DARWIN (C.)
DIARIO DEL VIAJE
DE UN NATURALISTA
ALREDEDOR DEL
MUNDO
TOMO II
viaJR^ clasicos
EOtTADOS Y ANOTADOS
BA}0 LA DIRECCIÓN DE
J. DANTÍ-N' CERECEDA
SE HAN PUBLICADO:
1 y 2. — Speke (J. H.): Diario del descubrimiento
de las juentes del Nilo. Con grabados y un
mapa. Tomos I y II.
3 y 4.— Bougainville (L. A. de): Viaje alre-
dedor del mundo. Con grabados y mapas.
Tomos I y II.
5 y 6.— Bernies (F.): Viaje al Gran Mogol^
Indostán y Cachemira. Con grabados y un
mapa. Tomos I y II.
7. — La. Condamine (C. de): Viaje a la América
meridional. Con ima lámina y un mapa.
Un volumen.
8. — Matthews (J.): Viaje a Sierra Leona, en
la costa de Africa. Con un mapa. Un vo-
lumen.
9 y 10.— Dabwin (C.): Diario del viaje de un
naturalista alrededor del mundo. Dos tomos,
con grabados y mapas.
11, 12 y 13.— {Véase los en prensa.)
14, 15 y 16. — COOK (J.): Viaje hacia él Polo
Sur y alrededor del mundo. Tres tomos, con
grabados, láminas y mapas.
EN PRENSA:
I
11, 12 y 13. — CooK (J.): Primer maje alrededor
del mundo del teniente...
Ross (JOHN): Narración de-un segundo viaje en
busca del paso del Noroeste. Dos tomos.
Colón (CRISTOBAL): Viajes.
Nóííez Cabeza de Vaca (ALVARO): Naufra-
gios y comentarios de...
Clappebton; Viaje al Africa Central. Dos tomos.
Mungo Pare: Descubrimiento del rio Niger. Dos
tomos.
HeenAn Cortés: Cartas de relación sobre la con-
quista de Méjico.
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VIAJE DE UN NATURALISTA
ALREDEDOR DEL MUNDO
TOMO II
VIAJES CLÁSICOS
EDITADOS POR CALPE
PUBLICADOS:
Speke (J. H .). — Diario del descubrimiento de las fuentes del Nilo.
Dos tomos con grabados y un mapa.
BouGAiNViLLE (L. A. de). — Viaje alrededor del mundo. Dos to-
mos con grabados y mapas.
Bernier (F.).— Viaje al Gran Mogol, Indostán y Cachemira. Dos
tomos con grabados, láminas y mapa.
La CoNDAMiNE (C. de). — Viaje a la América meridional, con
una lámina y un mapa.
Matthews (J.).-- Viaje a Sierra Leona. Un volumen con un mapa.
Darwin (C.). — Viaje de un naturalista alrededor del mundo.
Dos tomos con grabados y dos mapas.
CooK (J.). — Viaje hacia el Polo Sur y alrededor del mundo.
EN PRENSA:
CoOK (J .). — primer viaje alrededor del mundo del teniente ...
Colón (C.). — Viajes.
Imprenta de Antonio Marzo, San Hermenegildo, 32 duplicado.
DARWIN (CARLOS)
DIARIO DEL V I AJE
DE UN NATURALISTA
ALREDEDOR DEL MUNDO
EN EL NAVIO DE S. M., «BEAGLE*
LA TRADUCaÓN DEL INGLÍS HA SIDO HECHA
POR
JUAN MATEOS
TOMO II
CON FIGURAS Y UN MAPA
MADRID
C A L P E
ES PROPIEDAD
Copyright b7 Calpe, Madrid, igz:
Papel fabricado expresamente por LA PAPELERA ESPAÑOLA
INDICE
Páginas.
Capítulo XII. — Chile Central. — Valparaíso. — Excursión al
pie de los Andes. — Estructura del país. — Ascensión a la
Campana de Quillota. — Masas agrietadas de roca verde.
Valles inmensos. — 'Minéis. — Condición de los mineros. —
Santiago. — Baños termales de Cauquenes. — Minas de
oro. — Máquinas trituradoras. — Piedras perforadas. — Há-
bitos del puma. — El turco y el tapaculo. — Colibríes 1
Capítulo XIII. — Chiloe y las Islas Chonos. — Chiloe. — As-
pecto general. — -Excursión en bote. — Indígenas. — Castro.
Zorro manso. — Ascensión a San Pedro. — Archipiélago
de Chonos. — Península de Tres Montes. — Sierra graní-
tica. — Marinos náufragos en un bote. — Puerto de Low. —
Patata silvestre. — Formación de turba. — Myopotamus,
nutria y ratones. — Cheucau y pájaro ladrador. — Opetior-
rhynckus. — Singular carácter de la ornitología. — Pe-
treles ;... 29
Capitulo XIV. — Chiloe y Concepción. — Gran terremoto.
San Carlos, Chiloe. — El Osorno, en erupción al mismo
tiempo que el Aconcagua y el Coseguina. — Excursión a
caballo a Cucao. — Selvas impenetrables. — Valdivia. — In-
dios. — Temblor de tierra. — Concepción. — Gran terremo-
to. — Rocas hendidas. — Aspecto de las antiguas ciudades.
El mar, ennegrecido e hirviente. — Dirección de las vibra»
VI
ÍNDICE
Páginas.
Clones. — Desplazamiento de piedras en sentido circular.
Gran ola. — Elevación permanente del suelo. — Area de
fenómenos volcánicos. — Conexión entre las fuerzas ele-
vatorias y eruptivas. — Causa de los terremotos. — Eleva-
ción lenta de las cadenas de montañas 55
Capítulo XV. — Paso de la Cordillera. — Valparaíso. —
Paso del Portillo. — Sagacidad de los mulos. — Torrentes.
Minas; cómo se descubrieron. — Pruebas de la elevación
gradual de la Cordillera. — Efecto de la nieve sobre la
roca. — Estructura geológica de las dos cadenas principa-
les; su distinto origen y elevación. — Gran área de sumer-
sión. — Nieve roja. — Vientos. — Pirámides de nieve. — At-
mósfera seca y clara. — Electricidad. — Pampas. — Zoolo-
gía de las vertientes opuestas de los Andes. — Langostas.
Grandes chinches. — Mendoza. — Paso de Uspallata. — Ar-
boles silicificados enterrados cuando crecían. — Puente de
los Incas. — Se ha exagerado la dificultad de los pasos. —
Cumbre. — Casuchas. — Valparaíso. . 85
Capítulo XVI. — Chile septentrional y Perú. — Camino de
la costa a Coquimbo. — Cargas excesivas transportadas
por los mineros. — Coquimbo. — Terremoto. — Terrazas
escalonadas. — Ausencia de depósitos recientes. — Con-
temporaneidad de las formaciones terciarias.'— Excursión
valle arriba. — Camino a Huasco. — Desiertos. — Valle de
Copiapó. — -Lluvia y terremotos. — Hidrofobia. — El Des-
poblado. — Ruinas indias. — Cambio probable de clima. —
Lecho de río arqueado por un terremoto. — Temporales
de viento frío. — Ruidos que salen de una montaña. — Iqui-
que. — Aluvión salado. — Nitrato de sodio. — Lima. — País
insalubre. — Ruinas del Callao, derribado por un terre-
moto. — Sumersión reciente. — Conchas levantadas en el
San Lorenzo; su descomposición. — Llanura con conchas
sepultas y fragmentos de alfarería. — Antigüedad de la
raza- india 119
Capítulo XVII. — Archipiélago de los Galápagos. — El
ÍNDICE
Vil
Páginas.
grupo volcánico en conjunto. — Número de cráteres. — Ar-
bustos sin hojas. — Colonia en la isla Charles. — Isla Ja-
mes. — Lago salado en el cráter. — Historia natural del
grupo. — Ornitología; curiosos pinzones. — Reptiles. — Há-
bitos de las grandes tortugas. — Lagarto marino que se
alimenta de algas.— -Lagarto terrestre zapador y herbí-
voro. — Importancia de los reptiles en el Archipiélago. —
Peces, conchas, insectos. — Botánica. — Tipo americano de
organización. — Diferencias en las especies o razas de las
distintas islas. — Mansedumbre de las aves. — El temor del
hombre, instinto adquirido 169
Capítulo XVIII. — Tahiti y Nueva Zelandia. — Paso por el
Archipiélago Low. — Tahiti. — Aspecto. — Vegetación en
las montañas. — Vista de Eimeo. — Excursión al interior.
Profundos barrancos. — Sucesión de cascadas. — Multitud
de plantas útiles silvestres. — Templanza de los habitan*
tes. — Su estado moral. — Parlamento convenido. — Nueva
Zelandia. — Bahía de las Islas Hippahs. — Excursión a
Waimate. — Establecimiento de misiones. — Semillas in-
glesas naturalizadas. — Waiomio. — Funerales de una neo-
zelandesa. — Partida para Australia 209
Capítulo XIX. — Australia. — Sydney. — Excursión a Ba-
thurst. — Aspecto de los bosques. — Un grupo de indíge-
nas. — Extinción gradual de los aborígenes. — Infección
engendrada por la asociación de hombres en perfecta
salud. — Las Montañas Azules. — Vista de los grandes va-
lles en forma de golfos. — Su origen y formación. — Ba-
thurst; cultura general de las clases bajas. — Estado de la
sociedad. — Tierra de Van Diemen. — Ciudad de Hobart.
Destierro general de aborígenes. — Monte Wellington. —
King George’s Sound. — Aspecto triste del país. — «Baid
Head>; moldes calcáreos de ramas de árboles. — Grupo
de naturales. — Partida de Australia 251
Capítulo XX. — Islas Keeling. — Formaciones de coral. —
Islas Keeling. — Su singular aspecto. — Escasez de la fio-
VIII
ÍNDICE
Págigas .
ra, — Transporte de semillas. — Aves e insectos. — Manan-
tiales que tienen flujo y reflujo. — Campos de coral muer-
to. — Piedras transportadas en las raíces de los árboles.
Cangrejo enorme. — Escozor producido por los corales. —
Pez que se alimenta de corales. — Formaciones de coral.
Islas de laguna o atolls. — Profundidad a que pueden vivir
los corales constructores de arrecifes. — Vastas extensio-
nes salpicadas de islas de coral bajas. — Sumersión de sus
cimientos. — Arrecifes-barrera. — Arrecifes franjeantes. —
Conversión de los arrecifes franjeantes en arrecifes-ba-
rrera y en atolls. — Evidencia de los cambios de nivel. —
Brechas en los arrecifes-barrera. — Atolls de las Maldi-
vas; su peculiar estructura. — Arrecifes muertos y sumer-
sos. — Areas de sumersión y emersión. — Distribución de
volcanes. — Sumersión lenta y vasta en extensión e im-
portancia 283
Capítulo XXL — De la isla Mauricio a Inglaterra. — Her-
moso aspecto de la isla Mauricio. — Gran anillo crateri-
forme de montanas. — Indios. — Santa Elena. — Historia
de los cambios de la vegetación. — Causa de la extinción
de las conchas terrestres. — Ascensión. — Variación en las
ratas importadas. — Bombas volcánicas. — Capas de infu-
sorios. — Bahía. — Brasil.— Esplendor del paisaje tropical.
Pernambuco. — Arrecife singular. — Esclavitud. — Regreso
a Inglaterra. — Mirada retrospectiva acerca de nuestro
CAPITULO XII
Chile Central
Valparaíso. — Excursión al pie de los Andes. — Estructura del país.
Ascensión a la Campana de Quillota. — Masas ag^rietadas de
roca verde. — Valles inmensos. — Minas. — Condición de los mi-
neros. — Santiagfo. — Baños termales de Cauquenes. — Minas de
oro. — Máquinas trituradoras. — Piedras perforadas. — Hábitos
del puma. — El turco y el tapaculo. — Colibríes.
23 de julio. — El Beagle ancló bien avanzada la
noche en la bahía de Valparaíso, el puerto principal
de Chile. Cuando amaneció, la impresión que recibi-
mos no pudo ser más grata. Después de salir de Tie-
rra del Fuego el clima nos pareció del todo delicioso;
la atmósfera estaba tan seca, el cielo tan puro y azul
y el sol tan brillante, que toda la Naturaleza se nos
presentaba radiante de vida. La vista que se descubre
desde el fondeadero es de lo más lindo. La ciudad se
levanta al pie mismo de una serie de colinas de
unos 480 metros y algo escarpadas. A causa de su po-
sición consta de una larga calle, que, con variada di-
rección, corre siguiendo el perfil de la playa, y allí
donde un barranco baja, las casas se amontonan en
uno y otro lado del mismo. Las colinas, de forma
redondeada, sólo están parcialmente protegidas por
una vegetación muy escasa, y de ahí que presenten
numerosas cárcavas, que dejan ver un suelo de color
rojo vivo. Por esta circunstancia, y porque las casas
bajas están revocadas de blanco y tienen los techos
Darwin: Viaje.— T. II. 1
2
darwin: viaje dEl «beaqle»
CAP.
cubiertos de tejas, esta ciudad me recordó Santa Cruz
de Tenerife. En dirección Nordeste aparecen magní-
ficos paisajes andinos; pero la magnitud de las mon-
tañas de los Andes se aprecia mejor desde las alturas
próximas, porque desde ellas se ve fácilmente la gran
distancia a que están situadas. El volcán de Acon-
cagua es singularmente magnifícente. Esta soberbia
mole, de forma irregularmente cónica, tiene una ele-
vación mayor que el Chimborazo; pero, según las me-
diciones efectuadas por los oficiales en el Beagle, su
altura se acerca a 6.900 metros (1). Sin embargo, la
Cordillera, vista desde este punto, debe la mayor parte
de su belleza a las peculiares condiciones de la atmós-
fera. Cuando el Sol se ponía en el Pacífico era admi-
rable observar la limpidez de su aserrada silueta y la
variedad y delicadeza de sus tonalidades de color.
Tuve la fortuna de hallar establecido aquí a Mr. Ri-
cardo Corfield, antiguo amigo y compañero de cole-
gio, de cuya obsequiosa hospitalidad estoy agradeci-
dísimo, por haberme procurado el más agradable hos-
pedaje durante la permanencia del Beagle en Chile.
Los alrededores inmediatos de Valparaíso no son muy
productivos para el naturalista. Durante el largo ve-
rano, el viento sopla constantemente del Sur y un
poco del lado de la costa: de modo que nunca llueve;
sin embargo, lo hace con bastante abundancia en los
tres meses de invierno. A consecuencia de ello la ve-
getación es muy escasa; no hay arbolado, salvo en al-
gunos valles profundos, y sólo un poco de hierba y
algunos arbustos enanos crecen dispersos sobre las
partes menos escarpadas de los cerros. Cuando refle-
xiono que a 350 millas al Sur este lado de los Andes
se presenta enteramente cubierto de un bosque im-
(1) El Aconcag^ua, 6.953 metros, es el gigante de los Andes.
El Chimborazo sólo tiene 6.254 metros . — Nota de la edic, espa-
ñola.
XII
CHILE CENTRAL
3
penetrable, el contraste produce en mi ánimo la más
viva impresión. Di varios larg-os paseos recogiendo
objetos de Historia Natural. El terreno se presta mu-
cho a esta ocupación. Hay muchas y bellísimas flores,
y, de igual suerte que en la mayoría de los climas se-
cos, las plantas y arbustos poseen olores fuertes y pe-
culiares, que llegan a pegarse al vestido, dejándole
perfumado (1). No cesé de asombrarme al ver que los
días hermosos se sucedían sin interrupción. jQué in-
fluencia tan poderosa ejerce el clima en la alegría de
viviri ¡Cuán contrarias eran las sensaciones experimen-
tadas al ver las negras montañas del Sur medio en-
vueltas en nubes, a las que ahora producían las nue-
vas alturas proyectándose sobre el azulado cielo de un
brillante dial Unas, por un tiempo, pueden ser real-
mente sublimes; otras son todo alegría y vida.
14 de agosto . — Salí de excursión a caballo con
ánimo de estudiar la geología de la parte basal de los
Andes, que únicamente en esta parte del año no está
cubierta por las nieves del invierno. El primer día me
dirigí hacia el Norte, a lo largo del litoral. Después de
obscurecer llegamos a la Hacienda de Quintero, la
cual perteneció en otro tiempo a lord Cochrane. Mi
objeto al venir aquí fué examinar los grandes estratos
de conchas que se levantan algunos metros sobre el
nivel del mar y se queman para cal. Las pruebas de
la elevación de esta entera línea de costa son inequí-
vocas: a la altura de unos cuantos centenares de pies
abundan mucho las conchas vetustas, y todavía hallé
algunas a los 340 metros (2). Estas conchas, o están
(1) El carácter que ai clima y a la vegetación — su más fiel
reflejo — Darwin atribuye, indica está aquí en lugar de clima y
flora muy semejante a la mediterránea. Se verá más tarde cómo,
al extremarse acaba por originar desiertos como los de Ataca-
ma . — Nota de la edic. española.
(2) El estudio acabado y científico de las terrazas marinas o
4
darwin; viaje del «bbaqle»
CAP.
sueltas en la superficie, o encastradas en una tierra ve-
getal de color rojizo obscuro. Mi sorpresa fué grande
al descubrir con el microscopio que esta tierra vege-
tal era en realidad fango marino, lleno de partículas
menudas de cuerpos orgánicos.
15 de agosto . — Hemos regresado, encaminándonos
al valle de Quillota. El país presentaba un aspecto
agradabilísimo, como el que los poetas hubieran de-
nominado bucólico o pastoral: verdes praderas despe-
jadas, entre vallejos regados por riachuelos, y en las
lomas de las colinas, las casitas que podemos suponer
de los pastores. Nos vimos precisados a cruzar la sie-
rra de Chilicauquen. En su base había hermosa ve-
getación forestal de follaje perenne, la cual prospera-
ba sólo en los barrancos donde corría el agua. Cual-
quiera persona que únicamente hubiera visto el terreno
de los alrededores de Valparaíso, nunca habría po-
dido soñar que Chile encerrara sitios tan pintorescos.
Tan pronto como llegamos a la cumbre de la Sierra, tu-
vimos inmediatamente a nuestros pies el valle de Qui-
llota. El paisaje presentaba una frondosidad de carác-
ter marcadamente artificial. El valle es muy ancho y
de fondo enteramente llano, por lo que puede llevar-
se el riego a todas sus partes. Los pequeños jardines
cuadrados rebosan de olivos, naranjos y toda clase
de hortalizas y legumbres. A cada lado se alzan enor-
mes montañas desnudas, y esta circunstancia acre-
cienta el efecto de la pintoresca feracidad del valle.
El que díó a Valparaíso su nombre debió de hacerlo
pensando en el paradisíaco valle de Quillota. Pasa-
mos por medio de la Hacienda de San Isidro, situada
al píe mismo del Monte de la Campana.
playas levantadas de las costas de Chile — por lo que toca a su
fauna e hipsometría — está todavía oor hacer . — Noia de la edic. es-
pañola.
XII
CHILE CENTRAL
5
Chile, como puede verse en los mapas, es una es-
trecha faja de tierra entre la Cordillera y el Pacífico,
y esa faja está atravesada por líneas de montañas que
en esta parte corren paralelas a la gran cadena. Entre
estas alturas exteriores y la Cordillera principal se ex-
tiende a gran distancia, hacia el Sur, una sucesión de
cuencas llanas que generalmente se abren una en
otra por pasos angostos; en esos sitios están situadas
las principales ciudades, como San Felipe, Santiago,
San Fernando. Estas cuencas o planicies, junto con
los valles transversales de fondo plano (como el de
Quillota), que ios relacionan con la costa, son sin duda
los fondos de antiguas abras y profundas bahías como
las que hoy cortan todas las regiones de Tierra del
Fuego y la costa occidental. Chile ha debido de pa-
recerse en otro tiempo a este último país en la confi-
guración de su tierra y agua. Una casualidad hizo que
tal semejanza se me presentara de un modo patente
cierto día, en que un banco de niebla cubría como
un manto todas las partes bajas del país: las blancas
masas de vapor, retorciéndose entre los barrancos,
figuraban fantásticas caletas y bahías, mientras aquí y
allá asomaba algún montículo aislado, indicando el
lugar donde en época remota hubo una pequeña isla.
El contraste de estos valles planos y de estas cuencas
con las montañas irregulares daba al paisaje uii ca-
rácter que para mí era nuevo y de grandísimo in-
terés.
A causa de la natural inclinación que presentan
estas planicies hacia el mar, puede regárselas fácil-
mente, y son, por tanto, muy fértiles. A no ser por
eso, la tierra apenas produciría cosa alguna, porque
durante el verano entero el cielo está sin nubes.
Las montañas y colinas se hallan cubiertas a tre-
chos de arbustos y arbolado bajo, que constituyen la
principal vegetación natural. Todos los que poseen
fincas en el valle toman además cierta parte de mon-
6
DARWIN: VtAJE DEL «BEAQLE»
CAP.
taña, donde pastan en considerable número vacadas
en estado semisalvaje. Una vez al año se hace un gran
■«rodeo*, para recoger, contar y marcar las reses, se-
parando de paso algunas que han de ser cebadas en
campos de regadío. Cultívase mucho trigo y bastante
maíz; sin embargo, el principal artículo alimenticio de
la clase trabajadora es una especie de alubia. Los
huertos producen copia ilimitada de melocotones, hi-
gos y uvas. Con todas estas ventajas, la población de-
bería gozar de una prosperidad superior a la que de
hecho posee.
16 de agosto . — El mayordomo de la hacienda tuvo
la amable generosidad de darme ua. guía y caballos
de refresco, y por la mañana emprendimos el ascenso
a la Campana, que tiene unos 2.000 metros de altura.
Los senderos y vericuetos eran pésimos; pero la geo-
logía y el paisaje me compensaron ampliamente. Al-
canzamos por la tarde un manantial llamado el Agua
del Guanaco, situado a gran altura. La denominación
anterior debe de ser muy antigua, porque hace mu-
chos años ni un solo guanaco bebe de sus aguas. Du-
rante la subida noté que en la vertiente no crecían
mas que arbustos, mientras que en la del Sur había un
bambú de hasta cuatro metros de alto. Raros eran los
sitios en que crecían palmeras, y con no escasa sor-
presa hallé una a la altura de 1.350 metros. Estas pal-
meras son los tipos feos de la familia. Sus tallos son
enormes y de una forma rara, pues tienen en su parte
media su máximo grosor, disminuyendo luego al acer-
carse a la cima y a las raíces. Abundan muchísimo en
algunas partes de Chile, y suministran un valioso pro-
ducto en la especie de melaza que se saca de su savia.
En una hacienda cerca de Petorca trataron de contar
las palmeras que había, y lo dejaron por imposible
después de haber llegado a varios cientos de miles.
Todos los años, a principio de primavera, en agosto.
XII
CHILE CENTRAL
7
se hace una gran corta, y cuando los troncos están
tendidos en el suelo se les desmocha el penacho de
hojas. Inmediatamente empieza a fluir de él la savia,
y sigue fluyendo por algunos meses; sin embargo, es
necesario practicar todas las mañanas en la referida
extremidad una cortadura, dejando al descubierto una
nueva porción de superficie. Un buen ejemplar de
estas palmeras da más de cuatro hectolitros de zumo,
contenido en los vasos de un tronco en apariencia
seco. Dícese que la savia fluye con mayor rapidez en
los días de mucho sol, y que al cortar los troncos ha
de cuidarse mucho de que caígan cabeza arriba hacia
lo alto de la montaña, pues si sucede lo contrario ape-
nas saldrá zumo. De modo que, contra lo que a pri-
mera vista pudiera creerse, la acción de la gravedad
contraría en lugar de favorecer la salida de la savia.
Esta se concentra por ebullición, y entonces se llama
melaza, a la que se parece mucho en el gusto (1).
Desensillamos nuestros caballos junto a la fuente y
nos dispusimos a pasar la noche. La tarde era hermo-
sa, y la atmósfera tan clara, que podían distinguirse
perfectamente, como líneas negras, los mástiles de los
barcos anclados en la bahía de Valparaíso, a la dis-
tancia de unas 26 millas geográficas. Un barco velero
que doblaba la punta parecía una manchita blanca.
Grandes ponderaciones hace Anson, en su Viaje, de
la distancia a que se descubren los navios desde
la costa; pero no estuvo suficientemente expresivo
acerca de la altura del país y de la gran transparencia
del aire.
La puesta del Sol fué espléndida; en tanto los valles
obscurecían, los nevados picos de los Andes conser-
(1) Aun cuando Darwin no precise y sean varías las palmeras
que pueden dar azúcar y líquidos fermentescíbles, acaso es esta
palmera la especie Juboea spectabilis, que en Chile llaman coqui-
to. — Nota de la edic. española.
8
nARWtN: VIAJE DEL «BEAQLE»
CAP.
vaban un tinte purpúreo. Cuando hubo anochecido
hicimos una hoguera bajo unos arbolitos de bambú,
freímos nuestro charqui (o carne curada de vaca), to-
mamos nuestro mate, y quedamos enteramente satis-
fechos. Hay un encanto inefable en pasar así la vida
al aire libre. La noche estaba en calma y en silencio.
Sólo alguna que otra vez se oía el penetrante chillido
de la vizcacha de la montaña y el apagado grito del
chotacabras. Fuera de estos animales, pocas aves, ni
aun insectos, frecuentan estas secas y áridas montañas.
77 de agosto . — Por la mañana trepamos a la abrupta
masa de roca verde que corona la cima. Esta roca,
como suele ocurrir, estaba agrietada y rota en enormes
fragmentos angulares. Observé, sin embargo, una cir-
cunstancia notable, a saber: que las superficies de frac-
tura eran más o menos recientes, presentando en este
particular una gran variedad, pues mientras algunas
parecían haberse roto el día antes, otras empezaban a
cubrirse de liqúenes o los tenían crecidos y viejos.
Creí sin vacilar que la causa de ello fueran ios frecuen-
tes terremotos; y tanto me impresionó, que me sentí
inclinado a escapar de los sitios que tuvieran encima
bloques de roca sueltos. Siendo fácil equivocarse en
un hecho de esta naturaleza, rectifiqué mi modo de
pensar y lo puse en duda.
Más tarde, habiendo ascendido al monte Wellington,
en Tasmania, donde no hay terremotos, vi que la cima
presentaba la misma composición y desgarres, si bien
todos los bloques parecían hallarse en aquella posición
desde millares de años atrás.
Pasamos el día en la cima, y no he disfrutado otro
mejor aprovechado. Chile, limitado por los Andes y
el Pacífico, se veía como en un mapa. El placer de la
escena, en sí misma bellísima, se acrecentó con la
multitud de reflexiones que me sugirió la mera vista
de la Sierra de la Campana, con sus ramales paralelos
XII CHILE CENTRAL 9
más bajos, y el ancho valle de Quillota, que los corta.
¿Cómo no maravillarse de la fuerza que ha elevado
estas montañas, y todavía más de las incontables eda-
des que han debido necesitar para abrirse camino por
entre tan poderosos obstáculos y para remover y ni-
velar sus enormes masas?. En este caso recordé ios
vastos lechos sedimentarios de Patagfonia, que si se
acumularan sobre la Cordillera aumentarían su altura
en muchos miles de pies. Cuando estuve en ese país
me admiré de que hubiese podido existir cadena al-
guna de montañas capaz de suministrar tales masas sin
haber quedado enteramente arrasada. Esa misma ad-
miración se apodera de mí ahora al preguntarme si el
tiempo, que todo lo puede, llegará a demoler monta-
ñas tan gigantescas como la de la Cordillera, redu-
ciéndolas a grava y fango.
El aspecto de los Andes era distinto de lo que yo
había esperado. La línea inferior de la nieve era, por
supuesto, horizontal, y los mismos vértices de la gran
cadena parecían ser paralelos a esta línea. Sólo a gran-
des intervalos un grupo de picos o un simple cono
mostraban el lugar donde había existido un volcán, o
donde existe actualmente. De aquí que la cadena se-
meje una gran muralla sólida, coronada aquí y allá por
una torre, haciendo de fuerte barrera para el país.
Casi todas las partes de la montaña han sido perfo-
radas con el fin de descubrir minas de oro; el furor de
la minería apenéis ha dejado en Chile un solo sitio sin
explorar. La tarde se me pasó, como anteriormente,
charlando en torno del fuego con mis dos compañe-
ros. Los guasos de Chile, que corresponden a los gau-
chos de las Pampas, son, sin embargo, muy diferentes
de éstos.
Chile es el más civilizado de los dos países, y sus
habitantes, en consecuencia, han perdido mucho de
su individual carácter. Las gradaciones de categoría
social se hallan marcadas más vigorosamente; el guaso
10
darwin: viaje del «beaqleo
CAP.
no se considera, en modo alguno, igual a todos los
demás, y no poco me sorprendió el ver que mis com-
pañeros no querían comer al mismo tiempo conmigo.
Este sentimiento de desigualdad es una necesaria con-
secuencia de la existencia de una aristocracia de la
riqueza.
Según he oído decir, algunos de los mayores pro-
pietarios poseen una renta anual de cinco a 10.000 li-
bras esterlinas; diferencia que, a mi juicio, no se ha-
lla en ninguno de los países ganaderos situados al este
de los Andes.
El viajero no halla aquí mas que una hospitalidad
ilimitada y gratuita; pero si se ofrece el pago se acepta
sin escrúpMilos, benévolamente. En casi todas las casas
de Chile se puede hallar hospedaje, contando con que
el huésped dará una pequeña cantidad al día siguien-
te, y hasta una persona rica aceptaría dos o tres che-
lines. El gaucho, por encima de su matonería, es un
caballero; el guaso le aventaja en algunos respectos,
pero es al mismo tiempo un hombre vulgar y ordina-
rio. Arabos tipos, aunque empleados en ocupaciones
muy análogas, se diferencian en su porte y costum-
bres, y las particularidades que los distinguen son
universales en sus respectivos países. El gaucho parece
parte de su caballo y no hace nada sino montado; el
guaso puede ser contratado como obrero para traba-
jar en los campos. El primero se alimenta exclusiva-
mente de carne; el segundo se alimenta enteramente
de vegetales. En Chile no se ven las botas blancas,
los anchos pantalones y las chilipas escarlata, que es
el traje pintoresco de las Pampas. La gente del pueblo
usa aquí pantalones ordinarios, protegidos por polai-
nas de paño verde y negro. El poncho, sin embargo,
es común en ambos países. El guaso cifra principal-
mente su orgullo en sus espuelas, que son absurda-
mente grandes. Yo medí unas que tenían espoletas de
más de un decímetro, con un número de picos que
CHILE CENTRAL
11
Xll
pasaba de 30. Los estribos son proporcionados, y cada
uno se compone de un bloque de madera, hueco, de
forma cuadrada y que pesa de tres a cuatro libras. El
guaso maneja el lazo quizá con mayor destreza que el
gaucho; pero, a causa de las peculiares condiciones
de su país, desconoce el uso de las bolas.
18 de agosto . — Bajamos de la montaña y pasamos
por algunos sitios de escasa extensión, pero hermosí-
simos, con riachuelos y frondoso arbolado. Después
de dormir en la misma hacienda de antes, cabalgamos
durante los dos días siguientes por el valle arriba, y
pasamos por Quillota, lugar más parecido a un con-
junto de jardines para niños que a una ciudad. Los
huertos eran bellísimos, presentando una masa de al-
bérchigos floridos. Vi también en uno o dos sitios la
palma datilera, que es un árbol magnífico; a no du-
darlo, un grupo de ellas, en sus nativos desiertos asiá-
ticos o africanos, debe de ser soberbio.
Pasamos después por San Felipe, bonita ciudad, de
caserío desparramado, como Quillota. El valle se en-
sancha en esta parte, degenerando en una de esas
grandes bahías o llanos que llegan al pie de la Cor-
dillera, y que ya he mencionado como formando cu-
riosa parte del paisaje de Chile. Por la tarde alcanza-
mos las minas de Jajuel, situadas en un barranco de la
falda de la gran cadena. Aquí me detuve cinco días.
Mi huésped, el superintendente de la mina, era un
minero de Cornuaiíles, mañoso, pero algo ignorante.
Se había casado con una española, y no pensaba vol-
ver a su patria; pero su admiración por las minéis de
Cornuailíes seguía siendo ilimitada. Entre otras mu-
chas preguntas me hizo la siguiente: <Y ahora que ha
muerto Jorge Rex, ¿cuántos quedan todavía de la fa-
milia de los Rexes?> Este Rex debe ser sin duda pa-
riente del gran autor Finis^ que escribió todos los
libros...
12
darwin; viaje del «beaqle»
CAP.
Estas minas son de cobre, y el mineral se embarca
para Swansea, donde se beneficia. De ahí que en el
íug-ar de esta explotación reine una especial tranqui-
lidad, sobre todo comparándola con lo que pasa en
Inglaterra: aquí ni el humo, ni los hornos, ni las gran-
des máquinas de vapor perturban la soledad de las
montañas circunvecinas.
El Gobierno chileno, más bien el antiguo Código
español, alienta por todos los medios la busca de mi-
nas. El descubridor o denunciante puede emprender
la explotación de una mina en cualquier parte, con
sólo pagar cinco chelines; y aun antes de satisfacer
esa suma se autorizan las calicatas por veinte días,
aunque sea en cualquier finca cerrada y cultivada.
Hoy es bien sabido que el procedimiento seguido
en Chile para explotar las minas supera en economía
a todos los demás. Mi patrón asegura que las dos prin-
cipales mejoras introducidas por los extranjeros han
sido: primero, reducir por previa testación las piritas
de cobre (que siendo el mineral común en Cornuailles,
llamó desde luego la atención de los mineros ingle-
ses recién llegados aquí al ver que se lo desechaba
por inútil), y segundo, triturar y lavar las escorias de
los antiguos hornos, con cuyo proceso se recobra en
abundancia partículas de metal. He visto al presente
reatas de mulos que llevaban a la costa, para ser trans-
portado a Inglaterra, un cargo de tales cenizas.
Pero el primer caso es el más curioso. Los mineros
de Chile estaban tan convencidos de que las piritas
de cobre no contenían la menor partícula de dicho
metal, que se reían de los ingleses por su ignorancia,
los cuales, a su vez, se reían de los chilenos y Ies com-
praron sus ricos veneros por unos cuantos dólares.
Es muy extraño que en un país donde por espacio de
tantos años se ha practicado la minería no se haya
descubierto nunca un procedimiento tan sencillo como
el de tostar a fuego lento el mineral para desalojar el
XII
CHILE CENTRAL
13
azufre, antes de llevar aquél a la fundición. También
se ha perfeccionado algo la maquinaria, que es muy
sencilla; pero aun en el día de hoy hay minas en que
el agua se saca de los pozos ¡en odres llevados a cues-
tas por obreros!
Los mineros hacen una labor muy penosa. Tienen
muy poco tiempo para comer, y así en invierno como
en verano comienzan a trabajar al amanecer y no lo
dejan hasta que es de noche. Se les paga una libra es-
terlina por mes, y se Ies da la comida siguiente: Para
almorzar, 16 higos y dos panecillos chicos; para co-
mer, alubias cocidas, y para cenar, trigo tostado y ma-
chacado.
Apenas catan la carne, pues con las 12 libras anua-
les tienen que vestirse y alimentar a sus familias. Los
obreros que trabajan en la misma mina reciben
25 chelines mensuales, y se les concede un poco de
charqui o cecina. Pero estos hombres abandonan sus
incómodas viviendas sólo una vez cada quince días o
tres semanas.
Durante mi permanencia aquí pude vagar a mi gusto
por estas enormes montañas. La geología, como desde
luego podía esperarse, era muy interesante. Las agrie-
tadas rocas de origen ígneo, atravesadas por innume-
rables diques de rocas verdes, dejaban adivinar las
grandes convulsiones que debieron ocurrir en épocas
remotas. El paisaje se parecía mucho al de los alre-
dedores de la Campana de Quillota; áridas montañas
peladas, que en ciertos sitios presentaban algunos ar-
bustos de escaso follaje. Los CactuSy o más bien Opun-
tías (1), eran aquí muy numerosos. Medí uno de for-
ma esférica que, incluyendo las espinas, tenía seis pies
y cuatro pulgadas de circunferencia. La altura de la
especie común, cilindrica, ramificada, es de doce a
(1) Véase nota de la página 182 del tomo I.
14
darwin: viaje del obeaqle»
CAP.
quince pies, y la circunferencia abarcada por las ra-
mas, con sus espinas, de tres a cuatro pies.
Una g-ran nevada en las montanas me impidió du-
rante los dos últimos días hacer algunas excursiones in-
teresantes. Intenté llegar a un lago que los habitantes
creen ser un brazo de mar, por alguna razón inexpli-
cable. En cierta época de grandes sequías se propuso
el proyecto de canalizarle para el riego; pero el «pa-
dre», después de ser consultado, declaró que era muy
peligroso, pues todo Chile se inundaría si, como se
suponía generalmente, el lago estaba en comunica-
ción con el Pacífico. Subimos a una gran altura; pero
viendo que nos hundíamos en la nieve, nos fué impo-
sible llegar al admirable lago, y no sin dificultad hubi-
mos de regresar. Creí que se nos hubieran inutilizado
ios caballos, porque no había medio de calcular la
profundidad de los montones de nieve, y cuando se
hundían en ellos no podían salir mas que asaltos. Los
negros nubarrones que cubrían el cielo indicaban que
se preparaba una nueva tormenta; así es que nos dimos
por muy afortunados de poder escapar. Precisamente
cuando hubimos acabado de bajar empezó a descar-
gar la tempestad, y muy de veras nos alegramos de
que no hubiera sobrevenido tres horas antes.
26 de agosto . — Partimos de Jajuel, y cruzamos de
nuevo la cuenca de San Felipe. El día era de los pe-
culiares de este país: brillante y con una atmósfera
enteramente despejada.
La espesa y uniforme capa de nieve que acababa
de caer daba al panorama del volcán del Aconcagua
y de la cadena principal un aspecto fantástico y gran-
dioso. Ahora estábamos en el camino de Santiago,
capital de Chile. Traspusimos el cerro del Talguen y
dormimos en un rancho. El patrón, hablando de la si-
tuación de Chile, en comparación con otros países, se
expresó en términos muy humildes: «Unos ven con
Xfl CHILE CENTRAL 15
dos ojos y otros con uno; pero por mi parte no creo
que Chile vea con ninguno.»
27 de agosto . — Después de cruzar muchas bajas co-
linas descendimos a la pequeña planicie de Guitrón.
En las cuencas como ésta, elevadas sobre el nivel del
mar unos 300 a 600 metros solamente, crecen en gran
número dos especies de acacias de formas achaparra-
das y muy separadas unas de otras. Estos árboles no
se ven nunca cerca de la costa, lo que constituye otro
rasgo característico del paisaje de estas cuencas. Cru-
zamos una lomera que separa a Guitrón de la gran
llanura donde se levanta Santiago. La vista del paisa-
je aquí era de lo más sorprendente: la campiña se
presentaba rala, cubierta en parte por bosques de aca-
cia, y la ciudad, a lo lejos, proyectándose horizontal-
mente sobre la base de los Andes, cuyos nevados
picos brillaban con el sol poniente.
A la primera mirada se descubría con toda eviden-
cia que la llanura representaba la extensión de un an-
tiguo mar interior. No bien hubimos llegado a camino
llano, pusimos nuestros caballos a galope, y llegamos
a la ciudad antes de anochecer.
Una semana permanecí en Santiago con pleno con-
tento. Por la mañana daba un paseo a caballo, visitan-
do varios lugares de las llanuras, y por la tarde comía
con varios mercaderes ingleses, cuya hospitalidad es
aquí bien conocida. Un venero inagotable de placer
fué la subida al montículo de roca (Santa Lucía) que
se levanta en medio de la ciudad. La vista es, sin duda
alguna, sorprendente, y, como he dicho, muy peculiar.
Me informaron que este mismo carácter es común a
las ciudades de la gran plataforma mejicana. De la
ciudad nada tengo que decir en detalle; no es tan her-
mosa y grande como Buenos Aires, pero está cons-
truida sobre el mismo patrón. Llegué aquí dando un
rodeo por el Norte; de modo que resolví volver a
16
darwin: viaje del «beagle»
CAP»
Valparaíso haciendo una excursión más larga al sur
del camino directo.
5 de septiembre . — A eso de mediodía llegamos a
uno de los puentes colgantes, sostenidos por correas,
sobre el Maypú, ancho y revuelto río que corre a po-
cas leguas del sur de Santiago. Cruzar estos puentes
es un mal negocio. El camino o piso, siguiendo la
curvatura de las cuerdas suspensoras, está hecho de
haces de palos colocados unos junto a otros. Se halla-
ba horadado en muchos puntos y oscilaba terrible-
mente, aun con el solo peso de un hombre a caballo.
Por la tarde llegamos a una excelente y cómoda casa
de campo, donde había varias señoritas lindísimas. Se
horrorizaron lo indecible porque yo había entrado en
una de sus iglesias sólo por mera curiosidad. En el
discurso de la conversación me preguntaron: «¿Por
qué no se hace usted cristiano, ya que nuestra religión
es la verdadera?» Les aseguré que yo era cristiano,
pero no se satisficieron con mi respuesta, y añadie-
ron, apelando a mis palabras: «¿No es cierto que
entre ustedes los curas y hasta los obispos se casan?»
El absurdo caso de que un obispo tuviera mujer les
chocaba de una manera particular: no sabían si reírse
u horrorizarse de semejante enormidad.
6 de septiembre . — Continuamos nuestra marcha de-
rechamente al Sur y dormimos en Rancagua. El cami-
no pasaba la nivelada, pero angosta llanura, limitada,
de un lado, por suaves colinas, y de otro lado, por la
Cordillera. Á1 día siguiente torcimos, subiendo hacia
el valle del río Cachapual, en el que se hallan los ba-
ños termales de Cauquenes, de antiguo celebrados
por sus virtudes medicinales. Los puentes colgantes,
en los sitios menos frecuentados se desmontan gene-
ralmente durante el invierno, en que los ríos llevan
poca agua. Eso precisamente era lo que ocurría en
CHILE CENTRAL
17
XII
este valle; de modo que nos vimos obligados a pasar
la corriente a caballo. Por cierto que nada tenía de
agradable, pues el agua, aunque poco profunda, se
precipita, espumosa, con tal rapidez sobre un lecho
de cantos rodados, que la cabeza se trastorna, siendo
difícil percibir si la cabalgadura se mueve o no. En
verano, al fundirse las nieves, los torrentes son abso-
lutamente infranqueables, y de su impetuosa furia da-
ban testimonio las señales que habían dejado. Llega-
mos a los baños por la tarde, y nos estuvimos en ellos
cinco días, pues en los dos últimos nos impidió salir
una lluvia persistente y copiosa. No hay otros edificios
que unos cuantos cobertizos dispuestas en cuadro,
con una mesa y un banco cada uno por todo moblaje.
Están situados en un estrecho y profundo valle, pe-
gando con la Cordillera central. Es un sitio solitario y
tranquilo, no desprovisto de salvaje belleza.
Las fuentes minerales de Cauquenes brotan en una
línea de dislocación que cruza una masa de roca estra-
tificada, cuyo conjunto denota la acción del calor. Una
considerable cantidad de gases se está continuamente
escapando por los mismos orificios que el agua. Aun-
que los manantiales sólo están separados por algunos
metros, tienen diferentes temperaturas, lo cual parece
provenir de mezclarse el agua fría en cantidades des-
iguales, porque los menos calientes apenas tienen
valor mineral. Después del gran terremoto de 1822
las fuentes dejaron de manar por espacio de casi un
año. El terremoto de 1835 las afectó mucho, pues su
temperatura bajó súbitamente de 47°, 7 a 33°,3 (1).
Parece probable que las aguas minerales procedentes
de las entrañas de la tierra sufran mayor alteración
con los trastornos subterráneos que las más cercanas
a la superficie. El encargado de los baños me aseguró
que en verano el agua es más cálida y abundante que
(1) Caleceleugh, en Philosopk. Transad, 1836.
Darwin: Viaje. — T. il. 2
18
DARWIX: VIAJE DEL «BEAQLE»
CAP.
en invierno. La primera circunstancia, desde luego la
hubiera supuesto, a causa de la menor mezcla de agua
fría durante la estación seca; pero la segunda me pa-
rece sobremanera extraña y contradictoria. Ese creci-
miento periódico durante el verano, en que nunca
llueve, sólo puede explicarse, a mi juicio, por la fu-
sión de la nieve en las montañas; pero de éstas, las
que en la mencionada estación están nevadas distan
tres o cuatro leguas de las fuentes. No tengo motivos
para dudar de la veracidad de mi informador, que,
por haber vivido en este sitio durante varios años,
estará familiarizado con esta circunstancia — que de
ser cierta es realmente muy curiosa — , porque supone
que el agua de nieve se filtra a través de estratos po-
rosos y desciende a las regiones de elevada tempe-
ratura, para volver a subir a la superficie por la línea
de las rocas dislocadas e inyectadas de Cauquenes, y
la regularidad del fenómeno parecería indicar que en
este distrito las rocas calentadas se presentan a no
muy gran profundidad.
Un día cabalgué valle arriba hasta el último sitio
habitado. Algo más arriba, el Cachapual se divide en
dos profundísimos barrancos, que penetran directa-
mente en la gran sierra. Trepé a un pico que proba-
blemente tiene unos 2.000 metros de altura. El terre-
no aquí, como en los demás puntos, ofrece vivísimo
interés. Por uno de esos barrancos fué por donde Pin-
cheira entró en Chile y devastó el país vecino. El lec-
tor recordará que es el mismo cacique cuyo ataque a
una estancia del río Negro he descrito. Era un rene-
gado, mestizo español, que logró reunir una tropa nu-
merosa de indios y se estableció junto a una corriente
de las Pampas, en un sitio que no pudieron descubrir
las fuerzas enviadas en su persecución. Desde ese es-
condrijo solía hacer salidas y cruzar la Cordillera por
pasos hasta ahora intransitados, saqueando las alque-
rías y llevándose el ganado a su secreto lugar de refu-
CHILE CENTRAL
19
xn
gio. Pincheira era un consumado jinete y se impuso
a todas las indiadas, porque fusilaba sin remisión a
todo el que rehusaba seguirle. Contra este hombre y
otras tribus vagabundas emprendió Rosas la guerra de
exterminio.
13 de septiembre . — Salimos de los baños de Cau-
quenes, y, volviendo a la ruta principal, llegamos al río
Claro, donde pasamos la noche. Desde aquí empren-
dimos el camino para la ciudad de San Fernando.
Antes de llegar, la última cuenca cercana de tierra se
ensancha en una gran llanura, que se dilata por el Sur
de tal modo, que las cimas nevadas de los Andes más
lejanos se veían como si se alzaran sobre el horizonte
del mar. San Fernando dista 40 leguas de Santiago, y
fué el punto más remoto a que llegué por el Sur, pues
aquí torcimos en ángulo recto hacia la costa. Dormi-
mos en las minas de oro de Yaquil, explotadas por
Mr. Nixon, un señor americano, a cuyas bondades
estoy agradecidísimo durante los cuatro días que es-
tuve en su casa. A la mañana siguiente fuimos a caba-
llo a las minas, que distan algunas leguas, y están em-
plazadas cerca de la cima de una alta montaña. En el
camino dimos un vistazo al lago Taguatagua, famoso
por sus islas flotantes, que han sido descritas por mís-
ter Gay (1). Están formadas por una urdimbre de plan-
tas muertas, sobre las que arraigan otras vivas. Pre-
sentan de ordinario forma circular, con un espesor de
uno a dos metros, sumergido en el agua en su mayor
parte. Cuando el viento sopla se trasladan de un sitio
a otro del lago, llevando a menudo ganado vacuno y
caballar, así como también pasajeros.
(1) Annales des Sciences Naturelles, marzo 1833. Mr. Gay,
laborioso y entendido naturalista, se ocupaba a la sazón en es-
tudiar todas las ramas de la Historia Natural en la extensión
entera de Chile.
20
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
Al llegar a la mina quedé sorprendido por la pali-
dez de la mayor parte de los obreros, per lo que pre-
gunté a Mr. Nixon respecto de su condición. La mina
tiene una profundidad de 140 metros, y cada operario
saca a la superficie unas 200 libras de roca. Con esta
carga tiene que subir por los escalones alternados que
forman troncos de árboles colocados en zigzag, hasta
la boca del pozo. Tan penosa faena la ejecutan hasta
jóvenes imberbes de diez y ocho a veinte años con
escaso desarrollo muscular, circunstancia esta última
que pude comprobar porque los trabajadores no usan
más prenda de vestir que los pantalones. Un hombre
robusto no acostumbrado a esta labor suda profusa-
mente con solo subir de vacío. Pues bien: a pesar de
tan rudo trabajo, no comen mas que alubias cocidas y
pan. Preferirían que se Ies diera pan solo; pero como
los amos han visto que con ese alimento no hacen tan-
ta labor, los tratan como caballos y les hacen comer
alubias. La paga supera a la de las minas de Jajuel,
pues varía entre 24 y 28 chelines mensuales. Dejan la
mina sólo una vez cada tres semanas, para pasar dos
días con sus familias. Una de las reglas que se obser-
van es dura, pero garantiza a los amos contra las sus-
tracciones. El único medio de robar oro consiste en
esconder ciertos pedazos de mineral y llevárselos lue-
go, cuando la ocasión se ofrezca. Pero siempre que el
mayordomo encuentra algún trozo oculto intencional-
mente, se descuenta su valor total de los jornales de
todos ios mineros; de modo que, a no estar confabu-
lados, cada uno vigila a los demás.
Luego el mineral se transporta al molino para redu-
cirle a polvo impalpable; el procedimiento del lavado
separa hasta las más ligeras partículas, y la amalga-
mación recoge, por fin, todo el oro. El lavado, al ser
descrito, parece un procedimiento primitivo e imper-
fecto; pero es hermoso ver cómo la exacta adaptación
de la corriente de agua al peso específico del oro
xn
CHILÉ CENTRAL
21
separa tan fácilmente la roca matriz, pulverizada, del
metal. El cieno que se forma en los molinos se recoge
en depósitos de agua, donde se posa, y de cuando en
cuando se le somete al lavado. Después de esta ope-
ración comienzan a efectuarse en los montones del
cieno resultante una porción de acciones químicas;
obsérvase en la superficie la eflorescencia de diversas
sales y la masa se endurece. Después de haber sido
abandonado uno o dos años se repiten los lavados en
ese cieno de desecho y da oro, y este proceso se re-
pite durante seis o siete veces; pero el oro se hace
cada vez más escaso, como es natural, y los inter-
valos requeridos, como dicen los habitantes, para ge-
nerar el metal son cada vez más largos. Es indudable
que las acciones químicas mencionadas liberan cada
vez nuevo oro, como resultado de alguna combina-
ción. Si se descubriera un procedimiento para aislar
de éste el oro antes de moler y pulverizar el mineral,
el valor de las minas se haría muchas veces mayor de
lo que es ahora. Es curioso encontrar cómo las dimi-
nutas partículas de oro que estaban dispersas y no
corroídas se acumulan al final en alguna cantidad. No
hacía mucho tiempo que algunos mineros en paro for-
zoso obtuvieron permiso para recoger por encima la
tierra que hay alrededor de la casa y molino, y de ella
sacaron oro por valor de 30 dólares. Es una exacta
reproducción de lo que sucede en la Naturaleza. Las
montañas se desgastan continuamente, y con ellas las
venas metálicas que contienen. Las rocas más duras
se reducen a polvo impalpable; los metales ordina-
rios se oxidan, y ambos desaparecen. Pero el oro, el
platino y algunos otros metales son casi indestruc-
tibles, y por razón de su peso descienden al fondo
y allí quedan. Después de haber pasado montañas
enteras por este molino pulverizador de los siglos,
y de haber sido lavado el polvo por la mano de la
Naturaleza, los residuos resultan metalíferos, y el
22
darwin: viaje del «beaqle»
CAÍ».
hombre descubre que vale completar ia obra de se-
paración.
Por malo que parezca el trato y g^énero de vida de
los mineros, lo aceptan éstos de buena gana porque
la condición de los braceros del campo es mucho
peor: ganan peor jornal y no comen casi mas que alu-
bias. Esta gran pobreza se debe al sistema semifeudal
que rige en la explotación agrícola del suelo: el pro-
pietario concede un pequeño lote de tierra al obrero,
para que construya en él su casa y lo cultive para sí,
y en cambio obtiene sus servicios, o los de sus here-
deros y representantes, por toda la vida, sin pagar
más jornal.
Hasta que un padre tiene un hijo de bastante edad
para pagar la renta con su trabajo, no hay quien cul-
tive las parcelas propias mas que en ciertos días. De
aquí la extremada pobreza que reina entre los jorna-
leros campesinos de este país.
Hay algunas viejas ruinas indias en estos alrededo-
res; en ellas se mostraron algunas de las piedras per-
foradas que, según Molina, se encuentran en varios
sitios en número considerable. Son de forma circular
aplanada, con un diámetro de 10 a 15 centímetros y
un taladro que pasa por el centro. Se ha supuesto ge-
neralmente que se usaron como cabezas de clavas,
aunque su forma no parece adaptarse a tal propósito.
Burchell (1) afírma que algunas de las tribus del sur
de Africa sacan raíces con ayuda de un palo aguzado
por un extremo, cuya fuerza y peso se aumentan me-
díante una piedra redonda agujereada que entra en el
otro extremo. Parece probable que los indios de Chile
usaran antiguamente un instrumento agrícola de índo-
le rudimentaria. Cierto día un coleccionista alemán de
Historia Natural, llamado Renous, visitó poco después
que yo a un abogado español. Mucho me divirtió oír
(1) Viajes de Burchell^ vol. II, pág^. 45.
211
CHILE CENTRAL
23
contar la conversación que tuvieron. Renous hablaba
un español tan perfecto, que el abogado le tomó por
un señor del país. El alemán, aludiéndome, le pre-
guntó qué opinaba sobre el hecho de ir yo enviado
por el rey de Inglaterra a recoger lagartos y coleópte-
ros y a romper piedras en Chile. El anciano señor se
quedó pensativo un rato, y al fin contestó: «Me da
mala espina; hay gato encerrado aqui (1). No hay
nadie tan rico que envíe a recoger tales porquerías.
No me gusta nada. Si uno de nosotros fuera a Ingla-
terra con tales pretextos, ¿no cree usted que el rey nos
haría salir muy pronto de su país?» ¡Y este anciano
señor, por su profesión, pertenecía a una de las clases
más instruidas e inteligentes! El mismo Renous, dos o
tres años antes, dejó en una casa de San Fernando
algunas orugas a cargo de una muchacha, para que les
diera de comer hasta que se convirtieran en maripo-
sas. La noticia del hecho circuló por la ciudad, y al
fin los «Padres» y el gobernador tuvieron una junta
para discutir el caso, y convinieron en que debía ser
algo herético. Consiguientemente, cuando Renous
volvió, fué arrestado.
19 de septiembre . — Dejamos Yaquil y seguimos el
valle plano, formado como el de Quillota, por el que
corre el río Tinderidica. A tan pocas millas de San-
tiago, el clima es mucho más húmedo; de modo que
había hermosos pastizales no regados.
20 del mismo mes . — Continuamos marchando por
el valle hasta que se ensanchó en una gran llanura,
tendida entre el mar y los montes al oeste de Ranca-
gua. Pronto dejamos de ver árboles, y aun arbustos,
lo cual hace escasear tanto aquí el combustible como
en las Pampas. No habiendo oído hablar nunca de
(1) £d español en el orig-ínal.
24
darWin: viaje del «beaqle»
CAP.
estas llanuras, mi sorpresa fué grande al encontrar en
Chile un paisaje de tai naturaleza. Los llanos pertene-
cen a más de una serie de diferentes elevaciones, y
están cruzados por anchos valles de fondo plano; am-
bas circunstancias, de igual suerte que en Patagonia,
denuncian la acción del mar en la lenta elevación de
la tierra. En los cantiles en escalón que bordean estos
valles hay algunas cuevas enormes, que sin duda fue-
ron formadas primitivamente por las olas; una de éstas
es celebrada con el nombre de Cueva del Obispo, por
haberse consagrado allí uno antiguamente. Durante el
día me sentí muy mal, y desde esa época hasta fines
de octubre no me repuse.
22 de septiembre . — Continuamos pasando por ver-
des llanuras sin un árbol. AI día siguiente llegamos a
una casa cerca de Navidad, en el litoral, donde un
rico haciendero nos dió hospedaje. Aquí me detuve
los dos días siguientes, y, aunque bastante mal, me
esforcé por recoger de la formación terciaria algunas
conchas marinas.
24 de septiembre . — Nuestra ruta se dirigió ahora di-
rectamente hacia Valparaíso, que con grandes dificul-
tades alcancé el día 27, para meterme en cama y per-
manecer en ella hasta fines de octubre. Durante este
tiempo estuve tratado como miembro de la familia en
casa de Mr. Corfíeld, a cuyas bondades no sé cómo
expresar mi agradecimiento.
Añadiré en este lugar unas cuantas observaciones
sobre algunos cuadrúpedos y aves de Chile. El puma,
o león sudamericano, habita en diversos puntos. Este
animal se halla extendido en una amplia área geográ-
fica, pues se le ve en los bosques ecuatoriales, en toda
la extensión de los desiertos de Patagonia, y por el
Sur, hasta las húmedas y frías latitudes (53 a 54“) de
Xll CHILE CENTRAL 25
Tierra del Fuego. He visto sus huellas en la cordillera
de Chile Central, a una altura que no bajaba de 3.000
metros. En La Plata, el puma caza principalmente cier-
vos, avestruces, vizcachas y otros pequeños cuadrúpe-
dos; rara vez ataca ai ganado vacuno o caballar, y me-
nos frecuentemente aún al hombre. Pero en Chile
causa estragos en los potros y terneros, a falta, sin
duda, de otras presas; asimismo nos dijeron que en
varias ocasiones dos hombres y una mujer habían pe-
recido entre las garras de la fiera. Se asegura que el
puma mata siempre a sus víctimas saltando sobre ellas
y tirando hacia atrás de la cabeza con una de sus ga-
rras, hasta descoyuntar las vértebreis; vi en Patagonia
esqueletos de guanacos con sus cuellos dislocados.
El puma, después de saciarse, oculta el resto del
cadáver entre espesos arbustos y se echa junto a él
vigilando. Este hábito hace a menudo que se le des-
cubra, porque los cóndores, girando en el aire, des-
cienden de cuando en cuando a participar del festín,
y al ser ahuyentados levantan todos juntos el vuelo.
Por aquí conoce el guaso chileno que hay un puma
guardando su presa; la noticia se propala inmediata-
mente, y hombres y perros se apresuran a darle caza.
Sir F. Head dice que un gaucho en las Pampas, ape-
nas vió algunos cóndores girando en el aire, exclamó:
«¡Un león!» Por mi parte confieso no haber tropezado
con nadie que pretendiera poseer esa habilidad. Se
asegura que el puma, una vez descubierto y persegui-
do por estar guardando los restos de su víctima, no
vuelve nunca a esa costumbre, sino que, harto, se
aleja de aquel lugar. La caza del puma es fácil. En
campo abierto se le enredan las patas con las bolas;
luego se le echa el lazo, y se le arrastra por el terreno
hasta dejarle exánime. En Tandil (al sur del Plata) me
dijeron que en tres meses habían matado 100 del
modo indicado. En Chile, generalmente acosan a la
fiera, obligándola a refugiarse entre arbustos o árbo-
26
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
Ies, o la matan a tiros, o azuzan contra ella a los pe-
rros, que la destrozan a mordiscos. Los perros usados
en esta caza pertenecen a una raza especial, y los lla-
man leoneros; son enjutos y delgados, con las patas
largas, como lebreles, pero nacen con un instinto es-
pecial para este deporte. Cuentan que el puma posee
extraordinaria astucia, y que al verse perseguido vuel-
ve sobre su primer rastro y de pronto salta a un lado
para ocultarse, aguardando a que pasen los perros. Es
un animal muy silencioso, y no profiere rugido algu-
no aunque esté herido, haciéndolo sólo en la época
del celo.
En cuanto a las aves, las más notables son tal vez
dos especies del género Pteroptochos (megapodias y
albicollis de Kittíitz). El primero, llamado por ios chi-
lenos el «turco», tiene el tamaño de un zorzal, pare-
ciéndosele bastante; pero sus patas son más largas, la
cola más corta y el pico más fuerte; el color tira a
pardo rojizo. El turco no es raro en las campiñas. Vive
en tierra, oculto en los matojos de vegetación disemi-
nados en las áridas y estériles montañas. Con su cola
erecta y patas como zancos, vésele de cuando en
cuando saltar de un arbusto a otro, con desusada ra-
pidez. Realmente cuesta poco trabajo imaginarse que
el ave se avergüenza de sí propia, conociendo que su
figura es en extremo ridicula. Al verle por primera vez
uno se siente tentado de exclamar: «¡Algún ejemplar
horriblemente disecado ha revivido y escapado de las
vitrinas de un museo para buscar refugio en estos si-
tios!» No puede echar a volar sin grandes esfuerzos, y
tampoco corre, sino salta. Los variados gritos que deja
oír cuando está escondido entre los arbustos son tan
extraños como su figura. Se dice que construye su
nido en un profundo agujero bajo el suelo. Disequé
varios ejemplares, y en las mollejas, que son muy mus-
culosas, encontré coleópteros, fibras vegetales y pe-
drezuelas. En atención a este carácter, a la longitud
CHILE CENTRAL
27
XIÍ
de sus patas, dedos provistos de uñas apropiadas para
escarbar, membranas nasales y alas cortas y arquea-
das, este ave parece relacionar hasta cierto punto los
zorzales con el orden de las gallináceas.
La segunda especie (o P. albicollis) es afín a la pri-
mera en su forma general. En el país le llaman «ta-
paculo», nombre fundado en la costumbre que tiene
de llevar la cola, no ya derecha, sino doblada sobre el
dorso, hacía la cabeza, dejando al descubierto la parte
posterior. Abunda mucho y frecuenta las partes bajas
de los setos y arbustos dispersos en las colinas y mon-
tañas yermas, donde apenas otra ave alguna puede
existir. Por la clase de alimentación que prefiere, modo
de salir bruscamente de los matorrales para volver a
ellos al punto, afición a ocultarse, repugnancia al vuelo
y arte de construir el nido, se parece mucho al turco,
pero su forma no es tan ridicula. El tapaculo goza fama
de astuto; cuando alguien le asusta, permanece quieto
en el fondo de un arbusto, y al poco tiempo se esca-
bulle, sin hacer ruido, por el lado opuesto. De ordi-
nario se mueve sin cesar de un sitio a otro, cantando
de una manera variada y extraña; unas veces imita el
arrullo de las palomas; otras, el gorgoteo del agua, y
otras produce unos sonidos imposibles de cjcscribir.
La gente del país dice que muda de canto cinco veces
al año, según el cambio del tiempo, a lo que creo (1).
Dos especies de picaflores o colibríes son comunes
en el país: el Trochilus forficatus\i3h'Ú3i en un espacio
de más de 2.500 millas, por toda la costa occidental,
desde la seca y calurosa región de Lima hasta las sel-
(1) Es notable que Molina, no obstante describir minuciosa-
mente todas las aves y animales de Chile, ni una sola vez men-
cione este género, cuyas especies son tan comunes y sorprenden-
tes por sus hábitos. ¿Andaría perplejo en su clasificación y cree-
ría, por tanto, que el silencio era lo más prudente? He aquí un
ejemplo de la frecuencia de las omisiones por autores en los asun-
tos que menos podría esperarse.
28
darwín: viaje del «beagle»
CAP. XI!
vas de Tierra del Fuego, donde puede vérsele revolo-
tear entre los copos de nieve. En la frondosa isla de
Chiloe, que tiene un clima extremadamente húmedo,
estas avecillas se mueven de aquí para allá entre el col-
gante follaje, en mayor número quizá que otras de di-
ferente especie. Abrí los estómagos de varios ejem-
plares, cazados con la escopeta en diversas partes del
continente, y en todos hallé restos tan numerosos de
insectos como en el estómago de una trepadora. Cuan-
do dicha especie emigra en verano hacia el Sur, es
reemplazada por la llegada de otra que viene del Nor-
te. Esta segunda especie (Trochilus gigas) es un ave
grande, si se atiende a la delicada familia a que perte-
nece, y presenta un aspecto singular en su vuelo. Como
otras del género, se trasladan de una parte a otra con
una rapidez comparable a la del Si/rphus, entre las
moscas, o a la del Sphinx, entre las mariposas; pero al
cernerse sobre una flor bate las alas con un movimien-
to lentísimo y fuerte, totalmente distinto del vibrato-
rio, que es común a la mayoría de las especies, y pro-
duce el zumbido característico de los demás colibríes.
No he visto otra ave en que la fuerza de las alas pare-
ciera (como en las mariposas) tan potente con relación
al peso de su cuerpo. AI mantenerse en el aire junto a
las flores abre y cierra constantemente la cola, a modo
de abanico, y entretanto el cuerpo se sostiene en po-
sición casi vertical, cabeza abajo. Esta acción parece
dar estabilidad y sostén al pájaro entre dos vibracio-
nes sucesivas de sus alas. Aunque se los vea siempre
volar de una flor a otra en busca de comida, su estó-
mago contiene de ordinario restos abundantes de in-
sectos, que son los que, a mi juicio, busca, mejor que
el néctar. La nota que emite esta especie, como la de
casi todos los individuos de la familia, es extremada-
mente aguda.
CAPITULO XIII
Chiloe y las Islas Chonos
Chiloe. — Aspecto general. — Excursión en bote. — Indígenas.
Castro. — Zorro manso. — Ascensión a San Pedro. — Archipiéla-
go de Chonos. — Península de Tres Montes. — Sierra granítica.
Marinos náufragos en un bote. — Puerto de Low. — Patata sil-
vestre. — Formación de turba. — Myopotamus, nutria y ratones. —
Cheucau y pájaro ladrador. — Opetiorrhynchus. — Singular ca-
rácter de la ornitología. — Petreles.
10 de noviembre . — El Beagle zarpó de Valparaíso
con rumbo al Sur, a fin de inspeccionar y efectuar
mediciones en la parte meridional de Chile, isla de
Chiloe y las fragmentadas tierras llamadas archipiéla-
go de Chonos, siguiendo al Sur hasta la península de
Tres Montes. El 21 anclamos en la bahía de San Car-
los, capital de Chiloe.
Esta isla tiene unas 90 millas de larga, y de ancha
algo menos de 30. El país se dispone en colínas, pero
no en montañas, y se halla cubierto por un gran bos-
que, excepto en los sitios aclarados en torno a las ca-
bañas, de ramaje. Desde lejos su aspecto general re-
cuerda al de Tierra del Fuego; pero ios bosques, vistos
de cerca, son incomparablemente más bellos. Nume-
rosas clases de árboles de perenne verdor y plantas
de carácter tropical reemplazan aquí a las sombrías
hayas de las costas meridionales. En invierno el clima
es detestable, y en verano sólo un poco mejor. Me
inclino a creer que hay pocas partes del mundo, den-
30
üakwin: viaje del «beagle»
CAP.
tro de las zonas templadas, donde llueva tanto. Soplan
vientos tempestuosos y el cielo se presenta casi siem-
pre cubierto de nubes; una semana de buen tiempo no
se disfruta sino por milag^ro. Con dificultad se puede
divisar a veces la Cordillera; durante nuestra primera
visita sólo una vez se nos presentó el volcán Osorno
en vigoroso relieve, y esto antes de salir el Sol; siendo
de observar cómo al ascender el astro del día el perfil
se fué desvaneciendo gradualmente en el fulgor de la
parte oriental del cielo.
Los habitantes, juzgando por su complexión y baja
estatura, parecen tener tres cuartas partes de sangre
india en las venas. Son una clase de gente humilde,
pacífica y laboriosa. Aun cuando el fértil suelo, resul-
tante de la descomposición de las rocas volcánicas,
sostiene una vegetación lozana, el clima no es favora-
ble a ninguna producción vegetal que requiera bas-
tante sol para madurar. Hay poquísimos pastos para
grandes cuadrúpedos, y, en consecuencia, los princi-
pales artículos alimenticios son el cerdo, patatas y
pescado. Los isleños usan todos fuertes vestidos de
lana, que cada familia hace para sí, tiñéndolos luego
con índigo de un color azul obscuro. Las artes, sin
embargo, se hallan en un estado rudimentario, y así se
pone de manifiesto en el modo de arar, hilar, moler el
trigo y construir ios botes. Los bosques son tan impe-
netrables, que la mayor parte de la tierra permanece
inculta, sin otra excepción que la faja costera e islas
adyacentes. Aun en los sitios donde hay senderos,
apenas se puede transitar por ellos, a causa de la blan-
dura y humedad del suelo. Estos isleños, a imitación
de los fueguinos, vagan principalmente por la costa o
en botes. La gran abundancia de alimentos no impide
que sean muy pobres, pues, como no hay demanda de
trabajo, las clases inferiores no reúnen nunca el dinero
necesario para conseguir aun las más pequeñas como-
didades. Falta además, para la circulación, numerario:
XIII CHiLOE Y LAS ISLAS CHONOS 31
he visto a un hombre que llevaba a cuestas un saco de
carbón vegetal para comprar con él algunas cosillas
de poco fuste, y a otro cargado con una tabla que
pensaba cambiar por una botella de vino. De ahí que
todos los hombres deban ser a la vez comerciantes y
negociar los artículos que adquieren a cambio de otros.
24 de noviembre . — Enviáronse la yola y el bote ba-
llenero, al mando de Mr. Sulivan (ahora capitán), a
estudiar la costa oriental o fronteriza a la costa de
Chiloe, y con órdenes de encontrar al Beagle en la
extremidad sur de la isla, dando al efecto la vuelta por
la parte exterior, de modo que circunnavegase el con-
junto. Acompañé a los expedicionarios; pero en lugar
de ir en los botes, el primer día alquilé caballos que
me llevaron a Chacao, en la extremidad norte de la
isla. El camino seguía la dirección de la costa, cru-
zando de cuando en cuando promontorios cubiertos
de magníficos bosques. En estos trayectos sombríos
es absolutamente necesario que el camino se halle
guarnecido de una especie de entarimado, hecho de
troncos escuadrados y puestos unos junto a otros.
Como los rayos del Sol no penetran nunca en el fo-
llaje, siempre verde, el piso está tan blando y res-
baladizo que, a no ser por dicha capa de madera, ni
hombres ni cabalgaduras podrían caminar. Llegué a la
aldea de Chacao poco después de haber sido armadas
las tiendas pertenecientes a los botes, con el fin de
pernoctar.
El terreno de las cercanías ha sido desmontado ex-
tensamente, y la selva contiene sitios retirados extra-
ordinariamente pintorescos. Chacao fué en otro tiem-
po el puerto principal de la isla; pero en vista de que
se perdían muchos navios, a causa de las peligrosas
corrientes y rocas de los estrechos, el gobierno espa-
ñol quemó la iglesia, y arbitrariamente obligó al ma-
yor número de habitantes a emigrar a San Carlos.
32
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
A poco de habernos instalado en nuestra tienda llegó
a reconocernos el hijo del gobernador, el cual, por
extraño que parezca, venía descalzo. Viendo enarbo-
lada la bandera inglesa en el tope de la yola, preguntó
con la mayor indiferencia sí había de ondear siempre
en Chacao. En varios lugares se asombraron los habi-
tantes de ver los botes, y esperaban que fueran los
heraldos de una flota española encargada de conquis-
tar la isla, sacándola de la dominación del gobierno
patriota de Chile. Sin embargo, todas las autoridades
habían recibido aviso de nuestra visita y nos trataron
con toda cortesía. Mientras comíamos vino a vernos
el gobernador, que había sido teniente coronel al ser-
vicio de España, y ahora se hallaba en extrema pobre-
za. Nos trajo de regalo dos carneros, y aceptó, en
reciprocidad, dos pañuelos de algodón, algunos obje-
tos de bisutería y un poco de tabaco.
25 de noviembre . — Llueve a torrentes; sin embargo,
hemos logrado costear la isla hasta Huapí-lenou. Toda
esta parte oriental de Chiloe presenta el mismo as-
pecto; es una llanura cortada por valles y dividida en
islitas, y en general está cubierta de una selva densí-
sima e impenetrable, de un color verde obscuro. En
las márgenes hay algunos espacios desmontados alre-
dedor de las viviendas, que son notables por sus altas
techumbres.
26 de noviembre . — El día ha amanecido claro y es-
pléndido. El volcán de Osorno vomita bocanadas de
humo. Esta bellísima montaña, de forma perfectamen-
te cónica, y envuelta en blanco manto de nieve, se
alza frente a la Cordillera. Otro gran volcán, cuya
cima tiene la forma de una silla de montar, lanzaba
también de su inmenso cráter pequeños chorros de
vapor. Después vimos otro elevado pico, «el célebre
Corcovado». De modo que desde el mismo punto de
XII!
CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS
33
vista pudimos contemplar tres grandes volcanes acti-
vos, de unos 2.100 metros de altura. Además de éstos
había por la parte sur, a gran distancia, otros conos
muy elevados, cubiertos de nieve, que si bien nunca
se los había conocido en actividad, debieron de ser
en su origen volcánicos. La línea de los Andes no es
aquí tan elevada como en el centro de Chile, ni forma
una barrera tan perfecta entre las dos regiones de
tierra. Estas grandes sierras, no obstante correr de
Norte a Sur en línea recta, aparecen más o menos cur-
vas, por una ilusión óptica, pues las líneas trazadas
desde cada pico al ojo del observador convergían ne-
cesariamente como los radios de un semicírculo, y
como no era posible (por la claridad de la atmósfera
y la ausencia de objetos intermedios) juzgar de la dis-
tancia a que estaban los picos más lejanos, parecían
alzarse en un plano semicircular.
Al desembarcar, a eso del mediodía, vimos una
familia de pura raza india. El padre se parecía de un
modo singular a York Minster, y algunos de los mu-
chachos más jóvenes, por su ruda complexión, podrían
haberse tomado por indios de las Pampas. Todo cuan-
to he visto me convence de las estrechas afínidades
existentes entre las diversas tribus americanas, a pesar
de sus distintas lenguas. El grupo de que hablo sabía
muy poco español, y se hablaban en su propia lengua.
No deja de ser agradable ver a los aborígenes eleva-
dos al mismo grado de civilización, por más bajo que
sea, de sus conquistadores de raza blanca. Más al Sur
vimos a muchos indios puros, y, de hecho, todos los
habitantes de algunas islitas conservan sus apellidos
indios. Según el censo de 1832, había en Chiloe y sus
dependencias 42.000 almas: el mayor número parece
ser de sangre mezclada; 11.000 tienen apellidos indios,
pero probablemente no todos son de pura raza. Su
género de vida es el mismo que el de otros habitan-
tes pobres, y todos son cristianos; pero se dice que
Darwin: Viaje.— T. II. 3
34
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
conservan algunas extrañas y supersticiosas ceremo'
nias, y que pretenden comunicarse con el diablo en
ciertas cuevas. Antiguamente, a todo convicto de este
delito se le enviaba a la Inquisición de Lima. Muchos
de los habitantes no incluidos en los 11.000 de apelli-
dos indígenas apenas se distinguen de los indios por
su aspecto. Gómez, el gobernador de Lemuy, des-
ciende de los nobles de España por ambas líneas, pa-
terna y materna; pero a consecuencia de los muchos
casamientos de sus antecesores con hijos del país, tie-
ne el tipo perfecto del indio. En cambio, el goberna-
dor de Quinchan se vanagloria de su pura sangre es-
pañola.
Por la noche llegamos a una linda caleta, al norte
de la isla de Caucahué. La gente aquí se quejaba de
no tener tierra de cultivo. Débese en parte a su pro-
pia negligencia en no aclarar los bosques, y en parte
a las restricciones impuestas por el Gobierno, que
manda pagar dos chelines al agrimensor por cada cua-
dra (unos 150 metros en cuadro), además del premio
fijado por el valor de la tierra. Después de evaluado
un lote se saca a pública subasta por tres veces, y si
nadie ofrece más, el comprador puede obtenerlo al
precio de tasa. Todas estas exacciones deben consti-
tuir un serio obstáculo ai descuaje del suelo, donde
los habitantes son tan extremadamente pobres. En
casi todos los países, las selvas se hacen desaparecer
sin dificultad por medio del fuego; pero en Chiloe, a
causa de la gran humedad del clima y la naturaleza
d^l arbolado, se necesita cortar y descuajar. He aquí
una de las principales rémoras con que tropieza la
prosperidad de Chiloe. En tiempo de los españoles
no se permitía a los indios poseer terrenos; de modo
que si alguna familia desmontaba un trozo de bosque,
podía ser despojada de él, pasando la propiedad al
Gobierno. AI presente las autoridades chilenas reali-
zan un acto de justicia al remunerar el trabajo de estos
CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS
35
XII!
pobres indios, dando a cada uno, según su categoría,
una cierta porción de tierra. El valor del suelo sin des-
cuajar es muy pequeño. Mr. Douglas — actualmente
agrimensor, que me ha dado todas estas noticias — re-
cibió del Gobierno ocho millas y media cuadradas de
bosque cerca de San Carlos, en pago de sus servicios,
y lo ha vendido por 350 dólares, ó 70 libras esterli-
nas, aproximadamente.
Los dos días siguientes fueron hermosos, y en la
noche del segundo llegamos a la isla de Quinchao.
Esta región insular es la más cultivada del archipiéla-
go; tanto en la isla principal como en las numerosas
adyacentes, hay una ancha faja costera completamen-
te limpia de arbolado. Muchas de las casas de labor
reflejan un holgado bienestar. Tuve curiosidad de sa-
ber el grado de riqueza a que podían llegar estos
pueblos; pero, según Mr. Douglas, no hay entre ellos
quien posea una renta regular. Alguno de los prime-
ros hacendados quizá pueda reunir, durante una vida
larga y laboriosa, hasta 1.000 libras esterlinas; pero si
tal ocurriera, lo guardaría en algún escondrijo, porque
casi todas las familias suelen tener una orza o arca en-
terrada en el suelo.
30 de noviembre . — El domingo, muy de mañana,
llegamos a Castro, antigua capital de Chiloe y al pre-
sente una de las poblaciones más abandonadas y de-
siertas. Descubríase el acostumbrado plano cuadran-
gular de las viejas ciudades españolas; pero tanto la
plaza como las calles estaban cubiertas de hermoso
césped, en que pastaban las ovejas- La iglesia, situada
en el centro, es toda de madera y tiene un aspecto a
la vez venerable y pintoresco. La pobreza del lugar
puede conjeturarse por el hecho de que, aun cuando
contiene varios centenares de habitantes, no pudo
comprar uno de los expedicionarios ni una libra de
azúcar ni un cuchillo de los ordinarios. No hay en el
36
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
pueblo quien tenga reloj de bolsillo ni de pared, y
para señalar las horas con la campana de la iglesia se
emplea a un viejo que sepa calcular el tiempo. El
arribo de nuestros botes constituyó un acontecimien-
to extraordinario en este tranquilo rincón del mundo,
y casi todos los habitantes bajaron a la playa para
vernos armar las tiendas. Nos trataron muy cortésmen-
te, ofreciéndonos una casa, y uno de los vecinos nos
envió una barrica de sidra como presente. Por la tarde
fuimos a ofrecer nuestros respetos al gobernador, un
señor anciano y pacífico, que en su aspecto y género
de vida apenas se diferenciaba de cualquier aldeano
inglés. Por la noche cayó un aguacero que difícilmen-
te logró alejar de nuestras tiendas al gran círculo de
curiosos. Una familia india que había venido a comer-
ciar en una canoa, desde Caylen, vivaqueaba cerca de
nosotros. No se preservaron durante la lluvia. A la
mañana siguiente pregunté a un joven indio de aque-
llos, a quienes el agua había calado hasta los hue-
sos, qué tal había pasado la noche, y me respondió,
perfectamente contento y satisfecho: «Muy bien,
señor» (1).
/ de diciembre . — Zarpamos con rumbo a la isla de
Lemuy. Deseaba vivamente examinar una mina de
carbón de que me habían hablado; pero resultó ser
lignito de escaso valor, enterrado en la arenisca (pro-
bablemente de una antigua época terciaria) de que se
componen estas islas (2). Cuando llegamos a Lemuy
tropezamos con grandes dificultades para hallar sitio
en que plantar nuestras tiendas, porque estábamos en
(1) £□ español en el original.
(2) £a la costa de Chile, desde Caldera, al Norte, hasta ChU
loe, descansan sobre los terrenos metamórficos del litoral sedi-
mentos de fecha terciaria (neógena), ricos en lignitos, con una fau-
na de conchas de claras afinidades atlánticas y aun mediterráneas.
Son las llamadas capas de Navidad. — Nota de la edic. española.
CHILOE Y LAS ÍSLAS CHONOS
37
Xill
la época de mareas vivas y el boscaje cerrado llegaba
hasta el borde mismo del agua. En breve nos vimos
cercados por un grupo de indios casi puros. Se mara-
villaron mucho de nuestro arribo, y uno de ellos dijo
a otro: «He ahí por qué había visto yo tantos loros
últimamente; el «cheucau* (una rica avecilla de pecho
rojo, que habita en los matorrales y emite ruidos muy
variados) no ha cantado en vano: j Alerta!» Se mostra-
ron muy ganosos de negociar. Apenas daban impor-
tancia al dinero, y en cambio ansiaban adquirir taba-
co. Después de este artículo, el que más estimaban
era el añil, siguiendo, por su orden, el pimiento, las
ropas usadas y la pólvora de cañón. Esta última la
querían para un objeto bien inofensivo, pues cada pa-
rroquia tiene su mosquete público, con el que se hacen
salvas en la fiesta del santo titular y en otros días so-
lemnes.
La gente se alimenta principalmente de mariscos y
patatas. En ciertas estaciones cazan también, en «co-
rrales» o cercas hechas debajo del agua, mucha pesca,
que queda presa en esos lugares al bajar la marea.
También suelen tener sus aves de corra!, ovejas, ca-
bras, cerdos, caballos y vacas; el orden en que se las
ha mencionado expresa su respectivo número. Nunca
he conocido nada más obsequioso y humilde que las
costumbres y trato de estos isleños. Generalmente
empezaban diciendo que eran pobres hijos del país y
no españoles, y que carecían de tabaco y otros artícu-
los indispensables. En Caylen, que es la isla más me-
ridional, los marineros compraron por un rollo de ta-
baco de escaso valor dos aves de corral, de una de
las cuales dijo el indio que tenía piel entre los dedos,
y resultó ser un hermoso pato, y por unos pañuelos
de algodón de tres chelines, tres ovejas y una gran
ristra de cebollas. La yola había quedado anclada en
este sitio, a poca distancia de la playa, y temíamos que
no estuviera segura de ladrones durante la noche. En
38
darwín: viaje del «beaqle»
CAP.
vista de ello, nuestro piloto, Mr. Douglas, manifestó a
la primera autoridad de la isla que siempre poníamos
centinelas con las armas cargadas, y que, no enten-
diendo el español, si llegaban a ver a cualquier per-
sona en la obscuridad, harían fuego contra ella. El al-
calde, con mucha humildad, convino en lo justificado
de tal determinación, y nos prometió que nadie sal-
dría de casa durante la noche.
En los cuatro días siguientes continuamos navegan-
do hacia el Sur. Los caracteres generales del país se
mantenían los mismos; pero el número de habitantes
había disminuido considerablemente. En la gran isla
de Tanqui apenas se veía un sitio limpio de arbolado,
el cual extendía por todas partes su frondoso ramaje
hasta la playa. Un día advertí que en los acantilados
de arenisca crecían algunos ejemplares magníficos del
Gunnera scabra, planta algo parecida al ruibarbo, en
escala gigante. Los naturales comen los tallos, que son
algo ácidos, curten el cuello con las raíces, y sacan de
ellas, además, un tinte negro. Las hojas son casi circu-
lares y profundamente hendidas en los bordes. Medí
una que tenía ¡unos dos metros y medio de diámetro
y no menos de siete de circunferencia! El tallo crece
algo más de un metro, y cada planta echa cuatro o
cinco de esas hojas enormes, presentando un conjun-
to de majestuoso aspecto.
6 de diciembre . — Llegamos a Caylen, llamado «el
fin de la Cristiandad» (1). Por la mañana nos detuvi-
mos unos cuantos minutos en una casa situada en el
punto más septentrional de Laylec, límite extremo de
la Cristiandad Sudamericana. La vivienda dicha era
una miserable cabaña, a los 43° 10' de latitud, esto es,
dos grados más al Sur que el río Negro, en la costa
del Atlántico. Estos alejados cristianos eran muy po-
(1) En español en ei original.
CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS
39
Xlll
bres, e invocando su desvalida situación pidieron ta-
baco. Como una prueba de la pobreza de estos indios»
mencionaré el hecho de haber encontrado poco antes
de esto a un hombre que había viajado tres días y me-
dio a pie, y otros tantos de vuelta, con el único fin de
recobrar una pequeña hacha y alg;o de pesca. jCuán
difícil debe de ser comprar los menores utensilios,
cuando tanto trabajo se pone para recobrar esas pe-
queneces!
Por la tarde llegfamos a la isla de San Pedro, donde
hallamos el Beagle anclado. Al doblar la punta, dos de
los oficiales desembarcaron para medir unos áng-ulos
con el teodolito. Sentado en las rocas estaba un zorro
(Canis fulvipes) de una especie, se dice, peculiar de
la isla y muy raro en ella, y que es una nueva especie.
Tan absorto estaba en observar la labor de los oficia-
les, que pude acercarme cautelosamente por detrás y
desnucarle con mi martillo geológico. Este zorro, más
curioso o más científico, pero menos prudente que la
generalidad de sus congéneres, está ahora montado
en el museo de la Sociedad Zoológica, de Londres.
Tres días estuvimos en el puerto, y en uno de ellos
el capitán Fitz Roy, con varios compañeros, intentó
subir a la cima del San Pedro. Los bosques presenta-
ban aquí un aspecto diferente de los de la parte sep-
tentrional de la isla. Como la roca era una pizarra mi-
cácea, no había playa y los altos bordes caían a pico,
hundiéndose en el agua. El conjunto, por tanto, se
parecía más a Tierra del Fuego que a Chiloe. En vano
hicimos todos los esfuerzos posibles por ganar la cum-
bre: el bosque era tan impenetrable (1), que nadie, sin
(1) La costa chilena, muy húmeda, como ya advierte Darwín,
tiene verdaderas selvas vírgenes. £1 extraordinario desarrollo de
las plantas trepadoras del género Chusguea, que las hace impe-
netrables, como Darwin afirma, es su nota más característica.
En oposición, en el interior del país, más elevado y seco, hay
bosques claros de Araucaria^ conifera exclusiva del hemisferio
Sur. —Nota de la edic. española.
40
DARWIN: ViAJE DEL .<REAGLE»
CAP.
haberlo visto, puede imaginarse una cerrazón tan en-
marañada de troncos medio secos o secos del todo.
A menudo, por más de diez minutos seguidos, nues-
tros pies no tocaban tierra, y los marineros, en broma,
pedían las sondas. Otras veces teníamos que avanzar
a gatas, uno tras otro, bajo los troncos podridos. En
la parte inferior de las montañas, soberbios ejempla-
res de Drimgs winteri, un laurel, como el Sassafras,
de hojas aromáticas, y otros árboles, cuyo nombre
no conozco, se hallaban entrelazados por un bambú
o caña liana. Aquí luchábamos como peces prendidos
en las mallas de la red. En las regiones superiores, el
monte bajo substituye al gran arbolado, del que sólo
se ve tal cual rojo cedro o alerce. Era también agra-
dable contemplar, a la altura de poco menos de
300 metros, a nuestra antigua amiga el haya meridio-
nal. Eran, sin embargo, árboles raquíticos, lo que prue-
ba que tal vez éste sea su límite norte. Al fin tuvimos
que renunciar a la ascensión, desesperados de no po-
der efectuarla.
10 de diciembre . — La yola y el bote ballenero, con
Mr. Sulivan, salieron a sus trabajos de medición y re-
conocimiento, y en tanto, yo quedé a bordo del Bea-
g/e, que al día siguiente zarpó de San Pedro con rum-
bo al Sur. El 13 entramos en una bahía al sur de
Guayatecas, o archipiélago Chonos, y no fué pequeña
fortuna que así lo hiciéramos, porque al otro día se
desencadenó con gran furia una tempestad digna de
Tierra del Fuego. Blancos montones de nubes se api-
ñaban sobre un cielo azul obscuro, mientras avanza-
ban sobre ellos rápidamente negros estratos de vapor.
Las sucesivas cadenas montañosas tomaron el aspecto
de sombras espesas, y el sol poniente proyectó sobre
el boscaje una luz amarillenta y débil, como la de la
llama del alcohol.
xill CHiLOE Y LAS ISLAS CHONOS 41
El mar aparecía blanco con la espuma flotante, y el
viento aullaba y rugía en las jarcias. Era una escena
de fatídica sublimidad. Por unos minutos brilló un
espléndido arco iris, siendo curioso observar el efecto
de las rociadas de espuma, que al avanzar sobre la
superficie del agua convertían el semicírculo del arco
en un círculo completo deformado por la parte infe-
rior, pues la banda de colores prismáticos se conti-
nuaba a través de la bahía, junto al costado del barco,
y de esta suerte formaba un anillo entero, aplastado
en su base.
Permanecimos aquí tres días. El tiempo siguió sien-
do malo; pero importó poco para mis exploraciones,
porque el terreno de estas islas es intransitable. La
costa es tan escarpada, que no se puede caminar en
ninguna dirección mas que arrastrándose, subiendo y
bajando a gatas por agudas rocas de pizarra micácea;
y en cuanto a la vegetación, nuestras caras, manos y
canillas daban testimonio del mal trato recibido al
querer penetrar en aquellos vedados recintos.
18 de diciembre , — Hemos salido a alta mar. El 20
nos despedimos del Sur, y con un viento favorable
pusimos la proa al Norte. Desde el cabo Tres Montes
navegamos plácidamente a lo largo de la alta costa,
batido por las tormentas, y que es notable por el atre-
vido perfil de sus colinas y la espesura de la vegeta-
ción forestal, extendida por todas partes, aun sobre
los riscos más escarpados. Al día siguiente descubri-
mos un puerto, que en esta peligrosa costa podía ser
Utilísimo a cualquier navio averiado. Puede recono-
cérsele con facilidad por un cerro de 480 metros de
alto, que es todavía más perfectamente cónico que el
famoso pilón de azúcar de Río Janeiro. Al día siguien-
te, después de anclar, logré llegar a la cima de dicho
cerro. La empresa fué trabajosa, pues en algunas par-
tes las laderas eran tan verticales que hubimos de ser-
42
darwin; viaje del «beagle»
CAP.
vimos de los árboles, trepando por ellos como por
escaleras. También había varias .FucAs/a, cubiertas con
bellísimas flores péndulas; pero era muy difícil arras-
trarse a su través. En estas bravias regiones es deli-
cioso ganar la cumbre de cualquier montaña. Se siente
una secreta esperanza de ver algo muy sorprendente,
que aun en el caso de quedar defraudada no deja de
volver siempre que se ofrecen nuevas ocasiones. Todo
el mundo debe de experimentar las emociones de
triunfante satisfacción que comunica al ánimo la vista
de un soberbio panorama contemplado desde una al-
tura. En estos países, tan poco frecuentados, se une
además la vanidad de ser tal vez el primero en tender
la mirada por el horizonte desde un elevado pináculo
casi inaccesible.
Siempre le asalta a uno el extraño deseo de com-
probar si algún ser humano ha visitado anteriormente
un sitio no frecuentado. Cualquier pedacito de made-
ra que lleve un clavo se rompe y estudia como si es-
tuviera cubierto de jeroglíficos. Embargado por tales
sentimientos, me interesó mucho hallar en un punto
salvaje de la costa una cama de hierba debajo de un
saliente de roca. Junto a ella habían hecho lumbre y
se veían las señales de un hacha. La hoguera, cama y
sitio mostraban la destreza de un indio; pero difícil-
mente podía ser así, porque la raza se ha extinguido
en esta parte, a causa del católico deseo de hacer a un
tiempo cristianos y esclavos. Tuve a la sazón mis re-
celos de que el hombre solitario que había pasado la
noche en aquel rincón apartado y desierto debió de
ser algún pobre marino náufrago que llegó a él reco-
rriendo la costa.
28 de diciembre . — El tiempo continuó malísimo,
pero al fin nos permitió reanudar las exploraciones y
estudios. Los días se nos hacían años, como sucedía
siempre que nos veíamos detenidos persistentemente
XI íí
CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS
43
por sucesivos temporales. Por la tarde descubrimos
otro puerto, y en él anclamos. No bien lo hubimos
hecho, cuando descubrimos un hombre que nos hacía
señas agitando un trapo blanco; y habiendo enviado
un bote, volvió con dos marinos. Un grupo de seis
habían huido de un barco ballenero norteamericano
y desembarcado un poco al Sur en un bote, que poco
después fué hecho pedazos por la marejada. Habían
estado recorriendo la costa arriba y abajo por espacio
de quince meses, sin saber qué camino tomar ni dón-
de estaban. ¡Qué feliz coincidencia la de haber halla-
do este puerto! A no haber sido por ello, hubieran
andado perdidos hasta envejecer y sucumbir en esta
costa salvaje. Sus sufrimientos habían sido muy gran-
des, y uno de ellos había perdido la vida cayéndose
por los acantilados. A veces se vieron obligados a se-
pararse en busca de alimento, y esto explicaba el he-
cho de! hombre solitario. Considerando lo que habrían
sufrido, no se habían equivocado mucho en la cuenta
del tiempo, pues sólo andaban errados cuatro días.
30 de diciembre . — Anclamos en una abrigada caleta
al pie de unas alturas cerca de la extremidad septen-
trional de Tres Montes. A la mañana siguiente, des-
pués de almorzar, subimos unos cuantos a una de las
montañas, que tenía unos 720 metros de alta. El pai-
saje era notable. La parte principal de la sierra se
componía de grandes, sólidas y abruptas masas de
granito, que parecían remontar su antigüedad a los
primeros días del mundo. El granito tenía una capa de
pizarra micácea, que con el transcurso de los siglos
había sido tallada en extraños picos en forma de de-
dos. Las dos formaciones, aunque diferentes en sus
perfiles, convenían en estar casi desprovistas de vege-
tación. Esta esterilidad tan notable causaba a nuestros
ojos un efecto singular, acostumbrados como estába-
mos a contemplar por todas partes un espesísimo bos-
44
darwjn: viaje del «beaqle»
CAP.
que de ramaje verde obscuro. Mucho gocé examinan-
do la estructura de estas montañas. Aquella compleja
y elevada red de sierras presentaba un aspecto majes-
tuoso de durable permanencia, inútil por igual para el
hombre y para todos los demás animales. El granito
es para el geólogo el suelo clásico, pues, por su an-
churosa extensión y contextura hermosa y compacta,
pocas rocas han sido reconocidas y estudiadas desde
fecha tan remota. El granito ha originado quizá más
discusiones referentes a su origen que cualquiera otra
formación. Generalmente se le considera como cons-
tituyendo la roca fundamental, y, aunque perfectamen-
te formada, nos consta que es la capa más profunda
de la corteza terrestre a que el hombre ha llegado. El
límite de los humanos conocimientos en cualquier
materia encierra un gran interés, que se acrecienta
acaso por tocar las lindes de los dominios de la ima-
ginación.
/ de enero de 1835 . — El nuevo año se anuncia con
las ceremonias propias de estas regiones. No seduce
con falsas promesas de bonanza, pues empieza con un
fuerte temporal del Noroeste, abundantísimo en llu-
vias. ¡Gracias a Dios que no estamos destinados a ver
los últimos meses, pues esperamos hallarnos entonces
en la parte del Océano Pacífico en que un firmamento
azul nos dice que hay un cielo, un algo más allá de
las nubes sobre nuestras cabezas!
Como en los cuatro días siguientes han prevalecido
los vientos del Noroeste, no hemos logrado mas que
cruzar una gran bahía y anclar después en otro puerto
seguro. Acompañé al capitán, en un bote, hasta el
fondo de una cala profunda. En nuestra excursión vi-
mos un número asombroso de focas; no había un solo
sitio llano, en las rocas ni en la playa, que no estuvie-
ra materialmente cubierto de ellas. Parecían entrega-
das al goce de descansar en compañía, pues yacían
XIII
CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS
45
revueltas unas con otras, medio dormidas, como cer-
dos; pero aun éstos se hubieran avergfonzado de su
suciedad y del repugnante hedor que despedían. Cada
grupo estaba vigilado por la paciente y maligna mira-
da del zopilote. Esta ave antipática, con su calva ca-
beza escarlata, hecha para revolverse en la podredum-
bre, abunda mucho en la costa occidental, y la cir-
cunstancia de acompañar a las focas muestra cuál sea
su principal alimento. Hallamos el agua (probablemen-
te sólo la de la superficie) casi dulce; se debía al nú-
mero de torrentes que, en cascadas, caían precipitán-
dose por las desnudas montañas de granito. El agua
dulce atrae a la pesca, y en busca de ella acuden go-
londrinas de mar, gaviotas y dos clases de cuervos
marinos. También vimos una pareja de hermosos cis-
nes de cuello negro, y varias pequeñas nutrias mari-
nas, cuya piel era muy estimada. Al regreso, nos en-
tretuvimos en ver el ímpetu con que el rebaño de
focas, viejas y jóvenes, se iban arrojando al agua según
pasaba el bote. No bucearon por mucho tiempo, y
volviendo a la superficie, nos siguieron con los cuellos
tensos, expresando gran asombro y curiosidad.
7 de enero . — Después de recorrer la costa anclamos
junto al extremo norte del archipiélago Chonos, en
el puerto de Low, donde permanecimos una semana.
Las islas se componían aquí, como en Chiloe, de de-
pósitos litorales blandos y estratificados, y, como con-
secuencia, la vegetación era hermosa y exuberante.
El monte bajo llegaba hasta la playa, en forma de ar-
bustos perennes de macizo espesor, como las masas
de boj que suelen cercar ciertos paseos y jardines.
Desde el ancladero gozamos de la espléndida vista
que ofrecían los cuatro grandes picos nevados de la
Cordillera, incluyendo el «famoso Corcovado», y la
sierra misma tenía en esta latitud tan poca altura, que
pocas partes de ella descollaban sobre los cerros de
46
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
las islitas próximas. Aquí nos encontramos con una
partida de cinco hombres de Caylen, «el fin de la
Cristiandad», que con grandísimo riesgo habían cru-
zado en su miserable canoa-bote, con objeto de pes-
car, la mar extensa que separa Chiloe de Chonos.
Estas islas han debido de ser, con toda probabilidad,
pobladas en tan corto tiempo como las adyacentes a
la costa de Chiloe.
La patata silvestre brota en estas islas con gran
abundancia, en el suelo, a»'enoso y lleno de conchas,
próximo a la playa. Las plantas más crecidas tenían
cuatro pies de altura. Los tubérculos eran general-
mente pequeños, pero hallé uno de forma oval que
medía unos cinco centímetros de diámetro; se parecen
en todo y tienen el mismo sabor que las patatas ingle-
sas; pero una vez .hervidas se contrajeron mucho, vol-
viéndose acuosas e insípidas, aunque sin el mejor dejo
de amargor. Indudablemente son aquí indígenas; se
producen en toda la parte sur, según Mr. Low, hasta
ios 50® de latitud, y los indios salvajes de la región
las llaman aquinas, denominación distinta de la que
Ies dan los indios chilotanos o chilotes. El profesor
Henslow, que ha examinado ejemplares secos llevados
por mí a Inglaterra, dice que son lo mismo que las
descritas por Mr. Sabine (1), procedentes de Valpa-
raíso, pero que forman una variedad considerada por
algunos botánicos como específicamente distinta. Es
notable que se haya hallado esta planta misma en las
estériles montansis de Chile Central, donde no cae
una gota de agua en más de seis meses, y en el inte-
(1) Horticukaral Transactions, vol. V, pág. 249. Mr. Cald-
cleugh envió a Inglaterra dos tubérculos, que bien abonados pro-
dujeron, aun en la primera cosecha, numerosas patatas y gran
abundancia de hojas. Véase la interesante discusión de Humboldt
sobre esta planta, que según parece no era conocida en Méjico,
CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS
47
xni
ríor de las húmedas selvas de estas islas meridionales.
En las regiones centrales del archipiélago Chonos
(latitud 45®), el bosque se parece mucho al que crece
todo a lo largo de la costa occidental, por espacio de
600 millas hacía el sur del cabo de Hornos. Las hier-
bas arborescentes de Chiloe no se encuentran aquí,
mientras el haya de Tierra del Fuego alcanza un gran
tamaño y constituye una parte considerable del arbo-
lado forestal, si bien no en grado tan predominante,
y aun exclusivo, como en las regiones más al Sur. Las
críptógamas hallan aquí un clima en extremo favora-
ble. En el estrecho de Magallanes, según he notado
antes, el país parece demasiado frío y húmedo para
permitirles un desarrollo perfecto; pero en estas islas,
dentro de las selvas, es extraordinario el número de
especies y abundancia de musgos, liqúenes y peque-
ños heléchos (1). En Tierra del Fuego los árboles
crecen sólo en las laderas de las montañas, pues todos
los trozos de suelo llano se hallan invariablemente
cubiertos de una espesa capa de turba; pero en Chiloe
las planicies producen las selvas más frondosas e im-
penetrables. Aquí, en el interior del archipiélago Cho-
nos, la naturaleza del clima se acerca más al de Tierra
del Fuego que al del norte de Chiloe, pues todas las
manchas de suelo llano están cubiertas de dos especies
de plantas (Astelia pumila y Donatiamagellanica)^ que
al pudrirse juntas forman un espeso lecho de turba
elástica.
En Tierra del Fuego, encima de la zona del bosque,
la primera de dichas plantas, que es eminentemente
sociable, es el agente principal en la producción de la
(1) Con mi red de cazar insectos cogí en estos parajes un nú-
mero considerable de individuos pertenecientes a la familia de
los Estafilínidos, otros afines al género Pselaphus, y diminutos
Himenópteros. Pero la familia más característica, por el número
de individuos y especies, en todas las comarcas francas de Chiloe
y Chonos es la de los Telefóridos.
48
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
turba. Las nuevas hojas se suceden sin cesar, unas tras
otras, alrededor de la raíz central; las inferiores se pu-
dren lueg-o, y cuando, como yo hice, se descubre la
raíz debajo de la turba, pueden verse las hojas con-
servando su posición y pasando por todos los estadios
de descomposición hasta convertirse en una masa con-
fusa. La Astelia está acompañada de alg^unas otras
plantas — vese aquí y allá un pequeño Myrtus rastrero
(M. nummularia) con un tallo leñoso, como nuestro
arándano, y una baya dulce — , un Empetrum (E. ru~
brum), y semejante al nuestro, y un junco (Juncus
grandiflorus), que son casi las únicas que crecen en la
pantanosa superficie. Estas plantas, si bien gfuardan
estrechísimo parecido con las especies inglesas de ios
mismos géneros, son diferentes. En las partes más lla-
nas del país interrumpen la superficie turbosa peque-
ñas charcas situadas a diversas alturas y con apariencia
de haber sido excavadas artificialmente. Pequeñas ve-
nas de agua que fluyen subterráneas acaban la des-
organización de la materia vegetal y consolidan el
conjunto.
El clima de las regiones meridionales de América
parece particularmente favorable a la formación de la
turba. En las islas Falkland está compuesta de toda
clase de plantas, y hasta de la áspera hierba que tapiza
el suelo: apenas hay sitio alguno que por su especial
situación impida el desarrollo de la turba; hay capas
que tienen más de tres metros y medio de espesor, y
la porción de abajo se endurece tanto al secarse, que
con dificultad arde. Aunque todas las plantas contri-
buyen a la formación de la turba, la principal es la
Astelia. Una circunstancia algo singular, por ser tan
diferente de lo que ocurre en Europa, es que en nin-
guna parte se ven musgos que formen, por su compo-
sición, parte alguna de la turba en Sudamérica. Con
respecto al límite septentrional, en que el clima per-
mite esa especie peculiar de putrefacción lenta, nece-
CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS
49
xni
saria para su producción, creo que en Chiloe (latitud
41 a 42”), a pesar de abundar el terreno pantanoso, no
se encuentra turba bien caracterizada; pero en las islas
Chonos, tres grados más al Sur, hemos visto que es
abundante. En la costa oriental de La Plata (latitud 35”)
me dijo un español allí establecido, que había visitado
Irlanda, no haberle sido posible hallar turba, a pesar
de sus repetidas investigaciones. Lo más parecido a
ella que había descubierto era un terreno turboso ne-
gruzco, que me mostró, repleto de raíces, en términos
de permitir una combustión lenta e imperfecta.
La zoología de estas dispersas islitas del archipié-
lago de Chonos, como ya podía suponerse, es muy
pobre. Entre los cuadrúpedos abundan dos especies
acuáticas. El Myopotamus Coypus (parecido al castor,
pero con una cola redonda) es bien conocido por su
hermosa piel, objeto de comercio en todos los tribu-
tarios de La Plata. Aquí, sin embargo, frecuenta exclu-
sivamente el agua salada, circunstancia que, según
dejo dicho en varios lugares, se observa también en
el gran roedor el Capybara. Es además numerosísima
una pequeña nutría marina, animal que no se alimenta
solamente de peces, sino que, como las focas, devora
en gran cantidad un cangrejito rojo que flota en ban-
cos superficiales. Mr. Bynoe vió una en Tierra del Fue-
go comiendo un pulpo, y en Puerto Low se mató otra
en el momento de llevarse a su agujero una gran Vo-
luta. En cierto sitio cacé en una trampa un singular
ratoncito (M. brachiotis); según parece, se le halla en
varias de las islas; pero los chilotes de Puerto Low me
dijeron que por allí no se veía ni uno. Compréndese,
en vista de ello, qué serie de accidentes casuales (1) o
(1) Dfcese que aljfunas aves rapaces llevan lai presas vivas a
sus nidos. Si así es, en el transcurso del os siglos, de cuando en
cuando podría escapar algfuna, librándose de las débiles g'arras de
Darwin: Viaje.— T. II.
4
50
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
qué cambios de nivel deben de haber entrado en jue-
go para esparcir estos animalitos por todo este despe-
dazado archipiélago.
En todas las partes de Chiloe y Chonos se ven dos
aves muy extrañas, que son parecidas y reemplazan al
turco y tapaculo de Chile Central. A la una la llaman
los indígenas «cheucau» (Pteroptochos rubecula); fre-
cuenta los sitios más sombríos y retirados de las sel-
vas húmedas. Unas veces, aunque su canto pueda
oírse muy cerca, a no mirar con gran cuidado no se
ve el cheucau; otras veces bastará permanecer inmó-
vil para que el pajarillo se acerque a corta distancia
de la manera más familiar. Entonces salta con inquie-
ta rapidez entre la enmarañada urdimbre de cañas y
ramaje podrido, con su pequeña cola levantada. El
cheucau es objeto de supersticiosos temores para los
chilotes, por causa de sus extraños y variados gritos.
Hay tres muy distintos: el uno se llama «chiduco*,
que es de buen agüero; el otro, «huitreu» muy desfa-
vorable, y un tercero, que se me ha olvidado. Dichas
voces imitan sus cantos, y por ellos se gobiernan sin
vacilar los indígenas en muchas cosas. Realmente los
chilotes han elegido para profeta a una de las más
cómicas criaturas. Una especie afín, poco algo mayor,
lleva el nombre indígena de «guid-guid* (Pteropio-
chos Tarnii)i y los ingleses le han designado con el
nombre de pájaro ladrador. Esta última denominación
es muy apropiada, pues desafío a cualquiera que le
oiga cantar por primera vez a que no le distingue de
un perrito ladrando en la selva. Con este ave sucede
lo mismo que con el cheucau, es decir, que a veces el
observador oye el ladrido a corta distancia, pero en
vano se esforzará por descubrir el pájaro, y“menos
las crías. Un hecho de esta índole se requiere para explicar la
distribución de pequeños roedores en islas no muy próximas unas
a otras.
xm CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS 51
aun si sacude las matas, y, en cambio, otras veces el
guid-guid se le acercará confiadamente. Su sistema de
alimentación y hábitos generales se parecen mucho a
los del cheucau.
En la costa (1) abunda una avecilla de color obscu-
ro (Opetiorhynchus Patagonicus). Es notable por sus
tranquilos hábitos; vive enteramente en la playa, como
una gallineta. Fuera de dichas aves, muy pocas más
habitan esta tierra fraccionada. En mis borradores
describo los singulares ruidos que, no obstante oírse
con frecuencia en estos sombríos bosques, apenas
perturban el silencio general. El gañido del guid-
guid y el repentino jiú-jiú del cheucau suenan unas
veces de muy lejos y otras de muy cerca; de cuando
en cuando se añade el canto del reyezuelo negro de
Tierra del Fuego; el trepador (Oxyurus) sigue al in-
truso chillando y gorjeando; a intervalos se ve al coli-
brí moviéndose con rapidez de un sitio a]otro y emi-
tiendo como un insecto su agudo chirrido; últimamen-
te suele escucharse en la punta de un árbol alto la
nota indistinta y plañidera de la muscívora tirana de
moño blanco (Myiohius). A causa de preponderar en
la mayoría de los países ciertos géneros comunes de
aves, como los pinzones, al principio se siente uno
sorprendido al encontrarse con las formas peculiares
antes enumeradas, que son las más comunes en todas
estas regiones. En el Chile Central se encuentran dos
de ellas, el Oxyurus y el Scytalopus, pero rarísimas
veces. Al ver, como en este caso, animales que pare-
cen desempeñar un papel tan insignificante en el
(1) Como prueba de la gran diferencia que hay entre las es-
taciones de las regiones frondosas y las despejadas de esta costa,
mencionaré que el 20 de septiembre, a los 34*^ de latitud, las aves
mencionadas tienen polluelos en el nido, mientras en ias islas
Chonos, tres meses mas tarde, en verano, están todavía ponien-
do; la diferencia de latitud entre estos dos lugares es de r-ftrr a
7“ «.illas.
fJ.ClllTA0
íí
V. f|L0S0F/A//.ErRA« .
52
darwin: vrAjE oel «bbaqle»
CAP.
grandioso plan de la Naturaleza, se siente uno tenta-
do a preguntarse para qué han sido creados. Pero
convendría recordar siempre que quizá en algún otro
país son miembros esenciales de la sociedad, o pueden
haberlo sido en algún período anterior. Si América,
al sur de los S?**, se hundiera bajo las aguas del océa-
no, estas dos aves continuarían existiendo en Chile
Central por un largo período, pero es muy improba-
ble que aumentaran en número. Tendríamos un caso
que inevitablemente debe haber ocurrido con muchí-
simos animales.
Estos mares del Sur son frecuentados por varías es-
pecies de petreles: la especie mayor, Procellaria gi-
gantea, o quebrantahuesos de los españoles, es un
ave común, así en los canales interiores como en mar
libre. Por sus hábitos y manera de volar se parece
mucho al albatros, y como al albatros, puede obser-
vársele durante horas sin ver de qué se alimenta. Sin
embargo, el quebrantahuesos es una verdadera ave
rapaz, pues algunos oficiales le vieron en el puerto de
San Antonio dar caza a un somormujo, que intentó
escapar buceando y volando, pero fué constantemente
acosado y por fin muerto de un picotazo en la cabeza.
En Puerto San Julián se observó que estos gran-
des preteles mataban y devoraban gaviotas jóvenes.
Una segunda especie (Puffinus cinereus), que es co-
mún a Europa, al cabo de Hornos y a la costa del
Perú, es mucho más pequeña que el quebrantahuesos,
pero, como él, de color grisáceo. De ordinario frecuen-
ta las calas que se internan en tierra, en grandes banda-
das; no creo haber visto en mi vida tantas aves juntas
de ninguna otra clase como las que vi de estas allen-
de la isla de Chiloe. Cientos de miles volaron en línea
irregular por varias horas en una dirección. Cuando
parte de la bandada se posó en el agua, la superficie
quedó negra y el ruido que hacían parecía el murmullo
de una gran muchedumbre de gente oído a distancia.
CHILOE Y LAS ISLAS CHONOS
53
Xlií
Hay otras varias especies de petreles, pero me limi-
taré a citar aquí una tercera, además de las anteriores,
el Pelecanoides Berardi, que ofrece un ejemplo de esos
extraordinarios casos de aves pertenecientes, sin duda,
a una familia bien determinada, pero afines a una tribu
muy distinta, así por sus hábitos como por su estruc-
lura. Este Pelecanoides nunca deja las tranquilas calas
interiores. Cuando se le molesta, bucea durante un
cierto trecho, y saliendo a la superficie, con el mismo
impulso adquirido debajo del agua levanta el vuelo.
Después de volar, merced al rápido batir de sus cor-
tas alas, por un cierto espacio en línea recta, cae como
un cuerpo muerto, y vuelve a bucear. La forma de su
pico y aberturas nasales, la longitud de sus pies y has-
ta el color del plumaje, muestran que el ave es un
petrel; mas, por otra parte, sus cortas alas y consi-
guiente limitación de vuelo, la configuración de su
cuerpo y forma de la cola, la falta del dedo posterior,
su hábito de bucear y los sitios que prefiere, hacen
dudar a primera vista de si no se relaciona igualmente
con las Alca (1). A no dudarlo, cuando se le ve a dis-
tancia se le podría tomar por un Alca, ora esté volan-
do, ora bucee o nade tranquilamente de un punto a
otro en los retirados canales de Tierra del Fuego.
(1) A la misma familia de las Proceláridas pertenecen los gé-
neros Pelecanoides, Puffínas, Procellaria y albatros (Diomedea),
bien que constituyendo, dentro de ella, hasta tres grupos o sub-
familias diferentes.
Las Alca — por ejemplo, Alca torda — son ios representantes en
^os países árticos de los pájaros bobos o niños, que son propios
solamente de los mares del Sur. — TVoía de la edic. española.
CAPITULO XIV
Chíloe y Concepción. — Gran terremoto.
San CarloSj Chíloe. — El Osorno, en erupción al mismo tiempo
que el Aconcagua y el Coseguina. — Excursión a caballo a Cu-
cao. — Selvas impenetrables. — Valdivia. — Indios. — Temblor de
tierra. — Concepción. — Gran terremoto. — Rocas hendidas. — As-
pecto de las antiguas ciudades. — El mar, ennegrecido e hir-
viente. — Dirección de las vibraciones. — Desplazamiento de pie-
dras en sentido circular. — Gran ola. — Elevación permanente
del suelo. — Area de fenómenos volcánicos. — Conexión entre
las fuerzas elevatorias y eruptivas. — Causa de los terremotos.
Elevación lenta de las cadenas de montañas.
£1 15 de enero zarpamos de Puerto Low, y a los
tres días anclamosfpor segunda vez en la bahía de San
Carlos, en Chíloe. En la noche del 19 el volcán de
Osorno estaba en^^actividad. A media noche el centi-
nela observó algo parecido a una gran estrella, que
crecía gradualmente en tamaño hasta eso de las tres,
en que se presentó un espectáculo de la mayor mag-
nificencia. Con ayuda de un anteojo se veían bultos
obscuros, en sucesión constante, salir lanzados a lo
alto y caer en medio de un inmenso resplandor de luz
roja. La iluminación era suficiente para producir en el
agua una prolongada y viva reflexión. Parece que en
esta parte de la Cordillera los cráteres arrojan muy
comúnmente grandes masas de materia fundida. Me
aseguraron que cuando el Corcovado está en erupción
grandes masas son proyectadas por el volcán, las cua-
les revientan en el aire, tomando multitud de formas
56
darwin: vjaje del obeaqle»
CAP.
fantásticas, como, por ejemplo, de árbolesj su tamaño
debe de ser inmenso, porque pueden percibirse desde
las alturas de detrás de San Carlos, distantes del Cor-
covado lo menos 93 millas. A la mañana siguiente el
volcán apareció tranquilo.
Con no escasa sorpresa supe más tarde que el
Aconcagua, en Chile, 480 millas al Norte, estuvo en
actividad aquella misma noche, y todavía creció mi
asombro al ver que la gran erupción del Coseguina
(2.700 millas al norte del Aconcagua), acompañada de
un terremoto que se sintió a más de 1.000 millas, tuvo
lugar dentro de las mismas seis horas. Esta coinciden-
cia es notabilísima, porque el Coseguina había perma-
necido inactivo por espacio de veintiséis años y el
Aconcagua rarísima vez da señales de actividad. Difí-
cil es conjeturar si tal coincidencia es casual o indica
alguna conexión subterránea. Si el Vesubio, el Etna y
el Hecla, en Islandia este último (todos tres relativa-
mente más próximos entre sí que los citados volcanes
de Sudamérica), se mostraran de pronto en erupción
en la misma noche, se consideraría como cosa digna
de meditarse la simultaneidad del fenómeno; pero lo es
mucho más en este caso, en que los tres respiraderos
se hallan en la misma gran cadena de montañas, y
donde las vastas llanuras a lo largo de toda la costa
oriental, y las conchas recién elevadas del fondo del
mar en una longitud de más de 2.000 millas, en la
costa occidental, muestran de qué modo tan uniforme
y relacionado han actuado las fuerzas elevatorias.
Como el capitán Fitz Roy deseaba vivamente que
se tomaran algunos datos de orientación en la costa
exterior de Chiloe, se convino que Mr. King y yo fué-
ramos a caballo a Castro, y desde allí atravesáramos
la isla hasta la capilla de Cucao, situada en la costa
oeste. Habiendo alquilado caballos y un guía, parti-
mos la mañana del 22. No habíamos andado mucho
cuando se nos incorporaron una mujer y dos mucha-
XIV
CHíLOE Y CONCEPCIÓN’. — G«AN TERREMOTO
57
chos que hacían el mismo viaje. En este camino es lo
corriente tratarse como amistosos compañeros, y ade-
más se disfruta el privilegio, tan raro en Sudamérica,
de viajar sin armas de fuego. En un principio el terre-
no se componía de una sucesión de valles y colinas,
mas cerca de Castro se hace muy llano. El camino
mismo constituye una verdadera curiosidad: está for-
mado en toda su longitud, exceptuando unos cuantos
trozos, de grandes troncos que, o bien son anchos y
están colocados longitudinalmente, o bien estrechos
y se hallan dispuestos en sentido transversal. En ve-
rano se puede caminar por él, aunque con alguna di-
ñcultad; pero en invierno, cuando la madera se pone
resbaladiza con la lluvia, la marcha es mucho más
penosa.
En esta época del año, el terreno de ambos lados
se convierte en un cenagal, y con frecuencia se inun-
da: de aquí la necesidad de sujetar los troncos longi-
tudinales mediante traviesas, que se fijan por los dos
extremos con estacones clavados en tierra. Estos es-
tacones hacen que sea peligrosa la caída de un jine-
te, porque hay gran probabilidad de caer sobre uno
de ellos. Es notable, sin embargo, la destreza que los
caballos chilotes han adquirido con la práctica. Al ca-
minar por los pasos malos, donde ios troncos se han
salido de su sitio, aciertan a poner los cascos entre
ellos con la seguridad y rapidez con que podría ha-
cerlo un perro. Por ambas partes el camino está bor-
deado de una selva de alto arbolado, cuyos troncos
se hallan entretejidos por canas. Cuando alguna vez
se presenta a la vista un gran trozo de esta avenida,
sorprende su curiosa uniformidad: la blanca línea de
maderos, estrechándose por un efecto de perspectiva,
acaba por ocultarse en la selva sombría, o bien termi-
na en un zigzag que asciende por una colina esca-
lonada.
Aunque la distancia de San Carlos a Castro es sólo
58
DAKWtN: VAJE DEÍ. «BEAQLE-
CAP.
de 12 leguas en línea recta, la construcción del cami-
no ha debido de costar gran trabajo. Me contaron que
en tiempos pasados habían perecido varias personas
al intentar atravesar el bosque. El primero que lo con-
siguió fué un indio, que logró abrirse camino por entre
los cañaverales en ocho días, y llegó a San Carlos; el
Gobierno español le premió concediéndole un gran
lote de tierra. Durante el verano muchos indios vagan
por las selvas (principalmente en las partes más ele-
vadas, donde la vegetación no es tan espesa), en
busca de ganado medio salvaje, que se alimenta de
las hojas de caña y de ciertos árboles. Uno de estos
cazadores fué el que por casualidad descubrió, hace
pocos años, un barco inglés que había naufragado en
la costa exterior. La tripulación empezaba a agotar las
provisiones, y no es probable que sin ayuda de este
hombre hubieran logrado salir de estos bosques casi
impenetrables. Con todo, un marinero murió de fati-
ga en el camino. Los indios, en estas excursiones, se
guían por el sol: de modo que cuando el tiempo per-
siste nebuloso no pueden viajar.
El día estaba hermoso, y el número de árboles que
estaban en plena floración perfumaba el aire; pero ni
con esto se disipaba el efecto de la sombría humedad
del bosque. Además, los numerosos troncos secos,
que se yerguen como esqueletos, nunca dejan de im-
primir a estos bosques primitivos un sello de majes-
tad solemne, de que en absoluto carecen los de otros
países de remota civilización. Poco después de poner-
se el Sol vivaqueamos para pasar la noche. La mujer
que nos acompañaba, bastante agraciada por cierto,
pertenecía a una de las familias más respetables de
Castro; cabalgaba, no obstante, a horcajadas, y sin za-
patos ni medias. Estaba sorprendido de la extraordi-
naria llaneza que mostraron tanto ella como su her-
mano. Llevaban comida; pero durante todas nuestras
refacciones se sentaban, observándonos a Mr. King y
XIV
CHILOE V CONCEPCIÓN. — GRAN TERREMOTO
59
a mí, hasta el punto de darnos verg-üenza de comer
delante de ellos. La noche era clara, y mientras yacía-
mos en nuestras camas gfozamos con la vista (y es un
goce supremo) de la multitud de estrellas que ilumi-
naban la obscuridad del bosque.
23 de enero . — Madrugamos a la mañana siguiente y
llegamos a la tranquila y bonita ciudad de Castro a
eso de las dos de la tarde. El antiguo gobernador ha-
bía muerto con posterioridad a nuestra última visita,
y un chileno ocupaba su puesto. Teníamos una carta
de recomendación para D. Pedro, a quien hallamos
extremadamente hospitalario y bondadoso, y más des-
interesado de lo que se acostumbra en esta parte del
continente. Al día siguiente, D. Pedro nos procuró
caballos de refresco y se brindó a acompañarnos él
mismo. Caminamos en dirección Sur, generalmente
siguiendo la costa, y pasamos por varias aldeas, cada
una con su gran capilla de madera. En Vilipilli, D. Pe-
dro pidió al comandante que nos buscara un guía para
ir a Cucao. El anciano señor se ofreció a salir él en
persona, pero en mucho tiempo no pudo persuadirse
de que dos ingleses tuviesen verdadero empeño en vi-
sitar un sitio tan extraviado como Cucao. De este
modo llevamos de compañeros en nuestro viaje a los
dos personajes más aristocráticos del país, según se
patentizó en el respeto que les demostraban los indios
más pobres. En Chonchi empezamos a cruzar la isla
siguiendo intrincadas veredas y rodeos, que a veces
pasaban por magníficos bosques y a veces por trozos
despejados, con abundantes cultivos de trigo y pata-
tas. Este ondulado país boscoso, cultivado a trechos,
me traía a la memoria las regiones más selváticas de
Inglaterra, y por tanto presentaba a mis ojos un aspec-
to en extremo fascinador. En Vilinco, situado en las
riberas del lago de Cucao, hay muy poco terreno des-
montado y todos los habitantes parecen ser indios.
60
darwin: viaje del obeaole!
CAP.
Dicho lago tiene 12 millas de largo, y se extiende
de Este a Oeste. Por un efecto de las circunstancias
locales, la brisa marina sopla muy regularmente duran-
te el día y queda en calma durante la noche, lo cual
dió origen a extrañas exageraciones, pues el fenó-
meno, tal como nos lo describieron en San Carlos,
era un verdadero prodigio.
El camino de Cucao se hallaba en estado tan desas-
troso, que resolví embarcarme en una piragua. El co-
mandante, del modo más autoritario, mandó a seis
indios que se prepararan a llevarnos, sin dignarse de-
cirles si les pagaría o no. La piragua es una especie
de bote tosco y extraño, pero la tripulación lo era
todavía más: dudo mucho que se hayan podido reunir
jamás en una pequeña embarcación seis hombrecillos
más feos. Sin embargo, bogaron bien y muy conten-
tos. El remero principal charlaba en indio y profería
gritos salvajes que superaban a los de los porqueros
conduciendo sus cerdos. Partimos con viento contra-
rio, aunque suave, y llegamos a la capilla de Cucao
antes de atardecer. El país, a uno y otro lado del lago,
era un bosque no interrumpido. En la misma pira-
gua donde íbamos hubo que embarcar una vaca. Difí-
cil parece a primera vista meter una bestia de tal ta-
maño en una embarcación tan pequeña; pero los
indios resolvieron la dificultad en un minuto. Coloca-
ron la vaca a lo largo del bote, y luego metieron dos
remos por debajo del vientre del animal, apoyando
ios extremos en la borda. Apalancaron con fuerza, y
bonitamente tumbaron a la pobre bestia patas arriba
en el fondo de la embarcación, hecho lo cual, la ata-
ron con cuerdas. En Cucao hallamos una choza de-
sierta (que es la residencia del «padre» cuando visita
esta capilla), y allí encendimos lumbre, preparamos la
cena y lo pasamos con toda comodidad.
La región de Cucao es la única que está habita-
da en toda la costa occidental de Chiloe. Contiene
XIV
CHiLOE Y CONCEPCIÓN.— GRAN TERREMOTO
61
unas 30 ó 40 familias indias, dispersas a todo lo largo
de la playa, en un espacio de cuatro o cinco millas.
Viven muy aislados del resto de Chiloe, y apenas tie-
nen comercio alguno, como no sea el de la venta de
un poco de aceite sacado de la grasa de las focas.
Andan vestidos un poco decentemente con ropas de
propia manufactura, y disponen de alimentos en abun-
dancia. Sin embargo, parecían descontentos y moral-
mente abatidos en términos que daba pena. Esta
abyección, a mi juicio, debe atribuirse sobre todo al
duro trato que reciben de sus gobernantes, que Ies
hablan siempre del modo más imperativo y autoritario.
Nuestros acompañantes, en medio de la exquisita cor-
tesía que usaban con nosotros, se portaban con los
indios como si fueran esclavos más bien que hombres
libres. Les mandaron traer provisiones y facilitar caba-
llos, sin dignarse decirles cuánto importaba todo ello,
ni siquiera si recibirían paga alguna. Por la mañana,
habiendo quedado solos con esta pobre gente, nos
captamos en breve sus simpatías regalándoles puros y
mate. Un terrón de azúcar blanca fué repartido entre
todos los presentes, y lo gustaron con la mayor curio-
sidad. Después de exponernos sus quejas acababan
siempre diciendo: «Y todo porque somos unos pobres
indios, que nada sabemos; pero no sucedía así cuando
teníamos un rey.»
Al siguiente día, después de desayunar, cabalgamos
unas cuantas millas en dirección Norte, hacia la Punta
de Huantamó. El camino corre a lo largo de una
ancha faja costera, en la que, a pesar de tantos días
hermosos, rompía una terrible marejada. Se me ase-
guró que después de un fuerte temporal podía oirse
el rugido del mar por la noche hasta en Castro, a una
distancia no inferior a 21 millas marinas y al través de
un país montañoso y cubierto de bosque. Tropezamos
con alguna dificultad para llegar al término de nues-
tra excursión, a causa de los frecuentes pasos casi in-
62
í>ARWfN: VIAJE DEL OBEAGLE»
CAP.
transitables, porque dondequiera que estaba en som-
bras, ei suelo se había convertido en un barrizal. La
punta misma es un promontorio de roca y se halla cu-
bierto de una planta afín, seg-ún creo, a la Bromelia,
llamada por los naturales « chepones » . Al trepar por un
espeso ramaje nos llenamos las manos de arañazos.
Me hizo gracia la precaución usada por el guía indio,
que se recogió los pantalones, creyéndolos, sin duda,
más delicados que su propia piel. La referida planta
produce un fruto de forma semejante a una alcachofa,
lleno de cápsulas de semillas que contienen una pulpa
dulce y agradable aquí muy estimada. En Puerto Low
vi a los chiiotes hacer chicha o sidra con ese mismo
fruto: tan cierto es, como observa Humboldt, que
todos los pueblos hallan modo de preparar alguna
bebida fermentada con materiales del reino vegetal.
Sin embargo, los salvajes de Tierra del Fuego, y creo
que de Australia, no han progresado en estas artes.
La costa hasta el norte de Punta Huantamó es por
extremo escabrosa y quebrada, y tiene enfrente nume-
rosos rompientes, en que el mar hace oír sin cesar su
eterno bramido. Míster King y yo ansiábamos regresar,
si hubiera sido posible, a pie por la costa; pero los
mismos indios nos dijeron que era del todo impracti-
cable. Según nos refirieron, algunos habían podido, ir
desde Cucao a San Carlos atravesando directamente
los bosques, pero jamás por la costa. En tales expedi-
ciones los indios llevan por todo alimento trigo tos-
tado, y lo comen, con parsimonia, sólo dos veces
al día.
26 de enero . — Volvimos a embarcar en la piragua,
y después de cruzar el lago montamos en nuestros
caballos. Todos los moradores de Chiloe se aprove-
charon de esta semana de buen tiempo — cosa des-
acostumbrada en el país — para limpiar de arbolado el
terreno por medio del fuego. En todas direcciones
XIV
CHILOE Y COKCEPCJÓX. — GRAN TERREMOTO
63
se veían surgir densas humaredas en remolino. Pero
aunque los chilotes se afanaban por incendiar la selva
en una infínidad de puntos, no vi una sola hoguera
extenderse. Comimos con nuestro amigo el comandan-
te, y no llegamos a Castro hasta después de obscure-
cer. Al día siguiente, por la mañana, partimos muy
temprano. Después de haber cabalgado por algún tiem-
po, tuvimos la satisfacción (rara en este camino) de
tender la vista por una amplia extensión de la inmen-
sa selva desde el viso de una escarpada colina. Sobre
el horizonte de árboles destacaba preeminente el vol-
cán del Corcovado y una gran cima plana hacia el
Norte: apenas se alzaba en la prolongada sierra nin-
gún otro pico que dejara ver su nevada cima. Espero
que ha de pasar mucho tiempo antes que se borre de
mi memoria la impresión que me causó esta vista úl-
tima de la magnifícente Cordillera frente a Chiloe.
Por la noche vivaqueamos bajo un cielo sin nubes, y
a la mañana siguiente llegamos a San Carlos. Con
oportunidad lo hicimos, pues antes de atardecer em-
pezó a^caer un copioso aguacero.
4 de febrero . — Hemos zarpado de Chiloe. Durante
la última semana efectué varias cortas excursiones.
Una de ellas tuvo por objeto examinar un gran lecho
de conchas hoy existentes, elevado cien metros sobre
el nivel del mar; entre ellas crecía una gran vegeta-
ción forestal. Otra fui a Punta Huechucucuy. Llevé
conmigo un guía que conocía demasiado bien el país,
porque se empeñó en decirme los interminables nom-
bres indios que había para cada pequeña punta, ria-
chuelo y abra. De igual modo que eií Tierra del Fue-
go, el lenguaje indio parece prestarse admirablemente
a denominar los accidentes más triviales del terreno.
Si no me engaño, todos nos alegramos de dar nuestro
adiós a Chiloe; sin embargo, prescindiendo de la triste
lluvia de invierno, Chiloe podría pasar por una isla en-
64 darwin: viaje del íbeagled cap.
cantadora. Hay además algo muy atractivo en la sen-
cillez y humilde cortesía de sus pobres habitantes.
Navegamos hacia el Norte a lo largo de la costa;
pero a causa del mal tiempo no llegamos a Valdivia
hasta la noche del 8. A la mañana siguiente el bote se
dirigió a la ciudad, que dista unas 10 millas. Segui-
mos el curso del río, pasando a veces ante algunas ca-
bañas y trozos de terreno desmontado, que parecían
islas en un mar de boscaje interminable, y encontrá-
bamos de cuando en cuando alguna canoa con una
familia india. La ciudad está situada en las bajas ribe-
ras de la corriente, y está tan completamente sepulta
en un bosque de manzanos, que las calles parecen los
paseos de un huerto. Nunca he visto país alguno en
que los frutales mencionados crezcan tan lozanos
como en esta húmeda región de Sudamérica: en los
mismos bordes de los caminos se veían muchos arbo-
litos tiernos, que evidentemente brotaban espontá-
neos. En Chiloe, los naturales usan un procedimiento
prodigiosamente rápido para multiplicar los manzanos.
£n la parte inferior de casi todas las ramas salen unas
puntitas cónicas, parduscas y rugosas, que propenden
a convertirse en raíces, como puede verse siempre
que accidentalmente se pega barro al árbol. A princi-
pios de primavera se eligen ramas gruesas y se las
corta por debajo de esas puntas; se limpian los brotes
más pequeños y se planta la mayor a unos dos pies de
profundidad. Durante el verano siguiente el plantón
echa largos tallos y a veces produce frutos: me ense-
ñaron uno que había dado hasta 23 manzanas; pero
este caso se consideró como excepcional. En la ter-
cera estación, el nuevo árbol se hace corpulento (como
yo mismo he visto), cargándose de fruto. Un anciano
de cerca de Valdivia, en comprobación de su lema:
«La necesidad es la madre de todas las invenciones*,
enumeraba los diversos productos útiles que había
obtenido de sus manzanas. Después de hacer sidra y
XIV
CHILOE Y CONCEPCIÓN.— GRAN TERREMOTO
65
vino, sacaba de las materias de desecho una esencia
de delicado aroma; mediante otro procedimiento se
procuraba un melado dulce o miel, seg'ún su propia
expresión. Durante esta estación del año los chiquillos
y los cerdos se pasaban la vida en el huerto y en él se
alimentaban.
11 de febrero . — Salí con un guía para una breve ex-
cursión, en la que logré ver muy poco, así de la geo-
logía del país como de sus habitantes. Cerca de Val-
divia escasea el terreno desmontado; después de cru-
zar un río a la distancia de unas cuantas millas, nos
internamos en el bosque, y en todo él sólo encontra-
mos una miserable choza antes de llegar al sitio en
que pasar la noche. La escasa diferencia en latitud, de
150 millas, ha dado un nuevo aspecto al bosque, com-
parado con el de Chiloe, lo cual se debe a haber va-
riado ligeramente la proporción de las diversas espe-
cies de árboles. Los de follaje perenne no parecen ser
tan numerosos, y el bosque, en consecuencia, tiene un
matiz brillante. Como en Chiloe, las partes bajas están
entretejidas de cañas; aquí hay además otra especie
(parecida al bambú del Brasil y de cerca de seis me-
tros de altura) que crece en grupos y ornamenta las
márgenes de algunas de las corrientes de una mane-
ra lindísima. Con esta planta hacen los indios sus
chuzos.
La casa donde habíamos de descansar estaba tan
sucia, que preferí dormir al aire libre; en estos viajes,
la primera noche se pasa de ordinario muy mal, por
no estar acostumbrados al cosquilleo y picaduras de
las pulgas. A la mañana siguiente amanecí con las
piernas acribilladas, y seguramente no había en ellas
un espacio del tamaño de un chelín que no tuviera su
pequeña roncha, indicadora del sitio en que la pulga
había celebrado su festín.
Darwin: Viaje.— T. I!.
66
darwin: viaje df.l cbeagi e»
CAP.
12 de febrero . — Proseguimos nuestro viaje a caballo
por la espesura del bosque; sólo de cuando en cuan-
do encontrábamos algún jinete indio o una reata de
hermosos mulos que transportaban tablas de alerce y
trigo de las llanuras meridionales. Por la tarde uno de
los caballos dió una fuerte caída; nos hallábamos en-
tonces en el viso de una montaña desde la que se go-
zaba una hermosa vista de los Llanos. El panorama de
estas llanuras abiertas era confortante después de lle-
var tanto tiempo sepultados y presos en la salvaje
frondosidad de la selva. La uniformidad de un bosque
se hace muy pronto pesadísima. Esta costa occidental
me trae el grato recuerdo de las libres e ilimitadas
planicies de Patagonia; y, con todo eso, por un verda-
dero espíritu de contradicción, me es imposible olvi-
dar el sublime silencio de la selva. Los Llanos son las
partes del país más fértiles y más densamente pobla-
das, por lo mismo que poseen la inmensa ventaja de
carecer casi de árboles. Antes de salir del bosque
atravesamos algunos trozos de pradera llana, rodea-
dos de árboles distantes unos de otros como en los
parques ingleses; a menudo he notado con sorpresa,
en comarcas onduladas de bosque, la falta de arbola-
do en las planicies. Por estar el caballo cansado, re-
solví hacer alto en la Misión de Cudico, para cuyo
«padre» tenía una carta de recomendación. Cudico es
una región intermedia entre el bosque y los Llanos.
Hay bastantes buenas quintanas con manchas de trigo
y patatas, propiedad casi todas de indios. Las tribus
dependientes de Valdivia son de «reducidos y cris-
tianos» (1). Los indios más al Norte, cerca de Arauco
e Imperial, permanecen aún bravos y no convertidos;
pero tratan mucho con los españoles. Me dice el «pa-
dre» que a los indios cristianos no Ies gusta mucho
(1) En español en el original.
Xiv
CHILOE Y CONCEPCIÓN. — GRAN TERREMOTO
67
venir a misa; pero que, por otra parte, muestran res-
peto por la reli^^ión. La mayor difícultad está en ha-
cerles observar las ceremonias del matrimonio. Los
indios salvajes toman tantas mujeres como pueden
mantener, y hay caciques que llegan a tener 10; al en-
trar en la casa puede saberse el número por el de los
distintos hogares. Cada mujer vive, por turno, una se-
mana con el cacique; pero todas trabajan para él, te-
jiendo ponchos, etc. Ser esposa de un cacique es un
honor muy anhelado por las mujeres indias.
Los hombres de todas estas tribus usan un basto
poncho de lana; los del sur de Valdivia, calzón, y los
del norte, una especie de falda como la chilipa de los
gauchos. Todos llevan su largo cabello atado con una
cinta escarlata y descubierta la cabeza. Estos indios
son de buena estatura; tienen pómulos prominentes y
en el porte guardan gran parecido con el tipo general
de la familia americana, a que pertenecen; pero creo
que su físonomía se diferencia algo de la de alguna
otra tribu que he visto anteriormente. Su expresión es
generalmente grave y hasta austera, e indica gran
fuerza de carácter, que podría traducirse por una hon-
rada testarudez o una arrogante resolución. El negro
y largo cabello, el serio y rugoso semblante y la tez
morena, me recordaron los antiguos retratos de Jaime I.
En el camino observé que nadie hacía los humildes
cumplidos tan comunes en Chiloe. Alguno dió su
mari-mari! (jBuenos días!) con sequedad, pero la ma-
yor parte no parecían inclinados a saludar de ningún
modo. La independencia de maneras es probablemen-
te una consecuencia de sus largas guerras y de las re-
petidas victorias que, no solamente ellos, sino todas
las tribus de América, han alcanzado sobre los espa-
ñoles.
Pasé la tarde muy agradablemente conversando con
el «padre>, persona bondadosa y hospitalaria. Como
había venido de Santiago, trajo consigo algunos rega-
68
darwin: viaje dei. «beaqleo
CAP.
los para obsequiar a sus probables huéspedes. Poseía
alguna instrucción, y, consiguientemente, se quejaba
de la falta de sociedad. No estando animado de gran
celo por la religión ni teniendo entre manos negocio
o proyecto alguno, ¡qué vida tan mal gastada la de este
hombre! Al día siguiente, de regreso, encontramos
siete indios de aspecto feroz; algunos de ellos eran
caciques, y acababan de recibir del gobierno chileno
su pequeño estipendio anual por haber permanecido
largo tiempo fieles. Eran hombres de varonil continen-
te, y cabalgaban uno tras otro con torvos semblantes.
Un cacique viejo, que caminaba a la cabeza, debía de
haber bebido más que los demás, porque iba excesi-
vamente grave y ceñudo. Poco después de esto se nos
unieron dos indios que se dirigían desde una misión
distante a Valdivia, para asuntos de un pleito. Uno era
un viejo de buen humor; pero por su rostro arrugado
y barbilampiño, más parecía una vieja que un hombre.
A menudo los obsequié con puros, y aunque dispues-
tos siempre a recibirlos, y de buen grado si no me en-
gaño, difícilmente condescendían a darme las gracias.
Un indio chilote se hubiera quitado el sombrero y
dicho humildemente: «¡Dios se lo paguel^^ (1). La ca-
minata era muy pesada, tanto por el mal estado de la
ruta como por los muchos árboles caídos que era ne-
cesario saltar o evitar dando largos rodeos. Dormimos
en el mismo camino, y a la mañana siguiente llega-
mos a Valdivia, desde donde me trasladé a bordo.
Pocos días después crucé la bahía con un grupo de
oficiales, y desembarqué cerca del fuerte llamado
Niebla. Los edificios estaban en ruinosísimo estado, y
las cureñas enteramente podridas. Mr. Wickham hizo
notar al jefe del fuerte que a la primera descarga se ha-
rían todas pedazos. El pobre hombre, esforzándose por
(1) En español en el original.
xív
CHILOE Y CONCEPCIÓN. — ORAN TERRE.MOTO
69
disimular, respondió gravemente: ^No; estoy seguro
de que resistirán dos» (!). Sin dúdalos españoles qui-
sieron hacer este lugar inexpugnable. Todavía hay en
medio del patio un montoncito de mortero que riva-
liza en dureza con la roca en que yace. Se trajo de
Chile y costó 7.000 dólares. La revolución o levanta-
miento que sobrevino al proclamarse la independen-
cia impidió que se le diera ninguna aplicación., y aho-
ra queda como un monumento de la caída grandeza
de España.
Necesitaba ir a una casa distante cerca de milla y
media; pero me dijo el guía que era del todo imposi-
ble penetrar en el bosque en línea recta. Se ofreció,
sin embargo, a guiarme por dudosos senderos de
vacas, siguiendo el camino más corto; pero, con todo
eso, tuvimos que viajar ¡no menos de tres horas mor-
tales!... Este hombre se ocupa en cazar reses extravia-
das, y aunque debe conocer bien el bosque, no hacía
mucho que había andado perdido dos días enteros,
sin tener nada que comer. Tales hechos dan idea
exacta de lo impracticable de las selvas en estas re-
giones. Una cuestión se me ofreció, y es la siguien-
te: ¿Cuánto tiempo tardan en desaparecer los vesti-
gios de un árbol caído? El guía me mostró uno corta-
do hacía catorce años por una partida de fugitivos
realistas, y, tomándole por base de un cálculo, creo
que un tronco de pie y medio de diámetro se trans-
formaría en treinta años en un montón de mantillo.
20 de febrero . — El día de hoy ha sido memorable
en los anales de Valdivia, por el terremoto más terri-
ble de cuantos han visto los habitantes más ancianos.
Por casualidad me hallaba en tierra tendido en el bos-
que descansando, cuando ocurrió el horroroso cata-
clismo. Se presentó de repente, y duró dos minutos,
que se hicieron larguísimos. La oscilación del suelo
fue muy sensible. A mi compañero y a mí nos pareció
70
darwin: viaje drl «beaqle»
CAP.
que las ondulaciones habían seg’uido exactamente la
dirección Este-Oeste, pero otros creyeron que había
procedido del Sudoeste. Por aquí se ve lo difícil que
es a veces precisar con certeza la orientación de las
vibraciones. Sin g-randes esfuerzos logré mantenerme
de pie, pero el movimiento me trastornó casi la cabe-
za; fué algo parecido al bambolearse de un barco de
babor a estribor cuando choca de costado con una
pequeña ola, o, mejor aún, la impresión fué como la
que se siente al patinar sobre hielo delgado cuando
éste cede al peso del cuerpo.
Un terremoto fuerte destruye en un instante nues-
tras asociaciones más inveteradas; la tierra, verdade-
ro emblema de solidez, se mueve bajo nuestros pies
como una delgada costra sobre un fluido; un segundo
de tiempo ha engendrado en el ánimo una extraña
idea de inseguridad, que no hubieran producido lar-
gas horas de reflexión. En el bosque, como la brisa
movía los árboles, sólo sentí temblar la tierra, pero no
vi los demás efectos. El capitán Fitz Roy y algunos
oficiales estaban en la ciudad al ocurrir la sacudida, y
allí la escena fué más emocionante, porque aunque las
casas, por ser de madera, no cayeron, oscilaron con
brusco y violento vaivén, crujiendo las tablas y cho-
cando unas con otras. La gente se precipitó a buscar
la salida, dando gritos de suprema alarma. Todos estos
pormenores concomitantes son los que engendran el
horror del terremoto, sentido por cuantos le han pre-
senciado sufriendo sus efectos. En el interior del bos-
que fué, sin duda, un fenómeno interesante, pero de
ningún modo terrorífico. El flujo del mar fué afectado
muy curiosamente. La gran sacudida ocurrió en la hora
de bajamar, y una vieja que estaba en la playa me dijo
que el agua subió en breves intantes, pero no en gran-
des olas, a la altura de pleamar, volviendo luego al
punto a recobrar su propio nivel; así podía verse pa-
tentemente en la línea de arena mojada. Esta misma
XIV
CHILOE Y CONCEPCIÓN.— GRAN TERREMOTO
71
clase de rápido y tranquilo movimiento de la marea
ocurrió pocos años antes en Chiloe durante un ligero
temblor de tierra, produciendo gran alarma, que resul-
tó infundada. Durante la tarde entera se sintieron mu-
chas débiles sacudidas, que parecieron originar en el
puerto corrientes complicadísimas, y algunas de gran
energía.
4 de marzo . — Hemos entrado en el puerto de Con-
cepción. Mientras el barco ganaba el fondeadero, des-
embarqué en la isla de Quiriquina. El mayordomo de
la finca vino corriendo a caballo a darme la noticia
terrible del gran terremoto del 20: «Que ni una casa
había quedado en pie en Concepción ni en Talcahua-
no (el puerto); que 70 aldeas habían sido destruidas,
y que una gran ola había arrasado las ruinas de Talca-
huano.» De esta última afirmación tuve luego abundan-
tes pruebas, pues toda la costa estaba sembrada de
maderos y muebles, como si allí hubieran naufragado
mil navios. Además de las sillas, mesas, estantes, etc.,
que había en gran número, veíanse varias techumbres
de casas transportadas casi enteras. Los almacenes de
Talcahuano habían sido abiertos violentamente, y
grandes pacas de algodón, hierba mate y otras mer-
cancías de valor yacían esparcidas por la playa. Du-
rante mi paseo alrededor de la isla observé que ha-
bían sido lanzados a la costa numerosos fragmentos de
rocas que debieron estar sepultados en el mar a gran
profundidad, según indicaban las plantas y animales a
ellos adheridos; uno de esos fragmentos tenía cerca
de dos metros de largo, uno de ancho y medio de
grueso.
La isla misma denunciaba el empuje irresistible del
terremoto, así como la playa patentizaba los efectos
de la gran ola. El terreno en muchos puntos estaba
agrietado de Norte a Sur, tal vez por haber cedido
los lados paralelos y verticales de esta angosta isla.
72
darwin: viaje dei. «beaqle»
CAP.
Algfunas de estas fisuras, próximas a los acantilados,
tenían cerca de un metro de anchas. En la playa ha-
bían caído también muchas y enormes rocas, y los ha-
bitantes creían que cuando llegaran las lluvias se
abrirían nuevas grietas. El efecto de la vibración en
la dura pizarra primaría de que se componen los ci-
mientos de la isla era todavía más curioso: las partes
superficiales de algunas estrechas arrugas habían que-
dado tan trituradas como si contra ellas hubiera esta-
llado un barreno de pólvora. Este efecto, que se ma-
nifestaba en las fracturas frescas y en el suelo despla-
zado, debió quedar limitado junto a la superficie,
porque de otro modo no hubiera quedado un bloque
sólido de roca en todo Chile. El supuesto anterior no
tiene nada de improbable, porque sabido es que la su-
perficie de un cuerpo vibrante es afectada de modo
diferente que la parte central. Tal vez por esta razón
precisamente los terremotos no producen en las minas
profundas trastornos tan terribles como podría espe-
rarse. Abrigo la creencia de que esta convulsión ha
contribuido de una manera más eficaz a reducir la ex-
tensión de la isla de Quiriquina que el prolongado
desgaste causado por el mar y los fenómenos atmos-
féricos en el transcurso de una centuria entera.
Al día siguiente desembarqué en Talcahuano, y
después fui, a caballo, a Concepción. Ambas ciudades
presentaban el más espantoso aspecto y a la vez el
espectáculo más interesante que en mi vida he con-
templado. El que las hubiera conocido antes de la ca-
tástrofe no podría menos de sentirse profundamente
conmovido, porque las ruinas estaban tan entremez-
cladas unas con otras y la escena toda tenía tan pocas
apariencias de lugar habitable, que apenas era dable
imaginar su antigua condición. El terremoto comenzó
a las once y media de la mañana. Si hubiera ocurrido
a media noche habría perecido el mayor número de
habitantes, que en esta provincia suben a muchos mi-
XIV
CHILOE Y CONCEPCIÓN.— GKAN TERREMOTO
73
llares, en lug-ar de los ciento escasos que murieron;
así y todo, lo único que los salvó fué la costumbre tra-
dicional de salir corriendo de las casas al sentir el pri-
mer estremecimiento del suelo. En Concepción, cada
casa y cada fila de casas formaban un montón o una
línea de ruinas; pero en Talcahuano, a causa de la gran
ola, no podía distinguirse apenas mas que una capa de
ladrillos, tejas y vigas, con tal cual parte de pared que
continuaba en pie. Por esta circunstancia, Concep-
ción, aunque no tan completamente derruida, presen-
taba una vista más terrible, y, si se me permite la ex-
presión, más pintoresca. El primer choque fué súbito.
El mayordomo de Quiriquina me dijo que la primera
noticia que recibió fué hallarse rodando por el suelo
con el caballo. Se levantó, y volvió a ser derribado.
También me contó que algunas vacas habían sido pre-
cipitadas al mar, adonde bajaron rodando desde las
laderas de la isla. La gran ola mató mucho ganado; en
una isla baja, cerca de la parte más abrigada de la
bahía, el mar arrebató 70 animales, que se ahogaron.
Créese generalmente que éste ha sido el peor terre-
moto de que hay memoria en Chile; pero como los
más fuertes ocurren sólo tras largos intervalos, no
puede saberse fácilmente. En realidad, cualquier otro
trastorno sísmico de mayor intensidad no hubiera cau-
sado más estragos en esta localidad, porque la ruina
era completa. Innumerables temblores de escasa im-
portancia siguieron al gran terremoto, y en los prime-
ros doce días se contaron nada menos que 300. Cuando
vi el estado en que se hallaba Concepción, no acierto
a explicar cómo pudo escapar ileso el mayor número
de habitantes. Las casas, en muchas partes se desplo-
maron hacia fuera; de modo que formaron en el cen-
tro de las calles montículos de ladrillos y escombros.
Míster Rouse, el cónsul inglés, nos dijo que estaba al-
morzando cuando la primera sacudida le hizo salir co-
rriendo. No bien había llegado a la mitad del patio.
74
darwin: viaje del «beagle^»
CAP.
cuando un lado de su casa se vino abajo con espanto-
so estruendo. Tuvo la serenidad suficiente para refle-
xionar que si lograba encaramarse a la parte superior
de lo que había caído se salvaría. No pudíendo man-
tenerse en píe, a causa de los movimientos del suelo,
trepó a gatas, y en cuanto hubo ganado la pequeña
eminencia, se desplomó el otro lado de la casa, pasán-
dole las grandes vigas por muy cerca de la cabeza.
Con los ojos ciegos y la boca tapada por la nube de
polvo que obscurecía el aire, llegó por fin a la calle.
Como los choques se sucedían con intervalos de
pocos minutos, nadie se atrevía a acercarse a las des-
hechas ruinas, aun ignorando si alguno de sus más ca-
ros amigos y parientes se hallaría a punto de perecer
por falta de auxilio. Los que habían salvado algunos
bienes se veían obligados a vigilarlos constantemente,
porque los ladrones merodeaban de un sitio a otro, y
a cada pequeño temblor del suelo, mientras con una
mano se golpeaban el pecho, clamando: <|Misericor-
dia!», con la otra hurtaban de las ruinas lo que po-
dían. Los techos de bardas cayeron sobre los hogares
y estallaron incendios en todas partes. Las familias
que quedaron arruinadas se contaban por centenares,
y pocos tuvieron medios con que procurarse el susten-
to del día.
Los terremotos por sí solos bastan para destruir la
prosperidad de todo país. Si las fuerzas subterráneas
que ahora permanecen inertes debajo de Inglaterra
desplegaran el poder que seguramente han ejercitado
en las antiguas épocas geológicas, ¡qué espantosa
transformación se operaría en el país! ¿Qué sería de
los elevados palacios, ciudades de densísimo caserío,
grandes fábricas y hermosos edificios públicos y pri-
vados? Y en el caso de que el nuevo período de per-
turbación empezara por algún gran terremoto en el
silencio de la noche, ¡qué horrenda sería la carnicería!
En un instante Inglaterra se hallaría en plena ban-
XiV
CHILOE Y CONCEPCIÓN. — GRAN TERREMOTO
75
carrota, y todos los papeles, documentos y relaciones
se perderían. Impotente el Gobierno para cobrar los
tributos y mantener su autoridad, la violencia y el robo
imperarían en todos los condados de la nación. En
las grandes ciudades arreciaría el hambre, y en pos
de ella seguirían la pestilencia y la muerte.
Poco después del choque se vió una gran ola que,
desde la distancia de tres o cuatro millas, avanzaba
hacia la bahía con un perfil alisado, y todo a lo largo
de la costa arrancó de cuajo viviendas y árboles, mien-
tras seguía su camino con arrollador empuje. Al fondo
de la bahía se desató en una espantosa línea de blan-
cos rompientes, que subieron a la altura de 23 pies
verticales sobre las mayores mareas del equinoccio. Su
fuerza debió de ser prodigiosa, porque en el fuerte
hizo retroceder 15 pies un cañón con su cureña, cuyo
peso se calculaba en cuatro toneladas. Una goleta fué
trasladada en medio de las ruinas, a unos 200 metros
de la playa. A la primera ola siguieron otras dos, que
en su retirada barrieron una infinidad de objetos, que
quedaron flotando. En cierto sitio de la bahía esas
olas levantaron en alto una embarcación y la sacaron
a tierra, dejándola en seco; la llevaron nuevamente,
para volver a arrojarla a la playa, y por fin la arras-
traron al mar. En otra parte, dos grandes navios que
estaban anclados uno junto a otro dieron vueltas todo
alrededor, y sus cables se engancharon y retorcieron
por tres veces; aunque tenían las áncoras a 36 pies de
profundidad, estuvieron tocando el fondo por algunos
minutos. La gran ola debió de avanzar lentamente,
porque los habitantes de Talcahuano tuvieron tiempo
de huir a las alturas allende la ciudad. Algunos ma-
rineros bogaron en un bote hacia el mar, confiando
en que si alcanzaban la crecida antes de romper, na-
vegarían con toda seguridad sobre ella, y así sucedió,
por fortuna. Una anciana con un muchacho de cuatro
o cinco años corrió a meterse en un bote; pero no
76
darwin; via.ik nf-L ‘BRagi.e»
CAP.
habiendo quien remara, la pequeña embarcación se
estrelló contra un ancla y se partió en dos; la vieja se
ahogó, pero el muchacho fué recogido algunas horas
después agarrado a una tabla. Entre las ruinas de las
casas quedaron charcos de agua de mar, y los niños,
construyendo botes con mesas y sillas, parecían tan
alegres como tristes sus padres. Sin embargo, era en
extremo interesante observar cuán animados y ecuá-
nimes se mostraban todos, contra lo que hubiera po-
dido esperarse. No faltó quien lo explicara, con bas-
tante fundamento, por la circunstancia de haber sido
tan general el estrago que nadie pudo considerarse
más arruinado que los demás ni sospechar retraimien-
to o desvío por parte de sus amigos, una de las con-
secuencias más penosas que acompaña a la pérdida
de las riquezas. Mr. Rouse y un grupo numeroso que
tomó bajo su protección vivieron la primera semana
e'^ un huerto, debajo de unos manzanos. En un princi-
pa ' el tiempo se pasó tan alegremente como en una
jira campestre; pero a poco un copioso aguacero les
causó graves incomodidades, por carecer de todo
abrigo.
En la excelente descripción que el capitán Fitz Roy
hizo de este terremoto se dice que en la bahía hubo
dos explosiones: una semejante a una columna de
humo, y otra como el ruido que hace una gran balle-
na al lanzar su surtidor. El agua parecía, además, her-
vir por todas partes, «se puso negra y exhalaba un
olor a azufre muy desagradable». Esta última circuns-
tancia se observó en la bahía de Valparaíso durante
el terremoto de 1822 ; a mi juicio, puede explicarse
por el hecho de revolverse en el fondo del mar el cie-
no, que contiene materias orgánicas en descomposi-
ción. En la bahía del Callao, durante un día de calma,
noté que al arrastrar un barco su cable por el fondo
se señalaba su curso por una línea de burbujas. La
clase pobre y menos instruida de Talcahuano atribuía
XIV
CÍIILOE Y CONCEPCIÓN.— GRAN TERREMOTO
77
el terremoto al maleficio de unas viejas indias que
dos años antes, en venganza de una ofensa recibida,
habían tapado el volcán de Antuco. Esta necia supers-
tición es curiosa, por demostrar que la experiencia ha
hecho observar al pueblo indígena cierta relación
entre la suprimida actividad de los volcanes y los tem-
blores de tierra. Fué preciso invocar la magia para su-
plir el desconocimiento de la relación entre causa y
efecto, y así, se recurrió al cierre de los respiraderos
de los volcanes. Dicha creencia es más curiosa en este
caso particular, porque, según el capitán Fitz Roy, hay
fundamento para dar por cierto que Antuco no expe-
rimentó la menor alteración.
La ciudad de Concepción estaba construida al an-
tiguo estilo español, con las calles trazadas en cuadrí-
cula rectangular; una de las series iba de SO. a O., y
la otra, de NO. a N. Las paredes que seguían la prime-
ra dirección se sostuvieron mejor que las de la segun-
da; el mayor número de bloques de ladrillo fueron
arrojados hacia el NE. Ambas circunstancias concuer-
dan perfectamente con la idea general de que las on-
dulaciones habían procedido del SO., y en la direc-
ción de este mismo cuadrante se oyeron también los
ruidos subterráneos; porque es evidente que los mu-
ros que seguían la dirección SO. y NE., presentando
sus extremos hacia el punto de donde venían las on-
dulaciones, tenían muchas menos probabilidades de
caer que ios orientados en las líneas del NO. y SE.,
pues éstas, en toda su longitud, debieron ser sacadas
de nivel a un mismo tiempo, ya que las ondulaciones
venidas del SO. hubieron de extenderse en olas NO.
y SE. al pasar por debajo de los cimientos. Esto puede
ilustrarse colocando libros de canto sobre una alfom-
bra, y luego, en la forma indicada por Michell, imi-
tando las ondulaciones de un temblor de tierra; si se
practica la experiencia, se verá que caen con mayor o
menor prontitud, según que su dirección coincida más
78
darwin: viaje del «beagle»)
CAP.
o menos próximamente con la línea de las ondas. Las
grietas del terreno, por regla general, aunque no de
un modo uniforme, se extendían en las direccio-
nes SE. y NO.,-y, por tanto, correspondían a las líneas
de ondulación o de flexión principal. Teniendo pre-
sentes todas estas circunstancias, que tan claramente
señalan el SO. como principal foco de perturbación,
es interesantísimo el hecho de que la isla de Santa
María, situada en ese cuadrante durante la general
elevación del suelo, subiera a una altura tres veces
mayor que cualquier otra parte de la costa.
La diferente resistencia ofrecida por los muros, se-
gún su dirección, se puso bien de manifiesto en el
caso de la catedral. El ala que miraba al NE. no era
mas que un informe montón de ruinas, en medio de
las que se alzaban marcos de puertas y aglomeracio-
nes de vigas, como si flotaran en una corriente. Algu-
nos de los bloques angulares de ladrillo eran de gran-
des dimensiones, y la sacudida los hizo rodar a dis-
tancia en el llano de la plaza, semejando fragmentos
de roca al pie de una alta montaña. Los muros latera-
les (orientados al SO. y NE.), aunque excesivamente
fracturados, permanecieron en pie,* pero los enormes
contrafuertes (perpendiculares a los anteriores y para-
lelos a los que cayeron), en muchos puntos habían
sido cortados como con un cincel y derribados. Cier-
tas partes ornamentales del coronamiento de estos
mismos muros habían sido desplazadas por el terre-
moto y puestas en dirección diagonal. Una circuns-
tancia semejante se observó después de un temblor
de tierra en Valparaíso, Calabria y otros lugares, in-
cluso algunos en varios de los antiguos templos grie-
gos (1). Este movimiento de torsión parece a primera
(1) M. Arago, en L’Institut, 1839, pág. 337. Véase también
Miers, Chile, vol. í, pág. 392, y además, los Principies of Geology,
de Lyell, libro íí, cap. XV.
XIV
CHILOE Y CONCEPCIÓN.— GRAN TERREMOTO
79
vista indicar un remolino o vórtice debajo de cada
punto así afectado; pero tal hipótesis es muy impro-
bable. ¿No podrían haber sido causados esos despla-
zamientos por la tendencia de cada piedra a colocarse
en alguna posición particular con respecto a la línea
de vibración, de un modo análogo a lo que sucede
con los alfileres al sacudirlos en una hoja de papel?
Por regla general, los arcos de puertas y ventanas se
sostuvieron mucho mejor que las demás partes. Sin
embargo, un pobre cojo que durante los pequeños
temblores había tenido la costumbre de arrastrarse
debajo de cierto arco de una portada, murió esta vez
aplastado.
No ha sido mi intento describir minuciosamente el
aspecto de Concepción, porque creo imposible dar
idea exacta de los variados sentimientos que experi-
menté. Varios oficiales visitaron las ruinas antes que
yo, y sus palabras no eran bastante enérgicas y expre-
sivas para dar una exacta idea de las escenas de deso-
lación. Es penoso y deprimente ver obras que han cos-
tado al hombre tantos años de labor derribadas en un
minuto. Pero este sentimiento de compasión a los ha-
bitantes de la ciudad derruida cedía muy luego el
puesto a la sorpresa y asombro de ver producida en
cortos minutos una transformación que se suele atri-
buir a la acción lenta de los siglos. En mi opinión,
desde mi partida de Inglaterra, difícilmente hemos
contemplado un espectáculo de tan profundo interés.
Dícese que en casi todos los grandes terremotos se
ha notado una gran agitación en las vecinas aguas del
mar. El movimiento parece haber sido, en general, de
dos clases, como en el caso de Concepción: primera-
mente, en el momento del choque, el agua sube e in-
vade la playa en una crecida suave, y después se retira
tranquilamente; en segundo lugar, algún tiempo des-
pués, la masa total del mar se retira de la costa, y vuel-
ve luego en olas de empuje irresistible. El primer mo-
80
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
vimiento parece ser una consecuencia inmediata dei
terremoto, que afecta a la parte sólida de la tierra di-
versamente que a la masa líquida del mar, alterando
un poco sus respectivos niveles; pero el seg^undo caso
constituye un fenómeno más importante. En la mayo-
ría de los terremotos, y especialmente en los ocurridos
en la costa occidental de América, es cierto que el
primer gran movimiento de las aguas ha sido de reti-
rada. Algunos autores han intentado explicarlo supo-
niendo que el agua conserva su nivel mientras la tie-
rra oscila hacia arriba; pero seguramente el agua cer-
cana a la tierra, aun en una costa algo escarpada,
debería participar del movimiento del fondo; y, aparte
esto, según ha observado Mr. Lyell, tales movimien-
tos del mar han ocurrido en islas muy distantes de la
línea principal de perturbación, como sucedió en la
de Juan Fernández durante este terremoto, y en la de
Madeira durante el famoso de Lisboa. Sospecho (pero
el asunto es de los más obscuros) que las olas grandes
de invasión, aunque engendradas por la sacudida,
atraen en el primer momento el agua a la costa, ha-
ciéndola retirarse, y a la vez avanzan hacia tierra para
romper; así he observado que sucede en las pequeñas
ondas producidas por las ruedas de paletas de los re-
molcadores. Es notable que mientras Talcahuano y El
Callao (cerca de Lima), situados ambos en grandes
bahías superficiales, han sufrido en los terremotos
fuertes las consecuencias de las grandes olas, Valpa-
raíso, que se halla junto al borde de un mar muy pro-
fundo, nunca ha sido anegado, no obstante haber re-
cibido los choques de durísimas sacudidas. Del hecho
de no aparecer la gran ola en el momento de sobre-
venir el terremoto, sino mucho después, a veces hasta
pasada media hora, y del de ser afectadas islas dis-
tantes, análogamente a las costas inmediatas al foco
de perturbación, parece deducirse que dicha ola se
forma primeramente en alta mar; y como así sucede
XI7 CHILOE Y CONCEPCIÓN. — ORAN TERREMOTO 81
de ordinario, la causa debe ser general. Presumo que
el punto de origen de la mencionada ola se halla en
la línea en que las aguas menos perturbadas del pro-
fundo océano se unen a las más cercanas a la costa,
que han participado de la sacudida de la tierra. De
aquí se seguiría que la ola será mayor o menor según
la extensión del agua superficial que haya sido agitada,
a la vez que el fondo en que descansaba.
El efecto más importante de este terremoto fué la
elevación permanente de la tierra; acaso fuera más
correcto hablar de ella como de la causa del fenó-
meno. No cabe dudar de que todo el terreno alrede-
dor de la bahía de Concepción se elevó de dos a tres
pies; pero merece notarse que, a causa de haber sido
borradas por la ola todas las antiguas líneas de la ac-
ción de las mareas sobre las inclinadas playas areno-
sas, no pude descubrir pruebas de este hecho mas que
en el testimonio unánime de los habitantes, quienes
aseguraron que un pequeño bajío rocoso ahora visible
estaba anteriormente cubierto de agua. En la isla de
Santa María (a unas 30 millas de distancia) la eleva-
ción fué mayor; en cierto sitio el capitán Fitz Roy halló
bancos de mejillones pútridos adheridos aún a las ro-
cas a la altura de 10 pies sobre la de la pleamar, y los
naturales de la isla habían buceado en otro tiempo,
durante las bajas mareas equinocciales, en busca de las
citadas conchas. La elevación de esta comarca encie-
rra un interés particularísimo, por haber sido teatro
de varios otros terremotos violentos y por la enorme
cantidad de conchas esparcidas sobre el terreno, hasta
la altura de 180 metros, seguramente, y creo que hasta
la de 300. En Valparaíso, según dejo dicho, se encuen-
tran conchas análogas a 400 metros de altura, y apenas
cabe dudar de que esta gran elevación se ha efectua-
do por sucesivos y pequeños levantamientos, como el
que acompañó o causó el terremoto de este año, y
Darwin: Viaje.— T. II.
82
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
asimismo por un lento e insensible movimiento ascen-
síonal, que con toda certeza aumente en algunas par-
tes de esta costa.
La isla de Juan Fernández, 360 millas al Nordeste,
fué en la época del gran choque del día 20 violenta-
mente sacudida; de tal suerte, que los árboles se daban
unos contra otros, y apareció un volcán bajo del agua,
cerca de la costa; estos hechos son notables porque
la citada isla también experimentó con mayor violen-
cia que otros lugares a igual distancia de Concepción
las consecuencias del terremoto de 1751, y esto pone
de manifiesto alguna conexión subterránea entre los
dos puntos. Chiloe, unas 340 millas al sur de Concep-
ción, parece haber sido afectado de un modo más in-
tenso que la región intermedia de Valdivia, donde el
volcán de Villa-Rica no presentó la menor señal de
alteración, mientras en la Cordillera frente a Chiloe
dos de los volcanes entraron al mismo tiempo en vio-
lenta actividad. Estos dos volcanes y algunos otros
cercanos continuaron por largo tiempo en -erupción, y
diez meses después sufrieron de nuevo la influencia
de un terremoto en Concepción. Algunos hombres
que cortaban leña cerca de la base de uno de estos
volcanes no percibieron el choque del 20, a pesar de
que todo el territorio de los alrededores temblaba a
la sazón; aquí tenemos el caso de una erupción que
atenúa o reemplaza a un terremoto, como hubiera su-
cedido en Concepción, según la creencia de la gente
baja, si el volcán de Antuco no hubiera sido tapado
por arte de hechicería. Dos años y nueve meses más
tarde. Valdivia y Chiloe volvieron a sentir un terremo-
to más violento que el del 20, y una isla del Archipié-
lago de Chonos se elevó permanentemente más de
ocho pies. Adquiriremos una idea más clara de las
proporciones de estos fenómenos si (como en el caso
de los glaciares) los suponemos realizados en Europa,
a distancias correspondientes. En tal supuesto, la sa-
XIV
CHILOE Y CONCEPCIÓN. — GRAN TERREMOTO
83
cudida se hubiese extendido desde el mar del Norte
al Mediterráneo, y a la vez se hubiera elevado una
ancha faja de la costa oriental de Inglaterra, junto con
algunas islas adyacentes, y esto de un modo perma-
nente; una serie de volcanes en la costa de Holanda
hubiera entrado en actividad y producídose una erup-
ción en el fondo del mar, cerca del extremo septen-
trional de Irlanda; y, por último, los antiguos cráteres
de Auvergne, Cantal y Monte de Oro hubieran lan-
zado a la atmósfera negras columnas de humo y per-
manecido en violenta actividad. A los dos años y nue-
ve meses Francia hubiera sido arrasada por un terre-
moto, desde el Centro hasta el Canal de la Mancha, y
hubiera surgido en el Mediterráneo una isla perma-
nente.
El área en que se efectuó la erupción de materias
volcánicas el día 20 se extiende 720 millas en una di-
rección y 400 en otra, perpendicular a la primera; de
aquí, pues, según todas las probabilidades, que haya
en esta región un lago subterráneo de lava, de una ex-
tensión casi doble de la del mar Negro. Por la íntima
y complicada manera con que las fuerzas elevatorias y
eruptivas se mostraron relacionadas durante la serie
de los fenómenos, podemos llegar confiadamente a la
conclusión de que las fuerzas que elevan lentamente
y por pequeñas impulsiones los continentes, y las que
en períodos sucesivos arrojan materias plutónicas por
orificios abiertos, son idénticas. Tengo muchas razo-
nes para creer que los frecuentes temblores de tierra
en esta línea de la costa son causados por la ruptura
de los estratos, desgarrados por la tensión de las capas
terrestres al ser levantadas, y por la inyección de roca
en estado flúido. Estos desgarramientos e inyecciones,
si se repiten con frecuencia suficiente (y sabemos que
ios terremotos afectan repetidas veces a las mismas
áreas y del mismo modo), forman una cadena de mon-
tañas, y la isla lineal de Santa María, que ha sido ele-
84
darwin: viaje del «beaqleo
CAP. XIV
vada a triple altura del territorio circunvecino, parece
estar pasando por este proceso. Creo que el eje sólido
de una montaña se diferencia, en cuanto al modo de
su formación, de una montaña volcánica sólo en que
la roca fundida ha sido inyectada repetidas veces en
lugfar de haber sido eyectada en sucesivas erupciones.
Además, creo que es imposible explicar la estructura
de las grandes cadenas de montañas como la de la
Cordillera, en la que los estratos, tendidos sobre el
eje inyectado de roca plutónica, han sido volteados
sobre sus bordes a lo largo de varias líneas de eleva-
ción, paralelas y próximas, salvo en esta hipótesis de
que la roca del eje ha sido inyectada repetidas veces
en intervalos suficientemente largos para permitir a las
partes superiores, o cuñas, enfriarse y solidificarse,
porque si los estratos hubieran sido empujados vio-
lentamente para darles las posiciones, inclinadas, ver-
ticales y hasta invertidas, que ahora tienen, mediante
un solo golpe, habría sido preciso que la tierra se hu-
biera conmovido hasta sus mismas entrañas, y en lugar
de ver hoy abruptos ejes montañosos solidificados bajo
grandes presiones, diluvios de lava habrían fluido de
puntos innumerables en toda línea de elevación (1).
(1) Ea cuanto a la descripción completa de los fenómenos
volcánicos que acompañaron el terremoto del 20, y a las conclu-
siones que de ellos se deducen, debo remitir al lector al volu*
men V de las Geological Transactions.
CAPITULO XV
Paso de la Cordillera.
Valparaíso. — Paso de! Portillo. — Sagacidad de los mulos. — To-
rrentes. — Minas; cómo se descubrieron.— Pruebas de la eleva-
ción gradual de la Cordillera. — Efecto de la nieve sobre la
roca. — Estructura geológica de las dos cadenas principales;
su distinto origen y elevación. — Gran área de sumersión — Nie-
ve roja. — Vientos. — Pirámides de nieve. — Atmósfera seca y
clara. — Electricidad. — Pampas. — Zoología de las vertientes
opuestas de los Andes.— Langostas. — Grandes chinches.—
Mendoza.— Paso de Uspallata.— Arboles silicifícados enterra-
dos cuando crecían.— Puente de los Incas. — Se ha exagerado la
dificultad de los pasos. — Cumbre. — Casuchas. — Valparaíso.
7 de marzo de 1835 . — Estuvimos tres días en Con-
cepción, y luego zarpamos para Valparaíso. Como el
viento soplaba del Norte, no llegamos a la boca del
puerto de Concepción hasta el anochecer. En vista de
que nos hallábamos cerca de tierra y de que una es-
pesa niebla se nos venía encima, echamos anclas.
Poco después apareció un gran barco ballenero norte-
americano muy cerca de nuestro costado, y oímos al
capitán yanqui increpar a sus hombres para que se ca-
llaran, mientras él prestaba oído a los rompientes. El
capitán Fitz Roy le voceó en tono alto e inteligible
que anclara allí mismo. El pobre debió figurarse que
la voz procedía de la playa: al punto salió del barco
una babel de gritos, en que todos mandaban: «¡Abajo
el ancla! ¡Largar cable! ¡Recoger velas!» Aquello era
lo más cómico que jamás he oído. Si la tripulación se
86
darwín; viaje del í<beaole»
CAP.
hubiera compuesto de capitanes en vez de marineros,
no habría sido mayor la batahola de órdenes. Des-
pués le oímos tartamudear; supongo que toda su gen-
te le ayudaría a salir del paso.
El 11 anclamos en Valparaíso, y dos días después
salí para cruzar la Cordillera. Me encaminé a Santiago,
donde Mr. Caldcleugh tuvo la amabilidad de ayudar-
me, en todas las formas, a preparar todo lo necesario.
En esta parte de Chile hay dos pasos que cruzan los
Andes a Mendoza; el usado más comúnmente, que es
el de Aconcagua o Uspallata, está situado un poco al
Norte; el otro, llamado el Portillo, se halla al Sur y
más cerca, pero es más alto y peligroso.
18 de marzo . — Hemos partido para el paso de Por-
tillo. Dejando Santiago cruzamos la ancha y agostada
llanura en que se alza la ciudad, y por la tarde llega-
mos al Maypú, uno de los ríos principales de Chile.
El valle, en el punto donde penetra en la primera cor-
dillera, está limitado a un lado y otro por altas y des-
nudas montañas, y aunque de no gran anchura, es muy
fértil. Veíanse numerosas quintanas cercadas de viñe-
dos y pomaradas, pérsicos y melocotoneros, cuyas ra-
mas se desgajaban con el peso de la hermosa y madu-
ra fruta. Al atardecer pasamos la aduana, donde se
registraron nuestros bagajes. La frontera de Chile está
mejor guardada por la Cordillera que por las aguas del
mar. Hay muy pocos valles que conduzcan a las sie-
rras centrales, y en otros puntos las montañas son de
todo punto infranqueables para bestias de carga. Los
empleados de la aduana nos trataron muy cortésmen-
te, efecto, sin duda, del pasaporte que me había dado
el Presidente de la República; pero cúmpleme expre-
sar la admiración por la cortesía natural de todos los
chilenos. Vivamente me impresionó el contraste que
formaba su comportamiento con el de las mismas cla-
ses sociales de la mayoría de los países. He de referir
XV
PASO DE LA CORDILLERA
87
una anécdota que por entonces me complació mucho.
Cerca de Mendoza tropezamos con una negrita muy
gorda, que iba a horcajadas en una muía. Tenía una
papera tan enorme, que llamaba extraordinariamente
la atención; pero a pesar de ello, mis dos compañeros,
con aire de respetuosa consideración, le hicieron el
acostumbrado saludo del país, quitándose el sombre-
ro ¿Dónde se hallaría persona alguna, de las clases
más altas o mas bajas de Europa, que hicieran tan hu-
manitario cumplido a un ser pobre y desgraciado de
una raza degradada?
Por la noche dormimos en una quintana. Nuestro
modo de viajar era de una deliciosa independencia.
En las partes deshabitadas encendíamos una peque-
ña hoguera, dejábamos pastar a los animales y viva-
queábamos con ellos en un rincón del mismo campo.
Como llevábamos una olla de hierro, cocinábamos, y
comíamos lacena bajo un cielo despejado, sin que
nadie nos molestara. Mis compañeros eran Mariano
González, que en otro tiempo me había servido de
guía en Chile, y un arriero con sus diez muías y una
«madrina». La madrina es un personaje importantí-
simo. Con ese nombre se designa una yegua vieja de
genio reposado, que lleva colgada al cuello una cam-
panilla, y a la que siguen con filial adhesión las muías
todas adondequiera que se encamine. La afección de
estos animales por sus madrinas evita una infinidad de
contratiempos. Cuando se dejan sueltas en terrenos
de pastos grandes partidas de ganado mular durante
la noche, los muleteros, a la mañana siguiente, no tie-
nen mas que llevar las madrinas, poniéndolas algo se-
paradas, y hacer sonar sus campanillas, y aunque haya
200 ó 300 muías, cada una reconoce inmediatamente
la campanilla de su madrina y viene a buscarla. De
este modo es casi imposible perder ninguna muía,
porque aun en el caso de que la detengan a la fuerza
por varias horas, por el olfato, como un perro, seguirá
88
darwjn: viaje del «beaqle»
CAP.
el rastro de sus compañeras, o más bien de la madri-
na, que, al decir de los muleteros, es el principal ob-
jeto de afección. Sin embarg^o, este sentimiento no es
de índole individual, pues creo poder afirmar con cer-
teza que cualquier muía provista de su cencerro o es-
quila sirva para madrina. Cada bestia de una recua
lleva por camino llano una carga de 416 libras, y en
país montañoso, 100 libras menos. Es admirable cómo
con unas patas tan finas y sin gran aparato de múscu-
los pueden sostener y transportar estos animales pe-
sos tan enormes. La muía me parece el animal más
sorprendente. Que un híbrido posea más razón, me-
moria, obstinación, afección social, resistencia y lon-
gevidad que a sus padres, parece indicar que el arte
ha superado aquí a la Naturaleza. De nuestras diez mu-
las, seis se destinában a cabalgar y cuatro a llevar las
cargas, reemplazándose unas a otras por turno. El
peso principal de nuestra impedimenta lo constituían
los alimentos, de que íbamos provistos para el caso
de que la nieve nos sitiara, pues la estación estaba ya
bastante adelantada para pasar el Portillo.
19 de marzo . — Durante el día de hoy hemos cami-
nado hasta la última y, por tanto, más elevada casa
del valle. La población escaseaba cada vez más; pero
dondequiera que podía regarse el terreno, éste era
fértilísimo. Todos los valles principales de la Cordi-
llera se caracterizan por tener en ambos lados una
franja o terraza de casquijo y arena, toscamente estra-
tificada, y generalmente de considerable espesor. Es-
tas franjas se extendieron, sin duda alguna, en otro
tiempo al través de los valles, formando una capa con-
tinua, y así se ve en los valles del norte de Chile, en
que no hay corrientes. Por dichas franjas es por don-
de pasan de ordinario los caminos, porque 'presentan
una superficie llana y suben por los valles con una in-
clinación muy suave; de ahí que sean también de fácil
XV
PASO DE LA CORDILLERA
89
cultivo mediante el riego. Puede caminarse por ellas
hasta una altura comprendida entre 2.000 y 3.000 me-
tros, y más allá quedan ocultos por montones irregu-
lares de detritus. En los extremos más bajos o salidas
de los valles aparecen unidas, sin solución de conti-
nuidad, con las llanuras de tierra firme (y también for-
madas de casquijo) que hay al pie de la cordillera
principal, y que ya he, descrito en un capítulo anterior
como características del paisaje de Chile. Indudable-
mente son una formación sedimentaria de la época en
que el mar invadía Chile, como invade ahora las cos-
tas más meridionales. Ningún hecho de la geología
sudamericana me interesó tanto como estas terrazas
de casquijo de estratificación poco aparente. Por los
materiales de que están constituidas, recuerdan preci-
samente los depósitos que los torrentes formarían en
los valles si quedaran detenidos en su curso por cual-
quier causa, como la comunicación con un lago o bra-
zo de mar; pero los torrentes, ahora, en lugar de de-
positar sedimentos, trabajan sin descanso en desgastar
la roca sólida y los depósitos de aluvión a lo largo de
todos los valles, así principales como secundarios. Es
imposible exponer las razones en este lugar, pero es-
toy convencido de que las terrazas de casquijo se acu-
mularon durante la elevación gradual de la Cordillera,
merced a la acción de los torrentes, pues en niveles
sucesivos dejaron sus detritus en las cabeceras de lar-
gos brazos de mar, primero en los valles más altos,
luego en otros más bajos, y sucesivamente en otros,
al paso que la tierra se elevaba lentamente. Si esto ha
sucedido así, y no puedo dudar de ello, la gigantesca
y abrupta cadena de la Cordillera, en lugar de haber
surgido repentinamente, como creyeron todos los geó-
logos sin excepción hasta hace poco, y creen todavía
la mayor parte, se ha ido elevando lentamente en
masa, en la misma forma gradual que lo han efectuado
las costas del Atlántico y del Pacífico dentro del pe-
90
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
ríodo reciente. Admitido este modo de ver, tienen
sencilla explicación una multitud de hechos relativos
a la estructura de la Cordillera.
Los ríos que corren en estos valles deben llamarse
más bien torrentes de montaña, porque su declive es
grandísimo y el agua de color de cieno. El ensorde-
cedor ruido del Maypú al precipitarse sobre grandes
fragmentos rodados semejaba el bramar del océano.
En medio del inmenso fragor de las aguas despeñadas
podía distinguirse el estrépito de las piedras chocando
unas con otras, aun a considerable distancia. Noche
y día suena el gran carraqueo a lo largo de todo el
curso del torrente. El sonido hablaba elocuentemen-
te al geólogo; los miles y miles de piedras que se
golpeaban sin cesar producían un rumor de uniforme
monotonía, y señalaban la dirección única en que
marchaban. Á1 ánimo acudía la idea del inexorable
volar del tiempo, en que cada minuto que pasa no
puede ya recobrarse. Lo mismo sucedía con aquellas
piedras; el océano es su eternidad, y cada nota de
aquella música salvaje hablaba de un paso más hacia
su destino.
El entendimiento no puede comprender, a no ser me-
diante un proceso lento, ninguno de los efectos pro-
ducidos por una causa en acciones tan repetidas que
el multiplicador mismo sugiere una idea poco defini-
da, como la que pretende expresar el salvaje al seña-
lar con el dedo los cabellos de su cabeza. Siempre
que he visto lechos de cieno, arena y cascajo acumu-
lados en un espesor de muchos miles de pies me he
sentido inclinado a proclamar en voz alta que masas
tan enormes jamás han podido ser reunidas por ríos
y playas como los actuales. Mas, por otra parte, al oír
el matraqueo atronador de estos torrentes y recordar
que razas enteras de animales han desaparecido de la
faz de la tierra, sin que en todo este período hayan
dejado de avanzar chocando rumorosamente día y no-
XV
PASO DE LA CORDILLERA
91
che estas piedras, me he preguntado si habría acaso
montañas o continentes capaces de resistir semejante
desgaste.
En esta parte del valle, las montanas, en ambos lados,
tenían de 1.000 a 2.500 metros de altura, con perfiles
redondeados y laderas desnudas de gran declive. El
color general de la roca era púrpura mate, y la estra-
tificación, muy distinta. Si el paisaje no era bello, en
cambio impresionaba por su grandiosidad. En el trans-
curso del día encontramos varias vacadas que los pas-
tores conducían a los valles bajos desde los más altos
de la Cordillera. Esta señal de acercarse el invierno
aceleró nuestra marcha más de lo que convenía para
hacer geología. La casa en que dormimos estaba situa-
da al pie de una montaña, en cuya cima están las mi-
nas de San Pedro Nolasco. Sir F. Head se maravilla
de que hayan podido descubrirse minas en lugares tan
extraños como la yerma cima de la montaña de San
Pedro Nolasco. En primer lugar ha de tenerse presen-
te que los veneros metálicos en este país son general-
mente más duros que los estratos que los rodean: de
ahí que durante el desgaste gradual de las montañas
sobresalgan de la superficie del suelo. En segundo lu-
gar, casi todos los obreros, especialmente en las par-
tes septentrionales de Chile, entienden algo de mine-
rales metalíferos y del aspecto que presentan. En las
grandes regiones mineras de Coquimbo y Copiapó
escasea la leña, y los hombres la buscan por todas las
montañas y cañadas, y merced a esa combinación de
circunstancias es como se han descubierto las minas
más ricas. Chanuncillo, de donde en pocos años se
ha sacado plata por valor de muchos cientos de miles
de libras, se descubrió por haber cogido un hombre
una piedra para tirársela a su asno, cargado, y ad-
virtíendo que era muy pesada, la examinó y la halló
llena de plata pura; el filón se hallaba a no mucha dis-
tancia, sobresaliendo como una cuña de metal. Ade-
92
dakwin: viaje del «beaqle»
CAP.
más, los mineros salen con frecuencia los domingos a
registrar las montañas, llevando consigo una palanca
o barra de hierro. En esta parte del sur de Chile los
vaqueros que llevan el ganado al interior de la Cor-
dillera y frecuentan las barrancas todas donde crece
algún pasto son los ordinarios descubridores.
20 de marzo . — Al paso que ascendíamos por el
valle, la vegetación, salvo algunas pocas lindas flores
alpinas, se hacía extraordinariamente escasa, y en cuan-
to a cuadrúpedos, aves o insectos, apenas podía verse
alguno. Las altas montañas presentaban en sus cimas
algunos trozos nevados, y se alzaban perfectamente
separadas unas de otras, mientras los valles aparecían
repletos de una espesísima capa de aluvión estratifi-
cado. Los rasgos del paisaje de los Andes que más
me impresionaron, por el contraste con las demás ca-
denas montañosas que conozco, fueron: las fajas pla-
nas, que a veces se dilataban en angostos llanos por
ambos lados de los valles; los vivos colores, principal-
mente rojo y púrpura, de las escarpadas y desnudas
montañas de pórfido; los enormes y continuos diques
como muros; los estratos, perfectamente distintos, que
donde eran casi verticales formaban los pintorescos y
alegres pináculos centrales, y donde tenían menor in-
clinación constituían los grandes macizos montañosos
en las faldas de la sierra, y, por último, las acumula-
ciones cónicas y alisadas de excelentes detritus colo-
reados que subían en ángulo agudo desde la base de
las montañas, a veces hasta una altura de 600 metros.
Frecuentemente observé, así en Tierra del Fuego
como en el interior de los Andes, que donde la roca
permanecía cubierta de nieve durante la mayor parte
del año aparecía fraccionada de un modo rarísimo en
pequeños trozos angulosos. Scoresby (1) ha obser-
(1) Scoresby, Regiones Articas, vol. I, pág. 122.
XV
PASO DE LA CORDILLERA
93
vado el mismo hecho en Spitzberg. t.i caso me pare-
ce un tanto obscuro, porque aquella parte de la mon-
taña que esta protegida por un manto de nieve debe
de estar sometida a menos cambios de temperatura
que cualquiera otra. A veces he pensado que la tierra
y fragmentos de piedra de la superficie eran quizá
arrastrados más lentamente por el suave escurrimiento
del aguanieve que por el agua de lluvia (1), y que, por
tanto, la apariencia de una desintegración más rápida
de la roca sólida bajo de la nieve era engañosa. Sea la
causa la que fuere, la cantidad de piedra desmenuzada
en la Cordillera es muy grande. De cuando en cuan-
do, en primavera, grandes masas de estos detritus res-
balan por las montañas abajo y cubren los taludes de
nieve en los valles, formando así neveras naturales.
Pasamos a caballo sobre una de ellas, cuya altura es-
taba muy por bajo del límite de las nieves perpetuas.
Al expirar la tarde llegamos a un llano singular en
forma de cuenca, llamado el Valle del Yeso. En la su-
perficie veíase alguna hierba seca, y gozamos el de-
licioso espectáculo de una vacada pastando en me-
dio de los rocosos desiertos de los alrededores. El
valle se denominaba «del Yeso» por contener un
gran lecho de dicha substancia, cuyo espesor, a mi
juicio, no bajará de 2.000 pies, y en estado de gran
pureza. Dormimos con un grupo de hombres emplea-
dos en cargar muías con aquella substancia, que se
usa en la elaboración del vino. Partimos de madruga-
da (el día 21), y continuamos siguiendo el curso del'
río, que había disminuido extraordinariamente, hasta
(1) Tengo noticia de haberse observado en Shropshire que el
agua del Sevem, cuando sale de madre por las continuas lluvias,
va mucho más turbia que cuando la crecida proviene de fundirse
las nieves en las montañas de Gales. D’Orbigny (tomo I, pá-
f ina 184), al explicar la causa de los varios colores de los ríos en
udaméríca, advierte que los de agua azul y clara tienen su ori-
gen en la Cordillera, donde se licúan las nieves.
94
nARWIN: VIAJE DEL PBEAGLP.J)
CAP.
que llegamos al pie de ía cadena que separa las aguas
que fluyen al Pacíñco y al Atlántico. El camino, que
hasta ahora había sido bueno, con un declive constan-
te, pero gradual, ahora se trocó en un escarpado sen-
dero en zigzag, que subía a la gran Cordillera, divi-
diendo la república de Chile y la provincia argentina
de Mendoza.
Daré aquí un breve resumen de la geología corres-
pondiente a las varias sierras paralelas que forman la
Cordillera. Entre estas líneas hay dos de altura muy
superior a la de las otras, a saber: en el lado chileno,
la sierra Peuquenes, que donde el camino la cruza tie-
ne 3.663 metros sobre el nivel del mar, y en la par-
te de Mendoza, la sierra del Portillo, que se eleva
a 4.290 metros. Los lechos inferiores de la cadena
Peuquenes, así como los de varias grandes líneas al
oeste de la misma, se componen de una vasta acumu-
lación, cuyo espesor alcanza muchos miles de pies, de
pórfidos, que han fluido como lavas submarinas, alter-
nando con fragmentos angulosos y redondeados de
las mismas rocas arrojados por cráteres submarinos.
Estas masas alternas están cubiertas en las partes cen-
trales por un gran espesor de arenisca roja, conglome-
rado y pizarras arcillocalcáreas, asociados con prodi-
giosos lechos de yeso y medio transformados en esta
substancia. En estos estratos superiores abundan bas-
tante las conchas, y pertenecen aproximadamente al
período de la creta inferior en Eluropa. Ya es viejo,
mas no por eso menos admirable, oír hablar de con-
chas que en otro tiempo se arrastraron por el fondo
del mar y ahora están a cerca de 4.200 metros sobre
su nivel. Las capas inferiores en esta gran pila de es-
tratos han sido dislocadas, tostadas, cristalizadas y
casi amalgamadas unas con otras, merced a la inter-
vención de masas de montaña de una roca peculiar
blanca graníticosódica.
La otra sierra principal, esto es, la del Porrillo, es
XV
PASO DE LA CORDILLERA
95
de formación totalmente distinta: consiste principal-
mente en grandes pináculos desnudos, de un g-raníto
potásico rojo, los cuales en las partes bajas de la ver-
tiente oeste están cubiertos por una arenisca conver-
tida por la antigua acción ígnea en una cuarcita. Sobre
esta última substancia descansan lechos de conglome-
rado de varios miles de pies de espesor, que han sido
elevados por el granito rojo, y descienden con una in-
clinación de 45 ° hacia la sierra Peuquenes. Me sor-
prendió hallar que este conglomerado se componía en
parte de guijarros procedentes de las rocas, con sus
conchas fósiles, de la cadena Peuquenes, y que parte
del granito potásico rojo era como el del Portillo. De
aquí debemos concluir que ambas sierras, Peuquenes
y Portillo, han sido elevadas parcialmente y sufrido
desgastes y fracturas en tanto el conglomerado se es-
taba formando; pero como los lechos de éste han sido
proyectados en un ángulo de 45° por el granito rojo
del Portillo (junto con la arenisca infrayacente metamor-
fízada por él),, podemos tener la seguridad de que la
mayor parte déla inyección de la ya parcialmente cons-
tituida sierra del Portillo se efectuó después de acumu-
larse el conglomerado y muy posteriormente ala eleva-
ción de la línea Peuquenes. De modo que el Portillo, lá
sierra más alta en esta parte de la Cordillera, no es
tan antigua como la más baja del Peuquenes. Puede
aducirse una prueba, sacada de una corriente inclina-
da de lava en la base oriental del Portillo, para demos-
trar que debe parte de su gran altura a elevaciones de
fecha todavía posterior. Atendiendo a su primer ori-
gen, el granito rojo parece haber sido inyectado en
una antigua línea preexistente de granito blanco y mi-
cacita. £n la mayoría de los puntos, acaso en todas
partes de la Cordillera, puede concluirse que cada sie-
rra se ha formado por repetidas elevaciones e inyec-
ciones, y que las varias sierras paralelas son de épocas
diferentes. Sólo así se da lugar al tiempo absolutamen-
96
da-rwin: viaje del «bf.aqle»
CAP.
te necesario para explicar la enorme y verdaderamen-
te asombrosa denudación que estas gigantescas mon-
tañas han sufrido, aun comparándolas con la mayoría
de otras sierras recientes.
Por último, las conchas de Peuquenes, o sierra más
antigua, prueban, como he notado antes, que ha sido
elevada a 4.200 metros después de un período secun-
dario que en Europa estamos acostumbrados a consi-
derar como poco antiguo; pero puesto que esas con-
chas vivieron en un mar de moderada profundidad
puede colegirse que el área hoy ocupada por la Cor-
dillera debe de haber estado sumergida a varios miles
de pies — en el norte de Chile, hasta unos 6.000 — , en
términos de haber permitido acumularse en el lecho
en que las conchas vivían la gran masa de estratos sub-
marinos. La prueba es la misma que la empleada para
demostrar que en un período muy posterior al en que
vivían las conchas terciarias de Patagonia debe de ha-
berse efectuado una sumersión de varios centenares
de pies y una elevación subsiguiente. Cada día se
arraiga más en el ánimo del geólogo la convicción de
que nada, ni el mismo viento que sopla, es tan inesta-
ble como el nivel de la corteza terrestre.
Haré solamente otra observación geológica: aunque
la cadena del Portillo es aquí más alta que la de Peu-
quenes, las corrientes que desaguan los valles inter-
medios se han abierto camino al través de la primera.
El mismo hecho, en mayor escala, se ha observado en
la línea oriental y más elevada de la Cordillera boli-
viana, por la que pasan los ríos; una cosa análoga ha
sucedido en otras regiones del mundo. Lo cual tiene
explicación en el supuesto de la elevación gradual y
subsiguiente de la línea del Portillo, porque al empe-
zar a realizarse debió de aparecer una cadena de islas,
y al paso que éstas se elevaban, las mareas debieron
de ahondar y ensanchar constantemente los canales
intermedios. En el día de hoy, aun en las bahías más
PASO DE LA COREIIXERA
97
entrantes que hay en la costa de Tierra del Fuego, las
corrientes de las brechas transversas que enlazan los
canales longitudinales son muy impetuosas, de modo
que en uno de esos canales transversos hacen dar vuel-
tas y más vueltas a un pequeño barco de vela.
Cerca de mediodía empezamos el fatigoso ascenso
a la sierra del Peuquenes, y a poco experimentamos,
por vez primera, alguna dificultad en la respiración.
A cada 50 metros las muías hacían alto, y después de
descansar unos segundos, las pobres bestias partían
de nuevo espontáneamente. La angustia de la respi-
ración, producida por el enrarecimiento del aire, es
denominada por los chilenos con el nombre de puna^
y acerca de su origen tienen las más extrañas ideas.
Unos dicen que «todas las aguas aquí tienen puna»;
otros, que «donde hay nieve hay puna»; y esto último,
sin duda, es cierto. Por mi parte no experimenté más
sensación que una ligera tirantez u opresión en la ca-
beza y pecho, como la que se siente al salir de una
habitación muy calurosa y correr aprisa en un ambien-
te helado. Aun en esto debió de intervenir la imagi-
nación, porque al encontrar conchas fósiles en el ce-
rro más elevado, la satisfacción me hizo olvidar la
puna. Sin duda alguna costaba mucho el andar, y la
respiración se hacía profunda y laboriosa. Me dicen
que en Potosí (a unos 3.900 metros sobre el nivel del
mar) los extranjeros tardan un año entero en acostum-
brarse a la atmósfera. Todos los habitantes recomen-
daban la cebolla contra la puna; tal vez sea eficaz,
porque en Europa se ha empleado para curar las afec-
ciones del pecho; por mi parte no hallé nada tan bue-
no ¡como las conchas fósiles!
Cuando estábamos casi a medio camino de nuestra
subida, descubrimos una gran recua de 70 muías car-
gadas. Era interesante oír los gritos salvajes de los
arrieros y contemplar la prolongada fila de los anima-
Darwin: Viaje.— T. II. 7
98
darwin: viaje del «beaglei
CAP.
les descendiendo; aparecían tan diminutos porque
sólo podíamos compararlos con las masas enormes de
las montañas peladas. Cuando distábamos poco de la
cima, el viento, como sucede de ordinario, era impe-
tuoso y extremadamente frío. En ambos lados de la
sierra tuvimos que pasar por anchas bandas de nieves
perpetuas, que no tardaron en cubrirse de una nueva
capa. Luego que hubimos llegado a la cresta,’ volvimos
la vista atrás, y contemplamos un panorama de lo más
grandioso. La atmósfera clara y resplandeciente; el
cielo intensamente azul; los profundos valles; las bra-
vias quebradas; los montones de ruinas acumuladas
por el transcurso de las edades; las rocas de vivos co-
lores, que contrastaban con las blancas montañas de
nieve, todo ello formaba un conjunto imposible de
describir. Ni planta ni ave, fuera de algunos cóndores,
que volaban trazando círculos alrededor de los picos
más altos, distrajeron mi atención, absorta en las ma-
sas inanimadas. Me alegré de estar solo; la impresión
causada en el ánimo se parecía a la de una grandiosa
y terrible tempestad, o a la de toda la orquesta en un
coro del Mesías.
En varias extensiones cubiertas de nieve hallé el
Proiococcus nzvalis o nieverroja, tan bien conocido
por los relatos de los navegantes árticos. Me hizo fijar
la atención en él cierto tinte rojizo que noté en las
huellas de las muías, que parecían sangrar ligeramente
por los cascos. En un principio creí que la coloración
se debía al polvo de pórfido rojo traído por el viento
desde las montañas vecinas, porque, a causa del po-
der amplificador de los cristales de nieve, los grupos
de esas plantas microscópicas aparecían como par-
tículas bastas. La nieve no estaba coloreada mas que
donde se había fundido con mucha rapidez o donde
accidentalmente había sido machacada. Frotando un
papel con un poco de ella dió una débil tinta rosa
mezclada con ocre. Después raspé algo de esa subs-
XV PASO DE LA CORDILLERA 99
tancía colorante, y hallé que se componía de grupos
de esferitas en cápsulas incoloras, cuyo diámetro era
de una milésima de pulgada. El viento en la cresta del
Peuquenes, como dejo dicho, es generalmente impe-
tuoso y muy frío; se asegura que sopla constantemente
del Oeste o del lado del Pacífico (1). Como las ob-
servaciones se han hecho principalmente en verano,
este viento debe ser una corriente superior de retor-
no. El pico de Tenerife, con menor elevación y situa-
do a los 28® de latitud, penetra del mismo modo en
una corriente superior de retorno. En un principio pa-
rece sorprendente que el alisio, a lo largo de las par-
tes septentrionales de Chile y de la costa del Perú,
sople en dirección tan orientada al Sur como lo hace;
pero cuando se reflexiona que la Cordillera, al correr
de Norte a Sur, intercepta como una gran muralla toda
la parte inferior de las más bajas corrientes atmos-
féricas, puede comprenderse fácilmente que el alisio
debe derivar hacia el Norte, siguiendo la línea mon-
tañosa hacia las regiones ecuatoriales, perdiendo así
parte del movimiento oriental que adquiere a causa de
ía rotación de la Tierra. En Mendqza, al píe de la fal-
da oriental de los Andes, el clima, según dicen, está
sujeto a prolongadas calmas y a frecuentes, aunque
falsos, amagos de tempestades lluviosas. Esto hace
pensar que el viento procedente del segundo cuadran-
te, al tropezar con la cadena de montañas, se estanca
y hace irregular en sus movimientos.
Después de cruzar el Peuquenes bajamos a una re-
gión montañosa intermedia entre las dos cadenas prin-
cipales, e hicimos alto para pasar la noche. Ahora es-
tábamos en la República de Mendoza. La altura no
bajaba probablemente de 3.300 metros, y, como con-
secuencia, la vegetación era escasísima. Nos sirvió de
(1) El Dr. GilLIES, en el Journal of Natural and Geographicai
Science, agosto 1830. Este autor da las alturas de los Pasos.
100
d.-RWin: viaje del «beaqle»
CAP.
combustible la raíz de una pequeña planta rastrera;
pero hizo una hoguera tan miserable que apenas nos
alivió del frío intenso con que el viento nos traspa-
saba. Como estaba tan cansado a causa de mis excur-
siones, preparé la cama tan pronto como pude y me
eché a dormir. A eso de la medía noche observé que
el cielo se había súbitamente encapotado; desperté al
arriero para preguntarle si amenazaba mal tiempo, y
me dijo que mientras no tronara y relampagueara no
había peligro de una gran nevada. El que se ve sor-
prendido por el mal tiempo entre las dos grandes sie-
rras, corre inminente peligro de perecer, del que difí-
cilmente escapa. El único lugar de refugio es cierta
cueva: Mr, Caldcleugh, que pasó por aquí en este mis-
mo día del mes, estuvo detenido en ella durante algún
tiempo por una espesa nevada. No se han construido
en este paso, como en el de Uspallata, casuchas o ca-
sas de refugio, y, por lo mismo, durante el otoño el
Portillo es poco frecuentado. Debo observar aquí que
dentro de la Cordillera principal nunca llueve, pues
en verano el cielo está sin nubes, y en invierno nieva
solamente.
En el lugar en que dormimos el agua hervía necesa-
riamente a temperatura más baja que en otros puntos
menos elevados, por la disminución de la presión at-
mosférica, sucediendo precisamente lo contrario que en
la marmita de Papín. Por eso, las patatas, después de
haber hervido durante varias horas, se quedaron tan
duras como estaban. Se dejó el pote al fuego toda la
noche, y a la mañana siguiente se le hizo hervir de
nuevo; pero ni aun así se cocieron las patatas. Lo supe
por haber oído a mis compañeros discutir la causa;
después de mucho dar vueltas al asunto, llegaron a la
conclusión de que el «maldito pote (que ahora era
nuevo) no quería cocer patatas».
22 de marzo . — Después de tomar nuestro almuerzo
XV
PASO DE LA CORD'ILERA
101
sin patatas, viajamos al través del trozo de tierra que
se extiende al pie de la sierra del Portillo. Aquí se
trae a pastar el ganado vacuno a mediados de verano,
pero ahora no quedaba una sola res; hasta el mayor
número de los guanacos habían descampado en su
mayor parte, presintiendo que si los sorprendía alguna
tempestad de nieve quedarían cogidos en una trampa.
Desde este sitio se gozaba de la hermosa vista de una
masa de montañas llamada Tupungato, todas envuel-
tas en un continuo manto de nieve, en medio de la
que se percibía una mancha azul, sin duda un glaciar,
cosa rara en estas montañas. Ahora comenzó una di-
fícil y larga subida, semejante a la de Peuquenes. Es-
carpadas montañas cónicas de granito rojo se levan-
taban a ambos lados, y en los valles había varias zo-
nas anchas de nieves perpetuas. Estas masas heladas,
durante el período del deshielo se habían convertido
en pináculos o columnas (1), que se alzaban de cuan-
do en cuando en nuestra ruta, y como eran tan altas y
espesas dificultaban el paso a las muías cargadas. En
una de estas columnas de hielo estaba ensartado un
caballo helado, como en un pedestal, pero con las pa-
tas traseras extendidas y en el aire. El animal, según
sospecho, debió de caer cabeza abajo en un hoyor
cuando la nieve formaba un todo continuo, y después
la de los sitios próximos debió desaparecer con el
deshielo.
Cuando estábamos cerca de la cresta del Portillo
(1) Estas estructuras de nieve helada se observaron después
por Scoresby en los icebergs próximos a Spitzberg, y últimamen-
te, y con detenida atención, por el coronel Jackson (Journal of
Ceograpkical Socieiy, vol. V, pág. 12) en el Neva. Mr. Lyell
(Principies, vol. IV, pág. 360) ha comparado las fisuras que pare-
cen determinar la estructura columnaria a las junturas que pre-
sentan todas las rocas, y se ven mejor en las masas no estratifi-
cadas. Cúmpleme advertir que en el caso de la nieve helada la
estructura de columna debe ser producida por una acción «meta-
mórfica> y no por proceso alguno durante la deposición.
102
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
nos envolvió una nube de finas agujas de hielo, que
cayeron durante el día entero, impidiéndonos ver.
Sentí muy de veras este contratiempo. El paso toma
su nombre de una estrecha hendedura o entrada que
hay en la sierra más alta, y por la que pasa el camino.
Desde este punto, en un día claro, pueden verse las
vastas llanuras que se extienden sin interrupción hasta
el Océano Atlántico. Descendimos al límite superior
de la vegetación, y hallamos un buen sitio en que pa-
sar la noche, bajo el resalto de algunos grandes frag-
mentos de roca. Aquí encontramos algunos pasajeros,
que nos preguntaron con ansiedad por el estado del
camino. Poco después de obscurecer las nubes se di-
siparon de pronto, y el efecto fué mágico. Las mon-
tañas gigantes, que brillaban a la luz de la luna llena,
parecían a punto de caer sobre nosotros desde todos
los puntos, como si nos halláramos en un profundo
abismo; el mismo sorprendente efecto observé una
mañana temprano. Tan pronto como las nubes se dis-
persaron, heló intensamente; pero la calma del viento
nos permitió dormir con la mayor comodidad.
El brillo de la Luna y estrellas, aumentado en esta
elevación por la absoluta transparencia del aire, era
notabilísimo. Habiendo observado los viajeros la difi-
cultad de apreciar alturas y distancias en medio de las
altas montañas, la han atribuido generalmente a la au-
sencia de objetos de comparación. A mí me parece
que se debe totalmente a la diafanidad del aire, la
cual hace confundir los objetos situados a diferentes
distancias, y asimismo, en parte, a la novedad de un
extraordinario grado de fatiga producido por el es-
fuerzo de la subida, oponiéndose en estas circunstan-
cias el hábito a la evidencia de los sentidos. Estoy
seguro de que esta extrema claridad del aire da un
carácter peculiar al paisaje, pues todos los objetos
aparecen casi en un plano, como en un grabado o pa-
norama. La transparencia proviene, a lo que creo, de
XV
PASO DE LA CORDILLERA
103
la uniforme y elevada sequedad del aire. Esta seque-
dad se mostró en el modo de resquebrajarse la made-
ra (según vi por las molestias que me ocasionó mi mar-
tillo geológico), en el desusado endurecimiento de
algunos artículos alimenticios, como el pan y el azúcar,
y en la conservación de la piel y trozos de carne de
las bestias que han perecido en el camino. A la mis-
ma causa debe atribuirse la singular facilidad con que
se excita la electricidad. Mi chaleco de franela, fro-
tado en la obscuridad, parecía haber sido untado con
fósforo; todos los pelos del lomo de un perro soltaban
chispas, y lo mismo hacían los trapos de lienzo y hasta
el correaje del cuero de la silla de montar, siempre
que se frotaban.
23 de marzo . — El descenso por el lado oriental de
la Cordillera es mucho más breve o escarpado que
por la parte del Pacífico; en otros términos: las mon-
tañas se levantan más abruptamente sobre los llanos
que sobre la comarca alpina de Chile. A nuestros pies
se extendía un mar de nubes, de brillante blancura y
enteramente liso, ocultando la vista de la inmensa pla-
nicie, también a nivel, de las Pampas. Poco después
entramos en la faja de nubes, y no volvimos a salir
aquel día. A la mitad del mismo, habiendo hallado
pasto para las bestias y arbustos para quemar, en Los
Arenales nos detuvimos, a fin de pernoctar allí. Nos
hallábamos cerca del límite superior del matorral,
y la elevación, a lo que creo, oscilaba entre 2.100 y
2.400 metros.
Extrañé mucho la marcada diferencia entre la vege-
tación de estos valles orientales y los del lado chileno;
sin embargo, el clima, así como la clase de suelo, son
casi idénticos, y la diferencia de longitud insignificante.
La misma observación se aplica a los cuadrúpedos, y
en un grado menor, a las aves e insectos. Citaré como
ejemplo los ratones, de los que obtuve 30 especies en
104
darwin: viajr del obeagle»
CAP.
la ribera del Atlántico y cinco en la del Pacífico, y nin-
gunade ellas era idéntica. Debemos exceptuar todas las
especies que habitual o accidentalmente frecuentan las
altas montañas, y ciertas aves, cuya área se extiende
por el Sur hasta el estrecho de Magallanes. Este hecho
está en perfecta conformidad con la historia geológica
de los Andes, porque dichas montañas han existido
como una gran barrera desde que las presentes razas
de animales han aparecido, y, por tanto, a no suponer
que las mismas especies han sido creadas en dos dife-
rentes lugares, no debemos esperar una .semejanza
más estrecha entre los seres orgánicos de los lados
opuestos de los Andes que entre los existentes en las
costas opuestas del océano. En ambos casos debemos
prescindir de las especies que han podido cruzar la
barrera, ya de roca sólida, ya de agua salada (1).
Una gran parte de las plantas y animales eran abso-
lutamente idénticos o muy afines a los de Patagonia.
Aquí tenemos el agutí, la vizcacha, tres especies de
armadillos, el avestruz, ciertas clases de perdices y
otras aves que no se ven nunca en Chile, pero son ios
animales característicos de las desiertas llanuras de
Patagonia. Asimismo hallamos muchos de los mismos
(aun a los ojos de una persona que no es un botánico)
arbustos espinosos y achaparrados, la misma hierba
correosa y las mismas plantas enanas. Hasta los negros
y pesados coleópteros son muy semejantes, y algunos,
según creo, después de riguroso examen, absoluta-
mente idénticos. Siempre he lamentado el haberme
visto compelido inevitablemente a abandonar el aseen-
(1) Esto es un mero ejemplo que confirma las admirables le-
yes, establecidas primeramente por Mr. Lyell, sobre la distribu-
ción geográfica de los animales como influida por los cambios
geológicos. Todo el razonamiento, por supuesto, se funda en la
presunción de la inmutabilidad de las especies; de otro modo, la
diferencia de las especies de ambas regiones podría considerarse
producida durante un largo lapso de tiempo;
XV
PASO DE LA CORDÍLLERA
105
SO del río Santa Cruz antes de llegar a las montañas,
porque abrigué secretamente la esperanza de tropezar
con algún gran cambio en los caracteres del terreno;
pero ahora estoy seguro de que eso sólo hubiera su-
cedido siguiendo las llanuras de Patagonía arriba
hasta subir a la montaña.
24 de marzo . — Por la mañana temprano trepé a una
montaña de un lado del valle, y desde allí gocé de una
amplia vista de las Pampas. Mucho tiempo vine pen-
sando en procurarme este placer, pero quedé desen-
cantado; la primera impresión fué la de ver el mar a
lo lejos; pero no tardé en distinguir varias irregulari-
dades hacia el Norte. El accidente topográfico más sa-
liente le formaban los ríos, que, heridos por los rayos
del sol saliente, reververaban como brillantes cintas
de plata, hasta perderse en la inmensidad de la distan-
cia. Al culminar el Sol en el meridiano bajamos al
valle, y llegamos a una choza donde estaban aposta-
dos un oficial y tres soldados para examinar los pasa-
portes. Uno de ellos era un indio pampeano de pura
raza, utilizado allí como un sabueso para rastrear los
pasos de cualquier persona que pretendiera pasar fur-
tivamente, a pie o a caballo. Hace algunos años, cier-
to individuo trató de burlar la vigilancia de los em-
pleados dando un largo rodeo por una montaña ve-
cina; pero habiendo cruzado este indio por casualidad
la vereda seguida por el fugitivo, le siguió durante el
día entero por lomas áridas y pedregosas, hasta que
al fin dió con él en un barranco. Aquí nos dijeron que
las nubes plateadas tan admiradas por nosotros desde
arriba habían descargado torrentes de agua. El valle,
a partir del sitio en que estábamos, se ensanchaba gra-
dualmente, y las montañas se convertían en colinas
desgastadas por el agua, comparadas con las sierras
gigantescas que dejábamos detrás; luego se expandía
en una llanura de casquijo, suavemente inclinada, cu-
106
darwin: viaje dhl (-beaole»
CAP,
bierta de árboles enanos y arbustos. El talud de cas-
cajo, aunque parecía estrecho, debía tener cerca de
10 millas de ancho antes de fundirse en la planicie,
aparentemente horizontal, de las Pampas. Pasamos
por la única casa que había en esta comarca, la Estan-
cia de Chaquaio, y al ponerse el Sol subimos al pri-
mer repliegue abrigado y vivaqueamos allí.
25 de marzo . — Me acordé de las Pampas de Buenos
Aires viendo el disco del Sol saliente cortado por un
horizonte tan llano como el del mar. Durante la noche
cayó un gran rocío, circunstancia que no observé en
la Cordillera. El camino seguía durante algún trayecto
con dirección al Este, a través de una hondonada
pantanosa; después, al llegar a la árida llanura, torcía
al Norte, hacia Mendoza. La distancia es de dos días
largos de camino. En el primero recorrimos 14 leguas,
hasta Estacado, y en el segundo, 17, hasta Luján,
junto a Mendoza. Todo el trayecto pasa por una de-
sierta llanura a nivel, sin más que dos o tres casas. El
sol quemaba, y el paisaje no ofrecía interés especial.
Hay muy poca agua en esta travesía, y sólo encontra-
mos una pequeña charca en la segunda jornada. Vie-
ne de las montañas en cantidad muy escasa, y en bre-
ve es absorbida por el seco y poroso suelo; de modo
que, a pesar de habernos alejado de la sierra exterior
de la Cordillera de 10 a 15 millas, no cruzamos ni una
sola corriente. En muchas partes la tierra estaba in-
crustrada de una eflorescencia salina: de ahí que en-
contráramos las mismas plantas salitrosas que son co-
munes en Bahía Blanca. El paisaje presenta un carác-
ter uniforme desde el estrecho de Magallanes, a lo
largo de toda la costa oriental de Patagonia, hasta el
río Colorado, y parece que la misma clase de terreno
se extiende por el interior desde este río, en una línea
que llega hasta San Luis^ y tal vez algo más al Norte.
Al este de dicha línea curva se halla la cuenca de lia-
XV
t>ASO DE LA CORDII,LERA
107
nuras, relativamente húmedas y verdes, de Buenos
Aires; las estériles llanuras de Mendoza y Patagonia
se componen de un lecho de casquijo arenoso, arra-
sado y acumulado por las olas del mar, mientras que
en las Pampas, cubiertas de cardos, trébol y hierba,
deben su formación al antiguo estuario cenagoso del
Plata.
Tras dos días de molesto viajar, reconfortó el ánimo
la vista de lejanas hileras de álamos y sauces que cre-
cían en torno del pueblo y río Luján. A poco de lle-
gar aquí observamos al Sur una nube de bordes irre-
gulares y color negro con matices pardorrojizos. Al
principio creimos que era humo de una gran hoguera
encendida en las llanuras; pero pronto nos cerciora-
mos de que era una inmensa bandada de langostas.
Volaban hacia el Norte, y, a favor de una ligera brisa,
pasaron por encima de nosotros con una velocidad de
10 a 15 millas por hora. El grueso de ellas llenaba el
aire desde la altura de ocho a veinte pies sobre el
suelo hasta la de dos o tres mil, al parecer, y «el ruido
que hacían al volar era como el de los carros y caba-
llos que corren al combate», o, más bien, diría yo,
como el de un viento fuerte al pasar por las jarcias de
un navio. El cielo, visto a través de las avanzadas del
formidable ejército, apareció sombreado por una me-
dia tinta obscura; pero en. el centro quedaba del todo
velado, aunque de cuando en cuando se descubrían
algunas visibles franjas. Cuando se posaron en tierra
eran más numerosas que las hojas de hierba y la su-
perfície cambió su color verde por uno rojizo; posado
el enjambre, los individuos huyeron de un lado a otro
en todas direcciones. La plaga de la langosta no es
rara en este país; ya en la presente estación habían
llegado del Sur varias bandadas pequeñas, salidas, al
parecer, como en otras partes del mundo, de los de-
siertos donde desovan y se desarrollan. Los pobres la-
briegos intentaron en vano rechazar la invasión con
108
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
hog-ueras, ruido y agitando ramas. Esta especie de lan-
gosta es muy análoga, y tal vez idéntica, al famoso
Grillas migratorias del Oriente.
Cruzamos el río Luján, que es un río de considera-
ble tamaño, si bien hoy no se conoce perfectamente
su curso hacia la costa del Este, y aun es dudoso si a!
pasar por los llanos no se evapora antes de afluir al
mar. La noche la pasamos en la villa de Luján, peque-
ña población rodeada de jardines, cuya comarca es la
más meridional de todas las cultivadas en la provincia
de Mendoza; está sihiada cinco leguas al sur de la ca-
pital. No pude descansar por haberme visto atacado
(empleo de propósito esta palabra) por un numeroso
y sanguinario grupo de las grandes chinches negras de
las Pampas, pertenecientes al género BenchucGy una
especie de Reduvius. Difícilmente hay cosa más des-
agradable que sentir correr por el cuerpo estos insec-
tos, blandos y sin alas, de cerca de una pulgada de
largos. Antes de efectuar la succión son muy delga-
dos, pero después se redondean y llenan de sangre, y
en este estado se los aplasta con facilidad. Uno que
cogí en Iquique estaba muy vacío. Puesto sobre una
mesa y en medio de una porción de gente, si se le
presentaba un dedo, el atrevido insecto sacaba inme-
diatamente su chupador y atacaba sin vacilar, y si se
le dejaba, sacaba sangre. La herida no causaba dolor.
Era curioso observar su cuerpo durante el acto de la
succión, y ver cómo en menos de diez minutos se cam-
biaba desde plano como una oblea en redondo como
una esfera. El festín que una Benchuca debió a uno
de los oficiales la conservó gorda durante cuatro me-
ses enteros; pero después de los quince primeros días
estuvo dispuesta a darse otro hartazgo de sangre.
27 de marzo . — Seguimos cabalgando en dirección
a Mendoza. El terreno estaba hermosamente cultivado
y se parecía a Chile. Esta comarca es celebrada por
XV
PASO DE LA CORDILLERA
109
SUS frutas, y en realidad nada más floreciente que los
viñedos y huertos de higos, melocotones y olivas.
Compramos sandías dos veces más gruesas que la ca-
beza de un hombre, fresquísimas y de un delicioso
dulzor, a medio penique una, y por tres peniques nos
dieron medio c^etón de melocotones. La parte cul-
tivada y cercada de esta provincia es muy pequeña;
no abarca una extensión mucho mayor de la que cru-
zamos entre Luján y la capital. La tierra, como en Chi-
le, debe enteramente su fertilidad al riego artificial, y,
en verdad, asombra ver lo extraordinariamente pro-
ductiva que por tal procedimiento ha llegado a ser
una región yerma y desolada.
El día siguiente le pasamos en Mendoza. La pros-
peridad de esta población ha declinado mucho en los
últimos años. Los habitantes dicen que «Mendoza es
buena para vivir en ella, pero mala para enriquecerse».
La clase baja tiene los mismos hábitos de vagancia
y maneras indiferentes que los gauchos de las Pampas,
y su vestido, manera de montar y costumbres, son casi
ios mismos. En mi opinión, el aspecto de la ciudad es
de estúpido abandono. Ni la ponderada alameda ni
el paisaje son comparables con los de Santiago; pero
para los que llegan a Mendoza procedentes de Buenos
Aires, después de cruzar las monótonas y uniformes
Pampas, forzosamente han de resultar deliciosos los
jardines y huertos. Sir F. Head, hablando de los men-
docinos, dice: «Comen al mediodía, y como hace tan-
to calor, se van a dormir la siesta»; ¿podrían hacer
cosa mejor? Estoy de acuerdo con Sir F. Head: la
gente de Mendoza ha nacido, por su buena estrella,
para comer, dormir y estar ociosa.
29 de marzo . — Partimos para regresar a Chile por
el paso de Uspallata, situado al norte de Mendo-
za. Tuvimos que cruzar una larga y muy estéril zona
de 15 leguas. El suelo aparecía a trechos enteramente
lio
darwin: vjaje del «beaqle»
CAP.
desnudo, y en otras partes estaba cubierto por innu-
merables cactus enanos armados de formidables espi-
nas, llamados leoncillos por los habitantes. También
había algfunos arbustos bajos. Aunque la llanura está
casi a 3.000 pies sobre el nivel del mar, el calor, así
como las nubes de polvo impalpable, hacían la travesía
extremadamente molesta. Nuestro camino durante el
día avanzaba casi paralelamente a la Cordillera, pero
acercándose a ella poco a poco. Antes de ponerse el
Sol entramos en uno de los anchos valles, o más bien
bahías, que se abren en la llanura; poco después se
angosta en un barranco, y allí, subiendo un poco más,
se halla la casa de Villa Vicencio. Como habíamos
cabalgado todo el día sin una gota de agua, tanto las
bestias como nosotros teníamos sed, por lo que bus-
camos con ansiedad la corriente que riega el fondo
del valle. Fué curioso observar la gradual aparición
del agua; en la llanura el camino estaba enteramente
seco; poco a poco fué presentando alguna humedad;
después se vieron algunos charquitos, que más ade-
lante se mostraron unidos, y por último, en Villa Vi-
cencio había un delicioso arroyuelo.
30 de marzo . — La solitaria choza que lleva el impo-
nente nombre de Villa Vicencio ha sido citada por
todos los viajeros que han cruzado los Andes. Aquí
me detuve en unas minas próximas durante los dos
días siguientes. La geología del terreno de los alre-
dedores es curiosísima. La sierra de Uspallata está se-
parada de la Cordillera principal por un prolongado
llano angosto o cuenca, como los mencionados tantas
veces en Chile, pero más alto, pues está 1.800 metros
sobre el nivel del mar. Esta sierra tiene con respecto
a la Cordillera casi la misma posición geográfica que
la gigantesca del Portillo, pero es de origen entera-
mente distinto. Se compone de varias clases de lava
submarina, alternando con areniscas volcánicas y otros
XV
PASO DE LA CORDILLERA
111
notables depósitos sedimentarios, y el conjunto se pa-
rece mucho a algunos de los lechos terciarios de la
costa del Pacífico. Fundándome en esta semejanza, es-
peraba hallar madera silicifícada, que es generalmente
característica de estas formaciones, y vi colmados mis
deseos de un modo extraordinario. En la parte central
de la sierra, y a una altura de casi 2.100 metros apro-
ximadamente, observé en una ladera pelada algunas
columnas blanquísimas que se alzaban sobre el suelo.
Eran árboles petrificados; 11 de ellos, convertidos en
sílice, y de 30 a 40, en un espato blanco calcáreo, de
tosca cristalización. Presentaban el aspecto de haber
sido rotos bruscamente, y las porciones restantes se
alzaban sobre el suelo unos cuantos pies. Los troncos
medían de tres a cinco pies de circunferencia. Estaban
un poco separados unos de otros, pero el conjunto
formaba un grupo. Mr. Roberto Brown ha tenido la
amabilidad de examinar la madera, y dice que perte-
nece a la tribu de los abetos, participando del carác-
ter de la familia de las Araucariay pero con algunos
curiosos puntos de afinidad con el tejo. La arenisca
volcánica en que los árboles estaban encastrados, y
de cuya parte inferior debieron brotar, se había acu-
mulado en delgadas capas sucesivas alrededor de los
troncos, y la piedra conservaba todavía la impresión
de la corteza.
Poca experiencia geológica se necesitaba para in-
terpretar la maravillosa historia que de pronto revela-
ban estos árboles, aunque he de confesar haberme
sorprendido tanto el hallazgo, que apenas podía dar
crédito a lo que tenía delante de los ojos. Vi el sitio
donde el grupo de hermosos árboles balanceó en
otro tiempo sus ramas sobre las costas del Atlántico,
cuando este océano (retirado ahora 700 millas) llega-
ba al pie de los Andes. Vi que habían nacido en un
suelo volcánico levantado sobre el nivel del mar, y
que posteriormente esta tierra seca, con sus erguidos
112
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
árboles, había sido sepultada en las profundidades del
mar. En esas profundidades, la tierra, en otro tiempo
seca, quedó cubierta por lechos sedimentarios, y éstos,
a su vez, por enormes corrientes de lava submarina,
una de las cuales tenía un espesor de 1.000 pies, y
estos diluvios de roca fundida y sedimentos ácueos se
habían sucedido alternativamente por cinco veces. El
océano que albergó masas de tal espesor debió de ser
muy profundo; pero nuevamente entraron en. juego
las fuerzas subterráneas, y ahora contemplé el lecho
de aquel océano formando una cadena de montañas
de más de 2.100 metros de altura. Y las fuerzas anta-
gónicas que de continuo laboran en desgastar la su-
perficie de la Tierra no suspendieron su actividad en
ese período: las grandes acumulaciones de estratos
habían sido tajadas por numerosos y anchos valles,
y los árboles, al presente convertidos en sílice, se al-
zaron en tierra seca volcánica, actualmente hecha roca
allí donde en otro tiempo irguieron sus elevadas co-
pas. Ahora este terreno se presenta como definitiva-
mente estéril y desierto; ni siquiera el liquen puede
adherirse a los moldes pétreos de los antiguos árbo-
les. Por inmensos y apenas comprensibles que tales
cambios puedan parecer, han ocurrido todos dentro de
un período, reciente si se le compara con la historia de
la Cordillera, y la Cordillera misma es absolutamente
moderna, si se la compara con muchos de los estratos
fosilíferos de Europa y América.
/ de abril . — Cruzamos la sierra de Uspallata, y por
la noche dormimos en la Aduana, único punto habita-
do en la llanura. Poco antes de dejar las montañas se
me ofreció un espectáculo extraordinario: rocas sedi-
mentarias, rojas, púrpura, verdes y enteramente blan-
cas, alternando con negras lavas, aparecían como ro-
tas y lanzadas desordenadamente, en todas las for-
mas posibles, por masas de pórfido de variadísimos
XV
PASO DE LA CORDILLERA
113
matices: desde el pardo obscuro hasta el lila más vivo.
No he visto jamás otro conjunto de rocas más pare-
cido a las bonitas secciones que los geólog-os hacen
de la corteza terrestre.
Al día siguiente cruzamos la llanura, y seguimos el
curso de la gran corriente de montaña que pasa junto
a Luján. Aquí se había trocado en un furioso torrente,
enteramente infranqueable, pareciendo más ancho que
en la hondonada, como sucedía con el riachuelo de
Villa Vicencio. En la tarde del día siguiente llegamos
al río de las Vacas, que tiene fama de ser la corriente
más difícil de pasar en la Cordillera. Como todos estos
ríos son de breve y rápido curso y están formados por
la fusión de las nieves, la hora del día influye de una
manera decisiva en el caudal que llevan. Por la tarde
corren cenagosos y muy crecidos, pero al apuntar
la aurora se aclaran y hacen menos impetuosos. Tal
vimos que ocurría con el río de las Vacas, y por la
mañana le cruzamos con poca dificultad. Eí paisaje
hasta aquí fué muy poco interesante, comparado con
el paso del Portillo. Poco es lo que puede verse fuera
de los desnudos lados del amplio valle de fondo pla-
no que el camino sigue hasta la cresta más alta. Tanto
dicho valle como las enormes montañas rocosas son
extremadamente estériles: durante las dos noches ante-
riores las pobres muías no habían tenido qué comer,
pues, exceptuando algunos arbustos enanos resinosos,
apenas se veía planta alguna. En el transcurso de este
día cruzamos algunos de los peores pasos de la Cor-
dillera; pero sus riesgos se han exagerado mucho. Me
dijeron que si intentaba pasarlos a pie se me trastor-
naría la cabeza, y que no había ísitio donde apearse;
pero vi que en todas partes era posible retroceder y
bajar de la cabalgadura por un ilado y otro. Pasé por
uno de los peores sitios, llamado de las Animas, y
hasta un día después no vi que me había hallado en un
peligro espantoso. Indudablemente hay muchos puntos
Djlrwdt. Viaje. — T. II. 8
114
darwin: vaje del «beagle»
CAP.
en que si la muía tropieza, eí jinete caería despeñado
en un profundo precipicio; pero hay pocas probabili-
dades de que tal suceda. No vacilo en afirmar que en
primavera las laderas o caminos que cada año se for-
man de nuevo por los derrubios de detritus caídos
son pésimos; mas, por lo que vi, no existe verdadero
peligro. En cuanto a las muías cargadas, el caso es muy
distinto, porque las cargas sobresalen tanto del cuer-
po de las bestias que, si por casualidad tropiezan una
con otra, o con el saliente de cualquier roca, pierden
el equilibrio y se despenan en las simas. Al cruzar los
ríos comprendo que la dificultad ha de ser grande; en
esta estación no se tropieza con grandes obstáculos,
pero en verano debe ser muy arriesgado. Me figuro
perfectamente el distinto modo como ha de hablar de
tales riesgos el que ha pasado la corriente y el que la
está pasando aún, como hace notar Sir F. Head. No
tengo noticia de que se haya ahogado ningún hombre,
pero se dan casos frecuentes de ahogarse las muías
cargadas. El arriero advierte al turista que se debe se-
ñalar a la cabalgadura la mejor dirección y dejarla
después que cruce el río como quiera; las muías car-
gadas suelen tomar un mal vado, y a consecuencia de
ello se pierden.
4 de abril . — Desde el río de las Vacas al Puente de
los Incas, medio día de jornada. En vista de que había
pasto para las muías y geología para mí, hicimos alto
en el último de los lugares mencionados, para pasar
la noche. AI oír hablar de un puente natural se figura
uno alguna barranca profunda y angosta, al través de la
cual ha caído una prolongada masa de roca, o un gran
arco vaciado como la bóveda de una caverna. En lu-
gar de esto, el Puente de los Incas se compone de
una costra de cascajo estratificado y cementado por
los depósitos que forman las fuentes termales vecinas.
Su aspecto hace pensar en un hondo canal excavado
XV
PASO DE LA CORDILLERA
115
por la corriente en un lado, dejando colgar un borde
saliente, que ha venido a encontrarse con la tierra y
piedras caídas del cantil opuesto. Realmente, se per-
cibe distintamente en un llano la unión oblicua que
en tal supuesto hubiera debido verificarse. El Puente
de los Incas no es digno, en modo alguno, de los gran-
des monarcas cuyo nombre lleva.
5 de abril . — Hemos tenido una larga jornada a ca-
ballo al través de la sierra central, desde el Puente de
los Incas a los Ojos del Agua, que están situados cer-
ca de la casucha más baja en el lado chileno. Estas
casuchas son redondas torrecillas, con unas escaleras
por la parte de fuera, para llegar al piso, el cual se
levanta algunos pies sobre el suelo, en previsión de
ios ventisqueros. Hay ocho, y en tiempos del dominio
español se las tenía provistas durante el invierno de
alimentos y carbón vegetal, y cada correo de posta
tenía una llave maestra. Ahora sólo sirven de almace-
nes, o más bien de calabozos. Colocadas cada una de
ellas en una pequeña eminencia, forman extraño con-
traste con la escena de desolación de los alrededores.
El ascenso en zigzag a la cumbre o divisoria de las
aguas fué penoso, por rampas escarpadas; la altura del
sitio es, según Mr. Pentland, de 3.740 metros. El ca-
mino no pasa nunca por nieves perpetuas, aunque hay
sitios cubiertos por ellas en ambos lados. El viento en
la cima era excesivamente frío, pero sin remedio había
que detenerse algunos minutos para admirar una y otra
vez el color de los cielos y la brillante transparencia
de la atmósfera. El paisaje era grandioso; al Oeste se
alzaba un sublime caos de montañas, divididas por
profundos barrancos. Generalmente cae alguua nieve
antes de esta época de la estación, y aun ha ocurrido
el caso de cerrarse del todo la Cordillera por este
tiempo. Pero nosotros fuimos más afortunados. El cie-
lo estaba puro, tanto por la noche como por el día,
116
darwín; viaje del cíbeagle»
CAP.
exceptuando algunas pequeñas masas redondeadas de
vapor que flotaban sobre los picos más altos. Muchas
veces he visto estas nubes a modo de íslitas en el cie-
lo, señalando la posición de la Cordillera, cuando las
montañas distantes se habían ocultado debajo del ho-
rizonte.
6 de abril . — Por la mañana nos encontramos con
que algunos ladrones se habían llevado una de nues-
tras muías y la cencerra de la madrina. Así, pues, ca-
balgamos sólo dos o tres millas valle abajo, y nos de-
tuvimos allí al día siguiente, con la esperanza de re-
cobrar la muía, que el arriero creía estar oculta en
alguna barranca. El paisaje en esta parte ha tomado el
carácter chileno; los lados inferiores de las montañas,
salpicados de árboles quillai (1), de pálido y perenne
verdor, y de los grandes cactus en forma de cirios, de-
leitaban la vista más que la escueta desnudez de los
valles orientales; pero no puedo estar de acuerdo con
la admiración expresada por algunos viajeros. Esos
elogios desmedidos los inspiró principalmente, a mi
juicio, la perspectiva de una buena hoguera y una
cena suculenta después de escapar de las heladas re-
giones superiores; y por mi parte confieso haber par-
ticipado con la mayor cordialidad de tales senti-
mientos.
8 de abril . — Dejamos el valle de Aconcagua, por
donde habíamos bajado, y llegamos por la tarde a una
casa rústica cerca de la villa de Santa Rosa. La ferti-
lidad de la llanura era deliciosa, y como el otoño es-
(1) La corteza del árbol quillai (Quillaja saponaria Molina, de
la familia de las rosáceas) es el por nosotros llamado palo de ja-
bón. Es uu árbol grande, de follaje perenne, cuya corteza se em-
plea como jabón en Chile y en otras muchas partes. Se le llama cu-
Hay, quillai o quillay por íos chilenos. — Nota de la edic. española.
XV
PASO DE LA CORDILLERA
117
taba adelantado, las hojas de muchos frutales empe-
zaban a caer. Parte de los labriegos se ocupaban en
tender higos y melocotones a secar en los techos de
sus casas, y parte en vendimiar. La escena era hermo-
sa; pero eché de menos la solemne quietud que hace
del otoño de Inglaterra el atardecer del año. El día 10
llegamos a Santiago, donde Mr. Caldcleugh me dis-
pensó un recibimiento obsequioso y hospitalario. Mi
excursión sólo me costó veinticuatro días, y en mi vida
he gozado más en igual espacio de tiempo. A los po-
cos días volví a casa de Mr. Corfíeld, en Valparaíso
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CAPITULO XVI
Chile septentrional y Perú.’
Camino de la costa a Coquimbo. — Cargas excesivas transporta-
das por los mineros. — Coquimbo. — Terremoto. — Terrazas es-
calonadas. — Ausencia de depósitos recientes. — Contempora-
neidad de las formaciones terciarias.— Excursión valle arriba.—
Camino a Huasco. — Desiertos. — Valle de Copiapó. — Lluvia y
terremotos. — Hidrofobia. --El Despoblado. — Ruinas indias. —
Cambio probable de clima. — Lecho de río arqueado por un te-
rremoto. — Temporales de viento frío. — Ruidos que salen de una
montaña. — Iquique. — Aluvión salado. — Nitrato de sodio. —
Lima. — País insalubre. — Ruinas del Callao, derribado por un
terremoto. — Sumersión reciente. — Conchas levantadas en el
San Lorenzo; su descomposición. — Llanura con conchas se-
pultas y fragmentos de alfarería. — Antigüedad de la raza
india.
27 de abril . — Salí de viaje para Coquimbo, y desde
allí, por Huasco, a Copiapó, donde el capitán Fitz Roy
me ofreció atentamente recog'erme en el Beagle. La
distancia en línea recta a lo larg'o de la costa norte es
sólo de 420 millas; pero mi manera de viajar prolon-
gó extraordinariamente su recorrido. Compré cuatro
caballos y dos muías; estas últimas para llevar el ba-
gaje en días alternos. Las seis bestias juntas sólo me
costaron 25 libras esterlinas, y en Copiapó volví a
venderlas por 23. Viajamos con la misma independen-
cia que antes, preparando las comidas y durmiendo al
aire libre. Mientras avanzábamos hacia Vino del Mar
120
DARWIN: VtA.íE DEL OBEAGLE»
CAP.
contemplé por última vez a Valparaíso y admiré su
pintoresco aspecto. Con fines geológicos di un rodeo
desde el camino alto hasta el pie de la Campana de Qui-
llota. Atravesamos una comarca de aluvión, rica en
oro, en dirección a las cercanías de Limache, donde
dormimos. El lavado del precioso metal constituye el
medio de que se sirven los habitantes de numerosos
cobertizos a lo largo de cada riachuelo; pero, como
les sucede a todos aquellos cuyas ganancias son in-
ciertas, llevan una vida desarreglada y no salen de
pobres.
28 de abril . — Por la tarde llegamos a una quintana
al pie de la Campana de Quillota. Los habitantes eran
propietarios, lo que no es corriente en Chile. Se man-
tenían con el producto de un huerto y de un pequeño
campo, pero padecían suma pobreza. El capital es
aquí tan deficiente, que los labriegos se ven obligados
a vender el trigo cuando aun está verde en el campo,
a fin de comprar lo necesario para el año siguiente.
El trigo, por tanto, estaba más caro en el sitio mismo
donde se cogía que en Valparaíso, residencia de los
negociantes en cereales. Al día siguiente volvimos a
tomar el camino principal que va a Coquimbo. Por la
noche cayó una ligerísima lluvia, siendo la primera
que se conoció desde el aguacero de los días 11 y 12
de septiembre, que me tuvo prisionero en los baños
de Cauquenes. El intervalo fué de siete meses y me-
dio; pero la lluvia vino este año en Chile más tarde
que de ordinario. Los lejanos Andes se hallaban aho-
ra cubiertos de una espesa masa de nieve, presentan-
do una vista espléndida.
2 de mayo . — El camino continuaba siguiendo la
costa a no mucha distancia del mar. Los pocos árbo-
les y arbustos que son comunes en Chile Central de-
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
121
crecían rápidamente en número (1), siendo reemplaza-
dos por una planta alta algo parecidaala yuca. La super-
ficie del terreno era muy quebrada e irregular, si bien
en pequeña escala, y de los llanos o cuencas se alza-
ban pequeños picos de roca. Si la dentada costa y el
fondo del mar vecino, cubierto de rompientes, se con-
virtieran en tierra seca, presentarían formas análogas,
e indudablemente esa transformación se ha efectuado
en la parte por donde ahora caminamos.
3 de mayo . — De Quilimarí a Conchalí el terreno
aparece cada vez más yermo. En los valles apenas hay
agua suficiente para el menor riego, y los trozos de
tierra intermedios, casi pelados, no dan pasto ni si-
quiera para cabras. En primavera, tras las lluvias de
invierno, brota rápidamente una hierba fina, y enton-
ces se traen a estos sitios las vacadas de la Cordillera,
las cuales permanecen aquí por corto tiempo. Es cu-
rioso observar cómo las semillas de la hierba y otras
plantas parecen adaptarse, como por un hábito adqui-
rido, a la cantidad de lluvia que cae en diferentes
partes de esta costa. Un chubasco en Copiapó, que
está más al Norte, produce tanto efecto en la vegeta-
ción como dos en Huasco y como.tres o cuatro en esta
comarca. Un invierno que en Valparaíso fuera demasia-
do seco para permitir el crecimiento normal de los
pastos, en Huasco produciría una abundancia desusa-
da. Siguiendo hacia el Norte, la cantidad de lluvia no
parece decrecer en proporción estricta con la latitud.
En Conchalí, 67 millas al norte de Valparaíso, no se
espera la lluvia hasta fines de mayo, mientras en la úl-
(1) AI norte del paralelo 42*^ el bosque se aclara, y, tras apa-
recer una flora xerófíla muy característica y semejante a la medi-
terránea, su g^radual empobrecimiento acaba en verdaderos desier-
tos como e! de Atacama . — Nota de la edic. española.
122
darwin: viaje del cbeagle»
CAP.
tima región cae de ordinario alguna a primeros de
abril. La cantidad anual es asimismo pequeña en pro-
porción a lo tardía que viene.
4 de mayo . — Viendo que el camino de la costa ca-
recía de todo interés, torcimos por el interior hacia el
distrito minero y valle de Illapel. Este valle, como
todos los de Chile, es anchuroso, de fondo plano y
muy fértil, limitándole por ambos lados acantilados de
casquijo estratificado o desnudas montañas rocosas.
Sobre la línea recta de la presa de riego más alta,
todo está como en una calzada, y, al contrario, debajo
no hay una pulgada de tierra que deje de estar alfom-
brada del verde gris de los alfalfares. Proseguimos
nuestra marcha hasta Los Hornos, otro distrito mine-
ro, donde la montaña principal aparece acribillada de
taladros, a semejanza de un gran hormiguero. Los mi-
neros chilenos forman una raza peculiar de hombres,
por sus hábitos. Como se pasan semanas enteras en
los lugares más desolados, cuando bajan a las aldeas
en los días festivos no hay exceso ni extravagancia a
que no se entreguen. A veces ganan bastante dinero,
y entonces, como los marinos con el reparto de una
presa, no piensan mas que en derrocharlo cuanto
antes. Beben con exceso, compran ropa en grandes
cantidades, y a los pocos días vuelven sin un céntimo
a sus miserables albergues, a trabajar más que bestias
de carga. Semejante irreflexión, así como la de los ma-
rinos, es evidentemente el resultado de un género aná-
logo de vida. Teniendo seguro el pan cotidiano, no
adquieren hábitos de previsión; y, por otra parte, al
mismo tiempo que se les presenta la tentación, se les
pone en la mano los medios de ceder a sus sugestio-
nes. Al contrario, en Cornuailles y otros puntos de In-
glaterra, donde se sigue el sistema de vender parte
del filón, los mineros, como quedan obligados a obrar
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
123
por su cuenta y mirar por sí, son una clase inteligente
y de buena conducta.
E! traje del minero chileno es original y hasta pin-
toresco. Usa un blusón de una tela basta de color
obscuro y un amplio mandil de cuero, sujeto a la
cintura todo ello por un cinto de brillantes colores.
Los pantalones son muy anchos y lagorrilla escarlata,
especie de boina, se ajusta estrictamente a la cabeza.
Encontramos un grupo de ellos de uniforme, condu-
ciendo a la sepultura el cadáver de un compañero.
Llevábanlo cuatro hombres, marchando a un trote rá-
pido. Cuando hubieron andado unos 200 metros, los
portadores fueron relevados por otros cuatro que pre-
viamente se habían adelantado a caballo. Y así conti-
nuaron, animándose unos a otros con gritos salvajes; la
escena, en conjunto, formaba el más extraño funeral.
Continuamos viajando hacia el Norte, en zigzag, y
de cuando en cuando me detenía un día a estudiar la
geología del país. Tan poco habitado está y tan borro-
so se hallaba el camino, que a menudo nos costaba
trabajo descubrirlo. El día 12 me detuve en algunas
minas. El mineral no se consideraba como de muy
buena clase; mas por ser abundante se suponía que la
mina podría venderse en 30 ó 40.000 dólares (6.000
u 8.000 libras esterlinas); pero al fín la adquirió una
compañía inglesa por una onza de oro, esto es, tres li-
bras y ocho chelines. Era pirita amarilla, que, según
dejo dicho, antes de llegar los ingleses se creía que
no contenía una partícula de cobre. Con una propor-
ción de beneficios casi tan grande como en el caso
precedente, se compraron montones de escorias ricas
en diminutos glóbulos de cobre metálico, y, a pesar
de todas esas ventajas, la compañía minera no consi-
guió mas que perder inmensas sumas de dinero. La
multiplicación de comisionados y accionistas, llevada
a una exageración loca; un millar de libras anuales
para el pago de los funcionarios chilenos; colecciones
124
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
de costosas obras sobre geología; mineros especializa-
dos en ciertos metales, como el cinc, que no se hallaba
en Chile; contratos para suministrar leche a los mine-
ros en las partes donde no hay vacas; maquinaria
donde no era posible usarla, y cien otros capítulos aná-
logos de gastos, concurrieron a evidenciar el absurdo
cálculo de los mineros ingleses, suministrando materia
de broma a los naturales. Sin embargo, no cabe duda
de que el mismo capital, bien empleado en estas mi-
nas, hubiera producido beneficios incalculables; un
hombre de negocios de toda confianza, un minero
práctico y un ensayador era todo el personal que se
necesitaba.
El capitán Head ha descrito la prodigiosa cantidad
de mineral que los apirisj verdaderas bestias de carga,
sacan de las minas más profundas. Confieso que lo
creí una exageración y, por lo mismo, me alegré de
poder pesar una de las cargas que tomé al azar. Pre-
ciso me fué hacer un gran esfuerzo para levantarla del
suelo. Habiéndola pesado se vió que llegaba a 197 li-
bras. El apiri la había subido desde una profundidad
de 80 metros, medidos verticalmente; advirtiendo que
una parte del trayecto era un paso escarpado, y otra,
la mayor, consistía en unos escalones de maderos es-
cuadrados y dispuestos en zigzag por las paredes as-
cendentes del pozo de la mina. Los reglamentos del
trabajo no permiten al apiri detenerse a respirar a no
ser que la mina tenga 600 pies de profundidad. La
carga media se calcula en más de 200 libras, y me han
asegurado que por apuesta se sacó una vez de la mina
más profunda una de ¡300! En mi visita a la explota-
ción, los apiris extraían la carga habitual 12 veces al
día, o sea 2.400 libras, desde 80 metros de profun-
didad, y además se los empleaba, durante los inter-
valos, en cavar y recoger mineral.
Estos hombres, salvo el caso de algún accidente
desgraciado, gozan de salud y parecen alegres. Sus
XV!
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
125
cuerpos no son muy musculosos. Rara vez comen car-
ne, una vez por semana a lo sumo, y aun entonces sólo
la cecina, dura y seca, llamada charqui. Aun sabiendo
que el trabajo en tales condiciones era voluntario, no
por eso dejaba de sublevar el ánimo ver el estado en
que llegaban a la boca de la mina: con los cuerpos
doblados, los brazos apoyados en los escalones, las
piernas encogidas, los músculos temblando, el sudor
corriendo a mares por el rostro y pecho, las narices
dilatadas, las comisuras de la boca contraídas y ja-
deantes de suprema fatiga. Cada vez que respiran pro-
fieren el grito articulado «ay, ay», que termina en un
sonido arrancado del fondo del pecho, pero agudo
como la nota de un pífano. Después de llegar tamba-
leando al montón de mineral, vacian el capacho; en
pocos segundos recobran el aliento, se enjugan el
sudor de la frente, y, al parecer repuestos, vuelven a
la mina de nuevo con paso rápido. En todo ello veo
un maravilloso ejemplo de la cantidad de trabajo que
la costumbre (pues no veo otra cosa) es capaz de hacer
soportar a un hombre.
Por la tarde estuve conversando con el mayordomo
de estas minas sobre el número de extranjeros dise-
minados a la sazón por todo el país, y a propósito de
ello me refirió que no hacía mucho tiempo (pues era
joven) recordaba habérseles dado a los muchachos
de la escuela a que asistía, en Coquimbo, un día de
asueto para ver al capitán de un barco inglés, llegado
a la ciudad con ánimo de hablar al gobernador. Según
dijo, por nada del mundo se hubieran acercado los
escolares, ni él tampoco, a un inglés: tan arraigada te-
nían la idea de que el contacto con semejante hombre
los hubiera contaminado de herejía u otro mal grave.
Todavía se cuentan las atrocidades cometidas por los
filibusteros, y en especial la de uno que se llevó la
imagen de la Virgen y volvió al año siguiente por la
de San José, diciendo, en tono de mofa, que no le pa-
126
darwin: viaje del (íbeagleo
CAP,
recía bien dejar a ia señora sin su esposo (1). También,
estando comiendo en Coquimbo, oí maravillarse a una
anciana de haber vivido bastante para comer en el
mismo cuarto con un inglés; porque recordaba que
siendo muchacha, en dos distintas ocasiones, al oír el
grito de «¡Los ingleses», todo el mundo había esca-
pado a las montañas, con los objetos de valor que
pudo llevarse consigo.
14 de mayo . — Llegamos a Coquimbo, y allí nos de-
tuvimos unos días. La ciudad no tiene nada de nota-
ble, fuera de su extremada quietud. Se dice que con-
tiene de 6.000 a 8.000 habitantes. En la mañana del 17
llovió ligeramente, por primera vez en el año, durante
unas cinco horas. Los labradores que cultivan trigo
cerca de la costa, donde la atmósfera es más húmeda,
suelen aprovechar estas lluvias para dar una primera
labor a la tierra; al volver el agua siembran, y si cae
por tercera vez hacen buena cosecha en primavera.
Era interesante observar el efecto de esta escasa can-
tidad de riego atmosférico. Doce horas después la
tierra parecía estar tan seca como siempre; sin embar-
go, a los diez días todas las colinas aparecían ligera-
mente matizadas de corros verdes, y la hierba brotaba
en hojuelas finas, cortas y dispersas. Antes de caer
este chubasco todo estaba tan desnudo de vegetación
como un camino carretero.
Por la tarde el capitán Fitz Roy y yo comimos en
casa de Mr. Edwards, inglés establecido en Coquim-
bo, conocido de cuantos han visitado la ciudad, por
sus generosos sentimientos hospitalarios; y mientras
estábamos a la mesa vino un súbito temblor de tierra.
(1) Se refiere aquí el autor a la profanación y robo de tem-
plos, saqueo de poblaciones y violencias de todo género come-
tidas en las Américas españolas desde los tiempos de Drake por
sucesores de éste. — N. del T.
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
127
Oí el ruido precursor; pero con los gritos de las seño-
ras, el correr de la servidumbre y el precipitarse de
varios caballeros a la puerta, no pude distinguir el
movimiento. Algunas de las mujeres lloraban de terror
poco después, y un señor aseguró que no podría dor-
mirse en toda la noche, y que en caso de hacerlo so-
ñaría con el derrumbamiento de las casas. El padre
de esta persona había perdido todo lo que poseía en
Talcahuano, y él mismo estuvo a punto de que le
aplastara un techo de Valparaíso en 1822. Citó una
coincidencia curiosa que entonces ocurrió: estaba ju-
gando a la baraja, cuando un alemán, que era de la
partida, se levantó, diciendo que jamás se sentaría en
estos países en ningún cuarto con la puerta cerrada,
pues por haberlo hecho así había corrido peligro de
morir en Copiapó. Fué, por tanto, a abrir la puerta, y
no bien lo hubo ejecutado, cuando exclamó: «¡Ya vuel-
ve el temblori», y comenzó el famoso terremoto. Todo
el grupo escapó. En los terremotos el peligro no está
en el tiempo que se pierde en abrir la puerta, sino en
la probabilidad de que ésta quede atrancada por el
desplazamiento de las paredes.
No hay palabras para ponderar el miedo que los
naturales y extranjeros establecidos en el país desde
algún tiempo experimentan al sobrevenir los terremo-
tos. Y esto, aun tratándose de personas graves habi-
tuadas a dominarse. Creo, sin embargo, que tal exce-
so de pánico debe atribuirse en parte a la falta de
costumbre de reprimir el terror, por no ser vergon-
zoso el manifestarlo en esas ocasiones. El hecho es
que a los naturales no les agrada ver una persona in-
diferente. Me contaron que dos ingleses estaban dur-
miendo al aire libre durante una sacudida bastante
fuerte, y comprendiendo que no había peligro, siguie-
ron tumbados. Las personas del país que los vieron
exclamaron indignadas: «¡Mira esos herejes! ¡Ni si-
quiera se levantan!»
128
darwin: vjajs del «bcagle»
CAP.
Dos días invertí en examinar las terrazas de casqui-
jo escalonadas, que el capitán B. Hall notó por pri-
mera vez, y que, según Mr. Lyell, han sido formadas
por el mar durante la elevación gradual de la tierra.
A no dudarlo, ésta es la verdadera explicación, por-
que hallé en ellas numerosas conchas de especies exis-
tentes. Hay cinco terrazas estrechas, suavemente in-
clinadas, en forma de franjas, que se levantan una tras
otra, y están formadas de casquijo en las partes mejor
desenvueltas; hállanse frente a la bahía y recorren am-
bos lados del valle. En Huasco, al norte de Coquimbo,
el fenómeno se despliega en mucha mayor escala, en
términos de llamar la atención de los mismos natura-
les. Estas terrazas son aquí mucho más anchas, y pue-
de llamárselas llanuras,** en algunas partes se cuentan
seis, pero de ordinario sólo cinco, y suben por el valle
arriba hasta la distancia de 37 millas a partir de la cos-
ta. Todas se parecen mucho a las del valle de Santa
Cruz, y fuera de tener menores proporciones, las gran-
des del último punto corren todo a lo largo de la línea
costera de Patagonia. Seguramente deben su origen
al trabajo de denudación del mar, durante largos pe-
ríodos de descanso en las elevaciones graduales del
continente.
Vense conchas de las muchas especies existentes, no
sólo en la superficie de las terrazas de Coquimbo (a la
altura de 75 metros), sino también encastradas en una
roca calcárea friable, que en algunos sitios tiene entre
20 y 30 pies de espesor, aunque es poco extensa.
Estos estratos modernos descansan en una antigua
formación terciaria que contiene conchas, al parecer
todas extintas. A pesar de haber examinado tantos
centenares de millas de costa de este continente, así
en el lado del Atlántico como en el del Pacífico, no
he hallado estratos regulares que contuvieran conchas
de especies recientes, excepto en este lugar y en unos
cuantos puntos al Norte, siguiendo el camino de Huas-
XVI CHILE SEPTENTRÍON’AL Y PERÚ 129
co. He aquí un hecho que me parece notabilísimo
porque la explicación g-eneralmente dada por los geó-
log-os sobre la ausencia de depósitos fosilíferos estra-
tificados de un cierto período en cualquier región — es
a saber, que las superficies donde tal ocurre eran a la
sazón tierra seca — no es aplicable al caso presente,
porque no nos consta, por las conchas diseminadas en
el exterior y encastradas en arena suelta o tierra ve-
getal, que las dos costas de Sudamérica, en millares
de millas, hayan estado sumergidas recientemente. La
explicación ha de buscarse, sin duda, en el hecho de
haberse ido elevando lentamente y por largo tiempo
toda la parte meridional del continente; de manera
que todos los materiales depositados a lo largo de la
playa en agua somera deben haber sobresalido muy
pronto de ésta, quedando expuestos al desgaste del
oleaje. Ahora bien; sabido es que sólo en aguas rela-
tivamente superficiales pueden desarrollarse la mayor
parte de los seres orgánicos marinos, y en tales aguas
es evidentemente imposible que se acumulen estratos
de gran espesor. Para patentizar el gran poder de des-
gaste del oleaje nos basta señalar los enormes farallo-
nes que hay a lo largo de la costa actual de Patagonia,
y las escarpas de otros antiguos acantilados a diferen-
tes niveles, uno tras otro, en esa misma línea de costa.
La antigua formación terciaria infrayacente de Co-
quimbo parece ser casi de la misma edad que los va-
rios depósitos existentes en la costa de Chile (de los
que el de Navidad es el principal) y que la gran for-
mación de Patagonia. Tanto en Navidad como en Pa-
tagonia hay pruebas de que, con posterioridad a la
época en que vivían las conchas allí sepultas (cuya lis-
ta ha dado el profesor E. Forbes), ha tenido lugar una
sumersión de varios centenares de pies, así como una
emersión subsiguiente (1). Puede preguntarse, sin
(1) En la costa de Chile, y descansando sobre los estratos me-
Darwtn: Viaje.— T. II. 9
130
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
duda, cómo es que, a pesar de no haberse conservado
en ninguno de los dos lados del continente extensos
depósitos fosilíferos del período reciente, ni de otro
período alguno intermedio entre él y la antigua época
terciaria, sin embargo, en esta antigua época terciaria
se ha depositado y conservado materia con restos fó-
siles en diferentes puntos de las líneas norte y sur, en
un espacio de 1.100 millas sobre las costas del Pací-
fico, y de 1.350 lo menos sobre las del Atlántico, y en
una línea este-oeste de 700 millas ai través de la par-
te más ancha del continente. Creo que la explicación
no es difícil, y que tal vez es aplicable a hechos casi
análogos observados en otras partes del mundo. Con-
siderando el enorme poder de denudación que posee
el mar, según demuestran hechos innumerables, no es
probable que un depósito sedimentario, al ser elevado,
pudiera pasar por los trastornos y confusión reinantes
en la playa, en términos de conservarse en masas ca-
paces de durar hasta un período distante, sin que en
un principio tuviera gran extensión y profundidad;
ahora bien: es imposible que en un fondo de mode-
rada profundidad, único favorable a la mayor parte de
los seres vivientes del mar, pudiera extenderse una
capa amplia y espesa de sedimento, sin que ese fondo
se deprimiera para recibir leis capas sucesivas. Esto es
lo que parece haberse realizado de hecho casi en el
mismo período en la Patagonia meridional y Chile, no
tamórficos del litoral, existen estos depósitos terciarios (hoy lla-
mados acógenos) a que Darwin alude. Después de Darwin y de
A. d’Orbigny, los geólogos Steinmann y Moricke (W.) han distin-
guido dos niveles: uno inferior (capas de Navidad), cuya fauna ofre-
ce afinidades atlánticas y aun mediterráneas, y otro inferior (ca-
pas de Coquimbo), en las que su fauna es decididamente pacifica,
con conchas emparentadas con las actualmente vivientes en el li-
toral pacifico de la América del Sur. Con posterioridad se reco-
nocen en estas costas varías playas levantadas en diferentes nive-
les . — Nota de la edic. española.
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
131
obstante hallarse estos lugares separados por un miliar
de millas. De ahí que si los movimientos prolongados
de sumersión, aproximadamente contemporánea, son
generalmente de amplia extensión, como estoy muy
inclinado a creer, por el examen que he hecho de los
arrecifes de coral de los grandes océanos — o si, limi-
tando nuestras consideraciones a Sudamérica, los mo-
vimientos de sumersión han sido coextensivos con los
de elevación, mediante los que, dentro del mismo pe-
ríodo de conchas existentes, se han elevado las costas
del Perú, Chile, Tierra del Fuego, Patagonia y la Pla-
ta — , entonces podemos comprender que, al mismo
tiempo y en puntos muy distantes, las circunstancias
hubieran sido favorables a la formación de depósitos
fosilíferos de gran extensión y considerable espesor;
y tales depósitos, consiguientemente, hubieran tenido
grandes probabilidades de resistir a los desgastes y
desgarramientos de las excesivas líneas de costa y de
durar hasta una época remota en lo futuro.
21 de mayo . — Salí con D. José Eduardo para la
mina de plata de Arqueros, y desde allí seguí por el
valle de Coquimbo arriba. Después de pasar por un
país montañoso, llegamos al anochecer a las minas,
que pertenecen a Mr. Edwards. Aquí he disfrutado de
un sueño delicioso, por una razón que no en todas
partes se comprenderá bien, a saber: ¡la ausencia de
chinches! Las habitaciones en Coquimbo están plaga-
das de ellas; pero aquí no se conocen, aunque sólo
estamos a la altura de 900 a 1.200 metros; la causa de
ello difícilmente puede ser la escasa diferencia de
temperatura; de modo que alguna otra circunstancia
debe concurrir a la desaparición de tan enojosos insec-
tos en este sitio. Las minas se hallan ahora en mal es-
tado, aunque en otro tiempo produjeron cerca de
2.000 libras en peso de plata anualmente. Se ha dicho
que «una persona con una mina de cobre ganará;
132
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
con una de plata puede ganar, pero con una de oro
está segura de perder.» Esto no es verdad: todas las
grandes fortunas chilenas se han hecho con minas de
los metales más preciosos. No hace mucho que re-
gresó de Copiapó a Inglaterra un médico inglés lle-
vándose consigo los beneficios de una mina de plata,
que ascendían a unas 24.000 libras esterlinas. Induda-
blemente, una mina de cobre explotada con inteligen-
cia es un negocio seguro, mientras que las otras son
un juego de azar o, si se prefiere así, un billete de la
lotería. Los propietarios pierden importantes cantida-
des de rico mineral por no tomar precauciones contra
los robos. Me contaron que un señor había apostado
con otros a que uno de sus obreros le robaba estando
él mismo presente. Después de sacar el mineral se le
parte en pedazos, y los trozos inútiles se arrojan a un
lado. Una pareja de mineros que estaban ocupados
en esta operación tomaron, como por casualidad, dos
fragmentos del 'mismo montón, y dijeron en tono de
broma: «Veamos cuál de ellos rueda a mayor distan-
cia.» El amo, que estaba cerca, apostó un puro con su
amigo, poniendo por uno de los trozos. Valiéndose
de este artificio, el minero se fijó bien en el punto de
la escombrera donde se hallaba la piedra. Por la tarde
la recogió y se la llevó a su amo, para mostrarle la
gran cantidad de mineral de plata que contenía, y le
dijo: «Esta es la piedra que le hizo ganar a usted un
puro por haber ido más lejos que la otra.»
23 de mayo . — Bajamos al fértil valle de Coquimbo,
y le seguimos hasta llegar a una hacienda propiedad
de un pariente de D. José, en cuya casa estuve el día
siguiente. Luego hice una jornada a caballo más allá,
para ver unas conchas y alubias petrificadas de que
hablaban, y que al fin resultaron ser guijarrillos de
cuarzo. Pasamos por varias aldehuelas, aí través de
hermosos cultivos y de un paisaie grandioso. Aquí es.
XVI
CHILE SEPTENTRIONAI. Y PERÚ
133
tábamos cerca de la Cordillera principal, y las monta-
ñas vecinas eran elevadas. En todas las reg-iones del
norte de Chile los frutales producen más, cuando cre-
cen a considerable altura cerca de los Andes, que en
las comarcas más bajas del país. Los higos y uvas de
esta parte gozan fama de ser excelentes y se cultivan
en grandes extensiones. Este valle es quizá el más
feraz del norte de Quillota; creo que contiene una po-
blación de 25.000 habitantes, incluyendo la de Co-
quimbo. Ai día siguiente regresé a la hacienda, y des-
de allí, con D. José, a Coquimbo.
2 de junio . — Salimos para el valle de Huasco, si-
guiendo el camino de la costa, que estaba considera-
do como menos desierto que el otro. El primer día de
camino a caballo nos llevó a una casa solitaria llama-
da Yerba Buena, donde había pasto para nuestros ca-
ballos. La lluvia, que, según he referido, cayó hace
quince días, no llegó mas que a medio camino de
Huasco; de modo que el débil verdor del campo fué
desapareciendo durante las primeras partes de nues-
tra jornada hasta desvanecerse del todo. Aun en los
sitios donde era más vivo, apenas bastaba para hacer
recordar el fresco césped y las flores primaverales de
otros países. Viajando por estos desiertos se siente
uno como prisionero en un sombrío recinto, ansiando
ver algo verde y aspirar una atmósfera húmeda.
3 de junio . — De Yerba Buena a Carrizal. Durante
la primera parte del día cruzamos un desierto forma-
do por rocas y montañas, y después una larga hondo-
nada arenosa, sembrada de conchas marinas rotas.
Había muy poca agua, y ésta algo salada; todo el país
de la costa de la Cordillera es un verdadero desierto
inhabitado. Vi rastros sólo de un animal viviente que
debía abundar mucho, a saber: las conchas de un
BulimuSy que formaban montones en los sitios más
134
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
secos. En primavera, una humilde plantita echa aigu*
ñas hojas, y de ellas se alimentan los caracoles. Como
se los ve muy de madrugada, cuando la tierra está
ligeramente empapada de humedad, los guasos creen
que los produce la planta mencionada. En otros luga-
res he observado que las regiones extremadamente
secas y estériles, donde el Suelo es calcáreo, favore-
cen en gran manera el desarrollo de conchas terres-
tres. En Carrizal había algunas quintanas, poca agua,
que era salobre, y escasos indicios de cultivo; pero
nos costó trabajo adquirir un poco de grano y paja
para los caballos.
4 de junio . — De Carrizal a Sauce. Proseguimos ca-
minando por llanos desiertos, usufructuados por nu-
merosos rebaños de guanacos. También cruzamos el
valle del Chañeral, que, no obstante ser el más fértil
entre Huasco y Coquimbo, es muy angosto y produce
tan poco pasto, que no pudimos comprar nada para las
cabalgaduras. En Sauce hallamos un señor anciano
muy cortés, superintendente de una fundición de co-
bre. Como favor especial me permitió comprar, a gran
precio, un brazado de paja sucia, único alimento que
ios pobres caballos tuvieron de cena aquella noche,
después de un largo día de viaje. Pocos hornos de fun-
dición trabajan ahora en ninguna parte de Chile; se
ha creído más provechoso, a causa de la extremada
escasez de leña y de ser tan imperfecto el procedi-
miento chileno de reducción, embarcar el mineral
para Swansea. Al día siguiente cruzamos algunas mon-
tañas en dirección a Freirina, en el valle de Huasco.
A cada jornada que hacíamos hacia el Norte la vege-
tación disminuía más y más, y aun el gran cactus cirio
se hallaba reemplazado aquí por una especie diferen-
te y mucho más pequeña. Durante los meses de invier-
no, tanto en el norte de Chile como en el Perú, se ve
suspendido sobre el Pacífico un banco de nubes reía-
XV!
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
135
tívamente bajas. Desde las montañas pudimos gozar
de una magnífica vista de este blanco y brillante cam-
po aéreo, que se ramifica por los valles arriba, “dejan-
do islas y promontorios como lo hace el mar en el ar-
chipiélago Chonos y en Tierra del Fuego.
Estuvimos dos días en Freirina. En el valle de Huas-
co hay cuatro ciudades pequeñas. A la entrada se
halla el puerto, lugar enteramente desierto y sin agua
en las cercanías inmediatas. Cinco leguas más arri-
ba se levanta la Freirina, aldea de trazado irregular,
con blancas casas encaladas. Diez ¡leguas más allá
está situado Ballenar, y sobre éste, Huasco Alto, aldea
hortícola, famosa por sus frutos secos. En un día claro
la vista del valle es hermosísima, y se prolonga subien-
do hasta la nevada Cordillera, que aparece en la re-
mota lejanía, mientras por ambos lados se cruzan una
infinidad de sierras fundiéndose en una misteriosa
bruma. La parte primera es notable por el gran núme-
ro de terrazas paralelas, y la zona intermedia del valle
verde, con sus sauces enanos, contrasta de un modo
particular, por ambos lados, con las montañas peladas.
El territorio de los alrededores era un yermo muerto,
y con facilidad se comprenderá sabiendo que en los
últimos trece meses no había caído una mala llovizna.
Los habitantes de la región oían hablar con la mayor
envidia de la lluvia de Coquimbo; sin embargo, el as-
pecto del cielo les auguraba una fortuna igual, que
vieron realizada quince días después. Por entonces es-
tuve en Copiapó, y allí la gente hablaba con la misma
envidia de la abundante lluvia de Huasco. Después de
dos o tres años secos (acaso con un solo chubasco en
todo ese tiempo) sigue de ordinario un año lluvioso,
y éste resulta más perjudicial aún que la sequía. Los
ríos salen de madre y cubren de grava y arena las
estrechas fajas de tierra, únicas que son aptas para
el cultivo. Las avenidas causan, además, averías en
las presas de riego. Los estragos causados por una
136
DAR WIN ; VIAJE DEL «BEAGLE»
CAP.
de estas devastaciones fueron enormes tres años
antes.
8 de junio . — Cabalgamos hacia Bailenar, nombre
derivado de Ballenagh, lugar de Irlanda, cuna de la
familia de los O’Higgins, que en tiempo del dominio
español fueron presidentes y generales en Chile. Como
las montañas rocosas se hallaban ocultas por bancos
de nubes, los llanos en terraza daban al valle un aspec-
to parecido al de Santa Cruz, en Patagonia. Después
de pasar un día en Bailenar, partí el 10 para el alto
valle de Copiapó. Cabalgamos todo el día por un te-
rreno desprovisto de interés. Estoy cansado de repe-
tir los epítetos yermo y estéril. Sin embargo, estas pa-
labras, en el uso común, sólo tienen un valor relativo;
las he aplicado siempre a las llanuras de Patagonia,
que producen únicamente arbustos espinosos y algu-
nos matojos de hierba, lo cual es una verdadera ferti-
lidad, comparada con la desnudez del norte de Chile.
Pero también aquí hay pocas extensiones de 200 me-
tros cuadrados donde no se halle algún pequeño ar-
busto, cactus o liquen, si se mira con cuidado, y en el
suelo duermen las semillas, prontas a brotar en el pri-
mer invierno lluvioso. En el Perú hay verdaderos de-
siertos en grandes porciones del país. Por la tarde
llegamos a un valle en el que se veía alguna humedad
en el cauce de un arroyuelo; le seguimos, y llegamos
a un sitio donde había agua. aceptable. Durante la no-
che, como la corriente no se evapora ni absorbe con
tanta rapidez, recorre un trayecto mucho mayor que
por el día. Abundan los palos secos para hacer fuego,
de modo que era un excelente sitio para vivaquear;
pero para los pobres animales no hubo un solo boca-
do que comer.
n de junio . — Cabalgamos sin detenernos por espa-
cio de doce horas, hasta que llegamos a un antiguo
XVi CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 137
horno de fundición, donde había agua y leña; pero
nuestros caballos tampoco tuvieron nada que comer,
permaneciendo encerrados en un viejo corral. El ca-
mino era montuoso, y el paisaje que desde él se des-
cubría era interesante por los variados colores de las
montañas desnudas. Casi daba lástima ver brillar cons-
tantemente el sol sobre una comarca tan inútil: un
cielo tan puro y brillante debería cobijar campos de
cultivo y hermosos jardines. Al siguiente día llegamos
al valle de Copiapó. Muy de veras me alegré de ello,
porque durante el día entero no había dejado de sen-
tir viva inquietud, siendo insoportable el oír a nues-
tros caballos roer los postes a que estaban atados,
mientras tomábamos la cena, y no tener medios de
calmarles el hambre. Sin embargo, según todas las
apariencias, los anímales conservaban su vigor, y na-
die hubiera dicho que llevaban cuarenta y ocho horas
y pico sin probar bocado.
Tenía una carta de recomendación para Mr. Bin-
gley, quien me recibió con todo género de atencio-
nes en la hacienda de Potrero Seco. Esta posesión
tiene de 20 a 30 millas de largo, pero es muy estrecha,
pues generalmente sólo alcanza dos zonas cultivables,
una a cada lado del río. En ciertas partes la finca ca-
rece de anchura, es decir, no hay terreno de regadío,
y, por tanto, no vale nada, como sucede con el pétreo
desierto de los alrededores. La escasez de tierra culti-
vada en toda la línea del valle no depende tanto de
las desigualdades de nivel y consiguiente inadaptación
al riego, cuanto del menguado surtido de agua. El río
iba este año notablemente crecido; desde este sitio,
subiendo valle arriba, el agua les llega a los caballos
al vientre, con una anchura aproximada de 15 metros
y una corriente rápida; más abajo disminuye gradual-
mente, y de ordinario llega a secarse, como ocurrió
durante un período de treinta años, en que no llevó
al mar ni siquiera una gota. Los habitantes observan
138
darwín: viaje del «beagle»
CAP,
con gran interés las tempestades de la Cordillera, por
lo mismo que una buena nevada los provee de agua
para el año siguiente. Esto es de importancia inmen-
samente mayor que la lluvia en las regiones más bajas.
La última, siempre que viene (que suele ser una vez o
dos cada dos o tres años) produce grandes beneficios,
porque merced a ella el ganado vacuno y mular pue-
de, por algún tiempo después, hallar algún pasto en
las montañas. Pero si falta la nieve en los Andes, la
desolación se extiende por todo el valle. Hay en la lo-
calidad memoria de que en tres diversas ocasiones
casi todos los habitantes se vieron obligados a emi-
grar al Sur. Este año ha habido agua en abundancia,
y todo el mundo regó sus campos cuanto quiso; pero
a menudo ha sido necesario apostar soldados en las
esclusas, para que cada finca o posesión tomara sólo
la cantidad de agua que le estaba asignada durante
determinadas horas de la semana. Se dice que el valle
contiene una población de 12.000 almas; pero la pro-
ducción no es suficiente mas que para tres meses del
año, necesitándose completar el surtido con los víve-
res de Valparaíso y del Sur. Antes de descubrirse las
famosas minas de plata de Chanuncillo, Copiapó se
hallaba en rápida decadencia; pero al presente goza
de prosperidad, y la ciudad, que fué derruida por un
terremoto, ha sido reedificada.
El valle de Copiapó, que forma una mera cinta de
verdor en un desierto, corre en dirección muy orien-
tada al Sur; de modo que alcanza una gran longitud
hasta su nacimiento, en la Cordillera. Los valles de
Huasco y Copiapó pueden considerarse ambos como
largas islas estrechas separadas del resto de Chile por
desiertos de roca, en vez de estarlo por extensiones
de agua salada. Al norte de éstos hay otro valle muy
miserable, llamado Paposo, que contíehe unas 200 al-
mas, y luego se extiende el verdadero desierto de
Atacama, barrera mucho peor que el más turbulento
zvr CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 139
océano. Después de permanecer unos días en Potrero
Seco proseguí mi viaje valle arriba hasta la casa de don
Benito Cruz, para quien tenía una carta de recomen-
dación. Le hallé sobremanera hospitalario; realmente
es imposible hallar frases bastante expresivas para
agradecer las bondades que suelen dispensarse a los
viajeros en todas las partes de Sudamérica. Al día si-
guiente alquilé algunas muías que me llevaron a la ba-
rranca de Jolquera, en la Cordillera central. La segun-
da noche el tiempo pareció anunciar una tormenta de
nieve o lluvia, y mientras descansábamos en las camas
preparadas en el suelo, sentimos un pequeño temblor
de tierra.
La conexión entre los terremotos y el estado del
tiempo ha sido discutida muchas veces; paréceme un
punto de gran interés, que se halla muy poco diluci-
dado. Humboldt ha observado en una parte de la Na-
rración personal (1) que sería difícil para todo el que
haya residido largo tiempo en Nueva Andalucía (2) o
en el bajo Perú negar que exista alguna relación entre
estos fenómenos; en otros pasajes, sin embargo, pare-
ce tener por imaginaria dicha relación. En Guayaquil
se dice que una tormenta en la estación seca va inva-
riablemente seguida por un terremoto. En el norte de
Chile, a causa de la infrecuencia extrema de las llu-
vias, y hasta del tiempo que las anuncie, la probabili-
dad de coincidencias accidentales es muy pequeña; a
(1) Vol. IV, pág. 11, y vol. II, pág. 217. En cuanto a las obser-
vaciones de Guayaquil, véase el Journal de Silliman, vol. XXIV,
pág. 384. Por lo que se refiere a Tacna.lo dicho por Mr. Hamilton,
Transactions of British Association, 1840. Respecto del Cosegui-
nq, a Mr. Calcleugh, en Phil. Trans., 1835. En la primera edi-
ción de esta obra recogí varias referencias acerca de las coinci-
dencias entre los descensos bruscos del barómetro y los terremo-
tos, y entre terremotos y meteoros.
(2) Denominación que llevaron antiguamente las provincias
de Cumaná y Guayana. — N. del T.
140
darwín: viaje del «beaqle»
CAP.
pesar de ello, los habitantes están firmísimamente con-
vencidos de que existe conexión entre el estado de la
atmósfera y el temblor de la tierra. Me sorprendió
mucho el que, al referir a algunas personas de Copia-
pó que había habido una brusca sacudida sísmica en
Coquimbo, exclamaron inmediatamente: «¡Magnífico!
Este año habrá pasto en abundancia.» A juicio suyo,
un terremoto anunciaba la lluvia tan seguramente
como ésta predecía abundante hierba. Realmente, el
chubasco que he descrito en páginas anteriores, y que
hizo brotar una ligera capa de hierba menuda y fina,
ocurrió en el mismo día del terremoto. En otras oca-
siones la lluvia ha seguido a los terremotos en aquel
período del año en que es un fenómeno más extraor-
dinario que el terremoto mismo: tal ocurrió después
del temblor de noviembre de 1822, y otra vez, en 1829,
en Valparaíso; también después del de septiembre
de 1833 en Tacna. Es necesario estar algo habituado al
clima de estos países para comprender la suma impro-
babilidad de que llueva en ciertas estaciones, a no ser
como consecuencia de alguna ley sin la menor rela-
ción con el curso ordinario del tiempo. En los casos
de las grandes erupciones volcánicas como la del Co-
seguina, en que cayeron lluvias torrenciales en una
época del año enteramente impropia y «sin preceden-
tes casi en la América Central», podría explicar el fe-
nómeno por la perturbación atmosférica que forzosa-
mente han de causar las grandes cantidades de vapor
y nubes de cenizas. Humboldt extiende este modo de
ver a los terremotos no acompañados de erupciones;
pero difícilmente concibo la posibilidad de que las
pequeñas cantidades de fluidos aeriformes salidos de
las hendeduras de la tierra originen tan notables efec-
tos. Así, pues, parece estar bastante fundada la opi-
nión expuesta primeramente por Mr. P. Scrope, según
la cual cuando hay una gran baja barométrica y puede
esperarse que llueva, la menor presión de la atmósfe-
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
141
ra en una amplia extensión permitiría determinar el
día preciso en que la corteza terrestre, distendida ya
en sumo grado por las fuerzas subterráneas, cediera,
se rajara, y, en consecuencia, temblara. Sin embargo,
es dudoso que esta hipótesis explique cumplidamente
las lluvias torrenciales que caen en la estación seca
durante varios días, después de un terremoto no
acompañado de erupción; tales casos parecen indicar
alguna conexión más íntima entre las regiones atmos-
féricas y subterráneas.
Como hallábamos escaso interés en esta parte de la
barranca, regresamos a la casa de D. Benito, donde
estuve dos días recogiendo conchas y madera fósiles*
Abundaban en número extraordinario los grande®
troncos de árboles convertidos en sílice, empotrado
en un conglomerado. Medí uno que tenía 15 pies de
circunferencia. ¡Cuán admirable es que cáda uno de
los átomos de la materia leñosa de este gran cilindro
hayan sido desplazados y reemplazados por sílex con
perfección tanta, que se conservan vasos y poros! Estos
árboles florecieron aproximadamente en el período
cretáceo inferior de Europa, y todos ellos pertenecían
a la tribu de los abetos. Era divertido oír a la gente
del país discutir la naturaleza de las conchas fósiles
por mí recogidas casi en los mismos términos usados
hace un siglo en Europa, esto es, «si eran o no pie-
dras talladas así por la Naturaleza». Mi examen geoló-
gico del país extrañó bastante a los chilenos en gene-
ral, que no podían convencerse de que no anduviera
en busca de minas. Esto me ocasionó frecuentes mo-
lestias. Para hacerles comprender el objeto de mis ex-
ploraciones, me pareció lo más fácil preguntarles cómo
es que no se interesaban por estudiar los volcanes y
terremotos por qué unos manantiales eran calientes y
otros fríos; por qué había tantas montañas en Chile
y ninguna en La Plata. Estas sencillas preguntas satis-
ficieron e impusieron silencio al mayor número; pero
142
DARWm: VIAJE DEL «BEAQLE»
CAP.
no faltaron algunos (como los pocos que en Ingla-
terra viven atrasados un siglo) que califícaron todas
mis pesquisas de inútiles e impías, pues, a su jui-
cio, bastaba saber que Dios había hecho asi las mon-
tañas.
Recientemente se había publicado una orden man-
dando matar a todos los perros vagabundos, y vimos
a muchos muertos en el camino. Habían rabiado gran
número de ellos poco antes, y varios hombres habían
sido mordidos y muerto en consecuencia. La hidro-
fobia se ha presentado en este valle en varias ocasio-
nes. Es notable que tan extraña y terrible enfermedad
aparezca de tiempo en tiempo en un mismo sitio ais-
lado. Se ha observado que ciertas aldeas de Inglaterra
se hallan, análogamente, más sujetas que otras a esta
plaga. El Dr. Unanúe afirma que la hidrofobia se co-
noció por vez primera en Sudamérica en 1803; este
aserto se halla corroborado por Azara y Ulloa, que en
su tiempo nunca oyeron hablar de tal enfermedad. El
mismo doctor añade que se manifestó por vez primera
en la América Central, y desde allí se propagó poco
a poco hacia el Sur, Llegó a Arequipa en 1807, y, se-
gún se dice, la enfermedad atacó a algunas personas
que no habían sido mordidas, como Ies ocurrió a unos
negros por haber comido carne de un toro muerto de
hidrofobia. En lea el número de víctimas se elevó
a 42. La enfermedad se presentó entre los doce y no-
venta días después de la mordedura, y en todos los
casos se siguió invariablemente la muerte a los cinco
días. Después de 1808 siguió un largo período en que
no se tuvo noticia de ningún atacado. Habiendo hecho
indagaciones en Tasmania y Australia, averigüé que
allí no se conocía tal enfermedad; y Burchell dice que
durante los cinco años que estuvo en el cabo de Bue-
na Esperanza nunca oyó hablar de caso alguno, Webs-
ter asegura que en las Azores no se ha presentado
nunca esa infección, y lo propio se dice con respecto
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
143
^VI
a las islas Mauricio y Santa Elena (1). En lo tocante a
tan extraña enfermedad, quizá pudiera recogerse una
información útil considerando las circunstancias en
que se presenta en climas distantes, porque es impro-
bable que se haya llevado a ellos un perro ya mordido
y contaminado.
Por la noche llegó un desconocido a la casa de don
Benito, y pidió permiso para dormir allí. Contó que
llevaba diez y siete días dando vueltas por las mon-
tañas a causa de haberse extraviado. Había salido de
Huasco, y estando acostumbrado a viajar por la Cor-
dillera, creyó no encontrar dificultad en seguir la ruta
de Copiapó; pero no tardó en verse envuelto en un
laberinto de montañas, del que no pudo salir. Algunas
de sus muías se habían despeñado en los precipicios,
y él mismo se había hallado en trances apuradísimos.
Lo que más le atormentó fué no saber dónde hallar
agua en las hondonadas; de modo que le fué preciso
seguir bordeando las sierras centrales.
Regresamos valle abajo, y el 22 llegamos a la ciu-
dad de Copiapó. La parte inferior del valle es ancha
y forma una hermosa llanura, como la de Quillota. La
ciudad ocupa un considerable' espacio de terreno,
pues cada casa tiene un huerto; pero es un sitio incó-
modo y las viviendas están mal provistas de muebles.
Todo el mundo parece preocuparse únicamente de
hacer dinero para emigrar después lo antes posible.
Los habitantes, sin excepción, se hallan, directa o in-
directamente, interesados en minas, y no se habla de
otra cosa que de ellas y de minerales. Los víveres, de
todas clases, se venden carísimos, porque la ciudad
(1) Observaciones sobre el clima de Lima, pág. 67; Viajes de
Azara, vol. I, pág. 381; Viaje de Ulloa, vol. II, pág. 28; Viajes
de Burchell, vol. 11, pág. 524; Description ofthe Azores, de Webs-
TER, pág. 124; Voyage a l’Isle de France, par un Officier du Roi,
tomo I, pág. 248; Description of Sí. Helena, pág. 123.
144
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
dista del puerto 18 leg-uas y ios carros del país ilevan
altos precios por ios transportes. Un pollo cuesta cin-
co o seis chelines; la carne es casi tan cara como en
Inglaterra; la leña, o más bien los palos, se llevan en
borricos desde una distancia de dos y tres días de ca-
mino al interior de la Cordillera, y el pienso de las
caballerías cuesta un chelín diario; todo esto, para
Sudamérica es prodigiosamente exorbitante.
26 de junio . — Alquilé un guía y ocho muías, que me
llevaran a la Cordillera en una dirección diferente de
la de mi última excursión. Como el país estaba ente-
ramente inhabitado y el terreno era yermo, llevé carga
y media de cebada mezclada con paja. A cosa de dos
leguas más arriba de la ciudad, un ancho valle, llama-
do el «Despoblado», arranca del que nosotros ha-
bíamos seguido. Aunque es un valle de grandísimas
dimensiones, que conduce a un paso por la Cordillera,
está completamente seco, exceptuando tal vez unos
cuantos días en los inviernos muy lluviosos. Las pen-
dientes de las montañas apenas estaban cruzadas por
barrancos, y el fondo del valle principal, lleno de cas-
cajo, presentaba una superficie alisada y rasa, casi ho-
rizontal. Por este lecho de grava jamás debió de co-
rrer ningún torrente considerable, porque de otro
modo se hubiera formado un cauce encajado, como
en todos los valles meridionales. Apenas me cabe
duda de que este valle, como los mencionados por
los que han viajado por el Perú, fué dejado en la for-
ma que ahora le vemos por las olas del mar, en tanto
la tierra se elevaba lentamente. En un sitio donde
el despoblado se unía con una barranca (que en cual-
quiera otra cadena se hubiera llamado un gran valle),
observé que su lecho, aunque compuesto sólo de are-
na y lavas, era más alto que el de su tributario. Un
mero riachuelo, en el período de una hora hubiera
abierto un canal; pero saltaba a la vista que habían
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
145
pasado largas edades sin que el tal riachuelo hubiera
corrido por allí. Era curioso contemplar la mecánica,
si cabe esta expresión, del drenaje, perfectísima en
todos sus pormenores, pero sin el menor indicio de
haber funcionado. Apenas habrá quien no haya obser-
vado que ios bancos de cieno dejados por las mareas
al retirarse imitan en miniatura un país con sus colinas
y cañadas, y aquí tenemos el modelo original en rocas,
formado al paso que el continente se elevaba durante
la retirada secular del océano, en lugar de verificarse
entre el flujo y reflujo de las mareas. Si en los bancos
de cieno, después de secos, cae un chubasco, se ahon-
dan las líneas poco profundas de excavación anterior-
mente formadas, y lo mismo pasa con las lluvias caídas
por espacio de siglos sobre los bancos de roca y el
suelo que llamamos un continente.
Seguimos caminando hasta después de obscurecer,
en que llegamos a una barranca lateral, con un pe-
queño pozo, llamado «Agua Amarga». Realmente, el
agua merecía este nombre, porque además de salina
y pútrida tenía un amargor repugnante; de modo que
nos fué imposible bebería ni siquiera en infusiones de
te o mate. Calculo que la distancia desde el río de
Copiapó a este sitio era al menos de 25 a 30 millas
inglesas, y en todo el trayecto no había ni una sola
gota de agua, mereciendo el país el nombre de de-
sierto, en el sentido más estricto. En este desierto,
casi a medio camino, pasamos por algunas antiguas
ruinas indias cerca de Punta Gorda. También advertí
en algunos de los valles que parten del Despoblado
que había dos montones de piedras un poco apartados
y dirigidos como si señalaran las bocas de estos va-
llecitos. Mis compañeros no supieron decirme nada
sobre ellos, y a mis preguntas contestaron con su im-
perturbable «¿quién sabe?»
Observé esas ruinas indias en varias partes de la
Cordillera, siendo las más perfectas de todas las de
Darwin: Viaje.— T. II.
10
146
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
Tambillos, en el paso de Uspallata. Vense en ellas
conjuntos de cuartitos cuadrados agrupados en divi-
siones distintas; todavía se conservaban algunas de las
entradas, cuyo dintel era una losa de piedra, atrave-
sada a la altura de unos tres pies. Ulloa ha hecho no-
tar que las puertas de las antiguas viviendas peruanas
eran muy bajas. Estas construcciones, cuando estaban
íntegras, debieron ser capaces de contener gran nú-
mero de personas. La tradición refiere que se usaron
para sitios de descanso de los Incas cuando cruzaban
las montañas. Se han descubierto restos de casas in-
dias en muchas otras partes, donde no parece proba-
ble que se usaran con el fin antes indicado, y siempre
donde la tierra es manifiestamente impropia para toda
clase de cultivo, como sucede cerca de Tambillos o
en el Puente de los Incas o en el Paso de Portillo, en
todos los cuales vi ruinas. En la barranca de Jajuel,
cerca de Aconcagua, donde no hay paso, me dieron
noticia de restos de casas situadas a gran altura, en
una región extremadamente fría y estéril. Al principio
imaginé que esos edificios habrían sido lugares de re-
fugio, construidos por los indios al llegar por vez pri-
mera los españoles; pero posteriormente me he sen-
tido inclinado a suponer que ha debido sobrevenir un
pequeño cambio de clima.
En esta parte septentrional de Chile, dentro de la
Cordillera, se dice que las antiguas casas indias son
especialmente numerosas; cavando entre las ruinas se
hallan frecuentemente trozos de géneros de lana, ins-
trumentos hechos de metales preciosos y mazorcas de
maíz; un curioso regalo que me hicieron fué el de una
punta de flecha, de ágata, y precisamente de la misma
forma que las usadas todavía en Tierra del Fuego. Me
consta que los indios peruanos suelen habitar actual-
mente en las partes más elevadas y estériles; pero en
Copiapó me aseguraron hombres que han pasado la
vida viajando al través de los Andes que había mu-
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
147
chísimas casas a grandes alturas, cercanas a las nieves
perpetuas y en lugares donde no hay pasos ni la tierra
produce absolutamente nada, ni hay tampoco agua.
A pesar de ello, la opinión de la gente del país — si
bien no aciertan a explicarse las circunstancias apun-
tadas — es que, juzgando por el aspecto de las casas,
los indios deben de haberlas usado como residencias.
En este valle de Punta Gorda, los restos de esas edi-
ficaciones se componen de siete u ocho cuartitos cua-
drados, de forma semejante a los de Tambillos, pero
construidos principalmente de un barro cuya resisten-
cia no saben dar ai de hoy ni los habitantes de aquí
ni, según Ulloa, los del Perú. Estaban situados en el
sitio más visible e indefenso, en el fondo plano del
ancho valle. Los manantiales y las corrientes de agua
más próximas distaban de tres a cuatro leguas, y, con
todo eso, ni eran buenos ni abundantes. El suelo no
producía absolutamente nada; de modo que en vano
busqué algún liquen adherido a las rocas. Á1 presente,
contando sólo con las bestias de carga para el trans-
porte, no podría explotarse aquí con provecho una
mina, a no ser que fuera muy rica. Y, no obstante,
{los indios escogieron antiguamente este sitio para
fijar en él su residencial Si en el día de hoy cayeran
al año dos o tres chubascos, en lugar del único que
ahora cae, probablemente se formaría un arro)ruelo en
este gran valle, y entonces, por un sistema de riego
como el que en lo antiguo supieron aplicar tan bien
los indios, el suelo produciría fácilmente lo necesario
para sostener unas cuantas familias.
Tengo pruebas convincentes de que esta parte del
continente sudamericano se ha elevado cerca de la
costa, al menos, de 400 a 500 pies, y en algunas par-
tes, de 1.000 a 1.300, desde la época en que vivían
las conchas existentes, y más adentro la elevación ha
sido mayor probablemente. Como la peculiar aridez
del clima es a todas luces consecuencia de la altura
148
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
de la Cordillera, puede tenerse la seguridad casi com-
pleta de que antes de las últimas elevaciones la atmós-
fera no estuvo tan completamente desprovista de hu-
medad como ahora, y, además, habiendo sido gradual
la elevación, lo propio ha ocurrido con el cambio de
clima. En este supuesto de un cambio de clima pos-
terior a la época en que dichas construcciones estuvie-
ron habitadas, las ruinas deben de ser antiquísimas, y,
por otra parte, no creo que su conservación ofrezca
dificultad de ningún género en el clima chileno. Tam-
bién es preciso admitir en tal hipótesis (y ésta es quizá
una difícultad mayor) que el hombre ha habitado en
Sudamérica durante un período inmensamente largo;
tanto más, cuanto que todo cambio de clima causado
por la elevación del país ha debido ser extremada-
mente gradual. En Valparaíso, en los últimos doscien-
tos veinte años, el terreno se ha elevado algo menos
de 19 pies; en Lima, una playa ha subido con segu-
ridad de 80 a 90 pies en el período indio-humano;
pero tan pequeñas elevaciones hubieran modificado
en muy escasa cantidad la marcha general de las co-
rrientes atmosféricas portadoras de humedad. El doc-
tor Lund, sin embargo, halló esqueletos humanos en
las cuevas del Brasil, cuyo aspecto le indujo a creer
que la raza india ha existido en Sudamérica durante
un vasto lapso de tiempo.
Estando en Lima conversé sobre estos asuntos (1)
con Mr. Gilí, ingeniero civil, que había visto una gran
parte del interior del país. Me dijo que por su mente
(1) Temple, en sus viajes por el Alto Perú o Bolivia, hablan-
do del trayecto de Potosí a Oruro, dice: «Vi muchas aldeas o vi-
viendas indias en ruinas hasta en las cumbres mismas de las mon-
tañas, signos evidentes de haber existido una antigua población
en lugares donde ahora todo está desolado.» Análogas observa-
ciones hace en otro lugar; pero no puedo decir si esta desolación
ha sido causada por la falta de habitantes o por las condiciones
del terreno, profundamente alteradas.
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
149
había pasado muchas veces la sospecha de un cambio
de clima; pero que, a su juicio, la mayor parte del te-
rreno, incapaz ahora de cultivo y cubierto de ruinas
indias, había quedado reducido a tal estado por el
deterioro de los canales de rieg-o, construidos anti-
guamente por los indios en tan prodigiosa escala, y
que al fin se inutilizaron a causa del abandono o por
movimientos subterráneos. Conviene mencionar aquí
que los peruanos llevaron realmente sus aguas de rie-
go por túneles abiertos al través de montañas de só-
lida roca. Dicho ingeniero me dijo que había prestado
sus servicios profesionales en el examen de uno de
ellos, y vió que el paso era bajo, estrecho, tortuoso y
de anchura varia, pero de longitud muy considerable.
¿No es asombroso que hayan emprendido tales obras
hombres que no conocían el use del hierro ni el de
la pólvora de cañón? Mr. Gilí me citó también el caso
interesantísimo, y sin semejante a lo que yo sé, de una
perturbación subterránea que alteró el drenaje de una
región. Viajando de Casma a Huaraz (no muy lejos
de Lima), halló una llanura cubierta de ruinas y seña-
les de antiguo cultivo, pero no del todo estéril. Cerca
de ella se veía el cauce seco de un río considerable,
del que antiguamente se había tomado el agua para
el riego. Nada indicaba en él, al parecer, que el río
no hubiera corrido por su lecho años atrás; en unos
puntos había capas de arena y grava; en otros la roca
sólida se había desgastado, hasta formar un espacioso
canal, que en cierto sitio tenía 40 pies de ancho por
ocho de profundo. Es evidente que al seguir el cauce
de una corriente agua arriba habrá que ascender siem-
pre, con una inclinación mayor o menor, y de ahí que
Mr. Gilí quedara asombrado cuando, al caminar por
el lecho de este antiguo río, hacia su origen, hallóse
bajando de pronto por la pendiente de una cuesta
con una caída perpendicular de 40 ó 50 pies, según
su cálculo. Aquí tenemos la prueba inequívoca de un
150
darwín: viaje del «beagle»
CAP.
desnivel formado por la elevación del suelo en direc-
ción transversal al antiguo cauce de una corriente.
Desde el momento en que se realizó tal fenómeno, el
agua, necesariamente, hubo de retroceder y dar ori-
gen a un nuevo canal. Y, a partir también de ese mo-
mento, la llanura inmediata, privada de la corriente
que la fertilizaba, se convirtió en un desierto.
27 de junio . — Partimos de madrugada, y a eso del
mediodía llegamos al barranco de Paypote, donde hay
un arroyuelo con escasa vegetación y unos cuantos
algarrobos. Por haber combustible, se construyó anti-
guamente aquí un horno de fundición; al cuidado de
él hallamos a un hombre solo, cuya única ocupación
consistía en cazar guanacos. Por la noche heló inten-
samente; pero como teníamos leña en abundancia
para la hoguera que hicimos, lo pasamos tan cómoda-
mente como al amor de una buena estufa.
28 de junio . — Proseguimos ascendiendo gradual-
mente, y el valle ahora se convirtió en un barranco.
Durante el día vimos varios guanacos y huellas de otro
animal muy afín, la vicuña (1); esta última especie es
eminentemente alpina en sus hábitos; rara vez descien-
de muy por debajo del límite de las nieves perpetuas,
y, por tanto, frecuenta parajes aún más elevados y es-
tériles que los visitados por el guanaco.
Fuera de estos cuadrúpedos, sólo vimos unos cuan-
tos zorros de poco tamaño; y supongo que este ani-
mal caza ratones y otros roedores pequeños, que
mientras haya rastros de vegetación se multiplican
bastante, aun en lugares desiertos; en Patagonia, en
los mismos bordes de las salinas, donde nunca se halla
una gota de agua dulce, como no sea el rocío, estos
animalejos pululan en número incontable. Después de
(1) Véase no.ta de la págf. 236 del tomo I.
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
151
los lag-artos, los rátones parecen ser los que mejor
pueden vivir en las menores y más secas porciones
de la tierra, aun en islitas en medio de los grandes
océanos.
El paisaje sólo presentaba en todas partes desola-
ción, iluminada y hecha palpable por un cielo puro y
sin nubes. Por algún tiempo es sublime semejante pa-
norama; pero este sentimiento no puede durar, y acaba
por parecer sin interés. Vivaqueamos ai pie de la «pri-
mera línea» (1), o áea la primera divisoria de las aguas.
Las corrientes, sin embargo, en la parte oriental no
van al Atlántico, sino a una región elevada, en medio
de la cual hay una gran salina o lago salado; de esta
suerte vienen a formar un pequeño mar Caspio, a la
altura quizá de 10.000 pies. En el lugar donde dormi-
mos había algunas extensiones nevadas, pero no per-
manecen así todo el año. Los vientos en estas eleva-
das regiones obedecen a leyes muy regulares: todos
los días sopla una fresca brisa que sube del fondo de
los valles, y por la noche, una hora o dos después de
ponerse el Sol, el aire de las regiones frías superiores
desciende como por un embudo. Hoy, por varias
horas seguidas, desde el anochecer se desencadenó
un fuerte temporal de viento, y la temperatura debió
de bajar considerablemente por debajo del cero cen-
tígrado, porque el agua de una vasija pronto se con-
virtió en un bloque de hielo. Todas las ropas de abri-
go fueron insuficientes para oponer un obstáculo al
aire, de modo que sentí un frío horroroso; tanto, que
no pude dormir; por la mañana me levanté presa de
una gran pesadez y entumecimiento.
En la Cordillera, más al Sur, mueren personas a
causa de las tempestades de nieve; aquí el que mata a
veces es el viento helado. Mi guía, siendo muchacho
de catorce años, pasaba la Cordillera con un grupo de
(1) Ed casteliano en el original.
FíCULTaO
\filosof/a
j'ieritAS /
1/ 1 1 I i
152
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
viajeros en el mes de mayo, y cuando estaban en la
parte central se levantó una furiosa tempestad de
viento, que a duras penas permitía a los caminantes
sostenerse en sus cabalgaduras, y levantaba las pie-
dras en remolinos. El día estaba enteramente despe-
jado y no había caído ni un copo de nieve, pero la
temperatura era baja. Tal vez el termómetro no hubie-
ra bajado muchos grados bajo de cero; mas el efecto
causado en los viajeros debió de ser proporcional a
la rapidez de la corriente de aire frío. El temporal se
prolongó por más de un día, con lo que los hombres
empezaron a perder las fuerzas y las muías a no poder
avanzar. El hermano de mi guía intentó retroceder,
pero sucumbió, y dos años después se halló su cadá-
ver tendido al lado del de su muía, junto al camino,
con la brida todavía en la mano. Otros dos individuos
de la partida perdieron los dedos de las manos y pies,
y de 200 muías y 30 vacas, sólo 14 de las primeras es-
caparon con vida. Hace muchos años, se supone que
debió de perecer de un modo análogo una partida
muy numerosa de viajeros; pero sus cuerpos no se han
descubierto hasta la fecha. La combinación de un cie-
lo sin nubes con una baja temperatura y un viento hu-
racanado debe de ser, a mi juicio, en todas las partes
del mundo un fenómeno rarísimo.
29 de junio . — Caminamos muy de buena gana valle
abajo hasta nuestro anterior alojamiento nocturno, y
desde allí hasta cerca de Agua Amarga. En 1 de julio
llegamos al valle de Copiapó. La fragancia del trébol
verde me pareció deliciosa, después de haber respira-
do el aire inodoro del seco y estéril Despoblado. Mien-
tras estábamos en la ciudad oí hablar a varios vecinos
de una altura cercana que llamaban El Bramador. Por
entonces no presté bastante atención al relato; pero a
lo que entendí, la montaña estaba cubierta de arena y
el ruido se producía sólq cuando, al subir por la pen-
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
153
diente, la arena se ponía en movimiento. Las mismas
circunstancias se describen con pormenores, apoyán-
dose en la autoridad de Seetzen y Ehrenberg (1), se-
ñalándolas como causa de los sonidos que se oyen en
el Monte Sinaí, cerca del Mar Rojo. Una persona que
me refirió haber observado el fenómeno me dijo que
era de lo más sorprendente, y aseguró que, si bien no
comprendía el modo de producirse, era necesario ha-
cer rodar la arena por la pendiente abajo. En la costa
del Brasil observé muchas veces que los cascos de las
cabalgaduras producían un chirrido peculiar cuando
caminaban por arena seca y áspera, efecto sin duda
del roce de las partículas de cuarzo.
Tres días después tuve noticia del arribo del Beagle
al Puerto, que dista 18 leguas de la ciudad de Copia-
pó. Hay muy poco terreno cultivado en la hondonada
del valle, y en su amplia extensión no crece mas que
una mísera hierba dura, que ni los asnos pueden ape-
nas comer. Esta pobreza de vegetación se debe a la
gran cantidad de materia salina que impregna el sue-
lo. El puerto se compone de un conjunto de misera-
bles tugurios, situados al pie de una llanura estéril.
En esta época del año, como el río contiene bastante
agua para llegar al mar, los habitantes gozan de la
ventaja de tener agua dulce en un trayecto de milla y
media. En la playa había enormes montones de mer-
cancías, y el sitio reflejaba cierta actividad. Por la
tarde di un cordial adiós a mi compañero Mariano
González, con quien había cabalgado tantas leguas
en Chile. A la mañana siguiente el Beagle zarpó para
Iquique.
12 de julio . — Anclamos en el puerto de Iquique, a
(1) Edinburgh Pkilosopkical Journal, enero 1830, pág. 74, y
abril 1830, pá§f. 258. Véase además Daubeny, en Volcanes, pá*
gina 438, y Bengal Journal, vol. VII, pág. 324.
154
darwin; viaje del «beaqle»
CAP.
los 20® 12 ' de latitud, en la costa del Perú (1). La ciu-
dad tiene unos 1.000 habitantes, y se levanta sobre
una pequeña llanura arenosa, al pie de una gran mu-
ralla de roca, de 2.000 pies de altura, que forma aquí
la costa. El territorio, en general, está desierto. Un
ligero chubasco cae sólo una vez en muchos años, y
los barrancos se llenan, como es natural, de detritus,
mientras las laderas se cubren de montones de fina
arena blanca hasta la altura de 1.000 pies. Durante
esta parte del año, sobre el murallón de rocas de la
costa, se tiende casi constantemente un denso banco
de nubes. El aspecto del lugar era en extremo som-
brío; el pequeño puerto, con sus contados barcos
y reducido grupo de pobres casas, parecía abatido
y fuera de toda proporción con el resto del pai-
saje (2).
Los habitantes viven como ios pasajeros a bordo de
un barco; todos los víveres Ies llegan de sitios distan-
tes: el agua se lleva en botes desde Pisagua, que está
unas 40 millas al Norte, y se vende a nueve reales la
barrica de 18 galones. Una botella de vino me costó
tres peniques. Asimismo se importa la leña y, por su-
puesto, los artículos alimenticios de todas clases.
Pocos son los animales que pueden vivir en tal lugar.
A la mañana siguiente alquilé con dificultad, por cua-
tro libras esterlinas, dos muías y un guía, que me lle-
varan a las explotaciones de nitrato de sosa (3). Estas
(1) Hoy de Chile, en virtud del Tratado de Ancón. — No¿a
del traductor.
(2) Hoy es una ciudad de 45.000 habitantes, capital del depar-
tamento y provincia de Tarapacá, y puerto importante. — Nota
del traductor.
(3) De Atacama a Chile se extienden, a lo largo de la zona de-
sértica, los yacimientos de nitrato de sosa llamados de Taltal, de
Aguas Blancas, de Antofagasta, de Tocopilla, de Huaníllos y de
Tarapacá. Al nitrato en cuestión se le llama también, por razón
de su origen, nitrato de Chile. La costra salina se llama caliche y
calichera aLyacimiento. — Notado la edic. española.
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
155
son las que al presente sostienen a Iquique. El nitrato
se exporte por primera vez en 1830: en un año se en-
viaron a Francia e Inglaterra grandes cantidades, por
valor de 100.000 libras esterlinas. Usase principalmen-
te como abono y para la fabricación del ácido nítrico;
a causa de su propiedad delicuescente no sirve para
pólvora de cañón. En otro tiempo hubo en estas cer-
canías dos minas de plata extraordinariamente ricas,
pero ahora su producto es muy escaso.
Nuestra llegada de alta mar causó alguna inquietud.
El Perú se hallaba en un estado de anarquía, y como
cada uno de los partidos había pedido una contribu-
ción, la pobre ciudad de Iquique estaba atribulada,
temiendo la serie de exacciones que se le venía en-
cima. Como si esto fuera poco, el vecindario estaba
inquieto por los robos que ocurrían; poco antes, tres
carpinteros franceses habían forzado, en la misma no-
che, las puertas de dos iglesias y robado toda la pla-
ta; sin embargo, uno de los ladrones confesó después
y se recobró lo robado. Convictos, fueron conducidos
a Arequipa, capital a la sazón de esta provincia, y que
dista 200 leguas de Iquique, y allí las autoridades cre-
yeron que era una lástima castigar a unos artesanos
tan útiles, diestros en hacer toda clase de muebles,
por lo que los pusieron en libertad. Hecho esto, las
iglesias fueron forzadas de nuevo, y esta vez la plata
no volvió a aparecer. El vecindario se puso entonces
furioso, y diciendo a voces que nadie sino los herejes
eran capaces de «entrar a saco en las casas del Dios
Omnipotente», procedió a torturar a varios ingleses
con ánimo de fusilarlos después. Al fin intervinieron
las autoridades y se restableció la paz.
13 de julio . — Por la mañana partí para los salitrales,
que distaban 14 leguas. Habiendo subido las monta-
ñas de la costa por un sendero arenoso en zigzag, no
tardamos en dar vista a las minas de Guantajaya y San-
156
darwin: viaje del obeaole»
CAP.
ta Rosa. Estas dos aldehuelas están situadas en las bo-
cas mismas de las minas, y por tener las casas disper-
sas en las abruptas y áridas alturas presentaban un
aspecto más destartalado y triste que la ciudad de
íquique. No llegamos a los salitrales hasta después de
puesto el Sol, habiendo cabalgado todo el día por un
país ondulado que era un completo y desnudo desier-
to. El camino estaba sembrado de los huesos y pieles
desecadas de las bestias que en él habían muerto de
fatiga. Con excepción del Vultur aura, que se alimen-
ta de carroña, no vi otra ave alguna, ni cuadrúpedo,
ni reptil, ni insecto. En las montañas de la costa, a la
altura de unos 2.000 pies, donde en esta época del
ano el cielo está de ordinario cubierto de nubes, cre-
cían algunos cactus en las hendeduras de las rocas, y la
arena aparecía tapizada por un liquen ralo, que ape-
nas se adhiere a la superficie. Esta planta pertenece
al género Cladonia, y se parece algo al liquen de que
se alimentan los renos. En algunas partes era bastante
espeso para dar a la arena un tinte amarillo pálido,
visto de lejos. Más al interior, durante la jornada en-
tera, de 14 leguas, no vi mas que otra planta, y fué un
menudísimo liquen amarillo que crecía en los huesos
de las muías muertas. En mi vida había visto un desier-
to tan digno de este nombre, en el sentido riguroso
de la palabra; no me causó gran impresión; pero se
debió, según creo, a que había venido acostumbrán-
dome poco a poco a ver terrenos desolados mientras
cabalgué hacia el Norte, desde Valparaíso, pasando
por Coquimbo, hasta Copiapó. El aspecto del suelo
era notable por estar cubierto de una gruesa costra de
sal común y de un aluvión salino estratificado, que pa-
rece haberse depositado mientras la tierra se elevaba
lentamente sobre el nivel del mar. La sal es blanca,
muy dura y compacta, y se presenta en nódulos que
sobresalen de la arena aglutinada y están asociados
con mucho yeso. El conjunto de la superficie se pare-
XVI CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ 157
ce mucho a un país nevado antes de quedar al des-
cubierto por la licuación ios sitios en que la nieve es
poco espesa. La existencia de esta costra de una subs-
tancia soluble sobre la total superficie del país mues-
tra cuán extraordinariamente seco ha debido ser el
clima durante un largo período.
Por la noche dormí en casa del dueño de uno de
los salitrales. El terreno es aquí tan infecundo como
cerca de las costas; pero abriendo pozos se puede ob-
tener un agua de sabor algo amargo y salobre. La casa
de mi huésped tenía uno de 36 metros de profundidad;
como apenas cae lluvia alguna, no hay que pensar en
que el agua proceda de tal origen; pero si de hecho
así fuera, no dejaría de estar tan salada como la sal-
muera, porque toda la región circunvecina está incrus-
tada de varias substancias salinas. Debemos, por tanto,
inferir que el agua viene de la Cordillera, filtrándose
por capas subterráneas en un trayecto de muchas le-
guas. En esa dirección hay unas cuantas aldehuelas,
cuyos habitantes, por disponer de más agua, pueden
regar algunas parcelas de tierra y recoger pasto para
las muías y asnos utilizados en el transporte del sali-
tre. El nitrato de sosa se vendía ahora, puesto al cos-
tado del barco, a 14 chelines las 100 libras; de modo
que el coste principal se originaba de trasladarlo a la
costa. La mina se compone de una capa dura — cuyo
espesor varía entre dos y tres pies — de nitrato de sosa
mezclado con un poco de sulfato de la misma base y
una buena cantidad de sal común. Se halla casi a flor
de tierra, y sigue en una distancia de 150 millas la
margen de una gran cuenca o ranura, la cual ha debi-
do ser toda ella un lago, o más probablemente un bra-
zo interior de mar, según puede colegirse de la pre-
sencia de sales yódicas (1) en el estrato salino. La su-
(1) Hay yodato sódico hasta en la proporción de 0,7 por 100. —
Nota de la edic. española.
158
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
perfície de dicha llanura está a 990 metros sobre
el Pacífico.
19 de julio . — Anclamos en la bahía del Callao, que
es el puerto de Lima, capital del Perú. Aquí estuvimos
seis semanas; pero a causa de la revolución que aso-
laba al país apenas pude visitarle. Durante nuestra per-
manencia el clima no me pareció tan delicioso como
generalmente se dice. El cielo se presentó cubierto
constantemente de espesos nubarrones; de modo que
en los primeros diez y seis días una sola vez pude ver
la Cordillera allende Lima. Las montañas, vistas en
series que se alzaban unas sobre otras por entre los
claros de las nubes, formaban un espectáculo de su-
blime grandiosidad. Casi ha pasado a ser proverbio
que no llueve nunca en las regiones más bajas del
Perú. Sin embargo, semejante aserto con difícultad
puede tomarse por exacto, porque casi todos los días
que estuvimos en la costa cayó una fría y espesa llo-
vizna, suficiente para embarrar las calles y humedecer
las ropas. La gente se complace en llamarle relente
peruano. Que cae escasísima lluvia es muy cierto, por-
que las casas están cubiertas de techumbres planas,
hechas de barro endurecido, y en el muelle había car-
gamentos de trigo en montones al aire libre, que per-
manecían así semanas enteras. No puedo decir si me
gustó lo poquísimo que vi del Perú; en verano, sin
embargo, dicen que el clima es muy suave y delicioso.
En todas las estaciones, tanto la gente del país como
la de fuera, padecen graves ataques de fiebres. Esta
enfermedad es común en toda la costa del Perú, pero
se la desconoce en el interior. Los trastornos orgá-
nicos producidos por los miasmas no dejan nunca de
parecer sobremanera misteriosos. Tan difícil es juzgar
por el aspecto de un país si es o no saludable, que si
a cualquiera le dieran a elegir entre los trópicos una
región aparentemente favorable a la salud, lo proba-
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
159
XVJ
ble es que prefiriera esta costa. La llanura que se ex-
tiende en torno de los arrabales del Callao cría una
hierba rala y áspera, y en algunas partes hay charcas
de agua estancada, aunque muy pequeñas. De aquí
proceden los miasmas, según todas las probabilidades;
porque la ciudad de Arica, que se hallaba en circuns-
tancias muy análogas, quedó muy saneada merced a
la desecación de algunas charcas. Los miasmas no son
siempre engendrados por una vegetación exuberante
combinada con un clima ardiente, porque muchas par-
tes del Brasil, no obstante ser frondosísimas y panta-
nosas, aventajan en salubridad a esta estéril costa del
Perú. Las selvas más densas, en climas templados,
como en Chiloe, no parecen afectar en lo más mínimo
las saludables condiciones de la atmósfera.
La isla de Santiago, una de las del Cabo Verde,
ofrece otro ejemplo patente de un país que hubiera
podido conceptuarse muy saludable, siendo en rea-
lidad todo lo contrario. He dicho que muchas llanuras
despejadas y yermas producen, en las semanas que
siguen a la estación de lluvias, una hierba rala y fina,
que a poco se marchita y seca; en este período el aire
parece volverse venenoso, pues tanto los naturales
como los forasteros se ven frecuentemente acometidos
de violentas fiebres. Por otra parte, el Archipiélago de
los Galápagos, en el Pacífico, con un suelo semejante
y periódicamente sujeto al mismo proceso de vege-
tación, goza de excelentes condiciones de salubridad.
Humboldt ha observado que «bajo de la zona tórrida,
los menores pantanos son peligrosísimos cuando están
rodeados, como en Veracruz y Cartagena, de un sue-
lo árido y arenoso, que eleva la temperatura del am-
biente» (1). En la costa del Perú, sin embargo, la tem-
peratura no alcanza un grado excesivo, y tal vez por
(1) Political Essay on tke Kingdom of New Spain, vol. iV, pá-
gina 199.
160
darwin: viaje del «beagi.e»
CAP.
eso las fiebres no son de carácter maligno. En todos
los países malsanos es peligrosísimo dormir en la zona
costera inmediata al mar. ¿Se de*be al estado del cuer-
po durante el sueño, o a la mayor abundancia de mias-
mas por la noche? Parece cierto que los que están a
bordo en un barco, aunque se halle anclado a muy
poca distancia de la costa, experimentan la acción de-
letérea del clima en grado menor que los que están
en tierra. Por otra parte, he oído hablar de un caso
notable, en que se declararon las fiebres malignas en
la tripulación de un barco de guerra a cientos de mi-
llas de la costa de Africa, y al mismo tiempo que em-
pezaba en Sierra Leona uno de los terribles períodos
de mortandad (1) allí tan frecuentes.
Ningún estado de Sudamérica, desde la declaración
de la Independencia, ha sufrido más que el Perú las
consecuencias de la anarquía. En la época de nuestra
visita había cuatro jefes en armas, contendiendo por
la supremacía en el Gobierno; si alguno lograba pre-
valecer por algún tiempo, los demás se unían contra
él; pero no bien le habían derrocado, empezaban a
guerrear entre sí. El otro día, en el aniversario de la
Independencia, hubo misa solemne, en la que comul-
gó el Presidente de la República, y mientras se can-
taba el Te Deuniy los regimientos desplegaron en vez
de la bandera peruana una negra que llevaba en el
centro una calavera blanca. ¡Imagínese un Gobierno
capaz de autorizar una demostración de tal índole, en
ocasión tan solemne, para significar su resolución de
luchar hasta morir! Fué para mí una desgracia que
coincidieran estos trastornos del orden público con
(1) Un caso semejante se cita en el Madras Medical Quarterlg
Journal, 1839, pág'. 340. E! Dr. Ferguson, en su admirable artículo
(véase el vol. IX de Edinhurgh Roy al TVcrnsacft’ons^, demuestra cla-
ramente que el veneno se engendra en el proceso de desecación,
y de aquí que los países cálidos secos sean a menudo los más in-
salubres.
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
161
XVI
nuestro arribo al Callao, porque tuve que abstenerme
de mis excursiones mucho más allá de los límites de
la ciudad.
La estéril isla de San Lorenzo, que forma el ’puer-
to, era casi el único sitio por donde se podía andar
sin peligro. La parte superior, que se eleva a más de
1.000 pies, penetraen el límite inferiorde las nubes, en
esta época del año (invierno), y a consecuencia de ello
la cima se cubre de una abundante vegetación cripto-
gámica y de algunas flores. En las colinas junto a Lima,
a una altura algo menor, el suelo aparece alfombrado
de musgo y cuadros de bellos lirios amarillos, llama-
dos amancaes (1). Esto indica un grado de humedad
muchísimo mayor que el correspondiente a la misma
altura en íquique. Al paso que se avanza hacia el nor-
te de Lima se va haciendo el clima más húmedo, hasta
llegar a las riberas del Guayaquil, casi bajo del Ecua-
dor, donde hallamos las más exuberantes selvas. Sin
embargo, se asegura que el tránsito o cambio de la
estéril costa del Perú a la fértil y frondosa del Ecua-
dor se efectúa más bien de manera brusca en la lati-
tud del cabo Blanco, 2° al sur de Guayaquil.
El Callao es un puerto pequeño, sucio y mal cons-
truido. Los habitantes, tanto de aquí como de Lima,
presentan todos los matices imaginables del cruce
entre las razas europea, negra e india. Parece una cla-
se de gente depravada y sumida en el vicio de la em-
briaguez.
La atmósfera está cargada de malos olores, y el pe-
culiar que se percibe en casi todas las ciudades inter-
tropicales era aquí muy fuerte. La fortaleza, que resis-
tió un largo sitio de lord Cochrane, presenta un as-
pecto imponente. Pero durante nuestra permanencia
(1) Los amancaes o amancay s son la flor de la especie Ha-
branthus chilensis, de la familia de las amarilidáceas . — Nota de la
edic. española.
Darwin: Viaje.— T. II.
11
162
darwín: viaje del «beaqle»
CAP.
en El Callao, el Presidente del Perú vendió los caño-
nes de bronce y procedió a desmantelar parte de las
construcciones de defensa. La razón alegada para ello
fué que no dirponía de un militar de confíanza a quien
entregar el mando del fuerte. Sobrados motivos tenía
para pensar así, pues había llegado a la presidencia
de la República rebelándose cuando tenía a su cargo
esta misma fortaleza. Después de partir nosotros de
Sudamérica expió sus fechorías en la forma usual,
siendo vencido, hecho prisionero y fusilado. Lima se
levanta sobre una llanura en un valle formado durante
la retirada gradual del mar. Dista siete millas del Ca-
llao, y está 500 pies más elevada que él; mas por ser
tan suave la pendiente, el camino parece perfecta-
mente horizontal; de modo que estando en Lima se
hace difícil creer haber efectuado un ascenso ni de un
centenar de pies. Humboldt ha llamado la atención
sobre este desnivel singularmente engañoso. Monta-
ñas escarpadas y estériles se levantan como islas sobre
la llanura, que está dividida por paredes rectas de tie-
rra en anchurosos campos verdes. En éstos apenas
crecen árboles, fuera de algunos sauces y tal cual gru-
po de bananeros y naranjos. La ciudad de Lima se
halla hoy en un estado deplorable de decadencia; sus
calles carecen de pavimentación, y por doquiera se
ven en ella montones de basura, donde los gallinazos,
mansos como aves domésticas, recogen pedazos de
carroña. Las casas tienen generalmente un segundo
piso, construido de una combinación de barro y ma-
dera, llamada en el país quincha, que resiste los tem-
blores de tierra mejor que el barro solo; pero las hay
anticuadas, habitadas al presente por varias familias,
y de inmensas dimensiones, las cuales podrían riva-
lizar en series de departamentos con las más sober-
bias de cualquier parte. Lima, la ciudad de los Reyes,
debe de haber sido en otro tiempo una capital esplén-
dida. El extraordinario número de templos, aun en el
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
163
día de hoy, le comunica un carácter de singular mag-
nificencia, en especial cuando se la contempla a corta
distancia.
Un día salí con algunos comerciantes a cazar en la
vecindad inmediata de la ciudad. Cobramos muy po-
cas piezas; pero tuve ocasión de ver las ruinas de una
antigua aldea india, con su montículo, a modo de ote-
ro natural, en el centro. Los restos de casas, cercas,
canales de riego y túmulos sepulcrales diseminados
por esta llanura no pueden menos de dar idea de la
condición y número de la población antigua. Cuando
se considera con atención su cerámica, tejidos de lana,
utensilios de formas elegantes tallados en piedras du-
rísimas, instrumentos de cobre, ornamentos de joyas,
palacios y obras hidráulicas, es imposible dejar de
sentir respeto al considerable adelanto alcanzado por
estos pueblos de otros días en las artes de la civili-
zación. Los montecillos sepulcrales, llamados guacas,
son en realidad asombrosos, aunque en algunas partes
parecen ser colinas naturales ahuecadas y modeladas.
Hay además otra clase de ruinas muy diferentes,
que encierran algún interés, y son las del antiguo Ca-
llao, destruido por el gran terremoto de 1746 y la ola
que le acompañó. La destrucción debió de ser más
completa aún que en Talcahuano. Grandes cantidades
de casquijo ocultan casi los cimientos de ios muros,
y masas enormes de obras de ladrillería tienen el as-
pecto de haber sido volteadas y arremolinadas por el
agua del mar al retirarse. Hase dicho que la tierra se
sumergió durante este memorable choque; no he po-
dido descubrir pruebas de ello, pero no parece im-
probable, porque la forma de la costa debe, sin duda,
haber sufrido algún cambio con posterioridad a la
fundación de la ciudad antigua, ya que no se concibe
que personas de seso pudieran elegir voluntariamente
para levantar sus construcciones la angosta lengua de
casquijo en que al presente se hallan las ruinas de la
164
darwín: viaje del «beagle^
CAP.
ciudad. Después de nuestro viaje, Mr. Tschudi ha lle-
gado a la conclusión, comparando mapas antiguos y
modernos, de que tanto la costa septentrional como
la meridional de Lima se han hundido en el mar.
En la isla de San Lorenzo hay pruebas muy convin-
centes de haberse elevado dentro del reciente pe-
ríodo, lo cual, por supuesto, no se opone a la creen-
cia de que posteriormente ha debido descender un
poco el nivel del terreno. El lado de esta isla frente a
la bahía del Callao se ha desgastado, formando tres
pequeñas terrazas, y la inferior está cubierta por un
lecho de una milla de largo, compuesto casi entera-
mente de conchas de ocho especies, las cuales viven
a la fecha en el mar adyacente. La altura de ese lecho
es de 85 pies. Muchas de esas conchas se hallan pro-
fundamente corroídas, y presentan señales de mayor
antigüedad y descomposición que las existentes en la
costa de Chile a la altura de 500 ó 600 pies. Estas
conchas están asociadas con mucha sal común, algo
de sulfato de calcio (substancias ambas procedentes
quizá de la evaporación de la rociada del mar al ele-
varse poco a poco el terreno), junto con sulfato de
sosa y cloruro de calcio. Descansan sobre fragmentos
del asperón infrayacente, y están cubiertas por un de-
tritus de algunas pulgadas de espesor. Según se as-
cendía en dicha terraza, podía verse que las conchas
iban reduciéndose a pedacitos más pequeños, y por
último a polvo impalpable. Y en otra terraza superior,
a la altura de 170 pies, así como en puntos de mayor
altura, hallé una capa de polvo salino de la mismísima
apariencia y descansando en idéntica posición rela-
tiva. No me cabe duda de que esta capa superior fué
originariamente un lecho de conchas, como el banca!,
de 85 pies; pero ahora no contiene el menor rastro de
estructura orgánica. El polvo ha sido analizado para
mí por Mr. Reeks, y se compone de sulfates y cloru-
ros de calcio y sodio con una pequeñísima cantidad
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
165
de carbonato de calcio. Se sabe que la sal común y el
carbonato de cal, dejados en masa por algún tiem-
po juntos se descomponen parcial y recíprocamente.
Como las conchas, medio descompuestas en las par-
tes inferiores, se hallan asociadas a una gran cantidad
de sal común y de algunas otras substancias que com-
ponen la capa superior salina, y como además están
extraordinariamente corroídas y deshechas, me inclino
mucho a creer que ha debido de tener lugar la doble
descomposición antedicha. Sin embargo, las sales re-
sultantes debieron ser el carbonato de sodio y el clo-
ruro de calcio; este último existe, pero no el primero.
Me veo, pues, obligado a imaginar*que, por algún me-
dio no conocido, el carbonato de sodio se ha trans-
formado en el sulfato. Es evidente que la capa salina
no hubiera podido conservarse en ningún pais donde
cayeran de cuando en cuando abundantes lluvias, y,
por otra parte, esta misma circunstancia, que a primera
vista parece tan favorable a la prolongada conserva-
ción de las conchas expuestas a la acción atmosférica,
ha sido quizá el medio indirecto de su descomposición
y rápido deterioro, merced a la presencia de la sal
común, no arrastrada y disuelta por el agua de la
lluvia.
Mucho me interesó hallar sobre la terraza, que está
a 85 pies de altura, algunos trozos de hilo de algo-
dón, junco tejido y una mazorca de maíz, encastrado
todo entre las conchas y el ripio transportados por el
oleaje; comparé estos restos con otros semejantes to-
mados de las guacas o antiguas tumbas peruanas, y vi
que eran idénticos en apariencia. En la parte del con-
tinente fronteriza a San Lorenzo, cerca de Bellavista,
hay una extensa llanura horizontal a 100 pies de altu-
ra sobre el nivel del mar. Su parte inferior se compo-
ne de capas alternas de arena y arcilla impura, junta
con alguna grava, y la superficie, hasta una profundi-
dad de tres a seis pies, de una marga o arcilla plástica
166
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
rojiza, que contiene alg-unas conchas y numerosos tro-
citos de cerámica roja y basta, más abundante en unos
sitios que en otros. En un principio me incliné a creer
que este lecho superficial, a causa de su gran exten-
sión y uniformidad, debía de haberse depositado en el
fondo del océano; pero después lo hallé en un sitio que
descansa sobre un piso artificial de piedras rodadas.
Parece, pues, muy probable que en un período en que
el terreno estaba a más bajo nivel había una llanura
muy semejante a la que ahora rodea El Callao, la cual,
estando protegida por una playa de cascajo, se elevó
muy poco sobre el nivel del mar. En esta llanura, con
sus lechos infrayacentes de arcilla roja, supongo que
los indios manufacturaban sus vasijas de barro. Pro-
bablemente el mar, durante algún violento terremoto,
invadió la playa y convirtió el llano en un lago tem-
poral, como sucedió alrededor del Callao en 1713
y 1746. El agua, en tal supuesto, habría depositado fan-
go con fragmentos de cacharros de las alfarerías, más
abundantes en unos sitios que en otros, y además
conchas marinas. Este lecho, con cerámica fosilizada,
está casi a la misma altura que las conchas de la terra-
za inferior de San Lorenzo, donde hallé encastrados el
hilo de algodón y otras reliquias indias. De todo lo
cual podemos concluir con toda seguridad que en el
período indio-humano se ha efectuado una elevación
como la anteriormente aludida, de más de 85 pies,
contando con que ha de haberse disminuido algo,
efecto del hundimiento de la costa, desde que se gra-
baron los antiguos mapas. En Valparaíso, aunque en
los doscientos veinte años anteriores a nuestra visita
la elevación no debe haber pasado de 19 pies, sin em-
bargo, después de 1817 el terreno ha subido, ya gra-
dualmente, ya de pronto, en el choque de 1822, de 10
a 11 pies. La antigüedad de la raza indio-humana aquí,
juzgando por la elevación del terreno en unos 85
pies, desde que los mencionados restos quedaron se-
XVI
CHILE SEPTENTRIONAL Y PERÚ
167
paitados, es tanto más notable cuanto que en la costa
de Patagonia, cuando el terreno actual estaba casi al
mismo número de pies más bajo, vivía la Macrauche-
nia; pero como la costa de Patagonia está algo dis-
tante de la Cordillera, la elevación debe de haber sido
más lenta que aquí. En Bahía Blanca el terreno sólo
ha subido unos cuantos pies desde la época en que
allí fueron sepultados los numerosos cuadrúpedos gi-
gantes descubiertos en la región, y, según la opinión
admitida generalmente, cuando estos animales vivían
el hombre no existía aún. Pero tal vez la elevación de
esa parte de la costa patagónica no guarde ninguna
conexión con la Cordillera, sino más bien con una lí-
nea de antiguas rocas volcánicas en Banda Oriental;
de modo que puede haber sido infinitamente más
lenta que en las costas del Perú. Todas estas especu-
laciones, sin embargo, son muy vagas, pues nadie se
atreverá a sostener que no haya podido haber varios
períodos de sumersión intercalados entre los movi-
mientos de elevación, ya que seguramente a lo largo
de la costa de Patagonia ha habido muchas y largas
pausas en la acción de las fuerzas elevatorias.
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CAPITULO XVII
Archipiélago de los Galápagos.
El grupo volcánico en conjunto. — Número de cráteres. — Arbustos
sin hojas. — Colonia en la isla Charles. — Isla James. — Lago sa-
lado en el cráter. — Historia Natural del grupo. — Ornitología;
curiosos pinzones. — Reptiles. — Hábitos de las grandes tortu-
gas. — Lagarto marino que se alimenta de algas. — Lagarto te-
rrestre zapador y herbívoro. — Importancia de los reptiles en el
Archipiélago. — Peces, conchas, insectos. — Botánica. — Tipo
americano de organización.— Diferencias en las especies o ra-
zas de las distintas islas. — Mansedumbre de las aves.— El te-
mor del hombre, instinto adquirido.
15 de septiembre . — Este archipiélago se compone
de 10 islas principales, de las cuales cinco son mayo-
res que las restantes (1). Hállanse situadas bajo el
Ecuador y distantes de la costa de América entre 500
y 600 millas al Oeste. Todas las islas están formadas
por rocas volcánicas, sin que apenas puedan conside-
(1) Las Islas de los Galápagos, llamadas también las Islas En-
cantadas. y en 1892 — tan sólo oficialmente — nombradas Archipié-
lago de Colón, fueron descubiertas en 1535 por Tomás de BerJan-
ga, tercer obispo de^Panamá, sin que éste nominase especialmente
las islas.
Los filibusteros de los siglos xvi y xvii dieron a estas islas —
que tomaron por base de sus operaciones — nombres de persona-
jes ingleses de su tiempo: Chatham, Albemarle, James (Estuardo),
Charles (Estuardo), Narborough, etc. El Gobierno ecuatoriano las
ha llamado San Cristóbal, Santa María, Pinta, Pinzón, Isabela,
Femandina, etc., en recuerdo del descubrimiento de América.
Con todo, los nombres ingleses han prevalecido.— iVbía de la
edic. española.
170
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
rarse como excepcionales algunos fragmentos de gra-
nito curiosamente vitrificados y alterados por el calor.
Algunos de los cráteres que dominan las islas mayores
son de inmenso tamaño y se elevan a una altura que
varía entre 3 y 4.000 pies. Sus lados están perforados
por innumerables orificios más pequeños. Apenas va-
cilo en afirmar que el número de cráteres del archi-
piélago no baja de 2.000, y están formados por lava y
escoria, o por una toba parecida a la arenisca, de fina
estratificación. La mayor parte de esta última presenta
una hermosa constitución simétrica; debe su origen a
erupciones de cieno volcánico sin lava; y es notable
la circunstancia de que todos los 28 cráteres de toba
examinados tenían sus lados meridionales, o más bajos
que los otros, o enteramente destrozados y removi-
dos. Como todos estos cráteres se han formado, al
parecer, bajo las aguas del mar, y como el oleaje pro-
ducido por el alisio y la marejada del Pacífico unen su
empuje en la costa meridional de todas las islas, esta
curiosa uniformidad de las roturas de los cráteres,
compuestos de blanda y poco resistente toba, se ex-
plica fácilmente.
Si se considera que estas islas están situadas direc-
tamente bajo el Ecuador, el clima dista mucho de ser
excesivamente cálido, lo cual parece provenir de la
muy baja temperatura del agua circundante, conduci-
da aquí por la gran corriente polar del Sur. Excep-
tuando una breve época del año, llueve muy poco, y
esto de un modo irregular; pero las nubes, de ordina-
rio, son bajas. Por esto, mientras las regiones inferio-
res de las islas son muy estériles, las superiores, a la
altura de 300 metros y más, poseen un clima húmedo
y una vegetación bastante frondosa. Tal ocurre de un
modo especial en las zonas de barlovento, que son las
primeras en recibir y condensar la humedad de la
atmósfera.
En la mañana del 17 desembarcamos en la isla de
XVn ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 171
Chatham, que, como las demás, eleva su perfil sua-
ve y redondeado, interrumpido aquí y allá por diver-
sos montículos, restos de antiguos cráteres. La pri-
mera impresión que causa el terreno tiene poco o
nada de agradable. Tropiézase con una superficie des-
igual, de negra lava basáltica, lanzada en oleadas de
angulosos perfiles y cruzada por grandes grietas, por
doquiera cubierta de arbustos enanos medio marchi-
tos, en los que se descubren pocas señales de vida.
El seco y abrasado suelo, con el calor del sol de me-
diodía, daba al aire cierta pesadez asfixiante como la
de una estufa, y hasta nos parecía que los arbustos
olían mal. A pesar de la diligencia que puse en reco-
ger todas las plantas posibles, sólo pude procurarme
muy pocas, y eran unas pequeñas algas de ruin aspec-
to, más bien perteneciente a la ártica que a la flora
ecuatorial. El matorral, aun visto a corta distancia, pa-
recía tan desnudo de follaje como nuestros árboles
durante el invierno, y tardé bastante tiempo en descu-
brir que, no sólo todas las plantas estaban en la época
de la hoja, sino también en la de las flores. El arbusto
más común es uno que pertenece a la familia de las
Euforbiáceas; los únicos árboles que dan alguna som-
bra son un acacia y un gran cactus de extraño as-
pecto. Según dicen, después de la estación de las
grandes lluvias las islas parecen verdear parcialmente
por algún tiempo. La isla volcánica de Fernando No-
ronha, colocada, en varios respectos, en condiciones
muy análogas, es el único punto donde he visto una
vegetación enteramente igual a la de las islas de los
Galápagos.
El Beagle navegó alrededor de la isla Chatam y
ancló en varias bahías. Una noche dormí en tierra en
una parte de la isla donde eran numerosísimos los
conos negros truncados, pues desde una pequeña
altura conté hasta 60 , coronados todos por cráteres
más o menos completos. El mayor número se compo-
172
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
nía sencillamente de un anillo de escorias rojas uni-
das por un cemento, y su altura sobre el plano de lava
no excedía de 50 a 100 pies; ninguno de ellos ha-
bía estado en actividad desde fecha muy reciente.
Los vapores subterráneos se han filtrado a través de
todo el terreno en esta parte de la isla, como por un
cedazo; en diversos puntos, la lava, estando aún blan-
da, había sido lanzada en grandes bombas, mientras
en otros sitios los techos de las cavernas, formadas de
un modo semejante, se habían hundido, abriendo po-
zos circulares de paredes verticales. A causa de la for-
ma regular de los muchos cráteres, el terreno presen-
taba un aspecto artificial, que me recordó, por su vivo
parecido, las partes de Staffordshire donde más abun-
dan las grandes fundiciones de hierro.
Brillaba un sol abrasador, y era fatigosísimo el ca-
minar por un suelo tan quebrado, teniendo que atra-
vesar espesas malezas; pero me vi bien remunerado
por el extraño paisaje ciclópeo. En mi excursión tro-
pecé con dos grandes tortugas, cada una de las cuales
pesaría al menos 200 libras; una de ellas estaba co-
miendo u*. trozo de cactus, y al acercarme me miró
y se alejó lentamente; la otra lanzó un fuerte rugido
súbitamente, y metió la cabeza debajo del caparazón.
Estos enormes reptiles, rodeados de negra lava; los
arbustos sin hojas y los grandes cactus, me transpor-
taron con la imaginación a un paisaje antediluviano.
Las pocas aves de obscuro plumaje no hicieron más
caso de mí que el que habían hecho las grandes tor-
tugas.
23 de septiembre . — El Beagle pasó a la isla de
Charles (1). Aunque este archipiélago ha sido fre-
cuentado desde hace tiempo, primero por los filibus-
(1) La isla Charles es la Floreana de los españoles o Santa
María de los ecuatorianos . — Nota de la edic. española.
XVII
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
173
teros y después por los pescadores de ballenas, no
se ha establecido en él una pequeña colonia hasta
hace seis años. Los habitantes, en número de 200
a 300, son casi todos gente de color, proscritos, por
crímenes políticos, de la República del Ecuador, cuya
capital es Quito. El poblado está a unas cuatro mi-
llas y media de la costa, y a la altura aproximada de
300 metros. Durante la primera parte del camino pasa-
mos pormaleza sin hoja, como en la isla de San Cristó-
bal. Al paso quese asciende, la vegetación de arbustos
se hace más verde, y no bien cruzamos la loma de la
isla sentimos el fresco hálito de una brisa del Sur, mien-
tras la vista gozaba del refrigerante verdor de una ex-
tensión vestida de heléchos y hierba áspera. Pero ni
había heléchos arborescentes ni palmeras de ningún
género; cosa singularísima, porque a 360 millas al Nor-
te se encuentra la isla de los Cocos, llamada así por
los bosques de cocoteror que la pueblan. Las casas se
levantan aquí y allá sobre un trozo de tierra llana cul-
tivada de boniatos y bananas. No es fácil imaginarse
lo grato que nos fué contemplar la negra tierra vege-
tal después de estar acostumbrados por tanto tiempo
a no ver mas que el árido suelo deí Perú y norte de
Chile. Los colonos se quejaban de su pobreza, pero
obtenían sin gran trabajo lo necesario para su subsis-
tencia. En los bosques hay muchos jabalíes y cabras;
pero la alimentación animal está constituida en su ma-
yor parte por carne de tortuga. En consecuencia, su
número se ha reducido grandemente en esta isla; pero
con todo eso los habitantes cogen en dos días bas-
tantes tortugas para el consumo de toda la semana.
Dícese que en otro tiempo había barcos que se lleva-
ban hasta 700, y que algunos años atrás las embarca-
ciones que acompañaban a una fragata sacaron en un
día a la playa 200.
29 de septiembre . — Doblamos la punta sydo^ste de
174
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
la isla Albemarle (1), y el día siguiente le pasamos,
casi encalmados, entre ella y la Fernandina (Narbo-
rough). Ambas están cubiertas con inmensos diluvios
de lava negra desnuda, que han fluido y desbordado
de las grandes caldeiras como el caldo del borde
de un puchero hirviendo, o han brotado de pequeños
orificios en las laderas; en su descenso se ha extendi-
do por muchas millas del litoral. Sábese que se han
realizado erupciones en las dos islas mencionadas,
y en la Isabela vimos un chorro de humo que subía
en espirales desde la parte superior de un gran crá-
ter. Por la tarde anclamos en la caleta de Bank, en la
isla de Albemarle, y a la mañana siguiente salí a
hacer una excursión a pie. Al sur del roto cráter de
toba en que el Beagle estaba anclado había otra for-
ma hermosamente simétrica, de sección elíptica, cuyo
eje mayor medía poco menos de una milla y tenía una
profundidad aproximada de 150 metros. Su fondo
constituía el álveo de un lago poco profundo, y en
medio de él se alzaba un cráter a modo de islita. Como
hacía un calor sofocante y el lago parecía claro y azul,
me deslicé por la pardusca pendiente, y medio aho-
gado por el polvo, gusté ávidamente el agua...; pero,
con harta contrariedad, la hallé como salmuera. En las
rocas de la costa abundaban grandes lagartos negros,
de tres a cuatro pies de largos, siendo además común
en las colinas otra especie pardoamarillenta. Vimos
muchos de esta última clase; parte de ellos huían al
acercarnos, y otros se sepultaban en sus guaridas.
Describiré un poco más adelante los hábitos de am-
bos reptiles. Toda esta parte norte de la isla Isabela
es pobre y estéril.
(1) La isla de Albemarle es la Santa Gertrudis de los espa-
ñoles (posteriores a Berlanga), o Isabela de los ecuatorianos. —
Nota de la edic. española.
XVII
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
175
8 de octubre . — Llegamos a la isla James; esta isla,
como la de Charles, hace largo tiempo que ha sido
así llamada, en honor de nuestros reyes de la línea
de los Estuardos. Mr. Bynoe y yo, y nuestros sir-
vientes, permanecimos aquí por una semana, llevan-
do al efecto provisiones y una tienda, mientras el
Beagle iba a hacer aguada. Hallamos aquí un grupo
de españoles que habían venido de la isla de Santa
María con objeto de salar pesca y carne de tortuga.
A cosa de seis millas tierra adentro, y a la altura de
unos 600 metros, se había construido una choza, en
la que vivían dos hombres empleados en coger tor-
tugas, en tanto los demás pescaban en la costa. Hice
dos visitas a este cobertizo y dormí en él una no-
che. De igual modo que en las demás islas, la re-
gión inferior está cubierta de arbustos casi desnudos;
pero los árboles eran aquí más gruesos que en otras
partes, habiendo varios que medían dos pies, y aun
casi tres de diámetro. La región superior, a causa de
recibir la humedad de las lluvias, sostiene una vege-
tación verde y lozana. Tan húmedo estaba el suelo,
que en él se habían desarrollado grandes lechos de
juncias, en los que vivían y procreaban numerosas
pollas de agua. Mientras permanecimos en esta región
superior no comimos otra cosa que carne de tortuga;
el asado con su caparazón, como la carne con cuero
de los gauchos, resultaba un bocado sabrosísimo, y
las tortugas jóvenes nos servían para hacer una exce-
lente sopa. Sin embargo, debo decir que no me cuen-
to entre los grandes aficionados a este manjar.
Un día acompañé a unos cuantos españoles en su
bote ballenero a una salina o lago, donde se proveen
de sal. Después de desembarcar tuvimos que hacer
una ruda caminata por terreno quebrado, de lava re-
ciente, tendida casi toda alrededor del cráter de toba
en cuyo fondo está el lago de sal. El agua sólo tiene
tres o cuatro pulgadas de profundidad, y descansa
176
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
sobre una capa de sal blanca en hermosos cristales.
La forma del lago es perfectamente circular, con los
bordes cubiertos de plantas suculentas en pleno ver-
dor; las paredes casi verticales del cráter se hallan cu-
biertas de arbustos, formando un conjunto ala vez
pintoresco y curioso. En este sitio retirado, los mari-
nos de un barco foquero asesinaron hace pocos años
a su capitán, y vimos el cráneo, que yacía entre los
arbustos.
Durante la mayor parte de la semana que estuvimos
aquí no apareció en el cielo nube alguna, y si el alisio
hubiera dejado de soplar por una hora el calor habría
sido insoportable. Hubo dos días en que el termó-
metro marcó dentro de la tienda 33°,5, mientras que
al aire libre, donde estaba expuesto al sol y al viento,
no pasó de 30'*. La arena quemaba, y puesto el termó-
metro en una porción de ella algo pardusca, subió in-
mediatamente a 58**, y no sé a dónde habríaUlegado si
la graduación se hubiera extendido más allá. La arena
negra tenía una temperatura mucho mayor; de modo
que aun con calzado grueso era penoso andar por ella.
La Historia Natural de estas islas es curiosísima y
merece especial atención. La mayor parte de los seres
orgánicos que en ella viven son aborígenes, y no se
encuentran en ninguna otra parte; aun hay diferencia
notable entre los que habitan en las diversas islas, si
bien todos presentan visibles relaciones con los de
América, no obstante hallarse este archipiélago sepa-
rado del continente por una extensión dé mar franca,
cuya anchura varía entre 500 y 600 millas. De modo
que este grupo de islas viene a constituir un pequeño
mundo aparte o, como si dijéramos, un satélite de-
pendiente de América, de donde ha recibido algunos
colonos extraviados y el carácter general de sus pro-
ducciones indígenas. Si atendemos al escaso tamaño
de estas islas, nuestro asombro subiría de punto ante
XVII
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
177
el número crecido de vivientes aborígfenes en un área
tan limitada. Al ver que todas las alturas están coro-
nadas con su cráter y que se conservan aún perfecta-
mente visibles las márgenes de casi todas las corrien-
tes de lava, nos vemos movidos a creer que, en un
período geológicamente moderno, el archipiélago ha
estado cubierto por el mar. En tal supuesto, así en lo
que se refiere ai espacio como al tiempo, nos parece
acercarnos mejor al gran hecho — que es im misterio
entre los misterios — , a saber, la primera aparición de
nuevos seres en el globo que habitamos.
De los mamíferos terrestres, sólo hay uno que deba
ser considerado como indígena, un ratón (Mus Gala-
pagoensis) que está confinado, a lo que he podido
averiguar, a la isla de Chatham, que es la más orien-
tal del grupo. Pertenece, según me hace saber míster
Waterhouse, a una división de la familia de ratones
característica de América. En la isla James vive una
rata lo suficientemente distinta de la especie común
para haber sido nominada y descrita por Mr. Water-
house; pero como pertenece a la división de la fami-
lia peculiar del Viejo Mundo y esta isla ha sido fre-
cuentada por barcos en el transcurso de los últimos
ciento cincuenta años, apenas puedo dudar de que
esta rata es una mera variedad producida por las dife-
rencias de clima, alimentación y suelo a que ha estado
sujeta. Aunque no hay derecho a aventurar hipótesis
sin contar con hechos positivos, sin embargo, aun por
lo que hace al ratón de la isla Chatham, sería menes-
ter no perder de vista que pudiera ser muy bien una
especie americana importada aquí; porque he visto en
un sitio de las Pampas, frecuentadísimo, un ratón que
vivía en la techumbre de una choza recién construida,
no siendo, por tanto, improbable que procediera de
un barco. Análogos hechos han sido observados por
el Dr. Richardson en Norteamérica.
En cuanto a las aves terrestres, obtuve 26 especies.
Darwin; Viaje.— T. II
12
178
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
todas peculiares del grupo y no halladas en ninguna
otra parte, con excepción de un fringilino oriundo
de Norteamérica (Dolichonyx oryzivorus)^ el cual se
halla extendido en dicho continente hasta los 54** de
latitud Norte y frecuenta de ordinario los marjales.
Las otras 25 especies se comprenden en los siguien-
tes grupos: 1.®, un ave de rapiña de estructura curio-
samente intermedia entre la del gallinazo y la del gru-
po americano del Polyborus, que se alimentan de ca-
rroña; a estos últimos se acercan mucho en todos sus
hábitos y hasta en el graznido; 2.*^, dos buhos que re-
presentan las lechuzas comunes de Europa; 3.°, un
reyezuelo, tres muscívoras tiranas (dos de las cuales
son incluíbles en el género Pyrocephalus, y conside-
radas por algunos ornitólogos, ambas o una sola, como
meras variedades) y una paloma, todas análogas, pero
distintas de las especies americanas; 4.*^, una golon-
drina que, aunque diferente de la Progne purpurea de
ambas Américas sólo en su color más obscuro, menor
tamaño y grosor, está considerada por Mr. Gould como
específicamente distinta; 5.*^, tres especies de sinson-
tes o pájaros mimos, aves muy características de Amé-
rica. Las restantes aves terrestres forman un grupo sin-
gularísimo de fringiiinos o picogordos, relacionados
entre sí por la estructura de sus picos, breves colas,
forma del cuerpo y plumaje; hay 13 especies, que
Mr. Gould ha dividido en cuatro subgrupos. Todas
estas especies son peculiares de este archipiélago, y
lo propio sucede con el grupo entero, exceptuando
una especie del subgrupo Cactornisy traída últimamen-
te de la isla Bow, en el archipiélago Low. Las dos es-
pecies de Cactornis pueden verse a menudo encara-
mándose a las flores del gran cactus arbóreo; pero
todas las demás especies de este grupo de picogordos
andan mezcladas en bandadas, buscando su alimento
en el seco y estéril suelo de las regiones más bajas.
Los machos de todas las especies, o seguramente del
XVII
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
179
mayor número, son negros como el azabache, y las
hembras, pardas (con una o dos excepciones quizá).
Lo más curioso es la perfecta gradación en el tamaño
de los picos de las diferentes especies de Geospiza,
desde el tan grande como peculiar del picogordo co-
mún hasta el del pinzón, y (si Mr. Gould está en lo
Fig. I.®— Aves de las Islas de los Galápagos.
]. Geospiza magnirostris. — 2 . Geospiza fortis.— 3. Geosoiza párvula.
4. Certhidea olivácea.
cierto al incluir su subgrupo Certhidea en el grupo
principal) aun hasta el del cerrojillo. El pico mayor
del género Geospiza es el que se ve en el número 1,
y el menor, en el número 3 de la figura adjunta; pero
en lugar de haber sólo una especie intermedia con un
pico del tamaño representado en el número 2, hay
nada menos que seis especies con insensibles grada-
ciones en el tamaño del pico. El pico del subgnipo
Certhidea es el que aparece en el número 4. El del
Cactornis se parece algo al del estornino, y el del
180
darwin: viaje del «beagleo
CAP.
cuarto subg-rupo, Camarhyncus, se acerca lig-eramen-
te al del loro. Al ver esta gradación y diversidad de
estructura en un grupo de aves pequeño e íntimamen-
te relacionado, podría imaginarse realmente que de
un corto número de ellos, existentes originariamente
en este archipiélago, una especie se ha dividido y mo-
dificado para servir a diferentes fines. Análogamente,
cabría concebir que un gallinazo, por ejemplo, se ha-
bría visto aquí solicitado a desempeñar el oficio de los
Polyborus caracaras del continente americano.
De zancudas y aves acuáticas sólo pude obtener
11 ejemplares distintos, y de ellas únicamente tres (in-
cluyendo un guión de codornices confinado enlas cum-
bres húmedas de las islas) son especies nuevas. Medi-
tando sobre los hábitos que las gaviotas tienen de
andar en el agua como las zancudas, me sorprendió
ver que la especie habitadora de estas islas es pecu-
liar, pero afín a una de las de las regiones meridiona-
les de Sudamérica. El que entre las aves terrestres se
hallen tantas peculiares de este archipiélago, a saber,
25 especies nuevas, o al menos razas, entre 26 clases
de un grupo, número mucho mayor que el que pre-
sentan las zancudas y palmípedas, se explica por la
mayor área que estas últimas tienen en todas las par-
tes del mundo. Más adelante veremos que esta ley de
ser los animales acuáticos, marinos o de agua dulce,
menos peculiares en un punto dado de la superficie
del globo que las formas terrestres de la misma clase
se halla admirablemente comprobado en las conchas,
y también, aunque en grado menor, en los insectos de
este archipiélago.
Dos de las zancudas son algo más pequeñas que las
mismas especies traídas de otras partes; la golondrina
es también menor, aunque hay duda de si es o no dis-
tinta de su análoga. Los dos buhos, las dos muscívo-
ras tiranas (Pyrocephalus) y la paloma son igualmen-
te de tamaño más pequeño que las especies análogas,
XVil
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
181
pero distintas, con las que se relacionan más de cerca;
de otra parte, la gaviota es algo mayor. Asimismo, los
dos buhos, la golondrina, todas las tres especies de
sinsontes o pájaros mimos, la paloma, en sus colores
aislados, aunque no en su total plumaje, el Totanus y
la gaviota, son más obscuros que sus especies análo-
gas, y el Totanus y el pájaro mimo, más que todas las
demás especies de los dos géneros. Exceptuando un
reyezuelo de pechuga amarilla y una muscívora tirana
con moño y pechuga de color escarlata, ninguna de
las aves tiene vivos colores, como podría esperarse de
la región ecuatorial en que habitan. De donde parece
inferirse que las mismas causas determinantes del me-
nor tamaño de las especies advenedizas y aborígenes
influyen igualmente en darles un color más obscuro.
Todas las plantas presentan un aspecto ruin con apa-
riencia de alga, y por mi parte no vi una flor bonita.
Los insectos, siguiendo la norma general de las aves,
son más pequeños y negruzcos, y según me participa
Mr. Waterhouse, no hay nada en su aspecto común
que le indujera a imaginarlos procedentes del Ecua-
dor. Las aves, plantas e insectos tienen un carácter
desértico y no poseen colores más brillantes que los
de la Patagonía meridional; podemos, pues, concluir
que la coloración viva y pintoresca de muchas produc-
ciones intertropicales no tiene nada que ver con el ca-
lor y la luz de estas zonas, dependiendo de ser, en ge-
neral, más favorables las condiciones de vida.
Pasemos ahora a tratar del orden de los reptiles,
que de un modo especial caracterizan la zoología de
estas islas. Las especies no son numerosas, pero el nú-
mero de individuos de cada especie es extraordina-
riamente grande. Hay una lagartija que pertenece a
un género sudamericano, y dos especies (probable-
mente más) del Amblyrhynchus, género confinado en
las islas de los Galápagos. Hay una culebra que es
182 darwin: viaje deL «beagle» cáP.
numerosa; es idéntica, como me informa M. Bibron,
al Psammophis Temminckii de Chile. De tortugas ma-
rinas creo que ha de haber más de una especie, y en
cuanto a las de tierra, pronto haré ver que son de dos
o tres especies o razas. Faltan en absoluto ios sapos y
las ranas, circunstancia que me sorprendió, por serles,
al parecer, tan favorables la humedad y temperatura
del terreno cubierto de maleza. Esto me recordó la
observación de Bory de St. Vincent (1), esto es, que
no se halla un solo individuo de esta familia en nin-
guna de las islas volcánicas de los grandes océanos.
Hasta donde me permite asegurarlo el testimonio de
viajeros y naturalistas, la afirmación anterior parece
cierta en lo concerniente al Pacífico, y aun en las gran-
des islas del archipiélago Sandwich. La isla Mauricio
presenta una aparente excepción, pues en ella vi la
Rana Mascariensis, que abundaba mucho. Ahora se
dice que esta rana habita las Seychelles, Madagascar
y Borbón; mas, por otra parte, Du Bois, en su Viaje
de 1669, afirma que en la isla últimamente citada no
hay más reptiles que las tortugas. El Officier du Roi
dice que con anterioridad a 1768 se había intentado,
sin éxito, introducir ranas en Mauricio (supongo que
para hacerlas servir de alimento); de modo que cabe
dudar de si las ranas allí existentes son o no aborí-
genes de la isla. La ausencia de la familia de las ranas
en las islas oceánicas es muy notable, por contrastar
con el caso de los lagartos, que hierven hasta en las
islas más pequeñas. ¿No podría provenir esta diferen-
cia de la mayor facilidad con que los huevos de los
(1) Voyage aux Quatre fies (TAfrique. En cuanto a las islas
Sandwich, véase el Journal de Tyerman y Bennett, vol. I, pág. 434.
Acerca de la isla Mauricio, consúltese el Voyage par un Officier,
etcétera, parte I, pág. 170. No hay ranas en las islas Canarias,
Webb y Berthelot (Hist. Nat. des lies Canaries). No vi ninguna
en Santiago en las islas dei Cabo Verde, y tampoco existen en
Santa Elena.
XVn ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS l83
lag-artos, proteg-idos por conchas calcáreas, se prestan
a ser transportados por el agua salada, en compara-
ción de la cubierta viscosa de las ranas?
Viniendo ya a los quelónidos, describiré primero
los hábitos de la tortuga de tierra (Testudo nigraj an-
tiguamente llamada Indica) tantas veces citada. Estos
animales habitan, según creo, en todas las islas del
archipiélago, y seguramente son los más numerosos.
Frecuentan con preferencia las alturas húmedas, pero
viven también en regiones bajas y secas. Ya he pro-
bado cuánto deben abundar, juzgando por las que
pudieron cogerse en un solo día. Las hay que alcan-
zan un tamaño enorme; Mr. Lawson, un inglés y vice-
gobernador de la colonia, nos refirió haber visto al-
gunas tan grandes que se necesitaron seis u ocho
hombres para levantarlas del suelo, y que suminis-
traron hasta 200 libras de carne. Los machos viejos
son los mayores; las hembras rara vez llegan a ser tan
voluminosas; el macho puede ser conocido fácilmente
por tener la cola más larga que la hembra. Las tortu-
gas que viven en las islas donde no hay agua o en las
regiones bajas y secas de las demás se alimentan prin-
cipalmente de cactus suculentos. Las que frecuentan
las alturas húmedas comen las hojas de varios árboles,
una especie de baya (llamada guayabita) ácida y ás-
pera, y también un liquen filamentoso verde pálido
(Usnera plicata)^ que cuelga en trenzas de las ramas
de ios árboles.
Buscan con avidez el agua, de la que beben gran-
des cantidades, y se encenagan en el lodo. Las mayo-
res islas de este archipiélago son las únicas que tie-
nen fuentes, hallándose éstas situadas hacia las partes
centrales y a considerable altura. Las tortugas, por
tanto, que viven en las regiones bajas, cuando tienen
sed se ven obligadas a viajar desde largas distancias.
De ahí la multitud de anchos y apisonados senderos,
que se ramifican en todas direcciones, yendo de los
184
darwin: viaje del «beaqle»
CAP
manantiales a la costa, que sirvieron a los españoles
para descubrir los sitios en que había agua dulce.
Cuando desembarqué en la isla Chatham no pude
imaginar que animal alguno siguiera tan metódica-
mente unas rutas como las que vi, perfectamente tra-
zadas. Cerca de las fuentes era un espectáculo curioso
contemplar a los enormes queíonios avanzando unos
con el cuello extendido y regresando ptros después
de haber ingerido su ración de agua. No bien la tor-
tuga llega a la fuente, cuando, sin hacer caso de nin-
gún espectador, sepulta la cabeza en el agua hasta
encima de los ojos, y bebe ávidamente a grandes tra-
gos, a razón de 10 por minuto. Los habitantes dicen
que cada quelonio permanece tres o cuatro días en
las cercanías del manantial, y que después regresa a
ios terrenos bajos. Pero discrepan en cuanto a la fre-
cuencia de estas visitas. Las tortugas las regulan pro-
bablemente según la clase de alimento que toman. Sin
embargo, es cierto que dichos animales pueden vivir
aun en aquellas islas donde no hay otra agua que la
procedente de unos cuantos días de lluvia al año.
Tengo por un hecho bien comprobado que la ve-
jiga de las ranas actúa como un depósito para la hu-
medad necesaria a su existencia, y lo propio debe de
ocurrir con las tortugas. Por algún tiempo después de
su visita a las fuentes tienen las vejigas urinarias dis-
tendidas con el líquido, que, según dicen, decrece
gradualmente en volumen y se enturbia. Los isleños,
cuando caminan por las tierras bajas y se ven acosados
de sed, se aprovechan a menudo de esta circunstancia
y beben el contenido de que están llenas las vejigas;
en una tortuga que vi matar, el líquido era enteramen-
te límpido y sólo tenía un ligero amargor. Sin embar-
go, los habitantes beben siempre primero el agua del
pericardio, que se asegura ser la mejor.
Cuando las tortugas se encaminan deliberadamente
a un punto, viajan noche y día, y llegan al término de
XVII
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
185
SU expedición mucho antes de lo que podría esperarse.
Los isleños, en vista de las observaciones hechas en
algunas, después de marcarlas con una señal, calculan
que recorren unas ocho millas en dos o tres días. Yo
mismo vi una gran tortuga que avanzaba a razón de
60 metros en diez minutos, esto es, 360 por hora, o
cuatro millas por día, dejando algún tiempo para co-
mer en el camino. Durante el período de la procrea-
ción, cuando se reúnen macho y hembra, el primero
emite una especie de mugido bronco, que, según
cuentan, puede oírse a la distancia de más de cien me-
tros. La hembra nunca hace uso de la voz, y el macho
solamente en esas ocasiones; de modo que cuando la
gente de las islas oye ese ruido, sabe que tiene lugar
el apareamiento. Por esta época (octubre) era el tiem-
po de poner los huevos. La hembra, en terreno are-
noso, hace un hoyo girando sobre el peto; los depo-
sita en la cavidad practicada y los cubre con arena;
pero si el suelo es de roca, los pone indiferentemente
en cualquier hoyo. Mr. Bynoe halló siete en una hen-
dedura. Los huevos son blancos y esféricos; uno que
medí tenía siete pulgadas y tres octavos de circunfe-
rencia, siendo, por tanto, mayor que un huevo de ga-
llina. Las tortugas jóvenes recién salidas del cascarón
suelen ser presa de las aves rapaces que comen carro-
ña. Las viejas, de ordinario mueren de accidentes,
como, por ejemplo, de caer en precipicios; al menos,
varios de los habitantes de las islas me dijeron que
nunca habían visto muerta ninguna sin una causa ma-
nifiesta.
Los isleños creen que estos animales son absoluta-
mente sordos; lo cierto es que no oyen los pasos de
las personas que se les acercan o los siguen. Me en-
tretuve muchas veces en alcanzar a uno de estos gran-
des monstruos, mientras avanzaba pacíficamente, para
verla, en el momento de pasar yo, ocultar de pronto
la cabeza y las patas y dejarse caer en el suelo como
186 darwin: viaje del «beagle» cap.
muerta, profiriendo el áspero ruido sibilante que le es
peculiar. A menudo también me puse de pie sobre su
espaldar, y dando algunos golpes en la parte posterior
del mismo lograba que se levantara y emprendiera la
marcha; pero me tué difícil conservar el equilibrio. La
carne de este animal se emplea mucho, tanto fresca
como salada, y de la grasa se saca un aceite muy claro
y transparente. Cuando los isleños cogen una tortuga
le hacen una cortadura en la piel inmediata a la cola,
de modo que permita ver el interior del cuerpo y ase-
gurarse de sí es espesa o no la grasa debajo del es-
paldar. En caso negativo, dejan libre al animal, y se
dice que no tarda en curarse de tan extraña operación.
Para tener seguras a las tortugas de tierra no basta
volverlas patas arriba, como se hace con las de mar,
porque a menudo logran recobrar su posición natural.
Poca duda puede caber de que esta tortuga es un
habitante aborigen del archipiélago de los Galápagos,
porque se la halla en todas o casi todas las islas, aun
en algunas más pequeñas, donde no hay agua; con di-
ficultad se concibe que haya sido importada, tratán-
dose de un grupo de islas muy poco visitado en lo
antiguo. Además, los antiguos filibusteros hallaron
estas tortugas en número mucho mayor que al presen-
te; Wood y Rogers, en 1708, dicen ser opinión de los
españoles que no las hay en ninguna otra parte de
esta región del mundo. Hoy están distribuidas en un
área extensísima; pero cabe preguntar si es o no ab-
origen en los otros países que habita. La osamenta de
una tortuga de la isla Mauricio, asociada con la del
extinto Dodo, se ha considerado generalmente que
pertenecía a esta tortuga; a suceder así, habría sido
indígena; pero Mr. Bibron me hace saber que él la
cree distinta, puesto que lo es la especie ahora exis-
tente allí.
El Amblyrhynchus, notable género de lagartos, vive
exclusivamente en este archipiélago; hay dos especies
XVI!
ARCHlPléLAGO DE LOS GALÁPAGOS
187
que se parecen una a otra en la forma general, siendo
la una terrestre y la otra acuática. Esta última (A. crh
status) fué caracterizada primeramente por Mr. Bell,
que la presentó como enteramente peculiar y distinta
en sus hábitos de la iguana, fundándose en la forma
corta y ancha de su cabeza y en sus fuertes uñas, todas
de igual longitud. Abunda extraordinariamente en
Fig. %^-~Amblyrhynchus^: cristatus.
a, Diente de tamaño natural, y el mismo, aumentado.
todo el grupo de islas, y vive tan sólo en las costas
rocosas, sin que se la encuentre nunca, al menos yo
no la vi jamás, ni siquiera 10 metros tierra adentro. Es
un animal de aspecto repugnante, color negro, sucio,
estúpido y tardo en sus movimientos. La longitud co-
mún de los individuos y adultos es de un metro, poco
más o menos; pero los hay de 12 decímetros; uno
grande pesó 20 libras; en la isla de Albemarle pare-
cen ser mayores que en ninguna otra parte. Tienen la
cola aplastada en sentido vertical, y parcialmente uni-
dos por membranas los dedos de todos los pies. De
cuando en cuando se los ve, a varios centenares de
metros de la playa, nadando en el mar. El capitán
Collnett, en su Viaje, dice: «Salen al mar en cuadri-
llas a pescar, toman el sol en las rocas y pueden lia-
188
darwin; viaje del «beaglE);
CAP.
marse aligátores en miniatura.» Sin embargo, no debe
suponerse que se alimentan de peces. Cuando está en
el agua, este lagarto nada con perfecta facilidad y
rapidez, mediante un movimiento serpentino de su
cuerpo y cola aplastada, manteniendo las patas inmó-
viles y pegadas a los lados. Un marinero arrojó uno
al mar desde el barco, después dé haberle atado a una
cuerda con un gran peso, creyendo matarle de ese
modo; pero cuando una hora después tiró de la cuer-
da, le halló tan vivo como si nada le hubiera pasado.
Sus patas y fuertes uñas se adaptan admirablemente a
la operación de reptar por las masas hendidas y áspe-
ras de lava que forman en todas partes la costa. En
tales sitios puede verse a menudo un grupo de seis o
siete de estos reptiles repugnantes sobre las negras
rocas, a pocos pies de la superficie, tomando el sol
con las patas extendidas.
Abrí los estómagos de varios y los hallé repletos de
un alga fina (Ulva) que crece en delgadas expansio-
nes foliáceas, de un brillante color verde o rojo obscu-
ro. No recuerdo haber visto la menor porción de esta
alga en las rocas de marea, y tengo razones para creer
que crece en el fondo del mar, a poca distancia de la
costa. Si así es, se comprende que estos reptiles se in-
ternen a veces en el mar. El estómago no contenía
nada más que algas. Sin embargo, Mr. Bynoe halló en
uno un pedazo de cangrejo, que, no obstante, pudie-
ra muy bien haber sido tragado accidentalmente. De
un modo análogo, encontré una oruga envuelta en un
liquen en la panza de una tortuga. Los intestinos eran
grandes, como los de los animales herbívoros. La na-
turaleza del alimento de este lagarto, así como la es-
tructura de su cola y pies, y el hecho de que se le vea
nadando voluntariamente en mar de fondo, prueban
de modo incontestable sus hábitos acuáticos; sin em-
bargo, hay en este particular una pequeña anomalía, y
es que cuando se le asusta no entra en el agua. De ahí
XVII
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
189
que sea fácil obligarlos a retirarse a una punta de tie-
rra que avance sobre el mar, donde antes se dejarán
coger de la cola que arrojarse al agua. Nunca dan se-
ñales de querer morder, y si se los molesta mucho
vierten una gota de cierto líquido por las fosas nasa-
les. Varias veces lancé uno, tan lejos como pude, a un
profundo charco que había dejado la marea al retirar-
se; pero invariablemente regresó en línea recta al si-
tio donde yo estaba. Nadó cerca del fondo con gra-
cioso y rápido movimiento, y de cuando en cuando
se ayudaba de las patas para avanzar por el ondulado
fondo. En cuanto llegaba a la orilla, pero estando aún
bajo el agua, intentaba ocultarse en los matojos de
algas o se metía en alguna hendedura. No bien creyó
pasado el peligro, se encaramó sobre las secas rocas
y se alejó tan aprisa como pudo. Varias veces cogí a
este mismo lagarto, forzándole a seguir una ruta que
terminaba en el mar, y no obstante poder nadar y bu-
cear, nada fué capaz de moverle a entrar en el agua;
y tantas veces como le arrojé a ella, otras tantas vol-
vió de la manera antes descrita. Tal vez esta aparente
estupidez pueda explicarse por la circunstancia de no
tener este reptil enemigos de ningún género en la lí-
nea de la costa, mientras que en el mar debe ser pre-
sa de los numerosos tiburones. De ahí probablemente
que, solicitado por un instinto fijo y hereditario de
que la playa es un sitio de seguridad en cualquier con-
tingencia, propende a refugiarse en ella obstinada-
mente.
Durante nuestra visita (en octubre) vi poquísimos
individuos de esta especie y ninguno que tuviera me-
nos de un año, a lo que creo. De tal circunstancia, co-
lijo que probablemente no había comenzado la época
de la procreación. Pregunté a varios isleños si sabían
dónde ponían ios huevos; me dijeron que no sabían
nada sobre su manera de propagarse, aunque habían
visto muchas veces los huevos del lagarto de tierra;
190
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
hecho bastante curioso si se atiende a lo numerosa
que es la especie acuática.
Tócame hablar ahora de la especie terrestre fA, De
marlii)y que tiene la cola redonda y los dedos sin mem-
branas. En lug-ar de hallársele, como al anterior, en todas
las islas, habita sólo en la parte central del archipiéla-
go, esto es, es las islas de Albemarle, James, Barrington
e Indefatigable. En la parte Sur, en Charles, Hoop y
Chatham, y hacia el Norte, en las islas Towers, Bind-
loes y Abingdon, ni vi ninguno ni oí hablar de ellos.
Parece que hubieran sido criados en el centro del ar-
chipiélago y que se hubieran dispersado desde allí
sólo hasta cierta distancia. Algunos de estos lagartos
habitan en regiones altas y húmedas de las islas, pero
abundan mucho más en las bajas y estériles junto a la
costa. La mejor prueba que puedo dar de su excesivo
número es que cuando estuvimos en la isla James no
pudimos por algún tiempo hallar sitio, limpio de sus
madrigueras, en que plantar nuestra tienda. Como sus
hermanos los lagartos marinos, son animales feísimos,
de un tinte entre anaranjado amarillento y rojo pardus-
co; su ángulo facial, casi nulo, les da un aspecto sin-
gularmente estúpido. Son tal vez de un tamaño algo
menor que la especie marina; pero hubo varios que
pesaron de 10 a 15 libras. Se mueven perezosa y tor-
pemente. Cuando no se los asusta, se arrastran con
lentitud, con la cola y vientre pegados al suelo. A me-
nudo se paran y dormitan uno o dos minutos, con los
ojos cerrados y las patas traseras tendidas sobre el
árido suelo. Habitan en agujeros que suelen hacer
entre fragmentos de lava, pero más de ordinario en la
toba blanca, semejante a la arenisca de ciertos sitios
llanos. Esos agujeros no parecen ser muy profundos,
y penetran en la tierra formando un pequeño ángulo;
de modo que al andar por este suelo ruinoso los pies
se hunden, con no escasa molestia del caminante fati-
gado. El animal, en la operación de abrir su guarida.
XVII
•ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
191
trabaja alternativamente, cuándo con un lado del cuer-
po, cuándo con el otro. Una de las patas delanteras
araña el suelo por breve tiempo y arroja la tierra hacia
la pata trasera correspondiente, muy bien dispuesta
para retirarse de la boca del agujero. Cuando se ha
fatigado un lado, empieza el opuesto, y así prosiguen
alternativamente. Observé a uno por largo tiempo,
hasta que estuvo medio sepultado, y entonces, acer-
cándome, le cogí de la cola y le hice salir. Esto le sor-
prendió, como es natural, y volviéndose a mí se rae
quedó mirando de hito en hito, como diciendo: «¿Por
qué me ha tirado usted de la cola?»
Comen por el día, y no se alejan mucho de sus agu-
jeros; si se los asusta huyen a ellos de la manera más
desgarbada. A causa de la posición lateral de sus
patas, según parece, no pueden correr mucho si no es
cuesta abajo. No son tímidos; cuando se les pone de-
lante alguien, se quedan mirándole atentamente, re-
tuercen la cola, volviendo la punta hacia arriba, se le-
vantan sobre sus patas delanteras, mueven la cabeza
verticalmente con rapidez e intentan parecer fieros;
pero en realidad no lo son, pues basta dar una patada
en el suelo para que bajen la cola y huyan tan aprisa
como pueden. Con frecuencia he observado lagartijas
muscívoras que al encararse con alguno hacen demos-
traciones idénticas, ignoro con qué objeto. Si a este
Amblyrhynchus se le detiene y golpea con un palo, le
muerde con furia; pero habiendo cogido a varios por
la cola, nunca intentan hacer lo mismo. Cuando se
pone a dos frente a frente, pelean y se dan terribles
mordiscos, haciéndose sangre.
Los lagartos de esta especie que habitan las regio-
nes bajas (y son los más numerosos) apenas prueban
una gota de agua en todo el año; pero comen gran
cantidad de suculento cactus, cuyas ramas caen a me-
nudo tronchadas por el viento. Varias veces les eché
algunos trozos de dicha planta cuando había varios
192
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
juntos, y era divertido verlos luchar para cogerlos y
llevárselos en la boca, como hacen los perros ham-
brientos con los huesos. Comen con gran avidez, pero
sin masticar el alimento. Los pájaros saben lo inofen-
sivos que son, y he visto a un picogordo saciar su ape-
tito en el extremo de un cactus (planta muy buscada
por todos los animales de las partes bajas de las islas)
mientras uno de estos lagartos estaba comiendo en el
otro extremo, y poco después el avecilla se posó en
el lomo del reptil con la más absoluta indiferencia.
Abrí los estómagos de varios, y los encontré llenos
de fibras vegetales y hojas de diferentes árboles, en
especial de una acacia. En las regiones altas viven
principalmente de las bayas, acidas y astringentes, de
las guayabitas, y bajo ellas he visto estos lagartos co-
miendo juntos con enormes tortugas. Para procurarse
las hojas de acacia trepan a los ejemplares enanos y
achaparrados, y no es raro ver a un par de ellos ra-
moneando tranquilamente sobre una rama que se alza
sobre el suelo varios pies. Cocidos estos lagartos dan
una carne blanca, de que gustan las personas que no
conocen escrúpulos en punto a manjares. Humboldt
ha hecho notar que todos los lagartos habitadores de
regiones secas intertropicales de Sudamérica están
considerados como excelentes para la mesa. Los ga-
lapaguinos aseguran que los de las regiones altas y
húmedas beben agua, pero que los otros no snben a
buscarla, como las tortugas, desde las tierras bajas y es-
tériles. En la época de nuestra visita, las hembras es-
taban repletas de huevos numerosos, grandes y alar-
gados. Hacen la puesta en sus madrigueras, y los
isleños los buscan para utilizarlos como alimento.
Las dos especies de Amblyrhynchus convienen,
según dejo dicho, en la estructura general y en mu-
chos de sus hábitos. Ninguna de ellas posee la agi-
lidad característica de los géneros Lacerta e Iguana
Ambas son herbívoras, si bien la clase de plantas que
XVil
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
193
comen se diferencian mucho. Mr. Bell ha dado nom-
bre al género fundándose en la brevedad del hocico;
realmente, la forma de la boca puede casi compararse
con la de la tortuga; de suerte que el naturalista se
siente inclinado a suponer en estos reptiles una adap-
tación a sus instintos herbívoros. Resulta, pues, inte-
resantísimo hallar un género bien caracterizado, con
sus especies marina y terrestre circunscritas a una por-
ción limitada del globo. Sobre todo, la especie acuá-
tica es notabilísima, por comprender los únicos lagar-
tos que viven de plantas marinas. Según he dicho al
principio, lo particular de estas islas es no tanto el
número de especies de reptiles como el de individuos;
cuando recuerdo los apisonados senderos hechos por
millares de tortugas de tierra, las numerosas de mar,
las grandes extensiones minadas por los agujeros del
Amblgrhynchus terrestre, y los grupos de la especie
marina, que suelen tomar el sol en las rocas costeras
de todas las islas, me veo forzado a admitir que no
hay otra región del mundo donde este orden reem-
place a los mamíferos herbívoros en tan extraordinaria
manera. El geólogo, al tener noticia de este caso, re-
cordará tal vez la época secundaria, cuando la tierra
y el mar eran hervideros de lagartos, unos herbívoros,
otros carnívoros, de dimensiones sólo comparables
con nuestras ballenas hoy existentes. Al propio tiem-
po deberá fijar la atención en que este archipiélago,
en lugar de poseer un clima húmedo y una vegetación
exuberante, no puede ser considerado como extrema-
damente árido y bastante templado para ser región
ecuatorial.
Voy a terminar con la zoología. Las 15 especies de
peces marinos que pude procurarme aquí son todas
nuevas; pertenecen a 12 géneros, diseminados en un
área bastante amplia, excepto el Prionoius, cuyas cua-
tro especies previamente conocidas viven en la parte
oriental de América. En cuanto a conchas terrestres.
Darwin: Viaje. — T. II.
13
194
darwjn: viaje del «beagle»
CAP.
recogí 16 especies (y dos variedades bien marcadas),
todas peculiares de este archipiélago, exceptuando un
Helix hallado en Tahiti; una sola concha de agua dul-
ce (Paludina) es común a Tahiti y Tasmania. Mr. Cu-
ming, con anterioridad a mi viaje, se procuró 90 es-
pecies de conchas marinas, sin incluir varias — no
examinadas aún en particular — de TrochuSy Turbo,
Monodonta y Nassa. Me ha dado noticias de sus inte-
resantes resultados: de las 90 conchas, nada menos
que 47 son desconocidas en todas las restantes partes
del globo; hecho maravilloso si se atiende a lo am-
pliamente distribuidas que están de ordinario las con-
chas marinas. De las 43 conchas halladas en otras par-
tes del mundo, 25 habitan la costa occidental de Amé-
rica, y de ellas ocho son clasificables como variedades;
las 18 restantes (incluyendo una variedad) fueron
recogidas por Mr. Cuming en el archipiélago Low, y
algunas de ellas también en las Filipinas. Merece notar-
se el hecho de que se encuentren aquí conchas pro-
cedentes de islas de las partes centrales del Pacífico,
porque no se conoce una sola concha marina que sea
común a las islas de este océano y a la costa occiden-
tal de América. La extensión de mar franca que se
extiende al Norte y al Sur, frente a la costa occiden-
tal, separa dos provincias conquilíológicas enteramen-
te distintas; pero en el Archipiélago de los Galápagos
tenemos un territorio independiente, donde se han
creado muchas formas nuevas y donde esas dos gran-
des provincias conquilíológicas han enviado cada una
varios colonos. La provincia americana ha suminis-
trado también sus especies que la representen aquí,
porque hay una especie galapaguina de Monocerus,
género que sólo se halla en la costa occidental de
América, y también existen especies galapaguinas de
Fissurella y Cancellaria, géneros comunes en la cos-
ta occidental, pero no halladas (según me comunica
Mr. Cuming) en las islas centrales del Pacífico. Por
XVII
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
195
otra parte, hay especies g-alapag-uinas de Oniscia y
Stylifer, géneros comunes a las Indias Occidentales y
a los mares de la China e India, pero que no se han
encontrado ni en la costa occidental de América ni
en la central del Pacífico. Cúmpleme añadir aquí que
después de la comparación, hecha por les Sres. Cu-
ming e Hinds, de unas 2.000 conchas procedentes de
la costa oriental y occidental de América, no se halló
mas que una sola concha común, a saber, la Purpura
patula, que habita las islas occidentales, la costa de
Paraná y los Galápagos. Tenemos, pues, en esta parte
del mundo tres grandes provincias marinas conquilio-
lógicas enteramente distintas, aunque sorprendente-
mente próximas unas a otras, pues sólo están separa-
das por largas zonas, ya de tierra, ya de mar franca,
al Norte y al Sur.
Gran empeño puse en recoger insectos; pero, ex-
ceptuando Tierra del Fuego, nunca vi un territorio
tan pobre en este particular. Aun en las regiones altas
y húmedas hallé muy pocos, fuera de algunos dimi-
nutos Dípteros e Himenópteros, en su mayor parte
comunes en todo el mundo. Como antes he advertido,
los insectos, para ser una región tropical, tienen pe-
queñísimo tamaño y colores obscuros. De coleópteros
recogí 25 especies (sin contar un Dermestes y un Co-
rynetes, importados a todos los lugares en que tocan
los barcos); dos de ellos pertenecen a los Harpálidos;
dos, a los Hidrophilidos; nueve, a las tres familias de
Heterómeros, y los 12 restantes, a otras tantas familias
diferentes. Esta circunstancia de que un contado nú-
mero de insectos (y puedo añadir también de plan-
tas), aunque pocos en número, pertenezcan a muchas
familias diferentes, es, según creo, muy general. Mis-
ter Waterhouse, que ha publicado (1) una relación de
ios insectos de este archipiélago, y a quien debo los
(1) Ann. and Maa. of Natural History, vol. XVI, pág. 19.
196 darwin: viaje del cbeaqle» cap.
detalles anteriores, me dice que hay varios géneros
nuevos, y que de los géneros no nuevos, uno o dos
son americanos, y el resto, mundiales. Exceptuando
un Apate xilófago y uno, o probablemente dos, esca-
rabajos de agua, oriundos del continente americano,
todas las especies parecen ser nuevas.
La botánica de este archipiélago es, en absoluto,
tan interesante como la zoología. El Dr. J. Hooker
piensa publicar pronto en las Linnean Transactions
una relación completa de la flora (1), y a él le debo
muchos de los detalles siguientes: De plantas faneró-
gamas, de lo que hasta el presente es conocido, hay
185 especies, y 40 de criptógamas, haciendo un total
de 225, número del que he tenido la fortuna de traer
a Inglaterra 193. Entre las fanerógamas hay cien espe-
cies nuevas, y probablemente confinadas en este ar-
chipiélago. El Dr. Hooker supone que, de las plantas
que no son tan exclusivas de estas islas, al menos
10 especies, halladas cerca del terreno cultivado en la
isla Charles, han sido importadas. Es a mi juicio sor-
prendente que no se hayan introducido más especies
americanas, teniendo en cuenta que la distancia del
continente es sólo de 500 a 600 millas, y que (según
Collnett, pág. 58) las olas arrojan a menudo a las cos-
tas del Sudeste madera de deriva, bambúes, cañas y
frutos de una palma. La proporción de 100 plantas fa-
nerógamas entre 185 (o 175 excluyendo las malezas
importadas) enteramente nuevas es suficiente, según
(1) Para más detalles sobre la historia natural de estas islas,
puede leerse: Narrative of tke Surveying VoyagesofH. M. S. *Ad~
ventare'^ and <Beagle* (tom. II, págs. 484-505). El célebre Hooker
hizo el estudio de la^flora de este archipiélago basado en las colec-
ciones de Darwin. Los naturalistas de la expedición de L. Agassiz
y los del Albatros (expedición de A. Agassiz), realizadas muy pos-
teriormente (1885-91), han contribuido en amplia medida a su co-
nocimiento. Los escritos de los filibusteros son también fuentes
de estima. —Nota de la edic. española.
xvn
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
197
creo, para hacer del Archipiélago de los Galápagos una
provincia botánica distinta; pero esta flora no es tan
peculiar como la de Santa Elena, ni, a lo que me hace
saber el Dr. Hoolcer, como la de la isla de Juan Fer-
nández. La peculiaridad de la flora galapaguina se
pone sobre todo de manifiesto en ciertas familias; así,
hay 21 especies de Compuestas^ de las que 20 son ex-
clusivas de este archipiélago; esas especies pertenecen
a ¡12 géneros, y de ellos, 10 nada menos viven sólo
en este grupo de islas!... Me participa el referido doc-
tor Hooker que la flora galapaguina tiene indudable-
mente un carácter americano del Oeste, y que no pue-
de descubrir en ella ninguna afinidad con la del Pa-
cífico. De modo que si exceptuamos las 18 conchas
marinas, una de agua dulce y otra de tierra, que al pa-
recer han llegado aquí emigradas de' las islas centrales
del Pacífico, y asimismo la única especie evidente de
igual origen que se halla entre los picogordos gala-
paguinos, vemos que este archipiélago, si bien está en
el Océano Pacífico, zoológicamente forma parte de
América.
Si tal carácter se debiera sólo a las especies inmi-
grantes que han llegado a las islas de los Galápagos
procedentes de América, poco de particular habría en
ello; pero es un hecho que una gran mayoría de los
animales terrestres y más de la mitad de las plantas
fanerógamas son aborígenes. Fué de lo más sorpren-
dente que pude imaginar verme rodeado de nuevas
aves, nuevos reptiles, nuevas conchas, nuevos insec-
tos, nuevas plantas, y sin embargo, por innumerables
pormenores y minucias de estructura, y aun por el
timbre de voz y el plumaje de las aves, tener ante mis
ojos una representación de las templadas llanuras de
Patagonia o de los cálidos y secos desiertos del norte
de Chile. ¿Por qué en estos pedacitos de tierra, que
en su período geológico reciente deben de haber es-
tado cubiertos por el océano; que están formados de
198
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
lava basáltica» y por tanto se diferencian, en el carác-
ter geológico, del continente americano, y se hallan
colocados bajo un clima peculiar, y poseen seres or-
gánicos aborígenes asociados, tanto en especie como
en número, en proporciones distintas de las del con-
tinente, sometidas, por tanto, a diferentes influencias
recíprocas...; por qué, repito, han sido creados so-
bre tipos americanos de organización? Es probable
que el grupo de islas de Cabo Verde se parezca en
todas sus condiciones físicas a las islas de los Galá-
pagos mucho más que esta última a las costas de Amé-
rica, aunque los habitantes aborígenes de los dos gru-
pos sean totalmente dispares. Los del Cabo Verde
llevan la impronta de Africa, y los del Archipiélago de
los Galápagos, la de Am.éríca.
Hasta ahora no he indicado el rasgo más notable de
la Historia Natural de este archipiélago, y es que las
diferentes islas, en una extensión considerable, están
habitadas por conjuntos diferentes de seres. El vice-
gobernador, Lawson, me llamó la atención sobre este
hecho, manifestándome que había notables diferen-
cias entre las tortugas de las diversas islas, y que po-
día discernir con toda seguridad la isla de donde pro-
cedía cada una. Por algún tiempo no presté gran aten-
ción a este aserto, y ya había mezclado en parte las
colecciones de dos islas. Nunca pude figurarme que
unas islas separadas por 50 o 60 millas de distancia, y
la mayor parte a la vista unas de otras, formadas pre-
cisamente de las mismas rocas, gozando de un clima
idéntico, y que se levantan casi a la misma altura, es-
tuvieron pobladas por seres orgánicos diferentes; pero
pronto veremos que así sucede. Parece signo adverso
de casi todos los viajeros tener que salir precipitada-
mente de una localidad en cuanto han descubierto lo
más interesante que hay en ella; sin embargo, quizá
debo dar gracias porque obtuve suficientes materiales
XVII ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 199
para establecer este hecho notable en la distribución
de los seres orgfánicos.
Los habitantes, como he dicho, se precian de saber
distinguir las tortugas procedentes de las diferentes
islas, y aseguran que no sólo se diferencian en el ta-
maño, sino en otros caracteres. El capitán Porter ha
descrito (1) las de Charles y las de Hood, que es la
más próxima a ella, diciendo que sus espaldares son
gruesos y vueltos hacia arriba, como una silla de mon-
tar española, mientras que las tortugas de la isla James
se distinguen por ser más redondas, negras, y por
tener un sabor más agradable después de cocidas. Sin
embargo, Mr. Bibron me participa que ha visto lo que
considera dos especies distintas de tortugas, proce-
dentes de los Galápagos, aunque ignora de qué islas.
Los ejemplares traídos por mí a Inglaterra, cogidos de
tres islas, eran jóvenes, y probablemente debido a esta
causa ni Mr. Cray ni yo logramos descubrir en ellas
ninguna diferencia específica. He observado que el
Amblyrhynchus marino era mayor en la isla de Albe-
marle que en otras partes, y el citado Mr. Bibron me
notifica que conoce dos distintas especies acuáticas
de este género; de modo que las diferentes islas tuvie-
ron probablemente sus especies representativas o ra-
zas de Amblyrhynchus, así como de tortugas. La pri-
mera vez que este hecho provocó mi atención fué
cuando al comparar los numerosos ejemplares de sin-
sontes o pájaros mimos que habia cazado en diversos
puntos, con gran asombro descubrí que todos los de
la isla Charles pertenecían a una especie (Mimus tri-
fasciatus); todos los de Albemarle, al M. párvulus, y
todos los de James y Chatam — entre las que hay in-
terpuestas otras dos islas, como para enlazarlas — , al
M. melanotis. Estas dos últimas especies son muy afi-
nes, y algunos ornitólogos las consideran como razas
(1) Voyage in the U. S, ship *Essex», vol. I, pá.g. 215.
200
darwin: viaje del «beagle»
GAP.
O variedades muy marcadas; pero el M. irifasciaius
es enteramente distinto. Por desgfracia, la mayoría
de los ejemplares de la tribu de los picogordos esta-
ban todos mezclados; pero tengo poderosas razones
para suponer que algunas especies del subgrupo Geos-
piza viven confinadas en islas separadas. Si cada una
de éstas tiene sus representantes especiales de Geos-
pizay esto ayudaría a explicar el grandísimo número
de especies de dicho subgrupo en un archipiélago tan
pequeño, y, como probable consecuencia del número,
la serie perfectamente graduada en el tamaño de sus
picos. Se logró adquirir dos especies del subgrupo
Caciornis y dos del Camdrhynchus en el archipiélago,
y de los numerosos ejemplares de estos dos subgru-
pos cazados por cuatro colectores en la isla James se
vió que todos pertenecían a alguna especie de las pri-
meras, mientras que los numerosos ejemplares muer-
tos a tiros, bien en Chatam, bien en Charles (porque
todos estaban mezclados), pertenecían a las otras dos
especies; de donde podemos estar seguros que dichas
islas poseen especies representativas de estos dos sub-
grupos. En cuanto a las conchas terrestres, esta ley de
disfribución no parece cierta. En mi reducida colec-
ción de insectos, Mr. Waterhouse halla que entre los
rotulados con su respectiva localidad no hay ninguno
común a dos de las islas.
Por lo que ahora toca a la flora, veremos que las
plantas aborígenes de las diferentes islas son prodi-
giosamente distintas. Los resultados que pongo a con-
tinuación están abonados por la gran autoridad de mi
amigo el Dr. J. Hooker. Debo advertir desde luego
que recogí sin distinción todas las flores halladas en
las diferentes islas, y que, por fortuna, guardé por se-
parado mis colecciones. Sin embargo, no hay que fiar
demasiado de los resultados proporcionales, puesto
que las pequeñas colecciones traídas a Inglaterra por
algunos otros naturalistas ponen de manifiesto lo mu-
XVII
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
201
cho que aun es preciso estudiar la botánica de este
g^rupo; fuera de eso, hasta ahora sólo se han examinado
imperfectamente las Leguminosas.
Nombre
de la isla
Número
total
de
especies
Número
de especies
halladas
otras partes
del mundo
Número
de especies
confinadas
en el
Archipiélago
de los
1 Galápagos
Número
confinado
en una
sola isla
Número
de especies
confinadas
en el
Archipiélago
de los
Galápagos,
pero halla-
das en más
de una isla
Isla James. . .
71
33
38
30
8
Isla Albemar-
le
46
18
26
22
' 1
Isla Chatham.
32
16
16
12
4 1
Isla Charles. .
68
39
29
21
8 ^
(ó 29, restando
las plantas
probablemente
importadas)
Por este cuadro vemos patentizado el hecho, ver-
daderamente prodigioso, de que en la isla James, de
las 38 plantas galapaguinas o que no se hallan en otras
partes del mundo, 30 están exclusivamente confinadas
en esta isla, y en la de Albemarle, de 26 plantas aborí-
genes galapaguinas, 22 están confinadas en esta isla;
de modo que sólo cuatro se crían en otras islas del ar-
chipiélago; y así sucede, como se muestra en la tabla
anterior, con las plantas de las islas Chatham y Char-
les. Para hacer resaltar esta curiosísima distribución
citaré algunos casos particulares: la ScalesiOf notable
género arborescente de las Compuestas^ está confina-
202
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
da en este archipiélagfo; tiene seis especies: una de
Chatham, otra de Albemarle, otra de Charles, dos de
James, y la sexta, de alg-una de las tres últimas islas,
no se sabe de cuál. Ning-una de estas seis especies
habita al mismo tiempo en dos islas. Las EupRorbia,
un género cosmopolita ampliamente distribuido, tie-
nen aquí ocho especies, de las que siete viven confi-
nadas en el archipiélago, pero ninguna de ellas se da
a la vez en dos islas; los géneros Acalypha y Borre-
rioy ambos de distribución mundial, tienen, respecti-
mente, seis y siete especies, y ninguno de ellos posee
las mismas especies en dos islas, exceptuando una del
último género. Las especies de las Compuestas son
particularmente locales, y el Dr. Hooker me ha sumi-
nistrado otros ejemplos notabilísimos de la diferencia
de especies en las diversas islas. Además, observa
que esta ley de distribución se cumple, no sólo res-
pecto de los géneros confinados en el archipiélago,
sino también de los diseminados en otras partes del
mundo. De un modo análogo hemos, visto que las di-
ferentes islas tienen sus especies propias de los géne-
ros de tortugas terrestres, cosmopolitas, y de los pá-
jaros mimos, sinsontes o burlones, ampliamente distri-
buidos por América, así como de los dos subgrupos
galapaguinos de picogordos, y, casi con toda certeza,
del género galapaguino Amblyrhynchus.
La distribución de los vivientes de este archipiéla^
go no sería tan sorprendente si, por ejemplo, una isla
tuviese un pájaro burlón y otra isla algún otro género
algo distinto; si una isla poseyera su género peculiar
de lagartos y una segunda otro distinto, o ninguno; o
si las diferentes islas estuvieran habitadas, no por es-
pecies representativas de los mismos géneros de plan-
tas, sino por géneros totalmente distintos, como hasta
cierto punto sucede, pues un gran árbol que produce
bayas en la isla James no tiene especie que le repre-
sente en la isla Charles. Pero lo que hace subir de
xvil
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
203
punto mi asombro es que varias de las islas poseen
sus peculiares especies de tortugas, sinsontes o burlo-
nes, picogordos, junto con numerosas plantas, y que
estas especies tienen los mismos hábitos generales,
ocupan sitios análogos y llenan sin duda los mismos
fines en la economía natural de este archipiélago.
Puede sospecharse que algunas de estas especies re-
presentativas de las diversas islas, al menos en el caso
de la tortuga y de algunas aves, han de resultar, en fin
de cuentas, razas bien caracterizadas; pero esto mismo
ofrece un interés igualmente grande para el naturalista
filósofo. He dicho que la mayor parte de las islas están
a la vista unas de otras, y puedo puntualizar que la de
Charles dista sólo 50 millas de la parte más próxima
de la isla Chatham y 33 de la parte más cercana de la
isla de Albemarle. La isla de Chatham está a 60 millas
de la parte más vecina de la isla James; pero hay
entre ellas dos islas intermedias que no visité. La isla
James está solamente a 10 millas de la parte más pró-
xima de la isla de Albemarle; pero los sitios en que se
hicieron las colecciones están a la distancia de 32 mi-
llas, Debo repetir que ni la naturaleza deí suelo, ni
la altura del mismo, ni el clima, ni el carácter general
de los seres asociados, ni, por tanto, su acción recí-
proca, pueden diferir mucho en las diversas islas. Si
existe alguna diferencia apreciable en su clima, debe
de ser entre el grupo de barlovento — esto es, islas de
Charles y Chatham — y el de sotavento; pero, según
parece, no se nota la diferencia correspondiente en
las producciones de estas dos mitades del archi-
piélago.
Tal vez arroje alguna luz sobre el peculiar carácter
de las producciones vegetales y animales de las diver-
sas islas, y es el único dato que puedo aportar para
explicarlo, la circunstancia de que estuvieran aisladas
las islas septentrionales y. meridionales por corrien-
tes marinas que se dirigieran al O. o al ONO.; de
204
darwin; viaje del «beagle»
CAP.
hecho, entre las islas del Norte se ha observado una
gran corriente Noroeste, que sin duda establece una
separación eficaz entre la isla James y Albemarle.
Como el archipiélago está exento de huracanes y
fuertes vientos en grado excepcional, no es verosímil
el traslado atmosférico de aves, insectos o semillas li-
geras de unas islas a otras. Y, por último, la inmensa
profundidad del océano entre las islas y su origen vol-
cánico^ al parecer reciente (en sentido geológico),
hace en extremo improbable que hayan estado nunca
unidas: y ésta acaso es una consideración mucho más
importante que cualquiera otra, por lo que hace a la
distribución geográfica de los seres que las habitan.
Repasando los hechos referidos, el ánimo se llena de
asombro ante la magnitud de fuerza creadora, si tal
expresión cabe, desplegada en estas pequeñas, yermas
y rocosas islas, y más todavía de su diversa, aunque
análoga, acción sobre puntos tan próximos unos a
otros. He dicho que el Archipiélago de los Galápagos
podría llamarse un satélite del continente america-
no; pero mejor se denominaría un grupo de satélites
físicamente semejantes, orgánicamente distintos, pero
estrechamente relacionados entre sí, y todos en gra-
do notable, aunque mucho menor, con el gran conti-
nente americano.
Terminaré mi descripción de la Historia Natural
de estas islas exponiendo la extraordinaria mansedum-
bre de las aves.
Esta cualidad es común a todas las especies terres-
tres, a saber: los sinsontes o burlones, picogordos,
reyezuelos, muscívoras tiranas, alondras y rapaces ca-
rroñeras. Todas ellas se acercaban a menudo suficien-
temente para poderlas matar con una varita, y algunas
veces intenté hacerlo con una gorra o sombrero. Una
escopeta aquí es casi superflua, porque con el cañón
derribé un halcón que estaba posado en la rama de
XVn ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS 205
un árbol. Un día, estando echado en ei suelo, se posó
un pájaro mimo o burlón en el borde de una vasija,
hecha de concha de tortuga, que yo tenía asida, y em-
pezó a beber tranquilamente el agua; me permitió le-
vantarle del suelo en la vasija y casi cogerle de las
patas, cosa que estuve a punto de conseguir. Esta
misma experiencia la repetí con otras aves. En tiem-
pos pasados, las aves han debido de ser más mansas
que al presente. Cowley (el año 1684) dice que «las
tórtolas eran muy mansas y se posaban a menudo en
nuestros sombreros y hombros, de modo que podía-
mos cogerlas vivas; no huían del hombre hasta des-
pués que alguno de los nuestros Ies dispararon varios
tiros, con lo que se hicieron más esquivas*. También
Dampier, en el mismo año, refiere que un hombre ca-
minando a pie podría matar en una mañana seis o sie-
te docenas de estas aves. AI presente, aunque sin
duda muy mansas, no se posan en los brazos de las
personas, ni se dejan matar en tanto número. Es ex-
traño que no se hayan hecho más bravias, porque
estas islas, durante los últimos ciento cincuenta años,
han sido visitadas frecuentemente por filibusteros y
pescadores de ballenas, y, además, los marineros que
recorren los matorrales en busca de tortugas se entre-
tienen, cruelmente, en matar las avecillas que se po-
nen a su alcance. Pero aquí siguen todavía mansas, a
pesar de la persecución. En la isla Charles, coloniza-
da desde hace cosa de seis años, vi un muchacho sen-
tado junto a un pozo, y con una varita en la mano,
matando las palomas y picogordos que acudían a be-
ber. Cuando, llegué había cazado ya un montoncito de
ellas para la comida, y me dijo que siempre había te-
nido la costumbre de apostarse en este sitio con el
mismo objeto. Diríase que las aves de este archipiéla-
go, no habiendo aprendido todavía que el hombre es
un animal más peligroso que la tortuga o el Ambly-
rhynchuSf se le acercan sin temor, al modo que en In-
206
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
g-laterra ciertas aves esquivas, las urracas, por ejemplo,
se aproximan a las vacas y caballos que pastan en los
campos.
Las islas Falkland ofrecen otro ejemplo de poseer
aves igualménte mansas. La extraordinaria mansedum-
bre del pequeño Opeiiorhynchus ha sido observada
por Pernety, Lesson y otros viajeros. Pero tal propie-
dad no se observa sólo en dicha avecilla: el Polybo-
rus, la agachadiza, el ganso de montaña y tierra baja,
la calandria, y hasta algunos halcones, la poseen tam-
bién ,en grado mayor o menor. Como el caso se da en
parajes donde hay zorros, halcones y buhos, podemos
inferir que la ausencia de tales animales rapaces en el
Archipiélago de los Galápagos no es la causa de su
mansa condición. Los gansos de montaña de las islas
Falkland manifiestan, en las precauciones que toman
al construir sus nidos en las islitas, que conocen el pe-
ligro procedente de los zorros; mas no por eso se
muestran esquivos respecto del hombre, i a manse-
dumbre de las aves, y en especial la de las pollas de
agua, forma singular contraste con los hábitos de la
misma especie en Tierra del Fuego, donde los salva-
jes las han venido persiguiendo por espacio de siglos.
En las islas Falkland, los cazadores matan a veces en
un día más gansos de montaña que los que pueden
llevar a casa, mientras que en Tierra del Fuego cuesta
cazar uno casi tanto como en Inglaterra un pato salva-
je común.
En tiempo de Pernety (1763), todas las aves pare-
cían haber sido menos esquivas que al presente, pues
asegura que el Opeiiorhynchus llegaba casi a posár-
sele en el dedo y que con una varita mato 10 en me-
dia hora. En ese período, las aves deben de haber sido
tan mansas como lo son ahora en las Islas de los Ga-
lápagos. Al parecer, aquí han aprendido a precaverse
contra el hombre más lentamente que en las islas Falk-
land, donde han tenido medio de adquirir experien-
iVll
ARCHIPIÉLAGO DE LOS GALÁPAGOS
207
cia, pues además de las frecuentes visitas hechas por
los barcos, esas islas han estado a intervalos coloniza-
das durante largos períodos. Aun antiguamente, cuan-
do todas las aves eran tan mansas, fué imposible, se-
gún refiere Pernety, matar el cisne de cuello negro,
ave de paso, que probablemente llevó consigo la pru-
dencia aprendida en países extranjeros.
Puedo añadir que, al decir de Du Bois, todas las
aves de la isla Borbón en 1571-72, con la excepción
de flamencos y gansos, eran tan extremadamente man-
sas, que podían cogerse con la mano o matarse a pa-
los tantas como se quisieran. Además, en Tristán de
Acunha, en el Atlántico, Carmichael (1) afirma que
sólo dos aves de tierra, un tordo y una calandria, eran
«tan mansos que se dejaban coger con una red de
mano » . De estos varios hechos podemos, a lo que creo,
concluir, en primer lugar, que la esquivez de las aves
con respecto al hombre es un instinto particular diri-
gido contra él, y que no depende, en general, de las
precauciones sugeridas por otras fuentes de peligro; y
en segundo lugar, que las aves, individualmente con-
sideradas, no lo adquieren en breve tiempo por más
que se las persiga, si bien llega a ser hereditario en el
curso de sucesivas generaciones. En los animales do-
mesticados tenemos costumbre de ver nuevos hábitos
(1) Linnean Transacíions, vol. XI!, pág. 496. El hecho más
anómalo que he encontrado sobre este asunto es la esquivez de
las aves pequeñas en las regiones árticas de Norteamérica (según
las describe Richardson, Fauna Bore-, vol. II, pág. 332), donde se
dice que nunca son perseguidas. Lo cual es tanto más de extrañar
cuanto más en oposición con esa esquivez se halla la mansedum-
bre de las mismas especies en los parajes donde invernan en los
Estados Unidos. Hay muchas cosas inexplicables en lo concer-
niente a lo más o menos ariscas y recelosas que se muestran las
aves en ocultar sus nidos, como el Dr. Richardson observa acer-
tadamente. ¡Cuán extraño es que la paloma torcaz inglesa, gene-
ralmente tan esquiva, anide y críe en arbustos cercanos a las
casas!
208
DARWfN: VIAJE DEL OBEAGl.R»
CAP. XVII
mentales o instintos adquiridos que se convierten en
hereditarios; pero tratándose de animales en estado de
naturaleza, ha de ser siempre más difícil descubrir
casos de conocimiento adquirido y conservado por
virtud de la herencia. En cuanto a la esquivez de las
aves respecto del hombre, no hay modo de explicarla
sino por hábito adquirido: pocas aves jóvenes suelen
recibir daño del hombre en Inglaterra, al menos rela-
tivamente, si se limita la observación a un año cual-
quiera, y, no obstante, casi todas, incluso los pollos,
huyen de la gente. En cambio, en el Archipiélago de
los Galápagos y en las islas Falkland las aves han
sido pei^eguidas y cazadas por viajeros y colonos, y
a pesar de ello no han aprendido a temer al hombre.
De estos hechos podemos inferir el enorme trastorno
que debe de causar en un país la introducción de un
nuevo animal de presa antes que ios instintos de los
seres indígenas se adapten a la astucia o fuerza del
intruso (1).
(1) En 1831 el coronel ecuatoriano Ignacio Hernández tomó
posesión del ^archipiélago en nombre de su Gobierno, y se estable-
ció una pequeña colonia en las islas . — Nota de la edic. española.
CAPITULO xvm
Tahiti y Nueva Zelandia.
Paso por el Archipiélago Low. — Tahiti. — Aspecto. — Vegetación
en las montañas. — Vista de Eimeo. — Excursión al interior. —
Profundos barrancos. — Sucesión de cascadas. — Multitud de
plantas útiles silvestres. — Templanza de los habitantes. — Su
estado moral. — Parlamento convenido. — Nueva Zelandia. —
Bahía de las Islas Hippahs. — Excursión a Waimate. — Estableci-
miento de misiones. — Semillas inglesas fnatnralizadas. — Waio-
mio.— Funerales de una neozelandesa. — Partida para Australia.
20 de octubre . — Terminada la inspección del Ar-
chipiélago de los Galápagos zarpamos con rumbo a
Tahiti, y emprendimos nuestra larga navegación de
3.2ÍX) millas. Al cabo de unos cuantos días salimos de
la sombría y nebulosa región oceánica que durante el
invierno se extiende a gran distancia de la costa de
Sudamérica. Entonces disfrutamos de un tiempo claro
y brillante, mientras avanzábamos a razón de 150 ó
160 millas por día, sintiendo el efecto constante del
alisio. La temperatura en esta parte central del Pací-
fico es más alta que en las cercanías de la costa ame-
ricana. El termómetro del camarote de popa osciló
noche y día entre 26,6 a 28“,5, lo cual era deliciosí-
simo; pero con uno o dos grados más el calor se ha-
cía opresivo. Pasamos a través del Archipiélago Low o
Peligroso, y vi varios de esos curiosísimos anillos de
coral que apenas sobresalen del agua y han recibido
el nombre de Islas de Laguna. Una playa de brillante
Darwin: Viaje. — T. II.
14
210
darwin: viaje del «beagle»
CAP,
blancura aparece orlada por una faja de verde veg-e-
tación, y al contemplarla por ambos lados se la veía
ang’ostarse súbitamente a lo lejos y hundirse bajo
el horizonte. Desde lo alto de la arboladura se divi-
saba una anchurosa extensión de agua tranquila den-
tro del anillo; estas islas bajas de coral, que tienen un
espacio hueco en el centro, no guardan proporción
con el vasto océano, de donde surgen abruptamente,
y es asombroso que invasores tan débiles no sean
arrollados por el irresistible e infatigable oleaje del in-
menso mar impropiamente llamado Pacífíco.
15 de noviembre . — Al amanecer se presentó a la
vista Tahiti, isla que por siempre debe permanecer
clásica para cuantos viajen por el mar del Sur (1).
Vista de lejos, su aspecto no era atrayente. La fron-
dosa vegetación de las regiones inferiores permane-
cía aún oculta, y al paso que las nubes iban desapa-
reciendo, se mostraban hacia la parte central de la
isla los picos más agrestes y escarpados. No bien hubi-
mos anclado en la Bahía Matavai cuando nos vimos
rodeados de Qanoas. Aquel día era para nosotros do-
mingo; pero para los tahitianos, lunes; si hubiera ocu-
rrido lo contrario, no hubiéramos recibido ni una sola
visita, porque se observaba rigurosamente el precepto
de no botar al agua ninguna canoa en el día de la se-
mana señalado para las prácticas religiosas y el des-
canso. Después de comer saltamos a tierra con ánimo
de disfrutar de todas las delicias producidas por las
primeras impresiones de un nuevo país, y si, además,
este país es el encantador Tahiti. Una multitud de
hombres, mujeres y niños se habían reunido en la me-
morable Punta de Venus (2), prestos a darnos la bien-
(1) Véase Bougainville, Viaje alrededor del mundo, tomo II de
la colección de Viajes clásicos, editada por Calpe.
(2) Léase Bongainvílle (L. A.), Viaje alrededor del mundo,
tomo II de la colección de Viajes clásicos, editada por Calpe.
xvm
TAHITI y NUEVA ZELANDIA
211
venida con semblantes regocijados y sonrientes. Nos
escoltaron mientras íbamos a casa de Mr. Wiison, mi-
sionero de aquella región, el cual salió a recibirnos,
dispensándonos la acogida más afectuosa que podía-
mos desear.
Estuvimos sentados un breve rato en su casa, y lue-
go salimos cada uno a dar una vuelta por donde quiso,
pero regresamos por la tarde.
El terreno cultivable se reduce en casi toda la isla
a una franja de suelo bajo de aluvión, acumulado alre-
dedor de la base de las montañas y protegido de las
olas del mar por un arrecife de coral que rodea toda
la línea de la costa. Dentro del arrecife hay una exten-
sión de agua tranquila como la de un lago, donde las
canoas de los naturales se mueven sin el menor peli-
gro y en la que anclan los barcos. La tierra baja que
desciende hasta la playa, de arena coralina, se halla
cubierta de hermosísimas producciones de las regio-
nes intertropicales. En medio de los plátanos, naran-
jos, cocos y árboles del pan hay sitios limpios de árbo-
les, en los que se cultivan boniatos, yames, caña de
azúcar y piñas. Hasta el arbusto que forma el monte
bajo es un frutal importado, el guava (1), cuya intem-
perante multiplicación le hace tan dañino como la ci-
zaña. Ya había tenido ocasión de admirar muchas ve-
ces en el Brasil las variadas bellezas de los bananos,
palmas y naranjos, con sus mutuos contrastes; pero aquí
crece además el árbol del pan, notable por sus hojas
grandes, lustrosas y profundamente digitadas. Sorpren-
de contemplar espesuras formadas por un árbol que
echa ramas tan vigorosas como una encina inglesa,
cargado con grandes frutos alimenticios. Aunque rara
(1) El guava, o la guayaba, es un arbolito tropical americano
(Psidpium guayaba), de la familia de las mirtáceas, ahora cultiva-
do ya en todas las regiones intertropicales. Véase también la
nota de la página 48 del tomo I . — Nota de la edic. española.
212
darwin: viaje del «beaqle»
CAP
vez la utilidad de un objeto puede explicar el placer
de contemplarlo, sin embarg-o, en el caso de estos
hermosos bosques el conocimiento de los beneficios
que producen entra indudablemente por mucho en el
sentimiento de admiración. Los estrechos senderos
que culebrean por ellos, protegidos por el fresco ra-
maje del arbolado, conducen a las dispersas viviendas,
cuyos dueños nos recibieron en todas partes con ale-
gre satisfacción.
Nada me causó tan grata impresión como el carácter
de los habitantes (1). Hay en la expresión de su con-
tinente una suavidad que disipa al momento la idea de
estar tratando con salvajes, y una inteligencia que de-
muestra los adelantos que han hecho en la civilización.
La gente ordinaria, cuando trabaja, se desnuda ente-
ramente de la cintura para arriba, y entonces es cuan-
do mejor pueden apreciarse las condiciones físicas de
los tahitianos. Son altos, de anchos hombros, atléticos
y bien proporcionados. Alguien ha hecho la obser-
vación de que entre los atezados colores de los sal-
vajes ninguno impresiona al europeo más favorable-
mente que el de estos isleños. Un blanco bañándose
junto a un tahitiano parecería una planta blanqueada
artificialmente por los cuidados de un hábil jardinero,
comparada con otra de obscuro verdor que se hubie-
ra criado lozana en plena campiña. La mayoría de los
hombres están tatuados, y las figuras siguen la curva-
tura del cuerpo con tanta gracia, que causan un efecto
verdaderamente elegante. Uno de los dibujos más co-
munes, y que varía en los pormenores, recuerda el
penacho de una palmera. Principia en la línea media
de la espalda y se ramifica en curiosas curvas por am-
(1) Nadie ha pintado con igfual encanto las costumbres de
Tahiti como Bougainville. Véase su Viaje alrededor del mundo,
tomo 11 de la colección de Viajes clásicos, editados por Calpe.
Nota de la edic. española.
Xvnj
TAHITÍ Y NUEVA ZELANDIA
213
bos lados. Valiéndome de un símil algo fantástico,
diré que el cuerpo de un hombre así ornamentado
semeja el tronco de un hermoso árbol abrazado por
una delicada planta trepadora.
Muchas personas de edad tienen los pies cubiertos
de pequeñas fíguras, cuyo conjunto presenta la forma
de un calcetín. Sin embargo, esta moda ha pasado en
parte, siendo sucedida por otras. Aquí, aunque los es-
blos disten mucho de ser inmutables, cada uno debe
conservar el que prevalecía en su juventud. De modo
que un viejo lleva siempre estampada en la piel su
edad y no puede darse aíres de lechuguino. Las mu-
jeres se tatúan de igual modo que los hombres, y muy
comúnmente en los dedos. Al presente está genera-
lizada una moda extraña: la de afeitarse la cabeza en
forma circular, dejando sólo un anillo. Los misioneros
han intentado disuadir a la gente del país de continuar
con esa práctica, pero contestan que es la moda, cuyo
imperio se ejerce en Tahiti tan terminantemente como
en París. La vista de las mujeres me causó una des-
ilusión: son, por todos conceptos, muy inferiores a los
hombres. La costumbre de usar una flor blanca o es-
carlata en el cogote, o a través de un pequeño agu-
jero en cada oreja, es preciosa. Además, suelen ceñir-
se la cabeza con una corona tejida de hojas de coco,
que es también pantalla para los ojos. A mi juicio,
necesitan cubrirse con un traje mucho más que los
hombres.
Casi todos los naturales entienden algo de inglés;
de modo que conocen ios nombres de los objetos or-
dinarios, y mediante estas palabras, ayudadas de ges-
tos, pueden sostener una conversación imperfecta. Al
regresar por la tarde, en bote, nos detuvimos para
presenciar una escena muy pintoresca. Una multitud
de niños estaba jugando en la playa a la luz de nu-
merosas hogueras, que iluminaban el mar tranquilo y
el arbolado próximo, mientras otros, en rueda, can-
214
n\RWIN: VIAJE DEL «BEAQLE»
CAP.
taban canciones tahitianas. Nos sentamos en la arena,
incorporándonos a los grupos. La letra de sus cán-
ticos era improvisada, y, según creo, se refería a nues-
tro arribo; una chicuela entonó un verso, que los de-
más siguieron en parte, formando un bonito coro. El
conjunto de la escena nos daba la impresión inequí-
voca de estar sentados en las playas de una isla per-
dida en la inmensidad del famoso Mar del Sur.
17 de noviembre . — Este día está ¡registrado en el
cuaderno de bitácora como miércoles 17, en lugar de
martes 16, a causa de haber navegado siguiendo el
movimiento aparente del Sol. Antes del almuerzo el
barco apareció rodeado de una flotilla de canoas, y en
cuanto se dió permiso a los naturales para subir a bor-
do, se reunieron sobre cubierta lo menos unos 200.
Todos los del Beagle convinimos en que hubiera sido
difícil que tantos visitantes de cualquier otra proce-
dencia hubieran causado menos molestias. Cada uno
de ellos traía algo que vender; pero el principal ar-
tículo le constituían las conchas. Los tahitianos cono-
cían ahora perfectamente el valor de la moneda, y la
preferían a telas viejas y otros artículos. Sin embargo,
las diversas piezas de dinero inglés y español los des-
concertaban, y no parecían tranquilos con las mone-
das pequeñas de plata hasta que las cambiaban por
dólares. Algunos jefes habían acumulado importantes
sumas de dinero. Uno de ellos ofreció en cierta oca-
sión 800 dólares, o sea unas 160 libras esterlinas, por
una pequeña embarcación, y con frecuencia com-
praban botes balleneros y caballos a razón de 50 a
100 dólares.
Después de almorzar salté a tierra, y subí por la
pendiente más próxima, hasta la altura de 600 a 900
metros. Las montañas de la zona exterior eran lisas y
cónicas, pero escarpadas, y las antiguas rocas volcá-
nicas que las forman están cortadas por numerosos
XVIII TAHITI Y NUEVA ZELANDIA 215
barrancos profundos, que divergen desde las quebra-
das regiones centrales de la isla hasta la costa. Ha-
biendo cruzado el estrecho y bajo cinturón de fértil
tierra habitada, seguí una lisa y escarpada cresta entre
dos de los profundos barrancos. La vegetación era
singular, y se componía casi exclusivamente de peque-
ños heléchos enanos, mezclados en las partes supe-
riores con hierbajos; parecíase bastante a la de algu-
nas montañas de Gales, y esto, a tan corta distancia
de los huertos de plantas tropicales en la costa, era
en extremo sorprendente. En el punto más alto a que
llegué reapareció el arbolado. De las tres zonas de
relativa frondosidad, la inferior debe la humedad que
la fecunda a la circunstancia de su escaso declive y
altura; porque, levantándose apenas sobre el nivel del
mar, el agua de las regiones superiores pasa por ella
muy despacio. La zona intermedia no llega, como la
superior, a la atmósfera húmeda y nebulosa, y, por
tanto, permanece estéril. Los bosques de esta región
superior son de vistosísimo aspecto, estando en ellos
los cocoteros de la costa reemplazados por heléchos
arbóreos. Sin embargo, no debe suponerse que igua-
len en magnificencia a las selvas del Brasil. No cabe
esperar que una isla contenga el inmenso número de
producciones que caracteriza a un continente.
Desde el pico más alto a que subí se gozaba una
vista excelente de la lejana isla de Eimeo, sujeta a la
soberanía de Tahiti. Sobre las encumbradas y agrestes
cimas se acumulaban blancos nubarrones, que forma-
ban una isla en el cielo azul, como la formaba Eimeo
en el azul océano. La isla, exceptuando una pequeña
entrada, está completamente rodeada de un arrecife.
A la distancia en que me hallaba sólo era visible una
línea blanca y brillante, bien definida, señalando el
lugar donde las olas se encontraban por vez primera
con el muro de coral. Las montañas se alzan abrupta-
mente sobre la cristalina extensión de la laguna en-
216
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
cerrada dentro de la línea blanca que separaba las
aguas interiores de las exteriores y más obscuras del
océano. El conjunto era sorprendente y podía muy
bien compararse a un cuadro de forma oval, en el que
los rompientes representaban el marco; la laguna lisa,
el papel del margen, y la isla misma, el grabado o pin-
tura. Cuando por la tarde bajé de la montaña, me sa-
lió al encuentro un hombre a quien yo había regalado
un objeto de escaso valor, y me trajo bananas asadas,
todavía calientes, una pina y cocos. Después de haber
caminado bajo un sol abrasador, no conozco nada más
delicioso que la leche de un coco tierno. Las piñas
abundan aquí de tal modo, que la gente las come tiran-
do una parte de ellas, como se hace con los nabos en
Inglaterra. Son de un sabor exquisito, tal vez mejor
que las cultivadas en Europa, y esto, a lo que creo, es
el mejor elogio que puede hacerse de cualquier fruta.
Antes de volver a bordo, el misionero hizo saber al
tahitiano portador de los anteriores obsequios que le
necesitaba yo, junto con otro compañero, para guiar-
me en una breve excursión al interior de las mon-
tañas.
18 de noviembre . — Por la mañana temprano volví a
tierra, llevando provisiones en un morral y dos man-
tas, una para mí y otra para mi criado. Las sujetaron a
las extremidades de un palo largo, que alternativa-
mente llevaban al hombro mis compañeros. Estos hom-
bres están acostumbrados a llevar así hasta 50 libras
en cada punta de un palo, durante un día entero. Dije
a mis compañeros que se proyeyeran de comida y ro-
pas; pero me replicaron que en las montañas había de
sobra que comer, y que en cuanto a vestidos. Ies bas-
taba la piel. Emprendimos la marcha por el valle de
Tia-auru, regado por un río que desagua en el mar
junto a Punta Venus. Es una de las principales co-
rrientes de la isla, y tiene su nacimiento al pie de las
XVIIl
TaHITI y nueva ZELANDIA
217
cimas centrales más elevadas, que suben a la altura de
unos 2.100 metros. La isla toda están montañosa, que
no se puede penetrar en el interior sino remontando
los valles. En un principio, nuestra ruta pasó por bos-
ques que crecían en las dos riberas del río, y los altos
picos centrales que mostraban a intervalos, como a lo
largo de una avenida, con tal cual cocotero ondeando
al viento su elegante penacho de hojas, ofrecían una
vista en extremo pintoresca. El valle empezó en bre-
ve a estrecharse, y los lados a hacerse más altos y es-
carpados. Después de haber andado unas tres o cua-
tro horas, hallamos que la anchura de la barranca ape-
nas excedía la del cauce de una corriente. Ahora los
muros laterales caían casi a pico, pero, a causa de la
blandura de los estratos volcánicos, en todos los bor-
des salientes crecían árboles y otras plantas frondo-
sas. Estos precipicios debían tener unos 1.000 pies de
altura, y el conjunto formaba una garganta o cañón,
superior en magnificencia a todo lo que hasta entonces
había contemplado. Mientras el Sol permaneció sobre
el barranco, hiriéndole verticalmente con sus rayos, el
aire se conservó fresco y húmedo, pero después se
hizo pesado y sofocante. Comimos a la sombra de un
saledizo de roca, debajo de una fachada de lava co-
lumnaria. Mis guías se habían procurado ya un plato
de pececillos y camarones de agua dulce. Tenían una
pequeña red sujeta a un aro, y en los sitios donde el
agua era profunda y remansada, como nutrias, con los
ojos abiertos, seguían a los peces a los agujeros y rin-
cones y allí los cazaban.
Los tahitianos tienen la destreza de los animales
anfibios para moverse en el agua. Una anécdota refe-
rida por Ellis demuestra lo familiarizados que están
con dicho elemento. Con ocasión de estar desembar-
cando un caballo, en 1817, para la reina Pomarre, se
rompieron las eslingas y el animal cayó al agua; inme-
diatamente los naturales se arrojaron a ella por la bor-
218 darwin: viaje del «BEAGLE» caí»;
da, y con sus gritos y vanos esfuerzos de ayuda estu-
vieron a punto de ahogarle. Pero en cuanto salió a la
playa, todos los tahitanos allí presentes huyeron a es-
conderse para que no los viera el cerdo comehom-
bres, como llamaron al caballo.
Un poco más arriba el río se divide en tres peque-
ñas corrientes. Las dos del Norte eran impracticables,
efecto de una serie de cascadas que bajaban de las
cimas de las montañas más altas, y la tercera, según
todas las apariencias, era también inaccesible; pero
conseguimos seguir su curso ascendente por un cami-
no realmente extraordinario. Las laderas del valle eran
aquí casi verticales; pero, como sucede frecuentemen-
te con las rocas estratificadas, proyectaban pequeños
saledizos, que estaban cubiertos de espesos bananeros
silvestres, plantas liliáceas y otras exuberantes produc-
ciones de los trópicos. Los tahitianos, encaramándose
a estos bordes salientes para buscar comida, habían
descubierto una vereda por la que podía escalarse el
precipicio entero. El primer ascenso desde el valle
era muy peligroso, porque se necesitaba pasar una
pendiente casi vertical de roca desnuda, con ayuda
de las maromas que llevábamos al efecto. De qué
modo pudo descubrirse que este formidable sitio era
el único punto en que era practicable la ladera de la
montaña, no lo puedo concebir. Después avanzamos
con cautela a lo largo de uno de los saledizos, has-
ta llegar a una de las tres corrientes. Este rellano
formaba una plataforma, sobre la que vertía sus
aguas una hermosa cascada de algunos centenares
de piesde alta, y debajo otra cascada, de gran des-
nivel, caía en la corriente principal de la parte baja
del valle.
Desde este fresco y sombrío rincón dimos un rodeo
para evitar la cascada que teníamos encima. Como
anteriormente, volvimos a seguir los saledizos, que-
dando oculto en parte el peligro por la espesura de la
Xvm
TAHITI Y NUEVA ZELANDIA
219
veg'etación. Al querer pasar de uno de dichos bordes
salientes a otro, nos encontramos con un muro verti-
cal de roca. Uno de los tahitíanos, que poseía gran
destreza y agilidad, apoyó contra el paredón el tronco
’de un árbol, se encaramó por él, y luego, aprovechán-
dose de las grietas, llegó a la cima. Ató las cuerdas a
un pico que salía de la roca y nos las alargó para halar
el perro y el equipaje, subiendo después nosotros.
Debajo del borde en que descansaba el tronco, el
precipicio debía tener 500 ó 600 pies de profundidad,
y si el abismo no hubiera quedado oculto en parte
por ios heléchos y liliáceas colgantes, habría sentido
vértigo y nada me hubiera movido a intentar la subi-
da. Seguimos ascendiendo, a veces a lo largo de sa-
ledizos y a veces a lo largo de angostas crestas, que
dejaban ver por ambos lados profundos barrancos. En
la Cordillera he visto montañas de proporciones mu-
cho mayores, pero no hay nada comparable a lo que-
brado y agreste de las tahitianas. Por la tarde llega-
mos a una pequeña llanura en las márgenes de la co-
rriente que habíamos venido siguiendo, y que baja en
una cadena de cascadas; aquí vivaqueamos por la no-
che. En cada lado de la barranca había grandes gru-
pos de bananos de montana, cubiertos de un maduro
fruto. Muchas de estas plantas tenían de 20 a 25 pies
de altas y de tres a cuatro de circunferencia. Con
ayuda de tiras de corteza en lugar de cuerdas, cañas
de bambú por maderos, y anchas hojas de bananero
por techo, los tahitianos construyeron en pocos minu-
tos una excelente casa, y con hojas secas prepararon
una excelente cama.
Luego procedieron a hacer fuego y cocinar la cena.
Para lo primero, frotaron un palo aguzado de madera
en una muesca hecha en otro, como si trataran de
ahondarla, hasta que con el roce se encendió un poco
de serrín. La madera que usan es muy blanca y ligera
(el Hibiscus Tiliaceus)', de ella son los palos largos en
220
darwin; viaje del «beagle»
CAP.
que llevan las cargas y las flotantes escoras de sus ca-
noas. Obtúvose el fuego en unos cuantos segundos;
mas cualquiera que no esté práctico en el arte nece-
sitará hacer los mayores esfuerzos, como tuve ocasión
de comprobar, aunque al fin, con no pequeña satis-
facción de mi amor propio, logré poner el serrín en
ignición. El gaucho usa en las pampas un método dis-
tinto: tomando un palo flexible de medio metro de
largo, sujeta uno de sus extremos contra el pecho e
introduce el otro, que está aguzado, en el agujero de
una pieza de madera, y después da vueltas rápidamen-
te a la parte encorvada, como hace un carpintero con
un berbiquí; luego que los tahitianos hubieron hecho
una hoguera con palos y troncos, colocaron en ella una
porción de piedras del tamaño de bolas de cricket.
A los diez minutos el combustible se había consumido
y las piedras estaban calientes. Antes de esto habían
envuelto en paquetitos de hojas trozos de carne, pesca
y bananas maduras y sin madurar, junto con varias ex-
bemidades del yaro silvestre. Pusieron los paquetitos
verdes entre dos capas de las piedras calientes, que
yacían aún sobre el rescoldo, y lo cubrieron todo con
tierra, para que no pudieran escapar ni los vapores ni
el humo. En un cuarto de hora, poco más o menos,
todo quedó deliciosamente asado. Luego tendieron
ios tiernos paquetitos sobre un mantel de hojas de ba-
nano, y en un casco de coco trajeron agua fresca de
la vecina corriente. Con tales preparativos quedó ter-
minado el rústico servicio de la comida, la cual sabo-
reamos con excelente apetito.
No pude contemplar sin admiración las plantas
de las inmediaciones. A un lado y otro crecían bos-
ques de bananeros, cuyo fruto, no obstante su uti-
lidad como alimento, yacía pudriéndose en monto-
nes. Frente a nosotros había una extensa espesura
de caña de azúcar silvestre, y la corriente se desli-
zaba a la sombra de los verdes y nudosos tallos del
XVIII
TAHITI Y .NUEVA ZELANDIA
221
ava (1), tan famosa en oíros tiempos por su poderosa
virtud intoxicante. Mastiqué un trozo de esta planta, y
hallé que tenía un sabor acre y desagradable, propio
para hacerla creer venenosa. Gracias a los misioneros,
sólo se la encuentra ahora en estos profundos barran*
eos, donde no puede perjudicar a nadie. Junto a ella
vi el yaro silvestre (2), cuyas raíces, bien asadas, son
comestibles, y las hojas tiernas mejores que las espi-
nacas. Había además un yame silvestre y una planta
liliácea llamada ti (3), que se da en abundancia y tie-
ne una blanda raíz de color moreno, que por su forma
y tamaño parece un enorme tronco de madera; la to-
mamos de postre, pues se prestaba a ello por su sabor
dulce y agradable. También descubrí varios otros fru-
tos silvestres y hortalizas útiles. El riachuelo que nos
proveyó de agua fresca producía anguilas y cangrejos
de río. El paisaje que tenía ante mis ojos me llenó de
admiración al compararlo con los terrenos incultos de
las zonas templadas. Aquí se me presentó en toda su
evidencia la observación de que el hombre, al menos
el hombre salvaje, con sus facultades intelectuales sólo
en parte desenvueltas, es el niño de los trópicos.
Mientras se acercaba la noche, discurrí bajo la té-
trica sombra de los bananeros, corriente arriba. Pron-
(1) El ava o kava (Piper meíhpsticum), pimienta de los poli-
nesios, es una planta de cuya raíz se extrae un zumo que en pe-
queñas dosis es un tónico y estimulante, y bebido con exceso em-
briaga y envenena. Tiene entre los polinesios tradición ceremonial.
Nota de la edic. española.
(2) Lo que aquí llama Darwin yaro o aro silvestre es el taro
de los polinesios (Colocasia antiquorum o Arum esculentum), que,
originaria de la India, se ha propagado por todos los países tropi-
cales y aun subtropicales del Globo. Su tubérculo es alimento
principa! de los indígenas tahitianos. — Nota de la edic. española.
(3) El ti es voz polinesia con que se designa un arbolito (Tcet-
sia terminalis) cuyas raíces, de que se extrae azúcar y un licor es-
pirituoso, son consumidas por los indígenas de las islas del Pací-
fico. — Nota de la edic. española.
222
darv/ín: viaje del «beagle»
CAP.
to hallé cerrado el paso por una cascada de 200 a
300 pies de alta, encima de la cual había otra. Cito es-
tos desniveles tan repetidos del cauce de una corriente
insignificante para dar una idea general de la inclina-
ción del país. En el sitio abrigado donde cae el agua
no parece que haya soplado jamás una ráfaga de
viento. Conservábanse intactos los bordes finos de las
grandes hojas de ios bananeros, cubiertas de agua y
espuma, en lugar de aparecer desgarradas en miles de
tiras, como generalmente ocurre. Desde la posición
que ocupábamos, casi suspendidos sobre el lado ver-
tical de la montaña, alcanzamos a ver en parte los pro-
fundos abismos de los valles próximos; pero las eleva-
das cimas de las montañas centrales, irguiéndose a
seis grados del cénit, medio ocultaban el cielo del
crepúsculo. Sentados en aquel lugar, observamos el
sublime espectáculo que ofrecían las sombras de la
noche al envolver gradualmente las últimas y más ele-
vadas cimas.
Antes de echarnos a dormir, el tahitiano más viejo
se puso de rodillas, y con los ojos cerrados recitó una
larga oración en su lengua. Oró como un cristiano
debe hacerlo: con reverente compostura, sin temor al
ridículo ni vana ostentación de piedad. En todas nues-
tras refacciones no se probaba bocado sin haber reza-
do primero una oración de gracias. Me hubiera gusta-
do tener en nuestra compañía a los viajeros que du-
dan de la fe sincera de estos salvajes y creen que sólo
rezan cuando los está mirando el misionero. Antes de
amanecer llovió copiosamente, pero la techumbre de
hojas de banano evitó que nos tocara el agua.
19 de noviembre , — En cuanto apuntó el alba, mis
amigos, después de rezar sus preces matinales, prepa-
raron un excelente almuerzo, procediendo de igual
modo que en la tarde anterior. Y por cierto que par-
ticiparon de él con largueza; nunca he visto a nadie
xvni
TAHITI Y NUEVA ZELANDIA
223
comer tanto. Supongfo que esa enorme capacidad de
sus estomagaos proviene de alimentarse durante largos
períodos sólo con frutas y hortalizas, que en igualdad
de volumen contienen menor cantidad de substancias
nutritivas. Sin saberlo fui causa de que mis compañe-
ros quebrantaran una de sus observancias y propósi-
tos, según averigüé más tarde. Había llevado conmigo
una botella de licor, y cuando Ies brindé con ello no
supieron rehusar mi invitación; pero siempre que be-
bían un poco ponían su dedo en la boca y musitaban
la palabra «misionero». Hace unos dos años, aunque
estaba prohibido el uso del ava^ el vicio de la embria-
guez empezó a prevalecer, a causa de la introducción
de bebidas espirituosas. Los misioneros lograron per-
suadir a unos cuantos naturales influyentes de la ruina
inevitable que amenazaba a la población entera de la
isla si no se ponía coto al mal organizando una Aso-
dación de Templanza. Ora obedeciendo a su buen
sentido, ora por vergüenza, todos los caciques, y la
misma reina de Tahiti, entraron en la asociación men-
cionada. Inmediatamente se dictó una ley prohibiendo
la introducción de licores y castigando con una multa
tanto al comprador como al vendedor de los mismos.
Sin embargo, para no perjudicar a los que tenían gran-
des existencias, se concedió una tregua antes de em-
pezar a regir la mencionada ley Pero cumplido el
término señalado se efectuó un registro general, sin
excluir las casas de los misioneros, y toda el ava (como
llaman los tahitianos a las bebidas alcohólicas) se ver-
tió en tierra. Cuando se reflexiona sobre los efectos
de la intemperancia en los aborígenes de las dos Amé-
ricas, fuerza es convenir en que los misioneros de
Tahiti se han hecho acreedores a la gratitud de todos
cuantos se interesen por el bienestar y progreso del
país. Mientras la pequeña isla de Santa Elena perma-
neció bajo la autoridad de la Compañía de las Indias
Orientales, se prohibió la importación de las bebidas
224
DARWÍN: ViAJE DEL «BEAGLE»
CAP.
alcohólicas propiamente dichas, excluyendo ei vino
que se recibía del Cabo de Buena Esperanza, en aten-
ción a los daños que ocasionaban. No deja de causar
extrañeza, y aun desagrado, que en el mismo año que
se permitía la venta de licores en Santa Elena que-
dara prohibida en Tahiti por la libre voluntad del
pueblo.
Después de almorzar proseguimos nuestro camino.
Como mi objeto era meramente ver un poco del pai-
saje interior, regresamos por otra ruta, que descendía
hasta el fondo del valle principal. Durante cierto tre-
cho tuvimos que rodear por un intrincadísimo sende-
ro, a lo largo de la ladera de la montaña que formaba
el valle. En los sitios menos pendientes pasamos por
grandes espesuras de bananos silvestres. Los tahitia-
nos, con sus cuerpos desnudos y tatuados, las cabezas
adornadas de flores y vistos en la umbría de estos
bosques, hubieran formado un cuadro excelente repre-
sentando a los habitantes de algún país primitivo. En
nuestro descenso seguimos la línea de la cresta, que
era excesivamente estrecha y en trayectos considera-
bles tajada casi a pico, pero toda cubierta con vegeta-
ción. El extremo cuidado con que había que fijar el
pie hacía sumamente fatigosa la caminata. No cesé de
admirar estos barrancos y precipicios, sobre todo
cuando, al tender la vista por el país desde alguna es-
trecha y elevada lomera, el punto de apoyo era tan
reducido que me parecía estar colgado de un globo.
En este descenso sólo una vez tuvimos que valernos
de cuerdas, en ei punto por donde entramos en el
valle principal. Dormimos bajo el mismo saliente de
roca que nos había servido de techo el día antes; la
noche era hermosa, pero profundamente obscura, a
causa de la profundidad y angostura de la garganta en
que estábamos.
Antes de ver con mis ojos el país me parecía difícil
comprender dos hechos mencionados por ElHs, a sa-
XVII!
TAHITÍ Y NUEVA ZELANDIA
225
ber: que después de ias sang^rientas batallas de los anti-
guos tiempos, los supervivientes del bando vencido se
retiraran al interior de las montañas, donde un puñado
de hombres podía resistir a una numerosa multitud.
Ciertamente, media docena de combatientes, en algu-
nos sitios retirados de Tahiti, hubieran podido fácil-
mente rechazar la embestida de millares. El segundo
hecho es que después de haberse predicado el cristia-
nismo había en esta isla salvajes ocultos en las mon-
tañas, cuyos escondrijos eran desconocidos de los ha-
bitantes más civilizados.
20 de noviembre. — Por la mañana partimos tempra-
no, y alcanzamos Matavai al mediodía. En el camino
encontramos a un gran grupo de hombres atléticos,
que iban a recoger bananas silvestres. Allí supe que
el barco, por causa de la dificultad de hacer aguada,
se había trasladado al puerto de Papawa, adonde me
encaminé inmediatamente. Es éste un sitio delicioso.
El abra está rodeada de arrecifes, y el agua es tan
tranquila como la de un lago. El terreno cultivado,
con sus bellas producciones y sus casas rústicas espar-
cidas aquí y allá, desciende hasta el borde del agua.
Por los diversos relatos que había leído antes de
arribar a estas islas, sentía vivos deseos de formar jui-
cio personal y directo sobre su estado moral, aunque
tal juicio hubiera de resultar forzosamente incompleto.
En todos los casos, las primeras impresiones depen-
den mucho de las ideas previamente adquiridas. Había
tomado esas ideas de las Polynesian ResearcheSf de
Ellis, trabajo admirable e interesantísimo, pero de cri-
terio demasiado benévolo y optimista; otras dos obras
consultadas fueron el Viaje de Beechey y el de Kot-
zebue, que impugna vigorosamente todo el sistema de
las misiones. El que coteje estos tres relatos formará,
a mi juicio, un concepto bastante exacto del estado
presente de Tahiti. Una de las impresiones que saqué
Darwin: Viaje.— T. II.
15
226
darwin: viaje del «béagle»
CAP.
de las dos últimas autoridades era, a no dudarlo, in-
exacta, a saber: que los tahitianos se habían vuelto una
raza sombría y vivían en el temor al misionero. De tal
sentimiento no vi el menor rastro, a no ser que con la
palabra miedo se signifique respeto. En lugar de do-
minar el descontento o la tristeza, sería difícil hallar
en Europa multitudes de aspecto tan alegre y rego-
cijado. Se condena como equivocada y estúpida la
prohibición de la flauta y el baile, de acuerdo con el
juicio formado sobre el modo de observarse el des-
canso semanal entre los presbiterianos. Sobre estos
puntos no pretendo presentar mi dictamen contra el
de hombres que han residido en nuestras islas tantos
años como días estuve yo.
En general, me parece que la moralidad y religión
de los habitantes merecen elogios. Hay muchos que
combaten con más acrimonia que Kotzebue tanto a
los misioneros como a su sistema y los efectos que
produce. Los que así piensan nunca comparan el esta-
do presente de la isla con el de hace veinte años, ni
siquiera con el de Europa en el día de hoy; antes pa-
recen tomar por tipo el elevado modelo de la perfec-
ción evangélica. Esperan que los misioneros consigan
lo que los mismos apóstoles no consiguieron. Recri-
mínase a los misioneros por lo que el pueblo dista de
la mencionada perfección, en lugar de aplaudirles por
lo mucho que han logrado. Olvidan, o no quieren re-
cordar, que los sacrificios humanos, el poder ilimitado
de un sacerdote idólatra, la corrupción de costumbres
en un grado sin semejante en el resto del mundo, el
infanticidio como consecuencia de tal sistema, guerras
sangrientas en que no se perdonaba la edad ni el sexo,
son otros tantos males que han quedado abolidos, y
que la deshonestidad, la intemperancia y la licencia
han disminuido mucho con la introducción del cris-
tianismo. Hacer caso omiso de todo esto arguye baja
ingratitud en el viajero; porque si, por desgracia, le
XVIII
TAHITI Y NUEVA ZELANDIA
227
ocurriera estar a punto de naufragar en alguna costa
desconocida, sin duda haría votos por que se hubieran
extendido hasta ella las predicaciones del misionero.
En punto a moralidad, se ha dicho muchas veces
que es preciso calificar de muy deficiente la virtud de
las mujeres. Pero antes de censurarlas con demasiada
severidad convendrá traer a la memoria las escenas
descritas por el capitán Cook y Mr. Banks, en que in-
tervenían las abuelas y las madres de la generación
actual (1). Los más severos en sus juicios deberían con-
siderar lo mucho que influyen en la moralidad de las
mujeres europeas las ideas y prácticas de la educación
maternal, y, sobre todo, en cada caso particular, los
preceptos de la religión. Pero es inútil argüir contra
tales razonadores; paréceme que, disgustados de no
hallar el desenfreno y licencia de otros tiempos, se
obstinan en no dar crédito a una moralidad que qui-
sieran ver destruida, y a una religión que miran con
desdén, si es que no la desprecian positivamente.
Domingo 22 de noviembre . — El puerto de Papiete,
donde reside la reina, puede considerarse como ca-
pital de la isla; es también sede del gobierno, y es el
más frecuentado de los barcos. El capitán Fitz Roy
desembarcó, en compañía de varios oficiales, para
asistir a los oficios religiosos de la capilla, primero en
idioma tahitiano y luego en inglés. Ofició Mr. Prit-
chard, primer misionero de la isla. El edificio era una
amplía y aérea construcción de madera, que estaba
repleta de gente limpia y aseada, de todas las edades
y de ambos sexos. Sufrí un desencanto en lo relativo
a la atención y compostura; pero creo que esperaba
demasiado. Con todo, el efecto del conjunto era exac-
tamente igual al de las iglesias rurales de Inglaterra.
(1) Véase los Viajes de Cook en la colección de Viajes clási-
cos, editada por Calpe.
228
darwin: viaje del «beaglex
CAP.
El canto de los himnos resultó, sin disputa, agradable;
pero el sermón del misionero, aunque pronunciado
sin tropiezos, sonaba desagradablemente; la repetición
constante de palabras como tata, ta, mata mai le
hacía monótono. Después de terminado el servicio
religioso en inglés, unos cuantos marineros regresaron
a pie a Matavai. Era un paseo agradable, que a trechos
corría a lo largo de la playa y a trechos a la sombra
de un hermoso arbolado.
Hace cosa de dos años, un pequeño barco bajo pa-
bellón inglés fué robado por algunos naturales de las
islas Low, que entonces se hallaban sujetas a la reina
de Tahiti. Se creyó que los perpetradores obedecie-
ron a instigaciones de ciertas leyes indiscretas pro-
mulgadas por Su Majestad. El Gobierno inglés pidió
una indemnización, que fué reconocida como justa,
conviniéndose en que el Gobierno de Tahiti pagaría
una suma aproximada a 3.000 dólares el día 1 del pa-
sado septiembre. El comodoro que estaba en Lima
ordenó al capitán Fitz Roy averiguar lo que hubiera
sobre esa deuda y pedir satisfacción en el caso de no
haber sido satisfecha. A consecuencia de ello, el ca-
pitán pidió una entrevista con la reina Pomarre, ya fa-
mosa por el mal trato recibido de los franceses, y hubo
de reunirse un Parlamento para examinar el asunto,
asistiendo los jefes principales y la reina. Después de
haber sido descrita esta entrevista con todo género
de interesantes pormenores por el capitán Fitz Roy,
no intentaré repetirlos aquí. Resultó que no se había
pagado la indemnización; las razones alegadas eran
tai vez de dudoso valor; pero, por otra parte, no hallo
palabras para expresar la admiración que nos causaron
el buen sentido, las racionales observaciones, la mo-
deración, la ingenuidad y la pronta resolución demos-
tradas por ambas partes. Creo que todos salimos de
la reunión con un concepto de los tahitianos muy dis-
tinto del que teníamos al entrar. Los jefes y el pueblo
XVlíi
TAHÍTI Y NUEVA ZELANDIA
229
decidieron ayudar con una suscripción y completar la
suma que se necesitaba. El capitán Fitz Roy manifestó
que lamentaba ver el sacrificio impuesto a la propie-
dad particular por el delito de unos isleños distantes.
Pero los jefes replicaron que agradecían aquella con-
sideración y que, siendo Pomarre su reina, estaban re-
sueltos a prestarle ayuda en aquel apuro. Este acuerdo
y su pronto cumplimiento, pues la suscripción se ini-
ció a la mañana siguiente muy temprano, puso término
a esta notabilísima escena de lealtad y honrados sen-
timientos.
Terminada la discusión, varios jefes aprovecharon
aquella coyuntura para hacer al capitán Fitz Roy mu-
chas y atinadas preguntas, relativas al trato de los bar-
cos y extranjeros, según las costumbres y leyes inter-
nacionales. Sobre ciertos puntos, no bien se tomó la
decisión, dictóse la ley en el acto. Este Parlamento
tahitiano duró varias horas, y cuando se terminó, el
capitán Fitz Roy invitó a la reina Pomarre a visitar el
Beagle.
25 de noviembre . — Por la tarde se enviaron cuatro
botes en busca de Su Majestad: el barco se engalanó
con banderas y la marinería subió a las vergas al lle-
gar la reina a bordo. Venía acompañada de la mayor
parte de los jefes. Todos se portaron con extremada
corrección; a cada instante pedían permiso para exa-
minar cualquier objeto de cubierta, y parecían com-
placidísimos con los regalos del capitán Fitz Roy. La
reina es una mujerota desgarbada, sin belleza, gracia
ni dignidad. El único atributo real que la distingue es
una perfecta impasibilidad en todas las circunstancias,
y ésta acompañada de una expresión huraña. Los
cohetes voladores fueron muy admirados por la mul-
titud, que prorrumpía en prolongados «¡Oh!», que se
oían desde la orilla, todo en torno de la negra bahía.
También causaron admiración los cantos de los mari-
230 ■
darwin: viaje del cbeagleo
CAP.
nos, y la reina dijo que uno de los más entusiastas ¡no
podía ser un himno! La regia comitiva no regresó a
tierra hasta pasada la media noche.
26 de noviembre . — Por la tarde, con una suave bri-
sa de tierra, zarpamos con rumbo a Nueva Zelandia, y
a la luz del Sol poniente echamos una ojeada de des-
pedida a las montañas de Tahiti, isla que ha recibido
el tributo de admiración de todos los viajeros.
19 de diciembre . — Por la tarde vimos a lo lejos
Nueva Zelandia. Ahora podíamos imaginar que casi
habíamos cruzado el Pacífico. Preciso es navegar por
este gran océano para comprender su inmensidad.
Avanzamos durante semanas enteras sin ver otra cosa
que el mismo azul y profundo océano. Aun en los ar-
chipiélagos, las islas no son mas que meras manchas,
a gran distancia unas de otras. Acostumbrados a mirar
su extensión en mapas dibujados en pequeña escala,
donde se agrupan puntos, sombras y nombres, no for-
mamos juicio exacto de cuán infinitamente exigua es
la proporción de tierra emersa en el agua de esta vas-
ta extensión. Habíamos pasado el meridiano de los
antípodas, y ahora cada legua nos traía a la memoria
el grato recuerdo de la patria, a que empezábamos a
acercarnos. Estos antípodas suscitan en la imaginación
las dudas y asombro de los días de la niñez. El otro
día no más, tendía yo la vista adelante hacia esa ba-
rrera imaginaria, como una lineaídefinida en nuestro
retorno a casa; pero ahora veo que tanto ella como
los demás sitios en que esperamos descansar son para
la imaginación como sombras que huyen delante del
que las persigue. Una tempestad de viento que duró
algunos días nos dió amplia tregua para calcular en
los ratos de ocio las futuras etapas de nuestra larga
navegación hacia el suelo patrio y para desear viva-
mente que terminara cuanto antes.
xvm
TAHITI Y NUeVA ZELANDIA
231
21 de diciembre . — Entramos de madrugada en la
Bahía de las Islas, y como estuvimos encalmados algu-
nas horas cerca de la boca, no llegamos al ancladero has-
ta la mitad del día. El país está cubierto de montañas
de suave perfil y cortadas profundamente por numero-
sos brazos de mar, que se extienden des de labahía. El
terreno, visto de lejos, parece alfombrado de tosco
pasto, pero en realidad son heléchos. En las monta-
ñas más distantes, así como en ciertas porciones de
los valles, hay bastante bosque. El color general del
paisaje no es de un verde brillante, y desde cerca re-
cuerda el del sur de Concepción, en Chile. En varias
partes de la bahía se ven esparcidas aldehuelas de
casas cuadradas y limpias, que descienden hasta el
borde del agua. Había anclados tres barcos balle-
neros, y de cuando en cuando cruzaba de playa a pla-
ya una canoa; fuera de eso, reinaba en toda la región
cierto aire de extrema quietud. Una sola canoa se
llegó al costado del Beagle. Esta circunstancia y el
aspecto general del conjunto formaba un contraste
notable y poco grato con el ruidoso y alegre recibi-
miento que habíamos tenido en Tahiti.
Por la tarde saltamos a tierra, y nos encaminamos
a uno de los mayores grupos de casas, que apenas
merecen el nombre de aldea. Se llama Pahia, y es la
residencia de los misioneros, donde no hay otros in-
dígenas que los criados y trabajadores. En las cerca-
nías de la Bahía de las Islas, el número de ingleses, in-
cluyendo sus familias, varía entre dos y tres centenares.
Todas las quintas, muchas de las cuales están enjalbe-
gadas de blanco y parecen muy limpias, pertenecen a
súbditos de Inglaterra. Las chozas de los naturales son
tan pequeñas y ruines, que apenas se las divisa desde
lejos. En Pahia era delicioso contemplar las plantas
inglesas en los jardines ante las casas; había rosas de
varias clases, madreselvas, jazmines, claveles y setos
enteros de escaramujo oloroso o de agavanzos.
232
darwin: viaje del VBEAGLE»
CAP.
22 de diciembre . — Por la mañana salí a dar un paseo,
pero pronto vi que el país era intransitable. Todas las
montañas están cubiertas de alto helécho, mezclado
con un arbusto bajo que se parece en su ramaje al ci-
prés, habiendo muy poca tierra despejada o cultivada.
Probé a caminar por la playa; pero ahora tomara por la
derecha, ahora por la izquierda, no tardé en encontrar
obstruido el paso por pequeñas vías de agua salada y
profundos arroyos. Los habitantes de las diversas par-
tes de la bahía se comunican casi exclusivamente por
medio de botes (como en Chiloe). Una de las cosas
que más me sorprendieron fué ver que la mayor parte
de las montañas a que subí habían estado en otro
tiempo más o menos fortificadas. Los puntos más altos
estaban cortados en bancales o terrazas sucesivas, ante
los que a menudo se habían abierto profundas trin-
cheras. Después observé que las montañas principales
del interior presentaban, análogamente, un perfil arti-
fíciah Estos son los célebres pahs, que tantas veces
cita el capitán Cook con el nombre de hippahs, que
se diferencia del anterior en llevar el artículo prefijo.
Que los pahs hayan sido muy empleados en época
anterior es evidente, por’las pilas de conchas y los po-
zos, en que, según me dijeron, se guardaban boniatos
como alimentos de reserva. No habiendo agua en es-
tas montañas, los defensores no hubieran podido nun-
ca resistir un asedio prolongado, sino, a lo sumo, un
asalto repentino, planeado para saquear el país. Con-
tra una agresión de esta índole, las terrazas sucesivas,
sin duda, hubieran sido buena protección. La intro-
ducción general de las armas de fuego ha transfor-
mado enteramente el sistema de guerrear, y una posi-
ción descubierta en lo alto de una montaña es ahora
peor que inútil. Por lo mismo, los pahs se construyen
hoy en un trozo de terreno llano. Se componen de
una doble estacada de postes gruesos y altos, dis-
puestos en zigzag, de modo que cada parte pueda ser
XVJII
TAHITI Y NUEVA ZELANDIA
233
flanqueada. Dentro de !a cerca de estacones se forma
un montículo de tierra, detrás del cual se apostan ios
defensores, protegidos de los tiros enemigos y en con-
diciones de hacer fuego. En la parte llana se excavan
a veces caminos subterráneos que pasan al través del
parapeto, y por ellos se deslizan los defensores hasta
la empalizada para practicar reconocimientos en la
hueste enemiga. El reverendo W. Williams me hizo
esta descripción, y añadió que en algunos pahs se ha
notado la existencia de contrafuertes que avanzaban
hacia el lado interior y protegido del montículo de
tierra. Habiéndole preguntado el jefe para qué ser*-
vían, respondió que para ocultar los muertos y heridos
a los combatientes próximos, evitando así que des-
mayaran.
Los neozelandeses consideran estos pahs como me-
dios perfectísimos de defensa, porque las fuerzas asal-
tantes nunca poseen la disciplina necesaria para em-
bestir todas unidas contra la empalizada, derribaría y
penetrar en ella. Cuando una tribu guerrea, el jefe no
puede mandar a un destacamento que vaya a un pun-
to y a otro que efectúe tal operación, sino que cada
uno pelea en la forma que le agrada. Pero, como es
natural, a cada combatiente aislado le parece que
acercarse a una empalizada defendida por armas de
fuego es ir a una muerte cierta. En vista de todo ello,
me inclino a creer que con dificultad se hallará en
ninguna parte del mundo una raza más belicosa que
los neozelandeses. Así lo confirma su modo de pro-
ceder cuando veían por vez primera un navio, según
refiere el capitán Cook, pues «acudían a la playa y,
lejos de huir ante un objeto tan enorme y para ellos
nuevo, le arrojaban piedras en gran número, gritando:
«¡Acércate aquí y te mataremos y comeremos!» De
este antiguo espíritu belicoso quedan aún rastros evi-
dentes en muchas de sus coshimbres, y hasta en sus
modales ordinarios. Si se da un golpe a un neoze-
234
darwin; viaje del «beaqle»
CAP.
landés, aunque sea en broma, lo devolverá indefecti-
blemente, y de ello vi un ejemplo con uno de los ofi-
ciales del Beagle. Al presente, con el progreso de la
civilización, han disminuido mucho las guerras, excep-
to entre algunas tribus del Sur. He oído una anécdota
característica que tuvo lugar hace algún tiempo en el
Sur. Un misionero halló a un jefe y a su tribu prepa-
rándose para una campaña; los fusiles estaban limpios
y brillantes, y las municiones preparadas. El pastor les
predicó largamente sobre la inutilidad de la guerra y
el poco motivo que había para hacerla. El jefe vaciló
en su resolución, dando muestras de dudar; pero al fin
se le ocurrió que tenía un barril de pólvora en mal
estado y se le echaría a perder dentro de poco. Esta
circunstancia se interpretó como un argumento incon-
testable en pro de la necesidad de declarar inmedia-
tamente la guerra; ni por un momento era posible ad-
mitir la posibilidad de dejar que se estropeara tanta
cantidad de excelente pólvora, y esto zanjó la cues-
tión. Los misioneros me contaron que mientras había
vivido Shongi, el famoso jefe que estuvo en Inglaterra,
el móvil principal de todas las acciones era el afán de
guerrear. La tribu por él acaudillada había sufrido du-
rante mucho tiempo la opresión de otra procedente
del río Támesis, uno de los de la isla. Los hombres
juraron solemnemente que cuando sus muchachos lle-
garan a mozos y contaran con fuerzas bastantes toma-
rían venganza de aquella vejación. Cumplir este jura-
mento fué la razón que determinó el viaje de Shongi
a Inglaterra, y mientras estuvo allí no pensó en otra
cosa. No consideró como de valor sino los regalos
que podían convertirse en armas, y la fabricación de
éstas fué lo único que le interesó. Estando en Sydney,
Shongi, por una extraña coincidencia, se encontró
con el jefe enemigo de río Támesis en casa de míster
Marsden; allí se trataron con toda cortesía, pero Shon-
gi dijo a su contrario que cuando regresara a Nueva
XVJIl
TAHITI Y NUEVA ZELANDIA
235
Zelandia no dejaría jamás de hacerle la g-uerra. El des-
afío fué aceptado, y Shongi, en cuanto volvió, cum-
plió al pie de la letra el juramento hecho. Venció y
destrozó a la tribu enemiga, logrando además dar
muerte a su caudillo. Dícese que Shongi era de buen
natural, no obstante alimentar sentimientos tan pro-
fundos de odio y venganza.
Por la tarde fui con el capitán Fitz Roy y uno de
los misioneros, Mr. Baker, a visitar Kororadika; dimos
unas vueltas por la aldea, y conversé con muchos de
los habitantes, hombres, mujeres y niños. Al ver a los
neozelandeses, se los compara, naturalmente, con los
tahitianos; y de hecho, ambos pertenecen a la misma
familia oceánica. La comparación, sin embargo, resul-
ta desfavorable para los primeros. Tal vez sean éstos
superiores en energía; pero en las demás cualidades
se hallan muy por bajo de los tahitianos. Basta mirar-
los al rostro a unos y a otros para convencerse de que
los neozelandeses son salvajes y los tahitianos gente
civilizada. En vano se buscaría en Nueva Zelandia un
hombre que tuxnera el semblante y la expresión del
viejo jefe tahitiano Utamme. A no dudarlo, el extraño
tatuaje que aquí se usa contribuye mucho a dar a los
neozelandeses un aspecto desagradable. Las compli-
cadas, pero simétricas, figuras que cubren totalmente
el rostro desconciertan y confunden al ojo no aveza-
do; es además probable que las incisiones profundas,
destruyendo el juego de los músculos superficiales,
dan cierto aire de inflexibilidad rígida. Pero a esto se
agrega un guiño especial de ojos que sólo puede in-
dicar astucia o ferocidad. Los neozelandeses son altos
y fornidos, pero no son comparables en elegancia con
ios de las clases trabajadoras de Tahití (1).
(1) Los habitantes de Nueva Zelandia son maori, miembros
de la rama Tongafiti, de la raza polinesia. Cuando fueron descu-
biertos poseían un gobierno teocrático-militar e ideas relativa-
236
darwin: viaje del pbeaqle»
CAP.
Tanto sus personas como sus casas son sucias y re-
pugnantes; no les entra en la cabeza la idea de lavar-
se el cuerpo ni el vestido. Vi a un jefe que llevaba
una camisa negra y cubierta de manchas, y cuando le
pregunté la razón de ello me respondió con sorpre-
sa: «¿No ves que es vieja?> Algunos de los hombres
tienen camisas; pero el vestido más común consiste
en una o dos mantas grandes, de ordinario ennegre-
cidas por la suciedad, que se echan sobre los hom-
bros en la forma más impropia y desgarbada. Algunos
jefes principales tienen temos decentes de hechura
inglesa, pero sólo se los ponen en las grandes oca-
siones.
23 de diciembre . — En un sitio llamado Waimate, a
unas 15 millas de la Bahía de las Islas y a medio camino
de la costa oriental a la occidental, los misioneros han
comprado algunos terrenos con objeto de cultivarlos.
Me habían recomendado al reverendo W. Williams,
y éste, no bien le signifiqué mi deseo de verle, me
contestó invitándome a visitarle en Waimate. Míster
Bushby, el residente inglés, se brindó a llevarme en
su bote por un riachuelo en el que podría ver una bo-
nita cascada, acortando además la distancia. Asimismo
me procuró un guía. Habiendo rogado a un jefe que le
recomendara un hombre, se ofreció a ir él mismo;
pero desconocía el valor de la moneda en tal grado,
que después de preguntarme cuántas libras esterlinas
le daría, acabó contentándose con dos dólares. Cuan-
do le mostré un paquetito que debía llevarme, se negó
rotundamente a hacerlo, y creyó absolutamente nece-
sario tomar un esclavo para tal menester. Estos senti-
mientos de orgullo empiezan ya a desaparecer; pero
mente elevadas, morales y relig-iosas. Su habilidad era extraordi-
naria en obras de madera. Con todo, practicaban el canibalismo.
Acaso proceden, como los Rarotong^as, de los polinesios emi-
grados de Saraoa. — Nota de la edic. española.
XVIII
TAHITI Y NUEVA ZELANDIA
237
en otro tiempo un hombre principal hubiera muerto
antes que sufrir la indignidad de llevar la más pequeña
carga. Mi compañero era un hombre ágil y diligente,
que vestía con manta negra y llevaba la cara tatuada
por completo. En sus mocedades había sido un esfor-
zado guerrero. Parecía estar en cordialísimas relacio-
nes con Mr. Bushby; pero varias veces habían teni-
do j^ialtercados violentísimos. Mr. Bushby observaba
que un poco de imperturbable ironía imponía con fre-
cuencia silencio a cualquier indígena en sus arrebatos.
El citado jefe se había presentado una vez a Mr. Bushby
y arengado con heroico ademán en estoí términos:
«Un gran caudillo, un gran hombre, un amigo mío,
ha venido a verme; necesito que me procures algún
plato exquisito, algunos bonitos regalos», etc. El in-
terpelado le dejó concluir su discurso, y luego, con la
mayor sangre fría, le replicó: «¿Qué más puede tu es-
clavo hacer por ti?» El hombre cesó, con cómica ex-
presión, en su perorata.
Hace algún tiempo Mr. Bushby fué víctima de una
contrariedad mucho más seria. Cierto jefe, con una
partida de los suyos, intentó penetrar’ violentamente
en la casa del residente inglés a media noche, y vien-
do que no era fácil ordenó un vivo tiroteo, logrando
herir ligeramente a Mr. Bushby; pero al fin los asal-
tantes tuvieron que retirarse sin conseguir su objeto.
Poco después se descubrió al autor del atentado, y
hubo una reunión general de jefes para examinar el
caso. Se consideró como muy atroz por los neozelan-
deses por concurrir las circunstancias de nocturnidad
y enfermedad del amo de la casa. Haremos constar,
en honor de los neozelandeses, que entre ellos los en-
fermos merecen respetos y consideraciones especia-
les. Así, pues, acordaron confiscar las fincas del agre-
sor en beneficio del Rey de Inglaterra. Fué el primer
caso que se dió de juzgar y castigar a un jefe. El de-
lincuente, además, quedó descalificado en la conside-
238
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
ración de sus iguales, io cual fué de mayor importancia
para los ingleses que la confiscación de las tierras.
Mientras el bote seguía navegando, saltó a él un se-
gundo jefe, sin otro motivo que el de recrearse, re-
montando el riachuelo y bajando después a favor de
la corriente. En mi vida he visto una expresión más
feroz y horrible que la de este hombre. Al pronto me
ocurrió que había cierta semejanza entre él y una ilus-
tración fantástica de la balada de Fridolin, de Schiller,
en la que aparecían dos hombres empujando a Rober-
to al horno de hierro. El intruso era precisamente el
que ponía el brazo sobre el pecho de Roberto. En
este caso la cara no mentía: el citado jefe había sido
un notorio asesino y un ladrón de marca. Desde el si-
tio a que arribó el bote, Mr. Bushby me acompañó
unos centenares de metros por el camino; no pude
menos de admirar la frescura y desvergüenza del vie-
jo bandido, a quien dejamos tendido en el barqui-
chuelo, cuando dijo a voces a mi acompañante: <No
tardes mucho, porque me cansaré de esperar aquí.»
Ahora comencé mi caminata con el guía. El camino
sigue un sendéro muy trillado y guarnecido en ambos
lados por heléchos gigantes, que cubren la región en-
tera. Después de haber andado unas millas llegamos
a un pueblecillo del país, formado por varias chozas
al pie de algunos trozos de tierra sembrados de pata-
tas. La introducción de la patata ha sido el beneficio
más esencial hecho a la isla, y actualmente es la hor-
taliza que más se usa. Nueva Zelandia se halla favore-
cida por una gran ventaja natural, cual es la de que
sus habitantes nunca pueden morirse de hambre^ En
todo el territorio abunda el helécho, y sus raíces,
aunque poco apetitosas, son muy nutritivas (1). Un in-
(1) El rasgo más saliente de la vegetación de Nueva Zelandia
es la presencia del bosque de follaje perenne, que primitivamente
cubrió gran parte del país, y especialmente el área del país pumí-
xvin
TAHITI Y NUEVA ZELANDIA
239
dígena no necesita en caso de apuro otro alimento que
esas raíces y los mariscos, que son abundantes en to-
das las partes de la costa. Las aldeas se distinguen
especialmente por tener unas plataformas levantadas,
sobre cuatro postes, a 10 ó 12 pies del suelo, en las
que se ponen los productos del campo, preserván-
dolos así de todo accidente.
Al llegar cerca de las cabañas me divertí en ver la
ceremonia de frotarse las narices, o más bien apretár-
selas unos contra otros, ejecutada en debida forma.
Las mujeres, al acercarnos, empezaron a proferir algu-
nas palabras en tono dolorido; después se pusieron en
cuclillas y levantaron la cara; mi compañero se incli-
naba sobre ellas, una tras otra, ponía el caballete de
su nariz sobre el de la nariz de cada mujer, izándose
en ángulo recto, y comenzaba la presión. Esto duraba
algo más que un efusivo apretón de manos entre nos-
otros, y, así como en Europa y América varía la fuer-
za con que se estrechan las manos amigas, así sucede
entre los neozelandeses con la mutua presión de las
narices. Mientras se efectuaba la extraña ceremonia
daban pequeños gruñidos de satisfacción, de un modo
muy parecido a los de los cerdos al frotarse uno con-
tra otro. Observé que el esclavo se apretó las narices
con todo el que le salió al encuentro, antes o después
que su amo el jefe. Aunque entre estos salvajes los
caudillos y amos tienen poder absoluto de vida y
muerte sobre sus esclavos, hay, no obstante, una total
ausencia de ceremonias entre ellos. Mr. Burchell ha
notado la misma cosa en el Africa del Sur entre los
rudos bachapines. Cuando la civilización ha llegado a
tico de ia meseta volcánica, en la isla septentrional. Crece entre
este bosque el helécho comestible (Pteris esculenta), a que Dar-
win alude, mezclado con la mirtácea Leptospermamscoparium o
manuka. Véase también Cook -J.) Viaje a las regiones meridiona-
les y alrededor del mundo, tomo I de la colección de Viajes clási-
cos, editada por Calpe. — Nota de la edic. española.
240
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
un cierto punto surgen formalidades complejas entre
las diferentes clases sociales; así, por ejemplo, en
Tahití todos estaban obligados a descubrirse de la
cintura arriba en presencia del rey.
Terminada en debida forma la ceremonia de frotar-
se las narices con todos los presentes, nos sentamos
en círculo frente a una de las cabañas, y permaneci-
mos allí media hora. Todas las cabañas tienen casi la
misma forma y dimensiones, y todas coinciden en la
falta de limpieza. Parecen establos de vacas, abiertos
por un extremo y con un tabique a poca distancia de
la entrada, que tiene un boquete cuadrado y forma un
cuartito obscuro. Los moradores de la vivienda guar-
dan en él todos sus bienes, y allí duermen cuando
hace frío; pero comen y pasan el tiempo en la porta-
lada delantera. Cuando mis guías hubieron acabado
de fumar sus pipas, continuamos nuestra excursión.
El camino siguió por el mismo terreno ondulado, todo
él cubierto uniformemente de heléchos, como ante-
riormente. A nuestra derecha culebreaba el curso de
un río, cuyas márgenes guarnecían algunos árboles,
mientras en las laderas de las montañas aparecían
aquí y allí trozos de bosque. El conjunto, a pesar de
su color verde, presentaba cierto aspecto desolado.
La vista de tanto helécho imprime en la mente la idea
de esterilidad; sin embargo, esto no es exacto, porque
donde el helécho crece densísimo y a la altura del pe-
cho de un hombre la tierra cultivada rinde abundante
fruto. Algunos colonos ingleses creen que la extensa
campiña, ahora sin arbolado, fué en un principio una
selva que ha sido talada por el fuego. Dícese que ca-
vando en los sitios más desnudos se hallan frecuen-
temente pedacitos de resina que produce el pino
Kauri (1). Evidentemente, los indígenas tuvieron una
(1) En el bosque, de carácter subtropical, de Nueva Zelandia,
acaso el árbol más conocido es el pino kauri Dammara australis,
XVJII
TAHITI Y NUEVA ZELANDIA
241
razón poderosa para descuajar el país, y es que el
helécho, principal base de su alimentación en tiem-
pos pasados, no prospera mas que en los terrenos
despejados. La ausencia casi absoluta de hierbas aso-
ciadas, que constituye uno de los caracteres distinti-
vos de la vegetación de esta isla, tal vez pueda expli-
carse por haber estado cubierto el terreno en un prin-
cipio de árboles forestales.
El suelo es volcánico: en varias partes pasamos so-
bre lavas cordadas, pudiendo distinguirse cráteres en
algunas de las colinas vecinas. Aunque el paisaje nun-
ca mereció el calificativo de bello, sino, a lo sumo, el
de bonito, y esto de cuando en cuando, la excursión
me resultó agradable. Hubiera gozado más aún si mi
acompañante, el jefe neozelandés, no hubiese sacado
a relucir su garrulería inagotable. Yo no sabía mas que
tres palabras de su lengua: «Bueno», «malo» y «sí», y
con ellas respondía a todos sus razonamientos; por su-
puesto, sin haber entendido nada de lo que decía.
Pero no fué necesario más; debí parecerle un buen
oyente, una agradable persona, y él no dejó su charla
ni por un instante.
Al fin llegamos a Waimate. Después de haber reco-
rrido tantas millas por un territorio yermo e inhabita-
do, la súbita aparición de una granja inglesa, con sus
campos bien cuidados y atendidos, colocada en aquel
rincón apartado del globo como por arte de encanta-
miento, me causó un efecto de lo más delicioso que
cabe imaginar. No hallándose en casa Mr. W. Williams,
fui recibido con la mayor cordialidad en la residencia
de Mr. Davies. Después de tomar el te en compañía
de su familia, salí con el anfitrión a dar una vuelta por
la alquería. En Waimate hay tres casas grandes, donde
viven los respetables señores misioneros, Williams,
que da la resina vare o warikauri, o kaudi. Véase página 244. —
Nota de la edic. española.
Darwin: Viaje,— T. II.
16
242
darwin; viaje del «beagle»
CAP.
Davies y Clarke, y cerca de ellas están las chocas de
los trabajadores del país. En una ladera contig-ua se
veían trigos y cebadas en plena granazón, que augu-
raban una excelente cosecha, y en otra parte había ex-
tensiones de patatas y trébol. Me es imposible descri-
bir todo lo que vi: grandes terrenos de regadío, dedi-
cados a huertas, contenían todas las frutas y hortalizas
que Inglaterra produce, y además muchas otras de
dimas cálidos. Puedo citar los espárragos, fríjoles,
cohombros, ruibarbo, manzanas, peras, higos, meloco-
tones, albaricoques, uvas, aceitunas, grosella, lúpulo,
árgomas para cercas y robles, junto con muchas clases
de flores. En torno a la granja se alzaban los establos,
y cerca de ellos se tendía la era para la trilla de los
cereales, con su máquina aventadora, una fragua, y en
el suelo varios arados y otros aperos; en un amplio co-
rral, provisto de cobertizos y pocilgas, yacían descan-
sando, en pacífica y feliz mezcolanza, cerdos y galli-
nas, como en todas las alquerías de Inglaterra. A la
distancia de unos centenares de yardas se había cons-
truido una presa que recogía el agua de un arroyo, y
allí había un espacioso e importante molino.
Todo esto es en extremo admirable, si se considera
que hace cinco años no prosperaba aquí mas que el
helécho. Los diversos oficios enseñados por los misio-
neros habían operado este cambio; el ejemplo del mi-
sionero es la varita mágica. Los naturales habían levan-
tado los edificios, construido las puertas y ventanas,
arado los campos e injertado los árboles. En el molino
había un neozelandés cubierto del blanco polvo de.
la harina, como sus colegas los molineros ingleses.
Cuando contemplé la escena en su conjunto me pare-
ció admirable. No sólo trajo a mi memoria el recuer-
do vivo de Inglaterra, sino que, al anochecer, los rui-
dos domésticos, los campos, las mieses y la campiña
desigual, salpicada de árboles, halagaron mi vanidad
nacional por la obra de mis compatriotas, y a la vez
XVIll
TAHITI y NUEVA ZELANDIA
243
me inspiraron fundada esperanza en los futuros pro-
gresos de esta hermosa isla.
En esta granja trabajaban varios jóvenes, redimidos
de la esclavitud por los misioneros. Vestían camisa,
chaqueta y pantalones, y parecían personas respeta-
bles. Juzgando por una anécdota trivial que me refirie-
ron, debo creerlos de honrados sentimientos. En una
ocasión, en que Mr. Davies se paseaba por los cam-
pos, se le acercó un trabajador y le entregó un cuchi-
llo y una barrenilla, diciendo que los había encontra-
do en el camino y que ignoraba quién pudiera ser su
dueño. Estos esclavos, así jóvenes como muchachos,
parecían estar muy contentos y de buen humor. Por la
tarde presencié una partida de cricket, y, recordando
las acusaciones de austeridad dirigidas contra los mi-
sioneros, me agradó ver entre los jugadores a uno de
ios individuos de su familia. En las jóvenes que ser-
vían de criadas en las casas se notaba un cambio más
decidido y agradable. Su aspecto saludable, limpio y
aseado, como el de las mantequeras de Inglaterra,
formaba admirable contraste con el de las mujeres
que habitaban las sucias viviendas de Kororadika. Las
esposas de los misioneros intentaron persuadirlas que
no se tatuaran; pero habiendo llegado un famoso ope-
rador del Sur, dijeron: «Realmente, deberíamos tener
algunas líneas en los labios, porque de no hacerlo así
se nos llenarán de arrugas al llegar a viejas y estare-
mos horribles.» La costumbre de tatuarse ha disminui-
do algo; sin embargo, tardará mucho tiempo en des-
aparecer, por constituir una nota de distinción entre
el amo y el esclavo. Tan extraño hábito llega a influir
muy pronto en el modo de juzgar de los mismos
europeos allí establecidos; de tal modo, que aun los
misioneros se ven impulsados a considerar como infe-
riores y de clase baja a los que llevan el rostro limpio,
sin los pintorescos adornos usados por la gente de ca-
lidad en Nueva Zelandia.
244 darwin: viaje del «beaqlí.o cap.
Ya bien obscurecido fui a casa de Mr. Williams, a
pasar la noche. Allí encontré a un numeroso grupo
de niños, reunidos para el día de Navidad, todos sen-
tados a la mesa en que iban a tomar el te. Nunca he
visto una reunión más alegre y simpática. jY pensar
que estábamos en el centro de la tierra clásica del ca-
nibalismo, de los asesinatos y de los crímenes más
atroces! La cordialidad y alegría que con tanta viveza
reflejaban los semblantes de los pequeñuelos, parecían
compartidas igualmente por las personas de edad de
la misión.
24 de diciembre . — Leyéronse en la lengua del país,
a toda la familia, las preces de la mañana. Después
del almuerzo salí a dar un paseo por las huertas y los
campos. Era día de mercado, y los habitantes de las
cabañas circunvecinas traían sus patatas, maíz o cer-
dos para cambiarlos por mantas, tabaco y a veces por
jabón, a instancias de los misioneros. El hijo mayor de
Mr. Davíes, que dirige la explotación de una alquería
propia, es el hombre de negocios en el mercado. Los
niños de los misioneros, llegados a la isla de peque-
ños, acaban por aprender el idioma del país mejor que
sus padres, y se entienden mejor con los naturales
para lograr de ellos lo que desean.
Poco antes de mediodía, los señores Williams y
Davies me acompañaron a dar un paseo hasta un sitio
del bosque próximo, con el fin de enseñarme el famoso
pino Kami (1). Medí uno de estos árboles magníficos,
y hallé que tenía 31 pies de circunferencia en la base
del tronco. Había otro, no muy distante, de 33 pies,
según me dijeron, y un tercero que llegaba a 40. Es-
tos árboles son notables por sus lisos troncos cilindri-
cos, que se elevan a la altura de 60 y aun 90 pies, con-
servando casi el mismo diámetro, y sin una sola rama. La
(1) Véase nota de la página 240 de este tomo.
XVIII
TAHITI y NUEVA 2ELAND1A
245
corona de ramas del extremo está fuera de toda pro-
porción, por lo pequeña, con el tronco, y las hojas son
asimismo muy pequeñas comparadas con las ramas.
Toda la selva aquí se componía de esta clase de pi-
nos, y los ejemplares mayores, a causa del paralelismo
de sus lados, parecían enormes columnas de madera.
Los pinos mencionados constituyen uno de los pro-
ductos más valiosos de la isla, y la resina que fluye de
su corteza se vende a los americanos a penique la
libra, para uso desconocido. Algunos bosques de Nue-
va Zelandia deben de ser impenetrables en grado ex-
traordinario. Según me dijo Mr. Matthews, uno de
ellos, que sólo tenía 34 millas de ancho y separaba
dos regiones pobladas, no había sido cruzado por pri-
mera vez hasta hacía poco tiempo. El y otro misione-
ro, cada uno con una partida de cerca de 50 hombres,
emprendieron con entusiasmo la tarea de abrir un ca-
mino; pero les costó ¡más de quince días! En los bos-
ques vi muy pocas aves; es un hecho notabilísimo que
una isla tan grande, tendida en una extensión de más
de 700 millas en latitud, con 90 de anchura en muchas
partes, estaciones variadas, un clima excelente y te-
rreno de diversas altitudes desde los 4.200 metros
para abajo, con la excepción de una pequeña rata, no
posea un animal indígena (1). Las varias especies dei
gigantesco género de aves Deinornis (2) parecen ha-
ber reemplazado aquí a los mamíferos cuadrúpedos, al
modo que lo han hecho los reptiles en el Archipiélago
de los Galápagos. Dícese que la rata común de No-
ruega, en el breve espacio de dos años, ha extermi-
(1) Aparte de focas y ballenas, los únicos mamíferos indíge-
nas en Nueva Zelandia son un perro, una rata y dos murciélagos,
acaso los dos primeros introducidos por los emigrantes poline-
sios. Léase Hutton and J. Drummond, The Animáis of Nevj Zea-
land, Christchurch, 1905 . — Nota de la edic. española.
(2) Avestruz extinta de unos tres a cuatro metros de altura.
Véase nota de la página 266 . — Nota de la edic. española.
246
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
nado en el extremo septentrional de la isla las espe-
cies de Nueva Zelandia. En muchos puntos descubrí
varias clases de maleza, que hube de reconocer como
importadas de mi país, de igual modo que la rata.
Cierta especie de puerro se había propagado por re-
giones enteras, resultando muy perjudicial; habíale
importado un barco francés, vendiéndole como un
favor. La acedera se halla también muy diseminada, y
paréceme que ha de permanecer para siempre como
testimonio de la granjeria de un inglés, que vendió
estas semillas por las de tabaco.
De regreso de nuestro agradable paseo comí con
Mr. Williams, y después volví a la Bahía de Islas en
un caballo que me prestaron. Me despedí de los mi-
sioneros con gracias por su amable hospitalidad y sen-
timientos del mayor respeto a su carácter caballeresco,
honrado y servicial. Creo que con dificultad se halla-
ría un conjunto de hombres mejor preparados y más
idóneos para la elevada misión que desempeñan.
Día de Navidad . — Dentro de pocos días se cumpli-
rán cuatro años de nuestra ausencia de Inglaterra. Las
primeras Navidades las pasamos en Plymouth; las se-
gundas, en el abra de San Martín, cerca del Cabo de
Hornos; las terceras, en Puerto Deseado, en Patago-
nia; las cuartas, anclados en puerto inhabitado de la
península de Tres Montes; las quintas, aquí; y las si-
guientes, confío en la Providencia que ha de ser en
Inglaterra. Asistimos al servicio divino en la capilla de
Pahia; parte del servicio fué leído en inglés y parte en
lengua indígena. Mientras permanecimos en Nueva
Zelandia no oímos hablar de ningún acto reciente de
canibalismo; pero Mr. Stokes halló esparcidos alrede-
dor del sitio en que se había hecho una hoguera una
porción de huesos humanos quemados, en un^ islita
inmediata al ancladero; mas tales restos de un rega-
lado banquete estaban tal vez allí desde hacía varios
XVllI
TAHITI Y NUEVA ZELANDIA
247
años. Cabe esperar que mejore rápidamente el esta-
do moral del pueblo. Mr. Bushby refirió una agrada-
ble anécdota en prueba de la sinceridad de algunos
neófitos; al menos, de los que profesan el cristia-
nismo. Uno de los jóvenes que había tenido a su ser-
vicio, y estaba acostumbrado a leer oraciones a los
demás criados, se marchó a su casa. Varias semanas
después le ocurrió a Mr. Bushby pasar a hora avanza-
da de la tarde por una casa aislada, y en ella vió y oyó
a su antiguo sirviente leer la Biblia con dificultad, a la
luz del fuego, a varios indígenas. Terminada la lectura,
se pusieron de rodillas y oraron, y en sus oraciones
mencionaron a Mr. Bushby y su familia, siguiendo con
los demás misioneros y sus territorios correspon-
dientes.
26 de diciembre. — Mr. Bushby se ofreció a llevarnos
a Mr. Sulivan y a mí en su bote, algunas millas río
arriba, hasta Cawa-Cawa, y después nos propuso dar
un paseo y llegarnos a la aldea de Waiomio, donde
hay algunas rocas curiosas. Tuvimos una excursión
agradable, siguiendo un brazo de la bahía, y pasamos
por lindos parajes en todo el trayecto, hasta una aldea,
en la que el bote se detuvo por no poder seguir su
navegación. En dicho lugar se nos ofrecieron un jefe
y varios hombres a acompañarnos a Waiomio, que
distaba cuatro millas. El jefe se había hecho famoso
por haber ahorcado, hacía poco, a una de sus mujeres
y a un esclavo, por adulterio. Cuando uno de los mi-
sioneros le reprendió, mostróse sorprendido y dijo
que creía haber seguido fielmente la costumbre ingle-
sa, El viejo Shongi, cuya permanencia en Londres
coincidió con la causa seguida a la Reina, manifestó
que desaprobaba lo hecho, y añadió que si tuviera cinco
mujeres preferiría cortarles a todas la cabeza antes que
aguantar tantas molestias por causa de una sola. De-
jando la aldea, seguimos nuestro paseo, y atravesamos
248
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
por otra situada en la falda de una colina inmediata.
Cinco días antes había muerto allí la hija de un jefe,
que era todavía pagano. La choza en que expiró apa-
recía quemada hasta los cimientos; el cadáver, metido
entre dos pequeñas canoas, fué colocado sobre el
suelo en posición vertical, y alrededor se puso una
cerca de palos con imágenes de sus dioses, pintando
el conjunto de rojo vivo, para que se viera de lejos.
El vestido de la finada se sujetó al féretro, y a los pies
del mismo colocaron la cabellera. Los parientes se
desgarraron las carnes de sus brazos, cuerpos y caras,
hasta bañarse en sangre, ceremonia que aumentó en
sumo grado el aspecto repugnante de las viejas. Ai
día siguiente visitaron el lugar algunos de los oficia-
les, y hallaron todavía a las mujeres dando alaridos e
hiriéndose.
Proseguimos nuestra excursión, y poco después lle-
gamos a Waiomio; vense aquí unas moles extrañas de
caliza que parecen castillos en ruinas. Estas rocas ha-
bían servido por largo tiempo de cementerio, y por
lo mismo eran sagradas y no era posible aproximarse.
Sin embargo, uno de los jóvenes exclamó: «¡No aco-
bardarse!», y siguió avanzando; pero a los lüO metros
todo el grupo mudó de parecer y se paró en seco. A
pesar de ello, nos permitieron examinar el lugar con
la mayor indiferencia. En la aldea nos detuvimos va-
rias horas, y durante ese tiempo algunos de los mora-
dores sostuvieron una larga discusión con Mr. Bushby
sobre el derecho de venta de ciertos terrenos. Un vie-
jo, que parecía un genealogista consumado, explicó la
lista de sucesivos poseedores por medio de astillas
clavadas en el suelo. Al salir de las casas nos daban a
cada visitante una cestita de boniatos asados, para co-
merlos por el camino. Me sorprendió ver que entre
las mujeres empleadas en los quehaceres de la cocina
había un esclavo, y consideré lo humillante que debía
de ser para un hombre, en un país guerrero como éste,
xvm
* TAHITI Y NUEVA ZELANDIA
249
trabajar en la ocupación reputada por la más baja de
cuantas se confían a las mujeres. A los esclavos no se
les permite ir a la g'uerra; pero esto tal vez apenas
pueden mirarlo como una desgracia. Me refirieron que
un pobre desgraciado, durante las hostilidades, se ha-
bía pasado al bando opuesto; encontráronle después
dos hombres, y al momento le dieron caza; pero no
pudiendo llegar a un acuerdo sobre si pertenecía a
uno o a otro, cada uno de ellos se puso junto al pró-
fugo con el hacha de piedra levantada en alto, resuelto
en apariencia a que su contrincante no se le llevara
vivo. El pobre hombre, medio muerto de miedo, salvó
la vida gracias a la sagaz intervención de la mujer de
un jefe. Dimos luego un paseo, que resultó delicioso,
de vuelta al bote, pero no llegamos al barco hasta
muy tarde.
30 de diciembre . — Después del mediodía salimos de
la Bahía de Islas con rumbo a Sydney. Si no me enga-
ño, todos nos alegramos de dejar a Nueva Zelandia.
No es un lugar agradable. Los indígenas carecen de
la encantadora sencillez que distingue a los de Tahiti,
y la mayor parte de los ingleses son verdadero desecho
de la sociedad. Tampoco las condiciones del terreno
tienen nada de atrayentes. El único sitio de que con-
servaba un recuerdo grato era Waimate, con sus habi-
tantes cristianos.
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. i. /■/ ■
,t. - ■ lit
j. Ut,
■,v;. y soOíbí-;.--
ÍU-aAíC. i-í/'í'
CAPÍTULO XIX
Australia.
Sydney. — Excursión a Bathurst. — Aspecto de los bosques. — Un
grupo de indígenas. — Extinción gradual de los aborígenes. — In-
fección engendrada por la asociación de hombres en perfecta
salud. — Las Montañas Azules. — Vista de ios grandes valles en
forma de golfos. — Su origen y formación. — Bathurst; cultura
general de las clases bajas. — Estado de la sociedad. — Tierra de
Van Diemen. — Ciudad :de Hobart. — Destierro general de ab-
orígenes. — Monte Wellington. — King George’s Sound. — Aspec-
to triste del país. — «Bald Head»; moldes calcáreos de ramas de
árboles. — Grupo de naturales. — Partida de Australia.
12 de enero de 1836 . — Por la mañana temprano una
ligera brisa nos llevó hacia la entrada de Puerto
jackson. En lugar de presentarse a nuestros ojos una
región verdeante, salpicada de hermosas casas, en-
contramos una línea recta de farallones amarillentos,
que nos recordó las regiones más desoladas de la cos-
ta de Patagonia. Unicamente el faro, construido de
piedra blanca, que se alzaba en un sitio solitario, nos
indicó la proximidad de una ciudad grande y popu-
losa. El puerto, después de entrar en él, parece mag-
nífico y espacioso, y está rodeado de una costa agria,
cuya roca es una arenisca de estratificación horizontal.
El país, casi del todo llano, cría una vegetación arbó-
rea de plantas ralas y enanas, que anuncian esterili-
dad. Penetrando en el interior se ve que mejora la
calidad de la tierra: hermosas villas y deliciosas quin-
252
darwin: viaje del cbeaqle»
CAP.
tas aparecen diseminadas a lo largo de la playa. A lo
lejos, algunas casas de piedra, de dos y tres pisos, y
varios molinos de viento que se alzan en el borde de
una ribera, nos indican las cercanías de la capital de
Australia (1).
Al fin anclamos dentro del abra de Sydney, que en-
contramos ocupada por muchos navios de gran tone-
laje y rodeada de almacenes. Por la tarde di un paseo
por la ciudad, y volví asombrado de todo lo que había
visto. Es uno de los testimonios más magníficos del
poder de la nación británica. Aquí, en un país de es-
casas promesas, algunas veintenas de años han hecho
mucho más que otras tantas centurias en Sudaméri-
ca (2). Me sentí dichoso de haber nacido inglés. Pos-
teriormente, después de visitar la ciudad con mayor
detenimiento, mi primera admiración decayó un poco;
pero es, con todo, una hermosa ciudad. Las calles son
regulares, anchas, limpias y conservadas en buen or-
den; las casas, de buenas dimensiones, y los comer-
cios, abundantemente surtidos.
Puede compararse a Sydney con los grandes arraba-
les que hay en las cercanías de Londres y de otras
grandes ciudades inglesas; pero ni en Londres ni en
Birmingham hay apariencias de crecimiento tan rápido.
El número de casas magníficas y de otros edificios re-
cién terminados causa verdadero asombro, y, no obs-
tante, todo el mundo se queja de los altos alquileres
y de lo difícil que es procurarse casa. Llegado de
Sudamérica, donde en las ciudades se conoce a los
grandes propietarios, nada me sorprendió tanto como
no poder averiguar desde luego a quién pertenecía
este o aquel carruaje.
(1) Hoy los seis Estados primitivos de Australia forman una
Confederación, con su peculiar gobierno parlamentario, que resi-
de en Melbourne y no en Sydney. — N. del T.
(2) El censo de 1917 ha dado a Sydney 770.000 habitantes. —
Nota de la edic, española.
XIX
AUSTRALIA
253
Contraté un hombre con dos caballos para que me
llevaran a Bathurst (1), aldea del interior, situada a unas
120 millas de la costa, centro de una gran región pas-
toril. De este modo esperaba formar una idea general
del aspecto del país. En la mañana del 16 de enero
partí para mi excursión. La primera jornada nos llevó
a Paramatta, pequeña ciudad rural que sigue en impor-
tancia a Sydney. Los caminos eran excelentes y cons-
truidos según el principio de Mac Adam, de piedra mo-
lida, traída al efecto de varias millas de distancia. En
todos los pormenores se notaba un estrecho parecido
con Inglaterra, aunque acaso las cervecerías eran aquí
más numerosas. Sin embargo, una particularidad me
llamó la atención, y fueron las cuerdas de reos conde-
nados a trabajos públicos; cumplían su sentencia lle-
vando la cadena y vigilados por centinelas con las
armas cargadas. La facultad que tiene el gobierno de
abrir caminos por todo el país mediante el trabajo
forzado ha sido, a mi juicio, una de las causas que más
han contribuido a la rápida prosperidad de esta colo-
nia. Dormí en una parada muy cómoda, junto al em-
barcadero de Emú, a 35 millas de Sydney, no lejos de
la subida a las Montañas Azules. Esta ruta es frecuen-
tadísima, y el territorio por donde pasa, el primero
que se pobló en la colonia. Todas las fincas tienen
cercas de estacas, porque los granjeros no han logra-
do aclimatar plantas de seto. Hay aquí muchas casas
importantes y buenas quintas, diseminadas por toda la
comarca; pero aunque se cultivan ya grandes exten-
siones, la mayor parte permanece tan yerma como
cuando se descubrió.
La extrema uniformidad de la vegetación es el rasgo
más notable del paisaje en casi toda Nujsva Gales del
(1) Esta ciudad — aldea cuando Darwin ia -yisító — tiene hoy
11972. habitantes y, es centro agrícola, fabril y .minero de primar
orden . — Nota de la edic, española.
254
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
Sur. Por doquiera nos encontramos con un bosque
abierto, cubierto en parte de una hierba fina con algu-
na apariencia de verdor. Casi todos los árboles perte-
necen a una familia, y la mayoría tienen las hojas dis-
puestas en un plano vertical, en lugar de estar hori-
zontales, como las de Europa; el follaje es escaso, de
un peculiar verde pálido sin el menor lustre. De ahí
que los bosques parezcan ralos y sin sombra, circuns-
tancia poco favorable para el viajero cuando el sol de
estío brilla abrasador, pero beneficiosa para la gana-
dería, porque de ese modo crece la hierba en todos los
sitios soleados (1). Las hojas no caen periódicamente,
y este carácter puede considerarse común a todo el
hemisferio meridional, a saber: Sudamérica, Australia
y el Cabo de Buena Esperanza. Los habitantes de
dicho hemisferio y de las regiones intertropicales se
ven privados quizá de uno de los más hermosos es-
pectáculos a que nuestros ojos están acostumbrados,
cual es el primer brote del follaje en los árboles des-
nudos. Sin embargo, podrían objetarnos que bien lo
pagamos con tener la tierra durante tantos meses po-
blada de áridos esqueletos. Sin duda, es cierto; pero
nuestros sentidos hallan un exquisito placer en gozar
del verdor primaveral, cosa desconocida en los tró-
picos, donde la vista se sacia en el transcurso del año
contemplando la inmutable frondosidad de las selvas.
El mayor número de árboles, con la excepción de al-
gunos eucaliptos, no alcanzan gran tamaño, pero crecen
a bastante altura y derechos, convenientemente sepa-
rados unos de otros. La corteza de algunos eucaliptos
se desprende anualmente, o pende muerta en largas
(1) La exacta descripción de Darwin coincide con el eucalip-
to, uno de los árboles más característicos — singularmente sus es-
pecies Eucalyptus globulus y E. regnans — de los bosques de Aus-
tralia. Al presente, los eucaliptos, naturalizados en América y re-
giones mediterráneas, son ya bien conocidos . — Nota de la edición
española.
XIX
AUSTRALIA
255
tiras, que flotan azotadas por el viento y dan a los bos-
ques un aspecto de suciedad y desolación. No puedo
concebir contraste más completo, en todos respectos,
que entre las selvas de Valdivia o Chiloe y los bos-
ques de Australia.
Al ponerse el Sol pasó junto a nosotros una veinte-
na de negros aborígenes (1), llevando cada uno, según
su costumbre, un haz de azagayas y otras armas. Dimos
un chelín al jefe, que era un joven, por lo que se de-
tuvieron para mostrar ante nosotros su destreza en
arrojar las picas. Todos usaban alguna prenda de ves-
tir, y había varios que hablaban un poco de inglés; sus
semblantes reflejaban alegría y satisfacción, distando
mucho de parecer seres tan degradados como de ordi-
nario se los presenta. En sus artes son admirables. Pu-
sieron de blanco una gorra a 3Q metros de distancia,
y la traspasaron con una pica corta, lanzada mediante
un bastón especial, con la rapidez de una flecha dis-
parada del arco por un hábil arquero. Dan pruebas de
una sagacidad maravillosa para seguir el rastro de ani-
males u hombres, y escuché de sus labios observacio-
nes que indicaban considerable agudeza. Pero se obs-
tinan en no cultivar la tierra ni construir casas, per-
maneciendo estacionarios, y ni siquiera se toman la
molestia de cuidar los rebaños de ovejas que Ies dan.
En general, parecen estar algunos grados sobre los
fueguinos en ía escala de la civilización.
Es muy curioso advertir en medio de un pueblo ci-
vilizado una casta de inofensivos salvajes vagando de
un sitio a otro, sin saber dónde pasar la noche y ga-
(1) Los aborígenes de Australia, hoy muy reducidos, parecen
ser de raza negrito, que de un lado ha dado los aborígenes de Aus-
tralia y de Tasmania, y de otro los papúes, melanesios y habitan-
tes de las islas Salomón. Es cuestión, sin embargo, no del todo
resuelta. Sus analogías con los Vedas de Ceylán — en cuyo caso
procederían de la India, en tiempos remotísimos — parecen eviden-
tes . — Nota de la edic. española.
256
darwin; viaje del «beagle»
CAP.
nándose la vida dedicados a cazar en los bosques. Al
avanzar los blancos, se han extendido por el territorio
perteneciente a diversas tribus. Estas, aunque rodea-
das así de europeos, conservan sus antiguos distinti-
vos, y a menudo guerrean unas con otras. En un en-
cuentro que tuvo lugar últimamente, los dos bandos
beligerantes eligieron con especial empeño para com-
bate el centro de la aldea de Bathurst. Por cierto que
esta circunstancia sirvió de mucho a la tribu derrota-
da, porque los guerreros fugitivos se refugiaron en las
barracas.
El número de aborígenes decrece rápidamente. A
pesar de lo mucho que recorrí el país, no vi mas que
pequeños grupos y unos cuantos muchachos, recogi-
dos por los ingleses para educarlos. Débese, sin duda,
este decrecimiento a la introducción de bebidas espi-
rituosas, a las enfermedades importadas de Europa
(algunas de las cuales, como el sarampión (1), con ser
una dolencia benigna, causa estragos entre los natu-
rales) y a la gradual extinción de los animales salva-
jes. Dícese que perecen invariablemente muchísimos
niños al poco tiempo de nacer, a causa de la vida
errante de los padres. Cuando más escasean los ali-
mentos, mayor necesidad tienen las tribus de vagar de
un sitio a otro, y de ahí que la población, aun sin las
mortandades producidas por el hambre, decrece con
extraordinaria rapidez, en comparación de lo que ocu-
rre en países civilizados, donde los padres, aunque se
perjudiquen trabajando con exceso, no destruyen su
descendencia.
(1) Merece notarse que una misma enfermedad se presenta
como más o menos grave, según tos diferentes climas. En la pe-
queña isla de Santa Elena, la introducción de la escarlatina se
considera como una plaga. En algunos países, las afecciones con-
tagiosas atacan de distinto modo a los extranjeros que a los na-
turales, de lo que hay ejemplos en Chile y, según Humboldt, en
Méjico: Polit Essay Netv-Spain, vol. IV.
XIX
AUSTRALIA
257
Además de estas causas evidentes de despoblación,
parece intervenir aíg-ún agente misterioso. Donde
pone la planta el europeo, la muerte suele perseguir
al indígena. Si tendemos la mirada por la gran exten-
sión de las Américas, Polinesia, el Cabo de Buena
Esperanza y Australia, hallaremos el mismo resultado.
Y no es sólo el blanco el que actúa como agente des-
tructor: los polinesios de origen malayo, establecidos
en algunas partes del Archipiélago de las Indias Orien-
tales, han hecho retroceder a las razas indígenas de
obscuro color. AI parecer, las variedades de la espe-
cie humana se comportan entre sí como las diferentes
especies de animales: el más fuerte extirpa siempre al
más débil. Daba pena en Nueva Zelandia oír decir a
los naturales, hombres bien formados y enérgicos, que
el país estaba destinado a salir de manos de sus hijos.
No hay quien ignore el decrecimiento inexplicable
que ha sufrido la población en la hermosa y saludable
isla de Tahiti desde la fecha en que hizo sus viajes el
capitán Cook, y, sin embargo, en este caso podría es-
perarse que hubiera aumentado, porque el infantici-
dio, que prevaleció antiguamente en grado extraordi-
nario, ha desaparecido, disminuyendo además la inmo-
ralidad y las guerras mortíferas.
El Rdo. J. Williams, en su interesante obra (1), dice
que la primera conjunción de naturales con europeos
«va indefectiblemente seguida de fiebres, disentería y
otras enfermedades, que se llevan multitud de gente*.
Y en otro lugar afirma que «es un hecho cierto, que
no puede ser controvertido, que la mayoría de las en-
fermedades más mortíferas de estas islas, durante mi
residencia, han sido introducidas por barcos (2); he-
(1) Narrative of Missionary Enierprise, pág. 282.
(2) El capitán Beechey (cap. IV, vol. I) asegfura que los habi-
tantes de la isla Pitcairn están firmemente convencidos de pade-
cer enfermedades cutáneas y otros trastornos después de la lle-
Dahwin: Viaje.— T. II.
17
258
darwin: viaje del «beaqle;
CAP.
cho indiscutible y tanto más sorprendente, cuanto que
en las tripulaciones no aparecieron señales de la te-
rrible enfermedad». Esta afirmación no es tan extraña
como parece a primera vista, porque se registraron
varios casos de haberse declarado fiebres de una ex-
trema malignidad coincidiendo con la llegada de via-
jeros en perfecta salud. En el primer período del rei-
nado de jorge 111, un prisionero que había sido confi-
nado en un calabozo fué conducido en un coche por
cuatro alguaciles y presentado ante el juez, y aunque
el delincuente no tenía enfermedad alguna, los cua-
tro alguaciles murieron de fiebre pútrida maligna; pero
el contagio no se propagó. De tales hechos parece in-
ferirse que los efluvios de un conjunto de personas
que hayan vivido confinadas por algún tiempo enve-
nenan la sangre de otras no colocadas en tales con-
diciones, y acaso con mayor virulencia si concurre la
diferencia de razas. Por misterioso que pueda parecer
tal hecho, tiene, sin duda, relación con el observado
gada de cada barco. El capitán Beechey lo atribuye al cambio de
alimentación durante la visita. El Dr. Macculloch (Western h-
les, vol. II, pág. 32) dice: «Se da por cierto en Santa Kilda que el
arribo de un extranjero produce en todos los habitantes la enfer-
medad de catarro.» El citado doctor cree que es una ridiculez, a
pesar de haberse dicho asi tantas veces. Añade, sin embargo, que
«todos los naturales le preguntaron sobre el particular, convi-
niendo unánimemente en el hecho». En el Viaje de Vancouver,
se halla una afirmación semejante respecto de Tahiti. El Dr. Dief-
FENBACH, en una nota a la traducción de este Diario, afirma que
el mismo hecho está universalmente admitido por los habitantes
de las Islas Chatham y en partes de Nueva Zelandia. No se con-
cibe la universalidad de tal creencia en el hemismerio Norte, en
los antípodas y en el Pacifico, sin algún fundamento sólido. Hum-
BOIDT (Polit. Essay on King of New-Spain, vol. IV) dice que las
grandes epidemias de Panamá y el Callao «se señalan» por la lle-
gada de barcos de Chile, porque la gente de esa región templada
es la primera en experimentar los fatales efectos de la zona tó-
rrida. Añadiré que, según me contaron en Shropshire, las ovejas
importadas en barcos, aunque sanas, producían a menudo enfer-
medades en los rebaños a que se las incorporaba.
XIX
AUSTRALIA
259
en las disecciones, cuando una punzada o cortadura
con instrumento usado en la operación ha ocasionado
la muerte del que se hizo la herida, y antes de haber
entrado en descomposición el cadáver.
17 de enero . — Por la mañana temprano pasamos el
Nepean en un bote de pasaje. El río, ancho y profun-
do en este sitio, presentaba, no obstante, una pequeña
corriente. Después de cruzar una hondonada en la
ribera opuesta, llegamos a la falda de las Montañas
Azules. El ascenso no es escarpado, por haberse cons-
truido el camino cuidadosamente, en la pendiente de
un cantil de arenisca. En lo alto empieza una llanura
casi a nivel, que, elevándose de un modo impercep-
tible hacia el Oeste, llega a una altura de más de
900 metros. Juzgando por el pomposo título de Monta-
ñas Azules y por su elevación absoluta, esperaba haber
visto una imponente cadena de montañas que cruzara
el país; pero en su lugar se halla una extensión segu-
ramente inclinada, que forma un lomo de escaso re-
lieve frente a la zona baja, próxima a la costa. Desde
esta primera pendiente, la vista que ofrecía el extenso
bosque hacia el Este era notable, y los árboles de las
inmediaciones se alzaban a gran altura; pero al subir
a la plataforma de arenisca, el paisaje se tornaba ex-
cesivamente monótono; los dos lados del camino apa-
recían bordeados por arbustos achaparrados y peren-
nes de la familia de los eucaliptos, y, exceptuando dos
o tr es pequeñas posadas, no hay casas ni terrenos cul-
tivados. El camino, además, es solitario, y nuestros
encuentros más frecuentes eran con carretas de bue-
yes cargadas de balas de lana. Al mediodía dimos un
pienso a los caballos en una pequeña posada que lleva
el nombre de Weatherboard. El terreno aquí está a
M) metros sobre el nivel del mar. A cosa de milla y
media de este lugar hay un paisaje digno de ser visi-
tado. Bajando por un vallecito regado por un arroyue-
260
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
lo, se tropieza de pronto con un inmenso abismo, que
se abre por entre el arbolado de los dos lados del
camino y tiene una profundidad de 450 metros aproxi-
madamente. Puesto uno al borde del precipicio, ve allí
en el fondo una gran bahía o golfo, porque no sé qué
otro nombre darle, cubierto de espeso bosque. El
punto de vista está situado en la base de esa bahía,
formada por dos líneas divergentes de farallones, que
presenta altura tras altura, como en una costa brava.
Estos cantiles se componen de estratos horizontales
de arenisca blanquecina, y son tan perfectamente ver-
ticales, que en muchos puntos se puede dejar caer
desde el borde una piedra y verla chocar contra los
árboles del fondo del abismo. Tan continuada es la
línea de escarpas, que para llegar al pie de la cascada
formada por el arroyuelo es necesario, según dicen,
dar un rodeo de 16 millas. A unas cinco de distancia
del frente se extiende otra línea de cantiles, que de
este modo péu’ece cerrar del todo el valle, y de ahí
que se halle perfectamente justificado el nombre de
bahía dado a esta gran depresión en forma de anfitea-
tro. Si imaginamos que un puerto de circuito casi ce-
rrado y profunda cala, rodeado de farallones verticales,
se secara de pronto y brotara en su arenoso fondo un
bosque, tendríamos la apariencia y estructura que des-
cribo. Fué una vista enteramente nueva para mí y de
suprema magnificencia.
Por la tarde llegamos al sitio llamado Blackheath.
La meseta de arenisca alcanzaba aquí la altura de
1.020 metros, y, como antes, aparece el mismo boscaje
achaparrado. Desde el camino se divisan trozos de un
profundo valle de igual carácter que el descrito; pero,
a causa de la verticalidad y elevación de sus lados, ape-
nas puede verse el fondo. Blackheath es una posada
deliciosa, a cargo de un veterano, y me recordó los
pequeños mesones del norte de Gales.
AUSTRALIA
261
IIX
18 de enero . — Muy de madrugada di un paseo de
más de tres millas para visitar Govett’s Leap, vista de
carácter análogo a la precedente, pero acaso más es-
tupenda aún. Como era tan temprano, el abismo esta-
ba velado por una neblina azulada, que si bien dañaba
al efecto general, hacía que pareciera más profundo
el bosque sepultado en el fondo. Estos valles, que por
tanto tiempo han ofrecido una barrera insuperable a
las tentativas de los más animosos exploradores para
llegar al interior, son de lo más sorprendente. Con
frecuencia, desde las principales depresiones se rami-
fican y penetran en la meseta de arenisca grandes
cortaduras en forma de bahías secundarias, y, a su vez,
la altiplanicie proyecta en los valles enormes promon-
torios, y aun deja en ellos grandes masas aisladas.
Para bajar a alguno de estos valles se necesita dar un
rodeo de 20 millas, y hay otros en que sólo han pene-
trado últimamente los exploradores topógrafos, y a
los que los colonos no han podido llevar los ganados.
Pero el rasgo más notable de su estructura es que, no
obstante medir varias millas de anchura en la base, se
angostan generalmente en su entrada, en grado tal,
que llegan a ser infranqueables. El topógrafo mayor,
sir T. Mitchell (1), intentó en vano, ora andando, ora
arrastrándose por entre grandes bloques de arenisca,
desprendidos de los riscos, subir por una garganta
que establece la unión entre los ríos Grose y Nepean;
y, sin embargo, el valle del Grose, en su parte supe-
rior, según vi yo mismo, forma una cuenca de espa-
cioso fondo plano, de varias millas de anchura, y está
rodeado en todas direcciones por cantiles cuyas ci-
mas, a lo que se calcula, están unos 900 metros sobre
(1) Trovéis in Áustralia, vol. í, pág". 154. Cúmpleme expresar
mi agradecimiento a sir T. Mitchell por sus interesantes noticias
personales relativas a estos grandes valles de Nueva Gales
del Sur.
262
darwín: viaje del «beaqle»
CAP.
el nivel del mar. Cuando el ganado fué conducido al
valle del Wolgan por un sendero (que yo he bajado)
en parte natural y en parte hecho por el dueño del te-
rreno, no pudo volver a salir; porque este valle está por
todas partes rodeado por cantiles perpendiculares, y
ocho millas más abajo, desde una anchura de 800 me-
tros que tiene en sus comienzos, se angosta en tér-
minos que es infranqueable para hombres o bestias.
Sir T. Mitchell afirma que el gran valle del río Cox,
con toda su red fluvial, se angosta, en su confluencia
con el Nepean, en una garganta de 2.200 metros de
anchura y casi 300 metros de profundidad. Podría
añadir otros casos semejantes.
La primera impresión que sugiere el ver la corres-
pondencia de los estratos horizontales en cada lado
de estos valles y grandes depresiones en forma de an-
fiteatro, es que han sido excavadas, como otros valles,
por la acción del agua; pero cuando se reflexiona so-
bre la cantidad enorme de piedra que en tai supuesto
debería de haber sido acarreada a través de gargan-
tas meras o escobios, es natural preguntarse cómo esos
espacios tan angostos no se han cegado. Además, con-
siderando la forma irregular en que los valles se rami-
fican y la de los promontorios, de exigua anchura, que
desde la meseta avanzan hasta dentro de las hondona-
das, la hipótesis anterior parece de todo punto impro-
bable. Atribuir tales excavaciones a la acción aluvial de
la época presente sería absurdo, y, por otra parte, el
drenaje procedente de la meseta no siempre cae, como
he observado cerca de Weatherboard, dentro de la
cabecera de estos valles, sino en un lado de sus re-
pliegues, en forma de bahía. Algunos colonos me di-
jeron que cuantas veces habían fijado la atención en
los últimos y en los cantiles de sus dos lados, otras
tantas les había chocado la semejanza que tenían con
XIX
AUSTRALIA
263
una costa brava. Y así es, indudablemente. Además,
en la costa presente de Nueva Gales del Sur, los nu-
merosos y excelentes puertos de amplios senos rami-
ficados, en comunicación con el mar por un estrecho
boquete, abierto en los farallones de arenisca, presen-
tan, aunque en pequeña escala, una imagen de los
grandes valles del interior. Pero inmediatamente se
ofrece la siguiente dificultad: ¿Cómo es que el mar ha
excavado tan vastas depresiones en la meseta, dejando
meras gargantas a la entrada, por las que ha debido
pasar toda la enorme cantidad de materia triturada?
La única luz que puedo arrojar sobre este enigma es
recordar los bancos, de irregularísimas formas, que al
parecer se están formando ahora en ciertos mares,
como en algunos puntos de las Antillas y el Mar Rojo,
bancos que tienen sus lados casi verticales. Por lo que
hace a tan caprichosas estructuras, me he visto indu-
cido a suponerlas formadas por el sedimento que aglo-
meran corrientes poderosas sobre un fondo irregular.
Apenas cabe poner en tela de juicio que en algunos
casos el mar, en lugar de esparcir el sedimento en ca-
pas horizontales, lo acumula alrededor de rocas e islas
submarinas. Basta echar una ojeada a los mapas de las
Antillas para convencerse de ello. Por mí mismo he
podido observar en muchas partes de Sudaméríca que
ias olas pueden formar farallones altos y tajados, aun
en puertos cercados de tierra. Para aplicar estas ideas
a las plataformas de arenisca de Nueva Gales del Sur
imagino que los estratos se han acumulado por la ac-
ción de poderosas corrientes y del oleaje de un mar
abierto en un fondo irregular, y que los espacios va-
cíos, en forma de valles, han transformado sus pri-
mitivos lados de gran declive en cantiles verticales,
durante una elevación lenta del suelo. En cuanto a
las masas de arenisca rota en pedazos y sacada de
las depresiones, su transporte ha debido de efec-
tuarse, bien cuando se abrieron las estrechas gargan-
264
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
tas al retirarse el mar, bien posteriormente, por la
acción aluvial (1).
A poco de partir de Blackheath descendimos de la
plataforma de arenisca por el paso de Monte Victoria.
La construcción de este paso ha exigido arrancar
enormes cantidades de piedras, y tanto su proyecto
como la ejecución pueden competir con las carreteras
más atrevidas de Inglaterra. Seguidamente penetramos
en una región compuesta de granito y más baja que
la precedente en unos 1.000 pies. Con el cambio de
roca mejoró la vegetación: los árboles eran más loza-
nos y crecían a convenientes distancias, y entre ellos
había un pasto más verde y abundante. En el punto
llamado Hassan*s Walls dejé la carretera, y di un pe-
queño rodeo hasta una granja que lleva el nombre de
Walerawang, para cuyo administrador me había dado
su amo, en Sydney, una carta de recomendación. Mis-
ter Browne tuvo la bondad de rogarme que me que-
dara allí aquel día y el siguiente, ofrecimiento que
acepté con el mayor gusto. Es ésta una de las grandes
granjas, o más bien criadero de ganado lanar, que
contiene la colonia. Sin embargo, en ei caso presente
las vacas y caballos abundaban más de lo ordinario, a
causa de la proximidad de algunos valles pantanosos.
(1) Al presente se explican estos valles de paredes acantiladas
por la erosión del ag^ua en una alternancia de capas blandas car-
boníferas coronadas por una dura arenisca triásica en una meseta
(la de las Montañas Azules) que se ha levantado merced a un
plieg^ue monoclinal que, en suave pendiente, se eleva desde la cos-
ta oriental de Australia. Los ríos Caperti, Nepean y Hawkesbury
han tajado y disecado, con profundos y ang:ostos eseobios, la al-
zada meseta que ahora, en virtud del plieg-ue monoclinal, vierte
sus aguas hacia el Pacifico y antes vertía hacia el W., es decir,
hacia el lago central de Australia. Así, hay aquí una aparente in-
versión del relieve, y son más angostos los valles cuanto más
próximos a la desembocadura de sus rios. - Nota de la edic. es-
pmñola.
AUSTRALIA
265
xii
quej)roducen pastos gruesos. Cerca de la casa se ha-
bían desmontado dos o tres trozos de terreno llano
para dedicarlos al cultivo de cereales, y por ahora las
mieses estaban en sazón y los segadores y acarreado-
res se ocupaban en recogerlas. Según me dijeron, no
habían sembrado más trigo que el necesario para ali-
mentar durante el año a los trabajadores de la es-
tancia. Generalmente esta posesión tenía asignados
40 proscriptos para trabajar en ella , pero al presente
había más. Aunque estaba bien provista de todo lo
necesario, notábase en ella cierta falta de bienestar y
comodidades. Tai vez influyera en ello la ausencia ab-
soluta de mujeres. La puesta del Sol en un día hermo-
so sugiere contento en todo paisaje; pero en esta
granja los colores más brillantes de los bosques veci-
nos no lograron hacerme olvidar que 40 hombres pros-
criptos de la sociedad cesaban en sus trabajos diarios,
como los esclavos de Africa, sin el derecho de éstos
a la compasión de las personas honradas.
Al día siguiente, muy temprano, Mr. Archer, el ad-
ministrador adjunto, me hizo el obsequio de llevarme
a cazar canguros. Pasamos la mayor parte del día ca-
balgando, pero con adversa fortuna, pues no vimos un
solo canguro, ni siquiera un perro salvaje. Los galgos
persiguieron una rata-canguro, que se les escapó me-
tiéndose en un árbol hueco; pero conseguimos sacar-
la. Es un animal del tamaño de un conejo y con la fi-
gura de un canguro. (1) Hace algunos años abundaban
en esta región los animales salvajes; pero al presente
(1) A querer dar una impresión de la fauna especial de Aus-
tralia, se dirá que los grupos más interesantes son los marsupia-
les y los monoiremas. Los marsupiales, cuyas hembras tienen una
bolsa en su vientre para resguardar sus hijuelos nacidos antes de
su completo desenvolvimiento, alcanzan un enorme desarrollo en
Australia, sin paralelo en cualquier otra región del Globo. Los
marsupiales ofrecen en Australia riquísima variedad de formas,
pertenecientes a los géneros Sarcophilus, Tkylacinus, Dasyurus,
266
oarwin: viaje del obeagle»
CAP.
el emú ha desaparecido (1), retirándose a larga distan-
cia, y el canguro escasea. Los lebreles llevados de In-
glaterra han causado en ellos verdaderos estragos.
Quizá transcurra mucho tiempo antes de que esos
animales queden exterminados; pero así sucederá in-
evitablemente. Los naturales gustan mucho de tomar
prestados los galgos de las alquerías, y a cambio de su
uso, de los despojos de las reses sacrifícadas y alguna
leche de vaca, los colonos prosiguen su pacífica pene-
tración en el interior de la gran isla. El incauto abori-
gen, seducido por estas triviales ventajas, se alegra
de la aproximación del blanco, que parece predesti-
nado a heredar el país de sus hijos.
Aunque la cacería fué poco afortunada, el paseo a
caballo me procuró no poco placer. El terreno de bos-
que presenta tales claros, que se puede galopar por
Myrmecobius, Notoryctes, Perameles, Pha&colomys, y sobre todo
el cang^uro (Macropus).
En cuanto a los monotremas — que posee únicamente Austra-
lia — , hay solamente dos mamíferos ponedores de huevos, que por
su modo de reproducción y de desarrollo, así como por sus carac-
teres anatómicos, representan el tránsito entre los reptiles y los
mamíferos.
De estos dos animales, el Omiihorkynchus (hoy Platypus), ds
que habla Darwin, es anfibio, con dedos palmeados y pico de pato;
vive en lagos y corrientes. La hembra pone e incuba sus huevos,
y después de nacidos, los pequeños maman de su madre.
El otro género (Echidna) es de vida puramente terrestre, y la
hembra pone un solo huevo. Mamíferos tan extraordinarios son
desconocidos en las demás partes del mundo, y aun fósiles se los
ha hallado únicamente en Australia en depósitos de fecha re-
ciente. — Nota de la edic. española.
(1) Las avestruces estaban representadas en Nueva Zelandia
por varias especies de moas (como el género Dinomis), que en
tiempos remotos cazaron los aborígenes de la isla, y en Australia
por otras afínes, aún vivientes, como el emú Dromceus novoe-hol-
landiae y el casoar. Para el género Dinornis o Deinomis, véase la
nota segunda de la página 245. A una raza acaso emparentada con
los papuas — anteriores a los actuales maoris en Nueva Zelandia — ,
se la ha llamado «cazadores de moas». — Nota de la edic. española.
AUSTRALIA
267
SIX
él. Hállase atravesado por valles de fondo llano, en el
que no hay árboles, sino hierbas y arbustos; en tales
sitios se pasea como en un parque. Apenas hallé en
toda esta comarca un solo lugar que no tuviera seña-
les de haber sido incendiado, sin otras variaciones que
las de época y color más o menos negro de los tron-
cos. Esta circunstancia engendraba una monotonía
fatigosa para el viajero. No se ven muchas aves en es-
tos bosques; sin embargo, a veces tropezamos con
grandes bandadas de cacatúas blancas, que comían
en los trigos, y algunos vistosos loritos; los cuervos,
parecidos al grajo de Inglaterra, no son rairos, y otra
ave que recuerda la urraca. Por la obscuridad del
anochecer seguí la línea de una serie de charcos que
en este seco país señalan el curso de un río, y tuve la
suerte de ver varios ejemplares del famoso Ornitho-
rhynchus paradoxas. Estaban buceando y jugueteando
a flor de agua, pero dejaban ver una parte tan peque-
ña de sus cuerpos, que fácilmente hubiera podido to-
márselos por ratas de agua. Mr. Browne mató uno de
un tiro; ciertamente es el animal más extraordinario
que se haya visto; los ejemplares disecados no dan idea
exacta de la cabeza y pico del Orniihorhynchus recién
muerto, porque el último se endurece y contrae (1).
20 de enero . — Una larga jornada a caballo, hasta
Bathurst. Antes de entrar en el camino real seguimos
(1) Me entretuve en observar el hoyo, en forma de embudo,
de la hormig-a-león u otro insecto análogo; cayó primero una mos-
ca en la traidora pendiente, y desapareció al punto; luego llegó
una grande, pero incauta, hormiga; como hizo violentos esfuerzos
por escapar, llovieron sobre ella esos curiosos chorros de arena
descritos por Kirby y Spence (EntomoL, vol. I, pág. 425) como
lanzados por la cola del insecto. Pero la hormiga fue más afortu-
nada que la mosca, y escapó de las mandíbulas fatales, que yacen
ocultas en la base del hoyo cónico. El tamaño de este embudo
era solamente casi la mitad del que construye la hormiga-león
europea.
268
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
un sendero por la selva, y la regalón, con la excepción
de algunas pocas cabañas intrusas, estaba muy solita-
ria. Hoy sufrimos los efectos del viento australiano,
parecido al siroco, que sopla de los abrasados desier-
tos interiores. Veíanse nubes de polvo, arrastradas en
todas direcciones, y el viento, caldeado, producía la
impresión de haber salido de la boca de un horno.
Después me dijeron que el termómetro al aire libre ha-
bía subido a y en una habitación cerrada, a 96“
(Fahrenheit) (1). Por la tarde dimos vista a las hondo-
nadas de Bathurst. Estas extensiones, onduladas y casi
lisas, son muy notables en esta comarca, por carecer
en absoluto de árboles. Lo único que se cría en ellas
es un pasto ralo y pardusco. Después de cabalgar al-
gunas millas llegamos a la ciudad de Bathurst, situada
en el centro de lo que podría llamarse un ancho valle
o angosta llanura. Me advirtieron en Sydney que no
formara un juicio demasiado desfavorable de Austra-
lia fundándome en lo que viera desde el camino, ni
demasiado optimista tomando pie del terreno que ro-
dea a Bathurst, en cuanto al último, no siento el me-
nor peligro de que me ofusque el entusiasmo. La esta-
ción — conviene hacerlo notar — ha sido de gran sequía,
y el terreno presenta un aspecto poco favorable, aunque,
según me dicen, estaba mucho peor dos o tres meses
antes. El secreto de la rápida prosperidad de Bathurst
consiste en que el pasto negruzco, de tan escaso valor
al parecer, es excelente para pasto de ovejas. La ciu-
dad está a 660 metros sobre el nivel del mar, en las
márgenes del Macquarie, uno de los ríos que corren
por el vasto ^ poco conocido interior. La línea divi-
(1) Su equivalencia con la escala centígrada es la simiente:
Fahrenheit. Centígrada.
119 ^
96“
(Nota de la edic. española.)
4S“,3
35“,5
AUSTRALIA
269
Soria de aguas, que separa las corrientes del interior
de las de la costa, tiene una altura de 9(K) metros apro-
ximadamente, y corre de Norte a Sur a la distancia
de 80 ó 100 millas de la costa. El Macquarie figura en
el mapa como un río de importancia, y es el mayor de
los que recogen las aguas de este lado de la vertiente;
pero, con gran sorpresa, no hallé mas que una cadena
de charcas, separadas por espacios casi secos. En
ciertas épocas sólo corre por él muy escasa cantidad
de agua, y en otras lleva un considerable e impetuoso
caudal. Pero con ser tan escasa el agua en esta comar-
ca, lo es mucho más en el interior.
22 de enero . — Comencé mi regreso, y seguí un nue-
vo camino, llamado Ruta de Lockyer, a lo largo dei
cual se ve un paisaje más quebrado y pintoresco. Fué
un largo viaje a caballo, que duró un día entero, con
la agravante de que la casa donde deseaba dormir
estaba a cierta distancia del camino y era difícil de
hallar. Encontré en esta ocasión, como en todas las
demás, trato muy cortés entre la clase de gente baja,
contra lo que pudiera esperarse de lo que son y han
sido. La granja en que pasé la noche pertenecía a dos
jóvenes recién establecidos aquí y que empezaban su
vida de colonos. La absoluta carencia de todo género
de comodidades no tenía nada de atrayente, pero es-
peraban enriquecerse dentro de poco.
Al día siguiente pasamos por grandes trozos de te-
rreno en llamas, viendo pasar a través del camino
grandes masas de humo. Antes del mediodía volvimos
a coger la primera ruta, y emprendimos la subida a
Monte Victoria. Dormimos en el Weatherboard, y en
la tarde de este día, antes que anocheciera, di otro
paseo por el anfiteatro. Durante mi regreso a Sydney
pasé una tarde deliciosísima con el capitán King, en
Dunhewed; y con esto terminó mi corta excursión por
la colonia de Nueva Gales del Sur.
270
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
Antes de llegar aquí, las tres cosas que me intere-
saban eran el estado social de las clases más elevadas,
la condición de los deportados y los atractivos que
ofrecía el país a los que pensaran estableceree en él.
Por supuesto, después de una visita de tan breve du-
ración, no es mucho lo que puede valer mi juicio;
pero tan difícil me parece no formar alguna opinión,
como formarla exacta. En general, tanto por lo que oí
como por lo que vi, tuve un penoso desengaño por lo
que al estado social se refiere. Toda la población está
rencorosamente dividida en partidos sobre la mayoría
de los asuntos. Muchos de los que, por razón deí
puesto que ocupan en la sociedad, debían dar ejem-
plo, llevan una vida tan licenciosa, que las personas
respetables se ven precisadas a esquivar su trato. Rei-
na una violenta animadversión entre los hijos de los
ricos emancipistas y los colonos libres, complaciéndo-
se los primeros en considerar a los hombres honrados
como negociantes defraudadores. Todos los habitan-
tes, pobres o adinerados, no sueñan mas que en ad-
quirir riqueza; ni se habla de otra cosa entre las clases
altas que del precio de la lana y de la cría de ovejas.
Graves y serios obstáculos se oponen a la conveniente
educación de la familia, siendo tal vez el principal el
tenerse que valer de criados proscriptos. Hiere los sen-
timientos de toda persona decente verse servir a la
mesa por un hombre que tal vez el día antes fué apa-
leado por cualquier fechoría de poca importancia. Las
criadas, por supuesto, son mucho peor, y de ahí que
los niños aprendan las expresiones más soeces, y for-
tuna será que no adquieran igualmente viles ideas.
Por otra parte, el capital de cualquier persona, sin
la menor molestia por su parte, le produce triple inte-
rés que en Inglaterra, y con poco cuidado que ponga,
se enriquecerá seguramente. Abundan los regalos y
comodidades de la vida, si bien cuestan algo más que
en la metrópoli; pero la mayoría de los artículos ali-
AUSTRALIA
271
XIS
menticios están más baratos. El clima es espléndido
y enteramente saludable; mas para mí perdió todos
sus encantos desde que contemplé el desagradable
aspecto del país. Los colonos tienen una gran ventaja
en poder utilizar los servicios de sus hijos desde muy
jóvenes. Entre los diez y seis y veinte años suelen po-
nerse al frente de granjas distantes. Pero no hay modo
de evitar que vivan asociados con trabajadores depor-
tados. No tengo noticia de que el tono de la sociedad
haya adquirido algún carácter peculiar; pero con tales
hábitos y sin aspiraciones intelectuales es difícil creer
que se mejore. Mi opinión es que sólo una apremiante
necesidad me compelería a venir emigrado a este país.
La rápida prosperidad y brillante porvenir de Aus-
tralia, para mí, que no entiendo de estos asuntos, son
un verdadero enigma. Los dos principales artículos de
exportación son lana y el aceite de ballena, y ambas
producciones tienen un límite. El país no se presta
para construir vías fluviales, por lo que se necesita re-
currir al transporte con carros, y el coste de éste, si es
a punto muy distante, sube tanto como el de cuidar y
esquilar las ovejas. Como los pastos crecen ralos, los
colonos se han visto precisados a penetrar en el inte-
rior; pero se han encontrado con regiones en extremo
pobres. La agricultura, por causa de las sequías, no
podrá nunca desenvolverse en gran escala y, por tan-
to, a lo que yo alcanzo, Australia tiene que esperarlo
todo de ser un gran centro de comercio para el he-
misferio meridional, y acaso de su futura industria. Las
minas de hulla que posee le suministrarán cuanta fuer-
za pueda necesitar. Dada la circunstancia de formar el
terreno habitable una faja costera, y atendiendo al
origen inglés de la población, cabe esperar que se
convierta en una nación marítima. En un principio
imaginé que Australia rivalizaría en riqueza y poder
con Norteamérica; pero ahora me parece que esa so-
ñada grandeza tiene mucho de problemática.
272
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
Con respecto a la situación de los criminales de-
portados, he tenido menos ocasiones de formar juicio
que sobre otros puntos. La primera cuestión es si la
condición de esos hombres es la de reos que expían
un crimen; nadie se atreverá a sostener que el castigo
sea demasiado severo. Sin embargo, poca importan-
cia tendría esta lenidad mientras la deportación siga
inspirando temor a los criminales de la metrópoli.
Las necesidades corporales de los deportados se ha-
llan bastante atendidas; la libertad y las comodidades
se les ofrecen como asequibles en breve, y con toda
seguridad si se portan bien. A los no sospechosos y
que se abstienen de delinquir se les da un boletín de
licencia para viajar libremente por un distrito deter-
minado, valedero por cierto número de años, según
los de la sentencia, previa, desde luego, una certifica-
ción de buena conducta; pero con todo eso, el recuer-
do del antiguo encarcelamiento y miserias padecidas
no puede menos de amargarles ios años de castigo. Una
persona inteligente me hizo observar que los depor-
tados no conocen otras satisfacciones que las de la
sensualidad, y esas no ios recompensan de las penas
sufridas. El perdón absoluto, con que el gobierno pre-
mia las delaciones de complots, junto con el profundo
horror a las colonias penitenciarias aisladas, destruye
la confianza entre los deportados y previene el crimen.
La vergüenza parece ser un sentimiento desconocido
entre esa clase de gente, y de ello pude convencerme
con algunos testimonios muy singulares. Por extraño
que parezca, se dice por todo el mundo que el carác-
ter de la población deportada es cobarde en grado
inverosímil; con frecuencia se dan casos aislados de
desesperación y desprecio de la vida; sin embargo,
rara vez se pone por obra un plan que requiera san-
gre fría y valor perseverante. Lo peor de todo ello es,
aunque exista lo que puede llamarse reforma legal y
se cometan relativamente pocos delitos penados en el
XIX AUSTRALIA 273
Código, que se halla enteramente desatendida la re-
forma moral. Personas bien informadas me aseguraron
que si alguno de los proscriptos quisiera corregirse de
sus vicios, le sería de todo punto imposible viviendo
con los compañeros que se le asignan, pues le harían in-
tolerable la vida con sus malos tratos y persecuciones.
No estará de más recordar la mutua contaminación
que sufren los condenados a galeras y presidio, tanto
en Inglaterra como aquí. En resumen, el sistema de co-
lonias penitenciarías, como procedimiento de justicia
vindicativa, apenas llena su objeto; como medio co-
rreccional, es un fracaso, mayor tal vez que el de otros
métodos; pero como arbitrio para convertir a vaga-
bundos del todo inútiles en un hemisferio en ciuda-
danos activos del otro y en hombres exteriormente
honrados, dando así origen a un nuevo país y a un
gran centro de civilización, ha triunfado en un grado
tal, que acaso no tenga paralelo en la Historia.
30 de enero . — El Beagle zarpó para la ciudad de
Hobart, en Tasmania, o Tierra de Van Diemen. El 5 de
febrero, después de una derrota de seis días, cuya pri-
mera parte fué deliciosa y la segunda fría y destem-
plada, entramos en la boca de la Bahía de Storm,
Bahía de las Tormentas; realmente, el tiempo justificó
este desapacible nombre. La bahía debería llamarse
más bien estuario, porque en su cabecera recibe las
aguas del Derwent. Junto a la entrada hay algunas ex-
tensas plataformas basálticas; pero más arriba se hace
el terreno montañoso y está cubierto de monte bajo.
Las partes inferiores de las colinas que bordean la ba-
hía carecen de esa vegetación, y en cambio parecen
lozanear amarillentos campos de trigo y verdes pata-
tales. A última hora de la tarde anclamos en la abri-
gada caleta donde se levanta la capital de Tasmania.
La primera impresión que produce Hobart es muy in-
ferior a la de Sydney, mereciendo ésta el nombre de
Darwin: Viaje. — T. II. 18
274
darwin: viaje del «beaule»
CAP.
urbe moderna y aquélla sólo el de modesta ciudad.
Está situada al pie del Monte Wellington, que se eleva
a 930 metros, pero tiene poco de pintoresco; de este
monte recibe la ciudad el surtido de agua. Alrededor
del abra hay algunos buenos almacenes, y a un lado
un pequeño fuerte. Viniendo de las colonias españo-
las, donde con tanta esplendidez se atendió general-
mente las fortificaciones, los medios de defensa pare-
cen aquí despreciables. Al comparar la ciudad con
Sydney, una de las cosas que más me sorprendieron
fué la relativa escasez de grandes casas que había en
Hobart, edificadas o en construcción. Según el censo
de 1835, contenía 13.826 habitantes, siendo la pobla-
ción total de Tasmania 36.505.
Todos los aborígenes habían sido transportados a
una isla en el estrecho de Bass; de modo que Tasma-
nia posee la gran ventaja de haberse libertado de la
población indígena. Parece que esa determinación
inhumana llegó a ser del todo inevitable, como único
medio de poner coto a los robos, incendios y asesi-
natos, que los negros perpetraban en sucesión inter-
minable, y que a la corta o a la larga habían de mover
a los blancos a exterminarlos. Mucho recelo que esa
serie de crímenes y sus consecuencias no tuvieran su
origen en la infame conducta de algunos de nuestros
compatriotas. Treinta años es un período muy corto
para desterrar hasta el último indígena de su país na-
tal, y mucho más en el caso de una isla aproximada-
mente tan grande como Irlanda. La correspondencia
cambiada sobre este asunto entre el gobierno de la
metrópoli y el de Tasmania es muy interesante. Aun-
que en las escaramuzas sostenidas por varios años mu-
rieron o fueron hechos prisioneros muchos indígenas,
nada parece haberlos convencido tanto del poder
abrumador de los ingleses como el haber puesto
en 1830 toda la isla en estado de guerra, ordenando a
la población blanca concurrir, en un esfuerzo decisivo,
XIX
AUSTRALIA
275
a poner en salvo la existencia de la raza. El plan se-
gpuído se pareció mucho al de las grandes cacerías de
la India, y consistió en formar una trocha que cruzaba
la isla, con ánimo de empujar a los indígenas a un
choreo formado por la península de Tasmania. El in-
tento fracasó, pues los naturales se deslizaron furtiva-
mente por la noche al través de la línea, atados a sus
perros. Lo cual no tiene nada de sorprendente, si se
tiene en cuenta la destreza especial de los naturales
para arrastrarse detrás de los animales salvajes y la
gran agudeza de sus sentidos. Me han asegurado ade-
más que saben ocultarse en terreno despejado de un
modo tal que, a no verlo, se creería imposible; sus
cuerpos obscuros son fácilmente tomados por los tron-
cos ennegrecidos que abundan dispersos sobre el te-
rreno. En cierta ocasión un tasmaniano que estaba en
la falda desnuda de una montaña apostó con unos in-
gleses a que se les escondería con sólo que tuvieran
cerrados los ojos unos segundos. Cuando así lo hicie-
ron, el indígena se agazapó en cierto sitio, y no hubo
modo de distinguirle entre los troncos por allí espar-
cidos. Pero, volviendo a la gran batida organizada, los
naturales se desconcertaron al observar el plan, y com-
prendieron que era inútil resistirse contra el poder y
número de los blancos. Poco después se presentaron
13 de ellos, pertenecientes a las dos tribus, y, cons-
cientes de su impotencia, se rindieron a discreción,
perdida toda esperanza de triunfar. A raíz de este he-
cho, Mr. Robinson, hombre de corazón e inteligencia,
visitó, intrépidamente, a los naturales más hostiles, y
con sus amistosos razonamientos logró persuadirlos a
que siguieran el ejemplo de los que se habían presen-
tado. Entonces se los trasladó a una isla y se los pro-
veyó de alimentos y vestidos (1). Afirma el conde
(1) La raza aboríg^en de Tasmanía, negra y de cabello lanoso,
era diferente de la de los aborígenes australianos y más afín a los
276
darwin: viaje del «reaqle»
CAP.
Strzelecki (1) que «en 1835, fecha de su deportación,
el número de indígenas se elevaba a 210. En 1842,
esto es, al cabo de siete años, sólo quedaban 54 indi-
viduos; y mientras todas las familias de Nueva Gales
del Sur, no contaminadas con el contacto de los blan-
cos, hervían de chiquillos, los de la isla de Flinders
no tuvieron en ocho años mas que ¡catorce de au-
mento!»
El Beagle se detuvo aquí diez días, y en este tiem-
po hice varias excursiones agradables, principalmente
con objeto de examinar la estructura geológica de las
inmediaciones. Los particulares más importantes se
reducen a las siguientes: en primer lugar, algunos al-
tos estratos fosilíferos, pertenecientes al período devó-
nico o carbonífero; en segundo lugar, varios indicios
de haberse levantado el suelo en época reciente; y,
por último, un pedazo aislado y superficial de amari-
llenta caliza o travertino, que contiene numerosas im-
presiones de hojas de árboles, junto con conchas te-
rrestres de especies extintas. No es improbable que
esta pequeña cantera incluya el único recuerdo que
subsiste de la vegetación de Tasmania durante una
antigua época.
El clima es aquí más húmedo que en Nueva Gales
del Sur, y la tierra más fértil, en consecuencia. La
agricultura se halla en estado floreciente; los campos
cultivados presentan buen aspecto, y los huertos abun-
dan en lozanas hortalizas y frutales. Algunas granjas
melanesios de las Islas del Pacífico. Era acaso la raza más primi-
tiva conservada en el siglo xix, inferior todavía a los habitantes
de los extremos países meridionales (fueguinos o bushmanes). Se
hallaban en el estadio paleolítico. Después de su confinamiento
(1832) en las islas Flinders, a que Darv^in alude, todavía se redujo
su número, y el último aborigen de sangre pura murió en 1876.
Léase H. Ling Roth, The Aborigines of Tasmania. — Nota de la
edición española.
(1) Physical Description of New South Wales and Van Dier-
men’s Land, pág. 354.
XIX
AUSTRALIA
277
y quintas, situadas en lugares retirados, tienen una
apariencia muy atractiva. El aspecto general de la ve-
getación es semejante al de Australia; quizá es algo
más verde y alegre y más abundante el pasto que cre-
ce entre los árboles. Un día di un largo paseo a pie
por el lado de la bahía opuesto a la ciudad; para lle-
gar allá me embarqué en uno de los dos botes que
constantemente van y vienen efectuando el transbor-
do. La maquinaria de uno de ellos se había construido
enteramente en esta colonia, ¡a los treinta y tres años
de haberse fundado! Otro día subí al monte Welling-
ton; llevé conmigo un guía, porque fracasé en mi pri-
mer intento, a causa de la espesura del bosque. Sin
embargo, tampoco esta segunda vez fuimos muy afor-
tunados, porque el hombre del país que nos acompa-
ñaba era un estúpido, y nos condujo por el lado me-
ridional y húmedo de la montaña, donde crecía una
vegetación exuberante; de modo que el trabajo de la
subida, por la multitud de troncos podridos, fué casi
tan grande como el de trepar a una montaña en Tierra
del Fuego o en Chiloe. Cinco horas y media de ruda
brega nos costó el llegar a la cima. En muchas partes,
los eucaliptos alcanzaban gran desarrollo, formando
una magnífíca selva. En algunas de las barrancas más
húmedas prosperaban de un modo admirable los helé-
chos arbóreos; vi uno que debía de medir lo menos
20 pies, de la base a las frondes, y cuya circunferen-
cia era exactamente de seis pies. Las frondes, en for-
ma de elegantes sombrillas, producían una sombra
velada como la del anochecer. La cima de las mon-
tañas es ancha y plana, y se compone de enor-
mes masas angulosas de piedra verde desnuda. Su
altura es de 930 metros sobre el nivel del mar. El día
era espléndidamente claro, y gozamos de una ex-
tensa vista: al Norte, el país parecía una aglomera-
ción de montañas cubiertas de bosques, tan altas
como la en que estábamos y con el mismo perfil sua-
278
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
ve; al Sur, se desplegaba ante nosotros con perfec-
ta claridad la costa quebrada y el mar, que forma en
esta parte muchas e intrincadas bahías. Después de
estar algunas horas en la cima, efectuamos el descen-
so por un camino mejor que el de la subida; pero no
llegamos al Beagle hasta las ocho, y con una gran fa-
tiga.
7 de febrero . — El Beagle zarpó de Tasmania, y el
6 del siguiente mes llegó al King George’s Sound,
situado cerca del ángulo sudoeste de Australia. Estu-
vimos aquí ocho días, y en todo nuestro viaje no he-
mos pasado un tiempo más pesado y aburrido. El
país, visto desde una altura, parece una planicie arbo-
lada, en la que aquí y allá surgen colinas de grani-
to opulentas y en parte desnudas. Un día salí oon va-
rios compañeros, esperando ver una caza de canguros,
y anduvimos a pie una porción de millas. Por todas
partes hallamos el suelo arenoso y paupérrimo, que
sólo producía, o hierbas delgadas y bajo matorral, o
monte bajo de árboles raquíticos. El paisaje recorda-
ba las altas plataformas de arenisca de las Montañas
Azules; la Casuarina (árbol algo parecido al abeto es-
cocés) abunda aquí en mayor número, y el Eucalgptus
algo menos. En los parajes descubiertos había varias
XanthorrheaSf que en apariencia tienen alguna afini-
dad con la palmera, pero que en vez de estar co-
ronadas por un penacho de magnífico ramaje, se ter-
minan sólo por un manojo de hojas muy bastas que
parecen hierba. El vivo color verde del matorral y
otreis plantas, contemplado desde lejos, podría in-
terpretarse por un indicio de fertilidad. Pero un solo
paseo bastó para disipar tal ilusión, y el que siga
mi parecer no querrá nunca repetir la visita de tan
ingrato país.
Acompañé un día al capitán Fitz Roy a Bald Head,
lugar mencionado por tantos navegantes, que creye-
XIX AUSTRALIA 279
ron haber visto en él corales y árboles petrificados,
conservando la posición en que crecían. A mi juicio,
los estratos han sido formados por el viento amonto-
nando arena fina, compuesta de menudas partículas
redondeadas de conchas y corales, de modo que du-
rante el proceso de acumulación quedaron enterradas
ramas y raíces de árboles con muchas conchas terres-
tres. El conjunto ha sido consolidado merced a la in-
filtración de materia calcárea, y las cavidades cilin-
dricas que dejó la madera podrida se llenaron de
dura roca seudoestalactítica. £1 tiempo va desgastando
ahora las partes más blandas, y como resultado de
esta acción se alzan sobre la superficie raíces y ramas
petrificadas, remedando admirablemente troncos secos
de un matorral.
Por casualidad, durante nuestra visita a este sitio
llegó una numerosa tribu de indígenas, llamados los
cacatúas blancos. Mediante la promesa tentadora de
darles unos paquetes de arroz y azúcar, se logró per-
suadirlos a que celebraran una «corrobery», esto es,
un gran baile, lo que había de efectuarse en com-
binación con la tribu perteneciente a King George’s
Sound.
Tan pronto como obscureció, se encendieron pe-
queñas hogueras, y los hombres comenzaron su toi-
lette, que consistía en pintarse manchas y lineas blan-
cas. Cuando estuvieron preparados se echó nueva
leña a las hogueras, sentándose alrededor de ellas,
como espectadores, las mujeres y los niños; los caca-
túas y los del Rey Jorge formaron dos cuadrillas dis-
tintas, y bailaron, respondiendo en general los movi-
mientos de los unos a los de los otros. El baile con-
sistió en correr de lado o en fila india, por un espacio
descubierto, pateando con gran fuerza al marchar a
compás. Las fuertes pisadas coincidían con una espe-
cie de gruñido, y a la vez chocaban sus clavas y picas
unas con otras, y hacían diversos gestos, como exten-
280
darwin: viaje del «reaglh»
CAP.
der los brazos y retorcer el cuerpo. Era una escena
del todo bárbara y rudísima, y, para nuestras ideas, sin
ninguna significación (1); pero noté que las mujeres y
los niños negros la contemplaban con el mayor gusto.
Tal vez estos bailes representaran en un principio
guerras y victorias. Uno de los bailes, llamado del
€.mu, se ejecutaba doblando cada hombre un brazo
como el cuello de dicha ave. En otro, un salvaje imi-
taba los movimientos del canguro al pastar entre los
bosques, mientras otro se arrastraba por detrás fingien-
do querer herirle con la azagaya. Cuando las dos cua-
drillas se mezclaron en el baile, hacían temblar el
suelo con su simultáneo pisoteo, atronando el aire con
sus gritos salvajes. Todos parecían enajenados de jú-
bilo, y el conjunto de las figuras casi desnudas, con-
templado a la rojiza luz de las hogueras, movién-
dose todos con diabólica armonía, presentaba un
cuadro acabado de un festival entre los más bajos
bárbaros. En Tierra del Fuego contemplamos mu-
chas escenas curiosas de la vida salvaje; pero nin-
guna en que los indígenas desplegaran tanto entu-
siasmo y se sintieran tan a su gusto. Acabado el bai-
le, el g'rupo entero de salvajes se sentó formando un
gran círculo, y el arroz cocido y el azúcar se distribu-
yeron entre ellos, mostrándose muy contentos con
la golosina.
Después de varias molestas detenciones, a causa
del tiempo nebuloso, el 14 de marzo partimos, y go-
zosos, de King George’s Sound, con rumbo a la isla
(1) Aun cuando Darwin, en su tiempo, no acertase a sospe-
char signifícacíón alg-una en estas danzas, se sabe hoy que la tíe'
nen. El corrobori o corrobery es entre los australianos institución
universal. Cada corrobori parece tener su signifícación peculiar:
el descrito por Darwin es acaso la elección de un jefe; la danza
del emú representa la caza del ave gigante, cuyo recuerdo ha
quedado en la tribu como supervivencia. Véase nota de la pág. 266
Nota de la edic. española.
XIX
AUSTRALIA
281
Keelíng-. ¡Adiós, Australia! Eres una nina crecida,
y, sin duda, algún día reinarás como una gran prince-
sa en el Sur. Demasiado grande y ambiciosa para
atraerte el afecto, no lo eres bastante para merecer
respeto. Dejo tus playas sin sentimiento ni pena.
CAPÍTULO XX
Islas Keeling. — Formaciones de coral.
Islas Keeling. — Su singular aspecto. — Escasez de la flora. — Trans-
porte de semillas. — Aves e insectos. — Manantiales que tienen
flujo y reflujo. — Campos de coral muerto. — Piedras transporta-
das en las raíces de los árboles. — Cangrejo enorme. — Escozor
producido por los corales. — Pez que se alimenta de corales. —
Formaciones de coral. — Islas de laguna o atolls. — Profundidad a
que pueden vivir los corales constructores de arrecifes. — Vastas
extensiones salpicadas de islas de coral bajas. — Sumersión de
sus cimientos. — Arrecifes-barrera. — Arrecifes franjeantes. —
Conversión de los arrecifes franjeantes en arrecifes-barrera y
en atolls. — Evidencia de los cambios de nivel. — Brechas en los
arrecifes barrera. — Atolls de las Maldivas: su peculiar estructu-
ra. — Arrecifes muertos y sumersos. — Areas de sumersión y
emersión. — Distribución de volcanes. — Sumersión lenta y vasta
en extensión e importancia.
/ de abril . — Llegamos a vista de la isla Keeling, o
Isla de los Cocos (1), situada en el Océano Indico y
distante de la costa de Sumatra unas 600 millas. £s una
de las islas-lagunas (ojatolls) de formación coralina.
(1) Constituyen las Keeling (o Cocos-Keeling) un grupo de
islitas (véase el mapa al final del tomo 11), situadas entre \2° 8’ y
10° 13' de lat. S., a 96° 53’ de long. E. Greenwich y a 700 millas
del SW. de Java.
Consisten en dos pequeños arrecifes anulares con islas, forman-
do dos plataformas aisladas que surgen, escalonadamente, desde
la profundidad de 2.000 brazas. Ambas son atolls, con lagunas cen-
trales y bajas islas de coral. Fueron descubiertas en 1609 por el
capitán Keeling y visitadas por Darwin en 1836 — como aquí se
lee — , y en su^estudio basó su famosa teoría de la formación de los
284
darwin: viaje del «beagle»
Cap.
semejante a las del Archipiélago Low, por cuyas inme-
diaciones pasamos. Cuando el barco llegaba a la en-
trada del canal, salió a nuestro encuentro en un bote
Mr. Liesk, un inglés residente. La historia de sus habi-
tantes, referida en las menores palabras posibles, es
como sigue: Hace nueve años, poco más o menos,
Mr. Haré, persona sin dignidad, trajo del Archipié-
lago de las Indias Orientales cierto número de escla-
vos malayos, que al presente, incluyendo los niños,
ascienden a más de un centenar. De allí a poco, el
capitán Ross, que antes había visitado estas islas en
un barco mercante, llegó de Inglaterra con su familia
y bienes, para establecerse en este lugar; le acompañó
Mr. Liesk, antiguo compañero de barco. Los malayos
huyeron de la isla, y se unieron al grupo del capitán
Ross. Tras esto, Mr. Haré se víó últimamente obliga-
do a abandonar la plaza.
Los malayos se hallaban ahora nominalmente en es-
tado de libertad, y así era de hecho en lo relativo al
trato que se les daba; pero en muchos otros puntos se
los consideraba como esclavos. A causa de su descon-
tento, de los repetidos traslados de una a otra isla, y
tal vez de algunos desaciertos de los amos, la coloni-
zación prosperaba poco. La isla no tiene ningún cua-
drúpedo doméstico excepto el cerdo, y su producción
vegetal más importante la constituyen los cocos. La
total prosperidad de este sitio depende de este árbol;
arrecifes de coral y de la sumersión de la faja tropical del mundo.
La erupción de 1876 ha sugerido la creencia de que su formación
coralina se apoya en un pico volcánico a no gran profundidad.
(WooD-JoNES, F., Coral and *atolls», 1910.)
Su posición tropical explica la cuantía de sus lluvias (en torno
de l.OOO mm. anuales), acompañadas a veces de furiosos vendava-
les. Las plantaciones de las islas son en su mayor parte de coco-
teros. En el atoll norte, deshabitado, hay algún guano. El meri-
dional tiene unos 700 habitantes, en su mayor parte de origen
malayo . — Nota de la edic. española.
XX
ISLÁS KEELING
285
la única exportación es aceite de coco, y los cocos
mismos, a Sing-apoore y Mauricio, utilizándose los úl-
timos, después de finamente picados, en la confección
de salsas indias. Los cocos sirven asimismo para cebar
los cerdos, que se ponen gordísimos, y para alimentar
los patos y aves de corral. Hasta un cangrejo enorme
de tierra, que se cría en la isla, está dotado por la Na-
turaleza de los medios necesarios para abrir y comer
los mencionados frutos.
El arrecife, en forma de anillo, de la isla-laguna está
coronado en la mayor parte de su longitud por islitas
lineales. En el Norte, o lado de sotavento, hay una
abertura, por la que pueden pasar los barcos para an-
clar en el interior. La vista que se ofrece al entrar es
curiosísima, y aun bella, si bien esta última cualidad
depende enteramente de la brillantez del colorido. El
agua somera, clara y tranquila, del lago interior, ten-
dida sobre un lecho de arena blanca, al recibir verti-
calmente los rayos del Sol aparece teñida de un verde
intenso. Esta brillante extensión, de varias millas de
anchura, está por todas partes separada por una línea
de rompientes de un blanco niveo de las restantes
aguas obscuras del océano, y de la bóveda azul del
cielo, por fajas de tierra coronadas por los penachos
a nivel de los cocoteros. Y así como las nubecíllas
blancas que aparecen en esta o aquella parte del hori-
zonte forman agradable contraste con el cielo de azur,
así en el lago las bandas de coral vivo vetean de listas
obscuras el agua verde esmeralda.
A la mañana siguiente, después de anclar, salté a
tierra en la Isla Dirección. La faja de tierra seca tiene
solamente algunos cientos de metros de anchura; por
el lado de la laguna hay una playa de blanca caliza,
cuya radiación en este clima tropical era insoportable,
y en la costa exterior, una ancha y sólida zona de roca
coralina servía de rompeolas a la violencia del abierto
mar. Si se exceptúa la parte inmediata a la laguna,
286
darwjn: viaje del «beaqle»
CAP.
donde hay alguna arena, el suelo se compone tan sólo
de fragmentos rodados de coral. En una superficie de
tal índole, pétrea y seca, únicamente la atmósfera de
los trópicos es capaz de producir una vegetación vi-
gorosa. Nada tan elegante como el aspecto de algu-
nas isletas, donde los cocoteros jóvenes y adultos se
mezclan en el mismo bosque, sin perjuicio de su mu-
tua simetría. Una playa de blanca arena brillante sirve
de orla a estos encantados lugares.
Presentaré ahora un bosquejo de la Historia Natu-
ral de estas islas, que por su rareza encierran un inte-
rés peculiar. A primera vista los cocoteros parecen ser
los únicos árboles; pero después se ve que hay otros
cinco o seis. Uno de éstos alcanza gran tamaño, pero
la blandura excesiva de su madera le hace inservible;
en cambio, otro, bajo, suministra excelente madera
para la construcción de barcos. Fuera de dichos árbo-
les, el número de plantas es muy limitado y se reduce
a unas cuantas malezas o hierbajos de escasa impor-
tancia. En mi colección, que, si no me engaño, las
comprende casi todas, hay 20 especies, sin contar un
musgo, un liquen y un hongo. A este número hay que
añadir dos árboles: uno de ellos no estaba en flor, y el
otro no le conozco mas que por referencias. Según me
dijeron, es un árbol solitario, de una especie peculiar,
que crece cerca de la costa, donde sin duda las olas
arrojaron su semilla. También crece una Guilandina,
solamente en una de las islitas. No incluyo en la lista
anterior la caña de azúcar, el banano y algunos otros
vegetales, frutales y hierbas importadas. Como las
islas se componen enteramente de coral, y en algún
tiempo han sido arrecifes cubiertos por el agua, todas
sus producciones terrestres han tenido que ser trans-
portadas aquí por las olas del mar. En concordancia
con esto, la flórula de que trato tiene el carácter de
refugio de semillas desamparadas, o, dicho en otro
término^ de una inmigración de vegetales náufra-
XX
ISLAS KEELINQ
287
g-os (1). El profesor Henslow me dice que de las 20 es-
pecies, 19 pertenecen a diferentes géneros, los cuales,
a su vez, corresponden nada menos que a ¡16 fami-
lias! (2).
En los Viajes de Holman (3) se da una relación de
las varias semillas y otros organismos que se sabe ha-
ber sido transportados por las olas, la cual relación se
funda en la autoridad de Mr. A. S. Keating, que resi-
dió doce meses en estas islas: «La marejada ha traído
de Sumatra y Java semillas y plantas, arrojándolas a la
costa de barlovento de las islas. Entre dichos vegeta-
les se cuentan: el Kimiri, oriundo de Sumatra y de la
península de Malaca; el cocotero de Balci, conocido
por su forma y tamaño; el Dadassy que los malayos
plantan junto a los pimenteros sarmentosos, para que
éstos trepen y se sostengan en las esquinas produci-
das por el tallo de aquél; el árbol de jabón o jabon-
cillo; el ricino; troncos de la palmera de sagú, y va-
rias especies de semillas desconocidas de los mala-
yos aquí establecidos. Se supone que todas han sido
arrastradas por el monzón del NO. a la costa de
Australia, y desde allí a las Islas de los Cocos por el
alisio del SE. También se han recogido grandes ma-
sas de tea de Java y madera amarilla (4), además de gi-
gantes troncos de cedro rojo y blanco, y un euca-
lipto de Australia perfectamente conservado. Todas
las semillas resistentes, como las de plantas trepado-
ras, conservan su poder germinativo; pero las especies
blandas, como los mangostanes, se deterioran al reco-
(1) Toda la flora que Darwin encontró en las Islas Keeling
ha sido identificada como indígena de las islas de Sumatra y
Java, o de la península de Malaca . — Nota de la edic. española.
(2) Se hallan descritas estas plantas en los Annals of Nai.
Hist, vol. I, 1838, pág. 337.
(3) Holman, Trovéis, vol. IV, pág. 37*8.
(4) Probablemente alude aquí Darwin a la madera satín Flin'
dersia oxleyana. — Nota de la edic. española.
288
DARWIN: VIAJE DEL «BEAGLE»
CAP.
rrer tan larg-o trayecto. Algunas veces han sido arroja-
das a la playa canoas pescadoras, al parecer, de Java.
No deja de ser interesante ver cuán numerosas son las
semillas que, procediendo de diversos países, son
arrastradas sobre el océano inmenso. Cree el profesor
Henslow, y así me lo comunica, que casi todas las
plantas recogidas por mí en estas islas son especies
comunes del litoral en el Archipiélago de las Indias
Orientales, Sin embargo, juzgando por la dirección de
los vientos y corrientes, parece apenas posible que
hayan podido llegar aquí en línea recta. Si, como su-
giere, con gran probabilidad, Mr. Keating, fueron lle-
vadas primeramente a la costa de Australia y desde
allí arrastradas en dirección opuesta, con las produc-
ciones del país últimamente citado, las semillas, antes
de germinar, deben de haber recorrido entre 1.800 y
2.4&) millas.
Chamisso (1), describiendo el Archipiélago Radack,
situado en la parte occidental del Pacífico, afirma que
<el mar lleva a estas islas las semillas y frutos de mu-
chos árboles, la mayoría de las cuales no han prendi-
do aquí todavía. Pero me parece que la mayor parte
de estas semillas no han perdido su capacidad germi-
nativa».
Dícese también que las olas depositan en la playa
palmeras y bambú de algunos puntos de la zona tó-
rrida, junto con troncos de abetos del Norte; estos úl-
timos deben de haber viajado enormes distancias.
Estos hechos son altamente interesantes. A no dudar-
lo, si hubiera aves terrestres que recogieran las semi-
llas al salir a la playa y un suelo mejor adaptado a su
crecimiento que los bloques sueltos de coral, aun los
atolls o islas en forma de anillo más aislados llegarían
a tener con el tiempo una flora más abundante que la
que hoy tienen.
(1) Primer viaje de Kotzebue, vol. III, pág. 155.
IX
ISLAS KEELINÚ
289
La lista de los animales terrestres es todavía más
pobre que la de las plantas. Alg-unas íslítas están habi-
tadas por ratas, importadas de la isla Mauricio por un
barco que naufrag'ó aquí. Míster Waterhouse las cree
idénticas a las de Inglaterra, aunque son más peque-
ñas y de un color más fuerte. Propiamente hablando,
no hay aves terrestres, porque una agachadiza y un
guión, el Rallas Phillippensisy aunque viven siempre
entre la hierba seca, pertenecen a las zancudas. Dícese
que se hallan aves de este orden en varias de las pe-
queñas islas bajas del Pacífico. En Ascensión, donde
faltan las aves terrestres, se mató un rálido, el Porphy-
río simplex, cerca de la cima de una montaña, y era, sin
duda, un solitario vagabundo. En Tristán de Acunha,
donde, según Carmichael, no hay mas que dos aves
terrestres, vive una fúlica. Colijo de aquí que las zan-
cudas, después de las innumerables especies de pal-
mípedas, son generalmente los primeros colonos de
las pequeñas islas aisladas. Y debo añadir que al mis-
mo orden pertenecen todas las aves descubiertas por
mí, de especies no oceánicas, a grandes distancias de
tierra, y que, por tanto, ellas han debido de ser, natu-
ralmente, las primeras colonizadoras de las islas per-
didas en la inmensidad del océano.
En cuanto a reptiles, no vi mas que una lagartija.
Puse empeño especial en recoger toda clase de insec-
tos. Dejando aparte las arañas, que eran numerosas,
había 13 especies (1). Entre ellas sólo se contaba un
coleóptero. Una diminuta hormiga bullía a millares
debajo de los sueltos bloques secos de coral y era
realmente el único insecto que fuese abundante. Pero
(1) Las 13 especies pertenecen a los siguientes órdenes: En-
tre los Coleópteros, un diminuto elatérido; de los Himenópteros,
dos hormigas: de los Ortópteros, un grillo y una Blatta; de los //e-
mípteros, una especie; de los Homópteros, dos; de los Neurópte-
ros, una Ckrysopa; de los Lepidópteros nocturnos, MnaDiopaea y
un Pterophorus (?), y de los Dípteros, dos especies.
Darwin; Viaje.— T. H 19
290
darwin: viaje del «beaqle»
CAÍ’.
aunque los seres orgánicos terrestres escaseaban en
tanto grado, los que poblaban las aguas del mar cir-
cundante eran realmente infinitos. Chamisso ha des-
crito (1) la Historia Natural de un atoll o isla-laguna
del Archipiélago Radack, y es notable cuán estrecha-
mente sus habitantes, en número y especies, se pare-
cen a los de la isla Keeling. Hay un lagarto y dos
zancudas, a saber: una agachadiza y un zarapito. Cuén-
tanse 19 especies de plantas, incluyendo un helécho,
y algunas de ellas son las mismas que crecen aquí,
aunque en sitio tan inmensamente remoto y en un
océano diferente.
Las prolongadas fajas de tierra que forman las isli-
tas lineales han emergido sólo a la altura a que la ma-
rejada puede arrojar fragmentos de coral y el viento
amontonar arena calcárea. La sólida roca plana exte-
rior, como es de bastante espesor, rompe el primer
empuje de las olas, que a no ser por ese obstáculo ba-
rrerían en un día estas islitas con todas sus produccio-
nes. El océano y la tierra parecen contender aquí por
predominar, y aunque la segunda ha tomado posesión
de una parte de la superficie, el primero no ceja en
querer imponer su dominio. En todas partes se en-
cuentran cangrejos ermitaños (2), de varias especies,
que caminan cargados con las conchas robadas en la
playa próxima. En los árboles se ven numerosas bu-
bias, rabihorcados y golondrinas de mar, y el bosque,
con la multitud de nidos y el olor del ambiente, pare-
ce un criadero de aves marinas. Las bubias, posadas
en sus toscos nidos, miran al que se les acerca con
(1) Primer •viaje de Kotzebue, vol. Ill, pág. 222.
(2) Las grandes pinzas de algunos de estos crustáceos, al con-
traerse, forman un admirable opérenlo que cierra la boca de la
concha con tanta perfección como pudiera hacerlo el del molusco
primitivo. Me aseguraron, y lo vi confirmado por mis observacio-
nes, que ciertas especies de cangrejos ermitaños usan siempre de-
terminadas especies de conchas.
XI
ISLAS KCELING
291
aire hosco y estúpido. Los noditontos, como expresa
su nombre, son avecillas necias y torpes. Pero hay una
que es preciosa, una pequeña golondrina de mar,
blanca como la nieve, que se cierne a pocos pies de
la cabeza del observador, mirándole con tranquila cu-
riosidad. No se requiere gran imaginación para supo-
ner que en aquel cuerpecillo tan leve y delicado ha-
bita el espíritu errabundo de un hada.
Sábado 3 de abril . — Después del oficio religioso
acompañé al capitán Fitz Roy a la colonia, situada a
la distancia de varias millas, en la punta de una islita
densamente poblada de altos cocoteros. £1 capitán
Ross y Mr. Liesk viven en una gran casa, en forma de
almiar, con amplias entradas por ambas partes y bar-
dada de zarzas. Las viviendas de los malayos están dis-
puestas a lo largo de la playa de la laguna. Todo el
lugar presenta un aspecto desolado, pues no hay huer-
tos que muestren señales de cultivo y cuidados. Los
indígenas pertenecen a diferentes islas del Archipié-
lago de las Indias Orientales, pero todos hablan la
misma lengua; vimos indios de Borneo, Celebes, Java
y Sumatra. En el color se parecen a los tahitianos, de
los que no difieren mucho en cuanto a las facciones.
Algunas mujeres, sin embargo, tienen no pocos rasgos
comunes con los chinos. Me agradó tanto su porte ge-
neral, como el tono de su voz. Parecen pobres, y sus
casas estaban desprovistas de muebles; pero la gordu-
ra de los niños demostraba que la carne del coco y la
de tortuga poseen gran poder nutritivo.
En esta isla se hallan los pozos que surten de agua
a los barcos. A primera vista parece extraordinario que
estos manantiales de agua dulce sigan el flujo y reflu-
jo de las mareas, y para explicarlo se ha llegado a su-
poner que estaban alimentados por el mar, cuya sal e
impurezas eran absorbidas por la arena. Estos pozos
de marea abundan en algunas de las islas bajas de las
292
DARWIN: VIAJB DEL «BEAGLE»
CAP.
Antillas. Es cierto que el agua salada del mar se fíltra
por la arena comprimida y la roca porosa de coral
como al través de una esponja; pero la lluvia que cae
en la superficie desciende hasta el nivel del mar cir-
cundante, y se acumula en esas cavidades, desalojando
un volumen igual de agua salada. Asi como el agua
existente en la parte inferior de la gran masa de coral
esponjoso sube y baja con las mareas, de igual modo
debe efectuarlo también el agua inmediata a la super-
ficie, la cual se conservará dulce mientras la masa sea
suficientemente compacta para impedir la mezcla me-
cánica. Pero en donde el terreno se compone de gran-
des bloques sueltos de coral con amplios intersticios,
si se abre un pozo, el agua, como he visto, es salobre.
Después de comer asistimos a una curiosa escena
semisupersticiosa, representada por las mujeres mala-
yas. Pretendían que un Cucharón de madera, vestido
como un muñeco y depositado en la fosa de un muer-
to, se animaba al llegar la Luna llena, exteriorizando
con sus saltos y bailes la presencia de un espíritu. He-
chos los debidos preparativos, el cucharón, sostenido
por dos mujeres, empezó a dar sacudidas y a bailar
siguiendo el ritmo de la canmón entonada por mujeres
y niños. Era un espectáculo burdísimo; pero Mr. Liesk
sostuvo que no pocos malayos creían seriamente que
el cucharón estaba animado por un espíritu. La danza
no empezó hasta que hubo salido la Luna, y por cier-
to que era delicioso contemplar el luminoso disco al-
zándose majestuosamente por entre los cocoteros, me-
cidos por la brisa de la noche. Los paisajes de los
trópicos son en sí mismos tan deliciosos, que casi igua-
lan a los más queridos de mi patria, con los que me
ligan los más nobles sentimientos del alma.
Al día siguiente me ocupé en examinar los muy in-
teresantes, aunque sencillos, estructura y origen de es-
tas islas. Como el agua estaba excepcionalmente tran-
quila, vadeé por el piso exterior de roca muerta hasta
XX
ISLAS KEELÍNG
293
las masas de coral vivo, en que se estrella el oleaje del
mar libre. En algunas quebradas y cavidades hay bellí-
simos peces verdes y de otros colores, siendo también
admirables las formas y tintas de muchos zoófitos. Es
excusable el entusiasmo al hablar del infinito número
de seres orgánicos que pululan en el mar de los tró-
picos, tan pródigo de vida; pero debo confesar que, a
mi j‘uicio, los naturalistas que han descripto en páginas
bien conocidas las grutas submarinas, adornadas de
innúmeras bellezas, se han complacido en usar un len-
guaje algo exuberante.
6 de abril . — Acompañé al capitán Fitz Roy a una
isla situada en la cabecera de la laguna; el canal era en
extremo intrincado, culebreando entre campos de co-
rales de delicado ramaje. Vimos varias tortugas, y dos
botes ocupados en pescarlas. £1 agua era tan diáfana
y poco profunda que, si bien las tortugas desaparecían
en el primer momento sumergiéndose, sin embargo,
una canoa o bote de vela no tardaba en darles alcan-
ce, llegando al lugar en que se ocultaban. Al punto
uno de los pescadores, de pie en el extremo de proa,
se zambullía rápidamente y caía sobre el caparazón de
la tortuga, asiéndola por la concha del cuello con am-
bas manos; luego tiraba, ayudado de los otros, hasta
vencer la resistencia del quelónido y asegurarlo bien.
Era interesantísimo ver los dos botes en sus idas y ve-
nidas, mientras los pescadores sumergían la cabeza
cuanto era posible, esforzándose por asir su presa. El
capitán Moresby me comunica que en el Archipiélago
Chagos, en este mismo océano, los naturales se Valían
de un horrible procedimiento para arrancar el espaldar
a las tortugas vivas. «Cóbrenlo de carbones encendi-
dos, con lo que la concha exterior se dobla hacia arri-
ba; luego la desprenden con un cuchillo, y antes que
se enfríe la prensan fuertemente entre dos tablas. Eje-
cutada esta bárbara operación, dejan que el animal
294
dakwin: viaje del <«beagi.e»
CAP.
vuelva a su natural elemento, donde, al cabo de cierto
tiempo, se forma una nueva concha; pero es tan delga-
da que no puede utilizarse, y el quelónido arrastra una
vida lánguida y enfermiza.»
Cuando llegamos a la cabecera de la laguna cruza-
mos una islita estrecha, y hallamos una gran marejada
que rompía en la costa de barlovento. Con dificultad
sabría decir por qué; pero, a lo que entiendo, ia vista
de las playas exteriores de estas islas-lagunas supera
en magnificencia a la del interior. Es de una maravillo-
sa sencillez el conjunto que forman la playa en forma
de barrera, la orla de verdes arbustos y altos cocote-
ros, la sólida llanada rocosa de coral muerto, cubierta
aquí y allá de grandes fragmentos sueltos, y la línea de
furiosos rompientes, que se prolonga todo alrededor
por ambas partes. £1 océano, lanzando sus olas contra
el ancho arrecife, parece un enemigo invencible y to-
dopoderoso; sin embargo, vemos contrastado y aun
vencido su inmenso poder por medios que a primera
vista parecen débiles e insuficientes. Y no es que las
oléis respeten las rocas de coral: los grandes frag-
mentos dispersos sobre el arrecife y amontonados en
la playa, en que los altos cocoteros brotan, hablan con
harta elocuencia de su arrollador empuje. Ni siquiera
se conceden períodos de descanso. La marejada per-
sistente, producida por la acción suave, pero continua,
del alisio, que sopla en la misma dirección sobre una
extensa área, da origen a unos rompientes que igualan
en fuerza a los engendrados por temporales huracana-
dos en las regiones templadas, y no cesan de desple-
gar su furia. Es imposible contemplar este oleaje sin
sentir la firme convicción de que cualquiera isla, aun-
que esté construida de la roca más dura — pórfido, gra-
nito o cuarzo — , al fin ha de ceder y quedar demolida
por tan irresistible poder. Con todo, las insignificantes
íslitas de coral permanecen y quedan victoriosas; por-
que aquí otro poder, como un antagonista, interviene
XX
ISLAS KEELINQ
295
en la contienda. Las fuerzas orgfánicas separan los áto-
mos de carbonato de calcio uno por uno y los reúnen
formando una estructura simétrica. No importa que el
huracán arranque a millares enormes fragmentos, pues
sus esfuerzos significan poco frente a la labor acumu-
lada de incontables miríadas de arquitectos que traba-
jan día y noche durante meses y meses. Y he aquí
cómo el cuerpo blando y gelatinoso de un pólipo, mer-
ced a la intervención de las leyes vitales, llega a dome-
ñar el gran poder mecánico de las olas de un océano,
a cuyo empuje ni el arte humano ni las obras de la
Naturaleza inanimada pueden resistir.
No regresamos a bordo hasta cerca del anochecer,
porque nos detuvimos largo tiempo en la laguna, exa-
minando los campos de coral y las conchas gigantes-
cas del Chama, en las que si se mete la mano no hay
modo de sacarla en tanto que el molusco viva. Cerca
de la cabecera de la laguna hallé, con sorpresa, una
vasta extensión de más de una milla cuadrada cubierta
de un bosque de delicadas ramas de coral, que, aun-
que erguidas, estaban muertas y descompuestas. En
un principio no supe explicarme tan extraño fenóme-
no; pero después me ocurrió que se debía a la curiosa
combinación de circunstancias que ahora expondré.
Ante todo, conviene dejar sentado que los corales no
pueden sobrevivir a la más breve exposición a los ra-
yos del sol fuera del agua; de modo que el límite su-
perior de su crecimiento está determinado por la ínfi-
ma altura a que llegan las mareas equinocciales. Sábese,
por algunos mapas antiguos, que la isla larga, en la
parte de barlovento, estuvo dividida antiguamente en
varias isletas por anchos canales; hecho que comprue-
ba, además, la circunstancia de ser los árboles más jó-
venes en estas porciones. Mientras el arrecife estuvo
en su antigua condición, las brisas fuertes, al empujar
mayor cantidad de agua contra la barrera, propendían
a elevar el nivel de la laguna. Ahora obran de una ma-
296
DAKWíN; VJAJIi ÜEL «BEAGLE»
CAP.
ñera diametralmente opuesta, porque el agua de la la-
guna, en lugar de crecer por las corrientes de fuera, es
empujada hacia el exterior por la fuerza del viento. Por
eso se observa que la marea junto a la cabecera de la
laguna no sube tanto cuando sopla una brisa fuerte
como cuando hay calma. Esta diferencia de nivel, aun-
que muy pequeña sin duda, es la que, en mi concepto,
ha causado la muerte de esas enramadas de coral, que
en el antiguo estado del arrecife exterior habían alcan-
zado la altura máxima de su crecimiento.
A pocas millas al norte de Keeling hay otro pe-
queño atolly cuya laguna está casi cegada con fango
de coral. El capitán Ross halló embutido en el con-
glomerado de la costa exterior un fragmento redon-
deado de roca volcánica verde, algo mayor que la ca-
beza de un hombre; tanto le sorprendió a él y a sus
compañeros, que se lo llevaron para conservarlo como
una curiosidad. El hallazgo de esta piedra única en
un sitio donde no hay mas que roca calcárea es, sin
disputa, un caso enigmático. La isla casi no ha sido
visitada en ningún tiempo, y no hay probabilidad de
que haya naufragado en ella ningún barco. A falta de
otra explicación mejor, he llegado a concluir que el
fragmento mencionado ha debido de venir a este sitio
enredado en la raigambre de algún árbol corpulento;
pero cuando considero la gran lejanía de la tierra más
próxima y la poca probabilidad de que hayan concu-
rrido tantas circunstancias, como la de enredarse la
piedra de ese modo, ser arrastrado el árbol al mar,
flotar por tanta distancia, salir después a la playa sin
avería, y, por último, encontrarse la piedra en condi-
ciones de ser descubierta, me asalta el temor de que
un transporte de tal índole no sea probable. Por lo
mismo, fué grande el interés con que leí en la relación
de Chamisso, el ilustre naturalista que acompañó a
Kotzebue, que los habitantes del Archipiélago Ra-
dack, grupo de atolls en medio del Pacífico, obtenían
XX
ISLAS KEI-LING
297
piedras para aguzar sus instrumentos registrando las
raíces de los árboles arrojados por el mar a la playa.
Y evidentemente debió de suceder esto varias veces,
puesto que se habían dictado leyes declarando que
tales piedras pertenecían al jefe, imponiendo además
un castigo al que intentara robarlas. Cuando se refle-
xiona sobre la aislada posición de estas pequeñas islas
en medio del vasto océano, lo mucho que distan de
todas las costas, exceptuando las de formación cora-
lina, según testifica el gran valor concedido por los
indígenas, que eran audaces navegantes, a cualquier
clase de piedras (1), y la lentitud de las corrientes del
mar abierto, el hallazgo de guijarros como los des-
cubiertos entre las raíces de los árboles parece mara-
villoso. Pero el transporte de esas piedras puede ve-
rificarse a menudo, y si la isla a que han sido arro-
jadas se compusiera de otra substancia además del
coral, apenas llamarían la atención, y desde luego su
origen nunca podría sospecharse. Además, el medio
de efectuarse el traslado podría permanecer oculto por
largo tiempo, dada la probabilidad de que los árboles,
especialmente los que estuvieran cargados de piedras,
flotaran bajo de la superficie. En los canales de Tierra
del Fuego las olas arrojan a la playa grandes cantida-
des de madera de deriva, y, sin embargo, rarísima vez
se encuentra un árbol nadando en el agua. Estos he-
chos tal vez arrojen alguna luz sobre el descubrimien-
to de piedras ocultas, angulosas o redondeadas, em-
butidas en masas de fino sedimento.
Durante otro día visité la isleta Oeste, donde la
vegetación crece acaso con mayor exuberancia que
en ninguna otra. Los cocoteros, de ordinario, están
separados; pero aquí los jóvenes se desarrollan entre
los adultos, y forman con sus largas y encorvadas fron-
(1) Algunos indígenas llevados por Kotzebue a Kamtschatka
recogieron piedras para llevarlas a su país.
298
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
des una selva sombría. Unicamente los que lo han ex*
perímentado conocen cuán delicioso es gfozar de esa
sombra en los trópicos bebiendo el fresco y grato
líquido del coco. En esta isla hay un gran espacio en
forma de bahía, compuesto de finísima arena blanca;
es perfectamente horizontal, y la marea le cubre sola-
mente en pleamar. De esta gran bahía arrancan pe-
queñas calas que penetran en los bosques de los alre-
dedores. Una extensión de brillante arena blanca, que
parecía la inmóvil superficie de un lago, rodeada de
cocoteros, de altos y cimbreantes troncos, formaba
una vista singular y lindísima.
He aludido anteriormente a un cangrejo que se
alimenta de cocos; abunda mucho en todas las partes
de tierra seca, y crece hasta alcanzar un tamaño mons-
truoso; es muy afín o idéntico al Birgoslatro. El pri-
mer par de patas termina en pinzas muy fuertes y pe-
sadas, y el último está provisto de otras más débiles
y sumamente estrechas. A primera vista hubiera creído
imposible que un cangrejo abriera un coco fuerte de
dura cáscara, pero Mr. Lieslc me asegura que lo ha
visto ejecutar repetidas veces. El crustáceo empieza
desgarrando la corteza fibra por fibra, y siempre des-
de el extremo en que están situados los tres hoyuelos;
terminada la operación precedente, el cangrejo em-
pieza a golpear con sus pesadas pinzas en uno de los
hoyuelos, hasta practicar una abertura. Luego se vuel-
ve, y con ayuda del par de pinzas posteriores y angos-
tas extrae la blanca substancia albuminosa. Me parece
un caso curiosísimo de instinto como no he conocido,
y asimismo de adaptación de estructura entre dos ob-
jetos al parecer tan alejados uno de otro en el plan de
la Naturaleza como un cangrejo y un cocotero. El Sir-
gos es diurno en sus hábitos; pero se dice que todas
las noches hace una visita al mar, indudablemente con
el propósito de humedecer sus branquias. En el mar
también se efectúa la fecundación de los huevos, y las
XX
ÍSLAS KEELING
299
crías viven por algún tiempo en la costa. Estos can-
grejos habitan en profundos agujeros que hacen bajo
las raíces de los árboles, y en ellas acumulan sorpren-
dentes cantidades de fibras sacadas de la cáscara del
coco, sobre las que descansan como en una cama. Los
malayos, a veces, se aprovechan de esta circunstancia,
y recogen las fibras para usarlas en la confección de
esteras. Dichos cangrejos son un bocado excelente y,
además, bajo la cola de los mayores hay una gran can-
tidad de grasa, que después de fundida produce en
ocasiones una quinta parte de litro de aceite límpido.
Algunos autores han asegurado que el Birgos trepa a
los cocoteros para robar los frutos. Dudo que así pue-
da ser; pero si se tratara del Pandanus (1), el caso me
parecería mucho más fácil. Me aseguró Mr. Liesk que
en estas islas el Birgos vive sólo de los cocos que
caen a tierra.
El capitán Moresby me hace saber que este can-
grejo habita en los grupos Chagos y Seychelles, pero
no en las Maldivas próximas. En otro tiempo abundó
en Mauricio, pero ahora sólo se hallan allí unos cuan-
tos de exiguo tamaño. En el Pacífico, esta especie,
u otra de hábitos muy parecidos, habita, según se
dice (2), en una sola isla coralina al norte del grupo
de la Sociedad. Para dar idea de la admirable fuerza
del primer par de pinzas, referiré que, habiendo en-
cerrado uno el capitán Moresby en una caja fuerte de
hoja de lata, que había contenido galletas, asegurando
la tapa con un alambre, el cangrejo dobló los bordes
y se escapó. Al efectuar esta operación abrió muchos
agujeritos que taladraban la chapa de hoja de lata.
No poca sorpresa me causó hallar dos especies de
coral del género Millepora (M. complánala y M. alci-
cornis) que poseían una virhid urticante. Las ramas o
(1) W Proceedings of Zoological Society, 1832, págf. 17.
(2) Tyerman y Bennet, Voyage, etc., vol. II, pájf. 33.
300
darwin: viaje del «beaqleo
CAP.
láminas pétreas, recién sacadas del agfua, son ásperas
y no viscosas al tacto, y exhalan un olor fuerte y des-
agradable. La propiedad urticante parece variar en los
diferentes ejemplares; cuando se aprieta o frota un
trozo de estos corales contra la piel de la cara o bra-
zo, se produce de ordinario una sensación de come-
zón, que principia en el intervalo de un segundo y
dura unos minutos. Un día, sin embargo, con sólo
aplicar a mí cara una de las ramas, sentí al punto el
escozor, el cual aumentó, como de costumbre, a los
pocos segundos, y, manteniéndose vivo por algunos
minutos, duró una media hora. La impresión era tan
desagradable como la de las ortigas, pero más pare-
cida a la que producen las medusas o Physalia. En la
piel fína del brazo aparecieron unas manchitas rojas
con aspecto de convertirse en ampollas; pero no su-
cedió así, M. Quoy menciona este caso de las Mille-
poraSy y tengo noticias de corales urticantes en las
Antillas. Varios anímales marinos tienen esta propie-
dad de urticar; además de la Physalia, de varios pulpos
y de la Aplysia o liebre de mar, de las Islas de Cabo
Verde, se afirma en el viaje del Astrolabio que una
Aciinia o anémone de mar y una coralina flexible
afín a la Sertularia poseen estos medios de ofensa y
defensa. En el mar de las Indias Orientales se ha en-
contrado un alga urticante, según se dice.
Dos especies de peces del género Scarus, comu-
nes aquí, se alimentan exclusivamente de coral; ambos
están teñidos de un espléndido verde azulado, y la
una vive invariablemente en la laguna, mientras la
otra habita entre los rompientes exteriores. Mr. Liesk
nos aseguró que . había visto repetidas veces bancos
enteros de peces royendo con sus mandíbulas óseas
las sumidades de las ramas de coral. Abrí, en efecto,
los intestinos de varios, y los hallé distendidos por un
cieno de arena calcárea amarillenta. Las viscosas y
repugnantes Holothuria (afínes a nuestras estrellas de
XX
ISLAS KEELINQ
301
mar), de que tanto gustan los gastrónomos chinos, se
alimentan también de corales, según me participa el
Dr. Alian, y, realmente, el aparato óseo que tienen en
la boca parece muy bien adaptado a tal fin. Estas ho-
loturias, los peces mencionados, las numerosas con-
chas perforantes donde se resguardan, y los gusanos
nereidos, que perforan todos los bloques de coral
muertq, deben ser agentes eficacísimos en la produc-
ción del fino y blanco cieno que cubre el fondo y
las márgenes de la laguna. Sin embargo, el profesor
Ehrenberg halló una porción de este cieno que cuan-
do estaba húmedo se parecía mucho a cal pulveri-
zada y estaba compuesto en parte de infusorios de ca-
parazón silíceo.
12 de abril . — Por la mañana salimos de la
con rumbo a la Isla de Francia. Celebro haber
tado estas islas, pues su formación debe contarse
entre los objetos más admirables de este mundo. El
capitán Fitz Roy no halló fondo con una sonda de
1.100 metros de largo, a la distancia de sólo dos kiló-
metros de la costa; de modo que esta isla forma una
elevada montaña submarina, con pendiente de mayor
declive que la de los conos volcánicos más abruptos.
La cima, en forma de salvilla, tiene de diámetro unas
10 millas, y cada uno de los átomos que la forman (1),
desde la menor partícula hasta el mayor fragmento de
roca, en esta gran mole, que, sin embargo, es peque-
ña, comparada con muchísimas otras islas-lagunas,
lleva el sello de haber sido elaborada por organismos.
Nos asombramos al oír hablar a los viajeros de las
vastas dimensiones de las Pirámides y otros grandes
(1) Excluyo, por supuesto, alg-una tierra importada aquí en
navios desde Malaca y Java, y asimismo algunos pequeños trozos
de pómez, arrastrados por las olas. También debe exceptuarse el
único bloque de roca volcánica verdosa hallado en el norte de
la isla.
302
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
monumentos; pero ¡cuán poco significan las construc-
ciones más colosales del hombre en comparación de
estas montañas de piedra acumuladas por la acción
de tiernos y diminutos animalesl Esta maravilla no
impresiona en un principio los ojos del cuerpo; pero
al reflexionar hiere vivamente los de la razón.
Haré ahora un breve estudio de las tres grandes
divisiones de arrecifes de coral, a saber: atollSf arre-
cifes-barrera y arrecifes franjeantes, y expondré mis
puntos de vista acerca de su formación (1). Casi to-
dos los viajeros que han cruzado el Pacífico manifies-
tan en sus relatos de viaje el asombro sin límites que
les produjeron las islas-lagunas o atolls, como en ade-
lante las llamaré, usando su denominación india (2), y
han intentado dar alguna explicación. Ya en fecha tan
lejana como la de 1605, Pyrard de Laval exclamaba,
con razón: «C’est une merueille de voir chacun de ces
atollons, enuironné d’un grand bañe de pierre tout
autour, n’y ayant point d’artifice humain» (3).
El siguiente dibujo de la isla de Pentecostés, en el
Pacífico, tomado del admirable Viaje del capitán Bee-
chey, no da mas que una débil idea del singular as-
pecto que presenta un atoll; es uno de los de más pe-
queño tamaño, y tiene sus angostas islitas unidas unas
a otras en forma de anillo; la inmensidad del océano,
la furia de los rompientes y su contraste con la zona
(1) La Memoria escrita sobre el asunto se leyó por primera vez
ante la Sociedad Geológica de Londres en mayo de 1837, y con
posterioridad a esa fecha he desenvuelto mis ideas en un volumen
aparte sobre la Estructura y distribución de los arrecifes de coral.
(Véase «Nota biográfica» acerca de Darwin en el tomo I.)
(2) La palabra atoll, aceptada ya por todos los fisiógrafos,
deriva de la voz maldiva atolu, por ser atolls típicos los del archi-
piélago de las Islas Maldivas. — Nota de la edic. española.
(3) Es una maravilla ver cada uno de esos atolls rodeado de
un gran banco de piedra, sin artificio humano alguno.
XX
ISLAS KEELING
303
de tierra baja y la quietud del agua verde brillante del
interior de la laguna, apenas pueden imaginarse sin
haberlos visto.
Los primeros navegantes se fíguraron que los póli-
pos constructores de arrecifes coralinos les daban ins-
tintivamente^la forma de grandes círculos, para refu-
giarse“en los recintos interiores; pero tan lejos está de
ser así, que Jos^corales macizos, de^cuyo crecimiento
Fig. 3.*— Un atoll, según Beechey.
en la parte exterior, expuesta al mar, depende la exis-
tencia misma del arrecife, no pueden vivir dentro de
la laguna, donde prosperan otras especies de ramas
delicadas. Aparte esto, según ese modo de ver hay
que suponer que se combinan para el mismo fín mu-
chas especies de distintos géneros y familias, y de se-
mejante combinación no puede hallarse un solo ejem-
plo en toda la Naturaleza. La teoría que ha sido más
generalmente admitida es la de que los a^o//s tienen por
base cráteres submarinos; pero cuando se considera la
forma y tamaño de algunos de ellos y el número, la pro-
ximidad y las posiciones relativas de otros, esta idea
deja de parecer aceptable; así, por ejemplo, el atoll
de Suadiva mide 44 millas geográfícas de diámetro en
304
dakwin: viaje del «í-eaole»
CAP.
una dirección, por 34 en otra; el de Rimsky tiene 54
millas de longitud por 20 de anchura, con un margen
extrañamente sinuoso; el de Bow tiene una longitud
de 30 millas, frente a una anchura media de sólo seis,
y el de Menchicoff se compone de tres atollsf unidos
o soldados entre sí. Esta teoría es, además, entera-
mente inaplicable a los atolls de las Maldivas septen-
trionales, en el Océano Indico (uno de los cuales
tiene 88 millas de longitud y de 10 a 20 de ancho),
porque no están rodeados, como los atolls ordinarios,
por estrechos arrecifes, sino por un vasto número de
pequeños atolls separados, mientras otros emergen en
ía gran laguna central. Una tercera teoría, más racio-
nal, es la anticipada por Chamisso. Según este natu-
ralista, los corales crecen más vigorosamente donde
están expuestos al mar libre — y así es en efecto — , por
lo que los bordes exteriores deben alzarse sobre la
base general antes que todas las demás partes, en-
gendrando así la estnictura en forma de anillo o de
copa. Pero inmediatamente veremos que en esta teoría,
como en la de los cráteres, se prescinde de una con-
sideración importantísima, y es la del cimiento sobre
que los corales constructores de arrecifes han empe-
zado su labor, porque sabido es que esos pólipos no
pueden vivir a grandes profundidades. Queda, pues,
en pie la cuestión siguiente: ¿Sobre qué base o fun-
damento han levantado los corales sus macizas estruc-
turas?
De los numerosos sondeos practicados cuidadosa-
mente por el capitán Fitz Roy en la escarpada pen-
diente exterior del atoll de Keeling, resultó que en la
distancia de 10 brazas el sebo preparado en la base
del escandallo salió invariablemente marcado con im-
presiones de corales vivos, tan perfectamente distin-
tas como si se le hubiera dejado caer sobre una al-
fombra de césped; al paso que la profundidad crecía,
las impresiones se hacían menos numerosas, mientras
XX
ISLAS KEELJNQ
305
se aumentaban las partículas de arena adheridas, hasta
que al fín se vió con toda evidencia que el fondo es-
taba compuesto de una capa de arena fina. Insistiendo
en las comparaciones del césped, las hoias de hierba
escaseaban cada vez más y más, hasta que, por último,
el suelo, completamente estéril, no producía nada. De
estas observaciones, confirmadas por muchos otros,
puede inferirse con toda seguridad que la máxima pro-
fundidad a que los corales pueden construir arrecifes
está comprendida entre 20 y 30 brazas. Ahora bien:
hay enormes áreas en los Océanos Pacífico e Indico
en las que todas las islas son de formación coralina y
se elevan sólo a la altura a que las olas pueden arro-
jar fragmentos y los huracanes apilar arena. Así, el
grupo de atolls de Radack es un cuadrado irregular
de 520 millas de largo por 240 de ancho; el Archi-
piélago Low tiene forma elíptica, midiendo 840 millas
el eje mayor y 420 el menor; hay otros pequeños gru-
pos e islas bajas aisladas entre estos dos archipiélagos,
que marcan una faja oceánica de más de 4.000 millas
de longitud, en la que ni una sola isla emerge sobre
la altura especificada. Además, en el Océano Indico
existe un espacio de 1.500 millas de longitud que in-
cluye tres archipiélagos, y en ellos todas las islas son
bajas y de formación coralina. Del hecho de no vivir
los corales constructores de arrecifes a grandes pro-
fundidades se infiere con absoluta certeza que en la
extensión entera de estas vastas áreas, doquiera que
hay ahora un atoll, ha debido originariamente existir
un zócalo basal, a la profundidad de 20 ó 30 brazeis
de la superficie. Es en sumo grado improbable que
hayan podido depositarse en las partes centrales y más
profundas de los Océanos Pacífico e Indico bancos
de sedimentos anchos, elevados, aislados, de escarpa-
das pendientes, dispuestos en grupos y líneas de cen-
tenares de leguas, a distancia inmensa de cualquiera
de los continentes y en lugares donde el agua es per-
Darwin: Viaje.— T. II.
20
306
darwin: viaje dfl «beaqle •
CAP.
fectamente límpida. Es igualmente improbable que las
fuerzas elevatorias hayan hecho emerger en las vastas
áreas antes mencionadas grandes e innumerables ban-
cos de roca, cuyas cimas permanecieron bajo la su-
perficie del agua a una profundidad de 20 ó 30 brazas,
o de 120 a 180 pies, sin que ni un solo pico sobresaliera
de ese nivel; porque, recorriendo la superficie entera
del Globo, ¿dónde hallaremos una sola cadena de
montañas, aun de algunos centenares de millas de lon-
gitud, que se mantenga unos cuantos pies bajo un ni-
vel dado, sin un solo pico que se eleve sobre dicho
límite? Si, pues, los cimientos de donde parten los
arrecifes coralinos de los atolls no se han formado por
sedimentación ni tampoco han sido levantados por las
fuerzas subterráneas hasta el nivel requerido, resta
únicamente que hayan descendido hasta el mismo, y
estas hipótesis resuelven al punto la dificultad. Porque
al paso que se sumergían lentamente en el agua, mon-
taña tras montaña e isla tras isla, íbanse preparando
sucesivamente nuevas bases para el desarrollo de los
corales. No cabe detenerse aquí a examinar todos los
pormenores; pero no vacilo en desafiar (1) a cualquie-
ra a que explique de algún otro modo cómo se con-
cibe que se hallen distribuidas en tan vastas áreas esas
numerosas islas, todas ellas bajas y todas construidas
por corales, que requieren en absoluto un zócalo ba-
sa!, dentro de una profundidad limitada a partir de la
superficie.
Antes de explicar cómo los arrecifes en forma de
atoll adquieren su peculiar estructura, necesito pasar
a la segunda división, o sea a los arrecifes-barrera.
(1) Es digno de notarse que Mr. Lyell, aun en la primera edi"
ción de sus Principies of Geology, infirió que el área de sumer-
sión en el Pacífico debía haber excedido a la de elevación, a cau-
sa de ser la extensión de tierra muy pequeña relativamente a los
agentes que propendían a formarla en dicho mar, a saben el des-
arrollo de los corales y la acción volcánica.
XX
ISLAS KECLINQ
307
Estos, o se extienden en línea recta frente a las costas
de un continente o de una gran isla, o cercan peque-
ñas islas; en ambos casos están separados de la tierra
por un canal de agua, ancho y algo profundo, análogo
a la laguna interior de los atolls. No deja de ser ex-
traño que se haya prestado tan poca atención a los
arrecifes-barrera circundantes, y, sin embargo, sus es-
tructuras son verdaderamente maravillosas.
El grabado adjunto representa parte de la barrera
Fig.,4.*— Croquis: que representa arte de la barrera que circunda la isla
de’Bolabola.
que rodea la isla de Bolabola, en el Pacífico, tal como
aparece vista desde uno de los picos centrales. En este
caso la línea entera del arrecife ha emergido, convir-
tiéndose en tierra seca; pero ordinariamente se obser-
va una línea nivea de grandes rompientes, con sólo
una islita baja aquí y allá, coronada de cocoteros, que
separa las obscuras masas de agua del océano de las
verdeclaras del canal-laguna, perfectamente tranquilas.
Estas generalmente bañan una franja de bajo suelo
aluvial poblada de las más bellas producciones de los
trópicos y tendida al pie de las agrestes y abruptas
montañas centrales.
Los arrecifes-barrera circundantes son de todos ta-
308
darwin: viaje del cbeagle»
CAP,
maños, desde tres a cerca de cuarenta y cuatro millas
de diámetro, y el que se extiende frente a un lado de
Nueva Caledonia, y rodea sus dos extremos, tiene
400 millas de largo (1). Cada arrecife incluye una, dos o
varias islas de rocas de diferentes alturas, y en un caso,
hasta doce islas separadas. El arrecife corre a mayor o
menor distancia de la tierra encerrada por él; en el Ar-
chipiélago de la Sociedad, generalmente de una a tres
o cuatro millas; pero en Hogoleu el arrecife dista
20 millas en el lado meridional y 14 en el opuesto, o
septentrional, de las islas incluidas. La profundidad
dentro del canal-laguna varía también mucho: como
término medio pueden tomarse de 10 a 30 brazas (2);
pero en Vanikoro hay espacios cuya profundidad no
baja de 56 brazas ó 102 metros. Por la parte interior el
arrecife, o forma una pendiente suave hacia el canal-
laguna, o termina en un muro perpendicular, que a
veces desciende bajo el agua entre 200 y 300 pies; ex-
teriormente el arrecife surge, como un aío//, de un
modo extremadamente abrupto, de las profundidades
del océano. ¿Puede haber nada más singular que estas
estructuras? Permítasenos una isla que puede compa-
rarse a un castillo situado en la cima de una elevada
montaña submarina, protegido por un gran muro de
roca de coral, siempre escarpado, roto aquí y allá por
angostas brechas, aunque suficientemente anchas para
dar entrada a los mayores barcos dentro del amplio
y profundo pozo en forma de corona circular.
En todo lo concerniente al verdadero arrecife de
coral no hay la menor diferencia en el tamaño general,
perfil, sistema de agrupación y aun menudos pormeno-
res de estructura enlre una barrera y un atoll. El geó-
(1) Véase CoOK (J.), Viaje a las regiones meridionales y alre-
dedor del mundo, tomos II y III de la colección de Viajes clasicos,
editada por Calpe. — Nota de la edic. española.
(2) La braza inglesa tiene seis pies ó 1,8288 metros. — A^oía de
la edic. española.
ISLAS KEELING
309
gfrafo Balbí ha observado con razón que una isla cerca-
da de calcáreas masas de coral es un atoll con una
montaña que emerge de la laguna; suprímase ésta, y
queda un atoll perfecto.
Pero ¿cuál es la causa que ha hecho emerger estos
arrecifes a distancias tan grandes de las playas de las
islas incluidas en ellas? No hay que decir que los co-
rales no crezcan cerca de tierra, porque las márgenes
interiores del canal-laguna, cuando no están rodeadas
.3a32£
Fig. 5." — 1, Vanikoro; 2, Islas Gambier, y 3, Maurua.— El negro representa
el arrecife-barrera y el canal-laguna. Ei rayado oblicuo sobre el nivel del
mar (A A) representa la forma actual de las tierras emersas; el rayado
oblicuo bajo esta línea representa su probable prolongación bajo el agua.
de suelo aluvial, tienen a menudo franjas de arrecifes
vivos, y pronto veremos que existe una clase entera,
denominada por mí arrecifes franjeantes por estar si-
tuados muy cerca de los continentes y de las islas. De
nuevo pregunto: ¿Sobre qué han basado sus estructu-
ras circundantes los corales constructores de arrecifes
que no pueden vivir a grandes profundidades? He
aquí una gran difícultad aparente, análoga a la que se
ofrece en el caso de los atollsy y que generalmente ha
pasado inadvertida. El asunto se comprenderá con ma-
yor claridad examinando las anteriores secciones, to-
310 ,
darwin: viaje del obeagle»
CAP.
madas de la realidad, en dirección Norte-Sur, al través
de las islas, con sus arrecifes-barrera, de Vanikoro,
Gambier y Maurua; y se han dibujado tanto en pro-
yección vertical como en horizontal, a la misma esca-
la, de un cuarto de pulgada por milla.
Hay que observar que si las secciones se hubieran
tomado en otra dirección cualquiera, tanto al través de
esas islas como de otras muchas encerradas en un
círculo de arrecifes, los rasgos generales habrían sido
los mismos. Ahora bien: teniendo presente que los co-
rales constructores de arrecifes no pueden vivir a ma-
yor profundidad que la de 20 ó 30 brazas, y que, sien-
do la escala tan pequeña, los tracitos verticales de la
derecha representan sondas de 200 brazas, ¿sobre qué
descansan estos arrecifes-barrera? ¿Hemos de suponer
que cada isla está rodeada de un borde submarino de
roca en forma de collar, o de un gran banco de sedi-
mento que termina abruptamente donde lo hace el
arrecife? Si el mar hubiera roído y penetrado mucho
dentro de las islas antes de estar protegidas por los
arrecifes, habiendo dejado así un borde somero alre-
dedor de ellas bajo el agua, las costas actuales se pre-
sentarían inevitablemente limitadas por grandes preci-
picios; pero muy rara vez ocurre esto. Además, en este
supuesto, no es posible explicar por qué los corales
habrían surgido como un muro desde el margen exte-
rior extremo del borde, dejando a menudo un ancho
espacio de agua en el interior, demasiado profundo
para el desarrollo de corales. La acumulación de un
amplio banco de sedimento todo en torno de estas is-
las, y de ordinario más ancho donde son numerosas
las islas incluidas, es sobremanera improbable, consi-
derando sus situaciones descubiertas en las partes más
centrales y profundas del océano. En el caso del arre-
cife-barrera de Nueva Caledonia, que se extiende
150 millas allende la punta septentrional de la isla, si-
guiendo la misma línea recta con que corre frente a la
XX
;SLAS KEELINQ
311
costa oeste, apenas cabe creer que pudiera haberse de-
positado así un banco rectilíneo frente a una isla ele-
vada, y a tanta distancia de su terminación en el mar
libre. Por último, si fijamos la atención en otras islas
oceánicas de altura aproximadamente iguales y análo-
ga constitución geológica, pero no rodeadas de arre-
cifes de coral, en vano buscaremos en torno de ellas
una profundidad tan insignificante como la de 30 bra-
zas, como no sea muy cerca de sus costas. ¿Sobre qué
descansan — repito — estos arrecifes-barrera? ¿Por qué
se apartan tanto de la tierra circundada, mediante la
interposición de sus profundos y anchurosos canales
en forma de foso? Pronto veremos cuán fácilmente se
desvanecen estas dificultades.
Pasemos ahora a nuestra tercera clase de arrecifes,
esto es, franjeantes, que requerirán una descripción
muy breve. Donde la tierra desciende bruscamente
bajo el agua, dichos arrecifes tienen sólo algunos me-
tros de anchura, formando una mera cinta o franja en
torno de las costas; diversamente, donde la tierra des-
ciende suavemente dentro del mar, el arrecife se ex-
tiende más, a veces hasta una milla de tierra; pero en
tales casos los sondeos en la parte exterior del arreci-
fe muestran siempre que la prolongación submarina de
la tierra tiene una inclinación suave. De hecho, los
arrecifes se extienden sólo a la distancia de la costa a
que se halla una base que se mantenga a la requerida
profundidad de 20 ó 30 brazas. Por lo que hace al arre-
cife como tal, no hay diferencia que distinga esencial-
mente el de franja del de barrera o atoll; el primero,
sin embargo, es por lo regular menos ancho, y, consi-
guientemente, son muy contadas las islas que en él se
forman. A consecuencia de crecer los corales más vi-
gorosamente por la parte exterior, y por los efectos
nocivos del sedimento arrastrado al interior, el borde
externo del arrecife es la parte más alta, y entre él y la
tierra hay de ordinario un canal arenoso y somero, con
312
darwín: viajb del «beagle»
CAP»
sólo unos pies de profundidad. Donde se han acumu-
lado cerca de la superficie bancos de sedimento, como
en algunas partes de las Antillas, a veces se guarnecen
de franjas de corales, y, por tanto, semejan en cierto
grado islas-lagunas o atolls; así como los arrecifes
franjeantes que rodean islas de suave pendiente tienen
cierto parecido con los arrecifes-barrera.
Toda teoría sobre la formación de los arrecifes de
coral que no incluya las tres grandes clases de los mis-
Ftg. 6-®— Corte de un arrecife coralino (Isla de Bolabola).
A A, bordes exteriores del arrecife franjeante ai nivel del mar.— B B,
playas de la isla franjeada.
A A’, bordes exteriores del arrecife después de su crecimiento hacia arri-
ba, durante un periodo de sumersión, convertido ahora en una barrera,
con isiitas.- B B’, playas de la isla ahora cercada.— C C, canal-laguna.
N. B.—'En éste y en el grabado siguiente, la sumersión del país puede
representarse solamente por una aparente elevación del nivel del mar.
mos no puede considerarse como satisfactoria. Según
lo expuesto, nos vemos forzados a creer en la sumer-
sión de esas vastas áreas salpicadas de islas bajas, de
las que ninguna se eleva sobre la altura a que los vien-
tos y olas pueden arrojar materiales, y que, no obstan-
te, están construidas por animales que requieren una
base y que esta base no esté situada a gran profundi-
dad. Consideremos una isla rodeada de arrecifes fran-
jeantes que no ofrezca dificultad en su estructura, y
supongamos que esta isla, con su arrecife, representa-
da en el grabado por las líneas continuas, se sumerge
lentamente. Ahora bien: al paso que la isla se hunde
XX
ISLAS KEELINQ
313
a algunos pies, de una vez o por grados insensibles,
podemos colegir con certeza, por lo que sabemos de
las condiciones favorables al crecimiento del coral, que
las masas vivas bañadas por la marejada en el margen
del arrecife no tardarán en ganar de nuevo la superfi-
cie. El agua, entre tanto, invadirá poco a poco la cos-
ta, haciendo que la isla sea cada vez más baja y pe-
queña, y, a proporción, más ancho el espacio entre el
borde interior del arrecife y la playa. Las líneas pun-
teadas de la figura dan una sección del arrecife y de
la isla en ese estado, después de una sumersión de va-
rios centenares de pies. Se supone que se han forma-
do islítas de coral sobre el arrecife y que un barco está
anclado en el canal-laguna. Dicho canal será más o
menos profundo según la rapidez e importancia de la
sumersión, la cantidad de sedimento en él acumulado
y el desarrollo de las delicadas ramas de corales que
allí puedan vivir. La sección en este caso se parece
por todos conceptos a la trazada por una isla incluida
en un círculo; de hecho es una sección real (en la es-
cala de 0,517 de pulgada por milla) (1) con la que se su-
pone cortada la isla de Bolabola, en el Pacífico. Inme-
diatamente podemos ver ahora por qué los arrecifes-
barrera circundantes distan un tan ancho espacio de
las costas situadas frente a ellos. Veremos asimismo,
sin necesidad de más explicaciones, que una línea per-
pendicular bajada desde el borde exterior del nuevo
arrecife hasta el cimiento de roca sólida que sostiene
el antiguo arrecife franjeante excederá el reducido lí-
mite de profundidad en que los corales pueden vivir
en tantos pies como los que la isla se ha sumergido;
pero los minúsculos arquitectos habrán levantado sus
grandes masas en forma de muro, mientras el conjunto
se hundía sobre la masa construida por otros corales y
(1) En nuestro sistema métrico la equivalencia es de 8 mm. por
kilómetro . — Nota de la edic. española.
314
daiíwin: viaje del «beaglf.»
CAP.
sus fragmentos consolidados. De este modo desapare-
ce la dificultad, que parecía tan grande, sobre este
punto.
Si en lugar de una isla hubiéramos considerado la
orilla de un continente franjeado de arrecifes, supo-
niendo que la costa y éstos se hubieran sumergido, evi-
dentemente habría resultado una gran barrera, como
Fíg. 12. —Corte de un arrecife co' alino (Isla de Bolabola).
A’ A’, bordes exteriores del arrecife-barrera al nivel del mar, con islitas.
B’ B’, las costas de la isla incluida.— C C, el canal-laguna.
A” A”, bordes exteriores del arrecife, ahora convertido en un atoll— C\ la
laguna central del nuevo atoll.
N. 5.— El dibujo está hecho de acuerdo con la verdadera escala; pero se
han exagerado mucho las profundidades del canal-laguna y de la laguna
centra!.
la de Australia o Nueva Caledonía, separada de la tie-
rra por un ancho y profundo canal.
Volvamos a nuestro arrecife-barrera circundante,
cuya sección aparece ahora representada por líneas de
trazo continuo, ya que, según he dicho, es una sección
real de Bolabola, y supongamos que continúa la su-
mersión. Mientras el arrecife-barrera se hunde lenta-
mente, los corales crecerán hacía arriba con gran vi-
gor; pero al descender la isla, el agua va inundando
la costa pulgada a pulgada; las cimas de alturas aisla-
das formarán en un primer período islas distintas den-
tro de un gran arrecife, y finalmente desaparecerá el
XX
ISLAS KEELINQ
315
último y más elevado pico. En el instante de verificar-
se esto queda formado un atoll perfecto, porque,
como he dicho, suprímase la tierra alta que emerge
dentro de un arrecife-barrera circundante, y resultará
un atoll. Pues bien: esto es lo que se ha verificado en
nuestro caso al realizarse la sumersión. Ahora se com-
prende que los atollsf habiendo derivado de arrecifes-
barrera circundantes, se parezcan a éstos en el tamaño
general, forma, modo de estar agrupados y disposición
en líneas simples o dobles, pues podrían considerarse
como mapas mal perfilados de las islas hundidas que
yacen debajo. También podemos ver, además, de qué
proviene que los atolls de los océanos Pacífico e ín-
dico se extiendan en líneas paralelas a la dirección
predominante de las altas islas y grandes líneas coste-
ras de estos océanos. Me atrevo, pues, a afirmar que
en la teoría del crecimiento ascendente de los corales
durante el hundimiento del terreno se explican senci-
llamente todos los principales caracteres de tan admi-
rables estructuras como los atolls o islas-lagunas, que
por tanto tiempo han llamado la atención de los via-
jeros, y los no menos admirables arrecifes-barrera,
bien rodeen pequeñas islas, bien se extiendan por
centenares de millas a lo largo de las costas de un
continente (1).
Tal vez se me pregunte si puedo presentar alguna
prueba directa de la sumersión de los arrecifes-barre-
ra o atolls; pero no ha de olvidarse cuán difícil será
(1) Altamente satisfactorio me ha sido hallar el sig^uiente pa-
saje en un folleto de Mr. Couthouy, uno de los naturalistas de la
gran expedición antartica de los Estados Unidos: «Habiendo exa-
minado personalmente un gran número de islas de coral y residi-
do ocho meses entre las volcánicas que tienen arrecifes cercanos
a la costa, en parte circundantes, me permito aseverar que de mis
observaciones he sacado una convicción profunda en la exactitud
de la teoría de Darwin.» Sin embargo, los naturalistas de esta
expedición se apartaban de .mis ideas sobre algunos puntos rela-
tivos a la formación de corales.
316
bAkWIN: VIAJÉ DEL «BÉAGLE»
CAP*
descubrir un movimiento que propende a ocultar bajo
el agua la parte afectada. Sin embargo, en el atoll de
Keelirig observé en todos los bordes de la laguna vie-
jos cocoteros, que, por tener minado el suelo, amena-
zaban caer; y en cierto sitio, los postes que servían de
sostén a un sotechado situado siete años antes preci-
samente encima de la señal superior de la pleamar,
ahora eran mojados todos los días por la marea; prac-
ticando averiguaciones, hallé que durante los últimos
diez años se habían sentido aquí tres terremotos, uño
de ellos terrible. En Vanikoro el canal-laguna es de
una profundidad notable; apenas se había acumulado
al pie de las altas montañas incluidas algún terreno
aluvial, y también son muy escasas las islas formadas
por la aglomeración de fragmentos y arena en el arre-
cife-barrera en forma de muro. Estos hechos y algu-
nos otros análogos me inducen a creer que dicha isla
debe de haber bajado de nivel en época reciente y
que el arrecife ha crecido hacia arriba; también aquí
los terremotos son frecuentes y violentos. Por otra
parte, en el Archipiélago de la Sociedad, donde los
canales-lagunas casi se han cegado con la excesiva
acumulación de tierra aluvial, y donde en algunos ca-
sos han surgido largas islas sobre los arrecifes-barre-
ra — hechos todos que demuestran no haberse hundido
el terreno muy recientemente — , rarísima vez se sien-
ten, a lo sumo, débiles sacudidas. En estas formacio-
nes de coral, donde la tierra y el agua luchan por pre-
dominar, necesariamente ha de costar gran trabajo
distinguir entre los efectos de un cambio en la marcha
de las mareas y los de una ligera sumersión. Que mu-
chos de estos arrecifes y atolls están sujetos a cambios
de alguna clase, es cierto; en algunos atolls las islitas
parecen haber crecido mucho durante el último perío-
do, y en otros han sido arrasadas por las olas total o
parcialmente. Los habitantes de ciertos puntos del
Archipiélago de las Maldivas conocen la fecha de la
XX
ISLAS KBELING
317
primera formación de algunas islitas; en otras partes,
ios corales prosperan ahora en arrecifes sumergidos,
donde las boyas hechas para sepulturas atestiguan la
existencia de tierra habitada en lo pasado. Es difícil
creer que ocurran cambios frecuentes en las corrien-
tes de marea en un océano abierto, y, a la vez, tene-
mos en los terremotos recordados por los naturales,
en algunos atolls y en las grandes grietas observadas
en otros pruebas evidentes de cambios y trastornos
progresivos en las regiones subterráneas.
Es evidente, en nuestra teoría, que las costas mera-
mente franjeadas por arrecifes no pueden haberse
hundido en cantidad perceptible, y, por tanto, desde
que sus corales empezaron a crecer deben de haber
permanecido estacionarias o haberse elevado. Ahora
bien: merece notarse que cabe evidenciar, de un modo
general, por la presencia de restos orgánicos emergi-
dos que ías islas franjeadas han sido levantadas y en
tal concepto tenemos un testimonio indirecto en fa-
vor de nuestra teoría. De un modo particular me llamó
la atención este hecho cuando vi, con gran sorpresa,
que las descripciones dadas por Quoy y Gaimard eran
aplicables, no a los arrecifes en general, como ellos
suponen, sino solamente a los franjeantes; sin embar-
go, mi extrañeza cesó cuando hallé, más tarde, por
extraña casualidad, que todas las diversas islas visita-
das por estos eminentes naturalistas se habían elevado
en una época geológica relativamente cercana, según
se deducía de sus propias afirmaciones.
No sólo los grandes rasgos de la estructura de los
arrecifes-barrera y de los atolls, así como su mutua se-
mejanza en forma, tamaño y otros caracteres, se expli-
can en la teoría de la sumersión — teoría que, fuera de
eso, nos vemos forzados a admitir respecto de las
mismas áreas en cuestión, a causa de la necesidad de
hallar bases para los corales dentro de la profundidad
requerida — , sino que, además, quedan también sen-
318
darwin: vrAjE del «beaqle»>
CAP.
cillamente aclarados numerosos detalles de estructura
y ciertos casos excepcionales (1). Presentaré únicamen-
te unos cuantos ejemplos. En los arrecifes-barrera se ha
notado desde hace tiempo, con sorpresa, que los pasos
a través de los arrecifes estaban precisamente enfrente
de los valles de la tierra incluida, aun en los casos en
que el arrecife está separado de la tierra por un ca-
nal-laguna, tan ancho y aun más profundo que el paso
mismo, que apenas se concibe la posibilidad de que
el agua o sedimento procedentes de esos valles, en
cantidades relativamente pequeñas, sean capaces de
perjudicar a los corales del arrecife. Ahora bien: todos
los arrecifes franjeantes presentan brechas de poca
anchura frente a los más pequeños arroyuelos, aunque
estén secos durante la mayor parte del año, porque el
cieno, arena o grava que ocasionalmente baja por
ellos mata los corales en que se deposita. Por consi-
guiente, cuando una isla así franjeada se sumerge,
aunque la mayor parte de las angostas entradas se cie-
rren, probablemente por el crecimiento exterior y as-
cendente de los corales, sin embargo, algunas que no
se cierran (y siempre debe de haberlas de esta clase,
a causa del sedimento y agua impura que salen del
canal-laguna) conservarán su posición exactamente
(1) La explicación de la g^énesis de los arrecifes y atolls cora-
linos toca a las cuestiones más interesantes de la geología y geo-
grafía física del Globo. Se discute recientemente la teoría de Dar-
win, y acaso el trabajo de Daly «The glacial control theory of the
Coral reefs» (Proceeding Amer. Academy of Arts and Sciences,
1915), haya sido el esfuerzo más vigoroso que se haya hecho para
reemplazar la teoría darwiniana. En vez de la sumersión gradual
de las tierras del Pacífico, que Darwin supone, la formación de
los enormes casquetes glaciares pleistocenos (absorción por los
hielos de 26 a 56.000.000 de km.^ de agua) supondría un descen-
so del nivel marino en 60 a 140 m., esto es, una emersión de las
tierras. Con todo, se ha reconocido que, hasta la fecha, la teoría
de Darwin es la que más satisfactoriamente explica las particula-
ridades — de orden morfológico y genético — de los arrecifes cora-
linos. — Nota de la edic. española.
ISLAS KEELING
319
sx
frente a las partes superiores de esos valles, en cuyas
entradas la base primitiva del arrecife franjeante es-
tuvo rota.
Fácilmente podemos comprender cómo una isla que
tenga un arrecife-barrera frente a un solo lado, o bien
frente a un lado y los dos extremos, puede, a conse-
cuencia de un hundimiento continuado por largo tiem-
po, convertirse, bien en un sencillo arrecife en forma
de muro, o bien en un atoll con un gran estribo sa-
liente en dirección perpendicular, o en dos o tres
atolls enlazados entre sí por arrecifes rotos; cosas to-
das excepcionales, que de hecho se presentan. Como
los corales constructores de arrecifes necesitan ali-
mento, y son devorados por otros animales, y mue-
ren a causa del sedimento que sobre ellos cae, y tal
vez son transportados a profundidades de las que no
pueden volver a salir, no debemos extrañarnos de
que, tanto los arrecifes de atolls como los de barrera,
sean incompletos en algunas partes. La gran barrera
de Nueva Caledonia está así, incompleta y rota en va-
rias partes; de ahí que, después de una larga sumer-
sión, ese gran arrecife no haya producido un gran
atoll de 400 millas de longitud, sino una cadena o
archipiélago de atolls de casi las mismas dimensiones
que ios del Archipiélago de las Maldivas. Además,
abiertas brechas en los lados opuestos de un atolly
efecto de la probabilidad de que pasen por ellas las
corrientes oceánicas y de mareas, difícilmente se con-
cibe que los corales, especialmente durante una su-
mersión continuada, puedan unir los bordes rotos; si
no lo efectúan, como toda la arena cae en el fondo,
un atoll se dividirá en dos o más. En el Archipiélago
de las Maldivas hay distintos atolls, tan relacionados
entre sí en su situación y tan separados por canales
insondables o muy profundos (el canal existente en-
tre los atolls Ross y Ari tienen una profundidad de
150 brazas, y 200 el que hay entre el norte y sur de los
320
darwin: v’aje del «beaqll»
CAP.
atolls Nillandoo), que es imposible contemplarlos en
el mapa sin sentirse arrastrado a creer que en otro
tiempo estuvieron íntimamente unidos. Y en este mis-
mo archipiélago, el atoll Mahlos-Mahdoo está divi-
dido por un canal bifurcado de 100 a 132 brazas de
profundidad, de tal modo, que apenas puede decirse
si, en todo rigor, debería considerarse como un grupo
de tres atolls separados o como un gran atoll aun no
del todo dividido.
No descenderé a dar muchos más detalles; pero
debo observar que la curiosa estructura de los atolls
de las Maldivas septentrionales (teniendo en consi-
deración la libre entrada del mar por sus rotas már-
genes) se explica de un modo sencillo por el creci-
miento exterior y ascendente de los corales, origina-
riamente apoyados ambos sobre pequeños arrecifes
separados en sus lagunas, como sucede en los atolls
comunes, y las porciones rotas del arrecife marginal
lineal, como el que limita todos los atolls de forma
ordinaria. No puedo abstenerme de insistir una vez
más sobre la singularidad de estas complejas estruc-
turas, cuyo aspecto general es como sigue: un gran
disco arenoso y generalmente cóncavo emerge abrup-
tamente del insondable océano, presentando su su-
perficie interior salpicada y su contorno simétrica-
mente bordado con cuencas ovales de roca de coral;
estos recintos se levantan apenas sobre la superficie
del agua y a veces están vestidos de vegetación, y
¡contiene cada uno un lago de agua claral
Un pormenor más: como en dos archipiélagos co-
ralinos próximos se da el caso de florecer los corales
en uno y no en el otro, y como las numerosas circuns-
tancias antes enumeradas deben afectar su existencia,
sería un hecho inexplicable que durante los cambios
a que tierra, aire y agua están sujetos los corales
constructores de arrecifes de coral permanecieran vi-
vos perpetuamente en un sitio o área determinados.
ISLAS KEELINQ
321
sx
Y como, según nuestra teoría, ias áreas que incluyen
atolls y arrecifes-barrera están en proceso de sumer-
sión, deberán hallarse de cuando en cuando arrecifes
muertos y sumergidos. En todos los arrecifes, a causa
de ser arrastrado el sedimento de la laguna o canal-
laguna hacia sotavento, ese lado es el menos favorable
al prolongado y vigoroso crecimiento de los corales;
de ahí que en dicho lado se encuentren con frecuen-
cia porciones muertas de arrecifes, los cuales no son
frecuentes en sotavento, y éstos, aunque conservando
aún su forma propia, parecida a un muro, yacen ahora
sumergidos a varias brazas debajo de la superficie. El
grupo de Chagos, por alguna causa desconocida, aca-
so por haber sido muy rápida la sumersión, al presen-
te parece reunir condiciones menos favorables al des-
arrollo de arrecifes que en tiempos pasados; un atoll
tiene una porción de su arrecife marginal, de nueve
millas de longitud, muerta y sumergida; un segundo
atoll sólo posee unos cuantos pequeños puntos vivos,
que salen a la superficie; otros dos están enteramente
sumergidos y muertos, y un quinto es una mera ruina
con su estructura obliterada. Es digno de notarse que
en todos estos casos los arrecifes, total o parcialmente
muertos, yacen casi a la misma profundidad, esto es,
a unas seis u ocho brazas bajo la superficie, como si
hubieran descendido obedeciendo a un movimiento
uniforme. Uno de estos <atolls medio ahogados»,
como los llama el capitán Moresby (a quien debo mu-
chas y valiosas noticias) es de gran tamaño, pues mide
90 millas náuticas de un borde al opuesto, en una di-
rección, y 70 en otra, y es, en muchos respectos, emi-
nentemente curioso. Como, según mi teoría, por regla
general deben formarse nuevos atolls en cada nueva
área de sumersión, podrían proponerse dos objeciones
de paso: la primera es que los atolls debieran crecer
indefinidamente en número, y la segunda, que en las
antiguas áreas de sumersión cada atoll separado de-
Darwin: VtAjE. — T. II
21
322
darwin: viaje i>f.l «beagle»
CAP.
hiera aumentar sin límite su espesor, de no haber sido
aducidas pruebas de su destrucción fortuita. Hemos,
pues, trazado la historia de estos g-randes anillos de
roca coralina desde su primer origen, siguiendo sus
cambios normales y accidentes varios de su existencia,
hasta terminar con su muerte y obliteración final.
En mi libro sobre las Formaciones de coral he pu-
blicado un mapa, en el que he coloreado de azul obs-
curo todos los aiolls; de azul pálido, los arrecifes-ba-
rrera, y de rojo, los arrecifes franjeantes. Estos úl-
timos se han formado mientras la tierra permanecía
estacionaria, o, según demuestra la presencia frecuen-
te de restos orgánicos a ciertas alturas, durante un
período de elevación lenta; los atolls y arrecifes-ba-
rrera, por otra parte, han crecido en sentido ascen-
dente, mientras se efectuaba el movimiento directa-
mente opuesto de sumersión, que debe haber sido
muy gradual, y en el caso de los atolls, tan vasto en
magnitud, que ha sepultado todas las cimas de las
montañas en amplias extensiones oceánicas. Ahora
bien: en este mapa vemos que los arrecifes teñidos de
azul obscuro y pálido, según mi teoría producidos por
un movimiento del mismo orden, se hallan, por regla
general, situados manifiestamente unos cerca de otros.
Además, vemos que las áreas comprendidas por las
dos tintas azules son de gran extensión y están sepa-
radas de grandes líneas de costa coloreadas de rojo,
circunstancias ambas que podrían haberse inferido
sin esfuerzo partiendo de la teoría de que la natura-
leza de los arrecifes ha sido dirigida por la índole es-
pecial de los movimientos terrestres. Merece notarse
que, en más de un caso, donde se aproximan círculos
aislados, rojos y azules, puedo demostrar que ha habi-
do oscilaciones de nivel; porque en tales casos los
círculos rojos o franjeados se componen de atolls for-
mados primeramente, según mi teoría, durante la su-
XX
ISLAS KEELING
323
mersión del terreno, pero elevados después; y, de otra
parte, algunas denlas islas rodeadas de arrecifes que
llevan el color azul pálido se componen de rocas de
coral elevadas, según creo, a su altura actual antes de
realizarse el descenso o emersión, durante el cual cre-
cieron en sentido ascendente los arrecifes-barrera que
ahora existen.
Algunos autores han hecho notar, con sorpresa, que
los atolls, no obstante ser las estructuras coralinas más
comunes en enormes extensiones oceánicas, faltan en-
teramente en otros mares, como los de las Antillas; y
ahora comprenderemos inmediatamente la causa por
qué donde no ha habido sumersión no han podido
formarse atolls, y en el caso de las Antillas y algu-
nas partes de las Indias Orientales, se sabe que han
emergido dentro del período reciente. Las áreas ma-
yores, coloreadas de azul y rojo, presentan toda una
forma alargada, y entre los dos colores hay cierto gra-
do de imperfecta sucesión alternada, como si el levan-
tamiento de unos terrenos hubiera contrarrestado el
hundimiento de otros. Atendiendo a las pruebas de
elevación reciente, así en las costas franjeadas de arre-
cifes como en algunas otras (por ejemplo, en Sudamé-
rica), donde no hay tales formaciones, nos vemos in-
ducidos a concluir que los grandes continentes son
en su mayor parte áreas de elevación; y de la natura-
leza de los arrecifes de coral inferimos que las partes
centrales de los grandes océanos son áreas de depre-
sión. El Archipiélago de las Indias Orientales, que es
la tierra más quebrada del mundo, constituye en mu-
chas de sus partes un área de elevación, pero cercada
y penetrada, probablemente en más de un punto, por
estrechas áreas de sumersión.
He señalado con manchas de bermellón todos los
numerosos volcanes activos que se conocen, dentro
de los límites de este mismo mapa. Y es en extremo
sorprendente que falten del todo esas manchas en
324
darwin; vjaje del «beagi-E»
CAP.
todas las grandes áreas de sumersión, coloreadas de
azul pálido u obscuro; pero no menos llama la aten-
ción la coincidencia de las principales cadenas volcá-
nicas con las partes coloreadas de rojo, que, según
mis conclusiones, o han permanecido estacionadas
por largo tiempo, o, más generalmente, se han elevado
en época no remota. Aunque unas cuantas manchas
de bermellón aparezcan a no mucha distancia de círcu-
los aislados teñidos de azul, sin embargo, ni un solo
volcán activo está situado a menos de varios centena-
res de miileis de un archipiélago o pequeño grupo de
atolls. Por lo mismo, es un caso sorprendente y ex-
cepcional el del Archipiélago de los Amigos, que
consiste en un grupo de atollsy primero emergidos y
después desgastados en parte, en el que se sabe que
han estado en actividad dos volcanes y acaso más. De
otro lado, aunque la mayor parte de las islas del Pací-
fico que están cercadas por arrecifes-barrera son de
origen volcánico y pueden distinguirse a menudo los
restos de cráteres, no se tiene noticia de que ninguno
haya estado en erupción. En estos casos podría dedu-
cirse, al parecer, que los volcanes entran en actividad
y se extinguen en unos mismos lugares, según que
prevalezcan en ellos los movimientos elevatorios o
de sumersión. Hechos innumerables podrían aducirse
para probar que los restos orgánicos emersos a ciertas
alturas abundan dondequiera que hay volcanes activos;
pero hasta que pueda demostrarse que en áreas de
sumersión o no existen volcanes o están extinguidos,
la conclusión de que se hallen distribuidos en la su-
perficie terrestre según las zonas de elevación o de-
presión, aunque probable en sí misma, sería aventura-
da. Sin embargo, en vista de lo expuesto, creo que
podemos admitir de buen grado esta deducción tan
importante.
Bichando una mirada final al mapa, y teniendo pre-
sentes las afirmaciones hechas respecto a los restos
XX
ISLAS KEELINQ
325
orgánicos emersos, no podemos menos de contemplar
con asombro las vastas extensiones que han sufrido
cambios de nivel, bien elevándose, bien descendiendo,
dentro de un período no remoto geológicamente.
También parece inferirse que los movimientos eleva-
torios y de sumersión siguen casi las mismas leyes. En
todos los espacios salpicados de atollsj donde ni un
solo pico montañoso emerge sobre el nivel del mar,
la sumersión debe haber alcanzado inmensas propor-
ciones. Además, el hundimiento de la corteza terres-
tre, continuado o recurrente con intervalos bastante
largos para permitir a los corales levantar de nuevo sus
viviendas hasta la superficie, necesariamente ha de-
bido ser extremadamente lento. Esta conclusión es
probablemente la más importante que puede dedu-
cirse del estudio de las formaciones de coral, y es, a
la vez, de tal índole, que no se concibe cómo hubiera
podido llegarse a ella por otro camino. Tampoco he
de pasar en silencio la probabilidad de que hayan
existido en tiempos pasados grandes archipiélagos de
islas altas donde ahora sólo bajos anillos de rocas co-
ralinas rompen apenas la libre extensión del mar, pues
esa hipótesis arroja alguna luz sobre la distribución
de los habitantes de otras islas elevadas, que al pre-
sente han quedado tan inmensamente distantes unas
de otras en medio de los grandes océanos. A no du-
darlo, los corales constructores de arrecifes han pro-
ducido y conservado testimonios admirables de las
subterráneas oscilaciones de nivel; en cada arrecife-
barrera tenemos una prueba de que la tierra ha des-
cendido, y en cada atollf un monumento sobre una
isla ahora sumergida. De este modo podemos, a seme-
janza de un geólogo que hubiera vivido diez mil años
y conser\^ado el recuerdo de los cambios pasados,
llegar a comprender algo del gran sistema por el que
la superficie de este globo se ha roto, y los intercam-
bios entre el agua y la tierra.
«!<jin3ííKKff'!t^ ^anam -som-'v; xj oíi
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CAPÍTULO XXI
De la isla Mauricio a Inglaterra.
Hermoso aspecto de la isla Mauricio. — Gran anillo crateriforme
de montañas. — Indios. —Santa Elena. — Historia de los cambios
de la vegfetación. — Causa de la extinción de las conchas terres-
tres. — Ascensión. — Variación en las ratas importadas. — Bom-
bas volcánicas.— Capas de infusorios. — Bahía. — Brasil. — Es
plendor del paisaje tropical.— Pernambuco. - Arrecife singu-
lar. — Esclavitud. Regreso a Inglaterra. — Mirada retrospectiva
acerca de nuestro viaje.
29 de abril . — Por la mañana doblamos la extremi-
dad norte de Mauricio o Isla de Francia. Desde este
punto de vista el aspecto de la isla satisfacía plena-
mente las esperanzas que las muchas y conocidas des-
cripciones de sus bellos paisajes me habían hecho
concebir. La llanura en declive de las Pamplemusas,
salpicada de casas y coloreada por grandes campos
de caña de azúcar, de vivo verdor, formaba el primer
plano del cuadro. La brillantez del verde era sobre
todo notable, porque ese color, por regla general, sólo
resalta a corta distancia. Hacia el centro de la isla,
grupos de montañas vestidas de bosques se alzaban
sobre la llanura, cuajada de cultivos variados; las ci-
mas, como sucede comúnmente con las antiguas rocas
volcánicas, aparecían erizadas de agudísimos picos.
Masas de blancas nubes se habían reunido en torno
de estas cimas, como para deleitar la vista del obser-
vador. La isla entera, con su litoral en declive y sus
328
darwin: viaje del «beaole»
CAP.
montañas centrales, ofrecía elegante continente y pre-
sentaba un conjunto lleno de armonía, si se me per-
mite tal expresión.
Empleé casi todo el día siguiente en pasear por la
ciudad y visitar a diferentes personas. La ciudad es
bastante grande, y se dice que contiene 20.000 habi-
tantes; las calles son muy limpias y regulares. Aunque
la isla lleva tantos años bajo el gobierno inglés, el ca-
rácter general de la población es francés enteramente;
los mismos ingleses hablan en francés a sus criados,
y los comercios son todos franceses; realmente hubie-
ra creído que Calais o Boulogne estaban mucho más
britanizados. Hay un lindísimo teatro, en que se repre-
sentan óperas primorosamente. Otra de las cosas que
nos sorprendieron fué ver grandes librerías, con sus
estantes bien provistos; la música y los libros nos
anuncian que empezamos a acercarnos al viejo mundo
de la civilización; porque, en realidad, tanto Australia
como América son mundos nuevos.
Las diversas razas de hombres que transitan por las
calles de Fort Louis ofrecen un espectáculo intere-
santísimo. Los criminales de la India vienen desterra-
dos aquí por toda su vida; al presente hay unos 800,
y están empleados en varias obras públicas. Antes de
ver a esta gente no tenía idea de que los habitantes
de la India fueran figuras tan nobles. Se distinguen
por su color muy moreno, y muchos de los ancianos
usan grandes bigotes y luenga barba, blanca como la
nieve; circunstancia que, unida al fuego de su mirada,
les da un aspecto imponente. La mayor parte han sido
deportados por asesinatos y otros crímenes gravísi-
mos; pero también los hay que sufren igual pena por
causas que apenas pueden considerarse como delitos;
por ejemplo, el desobedecer las leyes inglesas por
motivos supersticiosos. Estos hombres de ordinario
son pacíficos y de excelente conducta; atendiendo a
su comportamiento exterior, su pureza y fiel observan-
XX!
DK LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA
329
cía de sus extraños ritos religiosos, no era posible
igualarlos con los miserables deportados de Nueva
Gales del Sur.
/ de mayo, domingo . — He paseado tranquilamente
a lo largo de la costa hasta el norte de la ciudad. La
llanura en esta parte permanece inculta casi del todo
y está formada por un campo de lava negra alfombra-
do de hierbajos y arbustos; estos últimos, pertenecien-
tes en su mayor parte a las mimosas. El paisaje pre-
senta un carácter intermedio entre el de los Galápa-
gos y el de Tahiti; pero con este dato pocas personas
formarían de él una idea bien definida. Es una región
realmente deliciosa, pero sin los encantos de Tahiti o
la grandeza del Brasil. Ai día siguiente subí a La Pou-
ce, montaña así llamada por un pico en forma de pul-
gar y que se eleva muy cerca de la ciudad, a la altura
de 780 metros. El centro de la isla se compone de una
gran plataforma rodeada de antiguas montañas basál-
ticas rotas por numerosas hendeduras y cuyos estratos
descienden en dirección al mar. La plataforma central,
de que hablo, ha sido formada por corrientes de lava
reladvamente recientes, y se extiende a modo de óvalo
gigantesco, cuyo eje menor mide 13 millas geográfi-
cas. Las montañas que la limitan exteriormente perte-
necen a la clase de estructuras llamadas cráteres de
elevación, los cuales se supone haber sido formados
no como los cráteres ordinarios, sino por un grande y
repentino levantamiento. Este modo de ver me parece
que tiene en contra objeciones insuperables; por otra
parte, apenas puedo creer, en éste y algunos otros
casos, que tales montañas crateriformes marginales se
reduzcan meramente a restos básicos de volcanes in-
mensos cuyas cimas fueron arrancadas y lanzadas a
enormes distancias por violentas erupciones o engu-
llidas en abismos subterráneos.
Desde nuestra elevada posición disfrutábamos una
330
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
excelente vista de la isla. El terreno en este lado pa-
rece bastante bien cultivado y se halla dividido en
grandes parcelas, con sus correspondientes casas de
labor. Sin embargo, me aseguraron que sólo la mitad
del territorio está cultivada; si así es, dada la creciente
demanda de azúcar en los mercados, esta isla, andan-
do el tiempo, cuando tenga una población bastante
densa, será riquísima. Desde que Inglaterra se ha po-
sesionado de ella, en sólo veinticinco años, la expor-
tación del azúcar se ha hecho 75 veces mayor. Una de
las causas principales de su prosperidad es el estado
excelente de los caminos. En la vecina Isla de Borbón,
que permanece sujeta al dominio francés, los caminos
continúan en el mismo estado miserable en que aquí
estaban hace sólo unos cuantos años. Aunque los fran-
ceses establecidos en Mauricio deben de haberse be-
neficiado mucho con la creciente prosperidad de la
isla, sin embargo, el gobierno inglés dista mucho de
ser popular.
3 de mayo . — Por la tarde el capitán Lloyd, inspec-
tor general, famoso por el estudio que hizo del istmo
de Panamá, nos invitó a Mr. Stokes y a mí a visitarle
en su casa de campo, situada en el límite de los Llanos
Wilhain y a unas seis millas de Port Louis. Dos días
estuvimos en esta deliciosa residencia, y como su al-
tura sobre el nivel del mar es de unos 240 metros, se
respiraba un aire fresco y puro, habiendo además por
todas partes paseos deliciosos. No muy lejos se abría
un gran barranco, ahondado a la profundidad de uftos
150 metros, por entre corrientes de lava ligeramente
inclinada, que habían fluido de la plataforma central.
5 de mayo . — El capitán Lloyd nos llevó al Riviére
Noire, que está varias millas hacia el Sur, a fin de que
pudiera yo examinar algunas rocas de coral emerso.
Pasamos por hermosos huertos y excelentes planta-
XXI
DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA
331
Clones de caña de azúcar, que crecían entre enormes
bloques de lava. Los caminos tenían sus lindes guar**
necidas de setos de mimosas, y cerca de muchas casas
se veían avenidas de mangos. Los paisajes, en que se
combinaban las montañas de cimas cónicas y las tie-
rras cultivadas, eran extraordinariamente pintorescos;
de modo que a cada instante me sentía tentado a ex-
clamar: <¡Cuán agradable debe ser pasar la vida en tan
pacífico retiro!» El capitán Lloyd tenía un elefante, y
le hizo llevarnos hasta la mitad del camino, para que
disfrutáramos el placer de cabalgar a usanza india. La
particularidad que más me sorprendió fué su andar
reposado y silencioso. Este elefante es el único que
al presente existe en la isla; pero se dice que manda-
rán traer algunos más.
9 de mayo . — Zarpamos de Fort Louis, y, después de
tocar en el Cabo de Buena Esperanza, el o de julio lle-
gamos frente a Santa Elena (1). Esta isla, cuyo desapa-
cible aspecto ha sido descrito tantas veces, surge
abruptamente del océano, a modo de un enorme cas-
tillo negro. Cerca de la ciudad, como para completar
las defensas naturales, todos los huecos de las quebra-
das rocas están llenos de fortines y cañones. La ciu-
dad se extiende siguiendo el fondo plano y ascendente
de un estrecho valle; las casas reflejan holgado bien-
estar, y entre ellas crecen árboles de perenne verdor,
en muy contado número. Desde cerca del ancladero
se contempla una vista extraña: un castillo irregular
enhiesto en la cima de una alta montaña, y entre al-
gunos abetos esparcidos aquí y allá, proyecta su ma-
ciza fábrica sobre el azul del cielo.
Al día siguiente conseguí hospedarme en una casa
que sólo distaba un tiro de piedra de la tumba de Na-
(1) Santa Elena tiene 122 km.2 de extensión y 3.634 habitan-
tes . — Nota de la edic. española.
332
darwin: viaje del gbeagle»
CAP.
poleón (1); era un sitio céntrico de primer orden, des-
de el que se podían hacer excursiones en todas direc-
ciones. Durante los cuatro días permanecí en esta
casa, y desde la mañana a la noche discurrí por la isla
y examiné su historia g-eológica. Mis habitaciones se
hallaban a la altura de unos 600 metros sobre el nivel
del mar; el tiempo aquí era frío y revuelto, con fre-
cuentes chubascos, y a cada instante el horizonte apa-
recía velado por espesos nubarrones.
Cerca de la costa la rugosa lava se presenta ente-
ramente desnuda; en las partes centrales y más eleva-
das la descomposición de las rocas feldespáticas ha
producido un suelo arcilloso, que donde no está cu-
bierto de vegetación aparece veteado de bandas bri-
llantes y multicolores. En esta estación, la tierra, hu-
medecida por constantes lluvias, produce un pasto de
vivo verdor, que, al paso que desciende el terreno,
palidece y se hace cada vez más ralo, hasta desapa-
recer. A una latitud de 16°, y a la altura casi despre-
ciable de 450 metros, sorprende contemplar una ve-
getación que tiene un carácter decididamente britá-
nico. Las colinas están coronadas por plantaciones
irregulares de abetos escoceses, y las laderas de las
lomas se hallan vestidas de árgomas con sus brillantes
flores amarillas. Abundan los sauces llorones en las
márgenes de los riachuelos, y los setos suelen ser de
morales, que producen en abundancia su conocido
fruto. Cuando se considera que el número de plantas
halladas hoy en la isla no pasa de 746, siendo indí-
genas sólo 52 e importadas las demás, casi todas de
Inglaterra, se comprende sin dificultad el carácter bri-
(1) Después de los volúmenes de elocuencia que se han de-
rrochado sobre este asunto, es peligroso hasta la sola mención
de la tumba napoleónica. Un moderno viajero, en 12 líneas, se-
pulta la pobre islita con los títulos siguientes: ¡huesa, tumba, pi-
rámide, cementerio, sepulcro, catacumba, sarcófago, minarete y
mausoleo!
XXI
DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA
333
tánico de la vegetación. Muchas de estas plantas in-
glesas parecen medrar aquí mejor que en su país de
origen, y también las hay de la opuesta región de
Australia que se han aclimatado muy bien. Las nume-
rosas especies importadas deben de haber destruido
varias de las especies indígenas; de modo que sólo en
las regiones más elevadas e inaccesibles predomina
ahora la flora peculiar de la isla.
El carácter británico, o más bien galés, del paisaje
resulta de las numerosas quintas y casitas blancas, y
que, o bien se esconden en el fondo de profundí-
simos valles, o campean en las crestas de elevadas
montañas. Hay vistas admirables, como, por ejemplo,
la que se descubre desde un punto inmediato a la casa
de sir W. Doveton, donde el atrevido pico llamado
de Lot aparece irguiéndose sobre un obscuro bosque
de abetos, y detrás de todo las rojas montañas denu-
dadas de la costa sudeste. Al tender la mirada sobre
la isla desde una altura, lo primero que llama la aten-
ción son los numerosos caminos y fuertes; la labor in-
vertida en obras públicas, si no se considera la cir-
cunstancia de ser un lugar destinado al confinamiento
de criminales, no guarda proporción con la extensión
y valor de la isla. Escasea tanto el terreno llano y uti-
lizable, que no se comprende cómo pueden vivir aquí
5.000 habitantes. Las ciases bajas y los esclavos eman-
cipados, son, según creo, extremadamente pobres; se
quejan de la falta de trabajo. Es de creer que aumen-
te la pobreza si se atiende a la reducción del número
de empleados públicos que llevará consigo el aban-
dono de la isla por parte de la Compañía de las Indias
Orientales, junto con la emigración consiguiente de
las familias más ricas. El alimento principal de la clase
trabajadora es el arroz con un poco de carne salada;
como ninguno de dichos artículos se produce en la
isla, siendo necesario importarlo a buen precio, los
jornales bajos agravan la triste situación de los pobres
334
DARWIN: viaje del dBtAGLEO
CAP.
trabajadores. Sin embargo, ahora que se han conce-
dido a ia isla amplias libertades, apreciadas, según
creo, en todo su valor por ios habitantes, parece pro-
bable que se hallen menos recursos capaces de sos-
tener y aun aumentar la población. Suponiendo que
asi suceda, ¿qué será del minúsculo estado de Santa
Elena?
Mi guía era un hombre ya entrado en años, que
de muchacho había guardado cabras y conocía todos
los vericuetos entre las rocas. Era de raza muy cru-
zada, y, aunque de piel obscura, no tenía la desagra-
dable expresión del mulato. Distinguíase por su con-
dición obsequiosa y reposada, y tal parece ser el ca-
rácter de la mayor parte de las clases inferiores. So-
naba de una manera extraña en mis oídos oír a un
hombre casi blanco y decentemente vestido hablar
con indiferencia de los tiempos en que había sido un
esclavo. Todos los dias daba largos paseos acompa-
ñado de este guía, que llevaba mis dineros y un cuer-
no con agua, prevención esta última del todo nece-
saria, porque la de los valles más bajos es salina.
Los valles agrestes que hay bajo de la región cen-
tral y más alta, cubierta de vegetación, están entera-
mente desolados y desiertos. El geólogo halla aquí
ancho campo a sus investigaciones en un terreno que
revelaba cambios sucesivos y trastornos complicados.
En mi opinión, Santa Elena ha existido como isla
desde época muy remota, si bien subsisten aún prue-
bas confusas de la elevación de la tierra. Creo que los
picos centrales y más altos forman parte del anillo de
un gran cráter, cuya mitad meridional ha sido arrasada
enteramente por las olas del mar; hay, además, un
muro externo de negras rocéis basálticas, como las
montañas costeras de Mauricio, las cuales son más
antiguas que las corrientes volcánicas centrales. En las
partes más altéis de la isla abundan, encastradas en el
suelo, numerosas conchas, que por largo tiempo se
XXI
DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA
335
han considerado como especies marinas. Pero resultan
ser una Cochlogenay concha terrestre de una forma (1)
peculiarísíma; junto con ellas hallé otras seis clases, y
en otra parte ocho especies. Es curioso que no se
halle ahora ninguna de ellas viva. Probablemente su
extinción ha sido causada por la destrucción total de
ios bosques y la consiguiente pérdida de comida y
abrigo, hechos que ocurrieron en la primera parte de
la última centuria.
La historia de los cambios sufridos por las altipla-
nicies de Longwood y Deawood, tal como aparecen
descritos en la Memoria del general Beatson sobre la
isla, encierra el más vivo interés. Dícese que ambas
llanuras estuvieron en otro tiempo cubiertas de bos-
que, y que por esa causa llevaron la denominación de
Great Wood (Gran Bosque). Hasta 1716 hubo muchos
árboles; pero en 1724 los viejos habían caído en su
mayor parte, y como se dejó que las cabras y cerdos
vagaran libremente por estos parajes, todos los árboles
jóvenes perecieron. En las relaciones oficiales se halla
también que a la desaparición de los árboles sucedió
inesperadamente una hierba dura y correosa que se
propagó por toda la superficie (2). Anade el gene-
ral Beatson que en su tiempo dicha llanura «estaba
cubierta de fino césped, habiéndose convertido en
el mejor pastizal de la isla>. El área que probable-
mente ocupó el bosque en un primer período se cal-
culaba en unas 1.000 hectáreas, y al presente apenas
se halla en toda esa extensión un solo árbol. También
aseguran que en 1709 había muchos árboles secos en
la bahía Sandy, lugar tan completamente desierto hoy
que, a no mediar una relación fidedigna, nada me hu-
(1) Merece notarse que todos los ejemplares de esta concha ha-
llados por mí en un sitio se diferencian, como una variedad bien
marcada, de los de otra colección que me procuré en otro lugar
distinto.
(2) Beatson, Santa Elena, capítulo preliminar, pág. 4.
336
DARW!N: viaje del «beaole»
CAP.
hiera hecho creer que allí hubieran podido crecer
jamás. Parece estar bien comprobado que las cabras
y los cerdos destruyeron todos los árboles jóvenes
cuando estaban a punto de brotar, y que los viejos no
accesibles a sus ataques perecieron en el transcurso
del tiempo. Las cabras se introdujeron en el año 1502;
ochenta y seis años después, en la época de Caven-
dish, abundaban extraordinariamente, según se sabe.
Más de una centuria después, en 1731, cuando el mal
era completo e irremediable, se dió la orden de matar
todos los animales vagabundos. Es, pues, interesantí-
simo ver que el arribo de animales a Santa Elena
en 1501 no mudó el aspecto entero de la isla hasta
después de un período de doscientos veinte años;
porque las cabras se introdujeron en 1502, y en 1724
se dice que «los árboles viejos habían caído en su
mayor parte». Poca duda puede caber de que este
gran cambio en la vegetación afectó no sólo las con-
chas de tierra, causando la extinción de ocho especies,
sino también a numerosos insectos.
Santa Elena, situada tan lejos de las tierras conti-
nentales, en medio de un gran océano, y con una flo-
ra peculiar, excita nuestra curiosidad. Las ocho con-
chas terrestres, aunque ahora extintas, y la única vi-
viente, Succinea, son especies peculiares que no se
hallan en ninguna otra parte. Mr. Cuming, sin embar-
go, me participa que una Helix inglesa es común aquí,
habiéndose introducido indudablemente sus huevos
en algunas de las muchas plantas importadas. Mr. Cu-
ming recogió en la costa 16 especies de conchas ma-
rinas, de las que siete, a lo que yo sé, no viven mas
que en esta isla. Las aves e insectos (1), según podría
(1) Entre estos pocos insectos me sorprendió hallar un pe-
queño Aphodius (nueva especie) y un Oryctes, ambos abundantísi-
mos bajo las boñigas. Cuando se descubrió la isla no poseía cua-
drúpedo alguno, excepto quizá un ratón; resulta, por tanto, difí-
cil esclarecer si estos insectos, que se alimentan de estiércol, han
XXI
DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA
337
esperarse, escasean mucho; realmente, creo que todas
las aves han sido introducidas en los últimos años. Las
perdices y los faisanes abundan bastante, gracias a la
estricta observancia inglesa de las leyes de caza. Me
refirieron la aplicación rigurosa de esas ordenanzas a
un caso en que tal vez en Inglaterra no se hubiera
llegado a tal extremo. La gente pobre solía en otro
tiempo quemar una planta que crece en las rocas de
la costa, a fin de exportar la sosa de las cenizas; pero
sido importados casualmente en época posterior, o, en el caso de
ser aborígenes, de qué alimento se sustentaban primeramente. En
las riberas del Plata, donde, con el gran númerodevacas ycaballos,
abunda el estiércol en las magníficas llanuras de césped, es inútil
buscar las numerosas clases de coleópteros coprófagos, tan comu-
nes en Europa. No hallé mas que un Oryctes (los insectos de este
género en Europa se alimentan generalmente de materia vegetal
podrida) y dos especies de Phanaeus, que son comunes en tales
sitios. En el lado opuesto de la Cordillera, en Chiloe, abunda en
extremo otra especie del último género citado, que suele enterrar
el estiércol en grandes bolas forradas de tierra. Hay razón para
creer que el género Phanaeus, antes de la introducción del ga-
nado, se alimentó de excremento humano. En Europa, los coleóp-
teros que viven de la materia utilizada en la nutrición de otros
animales mayores son tan numerosos, que sus diversas especies
pasan de 100. Considerando esto y la gran cantidad de alimento
de esa clase que se pierde en las Pampas de la Argentina, me ha
parecido ver uno de los casos en que el hombre ha perturbado la
trabazón que liga a tantos animales en su país de origen. En Tas-
mania, sin embargo, hallé cuatro especies de Onthophagos, dos de
Aphodius y una de un tercer género, muy abundante bajo el ex-
cremento de las vacas; sin embargo, estos últimos anímales habían
sido introducidos sólo hacía treinta y tres años. Antes de esa
época no había más cuadrúpedos que el canguro y otros animales
más pequeños, cuyos excrementos son distintos de los de sus su-
cesores introducidos por el hombre. En Inglaterra, la mayor parte
de los escarabajos coprófagos se alimentan de excrementos espe-
ciales, esto es, no dependen indiferentemente de cualquier cua-
drúpedo en cuanto a los medios de subsistencia. El cambio, por
tanto, de hábitos que ha debido efectuarse en Tasmania es nota-
bilísimo. Hago constar aquí mi agradecimiento al Rev. F. W.Hope.
que espero me permita llamarle aquí mi maestro en entomología,
por haberme dado los nombres de los insectos anteriores.
Darwin: Viaje. — T. II.
22
338
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
llegó una orden perentoria prohibiendo esa práctica,
dando por razón ¡que las perdices no tendrían dónde
anidar!
En mis paseos crucé varias veces por llanuras herbo-
sas limitadas por profundos valles, sobre los que está
la finca de Longwood. Vista a corta distancia, parece
la residencia rústica de un ricacho. Frente a ella hay
algunos campos cultivados, y allende éstos se alza la
pelada colina, de rocas coloreadas, llamada Flagstaff
y lá negra mole cuadrada y áspera del Barn. En con-
junto, la vista era un tanto vulgar y desprovista de in-
terés. La única molestia que padecí durante mis pa-
seos fué la de tener que luchar con vientos hura-
canados. Un día observé una circunstancia curiosa:
hallándome de pie en el borde de una llanura termi-
nada por un farallón enorme, de unos 1.000 pies de
profundidad, vi a la distancia de pocos metros, en la
dirección exacta de barlovento, algunas golondrinas
de mar que luchaban contra una brisa impetuosa,
mientras donde yo me hallaba el aire estaba en per-
fecta calma. Me acerqué al borde del despeñadero,
donde la corriente aérea parecía doblarse hacia arriba
desde la pared del acantilado, extendí el brazo, e in-
mediatamente sentí toda la fuerza del viento: una ba-
rrera invisible, de dos metros de anchura, separaba
perfectamente el ventarrón del aire tranquilo.
Tanto gocé en mis excursiones por entre las rocas
y montañas de Santa Elena, que casi sentí pena en la
mañana del 14, cuando tuve que bajar a la ciudad.
Antes del mediodía me trasladé a bordo, y el Beagle
se hizo a la vela.
El día 19 de julio llegamos a Ascensión. Todos los
que hayan contemplado una isla volcánica situada
bajo un clima árido, podrán figurarse desde luego el
aspecto de Ascensión. Basta imaginar un conjunto de
colinas cónicas, peladas, de un vivo color rojo, con
XXI
DE LA K.A MAURICIO A INGLATERRA
339
los vértices de ordinario truncados, y que se levantan,
aisladas, sobre una superficie plana de lava neg’ra y
escabrosa. Un monte de mayor tamaño, situado en el
centro de la isla, parece el padre de los más pequeños.
Llámasele Green Hill, esto es, Colina Verde, nombre
que se ha tomado del tinte débil de ese color, que en
esta época del año apenas se percibe desde el fon-
deadero. Completando la escena desolada, las negras
rocas de la costa están bañadas por un mar bravio y
turbulento.
La colonia está junto a la orilla, y se compone de
varias casas y barracas colocadas irregularmente, pero
bien construidas de piedra blanca. No hay más habi-
tantes que algunos marinos y varios negros rescatados
de los barcos que se dedican a su tráfico; estos negros
reciben del gobierno paga y provisiones (1). No hay en
la isla persona alguna más. Muchos de los marinos pa-
recían contentos con su situación; prefieren pasar en
tierra sus veintiún años de servicios, suceda lo que su-
ceda, antes que en su barco; si yo fuera marino, abra-
zaría de todas veras esta resolución.
A la mañana siguiente subí a Green Hill, que tiene
800 metros de altura, y crucé la isla hacia la parte de
barlovento. Un buen camino carretero conduce desde
el poblado de la costa a las casas, huertos y campos
situados junto a la cima de la montaña central. Al lado
de la ruta se ven piedras miliares y cisternas, donde
los transeúntes sedientos pueden beber agua fresca y
saludable. La misma diligente previsión se ha desple-
gado en otras partes de la colonia y en la administra-
ción de los manantiales, procurando que no se des-
perdicie una sola gota de agua; de modo que, en rea-
lidad, la isla toda puede compararse a un enorme navio
cuidado con el mayor esmero. A la vez que admiro la
(1) Ascensión tiene solamente 88 km.^ y 196 habitantes. —
Nota de la edic. española.
340
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
activa laboriosidad que ha sabido realizar tales ade-
lantos con tan escasos medios, no puedo menos de
lamentar la pobreza e insigfnificancia del fin. Con ra-
zón ha observado M. Lesson que sólo la nación ingle-
sa ha podido pensar en hacer de la isla Ascensión un
sitio productivo, porque cualquiera otro pueblo no la
hubiera conservado mas que como una mera fortaleza
en el océano.
En la zona costera n o crece ni una brizna de hier-
ba; mas en el interior se encuentran plantas de ri'
ciño, y se ven unas cuantas langostas, fíeles amigos
del desierto. En la elevada región central vegeta una
hierba rala, y el conjunto se parece mucho a las peo-
res comarcas de las montañas de Gales. Pero siendo,
al parecer, tan mezquinos los pastos, bastan para man-
tener unas 600 ovejas, muchas cabras y varias vacas y
caballos. Entre ios animales indígenas sobresalen, por
su número incontable, los cangrejos terrestres y las
ratas. Respecto de estas últimas, hay motivo para du-
dar que sean realmente indígenas. Según la descrip-
ción de Mr. Waterhouse, hay dos variedades: una es
de color negro, con fina piel lustrosa, que vive en las
cimas herbosas; la otra, de color pardo menos relu-
ciente y pelo largo, habita junto al poblado, en la
costa. Estas dos variedades son una tercera parte
más pequeñas que la rata común negra (M. rattus)^ y
se diferencian de ella en el color y otras cualidades
de la piel, pero no en los caracteres esenciales. Me
inclino mucho a creer que e stas ratas (como el ratón
común, que se ha propaga do mucho) han sido impor-
tadas, y, como en los Galápagos, han variado por
efecto de las nuevas condiciones a que han estado so-
metidas; de ahí que la variedad de ratas de la cima de
la isla se diferencie de las de la costa. No hay aves
propias del país; abundan las gallinas de Guinea, im-
portadas de las islas de Cabo Verde, y la gallina co-
mún se ha hecho silvestre. Algunos gatos, que origi-
XXI
DE LA I€LA MAURICIO A INGLATERRA
341
nariamente se trajeron para acabar con las ratas y ra-
tones, se han propagado hasta convertirse en una
verdadera plaga. La isla carece enteramente de árbo-
les, siendo en éste y otros particulares muy inferior a
Santa Elena.
Una de mis excursiones me llevó hacia la extremi-
dad sudoeste de la isla. El día era despejado y calu*
roso, y me pareció ver la isla, no sonriente de belle-
za, sino atónita de su desnuda fealdad. Las corrientes
de lava están cubiertas de mogotes, presentando una
escabrosidad que, geológicamente hablando, no tenía
fácil explicación. Los espacios intermedios quedan
ocultos bajo capas de piedra pómez, cenizas y toba
volcánica. Mientras desde el extremo de la isla me
encaminaba al mar, vi el terreno moteado de unas
manchas blancas, cuyo origen y naturaleza no acerta-
ba a explicarme; después averigüé que eran aves ma-
rinas entregadas al sueño en la plena confíanza de que
ni aun en la mitad del día habría nadie que se acer-
case a molestarlas. Estas aves fueron las únicas criatu-
ras vivas que vi durante toda la jornada. En la costa,
no obstante soplar una brisa suave, el mar alborotado
se estrellaba contra las hendidas rocas de lava.
La geología de esta isla es interesante por muchos
conceptos. En varios sitios encontré bombas volcá-
nicas, esto es, masas de lava que, habiendo sido lan-
zadas al aire en estado fluido, tomaron, consiguiente-
mente, la forma esférica o piriforme. No solamente su
forma externa, sino su interna estructura, en muchos
casos, muestran de cuán curiosa manera han podido
girar en su curso aéreo. El núcleo es groseramente ce-
lular, decreciendo las celdas en tamaño hacia el exte-
rior; dicho núcleo está encerrado en una envoltura pa-
recida al casco de una granada, que tiene un tercio de
pulgada de grueso, y se halla cubierta a la vez por una
costra exterior de lava porosa con minúsculas oqueda-
des. Tengo casi por indudable que las fases por que ha
342
darwin: viaje del «beagle>
CAP.
pasado la solidificación de estas curiosas bombas de
lava han sido las siguientes: primero, la costra externa
ha debido de enfriarse rápidamente, quedando en el
estado en que ahora la vemos; después, la lava, toda-
vía fluida, del interior, hubo de acumularse, merced a
la fuerza centrífuga engendrada por el movimiento de
revolución de la bomba contra la corteza externa en-
friada, produciendo así la costra sólida de piedra; y,
por últímo, la misma fuerza centrífuga, al disminuir
la presión en las partes más centrales de la bomba,
permitió a los vapores calentados dilatar sus célu-
las, formando así las masas toscamente celulares del
centro.
Una colina formada por las series más antiguas de
rocas volcánicas, y que erróneamente ha sido conside-
rada como el cráter de un volcán, es notable por su
cima cóncava de sección circular, que se ha llenado
de muchas capas sucesivas de cenizas y escorias fínas.
Dichas capas, en forma de plato, aumentan su grosor
en el borde y constituyen perfectos anillos de muchos
colores distintos, dando a la cima un aspecto suma-
mente fantástico; uno de estos anillos es blanco y
ancho, e imita perfectamente una pista donde se han
hecho ejercicios de equitación; de ahí que se haya
dado a la montaña el título de Escuela de Equitación
del Diablo. Tomé muestra de las capas tobáceas, te-
ñidas de color de rosa; y lo más sorprendente y ex-
traordinario es que el profesor Ehrenberg (1) las halla
casi enteramente compuestas de materia que ha esta-
do organizada, pues ha descubierto en ellas algunos
infusorios de agua dulce, de caparazón silíceo, y no
menos de 25 clases diferentes de tejido silíceo de
plantas herbáceas en su mayor parte. A causa de la
ausencia de toda materia carbonosa, el profesor
(1) Monats. der Kónig. Akad. d. Wiss. zm. Berlín. Vom apríl,
1845.
XXI
BE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA
343
Ehrenberg cree que estos cuerpos orgánicos han pa-
sado por el fuego volcánico, siendo después vomita-
dos en el estado que ahora tienen. El aspecto de las
capas me indujo a creer que habían estado deposita-
dos bajo el agua, aunque, atendiendo a la extrema se-
quedad del clima, me vi precisado a imaginar que pro-
bablemente habrían caído durante alguna gran erup-
ción torrentes de lluvia, formando un lago temporal,
en el que cayeron las cenizas. Pero ahora debería sos-
pecharse más bien que el lago no fué temporal. Como
quiera que fuere, podemos estar seguros de que en
alguna época remota el clima y producciones de la
isla Ascensión fueron muy distintos de los actuales.
¿Dónde hallaremos en la superficie de la tierra un si-
tio en que la investigación atenta no descubra señales
de ese ciclo interminable de cambios a que la Tierra
ha estado, está y estará sujeta?
Al dejar Ascensión, zarpamos para Bahía, en la costa
del Brasil, a fin de completar la medición cronomé-
trica del mundo. Arribamos allí en 1 de agosto, y es-
tuvimos cuatro días, durante los cuales di varios largos
paseos. Me alegré de ver que el paisaje tropical no
había perdido para mí ninguno de sus encantos, a
pesar de la falta de novedad. Los elementos que le
integran son tan sencillos, que merecen mencionarse
para demostrar cómo la exquisitez de las bellezas na-
turales depende de un conjunto de circunstancias in-
significantes.
El país puede describirse como una llanura hori-
zontal de unos 90 metros de elevación, tajada en mu-
chas partes por valles de fondo plano. Esta estructura
es notable tratándose de un país granítico, pero se la
encuentra casi siempre en todas las formaciones más
blandas, de que ordinariamente se componen las lla-
nuras. Toda la superficie está cubierta de soberbios
árboles de varias clases, alternando con trozos de te-
rreno cultivado, sobre ios que se levantan casas, con-
344
darwin: viaje del «beagle»
CAÍ».
ventos y capillas. Debe recordarse que, entre los tró-
picos, la bravia exuberancia de la Naturaleza no des-
aparece ni aun en la proximidad de las grandes ciu-
dades, porque la natural vegetación de setos y lade-
ras sobrepuja en magnificencia a la artificiosa labor
del hombre. De ahí que sólo en muy pocos sitios el
rojo vivo del sufelo desnudo forma vigoroso contraste
con la universal alfombra de verdor. Desde los bordes
de la llanura se domina la dilatada extensión del océa-
no, o de la gran Bahía, con sus orillas vestidas de bos-
que bajo, y en que numerosos botes y canoas mues-
tran sus blancas velas. Pero en los demás puntos el
paisaje se limita en extremo, y cuando se camina por
senderos llanos sólo se alcanza a ver a un lado y otro
partes de los frondosos valles que se abren debajo.
Añadiré que las casas, y especialmente los edificios
sagrados, están construidos en un estilo de arquitec-
tura peculiar y algo fantástico. Todos los edificios es-
tán enjalbegados de blanco; de modo que al iluminar-
los el brillante sol de Mediodía, se proyectan sobre el
pálido azul del cielo como espectros vaporosos, más
bien que como reales edificios.
Tales son los elementos del paisaje; pero es inútil
intentar describir el efecto general. Doctos naturalis-
tas presentan cuadros de panoramas tropicales enu-
merando una multitud de objetos y citando algunos
de sus rasgos característicos. Los viajeros que hayan
visitado estos países podrán tal vez sacar de las des-
cripciones trazadas con tanto pormenor alguna idea
bien definida; pero los demás lectores difícilmente
llegarán a concebir la realidad que corresponde a esos
relatos, porque ¿quién al ver una planta en un herba-
rio se imaginará el aspecto que tiene cuando crece en
su suelo propio? ¿Quién contemplando los ejempla-
res de un invernáculo se forjará en su fantasía el es-
pectáculo que ofrecen las inmensas selvas de gigan-
tescos árboles y las impenetrables maniguas? ¿Quién)
XXI
DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA
345
al examinar en el gabinete de un entomólogo las exó-
ticas, gayas mariposas, y singulares cicadas, asociará
a estos objetos inanimados la incesante y áspera can-
tinela de la última y el perezoso vuelo de la primera,
infalibles acompañamientos del mediodía tranquilo y
deslumbrador de los trópicos? Para contemplar estos
paisajes encantados hay que aprovechar las horas en
que el sol culmina; entonces es cuando el denso y es-
pléndido follaje del mango oculta el suelo con su es-
pesa sombra, mientras las ramas superiores, bañadas
en los fulgores meridianos, ostentan el más brillante
verdor. Muy distinto es lo que ocurre en las zonas
templadas: la vegetación no es tan rica ni de tono tan
obscuro, y aquí los rayos del Sol que declina la tiñen
de rojo, púrpura o amarillo claro, contribuyendo a
realzar la belleza de estos climas.
En mis tranquilos paseos por las sombrías veredas,
mientras me entregaba a la admiración de los sucesi-
vos panoramas, trataba de hallar lenguaje con que ex-
presar mis ideas. Todos los epítetos me parecían dé-
biles para sugerir a los que no han visitado las regiones
tropicales la sensación de delicia que embarga el
ánimo. He dicho que las plantas de un invernadero no
sirven para dar una idea justa de la vegetación, pero
me veo precisado a recurrir a ellas, no hallando otro
expediente mejor. El país, en estas regiones, es un
inmenso invernadero, lujuriante, bravio, lleno de ma-
lezas, hecho por la Naturaleza para sí propia, y del
que se ha posesionado el hombre, adornándolo con
bonitas casas y simétricos jardines. [Cuánto no desea-
ría un admirador de las bellezas naturales contemplar,
si le fuera posible, los paisajes de otro planeta! Pues
bien; con toda verdad cabe decir que los habitantes
de Europa tienen, a la distancia de pocos grados de
su suelo natal, las magnificencias de otro mundo abier-
tas hacia ellos. Al dar mi último paseo me detuve una
y otra vez a contemplar tantas bellezas, esforzándome
346
darwin: viaje del «beaqle»
CAE.
por grabarlas en mi mente de un modo indeleble,
porque me asaltó en aquellos momentos el temor de
que tarde o temprano había de borrárseme su recuer-
do. Las formas de los naranjos, de los cocoteros, de
las palmas, del mango, del helécho arbóreo y del ba-
nano persistirán en mi memoria claras y distintas; pero
las incontables bellezas que las unen, formando un con-
junto perfecto, forzosamente han de palidecer y des-
vanecerse. Sin embargo, siempre quedarán las líneas
borrosas de un cuadro repleto de bellísimas formas, a
semejanza de un cuento de hadas de la niñez.
6 de agosto . — Por la tarde salimos a alta mar, con
intención de navegar directamente a las islas de Cabo
Verde. Por desgracia, vientos desfavorables nos retra-
saron, y el 12 hubimos de arribar a Pernambuco, im-
portante ciudad de la costa del Brasil, situada a los 8”
de latitud Sur. Anclamos fuera del arrecife; pero poco
después vino un práctico a bordo y nos condujo al
interior del puerto, muy cerca de la ciudad.
Pernambuco se alza sobre algunos estrechos y bajos
bancos de arena, separados entre sí por canales some-
ros de agua salada. Las tres partes de la ciudad se
relacionan unas con otras por dos largos puentes,
construidos sobre pilotes de madera. La ciudad es por
todas partes desagradable, con sus calles estrechas,
sucias y mal pavimentadas, y las casas son altas y som-
brías. La estación de las grandes lluvias apenas había
terminado, y, a consecuencia de ello, el terreno de los
alrededores, muy poco elevado sobre el nivel del mar,
estaba enteramente anegado; de modo que fracasaron
todas mis tentativas de dar largos paseos.
La llanura pantanosa en que está situado Pernam-
buco (1) tiene a la distancia de poc 2 is millas un semi-
(1) Con este nombre se designa en Europa a la capital, Arre-
cife, del Estado de Pernambuco. — N. del T.
XXI
DE LA ISLA MAURiaO A INGLATERRA
347
círculo de bajas colinas, o más bien por el borde de
una región elevada unos 200 pies sobre el nivel del
mar. La antigua ciudad de Olinda se levanta en una
extremidad de esta cadena. Un día tomé una canoa y
subí por uno de los canales a visitarla; me pareció me-
jor situada, más atrayente y menos sucia que Pernam-
buco. Debo hacer constar aquí lo que me ocurrió por
vez primera después de viajar por el mundo durante
cerca de cinco años, y fué el haber sido tratado con
grosería. En dos casas distintas me rechazaron con
malos modos, y con difícultad obtuve permiso en una
tercera para pasar por sus jardines a una colina incul-
ta, a fin de examinar el territorio. Me alegro de que
sucediera esto en el país de los brasileños, porque no
les tengo buena voluntad: es tierra de esclavitud, y, por
tanto, de rebajamiento moral. Un español se hubiera
avergonzado de sólo pensar en la descortesía con que
se me trató y de usar con un extranjero tan rudas des-
consideraciones. El canal por donde hice el viaje de
ida y vuelta en mi excursión a Olinda tenía sus már-
genes vestidas de manglares, que brotaban al exterior
de las herbosas márgenes cenagosas, como un bosque
en miniatura. El vivo color verde de estos arbustos
me ha recordado siempre la lozana hierba de un ce-
menterio: una y otra vegetación se nutren de emana-
ciones pútridas; la última habla de muerte pasada, y la
anterior, de muerte venidera.
El objeto más curioso que vi en estas cercanías fué
el arrecife que forma el puerto. Dudo que haya en el
mundo entero otra estructura natural que más se ase-
meje a las construcciones artificiales (1). Se extiende
en línea perfectamente recta, paralela a la costa, y no
muy distante de ella, por un trayecto de varias millas.
Su anchura varía entre veintitantos y 60 metros, pre-
(1) He descrito esta barra, con pormenores, en el London and
Edinburgh Philosophical Magazine, vol. XDC (1841), páj. 257.
348
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
sentando una superficie lisa y horizontal, y se compo-
ne de una arenisca dura vagamente estratificada. En
la pleamar, las olas rompen por encima de ella, y en
la bajamar queda seca la parte superior, pudiendo to-
mársele por un rompeolas construido por mano de
titanes. En estas costas, las corrientes del mar tienden
a formar frente a tierra largas lenguas o barras de are-
na suelta, en una de las cuales está parte de la ciudad
de Pernambuco. Parece, pues, que, en época remota,
una lengua de esa naturaleza se consolidó por la in-
filtración de materia calcárea, y posteriormente se ha
elevado de un modo gradual; durante ese proceso, las
partes exteriores y sueltas se han desgastado con la
acción del agua, quedando el núcleo sólido como
ahora lo vemos. Aunque día y noche las olas del in-
menso Atlántico, enturbiadas por el sedimento, son
lanzadas contra las escarpadas laderas externas de este
murallón de piedra, los pilotos más ancianos no cono-
cen tradición alguna que haga referencia a ningún
cambio de aspecto. El secreto de tan inalterable esta-
bilidad es precisamente uno de los hechos más curio-
sos de su historia, y consiste en una apretada capa, de
pocas pulgadas de espesor, constituida por materia
calcárea enteramente formada por el sucesivo desarro-
llo y muerte de pequeños caparazones marinos, prin-
cipalmente Sérpulas, junto con algunas lapas y nulí-
poras. Estas últimas, que son plantas marinas resis-
tentes de organización muy sencilla, desempeñan un
papel análogo e importante, protegiendo las superfi-
cies superiores de los arrecifes de coral, y dentro de
los rompientes, donde los corales mismos, durante el
crecimiento exterior de la roca, mueren al quedar ex-
puestos al sol y al aire. Estos seres orgánicos insignifi-
cantes, especialmente las Sérpulas^ han prestado gran-
des servicios a la población de Pernambuco, porque,
a no ser por su ayuda protectora, la barra de arenis-
ca se hubiera desgastado inevitablemente hace mu-
%%l »E LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 349
cho tiempo, y sin la barra no hubiera habido puerto.
El 19 de agosto dejamos, finalmente, las costas del
Brasil. Doy gracias a Dios porque nunca he de volver
a visitar un país de esclavos. Hasta el día de hoy, siem-
pre que llega a mis oídos algún lamento lejano, recuer-
do con honda pena lo que sentí al pasar junto a una
casa de Pernambuco y oír los gritos más desgarrado-
res, proferidos, según colegí, pues no era posible otra
cosa, por un pobre esclavo sometido a tormento, a pe-
sar de lo cual me reconocí tan impotente para protes-
tar contra proceder tan inhumano como si fuera un
niño de pocos años. Sospeché que aquellos alaridos
procedían de un esclavo torturado, porque esa es la
explicación que me dieron en un caso análogo. Cerca
de Río Janeiro viví frente por frente de la casa de una
señora anciana que oprimía con tornillos los dedos de
sus esclavas. En la residencia donde me hospedé había
un mulato encargado del servicio, al que cada día y
cada hora se insultaba, golpeaba y perseguía en térmi-
nos tales, que la bestia más abyecta no hubiera podido
resistir otro tanto. He visto descargar terribles latigazos
sobre la cabeza descubierta de un muchachito de seis
a siete años (antes de que yo pudiera intervenir), por
haberme alargado un vaso de agua poco limpia; y al
padre de ese niño le he visto temblar con sólo mirarle
su amo. Estas últimas crueldades han sido presencia-
das por mí en una colonia española, donde, según es
fama, se trata a los esclavos mejor que entre los por-
tugueses, ingleses y otros europeos. Delante de mí, en
Río Janeiro, un negro atlético se ha echado a temblar
esperando un golpe que creyó dirigido a su rostro. Me
hallé presente cuando un hombre de buenos senti-
mientos estuvo a punto de separar para siempre a los
hombres, mujeres y niños de muchas familias, que ha-
bían vivido juntos por largo tiempo. Y no quiero men-
cionar siquiera las horribles atrocidades de que tengo
noticias fídedignas, ni tampoco hubiera referido las
Darwin: Viaje. — T. 11.
23
350
darwin: viaje del «beagle»
CAP.
anteriores si no me hubiera encontrado con personas
tan ofuscadas por la alegría habitual de los negros, que
hablan de la esclavitud como de un mal tolerable. Es-
tas personas han visitado de ordinario las casas de fa-
milias ricas, donde se suele tratar bien a los esclavos;
pero no han vivido, como yo, entre los de las clases
inferiores. Creen enterarse de la realidad y conocer la
situación de los esclavos preguntándoles a éstos, olvi-
dando que el esclavo, si no es lerdo, ha de contar con
la contingencia de que sus palabras lleguen a oídos
del amo.
Se arguye que el interés de los dueños previene la
excesiva crueldad; como si ese interés protegiera a
nuestros animales domésticos, menos expuestos que
los esclavos envilecidos a excitar las iras de sus salva-
jes señores. Contra ese argumento del interés se ha
protestado desde hace largo tiempo, inspirándose en
sentimientos más nobles, y contra él ha presentado
ejemplos notables el siempre ilustre Humboldt. A me-
nudo se ha intentado paliar los males de la esclavitud
comparando el estado de los esclavos con el de los
jornaleros ingleses del campo; y si la miseria de esos
infelices se debiera no a las leyes de la Naturaleza,
sino a nuestras instituciones, grave sería nuestra res-
ponsabilidad. Pero no acierto a comprender qué rela-
ción tenga esto con la esclavitud, como no veo que
pueda prohibirse el uso de las empulgueras en un país
demostrando que la gente de otro padece una enfer-
medad terrible. Los que miran con afectuosa conside-
ración a los amos y con fría indiferencia a los escla-
vos, nunca parecen ponerse en el caso de los últimos.
¿Hay situación más triste que la de no tener siquiera
alguna esperanza de mejorar en el porvenir? jlmagine-
se el lector la angustia de vivir bajo la amenaza cons-
tante de ver arrancar de su lado a la mujer, a los hiji-
tos — seres que el esclavo ama por imperativo irresisti-
ble de la Naturaleza — , para ser vendidos como bestias
XX!
DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA
351
al mejor postor! (Y estos hechos se ejecutan y defien-
den por quienes profesan amar a sus prójimos como a
sí mismos, y creen en Dios, y rezan el Padrenuestro
pidiendo que se hag-a su voluntad en la tierra! Hace
hervir la sangre y estremecer el corazón pensar que
nosotros los ingleses, y nuestros descendientes de
América, en medio de nuestros jactanciosos alardes de
libertad, hemos sido y somos tan culpables. Quéda-
nos, sin embargo, un consuelo, y es el de pensar que
al fin hemos hecho el sacrificio mayor que jamás ha
realizado nación alguna, para expiar nuestro pecado (1).
El último día de agosto anclamos por segunda vez
en Porto Praya, en el Archipiélago de Cabo Verde;
desde aquí salimos para las Azores, donde nos detu-
vimos seis días. El 2 de octubre zarpamos para las cos-
tas de Inglaterra, y en Falmouth dejé el Beagle, des-
pués de haber vivido a bordo de este excelente bar-
quito cerca de cinco años.
Al llegar al fin de nuestro viaje, pláceme echar una
mirada retrospectiva a las ventajas y desventajas, a las
penalidades y satisfacciones que hemos experimentado
en la circunnavegación del mundo. Si alguien me pi-
diera parecer antes de embarcarse para hacer un largo
viaje, mi respuesta dependería de la afición que esa
persona tuviera por el cultivo de una rama de conoci-
mientos susceptibles de ser ampliados por ese medio.
A no dudarlo, el espíritu goza contemplando los diver-
sos países del Globo y las varias razas de la Humani-
dad; pero ¡os placeres disfrutados no compensan las
(1) La esclavitud no fué abolida en el Brasil sino hasta 1888;
en 1865 en los Estados Unidos, a consecuencia del triunfo de los
abolicionistas en la guerra de Secesión; en 1848 en las colonias
francesas y en 1833 en la India inglesa . — Nota de la edic. espa-
ñola^
352
darwjn: viaje del «beaqle»
CAP.
contrariedades. Se necesita estar alentado por la es-
peranza de cosechar en algún tiempo, por más remo-
to que sea, cuando haya llegado la época de la ma-
durez, algún fruto de positivo valor.
Muchas de las privaciones a que es preciso some-
terse son obvias: la separación de los antiguos amigos
y de los lugares ligados al corazón por los más caros
recuerdos. Este sentimiento penoso halla, sin embar-
go, un lenitivo en el goce inexhausto de ver siempre
en perspectiva el día, tan anhelado, del regreso. Si, al
decir de los poetas, la vida es un sueño, la fantasía no
puede alimentarse de visiones más gratas para pasar
las prolongadas noches. Otras molestias, aunque poco
gravosas en un principio, se dejan sentir intensamente
después de cierto tiempo. Tales son: la falta de habi-
tación, de descanso, de libertad para moverse uno a
su gusto, aun dentro del recinto del barco; el ansia
constante de prisa permanente; la carencia de peque-
ños regalos y comodidades; la ausencia de la fami-
lia, y hasta el verse privado de oír música y gozar
otros placeres de la imaginación. Claro es que cuan-
do tales menudencias hago entrar en cuenta, fuerza
es convenir en que las verdaderas molestias de la vida
de mar, a no ocurrir algún accidente, puede decirse
que han terminado. En el breve espacio de sesenta
años, las grandes navegaciones se han facilitado de
una manera prodigiosa. Sin retroceder más que a los
tiempos de Cook (1), el hombre que dejaba su hogar
para emprender tales expediciones tenía que sufrir se-
veras privaciones. Hoy un yate, provisto de todas las
comodidades y regalos de la vida, puede hacer el viaje
de circunnavegación del Globo. Además de los gran-
des perfeccionamientos introducidos en los barcos y
(1) Léanse los Viajes del capitán James Cock en la colección
de Viajes, clásicos editados por Calpe. — Nota de la edic. espa-
ñola.
X5I BE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA 353
recursos navales, todas las costas occidentales de Amé-
rica están abiertas a la libre navegación, y Australia
se ha convertido en un nuevo continente que avanza
en el camino del progreso. ¡Cuán diferentes son las
circunstancias actuales del marino que naufraga en el
Pacífico, de lo que eran en tiempo de Cook! Desde el
viaje de éste, el mundo civilizado se ha engrandecido
con un nuevo hemisferio.
La persona a quien afecte demasiado el mareo, ha
de conceder gran importancia a las molestias que oca-
siona. Hablo por experiencia: no es un mal pasajero
que se cure en una semana. En cambio, si halla placer
en las maniobras navales, podrá satisfacer cumplida-
mente su afición. Una de las cosas que importa te-
ner presentes es que los días pasados en los puer-
tos representan muy poco en comparación de los que
transcurren en el mar. Y, ¿a qué se reducen las magni-
ficencias, tan ponderadas, del océano ilimitado? A una
monótona extensión sin límites, a un desierto de agua,
como le llaman los árabes. Indudablemente hay paisa-
jes marinos deliciosos. Una noche de luna, en que el
cielo aparece iluminado y rielante el sombrío mar,
mientras hincha las velas el suave soplo del alisio; una
calma muerta, en que el mar presenta su superficie lisa
y bruñida como un espejo, sin que se perciba otro ru-
mor que algún leve aleteo de la lona, son ejemplos
que deben mencionarse. Conviene contemplar alguna
vez una borrasca, con sus mensajeros los nubarrones,
que entoldan el cielo, y el avance de su furia desata-
da, o un temporal huracanado, que levanta olas como
montañas. Confieso, sin embargo, que el cuadro de
una deshecha tempestad, tal como yo me lo había pin-
tado en mi imaginación, era más grande y terrorífico.
Es incomparablemente más sublime el espectáculo vis-
to en tierra, donde los árboles cimbreados por el vien-
to, el vuelo aturdido de las aves, las negras masas de
nubes surcadas por brillantes culebrinas, y el estruen-
354
darwin: viaje del «beaqlex
CAP.
doso precipitarse de los torrentes, proclaman a porfía
la lucha de los elementos desatados. En el mar, el al-
batros y el pequeño petrel vuelan en medio de las im-
petuosas ráfagas, como si la tormenta fuera su elemen-
to; las olas se elevan y se deprimen como si ejecutaran
su habitual tarea, y únicamente el barco y sus tripulan-
tes parecen ser las víctimas de tan inusitado furor. Sin
duda, la escena es diferente en una costa desmantela-
da y batida por la intemperie; pero, así y todo, los sen-
timientos que despierta son de terror más que de
bravia complacencia.
Volvamos ahora los ojos a los ratos deliciosos del
tiempo pasado. El placer producido por la contempla-
ción del paisaje y aspecto general de los diversos paí-
ses visitados ha sido, sin disputa, el venero más rico
e inagotable de elevados goces. Tal vez haya en Eu-
ropa regiones que sobrepujen en pintoresca belleza a
todo lo que hemos visto. Pero el ánimo se deleita con
creciente intensidad al comparar el carácter del paisa-
je en las diferentes regiones y este goce se diferencia
en cierto modo del causado por la mera admiración
de su belleza. Ello depende, sobre todo, de familiari-
zarse con las particularidades que cada paisaje ofrece;
me siento fuertemente inclinado a creer que, así como
en música el que comprende el significado y valor de
cada frase, si posee talento artístico, domina y sabo-
rea mejor el conjunto, así también el que examina
cada parte de una vista por separado llega a com-
prender más perfectamente el efecto de la combina-
ción. El viajero debería ser buen botánico, porque
en todos los paisajes las plantas constituyen el prin-
cipal ornamento. Agrúpanse masas de desnudas ro-
cas, aun en las formas más extrañas, y aunque acaso
por algún tiempo ofrezcan un espectáculo sublime,
no tardará éste en hacerse monótono. Si se las pinta
con brillantes y variados colores, como en el norte
de Chile, toman un aspecto fantástico; si se las viste
XXI
DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA
355
de frondosa veg^etación, forman un cuadro delicioso,
cuando no de relevante belleza.
Cuando digo que el paisaje de algunas regiones de
Europa es tal vez superior a cuanto he visto, exceptúo,
como clase excepcional, el de las zonas intertropica-
les. Esto no admite comparación con lo primero; pero
ya me he extendido a menudo acerca de la grandeza
de estas regiones. Como la viveza de las impresiones
depende mucho de las ideas preconcebidas, debo
añadir que tomé las mías de las vividas descripciones
de Humboldt, de su Personal Narrative^ superiores en
mérito a todo lo que he leído. Pues bien: aun habien-
do formado previamente un concepto tan elevado de
las grandezas de la zona tórrida, estuve muy lejos de
sufrir ningún desencanto en mi primero y último arri-
bo a las costas del Brasil.
Entre los paisajes que más hondamente se han gra-
bado en mi ánimo, ninguno aventaja en sublimidad
al de las primitivas selvas vírgenes, no alteradas por
la mano del hombre, bien sean las del Brasil, donde
predomina la Vida, bien las de Tierra del Fuego,
donde prevalecen la Disolución y la Muerte. Unas y
otras son templos llenos de las variadas producciones
del Dios de la Naturaleza: no hay nadie que hallándo-
se en estas soledades deje de conmoverse y sentir que
en el hombre existe algo más que el mero aliento ma-
terial de su cuerpo. Al evocar imágenes de lo pasado
veo cruzar a menudo ante mis ojos las llanuras de Pa-
tagonia, y, con todo eso, están generalmente consi-
deradas como yermas e inútiles. Sólo pueden ser des-
critas por los caracteres negativos: sin viviendas, sin
agua, sin árboles, sin montañas, sin vegetación, fuera
de algunas plantas enanas. ¿Por qué, pues — y no soy
el único a quien esto le sucede — , por qué estos ári-
dos desiertos han echado tan profundas raíces en mi
memoria? ¿Por qué no hacen otro tanto las verdes y
fértiles Pampas, superiores a las extensiones patagó-
356
darwin: viaje del «beaqle»
CAP.
nicas en las cualidades apuntadas y en dilatarse más
a nivel y producir mayores beneficios al hombre?
Difícilmente puedo analizar estos sentimientos; pero
en parte dimanan del libre campo dado a la imagi-
nación. Las llanuras de Patagonia son sin límite, ape-
nas se las puede franquear, y, por tanto, desconoci-
das; llevan el sello de haber permanecido como están
hoy durante larguísimas edades, y parece que no ha
de haber límite en su duración futura. Si nos pusiéra-
mos en el caso de los antiguos, que consideraban la
Tierra como una llanura rodeada de una zona infran-
queable de aguas o de desiertos caldeados por un
calor irresistible, ¿quién no miraría estos límites pos-
treros de las exploraciones humanas con un sentimien-
to de profunda y vaga curiosidad?
Por último, de paisajes naturales, las vistas contem-
pladas desde elevadas montañas, aunque en cierto
sentido no sean bellas, dejan en el ánimo una impre-
sión imborrable. Cuando se mira hacia abajo desde la
cresta más alta de la Cordillera, el ánimo, no turbado
por menudos detalles, queda absorto con las estupen-
das dimensiones de las masas vecinas.
Una de las cosas que más sorprende es el espec-
táculo del salvaje en su natural guarida; del hombre
primitivo en el más bajo estado de abandono, igno-
rancia y barbarie. El espíritu retrocede a las pasadas
centurias, y luego se pregunta a sí propio: ¿Es posible
que nuestros progenitores hayan sido hombres de
esta condición? ¿Hombres cuyos signos y expresio-
nes no son menos inteligibles que los de los animales
domésticos? ¿Hombres que no poseen el instinto de
esos animales ni parecen ufanarse de tener discurso,
o al menos las artes consiguientes al mismo? No creo
que haya modo de describir ni pintar la diferencia
entre el hombre salvaje y el civilizado. Viene a ser la
^jferencia entre el animal salvaje y el doméstico; y
rte del interés que se halla en contemplar a un sal-
XXI
DE LA ISLA MAURICIO A INGLATERRA
357
vaje se confunde con el de ver al león en su desierto,
al tigre desgarrando su presa en la espesura, o al rino-
ceronte vagando por las incultas llanuras de Africa.
Entre otros espectáculos notables que hemos con-
templado, mencionaremos la Cruz del Sur, la Nube de
Magallanes y otras constelaciones del hemisferio me-
ridional; la manga o bomba marina, el glaciar, con su
azul corriente de hielo que desciende al mar, quedan-
do suspendida sobre un elevado despeñadero; las
islas-lagunas, levantadas por los corales constructores
de arrecifes; un volcán en erupción y los asoladores
efectos de un violento terremoto. Este último fenó-
meno encierra tal vez para mí un interés peculiar, por
su íntima conexión con la estructura geológica del
mundo. Pero no hay nadie que se sustraiga a la terro-
rífica impresión causada por los temblores de tierra;
desde nuestra niñez estamos acostumbrados a consi-
derar la superficie del Globo como el tipo de la soli-
dez; pero en los terremotos se la siente oscilar y hun-
dirse, y al contemplar derribadas en un instante las
construcciones levantadas por el hombre con tanto
trabajo, sentimos la insignificancia de su decantado
poder.
Hase dicho que la afición a cazar es un deporte
connatural al hombre, un resto de pasión instintiva.
En tal concepto, afirmo también que el placer de vivir
al aire libre, teniendo por techo la bóveda del cielo y
por mesa la tierra, forma parte del mismo sentimiento;
es el retorno salvaje a sus hábitos naturales y bravios.
Siempre recuerdo con placer nuestras excursiones en
bote y mis viajes por tierra al través de regiones poco
frecuentadas, que me procuraron satisfacciones deli-
ciosísimas, como no alcanzan a producirlas todos los
refinamientos de la civilización. Sin duda, todos los
viajeros han de guardar en su memoria la gratísima
impresión experimentada al respirar por vez primera
el ambiente de un clima lejano, donde rara vez, o
358
DARWm: VIAJE DEL CBEAGLE»
CAP.
nunca, el hombre civilizado había posado su planta.
Hay varias otras fuentes de goce en un largo viaje,
las cuales son de índole más racional. £1 mapa del
mundo deja de ser una hoja muerta, y se convierte en
un cuadro lleno de las más diversas y animadas fígu-
ras. Cada parte adquiere sus propias dimensiones: los
continentes dejan de ser considerados como islas, y
éstas como meras manchas, puesto que en realidad son
mayores que muchos reinos de Europa. Africa o
Norteamérica y Sudamérica son nombres con los que
desde niños estamos familiarizados; pero hasta des-
pués de haber navegado varias semanas a lo largo de
pequeñas partes de sus costas no se adquiere la con-
vicción plena de las vastas extensiones que esos nom-
bres representan en nuestro inmenso globo.
Considerando el estado presente, es imposible no
concebir grandes esperanzas en el progreso futuro de
casi todo un hemisferio. Los adelantos alcanzados me-
diante la predicación del cristianismo en todo el mar
del Sur constituyen por sí solos un hecho memorable
que vivirá en los fastos de la Historia. Es tanto más
notable cuando recordamos que hace solamente se-
senta años, Cook, cuyo excelente juicio nadie discute,
no acertó a predecir el advenimiento de grandes
cambios. Esos cambios, sin embargo, se han efectua-
do por el fílantrópico espíritu de la nación británica.
Me refiero a Australia, que en la misma región del Glo-
bo se está elevando, o más bien se ha elevado, a la
categoría de un gran centro de civilización, que en
época no muy lejana imperará sobre todo el hemisfe-
rio meridional. Un inglés no puede menos de contem-
plar esas colonias distantes con alta estima y satisfac-
ción. Enarbolar la bandera británica parece sentar una
base infalible de riqueza, prosperidad y civilización.
En conclusión, a mi juicio, nada tan provechoso
para un joven naturalista como el viajar por países re-
motos. En parte estimula y en parte calma las ansias y
XXI DE LA rSLA MAURICIO A INGLATERRA 359
anhelos que, según observa sir J. Herschel!, experi-
menta el hombre, aunque tenga plenamente satisfe-
chas las necesidadds corporales. La excitación causa-
da por la novedad de los objetos y la probable espe-
ranza del éxito le impelen a redoblar sus esfuerzos.
Además, al paso que pierde pronto su interés la mul-
tiplicidad de hechos aislados, el hábito de comparar
conduce a la generalización. Por otra parte, como el
viajero permanece por poco tiempo en cada lugar, sus
descripciones consisten generalmente en meros es-
quemas, en lugar de entretenerse en observaciones
minuciosas. De aquí nace, como por experiencia he
tenido ocasión de aprender, una tendencia constante
a llenar los claros y lagunas de la ciencia con hipóte-
sis descuidadas y superfíciales.
Tan hondas satisfacciones he gozado en mi viaje,
que no puedo menos de recomendar a los naturalis-
tas, aunque no esperen ser tan afortunados en sus
campañas como yo lo he sido, que aprovechen toda
ocasión de viajar, por tierra, si es posible, y si no, em-
prendiendo una larga navegación. Seguros pueden
estar de no tropezar con dificultades ni peligros ex-
cepto en raros casos, tan graves como los previstos de
antemano. Por lo que hace al efecto moral, los resul-
tados deberán ser adquirir paciencia jovial, libertad
de sí mismo, hábito de obrar por cuenta propia y de
hacer lo mejor en cada caso. Dicho en dos palabras:
el viaje deberá comunicar parte de las cualidades que
distinguen a la mayoría de los marinos. Otra de las
enseñanzas consiste en ejercitar una prudente cautela;
pero al mismo tiempo hallarán con grandísima frecuen-
cia personas de buenos sentimientos a las que no ha-
bían conocido ni volverán a tratar, y que, no obstante,
se apresurarán a ofrecer su desinteresada ayuda.
FIN DEL SEGUNDO Y ÚLTIMO TOMO
COLECCIÓN CONTEMPORÁNEA
LOS MEJORES AUTORES DE NUESTRA ÉPOCA
üA A A
TOMOS PUBLICADOS
MARCELO PROUST. — «Por el camino de Swan». Novela tra-
ducida del francés por Pedro Salinas. Dos tomos.
MIGUEL DE UNAMUNO. — «Tres novelas ejemplares y un pró-
logo». Novelas breves.
TOMAS MANN. — «La muerte en Venecia» y «Tristón». Novelas
traducidas del alemán por José Pérez Bances.
ANTON CHEJOV. — «El jardín de ios cerezos» (novela dialoga-
da) y «Cuentos». Traducido del ruso por Saturnino Ximénez.
LEONARDO COIMERA. — «La alegría, el dolor y la gracia».
Ensayos filosóficos. Traducción del portugués por Valentín de
Pedro.
ENRIQUE MANN. — «Las Diosas». Tomo I: «Diana». Novela
traducida del alemán por José Pérez Bances.
ANA VIVANTI. — «Los devoradores». Novela traducida del ita-
liano por Cristóbal de Castro. — Dos tomos.
JUAN GIRAUDOUX. — «La escuela de los indiferentes». Novela
traducida del francés por Tomás Borrás.
ALEJANDRO ARNOUX. — «El cabaret». Novela traducida del
francés por Bernardo G. de Candamo.
ESCIPION SIGHELE. — «Eva moderna». Traducida del italiano
por Cristóbal de Castro. «La mujer y el amor». Ensayos filosó-
ficos, traducidos del italiano por Pedro Pedraza.
ARTURO SCHNITZLER. — «Anatol» y «A la Cacatúa Verde».
Teatro. Traducido del alemán por Luis Araquistain.
EMILIO CLERMONT. — «Laura». Novela traducida del francés
por Luis Bello.
ISRAEL ZANGWILL. — «Los hijos de Ghetto». Novela traducida
del inglés por Vicente Vera. — Dos tomos.
FRANGIS JAMMES. — «Rosario al sol». Traducido del francés
por Magda Donato.
VALERY LARBAUD. — «Fermina Márquez». Novela traducida
del francés por Enrique Díez*Canedo.
TOMÁS HARDY. — «La Bien Amada», Novela traducida de! in-
glés por F. Clíment.
EUGENIO D’ORS. — «Oceanografía del tedio e historias de Las
Esparragueras».
APARECERAN PRÓXIMAMENTE
CARLOS MAURRAS. — «Anthinea». Novela traducida del fran-
cés por £. de Mesa.
RAUL BRANDAO. — «La farsa». Novela traducida del portugués
por V. de Pedro.
ENRIQUE MANN. — «El súbdito». Novela traducida del alemán
por M. Pedroso.
F. SITVINIAKOF. — «El diácono de Santa Sofía». Novela tradu-
cida del ruso por Saturnino Ximénez.
TOMÁS HARDY. — «Los Woodlanders*. Novela traducida del
inglés por A. Opisso.
MAURICIO BARRES. — «Amori et dolor! sacrum». Novela tra-
ducida del francés por Luís Bello. «El viaje de ;Esparta>. No-
vela traducida del francés por José Ortega Gasset.
SALVADOR DI GIACOMO. — «Tres dramas». Teatro. Traduci-
do del dialecto napolitano por Cipriano Rivas Cherif.
OTTO SOYKA. — «Los forjadores de almas». Novela traducida
del alemán por Luis Araquístain.
ENRIQUE LA VEDAN. — «La bella historia de Genoveva». No-
vela en prosa rimada, traducida del francés por Valentín de
Pedro.
LEONARDO FRANK. — «La Rauberbande*. Novela traducida
del alemán por Julio Alvarez del Vayo.
MARCELO PROUST. — «A la sombra de las muchachas en flor*.
Novela traducida del francés por Pedro Salinas.
HUMPHRY WARD.— «El caso de Ricardo Meynell». Novela
traducida del inglés por Francisco Iríbarne.
STRUGI-ANDREI. — «Historia de una bomba». Novela traducida
del ruso por S. Ximénez.
JULIÁN BENDA. — «La ordenación» y «Diálogos». Ensayos tra-
ducidos del francés por Félix Lorenzo.
VIAJES
MODERNOS
SE HAN PUBLICADO :
Ansorge (W. J.): Bajo el sol africano. Un vo-
^ lumen con 123 fotograbados y 14 láminas.
?GB <5
Ohaecot (Dr. J.): Bl «.Pourqtioi-Pas? » en el
Antartico. Un volumen con 121 fotograba-
dos, 43 láminas y 3 mapas.
Haviland (M.): De la ^taigay> y de la «tundra ».
Un volumen con numerosos fotograbados.
Otto Sverdrtjp: Cuatro años en los hielos del
Polo. Tomos I y II, con más de 100 foto-
grabados, 50 láminas y cartas en color.
Orlax OitSEN: Los soyotos. Nómadas pastores de
renos. Un volumen coa 55 grabados.
Boyb Ai-exandeb: Del Niger al Nilo. Tomo I,
con 99 fotograbados y 27 láminas.— El
tomo II está en prensa.
EN PRENSA :
SvEN Hedix: Transhimalaya. Dos volúmenes
con numerosos grabados.
Ebland Nordenskiold: Exploraciones y aven-
turas en América del Sur.
Algot Lange: El Bajo Amazonas.
Precio: 4 pesetas.
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