acarreada a través de gargan- 
tas meras o escobios, es natural preguntarse cómo esos 
espacios tan angostos no se han cegado. Además, con- 
siderando la forma irregular en que los valles se rami- 
fican y la de los promontorios, de exigua anchura, que 
desde la meseta avanzan hasta dentro de las hondona- 
das, la hipótesis anterior parece de todo punto impro- 
bable. Atribuir tales excavaciones a la acción aluvial de 
la época presente sería absurdo, y, por otra parte, el 
drenaje procedente de la meseta no siempre cae, como 
he observado cerca de Weatherboard, dentro de la 
cabecera de estos valles, sino en un lado de sus re- 
pliegues, en forma de bahía. Algunos colonos me di- 
jeron que cuantas veces habían fijado la atención en 
los últimos y en los cantiles de sus dos lados, otras 
tantas les había chocado la semejanza que tenían con 



XIX 


AUSTRALIA 


263 


una costa brava. Y así es, indudablemente. Además, 
en la costa presente de Nueva Gales del Sur, los nu- 
merosos y excelentes puertos de amplios senos rami- 
ficados, en comunicación con el mar por un estrecho 
boquete, abierto en los farallones de arenisca, presen- 
tan, aunque en pequeña escala, una imagen de los 
grandes valles del interior. Pero inmediatamente se 
ofrece la siguiente dificultad: ¿Cómo es que el mar ha 
excavado tan vastas depresiones en la meseta, dejando 
meras gargantas a la entrada, por las que ha debido 
pasar toda la enorme cantidad de materia triturada? 
La única luz que puedo arrojar sobre este enigma es 
recordar los bancos, de irregularísimas formas, que al 
parecer se están formando ahora en ciertos mares, 
como en algunos puntos de las Antillas y el Mar Rojo, 
bancos que tienen sus lados casi verticales. Por lo que 
hace a tan caprichosas estructuras, me he visto indu- 
cido a suponerlas formadas por el sedimento que aglo- 
meran corrientes poderosas sobre un fondo irregular. 
Apenas cabe poner en tela de juicio que en algunos 
casos el mar, en lugar de esparcir el sedimento en ca- 
pas horizontales, lo acumula alrededor de rocas e islas 
submarinas. Basta echar una ojeada a los mapas de las 
Antillas para convencerse de ello. Por mí mismo he 
podido observar en muchas partes de Sudaméríca que 
ias olas pueden formar farallones altos y tajados, aun 
en puertos cercados de tierra. Para aplicar estas ideas 
a las plataformas de arenisca de Nueva Gales del Sur 
imagino que los estratos se han acumulado por la ac- 
ción de poderosas corrientes y del oleaje de un mar 
abierto en un fondo irregular, y que los espacios va- 
cíos, en forma de valles, han transformado sus pri- 
mitivos lados de gran declive en cantiles verticales, 
durante una elevación lenta del suelo. En cuanto a 
las masas de arenisca rota en pedazos y sacada de 
las depresiones, su transporte ha debido de efec- 
tuarse, bien cuando se abrieron las estrechas gargan- 



264 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


tas al retirarse el mar, bien posteriormente, por la 
acción aluvial (1). 

A poco de partir de Blackheath descendimos de la 
plataforma de arenisca por el paso de Monte Victoria. 
La construcción de este paso ha exigido arrancar 
enormes cantidades de piedras, y tanto su proyecto 
como la ejecución pueden competir con las carreteras 
más atrevidas de Inglaterra. Seguidamente penetramos 
en una región compuesta de granito y más baja que 
la precedente en unos 1.000 pies. Con el cambio de 
roca mejoró la vegetación: los árboles eran más loza- 
nos y crecían a convenientes distancias, y entre ellos 
había un pasto más verde y abundante. En el punto 
llamado Hassan*s Walls dejé la carretera, y di un pe- 
queño rodeo hasta una granja que lleva el nombre de 
Walerawang, para cuyo administrador me había dado 
su amo, en Sydney, una carta de recomendación. Mis- 
ter Browne tuvo la bondad de rogarme que me que- 
dara allí aquel día y el siguiente, ofrecimiento que 
acepté con el mayor gusto. Es ésta una de las grandes 
granjas, o más bien criadero de ganado lanar, que 
contiene la colonia. Sin embargo, en ei caso presente 
las vacas y caballos abundaban más de lo ordinario, a 
causa de la proximidad de algunos valles pantanosos. 


(1) Al presente se explican estos valles de paredes acantiladas 
por la erosión del ag^ua en una alternancia de capas blandas car- 
boníferas coronadas por una dura arenisca triásica en una meseta 
(la de las Montañas Azules) que se ha levantado merced a un 
plieg^ue monoclinal que, en suave pendiente, se eleva desde la cos- 
ta oriental de Australia. Los ríos Caperti, Nepean y Hawkesbury 
han tajado y disecado, con profundos y ang:ostos eseobios, la al- 
zada meseta que ahora, en virtud del plieg-ue monoclinal, vierte 
sus aguas hacia el Pacifico y antes vertía hacia el W., es decir, 
hacia el lago central de Australia. Así, hay aquí una aparente in- 
versión del relieve, y son más angostos los valles cuanto más 
próximos a la desembocadura de sus rios. - Nota de la edic. es- 
pmñola. 



AUSTRALIA 


265 


xii 

quej)roducen pastos gruesos. Cerca de la casa se ha- 
bían desmontado dos o tres trozos de terreno llano 
para dedicarlos al cultivo de cereales, y por ahora las 
mieses estaban en sazón y los segadores y acarreado- 
res se ocupaban en recogerlas. Según me dijeron, no 
habían sembrado más trigo que el necesario para ali- 
mentar durante el año a los trabajadores de la es- 
tancia. Generalmente esta posesión tenía asignados 
40 proscriptos para trabajar en ella , pero al presente 
había más. Aunque estaba bien provista de todo lo 
necesario, notábase en ella cierta falta de bienestar y 
comodidades. Tai vez influyera en ello la ausencia ab- 
soluta de mujeres. La puesta del Sol en un día hermo- 
so sugiere contento en todo paisaje; pero en esta 
granja los colores más brillantes de los bosques veci- 
nos no lograron hacerme olvidar que 40 hombres pros- 
criptos de la sociedad cesaban en sus trabajos diarios, 
como los esclavos de Africa, sin el derecho de éstos 
a la compasión de las personas honradas. 

Al día siguiente, muy temprano, Mr. Archer, el ad- 
ministrador adjunto, me hizo el obsequio de llevarme 
a cazar canguros. Pasamos la mayor parte del día ca- 
balgando, pero con adversa fortuna, pues no vimos un 
solo canguro, ni siquiera un perro salvaje. Los galgos 
persiguieron una rata-canguro, que se les escapó me- 
tiéndose en un árbol hueco; pero conseguimos sacar- 
la. Es un animal del tamaño de un conejo y con la fi- 
gura de un canguro. (1) Hace algunos años abundaban 
en esta región los animales salvajes; pero al presente 


(1) A querer dar una impresión de la fauna especial de Aus- 
tralia, se dirá que los grupos más interesantes son los marsupia- 
les y los monoiremas. Los marsupiales, cuyas hembras tienen una 
bolsa en su vientre para resguardar sus hijuelos nacidos antes de 
su completo desenvolvimiento, alcanzan un enorme desarrollo en 
Australia, sin paralelo en cualquier otra región del Globo. Los 
marsupiales ofrecen en Australia riquísima variedad de formas, 
pertenecientes a los géneros Sarcophilus, Tkylacinus, Dasyurus, 



266 


oarwin: viaje del obeagle» 


CAP. 


el emú ha desaparecido (1), retirándose a larga distan- 
cia, y el canguro escasea. Los lebreles llevados de In- 
glaterra han causado en ellos verdaderos estragos. 
Quizá transcurra mucho tiempo antes de que esos 
animales queden exterminados; pero así sucederá in- 
evitablemente. Los naturales gustan mucho de tomar 
prestados los galgos de las alquerías, y a cambio de su 
uso, de los despojos de las reses sacrifícadas y alguna 
leche de vaca, los colonos prosiguen su pacífica pene- 
tración en el interior de la gran isla. El incauto abori- 
gen, seducido por estas triviales ventajas, se alegra 
de la aproximación del blanco, que parece predesti- 
nado a heredar el país de sus hijos. 

Aunque la cacería fué poco afortunada, el paseo a 
caballo me procuró no poco placer. El terreno de bos- 
que presenta tales claros, que se puede galopar por 


Myrmecobius, Notoryctes, Perameles, Pha&colomys, y sobre todo 
el cang^uro (Macropus). 

En cuanto a los monotremas — que posee únicamente Austra- 
lia — , hay solamente dos mamíferos ponedores de huevos, que por 
su modo de reproducción y de desarrollo, así como por sus carac- 
teres anatómicos, representan el tránsito entre los reptiles y los 
mamíferos. 

De estos dos animales, el Omiihorkynchus (hoy Platypus), ds 
que habla Darwin, es anfibio, con dedos palmeados y pico de pato; 
vive en lagos y corrientes. La hembra pone e incuba sus huevos, 
y después de nacidos, los pequeños maman de su madre. 

El otro género (Echidna) es de vida puramente terrestre, y la 
hembra pone un solo huevo. Mamíferos tan extraordinarios son 
desconocidos en las demás partes del mundo, y aun fósiles se los 
ha hallado únicamente en Australia en depósitos de fecha re- 
ciente. — Nota de la edic. española. 

(1) Las avestruces estaban representadas en Nueva Zelandia 
por varias especies de moas (como el género Dinomis), que en 
tiempos remotos cazaron los aborígenes de la isla, y en Australia 
por otras afínes, aún vivientes, como el emú Dromceus novoe-hol- 
landiae y el casoar. Para el género Dinornis o Deinomis, véase la 
nota segunda de la página 245. A una raza acaso emparentada con 
los papuas — anteriores a los actuales maoris en Nueva Zelandia — , 
se la ha llamado «cazadores de moas». — Nota de la edic. española. 



AUSTRALIA 


267 


SIX 

él. Hállase atravesado por valles de fondo llano, en el 
que no hay árboles, sino hierbas y arbustos; en tales 
sitios se pasea como en un parque. Apenas hallé en 
toda esta comarca un solo lugar que no tuviera seña- 
les de haber sido incendiado, sin otras variaciones que 
las de época y color más o menos negro de los tron- 
cos. Esta circunstancia engendraba una monotonía 
fatigosa para el viajero. No se ven muchas aves en es- 
tos bosques; sin embargo, a veces tropezamos con 
grandes bandadas de cacatúas blancas, que comían 
en los trigos, y algunos vistosos loritos; los cuervos, 
parecidos al grajo de Inglaterra, no son rairos, y otra 
ave que recuerda la urraca. Por la obscuridad del 
anochecer seguí la línea de una serie de charcos que 
en este seco país señalan el curso de un río, y tuve la 
suerte de ver varios ejemplares del famoso Ornitho- 
rhynchus paradoxas. Estaban buceando y jugueteando 
a flor de agua, pero dejaban ver una parte tan peque- 
ña de sus cuerpos, que fácilmente hubiera podido to- 
márselos por ratas de agua. Mr. Browne mató uno de 
un tiro; ciertamente es el animal más extraordinario 
que se haya visto; los ejemplares disecados no dan idea 
exacta de la cabeza y pico del Orniihorhynchus recién 
muerto, porque el último se endurece y contrae (1). 

20 de enero . — Una larga jornada a caballo, hasta 
Bathurst. Antes de entrar en el camino real seguimos 


(1) Me entretuve en observar el hoyo, en forma de embudo, 
de la hormig-a-león u otro insecto análogo; cayó primero una mos- 
ca en la traidora pendiente, y desapareció al punto; luego llegó 
una grande, pero incauta, hormiga; como hizo violentos esfuerzos 
por escapar, llovieron sobre ella esos curiosos chorros de arena 
descritos por Kirby y Spence (EntomoL, vol. I, pág. 425) como 
lanzados por la cola del insecto. Pero la hormiga fue más afortu- 
nada que la mosca, y escapó de las mandíbulas fatales, que yacen 
ocultas en la base del hoyo cónico. El tamaño de este embudo 
era solamente casi la mitad del que construye la hormiga-león 
europea. 



268 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


un sendero por la selva, y la regalón, con la excepción 
de algunas pocas cabañas intrusas, estaba muy solita- 
ria. Hoy sufrimos los efectos del viento australiano, 
parecido al siroco, que sopla de los abrasados desier- 
tos interiores. Veíanse nubes de polvo, arrastradas en 
todas direcciones, y el viento, caldeado, producía la 
impresión de haber salido de la boca de un horno. 
Después me dijeron que el termómetro al aire libre ha- 
bía subido a y en una habitación cerrada, a 96“ 
(Fahrenheit) (1). Por la tarde dimos vista a las hondo- 
nadas de Bathurst. Estas extensiones, onduladas y casi 
lisas, son muy notables en esta comarca, por carecer 
en absoluto de árboles. Lo único que se cría en ellas 
es un pasto ralo y pardusco. Después de cabalgar al- 
gunas millas llegamos a la ciudad de Bathurst, situada 
en el centro de lo que podría llamarse un ancho valle 
o angosta llanura. Me advirtieron en Sydney que no 
formara un juicio demasiado desfavorable de Austra- 
lia fundándome en lo que viera desde el camino, ni 
demasiado optimista tomando pie del terreno que ro- 
dea a Bathurst, en cuanto al último, no siento el me- 
nor peligro de que me ofusque el entusiasmo. La esta- 
ción — conviene hacerlo notar — ha sido de gran sequía, 
y el terreno presenta un aspecto poco favorable, aunque, 
según me dicen, estaba mucho peor dos o tres meses 
antes. El secreto de la rápida prosperidad de Bathurst 
consiste en que el pasto negruzco, de tan escaso valor 
al parecer, es excelente para pasto de ovejas. La ciu- 
dad está a 660 metros sobre el nivel del mar, en las 
márgenes del Macquarie, uno de los ríos que corren 
por el vasto ^ poco conocido interior. La línea divi- 

(1) Su equivalencia con la escala centígrada es la simiente: 

Fahrenheit. Centígrada. 

119 ^ 

96“ 

(Nota de la edic. española.) 


4S“,3 

35“,5 





AUSTRALIA 


269 


Soria de aguas, que separa las corrientes del interior 
de las de la costa, tiene una altura de 9(K) metros apro- 
ximadamente, y corre de Norte a Sur a la distancia 
de 80 ó 100 millas de la costa. El Macquarie figura en 
el mapa como un río de importancia, y es el mayor de 
los que recogen las aguas de este lado de la vertiente; 
pero, con gran sorpresa, no hallé mas que una cadena 
de charcas, separadas por espacios casi secos. En 
ciertas épocas sólo corre por él muy escasa cantidad 
de agua, y en otras lleva un considerable e impetuoso 
caudal. Pero con ser tan escasa el agua en esta comar- 
ca, lo es mucho más en el interior. 

22 de enero . — Comencé mi regreso, y seguí un nue- 
vo camino, llamado Ruta de Lockyer, a lo largo dei 
cual se ve un paisaje más quebrado y pintoresco. Fué 
un largo viaje a caballo, que duró un día entero, con 
la agravante de que la casa donde deseaba dormir 
estaba a cierta distancia del camino y era difícil de 
hallar. Encontré en esta ocasión, como en todas las 
demás, trato muy cortés entre la clase de gente baja, 
contra lo que pudiera esperarse de lo que son y han 
sido. La granja en que pasé la noche pertenecía a dos 
jóvenes recién establecidos aquí y que empezaban su 
vida de colonos. La absoluta carencia de todo género 
de comodidades no tenía nada de atrayente, pero es- 
peraban enriquecerse dentro de poco. 

Al día siguiente pasamos por grandes trozos de te- 
rreno en llamas, viendo pasar a través del camino 
grandes masas de humo. Antes del mediodía volvimos 
a coger la primera ruta, y emprendimos la subida a 
Monte Victoria. Dormimos en el Weatherboard, y en 
la tarde de este día, antes que anocheciera, di otro 
paseo por el anfiteatro. Durante mi regreso a Sydney 
pasé una tarde deliciosísima con el capitán King, en 
Dunhewed; y con esto terminó mi corta excursión por 
la colonia de Nueva Gales del Sur. 



270 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


Antes de llegar aquí, las tres cosas que me intere- 
saban eran el estado social de las clases más elevadas, 
la condición de los deportados y los atractivos que 
ofrecía el país a los que pensaran estableceree en él. 
Por supuesto, después de una visita de tan breve du- 
ración, no es mucho lo que puede valer mi juicio; 
pero tan difícil me parece no formar alguna opinión, 
como formarla exacta. En general, tanto por lo que oí 
como por lo que vi, tuve un penoso desengaño por lo 
que al estado social se refiere. Toda la población está 
rencorosamente dividida en partidos sobre la mayoría 
de los asuntos. Muchos de los que, por razón deí 
puesto que ocupan en la sociedad, debían dar ejem- 
plo, llevan una vida tan licenciosa, que las personas 
respetables se ven precisadas a esquivar su trato. Rei- 
na una violenta animadversión entre los hijos de los 
ricos emancipistas y los colonos libres, complaciéndo- 
se los primeros en considerar a los hombres honrados 
como negociantes defraudadores. Todos los habitan- 
tes, pobres o adinerados, no sueñan mas que en ad- 
quirir riqueza; ni se habla de otra cosa entre las clases 
altas que del precio de la lana y de la cría de ovejas. 
Graves y serios obstáculos se oponen a la conveniente 
educación de la familia, siendo tal vez el principal el 
tenerse que valer de criados proscriptos. Hiere los sen- 
timientos de toda persona decente verse servir a la 
mesa por un hombre que tal vez el día antes fué apa- 
leado por cualquier fechoría de poca importancia. Las 
criadas, por supuesto, son mucho peor, y de ahí que 
los niños aprendan las expresiones más soeces, y for- 
tuna será que no adquieran igualmente viles ideas. 

Por otra parte, el capital de cualquier persona, sin 
la menor molestia por su parte, le produce triple inte- 
rés que en Inglaterra, y con poco cuidado que ponga, 
se enriquecerá seguramente. Abundan los regalos y 
comodidades de la vida, si bien cuestan algo más que 
en la metrópoli; pero la mayoría de los artículos ali- 



AUSTRALIA 


271 


XIS 

menticios están más baratos. El clima es espléndido 
y enteramente saludable; mas para mí perdió todos 
sus encantos desde que contemplé el desagradable 
aspecto del país. Los colonos tienen una gran ventaja 
en poder utilizar los servicios de sus hijos desde muy 
jóvenes. Entre los diez y seis y veinte años suelen po- 
nerse al frente de granjas distantes. Pero no hay modo 
de evitar que vivan asociados con trabajadores depor- 
tados. No tengo noticia de que el tono de la sociedad 
haya adquirido algún carácter peculiar; pero con tales 
hábitos y sin aspiraciones intelectuales es difícil creer 
que se mejore. Mi opinión es que sólo una apremiante 
necesidad me compelería a venir emigrado a este país. 

La rápida prosperidad y brillante porvenir de Aus- 
tralia, para mí, que no entiendo de estos asuntos, son 
un verdadero enigma. Los dos principales artículos de 
exportación son lana y el aceite de ballena, y ambas 
producciones tienen un límite. El país no se presta 
para construir vías fluviales, por lo que se necesita re- 
currir al transporte con carros, y el coste de éste, si es 
a punto muy distante, sube tanto como el de cuidar y 
esquilar las ovejas. Como los pastos crecen ralos, los 
colonos se han visto precisados a penetrar en el inte- 
rior; pero se han encontrado con regiones en extremo 
pobres. La agricultura, por causa de las sequías, no 
podrá nunca desenvolverse en gran escala y, por tan- 
to, a lo que yo alcanzo, Australia tiene que esperarlo 
todo de ser un gran centro de comercio para el he- 
misferio meridional, y acaso de su futura industria. Las 
minas de hulla que posee le suministrarán cuanta fuer- 
za pueda necesitar. Dada la circunstancia de formar el 
terreno habitable una faja costera, y atendiendo al 
origen inglés de la población, cabe esperar que se 
convierta en una nación marítima. En un principio 
imaginé que Australia rivalizaría en riqueza y poder 
con Norteamérica; pero ahora me parece que esa so- 
ñada grandeza tiene mucho de problemática. 



272 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


Con respecto a la situación de los criminales de- 
portados, he tenido menos ocasiones de formar juicio 
que sobre otros puntos. La primera cuestión es si la 
condición de esos hombres es la de reos que expían 
un crimen; nadie se atreverá a sostener que el castigo 
sea demasiado severo. Sin embargo, poca importan- 
cia tendría esta lenidad mientras la deportación siga 
inspirando temor a los criminales de la metrópoli. 
Las necesidades corporales de los deportados se ha- 
llan bastante atendidas; la libertad y las comodidades 
se les ofrecen como asequibles en breve, y con toda 
seguridad si se portan bien. A los no sospechosos y 
que se abstienen de delinquir se les da un boletín de 
licencia para viajar libremente por un distrito deter- 
minado, valedero por cierto número de años, según 
los de la sentencia, previa, desde luego, una certifica- 
ción de buena conducta; pero con todo eso, el recuer- 
do del antiguo encarcelamiento y miserias padecidas 
no puede menos de amargarles ios años de castigo. Una 
persona inteligente me hizo observar que los depor- 
tados no conocen otras satisfacciones que las de la 
sensualidad, y esas no ios recompensan de las penas 
sufridas. El perdón absoluto, con que el gobierno pre- 
mia las delaciones de complots, junto con el profundo 
horror a las colonias penitenciarias aisladas, destruye 
la confianza entre los deportados y previene el crimen. 
La vergüenza parece ser un sentimiento desconocido 
entre esa clase de gente, y de ello pude convencerme 
con algunos testimonios muy singulares. Por extraño 
que parezca, se dice por todo el mundo que el carác- 
ter de la población deportada es cobarde en grado 
inverosímil; con frecuencia se dan casos aislados de 
desesperación y desprecio de la vida; sin embargo, 
rara vez se pone por obra un plan que requiera san- 
gre fría y valor perseverante. Lo peor de todo ello es, 
aunque exista lo que puede llamarse reforma legal y 
se cometan relativamente pocos delitos penados en el 



XIX AUSTRALIA 273 

Código, que se halla enteramente desatendida la re- 
forma moral. Personas bien informadas me aseguraron 
que si alguno de los proscriptos quisiera corregirse de 
sus vicios, le sería de todo punto imposible viviendo 
con los compañeros que se le asignan, pues le harían in- 
tolerable la vida con sus malos tratos y persecuciones. 
No estará de más recordar la mutua contaminación 
que sufren los condenados a galeras y presidio, tanto 
en Inglaterra como aquí. En resumen, el sistema de co- 
lonias penitenciarías, como procedimiento de justicia 
vindicativa, apenas llena su objeto; como medio co- 
rreccional, es un fracaso, mayor tal vez que el de otros 
métodos; pero como arbitrio para convertir a vaga- 
bundos del todo inútiles en un hemisferio en ciuda- 
danos activos del otro y en hombres exteriormente 
honrados, dando así origen a un nuevo país y a un 
gran centro de civilización, ha triunfado en un grado 
tal, que acaso no tenga paralelo en la Historia. 

30 de enero . — El Beagle zarpó para la ciudad de 
Hobart, en Tasmania, o Tierra de Van Diemen. El 5 de 
febrero, después de una derrota de seis días, cuya pri- 
mera parte fué deliciosa y la segunda fría y destem- 
plada, entramos en la boca de la Bahía de Storm, 
Bahía de las Tormentas; realmente, el tiempo justificó 
este desapacible nombre. La bahía debería llamarse 
más bien estuario, porque en su cabecera recibe las 
aguas del Derwent. Junto a la entrada hay algunas ex- 
tensas plataformas basálticas; pero más arriba se hace 
el terreno montañoso y está cubierto de monte bajo. 
Las partes inferiores de las colinas que bordean la ba- 
hía carecen de esa vegetación, y en cambio parecen 
lozanear amarillentos campos de trigo y verdes pata- 
tales. A última hora de la tarde anclamos en la abri- 
gada caleta donde se levanta la capital de Tasmania. 
La primera impresión que produce Hobart es muy in- 
ferior a la de Sydney, mereciendo ésta el nombre de 
Darwin: Viaje. — T. II. 18 



274 


darwin: viaje del «beaule» 


CAP. 


urbe moderna y aquélla sólo el de modesta ciudad. 
Está situada al pie del Monte Wellington, que se eleva 
a 930 metros, pero tiene poco de pintoresco; de este 
monte recibe la ciudad el surtido de agua. Alrededor 
del abra hay algunos buenos almacenes, y a un lado 
un pequeño fuerte. Viniendo de las colonias españo- 
las, donde con tanta esplendidez se atendió general- 
mente las fortificaciones, los medios de defensa pare- 
cen aquí despreciables. Al comparar la ciudad con 
Sydney, una de las cosas que más me sorprendieron 
fué la relativa escasez de grandes casas que había en 
Hobart, edificadas o en construcción. Según el censo 
de 1835, contenía 13.826 habitantes, siendo la pobla- 
ción total de Tasmania 36.505. 

Todos los aborígenes habían sido transportados a 
una isla en el estrecho de Bass; de modo que Tasma- 
nia posee la gran ventaja de haberse libertado de la 
población indígena. Parece que esa determinación 
inhumana llegó a ser del todo inevitable, como único 
medio de poner coto a los robos, incendios y asesi- 
natos, que los negros perpetraban en sucesión inter- 
minable, y que a la corta o a la larga habían de mover 
a los blancos a exterminarlos. Mucho recelo que esa 
serie de crímenes y sus consecuencias no tuvieran su 
origen en la infame conducta de algunos de nuestros 
compatriotas. Treinta años es un período muy corto 
para desterrar hasta el último indígena de su país na- 
tal, y mucho más en el caso de una isla aproximada- 
mente tan grande como Irlanda. La correspondencia 
cambiada sobre este asunto entre el gobierno de la 
metrópoli y el de Tasmania es muy interesante. Aun- 
que en las escaramuzas sostenidas por varios años mu- 
rieron o fueron hechos prisioneros muchos indígenas, 
nada parece haberlos convencido tanto del poder 
abrumador de los ingleses como el haber puesto 
en 1830 toda la isla en estado de guerra, ordenando a 
la población blanca concurrir, en un esfuerzo decisivo, 



XIX 


AUSTRALIA 


275 


a poner en salvo la existencia de la raza. El plan se- 
gpuído se pareció mucho al de las grandes cacerías de 
la India, y consistió en formar una trocha que cruzaba 
la isla, con ánimo de empujar a los indígenas a un 
choreo formado por la península de Tasmania. El in- 
tento fracasó, pues los naturales se deslizaron furtiva- 
mente por la noche al través de la línea, atados a sus 
perros. Lo cual no tiene nada de sorprendente, si se 
tiene en cuenta la destreza especial de los naturales 
para arrastrarse detrás de los animales salvajes y la 
gran agudeza de sus sentidos. Me han asegurado ade- 
más que saben ocultarse en terreno despejado de un 
modo tal que, a no verlo, se creería imposible; sus 
cuerpos obscuros son fácilmente tomados por los tron- 
cos ennegrecidos que abundan dispersos sobre el te- 
rreno. En cierta ocasión un tasmaniano que estaba en 
la falda desnuda de una montaña apostó con unos in- 
gleses a que se les escondería con sólo que tuvieran 
cerrados los ojos unos segundos. Cuando así lo hicie- 
ron, el indígena se agazapó en cierto sitio, y no hubo 
modo de distinguirle entre los troncos por allí espar- 
cidos. Pero, volviendo a la gran batida organizada, los 
naturales se desconcertaron al observar el plan, y com- 
prendieron que era inútil resistirse contra el poder y 
número de los blancos. Poco después se presentaron 
13 de ellos, pertenecientes a las dos tribus, y, cons- 
cientes de su impotencia, se rindieron a discreción, 
perdida toda esperanza de triunfar. A raíz de este he- 
cho, Mr. Robinson, hombre de corazón e inteligencia, 
visitó, intrépidamente, a los naturales más hostiles, y 
con sus amistosos razonamientos logró persuadirlos a 
que siguieran el ejemplo de los que se habían presen- 
tado. Entonces se los trasladó a una isla y se los pro- 
veyó de alimentos y vestidos (1). Afirma el conde 


(1) La raza aboríg^en de Tasmanía, negra y de cabello lanoso, 
era diferente de la de los aborígenes australianos y más afín a los 



276 


darwin: viaje del «reaqle» 


CAP. 


Strzelecki (1) que «en 1835, fecha de su deportación, 
el número de indígenas se elevaba a 210. En 1842, 
esto es, al cabo de siete años, sólo quedaban 54 indi- 
viduos; y mientras todas las familias de Nueva Gales 
del Sur, no contaminadas con el contacto de los blan- 
cos, hervían de chiquillos, los de la isla de Flinders 
no tuvieron en ocho años mas que ¡catorce de au- 
mento!» 

El Beagle se detuvo aquí diez días, y en este tiem- 
po hice varias excursiones agradables, principalmente 
con objeto de examinar la estructura geológica de las 
inmediaciones. Los particulares más importantes se 
reducen a las siguientes: en primer lugar, algunos al- 
tos estratos fosilíferos, pertenecientes al período devó- 
nico o carbonífero; en segundo lugar, varios indicios 
de haberse levantado el suelo en época reciente; y, 
por último, un pedazo aislado y superficial de amari- 
llenta caliza o travertino, que contiene numerosas im- 
presiones de hojas de árboles, junto con conchas te- 
rrestres de especies extintas. No es improbable que 
esta pequeña cantera incluya el único recuerdo que 
subsiste de la vegetación de Tasmania durante una 
antigua época. 

El clima es aquí más húmedo que en Nueva Gales 
del Sur, y la tierra más fértil, en consecuencia. La 
agricultura se halla en estado floreciente; los campos 
cultivados presentan buen aspecto, y los huertos abun- 
dan en lozanas hortalizas y frutales. Algunas granjas 

melanesios de las Islas del Pacífico. Era acaso la raza más primi- 
tiva conservada en el siglo xix, inferior todavía a los habitantes 
de los extremos países meridionales (fueguinos o bushmanes). Se 
hallaban en el estadio paleolítico. Después de su confinamiento 
(1832) en las islas Flinders, a que Darv^in alude, todavía se redujo 
su número, y el último aborigen de sangre pura murió en 1876. 
Léase H. Ling Roth, The Aborigines of Tasmania. — Nota de la 
edición española. 

(1) Physical Description of New South Wales and Van Dier- 
men’s Land, pág. 354. 



XIX 


AUSTRALIA 


277 


y quintas, situadas en lugares retirados, tienen una 
apariencia muy atractiva. El aspecto general de la ve- 
getación es semejante al de Australia; quizá es algo 
más verde y alegre y más abundante el pasto que cre- 
ce entre los árboles. Un día di un largo paseo a pie 
por el lado de la bahía opuesto a la ciudad; para lle- 
gar allá me embarqué en uno de los dos botes que 
constantemente van y vienen efectuando el transbor- 
do. La maquinaria de uno de ellos se había construido 
enteramente en esta colonia, ¡a los treinta y tres años 
de haberse fundado! Otro día subí al monte Welling- 
ton; llevé conmigo un guía, porque fracasé en mi pri- 
mer intento, a causa de la espesura del bosque. Sin 
embargo, tampoco esta segunda vez fuimos muy afor- 
tunados, porque el hombre del país que nos acompa- 
ñaba era un estúpido, y nos condujo por el lado me- 
ridional y húmedo de la montaña, donde crecía una 
vegetación exuberante; de modo que el trabajo de la 
subida, por la multitud de troncos podridos, fué casi 
tan grande como el de trepar a una montaña en Tierra 
del Fuego o en Chiloe. Cinco horas y media de ruda 
brega nos costó el llegar a la cima. En muchas partes, 
los eucaliptos alcanzaban gran desarrollo, formando 
una magnífíca selva. En algunas de las barrancas más 
húmedas prosperaban de un modo admirable los helé- 
chos arbóreos; vi uno que debía de medir lo menos 
20 pies, de la base a las frondes, y cuya circunferen- 
cia era exactamente de seis pies. Las frondes, en for- 
ma de elegantes sombrillas, producían una sombra 
velada como la del anochecer. La cima de las mon- 
tañas es ancha y plana, y se compone de enor- 
mes masas angulosas de piedra verde desnuda. Su 
altura es de 930 metros sobre el nivel del mar. El día 
era espléndidamente claro, y gozamos de una ex- 
tensa vista: al Norte, el país parecía una aglomera- 
ción de montañas cubiertas de bosques, tan altas 
como la en que estábamos y con el mismo perfil sua- 



278 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


ve; al Sur, se desplegaba ante nosotros con perfec- 
ta claridad la costa quebrada y el mar, que forma en 
esta parte muchas e intrincadas bahías. Después de 
estar algunas horas en la cima, efectuamos el descen- 
so por un camino mejor que el de la subida; pero no 
llegamos al Beagle hasta las ocho, y con una gran fa- 
tiga. 

7 de febrero . — El Beagle zarpó de Tasmania, y el 
6 del siguiente mes llegó al King George’s Sound, 
situado cerca del ángulo sudoeste de Australia. Estu- 
vimos aquí ocho días, y en todo nuestro viaje no he- 
mos pasado un tiempo más pesado y aburrido. El 
país, visto desde una altura, parece una planicie arbo- 
lada, en la que aquí y allá surgen colinas de grani- 
to opulentas y en parte desnudas. Un día salí oon va- 
rios compañeros, esperando ver una caza de canguros, 
y anduvimos a pie una porción de millas. Por todas 
partes hallamos el suelo arenoso y paupérrimo, que 
sólo producía, o hierbas delgadas y bajo matorral, o 
monte bajo de árboles raquíticos. El paisaje recorda- 
ba las altas plataformas de arenisca de las Montañas 
Azules; la Casuarina (árbol algo parecido al abeto es- 
cocés) abunda aquí en mayor número, y el Eucalgptus 
algo menos. En los parajes descubiertos había varias 
XanthorrheaSf que en apariencia tienen alguna afini- 
dad con la palmera, pero que en vez de estar co- 
ronadas por un penacho de magnífico ramaje, se ter- 
minan sólo por un manojo de hojas muy bastas que 
parecen hierba. El vivo color verde del matorral y 
otreis plantas, contemplado desde lejos, podría in- 
terpretarse por un indicio de fertilidad. Pero un solo 
paseo bastó para disipar tal ilusión, y el que siga 
mi parecer no querrá nunca repetir la visita de tan 
ingrato país. 

Acompañé un día al capitán Fitz Roy a Bald Head, 
lugar mencionado por tantos navegantes, que creye- 



XIX AUSTRALIA 279 

ron haber visto en él corales y árboles petrificados, 
conservando la posición en que crecían. A mi juicio, 
los estratos han sido formados por el viento amonto- 
nando arena fina, compuesta de menudas partículas 
redondeadas de conchas y corales, de modo que du- 
rante el proceso de acumulación quedaron enterradas 
ramas y raíces de árboles con muchas conchas terres- 
tres. El conjunto ha sido consolidado merced a la in- 
filtración de materia calcárea, y las cavidades cilin- 
dricas que dejó la madera podrida se llenaron de 
dura roca seudoestalactítica. £1 tiempo va desgastando 
ahora las partes más blandas, y como resultado de 
esta acción se alzan sobre la superficie raíces y ramas 
petrificadas, remedando admirablemente troncos secos 
de un matorral. 

Por casualidad, durante nuestra visita a este sitio 
llegó una numerosa tribu de indígenas, llamados los 
cacatúas blancos. Mediante la promesa tentadora de 
darles unos paquetes de arroz y azúcar, se logró per- 
suadirlos a que celebraran una «corrobery», esto es, 
un gran baile, lo que había de efectuarse en com- 
binación con la tribu perteneciente a King George’s 
Sound. 

Tan pronto como obscureció, se encendieron pe- 
queñas hogueras, y los hombres comenzaron su toi- 
lette, que consistía en pintarse manchas y lineas blan- 
cas. Cuando estuvieron preparados se echó nueva 
leña a las hogueras, sentándose alrededor de ellas, 
como espectadores, las mujeres y los niños; los caca- 
túas y los del Rey Jorge formaron dos cuadrillas dis- 
tintas, y bailaron, respondiendo en general los movi- 
mientos de los unos a los de los otros. El baile con- 
sistió en correr de lado o en fila india, por un espacio 
descubierto, pateando con gran fuerza al marchar a 
compás. Las fuertes pisadas coincidían con una espe- 
cie de gruñido, y a la vez chocaban sus clavas y picas 
unas con otras, y hacían diversos gestos, como exten- 



280 


darwin: viaje del «reaglh» 


CAP. 


der los brazos y retorcer el cuerpo. Era una escena 
del todo bárbara y rudísima, y, para nuestras ideas, sin 
ninguna significación (1); pero noté que las mujeres y 
los niños negros la contemplaban con el mayor gusto. 
Tal vez estos bailes representaran en un principio 
guerras y victorias. Uno de los bailes, llamado del 
€.mu, se ejecutaba doblando cada hombre un brazo 
como el cuello de dicha ave. En otro, un salvaje imi- 
taba los movimientos del canguro al pastar entre los 
bosques, mientras otro se arrastraba por detrás fingien- 
do querer herirle con la azagaya. Cuando las dos cua- 
drillas se mezclaron en el baile, hacían temblar el 
suelo con su simultáneo pisoteo, atronando el aire con 
sus gritos salvajes. Todos parecían enajenados de jú- 
bilo, y el conjunto de las figuras casi desnudas, con- 
templado a la rojiza luz de las hogueras, movién- 
dose todos con diabólica armonía, presentaba un 
cuadro acabado de un festival entre los más bajos 
bárbaros. En Tierra del Fuego contemplamos mu- 
chas escenas curiosas de la vida salvaje; pero nin- 
guna en que los indígenas desplegaran tanto entu- 
siasmo y se sintieran tan a su gusto. Acabado el bai- 
le, el g'rupo entero de salvajes se sentó formando un 
gran círculo, y el arroz cocido y el azúcar se distribu- 
yeron entre ellos, mostrándose muy contentos con 
la golosina. 

Después de varias molestas detenciones, a causa 
del tiempo nebuloso, el 14 de marzo partimos, y go- 
zosos, de King George’s Sound, con rumbo a la isla 


(1) Aun cuando Darwin, en su tiempo, no acertase a sospe- 
char signifícacíón alg-una en estas danzas, se sabe hoy que la tíe' 
nen. El corrobori o corrobery es entre los australianos institución 
universal. Cada corrobori parece tener su signifícación peculiar: 
el descrito por Darwin es acaso la elección de un jefe; la danza 
del emú representa la caza del ave gigante, cuyo recuerdo ha 
quedado en la tribu como supervivencia. Véase nota de la pág. 266 
Nota de la edic. española. 



XIX 


AUSTRALIA 


281 


Keelíng-. ¡Adiós, Australia! Eres una nina crecida, 
y, sin duda, algún día reinarás como una gran prince- 
sa en el Sur. Demasiado grande y ambiciosa para 
atraerte el afecto, no lo eres bastante para merecer 
respeto. Dejo tus playas sin sentimiento ni pena. 




CAPÍTULO XX 


Islas Keeling. — Formaciones de coral. 


Islas Keeling. — Su singular aspecto. — Escasez de la flora. — Trans- 
porte de semillas. — Aves e insectos. — Manantiales que tienen 
flujo y reflujo. — Campos de coral muerto. — Piedras transporta- 
das en las raíces de los árboles. — Cangrejo enorme. — Escozor 
producido por los corales. — Pez que se alimenta de corales. — 
Formaciones de coral. — Islas de laguna o atolls. — Profundidad a 
que pueden vivir los corales constructores de arrecifes. — Vastas 
extensiones salpicadas de islas de coral bajas. — Sumersión de 
sus cimientos. — Arrecifes-barrera. — Arrecifes franjeantes. — 
Conversión de los arrecifes franjeantes en arrecifes-barrera y 
en atolls. — Evidencia de los cambios de nivel. — Brechas en los 
arrecifes barrera. — Atolls de las Maldivas: su peculiar estructu- 
ra. — Arrecifes muertos y sumersos. — Areas de sumersión y 
emersión. — Distribución de volcanes. — Sumersión lenta y vasta 
en extensión e importancia. 


/ de abril . — Llegamos a vista de la isla Keeling, o 
Isla de los Cocos (1), situada en el Océano Indico y 
distante de la costa de Sumatra unas 600 millas. £s una 
de las islas-lagunas (ojatolls) de formación coralina. 


(1) Constituyen las Keeling (o Cocos-Keeling) un grupo de 
islitas (véase el mapa al final del tomo 11), situadas entre \2° 8’ y 
10° 13' de lat. S., a 96° 53’ de long. E. Greenwich y a 700 millas 
del SW. de Java. 

Consisten en dos pequeños arrecifes anulares con islas, forman- 
do dos plataformas aisladas que surgen, escalonadamente, desde 
la profundidad de 2.000 brazas. Ambas son atolls, con lagunas cen- 
trales y bajas islas de coral. Fueron descubiertas en 1609 por el 
capitán Keeling y visitadas por Darwin en 1836 — como aquí se 
lee — , y en su^estudio basó su famosa teoría de la formación de los 


284 


darwin: viaje del «beagle» 


Cap. 


semejante a las del Archipiélago Low, por cuyas inme- 
diaciones pasamos. Cuando el barco llegaba a la en- 
trada del canal, salió a nuestro encuentro en un bote 
Mr. Liesk, un inglés residente. La historia de sus habi- 
tantes, referida en las menores palabras posibles, es 
como sigue: Hace nueve años, poco más o menos, 
Mr. Haré, persona sin dignidad, trajo del Archipié- 
lago de las Indias Orientales cierto número de escla- 
vos malayos, que al presente, incluyendo los niños, 
ascienden a más de un centenar. De allí a poco, el 
capitán Ross, que antes había visitado estas islas en 
un barco mercante, llegó de Inglaterra con su familia 
y bienes, para establecerse en este lugar; le acompañó 
Mr. Liesk, antiguo compañero de barco. Los malayos 
huyeron de la isla, y se unieron al grupo del capitán 
Ross. Tras esto, Mr. Haré se víó últimamente obliga- 
do a abandonar la plaza. 

Los malayos se hallaban ahora nominalmente en es- 
tado de libertad, y así era de hecho en lo relativo al 
trato que se les daba; pero en muchos otros puntos se 
los consideraba como esclavos. A causa de su descon- 
tento, de los repetidos traslados de una a otra isla, y 
tal vez de algunos desaciertos de los amos, la coloni- 
zación prosperaba poco. La isla no tiene ningún cua- 
drúpedo doméstico excepto el cerdo, y su producción 
vegetal más importante la constituyen los cocos. La 
total prosperidad de este sitio depende de este árbol; 


arrecifes de coral y de la sumersión de la faja tropical del mundo. 
La erupción de 1876 ha sugerido la creencia de que su formación 
coralina se apoya en un pico volcánico a no gran profundidad. 
(WooD-JoNES, F., Coral and *atolls», 1910.) 

Su posición tropical explica la cuantía de sus lluvias (en torno 
de l.OOO mm. anuales), acompañadas a veces de furiosos vendava- 
les. Las plantaciones de las islas son en su mayor parte de coco- 
teros. En el atoll norte, deshabitado, hay algún guano. El meri- 
dional tiene unos 700 habitantes, en su mayor parte de origen 
malayo . — Nota de la edic. española. 



XX 


ISLÁS KEELING 


285 


la única exportación es aceite de coco, y los cocos 
mismos, a Sing-apoore y Mauricio, utilizándose los úl- 
timos, después de finamente picados, en la confección 
de salsas indias. Los cocos sirven asimismo para cebar 
los cerdos, que se ponen gordísimos, y para alimentar 
los patos y aves de corral. Hasta un cangrejo enorme 
de tierra, que se cría en la isla, está dotado por la Na- 
turaleza de los medios necesarios para abrir y comer 
los mencionados frutos. 

El arrecife, en forma de anillo, de la isla-laguna está 
coronado en la mayor parte de su longitud por islitas 
lineales. En el Norte, o lado de sotavento, hay una 
abertura, por la que pueden pasar los barcos para an- 
clar en el interior. La vista que se ofrece al entrar es 
curiosísima, y aun bella, si bien esta última cualidad 
depende enteramente de la brillantez del colorido. El 
agua somera, clara y tranquila, del lago interior, ten- 
dida sobre un lecho de arena blanca, al recibir verti- 
calmente los rayos del Sol aparece teñida de un verde 
intenso. Esta brillante extensión, de varias millas de 
anchura, está por todas partes separada por una línea 
de rompientes de un blanco niveo de las restantes 
aguas obscuras del océano, y de la bóveda azul del 
cielo, por fajas de tierra coronadas por los penachos 
a nivel de los cocoteros. Y así como las nubecíllas 
blancas que aparecen en esta o aquella parte del hori- 
zonte forman agradable contraste con el cielo de azur, 
así en el lago las bandas de coral vivo vetean de listas 
obscuras el agua verde esmeralda. 

A la mañana siguiente, después de anclar, salté a 
tierra en la Isla Dirección. La faja de tierra seca tiene 
solamente algunos cientos de metros de anchura; por 
el lado de la laguna hay una playa de blanca caliza, 
cuya radiación en este clima tropical era insoportable, 
y en la costa exterior, una ancha y sólida zona de roca 
coralina servía de rompeolas a la violencia del abierto 
mar. Si se exceptúa la parte inmediata a la laguna, 



286 


darwjn: viaje del «beaqle» 


CAP. 


donde hay alguna arena, el suelo se compone tan sólo 
de fragmentos rodados de coral. En una superficie de 
tal índole, pétrea y seca, únicamente la atmósfera de 
los trópicos es capaz de producir una vegetación vi- 
gorosa. Nada tan elegante como el aspecto de algu- 
nas isletas, donde los cocoteros jóvenes y adultos se 
mezclan en el mismo bosque, sin perjuicio de su mu- 
tua simetría. Una playa de blanca arena brillante sirve 
de orla a estos encantados lugares. 

Presentaré ahora un bosquejo de la Historia Natu- 
ral de estas islas, que por su rareza encierran un inte- 
rés peculiar. A primera vista los cocoteros parecen ser 
los únicos árboles; pero después se ve que hay otros 
cinco o seis. Uno de éstos alcanza gran tamaño, pero 
la blandura excesiva de su madera le hace inservible; 
en cambio, otro, bajo, suministra excelente madera 
para la construcción de barcos. Fuera de dichos árbo- 
les, el número de plantas es muy limitado y se reduce 
a unas cuantas malezas o hierbajos de escasa impor- 
tancia. En mi colección, que, si no me engaño, las 
comprende casi todas, hay 20 especies, sin contar un 
musgo, un liquen y un hongo. A este número hay que 
añadir dos árboles: uno de ellos no estaba en flor, y el 
otro no le conozco mas que por referencias. Según me 
dijeron, es un árbol solitario, de una especie peculiar, 
que crece cerca de la costa, donde sin duda las olas 
arrojaron su semilla. También crece una Guilandina, 
solamente en una de las islitas. No incluyo en la lista 
anterior la caña de azúcar, el banano y algunos otros 
vegetales, frutales y hierbas importadas. Como las 
islas se componen enteramente de coral, y en algún 
tiempo han sido arrecifes cubiertos por el agua, todas 
sus producciones terrestres han tenido que ser trans- 
portadas aquí por las olas del mar. En concordancia 
con esto, la flórula de que trato tiene el carácter de 
refugio de semillas desamparadas, o, dicho en otro 
término^ de una inmigración de vegetales náufra- 



XX 


ISLAS KEELINQ 


287 


g-os (1). El profesor Henslow me dice que de las 20 es- 
pecies, 19 pertenecen a diferentes géneros, los cuales, 
a su vez, corresponden nada menos que a ¡16 fami- 
lias! (2). 

En los Viajes de Holman (3) se da una relación de 
las varias semillas y otros organismos que se sabe ha- 
ber sido transportados por las olas, la cual relación se 
funda en la autoridad de Mr. A. S. Keating, que resi- 
dió doce meses en estas islas: «La marejada ha traído 
de Sumatra y Java semillas y plantas, arrojándolas a la 
costa de barlovento de las islas. Entre dichos vegeta- 
les se cuentan: el Kimiri, oriundo de Sumatra y de la 
península de Malaca; el cocotero de Balci, conocido 
por su forma y tamaño; el Dadassy que los malayos 
plantan junto a los pimenteros sarmentosos, para que 
éstos trepen y se sostengan en las esquinas produci- 
das por el tallo de aquél; el árbol de jabón o jabon- 
cillo; el ricino; troncos de la palmera de sagú, y va- 
rias especies de semillas desconocidas de los mala- 
yos aquí establecidos. Se supone que todas han sido 
arrastradas por el monzón del NO. a la costa de 
Australia, y desde allí a las Islas de los Cocos por el 
alisio del SE. También se han recogido grandes ma- 
sas de tea de Java y madera amarilla (4), además de gi- 
gantes troncos de cedro rojo y blanco, y un euca- 
lipto de Australia perfectamente conservado. Todas 
las semillas resistentes, como las de plantas trepado- 
ras, conservan su poder germinativo; pero las especies 
blandas, como los mangostanes, se deterioran al reco- 


(1) Toda la flora que Darwin encontró en las Islas Keeling 
ha sido identificada como indígena de las islas de Sumatra y 
Java, o de la península de Malaca . — Nota de la edic. española. 

(2) Se hallan descritas estas plantas en los Annals of Nai. 
Hist, vol. I, 1838, pág. 337. 

(3) Holman, Trovéis, vol. IV, pág. 37*8. 

(4) Probablemente alude aquí Darwin a la madera satín Flin' 
dersia oxleyana. — Nota de la edic. española. 



288 


DARWIN: VIAJE DEL «BEAGLE» 


CAP. 


rrer tan larg-o trayecto. Algunas veces han sido arroja- 
das a la playa canoas pescadoras, al parecer, de Java. 
No deja de ser interesante ver cuán numerosas son las 
semillas que, procediendo de diversos países, son 
arrastradas sobre el océano inmenso. Cree el profesor 
Henslow, y así me lo comunica, que casi todas las 
plantas recogidas por mí en estas islas son especies 
comunes del litoral en el Archipiélago de las Indias 
Orientales, Sin embargo, juzgando por la dirección de 
los vientos y corrientes, parece apenas posible que 
hayan podido llegar aquí en línea recta. Si, como su- 
giere, con gran probabilidad, Mr. Keating, fueron lle- 
vadas primeramente a la costa de Australia y desde 
allí arrastradas en dirección opuesta, con las produc- 
ciones del país últimamente citado, las semillas, antes 
de germinar, deben de haber recorrido entre 1.800 y 
2.4&) millas. 

Chamisso (1), describiendo el Archipiélago Radack, 
situado en la parte occidental del Pacífico, afirma que 
<el mar lleva a estas islas las semillas y frutos de mu- 
chos árboles, la mayoría de las cuales no han prendi- 
do aquí todavía. Pero me parece que la mayor parte 
de estas semillas no han perdido su capacidad germi- 
nativa». 

Dícese también que las olas depositan en la playa 
palmeras y bambú de algunos puntos de la zona tó- 
rrida, junto con troncos de abetos del Norte; estos úl- 
timos deben de haber viajado enormes distancias. 
Estos hechos son altamente interesantes. A no dudar- 
lo, si hubiera aves terrestres que recogieran las semi- 
llas al salir a la playa y un suelo mejor adaptado a su 
crecimiento que los bloques sueltos de coral, aun los 
atolls o islas en forma de anillo más aislados llegarían 
a tener con el tiempo una flora más abundante que la 
que hoy tienen. 


(1) Primer viaje de Kotzebue, vol. III, pág. 155. 



IX 


ISLAS KEELINÚ 


289 


La lista de los animales terrestres es todavía más 
pobre que la de las plantas. Alg-unas íslítas están habi- 
tadas por ratas, importadas de la isla Mauricio por un 
barco que naufrag'ó aquí. Míster Waterhouse las cree 
idénticas a las de Inglaterra, aunque son más peque- 
ñas y de un color más fuerte. Propiamente hablando, 
no hay aves terrestres, porque una agachadiza y un 
guión, el Rallas Phillippensisy aunque viven siempre 
entre la hierba seca, pertenecen a las zancudas. Dícese 
que se hallan aves de este orden en varias de las pe- 
queñas islas bajas del Pacífico. En Ascensión, donde 
faltan las aves terrestres, se mató un rálido, el Porphy- 
río simplex, cerca de la cima de una montaña, y era, sin 
duda, un solitario vagabundo. En Tristán de Acunha, 
donde, según Carmichael, no hay mas que dos aves 
terrestres, vive una fúlica. Colijo de aquí que las zan- 
cudas, después de las innumerables especies de pal- 
mípedas, son generalmente los primeros colonos de 
las pequeñas islas aisladas. Y debo añadir que al mis- 
mo orden pertenecen todas las aves descubiertas por 
mí, de especies no oceánicas, a grandes distancias de 
tierra, y que, por tanto, ellas han debido de ser, natu- 
ralmente, las primeras colonizadoras de las islas per- 
didas en la inmensidad del océano. 

En cuanto a reptiles, no vi mas que una lagartija. 
Puse empeño especial en recoger toda clase de insec- 
tos. Dejando aparte las arañas, que eran numerosas, 
había 13 especies (1). Entre ellas sólo se contaba un 
coleóptero. Una diminuta hormiga bullía a millares 
debajo de los sueltos bloques secos de coral y era 
realmente el único insecto que fuese abundante. Pero 


(1) Las 13 especies pertenecen a los siguientes órdenes: En- 
tre los Coleópteros, un diminuto elatérido; de los Himenópteros, 
dos hormigas: de los Ortópteros, un grillo y una Blatta; de los //e- 
mípteros, una especie; de los Homópteros, dos; de los Neurópte- 
ros, una Ckrysopa; de los Lepidópteros nocturnos, MnaDiopaea y 
un Pterophorus (?), y de los Dípteros, dos especies. 

Darwin; Viaje.— T. H 19 



290 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAÍ’. 


aunque los seres orgánicos terrestres escaseaban en 
tanto grado, los que poblaban las aguas del mar cir- 
cundante eran realmente infinitos. Chamisso ha des- 
crito (1) la Historia Natural de un atoll o isla-laguna 
del Archipiélago Radack, y es notable cuán estrecha- 
mente sus habitantes, en número y especies, se pare- 
cen a los de la isla Keeling. Hay un lagarto y dos 
zancudas, a saber: una agachadiza y un zarapito. Cuén- 
tanse 19 especies de plantas, incluyendo un helécho, 
y algunas de ellas son las mismas que crecen aquí, 
aunque en sitio tan inmensamente remoto y en un 
océano diferente. 

Las prolongadas fajas de tierra que forman las isli- 
tas lineales han emergido sólo a la altura a que la ma- 
rejada puede arrojar fragmentos de coral y el viento 
amontonar arena calcárea. La sólida roca plana exte- 
rior, como es de bastante espesor, rompe el primer 
empuje de las olas, que a no ser por ese obstáculo ba- 
rrerían en un día estas islitas con todas sus produccio- 
nes. El océano y la tierra parecen contender aquí por 
predominar, y aunque la segunda ha tomado posesión 
de una parte de la superficie, el primero no ceja en 
querer imponer su dominio. En todas partes se en- 
cuentran cangrejos ermitaños (2), de varias especies, 
que caminan cargados con las conchas robadas en la 
playa próxima. En los árboles se ven numerosas bu- 
bias, rabihorcados y golondrinas de mar, y el bosque, 
con la multitud de nidos y el olor del ambiente, pare- 
ce un criadero de aves marinas. Las bubias, posadas 
en sus toscos nidos, miran al que se les acerca con 


(1) Primer •viaje de Kotzebue, vol. Ill, pág. 222. 

(2) Las grandes pinzas de algunos de estos crustáceos, al con- 
traerse, forman un admirable opérenlo que cierra la boca de la 
concha con tanta perfección como pudiera hacerlo el del molusco 
primitivo. Me aseguraron, y lo vi confirmado por mis observacio- 
nes, que ciertas especies de cangrejos ermitaños usan siempre de- 
terminadas especies de conchas. 



XI 


ISLAS KCELING 


291 


aire hosco y estúpido. Los noditontos, como expresa 
su nombre, son avecillas necias y torpes. Pero hay una 
que es preciosa, una pequeña golondrina de mar, 
blanca como la nieve, que se cierne a pocos pies de 
la cabeza del observador, mirándole con tranquila cu- 
riosidad. No se requiere gran imaginación para supo- 
ner que en aquel cuerpecillo tan leve y delicado ha- 
bita el espíritu errabundo de un hada. 

Sábado 3 de abril . — Después del oficio religioso 
acompañé al capitán Fitz Roy a la colonia, situada a 
la distancia de varias millas, en la punta de una islita 
densamente poblada de altos cocoteros. £1 capitán 
Ross y Mr. Liesk viven en una gran casa, en forma de 
almiar, con amplias entradas por ambas partes y bar- 
dada de zarzas. Las viviendas de los malayos están dis- 
puestas a lo largo de la playa de la laguna. Todo el 
lugar presenta un aspecto desolado, pues no hay huer- 
tos que muestren señales de cultivo y cuidados. Los 
indígenas pertenecen a diferentes islas del Archipié- 
lago de las Indias Orientales, pero todos hablan la 
misma lengua; vimos indios de Borneo, Celebes, Java 
y Sumatra. En el color se parecen a los tahitianos, de 
los que no difieren mucho en cuanto a las facciones. 
Algunas mujeres, sin embargo, tienen no pocos rasgos 
comunes con los chinos. Me agradó tanto su porte ge- 
neral, como el tono de su voz. Parecen pobres, y sus 
casas estaban desprovistas de muebles; pero la gordu- 
ra de los niños demostraba que la carne del coco y la 
de tortuga poseen gran poder nutritivo. 

En esta isla se hallan los pozos que surten de agua 
a los barcos. A primera vista parece extraordinario que 
estos manantiales de agua dulce sigan el flujo y reflu- 
jo de las mareas, y para explicarlo se ha llegado a su- 
poner que estaban alimentados por el mar, cuya sal e 
impurezas eran absorbidas por la arena. Estos pozos 
de marea abundan en algunas de las islas bajas de las 



292 


DARWIN: VIAJB DEL «BEAGLE» 


CAP. 


Antillas. Es cierto que el agua salada del mar se fíltra 
por la arena comprimida y la roca porosa de coral 
como al través de una esponja; pero la lluvia que cae 
en la superficie desciende hasta el nivel del mar cir- 
cundante, y se acumula en esas cavidades, desalojando 
un volumen igual de agua salada. Asi como el agua 
existente en la parte inferior de la gran masa de coral 
esponjoso sube y baja con las mareas, de igual modo 
debe efectuarlo también el agua inmediata a la super- 
ficie, la cual se conservará dulce mientras la masa sea 
suficientemente compacta para impedir la mezcla me- 
cánica. Pero en donde el terreno se compone de gran- 
des bloques sueltos de coral con amplios intersticios, 
si se abre un pozo, el agua, como he visto, es salobre. 

Después de comer asistimos a una curiosa escena 
semisupersticiosa, representada por las mujeres mala- 
yas. Pretendían que un Cucharón de madera, vestido 
como un muñeco y depositado en la fosa de un muer- 
to, se animaba al llegar la Luna llena, exteriorizando 
con sus saltos y bailes la presencia de un espíritu. He- 
chos los debidos preparativos, el cucharón, sostenido 
por dos mujeres, empezó a dar sacudidas y a bailar 
siguiendo el ritmo de la canmón entonada por mujeres 
y niños. Era un espectáculo burdísimo; pero Mr. Liesk 
sostuvo que no pocos malayos creían seriamente que 
el cucharón estaba animado por un espíritu. La danza 
no empezó hasta que hubo salido la Luna, y por cier- 
to que era delicioso contemplar el luminoso disco al- 
zándose majestuosamente por entre los cocoteros, me- 
cidos por la brisa de la noche. Los paisajes de los 
trópicos son en sí mismos tan deliciosos, que casi igua- 
lan a los más queridos de mi patria, con los que me 
ligan los más nobles sentimientos del alma. 

Al día siguiente me ocupé en examinar los muy in- 
teresantes, aunque sencillos, estructura y origen de es- 
tas islas. Como el agua estaba excepcionalmente tran- 
quila, vadeé por el piso exterior de roca muerta hasta 



XX 


ISLAS KEELÍNG 


293 


las masas de coral vivo, en que se estrella el oleaje del 
mar libre. En algunas quebradas y cavidades hay bellí- 
simos peces verdes y de otros colores, siendo también 
admirables las formas y tintas de muchos zoófitos. Es 
excusable el entusiasmo al hablar del infinito número 
de seres orgánicos que pululan en el mar de los tró- 
picos, tan pródigo de vida; pero debo confesar que, a 
mi j‘uicio, los naturalistas que han descripto en páginas 
bien conocidas las grutas submarinas, adornadas de 
innúmeras bellezas, se han complacido en usar un len- 
guaje algo exuberante. 

6 de abril . — Acompañé al capitán Fitz Roy a una 
isla situada en la cabecera de la laguna; el canal era en 
extremo intrincado, culebreando entre campos de co- 
rales de delicado ramaje. Vimos varias tortugas, y dos 
botes ocupados en pescarlas. £1 agua era tan diáfana 
y poco profunda que, si bien las tortugas desaparecían 
en el primer momento sumergiéndose, sin embargo, 
una canoa o bote de vela no tardaba en darles alcan- 
ce, llegando al lugar en que se ocultaban. Al punto 
uno de los pescadores, de pie en el extremo de proa, 
se zambullía rápidamente y caía sobre el caparazón de 
la tortuga, asiéndola por la concha del cuello con am- 
bas manos; luego tiraba, ayudado de los otros, hasta 
vencer la resistencia del quelónido y asegurarlo bien. 
Era interesantísimo ver los dos botes en sus idas y ve- 
nidas, mientras los pescadores sumergían la cabeza 
cuanto era posible, esforzándose por asir su presa. El 
capitán Moresby me comunica que en el Archipiélago 
Chagos, en este mismo océano, los naturales se Valían 
de un horrible procedimiento para arrancar el espaldar 
a las tortugas vivas. «Cóbrenlo de carbones encendi- 
dos, con lo que la concha exterior se dobla hacia arri- 
ba; luego la desprenden con un cuchillo, y antes que 
se enfríe la prensan fuertemente entre dos tablas. Eje- 
cutada esta bárbara operación, dejan que el animal 



294 


dakwin: viaje del <«beagi.e» 


CAP. 


vuelva a su natural elemento, donde, al cabo de cierto 
tiempo, se forma una nueva concha; pero es tan delga- 
da que no puede utilizarse, y el quelónido arrastra una 
vida lánguida y enfermiza.» 

Cuando llegamos a la cabecera de la laguna cruza- 
mos una islita estrecha, y hallamos una gran marejada 
que rompía en la costa de barlovento. Con dificultad 
sabría decir por qué; pero, a lo que entiendo, ia vista 
de las playas exteriores de estas islas-lagunas supera 
en magnificencia a la del interior. Es de una maravillo- 
sa sencillez el conjunto que forman la playa en forma 
de barrera, la orla de verdes arbustos y altos cocote- 
ros, la sólida llanada rocosa de coral muerto, cubierta 
aquí y allá de grandes fragmentos sueltos, y la línea de 
furiosos rompientes, que se prolonga todo alrededor 
por ambas partes. £1 océano, lanzando sus olas contra 
el ancho arrecife, parece un enemigo invencible y to- 
dopoderoso; sin embargo, vemos contrastado y aun 
vencido su inmenso poder por medios que a primera 
vista parecen débiles e insuficientes. Y no es que las 
oléis respeten las rocas de coral: los grandes frag- 
mentos dispersos sobre el arrecife y amontonados en 
la playa, en que los altos cocoteros brotan, hablan con 
harta elocuencia de su arrollador empuje. Ni siquiera 
se conceden períodos de descanso. La marejada per- 
sistente, producida por la acción suave, pero continua, 
del alisio, que sopla en la misma dirección sobre una 
extensa área, da origen a unos rompientes que igualan 
en fuerza a los engendrados por temporales huracana- 
dos en las regiones templadas, y no cesan de desple- 
gar su furia. Es imposible contemplar este oleaje sin 
sentir la firme convicción de que cualquiera isla, aun- 
que esté construida de la roca más dura — pórfido, gra- 
nito o cuarzo — , al fin ha de ceder y quedar demolida 
por tan irresistible poder. Con todo, las insignificantes 
íslitas de coral permanecen y quedan victoriosas; por- 
que aquí otro poder, como un antagonista, interviene 



XX 


ISLAS KEELINQ 


295 


en la contienda. Las fuerzas orgfánicas separan los áto- 
mos de carbonato de calcio uno por uno y los reúnen 
formando una estructura simétrica. No importa que el 
huracán arranque a millares enormes fragmentos, pues 
sus esfuerzos significan poco frente a la labor acumu- 
lada de incontables miríadas de arquitectos que traba- 
jan día y noche durante meses y meses. Y he aquí 
cómo el cuerpo blando y gelatinoso de un pólipo, mer- 
ced a la intervención de las leyes vitales, llega a dome- 
ñar el gran poder mecánico de las olas de un océano, 
a cuyo empuje ni el arte humano ni las obras de la 
Naturaleza inanimada pueden resistir. 

No regresamos a bordo hasta cerca del anochecer, 
porque nos detuvimos largo tiempo en la laguna, exa- 
minando los campos de coral y las conchas gigantes- 
cas del Chama, en las que si se mete la mano no hay 
modo de sacarla en tanto que el molusco viva. Cerca 
de la cabecera de la laguna hallé, con sorpresa, una 
vasta extensión de más de una milla cuadrada cubierta 
de un bosque de delicadas ramas de coral, que, aun- 
que erguidas, estaban muertas y descompuestas. En 
un principio no supe explicarme tan extraño fenóme- 
no; pero después me ocurrió que se debía a la curiosa 
combinación de circunstancias que ahora expondré. 
Ante todo, conviene dejar sentado que los corales no 
pueden sobrevivir a la más breve exposición a los ra- 
yos del sol fuera del agua; de modo que el límite su- 
perior de su crecimiento está determinado por la ínfi- 
ma altura a que llegan las mareas equinocciales. Sábese, 
por algunos mapas antiguos, que la isla larga, en la 
parte de barlovento, estuvo dividida antiguamente en 
varias isletas por anchos canales; hecho que comprue- 
ba, además, la circunstancia de ser los árboles más jó- 
venes en estas porciones. Mientras el arrecife estuvo 
en su antigua condición, las brisas fuertes, al empujar 
mayor cantidad de agua contra la barrera, propendían 
a elevar el nivel de la laguna. Ahora obran de una ma- 



296 


DAKWíN; VJAJIi ÜEL «BEAGLE» 


CAP. 


ñera diametralmente opuesta, porque el agua de la la- 
guna, en lugar de crecer por las corrientes de fuera, es 
empujada hacia el exterior por la fuerza del viento. Por 
eso se observa que la marea junto a la cabecera de la 
laguna no sube tanto cuando sopla una brisa fuerte 
como cuando hay calma. Esta diferencia de nivel, aun- 
que muy pequeña sin duda, es la que, en mi concepto, 
ha causado la muerte de esas enramadas de coral, que 
en el antiguo estado del arrecife exterior habían alcan- 
zado la altura máxima de su crecimiento. 

A pocas millas al norte de Keeling hay otro pe- 
queño atolly cuya laguna está casi cegada con fango 
de coral. El capitán Ross halló embutido en el con- 
glomerado de la costa exterior un fragmento redon- 
deado de roca volcánica verde, algo mayor que la ca- 
beza de un hombre; tanto le sorprendió a él y a sus 
compañeros, que se lo llevaron para conservarlo como 
una curiosidad. El hallazgo de esta piedra única en 
un sitio donde no hay mas que roca calcárea es, sin 
disputa, un caso enigmático. La isla casi no ha sido 
visitada en ningún tiempo, y no hay probabilidad de 
que haya naufragado en ella ningún barco. A falta de 
otra explicación mejor, he llegado a concluir que el 
fragmento mencionado ha debido de venir a este sitio 
enredado en la raigambre de algún árbol corpulento; 
pero cuando considero la gran lejanía de la tierra más 
próxima y la poca probabilidad de que hayan concu- 
rrido tantas circunstancias, como la de enredarse la 
piedra de ese modo, ser arrastrado el árbol al mar, 
flotar por tanta distancia, salir después a la playa sin 
avería, y, por último, encontrarse la piedra en condi- 
ciones de ser descubierta, me asalta el temor de que 
un transporte de tal índole no sea probable. Por lo 
mismo, fué grande el interés con que leí en la relación 
de Chamisso, el ilustre naturalista que acompañó a 
Kotzebue, que los habitantes del Archipiélago Ra- 
dack, grupo de atolls en medio del Pacífico, obtenían 



XX 


ISLAS KEI-LING 


297 


piedras para aguzar sus instrumentos registrando las 
raíces de los árboles arrojados por el mar a la playa. 
Y evidentemente debió de suceder esto varias veces, 
puesto que se habían dictado leyes declarando que 
tales piedras pertenecían al jefe, imponiendo además 
un castigo al que intentara robarlas. Cuando se refle- 
xiona sobre la aislada posición de estas pequeñas islas 
en medio del vasto océano, lo mucho que distan de 
todas las costas, exceptuando las de formación cora- 
lina, según testifica el gran valor concedido por los 
indígenas, que eran audaces navegantes, a cualquier 
clase de piedras (1), y la lentitud de las corrientes del 
mar abierto, el hallazgo de guijarros como los des- 
cubiertos entre las raíces de los árboles parece mara- 
villoso. Pero el transporte de esas piedras puede ve- 
rificarse a menudo, y si la isla a que han sido arro- 
jadas se compusiera de otra substancia además del 
coral, apenas llamarían la atención, y desde luego su 
origen nunca podría sospecharse. Además, el medio 
de efectuarse el traslado podría permanecer oculto por 
largo tiempo, dada la probabilidad de que los árboles, 
especialmente los que estuvieran cargados de piedras, 
flotaran bajo de la superficie. En los canales de Tierra 
del Fuego las olas arrojan a la playa grandes cantida- 
des de madera de deriva, y, sin embargo, rarísima vez 
se encuentra un árbol nadando en el agua. Estos he- 
chos tal vez arrojen alguna luz sobre el descubrimien- 
to de piedras ocultas, angulosas o redondeadas, em- 
butidas en masas de fino sedimento. 

Durante otro día visité la isleta Oeste, donde la 
vegetación crece acaso con mayor exuberancia que 
en ninguna otra. Los cocoteros, de ordinario, están 
separados; pero aquí los jóvenes se desarrollan entre 
los adultos, y forman con sus largas y encorvadas fron- 


(1) Algunos indígenas llevados por Kotzebue a Kamtschatka 
recogieron piedras para llevarlas a su país. 



298 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


des una selva sombría. Unicamente los que lo han ex* 
perímentado conocen cuán delicioso es gfozar de esa 
sombra en los trópicos bebiendo el fresco y grato 
líquido del coco. En esta isla hay un gran espacio en 
forma de bahía, compuesto de finísima arena blanca; 
es perfectamente horizontal, y la marea le cubre sola- 
mente en pleamar. De esta gran bahía arrancan pe- 
queñas calas que penetran en los bosques de los alre- 
dedores. Una extensión de brillante arena blanca, que 
parecía la inmóvil superficie de un lago, rodeada de 
cocoteros, de altos y cimbreantes troncos, formaba 
una vista singular y lindísima. 

He aludido anteriormente a un cangrejo que se 
alimenta de cocos; abunda mucho en todas las partes 
de tierra seca, y crece hasta alcanzar un tamaño mons- 
truoso; es muy afín o idéntico al Birgoslatro. El pri- 
mer par de patas termina en pinzas muy fuertes y pe- 
sadas, y el último está provisto de otras más débiles 
y sumamente estrechas. A primera vista hubiera creído 
imposible que un cangrejo abriera un coco fuerte de 
dura cáscara, pero Mr. Lieslc me asegura que lo ha 
visto ejecutar repetidas veces. El crustáceo empieza 
desgarrando la corteza fibra por fibra, y siempre des- 
de el extremo en que están situados los tres hoyuelos; 
terminada la operación precedente, el cangrejo em- 
pieza a golpear con sus pesadas pinzas en uno de los 
hoyuelos, hasta practicar una abertura. Luego se vuel- 
ve, y con ayuda del par de pinzas posteriores y angos- 
tas extrae la blanca substancia albuminosa. Me parece 
un caso curiosísimo de instinto como no he conocido, 
y asimismo de adaptación de estructura entre dos ob- 
jetos al parecer tan alejados uno de otro en el plan de 
la Naturaleza como un cangrejo y un cocotero. El Sir- 
gos es diurno en sus hábitos; pero se dice que todas 
las noches hace una visita al mar, indudablemente con 
el propósito de humedecer sus branquias. En el mar 
también se efectúa la fecundación de los huevos, y las 



XX 


ÍSLAS KEELING 


299 


crías viven por algún tiempo en la costa. Estos can- 
grejos habitan en profundos agujeros que hacen bajo 
las raíces de los árboles, y en ellas acumulan sorpren- 
dentes cantidades de fibras sacadas de la cáscara del 
coco, sobre las que descansan como en una cama. Los 
malayos, a veces, se aprovechan de esta circunstancia, 
y recogen las fibras para usarlas en la confección de 
esteras. Dichos cangrejos son un bocado excelente y, 
además, bajo la cola de los mayores hay una gran can- 
tidad de grasa, que después de fundida produce en 
ocasiones una quinta parte de litro de aceite límpido. 
Algunos autores han asegurado que el Birgos trepa a 
los cocoteros para robar los frutos. Dudo que así pue- 
da ser; pero si se tratara del Pandanus (1), el caso me 
parecería mucho más fácil. Me aseguró Mr. Liesk que 
en estas islas el Birgos vive sólo de los cocos que 
caen a tierra. 

El capitán Moresby me hace saber que este can- 
grejo habita en los grupos Chagos y Seychelles, pero 
no en las Maldivas próximas. En otro tiempo abundó 
en Mauricio, pero ahora sólo se hallan allí unos cuan- 
tos de exiguo tamaño. En el Pacífico, esta especie, 
u otra de hábitos muy parecidos, habita, según se 
dice (2), en una sola isla coralina al norte del grupo 
de la Sociedad. Para dar idea de la admirable fuerza 
del primer par de pinzas, referiré que, habiendo en- 
cerrado uno el capitán Moresby en una caja fuerte de 
hoja de lata, que había contenido galletas, asegurando 
la tapa con un alambre, el cangrejo dobló los bordes 
y se escapó. Al efectuar esta operación abrió muchos 
agujeritos que taladraban la chapa de hoja de lata. 

No poca sorpresa me causó hallar dos especies de 
coral del género Millepora (M. complánala y M. alci- 
cornis) que poseían una virhid urticante. Las ramas o 


(1) W Proceedings of Zoological Society, 1832, págf. 17. 

(2) Tyerman y Bennet, Voyage, etc., vol. II, pájf. 33. 



300 


darwin: viaje del «beaqleo 


CAP. 


láminas pétreas, recién sacadas del agfua, son ásperas 
y no viscosas al tacto, y exhalan un olor fuerte y des- 
agradable. La propiedad urticante parece variar en los 
diferentes ejemplares; cuando se aprieta o frota un 
trozo de estos corales contra la piel de la cara o bra- 
zo, se produce de ordinario una sensación de come- 
zón, que principia en el intervalo de un segundo y 
dura unos minutos. Un día, sin embargo, con sólo 
aplicar a mí cara una de las ramas, sentí al punto el 
escozor, el cual aumentó, como de costumbre, a los 
pocos segundos, y, manteniéndose vivo por algunos 
minutos, duró una media hora. La impresión era tan 
desagradable como la de las ortigas, pero más pare- 
cida a la que producen las medusas o Physalia. En la 
piel fína del brazo aparecieron unas manchitas rojas 
con aspecto de convertirse en ampollas; pero no su- 
cedió así, M. Quoy menciona este caso de las Mille- 
poraSy y tengo noticias de corales urticantes en las 
Antillas. Varios anímales marinos tienen esta propie- 
dad de urticar; además de la Physalia, de varios pulpos 
y de la Aplysia o liebre de mar, de las Islas de Cabo 
Verde, se afirma en el viaje del Astrolabio que una 
Aciinia o anémone de mar y una coralina flexible 
afín a la Sertularia poseen estos medios de ofensa y 
defensa. En el mar de las Indias Orientales se ha en- 
contrado un alga urticante, según se dice. 

Dos especies de peces del género Scarus, comu- 
nes aquí, se alimentan exclusivamente de coral; ambos 
están teñidos de un espléndido verde azulado, y la 
una vive invariablemente en la laguna, mientras la 
otra habita entre los rompientes exteriores. Mr. Liesk 
nos aseguró que . había visto repetidas veces bancos 
enteros de peces royendo con sus mandíbulas óseas 
las sumidades de las ramas de coral. Abrí, en efecto, 
los intestinos de varios, y los hallé distendidos por un 
cieno de arena calcárea amarillenta. Las viscosas y 
repugnantes Holothuria (afínes a nuestras estrellas de 



XX 


ISLAS KEELINQ 


301 


mar), de que tanto gustan los gastrónomos chinos, se 
alimentan también de corales, según me participa el 
Dr. Alian, y, realmente, el aparato óseo que tienen en 
la boca parece muy bien adaptado a tal fin. Estas ho- 
loturias, los peces mencionados, las numerosas con- 
chas perforantes donde se resguardan, y los gusanos 
nereidos, que perforan todos los bloques de coral 
muertq, deben ser agentes eficacísimos en la produc- 
ción del fino y blanco cieno que cubre el fondo y 
las márgenes de la laguna. Sin embargo, el profesor 
Ehrenberg halló una porción de este cieno que cuan- 
do estaba húmedo se parecía mucho a cal pulveri- 
zada y estaba compuesto en parte de infusorios de ca- 
parazón silíceo. 

12 de abril . — Por la mañana salimos de la 
con rumbo a la Isla de Francia. Celebro haber 
tado estas islas, pues su formación debe contarse 
entre los objetos más admirables de este mundo. El 
capitán Fitz Roy no halló fondo con una sonda de 
1.100 metros de largo, a la distancia de sólo dos kiló- 
metros de la costa; de modo que esta isla forma una 
elevada montaña submarina, con pendiente de mayor 
declive que la de los conos volcánicos más abruptos. 
La cima, en forma de salvilla, tiene de diámetro unas 
10 millas, y cada uno de los átomos que la forman (1), 
desde la menor partícula hasta el mayor fragmento de 
roca, en esta gran mole, que, sin embargo, es peque- 
ña, comparada con muchísimas otras islas-lagunas, 
lleva el sello de haber sido elaborada por organismos. 
Nos asombramos al oír hablar a los viajeros de las 
vastas dimensiones de las Pirámides y otros grandes 

(1) Excluyo, por supuesto, alg-una tierra importada aquí en 
navios desde Malaca y Java, y asimismo algunos pequeños trozos 
de pómez, arrastrados por las olas. También debe exceptuarse el 
único bloque de roca volcánica verdosa hallado en el norte de 
la isla. 




302 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


monumentos; pero ¡cuán poco significan las construc- 
ciones más colosales del hombre en comparación de 
estas montañas de piedra acumuladas por la acción 
de tiernos y diminutos animalesl Esta maravilla no 
impresiona en un principio los ojos del cuerpo; pero 
al reflexionar hiere vivamente los de la razón. 

Haré ahora un breve estudio de las tres grandes 
divisiones de arrecifes de coral, a saber: atollSf arre- 
cifes-barrera y arrecifes franjeantes, y expondré mis 
puntos de vista acerca de su formación (1). Casi to- 
dos los viajeros que han cruzado el Pacífico manifies- 
tan en sus relatos de viaje el asombro sin límites que 
les produjeron las islas-lagunas o atolls, como en ade- 
lante las llamaré, usando su denominación india (2), y 
han intentado dar alguna explicación. Ya en fecha tan 
lejana como la de 1605, Pyrard de Laval exclamaba, 
con razón: «C’est une merueille de voir chacun de ces 
atollons, enuironné d’un grand bañe de pierre tout 
autour, n’y ayant point d’artifice humain» (3). 

El siguiente dibujo de la isla de Pentecostés, en el 
Pacífico, tomado del admirable Viaje del capitán Bee- 
chey, no da mas que una débil idea del singular as- 
pecto que presenta un atoll; es uno de los de más pe- 
queño tamaño, y tiene sus angostas islitas unidas unas 
a otras en forma de anillo; la inmensidad del océano, 
la furia de los rompientes y su contraste con la zona 


(1) La Memoria escrita sobre el asunto se leyó por primera vez 
ante la Sociedad Geológica de Londres en mayo de 1837, y con 
posterioridad a esa fecha he desenvuelto mis ideas en un volumen 
aparte sobre la Estructura y distribución de los arrecifes de coral. 
(Véase «Nota biográfica» acerca de Darwin en el tomo I.) 

(2) La palabra atoll, aceptada ya por todos los fisiógrafos, 
deriva de la voz maldiva atolu, por ser atolls típicos los del archi- 
piélago de las Islas Maldivas. — Nota de la edic. española. 

(3) Es una maravilla ver cada uno de esos atolls rodeado de 
un gran banco de piedra, sin artificio humano alguno. 



XX 


ISLAS KEELING 


303 


de tierra baja y la quietud del agua verde brillante del 
interior de la laguna, apenas pueden imaginarse sin 
haberlos visto. 

Los primeros navegantes se fíguraron que los póli- 
pos constructores de arrecifes coralinos les daban ins- 
tintivamente^la forma de grandes círculos, para refu- 
giarse“en los recintos interiores; pero tan lejos está de 
ser así, que Jos^corales macizos, de^cuyo crecimiento 



Fig. 3.*— Un atoll, según Beechey. 


en la parte exterior, expuesta al mar, depende la exis- 
tencia misma del arrecife, no pueden vivir dentro de 
la laguna, donde prosperan otras especies de ramas 
delicadas. Aparte esto, según ese modo de ver hay 
que suponer que se combinan para el mismo fín mu- 
chas especies de distintos géneros y familias, y de se- 
mejante combinación no puede hallarse un solo ejem- 
plo en toda la Naturaleza. La teoría que ha sido más 
generalmente admitida es la de que los a^o//s tienen por 
base cráteres submarinos; pero cuando se considera la 
forma y tamaño de algunos de ellos y el número, la pro- 
ximidad y las posiciones relativas de otros, esta idea 
deja de parecer aceptable; así, por ejemplo, el atoll 
de Suadiva mide 44 millas geográfícas de diámetro en 



304 


dakwin: viaje del «í-eaole» 


CAP. 


una dirección, por 34 en otra; el de Rimsky tiene 54 
millas de longitud por 20 de anchura, con un margen 
extrañamente sinuoso; el de Bow tiene una longitud 
de 30 millas, frente a una anchura media de sólo seis, 
y el de Menchicoff se compone de tres atollsf unidos 
o soldados entre sí. Esta teoría es, además, entera- 
mente inaplicable a los atolls de las Maldivas septen- 
trionales, en el Océano Indico (uno de los cuales 
tiene 88 millas de longitud y de 10 a 20 de ancho), 
porque no están rodeados, como los atolls ordinarios, 
por estrechos arrecifes, sino por un vasto número de 
pequeños atolls separados, mientras otros emergen en 
ía gran laguna central. Una tercera teoría, más racio- 
nal, es la anticipada por Chamisso. Según este natu- 
ralista, los corales crecen más vigorosamente donde 
están expuestos al mar libre — y así es en efecto — , por 
lo que los bordes exteriores deben alzarse sobre la 
base general antes que todas las demás partes, en- 
gendrando así la estnictura en forma de anillo o de 
copa. Pero inmediatamente veremos que en esta teoría, 
como en la de los cráteres, se prescinde de una con- 
sideración importantísima, y es la del cimiento sobre 
que los corales constructores de arrecifes han empe- 
zado su labor, porque sabido es que esos pólipos no 
pueden vivir a grandes profundidades. Queda, pues, 
en pie la cuestión siguiente: ¿Sobre qué base o fun- 
damento han levantado los corales sus macizas estruc- 
turas? 

De los numerosos sondeos practicados cuidadosa- 
mente por el capitán Fitz Roy en la escarpada pen- 
diente exterior del atoll de Keeling, resultó que en la 
distancia de 10 brazas el sebo preparado en la base 
del escandallo salió invariablemente marcado con im- 
presiones de corales vivos, tan perfectamente distin- 
tas como si se le hubiera dejado caer sobre una al- 
fombra de césped; al paso que la profundidad crecía, 
las impresiones se hacían menos numerosas, mientras 



XX 


ISLAS KEELJNQ 


305 


se aumentaban las partículas de arena adheridas, hasta 
que al fín se vió con toda evidencia que el fondo es- 
taba compuesto de una capa de arena fina. Insistiendo 
en las comparaciones del césped, las hoias de hierba 
escaseaban cada vez más y más, hasta que, por último, 
el suelo, completamente estéril, no producía nada. De 
estas observaciones, confirmadas por muchos otros, 
puede inferirse con toda seguridad que la máxima pro- 
fundidad a que los corales pueden construir arrecifes 
está comprendida entre 20 y 30 brazas. Ahora bien: 
hay enormes áreas en los Océanos Pacífico e Indico 
en las que todas las islas son de formación coralina y 
se elevan sólo a la altura a que las olas pueden arro- 
jar fragmentos y los huracanes apilar arena. Así, el 
grupo de atolls de Radack es un cuadrado irregular 
de 520 millas de largo por 240 de ancho; el Archi- 
piélago Low tiene forma elíptica, midiendo 840 millas 
el eje mayor y 420 el menor; hay otros pequeños gru- 
pos e islas bajas aisladas entre estos dos archipiélagos, 
que marcan una faja oceánica de más de 4.000 millas 
de longitud, en la que ni una sola isla emerge sobre 
la altura especificada. Además, en el Océano Indico 
existe un espacio de 1.500 millas de longitud que in- 
cluye tres archipiélagos, y en ellos todas las islas son 
bajas y de formación coralina. Del hecho de no vivir 
los corales constructores de arrecifes a grandes pro- 
fundidades se infiere con absoluta certeza que en la 
extensión entera de estas vastas áreas, doquiera que 
hay ahora un atoll, ha debido originariamente existir 
un zócalo basal, a la profundidad de 20 ó 30 brazeis 
de la superficie. Es en sumo grado improbable que 
hayan podido depositarse en las partes centrales y más 
profundas de los Océanos Pacífico e Indico bancos 
de sedimentos anchos, elevados, aislados, de escarpa- 
das pendientes, dispuestos en grupos y líneas de cen- 
tenares de leguas, a distancia inmensa de cualquiera 
de los continentes y en lugares donde el agua es per- 
Darwin: Viaje.— T. II. 


20 



306 


darwin: viaje dfl «beaqle • 


CAP. 


fectamente límpida. Es igualmente improbable que las 
fuerzas elevatorias hayan hecho emerger en las vastas 
áreas antes mencionadas grandes e innumerables ban- 
cos de roca, cuyas cimas permanecieron bajo la su- 
perficie del agua a una profundidad de 20 ó 30 brazas, 
o de 120 a 180 pies, sin que ni un solo pico sobresaliera 
de ese nivel; porque, recorriendo la superficie entera 
del Globo, ¿dónde hallaremos una sola cadena de 
montañas, aun de algunos centenares de millas de lon- 
gitud, que se mantenga unos cuantos pies bajo un ni- 
vel dado, sin un solo pico que se eleve sobre dicho 
límite? Si, pues, los cimientos de donde parten los 
arrecifes coralinos de los atolls no se han formado por 
sedimentación ni tampoco han sido levantados por las 
fuerzas subterráneas hasta el nivel requerido, resta 
únicamente que hayan descendido hasta el mismo, y 
estas hipótesis resuelven al punto la dificultad. Porque 
al paso que se sumergían lentamente en el agua, mon- 
taña tras montaña e isla tras isla, íbanse preparando 
sucesivamente nuevas bases para el desarrollo de los 
corales. No cabe detenerse aquí a examinar todos los 
pormenores; pero no vacilo en desafiar (1) a cualquie- 
ra a que explique de algún otro modo cómo se con- 
cibe que se hallen distribuidas en tan vastas áreas esas 
numerosas islas, todas ellas bajas y todas construidas 
por corales, que requieren en absoluto un zócalo ba- 
sa!, dentro de una profundidad limitada a partir de la 
superficie. 

Antes de explicar cómo los arrecifes en forma de 
atoll adquieren su peculiar estructura, necesito pasar 
a la segunda división, o sea a los arrecifes-barrera. 


(1) Es digno de notarse que Mr. Lyell, aun en la primera edi" 
ción de sus Principies of Geology, infirió que el área de sumer- 
sión en el Pacífico debía haber excedido a la de elevación, a cau- 
sa de ser la extensión de tierra muy pequeña relativamente a los 
agentes que propendían a formarla en dicho mar, a saben el des- 
arrollo de los corales y la acción volcánica. 



XX 


ISLAS KECLINQ 


307 


Estos, o se extienden en línea recta frente a las costas 
de un continente o de una gran isla, o cercan peque- 
ñas islas; en ambos casos están separados de la tierra 
por un canal de agua, ancho y algo profundo, análogo 
a la laguna interior de los atolls. No deja de ser ex- 
traño que se haya prestado tan poca atención a los 
arrecifes-barrera circundantes, y, sin embargo, sus es- 
tructuras son verdaderamente maravillosas. 

El grabado adjunto representa parte de la barrera 



Fig.,4.*— Croquis: que representa arte de la barrera que circunda la isla 
de’Bolabola. 


que rodea la isla de Bolabola, en el Pacífico, tal como 
aparece vista desde uno de los picos centrales. En este 
caso la línea entera del arrecife ha emergido, convir- 
tiéndose en tierra seca; pero ordinariamente se obser- 
va una línea nivea de grandes rompientes, con sólo 
una islita baja aquí y allá, coronada de cocoteros, que 
separa las obscuras masas de agua del océano de las 
verdeclaras del canal-laguna, perfectamente tranquilas. 
Estas generalmente bañan una franja de bajo suelo 
aluvial poblada de las más bellas producciones de los 
trópicos y tendida al pie de las agrestes y abruptas 
montañas centrales. 

Los arrecifes-barrera circundantes son de todos ta- 


308 


darwin: viaje del cbeagle» 


CAP, 


maños, desde tres a cerca de cuarenta y cuatro millas 
de diámetro, y el que se extiende frente a un lado de 
Nueva Caledonia, y rodea sus dos extremos, tiene 
400 millas de largo (1). Cada arrecife incluye una, dos o 
varias islas de rocas de diferentes alturas, y en un caso, 
hasta doce islas separadas. El arrecife corre a mayor o 
menor distancia de la tierra encerrada por él; en el Ar- 
chipiélago de la Sociedad, generalmente de una a tres 
o cuatro millas; pero en Hogoleu el arrecife dista 
20 millas en el lado meridional y 14 en el opuesto, o 
septentrional, de las islas incluidas. La profundidad 
dentro del canal-laguna varía también mucho: como 
término medio pueden tomarse de 10 a 30 brazas (2); 
pero en Vanikoro hay espacios cuya profundidad no 
baja de 56 brazas ó 102 metros. Por la parte interior el 
arrecife, o forma una pendiente suave hacia el canal- 
laguna, o termina en un muro perpendicular, que a 
veces desciende bajo el agua entre 200 y 300 pies; ex- 
teriormente el arrecife surge, como un aío//, de un 
modo extremadamente abrupto, de las profundidades 
del océano. ¿Puede haber nada más singular que estas 
estructuras? Permítasenos una isla que puede compa- 
rarse a un castillo situado en la cima de una elevada 
montaña submarina, protegido por un gran muro de 
roca de coral, siempre escarpado, roto aquí y allá por 
angostas brechas, aunque suficientemente anchas para 
dar entrada a los mayores barcos dentro del amplio 
y profundo pozo en forma de corona circular. 

En todo lo concerniente al verdadero arrecife de 
coral no hay la menor diferencia en el tamaño general, 
perfil, sistema de agrupación y aun menudos pormeno- 
res de estructura enlre una barrera y un atoll. El geó- 

(1) Véase CoOK (J.), Viaje a las regiones meridionales y alre- 
dedor del mundo, tomos II y III de la colección de Viajes clasicos, 
editada por Calpe. — Nota de la edic. española. 

(2) La braza inglesa tiene seis pies ó 1,8288 metros. — A^oía de 
la edic. española. 



ISLAS KEELING 


309 




gfrafo Balbí ha observado con razón que una isla cerca- 
da de calcáreas masas de coral es un atoll con una 
montaña que emerge de la laguna; suprímase ésta, y 
queda un atoll perfecto. 

Pero ¿cuál es la causa que ha hecho emerger estos 
arrecifes a distancias tan grandes de las playas de las 
islas incluidas en ellas? No hay que decir que los co- 
rales no crezcan cerca de tierra, porque las márgenes 
interiores del canal-laguna, cuando no están rodeadas 


.3a32£ 



Fig. 5." — 1, Vanikoro; 2, Islas Gambier, y 3, Maurua.— El negro representa 
el arrecife-barrera y el canal-laguna. Ei rayado oblicuo sobre el nivel del 
mar (A A) representa la forma actual de las tierras emersas; el rayado 
oblicuo bajo esta línea representa su probable prolongación bajo el agua. 

de suelo aluvial, tienen a menudo franjas de arrecifes 
vivos, y pronto veremos que existe una clase entera, 
denominada por mí arrecifes franjeantes por estar si- 
tuados muy cerca de los continentes y de las islas. De 
nuevo pregunto: ¿Sobre qué han basado sus estructu- 
ras circundantes los corales constructores de arrecifes 
que no pueden vivir a grandes profundidades? He 
aquí una gran difícultad aparente, análoga a la que se 
ofrece en el caso de los atollsy y que generalmente ha 
pasado inadvertida. El asunto se comprenderá con ma- 
yor claridad examinando las anteriores secciones, to- 


310 , 


darwin: viaje del obeagle» 


CAP. 


madas de la realidad, en dirección Norte-Sur, al través 
de las islas, con sus arrecifes-barrera, de Vanikoro, 
Gambier y Maurua; y se han dibujado tanto en pro- 
yección vertical como en horizontal, a la misma esca- 
la, de un cuarto de pulgada por milla. 

Hay que observar que si las secciones se hubieran 
tomado en otra dirección cualquiera, tanto al través de 
esas islas como de otras muchas encerradas en un 
círculo de arrecifes, los rasgos generales habrían sido 
los mismos. Ahora bien: teniendo presente que los co- 
rales constructores de arrecifes no pueden vivir a ma- 
yor profundidad que la de 20 ó 30 brazas, y que, sien- 
do la escala tan pequeña, los tracitos verticales de la 
derecha representan sondas de 200 brazas, ¿sobre qué 
descansan estos arrecifes-barrera? ¿Hemos de suponer 
que cada isla está rodeada de un borde submarino de 
roca en forma de collar, o de un gran banco de sedi- 
mento que termina abruptamente donde lo hace el 
arrecife? Si el mar hubiera roído y penetrado mucho 
dentro de las islas antes de estar protegidas por los 
arrecifes, habiendo dejado así un borde somero alre- 
dedor de ellas bajo el agua, las costas actuales se pre- 
sentarían inevitablemente limitadas por grandes preci- 
picios; pero muy rara vez ocurre esto. Además, en este 
supuesto, no es posible explicar por qué los corales 
habrían surgido como un muro desde el margen exte- 
rior extremo del borde, dejando a menudo un ancho 
espacio de agua en el interior, demasiado profundo 
para el desarrollo de corales. La acumulación de un 
amplio banco de sedimento todo en torno de estas is- 
las, y de ordinario más ancho donde son numerosas 
las islas incluidas, es sobremanera improbable, consi- 
derando sus situaciones descubiertas en las partes más 
centrales y profundas del océano. En el caso del arre- 
cife-barrera de Nueva Caledonia, que se extiende 
150 millas allende la punta septentrional de la isla, si- 
guiendo la misma línea recta con que corre frente a la 



XX 


;SLAS KEELINQ 


311 


costa oeste, apenas cabe creer que pudiera haberse de- 
positado así un banco rectilíneo frente a una isla ele- 
vada, y a tanta distancia de su terminación en el mar 
libre. Por último, si fijamos la atención en otras islas 
oceánicas de altura aproximadamente iguales y análo- 
ga constitución geológica, pero no rodeadas de arre- 
cifes de coral, en vano buscaremos en torno de ellas 
una profundidad tan insignificante como la de 30 bra- 
zas, como no sea muy cerca de sus costas. ¿Sobre qué 
descansan — repito — estos arrecifes-barrera? ¿Por qué 
se apartan tanto de la tierra circundada, mediante la 
interposición de sus profundos y anchurosos canales 
en forma de foso? Pronto veremos cuán fácilmente se 
desvanecen estas dificultades. 

Pasemos ahora a nuestra tercera clase de arrecifes, 
esto es, franjeantes, que requerirán una descripción 
muy breve. Donde la tierra desciende bruscamente 
bajo el agua, dichos arrecifes tienen sólo algunos me- 
tros de anchura, formando una mera cinta o franja en 
torno de las costas; diversamente, donde la tierra des- 
ciende suavemente dentro del mar, el arrecife se ex- 
tiende más, a veces hasta una milla de tierra; pero en 
tales casos los sondeos en la parte exterior del arreci- 
fe muestran siempre que la prolongación submarina de 
la tierra tiene una inclinación suave. De hecho, los 
arrecifes se extienden sólo a la distancia de la costa a 
que se halla una base que se mantenga a la requerida 
profundidad de 20 ó 30 brazas. Por lo que hace al arre- 
cife como tal, no hay diferencia que distinga esencial- 
mente el de franja del de barrera o atoll; el primero, 
sin embargo, es por lo regular menos ancho, y, consi- 
guientemente, son muy contadas las islas que en él se 
forman. A consecuencia de crecer los corales más vi- 
gorosamente por la parte exterior, y por los efectos 
nocivos del sedimento arrastrado al interior, el borde 
externo del arrecife es la parte más alta, y entre él y la 
tierra hay de ordinario un canal arenoso y somero, con 



312 


darwín: viajb del «beagle» 


CAP» 


sólo unos pies de profundidad. Donde se han acumu- 
lado cerca de la superficie bancos de sedimento, como 
en algunas partes de las Antillas, a veces se guarnecen 
de franjas de corales, y, por tanto, semejan en cierto 
grado islas-lagunas o atolls; así como los arrecifes 
franjeantes que rodean islas de suave pendiente tienen 
cierto parecido con los arrecifes-barrera. 

Toda teoría sobre la formación de los arrecifes de 
coral que no incluya las tres grandes clases de los mis- 



Ftg. 6-®— Corte de un arrecife coralino (Isla de Bolabola). 

A A, bordes exteriores del arrecife franjeante ai nivel del mar.— B B, 
playas de la isla franjeada. 

A A’, bordes exteriores del arrecife después de su crecimiento hacia arri- 
ba, durante un periodo de sumersión, convertido ahora en una barrera, 
con isiitas.- B B’, playas de la isla ahora cercada.— C C, canal-laguna. 
N. B.—'En éste y en el grabado siguiente, la sumersión del país puede 
representarse solamente por una aparente elevación del nivel del mar. 


mos no puede considerarse como satisfactoria. Según 
lo expuesto, nos vemos forzados a creer en la sumer- 
sión de esas vastas áreas salpicadas de islas bajas, de 
las que ninguna se eleva sobre la altura a que los vien- 
tos y olas pueden arrojar materiales, y que, no obstan- 
te, están construidas por animales que requieren una 
base y que esta base no esté situada a gran profundi- 
dad. Consideremos una isla rodeada de arrecifes fran- 
jeantes que no ofrezca dificultad en su estructura, y 
supongamos que esta isla, con su arrecife, representa- 
da en el grabado por las líneas continuas, se sumerge 
lentamente. Ahora bien: al paso que la isla se hunde 


XX 


ISLAS KEELINQ 


313 


a algunos pies, de una vez o por grados insensibles, 
podemos colegir con certeza, por lo que sabemos de 
las condiciones favorables al crecimiento del coral, que 
las masas vivas bañadas por la marejada en el margen 
del arrecife no tardarán en ganar de nuevo la superfi- 
cie. El agua, entre tanto, invadirá poco a poco la cos- 
ta, haciendo que la isla sea cada vez más baja y pe- 
queña, y, a proporción, más ancho el espacio entre el 
borde interior del arrecife y la playa. Las líneas pun- 
teadas de la figura dan una sección del arrecife y de 
la isla en ese estado, después de una sumersión de va- 
rios centenares de pies. Se supone que se han forma- 
do islítas de coral sobre el arrecife y que un barco está 
anclado en el canal-laguna. Dicho canal será más o 
menos profundo según la rapidez e importancia de la 
sumersión, la cantidad de sedimento en él acumulado 
y el desarrollo de las delicadas ramas de corales que 
allí puedan vivir. La sección en este caso se parece 
por todos conceptos a la trazada por una isla incluida 
en un círculo; de hecho es una sección real (en la es- 
cala de 0,517 de pulgada por milla) (1) con la que se su- 
pone cortada la isla de Bolabola, en el Pacífico. Inme- 
diatamente podemos ver ahora por qué los arrecifes- 
barrera circundantes distan un tan ancho espacio de 
las costas situadas frente a ellos. Veremos asimismo, 
sin necesidad de más explicaciones, que una línea per- 
pendicular bajada desde el borde exterior del nuevo 
arrecife hasta el cimiento de roca sólida que sostiene 
el antiguo arrecife franjeante excederá el reducido lí- 
mite de profundidad en que los corales pueden vivir 
en tantos pies como los que la isla se ha sumergido; 
pero los minúsculos arquitectos habrán levantado sus 
grandes masas en forma de muro, mientras el conjunto 
se hundía sobre la masa construida por otros corales y 


(1) En nuestro sistema métrico la equivalencia es de 8 mm. por 
kilómetro . — Nota de la edic. española. 



314 


daiíwin: viaje del «beaglf.» 


CAP. 


sus fragmentos consolidados. De este modo desapare- 
ce la dificultad, que parecía tan grande, sobre este 
punto. 

Si en lugar de una isla hubiéramos considerado la 
orilla de un continente franjeado de arrecifes, supo- 
niendo que la costa y éstos se hubieran sumergido, evi- 
dentemente habría resultado una gran barrera, como 



Fíg. 12. —Corte de un arrecife co' alino (Isla de Bolabola). 

A’ A’, bordes exteriores del arrecife-barrera al nivel del mar, con islitas. 

B’ B’, las costas de la isla incluida.— C C, el canal-laguna. 

A” A”, bordes exteriores del arrecife, ahora convertido en un atoll— C\ la 
laguna central del nuevo atoll. 

N. 5.— El dibujo está hecho de acuerdo con la verdadera escala; pero se 
han exagerado mucho las profundidades del canal-laguna y de la laguna 
centra!. 


la de Australia o Nueva Caledonía, separada de la tie- 
rra por un ancho y profundo canal. 

Volvamos a nuestro arrecife-barrera circundante, 
cuya sección aparece ahora representada por líneas de 
trazo continuo, ya que, según he dicho, es una sección 
real de Bolabola, y supongamos que continúa la su- 
mersión. Mientras el arrecife-barrera se hunde lenta- 
mente, los corales crecerán hacía arriba con gran vi- 
gor; pero al descender la isla, el agua va inundando 
la costa pulgada a pulgada; las cimas de alturas aisla- 
das formarán en un primer período islas distintas den- 
tro de un gran arrecife, y finalmente desaparecerá el 


XX 


ISLAS KEELINQ 


315 


último y más elevado pico. En el instante de verificar- 
se esto queda formado un atoll perfecto, porque, 
como he dicho, suprímase la tierra alta que emerge 
dentro de un arrecife-barrera circundante, y resultará 
un atoll. Pues bien: esto es lo que se ha verificado en 
nuestro caso al realizarse la sumersión. Ahora se com- 
prende que los atollsf habiendo derivado de arrecifes- 
barrera circundantes, se parezcan a éstos en el tamaño 
general, forma, modo de estar agrupados y disposición 
en líneas simples o dobles, pues podrían considerarse 
como mapas mal perfilados de las islas hundidas que 
yacen debajo. También podemos ver, además, de qué 
proviene que los atolls de los océanos Pacífico e ín- 
dico se extiendan en líneas paralelas a la dirección 
predominante de las altas islas y grandes líneas coste- 
ras de estos océanos. Me atrevo, pues, a afirmar que 
en la teoría del crecimiento ascendente de los corales 
durante el hundimiento del terreno se explican senci- 
llamente todos los principales caracteres de tan admi- 
rables estructuras como los atolls o islas-lagunas, que 
por tanto tiempo han llamado la atención de los via- 
jeros, y los no menos admirables arrecifes-barrera, 
bien rodeen pequeñas islas, bien se extiendan por 
centenares de millas a lo largo de las costas de un 
continente (1). 

Tal vez se me pregunte si puedo presentar alguna 
prueba directa de la sumersión de los arrecifes-barre- 
ra o atolls; pero no ha de olvidarse cuán difícil será 

(1) Altamente satisfactorio me ha sido hallar el sig^uiente pa- 
saje en un folleto de Mr. Couthouy, uno de los naturalistas de la 
gran expedición antartica de los Estados Unidos: «Habiendo exa- 
minado personalmente un gran número de islas de coral y residi- 
do ocho meses entre las volcánicas que tienen arrecifes cercanos 
a la costa, en parte circundantes, me permito aseverar que de mis 
observaciones he sacado una convicción profunda en la exactitud 
de la teoría de Darwin.» Sin embargo, los naturalistas de esta 
expedición se apartaban de .mis ideas sobre algunos puntos rela- 
tivos a la formación de corales. 



316 


bAkWIN: VIAJÉ DEL «BÉAGLE» 


CAP* 


descubrir un movimiento que propende a ocultar bajo 
el agua la parte afectada. Sin embargo, en el atoll de 
Keelirig observé en todos los bordes de la laguna vie- 
jos cocoteros, que, por tener minado el suelo, amena- 
zaban caer; y en cierto sitio, los postes que servían de 
sostén a un sotechado situado siete años antes preci- 
samente encima de la señal superior de la pleamar, 
ahora eran mojados todos los días por la marea; prac- 
ticando averiguaciones, hallé que durante los últimos 
diez años se habían sentido aquí tres terremotos, uño 
de ellos terrible. En Vanikoro el canal-laguna es de 
una profundidad notable; apenas se había acumulado 
al pie de las altas montañas incluidas algún terreno 
aluvial, y también son muy escasas las islas formadas 
por la aglomeración de fragmentos y arena en el arre- 
cife-barrera en forma de muro. Estos hechos y algu- 
nos otros análogos me inducen a creer que dicha isla 
debe de haber bajado de nivel en época reciente y 
que el arrecife ha crecido hacia arriba; también aquí 
los terremotos son frecuentes y violentos. Por otra 
parte, en el Archipiélago de la Sociedad, donde los 
canales-lagunas casi se han cegado con la excesiva 
acumulación de tierra aluvial, y donde en algunos ca- 
sos han surgido largas islas sobre los arrecifes-barre- 
ra — hechos todos que demuestran no haberse hundido 
el terreno muy recientemente — , rarísima vez se sien- 
ten, a lo sumo, débiles sacudidas. En estas formacio- 
nes de coral, donde la tierra y el agua luchan por pre- 
dominar, necesariamente ha de costar gran trabajo 
distinguir entre los efectos de un cambio en la marcha 
de las mareas y los de una ligera sumersión. Que mu- 
chos de estos arrecifes y atolls están sujetos a cambios 
de alguna clase, es cierto; en algunos atolls las islitas 
parecen haber crecido mucho durante el último perío- 
do, y en otros han sido arrasadas por las olas total o 
parcialmente. Los habitantes de ciertos puntos del 
Archipiélago de las Maldivas conocen la fecha de la 



XX 


ISLAS KBELING 


317 


primera formación de algunas islitas; en otras partes, 
ios corales prosperan ahora en arrecifes sumergidos, 
donde las boyas hechas para sepulturas atestiguan la 
existencia de tierra habitada en lo pasado. Es difícil 
creer que ocurran cambios frecuentes en las corrien- 
tes de marea en un océano abierto, y, a la vez, tene- 
mos en los terremotos recordados por los naturales, 
en algunos atolls y en las grandes grietas observadas 
en otros pruebas evidentes de cambios y trastornos 
progresivos en las regiones subterráneas. 

Es evidente, en nuestra teoría, que las costas mera- 
mente franjeadas por arrecifes no pueden haberse 
hundido en cantidad perceptible, y, por tanto, desde 
que sus corales empezaron a crecer deben de haber 
permanecido estacionarias o haberse elevado. Ahora 
bien: merece notarse que cabe evidenciar, de un modo 
general, por la presencia de restos orgánicos emergi- 
dos que ías islas franjeadas han sido levantadas y en 
tal concepto tenemos un testimonio indirecto en fa- 
vor de nuestra teoría. De un modo particular me llamó 
la atención este hecho cuando vi, con gran sorpresa, 
que las descripciones dadas por Quoy y Gaimard eran 
aplicables, no a los arrecifes en general, como ellos 
suponen, sino solamente a los franjeantes; sin embar- 
go, mi extrañeza cesó cuando hallé, más tarde, por 
extraña casualidad, que todas las diversas islas visita- 
das por estos eminentes naturalistas se habían elevado 
en una época geológica relativamente cercana, según 
se deducía de sus propias afirmaciones. 

No sólo los grandes rasgos de la estructura de los 
arrecifes-barrera y de los atolls, así como su mutua se- 
mejanza en forma, tamaño y otros caracteres, se expli- 
can en la teoría de la sumersión — teoría que, fuera de 
eso, nos vemos forzados a admitir respecto de las 
mismas áreas en cuestión, a causa de la necesidad de 
hallar bases para los corales dentro de la profundidad 
requerida — , sino que, además, quedan también sen- 



318 


darwin: vrAjE del «beaqle»> 


CAP. 


cillamente aclarados numerosos detalles de estructura 
y ciertos casos excepcionales (1). Presentaré únicamen- 
te unos cuantos ejemplos. En los arrecifes-barrera se ha 
notado desde hace tiempo, con sorpresa, que los pasos 
a través de los arrecifes estaban precisamente enfrente 
de los valles de la tierra incluida, aun en los casos en 
que el arrecife está separado de la tierra por un ca- 
nal-laguna, tan ancho y aun más profundo que el paso 
mismo, que apenas se concibe la posibilidad de que 
el agua o sedimento procedentes de esos valles, en 
cantidades relativamente pequeñas, sean capaces de 
perjudicar a los corales del arrecife. Ahora bien: todos 
los arrecifes franjeantes presentan brechas de poca 
anchura frente a los más pequeños arroyuelos, aunque 
estén secos durante la mayor parte del año, porque el 
cieno, arena o grava que ocasionalmente baja por 
ellos mata los corales en que se deposita. Por consi- 
guiente, cuando una isla así franjeada se sumerge, 
aunque la mayor parte de las angostas entradas se cie- 
rren, probablemente por el crecimiento exterior y as- 
cendente de los corales, sin embargo, algunas que no 
se cierran (y siempre debe de haberlas de esta clase, 
a causa del sedimento y agua impura que salen del 
canal-laguna) conservarán su posición exactamente 

(1) La explicación de la g^énesis de los arrecifes y atolls cora- 
linos toca a las cuestiones más interesantes de la geología y geo- 
grafía física del Globo. Se discute recientemente la teoría de Dar- 
win, y acaso el trabajo de Daly «The glacial control theory of the 
Coral reefs» (Proceeding Amer. Academy of Arts and Sciences, 
1915), haya sido el esfuerzo más vigoroso que se haya hecho para 
reemplazar la teoría darwiniana. En vez de la sumersión gradual 
de las tierras del Pacífico, que Darwin supone, la formación de 
los enormes casquetes glaciares pleistocenos (absorción por los 
hielos de 26 a 56.000.000 de km.^ de agua) supondría un descen- 
so del nivel marino en 60 a 140 m., esto es, una emersión de las 
tierras. Con todo, se ha reconocido que, hasta la fecha, la teoría 
de Darwin es la que más satisfactoriamente explica las particula- 
ridades — de orden morfológico y genético — de los arrecifes cora- 
linos. — Nota de la edic. española. 



ISLAS KEELING 


319 


sx 

frente a las partes superiores de esos valles, en cuyas 
entradas la base primitiva del arrecife franjeante es- 
tuvo rota. 

Fácilmente podemos comprender cómo una isla que 
tenga un arrecife-barrera frente a un solo lado, o bien 
frente a un lado y los dos extremos, puede, a conse- 
cuencia de un hundimiento continuado por largo tiem- 
po, convertirse, bien en un sencillo arrecife en forma 
de muro, o bien en un atoll con un gran estribo sa- 
liente en dirección perpendicular, o en dos o tres 
atolls enlazados entre sí por arrecifes rotos; cosas to- 
das excepcionales, que de hecho se presentan. Como 
los corales constructores de arrecifes necesitan ali- 
mento, y son devorados por otros animales, y mue- 
ren a causa del sedimento que sobre ellos cae, y tal 
vez son transportados a profundidades de las que no 
pueden volver a salir, no debemos extrañarnos de 
que, tanto los arrecifes de atolls como los de barrera, 
sean incompletos en algunas partes. La gran barrera 
de Nueva Caledonia está así, incompleta y rota en va- 
rias partes; de ahí que, después de una larga sumer- 
sión, ese gran arrecife no haya producido un gran 
atoll de 400 millas de longitud, sino una cadena o 
archipiélago de atolls de casi las mismas dimensiones 
que ios del Archipiélago de las Maldivas. Además, 
abiertas brechas en los lados opuestos de un atolly 
efecto de la probabilidad de que pasen por ellas las 
corrientes oceánicas y de mareas, difícilmente se con- 
cibe que los corales, especialmente durante una su- 
mersión continuada, puedan unir los bordes rotos; si 
no lo efectúan, como toda la arena cae en el fondo, 
un atoll se dividirá en dos o más. En el Archipiélago 
de las Maldivas hay distintos atolls, tan relacionados 
entre sí en su situación y tan separados por canales 
insondables o muy profundos (el canal existente en- 
tre los atolls Ross y Ari tienen una profundidad de 
150 brazas, y 200 el que hay entre el norte y sur de los 



320 


darwin: v’aje del «beaqll» 


CAP. 


atolls Nillandoo), que es imposible contemplarlos en 
el mapa sin sentirse arrastrado a creer que en otro 
tiempo estuvieron íntimamente unidos. Y en este mis- 
mo archipiélago, el atoll Mahlos-Mahdoo está divi- 
dido por un canal bifurcado de 100 a 132 brazas de 
profundidad, de tal modo, que apenas puede decirse 
si, en todo rigor, debería considerarse como un grupo 
de tres atolls separados o como un gran atoll aun no 
del todo dividido. 

No descenderé a dar muchos más detalles; pero 
debo observar que la curiosa estructura de los atolls 
de las Maldivas septentrionales (teniendo en consi- 
deración la libre entrada del mar por sus rotas már- 
genes) se explica de un modo sencillo por el creci- 
miento exterior y ascendente de los corales, origina- 
riamente apoyados ambos sobre pequeños arrecifes 
separados en sus lagunas, como sucede en los atolls 
comunes, y las porciones rotas del arrecife marginal 
lineal, como el que limita todos los atolls de forma 
ordinaria. No puedo abstenerme de insistir una vez 
más sobre la singularidad de estas complejas estruc- 
turas, cuyo aspecto general es como sigue: un gran 
disco arenoso y generalmente cóncavo emerge abrup- 
tamente del insondable océano, presentando su su- 
perficie interior salpicada y su contorno simétrica- 
mente bordado con cuencas ovales de roca de coral; 
estos recintos se levantan apenas sobre la superficie 
del agua y a veces están vestidos de vegetación, y 
¡contiene cada uno un lago de agua claral 

Un pormenor más: como en dos archipiélagos co- 
ralinos próximos se da el caso de florecer los corales 
en uno y no en el otro, y como las numerosas circuns- 
tancias antes enumeradas deben afectar su existencia, 
sería un hecho inexplicable que durante los cambios 
a que tierra, aire y agua están sujetos los corales 
constructores de arrecifes de coral permanecieran vi- 
vos perpetuamente en un sitio o área determinados. 



ISLAS KEELINQ 


321 


sx 

Y como, según nuestra teoría, ias áreas que incluyen 
atolls y arrecifes-barrera están en proceso de sumer- 
sión, deberán hallarse de cuando en cuando arrecifes 
muertos y sumergidos. En todos los arrecifes, a causa 
de ser arrastrado el sedimento de la laguna o canal- 
laguna hacia sotavento, ese lado es el menos favorable 
al prolongado y vigoroso crecimiento de los corales; 
de ahí que en dicho lado se encuentren con frecuen- 
cia porciones muertas de arrecifes, los cuales no son 
frecuentes en sotavento, y éstos, aunque conservando 
aún su forma propia, parecida a un muro, yacen ahora 
sumergidos a varias brazas debajo de la superficie. El 
grupo de Chagos, por alguna causa desconocida, aca- 
so por haber sido muy rápida la sumersión, al presen- 
te parece reunir condiciones menos favorables al des- 
arrollo de arrecifes que en tiempos pasados; un atoll 
tiene una porción de su arrecife marginal, de nueve 
millas de longitud, muerta y sumergida; un segundo 
atoll sólo posee unos cuantos pequeños puntos vivos, 
que salen a la superficie; otros dos están enteramente 
sumergidos y muertos, y un quinto es una mera ruina 
con su estructura obliterada. Es digno de notarse que 
en todos estos casos los arrecifes, total o parcialmente 
muertos, yacen casi a la misma profundidad, esto es, 
a unas seis u ocho brazas bajo la superficie, como si 
hubieran descendido obedeciendo a un movimiento 
uniforme. Uno de estos <atolls medio ahogados», 
como los llama el capitán Moresby (a quien debo mu- 
chas y valiosas noticias) es de gran tamaño, pues mide 
90 millas náuticas de un borde al opuesto, en una di- 
rección, y 70 en otra, y es, en muchos respectos, emi- 
nentemente curioso. Como, según mi teoría, por regla 
general deben formarse nuevos atolls en cada nueva 
área de sumersión, podrían proponerse dos objeciones 
de paso: la primera es que los atolls debieran crecer 
indefinidamente en número, y la segunda, que en las 
antiguas áreas de sumersión cada atoll separado de- 

Darwin: VtAjE. — T. II 


21 



322 


darwin: viaje i>f.l «beagle» 


CAP. 


hiera aumentar sin límite su espesor, de no haber sido 
aducidas pruebas de su destrucción fortuita. Hemos, 
pues, trazado la historia de estos g-randes anillos de 
roca coralina desde su primer origen, siguiendo sus 
cambios normales y accidentes varios de su existencia, 
hasta terminar con su muerte y obliteración final. 

En mi libro sobre las Formaciones de coral he pu- 
blicado un mapa, en el que he coloreado de azul obs- 
curo todos los aiolls; de azul pálido, los arrecifes-ba- 
rrera, y de rojo, los arrecifes franjeantes. Estos úl- 
timos se han formado mientras la tierra permanecía 
estacionaria, o, según demuestra la presencia frecuen- 
te de restos orgánicos a ciertas alturas, durante un 
período de elevación lenta; los atolls y arrecifes-ba- 
rrera, por otra parte, han crecido en sentido ascen- 
dente, mientras se efectuaba el movimiento directa- 
mente opuesto de sumersión, que debe haber sido 
muy gradual, y en el caso de los atolls, tan vasto en 
magnitud, que ha sepultado todas las cimas de las 
montañas en amplias extensiones oceánicas. Ahora 
bien: en este mapa vemos que los arrecifes teñidos de 
azul obscuro y pálido, según mi teoría producidos por 
un movimiento del mismo orden, se hallan, por regla 
general, situados manifiestamente unos cerca de otros. 
Además, vemos que las áreas comprendidas por las 
dos tintas azules son de gran extensión y están sepa- 
radas de grandes líneas de costa coloreadas de rojo, 
circunstancias ambas que podrían haberse inferido 
sin esfuerzo partiendo de la teoría de que la natura- 
leza de los arrecifes ha sido dirigida por la índole es- 
pecial de los movimientos terrestres. Merece notarse 
que, en más de un caso, donde se aproximan círculos 
aislados, rojos y azules, puedo demostrar que ha habi- 
do oscilaciones de nivel; porque en tales casos los 
círculos rojos o franjeados se componen de atolls for- 
mados primeramente, según mi teoría, durante la su- 



XX 


ISLAS KEELING 


323 


mersión del terreno, pero elevados después; y, de otra 
parte, algunas denlas islas rodeadas de arrecifes que 
llevan el color azul pálido se componen de rocas de 
coral elevadas, según creo, a su altura actual antes de 
realizarse el descenso o emersión, durante el cual cre- 
cieron en sentido ascendente los arrecifes-barrera que 
ahora existen. 

Algunos autores han hecho notar, con sorpresa, que 
los atolls, no obstante ser las estructuras coralinas más 
comunes en enormes extensiones oceánicas, faltan en- 
teramente en otros mares, como los de las Antillas; y 
ahora comprenderemos inmediatamente la causa por 
qué donde no ha habido sumersión no han podido 
formarse atolls, y en el caso de las Antillas y algu- 
nas partes de las Indias Orientales, se sabe que han 
emergido dentro del período reciente. Las áreas ma- 
yores, coloreadas de azul y rojo, presentan toda una 
forma alargada, y entre los dos colores hay cierto gra- 
do de imperfecta sucesión alternada, como si el levan- 
tamiento de unos terrenos hubiera contrarrestado el 
hundimiento de otros. Atendiendo a las pruebas de 
elevación reciente, así en las costas franjeadas de arre- 
cifes como en algunas otras (por ejemplo, en Sudamé- 
rica), donde no hay tales formaciones, nos vemos in- 
ducidos a concluir que los grandes continentes son 
en su mayor parte áreas de elevación; y de la natura- 
leza de los arrecifes de coral inferimos que las partes 
centrales de los grandes océanos son áreas de depre- 
sión. El Archipiélago de las Indias Orientales, que es 
la tierra más quebrada del mundo, constituye en mu- 
chas de sus partes un área de elevación, pero cercada 
y penetrada, probablemente en más de un punto, por 
estrechas áreas de sumersión. 

He señalado con manchas de bermellón todos los 
numerosos volcanes activos que se conocen, dentro 
de los límites de este mismo mapa. Y es en extremo 
sorprendente que falten del todo esas manchas en 



324 


darwin; vjaje del «beagi-E» 


CAP. 


todas las grandes áreas de sumersión, coloreadas de 
azul pálido u obscuro; pero no menos llama la aten- 
ción la coincidencia de las principales cadenas volcá- 
nicas con las partes coloreadas de rojo, que, según 
mis conclusiones, o han permanecido estacionadas 
por largo tiempo, o, más generalmente, se han elevado 
en época no remota. Aunque unas cuantas manchas 
de bermellón aparezcan a no mucha distancia de círcu- 
los aislados teñidos de azul, sin embargo, ni un solo 
volcán activo está situado a menos de varios centena- 
res de miileis de un archipiélago o pequeño grupo de 
atolls. Por lo mismo, es un caso sorprendente y ex- 
cepcional el del Archipiélago de los Amigos, que 
consiste en un grupo de atollsy primero emergidos y 
después desgastados en parte, en el que se sabe que 
han estado en actividad dos volcanes y acaso más. De 
otro lado, aunque la mayor parte de las islas del Pací- 
fico que están cercadas por arrecifes-barrera son de 
origen volcánico y pueden distinguirse a menudo los 
restos de cráteres, no se tiene noticia de que ninguno 
haya estado en erupción. En estos casos podría dedu- 
cirse, al parecer, que los volcanes entran en actividad 
y se extinguen en unos mismos lugares, según que 
prevalezcan en ellos los movimientos elevatorios o 
de sumersión. Hechos innumerables podrían aducirse 
para probar que los restos orgánicos emersos a ciertas 
alturas abundan dondequiera que hay volcanes activos; 
pero hasta que pueda demostrarse que en áreas de 
sumersión o no existen volcanes o están extinguidos, 
la conclusión de que se hallen distribuidos en la su- 
perficie terrestre según las zonas de elevación o de- 
presión, aunque probable en sí misma, sería aventura- 
da. Sin embargo, en vista de lo expuesto, creo que 
podemos admitir de buen grado esta deducción tan 
importante. 

Bichando una mirada final al mapa, y teniendo pre- 
sentes las afirmaciones hechas respecto a los restos 



XX 


ISLAS KEELINQ 


325 


orgánicos emersos, no podemos menos de contemplar 
con asombro las vastas extensiones que han sufrido 
cambios de nivel, bien elevándose, bien descendiendo, 
dentro de un período no remoto geológicamente. 
También parece inferirse que los movimientos eleva- 
torios y de sumersión siguen casi las mismas leyes. En 
todos los espacios salpicados de atollsj donde ni un 
solo pico montañoso emerge sobre el nivel del mar, 
la sumersión debe haber alcanzado inmensas propor- 
ciones. Además, el hundimiento de la corteza terres- 
tre, continuado o recurrente con intervalos bastante 
largos para permitir a los corales levantar de nuevo sus 
viviendas hasta la superficie, necesariamente ha de- 
bido ser extremadamente lento. Esta conclusión es 
probablemente la más importante que puede dedu- 
cirse del estudio de las formaciones de coral, y es, a 
la vez, de tal índole, que no se concibe cómo hubiera 
podido llegarse a ella por otro camino. Tampoco he 
de pasar en silencio la probabilidad de que hayan 
existido en tiempos pasados grandes archipiélagos de 
islas altas donde ahora sólo bajos anillos de rocas co- 
ralinas rompen apenas la libre extensión del mar, pues 
esa hipótesis arroja alguna luz sobre la distribución 
de los habitantes de otras islas elevadas, que al pre- 
sente han quedado tan inmensamente distantes unas 
de otras en medio de los grandes océanos. A no du- 
darlo, los corales constructores de arrecifes han pro- 
ducido y conservado testimonios admirables de las 
subterráneas oscilaciones de nivel; en cada arrecife- 
barrera tenemos una prueba de que la tierra ha des- 
cendido, y en cada atollf un monumento sobre una 
isla ahora sumergida. De este modo podemos, a seme- 
janza de un geólogo que hubiera vivido diez mil años 
y conser\^ado el recuerdo de los cambios pasados, 
llegar a comprender algo del gran sistema por el que 
la superficie de este globo se ha roto, y los intercam- 
bios entre el agua y la tierra. 





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•-UBOaoini •» -c . .,-«>»■,•> V uir*.''-'’ ’ 



CAPÍTULO XXI 


De la isla Mauricio a Inglaterra. 


Hermoso aspecto de la isla Mauricio. — Gran anillo crateriforme 
de montañas. — Indios. —Santa Elena. — Historia de los cambios 
de la vegfetación. — Causa de la extinción de las conchas terres- 
tres. — Ascensión. — Variación en las ratas importadas. — Bom- 
bas volcánicas.— Capas de infusorios. — Bahía. — Brasil. — Es 
plendor del paisaje tropical.— Pernambuco. - Arrecife singu- 
lar. — Esclavitud. Regreso a Inglaterra. — Mirada retrospectiva 
acerca de nuestro viaje. 


29 de abril . — Por la mañana doblamos la extremi- 
dad norte de Mauricio o Isla de Francia. Desde este 
punto de vista el aspecto de la isla satisfacía plena- 
mente las esperanzas que las muchas y conocidas des- 
cripciones de sus bellos paisajes me habían hecho 
concebir. La llanura en declive de las Pamplemusas, 
salpicada de casas y coloreada por grandes campos 
de caña de azúcar, de vivo verdor, formaba el primer 
plano del cuadro. La brillantez del verde era sobre 
todo notable, porque ese color, por regla general, sólo 
resalta a corta distancia. Hacia el centro de la isla, 
grupos de montañas vestidas de bosques se alzaban 
sobre la llanura, cuajada de cultivos variados; las ci- 
mas, como sucede comúnmente con las antiguas rocas 
volcánicas, aparecían erizadas de agudísimos picos. 
Masas de blancas nubes se habían reunido en torno 
de estas cimas, como para deleitar la vista del obser- 
vador. La isla entera, con su litoral en declive y sus 



328 


darwin: viaje del «beaole» 


CAP. 


montañas centrales, ofrecía elegante continente y pre- 
sentaba un conjunto lleno de armonía, si se me per- 
mite tal expresión. 

Empleé casi todo el día siguiente en pasear por la 
ciudad y visitar a diferentes personas. La ciudad es 
bastante grande, y se dice que contiene 20.000 habi- 
tantes; las calles son muy limpias y regulares. Aunque 
la isla lleva tantos años bajo el gobierno inglés, el ca- 
rácter general de la población es francés enteramente; 
los mismos ingleses hablan en francés a sus criados, 
y los comercios son todos franceses; realmente hubie- 
ra creído que Calais o Boulogne estaban mucho más 
britanizados. Hay un lindísimo teatro, en que se repre- 
sentan óperas primorosamente. Otra de las cosas que 
nos sorprendieron fué ver grandes librerías, con sus 
estantes bien provistos; la música y los libros nos 
anuncian que empezamos a acercarnos al viejo mundo 
de la civilización; porque, en realidad, tanto Australia 
como América son mundos nuevos. 

Las diversas razas de hombres que transitan por las 
calles de Fort Louis ofrecen un espectáculo intere- 
santísimo. Los criminales de la India vienen desterra- 
dos aquí por toda su vida; al presente hay unos 800, 
y están empleados en varias obras públicas. Antes de 
ver a esta gente no tenía idea de que los habitantes 
de la India fueran figuras tan nobles. Se distinguen 
por su color muy moreno, y muchos de los ancianos 
usan grandes bigotes y luenga barba, blanca como la 
nieve; circunstancia que, unida al fuego de su mirada, 
les da un aspecto imponente. La mayor parte han sido 
deportados por asesinatos y otros crímenes gravísi- 
mos; pero también los hay que sufren igual pena por 
causas que apenas pueden considerarse como delitos; 
por ejemplo, el desobedecer las leyes inglesas por 
motivos supersticiosos. Estos hombres de ordinario 
son pacíficos y de excelente conducta; atendiendo a 
su comportamiento exterior, su pureza y fiel observan- 



XX! 


DK LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 


329 


cía de sus extraños ritos religiosos, no era posible 
igualarlos con los miserables deportados de Nueva 
Gales del Sur. 

/ de mayo, domingo . — He paseado tranquilamente 
a lo largo de la costa hasta el norte de la ciudad. La 
llanura en esta parte permanece inculta casi del todo 
y está formada por un campo de lava negra alfombra- 
do de hierbajos y arbustos; estos últimos, pertenecien- 
tes en su mayor parte a las mimosas. El paisaje pre- 
senta un carácter intermedio entre el de los Galápa- 
gos y el de Tahiti; pero con este dato pocas personas 
formarían de él una idea bien definida. Es una región 
realmente deliciosa, pero sin los encantos de Tahiti o 
la grandeza del Brasil. Ai día siguiente subí a La Pou- 
ce, montaña así llamada por un pico en forma de pul- 
gar y que se eleva muy cerca de la ciudad, a la altura 
de 780 metros. El centro de la isla se compone de una 
gran plataforma rodeada de antiguas montañas basál- 
ticas rotas por numerosas hendeduras y cuyos estratos 
descienden en dirección al mar. La plataforma central, 
de que hablo, ha sido formada por corrientes de lava 
reladvamente recientes, y se extiende a modo de óvalo 
gigantesco, cuyo eje menor mide 13 millas geográfi- 
cas. Las montañas que la limitan exteriormente perte- 
necen a la clase de estructuras llamadas cráteres de 
elevación, los cuales se supone haber sido formados 
no como los cráteres ordinarios, sino por un grande y 
repentino levantamiento. Este modo de ver me parece 
que tiene en contra objeciones insuperables; por otra 
parte, apenas puedo creer, en éste y algunos otros 
casos, que tales montañas crateriformes marginales se 
reduzcan meramente a restos básicos de volcanes in- 
mensos cuyas cimas fueron arrancadas y lanzadas a 
enormes distancias por violentas erupciones o engu- 
llidas en abismos subterráneos. 

Desde nuestra elevada posición disfrutábamos una 



330 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


excelente vista de la isla. El terreno en este lado pa- 
rece bastante bien cultivado y se halla dividido en 
grandes parcelas, con sus correspondientes casas de 
labor. Sin embargo, me aseguraron que sólo la mitad 
del territorio está cultivada; si así es, dada la creciente 
demanda de azúcar en los mercados, esta isla, andan- 
do el tiempo, cuando tenga una población bastante 
densa, será riquísima. Desde que Inglaterra se ha po- 
sesionado de ella, en sólo veinticinco años, la expor- 
tación del azúcar se ha hecho 75 veces mayor. Una de 
las causas principales de su prosperidad es el estado 
excelente de los caminos. En la vecina Isla de Borbón, 
que permanece sujeta al dominio francés, los caminos 
continúan en el mismo estado miserable en que aquí 
estaban hace sólo unos cuantos años. Aunque los fran- 
ceses establecidos en Mauricio deben de haberse be- 
neficiado mucho con la creciente prosperidad de la 
isla, sin embargo, el gobierno inglés dista mucho de 
ser popular. 

3 de mayo . — Por la tarde el capitán Lloyd, inspec- 
tor general, famoso por el estudio que hizo del istmo 
de Panamá, nos invitó a Mr. Stokes y a mí a visitarle 
en su casa de campo, situada en el límite de los Llanos 
Wilhain y a unas seis millas de Port Louis. Dos días 
estuvimos en esta deliciosa residencia, y como su al- 
tura sobre el nivel del mar es de unos 240 metros, se 
respiraba un aire fresco y puro, habiendo además por 
todas partes paseos deliciosos. No muy lejos se abría 
un gran barranco, ahondado a la profundidad de uftos 
150 metros, por entre corrientes de lava ligeramente 
inclinada, que habían fluido de la plataforma central. 

5 de mayo . — El capitán Lloyd nos llevó al Riviére 
Noire, que está varias millas hacia el Sur, a fin de que 
pudiera yo examinar algunas rocas de coral emerso. 
Pasamos por hermosos huertos y excelentes planta- 



XXI 


DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 


331 


Clones de caña de azúcar, que crecían entre enormes 
bloques de lava. Los caminos tenían sus lindes guar** 
necidas de setos de mimosas, y cerca de muchas casas 
se veían avenidas de mangos. Los paisajes, en que se 
combinaban las montañas de cimas cónicas y las tie- 
rras cultivadas, eran extraordinariamente pintorescos; 
de modo que a cada instante me sentía tentado a ex- 
clamar: <¡Cuán agradable debe ser pasar la vida en tan 
pacífico retiro!» El capitán Lloyd tenía un elefante, y 
le hizo llevarnos hasta la mitad del camino, para que 
disfrutáramos el placer de cabalgar a usanza india. La 
particularidad que más me sorprendió fué su andar 
reposado y silencioso. Este elefante es el único que 
al presente existe en la isla; pero se dice que manda- 
rán traer algunos más. 

9 de mayo . — Zarpamos de Fort Louis, y, después de 
tocar en el Cabo de Buena Esperanza, el o de julio lle- 
gamos frente a Santa Elena (1). Esta isla, cuyo desapa- 
cible aspecto ha sido descrito tantas veces, surge 
abruptamente del océano, a modo de un enorme cas- 
tillo negro. Cerca de la ciudad, como para completar 
las defensas naturales, todos los huecos de las quebra- 
das rocas están llenos de fortines y cañones. La ciu- 
dad se extiende siguiendo el fondo plano y ascendente 
de un estrecho valle; las casas reflejan holgado bien- 
estar, y entre ellas crecen árboles de perenne verdor, 
en muy contado número. Desde cerca del ancladero 
se contempla una vista extraña: un castillo irregular 
enhiesto en la cima de una alta montaña, y entre al- 
gunos abetos esparcidos aquí y allá, proyecta su ma- 
ciza fábrica sobre el azul del cielo. 

Al día siguiente conseguí hospedarme en una casa 
que sólo distaba un tiro de piedra de la tumba de Na- 


(1) Santa Elena tiene 122 km.2 de extensión y 3.634 habitan- 
tes . — Nota de la edic. española. 



332 


darwin: viaje del gbeagle» 


CAP. 


poleón (1); era un sitio céntrico de primer orden, des- 
de el que se podían hacer excursiones en todas direc- 
ciones. Durante los cuatro días permanecí en esta 
casa, y desde la mañana a la noche discurrí por la isla 
y examiné su historia g-eológica. Mis habitaciones se 
hallaban a la altura de unos 600 metros sobre el nivel 
del mar; el tiempo aquí era frío y revuelto, con fre- 
cuentes chubascos, y a cada instante el horizonte apa- 
recía velado por espesos nubarrones. 

Cerca de la costa la rugosa lava se presenta ente- 
ramente desnuda; en las partes centrales y más eleva- 
das la descomposición de las rocas feldespáticas ha 
producido un suelo arcilloso, que donde no está cu- 
bierto de vegetación aparece veteado de bandas bri- 
llantes y multicolores. En esta estación, la tierra, hu- 
medecida por constantes lluvias, produce un pasto de 
vivo verdor, que, al paso que desciende el terreno, 
palidece y se hace cada vez más ralo, hasta desapa- 
recer. A una latitud de 16°, y a la altura casi despre- 
ciable de 450 metros, sorprende contemplar una ve- 
getación que tiene un carácter decididamente britá- 
nico. Las colinas están coronadas por plantaciones 
irregulares de abetos escoceses, y las laderas de las 
lomas se hallan vestidas de árgomas con sus brillantes 
flores amarillas. Abundan los sauces llorones en las 
márgenes de los riachuelos, y los setos suelen ser de 
morales, que producen en abundancia su conocido 
fruto. Cuando se considera que el número de plantas 
halladas hoy en la isla no pasa de 746, siendo indí- 
genas sólo 52 e importadas las demás, casi todas de 
Inglaterra, se comprende sin dificultad el carácter bri- 


(1) Después de los volúmenes de elocuencia que se han de- 
rrochado sobre este asunto, es peligroso hasta la sola mención 
de la tumba napoleónica. Un moderno viajero, en 12 líneas, se- 
pulta la pobre islita con los títulos siguientes: ¡huesa, tumba, pi- 
rámide, cementerio, sepulcro, catacumba, sarcófago, minarete y 
mausoleo! 



XXI 


DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 


333 


tánico de la vegetación. Muchas de estas plantas in- 
glesas parecen medrar aquí mejor que en su país de 
origen, y también las hay de la opuesta región de 
Australia que se han aclimatado muy bien. Las nume- 
rosas especies importadas deben de haber destruido 
varias de las especies indígenas; de modo que sólo en 
las regiones más elevadas e inaccesibles predomina 
ahora la flora peculiar de la isla. 

El carácter británico, o más bien galés, del paisaje 
resulta de las numerosas quintas y casitas blancas, y 
que, o bien se esconden en el fondo de profundí- 
simos valles, o campean en las crestas de elevadas 
montañas. Hay vistas admirables, como, por ejemplo, 
la que se descubre desde un punto inmediato a la casa 
de sir W. Doveton, donde el atrevido pico llamado 
de Lot aparece irguiéndose sobre un obscuro bosque 
de abetos, y detrás de todo las rojas montañas denu- 
dadas de la costa sudeste. Al tender la mirada sobre 
la isla desde una altura, lo primero que llama la aten- 
ción son los numerosos caminos y fuertes; la labor in- 
vertida en obras públicas, si no se considera la cir- 
cunstancia de ser un lugar destinado al confinamiento 
de criminales, no guarda proporción con la extensión 
y valor de la isla. Escasea tanto el terreno llano y uti- 
lizable, que no se comprende cómo pueden vivir aquí 
5.000 habitantes. Las ciases bajas y los esclavos eman- 
cipados, son, según creo, extremadamente pobres; se 
quejan de la falta de trabajo. Es de creer que aumen- 
te la pobreza si se atiende a la reducción del número 
de empleados públicos que llevará consigo el aban- 
dono de la isla por parte de la Compañía de las Indias 
Orientales, junto con la emigración consiguiente de 
las familias más ricas. El alimento principal de la clase 
trabajadora es el arroz con un poco de carne salada; 
como ninguno de dichos artículos se produce en la 
isla, siendo necesario importarlo a buen precio, los 
jornales bajos agravan la triste situación de los pobres 



334 


DARWIN: viaje del dBtAGLEO 


CAP. 


trabajadores. Sin embargo, ahora que se han conce- 
dido a ia isla amplias libertades, apreciadas, según 
creo, en todo su valor por ios habitantes, parece pro- 
bable que se hallen menos recursos capaces de sos- 
tener y aun aumentar la población. Suponiendo que 
asi suceda, ¿qué será del minúsculo estado de Santa 
Elena? 

Mi guía era un hombre ya entrado en años, que 
de muchacho había guardado cabras y conocía todos 
los vericuetos entre las rocas. Era de raza muy cru- 
zada, y, aunque de piel obscura, no tenía la desagra- 
dable expresión del mulato. Distinguíase por su con- 
dición obsequiosa y reposada, y tal parece ser el ca- 
rácter de la mayor parte de las clases inferiores. So- 
naba de una manera extraña en mis oídos oír a un 
hombre casi blanco y decentemente vestido hablar 
con indiferencia de los tiempos en que había sido un 
esclavo. Todos los dias daba largos paseos acompa- 
ñado de este guía, que llevaba mis dineros y un cuer- 
no con agua, prevención esta última del todo nece- 
saria, porque la de los valles más bajos es salina. 

Los valles agrestes que hay bajo de la región cen- 
tral y más alta, cubierta de vegetación, están entera- 
mente desolados y desiertos. El geólogo halla aquí 
ancho campo a sus investigaciones en un terreno que 
revelaba cambios sucesivos y trastornos complicados. 
En mi opinión, Santa Elena ha existido como isla 
desde época muy remota, si bien subsisten aún prue- 
bas confusas de la elevación de la tierra. Creo que los 
picos centrales y más altos forman parte del anillo de 
un gran cráter, cuya mitad meridional ha sido arrasada 
enteramente por las olas del mar; hay, además, un 
muro externo de negras rocéis basálticas, como las 
montañas costeras de Mauricio, las cuales son más 
antiguas que las corrientes volcánicas centrales. En las 
partes más altéis de la isla abundan, encastradas en el 
suelo, numerosas conchas, que por largo tiempo se 



XXI 


DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 


335 


han considerado como especies marinas. Pero resultan 
ser una Cochlogenay concha terrestre de una forma (1) 
peculiarísíma; junto con ellas hallé otras seis clases, y 
en otra parte ocho especies. Es curioso que no se 
halle ahora ninguna de ellas viva. Probablemente su 
extinción ha sido causada por la destrucción total de 
ios bosques y la consiguiente pérdida de comida y 
abrigo, hechos que ocurrieron en la primera parte de 
la última centuria. 

La historia de los cambios sufridos por las altipla- 
nicies de Longwood y Deawood, tal como aparecen 
descritos en la Memoria del general Beatson sobre la 
isla, encierra el más vivo interés. Dícese que ambas 
llanuras estuvieron en otro tiempo cubiertas de bos- 
que, y que por esa causa llevaron la denominación de 
Great Wood (Gran Bosque). Hasta 1716 hubo muchos 
árboles; pero en 1724 los viejos habían caído en su 
mayor parte, y como se dejó que las cabras y cerdos 
vagaran libremente por estos parajes, todos los árboles 
jóvenes perecieron. En las relaciones oficiales se halla 
también que a la desaparición de los árboles sucedió 
inesperadamente una hierba dura y correosa que se 
propagó por toda la superficie (2). Anade el gene- 
ral Beatson que en su tiempo dicha llanura «estaba 
cubierta de fino césped, habiéndose convertido en 
el mejor pastizal de la isla>. El área que probable- 
mente ocupó el bosque en un primer período se cal- 
culaba en unas 1.000 hectáreas, y al presente apenas 
se halla en toda esa extensión un solo árbol. También 
aseguran que en 1709 había muchos árboles secos en 
la bahía Sandy, lugar tan completamente desierto hoy 
que, a no mediar una relación fidedigna, nada me hu- 

(1) Merece notarse que todos los ejemplares de esta concha ha- 
llados por mí en un sitio se diferencian, como una variedad bien 
marcada, de los de otra colección que me procuré en otro lugar 
distinto. 

(2) Beatson, Santa Elena, capítulo preliminar, pág. 4. 



336 


DARW!N: viaje del «beaole» 


CAP. 


hiera hecho creer que allí hubieran podido crecer 
jamás. Parece estar bien comprobado que las cabras 
y los cerdos destruyeron todos los árboles jóvenes 
cuando estaban a punto de brotar, y que los viejos no 
accesibles a sus ataques perecieron en el transcurso 
del tiempo. Las cabras se introdujeron en el año 1502; 
ochenta y seis años después, en la época de Caven- 
dish, abundaban extraordinariamente, según se sabe. 
Más de una centuria después, en 1731, cuando el mal 
era completo e irremediable, se dió la orden de matar 
todos los animales vagabundos. Es, pues, interesantí- 
simo ver que el arribo de animales a Santa Elena 
en 1501 no mudó el aspecto entero de la isla hasta 
después de un período de doscientos veinte años; 
porque las cabras se introdujeron en 1502, y en 1724 
se dice que «los árboles viejos habían caído en su 
mayor parte». Poca duda puede caber de que este 
gran cambio en la vegetación afectó no sólo las con- 
chas de tierra, causando la extinción de ocho especies, 
sino también a numerosos insectos. 

Santa Elena, situada tan lejos de las tierras conti- 
nentales, en medio de un gran océano, y con una flo- 
ra peculiar, excita nuestra curiosidad. Las ocho con- 
chas terrestres, aunque ahora extintas, y la única vi- 
viente, Succinea, son especies peculiares que no se 
hallan en ninguna otra parte. Mr. Cuming, sin embar- 
go, me participa que una Helix inglesa es común aquí, 
habiéndose introducido indudablemente sus huevos 
en algunas de las muchas plantas importadas. Mr. Cu- 
ming recogió en la costa 16 especies de conchas ma- 
rinas, de las que siete, a lo que yo sé, no viven mas 
que en esta isla. Las aves e insectos (1), según podría 

(1) Entre estos pocos insectos me sorprendió hallar un pe- 
queño Aphodius (nueva especie) y un Oryctes, ambos abundantísi- 
mos bajo las boñigas. Cuando se descubrió la isla no poseía cua- 
drúpedo alguno, excepto quizá un ratón; resulta, por tanto, difí- 
cil esclarecer si estos insectos, que se alimentan de estiércol, han 


XXI 


DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 


337 


esperarse, escasean mucho; realmente, creo que todas 
las aves han sido introducidas en los últimos años. Las 
perdices y los faisanes abundan bastante, gracias a la 
estricta observancia inglesa de las leyes de caza. Me 
refirieron la aplicación rigurosa de esas ordenanzas a 
un caso en que tal vez en Inglaterra no se hubiera 
llegado a tal extremo. La gente pobre solía en otro 
tiempo quemar una planta que crece en las rocas de 
la costa, a fin de exportar la sosa de las cenizas; pero 


sido importados casualmente en época posterior, o, en el caso de 
ser aborígenes, de qué alimento se sustentaban primeramente. En 
las riberas del Plata, donde, con el gran númerodevacas ycaballos, 
abunda el estiércol en las magníficas llanuras de césped, es inútil 
buscar las numerosas clases de coleópteros coprófagos, tan comu- 
nes en Europa. No hallé mas que un Oryctes (los insectos de este 
género en Europa se alimentan generalmente de materia vegetal 
podrida) y dos especies de Phanaeus, que son comunes en tales 
sitios. En el lado opuesto de la Cordillera, en Chiloe, abunda en 
extremo otra especie del último género citado, que suele enterrar 
el estiércol en grandes bolas forradas de tierra. Hay razón para 
creer que el género Phanaeus, antes de la introducción del ga- 
nado, se alimentó de excremento humano. En Europa, los coleóp- 
teros que viven de la materia utilizada en la nutrición de otros 
animales mayores son tan numerosos, que sus diversas especies 
pasan de 100. Considerando esto y la gran cantidad de alimento 
de esa clase que se pierde en las Pampas de la Argentina, me ha 
parecido ver uno de los casos en que el hombre ha perturbado la 
trabazón que liga a tantos animales en su país de origen. En Tas- 
mania, sin embargo, hallé cuatro especies de Onthophagos, dos de 
Aphodius y una de un tercer género, muy abundante bajo el ex- 
cremento de las vacas; sin embargo, estos últimos anímales habían 
sido introducidos sólo hacía treinta y tres años. Antes de esa 
época no había más cuadrúpedos que el canguro y otros animales 
más pequeños, cuyos excrementos son distintos de los de sus su- 
cesores introducidos por el hombre. En Inglaterra, la mayor parte 
de los escarabajos coprófagos se alimentan de excrementos espe- 
ciales, esto es, no dependen indiferentemente de cualquier cua- 
drúpedo en cuanto a los medios de subsistencia. El cambio, por 
tanto, de hábitos que ha debido efectuarse en Tasmania es nota- 
bilísimo. Hago constar aquí mi agradecimiento al Rev. F. W.Hope. 
que espero me permita llamarle aquí mi maestro en entomología, 
por haberme dado los nombres de los insectos anteriores. 

Darwin: Viaje. — T. II. 


22 


338 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


llegó una orden perentoria prohibiendo esa práctica, 
dando por razón ¡que las perdices no tendrían dónde 
anidar! 

En mis paseos crucé varias veces por llanuras herbo- 
sas limitadas por profundos valles, sobre los que está 
la finca de Longwood. Vista a corta distancia, parece 
la residencia rústica de un ricacho. Frente a ella hay 
algunos campos cultivados, y allende éstos se alza la 
pelada colina, de rocas coloreadas, llamada Flagstaff 
y lá negra mole cuadrada y áspera del Barn. En con- 
junto, la vista era un tanto vulgar y desprovista de in- 
terés. La única molestia que padecí durante mis pa- 
seos fué la de tener que luchar con vientos hura- 
canados. Un día observé una circunstancia curiosa: 
hallándome de pie en el borde de una llanura termi- 
nada por un farallón enorme, de unos 1.000 pies de 
profundidad, vi a la distancia de pocos metros, en la 
dirección exacta de barlovento, algunas golondrinas 
de mar que luchaban contra una brisa impetuosa, 
mientras donde yo me hallaba el aire estaba en per- 
fecta calma. Me acerqué al borde del despeñadero, 
donde la corriente aérea parecía doblarse hacia arriba 
desde la pared del acantilado, extendí el brazo, e in- 
mediatamente sentí toda la fuerza del viento: una ba- 
rrera invisible, de dos metros de anchura, separaba 
perfectamente el ventarrón del aire tranquilo. 

Tanto gocé en mis excursiones por entre las rocas 
y montañas de Santa Elena, que casi sentí pena en la 
mañana del 14, cuando tuve que bajar a la ciudad. 
Antes del mediodía me trasladé a bordo, y el Beagle 
se hizo a la vela. 

El día 19 de julio llegamos a Ascensión. Todos los 
que hayan contemplado una isla volcánica situada 
bajo un clima árido, podrán figurarse desde luego el 
aspecto de Ascensión. Basta imaginar un conjunto de 
colinas cónicas, peladas, de un vivo color rojo, con 



XXI 


DE LA K.A MAURICIO A INGLATERRA 


339 


los vértices de ordinario truncados, y que se levantan, 
aisladas, sobre una superficie plana de lava neg’ra y 
escabrosa. Un monte de mayor tamaño, situado en el 
centro de la isla, parece el padre de los más pequeños. 
Llámasele Green Hill, esto es, Colina Verde, nombre 
que se ha tomado del tinte débil de ese color, que en 
esta época del año apenas se percibe desde el fon- 
deadero. Completando la escena desolada, las negras 
rocas de la costa están bañadas por un mar bravio y 
turbulento. 

La colonia está junto a la orilla, y se compone de 
varias casas y barracas colocadas irregularmente, pero 
bien construidas de piedra blanca. No hay más habi- 
tantes que algunos marinos y varios negros rescatados 
de los barcos que se dedican a su tráfico; estos negros 
reciben del gobierno paga y provisiones (1). No hay en 
la isla persona alguna más. Muchos de los marinos pa- 
recían contentos con su situación; prefieren pasar en 
tierra sus veintiún años de servicios, suceda lo que su- 
ceda, antes que en su barco; si yo fuera marino, abra- 
zaría de todas veras esta resolución. 

A la mañana siguiente subí a Green Hill, que tiene 
800 metros de altura, y crucé la isla hacia la parte de 
barlovento. Un buen camino carretero conduce desde 
el poblado de la costa a las casas, huertos y campos 
situados junto a la cima de la montaña central. Al lado 
de la ruta se ven piedras miliares y cisternas, donde 
los transeúntes sedientos pueden beber agua fresca y 
saludable. La misma diligente previsión se ha desple- 
gado en otras partes de la colonia y en la administra- 
ción de los manantiales, procurando que no se des- 
perdicie una sola gota de agua; de modo que, en rea- 
lidad, la isla toda puede compararse a un enorme navio 
cuidado con el mayor esmero. A la vez que admiro la 


(1) Ascensión tiene solamente 88 km.^ y 196 habitantes. — 
Nota de la edic. española. 



340 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


activa laboriosidad que ha sabido realizar tales ade- 
lantos con tan escasos medios, no puedo menos de 
lamentar la pobreza e insigfnificancia del fin. Con ra- 
zón ha observado M. Lesson que sólo la nación ingle- 
sa ha podido pensar en hacer de la isla Ascensión un 
sitio productivo, porque cualquiera otro pueblo no la 
hubiera conservado mas que como una mera fortaleza 
en el océano. 

En la zona costera n o crece ni una brizna de hier- 
ba; mas en el interior se encuentran plantas de ri' 
ciño, y se ven unas cuantas langostas, fíeles amigos 
del desierto. En la elevada región central vegeta una 
hierba rala, y el conjunto se parece mucho a las peo- 
res comarcas de las montañas de Gales. Pero siendo, 
al parecer, tan mezquinos los pastos, bastan para man- 
tener unas 600 ovejas, muchas cabras y varias vacas y 
caballos. Entre ios animales indígenas sobresalen, por 
su número incontable, los cangrejos terrestres y las 
ratas. Respecto de estas últimas, hay motivo para du- 
dar que sean realmente indígenas. Según la descrip- 
ción de Mr. Waterhouse, hay dos variedades: una es 
de color negro, con fina piel lustrosa, que vive en las 
cimas herbosas; la otra, de color pardo menos relu- 
ciente y pelo largo, habita junto al poblado, en la 
costa. Estas dos variedades son una tercera parte 
más pequeñas que la rata común negra (M. rattus)^ y 
se diferencian de ella en el color y otras cualidades 
de la piel, pero no en los caracteres esenciales. Me 
inclino mucho a creer que e stas ratas (como el ratón 
común, que se ha propaga do mucho) han sido impor- 
tadas, y, como en los Galápagos, han variado por 
efecto de las nuevas condiciones a que han estado so- 
metidas; de ahí que la variedad de ratas de la cima de 
la isla se diferencie de las de la costa. No hay aves 
propias del país; abundan las gallinas de Guinea, im- 
portadas de las islas de Cabo Verde, y la gallina co- 
mún se ha hecho silvestre. Algunos gatos, que origi- 



XXI 


DE LA I€LA MAURICIO A INGLATERRA 


341 


nariamente se trajeron para acabar con las ratas y ra- 
tones, se han propagado hasta convertirse en una 
verdadera plaga. La isla carece enteramente de árbo- 
les, siendo en éste y otros particulares muy inferior a 
Santa Elena. 

Una de mis excursiones me llevó hacia la extremi- 
dad sudoeste de la isla. El día era despejado y calu* 
roso, y me pareció ver la isla, no sonriente de belle- 
za, sino atónita de su desnuda fealdad. Las corrientes 
de lava están cubiertas de mogotes, presentando una 
escabrosidad que, geológicamente hablando, no tenía 
fácil explicación. Los espacios intermedios quedan 
ocultos bajo capas de piedra pómez, cenizas y toba 
volcánica. Mientras desde el extremo de la isla me 
encaminaba al mar, vi el terreno moteado de unas 
manchas blancas, cuyo origen y naturaleza no acerta- 
ba a explicarme; después averigüé que eran aves ma- 
rinas entregadas al sueño en la plena confíanza de que 
ni aun en la mitad del día habría nadie que se acer- 
case a molestarlas. Estas aves fueron las únicas criatu- 
ras vivas que vi durante toda la jornada. En la costa, 
no obstante soplar una brisa suave, el mar alborotado 
se estrellaba contra las hendidas rocas de lava. 

La geología de esta isla es interesante por muchos 
conceptos. En varios sitios encontré bombas volcá- 
nicas, esto es, masas de lava que, habiendo sido lan- 
zadas al aire en estado fluido, tomaron, consiguiente- 
mente, la forma esférica o piriforme. No solamente su 
forma externa, sino su interna estructura, en muchos 
casos, muestran de cuán curiosa manera han podido 
girar en su curso aéreo. El núcleo es groseramente ce- 
lular, decreciendo las celdas en tamaño hacia el exte- 
rior; dicho núcleo está encerrado en una envoltura pa- 
recida al casco de una granada, que tiene un tercio de 
pulgada de grueso, y se halla cubierta a la vez por una 
costra exterior de lava porosa con minúsculas oqueda- 
des. Tengo casi por indudable que las fases por que ha 



342 


darwin: viaje del «beagle> 


CAP. 


pasado la solidificación de estas curiosas bombas de 
lava han sido las siguientes: primero, la costra externa 
ha debido de enfriarse rápidamente, quedando en el 
estado en que ahora la vemos; después, la lava, toda- 
vía fluida, del interior, hubo de acumularse, merced a 
la fuerza centrífuga engendrada por el movimiento de 
revolución de la bomba contra la corteza externa en- 
friada, produciendo así la costra sólida de piedra; y, 
por últímo, la misma fuerza centrífuga, al disminuir 
la presión en las partes más centrales de la bomba, 
permitió a los vapores calentados dilatar sus célu- 
las, formando así las masas toscamente celulares del 
centro. 

Una colina formada por las series más antiguas de 
rocas volcánicas, y que erróneamente ha sido conside- 
rada como el cráter de un volcán, es notable por su 
cima cóncava de sección circular, que se ha llenado 
de muchas capas sucesivas de cenizas y escorias fínas. 
Dichas capas, en forma de plato, aumentan su grosor 
en el borde y constituyen perfectos anillos de muchos 
colores distintos, dando a la cima un aspecto suma- 
mente fantástico; uno de estos anillos es blanco y 
ancho, e imita perfectamente una pista donde se han 
hecho ejercicios de equitación; de ahí que se haya 
dado a la montaña el título de Escuela de Equitación 
del Diablo. Tomé muestra de las capas tobáceas, te- 
ñidas de color de rosa; y lo más sorprendente y ex- 
traordinario es que el profesor Ehrenberg (1) las halla 
casi enteramente compuestas de materia que ha esta- 
do organizada, pues ha descubierto en ellas algunos 
infusorios de agua dulce, de caparazón silíceo, y no 
menos de 25 clases diferentes de tejido silíceo de 
plantas herbáceas en su mayor parte. A causa de la 
ausencia de toda materia carbonosa, el profesor 


(1) Monats. der Kónig. Akad. d. Wiss. zm. Berlín. Vom apríl, 
1845. 







XXI 


BE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 


343 


Ehrenberg cree que estos cuerpos orgánicos han pa- 
sado por el fuego volcánico, siendo después vomita- 
dos en el estado que ahora tienen. El aspecto de las 
capas me indujo a creer que habían estado deposita- 
dos bajo el agua, aunque, atendiendo a la extrema se- 
quedad del clima, me vi precisado a imaginar que pro- 
bablemente habrían caído durante alguna gran erup- 
ción torrentes de lluvia, formando un lago temporal, 
en el que cayeron las cenizas. Pero ahora debería sos- 
pecharse más bien que el lago no fué temporal. Como 
quiera que fuere, podemos estar seguros de que en 
alguna época remota el clima y producciones de la 
isla Ascensión fueron muy distintos de los actuales. 
¿Dónde hallaremos en la superficie de la tierra un si- 
tio en que la investigación atenta no descubra señales 
de ese ciclo interminable de cambios a que la Tierra 
ha estado, está y estará sujeta? 

Al dejar Ascensión, zarpamos para Bahía, en la costa 
del Brasil, a fin de completar la medición cronomé- 
trica del mundo. Arribamos allí en 1 de agosto, y es- 
tuvimos cuatro días, durante los cuales di varios largos 
paseos. Me alegré de ver que el paisaje tropical no 
había perdido para mí ninguno de sus encantos, a 
pesar de la falta de novedad. Los elementos que le 
integran son tan sencillos, que merecen mencionarse 
para demostrar cómo la exquisitez de las bellezas na- 
turales depende de un conjunto de circunstancias in- 
significantes. 

El país puede describirse como una llanura hori- 
zontal de unos 90 metros de elevación, tajada en mu- 
chas partes por valles de fondo plano. Esta estructura 
es notable tratándose de un país granítico, pero se la 
encuentra casi siempre en todas las formaciones más 
blandas, de que ordinariamente se componen las lla- 
nuras. Toda la superficie está cubierta de soberbios 
árboles de varias clases, alternando con trozos de te- 
rreno cultivado, sobre ios que se levantan casas, con- 


344 


darwin: viaje del «beagle» 


CAÍ». 


ventos y capillas. Debe recordarse que, entre los tró- 
picos, la bravia exuberancia de la Naturaleza no des- 
aparece ni aun en la proximidad de las grandes ciu- 
dades, porque la natural vegetación de setos y lade- 
ras sobrepuja en magnificencia a la artificiosa labor 
del hombre. De ahí que sólo en muy pocos sitios el 
rojo vivo del sufelo desnudo forma vigoroso contraste 
con la universal alfombra de verdor. Desde los bordes 
de la llanura se domina la dilatada extensión del océa- 
no, o de la gran Bahía, con sus orillas vestidas de bos- 
que bajo, y en que numerosos botes y canoas mues- 
tran sus blancas velas. Pero en los demás puntos el 
paisaje se limita en extremo, y cuando se camina por 
senderos llanos sólo se alcanza a ver a un lado y otro 
partes de los frondosos valles que se abren debajo. 
Añadiré que las casas, y especialmente los edificios 
sagrados, están construidos en un estilo de arquitec- 
tura peculiar y algo fantástico. Todos los edificios es- 
tán enjalbegados de blanco; de modo que al iluminar- 
los el brillante sol de Mediodía, se proyectan sobre el 
pálido azul del cielo como espectros vaporosos, más 
bien que como reales edificios. 

Tales son los elementos del paisaje; pero es inútil 
intentar describir el efecto general. Doctos naturalis- 
tas presentan cuadros de panoramas tropicales enu- 
merando una multitud de objetos y citando algunos 
de sus rasgos característicos. Los viajeros que hayan 
visitado estos países podrán tal vez sacar de las des- 
cripciones trazadas con tanto pormenor alguna idea 
bien definida; pero los demás lectores difícilmente 
llegarán a concebir la realidad que corresponde a esos 
relatos, porque ¿quién al ver una planta en un herba- 
rio se imaginará el aspecto que tiene cuando crece en 
su suelo propio? ¿Quién contemplando los ejempla- 
res de un invernáculo se forjará en su fantasía el es- 
pectáculo que ofrecen las inmensas selvas de gigan- 
tescos árboles y las impenetrables maniguas? ¿Quién) 



XXI 


DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 


345 


al examinar en el gabinete de un entomólogo las exó- 
ticas, gayas mariposas, y singulares cicadas, asociará 
a estos objetos inanimados la incesante y áspera can- 
tinela de la última y el perezoso vuelo de la primera, 
infalibles acompañamientos del mediodía tranquilo y 
deslumbrador de los trópicos? Para contemplar estos 
paisajes encantados hay que aprovechar las horas en 
que el sol culmina; entonces es cuando el denso y es- 
pléndido follaje del mango oculta el suelo con su es- 
pesa sombra, mientras las ramas superiores, bañadas 
en los fulgores meridianos, ostentan el más brillante 
verdor. Muy distinto es lo que ocurre en las zonas 
templadas: la vegetación no es tan rica ni de tono tan 
obscuro, y aquí los rayos del Sol que declina la tiñen 
de rojo, púrpura o amarillo claro, contribuyendo a 
realzar la belleza de estos climas. 

En mis tranquilos paseos por las sombrías veredas, 
mientras me entregaba a la admiración de los sucesi- 
vos panoramas, trataba de hallar lenguaje con que ex- 
presar mis ideas. Todos los epítetos me parecían dé- 
biles para sugerir a los que no han visitado las regiones 
tropicales la sensación de delicia que embarga el 
ánimo. He dicho que las plantas de un invernadero no 
sirven para dar una idea justa de la vegetación, pero 
me veo precisado a recurrir a ellas, no hallando otro 
expediente mejor. El país, en estas regiones, es un 
inmenso invernadero, lujuriante, bravio, lleno de ma- 
lezas, hecho por la Naturaleza para sí propia, y del 
que se ha posesionado el hombre, adornándolo con 
bonitas casas y simétricos jardines. [Cuánto no desea- 
ría un admirador de las bellezas naturales contemplar, 
si le fuera posible, los paisajes de otro planeta! Pues 
bien; con toda verdad cabe decir que los habitantes 
de Europa tienen, a la distancia de pocos grados de 
su suelo natal, las magnificencias de otro mundo abier- 
tas hacia ellos. Al dar mi último paseo me detuve una 
y otra vez a contemplar tantas bellezas, esforzándome 



346 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAE. 


por grabarlas en mi mente de un modo indeleble, 
porque me asaltó en aquellos momentos el temor de 
que tarde o temprano había de borrárseme su recuer- 
do. Las formas de los naranjos, de los cocoteros, de 
las palmas, del mango, del helécho arbóreo y del ba- 
nano persistirán en mi memoria claras y distintas; pero 
las incontables bellezas que las unen, formando un con- 
junto perfecto, forzosamente han de palidecer y des- 
vanecerse. Sin embargo, siempre quedarán las líneas 
borrosas de un cuadro repleto de bellísimas formas, a 
semejanza de un cuento de hadas de la niñez. 

6 de agosto . — Por la tarde salimos a alta mar, con 
intención de navegar directamente a las islas de Cabo 
Verde. Por desgracia, vientos desfavorables nos retra- 
saron, y el 12 hubimos de arribar a Pernambuco, im- 
portante ciudad de la costa del Brasil, situada a los 8” 
de latitud Sur. Anclamos fuera del arrecife; pero poco 
después vino un práctico a bordo y nos condujo al 
interior del puerto, muy cerca de la ciudad. 

Pernambuco se alza sobre algunos estrechos y bajos 
bancos de arena, separados entre sí por canales some- 
ros de agua salada. Las tres partes de la ciudad se 
relacionan unas con otras por dos largos puentes, 
construidos sobre pilotes de madera. La ciudad es por 
todas partes desagradable, con sus calles estrechas, 
sucias y mal pavimentadas, y las casas son altas y som- 
brías. La estación de las grandes lluvias apenas había 
terminado, y, a consecuencia de ello, el terreno de los 
alrededores, muy poco elevado sobre el nivel del mar, 
estaba enteramente anegado; de modo que fracasaron 
todas mis tentativas de dar largos paseos. 

La llanura pantanosa en que está situado Pernam- 
buco (1) tiene a la distancia de poc 2 is millas un semi- 


(1) Con este nombre se designa en Europa a la capital, Arre- 
cife, del Estado de Pernambuco. — N. del T. 



XXI 


DE LA ISLA MAURiaO A INGLATERRA 


347 


círculo de bajas colinas, o más bien por el borde de 
una región elevada unos 200 pies sobre el nivel del 
mar. La antigua ciudad de Olinda se levanta en una 
extremidad de esta cadena. Un día tomé una canoa y 
subí por uno de los canales a visitarla; me pareció me- 
jor situada, más atrayente y menos sucia que Pernam- 
buco. Debo hacer constar aquí lo que me ocurrió por 
vez primera después de viajar por el mundo durante 
cerca de cinco años, y fué el haber sido tratado con 
grosería. En dos casas distintas me rechazaron con 
malos modos, y con difícultad obtuve permiso en una 
tercera para pasar por sus jardines a una colina incul- 
ta, a fin de examinar el territorio. Me alegro de que 
sucediera esto en el país de los brasileños, porque no 
les tengo buena voluntad: es tierra de esclavitud, y, por 
tanto, de rebajamiento moral. Un español se hubiera 
avergonzado de sólo pensar en la descortesía con que 
se me trató y de usar con un extranjero tan rudas des- 
consideraciones. El canal por donde hice el viaje de 
ida y vuelta en mi excursión a Olinda tenía sus már- 
genes vestidas de manglares, que brotaban al exterior 
de las herbosas márgenes cenagosas, como un bosque 
en miniatura. El vivo color verde de estos arbustos 
me ha recordado siempre la lozana hierba de un ce- 
menterio: una y otra vegetación se nutren de emana- 
ciones pútridas; la última habla de muerte pasada, y la 
anterior, de muerte venidera. 

El objeto más curioso que vi en estas cercanías fué 
el arrecife que forma el puerto. Dudo que haya en el 
mundo entero otra estructura natural que más se ase- 
meje a las construcciones artificiales (1). Se extiende 
en línea perfectamente recta, paralela a la costa, y no 
muy distante de ella, por un trayecto de varias millas. 
Su anchura varía entre veintitantos y 60 metros, pre- 


(1) He descrito esta barra, con pormenores, en el London and 
Edinburgh Philosophical Magazine, vol. XDC (1841), páj. 257. 



348 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


sentando una superficie lisa y horizontal, y se compo- 
ne de una arenisca dura vagamente estratificada. En 
la pleamar, las olas rompen por encima de ella, y en 
la bajamar queda seca la parte superior, pudiendo to- 
mársele por un rompeolas construido por mano de 
titanes. En estas costas, las corrientes del mar tienden 
a formar frente a tierra largas lenguas o barras de are- 
na suelta, en una de las cuales está parte de la ciudad 
de Pernambuco. Parece, pues, que, en época remota, 
una lengua de esa naturaleza se consolidó por la in- 
filtración de materia calcárea, y posteriormente se ha 
elevado de un modo gradual; durante ese proceso, las 
partes exteriores y sueltas se han desgastado con la 
acción del agua, quedando el núcleo sólido como 
ahora lo vemos. Aunque día y noche las olas del in- 
menso Atlántico, enturbiadas por el sedimento, son 
lanzadas contra las escarpadas laderas externas de este 
murallón de piedra, los pilotos más ancianos no cono- 
cen tradición alguna que haga referencia a ningún 
cambio de aspecto. El secreto de tan inalterable esta- 
bilidad es precisamente uno de los hechos más curio- 
sos de su historia, y consiste en una apretada capa, de 
pocas pulgadas de espesor, constituida por materia 
calcárea enteramente formada por el sucesivo desarro- 
llo y muerte de pequeños caparazones marinos, prin- 
cipalmente Sérpulas, junto con algunas lapas y nulí- 
poras. Estas últimas, que son plantas marinas resis- 
tentes de organización muy sencilla, desempeñan un 
papel análogo e importante, protegiendo las superfi- 
cies superiores de los arrecifes de coral, y dentro de 
los rompientes, donde los corales mismos, durante el 
crecimiento exterior de la roca, mueren al quedar ex- 
puestos al sol y al aire. Estos seres orgánicos insignifi- 
cantes, especialmente las Sérpulas^ han prestado gran- 
des servicios a la población de Pernambuco, porque, 
a no ser por su ayuda protectora, la barra de arenis- 
ca se hubiera desgastado inevitablemente hace mu- 



%%l »E LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 349 

cho tiempo, y sin la barra no hubiera habido puerto. 

El 19 de agosto dejamos, finalmente, las costas del 
Brasil. Doy gracias a Dios porque nunca he de volver 
a visitar un país de esclavos. Hasta el día de hoy, siem- 
pre que llega a mis oídos algún lamento lejano, recuer- 
do con honda pena lo que sentí al pasar junto a una 
casa de Pernambuco y oír los gritos más desgarrado- 
res, proferidos, según colegí, pues no era posible otra 
cosa, por un pobre esclavo sometido a tormento, a pe- 
sar de lo cual me reconocí tan impotente para protes- 
tar contra proceder tan inhumano como si fuera un 
niño de pocos años. Sospeché que aquellos alaridos 
procedían de un esclavo torturado, porque esa es la 
explicación que me dieron en un caso análogo. Cerca 
de Río Janeiro viví frente por frente de la casa de una 
señora anciana que oprimía con tornillos los dedos de 
sus esclavas. En la residencia donde me hospedé había 
un mulato encargado del servicio, al que cada día y 
cada hora se insultaba, golpeaba y perseguía en térmi- 
nos tales, que la bestia más abyecta no hubiera podido 
resistir otro tanto. He visto descargar terribles latigazos 
sobre la cabeza descubierta de un muchachito de seis 
a siete años (antes de que yo pudiera intervenir), por 
haberme alargado un vaso de agua poco limpia; y al 
padre de ese niño le he visto temblar con sólo mirarle 
su amo. Estas últimas crueldades han sido presencia- 
das por mí en una colonia española, donde, según es 
fama, se trata a los esclavos mejor que entre los por- 
tugueses, ingleses y otros europeos. Delante de mí, en 
Río Janeiro, un negro atlético se ha echado a temblar 
esperando un golpe que creyó dirigido a su rostro. Me 
hallé presente cuando un hombre de buenos senti- 
mientos estuvo a punto de separar para siempre a los 
hombres, mujeres y niños de muchas familias, que ha- 
bían vivido juntos por largo tiempo. Y no quiero men- 
cionar siquiera las horribles atrocidades de que tengo 
noticias fídedignas, ni tampoco hubiera referido las 

Darwin: Viaje. — T. 11. 


23 



350 


darwin: viaje del «beagle» 


CAP. 


anteriores si no me hubiera encontrado con personas 
tan ofuscadas por la alegría habitual de los negros, que 
hablan de la esclavitud como de un mal tolerable. Es- 
tas personas han visitado de ordinario las casas de fa- 
milias ricas, donde se suele tratar bien a los esclavos; 
pero no han vivido, como yo, entre los de las clases 
inferiores. Creen enterarse de la realidad y conocer la 
situación de los esclavos preguntándoles a éstos, olvi- 
dando que el esclavo, si no es lerdo, ha de contar con 
la contingencia de que sus palabras lleguen a oídos 
del amo. 

Se arguye que el interés de los dueños previene la 
excesiva crueldad; como si ese interés protegiera a 
nuestros animales domésticos, menos expuestos que 
los esclavos envilecidos a excitar las iras de sus salva- 
jes señores. Contra ese argumento del interés se ha 
protestado desde hace largo tiempo, inspirándose en 
sentimientos más nobles, y contra él ha presentado 
ejemplos notables el siempre ilustre Humboldt. A me- 
nudo se ha intentado paliar los males de la esclavitud 
comparando el estado de los esclavos con el de los 
jornaleros ingleses del campo; y si la miseria de esos 
infelices se debiera no a las leyes de la Naturaleza, 
sino a nuestras instituciones, grave sería nuestra res- 
ponsabilidad. Pero no acierto a comprender qué rela- 
ción tenga esto con la esclavitud, como no veo que 
pueda prohibirse el uso de las empulgueras en un país 
demostrando que la gente de otro padece una enfer- 
medad terrible. Los que miran con afectuosa conside- 
ración a los amos y con fría indiferencia a los escla- 
vos, nunca parecen ponerse en el caso de los últimos. 
¿Hay situación más triste que la de no tener siquiera 
alguna esperanza de mejorar en el porvenir? jlmagine- 
se el lector la angustia de vivir bajo la amenaza cons- 
tante de ver arrancar de su lado a la mujer, a los hiji- 
tos — seres que el esclavo ama por imperativo irresisti- 
ble de la Naturaleza — , para ser vendidos como bestias 



XX! 


DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 


351 


al mejor postor! (Y estos hechos se ejecutan y defien- 
den por quienes profesan amar a sus prójimos como a 
sí mismos, y creen en Dios, y rezan el Padrenuestro 
pidiendo que se hag-a su voluntad en la tierra! Hace 
hervir la sangre y estremecer el corazón pensar que 
nosotros los ingleses, y nuestros descendientes de 
América, en medio de nuestros jactanciosos alardes de 
libertad, hemos sido y somos tan culpables. Quéda- 
nos, sin embargo, un consuelo, y es el de pensar que 
al fin hemos hecho el sacrificio mayor que jamás ha 
realizado nación alguna, para expiar nuestro pecado (1). 

El último día de agosto anclamos por segunda vez 
en Porto Praya, en el Archipiélago de Cabo Verde; 
desde aquí salimos para las Azores, donde nos detu- 
vimos seis días. El 2 de octubre zarpamos para las cos- 
tas de Inglaterra, y en Falmouth dejé el Beagle, des- 
pués de haber vivido a bordo de este excelente bar- 
quito cerca de cinco años. 

Al llegar al fin de nuestro viaje, pláceme echar una 
mirada retrospectiva a las ventajas y desventajas, a las 
penalidades y satisfacciones que hemos experimentado 
en la circunnavegación del mundo. Si alguien me pi- 
diera parecer antes de embarcarse para hacer un largo 
viaje, mi respuesta dependería de la afición que esa 
persona tuviera por el cultivo de una rama de conoci- 
mientos susceptibles de ser ampliados por ese medio. 
A no dudarlo, el espíritu goza contemplando los diver- 
sos países del Globo y las varias razas de la Humani- 
dad; pero ¡os placeres disfrutados no compensan las 


(1) La esclavitud no fué abolida en el Brasil sino hasta 1888; 
en 1865 en los Estados Unidos, a consecuencia del triunfo de los 
abolicionistas en la guerra de Secesión; en 1848 en las colonias 
francesas y en 1833 en la India inglesa . — Nota de la edic. espa- 
ñola^ 


352 


darwjn: viaje del «beaqle» 


CAP. 


contrariedades. Se necesita estar alentado por la es- 
peranza de cosechar en algún tiempo, por más remo- 
to que sea, cuando haya llegado la época de la ma- 
durez, algún fruto de positivo valor. 

Muchas de las privaciones a que es preciso some- 
terse son obvias: la separación de los antiguos amigos 
y de los lugares ligados al corazón por los más caros 
recuerdos. Este sentimiento penoso halla, sin embar- 
go, un lenitivo en el goce inexhausto de ver siempre 
en perspectiva el día, tan anhelado, del regreso. Si, al 
decir de los poetas, la vida es un sueño, la fantasía no 
puede alimentarse de visiones más gratas para pasar 
las prolongadas noches. Otras molestias, aunque poco 
gravosas en un principio, se dejan sentir intensamente 
después de cierto tiempo. Tales son: la falta de habi- 
tación, de descanso, de libertad para moverse uno a 
su gusto, aun dentro del recinto del barco; el ansia 
constante de prisa permanente; la carencia de peque- 
ños regalos y comodidades; la ausencia de la fami- 
lia, y hasta el verse privado de oír música y gozar 
otros placeres de la imaginación. Claro es que cuan- 
do tales menudencias hago entrar en cuenta, fuerza 
es convenir en que las verdaderas molestias de la vida 
de mar, a no ocurrir algún accidente, puede decirse 
que han terminado. En el breve espacio de sesenta 
años, las grandes navegaciones se han facilitado de 
una manera prodigiosa. Sin retroceder más que a los 
tiempos de Cook (1), el hombre que dejaba su hogar 
para emprender tales expediciones tenía que sufrir se- 
veras privaciones. Hoy un yate, provisto de todas las 
comodidades y regalos de la vida, puede hacer el viaje 
de circunnavegación del Globo. Además de los gran- 
des perfeccionamientos introducidos en los barcos y 


(1) Léanse los Viajes del capitán James Cock en la colección 
de Viajes, clásicos editados por Calpe. — Nota de la edic. espa- 
ñola. 



X5I BE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 353 

recursos navales, todas las costas occidentales de Amé- 
rica están abiertas a la libre navegación, y Australia 
se ha convertido en un nuevo continente que avanza 
en el camino del progreso. ¡Cuán diferentes son las 
circunstancias actuales del marino que naufraga en el 
Pacífico, de lo que eran en tiempo de Cook! Desde el 
viaje de éste, el mundo civilizado se ha engrandecido 
con un nuevo hemisferio. 

La persona a quien afecte demasiado el mareo, ha 
de conceder gran importancia a las molestias que oca- 
siona. Hablo por experiencia: no es un mal pasajero 
que se cure en una semana. En cambio, si halla placer 
en las maniobras navales, podrá satisfacer cumplida- 
mente su afición. Una de las cosas que importa te- 
ner presentes es que los días pasados en los puer- 
tos representan muy poco en comparación de los que 
transcurren en el mar. Y, ¿a qué se reducen las magni- 
ficencias, tan ponderadas, del océano ilimitado? A una 
monótona extensión sin límites, a un desierto de agua, 
como le llaman los árabes. Indudablemente hay paisa- 
jes marinos deliciosos. Una noche de luna, en que el 
cielo aparece iluminado y rielante el sombrío mar, 
mientras hincha las velas el suave soplo del alisio; una 
calma muerta, en que el mar presenta su superficie lisa 
y bruñida como un espejo, sin que se perciba otro ru- 
mor que algún leve aleteo de la lona, son ejemplos 
que deben mencionarse. Conviene contemplar alguna 
vez una borrasca, con sus mensajeros los nubarrones, 
que entoldan el cielo, y el avance de su furia desata- 
da, o un temporal huracanado, que levanta olas como 
montañas. Confieso, sin embargo, que el cuadro de 
una deshecha tempestad, tal como yo me lo había pin- 
tado en mi imaginación, era más grande y terrorífico. 
Es incomparablemente más sublime el espectáculo vis- 
to en tierra, donde los árboles cimbreados por el vien- 
to, el vuelo aturdido de las aves, las negras masas de 
nubes surcadas por brillantes culebrinas, y el estruen- 


354 


darwin: viaje del «beaqlex 


CAP. 


doso precipitarse de los torrentes, proclaman a porfía 
la lucha de los elementos desatados. En el mar, el al- 
batros y el pequeño petrel vuelan en medio de las im- 
petuosas ráfagas, como si la tormenta fuera su elemen- 
to; las olas se elevan y se deprimen como si ejecutaran 
su habitual tarea, y únicamente el barco y sus tripulan- 
tes parecen ser las víctimas de tan inusitado furor. Sin 
duda, la escena es diferente en una costa desmantela- 
da y batida por la intemperie; pero, así y todo, los sen- 
timientos que despierta son de terror más que de 
bravia complacencia. 

Volvamos ahora los ojos a los ratos deliciosos del 
tiempo pasado. El placer producido por la contempla- 
ción del paisaje y aspecto general de los diversos paí- 
ses visitados ha sido, sin disputa, el venero más rico 
e inagotable de elevados goces. Tal vez haya en Eu- 
ropa regiones que sobrepujen en pintoresca belleza a 
todo lo que hemos visto. Pero el ánimo se deleita con 
creciente intensidad al comparar el carácter del paisa- 
je en las diferentes regiones y este goce se diferencia 
en cierto modo del causado por la mera admiración 
de su belleza. Ello depende, sobre todo, de familiari- 
zarse con las particularidades que cada paisaje ofrece; 
me siento fuertemente inclinado a creer que, así como 
en música el que comprende el significado y valor de 
cada frase, si posee talento artístico, domina y sabo- 
rea mejor el conjunto, así también el que examina 
cada parte de una vista por separado llega a com- 
prender más perfectamente el efecto de la combina- 
ción. El viajero debería ser buen botánico, porque 
en todos los paisajes las plantas constituyen el prin- 
cipal ornamento. Agrúpanse masas de desnudas ro- 
cas, aun en las formas más extrañas, y aunque acaso 
por algún tiempo ofrezcan un espectáculo sublime, 
no tardará éste en hacerse monótono. Si se las pinta 
con brillantes y variados colores, como en el norte 
de Chile, toman un aspecto fantástico; si se las viste 



XXI 


DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 


355 


de frondosa veg^etación, forman un cuadro delicioso, 
cuando no de relevante belleza. 

Cuando digo que el paisaje de algunas regiones de 
Europa es tal vez superior a cuanto he visto, exceptúo, 
como clase excepcional, el de las zonas intertropica- 
les. Esto no admite comparación con lo primero; pero 
ya me he extendido a menudo acerca de la grandeza 
de estas regiones. Como la viveza de las impresiones 
depende mucho de las ideas preconcebidas, debo 
añadir que tomé las mías de las vividas descripciones 
de Humboldt, de su Personal Narrative^ superiores en 
mérito a todo lo que he leído. Pues bien: aun habien- 
do formado previamente un concepto tan elevado de 
las grandezas de la zona tórrida, estuve muy lejos de 
sufrir ningún desencanto en mi primero y último arri- 
bo a las costas del Brasil. 

Entre los paisajes que más hondamente se han gra- 
bado en mi ánimo, ninguno aventaja en sublimidad 
al de las primitivas selvas vírgenes, no alteradas por 
la mano del hombre, bien sean las del Brasil, donde 
predomina la Vida, bien las de Tierra del Fuego, 
donde prevalecen la Disolución y la Muerte. Unas y 
otras son templos llenos de las variadas producciones 
del Dios de la Naturaleza: no hay nadie que hallándo- 
se en estas soledades deje de conmoverse y sentir que 
en el hombre existe algo más que el mero aliento ma- 
terial de su cuerpo. Al evocar imágenes de lo pasado 
veo cruzar a menudo ante mis ojos las llanuras de Pa- 
tagonia, y, con todo eso, están generalmente consi- 
deradas como yermas e inútiles. Sólo pueden ser des- 
critas por los caracteres negativos: sin viviendas, sin 
agua, sin árboles, sin montañas, sin vegetación, fuera 
de algunas plantas enanas. ¿Por qué, pues — y no soy 
el único a quien esto le sucede — , por qué estos ári- 
dos desiertos han echado tan profundas raíces en mi 
memoria? ¿Por qué no hacen otro tanto las verdes y 
fértiles Pampas, superiores a las extensiones patagó- 



356 


darwin: viaje del «beaqle» 


CAP. 


nicas en las cualidades apuntadas y en dilatarse más 
a nivel y producir mayores beneficios al hombre? 
Difícilmente puedo analizar estos sentimientos; pero 
en parte dimanan del libre campo dado a la imagi- 
nación. Las llanuras de Patagonia son sin límite, ape- 
nas se las puede franquear, y, por tanto, desconoci- 
das; llevan el sello de haber permanecido como están 
hoy durante larguísimas edades, y parece que no ha 
de haber límite en su duración futura. Si nos pusiéra- 
mos en el caso de los antiguos, que consideraban la 
Tierra como una llanura rodeada de una zona infran- 
queable de aguas o de desiertos caldeados por un 
calor irresistible, ¿quién no miraría estos límites pos- 
treros de las exploraciones humanas con un sentimien- 
to de profunda y vaga curiosidad? 

Por último, de paisajes naturales, las vistas contem- 
pladas desde elevadas montañas, aunque en cierto 
sentido no sean bellas, dejan en el ánimo una impre- 
sión imborrable. Cuando se mira hacia abajo desde la 
cresta más alta de la Cordillera, el ánimo, no turbado 
por menudos detalles, queda absorto con las estupen- 
das dimensiones de las masas vecinas. 

Una de las cosas que más sorprende es el espec- 
táculo del salvaje en su natural guarida; del hombre 
primitivo en el más bajo estado de abandono, igno- 
rancia y barbarie. El espíritu retrocede a las pasadas 
centurias, y luego se pregunta a sí propio: ¿Es posible 
que nuestros progenitores hayan sido hombres de 
esta condición? ¿Hombres cuyos signos y expresio- 
nes no son menos inteligibles que los de los animales 
domésticos? ¿Hombres que no poseen el instinto de 
esos animales ni parecen ufanarse de tener discurso, 
o al menos las artes consiguientes al mismo? No creo 
que haya modo de describir ni pintar la diferencia 
entre el hombre salvaje y el civilizado. Viene a ser la 
^jferencia entre el animal salvaje y el doméstico; y 
rte del interés que se halla en contemplar a un sal- 



XXI 


DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 


357 


vaje se confunde con el de ver al león en su desierto, 
al tigre desgarrando su presa en la espesura, o al rino- 
ceronte vagando por las incultas llanuras de Africa. 

Entre otros espectáculos notables que hemos con- 
templado, mencionaremos la Cruz del Sur, la Nube de 
Magallanes y otras constelaciones del hemisferio me- 
ridional; la manga o bomba marina, el glaciar, con su 
azul corriente de hielo que desciende al mar, quedan- 
do suspendida sobre un elevado despeñadero; las 
islas-lagunas, levantadas por los corales constructores 
de arrecifes; un volcán en erupción y los asoladores 
efectos de un violento terremoto. Este último fenó- 
meno encierra tal vez para mí un interés peculiar, por 
su íntima conexión con la estructura geológica del 
mundo. Pero no hay nadie que se sustraiga a la terro- 
rífica impresión causada por los temblores de tierra; 
desde nuestra niñez estamos acostumbrados a consi- 
derar la superficie del Globo como el tipo de la soli- 
dez; pero en los terremotos se la siente oscilar y hun- 
dirse, y al contemplar derribadas en un instante las 
construcciones levantadas por el hombre con tanto 
trabajo, sentimos la insignificancia de su decantado 
poder. 

Hase dicho que la afición a cazar es un deporte 
connatural al hombre, un resto de pasión instintiva. 
En tal concepto, afirmo también que el placer de vivir 
al aire libre, teniendo por techo la bóveda del cielo y 
por mesa la tierra, forma parte del mismo sentimiento; 
es el retorno salvaje a sus hábitos naturales y bravios. 
Siempre recuerdo con placer nuestras excursiones en 
bote y mis viajes por tierra al través de regiones poco 
frecuentadas, que me procuraron satisfacciones deli- 
ciosísimas, como no alcanzan a producirlas todos los 
refinamientos de la civilización. Sin duda, todos los 
viajeros han de guardar en su memoria la gratísima 
impresión experimentada al respirar por vez primera 
el ambiente de un clima lejano, donde rara vez, o 



358 


DARWm: VIAJE DEL CBEAGLE» 


CAP. 


nunca, el hombre civilizado había posado su planta. 

Hay varias otras fuentes de goce en un largo viaje, 
las cuales son de índole más racional. £1 mapa del 
mundo deja de ser una hoja muerta, y se convierte en 
un cuadro lleno de las más diversas y animadas fígu- 
ras. Cada parte adquiere sus propias dimensiones: los 
continentes dejan de ser considerados como islas, y 
éstas como meras manchas, puesto que en realidad son 
mayores que muchos reinos de Europa. Africa o 
Norteamérica y Sudamérica son nombres con los que 
desde niños estamos familiarizados; pero hasta des- 
pués de haber navegado varias semanas a lo largo de 
pequeñas partes de sus costas no se adquiere la con- 
vicción plena de las vastas extensiones que esos nom- 
bres representan en nuestro inmenso globo. 

Considerando el estado presente, es imposible no 
concebir grandes esperanzas en el progreso futuro de 
casi todo un hemisferio. Los adelantos alcanzados me- 
diante la predicación del cristianismo en todo el mar 
del Sur constituyen por sí solos un hecho memorable 
que vivirá en los fastos de la Historia. Es tanto más 
notable cuando recordamos que hace solamente se- 
senta años, Cook, cuyo excelente juicio nadie discute, 
no acertó a predecir el advenimiento de grandes 
cambios. Esos cambios, sin embargo, se han efectua- 
do por el fílantrópico espíritu de la nación británica. 
Me refiero a Australia, que en la misma región del Glo- 
bo se está elevando, o más bien se ha elevado, a la 
categoría de un gran centro de civilización, que en 
época no muy lejana imperará sobre todo el hemisfe- 
rio meridional. Un inglés no puede menos de contem- 
plar esas colonias distantes con alta estima y satisfac- 
ción. Enarbolar la bandera británica parece sentar una 
base infalible de riqueza, prosperidad y civilización. 

En conclusión, a mi juicio, nada tan provechoso 
para un joven naturalista como el viajar por países re- 
motos. En parte estimula y en parte calma las ansias y 



XXI DE LA rSLA MAURICIO A INGLATERRA 359 

anhelos que, según observa sir J. Herschel!, experi- 
menta el hombre, aunque tenga plenamente satisfe- 
chas las necesidadds corporales. La excitación causa- 
da por la novedad de los objetos y la probable espe- 
ranza del éxito le impelen a redoblar sus esfuerzos. 
Además, al paso que pierde pronto su interés la mul- 
tiplicidad de hechos aislados, el hábito de comparar 
conduce a la generalización. Por otra parte, como el 
viajero permanece por poco tiempo en cada lugar, sus 
descripciones consisten generalmente en meros es- 
quemas, en lugar de entretenerse en observaciones 
minuciosas. De aquí nace, como por experiencia he 
tenido ocasión de aprender, una tendencia constante 
a llenar los claros y lagunas de la ciencia con hipóte- 
sis descuidadas y superfíciales. 

Tan hondas satisfacciones he gozado en mi viaje, 
que no puedo menos de recomendar a los naturalis- 
tas, aunque no esperen ser tan afortunados en sus 
campañas como yo lo he sido, que aprovechen toda 
ocasión de viajar, por tierra, si es posible, y si no, em- 
prendiendo una larga navegación. Seguros pueden 
estar de no tropezar con dificultades ni peligros ex- 
cepto en raros casos, tan graves como los previstos de 
antemano. Por lo que hace al efecto moral, los resul- 
tados deberán ser adquirir paciencia jovial, libertad 
de sí mismo, hábito de obrar por cuenta propia y de 
hacer lo mejor en cada caso. Dicho en dos palabras: 
el viaje deberá comunicar parte de las cualidades que 
distinguen a la mayoría de los marinos. Otra de las 
enseñanzas consiste en ejercitar una prudente cautela; 
pero al mismo tiempo hallarán con grandísima frecuen- 
cia personas de buenos sentimientos a las que no ha- 
bían conocido ni volverán a tratar, y que, no obstante, 
se apresurarán a ofrecer su desinteresada ayuda. 


FIN DEL SEGUNDO Y ÚLTIMO TOMO 



COLECCIÓN CONTEMPORÁNEA 

LOS MEJORES AUTORES DE NUESTRA ÉPOCA 

üA A A 


TOMOS PUBLICADOS 

MARCELO PROUST. — «Por el camino de Swan». Novela tra- 
ducida del francés por Pedro Salinas. Dos tomos. 

MIGUEL DE UNAMUNO. — «Tres novelas ejemplares y un pró- 
logo». Novelas breves. 

TOMAS MANN. — «La muerte en Venecia» y «Tristón». Novelas 
traducidas del alemán por José Pérez Bances. 

ANTON CHEJOV. — «El jardín de ios cerezos» (novela dialoga- 
da) y «Cuentos». Traducido del ruso por Saturnino Ximénez. 

LEONARDO COIMERA. — «La alegría, el dolor y la gracia». 
Ensayos filosóficos. Traducción del portugués por Valentín de 
Pedro. 

ENRIQUE MANN. — «Las Diosas». Tomo I: «Diana». Novela 
traducida del alemán por José Pérez Bances. 

ANA VIVANTI. — «Los devoradores». Novela traducida del ita- 
liano por Cristóbal de Castro. — Dos tomos. 

JUAN GIRAUDOUX. — «La escuela de los indiferentes». Novela 
traducida del francés por Tomás Borrás. 

ALEJANDRO ARNOUX. — «El cabaret». Novela traducida del 
francés por Bernardo G. de Candamo. 

ESCIPION SIGHELE. — «Eva moderna». Traducida del italiano 
por Cristóbal de Castro. «La mujer y el amor». Ensayos filosó- 
ficos, traducidos del italiano por Pedro Pedraza. 

ARTURO SCHNITZLER. — «Anatol» y «A la Cacatúa Verde». 
Teatro. Traducido del alemán por Luis Araquistain. 

EMILIO CLERMONT. — «Laura». Novela traducida del francés 
por Luis Bello. 

ISRAEL ZANGWILL. — «Los hijos de Ghetto». Novela traducida 
del inglés por Vicente Vera. — Dos tomos. 

FRANGIS JAMMES. — «Rosario al sol». Traducido del francés 
por Magda Donato. 



VALERY LARBAUD. — «Fermina Márquez». Novela traducida 
del francés por Enrique Díez*Canedo. 

TOMÁS HARDY. — «La Bien Amada», Novela traducida de! in- 
glés por F. Clíment. 

EUGENIO D’ORS. — «Oceanografía del tedio e historias de Las 
Esparragueras». 

APARECERAN PRÓXIMAMENTE 

CARLOS MAURRAS. — «Anthinea». Novela traducida del fran- 
cés por £. de Mesa. 

RAUL BRANDAO. — «La farsa». Novela traducida del portugués 
por V. de Pedro. 

ENRIQUE MANN. — «El súbdito». Novela traducida del alemán 
por M. Pedroso. 

F. SITVINIAKOF. — «El diácono de Santa Sofía». Novela tradu- 
cida del ruso por Saturnino Ximénez. 

TOMÁS HARDY. — «Los Woodlanders*. Novela traducida del 
inglés por A. Opisso. 

MAURICIO BARRES. — «Amori et dolor! sacrum». Novela tra- 
ducida del francés por Luís Bello. «El viaje de ;Esparta>. No- 
vela traducida del francés por José Ortega Gasset. 

SALVADOR DI GIACOMO. — «Tres dramas». Teatro. Traduci- 
do del dialecto napolitano por Cipriano Rivas Cherif. 

OTTO SOYKA. — «Los forjadores de almas». Novela traducida 
del alemán por Luis Araquístain. 

ENRIQUE LA VEDAN. — «La bella historia de Genoveva». No- 
vela en prosa rimada, traducida del francés por Valentín de 
Pedro. 

LEONARDO FRANK. — «La Rauberbande*. Novela traducida 
del alemán por Julio Alvarez del Vayo. 

MARCELO PROUST. — «A la sombra de las muchachas en flor*. 
Novela traducida del francés por Pedro Salinas. 

HUMPHRY WARD.— «El caso de Ricardo Meynell». Novela 
traducida del inglés por Francisco Iríbarne. 

STRUGI-ANDREI. — «Historia de una bomba». Novela traducida 
del ruso por S. Ximénez. 

JULIÁN BENDA. — «La ordenación» y «Diálogos». Ensayos tra- 
ducidos del francés por Félix Lorenzo. 






VIAJES 

MODERNOS 


SE HAN PUBLICADO : 

Ansorge (W. J.): Bajo el sol africano. Un vo- 

^ lumen con 123 fotograbados y 14 láminas. 

?GB <5 

Ohaecot (Dr. J.): Bl «.Pourqtioi-Pas? » en el 
Antartico. Un volumen con 121 fotograba- 
dos, 43 láminas y 3 mapas. 

Haviland (M.): De la ^taigay> y de la «tundra ». 
Un volumen con numerosos fotograbados. 

Otto Sverdrtjp: Cuatro años en los hielos del 
Polo. Tomos I y II, con más de 100 foto- 
grabados, 50 láminas y cartas en color. 

Orlax OitSEN: Los soyotos. Nómadas pastores de 
renos. Un volumen coa 55 grabados. 

Boyb Ai-exandeb: Del Niger al Nilo. Tomo I, 
con 99 fotograbados y 27 láminas.— El 
tomo II está en prensa. 

EN PRENSA : 

SvEN Hedix: Transhimalaya. Dos volúmenes 
con numerosos grabados. 

Ebland Nordenskiold: Exploraciones y aven- 
turas en América del Sur. 


Algot Lange: El Bajo Amazonas. 




Precio: 4 pesetas. 









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