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Full text of "La teoría de la relatividad de Einstein y sus fundamentos físicos; exposición elemental"

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LA TEORÍA DE LA 
RELATIVIDAD DE 
EINSTEIN Y SUS 
FUNDAMENTOS 
FÍSICOS:... 

Max Born 



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LA TEORIA DE LA RELATIVIDAD DE EINSTEJN 

Y SUS FUNDAMENTOS FÍSICOS 



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BIBLIOTECA DE 
IDEAS DEE SIGLO XX 



D11IGIDA FO* 

D. JOSE ORTEGA Y GASSET 

Profesor de Filosofía en la Universidad de Madrid. 



II 

LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD DE EINSTEIN 

Y SUS FUNDAMENTOS FÍSICOS 
Por Max Born 



MADRID 



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MAX 



LA TEORIA DE LA RELATI- 
VIDAD DE EINSTEIN Y SUS 
FUNDAMENTOS FISICOS 

EXPOSICIÓN ELEMENTAL 

TRADUCCIÓN DHL ALEMAN POR 

MANUEL G. MORENTE 



Con 133 grabados en el texto 

7 un retrato de Einstein. 



C A L P E 

19 2 2 



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I 

<r 



ES PROPIEDAD 

Copyright by Cal;*. Madrid, 1922. 

• . 1* 



Papel fxpresa mente fabricado por La Papelera Española. 



Talleres "Calpe", Larra, 6.- MADRID 



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/ 



En los últimos años se oye por dondequiera un monótono treno 
sobre la cultura fracasada y concluida. Filisteos de todas las len- 
guas y todas las observancias se inclinan ficticiamente compungi- 
dos sobre el cadáver de esa cultura, que ellos no han engendrado 
ni nutrido. La guerra mundial, que no ha sido tan mundial como 
se dice, parece ser el síntoma y, al par, la causa de la defunción. 

La verdad es que no se comprende cómo una guerra puede des- 
truir la cultura. Lo más a que puede aspirar el bélico suceso es 
a suprimirlas personas que lacrean o transmiten. Pero la cultura 
misma queda siempre intacta de la espada y el plomo. Ni se sos- 
pecha de qué otro modo pueda sucumbir una cultura que no sea 
por propia detención, dejando de producir nuevos pensamientos 
y nuevas normas. Mientras la idea de ayer sea corregida por la 
idea de hoy, no podrá hablarse de fracaso cultural. 

Y, en efecto, lejos de existir éste, acontece que, al menos la 
ciencia, experimenta en nuestros días un incomparable creci- 
miento de vitalidad. Desde 1900, coincidiendo peregrinamente 
con la fecha inicial del nuevo siglo, comienzan a elevarse sobre 
el horizonte intelectual pensamientos de nueva trayectoria. Es- 
porádicamente, sin percibir su radical parentesco, aparecen en 
unas y otras ciencias teorías que se caracterizan por disentir de 
las dominantes en el siglo XIX y lograr su superación. Nadie 
hasta ahora se había fijado en que todas esas ideas que se hallan 
en su hora de oriente, a pesar de referirse a los asuntos más dis- 
parejos, poseen una fisonomía común, una rara y sugestiva uni- 
dad de estilo. 

Desde hace tiempo sostengo en mis escritos que existe ya un 
organismo de ideas peculiares a este siglo XX que ahora pasa 
por nosotros. La ideología del siglo XIX, vista desde ese organis- 

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mo, parece una pobre cosa tosca, maniática, imprecisa, inelegan- 
te y sin remedio periclitada. 

Esto, que era en mis escritos poco más que una privada afir- 
mación, podrá recibir ahora una prueba brillante con la Biblio- 
teca de Ideas del siglo xx. 

En ella reúno las obras más características del tiempo nuevo, 
donde principian su vida pensamientos antes no pensados. Des- 
de la matemática a la estética y la historia, procurará esta colec- 
ción mostrar el nuevo espíritu labrando su miel futura sobre toda 
la flora intelectual. Claro es que tratándose de una ideología en 
plena mocedad no podrá pedirse que existan ya tratados clásicos 
donde aparezca con una perfección sistemática. Es más, algunos 
de estos libros contienen, junto a las ideas de nuevo perfil, resi- 
duos de la antigua manera, y como las naves al ganar la ribera, 
mientras hincan ya la proa en la arena aun se hunde su timón 
en la marina. 

* * * 

La teoría de la relatividad es, entre las nuevas ideas, la que ha 
ingresado con más estruendo en la atención del gran público. La 
razón de ello está en que los pensamientos de la física tienen la 
ventaja de poder fácilmente ser contrastados con las realidades en 
ellos pensadas. Esto da a sus aciertos una evidencia patética y 
triunfal. La docilidad de la estrella remotísima a la meditación de 
un hombre será siempre el hecho ejemplar en que el espíritu po- 
pular renueva su fe en la ciencia. 

Las ideas de Einstein llegan a nosotros ungidas por esa reco- 
mendación estelar. Con un radicalismo intelectual tan caracterís- 
tico del tiempo nuevo, como el deseo de no ser radical en la prác- 
tica, rompe el genial hebreo con la forma milenaria de nuestras 
intuiciones cósmicas. Nada podía garantizarnos mejor que entra- 
mos en una nueva época. Muy pronto una generación aprenderá 
desde la escuela que el mundo tiene cuatro dimensiones, que el es- 
pacio es curvilíneo y el orbe finito. A tal intuición primaria co- 
rresponderán sentimientos muy distintos de los nuestros y un pul- 
so vital de melodía desconocida hasta ahora. La teoría de la rela- 
tividad-este nombre es acaso lo menos afortunado de ella -lleva 



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en germen, no sólo una nueva técnica, sino una nueva moral y 
una nueva política. La teoría Kopernicana fué, como es sabido, 
el principio educador de la edad moderna. 

La obra de Born que se ofrece al público en esta colección, com- 
puesta por un discípulo y colaborador de Einstein, es la mejor 
exposición elemental que conozco. Se diferencia de las demás en 
que antes de presentar la nueva teoría familiariza al lector lego 
con los conceptos tradicionales de la mecánica, con los problemas 
en ella contenidos que Einstein viene a resolver. 

José Ortega y Gasset. 



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A MI QUERIDA ESPOSA 



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PROLOGO DE LA PRIMERA EDICION 



Este libro es la recopilación de unas conferencias que di 
el invierno pasado ante un público numeroso. Para el lector 
o el oyente que no tenga la suficiente preparación matemá- 
tica y física, ofrece grandes dificultades la inteligencia de la 
teoría de la relatividad; mas esas dificultades provienen, a mi 
entender, principalmente de que no le son familiares los con- 
ceptos fundamentales y los hechos de la física, sobre todo de 
la mecánica. Por eso en mis conferencias realicé algunos ex- 
perimentos cualitativos muy sencillos, para introducir al pú- 
blico en conceptos como el de velocidad, aceleración, masa, 
fuerza, campos de fuerza, etc.. E intentando hallar algún 
medio semejante para el libro impreso, decidíme por el mé- 
todo de exposición que he empleado, y que es, en parte, his- 
tórico; con lo cual espero haber evitado el estilo seco y árido 
de los manuales de física. Pero debo hacer constar que la or- 
denación histórica no es mas que la vestidura o ropaje desti- 
nado a acentuar lo esencial, esto es, la conexión lógica. Y una 
vez que empecé con este método, hube de seguirlo por entero, 
y así mi trabajo fué dilatándoseme entre las manos, hasta 
llegar a las proporciones del presente libro. 

De conocimientos matemáticos supongo los menos posi- 
ble en el lector. No sólo he evitado el empleo de las matemá- 
ticas superiores, sino que he prescindido también de usar fun- 
ciones elementales, como el logaritmo, las funciones trígono- 



4 La teoría de la relatividad de Einstein 



métricas, etc.. Pero no he tenido más remedio que usar de 
las proporciones, las ecuaciones lineales, los cuadrados y las 
raices cuadradas. Al lector que se atasque en las fórmulas le 
aconsejo que, por de pronto, siga la lectura y por el texto mis- 
mo llegue a la inteligencia de los signos matemáticos. He em- 
pleado gran número de figuras y representaciones gráficas; el 
que no esté acostumbrado a las coordenadas, aprenderá fá- 
cilmente a leer las curvas. 

No he tocado en este libro a los problemas filosóficos que 
plantea la teoría de la relatividad; sin embargo, todo él está 
dominado por un punto de vista gnoscológico (i) que creo 
coincide en lo esencial con las opiniones propias de Einstein. 
La misma concepción defiende MORITZ SCHLICK en su hermoso 
libro Teoría general del conocimiento. (Tomo I de la colección: 
«Monografías y manuales de la Ciencia física». Eerlín, Julius 
Springer, 1918.) 

De los demás libros que he utilizado, citaré, ante todo, el 
clásico de Mecánica, de Ernst Mach (Leipzig, F. A. Brock- 
haus, 1883). También debe citarse la clarísima Historia de las 
teorías sobre el éter, por E. T. Whittaker (Londres, Longmans, 
Green and Co., 1910), y la grandiosa exposición de la teoría 
de la relatividad, hecha por H. Weyl en su libro Espacio, 
tiempo, materia (Berlín, Julius Springer, 1918). Esto obra 
deberá manejarla de continuo el que quiera penetrar honda- 
mente en la teoría de Einstein. No es posible enumerar aquí 
todos los libros y trabajos de que, más o menos, he tomado 
alguna cosa. Correspondiendo al carácter de esta obra, he 
renunciado por completo a citar bibliografía. 

En la preparación de las figuras me han ayudado amable- 
mente la señorito doctor Elisabeth Bormann y el seftor doc- 
tor Otto PAULI. En la redacción del registro me ha ayudado 
el doctor W. Dehlinger. Para asegurar la exactitud de los 
datos históricos he rogado al profesor Conrad Mueller, de 



(1) Significa esta palabra: «eferente a la teoría del conocimiento». 

N.dél T.) 



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Prólogo de la primera edición 5 



Hannóver, que lea las pruebas de imprenta; este notabilísimo 
conocedor de la historia de la matemática y de la física se ha 
tomado un gran trabajo y me ha dado muchos y valiosos con- 
sejos. A todos mis colaboradores manifiesto aquí mi gratitud, 
como asimismo al editor, cuya actividad ha permitido que 
este libro se publique rápidamente en forma tan perfecta. 



Francfort, junio de 1920. 



Max Born. 



I 



PROLOGO DE LASEGUNDA EDICION 



Los cinco primeros capítulos, que exponen la evolución de 
la física hasta la teoría de la relatividad de Einstein, no han 
sufrido modificaciones esenciales. En algunos puntos, en que 
me había limitado, en la primera edición, a indicar el resul- 
tado de una reflexión matemática, he añadido ahora la refle- 
xión misma, porque no quiero edificar sobre la fe, sino sobre 
la convicción del lector. Las explicaciones acerca de un método 
astronómico para establecer el movimiento del sistema solar 
a través del éter, por medio de los eclipses de los satélites de 
Júpiter, no eran correctas en la primera edición, pues yo había 
exagerado el grado de exactitud de las mediciones astronómi- 
cas; este capitulo ha sido redactado de nuevo. 

Los últimos capítulos, que tratan de la teoría misma de 
Einstein, han sido notablemente aumentados; su extensión 
era, sin duda alguna, harto breve, y su contenido demasiado 
pequeño en comparación con tan extensas preparaciones. Los 
complementos refiérense, sobre todo, a la dinámica de Eins- 
tein. He intentado deducir sus leyes, sin salirme de las condi- 
ciones matemáticas de este libro, que solamente comprende 
las operaciones elementales del cálculo. También he referido 
extensamente las objeciones que se han hecho a la teoría de la 
relatividad; pero me he abstenido de citar los autores de esas 
que llaman «paradojas», porque tengo por inútil la prosecu- 
ción de una infructuosa disputa. 

Para evitar la apariencia de que entra un interés personal 



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8 La teoría de la relatividad de E inste in 



en mis convicciones científicas, he suprimido en la nueva edi- 
ción el retrato y la biografía de Einstein (i). 

En la lectura de las pruebas me han ayudado los señores: 
profesor R. Ladenburg, doctor E. Brody, doctor E. Hau- 
SER y doctor H. Weign, con gran amabilidad; les doy aqui 
las gracias por ello. 

Max Born. 

Gotinga, 12 de mayo de 1921. 



(1) Estos motivos no existen ciertamente en la edición española, por lo 
cual, en beneficio del lector, hemos restablecido el retrato y la biografía 
de Einstein. (Nota del editor.) 



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I NTRODUCCION 



La más hermosa ventura del hombre 
que piensa es investigar lo investigable 
y venerar en paz lo incognoscible. 

(Goethe: Sentencias en prosa.) 

£1 mundo no está dado simplemente al espíritu que refle- 
xiona e inquiere. Su imagen fórmase y compónese de innume- 
rables sensaciones, intuiciones, transmisiones, recuerdos, ex- 
periencias. Por eso no hay quizá dos seres pensantes cuyas 
imágenes del universo coincidan en todos sus puntos. 

Cuando una representación llega a ser, en sus rasgos esen- 
ciales, un bien común a grandes masas de hombres, entonces 
prodúcense esos movimientos espirituales que se llaman reli- 
giones, escuelas filosóficas, sistemas científicos; un caos in- 
extricable de opiniones, dogmas, convicciones. Parece punto 
menos que imposible descubrir un hilo conductor que pueda 
ordenar, en una serie claramente visible, todas esas teorías 
enmarañadas que se separan en un punto para volver a reunir- 
se en otros. 

¿A qué grupo pertenece la teoría de la relatividad de Eins- 
tein, cuya exposición constituye el objeto de esta obra? ¿Es 
solamente una parte especial de la física o de la astronomía, 
interesante quizá por si misma, pero sin gran importancia para 
la evolución del espíritu humano? ¿Es por lo menos el símbolo 
de una especial dirección del espíritu, que resulta caracterís- 



10 La teoría de la relatividad de E i n s te i n 



tica de nuestra época? ¿No será quizá incluso toda una «con- 
cepción del universo»? No podremos contestar certeramente 
a estas preguntas, hasta que conozcamos el contenido de la 
teoría de Einstein. Pero séanos permitido indicar ahora un 
punto de vista que, si bien por modo grosero, servirá, sin em- 
bargo, para clasificar todas las «concepciones del universo» y 
situar la teoría de Einstein en una posición definida dentro de 
una concepción unitaria de la totalidad cósmica. 

El mundo consiste en el yo y lo otro, el mundo interior y el 
mundo exterior. Las relaciones de estos dos polos constituyen 
el objeto de toda religión, de toda filosofía. Pero difieren mu- 
cho las funciones que cada teoría atribuye al yo en el universo. 
Me parece que la importancia del yo, en la imagen del universo, 
es como una hebra que puede servirnos muy bien para ensar- 
tar los dogmas de fe, los sistemas filosóficos, las concepciones 
artísticas y científicas del universo, como perlas en un hilo. 
Mas, a pesar de lo atractivo que serla perseguir este pensa- 
miento por entre la historia del espíritu, no debemos alejarnos 
demasiado de nuestro tema; nos limitaremos a aplicarlo a la 
esfera particular de la actividad espiritual humana, a que per- 
tenece la teoría de Einstein: la ciencia de la naturaleza. 

El pensar científico naturalista hállase colocado en el tér- 
mino de aquella serie, allí donde el yo, el sujeto, no tiene ya 
mas que un papel insignificante; y cada progreso en las con- 
ceptuaciones de la física, astronomía, química, significa una 
aproximación al fin postrero, que es la exclusión del yo. Trá- 
tase en esto, naturalmente, no del acto del conocer, el cual 
está atado al sujeto, sino de la imagen conclusa de la natu- 
raleza, cuyo fundamento es la representación de que el mundo 
natural existe independientemente del proceso cognoscitivo y 
ajeno a todo influjo de este proceso. 

Las puertas por donde la naturaleza penetra en nosotros 
son los sentidos. Sus propiedades determinan la extensión de 
todo lo que es accesible a la sensación, a la intuición. Cuanto 
más retrocedemos en la historia de las ciencias naturales, tanto 
más determinada hallamos la imagen natural del universo 



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Introducción 11 



por las cualidades sensibles. La antigua física divídese en me- 
cánica, acústica, óptica, termologia; vense aquí claramente las 
relaciones con los órganos de los sentidos, con las sensaciones 
del movimiento, del oído, de la luz y del calor. Aquí son aun 
las propiedades del sujeto decisivas para las conceptuaciones. 
El desenvolvimiento de las ciencias exactas conduce, por cla- 
rísima senda, desde ese estado a un fin que, aunque todavía 
no ha sido alcanzado, ni mucho menos, preséntase, sin em- 
bargo, a nuestra vista con gran claridad: construir una imagen 
de la naturaleza que, sin atenerse a ningunos límites de posible 
percepción o intuición, exponga un edificio de conceptos puros, 
elaborados para manifestar la suma de todas las experiencias 
por modo unitario y coherente. 

La fuerza mecánica es hoy una abstracción que sólo el 
nombre tiene de común con el sentimiento subjetivo de la 
fuerza; la masa mecánica ya no es un atributo del cuerpo tan- 
gible, sino que conviene también a espacios vacíos, ocupados 
tan sólo por radiación etérea. El reino de los sonidos percep- 
tibles se ha convertido en una pequeña provincia dentro del 
mundo de las vibraciones imperceptibles, y no se distingue 
de éstas físicamente sino por la contingente propiedad del 
oído humano, que reacciona sólo en un determinado intervalo 
de números de vibraciones. La óptica actual es un capitulo 
especial de la teoría de la electricidad y del magnetismo, y 
estudia vibraciones electromagnéticas de todos los tamaños de 
onda, desde los cortísimos rayos T de las substancias radioacti- 
vas — una cienmillonésima de milímetro de longitud de onda — , 
pasando por los rayos Róntgen, el ultravioleta, la luz visible, 
el infrarrojo, hasta las más largas ondas de Hertz — de muchos 
kilómetros de longitud—. En el flujo de luz invisible que en- 
vuelve la mirada espiritual del físico, resulta casi ciego el ojo 
corporal del hombre; mínimo es el grupo de vibraciones que 
producen sensación en él. También la termologia es sólo una 
parte especial de la mecánica y la electrodinámica; sus concep- 
tos fundamentales de la temperatura absoluta, de la energía 
y de la entropía pertenecen a las más sutiles formaciones lógicas 



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12 La teoría de la relatividad de Einstein 



de la ciencia exacta, y únicamente por el nombre conservan 
todavía un lejano recuerdo de la intuición de calor o de irlo 
que el sujeto experimenta. 

Imperceptibles sonidos, invisible luz, insensible calor: tal es 
el mundo de la física, mundo frío y muerto, para quien quiere 
sentir la naturaleza viviente, comprender sus conexiones como 
armonías, admirar y adorar su grandeza. Goethe detestaba ese 
mundo rígido; su polémica malhumorada contra Newton, en 
quien vela la encarnación de una odiada concepción de la na- 
turaleza, demuestra que se trata aquí de algo mas que de una 
discusión objetiva, entre dos investigadores, sobre puntos par- 
ticulares de la teoría del color. Es Goethe el representante de 
una concepción que, en la escala establecida más arriba, según 
la importancia del yo, ocupa el extremo opuesto a la imagen 
del mundo que bosquejan las ciencias exactas de la naturaleza. 
I—fl cscnci& de 1 ¿i pocsí& €8 íns pir^ició rig intuición^ aprehensión 
visual del mundo sensible, en formas simbólicas. El origen de la 
fuerza poética es, empero, la vida de la conciencia, ya sea la 
sensación clara y precisa de una excitación sensible, ya sea la 
idea fuertemente representada de una conexión. Lo formal, 
lógico, conceptual, no representa papel alguno en la imagen 
del mundo elaborada por un espíritu dotado, o si se quiere 
agraciado, con esa Indole poética; le es ajeno el mundo como 
suma de abstracciones, que sólo por modo mediato se refieren 
a la intuición. Para él lo único real e importante es lo que 
puede ser dado inmediatamente al yo, lo que puede ser sentido 
como intuición, o por lo menos representado como posible in- 
tuición. Asi, para el lector actual, que ha visto desarrollarse 
los métodos exactos durante el pasado siglo, y mide y aprecia, 
por sus frutos, su fuerza y su sentido, aparecen los trabajos 
que Goethe hizo en la historia natural, cual documentos de 
una percepción visual, expresiones de un admirable sentido y 
compenetración con las conexiones naturales; sus afirmacio- 
nes físicas, empero, aparécenle cual equivocaciones e infruc- 
tuosas negativas frente a una potencia más fuerte, cuya vic» 
toria ya entonces estaba decidida. 



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Introducción 



13 



¿En qué consiste esa potencia? ¿Cuáles son su escudo y su 
espada? 

Es, a un tiempo mismo, una pretensión y una renuncia. 
Las ciencias exactas tienen la pretensión de alcanzar propo- 
siciones objetivas; pero renuncian a la validez absoluta de ellas. 
Esta fórmula hará resaltar la oposición siguiente. 

Todas las intuiciones inmediatas conducen a proposicio- 
nes, a las cuales hay que atribuir cierta validez absoluta. Si 
yo veo una flor roja, si yo siento un dolor o un placer, son 
éstos acontecimientos de los cuales fuera absurdo dudar. Valen 
indiscutiblemente, pero valen sólo para mi; son absolutos, pero 
subjetivos. El afán todo del conocimiento humano es salir del 
estrecho circulo del yo, del más estrecho circulo todavía del 
yo en este momento, pira ingresar en una comunidad con 
otros seres espirituales. En primer término, será una comunión 
con el propio yo, tal como se presenta en otros momentos; 
luego una comunión con otros hombres o dioses. Todas las 
religiones, las filosofías, las ciencias, son procedimientos in- 
ventados con el fin de amplificar el yo y convertirlo en nos- 
otros. Pero los caminos para conseguirlo son distintos, y nos 
hallamos nuevamente ante el caos de las teorías y opiniones 
contrapuestas. Mas ya no le tememos; sabemos ordenar teo- 
rías y opiniones, según la significación o importancia que se le 
concede al sujeto en el proceder empleado para llegar a la co- 
mún inteligencia; asi, volvemos a nuestro principio, pues el 
proceso de común inteligencia, cuando está terminado, es la 
imagen del universo. Manifiéstanse aqui otra vez dos polos 
opuestos. 

Unos no quieren renunciar, no quieren sacrificar lo abso- 
luto; por lo cual atiénense al yo y crean una imagen del mundo 
que ha de despertarse en las otras almas, no por un método 
sistemático, sino por el efecto inconcebible de los medios ex- 
presivos religiosos, artísticos, poéticos. Dominan aquí la fe, el 
fervor piadoso, el amor de la comunión fraternal; pero muchas 
veces también el fanatismo, la intolerancia, la violencia espi- 
ritual. 



14 La teoría de la relatividad de E inste i n 



Otros sacrifican lo absoluto. Descubren, no' sin temblar 
muchas veces, la incomunicabilidad de la intuición anímica; 
deponen la lucha con lo inasequible y se resignan. Pero al 
menos quieren conseguir una inteligencia en el círculo de lo 
asequible. Por lo cual buscan lo común al propio yo y al yo aje- 
no, y lo mejor que en este punto encuentran no son intuicio- 
nes del alma misma, no sensaciones, representaciones, senti- 
mientos, sino conceptos abstractos de índole sencillísima, nú- 
meros, formas lógicas, y, en suma, los medios de expresión 
que emplean las ciencias exactas de la naturaleza. Ya no se 
trata aquí de lo absoluto. La altura de una torre no se siente 
ya, a modo de una inspiración, sino que se mide por metros y 
centímetros. El curso de una vida no es ya sentido como tiempo 
que fluye, sino que se cuenta por años y días. Madidas relativas 
vienen a ocupar el puesto de las impresiones absolutas. Y nace 
así un mundo estrecho, unilateral, de perfiles recortados y du- 
ros, desprovisto de todo el encanto de los sentidos, carente de 
colores y de resonancias. Pero esta imagen del mundo tiene 
una ventaja sobre todas las demás; no cabe dudar de que es 
transmisible de espíritu a espíritu. Podemos todos entendernos 
fácilmente sobre si el hierro tiene más peso específico que la 
madera; sobre si el agua se hiela más fácilmente que el mer- 
curio; sobre si Sirio es planeta o estrella fija. Pueden produ- 
cirse discusiones, sin duda; y muchas veces acaso parecerá 
que tal o cual teoría nueva tira por la borda todos los «hechos» 
viejos. Sin embargo, quien no retroceda ante el esfuerzo ne- 
cesario para penetrar en lo intimo de ese mundo, sentirá cómo 
van creciendo los territorios conocidos con certeza; y al sen- 
tirlo, desaparece el dolor del alma solitaria y tiéndese el puente 
que la une con los espíritus afines. 

Así, hemos intentado expresar la esencia de la indagación 
naturalista, y ahora podemos incluir en su esfera la teoría de 
la relatividad de Einstein. 

Es, ante todo, un producto puro de ese afán de excluir el 
yo, la sensación y la intuición. Hemos hablado de los sonidos 
imperceptibles, de la luz invisible de la física; otro tanto en- 



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15 



contramos en las ciencias vecinas, en la química, que afirma 
la existencia de substancias— radioactivas— sin que nadie haya 
percibido directamente por ningún sentido el más mínimo ras- 
tro de ellas, o en la astronomía, que más adelante habremos 
de considerar en detalle. Estas «amplificaciones del universo», 
que tal podrían llamarse, refitrense esencialmente a cualidades 
sensibles; pero todo ello se verifica en el espacio y en el tiempo, 
que la mecánica ha recibido como un regalo de su fundador, 
NEWTON. El descubrimiento de Einstein consiste en mostrar 
que ese espacio y ese tiempo están aún totalmente adheridos al 
yo, y que la imagen del mundo, elaborada por la ciencia natu- 
ral, resulta más bella y más admirable todavía, si esos dos con- 
ceptos fundamentales son relativizados. El espacio estaba antes 
íntimamente unido a la sensación subjetiva, absoluta, de la 
extensión; el tiempo, a la del fluir de la vida. Ahora tórnanse 
puros esquemas conceptuales, tan ajenos a la intuición inme- 
diata de conjunto, como el reino de las ondulaciones de la 
óptica actual es inaccesible a la sensación luminosa, salvo en 
una brevísima sección; pero, también como en este caso, coor- 
dinanse el espacio y el tiempo de la intuición sensible a los 
sistemas de los conceptos físicos. De esta suerte llégase a una 
objetivación cuya potencia se ha corroborado admirablemente 
por medio de predicciones proféticas de algunos fenómenos 
naturales. De esto hablaremos detalladamente luego. 

La labor realizada por la teoría de Einstein consiste, pues, 
en relativizar y objetivar los conceptos de espacio y tiempo. 
Es hoy el coronamiento de la imagen del mundo elaborada por 
las ciencias naturales. 



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I 



GEOMETRIA Y COSMOLOGIA 

i. Orígenes del arte de medir el espacio y el tiempo. 

El problema físico del espacio y del tiempo es simplicisimo. 
Trátase de determinar, para cada suceso natural, un sitio y un 
momento numerados, con objeto de poderlo descubrir, en cier- 
to modo, dentro del caos que forman el sucederse y la yux- 
taposición de las cosas. 

El primer problema de los hombres fué orientarse en la 
Tierra. Por eso el arte de medir la Tierra fué el origen de la 
teoría del espacio, la cual ha tomado de aquél su nombre de 
geometría. La medida del tiempo originóse desde un principio 
en los regulares cambios de día y noche, en las fases de la luna 
y en las estaciones; estos apremiantes sucesos invitaron en pri- 
mer término al hombre a levantar la vista hacia las estrellas, 
y éste es el origen de la teoría del universo, de la cosmología. 
La ciencia astronómica trasladó las teorías geométricas, pro- 
badas en la Tierra, a los espacios celestes y a las determinadas 
distancias y trayectorias de los astros; asi proporcionó a los 
habitantes de la Tierra la medida celeste del tiempo, de suerte 
que aprendieron a distinguir y separar el pasado, el presente, 
el futuro y a atribuir a cada cosa su puesto en el reino de 
Cronos. 

La teoría de la relatividad db Euistew 2 



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18 La teoría de la relatividad de E i nstei n 



2. Unidades de longitud y tiempo. 

El fundamento de toda medición del espacio y del tiempo 
es la determinación de la unidad. La indicación de una longi- 
tud «de tantos metros» significa la relación entre la longitud 
a medir y la longitud del metro; la indicación de un tiempo 
«de tantos segundos» es la relación entre el tiempo a medir y 
la duración de un segundo. Trátase, pues, siempre de núme- 
ros relativos, de datos relativos, referidos a las unidades. Estas 
mismas son caprichosas en sumo grado y elegidas desde pun- 
tos de vista diferentes, como su facilidad de reproducirse, su 
duración, su movilidad, etc.. 

La medida de longitud es, en la física, el centímetro (cm.), 
la centésima parte de un metro que se conserva en París. Pri- 
mitivamente se definía el metro por una relación sencilla con 
la circunferencia de la Tierra, diciendo que era la diez millo- 
nésima parte del cuadrante. Pero nuevas mediciones han de- 
mostrado que esto no es completamente exacto. 

La medida del tiempo es, en la física, el segundo (sec), que 
se halla en conocidísima relación con la duración del movi- 
miento rotativo de la Tierra. 



3. Punto-cero y sistema de coordenadas. 

Pero si se quiere no sólo establecer longitudes y tiempos, 
sino indicar lugares y momentos, son necesarias otras deter- 
minaciones. Para el tiempo, que nos representamos como una 
formación unidimensional, basta indicar un punto-cero. Nues- 
tros historiadores cuentan los años a partir del nacimiento de 
Cristo; los astrónomos eligen, según los propósitos de su inves- 
tigación, otros puntos-cero, que llaman épocas. Una vez es- 
tablecida la unidad y el punto-cero, un suceso cualquiera 
puede encontrarse, indicando un número. 

En la geometría, tomada en el sentido estrecho de una de- 
terminación de lugar sobre la Tierra, hacen falta dos datos 
para definir un punto. No basta decir: «Mi casa está en la calle 



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19 



de Taunus», para encontrarla; tengo que añadir el número que 
lleva. En muchas ciudades americanas, cada calle lleva un 
número. La dirección: calle 13, número 25, consiste en dos 
datos numéricos. Es exacta- 
mente lo que los matemáticos 
llaman una determinación de 
coordenadas. Se cubre la su- 
perficie terrestre de una red de 
lineas que se cruzan y que es- 
tán numeradas, o cuya longi- 
tud está determinada por un 
número de medida, una dis- 
tancia o un ángulo, con res- 
pecto a una linea fija, que es 
el cero. 

Los geógrafos emplean ge- 
neralmente la longitud geográ- 
fica—al este de Greenwich— y la latitud- Norte o Sur— (figu- 
ra 1). Estas determinaciones implican el establecimiento de 
líneas-cero, a partir de las cuales deben contarse las coordena- 




Fig. 1. 





Fig. 2. 



Fig. 3. 



das; son el meridiano de Greenwich para la longitud geográfica 
y el ecuador para la latitud. En las investigaciones de geo- 
metría plana empléanse generalmente coordenadas rectángula- 
rss (fig. 2) x, y, que significan las distancias de dos ejes coor- 



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20 



La teoría de la relatividad de E inste i n 



denados perpendiculares o algunas veces también de coorde- 
nadas en ángulo agudo (fig. 3), de coordenadas polares (figu- 
ra 4), etc. Una vez dado el sistema de coordenadas, puede 
fijarse un lugar cualquiera indicando dos números. 



De igual manera, para definir lugares en el espacio, son ne- 
cesarias tres coordenadas; las más sencillas son las perpendi- 
culares, y se designan con las letras X, y, Z (fig. 5). 



La geometría de los antiguos, como ciencia, ha estudiado 
no tanto la cuestión de la determinación de los lugares en la 
superficie de la Tierra, como el problema de determinar la mag- 
nitud y la forma de superficies y figuras del espacio, con sus 
leyes. Se rastrea su origen en la agrimensura y la arquitectura. 
Por eso salió adelante, sin necesidad del concepto de coorde- 
nadas. Las proposiciones geométricas afirman, ante todo, pro- 
piedades de cosas que se llaman punto, recta, plano, etc. En 
el canon clásico de la geometría griega, en la obra de Euclides 
— 300 a. de J. C— , esas cosas no son definidas, sino sólo de- 
signadas o descritas; aquí se verifica, pues, una apelación a la 
intuición. Deberás saber ya lo que es una linea recta si quieres 
ocuparte de geometría; represéntate la arista de una casa o la 
cadenilla estirada del agrimensor; haz abstracción de todo lo 



; 7 




Fig. i 



Fig. 5. 



4. LOS AXIOMAS GEOMÉTRICOS. 



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Geometría y cosmología 21 



material, y obtienes la recta. Después se establecen leyes que 
han de valer entre esas formaciones de la intuición abstracta; 
y sin duda el gran descubrimiento de los griegos fué que basta 
admitir un pequeño número de esas leyes para tener que acep- 
tar las demás como exactas por fuerza lógica. Esas proposicio- 
nes básicas son los axiomas; su exactitud no es demostrable; 
no se originan por lógica, sino que nacen de otras fuentes del 
conocimiento. Sobre cuáles sean estas fuentes, han desarrollado 
varias teorías los filósofos todos de siglos posteriores. La geo- 
metría científica ha aceptado los axiomas, como dados, hasta 
fines del siglo XVIII, y sobre ellos ha construido su sistema pu- 
ramente deductivo de teoremas. 

No podremos por menos de exponer detenidamente la cues- 
tión acerca del sentido de las formaciones elementales desig- 
nadas con las palabras punto, recta, etc., y acerca del fun- 
damento en que se apoya el conocimiento de los axiomas geo- 
métricos. Pero ahora nos situaremos en el punto de vista que 
supone que sobre esas cosas reina completa claridad; provi- 
sionalmente operaremos con los conceptos geométricos, como 
los hemos aprendido en la escuela — o al menos debiéramos 
haberlos aprendido — y como innumerables generaciones hu- 
manas lo han hecho. Pueden bastar para justificarnos el ca- - 
rácter intuitivo de numerosas proposiciones geométricas y la 
aplicabilidad del sistema todo para orientarnos en el mundo 
real. 

5. El sistema de Ptolomeo. 

El cielo aparece a la vista como una cúpula más o menos 
plana, en la cual están clavados los astros. Esa cúpula, empero, 
da vuelta, en el curso de un día, alrededor de un eje, cuya po- 
sición en el cielo está determinada por la estrella polar. Mien- 
tras esta apariencia pasó por realidad, era superflua la trasla- 
ción de la geometría de la Tierra al espacio cósmico, y de hecho 
no se verificó; pues no existen longitudes, distancias que pu- 
dieran medirse con unidades terrestres, y para designar las po- 
siciones de los astros basta indicar el ángulo aparente que la 



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22 La teoría de la relatividad de E in stein 



mirada del observador, dirigida hacia el astro, hace con el ho- 
rizonte y otro plano elegido convenientemente. En este esta- 
dio del conocimiento, la superficie de la Tierra es la base in- 
móvil y eterna del Todo; las palabras «arriba» y «abajo» tienen 
un sentido absoluto, y cuando la fantasía poética o la especu- 
lación filosófica emprenden la tarea de estimar la altura del 
cielo o la profundidad del Tártaro, no necesita explicarse la 
significación de estos conceptos, pues la inmediata vivencia 
de la intuición nos los entrega, sin especulación. Aquí, la con- 
ceptuación naturalista se nutre de la riqueza que presentan las 
intuiciones subjetivas. El sistema cosmológico que lleva el 
nombre de Ptolomeo— 150 después de J. C— es la fórmula 
científica de este estadio espiritual; conoce ya una multitud 
de hechos finamente observados sobre el movimiento del Sol, 
de la Luna, de los planetas, y sabe dominarlos teóricamente 
con notable éxito; pero se atiene a la absoluta inmovilidad de 
la Tierra, alrededor de la cual giran los astros a distancias in- 
mensurables. Sus trayectorias son determinadas como círculos 
y epiciclos, según las leyes de la geometría terrestre, sin que 
pueda decirse por ello que el espacio cósmico se halle sometido 
propiamente a la geometría; pues las trayectorias residen, cual 
rieles, afianzados en las bóvedas cristalinas, que en capas suce- 
sivas representan el cielo. 

6. El sistema de Copérnico. 

Es sabido que ya hubo pensadores griegos que descubrie- 
ron la forma esférica de la Tierra y se atrevieron a dar los pri- 
meros pasos que conducen del sistema ptolemaico, geocéntrico, 
a abstracciones superiores. Pero fué mucho después de fallecida 
la cultura griega, fué en otros pueblos y otros países donde el 
globo terrestre llegó a poseer realidad física. Es ésta la primera 
gran desviación de la apariencia sensible y, al propio tiem- 
po, la primera gran relativización. Han transcurrido de nuevo 
varios siglos desde que se dió aquella vuelta, y lo que enton- 
ces era un descubrimiento inaudito, es hoy una verdad escolar 



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23 



de niños' pequeños. Por eso es difícil representarse con claridad 
lo que hubo de significar para el pensamiento el que los con- 
ceptos de «arriba» y «abajo» perdiesen su sentido absoluto y el 
que se reconociese a los antípodas el derecho a llamar «arriba» 
a la dirección en el espacio que nosotros llamamos «abajo». 
Pero cuando se verificó la primera navegación circunterrestre, 
hlzose la cosa tan patente, que todas las objeciones hubieron 
de enmudecer. Por el mismo motivo, el descubrimiento del 
globo no dió en sí mismo ocasión para que hubiese lucha entre 
la concepción subjetiva y la concepción objetiva del mundo, 
entre la investigación natural y la Iglesia. La lucha no se des- 
encadenó hasta que COPÉRNICO (1543) 1c quitó a la Tierra su 
posición central en el universo y creó el sistema heliocéntrico. 

No es que haya en esto una relatividad mucho mayor; pero 
la importancia del descubrimiento para la evolución del espí- 
ritu humano reside en que la Tierra, la humanidad, el yo indi- 
vidual, quedan ahora destronados. La Tierra se torna satélite 
del Sol y arrastra consigo a la humanidad en el espacio cós- 
mico; junto a ella circulan otros planetas semejantes, de igual 
valor; el hombre de la astronomía no es ya importante; a lo 
sumo, lo es para si mismo. Pero hay más aún: todas estas inau- 
ditas novedades no se derivan de hechos groseros — como es 
un viaje de circunvalación — , sino de observaciones que, para 
aquellos tiempos, eran finas y sutilísimas, de cálculos difíciles 
sobre trayectorias de planetas; esto es, de pruebas que ni son 
accesibles a todos, ni tienen importancia alguna para la vida 
diaria. La apariencia visible, la intuición, la tradición sacra 
y profana se pronuncian contra la nueva doctrina. En lugar del 
visible cerco solar, pone ésta un globo de fuego de tamaño 
gigantesco, irre presen ta ble; en lugar de las familiares lumina- 
rias celestes, pone otros tantos globos de fuego a inconcebi- 
bles distancias, o globos como el terráqueo, que reflejan una 
luz ajena; todas las masas visibles son ahora engaño, y, en cam- 
bio, verdad es una serie de lejanías inmensurables, de veloci- 
dades tremendas. Y, sin embargo, tenía que vencer la doctrina 
nueva; porque su fuerza estaba en la cálida voluntad de todo 



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24 



La teoría de la relatividad de Einstein 



hombre pensante, afanado por comprender en unidad legal 
todas las cosas del mundo natural, por insignificantes que 
fueran en la existencia humana, para poderlas determinar en 
el pensamiento y comunicarlas a los demás. En el proceso 
que constituye la esencia de la investigación científica natural, 
no retrocede el espíritu ante la necesidad de poner en duda los 
más sensibles hechos de la intuición o de tenerlos por ilusión 
y engaño; pero acude con preferencia a las más elevadas abs- 
tracciones, antes de excluir de la imagen de la naturaleza un 
hecho seguro, por insignificante que sea. Por eso la Iglesia, 
que era entonces el representante de la concepción subjetiva 
dominante, hubo de perseguir la doctrina de Copérnico y lle- 
var a Galileo ante el tribunal de la Inquisición. Y lo que des- 
encadenó la lucha no fué tanto las contradicciones entre la 
nueva doctrina y los dogmas tradicionales, como la nueva po- 
sición con respecto a los procesos anímicos; si la intuición del 
alma, si la visión de las cosas en la naturaleza no tiene ya valoi 
alguno, puede ser que llegue un día también en que la emo- 
ción religiosa se vea contaminada por la duda. Y aun cuando 
los más audaces pensadores de aquella época estaban muy 
lejos de ser escépticos en religión, sin embargo, la Iglesia olfa- 
teaba en ellos al enemigo. 

De la hazaña de COPÉRNICO, de su gran acto de relativiza- 
ción, proceden todas las innumerables relativizaciones seme- 
jantes, aunque más pequeñas, que ha venido realizando la 
ciencia de la naturaleza, hasta la obra de Einstein, que vuel- 
ve a ser digna de emparejarse con aquel gran modelo. 

Ahora debemos describir, en pocas palabras, el Cosmos, 
tal como Copérnico lo ha diseñado. 

Hay que decir, ante todo, que los conceptos y leyes de la 
geometría terrestre son trasladados sin más al espacio cósmico. 
En lugar de los ciclos del mundo ptolemaico, que eran todavía 
representados a manera de superficies, preséntanse ahora ver- 
daderas trayectorias en el espacio, cuyos planos pueden tener 
diferentes posiciones. El centro del sistema del mundo es el 
Sol; alrededor del Sol describen los planetas sus círculos; uno 



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25 



de ellos es la Tierra, que gira sobre su propio eje, y alrededor 
de la cual la Luna recorre su circulo. Y allá, en las inmensas le- 
janías, son las estrellas fijas otros tantos soles como el nuestro, 
inmóviles en el espacio. La labor constructiva de Copérnico 
consiste en mostrar que, admitiendo todo eso, el aspecto del 
cielo tiene que presentar todos los fenómenos que el sistema 
tradicional sólo podía explicar mediante hipótesis complica- 
das y artificiosas. La sucesión de la noche y el día, las estacio- 
nes, las fases de la Luna, las trayectorias complicadas de los 
planetas, todo se hace de pronto transparente, inteligible > 
accesible a cálculos relativamente sencillos. 

7. Perfeccionamiento de la doctrina de Copérnico. 

Las trayectorias circulares de Copérnico pronto fueron in- 
suficientes para dar cuenta de las observaciones; manifies- 
tamente eran las verdaderas trayectorias en esencia más com- 
plicadas. Para el valor de la nueva concepción del universo, 
era decisivo el saber si sería necesario volver a las artificiosas 
construcciones, como los epiciclos del sistema ptolemaico, o si 
el mejoramiento del cálculo de las trayectorias podría hacerse 
sin complicaciones. El mérito inmortal de Keplero (i 618) es 
haber descubierto las leyes sencillas y transparentes de las 
trayectorias planetarias, salvando asi el sistema copernicano 
de una crisis grave. Las trayectorias no son círculos alrededor 
del Sol, sino curvas afines al circulo, a saber: elipses, en uno 
de cuyos focos está el Sol. Y asi como esta ley regula la forma 
de las trayectorias por sencillísima manera, así determinan 
las otras dos leyes de Keplero la magnitud de las trayectorias 
y las velocidades con que son recorridas. 

Galileo (1610), contemporáneo de Keplero, dirigió hacia el 
cielo el telescopio, recién inventado, y descubrió los satélites 
de Júpiter; en ellos reconoció una reducida copia del sistema 
planetario, viendo las ideas de Copérnico cual realidades óp- 
ticas. Pero el gran mérito científico de Galileo es el desarrollo 
de los principios de la mecánica, cuya aplicación a las tra- 



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26 La teoría de la relatividad de E inste i n 



yectorias de los planetas, hecha luego por Newton (1687), fué 
el coronamiento del sistema copernicano. 

Los circuios de Copérnico y las elipses de Keplero son lo 
que la ciencia actual llama una exposición cinemática o foronó- 
mica de las trayectorias, esto es, una fórmula matemática de 
los movimientos, sin indicar las causas y conexiones que pro- 
ducen justamente esos movimientos. La concepción causal de 
las leyes del movimiento es el contenido de la dinámica o ciné- 
tica, fundada por Galileo. Newton ha aplicado esta teoría a los 
movimientos de los cuerpos celestes, y, por medio de una ge- 
nial interpretación de las leyes de Keplero, ha introducido el 
concepto de causa, como fuerza mecánica, en la astronomía. 
La ley newtoniana de la atracción o gravitación universal de- 
mostró su superioridad sobre las viejas teorías, explicando to- 
das las desviaciones de las leyes de Keplero, las anomalías o 
perturbaciones de las trayectorias, que habían sido descubier- 
tas, entre tanto, por el arte, cada vez más refinado, de la ob- 
servación. 

Esta concepción dinámica de los procesos de movimiento 
en el espacio cósmico hizo necesaria una acepción más precisa 
y aguda de las suposiciones acerca del espacio y el tiempo. 
Newton es el primero que formula explícitamente esos axio- 
mas; por lo cual puede llamarse teoría newtoniana del espacio 
y del tiempo a las proposiciones que han venido valiendo 
hasta Einstein. Para su inteligencia, es indispensable ver cla- 
ramente los conceptos fundamentales de la mecánica, y ello 
desde un punto de vista que, por lo general, descuidan los 
libros elementales. Ese punto de vista pone en primer plano 
la cuestión de la relatividad. Vamos, pues, ante todo, a explicar 
los más sencillos hechos, definiciones y leyes de la mecánica. 



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II 



LAS LEYES FUNDAMENTALES DE LA 
MECAN IC A CLASICA 

i. Equilibrio y concepto de fuerza. 

La mecánica ha tenido su punto de partida históricamente 
en la teoría del equilibrio o estática; lógicamente también es 
esta estructura la más natural. 

El concepto fundamental de la estática es la fuerza; proce- 
de del sentimiento subjetivo del esfuerzo al realizar un trabajo 
corporal. De dos hombres, es el más fuerte el que puede le- 
vantar la piedra más pesada, tender el arco más recio. En 
esta medida de la fuerza, con que Ulises demuestra a los pre- 
tendientes su derecho, y que en los viejos cantares heroicos 
juega un papel importantísimo, hállase el germen de la obje- 
tivación del sentimiento subjetivo del esfuerzo. El paso in- 
mediato fué la elección de una unidad de fuerza y la medición 
de todas las fuerzas con respecto a esa unidad; esto es, la rela- 
tivización del concepto de fuerza. El peso, o sea la fuerza que 
tira hacia abajo todas las cosas terrestres, ofrecía una unidad 
de fuerza en forma comodísima: un trozo de metal que, por un 
acto de la autoridad política o sacerdotal, quedase determi- 
nado como unidad de peso. Hoy son Congresos internacionales 
los que establecen las unidades. Como unidad de peso, vale en 
la técnica el peso de un determinado trozo de platino que se 
conserva en París; esta unidad, llamada gramo (g.), es la que 



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28 La teoría de la relatividad de E inste i n 



usaremos en lo sucesivo. El instrumento que sirve para com- 
parar los pesos de diferentes cuerpos es la balanza. 

Dos cuerpos son de igual peso cuando, puestos en ambos 
platillos de la balanza, no deshacen el equilibrio de ésta. Si en 
uno de los platillos de la balanza se colocan dos cuerpos de 
igual peso y en el otro platillo un cuerpo que mantenga el equi- 
librio con los otros dos, entonces este cuerpo tiene doble peso 

que uno de los otros dos. Proce- 
J diendo sucesivamente de esta ma- 
nera, nos proporcionamos, partien- 
do de la unidad, una manera de 
determinar cómodamente el peso 
de cada cuerpo. 

No es nuestro objeto explicar 
aqui cómo por esos medios se ha- 
llan y se interpretan las sencillas 
leyes de la estática de cuerpos fi- 
jos, por ejemplo, las leyes de la 
F¡ c . 6. palanca. Nos ocuparemos solamen- 

te de aquellos conceptos que sean 
indispensables para entender la teoría de la relatividad. 

Al hombre primitivo, además de las fuerzas que residen en 
su propio cuerpo, o en el de sus animales domésticos, mani- 
fiéstanse otras fuerzas, sobre todo en los procesos que llama- 
mos hoy elásticos. Entre ellos se encuentra la fuerza que re- 
quiere un arco, una ballesta, para ponerlos en tensión. Esa 
fuerza puede compararse fácilmente con pesos. Si se quiere, 
por ejemplo, medir la fuerza necesaria para tender un alambre 
en espiral hasta una longitud determinada (fig. 6), bastará de- 
terminar el peso que hace falta colgarle para que, con dicha 
longitud, se conserve el equilibrio; en este caso, la fuerza del 
resorte es igual al peso, sólo que el peso será para abajo y el 
resorte para arriba. En este proceder empléase tácitamente el 
principio de que la acción y la reacción en el equilibrio son 
iguales. 

Si se perturba el equilibrio debilitando o aumentando una 




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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 29 



de las fuerzas, se produce movimiento. Un peso levantado en la 
mano cae al suelo si la mano que lo sujeta y que desarrolla la 
fuerza contraria, abandona el peso; sale volando la flecha cuan- 
do el arquero suelta la cuerda del arco en tensión. La fuerza 
crea movimiento. Este es el punto de partida de la dinámica, 
la cual investiga las leyes de este proceso. 

• 

2. Teoría del movimiento. Movimiento rectilíneo. 

Primeramente es necesario someter a un análisis el concepto 
del movimiento mismo. La descripción exacta, matemática, 
del movimiento de un punto consiste en ir indicando, de mo- 
mento en momento, el lugar en que se encuentra el punto con 
relación al sistema de coordenadas previamente elegido. El 
matemático utiliza para ello fórmulas. Queremos evitar esta 
manera, no fácil para todos, de exponer leyes y conexiones, y 
por eso vamos a emplear, en su lugar, un método gráfico de 
exposición, que explicaremos sobre un ejemplo sencillísimo: 
el movimiento de un punto en linea recta. Sobre la recta elegi- 
mos un punto-cero, la unidad de longitud será el centímetro, 
como es corriente en la física. El punto móvil en el momento 
de comenzar esta consideración, momento del tiempo que desig- 
namos con la indicación / = o, hállase a la distancia x = i cm. 
del punto-cero; en x sec. el punto se ha corrido hacia la dere- 
cha en 1/2 cm.; de suerte que, para / — z, la distancia al pun- 
to-cero tiene el valor de X = 1,5 cm.; en el segundo siguiente 
se corre el punto otro tanto, de suerte que X = 2 cm., y asi 
sucesivamente. El cuadrito siguiente indica las distancias x co- 
rrespondientes a los tiempos /: 

i| 0123456 78-. . . . 
x I 1 i,5 2 2,5 3 3.5 4 4.5 5 

Vemos la misma conexión en las sucesivas rectas de la 
figura 7, en la cual el punto móvil está indicado por un circu- 
lito en la escala de las distancias. Ahora bien; en lugar de di- 
bujar pequeñas figuras una sobre otra, puede disponerse una 



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30 



La teoría de la relatividad de E i n s t e i n 



figura única, en la que X y / se presentan como coordenadas 
(figura 8); la cual tiene, además, la ventaja de que representa 
el lugar del punto, no sólo en cada segundo transcurrido, sino 
también en todos los tiempos intermedios; basta para ello unir 
por una curva las posiciones señaladas en la primera figura. 
En nuestro caso es manifiestamente una recta; porque el punto 
recorre en tiempos iguales distancias iguales, y, por tanto, la| 
coordenadas X, t varían en igual proporción, y resulta asi evi- 
dente que la imagen de esa ley es una recta. Llámase a este 



'1 




F¡s. 7. Fie. 8. 



movimiento un movimiento uniforme. La velocidad, v, del mo- 
vimiento se señala por medio de la relación o razón entre el 
camino recorrido y el tiempo transcurrido, o sea en signos: 

r i x 

En nuestro ejemplo, el punto recorre 1/2 cm. por segundo 
la velocidad es, pues, siempre la misma: 1/2 cm. por segundo. 

La unidad de velocidad queda establecida ya por esta de- 
finición; es la velocidad en la cual et punto móvil recorre 1 cm. 
en 1 segundo. Dicese que es una unidad derivada, y se de- 
signa, sin la introducción de un nuevo valor, por el término 



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Leyes junda mentales de la mecánica clásica 31 



cm., por sec. o cm.jsec. Para expresar que las medidas de velo- 
cidad se reducen, según la fórmula [i], a medidas de longitud 
y de tiempo, dícese que la velocidad divide la dimensión lon- 



gitud por el tiempo; esto es, [u] = I — I. De modo corrcspon- 



tud que se construya con las magnitudes fundamentales: lon- 
gitud /, tiempo / y peso G. Sabido esto, puede expresarse en 
seguida la unidad de la 
magnitud por las de 1 
longitud, de tiempo y 

de peso, cm., sec. y g. . 



En las grandes ve- 
locidades, el camino X, 
recorrido en el tiempo / 
es grande; la recta que 
lo expresa en la figura 
correrá casi paralela al 
eje de las x; cuanto más 
pequeña sea la veloci- 
dad, tanto más se acer- 




cará la recta a la posi- p¡ g . 9. 

ción perpendicular al 

eje de las x. Un punto inmóvil tiene una velocidad igual a 
cero, y en nuestro diagrama será representado por una recta 
paralela al eje de las /, pues los puntos de esta recta tienen el 
mismo valor de X para todos los tiempos / (fig. 9, letra a). 

Si un punto empieza estando inmóvil y luego de pronto, en 
un momento, recibe cierta velocidad y se mueve con esa veloci- 
dad, obtenemos la imagen de una quebrada, cuya parte pri- 
mera es vertical (fig. 9, letra b). Si el punto se mueve primero 
hacia la derecha o hacia la izquierda con movimiento uniforme, 
y de pronto varia su velocidad, obtendremos igualmente lí- 
neas quebradas (fig. 9, letras c, d). 

Si la velocidad anterior a la súbita variación es v l (por ejem- 
plo = 3 cm./sec.) y luego es u, (por ejemplo = 5 cm./sec), en- 




dimensión a toda ^nagni- 



diente coordinase una 



32 La teoría de i a relatividad de E i n ste i n 



tonces el aumento de la velocidad es v 2 — u 1 (es decir = 5 — 3 
= 2 cm./sec). Si u 2 es más pequeño que v x (por ejemplo = 1 
centímetro/sec), entonces ¿> 2 — v l es negativo (a saber = 1 
— 3 = — 2 cm./sec.), y ello significa manifiestamente que el 
punto móvil de pronto retrasa su marcha. 

Si un punto experimenta muchas variaciones sucesivas y 
momentáneas de velocidad, la representación de su movi- 
miento será una linea muy quebrada o poligonal (fig. 10). 

Si las variaciones de velocidad se siguen unas a otras con 




■x 6 




Fig. 10. 



Fig. 11. 



creciente rapidez y son, además, lo suficientemente pequeñas, 
pronto la línea poligonal llega a no distinguirse de una curva, 
que representa entonces un movimiento cuya velocidad varia 
continuamente y que, por tanto, no es uniforme, sino acelerado 
o retrasado (fig. 11). 

Una medida exacta de la velocidad y su variación, la ace- 
leración, no puede lograrse, en este caso, sino por los métodos 
del cálculo infinitesimal; bastará para nosotros que nos repre- 
sentemos la curva continua como un polígono cuyos lados rec- 
tos expresan movimientos uniformes con determinada velo- 
cidad. Supongamos que los vértices del polígono, esto es, las 
súbitas variaciones de velocidad, se siguen a intervalos de 



tiempo iguales; por ejemplo, / = — sec. Si además son todos 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 33 



iguales, llámase el movimiento «uniformemente acelerado»; su- 
pongamos que cada variación de velocidad tiene la magnitud w, 
y que se verifican n en el segundo; será, pues, la total varia- 
ción de velocidad para cada segundo (fig. 12): 

w 

[2] 11 Wsm—sBsb . 

Esta cantidad es la medida de la aceleración; su dimensión 
es manifiestamente [b] — p^-J = J~ | , y su unidad es aquella 
aceleración en la cual, en la unidad de tiempo, la velocidad 




Flg. 12. 



aumenta una unidad, o sea, refiriéndonos al sistema físico de 
medidas: cm./sec. 2 . 

Si se quiere saber cuánto recorre un punto móvil, en movi- 
miento uniformemente acelerado, durante un tiempo cualquiera 
/, represéntese el tiempo / dividido en n partes iguales (se en- 
tiende un tiempo cualquiera y no, como antes, un segundo divi- 
dido en n partes) y al término de cada espacio de tiempo — 

n 

sea dado al punto un súbito aumento de velocidad w; éste está 

LA TBORlA DB LA RELATIVIDAD DK ElHSTBIH. 3 



34 La teoría de la relatividad de E inste in 



en conexión con la aceleración b f por la fórmula [2], si se subs- 

t 
n 



tituye el pequeño intervalo de tiempo / por — ; tenemos, pues, 



w = b-í-, 
n 

Entonces la velocidad es: 

Tras el primer espacio de tiempo. . v x = w 

Tras el segundo ídem id v t = v x 4- w = 2 w 

Tras el tercero ídem id v : , = v t -j- w == 3 w, etc. 

El punto recorre: 

t 

Tras el primer espacio de tiempo, hasta. . . x, = i>, — , 

ti 

tras el segundo ídem id. íd. . x. r= *, 4. v t ^- = (v, -f v t ) — , 

n ti 

tras el tercero Idem íd. íd x a — X t + Vj = (v, -f t/ 4 -f l> 3 ) — , etc. 

Tras el enésimo espacio de tiempo, esto es, al término del 
tiempo /, habrá llegado el punto a 

x «= (y, 4- v t 4- "«) — : 

n 

pero 

+ + + ^ =tw + 2U> + zw + ... + nw = (1 -f 2 + 3 + ...n)w. 

La suma de los números desde 1 hasta n puede calcularse 
simplemente sumando el primero y el último, el segundo y 

el penúltimo, etc.; resulta siempre n \ 1 y hay — de estas 



sumas. Si luego se substituye w por 6 4 ■ se ° btiene: 

« bt bt t 

v x + t>% 4- = 4-1) — = _-(«4- x), 

2 w 2 



o sea: 



— n + i - = — 1 4- — • 
2 w 2 \ nf 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 35 



Aquí puede tomarse n todo lo grande que se quiera; enton- 
ces — se hace todo lo pequeño que se quiera, y resulta: 




Esto significa que las distancias recorridas en tiempos igua- 
les son como los cuadrados de los tiempos. Si, por ejemplo, la 
aceleración b vale 10 m./sec, el punto recorrerá en el primer 
segundo 5 m.; en el segundo segundo, 5 X 2 2 = 5 X 4 = 20 m.; 
en el tercer segundo, 5 X 3 3 = 5 X 9 = 45 m-» etc. Esta relación 




Fie. 13. 



se representa por una línea curva en el plano x r, curva que se 
llama parábola (fig. 13). Si se compara esta figura con la 
figura 12, se ve cómo la linea poligonal representa aproxima- 
tivamente la parábola de curvación constante; en ambas figu- 
ras se ha elegido la aceleración b — zo, y ésta determina el as- 
pecto de la curva, siendo inesenciales las unidades de longitud 
y de tiempo. 

El concepto de aceleración puede aplicarse también a mo- 
vimientos no uniformemente acelerados, tomando, en lugar 
de 1 sec, un tiempo tan breve de observación que, durante el 
mismo, el movimiento pueda considerarse como uniformemente 
acelerado. En este caso es la aceleración misma la que conti- 
nuamente varia. 



36 



La teoría de la relatividad de E i nstein 



Todas estas definiciones son estrictas, y al mismo tiempo 
cómodas de obtener, cuando se estudia exactamente el pro- 
ceso de subdivisión en pequeños trozos, para los cuales la can- 
tidad considerada puede valer como constante; llégase enton- 
ces al concepto de valor limite, que constituye el punto de par- 
tida del cálculo diferencial. Históricamente fué, en efecto, la 
teoría del movimiento el problema para cuya solución descu- 
brió Newton el cálculo diferencial y su inversa, el cálculo in- 
tegral. 

La teoría del movimiento— cinemática, foronomía— es la 
preparación para la mecánica propiamente dicha de las fuer- 
zas, o sea la dinámica; es manifiestamente una especie de geo- 
metría del movimiento. En realidad, nuestras exposiciones 
gráficas representan cada movimiento como una formación 
geométrica en el plano, con las coordenadas x, /. Y en esto se 
trata de algo más que de una simple comparación; justamente 
en la teoría de la relatividad llega a tener una significación de 
principio la introducción del tiempo como coordenada junto 
a las medidas de espacio. 

3. Movimiento en el plano. 

Si queremos estudiar ahora el movimiento de un punto en 
un plano, bastará trasladar nuestro procedimiento de exposi- 
ción. Se toma en el plano un sistema de coordenadas X, y, y 
se levanta perpendicularmente a él el eje de las / (fig. 14). En- 
tonces, a un movimiento rectilíneo y uniforme en el plano xy 
corresponde una linea recta en el espacio xyt; pues si se pro- 
yectan en el plano X y los puntos de la recta que corresponden 

a las señales del tiempo / = o, x, 2, 3 , se advierte que la 

variación de lugar se verifica en linea recta y en intervalos 
uniformes. 

Todo movimiento que no es rectilíneo y uniforme llámase 
acelerado; por. ejemplo, cuando una trayectoria curva es reco- 
rrida con velocidad constante; en este caso no varía la magni' 
tud, pero sí la dirección de la velocidad. Un movimiento acele- 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 37 



rado es representado en el espacio xyt por una curva cual- 
quiera (fig. 15); la proyección de esa curva sobre el plano x y 
es la trayectoria plana. Compútase la velocidad y la acelera- 
ción pensando, en lugar de la curva, una linea poligonal ins- 
crita en la curva y lo más pegada posible a ella; en cada vér- 
tice del polígono varia, no sólo la cantidad de la velocidad, sino 
también su dirección. Un análisis exacto del concepto de ace- 



leración nos llevaría demasiado lejos; bastará decir que lo 
mejor es proyectar el punto móvil sobre los ejes coordenados 
x é y, y perseguir el movimiento rectilíneo de esos dos puntos 
proyectados, o, lo que es lo mismo, la variación temporal de 
las coordenadas X é y. Puede aplicarse entonces aquí la defini- 
ción de la aceleración que dimos antes para los movimientos 
rectilíneos, y los dos componentes de aceleración que de ese 
modo se obtienen determinan el estado de aceleración del punto 
en movimiento. Es éste, como la velocidad, una magnitud di- 
rigida. 



Sólo un caso vamos a considerar con algún detalle: el mo- 
vimiento de un punto en una trayectoria circular con velo- 
cidad constante (fig. 16). Según lo dicho más arriba, es éste 




F¡ B . 14. 



Fig. 15. 



4. Movimiento circular. 



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38 



La teoría de la relatividad de B inste i n 



un movimiento acelerado, puesto que la dirección de la ve- 
locidad cambia continuamente. Si el movimiento no fuera 
acelerado, el punto móvil irla desde A en linea recta hacia 
adelante, con la velocidad v. Pero, en realidad, el punto debe 
permanecer en el circulo; tiene, pues, que experimentar un 
aumento de velocidad o aceleración, dirigida al centro M; llá- 
mase aceleración centrípeta. Ella es causa de que la velocidad 
en un punto próximo B, al que llega el móvil tras breve tiem- 
po t, tenga otra dirección que la que tenia en el punto A. Ahora, 
en una figura lateral (fig. 16) dibujemos las velocidades en lo 
puntos A y B, partiendo de un punto cualquiera C, según su 




Fi e . 16 



dirección y cantidad; la cantidad V es la misma, pues el circulo 
ha de ser recorrido con velocidad constante; pero la dirección 
es diferente. Unamos los puntos extremos D y E de las dos fle- 
chas representativas de las velocidades; resultará que la dis- 
tancia D E será manifiestamente el aumento de velocidad w 
que el segundo estado de velocidad recibe. Obtenemos asi un 
triángulo isósceles C E D, cuya base es W y los lados V, y re- 
conocemos en seguida que el ángulo % del vértice C es igual 
al ángulo A M B, correspondiente al arco de circulo A B reco- 
rrido por el punto en movimiento; pues las velocidades en A 
y en B son perpendiculares a los radios M A y M B, y for- 
man, por tanto, el mismo ángulo. Por consiguiente, son se- 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 39 

mejantes los triángulos M A B y C DE, y se obtiene la pro- 
porción: 

DE AB 
CD = MA' 

Ahora bien; D E = w, C D = V, y, además, M A es igual al 
radio r y A B es igual al arco s con un pequeño error, que, eli- 
giendo un pequeñísimo intervalo de tiempo /, puede reducirse 
cuanto se quiera. 

Obtiénese, pues: 

w s sv 
— = — ; o sea w — — . 
v r r 

Dividamos por / y observemos que 



S W 

— = v y que j = b; 



de donde resulta: 



[3] 



* = -; 

r 




es decir: la aceleración centrípeta 
es igual al cuadrado de la veloci- 
dad de revolución dividido por el 
radio del círculo. 

Sobre esta proporción descan- 
sa, como veremos, una de las pri- 
meras y más importantes demos- 
traciones experimentales de la 
teoría newtoniana de la gravedad. 

Acaso no sea superfino manifestar claramente cuál es «1 
aspecto que el movimiento circular uniforme presenta en la 
exposición gráfica, como curva en el espacio xyt. Esta curva 
se produce manifiestamente haciendo que el punto móvil suba 
paralelamente al eje / y uniformemente, mientras se verifica 
el movimiento circular; obtiénese, pues, una linea helicoidal, o 
sea en forma de tornillo, que representa integramente la tra- 



Ffc. 17. 



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40 La teoría de i a relatividad de E inste i n 



yectoria y el curso temporal del movimiento. En la figura 17 
está señalada en la superficie de un cilindro que tiene por base 
la trayectoria circular en el plano X y. 

5. Movimiento en el espacio. 

Para los movimientos en el espacio no sirve nuestra expo- 
sición gráfica, pues tenemos ya tres coordenadas para el es- 
pacio, X, y, z; y el tiempo i tendría que añadirse como cuarta 
coordenada. Por desgracia, nuestras facultades intuitivas li- 
mitanse al espacio tridimensional. Tiene que intervenir, pues, 
aqui el lenguaje matemático de las fórmulas; en efecto, los mé- 
todos de la geometría analítica permiten tratar por mero cálculo 
las propiedades y relaciones de las formaciones geométricas, sin 
que sea necesario acudir a la intuición ni dibujar figuras. Es 
más: este método es mucho más poderoso que la construcción. 
Principalmente, porque no está atenido a las tres dimensio- 
nes, sino que es aplicable a espacios de cuatro o más dimen- 
siones. En el idioma de los matemáticos no significa el con- 
cepto de un espacio de más de tres dimensiones ningún objeto 
místico, sino que es simplemente una expresión abreviada 
para indicar que tenemos que habérnoslas con cosas que pue- 
den determinarse integramente por más de tres datos numé- 
ricos. Asi, la posición de un punto, en un determinado tiempo, 
ha de establecerse por medio de cuatro datos numéricos: las 
tres coordenadas espaciales X, y, z y el tiempo /. Si hemos apren- 
dido ya a manejar el espacio xyi como imagen de movimientos 
planos, no nos será difícil considerar también los movimientos 
en el espacio tridimensional, con la imagen de curvas en el es- 
pacio xyzt. Esta concepción de la cinemática, como geometría 
en un espacio de cuatro dimensiones xyzt, tiene la ventaja de 
poder trasladar a la teoría del movimiento las conocidas leyes 
geométricas. Pero tiene, además, un sentido más profundo, 
que se ha de manifestar claramente en la teoría de Einstein. 
Se demostrará que los conceptos de espacio y tiempo, que son 
contenidos intuitivos de muy diferente cualidad, no pueden, 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 41 



como objetos de mediciones físicas, separarse uno de otro. Si 
la física quiere atenerse al principio fundamental de no admi- 
tir como real mas que lo físicamente determinable, tendrá 
que reunir los conceptos de espacio y tiempo en una unidad 
superior, que será precisamente el espacio cua tridimensional 
xyzt. Minkowski (1908) ha llamado a ese espacio el universo, 
queriendo manifestar asi que el elemento de toda ordenación 
de las cosas reales no es el lugar y no es tampoco el momento, 
sino el suceso o el punto universal; es decir, un lugar en un 
tiempo determinado. La curva de un punto en movimiento la 
llamó curva universal, expresión que iremos usando en lo su- 
cesivo. El movimiento rectilíneo uniforme corresponde, pues, 
a una recta universal; el movimiento acelerado, a una curva. 

6. Dinámica. La ley de inercia. 

Después de estas preparaciones, volvamos a la cuestión 
de donde hemos partido, a saber: ¿de qué manera producen 
las fuerzas movimientos? 

El caso más sencillo es cuando no existe ninguna fuerza. 
Entonces un cuerpo inmóvil no entra seguramente en movi- 
miento. Ya los antiguos hicieron esta determinación; pero 
creían, además, que la inversa era también cierta: donde hay 
movimiento tienen que actuar fuerzas que lo mantengan. Esta 
concepción trae en seguida dificultades; basta reflexionar sobre 
el por qué una piedra o un dardo lanzado a lo lejos sigue mo- 
viéndose cuando ha abandonado la mano que lo lanzó; esta 
mano es evidentemente la que lo puso en movimiento; pero su 
acción termina tan pronto como el movimiento comienza. Los 
pensadores de la antigüedad discurrieron mil maneras de ex- 
plicar cuáles sean las fuerzas que mantienen a la piedra en 
movimiento. Pero Galileo fué el primero que descubrió el 
punto de vista exacto; advirtió que era un prejuicio admitir 
que dondequiera que hay movimiento tiene que haber tam- 
bién siempre fuerza. Más bien hay que preguntar qué propie- 
dad cuantitativa del movimiento se halla en una conexión legal 



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42 



La teoría de la relatividad de Einstein 



con la fuerza, si el lugar del cuerpo movido, o su velocidad, o 
su aceleración, o una magnitud combinada independiente de 
éstas. De este problema no es posible encontrar la solución por 
mera reflexión filosófica; hay que interrogar a la naturaleza, 
y la respuesta primera que ésta da, nos dice que las fuerzas tie- 
nen influencia sobre las variaciones de velocidad; pero que 
para la conservación de un movimiento, sin que varíen en nada 
la cantidad y dirección de la velocidad, no hace falta ninguna 
fuerza, y reciprocamente: si no hay fuerzas, permanece inalte- 
rada la cantidad y dirección de la velocidad; esto es: que un 
cuerpo en reposo permanece en reposo, y un cuerpo en movi- 
miento rectilíneo uniforme permanece en movimiento rectilí- 
neo uniforme. 

Esta ley de la facultad de permanecer, o ley de la inercia, no 
se manifiesta, empero, tan claramente como su sencilla expre- 
sión verbal lo haria sospechar. Pues en nuestra experiencia 
no conocemos ningún cuerpo que esté realmente libre de toda 
acción, y si nos lo representamos en nuestra imaginación, sur- 
cando solitario en linea recta el espacio cósmico con velocidad 
constante, caemos al punto en el problema de la trayectoria 
absolutamente recta en el espacio absolutamente inmóvil, pro- 
blema del que más tarde habremos de hablar detenidamente. 
Por eso, provisionalmente, entenderemos la ley de inercia en 
el sentido limitado que tenia para Galileo. 

Nos representaremos una mesa lisa y perfectamente hori- 
zontal; sobre la mesa, una bola lisa también. El peso de la bola 
hace que ésta oprima la mesa; pero determinamos que no nos 
hace falta ninguna fuerza notable para mover la bola sobre la 
mesa muy lentamente. Sobre la bola no actúa evidentemente 
ninguna fuerza en dirección horizontal, pues de otro modo no 
permanecería en reposo por si misma. 

Démosle ahora a la bola una cierta velocidad; rodará en 
línea recto, y cada vez más despacio; pero este alentomiento 
es muy pequeño, y Galileo lo reconoció como un efecto secun- 
dario, que es de atribuir al roce con la mesa y con el aire, aun 
cuando las fuerzas actuantes en ese roce no puedan manifes- 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 43 



tarse por los métodos estáticos de que hemos partido. La vi- 
sión exacta que distingue lo esencial, en un proceso, de los 
efectos laterales perturbadores, constituye precisamente el gran 
investigador. 

Sobre la mesa confirmase, pues, en todo caso, la ley de iner- 
cia; queda establecido que, en ausencia de toda fuerza, la ve- 
locidad permanece constante en dirección y cantidad. 

Por consiguiente, las fuerzas se relacionan con la variación 
de velocidad, con la aceleración. ¿Cómo? Sólo la experiencia 
puede decidirlo. 

7. El choque o impulsión. 

La aceleración de un movimiento no uniforme ha sido re- 
presentada como el caso limite de súbitas variaciones de velo- 
cidad, en movimientos cortos uniformes. Por tanto, pregunta- 
remos primero cómo una variación súbita de velocidad se pro- 
duce por la entrada en acción de una fuerza. La fuerza tiene 
que actuar para ello tan sólo un breve instante; es lo que se 
llama un choque o impulsión* La consecuencia de tal choque 
no depende solamente de la cantidad de la fuerza, sino también 
de la duración de su acción, aunque ésta sea muy breve. Defí- 
nese, pues, la cantidad de un choque de la manera siguiente: 

Sean n impulsiones /, cada una de las cuales consiste en que, 

durante el tiempo de / = — sec, actúa la fuerza K: si esas im- 

n 

pulsiones se siguen rápidamente unas a otras, de manera que 
no haya pausas notables, la consecuencia será la misma que si 
la fuerza K se mantiene activa durante el segundo entero. 
Tendremos: 

nJ=±-J=K; 

o bien: 

[4] J = l K = tK. 



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44 



La teoría de la relatividad de E inste in 



Para representarse esto intuitivamente, piénsese, por ejem- 
plo, una palanca de brazos iguales y un peso sobre una de las 
extremidades de la palanca. Sobre la otra extremidad, con un 
martillo, se dan golpes de igual fuerza y muy rápidos, de ma- 
nera que la palanca permanezca en equilibrio (fig. z8). Es 
evidente que los golpes pueden ser más débiles y, en cambio, 



po í que transcurre en cada choque, ha de ser siempre igual al 
peso K. Con esta «balanza de los choques» estamos en dispo- 
sición de medir la fuerza de los mismos, aun cuando no po- 
demos determinar la duración y la fuerza de cada uno; bastará 
determinar la fuerza K que hace equilibrio a n choques igua- 
les en un segundo— hasta llegar a imperceptibles temblores de 
la balanza— y entonces la cantidad de cada choque será la 



La dimensión del choque es [/]— [tG] y su unidad en el 
sistema usual de medida es sec. g. 



Consideremos nuevamente la bola sobre la mesa y estudie- 
mos el efecto de los choques sobre ella. Para ello haremos uso 
de un martillo que pueda girar alrededor de un eje horizontal; 
dejaremos caer el martillo desde una altura determinada. Lo 
primero que haremos será estimar la fuerza del choque para 
cada altura de donde caiga el martillo. Luego le dejaremos caer 
sobre la bola que está inmóvil en la mesa: observemos la ve- 
locidad que recibe la bola por medio del choque, midiendo los 




Fig. 18. 



más frecuentes; o me- 
nos frecuentes y, en 
cambio, más fuertes; 
pero, en todo caso, la 
fuerza del choque /, 
multiplicada por el nú- 
mero n de choques, o 
dividida por el tiem- 



enésima 




8. La ley de la impulsión. 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 45 

centímetros que recorre en un segundo (fig. 19). El resultado 
es sencillísimo: 

Cuanto más fuerte sea el choque, mayor es la velocidad, y 
a un choque doble corresponde una velocidad doble también; 



cuerpo pase del reposo al movimiento. Si la bola tiene ya una 
velocidad, el choque la aumentará o la disminuirá, según al- 
cance a la bola por detrás o por delante. Un fuerte contracho- 
que puede muy bien invertir súbitamente el movimiento de 
la bola. 

La ley de la impulsión dice asi: las variaciones súbitas de ve- 
locidad del cuerpo son como los choques que las producen. Las 
velocidades, según su dirección, se calculan como positivas o 
negativas. 



Hasta ahora hemos operado solamente con una bola; ahora 
vamos a hacer el mismo experimento del choque con bolas de 
distinta especie; por ejemplo, de diferente tamaño o de distinta 
materia, unas macizas y otras huecas. Todas estas bolas vamos 
a ponerlas en movimiento por medio de choques de igual fuerza. 
El experimento demuestra que reciben entonces muy diferen- 
tes velocidades, y en seguida se ve que las bolas ligeras son muy 




71 



a un choque triple, 
una velocidad tri- 
ple, y asf sucesiva- 
mente. La velocidad 
y el choqueMiállanse 
en proporción cons- 
tante; son propor- 
cionales. 



Fi t . 19. 



Esta es la ley fun- 
damental de la diná- 
mica, la ley de la im- 
pulsión, para el caso 
sencillo de que un 



9. La masa. 



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46 La teoría de la relatividad de E inste i n 



aceleradas, mientras que las pesadas se mueven lentamente. 
Hallamos, pues, aqui una conexión con el peso, de la que 
más tarde hablaremos detenidamente, pues es uno de los fun- 
damentos empíricos de la teoría general de la relatividad. Pero 
aqui vamos, por el contrario, a comprender esto claramente; 
a saber: que, en puro concepto, el hecho de que diferentes 
bolas, recibiendo todas choques de igual fuerza, adquieran di- 
ferentes velocidades, no tiene nada que ver con el peso. El peso 
actúa hacia abajo y produce la presión de la bola sobre la mesa, 
mas no una fuerza horizontal. Encontramos tan sólo que una 
bola resiste más al choque que otra; si la primera es también 
la más pesada, es éste un hecho empírico nuevo; pero, desde 
el punto de vista adoptado aqui, no puede en modo alguno de- 
ducirse del concepto de peso. Lo que nosotros comprobamos es 
una diferente resistencia de las bolas a los choques; llámase 
resistencia de inercia, y se mide por la relación entre el choque / 
y la velocidad producida V. Para designar esta relación se ha 
elegido la palabra masa y la letra m; se establece, pues, que 




y esta fórmula indica que, para el mismo cuerpo, un aumento 
de la impulsión / produce una mayor velocidad; de suerte que 
la relación tiene siempre el mismo valor m. Según esta defi- 
nición de la masa, ya su unidad no es de libre elección, porque 
las unidades de velocidad y de impulsión han sido ya deter- 
minadas; por eso la masa tiene la dimensión 



y su unidad en el sistema de medidas usual es: sec. 2 g./cm. 

En el uso corriente del lenguaje, significa la palabra masa 
lo mismo que cantidad de substancia, de materia, sin que estos 
conceptos mismos estén bien definidos; el concepto de subs- 
tancia figura, como categoría del entendimiento, entre los in- 
mediatamente dados. Pero en la física— y esto hay que sub- 




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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 47 



rayarlo — no tiene la voz masa otra significación que la dada 
por la fórmula [5]: es la medida de la resistencia a variacio- 
nes de velocidad. 

Podemos ahora escribir la ley de la impulsión, con más ge- 
neralidad, del siguiente modo: 

[6] miv = J. 

Esta fórmula determina la variación W de velocidad que un 
cuerpo en movimiento experimenta por el choque /. 

Suele interpretarse la fórmula también de esta manera: 
La fuerza dada de la impulsión J del martillo es comuni- 
cada a la bola movible; el martillo «pierde» la impulsión J y 
ésta reaparece en el movimiento de la bola en igual canti- 
dad m W. La bola en movimiento lleva consigo esa fuerza de 
impulsión, y cuando ella a su vez choca contra un cuerpo, le 
da una impulsión ]' = m w', donde w' es la disminución de su 
velocidad; en cierto modo, transmite nuevamente su impul- 
sión. La impulsión total de todos los cuerpos participantes es 
siempre la misma; háblase, pues, de la ley de conservación de 
la impulsión. 

10. Fuerza y aceleración. 

Antes de seguir estudiando el notable paralelismo de masa 
y peso, vamos a trasladar las leyes que hemos descubierto al 
caso de fuerzas en actuación continua. Desde luego, una es- 
tricta fundamentación de las proposiciones sobre esta materia 
no puede hacerse sino por los métodos del cálculo infinitesi- 
mal; sin embargo, las siguientes consideraciones pueden, por 
lo menos, proporcionar una representación aproximada de las 
conexiones. 

Una fuerza en actuación continua produce un movimiento 
con velocidad que de continuo varia. Pensemos ahora, en lu- 
gar de esa fuerza continua, una sucesión rapidísima de choques; 
la velocidad, a cada choque, experimenta una pequeña varia- 
ción súbita; puede representarse por una línea universal muy 



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48 La teoría de la relatividad de Einstein 



quebrada, como en la figura 10; y esa línea quebrada inscrí- 
bese en la verdadera línea universal, que es una curva unifor- 
me, pudiendo substituirla para el cálculo. Pues bien; si n cho- 
ques durante un segundo substituyen a la fuerza K, tendrá 
cada uno de ellos, según la fórmula [4], el valor 



/ = — K , osea =tK; 
n 

donde / es el breve tiempo que transcurre en un choque. En 
cada choque verificase una variación de velocidad u>, la cual, 
según la fórmula [6], está determinada por 

w 

m w = J = tK , o sea m — = K. 

Ahora bien; según la fórmula [2], tenemos que 

w 
t 



Se obtiene, pues: 
[7] 



mb = K. 



Esta es la ley del movimiento de la dinámica para fuerzas de 

actuación continua. Expresada en 
palabras, dice así: 

Una fuerza produce una ace- 
leración proporcional a ella; la re- 
lación constante K:b es la masa. 

En esta forma vale la ley 
primeramente sólo para movi- 
mientos que se verifican en línea 
recta, y en los cuales la fuerza 
actúa en esa misma recta. Si tal 
no es el caso, si la fuerza actúa 
lateralmente a la dirección mo- 
mentánea del movimiento, entonces hay que generalizar algo 
la ley. Represéntese el lector la fuerza dibujada como una fle- 
cha, y ésta proyectada en tres direcciones perpendiculares unas 




Fig. 20. 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 49 



a otras; por ejemplo, los ejes coordenados. En la figura 20 está 
representado el caso de que la fuerza actúe en el plano X y, y 
están sus proyecciones sobre el eje X y el eje y. Piénsese igual- 
mente el punto en movimiento proyectado sobre los ejes; cada 
uno de los puntos de proyección realiza sobre su eje un mo- 
vimiento. Entonces la ley del movimiento dice que las acele- 
raciones de esos movimientos proyectados están con los co- 
rrespondientes componentes de fuerza en la relación mb — K. 
Pero no insistiremos en estas generalizaciones matemáticas, que 
no nos ofrecen ningún concepto nuevo. 



f 




11. Ejemplo. Vibraciones elásticas. 

Como ejemplo de la relación entre fuerza, masa, acelera- 
ción, consideraremos un cuerpo que bajo la actuación de fuer- 
zas elásticas puede vibrar. Tomemos, v. gr., un resorte de acero 
que sea recto y ancho, y lo afian- 
zamos en una de sus extremida- 
des, de manera que, estando en 
reposo, el canto estrecho se halle 
en posición horizontal. Al otro 
extremo lleva el resorte una bola 
(figura 21). El resorte puede os- 
cilar en el plano horizontal; la 
gravedad no tiene influjo alguno 
en su movimiento, el cual depen- 
de solamente de la fuerza elás- 
tica del resorte. Si se le empuja 

con poca fuerza, la bola se mueve casi en linea recta; sea la di- 
rección de su movimiento el eje de las X. 

Si se pone la bola en movimiento, realizará una oscilación 
periódica, cuya esencia se comprende de la siguiente manera: 
Con la mano apártese la bola un poco de la posición de equili- 
brio; al hacerlo se sentirá la fuerza retroactiva del resorte. Si 
se suelta la bola, esa fuerza le comunica una aceleración y la 
bola vuelve con creciente velocidad a la posición media. Al su- 

La tboría de la REI-ATIVIDAD db Einstmm» * 



Fig. 21. 



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50 La teoría de la relatividad de B inste i n 



ceder esto, la fuerza retroactiva, esto es, también la acelera- 
ción, disminuye de continuo y al paso de la posición media se 
hace igual a cero; pues en esta posición media la bola está en 
equilibrio y no actúa sobre ella ninguna fuerza aceleradora. 
En el mismo punto en donde la velocidad es máxima, es mí- 
nima la aceleración. A consecuencia de la facultad de conser- 
vación, pasa la bola por la posición de equilibrio, y entonces 




la fuerza del resorte actúa 
retrasando y frena el mo- 
vimiento. Cuando la primi- 
tiva oscilación ha llegado 
al otro extremo, la veloci- 
£ dad queda rebajada a cero 
y la fuerza alcanza su valor 
máximo; al mismo tiempo 
la aceleración tiene también 
su máximo valor, ya que 



en ese momento invierte la 

Fig. 22. 

dirección de la velocidad. 
A partir de aquí, el proceso se repite en sentido inverso. 

Si ahora se substituye la bola por otra de diferente masa, 
se ve que el carácter del movimiento permanece idéntico; pero 
varia la duración de la oscilación. Cuanto mayor sea la masa, 
más lento será el movimiento y más pequeña la aceleración; 
si la masa disminuye, aumentará el número de oscilaciones. 

En muchos casos puede admitirse que la fuerza retroacti- 
va K es exactamente proporcional a la oscilación X. En tal 
caso puede representarse en intuición geométrica el curso del 
movimiento de la manera siguiente: Sea un punto P, móvil 
en la periferia de un circulo de radio a; el punto P se mueve 
con movimiento uniforme a razón de v veces en un segundo. 
Recorre, pues, el circulo a (75=3,14 ) en el tiempo 

T = — sec; es decir, que su velocidad es 

s ajea 

- = — ¡ - = zza*. 
i T 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 51 

Tomemos ahora el centro del circulo O como punto cero 
de un sistema rectangular de coordenadas, en el que el punto P 
tiene las coordenadas x é y; la proyección A del punto P sobre 
el eje de las x es un punto que, al tiempo que P recorre el 
circulo, realiza un movimiento pendular a derecha e izquierda, 
como la masa afianzada a la extremidad del resorte. Este pun- 
to A representa la masa oscilante. Si P recorre un pequeño arco 
de circulo 5, el punto A se moverá sobre el eje de las X y reco- 

rrerá un trocito l y la velocidad de A es y = — . La figura 22 

muestra que las distancias £ y s son el cateto y la hipotenusa 
de un pequeño triángulo rectángulo, que es evidentemente seme- 
jante al gran rectángulo O A P. Es, pues, válida la proporción 

\ v , y 

— = — , o sea \ = s — . 
s a a 

De aqui se infiere que la velocidad de A es 

5 s y 

Ahora bien; la proyección del punto P en el eje de las y 
realiza un movimiento pendular exactamente igual. Cuando P 
recorre la distancia 5, B recorre el trocito t\ y puede escribirse 
también, como se escribió para £: 

r¡ x x 

— = — ; o sea r = s — . 
s a 'a 

A esta variación r, de y corresponde una variación de la ve- 
locidad V— 2 Jivy del punto A cuyo valor es 

x 

W = 2~vr. = 2T.1 S 

a 

y, por lo tanto, una aceleración de A 

w s x 

b = — — a*» — . — — ( 2-v) 'x. 
t t a 1 



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52 



Esta aceleración en ese movimiento oscilante del punto A 
es, pues, efectivamente, en cada momento proporcional a la 
oscilación x. Para la fuerza se obtiene: 



[8] 



K =mb = m (2-v) -x. 



Midiendo la fuerza K necesaria para una oscilación y con- 
tando las oscilaciones, puede deter- 
minarse la masa m del péndulo. 

La imagen que presenta la línea 
universal de tal oscilación es, evi- 
dentemente, una linea ondulada en 
el plano X í, siendo x la dirección de 
la oscilación (fig. 23). En el dibujo 
se ha admitido que la bola, en el 
momento / = o, pasa la posición 
media X = o hacia la derecha. Se ve 
que siempre, al pasar por el eje /, 
es decir, cuando x = o, la direc- 
ción de la curva es la de acercarse 
mucho al eje X, por donde se mani- 
fiesta la máxima velocidad; en cam- 
bio, la curva es allí muy recta, es 
decir, que la variación de velocidad o aceleración es nula. Lo 
contrario su cede en los sitios que corresponden a las extre- 
midades de la oscilación. 




Fig 23. 



12. Peso y masa. 

Ya al introducir el concepto de masa hemos notado que la 
masa y el peso tienen un evidente paralelismo; los cuerpos pe- 
sados opónense a las fuerzas aceleradoras más que los cuerpos 
ligeros. ¿ Es ésta una ley exacta? Lo es, en efecto. Para exponer 
claramente la situación, consideremos nuevamente el experi- 
mento que consiste en poner en movimiento por medio de 
choques unas bolas sobre una mesa lisa y horizontal. Tome- 
mos dos bolas, A y B, teniendo B doble peso que A\ esto es, 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 53 



que B en la balanza hace equilibrio a dos ejemplares de A. 
Ahora les damos a A y a B iguales impulsiones sobre la mesa 
y observamos la velocidad alcanzada; encontramos que A se 
mueve con doble velocidad que B. 

La bola B, que pesa doble que la bola A, opone a la variación 
de velocidad una resistencia doble que la que opone la bola A. 
Esto puede también expresarse diciendo: cuerpos que tienen 
masa doble tienen peso doble, o, en general: las masas, m f son 
como los pesos, G. La relación entre el peso y la masa es un nú- 
mero perfectamente determinado; señálase con g y se escribe: 

[9] — = g ; o bien, G=mg. 

tu • 

Naturalmente, el experimento que hemos hecho para ex- 
plicar la ley es en extremo grosero (1). Hay otros muchos fe- 
nómenos que demuestran el 
mismo hecho, sobre todo éste: 
que todos los cuerpos caen 
igualmente de prisa. En esto 
hay que suponer, naturalmen- 
te, que sobre el movimiento 
no influyan más fuerzas que la 
gravedad; hay que hacer la ex- 
periencia, por tanto, en el es- 
pacio vacio, para evitar la resistencia del aire. Apropiado para 
la demostración es un plano inclinado (fig. 24), sobre el cual se 
dejan rodar dos bolas exteriormente iguales, pero de diferente 
peso; obsérvase que llegan abajo exactamente al mismo tiempo. 

El peso es la fuerza que empuja; la masa determina la re- 
sistencia; si están en razón directa, resultará que un cuerpo 
más pesado será empujado con más fuerza que uno más ligero; 
pero, en cambio, opondrá al impulso mayor resistencia, y el 



(1) Así, por ejemplo, se desprecia la circunstancia de que para produ- 
cir la rotación de la bola en movimiento hay que vencer una resistencia que 
procede de la distribución de las masas en el interior de la bola (momento 
de inercia). 




54 



resultado final será que el cuerpo pesado y el cuerpo ligero ro- 
darán o caerán con igual velocidad. Ello se desprende también 
de nuestras fórmulas; pues si en la fórmula [7] se pone, en lu- 
gar de la fuerza, el peso G, y se admite ésta, según la fórmu- 
la [9], como proporcional a la masa, se obtendrá: 

mb = G= mg; 

esto es: 

[xo] b = g. 

Todos los cuerpos tienen, pues, verticalmente hacia abajo 
la misma aceleración, cuando se mueven influidos exclusi- 
vamente por el peso, ya caigan 
libremente o sean lanzados. 
La cantidad g, la aceleración 
de la gravedad, tiene el valor 
g = 981 cm./sec*. 

Los experimentos más pre- 
cisos para comprobar esta ley 
se realizan por medio de pén- 
dulos; ya Newton observó que 
las duraciones de las oscilacio- 
nes para una longitud / del 
péndulo son siempre iguales, 
sea cual fuere la bola que pen- 
de del hilo. El proceso de oscilación es el mismo que hemos 
descrito más arriba, al tratar del péndulo elástico; pero aqui la 
bola es empujada, no ya por un resorte de acero, sino por la 
gravedad. La fuerza de la gravedad debe pensarse dividida 
en dos componentes: uno actúa en la longitud del hilo y lo tien- 
de; el otro actúa en la dirección del movimiento, y es la fuer- 
za que empuja la bola. 

La figura 25 muestra la bola del péndulo en la oscilación x; 
se ven dos triángulos rectángulos semejantes, cuyos lados, 
por tanto, tienen la misma relación: 





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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 55 



Por consiguiente, la fórmula [8] da para los dos péndulos: 

G G 
(air,)«m,= -~, (2-v)*m, = ~- , 

y por lo tanto, 

— — — — i 

esto es, que la relación entre el peso y la masa es para ambos 
péndulos la misma. La hemos llamado g en la fórmula [9]; 
obtenemos, pues, la ecuación 

[ni r-í»**)*/- 

Por donde se ve que g puede determinarse por medio de la 
longitud del péndulo y del número de oscilaciones. 

Muchas veces se expresa la ley de la proporcionalidad del 
peso a la masa de la siguiente manera: 

la masa pesada y la masa inerte son iguales. 

Se entiende por masa pesada simplemente el peso dividido 
por g; y a la masa propiamente dicha añádese el adjetivo 
«inerte», para distinguirla de la anterior. 

Ya Newton sabía que esta ley vale exactamente. Hoy está 
comprobada por las más exactas mediciones que la física cono- 
ce; fueron éstas llevadas a cabo por Eoetvoes (1890). Es, pues, 
totalmente legítimo emplear las pesadas en la balanza, no sólo 
para comparar los pesos, sino también las masas. 

Deberla pensarse que una ley como ésta había de estar 
firmemente arraigada en los fundamentos de la mecánica. Sin 
embargo, no es el caso, como demuestra nuestra exposición 
que reproduce con bastante fidelidad el contenido de la me- 
cánica clásica. Más bien diríase que está pegada, como una 
especie de curiosidad, al nexo de las demás proposiciones. 
Muchos pensadores se han asombrado de ello, pero nadie buscó 
tras este hecho una conexión más profunda. Hay muchas di- 
ferentes fuerzas que pueden impulsar una masa; ¿por qué no 



56 



La teoría de la relatividad de E inste i n 



ha de haber una que sea proporcional a la masa? Una pre- 
gunta, a la que no se espera contestación, permanece incon- 
testada. Y asi permaneció la cosa intacta durante siglos. Ello 
fué posible, porque los éxitos de la mecánica de Galileo y de 
Newton fueron extraordinarios; dominó esta mecánica, no sólo 
los procesos del movimiento terrestre, sino también los de los 
astros, y se manifestó como seguro fundamento de toda la 
ciencia exacta de la naturaleza. Particularmente hacia la mi- 
tad del siglo xix propúsose la investigación interpretar todos 
los procesos físicos como procesos mecánicos en el sentido de 
la teoría de Newton. Y durante la construcción del edificio ol- 
vidáronse de inquirir si los cimientos eran bastante sólidos 
para sostener el conjunto. El primero que ha reconocido la 
importancia déla ley que establece la igualdad entre la masa 
inerte y la masa pesada, y su significación para los fundamen- 
tos de las ciencias físicas, ha sido ElNSTElN. 

13. La mecánica analítica. 

El problema de la mecánica calculativa o analítica consiste 
en partir de la fórmula del movimiento: 

mb = K 

y hallar el movimiento cuando son dadas las fuerzas K. La 
fórmula misma no da sino la aceleración; esto es, la variación 
de velocidad. Sacar de aquí la velocidad y de ésta, a su vez, el 
lugar variable del punto en movimiento es un problema del 
cálculo integral que puede ser muy difícil, cuando la fuerza 
varía por modo muy complicado en lugar y en tiempo. Nos 
dará un concepto de la naturaleza del problema nuestra de- 
ducción de la variación de lugar en un movimiento uniforme- 
mente acelerado en una línea recta (pág. 37). Más complicado 
es ya el movimiento en un plano bajo la acción de una fuerza 
constante de dirección determinada, como en un movimiento 
de caída o de lanzamiento. También aquí podemos substituir 
aproximadamente el curso constante por una serie de movi- 



1 



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Ley es fundamentales de la mecánica clásica 57 



mientos uniformes que, por impulsiones sucesivas, se producen 
unos a otros. Representémonos de nuevo nuestra mesa y es- 
tablezcamos que la bola debe recibir a cada brevísimo tiem- 
po /, un choque de la misma cantidad y dirección (fig. 26). 
Si la bola parte del punto o con una velocidad inicial cual- 
quiera, llegará en / sec. a un punto 1, en donde le alcanza el 
primer choque; de aquí corre en otra dirección con otra velo- 
cidad, durante / sec, hasta que en el punto 2 recibe un nuevo 
choque que la 
desvia, etc. Cada 
una de las des- 
viaciones es de- 
termina ble por 
la ley de impul- 
sión; por lo tan- 
to, puede cons- 
truirse todo el 
proceso del mo- 
vimiento y se ve 
que el punto de 

partida, la dirección inicial y la velocidad inicial determinan 
enteramente el posterior curso. En este movimiento de retro- 
ceso tenemos una imagen grosera del movimiento de una 
bola sobre un plano inclinado; y la imagen coincidirá tanto 
mejor con el proceso, en realidad continuo, cuanto más pe- 
queño sea el intervalo de tiempo que se haya elegido entre los 
choques. 

Lo que aquí se ha conseguido por construcción lo realiza 
el cálculo integral en el caso de fuerzas continuamente activas. 
También aquí permanecen enteramente arbitrarios el punto 
de partida y la velocidad inicial en cantidad y dirección; pero 
si éstos son dados, queda perfectamente determinado el ulte- 
rior curso del movimiento. Una y la misma ley de fuerza puede, 
pues, producir infinitos movimientos, según la elección de las 
condiciones iniciales; asi, la inmensa muchedumbre de los mo- 
vimientos de caída y de proyección dependen todos de una y 




Fie 26. 



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58 



La teoría de la relatividad de E inste in 



la misma ley de fuerza, la gravedad, que actúa verticalmente 
hacia abajo. 

Generalmente no se trata en los problemas mecánicos del 
movimiento de un cuerpo, sino de varios que ejercen accio- 
nes unos sobre otros; entonces no están dadas las fuerzas mis- 
mas, sino que éstas dependen a su vez del movimiento desco- 
nocido. Se comprende que el problema de determinar por cálcu- 
lo los movimientos de varios cuerpos ha de ser sumamente 
complicado. 

14. La ley de la energía. 

Pero hay una ley que resume y facilita grandemente el pro- 
blema, y que en la posterior evolución de las ciencias físicas 
ha adquirido una gran importancia. Es la ley de la conservación 
de la energía. No podemos, naturalmente, manifestarla aquí 




Fig. 27. Fi S . 28. 



en toda su generalidad; ni siquiera demostrarla; vamos tan sólo 
a conocer su contenido por algunos ejemplos sencillos. 

Un péndulo, que se deja caer, estando la bola a cierta al- 
tura, pasa por la posición media y asciende del otro lado a la 
misma altura— con un pequeño error ocasionado por frota- 
miento y resistencia del aire (fig. 27) — . Si en vez de la trayec- 
toria circular se pone otra, colocando la bola sobre rieles, por 
ejemplo, como en las montañas rusas (fig. 28), ocurre exacta- 
mente lo mismo: la bola sube siempre a la misma altura de 
que salió. 

De aquí se deriva fácilmente que la velocidad que la bola 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 59 



tiene en un punto P cualquiera de su trayectoria depende sólo 
de la profundidad a que se halle el punto P bajo el punto de 
partida A. Para comprenderlo bien represéntese cambiado el 
trozo A P de la trayectoria y conservado intacto el resto PB. 
Si la bola, recorriendo una de las dos trayectorias de A a P, 
llegase a P con otra velocidad inicial que recorriendo la otra 
trayectoria, entonces al seguir rodando de P a B no alcanzarla 
en ambos casos justamente B como término; pues para ello es 
evidentemente necesario que la velocidad inicial en P esté uní- 
vocamente determinada. Por consiguiente, la velocidad en P no 
depende de la forma del trozo de trayectoria recorrido; y 
como P es un punto cualquiera, tiene esto una validez . 
general. La velocidad V tiene, pues, que estar deter- . * 
minada exclusivamente por la altura de la calda h. La 
exactitud de esta ley proviene de que la trayecto- 
ria—el riel— como tal no opone ninguna resistencia al 
movimiento, no ejerce ninguna fuerza sobre la bola en 
la dirección del movimiento, sino que sólo recoge la 
presión perpendicular de la bola. Si falta el riel, tene- 
mos la calda libre o el lanzamiento, y todo sigue igual: 
la velocidad en cada punto depende sólo de la altura -L 
de la calda. 

Este hecho no sólo se comprueba experimentalmen- 
te, sino que se deriva también de nuestras leyes del movi- 
miento; al hacerlo se obtiene además una forma de la ley que 
regula la dependencia en que la velocidad está de la altura de 
la calda. Afirmamos que dice así: 

Sea x la trayectoria contada positivamente hacia arriba 
(figura 29); sea ü la velocidad, m la masa, G el peso del cuer- 
po. Pues bien, la cantidad 

[12] E= tn -v*+Gx 

2 

conserva el mismo valor durante todo el proceso de la 
caída. 

Para demostrarlo, pensemos primeramente que B es una 



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60 



La teoría de la relatividad de E inste i n 



cantidad cualquiera que depende del movimiento y varia de 
momento en momento. En un pequeño espacio de tiempo /, 
la cantidad E varia en e; entonces habremos de decir que la re- 
lación — es la velocidad de variación de E, y al hacerlo, desde 

luego pensamos que el espacio de tiempo / debe tomarse siem- 
pre lo más pequeño posible— como antes hicimos al definir la 
velocidad y y la aceleración b— . Si la cantidad E no cambia 
en el tiempo, es naturalmente su velocidad de variación cero, 
e inversamente. Ahora vamos a calcular la variación de la ex- 
presión anterior £ en el tiempo /; durante este tiempo la al- 
tura de la caída x disminuye de Vt y la velocidad V aumenta 

de w= bU Por lo cual E % una 
vez transcurrido el tiempo /, 
tendrá el valor de 





w 2 


V* 


v.w. 



m 



E' = — ( v +w)* + G(x — vt). 

2 

Pero sabemos que 

(v -f w)* = v*-\- W*-\-2VW, 

lo cual quiere decir que el cua- 
drado levantado sobre las dos 
distancias sucesivas v y w pue- 
de dividirse en un cuadrado cuyo lado sea V, en otro cuyo 
lado sea w y en dos rectángulos iguales cuyos lados sean v y w 
(figura 30). 

Por donde resulta: 



Fie- 30- 



E' = — w % -\-mvw+Gx — Gvt. 

2 2 



Si se substrae ahora el antiguo valor de E, tendremos como 
variación 



e — E' — E — — w' + mvw — Gvt, 
2 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 61 

o sea, puesto que w = bt: 

e= ™ b*t* + mubt — Cvt. 

Y entonces la velocidad de la variación ~ se expresa 

— ■ ÜL b*t -f m v b — G v . 
t 2 

Aquí puede prescindirse del sumando que contiene t, puesto 
que disminuyendo el espacio de tiempo, puede llegar a ser tan 
pequeño como se quiera. Se obtiene, finalmente, para expre- 
sión de la velocidad de variación: 

— = v(mb — G). 

Esta expresión, empero, tiene un valor igual a cero, según las 
leyes de la mecánica, pues, según la fórmula [io], mb = mg = G, 
Queda, pues, demostrado que la cantidad E de la fórmula [xa] 
permanece invariable con el tiempo. Si se dan el punto de 
partida y la velocidad inicial del movimiento, esto es, los 
valores de x y v para / = o, entonces recibe la expresión E, 
según la fórmula [12], un valor determinado, que conserva 
luego durante el movimiento. 

De aquí se infiere que cuando el cuerpo sube, es decir, cuan- 
do x aumenta, tiene V que disminuir, e inversamente. Cada uno 
de los dos miembros o sumandos de la expresión E no puede 
crecer sino a costa del otro. El primero es característico del 
estado de velocidad del cuerpo; el segundo, de la altura que 
tiene que subir contra la gravedad. Hay nombres especiales 
para ellos. 

Y—ÜL^ llámase fuerza viva o energía cinética. 

U = Gx llámase capacidad de trabajo o energía potencial. 

Su suma: 

[,3] T + U = E 



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62 La teoría de la relatividad de E inste in 



se llama simplemente energía mecánica del cuerpo, y la ley que 
dice que es ella invariable en el movimiento del cuerpo llámase 
ley de la conservación de la energía. 

La dimensión de cada cantidad de energía es [E\ — [Gl], y 
su unidad g. cm. 

El nombre de capacidad de trabajo procede, naturalmente, 
del trabajo que el cuerpo humano realiza al levantar un peso. 
Según la ley de la energía, ese trabajo transfórmase al caer en 
energía cinética. Si, por el contrario, se le da a un cuerpo ener- 
gía cinética, lanzándolo a alguna altura, transfórmase ésta en 
energía potencial o capacidad de trabajo. 

Exactamente lo mismo que hemos desarrollado aquí para 
el movimiento de caída vale, en amplia extensión, para sis- 
temas de muchos cuerpos, con tal de que se cumplan dos con- 
diciones: 

1. a No deben producirse acciones del exterior; el sistema 
debe estar cerrado en sí mismo. 

2. a No deben manifestarse procesos en los cuales la energía 
mecánica se transforme en calor, en fuerza de tensión eléc- 
trica, en afinidad química, etc. 

En tal caso, vale siempre la proposición, que dice que 

B= T-f- U es constante, 

y de ella depende la energía cinética de las velocidades y la 
energía potencial de la posición de los cuerpos en movi- 
miento. 

En la mecánica de los astros realízase con máxima pureza 
ese caso ideal; aquí vale la dinámica ideal, cuyos principios 
hemos desenvuelto. 

Pero en el mundo terrestre no ocurre lo mismo. Todo mo- 
vimiento está sometido a frotación, por donde su energía se 
traduce en calor. Las máquinas con las cuales producimos mo- 
vimiento no hacen sino transformar fuerzas térmicas, quími- 
cas, eléctricas, magnéticas. No puede, pues, mantenerse la ley 
de la energía en la estrecha forma mecánica. Pero puede man 
tenerse en forma generalizada. Si llamamos Q a la energía tér- 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 63 



mica, C a la química, W a la electromagnética, podrá decirse 
que, para sistemas cerrados, la suma 

(M] • e=t+u + q + c+w 

es constante. 

Muy lejos nos llevaría el estudiar cómo fué descubierto y 
fundado este hecho por Robert Mayer, Joule (1842) y 
Helmholtz (1847), o investigar cómo las formas no mecánicas 
de la energía son determinadas cuantitativamente. Pero más 
tarde emplearemos el concepto de energía, cuando hablemos 
de la profunda conexión que la teoría de la relatividad ha 
descubierto entre masa y energía. 

15. Unidades dinámicas de fuerza y masa. 

El método con que hemos deducido las leyes fundamentales 
de la mecánica limita su validez en cierta manera a la super- 
ficie de nuestra mesa y su inmediata vecindad. Pues hemos 
abstraído nuestros conceptos y leyes de experiencias en es- 
pacios pequeños, de experimentos de laboratorio. La ventaja 
de este método ha sido que no hemos necesitado hacer refle- 
xiones sobre los supuestos que se refieren al tiempo y al espa- 
cio; los movimientos rectilíneos de que trata la ley de inercia 
pueden trazarse sobre la mesa con un tiralíneas, y tenemos a 
nuestra disposición aparatos y relojes para medir las trayec- 
torias y los movimientos. 

Pero ahora va a tratarse de salir de la habitación para su- 
mirnos en el espacio cósmico. El primer paso para ello es un 
«viaje alrededor del mundo»; por tal entiende el uso común 
del idioma la pequeña esfera terrestre. Nos propondremos el 
problema siguiente: ¿valen todas las leyes establecidas lo mismo 
en un laboratorio de Buenos Aires o del Cabo que aquí? 

En efecto valen, salvo una excepción, a saber: la cantidad 
de la aceleración de la gravedad g. Hemos visto que ésta puede 
medirse muy exactamente por medio de observaciones del 
péndulo. Pero se ha puesto de manifiesto que uno y el mismo 



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64 La teoría de la relatividad de Binstein 



péndulo oscila en el ecuador algo más lentamente que en las 
comarcas del Norte o del Sur; en un día, es decir, en una re- 
volución de la Tierra, verifícanse en el ecuador menos oscila- 
ciones. Esta diminución es muy regular hasta los polos, en 
donde g tiene su máximo valor. Más tarde veremos la causa de 
este fenómeno; por ahora, basta con su comprobación. Pero 
el hecho tiene muy incómodas consecuencias para el sistema 
de medidas con que nosotros hemos medido hasta ahora las 
fuerzas y las masas. 

Mientras no hacemos mas que comparar pesos con la ba- 
lanza de palanca, no hay dificultad. Pero figurémonos una 
balanza de resorte igualada con pesos; si se traslada a comar- 
cas más al Sur o más al Norte, se encontrará que, cargada con 
los mismos pesos, da distintas oscilaciones. Por tanto, si se 
identifica, como hasta ahora hemos hecho, el peso con la fuerza, 
no queda otro recurso que afirmar: la fuerza del resorte se ha 
alterado y depende de la latitud geográfica. Mas evidentemente 
no es éste el caso; no se ha alterado la fuerza del resorte, sino 
la fuerza de la gravedad; es, pues, falso tomar como unidad de 
fuerza el peso de un cuerpo determinado en todos los lugares 
de la Tierra. Pero se puede elegir como unidad de fuerza el peso 
de un cuerpo determinado en un lugar determinado de la 
Tierra; éste puede luego, cuando la aceleración de la pesantez g 
sea conocida por mediciones pendulares, trasladarse a otros 
lugares. Asi procede realmente la técnica; su medida de la 
fuerza es el peso de un cuerpo normal determinado que está 
en París: el gramo. Lo hemos usado siempre hasta ahora, sin 
tener en cuenta su variabilidad según el lugar; pero en las me- 
diciones exactas hay que hacer la reducción al lugar nor- 
mal (París). 

La ciencia ha abandonado este sistema de medidas, en el 
cual un lugar del globo es privilegiado, y ha adoptado otro 
menos caprichoso. 

Un método apropiado para ello nos ofrece la ley fundamental 
de la mecánica misma. En lugar de referir la masa a la fuerza, 
determínase la masa como cantidad fundamental de la dimen- 



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Leyes fundamentales de la mecánica clásica 65 



sión independiente [m] y se elige caprichosamente su unidad: 
un determinado trozo de metal tiene la masa x. De hecho se 
toma para ello el mismo trozo de metal que le sirve de unidad 
de peso a la técnica, el gramo de París, y esta unidad de masa 
se llama también gramo (g.)- La doble significación de esta 
palabra, como unidad de peso en la técnica y como unidad de 
masa en la física, puede fácilmente inducir a errores. Nosotros 
empleamos en lo que sigue el sistema de medidas de la física, 
cuyas unidades fundamentales son: para longitud, el centíme- 
tro (cm.); para tiempo, el segundo (sec), y para masa, el gra- 
mo (g.). 

La fuerza tiene ahora la siguiente dimensión derivada 



y la unidad es g. cm./sec. 2 , que también se llama una dina. 

£1 peso defínese por G — m%\ la unidad de masa tiene, pues, 
el peso G~ g dinas; es variable según la latitud geográfica, y en 
nuestras latitudes tiene el valor g — 981 dinas. Esta es la uni- 
dad técnica de fuerza. La fuerza de una balanza de resorte es, 
expresada en dinas, naturalmente constante, pues su capaci- 
dad de acelerar una masa determinada es independiente de la 
latitud geográfica. 

La dimensión de la impulsión es ahora 



y su unidad es g. cm./sec. Por último, la dimensión de la ener- 
gía es: 



y su unidad es g. cm^/sec. 1 , o sea dina-centímetro. 

Ahora que ya hemos librado nuestro sistema de medidas 
de todas las impurezas terrestres, podemos entrar en el estu- 
dio de la mecánica de los astros. 






La teoría 



DB ElNSTBIN. 



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III 

EL SISTEMA DEL UNIVERSO SEGUN 

NEWTON 

i. El espacio absoluto y el tiempo absoluto. 

Los principios de la mecánica, tales como aqui los hemos 
expuesto, los encontró Newton en los trabajos de Galileo en 
una parte y los creó él mismo en otra parte. A él le debemos 
principalmente las fórmulas determinadas de las definiciones 
y leyes con generalidad tal, que parecen ya sin relación alguna 
con el experimento terrestre y pueden trasladarse a los pro- 
cesos en el espacio cósmico. 

Para esto hubo Newton de principiar haciendo determinadas 
afirmaciones sobre el espacio y el tiempo, antes de entrar pro- 
piamente en los principios mecánicos. Sin esas determinacio- 
nes, carece de sentido aun la más sencilla ley de la mecánica, 
la ley de inercia. Según ella, un cuerpo sobre el cual no actúa 
ninguna fuerza, debe moverse en linea recta uniformemente. 
Representémonos la mesa, sobre la cual hemos hecho experi- 
mentos con la bola. Si la bola rueda sobre la mesa en línea 
recta, un observador que observe su trayectoria y la mida 
desde otro planeta, habrá de afirmar que esa trayectoria rela- 
tivamente a su punto de vista no es exactamente rectilínea. 
Pues la Tierra misma tiene un movimiento de rotación; y es 
claro que un movimiento que parece rectilíneo al observador, 



68 La teoría de la relatividad de E i n s t e i n 



movido también con la Tierra, porque deja sobre la mesa un 
rastro en linea recta, tiene que parecer curvilíneo a otro obser- 
vador que no verifique la rotación de la Tierra. Esto puede de- 
mostrarse groseramente del siguiente modo: 

Un disco circular de cartón blanco es fijado a un eje, de ma- 
nera que pueda hacerse girar sobre el eje por medio de una ma- 
nivela; ante el disco se coloca una regla A B. Désele vueltas al 
disco con la mayor posible regularidad, y pásese el lápiz por 
junto a la regla con velocidad constante, de manera que la 




Fi«. 31. 



punta del lápiz señale su camino sobre el disco. Este camino 
no será, naturalmente, una recta sobre el disco, sino una curva, 
la cual, para mayores velocidades de rotación, puede adoptar 
incluso la forma de un lazo. Asi, pues, el mismo movimiento, 
que un observador inmóvil con la regla, señala como rectilíneo 
y uniforme, serla considerado como circular (y no uniforme) 
por otro observador que estuviera en movimiento con el disco. 
Este movimiento puede construirse por puntos, como muestra 
intuitivamente el dibujo fácilmente inteligible de la figura 31. 

Este ejemplo muestra claramente que la ley de inercia no 
tiene sentido determinado mas que si el espacio o, mejor dicho, 
el iistema de referencia en que debe valer la rectiliniedad está 
exactamente fijado. 

Al sistema cósmico de Copémico no le corresponde, natu- 



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El sistema del Universo según Newton 69 



raímente, considerar la Tierra como el sistema de referencia 
para el cual vale la ley de inercia, sino que éste será otro, afian- 
zado en algún lugar del espacio cósmico. En experimentos te- 
rrestres, como el de la bola que rueda sobre la mesa, la trayec- 
toria del cuerpo en libre movimiento no es realmente recta, 
sino un poco curvada. Si esto escapó y tenia que escapar a la 
observación primitiva, es a causa de la exigüidad de las dimen- 
siones usadas en el experimento, en comparación con las di- 
mensiones del globo terrestre. Aquí, como muchas veces su- 
cede en la ciencia, contribuye la inexactitud de la observación 
al descubrimiento de una gran conexión; si Galileo hubiera 
podido hacer observaciones tan finas y exactas como los siglos 
posteriores, la confusión de los fenómenos hubiese dificultado 
grandemente el descubrimiento de la ley. Quizá no hubiese 
Keplero desenmarañado los movimientos planetarios, si en su 
tiempo se hubiesen conocido las trayectorias con la exactitud 
con que hoy se observan; pues las elipses de Keplero no son 
sino aproximaciones, de las cuales se alejan notablemente las 
verdaderas trayectorias, en espacios de tiempo largos. En la 
física actual ha sucedido cosa semejante; por ejemplo, en las 
regularidades del espectro; la muchedumbre del material exacto 
de observación ha dificultado grandemente el descubrimiento 
de relaciones sencillas. 

Newton hubo, pues, de plantearse el problema de buscar el 
sistema de referencia, en que valieran la ley de inercia y los 
demás principios de la mecánica. Si hubiere elegido el Sol, la 
cuestión no hubiese quedado resuelta, sino solamente diferida; 
pues algún día podría descubrirse que el Sol se mueve, como 
es el caso efectivamente hoy. 

Por estos motivos llegó Newton a la convicción de que un 
sistema de referencia empírico, establecido por medio de cuer- 
pos materiales, no podía ser nunca fundamento de una ley con 
el contenido ideal de la ley de inercia. La ley misma parece, 
empero, por su estrecha relación con la teoría euclidiana del 
espacio, cuyo elemento es la linea recta, el punto de partida 
natural de la dinámica del espacio cósmico. Justamente por la 



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70 La teoría de la relatividad de E inste in 



ley de inercia se manifiesta el espacio euclidiano fuera del limi- 
tado mundo terrestre. Otro tanto sucede con el tiempo, cuyo 
transcurso se expresa en el movimiento uniforme de la ley de 
inercia. 

Y asi llegó Newton a la concepción de que hay un espacio 
absoluto y un tiempo absoluto. Vamos a citar sus propias pa- 
labras. Sobre el tiempo dice: 

♦I. El tiempo absoluto, verdadero y matemático transcurre 
en si y por su naturaleza uniformemente, y sin referencia a 
ningún objeto exterior. También es designado con el nombre 
de duración* 

«El tiempo relativo, aparente y ordinario es una medida 
sensible y exterior, exacta o desigual, de la duración, de la cual 
se usa corrientemente en lugar del verdadero tiempo; tales son 
hora, día, mes, año.» 

«... Los días naturales, que generalmente son tenidos por 
iguales, como medida del tiempo, son, en realidad, desiguales. 
Esta desigualdad corrigenla los astrónomos midiendo el mo- 
vimiento de los astros según el tiempo exacto. Es posible que 
no exista ningún movimiento uniforme por el cual sea posible 
medir el tiempo exactamente; todos los movimientos pueden 
ser acelerados o retrasados; sólo el transcurso del tiempo 
soluto no puede ser alterado. La misma duración y la misma 
permanencia verificase para la existencia de todas las cosas, 
ya sean los movimientos veloces, lentos o nulos.» 

Sobre el espacio, manifiesta Newton iguales concepciones. 
Dice: 

«II. El espacio absoluto permanece siempre igual e inmó- 
vil, merced a su naturaleza y sin referencia a un objeto ex- 
terior.» 

«El espacio relativo es una medida o una parte móvil del 
primero que es caracterizada por nuestros sentidos mediante 
su posición respecto a otros cuerpos, y generalmente se toma 
por el espacio inmóvil.» 

«... Asi empleamos, no sin razón, en las cosas humanas, el 
lugar y movimientos relativos en vez del absoluto] en cambio, 



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El sistema del Universo según Newton 71 



en la teoría de la naturaleza hay que hacer abstracción de los 
sentidos. En efecto, puede darse el caso de que no exista nin- 
gún cuerpo inmóvil en realidad al cual puedan referirse los lu- 
gares y movimientos.» 

La expresa declaración que hace, tanto en la definición del 
tiempo absoluto como en la del espacio absoluto, de que éstos 
existen «sin referencia a un objeto exterior», parece extraña 
en un investigador del tipo espiritual de Newton. Este, en 
efecto, acentúa con gran frecuencia su propósito de no investi- 
gar sino los hechos, lo determinable por observaciones. Hypo- 
theses non fingo; tales son sus palabras claras y contundentes. 
Pero algo que existe «sin relación con un objeto exterior» no 
es determinable, no es un hecho. Es éste, evidentemente, un 
caso en que representaciones de la conciencia ingenua son tras- 
ladadas sin crítica al mundo objetivo. Más tarde dedicaremos 
a estas cuestiones una exacta investigación. 

Nuestro inmediato problema es ahora exponer cómo New- 
ton concibió las leyes del Cosmos y en qué consiste el progreso 
de sus teoría. 

2. Ley newtoniana de la atracción. 

La idea de Newton es la concepción dinámica de las tra- 
yectorias planetarias o, como decimos hoy, la fundamentación 
de la mecánica celeste. Para ello era necesario aplicar a los mo- 
vimientos de los astros el concepto de fuerza establecido por 
Galileo. Pero Newton ha descubierto la ley según la cual los 
astros actúan unos sobre otros, no estableciendo audaces hipó- 
tesis, sino siguiendo el camino exacto, sistemático, del análi- 
sis de los hechos conocidos sobre los movimientos planetarios. 
Estos hechos hallábanse expresados en las tres leyes de Ke- 
plero, que resumían todas las observaciones de aquella época 
por modo maravillosamente conciso e intuitivo. Vamos a dar 
aquí las leyes de Keplero en forma detallada. Dicen así: 

x. a Los planetas se mueven en elipses alrededor del Sol, 
que ocupa uno de los focos (fig. 32). 



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72 La teoría de la relatividad de E inste i n 



2. a £1 radio vector trazado desde el Sol a un planeta des- 
cribe, en tiempos iguales, iguales superficies del espacio. 

3. a Los cubos de los ejes mayores son como los cuadrados 
de los tiempos de revolución. 

Ahora bien; la ley fundamental de la mecánica establece 
una relación entre la aceleración b del movimiento y la fuerza K 
que ocasiona el movimiento. La aceleración b está determinada 



hubiera bastado a Newton para hacer ese cálculo; tuvo que 
crearse él mismo los necesarios auxilios matemáticos. Asi nacie- 
ron en Inglaterra el cálculo diferencial y el cálculo integral, las 
raices de toda la matemática moderna, como producto subal- 
terno de la investigación astronómica. Al mismo tiempo, en el 
continente, Leibnitz (1684), partiendo de muy distintos pun- 
tos de vista, descubrió el mismo método. 

Como en este libro no queremos hacer uso del cálculo infi- 
nitesimal, no podemos dar al lector una representación de la 
grandeza que encierran las conclusiones de Newton. Sin em- 
bargo, el pensamiento fundamental puede exponerse clara- 
mente sobre un caso sencillo. 

Las trayectorias planetarias son elipses poco excéntricas, 
casi circuios. Será permitido admitir aproximadamente que 
los planetas giran alrededor del Sol describiendo circuios, como 
aun suponía Copérnico. Como los círculos son elipses de ex- 
centricidad igual a cero, resulta que, admitiendo eso, se cum- 
ple en todo caso la primera ley de Keplero. 




íntegramente por el curso del mo- 
vimiento, y, conocido éste, puede 
calcularse b. Newton reconoció que 
la determinación de la trayectoria 
dada por las leyes de Keplero es 
bastante para calcular la acelera- 
ción; por donde resulta también 
conocida la fuerza activa, por la ley 



fjemayrr 



K = mb. 



Fl€. 32. 



La matemática de la época no 



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El sistema del Universo según Newton 73 



Mas luego dice la segunda ley que todo planeta recorre su 
circulo con velocidad constante. Ahora bien; conocemos la ace- 
leración en estos movimientos circulares, según II, 4; se dirige 
hacia el punto medio y, según la fórmula [3], página 39, tiene 
el valor 

r 

siendo V la velocidad y r el radio del circulo. 

Si T es el tiempo de revolución, queda determinada la 
velocidad como relación entre la longitud de la circunferen- 
cia 2*r (~— 3,1415 ) y el tiempo T. Tenemos, pues: 



[15] 

de suerte que 



• 



4x«r« 4-»r 



Ahora acudamos a la tercera ley de Keplero, la cual, en el 
caso de un circulo, dice evidentemente que la relación entre 
el cubo del radio, r 3 , y el cuadrado del tiempo de revolu- 
ción, 7 a , tiene, para todos los planetas, el mismo valor C: 

r» r C 

[16] — - = C, o sea — ■ = — - . 

T x T* r* 

Incluyamos esto en la fórmula anterior y tendremos: 

[«7] 6 = -7T- 

Según esto, la cantidad de aceleración centrípeta depende 
solamente de la distancia que separe el planeta del Sol, y es in- 
versamente proporcional al cuadrado de esa distancia; pero 
es totalmente independiente de las propiedades del planeta; 
verbigracia, de la masa; pues la cantidad C es la misma para 
todos los planetas, según la tercera ley de Keplero, y sólo tendrá 
algo que ver con la naturaleza del Sol, pero no con la del 
planeta. 



74 



La teoría de la relatividad de E inste i n 



Lo notable es que la misma ley, exactamente, se deriva 
para las trayectorias elípticas, claro que por medio de un 
cálculo algo más penoso. La aceleración está siempre dirigida 
al Sol, que se encuentra en uno de los focos y tiene la cantidad 
dada por la fórmula [17]. 

3. La gravitación universal. 

La ley de la aceleración, descubierta asi, tiene una impor- 
tante propiedad que le es común con la gravedad terrestre: es 
completamente independiente de la naturaleza del cuerpo en 
movimiento. Si por la aceleración se calcula la fuerza, ésta es 
también dirigida hacia el Sol; es, pues, una atracción y tiene el 
valor 

[18] K**Mb=*m ¡ 

es proporcional a la masa del cuerpo en movimiento, exacta- 
mente lo mismo que el peso 

G = mg 

de un cuerpo en la Tierra. 

Este hecho sugiere la idea de que ambas fuerzas tienen un 
mismo origen. Hoy la tradición, vieja ya de varioss siglos, ha 
dado a esa idea tal evidencia que apenas podemos representar- 
nos la audacia y la grandeza de Newton al concebirla. (Cuánta 
fantasía no es necesaria para concebir el movimiento de los pla- 
netas alrededor del Sol, o el de la Luna alrededor de la Tierra, 
como una «calda» que se verifica según las mismas leyes y por 
la acción de la misma fuerza que la caída de una piedra que 
yo suelto de mi mano! Si los planetas o la Luna no van real- 
mente a tropezar contra el cuerpo central, es porque lo impide 
la ley de inercia, que se manifiesta aquí como fuerza centrí- 
fuga; ya tendremos ocasión de volver a hablar de esto. 

Newton comprobó primeramente sobre el ejemplo de la 
Luna esta ley de la pesantez o gravitación universal. La distan- 



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El sistema del Universo según Newton 75 

cía de la Luna a la Tierra era conocida por mediciones de 
ángulos. 

Esta comprobación es tan importante que vamos a inser- 
tar aqui el sencillísimo cálculo, para robustecer asi el hecho 
de que todas las ideas físicas adquieren su validez y su valor 
por la concordancia de valores numéricos calculados y medidos. 

El cuerpo central es ahora la Tierra. La Luna ocupa el lugar 
del planeta. La letra r significa el radio de la trayectoria lunar; 
T, el tiempo de la revolución lunar. Sea a el radio de la esfera 
terrestre; si la fuerza de la gravedad sobre la Tierra ha de tener 
el mismo origen que la atracción que la Luna experimenta 
por la Tierra, entonces la aceleración g de la gravedad deberá 
expresarse, según la ley de Newton contenida en la fórmula [17], 
de esta manera: 

4-*C 

teniendo C el mismo valor que para la Luna; a saber, según la 
fórmula [16]: 

Pónese este valor y se obtiene: 

Ahora bien; el tiempo de la revolución «sidérea* de la Luna, 
es decir, el tiempo que transcurre entre dos posiciones tales que 
la linea que une la Tierra a la Luna tenga la misma dirección 
hacia el cielo de las estrellas fijas, es de: 

T = 27 días, 7 horas, 43 minutos y 12 segundos. 
= 2.360.592 segundos. 



Es costumbre en la física no escribir más cifras que las que 
hayan de usarse en el cálculo posterior; las demás se expresan 
en potencias de 10. En este caso escribiremos: 

T = 2,36 • io« sec ? 



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76 



La teoría de la relatividad de B i n ste i n 



La distancia de la Luna al centro de la Tierra es unas 6o ve- 
ces el radio terrestre; más exactamente, 

r = 6o,i a. 

El radio terrestre es fácil de obtener, puesto que el sistema 
métrico está en una relación sencilla con él. Es, en efecto, 
i m. = ioo cm. la diezmillonésima parte del cuadrante de la 
Tierra; es decir, la 40 millonésima, o cuatro veces la 1o 7 esima 
parte de la circunferencia terrestre 2 rza: 

2na 



o sea: 

[20] a = 6,37 • io« cm. 

Incluyese todo esto en la fórmula [12] y se obtiene: 

4** • 6o,x« . 6,37 • io« 
[a,] g m Í¡6¡7Í?. = 981 Cm /SeC ' ' 

Este valor, empero, coincide exactamente con el que se ob- 
tiene por medio de observaciones del péndulo en la Tierra. 

La gran importancia de este resultado es que significa la 
relativización de la gravedad. Para los antiguos significaba el 
peso un tiro hacia el «abajo» absoluto, que experimentan todos 
los cuerpos terrestres. El descubrimiento de la forma esférica 
de la Tierra trajo consigo la relativización de la dirección de 
la gravedad terrestre; fué concebida como un tiro o atracción 
hacia el centro de la Tierra. 

Ahora ha quedado demostrada la identidad entre la pesan- 
tez y la fuerza de atracción que obliga a la Luna a girar, y como 
no cabe duda alguna de que ésta es esencialmente igual a la 
fuerza que obliga a la Tierra y a los demás planetas a recorrer 
su trayectoria en torno al Sol, surge de aquí la representación 
de que los cuerpos no son pesados en absoluto, sino relativa- 
mente unos a otros. La Tierra, como planeta, es atraída hacia 
el Sol; pero, a su vez, atrae a la Luna. Evidentemente es ésta 
una descripción aproximada del verdadero estado de cosas, 



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El sistema del Universo según Newton 77 



que consiste en que el Sol, la Tierra y la Luna se atraen recí- 
procamente. Desde luego, para la trayectoria de la Tierra en 
torno al Sol, éste puede considerarse con gran aproximación 
como inmóvil, porque su enorme masa impide que se produz- 
can notables aceleraciones, y, reciprocamente, la Luna, por su 
pequeñez, no entra notablemente en consideración. Pero una 
teoría exacta tendrá que tomar en cuenta estas influencias, 
llamadas «perturbaciones». 

Antes de considerar más de cerca esta concepción, que sig- 
nifica el progreso principal de la teoría newtoniana, vamos a 
dar su forma definitiva a la ley de Newton. Hemos visto que 
un planeta que se encuentra a la distancia r del Sol sufre una 
fuerza de atracción hacia el Sol de cantidad determinada por 
la fórmula [18J: 



siendo C una constante que depende de las propiedades del 
Sol, no del planeta. Según la nueva concepción de la atracción 
reciproca, tiene el planeta que atraer igualmente al Sol; si M 
es la masa del Sol, c una constante que sólo depende de la na- 
turaleza del planeta, tendrá la fuerza de atracción del planeta 
sobre el Sol la expresión 



Ahora bien; anteriormente, cuando introdujimos el concepto 
de fuerza, hubimos de hacer uso del principio de la acción re- 
ciproca (acción = reacción), que es una de las leyes más senci- 
llas y seguras de la mecánica. Apliquémoslo ahora. Tendremos 
que poner K = K\ o sea: 



K' = M- 




m 



4**C 
r» 



M 



de donde se sigue: 



mC 



Me; 



o sea: 



C 
M 



» 
m 



c 



> 



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78 



La teoría de la relatividad de E i n s te i n 



esto es, que esta relación tiene para ambos cuerpos — Sol y pla- 
neta—, y por tanto para todos los cuerpos en general, el mismo 

k 

valor. Designemos este valor con , y podremos escribir: 
[2a] 4K*C — kM, 4*«c — km. 

El factor de proporcionalidad k llámase constante de gravi- 
tación. 

Entonces la ley newtoniana de la gravitación universal re- 
cibe la forma simétrica siguiente: 

o, dicha en palabras: 

Dos cuerpos se atraen uno a otro con una fuerza que es direc- 
tamente proporcional a la masa de cada uno de los cuerpos e in- 
versamente proporcional al cuadrado de su distancia. 

4. La mecánica del cielo. 

Sólo en esta acepción general representa la ley de Newton 
un progreso real para el cálculo de las trayectorias planetarias. 
Pues en la primitiva forma fué derivada por cálculo de las 
leyes de Keplero, y no significaba mas que un brevísimo y 
exacto compendio de esas leyes. Puede demostrarse reciproca- 
mente que el movimiento de un cuerpo alrededor de otro cuer- 
po central inmóvil que le atrae, según la ley de Newton, es 
necesariamente un movimiento elíptico kepleriano. Pero algo 
nuevo surge si primero consideramos ambos cuerpos como en 
movimiento y luego añadimos otros cuerpos más. 

Nace entonces el problema matemático de los tres o más 
cuerpos, que corresponde exactamente a las relaciones efectivas 
en el sistema planetario (fig. 33). En efecto; los planetas no son 
atraídos solamente por el Sol, ni la Luna solamente por su pla- 
neta, sino que todo cuerpo, ya sea sol, planeta, satélite, cometa, 
atrae a los demás. Entonces aparecen las leyes de Keplero 



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El sistema del Universo según Newton 



79 



como valederas sólo aproximativamente, porque la atracción 
del Sol, dada la gran masa de éste, supera con mucho la acción 
recíproca de todos los demás cuerpos del sistema planetario. 
Pero en largos periodos de tiempo han de poderse notar esas 
acciones reciprocas como desviaciones de las leyes de Keplero; 
hablaré, pues, como ya hemos 
dicho, de anomalías o perturba- 
ciones. 

Ya en la época de Newton 
eran conocidas tales anomalías, 
y los siglos posteriores han amon- 
tonado un enorme material de 
hechos, merced al refinamiento 
en los métodos de observación. 
La teoría newtoniana de la atrac- 
ción tenia que dominarlo y explicarlo. Lo ha conseguido, y es 
éste uno de los más grandes triunfos del espíritu humano. 

No es nuestro objeto aquí exponer la evolución de la me- 
cánica celeste desde Newton hasta nuestros días, ni explicar 
los métodos matemáticos que se han inventado para calcular 
las trayectorias «anómalas». Los más sutiles matemáticos de 
todos los países han colaborado en la teoría de las anomalÍas 1 
y si el problema de los tres cuerpos no ha encontrado todavía 
una solución perfectamente satisfactoria, se puede, sin em- 
bargo, calcular con seguridad los movimientos a cientos de 
miles o millones de años en el futuro o en el pasado. Innumera- 
bles casos han comprobado, pues, la teoría de Newton por 
nuevas experiencias, y hasta ahora nunca ha fallado— salvo en 
un caso de que ahora nos vamos a ocupar—. La astronomía 
teórica, tal como Newton la había fundado, pasaba, pues, como 
modelo de las ciencias exactas. Realiza la que ha sido siempre 
aspiración del hombre: descorrer el velo que se tiende sobre el 
futuro, dando a sus discípulos el don de la profecía. Y si el 
objeto de las predicciones astronómicas es poco importante, 
indiferente para la vida humana, tornóse, empero, en un sím- 
bolo de la liberación del espíritu que rompe las barreras de la 



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80 La teoría de la relatividad de E i n ste i n 



limitación terrestre; también nosotros, como los pueblos de 
todos los tiempos, miramos a los astros con admiración respe- 
tuosa, porque ellos nos descubren la ley del universo. 

Pero la ley del universo no admite excepción. Y, sin em- 
bargo, hay un caso, ya lo hemos indicado, en que la teoría 
de Newton ha fallado. Aun cuando el error es pequeño, no 
vale negarlo. Trátase del planeta Mercurio, el mas próximo de 
todos al Sol. La trayectoria de todo planeta puede concebirse 
como un movimiento elíptico kepleriano, que es perturbado 
por los demás planetas; es decir: la posición del plano de la 
trayectoria, la situación del eje máximo de la elipse, su excen- 
tricidad, en suma, los elementos de la trayectoria experimen- 



máximo de determinada dirección y longitud, etc. Tal es el 
caso, efectivamente, en todos los planetas; pero en Mercurio 
queda un pequeño residuo. La dirección del eje máximo, esto 
es, la linea que une el Sol con el mas próximo punto de la tra- 
yectoria, el per i helio (fig. 34), no queda fijo después de compu- 
tadas todas las perturbaciones, sino que verifica un lentísimo 
movimiento de rotación, progresando 43 segundos de arco en 
un siglo. £1 astrónomo Leverrier (1845)— el mismo que pre- 
dijo la existencia del planeta Neptuno, fundándose en cálculos 
de anomalías o perturbaciones— fué el primero que calculó ese 
movimiento, que está establecido con gran seguridad. Pues 
bien; resulta inexplicable por la atracción newtoniana de las 
masas planetarias que conocemos. Se ha acudido al recurso de 
admitir masas hipotéticas, cuya atracción habría de producir 




Fie. 34. 



Mercurio 



tan poco a poco variacio- 
nes. Cuando se calculan 
éstas según la ley de 
Newton y se incluyen en 
la trayectoria observada, 
tiene ésta que transfor- 
marse en un movimiento 
kepleriano exacto, en una 
elipse situada en determi- 
nado plano, con un eje 



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El sistema del Universo se^ún Newton 



81 



el movimiento del perihelio de Mercurio; asi, por ejemplo, se 
puso en relación con la anomalía de Mercurio la luz del zodiaco, 
que procedería de una materia poco densa, a manera de nube 
en torno al Sol. Esta y otras muchas hipótesis tienen todas 
un defecto, y es el de estar inventadas expresamente para el 
caso, sin que las compruebe ninguna otra observación. 

El hecho de que la única desviación de las leyes de Newton 
que haya sido establecida con certeza se refiera precisamente 
a Mercurio, el planeta más próximo al Sol, parece indicar que 
puede haber aqui un defecto de principio en la ley de Newton. 
Pues la fuerza de atracción es máxima en las inmediaciones del 
Sol y, por lo tanto, aqui es donde serán más notables cuales- 
quiera desviaciones de la ley del cuadrado inverso de la dis- 
tancia. Se ha intentado introducir modificaciones en la ley de 
Newton; pero, por ser inventadas caprichosamente, sin que 
pueda comprobarlo ningún otro hecho, no puede su exactitud 
demostrarse por sólo que expongan y traduzcan el movimiento 
del perihelio de Mercurio. Si la teoría de Newton exige real- 
mente un perfeccionamiento, hay que desear que, sin la intro- 
ducción de constantes caprichosas, se derive de un principio 
que supere a la teoría en generalidad y verosimilitud interna. 

Einstein es quien lo ha conseguido, poniendo a la base de 
las leyes naturales la relatividad general como postulado su- 
premo. En el último capitulo volveremos sobre su explicación 
del movimiento del perihelio de Mercurio. 

5. El principio de relatividad de la mecánica clásica. 

Sumidos en los grandes problemas del Cosmos, casi hemos 
olvidado su punto de partida terrestre. Las leyes de la diná- 
mica, encontradas sobre la Tierra, han sido trasladadas al es- 
pacio cósmico que la Tierra surca con poderosa velocidad en su 
trayectoria alrededor del Sol. ¿Cómo es que nosotros adverti- 
mos tan poca cosa de ese viaje por el espacio? ¿Cómo es que 
Galileo pudo encontrar, sobre la Tierra en movimiento, leyes 
que, según Newton, sólo podían valer estrictamente en el es- 

La teoeía db LA RELATIVIDAD DE ElNSTB'M. 6 



82 La teoría de la relatividad de Einstein 



pació absolutamente inmóvil? Ya hemos aludido antes a este 
problema, cuando tratamos de las concepciones newtonianas 
del espacio y del tiempo. Dijimos entonces que la trayectoria 
de una bola que rueda sobre una mesa es, al parecer, recta; 
pero que, en realidad, a causa de la rotación de la Tierra, tiene 
que ser algo curva, pues no es recta con relación a la Tierra que 
gira, sino con relación al espacio absoluto; si no se advierte esa 
curvatura, es por la brevedad del camino y del tiempo de ob- 
servación, durante el cual la Tierra ha girado muy poco sobre 
si. Convengamos en esto; pero aun queda el movimiento alre- 
dedor del Sol, que se verifica con la enorme velocidad de unos 
30 kilómetros por segundo. ¿Por qué no advertimos nada 
de éste? 

Este movimiento alrededor del Sol es, sin duda, una rota- 
ción también, y tiene que observarse en los movimientos te- 
rrestres, del mismo modo que la rotación de la Tierra sobre su 
eje, aunque más débilmente, porque la curvatura de la trayec- 
toria de la Tierra es pequeñísima. Pero nuestra pregunta se re- 
fiere, no a ese movimiento de rotación, sino al movimiento de 
traslación, que, en el curso de un día, es prácticamente recti- 
líneo y uniforme. 

De hecho verifícanse todos los procesos mecánicos sobre la 
Tierra como si ese poderoso movimiento de avance no existiera; 
y esta ley tiene una validez general para todo sistema de cuer- 
pos, que realiza un movimiento uniforme y rectilíneo por el 
espacio absoluto de Newton. Este se llama principio de relati- 
vidad de la mecánica clásica; puede formularse de diferentes 
modos; provisionalmente damos el siguiente: 

Las leyes de la mecánica formúlanse igualmente, ya sean refe- 
ridas a un sistema de coordenadas en movimiento rectilíneo y uni- 
forme por el espacio absoluto, ya sean referidas a un sistema de 
coordenadas inmóvil en el espacio absoluto. 

Para comprender la exactitud de este principio, basta fijar 
la atención en la ley fundamental de la mecánica, la ley de 
la impulsión, y en los conceptos que contiene. Sabemos que un 
choque produce una variación de velocidad; pero esta varia- 



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El sistema del Universo según Newton 



83 



ción es en absoluto independiente de que las velocidades antes 
y después del choque, v 1 y í/ 2 , sean juzgadas con referencia al 
espacio absoluto o a un sistema de referencia que se mueva con 
la velocidad constante a. Si el cuerpo en movimiento va por 
el espacio con la velocidad u 1 = 5 cm./sec. antes del choque o 
impulso, un observador que se mueva en la misma dirección 
con la velocidad a = 2 cm./sec. no medirá más que la veloci- 
dad relativa 

t/, = t/, -« = 5-2-3. 

Si ahora el cuerpo recibe, en la dirección del movimiento, un 
choque o impulso que aumenta su velocidad a u 2 — 7 cm./sec, 
entonces el observador en movimiento medirá la velocidad 
final de 

v 'i ~ "1 — « — 7 — a = 5 • 

La variación de velocidad producida por el choque es, pues, 
en el espacio inmóvil: 

w = Vx _ Vx = 7 _ 5 = 2. 

En cambio, el observador en movimiento determina el si- 
guiente aumento de velocidad: 

w' = v' t — v\ = \v x — a) — (v t — a) = v, — v x = w . 

-5-3 = 2- 

Ambos son iguales. 

Lo mismo ocurre en las fuerzas continuas y en las acelera- 
ciones que ellas producen. Pues la aceleración b quedó definida 
como relación entre la variación de velocidad, W t y el tiempo 
necesario para ello, /; y como W es independiente del movi- 
miento traslativo rectilíneo y uniforme que tenga el sistema de 
referencia usado para la medición, resulta que lo mismo vale 
para b. 

El fundamento de esta ley es, sin duda alguna, la ley de 
inercia, según la cual un movimiento de traslación se verifica sin 
fuerzas; un sistema de cuerpos moviéndose todos por el espacio 



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84 



La teoría de la relatividad de E inste i n 



con la misma velocidad constante, no sólo está en quietud rela- 
tiva geométricamente, sino que no se produce, a consecuencia 
del movimiento, ningún efecto de fuerzas en los cuerpos del 
sistema. Pero si los cuerpos del sistema ejercen fuerzas unos 
sobre otros, los movimientos asi producidos se verificarán rela- 
tivamente, tal como si no existiera el movimiento de traslación 
común. El sistema, pues, para un observador que vaya arras- 
trado en su movimiento, no es discernible de un sistema que 
se hallare en quietud absoluta. 

La experiencia diaria, mil veces repetida, de que no adver- 
timos nada del movimiento de traslación de la Tierra, es una 
palpable demostración de esta ley. Mas lo mismo sucede en 
movimientos que se verifican en la Tierra; pues cuando un mo- 
vimiento sobre la Tierra es rectilíneo y uniforme relativamente 
a ésta, lo es también relativamente al espacio, si en el movi- 
miento de la Tierra prescindimos de la rotación. Todo el mundo 
sabe que en un barco o en un vagón de ferrocarril, cuando se 
mueve uniformemente, los procesos mecánicos suceden de la 
misma manera que en la Tierra inmóvil; sobre el barco que se 
mueve cae, por ejemplo, una piedra vertical mente, esto es, a 
lo largo de una recta vertical que se mueve con el barco. Si la 
navegación fuese perfectamente uniforme y sin sacudidas, los 
pasajeros nada notarían del movimiento, mientras no obser- 
vasen nada de lo que rodea al barco. 

6. El espacio absoluto «limitadamente». 

El principio de la relatividad de los procesos mecánicos es 
el punto de partida para todas nuestras consideraciones ulte- 
riores. Su importancia obedece a que está en estrechísima co- 
nexión con las concepciones de Newton sobre el espacio abso- 
luto, y a que desde un principio limita esencialmente la reali- 
dad física de ese concepto. 

Hemos fundado antes la necesidad de admitir el espacio 
absoluto y el tiempo absoluto, en la consideración de que, sin 
ello, la ley de inercia carece de sentido. Ahora ya debemos 



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El sistema del Universo según Newton 



85 



meditar la cuestión de hasta qué punto conviene a esos con- 
ceptos la nota de «realidad» en el sentido de la física. Un con- 
cepto tiene realidad física sólo cuando en el mundo de los fenó- 
menos le corresponde algo determinable por medio de medi- 
ciones. No es ésta ocasión de describir el concepto filosófico 
de realidad. En todo caso, es lo cierto que el criterio de realidad 
que acabamos de indicar corresponde exactamente al caso de 
las ciencias físicas; un concepto que no le satisfaga, queda poco 
a poco excluido del sistema de la física. 

Vemos inmediatamente que, en tal sentido, un determinado 
lugar en el espacio absoluto de Newton no es nada real; pues 
es, en principio, imposible encontrar de nuevo en el espacio 
un lugar. 

Ello se infiere sin dificultad del principio de relatividad. 
Suponiendo que hubiésemos llegado por algún método a ad- 
mitir que en el espacio descansa un determinado sistema de re- 
ferencia, siempre podrá considerarse con el mismo derecho, 
como inmóvil, un sistema de referencia que, relativamente al 
primero, se mueva con movimiento uniforme y rectilíneo. Los 
procesos mecánicos en ambos se verifican con perfecta igual- 
dad, y ninguno de los sistemas es privilegiado con respecto al 
otro. Un determinado cuerpo, que aparece inmóvil en uno de 
los dos sistemas de referencia, describe, visto desde el otro, un 
movimiento rectilíneo uniforme; y si alguien quisiera sostener 
que el tal cuerpo señala un lugar en el espacio absoluto, otra 
persona podría negarlo, con igual derecho, y decir que el 
cuerpo está en movimiento. 

Pero con esto el espacio absoluto de Newton pierde ya una 
parte importante de su existencia algo desazona dora; un espa- 
cio en donde no hay lugar alguno que pueda determinarse por 
medios físicos es, en todo caso, algo bien sutil, y no ya sólo un 
cajón en donde se amontonan las cosas materiales. 

Debemos, pues, ahora variar un poco la fórmula del prin- 
cipio de relatividad, porque en ella se habla de un sistema de 
coordenadas inmóvil en el espacio absoluto, lo que evidente- 
mente carece de sentido físico. Para llegar a una expresión 



86 



La teoría de la relatividad de E i n ste i n 



clara, hase introducido el concepto de sistema inercia!, por el 
cual entiéndese un sistema de coordenadas en donde se verifica 
la ley de inercia en su acepción primitiva; no hay un solo sis- 
tema de referencia inmóvil en el espacio absoluto de Newton, 
sino infinitos, en que eso sucede, y todos son igualmente legí- 
timos; mas como no se puede hablar de «muchos» espacios en 
movimiento unos con respecto de otros, prefiérese, en lo posi- 
ble, evitar la palabra espacio. Entonces el principio de relati- 
vidad recibe la siguiente forma: 

Hay infinitos sistemas en movimiento de traslación unos re- 
lativamente a otros, y todos igualmente legítimos; en esos siste- 
mas inerciales son válidas las leyes de la mecánica en su forma 
sencilla, clásica. 

Se ve claramente cómo el problema del espacio está en es- 
trechísima relación con la mecánica. No es el espacio el que 
existe e imprime su «forma» a las cosas, sino las cosas y sus 
leyes físicas son las que determinan el espacio. Luego vere- 
mos cómo esta concepción va imponiéndose con creciente cla- 
ridad y amplitud, hasta alcanzar su máximo valor en la teoría 
general de la relatividad de ElNSTElN. 

7. Transformaciones de Galileo. 

Aun cuando todas las leyes de la mecánica son las mismas en 
todos los sistemas inerciales, no por eso se sigue que las coordena- 
das y las velocidades de los cuerpos con respecto a dos sistemas 
inerciales en movimiento uno relativamente al otro, sean las mis- 
mas. Pues si, por ejemplo, un cuerpo está inmóvil en un sistema 
5, tendrá una velocidad constante con respecto al otro sistema 5', 
que se mueve relativamente a 5. Las leyes generales de la me- 
cánica no contienen mas que las aceleraciones, y éstas son, como 
hemos visto, iguales para todos los sistemas inerciales; pero para 
las coordenadas y las velocidades no es lo mismo. 

De aquí se origina el problema siguiente: dadas la posición 
y la velocidad de un cuerpo en un sistema inercial 5, hallarlas 
para otro sistema inercial 5'. 



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El sistema del Universo según Newton 87 



Trátase, pues, del tránsito de un sistema de coordenadas a 
otro que se mueve con relación al primero. Debemos hacer 
aquí algunas observaciones 
en general sobre los siste- 
mas de coordenadas igual- 
mente legítimos y sobre las 
leyes del cálculo para pasar 
de uno a otro, las llamadas 
ecuaciones de transforma- 
ción. C' 

. 

El sistema de coordena- 
das es, en geometría, un 
medio de fijar cómodamen- 
te las posiciones relativas 

de un cuerpo con respecto 

a otro. Para lograrlo se Flg 35 

imagina el sistema de coor- 
denadas fijo en uno de los cuerpos, y entonces las coordenadas de 
los puntos del otro cuerpo determinan íntegramente la posición 
relativa. Naturalmente, es indiferente que el sistema de coor- 
denadas sea rectangular 
4f o de ángulo agudo, polar 

o más general aún; tam- 
bién es indiferente la 
orientación con respecto 
al primer cuerpo. Ahora 
bien; o hay que determi- 
nar esa orientación, o, si 
ésta cambia, hay que in- 
dicar exactamente cómo 
el sistema de coordena- 
das forma campo con 
respecto al cuerpo. Si, 
por ejemplo, se opera en el plano con coordenadas rectan- 
gulares, puede elegirse, en lugar del sistema 5 primeramente 
elegido, un segundo sistema 5' que esté detrás del primero 




F*. 36. 



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88 La teoría de la relatividad de Einstein 



(figura 35), o que sea resultado de un giro en torno al primero 
(figura 36); pero habrá que decir exactamente la cantidad que 
vale la distancia o el giro que separan a ambos. Dados estos 
datos, puede calcularse luego qué valor tendrán, en el nuevo 
sistema 5', las coordenadas de un punto P, que en el viejo sis- 
tema 5 tenían los valores X é y. Si llamamos a esos valores 
x' é y', se obtienen fórmulas que permiten calcular x' é y' por 
medio de x é y. Vamos a desarrollar esto para el caso más sen- 
cillo, a saber: cuando 5' se origina de 5 corriendo el eje de las y 
paralelamente sobre el eje de las x a una distancia del punto 

cero igual a a (fig. 37). 
En este caso, la nueva 
coordenada x' de un 
punto P es igual a su 
anterior coordenada x 
disminuida de la distan- 
cia a; en cambio, la coor- 
denada y es la misma en 
los dos sistemas. Tene- 
mos, pues: 

I24] x' = x-a, y' = y. 



y 


r 








P 






y 


a 

k ' i 


X' 

£ - i 


>• 



Semejantes, si bien 
Filf . 37. más complicadas, fór- 

mulas de transformación 
valen para otros casos. Más tarde habremos de hablar deteni- 
damente de ellas. Importante es conocer que toda magni- 
tud que tiene en si una significación geométrica debe ser 
independiente de la elección del sistema de coordenadas y, 
por lo tanto, expresarse homogéneamente en sistemas de coor- 
denadas homogéneos. 

Se dice que tal magnitud es invariante con respecto a la 
referida transformación de coordenadas. Tomemos, por ejem- 
plo, la transformación explicada más arriba en la fórmula 
[24], que expresa un desplazamiento paralelo del eje de las 
y a lo largo del de las X\ es evidente que la diferencia de las 



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El sistema del Universo según Newton 



89 



coordenadas X de dos puntos P y Q, x a — x x no varia; en rea- 
lidad, es (fig. 38): 

x' t — x\ = (x, - a) — (Xj - a) = x, — x t . 

En el caso más general de que el sistema de coordenadas se 
desplace, y también gire, será invariante la distancia entre dos 
puntos P y Q. Las invariantes son especialmente importantes, 
porque expresan relaciones geométricas en si mismas, sin re- 
ferencia a la elección contingente del sistema de coordenadas. 
En lo que sigue habrán de tener un papel importante. 

Dejemos esta digresión 



Q 

* 



P 



x', 



geométrica y volvamos al 
punto de partida. Hemos 
de contestar a la pregunta: 
¿cuáles son las leyes de 
transformación para el 
tránsito de un sistema iner- 
cial a otro? 

Hemos definido el sis- 
tema inercial como un sis- 
tema de coordenadas en que 
rige la ley de inercia. Lo 
esencial aqui es el estado 
de movimiento, a saber: 
la ausencia de aceleraciones 

respecto del espacio absoluto. En cambio, la especie y posición 
del sistema de coordenadas es inesencial. Si se elige éste, como 
generalmente se hace, rectangular, sigue siendo libre su posi- 
ción; puede tomarse un sistema retraído o detenido en un 
proceso giratorio, como se quiera, con tal de que tenga el mismo 
estado de movimiento. En las páginas precedentes hemos em- 
pleado la expresión de sistema de referencia, cuando lo impor- 
tante era el estado de movimiento y no la especie y posición 
del sistema de coordenadas; de aqui en adelante usaremos 
sistemáticamente esa expresión. 

Si el sistema inercial S' se mueve en línea recta con res- 



Fig. 38. 



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90 La teoría de la relatividad de B i n ste i n 



pecto a 5 con la velocidad u, podemos elegir en ambos sistemas 
de referencia coordenadas rectangulares; de tal suerte que la 
dirección del movimiento sea el eje de las X y, respectivamente, 
de las Podemos admitir, además, que en el tiempo /=o 
coinciden los puntos-cero de ambos sistemas. Luego el punto- 
cero del sistema 5' ha corrido en el tiempo / una distancia 
a = vt en la dirección x; en este momento, los dos sistemas 
tienen, pues, la misma situación exactamente que fué estudiada 
antes desde un punto de vista puramente geométrico; valen, 
pues, las ecuaciones de la fórmula [24], en las que hay que 
poner a — Vt. Obtiénense, pues, las ecuaciones de transforma- 
ción siguientes: 

[25] x' « x- vt, y' = y, ^' = ^, 

fórmula en que hemos incluido la coordenada z invariable. 
Llámase a esta ley transformación de Galileo, en honor del fun- 
dador de la mecánica. 

Ahora puede el principio de la relatividad expresarse como 

sigue: 

Las leyes de la mecánica son invariantes respecto de las trans- 
formaciones de Galileo. 

Esto proviene de que las aceleraciones son invariantes, 
como ya hemos visto antes, al considerar la variación de velo- 
cidad de un cuerpo relativamente a dos sistemas inerciales. 

Ya hemos explicado que la teoría del movimiento, o cine- 
mática, puede considerarse como una geometría en el espacio 
de cuatro dimensiones X, y, z, t, en el universo de Minkowski. 
Por eso no carece de interés el meditar lo que significan en 
esta geometría cuatrídimensional los sistemas inerciales y las 
transformaciones de Galileo. Esto no es difícil, pues las coor- 
denadas y y z no entran en la transformación; basta, pues, 
operar en el plano xt. 

Representemos un sistema irercial 5 por un sistema rec- 
tangular de coordenadas xt (fig 39). A un segundo sistema 
inercial 5' corresponde entonces otro sistema de coordena- 
das x't', y se trata de saber cómo es éste y cómo está situado 



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El sistema del Universo según Newton 



91 



con respecto al primero. Ante todo, la medida del tiempo del 
segundo sistema 5' es exactamente la misma que en el pri- 
mero, a saber: el tiempo uno, absoluto, t = /'; asi, pues, el eje x, 
en el cual t = o, coincide con el eje en que /' = o. Por consi- 
guiente, el sistema 5' no puede ser sino un sistema de coorde- 
nadas en ángulo agudo. El eje /' es la línea universal del punto 
x'=o, esto es, del punto o dei sistema S'\ la coordenada x 
de este punto, que se mue- 
ve con la velocidad v, re- *t 
lativamente al sistema 5, 
es en este sistema, en el 
tiempo /, igual a v t. Para 
un punto universal cual- 
quiera P, da la figura la 
fórmula de la transforma- 
ción de Galileo 

x' = X — vt. 




Flg. 39. 



A cualquier sistema 
inercial le corresponde 
otro sistema acutangular 
de coordenadas X t, con el mismo eje X, pero un eje / incli- 
nado diferentemente. El sistema rectangular de que partimos 
no tiene, entre todos esos sistemas acutangulares, ninguna 
preferente posición. La unidad de tiempo es cortada en todos 
los ejes / de los diferentes sistemas de coordenadas por la 
misma paralela al eje x; es en cierto modo la «curva tipo» del 
plano x t con respecto al tiempo. 

Resumen del resultado: 

En el plano xt, la elección de la dirección del eje t es total- 
mente contingente. En todo sistema acutangular de coordena- 
das xt, con el mismo eje x, rigen las leyes fundamentales de la 
mecánica. 

Desde un punto de vista geométrico, esa multiplicidad de 
sistemas de coordenadas, igualmente válidos, es muy extraña 
y desacostumbrada; particularmente es notable la posición 



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92 



La teoría de la relatividad de E i n s te i n 



firme o invariancia del eje x. Cuando en geometría se opera 
con coordenadas acutangulares, no hay generalmente funda- 
mento alguno para mantener fija la posición de un eje. Pero 
esto físicamente es exigido por el principio newtoniano del 
tiempo absoluto. Todos los sucesos que se verifican simultá- 
neamente, con el mismo valor de /, quedan representados por 
una paralela al eje x; puesto que, según Newton, el tiempo 
corre en absoluto y sin referencia a ningunos objetos, habrán 
de corresponder en todos los sistemas de coordenadas admisi- 
bles los mismos puntos universales a los sucesos simultáneos. 

Ya veremos que esta asimetría en el comportamiento de 
las coordenadas universales X y 1, que aquí sólo calificamos de 
defecto de belleza, no existe en realidad. Einstein la ha redu- 
cido, por medio de su relativización, del concepto de tiempo. 

8. Fuerzas de inercia. 

Después que ya hemos conocido que a los lugares, en el es- 
pacio absoluto de Newton, no les corresponde en ningún caso 
realidad física alguna, habremos de preguntar qué es lo que 
resta, en general, de ese concepto. Ahora bien; el tal concepto 
se hace notable con fuerza y claridad, porque la resistencia de 
todos los cuerpos a las aceleraciones debe, en el sentido de 
Newton, interpretarse como un efecto del espacio absoluto. 
La locomotora que pone el tren en movimiento ha de vencer la 
resistencia de inercia; el cañonazo que arruina una pared toma 
de la inercia su fuerza destructiva. Surgen efectos de inercia 
dondequiera que se verifican aceleraciones, y éstas no son sino 
variaciones de velocidad en el espacio absoluto; puede emplear- 
se aquí esta palabra, pues una variación de velocidad tiene 
el mismo valor en todos los sistemas inerciales. Los sistemas 
de referencia, que son acelerados respecto de los sistemas 
inerciales, no son, pues, de igual valor que éstos, ni tampoco 
entre sí; es posible, sin duda, referir a ellos las leyes de la me- 
cánica; pero éstas adoptan entonces una nueva forma, más 
complicada. La trayectoria de un cuerpo abandonado a si 



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El sistema del Universo según Newton 



93 



mismo no es, en un sistema acelerado, rectilínea y uniforme 
(véase III, i, pág. 67); esto puede también expresarse asi: en 
un sistema acelerado actúan, además de las fuerzas propiamen- 
te tales, otras fuerzas aparentes: las fuerzas de inercia; un cuerpo 
sobre el cual no actúa ninguna fuerza real está sometido, sin 
embargo, a esas fuerzas de inercia, y su movimiento, por tanto, 
no es, en general, ni uniforme ni rectilíneo. Sistema acelerado 
es, por ejemplo, un vagón al arrancar o al frenar; todo el mundo 
conoce la sacudida que el tren da al arrancar y al detenerse; 
ésta no es otra cosa que la fuerza de inercia de que acabamos 
de hablar. 

Vamos a considerar los fenómenos en particular para un 
sistema 5, movido en línea recta y cuya aceleración es constan- 
temente igual a k. Si medimos la aceleración b de un cuerpo 
con respecto a ese sistema en movimiento 5, resultará que la 
aceleración respecto del espacio absoluto es, evidentemente, 
mayor, y éste exceso tiene el valor de k. Por eso dice la ley di- 
námica fundamental, referida al espacio: 

m(b + k)=K. 
Si se escribe ahora en la forma: 

mb — K — m k, 

podrá decirse que en el sistema acelerado S rige, a su vez, una 
ley de movimiento con la forma newtoniana 

mb = K\ 

habiendo de ponerse para K' la suma 

K'^K-mk, 

siendo K la fuerza real y — mk la fuerza aparente o de inercia. 

Ahora bien; si no hay ninguna fuerza real; si, pues, K=o, 
la fuerza total es igual a la fuerza de inercia, 

[26] K'=-mk. 

Esta actúa, pues, en un cuerpo abandonado a si mismo. 



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94 La teoría de la relatividad de E inste i n 



Puede conocerse su efecto por la reflexión siguiente: ya sabe- 
mos que la gravedad terrestre, el peso» está determinada por 
la fórmula G — rrtg, siendo g la constante aceleración de la gra- 
vedad. La fuerza de inercia K' = mk actúa, pues, lo mismo 
que la gravedad. El signo menos significa que la fuerza es de 
dirección opuesta a la aceleración del sistema de referencia 5 
que nos sirve de base; la cantidad de la aparente aceleración 
de la gravedad k es igual a la aceleración del sistema de refe- 
rencia S. Asi, pues, el movimiento de un cuerpo abandonado 
a si mismo en el sistema 5 es, simplemente, un movimiento de 
calda o de proyección. 

Esta conexión entre las fuerzas de inercia en los sistemas 
acelerados y la gravedad aparece aquí enteramente contingente; 
en realidad, han pasado dos siglos sin que nadie la advierta. 
Pero desde ahora queremos decir que constituye el fundamento 
de la teoría de la relatividad de Einstein. 

9. Las fuerzas centrífugas y el espacio absoluto. 

En la concepción de Newton, la aparición de las fuerzas de 
inercia en sistemas acelerados demuestra la existencia del es- 
pacio absoluto, o mejor dicho la posición privilegiada de los 
sistemas inerciales. Las fuerzas de inercia manifiéstanse con 
especial claridad en los sistemas giratorios de referencia, bajo 
la forma de fuerzas centrífugas. En éstas apoyaba Newton 
principalmente su teoría del espacio absoluto. Citaremos sus 
propias palabras: 

«Las causas eficientes, por las cuales son diferentes uno de 
otro el movimiento absoluto y el relativo, son las fuerzas cen- 
trifugas que se apartan del eje del movimiento. En un movi- 
miento circular meramente relativo no existen esas fuerzas; 
pero son más pequeñas o mayores según la relación de la mag- 
nitud del movimiento (absoluto).» 

«Cuélguese, por ejemplo, un vaso de una cuerda muy larga 
y désele vueltas constantemente, hasta que la cuerda se ponga 
muy rígida por la rotación (fig. 40); llénese luego de agua y 



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El sistema del Universo según Newton 



95 



a; 



3 



manténgase la cuerda inmóvil. Si de pronto una fuerza activa 
produce un movimiento giratorio en sentido opuesto y éste 
dura bastante tiempo, mientras que la cuerda se deslía, la su- 
perficie del agua es al principio plana, como antes del movi- 
miento del vaso; y luego, cuan- 
do la fuerza poco a poco actúa 
sobre el agua, el vaso es causa 
de que ésta empiece a girar 
notablemente. Aléjase poco a 
poco del centro, y sube por 
las paredes del vaso hacia lo 
alto, en donde adopta una for- 
ma hueca. (Este experimento 
lo he hecho yo mismo.)» 

«... Al principio, cuando el 
movimiento relativo del agua 
en el vaso (respecto de las pa- 
redes) era máximo, no ocasio- 
naba ninguna tendencia a ale- 
jarse del eje. El agua no in- 
tentaba acercarse a la extensión, subiendo por las paredes, sino 
que permanecía plana, y el verdadero movimiento circular no 
había comenzado todavía. Pero luego, cuando disminuyó el mo- 
vimiento relativo del agua, empezó a subir por las paredes del 
vaso, manifestando asi su tendencia a alejarse del eje, y esta 
tendencia la mostró el verdadero movimiento circular, siempre 
creciente, del agua; hasta que llega este movimiento a ser má- 
ximo, cuando el agua misma estaba relativamente inmóvil en 
el vaso.» 

«... Conocer los verdaderos movimientos de los cuerpos par- 
ticulares y distinguirlos de los aparentes es, por lo demás, cosa 
muy difícil, porque las partes de ese espacio inmóvil en que los 
cuerpos se mueven verdaderamente no pueden ser conocidas 
por los sentidos.» 

«... Pero la cosa no es enteramente desesperada. Ofrécense, 
en efecto, los medios necesarios, en parte por los movimientos 




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% La teoría de la relatividad de E inste i n 



aparentes, que son la distinciones de los verdaderos, y en 
parte también por las fuerzas que como causas eficientes sir- 
ven de fundamento a los movimientos verdaderos. Si dos bolas, 
por ejemplo, a distancia dada una de otra, se unen por un hilo 
y se les da vueltas alrededor del punto de gravedad (fig. 41), 

se reconoce por la tensión del 

O hilo la tendencia de las bolas a 
alejarse del eje del movimiento, 
Fig. 41. y por esto puede conocerse la 

cantidad del movimiento circu- 
lar. De esa manera podría hallarse no sólo la cantidad, sino 
también la dirección de ese movimiento circular en cualquier 
espacio vacio infinitamente grande, aunque no se encontrase 
en él nada exterior y cognoscible con que las bolas pudieran 
compararse.» 

Estas palabras indican el sentido clarísimo del espacio ab- 
soluto; pocas explicaciones añadiremos nosotros. 

Primeramente, en lo que se refiere a las relaciones cuantita- 
tivas de las fuerzas centrifugas, podemos comprenderlas en se- 
guida recordando la cantidad y dirección de la aceleración en 
movimientos circulares; estaba dirigida hacia el centro, y, se- 
gún la fórmula [3] (pág. 39), valía: 




siendo r el radio y y la velocidad. 

Si tenemos un sistema de referencia giratorio 5, que en 7* 
segundos da una vuelta, resultará que la velocidad de un punto 
situado a la distancia r del eje, según la fórmula [15] (pági- 
na 74), es: 

2nr 



Asi, pues, la aceleración hacia el eje, que designamos con k, 
es (véase pág. 74): 




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El sistema del Universo según Newton 97 



Ahora bien; si un cuerpo tiene con respecto a 5 la acelera- 
ción b, su aceleración absoluta será b |- k; y entonces, como 
antes en el caso del movimiento rectilíneo acelerado, resulta 
la existencia de una fuerza aparente de la cantidad absoluta 

. , , 4* f r 

[27] mk = m— — , 

dirigida en dirección que se aleja del eje del movimiento gira- 
torio. Esta es la fuerza centrífuga. 

Sabido es que, entre las pruebas de la rotación de la 
Tierra, también representa un papel la fuerza centrífuga (figu- 
ra 42). Empuja las masas lejos 
del eje de rotación, y de esta N 
suerte produce, en primer tér- 
mino, el achatamiento de la Tie- 
rra en los polos y, en segundo 
término, la disminución de la 
gravedad desde el polo al ecua- 
dor. Este último fenómeno lo 
conocimos ya cuando hablamos 
de la elección de una unidad § 
de fuerza (II, 15, pág. 63); pero fí*. 42. 

no nos ocupamos entonces de 

su causa. Según Newton, es una prueba de la rotación de la 
Tierra; la fuerza centrífuga que se dirige hacia fuera actúa en 
contra de la gravedad y disminuye el peso; en el ecuador, la 
disminución de la aceleración de la gravedad, g, es: 

4it*a 

siendo a el radio terrestre. 

Si aqui se le da a a el valor ya indicado más arriba (III, 3, 
fórmula [20], pág. 76) de 6,37 . 1o 8 cm., y a la duración de la 
rotación 




T = un dia = 24 . 60 . 60 sec. = 86.400 sec. 

LA TEORÍA DR LA RELATIVIDAD DE ElHSTHlN. 7 



98 La teoría de i a relatividad de E inste in 



se obtiene, para la aceleración de la gravedad, una diferencia 
entre el polo y el ecuador que vale 

3,37 cm./sec», 

cantidad relativamente pequeña con relación a 981; este valor 
hay que aumentarlo un poco más por causa del aplastamiento 
de la Tierra. 

Según la teoria de Newton sobre el espacio absoluto, hay 
que concebir estos fenómenos de tal suerte que no obedecen al 
movimiento relativo a otras masas, por ejemplo, las estrellas 
fijas, sino al movimiento de rotación absoluto en el espacio 
vacío. Si la Tierra estuviese inmóvil y todo el cielo de las es- 
trellas fijas girase alrededor de la Tierra en veinticuatro horas, 
no se presentarían, según Newton, fuerzas centrifugas en la 
Tierra; la Tierra no estarla aplastada por los polos, y la grave» 
dad seria en el ecuador la misma que en el polo. El aspecto del 
movimiento del cielo, visto desde la Tierra, seguirla siendo el 
mismo; y, sin embargo, entre ambos casos hay una diferencia 

determinada, físicamente com- 
probable. 

Aun más claramente se ve 
esto en el experimento del pén- 
dulo de Foucault (1850). Un pén- 
dulo que oscila en un plano debe, 
según las leyes de la dinámica de 
Newton, conservar continuamen- 
te su plano de oscilación en el 
espacio absoluto, si se excluyen 
todas las fuerzas capaces de des- 
viarlo. Si el péndulo se cuelga en 
el polo Norte, continúa la Tie- 
rra dando vueltas en cierto modo debajo de él (fig. 43); el 
observador sobre la Tierra observa, pues, una rotación del 
plano de oscilación en el sentido opuesto. Si la Tierra estuviese 
inmóvil, pero se moviese el cielo de las estrellas fijas, no po- 
dría, según Newton, cambiar el plano de oscilación del péndulo 




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El sistema del Universo según Newton 99 



con respecto a la Tierra. Pero como cambia, ello demuestra 
una vez más la rotación absoluta de la Tierra. 

Vamos a considerar otro ejemplo: el movimiento de la 
Luna alrededor de la Tierra 
(figura 44). Según Newton, la 
Luna vendría a caer sobre la 
Tierra si no tuviera en torno a 
ésta una rotación absoluta. 
Representémonos un sistema 
de coordenadas cuyo punto 
cero sea el centro de la Tierra, 
cuyo plano, X y, sea la trayec- 
toria de la Luna y cuyo eje, x t 
pase constantemente por la 
Luna. Si este sistema estuvie- 
se en reposo absoluto, sólo actuaría sobre la Luna la fuerza de 
la gravitación hacia el centro de la Tierra; según la fórmu- 
la [23] (pág. 82), tiene el valor 




>X 



Tierra 



K — k 



Mm 



La Luna caería sobre la Tierra a lo largo del eje X. Si no 
lo hace, es porque la rotación del sistema de coordenadas xy 
es absoluta y crea una fuerza centrifuga que mantiene en equi- 
librio la fuerza K. Tenemos: 

mu* ^ Mm 
r ~ r* 

Esta fórmula no es otra cosa, naturalmente, que la tercera 
ley de Keplero; pues si se elimina la masa de la Luna, m, y se 
expresa v por el tiempo de revolución, T, a saber: 



se obtiene: 



4*»r 
T* 



kM 



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— i . 

100 La teoría de la relatividad de E instein 



o, según la fórmula [22] (pág. 78): 

r» kM 

Otro tanto rige, naturalmente, también para la rotación 
de los planetas alrededor del Sol. 

Este y muchos otros ejemplos muestran que la teoría new- 
toniana del espacio absoluto se apoya en hechos muy concretos. 
Si recorremos de nuevo la serie de los pensamientos, vemos lo 
que sigue: 

El ejemplo del vaso de agua en movimiento de rotación de- 
muestra que la rotación relativa del agua respecto al vaso no 
es la causa de que se manifiesten fuerzas centrifugas. Podría 
ser que fuesen la causa grandes masas circundantes, por ejem- 
plo, la Tierra entera. El aplastamiento de la Tierra, la dismi- 
nución de la gravedad en el ecuador, el experimento del pén- 
dulo de Foucault, muestran que la causa hay que buscarla 
fuera de la Tierra. Mas las trayectorias de todos los satélites y 
planetas no existen sino merced a fuerzas centrifugas que man- 
tienen el equilibrio con la gravitación. Y, por último, se observa 
el mismo fenómeno en las más lejanas estrellas dobles, cuya 
luz necesita miles de años para llegar hasta nosotros. Parece, 
pues, que la presencia de fuerzas centrifugas es universal y no 
puede obedecer a efectos recíprocos. Por eso no hay sino ad- 
mitir como su causa el espacio absoluto. 

Estas conclusiones, desde Newton, han tenido una validez 
general. Pocos pensadores se han opuesto a ellas. Ante todo, y 
casi como único, cabe citar a Ernesto Mach; éste, en su Ex- 
posición critica de la mecánica, ha analizado los conceptos de 
Newton y examinado su fuerza cognoscitiva. Parte del hecho 
que la experiencia mecánica no puede nunca enseñarnos nada 
acerca del espacio absoluto; lo único determinable, lo único, 
pues, que tiene físicamente realidad, son lugares relativos, mo- 
vimientos relativos. Por eso las pruebas de Newton para de- 
mostrar la existencia del espacio absoluto deben de ser prue- 
bas aparentes, falaces. En realidad, todo consiste en que se con- 



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El sistema del Universo según Newton 101 



cede o no que, en el caso de una rotación del cielo entero en 
torno a la Tierra, no se presentarían ni el aplastamiento ni la 
disminución de la gravedad en el ecuador, etc. Con razón dice 
Mach que tales afirmaciones exceden con mucho a toda expe- 
riencia posible, y le reprocha con gran energía a Newton el 
haber traicionado en esto su propio principio de no admitir 
mas que hechos. Mach ha intentado incluso salvar la mecá- 
nica de ese grosero defecto de belleza. Pensó que había que con- 
cebir las fuerzas de inercia como efectos de las masas todas del 
universo, y bosquejó una dinámica nueva, en la que sólo en- 
tran fuerzas relativas. Mas su ensayo no podía tener buen 
éxito; por una parte, no comprendió lo que significa la relación 
entre inercia y gravitación, que es manifiesta en la proporcio- 
nalidad del peso y la masa; y, además, faltábale la teoría de la 
relatividad de los fenómenos ópticos y electromagnéticos, que 
aparta el prejuicio del tiempo absoluto. Ambas cosas han sido 
necesarias para el establecimiento de la nueva mecánica; am- 
bas las ha llevado a cabo Einstein. 



* • ■ 

• * 



• I 



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IV 



LAS LEYES FUNDAMENTALES 
DE LA OPTICA 

i. El éter. 

La mecánica es, histórica y objetivamente, el fundamento 
de la física; pero no es mas que una parte, una pequeña parte, 
de la física. Hasta ahora sólo hemos acudido a experiencias y 
teorías mecánicas para resolver el problema del espacio y del 
tiempo; ahora hemos de inquirir lo que las otras ramas de la 
investigación científica nos enseñan sobre ese punto. 

En relación con el problema del espacio hállanse principal- 
mente la óptica, la electricidad y el magnetismo. La razón es 
porque la luz y las fuerzas eléctricas y magnéticas surcan el es- 
pacio vacío. Los vasos donde se ha hecho el vacío máximo po- 
sible dan, sin embargo, paso a la luz; las fuerzas eléctricas y 
magnéticas actúan igualmente en el vacío. La luz del Sol y de 
las estrellas llega a nosotros a través del espacio cósmico vacio; 
las conexiones entre las manchas del Sol y las auroras boreales 
y las tormentas magnéticas muestran, sin teoría alguna, que 
los efectos electromagnéticos atraviesan el espacio cósmico. 

Este hecho de que ciertos procesos físicos se propagan por 
el espacio cósmico condujo bien pronto a la hipótesis de que el 
espacio no está vacío, sino lleno de una materia extraordina- 
riamente fina, imponderable, el éter, que sería ^portador de 
esos fenómenos. Y hasta donde hoy se usa ese concepto de 



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104 La teoría de la relatividad de E inste i n 



éter, entiéndese por tal no otra cosa que el espacio vacío, pero 
con ciertos estados físicos o «campos». Si quisiéramos desde 
un principio atenernos a tal conceptuación, tan abstracta, per- 
manecería para nosotros incomprensible la mayor parte de 
los problemas que históricamente se enlazan con el éter. Este 
ha valido enteramente, como materia real, no sólo provista de 
estados físicos, sino capaz también de realizar movimientos. 

Vamos a exponer la evolución de los principios, primero de 
la óptica, luego de la electrodinámica; ambos se unen bajo el 
nombre de física del éter. De esta suerte nos alejaremos un tan- 
to, al principio, del problema del espacio y el tiempo, para 

luego volverlo a acometer con nuevas experiencias y leyes. 

» 

2. Teoría de la emisión y de la ondulación. 

Digo, pues, que las superficies de los cuerpos 
Envían figuras sutiles, copias de las cosas mismas. 
Y tienen las imágenes 

Que recorrer en tiempo imperceptible inmensurables distancias. 
... Mas como sólo con los ojos podemos ver, 
Por eso sucede que sólo de allí adonde los ojos se vuelven 
Son éstos heridos por la figura y color de las cosas. 

Estas palabras pueden leerse en el poema didáctico de Tito 
Lucrecio Caro acerca de la naturaleza de las cosas, en esa 
poética exposición de la filosofía epicúrea que fué escrita en 
el último siglo antes de Jesucristo. 

Los versos citados contienen una especie de teoría de la emi- 
sión de la luz, que el poeta desenvuelve con una fantasía y al 
propio tiempo con un porte completamente científico. Y, sin 
embargo, no podemos señalar como teorías científicas ni esta 
teoría ni otras especulaciones de los antiguos sobre la luz; fal- 
tóles todo intento de determinar cuantitativamente los fenó- 
menos, primer carácter de una objetivación. En los fenómenos 
luminosos es también particularmente difícil separar la sensa- 
ción luminosa subjetiva del proceso físico y hacer mensurable 
este último. 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



105 



La óptica científica puede decirse que comienza con Des- 
cartes. Su Dióptrica (1638) contiene las leyes fundamentales 
de la propagación de la luz, la ley de la reflexión y de la refrac- 
ción; la primera era ya conocida entre los antiguos; la segunda 
acababa de ser descubierta experimentalmente por Snellius 
(hacia 1618). Descartes desenvolvió una representación del 
éter como portador de la luz, que resulta un precedente de la 
teoría de la ondulación. Esta se halla indicada ya en Rober- 
to Hooke (1667); formúlala claramente Christian Huy- 
GENS (1678), y su gran contemporáneo, un poco más joven, 
Newton, pasa por ser el inventor de la opinión opuesta: la 
teoría de la emisión. Antes de entrar en la lucha que esas dos 
teorías mantienen, vamos a explicar su esencia en pocos rasgos. 

La teoría de la emisión afirma que de los cuerpos luminosos 
se desprenden corpúsculos finísimos que se mueven según las 
leyes de la mecánica, 
y al tropezar con el 
ojo producen la sen- 
sación luminosa. 

La teoría de la on- 
dulación pone la pro- 
pagación de la luz en 
analogía con el movi- 
miento de las ondas 
en una superficie de 
agua o con las ondas 
sonoras en el aire. Tie- 
ne que admitir para 
ello que existe un me- 
dio que atraviesa to- 
dos los cuerpos trans- 
parentes y puede ve- 
rificar ondulaciones, vibraciones; éste es el éter lumínico. Las 
partecillas singulares de esta substancia muévense pendular- 
mente alrededor de sus posiciones de equilibrio; lo que como 
onda luminosa se propaga es el estado de movimiento de esas 




106 La teoría de la relatividad de Einstein 



partes, mas no las partes mismas. El dibujo (fig. 45) muestra 
el proceso en una serie de puntos que pueden oscilar de arriba 
abajo. Cada una de las curvas dibujadas una debajo de otra 
corresponde a un momento; por ejemplo, / = I, 2, 3, .... 
Cada punto realiza un movimiento de oscilación vertical; todos 
los puntos juntos presentan el aspecto de una onda que por 
momentos prospera hacia la derecha. 

Mas hay una razón importante en contra de la teoría ondu- 
latoria. Es sabido que las olas rodean los obstáculos; puede 
esto observarse en toda superficie de agua, y asimismo el so- 
nido «da la vuelta a la esquina». En cambio, un rayo de luz 
se propaga en linea recta; si en su camino ponemos un cuerpo 
opaco de aristas afiladas, obtendremos una sombra muy mar- 
cadamente limitada. 

Este hecho fué causa de que Newton rechazase la teoría de 
la ondulación. No se decidió claramente por una hipótesis de- 
terminada, y estableció tan sólo que la luz es algo que se mueve 
alejándose del cuerpo luminoso, con determinada velocidad, 
«como corpúsculos lanzados». Pero sus sucesores han interpre- 
tado su opinión en favor de la teoría de la emisión, y la auto- 
ridad de su nombre ha hecho que ésta impere durante un siglo 
entero. Sin embargo, en su tiempo (1665) había ya descubier- 
to Grimaldi que la luz puede «doblar la esquina»; junto a 
los limites de la sombra, vese, en efecto, una débil ilumina- 
ción del espacio sombreado, que afecta la forma de rayas, fe- 
nómeno que se llama difracción de la luz. Este descubrimiento 
fué el que hizo de HuYGENS un celoso defensor de la teoría on- 
dulatoria; como primero y más importante argumento en favor 
de ella, consideraba el hecho de que dos rayos de luz se cru- 
zan sin influir uno sobre el otro, como dos cursos de ondu- 
laciones sobre el agua, mientras que dos haces de partículas 
emitidas habrían de chocar, o al menos perturbarianse uno a 
otro. Huygens consiguió explicar la reflexión y la refracción fun- 
dándose en la teoría ondulatoria; para ello le sirvió el princi- 
pio, que hoy lleva su nombre, según el cual todo punto que re- 
cibe una excitación luminosa ha de considerarse a su vez como 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



107 



fuente de una onda luminosa de forma esférica. Sobre esto se 
produjo una diferencia fundamental entre la teoría de la emi- 
sión y la de la ondulación, que 
resolvió más tarde en favor 
de la última la experimenta- 
ción decisiva. 

Es sabido que un rayo de 
luz que viniendo del aire llega 
a la superficie plana de un 
cuerpo más denso, como vidrio 
o agua, es refractado de suerte 
que sigue su marcha por el 
cuerpo en dirección más próxi- 
ma a la perpendicular sobre la 
superficie del mismo (fig. 46). 
La teoría de la emisión explica 
esto admitiendo que las partículas luminosas, en el momento 
de penetrar en el medio más denso, sufren una atracción 

de éste; reciben, 
pues, una acelera- 
ción en la superfi- 
cie del cuerpo, en 
dirección perpen- 
dicular a ésta, y 
por eso son des- 
viadas hacia den- 
tro. De aquí se 
sigue que en el 
medio más denso 
deben moverse 
más aprisa que en 
Fig 47. el menos denso. 

La construcción 

de Huygens, según la teoría ondulatoria, descansa exactamente 
en la hipótesis inversa (fig. 47). La onda luminosa, al llegar a 
)a superficie, produce en cada uno de sus puntos ondas elemen- 



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108 La teoría de la relatividad de Einstein 



tales; si éstas se propagan en el segundo medio, que es más 
denso, con mayor lentitud, resultará que el plano que toca a 

todas esas ondas esféri- 



cas, y que, según Huy- 
gens, representa la onda 
refrac toda, queda desvia- 
do en exacto sentido. 

Huygens interpretó 
también la doble refrac- 
ción del espato de Islán dia, descubierto en 1669 por Erasmo 
Bartholino. Fundóse para ello en la teoría ondulatoria, admi- 
tí r/^ sin perturbación 




Fig. 48. 



26 
H 
JO 
18 
« 



SUCESIVOS 



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4 # f B * + é 4 

4 4 4- m • 4 • 



Distancia 

Fig. 49. 



tiendo que la luz en el cristal puede propagarse con dos veloci- 
dades distintas, de suerte que una onda elemental sea una esfera 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



109 



y la otra un esferoide. Descubrió el notable fenómeno de que los 
dos rayos luminosos que salen de un pedazo de espato se com- 
portan frente a un segundo pedazo de espato por modo muy di- 
ferente que la luz ordinaria; si al segundo cristal se le hace girar 
en torno a un rayo que salga del primero, prodúcense de él, según 
la posición, dos rayos de cambiante fuerza, uno de los cua- 
les puede desaparecer por completo (fig. 48). Newton advir- 
tió (17 17) que de aquí hay que concluir que un rayo luminoso, 
en su simetría, no corresponde a un prisma de sección circu- 
lar, sino cuadrada; interpretó este hecho en contra de la teoría 
ondulatoria, pues en aquel tiempo pensábanse las ondas lumi- 
nosas por analogía con las ondas sonoras, como ondas de den- 
sificación y rarefacción, en las cuales las partículas oscilan en 
la dirección de la propagación de la onda, «longitudinalmente» 
(fig. 49), y es claro que ésta ha de tener simetría giratoria en 
torno a la dirección de la propagación. 

3. La velocidad de la luz. 

Independientemente de la discusión entre ambas hipó- 
tesis sobre la naturaleza de la luz, realizáronse las prime- 
ras determinaciones de su más importante propiedad, la que 
▼a a ser el centro de nuestras consideraciones siguientes, a 
saber: la velocidad de la luz. De todas las experiencias so- 
bre propagación de la luz resultaba ya que esa velocidad te- 
nia que ser enorme; Galileo intentó medirla por medio de 
linternas de señales, pero sin éxito, pues las distancias terres- 
tres las recorre la luz en tiempos extraordinariamente peque- 
ños. Por eso la medición no tuvo éxito hasta que se emplearon 
las distancias enormes que median entre los astros en el es- 
pacio cósmico. 

Olaf Roemer observó (1676) que los eclipses regulares de 
los satélites de Júpiter se adelantan o se atrasan, según que 
la Tierra está más lejos o más cerca de Júpiter (fig. 50); inter- 
pretó este fenómeno por la diferencia de tiempo que la luz 
necesita para recorrer diferentes distancias, y calculó la velo- 



110 La teoría de la relatividad de Einstein 



cidad de la luz. Designar émosla siempre con la letra c; su va- 
lor exacto, al que Romer se acercó mucho, es 

[28] c ~ 300000 km./sec. — 3 . io 10 cm./sec. 

Otro efecto déla velocidad de la luz descubrió James Brad- 
LEY (1727), a saber: que todas las estrellas fijas parecen veri- 
ficar al año un movimiento común, que, evidentemente, repro- 




duce la revolución de la Tierra alrededor del Sol. El origen de 
este efecto es muy fácil de explicar desde el punto de vista de 
la teoría de la emisión; vamos a exponer aqui esta interpreta- 
ción; pero debemos observar que precisamente este fenómeno 
ocasiona a la teoría ondulatoria dificultades de que más tarde 
habremos de hablar. Ya sabemos (III, 7, pág. 86) que un mo- 
vimiento que es rectilíneo y uniforme en un sistema de refe- 
rencia 5, lo as también en S\ si éste verifica un movimiento de 
traslación con respecto a 5; pero la cantidad y la dirección de 
la velocidad son distintas en ambos sistemas. De aqui se sigue 
que un torrente de partículas luminosas que viene de una es- 
trella fija y llega a la Tierra, parece provenir de otra dirección. 
Vamos a considerar particularmente esta desviación o aberra- 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



111 



Ción para el caso en que la luz llega perpendicular al movimiento 
de la Tierra (fig. 51). Al llegar una partícula luminosa al obje- 
tivo de un telescopio, supongamos que éste se halla en la posi- 
ción 1; mientras la luz recorre la longitud / del telescopio, la 
Tierra con el telescopio en ella, pasa a ocupar la posición 2, a 
la distancia d de la posición 1; el rayo alcanza, pues, el centro 
del ocular, cuando ya no procede de la dirección del eje del 
telescopio, sino de otra dirección un poco apartada de la pri- 
mera en el sentido del movimiento de la Tierra. La dirección 
de la visión no señala, pues, el verdadero lugar de la estrella, 
sino otro lugar del cielo un poco desviado hacia delante. El 
ángulo de desviación queda determinado por la relación d : / 
y se ve que depende de la longitud del telescopio; pues si esta 
longitud aumenta, aumenta el tiempo que necesita la luz para 
recorrerlo y, por tanto, también la distancia d recorrida por la 
Tierra durante ese tiempo. Es evidente que las distancias / y d, 
recorridas en un mismo tiempo por la luz y por la Tierra, son 
entre si como las velocidades correspondientes: 

d v 

Esta proporción, llamada también constante de aberración, 
la designaremos en adelante con la letra (J: 

M ? = f 

Tiene un valor numérico muy pequeño, pues la velocidad 
de la Tierra en su trayectoria alrededor del Sol vale aproxima- 
damente v = 30 km./sec, mientras que, como ya dijimos, la 
velocidad de la luz c = 300.000 km./sec; por donde resulta {3 
igual a 1/1 0.000. 

Las posiciones aparentes de todas las estrellas fijas están, 
pues, algo desplazadas en la dirección del movimiento momen- 
táneo de la Tierra y describen, por tanto, durante la anual re- 
volución de la Tierra alrededor del Sol, una pequeña figura 
elíptica. Midiéndola es posible hallar la relación ¡3, y como la 



112 La teoría de la relatividad de E inste i n 



velocidad de la Tierra en su trayectoria es conocida por datos 
astronómicos, puede determinarse la velocidad de la luz c. 
El resultado coincide bien con la medición de Rómer. 

Ahora anticipemos la evolución histórica, y hablemos de las 
mediciones de la velocidad de la luz verificadas en la Tierra. 
Para ello no hace falta, en principio, nada más que un método 
técnico de medir con certeza los tiempos extraordinariamente 
pequeños que la luz necesita para recorrer distancias terrestres 
de pocos kilómetros, y a veces hasta de metros. Ficeau (1849) 
y Foucault (1865) han realizado estas mediciones con dos mé- 
todos diferentes y han confirmado el valor de c, que se deter- 
mina por métodos astronómicos. No es preciso explicar aquí 
los detalles de esos métodos, que se encuentran, además, en 



vuelve a su punto de partida (fig. 52). Recorre, pues, el camino 
dos veces, y lo que se mide, por tanto, es solamente la velo- 
cidad media en la ida y vuelta. Esto tiene una consecuencia 
importante para nuestras reflexiones posteriores: suponiendo 
que la velocidad de la luz no sea igual en las dos direcciones, 
por la razón de que la Tierra misma se mueve — ya volveremos 
sobre esto más detalladamente — , este influjo se reducirá total- 
mente o casi totalmente en la ida y vuelta del rayo. Por eso 
no hace falta tener en cuenta en la práctica el movimiento de 
la Tierra, en estas mediciones, dada la pequeñez de la veloci- 
dad de la Tierra comparada con la de la luz. 

Las mediciones de la velocidad de la luz se han repetido 
más tarde con medios más completos, y han llegado a tener 
una considerable exactitud; hoy pueden llevarse a cabo en una 
habitación de mediano tamaño. El resultado es el ya indicado 




Fig. 52. 



cualquier libro elemen- 
tal de física. Sólo lla- 
maremos la atención 
sobre un punto: en am- 
bos métodos el rayo lu- 
minoso es lanzado desde 
su origen a un espejo 5, 
en donde es reflejado y 



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Las leyes fundamentales de la óptica 1 13 



en la fórmula [28]. Con el método de Foucault podía también 
medirse la velocidad de la luz en el agua; encontróse que es 
más pequeña que en el aire. Así quedó decidida una de las cues- 
tiones mas importantes que debatían las teorías de la emisión 
y de la ondulación, en favor de esta última; pero ya en un 
tiempo en que la victoria de la teoría ondulatoria estaba ase- 
gurada hacia tiempo. 

4. Conceptos fundamentales de la teoría ondulatoria. 

Interferencia. 

El gran descubrimiento de Newton en la óptica fué el aná- 
lisis de la luz blanca; su división en elementos coloreados, con 
la ayuda de un prisma, y la exacta investigación del espectro! 
todo lo cual le condujo a la convicción de que los colores del 
espectro son las partes indivisibles de la luz. Fué el fundador 
de la teoría del color, cuyo contenido físico está aún hoy— a 
pesar de los ataques de Goethe— en completa vigencia. El to- 
rrente de los descubrimientos de Newton paralizó la vista de 
las generaciones posteriores. Su negativa a admitir la teoría de 
la ondulación cerró a esta hipótesis el camino durante cien años. 
Sin embargo, halló partidarios aislados, y entre éstos, en el si- 
glo xviii, el gran matemático Leonardo Euler. 

La resurrección de la teoría ondulatoria se debe a los tra- 
bajos de Tomás Young (1802), el cual acudió al principio de la 
interferencia para explicar los anillos y las franjas coloreadas, 
que ya Newton había observado en capas finas de substancias 
transparentes. Vamos a ocuparnos en este lugar con algún de- 
talle del proceso de interferencia, porque en todas las medi- 
ciones ópticas finas, y sobre todo en las investigaciones que sir- 
ven de fundamento a la teoría de la relatividad, tiene un papel 
decisivo. 

Ya hemos explicado la esencia de la onda; consiste en que 
las partículas de un cuerpo verifican oscilaciones periódicas 
alrededor de sus posiciones de equilibrio, siendo diferente la 
posición momentánea o fase de movimiento de las partículas 

La teoría de la reuítividad de Eimsteim. Q 



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114 La teoría de la relatividad de E inste i n 



vecinas y corriéndose hacia adelante con velocidad constante. 
El tiempo que una partícula determinada necesita para reali- 
zar una oscilación o vibración completa de ida y vuelta llá- 
mase duración o período de vibración, y se caracteriza con la 
letra T. El número de vibraciones en un segundo o frecuencia 
de las mismas lo designaremos con v. Como la duración de una 
vibración, multiplicada por su frecuencia, o sea por el número 
de ellas en un segundo, debe dar justamente un segundo entero, 
tendremos que v7 = i; es decir: 



En lugar de tnúmero de vibraciones» se dice muchas veces 
también «color», porque una onda luminosa de determinado nú- 
mero de vibraciones produce en el ojo una determinada sen- 



rededor del foco luminoso se encuentran siempre en igual estado 
de vibración o en la misma «fase» (fig. 53). Por refracción u otra 
influencia cualquiera, puede una parte de tal onda esférica de- 
formarse, de suerte que las superficies de igual fase o superficies 
de onda tengan alguna otra forma. La más sencilla superficie 



[30] 





Fie. 53. 



sación de color. No nos 
ocuparemos del pro- 
blema complicado de 
cómo la gran muche- 
dumbre de las impre- 
siones psicológicas de 
color se produce por la 
acción conjunta de sen- 
cillas vibraciones perió- 
dicas o «colores físicos». 
Las ondas que parten 
de una pequeña fuente 
luminosa tienen la for- 
ma de esferas; esto sig- 
nifica que todas las par- 
tículas en una esfera al- 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



115 



de onda es evidentemente el plano; y es claro que un trozo 
suficientemente pequeño de una superficie cualquiera de onda, 
aunque sea de una onda esférica, puede considerarse siempre 
por aproximación como plano. Consideraremos, pues, princi- 
palmente la propagación de ondas planas (fig. 54). La direc- 
ción perpendicular a 
los planos de onda, o 
sea la normal de onda, 
es al mismo tiempo la 
dirección de propaga- 
ción; bastará, pues, 

considerar el estado >. * 

de vibración a lo lar- \ly \ly \ y \ y 



lela a esa dirección. 

Dejaremos aún intacta la cuestión de saber si la vibración 
de cada partícula es paralela o perpendicular a la dirección de 
la propagación, y de si es longitudinal o transversal. En las 
figuras dibujamos siempre lineas de onda, y llamamos a las 
posiciones extremas de la oscilación, según que sean hacia 
arriba o hacia abajo, cumbres o valles de las ondas. 

La distancia de una cumbre a la próxima llámase longitud 
de onda y se designa con X. Evidentemente, la distancia entre 
dos valles sucesivos es igual, y también lo es la que separe a 
dos planos próximos de igual fase. 

Durante una oscilación de ida y vuelta de una determinada 
partícula, cuya duración es T, avanza la onda justamente una 
longitud de onda X (fig. 45, pág. 105). 

Mas como para todo movimiento es la velocidad la relación 
entre el camino recorrido y el tiempo empleado, será la velo- 
cidad C de la onda igual a la relación de la longitud de la onda 
con la duración de la vibración: 

[31] c= y- o c = X*. 

Cuando una onda pasa de un medio a otro, por ejemplo, del 




go de una recta para- 



Fig. 54. 



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116 La teoría de la relatividad de E i n ste i n 



aire al vidrio, trasládase, naturalmente, a través del limite el 
ritmo temporal de las vibraciones; por tanto, T (ó v) permanece 
lo mismo. En cambio, varia la velocidad c y, por tanto, según 
la fórmula [31], también la longitud de onda /. Todos los mé- 
todos para medir / pueden servir, por tanto, para comparar las 
velocidades de la luz en diferentes substancias o en diferentes 
circunstancias. De esto haremos uso muchas veces más ade- 
lante. 

Ya ahora podemos comprender la esencia de los fenómenos 
de interferencia, cuyo descubrimiento ha dado la victoria a la 
teoría ondulatoria. Puede describirse la interferencia con las 
palabras siguientes, que suenan a paradoja: luz añadida a luz 
no da necesariamente más luz, sino que puede también apagarse. 

El fundamento es que, según la teoría ondulatoria, la luz 
no es un torrente de partículas materiales, sino un estado de 
movimiento; dos impulsos de movimiento que se encuentran 
pueden, empero, aniquilar el movimiento, como dos hombres 
que quieren lo contrario se contraponen y no logran conseguir 
nada. Representémonos dos trenes de ondas que se cruzan. 



mino, como si nada le hubiese pasado. Si se considera el movi- 
miento de una partícula en vibración, resulta que ésta recibe 
de las dos ondas impulsos de movimiento independientes; su 
oscilación es, pues, en cada momento, simplemente la suma 
de las oscilaciones que tendría estando bajo el influjo de cada 




Fi K . 55. 



Puede observarse este proceso 
con gran belleza mirando a un 
lago desde una altura y viendo 
cómo se encuentran las estelas 
producidas por dos embarcacio- 
nes (fig. 55). Estos dos sistemas 
de ondas se cruzan sin pertur- 
barse; en el territorio en donde 
están los dos a la vez nace un 
movimiento complicado; pero 
tan pronto como una onda ha 
atravesado la otra, sigue su ca- 



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las leyes fundamentales de la óptica 117 



onda. Se dice que dos movimientos ondulatorios se superpo- 
nen sin perturbarse. De aquí se sigue que allí donde, al en- 
contrarse dos ondas iguales, coinciden las cumbres con las 
combres y los valles con 
los valles, se produce una 
duplicación de las eleva- 
ciones y de las profundi- 
dades (fig. 56); pero si las f¡ 8 .56 
cumbres tropiezan con los 

valles, anuíanse los impulsos y no se produce ninguna vibra- 
ción (fig. 57). 

Si se quieren observar interferencias, no se debe tomar 
simplemente dos focos de luz y hacer que se crucen los tre- 
nes de ondas que emiten; 
f v x—v de este modo no se produ- 

¿ -V- — ^ ce nin 8 un fenómeno ob- 

\^/ servable de interferencia, 

Re. 57. porque las verdaderas 

ondas luminosas no son 
ondas absolutamente regulares. £1 estado de vibración cambia 
de pronto después de una serie de vibraciones regulares, y 
ese cambio es casual, correspondiendo a los procesos casuales 
al verificarse la emisión de la luz en la fuente luminosa; estos 
cambios irregulares producen una variación correspondiente 
en los fenómenos de interferencia, que se verifica harto de 
prisa para que el ojo pueda seguirla, y así resulta que se ve 
solamente una luz regular. 

Para obtener interferencias observables hace falta dividir 
un rayo luminoso en dos rayos, por métodos artificiales, por 
reflexión y refracción; luego se procura que esos dos rayos se 
encuentren. De esta manera las irregularidades de las vibra- 
ciones tienen en ambos rayos el mismo ritmo de tiempo, y, 
por tanto, los fenómenos de interferencia no vacilan en el 
espacio, sino que permanecen fijos; donde las ondas en un 
momento se aviven o se apaguen, allí lo harán siempre. 

Se dirige la vista, armada con lupa o con anteojo, a ese 




118 La teoría de la relatividad de E inste in 



punto, y si se ha usado luz de un solo color, como, por ejem- 
plo, la luz de una llama de Bunsen, coloreada de amarillo 
con sal, se ven manchas claras y obscuras, rayas y anillos. Si 
se trata de luz ordinaria, compuesta de muchos colores, las 
manchas de interferencia correspondientes a las diferentes 
longitudes de onda no coinciden todas; en un punto acaso sea 
avivado el rojo, apagado el azul; en otro punto sucederá otra 
cosa, y asi se producen manchas y rayas con maravillosos 
aspectos de color. Pero nos apartaríamos de nuestro camino 
si siguiéramos ocupándonos de tan interesantes fenómenos. 

Las más sencillas disposiciones para la producción de in- 
terferencias las encontró Fresnel (1822), un investigador cu- 
yos trabajos dan la base para la teoría de la luz, tal como ha 
regido, sin objeciones, hasta nuestros días. Muchas veces hemos 
de encontrar su nombre. Esa época de los primeros decenios 
del siglo XIX debe de haber sido, en muchos sentidos, seme- 
jante a la de hoy. Así como hoy, por el descubrimiento de la 
radioactividad y los fenómenos afines de irradiación, por el 
establecimiento de la teoría de la relatividad y la teoría de los 
quanta, está realizándose un formidable progreso, en exten- 
sión y profundidad, de nuestro conocimiento natural, que para 
el que está fuera aparece como una revolución de todos los 
conceptos recibidos, asi también hace cien años los millares de 
observaciones aisladas, ensayos teóricos, especulaciones físicas 
o metafísicas, se organizaron por vez primera en representacio- 
nes y teorías cerradas, unitarias, cuya aplicación ocasionó al 
punto una insospechada abundancia de nuevas observaciones 
y experimentos. En esa época se produjo la «Mecánica analítica* 
de Lagrange, la «Mecánica celeste» de Laplace, dos obras 
que llevan a término las ideas de Newton; de ellas salió por 
una parte la mecánica de los cuerpos deformables, la teoría de 
los líquidos y substancias elásticas entre las manos de Na- 
VI er, Poisson, Cauchy, Green; por otra parte, los trabajos 
de Young, Fresnel, Arago, Malus, Brewster establecie- 
ron la teoría de la luz. Al mismo tiempo empezó la era de los 
descubrimientos electromagnéticos, de que más tarde hablare- 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



119 




Fig. 58. 



mos. Entonces la investigación física estaba casi exclusivamente 
en las manos de los franceses, ingleses, italianos. Hoy todas las 
naciones cultas colaboran en la obra común, 
y los creadores de las grandes teorías de la 
relatividad y de los quanta, ElNSTElN y 
Planck, son alemanes. 

Fresnel proyecta un rayo luminoso so- 
bre dos espejos levemente inclinados uno 
sobre otro 5j y 5 2 (fig. 58); el rayo se re- 
fleja, y los dos rayos reflejados producen, 
en el punto en que se encuentran, rayas de 
interferencia que se pueden ver con una 
lupa. Se han indicado análogas disposicio- 
nes en gran número. Sólo nos ocuparemos 
aquí de una esfera de aplicación, que es 
importante para nuestro propósito, a sa- 
ber: métodos experimentales para medir 
pequeñas variaciones de la velocidad de la luz. Estos aparatos 
se llaman interferómetros. Se fundan en el hecho de que con la 

velocidad de la luz se altera 
S f también la longitud de onda, 

y así las interferencias se des- 
plazan. Un aparato de esta 
clase es el ¡nierferómetro de 
Michelson, el físico de la 
Universidad de Chicago. Con- 
siste esencialmente (fig. 59) 
en una lámina de vidrio P, 
que está plateada para ser 
semitransparente, de manera 
que deja pasar la mitad del 
rayo emitido por el foco lu- 
minoso Q y refleja la otra 
mitad. Esos dos rayos se di- 
rigen a dos espejos S l y 5 2 , son allí reflejados y pasan de 
nuevo por la lámina semitransparente P, que los vuelve a di- 



z 



v 

Fig. 59. 



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120 La teoría de la relatividad de Einstein 



vidir y envía la mitad de cada uno al anteojo observador F. 
Si las dos dimensiones PS X y FS % son ¡guales, entonces los dos 
rayos llegan al anteojo con la misma fase de vibración y se 
componen formando de nuevo la luz primitiva; pero si, despla- 
zando el espejo S v se alarga el camino que ha de recorrer el 
primer rayo, ya al juntarse ambos en F no coinciden las cum- 
bres con las cumbres y los valles con los valles, sino que están 
desplazados unos con respecto a otros y se debilitan más o me- 
nos. Si el espejo S 1 se mueve lentamente, vense, pues, en el 
anteojo F, alternativamente, claridades y obscuridades; la dis- 
tancia entre las posiciones de 5, para dos obscuridades suce- 
sivas es exactamente igual a la longitud de onda de la luz. De 
esta manera, Michelson ha medido longitudes de onda con 
precisión que es superior a casi todas las demás mediciones 
físicas. Ello se consigue contando los cambios de obscuridad y 
claridad que se producen cuando el espejo S l ha sufrido un 
desplazamiento notable, que comprende muchos miles de lon- 
gitudes de onda; el error de observación de una longitud de 
onda queda de ese modo reducido en miles de veces. 

Es éste el momento de dar algunas cifras. Por el método des- 
crito se encuentra que la longitud de onda en la luz amarilla, 
producida coloreando de amarillo la llama de Bunsen con sal 
común y cuyo foco son los átomos de cloruro sódico, es en el vacio 

— - — mm. ss 5 . lo — * cm. 
xoooo 

Toda luz visible está comprendida entre las longitudes de onda 
4 • io~* cm. para el violeta y 8 • io~' cm. para el rojo. La ex- 
tensión de la luz visible comprende, pues, en lenguaje de la 
acústica, una octava, esto es, desde una longitud de onda a 
otra longitud doble. Por la fórmula [31] se deriva que el nú- 
mero de vibraciones de la luz amarilla tiene el enorme valor de 

c 3 • io" 

v = — » = 6 • 10", 

>. 5 lo- 1 

o sean 600 billones de vibraciones por segundo. Las más rá- 



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Las leyes fúndame niales de la óptica 121 



pidas vibraciones sonoras perceptibles son de 50.000 por se- 
gundo. 

La extraordinaria exactitud de las mediciones ópticas des- 
cansa en la multiplicación de las longitudes de onda que se 
aplica en las medidas interferomé tricas. Se puede, por ejemplo, 
determinar que la velocidad de la luz varia en un gas a con- 
secuencia de levísimas variaciones de presión o de tempera- 
tura (por ejemplo, al tocar el aparato con la mano). Para ello 
se pone el gas en un tubo entre la lámina de vidrio P y el es- 
pejo 5j, 7 entonces se ven, al más pequeño aumento de presión, 
cómo varían las interferencias, cómo claridades se deshacen 
con obscuridades. 

Por lo demás, debemos advertir que en el interf eróme tro 
generalmente no se ven sólo campos claros y obscuros, sino un 
sistema de anillos claros y obscuros. Esto proviene de que los 
dos rayos no son exactamente paralelos, y las ondas no son exac- 
tamente planas; las partes de ambos rayos tienen, pues, que 
recorrer caminos que no son iguales exactamente. Pero no nos 
entretendremos en detalles geométricos; sólo mencionaremos 
esta circunstancia porque suele hablarse de rayas o franjas de 
interferencia. 

Volveremos a encontrar el interf eróme tro de Michelson 
cuando se trate de saber si el movimiento de la Tierra influye 
en la velocidad de la luz. 

5. Polarización y transversalidad de las ondas lumi- 
nosas. 

Aun cuando los fenómenos de interferencia no admiten casi 
más interpretación que la de la teoría ondulatoria, sin embargo, 
hanse ofrecido dos dificultades para su reconocimiento univer- 
sal. Estas dificultades, como ya hemos visto, han sido consi- 
deradas por Newton como decisivas: es la primera la propaga- 
ción rectilínea de la luz, al menos en lo esencial (es decir, salvo 
los pequeños fenómenos de difracción); es la segunda la expli- 
cación de los fenómenos de polarización. La primera quedó re- 



*s — - i - ■ .... . - — ■ - - — — — i . - — _ ~. 

122 La teoría de la relatividad de E inste i n 



suelta por si misma cuando la teoría ondulatoria fué perfeccio- 
nándose; se mostró, en efecto, que las ondas «doblan la es- 
quina» sin duda, pero sólo en proporciones que son del mismo 
orden de magnitud de la longitud de onda. Como esta longitud 
es muy pequeña, resulta, para la observación grosera, la apa- 
riencia de sombras duras y rayos limitados por lineas rectas; 
una observación más fina es la que puede notar las franjas de 
interferencia de la luz difractada a lo largo del limite de la 
sombra. Fresnel, y más tarde KlRCHHOFF (1882), y recien- 
temente Sommerfeld (1895), han hecho trabajos valiosísimos 
en la teoría de la difracción; han calculado los finos fenóme- 
nos de difracción y establecido los limites dentro de los cuales 
es licito operar con el concepto de rayo de luz. 

La segunda dificultad refiérese a los fenómenos de la po- 
larización de la luz. 

Cuando se hablaba de ondas, entendíase entonces vibra- 
ciones longitudinales, como eran conocidas en el sonido; una 
onda sonora consiste efectivamente en condensaciones y dila- 
taciones rítmicas, en las cuales la partícula de aire oscila en la 
dirección de la propagación de la onda. Conocíanse, sin duda, 
vibraciones transversales; por ejemplo, las ondas superficiales 
en el agua o las vibraciones de una cuerda tensa, en las que las 
partículas oscilan perpendicularmente a la dirección de la pro- 
pagación de la onda. Pero aquí no se trata de ondas que se pro- 
pagan en el interior de una substancia, sino de fenómenos en la 
superficie (ondas acuáticas), o de movimientos del cuerpo en- 
tero (vibraciones de la cuerda). No existían entonces observa- 
ciones ni teorías sobre la propagación de las ondas en cuerpos 
elásticos, fijos; esto explica el hecho, para nosotros extraño, de 
que se haya tardado tanto en reconocer que las ondas ópticas 
son vibraciones transversales. Es más: ocurrió el caso extraño 
de que el impulso para que se desarrollase la mecánica de los 
cuerpos elásticos, perceptibles a simple vista, procedió de ex- 
periencias y conceptuaciones sobre la dinámica del éter im- 
ponderable, imperceptible. 

Ya hemos explicado en qué consiste la esencia de la polari- 



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Las leyes jundamentales de ta óptica 



123 




Fig. 60. 



zación: los dos rayos luminosos que salen de un trozo de es- 
pato, que refracta un rayo en dos, no se comportan, al atra- 
vesar un segundo cristal semejante, como la luz ordinaria; no 
se dividen otra vez cada uno en dos rayos iguales, sino en des- 
iguales rayos, uno de los cua- 
les puede incluso, en ciertas 
circunstancias, desaparecer 
por completo. Es como si las 
diferentes direcciones dentro 
de un plano de onda no fue- 
ran de igual valor (fig. 6o). 
MALUS descubrió (1808) que 
la polarización no es una ca- 
racterística de la luz que 

atraviesa cristales de doble refracción, sino que puede ser pro- 
ducida por sencilla reflexión; mostró que una luz reflejada por 
un espejo bajo un ángulo determinado es reflejada por otro 

espejo con diferente fuerza, cuan- 
do se hace girar este espejo alre- 
dedor del rayo incidente (figura 
6i). El plano perpendicular a la 
superficie del espejo, el que con- 
tiene el rayo incidente y refleja- 
do, llámase plano de incidencia; 
se dice entonces que el rayo re- 
flejado está polarizado en el plano 
de incidencia, con lo cual se quie- 
re decir no más sino que el rayo 
se comporta diferentemente, en 
una nueva reflexión, según esté 
el segundo plano de incidencia 
respecto del primero. Si los dos planos son perpendiculares, no 
se verifica reflexión alguna en el segundo espejo. 

Los dos rayos que salen de un pedazo de espato están po- 
larizados perpendicularmente uno a otro; si se dejan caer los 
dos sobre un espejo, buscando el ángulo adecuado, uno de ellos 




Fig. 61. 



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124 La t¿ orí a de la relatividad de Einstein 



se apagará justamente en tal posición del espejo, mientras que 
el otro es reflejado en totalidad. 

El experimento decisivo hiciéronlo Fresnel y Arago (1816), 
intentando hacer interferir dos de esos rayos polarizados per- 
pendicularmente uno a otro. No consiguieron producir inter- 
ferencias, y Fresnel, como asimismo Younc, sacaron la con- 
secuencia (1817) de que las vibraciones luminosas tienen que 
ser transversales. 

Con esto se explica, en efecto, facilisimamente la peculiar 
conducta de la luz polarizada. Las vibraciones de una partícula 
de éter veri fí canse, no en la dirección de la propagación, sino 
perpendicularmente a ella; esto es, en el plano de onda (fig. 60), 
todo movimiento de un punto en un .plano puede, empero, 
concebirse como compuesto de dos movimientos en dos direc- 
ciones perpendiculares una a otra; ya hemos visto, al hablar 
de la cinemática de un punto, que el movimiento del mismo 
queda unívocamente determinado indicando las coordenadas 
rectangulares variables con el tiempo. Un cristal de doble re- 
fracción tiene, evidentemente, la propiedad de que en él las 
vibraciones de la luz se propagan en dos direcciones perpendicu- 
lares una a otra, con velocidad diferente; por tanto, según el 
principio de Huygens, al penetrar en el cristal son refractadas 
con diferente fuerza y, por tanto, separadas en el espacio. Cada 
uno de los dos rayos salientes consta, pues, de vibraciones que 



se, no pueden interferir. Si ahora un rayo polarizado entra en 
un segundo cristal, no pasará por él sin debilitarse, a no ser 
que la dirección de su vibración tenga justamente, respecto del 
cristal, la posición exacta en que esa dirección de la vibración 
pueda propagarse; en todas las demás posiciones, el rayo se 




Fig. 62. 



se verifican, para cada uno, en un 
plano determinado, que pasa por 
la dirección del rayo, y los dos 
planos pertenecientes a los dos 
rayos son perpendiculares (figu- 
ra 62); dos vibraciones de éstas 
no pueden evidentemente influir- 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



125 



debilita, y en la dirección perpendicular o cruzada no pasa 
en absoluto. 

Lo mismo sucede en la reflexión; si ésta se verifica en el 
ángulo adecuado, enton- 
ces, de las dos vibracio- 
nes paralelas y perpen- 
diculares al plano de 
incidencia, una sola será 
reflejada, la otra penetra 
en el espejo y queda ab- 
sorbida por él (fig. 63). 
No es posible, natural- 
mente, determinar si la 
vibración reflejada es la que oscila en el plano de incidencia 
o la que oscila perpendicularmente a él. Pero esta cuestión de 
la posición de la vibración con respecto al plano de incidencia 
o dirección de la polarización ha ocasionado muy amplias in- 
vestigaciones, teorías y discusiones, como en seguida veremos. 

6. El éter como cuerpo sólido elástico. 

Conocida, pues, ya la transversalidad de las ondas lumino- 
sas y demostrada por numerosos experimentos, surgió a la con- 
sideración de Fresnel la imagen de una futura teoría dinámica 
de la luz, que habría de derivar, según el modelo de la mecá- 
nica, los fenómenos ópticos de las propiedades del éter y de las 
fuerzas actuantes en él. £1 éter tenia que ser, por tanto, una 
especie de cuerpo elástico, sólido; pues sólo en éste pueden ve- 
rificarse ondas transversales mecánicas. Pero en la época de 
Fresnel no estaba aún desarrollada la teoría matemática de la 
elasticidad de los cuerpos sólidos; además, podía muy bien creer 
Fresnel que no era lícito exagerar a priori la analogía del éter 
con substancias materiales. En todo caso, prefirió inquirir em- 
píricamente las leyes de la propagación de la luz e interpretar- 
las con la representación de las ondas transversales. Ante todo, 
debía esperarse que los procesos ópticos en cristales diesen 




126 La teoría de la relatividad de Binstein 



explicación acerca de la conducta que observa el éter luminoso. 
Los trabajos de Fresnel en este punto pertenecen a las más 
bellas producciones de la metódica física, tanto en el sentido 
experimental como en el teórico; pero no debemos perdernos 
ahora en los detalles, y hemos de conservar la vista fija en 
nuestro problema: ¿cómo está constituido el éter luminoso? 

Los resultados de Fresnel parecieron confirmar la analo- 
gía de las ondas luminosas con las ondas elásticas. Asi recibió 
gran impulso la elaboración sistemática de la teoría de la elas- 
ticidad, que ya Navier (1821) y CAUCHY (1822) habían inicia- 
do, y a la que PoiSSON (1828) dedicó su esfuerzo. Cauchy 
aplicó en seguida a la óptica las leyes recién descubiertas de las 
ondas elásticas (1829). Vamos a intentar dar una representa- 
ción del contenido ideal de esta teoría del éter. 

La dificultad estriba en que el medio adecuado para des- 
cribir variaciones en cuerpos continuos, deformables, es el mé- 
todo de las ecuaciones diferenciales. Mas no queriendo nosotros 
suponerlas conocidas del lector, no nos queda otro recurso que 
describir un ejemplo sencillo y añadir en conclusión: así, pero 
algo más complicado, es el caso general. El lector no avezado a 
las matemáticas llegará acaso a tener un concepto grosero de 
la cosa; pero lo que difícilmente obtendrá es una intuición de 
la fuerza y capacidad productiva de las imágenes físicas y del 
método matemático a ellas adecuado. Comprendemos muy 
bien la imposibilidad de satisfacer plenamente al no matemá- 
tico; pero no podemos dejar de intentar una explicación de la 
mecánica de los continuos, porque todas las teorías siguientes, 
no sólo las del éter elástico, sino también la electrodinámica en 
todas sus formas, y sobre todo la teoría de la gravitación de 
Einstein, se apoyan en esas conceptuaciones. 

Una cuerda fina muy tensa es, en cierto modo, una forma- 
ción elástica de una dimensión; sobre ella vamos a desenvolver 
los conceptos de la teoría de la elasticidad. Para poder referir- 
nos a la mecánica usual, que no conoce mas que cuerpos aisla- 
dos y rígidos, pensemos la cuerda constituida, no por modo con- 
tinuo, sino en cierta manera por átomos. Consta de una serie de 



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127 



corpúsculos iguales, ordenados en linea recta a iguales distan- 
cias sucesivamente (fig. 64). Las partículas tienen masa inerte, 
y cada una de ellas ejerce fuerzas sobre sus dos vecinas, las 
cuales están constituidas de suerte que resisten tanto a un au- 
mento como a una disminu- 
ción de la distancia. Si se 000000000 
quiere tener una imagen in- fíj.64. 
tuitiva de las tales fuerzas, 

supónganse en pequeños resortes de espiral entre los corpúscu- 
los; estos resortes resistirían tanto a una compresión como a 
una tensión. Pero no debe tomarse a la letra esta imagen; las 
fuerzas de la especie que describimos son justamente el fenó- 
meno primario de la elasticidad. 

Si, pues, la primera partícula es desplazada un poco en el 
sentido longitudinal o latitudinal, actuará al punto sobre la 
segunda, y ésta transmitirá la acción a la tercera, y así sucesi- 
vamente. La perturbación del equilibrio en la primera partícula 
recorre, pues, la serie entera, a modo de una onda, y llega final- 
mente a la última partícula. Mas este proceso no se verifica con 
infinita velocidad, sino que en cada partícula hay una pérdida 
de tiempo, porque la partícula posee una masa inerte y no sigue 
inmediatamente el impulso recibido, pues la fuerza no produce 
un desplazamiento súbito, sino aceleración, esto es, una varia- 
ción de velocidad durante un breve tiempo, y la variación de 
velocidad produce, con el tiempo también, un desplazamiento. 
Sólo cuando este desplazamiento existe en todo su valor, al- 
canza la fuerza sobre la partícula próxima su pleno valor, y el 
proceso va repitiéndose cada vez con una pérdida de tiempo 
que depende de la masa de las partículas. Si la fuerza que sale 
de la primera partícula al ser desplazada influyera directa- 
mente en la última partícula de la serie, el efecto se verificaría 
súbitamente. Tal sucede, según la teoría newtoniana de la gra- 
vitación, en las atracciones respectivas de los astros; la fuerza 
que uno ejerce sobre el otro está siempre dirigida al lugar mo- 
mentáneo que el primero ocupa y determinada en cantidad por 
la distancia momentánea. Se dice que la gravitación de Newton 



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128 La teoría de la relatividad de Einstein 



es una acción a distancia, pues actúa en la lejanía sin la media- 
ción del medio que separa los dos astros. 

En cambio, nuestra serie de equidistantes corpúsculos es el 
ejemplo más sencillo de una acción próxima; pues la acción del 
primer punto sobre el último es transmitida por las masas in- 
termedias y no se verifica al instante, sino con un retraso. La 
fuerza ejercida por una partícula sobre la inmediata vecina 
queda, sin embargo, concebida como acción a distancia, aunque 
es corta la tal distancia; pero cabe representarse las distancias 
entre las partículas tan pequeñas como se quiera, aumentando 
su número en proporción, aunque de suerte que la masa total 
siga siendo la misma. Y entonces la cadena de partículas con 
masa se transforma en el concepto límite de un continuo mate- 
rial; las fuerzas actúan entre partículas infinitamente próxi- 
mas y las leyes del movimiento toman la forma de ecuaciones 
diferenciales. Son éstas la expresión matemática del concepto 
físico de la acción próxima. 

Vamos a seguir ese proceso límite en las leyes de movimiento 
de nuestra cadena de partículas. 

desplazamientos puramente transversales 
(figura 65). En la teoría de la 
elasticidad admítese que una 
partícula P es desplazada por 
su vecina Q con tanta mayor 

fuerza cuanto que está más 

alejada transversalmente con 
respecto a Q. Sea // el exceso 



' a fí < 

Fi C . 65. 



del desplazamiento transversal de P sobre el de Q; sea a la pri- 
mitiva distancia de las partículas en la recta. Deberá ser la 

fuerza retroactiva proporcional a la relación — = d , que se 

a 

llama deformación. Establecemos: 



K = p > — = pd; 
a 



donde p es un número constante, que es manifiestamente igual 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



129 



a la fuerza, cuando la deformación d — i. Se designa p con el 
nombre de constante de elasticidad. 

La misma partícula de su otra vecina R experimenta igual- 

u' 

mente una fuerza K' --= p — = pd' . Pero, salvo en el caso sin- 

a 

guiar de que la oscilación de P sea justamente un máximum, 
la partícula R será desplazada más fuertemente que P y, por 
tanto, no tratará de retrotraer ésta sino de aumentar su des- 
plazamiento. K' actuará, pues, contrariamente a K. 

La fuerza resultante sobre la partícula P es la diferencia de 
esas fuerzas: 

K- K'^p(d-d'). 

Esta determina, pues, el movimiento de P según la fórmula 
dinámica fundamental de que la masa por la aceleración es 
igual a la fuerza: 

mb = K -K' = p(d-d'). 

Ahora bien; pensemos el número de las partículas aumen- 
tado sin cesar y sus masas disminuidas en igual razón, de suerte 
que la masa por unidad de longitud conserve siempre el mismo 
valor. Si en la unidad de longitud entran n partículas, tendre- 
mos n > a — t; es decir, n = La masa por unidad de longitud 
m 

esmw = — ; se llama a esta magnitud la densidad de masas (li- 
neal) y se designa con p. Dividiendo ahora la ecuación anterior 
por tf, obtiénese: 

m K-K' d-d' 

— b = pb = = p , 

a a a 

y aquí estamos ante formas completamente semejantes a las 
que vimos en la definición de los conceptos de velocidad y ace- 
leración. Asi, en efecto, como la velocidad era la relación entre 

el camino X y el tiempo /, v = — , en la cual, para un movimiento 

La tkoría db la rrlatiyidad db Eihstwm. 9 



130 La teoría de la relatividad de E i tiste i n 



acelerado, hay que pensar el tiempo / como brevísimo, de igual 

u 

modo tenemos aquí la deformación d =- } que es la relación 

entre el desplazamiento relativo y la distancia primitiva, la 
cual hay que pensarla como extraordinariamente pequeña. Del 
mismo modo que la aceleración fué definida como variación de 
la velocidad en relación con el tiempo, 

w v — v' 

b = — = 



t t 

de igual manera obtenemos aquí la magnitud 

d-d- 

que, por modo análogo, mide la variación de la deformación 
de punto a punto. 

Asi como la velocidad V y la aceleración b conservan su 
sentido y valor finito para periodos de tiempo decrecientes 
cuanto se quiera, así también las cantidades d y / conservan su 
sentido y valor finito para distancias a que decrecen cuanto se 
quiera; todos éstos son los llamados cocientes diferenciales, 

X u 

y tanto v — como d = — son de primer orden, mientras 

/ a 

v _ v ' d-d' 
que b — y/ = — son de segundo orden. 

La ecuación del movimiento es, pues, una ecuación diferen- 
cial de segundo orden: 

[32] p* - pf, 

y tanto con respecto a la variación del proceso en el tiempo 
como en el lugar. De este tipo son todas las leyes de acción pró- 
xima en la física teórica. Si se trata, por ejemplo, de cuerpos 
elásticos extensos en todas las direcciones, añádense, para las 
otras dos dimensiones del espacio, otros miembros construidos 
por modo análogo. Pero también en la teoría de los procesos 
eléctricos y magnéticos rigen leyes muy semejantes; por último, 



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Las leyes fundamentales de la óptica 131 



la teoría de la gravitación ha sido reducida por Einstein a una 
forma como ésta. 

Debemos advertir aún que leyes de acción a distancia pue- 
den escribirse en la forma de fórmulas de acción próxima. Por 
ejemplo, si en nuestra ecuación [32] suprimimos el miembro pb, 
es como si admitiéramos que la densidad de masas se hace 
infinitamente pequeña, y entonces un desplazamiento de la pri- 
mera partícula producirá al momento una fuerza sobre la úl- 
tima partícula, porque la inercia de los miembros intermedios 
ha desaparecido. Tendremos propiamente la propagación de 
una fuerza con velocidad infinita, una verdadera acción a dis- 
tancia. Y, sin embargo, la ley pf = o aparece en la forma de una 
ecuación diferencial, de una acción próxima. En la teoría de 
la electricidad y del magnetismo encontraremos algunas de 
estas pseudoleyes de acción próxima; en esas teorías es justa- 
mente donde esas leyes han abierto el camino a las verdaderas 
leyes de acción próxima. Lo esencial en éstas es el miembro que 
representa la inercia, que es el que hace que la propagación de 
perturbaciones en el equilibrio tenga una velocidad finita y, 
por tanto, produce las ondas. 

En la ley [32] aparecen dos cantidades que determinan el 
carácter físico de la substancia: la masa por unidad de volu- 
men o densidad p y la constante de elasticidad p. Si se escribe 
p 

b = —f se ve que, en una deformación dada, esto es, dada /, 

P 

la aceleración es tanto mayor cuanto mayor es p y menor 
es pero p es justamente una medida de la rigidez elástica de 
la substancia, y p mide la inercia de las masas, y es claro que 
un aumento de rigidez acelera el movimiento y que un aumento 
de inercia lo alenta. La velocidad c de una onda dependerá, 

p 

pues, solamente de la relación — , pues cuanto más de prisa 

f 

corra la onda, tanto mayores son las aceleraciones de las par- 
tículas singulares de la substancia. La ley exacta de esta cone- 
xión se encuentra por la reflexión siguiente: 

Un punto de masa verifica un movimiento periódico senci- 



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132 La teoría de la relatividad de E inste i n 



Uo de la especie que anteriormente hemos investigado (II, II, 
página 49). Alli hemos demostrado que la aceleración está en 
conexión con la oscilación X, según la fórmula [8]: 

¿ = (a**)»x, 

siendo v el número de oscilaciones por segundo; si se pone en 
lugar de éste la duración de la oscilación, según la fórmula [30], 

T — — , tendremos: 

„ - ( *f )\. 

La misma reflexión que hemos hecho aqui para la sucesión 
en el tiempo puede aplicarse a la yuxtaposición en el espacio, 
y se llegará a relaciones correspondientes; no hay mas que subs- 
tituir la aceleración b (el cociente diferencial segundo, tempo- 
ral) por la cantidad / (cociente diferencial segundo, de lugar) y 
la duración de oscilación T (el periodo de tiempo) por la lon- 
gitud de onda a (periodo de lugar). Así llegamos a la fórmula 

<-(")'"• 

Si las dos expresiones de b y de / se dividen una por otra, se 
eliminará el factor (2ir)*x y quedará: 

b X» 

~f T l ' 

Ahora bien; por una parte, según la fórmula [31] (pág. 115), 

X b p 

es --- = c y, por otra parte, según [32] (pág. 130), es — = — ; de 
' t 

donde sigue que 




En un cuerpo que se extiende en las tres direcciones del es- 
pacio pueden, empero, propagarse tres ondas en cada dirección, 
con diferentes velocidades, una longitudinal y dos transversa- 



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Las leyes fundamentales de la óptica 133 



r/ór*ai 



ractor, 
longitud* ,/ 



Fi< tfc. 



les; esto es porque, para las condensaciones y dilataciones de las 
ondas longitudinales, es determinante otra constante de elasti- 
cidad p que para los laterales desplazamientos de las vibracio- 
nes transversales. En los cuerpos no cristalinos, las dos ondas 
transversales tienen direcciones distintas de vibración, que son 
perpendiculares una a otra, pero la misma velocidad C t ; la onda 
longitudinal tiene otra 
velocidad c¿ (fig. 66). 

Todos estos hechos se 
confirman por experi- 
mentos en ondas sonoras 
sobre cuerpos sólidos. 

Volvamos ahora al 
punto de partida de es- 
tas consideraciones, esto 
es, a la teoría elástica de 
la luz. 

Esta consiste en iden- 
tificar el éter portador 

de las vibraciones luminosas con un cuerpo sólido elástico; las 
ondas luminosas son entonces en cierto modo ondas sonoras en 
ese medio hipotético. 

¿Qué propiedades deben atribuirse a ese éter elástico? 

Ante todo, la enorme velocidad de propagación c exige, o 
que sea muy grande la rigidez elástica p, o que sea muy pe- 
queña la densidad de masa p, o las dos cosas a la vez. Pero 
como la velocidad de la luz es disunta en diferentes substan- 
cias, deberá el éter, dentro de un cuerpo material, o estar con- 
densado o variar de elasticidad, o ambas cosas a la vez. Se ve 
que aquí se ofrecen distintos caminos. Y el número de las posi- 
bilidades aumenta por el hecho de que, como hemos visto, no 
cabe decidir experimen taimen te si las vibraciones de la luz 
polarizada se verifican paralela o perpendicularmente al plano 
de polarización (plano de incidencia del espejo polarizador). 

En correspondencia con esta indeterminación del problema, 
encontramos históricamente un gran número de teorías dife- 



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134 La teoría de la relatividad de E inste i n 



rentes del éter elástico. Ya hemos citado los nombres de los au- 
tores mas importantes; junto a los matemáticos franceses Pois- 
son, Fresnel, Cauchy y el inglés Green aparece por vez 
primera un físico alemán importante, Franz Neumann, el 
maestro de la gran generación de los físicos alemanes Helm- 
HOLTZ, KlRCHHOFF, ClAUSIUS. 

Hoy nos admira la agudeza y la paciencia que se ha gastado 
en el problema de concebir los fenómenos ópticos en su totali- 
dad como movimientos de un éter elástico, con las mismas pro- 
piedades que tienen los cuerpos sólidos elásticos materiales. 
Nos parece una exageración del principio que dice: explicar 
es reducir lo desconocido a lo conocido. Pues hoy sabemos que 
la esencia del cuerpo sólido elástico no es cosa sencilla, ni mu- 
cho menos conocida; la física del éter se ha manifestado más 
sencilla y transparente que la física de la materia, y la investi- 
gación moderna se afana por reducir la constitución de la ma- 
teria, como fenómeno secundario, a las propiedades de los cam- 
pos de fuerza, que han sobrevivido al éter de la física pretérita. 
Pero esta variación del programa científico se debe en no pe- 
queña parte a los fracasos que hubieron de sufrir los ensayos de 
componer una teoría consecuente del éter elástico. 

Una objeción que parece importante contra esta teoría es 
que un éter que llenase el espacio cósmico, una substancia de 
la gran rigidez que debe tener para ser sustentáculo de las rá- 
pidas vibraciones luminosas, tendría que oponer una resisten- 
cia al movimiento de los astros, sobre todo de los planetas. 
Mas la astronomía nunca ha encontrado desviaciones de las 
leyes de Newton que pudieran indicar semejante resistencia. 
Stokes (1845) ha quitado en cierto modo mucha fuerza a esta 
objeción, observando que el concepto de solidez de un cuerpo 
es algo totalmente relativo y depende del curso temporal de 
las fuerzas deformadoras. Un trozo de pez— el lacre y el vidrio 
se conducen lo mismo — salta a un martillazo en pedazos lisos 
y agudos; pero si se carga sobre él un peso, éste se hunde, aun- 
que lentamente, poco a poco en la pez, como si ésta fuese un 
líquido viscoso. Ahora bien; las fuerzas que se presentan en las 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



135 



vibraciones luminosas y que cambian con extraordinaria rapi- 
dez (600 billones de veces por segundo) están, con respecto a 
los procesos relativamente lentos de los movimientos planeta- 
rios en su curso temporal, en una relación mucho más extrema 
que el martillazo con respecto al peso depositado sobre la pez. 
Por eso puede funcionar el éter para la luz como cuerpo sólido 
elástico y, en cambio, ser por completo dócil al movimiento 
de los planetas. 

Pero aun cuando se quiera hallar satisfacción con este es- 
pacio cósmico lleno de pez, surgen serias dificultades de las 
leyes mismas de la propagación de la luz. Sobre todo, en los 
cuerpos sólidos elásticos preséntase siempre, además de las dos 
ondas transversales, una onda longitudinal; si se sigue la re- 
fracción de una onda en el límite de dos medios y se admite que 
la onda en el primer medio vibra transversalmente, entonces 
en el segundo medio surge necesariamente al mismo tiempo 
una vibración longitudinal. Han fracasado todos los intentos de 
evitar esa consecuencia de la teoría por medio de variaciones 
más o menos caprichosas. Se llegó incluso a hipótesis tan singu- 
lares como la de que el éter ofrece a la compresión una resisten- 
cia infinitamente pequeña o infinitamente grande, comparada 
con la rigidez frente al desplazamiento transversal; en el pri- 
mer caso, las ondas longitudinales serían infinitamente lentas; 
en el segundo, infinitamente rápidas; pero en ningún caso se 
manifestarían en forma de luz. Un físico, Mac CULLAGH (1839), 
llegó hasta el punto de construir un éter que se separaba per 
completo del modelo de los cuerpos elásticos; en efecto, mien- 
tras éstos oponen resistencia a toda variación de distancia en- 
tre sus partículas, pero siguen sin resistencia las meras rotacio- 
nes, el éter de Mac Cullagh, en cambio, se conduce inversamente. 
No podemos detenernos más en esta teoría; por extraña que 
parezca, es, sin embargo, muy significativa como predecesora 
de la teoría electromagnética de la luz. Conduce casi a las mis- 
mas fórmulas que ésta, y está, efectivamente, en disposición 
de exponer los procesos ópticos con bastante amplitud. Es 
claro que, por medio de contrucciones caprichosas, cabe en- 



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136 La teoría de la relatividad de E inste i n 



contrar modelos de éter en los cuales puede exponerse una de- 
terminada esfera de fenómenos; pero estas invenciones no re- 
ciben un valor de conocimiento, hasta que conducen a fusionar 
dos terrenos de la física que hayan permanecido aislados hasta 
entonces. En esto está el gran progreso que Maxwell ha rea- 
lizado coordinando la óptica en la serie de los fenómenos elec- 
tromagnéticos. 

7. La óptica de los cuerpos en movimiento. '. 

Antes de proseguir esta evolución, vamos a hacer un alto y 
plantear el problema de cómo la teoria del éter elástico se rela- 
ciona con el problema del es pació- tiempo y con la relatividad. 
Hasta ahora, en las investigaciones ópticas no hemos conside- 
rado los movimientos de los cuerpos que emiten, reciben y 
dejan pasar la luz; ahora vamos a considerar justamente esos 
movimientos. 

El espacio de la mecánica es considerado como vacio, don- 
dequiera que no haya cuerpos materiales; el espacio de la óp- 
tica está lleno del éter. Pero el éter tiene aqui el sentido de una 
especie de materia a la cual corresponde una determinada den- 
sidad de masa y una elasticidad. Se puede, por tanto, trasladar 
la mecánica de Newton, con su teoría del espacio y el tiempo, 
al universo lleno de éter. Este universo no consiste ya en masas 
separadas por espacios vacíos, sino que está enteramente lleno 
por la masa sutil del éter, en la cual flotan las masas más gro- 
seras de la materia; el éter y la materia actúan uno sobre otra 
con fuerzas mecánicas y se mueven según las leyes de Newton. 
El punto de vista de Newton es, pues, idealmente aplicable a 
la óptica; se trata de saber tan sólo si las observaciones concuer- 
dan con ello. 

Pero esta cuestión no puede decidirse sencillamente por 
medio de experimentos unívocos; pues el estado de movimiento 
del éter fuera y dentro de la materia no es conocido y hay liber- 
tad de inventar hipótesis acerca de él. Debe, pues, plantearse 
la cuestión asi: ¿es posible hacer tales suposiciones acerca de la 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



137 



acción reciproca de los movimientos del éter y de la materia, 
que por ellas se expliquen en su totalidad los fenómenos ópticos? 

Recordemos ahora la teoría del principio clasico de la rela- 
tividad. Según él, el espacio absoluto no existe sino en sentido 
limitado; pues todos los sistemas inerciales que se mueven, 
unos respecto de otros, con movimiento rectilíneo uniforme 
pueden considerarse con igual derecho como inmóviles en el 
espacio. La primer hipótesis sobre el éter luminoso que se pre- 
senta será, pues: 

El éter en el espacio cósmico, fuera de los cuerpos materiales, 
está inmóvil en un sistema inercial. 

Si asi no fuera, habría partes del éter aceleradas; manifesta- 
rianse entonces en él fuerzas centrifugas y, como consecuencia 
de ellas, variaciones de densidad y elasticidad, y debería espe- 
rarse que la luz de los astros nos diera conocimiento de ello. 

Esta hipótesis satisface, por la forma, el principio clásico 
de la relatividad; si el éter se considera como cuerpo material, 
entonces los movimientos de traslación que los cuerpos verifi- 
quen con respecto al éter son movimientos relativos, como los 
de dos cuerpos uno con respecto del otro, y un movimiento co- 
mún de traslación del éter y de toda materia no seria aprecia- 
ble ni mecánica ni ópticamente. 

Pero la física de los cuerpos materiales solos, sin el éter, ya 
no necesita satisfacer al principio de relatividad; una trasla- 
ción común de la materia toda, sin que en ella tome parte el 
éter, es decir, un movimiento relativo al éter, podría muy bien 
comprobarse por medio de experimentos ópticos. En tal caso, 
el éter definiría, prácticamente, un sistema de referencia ab- 
soluto. La cuestión que interesa en lo que ha de seguir es la de 
si los fenómenos ópticos observables dependen sólo de los movi- 
mientos relativos de los cuerpos materiales, o si el movimiento 
en el mar del éter puede observarse. 

Una onda luminosa se caracteriza por tres notas: 

1. a El número de vibraciones o frecuencia. 

2. a La velocidad. 

3. a Le dirección de propagación, 



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138 La teoría de la relatividad de Einstein 



Investigaremos si temáticamente el influjo que sobre esos 
tres caracteres de la onda luminosa tienen los movimientos re- 
lativos de los cuerpos que emiten luz y los que la reciben, unos 
con respecto a los otros y con respecto al medio en que se pro- 
paga, ya sea el éter en el espacio cósmico, ya sea una substan- 
cia transparente. 

El método empleado es el siguiente: consideramos un tren 

de ondas que en el tiempo 
í — o abandona el punto 
cero en una dirección y 
contamos las ondas indi- 
viduales que pasan por un 
punto P cualquiera, en el 
tiempo t. Este número 
evidentemente es indepen- 
diente del sistema de re- 
ferencia en que se midan 
las coordenadas de P; el 
sistema puede estar in- 
móvil o en movimiento. 
Determinase ese número del modo siguiente: 

La primera onda que sale del punto-cero en el momento /=o 
tiene que recorrer cierta distancia s (fig. 67) antes de alcanzar 

el punto P\ para ello necesita el tiempo — . A partir de este 

momento, contemos las ondas que pasan por P hasta el mo- 

mentó /; esto es, durante el tiempo / - — . Ahora bien; la luz, 

en un segundo, verifica v vibraciones, y a cada onda que pasa 
corresponde, exactamente, una vibración; por tanto, en un 

segundo pasan v ondas, esto es, en / - ~ sec. pasarán v|/ - yj 

ondas por el punto P. 

El número de ondas vlf — ~J depende, pues, ton sólo de 

la posición de los puntos cero y P, respectivamente, y respecto 




Fi?. 67. 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



139 



del tren de ondas, y del valor del tiempo / que haya de trans- 
currir entre la salida de la primera onda en O y la llegada de 
la última a P. Este número no tiene nada que ver con el sis- 
tema de referencia; es, pues, un invariante en el sentido que ya 
hemos dado a esta palabra. 

La mejor manera de comprender esto claramente es hacer 
uso de las expresiones de Minkowski. Según éstas, la salida de 
la onda primera, en el tiempo / = o, del punto cero es un suceso, 
un punto universal; la llegada de la última onda en el tiempo / 
al punto P es otro suceso, un segundo punto universal. Pero 
los puntos universales existen sin referencia a un determinado 

sistema de coordenadas; y como el número de ondas V |/ — — j 

está determinado solamente por los dos puntos universales, es 
independiente del sistema de referencia, es invariante. 

De aquí se siguen fácilmente, o por medio de reflexiones in- 
tuitivas o por aplicación de las transformaciones de Galileo, 
todas las leyes que presiden a la conducta de las tres notas de 
las ondas, frecuencia, dirección y velocidad, al verificarse un 
cambio de sistema de referencia. 

Deduciremos esas leyes según su orden y las compararemos 
con la experiencia. 

8. El efecto de Doppler. 

Christian Doppler (1842) ha descubierto que la frecuen- 
cia observada de una onda depende del movimiento, tanto del 
foco luminoso como del observador, respectivamente al medio 
donde se propaga. Es fácil observar el fenómeno en las ondas 
sonoras; el pitido de una locomotora parece más alto cuando 
se acerca al observador, y se torna más profundo en el momento 
de pasar ante él. El foco sonoro, al acercarse, lleva las impul- 
siones hacia adelante, de suerte que éstas se siguen con mayor 
rapidez. Un efecto semejante produce el movimiento del obser- 
vador hacia el foco de sonido; el observador recibe las ondas en 
sucesión más rápida. Lo mismo debe de suceder con la luz. Pero 



140 La teoría de la relatividad de E inste in 



la frecuencia de la luz es la que determina su color, y las vibra- 
ciones más rápidas corresponden al violeta, las más lentos al 
rojo; términos ambos del espectro. Por tanto, si se acercan el 
foco luminoso y el observador, el color de la luz se correrá un 
poco hacia el violeta, y si se alejan, se correrá hacia el rojo. 

Este fenómeno ha sido, efectivamente, observado. 

La luz procedente de gases luminosos no consiste en todas 
las vibraciones posibles, sino en cierto número de frecuencias 
separadas; el espectro que produce un prisma o un aparato es- 
pectral fundado en interferencia no presenta una cinta conti- 
nua de colores, como el arco iris, sino lineas aisladas, precisas 
y matizadas. La frecuencia de estas lineas espectrales es carac- 
terística de los elementos químicos que brillan en la llama (aná- 
lisis espectral de BuNSEN y Kirchhoff, 1859). También los 
astros tienen esos espectros lineares, cuyas lineas, en su mayor 
parte, coinciden con las de elementos terrestres; de donde se 
concluye que la materia en los más lejanos espacios cósmicos 
está compuesta de los mismos elementos que en la tierra. Pero 
las líneas de las estrellas no coinciden exactamente con las co- 
rrespondientes de la Tierra, sino que presentan pequeños des- 
plazamientos en un sentido durante medio año, y en el sentido 
opuesto durante el otro medio año. Estas variaciones de la 
frecuencia son resultados del efecto de Doppler, por causa del 
movimiento de la Tierra alrededor del Sol; durante medio año 
corre la Tierra al encuentro de determinada estrella fija, por 
lo cual aumenta la frecuencia de todas las ondas luminosas que 
de ésta vienen, y las líneas espectrales de la estrella aparecen 
corridas hacia el lado de las vibraciones más rápidas (violeto); 
durante el otro medio año aléjase la Tierra de la estrella, y el 
corrimiento de las lineas espectrales se verifica hacia el otro 
lado (rojo). 

Esto admirable reproducción del movimiento de la Tierra 
en el espectro de las estrellas no aparece, desde luego, pura en 
el fenómeno; pues es bien claro que sobre ella se superpone el 
efecto de Doppler, producido por el envío de luz desde un foco 
luminoso en movimiento. Si las estrellas fijas no están todas 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



141 



inmóviles en el éter, tendrá su movimiento que darse a conocer 
como corrimiento de las líneas espectrales; éste se añadirá al 
producido por el movimiento de la Tierra; pero como no pre- 
senta el cambio anual, puede separarse de él. Astronómica- 
mente, es este fenómeno aun mucho más importante, pues da 
conocimiento de las velocidades de las más lejanas estrellas, 
en cuanto que éstas, al moverse, se alejen o se acerquen a la 
Tierra. Pero no es nuestro objeto seguir estas investigaciones 
en detalle. 

Nos interesa ante todo la cuestión siguiente: 
¿Qué sucede cuando el observador y el foco luminoso se 
mueven en la misma dirección y con igual velocidad? ¿Des- 
aparece entonces el efecto de Doppler? ¿Depende tan sólo del 

- 

movimiento relativo de los cuerpos materiales, o no desaparece, 
y delata en esto el movimiento de los cuerpos por el éter? En 
el primer caso quedaría cumplido el principio de relatividad 
para los procesos ópticos entre cuerpos materiales. 

La teoría del éter da a estas preguntas la respuesta si- 
guiente: 

El efecto de Doppler no depende sólo del movimiento rela- 
tivo del foco luminoso y del observador, sino también un poco 
de los movimientos de ambos con respecto al éter; pero este in- 
flujo es tan pequeño, que escapa a la observación y, además, 
es estrictamente igual a cero en el caso de una traslación común 
del foco luminoso y del observador. 

Esto último es tan claro intuitivamente, que apenas nece- 
sita subrayarse; basta reflexionar que las ondas pasan con el 
mismo ritmo por dos puntos cualesquiera que estén inmóviles 
uno con respecto al otro, siendo indiferente que los dos puntos 
estén inmóviles en el éter o se muevan en común. Sin embargo, 
el principio de relatividad no vale estrictamente para los cuer- 
pos que envían luz y reciben luz, sino sólo aproximadamente. 
Vamos a demostrarlo. 

Para ello emplearemos la ley antes deducida, que dice que 
el número de ondas es invariante. 

Desde el punto cero del sistema 5, inmóvil en el éter, ha- 



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142 La teoría de la relatividad de Einstein 



cemos partir un tren de ondas en la dirección X, y contamos las 
ondas que pasan por un punto cualquiera P durante el tiempo / 

(figura 68). El camino que las 
ondas han de recorrer es igual a 
la coordenada x del punto P; hay 
( que poner, pues, S = x, y el nú- 

mero de ondas vale: 



X 



(-t) 



X 



Ahora bien; consideremos un 
sistema 5', que se mueve en la 
dirección x, con la velocidad v, y 
en este sistema un observador 
inmóvil en un lugar que tiene la 
coordenada x'\ en el tiempo / = o 
coincidirán 5 y S\ y en el tiem- 
po / el observador alcanzará el punto P. Entonces el mismo 
número de ondas es, en el sistema 5', igual a 



Fi«. 68. 



'1-f)< 



siendo v' ye' la frecuencia y la velocidad medidas por el obser- 
vador en movimiento. Vale, pues, la fórmula 



[34] 



en la cual se conexionan las coordenadas por la transformación 
de Galileo [25]: 

X' = X — Vt Ó X^--X' A-Vt. 



Substitúyase este valor, y se obtiene: 



[35] 



l-^M'-r). 



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Las leyes fundamentales de la óptica 143 



que debe regir, naturalmente, para todos los valores de x' y /. 
Si se elige especialmente /= i, x' — o, se deriva: 




Esta es la ley que buscábamos; expresa que un observador 
que se mueve en la misma dirección que las ondas luminosas 
mide una frecuencia v' que está empequeñecida en la relación 

(-{•)•■• 

Consideremos ahora inversamente un foco luminoso que 
vibra con la frecuencia v 0 y se mueve, en la dirección del eje x, 
con la velocidad v 0 ; un observador inmóvil en el éter medirá 
la frecuencia v. Este caso es en seguida reductible al anterior; 
pues foco de luz u observador, ello es indiferente para la consi- 
deración; lo que importa es el ritmo con que las ondas pasen 
por un punto. Ahora el punto en movimiento es el foco lumi- 
noso; obtenemos, pues, la fórmula para este caso sacándola de 
la anterior, poniendo, en vez de u, u 0 , y en vez de v', v 0 : 

•("■*)-« 

pero v 0 es dado aquí como frecuencia del foco luminoso, y v 
es buscado como frecuencia observada. Se obtiene, pues: 

[37] , _ ií* 

c 

La frecuencia observada, pues, puesto que el denominador 
es más pequeño que 1, aparecerá aumentada en la proporción 

Se ve al punto que no es indiferente que el observador se 
mueva en una dirección o el foco luminoso en dirección opuesta, 



144 La teoría de la relatividad de E inste in 

con la misma velocidad. Pues si en la fórmula [37] se pone 
v 0 = — v, se transformará en 

'o 

■» 



C 



y esta fórmula es distinta de la [36]. Desde luego es la diferencia 
pequeñísima en todos los casos prácticos. Ya hemos visto an- 
tes que la relación de la velocidad de la Tierra en su trayecto- 

d 

ria en torno al Sol con la velocidad de la luz es B = — = 1 : 10000 

c 

y semejantes pequeños valores de p rigen para todos los movi- 
mientos cósmicos. Entonces, con gran aproximación, puede 
decirse que 



1 + ? 



pues si se desprecia ¡i 2 = = xo- B , comparado con I, 

100000000 

se halla que (1 + P) (1 - ,3) = 1 - p* = l. 

y 

Este desprecio del cuadrado de — tendrá en lo que sigue 

un papel importante. Es casi siempre permitido, porque canti- 
dades tan pequeñas como ¡i 2 = 10- • no son accesibles a la ob- 
servación sino en muy pocos casos. Ahora bien; clasificanse 
en general los fenómenos de la óptica (y electrodinámica) de 
cuerpos en movimiento, dividiéndolos en cantidades del orden £ 
o del orden f) 2 , y a las primeras se les llama cantidades de pri- 
mer orden, y a las segundas, cantidades de segundo orden con 
respecto a ¡). 

En este sentido podemos decir: 

El efecto de Doppler depende sólo del movimiento relativo 
del foco luminoso y del observador, cuando se desprecian can- 
tidades del segundo orden. 

Ello se ve también cuando se admite un movimiento simul- 
táneo del foco luminoso (velocidad V Q ) y del observador (velo- 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



145 



cidad v)\ entonces se obtiene la frecuencia observada v', po- 
niendo v de la fórmula [37] en la [36]: 



H-t) 



V 

l 

c 

c 



Si el foco luminoso y el observador tienen la misma veloci- 
dad y 0 = y, resuélvese el quebrado y se obtiene v' = v 0 ; el ob- 
servador nada nota de un movimiento común con el foco lu- 
minoso respecto del éter. Pero tan pronto como v es diferente 
de ¿' n , surge un efecto de Doppler cuya cantidad no depende 
sólo de la diferencia de velocidades V — V 0 ; de esa suerte podría 
determinarse el movimiento con respecto al éter, si la diferen- 
cia no fuere de segundo orden, esto es, demasiado pequeña 
para ser observada. 

Vemos, pues, que el efecto de Doppler no es un medio prác- 
ticamente útil para comprobar movimientos con respecto al 
éter en el espacio cósmico. 

Hemos de añadir aún que se ha conseguido hallar el efecto 
de Doppler con focos luminosos terrestres. Para ello hay que 
disponer de focos luminosos que se muevan con rapidez extraor- 
dinaria, para que la re- 
n 

lación 3 = — reciba un 

1 c 

valor notable. J . Stark 
(1906) usó los llamados 
rayos canales. Si en un 
tubo donde se ha he- 
cho el vacío, y que se 

ha llenado de hidróge- Fic 69 , 

no fuertemente enrare- 
cido, se llevan dos electrodos, uno de los cuales está aguje- 
reado, y se hace de éste el polo negativo (cátodo) de una des- 
carga eléctrica (fig. 69), prodúcense primero los conocidos 
rayos catódicos; pero luego corre por los canales del cátodo, 

La teoría de la relatividad db Eihsteih. 10 




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146 La teoría de la relatividad de Einstein 



como Goldstein (1886) ha descubierto, un resplandor rojizo 
que procede de los átomos o moléculas de hidrógeno, que, car- 
gadas positivamente, se mueven con rapidez. La velocidad de 
esos rayos canales es del orden v= 1o 8 cm. por segundo; 
tiene, pues, ¡3 la cantidad: 

3 • »o M 300 ' 

que es considerable comparada con las cantidades astronó- 
micas. 

Stark investigó el espectro de los rayos canales y halló que 
las lineas claras del hidrógeno muestran el desplazamiento que 
era de esperar, fundado en el efecto de Doppler. Este descu- 
brimiento tiene una gran importancia para la atomística física; 
sin embargo, esto no pertenece a nuestro tema. 

Por último, hemos de mencionar que Belopolski (1895) 
y Galizin (1907) han demostrado una especie de efecto de 
Doppler por medio de focos luminosos terrestres y espejos en 
movimiento. 

9. La conducción de la luz por la materia. 

Llegamos ahora a la investigación del segundo carácter de 
una onda luminosa, a saber, su velocidad. Según la teoría del 
éter, es la velocidad de la luz una cantidad determinada por la 
densidad de masa y la elasticidad del éter; tiene, pues, un valor 
fijo en el éter del espacio cósmico, un valor diferente en cada 
cuerpo material, y este valor dependerá del modo como la 
materia influya en el interior del éter y lo lleve consigo en su 
movimiento. 

Consideremos primero la velocidad de la luz en el espacio 
cósmico; debemos concluir que un observador en movimiento 
con respecto al éter medirá otra velocidad que un observador 
inmóvil; pues aquí valen manifiestamente las leyes elementales 
del movimiento relativo. Si el observador se mueve en la misma 
dirección que la luz, la velocidad de ésta quedará disminuida 



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Las leyes fundamentales de ¡a óptica 147 



de la cantidad de velocidad V del observador con respecto al 
éter; es más: podrían fingirse seres que fuesen más veloces que 
la luz. Otro tanto ofrecen las fórmulas deducidas más arriba, 
que expresan las relaciones generales entre las propiedades de 
la luz, cuando las establecen dos observadores que se encuen- 
tran en traslación relativa. Si en la fórmula [35] se pone t = o, 
x' = x, se obtiene 



y si aquí se pone la expresión de v ' por la fórmula [36] 



Esto significa que la velocidad de la luz en el sistema en 
movimiento se determina según las reglas del movimiento 
relativo. 

Esto puede también concebirse de manera que un observa- 
dor en movimiento a través del éter está acariciado por un 
viento de éter, que disipa las ondas luminosas, como en un au- 
tomóvil a gran velocidad el viento pasa barriéndolo y se lleva 
consigo el sonido. 

Con esto, empero, está sólo dado un medio para determinar 
el movimiento, por ejemplo, de la Tierra o del sistema solar 
con respecto al éter. Tenemos dos métodos, esencialmente dis- 
tintos, de medir la velocidad de la luz, uno astronómico y otro 
terrestre; el primero, el antiguo proceder de Rómer, emplea 
los eclipses de los satélites de Júpiter; mide, pues, la velocidad 
de la luz que viene de Júpiter a la Tierra por el espacio cósmico; 
en el otro método, el foco luminoso y el observador toman 
ambos parte en el movimiento de la Tierra. Ahora bien; ¿dan 
ambos métodos exactamente el mismo resultado, o preséntanse 





o, puesto que v se elimina, 



[38] 



c' = C\l \ = C- V. 



143 La teoría de la relatividad de E inste in 

diferencias que delatan un movimiento con respecto al éter 
cósmico? 

Maxvell (1879) ha hecho notar que por medio de la obser- 
vación de los eclipses de los satélites de Júpiter tenía que de- 
terminarse un movimiento de todo el sistema solar con res- 
pecto al éter cósmico. Representémonos al planeta Júpiter en 
un punto cualquiera A (fig. 70) de su trayectoria. Durante un 



tema solar entero se mueve en la dirección que va del Sol a A, 
entonces la luz que de Júpiter viene a la Tierra camina al 
encuentro de ese movimiento y su velocidad aparecerá agran- 
dada. Ahora bien; espérense seis años a que Júpiter se halle 
en el punto opuesto B de su trayectoria; ahora la luz corre en la 
misma dirección que el sistema solar y necesita más tiempo para 
pasar a la trayectoria terrestre; su velocidad aparecerá menor. 

Cuando Júpiter se encuentra en A, los eclipses de uno de sus 
satélites tienen que aparecer alterados por el valor de tiempo 

t = — [ — siendo / el diámetro de la trayectoria terrestre; 

c + v 

cuando Júpiter está en B, vale la alteración /» = ^ . Si el 
sistema solar estuviese inmóvil en el éter serían iguales ambas 
alteraciones, a saber: /„ = — ; su diferencia efectiva es 




Fig. 70. 



año aléjase poco de A , 
pues su tiempo de re- 
volución es de doce 
años. En un año reco- 
rre la Tierra una vez 
su trayectoria, y por 
observación de los 
eclipses se puede en- 
contrar el tiempo que 
la luz necesita para 
recorrer el diámetro 
de la trayectoria te- 
rrestre. Si ahora el sis- 



c 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



149 



/ i i \ 2/1/ _ 2/1/ 

1 ~ 1 = \c-v ~ c + v] = C* - V* = c»(i ' 

para lo cual, despreciando p 2 , puede escribirse: 

2lv 

c 

que permite una determinación de fJ y, por tanto, de la veloci- 
dad v=$c del sistema solar con respecto al éter. Ahora bien; 
la luz, para venir del Sol a la Tierra, necesita unos 8 minutos; es, 
pues, / 0 = 16 minutos, o, en cifras redondas, / 0 = 1000 sec. 
Habría que concluir, pues, una diferencia de tiempo 

x 

/, — t t = 1 sec. por p = 



2000 
o sea 

300000 

v = pe = =150 km. /sec. 



Las velocidades relativas de las estrellas fijas respecto del 
sistema solar, velocidades que se pueden derivar por el efecto 
de Doppler, hállanse, en su mayor parte, en el orden de mag- 
nitud 20 km. /sec; pero para ciertas aglomeraciones de estre- 
llas y nieblas espirales presen tanse velocidades hasta de 300 ki- 
lómetros/sec. La exactitud de las determinaciones astronómi- 
cas de tiempo no ha conseguido hasta ahora comprobar una 
alteración de los eclipses de un satélite de Júpiter, que valga 
1 sec, o menos, durante medio año; pero no puede decirse que 
no lo consiga algún día por refinamiento de los medios de ob- 
servación. 

También un observador que se hallase en el Sol, y para quien 
fuera conocido el valor de la velocidad de la luz en el éter, 
podría determinar el movimiento del sistema solar por entre 
el éter, merced a los eclipses de los satélites de Júpiter; necesi- 
taría para ello medir la alteración de los eclipses durante medio 
curso de la trayectoria de Júpiter. Para ello vale la misma fór- 
mula t 2 — t 1 — 2/ 0 p; sino que ahora /„ significa el tiempo que 
la luz necesita para recorrer el radio de la trayectoria de Jú- 



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150 La teoría de la relatividad de E inste i n 



piter. Ese valor t 0 es (unas 2,5 veces) mayor que el arriba 
usado de diez y seis minutos para la trayectoria de la Tierra, 
y en igual proporción será mayor la alteración t % — f t j pero, en 
cambio, la duración de la revolución de Júpiter, durante la 
cual tienen que seguirse sucesivamente los eclipses, es mucho 
mayor (unas doce veces) que el año terrestre; de suerte que ese 
método, que también podría usar un observador terrestre, no 
parece prometer ninguna ventaja. 

En todo caso, el hecho de que, con la exactitud hoy ase- 
quible de algunos segundos, no se ha encontrado alteración 
ninguna, es prueba de que la velocidad del sistema solar con 
respecto al éter no es mucho mayor que las mayores velocidades 
relativas conocidas de los astros unos con respecto a otros. 

Veamos ahora los métodos terrestres para medir la veloci- 
dad de la luz. Aquí es fácil comprender por qué estos métodos 
no permiten conclusiones acerca del movimiento de la Tierra 
a través del éter; ya indicamos la causa más arriba, cuando 
mencionamos por vez primera estos métodos (pág. 112). En estos 
métodos recorre la luz uno y el mismo camino de ida y vuelta; 
lo que se mide es una velocidad media en ese viaje de ida y 
vuelta; esta velocidad difiere de la velocidad de la luz, c, en 
el éter, por sólo una cantidad de segundo orden respectivamente 
a ¡3, y escapa a la observación. Sea, en efecto, / la longitud del 
camino; entonces el tiempo que la luz emplea para recorrerlo 

en el sentido del movimiento de la Tierra será igual a — — ; el 



tiempo para la vuelta será , y el tiempo total será: 



La velocidad media es 2/ dividido por este tiempo total; esto es: 



y se distingue de c solamente por cantidades de segundo orden. 



c — v 



c -f- v 



(c + v){c-v) 





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Las leyes fundamentales de la óptica 



151 



Además de la medición directa de la velocidad de la luz, 
hay muchos otros experimentos en que la velocidad de la luz 
entra en juego. Todos los fenómenos de interferencia y de re- 
fracción se fundan sobre el hecho de que ondas luminosas lle- 
gan al mismo punto por caminos diferentes, y allí se superpo- 
nen; la refracción en el limite de dos cuerpos se produce por la 
diferencia de la velocidad de la luz en ellos; por tanto, ésta co- 
labora en el efecto de todos los aparatos ópticos, lentes, pris- 
mas, etc. ¿ No podrían inventarse dispositivos que pusiesen de 
manifiesto el movimiento de la Tierra y el «viento de éter» pro- 
ducido por él? 

Se han inventado, en efecto, y realizado muchos experimen- 
tos para descubrir ese movimiento. Una experiencia general 
enseña que en experimentos hechos con focos luminosos terres- 
tres nunca se ha notado el menor influjo del «viento de éter»; 
también se han dispuesto experimentos especiales que demues- 
tran eso. Desde luego, hasta hace poco, se trataba de experi- 
mentos dispuestos de manera que sólo podían apreciar canti- 
dades de primer orden en (J. Si han dado siempre un resultado 
negativo, esto obedece a que en ellos no se ha medido nunca 
la verdadera duración del movimiento de la luz de un punto a 
otro, sino sólo diferencias de tiempos para el mismo camino de 
la luz o sus sumas al re- 



correr el camino de ida y 
vuelta; al proceder así, re- 
sulta, por el motivo ya 
arriba explicado, que las 
cantidades de primer or- 
den se eliminan. 

Pero podría esperarse 




un resultado positivo to- Pie. 7i 

mando un foco luminoso 

no terrestre, sino astronómico. Si se dirige un telescopio a 
una estrella a la cual se dirige (fig. 71) la velocidad momen- 
tánea v de la Tierra, entonces la velocidad de la luz en las 
lentes del telescopio con relación a la substancia del vidrio 



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152 



La teoría de la relatividad de Einstein 



será V veces más grande que si la Tierra está inmóvil; y si se 
mira a la misma estrella medio año después con el mismo te- 
lescopio, entonces la velocidad de la luz en las lentes será V 
veces más pequeña. Ahora bien; la cantidad de refracción en 
una lente está determinada por la velocidad de la luz; podría, 
pues, esperarse que el foco de la lente en ambos casos tenga una 
posición diferente. Este seria un efecto del primer orden, pues 
la diferencia de la velocidad de la luz, en ambos casos, sería 

2V 

2U, y su relación con la velocidad en el éter inmóvil = zfi. 

c 

Aragc ha realizado, efectivamente, este experimento; pero 
no ha encontrado ninguna diferencia en la posición de los focos. 
¿Cómo explicar esto? 

Antes hemos hecho, evidentemente, la suposición de que la 
velocidad de la luz en un cuerpo que se mueve con respecto al 
éter, al encuentro del rayo, con la velocidad v, es mayor y jus- 
tamente en la cantidad V, que si el cuerpo estuviera inmóvil 
en el éter. Dicho de otro modo: hemos admitido que el cuerpo 
material pasa a través del éter sin llevárselo consigo en lo más 
mínimo, como una red va por el agua del mar tirada por el 
bote pesquero. 

El resultado del experimento enseña que tal no es el caso. 
Más bien ha de tomar parte el éter en el movimiento de la ma- 
teria; la cuestión es saber en qué cantidad. 

Fresnel determinó que para explicar la observación de 
Arago y todos los demás efectos del primer orden basta que el 
éter sea arrastrado sólo en parte por la materia. Vamos a expo- 
ner esta teoría, que fué más tarde brillantemente confirmada 
por la experiencia. 

El punto de vista, más radical, de que el éter toma parte 
enteramente en el movimiento de la materia, lo ha defendido 
más tarde, sobre todo, Stokes (1845). Este físico admitió que 
la Tierra arrastra consigo, en su interior, el éter, y que ese mo- 
vimiento del éter va poco a poco disminuyendo hacia afuera, 
hasta llegar a la inmovilidad del éter cósmico. Es claro que, en 
tal caso, todos los fenómenos luminosos en la Tierra verifí- 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



153 



canse exactamente como si ésta fuese inmóvil; pero para que 
la luz procedente de las estrellas no sufra desviaciones y va- 
riaciones de velocidad al pasar por la capa que separa el éter 
cósmico del éter arrastrado con la Tierra, hace falta hacer hi- 
pó tesis especiales sobre los movimientos del éter. Stokes dis- 
currió una que satisface a todas las condiciones ópticas; pero 
luego se demostró que no concordaba con las leyes de la me- 
cánica. Los numerosos intentos realizados para salvar la teo- 
ría de Stokes no han tenido éxito bueno, y hubiera sucumbido 
a las dificultades que encerraba, aun cuando el experimento 
de Fizeau (véase pág. 152) no hubiese venido a confirmar la 
teoría de Fresnel. 

El pensamiento de Fresnel, según el cual la materia arras- 
tra parcialmente al éter consigo, no es fácil de derivar del expe- 
rimento de Arago, porque la refracción en las lentes es un pro- 
ceso intrincado que toca no sólo a la velocidad, sino también 
a la dirección de las ondas. Pero existe un experimento de idén- 
tico valor, que fué realizado 

por Hoek (1868) más tarde, / W 

y que es muchísimo más ? 
claro. Se deriva en principio 
de la disposición siguiente 
del interferómetro (fig. 72). 
Del foco luminoso Q sale la 
luz e incide en una lámina 
de vidrio P, plateada para 
ser semitransparente e in- 
clinada 45 o sobre la direc- 
ción del rayo luminoso; el rayo es dividido en dos; el rayo refle- 
jado (rayo 1) va cayendo sucesivamente en los espejos S v 5 2 , 5 3 , 
los cuales forman con la lámina P un rectángulo, y al volver a P 
es en parte reflejado en la lente de observación F; el rayo que 
atraviesa P (rayo 2) recorre el mismo camino en sentido inver- 
so, y llega al campo visual en interferencia con el rayo 1. Entre 
S x y 5 2 se ha colocado un cuerpo transparente; v. gr., un tubo 
de vidrio lleno de agua, W, y todo el aparato está montado de 




Flg. 72. 



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154 La teoría de la relatividad de Einstein 



modo que la dirección de S l a 5 2 pueda variarse de manera a 
ser sucesivamente paralela y contraria al movimiento de la 
Tierra alrededor del Sol. 

Sea C l la velocidad de la luz en el agua quieta; este valor 
es algo más pequeño que la velocidad en el vacío, y la rela- 

c 

ción de ambas velocidades, — = n, se llama índice de re- 

c i 

fracción. La velocidad en el aire es diferente de c en una 
insignificante inobservable cantidad; el índice de refracción 
del aire es casi exactamente x. Ahora, el agua es arrastrada 
por la Tierra en su trayectoria. Si el éter que está en el agua 
no tomase parte en este movimiento, sería la velocidad de la luz 
en el agua, relativamente al éter cósmico, invariablemente c¿ 
esto es, sería C 1 — V para un rayo que marchase relativamente 
a la Tierra en la dirección del movimiento de la Tierra; si el 
éter fuese totalmente arrastrado por el agua, la velocidad de la 
luz, relativamente al éter cósmico, seria c x + v, y relativamente 
a la Tierra, C v No admitiremos a prior i ninguna de las dos po- 
sibilidades, sino que dejaremos indeterminada la cantidad de 
éter que el agua arrastre; sea la velocidad de la luz en el agua, 
movida relativamente al éter cósmico, algo mayor que C,, por 
ejemplo, c 1 + z; esto es, sea, relativamente a la Tierra, C x -f ¿ — V. 
Queremos encontrar, por el experimento, el desconocido nú- 
mero o, que representa el arrastre de éter por el agua. Si <p es 
igual a cero, no habrá arrastre ninguno; si es igual a V, el arras- 
tre será total; su valor verdadero tiene que estar entre esos dos 
limites. Pero vamos a admitir una sola cosa: que el arrastre 
por el aire es despreciable comparado con el arrastre por el 
agua. 

Sea, pues, / la longitud del tubo lleno de agua; el rayo z 

necesita, para recorrer el tubo, el tiempo , cuando 

c x + y — v 

la Tierra se mueve en la dirección de S l hacia S t ; este mismo 
rayo necesita, para recorrer la correspondiente distancia entre 

5 3 y P, en donde no hay mas que aire, el tiempo — - — ; en total, 



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< 1 - I III 

Las leyes fundamentales de la óptica 1 55 



el tiempo que el rayo i necesita para recorrer los dos trechos 
iguales uno en agua y el otro en aire, es: 

c x + <p - » c + v 

El rayo 2 sigue el camino inverso; recorre primero el trecho 
de aire en el tiempo - » 7 luego el trecho de agua en el tiem- 
po , y en total necesita, para los dos trechos iguales 

c i — f + v 
de aire y de agua, el tiempo 

-L.+ ' - 

c — v c t — © + 1/ 

Ahora bien; el experimento demuestra que las interferen- 
cias no varían lo más mínimo cuando el aparato gira en direc- 
ción opuesta o en cualquier otra dirección, respecto de la velo- 
cidad de la Tierra. De aquí se infiere que los rayos z y 2 nece- 
sitan iguales tiempos, independientemente de la orientación del 
aparato respecto de la trayectoria terrestre, y, por lo tanto, que 

/ / / / 

f. = -| 

Cx + y — v c + v c — V Ci — * + v 

Por esta ecuación es posible calcular <f ; suprimiremos este 
cálculo algo circunstanciado (1) y daremos solamente el resul- 



(c l -e + v) + (c- v) 

(c - v) (c t - ® -f- v) 
{c + c x - «) (c + v) {C t -f o - v), 

c«-c» 



(1) Concluyese por la sene: 

(c +v) + (c t + y - u) 
(c, -f ? — v) (c + v) 
(C + Ci + <?) (c - v) (c x - <? + V) 

f + c» 

— 



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156 La teoría de la relatividad de E instein 



tado, que, despreciando cantidades de segundo y más alto 
orden, dice: 



(39) 



(■-*)* 



Esta es la famosa fórmula de arrastre de Fresnel, quien la 
encontró por otro camino más especulativo. Antes de decir su 
evaluación, determinemos lo que la fórmula expresa propia- 
mente. El arrastre es, según ella, tanto mayor cuanto más ex- 
cede de i — valor que en el vacio tiene— el exponente de re- 
fracción. Para el aire es C 3 casi igual a c, n es casi igual a i 
y s es, por lo tanto, casi igual a cero, como antes hubimos de 
suponer. Pero cuanto mayor sea la facultad de refractar la 
luz, tanto más completo será el arrastre. La velocidad de la 
luz en un cuerpo en movimiento es, pues, medida relativamen- 
te al éter cósmico, 

* + »-«» + (« 
y relativamente al cuerpo en movimiento: 



(-i) 



Cl + 9 - v - C, -f (X - — ) V - V = C x - 



A esta última fórmula referimos la interpretación de Fresnel. 

Este admitió que la densidad del éter en un cuerpo mate- 
rial es diferente de la densidad del éter libre; la primera sea p,; 
la segunda, p. 

Representémonos el cuerpo en la forma, por ejemplo, de 

un madero cuya dirección longitudi- 
nal es paralela a la velocidad; su su- 
perficie base sea igual a la unidad de 
superficie. Al moverse el madero por 
el éter, la superficie delantera avanza 
en la unidad de tiempo la distancia v 
(figura 73) y ocupa un volumen v (la base unidad por la altu- 
ra); en este volumen está contenida la cantidad de éter, pi/, que 




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Las leyes fundamentales de la óptica 157 



entra en el cuerpo por la superficie delantera. En el cuerpo 
toma otra densidad y, por tanto, se moverá, con respecto al 
cuerpo, con otra velocidad v x \ por el mismo motivo que más 
arriba, será su masa igual a p,^ y puede escribirse 

o 

p 

v l = — V. 
H 

Esta es, en cierto modo, la fuerza del viento de éter en el 
madero movido con la velocidad v. La luz que con respecto al 
éter condensado tiene la velocidad C v tiene, con respecto al 
cuerpo, la velocidad 

p 

c t — v l = c l —V. 

Pi 

Pero hemos visto que, según los resultados del experimento 
de Hoek, la velocidad de la luz con respecto a los cuerpos en 
movimiento vale: 

x 

c - V. 

n* 



Por consiguiente, 



JL 1 Í*L 
P, »* c" : 



Pi 

la condensación — es, pues, igual al cuadrado del índice de 

? 

refracción. 

Aquí se puede seguir infiriendo que la elasticidad del éter 
en todos los cuerpos ha de ser la misma, pues la fórmula [33] 

» 

(página 132) enseña que en todo medio elástico c* = — . Así, 

P 

pues, en el éter p — Cip y en la materia p 1 = cjp 1 ; pero estas 
dos expresiones son iguales, según el anterior resultado acerca 
de la condensación. 

Esta interpretación mecánica de la cantidad del arrastre 



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158 La teoría de la relatividad de E inste i n 



por Fresnel ha tenido una gran influencia sobre la estructura 
de la teoría elástica de la luz. Pero no debemos ocultar que se 
le pueden dirigir importantes objeciones. Es sabido que luces 
de diferentes colores (números de vibraciones) tienen diferente 
refrac ta bili dad n y, por tanto, diferente velocidad. De aquí se 
sigue que la cantidad del arrastre tiene un valor diferente para 
cada color. Mas esto es inconciliable con la interpretación de 
Fresnel, pues el éter deberla verterse en el cuerpo con diferente 
velocidad según el color; habría, pues, tantos éteres como co- 
lores, y esto es imposible. 

Pero, sin referirse a la interpretación mecánica, la fórmula 
del arrastre [39] está fundada en los resultados de experimen- 
tos. Veremos que, en la teoría electromagnética de la luz, está 
derivada de representaciones sobre la estructura atomística 
y de la electricidad. 

Comprobar la fórmula de Fresnel por medio de experimen- 
tos terrestres es dificilísimo, porque necesítense para ello subs- 
tancias transparentes, movidas con gran rapidez. El experimen- 
to consiguió hacerlo Fizeau (185 i) merced a un muy sensible 



arrastra consigo la luz, observando si las interferencias se des- 
plazan cuando el agua se pone en rápido movimiento. Y, en 
efecto, tal sucede, pero ni mucho menos en la medida que 




dispositivo del interferó- 
metro. 




Fig 74. 



El aparato empleado 
por él es igual al de 
Hoek; pero los dos cami- 
nos que la luz recorre, 
5,5, y S 3 P, llevan tu- 
bos de vidrio, por los 
cuales puede correr agua, 
de manera que el rayo 1 
marcha en el sentido del 
agua y el rayo 2 en con- 
tra de ésta (fig. 74). Fi- 
zeau examinó si el agua 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



159 



corresponde a un total arrastre; la medición exacta dió por 
resultado una perfecta concordancia con la fórmula de arras- 
tre establecida por Fresnel [39]. 

10. La aberración. 

Vamos ahora a discutir la influencia que el movimiento de 
los cuerpos tiene sobre la dirección de los rayos luminosos, 7 
particularmente el problema de si puede comprobarse el mo- 
vimiento de la Tierra a través del éter por medio de observa- 
ciones de variación en la dirección. Sobre esto hay que dis- 
tinguir también si se trata de un foco luminoso terrestre o as- 
tronómico. 

La aparente desviación de la luz, que llega a la Tierra 
procedente de las estrellas fijas, es la aberración, que ya hemos 
discutido desde el punto de vista de la teoría de la emisión 
(IV, 3, pág. 109). Tan sencilla 
como es la explicación dada 
allí, tan complicada en cam- 
bio es la cuestión desde el 
punto de vista de la teoría 
ondulatoria. Pues fácilmente 
se ve que una desviación de 
los planos de onda no se 
verifica en general. Clarísi- 
mamente se ve ello cuando 
los rayos caen perpendicula- 
res al movimiento del obser- 
vador; en tal caso, los pla- 
nos de onda son paralelos a 

ese movimiento, y son percibidos igualmente por el observa- 
dor en movimiento (fig. 75). Otro tanto nos enseña el cálculo. 
Colocamos un sistema inmóvil de coordenadas 5 y otro en 
movimiento 5', de manera que el eje de las X y, respectiva- 
mente, de las x caiga en la dirección del movimiento, y 
contamos las ondas que han pasado por un punto cualquie- 



y 


1 p 















Fi* 75. 



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160 La teoría de la relatividad de E inste in 



ra P desde el instante t = o hasta el instante /; este número 



las ondas. Es evidente que, en el caso de ondas perpendicu- 
lares, s — y. 

La invariancia del número de ondas exige que 



cuando las coordenadas se calculan con la transformación de 
Galileo. Pero en ésta la coordenada y permanece invariable; 
por tanto, debe ser: 



El observador en movimiento ve, pues, una onda de igual 
frecuencia, velocidad y dirección; pues si ésta estuviese cam- 
biada, tendría que depender el número de ondas en 5', de x' 
además de y'. 

Parece, pues, que la teoría ondulatoria no está en condicio- 
nes de explicar el hecho, sencillo y conocido desde hace dos- 
cientos años, de la aberración. 

Pero la cosa no es tan desesperada. El fundamento que ex- 
plica el fracaso de la reflexión que hemos hecho es que los ins- 
trumentos ópticos con que se hacen las observaciones, y entre 
ellos la simple vista, no determinan la posición del frente de 
ondas incidente, sino que realizan muy diferente labor. 

Caracterizase la función del ojo o del telescopio por ser una 
reproducción óptica, y consiste en que los rayos procedentes de 
un objeto iluminado se reúnen en una imagen. Al acontecer 
esto, la energía vibratoria de las partículas del objeto es trans- 
portada por las ondas luminosas hacia las partes correspon- 
dientes de la imagen. Los caminos de ese transporte de energía 
son, efectivamente, los rayos físicos. Mas la energía es una can- 
tidad que, según la ley de conservación, puede, como una subs- 
tancia, transformarse, pero ni nacer ni desaparecer. Por lo 



es, como sabemos, V 




siendo 5 el camino recorrido por 




v = h' j — = — ; y, por Unto, c = c . 



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Las leyes fundamentales de la óptica 161 



cual es plausible que puedan aplicarse a su movimiento las le- 
yes de la teoría de la emisión. Efectivamente, la sencilla deduc- 
ción que antes hicimos (pág. no) de la fórmula de aberración es 
totalmente exacta, si se definen los rayos luminosos como las 
trayectorias de energía de las ondas luminosas, y se les aplica 
las leyes del movimiento relativo, como si fueran torrentes de 
partículas desprendidas. 

Pero también se puede llegar a la fórmula de aberración 
sin aplicar este concepto de los rayos como trayectorias de ener- 
gía; para ello se persigue una por una la refracción de las ondas 
en las lentes o los prismas de los instrumentos ópticos. En tal 
caso, hay que partir de una determinada teoría del arrastre. 
La teoría de Stokes, que admite el integral o total arrastre, no 
explica la aberración sino haciendo sobre el movimiento del 
éter hipótesis inaceptables mecánicamente; ya más arriba 
hemos hablado de estas dificultades. La teoría de Fresnel pro- 
porciona una ley de refracción de las ondas luminosas en la su- 
perficie de cuerpos en movimiento, por la cual se obtiene exac- 
tamente la fórmula de aberración. 

La substancia de los cuerpos a través de los cuales pasa la 
luz no influye en el resultado, aun cuando la cantidad del arras- 
tre es distinta en cada substancia. Para probarlo, Airy ( i 87 i ) 
llenó de agua un telescopio y estableció que, a pesar de ello, 
la aberración tenia su cantidad normal. La aberración, como 
efecto de primer orden, desaparece naturalmente cuando la 
onda luminosa y el observador no tienen ningún movimiento 
relativo uno a otro. De aquí se sigue que en los experimentos 
ópticos con focos luminosos terrestres no se verifica ninguna 
desviación de los rayos por el viento de éter. La teoría de 
Fresnel está en condiciones de exponer estos hechos en con- 
cordancia con la experiencia. Queda para otra ocasión volver 
detenidamente sobre este punto. 

Interrumpamos ahora nuestras explicaciones acerca del 
éter luminoso y lancemos una mirada a los conocimientos ad- 
quiridos. 



La tborIa de la ««latit.dad dk Einstbim. 



II 



162 La teoría de la relatividad de E i mitin 



ix. Recapitulación y nueva perspectiva. 

Hemos tratado el éter luminoso como una substancia que 
obedece a las leyes de la mecánica. Satisface, pues, a la ley de 
inercia y, poi tanto, allí donde no haya materia, en el espacio 
cósmico, hallarás© inmóvil en un apropiado sistema inercial. 
Si ahora referimos todos los fenómenos a otro sistema inercial, 
seguirán valiendo las mismas leyes para los movimientos de los 
cuerpos y del éter; por tanto, también para la propagación de 
la luz, aunque naturalmente sólo en cuanto se refieran a ace- 
leraciones y acciones recíprocas. Sabemos que la velocidad y 
la dirección de un movimiento son totalmente diferentes con 
respecto a diferentes sistemas inerciales; se puede considerar 
a todo cuerpo en movimiento rectilíneo uniforme, como inmó- 
vil, eligiendo un sistema de referencia apropiado, que se mueva 
con el cuerpo. En este sentido, casi trivial, debe, pues, el prin- 
cipio clásico de la relatividad valer también para el éter pen- 
sado como substancia mecánica. 

De aquí se infiere, empero, que la velocidad y dirección de 
los rayos luminosos deben aparecer distintas en cada sistema 
inercial. Seria, pues, de esperar que, por observaciones de los 
fenómenos ópticos terrestres, que están principalmente deter- 
minados por la velocidad y dirección de la luz, se estableciese 
la velocidad de la Tierra o del sistema solar. Pero todos los ex- 
perimentos hechos con tal propósito han dado un resultado 
negativo. Queda, pues, como conclusión, que la velocidad y 
dirección de los rayos luminosos son del todo independientes 
del movimiento del cuerpo cósmico sobre el cual se establecen 
las observaciones. O, dicho de otro modo, los fenómenos ópti- 
cos no dependen mas que de los movimientos relativos de los 
cuerpos materiales. 

Es éste un principio de relatividad que suena muy seme- 
jante al principio clásico de la mecánica; pero tiene un sentido 
diferente, pues se refiere a velocidades y direcciones de procesos 



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Las leyes fundamentales de la óptica 163 



de movimiento, y éstas, en la mecánica, no son independientes 
del movimiento del sistema de referencia. 

Sólo hay dos puntos de vista posibles. El primero parte de 
la consideración de que las experiencias ópticas nos dan algo 
nuevo en principio, a saber: que la luz se conduce, por lo que a 
velocidad y dirección se refiere, de distinto modo que los cuer- 
pos materiales. Si se consideran las experiencias ópticas como 
coactivas, como imponiéndose a nosotros, habrá de defender 
el físico este punto de vista, si quiere mantenerse lejos de 
toda especulación sobre la esencia de la luz. Ya veremos que 
éste es el camino que en definitiva ha seguido Einstein. Pero „ 
se necesita para ello una altísima libertad frente a las con- 
venciones de las teorías tradicionales, libertad que sólo es po- 
sible cuando el nudo gordiano de construcciones e hipótesis ha 
llegado a tal complicación que la solución única es cortarlo de 
un tajo. 

Pero aun estamos aquí en plena época floreciente de la 
teoría mecánica del éter; y esta teoría tomó, naturalmente, el 
otro punto de vista. Debía concebir el principio óptico de rela- 
tividad como fenómeno secundario, y en cierto modo semi- 
contingente, producido por la compensación de causas eficien- 
tes actuando retroactivamente. Que esto es, hasta cierto punto, 
posible, obedece a que hay libertad de hacer hipótesis acerca 
de cómo el éter se mueve, de cómo es influido en su movimiento 
por los cuerpos en movimiento. Ahora bien; un gran resultado 
de la hipótesis de Fresnel sobre el arrastre del éter es que ella 
explica, efectivamente, el principio de la relatividad óptica, 
en cuanto que se refiere a cantidades del primer orden. Mien- 
tras la exactitud de las mediciones ópticas no recibió la pode- 
rosa impulsión que es necesaria para medir cantidades del se- 
gundo orden, aquella teoría de Fresnel satisfacía a todas las 
exigencias de la experiencia, salvo una posible excepción, poco 
notada, por lo general, lo cual es bastante extraño y admirable. 
En efecto; si la exactitud perfeccionada de las mediciones as- 
tronómicas llegare al resultado de que la observación de los 
eclipses de los satélites de Júpiter según el antiguo método de 



164 La teoría de la relatividad de B inste i n 



Rómer (véase pág. 147) no señala un influjo del movimiento del 
sistema solar sobre la velocidad de la luz, hallariase la teoría 
del éter ante un problema casi insoluble, pues es bien claro que 
ese efecto del primer orden no podría anularse por ninguna hi- 
pótesis sobre arrastre del éter. 

Compréndese, pues, la importancia del problema experi- 
mental, que consiste en medir hasta en cantidades del segundo 
orden la dependencia en que están los procesos ópticos del mo- 
vimiento de la Tierra. La solución de este problema seria la 
que pudiese decidir si el principio de la relatividad óptica vale 
estrictamente o sólo aproximadamente. En el primer caso, fa- 
llaría la teoría de Fresnel sobre el éter; nos hallaríamos ante 
una situación nueva. 

Históricamente, esta situación nueva se ha presentado unos 
cien años después de Fresnel. Entre tanto, hay una evolución 
de la teoría del éter en otra dirección. Al principio, en efecto, 
no había un éter solamente, sino muchos: uno óptico, uno 
térmico, uno eléctrico, uno magnético y aun quizá más toda- 
vía. Para cada fenómeno que se verifica en el espacio inven- 
tábase como sustentáculo un éter especial. Estos éteres no 
tenían al principio nada de común entre sí, sino que existían 
en el mismo espacio independientemente unos de otros, o, 
mejor dicho, dentro unos de otros. Tal estado de la física no 
podía durar, naturalmente. Pronto se encontraron conexiones 
entre los fenómenos de las distintas esferas, separados en un 
principio, y así resultó, finalmente, un éter único como sus- 
tentáculo de todos los fenómenos físicos que se verifican en el 
espacio libre de materia. Particularmente manifestóse la luz 
como un proceso vibrátil electromagnético, cuyo sustentáculo 
es idéntico al medio que transmite las fuerzas eléctricas y 
magnéticas. Estos descubrimientos fueron primeramente un 
buen puntal para la noción del éter. Por último, llegóse incluso 
a identificar el éter con el espacio de Newton; permanecería en 
inmovilidad absoluta y transmitiría no sólo los efectos elec- 
tromagnéticos, sino que produciría también, mediatamente, las 
fuerzas newtonianas de inercia y centrífugas. 



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Las leyes fundamentales de la óptica 



165 



Ahora pasamos a exponer esta evolución de la teoría. Es 
como una emocionante sesión ante el tribunal de justicia; el 
éter ha de ser el culpable de todo; amontónanse pruebas sobre 
pruebas, hasta que, por último, la irrefragable demostración 
de la coartada pone término a la causa. Esta demostración de- 
finitiva es el experimento de Michelson sobre cantidades del 
segundo orden y su interpretación por Einstein. 



V 

LAS LEYES FUNDAMENTALES 
DE LA ELECTRODINAMICA 

x. La electrostática y la magnetost ática. 

Ya sabian los antiguos que un cierto mineral, la piedra 
imán, atrae el hierro, y que al ámbar frotado (en griego, elec- 
trón) adhiérense los ligeros corpúsculos. Pero las ciencias del 
magnetismo y la electricidad son hijas de la época contempo- 
ránea, que había aprendido en la escuela de Galileo y Newton 
a hacerle a la naturaleza preguntas racionales y a disceruir su 
respuesta en el experimento. 

Los hechos fundamentales de los fenómenos eléctricos fue- 
ron establecidos hacia el año 1600; vamos a enumerarlos rápi- 
damente. Como medio para la producción de efectos eléctricos, 
servia entonces exclusivamente el frotamiento. Gray descu- 
brió (1729) que algunos metales puestos en contacto con cuer- 
pos electrizados por frotamiento reciben iguales propiedades 
que éstos; demostró que las acciones eléctricas pueden ser con- 
ducidas en los metales. Llegóse asi a la división de las substan- 
cias en conductores y no conductores (aisladores). Du Fay (1730) 
descubrió que la acción eléctrica no es siempre atracción, sino 
que también puede ser repulsión; interpretó este hecho admi- 
tiendo dos fluidos que hoy llamamos electricidad positiva y ne- 
gativa, y estableció que dos cuerpos cargados con electricidad 



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168 La teoría de la relatividad de E i n ste i n 



del mismo nombre se repelen, y que si están cargados con elec- 
tricidad de nombre distinto se atraen. 

Vamos a definir, desde luego, el concepto de carga eléctrica 
cuantitativamente; al hacerlo no nos atendremos estrictamente 
a los pensamientos, a veces muy sinuosos, que históricamente 
han conducido al establecimiento de los conceptos y leyes, sino 
que elegiremos un orden de definiciones y experimentos en el 
cual la conexión lógica aparezca con la mayor posible claridad. 

Representémonos un cuerpo M electrizado por frotamiento; 
este cuerpo actúa por atracción o repulsión sobre otros cuerpos 
electrizados. Para estudiar este efecto vamos a tomar peque- 
ños corpúsculos de prueba; por ejemplo, esferas cuyo diáme- 
tro es muy pequeño respecto de la próxima distancia del cuer- 
po M, en donde queremos investigar la fuerza. Pongamos uno 
de esos corpúsculos de prueba, P, en las proximidades del cuer- 
po M, cuya acción queremos estudiar; P experimenta una 
fuerza estática de determinada cantidad y dirección que puede 
medirse con los métodos de la mecánica; por ejemplo, por medio 
de contrapesos, merced a palancas o hilos. 

Ahora tomemos dos de esos corpúsculos de prueba, frotados 
en diferente manera, P l y P 2 , y pongámoslos sucesivamente en 
el mismo lugar en las proximidades de M, y midamos en los 
dos casos las fuerzas AT, y K t en cantidad y dirección. Al ha- 
cerlo convenimos que en adelante fuerzas de dirección opues- 
ta las consideraremos como de la misma dirección, pero calcu- 
lando su cantidad con signos contrarios. 

El experimento da por resultado que las dos fuerzas tienen 
la misma dirección; pero su cantidad puede ser diferente y te- 
ner diferente signo. 

Ahora coloquemos los dos corpúsculos de prueba en otro 
lugar en las proximidades de M y midamos nuevamente las 
fuerzas K\ y K' t en cantidad y dirección; encontraremos nue- 
vamente que las dos tienen la misma dirección; pero, en gene- 
ral, diferentes cantidades y signos diferentes. 

Si establecemos ahora la relación K x : K t entre las fuerzas 
en el primer lugar, y luego la relación K' % : K' entre las fuer- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 169 



zas en el segundo lugar, se verá que ambas relaciones tienen el 
mismo valor, que puede ser positivo o negativo: 



De este resultado puede concluirse: 

x.° La dirección de la fuerza ejercida por un cuerpo elec- 
trizado M sobre un corpúsculo de prueba P no depende de la 
naturaleza y electrización del corpúsculo de prueba, sino sólo 
de las propiedades del cuerpo M. 

2.° La relación de las fuerzas sobre dos corpúsculos de 
prueba, colocados sucesivamente en el mismo lugar, es indepen- 
diente de la elección del lugar; esto es, de la posición, natura- 
leza y electrización del cuerpo M. Depende sólo de las propie- 
dades del corpúsculo de prueba. 

Se elige ahora, como corpúsculo unidad, un corpúsculo de 
prueba determinado y electrizado por modo determinado, y 
se le atribuye la carga o cantidad de electricidad -f- i. Con éste 
se mide siempre la fuerza que el cuerpo M ejerce; sea desig- 
nada esta fuerza con la letra E. Entonces ésta determina tam- 
bién la dirección de la fuerza K ejercida sobre cualquier otro 
cuerpo de prueba P. La relación de las cantidades K : E de- 
pende solamente del cuerpo de prueba P y se llama su carga 
eléctrica, e; ésta puede ser positiva o negativa, según que K 
y E sean, en estricto sentido, de igual dirección o de dirección 
contraria. Puede escribirse, pues: 



La fuerza E sobre la carga x llámase también fuerza del 
campo eléctrico del cuerpo M; una vez fijada la unidad de carga, 
depende solamente de la naturaleza eléctrica del cuerpo M; 
determina su acción eléctrica en el espacio circundante o, como 
se dice, su campo eléctrico. 

Por lo que se refiere a la carga unidad, seria prácticamente 
imposible establecerla por medio de un precepto acerca de la 



[40] 




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170 



La teoría de la relatividad de E i tiste i n 



electrización de un determinado cuerpo de prueba; se buscará 
más bien para ella una definición mecánica. Se consigue del 
siguiente modo: 

Lo primero es cargar con igual fuerza dos cuerpos de prueba; 
el criterio de igual carga es que los dos cuerpos de prueba pues- 
tos en el mismo sitio sufran igual fuerza del tercer cuerpo M. 
Entonces los dos cuerpos de prueba se repelerán mutuamente 
con igual fuerza; decimos que su carga es i cuando esta repul- 
sión es igual a la unidad de fuerza, habiéndose puesto los dos 
cuerpos a una distancia uno de otro igual a la unidad de lon- 
gitud. Al operar asi no hemos supuesto nada acerca de la de- 
pendencia entre la fuerza y la distancia. 

Por estas definiciones, ya es la cantidad de electricidad o 
carga eléctrica una cantidad mensurable como longitudes, ma- 
sas o fuerzas. 

La ley más importante sobre las cantidades de electricidad fué 
expresada al mismo tiempo por Watson y Franklin (1747)» 
y es que en todo proceso electrizador siempre se producen 
¡guales cantidades de electricidad positiva y negativa. Si se 
frota, por ejemplo, una barra de cristal con un paño de seda, 
queda el cristal electrizado positivamente; en el paño de seda 
se halla exactamente la misma carga negativa. 

Este hecho de experiencia puede interpretarse asi: que el 
frotamiento no produce, sino que separa las dos especies de elec- 
tricidad. Represéntanse como dos fluidos que existen en todos 
los cuerpos en igual cantidad. En los cuerpos no electrizados, 
«neutrales», están en igual cantidad en todos los puntos; de 
suerte que su acción hacia afuera se anula. En los cuerpos elec- 
trizados, empero, están separados; una parte de la electricidad 
positiva ha pasado, por ejemplo, de un cuerpo a otro, y otra 
tanta negativa en dirección opuesta. 

Pero es evidente que basta admitir un solo fluido, que puede 
fluir independientemente de la materia; entonces a la materia 
que esté libre de tal fluido hay que atribuirle una determinada 
carga, la positiva, por ejemplo, y al fluido la opuesta, la nega- 
tiva. La electrización consiste entonces en que el fluido nega- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 171 



tiro pasa de un cuerpo a otro; el primero será entonces positivo, 
porque la carga positiva de la materia ya no está compensada, 
y el segundo será negativo, porque tendrá un exceso de fluido 
negativo. 

La discusión entre los partidarios de las dos hipótesis, la 
teoría de uno y dos fluidos, duró mucho tiempo y permaneció 
infructuosa e inútil hasta que el descubrimiento de nuevos 
hechos le puso término. No entraremos en el detalle de estas 
discusiones, y diremos, en breves palabras, que, finalmente, 
halláronse diferencias características en la conducta de ambas 
electricidades, las cuales indicaban que la electricidad positiva 
está firmemente adherida a la materia, mientras que la nega- 
tiva es libremente móvil. Esta teoría rige aún hoy; seguiremos 
este tema luego, al hablar de la teoría de los electrones. 

Otra discusión se planteó acerca de cómo las fuerzas eléc- 
tricas de atracción y repulsión son transmitidas por el espacio. 
Los primeros decenios de la indagación eléctrica no estaban 
aún dominados por la influencia que luego hubo de ejercer la 
teoría newtoniana de la atracción; una acción a distancia pa- 
recía impensable, y reglan proposiciones metafísicas, como que 
la materia sólo puede actuar donde está; y así se inventaron 
diferentes hipótesis para explicar las fuerzas eléctricas: ema- 
naciones que salen de los cuerpos cargados, y al llegar a otro 
cuerpo hacen presión, y otras suposiciones por el estilo. Pero 
cuando la teoría de la gravitación de Newton hubo conquistado 
la victoria, acabó por hacerse habitual la representación de una 
fuerza actuante inmediatamente en la lejanía. Pues, efectiva- 
mente, sólo se trata de un hábito mental, cuando una represen- 
tación se imprime tan honda en los cerebros, que es usada como 
postrer principio explicativo. Sin duda, no transcurre mucho 
tiempo entonces sin que la especulación metafísica, vestida 
muchas veces con el ropaje de filosofía crítica, dé la prueba de 
que el principio de explicación usado es necesario al pensamiento 
y que su contrario es irre presen ta ble; pero la ciencia empírica 
progresiva no suele, afortunadamente, curarse de ello, y si 
nuevos hechos lo exigen, acude a las representaciones condena- 



172 La teoría de la relatividad de E inste in 



das. La evolución de la teoría de las fuerzas eléctricas y mag- 
néticas es un ejemplo de esa marcha circular de las teorías; al 
principio es una teoría de acción próxima, fundada en motivos 
metafísicas; luego ésta es deshecha por una teoría de acción 
a distancia, según el modelo de Newton; y, por último, se trans- 
forma, obligada por nuevos hechos descubiertos, en una teoría 
general de la acción próxima. Estas oscilaciones no son, em- 
pero, signos de debilidad; pues las imágenes que con las teo- 
rías se conexionan no son lo esencial; lo esencial son los he- 
chos empíricos y sus conexiones conceptuales. Y si se siguen 
éstos, no se ve ninguna oscilación, sino una constante evolu- 
ción llena de fuerza lógica interior. Los primeros ensayos teó- 
ricos anteriores a Newton pueden bien considerarse como fuera 
de la serie, porque los hechos eran conocidos harto mal para 
poder dar puntos firmes de asiento a las teorías. Pero la teoría 
de la acción a distancia que surgió luego, según el modelo de 
la mecánica de Newton, está perfectamente fundada en la 
esencia de los hechos eléctricos. Una investigación que dispo- 
nía de los medios experimentales del siglo XVIII tenía necesaria- 
mente que fundarse en las observaciones entonces posibles, y, 
por tanto, venir a la conclusión de que las fuerzas eléctricas y 
magnéticas actúan, del mismo modo que la gravitación, en la 
lejanía. Aun hoy, desde el punto de vista de la muy desarro- 
llada teoría de la acción próxima de FARADAY y Maxwell, es 
perfectamente lícito exponer la electroestática y la magnetoestá- 
tica por medio de fuerzas a distancia, y tal exposición conduce, 
si se emplea inteligentemente, siempre a resultados exactos. 

El pensamiento de que las fuerzas eléctricas actúan en la 
lejanía, como la gravitación, fué concebido primeramente por 
Aepinus (1759); éste llegó incluso a concebir la gravitación y 
la electricidad como efectos del mismo fluido. Representóse, en 
el sentido de la teoría de un solo fluido, que una materia sin 
fluido eléctrico repelería otra materia; pero que siempre hay 
un pequeño exceso de fluido que produce la atracción de la 
gravitación. No consiguió establecer — y es extraño que no lo 
consiguiera— la ley exacta de la dependencia entre las accio- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 173 



nes eléctricas y la distancia; pero pudo explicar cualitativa- 
mente el fenómeno de la influencia. Este consiste en que un 
cuerpo cargado actúa por atracción, no sólo sobre otros cuer- 
pos cargados, sino también sobre cuerpos no cargados, par- 
ticularmente sobre conductores; la carga del mismo nombre, en 
efecto, es empujada al lado del cuerpo influenciado que mira 
hacia el cuerpo actuante y 



ra la atracción a la repul- Fie 
sión (fig. 76). 

La verdadera ley fué descubierta por Priestley, el descu- 
bridor del oxigeno (1767), y lo fué por un camino ingenioso, in- 
directo, cuya fuerza demostrativa es, en el fondo, más grande 
que la de la medición directa. Independientemente de aquél, 
Caven dish derivó la ley de la misma manera (1771). Pero el 
nombre que recibe es el del investigador que primero la demos- 
tró, por medición directa de las fuerzas, COULOMB (1785). 

Según ella, la fuerza que ejercen uno sobre otro dos cuerpos 
con las cargas e x y e 2 , a la distancia r, es: 



suponiendo que los máximos diámetros de los cuerpos sean pe- 
queños respecto de la distancia. Esta limitación expresa que la 
ley, lo mismo que la de la gravitación, es una ley elemental 
idealizada; para concluir, por medio de ella, a la actuación de 
cuerpos de extensión limitada, hay que representarse la elec- 
tricidad, que hay en ellos, como dividida en pequeñas partes y 
calcular las acciones de las partículas de un cuerpo sobre las 
del otro, dos a dos, y sumarlas. 

Por la fórmula [41] queda establecida la dimensión de la 
cantidad de electricidad, pues para la repulsión de dos cargas 



la de otro nombre al lado [XX 
opuesto, por lo cual supe- \ + ♦ 





rige 




esto es: e = r\K \ 



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174 La teoría de la relatividad de E inste i n 



y, por tanto: 

n-pyn-[iyf|-[4-ya]. 

Asi, la unidad de carga en el sistema c, g, s queda determi- 
nada; hay que escribirla: 

cm. |' g. cm. 

. — — . • 

sec. 

La fuerza E eléctrica del campo, definida por K = eE, tiene 
la dimensión 

y su unidad es: 



Desde el establecimiento de la ley de Coulomb, la electro- 
estática se hizo ciencia matemática. El problema más impor- 
tante es, dada la cantidad total de electricidad en cuerpos con- 
ductores, calcular la distribución de las cargas en éstos, bajo la 
acción de la influencia reciproca, y las fuerzas que de aquí se 
originan. El desarrollo de este problema matemático es intere- 
sante, porque muy pronto se apartó de la primitiva formulación, 
como teoría de acción a distancia, y se transformó en una pseu- 
doacción próxima; es decir, que, en lugar de las sumas de las 
fuerzas de Coulomb, se ponen ecuaciones diferenciales, en donde 
como incógnita entra la fuerza del campo, E, o una cantidad 
en conexión con ésta, el potencial. Pero no podemos seguir de 
cerca estas cuestiones puramente matemáticas, en las que se 
han distinguido notablemente Laplace (1782), PoiSSON (1813), 
Green (1828) y GAUSS (1840). Sólo nos fijaremos en un punto. 
En este tratamiento de la electroestática, llamado generalmente 
teoría del potencial, no se trata propiamente de ninguna teoría 
de la acción próxima en el sentido que hemos dado a la pala- 



- 

JL/X. 

sec. ' cm. 



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Leyes fundamentales de ¡a electrodinámica 175 

bra anteriormente (IV, 6, pág. 125); pues las ecuaciones diferen- 
ciales refiérense a la variación topográfica de las fuerzas del 
campo de lugar en lugar; pero no contienen ningún miembro 
que exprese una variación temporal. Por lo cual no condicio- 
nan una propagación de la fuerza eléctrica con velocidad finita, 
sino que, a pesar de la forma diferencial, exponen una acción 
momentánea a distancia. 

La teoría del magnetismo se desenvolvió de igual manera 
que la electroestática. Podemos, pues, abreviar. La diferencia 
esencial entre las dos esferas de fenómenos es que hay cuerpos 
que conducen la electricidad, mientras que el magnetismo está 
adherido con la materia y no se mueve sino con ésta. 

Un cuerpo alargado y magnetizado, una aguja magnética, 
tiene dos polos, esto es, dos lugares de los cuales parece salir la 
fuerza magnética; rige la ley de que dos polos de igual nombre 
se repelen y dos de nombre distíuto se atraen. Si se parte la 
aguja magnética, los dos trozos no quedan magnetizados con- 
trariamente, sino que cada trozo adquiere en el punto de ro- 
tura un nuevo polo y se torna en una aguja magnética com- 
pleta con dos polos iguales. Y esto sucede en todos los trozos 
en que se divida la aguja, por pequeños que sean. 

Se ha inferido de aqui que existen, sin duda, dos clases de 
magnetismo, como en la electricidad; pero que estas dos clases 
no pueden moverse libremente, sino que se presentan en las 
mínimas partes de la 

materia, en las molécu- / £T5) Q +) £~7+) g + ) £ ^ 

las. en igual cantidad / > s > N ., v . N , v 

cada una, pero separa- 1 ^ ' ^ ^ v ^ v ' v ' 

das. Cada molécula es, VG^jO (r~0 (~ +) G +) C~ 4 ) j 
pues, una pequeña aguja F¡e 77 

magnética con sus polos 

Norte y Sur (fig. 77); la magnetización de un cuerpo finito 
consiste en que todos los magnetos o imanes elementales, 
que estaban antes en pleno desorden, se colocan paralela- 
mente. Entonces compénsanse los efectos de los polos sucesi- 
vos Norte (+) y Sur ( — ), hasta los dos extremos de la serie, 



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176 La teoría de i a relatividad de Einstein 



en las superficies extremas del cuerpo, y todo el efecto parece 
salir de ellos. 

Tomando una aguja magnética muy larga y fina, puede 
conseguirse que en la proximidad de un polo sea ya impercep- 
tible la fuerza del otro. Por lo cual cabe aquí también operar 
con corpúsculos de prueba, a saber: con agujas magnéticas muy 
largas y finas; con éstas pueden verificarse todas las medicio- 
nes de que hemos hablado en la electricidad. Se llega a la defi- 
nición de la cantidad magnética o fuerza polar p y a la de la fuer- 
za del campo magnético H. La fuerza magnética que un polo p 
experimenta en el campo H es: 

[42] K = pH. ' 

La unidad del polo se elige de manera que dos polos uni- 
dad, a la distancia 1, ejerzan la fuerza repulsiva 1. La ley por 
la cual varía la fuerza de dos polos p x y p t con la distancia, 
hallóla también Coulomb por medición directa; dice, como la 
ley de atracción de Newton: 

[«] * = ^-- 



Evidentemente, las dimensiones de las cantidades magné" 
ticas son iguales a las correspondientes eléctricas, y sus unida- 
des tienen los mismos signos en el sistema c, g, S. 

La teoría matemática del magnetismo corre bastante para- 
lela con la de la electricidad; la diferencia más esencial es que 
las verdaderas cantidades magnéticas residen en las moléculas, 
y las mensurables adiciones que condicionan la aparición de 
los polos en imanes finitos se originan por suma de las acciones 
de moléculas en dirección paralela. 



2. Galvanismo y electrólisis. 



La historia del descubrimiento de la llamada electricidad de 
contacto, hecha por GALVANI (1780) y Volta (1792)1 *s tan 
conocida que podemos omitirla aquí; pues, por interesantes que 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 177 



+ - 



Fie. 78. 



sean los experimentos de Galvani sobre las ranas y la discu- 
sión suscitada por ellos sobre el origen de las cargas eléctricas, 
mas nos interesa la comprensión clara de los conceptos y las 
leyes. Por eso estableceremos los hechos ante todo. 

Si se sumergen dos metales diferentes en una solución 
(figura 78), por ejemplo, cobre y cinc en ácido sulfúrico rarifi- 
cado, presentarán los metales cargas eléctri- 
cas, que ejercen exactamente la misma acción 
que la electricidad de frotamiento. Según la 
ley fundamental de la electricidad, presén- 
tanse las cargas de ambos signos en los me- 
tales (polos) en igual cantidad; el sistema for- 
mado por la solución y los metales, llamado 
también elemento galvánico o célula, posee, 
pues, la propiedad de separar las electricida- 
des. Lo notable es que tal propiedad es, al 
parecer, inagotable; pues si se unen los polos 
por un hilo metálico, de suerte que sus cargas fluyen y se com- 
pensan, quedarán cargados los polos tan pronto como se 
aparte el hilo. El elemento proporciona, pues, constantemente 
electricidad, mientras existe la unión del hilo metálico; en el hilo 
debe, pues, verificarse un constante correr de la electricidad. 
¿Cómo representárselo? Ello dependerá de la teoría que se 
adopte, la de uno o de dos fluidos; en el primer caso sólo existe 
una corriente; en el segundo hay dos corrientes opuestas de los 
dos fluidos. 

La corriente eléctrica demuestra su existencia por efectos 
muy claros. Sobre todo, calienta el hilo de unión. Todos cono- 
cen el hecho, por los hilos de metal en nuestras bombillas de 
alumbrado eléctrico. La corriente produce, pues, continuamente 
energía térmica. ¿De dónde tiene el elemento galvánico la pro- 
piedad de producir continuamente electricidad y desarrollar 
asi por modo indirecto calor? Según la ley de la conservación 
de la energía, debe ocurrir que donde se manifieste una clase de 
energía por cierto proceso, ha de desaparecer otra clase de ener- 
gía en cantidad igual a la primera. 



La teoría de la relatividad de Ejm: 



12 



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178 La teoría de la relatividad de Einstein 



La fuente de energia es el proceso químico en la célula. Uno 
de los metales se disuelve mientras dura la corriente; en el otro 
precipítase un elemento de la solución; en la solución misma 
pueden verificarse complicados procesos químicos. Nada nos 
interesan éstos; nos basta el hecho de que las células galvánicas 
son un medio de producir electricidad en casi ilimitadas canti- 
dades y poner en marcha considerables corrientes eléctricas. 

Pero habremos de considerar ahora el proceso inverso, en 
el cual la corriente eléctrica produce una separación química. 
Si entre dos hilos de metal indescomponible, de platino, por 
ejemplo (llámanse electrodos), se hace pasar por agua acidu- 
lada la corriente eléctrica, el agua se descompone en los ele- 
mentos hidrógeno y oxígeno; el hidrógeno se desarrolla en el 
electrodo negativo (cátodo) y el oxigeno en el positivo (ánodo). 
Las leyes cuantitativas de esa electrólisis, descubierta por Nl- 
CHOLSON y Carlisle (1800), fueron encontradas por Fara- 
DAY (1832). Sabido es cuán enorme trascendencia han tenido 
las investigaciones de Faraday para el conocimiento de la es- 
tructura de la materia y para la química teórica y técnica; pero 
no es esto lo que nos invita a detenernos algo en este punto, 
sino la circunstancia de que las leyes de Faraday dan los me- 
dios para medir exactamente las corrientes eléctricas, y de esa 
suerte hácese posible la construcción del sistema de los con- 
ceptos electromagnéticos. 

El experimento de descomposición puede hacerse, igual- 
mente que con una corriente galvánica, con una corriente de 
descarga, la cual se produce cuando se unen por un hilo metá- 
lico dos cuerpos de metal cargados con cargas contrarias. Desde 
luego, hay que cuidar, en este caso, de que las cantidades de 
electricidad que vienen a descargarse sean bastante grandes; 
tenemos aparatos para conservar la electricidad, los llamados 
condensadores, cuya actuación descansa en el principio de la in- 
fluencia y que dan tan fuertes descargas, que son descompues- 
tas en la célula electrolítica cantidades mensurables. Los ya 
explicados métodos de la electroestática no permiten medir la 
cantidad de carga que corre por la célula. Faraday ha encon- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 179 



trado la ley de que doble carga produce doble descomposición; 
triple carga, triple descomposición; en suma, que la canti- 
dad m de la materia descompuesta (o de uno de los dos pro- 
ductos de descomposición) es proporcional a la cantidad de 
electricidad e que ha pasado por él: 



La constante C depende de la especie de materia y del proceso 
químico. 

Una segunda ley de Faraday regula esta dependencia. Es 
sabido que los elementos químicos entran en combinación se- 
gún proporciones de peso muy determinadas. Desígnase como 
peso equivalente la cantidad de un elemento que se combina 
con i g. del elemento más ligero, el hidrógeno. Asi, por ejem- 
plo, en el agua (H z O) combínanse 8 g. de oxígeno (O) con i g. 
de hidrógeno {H)\ por lo cual el oxigeno tiene el peso equiva- 
lente 8. La ley de Faraday dice, pues, que la misma cantidad 
de electricidad que separa i g. de hidrógeno puede separar de 
cualquier otro elemento un peso equivalente, esto es, por ejem- 
plo, 8 g. de oxígeno. 

La constante C no necesita, pues, ser conocida sino para el 
hidrógeno; obtiénese luego para cualquier otro cuerpo, divi- 
diendo por el peso equivalente. Para i g. de hidrógeno tenemos: 



Para otro cuerpo cuyo peso equivalente sea u, tendremos: 
y dividiendo las dos ecuaciones se sigue: 



Es, pues, C Q = e la cantidad de electricidad que separa i g. 
de hidrógeno; su valor numérico se establece por mediciones 
exactas, y es, en el sistema C, g, s.: 



Cm = e. 



C 0 • i = e. 



C i 




[44] 



C t = 2,90 • io u unidades de carga por gramo. 



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180 La teoría de la relatividad de E inste i n 



Y ahora pueden unirse las dos leyes de Faraday en esta 
fórmula: 



La descomposición electrolítica ofrece, pues, una medida 
comodisima para la cantidad de electricidad e que ha pasado 
en la célula en una descarga; basta determinar la masa m de 
un producto de descomposición cuyo peso equivalente sea p, 
y se obtiene por la ecuación [45] la cantidad de electricidad 
que se busca. Y es, naturalmente, indiferente que se haya ob- 
tenido ésta por descarga de conductores cargados (condensa- 
dores) o que proceda de una célula galvánica. En este último 
caso, la electricidad corre continuamente con fuerza constante; 
la cantidad que pasa en la unidad de tiempo por una sección 
cualquiera de la conducción y, por tanto, por la célula de des- 
composición, llámase fuerza de la corriente. Esta puede medirse 
simplemente haciendo pasar la corriente galvánica durante la 
unidad de tiempo (1 sec.) por la célula electrolítica y determi- 
nando la masa m de un producto de descomposición; entonces la 
ecuación [45] proporciona la carga e, que es igual a la fuerza 
de la corriente. Si la corriente pasa, no durante un segundo, 
sino durante / segundos, entonces la cantidad de electricidad e 
que ha corrido y la masa m separada de cada producto de des- 
composición son / veces el número anterior; la fuerza de la co- 
rriente J es, pues: 




Su dimensión es: 



[45] 



C. 



U] 



mi 



! 



y su unidad: 




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Leyes fundamentales de la electrodinámica 181 



3. Resistencia y calor de la corriente. 

Ahora debemos ocuparnos un poco del proceso mismo de la 
corriente. Se ha comparado siempre la corriente eléctrica con 
la corriente de agua en una conducción tubular y se han apli- 
cado al proceso eléctrico las leyes que rigen en el otro. Para 
que el agua corra por un tubo, tiene que existir una fuerza de 
impulsión; si el agua sale de 
un Taso más alto por un tubo 
inclinado, para entrar en un 
vaso más bajo, será la grave- 
dad la fuerza impulsiva (fi- 
gura 79). Y ésta es tanto ma- 
yor cuanto más alta está la 
superficie superior del agua 
sobre la inferior. Pero la velo- 
cidad de la corriente de agua 
o su fuerza de corriente no 
depende sólo de la cantidad 

del impulso por la gravedad, sino, además, de la resistencia 
que el agua encuentra en el tubo conductor. Si éste es largo 
y estrecho, la cantidad de agua impulsada por unidad de 
tiempo es más pequeña que si el tubo es corto y ancho. La 
fuerza de la corriente, /, es, pues, proporcional a la resisten- 
cia W; establecemos 




Fig. 79 



Í471 



v_ 



ó JW^V; 



en donde se elige por unidad de resistencia la que produce una 
fuerza de corriente = 1 con una diferencia de nivel V = 1. 

Estas mismas representaciones las ha aplicado G. S. Ohm 
(1826) a la corriente eléctrica. A la diferencia de nivel, que es el 
impulso, corresponde la fuerza eléctrica; para un determinado 
trozo de hilo metálico de longitud /, es V = El, siendo E la 
fuerza del campo que se considera constante a lo largo del hilo. 



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182 La teoría de la relatividad de E i n stein 



Pues si el mismo campo eléctrico actúa sobre una mayor lon- 
gitud de hilo, le da mayor impulsión a la electricidad corriente. 
La cantidad V se llama también tensión o fuerza electromotora; 
es, además, idéntica al concepto de potencial eléctrico, que ya 
antes hemos citado (pág. 174). 

Como la fuerza de la corriente J y la fuerza del campo eléc- 
trico, por tanto la tensión V = El también, son cantidades men- 
surables, cabe comprobar experlmen taimen te la proporcionali- 
dad entre / y V, que expresa la ley de Ohm [47]. 

La resistencia W depende del material y de la forma del 
hilo conductor; cuanto más largo y fino sea éste, tanto mayor 
es W. Si / es la longitud del hilo y q la dimensión de su sección, 
será W directamente proporcional a /, e indirectamente propor- 
cional a q; escríbese, pues: 

r 4 8] oW = — ó W = 

q o? 

en donde el factor de proporcionalidad 3 depende solamente 
del material del hilo, y se llama capacidad conductora. 

Si se elimina W de la fórmula [48] y se introduce V — El 
en la [47] se obtiene 

j W = /— = V^Ei, 
y de aqui se sigue, eliminando /: 

L=E ó ^ = oE. 

Pero — significa la fuerza de la corriente por unidad de la 

sección; llámase densidad de la corriente, y se designa con la 
letra /. Entonces se establece: 

[49] i = *£ . 

En esta forma, la ley de Ohm no contiene ya mas que una 
constante característica del material conductor, la capacidad 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 183 



conductora o, pero nada más, que dependa de la forma del 
cuerpo conductor (hilo metálico). 

Para los no conductores (aisladores) es o — o. Pero no exis- 
ten aisladores ideales; siempre existen pequeños rastros de ca- 
pacidad conductora, salvo en el perfecto vacio. Conócense to- 
dos los tránsitos desde los malos conductores (porcelana, ám- 
bar), pasando por los conductores medianos o semiconduc- 
tores (agua y otros electrólitos) hasta los metales, que poseen 
una enorme capacidad de conducción. 

Ya antes hemos observado que la corriente calienta el hilo. 
La ley cuantitativa de este fenómeno ha sido hallada por 
Joule (1841); es manifiestamente un caso especial de la ley 
de la conservación de la energía, transformándose la energía 
eléctrica en calor. La ley de Joule dice que el calor desarrollado 
por la corriente / al pasar la tensión V en la unidad de tiempo, 
es igual a 

[50] Q-JV; 

donde Q debe medirse no en calorías, sino en unidades me- 
cánicas de trabajo. No haremos en lo sucesivo uso de esta 
fórmula, y sólo la damos por ser completos en la exposición 
de este punto. 

4. Electromagnetismo. 

Hasta ahora hemos considerado la electricidad y el magne- 
tismo como dos esferas de fenómenos que, si bien tienen mu- 
chas semejanzas, son, empero, distintas e independientes. Se 
ha buscado, como es natural, con gran afán la unión entre 
ambas esferas; pero sin éxito, durante mucho tiempo. Por 
último, Oersted (1820) descubrió que las agujas magnéticas 
son desviadas por corrientes galvánicas. En el mismo año 
hallaron BlOT y Savart la ley cuantitativa de este fenó- 
meno que LAPLACE formuló como acción a distancia. Es, 
por tanto, de gran importancia para nosotros, porque en ella 
aparece por vez primera una constante característica del 



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— . . — - 

184 La teoría de la relatividad de Einstcin 




electromagnetismo, constante que tiene la naturaleza de una 
velocidad y que luego se ha manifestado idéntica a la veloci- 
dad de la luz. 

Biot y Savart establecieron que la corriente que pasa por 
un hilo recto ni atrae ni repele un polo mag- 
J nético, sino que tiende a empujarlo en un círculo 

alrededor del hilo (fig. 8o) y en el sentido de 
una rotación a la derecha (contraria a las 
agujas del reloj) en derredor a la dirección (po- 
sitiva) de la corriente. La ley cuantitativa pue- 
de reducirse a la forma más sencilla, pensando 
el hilo conductor dividido en pequeños trozos 
de longitud e indicando la acción de esos ele- 
mentos de corriente, de donde luego se obtiene 
por suma el efecto de la corriente total. Nos 
Pfc.ao. limitaremos a indicar la ley de un elemento de 
corriente, para el caso especial de que el polo 
magnético está en el plano que pasa por el centro del elemento 
y es perpendicular a la dirección del mismo (fig. 81). En este 
caso, la fuerza de valor i, 
actuando sobre el polo mag- 
nético, o sea la fuerza del 
campo magnético H, está 
en ese plano y es perpen- 
dicular a la linea que une 
el polo con el centro del 
elemento de corriente y es 
directamente proporcional a 

la fuerza de la corriente y y a su longitud /, siendo inversamente 
proporcional al cuadrado de la distancia r. Tenemos, pues: 




Fie. si. 



[Si] 



cH = 



Jl 



Exteriormente, esta fórmula tiene semejanza con la ley 
de la atracción de Newton, o con la ley de Coulomb de la 
electroestática y la magnetocstática; pero la fuerza electro- 



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- 

Leyes fundamentales de la electrodinámica 185 



magnética es, sin embargo, de muy distinto carácter; pues 
no actúa en la linea de unión, sino perpendicularmente a 
ella. Las tres direcciones /, r, H son perpendiculares dos a 
dos; se conoce aqui qu? las acciones electrodinámicas están 
estrechamente unidas a la estructura del espacio euclidiano; 
dan, en cierto modo, un sistema natural de coordenadas rec- 
tangulares. 

El factor de proporcionalidad C, introducido en la fórmula 
[51], está totalmente determinado, pues la distancia r, la fuer- 
za de la corriente J y el campo magnético H, son cantidades 
mensurables. Significa evidentemente la fuerza de una co- 
rriente tal que, pasando por un trozo de conducción de lon- 
gitud i, a la distancia i, produce el campo magnético i. Es 
corriente y muchas veces cómodo, en lugar de tomar la unidad 
de corriente que hemos introducido (a saber, la cantidad de 
electricidad estática que en la unidad de tiempo pasa por 
la sección) y que se llama la unidad electroestática, elegir como 
unidad de corriente esa corriente de fuerza C en la masa elec- 
troestática; llámase entonces unidad electromagnética de co- 
rriente. Su uso tiene la ventaja de que la ecuación [51] adquie- 

// Hr* 

re la forma sencilla H = ~ ó J = —y- , por la cual la 

medición de una fuerza de corriente se reduce a la de dos 
longitudes y un campo magnético. La mayor parte de los 
instrumentos prácticos para medir corrientes descansan en la 
desviación de agujas magnéticas por las corrientes, o inversa- 
mente, y dan, por tanto, la fuerza de la corriente en la masa 
electromagnética. Para calcular la conversión a la masa elec- 
trostática de la corriente, que es la que primeramente hemos 
introducido, tiene que ser conocida la constante C¡ pero para 
esto basta con una sola medición. 

Antes de hablar de la determinación experimental de la 
cantidad c, vamos a informarnos de su naturaleza, merced a 
una sencilla consideración de dimensión. Es ésta definida, se- 
gún la fórmula [51], por la fórmula c = -~ • 



186 



La teoría de la relatividad de E instein 



Ahora bien; rigen las siguientes fórmulas de dimensión: 

>-m - »-[*] 

La dimensión de C es, pues: 

>•'-[*] 

Pero sabemos que la carga eléctrica í y la fuerza del polo 
magnético p tienen la misma dimensión, porque la ley de Cou- 
lomb es la misma para fuerzas eléctricas y magnéticas. De aquí 
se obtiene: 

esto es, que la constante C tiene la dimensión de una velocidad. 

Su primera medición exacta fué realizada por Weber y 
Kohlrausch (1856). Estos experimentos pertenecen a los más 
admirables trabajos de precisión física, no sólo por su difi- 
cultad, sino por el alcance de su resultado. Se vió, en efecto, 
que el valor de c es 3 1o 10 cm.jsec.; es decir, que coincide exac- 
tamente con la velocidad de ta luz. 

Esta coincidencia no podía ser casual; muchos pensado- 
res, principalmente Weber mismo, y luego matemáticos como 
Gauss y Riemann, físicos como Neumann, Kirchhoff y 
C la us 1 us, sospecharon la profunda conexión que el núme- 
ro C = 3 • io 10 cm./sec. establecía entre dos grandes territorios 
del saber humano, y buscaron el puente que del electromag- 
netismo conduce a la óptica. Riemann se acercó mu6ho a 
la solución del problema; pero no fué ésta conseguida hasta 
Maxwell, cuando el arte maravilloso de experimentar que 
poseía Faraday hubo puesto de manifiesto nuevos hechos y 
nuevas concepciones. Vamos a seguir ahora esta evolución. 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica !87 



5. LÍNEAS DE FUERZA DE FARADAY. 

Faraday no procedía de una escuela; su espíritu no esta- 
ba recargado de representaciones y teorías tradicionales. Su 
aventurera ascensión de aprendiz de encuadernador a físico 
de fama mundial en la Royal Institution es bien conocida. Tan 
libre de esquemas convencionales como fué su vida, fué asimis- 
mo el mundo de sus pensamientos, que surgían espontánea 
y exclusivamente de la muchedumbre de sus experimentales 
conocimientos. Ya antes hemos hablado de sus investigacio- 
nes sobre la descomposición electrolítica. Su método, que 
consistía en realizar todas las variaciones posible en las condi- 
ciones del experimento, le llevó en 1837 a colocar entre las dos 
placas metálicas (electrodos) de la célula electrolítica, en lugar 
de un liquido conductor (ácido, solución salina) un liquido no 
conductor, como petróleo o trementina. Estos cuerpos no se 
descomponen, pero no dejan 
de tener influjo en el pro- 
ceso eléctrico. Se ve, en efec- 
to, que las dos placas de me- 
tal, cuando se cargan por 
medio de una determinada 
bateria galvánica con deter- 
minada tensión, admiten muy 
diferentes cargas, según la 

substancia que se encuentra tltmén» ¿alvánico 

entre ellas (fig. 82). La subs- Fig 82 

tancia no conductora influye, 

pues, en la capacidad del sistema de conductores que consiste 
en las dos placas y que se llama condensador. 

Este descubrimiento produjo en Faraday tal impresión que, 
a partir de este instante, renunció a las representaciones co- 
rrientes de la electroestática de una inmediata acción a dis- 
tancia de las cargas eléctricas, y desenvolvió una nueva pecu- 
liar interpretación de los fenómenos eléctricos y magnéticos 





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« ■ - ■■ , 

188 La teoría de la relatividad de E inste in 



que puede caracterizarse como teoría de la acción próxima. 
Lo que Faraday aprendió en el experimento citado es el 
hecho de que las cargas de las dos placas de metal no ac- 
túan simplemente unas sobre otras por el espacio interme- 
dio, sino que el medio que se encuentra en ese espacio tiene 
un papel esencial. De aquí infirió que la acción se propaga 
por ese medio de lugar a lugar, y que es, por tanto, una ac- 
ción próxima. 

Ya conocemos la acción próxima de las fuerzas elásticas 
en cuerpos sólidos deformados. Faraday, que siempre se ate- 
nía a los hechos empíricos, comparó, sin duda, la acción pró- 
xima de la electricidad en no conductores con las vibraciones 
elásticas; pero se abstuvo de aplicar las leyes de éstas a los 

fenómenos eléctricos. Usa la imagen 
de las líneas de fuerza, que cruzan 
+ en la dirección de los campos eléctri- 
+ eos desde las cargas positivas, por el 
+ aislador, a las negativas; en el caso 
+ de un condensador de placas, las lí- 
neas de fuerza son líneas rectas per- 
pendiculares a los planos de las pla- 
cas (fig. 83). Faraday considera las lineas de fuerza como el subs- 
trato propio de los procesos eléctricos; son para él verdaderas 
formaciones materiales que se mueven y deforman y producen 
así los efectos eléctricos. Las cargas tienen, para Faraday, un 
papel enteramente subordinado; son los lugares de donde sa- 
len o en donde terminan las líneas de fuerza. Esto concepción 
halló confirmación en experimentos que demuestran que, en 
los conductores, la carga eléctrica reside toda ella en la super- 
ficie, dejando el interior perfectamente libre. Para demostrar- 
lo, construyó un gran cajón, cubierto de metal todo en derredor, 
y se metió en él con instrumentos de medición eléctrica muy 
sensibles; luego hizo cargar el cajón con gran fuerza y determinó 
que en el interior no se advertía la más mínima influencia de 
las cargas. De aquí concluyó que la carga no es lo primario en 
los procesos eléctricos y que no debe representarse como fluido 



Leyes fundamentales de la electrodinámica 189 



provisto de fuerzas que actúan a distancia, sino que lo primario 
es el estado de tensión del campo eléctrico en los no-conduc- 
tores, que queda expuesto en la imagen de las lineas de fuerza; 
los conductores son, en cierta manera, agujeros en el campo eléc- 
trico, y las cargas en ellos son sólo conceptos ficticios inventa- 
dos para interpretar como acciones a distancia las fuerzas de 
presión y tracción producidas por las tensiones del campo. 
Entre las substancias no conductoras o «dieléctrica») hállase 
también el vacio, el éter, que se nos presenta nuevamente aho- 
ra con distinto ropaje. 

Esta extraña concepción de Faraday no obtuvo al prin- 
cipio, entre los físicos y los matemáticos de su tiempo, nin- 
guna aceptación. Mantuviéronse firmes en conservar la con- 
cepción de la acción a distancia, y ésta pudo desenvolverse aun 
teniendo en cuenta la acción dieléctrica de los no-conductores, 
descubierta por Faraday. Bastaba, en efecto, alterar un poco la 
ley de Coulomb; a todo no-conductor le corresponde una cons- 
tante característica * , su constante de dieiectricidad, que se de- 
fine por este hecho: que la fuerza actuante entre dos cargas e l 
y e v que descansan en el no-conductor, es más pequeña que en 
el vacío en la proporción i :*: 

[s,] — ■ 

Para el vacío es i = i; para cualquier otro cuerpo es £< i. 

Con este añadido podían, efectivamente, explicarse todos 
los fenómenos de la electrostática, teniendo en cuenta las pro- 
piedades dieléctricas de los no-conductores. Ya hemos dicho 
antes que la electrostática había pasado formalmente hacia 
ya tiempo a ser una teoría de pseudoacción próxima, la lla- 
mada teoría del potencial. Esta pudo fácilmente también asi- 
milar la constante de dielectricidad i. Hoy sabemos que de 
esa manera quedaba ya propiamente adquirida la fomulación 
matemática del concepto de «linea de fuerza» establecido por 
Faraday. Pero, como este método del potencial pasaba por un 
simple artificio matemático, quedaba sin resolver la oposi- 



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190 La teoría de la relatividad de B inste i n 



ción entre la teoría clásica de la acción a distancia y la repre- 
sentación de Faraday basada en acción próxima. 

Muy análogas concepciones desenvolvió Faraday para el 
magnetismo. Descubrió que también las fuerzas entre dos po- 
los magnéticos dependen del medio que entre ellos se encuentre, 
y llegó asi a la concepción de que las fuerzas magnéticas, como 
las eléctricas, son producidas por un peculiar estado de ten- 
sión de los medios intermedios. Para exponer esas tensiones sir- 




Fig. 84. 



viéronle las lineas de fuerza; pueden verse incluso estas lineas, 
esparciendo sobre un papel limadura de hierro y manteniendo 
éste pegado a un imán (fig. 84). 

La teoría de la acción a distancia introduce formalmente 
una constante característica de la substancia, la permeabi- 
lidad magnética ¡a, y escribe la ley de Coulomb en la siguien- 
te forma alterada: 

1 Pi Pt 

[53] K • 

Pero no ha bastado esta alteración formal, sino que se ha 
inventado un mecanismo molecular que hace inteligible la po- 
larizabilidad magnética y dieléctrica. Ya hemos visto antes que 
las propiedades de los imanes conducen a considerar sus mo- 
léculas mismas como pequeños imanes elementales, que en el 



Leyes fundamentales de la electrodinámica 191 



proceso de la magnetización se dirigen paralelamente. Admí- 
tese en esto que conservan por si la disposición paralela, acaso 
a consecuencia de resistencias de frotamiento. Puede admitir- 
se que en la mayor parte de los cuerpos que no se presentan 
como imanes permanentes falta ese frotamiento; entonces la 
posición paralela será producida por un campo magnético 
exterior; pero desaparecerá al punto, tan pronto como se aleje 
el campo. Una substancia tal será, pues, imán sólo durante el 
tiempo en que se halle junto a ella un campo magnético ex- 
terior. Pero no hace falta ni siquiera admitir que las moléculas 
sean imanes permanentes, en posición paralela; si cada mo- 
lécula contiene los dos fluidos magnéticos, éstos se separarán 
bajo la acción del campo y la molécula por si misma será un 
imán. Este magnetismo inducido ha de tener, empero, la mis- 
ma acción que la teoría formal describe 
introduciendo la permeabilidad. Entre 
dos polos magnéticos (N y 5) en tal me- 
N dio, fórmanse cadenas de moléculas-ima- 
nes cuyos polos opuestos compénsanse 
en el interior; pero terminan en N y 5 
en polos opuestos, y así debilitan las 
acciones de N y 5 (fig. 85). Prodúcese, 
por lo demás, también el efecto inverso de 
la fortificación; 
pero no entra- 
remos aquí en 
Ffc. 85. su interpreta- 

ción. 

Exactamente lo mismo que aca- 
bamos de explicar para el magnetismo 
puede pensarse también para la elec- 
tricidad. Un dieléctrico consiste, se- 
gún esto, en moléculas que, o son por si mismas dipolos eléc- 
tricos y se dirigen paralelamente, en un campo exterior, o que 
por la acción del campo llegan a ser dipolos merced a la sepa- 
ración de la electricidad positiva y la negativa. Entre dos 



<P Q 
0 ^ 

€3 <E3 O O O 




OOO 
OOO 
OOO 

FI C . 86. 



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192 La teoría de la relatividad de Einstein 



placas de un condensador fórmanse entonces cadenas de molé- 
culas (fig. 86), cuyas cargas se compensan en el interior, pero 
no junto a las placas. Por lo tanto, una parte de la carga de las 
placas mismas es anulada y hay que añadir a las placas nueva 
carga para cargarla a determinada tensión. Asi se explica que 
el dieléctrico polarizable aumente la capacidad del conden- 
sador. 

Según esta representación de la teoría de la acción a dis- 
tancia, es la acción del dieléctrico una acción mediata. El cam- 
po en el vacio es sólo una abstracción; significa la distribución 
geométrica de la fuerza que serie ejercida sobre un cuerpo de 
prueba por la carga i. El campo en el dieléctrico consiste, em- 
pero, en una alteración física verdadera, el desplazamiento 
molecular de las electricidades. 

La teoría de la acción próxima de Faraday no reconoce tal 
diferencia entre el campo en el éter y en la materia aisladora: 
ambos son dieléctricos; para el éter la constante de dielectri- 
cidad es t = i; para otros aisladores es diferente de i. Si la 
imagen intuitiva del desplazamiento eléctrico es exacta para la 
materia, habrá de valer también para el éter. Este pensamien- 
to juega un papel importantísimo en la teoría de Maxwell, 
que, en el fondo, no es mas que la traducción de la represen- 
tación de las «lineas de fuerza» de Faraday al lenguaje exacto 
de la matemática. Admite que también en el éter la produc- 
ción de un campo eléctrico o magnético va acompañada de 
«desplazamientos» de los flúidos. No hace falta para ello repre- 
sentarse el éter como constituido por átomos; pero el pensa- 
miento de Maxwell aparece con la máxima claridad, si nos 
figuramos moléculas de éter, las cuales, como las moléculas ma- 
teriales, tórnanse dipolas en el campo. El campo, empero, no 
es la causa de esta polarización, sino que el desplazamiento es 
la esencia del estado de tensión, que se llama campo eléctrico; 
las cadenas de moléculas de éter son las lineas de fuerza y las 
cargas en las superficies de los conductores no son sino las 
cargas terminales de esas cadenas. Si, además de las partícu- 
las de éter, hay también moléculas materiales, la polariza- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 193 



ción se fortifica y las cargas en las extremidades se hacen 
mayores. 

Ahora bien; ¿cuáles son exactas, las representaciones de 
Faraday y Maxwell, o las de la teoría de la acción a dis- 
tancia? 

Mientras nos movemos en el circulo de los fenómenos electro 
y magnetostáticos, son ambas teorías aquivalentes por com- 
pleto. Pues la expresión matemática del pensamiento de Fa- 
raday es lo que hemos llamado una pseudoacción próxima, 
porque, si bien opera con ecuaciones diferenciales, no conoce, 
sin embargo, una velocidad finita de propagación de las ten- 
siones. Mas Faraday y Maxwell mismos son los que han de - 
cubierto los procesos que, análogos a los efectos de inercia en 
la mecánica, dan por resultado el retraso de la propagación 
de un estado electromagnético de lugar en lugar y, por tanto, 
la velocidad finita de propagación. Son la inducción magné- 
tica y la corriente de desplazamiento. 

j 

6. La inducción macnética. 

Después que Oersted hubo descubierto la producción de un 
campo magnético por una corriente eléctrica; cuando Biot y 
Savart la formularon como acción a distancia, halló Ampere 
(1820) que dos corrientes galvánicas ejercen reciprocamente 
acciones de fuerza, y consiguió asimismo expresar la ley de 
este fenómeno en el lenguaje de la teoría de la acción a distan- 
cia. Este descubrimiento tuvo amplias consecuencias, pues per- 
mitió reducir el magnetismo a la electricidad. Según Ampere, 
en las moléculas de los cuerpos magnetizables deben pasar 
pequeñas corrientes cerradas; demostró que éstas se compor- 
tan exactamente como imanes elementales. Esta idea se ha 
comprobado enteramente; a partir de ahora, los flúidos mag- 
néticos ya son superfluos; no hay mas que electricidad, que 
si permanece inmóvil, produce el campo electrostático y, si 
se hace corriente, produce además el campo magnético. El des- 
cubrimiento de Ampere puede expresarse también como sigue: 

La tbo«Ja d« la relatividad db Einstsin. 13 



194 La teoría de la relatividad de Einstein 



un hilo metálico recorrido por la corriente J 1 produce, según 
Oersted, un campo magnético en su proximidad; un segundo 
hilo, en el que corre la corriente _/.,, experimenta entonces ac- 
ciones de fuerza en este campo magnético. El campo magné- 
tico actúa, pues, manifiestamente sobre la electricidad de 
corriente, desviándola o acelerándola. 

Pero entonces se plantea la cuestión siguiente: ¿no podrá 
el campo magnético poner en movimiento electricidad que esté 
en reposo? ¿ No podrá producir o «inducir» una corriente en el 
segundo hilo primitivamente privado de corriente? 

A esta pregunta ha contestado Faraday (1831). Halló que 
un campo magnético estático no tiene la propiedad de producir 
una corriente; pero que surge una corriente tan pronto como se 
altera el campo magnético. Si, por ejemplo, acercaba de re- 
pente un imán a un hilo de conducción cerrado, fluia en el hilo 
una corriente, mientras duraba el movimiento; o bien, si pro- 
ducía el campo magnético por medio de una corriente prima- 
ria, surgía en el segundo hilo, secundario, un corto impulso de 
corriente, siempre que insertaba o separaba la co- 
H rriente primera. 

De aquí se sigue que la fuerza eléctrica inducida 
depende de la temporal variación de velocidad del 
campo magnético. Consiguió Faraday, merced a 
sus líneas de fuerza, formular la ley cuantitativa 
del fenómeno. Queremos dar a esta ley una forma 
tal que se manifieste claramente su analogía con la 
ley de Biot y Savart. Representémonos un haz de 
líneas de fuerza magnéticas paralelas, que cons- 
tituyen un campo magnético, H; alrededor de 
éste, figurémonos un hilo conductor en forma circular (fig. 87). 
Si el campo H varía en el breve tiempo / en la cantidad h, 

llamaremos ~ la velocidad de su variación o la variación del 

número de líneas de fuerza. Representémonos las lineas de 
fuerza como cadenas de dipolos magnéticos (lo cual propia- 
mente no está permitido, según Ampere) entonces, al variar 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 195 



H se producirá en cada molécula de éter un desplazamiento 
de las cantidades magnéticas, o sea «una corriente magnética 
de desplazamiento», cuya fuerza por unidad de superficie, o sea 

densidad de corriente, está dada por / = y • Si el campo H no 

está en el éter, sino en una substancia de permeabilidad p, 
será la densidad de la corriente magnética de desplazamiento 

/ = Hy . Por la sección q, o sea la superficie del circulo for- 
mado por el hilo conductor, pasa, pues, la corriente magnética 

h 

Esto produce ahora, según Faraday, todo en derredor un 
campo eléctrico E, que envuelve exactamente la corriente mag- 
nética, como en el experimento de Oersted el campo magné- 
tico H la corriente eléctrica; pero en dirección opuesta. Ese 
campo eléctrico B es el que impulsa la corriente inducida en 
el hilo conductor; existe, aun cuando no haya ningún hilo 
conductor en el cual pueda formarse una corriente. 

Se ve que la inducción magnética de Faraday es enteramente 
paralela al descubrimiento electromagnético de Oersted. La ley 
cuantitativa es también la misma exactamente. Allá, según 
Biot y Savart, el campo magnético H producido por un ele- 
mento de corriente de lon- 
gitud / y de fuerza J (véa- 
se figura 8x, pág. 184), era, 
en el plano perpendicular 
al elemento, perpendicular 
a la linea de unión r y a 
la dirección de la corriente 

y tenia el valor H = 

cr % 

(fórmula [51], pág. 184). 

Aquí ocurre exactamente lo mismo si se truecan las mag- 
nitudes eléctricas y magnéticas y al mismo tiempo el sen- 




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1% La teoría de la relatividad de E instein 



tido de la rotación (fig. 88); el campo eléctrico inducido está 
dado por 




Aparece la misma constante c, la relación de la unidad de 
corriente electromagnética con la electrostática, cuyo valor 
ha sido encontrado por Weber y Kohlrausch igual a la veloci- 
dad de la luz. Que ello debe ser asi, puede conocerse, además, 
mediante consideraciones de orden energético. 

Sobre la ley de inducción descansa una gran parte de las 
aplicaciones físicas y técnicas de la electricidad y el magnetismo. 
El transformador, el inductor, la dínamo y muchos otros apa- 
ratos y máquinas son dispositivos para inducir corrientes eléc- 
tricas por medio de campos magnéticos alternantes. Pero aun- 
que estas cosas son muy interesantes, no se hallan, sin embargo, 
en nuestro camino, que se endereza a la investigación del 
éter en relación con el problema del espacio. Pasaremos, pues, 
inmediatamente a exponer la teoría de Maxwell, cuyo gran 
objeto fué comprender todos los fenómenos electromagnéticos 
conocidos en una teoría coherente de acción próxima, en el 
sentido de Faraday. 



7. La teoría de la acción próxima de Maxwell. 

Ya hemos dicho antes que la electrostática y la magnetos- 
tática fué reducida por los matemáticos, poco después del es- 
to blecimiento de la ley de Coulomb, a la forma de una teoría 
de pseudoacción próxima. El problema de Maxwell fué fundir 
ésta con las representaciones de Faraday y darle asi una for- 
ma tal, que comprendiera también los fenómenos recién des- 
cubiertos de la polarización dieléctrica y magnética, del elec- 
tromagnetismo y de la inducción magnética. 

Maxwell pone a la base de su doctrina la ya referida re- 
presentación de que un campo eléctrico E va acompañado 
siempre de un desplazamiento eléctrico £ E, no sólo en la materia, 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 197 



donde i > X, sino también en el éter, donde i = z. Ya hemos 
expuesto antes cómo es posible representarse intuitivamente 
este desplazamiento merced a la separación y corriente de los 
flúidos eléctricos en las moléculas. 

Lo primero que Maxwell establece es el hecho de que, fun- 
dándose en la representación del desplazamiento, la ley de 
Coulomb no es, en el fondo, mas que una consecuencia de la 
ley de la indestructibilidad de la electricidad. 

Imaginemos una esfera metálica en un medio que posea 
la constante de dielectricidad s 
(figura 89). En éste construímos 
una esfera de radio 1 y otra esfe- 
ra de radio- r. Ahora es cargada 
la esfera metálica con la canti- 
dad de electricidad positiva e. Se- 
gún Maxwell, deberá producirse 
en cada molécula del dieléctrico 
un desplazamiento de la electri- 
cidad positiva hacia afuera, para 
que la cantidad de electricidad 
contenida en un volumen cual- 
quiera permanezca constante. Ahora bien; la cantidad de elec- 
tricidad desplazada por la superficie de una esfera de radio 1 
se mide, según Maxwell, por 1 E. Por cada esfera concéntrica 
pasará la misma cantidad de electricidad, porque, de lo contra- 
rio, formaríase en el dieléctrico un amontonamiento de cargas. 
Mas las superficies de dos esferas son como los cuadrados de los 
radios, de donde resulta que por la esfera de radio r pasa la 
cantidad de electricidad rH E. 

Mas ésta debe ser exactamente igual a la carga e de la es- 
fera metélica, en donde halla su término el desplazamiento; 
por lo tanto, r*i E = e, o sea: 




Pero ésta es justamente la ley de Coulomb en la forma ge- 




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198 La teoría de la relatividad de E i n st e i n 



neralizada [53] de la página 190; E es la fuerza ejercida por la 
carga e sobre la unidad de carga a la distancia r. 

Si no se trata de esferas, sino de cuerpos cargados cuales- 
quiera, permanece idéntica la idea fundamental de Maxwell: 
el campo hállase determinado por la condición de que el des- 
plazamiento 1 B de la electricidad en el dieléctrico hacia fuera, 
o la «divergencia» de e E (div. e E) por una superficie cualquiera, 
tan pequeña como se quiera, compensa las cargas que se pro- 
ducen en el interior de la superficie. Designando cono la carga 
por unidad de volumen o densidad de carga de la electricidad, 
escribiremos simbólicamente: 

[54] div. 8 £ = P . 

• 

Esto debe servirnos solamente de ayuda para recordar la 
ley que acabamos de formular. Pero Mawxell demostró que 
puede derivarse una determinada expresión diferencial para el 
concepto de divergencia; por lo cual la fórmula [54] significa 
para el matemático una ecuación diferencial, una ley de acción 
próxima. 

Las mismas reflexiones exactamente valen para el magne- 
tismo, con una importante diferencia: según Ampere, no hay 
propiamente imanes, no hay cantidades magnéticas, sino sólo 
electroimanes. El campo magnético debe ser producido siem- 
pre por corrientes eléctricas, ya sea por corrientes conducidas 
en hilos, ya sea por corrientes moleculares en las moléculas. 
De aquí se sigue que las líneas de fuerza magnéticas no termi- 
nan, no rematan nunca, sino que, o retroceden sobre sí mismas, 
o se pierden en lo infinito. Tal es el caso en un electroimán, 
en una bobina atravesada por una corriente (fig. 90); las li- 
neas de fuerza magnética van en línea recta por el interior de 
la bobina, y algunas se cierran por fuera, mientras otras se van 
al infinito. Si imaginamos la bobina cerrada por dos planos A, 
B, entrará por A tanto «desplazamiento magnético» como 
el que sale por B; por lo demás, como en esto no cuadra bien 
la imagen de un desplazamiento, se dice generalmente «induc- 
ción magnética», en lugar de desplazamiento. Por una super- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 199 



ficic cerrada cualquiera entrarán siempre tantas líneas de fuerza 
como salen de ella; es decir, que la «divergencia* total del mag- 
netismo por una superficie cerrada cualquiera es igual a cero. 



Esta es la fórmula de acción próxima que Maxwell da del 
magnetismo. 

Llegamos ahora a la ley del electromagnetismo, dada por 



Biot y Savart. Para transformarla en ley de acción próxima, 
imaginemos la corriente eléctrica distribuida, no en un hilo 

fino, sino regularmente con la densidad i = — sobre una 

sección circular q, y preguntemos por el campo magnético H, 
al borde de la sección (fig. 91). Este se halla, según Biot y Sa- 
vart, en la dirección de la tangente al círculo, y tiene, según la 

fórmula [51] (pág. 184), el valor H = ^~ , donde r es el radio 

del circulo y / la longitud del elemento de corriente. Mas la 
sección, la superficie del círculo es igual a nr 2 ; por tanto, la 
fórmula [51] puede escribirse: 



[551 



(ÜV. \lH as O. 




Fie. 90. 



Fig. 91. 



cH 



J 




r.r* 



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2C0 La teoría de la relatividad de E inste i n 



y esto vale para toda sección, por pequeña que sea, y para toda 
longitud /, por pequeña que sea. A la izquierda está, pues, cier- 
ta cantidad diferencial del campo magnético y la ley dice que 
es proporcional a la densidad de corriente. La investigación 
matemática exacta de esta formación diferencial no podemos 
establecerla aquí; debe tener en cuenta, no sólo la cantidad, 
sino también la dirección del campo magnético, y como éste 
gira alrededor de la dirección de la corriente, llámase frotación» 
del campo H (rot. H) la operación diferencial. Podemos, pues, 
escribir simbólicamente: 

T56] c rot. H = i, 

y concebimos esta fórmula también como ayuda mnemo técnica 
para la conexión de la dirección y cantidad del campo magnéti- 
co H con la densidad de la corriente /. Pero para el matemático 
es una ecuación diferencial de especie semejante a la ley [54]. 

Otro tanto puede decirse de la inducción magnética; pero 
escribiremos el signo opuesto, para indicar que el sentido de 
la rotación es contrario: 

[57] c rot. E——U 

Las cuatro fórmulas simbólicas [54], [55], [56] y [57] tie- 
nen una admirable simetría. Tal belleza formal no es indiferen- 
te en manera alguna; descúbrenos la sencillez del acontecer 
natural, que permanece oculta a la intuición directa por la 
limitación de nuestros sentidos, y sólo se manifiesta al inte- 
lecto que analiza. 

8. La corriente de desplazamiento. 

Pero esa simetría no es aún perfecta, pues f significa la den- 
sidad de la corriente eléctrica, esto es, un transporte de cargas 
eléctricas sobre distancias finitas, y / es la variación temporal 
del campo magnético, y sólo fundándose en la muy artificiosa 
hipótesis de los dipolos de éter puede interpretarse como co- 
rriente de desplazamiento. 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 201 



Maxwell observó (1864) que lo que para el campo magné- 
tico es justo, es para el campo eléctrico aplicable. La represen- 
tación de los dipolos obliga a admitir también una corriente 
dieléctrica de desplazamiento, que pasa por los no-conductores, 
cuando se altera el campo eléctrico E; si llamamos e a la alte- 
ración o variación de E en el tiempo /, resulta que la densidad 

de la corriente dieléctrica de desplazamiento es igual a e * • 

Esta teoria de Maxwell, que en nuestra exposición casi pare- 
ce trivial, es de enorme importancia, pues luego fué la clave 
de la teoria electromagnética de la luz. Vamos a explicar cla- 
ramente su sentido en un caso concreto. Los polos de una cé- 
lula galvánica los unimos 
por dos hilos a las placas 
de un condensador; en uno 
de los dos hilos ponemos 
una llave o interruptor 
(figura 92). Si se cierra 
éste, pasa una corta co- 
rriente, que carga las dos 
placas del condensador; 
entre éstas se produce un p j3 
campo eléctrico E. Antes 
de Maxwell se consideraba 
este proceso como «corrien- 
te abierta»; pero Maxwell 

dice que, mientras aumenta el campo E entre las placas del 
condensador, corre una corriente de desplazamiento que com- 
pleta la corriente conducida y la cierra. Tan pronto como las 
placas del condensador están cargadas, cesan ambas corrientes, 
la conducida y la de desplazamiento. 

Lo esencial es que Maxwell sostiene que la corriente de 
desplazamiento produce, lo mismo que la corriente conducida, 
un campo magnético según la ley de Biot y Savart. Y, en efec- 
to, es asi; lo han demostrado no sólo los éxitos de la teoria de 
Maxwell, por su exacta predicción de numerosos fenómenos, 




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202 La ttoria de la relatividad de E inste in 



sino la experimentación misma que más tarde ha conseguido 
manifestarlo directamente. 

En un semiconductor se presentarán a la vez la corriente 
conducida y la de desplazamiento. Para la primera rige la ley 
de Ohm [49] (pág. 182): i = oB; para la segunda rige la ley 

de Maxwell: i — -y- J si las don son simultáneas, será 

Para el magnetismo no hay, empero, corriente conducida 
y siempre es / = (i . Incluyase esto en las cuatro ecuacio- 
nes simbólicas [54], [55], [56], [57], y serán éstas: 

ia)dÍT.s£ = p. c) ctot.H — s y = <t E 

[58] * 

[ b) div.ji// = o. d) crot.f -f ji - = o. 

Y éstas son las leyes de Maxwell, que han sido hasta nues- 
tros días el fundamento de todas las teorías electromagnéti- 
cas y ópticas. Para el matemático son muy determinadas 
ecuaciones diferenciales. Para nosotros son breves reglas m ne- 
motécnicas, que dicen: 

a) Dondequiera que se presenta una carga eléctrica, pro- 
dúcese un campo eléctrico de tal especie, que en cada vo- 
lumen la carga es compensada exactamente por el desplaza- 
miento. 

b) Por toda superficie cerrada entra tanto desplazamiento 
magnético como sale. 

c) Alrededor de una corriente eléctrica, ya sea conducida, 
ya de desplazamiento, enróscase un campo magnético. 

d) Alrededor de una corriente magnética de desplazamien- 
to enróscase en sentido opuesto un campo eléctrico. 

Las «ecuaciones de los campos» de Maxwell, que así son lla- 
madas, constituyen una verdadera teoría de acción próxima; 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 203 



pues, como veremos en seguida, nos dan una velocidad finita 
para la propagación de las fuerzas electromagnéticas. 

Pero en la época en que fueron establecidas estaba aún tan 
arraigada la fe en la inmediata acción a distancia, según el es- 
quema de la atracción newtoniana, que pasó considerable 
tiempo hasta que pudieran prevalecer. Pues también la teoría 
de la acción a distancia había conseguido domeñar con fórmu- 
las los fenómenos de inducción. Para ello hubo que admitir 
que las cargas en movimiento producen, además de la atrac- 
ción de Coulomb, otras particulares acciones a distancia, que 
dependen de la cantidad y dirección de la velocidad. Los pri- 
meros ensayos de esta clase proceden de Neumann (1845). 
Particularmente famosa es la ley que estableció WlLHELM 
Weber (1846); semejantes fórmulas han dado también Rie- 
mann (1858) y Clausi us (1877). Todas estas teorías coinciden 
en explicar las acciones eléctricas y magnéticas por fuerzas 
entre cargas eléctricas elementales o, como se dice hoy, «elec- 
trones»; trátase, pues, de predecesores de la actual teoría de 
los electrones, faltando desde luego aún una circunstancia 
esencial: la velocidad finita de propagación de las fuerzas. 
Estas teorías de la acción a distancia en la electrodinámica 
dieron una explicación completa de las fuerzas motoras y las 
corrientes de inducción que se presentan en corrientes condu- 
cidas cerradas. Pero en el caso de las corrientes «abiertas», 
esto es, de las cargas y descargas de los condensadores, hubieron 
de fracasar, pues en éstas aparece la corriente de desplazamiento 
de la cual nada saben las teorías de acción a distancia. Helm- 
holtz se ha distinguido particularmente disponiendo apropia- 
dos experimentos para decidir entre la teoría de la acción a dis- 
tancia y la teoría de la acción próxima. Lo consiguió hasta 
cierto punto y fué él mismo uno de los más celosos defensores 
de la teoría de Maxwell. Pero su discípulo Hertz fué el que le 
dió la victoria definitiva, descubriendo las ondas electromag- 
néticas. 



204 La teoría de la relatividad de E inste i n 



o. La teoría electromagnética de la luz. 

Ya hemos hablado antes de la impresión que en los investi- 
gadores de aquella época produjo la coincidencia, descubierta 
por Weber y Kohlrausch, entre la constante electromagnética c 
y la velocidad de la luz. Pero había aún otros indicios que 
hacian sospechar que entre la luz y los procesos electromagnéti- 
cos debia existir una relación estrecha. Sobre todo lo demuestra 
el descubrimiento de Faraday (1834) de que un rayo de luz 
polarizado, que atraviesa un cuerpo magnetizado, es influido 
por éste; si el rayo va paralelo a las lineas de fuerza magnéticas, 
su plano de polarización gira. De aquí concluyó Faraday 
mismo que el éter luminoso y el sustentáculo de las lineas de 
fuerza electromagnéticas tenían que ser idénticos. Aun cuan- 
do no era lo bastante matemático para convertir sus represen- 
taciones en leyes y fórmulas cuantitativas, sin embargo, el 
mundo de sus pensamientos era de índole sumamente abstracta 
y no estaba atenido, ni mucho menos, a los estrechos limites de 
la intuición trivial que confunde lo habitual con lo conocido. £1 
éter de Faraday no era un medio elástico; no recibía sus pro- 
piedades de analogías con el mundo material, al parecer cono- 
cido, sino de experimentos exactos y de las conexiones, ver- 
daderamente conocidas, que de ellos se derivan. Maxwell ha 
continuado la obra de Faraday; sus dotes eran semejantes a 
los de Faraday, pero con la posesión y dominio perfecto de los 
auxilios matemáticos de su tiempo. 

Ahora vamos a comprender claramente cómo de las «leyes 
de los campos» de Maxwell se deriva la propagación de las fuer- 
zas electromagnéticas con velocidad finita. Nos limitamos a 
procesos en el vacío o éter; éste no posee capacidad con- 
ductora, 0 = 0, no tiene verdaderas cargas, p = o, y su cons- 
tante de dielectricidad y su permeabilidad son iguales a 1, 
c=i, u = 1. En tales condiciones, las dos primeras ecuacio- 
nes de los campos [58] serán: 

[59] dnr.£ = o, div.// = o, 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 205 

y expresan que todas las líneas de fuerza son cerradas o van al in- 
finito. Para obtener una imagen, aunque sea grosera, del proceso 
vamos a representarnos lineas de fuerza singulares, cerradas. 
Las otras dos ecuaciones de los campos dicen: 

[6o] y = crot.H, y = - crot.£. 

Admitamos, empero, que en cierto espacio limitado domina 
un campo eléctrico E que varia en el pequeñísimo tiempo / 

de una cantidad e\ su velocidad de variación será ~ . Según 

la ecuación primera enróscase en ese campo, al momento, un 
campo magnético que es proporcional a la velocidad de va- 
riación y ; este campo también variará, durante un pequeño 

tiempo consecutivo /, de una cantidad h. Su velocidad de va- 
lí 

riación — induce al mismo tiempo, según la segunda ecuación, 

un campo eléctrico abrazado al anterior. En el próximo y pe- 
queño espacio de tiempo, este campo produce nuevamente, 
según la ecuación pri- 



el proceso a modo de Fle 93 

cadena con velocidad 

finita (fig. 93). Naturalmente es ésta una muy torpe descrip- 
ción del proceso, que, en realidad, se extiende continuo en to- 
das las direcciones; más tarde podremos bosquejar una imagen 
más adecuada. 

Lo que nos interesa particularmente es lo siguiente: sabe- 
mos por la mecánica que la producción de una velocidad finita 
de propagación de ondas elásticas obedece a los retrasos que 
sobrevienen a consecuencia de la inercia de las masas, al tras- 
ladar las fuerzas de un punto a otro. La inercia de las masas, em- 
pero, es determinada por la aceleración, y ésta es la velocidad 



mera, un campo mag- 
nético que se abraza 
a él, y así se prolonga 





206 La teoría de la relatividad de E i n stein 



de variación de la velocidad; es b = — , donde w es la varia- 

x 

ción de la velocidad v — — en el pequeño espacio de tiempo /. 

El retraso obedece, pues, por entero a la doble diferenciación. 
Exactamente lo mismo sucede aquí; en primer término, la 

velocidad de variación ■— del campo eléctrico determina el 

campo magnético H; luego la velocidad de variación — de éste 

determina el campo eléctrico E en un lugar vecino. El progre- 
so del campo eléctrico de lugar a lugar es, pues, condicionado 
por dos diferenciaciones temporales, esto es, por una forma- 
ción totalmente análoga a la aceleración. Sobre este fundamento 
se apoya la existencia de ondas electromagnéticas. Si una de 
las acciones parciales transcurriese sin tiempo, no se verifica- 
rla una propagación de la fuerza eléctrica por ondas. Aquí se ve 
la importancia de la corriente de desplazamiento de Maxwell, 

pues ésta es justamente la velocidad de variación ~ del cam- 
po eléctrico. 

Ahora daremos una imagen de la propagación de una onda 
electromagnética, algo más aproximada a la realidad. Su- 
pongamos dos esferas metálicas cargadas con fuertes cargas 
contrarias + e 7 — de suerte que entre ellas exista un fuer- 
te campo eléctrico; compénsanse entonces las cargas, el campo 

se deshace con gran velocidad de variación . La figura mues- 
tra cómo se entrelazan sucesivamente lineas de fuerza eléc- 
tricas y magnéticas (fig. 94); las lineas de fuerza magnéticas 
hállanse dibujadas en el plano medio entre las esferas y las li- 
neas de fuerza eléctricas en el plano del papel, que es perpen- 
dicular al anterior; la figura entera debe imaginarse, natural- 
mente, en rotación simétrica alrededor de la linea que une las 
esferas. Cada sinuosidad de las lineas de fuerza es más débil 
que la siguiente, porque está más hacia afuera y tiene mayor 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 207 




Fír. 94. 



extensión; por eso la parte interna de una curva de fuerza eléc- 
trica no suprime por completo la parte externa de la anterior, 
cuanto más que entra en acción con un pequeño retraso. 

Si se sigue el proceso 
sobre una recta situada 
perpendicularmente a la 
linea de unión de los cen- 
tros de las esferas, por 
ejemplo, a lo largo del 
eje X, se ve que sobre ésta 
1 las fuerzas eléctricas y 
magnéticas son siempre 
perpendiculares; y además 
son perpendiculares unas 
a otras. Lo mismo puede decirse, por lo demás, de toda direc- 
ción de propagación. La onda electromagnética es, pues, es- 
trictamente transversal; es, además, polarizada; y aun cabe 
elegir el campo de fuerza eléctrico o el magnético para deter- 
minar el que da la pauta a la vibración. 

No podemos demostrar aquí que la velocidad de propaga- 
ción es precisamente igual a la constante c que se presenta en 
las fórmulas; pero es en si muy plausible, pues sabemos que c 
tiene la dimensión de una velocidad. Como además, según 
Weber y Kohlrausch, la magnitud C es igual a la velocidad de 
la luz, pudo Maxwell concluir que las ondas luminosas no son 
sino ondas electromagnéticas. 

De las consecuencias que Maxwell sacó, una fué pronto con- 
firmada experimentalmente con cierta amplitud. Maxwell 
calculó la velocidad de la luz c l en un no-conductor no mag- 
netizable notablemente (u = i, o = o); en tal caso, no puede 
depender, salvo de c, sino de la constante de dielectricidad t, 
pues ésta es, para jjl = i, o = o, la única constante que apa- 

c 

rece en las fórmulas [58]. Maxwell halló c x = ——■ ; de aqui 

Y « 

C r — 

se deriva, para el índice de refracción, n = — - = y % . 



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208 La teoría de la relatividad de E in stein 



Así, pues, tenia que poderse determinar la refrac ta bilí dad 
de la luz por medio de la constante de dielectricidad, conocida 
por mediciones puramente eléctricas. Para algunos gases, 
como el hidrógeno, el óxido de carbono, el aire, es efectivamen- 
te el caso asi, como lo ha demostrado L. Boltzmann (1874); 
para otras substancias, la relación de Maxwell n = Vi no es 
exacta; pero entonces el mdice de refracción no es constante, 
sino que depende del color de la luz (número de vibraciones). 
Aqui aparece como causa de perturbación la dispersión de la 
luz; volveremos sobre esto desde el punto de vista de la teoría 
de los electrones. En todo caso, es claro que la constante de 
dielectricidad, medida estáticamente, coincidirá tanto mejor 
con el cuadrado del Índice de refracción, cuanto más lentas sean 
las vibraciones o más largas las ondas de la luz empleada; vi- 
braciones infinitamente lentas son idénticas a un estado está- 
tico. La moderna investigación de la esfera de las ondas lar- 
gas en los rayos luminosos y térmicos, llevada a cabo pot Ru- 
bens, ha dado por resultado una completa confirmación de la 
fórmula de Maxwell. 

Por lo que se refiere a las leyes más geométricas de la ópti- 
ca, la reflexión y refracción, la doble refracción y polarización 
en cristales, etc., desaparecen en la teoría electromagnética 
de la luz todas las dificultades, que para las teorías del éter 
eléstico eran casi insuperables. La principal de esas dificultades 
era la existencia de ondas longitudinales que se presentan al 
atravesar la luz por las superficies-límites entre dos medios; 
esas ondas longitudinales no podían suprimirse a no ser esta- 
bleciendo hipótesis muy inverosímiles sobre la constitución del 
éter. Pero las ondas electromagnéticas son siempre exactamente 
transversales. Asi desaparece esa dificultad. Formalmente, la 
teoría de Maxwell es casi idéntica a la teoría del éter que for- 
muló MacCullagh, como ya hemos dicho antes (IV, 6, pá- 
gina 125); puédese, sin nuevo cálculo, trasladar la mayor parte 
de sus deducciones. 

No podemos seguir en detalle la ulterior evolución de la 
electrodinámica. El lazo de unión entre la luz y el electromagne- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 209 



tismo fué apretándose cada día más. Descubriéronse nuevos 
fenómenos que demuestran el influjo de los campos eléctricos 
y magnéticos sobre la luz. Todo se acomodaba a las leyes de 
Maxwell, cuya certeza crecía continuamente. 

Pero la demostración decisiva de la unidad que junta la 
óptica con la electrodinámica fué dada por Heinrich Hertz 
(1888), demostrando la velocidad finita de propagación de la 
fuerza electromagnética y produciendo realmente ondas elec- 
tromagnéticas. Entre dos esferas cargadas hizo saltar chispas, 
y produjo asi ondas como las que representa nuestro dibujo 
(figura 94). Cuando éstas entraban en un hilo metálico circular, 
que tenía una pequeña interrupción, producían en él corrien- 
tes que podían ser observadas merced a pequeñas chispas en 
la interrupción. Consiguió Hertz replegar esas ondas y hacer- 
las interferir; pudo así medir su longitud y su velocidad, que 
resultó ser exactamente la de la luz c. Así quedaba confir- 
mada inmediatamente la hipótesis de Maxwell. Hoy las ondas 
hertzianas recorren la Tierra entre las grandes estaciones de 
telegrafía sin hilos y testimonian la grandesa de los dos inves- 
tigadores Maxwell y Hertz, el primero de los cuales había 
predicho su existencia y el segundo llegó a hacerla realidad. 

10. El éter electromagnético. 

Desde ahora, ya no hay más que un solo éter, sustentácu- 
lo único de la totalidad de los fenómenos eléctricos, magnéti- 
cos, ópticos. Conocemos sus leyes, las ecuaciones de los campes 
de Maxwell; pero poco sabemos acerca de su constitución. 
¿Qué es propiamente eso en que consisten los campos electro- 
magnéticos, eso que verifica vibraciones en las ondas lumi- 
nosas? 

Recordamos que Maxwell fundaba sus consideraciones sobre 
el concepto del desplazamiento que hemos interpretado intui- 
tivamente de manera que en las mínimas partículas o molécu- 
las de éter, asi como en las moléculas de la materia, se veri- 
fica un verdadero desplazamiento y separación de los fluidos 

La tbobía db la rhlatitidad de Einstbin. 14 



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210 La teoría de la relatividad de E inste i n 



eléctricos (o magnéticos). Esta representación, en lo que toca 
al proceso de la polarización eléctrica de la materia, está muy 
bien fundada y es admitida también por la nueva elaboración 
de la teoría de Maxwell, la teoría de los electrones. Pues in- 
numerables experiencias han confirmado que la materia está 
constituida molecularmente y que cada molécula lleva cargas 
desplazables. Pero no sucede lo mismo para el éter libre; aquí 
el concepto de desplazamiento, de Maxwell, es puramente hipo- 
tético, y no tiene más valor que el de hacer intuitivas las leyes 
abstractas de los campos. 

Estas leyes dicen que con todo desplazamiento variable en 
el tiempo está enlazada la producción de un campo electromag- 
nético alrededor. ¿Es posible hacerse de esta conexión una 
imagen mecánica? 

Maxwell mismo ha empleado con éxito heurístico modelos 
mecánicos para la constitución del éter. En esta dirección fué 
William Thomson (Lord Kelvin) particularmente rico en 
inventivas, esforzándose de continuo por comprender los fenó- 
menos electromagnéticos como efectos de ocultos movimientos 
y fuerzas mecánicas. 

El carácter rotativo de la conexión entre la corriente eléc- 
trica y el campo magnético, y recíprocamente, invita a consi- 
derar el estado eléctrico del éter como desplazamiento lineal 
y el magnético como rotación alrededor de un eje, o inversa- 
mente. 

Asi se llega a representaciones que son afines a la teoría 
del éter establecida por MacCullagh; según éste, el éter no des- 
arrollaba resistencias elásticas a contracciones en sentido co- 
rriente, sino resistencias a la rotación absoluta de sus elemen- 
tos de volumen. Nos llevaría muy lejos enumerar las muchas 
hipótesis, a veces muy fantásticas, que se han hecho sobre la 
constitución del éter. 

De tomarlas al pie de la letra, sería el éter una tremenda 
maquinaria de invisibles ruedas, palancas y encajes, que ac- 
túan en complicadísima manera, sin que de toda esta labor 
conozcamos nada más que algunas fuerzas relativamente sen- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 211 



cillas que se manifiestan en la experiencia como campos elec- 
tromagnéticos. 

Hay también otras teorías más finas y a veces muy ingenio- 
sas que consideran el éter como un flúido cuya velocidad de 
corriente es, por ejemplo, el campo eléctrico, y cuyos remolinos 
serian, en cambio, el campo magnético. BjERKNES ha bosque- 
jado una teoría en la cual las cargas eléctricas son representa- 
das como esferas que laten en el flúido etéreo, y ha mostrado 
que estas esferas ejercen unas sobre otras fuerzas que tienen 
una notable semejanza con las electromagnéticas. 

Si inquirimos ahora el sentido y valor de tales teorías, hay 
que decir en su favor que han servido a veces, aunque raras, 
de estimulo para nuevos experimentos y descubrimientos de 
nuevos fenómenos. Pero muchas otras veces han inducido a 
grandes y penosas investigaciones experimentales, para deci- 
dir entre dos teorías del éter que eran ambas igualmente fan- 
tásticas e inverosímiles; de esta manera se ha desperdiciado 
absurdamente mucha labor. Todavía hay hoy gentes que con- 
sideran la explicación mecánica del éter electromagnético como 
una exigencia de la razón; siguen saliendo teorías que, natural- 
mente, son cada vez más abstrusas, pues la riqueza de los he- 
chos a explicar, y por ende la dificultad del problema, aumen- 
ta de continuo. 

Heinrich Hertz mantúvose conscientemente al margen 
de toda especulación mecanicista. Citemos sus propias palabras: 
«El interior de todos los cuerpos, incluidos en el libre éter, pue- 
de experimentar perturbaciones que designamos con el nom- 
bre de eléctricas, y otras perturbaciones que llamamos mag- 
néticas. La esencia de esos cambios de estado no la conocemos; 
sólo conocemos los fenómenos que produce su presencia.» 
Esta renuncia clara a la explicación mecánica tiene una gran 
importancia metódica. Abre el camino para los grandes progre- 
sos que han sido alcanzados por los trabajos de ElNSTElN. Las 
propiedades mecánicas de los sólidos y de los líquidos nos son 
conocidas por la experiencia; mas esta experiencia se refiere 
tan sólo a su conducta en lo grosero. Puede muy bien ser— y 



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212 La teoría de la relatividad de E inste i n 



la moderna investigación molecular lo confirma— que esas 
propiedades visibles, groseras, sean una especie de apariencia, 
a que nos conduce engañosamente la torpeza de los métodos de 
observación; mientras que los procesos efectivos, entre los mí- 
nimos pilares de la construcción, átomos, moléculas y elec- 
trones, se verificarían por leyes muy distintas. Por eso es un 
prejuicio ingenuo el creer que todo medio continuo, como el 
éter, ha de conducirse de la manera como se conducen los flui- 
dos y los sólidos, en apariencia continuos, del mundo sensible 
que se ofrece a nuestros torpes sentidos. Las propiedades del 
éter deben ser establecidas merced al estudio de los procesos 
que en él se verifican, independientemente de las demás expe- 
riencias. El resultado de estas investigaciones puede expresarse 
asi: el estado del éter puede describirse por dos magnitudes di- 
rigidas, que llevan los nombres de campos eléctricos y campos 
magnéticos E y H, y cuyas variaciones especiales y temporales 
están enlazadas por las ecuaciones de Maxwell; en ciertas cir- 
cunstancias, el estado del éter condiciona acciones mecánicas, 
térmicas, químicas, sobre la materia, las cuales pueden llegar 
a ser observadas. 

Todo lo que exceda de estas afirmaciones es hipótesis super- 
flua, es fantasía. Se objetará que tal concepción abstracta en- 
cadena la inventiva del investigador, que necesita el estimulo 
de las imágenes intuitivas, de las analogías. Pero el ejemplo 
del mismo Hertz refuta este aserto; pues rara vez se han dado 
en un físico tanta inventiva experimental unida a tan pura 
abstracción de la teoría. 

ix. Teoría de Hertz sobre los cuerpos en movimiento. 

Más importante que el pseu do problema de la interpreta- 
ción mecánica en los procesos del éter es la cuestión del in- 
flujo que tienen sobre los fenómenos electromagnéticos los mo- 
vimientos de los cuerpos, entre los cuales hay que contar el 
éter fuera de la materia. Asi volvemos, desde un punto de 
vista más general, a las investigaciones que antes hemos esta- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 213 



blecido acerca de la óptica de los cuerpos en movimiento 
(IV, 7-xi). Ahora es la óptica una parte de la electrodinámica, 
y el éter luminoso es idéntico al éter electromagnético. Todas 
las conclusiones que hubimos de sacar de las observaciones óp- 
ticas acerca de la conducta que observa el éter luminoso de- 
ben conservar su validez, puesto que no dependen evidentemen- 
te del mecanismo de las vibraciones luminosas; nuestra inves- 
tigación referíase sólo a los caracteres geométricos de una onda 
luminosa: número de vibraciones (efecto de Doppler), veloci- 
dad (arrastre) y dirección de la propagación (aberración). 

Hemos visto que hasta la época en que se desarrolló la 
teoría electromagnética de la luz no habla asequibles a la me- 

dición mas que magnitudes del primer orden respecto de f ~ — . 

Y el resultado de esas observaciones pudo expresarse, en forma 
de «principio óptico de relatividad», de la manera siguiente: 
los procesos ópticos dependen solamente de los movimientos 
relativos de los cuerpos materiales, que en esos procesos par- 
ticipan, como focos luminosos, como medios de propagación, 
como cuerpos receptores; en un sistema de referencia movido 
en traslación veri f i canse todos los procesos ópticos inferiores, 
como si el sistema permaneciese inmóvil en el éter. 

Para explicar este hecho habla dos teorías. La de Stokes 
admitía que el éter en el interior de la materia es totalmente 
arrastrado por ésta en su movimiento; la de Fresnel, en 
cambio, limitábase a admitir un arrastre parcial, cuya canti- 
dad podía inferirse de ciertos experimentos. Hemos visto que 
la teoría de Stokes, desenvuelta con coherencia, tropieza con 
dificultades y, en cambio, que la de Fresnel expone satisfac- 
toriamente todos los fenómenos. 

En la teoría electromagnética son ambos puntos de vista 
posibles también: o un arrastre total, según Stokes, o uno par- 
cial, según Fresnel. Se trata ahora de saber si por medio de 
observaciones puramente electromagnéticas puede conseguirse 
una decisión entre ambas hipótesis. 

La hipótesis del arrastre total la aplicó primero Hertz sis- 



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214 La teoría de la relatividad de E inste in 



temáticamente a las ecuaciones de los campos de Maxwell. 
Tenia Hertz plena conciencia de que tal manera de proceder 
sólo podia ser provisional, porque al hacer la aplicación a los 
procesos ópticos habrían de presentarse las mismas dificulta- 
des que dieron al traste con la teoría de Stokes; pero la sen- 
cillez de una teoría que no necesitaba distinguir entre el movi- 
miento del éter y el de la materia le estimuló a desenvolverla 
y discutirla detenidamente. Demostróse entonces que los fenó- 
menos de inducción en conductores en movimiento— que son 
los más importantes para la física experimental y la técnica- 
quedan reproducidos exactamente por la teoría de Hertz; 
pero las contradicciones con la experiencia se manifiestan tan 
pronto como se trata de experimentos más finos, en los cua- 
les representan un papel los desplazamientos en cuerpos no-con- 
ductores. Vamos a investigar en serie todas las posibilidades: 

„ _ . . ( flJ en el campo eléctrico. 

1. ° Conductor en movimiento. . .1 . \ 

ib) en el campo magnético. 

m . t ( a) en el campo eléctrico. 

2. ° Aislador en movimiento. ...</, 

( b) en el campo magnético. 

i. a) Un conductor recibe en el campo eléctrico cargas 

superficiales. Si está en movi- 
miento, las arrastra consigo; 
pero las cargas en movimiento 
deben ser equivalentes a una co- 
rriente, y, por tanto, producir, 
según la ley de Biot y Savart, 
un campo magnético. Para ob- 
tener una representación intuiti- 
va, imaginemos un condensador 

¿ cuyas placas son paralelas al 

Fí 6 . 95 plano XZ (fig. 95). Supongámos- 

las cargadas contrariamente y 
supongamos, además, que en la unidad de superficie de una 
placa existe la cantidad de electricidad e. Ahora una placa 
se mueve con respecto a la otra en la dirección x con la velo- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 215 



cidad u; prodúcese entonces una corriente de arrastre o corrien- 
te de convección. La placa en movimiento recorre en la unidad 
de tiempo la longitud v; si su sección perpendicular al eje X 
es q, pasará por un plano paralelo al plano yz, en la unidad de 
tiempo, la cantidad de electricidad eqv, esto es, una corriente 
de densidad ev. Esta debe ejercer exactamente la misma ac- 
ción magnética que una corriente conducida, que pasará por 
la placa inmóvil, con la densidad i = ev. 

Esto fué confirmado experimentalmente en el laboratorio 
de Helmholtz por H. A. Rowland (1875) y luego más exac- 
tamente por A. Eichenwald (1903). En lugar de la placa 
movida en línea recta, empleóse un disco de metal en movi- 
miento giratorio. 

1. b) Si conductores se mueven en el campo magnético, 
prodúcense en ellos campos eléctricos y, por éstos, corrientes. 
Es ésta la inducción por 
movimiento, ya descubier- 
ta por Faraday e investi- 
gada cuantitativamente. 
El caso más sencillo es: el 
campo magnético H, pro- 
ducido, v. gr., por un 
imán en forma de herra- 
dura, es paralelo al eje 2 
(figura 96); un trozo de hilo 
metálico recto es paralelo 
al eje y, y tiene la longi- 
tud x y es movido en la dirección X con la velocidad V. Resulta, 
según la teoría de Hertz, que en ese hilo es inducido un campo 
eléctrico paralelamente a la dirección negativa y; si se cierra el 
hilo por medio de un estribo que no toma parte en el movi- 
miento, como indica la figura, correrá por él una corriente de 
inducción. Esto se demuestra sencillamente expresando del si- 
guiente modo la ley de la inducción de Faraday: la corriente 
inducida en un hilo cerrado es proporcional a la variación por 
segundo del número de lineas de fuerza, o al desplazamiento 




Fie. 96. 



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216 La teoría de la relatividad de E inste in 



magnético \xH, que es rodeado por el hilo. Por el movimiento 
del hilo aumenta evidentemente ese número en jHv por se- 

v 

gundo; por lo cual el campo eléctrico inducido es igual a \iH — 

Esta ley es el fundamento de todas las máquinas y aparatos 
de física y electrotécnica en los cuales por inducción transfór- 
mase la energía de movimiento en energía electromagnética; 
entre éstos se hallan, por ejemplo, el teléfono, las dinamos de 
todas clases. La ley puede considerarse, pues, como comproba- 
dísima y asegurada por innúmeros experimentos. 

2. a) El movimiento de un no-conductor en un campo eléc- 
trico podemos imaginarlo realiza- 
do del modo siguiente: entre las 
dos placas del condensador de la 
figura 95 se coloca un trozo movi- 
ble hecho de material del no-con- 
ductor (fig. 97). Si el condensador 
se carga, prodúcese en el trozo 
un campo eléctrico E y un des- 
plazamiento tE perpendicular- 
mente al plano de las placas, 
esto es, paralelamente a la direc- 
ción y; asi se cargan los dos planos limites del trozo aislador 
con igual pero opuesta electricidad, como la placa de metal que 
tienen enfrente. Sobre la cantidad de esa carga sabemos lo si- 
guiente: en la página 190 hemos visto que la ley de Coulomb, 
según la concepción de Maxwell, pone la magnitud del des- 
plazamiento, alrededor de una esfera cargada, en conexión con 
su carga e; para una esfera de radio r es a saber: 

e e 
E = — - , osea %E = — — • 
ir* r" 

Mas esta esfera tiene la superficie 4«r 2 , y la carga por uni- 
dad de superficie es, pues: 

_# tE_ 




F!r 97. 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 217 



Traslademos esto al caso del condensador y tendremos que 
la densidad de la superficie en los planos límites de la placa ais- 
ladora será igual que en las placas metálicas y estará con el 
campo eléctrico B en la relación 

iE 
4* 

Si ahora la capa aisladora se mueve con la velocidad V en 
la dirección x, deberá el éter, según Hertz, ser arrastrado por 
completo en la capa; esto es, que también serán arrastrados el 

tB 

campo E y las cargas e = — - , producidas por éste sobre los 
planos limites. 

La carga en movimiento de una superficie limite representa, 

pues, una corriente de la densidad v, y deberá producir 

4* 

un campo magnético según la ley de Biot y Savart. 

Que tal sucede, halo demostrado experimen taimen te 
W. C. Roentgen (1885); pero la inclinación de la aguja mag- 
nética que él observó era mucho más pequeña de lo que debía 
ser según la teoría de Hertz. Se conduce, según las medidas de 
Rontgen, como si el aislador no arrastrase consigo todo el éter, 
sino sólo una parte. Pero la otra parte permanece inmóvil. Si 
el aislador fuera de éter puro, sería e = 1 y la carga influenciada 
E 

igual a -p- ; los experimentos de Rontgen demuestran que 
sólo el exceso de carga sobre ese valor, es decir, 

tB E E 

«= (•-*)• 

4* 4* 4* 

toma parte en el movimiento de la materia. Este resultado lo 
interpretaremos más tarde sencillamente. Aquí baste estable- 
cer que, como era de esperar por los conocidos hechos de la 
óptica, la teoría de Hertz del arrastre total falla también en los 
puros procesos electromagnéticos. 

ElCHENWALD ha confirmado ( 1903) el resultado de Rontgen, 



■ 



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218 La teoría de la relatividad de E inste i n 



haciendo que las placas de metal cargadas tomasen parte en el 
movimiento. Estas dan una corriente de convección de la fuer- 
za ev y la capa aisladora debería compensarla exactamente 
a causa de las cargas casi iguales y opuestas, según Hertz. 
Pero Eichenwald encontró que no es tal el caso; más bien ob- 
tuvo una corriente totalmente independiente de la materia 
del aislador. Esto mismo era de esperar, según el resultado de 
Róntgen sobre el arrastre parcial; pues la corriente procedente 

del aislador es i '^ — ^ \ v, y el primer miembro de la misma 
\4- 4*) 

es compensado por la corriente de convección ev y queda la 

E 

corriente v, que es independiente de la constante de dielec- 

tricidad 6. 

2. b) Imaginemos un campo magnético paralelo al eje 2, 

realizado, v. gr., por 



planos limites del trozo aislador, que sean perpendiculares al 
eje y, cubrámoslos de metal; estas cubiertas metálicas estarán 
unidas a un electrómetro, de modo que pueda medirse la carga 
que se produzca en ellas. 

Este experimento corresponde exactamente al experimento 
de inducción explicado en i b) , sólo que, en lugar del conductor 
en movimiento, se pone un dieléctrico en movimiento. La ley 
de inducción puede aplicarse de la misma menera; exige la exis- 
tencia de un campo eléctrico E = vH actuando en la dirección 




Fig. 



un imán de herradu- 
ra, y un trozo de 
materia no conduc- 
tora moviéndose por 
el campo en la direc- 
ción x (fig. 98). Como 
no hay no-conducto- 
res que sean magne- 
tiza bles (percepti- 
blemente), admitire- 
mos p.= 1. Los dos 




Leyes fundamentales de la electrodinámica 219 



negativa y, si la espesura del trozo aislador es igual a x. Por eso, 
según la teoría de Hertz, las dos cubiertas metálicas deben pre- 

... . tE * vH 

sentar cargas opuestas con la densidad de superficie — = — - — , 

que provocan una oscilación del electrómetro. El experimento 
fué dispuesto en 1905 por H. A. Wilson (con un dieléctrico 
girando), y confirmó la existencia de la carga; pero también en 
menor cantidad, esto es, correspondiendo a una densidad de 

superficie (• — 1)-^-. De nuevo parece conducirse como si 

no tomase parte todo el éter en el movimiento de la materia 
sino sólo en la cantidad en que ésta es más fuerte dieléctrica- 
mente que el vacio. También aquí falla la teoría de Hertz. 

En estos cuatro fenómenos típicos, refiérese todo evidente- 
mente al movimiento relativo de los cuerpos productores de 
campos respecto del conductor o aislador que se investiga. En 
lugar de mover éste en la dirección x, como ya hemos hecho, 
podría mantenerse inmóvil y mover las demás partes del apa- 
rato en la dirección negativa x; el resultado tendría que ser el 
mismo. La teoría de Hertz no conoce sino movimientos relati- 
vos de los cuerpos, valiendo el éter como tal cuerpo. En un sis- 
tema animado de un movimiento de traslación, todos los pro- 
cesos suceden, según Hertz, como si el sistema se mantuviese 
inmóvil; rige, pues, el principio clásico de relatividad. 

Pero la teoría de Hertz es inconciliable con los hechos, y 
hubo de dejar el puesto a otra que, con respecto a la relativi- 
dad, adoptó exactamente el punto de vista contrario. 

x2. La teoría de los electrones de Lorentz. 

Es la teoría de H. A. Lorentz (1892), que significó el pun- 
to culminante y la conclusión de la física del éter substancial. 

Es una teoría de la electricidad desarrollada en sentido ato- 
místico y en el de un solo fluido; por lo cual queda también, 
como en seguida veremos, determinado el papel que le atribuye 
al éter. 



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220 La teoría de la relatividad de E inste i n 



Helmholtz (1881) es el primero que ha expuesto que las 
cargas eléctricas tienen una estructura atomística, se presentan 
en magnitudes pequeñas e indivisibles; hizolo para hacer inte- 
ligibles las leyes de la electrólisis de Faraday (pág. 178). En 
realidad, basta admitir que cada átomo en la solución electro- 
lítica verifica una especie de unión química con un átomo de 
electricidad, o electrón, para comprender que una determinada 
cantidad de electricidad produzca la división o descomposi- 
ción de siempre equivalentes cantidades de substancia. 

La atomística eléctrica se distinguió, sobre todo, en la ex- 
plicación de los fenómenos que se observan al pasar la corriente 
eléctrica por un gas rarificado. 

Descubrióse primero que la electricidad positiva y la nega- 
tiva se conducen por modo completamente distinto. Si en un 



ble presión; pero si se quita gas poco a poco, la imagen va ha- 
ciéndose más sencilla. En llegando a altísimo vado, sale del elec- 
trodo negativo, el cátodo K, un rayo de luz azulada en linea 
recta, sin preocuparse lo más mínimo de donde se encuentra el 
polo positivo, el ánodo A. Estos rayos catódicos, que descubrió 
PLUECKER en 1858, fueron considerados por muchos como on- 
das luminosas, pues producían, como HlTTORF demostró (1869), 
sombras de los cuerpos sólidos que se ponían en su camino; 
otros los consideraron como emanación material acelerada por 
el cátodo. Crookes, que representaba este punto de vista 
(1879), llamó a los rayos el «cuarto estado de agregación» de la 
materia. En favor de la naturaleza material de los rayos, testi- 
moniaba principalmente a circunstancia de que son desviados 
por un imán, y lo son justamente como corriente de electrici- 
dad negativa. En la investigación de la naturaleza de los ra- 
yos catódicos han tomado la mayor parte J. J. Thomson y 




Fie. 99. 



tubo de vidrio se introducen dos 
electrodos de metal y se hace 
pasar una corriente por ellos (fi- 
gura 99), obtiénense muy com- 
plicados fenómenos, mientras 
haya en el tubo gas de observa- 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 221 



Ph. Leñar d. Se consiguió demostrar la carga negativa de los 
rayos por captación directa; también son desviados por un 
campo eléctrico que se acerque de lado a su trayectoria, y ello 
contrariamente a la dirección del campo, lo cual demuestra 
una vez más su carga negativa. 

La convicción de que los rayos catódicos eran de naturaleza 
corpuscular se abrió paso cuando se consiguió sacar conclusio- 
nes cuantitativas sobre su velocidad y su carga. 

Representémonos el rayo catódico como una corriente de 
partículas, de masa m; en tal caso será desviado por un deter- 
minado campo eléctrico o magnético, tanto menos cuanto ma- 
yor sea su velocidad; asi como una bala de fusil corre tanto más 
recta cuanto más rápida. Ahora bien; pueden producirse rayos 
catódicos muy des viables, esto es, muy lentos; pueden, artifi- 
cialmente, acelerarse tanto que su velocidad inicial, comparada 

con su velocidad final, puede . 

despreciarse. Para ello se co- /T77 -4 ^^""^ 

loca delante del cátodo K }V i 

una red de hilos metálicos "T¡j 

(figura 100) cargada positi- Fig 100 

vamente con fuerte carga; 

entonces las partículas negativas de los rayos catódicos son 
fuertemente aceleradas en el campo entre el cátodo y la red 
metálica, y pasan por las mallas de la red con una velocidad 
que esencialmente procede de esa aceleración. Esta, empero, 
puede calcularse según la ecuación fundamental de la mecánica 

mb = K = cE, 

siendo e la carga y E el campo; se tiene evidentemente un «mo- 
vimiento de calda», en el cual la aceleración no es igual a la 

aceleración de la gravedad g, sino igual a — E. Si fuese cono- 

m 

e 

cida la relación — , podría hallarse la velocidad V por medio 

e 

de las leyes de la caída. Pero tenemos dos incógnitas, — y t>, y 



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222 La teoría de la relatividad de E inste i n 



necesitamos una medición más para determinarlas. Esta se con- 
sigue empleando un campo magnético lateral. Al hablar de la 
teoría de Hertz (V, II, i b, pág. 215), hemos visto que un campo 
magnético H en un cuerpo que se mueve perpendicularmente 

v 

a H produce un campo eléctrico E = ~ H, que es perpendicular 

tanto a H como a V. Por lo tanto, sobre cada partícula del rayo 

v 

catódico actuará una fuerza desviante eE - e H, de suerte 

c 

que se produce perpendicularmente al primitivo movimiento 

ev 

una aceleración b= H. Esta puede hallarse midiendo la 

me 

desviación lateral del rayo; tenemos, pues, una segunda ecua- 
ción para determinar las incógnitas — y V. 

m 

Las determinaciones obtenidas por este método u otro se- 
mejante han dado por resultado que para velocidades no de- 
masiado grandes, — tiene, efectivamente, un valor determi- 

m 

nado, constante, que es: 

~ r> 5,31 . XO IT 

m 

unidades electrostáticas de carga por gramo. Por otra par- 
te, al hablar de la electrólisis (pág. 181), hemos indicado que 
1 g. de hidrógeno transporta la cantidad de electricidad 
C 0 = 2,90 • io 14 . Si ahora se admite que la carga de una 
partícula es en ambos casos la misma, es decir, un átomo de 
electricidad o electrón, hay que concluir que la masa m de la 
partícula del rayo catódico es al átomo de hidrógeno m H como 

mee 2,90 • io u x 
m H m H ' m 5,31 • 10" 1830 

Las partículas de los rayos catódicos son, pues, unas 
dos mil veces más ligeras que los átomos de hidrógeno, 
que, por su parte, son los más ligeros de todos los átomos. 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 223 



Este resultado hace plausible la conclusión de que en los 
rayos catódicos tenemos una corriente de átomos eléctricos 
puros. 

Esta concepción se ha visto confirmada por innumerables 
investigaciones. La electricidad negativa consiste en los elec- 
trones libremente movibles; la positiva, empero, está adherida 
a la materia y no se presenta nunca sin ésta. La moderna in- 
vestigación experimental ha confirmado asi y precisado la hi- 
pótesis de la antigua teoría de un fluido. También se ha conse- 
guido determinar la cantidad de la carga e del electrón. Los 
primeros experimentos de esta clase los emprendió J. J. Thom- 
son en 1898. La idea fundamental es ésta: las pequeñas gotas 
de aceite, agua o esferitas de metal de dimensiones microscó- 
picas o submicroscópicas, que se producen por condensación 
de vapor o por dispersión en el aire, caen con velocidad cons- 
tante, porque el frotamiento del aire impide que se produzcan 
aceleraciones. Puede determinarse la magnitud de las partícu- 
las midiendo la velocidad de calda, y su masa M, multiplicando 
por la densidad. El peso de una de esas partículas es entonces 
Mg, siendo g — 981 cm./sec. 1 la aceleración de la Tierra. Ahora 
bien; pueden cargarse eléctricamente tales partículas some- 
tiendo el aire a la acción de rayos Róntgen o rayos de substan- 
cias radioactivas. Si se acerca luego un campo eléctrico E, diri- 
gido verticalmente hacia adelante, resultará que una esferita 
de carga e será tirada hacia arriba por el campo, y si la fuerza 
eléctrica eE es igual al peso Mg, flotará. Por la ecuación 
eE = Mg puede calcularse la carga e. MlLLl KAN (1910), que 
ha hecho los más precisos experimentos de esta especie, ha en- 
contrado que la carga de pequeñas gotas es siempre un múlti- 
plo entero de una determinada pequeñísima carga; ésta podrá 
llamarse el quantum eléctrico elemental. Su magnitud es: 

* = 4.77 • >o— 10 unidades electrostáticas. 

Sin duda, los experimentos de Millikan son criticados por 
Ehrenhaft; sin embargo, es verosímil que los valores más 
bajos que éste ha hallado de la carga elemental obedecen a 



224 La teoría de la relatividad de E inste i n 



haber operado con esferas demasiado pequeñas, en las cuales 
se producen fenómenos secundarios. 

Para la teoría electrónica de Lorentz no representa ningún 
papel esencial la magnitud absoluta de la carga elemental. 
Vamos ahora a describir la imagen del mundo físico tal como 
Lorentz la ha bosquejado. 

Los átomos materiales son los portadores de la electricidad 
positiva, que está inseparablemente unida a ellos; pero, además, 
contienen un gran número de electrones negativos, de suerte 
que hacia afuera parecen eléctricamente neutros. En los no con- 
ductores, los electrones están firmemente unidos a los átomos; 
pueden solamente ser algo desviados de sus posiciones de equi- 
librio, por donde el átomo se transforma en di polo. En los elec- 
trólitos y en los gases conductores sucede que un átomo tiene 
un electrón o varios electrones de más o de menos; entonces se 
llama ion o portador y viaja en el campo eléctrico, transportando 
a la vez electricidad y materia. En los metales muévense los 
electrones libremente, y sólo por choques con los átomos de la 
substancia experimentan una resistencia. Prodúcese el magne- 
tismo porque en ciertos átomos los electrones dan vueltas en 
trayectorias cerradas, y asi representan corrientes moleculares 
de Ampere. 

Los electrones y las cargas positivas atómicas nadan en el 
mar del éter, en el cual existe un campo electromagnético con- 
forme a las ecuaciones de Maxvell; pero en este es e = z y jjl= i, 
y en lugar de la densidad de la corriente conducida, presén- 
tase la corriente de convección de los electrones p V. Las ecua- 
ciones de Maxvell dicen, pues: 

i e ov 

í div.E = ?, tot.H = 

\ c t c 

[6i] 

/ i h 

( áiY.H = o rot.£ H = o, 

c t 

y comprenden las leyes de Coulomb, Biot, Savart y Faraday 
en la manera ya conocida. 

Todos los procesos electromagnéticos consisten, pues, en el 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 225 



fondo, en los movimientos de electrones y los campos que les 
acompañan. La materia toda es un fenómeno eléctrico. Las di- 
ferentes propiedades de la materia obedecen a las diferencias 
de movilidad de los electrones con respecto a los átomos, como 
acabamos de describirlas. La teoría electrónica debe ahora re- 
solver el problema que consiste en deducir de las leyes funda- 
mentales para los invisibles electrones y átomos [61] las ecua- 
ciones corrientes de Maxvell, es decir, mostrar que los cuerpos 
materiales, según su naturaleza, parecen tener una capacidad 
conductora o, una constante de dielectricidad t y una permea- 
bilidad u. ^ 

Lorentz ha resuelto este problema y ha mostrado que la 
teoría electrónica no sólo da las leyes de Maxvell en el caso más 
sencillo, sino que, además, hace posible la explicación de nu- 
merosos detalles que no eran accesibles a la teoría descriptiva 
o que sólo lo eran merced a hipótesis artificiosas. Entre esos 
detalles cuéntanse, sobre todo, los delicados fenómenos de la 
óptica, la dispersión de los colores, la rotación magnética del 
plano de polarización descubierta por Faraday (véase pág. 204) 
y otras acciones reciprocas entre las ondas luminosas y los 
campos eléctricos o magnéticos. No podemos seguir en detalle 
esta amplísima teoría, llena de complicaciones matemáticas. 
Nos limitaremos a este problema, que es el que nos interesa 
sobre todo: ¿qué parte toma el éter en el movimiento de la 
materia? 

Lorentz establece una afirmación radicalísima, que no se 
ha bía manifestado nunca con tal precisión. 

El éter permanece absolutamente inmóvil en el espacio. 

Así quedan, en principio, identificados totalmente el espa- 
cio absoluto y el éter. El espacio absoluto no es un vacío, sino 
algo que posee propiedades determinadas y cuyo estado se 
describe indicando dos magnitudes dirigidas, el campo eléctrico 
B y el campo magnético H; como tal, el espacio absoluto se 
llama éter. 

Esta hipótesis va algo más allá que la teoría de Fresnel. 
Según éste, el éter del espacio cósmico estaba inmóvil en un 

LA TSORlA DE LA RELATIVIDAD CE ElNSTBW. 15 



226 La teoría de la relatividad de E i n s t e in 



sistema inercial, por lo cual podía decirse que estaba en inmo- 
vilidad absoluta; pero el éter, dentro de los cuerpos materiales, 
es en parte arrastrado por éstos. 

Lorentz puede renunciar también a ese arrastre parcial de 
Fresnel y llega, sin embargo, prácticamente al mismo resul- 
tado. Para comprenderlo, consideremos el proceso dentro de 
un dieléctrico entre las placas de un condensador. Si éste es 

cargado, prodúcese un campo perpendícu- 



+ 
+ 

+ 
+ 
+ 
+ 

4-' 



G> Q O Q 
O O O O 



O O Q O 
O O O O 
O O O O 
O O O €3 
O O <E3 G> 



lar a las placas (fig. ioi), y éste desplaza 
los electrones en los átomos de la subs- 
tancia dieléctrica y los transforma en di- 
polos, tal como lo hemos explicado ya 
(páginas 191 y 197). £1 desplazamiento 
dieléctrico en el sentido de Maxvell es iE; 
pero sólo una parte del mismo procede 
ne 101 del desplazamiento efectivo de los elec- 

trones, pues el vacío tiene la constante 
de dielectricidad e = i; es decir, el desplazamiento B; por 
consiguiente, la parte que en el desplazamiento tienen los 
electrones es solamente tE — E = (s — 1) E. Pero ya hemos 
visto que los experimentos de Rdntgen y Wilson, sobre los fe- 
nómenos en aisladores movidos, dicen que, efectivamente, sólo 
esa parte del desplazamiento participa en el movimiento. La 
teoría de Lorentz expone, pues, exactamente los hechos elec- 
tromagnéticos, sin necesidad de que el éter tome parte en el 
movimiento de la materia. 

El arrastre de la luz resulta también conforme con la 
fórmula de Fresnel [39] (pág. 156); esto se ve de la siguiente 
manera: Consideremos, como en el experimento de Wilson, un 
cuerpo dieléctrico que se mueve, en la dirección X, con la velo- 
cidad v, y en el cual un rayo de luz corre en la misma dirección 
(figura 102). Este consiste en una vibración eléctrica E para- 
lela al eje y y en otra magnética paralela al eje z. Pero ya sa- 
bemos, por el experimento de Wilson, que tal campo magné- 
tico produce en el cuerpo en movimiento un desplazamiento 
eléctrico suplementario en la dirección y, del valor de (s — x) 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 227 

de donde se obtiene un campo eléctrico suplementario por 
división por t. £1 campo eléctrico total es, pues: 

E + ' ~ ' vH. 
i 

Si el arrastre fuese total, como supone la teoría de Hertz, 
tendríamos c en lugar de 
e — i; esto es, que el cam- * ¿ 
po total tendría la magni- 
tud E -f vH. Se ve que, a 
causa del arrastre parcial, 
hay que substituir V por 



t — i 



v. 



H 



é 



Fie. 102. 

Esta magnitud deberla, 

pues, corresponder a la velocidad absoluta del éter dentro de 
la materia, según la teoría de Fresnel, es decir, al número de 
arrastre designado en la óptica con <p, fórmula [39]. Y efecti- 
vamente es así; pues, según la teoría de la luz, dada por Max- 
well (pág. 207), es la constante de dielectricidad t igual al cua- 
drado del Indice de refracción n, s = n*. Incluyase esta igualdad 
en la fórmula y se obtiene: 



1 — 1 



n*- 1 



v 



en concordancia con la fórmula [39] (pág. 156). 

Recordemos que la teoría de Fresnel tropezaba con dificul- 
tades procedentes de la dispersión de los colores. Pues si el ín- 
dice de refracción n depende de la frecuencia (color) de la luz, 
también dependerá de ella el número del arrastre 9; pero el 
éter no puede ser arrastrado mas que de una manera determi- 
nada, y no de distinto modo para cada color. Esta dificultad 
desaparece en la teoría de los electrones, pues el éter perma- 
nece inmóvil, y los que son arrastrados son los electrones resi- 
dentes en la materia; y entonces la dispersión de los colores 



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228 La teoría de la relatividad de Ein stei n 



obedece a que los electrones son llevados por la luz a vibrar 
con ella y retroactivamente influyen en la velocidad de la luz. 

No podemos seguir los detalles de esta teoría llena de rami- 
ficaciones. Compendiaremos el resultado. 

La teoría de Lorentz supone la existencia de un éter abso- 
lutamente inmóvil; además, demuestra que, a pesar de ello, 
todos los fenómenos ópticos y electromagnéticos dependen sólo 
de los movimientos relativos de traslación que verifican los 
cuerpos materiales, en cuanto que se consideran miembros del 
primer orden en p. Explica, pues, todos los procesos conocidos 
y, sobre todo, el hecho de que el movimiento absoluto de la 
Tierra a través del éter no es observable por experimentos te- 
rrestres con respecto a magnitudes del primer orden (principio 
óptico, o mejor electromagnético, de la relatividad). 

Pero cabe imaginar un experimento (primer orden) que no 
podría explicarse por la teoría de Lorentz, como tampoco por 
ninguna de las anteriores teorías del éter; seria un fracaso del 
método de Rómer para el establecimiento de un movimiento 
absoluto de todo el sistema solar (véanse páginas 147 y 164). 

Será decisivo para la teoría de Lorentz el decidir si podrá 
o no mantenerse ante experimentos que permitan medir mag- 
nitudes del segundo orden en p. Pues tales experimentos ha- 
brían de establecer el movimiento absoluto de la Tierra por el 
éter. Pero antes de llegar a este problema hemos de hablar de 
un resultado de la teoría electrónica de Lorentz, por el cual 
ha ampliado grandemente su esfera: la interpretación electro- 
dinámica de la inercia. 

13. La masa electromagnética. 

Le habrá extrañado al lector que, desde el momento en que 
hemos abandonado el éter elástico para ocuparnos del electro- 
dinámico, ya hemos hablado poco de mecánica. Los procesos 
mecánicos y los procesos electromagnéticos forman cada uno 
por si un reino; los primeros se verifican en el espacio absoluto 
de Newton, que queda definido por la vigencia de la ley de 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 229 



y que da a conocer su existencia en las fuerzas centri- 
fugas; los segundos son estados del éter inmóvil en el espacio 
absoluto. Una teoría comprensiva y amplia, como quiere ser 
la de Lorentz, no puede dejar esos dos reinos uno junto a otro, 
sin un enlace que los una. 

Hemos visto ya que una reducción de la electrodinámica a 
la mecánica no se ha conseguido satisfactoriamente, a pesar del 
esfuerzo tremendo que han aplicado a ello investigadores su- 



Preséntase el audaz pensamiento inverso: ¿no podrá redu- 
cirse la mecánica a la electrodinámica? 

Si ello se consiguiese, el espacio abstracto absoluto de 
Newton quedarla convertido en el éter concreto; las resisten- 
cias de inercia y las fuerzas centrifugas deberían aparecer como 
acciones físicas del éter; por ejemplo, como campos electro- 
magnéticos de configuración especial. Pero entonces el princi- 
pio de relatividad de la mecánica habría de perder su estricta 
validez y quedarla reducido, como el de la electrodinámica, a 
una vigencia aproximada, para magnitudes del primer orden 
v 

en ¡5 = — • 
c 

La ciencia no ha retrocedido ante ese paso, que revoluciona 
el orden de los conceptos. Y aunque la teoría del éter absolu- 
tamente inmóvil ha tenido que caer más tarde, sin embargo, 
esta revolución, que destrona la mecánica y establece el do- 
minio de la electrodinámica sobre la física toda, no ha sido vana: 
su resultado conserva validez en una forma algo alterada. 

Ya hemos visto (pág. 205) que la propagación de ondas elec- 
tromagnéticas se produce porque la acción reciproca de los cam- 
pos eléctricos y magnéticos provoca un efecto análogo a la 
inercia mecánica. Un campo electromagnético tiene una fa- 
cultad de permanencia muy semejante a una masa mecánica; 
para producirlo, hay que emplear trabajo, y cuando se aniquila 
reaparece ese trabajo empleado. Ello se ve en todos los procesos 
que van unidos a vibraciones electromagnéticas, por ejemplo, 
en los aparatos de telegrafía sin hilos. Una estación radiotele- 



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230 La teoría de la relatividad de E instein 



gráfica tiene un oscilador eléctrico, que consiste esencialmente 
en un espacio de chispa F, una bobina 5 y un condensador K; 
esto es, dos placas de metal aisladas una de otra, las cuales, 

unidas por hilos, forman un circulo de 
corriente «abierta» (fig. 103). Se carga el 
condensador hasta que en F salta una 
chispa; el condensador entonces se des- 
n F carga, y las cantidades de electricidad 
almacenadas se desprenden. Pero no se 
compensan sencillamente, sino que dis- 



F¡K paran sobre el equilibrio y se reúnen de 

nuevo en las placas del condensador, 
aunque con signo contrario, como un péndulo, al oscilar, pasa 
por la posición de equilibrio y sigue hacia el lado opuesto. Ter- 
minada la nueva carga del condensador, corre la electricidad 
de nuevo y oscila como un péndulo hasta que su energía se 
gasta por calentamiento de los hilos conductores o por desgaste 
de otras partes del aparato; v. gr., de las antenas irradiantes. 
La oscilación de la electricidad demuestra, pues, la capacidad 
de permanencia que posee el campo, lo cual corresponde exac- 
tamente a la inercia de masa en la bola del péndulo. La teoría 
de Maxvell expone este hecho en todos sus detalles con exac- 
titud; las oscilacionds electromagnéticas, que se presentan en 
un determinado aparato, pueden calcularse de antemano por 
medio de las ecuaciones de los campos. 

J. J. THOMSON sacó de aquí la conclusión de que la inercia 
de un cuerpo puede aumentarse dándole una carga eléctrica. 
Consideremos una esfera cargada, primero inmóvil y luego en 
movimiento con la velocidad V. La esfera inmóvil tiene un 
campo electrostático con líneas de fuerza radiales; la esfera 
en movimiento tiene, además, un campo magnético con líneas 
de fuerza circulares que envuelven la trayectoria de la es- 
fera (fig. 104); pues una carga en movimiento es una corriente 
de convección y produce un campo magnético según la ley de 
Biot y Savart. Ambos estados tienen la facultad de permanen- 
cia que hemos descrito; el uno no puede transformarse en el 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 231 



otro sino por un gasto de trabajo. La fuerza necesaria para 
poner la esfera inmóvil en movimiento es, pues, para la esfera 
cargada, mayor que para la no cargada. Para acelerar la esfera 
ya en movimiento 
debe reforzarse 
evidentemente el 
campo magnéti- 
co H\ pero es, pues, ♦ 
necesaria una ma- 
yor fuerza. 

Recordaremos 
que una fuerza K, 
actuando durante 
un breve tiempo /, representa un impulso J — Kt, que pro- 
duce una variación de velocidad w de una masa m, según la 
fórmula [6] (II, 9, pág. 47): 

mw = J. 

Si la masa lleva una carga, una impulsión determinada / pro- 
ducirá una variación de velocidad más pequeña, y el resto, J', 
se gastará en variar el campo magnético; será, pues: 

El cálculo da el muy plausible resultado de que la impul- 
sión y necesaria para aumentar el campo magnético es tanto 
mayor cuanto mayor sea la variación de velocidad w; y es 
aproximadamente proporcional a ella. Puede, pues, ponerse 
]' = m' W, siendo m' un factor de proporcionalidad que, por 
lo demás, puede depender de la velocidad v anterior a la va- 
riación de velocidad. Entonces tendremos: 

m w = J — m' iv, 

o sea: 

{m -f- m') w = y. 

Es, pues, como si la masa m quedase aumentada en una can- 




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232 La teoría de la relatividad de Einstein 



tidad m', que podrá calcularse por las ecuaciones de los cam- 
pos electromagnéticos; esa cantidad m! puede depender tam- 
bién de la velocidad v. El valor exacto de m', para cualesquiera 
velocidades v, sólo puede calcularse haciendo hipótesis sobre 
la distribución de la carga eléctrica en el cuerpo en movi- 
miento. Pero el valor límite para velocidades pequeñas relati- 
vamente a la velocidad de la luz c, es decir, para pequeñas (ü, 
se manifiesta independiente de tales hipótesis: 

[6aJ ". = 1-^' 

siendo U la energía electrostática de las cargas del cuerpo. 

Ya hemos visto que la masa del electrón es unas dos mil 
veces menor que la del átomo de hidrógeno. Se ofrece la idea 
de que el electrón acaso no tenga una masa «ordinaria», sino 
que no sea otra cosa que «carga eléctrica» en si, y que su masa 
sea de origen puramente electromagnético. 

¿Es tal hipótesis conciliable con los conocimientos que te- 
nemos acerca de la magnitud, carga y masa del electrón? 

Como los electrones han de ser como los pilares de que es- 
tán hechos los átomos, resultarán desde luego, pequeños com- 
parados con la magnitud de los átomos. Ahora bien; por la 
física atómica es sabido que el radio de los átomos es del orden 
xo -8 era.; el radio del electrón deberá ser mucho más pequeño 
que io~ 8 cm. Si nos representamos el electrón como una es- 
fera de radio a, con la carga e distribuida por su superficie, la 

ley de Coulomb nos permite inferir que la energía electrostá- 
e t 

tica es U = j — ; por donde la masa electromagnética será, 

a 

según la fórmula [62], 

< U , ,« 
Podemos, pues, calcular el radio a: 




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Leyes fundamentales de la electrodinámica 233 



En el lado derecho todo es conocido: lo es por la des- 

viación de los rayos catódicos (pág. 221); e lo es por las medicio- 
nes de Millikan (pág. 223), y c es la velocidad de la luz. Si se 
ponen los valores numéricos de cada letra, tendremos: 

, 4,77 • xo— »• 
a = i. . ™¿ . 5f3I xo" = 1,88 • 10-»» tm., 

■ 9 . 10 

longitud que es, aproximadamente, cien mil veces menor que 
el radio del átomo. 

La hipótesis de un origen puramente electromagnético de 
la masa del electrón no está, pues, en contradicción con los he- 
chos conocidos. Pero no por ello está aún demostrada. 

La teoría halló vigorosa ayuda en delicadas observaciones 

hechas sobre los rayos catódicos y los rayos B de substancias 

radioactivas, los cuales son igualmente electrones expelidos. 

Ya hemos explicado que, influenciando esos rayos eléctrica 

y magnéticamente, puede determinarse tanto la relación de 

e e 
carga a masa — como también la velocidad V, y que para — 

m m 

fué hallado primero un valor determinado independiente de v. 
Pero, al pasar luego a mayores velocidades, hallóse una dimi- 
nución de — ; principalmente en los rayos 8 del radio, que son 

poco más lentos que la luz, fué muy claro este efecto, y pudo ser 
medido en cantidad. Que la carga eléctrica deba depender de la 
velocidad era cosa inconciliable con las representaciones de la 
teoría electrónica. Pero podía esperarse muy bien que la masa 
dependiera de la velocidad, si ésta es de origen electromagné- 
tico. Para llegar a una teoría cuantitativa habla que hacer des- 
de luego determinadas hipótesis sobre la forma del electrón y 
la distribución de la carga en él. M. Abraham (1903) consideró 
el electrón como esfera rígida con una carga uniformemente 
repartida sobre el interior o la superficie, y mostró que ambas 
hipótesis conducen a establecer igualmente que la masa elec- 
tromagnética depende de la velocidad, en el sentido de que au- 



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234 La teoría de la relatividad de E inste i n 



menta la masa al aumentar la velocidad. Cuanto más rápida- 
mente corre el electrón, tanto más resiste el campo electromag- 
nético a una posterior variación de velocidad. El aumento de m 

explica la disminución observada de — y la teoría de Abraham 

nt 

concuerda muy bien cuantitativamente con los resultados de 
las mediciones hechas por Kaufmann (1901), si se admite 
que no existe ninguna masa «ordinaria» junto a la masa elec- 
tromagnética. 

Llegábase, pues, al fin propuesto: reducir la inercia de los 
electrones a campos electromagnéticos en el éter. Al mismo 
tiempo abríase una perspectiva amplia. Como los átomos son 
los portadores» de la electricidad positiva y además contienen 
numerosos electrones, ¿no será acaso su masa también de ori- 
gen electromagnético? En tal caso, la masa, como cantidad de 
la facultad de permanecer, no sería un fenómeno primario, 
como lo es en la mecánica elemental, sino una consecuencia se- 
cundaria de la estructura del éter. El espacio absoluto de 
Newton, que se define solamente por la ley mecánica de iner- 
cia, resulta así innecesario; su papel lo desempeña el éter, bien 
conocido ya por sus propiedades electromagnéticas. De este 
modo habríase conseguido una solución muy concreta del pro- 
blema del espacio, muy acorde con el pensar físico. 

Ya veremos (V, 15, pág. 240) que nuevos hechos han venido 
a contradecir esta concepción; pero la conexión entre la masa 
y la energía electromagnética, que fué descubierta entonces 
por vez primera, significa un conocimiento fundamental, cuyo 
profundo sentido ha recibido su recta validez en la teoría de la 
relatividad de Einstein. 

Aun debemos añadir que, además de la teoría del electrón 
rígido de Abraham, hanse establecido y calculado otras hipó- 
tesis. La más importante es la de Lorentz (1904), en estrecha 
relación con la teoría de la relatividad. Lorentz admitió que 
el electrón, al moverse, se contrae en la dirección del movimien- 
to, y de esfera se transforma en elipsoide de revolución; la 
cantidad del aplastamiento dependería, por modo determinado, 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 



235 



de la velocidad. Esta hipótesis parece al pronto muy extraña; 
desde luego, da una fórmula mucho más sencilla que la de la 
teoría de Abraham, para la masa electromagnética en su de- 
pendencia de la velocidad. Pero no seria esto una justificación 
suficiente. Esta justificación se encuentra mejor fundada en 
la evolución que hubo de seguir la teoría electrónica de Lorentz, 
a consecuencia de las investigaciones experimentales sobre las 
cantidades del segundo orden, de las cuales vamos a ocuparnos 
en seguida. La fórmula de Lorentz para la masa del electrón 
ha recibido después en la teoría de la relatividad un sentido 
universal; más tarde volveremos sobre la decisión experimen- 
tal entre ella y la teoría de Abraham (VI, 7, pág. 288). 

Cuando la teoría electrónica, al término del siglo XIX, hubo 
llegado al estado que hemos descrito, parecía muy próxima la 
posibilidad de una imagen unitaria del mundo físico que redu- 
jese todas las formas de la energía, incluso la inercia mecá- 
nica, al campo electromagnético en el éter. Una sola forma de 
energía permanecía fuera del sistema: la gravitación; pero po- 
día esperarse que también ésta lograría ser considerada como 
acción del éter. 

14. El experimento de Michelson. 

Pero ya veinte años antes, el fundamento del edificio 
entero había subido de un salto, y al mismo tiempo que as- 
cendía la construcción, hacíase preciso apuntalar y reforzar 
la base. 

Ya hemos insistido varias veces en que para la teoría del 
éter inmóvil habían de ser decisivos los experimentos que con- 
siguieran medir magnitudes del segundo orden en £; en éstas 
debía, en efecto, manifestarse si sobre un cuerpo que se mueve 
rápidamente actúa el viento de éter, empujando las ondas lu- 
minosas, como así lo exige la teoría. 

El primero y más importante experimento de esta clase 
consiguió realizarlo Michelson (1881) con su interferómetro 
(IV, 4, pág. 119), que, merced a un trabajo infatigable, logró 



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236 La teoría de ¡a relatividad de B i n s t e i n 

perfeccionar hasta hacer de él un instrumento de precisión 
capaz de inauditas verificaciones. 

En la investigación del influjo que el movimiento de la 
Tierra pueda tener sobre la velocidad de la luz (IV, 9, pág. 151) 
se ha visto que el tiempo que necesita un rayo luminoso para 
recorrer de ida y vuelta una distancia /, paralela a la trayecto- 
ria terrestre, difiere sólo por una magnitud del segundo orden 
del valor que tendría estando la Tierra inmóvil; allí encontra- 
mos antes para el tiempo ése la expresión siguiente: 



'•-'(7T^ + Thr) 



2¡C 



C*- v* ' 



que puede escribirse también: 

2/ 



f, 



c 1 - |»« 



Si se pudiera medir ese tiempo con exactitud tal que hu- 



biera la certeza de distinguir la fracción - ■ ~ de 1, a pesar 

del pequeñísimo valor de fl*, ése seria un medio para demostrar 
el viento de éter. 

Pero los tiempos luminosos en si no pueden medirse con ta- 
maña exactitud; los métodos ¡nterferométricos no dan sino di- 
ferencias de los tiempos que 

Bl 



]*B' necesita la luz en diferentes 

/ 1 * minos, con aquella enorme exac- 

cí / ¡ \ titud que es necesaria para el 

/ 1/ \ fin propuesto. 

f \ \ 

1 1 x Por eso Michelson hace que 

/ \ un segundo rayo luminoso re- 

f — ^ — ^7 £ corra de ida y vuelta un camino 

Fi? l05 AB de la misma longitud /, 

pero perpendicular a la trayec- 
toria terrestre (fig. 105). Mientras la luz va de A a B t la Tie- 
rra se ha movido un poquito hacia adelante, de suerte que el 
punto B ocupa ahora el lugar B' del éter; el verdadero camino 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 237 



de la luz en el éter es, pues, A B' , y sí para recorrerlo nece- 
sita el tiempo t, tendremos AB' — ct. En el mismo tiempo /, A 
ha pasado a A' con la velocidad v. Tenemos, pues, A A' — vt. 
Si al rectángulo AA'B' aplicamos el teorema de Pitágoras, 
tendremos: 

C» /» = /« + y» t\ 

o sea: 

/» /» i / i 
ñc* -v>) = /», /' = — — = . , t^ 



c % - v* " c* i - |i» ' c y i - !»■ 

Para volver, necesita la luz el mismo tiempo, pues la Tierra 
se desplaza en igual cantidad, llegando el punto de partida A 
de A' a A". 

Para ir y volver necesita, pues, la luz el tiempo siguiente: 

2/ I 

u 



c V i - *■ 

La diferencia entre los tiempos que necesita la luz para re- 
correr de ida y vuelta una misma distancia, cuando es paralela 
y cuando es perpendicular al movimiento de la Tierra, es, pues: 



'l -»!-—( J===) 



Ahora bien; procediendo como dijimos en la página 138, 
pueden despreciarse los miembros superiores al segundo orden 



1 



en p, y escribir aproximadamente 1 -f (J 2 , en vez de 
y 1 + - p» en lugar de - — 



(1) Pues si x es un número pequeño, cuyo cuadrado puede ser despre- 
ciado, tenemos: 

(1 + x) (1 — x) = 1 - x», aproximadamente = 1, 

y, por lo tanto: 

1 

, |. y , 

I )( 



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238 La teoría de la relatividad de E instein 



Por lo tanto, puede escribirse con suficiente a 



<,-«.-7(H+W-(i + iB)-7- T'T^ 

El retraso de una de las ondas luminosas con respecto de 

la otra es, pues, una magni- 
tud del segundo orden. 

La medición de este re- 
traso puede verificarse por 
medio del interferómetro de 
Michelson (fig. 106). En éste 
(véase pág. 119) la luz que 
procede de una fuente lumi- 
• nosa Q es dividida en dos 
rayos por la lámina P semi- 
transparente; esos dos rayos 
van perpendiculares uno a 
otro hasta tropezar con los 
espejos S x y 5 2 ; son refleja- 
dos por éstos y vuelven otra 
vez a la lámina P; de aquí entran unidos en la lente de observa- 
ción F, en donde caen en interferencia. Si las distancias 5 X P 



r 



7* 



Fig. 106. 



(1 - x) (1 -f L x y = ( X _ x) ( X + x + _'. x i) 

aproximadamente = (1 — x) (x + x) = 1 — x* 
aproximadamente = I, 



y, por lo tanto: 



(« + ;*)• = -—. 

1 1 — x 



1 + JX 



V 1 - x 



Si en las dos fórmulas aproximadas se pone y en lugar de x, 
las aproximaciones empleadas en el texto, a saben 



i-p« 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 239 

y S 2 P son iguales y se coloca uno de los brazos del aparato en 
la dirección del movimiento de la Tierra, queda realizado exac- 
tamente el caso explicado más arriba; los dos rayos llegan, 
pues, al campo visual con un retraso uno respecto del otro 

igual a — {**. Las rayas de interferencia no están, pues, exac- 

c 

tamente donde debieran estar, permaneciendo inmóvil la Tie- 
rra. Pero si se hace girar el aparato 90 o hasta que el otro brazo 
esté en dirección paralela al movimiento de la Tierra, tendrán 
entonces que correrse las rayas de interferencia al otro lado, 
a igual distancia. Si se observa la posición de las rayas de inter- 
ferencia durante la rotación misma del aparato, tiene que ser 
visible un desplazamiento que corresponde al doble retraso 

.> 

Si T es el periodo de vibración de la luz empleada, la rela- 

2/ 

ción entre el retraso y el periodo será — r p», y como, según la 

c í 

fórmula [31] (pág. 115), la longitud de onda es )» = c7\ puede 
escribirse esa relación asi: 

4* 

Los dos trenes de ondas puestos en interferencia experimen- 
tan, al hacer girar el apa- 
rato, un desplazamiento, 
respectivamente uno de 
otro, cuya relación con la 

longitud de onda es — ; — 

(figura 107). Las rayas de 
interferencia prodúcense, porque los rayos, saliendo del foco 
luminoso en direcciones algo diferentes, recorren caminos 
algo diferentes; la distancia de las rayas corresponde a una 
diferencia entre los caminos igual a una longitud de onda, 




Fie- 107. 



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240 La teoría de la relatividad de Einstein 



por lo cual el desplazamiento observable de las rayas es la 
a/3' 

fracción — — de la anchura de franja. 

Michelson ha llevado la longitud del recorrido que hace la 
luz, multiplicando las reflexiones, a n m= 1,1 • 10* cm.; la 
longitud de onda de la luz empleada era X = 5,9 • io~ 5 cm. 
Sabemos que [J es aproximadamente igual a lo -4 ; esto es, 
P 2 = 10 -8 ; de donde se infiere que 

2/3» 2 • x,i • 10* • xo— • 



esto es: que las rayas de interferencia deben correrse, al hacer 
girar el aparato, más de un tercio de su amplitud. Michelson es- 
taba seguro de que aun la centésima parte de tal desplazamiento 
debería observarse. 

Pero cuando se realizó el experimento, no se manifestó el 
menor rastro del esperado desplazamiento. Posteriores re- 
peticiones con medios aun más refinados no alteraron este 
resultado. Hay que sacar la conclusión siguiente: No se presenta 
el viento de éter, y la velocidad de la luz no sufre el influjo del mo- 
vimiento de la Tierra por el éter, ni aun en las magnitudes del 
segundo orden. 



15. La hipótesis de la contracción. 

Michelson mismo concluyó de su experimento que el éter 
es totalmente arrastrado consigo por la Tierra, al moverse ésta; 
tal sostenían la teoría elástica de Stokes y la electromagnética 
de Hertz. Pero a esto se oponen numerosos experimentos que 
demuestran el arrastre parcial. Michelson inquirió si podría 
observarse una diferencia de velocidad en la luz a diferentes al- 
turas sobre la superficie de la Tierra; pero no obtuvo resultado 
positivo; concluyó, pues, que el movimiento del éter arrastrado 
por la Tierra debe extenderse a muy grandes alturas sobre la 
superficie de la Tierra. Entonces el éter recibiría el influjo de 
un cuerpo en movimiento, aun a distancias considerables de 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 24 1 



este cuerpo; pero éste no es efectivamente el caso, pues Oliver 
Lodge (1892) demostró que la velocidad de la luz, en las proxi- 
midades de cuerpos en movimiento rápido, no recibe de éstos 
el más mínimo influjo, aun cuando la luz recorra un campo 
eléctrico o magnético fuerte, arrastrado consigo por el cuerpo. 

Pero todos estos esfuerzos parecen casi superfluos, pues 
aunque hubieren llevado a una explicación aceptable del expe- 
rimento de Michelson, permanecería, sin embargo, inexplicada 
la restante electrodinámica y óptica de los cuerpos en movi- 
miento, la cual se pronuncia enteramente en pro de un arras- 
tre parcial. 

Un intento de explicación se ofrece al punto al pensamiento, 
y, en efecto, ha sido desarrollado más tarde sistemáticamente 
por Ritz (1908). Consiste en la hipótesis de que la velocidad de 
la luz depende de la velocidad del foco luminoso. Sin embargo, 
esta hipótesis está bastante en contradicción con todos los re- 
sultados teóricos y experimentales de la investigación. En pri- 
mer término, habría que renunciar al carácter de acción pró- 
xima que atribuímos a los procesos electromagnéticos, pues 
la acción próxima consiste justamente en que la propagación 
de una acción de sitio en sitio no recibe otra influencia que la 
de los procesos que se verifican en la inmediata proximidad 
de cada sitio, y no de la velocidad de un lejano foco luminoso. 
Por eso Ritz ha caracterizado abiertamente su teoría como 
una especie de teoría de la emisión; pero lo emitido no serian, 
naturalmente, partículas materiales obedientes a las leyes me- 
cánicas, sino un agente que, al ingresar en la materia, ejerce 
sobre los electrones fuerzas dirigidas, transversales, y los im- 
pulsa a vibrar. Las vibraciones luminosas existirían, pues, sólo 
en la materia, no en el éter. La objeción de que en una teoría 
de la emisión no se explican las interferencias es, evidentemen- 
te, inaplicable a esta concepción. 

Pero no ha conseguido Ritz llevar su teoría a una perfecta 
coincidencia con las experiencias ópticas y electromagnéticas; 
dondequiera que aparecen movimientos relativos del foco lu- 
minoso y del observador, manifiéstanse, sin duda, influjos sobre 

La tsosía db la relatividad db Einstbjn. 16 



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242 La teoría de la relatividad de E inste in 



el número de vibraciones (efecto de Doppler) y sobre la direc- 
ción (aberración); pero no sobre la velocidad de la luz (expe- 
rimentos de Arago, página 152, y Hoek, página 153). Ultima- 
mente ha demostrado De SlTTER (1913), por medio de una 
detenida investigación, que la velocidad de la luz procedente 
de las estrellas fijas es independiente del movimiento de esas 
estrellas. 

Hemos citado esa teoría, a pesar de su fracaso, porque acen- 
túa un pensamiento que es importante para la inteligencia de 
la teoría de la relatividad; es a saber, el hecho de que todos los 
procesos observables están siempre adheridos a la materia. El 
campo en el éter es una ficción, inventada para describir con 
la mayor posible sencillez las dependencias espaciales y tempo- 
rales de los procesos en los cuerpos. Habremos de volver más 
tarde sobre esta concepción. 

Ahora nos fijaremos de nuevo en la teoría electrónica de 
Lorentz, la cual evidentemente velase puesta en apuradísima 
situación por el experimento de Michelson. La teoría del éter 
inmóvil parece exigir indudablemente la existencia del viento 
de éter en la Tierra y se encuentra, por tanto, en radical opo- 
sición al resultado del experimento de Michelson. Si al punto 
no se deshizo y se vino abajo, es una prueba de su solidez que 
descansa en la uniformidad e integridad de su imagen física del 
universo. 

Finalmente, logró dominar también esta última dificultad, 
hasta cierto punto, por medio de una hipótesis muy extraña, 
que propuso Fitz Gerald (1892) y que Lorentz admitió al 
punto y elaboró. 

Recordemos las reflexiones que constituyen el fundamento 
del experimento de Michelson. Allí vimos que el tiempo que 
un rayo necesita para recorrer de ida y vuelta un camino / 
es diferente, según que este camino sea paralelo o perpen- 
dicular al movimiento de la Tierra; y el valor es en el pri- 
mer caso: 




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Leyes fundamentales de la electrodinámica 243 



y en el segundo caso: 



2/ z 



Si admitimos ahora que el brazo del interferómetro, que 
está en dirección paralela al movimiento de la Tierra, se achica 
en la proporción de V ' — P : i ; el tiempo t 1 se achicará tam- 
bién en igual proporción, a saber: 



Esto es, que t l = t 2 . 

La hipótesis, sorprendente por su tosquedad y audacia, 
dice sencillamente: Todo cuerpo que se mueve con respecto al 
éter con la velocidad V, contráese en la dirección del movimiento 
en la fracción 



En realidad, hay que atribuir entonces al experimento de 
Michelson un resultado negativo, pues para las dos posiciones 
del interferómetro es ^ = / t . Además— y esto es lo esencial— 
tal contracción no seria determinable, comprobable por nin- 
gún medio sobre la Tierra; pues todo instrumento de medida 
contraeriase igualmente. Un observador que estuviese inmóvil 
fuera de la Tierra, en el éter, advertiría desde luego la contrac- 
ción; toda la Tierra estaría para él aplastada en la dirección del 
movimiento, y todas las cosas sobre ella también. 

La hipótesis de la contracción aparece tan extraña y casi 
absurda porque el acortamiento no se ve obedecer a una fuerza, 
sino que se presenta como simple circunstancia concomitante 
del hecho del movimiento. Pero Lorentz no se dejó acobardar 
por esta objeción; incorporó la hipótesis a su teoría, con tanta 
mayor decisión cuanto que nuevas experiencias confirmaron que, 
aun en el segundo orden, no se observa acción alguna del mo- 
vimiento de la Tierra en el éter. 



c(x - 





244 La teoría de la relatividad de Einstein 



No podemos aqui ni describir ni discutir en particular todos 
esos experimentos. Son, en parte, de óptica y se refieren a los 
procesos de reflexión y refracción, doble refracción, rotación 
del plano de polarización, etc.; en parte son electromagnéticos, 
y se refieren a los fenómenos de inducción, distribución de la 
corriente en hilos, etc. La técnica física permite hoy determi- 
nar si en esos procesos existe o no un influjo del segundo orden 
producido por el movimiento de la Tierra. Particularmente 
digno de atención es un experimento de Trouton y Noble 
(1903) para hallar una fuerza de rotación que debiera, a conse- 
cuencia del viento de éter, presentarse en un condensador de 
placas colgado. 

Todos estos experimentos dieron, sin excepción, resultados 
negativos. No podía seguirse dudando: un movimiento de tras- 
lación por el éter no puede ser percibido por el observador que 
lo realiza. El principio de relatividad, válido en la mecánica, 
extiende, pues, su validez a la totalidad de los procesos electro- 
magnéticos. 

Lorentz se proponía conciliar tal hecho con su teoría del 
éter; y no parecía que hubiese otro camino que el de admitir 
la hipótesis de la contracción y elaborarla con las leyes de la 
teoría electrónica para constituir un conjunto unitario y co- 
herente. Ante todo, advirtió que un sistema de cargas eléctri- 
cas que se mantienen en equilibrio por sólo la acción de sus 
fuerzas electrostáticas, se contrae por sí mismo tan pronto 
como es puesto en movimiento; o, dicho más exactamente, las 
fuerzas electromagnéticas que se presentan al moverse el sis- 
tema con movimiento uniforme alteran la configuración del 
equilibrio; de suerte que toda longitud es acortada en la direc- 
ción del movimiento en el factor V 1 - ? • 

Esta ley matemática conduce a una explicación de la con- 
tracción, si se admite que todas las fuerzas físicas son en el 
fondo de origen eléctrico o, por lo menos, que obedecen a las 
mismas leyes del equilibrio en sistemas movidos uniformemente. 
La dificultad de considerar todas las fuerzas como eléctricas 
proviene de que éstas, según antiguas leyes, que proceden de 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 245 



Gauss, conducen sin duda a equilibrios, mas nunca a equili- 
brios estables de cargas. Las fuerzas que juntan los átomos en 
moléculas y éstas en cuerpos sólidos no pueden ser, pues, sim- 
plemente eléctricas. La necesidad de admitir fuerzas no eléc- 
tricas aparece clarísima cuando se pregunta por la constitu- 
ción dinámica del electrón mismo. Este es un montón de carga 
negativa; hay que atribuir a ésta una extensión finita, pues, 
como ya hemos visto (pág. 230), la energía de una carga de for- 

1 « B 

ma esférica con radio a es igual a — — y se hace infinitamente 

• a 

grande cuando se pone ¿1 = 0. Las partes singulares del elec- 
trón tienden, empero, a separarse, pues las cargas del mismo 
signo se repelen. Por consiguiente, debe haber una fuerza ex- 
traña que las mantenga unidas. En la teoría del electrón, ex- 
puesta por Abraham, se admite que es éste una esfera rígida, 
es decir, que las fuerzas no eléctricas son tan grandes que no 
permiten deformación alguna. Pero cabe, naturalmente, hacer 
otras hipótesis. 

Para Lorentz presentábase la hipótesis de que también el 
electrón sufre la contracción V x — (J* ; ya hemos dicho antes 
(página 235) que se obtiene asi una fórmula mucho más sencilla 
que la de Abraham para la masa del electrón. El electrón de 
Lorentz tiene, empero, además de la energía electromagnética, 
una energía de deformación, cuyo origen es extraño, la cual 
falta en el electrón rígido de Abraham. 

Lorentz investigó la cuestión de si la hipótesis de la con- 
tracción basta para deducir la relatividad. En cálculos difíciles 
estableció que no es el caso asi; pero halló también (1899) la 
hipótesis que debe añadirse para que todos los procesos elec- 
tromagnéticos en sistemas en movimiento transcurran exacta- 
mente como en el éter. Su resultado es, por lo menos, tan ex- 
traño como la hipótesis de la contracción; dice asi: en un sis- 
tema movido con movimiento uniforme hay que emplear otra me- 
dida del tiempo. A esta medida del tiempo, que varía de sis- 
tema en sistema, llamóla tiempo local. La hipótesis de la con- 
tracción puede expresarse diciendo que la unidad de medida 



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246 La teoría de la relatividad de Einstein 



en los sistemas en movimiento es distinta que en el éter. Las 
dos hipótesis juntas dicen, pues, que el espacio y el tiempo 
deben medirse, en sistemas movidos, de distinta manera que 
en el éter. Lorentz indicó las leyes que sirven para transfor- 
mar las medidas en diferentes sistemas movidos unos con res- 
pecto de otros, y demostró que en tales transformaciones per- 
manecen in varia das las ecuaciones de los campos de la teoría 
electrónica. Tal es el alcance matemático de su descubrimiento. 
Estas conexiones las estudiaremos en seguida, desde el punto 
de vista de Einstein, en forma mucho más clara, y por eso no 
insistimos ahora sobre ellas. Pero vamos a ver ahora qué con- 
secuencias tiene la nueva concepción de la teoría de Lorentz 
para la representación del éter. 

En la nueva teoría de Lorentz, el principio de relatividad 
rige, en concordancia con la experiencia, para todos los pro- 
cesos electrodinámicos; un observador percibe en su sistema 
los mismos procesos, ya sea que el sistema esté inmóvil en el 
éter, o se halle en movimiento rectilíneo uniforme. No posee, 
pues, medio alguno para distinguir uno de otro, pues aun la 
observación de otros cuerpos en el mundo, que se muevan in- 
dependientemente de él, no le enseña mas que su movimiento 
relativo con respecto a esos cuerpos, pero nunca el movimiento 
absoluto con respecto del éter. Puede, pues, afirmar que está 
inmóvil en el éter, sin que nadie pueda refutarle. Desde luego, 
otro observador en otro cuerpo que se mueve respecto del pri- 
mero, puede afirmar otro tanto con igual derecho. No hay nin- 
gún medio empírico ni teórico para decidir si uno de los dos, 
y cuál de los dos, tiene razón. 

Llegamos aqui, pues, con respecto del éter, a la misma si- 
tuación en que el principio clásico de la relatividad en la me- 
cánica nos puso con respecto del espacio absoluto de New- 
ton (III, 6, pág. 85). Allí hubimos de confesar que es absurdo 
reconocer un determinado lugar en el espacio absoluto como 
algo real en el sentido de la física; pues no existe ningún medio 
mecánico para fijar un lugar o volverlo a encontrar en el es- 
pacio absoluto. De igual modo hay que confesar ahora que un 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 247 



determinado lugar en el éter no es nada real físicamente ha- 
blando, con lo cual el éter mismo pierde por completo el ca- 
rácter de substancia. Es más; puede decirse incluso: si de dos 
observadores que se mueven uno con respecto del otro puede 
decir cada uno con igual derecho que se halla inmóvil en el 
éter, es que no hay éter. 

La teoría del éter llega, pues, en su evolución suprema, a su- 
primir su concepto fundamental. Pero ha costado mucho tra- 
bajo decidirse a reconocer la vacuidad de la representación del 
éter; el mismo Lorentz, cuyos profundos pensamientos, cuya 
incansable labor ha conducido la teoría del éter a la crisis que 
reseñamos, el mismo Lorentz ha vacilado mucho tiempo antes 
de dar el paso decisivo. Y el motivo es que el éter ha sido expre- 
samente pensado e inventado para servir de sustentáculo a 
las vibraciones luminosas, o más generalmente a las fuerzas 
electromagnéticas en el espacio vacio. En realidad, no cabe 
pensar oscilaciones sin algo que oscile. Pero ya antes, al rese- 
ñar la teoría de Ritz, hemos advertido que la afirmación de que 
también en el espacio vacío existen determinables vibraciones 
excede y rebasa toda experiencia posible. La luz o las fuerzas 
electromagnéticas no son determinables sino en la materia; el 
espacio vacío y libre de toda materia no es objeto de observa- 
ción. Sólo es posible determinar lo siguiente: de tal cuerpo ma- 
terial sale una acción que alcanza a aquel otro cuerpo material 
algún tiempo después. Lo que ocurre entremedias es puramen- 
te hipotético o, dicho con más energía, caprichoso; esto signi- 
fica que la teoría puede atribuir al vacio magnitudes de estado, 
campos o lo que sea, a su capricho, con la única condición que 
las variaciones observadas en los cuerpos materiales queden 
reducidas a una conexión firme y clara. 

Esta concepción es un paso más en el sentido de la mayor 
abstracción, de la liberación de acostumbradas intuiciones, 
que son, al parecer, necesarios elementos del mundo de las re- 
presentaciones. Y al mismo tiempo acércase al ideal de la física, 
que consiste en no admitir como pilares del universo físico 
nada más que lo que la experiencia ofrece directamente, pros- 



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248 La teoría de la relatividad de E inste i n 



cribiendo todas las imágenes innecesarias y todas las analogías 
que proceden de un estado primitivo y grosero de la experiencia. 

El éter substancial desaparece desde ahora de la teoría. 
En su lugar pónese el «campo electromagnético» abstracto, 
como simple auxiliar matemático, útil para describir cómoda- 
mente los procesos en la materia y sus conexiones regulares (i). 

El que se atemorice ante tal concepción formal, que piense 
en la abstracción siguiente, que es muy análoga y a la cual hace 
tiempo que está acostumbrado: 

Para determinar el lugar en la superficie terrestre, sitúanse 
en las torres, en las montañas y otros puntos visibles signos 
trigonométricos, en los cuales se señala la longitud y la latitud 
geográfica. Pero en el mar nada de eso existe; las longitudes y 
latitudes son solamente pensadas o, como se dice también, vir- 
tuales. Cuando un barco quiere determinar un lugar, entonces, 
por medio de observaciones astronómicas, transforma en una 
realidad lo que es una mera intersección de esas lineas imagi- 
narias, hace del lugar virtual un lugar real. Del mismo modo 
debe concebirse el campo electromagnético. La tierra firme co- 
rresponde a la materia; las señales trigonométricas, a las va- 
riaciones físicas determina bles. El mar, empero, corresponde 
al vacío, y los círculos meridianos y paralelos, al campo electro- 
magnético imaginado. Este es virtual, hasta que un cuerpo de 
ensayo se le acerca y lo hace visible por medio de sus reales 
variaciones; justamente como el barco realiza el lugar goegrá- 
fico virtual. 

Sólo quien se haya apropiado realmente esta manera de 
concebir, logrará entender la posterior evolución de la doctrina 
del espacio y el tiempo. Los diferentes hombres son diferente- 
mente accesibles a la progresiva abstracción, objetivación y 
relativización. Los antiguos pueblos cultos del continente eu- 



(x) E inste i n ha propuesto recientemente que llamemos éter al espacio 
vacio provisto de campos gravitatorios y electromagnéticos; esta palabra 
no deberá designar ninguna substancia con los atributos tradicionales; asi, en 
ese éter no hay puntos determinables, y es absurdo hablar de un movimiento 
con relación al éter. El uso que propone E -inste i n de la palabra éter es ad- 
misible naturalmente, y si se hace habitual, será bastante cómodo. 



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Leyes fundamentales de la electrodinámica 249 



ropeo, alemanes, holandeses, escandinavos, franceses e italia- 
nos la conciben con mayor facilidad, y son los que más tí va- 
mente participan en la elaboración del sistema. Los ingleses, 
inclinados a las representaciones concretas, son ya más difícil- 
mente accesibles. El americano gusta de atenerse a imágenes 
y modelos mecánicos; el mismo Michelson, cuyos trabajos ex- 
perimentales han tenido principalísima parte en la destrucción 
de la teoría del éter, rechaza una teoría de la luz sin éter, como 
algo impensable. Pero la reciente generación, educada por do- 
quiera en el sentido de las nuevas concepciones, admite como 
evidencias lo que para las generaciones pretéritas eran nove- 
dades inauditas. 

Si resumimos la evolución, vemos que la teoría del éter cié- 
rrase con el principio de relatividad y halla su fin en éste. El 
éter substancial desaparece como hipótesis innecesaria, y el 
principio de relatividad preséntase claramente como ley fun- 
damental de la física. Plantéase, pues, el problema de recons- 
truir el edificio del mundo físico sobre esa base segura. Llega- 
mos asi, por fin, a los trabajos de Einstein. 



VI 



EL PRINCIPIO ESPECIAL DE LA RELATIVIDAD, 

DE EINSTEIN 

i. El concepto de la simultaneidad. 

Las dificultades lógicas que era preciso dominar al desen- 
volver el principio de relatividad en los procesos electrodiná- 
micos, obedecen a que es necesario conciliar las dos proposicio- 
nes siguientes: 

x.* Según la mecánica clásica, la velocidad de cualquier 
movimiento tiene diferentes valores para dos observadores en 
movimiento relativo uno a otro. 

2. a Pero la experiencia enseña que la velocidad de la luz 
tiene siempre el mismo valor C, independientemente del estado 
de movimiento en que se halle el observador. 

La vieja teoría del éter intentó disipar la contradicción de 
las dos proposiciones anteriores, dividiendo la velocidad de la 
luz en dos sumandos, la velocidad del éter lumínico y la velo- 
cidad de la luz con respecto al éter, con lo cual la primera par- 
ticipación podía ser determinada apropiadamente merced a 
hipótesis de arrastre. Pero de esta suerte sólo se consigue disi- 
par la contradicción por lo que se refiere a magnitudes del pri- 
mer orden. La teoría de Lorentz, para mantener en vigor la 
ley de la constancia de la velocidad de la luz, hubo de introdu- 
cir para cada sistema en movimiento una especial medida de 
longitud y de tiempo; prodúcese entonces la constancia de la 
velocidad de la luz por una especie de «engaño físico». 



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252 La teoría de la relatividad de E inste in 



Einstein reconoció (1905) que en la contracción y en el 
tiempo local de Lorentz no se trata de un artificio matemático, 
ni tampoco de ilusión o engaño físico, sino de los fundamentos 
de los conceptos de espacio y tiempo en general. 

De las dos proposiciones 1 y 2, es la primera puramente teó- 
rica y conceptual, mientras que la segunda está fundada em- 
píricamente. 

Ahora bien; como la segunda, la ley de la constancia de la 
velocidad de la luz, tiene que valer con certeza completa expe- 
rimental, no queda más recurso que negar la primera, y con 
ella los principios de la determinación del espacio y del tiempo, 
tal como hasta ahora han sido empleados. Tiene, pues, que haber 
en estos principios un error o, por lo menos, un prejuicio, una 
confusión entre hábitos y necesidades del pensamiento, obs- 
táculo conocido a todo progreso. 

Y el prejuicio reside en el concepto de simultaneidad. 

Pasa por evidente que tiene buen sentido la proposición si- 
guiente: un suceso que ocurre en el lugar A, por ejemplo, en 
la Tierra, y otro suceso que ocurre en el lugar B, por ejemplo, 
en el Sol, son simultáneos. Al decir esto, se supone que concep- 
tos tales como momento del tiempo, simultaneidad, antes, des- 
pués, etc., poseen en si mismos, a prior i, una significación vá- 
lida para el conjunto del universo. En este punto de vista colo- 
cóse Newton cuando postuló la existencia de un tiempo abso- 
luto o duración absoluta (III, 1, pág. 67) que transcurre funi- 
formemente y sin referencia a ningún objeto exterior». 

Mas para el físico, que verifica mediciones, no existe tal 
tiempo. Para él la afirmación de que un suceso en A y otro su- 
ceso en B son simultáneos, no tiene en absoluto un sentido; 
pues no posee ningún medio para decidir si la afirmación es 
exacta o falsa. 

En efecto; para poder juzgar la simultaneidad de dos suce- 
sos que se verifican en distintos lugares, hay que colocar en 
cada uno de esos lugares relojes de los cuales se tenga la segu- 
ridad de que andan iguales, «sincrónicos». La cuestión viene, 
pues, a parar a esta otra: ¿puede indicarse un medio de compro- 



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El principio especial de la relatividad 253 



bar la marcha igual de dos relojes colocados en dos lugares di- 
ferentes? 

Imaginemos los dos relojes inmóviles en un sistema de 
referencia 5, situados en X y en B, a una distancia / uno de 
otro. Puede regularse la marcha de los dos relojes de dos 
maneras: 

z. a Se ponen los dos en el mismo sitio; se regulan hasta que 
anden exactamente iguales, y se llevan luego cada uno a su 
sitio en A y en B. 

2. a Se utilizan señales luminosas para comparar los re- 
lojes. 

Ambos métodos se usan en la práctica. Un navio lleva un 
cronómetro que ande muy bien y que esté regulado por el reloj 
normal de su puerto de origen; pero además recibe señales por 
telegrafía sin hilos. 

i El hecho de que se consideren necesarias estas señales de- 
muestra la desconfianza que inspira el reloj del barco. La infe- 
rioridad práctica del método que consiste en emplear relojes 
transportables obedece a que el más pequeño error se multi- 
plica continuamente durante la marcha. Pero aun cuando se 
admita que existen relojes ideales, sin errores— como los que 
el físico está convencido que posee cuando usa como reloj las 
vibraciones atómicas al enviar luz—, sin embargo, es inadmi- 
sible lógicamente establecer la definición del tiempo sobre ellos, 
en sistemas que se muevan relativamente uno a otro. Pues la 
marcha igual de dos relojes, por buenos que sean, podrá com- 
probarse directamente, es decir, sin el empleo de señales, sólo 
en el caso de que estén los dos inmóviles uno con respecto al 
otro. Pero si están en movimiento relativo uno a otro, no podrá 
comprobarse sin señales la marcha igual; seria una pura hipó- 
tesis que, según los principios de la investigación física, debe- 
mos tratar de evitar. Por lo cual nos vemos obligados a preferir 
el método de las señales para definir el tiempo en sistemas que 
se muevan relativamente uno a otro; si llegamos asi a un mé- 
todo coherente de medición del tiempo, habremos luego de 
investigar cómo debe estar constituido un reloj ideal, para in- 



254 La teoría de la relatividad de Einstein 



dicar siempre el tiempo «exacto» en cualesquiera sistemas en 
movimiento (VI, 5, pág. 275). 

Imaginemos un tren de remolque en el mar, consistente en 
un remolcador A y algunos barcos de carga B, C, D. El viento 
está en calma, y hay tanta niebla, que un barco no es visible 
desde el otro. Trátase ahora de comparar los relojes en los bar- 
cos; habrá que emplear señales acústicas. El remolcador A, a 
las 12, disparará un cañonazo, y cuando la detonación se per- 
ciba en los barcos, pondrán éstos sus relojes en las 12. Pero al 
operar asi, cométese evidentemente un pequeño error, pues el 
sonido necesita un cierto tiempo para ir de A a B, C. Si es co- 
nocida la velocidad c del sonido, puede corregirse ese error. 
La velocidad c del sonido es aproximadamente 340 m./sec. 
Si el barco B va detrás de A a una distancia / = 170 m., necesi- 

/ 170 

tará el sonido / = — = = \ segundo para ir de A a B, y, 

c 340 • 

por tanto, el reloj de B deberá ponerse en las 12 y 1 / 1 segundo, 
cuando se oiga la detonación. Pero la corrección ésta no es 
exacta, sino en el caso de que el tren de remolque esté inmóvil; 
pues si está en movimiento, necesitará evidentemente el so- 
nido menos tiempo para ir de A a B, puesto que el barco B va 
al encuentro de la onda sonora. Si se quiere hacer la corrección 
exacta, hay que conocer la velocidad absoluta del barco con 
respecto al aire. Si ésta es desconocida, es imposible verificar 
una absoluta comparación del tiempo por medio del sonido. 
Si el tiempo es claro, pueden usarse señales luminosas en lu- 
gar de disparos; como la luz es extraordinariamente más rá- 
pida, el error será pequeñísimo; pero en una consideración 
de principios no importan las cantidades absolutas. Imagi- 
nemos, en lugar del tren de remolque en el mar, un astro 
en el mar de éter, y en lugar de la señal acústica, una señal 
luminosa; todas las reflexiones que hemos hecho permanece- 
rán intactas. En el espacio cósmico no hay mensajero más 
rápido que la luz. Vemos, pues, que la teoría del éter abso- 
lutamente inmóvil lleva a la conclusión siguiente: no es posible 
realizar una comparación absoluta del tiempo, en sistemas en 



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El principio especial de la relatividad 255 



movimiento, si no se conoce el movimiento del sistema con 
respecto del éter. 

Pero el resultado de todas las investigaciones experimenta- 
les ha sido que un movimiento con respecto al éter no es com- 
probable por ninguna observación física. De aquí se infiere que 
una simultaneidad absoluta no puede tampoco comprobarse 
nunca de ninguna manera. 

Desaparece -lo paradójico de esta afirmación cuando se ve 
claramente que para comparar el tiempo por medio de señales 
luminosas hay que conocer de antemano el valor exacto de la 
velocidad de la lux; pero para medir esta velocidad hace falta 
saber de antemano determinar una duración del tiempo. Hay 
aqui evidentemente un circulo vicioso. 

Pero si no es posible llegar a una simultaneidad absoluta, 
cabe, sin embargo, como observa Einstein, definir una simul- 
taneidad relativa para todos los relojes que se encuentren unos 
con respecto a otros en relativa inmovilidad, y para ello no 
hace falta conocer el valor de la velocidad de las señales. 

Vamos a demostrarlo primero sobre el ejemplo de nuestro 
tren de remolque. Hallándose éste 
en reposo, podrá conseguirse una / 

f "N 

marcha igual de los relojes sitúa- J £ ^ 

dos en los barcos A y B, del modo Flg loe 

siguiente (fig. 108): se colocará un 

bote C exactamente en el centro de la amarra entre A y B, y 
se disparará un tiro en el bote. £1 tiro se oirá simultáneamente 
en A y en B. 

Pero si el tren de remolque S está en movimiento, cabe, 
naturalmente, emplear el mismo procedimiento; y si los mari- 
neros no caen en la cuenta de que están en movimiento con res- 
pecto al aire, quedarán convencidos de que los relojes en A y B 
andan iguales. 

Otro tren de remolque 5', cuyos barcos A', B\ C están se- 
parados por las mismas distancias exactamente que los corres- 
pondientes del primer tren S ha regulado sus relojes de la misma 
manera. Supongamos ahora que uno de los trenes alcanza al 



256 La teoría de la relatividad de E inste i n 



otro, ya sea que éste esté inmóvil, o que ande también; habrá 
un momento en que el barco A pasará junto a A' y el barco B 
junto a B', y los marineros podrán comprobar si sus relojes 
concuerdan. Naturalmente hallarán que no; si, por acaso, A 
y A' son sincrónicos, no lo serán B y B' . 

Y asi se manifestará el error; en marcha, necesita evidente- 
mente la señal que parte del centro C más tiempo para llegar 
al barco delantero A que al barco trasero B, porque A se va 
alejando de la onda sonora, mientras que B va al encuentro 
de ella; y esta diferencia es distinta si las velocidades de los dos 
trenes de remolque son distintas. 

En el caso de las señales acústicas habrá un sistema que 
tenga el tiempo exacto, el que esté inmóvil con respecto al aire. 
Pero en el caso de señales luminosas no hay posibilidad de afir- 
marlo, porque el movimiento absoluto con respecto al éter lu- 
minoso es un concepto que, según todas las experiencias, carece 
de realidad física. El método para regular los relojes que hemos 
reseñado sobre el ejemplo del sonido es, naturalmente, posible 
también empleando la luz: los relojes de A y B pueden ponerse 
de tal manera que toda señal luminosa procedente del centro C 
de la distancia A B llegue a esos relojes cuando éstos mues- 
tren idéntica posición de sus manecillas. De esta suerte puede 
establecer un sistema cualquiera S el sincronismo de sus relo- 
jes; pero cuando dos de estos sistemas en movimiento uniforme 
rectilíneo uno con respecto del otro se encuentren, si por caso 
coinciden los relojes A y A', no coincidirán los relojes B y B' , 
que marcarán diferente posición de sus manecillas. Ambos sis- 
temas pueden, con igual derecho, pretender la posesión del 
tiempo exacto; pues cualquiera de los dos puede afirmar que 
está en reposo, ya que todos las leyes naturales son iguales en 
ambos. 

Pero si dos ostentan con igual derecho una misma preten- 
sión, que, según el sentido de ésta, sólo a uno podría correspon- 
der, hay que concluir entonces que la pretensión no tiene sen- 
tido. 

No hay simultaneidad absoluta. 



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El principio especial de la relatividad 257 



Quien haya entendido esto bien, no comprenderá fácilmente 
que hayan transcurrido tantos años de investigación exacta 
antes de reconocer este sencillo hecho. Es la eterna historia del 
huevo de Colón. 

£1 problema que se plantea inmediatamente es el siguiente: 
el método de comparar relojes que hemos empleado ¿conduce 
a un concepto relativo del tiempo que esté libre de contra- 
dicción? 

Efectivamente, asi es. Para comprenderlo, vamos a emplear 
la exposición de Minkowski, que consiste en representar los su- 
cesos o puntos universales en 
un plano xt. Nos limitaremos 
a los movimientos en la direc- 
ción X y prescindiremos, por 
tanto, de y y z (fig. 109). 

Los puntos A, B, C, inmó- 
viles en el eje x, son represen- 
tados, en el sistema 5 de las ¿ 
coordenadas xt, como tres pa- 
ralelas al eje /. El punto C 

hállase en el centro de A B. Una señal luminosa parte de él, en 
el tiempo / = o, dirigiéndose en ambas direcciones. 

Admitimos que el sistema 5 está «quieto», es decir, que la 
velocidad de la luz es idéntica en ambas direcciones; las se- 
ñales luminosas que van hacia la derecha y la izquierda son 
entonces representadas por rectas oblicuas al eje x y que lla- 
mamos «lineas luminosas». Admitiremos que la inclinación sea 
de 45 o , lo cual, evidentemente, se deriva de que la distancia 
que en la figura representa la unidad de longitud, 1 cm. sobre 

el eje x, significa sobre el eje / el brevísimo tiempo — sec, que 

c 

la luz necesita para recorrer z cm. de camino. 

Las intersecciones A 1 B l de las lineas luminosas con las 
lineas universales de los puntos A y B darán, por sus valores /, 
los momentos de llegar las dos señales luminosas. Se ve que A l 
y B x están sobre una paralela al eje x; esto es, son simultáneos. 

La t»okía de la wlatitidad d« ErNrrma». 17 




258 La teoría de la relatividad de E inste in 




Fi C . 110. 



Supongamos ahora que los tres puntos A, ByCse mueven 
uniformemente con igual velocidad; sus lineas universales se- 
rán nuevamente paralelas, pero oblicuas sobre el eje X (fig. xio). 
Las señales luminosas son representadas por las mismas lineas 
anteriores que parten de C; pero sus intersecciones A\ y B[ con 

las lineas universales A 
y B no están ahora si- 
tuadas en una paralela 
al eje x; no son, pues, 
simultáneas en el siste- 
ma de coordenadas xt, 
sino que B\ es posterior 

a Á . En cambio, un 

i 

observador que se mue- 
va con el sistema, afir- 
mará con igual derecho 
que A[B' son sucesos 
(puntos universales) simultáneos; este observador usará un sis- 
tema 5' de coordenadas x'f, en el cual los puntos A' y B' es- 
tarán en una paralela al eje x. Las lineas universales de los 
puntos A, B y C son, naturalmente, paralelas al eje /' por A t B 
y C en el sistema 5' están inmóviles, y sus coordenadas x 1 tie- 
nen el mismo valor para todos los f . 

De aquí se deriva que el sistema en movimiento 5' en el 
plano Xt es representado por un sistema de coordenadas a án- 
gulo agudo *'/', en el cual los dos ejes están inclinados con res- 
pecto a los primitivos. 

Recordaremos que en la mecánica corriente los sistemas 
inerciales eran representados en el plano xt también por coor- 
denadas acutangulares con eje t dirigido de cualquiera manera, 
quedando empero el eje X siempre idéntico (III, 7, pág. 86). 
Ya allí hubimos de advertir que esto es, desde un punto de 
vista matemático, un defecto de belleza que la teoría de la rela- 
tividad suprime. Ahora se ve claramente cómo ello se realiza 
merced a la nueva definición de la simultaneidad. Al mismo 
tiempo, con sólo mirar la figura, sin necesidad de cálculos se 



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El principio especial de la relatividad 259 



llega a la convicción de que esa definición, perfectamente cohe- 
rente en si misma, es posible; pues no significa otra cosa que 
el empleo de coordenadas acutangulares, en vez de coordena- 
das rectangulares. 

Las unidades de la longitud y del tiempo en el sistema acu- 
tangular no están aún determinadas por la construcción; en 
esta se hace uso del hecho de que la luz se propaga con igual ra- 
pidez en todas las direcciones en un sistema 5; pero todavía no 
se emplea la ley de que la velocidad de la luz tiene el mismo 
valor c en todos los sistemas inerciales. Si se tiene en cuenta 
este último hecho, se llega a la mecánica completa de Einstein. 

2. La cinemática de Einstein y las transformaciones 

de lorentz. 

Repetiremos una vez más los supuestos en que se basa la 
cinemática de Einstein: 

i.° Principio de relatividad.— Hay infinitos sistemas de 
referencia en movimiento relativo uniforme y rectilíneo (siste- 
mas de inercia), en los cuales todas las leyes naturales adoptan 
la figura más sencilla (originariamente derivada en el espacio 
absoluto o el éter inmóvil). 

2. 0 Principio de la constancia de la velocidad de la luz.— En 
todos los sistemas inerciales la velocidad de la luz, medida con 
metros y relojes físicamente homogéneos, tiene el mismo valor. 

El problema es derivar de aquí las relaciones entre longitu- 
des y tiempos en los distintos sistemas inerciales. Nos limitare- 
mos a movimientos que sean paralelos a una dirección fija del 
espacio, la dirección X. 

Consideremos dos sistemas inerciales 5 y 5' que tengan la 
velocidad relativa v. El punto cero del sistema 5' tendrá, pues, 
con respecto del sistema 5, en el tiempo /, la coordenada x = vt; 
su linea universal hállase caracterizada en el sistema 5' por la 
condición x' = o. Las dos ecuaciones deben significar lo mismo, 
por lo cual X — vt debe ser proporcional a x'x establecemos 

iX' = X — vt. 



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260 La tior i a de la relatividad de E i n stt i n 



Según el principio de relatividad son, empero, igualmente 
legítimos ambos sistemas; pues puede aplicarse la misma con- 
sideración al movimiento del punto cero de 5, relativamente 
a 5', teniendo en cuenta tan sólo que la velocidad relativa ü 
tenga el signo contrarío. Por lo tonto, X* — vf debe ser propor- 
cional a x, y como los dos sistemas son de igual valor, tendrá 
el mismo factor de proporcionalidad a: 

ix = x' + vt'. 

De esto ecuación, y merced a la primera, puede expresarse 
/' por x y t; se halla 

x — vt i 

W = «x — x = xx = —[(**- i) x + vt] 



y, por tonto: 



af' = X + t. 



Esto ecuación, unida a la primera, permite calcular x' j t' 
cuando se conocen x y t. Queda, sin embargo, indeterminado 
el factor de proporcionalidad a; hay que elegirlo de modo que se 
mantenga el principio de la constancia de la velocidad de la luz. 

La velocidad de un movimiento uniforme represento en el sis- 



x x* 
tema 5 por u = — , y en el sistema 5' por u' = — . Si se divi- 
den las dos ecuaciones que nos permiten expresar x' y /' por x 
y /, eliminase el factor a y se obtiene: 

x' X — vt 

u' — — 



f *• - 1 

x + t 



si dividimos el numerador y el denominador de la derecha por 
/ y ponemos u — — , obtendremos: 

U — V 

[63] * - 



K + l 



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El principio especial de la relatividad 261 



Si se trata particularmente del movimiento uniforme de un 
rayo luminoso a lo largo del eje x, tendrá que ser u = u\ según 
el principio de la constancia de la velocidad de la luz; su valor 
común es justamente la velocidad de la luz C. Si ponemos, por 
consiguiente, en nuestra fórmula !/ = C y al mismo tiempo 
u r = c, tendremos: 

c -v 

c* + c = c — v; 



C + I 



de aquí se sigue: 



a» + - i. 



Queda asi descubierto el factor de proporcionalidad », a 
saber: 

[«4] « = VT=F. 

Las fórmulas de transformación son, pues: 

<xx = x — vt, %t' = X -f f . 

V 

Las escribiremos una vez más extensamente, y añadiremos 
las coordenadas yz perpendiculares a la dirección del movi- 
miento y que no varían: 



Estas reglas por las cuales pueden calcularse el lugar y el 
tiempo de un punto universal en el sistema 5', cuando son 
dadas en el sistema 5, llevan el nombre de transformación de 
Lorentz. Son, efectivamente, las mismas fórmulas que halló 



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262 La teoría de la relatividad de E i n s t e i n 



Lorentz por difíciles reflexiones sobre la invariancia de las 
ecuaciones de Maxwell. 

Si se quiere expresar X, y, Z, t por medio de x', y', i ', /' hay 
que resolver las ecuaciones; puede inferirse sin cálculo, por la 
equivalencia de ambos sistemas 5 y 5' que las fórmulas de re- 
solución tendrán la misma forma, con sólo poner — V en lugar 
de u. Y el cálculo, efectivamente, da: 

v 

Tiene especial interés el caso limite, err donde la velocidad v 
de ambos sistemas sea muy pequeña con relación a la veloci- 
dad de la luz c; en este caso se llega a la transformación de Ga- 

v 

lileo [fórmula 25] (pág. 90). Pues si — puede despreciarse, se 
obtendrá por la fórmula [65]: 

x' = x — vt, y' = y, z' =» z, t =>■ t. 

v 

Se comprende, pues, que siendo tan pequeño el valor de — 

en todos los casos prácticos, la cinemática de Galileo satisfará 
por muchos siglos a todas las necesidades. 

3. Exposición geométrica de la cinemática de Einstein. 

Antes de intentar la interpretación del contenido de estas 
fórmulas, vamos a exponer geométricamente las relaciones que 
ellas expresan entre dos sistemas inerciales, siguiendo el mé- 
todo introducido por Minkowski, esto es, el de tomar un sis- 
tema de coordenadas cua tridimensional, el universo x y z t. Po- 
demos prescindir de las coordenadas y y z, que permanecen 
invariables, y limitarnos a considerar el plano x i. Todas las 
leyes cinemáticas aparecen entonces como hechos geométricos 
en el plano x t. Pero debemos aconsejar al lector que las rela- 



x' + vt' 



y = y\ z = z\ t = 



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El principio especial de la relatividad 



263 



ciones adquiridas en forma geométrica las vaya traduciendo 
continuamente en el lenguaje usual de la cinemática. Deberá, 
pues, el lector entender por linea universal el movimiento de 
un punto, y por intersección de dos líneas universales el en- 
cuentro de dos puntos en movimiento, y así sucesivamente. 
Puede facilitarse mucho la imaginación de los procesos repre- 
sentados en las figuras, tomando una regla colocándola para- 
lelamente al eje x, moviéndola en la dirección del eje / y consi- 
derando las intersecciones del borde de la regla con las líneas 
universales; estos puntos se mueven entonces de acá para allá 
al borde de la regla y dan una imagen del curso espacial del mo- 
vimiento. 

Cada sistema inercial 5 queda expuesto por una cruz de án- 
gulos agudos en el plano X í, como ya hemos visto (VI, i, pá- 
gina 251); que alguna de esas cruces sea rectangular es cosa que 
deberá considerarse como contingente y no juega papel alguno. 

Cada punto del espacio puede ser punto de partida de una 
onda luminosa que se extiende en todas las direcciones unifor- 
memente, como una esfera. A lo largo de la única dirección que 
aquí consideramos, la dirección X, existen de esa onda esférica 
sólo dos señales luminosas, una de las cuales va hacia la izquier- 
da y la otra hacia la derecha. Serán, pues, representadas en el 
plano x t por dos rectas en cruz, que son, naturalmente, inde- 
pendientes de la elección del sistema de referencia, puesto que 
enlazan entre si sucesos reales, puntos universales; esto es, los 
lugares del espacio que la señal luminosa va encontrando uno 
tras otro. 

Dibujamos esas lineas luminosas para un punto universal, 
que será al mismo tiempo el punto cero de todos los sistemas 
de coordenadas x t considerados; y las dibujaremos como dos 
rectas perpendiculares, y éstas las elegimos como ejes de un sis- 
tema de coordenadas £r, (fig. 111). 

Tenemos asi a la vista una de las dos características de la 
teoría de Einstein: el sistema £r é está determinado unívoca- 
mente y firme en el «mundo», aunque sus ejes no son rectas es- 
paciales, sino formadas por los puntos universales que alcanza 



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264 La teoría de la relatividad de E inste in 



una señal luminosa partiendo del punto cero. Este sistema de 
coordenadas invariantes o absolutas es, pues, de naturaleza 
sumamente abstracta. Hay que acostumbrarse a que tales 

' abstracciones substituyan 

en la teoría moderna a la 
representación concreta del 
éter; su fuerza está en que 
no contienen nada que ex- 
ceda de los conceptos ne- 
cesarios para interpretar la 




A este sistema absoluto 
de referencia £/, han de es- 
tar estrechamente unidas 
las curvas estimativas que 
Plg.111. seccionan las unidades de 

longitud y tiempo en los 
ejes de cualquier sistema inercial x t. Esas curvas deben que- 
dar expuestas por una ley invariante, y se trata de encon- 
trarla. 

Las lineas luminosas son invariantes. El eje £ (t, = o) queda 
expuesto en un sistema de referencia 5 por la fórmula x — ct, 
y en otro sistema de referencia 5' por la fórmula x! = ct'; pues 
éstas expresan que la velocidad de la luz en ambos sistemas 
tiene el mismo valor. Vamos ahora a calcular, por la transfor- 
mación de Lorentz [65], y con las coordenadas x, /, la diferen- 
cia x* — cf t que para los puntos del eje t, es igual a cero; se 
sigue que 

-t[4+tH( i+ t)] 

i + 3 
= — — (* + ct). 



Por donde se ve que, siendo x — ct = o, será también 

x - Ct' = o. 



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El principio especial de la relatividad 



265 



Para el eje r¡ (5=0) es x = — el y x' = — ct'; si hacemos 
el correspondiente cálculo de x' -f- ct' con X, /, nos bastará, en 
la fórmula anterior, poner — c en lugar de C, y — p en lugar 
de 0 (mientras que a = V x — fi* permanece inalterado), y ten- 
dremos: 

x — 3 

x' + cf (x + ct). 

« 

Pero de estas dos fórmulas se infiere fácilmente una forma- 
ción invariante; en efecto, 

de donde, multiplicando las dos ecuaciones una por otra, reci- 
birá el factor el valor 1 y se hallará: 

(x' - ct') (x' + Ct') - (X - Ct) (X + ct) 

o sea: 

x '»-c*t'* = x*-c*t*; 

por donde tenemos que la expresión 

[66] C = x«-c«/» 

es invariante. A causa de su carácter fundamental, la llamare- 
mos invariante fundamental. 

Nos sirve ante todo para determinar la unidad de longitu- 
des y tiempos en cualquier sistema de referencia 5. 

Para ello debemos inquirir todos los puntos universales 
para los cuales G tiene el valor + x ó — 1. 

Evidentemente es G= x para el punto universal x=i, /= o; 
es éste, empero, el punto final de una unidad de medida a par- 
tir del punto cero del sistema de referencia 5 en el momento 
/ = o. Como vale de igual manera para todos los sistemas de 
referencia 5, reconocemos, pues, que los puntos universales, 
para los cuales G—i definen la unidad de longitud en reposo, 
para cualquier sistema de referencia, como vamos a explicar 
en seguida con más detenimiento. 



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266 La teoría de la relatividad de E i n ste in 



Igualmente es G = — x para el punto universal x = o, 
/ = -i- ; este punto universal está en conexión por modo co- 
rrespondiente con la unidad de tiempo del reloj en reposo en 
el sistema 5. 

Los puntos C= + i 6C=-i pueden construirse geomé- 
tricamente con gran facilidad partiendo del sistema de coorde- 
nadas invariantes El eje £ está formado por los puntos 
para los cuales t, = o; por otra, esos mismos puntos caracterl- 
zanse en un sistema inercial 5 cualquiera porque X = ct. Por 
lo tanto, r¡ debe ser proporcional a X — ct; si elegimos conve- 
nientemente la unidad de r„ podemos establecer: 

r t = X — Ct. 

De igual manera hallamos, considerando el eje r, que se 
puede establecer 

l = x + ct, 

y entonces: 

£r¡ - (x - ct)\(x + ct) - x» - £»/• - G. 

C me £n significa evidentemente el contenido de un rectán- 
gulo de lados ; y y ; si se quie- 
re hallar un punto universal 
para el cual G — £/, = i, bas- 
tará poner cuidado en que el 
rectángulo formado con las 
coordenadas ;/ t tenga el con- 
tenido superficial z. Todos 
esos rectángulos pueden cono- 
cerse; entre ellos está el cua- 
drado de lado i, y los demás 
son tanto más altos cuanto 
más estrechos son, y tanto 
más bajos cuanto más an- 
chos, correspondiendo a la condición /,= -* (fig. 112). Los 
puntos £, r, forman, evidentemente, una curva que va acer- 




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El principio especial de la relatividad 267 



cándose cada vez más al eje c, y al eje r.; esa curva se llama 
hipérbola equilátera. Si H, y r¡ son ambos negativos, entonces 
£ - r, es positivo; por tanto, la construcción da, en el cuadrante 
de enfrente, otra rama de hipérbola simétrica a la anterior. 

Para G = — i rige la misma construcción en los otros dos 
cuadrantes, en donde las coordenadas ? y r, tienen diferente 
signo. 

Las cuatro hipérbolas forman las buscadas Curvas de esti- 
mación que establecen las unidades para longitudes y tiempos 
en todos los sistemas de referencia xt. 

El eje X atraviesa las ramas de la hipérbola G = -f i en los 



la hipérbola que esté a la izquierda de la recta, sino que la 
rama entera está a la derecha de ella, esto es, que todos los 
puntos de esta rama de la hipérbola tienen coordenadas x ma- 
yores todas que la distancia OP. 

Y efectivamente asi es. Pues para cada punto de la curva 
G — x i — c t t % =i será x* = i +c*/ a . De suerte que para el 
punto P de la curva, que se encuentra también en el eje x, 
esto es, en / = o, resultará X % = i; pero para cualquier otro 
punto de la curva será x*>i en la cantidad positiva c* /*. 
Por lo tanto, OP = i, y para cualquier otro punto de la rama 
derecha de la curva será X mayor que i. 

De igual manera se sigue que la paralela trazada por P' al 




puntos P y P'\ el eje / atra- 
viesa las ramas de la hipér- 
bola G = - i en Q y Q' (fi- 
gura 113). 



Fig. 113. 



Por P trazamos una para- 
lela al eje /, y decimos que 
esta paralela no vuelve a to- 
car un segundo punto de la 
rama derecha de la hipérbo- 
la G = -f* Ii sino solamente el 
punto/*. Dicho de otro modo: 
afirmamos que no hay un 
solo punto de esa rama de 



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268 La tioria de la relatividad de Binstein 



eje / toca la rama izquierda de la hipérbola G = icnfy que las 
paralelas trazadas por Q y por Q' al eje x tocan en Q y en Q' 
las ramas de la hipérbola G — — x. La distancia 00 es, eviden- 
temente, - — ; pues el punto Q está en la curva G = x* — C* t* 

c 

= — i, y también en el eje /; esto es, x = o, siendo, pues, para 

él c«/»= i ; / = - 

c 

Las dos paralelas al eje / por P y P' cortan las lineas lumi- 
nosas H, y r, en los puntos R y R'; por los mismos puntos pasan, 
empero, también las paralelas al eje X por Q y Q'. Pues vale, 
por ejemplo, para el punto R la ecuación X = ct, porque R está 
en el eje \ y también X— i, porque esta en la paralela al eje / 

por P\ de aquí se sigue que / = ~ , es decir, que está en la para- 
lela al eje x por Q. 

Se ve, pues, que esta construcción del eje x concuerda con 
la dada anteriormente de los puntos universales simultá- 
neos (pág. 258). Pues la resta O Q en el eje t y las dos parale- 
las PR y P' R' son las líneas universales de tres puntos, uno 
de los cuales, O, está en el centro de los otros dos, P, P'\ si de O 
parte una señal luminosa hacia ambos lados, quedará repre- 
sentada por las lineas luminosas t,, y alcanzará las dos 
líneas universales externas en R y /?'. Por consiguiente, esos 
dos puntos universales son simultáneos; la línea que los une es 
paralela al eje x t exactamente como nuestra nueva construc- 
ción lo ha realizado. 

Resumiremos el resultado de esta reflexión: 

Los ejes x y t de un sistema de referencia 5 son uno a otro 
de suerte que cada uno de ellos es paralelo a aquella recta que 
toca a la curva en el punto de intersección con el otro eje. 

La unidad de longitud está representada por la distan- 
cia 0P\ la unidad de tiempo está determinada por la distan- 
cia O Q, que significa desde luego no 1 sec, sino — sec. 

c 

Toda línea universal que toque a la curva G = 1 puede ser 



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El principio especial de la relatividad 269 



tomada como eje x, y entonces queda establecido el eje t como 
paralelo a la recta que toca en P. De igual modo puede el eje / 
ser elegido como una linea universal cualquiera que toque a 
la curva G ss — x, y entonces el correspondiente eje X queda 
determinado unívocamente por la construcción análoga. 

Estas reglas vienen a substituir las leyes de la cinemática 
clásica; en éstas el eje x era el mismo para todos los sistemas 
inerciales, la unidad de longitud estaba dada fijamente en él 
y la unidad de tiempo era igual a la sección sobre el eje /, en 
general oblicuo, hecha por una recta determinada, paralela al 
eje x (véase pág. 88, íig. 37). 

¿Cómo es, pues, que esas al parecer tan distintas construc- 
ciones son en realidad apenas discerní bles? 

Ello obedece al enorme valor de la velocidad de la luz c, 
si se mide en centímetros y segundos. En efecto; si en la figura 
queremos repre- 
sentar 1 sec. y 
z cm. por distan- 
cias de igual lon- 
gitud, habrá que 
reducir el dibujo 
en la dirección /, 
de manera que to- 
das las distancias 

paralelas al eje / Rt . , l4 . 

se compriman en 

la relación 1 : c. Si C fuese igual a io, resultarla una imagen 
como la que presenta la figura 114; las dos líneas luminosas 
formarían un ángulo agudísimo que representa el espacio den- 
tro del cual juegan los ejes x; en cambio, el ángulo que queda 
para los ejes / sería muy grande; y cuanto mayor sea c, tanto 
más resaltaría la diferencia cuantitativa de variabilidad entre 
la dirección x y la /. Para el valor real de c, que es 3 • xo 10 
centimetros/sec., no podría hacerse el dibujo en el papel; las 
dos líneas luminosas coincidirían prácticamente, y la direc- 
ción x t que cae siempre entre ellas, sería, pues, constante. Esto 




270 La teoría de la relatividad de E inste i n 



es justamente lo que admite la cinemática corriente; se ve, 
pues, que ésta es un caso especial o, mejor dicho, un caso limite 
de la cinemática de Einstein, a saber: el caso limite de una ve- 
locidad de la luz infinitamente grande. 

4. Metros y relojes en movimiento. 

Vamos ahora a resolver los sencillos problemas cinemáticos 
que se refieren al juicio de las longitudes de uno 7 el mismo 
metro, 7 de una 7 la misma duración en diferentes sistemas 
de referencia. 

Una vara de longitud 1 se coloca a partir del punto O del 
sistema 5, a lo largo del eje X\ queremos saber su longitud en 
el sistema S'. Es claro que esta longitud no será igualmente 1; 
pues los observadores arrastrados en el movimiento de 5' me- 
dirán simultáneamente las posiciones de los puntos extremos 
de la vara, es decir, simultáneamente en el sistema de referen- 
cia 5'. Pero esto no es simultáneamente en el sistema de refe- 
rencia 5; asi, aun cuando la posición de un extremo de la vara 
sea leida simultáneamente en 5 7 5', la posición del otro extre- 
mo no lo será simultáneamente por los observadores de los sis- 
temas 5 7 5' respecto del tiempo de 5; entretanto el sistema 5' 
se ha desplazado, la lectura de los observadores 5' refiérese, 
pues, a una posición desplazada del otro extremo de la vara. 

La cosa parece a primera vista complicada desesperada- 
mente. Ha7 enemigos del principio de relatividad, espíritus 
simples que, cuando oyen expresar esta dificultad de medir 
una vara, exclaman indignados: «¡Claro, con relojes descom- 
puestos puede deducirse todo! Se ven en esto los absurdos a 
que conduce la fe ciega en el mágico poder de las fórmulas ma- 
temáticas.» Y dicho esto, condenan en bloque la teoría de la 
relatividad. Los lectores de nuestra exposición habrán compren- 
dido seguramente que las fórmulas no son lo esencial, sino que 
se trata de puras relaciones de concepto, que pueden entender- 
se muy bien sin matemáticas. Es más: podría renunciarse, 
en el fondo, no sólo a las fórmulas, sino hasta a las figuras geo- 



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ti principio especial de la relatividad 271 



métricas, y expresarlo todo en las palabras del lenguaje co- 
rriente; pero el libro resultarla entonces tan voluminoso y fal- 
to de claridad, que no habría editor que lo imprimiese ni lec- 
tor que lo estudiase. 

Emplearemos primero nuestra figura en el plano xt, para 
resolver el problema de 
determinar la longitud de 
la vara en los dos siste- 
mas S y S' (fig. 115). 

La vara está inmóvil 
en el sistema S(x, t); por 
lo cual la linea universal 
de su punto inicial es el 
eje /, y la de su punto 
terminal, la paralela a 
aquélla a la distancia 1; 
ésta toca a la curva en el 
punto P. La vara queda, 
pues, representada, para 
todos los tiempos, por la 
franja entre esas dos rectas. 

Ahora debemos determinar su longitud en el sistema S'(x\ t') t 
que se mueve con respecto a 5; el eje f está inclinado con res- 
pecto al eje /. Encontramos el correspondiente eje x', tra- 
zando, por el punto Q' de intersección entre el eje /' y la 
curva, la tangente a ésta, y por el punto O la paralela a esta 
tangente, OP'. La distancia OP' es la unidad de longitud 
en el eje x'. La longitud de la vara unidad, que se halla en re- 
poso en el sistema 5, es determinada, si se mide en el sistema 5', 
por la distancia OR, que, en la franja de paralelas represen- 
tante de la vara, recorta el eje x*\ pero esta distancia es evi- 
dentemente más corta que OP' y, por lo tanto, es OR' más 
pequeño que x: la vara aparece disminuida en el sistema 5' 
en movimiento. 

Es ésta exactamente la contracción ideada por Fi tz- Ge- 
ral d y Lorentz para explicar el experimento de Michelson, 




Fie. 115 



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272 La teoría de la relatividad de Einstein 



preséntase aqui como consecuencia natural de la cinemática 
de Einstein. 

Si, inversamente, una vara en reposo en el sistema 5' es me- 
dida desde el sistema 5, aparecerá naturalmente también dismi- 
nuida; no se crea que aumentada; pues la tal vara queda represen- 
tada por la franja limitada por el eje t y la linea universal, 
paralela a este eje /' y que pasa por el punto P*; esta linea 
corta, empero, la distancia unidad OP del sistema 5 en un pun- 
to interior R, de suerte que OR es más pequeño que x. 

La contracción es, pues, completamente reciproca, como lo 
exige el principio de relatividad. 

La magnitud de la contracción hallárnosla fácilmente por 
la transformación de Lorentz [65]. 

Sea / la longitud de la vara en el sistema de referencia 5, 
en la cual está en reposo; llámase a / también la longitud in- 
móvil o longitud propia de la vara. 

Si ahora establecemos la longitud de la vara, tal como se juz- 
ga desde el sistema 5', habrá que poner f = o, lo cual expresa 
que las lecturas de la posición de los dos puntos extremos de la 
vara, con respeto a 5', son simultáneas. Y entonces, por la última 
ecuación de la transformación de Lorentz [fórmula 65] se sigue: 

v 

y si se incluye ésta en la primera, se obtiene: 

v» 

X — vt c* 1/ 
x'= = — -x 1/ I • 

Pero para el punto inicial de la vara es x — o, y, por tan- 
to, también x' = o; para el punto terminal es x = /; y si X f = /' 
significa la longitud de la vara medida en el sistema 5', se ob- 
tendrá: 

[67] /'-/}/ 



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El principio especial de la relatividad 273 



Esto significa que la longitud de la vara en el sistema 5' 
parece disminuida en la relación V « — ?* : «j en exacta coin- 
cidencia con la hipótesis de la contracción de Fitz-Gerald y 
Lorentz (V, 15, pág. 240). 

Las mismas reflexiones valen para la determinación de una 
duración en dos distintos sistemas 5 y S' 

Imaginemos relojes regulados en todos los puntos del espa- 
cio en el sistema 5. 



por lospuntos univer- 
sales de la recta paralela al eje X, que pasa por el punto Q 
(figura 11 6). 

En el punto cero del sistema S' ponemos un reloj que, para 
/ = o, señala también /' = o; queremos saber qué posición ten- 
drán sus manecillas cuando el reloj del sistema 5, que se halla 

en el mismo sitio, señale exactamente / = — . Debemos recor- 

c 

dar que el sistema S' entretanto se ha movido hacia adelante; 
el deseado valor de /' es evidentemente el punto de intersec- 
ción R' del eje /' con la paralela al eje X que pasa por Q. Como 
ésta toca la curva G = — 1, el punto R' está dentro de la dis- 
tancia OQ'y siendo Q' la intersección del eje /' con la curva; 
esto significa, empero, que la unidad de tiempo del sistema 5 
aparece reducida en el sistema 5'. 

La teoría o» la relatividad db Ejhstbih. 18 



Estos relojes tienen, 
simultáneamente, una 
determinada señal de 
las manecillas con re- 
ferencia a 5; la posi- 
ción t = o queda re- 
presentada por los 
puntos universales 
del eje X; la posición 





queda representada 



Fig. 116 



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274 La teoría de la relatividad de E inste i n 



Para establecer el valor de esa reducción, pongamos en la 
transformación de Lorentz, para el reloj que se encuentra en el 
punto cero de 5', x* = o, es decir, x = ut\ tendremos entonces: 



Esta reducción de la unidad de tiempo es, pues, igual a la 
contracción de la longitud. 

Naturalmente, la unidad de tiempo de un reloj en reposo 
en el sistema 5 aparecerá inversamente reducida también en 
el sistema 5\ 

Puede decirse también que, juzgados desde un sistema cual- 
quiera, los relojes de todo sistema que se mueva con respecto 
del anterior, parecen retrasar. Los cursos del tiempo en siste- 
mas movidos unos con relación a otros son mas lentos; todos lo 
procesos en esos sistemas retrasan con respecto a los procesos 
correspondientes del sistema considerado como inmóvil. Vol- 
veremos luego sobre las circunstancias que de aquí se derivan 
y que muchas veces se califican de paradojas. 

Los datos de un reloj en el sistema de referencia en que está 
el reloj quieto llámanse tiempo propio del sistema. Es éste 
idéntico al tiempo local de Lorentz; el progreso de la teoría de 
Einstein no se refiere a las leyes formales, sino más bien a su 
concepción fundamental. En la teoría de Lorentz aparece el 
tiempo local como un artificio matemático, en oposición al 
tiempo verdadero, absoluto. Einstein ha establecido que no 
existe medio alguno de determinar ese tiempo absoluto, de 
extraerlo de los tiempos locales, infinitamente numerosos, 
y todos igualmente lícitos, de los distintos sistemas de referen- 
cia en movimiento. Esto significa, empero, que el tiempo ab- 
soluto no tiene realidad física; los datos del tiempo sólo tie- 
nen sentido con relación a determinados sistemas de referen- 
cia. Así queda realizada la relativización del concepto de 
tiempo. 



v 



[68] 




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El principio especial de la relatividad 275 



5. Apariencia y realidad. 

Ahora, ya que conocemos las leyes de la cinemática de Eins- 
tein, en la doble especie de figuras y de fórmulas, debemos 
aclararlas brevemente desde el punto de vista de la teoría del 
conocimiento. 

Podría llegarse efectivamente a la opinión de que en la 
teoría de Einstein no se trata de nuevos conocimientos sobre 
las cosas del mundo físico, sino sólo de definiciones de índole 
convencional que, si bien concuerdan con las exigencias empí- 
ricas, podrían, sin embargo, ser substituidas por otras deter- 
minaciones. Este pensamiento se ofrece naturalmente si pen- 
samos en el punto de partida de nuestras consideraciones, 
aquel ejemplo del tren de remolque, en donde salta a la vista 
lo convencional y caprichoso de la definición que da Einstein 
de la simultaneidad. Efectivamente, la cinemática toda de 
Einstein podría desenvolverse íntegramente para barcos que 
se muevan estando el aire en calma, haciendo uso de señales 
acústicas,' la magnitud C significaría en todas las fórmulas la 
velocidad del sonido. Todos los barcos en movimiento tendrían, 
pues, cada cual, según su velocidad, sus unidades propias de 
medida y de tiempo, y entre los sistemas de medida, usados por 
los diferentes buques, valdrían las transformaciones de Lo- 
rentz; obtendríase, en pequeño, un mundo a la Einstein, cohe- 
rente y ubre de contradicciones. 

Pero esta coherencia mantiénese sólo mientras admitimos 
que las unidades de longitud y de tiempo no han de ser limita- 
das por ninguna otra condición que la vigencia de los dos prin- 
cipios, el de relatividad y el de la constancia de la velocidad 
del sonido o de la luz, respectivamente. ¿Es éste el sentido de 
la teoría de Einstein? 

De seguro que no. Más bien establece el supuesto tácito 
de que una vara que en dos sistemas de referencia 5 y 5' está 
reducida con respecto a ellos a las mismas condiciones físi- 
cas, por ejemplo, substraída a la acción de todas las fuerzas, 



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276 La teoría de la relatividad de Einstein 

. 



representa ambas veces la misma longitud. Un metro en reposo 
en el sistema 5 y de longitud x debe tener, naturalmente, 
también en el sistema S' la longitud i, si está en él en reposo 
y si se tiene cuidado de que las demás relaciones físicas (grave- 
dad, temperatura, campos eléctricos y magnéticos) sean en S' 
en lo posible las mismas que en 5. Otro tanto se exigirá para 
los relojes. 

Podría llamarse esta suposición tácita de la teoría de Eins- 
tein el «principio de la identidad física de las unidades». 

Tan pronto como se concibe este principio, se ve que la 
traslación de la cinemática de Einstein al caso de los barcos y a 
la comparación de los relojes con señales acústicas está en con- 
tradicción con él. Pues las unidades de longitud y de tiempo de- 
terminadas según precepto de Einstein merced a la velocidad 
del sonido no serán naturalmente iguales a las unidades de lon- 
gitud y tiempo medidas con metros rígidos y relojes corrientes; 
las primeras no sólo son distintas en cada barco en movimiento, 
según la velocidad del mismo, sino que, además, la unidad de 
longitud es distinta cuando se coloca a lo largo del barco o en 
dirección perpendicular a su movimiento. La cinemática de 
Einstein sería, pues, una definición posible, si; pero en este caso 
ni siquiera sería útil; los metros y los relojes corrientes serían, 
sin duda alguna, muy superiores. 

Por el mismo motivo resulta muy difícil hacer la cinemáti- 
ca de Einstein intuitiva por medio de modelos. Estos reprodu- 
cen, ciertamente, con exactitud las relaciones entre longitu- 
des y tiempos en distintos sistemas; pero hállanse en contra- 
dicción con el principio de la identidad de las unidades; la es- 
cala de longitudes debe elegirse justamente distinta en dos sis- 
temas 5 y 5' del modelo, en movimiento relativo uno a otro. 

Muy distinto es lo que sucede en el mundo real según Eins- 
tein; aquí vale la nueva cinemática cuando se emplea para la 
determinación de las longitudes y los tiempos el mismo metro 
y el mismo reloj primero en el sistema 5 y luego en el sistema 5'. 
Con esto elévase la teoría de Einstein sobre el punto de vista 
de una simple convención y llega a afirmar determinadas pro- 



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El principio especial de la relatividad 277 



piedades de los cuerpos reales; sólo asi adquiere la significa- 
ción fundamental para toda la concepción de la naturaleza. 

Esta importante circunstancia se manifiesta con suma cla- 
ridad cuando se considera el método de Rdmer para medir 
la velocidad de la luz por medio de los satélites de Júpiter. 
El sistema solar se mueve con relación a las estrellas fijas; si 
pensamos un sistema de referencia 5 firmemente unido a las 
estrellas fijas, entonces el Sol con sus planetas define otro sis- 
tema 5'. Júpiter con sus satélites es un reloj (de bondad ideal); 
este reloj se mueve en circulo, de suerte que unas veces se halla 
en la dirección del movimiento relativo de 5' con respecto a 5 
y otras en la dirección opuesta. La marcha del reloj-Júpiter 
en esas posiciones no puede determinarse caprichosamente 
por convención; de suerte que el tiempo que necesita la luz 
para recorrer el diámetro de la trayectoria de la Tierra sea 
igual en todas las direcciones, sino que ello es asi por si mismo, 
merced a la disposición del reloj- Júpiter. Este señala justamente 
el tiempo propio del sistema solar 5', no un tiempo absoluto 
ni el otro tiempo del sistema 5 de lasestrellas fijas; dicho de 
otro modo, el tiempo de revolución de los satélites de Júpiter 
es constante relativamente al sistema solar (en lo cual se pres- 
cinde de la velocidad de Júpiter mismo relativamente al sis- 
tema solar). 

Ahora bien; algunos sostienen que esta concepción signi- 
fica una lesión a la ley de causalidad. En efecto; si uno y el mis- 
mo metro juzgado desde el sistema S tiene longitud diferente 
según que esté en reposo en 5 o se mueva relativamente a 5, 
tiene que existir, dicen, una causa de tal modificación; ahora 
bien, la teoría de Einstein no indica causa alguna, sino que 
afirma que la contracción se produce por si misma, como cir- 
cunstancia concomitante del hecho del movimiento. Mas esta 
objeción no esté justificada; obedece a una estrechísima con- 
cepción del concepto de «modificación». En si carece de sentido 
tal concepto; no significa nada absoluto, como tampoco los 
datos de magnitud y de tiempo tienen una significación abso- 
luta. Cuando un cuerpo se mueve en linea recta y uniforme- 



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278 La teoría de la relatividad de E i n st e i n 



mente con respecto a un sistema inercial 5, nadie piensa en 
decir que «sufra una modificación», aun cuando su lugar se 
modifica y varia con respecto al sistema 5. ¿Qué «modificacio- 
nes» considera la física como efectos para los cuales hay que 
buscar causas? Ello no es a priori claro, sino que la investi- 
gación empírica misma lo determina. 

La concepción de la teoría de Einstein sobre la esencia de 
la contracción es la siguiente: 

Una vara material no es físicamente una cosa espacial, un 
trozo de espacio, sino un complejo de espacio y tiempo; cada 



diferentes franjas. No existe a priori ninguna regla que dispon- 
ga cómo han de dibujarse esos complejos dúo dimensionales del 
plano xt, para que representen exactamente el modo de com- 
portarse físicamente una y la misma vara en diferentes velo- 
cidades. Para ello hay que empezar por establecer en el pla- 
no xt una curva estimativa. La cinemática clasica dibuja esta 
curva de distinta manera que Einstein; quién tenga razón es 
cosa que no puede decidirse a priori. En la teoría clásica las 
dos franjas tienen la misma anchura, medida paralelamente 
a un eje firme x; en la teoría de Einstein tienen la misma an- 
chura, medida en las distintas direcciones X de los sistemas 
de referencia en movimiento relativo, con distintas pero deter- 
minadas unidades. La «contracción» no se refiere a la franja, 
sino a la distancia recortada por un eje x; pero realidad física 




Flg. 117. 



punto de la vara es ahora 
y ahora y ahora y sigue 
siendo en todo tiempo. La 
imagen adecuada de la vara 
referida (unidimensional en 
el espacio) no es, pues, una 
distancia en el eje X, sino 
una franja en el plano xt 
(figura 117). La misma vara 
en reposo en diferentes sis- 
temas 5 y 5' que se mue- 
ven, será representada por 



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El principio especial de la relatividad 279 



sólo la tiene la franja como multiplicidad de puntos univer- 
sales, sucesivos, y no la tiene la sección. La contracción es, 
pues, sólo una consecuencia del modo de considerar las cosas; 
no es una modificación de una realidad física; no cae, pues, 
bajo los conceptos de causa y efecto. 

Esta concepción resuelve la cuestión, ya tocada por nos- 
otros, de si la contracción es «real» o «aparente». Si yo corto una 
rueda de salchichón, ésta será mayor o menor según que la 
corte inclinando mas o menos el cuchillo. Es absurdo llamar 
«aparentes» las distintas magnitudes de la rueda de salchichón y 
calificar de magnitud «real», por ejemplo, la más pequeña, la 
que procede de un corte perpendicular. 

Del mismo modo, una vara, en la teoría de Einstein, tiene 
longitudes distintas según el punto de vista del observador; 
una de ellas es la máxima, la longitud en reposo; pero no por 
eso es más real que las otras. Aplicar en este sentido ingenuo 
la disyuntiva: «aparente» o «real», no es más sensato que pre- 
guntar por la verdadera coordenada X de un punto X y, sin 
indicar previamente el sistema de coordenadas x y a que se 
refiere. 

Otra tanto puede decirse de la relatividad del tiempo. Un 
reloj ideal tiene siempre una y la misma marcha en el sistema de 
referencia en donde se halla en reposo; señala el «tiempo pro- 
pio» del sistema de referencia. Pero, juzgado desde otro sis- 
tema de referencia, anda más despacio; un determinado espa- 
cio del tiempo local aparece allá más largo. También aquí es 
absurdo preguntar cuál sea la «real» duración de un proceso. 

Comprendida rectamente, la cinemática no contiene ni obs- 
curidades ni contradicciones internas. Sin duda, muchos de 
sus resultados están en oposición con hábitos mentales o con 
teorías de la física clásica. Cuando esas oposiciones son par- 
ticularmente violentas, parecen frecuentemente insoportables 
y paradójicas. En lo sucesivo sacaremos de la teoría de Eins- 
tein numerosas conclusiones que fueron recibidas al principio 
con ruda oposición hasta que se consiguió confirmarlas experi- 
mentalmente. Pero aquí queremos comunicar una reflexión 



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280 La teoría de la relatividad de E inste in 



que conduce a resultados particularmente extraños, sin que 
parezca posible comprobarlos por medio de experimentos; trá- 
tase de la llamada paradoja de los relojes. 

Imaginemos un observador A inmóvil en el punto cero del 
sistema inercial 5. Un segundo observador B se encuentra 
primeramente en el mismo sitio O, en reposo, pero luego se 
mueve con velocidad uniforme en linea recta sobre el eje x 
por ejemplo, hasta llegar a un punto C, en donde da la vuelta 
y regresa en linea recta y con la misma velocidad que antes 
al punto O. 

Ambos observadores llevan consigo relojes ideales, que se- 
ñalan su tiempo propio. El tiempo de la aceleración al arran- 
car, al dar la vuelta y al llegar B al término de su viaje, pue- 
den reducirse cuanto se quiera con relación a la duración total 
del viaje, haciendo que la duración de los movimientos uni- 
formes a la ida y a la vuelta sea suficientemente grande; por 

si acaso la marcha de 
los relojes hubiese de 
sufrir la influencia 
de la aceleración, po- 
drá reducirse relativa- 
mente cuanto se quie- 
ra este efecto, alar- 
gando lo bastante la 
duración del viaje, de 
suerte que pueda el 
efecto de la acelera- 
ción despreciarse. 
Pues bien; el reloj del 
observador B, a su 
regreso a O, debe re- 
trasar con respecto del reloj de A; pues sabemos (VI, 4, pág. 270) 
que durante los periodos del movimiento uniforme de B, que 
son decisivos para el resultado, el tiempo propio retrasa con 
relación al tiempo de cualquier otro sistema inercial. Se ve 
esto intuitivamente en la imagen geométrica del plano xt (figu- 




F¡e J 18. 



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El principio especial de la relatividad 281 



ra ii 8). En esta figura, para mayor comodidad, hemos di- 
bujado los ejes del'sistema xt perpendiculares. La linea uni- 
versal del punto A es el eje /; la linea universal del punto B es 
la quebrada (dibujada con puntos) OUR, cuyo vértice U há- 
llase sobre la linea universal del punto de retorno, que es una 
linea paralela al eje /. 

Pasemos por U la hipérbola que se deriva de la curva esti- 
mativa G = — i agrandándola en correspondencia; esta hipér- 
bola corta el eje / en Q. Entonces, evidentemente, la distancia 
del tiempo propio OQ para el observador A es exactamente 
igual a la distancia del tiempo propio OU para el observa- 
dor B. La duración del tiempo propio para A hasta el retorno 
al punto de partida R es, empero, como muestra la figura, 
más del doble de OQ, mientras que para B es exactamente el 
doble de OU, Por tanto, el reloj de A t al momento del regreso, 
estará adelantado sobre el de B. 

La magnitud del adelanto se calcula fácilmente por la fór- 
mula [68], en donde / significa el tiempo propio de A y t' el 
de B. Si nos limitamos a pequeñas velocidades de B y conside- 
v 

ramos p = — como número pequeño, podremos, en lugar de 
la fórmula [68], escribir aproximadamente: 

por donde el adelanto del reloj de A sobre el de B es: 

[6 9 ] t -r = ±- t , 

y esta fórmula vale en todo momento del movimiento, pues la 
ida y la vuelta se verifican con la misma velocidad; vale par- 
ticularmente también para el momento del regreso, siendo / 
la duración total del viaje según el tiempo propio de A, y t' la 
duración del viaje según el tiempo propio de B. 

Lo paradójico de este resultado obedece a que iodo proceso 
interior en el sistema B debe verificarse más lentamente que 



282 La teoría de la relatividad de E inste in 



el mismo proceso en el sistema A. Todas las vibraciones ató- 
micas, y aun el curso mismo de la vida, deben comportarse 
como los relojes; si, pues, A y B son hermanos gemelos, será B, 
a la vuelta de su viaje, más joven que A. En realidad, es ésta 
una conclusión extraña, pero que ninguna interpretación cap- 
ciosa puede evitar. Hay que conformarse, como hace algunos 
siglos hubieron de conformarse los hombres con los antipodas 
cabeza abajo; como se trata, según lo demuestra la fórmula [69], 
de un efecto del segundo orden, difícilmente podrán deducirse 
de él consecuencias prácticas. 

Al ponernos en guardia contra este resultado, y al llamarlo 
paradoja, no queremos decir otra cosa sino que es «extraño», 
«poco habitual»; pero el tiempo nos ayudará a tolerarlo. Pero 
todavía existen enemigos de la teoría de la relatividad que 
quieren inferir de esta reflexión una objeción contra la con- 
secuencia interna lógica de la teoría. Arguméntase del modo 
siguiente: según la teoría de la relatividad, los sistemas que 
se mueven uno con respecto a otro, son igualmente legítimos. 
Se puede, pues, considerar también B como inmóvil; entonces A 
realiza un viaje en la misma forma exactamente que lo realizó B 
antes, sólo que en dirección opuesta. Hay que concluir, por 
tanto, que el reloj de B, al regresar A de su viaje, va adelan- 
tado con respecto al reloj de A. Pero antes habíamos llegado 
exactamente al resultado contrario. Como no es posible que el 
reloj de A esté adelantado sobre el de B y el de B esté adelan- 
tado sobre el de A, adviértese aquí una contradicción interna 
de la teoría. Asi opinan los superficiales. El error de esta ob- 
jeción es patente; el principio de relatividad refiérese sola- 
mente a sistemas en movimiento uniforme y rectilíneo unos 
con respecto de otros; no es aplicable, en la forma que hasta 
ahora llevamos desarrollada, a sistemas acelerados. Pero el 
sistema B es acelerado; no es, pues, igualmente válido que A. 
A es un sistema inercial; B no lo es. Luego hemos de ver, sin 
duda, que la teoría general de la relatividad de Einstein con- 
sidera como equivalente también los sistemas acelerados unos 
con respecto de otros; pero lo hace en un sentido que necesita 



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El principio especial de la relatividad 283 



exacta explicación; desde este punto de vista general, habre- 
mos de volver sobre la «paradoja de los relojes» y demostra- 
remos que tampoco hay aquí, si bien se reflexiona, ninguna di- 
ficultad. 

La relativización de los conceptos de longitud y duración 
parece difícil a muchos; sin embargo, sólo es porque no se han 
acostumbrado a ella. La relativización de los conceptos de 
«arriba» y «abajo» por el descubrimiento de la forma esférica 
de la Tierra, no habrá originado seguramente menos dificul- 
tades a los hombres de aquel tiempo. También en este caso el 
resultado de la investigación contradecía una intuición oriun- 
da del inmediato vivir psíquico. De igual manera la relativi- 
zación del tiempo por Einstein parece no estar en corcordan- 
cia con la intuición individual del tiempo, pues el sentimiento 
del «ahora» se extiende sin límites sobre el universo, enlazan- 
do todo el ser con el yo. Que lo que el yo siente como «simultá- 
neo», haya de caracterizarlo otro como «sucesivo», es cosa que, 
en realidad, no se concibe por medio de la intuición del tiempo. 
Pero la ciencia exacta tiene otros criterios de la verdad; pues- 
to que la «simultaneidad» absoluta no es determinable, debe 
excluir ese concepto de su sistema. 

6. La adición de las velocidades. 

Ahora vamos a penetrar más profundamente en las leyes 
de la cinemática de Einstein. Nos limitaremos principalmente 
a la consideración del plano xi; la generalización de las leyes, 
asi conseguidas, al espacio cua tridimensional xyzt no trae 
consigo dificultades esenciales, por lo cual sólo de pasada ha- 
blaremos de ella. 

Las lineas luminosas, que se caracterizan por G — x' 1 — c 2 / 2 
= o, dividen el plano xt en cuatro cuadrantes (fig. 119); en 
cada cuadrante conserva evidentemente G el mismo signo, 
siendo G>o en los dos cuadrantes opuestos que contienen 
los brazos de la hipérbola G = + 1, y G < o en los dos cuadran- 
tes opuestos que contienen los brazos de la hipérbola 0 — — 1. 



284 La teoría de la relatividad de E inste in 



Una linea universal recta que pase por el punto cero O puede 
ser eje x o eje /, según vaya por el cuadrante C>o 6 por el 
G<o; correspondiendo a lo cual distlnguense las líneas uni- 



turo, caen por debajo del eje x, esto es, en el pasado, y recípro- 
camente. Sólo los sucesos representados por puntos universales 
dentro de los cuadrantes G<o son para cada sistema iner- 
cial unívocamente o «pasados» o «futuros». Para tal punto uni- 

x" • 

versal P, es t*^> — , esto es, en cada sistema admisible de 

c 

referencia es la duración de tiempo que separa los dos sucesos 0 
y P mayor que el tiempo que la luz necesita para ir de uno a 
otro lugar. Se puede, pues, establecer siempre un sistema iner- 
cial tal, que su eje / pase por P, y en el cual P represente, 
por tanto, un suceso que se verifica en el punto cero de espa- 
cio; juzgado desde otro sistema inercial, moveráse ese sistema 5 
rectilínea y uniformemente de tal manera, que su punto cero 
coincida exactamente con los sucesos O y P. Entonces para el 
suceso P en el sistema 5 será X = o, esto es, G = — o. 

En todo sistema inercial, el eje / separa los puntos univer- 
sales, a los cuales corresponden sucesos que se hallan en el 




versales en lineas univer- 
sales de tiempo o tempo- 
rales y líneas universales 
de espacio o espaciales. 



FSj. 119. 



En un sistema inercial 
cualquiera, el eje X sepa- 
ra los puntos universales 
«del pasado» (/<o) de los 
puntos universales «del 
futuro» (/> o). Pero para 
cada sistema inercial es la 
separación distinta; pues 
para otra posición del 
eje X, algunos puntos que 
antes estaban por encima 
del eje x, esto es, en el fu- 



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El principio especial de la relatividad 



285 



eje X «delante» o «detrás» del punto cero espacial. Pero para 
otro sistema inercia!, con otro eje /, es evidentemente otra la 
separación; sólo para los puntos universales situados dentro 
de los cuadrantes G>o queda unívocamente determinado 
si están «delante» o «detrás» del punto cero espacial. Para uno 



de esos puntos P, es t*<^——; es decir, que en todo sistema de 

c* 

referencia autorizado es el espacio de tiempo que separa dos 
sucesos O y P más pequeño que el tiempo que necesita la 
luz para ir de uno a otro. Entonces puede introducirse un ade- 
cuado sistema inercial en movimiento, cuyo eje X pase por P, 
siendo, pues, los dos sucesos O y P simultáneos. En este 
sistema es evidente que para el suceso P es / = o, esto es, 
G = X*>o. 

De aquí se deduce que la invariante G es para cada punto 
universal P una magnitud mensurable de significación intui- 
tiva; o bien P y O «pueden transformarse al mismo lugar», y 
entonces G=—C % t 2 , siendo / la diferencia de tiempo entre 
el suceso P y el suceso O que se halla en el mismo lugar del 
sistema 5; o bien P y O pueden transformarse «a simultaneidad*, 
y entonces G = X 2 , siendo X la distancia espacial entre los dos 
sucesos simultáneos en el sistema 5. 

Las lineas de luz G = o representan en todo sistema de 
coordenadas movimientos con la velocidad de la luz. Por eso 
a toda linea universal de tiempo corresponde un movimiento 
de menor velocidad; todo movimiento con velocidad inferior a 
la de la luz puede «transformarse en reposo», porque pertenece 
a él una línea universal de tiempo. 

Pero ¿y los movinúentos con velocidad superior a la de la 
luz? 

Según lo que antecede, está claro que la teoría de Einstein 
tiene que declarar imposibles físicamente tales movimientos. 
Pues la nueva cinemática pierde todo sentido si hubiese señales 
que permitieran comprobar la simultaneidad de dos relojes con 
velocidad superior a la de la luz. 

Aquí parece surgir una dificultad. 



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286 La teoría de la relatividad de E inste i n 



Admitiendo que un sistema 5' tenga la velocidad V respecto 
de otro sistema 5, un cuerpo K se mueve relativamente a 5' 
con la velocidad u' . Según la cinemática corriente, la velo- 
cidad del cuerpo K, relativamente a 5, será: 

H — v -\- u'. 

Si ahora tanto V como u' son mayores que la mitad de la 
velocidad de la luz, será u = ü-\- u' mayor que c, cosa que, 
según la teoría de la relatividad, debe ser imposible. 

Naturalmente, esta contradicción obedece a que en la cine- 
mática del principio de relatividad, donde cada sistema de refe- 
rencia tiene sus propias unidades de longitud y de tiempo, las 
velocidades no pueden sumarse sencillamente. 

Ya se ve ello por el hecho de que, en cualesquiera sistemas 
de referencia en movimiento, la velocidad de la luz tiene siem- 
pre el mismo valor; justamente este hecho es el que hemos 
empleado antes para deducir la transformación de Lorentz 
(VI, 2, pág. 259), y la fórmula [63] establecida alli (pág. 260) da 
la ley exacta para la adición de las velocidades; bastará intro- 

v* 

ducir en ella a* - 1 = p« = — - . Preferimos, sin embargo, deri- 

c 1 

var una vez más esta regla de la transformación de Lorentz 
[65] (pág. 261); para lo cual dividiremos las expresiones de x' 
e y' (ó z') por las expresiones de /': 



x' x — vt y' 

Si en estas ecuaciones abreviamos la parte de la derecha 

x y 

por medio de /, aparecerán los cocientes u p = — - , u s = — , los 

cuales evidentemente son las proyecciones o componentes de 
la velocidad del cuerpo K, medidas en el sistema 5 y situadas 
paralela (longitudinal) y perpendicular (transversalmente) a 
la dirección del movimiento del sistema 5' relativamente a 5; 




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El principio especial de la relatividad 287 



los cocientes u p = — , u' s = -p- tienen la misma significación 

respecto del sistema 5'. Obtiénese asi el teorema de la adición 
de las velocidades, de Einstein: 

Up - V , f c» 
[70] Mp = , U s = U S , 

que ocupa el lugar de la fórmula de la vieja cinemática: 

u 'p = u p ~ "> u 's = u s 

Si se trate especialmente de un rayo luminoso que va en la 
dirección del movimiento del sistema S' relativamente a S, 
será u s = 0, U p — C\ y entonces la fórmula [70] da el resultado 
evidente 




1 

c 



que expresa la ley de la constancia de la velocidad de la luz. 
Pero además se ve que para un cuerpo cualquiera movido lon- 
gitudinalmente es siempre w p <C, mientras sea « p <C; pues 
si en la primera fórmula [70] se pone en lugar de u p el valor 
mayor c, se agrandará el numerador y se disminuirá el nume- 
rador, de suerte que el quebrado aumentará, y tendremos: 

, . c -v , 
u p < , o sea: u p < c. 

1 

c 

Rige lo correspondiente para un movimiento transversal 
j, en general, para cualquier movimiento. 

La velocidad de luz es, pues, cinemáticamente un limite 
infranqueable. Este afirmación de la teoría de Einstein ha sido 
muy combatida; parecía una injustificada limitación de futu- 
ros descubridores que quisieran buscar movimientos más ve- 
loces que el de la luz. 



288 La teoría de la relatividad de E inste i n 



Conócese ya en los rayos B de las substancias radioactivas 
electrones que tienen casi la velocidad de la luz; ¿por qué no 
habla de ser posible acelerarlos de suerte que llegasen a exceder 
la velocidad de la luz? 

La teoría de Einstein afirma que eso no es posible, en 
principio; porque la resistencia de inercia o masa de un cuerpo 
es tanto mayor cuanto más su velocidad se acerca a la de la 
luz. Llegamos con esto a la nueva dinámica^ que se construye 
sobre la cinemática de Einstein. 

7. La dinámica de Einstein. 

La mecánica de Galileo-Newton está estrechisimamente uni- 
da a la antigua cinemática; el principio clásico de relatividad 
se asienta principalmente en el hecho de que las modificacio- 
nes de velocidad, las aceleraciones, son invariantes frente a las 
transformaciones de Galileo. 

Ahora bien; no cabe, naturalmente, admitir una cinemática 
para una parte del acaecer natural y otra para la otra parte; 
para la mecánica, la invariancia en las transformaciones de 
Galileo, y para la electrodinámica, la invariancia en las trans- 
formaciones de Lorentz. 

Pero sabemos que las primeras son un caso limite de las 
segundas, cuando a la constante c se le da un valor infinito. 
Por eso admitiremos, con Einstein, que la mecánica clásica 
no tiene una validez estricta, sino que necesita modificarse; 
las leyes de la nueva mecánica deben ser invariantes frente a 
las transformaciones de Lorentz. 

El establecimiento de estas leyes se verifica según un prin- 
cipio general, que conduce aquí, como en todos los problemas 
semejantes, a un resultado univoco. Existe, en efecto, un sis- 
tema inercial 5' en el que un cuerpo K, movido en cualquier 
modo, reposa en un determinado momento cualquiera. Se pe- 
dirá ahora que para ese sistema S' y ese momento valgan las 
leyes de la mecánica clásica, que ha de salir como caso limite 
de velocidades infinitamente pequeñas. 



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El principio especial de la relatividad 289 



En el sistema 5' valdrá, pues, la ley dinámica fundamental 
en la forma habitual (II, 10, pág. 48. Fórmula [7]). 



en esta fórmula es m 0 una constante característica de la resis- 
tencia de inercia que tiene el cuerpo, la masa medida en el 
sistema en reposo 5' o, más brevemente, la masa en reposo; b' es 
la aceleración con respecto a 5', y K' es la fuerza que ésta pro- 
duce, referida igualmente a 5'. 

Trátase ahora de trasladar esta ley del sistema de referen- 
cia especial S' atenido al movimiento del cuerpo, a un sistema 
de referencia cualquiera 5. Realizaremos la transformación pri- 
mero para la aceleración b' y luego para la fuerza K' . 

Tenemos que distinguir también entre velocidad longitu- 
dinal y velocidad transversal, que designaremos por los Indi- 
ces p (paralela) y s (perpendicular). 

Sea v la velocidad del sistema S' relativamente a cualquier 
otro determinado 5. Como 5' en el momento de la validez de la 
fórmula [71] tiene la misma velocidad que el cuerpo K y será 
para éste u p = v y u s — o; entonces el teorema de la adición 
de las velocidades [70] (pág. 287) da el resultado trivial de 
u p — o, u. = o, que expresa la quietud de K relativamente a 5'. 

En un momento después, empero, ha recibido el cuerpo por 
la fuerza un aumento de velocidad longitudinal w p y uno trans- 
versal w s , de suerte que sus componentes de velocidad en el 
sistema S son: 



Calculemos éstos, según el teorema de la adición [70], en 
el sistema 5': 



[7i] 



m 0 b' = K'\ 



u p = v + w p , u s = w s . 




290 La teoría de la relatividad de E i n s t e i n 



expresiones al mismo tiempo las modificaciones de velocidad 
w p y w s \ en el denominador puede abandonarse siempre w p , por- 
que este miembro darla sólo un añadido del segundo orden rela- 
tivamente a w p y w s y, por división por el tiempo /, se obtiene 



[72] 



x — 



V* 

7« 



Estas son las fórmulas de transformación de la aceleración. 
Llegamos ahora a la consideración de la fuerza, y con ello 
a la explicación de una cuestión de principio. 

Imaginemos, en efecto, los dos sistemas de coordenadas 

5 y 5' dibujados en el 
f ¿ ' y^í plano Xt (fig. 120) y 

queremos ahora intro- 
ducir en la figura la 
fuerza (o cualquier otra 
magnitud dirigida) como 
flecha. Como en el siste- 
ma S' ha de valer la 
mecánica corriente, ha- 
brá que dibujar la fuer- 
za K' (o más exacta- 
mente su componente 
longitudinal K' p ) como 
una flecha en dirección 
del eje x' , Una mirada a la figura nos enseña al punto que 
esa flecha en el otro sistema tiene una proyección, no sólo 
en el eje X, sino en el eje / también. Así somos impelidos a 
la representación de que todas las magnitudes dirigidas o vec- 
tores no sólo tienen, como en la mecánica corriente, componen- 
tes espaciales, sino, en general, también temporales. Lo que 
estos últimos significan físicamente se ha de ver bien pronto; 
por ahora basta observar que sólo en el sistema inercial, en que 
el cuerpo considerado se halla en reposo, es donde falta el com- 
ponente de tiempo. 




Fi t . 120. 



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El principio especial de ¡a relatividad 291 



Así, atribuiremos a la fuerza, además de un componente 
longitudinal K p y dos componentes transversales K s (uno 
por y y otro por z), un componente más de tiempo K t . Por lo 
que se refiere al cálculo de esos componentes en distintos sis- 
temas de referencia, nos apoyaremos en la observación de que 
la distancia de un punto al punto cero es también una magnitud 
dirigida y que todas las magnitudes dirigidas deben trans- 
formarse igual (i); por lo tanto, igual se transformarán los 
componentes de una magnitud dirigida cualquiera que los com- 
ponentes X, y, z, t de la distancia entre un punto y el punto 
cero, esto es, según las fórmulas de la transformación de Lo- 
rentz [65]. Obtiénese, pues: 

v „ K t — K p 

[73] *; - Kp ~ vKl - . k,. k¡ 



1. •: 1. 



y» 



Pero en el sistema S' en movimiento será el componente 
K\ = o; de donde sigue: 

[74] *i = ~- K p . 

Esto demuestra que el componente de tiempo no tiene sig- 
nificación independiente, y que puede calcularse por los com- 
ponen tes longitudinales. Si se incluye su valor en la primera 
fórmula [73] se obtiene: 



[75] = 

Esta es la ley de la transformación de la fuerza. 

Ahora las expresiones [72] y [75] pongámoslas en la fór- 
mula [71], que afirma la validez de la mecánica corriente en 
el sistema 5'; dividiéndolas en componentes paralelas y per- 



(1) No podemos entrar aquí en la diferencia de vectores covariantes y 
contravariantes. 



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292 La teoría de la relatividad de E i n stein 



pendiculares a la dirección del movimiento de S' relativa- 
mente a 5, podemos escribir: 



Entonces obtenemos: 




Estas son las fórmulas fundamentales de la dinámica de 
Einstein. 

La conexión entre fuerza y aceleración producida es, pues, 
otra, según que la fuerza actúe en la dirección del movimiento, 
o en dirección perpendicular a él. 

Suélense reducir estas fórmulas a una forma en que se pa- 
rezcan lo mas posible a la ley fundamental de la dinámica clá- 
sica. Para ello se ponen: 




dos magnitudes que se designan con el nombre de masa lon- 
gitudinal y masa transversal; entonces puede escribirse: 

[78] m P b p — K p , m s b s = K Sf 

que coincide por la forma con la ley fundamental [7] de la me- 
cánica ordinaria (II, 10, pág. 48). 

Se ve aquí lo necesario que es definir desde el principio el 
concepto de masa exclusivamente por la resistencia de inercia; 
no seria posible de otro modo emplearlo en la mecánica rela- 
tivista, pues para fuerzas longitudinales y transversales hay 
que tener en cuenta diferentes masas, y éstas no son, además, 
constantes características del cuerpo, sino que dependen de 
su velocidad. El concepto relativista de masa aléjase, pues, 
mucho del uso común del idioma, en el que masa significa algo 
asi como cantidad de materia. Una medida de ésta es, en cierto 
modo, la masa en reposo n: 0 ; pero ésta no es tampoco, como en 



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El principio especial de la relatividad 



293 



la mecánica corriente, igual a la relación de la fuerza con la ace- 
leración en cualquier sistema de referencia. 

Ahora bien; las dos fórmulas [78] pueden aún reunirse en 
una que corresponde a otra concepción de la ley fundamental 
de la mecánica corriente. Alli (II, 9, pág. 45) hablamos visto 
que un cuerpo lleva consigo su impulsión m V y la cambia o co- 
munica a otros cuerpos en sus acciones reciprocas; por lo cual 
cabe expresar la ley del movimiento de la menera siguiente: 

Modificación temporal de la impulsión arrastrada = fuerza. 

Nosotros afirmamos ahora que también aqui es posible esta 
concepción cuando la magnitud 



puede calificarse aqui simplemente como masa relativista; 
coincide con la masa transversal m s . 

Para demostrar este aserto, imaginemos que a la veloci- 
dad V se añade primero un pequeño aumento longitudinal w p ; 
entonces, por sencillo cálculo (1), es la modificación longitu- 



(X) Ef, efectivamente, 



Í79] 



J = mv = 




se define como impulsión arrastrada. Y entonces 



[80] 




v + w p 



V+Wp 



- {v*+2VWp + W\) 



o sea, despreciando w*: 



V+ Wp 



294 La teoría de la relatividad de E instein 



dinal de / = * p ; luego añadimos a v un aumento 

transversal w s y encontramos la modificación transversal de 

/ = m%w * 

Si se divide ahora por el tiempo / de la modificación se ob- 
tienen justamente las dos mismas expresiones que según [76] 
son iguales a las fuerzas K p y K s . 

¿Cuál es, pues, el más importante contenido de las nuevas 
leyes dinámicas? Una mirada a las fórmulas de las masas, [77] 
u [80], enseña que los valores de la masa relativista m (y, res- 



Si se hace uso a hora de la abreviación antes usada (VI, 2, fórmula [64], pa- 
gina 261) a = y x — , la expresión se transforma en 

v+w p 



VWp 



Y si empleamos la fórmula de aproximación 



« 1 



anteriormente deducida (nota a la pág. 237), obtenemos, despreciando u l 

^(■+^KM ,+ ¿Kh-?l 

de donde, finalmente, 

v -f- w p v 11 w p \ v _ w p 

que coincide con la fórmula del texto para la modificación longitudinal de 
la impulsión arrastrada /. 

En la deducción de la fórmula para la modificación transversal de la 
impulsión no hay mas que reflexionar en que ésta al principio no tiene nin- 
gún componente transversal y que la modificación de v en el denominador 
puede despreciarse porque sólo daría un miembro del segundo orden. 



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El principio especial de ¡a relatividad 



295 



pecti va mente, m p y m s ) son tanto mayores cuanto más la velo- 
cidad v del cuerpo en movimiento se acerca a la velocidad de 
la luz. Para V — C \sl masa se hace infinitamente grande. 

De aquí se infiere que es imposible, con fuerzas finitas, lle- 
var un cuerpo a velocidad superior a la de la luz; la resisten- 
cia de inercia en el cuerpo crecería infinitamente y le impedi- 
da llegar a la velocidad de la luz. 

Se ve por esto cómo la teoría de Einstein se redondea ar- 
mónicamente para formar un todo unitario; el supuesto, pa- 
radójico al parecer, de una infranqueable velocidad limite es 
exigido por las leyes naturales mismas en su nueva forma. 

La fórmula [8o], que expresa cómo la masa depende de la 
velocidad, es la misma que Lorentz había encontrado, por 
cálculos electrodinámicos, para su electrón aplastado; en esos 
cálculos expresábase m 0 por la energía electrostática U del 
electrón en reposo, lo mismo que en la teoría de Abraham 
(V, 13, pág. 232, fórmula [62]), a saber: 



Vemos ahora que a la fórmula de las masas dada por Lo- 
rentz le conviene una significación mucho más general. Debe 
valer para toda especie de masas, sean o no de origen electro- 
magnético. 

Las recientes investigaciones sobre la desviación de los 
rayos catódicos parecen hablar en favor de la fórmula de Lo- 
rentz mejor que de la de Abraham. Pero una sorprendente 
confirmación de la fórmula relativista de la masa se ha conse- 
guido en una esfera que parecía muy apartada de la teoría de 
la relatividad, es a saber: la espectroscopia de los rayos lumino- 
sos, de los rayos Róntgen. 

Sólo podemos referirnos en breves palabras a estas relacio- 
nes admirables. La luminosidad de los átomos prodúcese por- 
que los electrones, dentro de la reunión atómica, verifican mo- 
vimientos vibratorios y hacen ondas electromagnéticas, que 
se propagan en todas las direcciones. La vieja teoría calculaba 



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296 La teoría de la relatividad de E inste i n 



estos procesos por medio de las ecuaciones de Maxwell; pero 
recientemente se ha sentido la necesidad de renunciar a la va- 
lidez estricta de esas ecuaciones en el interior de los átomos, y 
ha habido que admitir otras leyes que han sido introducidas 
por vez primera por Max Planck (1900) en la teoría de la irra- 
diación térmica. Esta es la teoría llamada de los guanta. Niels 
Bohr (1913) ha utilizado esta teoría para la explicación del es- 
pectro, consiguiendo grandes éxitos. Sin entrar en detalles, 
observaremos solamente que, en movimientos rápidos de los 
electrones, la masa, según la teoría de la relatividad de Eins- 
tein, debe aumentar, y ello tendrá influencia en el espectro. 
Efectivamente, ha podido demostrar Sommerfeld (19x5) que, 
a consecuencia de la variabilidad de las masas, las lineas es- 
pectrales tienen una estructura complicada; cada linea consta, 
en verdad, de todo un sistema de lineas más gruesas y más 
finas. En los espectros visibles, que son enviados por los elec- 
trones exteriores del átomo, es muy estrecho ese grupo de lineas 
y se trata de una «estructura fina»; en los espectros de Róntgen, 
que proceden del interior de los átomos, es una estructura gro- 
sera de escisión millones de veces mayor. La estructura fina 
de las lineas del espectro del hidrógeno y del helio, calcu- 
lada por Sommerfeld, ha sido observada por Paschen (1916); 
también han tenido buen éxito estos ensayos en los espectros 
de Róntgen. Coinciden tan exactamente, que la diferencia en- 
tre las fórmulas de la masa dadas por Lorentz y por Abra- 
ham, que es una magnitud del segundo orden, entra en con- 
sideración; el discípulo de Sommerfeld, Glitscher, ha podido 
demostrar (1917) que la fórmula de Abraham es inconciliable 
con las observaciones en el espectro del helio; pero que la de 
Lorentz concuerda bien. Puede decirse, por tanto, que hay 
una confirmación espectroscópica de la teoría de la relatividad 
de Einstein. 

Ya que toda masa depende de la velocidad, según la fórmu- 
la [80], resulta falsa la demostración de la naturaleza elec- 
tromagnética de la masa del electrón, y por ende también de 
la conexión entre masa en reposo y energía electrostática. La 



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El principio especial de la relatividad 297 



teoría de Lorentz sobre el éter inmóvil pudo hacer el ensayo de 
reducir la inercia de las masas mecánicas a la característica 
facultad de permanencia que posee el campo eléctrico; si la 
teoría de la relatividad de Einstein se ve precisada a renunciar 
a tan magno plan, ¿no será esto motivo para que se lo reproche 
todo aquel que aspire a ver establecida la unidad de la natu- 
raleza? Pero la nueva dinámica no falla aquí tampoco, sino que 
da la más profunda explicación sobre la esencia de la masa 
inerte. 

8. La inercia de la energía. 

Para todos los fines" prácticos, y aun para los más veloces 
ele c t r o i~i c s y b ¿i s t ^ s c r i b i r 1 f o r li 1 2 de 1 ^1 s SU4hBM dk l^JS 
miembros del segundo orden. Ahora bien; ya hemos visto 
antes (pág. 237, nota) que, con tal aproximación, es 



por donde 




En la mecánica corriente queda definida la energía ciné- 
tica (II, 14, pág. 61) por T = m, — — ; según nuestra fórmula, 
tendrá la expresión 

T = c*(m — m 0 ) . 

Puede demostrarse que esta definición de la energía ciné- 
tica es estrictamente válida, aun cuando no se desprecien los 
miembros de más del segundo orden. 

La ley de la energía (II, 14, fórmula [13], pág. 61) exige 
que la modificación temporal de la energía E—T + U du- 
rante el movimiento sea continuamente nula. En esto habrá 



P.98 La teoría de la relatividad de E i n ste in 



que poner aquí, en lugar del valor clásico T = ~v*, el va- 



lor relativista 



[81] T = c* (m - m.) = / ■ — — « 1 { 



K-4 



si se forma con éste la modificación temporal, se obtendrá 
por un cálculo semejante (i) al anterior (véase pág. 293, nota) 
para aceleración longitudinal: 

_ m 0 vb p 
[82] modificación temporal de T = — - = K p v, 



donde se ha introducido el componente de fuerza longitudinal 
según la fórmula [76] (pág. 292). El lado derecho es, empero, 
la modificación temporal negativa de la energía potencial U . 
Pues durante un intervalo de tiempo /, suficientemente pequeño, 
se puede considerar la fuerza como aproximadamente cons- 
tante 7 proceder como si se tratase de la gravedad, cuya ener- 
gía potencial era igual a Gx (II, 14, fórmula [12] pág. 59); 



(1) En efecto, si se aumenta v en la cantidad w p , tendremos 
1 1 



y aproximadamente 



v c* <* t « 



2VWp 



Esto 



l*C* 

X / V Wp \ 

aproximadamente = — 1 1 H — - • 



1 >-r;'í V'-í * (,+ 

y de aquí se sigue en seguida la fórmula del texto 



V Wp \ I vw p 



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El principio especial de la relatividad 



299 



la dirección x fué entonces admitida como contraria a la gra- 
vedad, de suerte que puede ponerse G = — K p . La modifica- 
ción temporal de la energía potencial es entonces: 

9-, --*>'■ 

Por tanto, la ecuación [82] expresa, efectivamente, que la 
magnitud E = T 4- U es constante en el tiempo, donde T sig- 
nifica la expresión [81]. 

Ahora ya se conoce la significación física de los componen- 
tes de tiempo de la fuerza K t ; ésta, según la fórmula [74] está 
en conexión con el componente longitudinal por la ecuación 

Kt — — K D . 
c 1 

El lado derecho es, según la fórmula [82], igual a la velo- 
cidad de variación de la energía cinética T t dividida por c % \ 
es, pues, esta misma. 




donde / es el pequeño intervalo de tiempo considerado. Pero 
la fuerza multiplicada por el tiempo de la acción es la impul- 
sión; K,t es el aumento de los componentes de tiempo que tiene 
la impulsión. Podemos ahora, a capricho, atribuir a un cuerpo 
en reposo la impulsión temporal Jf = M 0 ; en tal caso, habrá 
que poner K t t = J t — Jf = /, — m 0 , y se obtiene 

T 

[83] + 

Esta es una nueva forma de la ley de la energía; según ella, 
el componente temporal de la impulsión es igual a la masa 
(relativista) del cuerpo. Pero la masa misma difiere de su va- 
lor en reposo justamente en la misma cantidad que el valor 
de la energía cinética partido por el cuadrado de la velocidad 
de la luz. 



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3C0 La teoría de la relatividad de E inste in 



Esto sugiere la ¡dea de que la masa en reposo M 0 (que, se- 
gún la definición que acabamos de dar, es igual al componen- 
te temporal de la impulsión en reposo) está en relación de la 
misma manera con el contenido de energía del cuerpo en re- 
poso y que, por tanto, entre toda masa y energía existe la re- 
lación universal: 

[84] m = ^ • 

Einstein ha caracterizado esta ley de la inercia de la energía 
como el más impotante resultado de la teoría de la relatividad; 
en efecto, significa la identidad de los dos conceptos fundamen- 
tales de masa y energía y abre asi profundísimas perspectivas 
en la estructura de la materia. Antes de hablar de ello, comu- 
nicaremos la sencilla demostración de la fórmula [84] que 
Einstein da. 

Apóyase en el hecho de que existe la presión radiante. De 
las ecuaciones de Maxwell, con la ayuda de una ley deducida 
por POYNTING (1884), se sigue que una onda luminosa que pe- 
netra en un cuerpo absorbente ejerce sobre éste una presión; 
y se manifiesta que la impulsión que ejerce sobre la superficie 

E 

absorbente un corto relámpago o choque de luz es igual a — • 

Este resultado ha sido confirmado experi mentalmente por Le- 
bedew (1890) y más tarde también por Nichols y Hull (1901) 
con mayor exactitud. Un cuerpo que envía luz experimenta 
exactamente la misma presión, lo mismo que un disparo de 

arma de fuego produce un re- 
troceso. 

Imaginemos ahora un cuerpo 
hueco, por ejemplo, un tubo lar- 
go, y en las extremidades de éste 
dos cuerpos, A y B, de igual tamaño, del mismo material, los 
cuales, por tanto, tienen la misma masa, según las representa- 
ciones corrientes (fig. 121). Pero el cuerpo A tiene un exceso 
de energía E sobre B, por ejemplo, en forma de calor, y se 




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El principio especial de la relatividad 301 



arregla un dispositivo (espejo cóncavo o cosa por el estilo) para 
enviar esa energía faBen forma de radiación. Supongamos 
también que la extensión espacial de ese rayo de luz sea peque- 
ña relativamente a la longitud / del tubo. 

E 

A experimenta el choque de retroceso — ; por tanto, el 

c 

tubo entero, cuya masa total es M, recibe una velocidad v 
dirigida hacia atrás, que se determina por la ecuación de im- 
pulsión 




Este movimiento dura hasta que el rayo de luz llega a B 
y es allí absorbido; B entonces sufre el mismo choque hacia 
adelante, y todo el sistema entra, pues, en reposo. El despla- 
zamiento que ha sufrido durante el tiempo / que ha tardado 
el rayo en recorrer el tubo es X = vt, siendo v derivable de la 
anterior ecuación; es, por lo tanto, 

= Et 
*~ Me ' 

Pero el tiempo del recorrido es (hasta un pequeño error 
de orden elevado) determinado por l — ci; el desplazamiento 
es, pues: 

El 

Ahora se pueden cambiar los cuerpos A y B uno por otro 
y ello sin emplear efectos exteriores; figurémonos, por ejemplo, 
que dos hombres metidos en el tubo ponen A en el lugar de B 
y B en el de A, y luego vuelven a sus primitivos puestos. Se- 
gún la mecánica corriente, el tubo no deberla experimentar 
desviación alguna, pues continuas modificaciones de lugar no 
pueden producirse sino por fuerzas exteriores. 

Hecho el cambio, todo quedarla dentro del tubo como es- 
taba al principio: la energía E, en el mismo sitio que antes; 



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302 La teoría de la relatividad de E inste in 



h* distribución de las masas, igual. Pero todo el tubo sería des- 
plazado relativamente a su posición inicial por el choque de luz 
a una distancia X. Esto contradice, naturalmente, todos los 
principios de la mecánica. Podríase repetir el proceso, y así 
atribuir al sistema, sin emplear fuerzas exteriores, cualquiera 
modificación de lugar. Esto es imposible. La única salida es 
admitir que, trocando A por B, estos dos cuerpos no son me- 
cánicamente equivalentes, sino que B, por causa de su exceso E 
de energía, tiene una masa mayor que A en la cantidad m. 
Entonces, al hacer el trueque no permanece todo simétrico, 
sino que la masa m es desplazada de derecha a izquierda a la 
distancia /. AI ocurrir esto, el tubo entero se desplaza, a una 
distancia X, en la dirección opuesta; determinase porque el 
proceso se verifica sin acción de fuerzas exteriores. La impul- 

x 

sión total, que consiste en la del tubo M — y la de la masa 

transportada - m - , es, pues, nula 

M x — mi = o; 

de donde 

mi 

X =HT' 

Este desplazamiento debe, pues, compensar al producido 
por el choque de luz; por tanto, debe ser: 

mi _E¿ 
X ~~' M ~ ~Af7 3 ~ ' 

Por donde cabe calcular m y se halla: 

E 

Tal es la cantidad de masa inerte que hay que atribuir a la 
energía E para que siga valiendo el principio de la mecánica 
que dice que sin acción de fuerzas externas no puede producir- 
se ninguna modificación de lugar. 



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El principio especial de la relatividad 



303 



Como, por último, toda energía puede transformarse en ra- 
diación, habrá de tener validez universal la ley. La masa no 
es, pues, otra cosa que una forma de manifestarse la energía: 
la materia misma pierde su carácter primario como substancia 
indestructible; no es más que una concentración de energía. 
Dondequiera que campos eléctricos y magnéticos u otras ac- 
ciones conduzcan a fuertes amontonamientos de energía, pro- 
dúcese el fenómeno de la inercia de masa. El electrón y los áto- 
mos son de esos lugares donde existe una enorme concentración 
de energía. 

De las numerosas e importantes consecuencias de esta ley 
sólo pueden ocuparnos algunas, y brevemente. 

Por lo que se refiere primero a la masa del electrón, demues- 

i U 

tra la fórmula [62] (pág. 232) para la masa en reposo m t = - — t 

que la energía electrostática U no puede ser la energía total E 
del electrón en reposo; tiene que haber además otra parte de 
energía E = U -f V; de suerte que 

w » - 7 c t ~ ~* c* 

De aquí se sigue V = ~ U — £/ = ~ £/ s= -i. £; la energía 

total es, pues, electrostática en sus tres cuartas partes, y de 
otra clase, en una cuarta parte. Esta parte debe provenir de 
las fuerzas de cohesión que mantienen el electrón contra la 
atracción electrostática. Sobre este punto se han desenvuelto 
muy profundas teorías por Míe, Hilbert y ElNSTElN; sin 
embargo, los resultados son aún harto poco satisfactorios 
para poder hablar de ellos aquí. Los más plausibles parecen 
ser las hipótesis de Einstein, sobre las cuales volveremos bre- 
vemente al hablar de la teoría general de la relatividad. 

En cambio, para el problema de la estructura de los áto- 
mos materiales tiene ya una gran importancia la ley de la 
inercia de la energía. 

Ya hemos dicho antes (pág. 224) que cada átomo consta de 



304 La teoría de la relatividad de E inste i n 



una parte positiva inseparablemente unida a la masa inerte y 
de un número de electrones negativos. Los experimentos de 
RUTHERFORD (1913) 7 sus discípulos sobre la dispersión de los 
rayos positivos emitidos por substancias radioactivas, los lla- 
mados rayos a, han demostrado que los elementos positivos 
de los átomos, que hoy llamamos núcleos, son extraordinaria- 
mente pequeños, mucho más pequeños todavía que el electrón, 
cuyo radio hemos estimado en unos 2 ■ io~~ 13 cm. (pág. 233). Si 
la masa del núcleo, como la del electrón, fuera en lo esencial 
(en sus tres cuartas partes) de naturaleza electromagnética, 
habría de existir entre ella y el radio a una fórmula semejan- 

» * 

te a la anteriormente aplicada al electrón m, = - — — - (pá- 

a<r 

gina 232), quizá con un factor numérico algo diferente. Las 
masas serían, pues, inversamente proporcionales a los radios: 

radio del electrón masa del núcleo 
radio del núcleo masa del electrón 

Sabemos, empero, que el átomo de hidrógeno es unas 2.000 
veces más inerte que el electrón; de aquí se infiere que el radio 
del núcleo de hidrógeno es unas 2.000 veces más pequeño que el 
del electrón, en corcondancia con los resultados experimentales. 

Puede, pues, aplicarse con éxito a las masas de los átomos 
o núcleos la ley de la inercia de la energía. 

Los átomos radioactivos emiten, como es sabido, tres es- 
pecies de rayos: x.°, rayos a, que son partículas cargadas po- 
sitivamente, que se han manifestado como núcleos de helio; 
2. 0 , rayos p, que son electrones; 3. 0 , rayos y, que son ondas 
electromagnéticas de la naturaleza de los rayos Rontgen. Al 
emitir estos rayos, pierde el átomo, no sólo masa, sino además 
energía en cantidad notable; pero si pierde energía, tendrá 
que disminuir también la masa, según la ley de la inercia de 
la energía. Desgraciadamente, es tan pequeña esa diminución 
de masa, que hasta ahora no ha sido posible determinarla ex- 
perimen taimen te. 

Pero, en principio, tiene altísima significación el conoci- 



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El principio especial de ¡a relatividad 305 



miento de que, al deshacerse un átomo, las masas de sus ele- 
mentos sumadas no son iguales a la masa del átomo primitivo. 
Es un viejo objetivo de la investigación el reducir todos los 
átomos a más simples elementos. Prout (1815) ha establecido 
la hipótesis de que esos elementos originarios son los átomos 
de hidrógeno; fundamenta su idea señalando el hecho de que 
los pesos de muchos átomos son múltiplos enteros del peso del 
átomo de hidrógeno. La exacta medición de los pesos atómi- 
cos no ha confirmado tal aserto, por lo cual la hipótesis de 
Prout cayó en descrédito. Pero hoy ha sido restaurada con 
éxito, pues, según la ley de la inercia de la energía, la masa de 
un núcleo atómico, formado de n núcleos de hidrógeno, no 
será simplemente igual a n veces la masa del núcleo de hidró- 
geno, sino que será distinta, en un valor igual a la cantidad de 
energía transformada al verificarse la reunión. Recientemente 
esta concepción ha encontrado un fuerte apoyo en el descubri- 
miento, hecho porRuTHERFORD (1919), de que bombardeando 
átomos de nitrógeno con rayos % pueden desprenderse de aqué- 
llos núcleos de hidrógeno. Sin duda la ley de la inercia de la 
energía no puede explicar las relaciones entre un peso atómico 
y el peso del átomo de hidrógeno más que cuando se aparten 
poco del número entero; pero existe además otra causa que 
produce las grandes diferencias, el hecho de la isotopía. Muchos 
elementos son mezclas de átomos con núcleos igualmente car- 
gados e igual ordenación de los electrones; pero distintas ma- 
sas nucleares; éstos no pueden separarse químicamente, pero 
si físicamente. La existencia de isótopos fué probada primera- 
mente en substancias radioactivas, y recientemente Aston 
(1920) los ha encontrado en muchos otros elementos. Sin em- 
bargo, no podemos detenernos en este interesante tema. 

Esta rápida ojeada en los problemas de la moderna atomís- 
tica demuestra que la teoría de la relatividad de Einstein no 
es el parto de una especulación fantástica, sino un profundo 
gula en las esferas más importantes de la investigación física. 
Rasgar el velo que encubre aún el mundo de los átomos es, 
para la evolución espiritual de la humanidad, un objetivo que 

La tborIa de la relatividad de Einstein. 20 



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306 La teoría de la relatividad de Einstein 



supera en grandiosidad y en trascendencia todos los demás 
problemas de la ciencia natural; acaso incluso el conocimiento 
de la estructura del universo. Pues todo progreso por ese ca- 
mino no sólo nos da nuevas armas para la lucha por la vida, 
sino conocimientos de las más hondas conexiones que tejen 
el universo natural y nos enseña a distinguir entre el engaño 
de los sentidos y la verdad de las eternas leyes del Todo. 

9. Optica de los cuerpos en movimiento. 

Habiendo ya sacado las más importantes consecuencias 
de la mecánica nueva, es tiempo de volver a aquellos problemas 
de donde nació la teoría de la relatividad de Einstein, la elec- 
trodinámica y la óptica de los cuerpos en movimiento. Las le- 
yes fundamentales de esas esferas están en las ecuaciones de 
Maxwell resumidas, y ya Lorentz habla conocido que, para el 
espacio vacio (e = 1, ¡a = 1 o = o), eran invariantes en las trans- 
formaciones de Lorentz. Las exactas ecuaciones invariantes 
para cuerpos en movimiento han sido establecidas por MlN- 
KOWSKI (1907); distínguense de las fórmulas dadas por Lo- 
rentz en la teoría electrónica, sólo por algunos miembros ac- 
cesorios, que no pueden comprobarse por observación, pero 
tienen de común con ellas el arrastre parcial de la polariza- 
ción dieléctrica, y explican, por tanto, todos los procesos elec- 
tromagnéticos y ópticos en cuerpos en movimiento, con plena 
concordancia con las observaciones; recordemos especialmen- 
te los experimentos de Róntgen, Eichenwald y Wilson (V, II, 
página 212); pero no podemos insistir sobre este punto porque 
son necesarias en él deducciones matemáticas detalladas. La 
óptica de los cuerpos en movimiento puede, empero, ser tra- 
tada elemen talmente, y vamos a exponerla aqui como una de 
las más hermosas aplicaciones de la teoría de Einstein. 

En ésta no hay éter, sino sólo cuerpos que se mueven rela- 
tivamente unos a otros. Evidente resulta, según la teoría de 
la relatividad de Einstein, que todos los procesos ópticos, en 
los cuales los focos luminosos, las substancias transparentes 



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El principio especial de la relatividad 307 



y el observador están en uno y el mismo sistema inercial, son 
los mismos para todos los sistemas inerciales. La teoría de la 
relatividad explica, pues, también el experimento de Michelson, 
que es de donde ha nacido. Sólo se trata, pues, aquí de saber 
si la teoría reproducirá exactamente los fenómenos que se ve- 
rifiquen hallándose en movimiento relativo el foco luminoso, el 
medio transparente y el observador. 

Imaginemos una onda luminosa en un cuerpo material 
que se halla en reposo en el sistema de referencia 5; sea su ve- 
c 

locidad c t = — (n es el Indice de refracción); sea su número de 

ft 

vibraciones v, y esté dada su dirección relativamente al sis- 
tema 5. 

Queremos saber cómo esos tres caracteres de la onda son 
juzgados por un observador que se halla en reposo en un sis- 
tema de referencia S', el cual se mueve con la velocidad V para- 
lelamente a la dirección x del sistema S. 

Trataremos este problema según el mismo método que le 
hemos aplicado antes (IV, 7, pág. 136), sólo que, en vez de em- 
plear las transformaciones de Galileo, emplearemos las de 
Lorentz. Ya hemos demostrado alli que el número de ondas 



es una invariante, pues significa las ondas que a partir del 
momento / = o salen del punto cero y hasta el momento / lle- 
gan al punto P, recorriendo la distancia s (fig. 67, pág. 138). 
Esta invariancia rige naturalmente ahora también para trans- 
formaciones de Lorentz. 

Consideremos primeramente ondas que se propagan para- 
lelas a la dirección X] en tal caso habrá que poner para S la 
coordenada X del punto P, y tendremos: 



donde v, v ' y C„ c\ son las frecuencias y velocidades de la onda 





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308 La teoría de la relatividad de E inste i n 



relativamente a los sistemas S y S'. Si en la derecha se ponen 
las expresiones que para x y f nos da la transformación de 
Lorentz [65] (pág. 261), tendremos: 

donde » = V 1 — 8* = j/ 1 — ~ . Si se pone primero x = 1, 
/ = o y luego /= i, x=> o, se obtiene: 

j v / / V I \ 

\ c t « \ c* cif' 

Si se divide la primera ecuación por la segunda, obtiénese: 

v 

c'i c; + v 



v 1 vc[ 

1 1 -j 

Si se resuelve a la inversa buscando el valor de cj, se ob- 
tiene la fórmula estricta de arrastre: 



Esta concuerda exactamente con el teorema de la adición 
de las velocidades, de Einstein, en movimiento longitudinal 
(primera fórmula [70], pág. 287), si se substituye u p por c x 
y u' p por c[. La misma regla que vale para calcular las velo- 
cidades de los cuerpos materiales, relativamente a diferentes 
sistemas de referencia, vale, pues, también para la velocidad 
de la luz. 

Mas esta ley es idéntica a la fórmula de arrastre dada por 
Fresnel [39] (pág. 156), si se desprecian miembros de más del 



El principio especial de la relatividad 309 



segundo orden en p = — . Pues con esa aproximación puede 

c 

escri birse 

xx ¡a v 

vc x 0 n nc 

— F ' ~~ñ 

esto es: 

= c, — v H , 

nc nc 

y prescindiendo otra vez del miembro último, que es del se- 

c, i 

gundo orden, y poniendo — =» -: 



Y ésta es exactamente la fórmula de arrastre de Fresnel. 

La segunda de las fórmulas [85] representa el principio de 
Doppler; éste se aplica comúnmente al yació, poniendo, pues, 
Cj = C, y entonces del teorema de la adición de las velocidades 
se sigue, como es sabido (pág. 287), también que c\ — c. La 
segunda de las fórmulas [85] resulta, pues: 



t =z V 



v 1 - W 



c 

pero 1 — ¡* 2 =(i— ) (1 + ?); por lo cual puede escribirse: 



(i-p)(i + p) í/TEF 

1 + p " " " x + p " 



La fórmula estricta del efecto de Doppler recibe así la forma 
simétrica siguiente: 



310 La teoría de la relatividad de E inste i n 



que pone en evidencia la equivalencia de los sistemas de refe- 
rencia 5 y 5'. Si ahora despreciamos los miembros de más del 

orden segundo, podemos substituir V i +p por i + y V * — P 
por i — % - v; obtiénese, pues: 

,.(,+!„)_,(,_ ip) 
•-tí 

n' — v ; 

ahora bien, con igual exactitud es 

= 1 " I & 

t+yP 

por lo cual 

•'-«(s-¿»y-«(i-»+T» a )> 

y, despreciando ,S 2 : 

en completa concordancia con la fórmula [36] (pág. 143). 

Para deducir por el mismo método la aberración de la luz, 
debemos considerar un tren de ondas que se propaga perpendi- 
cularmente a la dirección x del movimiento de los sistemas 5 
y 5' uno con respecto del otro; pero debemos añadir si la direc- 
ción perpendicular se refiere a 5 o a S\ pues si el rayo es per- 
pendicular al eje x relativamente a 5 no lo es relativamente 
a 5'. Vamos a admitir que la dirección de propagación es el 
eje y' del sistema 5'; en tal caso hay que poner s' = y' y para el 
vacio regirá (c x = c[ — c): 



Si se ponen aquí los valores dados por la transformación de 
Lorentz [65] (pág. 261) se obtiene: 



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El principio especial de la relatividad 



311 



■HH^-O- 



de aquí se sigue primero, para X = o, y = o, s = o y /=i. 



v después, para / = o: 

v / vk y\ v' 

-5==/ (— - f -L)-—Ox + .y) f 
C \ C«* C / aC 

S = ay + f¿x. 



esto es: 



Si el plano de onda relativamente al sistema de referen- 
cia 5 fuese perpendicular al 
eje y, tendríamos s = y; como 
éste no es el caso, deberá 
estar inclinado (fig. 122). En- 
tonces x 6 y son las coor- 
denadas de un punto P del 
plano de onda. Si elegimos 
para P especialmente la in- 
tersección A con el eje x, 
será x = a, y — o y, por tan- 
to, s=$a; igualmente para 
la intersección f del plano de 

onda con el eje y, es x = o, y=b y, por tanto, J = a¿. 
Se obtiene asi: 

b 0 

s = pa = %b 6 — — — • 

a ol 

E.U ± — e, una medid . U 

inclinación del frente de onda. Se ve fácilmente que coincide 
con la definición elemental de la constante de aberración según 
la teoría de la emisión (IV, 3, pág. 109). Pues la perpendicular 




312 La teoría de la relatividad de Einstein 



OC, trazada por el punto cero en el plano de onda, es la di- 
rección de propagación; si D es la proyección de C sobre el 
eje x, será OD = </, la desviación que hay que dar a un teles- 
copio paralelo al eje y y de longitud DC = l, durante el tiem- 
po que la luz necesita para recorrer el tubo, para que un rayo 
de luz que toque en C el centro del objetivo alcance justa- 

_ d 
mente en O el centro del ocular. Es, pues, — la constante de 

aberración. Por la semejanza de los triángulos OCD y BOA, 
resulta la proporción: 

d = A = ? = — • 
/ a « V i - 

Esta es la fórmula exacta de la aberración. Si se desprecia [J • 
comparado con i, transfórmase en la fórmula elemental 

/ P c 

Este resultado es particularmente notable, porque todas las 
teorías del éter habían de resolver considerables dificultades 
al explicar la aberración. Empleando la transformación de 
Gal íleo, no se obtiene ninguna inclinación del plano de onda y 
de la dirección de las ondas (IV, xo, pág. 159), y para expli- 
car la aberración hay que introducir entonces el concepto de 
«rayo», que no necesita concordar con la dirección de propaga- 
ción en los sistemas en movimiento. En la teoría de Einstein 
no es ello necesario; en todo sistema inercial 5, la dirección del 
rayo, es decir, del transporte de energía, coincide con la per- 
pendicular sobre el plano de onda, y, sin embargo, resulta la 
aberración, en la misma sencilla manera que el efecto de Dop- 
pler y el número de arrastre de Fresnel, con sólo deducirla del 
concepto de onda, por medio de la transformación de Lorentz. 

Esta deducción de las leyes fundamentales de la óptica de 
los cuerpos en movimiento demuestra la superioridad de la 
teoría de la relatividad frente a todas las demás teorías. 



El principio especial de la relatividad 313 



10. El universo absoluto de Minkowski. 

La esencia de la nueva cinemática consiste en la unión in- 
separable del espacio con el tiempo. El universo es una multipli- 
cidad de cuatro dimensiones; su elemento es el punto univer- 
sal; el espacio y el tiempo son formas de la ordenación de los 
puntos universales y esa ordenación es, hasta cierto punto, 
empañada de contingencia. Minkowski ha resumido esta con- 
cepción en las palabras: tde aquí en adelante el espacio y el 
tiempo por sí deben tornarse sombras y sólo conserva indepen- 
dencia una especie de unión de ambos conceptos». Y ha des- 
arrollado consecuentemente esta 
idea, desenvolviendo la cinemá- 
tica como una geometría de cua- 
tro dimensiones. Nosotros hemos 
hecho uso continuamente de su 
exposición, prescindiendo sola- 
mente de los ejes y y z, para 
simplificar, y operando en el 
plano xt. Si desde el punto de 
vista matemático lanzamos una 
mirada a la geometría en el pla- 
no xU reconoceremos al punto 
que no se trata de la geometría euclidiana corriente. Pues en 
esta última todas las rectas que parten del punto cero son 
igualmente legitimas, la unidad de longitud en todas ellas es 
la misma; la curva estimativa es, pues, un círculo (fig. 123). 
Pero en el plano xt no son de igual valor las rectas de tiempo 
y las rectas de espacio; en cada una rige una unidad diferente 
de longitud, y la curva estimativa consta de las hipérbolas: 

G = x 1 - c't* = ± 1, 

En el plano euclidiano pueden construirse sistemas de co- 
ordenadas rectangulares en número infinito, todos con el mis- 
mo punto cero, y todos salen unos de otros por rotación. En el 




F 1E . 123. 



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314 La teoría de la relatividad de Einstein 



plano xt hay igualmente un número infinito de sistemas de 
coordenadas igualmente válidos, en los cuales uno de los ejes 
puede ser elegido a capricho dentro de un cierto ángulo. 

En la geometría euclidiana la distancia s de un punto P 
al punto cero queda expresada por las coordenadas X é y, según 
el teorema de Pitágoras, por la fórmula siguiente (fig. 123): 

5* * X* + y»; 

y esta expresión es invariante frente a una rotación del siste- 
ma de coordenadas, es decir, que para un sistema x'y' será 
s* = x'* -f /*. La curva estimativa es representada por 5=1. 
En el plano xt, la invariante fundamental es: 

G - x* - c» /». 

y la curva es 

C = ± 1. 

Minkowski ha observado que aquí se manifiesta un parale- 
lismo que da mucha luz acerca de la estructura matemática 
del universo cuatridimensional (y, por tanto, del plano xt). En 
efecto, si se pone — c 2 / 2 = u*, tendremos: 

G = X* + u" = 5» 

y entonces G puede concebirse como invariante fundamental s % 
de una geometría euclidiana con coordenadas rectangulares x, u. 

Sin duda, no es posible sacar la raíz cuadrada de la canti- 
dad negativa — c % t\ y u mismo no puede calcularse por el 
tiempo t. Pero la matemática está habituada desde hace mucho 
tiempo a vencer con audacia tales dificultades. La cantidad 
«imaginaria» V — 1 = i tiene, desde Gauss, derecho de ciudada- 
nía en el Estado matemático. No podemos ocuparnos aquí de 
la estricta fundamentación de la teoría de los números imagina- 
rios; en el fondo no son ni más ni menos «imaginarios» que un 
quebrado, como - - . En efecto, los números «con que se calcula» 
son propiamente sólo los números naturales, los enteros x, 2, 3, 
4 El número 2 no puede dividirse por 3, y -J- es una opera- 



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El principio especial de la relatividad 315 



ción tan irrealizable como / - i. Los quebrados como ~ sig- 
nifican una amplificación del concepto natural de número, 
que la escuela y la costumbre han hecho corriente y fácil de 
entender. Una amplificación semejante del concepto de nú- 
mero son los números imaginarios, que para los matemáticos 
son tan habituales y corrientes como los cálculos de quebrados. 
Todas las fórmulas que contienen números imaginarios po- 
seen una significación tan precisa como las que están formadas 
de números «reales» habituales; y las consecuencias que de ellas 
salgan son igualmente necesarias. 

Si, pues, empleamos aquí el símbolo V — i = /', podemos 
escribir: 

u = icí. 

La geometría no euclidiana del plano xt es, pues, formal- 
mente idéntica a la geometría euclidiana en el plano xu, con 
la única diferencia de que a los tiempos reales / corresponden 
valores imaginarios u. 

Este aserto es de inapreciable valía para el tratamiento ma- 
temático de la teoría de la relatividad. Pues en muchísimas ope- 
raciones y cálculos no importa la realidad de las cantidades 
consideradas, sino sólo las relaciones algebraicas que existen 
entre ellas, las cuales rigen igual para números imaginarios que 
para números reales. Pueden, pues, trasladarse al universo cua- 
tridimensional las leyes conocidas de la geometría euclidiana. 
Minkowski substituye 

x y z ict 

por 

x y z u 

y opera luego con estas cuatro coordenadas en manera total- 
mente simétrica. La invariante fundamental es entonces: 

G - 5 a - x 2 + y* + z 1 + u\ 

La posición peculiar del tiempo desaparece así de todas las 
fórmulas, lo cual aumenta mucho la comodidad y claridad de 



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316 La teoría de la relatividad de E inste i n 



los cálculos. En el resultado final hay que volver a poner ict en 
lugar de u, no conservando sentido físico sino aquellas ecuacio- 
nes que están formadas exclusivamente con números reales. 

El que no sea matemático no podrá pensar gran cosa bajo 
estas consideraciones; acaso indignado ante la que Minkowski 
mismo llama, medio en broma, «ecuación mística» 3 • io 10 cm. — 
V — 1 sec, se ponga del lado de los críticos que atacan la teoría 
de la relatividad, por parecerles puro absurdo el equiparar el 
tiempo a las dimensiones del espacio. 

Esperamos, sin embargo, que nuestro método de exposi- 
ción, en el cual el método formal de Minkowski sólo aparece 
al final, podrá resistir a tales ataques. En el plano xf, el tiem- 
por / no puede de ninguna manera confundirse con la dimen- 
sión de longitud X; las líneas luminosas £ y y, separan, cual ba- 
rreras infranqueables, las líneas universales de tiempo de las 
lineas universales de espacio. La transformación de Minkowski 
u = ict debe, pues, apreciarse como un artificio matemático 
que destaca en verdadera luz ciertas analogías formales entre 
las coordenadas de espacio y el tiempo, sin admitir por ello 
una confusión entre ellas. 

Pero de ese artificio han resultado importantes conocimien- 
tos. Sólo citaremos la nueva concepción de la ley de la ener- 
gía, que en la exposición de Minkowski se manifiesta junto 
a la ley de la impulsión, como relación equivalente y de igual 
fórmula entre los componentes temporales. Podemos inferirlo 
de la fórmula [83] de la ley de la energía. Para ello formare- 
mos los componentes temporales de la velocidad vt = ~ = 1 , por 

x 

modo análogo a los componentes x de la velocidad v =— , y 

en la fórmula [83] los incluiremos. Entonces obtendremos la 
ley de la energía en la forma J t = mv t , que se formula igual 
que la de la impulsión espacial / = mu. Si se parte del princi- 
pio de Minkowski de que hay una analogía entre el tiempo y 
las coordenadas, obtiénese entonces la recta visión en las co- 
nexiones interiores de todas estas relaciones. 



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El principio especial de la relatividad 317 



Ante todo, sin ese artificio matemático, la teoría de la re- 
latividad de Einstein seria impensable. Importa en esto la 
analogía de la invariante fundamental G con el cuadrado de 
una distancia. En lo futuro, para la magnitud: 

[86] s = Y~G = Y x" + y» + *" + u* = /x'+y» -f- ¿« -c*í* 

emplearemos la designación de distancia cualridimensional, 
habiendo de conservar clara conciencia de que esa palabra 
se entiende en sentido traslaticio. 

El sentido propio de la magnitud s es, según nuestras ex- 
plicaciones anteriores sobre la invariante G, fácil de compren- 
der. Si nos limitamos al plano xt, será: 

Ahora bien; C es positivo para toda linea universal de espacio; 
por tanto, s, como raíz cuadrada de un número positivo, es 
una cantidad real; entonces el punto universal X, t, si se elige 
un sistema conveniente de referencia, puede hacerse simultáneo 
con el punto cero. En tal caso es / = o y s = l^x 5 " m x, esto es, 
la distancia espacial entre el punto cero y el punto universal. 

Para toda línea universal de tiempo, G es negativo y, por 
tanto, S imaginario; entonces hay un sistema de coordenadas, 
en el cual x = o y s = V - c*f» — ict. En todo caso tiene s 
una significación sencilla y debe considerarse como magnitud 
mensurable. 

Terminamos con esto la exposición de la teoría especial de 
la relatividad de Einstein. Su resultado podemos resumirlo del 
modo siguiente: 

No sólo las leyes de la mecánica, sino las de todos los proce- 
sos naturales, y particularmente los fenómenos electromagnéti- 
cos, son perfectamente idénticas, en sistemas de referencia infi- 
nitamente numerosos, que se hallen en movimiento uniforme de 
traslación relativamente unos a otros; estos sistemas se llaman 
inerciales. En cada uno de estos sistemas rige una especial me- 
dida para longitudes y tiempos, y estas medidas hállanse rela- 
cionadas entre si por medio de las transformaciones de Lorentz. 



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318 La teoría de la relatividad de Einstein 



Otros sistemas de referencia que se muevan con movimien- 
to acelerado relativamente a los sistemas inerciales no son equi- 
valentes a los sistemas inerciales, exactamente como sucede 
en la mecánica. Si las leyes de la naturaleza se refieren a esos 
sistemas acelerados, tendrán fórmulas distintas; en la mecá- 
nica manifiéstanse fuerzas centrifugas y en la electrodinámica 
acciones análogas, cuyo estudio nos llevaría demasiado lejos. 
La teoría especial de la relatividad de Einstein no suprime, 
pues, el espacio absoluto de Newton en el sentido limitado 
que hemos dado antes a esta palabra (III, 6, pág. 84); lo que 
hace es establecer para toda la física, incluida la electrodinámi- 
ca, la situación misma en que se hallaba la mecánica desde New- 
ton. Los profundos problemas del espacio absoluto, que en esta 
mecánica nos preocuparon, siguen, pues, sin solución; no hemos 
dado apenas un paso en el sentido de esta solución; es más, 
la amplificación del objeto físico allende los limites de la mecá- 
nica ha aumentado esencialmente la dificultad del problema. 

Ahora vamos a ver cómo Einstein ha podido resolverlo. 



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VII 



LA TEORIA GENERAL DE LA RELATIVIDAD 

I 

DE El NSTEI N 

i. Relatividad en movimientos cualesquiera. 

Al explicar la mecánica clásica hemos hablado detenida- 
mente de los motivos que tuyo Newton para establecer los 
conceptos del espacio absoluto y del tiempo absoluto; pero al 
mismo tiempo hemos subrayado las objeciones que pueden ha- 
cerse a esas conceptuaciones desde el punto de vista de la cri- 
tica del conocimiento. 

Newton apoya la hipótesis del espacio absoluto sobre la 
existencia de resistencias de inercia y fuerzas centrífugas. Estas 
no pueden evidentemente provenir de acciones reciprocas de 
los cuerpos, porque hasta donde alcanza la observación se ma- 
nifiestan de igual manera en el universo total, independiente- 
mente de la distribución local de las masas. Por lo cual Newton 
infiere que dependen de las aceleraciones absolutas. De esta 
suerte se emplea el espacio absoluto como causa ficticia de fenó- 
menos físicos. 

Por el ejemplo siguiente se verá cuán poco satisfactoria 
es esta teoría. 

En el espacio cósmico supongamos dos cuerpos fluidos S 1 
y 5 S de igual substancia y magnitud, a tal distancia uno de 
otro que las acciones corrientes de gravitación de uno de ellos 



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320 La teoría de la relatividad de E inste i n 



sean imperceptibles en el otro (fig. 124); cada uno de los cuer- 
pos estará en equilibrio bajo la acción de la gravitación de sus 
partes unas sobre otras y de las demás fuerzas físicas, de suerte 
que sus partes no verifiquen movimientos rela- 
tivos unas con respecto a otras. Pero los dos 

G^X cuerpos realizan un movimiento relativo de ro- 
- \ tación, con velocidad de rotación constante, al- 
J rededor de la linea que une sus centros; esto 
significa que un observador, en uno de los cuer- 
pos S lt aprecia una rotación uniforme del otro 
cuerpo S t , con respecto a su propio punto de 
vista en reposo, y reciprocamente. Cada uno de 
los cuerpos es medido por observadores, que 
relativamente a él están en reposo; resultará que 
5j es una esfera y 5 2 un elipsoide de revolu- 
ción aplastado. 

La mecánica de Newton sacaría del distinto 
comportamiento de los dos cuerpos la conclusión 
de que 5 X está inmóvil en el espacio absoluto y 
que S.¿ verifica una rotación absoluta; las fuerzas centrífugas 
son las que causan el aplastamiento de 5 2 . 

Por este ejemplo se ve claramente que el espacio absoluto 
entra en la mecánica de Newton como causa (ficticia), pues 5, 
no puede ser causante del aplastamiento de 5,, puesto que am- 
bos cuerpos están relativamente uno a otro en las mismas con- 
diciones y, por tanto, no pueden deformarse uno a otro por dis- 
tinta manera. 

Pero el espacio, considerado como causa, no satisface la 
exigencia de la causalidad. Pues no conocemos ninguna otra 
manifestación de su existencia que las fuerzas centrífugas; no 
es, pues, posible justificar la hipótesis del espacio absoluto sino 
por los hechos mismos pvra cuya explicación se establece. Una 
sana crítica del conocimiento rechaza tales hipótesis construidas 
ai hoc; son harto fáciles y rompen todas las barreras que una 
investigación concienzuda tiende a levantar entre sus propios 
resultados y los engendros de la fantasía. Si la hoja de papel 




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La teoría general de la relatividad 321 



sobre la cual escribo se echase a volar de pronto, seria yo libre 
de formular la hipótesis de que el espíritu de Newton, fallecido 
hace siglos, ha venido a llevársela; pero como soy hombre razo- 
nable, no formulo tal hipótesis y pienso solamente en que la 
ventana está abierta, que mi mujer ha entrado en mi despacho 
y que se ha establecido una corriente de aire. Y aunque yo 
mismo no haya sentido la corriente, mi hipótesis no deja por 
ello de ser razonable, porque refiere el proceso, que tengo que 
explicar, a otro proceso observable. Esta selección crítica de las 
causas admisibles distingue la concepción racional, causal, del 
universo— a la cual desea pertenecer la investigación física — 
de toda otra concepción mística, espiritista y demás manifes- 
taciones de la fantasía desbocada. 

El espacio absoluto tiene, empero, un carácter realmente 
espiritista. A la pregunta: «¿Cuál es la causa de las fuerzas 
centrifugas?», se contesta: «El espacio absoluto.» Pero si se pre- 
gunta: «¿Qué es el espacio absoluto y en qué se manifiesta?», 
no da nadie otra contestación que la de decir: «El espacio ab- 
soluto es la causa de las fuerzas centrífugas; no tiene ninguna 
otra propiedad.» Esta contraposición demuestra bien que el 
espacio, considerado como causa de procesos físicos, debe ex- 
cluirse de la imagen del universo. 

No estará de más observar que las referencias a fenómenos 
electromagnéticos no altera en nada este juicio del espacio ab- 
soluto. En esos fenómenos aparecen, en sistemas de coordena- 
das en rotación, efectos y acciones análogos a las fuerzas cen- 
trífugas de la mecánica; pero éstos no son naturalmente nue- 
vos e independientes argumentos que puedan militar en favor 
de la existencia del espacio absoluto, pues ya sabemos que, 
por medio de la ley de la inercia de la energía, la mecánica y 
la electrodinámica se han reunido en una unidad. Pero para 
nosotros es más cómodo operar solamente con los conceptos 
de la mecánica. 

Volvamos ahora a los dos cuerpos S x y 5 2 ; si el espacio no 
debe considerarse como causa de su distinto comportamiento, 
hemos de buscar otras causas reales. 

LA TmOJtlA DB LA RELATIVIDAD DE ElNSTBIH. 21 



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322 La teoría de la relatividad de E inste i n 



Si admitimos que, fuera de los cuerpos S x y S 2 , no existe 
ningún otro cuerpo material, entonces no es posible, en efecto, 
explicar el distinto comportamiento de 5 X y S t . Pero tal com- 
portamiento ¿es un hecho empírico? No lo es, sin duda alguna. 
No se pueden en ningún caso recoger experiencias sobre dos 
cuerpos aislados en el espacio cósmico. Admitir que dos cuer- 
pos reales S 1 y 5 2 se comportan diferentemente en esas circuns- 
tancias es cosa que no se funda en nada. Hay que aspirar, 
más bien, a que una mecánica satisfactoria excluya tal suposi- 
ción. 

Pero si en dos cuerpos reales 5, y 5 2 observamos el descri- 
to comportamiento diferente— y conocemos, en efecto, pla- 
netas más o menos aplastados— no podremos considerar como 
causa de ello sino masas lejanas. En el mundo real existen, 
efectivamente, esas masas lejanas, el ejército de los astros 
todos. Sea cual fuere el cuerpo celeste que elijamos, siempre le 
veremos rodeado de otros muchos que se hallan separados de 
él por enormes distancias y que se mueven relativamente unos 
a otros con lentitud tal que pueden considerarse como una 
masa firme hueca, en cuya oquedad reside el referido cuerpo. 

Esas masas lejanas tienen que ser la causa de las fuerzas 
centrifugas. Todas las experiencias convienen con este aserto; 
pues el sistema de referencia de la astronomía, con respecto al 
cual se determinan las rotaciones de los cuerpos celestes, está 
elegido de tal manera, que los movimientos aparentes de las 
estrellas fijas, relativamente al sistema de referencia, son muy 
desordenados y carecen de una dirección privilegiada. El aplas- 
tamiento de un planeta es tanto mayor cuanto mayor sea su ve- 
locidad de rotación respecto de ese sistema de referencia fijo 
en las masas lejanas. 

Por consiguiente, exigiremos que las leyes de la mecánica 
y las de la física en general no contengan mas que las posicio- 
nes relativas y los movimientos relativos de los cuerpos. No debe 
haber a priori un sistema privilegiado, como lo son los sistemas 
inerciales de la mecánica de Newton y de la teoría especial de 
la relatividad de Einstein, pues de otra suerte entrarían en 



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La teoría general de la relatividad 323 



las leyes naturales las aceleraciones absolutas con respecto a 
ese sistema de referencia privilegiado y no sólo los movimien- 
tos relativos de los cuerpos. 

Llegamos asi al postulado de que las verdaderas leyes de 
la fisica deben valer por igual manera para sistemas de referen- 
cia que se hallen en un movimiento cualquiera. Y esta es una 
considerable ampliación del principio de relatividad. 

2. El principio de equivalencia. 

El cumplimiento de ese postulado requiere una fórmula com- 
pletamente nueva de la ley de inercia, pues ésta es el fundamento 
de la situación especial en que se colocan los sistemas inercia- 
Ies. La inercia de un cuerpo no debe ya considerarse como efecto 
del espacio absoluto, sino de los demás cuerpos. 

Ahora bien; sólo una acción recíproca conocemos entre 
todos los cuerpos materiales, y es ésta la gravitación; sabemos, 
ademas, que la experiencia nos ha ofrecido una notable conexión 
entre gravitación e inercia, la ley de la igualdad de la masa pe- 
sada y de la masa inerte (II, 12, pág. 52). Los dos fenómenos 
de la inercia y de la atracción, tan distintos en la fórmula de 
Newton, tendrán, pues, una raíz común. 

Este es el gran descubrimiento de Einstein, por el cual el 
principio general de la relatividad ha dejado de ser un postu- 
lado de la critica del conocimiento para transformarse en una 
ley de las ciencias exactas. 

Podemos caracterizar el objetivo de la investigación si- 
guiente de este modo: en la mecánica corriente, el movimiento 
de un cuerpo pesado— sobre el cual no actúen fuerzas electro- 
magnéticas u otras cualesquiera— queda definido por dos cau- 
sas: z. a , su inercia en aceleraciones respecto del espacio abso- 
luto; 2. a , la gravitación de las restantes masas. Ahora hay que 
buscar una fórmula de la ley del movimiento en la cual la iner- 
cia y la gravitación se fundan en un concepto superior, de tal 
suerte que el movimiento esté determinado sólo por la distri- 
bución de las restantes masas en el mundo. Hasta llegar al es- 



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324 La teoría de la relatividad de Einstein 



tablecimiento de la nueva ley, hemos de recorrer, empero, un 
largo camino y vencer algunas dificultades de concepto. 

Ya hemos explicado antes detenidamente la ley de la igual- 
dad entre la masa inerte y la masa pesada. Para los procesos 
terrestres dice esta ley: todos los cuerpos caen con igual rapi- 
dez; para los movimientos de los astros expresa que la acelera- 
ción es independiente de la masa del cuerpo en movimiento. 
También hemos dicho que esta ley ha sido experimentalmente 
comprobada por Eótvds con muy exactas mediciones, pero que, 
sin embargo, en la mecánica clásica no figura entre las leyes 
fundamentales, sino que es considerada casi como un obsequio 
casual de la naturaleza. 

Ahora todo esto varia; la ley colócase en la cúspide, no sólo 
de la mecánica, sino de toda la física. 

Debemos, pues, aclararla hasta que se vea bien su contenido 
fundamental. Aconsejamos al lector que haga el sencillo expe- 
rimento siguiente: Tome dos cuerpos ligeros, pero de distinto 
peso, por ejemplo, una moneda y un pedazo de goma de borrar; 
colóquelos sobre la palma de su mano. Sentirá el peso de los 
dos cuerpos como presión sobre la mano y esta presión será 
diferente. Mueva luego la mano rápidamente hacia abajo; sen- 
tirá una disminución de la presión de los dos cuerpos. Si se 
repite cada vez con más rapidez el movimiento, llegará un mo- 
mento en que los cuerpos se separen de la mano y se queden 
atrás durante el movimiento; ello sucederá evidentemente tan 
pronto como la mano, en su movimiento, sea más veloz que la 
calda de los dos cuerpos. Pero como estos dos, a pesar de su 
diferente peso, caen con igual rapidez, resulta que, al separarse 
de la mano, permanecen ambos a la misma altura, uno junto a 
otro. 

Imaginemos ahora unos enanillos que vivan sobre la mano 
y no sepan nada del mundo exterior. ¿Cómo interpretarán el 
proceso? Es fácil introducirse en el alma de esos observadores, 
que efectúan el mismo movimiento, mientras se hace el experi- 
mento y se atiende a las varias presiones y movimientos de 
los cuerpos respecto de la mano. Estando la mano en reposo, 



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La teoría general de la relatividad 



325 



los enanillos podrán comprobar el peso diferente de los dos 
cuerpos. Ahora la mano desciende y los enanillos observan 
una diminución en el peso de los cuerpos; buscarán la causa de 
ello y notarán que su residencia, la mano, desciende relativa- 
mente a los cuerpos circundantes, las paredes de la habitación. 
Pero podemos encerrar los enanillos, con los dos cuerpos de en- 
sayo, en un cajón cerrado y mover éste hacia abajo con la mano. 
Entonces los observadores, dentro del cajón no verán nada que 
les permita conocer el movimiento del cajón. Sólo podrán com- 
probar el hecho de que el peso de todos los cuerpos en el cajón 
disminuye por igual. Si la mano mueve el cajón con rapidez 
tal que los objetos dentro de él se quedan atrás, los observado- 
res en el cajón verán admiradísimos que esos objetos, de peso 
bastante notable, vuelan hacia arriba; adquieren un peso nega- 
tivo o, mejor dicho, la fuerza de la gravedad no actúa ya hacia 
abajo, sino hacia arriba. Y los dos cuerpos, a pesar de su di- 
ferente peso, ascienden con igual rapidez. Los enanillos del 
cajón pueden explicar estas observaciones de dos maneras: o 
bien piensan que el campo de gravedad permanece inalterado, 
pero que el cajón recibe una aceleración en la dirección del cam- 
po, o admiten que las masas atractivas en el suelo del cajón han 
desaparecido y, en cambio, han aparecido otras en el techo, 
cambiando asi la dirección de la gravedad. Nosotros pregun- 
tamos ahora: ¿Hay algún medio para decidir entre ambas po- 
sibilidades, haciendo experimentos dentro del cajón? 

Debemos contestar que la física no conoce medio alguno. 
Efectivamente, la acción de la gravedad no se distingue en 
nada de la acción de la aceleración; ambas son enteramente 
equivalentes. Ello obedece esencialmente a que todos los cuer- 
pos caen con igual rapidez; si no fuese asi, podría distinguirse 
al punto si un movimiento acelerado de cuerpos con diferente 
peso es producido por la atracción de masas extrañas, o sólo 
es la resultante aparente de una aceleración de la residencia del 
observador. Pues en el primer caso los cuerpos de diferente peso 
moveríanse con diferente rapidez, y en el segundo la aceleración 
de todos los cuerpos libremente movibles con respecto al obser- 



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326 La teoría de la relatividad de E instein 



vador sería igual en todos y, a pesar del distinto peso, caerían 
todos con igual rapidez. 

Este principio de la equivalencia, establecido por Einstein, 
pertenece, pues, al número de los que en este libro ocupan un 
lugar preferente, esto es, a los que afirman la imposibilidad de 
establecer una afirmación física, la imposibilidad de distinguir 
entre dos conceptos; la física rechaza tales conceptos y tales 
afirmaciones, pues sólo poseen realidad física los hechos com- 
probables. 

La mecánica clásica dintingue entre el movimiento de un 
cuerpo abandonado a si mismo, no sometido a fuerza alguna, 
movimiento de inercia y el movimiento de un cuerpo bajo la 
acción de la gravitación. El primero es rectilíneo y uniforme en 
un sistema inercial; el segundo verifícase en trayectorias curvas 
y no uniformemente. Según el principio de equivalencia debe- 
mos prescindir de esa distinción, pues con sólo trasladarse a 
un sistema de referencia acelerado puede transformarse el mo- 
vimiento de inercia rectilíneo y uniforme en un movimiento 
curvilíneo acelerado, el cual ya no es discernióle de un movi- 
miento producido por gravitación; y la inversa es válida tam- 
bién, por lo menos para trozos limitados del movimiento, 
como luego explicaremos en detalle. A partir de ahora, llama- 
remos movimiento de inercia a todo movimiento de un cuerpo 
sobre el cual no actúe ninguna fuerza eléctrica o magnética, 
o de cualquier otro origen y que se halle sólo bajo la influen- 
cia de masas gravitantes; las palabras movimiento de inercia 
tienen, pues, ahora una significación más general que antes. 
La ley que dice que el movimiento de inercia es rectilíneo y 
uniforme relativamente a un sistema inercial, la ley corriente 
de la inercia, cesa, pues, de ser válida. Y nuestro problema es 
justamente el de formular la ley del movimiento de inercia en 
el sentido generalizado. 

La solución de este problema nos libra del espacio absoluto 
y proporciona una teoria de la gravitación que se halla en más 
profunda relación con los principios de la mecánica que en la 
teoría de Newton. 



)gle 



La teoría general de la relatividad 



327 



Vamos a completar estas explicaciones en el aspecto cuan- 
titativo. Ya hemos demostrado (III, 8, pág. 92) que las ecua- 
ciones del movimiento, en la mecánica, referidas a un sistema 5 
que tiene la aceleración constante k con respecto a los sistemas 
nerciales, pueden escribirse en la forma: 

mb = K% 

significando K' la suma de la fuerza real K y de la fuerza de 
inercia ~mk: 

K' — K — mk. 

Ahora bien; si la fuerza K es la gravedad, tendremos K = mg, 
y, por tanto, 

K' = m(g- k). 

Eligiendo convenientemente la aceleración k del sistema 
de referencia 5, puede darse a la diferencia g — k un valor 
cualquiera positivo o negativo, y también hacerla igual a cero. 
Si, por analogía con la electrodinámica, se llama a la fuerza 
por la unidad de masa campo de fuerza de la gravedad, y al 
espacio donde ésta actúa campo de gravedad, puede decirse: 
eligiendo convenientemente el sistema de referencia acelerado 
puede crearse un campo de gravedad constante, puede debili- 
tarse, aniquilarse, fortificarse, invertirse, un campo de grave- 
dad actual. 

Todo campo de gravedad puede considerarse como aproxi- 
madamente constante dentro de una parte suficientemente pe- 
queña de espacio y durante un tiempo corto; por lo cual es 
siempre posible hallar un sistema de referencia acelerado con 
relación al cual no haya ningún campo de gravedad en la es- 
fera limitada del tiempo y del espacio. 

Se preguntará ahora si, por simple elección del sistema de 
referencia, no sería posible suprimir todo campo gravitatorio 
en su extensión total y para todo tiempo; es decir, si, en cierto 
modo, no podría concebirse toda gravitación como «aparente». 
Pero tal no es el caso, evidentemente. El campo de la esfera 



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328 La teoría de la relatividad de E i n ste i n 



terrestre, por ejemplo, no puede suprimirse por completo, pues 
está dirigido hacia el centro y la aceleración debería, por tan- 
to, partir del centro; pero esto no es posible. Y aunque se ad- 
mitiese—y tendremos que hacerlo— que el sistema de refe- 
rencia no fuese rígido, sino que se extendiera aceleradamente 
alrededor del centro de la tierra, aun este movimiento no seria 
posible sino por tiempo limitado; el centro le pondría limite. 
Haciendo girar alrededor de un eje el sistema de referencia, 
obtiénese una fuerza de inercia, dirigida en dirección que se 
aleja del eje (III, 9, pág. 97, fórmula [27]), y que es la fuerza 
centrífuga 

mk — m • 

7* 

Esta compensa el campo de gravedad de la tierra sólo 
en cierta distancia r, a saber: el radio de la trayectoria 
lunar, pensada como un circulo, con el tiempo T de revo- 
lución. 

Existen, pues, campos gravitatorios «verdaderos*; pero el 
sentido de esta palabra es distinto en la teoría general de la 
relatividad que en la mecánica clásica, pues eligiendo conve- 
nientemente el sistema de referencia es siempre posible suprimir 
una parte cualquiera, suficientemente pequeña, del campo. Más 
tarde estableceremos con más exactitud el concepto de campo 
gravita torio. 

Naturalmente, hay ciertos campos gravitatorios que pue- 
den ser suprimidos en toda su extensión por medio de una 
elección conveniente del sistema de referencia. Para encon- 
trarlos, basta partir de un sistema de referencia en el cual 
una parte del espacio no tenga campo e introducir un sistema 
de referencia acelerado de un modo cualquiera; entonces, con 
relación a éste, existe un campo gravitatorio. Este desaparece 
tan pronto como volvemos al primitivo sistema de referen- 
cia. El campo centrífugo 




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La teoría general de la relatividad 



329 



es de esta especie. La cuestión de cuándo un campo gravita to- 
rio pueda desaparecer en toda su extensión, por elección del 
sistema de referencia, no puede ser contestada, como es natu- 
ral, sino por la teoría ya completa y terminada. 

3. La geometría euclidiana es inaplicable. 

Pero antes de proseguir, debemos vencer una dificultad 
que exige considerables esfuerzos. 

Estamos acostumbrados a representar los movimientos como 
lineas universales en el universo de Minkowski. El andamiaje 
de esta geometría cuatridimensional fué dado por las lineas 
universales de los rayos luminosos y las trayectorias de las 
masas inertes, movidas sin que sobre ellas actúen fuerzas; 
estas lineas universales son en la antigua teoría unas lineas 
rectas relativamente a los sistemas inerciales. Pero si se da va- 
lidez a la relatividad general, resultan entonces los sistemas 
acelerados igualmente válidos, y en éstos las lineas universales, 
que antes eran rectas, son ahora curvas (III, x, pág. 68, figu- 
ra 31). En cambio, otras lineas universales se hacen rectas. 
Por lo demás, esto rige también para las trayectorias de es- 
pacio. Los conceptos de recta y curva son relativizados, en 
cuanto que son referidos a las trayectorias de los rayos lumi- 
nosos y de los cuerpos libremente móviles. 

De esta suerte tam baléase todo el edificio de la geometría 
euclidiana del espacio cósmico. Pues ésta descansa esencial- 
mente (véase III, 1, pág. 67) en la ley clásica de la inercia que 
establece las lineas rectas. 

Podría pensarse que esta dificultad es obviable empleando 
solamente medidas rígidas para la definición de los elementos 
geométricos, tales como recta, plano, etc.. Pero tampoco es 
esto posible, como demuestra Einstein, de la siguiente manera: 

Partimos de un espacio en el cual, durante cierto tiempo, 
no existe ningún campo gravitatorio relativamente a un sis- 
tema de referencia 5, convenientemente elegido. 

Luego consideramos un cuerpo que gira en ese espacio con 



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330 La teoría de la relatividad de E inste in 



velocidad angular constante, por ejemplo, un disco circular 
plano y perpendicular al eje de rotación (fig. 125); introducimos 
un sistema de referencia S' fijo en ese disco. En S' domina, 
pues, un campo gravita torio dirigido hacia afuera 7 dado por 
la aceleración centrifuga 




Ahora un observador situado en S' quiere medir el disco circu- 
lar. Para ello usa como unidad una vara de determinada lon- 
gitud, la cual debe estar en re- 
poso con relación a S'. Otro 
observador situado en el siste- 
ma de referencia S usa como 
unidad la misma vara, la cual 
en este caso debe hallarse en 
reposo relativamente a 5. 

Habremos de admitir que 
los resultados del principio es- 
pecial de relatividad permane- 
cen exactos, en cuanto que nos 
limitemos a partes de espacio 7 
a tiempos en los cuales el movi- 
miento pueda considerarse como uniforme. Para que ello sea 
posible, supongamos que la vara unidad es pequeña comparada 
con el radio del disco. 

Si el observador situado en 5' coloca la vara en la dirección 
del radio del disco, el observador situado en S establecerá que 
la longitud de la vara en movimiento relativamente a S per- 
manece igual a x, pues el movimiento de la vara es perpendicu- 
lar a su dirección longitudinal. Pero si el observador en 5' 
coloca la vara en la periferia del disco, ésta parecerá más cor- 
ta al observador situado en 5, según la teoría especial de la 
relatividad. Si admitimos que hacen falta 100 varas para cu- 
brir el diámetro del disco, necesitará el observador situado 
en 5 - veces 100, esto es, 3,14... X 100, o sean 314 varas para 



Fie. 125. 



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La teoría general de la relatividad 



331 



medir la circunferencia del disco, mientras que el observador 
situado en 5' no podrá con ese mismo número de varas medir 
esa misma circunferencia; pues las varas inmóviles en 5' apa- 
recen, desde 5, más cortas, y el número de 314 no basta para 
abarcar toda la periferia del disco. 

Según esto, el observador situado en S' afirmaría que la 
relación de la circunferencia al diámetro no es - = 3,14..., sino 
mayor. Esto, empero, contradice a la geometría de Euclides. 

Otro tanto sucede en la medición de los tiempos. Si pone- 
mos dos relojes iguales, uno en el centro y el otro en la periferia 
del disco, en reposo relativamente a éste, el último, juzgado 
desde el sistema S, andará más despacio que el primero, por- 
que está en movimiento con relación a 5. 

Un observador situado en el centro del disco comprobaría, 
evidentemente, lo mismo. Es, pues, imposible llegar a una de- 
finición racional del tiempo, por medio de relojes en reposo 
relativamente al sistema de referencia, si este sistema gira, 
se halla en movimiento acelerado, o, lo que, según el principio 
de equivalencia, es lo mismo, si existe en él un campo gravita- 
torio. 

En el campo gravita torio una vara es más o menos corta, 
un reloj anda más o menos despacio, según el sitio en que se 
encuentre el instrumento de medida. 

Esto descompone por completo el fundamento del univer- 
so espacio- tiempo, sobre el cual descansaban todas nuestras 
reflexiones. Nos vemos precisados, una vez más, a generalizar 
los conceptos de espacio y tiempo; pero esta vez por tan radi- 
cal manera que excede con mucho en importancia a todas las 
anteriores 

Es evidentemente absurdo definir las coordenadas y el 
tiempo x, y, z, /, del modo corriente y habitual, pues al hacerlo 
asi considéranse como dados absolutamente los conceptos fun- 
damentales de la geometría: recta, plano, círculo, etc... y se su- 
pone la validez de la geometría euclidiana en el espacio y, 
respectivamente, de la generalización de Minkowski en el 
universo espacio-tiempo. 



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332 La teoría de la relatividad de E inste i n 



Plantéase, pues, el problema de representar el universo cua- 
tri dimensional y sus leyes sin partir a priori de una geometría 
determinada. 

Parece que ahora se abre el suelo bajo nuestras plantas; 
todo vacila; la curva es recta, la recta es curva. Pero la dificul- 
tad de la empresa no logró intimidar a ElNSTElN. La matemá- 
tica había realizado importantes trabajos anteriores que abrían 
el camino a las nuevas concepciones; Gauss (1827) había bos- 
quejado la teoría de las superficies curvas en la forma de una 
geometría general de dos dimensiones, y RlEMANN (1854) había 
fundado la teoría del espacio como continuo de múltiples dimen- 
siones. No podemos hacer uso aquí de estos auxilios matemáti- 
cos; sin ellos, empero, no es posible entender profundamente 
la teoría general de la relatividad. No espere, pues, el lector 
que las siguientes explicaciones le den una noción completa de 
las teorías de Einstein; encontrará imágenes y analogías, que 
son siempre malos sustitutos de los conceptos exactos. Pero si 
mis insinuaciones le sirven de acicate para emprender estudios 
más profundos, habré cumplido mi objeto. 

4. La geometría en superficies curvas. 

El problema de constituir una geometría sin el andamiaje 
a priori de las lineas rectas y sus leyes euclidianas de relación 
no es empresa tan desacostumbrada como a primera vista parece. 
Imaginemos que un agrimensor tiene que medir un terreno on- 
dulado, cubierto de espeso bosque, y establecer el mapa del 
mismo. Desde cualquier punto del terreno no puede abarcar mas 
que un contorno limitadísimo; los instrumentos para tender vi- 
suales (teodolitos) de poco le sirven; en lo esencial hállase atenido 
a la cinta métrica. Con ésta puede medir pequeños triángulos, 
cuadriláteros, cuyos vértices señalará con estacas, y añadiendo 
unas a otras esas figuras directamente mensurables irá progre- 
sando poco a poco por las partes más remotas del terreno que 
no son inmediatamente visibles. 

Dicho abstractamente: el agrimensor puede aplicar los méto- 



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La teoría general de la relatividad 333 



dos de la geometría euclidiana a pequeñas porciones del terreno. 
Pero el conjunto del territorio no es accesible a esta geometría, 
y sólo paso a paso, progresando de un lugar a otro, puede llegar 
a estudiarse geométricamente. Pero hay más aún: la geometría 
euclidiana no es válida estrictamente en un terreno ondulado; 
no hay en él, en general, lineas rectas. Pequeños trozos de la 
longitud de la cinta métrica podrán considerarse como rectas; 
pero por valles y montes no hay recta que atraviese, si quiere 
ir pegada al suelo. La geometría euclidiana sirve, pues, en lo 
pequeño, en la esfera de lo infinitesimal; pero en lo grande rige 
una teoría más general del espacio o, mejor dicho, de las su- 
perficies. 

Si el agrimensor quiere proceder sistemáticamente, empe- 
zará por cubrir el terreno de una red de lineas, que indicará 
con estacas o por medio de 
árboles señalados; necesitará 
dos grupos de lineas que se 
crucen (fig. 126). Las lineas 
serán lo más posible de cur- 
vatura regular y estarán nu- 
meradas sucesivamente en 
cada grupo; se emplea como 
signo para los números de un 
grupo la letra X, y para los 
del otro grupo, la letra y. 

Cada intersección tiene, 
pues, dos números X, y; por ejemplo: X = 3, y = 5. Los pun- 
tos intermedios se caracterizan por medio de quebrados de 
x y de y. 

Este método para determinar los puntos de una superfi- 
cie ondulada lo empleó por primera vez Gauss; por eso se lla- 
man coordenadas de Gauss estas x é y. 

Lo esencial aqui es que los números x é y no significan lon- 
gitudes, ni ángulos, ni otras magnitudes mensurables, sino 
nada más que números; ni más ni menos que el sistema ameri- 
cano de numerar calles y casas. 




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334 La teoría de la relatividad de Einstein 



Compete al agrimensor introducir la medida en esa numera- 
ción de los puntos del terreno. Su cinta métrica alcanzará, 
por ejemplo, la extensión de una malla en la red de las coorde- 
nadas de Gauss. 

El agrimensor empezará luego a medir malla por malla; 
cada una de éstas puede considerarse como un pequeño para- 
lelogramo y queda determinada por dos longitudes y un án- 
gulo. El agrimensor tiene que medirlos y apuntarlos en el mapa 
en cada malla. Una vez realizado este trabajo, domina la geo- 
metría del terreno completamente merced a su mapa. 

En lugar de los tres datos por cada malla— dos lados y un 
ángulo— suele emplearse otro método que tiene la ventaja de 
una mayor simetría. 

Consideremos una malla, un paralelogramo, cuyos lados co- 
rresponden a dos números enteros consecutivos — por ejem- 
plo: x=3, X = 4 é y = 7, y = 8 (fig. 127) — . Sea P un punto 



el pie de la perpendicular bajada de P a la linea coordenada x. 

Los puntos A y B tienen también números o coordenadas 
de Gauss en la red; se determina A, por ejemplo, midiendo el 
lado del paralelogramo en que está A y la distancia A O, y 
entonces la relación de ambas longitudes se tomará como 
aumento de la coordenada x de A con respecto a O. Señalaremos 
este aumento mismo con la letra X, eligiendo O como punto 
cero de las coordenadas de Gauss. De igual manera determi- 
namos la coordenada gaussiana y, de B, como la relación en 
que B divide al correspondiente lado del paralelogramo. En- 




Fig. 127. 



cualquiera en el interior; 
su distancia al vértice O, 
señalado con el número 
más pequeño, es 5. Esta 
distancia se mide con la 
cinta métrica. Por P 
tracemos las paralelas a 
las lineas de la red, que 
encontrarán a éstas en 
A y B. Sea, además, C 



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La teoría general de ¡a relatividad 335 



tonces x é y son, evidentemente, las coordenadas gaussianas 
del punto P. 

Pero la verdadera longitud de O A no es X, naturalmente, 
sino, por ejemplo, ax, donde a es un número determinado que 
la medición nos proporcionará; de igual manera la verdadera 
longitud de OB no es y, sino by. Si el punto P se mueve, va- 
rían sus coordenadas gaussianas; pero los números a y b, que 
indican la relación de las coordenadas gaussianas con las lon- 
gitudes verdaderas, permanecen inalterados. 

Expresemos ahora la distancia OP = S merced al triángulo 
rectángulo OPC, según el teorema de Pitágoras: 

i« = OP* = OC* + CP*. 

Pero 

OC= O A + AC; 

luego 

5»= 0A' + 20A AC + AP+CP*. 

Pero, por otra parte, en el triángulo rectángulo A PC 
tenemos: 

AC* + CP* = AP*; 

por lo cual, 

s* = OA* + 20 A ■ AC + AP*. 

Aquí es O A = ax, AP= by; además AC es la proyección 
de AP, por lo cual se halla en relación con él; como AP = by, 
podemos escribir que AC = cy. Obtenemos asi: 

s* a a % x* + 2acxy + b*y*. 

Pero a, b y C son números fijos de relación; estos tres factores 
de esta ecuación suelen designarse de otro modo, a saber: 

[87] = tu* + *fii*y + g»y 1 ' 

Esta ecuación puede llamarse el teorema de Pitágoras ge- 
neralizado para coordenadas de Gauss. 

Las tres magnitudes g u , g i2 y £ 22 pueden servir tan bien 
como los lados y el ángulo para determinar las relaciones efec- 



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336 La teoría de la relatividad de Einstein 



ti vas de magnitud del paralelogramo. Por eso llevan el nom- 
bre de factores determinativos de las medidas. De malla en malla 
cambian sus valores, que son apuntados en el mapa o tienen 
que ser indicados como «funciones» por medio de la matemá- 
tica analítica. Pero una vez conocidos para cada malla, puede 
calcularse por la fórmula [87] la verdadera distancia de un punto 
cualquiera P, dentro de una malla cualquiera, al punto cero de 
la malla, si están dados los números o coordenadas gaussia- 
nas X é y de P. 

Los factores determinativos de las medidas representan, 
pues, toda la geometría en la superficie. 

Se objetará a esta afirmación que no puede ser exacta, por- 
que la red de coordenadas gaussianas ha sido elegida a capri- 
cho, 7 ese capricho trasládase a las g lv fu 7 fca* Es verdad; 
podría elegirse otra red 7 se encontraría, para la distancia de 
los mismos puntos OP, una expresión igualmente construida 
que la [87], aunque con otros factores g' lv g' lt , g' tt . Pero, na- 
turalmente, existen reglas para inferir éstos por cálculo de los 
£11» fia 7 £22» existen fórmulas de transformación de índole se- 
mejante a las que 7a hemos conocido. 

Todo hecho real geométrico en la superficie debe poder ex- 
presarse por fórmulas tales que permanezcan inalteradas en 
cualquier cambio de las coordenadas gaussianas, esto es, que 
sean invariantes. La geometría de las superficies se transforma 
asi en una teoría de las invariantes de índole muy general, pues 
las lineas de la red de coordenadas son enteramente capricho- 
sas, con tal de que se elijan de curvatura constante 7 cubran 
Ja superficie simplemente 7 sin dejar huecos. 

¿Cuáles son ahora los problemas geométricos que el agri- 
mensor habrá de resolver tan pronto como se haya proporcio- 
nado la determinación de las medidas? 

Sobre la superficie curva no hay lineas rectas, pero hay li- 
neas que son las más rectas; son también aquellas que estable- 
cen el enlace más corto entre dos puntos. Su nombre científico 
es líneas geodésicas. Caracterizanse matemáticamente por lo 
siguiente: divídase una línea cualquiera sobre la superficie en 



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La teoría general de la relatividad 



337 



pequeñas secciones mensurables de la longitud s v s 2 , s 3 ; 

entonces la suma 



es para la linea geodésica entre dos puntos P l y P t más pequen- 
ña que para otra cualquier linea entre ellos (fig. 128). Las 
s v S g pueden determinarse por 



Sobre la superficie de una esfera / / >t 
es sabido que las lineas más cortas '//> * 
son los «circuios máximos»; éstos es- Fie 128 

tán formados por los planos secantes 

que pasan por el centro de la esfera. En otras superficies son 
muchas veces curvas muy complicadas; y, sin embargo, son 
las más sencillas las que forman el andamiaje de la geometría 
en las superficies, justamente como son las lineas rectas las que 
forman el andamiaje de la geometría euclidiana del plano. 

Las lineas geodésicas son, naturalmente, expuestas por fór- 
mulas invariantes; son reales propiedades geométricas de las 
superficies. De esas invariantes pueden deducirse todas las su- 
periores, pero no podemos detenernos en este punto. 

Otra propiedad fundamental de las superficies es su cur- 
vatura. Comúnmente defínese merced a la tercera dimensión 
del espacio; la curvatura de una esfera se mide, por ejemplo, por 
medio del radio de la esfera, es decir, de una distancia que se 
halla fuera de la superficie de la esfera. Nuestro agrimensor, en 
la floresta montañosa, no podrá emplear ese medio; no puede 
salir de su superficie, y debe probar a establecer las relaciones 
de curvatura con sólo su cinta métrica. Y ello es realmente po- 
sible; Gauss lo ha demostrado sistemáticamente. Podemos com- 
prenderlo por la siguiente sencilla reflexión. 

El agrimensor, con su cinta métrica, mide 12 cuerdas de 
igual longitud y forma con ellas el hexágono reproducido en la 
figura 129. Según un conocidísimo teorema de la geometría 

LA TtORÍA DK LA RELATIVIDAD DB ElHSTEIN. 22 



*1 + s, + S t + 



puro cálculo merced al teorema de 
Pitágoras generalizado [87], si g u , 
g lt y g %t son conocidas. 




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338 La teoría de la relatividad de E inste i n 

plana corriente, es, efectivamente, posible mantener las 12 
cuerdas al mismo tiempo tensas en ese orden sobre el plano; 
ello es, en verdad, muy admirable, pues estando ya en tensión 

cinco de los seis triángulos equiláteros, tie- 
ne el sexto que acomodarse perfectamente 
al espacio restante. En la escuela se apren- 
de que coincide muy bien el sexto trián- 
gulo, y lo que se aprende en la escuela no 
es cosa sobre la cual más tarde se reflexio- 
pj e> 129 . ne mucho. Y, sin embargo, es bien extra- 

ño y admirable que una cuerda de la mis- 
ma longitud que las otras llene exactamente el hueco que 
queda. 

Y, en efecto, ello no sucede nada más que en el plano; si se 
ensaya en una superficie curva, de suerte que el centro y los 
seis vértices estén en ella, no se cierra el hexágono; en el lomo 
de las montañas y en el fondo de los valles resulta la última 
cuerda demasiado larga; en los desfiladeros— partes de la su- 
perficie curvadas en forma de silla de montar— resulta la últi- 
ma cuerda demasiado corta. 

Aconsejamos al lector que haga la prueba con doce trozos 
de hilo en un cojín. 

Así se obtiene, empero, un criterio para hallar la curvatura 
de las superficies sin salir de éstas. Si el hexágono se construye 
bien, la superficie es plana; si no, es curva. No nos meteremos 
en deducir la medida de la curvatura; esta indicación bastará 
para hacer plausible el que, en efecto, pueda definirse estric- 
tamente. Es evidente que la curvatura está en conexión con 
las variaciones que los factores determinativos de las medidas 
experimentan de lugar en lugar; la medida de la curvatura puede 
expresarse, como Gauss ha demostrado, por medio de las g n , g Jt 
7 gn> 7 "na invariante de la superficie. 

La teoría de la superficie establecida por Gauss es un modo 
de hacer geometría que podría caracterizarse, usando una expre- 
sión física, como teoría de acción próxima. No son las leyes de 
las superficies en lo grande las que primariamente se dan, sino 



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La teoría general de la relatividad 339 



sus propiedades diferenciales, los coeficientes determinativos de 
las medidas y las invariantes, que con ellos se forman, sobre 
todo la medida de la curvatura; la figura de la superficie y sus 
propiedades geométricas en conjunto podrán luego establecerse 
por medio de cálculos que se parecen mucho a la solución de las 
ecuaciones diferenciales en la física. En cambio, la geometría de 
Euclides es una teoría típica de acción a distancia. Por eso la 
física actual, que está toda construida sobre los conceptos de la 
acción próxima del campo, no se compadece bien con el esque- 
ma de Euclides y, siguiendo el ejemplo de Gauss, debe em- 
prender nuevos derroteros. 

5. El continuo de dos dimensiones. 

Imaginemos que nuestro agrimensor maniobra con su hexá- 
gono para determinar la curvatura del terreno; pero no ad- 
vierte que un rayo de sol, colándose por la enramada, viene a 
herir el centro del hexágono, el punto donde se reúnen las cuer- 
das. Estas, bajo la acción del calor, se dilatan un poco, y re- 
sulta que las seis cuerdas radiales son algo más largas que las 
seis periféricas, por lo cual estas últimas no coinciden ya en 
sus extremidades. El agrimensor entonces, aunque el terreno 
en realidad sea plano, creerá encontrarse en una loma (o una 
depresión) muy poco pronunciada. Si es concienzudo, repetirá 
la medición con cuerdas de otro material; éstas se dilatarán 
por el calor más o menos que las anteriores, y asi el agrimensor 
se dará cuenta del error y lo rectificará. 

Pero supongamos que la variación de longitud producida 
en las cuerdas por el calor sea igual para todos los materiales 
disponibles" En tal caso, el error no será nunca advertido. Las 
llanuras pasarán por lomas y las lomas por llanuras. O supon- 
gamos también que ciertas fuerzas naturales, que aun desco- 
nocemos, influyan en la longitud de metros y cuerdas por igual 
en todas. La geometría que el agrimensor establece con cintas 
métricas y polígonos será muy distinta de la verdadera geome- 
tría de la superficie; pero mientras opere en la superficie, sin 



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340 



La teoría de la relatividad de E i n s t e i n 



posibilidad de adoptar un punto de vista más elevado, de 
emplear la tercera dimensión, seguirá firmemente persuadido 
de haber establecido la geometría exacta de la superficie. 

Estas reflexiones nos muestran que el concepto de la geo- 
metría en una superficie o, como dice Gauss, de la geometría 
intrínseca, no tiene nada que ver con la forma de la superficie 
tal como aparece a un observador que dispone de la tercera di- 
mensión espacial. Una vez dada la unidad de longitud por una 
cinta métrica o una vara de medir, queda plenamente deter- 
minada la geometría en la superficie, relativamente a esa deter- 
minación de las medidas, aunque el metro en realidad sufra, 
durante la medición, cuantas alteraciones se quiera. Para un 
ser recluido en la superficie no existen tales alteraciones, en 
cuanto que todas las substancias las sufren por igual manera. 
Y ese ser establecerá curvaturas donde en realidad no las hay, 
y reciprocamente. Pero esta expresión: «en realidad», carecerá 
de sentido para seres superficiales que no tengan representación 
alguna de una tercera dimensión, como nosotros los hombres 
no tenemos representación alguna de una cuarta dimensión 

Es, pues, para esos seres también absurdo designar su uni- 
verso con el nombre de «superficie», el cual indica un concepto 
que reside en un espacio de tres dimensiones; mejor será decir 
que es un «continuo de dos dimensiones». Este tiene una geo- 
metría determinada; tiene determinadas líneas geodésicas— o 
sea las más cortas—; tiene una determinada «medida de cur- 
vatura» en cada sitio; pero aquellos seres puramente superficia- 
les, que hemos imaginado, no unirán a estas palabras las mis- 
mas representaciones que nosotros unimos al concepto intui- 
tivo de curvatura de una superficie, sino que mentarán con 
ellas exclusivamente el hecho de que el hexágono de cuerdas 
encaja más o menos, y esto es todo. 

Si el lector consigue reproducir en su ánimo las sensaciones 
de ese ser superficial y representarse el universo tal como a 
éste le aparece, es que está ya maduro para seguir caminando 
por la vía de la abstracción. 



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La teoría general de la relatividad 



341 



En efecto; pudiera ser que nos sucediera otro tanto a nos- 
otros, hombres, en nuestro universo de tres dimensiones. Quizá 
este universo tridimensional resida en un espacio cuatridimen- 
sional, como la superficie reside en nuestro espacio tridimen- 
sional; quizá haya algunas fuerzas, desconocidas para nosotros, 
que en algunas partes del espacio alteren las longitudes, sin 
poderlo nosotros apreciar nunca directamente. Pero entonces 
seria posible que en esas partes del espacio un poliedro, cons- 
truido como el hexágono, no encajase bien, debiendo, sin em- 
bargo, encajar según las leyes de la geometría corriente. 

¿Hemos observado alguna vez algo parecido? Desde la an- 
tigüedad, la geometría de Euclides ha sido siempre conside- 
rada como exacta; sus teoremas fueron incluso declarados 
exactos a priori y como santificados por la filosofía crítica de 
Kant (1781). Pero los grandes matemáticos y físicos, sobre todo 
GAUSS, RlEMANN y HELMHOLTZ, no han compartido nunca 
esa creencia universal. GAUSS mismo verificó una vez cierta 
grandiosa medición, para comprobar un teorema de la geometría 
euclidiana, a saber: el que dice que la suma de los ángulos de 
un triángulo es igual a dos rectos (180 °). Midió el triángulo for- 
mado por tres montañas: Brocken, Hohe Hagen e Inselberg, y 
el resultado fué que la suma de los ángulos tiene el valor exacto, 
dentro de los límites del error. 

Gauss fué muy criticado por los filósofos a causa de ese ex- 
perimento. Dijéronle, sobre todo, que aun cuando hubiese en- 
contrado variaciones, habría demostrado a lo sumo que los 
rayos luminosos entre los telescopios son desviados por algunas 
causas físicas, acaso desconocidas, pero nunca nada sobre la 
validez o invalidez de la geometría euclidiana. 

Einstein sostiene ahora, como ya hemos dicho antes (pá- 
gina 339), que la geometría del mundo real es, efectivamente, 
no euclidiana, y apoya su aserto en ejemplos muy concretos. 

Para comprender la relación en que se halla su teoría con 
las anteriores discusiones sobre los fundamentos de la geome- 
tría, debemos hacer algunas consideraciones de principios, las 
cuales tocan bastante a la filosofía. 



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342 La teoría de la relatividad de B inste in 



6. Matemática y realidad. 

Se trata del objeto de los conceptos geométricos en general. 
El origen de la geometría es seguramente el arte práctico del 
agrimensor, esto es, una teoría puramente empírica. Los anti- 
guos descubrieron que las proposiciones geométricas pueden 
demostrarse deductivamente, esto es, que con sólo admitir un 
pequeño número de principios o axiomas, derivase luego por 
pura lógica todo el sistema de las demás proposiciones. Este 
descubrimiento tuvo efectos muy importantes; la geometría 
llegó a ser el modelo de ciencia deductiva, y el término del pen- 
sar estricto pasó por ser la demostración «more geométrico». 
Mas ¿qué son los objetos de que se ocupa la geometría cientí- 
fica? Filósofos y matemáticos han discutido esta cuestión en 
todos los sentidos y han dado gran número de respuestas. Ad- 
mitíase, en general, la certeza y exactitud inatacable de las 
proposiciones geométricas; el problema eran tan sólo el de 
cómo se llega a esas proposiciones ciertas y a qué cosas se re- 
fieren estas proposiciones. 

No cabe duda de que si uno admite como ciertos los axio- 
mas geométricos, tiene por fuerza que admitir también las de- 
más proposiciones de la geometría. Pues la concatenación de 
las pruebas obliga a todo el que piense lógicamente. Queda, 
pues, la cuestión reducida al origen de los axiomas. Estos son 
una serie pequeña de proposiciones sobre punto, recta, plano 
y otros conceptos semejantes, las cuales deben valer con plena 
exactitud. Por tanto, no pueden proceder de la experiencia, 
como la mayor parte de los asertos que establece la ciencia y la 
vida diaria; la experiencia, en efecto, no da sino proposiciones 
aproximadamente exactas, más o menos verisímiles. Hay que 
buscar, pues, otras fuentes de conocimiento que garanticen 
una certeza absoluta de las proposiciones. 

Según Ka nt (1781), el espacio y el tiempo son formas de la 
intuición, son a prior i, preceden a toda experiencia, y son ellas 
las que hacen posible, en general, la experiencia. Los objetos 



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La teoría general de la relatividad 



343 



de la geometría, según esto, serian formas preformadas de la 
intuición pura, las cuales sirven de base a los juicios que fa- 
llamos sobre los objetos reales en la intuición empírica. De esta 
suerte, el juicio siguiente, por ejemplo: «el filo de esta regla es 
recto», se produce porque el filo empíricamente intuido es com- 
parado con la intuición pura de una recta, sin que, natural- 
mente, este proceso se manifieste a la conciencia. El objeto de 
la ciencia geométrica serla, pues, la recta dada en la intuición 
pura; es decir, ni un concepto lógico, ni una cosa física, sino un 
tercero, cuya esencia sólo puede indicarse señalando a lo que el 
espíritu vive y siente bajo la intuición de «recta». 

No vamos a pretender dar un juicio acerca de esta teoría 
u otras doctrinas filosóficas semejantes. Refiérense, principal- 
mente, a la intima vivencia del espacio, la cual reside fuera de 
los limites de este libro. Aquí tratamos del espacio y el tiempo 
de la física, es decir, de una ciencia que conscientemente y con 
claridad creciente se aparta de la intuición, como fuente de 
conocimiento, y aspira a criterios más estrictos. 

Y en este sentido debemos afirmar que nunca un físico apo 
yará el juicio: «el filo de esta regla es recto», sobre la inmediata 
intuición del «ser recto». Le es completamente indiferente que 



haya o no haya eso que se llama una forma pura de la intuición 
de lo recto, con lo cual pueda compararse el filo de la regla. El 
físico hará más bien distintos experimentos para comprobar la 
rectitud, así como comprueba por experimentos cualquier otra 
afirmación acerca de los objetos. Tirará, por ejemplo, una 
visual a lo largo del filo de la regla, es decir, determinará si 
un rayo luminoso que toca los puntos inicial y terminal del 
filo toca también los demás puntos de ese filo (fig. 130). O dará 
la vuelta a la regla alrededor de los puntos extremos del filo, 
poniendo en contacto un punto intermedio cualquiera del filo 




Fie. 130. 



Fie. 131. 



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344 La teoría de la relatividad de £ inste i n 



con el extremo de un indicador; si al verificar la rotación se 
conserva el contacto, el filo de la regla es recto (fig. 131). 

Si estos métodos, desde luego muy superiores a la intuición, 
los sometemos ahora a la critica, veremos que propiamente 
nada deciden tampoco acerca de la rectitud absoluta. En el 
primer método supónese ya que el rayo luminoso es rectilíneo; 
¿cómo se demuestra que en efecto lo es? En el segundo método 
se supone que los puntos de rotación de la regla y el extremo del 
indicador se hallan en un enlace rígido y que la recta misma es 
rígida; si quisiéramos comprobar la rectitud de una vara de 
sección circular, colocada en posición horizontal y algo curvada 
por el propio peso, la curvatura seguirá siendo la misma cuando 
hagamos girar la vara y el método del contacto reconocerá rec- 
titud donde en realidad existe curvatura. Y no se objete que 
éstos son errores que se producen en toda medición física y 
que un experimentador hábil sabe evitar. Lo que aquí nos im- 
porta es hacer ver que nunca puede comprobarse directamente, 
por experiencia, la rectitud absoluta ni ninguna otra propiedad 
absoluta geométrica, y si sólo en relación con determinadas 
propiedades geométricas de los medios empleados en la medi- 
ción (rectitud del rayo luminoso, rigidez del aparato). Si desnu- 
damos las operaciones realmente verificadas y les quitamos 
cuanto a ellas añade el pensamiento, el recuerdo, el saber, no 
queda más sino la comprobación siguiente: si dos puntos del 
filo de la regla tocan a un rayo luminoso, también toca a él 
este o aquel otro punto; si dos puntos de la regla coinciden con 
dos puntos de un cuerpo, otro tanto vale para este o aquel ter- 
cer punto. Lo realmente comprobado son, pues, coincidencias 
espaciales o, mejor dicho, espacíales-temporales; esto es, la con- 
junción en el mismo sitio al mismo tiempo de dos puntos ma- 
teriales cognoscibles. Todo lo demás es especulación, incluso el 
aserto tan sencillo de que por medio de experimentos de coin- 
cidencia en la regla puede establecerse la rectitud de ésta. 

Un examen critico de las ciencias exactas demuestra que 
todas las determinaciones vienen a parar, en general, a esas 
coincidencias. Toda medición es, al fin y al cabo, la compro ba- 



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La teoría general de la relatividad 



345 



ción de que un indicador o una señal coincide con tal o cual 
grado de una escala en tal o cual tiempo. Refiérase la medición 
a longitudes, tiempos, fuerzas, masas, corrientes eléctricas, 
afinidades químicas, o lo que fuere, siempre lo comprobable 
en realidad son coincidencias espacíales-temporales. Son, en el 
lenguaje de Minkowski, puntos universales que, por conjun- 
ción con lineas universales materiales, son señalados en la mul- 
tiplicidad espacio-tiempo. La física es la teoría de las relacio- 
nes entre esos puntos universales señalados. 

La elaboración lógica de estas relaciones es la teoría mate- 
mática; por muy complicada que sea, su fin último es siempre 
representar las coincidencias efectivamente observadas, como 
necesarias consecuencias de algunos conceptos y principios 
fundamentales. Algunas afirmaciones acerca de coincidencias 
preséntanse en la forma de proposiciones geométricas; la geo- 
metría, como doctrina aplicable al mundo real, no ocupa, pues, 
una situación privilegiada sobre las otras ramas de las ciencias 
físicas. Sus conceptuaciones son en igual manera condicionadas 
por el comportamiento efectivo de los objetos naturales, como 
los conceptos de otras esferas de la física. No podemos conce- 
der a la geometría una situación excepcional, privilegiada. 

Si la geometría de Euclides ha valido hasta ahora ilimitada- 
mente, ello obedece al hecho empírico de que existen rayos lu- 
minosos que se comportan con gran exactitud como las rectas 
del esquema conceptual de la geometría euclidiana y de que 
hay cuerpos casi completamente rígidos que satisfacen a los 
axiomas eucli dianos de la congruencia. A la afirmación de que 
la geometría posee una validez absoluta no podemos darle, 
desde el punto de vista físico, ningún sentido aprehensible. 

Los objetos de la geometría efectivamente aplicada al mun- 
do de las cosas son, pues, estas cosas mismas consideradas desde 
un determinado punto de vista. La línea recta es, por defini- 
ción, el rayo luminoso o la trayectoria de inercia, o la totalidad 
de los puntos de un cuerpo considerado como rígido, cuando 
no se mueven al girar alrededor de dos puntos fijos, o cualquier 
otro «algo» físico. La recta asi definida ¿tiene las propiedades 



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346 La teoría de la relatividad de E instein 



que afirma la geometría de Euclides? Sólo la experiencia puede 
decidirlo. Una propiedad de la geometría euclidiana es el teo- 
rema de la suma de los ángulos del triángulo, que Gauss ha 
examinado empíricamente; debemos reconocer que esos expe- 
rimentos estaban justificados. Otra propiedad característica 
de la geometría de dos dimensiones fué dada en el encaje per- 
fecto del hexágono de cuerdas (pág. 338). Sólo la experiencia 
puede enseñarnos si determinada especie de realización de la 
recta, de la unidad de longitud, etc., por determinadas cosas 
físicas tiene o no esa propiedad. En el primer caso es aplicable 
la geometría euclidiana relativamente a esas definiciones; en el 
segundo caso, no. 

ElNSTElN afirma que todas las definiciones dadas hasta aho- 
ra de los conceptos fundamentales del continuo espacio- tiempo, 
por medio de metros rígidos, relojes, rayos luminosos, trayec- 
torias de inercia, satisfacen a las leyes de la geometría eucli- 
diana y, respectivamente, del universo de Minkowski; pero 
sólo en limitadas, en pequeñas esferas, no en lo grande. Si los 
errores no han sido hasta ahora descubiertos, débese a lo peque- 
ños, casi insignificantes, que son. Para acudir a remediarlos 
ofrécense dos caminos: o bien se deja ya de definir la recta por 
el rayo luminoso, la longitud por el cuerpo rígido, etc., y se 
buscan otras realizaciones de los conceptos euclidianos funda- 
mentales, para poder atenerse al sistema euclidiano de sus co- 
nexiones lógicas, o se abandona la geometría euclidiana misma 
y se va al establecimiento de una nueva teoría general del es- 
pacio. 

Pero el primer camino no puede seriamente aconsejarse; 
eso lo ve fácilmente cualquiera que no sea enteramente pro- 
fano en la ciencia. Sin embargo, no puede tampoco demos- 
trarse que sea imposible de seguir. No decide en este punto la 
lógica, sino el tacto científico. No hay un camino lógico que 
de los hechos conduzca a la teoría. La ocurrencia, la intuición, 
la fantasía, son aquí, como doquiera, las fuentes de la labor 
creadora, y el criterio de la exactitud es la predicción profética 
de procesos futuros o aun no investigados. Que el lector ensaye 



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La teoría general de la relatividad 347 



la hipótesis siguiente: «el rayo luminoso, en el espacio cósmico 
vacio, no es el más recto que hay», y luego reflexione sobre las 
consecuencias de tal hipótesis; comprenderá entonces que Eins- 
tein no haya seguido el primer camino. 

Puesto que faltaba la geometría euclidiana, hubiera podido 
elegir otra geometría determinada no euclidiana. Existen tales 
sistemas de conceptos, construidos por Lobatschewski (1829), 
Bolyai (1832), Riemann (1854), Helmholtz (1866) y otros, 
que fueron inventados propiamente para ver si determinados 
axiomas de Euclides son necesarias consecuencias de los demás; 
si lo fueran, habría de llegarse a contradicciones lógicas al subs- 
tituirlos por otros axiomas. Pero elegir alguna de esas geome- 
trías especiales no euclidianas, para representar el universo 
físico, fuera remediar un daño con otro daño. ElNSTElN retro- 
cedió hasta el fenómeno humano de la física, la coincidencia 
espacial temporal, el suceso, el punto universal. 

7. La métrica del continuo espacio-tiempo. 

La totalidad de los puntos universales señalados es lo efec- 
tivamente determinable. El continuo espacio-tiempo de cuatro 
dimensiones carece de estructura en sí y por sí; las relaciones 
efectivas de los puntos universales en el, relaciones que el ex- 
perimento descubre, son las que le imprimen una determina- 
ción de medidas y una geometría. Tenemos, pues, en el mundo 
real, ante nosotros, las mismas circunstancias que acabamos de 
ver al considerar la geometría de las superficies. El método 
para tratarlas matemáticamente habrá de ser el mismo. 

Lo primero será introducir coordenadas gaussianas en el 
universo de cuatro dimensiones. Construímos una red de pun- 
tos universales señalados; esto significa que imaginamos el es- 
pacio lleno de materia en cualquier movimiento, de materia 
que puede revolverse y deformarse, pero que ha de conservar 
siempre su constante conexión, una especie de «molusco», 
como dice Einstein; en ella trazamos tres grupos de lineas que 
se entrecruzan y que numeramos, distinguiéndolas por medio 



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348 La teoría de la relatividad de E instein 



de las letras X, y, Z. En las esquinas de la red que asi va for- 
mándose imaginemos relojes, con una marcha cualquiera, pero 
tales que la diferencia de los datos t de los relojes próximos sea 
pequeña. El conjunto es, pues, un sistema de referencia sin ri- 
gidez, un «molusco de referencia». En el universo de cuatro 
dimensiones le corresponde un sistema de coordenadas gaussia- 
nas consistente en una red de cuatro grupos de superficies nu- 
meradas x, y, z, i. 

Todos los sistemas rígidos en movimiento son, naturalmente, 
especies particulares de esos sistemas que se deforman. Pero 
desde nuestro punto de vista general es absurdo introducir la 
rigidez como algo dado a priori. La separación de espacio y 
tiempo es también enteramente caprichosa; pues debiendo ad- 
mitirse que la marcha de los relojes es enteramente caprichosa, 
aunque constantemente variable, resulta que el espacio, como 
totalidad de todos los puntos universales «simultáneos», no 
tiene realidad física. Si elegimos otras coordenadas gaussianas, 
otros serán los puntos universales simultáneos. 

Pero las que no se alteran, al trasladarse de uno a otro 
sistema de coordenadas gaussianas, son las intersecciones de 
las líneas universales reales, los puntos universales señalados, 
las coincidencias espaciales temporales. Todos los hechos de la 
física, verdaderamente .comprobables, son relaciones cualitati- 
vas de situación entre esos puntos universales y, por tanto, per- 
manecen intactas aun cuando cambien las coordenadas de 
Gauss. 

Tal transformación de las coordenadas gaussianas, en el con- 
tinuo espacio- tiempo, significa el tránsito de un sistema de refe- 
rencia a otro deformado caprichosamente y en un movimiento 
cualquiera. La exigencia de no admitir en las leyes naturales 
nada más que lo que realmente sea determinable conduce, pues, 
a que las tales leyes deban ser invariantes con respecto a cuales- 
quiera transformaciones de las coordenadas gaussianas x t y, z, t 
en otras x\ y' z\ /'. Este postulado contiene evidentemente el 
principio general de la relatividad, pues entre las transformacio- 
nes de x, y, z, t hállanse las que representan el paso de un 



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• La teoría general de la relatividad 349 



sistema de referencia tridimensional a otro en movimiento 
cualquiera; pero formalmente va aún más allá, puesto que in- 
cluye deformaciones cualesquiera del espacio y del tiempo. 

Asi tenemos ya el fundamento de la teoría general del es- 
pacio; sólo en él es posible desenvolver la integral relatividad. 
Ahora se tratará de enlazar este método matemático con las 
reflexiones físicas que antes hemos hecho y que culminaron en 
el establecimiento del principio de la equivalencia. 

Ahora estamos ya, con relación al mundo cuatri dimensio- 
nal, en la misma situación que el agrimensor en el monte, 
cuando ya ha establecido su red de coordenadas, pero aun no 
ha empezado a medir el terreno con su cinta métrica. Debemos 
ahora buscar una cinta métrica de cuatro dimensiones. 

Puede servirnos el principio de la equivalencia. Sabemos 
que, eligiendo convenientemente el sistema de referencia, siem- 
pre es posible conseguir que, en un trozo bastante pequeño del 
universo, no haya campo gravitatorio. Hay infinitos sistemas 
de referencia tales que se mueven con movimiento rectilíneo 
y uniforme relativamente unos a otros y para los cuales son 
válidas las leyes de la teoría especial de la relatividad. Los me- 
tros y los relojes se conducen tal como dicen las transforma- 
ciones de Lorentz; los rayos luminosos y los movimientos de 
inercia (pág. 326) son lineas universales rectas. Dentro, pues, 
de ese pequeño trozo del universo, la magnitud 

G = s* = x* + y* + ¿* - c*l* 

es* una invariante de significación tísica inmediata. Si, en efec- 
to, la unión del punto cero O (que se admite en el interior del 
pequeño trozo del universo) con el punto universal P (x, y, Z, l) 
es una línea universal de espacio, entonces es 5 la distancia OP, 
en el sistema de referencia en que los dos puntos sean simultá- 
neos; si la línea universal OP es una línea de tiempo, entonces 
es s = ict, siendo / la diferencia de tiempo entre los sucesos OP, 
en el sistema de coordenadas en que ambos se verifiquen en 
el mismo lugar. Ya antes (VI, 10, pág. 317) hemos llamado 
a 5 la distancia cuatridimensional; es directamente mensurable 



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350 La teoría de la relatividad de Einstei* 

con metros y relojes, y, además, si se introduce la coordenada 
imaginaria u = ict, tiene formalmente el carácter de una dis- 
tancia eucli diana en el escario de cuatro dimensiones: 



El hecho de que la teoría especial de la relatividad valga 
en lo pequeño, corresponde exactamente a la aplicabilidad de 
la geometría euclidiana a pedazos suficientemente pequeños 
de una superficie cualquiera. Pero no es preciso que la geome- 
tría euclidiana, y respectivamente la teoría especial de la re- 
latividad valgan también en lo grande; no hace falta que haya 
lineas universales rectas, con tal de que haya lineas geodésicas. 

El posterior tratamiento del universo cua tridimensional sigue 



paralelo a la teoría de las superficies. Lo primero es medir las 
mallas de una red cualquiera de coordenadas gaussianas por me- 
dio de la distancia cuatridimensional s. Interpretaremos el pro- 
cedimiento en un plano xt de dos dimensiones (fig. 132). Una 
malla de la red de coordenadas es limitada por las lineas x = 3, 
X = 4 y / = 7, / = 8 (compárese figura 127 en la página 334). Los 
rayos luminosos que parten del punto intersección X = 3, / = 7 
corresponden a dos lineas universales que se cruzan y que, 
dentro de un espacio pequeño, podemos dibujar como rectas 
cortadas a 90 o . Entre esas lineas luminosas pasan las curvas 



$ = yfC = Vx" + y* + + m« • 




Fie. 132. 



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351 



hiperbólicas G = Hh i; corresponden al circulo que, en la geo- 
metría corriente, contiene los puntos de igual distancia z. 

Si trasladamos aqui la fórmula [87] de la teoría de las su- 
perficies obtenemos, para la invariante s, la expresión 

*• = g u *" + a git* u + g n u\ 

siendo x y u = ict las coordenadas gaussianas de un punto 
cualquiera P de la malla en cuestión. 

Si ahora ponemos, en lugar de u, ict, tenemos 

s* - gnX* + 2icg lt xt - c*g tt P, 

o con otra designación de los factores: 

s* = gnx 9 + ag tt xt + g n fl. 

Los 8 ív 8it y £as Uámanse factores determinativos de la medida 
7 pueden interpretarse directamente en sentido físico. Asi, por 
ejemplo, para / = o, s es igual a V g n x, es decir, V g u significa 
la longitud verdadera del lado espacial de la malla en el sis- 
tema de referencia en que esta inmóvil. 

En el universo de cuatro dimensiones, la distancia inva- 
riante s entre dos puntos, cuyas coordenadas gaussianas rela- 
tivas son X, y, Z, /, quedará representada por una expresión 
de la forma: 

[88] 5« = fe* + g n y* + g„z* + g„t* 

+ 2f„xy + 2g u XZ + 2g lt Xt 

+ *gt>y¿ + *gt*yt + *gu*t. 

Podemos llamar a esta fórmula el teorema de Pitágoras 
generalizado para el universo de cuatro dimensiones. 

Las magnitudes g n g u son los factores determinativos 

de la medida; tendrán, en general, distintos valores de malla en 
malla en la red de coordenadas. También tendrán valores dis- 
tintos si se eligen otras coordenadas gaussianas; pero estos va- 
lores están en relación con los primeros por medio de determi- 
nadas fórmulas de transformación. 



352 La teoría de la relatividad de E inste in 



8. Las leyes fundamentales de la nueva mecánica. 

Según el principio general de la relatividad, las leyes na- 
turales represéntanse por invariantes respecto de cualquier 
transformación de las coordenadas gaussianas, exactamente 
como las propiedades geométricas de una superficie son inva- 
riantes con respecto a cualesquiera transformaciones de las 
coordenadas curvas. La armazón de la teoría de las superficies 
constituíanla las lineas geodésicas. De igual modo, en el uni- 
verso cuatri dimensional, construiremos lineas geodésicas, es 
decir, lineas universales que forman la unión más corta entre 
dos puntos universales; en este caso la distancia entre dos pun- 
tos próximos ha de medirse por la invariante s. 

¿Qué significan las lineas geodésicas? Es claro que en te- 
rritorios tales que, merced a una conveniente elección del sis- 
tema de referencia, no tengan gravitación, esas lineas son rec- 
tas relativamente a ese sistema; las lineas universales rectas 
son, empero, ora de espacio (s^^o), ora de tiempo (5 2 <o) 
o lineas luminosas (s = o). Si se introduce otro sistema de coorde- 
nadas gaussianas, esas mismas lineas universales tórnanse ahora 
curvas; pero siguen siendo, como es natural, lineas geodésicas. 

De aquí se deriva que las lineas geodésicas han de repre- 
sentar precisamente los procesos físicos, que en la geometría y 
en la mecánica corriente son representados por lineas rectas: 
rayos luminosos y movimientos de inercia. Con esto hemos en- 
contrado la formulación que buscábamos para la ley de inercia 
generalizada, que comprende los fenómenos de inercia y de gra- 
vitación en una sola expresión. 

Si conocemos los factores determinativos de la medida 

g n f M relativamente a cualquier sistema de coordenadas 

gaussianas, para cada lugar de la red, podremos hallar las lí- 
neas geodésicas por puro cálculo. Si en un territorio no existe 
campo gravitativo relativamente al sistema de coordenadas 
considerado, entonces son 

[89] g 11 = ?n - gu - gu = - O, 

glt — ft*tl = fl* = gu m gt* — gu = °t 



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La teoría general de la relatividad 



353 



pues en tal caso redúcese la expresión general de la distancia 
(88) a 

s« = x« + y« + 2« - c 1 *». 

Si, pues, las g se apartan de esos valores, ello significa ese es- 
tado que en la mecánica corriente se caracteriza como campo 
gravitatorio; los movimientos de inercia son entonces no uni- 
formes y curvos, para explicar lo cual la mecánica corriente de 
Newton acude a la fuerza de atracción como causa. Las diez 
magnitudes g tienen, pues, una función doble: definen la 
determinación de la medida, las unidades de longitudes y tiem- 
pos; 2.°, representan el campo gravitatorio de la mecánica or- 
dinaria. Dicese: las g determinan el campo métrico o campo gra- 
vitatorio. 

La teoría de Einstein es, pues, una mezcla extraña y admi- 
rable de geometría y física, una síntesis de las leyes de Pitá- 
goras y de Newton. A tal punto llega por medio de una puri- 
ficación fundamental de los conceptos espacio y tiempo, qui- 
tándoles los añadidos que proceden de la intuición subjetiva, 
merced a la más completa relativización y objetivación que 
cabe pensar. Esta es la importancia y significación de la doc- 
trina nueva, para el desarrollo espiritual de la humanidad. 

La nueva fórmula de la ley de inercia no es, empero, mas 
que el primer peso de la teoría. Hemos introducido conceptual- 
mente las g; hemos reconocido en ellas el medio de describir 
matemáticamente el estado geométrico mecánico del univer- 
so relativamente a cualquier sistema de coordenadas gaussia- 
nas. Ahora es cuando se presenta el problema propio de la 
teoría. 

Deben hallarse las leyes según las cuales pueda determi- 
narse el campo métrico (las g), para cada lugar del continuo 
espacio- tiempo, relativamente a cualquier sistema de coorde- 
nadas gaussianas. 

Sobre las leyes sabemos, por ahora, lo siguiente: 

i.° Tienen que ser invariantes respecto de cualquier cam- 
bio de las coordenadas gaussianas. 

La teoría de la relatividad de Eikstbim. 23 



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354 La teoría de la relatividad de E inste in 



2.° Tienen que estar integramente determinadas por la 
distribución de los cuerpos materiales. 

Añádase a éstas una condición formal, que Einstein ha to- 
mado de la teoría ordinaria de la gravitación establecida por 
Newton. Si esta teoría se representa por ecuaciones diferencia- 
les, como teoría de seudoacción próxima, estas ecuaciones son, 
como todas las leyes físicas que a campos se refieren, del se- 
gundo orden; y habrá que pedir que las nuevas leyes de la gra- 
vitación, que son ecuaciones diferenciales para las g, sean igual- 
mente, a lo sumo, del segundo orden. 

Einstein ha conseguido derivar de estas exigencias las ecua- 
ciones del campo métrico o campo gravita torio. Hilberl, Klein, 
Weyl y otros matemáticos han colaborado en ello y han in- 
vestigado y establecido la estructura formal de las fórmulas 
de Einstein. Hemos de renunciar a comunicar aquí esas leyes 
y su funda mentación, pues no podría hacerse sin emplear la 
alta matemática. Basten algunas indicaciones. 

Sabemos, por la teoría de las superficies, que la curvatura 
es una invariante, con respecto a cualquier cambio de las coor- 
denadas gaussianas, la cual, por mediciones en la superficie 
misma, puede determinarse; recuerde el lector el hexágono de 
cuerdas. 

Por modo análogo pueden hallarse para el universo de cua- 
tro dimensiones invariantes que son directas generalizaciones 
de la invariante de curvatura en la teoría de las superficies. 
Pueden pensarse del siguiente modo, aproximadamente: de un 
punto P del mundo de cuatro dimensiones háganse partir to- 
das las lineas geodésicas que toquen a una superficie de dos di- 
mensiones que pase por P; estas líneas geodésicas llenan a su 
vez una superficie que podría llamarse superficie geodésica. 
Si en ésta se coloca un hexágono, cuyos lados y radios tengan 
la misma longitud cua tridimensional, este hexágono, en gene- 
ral, no encajará; la superficie geodésica es, pues, curva. Si por 
el punto P se orienta la superficie geodésica de distinto modo 
en el espacio cua tridimensional, variará la curvatura. La tota- 
lidad de las curvaturas de todas las superficies geodésicas por 



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La teoría general de la relatividad 355 



un punto proporciona un número de invariantes independien- 
tes. Si éstas son cero, las superficies geodésicas son planas y el 
espacio cuatri dimensional es euclidiano. 

£3j Si las invariantes se apartan del cero, esos apartamientos 
determinan, pues, los campos gravitatorios y deben depender 
de la distribución de los cuerpos materiales. Pero la masa de 
un cuerpo puede concebirse, según la teoría especial de la re- 
latividad (VI, 8, fórmula [83], pág. 299), como componente 
temporal de la impulsión, y es igual a la energía dividida por 
el cuadrado de la velocidad de la luz; la distribución de la ma- 
teria está, pues, determinada por ciertas invariantes de ener- 
gía-impulsión. Estas son las invariantes a las cuales hay que 
poner como proporcionales las invariantes de curvatura. El 
factor de proporcionalidad corresponde a la constante de gra- 
vitación (III, 3, pág. 78) de la teoría de Newton. Las fórmulas 
a que se llega así son las ecuaciones del campo métrico. Dada la 
distribución espacial- temporal de la energía y de la impulsión, 
pueden calcularse las g, y éstas, a su vez, el movimiento de los 
cuerpos materiales y la distribución de su energía. El conjunto 
es un sistema complicadísimo de ecuaciones diferenciales; pero 
esta complicación matemática está compensada por el enorme 
progreso conceptual, que consiste en su invariancia general. 
Pues ésta es la expresión de la integral relatividad de todos los 
procesos; el espacio absoluto queda definitivamente excluido 
de las leyes físicas. 

Debemos aún ocuparnos de una forma de expresión que, 
por lo común, escandaliza a los que no son matemáticos. Las 
invariantes del espacio tridimensional o del universo cuatri- 
dimensional, análogas a la curvatura de las superficies, suelen 
designarse también con el nombre de medida de curvatura; dí- 
cese de terrenos espacíales-temporales, donde esa medida es 
diferente de cero, que son «curvos». Contra esto se alza indig- 
nado generalmente el ánimo del indocto: «puedo representarme 
muy bien que en el espacio haya algo que sea curvo, pero que 
ti espacio mismo sea curvo es absurdo». Pero nadie pide que eso 
sea objeto de una representación; ¿puede nadie representarse 



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356 La teoría de la relatividad de E inste i n 



luz invisible y sonidos inaudibles? Si se admite que en esto fa- 
llan los sentidos y siguen valiendo los métodos de la física, 
habrá que decidirse a admitir lo mismo para la teoría del es- 
pacio y del tiempo. La intuición no percibe sino lo que se 
produce y se da efectivamente como proceso espiritual, merced 
a la acción concertada de procesos físicos, fisiológicos y psíqui- 
cos; la física no niega que eso que nos es efectivamente dado 
pueda interpretarse con gran exactitud según las leyes clási- 
cas de Euclides. Las desviaciones que la teoría de' Einstein 
anuncia son tan nimias, que sólo la extraordinaria precisión 
de la física y de la astronomía actuales puede manifestarlas. 
Pero existen, y si la suma de las experiencias conduce al resul- 
tado de que el continuo espacio- tiempo es no euclidiano, o 
«curvo», debe la intuición inclinarse ante el juicio del conoci- 
miento. 

9. Consecuencias y comprobaciones mecánicas. 

El primer cometido de la nueva física es demostrar que la 
mecánica y la física clásica es exacta con gran aproximación; 
pues de otro modo no podría comprenderse que dos siglos de 
incansable y cuidadosa investigación se hubieran satisfecho 
con ellas. El segundo problema es hallar desviaciones que sean 
características de la nueva teoría y puedan servir a compro- 
barla en la experiencia. 

¿Por qué la mecánica clásica es bastante para exponer todos 
los procesos terrestres y casi todos los procesos cósmicos de mo- 
vimiento? ¿Qué es lo que substituye a los conceptos del espacio 
absoluto y del tiempo absoluto, sin los cuales, según los princi- 
pios de Newton, no pueden explicarse los más sencillos hechos, 
como el péndulo de Foucault, las fuerzas de inercia y centrí- 
fugas? 

En el fondo, ya hemos contestado a estas preguntas al co- 
mienzo de nuestras explicaciones sobre el principio general de 
la relatividad. Allí (VII, 1, pág. 319) hemos establecido, como 
fundamento de la dinámica relativista, la afirmación de que 



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La teoría general de la relatividad 357 



en el lugar del espacio absoluto, como causa ficticia de proce- 
sos físicos, han de aparecer ahora masas lejanas como causas 
reales. El Cosmos en conjunto, el ejército de los astros, produce 
en todo lugar y en todo tiempo un determinado campo métrico 
o campo gravita torio; su constitución no puede enseñárnosla 
mas que una especulación de Indole cosmológica, como la que 
luego habremos de explicar (VII, IX, pág. 370). Pero, en pe- 
queño, eligiendo convenientemente el sistema de referencia, 
el campo métrico debe ser «euclidiano», es decir, que las tra- 
yectorias de inercia y los rayos luminosos serán lineas uni- 
versales rectas. Comparadas con el Cosmos, son, empero, las 
dimensiones de nuestro sistema planetario mismo harto peque- 
ñas; y por eso, si las referimos a un sistema de referencia ade- 
cuado, valen en él las leyes de Newton hasta donde el Sol o 
las masas planetarias no producen perturbaciones locales, que 
corresponden a las atracciones de la teoría de Newton. La as- 
tronomía enseña que semejante sistema de referencia, en el 
cual la acción de las masas de las estrellas fijas dentro de los 
limites de nuestro sistema planetario conduce a la determina- 
ción euclidiana de las medidas, está justamente en reposo re- 
lativo (o en movimiento uniforme y rectilíneo) respecto a la 
totalidad de las masas cósmicas y que, por tanto, las estrellas 
fijas, con referencia a ese sistema, hacen movimientos relati- 
vamente pequeños que en el centro se suprimen; una explica- 
ción de este hecho astronómico sólo puede darse aplicando los 
nuevos principios dinámicos al conjunto del Cosmos, lo cual 
será objeto de nuestros últimos capítulos. Ahora debemos ocu- 
parnos, ante todo, de la mecánica y la física dentro del sistema 
planetario. Y en tal caso, las teorías de la mecánica de Newton 
siguen casi intactas; pero hay que tener siempre en cuenta que 
el plano de oscilación del péndulo de Foucault no es fijo con 
respecto al espacio absoluto, sino con respecto al sistema de 
las masas lejanas y que las fuerzas centrifugas no se presentan 
en rotaciones absolutas, sino en rotaciones relativas a las masas 
lejanas. Además, es completamente lícito no referir las leyes de 
la física al habitual sistema de coordenadas, en el cual el campo 



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353 La teoría de la relatividad de Einstein 



métrico es euclidiano y no existe campo gravitatorio en el sen- 
tido corriente (hasta los campos locales de las masas planeta- 
rias), sino a un sistema que se halle en movimiento (o incluso 
que se deforme); pero en este caso manifiéstanse al punto cam- 
pos gravitatorios, y la geometría pierde su carácter euclidiano. 
La forma general de las leyes naturales sigue siendo la misma 

siempre; pero los valores de las magnitudes g lv g i2 g M 

que determinan el campo métrico o campo gravitatorio, son 
distintos en cada sistema de referencia. En esta ¡nvariancia de 
las leyes consiste la diferencia que separa la nueva de la anti- 
gua dinámica; en la antigua era posible, naturalmente, pasar a 
cualesquiera sistemas de referencia movidos (o deformados); 
pero las leyes naturales no conservaban entonces su forma; 
había formas de las leyes naturales que eran «las más sencillas», 
las que se tomaban en sistemas de coordenadas inmóviles en 
determinado espacio, en el espacio absoluto. En la teoría gene- 
ral de la relatividad no hay tales formas privilegiadas, que 
sean «las más sencillas», de las leyes naturales; a lo sumo, pue- 
den los valores numéricos de las magnitudes g n £34, que 

aparecen en todas las leyes naturales, ser particularmente sen- 
cillos o alejarse poco de tales sencillos valores, dentro de limi- 
tados territorios. Asi, la astronomía refiere sus fórmulas a un 
sistema de referencia que, dentro del pequeño espacio del sis- 
tema planetario, seria euclidiano si no existieran el Sol y los 

planetas, un sistema, pues, en que las g n g u tendrían los 

valores sencillos expresados en la fórmula [89] (pág. 352). Pero, 

en realidad, las g u g u no tienen esos valores, sino que en 

la proximidad de las masas planetarias aléjanse un poco de 
ellos, como luego explicaremos más detenidamente. Cualquier 
otro sistema de referencia (por ejemplo, uno en movimiento 
de rotación) en el cual las g n . . . .g^, aun sin masas planeta- 
rias, no tuvieran los sencillos valores de la fórmula [89], es, 
pues, en principio, tan legitimo como el otro. Esto nos auto- 
riza, si queremos, a volver al punto de vista ptolemaico de la 
Tierra inmóvil; ello significaría el empleo de un sistema de re- 
ferencia fijo en la Tierra, en el cual las f xl . . reciben va- 



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lores tales que correspondan al campo centrifugo de rotación 
con respecto a las masas lejanas. Desde la cumbre alta donde 
ha llevado Einstein a la fisica aparécennos ahora Ptolomeo y 
Copérnico con igual derecho; los dos puntos de vista dan las 
mismas leyes naturales, sólo que con distintos valores numéri- 
cos de las g n . . . .£ 32 > La elección de tal o cual punto de vista 
no depende de principios; es cuestión de comodidad. Para la me- 
cánica del sistema planetario, la concepción de Copérnico es, 
desde luego, la más cómoda. Pero es absurdo calificar de «fic- 
ticios», en oposición a otros producidos por masas próximas y 
calificadas de «reales», los campos gravitatorios que aparecen 
al elegir otro sistema de referencia; tan absurdo como es, en 
la teoría especial de la relatividad, la cuestión de la longitud 
«real» de una vara (VI, 5, pág. 278). Un campo gravitatorio no 
es en si ni real ni ficticio; no tiene significación alguna indepen- 
diente de la elección de las coordenadas, exactamente lo mismo 
que la longitud de una vara. Tampoco se distinguen los cam- 
pos en que unos sean producidos por masas y otros no; lo que 
sucede es que en un caso son, sobre todo, las masas próximas, 
y en el otro, solamente las masas lejanas del Cosmos. 

Contra esta teoría se han dado argumentos «de sentido co- 
mún»; entre otros, el siguiente: Supongamos un tren que choca 
contra un obstáculo; en el tren se producen grandes trastornos 
y ruinas; el proceso puede describirse de dos maneras: o bien 
se toma la Tierra (que aquí es considerada como inmóvil rela- 
tivamente a las masas cósmicas) como sistema de referencia y 
se hace responsable del desastre a la aceleración (negativa) del 
tren, o bien se elige un sistema de referencia fijo en el tren, 
y entonces, en el momento del choque, el universo entero da 
una sacudida y aparece un campo gravitatorio muy fuerte di- 
rigido paralelamente al movimiento primitivo; y ese campo 
gravitatorio produce los desperfectos en el tren. Pero entonces 
¿cómo es que no se derrumba igualmente la iglesia de la aldea 
vecina? ¿Por qué las consecuencias de la sacudida y del campo 
gravitatorio, unido a ella, no se hacen notar mas que en el 
tren, si, en efecto, son igualmente legitimas estas dos asercio- 



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360 La teoría de la relatividad de E i n ste i n 



nes: i. a , el universo está en reposo y el tren experimenta un 
frenazo; 2. a , el tren está en reposo y el universo experimenta 
un frenazo? La respuesta a la objeción es la siguiente: La igle- 
sia no se derrumba porque, al frenar el universo su movimiento, 
la situación relativa de la iglesia respecto a las masas cósmicas 
lejanas no es alterada; la sacudida que, visto el caso desde el 
tren, experimenta el universo entero alcanza por igual a todos 
los cuerpos, hasta las más lejanas estrellas, incluyendo tam- 
bién a la iglesia; todos esos cuerpos caen libremente en el 
campo gravitatorio, que se presenta al frenar el universo su mo- 
vimiento; sólo uno, el tren, es impedido en su calda libre por 
las fuerzas frenadoras. Pero los cuerpos que caen libremente 
compórtanse, con relación a los procesos interiores (como lo es 
el equilibrio de la iglesia sobre la tierra), exactamente igual que 
los cuerpos que van libremente, exentos de todo influjo exte- 
rior; no se presentan, pues, perturbaciones del equilibrio, y la 
iglesia no se derrumba. En cambio, el tren es impedido en su 
libre calda; de aquí nacen fuerzas y tensiones que dan lugar a 
las consecuencias destructoras. 

Apelar al «sentido común» en estos difíciles problemas es 
muy arriesgado. Hay partidarios del éter substancial que se 
oponen a la teoría de la relatividad porque no es bastante in- 
tuitiva, imaginativa, para su gusto. Muchos de éstos han re- 
conocido exclusivamente el principio especial de la relatividad, 
después que los experimentos, por modo univoco, hubieron 
decidido en su favor; pero todavía se rebelan contra el princi- 
pio general de la relatividad, porque les parece contrario al 
sentido común. A éstos dedica Einstein la reflexión siguiente: 
según la teoría especial de la relatividad, el tren que marcha 
con movimiento uniforme es un sistema de referencia tan legí- 
timo como la Tierra. ¿Lo admitirá asi el sentido común del 
maquinista? El maquinista objetará que él no calienta y en- 
grasa mas que la locomotora y no la «comarca» por que atra- 
viesa, y que, por tanto, la locomotora y no la Tierra debe 
ser la que, por su movimiento, patentiza el resultado de su tra- 
bajo. Semejante aplicación del «sentido común» llevada, en 



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La teoría general de la relatividad 



361 



último término, a la negación de todo sentido científico; pues 
¿de qué sirve— pregunta el sentido común del hombre ordina- 
rio—ocuparse de la relatividad o de los rayos catódicos, si tal 
actividad, evidentemente, no es propia para ganar dinero? 

Continuemos ahora considerando la mecánica celeste desde 
el punto de vista de Einstein, y pasemos a los campos gravita* 
torios locales, que, a consecuencia de existir masas planetarias, 
se asientan en el campo cósmico. 

No podemos extendernos mucho sobre estas investigaciones 
de Einstein, porque en ellas se trata principalmente de deduc- 
ciones matemáticas inferidas de las ecuaciones de los campos. 

El problema más sencillo es determinar el movimiento de 
un planeta alrededor del Sol. Lo más cómodo es partir del ya 
citado sistema de coordenadas gaussianas, en el cual, en la co- 
marca del sistema solar y en ausencia del Sol y de los planetas, 
el campo métrico sería euclidiano y no existiría campo gravi- 
tatorio alguno en el sentido corriente; ese sistema se caracte- 
riza porque, si no se considera la acción del Sol, las g u . . . . g M 
tendrían los valores de la fórmula [89] (pág. 352). Trátase, pues, 
de determinar cuánto las £n. . . .£34 se alejan de esos valores 
por causa de la masa solar; sirven para esto muy bien las ecua- 
ciones de los campos establecidas por Einstein, y se demuestra 
que admitiendo que la masa solar, y con ella también el campo, 
se propaga simétricamente en modo esférico, obtiénense ex- 
presiones muy determinadas y relativamente sencillas para las 

g n £34. Luego pueden calcularse las trayectorias de los 

planetas como lineas geodésicas de esa determinación de las 
medidas. Su curvatura, que en la teoría de Newton es conside- 
rada como efecto de la fuerza atractiva, aparece en la teoría 
de Einstein como consecuencia de la curvatura del universo 
espacio-tiempo, cuyas lineas geodésicas son. 

El cálculo da por resultado determinadas trayectorias pla- 
netarias, que son, muy aproximadamente, las mismas que en 
la teoría de Newton. Este resultado es admirable, si se recuerda 
cuán diferentes son los puntos de vista de que parten ambas 
doctrinas. Newton parte del espacio absoluto, engendro que 



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362 La teoría de la relatividad de Einstein 



no satisface a la critica del conocimiento, y de una fuerza des- 
viadora inventada ad hoc y provista de la extraña y notable 
propiedad de ser proporcional a la masa inerte. Einstein parte 
de un principio general que satisface las exigencias de la cri- 
tica del conocimiento, y no hace ninguna hipótesis especial. 
Aun cuando la teoría de Einstein no hiciera otra cosa que so- 
meter la mecánica de Newton al principio general de la relati- 
vidad, habrían de preferirla siempre quienes busquen en las le- 
yes de la naturaleza la armonía de la sencillaz suprema. 

Pero la teoría de Einstein hace más. Contiene, como ya 
hemos dicho, las leyes que Newton da de las trayectorias pla- 
netarias; pero las contiene aproximadamente; las leyes exactas 
son algo distintas, y la diferencia es tanto mayor cuanto más 
cercano al Sol se encuentra el planeta. Ya hemos visto, al es- 
tudiar la mecánica celeste de Newton (III, 4, pág. 78), que ésta 
falla justamente en el planeta más próximo al Sol, en Mercurio; 
queda sin explicar un movimiento del perihelio de Mercurio de 
43 segundos de arco por siglo. Precisamente esta cantidad exige 
la teoría de Einstein, que de esta suerte está comprobada de 
antemano por los cálculos de Leverrier. Este resultado es de 
extraordinario peso, pues en la fórmula de Einstein no entra 
ninguna constante nueva, arbitraria, y la «anomalía» de Mer- 
curio es una consecuencia tan necesaria de la teoría como lo es 
asimismo la validez de las leyes de Keplero para los planetas 
más lejanos del Sol. 

10. Consecuencias y comprobaciones ópticas. 

Además de estas consecuencias astronómicas, sólo se han 
encontrado hasta ahora algunos fenómenos ópticos que no 
eludan, por su pequeñez, la observación. 
' ■: Uno es el corrimiento hacia el rojo de las rayas espectrales de 
la luz procedente de astros de masa grande. En la superficie de 
éstos hay un campo gravitatorio muy fuerte, que altera la de- 
terminación de las medidas y es causa de que un reloj en él 
andarla más despacio que en la Tierra, donde el campo gravita- 



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La teoría general de la relatividad 363 



torio es menor. Pero disponemos de relojes tales en los átomos 
y moléculas de los gases; el mecanismo vibratorio en éstos es, 
de seguro, el mismo hállese la molécula donde se halle, y la du- 
ración de la vibración es, pues, igual en los sistemas de refe- 
rencia que tengan el mismo campo gravitatorio; por ejemplo, 
un campo igual a cero. 

Sea T la duración de la vibración en un espacio sin campo. 
Será entonces s = icT la distancia invariante que corresponda 
a los dos puntos universales constituidos por dos puntos con- 
secutivos de retroceso de la vibración, relativamente al sistema 
de referencia en donde el átomo está en reposo. En un sistema 
de referencia relativamente acelerado, en el cual hay un campo 
gravitatorio, s=icT estará dado por la fórmula [88], donde 
X, y f z caracterizan la posición del átomo y / el tiempo de vi- 
bración medido en ese sistema. Podemos poner x = y = Z = o, 
situando el punto cero de las coordenadas espaciales en el áto- 
mo mismo; entonces, 

= -c*T t = gnt % ; 

esto es, 

t-T—l 

Ahora bien; en el espacio sin campo es g ti = — c 9 (véase 
fórmula [89], pág. 352), y, por tanto, t = T. Pero en el campo gra- 
vitatorio es £ 44 distinto de — c'; por ejemplo, g M = — c % (x — y); 
la duración de la vibración está, pues, cambiada, y es igual a 



o, si la desviación y pequeña, aproximadamente (véase nota 
a la pág. 237): 

[90] f -r|i+-l). 

Esta es la diferencia en la marcha de dos relojes que se 
encuentran en dos distintos lugares, para los cuales la diferen- 



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364 La teoría de la relatividad de E instein 



cía del campo gravitatorio medido por g u tiene el valor re- 
lativo y. 

Puede saberse si y es positivo o negativo considerando un 
caso sencillo en el que la cuestión pueda resolverse directamente 
merced al principio de equivalencia. Ello se consigue para un 
campo gravitatorio constante, como el que existe inmediata- 
mente en la superficie de un cuerpo celeste. La acción de ese 
campo g puede substituirse por una aceleración del observador 
dirigida contra la atracción y de la misma cantidad g. Sea / 
la distancia entre el observador y la superficie del astro; una 
onda luminosa procedente del astro necesitará para llegar al 

observador el tiempo / = — , y el observador percibirá la onda 

c 

como si durante este tiempo él mismo hubiese realizado hacia 
afuera un movimiento acelerado con la aceleración g. En- 
tonces, al llegar a él la onda luminosa tendrá él la veloci- 
dad v = gt = ~- en la dirección del movimiento de la luz, por 

lo cual observará, según el principio de Doppler (fórmula [36], 
pág. 143), un número de vibraciones menor: 



el campo gravitatorio, hállase, en relación con el T = — , deter 
minado en el espacio sin campo, por el modo siguiente: 




o aproximadamente: 



Esta fórmula da, en general, la diferencia de marcha de dos 




Asi, pues, la duración de la vibración / = , observada en 



1 




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La teoría general de la relatividad 365 



relojes que se encuentran en un campo gravitatorio constan- 
te g a la distancia /. 

En el campo gravitatorio constante es, según esto, positiva 
ta magnitud y, que aparece en la fórmula [90], y cuyo valor es, 

2 gl 

según la fórmula [91], 7 = — — . La duración de la vibración 

c 

y, por tanto, la longitud de onda es, pues, aumentada por el 
campo, para una onda luminosa que marche contra la atrac- 
ción del campo gravitatorio. Este resultado puede trasladarse 
a la luz procedente de los astros; la magnitud v será positiva. 
Por donde resultará que todas las rayas del espectro estarán 
corridas hacia el rojo. Aun cuando este efecto es muy pequeño, 
su existencia se afirma hoy como muy verosímil tanto en el 
Sol como en las estrellas fijas. 

Podemos en este momento llenar un vacío que dejamos en 
otro lugar anterior (VI, 5, pág. 280); esto es, explicar entera- 
mente la llamada «paradoja de los relojes». Suponíamos dos 
observadores A y B, uno de los cuales permanece inmóvil en 
un sistema inercial (de la teoría especial de la relatividad), 
mientras el otro hace un viaje. Al regreso de B, el reloj de A, 
según la fórmula [69], anda adelantado respecto del de B en 

la cantidad — t, siendo / el tiempo total del viaje, medido en 

el sistema A; esta fórmula desde luego es sólo aproximada; 
pero basta para nuestros fines, si hacemos todos los demás 
cálculos con la correspondiente aproximación. 

Ahora bien; cabe considerar B como inmóvil; entonces A 
hace un viaje en la dirección opuesta. Pero no es licito concluir 
simplemente que ahora el reloj de B debe adelantar sobre el 
de A la misma cantidad, pues B no descansa en un sistema 
inercial, sino que sufre aceleraciones. 

Desde el punto de vista de la teoría general de la relatividad 
hay que atender a que, al variar de sistema de referencia, de- 
ben introducirse determinados campos gravitatorios durante 
los tiempos de aceleración. 

En la primera consideración hállase inmóvil A en un espa- 



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366 La teoría de la relatividad de Einsttin 



ció en el que domina la determinación euclidiana de las medi- 
das y no existen campos gravita torios; en la segunda conside- 
ración descansa B en un sistema de referencia en el cual al 
salir y al volver y al regresar A se producen campos gravita- 
torios de escasa duración, en los cuales A cae libremente, 
mientras que B es contenido por fuerzas exterio res. De estos 
tres campos gravitatorios, el primero y el último no tienen 
influencia alguna en la marcha relativa de los relojes de A y 
de B, pues éstos se encuentran en el mismo sitio al salir y al 
regresar, y una diferencia de marcha en el campo gravitatorio 
no se verifica, según la fórmula [91], mas que cuando los dos 
relojes están separados por una distancia /. Pero prodúcese, si, 
una diferencia de marcha cuando B da la media vuelta. Si ? 
es el tiempo que dura la media vuelta, y durante el cual, con- 
siderando B como inmóvil, existe un campo gravitatorio, en- 
tonces el reloj A que se encuentra en el campo g y a la distan- 
cia / del reloj B, adelantará sobre éste en una cantidad que, según 

la fórmula [91] (pág. 364), es muy aproximadamente ~?. 

Pero en los tiempos del movimiento uniforme de A, a los cua- 
les hay que aplicar el principio especial de la relatividad, ocu- 
rre lo contrario, esto es, que el reloj de A retrasa sobre el de B 
s» 

en la cantidad — /. Por tanto, en total, al regreso, el relo' 
2 

de A tiene sobre el de B un adelanto de 

C* 2 

Ahora bien; afirmamos que este valor coincide exactamente 
con el resultado de la primera consideración, cuando A era te- 

6» 

nido por inmóvil; esto es, que es igual a — t. 

2 

Pues como el observador en movimiento, al dar la media 
vuelta, pasa de la velocidad y a la velocidad — v, resulta su 
variación de velocidad, en conjunto, igual a 2V\ su acelera- 
ción obtendráse dividiendo por el tiempo empleado t, siendo, 



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La teoría general de la relatividad 



367 



2 V 

pues, g — — . Por otra parte, en el momento de dar la media 
vuelta, ha transcurrido ya la mitad del tiempo del viaje; la dis- 
tancia de los dos observadores es, pues, entonces f »- v~ • 

De aquí se infiere que gl = v* — , y 

T 

I1 T _1L, = 11,, 

C* 2 <* 2 2 

que era lo que se quería demostrar. 

La paradoja de los relojes descansa, pues, en una falsa apli- 
cación de la teoría especial de la relatividad, cuando es, en 
verdad, la general la que debe ser aplicada. 

Igual error comete la objeción siguiente, que sigue siempre 
haciéndose, aun cuando es trivial su explicación. 

Según la teoría general de la relatividad, un sistema de 
coordenadas que se halle en rotación respecto de las estrellas 
fijas, esto es, por ejemplo, un sistema fijo en la tierra, es igual- 
mente lícito que el sistema en reposo con respecto a las estre- 
llas fijas. En aquel sistema, empero, las estrellas fijas adqui- 
rirán enormes velocidades; si r es la distancia de una estrella, 

su velocidad será v m , siendo T la duración de un día. 

T 

Esta velocidad será igual a la velocidad de la luz C, cuando 

cT 

sea r = ; si se mide r con la unidad astronómica de longi- 

tud, que es el año de luz (i), habrá que dividir ésta por c • 365, 
si se pone T= 1 día. Así, pues, tan pronto como la distancia 

supere a años de luz, será la velocidad mayor que c. 

2 ir • 365 

Ahora bien; las más próximas estrellas fijas están a distancias del 
Sol que valen varios años de luz; por otra parte, la teoría de la 



(1) Un año de luz es la distancia que recorre la luz en un año {365 días); 
la velocidad de la luz es de 300.000 kilómetros por segundo. 



368 La teoría de la relatividad de E inste in 



relatividad afirma (VI, 6, pág. 283) que la velocidad de los 
cuerpos materiales tiene que ser más pequeña siempre que la 
velocidad de la luz. Aqui parece patente la contradicción. 

Pero ésta proviene solamente de que la proposición v<C.C 
está limitada a la teoria especial de la relatividad. En la gene- 
ral adopta la siguiente forma estricta: es posible siempre, como 
sabemos, elegir un sistema de referencia tal que en la inmediata 
vecindad de un punto universal cualquiera valga la geometría 
universal de Minkowski y sea, pues, la geometría eucli diana y 
no exista campo gravita torio, y tengan las g u £ 34 los va- 
lores de la fórmula [89] (pág. 352); con referencia a este sistema 
y en ese estrecho espacio es la velocidad de la luz c = 3 • 1o 10 
centímetros/sec, el límite máximo de todas las velocidades. 

Pero si esas condiciones no se cumplen; si existen campos 
gravita torios, naturalmente toda velocidad, tanto la de cuerpos 
materiales como la de la luz, puede tener un valor numérico 
cualquiera. Pues las líneas luminosas en el universo hállanse 
determinadas por G = 5 2 = o, esto es, limitándonos al plano xt, 
por 

s* = fu** + 2g u xt + g it fl = o; 

x 

de esta ecuación puede calcularse — , y ésta es la velocidad de 
la luz. Si, por ejemplo, g u = o, se saca de g n X* + SW * = o el 
valor — =1/ — -***- como velocidad de la luz, la cual depen- 

' f gn 
derá del valor que tengan g n y g u . 

Si tomamos de sistema de referencia la Tierra, existe el 

4**r 

campo centrífugo (III, 9, pág. 96) —ji~> 4 u *i en grandes dis- 
tancias, adopta valores inmensos; las g tienen entonces tam- 
bién valores que se alejan mucho de los euclidianos (fórmu- 
la [89]). Por tanto, la velocidad de la luz, para algunas direc- 
ciones del rayo luminoso, resulta mucho mayor que su valor 
ordinario c, y otros cuerpos pueden igualmente alcanzar veloci- 
dades mucho mayores. 



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La teoría general de la relatividad 



369 



En un sistema cualquiera de coordenadas gaussianas, no 
sólo será otra la velocidad de la luz, sino que los rayos lumi- 
nosos tampoco siguen siendo rectos. Sobre esta curvatura de 
los rayos luminosos se funda una segunda comprobación óptica 
del principio general de la relatividad. Las lineas universales 
de la luz son líneas geodésicas, lo mismo que las trayectorias de 
inercia de los cuerpos materiales, y, por tanto, cúrvanse en 
los campos gravita torios, lo mismo que éstas; sólo que la des- 
viación de la luz es mucho más pequeña a causa de su enorme 
velocidad. 

Compréndese esta desviación, sin teoría alguna, por el 
principio de equivalencia; pues en un sistema de referencia ace- 
lerado, todo movimiento rectilíneo uniforme aparece como cur- 
vado y no uniforme; debe, pues, suceder otro 
tanto para un campo gravitatorio cualquiera. 

Un rayo luminoso que, procedente de una 
estrella fija, pasa cerca del Sol es, pues, atraído 
por éste y recorre una trayectoria algo cóncava 
hacia el Sol (figura 133); el observador sobre la 
Tierra sitúa la estrella en la prolongación del 
rayo incidente, por lo cual le aparece algo des- 
viada hacia fuera. Este fenómeno no puede ob- 
servarse sino durante la breve duración de un 
eclipse de Sol, pues en otro momento los ra- 
yos solares hacen invisibles las estrellas fijas 
que se encuentran en su proximidad. 

El último eclipse de Sol tuvo lugar el 29 
de mayo de 19 19; los ingleses organizaron dos 
expediciones con el exclusivo objeto de deter- 
minar si se verifica o no el «efecto de Eins- 
tein». Una de ellas fué a las costas occidenta- 
les de Africa, y la otra al norte del Brasil, y 
trajeron una serie de fotografías de las estrellas que rodean al 
Sol. El resultado de la medición de las placas pudo conocerse 
el 6 de noviembre de 19x9 y significó el triunfo de la teoría de 
Einstein; la desviación predicha por Einstein, que debe ser 




Fie. 133. 



LA TEORÍA DB LA RELATIVIDAD D8 ElHSTHIN. 



24 



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370 La teoría de la relatividad de E inste in 



junto al Sol de 1,7 segundos de arco, existe en su pleno 
valor. 

Desde este resultado grandioso del profetismo moderno, 
puede considerarse la teoría de Einstein como una conquista 
definitiva de la ciencia. 

Nadie puede decir con seguridad si será o no posible en- 
contrar otros fenómenos observables que comprueben la teo- 
ría. Pero es verosímil que el arte de experimentar de los pró- 
ximos años o siglos supere al nuestro como el nuestro supera 
a los trabajos del tiempo de Newton; de suerte que es licito es- 
perar que la nueva teoría se encuentre cada día más en concor- 
dancia con la experiencia. 

xi. Macrocosmos y microcosmos. 

Ya hemos visto que la noción consecuente de las fuerzas de 
inercia como acciones reciprocas conduce necesariamente a 
aplicar la teoría al Cosmos entero. Trátase de comprender por 
qué el sistema de referencia, para el cual vale la métrica eucli- 
diana en el espacio del sistema solar, está justamente en reposo 
(o en movimiento de traslación) relativamente a la totalidad 
de las masas cósmicas. Pero, además, la observación de más 
remotos sistemas estelares, de estrellas dobles, enseña que allí 
ocurre lo mismo. Parece, según esto, como que el campo mé- 
trico determinado por la totalidad de las masas tuviese por 
doquiera el mismo carácter, salvo cuando le sobrevienen per- 
turbaciones locales por masas próximas. 

Siempre han sido las especulaciones sobre el universo un 
tema preferido de los ingenios fantásticos; pero también la as- 
tronomía científica se ha ocupado de tales problemas. Sobre 
todo, se ha tratado mucho la cuestión de si los cuerpos celes- 
tes son en número finito o infinito, y ha habido que decidirse 
en pro de lo primero; sólo podemos aquí dar una leve indica- 
ción de los fundamentos en que se apoya tal solución. Si los 
astros se hallasen repartidos en el espacio con bastante unifor- 
midad, y si su número fuese infinito, entonces el cielo entero 



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371 



deberla resplandecer en clara luz, porque entonces habría siem- 
pre una estrella en cualquier dirección que se mirase; a no ser 
que la luz, en su camino hasta nosotros, fuese debilitada y 
finalmente absorbida. Pero puede afirmarse, fundándose en muy 
fuertes razones, que no hay absorción de la luz en el espacio 
cósmico. Por tanto, habrá que pensar la totalidad de las estre- 
llas como una gigantesca aglomeración de astros que, o acaba 
de pronto, o, por lo menos, va poco a poco rarificándose de 
dentro a fuera. 

Pero esta representación plantea una grave dificultad, si 
partimos de la mecánica de Newton. ¿Cómo permanecen las es- 
trellas juntas? ¿Cómo es que no se pierden en la nada? Es sabi- 
do que todas las estrellas tienen velocidades considerables; pero 
están repartidas irregularmente en todas las direcciones, y no se 
observa indicio alguno de que el conjunto tienda a deshacerse. 

A esto se contestará: «la gravitación reciproca mantiene 
juntas a las estrellas». 

Pero esta respuesta es falsa. Hace tiempo que se conocen 
los métodos adecuados para resolver estos problemas. Son los 
métodos de la teoría cinética de los gases; un gas consta de innu- 
merables moléculas, que se mueven confusamente unas respecto 
de las otras y son conocidas las leyes de estos movimientos. 

Ahora bien; es claro que un gas que no se halla encerrado 
entre paredes sólidas se deshace al punto; la experiencia y la 
teoría coinciden en enseñar que un sistema de cuerpos no per- 
manece continuamente en cohesión, aun cuando los cuerpos se 
atraigan por fuerzas que actúen, según la ley de Newton, en 
proporción inversa del cuadrado de la distancia. 

El sistema de todos los cuerpos celestes debiera comportarse 
lo mismo que un gas, y no se comprende, por tanto, cómo es 
que no muestra tendencia alguna a perderse en el espacio cós- 
mico infinito. 

Einstein ha dado a esto una muy extraña respuesta: «Por- 
que el universo no es infinito.» Bien; pero ¿dónde están sus li- 
mites? ¿No es absurdo admitir que el universo esté «rodeado 
de una tapia»? 



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372 La teoría de la relatividad de E i n stein 



Pero limitado y finito no son términos idénticos. Imagínese 
la superficie de una esfera; ésta es, sin duda, finita, y, sin em- 
bargo, no tiene limites. Einstein afirma que el espacio tridimen- 
sional es lo mismo; puede, en efecto, afirmarlo, pues la teoría 
general de la relatividad admite una curvatura del espacio. 
Y llega así a la teoría siguiente del universo: si se prescinde de 
la distribución no uniforme de los astros y se substituye ésta 
por una distribución uniforme de las masas, puede preguntarse 
cuándo podrá tal distribución mantenerse permanentemente en 
reposo, según las ecuaciones de los campos gravitatorios. La 
respuesta dice asi: «La medida de curvatura del espacio tridi- 
mensional tiene que tener por doquiera un valor positivo cons- 
tante, como lo tiene la de una superficie esférica de dos dimen- 
siones.» Es evidente que sobre una superficie esférica un nú* 
mero finito de puntos de masa, apartándose unos de otros por 
su velocidad, extiéndense uniformemente y forman una espe- 
cie de equilibrio dinámico. Exactamente esto mismo debe acon- 
tecer en la distribución tridimensional de los astros. Einstein 
llega incluso a apreciar la magnitud que tiene la «curvatura del 
universo», merced a una hipótesis plausible sobre la masa total 
de los astros; pero, por desgracia, esa curvatura se manifiesta 
tan pequeña (i), que no hay esperanza, por ahora, de compro- 
bar empíricamente este audaz pensamiento. 

Si, pues, la curvatura del universo tiene por doquiera el 
mismo valor, sigúese entonces que el campo métrico tiene por 
doquiera el mismo carácter en el universo y que es euclidiano 
precisamente en aquel sistema de referencia que se halla en re- 
poso en la totalidad de las masas (o se mueve con respecto a 
ellas con movimiento rectilíneo uniforme). Esta proposición 
contiene el núcleo de los hechos que Newton quería exponer 
por medio de su doctrina del espacio absoluto. 

Todo intento de representarse este universo «esférico» finito, 



(i) Según una estimación de De Sitter, el «contorno del universo», 
esto es, la longitud de una linea universal geodésica que vuelve sobre si 
misma, es de unos cien millones de años de luz. 



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La teoría general de la relatividad 



373 



pero ilimitado, es naturalmente vano y tan imposible como el 
de conseguir una intuición de las curvaturas locales del univer- 
so en la proximidad de masas gravitantes. Y, sin embargo, tiene 
esta teoría consecuencias muy concretas. Imaginemos un teles- 
copio en el observatorio de Babelsberg dirigido hacia una de- 
terminada estrella fija; al mismo tiempo, en los antipodas, por 
ejemplo, en la ciudad australiana de Sidney, hay otro telesco- 
pio dirigido exactamente al lugar del cielo que está enfrente. 
Cabe pensar, según la cosmología de Einstein, que los observa- 
dores de los dos telescopios estén viendo una y la misma estre- 
lla, que es recognoscible acaso por un espectro característico. 
En realidad, asi como puede emprenderse un viaje alrededor 
del mundo tanto hacia el Este como hacia el Oeste, y realizarlo 
en ambas direcciones siguiendo uno y el mismo circulo máximo, 
asi también un rayo luminoso, en el universo esférico de Eins- 
tein podrá salir de la estrella, seguir una linea geodésica en 
ambas direcciones y llegar a la Tierra en direcciones opuestas. 

Hoy, estas consideraciones podrán quizá llamarse engendros 
de una fantasía desbocada; ¿quién sabe si dentro de pocos si- 
glos no llegarán a ser hechos empíricos, merced a un arte refi- 
nadísimo de observación? Seria temerario negar tal posibilidad. 
Ya hoy hay astrónomos muy serios que parten de la teoría del 
macrocosmos dada por Einstein para sus exactas investigacio- 
nes sobre las leyes de la distribución de las estrellas fijas. 

Mas también en el microcosmos, en el universo de los átomos, 
penetran las ideas de Einstein. Ya hemos tocado antes (V, 15, 
página 245) la cuestión de las notables fuerzas que impiden 
que un electrón o un átomo se deshaga. Ahora bien; éstos son 
aglomeraciones inauditas de energía en mínimos espacios; por 
tanto, han de ocultar en su seno enormes curvaturas de es- 
pacio o, dicho de otro modo, campos gravitatorios. Ofrécese el 
pensamiento de que éstos son los que mantienen juntos las car- 
gas eléctricas que tienden a separarse. 

Pero esta teoría se halla en sus comienzos y es dudoso si 
tendrá o no buen éxito. Por numerosas experiencias sabemos 
que en el mundo de los átomos imperan leyes nuevas, extrañas, 



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374 



La teoría de la relatividad de E inste i n 



en las cuales se expresa una armonía de números enteros que 
entendemos aún imperfectamente: la teoría llamada de los 
quanta, elaborada por Planck (1900). Aquí tiene la palabra la 
investigación futura. 

12. Conclusión. 

Ya conocemos, aunque sólo a grandes rasgos, la teoría del 
espacio y del tiempo establecida por Einstein. Hemos visto 
cómo se origina en las teorías físicas de sus predecesores, cómo 
un proceso claramente perceptible de objetivación y relativiza- 
ción conduce a través de las inextricables sendas de la ciencia 
hasta las más altas cumbres de la abstracción, que caracteriza 
hoy los conceptos fundamentales de las ciencias naturales exac- 
tas. La fuerza de la doctrina nueva viene de su origen experi- 
mental; es hija del experimento, y ha engendrado a su vez nue- 
vos experimentos que testimonian su valor. Pero lo que cons- 
tituye su trascendencia allende los estrechos limites de la in- 
vestigación particular es la grandeza, la audacia, la rectitud de 
los pensamientos. La teoría de Einstein representa una tenden- 
cia espiritual cuyo ideal es un sano equilibrio entre la Ubre fan- 
tasía creadora, la lógica critica y la paciente sumisión a los he- 
chos. No es una concepción del universo, si universo significa 
algo más que no sólo la multiplicidad espacio- tiempo de Min- 
kowski; pero a quien se sume amorosamente en su riqueza 
ideal le da indicios y le abre camino hacia una concepción del 
universo. Pues aun fuera de la ciencia es la consideración obje- 
tiva y relativa de las cosas una gran adquisición, una liberación 
de prejuicios, un gran salto que da la vida por encima de nor- 
mas cuya pretensión de valer en absoluto desvanécese ante el 
juicio critico del relativista. 



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ALBERTO EINSTEIN 



Si al lector no le ha faltado la paciencia necesaria para leer 
este libro, querrá de seguro saber qué hombre se oculta tras el 
pensador que tan grandes y audaces ideas ha engendrado. Es 
un hombre poco común; no un investigador envuelto en la red 
de sus pensamientos abstractos, sino un hombre lleno de vida 
y de interés por todas las cosas y acontecimientos del mundo, 
lleno de amor indecible a sus semejantes. Su vida exterior trans- 
currió sencilla. Nació en Ulm el 14 de marzo de 1879; pero pasó 
su niñez y estudió en Munich, adonde habíanse trasladado sus 
padres poco tiempo después de su venida al mundo. A los quince 
años pasó a Suiza, estudió en el Gimnasio de Aaran y en el 
Polytechnikum de Zurich, en donde siguió cursos de matemá- 
ticas y física. Fué allí maestro suyo Minkowski, sin que esos dos 
hombres, que más tarde habían de trabajar en la misma direc- 
ción, llegaran a intimar. Mucho tiempo después, cuando Eins- 
tein empezó a ser famoso, decíame Minkowski, en su pintoresco 
lenguaje: «] Nunca lo hubiera creído! jPero si en Zurich no sabía 
una jotal» 

Einstein seguía ya entonces su propio camino; me ha ase- 
gurado que el problema de la relatividad le cautivó desde el co- 
mienzo de sus estudios, y ya no dejó nunca más de pensar en él. 

Poco después de establecerse en Suiza hízose súbdito suizo, 
y ha seguido siéndolo; ama las costumbres democráticas de su 
patria electiva. Pero no se siente adscrito a ninguna nación, 
como verdadero servidor de la ciencia y ciudadano de la repú- 
blica de los espíritus. La lengua alemana, en que están escritos 



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376 La teoría de la relatividad de E inste in 



sus trabajos, inclúyelo más bien en el pueblo alemán que en 
cualquier otro. 

Cuando en 1902 hubo terminado sus estudios entró como 
ingeniero en la oficina federal de patentes de Berna. Allí hubo 
de informar patentes ganando un sueldo escaso. Durante estos 
años fué realizando en rápida carrera sus primeros grandes tra- 
bajos, que se referían a problemas fundamentales de la física 
molecular. El público no conoce a Einstein casi más que como 
creador de la teoría de la relatividad; pero hay pocas ramas de 
la física en las que no haya logrado aportar fundamentales con- 
tribuciones. Particularmente sus primeros trabajos sobre el mo- 
vimiento de Brown fueron el punto de partida para el resurgi- 
miento de la atomística que domina hoy en la física y la quími- 
ca. Luego vinieron los famosos trabajos sobre el principio espe- 
cial de relatividad, cortos de páginas, pero grandes de conte- 
nido. Al mismo tiempo adoptó la teoría de los guanta, de Planck, 
y formuló una ley de los guanta luminosos, que más tarde ha in- 
fluido notablemente en las más diferentes esferas de la física y 
la química, abriendo nuevos horizontes; su ley no ha cesado de 
hallar confirmaciones nuevas. 

En el Congreso de Física que tuvo lugar en Salzburgo en el 
año 1908 fué Einstein por vez primera el centro del mundo cien- 
tífico. Allí le conocí. Acababa yo de terminar mis estudios, y 
tuve la fortuna, en un período del más alto vuelo científico, de 
tratar íntimamente al hombre y al investigador que llevaba la 
dirección de tan grande movimiento. 

Habiendo la congregación de los doctos consagrado la labor 
de Einstein, fué llamado a la Universidad de Zurich como pro- 
fesor extraordinario. En 191 1 pasó como ordinario a Praga; 
pero ya en 19 12 volvió a Zurich a ocupar un cargo más impor- 
tante. 

Uníale con Max Planck, de Berlín, no sólo la comunidad de 
intereses científicos, sino una estrecha amistad personal. Planck 
y los demás físicos berlineses se esforzaron por atraer a Eins- 
tein. Consiguieron que le fuese otorgado un sillón en la Acade- 
mia de las Ciencias de Prusia, con bonísima dotación. En 19 14 



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Alberto Einstein 



377 



trasladóse a Berlín, y al mismo tiempo ocupó la dirección del 
Instituto de Física del emperador Guillermo. 

Durante la guerra, terminó en 19 15 la teoría de la relativi- 
dad, en la que había trabajado muchos años con extraordina- 
ria tensión de todas sus fuerzas. Poco después cayó gravemente 
enfermo. La tragedia de la guerra, que presenció consternado 
y lleno de horror, acaso contribuyera a su decaimiento físico. 
Cuando estuvo curado empleó su autoridad y sus numerosas 
relaciones en el extranjero para procurar reducir las oposicio- 
nes políticas, y cuanto pudo combatió toda animosidad y acri- 
monia. 

Las barreras infranqueables que la guerra alzara entre los 
pueblos impidiéronle tomar parte en los preparativos de las ex- 
pediciones que fueron durante el eclipse a comprobar su teoría. 
Habiéndole yo por entonces preguntado qué haría si no se pre- 
sentara el efecto vaticinado, contestóme con su tranquilidad in- 
conmovible: «Me asombraría mucho.» Creía en su doctrina, por- 
que le parecía casi evidente, y ha ganado su causa. Hoy es un 
hombre famosísimo, acaso el más conocido de los sabios alema- 
nes. Los físicos veneramos en él un descubridor que inicia un 
nuevo período de la investigación. 



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TABLA CRONOLOGICA 



Hacia 300 a. de J. C. Euclides. 
Hacia 150 a. de J. C. Claudio Pto- 
lomeo. 

98-54 a. de J. C. P. Lucrecio Caro. 



X473-I543 Nicolás Copérnico. 
1564-1642 Galiieo Galilei. 
1571-1630 Juan Keplero. 
1596- 1650 René Descartes. 
1 6 1 8- 1 663 Francesco María G r i - 
mal di. 

1625-1698 Erasmo Bertholíno. 
X629-1695 Christian Huyghens. 
1635-1703 Robert Hooke. 
1642- 1727 Isaac Newton. 

1644-17XO 01 af Romer. 

1646-1716 Gottfried Wilheim Leib- 
niz. 

1692-1762 James Bradley. 
1698- 1739 Charles Francois du Fay. 
1706- 1790 Benjamín Franklin. 
1715-1787 William Watson. 
1724-1804 Immanuel Kant. 
1724-1802 Franz Ulrich Theodor 
Alpinus. 

1731-1810 Hon. Henry Cavendish 
X733-1804 Joseph Priestley. 
1736- 1806 Charles Augustin Cou- 
lomb. 

1736- 18x3 Joseph Louis Lagrange. 

1737- X798 Luigi Galvani. 
1745- 1827 Alessandro Volta. 
1749-1827 Pierre Simón Laplace. 
1753-18x5 William Nicholson. 
1768- 1840 Anthony Carlisle. 
X773-1829 Thomas Young. 

1774- 1862 Jean Baptiste Biot. 

177 5- 1840 André Maria Ampére. 



1 775-1812 Etíenne Louis Malus. 
1777-X851 Hans Christian Oerster. 
1777-1855 Karl Friedrich Gauss. 
1781-1840 Simeón Denis Poisson. 
1781-1868 David Brewster. 

1785- 1836 Charles Louis Marie 

Henri Navier. 

1786- 1853 Francois Arago. 

1786- 1850 William Prout. 

1787- 1854 Georg Simón Ohm. 
1789- 1857 Augustin Louis Cauchy. 
1791-1841 Baptiste Félix Savart. 
179 1- 1867 Michael Farad ay. 
1791-1860 Christian Karl Josias 

Bunsen. 
179X-1841 Félix Ampére. 
1 793-1 841 Georg e Green. 
1793-1856 Nicolai Lobatschewski. 
1798- 1895 Franz Neumann. 

1801- 1892 Sir George Bidelt Airy. 

1802- 1860 Johann Bolyai. 

1803- 1853 Christian Doppler. 

1804- 1890 Wilheim Weber. 
1809- 1847 James Mac Cullagh. 
1809- 1858 Rudolf Kohlrausch. 
18XX-1877 Urbain Jean Joseph Le- 

▼errier. 
1814-1878 Robert Mayer. 

1818- 1889 James Prescott Joule. 

18 19- 1903 George Gabriel Stokes. 
1819-1868 León Foucault. 
1819-1896 Armand Hippolyte Louis 

Fizeau. 

1 82 1- 1 894 Hermann von Helm- 

holtz. 

1822- 1888 Rudolf Clausius. 
1824-1908 William Thomson 

(Lord Kelvin). 
x 824- 1887 Gustar Kirchhoff. 
1824-19x4 Johann Wilheim Hittorf. 



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Tabla cronológica 



379 



1826-1866 Bernhard Riemann. 

1 831- 1879 James Clerk Maxwell. 

1832- 1919 Sir William Crookes. 
1838- 19 16 Ernst Mach. 

1844- 1906 Ludwig Boltzmann. 
1845 Wilhelm Conrad Ront- 

gen. 

1848-1919 Roland Barón Eótvós. 
1848-1901 Henry A. Rowland. 

1849 Félix Klein. 

1850 Eugen Goldstein. 

1851 Sir Oliver Lodge. 
1852-19x4 John Henry Poynttng. 

1852 Albert Abraham M i - 

chelson. 

1853 Hendrik Antoon Lorentz 



18 57 Joseph John Thomson. 

1858 Max Planck. 

1862 Philip Lenard. 

1862 David Helbert. 

1863 Alexander Eichenwald. 
1864-1909 Hermann Minkowski. 
1865 Friedrich Paschen. 
1865 Heinrich Rubens. 
1866-1912 P. N. Lebedew. 

1868 Arnold Sommerfeld. 

1868 Gusta v Mié. 

X870 Gordon Ferríe Hull. 

1871 Ernest Rutheríord. 

1871 Walter Kaufmann. 

1875 Max Abraham. 

1879 Albert Einstein. 



LISTA DE NOMBRES 



Abraham, 233, 234^ 23^ 245, 295, 
Aepinus, 172. 
Airy, 161. 
Ampére, 193. *o8. 
Arago, lili HAi l S 2 i 2 4 2 
Aston, 305. 

Bartholino, 108. 
Belopolski, 146. 

Biot, x83j 193, I94i *9S> Mi 201. 

214, 217, 224, 230. 
Bjerknes, m. 
Bohr, 296. 
Boltzmann, 2ü8. 
Bolyai, 347. 
Bradley, lio. 
Brewster, Il8. 

Carlisle, 178. 
Cauchy, 118, 126, 134. 
Cavendish, 173. 
Clausius, I34> 186. 203. 

Copérnico, 22, 23, 24, 25, 72. 
Coulomb, 173, 176, 184, 189, 196. 
20 3. 

Mac Cullagh, 13S. 208, 210. 

Descartes, 105. 

Doppler, i_29j 14^ lA5i lA*i 

242, 309, 312. 
Du Fay, 167. 

Ehrenhaft, 223. 

Eichenwald, 218, 306. 

Einstein, 9i 10, 14. »5. 26, 40. 81. 
86, 94. M9, 163, 16.S. 2ii, 234, 
246, 248, 249, 251, 252, 259^ 262, 
263 a 269. 270 a final. 

Eótvós, 55. 



Euler, 113. 

Euclides, 20, 70, 314, 315, 329 a 
332, 339 a final. 

Faraday, 172, 176 a 183, 187 a 200, 

204. 215, 220, 224. 
Fitz-Gerald, 242, 271, 273. 
Fizeau, 112, 153, 158. 
Foucauld, 98, 112, 113. 
Franklin, 170. 

Fresnel, 11^ 122^ 124, 134, 153, 156 
a 165, 213, 225 a 228, 309. 31a. 

Gal íleo, 24, 25, 41, 67, 69, 71, 81, 86, 
9JB» L°9_i Uli M 2 ! 162, 262, 288, 
„ 3 . 12, 

Galizin, 146. 
Galvani, 176. 
Gauss, 245, 33? a 3S6. 
Glitscher, 296. 
Goldstein, 146. 
Gray, 167. 

Green, 118^ 134^ 174. 
Grimaldi, 106. 

Helmholtz, 63, 134 , 203. 220. 347. 
Hertz, 203, 209, 2x1 a 222, 227, 240. 
Hilbert, 303 • 
Hittorf, 220. 

Hoek, I32i 2 * 2 - 
Hooke, 105. 
Hull, 300. 

Huygens, 105 a IQ9- 

Joule, 63, 183. 

Kant, 3Ü 342. 
Kaufmann, 234. 

Kelvin (Lord). W. Thomson, 210. 



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Lista de nombres 



381 



Kepler, 25, 26, 69 a 74, 78, 73, 3é*« 
Kirchhoff , 134^ iM, 
Kohlrausch, 186, 196, 204, 207. 

Lagrange, 118. 
L aplace, 118, 174. 
Lebcdew, 300. 
Leibnitz, 12. 
Lenard, 221 , 
Leverrier, 8o, 362. 
Lobatsckewski, 347. 
Lodge, 241. 

Lorentz, 219, 223 a 23». 234, 240 
a 249, 261, 286. 295, 306 a 308, 

310. lia, HTi 349- 
Lucrecio, 104. 

Mach, 100. iql 
MaJus, 118. 123. 

Maxrell, 136, 148, 172, 186, 192 a 
212, 216, 224 a 228, 262, 296, 306. 
Mayer, 63^ 

Michelson, iip^ 165, 235 a 241, 249, 

271. 
Mic, 303. 

Millikan, 223, 233. 
Minkowski, 4J^ 90, 257, 262, 306, 
3X3 a 318. 3 2 9> 33J_. 346. 

Navier, 118. 12IL 

Neumann, 134, 186. 203. 

Newton, 12, i¿, 26, 36, 39, 67 a ioi. 
113, 118, i27i L3A 167, 172, 17^, 
«84, 228, 234. 246, 252, 31^ 3i ), 
323. 326, 352 a final. 

Nichols, 306. 

Nicholson, 178. 

Noble, 244. 

Oersted, 183^ 133, 135. 



Ohm, 181, 182, 202. 

Paschen, 296. 
Planck, no. 296, 376. 
Plücker, 22a. 

Poisson, 120. 126. 134. 174. 
Poynting, 300. 
Priestley, 173. 
Prout, 3 OS- 
Ptolomeo, 2ij 

Pitágoras, 314, 335 * 3J9, 35L 

Riemann, 186, 203, 332, 347- 
Ritx, 241, 247. 
Rómer, 109, no. 228, 277. 
Róntgen, 217, 218, 226, 29»;, 296, 

304, 306. 
Rowland, 215. 
Rubens, 2ü8_ 
Rutherford, 304. 3Q.S- 

Sararí, 183, 10^ 134, 155, 214^ 217, 

224, 230. 
De Sitter, 242. 372. 
SommerfeJd, 122. 296. 
Snellius, iog. 
Stark, 145. 

Stokes, 134, 152. 161. 213. 240. 

Thomson J. J., 220, 223, 230. 
Thomson W. Lord Kelvin, 210. 
Trouton, 244. 

Volta, 176. 

Watson, I7Q. 

Weber, 186, 196. 203, 207. 
Wilson, 219, 226, 306. 

Young, 113, Il8. 124. 



INDICE 











INTRODUCCION! 






17 




17 




18 




18 


















II. Las leyes fundamentales de la mecánica clasica.... 


*7 




.. 27 




99 




.. 36 




37 




. 40 




41 




43 




■ 44 




45 




47 




.. 49 




52 




.. 56 








63 




.. 97 




67 


2. Ley newtoniana de la atracción 


7i 




74 




• 78 



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Indice 



383 



Pátinas. 







81 






84 






86 






92 






94 


IV. 


Las leyes fundamentales de la óptica 


103 




i. El éter 


103 






104 






IOQ 




4. Conceptos fundamentales de la teoría ondulatoria. Inter- 






5. Polarización y transversalidad de las ondas luminosas.. 


XI3 
121 






I2 5 






136 






139 






146 






«59 




11. Recapitulación y nueva perspectiva 


162 


V. 




167 






167 






176 






181 






183 






187 












196 






200 






204 






209 




11. Teoría de Hertz soDre los cuerpos en movimiento 


212 






219 






228 






235 






840 


VI. 


El principio especial de la relatividad de Einstein. .. 


251 






a 5 i 




a. La cinemática de Einstein y las transformaciones de 






3 Exposición geométrica de la cinemática de Einstein . . . 


».S9 
262 






270 






275 






»a 






288 






297 






306 






313 



y Google 



384 La teoría de la relatividad de E i n ste i n 



Páginas. 



VII. La teoría general de la relatividad de Eiwsteiw 319 

1. Relatividad en movimientos cualesquiera 319 

2. El principio de equivalencia 323 

3. La geometría euclidiana es inaplicable 329 

4. La geometría en superficies curvas 332 

5. El continuo de dos dimensiones., 339 

6. Matemática y realidad 342 

7. La métrica del continuo espacio-tiempo 347 

8. Las leyes fundamentales de la nueva mecánica 352 

9. Consecuencias y comprobaciones mecánicas 356 

10. Consecuencias y comprobaciones ópticas 362 

11. Macrocosmos y microcosmos 370 

12. Conclusión 374 

Alberto Einsteiw 375 

Tabla cronológica 378 

Lista de nombres 380 



2 9 8 3 



317223 



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C05M5M23fl 




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