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Full text of "Las veladas del tropero; cuentos pampeanos"

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THE LIBRARY 
THE UNIVERSITY 
OF TEXAS 


LAS VELADAS DEL TROPERO 


BIBLIOTECA DE «LA NACION» 


GODOFREDO DAIREAUX 


LAS VELADAS 
DEL TROPERO 


CUENTOS PAMPEANOS 


Y 


BUENOS AIRES 


Imp. de La Nación. —Buenos Aires 


INDICE 


M 

Prólogo ..oooromono... aii AAA 9 
El -BUoy COTÑOÍA (coccion ET 13 
El Poncho de vicuña ................ O 24 
El Alambrado de don Cornelio ....... cas a 87 
La Pulpería modelo ......ooooo........ as : 48 
El Sobrante.............o..o... A AA 2 57 

UL POLEO OOO daa As 67 

La Bombilla de plata........ A 78 
CuerocurtidO...... ...oooooooooocomoooomooo. O 87 

Don Oalixto, el dadivoso...... es OR 96 
Las Huascas de Timot80 ..........oo .oooooo.oo.o.. e 106 

La Estancia del dormilóa .............oooooooo» ....o.oo.o .. 117 
La Piedra de afilar ........... +....o..oo ..ooooo... aio 129 
El Hombre que hacía lloyer............ ..... ES 140 
ELOJO BlAdOP risa A a E 148 
Los Huevos de avestrQaZ ...........o.ooooocoococomomonsaroso 159 
El Hombre del facón.......ooooocoocccrccorccrocarcorc..o . 168 
Las Brutalidades de Plácido ............ooociooooomomooo.oo 178 
La Olla de Gabino. ........ A 185 
Siempre CONfÍ0rM8 ..........ooo..oo. A EE A 199 
Las Hazañas del Travieso. ..........oo.oooo.oo oooononomoo»oso 310 
Las Botas: do DOMO vemoss A A 219 
El Rebenque de Agapito.......o.oooorooomoonorcrroomas»os. 228 
Vivir como Un C0Ad8 ....ooooocoooocroccrrnoononconnros2ssso 286 
Quien UÑA, VIVO idiota s 216 
E: Idilio de Lorenzo.........o..oooocooccrcccrrrosonsoo”o 256 
La Guachita ....... .. NS id .. 967 
El Gaucho del gategdo ............ CN o... 2h 
La Guitarra encantada..........oooooooo.oo.. is . 286 
El Rancho de los hechizos ......o...o.oo.oo ooooomomcpomosoo 299 


Suerte PoligrosA ica iia 310 


A EDUARDO SIVORI 


PRÓLOGO 


¡ Miren que sabía de cosas ese hombre !... 

Vecino del Azul, desde cuando era pueblo fronte- 
rizo, capataz de un resero, durante veinte años, ha- 
bía recorrido con él, incansablemente, toda la Pam- 
pa del sur, y de todo lo visto, oído ó6 adivinado en 
sus viajes, le daba por sacar unas historias tan inte- 
resantes, tan lindas, que conseguía mantener des- 
piertos á los compañeros toda la noche, si así lo exi- 
gla la seguridad de la hacienda. 

Gracias á él, siempre encontraba su patrón peo- 
nes para sus arreos, con menos trabajo y á menor 
precio que cualquier otro tropero ; pues todos sabían 
cuán lindo era viajar bajo sus órdenes, y se le ofre- 
clan, de todas partes, los aficionados. No ignoraban 
que para el trabajo, nadie era más delicado, y que 
más de una noche tendrían que pasar en vela, pero 
también sabían que la velada, se la pasarfan—fuera 
de sus horas de ronda,—escuchando alguna historia 
entretenida ó alguna conseja maravillosa, de esas que 
hacen olvidar al más pobre las asperezas de la vida, 
arrebatan en sueños dorados al más desgraciado y 
borran, por un rato, de su memoria la más triste 


a 1 9 


realidad ; capaces hasta de infundir calor de abriga- 
do hogar á las espaldas, azotadas por el viento, del 
peón acurrucado en la paja mojada, bajo el poncho 
empapado. 

Toda alma ingenua necesita cuentos, lo mismo 
que toda criatura necesita leche; alimento liviano 
y sutil de la primera edad, que mantiene sin cansar. 
Y por esto es que todos los pueblos primitivos han 
tenido sus leyendas, sus fábulas, sus relaciones de 
aventuras, de viajes extraordinarios, de combates he- 
roicos, de amores célebres; sus tradiciones mitoló- 
gicas, sus historias milagrosas, religiosas ó proíanas ; 
y nuestro capataz seguramente pensaría que, como 
cualquier otro, bien podría el gaucho tener los suyos. 

Por lo demás, era cosa de creer que hubiese ten1- 
do ocasión de comunicar personalmente con algunos 
seres sobrenaturales, de los muchos que existen en la 
Pampa, y que éstos le habían confiado sus secretos, ' 
pues bien se conocía, al oirlo, que no eran menti- 
ras lo que estaba contando. $1 bien en sus cuentos 
solían aparecer personajes harto misteriosos y suce- 
der acontecimientos incomprensibles para cierta gen- 
te, no tenía esto nada de extraño, pues todos sab2n 
que hay en la Pampa muchas cosas ocultas y seres 
invisibles cuyos actos nadie podría explicar, pero que 
tampoco nadie puede negar. 

No se puede asegurar que, de vez en cuando, no 
agregase ú la verdad algo de lo suyo; pero, ¿quién 
no comprenderá que, en las largas horas de ronda 
y de arreo, puedan nacer en el alma embelesada por 
los misteriosos conciertos del nocturno silencio pam- 
peano y por los maravillosos espectáculos de la na- 
vuraleza ó sobreexicitada por las grandiosas y terri- 
bles manifestaciones de sus repentinas Iras, mil fign- 


a Y 


ras extrañas, de dudosa realidad quizá, pero que la 
imaginación cree verdaderas? 

Por lo menos, ninguno de los auditores nunca se 
hubiera atrevido á dejar entender á ese hombre que le 
quedara una sombra de duda por todo lo que él na- 
rraba, de miedo de perturbar la palpitante relación y 
de cegar, quizá para siempre, el fantasmagórico ma- 
nantial de sus invenciones ingeniosas. 

¿Invenciones? ¡ Claro! ¿Quién, sino él, las con- 
tó jamás ? 

Lo que, inconscientemente, por lo demás, gusta- 
ba sobremanera á su auditorio es que en todos los 
cuentos sólo actuaban personajes netamente criollos, 
en ambiente pampeano puro. Otros que él, por su- 
puesto, les habían, á veces, alrededor del fogón, con- 
tado cuentos prodigiosos, pero en ellos hablaban de 
reyes y de principes, de reinas y de princesas, de 
monstruos y de bellezas encantadas, de tesoros fa- 
bulosos y de pedrerías, como si jamás hubiese ha- 
bido en la llanura gente de esa laya, ni mayores 
riquezas que modestos aperos de plata y buenos ca- 
ballos. Los santos y la Virgen peleaban, en ellos, á 
menudo, con Mandinga, y siempre lo vencían y lo 
maltrataban ; ¡como si hubicran sido mejores gau- 
chos que él y le hubieran podido enseñar á domar y 
á manejar el lazo! 

Cantidad de otros personajes, procedentes quién 
sabe de dónde, cruzaban por aquellas historias, di- 
vertidas, sin duda, pero con un tufo exótico que im- 
pedía que ni por un momento se pudiese creer en su 
veracidad. ¿Qué necesidad había de ir á pedir pres- 
tados seres y figuras, hadas y genios, espíritus y fan- 
tasmas á todos los países habidos y por haber, te- 
niéndolos en la Pampa, criollazos, innumerables y lo 


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más dispuestos á responder en el acto á su evoca- 
ción ? 

¡ Y qué lindamente los evocaba nuestro tropero !... 

Sucedió que, una noche, después de haber dejado 
con tres hombres la tropa que conducía, de novillos 
tan ariscos que no se atrevía la gente á prender un 
cigarro, de- miedo de asustarlos, se había agachado 
con los demás peones entre las pajas, para contarles 
un cuento. Y apenas empezaba, cuando se vieron re- 
lucir en las tinieblas los ojos redondos de los mismos 
novillos del arreo, 'que rodeaban, inmóviles y silen- 
ciosos, al grupo y escuchaban al narrador con pro- 
funda atención. 


G. D. 


THE LIBRARY 
THE UNIVERSITY 
: DF TEXAS 


LAS VELADAS DEL TROPERO 


EL BUEY CORNETA 


—«aNunca falta—dice el refrán,—un buey cor- 
neta» ; y la verdad es que, tanto entre la gente como 
entre la hacienda, nunca falta quien trate de llamar 
sobre si la atención, aunque no sea más, muchas ve- 
ces, que por un defecto. 

A pesar del refrán, don Cirilo, en su numeroso 
rodeo de vacas, y entre los muchos bueyes que slem- 
pre tenía para los trabajos de su estancia, Ó para ven- 
der á los chacareros, no tenía, ni había tenido j jamás, 
ningún buey de esa laya. Tenía para con ellos anti- 
patía instintiva, y cuando, por un capricho de la na- 
turaleza ó por algún accidente, uno de esos anima- 
les salía Ó se volvía corneta, en la primera oportuni- 
dad lo vendia ó lo hacía carnear. 

Y por esto fué que, una mañana, al revisar su 
rodeo, extrañó ver entre sus animales un magnífico 
buey negro, con una asta torcida.—¿De dónde habrá 
salido éste ?—pensó,—y aproximándose á él, para mi- 
rarle la marca, se quedó estupefacto al conocer la su- 
ya propia, admirablemente estampada y con toda ni- 
tidez en el pelo renegrido y lustroso del animal. 


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— 114 — . 


Y la señal, de horqueta en una oreja y muesca de 
atrás en la otra, confirmaba la propiedad. 

Quedó don Cirilo caviloso, tratando de acordarse 
en qué circunstancias podría haberlo perdido, y sobre 
todo, de adivinar por qué casualidad podía haber 
vuelto á la querencia un buey de esa edad, que se- 
guramente faltaba del rodeo desde ternero. No pudo 
hallar solución y quedó con la pesadilla; pesadilla, 
al fin, fácil de sobrellevar. 

Y siguió ocupándose de lo que tenía que hacer en 
el rodeo, es decir, de «agarrar carne», lo que para 
don Cirilo, significaba carnear alguna res bien gorda, 
vaca, vaquillona ó novillo, poco importaba, con tal 
que no fuera de su marca. Y como los campos toda- 
vía no estaban en ninguna parte alambrados, nunca 
dejaban de ofrecerse al lazo animales de la vecindad. 

Echó pronto los puntos á una vaquillona gorda, 
en la cual ya, dos ó tres veces, se había fijado, y des- 
prendiendo el lazo—pues le gustaba operar él mis- 
mo,—la anduvo apurando con un peón para que sa- 
liera del rodeo. Ya estaban en la orilla, cuando la 
vaquillona, dándose vuelta de repente, se vino á arri- 
mar al buey corneta que, lo más pacificamente, esta- 
ba allí, rumiendo y mirando con sus grandes ojos 
indiferentes y plácidos. 

Al dar vuelta para seguirla, el caballo de don Ci- 
rilo resbaló y pegó una costalada tan rápida, que, sl 
no hubiera sido éste buen jinete, sale seguramente 
apretado. —. 

Volvió á montar y á perseguir ; pero sólo fué des- 
pués de unas chambonadas, como nunca le habia su- 
cedido hacerlas, que logró enlazarla ; y ya se 1ba acer- 
cando el capataz para degollarla, cuando reventó el 
lazo, haciendo bambolear el caballo, mientras que la 


vaquillona, muy fresca, se mandada mudar trotan- 
do, con la cola parada en señal de triunfo, llevándose 
la armada en las aspitas, y la mitad del lazo á la 
rastra. 

Derechito se fué adonde estaba parado el buey 
corneta, como para contarle las peripecias por que 
acababa de pasar, y el buey parecía escucharla con 
interés, mirando con sus grandes ojos indiferentes 
por el lado de don Cirilo, quien, apeado en medio 
de los peones, contemplaba con rabia los restos de 
su lazo trenzado, sin poder explicar cómo se había 
podido cortar semejante huasca con el esfuerzo de 
un animal tan. pequeño. 

Renunció por ese día á carnear la vaquillona, y 
volviendo á las casas, entró en el corral de las ove- 
jas, las que todavía no se habían soltado por el mu- 
cho rocío; arrinconó la majada en una esquina del 
corral, y con el cinchón quiso enlazar un animal cu- 
ya señal cantaba claramente que era de un vecino. 
Pero era día de tan mala suerte, que el cinchón, no 
se sabe cómo, detuvo por el. pescuezo un capón de 
propiedad del mismo don Cirilo, mientras el otro 
disparaba brincando. | 

Don Cirilo, ya disgustado por demás, se contentó 
con lo que, sin querer, había agarrado, y sacando 
afuera del corral el capón de su señal, lo degolló, re- 
negando. 

Al levantar la cabeza, vió á cien metros de él 
al buey corneta, que, mirándolo con sus grandes ojos 
indiferentes, comia, con mil precauciones para no 
pincharse, y con toda la atención de un goloso que 
prueba un bocado elegido, la alcachofa de uno de los 
pocos cardos de Castilla que, todavía escasos, creclan 
cerca de las poblaciones. 


O 1 E 


Don Cirilo, al ver el animal, volvió 4 pensar que 
presentaba éste un caso singular de vuelta á la que- 
rencia, sobre todo, que, estando gordo, y siendo, co- 
mo parecía, muy manso, era extraordinario que no 
hubiese encontrado por allá quien lo aprovechase para 
toda una rica serie de pucheros. Pero de ahí no pasó 
en sus reflexiones, y se fué para su casa, dejando que 
los peones desollasen la res sacrificada. 

El día siguiente, don Cirilo, apenas en el rodeo, 
vió, detrás del buey corneta, la vaquillona que le ha- 
bía valido una rodada y la pérdida de un lazo. 

No tuvo necesidad esa vez de echarla del rodeo 
para poderla enlazar, pues ella le ganó el tirón, y 
mientras el buey corneta miraba á don Cirilo con 
sus grandes ojos plácidos, éste echó á correr con dos 
peones para alcanzarla. Pero el animal parecía gal- 
- go; en sy vida don Cirilo había visto disparar tan li- 
gero, correr tanto tiempo y dar tantas vueltas, nin- 
gún animal vacuno ; sin contar que ya que iba cer- 
niéndose en su cabeza la armada traidora, como re- 
lámpago, daba media vuelta, cayendo el lazo en el 
vacio, Ó bien se paraba de golpe, dejando que pasase 
por delante. Nunca, ninguno de los gauchos allí pre- 
sentes había visto cosa igual, y no dejaba de empezar 
á cundir entre ellos cierta sospecha que les hacía á 
veces errar el tiro adrede. Don Cirilo, sin embargo, 
acabó por meterle lazo, y la. pudieron degollar. Pero 
era carne tan cansada, que durante cuatro días, todo 
el personal de la estancia—menos un peón viejo que 
prefirió no comer más que galleta—y toda la fami- 
lia de don Cirilo, incluso él por supuesto, que había, 
comido más que ninguno, todos anduvieron enfer- 
mísimos y como envenenados. 

Para desquitarse, don Cirilo cortá el cuero de la 


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vaquillona, y aunque fuera algo delgado, pudo sacar 
de él muchos cabestros buenos, que hacían justamen- 
te mucha falta en la estancia. Pero salió tan fofo 
el cuero, que bastaba que se atase un caballo con 
uno de los dichosos cabestros para que lo cortase y 
se mandase mudar ; y costó esto tres ó cuatro recados, 
desparramados entre los cañadones por caballos que 
dispararon ensillados. Iba saliendo cara la vaquillona. 

El'buey corneta, él, seguía comiendo con precau- 
ción alrededor de las casas las alcachofas espinosas de 
los cardos de Castilla, mirando con sus grandes ojos 
indiferentes á don Cirilo, cada vez que con él se en- 
contraba. 

Una mañana de neblina cerrada, que don Cirilo 
había salido solo, no se sabe á qué diligencia miste- 
riosa, de repente dió con el buey corneta. Entre la 
espesa gasa de la cerrazón, le pareció enorme el ani- 
mal; y su silenciosa masa, sus grandes ojos indife- 
rentes clavados en los suyos, hicieron sobre don Ci- 
rilo, emparedado á solas con él entre la flotante hu- 
medad de la neblina, una impresión de tan invenci- 
ble inquietud, casi de terror, que por poco le hubiera 
dado explicaciones, como á un juez, para excusarse, 
y demostrarle que tampoco los vecinos eran santos, 
pues á menudo le pegaban malones, comiéndole las 
mejores vacas y los capones más gordos. 

Al tranco, pasó cerca del buey corneta, sin que 
éste se moviera ni dejara de mirarlo con sus ojos, que 
de grandes, parecian los de la conciencia ; hasta que, 
enojándose contra sí mismo, contra el buey, y contra 
las ideas locas que éste le había hecho brotar en la 
cabeza, quiso don Cirilo emprender otra vez la carre- 
ra hacia el punto de cita que había indicado á su 
gente para llevar á cabo la diligencia misteriosa á que 


LAS VELADAS.—2 


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iba. Pero en este momento, el caballo hundió la ma- 
no de modo tan terrible en una cueva de peludo, que 
antes que pudiera pensarlo, estaba tendido en el sue- 
lo don Cirilo, como cualquier maturrango, y con la 
muñeca recalcada. 

Tuvo á la fuerza que descansar unos cuantos días, 
durante los cuales, más de una vez, pasó por su me- 
moria la figura del buey corneta, enorme, renegrido, 
con su mirada, fatídica. Y como, justamente, mien- 
tras se estaba acordando de él, le viniera el capataz 
á avisar que, desde dos días, faltaban del campo, sin 
que se les pudiera encontrar en ninguna parte, unos 
caballos ajenos que, desde mucho tiempo ya, se te- 
nían para los trabajos más penosos, don Cirilo no pu- 
do dejar de exclamar que ya, para él, sin duda al- 
guna, el buey era algún mandado de Mandinga. 

—De otro modo—dijo,—¿cómo será que desde 
que anda por mi campo, sin que se sepa de dónde 
ha salido, no se puede carnear á gusto ni utilizar 
un ajeno? 

Y entre sí resolvió que no pasarían muchos días 
sin que le viera el cuero al revés al maldito animal, 
y esto, á pesar de ser de su marca. 

Mientras tanto, y como las malas mañas nunca se 
van así no más, en un abrir y cerrar de ojos, ya que 
se le compuso la mano lo bastante para poder tra- 
bajar, pensó en contraseñalar unas diez ó doce ovejas 
ajenas que, desde días atrás, andaban mixturadas con 
su majada. Eran de una vecina, viuda, con bastantes 
hijos y comadre de don Cirilo; de una mujer que, si 
le hubiera pedido cualquier servicio, se lo hubiera 
prestado, no sólo con gusto, sino hasta sacrificándo- 
se, pero la tentación de apropiarse animales ajenos 


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era para don Cirilo tan fuerte, que ni en este caso 
la resistió. 

Y mientras trataba de modificar artísticamente 
la señal de la primera oveja que encontró á mano, 
se le resbaló el pie, no se sabe cómo ; el animal sacu- 
dió la cabeza y don Cirilo se plantó la punta del 
cuchillito de señalar en la mano izquierda. Se levan- 
tó, echando pestes, y al aproximarse á la puerta del 
corral para ir á las casas á hacerse curar la herida, 
casi tuvo, para pasar, que hacer retirar al buey cor- 
neta, que plácidamente, se rascaba la paleta contra 
un poste. 

No dijo nada don Cirilo, pero miró al buey como 
para matarlo con los ojos. 

Y con todo, no se atrevió á dar orden de carnearlo ; 
y, cosa quizá más rara, durante ocho días, pareció 
no acordarse que hubiera ajenos en el rodeo y en la 
majada, y. mandó carnear de la marca del estableci- 
miento. El capataz y los peones extrañaban, por su- 
puesto, pero no tanto como se hubiera podido creer, 
porque también ellos le tenían singular recelo al 
corneta negro. 

La carne le pareció algo dura á don Cirilo duran- 
te una temporada, y vigiló—lo que antes nunca ha- 
bía soñado en hacer, —que su señora no la dejase 
malgastar en la cocina, lo que le valió el excelente 
resultado de acostumbrarla á evitar desde entonces 
todo derroche. 

No hubiera sido muy prudente, en esos días, de 
parte del capataz, el pedirle huascas nuevas, pues lo 
mismo que la carne, parecía que los cueros hubieran 
tomado un valor extraordinario. 

Cuando se le hubo sanado la herida, y pudo vale 


A Mo 


al rodeo, lo primero que buscó fué, por supuesto, el 
buey corneta ; pero tuvo, para verlo, que mirar lejos 
en el campo. Andaba solo entre las pajas y parecía 
tener pocas ganas de acercarse. 

Don Cirilo lo contempló largo rato, y el fruto 
de sus reflexiones fué, sin duda, que, estando tan 
retirado el testigo indiscreto de sus hazañas, se po- 
día, sin inconveniente, carnear algún ajeno, pues em- 
pezó á buscar la presilla del lazo. No la pudo des- 
prender ; parecía endurecido el cuero, y ya, mirán- 
dolo con sus grandes ojos indiferentes, estaba á su 
lado el buey corneta. 

—¡ Brujo maldito ! —rezongó don Cirilo ; pero en- 
lazó una vaca vieja de su marca. 

De vuelta á las casas, despachó un chasque á su 
comadre, avisándola que en su majada tenía algunas 
ovejas de ella ; y pasaron días y días sin que le vi- 
niera la idea—por lo menos al parecer,—de carnear 
ningún animal que no fuera de él. Durante todo este 
tiempo, dió la casualidad que ni una sola vez se en- 
contrara con el buey corneta, ni en el campo, ni en 
el rodeo. ¡ Qué cosa particular ! y aunque fuera suyo, 
no tenía gana alguna de volverlo á encontrar. No le 
tenía miedo, por supuesto, pero se encontraba, como 
quien dice, más á gusto sin él. 

—Mejor, hombre, mejor ; que no haces falta nin- 
guna por aqui—decía entre sí don Cirilo. 

Pero una mañana que, justamente iba á acabarse 
la carne en casa, como andaba cruzando por el campo 
en un fachinal espeso, salió disparando delante de él 
una vaquillona gorda de la hacienda de su vecino 
don Braulio. Desató el lazo, y apurando el caballo, 
ya la iba á alcanzar, cuando, pesadamente, entre dos 


O y 
cortaderas, se levantó, como un monumento, el enor- 
me buey corneta, renegrido é impasible. 

—4 Al diablo !—exclamó don Cirilo,—con el in- ' 
truso ;—y recogiendo.el lazo, se volvió para su casa. 
Nada dijo á nadie, pero desde ese día, nunca permi- 
tió que se carnease sino de su marca; y aseguran 
que, desde entonces, no volvió á ver al buey corneta, 
en su campo. 

Y pasaron así unos meses, firme don Cirilo en su 
buena resolución, pero renegando siempre de los ve- 
cinos que seguían, ellos, aprovechando las ocasiones. 
Particularmente, su antigua víctima, don Braulio, 
quien parecía mantenerse únicamente de la hacien- 
da de don Cirilo. 

Un día que había mandado pedir rodeo ú¿ ese 
vecino, para ver si apartaba los animales de su pro- 
piedad antes que se los comiese todos, le llamó in- 
mediatamente la atención al entrar entre la hacienda, 
un buey corneta renegrido, metido entre ella. No tu- 
vo la menor duda que fuera el famoso buey de su 
marca que tan buenos y contundentes consejos le ha- 
bía dado ; pero quedó muy perplejo. ¿Lo llevaría, ya 
que era de su marca, Ó lo dejaría, no más, como 
olvidado? Y pensándolo, se aproximó al animal, mi- 
rándole maquinalmente el anca. Se quedó profunda- 
mente sorprendido : el buey llevaba, perfectamente 
pintada, la marca de don Braulio. 

Como quien no quiere la cosa, le dijo entonces 
á éste don Cirilo : 

—¡ Qué lindo buey obscuro! lástima que sea cor- 
neta. 

—: Hombre !—contestó don Braulio, — me pasa 
con ese animal una cosa singular. Lio he visto apa- 
recer de repente en mi rodeo, sin poder averiguar 


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hasta el día de hoy, de dónde me sale ese buey con 
mi marca y mi señal, y sin que me pueda acordar 
cuándo ni cómo lo habré perdido. No me acuerdo 
haber tenido jamás un animal de esa laya. 

Fingió admirarse don Cirilo, pero guardó para sí 
sus reflexiones. 

Como un mes después, ni quizá tanto, recibió de 
don Braulio un chasque, avisándole que en su rodeo 
había una punta de animales que se habían mixtu- 
rado con los suyos y que haría bien de venirlos á 
apartar. 

Si don Cirilo no hubiera visto el buey corneta en 
la hacienda de don Braulio, quizá se hubiera muer- 
to de admiración en presencia de caso tan inaudito ; 

¡ mire quién, para semejante aviso ! pero la presencia 
del buey corneta en el campo de don Braulio todo 
se lo explicaba.—Le habrá sucedido lo mismo que á 
mi—pensó ;—y habrá tenido que acabar por rendirse. 

Había acertado. Don Braulio, cansado de pegar 
rodadas, de reventar lazos, de cortarse con el cuchi- 
llo, de enfermarse con carne cansada, y todo, siem- 
pre con anuencia, al parecer, del buey corneta, se 
había convencido de que no había más remedio, para 
no verlo más, que dejar de carnear ajenos. 

Y así lo había hecho, y ya se iba retirando el 
buey, alejándose cada vez más del rodeo y de las 
casas, hasta que desapareció del campo. 

Cuentan que así fué pasando de estancia en es- 
tancia, durante largo tiempo, el buey corneta rene- 
grido, siempre cambiando de marca, sin que se le 
pudieran conocer las anteriores ; admirándose los due- 
ños de ver de repente aparecer en su hacienda este 
extraño animal tan desconocido, ú pesar de ser de 
su propiedad, y poco á poco se volvieron todos los 


AE 4, TN 


vecinos de aquellos pagos tan delicados para la car- 
ne ajena como si hubieran vivido en las costas del 
Gualichú, en tiempo de Rosas. 

No hay duda que el mismo buey corneta sigue 
en alguna parte, haciendo de las suyas. Muchos creen 
que anda ahora muy cerca de la cordillera ; otros di- 
cen que en la Pampa ; no falta quien lo haya visto 
en el Sur, ni tampoco quien haya oido hablar de él 
en el Norte. ¡ Vaya uno á saber por dónde anda !... 
Pero lo mejor es evitar su presencia y no hay cosa 
más fácil. 


7 


EL PONCHO DE VICUÑA 


Un gaucho muy viejo y muy pobre, viendo apro- 
ximarse el fin de sus días, llamó á sus tres hijos y 
les dijo : 

—Me queda poco tiempo que vivir; como no ten- 
go más que ese poncho de vicuña que sea de'algún 
valor, quiero que pertenezca después de mi muerte 
al que lo haya sabido utilizar mejor. Saldrán ustedes 
por turno, llevándoselo ; irán lo más lejos que pue- 
dan por el campo, y después de una semana justita 
cada uno, volverán y me contarán en detalle lo que 
hayan hecho. 

Jacinto, el mayor, hombre ya de treinta años, 
un perdido que se había pasado toda la vida matre- 
reando por todas partes, salió, al día siguiente, á las 
tres de la tarde, con caballo de tiro, el poncho de 
vicuña terciado en el brazo y rumbeó al poniente. 

No se daba muy buena cuenta de lo que había 
querido decir el viejo al hablar de «utilizar» la man- 
ta de vicuña, pero poco costaba probar y, como por 
otra parte, la manta era de precio, y con ella puesta 
era fácil darse corte, iba con la idea de lucirse en 
algunas reuniones, hasta acabar los pesitos que lle- 
vaba, y después volver á casa. 

Siendo el día muy templado, no se puso el pon- 


cho sino á la oración, cuando empezó á refrescar, y 


—%-— 


poco después llegaba á un rancho donde pensaba pe- 
dir licencia para hacer noche. Llamó al palenque ; 
contestó una voz y salió á la puerta una mujer. El 
gaucho le pidió permiso para desensillar, y como es- 
peraba la contestación para apearse, vió que la mu- 
jer, asombrada, primero, espantada después, tem- 
blando se dirigía hacia su marido, ocupado en el 
patio en componer un apero. Vino éste, miró hacia 
el palenque, y con un gesto de fastidio, exclamó : 

—Pero mujer zonza, ¡ si no hay nadie ! 

—¿Cómo nadie dijo entonces en voz alta Ja- 
cinto. 

Y al oirle empezó también á temblar el marido, 
teniendo fuerza apenas para preguntar : 

—¿ Quién habla ? 

El gaucho, sospechando que algo pasaba que no 
se podía explicar les dijo : 

—Pero, ¿no me ven ustedes ?—y la contestación, 
después de corta vacilación, fué la disparada rápida 
del matrimonio, y su desaparición en el rancho cuya 
puerta se cerró con estrépito. 

Quedó Jacinto vacilando por largo rato ; y quitán- 
dose el poncho para cerciorarse de lo que sospechaba, 
llamó otra vez. La puerta del rancho se entreabrió 
despacio, y con el susto todavía pintado en la cara, 
le dió el dueño de casa las buenas tardes. Jacinto, 
sin bajarse, le pidió un jarro de agua, y mientras se 
lo iba á buscar el otro, rápidamente se volvió á po- 
ner el poncho. En este mismo momento, el puestero, 
siempre desconfiando, se daba vuelta para mirarlo, 
y seguramente vió algo estupendo, pues tiró el jarro 
al suelo y el balde en el pozo, y de un salto se en- 
cerró y se atrancó en el rancho. 

Jacinto se alejó, sabiendo ya que el poncho de 


—A— 


vicuña era prenda de inestimable valor, pues al po- 
nérselo en los hombros, quedaba uno invisible. 

Para probar mejor y de un modo más práctico 
su virtud, se fué de un galope hasta la pulpería próxi- 
ma, donde todavía había mucha gente, y sin qui- 
társelo, entró en el despacho. Fué como si no hubie- 
ra entrado nadie; pues ninguno le hizo caso, ni lo 
miró, ni le habló. Por la puerta interior pasó hasta 
el mostrador, vació el cajón, llenándose el tirador con 
el dinero en presencia del patrón y de los mozos que 
ni siquiera se movieron ; y, sin que un perro ladrara 
ni lo detuviera nadie, volvió al palenque, desató su 
caballo y se fué al tranco. 

Y empezó á dar rienda suelta á sus malos instin- 
tos hasta entonces sofrenados por el temor al castigo. 
Pareciéndole asegurada la más completa impunidad, 
se volvió Jacinto terrible azote para toda la comarca. 

Robó de puro gusto, sin necesidad ; mató fami- 
lias enteras con el único objeto de burlarse de los 
desesperados esfuerzos de la policía para dar con los 
asesinos. Amanecían quemadas en una sola noche 


tres Ó cuatro casas en la vecindad, quedando los ne-. 


gociantes arruinados y las familias sin hogar ; el es- 
tanciero encontraba en los galpones muertos sus ani- 
males más finos, desjarretado su mejor toro, mala- 
mente herido 'algún parejero de valor. 

Todos acudían á la policía, acusándola de negli- 
gencia y hasta de complicidad. Contaban horrores 
de lo que pasaba, refinamientos de crueldad hacia 
cristianos y animales, como si una bandada “de ti- 
gres se estuviera cebando en esos pagos. 

Y, todo, sin que nadie pudiera dar el dato más 
vago sobre la filiación de alguno de los bandidos que 


EE > 1, ER 


tantas tropelías cometían, ni siquiera el menor indi- 
cio que pudiera facilitar en algo las indagaciones. 

Uno solo pudo decir algo ; fué el puestero á quien 
Jacinto una tarde había pedido un jarro de agua, 
desapareciendo súbitamente de su vista, al ponerse 
en los hombros un poncho de vicuña que llevaba en 
el brazo. Pero, por supuesto, al oir el cuento, todos 
se echaron á reir y lo trataron de loco. 

Pasaron algunos días, un siglo para los vecinos 
aterrorizados, sucediéndose las desgracias repentinas 
como en tiempo de las más sangrientas guerras, lle- 
nándose la campaña de ruinas y de lutos. 

Por suerte, ya tocaban á su fin las hazañas del 
extraño malhechor. 

Estando por vencer el término fijado por el padre 
para la vuelta, pensó Jacinto que mucho más segu- 
ro sería quedarse con el poncho maravilloso que de- 
volverlo al viejo para que lo probasen sus hermanos ; 
y aunque tuviera la convicción de haberlo utilizado 
como ninguno de ellos sería seguramente capaz de 
. hacerlo, mejor le pareció no arriesgar la parada y 
guardárselo. 

Y el mismo día en que hubiera debido volver á 
casa del padre, se fué con la manta puesta á una 
gran pulpería, donde siempre se solía juntar mucha 
gente, quedándose allí sin que nadie lo viera, en es- 
pera del momento en que sin peligro, podría reno- 
var su provisión de pesos. 

Iban á dar las tres, hora en que había salido con 
el poncho, una semana antes, y el juego estaba en su 
apogeo, cuando entró el puestero que lo había visto 
desaparecer de tan misteriosa suerte, al ponerse la 
manta. 

Jacinto, al ver á este hombre, el único que pu- 


a) - : A 


diera conocerlo si se le antojara quitarse el poncho y 
volverse visible, sintió irresistible deseo de deshacerse 
de él, y abalanzándose, cuchillo en mano, le tiró 
un terrible puntazo. Por suerte, el puestero, interpe- 
lado en ese mismo momento por un amigo, se daba 
vuelta, de modo que sólo recibió la puñalada en el 
brazo. Gritó, al sentirse herido; al mismo tiempo, 
daban las tres, y Jacinto no pudo renovar la embesti- 
da, embargados que fueron sus movimientos en los 
pliegues del poncho, arrancado con violencia inaudita 
de sus hombros por una mano invisible, sin que lo 
pudiera detener más que un ratito ; pero este rato fué 
lo suficiente para que la concurrencia viese desapa- 
recer por los aires la prenda maravillosa; y quedó 
él, azorado, á la vista de todos, con el cuchillo en- 
| sangrentado en la mano, sin fuerza para usarlo. 

El puestero herido ya lo había conocido y denun- 
ciado en un grito de terror ; y todos bien convencidos 
esta vez de que el pobre no era loco, y de que tenían 
por fin agarrado el tigre asolador de la comarca, lo 
mataron á puñaladas. . 

Mientras la historia del poncho de vicuña se difun- 
día con mil comentarios en toda la campaña, la pren- 
da mágica había vuelto sola á manos de su dueño. 
El viejo comprendió que su hijo mayor había malo- 
grado su suerte y dejándose de quejas inútiles y de 
advertencias contraproducentes, Entrego la manta ú 
su segundo hijo, Honorio. | 

Este salió, ignorando, lo mismo que Jacinto, la 
virtud del poncho de vicuña ; pero lo mismo que él, 
pronto pudo conocerla por la observación de algunos 
detalles que le llamaron la atención. Había salido 
con tropilla, llevando el poncho en el brazo, y los 
animales iban perfectamente arreados. Cuando re- 


frescó, se puso el poncho y ya la tropilla empezó á 
darle mucho trabajo, pues era como sl los caballos 
no le hubieran hecho caso. Dejando maneada la ye- 
gua y la tropilla arrollada, se dirigió hasta una casa 
de negocio situada como á diez cuadras ; y por el ca- 
mino se fijó en que los teru-teros, aunque casi los 
pisase, no se levantaban, ni le gritaban ; que de una 
majada que estaba allí paciendo, no se movió ni una 
sola oveja cuando pasó, y que ni los mismos perros le 
hacían caso, pues ni uno de ellos ladró cuando llegó. 

Algo sorprendido, se apeó en el palenque y ató el 
caballo, mezclándose con la gente que allí estaba. 

Había varios conocidos de él; pero vió que nin- 
guno lo miraba, ni le hablaba, lo que le pareció por 
demás singular. Empezó á sospechar que la manta de 
vicuña, celosamente conservada por su padre, ten- 
dría alguna virtud desconocida, y saliendo al patio, 
se la quitó, para ver. Los perros, en el acto, empe- 
zaron á ladrar ; dos ó tres gauchos miraron quién lle- 
gaba ; uno de ellos lo conoció y lo saludó, y todas 
estas circunstancias casi le quitaron las dudas que 
aun le quedaban sobre el valor de la prenda. 

Para quedar dil todo seguro de la suerte que le 
había tocado, aprovechó un momento en que nadie 
lo miraba para volverse á poner el poncho ; y apro- 
ximándose á un grupo de gauchos que jugaban á la 
taba, perfectamente conoció que ninguno de ellos 
lo veía ; á tal punto que, colocándose por detrás del 
que iba á tirar y que estaba haciendo saltar al aire 
la taba, se la cazó de un manotón ; se quedaron to- 
dos ¿sombrados, y si la buscaron en el suelo, fué sólo 
con la esperanza de convencerse, encontrándola, de 
que no eran víctimas de una brujería. 

Honorio quedó quizá tan asombrado como los 


O 


demás, pero loco de contento al pensar en el inmen- 
so poder que le había caído en suerte. 

Buen muchacho, pero de poco alcance, no pensó 
por supuesto, ni por un momento, sino en el pro- 
vecho propio que de él podía sacar. 

No tenía, por suerte, los instintos perversos de su 
hermano J acinto, ni pensó en crímenes, pues no era 
de los á quienes el poder vuelve tiranos, pero tam- 
poco pensó en hacer bien á nadie más que á sí mis- 
mo. Era haragán y vividor, y aprovechó la ocasión 
para vivir bien y de arriba; para él hubo ya siem- 
pre y en todas partes buenas camas y abundante co- 
mida, cigarros finos y copas de lo mejor. Penetraba 
en cualquier casa como en la propia, tomaba lo 
quería y se mandaba mudar sin que nadie lo de 
ra ver. No abusaba, por lo demás, porque no era ma- 
lo, contentándose con quitar á algún rico algo de 
lo que le sobraba, sin perjudicar nunca á la gento 

bre. 

En ocho días se puso gordo ; pero cuando se tra- 
tó de cumplir con lo prometido y de volver á la casa 
paterna para entregar á su dueño el poncho de vicu- 
ña, no se pudo conformar. Dejó pasar medio día, va- 
cilando ; y en el mismo momento en que ya tomaba 
la resolución de guardárselo, y de mandarse mudar 
con él, una fuerza irresistible se lo arrancó tan vio- 
lentamente, que su caballo se encabritó, mientras 
que caía en el suelo su sombrero y que casi se cala 
él también. Por suerte, andaba solo por el campo 
en aquel momento y nadie lo vió, pero quedó muy 
desconsolado. 

Tuvo que trabajar, el pobre, para comer; adiós 
vida fácil y sin riesgo, á costillas ajenas ; adiós los 
cigarros de á veinte y las copas de lo mejor, de arrl- 


E 


ba; y sin el recurso siquiera de ir á descansar por 
temporadas á la casa del viejo, ante quien ya no hu- 
biera tenido la osadía de presentarse, se tuvo que 
conchabar de peón en una estancia. 

El viejo quedó bastante triste, al ver volver á su 
poder el porcho de vicuña sin que se lo trajese na- 
die. Comprendió que tampoco era digno de llevar 
semejante prenda su segundo hijo, y llamando al 
último, Ignacio, muchacho de veinte años, se la en- 
tregó, recomendándole bien de hacer de ella un uso 
prudente, y de traérsela otra vez á los ocho dias. 

El joven se fué con el montado únicamente ; iba 
sin entusiasmo, nada más que para hacerle el gusto 
al padre, quien, á pesar de quedarse solo y enfermo, 
así se lo ordenaba. 

Más que recelo, temor experimentaba, al ver con- 
fiado á sus manos este poncho de vicuña que sus 
hermanos habían llevado, uno tras otro, y que ha- 
bía vuelto misteriosamente al poder de su dueño, sin 
que ninguno de ellos se lo hubiera traído. ¿Qué se- 
creto, qué virtud—trágica quizá,—encerraría en sus 
pliegues? ¿Habrían muerto ellos? ¿Por qué, de qué 
modo habían desaparecido ? 

Era tarde cuando salió, y la noche lo agarró á 
poca distancia de la casa paterna. Sintiéndose sin 
ganas de comer, ni menos de conversar con nadie, 
tendió su recado entre dos cortaderas altas que le 
brindaron á la vez colchón blando y confortable re- 
paro, y envolviéndose en la manta, se acostó. 

No podía conciliar el sueño, preocupado como es- 
taba, y mirando las estrellas pestañear y escuchan- 
do las mil voces nocturnas de la Pampa, pensaba en 
los peligros que quizá le valdría la posesión de la te- 
mible prenda. 


AE UA 


La noche se había vuelto muy obscura, cuando 
de repente oyó un rumor de arreo que se iba acercan- 
do al sitio donde había tendido la cama. Lo que en 
seguida extrañó, era que parecía venir el arreo sin 
ese clamoreo peculiar que siempre, siquiera dá ratos, 
tiene que acompañar la marcha de los animales para 
avivarla, enderezar algún porfiado, ó apurar un reza- 
gado, y hace que los habitantes de los ranchos cerca- 
nos, entretenidos en tomar mate, mientras chispo- 
rrotea el asado, enderecen las caras iluminadas por 
la llama rojiza del fogón, y digan, estirando los pes- 
Ccuezos : 

—Está pasando una tropa. 

La tropa que estaba viniendo, apurada sin ruido 
de voces, sólo hacía retumbar el suelo con su pisoteo. 
Sintió Ignacio que pasaba cerquita de él; que eran 
ovejas, unas quinientas, más ó menos, por el bulto, 
y que los tres hombres que las arrcaban, dejándolas 
resollar un momento, se apeaban á un metro apenas 
de donde estaba él acostado. Extrañaba que no les 
hubiera llamado la atención la presencia de su caba- 
llo, atado entre las pajas, y sintió bastante inquietud 
al verse tan cerca de tres desconocidos, de ocupación 
tan sospechosa. 

Pronto su inquietud aumentó al oir la conversa- 
ción de estos hombres. 

—Vamos bien—dijo uno ;—antes de que aclare 
estaremos en mi campo. 

Ignacio quedó frío al conocer esta voz por la de 
un estanciero que gozaba de consideración y en casa 
de quien él había trabajado muchas veces. 

—¿De qué te ríes, Antonio ?—agregó. 

—De la cara de don Salustiano, cuando vea que 
le faltan una punta de animales—contestó Antonio. 


—38_ 


Ignacio prestó mayor atención todavía : Antonio 
era conocido suyo, y don Salustiano era muy querl- 
do de su padre, por deberle éste mil servicios ; se 
prometió probarle en esta ocasión su gratitud, pero, 
al mismo tiempo, aunque no fuera cobarde, tembla- 
ba de caer en manos de los tres bandidos que tan 
cerca de él estaban que casi lo tocaban, y que, se- 
guramente, de conocer su presencia, no lo dejan con 
vida. 

En este mismo momento, uno de ellos, de re- 
pente, prendió un fósforo y encendió el cigarro, per- 
mitiendo esta luz viva ver á los cuatro, tan juntos 
que cualquiera hubiera podido creer que juntos es- 
tuviesen conversando, los tres bandidos y el joven. 

Este, primero, se creyó perdido, pero no se mo- 
vió y los miraba ardientemente, extrañando sobre 
manera que ninguno de ellos fijase en él la vista. 

Y habiendo relucido otro fósforo, con el mismo re- 
sultado, empezó á sentirse como protegido de algún 
modo sobrenatural. . 

Aprovechando la obscuridad, se puso de ple, des- 
pacio, con el cuchillo en la maño y esperó. Seguían 
ellos conversando y fumando, y otro fósforo crepitó. 
Estaba él en plena luz y así mismo se dió cuenta de 
que ninguno de ellos, aunque vueltos los tres hacia 
él, lo podía ver. Cruzó entonces por su mente la 
maravillosa verdad de que la manta puesta sobre sus 
hombros lo hacía invisible, y para comprobarlo, dis- 
puesto, si no fuera cierto, á cualquier trance, tosió 
fuerte y, á su vez, prendió un fósforo. 

Y esto bastó para que en menos de un segundo, 
de los tres cómplices no quedase ni rastro. ¡ Volaron ! 
dejando ahí no más las ovejas, más asustados que si 


LAS VELADAS.—3 


Esos 


esa tos y ese fósforo hubiera sido un relámpago con 
trueno. Ignacio, tranquilamente, volvió á ensillar, y 
solo, despacio, haciendo revolear el poncho, arreó las 
ovejas hasta el campo de don Salustiano, donde llegó 
á la madrugada. Allí, las dejó, y sin darse á ver, 
se fué. | 

Entró en una pulpería, con la manta en el brazo, 
y después de un frugal almuerzo, se fué á dormir la 
siesta bajo los árboles, bien envuelto en su poncho, 
pára que lo dejaran tranquilo. 

Lo despertó el ruido de una reyerta, y sin quibar- 
se el poncho, para que no lo pudieran ver, se acercó 
á los que estaban peleando. Un gaucho, á quien to- 
dos conocían por malo, armado de un facón de una 
vara de largo, apuraba á un infeliz, ebrio, incapaz, 
en ese estado, de defenderse con el cuchillo relativa. 
mente corto que llevaba. El gaucho malo estaba ju- 
gando con él, como el gato con una laucha, y ya le 
iba á dar el golpe fatal, sin que ninguno de los que 
. le formaban rueda se atreviera á interponerse, cuan- 
do, con el ruido seco de un golpe, saltó por el aire 
el facón medio quebrado, yendo á caer en una pipa 
de agua de lluvia, puesta de aljibe en la esquina de 
la casa. 

La figura del matón tan lindamente desarmado 
no se puede describir. Su contrario, sin pedir más, 
se fué, bamboleando, á esconder, pero los otros gau- 
chos allí presentes, no pudieron contener la risa, 
mientras el matrero, con mil esfuerzos, pescaba en 
la pipa el compañero de sus cobardes hazañas. Y en- 
tre las risas sonaba como campana alegre una car- 
cajada juvenil que parecía salir á la vez de todas par- 
tes y de ninguna. Enfurecido, el gaucho, habiendo 
recuperado su facón, quiso vengarse de las burlas 


— 00 == 


que se le hacían y se abalanzó sobre el que le pare- 
ció más débil y flojo. Pero, sin que nadie viera quién 
los daba, retumbaron en este momento, en sus espal- 
das, unos rebencazos tan bien aplicados, que, sol- 
tando el arma, se fué á guarecer en la cocina, como 
si lloviera. 

Aseguran que fué la última vez que sacó á relu- 
cir la daga y que, en las reuniones, no hubo, desde 
entonces, gaucho más manso. 

Ese mismo día, Ignacio, al ver que un jugador 
usaba taba cargada, se la cambió por otra, cargada al 
revés, sin que lo pudiera sospechar, aprovechando 
para ello una parada más fuerte, ella sola, que to- 
das las anteriores juntas; y pudo gozar á su gusto 
del enojo del ladrón robado. | 

Y empezó á comprender que el poderoso, con sólo 
quererlo, puede deshacer muchos entuertos y produ- 
cir muchos bienes. 

Un día, pasó por un pueblo, parándose en varias 
casas de negocio, y tanto oyó hablar de las autorida- 
des, que pensó que si fuera cierto la mitad de lo que 
se decía de ellas, podrían ir á parar todas, con gran 
ventaja para el vecindario, á la penitenciaría. Fué, 
con el poncho puesto, á dar un paseo por las ofici- 
nas ; y pudo ver al comisario dando orden de traerle 
preso, porque sí, 4 un gaucho que cuidaba demasiado 
de cierta hacienda que le habían confiado y que co- 
diciaba el juez de paz. Este se ocupaba en preparar 
una guía que permitiera á su gente llevar sin peligro 
á otra parte esta misma hacienda. El intendente 
estaba preparando de antemano la lista de los cons- 
criptos que debían salir «sorteados» el domingo si- 
guiente, y el recaudador redactaba oficios amenaza- 
dores, imponiendo multas tremendas é injustas á los 


— 36 — 


contribuyentes sin defensa ; y del más pequeño al 
más encumbrado de estos encargados del bien pú- 
blico, no había uno solo que no estuviera empeñado 
en robar dinero ó hacienda, en falsear votos, en fal- 
sificar documentos, en abusar de su autoridad, en co- 
meter, por fin, y con perfecta inconsciencia, por lo 
demás, los delitos más viles. 

Se divirtió Ignacio en descomponerles los planes, 
haciéndoles mil diabluras. La policía, de repente, 
quedó á pie, con todos los caballos perdidos, roba- 
dos ó mancos. El juez de paz, inducido en error por 
un aviso misterioso, fué á caer con una hacienda ro- 
bada en una celada, que le valió un escándalo terri- 
ble, y quedó el hombre arruinado por lo que tuvo 
que pagar. 

De la caja del recaudador desapareció el importe 
de las multas mal cobradas, recuperándolo—nunca 
supieron cómo—los perjudicados ; y las listas de sor- 
teados del intendente se perdieron en el mismo mo- 
mento del sorteo. 

Y tantas otras cosas por el estilo pasaron, que ya, 
ni por plata, se hubiera atrevido un empleado á fal- 
tar á su deber, ni que se lo hubiera ordenado un su- 
perlor. 

Cuando, á los ocho días, con el sentimiento de 
dejar todavía mucho malo por enderezar, mucho bien 
por hacer, volvió á la casa paterna, él, que tan bien 
había sabido utilizar el poncho de vicuña, no trala 
plata, ni había engordado ; pero encontró suficiente 
recompensa en la bendición que le dió su padre. 

Y juntos, resolvieron quemar el poncho de vi- 
cuña, pensando que las tinieblas siempre más fomen- 
tan el crimen que la virtud, y que el bien no debe 
tener recelo á la luz del día. 


—3— 


EL ALAMBRADO DE DON CORNELIO 


Apuradísimo, arreaba Celedonio la tropilla, rum- 
bo al Sur; y para alguna diligencia muy urgente de- 
bía de ser, por la prisa con que iba. Era ya casi de 
noche ; noche serena y clara de verano, propicia para 
galopar, y bien se comprendía que la aprovechara. 
Iba cortando campo y cruzando caminos, pero de- 
jando á un lado, como si los evitara, los mismos que 
hubiera podido seguir, y dando vuelta á los alambra- 
dos que encontraba por delante. Habla dejado ya 
muy atrás el pueblo de Guaminí, y galopaba en un 
bajo, casi hundido ya en la sombra creciente, cuan- 
do divisó, parados en la cima de un médano y envuel.- 
tos en los últimos resplandores del sol poniente, tres 
Jinetes á quienes, al momento, conoció por una co- 
misión de policía. Detuvo la tropilla en el fachinal, 
se apeó, le quitó á la madrina el cencerro, y apuró 
la marcha, en silencio, alejándose más y más de la 
incómoda aparición. Al rato, se encontró frente á la 
tranquera de un alambrado que, á pesar de no ser 
nuevo, no se acordaba haber visto jamás; la tran- 
quera, abierta, no tenía quien la cuidara, y á pesar 
de gustarle poco meterse en campos cercados, entró, 
como si hubiera sido el cerco, esta vez, amparo con- 
tra la indiscreción posible de aquellos milicos allá 
parados, en el médano. Y siguió, rumbo al Sur. 


— 38 — 


A pesar de no tener campanilla la madrina, iban 
bien los caballos y troteaban amontonados alrede- 
dor de la yegua, sin cortarse ninguno. Apuraba la 
marcha Celedonio, en busca del lado opuesto del 
alambrado, que pronto encontró, y siguió, orillán- 
dolo. 

La noche era clara, y pudo ver que el alambrado 
era de construcción poco esmerada, con sólo cinco 
alambres, sin ninguno de púa, medios postes algo 
delgados y bastante torcidos, con torniquetes mal 
apretados ; y como no áparecía ninguna tranquera, 
después de galopar un gran rato, detuvo otra vez la 
tropilla, se apeó, y sacando el cuchillo, trató de cor- 
tar los alambres contra un poste. No pudo, y sin em- 
bargo, el cuchillo era cortador, de acero bien tem- 
plado, de gavilán probado y pesado ; el gaucho era 
baqueano de oficio, y hasta entonces nunca había 
dado con alambrado que le resistiera, y no alambra- 
dos de mala muerte como éste, sino cercos hechos 
á todo costo, con siete y ocho hilos gruesos y galva- 
nizados, sin que ninguno hubiera sido capaz de ata- 
jarle el paso, jamás ; lo podían atestiguar las nume.- 
rosas tropillas llevadas por él, en rápido malón, á los 
campos de afuera, donde siempre hacen tanta falta 
caballos buenos y baratos, Ó á las colonias donde se 
venden tan bien, en el momento de las aradas. 

Galopó algo más, y en un trecho donde el alam- 
brado le parecía mejor estirado, probó otra vez con 
el cuchillo. Fué fatal la tentativa, y voló la hoja en 
dos.pedazos, sin que el alambre quedase siquiera sen- 
tido. Con rabia, Celedonio arreó ligero la tropilla otra 
vez, orillando siempre, buscando tranqueras, ya que 
no había forma de salir de otro modo. Pero pasaron 
las horas de la noche toda, sin que apareciese tran- 


—89-— 


quera alguna, ni falla en el alambrado, y debía de ser 
inmenso ese campo para que ni siquiera hubiese dado 
con el esquinero. Y los postes parecian mirar al gau- 
cho con sonrisa de burla, cuando, al salir el sol, lo 
vieron, galopando siempre, arreando la tropilla ex- 
tenuada, sin haber podido encontrar la buscada tran- 
quera. 

Celedonio estaba cansado y tenía hambre ; los ca- 
ballos necesitaban descanso ; dejó la tropilla en un 
pajal, retirado bastante del alambrado, y se dirigió, 
medio triste, hacia una población que se veía, no 
muy lejos. 

Llegó al palenque ; llamó, y salió del rancho un 
gaucho entrado en años, de chambergo y de chiripá 
listado, bastante descolorido, con el mate en la ma- 
no, y en la cara, esa sonrisa indulgente de los hom- 
bres buenos que han visto muchas cosas ; preguntó 
al forastero con marcado interés qué se le ofrecía. 
Celedonio, medio cortado, le pidió un jarro de agua. 
Necesitaba, por cierto, tomar agua, pero necesitaba 
también otras cosas más sólidas, y al devolver el ja- 
rro, preguntó por la estancia principal. 

—Agquí no más, es, amigo—contestó el hombre. 
—La casa está á su disposición. 

—Gracias, señor—dijo Celedonio ;—pero, ¿dónde 
está la tranquera por este costado? Me metí anoche 
por una que encontré abierta, y no pude dar con la 
salida. 

—¡ Qué cosa rara !-—dijo el viejo.—¿Y por qué 
no cortó el alambrado, hombre? De todos modos... 

—No me hubiera atrevido, señor—contestó Cele- 
donio haciéndose el inocente.—Y, dígame, señor, ¿es 
muy grande su campo? 

—Pequeño, amigo, pequeño; media legua esca- 


— 40 — 


sa; la tranquera que busca está allí enfrente. Pron- 
to la va á encontrar. Pero, puede descansar un ra- 
to, si gusta, tomar unos mates, comer un churrasco, 
ya que le fué tan mal... 

-—Por chambón habrá sido, señor—dijo el gan- 
cho ;—habré dejado sin verla la tranquera que usted 
dice, y como voy medio de prisa, le pediré permiso 
para seguir viaje. 

—A su gusto, amigo, á su gusto ; usted es dueño. 
Vaya no más. . 

Y Celedonio, dando las gracias, sin haberse atre- 
vido, quién sabe por qué, á aceptar la hospitalidad 
ofrecida, fué á juntarse con la tropilla. La encontró 
cerca de una lagunita ; habían comido bien los ani- 
males y habían tomado agua ; mudó caballo, volvió 
á prenderle el cencerro á la yegua y enderezó hacia 
el alambrado en la dirección indicada por el viejo. 

Galopaba, arreando con ahinco los animales, de- 
seoso de salir cuanto antes de ese cerco en que se 
había metido, y postergando el desayuno hasta me- 
jor oportunidad. 

Galopó, y galopó hasta cansar el flete que había 
ensillado. Agarró otro y siguió galopando, y las ho- 
ras pasaban : el rocio se había secado, las sombras se 
iban achicando, el sol se hacía ardiente, y el ham- 
bre molesta, y no veía Celedonio por delante alam- 
brado ninguno ni tranquera. 

Dejó resollar la tropilla, tomó agua en un charco, 
pues no se veía población alguna, fumó, para enga- 
ñar el hambre, unos cuantos cigarros que le queda- 
ban, y, después de dormir la siesta volvió á ensillar, 
pero sin ganas ya, pues andaba perdido, sin saber 
qué pensar y medio enojado con ese viejo que le ha- 
blaba de tranquera cuando no había siquiera alam- 


o y UP 


brado. Pero, ¿el de esta mañana, dónde estaba? Ha- * 
bía uno, lo había visto, no había sido sueño. 

Al caer el sol, sin saber cómo, volvió á dar con 
él; y no había duda posible, era el mismo, pobre- 
mente construído, con sus cinco hilos flojos y sus 
postes endebles ; ¿estaría la tranquera? La 'buscó, 
galopó, cansó caballos y se cansó el también. Nada. 
Y de repente divisó, no muy. retirado, el rancho, la 
población, donde, por la mañana, había estado con 
el viejo. 

No supo si debía alegrarse ó patalear de rabia. 
Pero, ¿qué iba á hacer? estaba medio muerto de 
hambre y de cansancio. Arrolló la tropilla en el 
mismo sitio donde, por la mañana, la había dejado, 
y cabizbajo, se acercó al palenque. Lo recibió el vie- 
jito, siempre risueño y hospitalario. 

—¡ Ya de vuelta, amigo !—exclamó.—No iba muy 
lejos, según parece. ¿Cómo le fué? 

—Bien, señor, no más—contestó Celedonio, con- 
teniendo las ganas que tenía de atropellarlo. 

—¿ Estará cansado, amigo? váyase á la cocina 
que allí encontrará gente ; vaya no más y desensille, 
que le darán de comer. | 

Fué Celedonio hacia la cocina, desensilló, entró 
y se encontró con varios hombres que rodeaban el 
fogón, tomando mate, fumando y cambiando, á ra- 
tos, algunas palabras, esperando que el asado estu- 
viera listo para cenar é irse á dormir. Poca alegría 
reinaba entre esa gente, y todos parecían rendidos, 
como después de algún trabajo largo y fuerte. 

Saludó Celedonio y se sentó, y sintió en la mi- 
rada con que lo filiaron todos, cierta compasión bur- 
lona, como si hubieran podido saber los presentes en 
qué situación humillante se hallaba. Pero se tran- 


dis 


+ quilizó pronto; ¿cómo hubieran podido adivinar? 
nadie lo había visto en todo el día, mientras galopa- 
ba : de esto estaba bien seguro. 

Le alcanzaron el mate. ¡Qué rico le pareció! y 
después de tan largo ayuno, también se le hacía agua 
la boca, al mirar el asado. ¡Sabroso debía de ser! 
¿Habría calumniado á ese viejo tan servicial? El que 
hacía de capataz, al parar el asador, le tendió un 
cuchillo. 

—-Tome, compañero, que quizá.no tenga—le dijo, 
sin mirarlo; y en su voz había esa misma ironía 
compasiva que Celedonio había creído notar en la 
mirada de los demás. 

Dió las gracias, tomó el cuchillo, se sirvió y CO- 
mió con el “apetito que se puede suponer. Poco ú 
poco, la conversación se animó. Empezó el capataz 
á hablar de los trabajos que se habían hecho en el 
día, y éstos eran tantos, que Celedonio pensó que 
era mentira lo que contaba, ó que eran muchas las 
cuadrillas de peones en la estancia. 

Y así lo preguntó ; pero le dijeron que no, que 
por ahora. no había más que los diez ó doce que allí 
estaban, y que, si bien duraba poco la gente en la 
estancia de don Cornelio, y siempre se renovaba, no 
aumentaba casi nunca el personal. 

—Nunca faltan peones aqui—agregaron ;—aun- 
que cuando uno ha estado una vez, es raro que vuel- 
va á conchabarse. 

—¿ Es malo ese viejito ?—preguntó Celedonio.— 
No parece. 

— Usted verá mañana, cuando esté trabajando. 

—Pero si no he venido á trabajar. Voy de paso. 

—$i, sí, ya sabemos. También veníamos de paso 
nosotros. Mire, amigo, cuando uno cae aquí, ya se 


sabe por qué cae. Déjese de historias, que son inúti- 
_les. Usted, lo mismo que nosotros, quedó encerrado 
en la trampa y el que no encuentra la tranquera para 
salir, es que tiene alguna deuda que pagar... y la 
paga. | 

—¡ A ver, el cuchillo ! —dijo el capataz, con una 
guiñada. 

—¡ Hombre! no tengo — contestó Celedonio ;-- - 
¿no se lo dije? 

—¿ Y ese cabo que le sale de la cintura ? 

—Se me quebró la hoja. 

—-¿ Quiere que le diga cómo?—y como Celedonio 
se callaba, el otra le contó punto por punto de qué 
manera había quebrado el cuchillo. 

—¡ Si á todos nos ha pasado igual, hombre! me- 
nos á éste—y designó á uno de los compañeros,— 
porque él había entrado de ú pie, por encima del 
alambrado, dejando el caballo del otro lado. Es que 
quería agarrar un capón.en la rinconada, y cuando 
quiso volver á salir, no pudo; el alambrado se ha- 
bía vuelto de veinte metros de alto y lleno de púas ; 
tampoco pudo pasar entre los alambres, pues metió 
la cabeza y se volvieron los hilos tan tirantes, que 
no la pudo sacar : allí quedó preso hasta que vino el 
viejo, y... lo conchabó. 

Celedonio no dejaba de estar muy inquieto, y 
trató de indagar ciertos detalles sobre don Cornelio 
y su modo de ser; pero no pudo saber gran cosa, 
sino que el que quedaba conchabado en la estancia, 
tenía que salir buen peón á la fuerza y acostumbra- 
do al trabajo. Supo también que tres de los compa- 
ñeros habían entrado en el alambrado, cortándolo 
con la mayor facilidad, para sacar robadas una punta 
de vacas, y que no habiendo podido salir, habían te- 


Pa Y FU 


nido que conchabarse con don Cornelio ; que se le 
habían querido alzar, y que en el acto, habían re- 
cibido tan linda paliza, sin saber de dónde llovía, 
que no habían insistido; y hacía tiempo que los te- 
nía trabajando fuerte, seguido y de arriba, pues nun- 
ca daba un peso á nadie. 

—S1, señor—confirmó uno de los tres ;—y le ase- 
guro que el día que me suelte don Cornelio, iré á 
trabajar por allá lejos y por cualquier precio, pero 
que ya no me meteré más á querer robar, por no 
quedar encerrado en otro alambrado como éste. 

—Y yo, ¿qué diré ?—contó con voz lastimera otro 
de los peones ;—yo que andaba tan bien con mi ha- 
ciendita. ¿Qué pensará mi familia que no sabe de mí 
hace más de un mes? El amor á la carne ajena, ¡ se- 
ñor! He quedado encerrado en ese maldito alambra- 
do, al acarrear una vaquillona que acababa de des- 
cuartizar, y ahora, cada día, don Cornelio me hace 
sacar de su rodeo una vaca ó un novillo de mi propia 
marca, que no sé cómo los puede tener, y me los 
hace carnear, y no se come otra carne en la estan- 
cia. Cuando salga de aquí, estaré fundido. 

Y casi lloraba el pobre. | 

Cansados, se fueron por fin á dormir, y á la ma- 
drugada, los despertó el capataz. Y pudo ver Cele- 
donio que en la estancia de don Cornelio no se per- 
día mucho tiempo en tomar mate y en ensillar ; pero 
no entendía él todavía de conchabarse, y habló de 
despedirse y de ir en busca de su tropilla. 

—¿ Qué tropilla ? amigo—preguntó don Cornelio. 

—La mía, señor ; la que traje ayer. 

—¿ Y era suya esa tropilla? ¡ gaucho lindo que no 
conoce su marca! A ver, pinte la marca de su tro- 
pilla. 


ON 1 


Y Celedonio, con el dedo, dibujó en la arena, la 
marca de la tropilla que había venido arreando con 
tanto afán y tan mal éxito; y resultó que la marca 
era la misma de don Cornelio, quien en seguida se 
lo probó, sacando del tirador el boleto en debida 
forma. 

—¿Y de dónde sacó esa tropilla?—le preguntó 
éste.—Q Y con qué guía venía? ¿Y á dónde la llevaba ? 

El pobre Celedonio quedó completamente abom- 
bado, no supo qué contestar, y cuando, con aire se- 
vero, le mandó don Cornelio que ensillara y se vl- 
niera con los otros al rodeo, á ra DOgas. obedeció, no 
más, como un carnerito. 

No era de convite el trabajo, en esa estancia. En 
el rodeo tuvieron que lidiar con unos toros bravísimos 
que todo se lo llevaban por delante, y, más de una 
vez, Celedonio creyó llegada su hora; pero, al fin, 
no era mal gaucho, y á fuerza «de empeñarse en evi- 
tar golpes, atinaba, como nunca lo había hecho, en 
enlazar sin errar, en abrirse ligero, en disparar con 
toda furia para, en una vuelta repentina, dejar correr 
sola la fiera, en una dsd en trabajar como es 
debido. 

Y después de comer un churrasco y de dormir 
una hora, tuvo que rondar á su turno la hacienda 
así trabajada, lo que no era cosa de andar muy des- 
cansado. 

El día siguiente, hubo que trabajar una manada, 
tuzar unos potros más malos que baguales, y tuvo 
Celedonio que empezar á entablarlos en una tropi- 
lla que le encomendó don Cornelio que le formara y 
amansara. 

Y Celedonio obedeció, aunque encontrara que era 
mucho más fácil robarse una tronilla hecha que lidiar 


Ús 


para hacerla. Pasó una porción de días domando, ron- 
dando, cuidando, como en la vida lo había hecho, y 
se tuvo que dar maña para hacer un trabajo bueno, 
pues don Cornelio, á cada rato, estaba encima de sus 
hombres, mirándolo 4 uno de tal modo, cuando el tra- 
bajo no estaba del todo á su gusto, que pocas ganas 
le dejaba de llegar á merecer un reto formal... 

El día que había entrado Celedonio á trabajar en 
el alambrado de don Cornelio, éste, no necesitando 
más al que había querido robarle un capón, lo ha- 
bía despachado. El hombre no se lo hizo decir dos 
- veces, y con el mismo caballo que tenía atado fuera 
del alambrado, cuando lo pillaron y que había en- 
trado en el cerco—nunca supo cómo,—se fué hasta 
la tranquera que le indicó don Cornelio, y salió del 
campo, disparando. 

Días después, cayó otro parroquiano que iba 
arreando, solito, entre los. cañadoncs, una puntita de 
ovejas que se había cortado por allá y que resultaron, 
por supuesto, de la señal de don Cornelio. Este des- 
pachó entonces al hacendado que carneaba de noche, 
y que por la misma tranquera que el anterior se fué 
para su casa, donde encontró á toda su familia des- 
consolada por su ausencia, y su hacienda bastante 
mermada, como bien lo suponía. 

Celedonio, cuando salió ése, se fijó bien en la ubi- 
cación de la tranquera que. le indicó don Cornelio, 
y á la siesta, rumbeó, sin decir nada, hacia ella. La 
vió abierta de par en par—el otro no iba á tomar, 
naturalmente, el trabajo de cerrarla.—Se acercó des- 
pacio á ella y de repente espoleó el caballo y se lanzó 
al galope para salir del alambrado ; pero al llegar á 
la tranquera, se cerró ésta tan ligero y tan brusca- 
mente, que el pobre Celedonio recibió un tremendo 


== 4 


golpe, rodando con el caballo, sin poder salir parado ; 
y, restregándose las costillas, volvió á las casas, donde 
no llamó á nadie para contar su hazaña. 

Pasaron así muchos días, durante los cuales en- 
tabló, domó y amansó la tropilla nueva de don Cor- 
nelio, haciéndose un peón de mi flor en cualquier 
trabajo de estancia. Hasta que, un domingo, por la 
mañana, don Cornelio, habiendo cazado á otro ma- 
trero, lo llamó y le dijo que ya le había tocado el 
turno y que se fuera á las elecciones, á votar, y no 
volviera, que no necesitaba ya de sus servicios. 

—¿Por quién votaré, patrón ?—preguntó Cele- 
donio. 

—Por quien le parezca mejor, amigo ; que el voto 

es libre—le contestó el viejito. 
Celedonio no pidió más, ni reclamó sueldo, y pasó 
por la tranquera, no sin cierto recelo de que se le 
cerrara de golpe otra vez, en dirección al pueblo, 
para obedecer á don Cornelio, de miedo que le fuera 
á suceder algún otro chasco. 

Al alejarse del alambrado, divisó, encerrados en 
él y orillándolo, como en busca de tranquera, á cua- 
tro jinetes que se acordó haber visto ya al anochecer, 
el día anterior, empeñados en la misma tarea. Era 
lo más fácil ver quiénes eran, pues relampagueaban 
los sables y coloreaban los queples ; era el señor co- 
misario, con un sargento y dos milicos, Apot 
para llegar antes de las elecciones que debían... vl- 
gllar. 

Al llegar al pueblo, supo Celedonio que por falta 
de dicho señor, cada uno, ese día, era libre de vo- 
tar como quería, y votó por dori Cornelio, pensando 

ue, al fin y al cabo, el viejito del alambrado no era 
el todo malo. 


LA PULPERIA MODELO 


Hacía mucha falta un boliche en aquellos pagos, 
pues era todo un trabajo para las numerosas familias 
allí establecidas, ir á más de veinte leguas á buscar 
los. VICIOS ; pero toda esa gente era tan pobre, que 
ningún comerciante se había atrevido á establecerse 
entre ella. Parecía que más bien le tenian miedo, lo 
que se comprende, pues todos eran vagos, intrusos, 
desertores, gauchos malos, boleadores. sin más ha- 
cienda que la tropilla ni más recurso que el aleato- 
rio producto de la caza. 

Dos ó tres veces había caído entre ellos un ga- 
lleguito mercachifle, con su carro lleno de merca- 
derías y se las habia cambiado por pluma de aves- 
truz, cerda, cueros de venado y de nutria, algunos 
de tigre y uno que otro quillango de guanaco, ha- 
ciendo, en resumidas cuentas, puras pichinchas, pero 
no se sentía muy seguro entre tantos diablos y no 
había vuelto más. 

Y fué muy grande el regocijo de todos al saber 
que del día á la noche, y sin que se supiera muy bien 
cómo, se había levantado cerca del Médano de los 
leones, un boliche regularmente surtido, .cuyo due- 
ño, que decía llamarse don Eufemio, era extranjero 
—lo que de sobra se conocia por su modo de hablar,— 
y parecía muy buen hombre. 

No tardó la noticia en cundir de rancho en toldo, 
de toldo en cueva, y apenas amaneció, ya se amon- 
tonaron los caballos en el palenque, como paja vo- 


RS, Ly A 


ladora en un hueco, y en el mostrador, los gauchos. 

Causaba cierta admiración—y no la disimulaban 
todos, —esta casa tan bien construida, con sus bue- 
nas paredes de barro bien revocadas, su techo de 
hierro, sus estantes llenos de toda clase de mercade- 
rías, sin que nadie la hubiera visto edificar, sin que 
nadie hubiera encontrado Ó divisado los carros que 
habían traído la carga, sin que un peón siquiera hu- 
biera sido conchabado en el pago para cortar la paja 
ó pisar el barro. 

—, Cosa bárbara !-—dijo uno, con jeta de recelo. 

—Cállate—le contestó otro ;—mejor es no relin- 
char, cuando se desconoce la querencia. 

—¿No será brujo el don Eufemio ése? 

—Andá, che ; preguntáselo. 

Y no dejaban de mirarlo todos con bastante des- . 
confianza. Pero lo que menos tenía el hombre era 
cara de brujo. 

Rechoncho, colorado, risueño, amable, don Hufe- 
mio era todo el tipo del pulpero de profesión, y nada 
más. No parecía que hubiera nada que no fuese na- 
tural en su modo de ser. Despachaba con actividad 
y destreza todo lo que se le nedía, y á pesar de 
estar solo en el mostrador, detrás de la reja que lo 
separaba de los clientes, para todo se daba maña. 

Ninguno, ese día, se atrevió á pedirle fiado; no 
hay que atropellar para que el pingo pare á mano; 
además, todos tenían plata, pues hacía tiempo que 
no venía ningún mercachifle; ni un panadero si- 
quiera. Sólo dos ó tres gauchos trataron de aprove- 
char el momento en que don Eufemio, muy atareado, 
atendía á otros, para... olvidarse de pagar el gasto, 
deslizándose discretamente y sin llamar la atención. 
Pero dió la casualidad que en el momento de pisar 

LAS VELADAS.—-A4 


o y 


el umbral, no podían resistir las ganas de mirar á don 
Eufemio, y como si una mirada atrajese la otra, se 
encontraban con su ojito risueño y burlón fijo en los 
suyos, de tal modo penetrante, que ya bajando la 
vista, tartamudeaban una excusa : 

—Caramba, me iba sin pagar; ó pedían : 

—Deme otra copa. 

Y mansitos, se volvían á acercar al mostrador con 
la platita en la, mano. 

Uno quiso hacerse el fuerte, y aunque medio tur- 
bado por la mirada aguda y,socarrona del pulpero, 
se apartó con decisión del mostrador, dispuesto á 
irse.; pero había un clavo que salía de las tablas— 
¡todo había sido hecho tan de prisa !—y se agarró - 
tan mal el chiripá, que al dar un paso, se le rajó 
desde arriba abajo. Se tuvo que quedar á la fuerza, 
hasta componerlo, mal que mal, y bastó esto para 
que le volviera la memoria y pagase lo que debía. 

Otro que lo pensaba imitar, estaba, como quien 
no quiere la cosa, recostado contra la puerta, listo 
para escabullirse. Pero cuando quiso, no se pudo des- 
pegar ; había una mancha de alquitrán en la puerta, 
y de tal modo se le había pegado la blusa, que tuvo 
que venir en su auxilio el mismo don Eufemio, á 
quien en seguida abonó el gasto. 

También disparó un caballo ensillado, dejando á 
pie al amo, y sólo se paró y se dejó agarrar cuando 
se hubo acordado éste de pagar lo que había com- 
prado. 

¡ Hombre confiado, por demás, don Eufemio y 
fácil, al parecer, de engañar ! Como no tenía depen- 
diente—decía que no le alcanzaba el negocio para 
tanto, —tenía, muchas veces, que dejar al cliente solo 
en el despacho, mientras iba á la trastienda á sacar 


= 51: 


el vino ó la galleta que le habían pedido ; y ya que 
la reja no llegaba hasta donde estaba la tienda, muy 
bien le hubieran podido robar algún poncho ó algu- 
na pieza de género. Pero dicen—<osa difícil de creer 
entre semejante vecindario de bandoleros y de ma- 
treros—que nunca le faltó nada. 

Una vez, es cierto, quiso un gaucho llevarse una 
docena de medias que habían quedado en el mostra- 
dor, pero en el momento en que las iba ¿: esconder 
bajo el poncho, se le habían escapado de las manos, 
desparramándose en el suelo las veinticuatro como 
maíz frito, y como justamente volvía don Eufemio de 
la trastienda, le ayudó á levantarlas, contestando con 
indulgente sonrisa á las disculpas que le daba : 

—No es nada, hombre, no es nada. 

Otro día, sin mala intención—distracción no más, 
—se le iba un cliente con tres tiradores cinchados de- 
bajo de la blusa, cuando de repente volvió don Hufe- 
mio y vió que el pobre se ponía pálido como el bra- 
mante de los estantes. Le preguntó cariñosamente 
lo que tenía, y como el otro no sabía lo que era ú 
no lo podía decir, le hizo sentarse, y antes que se des- 
mayara del todo, le desprendió—y era tiempo,—los 
tres tiradores que lo estaban apretando más y más. 

—Pero, mire, ¡qué ocurrencia ! —dijo don Hufe- 
mio ;—para hacerse el buen mozo, ¿no? 

Y haciéndole tomar un vaso de agua con anís, pa- 
ra que se compusiera, lo despidió con buenas pala- 
bras y volvió á colgar del techo los tres tiradores. 

Puede ser que otros hechos por el estilo le ha- 
yan sucedido, en otras ocasiones, pero no han de ha- 
ber sido muy frecuentes, pues ni él se quejó nunca 
de que le hubiesen llevado nada, ni tampoco lo con- 
taron los vecinos. 


a DO 


Es cierto que, en general, son casos que más bien 
suceden cuando no hay gente indiscreta. Una vez, 
sin embargo, le pasó á uno un chasco bastante lin- 
do para quitarle por un tiempo las ganas de hacerse 
el gracioso. in un descuido de don EKufemio—había 
ese día mucha gente en la casa,—un gaucho se cazó 
un magnífico chambergo. Salió al patio ; se lo probó, 
y como le iba á las mil maravillas, tiró el viejo 
que, por los agujeros que tenía, parecía egspumadera, 
y volvió al mostrador. Apenas hubo entrado, todos lo 
miraron asombrados ; él no sabía por qué y se les 
iba á enojar, cuando de repente, el sombrero se le 
entró hasta taparle toda la cara ; llevaba la prenda 
un letrero con estas palabras: «Este sombrero no 
es mio.» 

Lia carcajada fué general. 

—;¡ Bien se ve que no es tuyo! —decian todos. 

—¿ Será el de tu abuelo ? 

-—¡ Pues amigo, los eliges grandes ! 

El pobre mozo, enceguecido, se debatía sin po- 
dérselo quitar, y tuvo don Eufemio que acudir en su 
ayuda, volviéndole á poner en la cabeza el viejo com- 
pañero grasiento que, con tanta ingratitud, habia 
tirado. 

Fuera de estos pequeños incidentes sin importan- 
cia, andaba muy bien, al parecer, la pulpería de don 
Eufemio. La verdad es que el hombre no podía ser 
más simpático. Fiaba con mucha facilidad, no á to- 
dos, por supuesto, pero á todos los que se lo venían 
á pedir con intención de pagarle. Parecía que adivi- 
naba, con sólo mirarlos, quiénes eran los buenos, y 
quiénes eran los pícaros. Debía de tener mucho tino 
ese hombre, pues nunca, nunca se equivocó. Y, cosa 
rara, bastaba que hubiera fiado á algún pobre que no 


E 


tuviera con qué caerse muerto para que toda clasu 
de buenas suertes le cayeran encima, poniéndolo 
pronto en condiciones de saldar su deuda. 

También hay que decir que, á sus clientes, don 
Eufemio siempre pagaba muy buen precio por los 
frutos que le traían ; nadie les hubiera pagado más, 
sin contar que su balanza no era de esas que tienen 
secreto para aumentar el peso de la galleta ó de la 
hierba que se entrega y mermar el de los frutos que 
se reciben. Era costumbre de él pesar no solamente 
lo justo sino con liberalidad, y no tenía la balanza 
de su mostrador, como la de tantas casas, una pesita 
en permanencia en uno de los platillos; no, y los 
dos platillos, bien iguales, bien limpios y vacios, se 
balanceaban á la vista de todos, al menor soplo de 
viento. | 

A pesar de ser el vecindario tan mal compuesto, 
y de ser frecuentes las reuniones en la pulpería de 
don Hufemio, raras veces había peleas importantes 
y nunca se oyó decir que hubiera tenido que inter- 
venir la policía ni tampoco que hubiera habido muer- 
tes. Sin embargo, había entre todos estos gauchos 
cada borracho que daba miedo, matones que eran ver- 
daderas fieras. Pues, en medio de los peores baru- 
llos, se metía don Hufemio, sonriente siempre, sere- 
no, llamándolos al orden, despacio, con buenas pala- 
bras, y cuando se hubiera podido creer que el mundo 
se venía abajo, que todos los cuchillos y facones re- 
lucían amenazadores, acababa todo en pura griterla, 
sin que se vertiese una gota de sangre. A veces, había 
tajos, y bien dados, que parecía que iban á dejar á 
uno finado y al otro... desgraciado, pero nunca, por 
singular suerte, pasaban de hacer la ropa trizas. 

. Una sola vez, don Eufemio corrió gran peligro. 


E 7 PAT 


Quería separar ú dos gauchos enfurecidos; con su 
modito de siempre, se les acercó, levantando las 
manos para detener los facones que ya chirriaban 
con rabia ; pero eran ambos gauchos de mala ralea, 
y sin darle tiempo para nada le atracó uno una te- 
rrible puñalada, mientras el otro le disparaba á que- 
ma ropa dos tiros de revólver. Fué un grito en la con- 
currencia ; lo creyeron muerto 4 don Eufemio, y co- 
mo todos lo querían mucho, hubo un momento de 
cruel ansiedad. Por suerte..., ó por quién sabe qué, 
no había nada. El gaucho de la puñalada estaba for- 
cejeando para desclavar el facón, entrado hasta la S 
en una tabla del mostrador, y el de los tiros contem- 
plaba con asombro sin igual las dos balas hechas unas 
obleas, en la palma de su mano y también el cañón 
del revólver hecho una viruta. 

Los gritos de terror se resolvieron en carcaja- 
das y todos los presentes armaron á los dos guapos 
un titeo de mi flor con el cual se tuvieron que con- 
formar, reconciliándose. 

Don Eufemio nunca pensó en prohibir en su casa 
los juegos de azar. No había casi peligro, en pago 
tan apartado, de que vinieran á menudo comisiones 
de policía, y dejaba que se pelasen al choclón, á la 
taba, á lo que quisieran. De todos modos para él era 
lo mismo, ya que toda la plata, poco á poco, tendría 
que venir al cajón. Pero, contó, muchos años des- 
pués, un gaucho que solía, en estas reuniones, hacer 
de coimero, que siempre, después de jugar mucho, 
y pasar por las peripecias más conmovedoras, cada 
uno se retiraba sin haber perdido ni ganado un cen- 
tavo. ¿Cómo sería esto? no lo nodía explicar, pero 
así era, y no una vez lo había podido comprobar, sino 
cien veces, mil. 


=D e 


¡ Vaya! ¡vaya! ¡qué cosa! y lo bueno es que el 
más borracho tampoco quedaba mal, en la pulpería 
de don Eufemio. Las bebidas serían de muy buena 
calidad, pues por mucho que tomara uno, nunca que- 
daba enfermo : cantaba, se enojaba, metía bochin- 
che, pero pronto ya se le pasaba y quedaba tan fres- 
co como antes. 

A pesar de su liberalidad y de su honradez, don 
Eufemio prosperaba ; hacía fortuna, esto se conocía 
á la legua. El surtido cada vez mayor ; una cantidad 
enorme de libretas, pues era preciso ser más que ruin 
para no conseguir de él un fiadito ; las mejoras en la 
casa, todo claramente indicaba que era sólida la fir- 
ma, cuando ya se dieron á conocer señales de que 
esos campos hasta entonces incultos, pronto iban á 
ser entregados á la agricultura. Habían venido agri- 
mensores á medir lotes, lotes grandes, á la verdad, 
pero que ya iban á dejar cortada y recortada la in- 
mensidad pampeana, poniendo fin á la vida casi nó- 
mada de los boleadores, matreros y demás que la po- 
blaban, y don Eufemio desde entonces empezó á 
aconsejar á todos que trataran de arreglarse con los 
nuevos dueños de tanto campo, para conseguir un 
lote—pues los venderían con muchas facilidades de 
pago, —y dedicarse á una vida más tranquila, más la- 
boriosa y también más provechosa. Prometió ayudar 
á los á quienes no alcanzaban los medios, é hizo venir 
un gran surtido de todos estos artículos que necesitan 
los colonos para establecerse, empezar los trabajos 
y sostenerse también hasta la cosecha. 

Muchos gauchos encontraron que tenía razón don 
Eufemio y siguieron sus consejos ; á éstos les daba 
fiado todo lo que le pedían : ropa, provisiones, arados 
y les adelantaba también algunos pesos. No faltó 


E 


gente que dijera que pronto se iba á fundir don Eu- 
femio con tanta generosidad, pero, al fin y al cabo, él 
era dueño. Los que así hablaban eran, en general, 
los que teniendo pocas ganas de empuñar la mansera 
del arado, pensaban en retirarse más afuera, donde 
todavía por un tiempo, iban á quedar holgados los 
hombres gauchos y los avestruces; y tanto más les 
parecía que se iba á fundir don Eufemio, cuanto que 
á ellos, con su tino habitual, les había cortado ya la 
libreta, diciéndoles que pensaba liquidar. 

Y efectivamente liquidó don Eufemio, y del mo- 
do más inesperado que dar se puede. Un día, cuan- 
do ya estaba asegurada la primera cosecha, y que 
gracias á su ayuda, se podrían considerar ricos los 
vagos de antaño que habían querido trabajar, ama- 
neció el Médano de los leones sin boliche ni nada que 
pudiera hacer acordar que allí hubiera existido nunca 
una casa de negocio. 

—Habrá quebrado y se ha fugado—dijeron los va- 
gos que ya aprontaban las tropillas para mandarse 
mudar á otros pagos. 

—Habría venido sólo á abrirnos el buen camino 
—Alijeron los otros, los laboriosos. 

Y acordándose éstos de todo lo que para ellos ha- 
bía hecho don Eufemio, conservaron hacia él un pro- 
fundo sentimiento de tierna gratitud. 

Siempre esperaban, por lo demás, que vendría, al- 
gún día, á cobrar lo que se le debía y no había uno 
solo que no tuviera lista, en algún rincón, la canti- 
dad que, ese día, le tocaría pagar. 

Pues, señor, nunca vino don Eufemio á cobrar, 
nunca, jamás, dando así prueba suprema de haber 
sido un pulpero modelo. 


EL SOBRANTE 


Es algo difícil, muchas veces, hacer con absoluta 
exactitud una mensura grande en la pampa inmensa 
y despoblada ; y no tenía nada de particular que en 
la mensura de quinientas leguas cuadradas hecha por 
orden del superior gobierno, hubiera señalado el agri- 
mensor, al rematar su trabajo, un pequeño sobrante 
de mil metros de frente á un arroyito por dos mil de 
fondo. 

Doscientas hectáreas, poca cosa en esa inmensi- 
dad donde abundan propiedades de diez y de veinte 
leguas ; pero área tentadora para un pobre gaucho 
como Ciriaco, que, siempre vagando y changando por 
el campo, nunca había podido edificar un rancho es- 
table para la familia. Cuando muchacho, había ser- 
vido en la frontera; había peleado contra los indios 
y pasado mil miserias, contribuyendo á asegurar al 
país la posesión tranquila de las fértiles regiones que 
hoy se iban á repartir ; había trabajado muchos años 
de peón, de baqueano, de tropero, ganándose esca- 
samente la vida y la de sus hijos. y cuando, por la 
mensura en la cual lo habían ocupado en llevar jalo- 
nes, vió que sobraba ese lote, juró que de él iba á ser, 
y de nadie más, pensando que bien lo tenía merecido. 

El lotecito era lindo, con su frente de mil metros 
á un arroyito cantor y sus dos mil de fondo, con su 


pastizal mixturado de trébol de olor y cola de zorro, 
de altamisa y de gramilla. Ciriaco, sin perder un día, 
fué en busca de la familia, y trajo á la vez sus esca- 
sos animales, los cuatro trastos y algunos tirantes. 
Eligió un sitio alto, paró el toldo y se encontró como 
un rey. No habiendo vecinos, abundaba el campo, 
y su pequeña majada y sus pocas vacas prospergron 
tanto que, en muy pocos años, tenía hacienda para 
poblar mucho más que el sobrante. 

Pero no hay felicidad que dure toda la vida. A me- 
dida que los dueños iban ocupando sus campos, ha- 
clan desalojar las familias en ellos establecidas ; y 
cuando se supo que el campo donde había poblado 
Ciriaco era del Estado, muchos pensaron que, lo mis- 
mo que él, bien podían establecerse allí. Cada cual 
busca su alivio; y como nunca falta gente para apro- 
vechar lo que no es de nadie, y que Ciriaco no tenía 
títulos, pronto hubiera podido haber doscientos ran- 
chos en las doscientas hectáreas. 

Varios intrusos habían instalado ya sus toldos, y 
como no tenían en qué caerse muertos, no había du- 
da que pronto se iban á mantener de la haciendita de 
Ciriaco, lo que muy poca gracia le hacía, cuando le 
aconsejó su mujer que fuese á contar el caso ¿ un tío 
que ella tenía, bastante distante de allí, y que, se- 
gún aseguraba, era muy diablo para cierbas cosas. No 
decía que fuese brujo, ni había motivo para que na- 
die pensara semejante cosa ; pero tenía á su disposi- 
ción—de esto no cabía duda— medios insólitos y muy 
particulares de manejar á la gente y de hacerla hacer 
lo que él quería, á las buenas ó á las malas. 

Salió Ciriaco en busca del tio; y después de mu- 
cho valopar, dió con él. 

El viejo lo recibió muy bien, se enteró del asun- 


—_50— 


to, lo pensó dos ó tres días, y por fin entregó á Ci- 
riaco cuatro estaquitas de una madera muy dura y 
desconocida, diciéndole que las plantara en los cua- 
tro esquineros del sobrante, enterrándolas bastante 
para que nadie las descubriese. Ciriaco llegó de noche 
á su rancho, y en seguida fué, con todo sigilo, á plan- 
tar sus estaquitas, bien enterradas, cerquita de los 
mismos mojones colocados por el agrimensor. 

Muchos eran los que, en su ausencia, hablan ve- 
nido á poblar; y cuando amaneció, vió Ciriaco, con 
asombro, el campo lleno de ranchos en todas partes, 
muchos de ellos con su respectiva majada ; tanto que 
ya no había sitio para su hacienda y que era epide- 
mia segura para el próximo invierno. Otros poblado- 
res no tenían más que la tropilla, y éstos, por supues- 
to, eran los peores vecinos, porque también tenian 
que comer, y para comer, había que carnear. 

Ciriaco estaba muy desalentado, pero su mujer 
le infundió ánimo, asegurándole que se podía tener 
confianza en las estaquitas del tío, y que no tardarian 
en producir su efecto. 

En un rincón del sobrante, había cavado su cueva 
un matrero conocido ; en ese momento estaba ensi- 
llando, y al rato lo vieron llegar al palenque, pregun- 
tando si no habían visto su tropilla. Ciriaco patalea- 
ba de ganas de preguntarle cuánto pagaba de arren- 
damiento, pero hubiera sido fácil la respuesta y se 
contuvo, contestándole, no más, que no la habla vis- 
to. Y el otro se fué á campear. 

Se venía mientras tanto, acercando al sobrante 
todo un arreo ; arreo de pobre, por cierto, pero no por 
eso menos amenazador : un carrito lleno de muebles 
y de cachivaches, guiado por un mozo robusto, con 
cara de pocos amigos, armado de un gran facón y con 


os 


revólver en el cinto ; dos mujeres venían sentadas en- 
tre la carga ; seguía una manada numerosa como pa- 
ra talar en dos días las doscientas hectáreas, condu- 
cida por un viejo y dos muchachos, hombrecitos ya ; 
y por detrás arreaban una majada y algunas lecheras 
otros tres gauchos. 

Al verlos, Ciriaco, enfadado, gritó á su mujer : 

—...¡| Y las estacas de tu tío, che! ¿qué hacen ? 

—Esperáte, hijo; hay que darles tiempo—con- 
testó ella, 

Desdeñosamente, se sonreía Ciriaco y seguía mi- 
rando. Pero; cuando llegó el carro justito á la línea 
del sobrante, se le cortó la cincha al caballo de varas, 
y antes que nadie lo hubiese podido remediar, se em- 
pinó el carro, volcando con estrépito en el pasto la 
mitad de su carga, muebles y mujeres, todo revuelto. 
¡Un susto jefe! Como pudieron, compusieron las co- 
sas con la ayuda de los que venian arreando los ani- 
males ; pero, habiendo quedado éstos sólo con dos 
muchachos para cuidarlos, aprovecharon la ocasión, 
la majada para mixturarse con la de otro poblador 
del sobrante, y las yeguas para disparar para la que- 
rencia. Vuelto á cargar el carro, quisieron hacerlo 
entrar en el campo para llegar al sitio que de an- 
temano habían señalado para establecerse : pero no 
les fué posible : se empacó el caballo de tal modo, 
que no hubo forma de hacerle dar un paso; lo cas- 
tigaron : se desprendió la huasca del látigo ; le me- 
tieron cuarta : se cortó el lazo tres veces ; ataron dos 


laderos : se les resbalaba el recado, O se cortaba la 


cincha, ó no querían tirar, y todo, todo fué inútil ; 
no pudieron pasar la línea del campo ; tuvieron que 
desensillar allí mismo, y acampar á dos cuadras de 
lo que habían creido ser el término de su viaje. 


A A 


Bl ios 


De los compañeros, habían vuelto algunos sobre 
sus pasos, en busca de la hacienda perdida, mientras 
que los otros se ocupaban en apartar la majada mix- 
turada. 

Ciriaco ya no renegaba; gozaba, y le decía la 
mujer : 

—No ves si serán buenas las estaquitas de mi tío. 
¡ Si nunca ha salido chiflado el viejo con sus cosas ! 

Con todo, era muy incómodo cuidar los intereses 
en medio de tanta población ; había que estar siem- 
pre pastoreando_las ovejas para evitar mixturas, á 
pesar de aprovechar lo más posible los campos linde- 
rO8s, aun apenas poblados, y Ciriaco pensaba que sl 
algo era que no pudiese entrar más gente en el so- 
brante, mejor hubiera sido ver también salir de una 
vez, á los que en él estaban. 

—Paciencia — le decía su mujer, — que así ha 
de ser. 

Pasaron algunos días; el matrero de la tropilla 
extraviada, no había vuelto; los que habían ido á 
traer otra vez la yeguada, tampoco ; los del carro 
allí estaban, esperando no se sabe bien qué, y los que 
cuidaban la majada no la dejaban ni un rato, temien- 
do otro entrevero. Empezó entonces á llover y llovió 
tanto, que todos los bajos se anegaron, quedando 
inundados los ranchos, menos el de Ciriaco, el único 
que estúviese en una loma. 

Después de la lluvia nacieron en los charcos tantos 
mosquitos y gegenes que empezó á hacerse imposible 
la vida en el sobrante ; las haciendas disparaban de 
- noche y se mandaban mudar, Ó se quedaban rodeadas 
y sin comer, enflaqueciendo que daba lástima. Por 
una casualidad singular, no había más que las de 
Ciriaco que parecían indemnes de todo aquello, lo 


02 


que no dejaba de sorprender algo á los demás pobla- 
dores ; y empezaban todos á pensar que habían teni- 
do poca suerte en venir á meterse en lo que realmen- 
te parecía la loma del Diablo. 

Algunos se fueron á otra parte, sin pedir más ; 
otros porfiaron, pero se seguían de tal modo las pla- 
gas, que cada día iba renunciando alguno. 

Como no volvían los que habían salido á campear, 
el carrito acabó por emprender la marcha del Fetor- 
no en busca de ellos, seguido por la majada, merma- 
da, flaca, sarnosa y manca. 

Lia mayor parte de los ranchos ya quedaban ta- 
peras, y después de una epidemia que mató casi to- 
das las haciendas de los pobladores que todavía que- 


daban en el sobrante, acabaron por irse las últimas 


familias. 

Ciriaco bendecía las estaquitas ; volvía á prospe- 
rar lo mismo que antes, y más que nunca, parecía 
realmente dueño único del cam 

Y no dejaba, sin embargo, acordándose de lo que 
él mismo había sufrido, de tenerles también alguna 
lástima á estos pobres criollos, condenados á vagar 
- siempre con sus familias, sin poder conseguir, en tan- 
ta inmensidad de campo, algún pequeño lote en pro- 
piedad, que para ellos hubiera sido la quieta felicidad 
del pan asegurado, y para el país la verdadera base 
del progreso y de la riqueza. 

Otras pruebas, por lo demás, le iban á hacer para 
quitarle el sobrante ; y no ya pequeños pobretes y 
buscavidas perseguidos por la insaciable rapacidad de 
los grandes propietarios, sino algunos de éstos mis- 
mos que, porque tienen mucho, quieren tenerlo todo. 
Después de los chimangos, el gavilán. 

Primero fueron dos de los linderos. Cada uno de 


A II A 


= Dd 


ellos tenía veinticinco mil hectáreas ; pero faltándo- 
les las doscientas de Ciriaco, parecía faltarles la mis- 
ma vida. Y sea por la virtud de las estaquitas, Ó sea 
simplemente porque eran testarudos, empezaron á 
- pleitear entre si; y duró la cuestión tantos años, que 
cuando murieron no se había acabado y Ciriaco se- 
guía gozando del sobrante. 

Pero, si la codicia descansa, nunca muere ; y vi- 
nieron otros sigilosamente, bien armados con papel 
sellado á montones, firmas, garabatos y rúbricas como 
para mandar á la cárcel al mismo juez, y sin que Ci- 
riaco hubiese sospechado nada, llegó un día, de la 
capital, al juzgado de paz, la orden de desaloja- 
miento. 

Hacía veintinueve años que.con su familia, siem- 
pre más numerosa, ocupaba el sobrante. Las dos- 
cientas hectáreas habían cambiado de aspecto ; no 
quedaba más rastro de lo que eran antes que una 
gran mata de paja cortadera con sus hermosos pena- 
chos plateados, dejada adrede como recuerdo á la vez 
y adorno. El trigo, el lino, el maíz,la alfalfa y otros 
cultivos, los árboles frutales y hasta plantas de lujo 
cubrían todo el terreno. Como eran muchos los hijos 
de Ciriaco y que cada cual quería como propio este 
retazo de tierra, en el cual había nacidó, todos se em- 
peñaban en hacer de él el paraíso terrenal con que 
sueña cada hombre, y el resultado era que estas dos- 
cientas hectáreas daban para vivir á numerosas per- 
sonas, más holgadamente que las cificuenta mil lin- 
deras á unos cuantos infelices y á sus dueños que 
nunca siquiera l:..s hablan visto. 

Y llegó el alguacil con su oficio. Llegó... no lle- 
gó : quiso llegar y no pudo. Al franquear la línea del 
sobrante, rodó. 


—64— 


De las casas, pues ya no eran ranchos, vino á so- 
correrlo uno de los hijos de don Ciriaco, y como el 
alguacil le tendiera la orden de desalojamiento, el 
viento se la arrancó de las manos y se la llevó quién 
sabe dónde. | 

El hombre volvió al pueblo y dió cuenta de lo 
ocurrido ; mandaron á otro. Frente á uno de los es- 
quineros empezó su caballo, un mancarrón siempre 
manso, ád bailar como loco. El hombre era jinete, co- 
mo buen argentino, pero no pensaba tener que do- 
mar, ese día, y menos semejante animal. 

No lo pudo apaciguar sino dando las espaldas al 
sobrante y mandándose mudar sin haber podido en- 
trar. 

El juez de paz mandó, una tras otra, cinco co- 
misiones ; volvieron todas deshechas, sin que nadie, 
sin embargo, les hubiese resistido; piernas rotas, 
cabezas contusas, narices hinchadas, caballos man- 
cos, la mar, sin más motivos aparentes que comunes 
accidentes, rodadas, coces, disparadas Ó corcovos ines- 
perados, vodo siempre al querer franquear la línea del 
sobrante. 

El juez no se atrevía á ir él mismo, pero dió 
parte detallado del caso al ministro de Gobierno, lla- 
mando su atención sobre lo que allí pasaba. 

El ministro, por sus numerosas ocupaciones, dejó 
pasar algún tiempo antes de tomar medidas ; pero 
como él mismo tenía por aquellos pagos un gran 
campo que poca plata le había costado, aprovechó la 
ocasión para ir á visitarlo. Llegó con numerosa y 
brillante comitiva de autoridades, soldados y convi- 
dados, al famoso sobrante. Cuando Ciriaco divisó 
semejante séquico de jinetes y volantas, con tanta 
gente y tantos caballos, á pesar de su fe en las es.- 


0% AN 


taquitas, creyó que'ya había sonado la hora y que, 
esta vez, los echaban sin remedio. 

Su mujer le aseguró que no; que no les podían 
hacer nada, mientras estuvieran en su sitio las es- 
taquitas del tío, y que cualquiera que viniese, ten- 
dría que renunciar y dejarlos en paz. 

El ministro venía algo intranquilo por todo lo que 
le habían contado del sobrante y de sus moradores, 
pero con la confianza que da el ejercicio del poder, 
hizo dirigir sin titubear su carruaje hacia la casa 
de Ciriaco. Toda la comitiva siguió, poniéndose pru- 
dentemente á retaguardia, sin decir nada, los que 
ya habían venido antes con alguna misión. . 

Ciriaco, por su lado, se adelantó hacia la gente, 
rodeado de toda su familia : lo acompañaban su mu- 
jer, sus diez hijos, sus tres yernos y sus dos nueras, 
con sus veinte nietos. 

Cuando llegó la volanta á la línea del campo, se 
produjo, sin saberse por qué, un barquinazo bárbaro 
que despidió del pescante al cochero, y los caballos, 
asustados, iban á darse vuelta y á disparar, cuando 
uno de los hijos de Ciriaco los detuvo y les hizo en- 
trar en el campo sin mayor dificultad. Y siguieron 
todos los de la comitiva, penetrando admirados en 
ese campito tan bien cultivado que parecía un parque. 

El ministro no decía nada, pero miraba todo con 
atención profunda, maravillado, como si hubiera en- 
trado en un mundo desconocido. 

Quiso visitarlo todo, cultivos y casas, pesebres y 
galpones, animales y tambos, montes y praderas, y 
al ver el resultado de abundancia, de felicidad y de 
progreso, conseguido en un miserable sobrante de 
doscientas hectáreas, por el lento esfuerzo de un po- 
bre gaucho, antes andariego, hoy jefe de una familia 

LAS VELADAS.—0 


— 66 — 


numerosa de ciudadanos y de productores, tuvo la 
atormentadora visión de lo que sería la República 
Argentina, si sus antecesores... y él mismo, hubiesen 
repartido entre miles de criollos pobres los millones 
de hectáreas regaladas á un centenar de parásitos. 

Llamó á Ciriaco y le dijo : 

—Hace treinta años, amigo, que usted ocupa es- 
ta tierra; es suya, por la ley. No solamente vivirá 
usted en paz en ella, sino que el gobierno quiere que 
cada uno de sus hijos y de sus nietos tenga en pro- 
piedad doscientas hectáreas de -las tierras incultas 
que rodean su chacra, para que cada cual haga en 
ellas lo que usted tan bien ha sabido hacer en las 
suyas. 

Y mientras Ciriaco y toda su familia se confun- 
dian en manifestaciones de agradecimiento, el mi1- 
nistro dió orden de que fueran en busca de los ac- 
tuales dueños de las cincuenta mil hectáreas incul- 
tas que pensaba expropiar en parte, á cualquier pre- 
cio que fuese, para cumplir su promesa..Se propo- 
nía aprovechar la ocasión para avergonzarlos de su 
antipatriótica dejadez ; pero el juez de paz detuvo 
el chasque, diciendo : 

—Están en París, señor. 


EL PETIZO OVERO 


Don Antonio había encerrado su majada y estaba 
desensillando, entre las últimas vislumbres del po- 
niente, cuando sintió un campanilleo algo lejano to- 
davía. Se agachó y vió que hacia su casa se dirigía 
una tropilla, al parecer numerosa, conducida por un 
solo jinete. Momentos después, éste dejó sus' caba- 
llos rodeados, y acercándose al tranco, saludó á don 
Antonio y le pidió licencia para hacer noche. Don 
Antonio, incapaz de negar á nadie la hospitalidad, 
no vaciló un momento en convidar al forastero á ba- 
jarse y á entrar el recado. 

El recién venido era un gaucho altó, delgado, de 
facciones poco simpáticas, con sus labios finos y su 
nariz aguileña, su barba renegrida y sus Ojos in- 
quietos, en movimiento perpetuo, tan penetrantes, 
que parecían barrenarle á uno el alma. 

La sonrisa, que vagaba en la boca, dejaba ver 
dientes agudos que parecían más de fiera que de 
hombre, y tan sardónica era que inspiraba pavor 
como si fuera de burla anticipada por desgracias pró- 
ximas. Vestía el hombre como paisano holgado, chi- 
ripá de paño y blusa bordada, haciendo resaltar la 
elegancia de su traje, todo negro, la bayeta colorada 
del forro de su poncho y el pañuelo de seda punzó, 
flotante en el cuello. 


A A 


Llamó particularmente la atención de don An- 
tonio el pie tan exiguo del forastero, calzado de bo- 
tas finísimas, una de las señas peculiares por las cua- 
les más seguramente se conoce á Mandinga ; y tam- 
bién se acordó que al darle en el palenque las buenas 
noches, no le había dicho, según la costumbre : «Ave 
María.» 

Después de la cena, don Antonio, por las dudas, 
y para hacérselo propicio, en cualquier caso, ofreció 
al sospechoso huésped tender la cama en la misma 
pieza que servía de comedor; pero el forastero no 
quiso y casi estuvo á punto de amostazarse por la 
insistencia del otro, yéndose á instalar en la cocina. 
Don Antonio pudo ver que al salir, miraba de rabo 
de ojo, entre asustado y rabioso, por una puerta que 
acababan de abrir, una imagen de la Virgen de luu- 
ján colocada en el dormitorio entre dos velas, encima 
de una cómoda; y por su parte hubiera jurado la 
mujer del puestero, quien, calladita, no había dejado 
un instante de observarlo todo, que los ojos de la 
figura también se habían movido dos veces con mi- 
rada fulgurante. | 

Asimismo, pasó tranquila la noche, sin que nada 
pudiera hacer suponer que ningún diablo descansara 
en una de las habitaciones. 

A la madrugada, como don Antonio le ofreciera 
traerle la tropilla, el huésped, sin contestar, moduló 
un silbido breve, agudo y tan estridente, que don 
Antonio se puso todo trémulo ; en la vida, nadie le 
había destrozado el oído de semejante modo ; y que- 
dó muy admirado al ver la tropilla venirse al trote, 
hacia donde estaba el amo. ¡ Y qué tropilla ! veinte 
caballos negros, pero lo que se llama tapados, sin un 
pelo blanco en todo el cuerpo ; altos, elegantes, brio- 


is 


sos, pero mansos, al parecer, sin una falla ni un de- 
fecto, y lo más raro era que se habían venido así, ú 
pesar de haberse quedado sola, allá, en el campo, la 
yegua madrina. Es que al lado de ella estaba un po- 
trillo recién nacido. Se le acercaron los dos hombres ; 
y vieron que era feo, cabezón, barrigón, petizón, y 
por mejor, overo, con unas manchas de un bayo re- 
lavado que apenas resaltaban de las blancas. 

—;¡ Horrible ! el potrillo—dijo el forastero, y sa- 
cando el cuchillo, lo iba á degollar, cuando don An- 
tonio le pidió que se lo dejase para el chico, pues 
habían parido dos lecheras y lo podía criar guacho. 

—Bueno—dijo el gaucho ;—guárdelo para Pel mu- 
chacho, pues á él, hasta que tenga diez años cum- 
plidos, le ha de prestar servicios. 

Y después de haberlo dejado mamar hasta que se 
llenara, arreó la madre, la juntó con la tropilla, en- 
silló, se despidió cortésmente, á pesar de que con la 
sonrisa más bien parecia burlarse de todos, y pronto 
desapareció tras de una loma. 

—¡ Mira l—dijo la mujer á don Antonio ;—¿no 
tomas el olor? 

Don Antonio arrugó la nariz. y estuvo conforme 
en que, efectivamente, había quedado un olorcillo á 
azufre. 

Pero al fin y al cabo, y aunque fuera Mandinga, 
mal no les había hecho ; al contrario. Por lo demás, 
la misma Virgen no lo había atropellado, y no tenfan 
para qué ser más celosos que ella. Cierto es que Ellos, 
á veces, tienen por fuerza, que encontrafse juntos 
y tenerse paciencia, aunque no quieran. 

Empezaron á criar el guacho ; fué fácil : chupaba 
leche como ternero, viniéndose solito hasta las ca- 
sas, 4 pedir su ración, cuando se olvidaban de él. Una 


e E 


vez, hasta se animó á entrar en el comedor. No había 
nadie en la casa, nada más que, en el dormitorio, 
la estatuita de la Virgen entre dos velas; y ¿quién 
sabe por qué sería? volvió á salir el potrillo, dispa- 
rando por el patio, y ganó campo por la tranquera 
abierta. Desde entonces no se acercó ya tanto á las 
plezas, y se ponía muy inquieto cuando le hacían 
entrar en el patio. 

El niño, Antonito, por supuesto, lo quería mucho, 
y cuando el padre, sujetándolo, lo sentaba encima, 
eran unas risas, una alegría sin par. 

El tiempo iba pasando y parecían crecer uno para 
el otro. El muchacho ya empezaba á treparse sobre 
el petizo, agarrándose de la crin con las manos, y de 
la mano del petizo con las piernas. En poco tiempo, 
una vez que hubo logrado sentarse encima sin ayuda, 
aprendió á trotar y á galopar, prestándose el petizo, 
con la mejor voluntad, á todos sus deseos, con mo- 
vimientos tan suaves que nunca le hacía caer. 

Una tarde vió don Antonio que la majada estaba 
4 punto de mixturarse con la del vecino, y que su 
caballo, habiéndose desatado del palenque, andaba 
suelto como á media cuadra ; el peligro era tan in- 
minente que le gritó á Antonito : 

—¡ A ver, chiquilín, si eres hombre ; corre con 
el petizo á atajar la majada ! 

El chiquilín no se lo hizo decir dos veces, y, 
animando al petizo con los taloncitos desnudos, salió. 
Sin que ni él mismo, ni el padre se diesen bien 
cuenta de cómo andaría, en menos de un segundo 
estaba entre las dos majadas que ya se venían balan- 
do como convidándose al suavísimo placer de embro- 
mar con una mixtura á sus respectivos amos. 

Lo cierto es que el padre tardó mucho más en 


A y AR 


recuperar el mancarrón, y cuando se juntó con An- 
tonito, hacía tiempo que, como el mejor de los peo- 
nes, éste, á gritos, había separado las ovejas y re- 
tirado la majada. El padre lo felicitó, y le dijo que 
ya podía volver al puesto ; pero quedó, esta vez, algo 
más que admirado, estupefacto, al ver que en un 
abrir y cerrar de ojos, el petizo había llegado al pa- 
lenque con su jinetito. No lo había visto galopar, 
menos lo había visto volar, no habia tenido tiempo 
siquiera de verlo salir ¡y estaba, allá, en las casas, 
parado ya cerca del palenque! y acordándose de la 
procedencia del petizo, ya no dudó de que su hués- 
ped había sido el mismo Mandinga, pero el Mandin- 
ga bueno, generoso, que suele divertirse, á veces, 
cuando no le han hecho enojarse, 2n dejar regalos á 
los gauchos pobres. | 

El día siguiente, por la mañana, quiso él mismo 
probar el petizo, y lo ensilló para ir en él á recoger 
la manada. Montó, apretó las rodillas, y aflojándole 
la rienda, lo empujó adelante por hábil movimiento 
del cuerpo, pero no se movió el animal ; extrañó don 
Antonio y le dió un talonazo ; inocente el talonazo, 
pues estaba de alpargatas ; pero mejor hubiera sido 
que lo pensara antes, pues el corcoveo fué tan fuerte 
y tan inesperado, que casi lo voltea. Asimismo, don 
Antonio no reflexionó todavía que todos los caballos 
no son iguales y le pegó un rebencazo. No le dió dos ; 
no tuvo tiempo, pues estuvo en el suelo, en el acto. 
Y recién se acordó que el gaucho, al dárselo para el 
muchacho, le había dicho que, «á él, le había de 
prestar servicios. » 

Para cerciorarse de si efectivamente era así, lla- 
nó á Antonito y le dijo : 

—Andáte á traer la manada, con el petizo. 


— 7 


: El muchacho montó, y apenas hubo montado que 
desapareció con el caballo ; ; y todavía no había vuel- 
to don Antonio de su admiración, cuando ya estaba 
encerrada en el corral la manada traída por su hijo. 

Don Antonio no se volvió loco porque tenía bue- 
na cabeza, pero quedó un buen rato como abombado, 
. SIn saber si debía alegrarse por la suerte de poseer su 
hijo semejante alhaja, Ó inquietarse por lo que le 
podría traer esa brujería. Todo bien pensado, resol- | 
vió no decirle nada á la mujer, porque seguramente 
ésta le hubiera salido con que la virgencita de yeso 
le estaba haciendo señales y removiendo los. ojos ; 
y lo hubiera quizá obligado 4 matar el petizo ; un dis- 
parate, pues, aunque de Mandinga, semejante regalo 
no es cosa de todos los días. 

Ya, por supuesto, no dudaba don Antonio de las 
maravillosas condiciones del petizo overo ; pero, asi- 
mismo, las quiso otra vez probar, no por sí mismo, 
pues ya sabía lo que le costaría, sino mandando á 
Antonito, hasta lo de su tía, doña Teresa, cuyo pues- 
to quedaba á más de dos leguas de distancia. Apuntó 
en un papel la hora exacta de la salida del muchacho, 
y le dió otro nara tía Teresa, rogándole á ésta se lo 
devolviera, mar ando la hora en que hubiera llega- 
do el chico yla hora de su salida. 

Era la una y cuarto. A las dos, estaba de vuelta 
Antonito, con el apunte de doña Teresa, el cual de- 
cla : «Llegó á la una y cuarto, salió á las dos» ; de 
modo que había hecho el viaje, tanto á la ida como 
á la vuelta, en tiempo tan corto, que no se podía 
apreciar. 

—Pues hijo—exclamó el padre al leer esto,—tu 
petizo es una fortuna. 

Efectivamente, y tanto más, cuanto que no sola- 


HN, O 


mente viajaba el muchacho más ligero que el vien- 
to, sino que lo mismo que él andaba todo animal, 
todo trozo de hacienda que arrease. Á pesar de no 
ser más que un niño, cuidaba él la majada, las va- 
cas y la manada con pasmosa facilidad, pues con 
sólo pensar en ir á verlas, montado en el petizo, se 
encontraba cerca de ellas ; para traerlas al corral, no 
precisaba llevar arreador; bastaba un grito, y, sin 
saber cómo estaban entrando en el corral todos los 
animales, sin que hubiera un solo rezagado, ni por 
resabio, ni por mancura. Si algún animal se había 
mandado mudar, le bastaba á Antonito montar en el 
overo y. desear ir á donde estuviera el extraviado, 
para que sin moverse, se puede decir, se hallara de 
repente en el sitio menos pensado, donde se escondía 
el animal, fuera pajonal espeso ó majada con la 
cual se había mixturado, ó rodeo con que se había 
juntado. 

No dejaron, por supuesto, de sucederle 4 Antoni- 
to, en ciertas ocasiones, unas cuantas aventuras, en- 
tre graciosas y dramáticas. 

Pronto se había sabido por la vecindad, y tam- 
bién mucho más allá, los servicios que con su ma- 
ravilloso overo podía prestar el muchacho ; y los es- 
tancieros, cuando les faltaban animales, en vez de 
recurrir á la policía, que d veces no sabe, no puede 
ó no quiere, iban á tratar con don Antonio, pagán- 
dole un tanto por cabeza recuperada. Antonito en- 
sillaba el petizo overo y bien pronto estaba de vuelta 
con el arreo, con gran satisfacción del dueño de ¡a 
hacienda... y de don Antonio, ya en vías de ponerse 
rico. 

En general, poco peligro corría Antonito en estas 
expediciones ; pues muchas veces los animales no 


E 


eran más que extraviados y se los encontraba pa- 
ciendo fuera de la querencia ; otras veces, aunque 
hubieran sido robados, los sacaba sin dificultad del 
corral ó del campo donde los tenían guardados y se 
los arreaba ; pero, una vez, unos cuatreros que se 
habían robado una gran punta de vacas y la llevaban, 
dispuestos á pelear para conservarla, aunque fuera— 
y así lo decían ellos, porque ya habían oido hablar 
de Antonito y de sus hazañas, —contra el muchacho 
del petizo overo, quisieron hacerle armas cuando lo 
vieron aparecer. Pero Antonito, atropellándolos, con 
un grito los arreó como si hubieran sido tropilla, y 
de modo tan lindo, que en menos de un segundo los 
tenía, todavía con el cuchillo en la mano, en el mis- 
mo patio interior de la policía del pueblo más cer- 
cano. Allí los dejó, después de haber explicado al co- 
misario por qué los traía ; y como eran bandidos co- 
nocidos, éste los hizo encerrar. 

El muchacho era muy deseoso de aprender, pero 
la escuela quedaba como á diez leguas del puesto ; 
asimismo pudo ir todos los días y. volver á su casa, 
sin el menor tropiezo, y se admiraban todos los ni- 
ños de que, viviendo él tan lejos, pudiera asl seguir 
las clases. 

—Es que el overo es muy guapo—Jdecía él. Y 
no faltaron muchachos que tuvieran la provechosa 
idea de robarle el petizo. 

Pero robar el petizo, solamente en apariencia, era 
-cosa fácil. Quedaba atado en un poste, cerca de la 
vereda, durante las tres ó cuatro horas que Antonito 
pasaba en la escuela, y no era muy difícil, por su- 
puesto, desatar el cabestro y montar. Pero el pri- 
mero que se atrevió á hacerlo quedó realmente muy 
poco tiempo encima ; pues de un corcovo especialísi- 


a O 


mo que ningún otro caballo ni potro tuvo jamás, lo 
despidió por encima de su cabeza y lo tiró como 4 
diez varas, yendo á caer el muchacho en un charco 
de agua, de donde salió ileso, por suerte, pero cu- 
,bierto de barro de los pies á la cabeza. Se mandó 
mudar para su casa, bien ligero y sin decir nada á 
nadie, de modo que, no sirviendo la lección más que 
para él, otros niños quisieron también probar la suer- 
te. Dos ó tres más fueron á caer en el mismo charco, 
hasta que, cansado el petizo de tantas tentativas, se 
llevó á otros tres, seguiditos, á cinco leguas de dis- 
tancia, dejándolos caer y abandonándolos en medio 
del campo, para que supieran de una vez que había 
que dejarlo tranquilo. 

Y tan bien entonces cundió la voz de que era un 
animal temible, capaz de matar á cualquier jinete 
que no fuera Antonito, que ya se guardaron bien to- 
dos de acercársele. EH] mismo Antomito tuvo que 
aprender un día cierto detalle que ignoraba ; pues 
al llegar con el petizo á la iglesia, 4 donde había 
venido en busca del cura para que fuera á ayudar 
á un vecino moribundo á hacer las maletas, el petizo 
se puso furibundo, pataleó, corcoveó y lo acabó por 
tirar al suelo, yéndose sólo á la querencia y dejando 
que Antonito volviese á su casa en mancarrón pres- 
tado que apenas podía galopar, comprendiendo que 
se debe evitar entre ciertas personas roces siempre 
desagradables. 

Cuando, gracias á su petizo overo, fué suficiente- 
mente instruido y bastante rico, se le ocurrió á An- 
tonito que debía ir á la ciudad, cuyas maravillas 
siempre oía ponderar, pensando que sería un verda- 
dero paraiso, y que allí podría pasar una vida deli- 


Er, EA 


ciosa, como seguramente la pasaban todos sus habi- 
tantes. 

Ensilló el petizo overo, una madrugada, y en un 
momento, como de costumbre, llegó donde quería ir. 
El caballo se paró cerca de un mercado, cuando con 
el alba, empezaba á moverse la gente trabajadora. 

Lo que primero llamó la atención á Antonito fue- 
ron unos hombres harapientos que iban escarbando 
en los cajones de la basura, y juzgó que bien difícil 
debía de ser la vida en la ciudad, para que tuvieran 
éstos que disputar á los perros su alimento. 

—En el campo—pensaba,—no sólo gozamos del 
despertar de la naturaleza, del esplendor del sol na- 
ciente y del aire matutino, sino que también vivi- 
mos, y hasta los más pobres, como gente entre los 
es mientras parece que acá viven los pobres 
como animales entre la gente. 

Y mientras estaba entregado á sus reflexiones, se 
acentuaba el movimiento en la calle. Vió pasar á chi- 
quilines que llevaban, encorvados, canastas enormes, 
llenas de carne y de verdura y muchos hombres y 
también mujeres cargados como jumentos. Apurados 
andaban todos por las calles obscuras aún, con un 
afán de hambrientos que daba lástima; niños que, 
tiritando de frío, anunciaban á gritos los diarios que 
vendían ; obreritas heladas bajo su ropa delgada ; ar- 
tesanos, peones, trabajadores de todo género, for- 
zando el paso para calentarse los huesos y para no 
faltar á la hora, la hora de la esclavitud en los ta- 
lleres encerrados. 

Y vió que toda esta gente salía de conventillos 
inmundos, donde ocupaba, amontonada, cuartos in- 
fames, sucios y pequeños, y se le fueron las ganas 
de vivir en la ciudad. 


ES y NE 


La había visto durante dos horas, y le bastaba. 
No dudaba que la mayor parte de estos habitantes 
que había podido ver, estarían mucho más dichosos 
y vivirían mucho mejor, si se fueran al cámpo, al 
aire libre, á cultivar la tierra, 4 sembrar, á ver brotar, 
crecer, florecer y madurar, las plantas que mantie- 
nen al hombre ó engordan los animales. 

Y volvió á montar el petizo, exclamando : . 

——Mirá, petizo, lleváme á donde yo pueda ser real- 
mente feliz. 

En el mismo momento, se encontró, sin extra- 
fñarlo de ninguna manera, en el palenque de la casa 
paterna y quiso, agradecido, desensillar el petizo ; pe- 
ro el petizo overo, regalo de Mandinga, había des- 
aparecido. Había cumplido su misión : su pequeño 
amo tenía diez años y poseía lo bastante para vivir 
con A UJS entre los suyos, en el lugar donde había 
nacido 


e 8 


LA BOMBILLA DE PLATA 


Era antiquísima la bombilla de plata que, para 
tomar mate, usaban en casa de don Toribio. Contaba 
éste que su mismo tatarabuelo, á quien había alcan- 
zado á conocer, cuando era criatura, ignoraba desde 
qué época la tenían en la familia, calculando sola- 
mente que sería como un siglo, por lo menos, antes 
de nacer él; de modo que, seguramente, era una de 
las primeras bombillas fabricadas en el país, cuando 
la costumbre de tomar mate había cundido entre los 
primitivos habitantes de la colonia. 

A primera vista, no tenía, por lo demás, nada 
de particular : bastante maciza, con filetitos de oro, 
se parecía á los millares de bombillas que hasta hoy 
circulan en toda la República Argentina, pasando á 
veces todavía, con la más democrática falta de cum- 
plidos, de la jeta risueña de la negra fiel á los re- 
pulgados y rosados labios de la aristocrática niña, 
de la boca sin urbanidad del peón á la del hacendado 
enriquecido, 6 de los labios del ordenanza, menos 
pulcros que solemnes, á los del estadista refinado que, 
desde la poltrona oficial, suelta, entre dos mates, sus 
diplomacias enredadas. 

Pero á éstos, ¿quién sabe si les hubiera gustado 
mucho la indiscreta bombilla de don Toribio? Pues 


€ 
O 


tenía, sin que nadie supiera de dónde, ni cómo, la 
traviesa virtud de taparse al oir la menor mentira. 

Aunque no fuera esta peculiaridad un secreto pa- 
ra nadie, en la casa, más de una vez, en momentos 
de descuido, había sido fuente de chascos muy gra- 
ciosos, cuando no irreparables; y ere un peligro 
constante, en la misma familia, para los que tenían 
algo que ocultar. Pero también era una defensa con- 
tra los de afuera, cuando venía alguno con tapujos 
para cualquier cosa... 

Don Toribio, con el mate en la mano, se levantó 
de su sillón de hamaca, al ver pasar por el patio el 
capataz, y lo llamó. 

—¿ Hiciste dar agua á la hacienda esta mañana ? 
—le preguntó. 

—S1, patrón—contestó el capataz ;—ha tomado 
bien. 

Y fué todo uno decir esto el capataz y tapársele 
la bombilla á don Toribio, de tal modo, que no le 
quedó la menor duda de que fuera mentira. 

—Ensílleme el zaino—dijo en seguúida.-—Y cuan- 
do volvió del jagúel, donde se pudo dar cuenta de 
que no se había tirado agua para las vacas, arregló 
las cuentas al capataz y lo despachó con toda fres- 
cura. 

Era nuevo ese capataz en la estancia é ignoraba 
todavía lo de la bombilla, pues, de otro modo, no se 
hubiera atrevido á mentir con semejante desfachatez. 

Verdad es que el mismo don Toribio tampoco es- 
taba exento de dejarse pillar, pues, á veces, su seño- 
ra, como quien no quiere la cosa, cebándole mate 
á su vuelta del campo, le preguntaba, con cariñosa 
zalamería, por dónde había andado ; y cuando con- 
testaba él, con gesto desenvuelto y fingiendo des- 


— B0 — 

preocupación : «Por el rodeo de las mestizas», ó bien, 
«á contar la majada de Fulano», y que ¡zás! se le 
tapaba la bombilla, inmediatamente, por la celosa 
imaginación siempre alerta de la iracunda misia Ru- 
desinda, pasaban, como visiones, ciertas mestizas por 
demás mansas, de cierto puesto de la estancia ó los 
inocentes y costosos partidos de truco en la pulpería. 
Y bajo las chispas amenazadoras que, en irradiación 
eléctrica, arrojaban los ojos de su mujer, don Toribio, 
cansado de chupar en balde, en medio del abrumador 
silencio, precursor de próxima tempestad, cabiZbajo 
y más avergonzado por su falta de viveza que por 
el remordimiento de su delito, humilde y rabioso, de- 
volvía el mate. Siquiera, mientras chupaba ella tam- 
bién, á su vez, y removía la hierba, para componer 
la maldita bombilla, se detenía, por un rato, el cha- 
parrón que siempre sigue al rayo. 

En esas ocasiones no le mezquinaba don Toribio 
á la preciosa prenda familiar los más sabrosos nom- 
bres, apellidos y apodos, aunque fuera sólo entre sí, 
y juraba que de tal modo la iba á esconder, que la 
misma Rudesinda, por pesquisadora que fuera, no 
podría dar con ella. 

Y así lo hacía ; pero no faltaba ocasión en que le 
fuera indispensable la bombilla para averiguar lo que 
pensaba de veras tal ó cual visita, y era él entonces 
el primero en ir á buscarla en su escondrijo y en 
entregarla á la patrona para que con ella cebase mate. 

Asi fué, un día, justamente cuando la llegada de 
un resero que venía ád ver los novillos. Sabía don To- 
ribio que esa gente siempre viene con límites de que 
no puede pasar, pero vaya uno á saber cuáles son esos 
límites ; y ¿quién mejor se lo iba á decir que la bom- 
billa de plata? 


— 81l — 


Apenas estaba el resero sentado en el escritorio, 
cuando don Toribio la sacó sigilosamente de su caja 
de hierro, donde la tenía guardada, y pasando á la 
pleza vecina, la entregó á doña Rudesinda, encomen- 
dándole que cebase mate prontito. 

—¡Ah! gran pillo, calavera—exclamó á media 
voz la señora.—Bien pensaba que tú eras quien la 
tenía escondida. ¡Si habrás podido mentir á tus an- 
chas desde hace más de un mes que se me perdio ! 

- —No embromes, mujer, e voy á mentir yo? 
—contestó don Toribio; y volvió á juntarse con el 
resero. 

Cuando vino la señora con el mate, pues demasia- 
do interesante iba á ser la conversación para mandar 
á una sirvienta, don Toribio estaba ponderando sus 
novillos y preguntando al otro qué precio iba á poder 
pagar por ellos. 

Este, por supuesto, se hacía de rogar, diciendo 
que habiéndolos visto sólo á la pasada, no podía toda- 
vía saber. Pero como insistiera don Toribio : 

—Mire—le dijo por fin,—estirándome mucho, lo 
más que le podré pagar son veintitrés pesos. 

Y diciendo así, quiso tomar un sorbo de mate, 
pero se le había tapado la bombilla, y chupaba el 
pobre, chupaba que daba lástima, sin que nadic vi- 
niera. 

—¿Se le tapó, don...? Preste que se la van á 
componer... Creo que no vamos á hacer negocío, ¿sa- 
be? Yo, menos de treinta, no vendo. 

Y habiendo vuelto á arreglar el mate, subió el rese- 
ro hasta veinticuatro pesos, declarando que de ahí no 
podía pasar, y levantándose, con el mate en la mano, 
como si ya se fuera á retirar, lo devolvió diciendo 
que la bombilla estaba tapada otra vez; lo que hizo 

LAS VELADAS.—6 


PE > PO 


que don Toribio, con toda calma, hiciera hincapié 
consiguiendo de á saltitos y poco á'poco, oferta de 
veintisiete nacionales ; y como ya entonces no se ta- 
pase la bombilla, pensó, con razón, que era tiempo 
de cerrar el trato. 

Demasiado bien le salía siempre la tan curiosa 
propiedad de su bombilla de plata para que perdie- 
ra ocasión de probarla con todos los que venían á 
tratar con él de negocios ; y quedaba chiflado, desde 
el primer mate, el acopiador que falsamente traía la 
noticia de una gran baja en la lana, ó que trataba de 
sonsacarle tirados los cueros de su galpón. 

El pulpero Fulánez, hombre vivo, vino una vez á 
casa de don Toribio á arreglar las cuentas del año, y 
le quiso cargar de más en la cuenta, á ver sl pegaba, 
un vale de cien pesos. Don Toribio aseguraba que no 
se lo debía ; Fulánez con el mate en la mano, trató 
de darle explicaciones convincentes para probarle que 
él lo había pagado. Y don Toribio, quizá hubiera 
acabado por creerle, y por abonar los cien pesos, si 
las aclaraciones que trataba de dar el pulpero no hu- 
bieran sido, á cada rato, lastimosamente entorpecidas 
por las repetidas tapaduras de la bombilla de plata, 
indicio seguro de que Fulánez mentía. Y éste tuvo 
que dar por terminado el asunto hasta que pudiera 
enseñar el pretendido vale... ¡Cuándo! 

¡ Bombilla linda! Sí, á veces, era como si hubie- 
se hablado. 

Tenía don Toribio cierto vecino á quien sospe- 
chaba de haberle carneado una vaquillona rosilla, 
muy gorda. Un día que había venido al rodeo, don 
Toribio lo hizo pasar ¿ las casas y lo convidó con un 
mate. Conversaron de la lluvia y de la sequía, del 
- estado de los campos y de las haciendas, y mientras 


— 83 


estaba el vecino con el mate en la mano, de repente 
preguntó don Toribio : 

—Dígame, ¿no ha visto por casualidad, en su 
hacienda, una vaquillona rosilla? 

El véácino, con la vista medio vaga del que mira 
sin querer ver, contestó, después de un rato : 

—NOo, hombre, no. 

Y sin más chupó la bombilla; pero se le habia 
tapado, y don Toribio, mientras se la destapaban, 
hizo con estudiada violencia una salida bárbara con- 
tra «los vecinos puercos que por tan poca cosa se 
ensuciaban las manos, gente indigna de poseer. Com- . 
prendia—dijo,—que algún gaucho pobre, en lidia con 
el hambre, carnease un animal, pero que hacendados 
acomodados hicieran lo mismo, era una vergienza.». 

El otro aprobaba, por supuesto ; no podía hacer 
de .otro modo, y á falta del mate, se chupó el res- 
ponso hasta que hiciera «chirrili», sin necesidad de 
bombilla. 

Para ganar en las carreras, también más de una 
vez le sirvió la bombilla á don Toribio. Difícil era 
engañarlo sobre el valor de un caballo y sobre lo que 
de él pensaran el dueño y el compositor. Ni se le po- 
día hacer creer que estuviera enfermo un animal sa- 
no, ni sano un enfermo ; pronto sabía, con una sola 
conversación en su casa, con el mate circulando, si 
pensaba el corredor hacer trampa ó no; si el caba- 
llo era de tiro largo ó de tiro corto, y también si el 
mismo dueño apostaba en contra de su propio ca- 
ballo, con intención de embromar á medio mundo, 
haciéndole perder una carrera que hubiera podido 
ganar cortando á luz. 

¡ Bombilla loca ! también ; que se tapaba á cadw 
rato, á veces ¡como para quitarle á uno las ganas de 


Bliss 


tomar mate! Algunos, cándidamente, renegaban con 
las bombillas de plata, en general, que con mate muy 
caliente casi siempre se tapan ; otros algo sospecha- 
ban, después de algunas pruebas que, por su misma 
repetición, los dejaban perplejos, y no faltaba quien 
asegurase saber que cualquier mentira hacía tapar en 
el acto la bombilla de don Toribio. Muchos se reían 
de esto, como de cosa imposible ; pero no dejaba la 
gente de tener cierto recelo antes de faltar á la ver- 
dad en casa de don Toribio, á tal punto, que se iban 
poniendo lo más francos y verídicos, poco á poco y 
sin pensarlo, hombres que nunca, hasta entonces, 
habían podido abrir la boca sin soltar una mentira. 
Y hasta proverbial se había hecho en el pago lo de : 
«Cuidado, che, que se te va'á tapar la bombilla.» 

Asimismo, había casos en que don Toribio podía 
mentir con el mate en la mano, sin que la bombilla 
se tapara. Era cuando, de noche, een pUÓS de la cena, 
contaba cuentos á los niños. 

Podía entonces inventar las cosas más inverosí- 
miles y decirlas con confianza; no había peligro, y 
ni por las hazañas de Cuerocurtido, ni por las Riradas 
del Buey-Corneta, ni por don Cornelio con su alam- 
brado, dejaba de pasar el mate en la bombilla. 

Los mayorcitos, muy al corriente ya, por supues- 
to, extrañaban que así fuera, y cuando el cuento les 
parecia por demás imposible, preguntaban al padre 
cómo era que no se tapaba la bombilla, esa bombilla, 
gracias á la cual ellos habían perdido tan pronto la 
costumbre de mentir, aun cuando se tratara de evitar 
el castigo de alguna travesura un poco fuerte. Y les 
tenía que explicar don Toribio que una bombilla tan 
sagaz no podía cometer la torpeza de confundir men- 
tiras que dañan con ilusiones que sólo embellecen la 


— 85 — 


vida, ocultando, por un rato, tras dorada neblina de 
ensueños, su realidad casi siempre ruda. 

Don Toribio tenía una hija moza, muy bonita la 
morocha, á quien no dejaban de festejar ya, aunque 
- con discreción, algunos jóvenes del pago ; basta que 
la primavera entreabra un pimpollo, para que en se- 
guida revoloteen en su derredor las mariposas ; pero 
ninguno todavía se había atrevido á formular sus sen- 
timientos hacia la niña más que por insinuaciones 
ligeras, como ser suspiros, entre doloridos y atrevi- 
dos, Ó miradas de soslayo, implorando compasión... 
¡las pícaras! y consiguiendo de la muchacha, por 
toda contestación, alguna lisonjera reflexión á me- 
dia voz, como : «Mire qué modo de soplar», ó «¡ pa- 
recen ojos de bagre !» 

Don Toribio, pensando asimismo que no sería de- 
más conocer un poco las ideas de Encarnación al 
respecto, ya que ni la misma doña Rudesinda había 
podido «pispar» nada, una tarde, de sopetón, al re- 
cibir el mate de manos de su hija, le preguntó en 
tono de broma y como «si hubiera sabido alguna no- 
vedad : 

—Y ¿cómo anda ese novio? | 

Se sonrojó Encarnación hasta los ojos, y contes- 
tó apresurada : 

— 0h! yo, ni pienso en eso, tata. 

Y mentira debía ser, pues en este mismo mo- 
mento se le tapó la bombilla á don Toribio ; una sim- 
ple coincidencia, pero que le causó mucha gracia, no 
dejando de compartir doña Rudesinda, aunque con 
cierto disimulo de matrona de buen tono, su rego- 
cijo. Por supuesto, se turbó más y más Encarnación, 
al tomar, para ir á componer la bombilla, el mate de 
manos de don Toribio. 


— 88 — 


Mientras estaba en la cocina, llegó de visita don 
Martiniano, estanciero de la vecindad, con su hijo, 
Martiniano también de nombre ; y cuando volvió En- 
carnación con el mate, saludó á las visitas con una 
expresión tal de gloriosa felicidad, que á los tres 
viejos no les quedó” ninguna duda de que bien pronto 
estarían de boda. Tanto, que sin que se hubiera de 
veras formalizado la conversación sobre el punto, 
cuando estuvieron por retirarse don Martiniano y su 
hijo, estaban todos de acuerdo, los padres entre sí, 
y los jóvenes por su lado. No habían tratado, segu- 
ramente, de engañarse unos á otros, pues charlando 
toda la tarde, habían estado tomando mate, y ni una 
sola vez se había tapado la bombilla. 

Encarnación aprovechó el tumulto de la despedida 
para ofrecer 4 Martiniano el último mate, teniéndolo 
de pie, casi á solas, en un rinconcito, y le dijo en 
voz baja, mirándole bien en los ojos : 

—¿Me vas á querer siempre ? 
ión—contestó sin tur- 


harse el joven. 

Y debía de ser sincero, pues acabó el mate sin que 
se le tapara la bombilla. 

La palabra «siempre» queda fuera del alcance hu- 
mano, y no se le puede pedir á una simple bombilla, 
por perspicaz y astuta que sea, que adivine si de ve- 
ras será eterno el amor. 


— 8 — 


CUEROCURTIDO 


Lo único que quería doña Serapia, era que de una 
vez se cristianara ese chico. 

—Asi no podía quedar—decía ella :—¡ Infiel, á los 
ocho meses! ya era tiempo de hacerlo cristiano. 

Don Anacleto no decía que no, pero postergaba la 
ceremonia por no haber podido todavía encontrar un 
compadre á su gusto. Ya tenía de compadres ¿ todos 
los hacendados y puesteros medio pudientes de la ve- 
cindad, y no quedaban más que los paisanos pobres, 
los que no «hacían cuenta». Y todos los días, era la 
misma pelea con su mujer, ella apurando, nombran- 
do á Fulano, 4 Zutano y á Mengano como candida- 
tos aceptables, y don Anacleto desechándolos. 

—Buena gente—decía él,—buenos compañeros, 
para pagar, así, de pasada, una copa ó dos, pero 
para compadre se necesita otra cosa, gente for mal, de 
fundamento, que tenga siquiera algo que regalar al 
chico. 

Y pasaban los meses. 

Una noche, después de cenar y de acostar á la 
ya numerosa caterva de criaturas con que los había 
favorecido la suerte, don Anacleto y su mujer, senta- 
dos en la cocina, cerca del fogón, rebatían, entre 
mate y mate, el tema de siempre, cuando lemaron 
en el palenque. 


— 88 — 


—¡ Buenas noches !—gritó una voz desconocida ; 
y don Anacleto, .levantándose, entreabrió la puer- 
ta, salió por la rendija, volvió á cerrar ligero, se aga- 
chó y, á pesar de la obscuridad, alcanzó '4 divisar 
dos jinetes parados que esperaban la venia. 

—¿ Quiénes son ?—preguntó. 

—Reseros, señor, que venimos á pedir licencia 
para hacer noche. 

—Bájense — contestó inmediatamente don Ana- 
cleto, y pasen, no más, sin cumplimiento. 

Bien sabía que un resero siempre es hombre con 
plata, propia ó ajena, y aunque no tuviera él nada 
que vender, porque sus animales estaban flacos, de 
puro instinto, se le alegraba el corazón. Al que trae: 
plata, amigo, hay que tratarlo bien; ya que de fijo. 
no viene á pechar y que, al contrario, puede ser que.. 

Habiendo desensillado los dos jinetes, alzaron los 
recados y con don Anacleto entraron en la cocina. 
Eran dos paisanos, de buena presencia ambos, pero 
cuyas prendas de vestir señalaban marcada diferen- 
cia, como de patrón y de capataz. 

Uno, de facciones muy finas, con la tez morena, 
los ojos vivos y relucientes, la nariz algo más que 
aguileña y los labios de rojo intenso entre la barba 
renegrida, llevaba blusa y chiripá negros y en la cin- 
tura un ancho tirador todo cubierto de monedas de 
oro y de plata. Su modo de ser y de tratar á su com- 
pañero no dejaban duda : era él el patrón. 

El otro, aunque de traje muy decente también, 
no lucía tanto lujo y guardaba con el primero cier- 
to respeto. 

Doña Serapia les preparó un asadito, sólo para 
que no fueran á dormir de mal humor, les dijo ella, 
excusándose de que fuera tan poco el agasajo ; y 


— 8 — 


mientras se asaba la carne y circulaba el mate, se 
entretuvieron conversando con don Anacleto. 

Este, siempre en acecho de lo que le podía traer 
alguna ventaja, parecía haberles tomado un olorcito 
á posible provecho, y, con todo disimulo, andaba in- 
dagando quiénes eran, de dónde venían, á dónde 
iban, si eran de muy lejos, y mil cosas por el estilo 
que podían ayudarle en sus propósitos ó hacerlo batir 
en retirada. 

las respuestas eran bastante evasivas, pero da- 
das con franqueza bonachona, y tales, que don Ana- 
cleto no dudó ya de haber encontrado al compadre 
de sus ensueños. | 

Dió justamente la casualidad que, en ese mo- 
mento, se despertó la criatura en el cuarto vecino y 
empezó á llorar. 

—Pobre—Adijo la madre;— no es extraño que 
tenga pesadillas, infiel como está todavía, á los ocho 
meses. 

Y pasó al dormitorio á tratar de hacerle dormir. 

Don Anacleto aprovechó la ocasión para tantear 
el terreno, sin fijarse en cierto movimiento, como 
de rabia reprimida, de los forasteros, y especialmen- 
te del patrón, á esa palabra «infiel». Sin ver que 
éste había fruncido las cejas como al oir una inju- 
ria personal, don Anacleto, con la obcecación de su 
idea fija, le dijo que, efectivamente, tenía que cris- 
tianar un chiquilín, un varoncito muy mono—una 
preciosura, el muchacho,—y que si consintiera el se- 
for en ser su padrino, lo podrían ir á bautizar el día 
siguiente ; que quedaría muy honrado de que tan 
distinguido huésped aceptara de ser su compadre... 

Pero ahí quedó cortado, y hasta todo asustado, 


== 90 == 


al ver levantarse llenos de ira, al distinguido hués- 
ped y al compañero ; y el primero le dijo : 

—Para compadre, amigo, no sirvo yo, sépalo, y 
todo lo que puedo hacer por su hijo, ya que á usted 
se le ocurrió que debía ser su padrino, ¡es desearle 
que reciba más golpes y porrazos de todas clases, 
que cualquier hombre que haya eXistido y exista ja- 
más en el mundo entero ! 

Y sin decir más, salió furioso de la pieza y se di- 
rigió hacia el palenque, llevándose el recado y se- 
guido por el compañero. 

Don Anacleto se quería morir de aflicción, y mien- 
tras quedaba mirando la puerta como petrificado, oyó 
en el dormitorio el ruido de una caída ; era su mujer 
que dejaba caer al chico en el suelo, y los gritos de 
la criatura confirmaron al desgraciado padre en el 
temor que ya lo tenía poseído, de habérselas habido 
con Mandinga y de haberlo hecho enojar con hablar- 
le de cristianar y de bautizar, cosas que lo ponen 
siempre, por supuesto, fuera de sí. 

Todavía estaba sin moverse don Anacleta, cuando 
volvió á entrar en la cocina el capataz del misterio- 
so forastero. Venía á buscar el rebenque de su pa- 
trón que éste había dejado en la mesa, y don Ana- 
cleto se lo iba á entregar, cuando, acordándose, el 
muy astuto, que debía de ser el rebenque ése una 
prenda de inestimable valor para el que lo tuviera en 
su poder, lo agarró resueltamente, y echándose atrás, 
se lo negó al hombre. 

El gaucho, entonces, humildemente, le suplicó 
que se lo devolviera, pues, de otro modo, su pORdn 
lo iba á matar ó hacer con él cosa peor. 

—Bueno—le dijo Anacleto ;—se lo devuelvo si 


, 
a A K— Ar 
a E O TP a A PP o PM PP PP 


=D 


me indica el medio de destruir el hechizo de que su 
patrón hizo víctima á mi hijo. 

—No puedo, no puedo—contestó el gaucho, tem- 
blando. | 

—Entonces, salga de aquí, maldito—exclamó don 
Anacleto, blandiendo el rebenque, y esto bastó para 
que, en el acto, se dejase caer de rodillas en el suelo 
el infeliz, sabedor, probablemente, de lo que pesaba 
en las espaldas esa lonjita. 

—Mire, señor—dijo ;—destruir del todo el poder 
de las palabras de mi'amo, no se puede ; pero tóque- 
lo despacio al 'niño con el rebenque y aunque sufra 
en su vida, como no lo puede ya evitar, más golpes 
y porrazos que cualquier hombre en la tierra, le pue- 
do asegurar que será sin sentirlos. 

Don Anacleto entró en el dormitorio, tomó de 
brazos de su mujer al muchacho que todavía gritaba 
bastante y lo tocó despacio con el rebenque. En el 
acto dejó de llorar la criatura y don Anacleto no pudo 
menos que admirarse; pero desconfiaba todavía, 
cuando, al darse vuelta para colocar al chico en la 
cuna,. le pegó, sin querer, un golpe bárbaro en la 
cabeza contra la pared y en vez de llorar, se rió la 
criatura, como pidiendo otro. 

Don Anacleto y su mujer se quedaron estupefac- 
tos, aunque nada supiera todavía doña Serapia ; pero 
el otro gaucho, apurado para irse á juntar' con el 
amo que ya lo estaba llamando, empezaba á reclamar 
á gritos el rebenque ; don Anacleto se lo entregó y 
corriendo detrás de él hasta la puerta, la cerró con 

estrépito, haciendo «cruz-diablo» á los huéspedes 
aquéllos. 

Y después le contó todo á doña Serapia, quien, 
por supuesto, se santiguó durante una hora, pensan- 


—99_ 


do con dolor que ya le sería imposible hacer cristia- 
nar á su hijo. Don Anacleto, él, tomaba las cosas 
con más filosofía ; calculaba que al fin y al cabo, no 
venía á ser tan malo para el chico el terrible regalo 
del padrino improvisado, enmendado de modo tan 
feliz por el incidente del rebenque olvidado. 

Y á medida que el muchacho crecía, más se ha- 
clan ver los admirables efectos de la providencial 
combinación. Como se lo había prometido el diabó- 
lico forastero, todo era para él ocasión para porra- 
zos y golpes, y su vida hubiera sido un martirio sin 
igual, á no ser la compostura milagrosa producida por 
la indicación del capataz. 

No pasaba la criatura cerca de una mesa sin pe- 
garse en la cabeza; no salía al patio sin enredarse 
en el umbral, y sin caer al suelo ; pero lo que á cual- 
quier otro le hubiera roto la cabeza, ó por lo menos 
hecho salir algún enorme chichón, á él no le deja- 
ba siquiera moretón ; y cada susto de sus padres por 
las caídas, Ó por los golpes que se daba, le causaba la 
mayor alegría ; tan bien, que á falta de poderle lla- 
mar, según el calendario, Visitación Ó Guadalupe, 
Calasanz ó Deogracias, le llamaron Cuerocurtido. 

Esto de ver que ningún golpe le hacía mal, por 
supuesto, no tardó en hacer de él un muchacho atre- 
vido como él solo. Más de una vez, don Anacleto lo 
quiso corregir, sin acordarse de que ni coscorrón, ni 
paliza le podían hacer nada. lios coscorrones sólo 
hacian doler los dedos que se lo pegaban en la ca- 
beza, y los palos se rompían en sus espaldas sin más 
resultado que hacerle reir á carcajadas. 

Cuando peleaba con otros muchachos, siempre 
acababa por salir victorioso; no que pegara él muy 
fuerte, pues no pasaba de travieso y no era malo, 


— 93 -— 


pero por pocu que se defendiera, pronto se cansaban 
los otros de recibir golpes ; ; sin que los que le de- 
volvían produjeran ningún efecto. Y todos los mu- 
chachos, por numerosos que fueran, se retiraban de 
la contienda, con los miembros machucados, la nariz 
hinchada, un ojo negro, una oreja ensangrentada Ó 
los dientes flojos, mientras que él seguía muy oron- 
do y fresquito como una flor. 

Desde chico, como cualquier otro gauchito, Cuero- 
curtido, había empezado á andar á caballo; y desde 
el primer día, hubo para él un surtido de porrazos y 
de golpes lo más variado. Cualquier espantada del 
caballo, cualquier tropezón, que para otros hubiera 
pasado inadvertido, con él, daba resultado completo, 
gracias al malévolo forastero, su maldito padrino ; 
pero era por fin poco el inconveniente, ya que al caer 
no era para Cuerocurtido, gracias al roce del famoso 
rebenque, más que una pequeña sacudida, quizá agra- 
dable, pues siempre se levantaba riéndose. Sin con- 
tar que la domada del potro más bellaco no pasaba 
para él de un juego; como no sentía los golpes, no 
los temía y se le sentaba á cualquier animal sin rece- 
lo; y quizá suponiendo que, ya que los golpes no le 
hacian nada, tampoco los sentía el potro, con tantas 
ganas se los menudeaba, que el animal siempre aca- 
baba pronto por aflojar y darse por vencido. 

Más de veinte veces, pues no era muy parador, 
efecto probablemente de la maldición, había rodado 
con tan mala suerte, que se le había venido encima 
el mancarrón, apretándolo. Cualquier otro hubiera 
quedado aplastado, y con las costillas rotas ; él no; 
si no podía librarse solo, lo que más de una vez le 
sucedió, esperaba que lo viniesen-á sacar, y na- 
da más. 


Mi 


Una vez estaba tirando agua, cuando se le des- 
moronó el jagúel tan repentinamente, que cayó en 
él con caballo, manga y todo. El caballo se mató, 
pero Cuerocurtido, ¡cuándo ! Risueñito, salió de allí. 

En el corral y en el rodeo era muy bárbaro para 
trabajar, y parecía que nada hiciera para evitar cor- 
nadas, rodadas ó apretaduras ; más bien era como sl 
las buscara. Fué, un día, cogido y levantado diez ve- 
ces seguidas por un toro bravo. Por supuesto, todos 
lo creyeron muerto, y cuando, enlazado el toro, lo 
fueron á levantar, creyendo que iba á ser de á pe- 
dacitos, se sentó en el suelo y con toda tranquilidad 
armó un cigarro, contentándose con decir : 

—¡ Toro loco ! 

En otra ocasión, la armada de su lazo, habiéndo- 
se cerrado en una sola asta de un novillo, resbaló v, 
cimbrando, vino la argolla con una fuerza; terrible 
á darle derecho en el ojo. 

—¡ Pobre !—gritó, al verle recibir el golpe el due- 
ño de la hacienda, que estaba allí cerca. 
| —No es nada, patrón, no se asuste; si es de 
goma. | 

Y aunque hubiera sido de goma, á cualquier otro. 
le saca el ojo; pero Cuerocurtido ni la sintió sl- 
quiera. 

Aunque, por suerte, no fuera peleador, no siem- 
pre podía evitar encontrarse, en la pulpería, metido 
en algún barullo; y decimos por suerte, porque sl 
le hubiera dado el genio por buscar camorra y hacer 
armas por un sí ó por un no, como á tantos palsanos, 
hubiera dejado el tendal, pues pudo comprobar en 
varias ocasiones que no le entraban los cuchillos ni 
los facones y que los tajos sólo alcanzaban á hacerle 
trizas la ropa. 


0 


Una vez, al entrometerse para separar dos gau- 
chos armados que querían pelear, recibió en la mis- 
ma cabeza una bala de revólver. Fué un grito de es- 
panto ; lo crelan muerto ; ni siquiera un chichón ; la 
bala aplastada había caído en el suelo. 

Y un gaucho viejo que allí estaba y había servido 
en el ejército, no pudo menos de decirle : 

—Pero amigo, ¿por qué no se hace usted solda- 
do? Es el oficio que mejor le pueda convenir. 

Y lo pensó Cuerocurtido. Y, al mes, estaba de 
milico en la frontera. Allí, peleó con tanto coraje, que 
se volvió el terror de los indios, haciendo la admira- 
ción de sus jefes y de sus compañeros. 

De los más terribles entreveros, á lanza y sable, 
salía siempre ileso, sin que se pudiera saber cómo. 
Se cansaba de matar indios, sin que una gota de 
su sangre fuera vertida jamás, y pronto fué bastante 
que lo vieran ellos adelantarse, para disparar despa- 
voridos, creyéndole hijo de Mandinga, cuando no 
era más que su ahijado. 

Cuando la guerra del Paraguay, era ya capitán ; 
hizo toda la campaña, cargando siempre al frente de 
sus hombres, y haciéndolos matar, por lo demás, con 
la desenvoltura del que se sabe invulnerable : era de 
la escuela antigua. 

Subió, de grado en grado, hasta llegar á coronel, 
lo que casi era poco para un hombre sobre el cual 
se aplastaban las balas como en placa de tiro al 
blanco ; pero desgraciadamente, no sabía leer ni es- 
eribir y no pudo alcanzar á general. 


DON CALIXTO, EL DADIVOSO 


Don Calixto había nacido generoso. Pobre, gran 
cosa no podía dar, pero se complacía en regalar al 
que lo pidiese, algo de lo poco que por casualidad 
tuviese. Algunos—de los mismos, por supuesto, que 
más lo aprovechaban—-lo trataban de infeliz, inca- 
paces de sospechar que su satisfacción en dar algo 
era igual, si no mayor, á la del pulpero que logra co- 
brar una cuenta dudosa. 

No tenía más que su puestito—intruso en campo 
del Estado—una manada de yeguas y algunos caba- 
llos, y vivía de changas : algún arreo, una hierra, un 
aparte, la esquila ; también vendía algunos bozales 
trenzados, y sembraba un retazo de maíz para man- 
tener á la familia, con mazamorra cuando faltaba la 
carne. 

Una tarde, sentado en el umbral de su rancho, 
gozaba el suave calor del tibio sol de mayo, sabo- 
reando un cimarrón. Contemplaba, no sin cierto or- 
gullo, el conjunto de sus riquezas : en el desplayado 
que formaba patio al rancho, se erguía una troje, 
paa de pobre, improvisado con seis álamos, alam- 

re y chala, pero relleno hasta el tope de su tranqui- 

lizadora opulencia de largas y gruesas espigas de 
“maiz, doradas como sueños de fortuna... y como 
ellos, resbaladizas. 

En el rastrojo que, más allá, extendía su manto 


PS >, UR 


rotoso de chalas amarillas y quebrajeadas, entre los 
verdes parches del pasto otoñal que luchaba para ta- 
par las manchas negras de la tierra desnuda, devol- 
vían al sol su nota alegre los zapallos Angola y los 
criollos, haciendo relumbrar en el suelo el barniz de 
su verdeobscuro realzado de ribetes y salpicaduras 
de oro. 

Y del armónico esplendor de tantos colores, sua- 
vemente amortiguado por el vaho azulado que se le- 
vantaba de la tierra húmeda y caliente, de la inefa- 
ble quietud de la atmósfera, sublan hasta el cora- 
zón bondadoso de don Calixto las ganas de tener á 
quién ofrecer parte de todo aquéllo, de su pequeña 
cosecha y del inmenso bienestar de que se sentía in- 
vadido. 

Como para hacerle el gusto, vino justamente de 
visita, en este momento, uno de sus vecinos, hombre 
viejo, que vivía solo en su choza, de lo que le daban 
los demás, pues estaba imposibilitado por la edad 
para ganarse la vida ; y tan luego como después de 
haber atado al palenque su caballo, se le hubo acer- 
cado á don Calixto, éste se levantó, cediéndole el 
banquito en el cual estaba sentado, y tomó para sií— 
asiento, por lo demás, bastante incómodo—uno de 
los zapallos que se estaban oreando encima del techo. 

La conversación entre estos dos gauchos, aunque 
fueran ambos pobres de solemnidad, pronto versó, 
tan naturalmente como la de cualquier capitalista, 
sobre los bienes de la tierra y su mejor empleo. 

—;¡ Zapallos lindos !—exclamó el viejo. —¡ Tan sa- 
zonados, tan grandes! ¡ Y qué cantidad había tenido, 
don Calixto! ¡Quién tuviera una carrada de ellos, 
curándose en el techo, con las heladas, para hacer 
sabroso el puchero ! 

LAS VELADAS.—7 


— 098 -— 


—¿ Quiere algunos, don ?.. 

- Calixto no dijo el nombre de la visita, por la sen- 
silla razón que nunca lo había sabido ; y Cosa rara, 
tampoco se acordaba habérselo oido á nadie, nunca. 

—Hombre—contestó el viejo,—si no fuera mu- 
cho pedir... 

—¡ Qué esperanza, señor! si á mí me sobran. 
¿Qué voy á hacer yo con tantos zapallos ? 

—La verdad que mejor sería para usted que fue- 
ran Ovejas. 

—Pues no—dijo, riéndose, don Calixto ;—más 
que los zapallos, haría una majada . el puchero sa- 
broso ¿no es cierto? pero para qué se va á acordar 
uno de lo que no puede tener. | 

Y levantándose, ató á la cincha de su mancarrón 
un cuero de potro todo arrugado que, desde mucho 
tiempo ya, le servía de carretilla, lo acercó al rastro- 
jo, y lo cargó hasta más no poder con los mejores 
zapallos que encontró. Los trajo á la rastra hasta el 
patio ; allí, los amontonó y le dijo al viejo que, á la 
tarde, se los iba á mandar por un muchacho, en el 
carrito ; y volviéndose á sentar en el zapallo, tomó 
de manos del viejo el mate. Se aprontaba á cebar, 
cuando de repente corcoveó su asiento, y lo dejó 
tirado patas arriba como maturrango que se hubiese 
puesto á domar, disparando, el zapallo, hecho una 
—grande y linda oveja, gorda y lanuda. Y mientras 
que entre risueño y renegando, se levantaba don Ca- 
lixto y se sacudía el chiripá, vió disparar también, 
cambiado en punta de ovejas, el montón de zapallos 
que había traido para el visitante; y todas se diri- 
glan hacia el rastrojo, donde impetuosamente y co- 
mo asustados, se levantaban -todos los demás zapa- 


pe y: PO 


llos, cambiados en otras tantas ovejas, capones, bo- 
rregas y corderos, según su tamaño. 

Don Calixto se quedó un rato asombrado de lo 
que veía, y dándose vuelta hacia el viejo, para cam- 
biar con él impresiones, vió con estupefacción que 
había desaparecido con caballo y todo; como si se lo 
hubiese tragado la tierra. 

Estaba en aquel momento solo en el puesto. Su 
mujer había ido, con sus hijos más chicos, á dos cua- 
dras de allí, á una lagunita donde tenía perenne la 
batea de lavar, y los muchachos mayores estaban tra- 
bajando en la vecindad ó paseando. 

Montó, pues, á caballo, y de un galopito estuvo 
con la majada ; la atajó, la miró bien y vió que era 
toda de una señal —muy bonita la señal, dos paletillas 
cerquita de la punta, de modo que cada oreja parecía 
una hoja de trébol,—y que pasaba de quinientos ani- 
males ; y gordos todos, grandes, lanudos, sanos que 
daba gusto. 

—¿ De quién será esa señal ?—pensaba don Calix- 
to.—¿Quién sabe si no será algún chasco del ami- 
go Mandinga, y si mañana no me cae la policía á 
llevarme por cuatrero ? 

Creía don Calixto, lo mismo que la mayor parte 
de los palsanos—;¡ son tan ignorantes !—que de Man- 
dinga no se puede esperar más que males y perjui- 
cios. No sabía—nadie se lo había enseñado,—que al 
hombre servicial y bueno que le cae en gracia, dis- 
pensa éste, el día menos pensado, los más inespera- 
dos favores. 

Arreó la majadita hasta donde estaba su mujer, 
se la enseñó, le contó el caso y le pidió su parecer. 
La mujer no era tonta ; no se desconcertó por tan: po- 
co y le aconsejó tres cosas : dejar suelta la majada, 


— 100 — 


como si fuese ajena y cuidarla desde lejos:; apagar la 
vela que, ese día, le había puesto á la Virgen de Lu- 
ján y colocar á ésta en el baúl en que guardaba la 
ropa, para que si realmente fuese la majada obse- 
quio de Mandinga y la llegase Ella á ver, no tuviese 
la tentación de destruirla de algún modo ; y, por fin, 
ir al pueblo á averiguar en el juzgado de quién era esa 
señal para, si no era de nadie, asegurársela sacando 
la boleta. | 

Se dispuso don Calixto á hacer lo indicado por su 
mujer, y había ensillado su mejor caballo con sus me- 
jores aperos para ir al pueblo, cuando, al momento 
de montar, quiso ver si tenía en el tirador papel de 
fumar y se encontró con un documento que no era 
otra cosa que la boleta de propiedad á su nombre y 
perfectamente en regla, de la señal de «dos pale- 
tillas». 

En vez de seguir para el pueblo, y después de con- 

sultar otra vez con la señora, arregló contra la pa- 
red del rancho un corralito improvisado con palas 
plantadas en el suelo, dos ó tres postes que tenía t1- 
rados por allí y el arado, todo ligado con dos lazos 
estirados de punta á punta y de los cuales colgó todos 
los ponchos, cobijas y cueros que pudo hallar en la 
casa. 
Tan mansitas eran las ovejas, que casi solas en- 
traron en el corral sin asustarse por las colgaduras, 
y se disponía don Calixto 4 contarlas, cuando llegó 
al puesto otro conocido de él, otro pobre, por supues- 
to, que sabiendo lo que era de bueno, le venía á pe- 
dir un zapallo ó dos. a 

Se quedó boquiabierto al ver las ovejas y pre- 
guntó á don Calixto de dónde le habían caido. 

-—Me las dieron por zapallos—contestó éste. 


— 101 — 


—¿Por zapallos? ¿Y quién? 

—¡ Ah ! esto, amigo, es secreto ; cada zapallo, una 
oveja al corte; así fué. Y son como quinientas. Lo 
que sí, he quedado sin zapallos, lo cual no deja de ser 
una broma. | 

—¡ Bah! eso es lo de menos. Pero sabe que son 
más de lo que usted dice y que me contentaría muy 
bien con lo que sobrase de las quinientas. 

—¡ Pago !—gritó riéndose don Calixto, como si 
hubiese sido apuesta.—¡ Hombre! ya que no tengo 
zapallos para darle, me ayuda usted á contar hasta 
quinientas, y le regalo el resto. ¿Para qué quiero 
más ? 

Y así fué, y como resultaran las ovejas quinien- 
tas sesenta, el otro vecino pobre, lleno de gozo, se 
llevó las sesenta. Lia mujer de don Calixto refunfu- 
ñaba un poco al ver 4 su marido tan generoso, pero, 
¿qué iba á hacer? ya que para él no tenía más ob- 
jeto lo que le sobraba que llenar necesidades ajenas. 

Por lo demás, para probar que no era ingrato, el 
vecino le mandó de regalo 4 don Calixto un rosario 
de contar hacienda. , 

Pronto cundió la voz por todos los ranchos de los 
intrusos poblados en el campo del Estado, de la suer- 
te singular que le había tocado á don Calixto, y no 
había concluido el día cuando doña liberata, una 
viuda, comadre de él, cargada de hijos, le había 
mandado pedir un poco de carne, un cuarto, aun- 
que fuera, ó un espinazo para hacer un puchero. 

Don Calixto no vaciló un rato y despachó al mu- 
chacho para su casa con todo un capón gordo, bien 
atado de los tientos del recado. 

—Y dile á tu mamá—le gritó, —que se quede con 
el cuero para los vicios. 


— 102 — 


Dió la casualidad que estaba en casa de la viu- 
da un -resero ; se quedó el hombre admirado de la 
gordura del capón, y al día siguiente, á la madrugada, 
antes que soltase la majada don Calixto, estaba en 
su palenque, llamándolo, á ver si hacian negocio. 

Don Calixto lo recibió con los agasajos debidos á 
quien trae plata, loco de contento al pensar que, por 
la primera vez en su vida, iba, como cualquier ha- 
cendado rico, á recibir pesos. 

Lo que más le agradaba era que iba, con éstos, - 
á poder cumplir con su compadre don Pedro, de quien 
tenía recibidos tantos servicios, en momentos de pe- 
nuria, y pagar por él, á su vez, al pulpero con quien 
estaba empeñado hasta los ojos y que le había em- 
bargado las ovejas. | 

Kil resero vió la majada, calculó que de ella podía 
sacar unos cincuenta capones gordos y ofreció un 
precio halagador, que don Calixto aceptó. El aparte 
pronto estuvo hecho, y cuando se trató de contar, 
don Calixto quiso estrenar el rosario que le había el 
otro mandado de regalo. 

Bien pensaba, á la verdad, que no necesitaba ro- 
sario para la única tarja de cincuenta que iba á te- 
ner que contar; y así se lo dijo el resero, pero don 
Calixto lo quería probar, de puro gusto. Empezaron 
á contar; y pasaban capones y capones, sin que pa- 
reciese mermar la chiquerada. Cantaron una tarja, 
y cantaron dos, y cantaron tres, y salían más y más 
capones y seguían contando. El resero, viendo que 
todos eran parejos en gordura, dejaba correr, no más, 
y contaba, y tarjaba, sin querer cortar el chorro, re- 
servándose de manifestar su admiración para cuando 
se acabase. Y sólo se acabó cuando hubo cantado don 


="108: = 


Calixto la última de las veinte cuentas de que cons- 
taba el rosario. 

Lo felicitó el resero de su buena suerte, sin pedir- 
le más explicaciones, sabiendó, como buen gaucho, 
que hay ciertas preguntas que no debe hacer el hom- 
bre discreto ; le pagó los mil capones al mismo pre- 
cio por cabeza que habían tratado para los cincuen- 
ta que había pensado comprar y se fué con su arreo. 

Fueron los pesos de don Calixto como rocío celes- 
tial para todos los pobres gauchos del pago ; quedaron 
saldadas, en la esquina, hasta las libretas que, de 
- viejas, las había echado en olvido, casi, el mismo 
pulpero, y todos anduvieron, por un tiempo, con ro- 
pa nueva pagada al contadito. 

Es que, burlándose de las observaciones de su 
mujer, no perdía ocasión don Calixto de regalar á sus 
vecinos pobres todo lo que le pedían, á pesar de ser 
algunos de ellos imprudentes y hasta voraces, y tam- 
bién de darles casi siempre mucho más de lo que 
solicitaban. 

—¿Para qué quiero tanto?—era su refrán.—L.:0 
que me sobra me estorba, y á otros les hace falta. 

Tenía tanta más razón, cuanto, por inexplicables 
circunstancias, resultaba siempre pequeña la parte 
de los favorecidos, pues más les daba y más aumen- 
taban los productos de su majada. 

A uno de aquéllos se le ocurrió, una vez, man- 
darle pedir, no porque se muriese de necesidad, sino 
sencillamente porque era el día de su santo y lo 
quería festejar debidamente, un cordero gordo. Don 
Calixto fué al corral y eligió él mismo el cordero más 
grande y gordo de la majada, y el muchacho que lo 
había venido á pedir le prometió, en reconipensa, 


— 104 — 


que, el día de la señalada, su padre, sus hermanos y 
él le vendrían á ayudar. Y así lo hicieron. 

Lia parición había sido abundante : el corderaje 
era lindo, alegre, retozador, y para facilitar el traba- 
jo, lo apartaron todo junto en un chiquero especial. 
Y empezaron los cuchillos á trabajar fuerte y parejo, 
amontonándose las colitas ; y seguían, sin cesar, dis- 
parando para la majada los corderos ensangrentados, 
balando lastimeramente por la madre. Pero más cor- 
deros alcanzaban los peones á los señaladores, más 
quedaban para señalar; parecía que manara el chi- 
quero, y acabaron por cansarse todos, sin haber po- 
dido concluir, pues quedaban encerrados muchos ani- 
males todavía. Lo que viendo don Calixto, hizo parar 
el trabajo, y regaló ¿ los que le habian venido á ayu- 
dar todos los corderos que quedaban orejanos, á los 
cuales se agregaron, cuando los llevaban, las respec- 
tivas madres que ya andaban per el campo. 

—¿ Para qué quiero majada tan grande — decía, 
—si ya me sobran ovejas ? 

Ya que tan generoso era don Calixto, con razón 
pensó doña Encarnación, otra pobre de la vecindad, 
que no le negaría para cama de sus criaturas unos 
cuantos cueros de oveja; y se los mandó pedir. Por 
el mismo muchacho que le trajo la carta, don Calixto ' 
le mandó un caballo cargado con los cueros de con- 
sumo más grandes y más lanudos que tuviese en su 
galpón, siendo siempre su orgullo dar lo mejor de lo 
que tenía. 

Cuando llegó la esquila, doña Encarnación mandó 
á todos sus hijos mayores á que ayudasen á¿ don Ca- 
_lixto en su trabajo, no pudiendo ella misma ir, por 

tener que atender á los demás, todavía muy chicos. 
Las ovejas que á esos muchachos les tocó esquilar 


— 105 — 


no eran mejores que las otras y sucedió entonces una 
cosa bien 'extraordinaria : todos los vellones que al 
latero entregaban, pesaban de diez kilos arriba, cada . 
uno, siendo su lana sumamente fina, larga de medio 
metro y tan rizada que nunca se había visto lana 
igual en ninguna parte de la Pampa. 

Se amontonaron los compradores y con tal de 
conseguir los vellones maravillosos, pagaron por toda 
la partida un precio exorbitante. 

¡ Tenía una suerte ese don Calixto! 

Fácil será comprender que con todo esto hubiese 
aumentado demasiado y casi á pesar suyo, su for- 
tuna, si, por otro lado, no hubiese también crecido 
su generosidad. Pero se empeñaba el hombre en sem- 
brar, con lo que le sobraba, en muchos humildes ho- 
gares, un poco de felicidad, tanto que consiguió, di- 
cen, consechar—de vez en cuando,—esa flor exqui- 
sita y rara: la gratitud. 


— 106 — 


LAS HUASCAS DE TIMOTEO 


Don Miguel había vuelto del corral, hecho un ti- 
gre : se le había cortado el lazo chileno, un lazo hecho 
por él mismo con todo esmero, y no podía compren- 
der que apenas tres meses le hubiera durado. Je 
desahogó, entre dos mates, aconsejando á su hijo Ti- 
moteo que nunca hiciera lazo, ni huasca, para traba- 
jos fuertes, con el cuerito maula de todas estas vacas 
mestizas con que ahora se había apestado la pampa. 

—No sirven, amigo — decía ; —no sirven para 
huascas. Puede ser que para botincitos de puebleros 
valgan, pero cortar en ellas un lazo ó un maneador, 
es exponerse á muchas cosas. ¡ Ah! ¡ quién tuviera— 
suspiraba,—un cuero de las vacas de Mandinga! 

Y Timoteo empezó á preguntarle al viejo cómo se 
podría conseguir. Don Miguel, para decir la verdad, 
pocos datos tenía al respecto, pero había viajado mu- 
cho por la pampa ; había estado en trato con los in- 
dios, y algó sabía, aunque muy vago, sobre Mandin- 
ga, sobre su existencia—muy cierta,—sus haciendas 
y el lugar donde las cuida. Timoteo todo lo apuntó 
en su memoria, y se mandó mudar una mañana, con 
su tropilla, sin decir nada á nadie. 

Don Miguel, al momento, sospechó la verdad : 
sabía quién era Timoteo, valiente como ninguno y 
firme en sus resoluciones ; pero, ¿qué se iba á hacer? 

Timoteo, por su parte, no ignoraba que su empre- 
sa era más que atrevida, pero era fuerte, diestro y 
sufrido, y sabía templar el arrojo con la astucia. Lle- 


e (y a 


vaba entre los animales de su tropilla, todos elegidos, 
guapos y mansos, un parejero sin igual ; alzó su mejor 
lazo y un cuchillo que, lo mismo que su valor, había 
sido probado. 

Y marchó : marchó tanto, que ya no contaba los 
días que se había pasado tragando leguas, cuando dió 
con un arroyo cuyas aguas corrían tan impetuosas y 
tan hondas, entre barrancas tan altas, que era casi 
imposible vadearlas, y tan turbias que daba miedo 
meterse en ellas. 

Timoteo no vaciló : hizo despeñarse de la barran- 
ca la tropilla, y para seguirla, se dejó resbalar ; los 
caballos lucharon un gran rato para vencer la corrien- 
te y trepar la barranca, pero, arañando, llegaron, al 
fin, á la orilla. 

Y después del arroyo, fueron cañadones intermi- 
nables y traicioneros, sembrados de pantanos pegajo- 
sos, en cuyo barro blanco quedaban, á veces, en pe- 
ligro de muerte los caballos ; y también fueron are- 
nales pesados en que entraban casi hasta el encuen- 
tro, y montes espinosos, de esos que no dan sombra, 
pero que detienen al viajero, y por los cuales vagan 
toda clase de bichos. | 

A medida que iba avanzando, conservando por 
instinto el rumbo, los arroyos eran más hondos y 
más rápidos, las barrancas más altas, los cañadones 
más extensos y más cenagosos, los médanos más pe- 
sados, los montes más impenetrables y las fieras más 
temibles, y cualquiera otro hubiera renunciado á la 
empresa ; pero Timoteo calculaba que eran señas de 
que se iba acercando á los dominios de Mandinga y 
sentía su corazón ensancharse con las ganas de lo- 
grar, aun con peligro de la vida, lo que venía bus- 
cando. 


— 108 — 


Un día, al cruzar un pajonal, de tal modo se le 
espantó el montado que, á pesar de ser el jinete que 
era, casi se fué al suelo, y vió centellear entre dos 
matas de paja los ojos de oro de un tigre enorme, en- 
cogido ya para saltar, como resorte armado. Timoteo 
ya estaba de pie; el poncho en la mano izquierda, 
el cuchillo en la diestra, esperaba al temible adver- 
sario. No tardó la embestida ; el amor á la carne hu- 
mana embravece al tigre cebado, y alzándose en las 
patas traseras, parado en su colosal estatura, la fiera 
iba á dejarse caer en la presa, cuando, tapándole 
Timoteo los ojos con el poncho, le abrió la panza en 
canal, con el cuchillo cortador, hasta el pecho. Con 
un ronquido aterrador, se desplomó el tigre, mientras 
que, de un salto, se ponía en salvo Timoteo, huyen- 
do de las mortales caricias con que todavía, en los úl- 
timos estertores de la muerte, lo hubieran podido fa- 
vorecer esas uñas envueltas en terciopelo. 

Desolló con toda tranquilidad el magnífico ani- 
mal, estaqueó el cuero, sacó con cuidado la grasa de 
los riñones y, después de sobar con ella un lazo, puso 
aparte el resto, pues es un remedio inmejorable para 
toda clase de dolores ; y descansó en ese mismo sitio 
hasta que, el cuero estando bien seco, pudo cortar 
en él un elegante sobrepuesto y una linda pechera 
que se puso debajo del saco. 

Pudo ver, desde entonces, que ola los pumas y 
tigres, aun los cebados, que encontró á su paso—y 
Numerosos fueron, —disparaban asustados. Pero otros 
peligros peores lo esperaban, pues se aproximaba á 
los campos de Mandinga, guardados por gauchos máa- 
los que, si á veces dejan penetrar en ellos á algún in- 
cauto, á nadie dejan salir. 

Casi de noche llegó á la portada de un alambrado ; 


— 109 — 


llamó, y de un rancho cercano á la tranquera, vino 
á pie un gaucho. Al hombre desprevenido hubiera 
parecido un paisano cualquiera ; pero Timoteo bien 
sabía con quién se las iba á tener, y dispuesto á todo, 
lo esperó. Alto y morrudo, en toda la fuerza de sus 
años, el gaucho llevaba en la cintura un tremendo 
facón ; su larga melena y su barba renegrida, en la 
cual resaltaban los labios colorados como sangre, le . 
daban cara de pocos amigos, y bajo las alas del cham- 
bergo relumbraban unos ojos tan negros y tan pun- 
zantes, que cualquier otro que Timoteo no hubiera 
podido sostener su mirada. Al llegar á la tranquera, 
preguntó al viajero lo- que quería. 

—Pasar no más—contestó Timoteo. 

Pero el gaucho, volviendo á cerrar la tranquera, 
lo convidó' á pasar la noche en el puesto, diciéndole 
que quizá no le iban á abrir del otro lado. El mu- 
chacho aceptó, pensando que, al fin, afrontar los pe- 
ligros es el mejor modo de vencerlos ; maneó, cerca 
de las casas, la yegua madrina, y apeándose en el 
palenque, entró en la cocina con el puestero. 

Allí, pronto supo que ya estaba de veras en la 
estancia de Mandinga : sentados alrededor del fo- 
gón, churrasqueando y tomando mate, estaban tres 
hombres ; conversaban, y mientras el puestero vol- 
vía á colgar, en un rincón de la pieza, la llave de la 
tranquera, oyó Timoteo que decían : 

—(¿De dónde sacaste estas botas, che? 

—Del cuero de aquel que vino, el otro día, á pe- 
dir rodeo. 

—Mire, venir á pedir rodeo al patrón, ¡ qué ocu- 
rrencia ! 

—No sabría. 

—¡ Qué no iba á saber, un hombre viejo ! 


— 110 — 


—Créo que era gringo. 

—Será. ¿Y también será gringo el lampiño aquel 
que le dije? 

—No parece. Pero no importa ; el patrón necesi- 
ta un cuero de potrillo para tientos. 

Las alusiones eran claras y poco tranquilizadoras ; 
y siguieron así mucho rato, entendiéndolo todo, por 
supuesto, Timoteo, como buen hijo de la pampa, 
acostumbrado desde chico á usar y oir el lenguaje 
pintoresco, lleno de imágenes y de indirectas, pro- 
plas de sus moradores, y también porque de ningún 
modo ignoraba él dónde estaba, ni lo que era esta 
gente. 

Volvieron á hablar, diciendo uno de ellos : 

—Con todo, amigo, vea que hay tigres dormi- 
lones. 

—La verdad, que para centinelas... 

—i¡ Vaya! más vale así; de otro modo se nos 
hubiera podido enmohecer la capadora. 

—Jujes habrá parecido muy tierno. 

—No crea, amigo ; si ya no es tan vacaray. 

-—Entonces, ¿cómo puede haber sido? 

—Ha sido—interrumpió, con voz altiva Timoteo, 
quien había quedado parado, recostado contra el mar- 
co de la puerta,—que hay tigres que quieren comer 
hierro sin mascarlo y que se rajan las tripas. 

—;¡ Esa maula ! —dijo el puestero ;—guapa había 
sido la criatura. 

Y todos, levantándose, lo miraban á Timoteo, 
extrañando que semejante muchacho se les irgulese 
así. Sin inmutarse, los consideraba Timoteo con mi- 
rada tan serena, que ninguno de los cuatro se atrevió 
á hacer un ademán de provocación, y el modesto cu- 
chillo del joven, aun en la vaina, bastaba, al parecer, 


—.111 — 


para mantener envainados los cuatro facones de los 
bandidos. También les hacía vacilar la sospecha de 
que algo cierto hubiera en lo que decía, y cuando, 
de repente, uno, atónito, señaló á los compañeros lo 
que se le alcanzaba á ver de la pechera de piel de 
tigre, empezaron todos á mirar al muchacho con ojos 
de terror; y sabiendo Timoteo que cuando se junta 
el miedo de un cobarde con el de otros cobardes, se 
multiplica y se vuelve irresistible pánico, adrede, les 
dejó libre la puerta, y todos dispararon. 

Timoteo se apoderó de la llave de la tranquera, 
la guardó en el tirador, y montando en su caballo, 
arreó la tropilla y se perdió entre las sombras de la 
noche. 

Los campos de Mandinga tienen, nadie lo ignora, 
ciertas peculiaridades : de ahí vienen, en años de cre- 
cidas, todas las semillas de abrojo grande, de cepa- 
caballo, de chamico y otras plantas espinosas que in- 
vaden los campos cultivados de adentro. 

Pero Timoteo se metió, sin cejar, entre el fachi- 
nal, confiado en el caballo que montaba, de pie tan 
firme que no sabía lo que era tropezar, y galopó has- 
ta encontrar una puntita de hacienda, diez Ú doce 
animales vacunos que pacian juntos. Fl corazón le 
latía, no de miedo, sino por la emocionante inquietud 
que da el éxito ya cercano, pero. no logrado todavía ; 
confiaba que, vencidos los peligros del camino, tam- 
bién salvaría los que todavía le esperaban, pero, 
¿quién, en ese trance, no hubiera tenido recelos? 

La noche era regularmente clara, aunque sin lu- 
na; Timoteo distinguía bastante los animales para 
poder elegir entre ellos, á su gusto, antes de enlazar, 
y si hubieran sido mansos, habría sido la cosa más fácil. 


Pero mansos no podían ser, y antes de acercarse 


— 112 — 


más á ellos, se apeó, compuso el recado, apretó la 
cincha, se cercioró de que el cuchillo corría bien en 
la vaina, acomodó bien el lazo, palmoteó el caballo, 
le habló, lo acarició fuertemente con las dos manos, 
y saltó, por fin, en él. 

Al tranco, dió algunos pasos hacia el grupo de ha- 
cienda, fijándose en todos y en cada uno de los ani- 
males, con mayor atención que el resero más delica- 
do, ó que el criador que ha comprado hacienda á re- 
benque, hasta que echó los puntos á un novillo de 
tres á cuatro años, blanco, no muy gordo pero de 
gran estatura, que le pareció tener todas las condicio- 
nes necesarias para proveerlo de las huascas soñadas, 
espesas y flexibles, elásticas y fuertes. 

Desató el lazo, lo arrolló, dejándole una armada 
regular, como para agarrar bien las astas y nada 
más, y resuelto, se fué galopando despacio, derecho 
hacia el animal, hasta ponerlo á tiro. Ya iba revo- 
leando el lazo, cuando se dió vuelta, bufando, el no- 
villo blanco ; se abalanzó con furia contra el jinete, 
las astas agachadas, terribles, enormes, agudas, y, 
con un ruido de trueno y una rapidez indecible, se 
le vino encima. Si dispara, Timoteo, en este mo- 
mento, si vacila, está perdido. Jamás, aunque reco- 
rriera como relámpago todo el campo, le dará tiempo 
el novillo para usar el lazo ; lo perseguirá en todas 
sus vueltas, más ligero para correr que el caballo, y 
acabará por voltear el flete con el jinete y hacer de 
ambos con las astas y las patas picadillo como para 
carbonada. 

Bien lo sabe Timoteo ; y llamando á si toda su 
atávica ligereza de indio, toda su serena pericia de 
gaucho, toda su perspicaz cautela de criollo, se le 
abre por un movimiento de riendas apenas sensible. 


— 113 — 


La fiera, burlada, pasa de largo ; pero pronto se para 
y vuelve; y cuando, esta vez, volviendo á errar la 
embestida: furiosa, corre, se va con la armada del 
lazo en las astas, y el lazo se desarrolla, se desarrolla, 
silbando como una víbora. ¡ Oh! Timoteo sabe ; sabe 
con qué clase de bicho lidia ; sabe que si se para de 
golpe en la punta del lazo, se corta la cincha, ó se 
cae el mancarrón, y todo se vuelve desastre ; y por 
esto le pega un chirlo al flete, lo apura, lo apura, sl- 
guiendo al novillo hasta que se para éste, detenién- 
dose, más bien que detenido, para preparar otra em- 
bestida. Lo tiene ahora Timoteo á punta de lazo, pe- 
ro medio flojo, y le sigue con atención los movimien- 
tos : el novillo, de repente, con la cabeza agachada, 
se viene; pero, por un movimiento rápido del ca- 
ballo, antes que haya tomado vuelo, el lazo se le es- 
tira de costado, como cuerda de guitarra ; tiene que 
cambiar de rumbo para la próxima, y cada vez que 
empieza á trotear, cimbra el lazo y da vuelta el 
cogote. Ya tomó otra decisión : se para, clava las 
manos en el suelo, y tira. E 

—Tirá, no más, que está bien sobado—susurra 
Timoteo,—tirá, ¡ hijo de la gran barrosa ! 

Y se resbala del pingo, le palmotea el pescuezo, 
y silencioso, rápido, se acerca al animal y le planta, 
entrando toda la mano, el cuchillo en la garganta. lia 
sangre sale 4 borbotones, y Timoteo se sonrie. 

Muge tristemente el novillo blanco, estira el pes- 
cuezo, se arrodilla, cae. | 

Sin perder un minuto, Timoteo, á la luz débil de 
las estrellas, empieza ¿ desollar el animal. Se apu- 
ra, porque bien comprende que las bandidos del ran- 
cho han de haber dado aviso al amo terrible, y que 
si lo pillan, la venganza será cruel ; pero asimismo, 

LAS VELADAS.—8 


— 114 — 


cuerea con cuidado, pues tampoco sería cosa de haber 
trabajado tanto y pasado tantos malos ratos, para 
tener un cuero todo retazado. 

Ya que hubo acabado recogió la tropilla para mu- 
dar caballo, ensillando, esta vez, por si acaso, el pare- 
jero y arreglando el cuero en un carguero. llegó con 
toda felicidad á la tranquera, la abrió, la volvió á ce- 
rrar, se guardó la llave, como recuerdo, y emprendió 
la vuelta á sus pagos. 

No hacía una hora que andaba marchando, cuan- 
do oyó un lejano ruido de galope, y pronto pudo ver 
que los que así venían eran los cuatro gauchos del 
rancho de la tranquera. Maneando la yegua madri- 
na en un bosquecillo espinoso y tupido que allí había, 
empezó á correr en campo raso, á vista de ellos, En 
seguida, todos emprendieron !z carrera ; pero el pa- 
rejero de Timoteo era de tiro largo y se empezaron 
4 desgranar por la cancha. Cuando estuvieron todos 
á buena distancia uno de otro, se dió vuelta, y lle- 
gando cerca del primero, lo mató de un tajo, antes 
de darle tiempo siquiera de sacar el facón. Esperó 
al segundo, y también lo mató ; el tercero llegaba, 
algo marchito ; pero como Mandinga, que por el rela- 
to. que le habían hecho de las proezas de Timoteo, lo 
quería guardar de capataz, les había mandado, con 
pena de muerte, que no volvieran sin él, creyó mejor 
arriesgar una muerte, al fin dudosa, que volver á la 
estancia para ser degollado, después de estaqueado 
ó molido á palos, ó deshecho por los perros ; y sacó 
el facón. 

Hecho guapo por el miedo, peleó con valor, pero, 
¿qué iba á hacer el pobre con Timoteo? Un revés, 
un quite, un puntazo, y se fué al otro mundo, de- 
jendo las tripas al sol. 


— 115 — 


El último se quedó lejos, y dándose vuelta, fué 
á parar quién sabe á dónde. 

El viaje para volver le pareció 4 Timoteo más 
corto y menos penoso que la primera vez, pues ve- 
nía para la querencia. Asimismo, le habría sido im- 
posible calcular la cantidad enorme de leguas que, 
tanto á la ida como á la vuelta, había tenido que 
galopar. 

Cuando llegó á su casa, fué grande la alegría de 
don Miguel, pues había creído á su hijo perdido para 
siempre ; y empezaron en seguida á trabajar con to- 
da prolijidad el cuero del novillo blanco. 

Don Miguel, hombre experto en el oficio, lo supo 
aprovechar sin desperdicio y en la mejor forma posl- 
ble. Pudo sacar del cuero un buen lazo chileno, una 

cincha como para darse corte, sin una falla y sin 
una mancha ; maneas y cabestros en bastante canti- 
dad, un cinchón doble, un bozal y un gran manea- 
dor, y todavía le alcanzó para un par de riendas y 
para la trenza de sus boleadoras. Era grande, el cue- 
ro, y de un espesor increíble ; pero la gran maravilla 
fué cuando empezó Timoteo á trabajar con sus 
huascas. 

Si bien todos habían oido hablar de los cueros de 
Mandinga y de las huascas que de ellos se sacaban, 
nadie, hasta entonces, los había podido ver. 

Muchos dudaban, por supuesto ; hasta relan unos 
cuantos. 

— Qué Mandinga, ni qué Mandinga !—decían ; 

—;¡ si no existe |! Todo lo que cuentan de. él, son men- 
tiras. 

Pronto tuvieron los más incrédulos que confesar 
que debía de ser cierto todo, pues lo vieron á Timoteo 
atar con el cabestro más delgado un redomón medio 


— 116 — 


loco que, á pesar de los tirones que dió, nunca lo pudo 
cortar. Por lo que toca al maneador, se estiraba de 
tal modo, que el animal atado con él podía comer 
ocho días en el mismo sitio, sin que lo mudaran ; y lo 
más curioso quizá fué que nunca nadie pudo robar á 
Timoteo, ni siquiera una manea. 

Las enlazadas de Timoteo se habían hecho céle- 
bres en todo el pago. Nunca erraba ; nunca el animal 
más ligero pudo escapar de la armada certera, y el 
más furioso tenía que sujetarse cuando llegabw á la 
punta del lazo, detenido en el acto, por más fuerza 
que hiciera. 

Lio mismo sus boleadoras, nunca dejaban de in- 
movilizar al potro alzado, y sus riendas, aunque se 
hubiera dormido galopando, manejaban solas el caba- 
llo mas duro de boca. 

. Timoteo con todo aquéllo se lucía en cualquier 
parte, aun entre los más hábiles ; y por la fama que 
había conquistado y los aplausos que le dispensaban 
era realmente un gaucho feliz. Dinero, no tenía más 
que los pesitos que se ganaba trabajando por día en 
los rodeos ó en arreo de tropas, pero no era avarien- 
to, y con tal que ganara para los vicios, no pedía 
más, y prefería su libertad. 

Algunos estancieros ricos, seducidos por su va- 
lor personal y sus grandes cualidades, lo mismo que 
por el admirable trabajo que con sus huascas hacía, 
quisieron, varias veces, emplearlo en sus estableci- 
mientos, y llegó uno de ellos—era poderoso,—á que- 
rerlo conchabar de capataz de sus haciendas, con un 
sueldo de cincuenta pesos. Rechazó todas las ofertas 
y se contentó con ser siempre el gaucho Timoteo, el 
de las huascas seguras, que no aflojan, ni se cortan. 


— 117 — 


LA ESTANCIA DEL DORMILÓN 


Era en 1867. Por la segunda vez, el cólera hacía 
estragos en la Pampa. Familias enteras desaparecían 
presa de la: epidemia, siendo el incendio de sus ran- 
chos, quemados por algún vecino, entre caritativo y 
miedoso, las únicas honras fúnebres que se atrevie- 
ran á darles; y quedaba la llanura sembrada de ta- 
peras carbonizadas, lóbregos espantajos cuidadosa- 
mente evitados por la gente despavorida. 

Don Aristóbulo Peñalosa, modesto estanciero del 
Sur, establecido en tres leguas de campo de su pro- 
piedad, allí vivía con su pequeña familia, compuesta 
de su mujer y de dos criaturas, cuidando su hacienda, 
poco numerosa por ser los campos todavía sin piso- 
teo y de pasto duro, pero suficiente para pasarlo bien 
sin mucho trabajo, en aquellos tiempos de vida pa- 
triarcal y sin codicia. 

Era feliz el hombre ; cuando la suerte cruel, en 
pocas horas, le arrebató á las dos criaturas, y la ma- 
dre, contagiada, dos días después, las siguió, dejan- 
do á don Aristóbulo solo, desamparado, tan agobiado 
por el dolor que no deseaba en esos momentos otra 
cosa que caer pronto, él también, victima de la des- 
piadada enfermedad. 

Pero ni remotamente sufrió de ella síntoma al- 
guno, y después de haber rendido á los seres querl- 
dos que para siempre lo habían abandonado los úl- 


— 118 — 


timos deberes, triste, desconsolado, los ojos hincha- 
dos de tanto llorar, muerto de cansancio moral y físi- 
co, por las vigilias y el horrible trabajo postrero, se 
sentó al pie de un pequeño ombú, plantado por él 
hacía tres años al lado de su rancho, y vencido por 
tan repetidas emociones, se durmió. 

Algunos vecinos, al cruzar el campo, el día si- 
guiente, se dieron cuenta de que nadie cuidaba ni re- 
puntaba las haciendas de don Aristóbulo. Lia maja- 
da se había retirado mucho de las casas y bien se 
vela por el tamaño de las panzas y la cantidad de 
ovejas echadas, que habían quedado comiendo toda 
la noche ; las vacas estaban casi en la orilla del cam- 
po, sin que nadie recorriese la línea para repuntar- 
las, y hasta la misma tropilla favorita de don Aristó- 
bulo andaba como .perdida por el cañadón, lejos de 
la estancia. | 

Don Aristóbulo era muy querido, y se empezaron 
todos á interesar por él y por lo que le podía haber 
sucedido. Fueron de á dos, de á tres, los más valien- 
tes, á ver lo que por allí pasaba. En el palenque dor- 
mía ensillado, el moro, el preferido de don Aristóbulo. 
Llamaron ; nadie contestó, pero viendo al mismo 
dueño de casa recostado al pie del ombú, se le acer- 
caron. 

Dormía profundamente ; en sueño tranquilo, re- 
parador de exhaustas fuerzas. Lio dejaron, ¿para qué 
despertarlo? y les bastó, por lo demás, una ojeada 
para comprender que el rancho había quedado vacío 
de sus demás huéspedes ; que debajo de aquella tie- 
rra removida descansaban ellos, y que don Aristóbulo 
quedaba solo allí. 

Se fueron ; no era cosa de demorar mucho tiem- 
po, cerca de una casa apestada. 


— 119 — 


Y don Aristóbulo, sin hacer el menor movimien- 
to, siguió durmiendo profundamente, bajo el ombú, 
lo mismo que en el palenque su caballo preferido. 

Los mismos vecinos volvieron de vez en cuando, 
y viendo que siempre dormían en el palenque el mo- 
ro, y al pie del ombú el amo, tomaron: la costumbre 
de repuntarle la hacienda en la línea del campo, sin 
atreverse á turbar un sueño que, por lo duradero, no 
dejaba de parecerles algo prodigioso. 

Poco á poco, la quinoa y la cicuta, el cardo y la 
cepa-caballo, y cien otras plantas, buenas y malas, 
espinosas y floridas, crecieron alrededor de la casa ; 
semillaron y cundieron, invadiendo el patio, las zan- 
jas y hasta el corral de las ovejas, volviéndose ma- 
torral lo que había sido desplayado, pero matorral de 
pastos tiernos, de gramilla y de trébol, como de tierra 
poblada. El palenque, con el moro atado, ensillado 
siempre, inmóvil y durmiendo, quedó rodeado de 
un verdadero fachinal ; y el ombú, cada día más cre- 
cido, extendió poderosamente sus ramas verdes, como 
para proteger más y más el sueño siempre igual y 
profundo de don Aristóbulo. Las raíces del árbol her- 
moso sobresallan ahora del suelo como serpientes co- 
losales arrolladas y se encontraba el hombre dormido 
como en verdadero sillón cavado por el peso de su 
mismo cuerpo. 

En las dos piezas del rancho y en la cocina, las 
generaciones de arañas se sucedían legándose y tras- 
pasándose en paz sus telas, siempre más numerosas ; 
y tanto los bien-te-veo en las ramas del ombú, como 
en el crucero de la roldana del pozo silencioso los 
horneros, habían. multiplicado los nidos, en medio de 
una tranquilidad sin par. 

Hasta los zorrinos y las comadrejas se morlan 


— 120 — 


allí de viejos, sin haber sabido, en su vida, lo que era 
ser molestados por nadie, ni por hombres ni por 
perros. 

Es que más tiempo pasaba, desde el día en que 
había empezado su ininterrumpido sueño don Aris- 
tóbulo, más respeto le criaba la gente á la «Estancia 
del dormilón», como habían dado en llamar al esta- 
blecimiento. No había vecino que no se empeñase 
en impedir que saliera hacienda del campo de don 
Aristóbulo, lo que, con el tiempo, no fué siempre co- 
sa fácil, pues á pesar de las sequías y de las epide- 
mias que de vez en cuando hacian hecatombes en- 
tre las vacas, las ovejas y las yeguas, ya por demás 
amontonadas, se habían multiplicado excesivamente. 
Lo que se comprende, ya que nadie podía disponer 
de un solo animal de esas haciendas. ¿Y quién tam- 
poco se hubiera atrevido ? 

Había allí animales enormes, viejísimos, pues no 
podían morir sino de enfermedad ó de vejez ; y como 
nadie trabajaba la hacienda, había en la estancia una 
cantidad loca de machos de todas clases, y por todas 
partes retumbaban las lomas y los cañadones al estré- 
pito de sus luchas, golpes, coces y topadas, bramidos 
y relinchos. | 

A más de un cuatrero le estaban haciendo cos- 
quillas las boleadoras y el lazo, al mirar nor el cam- 
po, desde la orilla, tanto bagual y tanto toro. ¡Qué 
pingos, y qué huascas, y qué matambres estaban allí 
comiendo pasto !... al ñudo. Tentadora, la cosa, pero 
¿quién se atreve?... En su sueño, debe ver muchas 
cosas ese dormilón sospechoso. 

Créese asimismo que dos gauchos, una noche, 
penetraron en el campo á matrerear ; bandidos cono- 
cidos eran y gente guapa, peleadores sin hiel y car- 


— 121 — 


neadores avezados, de noches obscuras. Pero nunca 
se volvió á saber de ellos. Hubo, toda la noche, mu- 
cha bulla en la hacienda, correrías y balidos, cosa 
de creer que andaban ánimas por el campo y que to- 
da la hacienda se había vuelto loca, pero nada más ; 
todo, á la madrugada, se había sosegado. Si fué dra- 
ma, fué como en el mar : hundido el bajel, se apaci- 
guan las olas, y ¡santas pascuas ! 

También hubo un juez de paz—son muy diablos, 
——quien en 1897, treinta años desde que se había dor- 
mido de tan peculiar modo don Aristóbulo Peñalosa, 
quiso probarle las costillas al campito aquél y á sus 
haciendas. 

Las tres leguas del «dormilón», al volverse según 
el lenguaje entonces adoptado, ocho mil hectáreas, 
habían tomado mucho valor ; lo mismo que las ha- 
ciendas, á pesar de haberse quedado éstas completa- 
mente criollas : y se relamía el juez al pensar que con 
algunos trámites bien dados, y convenientemente en- 
grasados los ejes, podría muy bien, algún día, verse 
dueño del establecimiento : campo y hacienda. 

Empezaron los trabajos. Mientras anduvo todo 
por las oficinas, no hubo tropiezo. Pero cuando des- 
pués de conseguir del tribunal de primera instancia 
un oficio en forma para intervenir en la estancia co- 
diciada, se requirió para el objeto la ayuda de la po- 
licía, hubo entre los milicos unanimidad para tratar 
de echarse atrás. Fué necesario prometer gratifica- 
ciones extraordinarias para que tres de ellos, los más 
guapos, acompañaran al juez; y eso que con ellos 
iban, armados hasta los dientes, media docena de 
civiles, amigos del interesado, incitados por la codicia 
y la curiosidad. 

Encontraron el campo recién alambrado por los 


— 122 — 


vecinos. Las haciendas de la «Estancia del dormi- 
lón», por su número siempre creciente, se hacían 
algo cargosas, y para no tomarse más el trabajo de 
repuntarlas habían decidido todos cercar. No sin re- 
celo se aproximaron á la población. Lia maleza se 
había extendido y tupido más y más ; el ombú se ha- 
bía vuelto colosal y el rancho desaparecía cas1 por 
completo entre los yugos y el cardal. 

Hubo que abrir 4 machete una verdadera picada 
en derechura hasta el ombú para cerciorarse de que 
siempre estaba allí don Aristóbulo. Los milicos, en 
esta tarea, adelantaban sin ganas, guiados por dos 
vecinos antiguos, los últimos que quedaban de los 
que.habían conocido á don Aristóbulo, que lo habian 
visto sentado al pie del árbol, el primer día de su 
sueño extraño y le habían cuidado la hacienda du- 
rante los treinta años que había estado durmiendo. 
Casi muchachos en aquel tiempo, se les había arru- 
gado mucho la cara y encanecido el pelo, pero con- 
servaban, respecto á la «Estancia del dormilón» y á 
su dueño, involuntario sentimiento de supersticioso 
temor, juzgando sobrenatural ese sueño misterioso, y 
poco prudente el paso por esta gente. 

Al cabo de varias horas de trabajo llegaron por fin 
muy cerca del pie del ombú, y no faltaban por vol- 
tear más que algunos troncos de cicuta, cuando oye- 
ron todos, en medio de la angustiosa perplejidad de 
ese momento solemne, un ronquido sonoro y rítmico 
como de persona normalmente dormida. 


No tenía ese ruido nada que fuera muy asusta-- 


dor, y fué, sin embargo, lo suficiente para infundir á 
todos esos hombres, 4 pesar de sus armas, un irresis- 
tible pánico. Dispararon los milicos, dispararon los 
comedidos acompañantes, dispararon los vecinos, y 


e 
* 24 SU IAS XÚñ mm 0 


— 123 — 


al frente de ellos el mismo juez de paz, olvidado de 
la presa apetecida, corriendo temblorosos hacia los 
caballos que habían dejado al cuidado de un' peón. Y 
todos, en tropel, montaron y se apretaron el gorro 
como bandada de locos, hasta dejar el campo y tras- 
pasar el alambrado. 

Al cerrar con cuidado la tranquera, uno de los 
viejos vecinos de don Aristóbulo, le dijo al juez : 

—Para mi, señor, lo mejor será esperar que des- 
pierte solo el hombre, si se quieren evitar desgra- 
clas. V 

Pero esperar que despertara «el dormilón» era 
para el juez y sus aves negras, como renunciar para 
siempre á la esperanza tan acariciada de apoderarse 
del hermoso campo que cada día valía más y de las 
numerosas haciendas ; y pasado el susto, pensó que 
ya que tan bien dormía don Aristóbulo era una bo- 
bería el tenerle miedo, y que mejor sería hacerle de- 
finitivo el sueño. 

Se estaba entonces agregando al gran ferrocarril 
del Sur, un ramal que iba justamente á cruzar por la 
«Estancia del dormilón», y el buen juez hubiera que- 
rido tomar posesión del campo antes de que allí lle- 
garan las cuadrillas. 

Pero parecía que nunca hubiera tropezado con 
tantas dificultades para dar con algún gaucho capaz 
de... ayudar. Sólo á los meses encontró un forajido 
que por muchos pesos consintió en hacer desaparecer 
de cualquier modo que fuera y con todo sigilo al... 
estorbo. 

Ya habían llegado los rieles al alambrado y lo es- 
taban cortando los peones para seguir con el terra- 
plén, cuando justamente se iba internando en el 
campo el bandido, en dirección al ombú. Llegó y 


— 194 — 


después de apearse y de atar el caballo á unas matas 
de pasto, entró, no sin titubear, entre el yuyal que 
rodeaba la casa. Trató de seguir la senda que, como 
un año antes, había trazado la primera expedición 
mandada por el juez de paz, pero había vuelto á cre- 
cer la maleza de tal modo que tuvo, para abrirse ca- 
mino, que mellar en ella el cuchillo, y cuando llegó 
al pie del ombú, no tenía en la mano más que un 
arma casi inútil. Asimismo pensó que para acabar 
con un hombre dormido, le bastarían las boleadoras 
que llevaba en la cintura, y hasta las manos, en un 
caso. 

Y en el mismo momento en que volteaba la últ1- 
ma planta de biznaga que le tapaba las raices del 
árbol, sonó un estridente silbato que lo hizo estre- 
mecer. 

Era la locomotora del primer tren de balasto que 
llegaba á la orilla del campo de la «Estancia del dor- 
milón» ; y un concierto de mil voces de los pájaros 
que habían anidado en el ombú contestó al saludo 
de la gran civilizadora, en tan alegre bulla que no 
pudo menos que contestarles 4 su vez con un sonoro 
relincho el moro atado desde treinta y tantos años 
en el palenque y que se acababa de despertar. Se sa- 
cudió también don Aristóbulo, se incorporó, se res- 
tregó los ojos, bostezó, se estiró fuerte, y á media 
voz dijo : 

—¡ Caramba, que he dormido! 

—La verdad—mlurmuró el gaucho, retirándose 
Unos pasos. 

Don Aristóbulo oyó y viéndose cara á cara con 
un desconocido que esgrimía, con facha de bandido, 
aunque todo tembloroso y hecho un susto, un cuchi- 


— 125 — 


llo casi sin hoja, se puso de pie, preguntándole en to- 
no fuerte : 

—¿Y á usted qué se le ofrece? 

—Señor—balbuceó el otro,—lo venía á despertar. 

—¿A despertar? ¿con cuchillo? ¿Quién lo 
manda ? 

—HEl juez de paz, señor. 

—«¿Don Benito? 

—;¡ Oh ! no, señor ; don Benito murió hace tiempo. 

—¿Cómo, hace tiempo? 

—S$SÍ, señor ; unos diez años. 

—¿ Diez años? 

—6$1, señor. Dicen que usted estaba dormido ya 
hacía más de veinte años. 

—¿Qué dice? 

—Así dice la gente, señor ; yo no sé, porque hace 
poco que he venido á estos pagos. 

Don Aristóbulo trataba de recobrarse ; creía »3- 
tar soñando aún, y lo que: veía alrededor suyo no era. 
para menos: el ombú tan crecido, era yuyal que lo 
había invadido todo, hasta tapar casi la vista del 
rancho. | 

Sin decir palabra enderezó para las casas, lo que 
aprovechó el bandido para escabullirse. Don Aristó- 
bulo, bien despierto ya, tuvo que cortar bastantes 
yuyos con el cuchillo para entrar, y recuperó poco á 
poco la memoria del pasado ; era un recuerdo suave, 
amortiguado, tierno, pero sin dolor, como si hubie- 
ran pasado efectivamente algunos años desde el tris- 
te acontecimiento. 

Admirado de todo lo que veía y presentía quiso 
llamar al compañero que le había mandado el juez de 
paz, por sospechoso que fuera, y rogarle le trajera un 
caballo, pero vió que se había ido; y como en este 


— 126 — 


momento se hiciera oir otro relincho del moro y otro 
silbato de la locomotora, ruido éste todavía nuevo 
para él, marchó: como pudo entre la maleza hasta el 
palenque, y sin tratar de explicarse todavía nada de 
tantas cosas tan inexplicables, que todo le parecía 
mentira y todo le parecía verdad, montó en el moro 
y se largó al campo. 

Lo encontró muy cambiado ; se había vuelto todo 
de pasto tierno, cubierto de trébol y de cardo, una 
preciosura. Al poco andar, vió que también estaba 
muy poblado, y hasta recargado de hacienda.—Intru- 
sos, pensó, que habrán aprovechado mi sueño para 
echarle al campo majadas y rodeos.-—Pero, al acercar- 
se, vió que todos los animales eran orejanos.—¿ De 
quién serían entonces? ¿mios? ¿cómo diablos po- 
día ser? 

Siguió ; vela en el horizonte una cantidad extra- 
ordinaria de parvas grandes, pero fuera de su cam- 
po, y como cuando había quedado dormido se impor- 
taba trigo y harina de Chile y de Europa, no se daba 
cuenta de lo que podían ser; pensó que eran pobla- 
ciones ; pero ¿para qué tantas casas y tan grandes? 
Cuando llegó cerca del alambrado, comentó mucho 
entre sí el gran adelanto que podía esto representar 
pero quedó mucho más sorprendido al divisar el te- 
rraplén del ferrocarril que se venía estirando desde 
lejos. En él estaba parado un largo tren de materia- 
les y trabajaban muchos hombres. Comprendió el 
origen del silbato que lo había despertado y como— 
aunque nunca lo hubiera visto—había oído hablar del 
tren, se asombró de que hubiera podido llegar hasta 
esos campos tan retirados de la cindad semejante pro- 

reso. 
¡ A la vuelta, el gaucho mandado por el juez había 


— 127 — 


sembrado la voz de que el «dormilón» se había desper- 
tado, y todos los vecinos se habían amontonado del 
otro lado del alambrado para saber si era cierto. 

No tardaron en ver á don Aristóbulo que se venía 
al trotecito del moro, lleno del intenso gozo de sentir- 
se vivir, volviendo á tomar posesión de lo que era 
suyo, en toda la plenitud de su salud y de su fuerza 
juvenil, pues durante su largo sueño no había enve- 
jecido. | 

El primer movimiento de toda la gente que lo mi- 
raba fué de disparar asustada ; pero medio la contu- 
vieron los dos vecinos antiguos que habían conocido 
antes á don Aristóbulo y que aseguraron que era él 
y nadie más, y que siempre había sido muy buen 
hombre. 

Don Aristóbulo, vestido 4 lo antiguo, de chiripá 
y de poncho, se venía acercando y quedaba admirado 
de ver tanta gente en esos.campos que siempre había 
conocido tan solitarios; y viendo que muchos de: los 
que lo estaban mirando debían de ser extranjeros : 

—¡ Qué de gringos hay por acá!-—dijo entre sí, 
tratando de encontrar en el montón alguna cara co- 
nocida. | 

Al fin, como todos se habían alejado algo del 
alambrado, menos los dos vecinos antiguos, los pudo 
ver y reconocer, 4 pesar de hallarlos muy cambiados 
y envejecidos, y los llamó por sus nombres, de los que, 
después de un momento, se pudo acordar. 

Vinieron ambos ; pasaron por la tranquera, y jun- 
tándose con él, después de efusivos abrazos, le impu- 
sieron de cuantas cosas habían pasado desde que por 
una bendición del cielo, seguramente, en medio de 
su aflicción, se había dormido con tantas ganas. Tu- 
vo preguntas que les hicieron gracia á los viejos, por 


— 128 — 


ejemplo, cuando quiso saber si siempre duraba la 
guerra del Paraguay, si el general Mitre seguía de 
presidente y si los indios habían vuelto 4 invadir el 
Azul. | 

Cuando supo que realmente había dormido trein- 
ta y tres años seguidos, se quería morir ; pero no se 
murió. Y hasta encontró que la vida era cosa linda, 
cuando, los días siguientes, contó su hacienda y se 
encontró con que tenía cinco mil vacas y veinte mil 
ovejas, que valían, al corte, tres veces más cada una 
que cuando había dejado de ocuparse de ellas ; y, so- 
bre todo, cuando vinieron á visitarlo chacareros ita- 
-lianos que le ofrecieron de arrendamiento anual, por 
sus tres leguas de campo, dos veces lo que le habían 
costado de compra. 

Quedó pasmado de veras don Aristóbulo, no tanto 
quizá por haberse quedado dormido durante treinta 
y tres años, como de ver los extraordinarios cam- 
bios que durante ese tiempo se habían producido en 
su tierra; y le parecía cuento de hadas que semejan- 
te fortuna le hubiese podido venir durmiendo. 


— 129 — 


LA PIEDRA DE AFILAR 


En posesión de los datos que necesitaba, el fo- ' 
rastero viendo que sus caballos habian descansado 
bien y comido, se levantó para despedirse ; pero Ce- 
ledonio no quiso permitir que se fuera sin almorzar ; 
y se quedaron ambos fumando, charlando y tomando 
mate, mientras doña Sinforosa preparaba un sucu- 
lento costillar de carnero. 

Cuando estuvo parado el asador, Celedonio sacó 
de la cintura un cuchillo que era casi nuevo y con- 
vidó al forastero á que hiciera lo mismo. 

—¿Qué hace, amigo?—le dijo ;—corte, no más, 
á su gusto ; sÍrvase. 

El hombre metió la mano á la cintura y vió que 
había perdido el cuchillo. ? 

—¡ Caramba !—dijo ;—se me habrá resbalado con 
el tropezón que dió mi caballo en una vizcachera. 
¡Qué broma! 

—¿ Era de valor ?—preguntó Celedonio. 

—No, señor, no ; una cuchilla sencilla de trabajo, 
bastante vieja y usada ; pero no me gusta andar sin 
cuchillo, ¡qué quiere ! 

—¡ Bah! tome éste que es bueno y guárdeselo, 
que tengo otro; así se acordará de su amigo Cele- 
donio. 

—Pero, señor, no me dé su cuchillo nuevo, que 

LAS VELADAS.—9 


10 


cualquiera me bastará hasta que pueda comprar otro. 

—¡ Qué esperanza, amigo! ¿cómo le voy á rega- 
lar una cosa vieja ? 

Y como Celedonio insistiera, le dijo el forastero : 

—Bueno, mire, don Celedonio ; le acepto el re- 
galo, pero, aunque pobre, con algo me tengo que 
desquitar—y sacando del tirador la mitad de una de 
esas piedritas de afilar que usan los segadores de 
pasto para las guadañas, se la ofreció á Celedonio, 
agregando :—no tengo otra cosa que darle ; pero tó- : 
mela, que no es mala chaira. 

Celedonio, para no desairar á su huésped, tomó 
el pedazo de piedra y dió las gracias ; pero entre sí, 
medio se reía del regalo, pues no valía ni dos centa- 
vos, bien tasado, y lo puso en el cajón de la mesa, 
como para no acordarse más de él. 

Al rato, se despidió el forastero, ensilló y montó. 
Y Celedonio, en el momento en que ya se alejaba al 
tranco, disponiéndose ¿ galopar, se acordó que se ha- 
bía olvidado de preguntarle cómo se llamaba. Abría 
la boca para llamarlo, cuando vió... que ya no lo veía. 
más ; se había esfumado el hombre, con caballos y 
todo. Celedonio quedó asombrado, y como habla oido 
muchos cuentos al respecto, no le quedó la menor 
duda de habérselas habido con algún mandado de 
Mandinga. 

No le quiso decir nada á doña Sinforosa ; ¿para 
qué asustar á las mujeres con esas cosas? pero se fué 
derechito á la mesa, abrió el cajón, miró el pedazo de 
piedra de afilar, lo tomó en la mano, no sin cierto 
recelo, y maquinalmente, asentó en él el filo del cu- 
chillo viejo con que se había quedado ; no le vió nada 
de particular, y guardando la piedra en el cajón se 
fué á soltar la majada. 


— 131 — 


Se acordó entonces que era día de contarla, lo que 
cada mes hacía para ver si le faltaban ó no anima- 
les, y al llegar á cien, quiso, como siempre, tarjar 
en el lienzo del corral. No había hecho gran esfuerzo, 
por supuesto, para ello, y quedó algo más que sor- 
prendido al ver que con el cuchillo había cortado to- 
do el listón, como si hubiera sido de sebo. Siguió, 
asimismo, contando las ovejas, pero apenas tocaba 
la madera con el filo del cuchillo, cuando ya estaba 
la tarja. 

No pudo menos que acordarse del huésped y de 
la piedra de afilar que le había regalado, y más se 
acordó de ellos, cuando al desollar un capón para el 
consumo de la casa, vió que sin usar chaira alguna 
durante tado el trabajo, sacaba el cuero con inacos- 
tumbrada facilidad. 

Al descuartizar la res, daba gusto ver con qué 
limpieza y prontitud su cuchillo viejo separaba los 
trozos y hasta cortaba el hueso, derechito y sin tro- 
piezo cuando no daba bien con la coyuntura. 

Varias veces en el día, tuvo, naturalmente, que 
valerse del cuchillo para una porción de cosas, y 
cada vez pudo comprobar que nunca había tenido se- 
mejante herramienta. Lo que sí, se dió cuenta de 
que necesitaba acostumbrarse á manejarla con mucha 
suavidad, pues de otro modo, era como para chas- 
quearse feo y hacer barbaridades. 

Por ejemplo, para desvasar su caballo, no nece- 
sitaba martillo, pues no tuvo más que recortar ar- 
tisticamente los vasos como si hubieran sido de algu- 
na pasta blanda ; pero también vió que con cualquier 
distracción hubiera cortado 4 más de la uña, el pie, 
estropeando el animal. 

De noche, en invierno, solía, después de cenar, 


— 132 — 


ovcupár una hora ó dos, antes de ir á la cama, tren- 
zando algún bozal ó algún par de riendas; y como 
esa noche iba á cortar un tiento, su mujer le hizo 
presente que no había, primero, como siempre, chai- 
rado el cuchillo; pero contestó él que era cortador, 
y desarrollando el pedazo de cuero de potrillo que para 
el objeto tenía reservado, en un abrir y cerrar de 
ojos, tan ligero que casi no hubo tiempo para darse 
cuenta de nada, cortó un tiento de todo el largo del 
rollo, que era muy grande; y lo cortó tan finito y 
tan parejo, que doña Sinforosa exclamó : 

—¡ Hombre ! nunca te había visto tan diestro. 

-—HEs que es muy cortador ese cuchillo viejo—con- 
testó Celedonio. 

Un rato después, doña Sinforosa quiso cortar para 
los gatos un pedazo de carne, y como, en este mo- 
mento, Celedonio estaba trenzando y había dejado el 
cuchillo encima de la mesa, lo tomó ella, fué al alero 
del rancho, cortó una tira de pulpa y la empezó á pi- 
car en la mesa ; pero vió con asombro que los pocos 
golpes que había dado con el filo habían bastado para 
hacer de la mesa un picadillo de madera. 

—¿No te decía yo—le dijo Celedonio,—que era 
muy cortador ese cuchillo viejo ? 

Pero su mujer, que era muy viva, lo miró con 
unos ojos que bien decían que esperaba otra explica- 
ción, y Celedonio, medio riéndose, le contó la sú- 
bita desaparición del forastero, y le enseñó la piedra 
que le había regalado. 

Se le ocurrió entonces á doña Sinforosa de pro- 
barla ella también; y agarrando un cuchillo viejo 
de mesa que andaba rodando por ahí, todo enmoheci- 
do, lo afiló ligeramente. 

Celedonio miraba con curiosidad, pues no había 


— 133 — 


pensado él en esto, y casi creía que sólo para su cu- 
chillo tendría virtud la piedra; pronto conoció su 
error, pues tomando una pata de carnero, su señora 
la cortó con el cuchillito viejo aquél, en rebanaditas 
parejas, con hueso y todo, sin el mínimo esfuerzo. 
Comprendieron ambos que ya no se podía dudar de 
que ese pedazo roto y, al parecer, inservible, de pie- 
dra de afilar poseía condiciones maravillosas. 

Doña Sinforosa era mujer de muy buena cabeza ; 
y en el acto comprendió que con no divulgar á na- 
die las propiedades extraordinarias de la piedra, po- 
drían sacar del regalo del buen forastero muchas ven- 
tajas. | 

Celedonio no era lo que se puede llamar, en la 
pampa, un haragán, ni tampoco lo que, en otras 
partes, se llamaría un gran trabajador ; por esto mis- 
mo, doña Sinforosa trató, por un lado, de hacerle 
ver lo provechoso que les podrían salir ciertos tra- 
bajos con semejante ayuda y, por otro, de asustarle 
con la posible pérdida de la prenda, si la dejaba in- 
útil. Y fácilmente lo convenció que no debía dejar 
de buscar y emprender alguno de los trabajos para 
los cuales es indispensable una piedra de afilar. 

No muy lejos de donde vivían, había un salade- 
ro que, durante algunos meses, trabajaba mucho, be- 
neficiando miles y miles de vacunos, y pensó doña 
Sinforosa que Celedonio allí se debía conchabar, pues 
todavía duraría la faena un mes ó dos. 

Celedonio consintió yv fué á ofrecer sus servicios 
como desollador. Lilevaba consigo el pedazo de pie- 
dra de afilar bien escondido en el tirador, el cuchillo 
viejo, otro grande, nuevito, pero ya probado con la 
piedra y cortador como él sólo, y, para despistar á 
los curioseadores, una chaira común, de acero. 


— 134 — 


Justamente acababa de llegar una tropa muy 
grande que el patrón tenía interés en beneficiar en el 
menor tiempo posible, y conchabó á Celedonio ; pero 
primero lo quiso probar y lo acompañó á la playa. 
Una vez ahí, y después de acomodarse para el traba- 
JO, Celedonio tomó sitio entre los demás peones que, 
por supuesto, lo miraban de reojo, dispuestos siem- 
pre á criticar á todo recién venido, y empezó á desollar 
con el cuchillo viejo el novillo que le había caído en 
suerte. Los más hábiles desollaban un animal en 
seis minutos, y esto, de vez en cuando, no siempre ; 
Celedonio, en tres minutos, acabó el suyo. Quedaron 
todos asombrados de semejante rapidez, y el”patrón 
se acercó, abrió el cuero, lo revisó por todos lados, 
creyendo encontrarlo lleno de tajos ó por lo menos 
de rayaduras ; pero tuvo que reconocer que nunca ha- 
bía visto un cuero sacado con mayor limpieza, pues ni 
una rozadura tenía el pellejo. Y como todavía no ha- 
bían traído delante de Celedonio otro animal, el pa- 
trón dió orden á los peones de: apurarse en servirle. 

Celedonio, desde entonces, siguió sin parar hasta 
la noche, desollando veinte y hasta veinticinco novl- 
llos por hora, sin un tajo en los cueros. Nunca ningu- 
no de los que ahí estaban habla visto semejante cosa 
y no faltaron, alrededor del fogón, después del traba- 
jo, las indirectas y pronto las preguntas : 

—¿ De dónde era? ¿Dónde había trabajado antes ? 
¿Dónde compraba los cuchillos? y esto, y aquello. 

Celedonio á todos contestaba, pero sin soltar el 
secreto. 

El patrón pagaba tanto por animal, pero al final 
de la faena le dió un buen premio por no haberle 
echado á perder ni un solo cuero, y Celedonio volvió 
á su casa con el tirador repleto. Y doña Sinforosa, 


— 135 — 


que había quedado cuidando la majada, solita, pues 
todavía no tenían hijos grandes, insistió en hacerle 
comprender cuán ventajoso sería seguir trabajando 
así. El invierno se iba acabando ; había sido muy 
frio, y los animales habían sufrido mucho, de modo 
que en septiembre sobrevino una gran epidemia que 
dejó por los campos el tendal. Celedonio se puso en 
campaña y trabajó tan bien en la cuereada que ya. 
casi no sabía qué hacer con la plata, cuando llegó la 
esquila. 

Para esquilar también salió doña Sinforosa. De- 
jaron la majada al cuidado de un pariente y se con- 
chabaron ambos en una estancia grande. 

El primer día, con la piedra de afilar, dieron á las 
tijeras tan lindo filo, que juntaron entre los dos cua- 
trocientas latas, y esto sin un tajo á las ovejas. Fil 
patrón decía que de buenas ganas pagaría mil pesos 
para que todos sus esquiladores trabajasen así, pues 
acabaría el trabajo en pocos días, evitándole gastos 
de mantención, demoras por las lluvias, peligros de 
temporal, etc. Y doña Sinforosa quiso hacer la 
prueba. 

A uno de los esquiladores que le preguntaba cómo 
hacían ellos para esquilar tan ligero, le dijo que úni- 
camente por el modo especial que ella tenía de afilar 
las tijeras, y ofreció afilárselas, con la condición que 
le diera cincuenta latas por día. 

Aceptó el esquilador ; entregó sus tijeras á doña. 
Sinforosa y el día siguiente se las devolvió ella, bien 
afiladas con la piedrita ; y el hombre sacó, descansa- 
do, sus doscientas latas. Por supuesto, el día siguien- 
te, todos querían hacer con doña Sinforosa el mismo 
trato, y ella consintió, pero sólo después de haber 


— 188 — 


conseguido del patrón la promesa formal de los mil 
pesos de gratificación. 

Volaban del tendal las peladas. Era un incesante 
ir y venir de majadas en los corrales y chiqueradas en 
los bretes, y en pocos días se acabó la esquila, reci- 
biendo Celedonio y Sinforosa, por su trabajo perso- 
nal, por las latas que les tuvieron que ceder los es- 
quiladores y la gratificación prometida, un montón 
de pesos que ya hubo que colocar en el Banco, por- 
que hubiera estorbado en casa, y Celedonio confesó 
que con una mujer como Sinforosa, no había más 
que hacer lo que ella mandaba. 

En las noches de invierno, ahora trabajaban am- 
bos en fabricar bozales y riendas de complicadas tren- 
zas, no alcanzando, á pesar de su rapidez en concluir- 
los, ¿4 hacer todos los que les hubieran querido com- 
prar las casas de negocio. 

Doña Sinforosa insinuó un día á su marido que 
no hay que desperdiciar, en este mundo, ningún me- 
dio de aprovechar, y le dijo que quizás, haciendo 
apuestas de vez en cuando, también podría ganarse 
buenos pesos. Siempre se acordaba ella de cómo había 
_podido, con un mal cuchillo, apenas afilado con la 
piedra aquélla, cortar en rebanaditas, con hueso y 
todo, una pata de carnero. ¡Mire qué lindo sería 
cortar así un buey entero, y, pensándolo bien, nada 
sería más fácil ! 

Así lo pensó Celedonio ; é hizo la prueba con un 
carnero, en su casa, cortándolo, después de carneado, 
en redondeles, como salame, desde el hocico hasta la 
punta de la cola. 

Lo difícil era encontrar quien sostuviera una pa- 
rada que valiese la pena. 

Cuando empezó de nuevo la faena en el saladero, 


— 137 — 


un día le preguntó uno de los compañeros si sabía 
charquear tan bien como desollar, y aprovechó Cele- 
donio la ocasión para decirle que se animaría á cor- 
tar un buey en redondeles como salame, con cuero, 
huesos y todo, nada más que con el cuchillo. Se bur- 
laron de él, pero dejó que se burlaran y sostuvo su 
palabra, tanto que el patrón, habiendo oído contar la - 
cosa, quiso saber hasta dónde podría llegar semejante 
jactancia, y le ofreció poner á su disposición un no- 
villo para la prueba. 

—Pero si no cumples con tu palabra, perderás 
todo tu sueldo de un mes. 

—Bueno, patrón—dijo Celedonio,—pero sl cum- 
plo, ¿me duplica usted ese mismo sueldo ? 

Al patrón no le gustaba mucho decir que sí, por- 
que te había causado tanta admiración el modo de 
trabajar de Celedonio, que no lo creía del todo inca- 
paz de hacer lo que ofrecía ; pero todos los peones 
estaban ahí, tan deseosos de que se verificara la prue- 
ba, tan seguros de que no iba á poder, que, pensan- 
do, por otra parte, que por cortador que fuera el cu- 
chillo, pronto se mellaría en los huesos, aceptó la 
apuesta. 

Un domingo, trajeron á la playa un novillo bien 
gordo y grande, lo desnucaron, lo degollaron, le saca- 
ron la panza, y, en medio de un gran concurso de 
gente, se aprontó Celedonio á principiar la obra. Te- 
nía, por si acaso, dos buenos cuchillos, bien afilados 
con la piedra del forastero. 

En el momento en que iba á empezar, una voz 
—algo parecida á la de doña Sinforosa,—gritó de 
entre la gente : 

—¡ Cien pesos al patrón !—y fué como una señal ; 
todos empezaron á gritar, apostando también contra 


— 188 — 


Celedonio. Pero éste se sentía, en aquel momento, 
tan confiado en sí, que alzando la voz, contestó : 

—¡ Pago á todos, y por lo que quieran ! 

Y todos acudieron presurosos á depositar diez, 
cien, cinco, lo que cada uno podía. Doña Sinforosa 
—la muy pícara, —mientras tanto, aseguraba que su 
marido era loco, y que, seguramente, iba á perder 
la apuesta, y muchos, al oirla, duplicaban la parada. 
Fueron tantas las puestas, que si falla Celedonio, 
pierde todo lo que tenía, y quizás algo más. 

Pero, ¡cuándo iba á fallar! Empezó la función : 
cortó la punta del hocico, y después, en rebanadas, 
como él lo había prometido, las mandíbulas con los 
dientes, carrillos, lengua y todo; y toda la cabeza, 
el cráneo y las astas, y el pescuezo ; é iba poniendo 
encima una de otra las tajadas con tanta prolijidad, 
que hubiera parecido enterita la cabeza á quien no 
la hubiera visto recortar. 

Empezaron á temblar por los pesos, y algunos, 
arrepentidos, trataron de salvarse apostando ahora 
por Celedonio; pero muy pocos eran los porfiados, 
y cada uno tuvo que quedarse con su respectivo 
clavo. 

Y siguió nuestro amigo, cortando y cortando, co- 
mo chanchero 'despachando galantina, hasta acabar 
con todo el animal, hasta la punta de la cola, sin 
haber precisado siquiera mudar cuchillo. 

A pesar de los muchos pesos que les costaba la 
apuesta, lo aclamaron todos, pues esa gente sabía lo 
que es un buen trabajo con cuchillo. 

Celedonio y Sinforosa se fueron para su rancho, 
cargados de plata y muy contentos, por supuesto. Pe- 
ro era ya casi de noche y dos de los peones del sa- 
ladero, bandidos conocidos, que habían apostado fuer- 


— 139 — 


te contra Celedonio, quisieron recuperar lo perdido y 
también robarle lo que llevaba. 

Le ganaron la delantera, y cuando Celedonio y 
su mujer estaban ya por llegar % a su casa, los dos 
forajidos, cuchillo en mano, les atajaron el paso. Ce- 
ledonio era guapo y no vaciló ; al primero le atracó 
un tajo que, antes que hubiera podido detener la 
mano, lo cortó al gaucho en dos medias reses per- , 
fectas que cayeron á ambos lados del mancarrón, y 
de un revés le quitó al otro la parte superior de la 
cabeza, con el sombrero encima, dejándole el cráneo 
como caja destapada, y dejándolos tendidos en el cam- 
po, fué á explicar á las autoridades cómo había sido 
la cosa. No sólo lo dejaron en libertad, sino que lo 
felicitaron, y desde entonces, no tuvieron más, Ce- 
ledonio y inforosa. que dejarse v1vir, bendiciendo 
al forastero generoso que les había dado el medio 
de ganarse tan bien la vida. 

Cuentan que uno de sus sucesores, un haragán 
que heredó la piedra, pero no la supo utilizar para 
nada, la perdió en el campo y nunca la pudo hallar. 

Puede ser que alguno la encuentre, pues hasta 
hoy queda perdida. 


— 140 — 


EL HOMBRE QUE HACIA LLOVER 


, 


Don Benito era un pobre gaucho muy dado á 
la bebida. No tenía campo, ni hacienda, ni ganas 
de tenerlos, y bien podía haber sequía ó crecidas, 
para él era lo mismo, pues, cuando donde se hallaba, 
las cosas andaban mal, echaba por delante los zainos 
y se mandaba mudar á otros pagos. 

La sempiterna conversación de los hacendados 
sobre la lluvia y el buen tiempo lo tenía fastidiado, 
y si algún vasco ovejero le preguntaba sl, á su pa- 
recer, pronto tendrían agua, solía contestar que con 
tal que no faltase la caña, no había por qué afli- 
«1rs0. 

Una noche volvía á su guarida medio bamboleán- 
dose en el caballo, cuando, á la claridad de la luna, 
vió relucir en el pasto un objeto desconocido. Se 
apeó, lo alzó, lo miró, lo echó en el bolsillo del saco, 
y volvió á subir en el mancarrón. 

Hacía como dos meses que no llovía ; el cielo 
estaba más despejado que nunca, y, cosa rara, mien- 
tras alzaba el objeto y lo miraba rápidamente, se lo 
ponía en el bolsillo y volvía á montar, llovió un ra- 
to, cesó de llover, volvió á caer agua y paró otra vez. 

—¡ Oh !—pensó el gaucho ;—¿qué será esto? ¡ y 
moja esta agúita!... Lindo para el campo; les gus- 
tará á los vascos. i 


— 141 — 


Y se fué; llegó al rancho, desensilló y colocando 
en una mesa el hallazgo, durmió como una piedra. 

Al día siguiente, ya algo compuesto, volvió á mi- 
rar el objeto con más atención y pensó que debía de 
ser una de esas cosas como había visto en una es- 
tancia, para hacer llover : mómetro, rarómetro, no se 
acordaba bien. 

—Y así es, no más, de fijo —murmuraba don Be- 
nito, acordóse que cuando lo encontró, cayeron dos 
aguaceritos, cortitos, pero tupido uno de ellos. 

Este debía de ser de los buenos. Lios hay que sólo 
sirven—según dicen,—para marcar el tiempo que ha- 
ce y el calor que hay; pero no hacen llover; y con 
tiritar Ó sudar y mirar el cielo, yan uno lo sabe todo ; 
éste era otra cosa. 

Para probarlo, salió al patio con la prenda. Era 
una tablita de metal, angosta y larga, con un tubito 
de vidrio en el medio, lleno de un líquido que, al 
menor movimiento, iba y venía. 

Don Benito la tenía horizontalmente en la palma 
de la mano y la miraba con mucha atención, sin en- 
contrarle nada de particular ; sólo que, en vez de te- 
ner como la que antes había visto, rayitas y números, 
no tenía más que una muesquita en una de las 
puntas. 

De un movimiento brúsco la enderezó poniendo 
la muesca abajo, y en seguida empezó á llover á cán- 
taros. Sorprendido por el agua, corrió al rancho, lle- 
vando ya horizontalmente la tablita, y antes que lle- 
gáse á la puerta, que estaba cerquita, ya no llovía. 

—¡ Caramba !—exclamó. 

Y volviendo á salir, enderezó otra vez la tablita, 
siempre con la muesca por abajo, y volvió á llover ; 
la puso después con la muesca para arriba, y no so- 


— 142 — 


lamente dejó de llover, sino que empezó á soplar un 
- viento que todo lo secaba, mientras el sol se ponía 
ardiente ; la colocó por fin en la palma de la mano, 
y el día se hizo apacible, primaveral. Hizo entonces 
con la tablita todos los movimientos posibles, y pu- 
do comprobar que según ellos, Ó se desencadenaban 
los elementos y llovía torrencialmente, ó llovía des- 
pacio ó dejaba de llover y soplaba el viento con sua- 
vidad ó con violencia. Y el gaucho se divirtió un gran 
rato con mover la tablita, ora despacio, ora brusca- 
mente, por un lado y por otro, poniéndola de repen- 
te en las posiciones más contrarias, de modo que toda 
la vecindad, y esto en un radio de cincuenta leguas 
de pampa, más ó menos, habría podido creer, de se- 
guir el juego, que los elementos se habían vuelto locos 
y que estaba ya cercano el fin del mundo. Todos los 
trabajos habían quedado suspendidos, no sabiendo ya 
la gente asustada qué hacer ni qué pensar. 

Por suerte duró poco, pues don Benito, bien en- 
terado ya del poder extraordinario de la tablita de 
metal que tan casualmente había encontrado, pensó 
que algo más tenía que hacer con ella que divertirse, 
y resolvió ver si podía sacar para sí algún prove- 
cho de esas benéficas lluvias de que á cada rato solían 
decir todos que eran patacones, y que según parecía, 
podría distribuir á su antojo. 

Guardó en el bolsillo del saco la tablita, y se fué 
para la pulpería. Allí, entre dos copas, empezó á ase- 
gurar con convicción que toda la noche llovería. Un 
hacendado contestó que sería muy bueno, pero que, 
á pesar de los aguaceritos imprevistos que habían 
caldo aquella mañana, el tiempo no anunciaba agua. 

—Pues yo le digo—porfió don ' Benito—que va 
á llover toda la noche. 


— 1483 — 


—NÑNo va á llover nada—insistió el otro. 

—¡ Cien pesos á que llueve !—gritó don Benito. 

——<¿ De dónde saca los cien?—le preguntaron. 

—Respondo con mi tropilla, señor. Y por lo de- 
más, va á llover ; ¿no le digo? 

—¡ Me gusta el hombre ! —exclamó el estanciero. 
—Parece que fuera Dios. Bueno; ¡pago, por los 
cien ! , 

—;¡ Pago ! —dijo don Benito. 

Y viéndose ya rico, pasó todo el día gastando en 
copas y en convidadas algo de lo que consideraba ya 
ganado. 

A la oración, á pesar de no haber ni señas de tor- 
menta, pidió con toda seriedad una bolsa y fué á ta- 
par el recado en medio de las risas de los presentes, 
Pensaba, una vez en el patio y lejos de toda mirada 
indiscreta, sacar del bolsillo la tablita despacio, le- 
vantarla con precaución, para que primero viniese 
mansa el agua, y colgarla después en alguna pared, 
para que siguiese lloviendo fuerte hasta la madru- 
gada, en que ya podría ir á cobrar los cien pesos. 

Puso, no sin alguna emoción, la mano en el bol- 
sillo del saco... ¡ Nada !... no estaba la tablita. Que- 
dó tieso : y busca que te busca, ¡ nada! ¿Habría sal- 
tado del bolsillo á la venida? Don Benito no se acor- 
daba muy bien sil, desde entonces, la había ó no sen- 
tido en el saco. Lo cierto es que no estaba y que en 
ninguna parte la podía encontrar. Se fué al rancho 
sin decir nada á nadie, y al día siguiente se mandó 
mudar, prefiriendo que lo tratasen en su ausencia 
de cualquier cosa, antes que entregar la tropilla, lo 
único que poseía. Se fué lejos; galopó leguas y le- 
guas, y por todas las regiones que iba cruzando pa- 
recía llevar consigo la sequía. Y debía de ser así, pero 


— 144 — 


no sabía don Benito á qué atribuirlo, cuando un día, 
al descolgar el saco para ponérselo, lo dejó caer en- 
tre úna silla y la pared, y en seguida empezó á 
llover. 

Sorprendido por ese aguacero tan repentino, no 
pudo menos de pensar que era producido por el mis- 
terioso talismán ; alzó con precaución el saco, y cesó 
el agua ; tanteó entonces por todas partes, recorrien- 
do con la mano las costuras, y acabó por descubrir la 
tablita entre el forro y el paño. Al caer el saco, me- 
dio detenido por la silla, se había puesto parada y 
había llovido ; al alzarlo, había vuelto á su posición 
horizontal y había cesado la lluvia. ¡Luo que son las 
cosas ! 

Don Benito, por supuesto, se alegró mucho de 
hallarse otra vez en posesión de la preciosa tablita, 
y quiso primero que todo el vecindario estuviese de 
parabienes ; pero sea que fuese hombre de poco tino 
—lo mismo por lo demás, que sus desconocidos ante- 
cesores—sea que los habitantes de la llanura fueran 
en aquel entonces unos majaderos, nunca supo con- 
tentarlos. 

Nada más fácil, al parecer, que regar con mode- 
ración la tierra cada vez que lo necesita. Pues, señor, 
nunca acertaba. 

Habiendo oído que, juntos, se quejaban por falta 
de agua, un agricultor y un estanciero, y deseoso de 
servirles, por ser buena gente, que siempre lo con- 
vidaba, colocó don Benito, sin decirles nada, su ta- 
blita de hacer llover con la muesca por abajo, y la 
dejó así dos días y dos noches. Llovió, naturalmente, 
una barbaridad ; y después de haber vuelto á poner 
horizontalmente la tablita, se fué á la pulpería para 
gozar de la satisfacción de sus protegidos. Pero salió 


— 145 — 


el del trigo con mil improperios contra el encargado 
de hacer llover, que nunca sabía lo que hacía, que 
echaba á perder los trigales con diluvios después de 
haberlos dejado secar, mientras que el hacendado ha- 
cía una mueca de desprecio por la poca agua que, se- 
gún él, había caldo. 

Don Benito, durante un tiempo, hizo todo lo 
posible por contentar á todos, pero pronto vió que 
no era posible : el que estaba cosechando lino grita- 
ba por una gota de agua que, por casualidad, cayera 
en su campo; el que tenía maiz sembrado clamaba, 
después del aguacero, por no haber tenido también 
aquella misma gota; el hacendado hubiera querilo 
agua cada dos días en las lomas de su campo, sin - 
que se mojasen los: bajos. Los dueños de alfalfares 
siempre lloraban por agua, y cuando se la daba, nun- 
ca dejaba alguno de ellos de maldecirla por estar 
justamente á punto de segar ó de emparvar. 

Lo más lindo era que ni con sus propios capri- 
chos salía bien don Benito. Habiendo el pulpero or- 
ganizado para el domingo unas grandes carreras, don 
Benito, siempre escaso de pesos, le pidió algo pres- 
tado, el día antes; el comerciante se lo negó. Don 
Benito se fué para su rancho, enojado, y al llegar, 
colgó la tablita con la muesca para abajo. Llovió 
toda la noche y todo el día siguiente ; por supuesto, 
-no hubo carreras, y el lunes, se fué á la pulpería cl 
gaucho, para gozar, calladito, del éxito de su tra- 
vesura. Cuando entró, oyó que el pulpero á quien 
pensaba haber perjudicado tanto, exclamaba, con- 
tentísimo : | | 

—¡ Agua rica, que me ha salvado las cien cua- 
dras de maíz que tengo sembradas en el puesto del 
Catalán ! | 


LAS VELADAS.—10 


— 146 — 


Don Benito, :-renegando, resolvió desde entonces 
dejar entregado á sus más locas fantasias de borra- 
cho el manejo de la tablita : la colgaba patas arriba, 
la volvía patas abajo; de repente armaba una se- 
quía bárbara, de repente hacía llover á cántaros. 
Pero, asimismo, al fin y al cabo, las quejas y las 
congratulaciones eran las mismas que antes 

Un día, con la manada, se te ocurrió dar á todos 
un chasco que quedase en la memoria de los hombres. 
Anunció en la pulpería, como si fuera profeta, un 
gran diluvio. Fué á su rancho, colgó en un rincon- 
cito muy obscuro y muy escondido la tablita de me- 
tal, con la muesca para abajo, cerró la puerta y se 
fué á sesenta leguas de allí. ? 

Llovió en toda la comarca, fuerte y parejo, todo 
el día y toda la noche, y siguió, sin parar, días y no- 
ches, fuerte y parejo. 

Los campos, en su mayor parte, estaban anega- 
dos, las haciendas no cabían en las lomas y empeza- 
ban á morir. La situación era desesperante. 

Pero del exceso del mal salió la salvación. El mis- 
terioso personaje que había perdido la tablita de ha- 
cer lover, andaba como loco por la Pampa, bus- 
cándola. | 

Cuando supo del diluvio aquel, no tardó en sos- 
pechar lo que pasaba. Tomó secretamente sus in- 
formes. La desaparición de don Benito, después de 
su profecía, no dejó de llamarle la atención. Fué al 
puesto del gaucho, lo registró con ojo certero y no 
tardó ni dos minutos en encontrar, colgadita'en la 
pared, con la muesca para abajo, su tan buscada 
tablita de hacer llover. La descolgó, le dió vuelta des- 
pacito y poco 4 poco la colocó al revés. Cesó el agua. 


-. — 


— 147 — 


sopló d viento, brilló el sol, y empezaron á respirar 
los pobres estancieros. 

Don Benito, justamente, calculando que ya ha- 
bía durado bastante su amable chanza, se había pues- 
to en viaje para venir á dar vuelta á la tablita. Cuan- 
do llegó á la comarca que tan bien había regado, ex- 
trañó ver que no llovía más y que, con el soplo del 
pampero se empezaba ya á secar el campo. Endere- 
zÓ para su rancho ; pero tenía que vadear un arroyi- 
to, y el arroyito, por su culpa, se había vuelto un 
río, y don Benito, en un remolino, fué volteado del 
caballo, arrollado por las olas, y tragando en una 
sola vez más agua de lo que en toda su vida había 
tomado de caña, se ahogó. 

Desde entonces, han tenido buen cuidado los en- 
cargados del manejo de las nubes, de no extraviar 
más sus tablitas de hacer llover; y sl, de vez en 
cuando, por el modo con que molestan á los hacen- 
dados y agricultores, parecen haberse vuelto, ellos 
mismos, un poco locos y hasta nerversos, á veces, sólo 
es que sufren ligeros descuidos Ú que ceden, sin pen- 
sar, á estos pequeños' caprichos y fantasías, tan co- 
munes y tan excusables, por lo demás, entre gente 
de gobierno. 


— 148 — 


EL OJO FILIADOR 


—¡ Miren que se van á sacar un ojo, muchachos, 
con esos alambres ! —repetía por la vigésima vez don 
Natalio, cuando justamente uno de los dos niños, 
su propio hijo, pegó un grito de dolor y corrió hacia 
él, tapándose los ojos con las manos. Se entretenían, 
á pesar de las advertencias de don Natalio, en tirarse 
uno á otro los pedazos de alambre con que, momen- 
tos antes, hablan cazado pajaritos; y, realizándose 
las previsiones del padre, había quedado Natalito 
tuerto del ojo izquierdo. | 

El otro muchacho, hijo de un vecino de por alli, 
se había mandado mudar al galope de su petizo has- 
ta el rancho paterno, y al verlo todo avergonzado y 
ceñudo, el padre sospechó que había hecho alguna 
picardía. A fuerza de preguntas, acabó por saber 
lo que le había pasado, y tomando en una de las 
numerosas bolsitas que colgaban de las vigas del te- 
cho, unas semillas de zapallo, montó á caballo y se 
fué á lo de don Natalio. 

Este, con resignación fatalista de buen gaucho, 
le contó el caso y le hizo ver el ojo de Natalito. 

—¡ Caramba, amigo !—dijo, al rato, el hombre,— 
el ojo está perdido, pero voy á tratar de remediar en 
parte el daño que, sin querer, ha hecho mi hijo. 

Tomó algunas semillas de las que había traído, 


— 149 — 


las carbonizó en las brasas, y, reducido el carbón ¿ 
polvo, llenó con él un tubito de papel. Pronunció 
algunas palabras, hizo varios ademanes raros, y acer- 
cándose al chiquilín, le sopló de repente el polvo ne- 
gro en el ojo sano. El resultado inmediato fué que, 
por un momento, quedó ciego del todo el mucha- 
cho ; pero le duró poco la ceguera, y apenas había 
recuperado la vista, que fijando en el hombre su ojo 
único, dijo, con voz serena, al padre : 

—HEste hombre es bueno, tata; con el remedio 
que me hizo, no me duele más el ojo, y, con el otro, 
veo muchas cosas que antes no vela... ¡Qué de co- 
sas veo, tata !—exclamó, admirado. 

El vecino no disimuló la satisfacción que á su 
amor propio causaban estas palabras, y pidiendo otra 
vez disculpa por la torpeza de su hijo, prometió á 
Natalito que poco tendría que sufrir por haberse 
quedado tuerto. 

Cierto es que el pobre muchacho no era, así, muy 
bonito, pero gracias al ingenioso curandero y á la vir- 
tud de su remedio, había adquirido el ojo que le que- 
daba una singular agudeza de visión. Era como si 
hubiera mirado con algún enorme lente todo lo que 
estaba cerca, Óó con milagroso anteojo de larga vista 
lo que estaba distante. 

El detalle más insignificante se volvía para él tan 
sugerente que parecía adivinar el pensamiento de 
los hombres y los súbitos impulsos del instinto en 
los animales ; lo mismo que la mínima alteración en 
una planta, en su forma ó en su color, le daba á co- 
nocer los próximos caprichos de la naturaleza. 

« Parecían, para él, los ojos ajenos ventanas abier- 
tas sobre los secretos ocultos en las cabezas: v no 
tardó en dar pruebas de su maravillosa aptitud. 


a 150) 


Llegó, pocos días después, á casa de sus padres 
un tío de él. 

Venía á preguntar si no habían visto su tropilla, 
desaparecida de la querencia el día antes, ó tenido 
noticia de ella. Don Natalio llamó al muchacho que 
había ido por la mañana á recoger la manada y le 
preguntó si algo sabía ; y Natalito empezó 4 enume- 
rar, como si los tuviera por delante, todos los ani- 
males que componían la tropilla, dando de cada pie- 
za un detalle tan completo que el padre y el tío se 
quedaron asombrados. Sabían que conocía la tropilla, 
por haberla visto varias veces, pero no podían sos- 
pechar que tan bien la hubiera filiado. Lia verdad era 
que todo lo estaba leyendo clarito el muchacho en el 
pensamiento de su tío. Evocaba con seguridad infa- 
lible la yegua overa con su potranca de tres meses, 
overa también, pero más obscura y de manchas más 
pequeñas, y los ocho moros : éste, viejo ya, y medio 
maceta ; aquél de cinco años, muy mosqueador, otro 
con su odio á los perros, y otro, especial para las pe- 
chadas ; el de la clin obscura, tan fijo para el lazo, 
y uno, zarco ; otro, muy bajo, y el último, parejero 
regular. Pintó después la marca y dos contramarcas 
que tenían dos de los caballos, comprados por el tío, 
y montando en su mancarrón, salió al campo, dicien- 
do que lo esperasen un rato, que ya volvía. 

Quedó ausente como un cuarto de hora y, cuan- 
do volvió, le dijo al padre : | 

—¿ Te acuerdas, tata, ese hombre que vino aquí 
anteayer y sin bajarse, pidió un vaso de agua y pre- 
guntó por el rancho de don Tiburcio? 

—Si—dijo el padre. E 

—Bien pues, ese hombre es el que se lleva la tro- 
pilla de mi tío. Va montado en el mosqueador y arrea 


— 151 —. 


con los otros el propio caballo en el cual venía. Cru- 
zÓ anoche por el esquinero del campo; va ligero y 
ya está como á doce leguas de acá. Divisé en la brilla- 
zón el color de su poncho, imitación vicuña con ra- 
yas verdes y coloradas, y así pude ver que estaba 
por pasar el Salado. Va en derechura al Azul; debe 
de vivir en las chacras de ese pueblo. 

— Che !—dijo el tío, medio en broma,—¿no po- 
drías decir también cómo se llama? 

—No, tío—contestó muy serio el muchacho,—to- 
davía no; pero no hemos de tardar en saberlo, si le 
seguimos el rastro como le acabo de decir, y lo me- 
jor para esto será mandar al comisario del Azul un 
telegrama. | 

El tío, lleno de dudas, pero sugestionado de ve- 
ras por la confianza con que hablaba el joven, fué á 
la estación más cercana y mandó el telegrama, dan- 
do las señas de la tropilla. El día siguiente, á la no- 
che, estaba cenando la familia, cuando de repente, 
como si alguien le hubiera llamado, se levantó Nata- 
lito, agachándose en la puerta del rancho, miró un 
rato entre las tinieblas del campo y dijo á sus pa- 
dres que habían quedado comiendo : 

—Allá van pasando dos policianos ; llevan para 
casa del tío la tropilla de moros. 

—;¡ Pero, qué ojo tiene ese muchacho ! ¿A dónde 
ves eso?—preguntó el padre; pues miraba él tam- 
bién y no podía ver nada. E 

No por esto dejó de ser cierta la noticia, como, 
por la mañana, lo supieron. 

Natalito no había ido á la escuela, primero por- 
que le quedaba muy lejos, y también porque, más 
que en los lipros de letra menuda, le gustaba leer en 
el hermoso libro de la Pampa, tan lleno de imáge- 


— 152 — Y 


nes y escrito para él, en letras tan grandes. Pero 
los progresos que así hacía fueron tan rápidos, que 
pronto lo conchabó un estanciero rico de la vecindad. 

Sucedió que un gran temporal hizo mucha mix- 
tura de haciendas, y que el patrón de Natalito salió 
él mismo á los apartes, llevando consigo ú varios 
peones y á él de peón de mano. 

El muchacho, por supuesto, no podía competir 
con los hombres para el lazo, ni para el trabajo ma- 
terial de apartar, y sólo ayudába á parar rodeo. 

Pero como los animales no habian todavía pele- 
chado y la mixtura era grande, era muy difícil cono- 
cer las marcas, y el más gaucho á cada rato vacila- 
ba. De la orilla del rodeo, Natalito, sin que se lo 
preguntaran, varias veces les gritó á los hombres si el 
animal que estaban revisando era ó no del patrón, 
y siempre acertaba ; tanto que á éste le llamó la aten- 
ción y que lo llamó : 

—Vení, tuerto—le dijo,—ya que tienes tan buen 
ojo, ayúdanos á apartar. 

Natalito entró en el rodeo y pronto vieron que 
para él no había pelo de invierno, ni animal mal 
quemado ; conocía en el acto la marca más indes- 
cifrable, como si estuviera pintada en papel blanco 
por el mejor dibujante, y bastaba que algún ternero 
orejano lo mirase de cierto modo para que adivinara 
que también había que apartarlo. 

Todos quedaron admirados, y el patrón, encan- 
tado con su peoncito, pensaba : 

—No tiene más que un ojo este muchacho, pero 
en él tiene una fortuna. 

Y mientras así pensaba, Natalito miraba en los 
ojos de su patrón como por ventanas abiertas y leía 
en ellos mucha simpatía para él y, al mismo tiem- 


— 153 — 


po, mucho deseo de sacar de su habilidad el mayor 
provecho posible, de lo cual tomó nota. 

Al volver á la estancia, el patrón lo dió al ca- 
pataz de ayudante principal, y éste, que lo miraba 
con celos, trató de hacerle incurrir en faltas. Nata- 
lito apenas unas cuantas veces había visto el rodeo, 
cuando una mañana, el capataz con tono airado, re- 
zZOngó : 

— Aquí falta un novillo. 

—-S1, señor—contestó en el acto el muchacho ;— 
falta el manos blancas. 

—¿De dónde sabes que es él?— contestó asom- 
brado el capataz. 

—HEs que vi cuando usted lo dejó allá, en el pa- 
jonal. 

—¿ Cómo pudiste ver, si no estabas conmigo ? 

—No sé, señor ; tendré buena vista. Y, ahora mis- 
mo, lo estoy viendo. Está echado un poco adentro 
de la orilla del pajal. ¿No lo ve usted ? 

—¿Cuándo lo voy á ver si hay más de nna legna 
y está escondido ? 

—Yo lo veo—afirmó el muchacho. 

El capataz, que adrede, para probar la pondera- 
da perspicacia de Natalito, había dejado cortarse 
entre las pajas el novillo, no insistió, pero quedó 
convencido de que con semejante ayudante no se po- 
dría él mismo descuidar mucho en el desempeño de 
sus tareas. 

Algunos días después estaban con el patrón re- 
visando las vacas, cuando á éste se le ocurrió—para 
ver, —preguntar 4 Natalito de cuántas cabezas cons- 
taba el rodeo. 

El muchacho recorrió rápidamente con la vista 
el oleaje de los lomos, y contestó sin vacilar : 


= 


— 154 — 


—Mil quinientas ochenta y dos. 

—¿ Todos de la marca? 

—No, señor; hay ocho ajenos, de cuatro marcas 
distintas. 

Y nombró á los dueños. 

El patrón, reservando sus dudas, siguió : 

—¿ Cuántas vacas de vientre hay aquí mías ? 

—Señor—contestó sin turbarse Natalito ;—son 
setecientas veinticuatro, entre vacas y vaquillonas. 

E interrumpiendo al patrón que iba á hacerle más 
preguntas, agregó : 

—Además, hay veinte toros, doscientos veinte no- 
villos de tres años, doscientos sesenta toritos y novI- 
llos nuevos y trescientos cincuenta terneros del año. 
Puede usted contar ; verá. 

El estanciero creyó que era farsa, pero contó la 
hacienda y resultó cierto; y le preguntó entonces á 
Natalito : 

—Dime, ¿cómo están los novillos de tres años? 

El muchacho clavó la vista en algunos y dijo : 

—Empiezan apenas á criar sebo, señor. 

Y de repente quedó como sorprendido y exclamó : 

—¡ Patrón ! ¡se le van á enfermar muchos ani- 
males ! 

—¿HEn qué lo A asustado el 
otro. 

—Es que veo correr y trabajar en la sangre de 
muchas vacas un hervidero de bichitos, de micro- 
bios, como dicen; y será bueno que usted no se 
descuide. 

El patrón, alarmado, hizo venir en seguida un 
veterinario, y con vacunar toda la hacienda la salvó 
de una terrible epidemia de carbunclo que poco des- 
pués azotó la comarca. 


— 155 — 


Como justamente estaba entonces el estanciero 
por comprar un toro importado de mucho precio, lo 
llevó consigo al precioso tuertito y le hizo revisar, en 
Buenos Aires, unos animales que le ofrecían y le 
ponderaban, con mil certificados y constancias, y 
vió que muchos de ellos, 4 más de ser más viejos de lo 
que decían los papeles, eran tuberculosos. Es que 
donde fallaban los sueros, acertaba el ojo del mucha- 
cho, alcanzando á ver sin microscopio lo que debajo 
del cuero del animal estaba pasando. 

Cada día se le hacía más valioso al estanciero el 
concurso de su peoncito y todos se lo envidiaban. 
En cualquier ocasión, el ojo tan lindamente filiador 
del muchacho le evitaba clavos Ó le proporcionaba 
brillantes negocios. Nunca hubiera comprado anima- 
les á elección sino guiándose por las indicaciones de 
Natalito. Este era el que fijaba el número á apartar, 
después de haber visto el rodeo, y su ojo certero ni 
dejaba escapar un animal de las condiciones requeri- 
das, ni dejaba que se pudiera apartar uno que no 
las tuviese todas. Para eliminar de una majada ó de 
un rodeo los animales que le quitaban la vista ó de- 
moraban su refinamiento, ahí estaba Natalito, y las 
haciendas de su patrón mejoraban en todo sentido 
á ojos vistas. 

Ya no había en la estancia más capataz que el 
muchacho, y quisieron algunos matreros aprovechar 
la oportunidad para hacer de las suyas. No sabían con 
qué policiano se las tenían que haber. Bastó que es- 
tuviera una vez en la pulpería, media hora, mirando 
jugar ú las bochas, para conocer el peligro que ame- 
nazaba á la estancia. Allí había unos cuatro foras- 
teros, reseros al parecer, que iban de tránsito, de- 
cian, volviendo á sus pagos, mucho más afuera, des- 


— 156 — 


pués de conducir una tropa á la capital. Parecía muy 
buena gente. El muchacho fijó un rato en cada uno 
de ellos su terrible ojo filiador y perspicaz, para el 
cual no había aires de inocencia que valieran ; y sor- 
prendiendo en el acto ciertas miradas, ciertos gestos 
y ademanes apenas esbozados que nadie más que él 
hubiera podido advertir, comprendió lo que era esa 
gente. Miró al campo : como á una legua de allí, ha- 
bían dejado sus tropillas, pero no necesitaba él an- 
teojos para distinguir las marcas y vió que eran casi 
todas adulteradas con quemaduras de alambres. 

No les perdió desde entonces pisada á los hom- 
bres, y como los podía divisar, aun de noche, á va- 
rias leguas de distancia, era fácil para él tomarlos 
infraganti cada vez que querían pegar malón. 

Tres ó cuatro veces trataron de llevarse, cortan- 
do los alambrados, buenas puntas de hacienda, pero 
siempre, en el mejor momento, les caía al encuen- 
tro una gavilla de peones de la estancia que, diri- 
giéndose hacia ellos, los obligaba 4 disparar y á de- 
jar abandonado el botín. No tardaron en renunciar. 

Natalito, mientras tanto, se iba haciendo mozo, 
y á pesar de tener en el ojo una fortuna, al decir 
de su patrón, no parecía pensar mucho en enri- 
quecerse. 

El estanciero, él, aprovechando sus conocimien- 
tos había prosperado en grande, pero como Natalito 
no parecía demostrar que estimara en algo sus ser- 
vicios, ya que no pedía nada, no era, por supuesto, 
necesario hacerle pensar en ello. Pero es que Nata- 
lito tenía, al respecto, sus ideas. 

El patrón tenía varias hijas muy bonitas, y la 
mayor de ellas no era del todo indiferente al mucha- 
cho. Cierto es que siendo tuerto y simple peón, no 


— 157 — 


se hubiera atrevido en declararse, pero con el ojo 
famoso que le quedaba, había sondado hasta la pun- 
tita el corazón de la joven, y bien sabía que en él 
estaba grabada su imagen... de perfil. Es que ella 
sabía lo que valía Natalito; hacía años que lo cono- ' 
cía, acompañando á su padre con lealtad y empeño ; 
y quizá también lo quería por otras razones, de estas 
que no conoce la razón y que, por esto mismo, son 
más invencibles aún. 

Un día de gran fiesta, Natalito acompañó á su 
patrón á unas carreras que se corrían en la pulpería 
de la estancia y en las cuales figuraba un alazán muy 
bueno de la marca del establecimiento, vendido ha- 
cia un año á un carrerista de profesión. 

El patrón, después de consultar con Natalito, ha- 
bía apostado en grande á favor del alazán ; pero mo- 
mentos antes de correrse la carrera, él mismo le dió 
aviso de que el corredor iba á trampear y perder la 
carrera de acuerdo con el dueño. 

Tuvo tiempo todavía el estanciero de darse vuel.- 
ta y no perdió nada; y como preguntara á Natalito 
cómo había sabido que iban á trampear, éste le con- 
testó que alcanzaba, muchas veces, á ver lo que pen- 
saba la gente. 

—¿ Y qué pienso yo en este momento?—le con- 
testó en seguida el patrón. 

—Usted, patrón, piensa que es una lástima que 
yo sea tuerto. 

— Justito ! ¡ Caramba ! 

—Y otra lástima que yo no sea rico. 

—;¡ Pero, amigo ! —parece que lee. 

—Y todo esto porque si no fuera tuerto y que 
fuera rico, trataría usted de casarme con su hija 
mayor. 


— 158 — 


—¡ Pero qué muchacho diablo ! —¡ Es la verdad ! 

—Pues, señor ; si tuviera mis dos ojos, no vería 
ni más ni menos que cualquier otro; y si no viese 
más que cualquier otro, usted no estaría tan rico. 

—Cierto. 

—Entonces, ¿por qué no dejaría usted que me 
casase con su hija? 

—¡ OR! por mi, Natalito, no tendría inconvenien- 
te; pero ¡cuándo va á querer ella casarse con un 
tuerto |! 

—lLia podemos consultar. 

—¿También habrá alcanzado á ver lo que pien- 
sa ella? 

— Quién sabe, señor ! 

La consulta no fué larga, y bien sabía Natalito 
lo que contestaría la niña : consintió ella en tomarlo 
por esposo, porque juiciosamente pensaba que bien 
compensa el mérito algún defeeto físico. 


— 159 — 


LOS HUEVOS DE AVESTRUZ 


En aquellos pagos, ya muy poblados y relativa- 
mente cercanos á la gran ciudad de Buenos Aires, 
hacía tiempo que no se veían avestruces, cuando in- 
esperadamente corrió la voz de haber aparecido uno, 
hembra, al parecer. Iba solo, zanqueando por los 
campos con tanto apuro, que por todas partes á la 
vez parecía que lo habla visto, y muchos vecinos 
que nunca siquiera habian tenido boleadors. inúti- 
les ya entre puros animales mansos, se empeñaron en 
fabricarlas, por si acaso. Pensar en boleadas en es- 
tancias todas divididas en potreritos y pobladas de 
haciendas refinadas era más bien resabio de criollis- 
mo que idea de gente cuerda, pero también saber que 
por allí anda un avestruz y no sentir la tentación de 
buscarlo para meterle bola, hubiera sido ya por de- 
más cosa de gringo. 

La verdad es que aunque nadie lo hubiese toda- 
vía tenido á tiro, nadie tampoco había que no le hu- 
biera visto correr á lo lejos, por lo menos una vez, 
y esto, sin que los alambrados parecieran incomo- 
darlo. 

Una mañana, don Joaquín, pobre puestero á suel- 
do de una estancia grande, cuyo campo había pobla- 
do, antes que fuese de nadie, su propio padre y en el 
cual había nacido, encontró por fin un huevo del 


— 160 — 


avestruz. Lo alzó, muy contento, pues parecía fresco 
y pensó que con él su patrona iba á poder cocinar una 
tortilla rica que alcanzaría para toda la familia. 

Don Joaquín era un hombre muy bueno, muy 
servicial, algo entendido en remedios caseros, tanto 
para la gente como para los animales, y siempre dis- 
puesto á poner á disposición del prójimo, desintere- 
sadamente, su pequeña ciencia y su buen corazón. 
Justamente venía, cuando encontró el huevo de aves- 
truz, de asistir á otro pobre gaucho enfermo y, por 
la misma ocasión y con el mismo remedio, de cu- 
rarle un caballo que se le había mancado del en- 
cuentro. | 

Cuando llegó á su casa, entró triunfante en la 
cocina y enseñó á su mujer el huevo. 

—Bien decian-—dijo ésta-—que por aqui andaba 
un avestruz. ¡Qué cosa rara! ¡las visto ! 

—La verdad—contestó don Joaquín,-—-que quién 
sabe de dónde puede haber venido. Hace más de trein- 
ta años que por estos pagos no hay más avestruces. 
Bueno—agregó,—de cualquier modo lo vamos á co: 
mer ; dame una cacerola. 

Don Joaquín sacó el cuchillo y á golpecitos empe- 
zÓ á romper por el medio la cáscara. De repente soltó 
cuchillo y huevo encima de la mesa, y todo asustado, 
se fué, llevándose del brazo á la mujer hasta la puer- 
ta y con ella salió al patio. Pero en este momento 
oyeron una vocecita armoniosa que, desde la mesa de 
la cocina, les gritaba : 

—Vuelva, don Joaquín; no se asuste que no le 
voy á hacer daño; vuelva, señora, no me tengan 
miedo. 

Se atrevieron á mirar y vieron, parado en la me- 
sa, entre las dos medias cáscaras, un gauchito chiqui- 


i 


— 161 — 


tito, pero hermoso, lo más elegante y bien vestido, 
de chiripá negro, de blusa bordada, de pañuelo pun- 
zó, de botas finas, con un tirador, un cuchillito de 
cabo y vaina de plata que era toda una joya. Lira 
hombre, pues tenía barba, barba negra y en punta, 
y también facha de hombre resuelto, con el ala del 
sombrero bien levantada por delante, pero era toda 
una monada el gauchito. 

—Vengan, no más, acérquense ; vengan—repitió, 
y el ademán y la voz eran tan atrayentes, que don 
Joaquín y su mujer, perdiendo el susto, se adelanta- 
ron algunos pasos y saludaron al gauchito con el ma- 
yor respeto. 

—Hombre—le dijo éste á don Joaquín,—he sido 
mandado por imi padre Churri, el Avestruz, para de- 
cirle que usted no debe quedar más en estos pagos 
donde por buen gaucho que sea, nunca hará más que 
vegetar. Entregue cuanto antes á su dueño la ma- 
jada que usted cuida y póngase en viaje. Galopará 
veinte días, al Sur ó al Oeste, como quiera, y llegará 
á los dominios de Churri, mi padre, quien le asegu- 
rárá el porvenir á usted y á su familia. 

No había tenido tiempo don Joaquín de volver 
de su sorpresa, cuando ya había desaparecido el gau- 
chito, pero quedaba en la mesa la cáscara rota del 
huevo del avestruz, y él y su mujer la estaban toda- 
vía mirando sin saber qué pensar, cuando ladraron los 
perros. 

Se asomó el puestero, y viendo que el que llegaba 
era el mismo patrón de la estancia, le salió á recibir 
y le hizo entrar en la cocina. 

Lo primero que vió el patrón, al entrar, fué la 
cáscara del huevo, y medio enfadado, dejó entender 
3 don Joaquín que ya que era una novedad en el 

LAS VELADAS.—11 


— 162 — 


pago, no hubiese sido más que cabal atención de su 
parte haberlo llevado á la estancia. Joaquín iba á dar 
por excusa su pobreza, y la poca carne que le pro- 
porcionaba la estancia, cuando el patrón, interrum- 
piéndole, le dijo que venía á contar la majada. 

—Pues, patrón—le contestó el puestero, ya como 

tomando su resolución ;—cae de perilla, pues pensaba 
entregársela. 
a Entregarme la majada? don Joaquín, y ¿por 
qué ? j 
—Mire, señor ; me tengo que ir; la orden me la 
trajo ese huevo de avestruz. 

Y se lo contó todo. 

El patrón, por supuesto, se rió mucho de lo que 
creía una ocurrencia de don Joaquín ; pero viendo 
que éste insistía, no puso más obstáculo, creyéndolos 
á él y á la mujer locos de atar y le recibió la ma- 
jada. 

El día siguiente, á la madrugada, se puso en via- 
je don Joaquín con la tropilla, dejando á la mujer y' 
á sus hijos en casa de unos parientes ; y galopó vein- 
te días, cruzando campos desconocidos, y acabó por 
llegar, el vigésimo día á la noche, á un paraje donde 
abundaban los avestruces. Encontró allí un rancho, 
muy bueno, con su palenque, su corral y todo : lla- 
mó, pero nadie le contestó, y atando el caballo, se 
decidió á entrar. La habitación era nueva; había 
muebles, nuevos también ; todo sencillo, pero confor- 
table, y en una mesa había un candelero con su 
vela y unos papeles. Don Joaquín encendió la vela 
y vió que en la carátula de dichos papeles estaba es- 
crito su nombre ; no leía con mucha facilidad ; pero, 
sin embargo, á fuerza de fijarse, acabó por compren- 
der que estos papeles eran los títulos de una buena 


— 168 —- 


extensión de tierra, y las boletas de marcas y de se- 
ñales de vacas y ovejas cuyo número respetable apun- 
tado en otro papel lo llenó de júbilo. 

Descansó esa noche en la casa que así le rega- 
laba Churri, y á la madrugada, recorrió el campo, re- 
conoció sus haciendas, y dejando que comiesen pas- 
to, no más, pues en esas alturas y en semejante so- 
ledad no necesitaban mayor cuidado, emprendió !a 
vuelta. 

Pronto se supo en todas partes la suerte que le 
había tocado ¿4 don Joaquín y todos se congratularon 
de que en él hubiese caído por haberlo merecido tan- 
to con su bondad y su genio servicial. Lio acompaña- 
ron, cuando salió con la familia para su nuevo des- 
tino, los votos de felicidad de todos los vecinos. 

Pero más de uno pensaba que el avestruz quo 
siempre andaba vagando por allí, iba 4 poner más de 
un huevo, y las miradas de todos cuando galopaban, 
iban ahora siempre fijas en el suelo como en busca 
de algo perdido. | 

El antiguo patrón de don Joaquín se había vuel- 
to presa de una actividad desconocida; se pasaba 
ahora los días enteros recorriendo el campo, pues 
calculaba que el avestruz vendría, como siempre sue- 
le hacer, á poner todos sus huevos en el mismo 
paraje. Más ó menos sabía donde Joaquín había en- 
contrado el primero, y de ahí no salía, pastoreando. 

Un día que había pasado toda la mañana calcu- 
lando lo que le costaban de carne ciertos puesteros 
que tenían muchos hijos, y lo que les podría agre- 
gar de más en la cuenta de gastos á los que cuidaban 
á interés, por remedio para la sarna, y lo que les 
podría mochar en el precio de la lana, encontró jus- 
tamente un huevo de avestruz. 


— 164 — 


No fué lerdo para alzarlo, y allí mismo, con el 
mango del cuchillo lo quebró. Salió con un olor á po- 
drido que daba asco y un zumbido asustador, todo un 
enjambre de moscás y moscones de todos colores que 
se perdieron por el espacio. 

— Bien sabía yo que era mentira el cuento de 
Joaquín !—exclamó, y tirando con rabia la cáscara, 
volvió á su casa, donde, por supuesto, 4 nadie dijo 
nada. 

Pero desde entonces empezaron á morir en la es- 
tancia por centenares animales de todas clases, sin 
que los veterinarios más sabios pudiesen acertar con 
la enfermedad que diezmaba estas haciendas. 

Lo que no impidió que siguieran todos con los 
ojos en el suelo buscando huevos, pues el avestruz 
siempre andaba por allí; y dió la casualidad que Es- 
teban, un buen muchacho, trabajador y pobre, muy 
enamorado de una preciosa morocha con quien se hu- 
biera querido casar, también encontró uno. Se lo 
alzó, y, naturalmente, su primer pensamiento fué 
regalarlo á la dueña de su corazón, y lo llevó á casa 
de ella. Pero cuando lo vió llegar al palenque el pa- 
dre, un hombre de esos que se figuran que sólo se 
puede calcular la felicidad futura de un matrimo- 
nio por el número de vacas que poseen los novios, vi- 
no á su encuentro y le preguntó con tono áspero lo 
que se le ofrecía. 

—Venia—dijo Esteban,—á ofrecer á la niña Edel- 
mira este huevo de avestruz que encontré en el 
campo. 

—¡ Ah !—ontestó el padre, ya ansioso de poseer 
lo que bien pensaba debía contener alguna maravilla, 
por lo que había oído contar de don pq. .—¡ Bien ! 
démelo á mí, que se lo entregaré. 


— 165 — 


El modo con que se le hablaba no dejaba lugar 
á réplica, y el joven entregó el huevo al verdugo de 
sus amores, volviéndose triste y cabizbajo hacia el 
palenque. 

Mientras tanto, apurado, entraba el padre en su 
casa, y con el cuchillo, de un solo golpe, partía en 
dos la cáscara del huevo. Y saltó en la mesa, ágil 
y bizarro, el gauchito, hijo y mandadero de Churri. 
Antes que hubiera podido el hombre volver de su 
sorpresa, le ordenó en tono perentorio que llamase á 
Esteban, y como pareciera vacilar, le repitió : 

— Dlámelo ! 

Corrió esta vez á la puerta el padre de Edelmira 
y llamó á Esteban que demoraba la salida cuanto po- 
día, cinchando y componiendo el recado. 

Dejó cincha y badejas y se vino ligerito. Lie hizo 
entrar el suegro de sus sueños-en la pieza, y el gau- 
chito con aire severo, dijo al dueño de casa : 

—Churri, el Avestruz, mi padre, manda que us- 
ted, bajo ningún pretexto, se oponga al casamiento 
de su hija Edelmira con el joven Esteban, porque se 
quieren y que esto basta. Y cuidadito, señor mio, con 
desobedecer á Churri, el Avestruz. 

No había con quien discutir, pues ya no quedaba 
más que la cáscara rota del huevo, y el casamiento 
se hizo en seguida, y toda clase de prosperidades 
acompañaron á la joven pareja. 

Más que nunca, cuando supieron esto, siguieron 
todos buscando huevos ; pero eran escasos. Hablaron, 
es cierto, de un hacendado de poco capital, pero muy 
empeñoso y muy progresista, que al romper el huevo 
que había encontrado, vió salir un toro como ni pi- 
diéndolo á Inglaterra lo hubiera conseguido, y que 
fué para él toda una fortuna. 


— 166 — 


Otro, un borracho perdido, quien por su vicio iba 
sumiendo en la más profunda miseria 4 su numerosa 
familia, saltó de alegría al encontrar en un huevo un 
gran porrón de ginebra ; y se chupó un trago tan lar- 
go que quedó dormido allí, no más, entre los pies de 
su flete. Pero, al despertar, se encontró con un gus- 
to tan especial en la boca, que, para toda la vida, 
se le fueron las ganas de tomar y volvió á trabajar 
como hombre bueno que al fin era, y á prosperar. 

También contaron de un huevo de avestruz ha- 
llado por un jugador empedernido y tramposo como 
él solo, y que contenía un juego de barajas. 

No quiso el hombre perder tiempo y se fué á la 
pulpería á probar la suerte. Se encontró justamente 
allí con un infeliz que no tenía más que un pequeño 
rodeo y mucha familia, y pensó que le iba á ganar, 
robando, las vaquitas. 

El otro, que no era jugador de profesión, pero 
no se negaba á hacer de vez en cuando un partido, 
aceptó el desafío y empezaron á jugar; pero cuanto 
más quería trampear el de los naipes de Churri, más 
perdía, y tanto perdió que pudo su contrario comprar 
otro pequeño rodeo de vacas para mantener á su mu- 
cha familia. 

Aunque no dejase la gente de saber que no siem- 
pre salían los huevos del avestruz al paladar del que 
los encontraba, no faltaba quien los buscara; y un 
gaucho muy peleador habiendo un día encontrado 
uno, se lo llevó hasta una pulpería donde había ca- 
rreras. Allí, lo enseñó á la gente reunida y anunció 
en voz alta que delante de todos lo iba á romper. 

La curiosidad era intensa. ¿Qué iba á salir? En 
manos de semejante matón, quizá un facón con el 
cual los degollaría á todos. Muchos fueron los que con 


— 167 — 


prudencia se escurrieron, y los que quedaban, más 
quedaron por compromiso de vanidad que por otra 
COSA. 

Por fin el gaucho rompió el huevo, y con un rul- 
do formidable, de la cáscara salió el habitual manda- 
dero de Churri, pero esta vez bajo la forma de un 
gaucho gigante, y con una voz que parecía trueno, 
le dijo : 

—Por orden de mi padre Churri, el Avestruz, ca- 
da vez que quieras pelear, vendré yo y te pegaré 
una paliza con este rebenque. 

Y desapareció, dejando en los ojos del pobre ca- 
morrero anonadado la visión de un rebenque capaz 
de reventar un buey con un solo golpe. 

Á pesar de esto, no supo resistir 4 la tentación 
de alzar y romper otro huevo de avestruz un cuatre- 
ro que acababa de carnear un animal ajeno y se 
llevaba en el mancarrón un gran trozo de carne y el 
cuero. De la cáscara surgió un sargento de policía ar- 
mado y vigoroso, que lo ató codo con codo, en un 
abrir y cerrar de ojos, y se lo llevó á la comisaría con 
todo el botín. 

El último de los huevos del avestruz de que se ha- 
bló, fué encontrado por el juez de paz del partido. 
Podía, por cierto, el huevo contener muchas cosas 
buenas ó malas, pero cuentan que después de dar 
alrededor de él dos ó tres vueltas, sin apearse, el 
juez de paz, de repente, castigó fuerte el caballo y 
salió á todo galope, sin volverse para atrás... ¿No le 
gustarían los huevos de avestruz, ó no se atrevería 
á probar la suerte? 


— 168 — 


EL HOMBRE DEL FACÓN 


Había una vez en la Pampa, al sur, cuando to- 
davía la población, por aquellos pagos, era escasa y la 
civilización poco adelantada, un gaucho muy malo, 
que debía muchas muertes y que era el terror de 
toda la comarca. 

Siempre llevaba en la cintura un eres facón, 
de cabo de plata y de hoja de acero, cortante como 
navaja y puntiaguda como ajuga de coser; y conta- 
ban todos que con él había vertido la sangre de un 
sinnúmero de seres humanos, gauchos y extranjeros, 
policianos ó trabajadores, sin que nunca hubiera to- 
davía encontrado al hombre que le hiciera frente, si 
no con valor, por lo menos con suerte. 

Aun peleando en son de juego, muchas veces, sin 
pensar, se le había ido la mano, y en medio de la 
inocente distracción, acostumbrada entonces entre 
los gauchos, de sacarse con destreza unas pocas gotas 
de sangre de algún tajo leve en el brazo ó en el 
rostro, de repente había hundido entre las costillas 
el facón hasta la ese, matando sin remedio al que | 
sólo había querido marcar. 

Nadie sabía cuál era su nombre de pila, pero to- 
dos creían que no lo tenía, por parecer imposible que 
ningún santo, ni entre los de más humilde ralea, 
hubiera permitido que llevase el suyo semejante cri- 
minal ; y todos, sin averiguar tampoco por su nom- 
bre de familia, le llamaban «el hombre del facón.» 

Y el hombre del facón era temido en todas partes 
de tal modo, que bastaba su aparición en alguna 
pulpería ó en alguna carrera, para que muy pronto 


— 169 — 


se disolviera la reunión, escurriéndose despacio ca- 
da uno para su casa, deseoso de rehuir las peleas y 
bochinches, inevitables donde él estaba, y que casi 
siempre acababan por un velorio. 

No siempre se podían ir todos ; pues, apenas en- 
trado, convidaba á los presentes, y desgraciado del 
que se negase á aceptar ; ya empezaba él ¿4 mover los 
ojos de terrible modo, amenazando, chocando, insul- 
tando y tomando copas y más copas, hasta que sa- 
caba á relucir el facón, desafiando á algún infeliz que 
pronto le servía de pretexto para «desgraciarse» una 
vez más, y cuya muerte, aunque fuera sin combate, 
aumentaba en algo su prestigio de matón. 

Su fama de gaucho malo era tal, que cuando algún 
niño hacía alguna picardía ó lloraba muy fuerte, 
bastaba que la madre, enojada, gritase : 

—¡ Ya viene el hombre del facón !—para que se 
callara ó disparara el muchacho, temblando de susto. 

Y Manuelito, lo mismo que los demás chicos, y 
también que muchos grandes, tenía, sin haberlo visto 
jamás, un miedo cerval al hombre del facón. 

Una tarde que estaba cuidando en el campo la 
majada, vió venir derechito á él, saliendo de la pul- 
pería, á un gaucho que, por las señas—pues llevaba 
á la cintura un gran facón,—adivinó que debía ser el 
hombre famoso aquél. De buenas ganas hubiera aban- 
donado la majada, 4 pesar de las recomendaciones 
paternas, por estar ella en plena parición, pero no 
pudo; quedó como paralizado por el terror. Y el 
hombre del facón se venía acercando, muy despacio, 
por suerte. 

El muchacho lo estaba mirando de lejos, con los 
ojos redondos de miedo, creyendo llegada su última 
hora, cuando de repente se vió rodeado por los ge- 


— 170 — 


niecitos de la pradera. Eran muchos, y en un minuto 
se treparon en el caballo de Manuelito, saludándolo 
gentilmente, acariciándolo con flores, dándole, entre 
sonrisas afables consejos para el buen cuidado de su 
majada y la buena preparación de su parejero. Eran 
muy amigos con Manuelito porque éste siempre tra- 
taba bien á los animales, y por esto lo querían mu- 
cho, ayudándolo en todo, divulgándole los secretos de 
su madre la naturaleza, enseñándole poco 4 poco 
esas mil cositas, indiferentes, al parecer, ó inútiles, 
pero que sin embargo constituyen la ciencia del pas- 
tor, establecen y conservan su dominio sobre las ha- 
ciendas y le permiten contrarrestar, siquiera en parte, 
los males y las plagas que nunca dejan de perseguirlo. 

Ya se sintió confortado el muchacho con la pre- 
sencia de sus pequeños amigos, y les contó en voz 
baja su inquietud, su temor, enseñándoles al hombre 
del facón que se venía acercando. 

Los geniecitos de la pradera son pequeños seres, 
visibles sólo cuando quieren, lo que raras veces su- 
cede, y únicamente para los á quienes quieren, que 
son pocos. Su poder consiste en que son muchos, 
muy vivos, muy activos, muy traviesos, y dispuestos 
siempre para la chacota. Cuando vieron al hombre 
del facón—pues era él, no más,—al momento se die- 
ron cuenta de que venía completamente ebrio. An- 
daba al tranco, bamboleándose, y con una guitarra 
en la mano. Los geniecitos, en el acto, organizaron 
la función. 

No se puede decir que de veras aparecieron, ves- 
tidos de policianos, bien armados y montados en bue- 
nos caballos, pues nadie los vió así, más que el mis- 
mo hombre del facón y Manuelito ; pero ambos, des- 
pués, así lo contaron, y fuera de algunos detalles que 


— 171 — 


al gaucho le incomodaban y que por esto calló, 6 
modificó, ambos lo contaron del mismo modo. 

Aseguró Manuelito—y á él se le podía creer, por- 
que no era muchacho embustero,—que al ver por 
delante una gran partida de policía, el hombre del 
facón casi recuperó su sangre fría. Acostumbrado co- 
mo estaba á poner en fuga á los milicos con sólo 
desenvainar la famosa daga, se fué sobre ellos con 
ella en una mano y la guitarra en la otra. 

El desbande fué todavía más rápido que de cos- 
tumbre, pues de repente el gaucho se encontró con 
que nadie le hacía frente ; sujetó entonces el caballo, 
blandió el facón y la guitarra y haciendo, de un es- 
polazo, revolear el mancarrón, cuyos movimientos 
seguía su cuerpo flexible, ablandado por la borrache- 
ra, como si hubiera sido una bolsa de estopa, empezó 
á insultar á gritos: «4 esos maulas que siempre dis- 
paraban.» 

Y todavía gritaba cuando volvieron, de repente, 
¿quién sabe vor dónde? y sintió el hombre del facón 
que un policiano le quitaba la guitarra y otro la daga. 
Otro le volteó el sombrero, otro le rajó el saco ; entre 
dos Ó tres le quitaron las botas, le desgarraron el 
chiripá y el poncho, y después de pegarle, entre ri- 
sas, una paliza jefe con la guitarra y el facón, lo 
dejaron, molido, asustado, atontado. Quedó así un 

rato largo, hasta que apeándose, alzó del suelo su 
sombrero hecho trizas, los pedazos de la guitarra y 
su facón todo enclenque, con la empuñadura medio 
despegada, la hoja torcida y mellada ; de las botas 
no pudo encontrar más que una, el rebenque se le 
había perdido, y para colmo de vergienza, le habían 
tusado la cola al flete, ¡ estando él encima ! 

Casi lloró, ese día, el hombre del facón. Trató de 


172 — 


volver á envainar el arma, pero estaba tan torcida 
la hoja, que no pudo, y cuando llegó á su rancho, lle- 
vándola en la mano como cirio de funeral, al ver 
la facha con que volvía, no pudieron contener la risa 
los mismos hijos de él. 

—Pero, ¿qué policía sería ésa ?—repetía sin cesar, 
en un lamento. 

Los geniecitos, después de reirse mucho con Ma- 
nuelito de lo que acababan de hacer, regalaron al 
muchacho un cuchillito pequeño, lindísimo para se- 
ñalar corderos, y lo dejaron cuidar su majada, des- 
pués de asegurarle que con esa arma no debía tener- 
le miedo á nadie y menos al hombre del facón, que, 
al fin y al cabo, no era más que un cobarde y un 
tonto, engreído por haber peleado siempre con gente 
floja ó débil. 

A pesar de la risueña lección así recibida, no pa- 
saron muchos días sin que el gaucho malo fomentase 
otro bochinche en la pulpería. Había elegido por su 
victima á un puestero de una estancia vecina, buen 
hombre, padre de familia, incapaz de buscar camo- 
rra á nadie. Lo había primero fastidiado con indi- 
rectas groseras, después lo había insultado de veras, 
y viendo que no lo podía hacer salir de quicio, va 
lo estaba amenazando, acariciando el puño del facón, 
pronto á desenvainar. 

Manuelito estaba ahí; había venido á buscar los 
vicios nara la familia, y lo estaban despachando. 
Cuando oyó los gritos del hombre del facón, lo miró 
con la mera curiosidad de saber lo que iba á suce- 
der, pero sin inquietud, por haberle asegurado los 
geniecitos de que ya no debía, con su cuchillo, temer 
á nadie. 

Al ver que el gaucho iba á sacar el arma para 


— 173 — 


herir al puestero, también pensó—inspirado sin duda 
por una vocecita conocida que le susurró algo al oído, 
—que muy bien lo podría atajar; y colocándose re- 
suelto, con el euchillito en la mano, frente al hom- 
bre del facón, le gritó : 

—Deje usted de molestar aquí á la gente, ¡hom- 
bre fastidioso ! ¡ compadrón ! 

Todos los presentes se quedaron admirados del 
valor, más bien dicho, de la imprudencia del niño, 
y algunos lo quisieron detener, temerosos de que, 
en su enojo, el matrero lo matase. Pero más admira- 
do que todos quedó el hombre del facón ; no fué có- 
lera lo que más sintió, ni desdén tampoco, sino más 
bien, al contrario, una especie de respeto para el 
pequeño adversario que le mandaba la suerte. Asi- 
mismo, no le permitía su fama de guapo dejarse in- 
sultar impunemente. 

—Quitate de ahí, mocoso—gritó,—para que no 
te castigue. 

Y se adelantó hacia él con el rebenque levantado. 

—¿Lo encontraste ?—le preguntó el muchacho, 
con aire socarrón,—¿óÓ compraste otro? ¿y la daga, 
quién te la enderezó? 

El gaucho se paró, atónito; pues creía que sólo 
él, en el pago, podía saber lo que le había pasado 
con la famosa partida de policía, días antes. Borra- 
cho, como andaba, aquel día, no se había fijado en 
Manuelito, y quedó confuso al oir sus palabras qe 
nicas. Pero pronto, de la confusión pasó al enojo, y 
ciego de ira, sacó el facón de la cintura y se quiso 
abalanzar sobre el muchacho. Los presentes, dema- 
siado cobardes para interponerse, creyeron, á pesar 
del valor que demostraba el chiquilín, que iba á ser 
éste. el combate del trige con el cordero. 


— 174 — 


El hombre del facón primero le quiso pegar un 
planazo en la cabeza, pero con sólo levantar la mano 
armada del cuchillito, Manuelito rechazó la daga con 
tanta fuerza, que tuvo que recular de un paso su 
agresor, y cuando éste volvió con el arma de punta 
para atravesarle el pecho, el cuchillito del muchacho 
se alargó solo de tal manera, que la punta entró en 
el brazo del matrero. Sintió el pinchazo y se hubiera 
vuelto furioso, si su prudencia instintiva y salvadora 
no le hubiera hecho adivinar en Manuelito un adver- 
sario temible : no se daba bien cuenta de cómo, con 
un arma tan corta, lo había podido alcanzar ; pero 
justamente por esto, no se atrevía á acercársele mu- 
cho. Se hizo entonces el que lo. tomaba todo á risa, 
y retirándose algo, para envainar el facón. 

—Corajudo había sido el gallito-—dijo. 

—-Como gallina había sido el gallo viejo —contestó 
el muchacho. E 

Sin querer haberlo oído, agregó el otro : 

—Cosa de creer que es hijo mío. 

—Cuando las gamas paran leones—replicó Ma- 
nuelito. 

Y quedó calladito el hombre del facón, mascan- 
do su vergúenza, hasta que como si quisiera tomar 
el fresco, se deslizó hasta el patio, despacito, y sin 
ruido, montó en su caballo y se mandó mudar. 

Todos, ya que lo vieron irse, rodearon á Manue- 
lito y le preguntaron lo que le había querido decir 
al hablarle del rebenque perdido y de la daga torci- 
da; y el muchacho les contó lo de la partida de 
policía, sin divulgar, por supuesto, quiénes habían 
sido los policianos. El cuento pronto corrió, y +asi 
sufrió un eclipse total el prestigio del hombre del 
facón. 


— 175 — 


Al saber que había sido apaleado por los milicos 
y que un muchacho se había atrevido á desafiarlo, ya 
nadie le tuvo miedo y cualquiera se creyó capaz de 
ponerlo á raya. En esto se apuraban quizá mucho, 
pues sucedió que una comisión de policía, habiéndolo 
querido prender, el hombre del facón mató á un sol- 
dado y puso á los demás en precipitada fuga, recu- 
perando él, por lo tanto, parte de su fama. 

Para recuperarla toda, pensó en deshacerse de 
una vez de Manuelito, el único que, cuando empe- 
zaba á pasarse y á ponerse chocante con la gente, 
lo supiera llamar á sosiego. Y siempre, en esos casos, 
encontraba por delante al muchacho, avisado de an- 
temano por los geniecitos de la pradera. 

Varias veces trató de herir al muchacho con el 
facón, pero recibió otros tantos tajos, y ¡cosa rara ! 
los tajos iban haciéndose cada vez mayores, cada vez 
más visibles y más peligrosos. Ya llevaba en la cara 
dos ú tres de los buenos, que lo habian puesto bastan- 
te feo, y seguramente, si porfiase, iba todo esto á 
acabar mal, como se lo había dejado entender Ma- 
nuelito. | 

—¿ Cómo diablos hará esa criatura para cortarme 
con su cuchillito cuando le tengo en el mismo pecho 
la punta de mi facón?—se preguntaba el matrero ; y 
de rabia, quiso probar otra vez la suerte. Lio provocó 
al muchacho y se le cuadró en el mismo medio de una 
cancha de bochas, en piso firme y parejo ; no había 
querido, ese día, tomar más que dos ó tres copas de 
ginebra como para sólo puntearse un poco y avivar 
sus fuerzas y sus vivezas de gaucho peleador. 

Manuelito no se hizo de rogar y se le puso de frente, 
con el cuchillito en la mano. El hombre del facón, 
de chiripá de paño y de blusa negra, se había arro- 


— 176 — 


lado el poncho en el brazo izquierdo ; había levan- 
tado bien el ala del chambergo, y con la daga en la 
mano, culebreando el cuerpo y centelleándole los OJOS, 
buscaba ya el sitio propicio para pegarle al muchacho 
la puñalada mortal que debía por fin quitar de su 
camino ese ridículo estorbo. 

Manuelito, sereno, risueño, con la boina echada 
un poco atrás, bien plantado en sus alpargatas, de 
chiripá de algodón y de camiseta, sin poncho en el 
brazo, lo miraba al gaucho, esperando el envite. Fué 
tremenda la embestida ; vino como relámpago, vibo- 
reando la hoja del facón y reluciendo, pero el chi- 
quilín la evitó con un quite rápido; se echó á un 
lado, y acercándose al gaucho mientras se enderezaba, 
le alargó en el mismo segundo un puntazo .que, á 
través de los dobleces del poncho, hecho una espu- 
madera, le pinchó fuerte el brazo y un revés que le 
tajeó la mejilla izquierda. 

No se quiso todavía dar por alo el hombre 
del facón ; volvió sobre el muchacho con la daga en 
ristre, y después de unas cuantas fintas, extendió el 
brazo en inflexible rigidez, echándose adelante para 
agregar á la fuerza del golpe todo el peso de su cuer- 
po. Manuelito no reculó, contentándose con presen- 
tar al agresor la punta de su arma ; y la hoja del cu- 
chillito, estirándose como pescuezo de mirasol, vino 
á herir al matrero en el mismo medio del pecho. 

El tajo no era mortal, pero sí sugestivo, pues un 
centímetro más y no hubiera contado el cuento el que 
lo recibió. El hombre del facón cayó desmayado, per- 
diendo mucha sangre ; lo llevaron adentro y quedó en 
asistencia más de in mes, durante el cual pensó mu- 
cho en Manuelito y en el cuchillito tan raro con el 
cual casi lo había muerto. Se levantó bien curado 


— 177 — 


de la herida y casi también de su maña vieja de que- 
rer matar á todos. 

Cualquier cuchillito ahora le infundía respeto, 
pues siempre creía que iba á verlo alargarse, sobre 
todo que, por una casualidad singular, cada vez que 
le daba por pasarse con la gente y por amenazar á 
alguno, siempre le sucedía algún contraste que lo 
obligaba á dejar en la vaina el facón. O se le volaba 
el sombrero, en el mejor momento, ó se le iba del 
palenque el caballo ensillado, ó se le desprendía el ti- 
rador ó el chiripá, de modo -que quedaba imposibili- 
tado por un rato para. pelear, y mientras tanto se le 
pasaba el arrebato. 

Manuelito. ya no necesitaba salir á su encuentro ; 
su recuerdo bastaba para conservarlo manso al 
gaucho. 

Una vez, y fué la última, éste sacó la daga para 
acometer á un hombre indefenso. Manuelito, justa- 
mente, llegaba á la pulpería. En un abrir y cerrar 
de ojos estuvo encima del agresor ; cuando éste lo vió 
armado del cuchillito, retrocedió tan ligero que fué 
á dar con el cerco, donde la punta de un alambre 
cortado le rajó el chiripá y le lastimó las carnes. Al 
sentirse herido, se dejó caer al suelo, y llorando como. 
un niño, imploró el perdón de Manuelito. Este se 
contentó. con quitarle el facón y quebrándoselo en dos 
pedazos, dijo : 

—Toma, que todavía te alcanza para cuchillo. 

Desde entonces, se volvió humilde y manso el 
hombre del facón, tan manso, tan humilde, que cuan- 
do las madres dicen á sus hijos, para asustarlos : «¡ Ya 
viene el hombre del facón !» se rien los muchachos, 
y en vez de disparar, se golpean la boca. 


LAS VELADAS.—192 


— 178 — 


LAS BRUTALIDADES DE PLACIDO 


No porque lo mereciera, sino por haber nacido el 
5 de octubre, se llamaba Plácido; y á pesar de ese 
nombre, por demás simpático y tranquilizador, no 
había en toda la Pampa gaucho más bruto. 

Maltrataba á troche y moche los animales, sin 
conocer otro medio de imponerles su voluntad que 
los golpes y los castigos. De puro gusto les hacía su- 
frir, no teniendo mayor gozo que azotar brutalmente 
un caballo ó degollar despacito una oveja. 

Hacía víctimas de su crueldad hasta ¿ los ino- 
centes bichos del campo matándolos aunque fueran 
animales inofensivos y hasta útiles, cuando los po- 
día agarrar, y siempre con refinamientos que demos- 
traban sus perversas inclinaciones, sus resabios de 
salvaje. | 

Para vivir es ley ineludible matar, pero el rey de 
la creación debe tratar á sus súbditos sin inútil rigor. 

Los patrones sucesivos y ya numerosos de Pláci- 
do, pues en ninguna parte le podían aguantar las 
atrocidades que cometía, especialmente con los ca- 
ballos de servicio, siempre le profetizaban que al- . 
gún día, seguramente, se tendría que arrepentir de 
su brutalidad y que encontraría en sus mismos ac- 
tos su castigo. 

El se reía : alto, fuerte y morrudo, capaz, al pa- 


— 179 — 


recer, de desafiar á cualquier fiera que se le hubiera 
- metido por delante, era, al mismo tiempo, tan... pru- 
dente como cruel y fuerte. Se divertía en degollar 
con sanguinaria lentitud los capones para el consu- 
mo, pero muy bien se guardaba de hacer lo mismo con 
los vacunos, por bien asegurados que estuvieran, pues 
tienen astas y basta un movimiento en falso para re- 
cibir una cornada, ó por lo menos un golpe. 

Con los hombres tampoco se atrevía, pues con 
bichos que usan cuchillo, es peligroso ser malo, y si 
más de una vez se divirtió en molestar ó maltratar á 
una criatura, sólo fué cuando bien sabía que nadie 
saldría á pedirle cuentas. 

Sucedió, á veces, que se vengaron de él como pu- 
dieron, algunas de sus víctimas, pero muy débiles 
eran y faltas de medios para escarmentarlo de veras. 

Un día, asimismo, en el corral, un capón que ha- 
bía visto de qué modo trataba á sus hermanos, se le 
vino encima de improviso, á todo correr, y le pegó 
en la rodilla una topada tan fuerte que, á pesar de 
no tener el agresor más que unas aspitas embriona- 
rias, quedó Plácido en cama quince días, con la ro- 
dilla deshecha. Otro se le vino por detrás, mientras 
estaba señalando un cordero, pegándole de tal modo 
en el codo, que con el cuchillo se hirió bastante feo 
en la mano izquierda. 

Muchos otros golpes recibió así, pero sin darse 
por entendido ; quizá tampoco entendía, pues la sola 
excusa de su modo de ser no podía ser otra que su 
poca inteligencia. 

Los caballos tienen más medios de defensa y tam- 
bién más inventiva que las inocentes «rabonas» ; y 
por esto, Plácido, recibió de ellos muchas lecciones. 
Aunque fuera buen jinete, más de una vez no tuvo 


— 180 — 


tiempo de salir parado, en ciertas rodadas tan repen- 
tinas y sin motivo que parecian dadas adrede para 
sorprenderlo. Tampoco siempre pudo evitar del todo 
algunas coces alargadas con tan buenas ganas, que 
s1 hubieran podido surtir todo su efecto, hubiera que- 
dado con las piernas rotas y también la crisma. 

Y hasta los bichitos de la llanura no dejaban de 
buscar los medios de vengarse de él y de sus cruel- 
dades ; obrando á veces solos y por cuenta propia, 
otras, en gavillas, de la misma especie para vengar 
injurias que afectaban los sentimientos de honor ó de 
cariño de toda una familia, y también en coalición 
general para hacerle sentir que contra sus fechorías 
protestaba indignada la animalidad entera. 

Desgraciadamente para ellos, la naturaleza los ha 
dotado mejor nara la defensa que para el ataque, pues 
aun los más dañinos son casi inofensivos para el 
hombre, y Plácido hubiera podido servir de ejemplo, 
para probar que este mismo es el animal más per- 
verso de la Pampa. Si todavía hubieran podido, para 
vengar sus agravios, acometerlo en sus bienes, in- 
utilizar sus animales por medio de enfermedades 6 de 
privaciones, destruir sus plantaciones, hacer mermar 
sus mieses, talar sus campos, Ó sembrarlos de yu- 
yos venenosos, no les hubiera faltado ocasión de ha- 
cerle arrepentirse de su maldad ; pero Plácido, gau- 
cho ruin, no tenía más que el pellejo en propiedad 
con los harapos que lo cubrían. 

Todo lo que le podían hacer era bien poca cosa ; 
asimismo, más de una vez rodó, de noche, en cuevas 
desconocidas, de viscacha ó de peludo, cuevas que en 
minutos habían sido cavadas á su intención. :Se des- 
pertó á menudo apestando á zorrino, ó con las botas 
agujereadas por las ratas y encontró, varias veces, 


— 18] — 


todas sus huascas cortadas por el diente del zorro. 
Pero todo esto no hacía más que sobreexcitar su ra- 
bia y se vengaba él, á su turno, martirizando sus 
víctimas, ya con apariencia de pretexto. 

Hasta que, cansados de sufrir, se juntaron una 
noche en asamblea general los delegados de las va- 
rias especies de seres vivientes, domésticos y silves- 
tres, que pueblan, además del hombre, las pampas 
argentinas, y nombraron una comisión de los más 
ofendidos y de los más elocuentes para que fuese á 
tratar de conseguir de Mandinga para él un castigo 
ejemplar. 

Mandinga necesita de los animales y particular- 
mente de los bichos de la Pampa ; le gusta servirlos 
y en ello se empeña, y como también es muy chusco, 
no le desagrada tener ocasión de reirse á expensas 
de algún cristiano, y les prometió que sin hacer mo- 
rir á Plácido, lo iba á poner á raya. 

A los pocos días, Plácido, que andaba medio á 
ple por haber deshecho á palos casi todos sus fletes, 
encontró en el campo un caballo obscuro, negro co- 
mo tinta, al parecer manso, de muy buena laya, y 
de marca desconocida en el pago. Plácido lo arreó 
con su tropilla y pronto lo ensilló. Pero el obscuro 
tenía un defecto : era lerdo, y poco le gustaba á Plá- 
cido andar despacio, sobre todo para llevar lo más 
lejos posible un animal ajeno, de lo cual resultó que 
le empezó á menudear los rebencazos ; pero más le 
pegaba, más lerdo se ponía el animal, y cuando re- 
dobló, se puso éste al tranco ; y le pegó entonces con 
el mango, lo que hizo que se empacase. Plácido se 
apeó, y furioso la emprendió con el pobre animal á 
palos, hasta cansarse. No se movía el caballo ; ciego 
de ira, el gaucho sacó el cuchillo y se lo plantó en la 


— 182 — 


garganta, hundiéndolo hasta el corazón. Brotó la san- 
gre en borbollones, y cosa rara, parecía salir con 
un ruido de carcajadas sonoras. El gaucho quedó ató- 
nito y vió que los ojos del animal, en vez de anu- 
blarse, le dirigían una mirada irónica, y que en vez 
de caer en el suelo, se iba esfumando poco á poco 
el obscuro, confundiéndose sus formas, cada vez más 
etéreas, con el ambiente luminoso que lo rodeaba, 
hasta desaparecer. Y al mismo tiempo, una voz le 
dijo á Plácido :—Hasta que dejes de ser un bruto, 
sentirás como si los recibieras tú, todos los golpes 
que de hoy en adelante des ó veas dar á los animales. 

Se quedó pasmado el amigo Plácido. Sólo des- 
pués de un gran rato, creyó que era alucinación, que 
no había oído nada, que todo era mentira, sueño, 
farsa. Sin embargo, no podía hacer menos de acor- 
darse del hallazgo del obscuro, y del galope que ha- 
bía dado en él, y de la puñalada con que lo había 
muerto. Pero si fuera cierto, ahi estaría la osamenta, 
y no había en el suelo más que su recado ; sin contar 
que la cincha, estaba cerrada, como si se hubiera 
resbalado por ella el caballo. 

Ensilló otro animal de la tropilla, montó, y con 
un gesto de desprecio íntimo á todas estas «pavadas» 
le pegó un chirlo. Y fué todo uno pegárselo y darse 
vuelta para ver quién le había pegado uno á él. 

En el acto recordó las palabras amenazadoras de 
la voz misteriosa, y muy pensativo siguió al tranco 
largo trecho. Para volver á galopar, se contentó con 
apretar las rodillas y llevar adelante al caballo con 
un movimiento del cuerpo, alzando el rebenque sólo 
para arrear la tropilla. Un caballo se iba cortando ; 
lo persiguió y lo juntó con los demás, y le iba á ve- 


— 183 — 


gar un rebencazo, cuando se acordo... y bajó la mano, 
contentándose con silbarle. 

Desde ese día, Plácido empezó 4 componerse rá- 
pidamente, pues cada vez que, olvidándose de la ame- 
naza, castigaba un animal, aun con motivo, en el 
acto sentía él mismo la quemadura del rebencazo, 
y bien pronto perdió una costumbre que tan caro 
le costaba. Pero había otra cosa peor : es que no sólo 
sentía los golpes que él mismo pegaba, sino. también 
los que veía pegar por otros. Sufría en silencio, aun- 
que bárbaramente á veces, pues por amor propio, no 
se atrevía á decir nada, temiendo que se burlasen de 
él y se contentaba con evitar en lo posible presen- 
ciar domadas de potros ó carreras, pues era para él 
suplicio demasiado fuerte recibir tantos rebencazos. 

Pero una vez, ya no pudo resistir y gritó. De la 
pulpería donde se hallaba, iba á salir una galera, y 
al ponerse en marcha se empacaron dos de los escuá- 
lidos mancarrones atados á ella. Se empacaban úni- 
camente porque estaban flacos, sin fuerza y horrible- 
mente lastimados ; un empacamiento lo más justifi- 
cado ; pero el mayoral y el cochero no lo entendían 
así, y empezaron entre ambos á hacer caer sobre los 
desgraciados animales una terrible tormenta de lati- 
gazos. 

El pobre Plácido que miraba desprevenido, brincó 
como si hubiera sido él uno de los animales martiri- 
zadlos, y como no podía disparar por hallarse entre 
un alambrado y la galera, empezó á exigir á gritos 
de los conductores que dejasen de castigar tan bár- 
baramente sus caballos. Bastante se admiraron ellos 
de semejante intervención, pues lo conocían de tiem- 
po atrás y no ignoraban la fama que tenía de incorre- 
gible bruto, y como seguian latigueando, y seguía él 


— 184 — 


implorando su compasión, hasta con lágrimas en los 
ojos, acompañaban con risas cada chirlo que daban : 

—¡ Mirá quién, para prohibir que se castiguen los 
caballos empacadores ! 

Y seguían pegando no más, riéndose, y él brin- 
cando, llorando y pidiendo perdón... para los caba- 
llos, decía, para no confesar su terrible situación. 

Acabó por arrancar la maldita galera, quedando 
Plácido, además de molido por los latigazos, chifla- 
do por el mayoral y él cochero ; pero desde aquel mo- 
mento juró no dejar ya levantar la mano sobre un 
animal cualquiera sin oponerse con toda su fuerza 
moral y física á que lo castigasen. En los primeros 
tiempos, todos se reían de él, no pudiendo pensar que 
fuera por su propia cuenta, ni que le doliera toda bru- 
talidad que presenciara; pero poco á poco, muchos 
de los á quienes así suplicaba ó amenazaba, pues has- 
ta guapo parecía haberse hecho, dejaban de golpear 
sus animales y el ejemplo, poco á poco, cundía de 
tratarlos con paciencia. Y como Plácido ya no era el 
bruto de antes, su castigo tomó fin ; pero no por esto 
dejó de ser por el ejemplo y la palabra, el apóstol de 
la mansedumbre hacia los animales, entre los gau- 
chos con quienes trabajaba. A tal punto que cundió 
su fama y llegó á los oídos del doctor Albarracín 
quien, en recompensa, lo hizo nombrar socio hono- 
rario de la Sociedad Protectora de los Animales. 


— 185 — 


LA OLLA DE GABINO 


Había una vez en el campo un gaucho que se 
llamaba Gabino. Vivía con su mujer, Quintina, y 
sus dos hijos pequeños, en un rancho de mala muer- 
te, cuidando su muy pequeña majada, algunas vacas 
y una manadita de yeguas. Eran pobres, pues el 
producto de sus pocos animales apenas les daba para 
los vicios, y á pesar de que economizaran la carne 
lo más que podían, la majada, lejos de aumentar, 
más bien se iba mermando, pues el escaso aumento 
tenía que pasar todo, y á veces algo más, por el asador 
ó por la olla, 

Pero no por esto se lamentaba Gabino; no so- 
ñaba con hacer fortuna y mientras no llegara á fal- 
tar la carne, estaba lo más dispuesto á encontrar lle- 
vadera la vida, á pesar de todas las pequeñas mise- 
rias que consigo suele traer á los pobres y, según di- 
cen, también á los ricos. 

Quintina, su mujer, era más difícil de contentar, 
y siempre se quejaba de algo : del sol ó del viento, 
cuando estaba lavando, del humo, cuando estaba co- 
cinando ; de que el capón era chico; de que la car- 
ne era flaca Ó demasiado gorda, ó muy dura si era: 
oveja vieja. Eternamente, retaba al marido ó á los 
chicos ; Gabino dejaba que retase ; comprendía que, 
para ella, rezongar era consuelo para todos los males 


— 186 — 


y que no pudiendo, como él, gozar de las exquisitas 
emociones de la taba, del truco y de las carreras, y 
otras diversiones de la pulpería, era muy natural que 
buscase su alivio por otro lado. 

Sucedió que después de una sequía prolongada 
que había atrasado bastante las ovejas, viniervun llu- 
vias interminables que las acabaron de embromar. 
La majada se puso á la miseria, de sarna, porque con 
el agua y el barro del corral, no se la podía curar, y 
de manguera, por la mucha humedad. Y era todo 
un trabajo encontrar un animal siquiera medio bue- 
no para comer. Hubo que hacer durar más días que 
nunca capón que se carneaba, pues, de otro modo, 
pronto no hubiera habido carne en la casa. Gabino, 
muchas veces, tenía que apretar el tirador después 
de comer; y cuando, medio muerto de hambre, se 
deslizaba hasta el alero para tratar de cortar, de la 
carne ahí colgada, con qué hacer un churrasco, sin 
que lo viera la patrona, casi podía tener por seguro 
que la vigilante Quintina no lo iba á dejar aprove- 
char en paz el robo. 

—¡ Eso es! comilón y haragán—le decía ;—có- 
mete la carne, no más, ¡hombre! que después, nos- 
otros, las criaturas y yo, quedaremos mirando el gan- 
cho y con esto cenaremos. Si pronto vamos á quedar 
sin ovejas, con semejante apetito. Te lo pasas comien- 
do todo el día, como si fueras Anchorena. ¿Por qué 
no te comes un capón en cada comida, para acabar 
de una vez con la majada? 

Don Gabino se callaba, nviaba la cuchilla, 
-prendía un cigarro y se iba, medio triste por el hueco 
que sentía entre pecho y espalda. 

Ya no se comía asado en la casa; Quintina ha- 
bía escondido el asador, diciendo que eon carne flaca 


| — 187 — 


es mejor hacer puchero. Y Gabino se tenía que con- 
formar, comprendiendo que era cierto y que, con to- 
do, su mujer tenía razón. El asado es un lujo, un de- 
rroche que no permitían ya las circunstancias. 

Una noche que, como de costumbre, la olla esta- 
ba en el fuego, Gabino, dejando el mate en la mesa, 
exclamó : 

—Tengo un hambre que parecen dos. 

—Voy á servir ya—contestó la mujer, y con el 
trinchante, empezó á sacar de la olla las presas de 
carne cocida que nadaban, escasas y pequeñas, en el 
caldo. Puso la fuente en la mesa, colocó en un ban- 
quito á las dos criaturas y les dió, á cada una, para 
que comieran con las manos, una presita y un pedazo 
de galleta, é iba á servir al impaciente Gabino, cuan- 
do se oyó, en el palenque, un débil: «Ave Marla», 
que hizo que aquél se levantara y asomara la cabeza 
á la puerta del rancho. | 

En el palenque, esperando la venia para apearse, 
estaba un gaucho viejo, viejísimo, forastero, segura- 
mente, pues no se acordaba Gabino de haberle visto 
nunca por estos pagos. Su caballo, extenuado, al me 
recer, por los años y la flacura ; su apero miserable, 
los harapos con que venía vestido, no dejaron á Ga- 
bino y á Quintina la mínima duda sobre su posición 
social y financiera. 

—Bájese, amigo, bájese ;—gritó, en seguida, Ga- 
bino. Y dando algunos pasos á su encuentro, lo in- 
vitó á entrar y á comer, si tenía ganas. 

—;¡ Hombre ! — contestó el viejo, —sin cumpli- 
miento, aceptaré, pues tengo un hambre que parecen 
tres. 

Quintina, al oir semejante declaración, lo miró 
con terror. Sumó, en su mente, las dos hambres de 


— 188 — 


Gabino con las tres del forastero y, agregándoles la 
propia, calculó que no alcanzarían, por cierto, las 
tres presas flacas que quedaban en la fuente para 
tantas necesidades. 

El resultado inmediato fué un rezongo vehemen- 
te, pero interior y callado, para evitar tormenta, 
pues si Gabino era lo más sufrido para lo que á él 
personalmente tocaba, no podía soportar que maltra- 
tasen al huésped, cualquiera que fuera. 

Hizo sentar al viejo en su propio sitio, le dió su 
plato de latón y su cubierto, y apenas le hubo dicho : 
—¿ Qué hace, señor? sirvase,—que el forastero, sacó 
de la cintura una cuchilla tremenda y, de la fuente, 
la presa más grande, empezando á comer con un for- 
midable ruido de carrillos. Sus dientes, blancos, lar- 
gos y sólidos, á pesar de la edad, mordían, desgarra- 
ban y molían que daba gusto ; los dedos y el cuchi- 


llo ayudaban sin descansar y, en un abrir y cerrar los * 


ojos, el hueso de espinazo que se había servido que- 
dó limpito de carne. Lo sacudió fuerte, pegando con 
la muñeca derecha en el dorso de la otra mano, é 
hizo caer en el plato el tuétano ; lo alzó con la punta 
de la cuchilla y se lo tragó, diciendo : 

—Amigo, no hay que desperdiciar las cosas bue- 
nas, cuando son pocas. 

Y sin dejar tiempo á doña Quintina de salir de su 
asombro, agarró otra presa. 

—Con permiso—dijo.—Pero bien se veía que con 
Ó sin permiso, lo mismo hubiera sido. 

Quintina dió un codazo á su marido y lo miró, 
asustada, con tamaños ojos, y, sacudiendo la cabeza 
en dirección al viejo, pareció preguntarle tácitamen- 
te qué medidas pensaba tomar. Gabino la miró, rién- 
dose, y le dijo en voz baja : 


— 189 — 


—Comeremos el hígado. 

Se acordaba de que en el alero del rancho colgaba 
todavía de la costanera el higado del capón, cuyos 
últimos restos estaba devorando el viejo ; el hígado, es 
cierto, había sido algo decentado por los gatos y se 
empezaba á llenar de cresa, pero era tarde para car- 
near y para pensar en preparar otra cena. Al fin v 
al cabo, quedaba el caldo también, con arroz y za- 
pallo; y con hacer sopa con una ó dos galletas, no 
se iban á morir de hambre. | 

lla mujer fué hasta el alero, á buscar el higado 
para hacer, con él, algún fritango ligero ; pero se en- 
contró con que una gata que tenía familia había dis- 
puesto ya de él para los cachorros. Y doña Quintina 
volvió á la cocina con la única esperanza de poder si- 
quiera apaciguar el hambre del matrimonio con caldo 
y galleta. 

¡ Desastre ! cuando llegó, el forastero voraz en- 
gullía, con la última migaja de la penúltima galleta 
que existiera en la casa, la última cucharada de cal- 
do, el último átomo de zapallo y el último grano de 
arroz. Y el viejo, con la vista relampagueante, la 
cara toda colorada y relumbrosa, los labios y el bigo- 
te grasientos, la luenga barba blanca salpicada de 
las muestras de todo lo que se había tragado, hizo 
sonar la garganta con satisfacción y pegando un pu- 
ñetazo en la mesa, exclamó, riéndose : 

— Gracias, patrona ! ¡ Ahora ! sí, ¡caramba! 
amigo, soy otro hombre. Con un buen jarro de agua... 
ó de vino, mejor, si es que tiene, para asentar esc 
pequeño refrigerio, y ya le quedaré muy agradecido. 

—¡ Buen provecho !—murmuró doña Quintina, 
con el mismo tono con que hubiera dicho :— Re- 
vienta, animal ! 


— 1% — 


En el fondo de la bolsa encontró ella una galleta, 
por suerte, y partiéndola, dió una mitad á Gabino y 
se comió la otra, diciendo despacio : 

—— Toma, pavo. Llénate con esto y cuidado con 
atorarte. Si quedas con hambre, bien tienes la culpa, 
por dejar que cualquiera de afuera te venga á apro- 
vechar de semejante modo. 

Don Gabino se reía. Mascaba, indiferente, la ga- 
lleta que Te había dado su mujer y, agarrando de un 
estante pegado á la pared una botella, la vació en un 
vaso que alcanzó á llenar y que tendió al forastero, 
diciéndole : : 

—Tome, amigo ; todavía alcanza para un trago 
ese poco carlón que queda. Tómelo para completar 
la fiesta, y dispense la pobreza. La familia es poca ; 
por esto, la olla: es tan chica; otra vez que venga, 
llegue más temprano y haremos lo posible para tra- 
tarlo mejor. 

—Déjese de cumplimientos, amigo—contestó el 
viejo. — He cenado muy bien. Con poco me con- 
tento. | 

—Si será sinvergúenza ese viejo cachafaz—dijo 
entre dientes Quintina. 

Don Gabino se sonreía ; le había hecho gracia la 
voracidad ingenua del viejo. No habría comido desde 
varios días el pobre. Y, al fin, ¡gran cosa! pasarlo 
sin cenar, una noche, por casualidad. ¡ Cuántas veces 
le había sucedido ya antes! 

Y viendo que el viejo, después de tomar unos ma- 
tes y de fumar un cigarro, bostezaba como para des- 
engancharse las mandíbulas, le ofreció tenderle cama 
en la cocina, lo cual aceptó el huésped, con la mis- 
ma sencillez con que había comido toda la cena. Ga- 
bino fué á desensillarle el caballo, atando 4 éste con 


— 191 — 


maneador largo para que pudiera comer y se cambia- 
ron las buenas noches. 

Esa noche, antes de dormir, doña Quintina hizo 
sentir á su marido todo el peso de su legítima indig- 
nación. Ser hospitalario y generoso, tener lástima á 
la vejez y á la pobreza le parecía muy bueno, pero 
con la condición de que, la hospitalidad no le vinie- 
ra á quitar á uno mismo ninguna comodidad ; que 
no llegase la generosidad á disponer de lo necesario 
á la misma familia, sino apenas de lo superfluo ; y 
también encontraba que la vejez y la pobreza poca 
alegría traen consigo, y que siempre basta de plagas, 
con las que uno tiene en casa. 

Gabino, siempre indulgente, dejó correr el cho- 
rro y cuando Quintina, como punto final, le quiso 
llamar la atención sobre el terrible ruido de trueno 
con que roncaba el viejo, que se oía desde la co- 
cina y que les iba, decía ella, á quitar hasta el sue- 
ño, comprobó con cierta impaciencia que su marido 
también empezaba á roncar y no tuvo más remedio 
que agregar su nota de flauta al concierto. 

El viejo era madrugador : con el alba se despertó 
y oyéndolo Gabino que andaba por la cocina, re- 
volviéndolo todo, se levantó y se fué á juntar con él. 

—Buenos días—le dijo el viejo, medio burlón.— 
¿Cómo ha pasado la noche? ¿No sufrió de empacho ? 

—No, señor—contestó don Gabino; y para re- 
trucar el envite, agregó :—¿ Tiene apetito, esta ma- 
ñana ? 

—¡ Qué pregunta! pues no; casi me muero de 
hambre ; pero, antes de churrasquear, tomaremos 
unos mates. Andaba buscando la yerbera, sin poder- 
la encontrar. 

Gabino prendió el fuego, llenó la pava, arregló el 


— 19 — 


mate, buscó la yerba y encargándole al viejo que 
cebara, se fué al corral 4 carnear un capón, el me- 
jorcito que pudiera encontrar. 

Cuando volvió, trayendo una paleta y algunas 
achuras para hacer un churrasco, el viejo que seguía 
tomando mate, le dijo : 

—Pues, amigo, usted se fué y me dejó sin pitar. 

—Es cierto—contestó Gabino,—dispense. 

Y, sacando la tabaquera y el papel, se lo dió todo 
al forastero, quién, después de prender un cigarro, 
siguió haciendo más y más cigarrillos, hasta acabar 
con todo el tabaco, y se los guardó todos en el bol- 
sillo de la pechera. Grabino lo miraba con cierta adm1- 
ración bondadosa, lo que viendo el viejo le tendió un 
cigarro, diciéndole : 

—Fume, amigo ; no haga cumplimientos. 

Doña Quintina se levantó un poco más tarde, y 
se quiso volver loca, al ver al maldito viejo aquél, 
bien instalado en el fogón, comiendo, devorando, 
más bien dicho, toda la carne traída por Gabino, des- 
pués de haber acabado con la yerba y con el tabaco, 
lo mismo que con la galleta y el vino, el día ante- 
rior. 

Después de limpiarse las manos con el trapo, el 
forastero dejó entender que no le haría mal un trago 
de ginebra ; pero no había en la casa, pues don Ga- 
bino no era aficionado á la bebida, y, sin insistir, se 
levantó el otro y declaró que ya se iba á marchar. 

Quintina no pudo reprimir un suspiro de satisfac- 
ción, al oirlo, y hasta se asegura que dijo, como en- 
tre sí, pero no bastante para que el huésped no se 
volviera hacia ella, mirándola con cierto aire soca- 
rrón á la vez y severo : 

—¡ Anda al diablo, lombriz ! 


— 193 — 


El viejo ensilló su caballo, ayudado por don Ga- 
bino, y en el momento de despedirse de éste, lo 
abrazó y le dijo : 

—No me olvidaré de lo que usted ha hecho por 
mí. Cuente usted con un amigo que lo ha de ayudar 
en todo lo que pueda, y cuando algo le falte, acuér- 
dese, no más, de don Francisco. 

Y se fué, al tranquito. 

Gabino volvió del palenque á su casa, sonriéndose, 
como de graciosa parada, del ofrecimiento del viejo. 

—Acuérdese de don Francisco—me dijo,—cuando 
algo le falte—le contó á la mujer,—y que nunca se 
olvidará de lo que hicimos por él. * 

—Vaya con el viejo comilón y sin vergúenza— 
exclamó doña Quintina ;-—pues, yo tampoco me he 
de olvidar de él. 

Y como miraban ambos para el campo, vieron 
con admiración que donde hubiera debido estar el 
viejito, sólo se divisaba como una nube luminosa 
que pronto desapareció sin que de «don Francisco» 
quedara ni la sombra. 

—¡ Don Francisco! ¿Don Francisco de qué, será? 
— se preguntaba don Gabino, todo pensativo. — 
¿Quién sabe si no será algún enviado de Mandinga? 
Aunque no parece ; pues, era risueño el viejito, y no 
parecía malo. 

—Por mi parte—dijo Quintina,—pocas ganas ten- 
dré yo, cuando no tengamos naJa qué comer, de 
llamarlo para que nos venga á ayudar, con su ape- 
tito, á morirnos de hambre. 

Y entrando en la cocina, empezó á preparar lo 
necesario para el almuerzo, aunque no fuera hora 
todavía, pues estaban ambos, como fácilmente se 
comprende, con un hambre feroz. 

LAS VELADAS.—13 


0 


— 194 — 


Lavó la olla, le echó agua, la puso en el fuego 
y fué al alero á sacar carne. Cortó un cuarto del 
capón y, en pedazos, lo metió en la olla. 

Mientras tanto, andaba Gabino buscando el ta- 
baco para armar un cigarro; pero no quedaba más 
que el papel de estraza en que había sido envuelto. 
Se acordó que don Francisco se lo había llevado todo 
y se contentó con decir, sonriéndose : 

—¡ Qué don Francisco éste ! 

Y, al momento, vió con asombro que el papel de 
estraza, que tenía en la mano, se había llenado, ¡ co- 
sa extraña | del mismo tabaco que acostumbraba fu- 
mar. Se le pusieron redondos los ojos, y, llamando á 
su mujer, le enseñó el atado. La mujer se quedó ad- 
mirada, por supuesto; pero sin dar, por tan poco, 
su brazo á torcer, dijo : 

—Bueno, pero te falta papel. 

—Cierto—contestó el hombre. —¿ Qué hago? 

—Pideselo á don Francisco—le contestó, medio 
turbada,—para ver. 

Y, sin vacilar, don Gabino llamó : 

—Don Francisco, imande' papel, pues, hombre. 

Y mirando el atado que siempre tenia en la ma- 
no, vió, encima, un cuaderno de papel de fumar que 
parecía salir de la pulpería. 

Quedaron, esta vez, atónitos ambos y no se atre- 
vían á decir una palabra, temerosos de que tamaña 
brujería les resultase fatal. En silencio y sin querer 
acordarse de que también se les había acabado la 
yerba, se sentaron á comer. 

Cuando ya estaba Quintina sirviendo el puchero, 
entró una de las criaturas y pidió una galleta. 

—¡ Caramba !—dijo el e ;—galleta, no hay; . 


— 19 — 


comimos anoche, la única que nos dejó don Fran- 
cisco. | 

Y, al pronunciar esas palabras, oyó en un rincón 
de la pieza, el ruido peculiar que hace la galleta bien 
seca al desmoronarse en la bolsa. Corrió don Gabino 
á su vez y se encontró con galleta ¡para varios días. 

Esta vez, no hubo duda ya que con don Fran- 
cisco se podía realmente contar y se miraron los es- 
posos con alegría sin reserva. Comieron con apetito 
y sólo fué cuando estuvieron cansados de comer que 
notaron que en la olla todavía quedaba con qué con- 
vidar á varias personas. Lio más raro es que, á pe- 
sar de ser bastante flaco el capón, el caldo era gordo 
y nutritivo, como si hubiera sido hecho con carne de 
vaca á pesebre. 

Desde ese día, por pequeña que fuera la olla, y 
por flacas que estuvieran las ovejas, nunca les faltó, 
para comer, carne abundante y gorda, como sl ma- 
nantial hubiese sido la olla. Más, los dos niños cre- 
cieron, y su apetito, lo mismo; nacieron otros, y 
otros, hasta doce, entre varones y mujeres, y sin que 
se cambiase la olla, siempre alcanzaba para todos el 
puchero. Don Francisco no había venido nunca más 
á visitarlos y, asimismo, era como si habitara en la 
casa. Era el invisible protector de la familia, y Quin- 
tina era la que más devoción le tenía. Combprendía 
ella, aunque no lo confesara, que había sido más 
generoso con ella todavía que con Gabino; pues por 
su mala voluntad hacia él, bien hubiera podido cas- 
tigarla, como suelen hacer esos emisarios misteriosos, 
de poder sobrenatural, con los que los reciben mal. 
La había tenido lástima y la había perdonado, y por 
esto su recuerdo era más sagrado para ella. 

La majada aumentó sin cesar, pues el consumo 


— 196 — 


era infimo y se ¡ba paulatinamente haciendo rico don 
Gabino, bendiciendo al Cielo por haberlo hecho na- 
cer hospitalario. 

Nunca en vano llamaba al palenque ningún tran- 
seunte ; se tenía fe en la olla y se sabía que de ella 
siempre saldría carne para todos ; y en caso de apu- 
E con llamar ¿4 don Francisco quedaba todo sal- 
vado. 

Y vivieron así Gabino y Quintina, muchos años, 
rodeados de su numerosa prole, multiplicada con nie- 
tos, biznietos y tataranietos, criados todos en el res- 
peto de las viejas costumbres hospitalarias de los 
antepasados, á las cuales debían su fortuna. 

Pero, al cabo de muchos años, las generaciones 
que se sucedían creyeron que la olla no podía perder 
su maravillosa facultad, no acordándose ya á qué ni 
á quién la debía. Sólo sabían que había que invocar 
á «don Francisco» para conseguir que no se agotase 
su contenido. El puchero, por lo demás, poco le gus- 
taba ya á esa gente que se había hecho delicada con 
la riqueza ; y se reservaba la olla para los peones y 
los huéspedes pobres. Y cómo éstos abundaban, por 
supuesto, también llegó, con los años, el día en que 
el dueño de la olla, hombre de regular fortuna, se 
rehusó á recibir, ni en la cocina, á los pobres, dicien- 
do, en su orgullo egoísta, que ya lo tenian fastidia- 
do todos esos haraganes harapientos. 

Una noche, un gaucho viejísimo, tremoló, en el 
palenque, su débil «Ave María.» Forastero debía de 
ser, pues el dueño de la casa no se acordaba haberlo 
visto nunca por esos pagos. Venía en un caballo flaco 
y mal aperado, y su chiripá roto, su poncho hecho 
trizas, sus alpargatas agujereadas cantaban, en coro 


— 197 — 


lastimero, la miseria del pobre viejo. Pidió licencia 
para hacer noche. 

El patrón vaciló ; pues, aunque su resolución fue- 
ra de no dar hospitalidad ya á ningún pobre y que 
la pusiese en práctica desde tiempo atrás, de repente 
le pareció feo rechazar, así no más, á ese desgraciado. 
Lio pensó un rato; hasta que habiendo logrado ven- 
cer €se amago de benevolencia, se dió vuelta las 
rÓ y, haciendo sonar los dedos, gritó á un 

n: 

—Dile que aquí no es fonda. ¡Que se vaya á la 
pulpería ! 

Y entrando en la cocina, se acercó al fogón para 
sacar una brasa y prender el cigarro. No se sabe có- 
mo fué; mientras estaba ahi, oyó un ruidito, como 
de algo que se raja, y por una rendija abierta en la 
olla, todo el caldo se derramó y apagó el fuego, lle- 
nándose de humo la cocina. 

—¡ Mi olla ! —gritó, desesperado, y en su mente 
atropellaron todos los recuerdos, las leyendas, los 
cuentos que sus abuelos y sus padres le habían he- 
cho, cuando chico, de la preciosa olla y don Fran- 
C1SCO. 

Había gozado él de la olla mágica ; había evocado 
á menudo, con los labios, al generoso protector de su 
familia, pero sin darse cuenta de que era preciso se- 
guir mereciendo por su generosidad, los favores con- 
cedidos á la generosidad de sus antepasados. 

Comprendió en el acto el alcance de su falta y 
del castigo. Adivinó quién era el gaucho viejo y pobre 
á quien había negado una presa de puchero ; corrió, 
como loco, hasta el palenque, llamando á gritos con 
toda su fuerza : 

—¡ Don Francisco ! ¡ Don Francisco ! 


— 198 — 


Pero sólo llegó para ver desaparecer paulatina- 
mente una nube luminosa en el mismo sitio donde, 
en aquel momento, hubiera debido estar el viejito, 
troteando. 

Volvió, llorando, para las casas. Trató de compo- 
ner la olla con alambre, pero todos sus esfuerzos fue- 
ron inútiles: hay cosas, en la vida, que no se com- 
ponen. 

Desde aquel día, volvió á entrar la necesidad en 
la casa. La majada fué siempre mermando ; padre é 
hijos se dieron al vicio y á la desidia ; todo se volvió 
desastre. A los huéspedes se les admitía, pero nunca 
alcanzaba la carne, y se les convidaba con caña, y 
surgían peleas, á veces sangrientas. Hasta que se 
derrumbó todo : bienes, hogar, familia, quedando ti- 
rada en un montón de basura la olla que había sido 
de don Gabino. ( 


— 199 — 


SIEMPRE CONFORME 


Muy. orgulloso era don Patricio, y tan orgullosa 
como él su hija Hermenegilda, sin más mérito para 
ello que haber el primero heredado algunas leguas 
de campo y mucha hacienda. 

Vivían solos en la estancia, viudo el padre y to- 
davía soltera la hija, habiéndose alejado los demás 
hermanos por no poder sufrir su soberbia. 

Un día llegó á la estancia un gaucho viejo, bas- 
tante haraposo, jinete en un malacara flaco, pobre- 
mente aperado. Desde el palenque llamó, y como se 
asomara la señorita Hermenegilda, la saludó con res- 
peto ; iba á pedir licencia para descansar hasta que 
bajase el sol, cuando ella, cortándole la palabra des- 
cortésmente, le preguntó con voz desdeñosa qué se 
le ofrecía. 

El hombre se hizo más humilde aún y formuló 
su deseo ; y la joven le contestó que la estancia de su 
señor padre no era fonda para pobres y que se re- 
tirase, no más. 

El viejo entonces, con voz sonora y ademán ame- 
nazador, le dijo : 

—Pues ya que es así, hija, algún día tendrá tu 
señor padre de yerno á un gaucho tan pobre co- 
mo yo. | 

ermenegilda, justamente, después de haber des- 
echado á un sinnúmero de novios muy aceptables, 
acababa de quedar algo seducida por los atractivos 


— 200 — 


físicos y morales de un joven abogado, hijo de un 
estanciero de la vecindad, y parecía que su ambición 
estuviese, por una vez, de acuerdo con lo que le 
dejaba de corazón su orgullo. Por eso las polábias 
del gaucho viejo, proferidas con tan expresivo enojo, 
le hicieron profunda impresión. ¿Sería brujo el hom- 
bre, ó algún emisario de ese Mandinga de quien to- 
dos hacían gala de burlarse en las conversaciones, y 
á quien, en el fondo, tanto temían todos? Miró hacia 
el campo ; se iba el viejito, al tranco del mancarrón, 
pero ya algo retirado. Hermenegilda, atemorizada, 
llamó á un peón y le ordenó que fuese de un galope 
en busca del viejito y lo trajese. El peón en seguida 
salió, pero cuando alcanzó al jinete que le habían en- 
señado, dándoselo por viejito haraposo montado en 
un malacara flaco, se encontró con un gaucho de unos 
treinta años, muy elegantemente vestido y que ga- 
lopaba en un magnifico pingo obscuro, cubierto de 
aperos de plata. Lio miró de rabo de ojo, y sin atre- 
verse á decirle nada, volvió á las casas, donde dió 
cuenta 4 doña Hermenegilda del resultado de su 
misión. 

Y mientras Hermenegilda quedaba agobiada por 
el sentimiento de lo que había hecho y el terror de 
lo que sin duda le iba á suceder, el gaucho viejo, des- 
pués de burlarse con su cambio repentino de fisono- 
mía, del mandadero de la joven, llegaba á su rancho. 

Allí llamó ¿4 su hijo Sulpicio, muchacho de unos 
veintitantos años, y le dijo : 

. —Mira, Sulpicio; ya es tiempo de que vayas ú3 
buscarte la vida. De viático sólo te puedo dar un 
consejo, pero si lo sigues, te será de gran provecho : 
Confórmate siempre con todo, y todo te saldrá bien. 

El muchacho, obedeciendo al padre, ensilló y se 


— 201 — 


fué llevando por todo haber la bendición paterna, el 
consejo y la firme voluntad de seguirlo al pie de la. 
letra. 

El caballo había enderezado de por sí hacia la es- 
tancia de don Patricio, y Sulpicio, muy conforme, 
lo dejó andar á su gusto, hasta que, poco tiempo des- 
pués, estuvo en el palenque de la estancia. 

Desde que se alejara de ella su padre, había ocu- 
rrido un fenómeno singular. Hermenegilda, después. 
de quedar un rato largo sumida, al parecer, en pro- 
funda cavilación, se dirigió con paso firme á la co- 
cina. Allí estaba fregando los platos y limpiando las 
cacerolas doña Eusebia, una negra vieja que había 
visto nacer á la muchacha y la quería mucho, á pe- 
sar de ser á menudo zarandeada de lo lindo por ella. 
Hermenegilda le tomó de las manos el trapo con que 
estaba secando los platos y le dijo con inacostumbrada: 
suavidad : 

—Anda, negra, descansa ; voy á acabar ese traba- 
jo. Desde hoy tomo á mi cargo la cocina. 

—+Pero, niña... —dijo la vieja. 

—Anda, te digo, á tu cuarto, y descansa. 

—Entonces, ¿me echa ? ¿Por qué me echa, niña ? 

—No te echo, pero así se me antoja. Anda y dé- 
jate de rezongar, que así tiene que ser. 

Se fué doña Eusebia, pensando en algún capricho 
de Hermenegilda, y se retiró á su cuarto. 

Cuando, al rato, don Patricio llamó á la negra 
para que le diese mate, acudió Hermenegilda, con 
las manos húmedas, la ropa bastante manchada, la 
cara abotagada por el fuego y los ojos llorones por el 
humo. El padre le preguntó qué andaba haciendo, y 
ella le dijo que, siendo Eusebia muy vieja, habla 
resuelto tomar á su cargo su trabajo. 


— 202 — 


—¿ Estás loca ?—le preguntó el padre. 

—No, tata—dijo,—y así tiene que ser. 

Insistió don Patricio con todo el ímpetu del or- 
gullo lastimado, diciéndole que si se sentía enferma 
ó cansada Eusebia, se le tomaría ayudanta, que su 
hija no había nacido para cocinera, que era una ver- 
- dadera locura ; pero nada valió y sólo contestaba Her- 
menegilda : . | 

—Tiene que ser así, tata. | 

Hasta que, cansado de luchar, don Patricio la dejó 
seguir lo que, rabiando y desdeñoso,' llamaba su vo- 
cación. p da 

Tomó mate de sus manos, mientras ella esperaba 
parada en la puerta, humiMemente, ni más ni menos 
que lo hubiera hecho Eusebia ; y cuando llamó al pa- 
lenque Sulpicio, fué ella á recibirlo, haciéndole en- 
trar y sentar en la cocina, con muy buen modo, mien- 
tras iba á avisar á don Patricio. Sulpicio, que había 
oído ponderar lo descortés que eran todos en la estan- 
cia, no pudo menos de reconocer que siquiera la co- 
cinera era muy amable y... bastante buena moza. 

Lia verdad era que, en pocas horas, la pobre Her- 
menegilda había perdido la mayor parte de su na- 
tural hermosura. Los ojos se le habían hinchado y 
enrojecido, la tez se le había ennegrecido, arrugado 
y endurecido, tenía la cara llena de manchitas, la 
boca se le había torcido, y con el poco aseo que podía, 
conservar entre el humo, la grasa, la leña de oveja, 
los platos sucios y la carne cruda, estaba volviéndose 
ya una verdadera cocinera de campo. Quizá por eso 
- mismo le había gustado al humilde gaucho que era 
Sulpicio, quien no se hubiera seguramente atrevido 
á fijar la vista en una señorita. 

También es de advertir que aunque hubiese es- 


— 203 — 


tado horrible, Sulpicio la habría hallado muy á su 
gusto, dispuesto como estaba á conformarse con todo, 
según el consejo paterno, y á encontrar aceptable la 
más repulsiva fealdad lo mismo que la más fulguran- 
te hermosura. 

- Pronto le vino la muchacha á avisar que el pa- 
trón lo esperaba. Salió al patio caminando pesada- 
mente con sus gruesas botas, tapado con el poncho 
casi hasta los pies, el sombrero sobre las orejas y el 
rebenque colgando de la muñeca... ¡ Linda conquista 
la de la niña Hermenegilda ! a» 

Don Patricio necesitaba gente; pero, hecho un 
tigre, con la locura de su hija, recibió á Sulpicio de 
tal modo, que cualquier otro, en vez de conchabarse, 
se hubiera mandado mudar en el acto. Sulpicio ni lo 
pensó, pues con todo estaba resuelto ¿ conformarse. 
Y se conformó, no más, con los modos de repelente 
altanería de su nuevo patrón. 

—Necesito peones—le dijo éste,—que sepan tra- 
bajar lo mismo de á caballo que de á pie. 

—Bien, señor—contestó humildemente Sulpicio. 

—-¿ Eres jinete? 

—-$SÍ, señor. 

—-¿ Sabes domar ? 

—$SÍ, señor. 

—¿ Sabes enlazar? 

—-SÍ, señor. 

—¿ Te animas á pastorear de noche? 

—-SÍ, señor. 

—¿Entiendes de cuidar ovejas? 

—$SÍ, señor. 

-—¿Y de á pie, sabes trabajar ? 

—-Pialar, sí, señor. 


— 204 — 


—No ; digo con pala, con guadaña, con carretilla 
y otras cosas por el estilo. 

—No muy bien, señor ; pero trataré... : 

—Bueno, entonces—dijo don Patricio, — puedes 
empezar ya. Traéte esa manada que se ve allá, para 
mudar caballo. Ensillarás un zebruno viejo que ve- 
rás y te vas al jagijel, en el fondo del potrero ; tiras 
agua hasta llenar las bebederas y la represa; á la 
vuelta atas del pértigo de este carrito el zebruno y 
con la guadaña y la horquilla te vas al alfalfar á cor- 
tar pasto hasta llenar bien el carro y lo repartes á 
los carneros de pesebre. Después, con la carretilla 
vas á la parva y cortas pasto seco para los caballos 
gue quedan de noche atados. Una vez llenos los pe- 
sebres, te desgranas una fanega de maiz con la má- 
- quina que está en el galpón y después te vas á bus- 
car las cuatro lecheras para atar los terneros. 

Volverás después al campo á sacar el cuero de 
una yegua vieja que murió esta mañana contra el 
alambrado de la laguna ; estaquearás el cuero y lle- 
varás la carne á los chanchos. Al anochecer, al entrar 
la majada, habrá que carnear un capón, pues se nos 
acabó la carne. Y cuidadito de tener caballos atados 
para mañana, á la madrugada, para salir á recoger, 
que nos han pedido rodeo. 

—Bien, patrón—dijo Sulpicio. 

Y como ya se dirigía al palenque, le gritó don 
Patricio : 

—Y movéte, que me olvidé unas cuantas cosas que 
hay que hacer hoy, antes que sea de noche. 

Cualquier peón, el más guapo, hubiera rezonga- 
do, por lo menos, pero se acordaba Sulpicio del con- 
sejo paterno y todo le parecía muy bien ; y todo lo 
hizo tal cual se lo habían mandado. Trajo la ma- 


— 205 — 


nada, agarró el zebruno, fué con el al jagiel á tirar 
agua; guadañó por la primera vez en su vida y sólo 
con un trabajo bárbaro pudo alcanzar á llenar de 
pasto “el carrito de pértigo. Repartió el pasto á los 
carneros, cortó pasto seco en la parva y con la ca- 
rretilla lo trajo; desgránó el maíz, fué á buscar las 
lecheras y ató los terneros. Se dió maña para poder 
cuerear la yegua, estaquear el cuero, llevar la carne 
á los cerdos, entrar la majada y carnear un capón. 
Y antes de anochecer, agarró caballos para el día si- 
guiente. 

Estaba el pobre Sulpicio rendido de cansancio, 
pero muy conforme, y á pesar de que le parecía que 
la única cosa que se le hubiera pasado por alto 4 don 
Patricio fuera decirle á qué horas comería, ni chistó 
siquiera. 

Después de acabar todo lo que le habían manda- 
do, se deslizó en la cocina, y sentándose en un rin- 
cón, sin atreverse 4 pedir nada, esperó que la coci- 
nera le ofreciese algo de comer. Habia muchos otros 
peones que antes que él habían vuelto del campo 
ó de la quinta, gente de toda laya, gauchos y extran- 
jeros, y todos estaban acabando de cenar. Extraña-- 
ban, por supuesto, verse servidos por la niña Her- 
menegilda, la propia hija del patrón, pero creyendo 
que fuese por indisposición de la negra Eusebia, se 
contentaban con meter menos bulla que de costum- 
bre, sin hacer los comentarios que, conociendo la ver- 
dad, hubiesen seguramente cuchicheado. 

Esta misma noche vino de visita á la estancia el 
joven abogado, candidato á la mano de Hermenegil- 
da ; y antes que el padre hubiese tenido tiempo de ir 
á recibirlo, se adelantó á abrirle la tranquera la mis- 
ma muchacha. Había mucha luna, y la conoció en 


— 206 — 


el acto, quedando asombrado de verla vestida como 
verdadera cocinera, toda sucia, negra y de facciones 
tan toscas. Le habló sin embargo y la saludó con 
cortesía, pero ella apenas le contestó y más bien co- 
mo una sirvienta intimidada que como solía hacer 
la orgullosa señorita Hermenegilda. Como no fuese 
á la sala con él, no pudo menos que preguntar al 
padre qué novedad había; y éste le confesó la ver- 
dad : que su hija parecía haberse vuelto loca, que se 
lo pasaba en la cocina trabajando como negra, y que 
ni á las buenas ni á las malas la había podido sacar 
de allí. El joven manifestó que tomaba su parte en 
semejante desgracia, expresando el deseo de que pron- 
to pasase, y se fué, para no volver más. 

Mientras tanto, seguía en la cocina esperando 
con toda paciencia Sulpicio que le sirviesen de co- 
mer, pero parecian haberse olvidado todos por com- 
pleto de él, y se quedó con el hambre, muy con- 
- forme, sin embargo, sabiendo que conformándose con 
todo, según se lo había prometido su padre, todo le 
saldría bien. 

El día siguiente, desde la madrugada hasta la no- 
che, no paró de penar ni de ser mandado por el pa- 
trón. De todo hizo, de lo que sabía hacer, y de lo que 
nunca había hecho ; pero, como pudo, se dió maña, 
sin rezongar ni quejarse, y conformándose con todo, 
comió poco y trabajó como un burro. Y siguieron los 
días, las semanas y los meses, sin mayor modifica- 
ción durante todo un año. 

Sulpicio había trabajado de quintero y de do- 
mador, de lechero y de ovejero, de alambrador y de 
tropero, de carrero y de zanjeador ; había amansado 
novillos y arado la tierra, había cuidado majadas y 
rondado yeguas, y hecho muchas otras cosas, tocán- 


— 207 — 


dole siempre á él la pala más pesada y el potro más 
bagual, la vaca más mañera y el caballo más lerdo, 
el novillo más bruto y las yeguas más ariscas, lo 
mismo que los días de más sol y las noches más obs- 
curas... y, en la cocina, el plato más chato, la cu- 
chara más chica y la presa más flaca. Pero se con- 
formaba con todo, risueño siempre, Ó, por lo menos, 
calladito. 

Todos los festejantes de Hermenegilda, natural- 
mente, se habían escurrido, y después del joven doc- 
tor, habían desaparecido, uno tras otro, el hijo de un 
vecino de regular situación, y otro estanciero, solte- 
rón viejo, y un hacendado bastante rico, pero viudo 
y con una punta de hijos, y dos ó tres mayordo- 
mos, quienes, atraídos, á pesar de todo, por el olor 
á los pesos, habian renunciado por el olor á humo 
y á grasa de la muchacha y también por su fealdad 
siempre creciente. 

Un pobre capataz hubiera quizá cuajado; pero 
era un ambicioso que no quería ni un chiquito á 
Hermenegilda, y como declarase al padre que no se 
casaría con ella sino con la condición de manejar á 
su antojo la estancia, don Patricio lo echó. 

A Sulpicio, que siempre había creído que sólo 
para titearlo le habían asegurado que era hija del 
patrón, no le hubiera disgustado la cocinera, á pesar 
de lo haraposa, sucia y fea que, sin que el padre lo 
pudiera impedir, se iba poniendo cada día más ; pero 
¿á qué se va á casar un pobre peón que ni siquiera 
tiene setenta centavos para comprar un par de al- 
pargatas? pues Sulpicio, con trabajar como lo hacía, 
nunca había recibido de su patrón lo que se llama 
un peso. Tampoco había pedido nada, siempre con- 
forme con lo que le daban y con lo que no le daban, 


— 208 — 


siguiendo con confianza el consejo de su padre, á 
quien siempre había conocido por un gaucho lindo 
y vivo. 

Un día, tuvo don Patricio que mandar á cien le- 
guas de distancia una fuerte cantidad de dinero para 
pagar una hacienda que había comprado, y como no 
había para ese punto vías de comunicación y no po- 
día ir él mismo, se le ocurrió mandar de chasque á 
Sulpicio como el hombre de más confianza que tu- 
viera en la estancia. Sulpicio, conforme, como siem- 
pre, salió con la tropilla por delante, y cuatro días 
después estaba de vuelta con el recibo, habiendo pa- 
sado hambre y sed, pero muy conforme por haber 
sabido evitar con toda prudencia las dos cosas peores 
que le hubiesen podido suceder : ser atacado por ban- 
didos ó atajado por la policía. 

Esta vez, don Patricio quedó quizá todavía más 
conforme que él, y como tuviese que traer de otra 
parte una hacienda muy arisca y de difícil arreo, man- 
dó otra vez á Sulpicio á que se recibiera de ella. Fué 
nuestro amigo, conforme, como siempre, y llegó des- 
pués de haber sufrido temporales y frios, y pasado 
noches y noches sin dormir, pero tan conforme á la 
vuelta como á la ida, pues ni un animal se le había 
perdido. 

Don Patricio había, durante este año de sufri- 
mientos, perdido poco á poco el maldito orgullo que 
hasta entonces lo había dominado ; conocia además 
la necesidad de asegurar en alguna forma, antes de 
quedar por la vejez inhabilitado para el trabajo, la 
situación de su malhadada hija Hermenegilda, con- 
fiando á algún hombre bueno el manejo del estable- 
cimiento ; y viendo que no era ya posible casarla sino 
con un peón, llamó á Sulpicio y le dijo : 


— 209 — 


—Me has servido como hasta hoy nadie lo hizo ; 
has sabido conformarte con mi mal genio, con priva- 
ciones de todo género, cumpliendo esas múltiples y 
penosas obligaciones sin la menor queja, y por todo 
esto, estoy dispuesto á tomarte de mayordomo, pero 
con una condición : que estés conforme en casarte 
con la cocinera. 

Por la primera vez quizá tuvo Sulpicio una vaci- 
lación en contestar que estaba conforme, pues la 
pobre Hermenegilda había «progresado» de un mo- 
do espantoso en repugnante fealdad. Por suerte, ú 
tiempo se acordó del consejo paterno y para que to- 
do le saliera bien, se apresuró en exclamar : 

— Estoy conforme, patrón. 

Hermenegilda estaba presente, pero no decía na- 
da, habiéndose vuelto más humilde que la más hu- 
milde china del último toldo, y mientras Sulpicio, co- 
mo era de su deber, tomaba en la suya su mano su- 
cla y grasienta, sonó en el palenque una alegre lla- 
mada. Corrieron todos y Sulpicio antes que ningu- 
no, pues había conocido la voz de su padre. Tam- 
bién había conocido Hermenegilda al gaucho viejo 
que tanto la había castigado por su orgulloso recha- 
zo, y viendo cuán cierta había salido la amenaza de 
este hombre, se echó á llorar asustada. Pero se le 
acercó el gaucho viejo, y tomándola de la mano : 

—Señorita—le dijo, —no quiero que mi hijo ten- 
ga por esposa á una cocinera, sino á la hija del es- 
tanciero don Patricio. 

Y apenas acabó de hablar, cuando Hermenegilda 
apareció á los ojos admirados de su padre y de su 
novio, ya conforme, por supuesto, como en su vida 
lo estuviera, resplandeciente de hermosura y vestida 
como una reina de cuento de hadas. 

LAS VELADAS.—14 


— 210 — 


LAS HAZAÑAS DEL TRAVIESO 


Cuando Salustiano quedó huérfano, no necesitó 
escribano para hacer el inventario de los bienes que 
le legaba su padre : se componían de una cueva ca- 
vada en campo ajeno en la costa de un arroyo, tapa- 
da con cuatro chapas y media de hierro de camaleta, 
viejas y abolladas, y con un cuero de potro todo rese- 
co, roto y arrugado ; del palenque, un simple esta- 
cón de ñandubay; de un mate con bombilla, una 
pava, un asador y una olla; de tres mancarrones, 
quatro yeguas y un perro. 

El perro, producto híbrido de veinte razas distin- 

tas, tenla dos años ; era feo, pequeño, de pelo bar- 
cino, y contestaba, cuando le venía en gana, al nom- 
bre de Travieso. 
-—— Salustiano, desamparado, lo llamó á su lado, lo 
acarició y le contó sus penas, y Travieso entendió 
perfectamente que su amo ya no tenía qué comer, ni 
plata para comprar siquiera una cebadura de yerba ; 
que pronto lo iban á echar de la pobre choza donde 
se guarecía, y que no le iba á quedar más recurso 
que conchabarse por mes en alguna parte, lo que 
era bien triste. 

Travieso tenía sobre el particular la misma opi- 
nión de Salustiano. Acostumbrado á recorrer con él 
el campo á su antojo, á dormir la siesta en el pajo- 
nal, á buscar huevos, 4 cazar bichos silvestres... y 


21 -— 


domésticos, cuando se ofrecía, no le podía caber en 
la cabeza la idea de renunciar á la libertad ; más bien 
renunciar á la vida. Pero no era cosa de abandonarse. 
Si Salustiano era todavía muy muchacho para po- 
derse desempeñar, él le ayudaría : no faltan chan- 
gas buenas en este mundo para el que se sabe ma- 
nejar, y al perro barcino no le llamaban Travieso 
sin motivo. Todo esto se lo hizo comprender á su 
amo y también que lo primero que había que hacer 
era conseguir que no lo echasen del rancho; y le 
aseguró en su idioma que Ei ello tenía un medio 
excelente. | 

Dejándole á Salustiano pensar en lo que creía su 
desgracia, se fué á merodear por la casa del dueño del 
campo en el cual estaba situada la cueva, hasta que 
divisó á uno de sus hijitos jugando fuera del cerco. 
Se acercó despacio á la criatura, haciéndose el ca- 
chorrito, retorciendo el espinazo y meneando la co- 
la ; el chiquilín lo acarició y empezó á jugar con él ; 
Travieso se iba corriendo, venía, se dejaba agarrar 
y manosear, volvía á correr, haciéndose el juguetón, 
y sin que la criatura lo sintiera, se iba alejando de 
su casa y aproximándose al rancho de Salustiano. Y 
así, poco á poco, el picaro perro la llevó hasta muy 
cerca de la costa del arroyo ; allí la dejó, y corriendo 
hacia su amo, siempre sentado y cavilando, lo llamó 
á tirones para que lo siguiese. 

Salustiano saltó en su caballo, y en un momento 
estuvo con el perro cerca de la criatura que ya em- 
pezaba á jugar con el agua y se había empapado to- 
da la ropa. La alzó y en seguida la llevó para la es- 
tancia. Por el camino encontró al padre que, lleno 
de inquietud, la andaba buscando por todas partes. 
Cuando le contó Salustiano en qué posición peligrosa 


— 212 — 


la había encontrado, gracias al aviso. que tan oportu- 
namente le diera Travieso, de buena gana los hu- 
biese abrazado á los dos, y le dijo : 

—Amiguito, son servicios éstos que no sé olvi- 
dan y puede pedirme lo que quiera. 

Salustiano aprovechó la ocasión para decirle cuán 
abandonado y pobre había quedado y le pidió por fa- 
vor que lo dejase cuidando sus pocos animalitos en 
la costa del arroyo. 

—¡ Úómo no !—exclamó el estanciero ;—quédese, 
no más, y cuando necesite carne, mande pedir con 
confianza. 

Cuando al galope se hubo alejado el padre con su 
hijo sano y salvo, Travieso dió tres vueltas de car- 
nero seguiditas, y pegó tantos brincos y tan fuertes, 
que su amo lo creyó loco ; pero vió que era alegría, no 
más, por su buena suerte, no pudiendo,.ni por un 
rato, sospechar la perrada cometida por el bribón. 

No fué, para perjuicio de la moral, la última. Bas- 
ta entrar con éxito en el mal camino, para perseve- 
rar en él; y, por un tiempo perseveró Travieso, con 
la excusa, es cierto, de que sólo quería el bien de 
su pobre amo. 

De los tres caballos dejados por el finado, uno era 
bastante ligero, y en las largas conversaciones que 
tenían entre sí Salustiano y Travieso, éste acabó por 
hacer entender al muchacho que debería prepararlo 
para correr carreras. La dificultad era que para com- 
poner parejero, Salustiano no tenía ni maíz ni pas- 
to; pero Travieso le aseguró que esto no significaba 
nada y que debía arriesgarse. Tampoco tenía plata, 
pero tanto insistió el perro, que resolvió el mucha- 
cho arriesgar aunque fuera algún otro de sus ca- 


ballos. 


2 218 ES 


El día de la reunión, pudo así armar una carrera 
por treinta pesos, precio que le pusieron al manca- 
rrón ; bastante inquieto estaba Salustiano por el re- 
sultado, pero lo veía á Travieso tan contento que ya 
cobró confianza. 

Corrieron, y Salustiano venía por detrás é iba á 
perder, cuando, como flecha, cruzó la cancha Tra- 
vieso, pasándole casi entre las patas al caballo con- 
trario; y éste se asustó, no mucho, pero bastante 
para dejarse pasar y perder los treinta pesos. Bien 
hubo reclamos y discusiones, pero los rayeros habían 
apostado al caballo de Salustiano y se la dieron ga- 
nada. 

Travieso se presentó á su amo, humilde y con la 
cola escondida, como quien por picaro merece cas- 
tigo ; pero los treinta pesos que tenía en el bolsillo lo 
hicieron clemente á Salustiano y le perdonó al perro 
su travesura... provechosa. ¡ Treinta nesos! una for- 
tuna para Salustiano. Quiso ya, por supuesto, empe- 
zar á voracear y se 1ba á entrar en la pulpería, cuan- 
do Travieso saltó al hocico de su caballo que estaba 
atado al palenque, y éste, asustándose, cortó el ca- 
bestro y se mandó mudar. Los gritos, al momento, 
de «¡se va un ensillado !» avisaron á Salustiano, y 
montando en su parejero, siguió al otro que sólo 
pudo alcanzar en el palenque de su rancho. 

Ya era tarde para volver á la pulpería, y Tra- 
vieso empezó á convencer á su amo de que con su 
plata debía comprar ovejas. A Salustiano no le pare- 
ció mal pensado, y el día siguiente pudo comprar 
de un vecino casi tan pobre como él veinte ovejas 
al corte por sus treinta pesos. 

Veinte ovejas son una majada bien pequeña ; pe- 
ro Travieso salía ¿ la oración y volvía á la madruga- 


— 214 — 


da, trayendo por delante, quién sabe de dónde, pun- 
titas de ovejas que iba juntando con.las veinte fun- 
dadoras. ? | 

Salustiano era muchacho honrado y trataba de 
averiguar de quiénes eran esos animales ; pero todos 
eran de señales desconocidas en el pago y á la fuerza 
se tenía que quedar con ellos, pues nadie venía á re- 
clamarlos, y ningún vecino tenía derecho á quitárse- 
los. Lo retó muy fuerte á Travieso, y el perra ¿on 
aire de arrepentido, los ojos llenos de remordimizn- 
to, achatado en el suelo, escuchaba compungido ; ls 
ro siempre trala ovejas y Salustiano nunca llegó á 
pegarle, porque le parecía digno de perdón una culpa, 
aun ajena, que tanta cuenta le hacía. | 

Sólo dejó Travieso de traer ovejas cuando la ma- 
jada de su amo hubo alcanzado á quinientas cabezas, 
y desde entonces pargció que, sin renunciar á ser vi- 
vo, empleara su ingenio en obras más lícitas, imi- 
tando en esto á muchos amos de perros que sólo em- 
piezan á criar conciencia cuando tienen los bolsillos 
llenos y la vida asegurada. 

Hasta le dió á Salustiano una lección de moral... 
provechosa, como siempre, por supuesto. Este había 
encontrado en el campo un soberbio cuchillo con' puño 
y vaina de plata, y por la marca que llevaba conoció 
que era de un vecino, hombre rico y generoso. Asi- 
mismo, la tentación era tan fuerte que se lo iba á 
guardar. Travieso, cuando se lo enseñó, en vez de 
menear la cola y de saltar y revolcarse, como hacía 
cada vez que á su amo le tocaba alguna suerte, se 
puso triste, triste, y al ver que Salustiano se ponía 
el cuchillo en la cintura como cosa propia, empezó 
á aullar lamentablemente. Salustiano comprendió que 
algo mal hacía y se sacó del cinto el cuchillo, y vien- 


— 215 — 


do que entonces el perro, bailando, lo llevaba en 
dirección al caballo, montó, y siguió á Travieso, 
quien en derechura, lo llevó á la estancia del dueño 
del cuchillo. Allí el muchacho preguntó por éste y le 
hizo entrega de la prenda. 

. Él cuchillo era un recuerdo de familia ; andaba 
desesperado el hombre por haberlo perdido, y des- 
pués de abrazar con emoción á Salustiano, le regaló 
diez veces. el valor del cuchillo, felicitándolo por su 
honradez y ofreciéndosele para lo que se le pudiera 
ocurrir, lo que más que todo valía, pues, para el po- 
bre, la protección del poderoso es gran abrigo, por 
lo menos mientras que—sin querer,—no lo aplasta. 

Ya se iba Salustiano, cuando lo volvió á llamar el 
estanciero. Éra para pedirle un servicio; pero con 
remuneración. Le explicó que todas las noches una 
bandada de perros cimarrones venía al corral de su 
majada y le mataban una cantidad de ovejas, y que 
si él, con algunos compañeros, podía cazar esos pe- 
rros, le pagaría cinco pesos por cabeza. 

Salustiano, de cúmplido, contestó que trataría 
de ver, que hablaría con algunos, pero en verdad no 
sabía ni cómo hubiera podido cazar perros, de noche, 
ni con quién, y se fué, sin pensar siquiera. en seme- 
jante chanza. Pero Travieso, al oir las explicaciones 
del estanciero, pensó que algo había que hacer, y 
dejando que se fuese solo su amo, revisó con cuidado 
los alrededores de la estancia. Encontró detrás del co- 
rral un gran pozo cuadrado ; era un jagijel empezado 
cuando la última sequía y dejado sin concluir ; no ha- 
bía llegado al agua, pero tenía asimismo unos cuatro 
metros de hondo. 

Travieso, con la diplomacia del caso, empezó ú 
hacer relación con los perros cimarrones, y hasta les 


— 216 — 


ayudó en algunas de sus fechorías con tanto tino 
que todos le fueron cobrando plena confianza. 

Juntándolos entonces un día todos, les dijo que 
si querían seguir sus indicaciones, iban, en una sola 
noche, á llevarse toda la majada en un sitio donde la 
tendrían á su disposición para cuando quisieran. Los 
cimarrones aceptaron y se dieron cita para la noche. 

A medida que iban llegando, Travieso los llevaba 
al jagiiel, haciéndoles saltar en el pozo y recomen- 
dándoles el silencio más completo. Cuando estuvie- 
ron todos, les dijo que todavía tenía algo que pre- 
parar y que se quedasen quietos hasta su vuelta. Co- 
rriendo, fué á despertar á Salustiano, le hizo levan- 
tar, ensillar y venir, y lo llevó á la estancia ; allí 
despertaron al dueño de casa y fueron los tres al 
jagúel, donde empezaban algunos perros á aullar de 
impaciencia y de inquietud. El estanciero, cuando vió 
así presos ciento y tantos de sus enemigos, felicitó á 
Salustiano por su habilidad y le pagó en seguida el 
premio prometido. 

Como Travieso andaba siempre por el campo, ol- 
fateando, divisando y pispando, nada se le escapaba, 
y poco á poco, de uno á uno fué juntando con las 
cuatro yeguas de su amo una cantidad de potrillos v 
potrancas orejanos que ya no segulan madre y que, 
por un motivo ú otro, habían ,escapado á la hierra. 
No dejó de encontrar también algunos terneros y 
vaquillonas en las mismas condiciones, y si no los 
podía arrear solo, Salustiano, avisado por él, lo ha- 
cía sin gran trabajo. 

En sus correrías encontró también una vez por 
una gran casualidad una estaca plantada, que apenas 
sobresalía del suelo ; buscó á todos vientos si no ha- 
bía otras, hallando así tres ó cuatro. No sabía lo que 


— 217 — 


era, pero supuso, con razón, que de algo debían de 
servir y las enseñó á su amo. Y efectivamente, vino 
una vez un agrimensor que no pudiendo dar con 
unos mojones que andaba buscando, consultó á Sa- 
lustiano, quien lo llevó á ellos derechito ; y el agri- 
mensor lo tomó de capataz haciéndole ganar una 
punta de pesos durante más de un mes que duró su 
trabajo. 

Por el arroyo en cuya costa estaba la habitación 
de Salustiano, cruzaban á menudo arreos grandes 
de ovejas que llevaban para fuera, y, muchas veces, 
era un trabajo infernal el conseguir hacerlas pasar. 
Salustiano y Travieso miraban con toda tranquilidad 
los esfuerzos que hacía la gente, lidiando ¿ veces ho- 
ras enteras para hacer puntear sus ovejas entre el 
agua ; hasta que á Travieso se le ocurrió un día, des- 
pués que se hablan cansado ya los peones de un 
arreo, cortar una puntita de las ovejas de Salustiano 
que estaban del otro lado del arroyo y traerla hasta 
la orilla, quedándose él bien escondido entre las pa- 
jas. Las ovejas así cortadas y detenidas por él en su 
sitio, balaban, y cuando las del arreo las vieron y las 
oyeron, se vinieron todas, como chorro, y pasó todo 
el arreo. El capataz no pudo menos de pagarle á 
Salustiano una buena propina y desde este día, toda 
majada que pretendía cruzar el arroyo aprovechaba 
con gusto, aunque pagando, la baquía de Travieso y 
de su señuelo, perfectamente adiestrado ya, por lo 
demás. | 

Salustiano, gracias á las vivezas de su perrito Tra- 
vieso, se encontraba en holgada situación ; pero á 
medida que él se iba haciendo hombre, el pobre Tra- 
vieso se iba haciendo viejo. Tenía ya catorce años 
y bien sentía cercano su fin. No quería dejar á su 


— 218 — 


amo solo, y su última hazaña fué de encontrarle 
una compañera buena que le hiciese la vida feliz. En 
un baile de familia á que habían convidado 4 Salus- 
tiano, le indicó Travieso la muchacha con quien se 
debía casar, haciéndola tantas caricias que todos se 
fijaron en ella, y más Salustiano, acostumbrado á 
comprender y á obedecer lo que sabía ser consejos 
de su fiel amigo. También los siguió en esta oca- 
sión ; y algún tiempo después, murió tranquilo el 
perro barcino, llorado de Salustiano y de su mujer 
cuya suerte había sido tan bien asegurada por él, 


— 219 — 


LAS BOTAS DE POTRO 


Una gran tropa de yeguas que marchaba para 
el saladero había pasado la noche cerca del puesto ; 
y el puestero había aygasajado lo mejor posible en su 
pobre rancho al capataz y á sus hombres. Por eso, 
el día siguiente, en momentos de poner otra vez en 
movimiento el arreo, el capataz había regalado á Aga- 
pito, hijo de su huésped, un lindo potrillo de pocos 
días, destinado, de todos modos, á quedar guacho, ya' 
que pronto la madre iba á ser sacrificada. 

Agapito se quería morir de alegría y de orgullo. 
Era toda una felicidad para el muchacho tener un 
potrillo de él, y lo cuidó con todo esmero, privándose, 
muchas veces, de su escasa ración de leche para dár- 
sela. El potrillo lo seguía á todas partes ; dormia en 
la misma puerta del rancho, y lo acompañaba tro- 
tando, cuando iba á repuntar la majada. 

Pero con el invierno, faltó la leche, y el pobre 
animalito se empezó á atrasar. El frío acabó de ani- 
quilarlo, y en pocos días, 4 pesar de los cuidados de 
Agapito, se debilitó y languideció de tal modo que 
pronto no hubo remedio... 

Desconsolado, asistía el niño á los últimos mo- 
mentos de su compañero querido, arrodillado cerca de 
él y sosteniéndole la cabeza, cuando oyó que el po- 
trillo le decía : 

—lDe mi cuero sacarás un par de botas, y mien- 


— 220 — 


tras las lleves, no podrán contigo ni los mismos ba- 
guales de Mandinga. 

Si semejante cosa le hubiese pasado con cual- 
quier otro animal, seguramente Agapito hubiera dis- 
parado despavorido para las casas ; pero, para él, el 
potrillo era casi una persona y no extrañó que le 
hablara. 

Cuando, un rato después, murió el potrillo, no 
pudo menos el muchacho de soltar el llanto. Vino el 
padre ; lo consoló, y sin saber nada de lo que al morir 
había dicho el animal, cortó de los garrones un lin- 
do par de botas para Agapito. 

Así que éste las tuvo en su poder, aunque sólo 
fuera muchacho de unos doce años, se mostró impa- 
ciente de empezar á probar sus virtudes, y como el 
padre tenía en su manada algunos potros, le pidió 
que le dejase domar algunos. El padre, por supues- 
to, se burló de semejante pretensión y le aconsejó 
siguiese domando el petizo viejo y repuntando la ma- 
jada. 

Agapito no quería soltar su secreto y no insis- 
tió, pero un día que la manada estaba entrando en 
el corral, pialó él solo un potro de los más gran- 
des, fuera de la tranquera y lo volteó, en un abrir 
y cerrar de ojos. Todos lo aplaudieron, menos el 
padre, que le dió un buen reto, diciéndole que á los 
potros había que dejarlos tranquilos. Pero no ha- 
bía acabado de rezongar, cuando Agapito ya estaba 
sentado en pelo en el animal sujetándolo con un 
bocado que en un momento le había atado en los 
asientos. Y lo más lindo era que no había maneado 
el potro, que nadie se lo había tenido, que ningún 
peón lo apadrinaba y que el animal era del todo chú- 
caro, sin haber sido nunca palenqueado siquiera, 


AS 


El padre de Agapito y todos los presentes que- 
daban pasmados, mirando al muchacho guapo, quien, 
pegado en el potro 'como tábano, le daba con las 
riendas los tirones de estilo, castigándolo con el re- 
benque lo más fuerte que le permitía su pequeño 
vigor infantil y encerrando entre sus nerviosas pier- 
necitas, calzadas con las botas de potro, las costillas 
sudorosas. El animal corcoveó con furor, pero sin 
resultado ; saltó, brincó, se encabritó, y acabó por 
salir disparando por el campo, como si lo hubieran 
corrido. Agapito lo dejó correr á su gusto, empezan- 
do á sujetarlo despacio cuando vió que se podría can- 
sar; y cuando llegó, vencedor y radiante de gozo, al 
corral, para soltar con la yeguada el potro, ya redo- 
món, su padre lo abrazó con lágrimas-de alegría, ase- 
gurando que con semejante jinete no podrían «ni los 
mismos potros de Mandinga.» 

Agapito, desde entonces, siguió domando todos 
los animales que se le presentaban, ganándose en 
las estancias un dineral para un muchacho de tan 
poca edad. No había establecimiento que no lo man- 
dase llamar, y nunca faltaba algún potro «reser- 
vado» para poner á prueba su capacidad de domador. 

Y su fama iba creciendo, y no había rancho ni es- 
tancia donde no se ponderase la habilidad de Agapi- 
to, concordando todos en afirmar que «ni los potros 
de Mandinga» padrían con él, pasando así tres ó cua- 
tro años, durante los cuales Agapito extendió sin 
- cesar el radio de sus trabajos y el creciente rumor de 
su fama. 

Un día, llegó al rancho del padre un gaucho des- 
conocido en el pago, arreando una soberbia tropilla 
de obscuros tapados, con una yegua blanca, de ma- 
drina. Venía de chasque, trayendo para Agapito una 


— 222 — 


carta muy atenta; la firma era ilegible, pero asegu- 
ró el portador que procedía de un estanciero rico 
cuyo establecimiento estaba situado muy lejos; y 
como en la carta le decían ¿ Agapito que podía apro- 
vechar para venir la misma tropilla que traía el 
«hombre, que había en la estancia muchísimos po- 
tros que domar y que no se quería más domador que 
él, no tenía motivo para negarse á ir. El padre le 
aconsejaba no ir, diciéndole que podía ser alguna 
trampa ; pero ¡ vaya uno á detener á un joven á quien 
se ofrece la ocasión de ver cosas nuevas! Y Agapito, 
calzado con sus botas de potro, que á medida que cre- 
cía se estiraban, bien empilchado, por lo demás, y 
armado de un buen recado, de confortables ponchos 
y fuertes huascas, emprendió viaje con el gaucho de 
la tropilla de Obscuros. 

Nunca había salido de sus pagos ;' y lo que más 
deseaba era ir lejos, ver campo nuevo y gente des- : 
conocida ; y quedó muy bien servido, pues cada día 
galopaban desde la madrugada hasta la noche, cruzan- 
do campos de todas clases, pajonales y cañadones, 
médanos y montes, lomas y bajos, campos feos y 
campos buenos, de pasto tierno y de pasto fuerte, y 
duró el viaje tantos días que, después, Agapito nunca 
pudo acordarse cuántos. 

El gaucho se mostraba muy atento; pero los 
datos que de él pudo sacar Agapito sobre la estancia 
y su patrón eran sumamente vagos. 

Lo que sí, le pareció admirable la tropilla de 
obscuros, pues cuando llegaron—un día, por fin, ]le- 
garon,—no había aflojado, ni siquiera se había man- 
cado un solo animal. 

Lo llevaron en seguida á presencia del amo. 

Si Agapito hubiera sido menos inocente, al ver 


— 223 — 


esa cara tan caracteristica, de nariz tan curva, de 
barba tan puntiaguda, de ojos tan relucientes ; al ver, 
sobre todo, los pies tan delgados del hombre, hubiera 
pensado, seguramente, que no podía ser otro el 'per- 
sonaje, que el mismo Mandinga en persona; pero 
ni siquiera se le había ocurrido, cuando le dijo éste : 

—$Su fama de domador ha llegado hasta mí; he 
sabido que todos aseguran que ni los potros de Man- 
dinga podrían con usted y he querido yo, Mandinga, 
su servidor—agregó, medio burlón,—saber si era cier- 
to. Tengo muchos potros por domar y se los voy á 
confiar. Son un poco ariscos—dijo con maliciosa son- 
risa, —pero para usted han de ser como corderos. ¿Se 
anima ? 

—$Si, señor—dijo sin inmutarse Agapito. ad 
zaré cuando usted guste. 

—Buen muchacho—susurró Mandinga ; y orde- 
nó :—¡ Que traigan la manada ! 

Los potros que, por parecerles indomables, lla- 
man los estancieros reservados, son mancarrones 
mansos al lado de los animales que mandó entregar 
Mandinga á Agapito ; pero tampoco era el muchacho 
de las botas de potro un domador cualquiera, y cuan- 
do vió llegar, haciendo sonar la tierra en estrepitoso 
galope, los mil potros y baguales que había hecho 
juntar Mandinga en su honor, ni siquiera pestañeó. 

Habría costado un trabajo enorme el encierro de 
estos animales sin la presencia de Agapito ; pero con 
sólo revolear el poncho, los hizo el muchacho amon- 
tonar en la puerta del corral, atropellando para en- 
trar. 

Mandinga no pudo dudar de que Agapito buviera 
algún secreto para que con él no pudieran ni los 
potros de su cría, pero bien sabía que de vez en 


“— 224 — 


cuando le salían competidores, y no por esto se dis- 
gustó, pues el muchacho le había caído en gracia ; 
además, había que verlo domar. 

Pronto se pudo ver, pues en seguida empezó. 

Le preguntó Mandinga cuántos peones necesl- 
taba. 

—Ninguno—dijo Agapito. Yo solo me manejo. 
Enlazo, enfreno y ensillo. 

—Pero, ¿y para manear? 

—No maneo. 

—¿ Para palenquear ? 

-—No palenqueo. 

—¿Y el apadrinador ? 

—¿Para qué ?—contestó desdeñosamente Agapito. 

Mandinga no insistió, pero á pesar de ser él quien 
es, quedó medio sorprendido. 

Entró en el corral el muchacho con el lazo listo. 
Al verle, remolinaron los potros, huyendo todos ate- 
morizados ; revoleó un rato el lazo y pialó con mano 
certera uno de los más lindos y más vigorosos anima- 
les. Lo volteó de un tirón, en la misma puerta, y en 
un momento, estuvo encima del animal enfrenado, 
antes de que nadie hubiera podido siquiera hacer un 
gesto de ayuda. 

Como bien se puede suponer, la defensa del po- 
tro fué terrible. Corcoveó, saltando en sus cuatro 
pies, tiesos como postes de ñandubay, veinte veces 
seguidas, elevándose hasta un: metro del suelo y de- 
jándose caer de golpe ; se encabritó, se revolcó, hizo 
- por fin, pero decuplicados, todos los movimientos más 
irresistibles del potro que, por primera vez, lucha 
contra el hombre. No pudo con Agapito, á pesar: de 
ser de Mandinga, y volvió al palenque, después del 


— 225 — 


primer galope, mansito como mancarrón de cuidar 
ovejas. 

Y, en seguida, Agapito agarró otro, y otro, y 
otro ; enlazando, enfrenando y ensillando, solito, en 
presencia de Mandinga y de toda su gente, cansada 
ya de mirar antes que él lo estuviese de domar. Y 
montaba, domaba, daba el golpe, soltaba el animal 
vencido ; y sin dar señales de cansancio, volvía á ha- 
cer la prueba con el siguiente. Veinte, treinta ani- 
males le pasaban así por las manos, cada día, y todos 
luchaban desesperadamente para voltearlo, sin poder 
despegar de sus flancos agitados las botas de potro del 
invencible domador. 

Iba ya mermando la emoción, cuando, una ma- 
ñana, cayó el lazo del muchacho sobre un soberbio 
animal, ya de cinco años por lo menos, de gran ta- 
maño y de notable aspecto. Arisco como verdadero 
bagual, había esquivado el lazo hasta entonces, 
pesar de las ganas que parecía tenerle Agapito; y 
cuando cayó, volteado de un pial, corrió un murmu- 
llo de expectante atención. Es que ese animal tenía 
su historia : tres veces lo había dado, solapadamentc, 
Mandinga á domar, á gauchos á quienes quería cas- 
tigar ó simplemente probar, y los tres, aunque fuc- 
ran todos grandes jinetes y muy experimentados do- 
madores, habían perdido la vida en la prueba. Mu- 
chos de los presentes lo sabían y pronto lo supieron 
todos, menos Agapito, por supuesto. ¿Quién se hn- 
biera atrevido á divulgárselo en presencia de Man- 
dinga ? 

Este se había puesto más serio que nunca, y, las 
facciones contraídas, observaba todo con su mirada 
intensa y penetrante. 

El potro no le dió á Agapito mayor trabajo quo 

LAS VELADAS.—15 


— 226 — 


los demás, al principio, y salió caminando casi como 
si hubiera sido manso ; pero de repente, dió tantos y 
tan tremendos saltos de carnero que bien se com- 
prendía que ningún domador le hubiese "podido re- 
sisbir. Se encabritaba hasta ponerse parado, y de re- 
pente, ¡zás! con toda su fuerza se dejaba caer sobre 
las manos tiesas, y, sin darle tiempo al jinete de po- 
nerse en guardia, casi se ponía derecho sobre las ma- 
nos, volviendo á caer del mismo modo y á endere- 
zarse sin cesar, horas seguidas, como si no sintiera 
los rebencazos ni el cansancio. 

Agapito, la primera vez, bamboleó un poco en el 
recado, y todos lo creyeron perdido; pero fué sólo 
un breve momento de angustia y se afirmó en las 
caronas como si no se hubiera movido el animal. Más 
de cien veces saltó el potro antes de empezar á 
- aflojar; pero ya poco á poco se le vió cansarse, tem- 
blar y casi caerse, hasta que, levantándolo vigorosa- 
mente Agapito con toda su fuerza, lo obligó á galo- 
par. El galope fué tan rápido que no podian casi 
distinguirse las formas del animal y del jinete ; pero 
fué corto, pues ya no podía más el bagual y pronto 
volvió, hecho redomón, vencido. 

Y todos presenciaron, admirados y emocionados, 
un espectáculo que nunca se había creido posible : 
Mandinga se acercó á Agapito, después que hubo és- 
te largado el potro, y abrazándolo, le dió su reben- 
que—un rebenque muy sencillo, ¡por lo demás, de ca- 
bo de hierro forrado en cuero,—diciéndole : 

No sé, ni quiero saber quién te ha dado el poder 
que bienes ; pero no puede ser contrario mío, y aquel 
con quien «no pueden los potros de Mandinga» me- 
rece sacar de sus habilidades consideración y prove- 


an 


cho. "Toma ese rebenque, amiguito, y con él conse- 
guirás ambas cosas. > 

Agapito, agradecido, pues bien se daba cuenta ca- 
bal de lo que valía el regalo, se despidió cariñosamen- 
te del que había sido su patrón durante varios días 
y emprendió el viaje de vuelta con el mismo gaucho 
de antes y la hermosa tropilla de obscuros con ma- 
drina blanca. 

A la noche, tendieron los recados al raso, des- 
pués de una frugal cena y durmieron, como se duer- 
me al reparo de las pajas, en la pampa silenciosa, 
después de largo galope, divinamente. 

Cuando despertó, Agapito vió con asombro que 
estaba á media legua escasa del rancho paterno y que 
había desaparecido su compañero, pero no así la tro- 
pilla, y que ésta llevaba la marca cuyo boleto encontró 
en el tirador, á su propio nombre. 


os 


EL REBENQUE DE AGAPITO (1) 


No cabe duda que cuando un gaucho tiene la suer- 
te de poseer á la vez—aunque sea, como era Agapito, 
casi un niño,—las botas de potro que de él hacian 
el primer domador de la República Argentina, donde 
cada paisano es un jinete ; la incansable tropilla de 
obscuros con que había vuelto de la misteriosa estan- 
cia de Mandinga, y el rebenque de cabo de hierro 
que éste le había regalado y que, según su promesa, 
le debía proporcionar consideración y provecho, puede 
mirar el porvenir sin mayor recelo. 

No conseguirá quizá, con todo esto, una gran 
fortuna, pero seguramente logrará con facilidad el pan 
de cada! día y hasta el relativo bienestar al cual pue- 
de aspirar cualquier hombre de buena conducta, en 
el rudo ambiente de la Pampa ; así discurría Agapito 
cuando llegó al rancho paterno. 

Allí lo asediaron todos á preguntas, y tuvo que 
contar su viaje, su permanencia en la estancia de 
Mandinga, la doma que había tenido que hacer, to- 
dos sus detalles, y enseñar los regalos del temible 
amo. 

Por cierto, el padre, que era conocedor, y aunque 
ya la hubiese visto antes, admiró mucho la tropilla 
de obscuros, como azabache todos, tan tapaditos, tan 
elegantes y tan fuertes, y la yegua madrina cuyo 


(1) Ver el cuento anterior Las Botas de potro. 


— 229 — 


pelo de nieve tan lindamente realzaba el conjunto ; 
pero le pareció, á pesar del boleto de marca que había 
encontrado Agapito en su tirador, algo mezquino el 
pago por tanto trabajo. Aunque le dijera Agapito que 
el verdadero pago que había recibido era el rebenque, 
difícilmente podía creer el viejo que esta prenda que, 
por dos pesos, se podía comprar en cualquier pulpe- 
ría, pudiese realmente compensar los riesgos que ha- 
bía corrido el muchacho. 

—Hijo—<decía,—yo no sé nada, sino que todo tra- 
bajo se debe pagar con plata. Nosotros, los pobres, 
necesitamos para los vicios los pesitos que podemos 
ganar, y esto de cobrar nuestro sudor en mancarrones 
y chucherías de talabartería me parece un verdadero 
engaño. 

Y rezongaba contra los ricos que á veces se apro- 
vechan de los trabajadores tontos... y de los mucha- 
chos que no saben. 

Agapito le dejaba decir, conservando la esperanza 
de que no le saldría tan mal el trato. 

Pasaron unos cuantos días durante los cuales Aga- 
pito no tuvo ocasión de lucir sus habilidades ni de 
hacer uso de sus prendas, y se arraligaba cada vez más 
en la mente del padre su primera opinión, cuando 
una tarde, llegó al puesto el capataz de una gran es- 
tancia vecina en busca de peones por día para ayu- 
dar á apartar de un rodeo de cuatro mil cabezas, qui- 
nientas vacas compradas «á rebenque» por su patrón. 
Se conchabaron el padre y el hijo, el primero á pe- 
sar de ser algo viejo, porque todos sabían que asi- 
mismo era gran enlazador y muy de á caballo, y el 
hijo, porque, á pesar de ser muchacho, todos sabían 
de qué era capaz. 

Hicieron yunta ambos para el trabajo, y apenas 


— 230 — 


hablan entrado en el rodeo, cuando les indicó el com- 
prador una vaca para apartar. El padre se acercó al 
animal para hacerlo enderezar al viento y sacarlo 
asi del rodeo ; pero la vaca parecía algo remolona y 
ya la empezaba á retar feo el viejo, cuando lo al- 
canzó Agapito. Y apenas hubo éste levantado el re- 
benque diciendo : «¡ fuera, vaca !» ésta, al trotecito, 
salió del rodeo y se fué derechito para el señuelo. 

Podía ser casualidad : hay animales mañeros y 
otros que no lo son, y quedó callado el padre de Aga- 
pito. Otra vaca les designó el patrón, y también ésta 
fué enderezando para el señuelo con sólo levantar 
Agapito su rebenque. El viejo guiñó el ojo ; ni siquie- 
ra habían tenido ellos que moverse del rodeo ; y co- 
mo en este momento trabajaba fuerte á su lado ¡una 
pareja para sacar una vaca sin poderlo conseguir, ni 
á gritos, ni á golpes, Agapito se les juntó, y haciendo 
de «gallo» alzó el rebenque y salió disparando la vaca 
tan ligero para el señuelo, que los dos gauchos que la 
estaban para sacar se quedaron mirándose, con algo 
más que sorpresa. 

Cuando, diez ó veinte veces seguidas, hubo hecho 
Agapito la misma prueba, se dió cuenta el padre de 
que la prenda regalada por Mandinga á su hijo valía 
algo más de lo que él pensaba, y, el día siguiente, 
en vez de conchabarse por día, trató por un tanto por 
cada vaca que sacasen del rodeo. El patrón, que los 
había visto trabajar, no opuso dificultad, pues bien 
comprendía que si les hacía cuenta á ellos, á él tam- 
bién le convenían peones de esa laya ; y desde enton- 
ces, cada vez que tenía que hacer algún aparte, los 
mandaba llamar. 

Lia fama de Agapito para apartar animales no tar- 
dó en extenderse y pronto igualó su fama de doma- 


— 231 — 


dor ; todos lo buscaban para hacer tropas y ganaba 
mucho dinero. 

Una vez que un resero lo había conchabado para 
apartar capones, también quedó admirado. Apenas 
en el chiquero, Agapito no hacía más que tocar con 
el rebenque el animal indicado por el comprador, y el 
capón se precipitaba hacia el portillo para entrar en 
el trascorral. 

Fin media hora hacía más el muchacho que diez 
hombres en un día; con él ya no regía para aparte 
de ovejas á elección la palabra : «3 sacar de la pata» ; 
sin más trabajo que rozarlas con el rebenque, ya se 
iban á juntar con las compañeras. 

Tanta plata con esto le llovía 4 Agapito, que pron- 
to pudo comprar un pequeño campo y poblarlo de ani- 
males. 

Pero como no le alcanzaba todavía para alambrado 
y el campo era muy bueno y poco recargado todavía, 
los vecinos abusaban y dejaban sus haciendas inter- 
narse en él. Varias veces, el padre de Agapito, que 
cuidaba la hacienda mientras su hijo trabajaba en las 
estancias con gran provecho, se quejó y amenazó, pe- 
ro no le hacían caso, hasta que un día Agapito, al 
volver de su trabajo, pegó, montado en uno de sus 
obscuros, y con el rebenque alzado, una corrida tan 
linda á una manada ajena, que no habiendo podido el 
vecino atajarla, la tuvo que campear ocho días para 
recuperarla ; y fué tan buena la lección, que ya ni 
él ni los demás se descuidaron con sus animales. 

Agapito no desdeñaba, con su tropilla de obscuros, 
llevar chasques á cualquier parte, con tal que fuese 
lejos y que valiese la pena la changa. 

Y era preciso entonces verlo galopar por lomas y 
cañadas, siempre en línea recta, saltando los alam- 


— 232 — 


brados con todos sus caballos y cortando campo hasta 
por los pantanos más fieros, sin detenerse jamás, Sl- 
no cuando había llegado ; y sin que nunca, cualquiera 
que fuese el número de leguas, ni él, ni sus caballos, 
se hubieran cansado jamás. 

Parar un rodeo de cinco mil cabezas, entre pu- 
ros fachinales, sin un grito, sin perros, era para él 
un juego, pues le bastaba tener alto el rebenque para 
que de todas partes se levantasen apurados los ani- 
males, y viniesen mansitos, en chorreras intermina- 
bles, por las senditas, hasta el rodeo. | 

Quiso saber una vez Agapito cómo le iría en un 
arreo, y se conchabó de peón con un capataz cono- 
cido que iba para los corrales con una tropa de novi- 
llos. El capataz pensaba invertir ocho días para lle- 
gar, pero el rebenque de Agapito arreaba de tal mo- 
do los animales, que en dos días estuvieron en la 
capital. | 

No había qien ni arroyo que los atajasen, y 
por poco hubieran pasado por la tablada sin pagar 
más impuesto que una exhalación, si no se hubieran 
detenido de intento para cumplir con el fisco. | 

Lo más lindo fué que llegaron, así, justito para 
aprovechar un día de poca entrada de hacienda y de 
precios altísimos, y que, si llegan como había pensa- 
do el capataz, hubiera tenido que sacrificarse la ha- 
cienda á precios tirados. Y como los novillos, á pe- 
sar de haber venido tan ligero, no habían sufrido ab- 
solutamente nada, se disputaban los estancieros y 
reseros á quién conseguiría á Agapito de capataz pa- 
ra llevar tropas, cada vez que se presentaba la oca- 
sión de aprovechar alguna alza en los corrales de 
abasto. Natural era que el muchacho hiciese pagar su 


— 288 — 


trabajo de conformidad con lo que valía, y seguía 
adelantando. 

Pronto tuvo al servicio de los estancieros que la 
quisieron pagar' otra provechosa habilidad, debida 
únicamente al misterioso poder de su rebenque : fué 
la de aquerenciar los animales recién traídos á un 
campo, con sólo pegarles un pequeño chirlo con él; 
animal así tocado, ya ni en la primavera porfiaba 
para irse, y quedaba como en alambrado, sin nece- 
sidad de rondas, de pastoreo, ni de corral. 

Tuvo también ocasión Agapito al comprar para sí 
hacienda al corte, de comprobar de qué poderosa ayu- 
da le podía ser su rebenque, pues entonces sucedía, 
aunque hubiera cortado en el montón, que, al ver el 
rebenque, se juntaban en la punta que como suya ha- 
bía designado, todos los mejores animales de la ma- 
jada ó del rodeo : puras ovejas nuevas y capones gor- 
dos ó vaquillonas por parir y novillos de venta. 

Pero dificil es tener, en este mundo, algo que 
valga, sin que se empeñen algunos envidiosos en qui- 
társelo, y más de una vez tuvo Agapito que vigilar 
de cerca sus haciendas para que no le carneasen los 
mejores animales ó no se los robasen. En su ausen- 
cla, el padre cuidaba, pero era viejo, y los cuatreros 
se aprovechaban ; hasta que, una noche, pilló Aga- 
pito cuatro gauchos muy entretenidos en arrearle si- 
gilosamente para destinos desconocidos unas doscien- 
tas ovejas. Sin hacerse sentir, atajó la tropa en la 
obscuridad, y levantando el rebenque, pegó un gri- 
to. Las ovejas se arremolinaron, enderezando en se- 
guida á todo disparar para el corral, como llevadas 
por un ventarrón, y se encontraron los cuatro matre- 
ros, hechos unos bobos, frente á frente con el mu- 
chacho. 


— 284 — 


Agapito los esperó, á pie firme, y á cada uno de 
los cuatro, antes que pudieran desnudar los cuchillos, 
pegó un solo rebencazo, lo que bastó para voltearlos 
en el suelo, donde quedaron como muertos hasta el 
día siguiente, en que vino la policía á recogerlos y á 
llevarlos presos. 

¡Oh! no le había mentido Mandinga á Agapito 
cuando le prometió que el rebenque que le regalaba 
le daría consideración y provecho, y largo sería el re- 
lato de todas las ocasiones en que lo pudo poner á 
prueba, castigando á los malos, defendiendo á los 
débiles, separando á los peleadores, evitando á mu- 
chos la desgracia de matar... ó de ser muertos en las 
reuniones de gauchos, donde beben y juegan y sacan 
4 relucir, por vanidad ó de puro gusto, los cuchillos y 
los facones. 

A muchos de ellos les causó asombro ver á seme- 
jante muchacho poner á raya con el solo rebenque á 
hombres temibles, conocidos por tales y capaces de 
matar á cualquiera. Tanto que uno de ellos, sospe- 
chando que el rebenque ése debía tener alguna pro- 
piedad secreta, trató de robárselo. ¡ Pobre de él ! el re- 
benque, solito, sin que nadie lo manejara, al parecer, 
empezó á pegarle una soba como para dejar avergon- 
zado 4 cualquier comisario celoso de sus deberes em- 
peñado en hacer confesar su crimen á algún infeliz 
inocente ; y cuando descansaba la lonja, empezaba el 
mango, cayendo, alternados, chirlos y golpes, como 
granizo después del aguacero. 

Aseguran, y debe de ser cierto, que nunca más, 
por la duda, intentó el hombre robar rebenques de 
ninguna clase. 

Más que el respeto, la admiración del gauchaje 
supo conquistar Agapito con su rebenque. 


— 235 — 


Aficionado á las carreras, había querido probar en 
la cancha alguno de los obscuros, pero nadie se había 
atrevido á hacerle carrera. Pensó entonces en probar 
corriendo con cualquier mancarrón el rebenque de 
cabo de hierro; y hasta con los caballos más inútiles 
ganaba, robando, cualquier carrera que le aceptasen, 
aunque fuera de tiro largo. Es que cuando con la 
lonja castigaba un caballo, parecía infundirle fuerza 
juvenil y sangre nueva, y todos, sin comprender có- 
mo podía ser, quedaban boquiabiertos... y pagaban. 

Años después de haber recibido de Mandinga la 
maravillosa prenda, Agapito se había vuelto padre 
de numerosa familia, y sus hijos habían salido tan 
buenos muchachos y tan bien criados, que no fal- 
taban malas lenguas para asegurar que sin el reben- 
que nunca hubieran logrado tan buenos resultados ; 
pero muy bien saben todos los que lo han cono- 
cido que era pura mentira, y que nunca había tenido, 
para educar bien á sus hijos, que apelar á semejante 
ayuda. 


— 236 — 


VIVIR COMO UN CONDE 


Don Sebastián, como tantos otros, vivía en la 
Pampa holgadamente y sin trabajar mucho, con su 
numerosa familia y sus pocos bienes. Ignorante de 
las mil necesidades con que complican su vida el hom- 
bre rico y el habitante de las ciudades, estaba muy 
conforme con lo que tenía, ni atinaba á pensar có- 
mo podría uno estar mucho mejor, en este mundo. 
Con su buena majada, su rodeíto de vacas, una bue- 
na tropilla y la manada de yeguas, nunca faltaban en 
su casa carne gorda para comer, sebo para hacer ve- 
las, un cuero para huascas, ni leña para el fuego ; y 
s1 no siempre alcanzaba la platita de la lana y de los 
cueros para saldar del todo la libreta en la pulpería, 
con vender algunos animales gordos, pronto se com- 
pletaba el importe, sin contar que con algunos días 
de trabajo en las hierras ó en los arreos, todavía po- 
día la patrona pasarse el caricho de comprar al mer- 
cachifle algún trapo ó algún cachivache, y el mismo 
don Sebastián el gusto de arriesgar algunos pesitos 
al truco, su juego favorito. Y feliz entre sus anima- 
litos que le daban poco que hacer y sus muchos hi- 
jos, sanos y fuertes, que le ayudaban en sus sencillas 
tareas, se deleitaba en contestar, cuando le pregun- 
taban cómo andaban las cosas : 

—Yo, amigo, vivo como un conde. 


— 287 — 


Un día llegó á su casa, á pie, un extranjero, obre- 
ro despedido de una estancia vecina y que andaba 
buscando trabajo. Don Sebastián le hizo entrar, lo 
convidó con el hospitalario mate, lo agasajó lo me- 
jor que pudo y conversó con él. El hombre parecía te- 
ner ideas extrañas y las expresaba con vehemencia, 
en castellano chapurrado, dejando correr sin cesar, 
del tosco envase de su jerga, el sutil veneno del odio 
y de la envidia. Y cuando don Sebastián le aseguró, 
como con todos acostumbraba, que él vivía «como un 
conde», el huésped se burló de él, haciéndole ver que, 
comparada con la de otros, su vida era miserable : 
que su casa era un pobre rancho, sin más muebles 
casi que un asador y una pava, que sus hijos andaban 
vestidos de harapos, que sus animales eran ordinarios 
y pocos, y que del campo que arrendaba lo podían 
echar cualquier día. 

No le dijo que si trabajase un poco más, podria 
fácilmente mejorar su vida y la de los suyos ; pero le 
pintó con vivos colores la felicidad de estos ricachos, 
podridos en plata, decía, que viven en palacios, ro- 
deados de mil comodidades, atendidos por una mul.- 
titud de sirvientes que se adelantan á sus menores 
deseos ; para quienes los millones son como para él 
los billetes de á diez ; que poseen toros y carneros de 
tanto precio que vale uno solo por toda su hacienda. 

—HEsto si—exclamó—<s vivir «como un conde» ; 
usted vive como un pobre, nada más. 

Después de haberse ido el extranjero, don Sebas- 
tián ya no se hubiera atrevido á decir que vivía «como 
un conde». 

Experimentó tal desprecio por los modestos bie- 
nes que hasta entonces habian sido su gloria y su di- 


— 238 — 


cha, que poco faltó para que se considerase como el 
último y el más desgraciado de los menesterosos. 

Por primera vez le pareció injusto que algunos 
tuvieran tanto y otros tan poco, y pensó que sólo los 
ricos, los que tenían millones, podían vivir «como 
condes». | 

Y no hubiera tenido consuelo si algún tiempo des- 
pués no le llega por fortuna otra visita. 

Era un gaucho elegante y ricamente vestido de 
paño negro, montado en brioso corcel enjaezado con 
puros aperos de plata y de oro. Se apeó, sin pedir lf- 
cencia, y acercándose con aire de patrón á don Se- 
bastián, le dijo : 

—Conozco tus deseos; sé que quieres ser Tico 
para vivir «como un conde», y como eres un buen 
gaucho, he resuelto hacerte el gusto. Aquí tienes— 
dijo, —tendiéndole un tirador grande lleno hasta re- 
ventar de billetes de Banco, un millón de pesos. —Dis- 
frútalo á tu antojo ; pero acuérdate de que mermará 
de cien mil pesos, cada vez que tú mismo ó algún 
miembro de tu familia reniegue por tener tanta plata. 

—¡ Pues señor !—exclamó don Sebastián,—rene- 
gar por tener mucho dinero; seríamos más que 

ZONZOS. 
| Y tomando el tirador, iba á dar al forastero las 
gracias por su generosidad, cuando vió que ya había 
desaparecido. 

La señora de don Sebastián entraba justamente 
en ese momento y frunció las narices, preguntando : 

—¿ Por qué quemaste azufre ? 

—¿ Yo?—dijo don Sebastián, ocultando la prenda 
en los dobleces del chiripá...— Ah! sí, estaba cu- 
rando un cordero de la lombriz. 

No insistió la señora, y pasó para la cocina. 


— 239 — 


Don Sebastián, sólo entonces, miró bien el tira- 
dor y vió que tenía diez bolsillos, y que cada bolsillo 
contenía cien mil pesos; y empezó á buscar en el 
cuarto un rincón á propósito para esconder este te- 
soro. Pero no encontraba sitio en ninguna parte ; los 
pocos muebles estaban llenos, los cajones no tenian 
llave, cuando, por casualidad, tenían cerradura ; col- 
garlo á la vista no se podía, por supuesto, y tanto se 
cansó de buscar, que, renegando, exclamó : 

—¡ Al diablo con la plata ! 

Y en el acto oyó un ruidito : ¡Zult!, y vió que 
uno de los bolsillos estaba vacío. 

¡ Hizo una cara!... Por fin, se consoló con pensar 
que todavía le quedaban novecientos mil pesos, con 
lo que cualquier pobre puede vivir «como un conde», 
murmuró sonriéndose. Asimismo, algo inquieto, lla- 
mó á su mujer, le enseño el tirador y se lo contó todo. 

Lia señora, en el acto, encontró en un baúl donde 
tenía sus cosas y que sólo ella abría, un excelente si- 
tio para esconder el tirador, y se sentaron para con- 
versar de lo que debían hacer con esa plata. 

Pero revolvieron entre ambos muchas ideas, sin 
poder llegar á resolver nada ; lo que á uno le gustaba 
al otro le parecía mal. 

—Comprar campo y hacienda—decía la mujer. 

—Si—contestaba don Sebastián,—y el trabajo se- 
rá para ml. 

—Vayamos á vivir en la ciudad. 

—¡ Cómo no! encerrarme en ese chiquero y co- 
mer carne cansada. 

—Confiemos la plata ¿ don José, el pulpero, y pa 
co á poco la iremos gastando. 

—$Í, para que se nos vaya con ella, el día menos 


pensado. 


— 240 — 


Y de repente, don Sebastián, que no era muy pa- 
ciente, exclamó : 

—¡ Para dolores de cabeza, no más, nos habrá 
regalado esa plata ! 

En el acto, notaron un ruidito en el baúl : ¡ Zuit! 
—y levantándose ambos, con inquietud, fueron á re- 
visar el tirador. Otro bolsillito había quedado vacio. 
¡ Se miraron con una geta!... 

—Bueno, basta—dijo don Sebastián.—Ni pensar 
ya en la plata ; de no, se nos va toda. 

Y salió, por el campo, cavilando en muchas co- 
sas : contento, naturalmente, por un lado, de tener 
semejante capital, ¡ochocientos mil pesos todavía !, 
pero desconsolado á¿ la vez, por no saber qué hacer 
con él, y poseído del miedo de perderlo todo. 

Ese temor de quedarse sin nada, tanto se iba apo- 
derando de él, que cuando, al volver á su casa, oyó 
que su mujer le pedía mil pesos para ir ál pueblito á 
comprar muchas cosas que hacían falta para la fami- 
lia, le contestó con impaciencia : 

—$Sí, gastemos, no más, que ya pronto vamos á 
quedar sin nada. 

Al oir semejante disparate, no pudo menos que 
decir la señora, con rabia : 

—Pues si porque tienes plata, te vas á volver 
avaro, mejor es no tenerla. 

En seguida se sintió, dentro del baúl, el ruidito 
que ya conocían; y pudieron, aterrados, comprobar 
que no quedaban más en el tirador que setecientos 
mil pesos. | 

Cuando llegó la noche, don Sebastián, por su- 
puesto, se negó á dormir en otra parte que cerca de 
su tesoro, pues á medida que éste disminuía, más 
precioso se volvía, y tendió su recado contra el mismo 


— 241 — 


baúl. Durmió mal ; más bien dicho, no durmió. Cual- 
quier ruido le parecia sospechoso ; las lauchas eran 
ladrones, y dos gatos enamorados le hicieron levantar 
con el facón en la mano. Iba por fin amodorrándose, 
á la, madrugada, cuando dos cachorros que jugaban 
en el patio, vinieron, persiguiéndose, á caer juntos 
contra la puerta del rancho, con un ruido que le hizo 
creer que un escuadrón de caballería la volteaba á 
pechadas. Se incorporó, asustado ; pero, conociendo 
su error, volvió ¿ acostarse, y medio dormido, dijo : 

—¡ Qué noche perra me ha hecho pasar esa mal- 
dita plata ! 

¡Zuit! hicieron en el baúl, cien mil pesos más, 
al irse del tirador. 

Don Sebastián se arrancó un mechón de cabe- 
llos, mandó traer su tropilla, y con el tirador en la 
cintura, se fué para la ciudad. Quería depositar en 
el Banco de la Nación los seiscientos mil pesos que 
todavía le quedaban para no pensar ya en ellos sino 
con toda calma y tranquilidad. 

Pero el pobre no sabía nada de la ciudad ; nunca 
había oído hablar de esas aves de rapiña que les to- 
man el olor 4 los pesos de los campesinos despreve- 
nidos, á través de los bolsillos, como los chimangos á 
la osamenta escondida entre las pajas ; y antes de ha- 
ber llegado á la fonda, ya había comprado, tirado— 
por mil pesos—el premio mayor de la última lotería, 
en un billete adulterado ; le habían sacado del bolsillo 
del saco la cartera con otros mil, y le habían vendido 
por doscientos pesos un magnífico reloj de cinco cin- 
cuenta, bien pagado. 

Y cuando conoció su candidez, renegó de tal mo- 
do, no contra sí mismo, por supuesto, sino contra ese 
dinero que á nadie, al fin, había pedido y que, de se- 


LAS VELADAS.—16 


— 292 — 


guir asi, lo volvería loco, que no tardó en oir el ¡ Zuit! 
acostumbrado. 

—¡ Adiós mi plata ! —dijo—ya no me quedan más 
que quinientos mil. A ese paso, pronto me quedo 
como antes. 

- Pero en este momento se le acercó un señor muy 
decente que le ofreció sus servicios para el caso que 
tuviera algunos fondos disponibles que colocar en 
valores que le darían una buena renta, sin trabajo. 

Don Sebastián esta vez, se dió por salvado y le 
dijo que efectivamente tenía para colocar así, en co- 
sas que no le diesen trabajo y le permitiesen darse 
buena vida—no se atrevió á decir : de vivir «como un 
conde», —unos doscientos mil pesos. 

El corredor—por tal se daba,—disimulando su 
inmenso júbilo, salió en seguida y no tardó en vol- 
ver con otro que traía un gran atado de cédulas hipo- 
tecarias de la provincia de Buenos Aires, y explicán- 
dole á don Sebastián que cada una valía cien pesos 
y le daría, sin que se moviera, ocho pesos por año, 
le entregó, en cambio de sus doscientos mil pesos, 
dos mil papeles con figuritas. 

Convencido.don Sebastián, de haber dado con el 
clavo—como efectivamente, sin que lo supiese, le ha- 
bía acontecido,—se fué á comer, pensando en com 
prar más de esas «cédulas boticarias», como ya las 
llamaba, tan cómodas para vivir sin hacer nada. 

Tuvo de vecino, en la mesa de la fonda, á un 
buen vasco que también había venido del campo para 
sus negocios y entablaron conversación. Se le ocurrió 
4 don Sebastián preguntar al compañero lo que haría 
si tuviese dinero que emplear. 

—Hombre—le dijo el vasco, —comprar ovejas. 

-—¿ Y si tuviese mucho dinero? 


— 243 — 


—Comprar más ovejas —dijo el vasco. 

—¿ Pero si tuviese más todavía ? 

—-Entonces ya, comprar campo. 

-—Y de estas cosas, ¿no compraría ?-—le preguntó, 
enseñándole las cédulas. 

El vasco sabía lo que eran esos papeles y echó á 
reir. Pero don Sebastián, inquieto, insistió y quiso 
saber la verdad ; el vasco se la explicó ; le dijo que 
sus doscientos mil pesos podían valer treinta mil, 
y que no debía, antes de muchos años, contar con 
renta alguna. 

Se sulfuró don Sebastián, y mandó á los mil de- 
monios al corredor ese que le” había engañado, y la 
plata, que más trabajo y más rabietas le había dudo 
que provecho... y ¡Zuit! hizo el tirador, vaciándose 
otro de los bolsillos. 

— Mejor !—exclamó don Sebastián,—; andate to- 
da al diablo! ¡ plata zonza ! 

Y obedeciéndole, cien mil pesos más se le fue- 
ron... 

Don Sebastián, esta vez, se sosegó. Tanteó, an- 
sioso, el tirador y se dió cuenta de que ya uno solo 
de los bolsillos contenía todavía algo. Eran los úl- 
timos cien mil pesos del millón que tan generosa- 
mente le regalara el forastero, pero algo mermados 
por los cuentos del tío que había sufrido. 

Pensó que si con semejante cantidad todavía se 
podía hacer algo, ya era tiempo de seguir el consejo 
del vasco y de comprar campo y ovejas, que era, al 
fin y al cabo, lo único de que entendía. El vasco era 
honrado y conocía la ciudad ; le facilitó la venta de 
sus cédulas y lo acompañó hasta su salida para el 
campo, evitándole otros tropiezos y trampas, 


a O as 


Don Sebastián regresó á su casa con un entre- 
vero formidable de ideas nuevas en la cabeza. 

El pobre nunca había tenido mucha ocasión de 
tomarse el trabajo de pensar y no dejó de encontrar 
algo difícil la cosa ; pero tenía cierta viveza natural, 
como cualquier gaucho, y no tardó en vislumbrar 
unas cuantas verdades que, antes, le habrían parecido 
mentiras. | 

Sabía ya, por ejemplo, que es más trabajoso de 
lo que á primera vista parece, emplear de modo sen- 
sato mucho dinero ; que una suerte por demás ines- 
perada puede traer consigo en la vida más trastor- 
nos que gozos ; y que, aunque sea menos penoso, lo 
mismo tiene el hombre que acostumbrarse á la bue- 
na fortuna como á la mala. 

Al ver la prudencia y la vigilancia continua que 
requiere la sola conservación de los bienes, adquiri- 
dos, á veces, sin esfuerzo, dejó de tener envidia á los 
ricos ; y volvió á apreciar en su justo valor lo que po- 
seía, comprendiendo que con lo que uno tiene. siem- 
pre puede ser feliz, si á ello limita sus deseos. 

Cuando llegó á su casa, tenía ya calculado lo que 
iba á hacer con lo que le quedaba ; empezó por dar á 
su señora los mil pesos que antes le había pedido, 
ofreciéndole más, si necesitaba, diciéndole que ya se 
había curado de la codicia y que debían hacer como 
antes : gastar en proporción de lo que tenían, sin de- 
rroche, ni avaricia. 

Despuúés, con toda franqueza, le confesó las bar- 
baridades que, en su ignorancia, había cometido ; los 
dolores de cabeza que le había valido el regalo del fo- 
rastero ; sus reniegos injustos contra el dinero y el 
castigo de ellos. | 

Ahora se había vuelto juicioso: no tardó en en- 


— 245 — 


contrar, por una parte de lo que le habian dejado sus 
numerosas chapetonadas, un buen retazo de campo, 
y lo fué poblando con haciendas bien elegidas y com- 
pradas con cuidado. 

Todo esto, por supuesto, no se hizo sin trabajo. 
Tuvo que andar mucho, galopar días enteros, arrear 
tropas, pasar días y noches á la intemperie, rondar, 
cuidar, vigilar, lidiar con peones y animales ; y, mon- 
tada la estancia, tuvo mucho trabajo para dirigirla, 
muchísimo más trabajo que lo que había tenido ja- 
más, en otros tiempos, con su majada única, su rodeí- 
to de tamberas y su manada, cuando vivía, indolente 
y feliz, sin necesidades y sin plata, «como un conde». 


== DAD «L= 


QUIEN SUEÑA, VIVE 


A Florentino, lo mismo que 4 muchos otros, le 
parecía que el hombre debería estar en la tierra úni- 
camente para gozar de la vida, sin necesidad de pa- 
sar tantos malos ratos : sufrir golpes, andar enfermo, 
tiritar de frío ó sofocarse de calor, pasar hambre 6 
quedar á pie, estar sin un peso para las carreras, ó 
sin colocación y con el poncho empeñado, y muchas 
otras cosas que hacen de la vida un infierno. 

Bien tenía, sin embargo, que soportar, á la fuer- 
za, todo esto y algo más, á veces, y como no poseía 
más que su tropilla y sus pilchas, renegaba de la 
suerte que le había hecho nacer de un pobre gaucho 
incapaz de juntar tantos pesos como tenía de hijos y 
que lo había largado á que se ganase solo la vida, 
cuando apenas tenía doce años. 

El muchacho no era de los peores : era diestro y 
bien mandado, y á los veinte años que tenía, ya ha- 
bía trabajado mucho, en todos los ramos de su oficio : 
había arreado tropas de ganado y esquilado miles de 
ovejas ; había ayudado en cien hierras ; había doma- 
do potros y pastoreado rodeos; hasta habia hecho 
trabajos de á pie, amontonando pasto y haciendo par- 
vas en los alfalfares, y también había probado, por 
una temporada, el oficio de carrero. 

Siempre se había ganado la vida, y no se hubiera 
podido quejar de la suerte, si hubiese sabido conten- 
tarse con lo que cala y dejarse de desear lo que no 
podía conseguir. Pero, durante las largas horas del 
arreo lento, ó del pastoreo paciente, dormitando al 
duro mecer del tranco, bajo el sol ardiente, ó recosta- 


== YA o 


do, de noche, en el pasto húmedo, con el cabestro en 
la mano, listo para repuntar, pensaba que bien feliz 
era el dueño de la hacienda que, sin tomarse tra- 
bajo, podía tranquilamente descansar en su cama, 
hasta que le llegasen los pesos. 

¿Por qué no sería él mismo dueño de todos los 
potros que domaba, y de los terneros que herraba, 
y de las ovejas que esquilaba y de los potreros in- 
mensos que recorría, al rayo del sol? Y también le 
hubiera gustado ser el patrón de los carros, en vez 
de tener, por un'mezquino sueldo, que andar allí 
metido, arriba, con las riendas en la mano, corrien- 
do el riesgo de caerse, veinte veces al día. 

No era precisamente envidioso ; no deseaba quitar 
á algún otro sus bienes, para aprovecharlos él ; tampo- 
co aspiraba á ser más que los otros, pero hubiera 
querido poseer, porque poseer le parecía la única 
fuente de la felicidad. 

Resolvió ir á consultar á un tío viejo suyo, her- 
mano mayor de su madre, del cual, ésta, muchas ve- 
ces, le había dicho que era un poco brujo y hacía 
cosas extraordinarias; cuando quería. 

Según los datos que le dió, vivía muy lejos, en los 
campos de afuera, en un toldo perdido entre las pa- 
jas, solita su alma y, al parecer, sin recursos, dd 
aseguraba ella, rico, por su arte. 

Después de muchos días de viaje, á tientas por la 
pampa, indagando en todas partes, como quien cam- 
pea una tropilla robada, y cuando ya desesperando 
de encontrarlo, Florentino se iba á volver para sus 
pagos, de repente dió con un ranchito que casi le 
pareció haber brotado del suelo, pues de ninguna 
parte lo había divisado todavía. 

Sentado en una cabeza de vaca, estaba ahí, ceban- 


— 248 — 


do mate, un gaucho viejo, de luenga barba blanca, 
vestido como cualquier paisano pobre, y rodeado de 
unos cuantos galgos. Al llamado de Florentino, con- 
testó con benévola invitación á que se apeara, y con- 
vidó al joven á desensillar y á hacer noche en su 
humilde morada. 

Entre dos mates, le preguntó Florentino si co- 
nocía á su tío; y el viejo le contestó que sí; y tam- 
bién si vivía lejos de allí. 

—Cerquita—le dijo el viejo, sonriéndose, y em- 
pezó á hacerle, á su vez, preguntas tan precisas sobre 
los diversos miembros de su familia, que, bien pron- 
to, no pudo tener duda alguna el joven de haber 
dado, por misteriosa casualidad, con el mismo tío á 
quien buscaba ; pero, viéndolo tan pobre, tan des- 
provisto de todo, también pensó que de poca ayuda 
le iba á ser. 

Asimismo le confesó que, si de tan lejos había ve- 
nido en busca de él, era porque había oído contar 
muchas maravillas de su ciencia y de su poder y que, 
cansado de llevar vida de pobre, había pensado que le 
podría indicar algún medio de vivir dichoso. 

—Y no te has de ir, muchacho, sin que te lo haya 
dado—le contestó el viejo. 

Florentino, al oir esto, y aunque pensara que, sl 
realmente su tío tuviera el poder de crear las rique- 
zas que á él le parecian indispensables para ser fe- 
liz, hubiera debido empezar por hacerse rico á sí 
' mismo, se fué á dormir con el corazón lleno de es- 
peranzas. 

Pero, cuando á la mádrugada del día siguiente, 
el tío le propuso acompañarlo con la tropilla á una 
estancia vecina, donde iban á tuzar yeguas y donde 
podrían, dijo, ayudando, ganar un buen sueldo, co- 


- 


— 249 — 


mo peones por día, Florentino se quedó aturdido, y 
lo miró con tanta admiración que no pudo menos, 
el viejo, que echarse á reir. 

—¿ Y qué hay en esto?—le dijo.—¿Te parece ex- 
traño que quiera ganar algunos pesos para los vicios? 
Te prometí hacerte vivir dichoso, pero no sin tra- 
bajar. 

Florentino se sometió y ensilló, pero pensaba que 
ese tío viejo no debía de ser muy brujo, y sentía 
haber hecho tanto viaje para quedar en la misma. 

Trabajaron todo el día ; comieron con los demás peo- 
- nes, un buen asado ; recibieron, cada uno, tres pe- 
sos y volvieron al rancho. 

Antes de acostarse, el viejo sacó de su recado una 
matra de lana, de las que fabrican los santiagueños, 
y dándosela al muchacho, le dijo : 

——Bueno, Florentino; trabajaste mucho hoy y 
debes de tener ganas de dormir: anda y tiende tu 
recado donde te parezca mejor, en la pieza ó afuera, 
y para que sea más blanda la cama, agrégale esa 
matra. 

Y dándole las buenas noches, se fué él también á 
dormir. 

Florentino hizo como se lo había mandado su tío, 
y puso la matra que éste le había regalado entre las 
demás prendas de su recado. Se durmió, y bien pron- 
to, pues estaba cansado de veras por el trabajo fuerte 
que había hecho en ese día, enlazando primero de á 
caballo las yeguas, durante toda la mañana, y traba- 
jando de á pie, para cambiar, y dejar descansar sus 
caballos, durante toda la tarde. 

Dormía profundamente, cuando le pareció que lo 
llamaba su tío, v disparando, se levantó y fué. 

Encontró al viejo en el patio : estaba desconocido ; 


— 250 — 


muy bien vestido, tomaba de manos de un capataz, 
que respetuosamente se lo ofrecía, el cabestro de un 
soberbio caballo ricamente enjaezado. 

—Mira, Florentino—le dijo al joven ;—toma del 
palenque ese zaino malacara que hice ensillar para 
ti, y vamos hasta el corral á ver cerdear tus yeguas. 

Florentino oyó ese «tus yeguas» sin chistar y 
montando en el zaino malacara, se fué á juntar con 
su tío. Caminando, se dió cuenta de que él también 
iba muy bien vestido y montado en un caballo de 
valor y ricamente aperado. A medida que se aproxi- 
maban al corral, le parecía que la bulla alegre de los 
peones iba mermando, como siempre sucede, cuando 
viene llegando el amo. Juas risas callaban, como asus- 
tadas, y seguía el trabajo sin gritos, casi, ni más 
ruido que el del tropel de la hacienda huyendo del 
lazo, ó los chasquidos de los rebenques, ó los golnes 
sordos de las caldas en el suelo de yeguas pialadas ; 
y oyó el joven que un peón lo saludaba, llamándole 
patrón. 

El gozo de Florentino fué inmenso ; sin tener ne- 
cesidad de preguntar nada á su tío, se sintió poseído 
por la idea de que todas esas yeguas eran de él, que 
estos peones trabajaban para él, que la cerda que se 
iba amontonando en las bolsas era de su propiedad, 
y que, para sacar plata de ella, no necesitaba cansarse 
trabajando, ni arriesgar el pellejo en medio del corral. 
Quiso expresarle á su tío su agradecimiento por 
haberle dado lo que más anhelaba, la riqueza sin 
trabajo, y se dió vuelta, buscándolo ; pero no lo en- 
contró más ; pensó que se había retirado para las ca. 
sas, y siguió admirando sus yeguas y vigilando el 
trabajo, con el corazón lleno de alegría. 

Después de pasar así muchas horas realmente di- 


— 251 — 


chosas, de repente vió que, por eror ó por travesura, 
habían tuzado dos potros hermosos que ya pensaba 
reservar para formar una linda yunta volantera ; al 
mismo tiempo, un potrillo, el más lindo de la ma- 
nada, recibió al caer, de un pial, golpe tan feroz que 
quedó muerto en el acto, con el espinazo quebrado. 
Y antes de que tuviera tiempo para enojarse, la 
tranca de la puerta del corral se rompió, al ser atro- 
pellada por un trozo de animales, y disparó para el 
campo toda la manada, interrumpiéndose el trabajo, 
en medio de los gritos de los gauchos que echaban 
correr en persecución de las yeguas. 

Florentino, ya disgustado con la tuzada inopor- 
tuna de sus potros, y por la muerte del potrillo, se 
-sulfuró del todo con la rotura de la tranca y la dis- 
parada de la hacienda en pleno trabajo ; y castigan- 
do su caballo para ayudar él también, y más que nin- 
guno, á recoger las yeguas... despertó, y se encontró 
muy extendido en el recado, cerca de la puerta del 
rancho. 

—Buenos días, muchacho—le dijo su tío, ya sen- 
tado cerca del fogón y tomando mate.—¿Qué tal dor- 
miste ? 

—Bien, no más, tío ; gracias. Pero ya era tiempo 
cue despertase, pues se me disparaban las yeguas v 
ya me iban á dar más trabajo de lo que en realidad 
valen. | 

—,¿ Qué yeguas, hombre ? 

—Las de un sueño lindo que tuve ; que me hizo 
feliz durante toda la noche, y que sólo se acabó cuan- 
do ya se volvía pesadilla ; de modo que lo he gozado 
sin tener por qué sentirlo. 

El tío no contestó nada ; pero después de tomar 
mate, le propuso á Florentino que fueran otra vez 


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á ganarse unos pesos, ayudando á contramarcar una 
hacienda brava recién traida á otra estancia de la 
vecindad. Y viendo Florentino que no había más re- 
medio, para comer, que trabajar, ensilló y se fué con 
el viejo. 

Y lo mismo que el día anterior, trabajaron mu- 
cho, se cansaron bien, comieron con los otros peones, 
recibieron cada uno tres pesos y se volvieron al ran- 
cho. El viejo, al dar las buenas noches á Florentino, 
le volvió á recomendar que pusiese en la cama la ma- 
tra que le había regalado, y le dijo en tono de broma : 

—Y que hagas buenos sueños ; pues, la dicha es 
un sueño. | 

Apenas dormido, Florentino creyó sentir que lo 
llamaba su tío, y fué. Y lo mismo que en la noche 
anterior, encontró á éste bien vestido y montado en 
caballo lujosamente aperado, rodeado de peones que 
le obedecían, y supo por él, que un gran rodeo de 
vacas mestizas que allí cerca estaba parado, era de 
su propiedad, de él, Florentino. 

Cuando quiso darle las gracias había desaparecido 
el viejo, y Florentino se quedó recorriendo el rodeo 
por todos lados, acompañado de un capataz muy aten- 
to que le enseñaba los toros finos, las vaquillonas ya 
muy mestizas, las vacas con sus terneros, la novilla- 
da, gorda y numerosa, algunas lecheras y bueyes de 
trabajo, y por fin el señuelo, tan bien adiestrado que 
al solo grito de «fuera buey», lanzado por el capataz, 
se juntaron en un grupo los veinte novillos de un 
solo pelo de que constaba, colocándose en la orilla 
del rodeo, 4 espera de órdenes. 

Florentino se sentía el más feliz de los hombres. 
¡ Mire ! poseer semejante riqueza ;- sentirse dueño de 
tantos y tan lindos animales. Ya calculaba que la 


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próxima parición iba á aumentar todavía el rodeo, y 
que podría vender tantos novillos y tener tanta plata 
que no sabría qué hacer con ella, pues quedaba de 
vida modesta y de gustos sencillos, en medio de su 
riqueza. 

No sabía de cuántas vacas era el rodeo, si de mil 
Ó de diez mil; pero sabía que eran muchas ; muchí- 
simas más de las que jamás hubiera soñado tener... 
sin la matra del tío viejo, de la cual no se acordaba, 
dormido como estaba, encima de ella. Y sólo despertó 
al aclarar, en el momento en que creía ver todas las 
vacas tambaleándose de flacas, en medio de una se- 
quía espantosa, sin un novillo siquiera para el con- 
sumo, con la parición perdida y muy comprometida 
la siguiente, y muy empeñado en «cuerear» él mismo 
el mejor toro del rodeo. * 

--——¿Qué tal, qué tal, muchacho? ¿dormiste bien ? 
—le preguntó el tío.—¿ Hiciste buenos sueños? 

—Un sueño más lindo aún, tío, que el de ano- 
che ; pues, era yo dueño de un gran rodeo de vacas ; 
y también tuve la suerte de despertarme cuando el 
sueño se volvía feo. 

—Mejor así, hijo ; pues cuando la riqueza da más 
dolores de cabeza que goces, más vale una tranquila 
pobreza. 

Y después de tomar mate, fueron á esquilar las 
ovejas de un estanciero vecino. Sacaron una punta 
de latas, y después de cenar, Florentino se apresuró 
á echarse para dormir, sobre el rudo recado, algo 
ablandado con la matra del viejo. 

Aquella noche, fueron tan numerosas como las 
estrellas del cielo las ovejas que le pertenecían. 

No las quiso contar él ; hubiera sido mucho traba- 
jo. Pero se deleitó viendo desfilar por los corrales y 


— %4 — 


paciendo por los campos, las inmensas majadas de 
su propiedad. Nacian los corderos y crecían, que daba 
gusto ; los veía blanquear, retozando por bandadas, 
en la orilla de las majadas. A la simple vista se co- 
nocía cuán tupida y cuán larga era la lana de los 
vellones en que iban envueltas las. ovejas; y tanto 
abundaban los capones gordos, que el resero tendría 
seguramente bien poco trabajo para juntar buena 
tropa. - 

Se abandonaba Florentino al placer de contem- 
plar su riqueza, y dejaba pasar las horas, compla- : 
ciéndose en su dicha, cuando, en un momento, vió 
que las ovejas enflaquecían y se ponían sarnosas ; y 
mermaban las majadas, muriéndose de la lombriz 
todos los corderos ya hechos borregos, y hasta los 
mismos animales grandes. No duró ese triste espec- 
táculo más que el corto instante en que se despertó 
sobresaltado ; pero había sido bastante para que no . 
sintiera haber vuelto ya á4,ia realidad de la pobreza 
sin cuidado, y del trabajo sin ambición, en medio de 
los cuales había vivido siempre. 

Y cuando su tío, con cierta intención, le preguntó 
esa mañana : 

—¿ Y cómo te fué de sueños ?—empezó á sospe- 
char que si todas las noches se encontraba dueño de 
tanta hacienda, y tan realmente feliz mientras dor- 
mía, no debía ser del todo extraño á ello el viejo aquél. 
Pensó en eso todo el día, mientras seguían esquilando 
ovejas y se acordó de la matra que le había dado su 
tío. Quiso ver si realmente era brujería ó mera ca- 
sualidad ; y á la noche, cuando se acostó, la sacó de 
la cama y la puso á un lado. Durmió como hombre 
cansado, á puño cerrado, pero se despertó sin haber 
soñado más que un leño; y quedó desde entonces 


— 255 — 


convencido de que era cierto que su tío era brujo, y 
que la matra era un valioso regalo. 

Lia recogió con cuidado, la volvió $ meter en me- 
dió de las pilchas del recado; y se disponía á ir á 
saludar á su tío y á darle las gracias, cuando vió que 
éste había desaparecido, que el toldito no existía más, 
y pronto se dió cuenta, con sólo mirar en derredor 
suyo, de que estaba en pagos conocidos y cerca de la 
casa paterna. 

Ensilló y se fué, cavilando. Pensaba en muchas 
cosas en que nunca había pensado hasta entonces. 
Tenía por todo haber unos pocos pesos en el bol- 
sillo, y asimismo se consideraba más feliz que todos 
los hombres ricos cuyos campos iba pisando. 

Su matra, llena de sueños felices, valía más ella 
sola, para él, que todas las estancias, campos y ha- 
ciendas de todo el vecindario. No tenía más que ex- 
tenderse en ella para tener cuanto puede- uno desear 
poseer, y esto, sin los disgustos inseparables de la 
posesión. Sueños, no más, eran, es cierto, pero sue- 
ños lindos, que, mientras duraban, valían una reali- 
dad, y tenía profunda lástima á los patrones que lo 
conchababan cuando los veía desconsolados por ha- 
ber sufrido grandes pérdidas en sus haciendas, ó se- 
guir en medio de mil percances algún pleito ruino- 
so, Ó tristes é inquietos por andar apremiados por 
algún vencimiento. ¡Qué noches pasarían esos po- 
bres ! 

Y pensaba Florentino que más sabio había sido 
su tío el brujo, al regalarle la matra, fuente inago- 
table de sueños hermosos, que si le hubiera favo- 
recido con una fortuna real, fuente, casi siempre, 
como lo veía, de cavilaciones sin fin y de sufrimien- 
tos sin número, 


— 2958 — 


EL IDILIO DE LORENZO 


El viejo don Gregorio, modesto hacendado de la 
provincia de Buenos Aires, era viudo, y ya no tenía 
por casar más que á una sola hija, habiéndose esta- 
blecido todas las demás en muy buenas condiciones, 
dada su poca fortuna. Pero para su preferida don Gre- 
gorio soñaba con algo mejor que un mayordomo de 
estancia ó un secretario de juez de paz ; quería para 
su Ciriaca algún estanciero, si no rico, por lo menos 
acomodado y dueño de campo ; ambición, al fin, le- 
gltima, mientras concordara con las inclinaciones de 
la muchacha, pues nunca debe el interés prevalecer 
en las cuestiones del corazón. 

Candidatos no faltaban, pues Ciriaca era buena 
moza, una de esas morochas apetitosas y serias á 
la vez, cuya discreta sonrisa llena de reserva, hace 
lucir asimismo, y como se debe, los dientes hermo- 
sos y los labios rojos, prometedores para el esposo 
de su elección de mil maravillas de amor, y don Gre- 
gorio se lo pasaba revisando en la mente la lista de 
dichos candidatos. Estudiaba con prolijidad las con- 
diciones de cada cual, poniendo á veces en la ba- 
lanza cosas algo desparejas y de valor muy diverso, 
pensando (así son los padres) que la importancia del 
rodeo de uno bien podía equilibrar el porte marcial 
y la elegancia de otro, ó que la media legua de éste 


— 257 — 


podía valer algo más que el genio amable y servicial 
de aquél ; y tantos y tan variados eran los elementos 
del problema que no le encontraba todavía solución, - 
cuando, como para acabar de descalabrarlo todo, vió 
que estaba á punto de agregárseles otro más. 

Sorprendió dos ó tres veces en extática contem- 
plación ante Ciriaca á un simple peón, Lorenzo, con- 
chabado por él hacía pocos días, y que parecía haber- 
se enamorado locamente de su hija, con sólo verla. 

Sin pararse en chiquitas, le arregló las cuentas 
en seguida, esperando suprimir así todo amago de po- 
sible complicación ; aunque por otra parte le pare- 
cía inverosímil que la muchacha ya hubiera hecho 
caso á esta muda admiración, pues con ella nunca 
había cambiado Lorenzo más palabras que las que 
requería su servicio : «¿ Traigo la vaca, niña?» «¿Sol- 
taré el ternero, niña?» «¿No me necesita más, ni- 
ña?» frases que difícilmente podían ser tomadas co- 
mo expresión de exaltada pasión. Ciriaca, por su lado, 
se había contentado con contestar un sí, ó un no, bien 
sencillo, sin CORA na nO con ningún suspiro com- 
prometedor. 

Pues, asimismo, y, sin que ellos mismos supieran 
cómo, se hablan entreverado sus almas de tal modo, 
que ni la voluntad paterna ya las hubiera podido se- 
parar, y que Lorenzo, al salir de la estancia, juró 
que Ciriaca sería su mujer, mientras juraba Ciriaca, 
sin decirlo á nadie, que no tendría más esposo que 
Lorenzo. Es que el amor, para nacer, no necesita 
discursos y que una mirada le basta para hacerse en- 
tender, cosa que á veces parecen ignorar los padres, 
después de haberlo sabido tan bien cuando jóvenes. 

Los candidatos seguían sitiando á la muchacha. 
El padre ya empezaba á decidirse á favor de uno de 

LAS VELADAS.—17 


— 258 — 


ellos, y sin imponérselo, no dejaba de insinuar ¿ Ci- 
riaca que era el que más le convendría para marido. 

Alejado y sin recursos, ¿cómo haría el pobre Lio- 
renzo para disputar su conquista y tomar posesión 
de ella? Cualquiera hubiera desesperado y desistido, 
pero él era de buen temple y no pensó, ni por un 
momento, en semejante cosa. 

Una noche llegó á la estancia el carrero de la 
pulpería, con el carro todo embarrado y los caballos 
extenuados, y contó, al desensillar, que se había em- 
pantanado tan feo en el cañadón, que, sin la ayuda 
de un gaucho que por allí pasaba, se quedaba en el 
barro con caballos y todo. Y agregó que, á pesar del 
trabajo que se había dado para soliviar la rueda, 
primero, y cuartearlo después, el hombre no había 
querido cobrarle nada, dándole solamente un recado 
para don Gregorio. 

—¿ Para mi?—dijo éste. 

—SÍ, patrón, para usted ; pero no sé si debo... 

—Y ¿por qué no? 

—Es que : 

—Hable, pues, hombre, que ya no se puede echar 
atrás; y además que usted se lo debe á quien le 
ayudó. 

—Bueno, patrón, hablaré ; pero ¡ no se me vaya 
á enojar ! Dijo que usted debe dar á orenza su hija 
Ciriaca de esposa, porque nunca va á encontrar un 
yerno más fuerte. 

Don Gregorio, todo amostazado, iba á contestar, 
cuando los cuatro caballos del carro, juntando sus vo- 
ces, le metieron un concierto de relinchos como toda- 
vía no había oido. Y se quedó bastante sorprendido 
al entender con toda claridad lo que le estaban can- 
tando : 


— 259 — 


—Es muy fuerte Lorenzo; sin él, quedábamos 
allá ; dale tu hija, dale tu hija Ciriaca. 

Don Gregorio, callado, se retiró para las casas y 
se acostó rabiando con semejante intrusión, pero, con 
todo, pensativo. 

El día siguiente, á la madrugada, se largó al cam- 
po, á refrescar las ideas, recorriendo la línea y re- 
puntando las vacas, y mientras galopaba, repetía ma- 
quinalmente entre dientes : 

—Dale tu hija á Lorenzo, porque es fuerte ; dale 
tu hija 4 Lorenzo—y de vez en cuando se interrumpía 
y decía : 

—¡ Cómo no! que se la voy ¿ dar á semejante po- 
brete—4 algo por el estilo, y con pimienta. 

De repente, se le asustó el caballo y se encontró 
frente á frente con un venado que, parándose entre 
las pajas, le dijo : 

—Señor ; un hombre que me salvó de las garras 
del puma, me dió para usted este recado : don Gre- 
gorio debe dar á Lorenzo su hija Ciriaca en matrimo- 
nio, pues nunca encontrará yerno más generoso. 

Don Gregorio, febril, buscó las boleadoras en la 
cintura, pero «Damián» ya estaba lejos, y apenas se 
le alcanzaba á ver la colita blanca arremangada. Y 
don Gregorio siguió recorriendo el campo, mascullan- 
do con' impaciencia : 

—Lorenzo, Lorenzo; fuerte, generoso — y más 
que nunca se encaprichó en que no le daría de es- 
posa á su hija Ciriaca. 
| Pasaron unos cuantos días. Merodeaban los can- 

didatos ; pero su torpeza poco alentada por el objeto 
de sus rústicos afanes á nada se atrevía, 4 pesar de la 
buena voluntad patente del padre. 

Una tarde, al ir á lo del alcalde para hacer firmar 


— 260 — 


el certificado de unos cueros que había vendido, don 
Gregorio se detuvo delante de un ranchito nuevo, 
muy bien construido, aunque de materiales muy tos- 
cos, en cuya puerta estaba sentado tomando mate, 
un viejito medio tullido, ¿ quien conocía mucho. 

—¿Cómo le va, don Justo? — le dijo. — ¿Habrá 
hecho alguna herencia, que tiene rancho nuevo? 

-—No, don Gregorio—contestó el gaucho ;—pero 
como el viento me había volteado el toldo, se me 
comidió un buen muchacho á hacerme otro y me 
edificó el que usted ve, y lo mejor es que por toda 
recompensa, sólo me pidió que cuando lo viera á us- 
ted le dijera que debe dar 4 Lorenzo, por ser muy 
servicial, la mano de su hija Ciriaca. 

—Pues, amigo—le gritó don Gregorio todo sul- 
furado,—dígale usted, cuando lo vea, que el Loren- 
zo ése es un trompeta, y que mi hija no es para él. 

Y se fué al galope, renegando.con toda esa gen- 
te y esas bestias que parecían haberse puesto de 
acuerdo para ir en contra de sus deseos, pensando 
que, por suerte, nada sabía Ciriaca de todo esto, ni 
se acordaba siquiera del Lorenzo aquél. 

Al llegar de vuelta al palenque de su casa, vió 
atado en él un caballo bastante mal entrazado y peor 
aperado, y oyó que en la cocina estaban tocando la 
guitarra y cantando. Se apeó, y mientras ataba el 
caballo, conoció que el cantor era un verdadero pa- 
yador ; tocaba á las mil maravillas y su voz era so- 
nora, y don Gregorio, muy aficionado al buen canto, 
se apresuró á acercarse. | 

Todos los habitantes de la estancia allí estaban 
reunidos, escuchando embelesados las cosas lindas que 
cantaba el payador; y en primera fila Ciriaca, en- 
treabriendo en un gesto de ádmiración, sobre sus 


— 261 — 


dientes hermosos los labios rojos, y dejando vagar co- 
mo en algún paraiso soñado su negra mirada velada 
por dos lágrimas. 

Sencillamente cantaba el payador en sus versos, 
las proezas de Lorenzo, diciendo cómo le había sal- 
vado la vida, peleando con un matrero que lo iba á 
matar. Y en un arrebato de entusiasmo, al ver en- 
trar en la pieza á don Gregorio, se dirigió á él ase- 
gurándole en una décima, que compañero más va- 
" liente no podría encontrar Ciriaca para recorrer el 
camino de la vida. 

Don Gregorio esta vez ya no se pudo enojar ; con 
los versos y la música, se sentía algo quebrantado en 
su resolución. La actitud de Ciriaca, por lo demás, 
no dejaba lugar á duda : algo había entre los dos jó- 
venes ; pero con todo, no era cosa de dar así su bra- 
zo á torcer y se contentó con aplaudir al cantor, di- 
ciéndole con una sonrisa, entre benévola y adusta : 

—Despacio, amigo, por las piedras. 

Muy poco tiempo después, ocurrió un temporal 
deshecho que arreó, durante dos días y dos noches, 
todas las haciendas del partido, y don Gregorio perdió 
por su parte bastantes vacas, sintiendo no tener en 
ese trance, para cuidar y campear la hacienda algún 
hombre de confianza. 

Sus hijos todos vivían ya cada uno por su lado, 
cuidando haciendas propias Ó ajenas en otros pa- 
gos ; sus yernos lo mismo, y con los peones poco hay 
que contar cuando arrecia por demás el mal tiempo. 
Para ellos nunca falta por el campo alguna cocina 
amiga, donde buscar reparo y calentarse el cuerpo 
por dentro, con unos buenos mates, y por fuera con 
la llamarada del fogón, lo que, por supuesto, es algo 
más agradable que el quedarse á la intemperie, ha- 


— 262 — 


ciendo frente al agua que le azota á uno la cara con 
sus mil agujas que, de frías, queman. 

Por lo que era de los candidatos ¿ la mano de 
Ciriaca, sólo volvieron á visitar á don Gregorio des- 
pués de pasado el temporal ; pues todos habían teni- 
do, decian, mucho que hacer con sus propias ha- 
ciendas. La verdad es que todos habían quedado en- 
cerrados en sus casas, dejando que pasara la tem- 
pestad ; de modo que tuvo el mismo don Gregorio, 
á pesar de su edad y de sus achaques, que empezar 
á campear por su cuenta sus animales desparrama- 
dos. Casi al salir de su campo, se encontró con una 
pobre viuda que estaba ordeñando sus lecheritas y le 
preguntó cómo había hecho para salvarlas del tem- 
poral. 

—Justamente, señor—le contestó la mujer,—se 
lo tenía que ir á contar, pues en recompensa de su 
trabajo, el que tan buenamente me las campeó y me 
las trajo, me hizo prometer que llevaría á usted un 
recado... 

—Ya sé, ya sé—interrumpió don Gregorio ;—y 
decirme que tengo que dar mi hija Ciriaca á Loren- 
zO. ¿No es así? 

—¡ La verdad ! —exclamó la viuda toda adimisda 
de que tan bien adivinara don Gregorio lo que iba 
á decirle. —Pero también le diré que nunca encontra.- 
rá usted un yerno que sea tan buen gaucho, ni más 
caballero. 

Y don Gregorio iba á contestar, expresando algu- 
nas dudas al respecto, pero ya sin mayor convicción, 
cuando todas las lecheras y sus terneros confundie- 
ron en un solo mugido sus armoniosas voces, y can- 
taron : 

—Sin él estábamos perdidas. 


— 263 — 


—¡ Qué bien nos supo encontrar! ¡Cómo adivi- 
nando campea ! 

—¡ Qué olfato y qué vista ! 

—¡Y qué hombre galopador !—relinchó la ma- 
drina de una tropilla que estaba cerca. 

—¡ Pues no ! —confirmaron los caballos.—Nos de- 
jÓ cansados á todos, con la campeada. 

Y todos en coro dijeron : 

—¡ Gaucho más guapo dudamos que haya! Cásclo 
con Ciriaca, don Gregorio. 

Don Gregorio se despidió de la viuda bastante 
turbado ; y un rato después entraba en la pulpería 
de donde sacaba el gasto, y lo convidaron á almorzar. 

La conversación pronto cayó en noviazgos de mu- 
chachas de la vecindad. 

—¿ Y Ciriaca?—preguntó la mujer del pulpero,— 
¿cuándo la casa, don Gregorio? 

—¿ Quién sabe, señora, quién sabc? Es tan di- 
ficil encontrar un hombre sin vicio. 

—¡ Sin vicio, don Gregorio! dicc—exclamó el 
pulpero, presa de súbito alboroto.—¡ Y yo que me iba 
á olvidar ! Tengo para usted un encargo. Ultimamen- 
te hubo aquí un gran bochinche. Más de cincuenta 
gauchos estaban reunidos, jugando, tomando, y em- 
pezaron á pelear. No sabía yo qué hacer para evitar 

alguna desgracia, cuando un muchacho, cl único que 
no estaba tomando, se les impuso á 4 todos y los hizo 
sosegar. 

Amigo don Gregorio, le prometi decirle á usted, 
en la primera ocasión, que era él el único mozo sin 
vicio que pudiera encontrar para su hija Ciriaca. 
Lo que sí, ¡caramba! me olvidé el nombre. 

—Lorenzo, será—dijo don Gregorio. 

—Justito, Lorenzo ; esto es. ¿Cómo sabe usted ? 


-— 264 — 


-—Una suposición, no más. | 

Ya no luchaba don Gregorio ; se sentía dominado 
por una voluntad superior que le imponía por yerno 
á ese muchacho pobre, desconocido, pero tan pro- 
Hi por su buena fama, que no veía forma de resis- - 
tirle 

Se acercaba la esquila. Empezaron á venir á ofre- 
cerse peones á don Gregorio, y entre ellos se presen- 
tó el amigo Lorenzo. Perplejo estaba don Grego- 
rio; ¿rechazarlo? ¿por qué, si era buen peón, 
fuerte, generoso, servicial, valiente, .buen gaucho, 
perspicaz y guapo, caballero y sin vicio? ¿Porque 
amaba á Ciriaca y era pobre? Pero, si Ciriaca tam- 
bién lo quería. Al fin y al cabo, no era ella hija de 
ningún príncipe. 

Y vió pasar justamente en el patio, en este mo- 
mento, al de los pretendientes á la mano de Ciriaca 
que más le gustaba á él, porque era el más rico, y 
por la primera vez, se fijó en que era chueco, bajo, 
retacón, algo viejo y medio bizco ; no le quedó duda 
de que respecto al físico no había comparación posi- 
ble con Lorenzo. 

También se acordó que aquél nunca le había pres- 
tado, á él ni á nadie, ningún servicio, mientras que 
Lorenzo se había hecho de muchos amigos, á pesar 
de su pobreza ; y á éste lo conchabó como quien tira 
los dados. 

Nunca había tenido semejante esquilador ; traba- 
jador, callado, incansable y sumiso, y tuvo que re- 
conocer que este muchacho era una perfección. Du- 
rante la esquila, estuvieron á punto de aguacharse 
unos cuantos corderos recién nacidos ; pero gracias á 
los cuidados que, á pesar de que no fuera su obliga- 
ción, les dispensó Lorenzo, ninguno quedó sin jun- 


— 265 — 


tarse otra vez con la madre. Y una tarde que des- 
pués del trabajo don Gregorio paseaba cerca del co- 
rral de las ovejas con su hija Ciriáca, vinieron todos 
estos corderos, en bandada, balando, y retozando, 
hacia él y le gritaron á voz en cuello : 

—Don Gregorio, don Gregorio, con ninguno será 
tan feliz nuestra amita Ciriaca, como con Lorenzo, 
que es tan bueno. 

Y como Ciriaca, toda sonrojada, les decía : «Ca- 
llen, locos», con gracioso ademán de afectuosa ame- 
naza, don Gregorio le preguntó : 

—-¿ Será cierto lo que dicen ? 

—Hillos sabrán, tata—contestó ella. 

—Pero ese muchacho no tiene en qué caerse 
muerto—dijo el padre. 

—Para caerse muerto —contestó despacito, Ciria- 
ca, —quizá no sirva ; pero para vivir, tata, valen más 
las prendas del corazón que mucho dinero. 

—¡ Ah, pícara !—exclamó don Gregorio con una 
sonrisa ;—y dándole un beso en la frente, agregó :— 
sé feliz, hija ; al fin es todo lo que quiere tu padre. 

Cuando volvian:á las casas, llegaba al palenque un 
gaucho de nobles facciones y luenga barba blanca y 
cuyo apero y traje demostraban un hacendado aco- 
modado. Preguntó por don Gregorio y éste le hizo 
entrar. Discreta, se iba á retirar Ciriaca, cuando 
con benévolo ademán, la detuvo el recién venido. 

—Señor—dijo á don Gregorio, —venía á pedir á 
usted para mi ahijado Lorenzo la mano de su hija 
Ciriaca. El muchacho es pobre, pero tiene buenas 
cualidades y merece su aprecio. 

—Señor—contestó don Gregorio, —ya me conven- 
cí de que donde manda. el amor tienen los padres que 
obedecer. 


— 266 — 


Se pusieron en seguida de acuerdo sobre el día de 
la boda, y el forastero se retiró para avisar á Lo- 
renzo—según manifestó, —prometiendo venir con él, 
el día siguiente. 

Pero, ese día, llegó solo Lorenzo, diciendo haber 
recibido de don Gregorio un chasque que lo man- 
daba llamar, y abrió tamaños ojos cuando le pregun- 
tó éste por el padrino, no sabiendo qué contestar, 
pues ignoraba que tuviera padrino ; y quién sabe có- 
mo hubieran andado las cosas, si no se aproxima en 
ese momento un peón de la estancia anunciando que 
acababa de llegar un arreo de mil vacas y de tres mil 
ovejas, con guía á nombre de Lorenzo. 

Los dos fueron corriendo á reconocer la hacienda, 
á indagar del capataz que la conducía, de dónde ve- 
nía y quién la mandaba y con qué objeto. 

El capataz sólo contestó que su patrón mandaba 
esa hacienda para que su ahijado Lorenzo dispusiera 
de ella. Se apuró en entregarla, y cuando lo quería 
don Gregorio convidar á pasar para las casas, con 
su gente, había desaparecido. ¿Por dónde? ¿cómo? 
nadie lo pudo decir. 

Pero, ¿qué importaba al fin? Poseer mil vacas y 
tres mil ovejas no le quitaba á Lorenzo ninguna de 
sus excelentes prendas. 

Tias bodas fueron espléndidas. Se comió, con cue- 
ro, una de las vaquillonas del generoso padrino, be- 
biendo 4 su salud, fuera quien fuera, y todos ase- 
guraron que nunca habian probado carne más sa- 
brosa. 

Vivieron felices, muchos, muchisimos años, Tio- 
renzo y su Ciriaca, y tuvieron muchos hijos, lo que 
o Pampa no es hazaña, pues á cualquiera le su- 
cede. 


— 267 — 


: LA GUACHITA 


Antonio no había nacido con suerte ; todo siem- 
pre le salía mal; cualquiera que fuese el trabajo que 
se emprendiera, sus esfuerzos resultaban estériles, y 
después de haber probado mil oficios, resolvió, mien- 
tras era todavía joven y fuerte, ver si en el campo la 
fortuna le sería más favorable que en la ciudad. 

Un estanciero amigo lo habilitó con una majada ; 
le facilitó unas cuantas vacas lecheras y algunos ca- 
ballos, y empezó á trabajar con ahinco para hacer de 
su modesto puesto una habitación cómoda y agra- 
dable. Su mujer y él habían vivido siempre rodeados 
de relativas comodidades, y no era cosa de vivir como 
cualquier gaucho acostumbrado á dormir en cualquier 
parte y á comer cualquier cosa. 

Plantó algunos duraznos, cultivó una pequeña 
huerta de verduras y crió gallinas y pavos para poder 
variar la comida y no estar siempre, él y la familia, 
á pura carne, toda la vida : asado y puchero, puche- 
ro y asado. Entendía lo que era vivir como la gen- 
te, y no mezquinó los esfuerzos para conseguir su 
objeto. 

No por esto descuidaba los intereses, pues aquello 
lo hacía en los momentos que le dejaba libres el cul- 
dado de la majada. Vigilaba mucho sus ovejas, las 
cuidaba con esmero ; las curaba de la sarna, no las 


— 268 — 


dejaba mixturarse con las otras majadas; en una 
palabra, era un excelente puestero, empeñado en 
dejar á su patrón conforme con su trabajo y su com- 
portación. | : 

Pero, ¿qué quieren? Al que nace sin suerte no 
le valen los empeños y todo le iba mal. Las plantas 
se le secaban, las gallinas no ponían ó los pollitos se 
les morían, las vacas quedaban flacas y apenas les 
alcanzaba la leche para criar raquiíticamente el ter- 
nero ; las ovejas siempre estaban flacas y llenas de 
sarna, daban poca lana, ninguna gordura y escasa 
parición. 

Antonio se desesperaba. Su mujer maldecía el 
día en que había ligado su suerte con semejante des- 
graciado, y no se quedaba atrás para decírselo y can- 
tarle lo que llamaba sus verdades. Para ella no era 
mala suerte, sino incapacidad, ignorancia, inbecill- 
dad ; tan bien que para ambos la vida se había vuel- 
to un infierno, y que Antonio ahora se lo pasaba casi 
todo el día vagando por el campo ó pastoreando las 
ovejas que, siquiera, no le retaban. 

Un día que, echado de bruces entre el trébol, ol- 
vidando por un rato su constante mala suerte, deján- 
dose embriagar por el perfume penetrante de los pas- 
tos silvestres y la tibia suavidad de la atmósfera pam- 
peana, oyó de repente que las ovejas se empezaban 
á llamar unas á otras y corrían hacia una mata de 
pajas altas. Pronto estuvo allá toda la majada, y, 
acercándose Antonio, vió que las ovejas hacian rue- 
da alrededor de un bultito negruzco que se movía y 
chillaba. Se apeó y alzó en sus manos á una niñita 
reción nacida, negra, fea y contrahecha, que gritaba 
como mil demonios. Quedó un corto rato perplejo, 
rodeado siempre de las ovejas que parecían seguir con 


— 269 — 


el mayor interés todos sus gestos, pero pronto vol- 
vió á montar, después de haber depositado con cui- 
dado la niñita en el recado, é iba á emprender la 
marcha para el puesto, cuando vió surgir en súbita 
aparición, detrás de la paja, y disparar á todo correr, 
en corcel obscuro, un jinete todo vestido de negro. 
Espoleó para seguirlo, pues no podía dudar que por 
él hubiese sido dejada allí la criatura; pero en un 
abrir y cerrar de ojos se había desvanecido el miste- 
rioso personaje. Y caviloso se dirigió hasta su casa, 
seguido por toda la majada, que á pesar de todos los 
esfuerzos que hacía para espantarla, lo acompañó ba- 
lando. 

La señora, por supuesto, al oir los balidos y el 
tropel, creyó que las ovejas invadían la quinta y sa- 
lió del puesto para atajarlas, renegando ya contra su 
marido que, en vez de cuidarlas, pensaba, estaría 
quién sabe dónde ; y cuando lo vió bajarse en el pa- 
lenque, siempre rodeado por las ovejas, quedó bastan- 
te sorprendida. Pero su sorpresa fué mayor cuando lo 
vió llegar hacia ella con el hallazgo. | 

—¿ Y qué piensas hacer con esto ?—le dijo.—¿ Pa- 
ra qué me traes ese monstruo? | 

—Lio tralgo-—contestó Antonio,-—porque lo encon- 
tré. ¿Qué hubieras hecho tú? 

La mujer no dijo nada ; pues claro era que hu- 
biera hecho lo mismo ; pero consideró, y mucho más 
cuando le hubo contado lo de la aparición, que se- 
guía la suerte favoreciendo 4 Antonio del mismo sin- 
gular modo que hasta entonces había acostumbrado ; 
y tomó de manos de su marido la horrible criaturita 
con la idea de que iba á ser una carga sin compen- 
sación, ó quizás algo peor. La llevó, por fin, al ran- 
cho, sin saber cómo la iba 4 mantener, pues no te- 


- — 270 — 


nía leche ; y las ovejas, que parecian interesarse de 
veras por la chica, pues habían quedado paradas cerca 
del palenque, amontonadas y mirando al grupo, co- 
mo si estuviesen esperando la decisión de la patrona, 
sólo cuando vieron que ésta se la llevaba, poco á poco 
se fueron retirando para el campo, extendiéndose de 
nuevo á comer. | 

La señora de Antonio mandó á uno de sus hijos 
que fuera á traer una de las lecheras, aunque bien 
supiese que poca ó ninguna leche tenian, pero algo 
debía hacer para conservar la vida de la criatura ; y 
no fué poca su admiración al ver que la vaca que le 
tralan, generalmente mañera y de poca leche, se ve- 
nía sola al palenque para que la atasen, con la ubre 
tan hinchada que parecía que pidiese que la ordeña- 
sen. Sin necesitar siquiera hacer mamar el ternero, 
la señora, en un momento, llenó un balde de leche 
espumosa y gorda, y soltó la vaca todavía á medio 
ordeñar. 

No dejó esto de llamarle mucho la atención y se 
lo contó á Antonio cuando volvió éste del campo ; y 
él, á su vez, le hizo acordar cómo las ovejas le habían 
hecho encontrar á la chica, cómo lo habían acompa- 
ñado cuando la traía, y cómo sólo se habían retirado 
después de haber visto que quedaba bien atendida su 
protegida. Y al pensar en la singular y tétrica figura 
del enlutado jinete que parecía habérsela confiado, 
quedaron ambos muy pensativos. 

El caso no era para menos. ¿De dónde podía ve- 
nir esa chica? Después de repasar en la mente á 
cuanta vecina había por allí, bien tenían que confesar 
que no podía ser del pago. ¿La habrían, entonces, 
traído de muy lejos? Esto, sí, probablemente. ¿O 


Pp E 


sería más bien—insinuó Antonio,—algún peligroso 
regalo de quién sabe quién ? 

No dejaban de tener al respecto sus dudas, ¡ 0cu- 
rren tantas cosas que uno no sabe ! 

Lo cierto es que por fea, negra y contrahecha que 
fuera la niña, lo de las ovejas siguiéndola y lo de la 
leche manando con inesperada abundancia, se la ha- 
bian hecho ya simpática, á tal punto, que, sea por- 
que se acostumbraran á verla, sea porque realmente 
así fuera, les parecía disminuir su fealdad á medida 
que se iba criando. 

Y también ¿ medida que se iba criando la Grua- 
chita, como habían dado todos en llamarla, parecía 
desarrollarse más y más la extraordinaria facultad 
de que parecía dotada de acrecentar, á su paso, hasta 
la exuberancia, la producción de los bienos de la 
tierra. 

Para asegurar su amamantamiento, las pocas le- 
cheras de Antonio parecían haberse concertado, y la 
cantidad de leche que producían era tal, que tuvo el 
ya afortunado puestero que conchabar á varios peones 
que no hacian otra cosa que ordeñar, ordeñar y or- 
deñar. La venta de la leche se volvió todo un asun- 
to y pronto tuvo que organizar una cremería y una 
fábrica de quesos que tal resultado le dieron, que 
pronto desapareció el desaliento de antaño para dar 
lugar á las más risueñas esperanzas de fortuna. 

Mientras tanto, crecía la Guachita. Empezaba á 
caminar, á correr por todas partes, á interesarse en 
todo lo que la rodeaba, y fca como era, parecía ejer- 
cer sobre los seres invencible atracción, comunicán- 
doles, en cambio, lo mismo que á las plantas, mila- 
grosa fecundidad. Bastaba que apareciese en el pa- 
tio para que las gallinas y sus pollos viniesen corrien- 


— 272 — 


do hacia ella, y que, del fondo del montecito, acudie- 
sen los pavos en busca del grano ó de las miguitas 
de pan que solía repartirles. 

¿A pesar de que bien poca fuera la cantidad que 
les pudiera dar sus pequeñas manos, todas las galli- 
nas, como agradecidas, pronto disparaban para sus 
nidos y no pasaba media hora sin que resonara en 
cuanto rincón apartado había en el monte y en las 
casas, el canto tan conocido, el cloqueo de orgullosa 
llamada de las ponedoras. | 

Y cada gallina clueca también sacaba tantos po- 
llos cuantos huevos se le habían puesto, cruzándose 
por el patio y por todas partes en busca de la Gua- 
chita sus bandadas alegres: y comilonas. 

lios pavos se multiplicaban que daba gusto y 
todos engordaban á ojos vistas, tanto que, cansados 
de comer de ellos, Antonio les tenía que buscar pro- 
vechosa salida, lo que no dejaba de hacer; y como 
ya tenían fama los productos de su puesto, no fal- 
taban clientes para los miles de huevos y los cente- 
nares de aves que, con inacabable profusión, siem- 
pre tenía á mano. 

Ya no renegaban de la suerte Antonio y su mu- 
jer; gozaban del más amplio bienestar, y lo atri- 
buían, como era justo, á la influencia de la Guachita, 
aunque siempre sin saber de dónde le podría venir tan 
misterioso poder. 

Los duraznos que había plantado Antonio, y que 
hasta entonces nunca habían dado más fruta que si 
hubieran sido sauces, estaban Todavía sin florecer, 
cuando, una mañana, se le ocurrió tomar de la mano 
á la Guachita y llevarla á pasear por la huerta ; y fué 
todo uno tocar ella una planta con su manita y bro- 
tar miles de pimpollos en cada rama, y llevada asi 


es 


por él de árbol en árbol, todos los iba tocando, siendo 
como si hubiera prendido, uno tras otro, todos los 
focos de luz rosada de alguna espléndida ilumina- 
ción. 

Cuando, algunos días después, cubrió el suelo la 
nieve de las flores marchitas ya, Antonio y su mujer 
vieron con asombro que ni una sola había dejado de 
cuajar y que los árboles estaban tan cargados de fru- 
ta que se corría gran peligro de que se quebrasen las 
ramas y de que no llegasen á alcanzar para semejante 
cosecha todas las canastas del pago. 

¡ Y las ovejas! «Era una bendición de Dios», ase- 
guraba la señora, y no podía menos, al decir esto, 
que dar á la Guachita un sonoro beso agradecido y 
casi maternal, en su carita seria de china fea. Anto- 
nio, aunque también así le pareciese, conservaba cler- 
tas dudas sobre si era de Dios la bendición, ó de al- 
gún otro ser poderoso y desconocido, de éstos que 
por la Pampa andan rodando, montados en briosos 
pingos, y que, sin que nadie los vea, cruzan los cam- 
pos, sembrando, traviesos, acá y acullá, el bien y el 
mal, á sabiendas Ó sin saber, con intención ó por ca- 
pricho, pero lo cierto era que al mirar, en el campo 
ó en el corral, su magnífica majada, de puras ove- 
jas sanas y gordas, con lana tupida y larga, madres 
todas de corderos juguetones, cuyas correrías por to- 
dos lados espejeaban en la loma, Antonio sentía su 
corazón henchirse de alegre esperanza, casi olvidado 
ya de las inevitables congojas que consigo trae, aun 
en la dicha, el largo hábito de la desgracia. 

Empezaba de veras á creerse feliz, y creerse feliz, 
¿qué es sino serlo ? 

Y con el pasar de los años, su prosperidad llegó ¿ 


LAS VELADAS.—18 


— 274 — 


ser completa. De pobre puestero, en pocos años, 
se había vuelto estanciero, dueño de campo y de 
haciendas ; y su familia, numerosa, como tiene que 
ser la de todo hacendado, pues así la necesita para 
ayudarle en sus faenas, y así lo quiere la naturaleza, 
cuya ley manda que donde abunda la tierra fértil, 
también abunde la gente, se iba criando en paz, ro- 
busta y sana. . 

Una tarde, al anochecer, llegó al palenque de la 
estancia un gaucho, todo vestido de negro, montado 
en hermoso caballo obscuro, lujosamente aperado. 
Nadie lo había visto venir, los perros no hablan anun- 
ciado su llegada, y quedaba silencioso, sin llamar, sin 
apearse, pensativo al parecer, y como estudiando la 
disposición de las casas y lo que en ellas podía haber. 

Los rebaños estaban encerrados ; los caballos de 
servicio, desensillados, estaban ' atados dentro del 
cerco, debajo de los árboles ; pues ya se hablan aca- 
bado las faenas del día, y como era en invierno y ha- 
cla frío, las puertas de las habitaciones quedaban ce- 
rradas, menos la del rancho que servía de cocina. 

De ahí fué que, al rato, salió la Guachita, atra- 
vesando el patio para llegar al comedor, donde estaba 
reunida la familia, esperando que se sirviese la ce- 
na. La Guachita se había hecho moza; tenía diez 
y ocho años, pero la pobre había quedado tan fea en 
realidad, y tan contrahecha como cuando don Anto- 
nio la encontrara entre las pajas, y bien difícil pa- 
recía que, á pesar del precioso don de fecundidad 
que había recibido al nacer, pudiera ser algún día ob- 
joto de amorosa codicia. 

Estaba ya en el mismo medio del patio, cuando el 
jinete, con voz imperiosa, desde el palenque, dijo, 
sin moverse : 


— 275 — 


—¡ O te quedas con el amor, ó te vienes con la 
muerte ! 

Y la niña, al oir esa voz, se detuvo, como para- 
lizada por el terror, lanzando un grito tan agudo, 
que las puertas de la casa, al momento se abrieron 
de par en par, abalanzándose Antonio y sus hijos, 
con el cuchillo en la mano, en auxilio de la Guachita. 

La encontraron muda, inmóvil, los ojos llenos 
de espanto. Lia rodearon, la llamaron por el nombre 
que tan cariñosamente le daban, inquiriendo, pre- 
guntándole lo que ocurría ; la quisieron llevar para 
las casas, pero ni caminaba ella, ni la podían mo- 
ver; y mientras se esforzaban, se repitió en el pa- 
lenque la orden : | 

—¡ O te quedas con el amor, ó te vienes con la 
muerte! Y á pesar de los esfuerzos que hacian to- 
dos para detenerla, movida como por invencible po- 
der, alzando los brazos al cielo con desesperación, 
lenta, pero irresistiblemente, á pasitos cortos, como 
liviano fantasma, se empezó á dirigir hacia el miste- 
rioso visitante que la llamaba. 

Entonces Marcelo, el hijo mayor de don Anto- 
nio, mozo guapo y valiente, dejando que los demás 
se empeñasen en detenerla, loco de furor, con la da- 
ga en la mano, corrió hasta el palenque desafiando al 
atrevido que les quería arrebatar á su Guachita. 

Lo detuvo una carcajada del jinete, y con la pá- 
lida luz de las estrellas vió, atónito, bajo las alas ga- 
chas del chambergo, diseñarse las repelentes faccio- 
nes de la fatídica calavera. Se dió vuelta horrori- 
zado, y al ver que seguía viniéndose la Guachita, 
atraída hasta el raptor fatal, se tiró de rodillas de- 
lante de ella, gritando : 


— 216 — 


—Guachita, no te vayOs, ¡no me dejes, Guachi- 
ta! ¡te quiero! 

Contestando á este grito de amor, un grito de 
rabia se dejó oir en el palenque. 

El jinete había desaparecido y la Guachita, tier- 
namente recostada en el brazo viril de su amante, 
volvía con él á la sala. l 

¡ Milagro! La Guachita, negra, fea, contrahecha, 
se había transformado en una niña regiamente her- 
mosa y bizarra, y aclamaron todos, entusiastas, á la 
joven pareja, cuyo amor había vencido á la muerte' 
envidiosa y á sus hechizos. 


— 277 — 


EL GAUCHO DEL GATEADO 


Estaba la reunión en su apogeo: las apuestas se 
cruzaban como si cualquier mancarrón se hubiese 
vuelto parejero ; se armaban las carreras tan segul- 
das que tenían que acortar el número de partidas los 
corredores para desocupar pronto la cancha. 

Llegó en estos momentos y se mezcló con la con- 
currencia un gaucho muy anciano, de blanca melena 
y de barba como nieve, flaco, de tez apergaminada, 
muy pobremente vestido de chiripá y de poncho, y 
montado en un gateado más flaco aún que él, viejísi- 
mo también y aperado miserablemente. 

Como era desconocido de todos el recién venido, 
nadie le hacía caso y parecía el viejo, entre tanta 
gente, como alma de otros tiempos entre vivientes 
de hoy, alma de gaucho de antaño entre criollos mo- 
dernos. De repente, al pasar cerca de él, un joven 
lo miró y le gritó, riéndose : 

—;¡ Abuelito ! ¡ le corro al gateado ! 

Fué general la carcajada, tan peregrina habla pa- 
recido á todos estos paisanos, bien montados en fletes 
invernados, la idea de hacer correr una carrera al vie- 
jo montado en su gateado flaco. Ñ 

Y redoblaron las risas, cuando, muy serio, con- 
testó el gaucho : 


— 278 — 


—, Pago! ¿cuántas cuadras ? 

—Cien varas—dijo el muchacho ;—¿0 serán de- 
masiadas para semejante osamenta ? 

—Bueno—dijo el viejo, —¿y por cuánto? 

—Pongamos cincuenta centavos : ¿quién sabe si 
los tiene? 

—Aquí están—dijo el hombre,—y los sacó del ti- 
rador. | 

El interés iba creciendo. Correr cien varas, esto 
se hace á pie, no á caballo, pero crefan todos que el 
gateado apenas podía caminar al tranco y encontra- 
ban atrevido á este viejo, en meterse á su edad, á 
correr, y en semejante animal, aunque fueran cien 
varas y por sólo cincuenta centavos. 

Se despejó la cancha ; el viejo tiró el poncho, des- 
ensilló el gateado, se ató la vincha en la frente y re- 
solviendo ambos contendientes no hacer partidas por 
el reducido trecho que iban á correr, largaron en 
seguida. 

¡Un rayo! señor, el gateado ; lo cortó á luz al 
parejero del joven. Apenas estaban en su sitio los 
rayeros, cuando lo vieron al gateado como exhala- 
ción pasar delante de ellos, y parecía tranco el galo- 
pe tendido del otro, comparado con el suyo. 

—Diez cuadras le corro ahora con el gateado--— 
dijo el viejo al contrario, cuando se juntaron. 

—¡ Pago !—contestó el vencido medio picado ;— 
y por cien pesos, si quiere. : 

—¡ Pago !—dijo sencillamente el gaucho viejo, y 
sacando de su pobre tirador, todo descosido, los cien 
pesos, los entregó al rayero.—Soy pobre—agregó,— 
pero le tengo.fe al gateado. 

Empezó á alborotarse la gente. Era interesante 
la carrera pero, ¿á cuál ir? 


— 9219 — . 


¡Cuándo iba ese gateado á correr un biro tan 
largo ! 

—¿ No lo vieron hace un rato? 

—Será maña ¿qué son cien varas? pero diez cua- 
dras, es otro cantar. 

Asimismo, se Cruzaron nidchas apuestas, y bien 
se puede asegurar que los que fueron al gateado no 
eran de esos descreídos que todo lo niegan. 

Sin esfuerzo ganó el gateado, dejando tirado al 
otro, y cuando se apeó el amo lo miraban todos con 
admiración, y unos cuantos gauchos viejos allí pre- 
sentes, con orgullo susurraban : 

— Todavía somos un poco, nosotros, de aquellos 
tiempos. 

El gaucho del gateado los convidó á celebrar con 
los cien pesos su victoria y gastó todo, sin contar, 
con ese afán tan criollo de lucir los pesos hasta que 
no quede ninguno. 

Poco después hubo reyerta en la pulpería : cues- 
tiones de juego entre mamados, y salieron á relum- 
brar los cuchillos. Peleaban dos tipos, de bombacha 
y de bigote, con apellidos en etti, y más peleaban 
para darse corte de gauchos, que con ganas de cor- 
tarse. 

El viejo del gateado se les quiso interponer ; veía 
que de chambones podían desgraciarse sin querer, 
y así se lo dijo para que dejasen de compadrear ; pe- 
ro fué lo bastante para que, dejando de pelear entre 
sí, se le diesen vuelta, insultándolo, tratándolo de 
viejo entrometido, y amenazándolo con los cuchillos, 
soñando ya con la gloria de darle un tajo. Fué bre- 
ve la cosa: el viejo, viendo que se' le venían como 
relámpagos, desenvainó y zás, zás, con un revés á 
cada cual, los apaciguó en seguida ; y mientras enju- 


— 280 — 


gaban, asustados la sangre que les chorreaba de la 
cara, les aconsejó que se dejasen crecer la barba para 
ocultar los tajos, y que así parecerían más gauchos. 

Todos lo miraban ahora con respeto, ya no pa- 
recía tan débil, ni tampoco osamenta el gateado, y 
cuando juntos se fueron, al tranquito, por la Pampa, 
perdiéndose en las sombras de la noche, se pregun- 
taban todos quién sería ese viejo, y más de uno 
pensó que, más bien que ser viviente, debía de ser el 
alma de algún gaucho de antaño. 

Lo que muy bien puede ser, pues 4 mucha dis- 
tancia de allí y el mismo día, mientras estaban tra- 
tando de bolear avestruces unos hombres que, persi- 
guiéndolos sin ton ni son, no podían conseguir otra 
cosa que cansar los caballos, había aparecido de re- 
pente entre ellos el gaucho del gateado. Viejos, vie- 
Jísimos eran ambos, escuálidos y, al parecer, sin fuer- 
za ni valor; asimismo, se les ofreció el hombre para 
dirigir la boleada, criticando el modo de hacer de 
ellos, asegurándoles que así nunca iban á cazar nada. 

Primero quisieron algunos burlarse de él; unos 
le preguntaban dónde tenía la tropilla, ó si pensaba 
con el gateado solo bolear avestruces ; otros le de- 
cian que á su edad podía quizá dar consejos, y formar 
en el cerco... del fogón, pero que para andar co- 
rriendo, era ya muy viejo. 

El gaucho del gateado los miraba sin contestar, 
cuando cerquita del grupo que formaban, se levantó 
un venado y salió disparando entre las pajas. 

—¡ A ver quién lo caza !—exclamó el viejo, y an- 
tes de que los otros jinetes hubieran salido, corría 
él, volaba, en el gateado, revoleando las boleadoras. 
Avergonzados, venían los demás en tropel, siguiéndo- 
lo de lejos ; y antes que se hubieran podido acercar, 


— 281 — 


OS volteado el animal de un tiro certero de 
las 

—¡ Viejo lindo había sido ! —confesaron,—y ¡ qué 
pingo, el gateado !—y llamándole todos afectuosa- 
mente «abuelito», le dieron el mando de la gavilla, 
para aprender de un gaucho viejo cómo se trabaja en 
la Pampa. 

Poco tiempo se quedó con ellos : tenía que ir, di- 
jo, á una estancia donde se estaba domando. 

—¿ Y usted va 4 domar?—le preguntaron asom- 
brados. 

—Pues, amigo—contestó el viejo, irguiéndose,-—- 
¡y entonces !.. 

La misma duda expresaron los de la estancia, 
cuando, allegándose al corral donde estaban encerra- 
dos los potros, preguntó si necesitaban algún do- 
mador. 

—Ya somos dos—contestó, al cabo de un rato, un 
chino regordetón, con cara de indio á medio blan- 
-quear. 

—Como son muchos los potros, pensaba... 

—Pero, de cualquier modo, usted es muy viejo, 
amigo, para domar—le dijo el otro domador, criollo, 
al parecer, pero de piernas muy derechas para ser 
gran jinete. 

Y el mismo patrón de la estancia, cuando supo 
lo que quería el viejo, le preguntó, riéndose, s1 to- 
davía era redomón el gateado. Asimismo, ordenó que 
'se le diera uno de los potros menos ariscos y más 
palengueados, pues tenían costumbre, en el estable- 
cimiento, de amansar primero de abajo los animales 
antes de darles el primer galope. 

Pero el gaucho del gateado insistió en que lo de- 


— 232 — 


jaran á él mismo elegir á su gusto los potros que más 
le gustasen ; y le dejaron. 

Desensilló el gateado y lo soltó para que comiera, 
se arregló para el trabajo, tiró el poncho, encerró en 
la vincha su blanca melena, y con el lazo arrollado 
entró en el corral. ¡Cosa rara... ó ilusión! firme en 
las piernas chuecas, ágil como un muchacho y fuer- 
te como varón diestro y sereno, pronto, de un solo 
y certero tiro, hubo enlazado un potro chúcaro, sin 
palenquear aún, y lo detuvo á pie en su disparada, 
como poste de ñandubay, hazaña que no es para 
todos; y cuando el animal, ahorcado, se dejó caer, 
ya estuvo encima, maneándolo y poniéndole bozal. 
Casi no habían tenido tiempo los demás peones para 
ayudarle, y ya seguía la función en todos sus detalles : 
los tirones en la boca con el bocado de cuero, la tra- 
bajosa salida del corral, del animal maneado y ca- 
- bestreando por la primera vez en su vida ; la coloca- 
ción en el lomo de las piezas del recado, el montar 
por fin de un salto y la lucha contra las mil defensas 
del potro, y el primer galope, loco, furioso, matador 
y la vuelta al corral, entre los vivas entusiastas al 
viejo del gateado, al ¡gaucho de otros tiempos que 
volvía para enseñar á la juventud cómo se domaba 
antes en la llanura, y evocar en su espíritu los re- 
cuerdos enorgullecedores de la Pampa argentina. 

A la noche el anciano ensilló el gateado y se fué, 
callado ; dejando que todos pensasen que pronto vol- 
vería ; pero ya estaba bien lejos, el día siguiente, pre- 
sentándose en su gateado por toda tropilla, á un re- 
sero que iba á apartar novillos en varios rodeos. El 
hombre, al ver semejante fantasma, se rió y por 
ningún precio, por supuesto, lo quiso conchabar ; y 
sólo de comedido, el gaucho del gateado atajó el se- 


— 283 — 


ñuelo y los animales apartados. Pero como la gente 
que trabajaba, criollos de nueva ley, bombachudos v 
de bigotes en punta, jinetes medio maulas y de poco 
coraje, montados en caballos bien gordos pero lerdos 
y mal enseñados, á menudo dejaban escapar novillos 
y después les erraban veinte veces el tiro de lazo, no 
pudo hacer menos el viejo que, de vez en cuando, 
entrometerse, y atajar con su gateado algún novillo, 
cortándole el camino y costeándolo, 6 enlazándolo si 
se iba lejos y pechándolo también con el' valiente 
pingo, cuando era necesario. 

El resero, un vasco ya entrado en años y que sa- 
bía lo que era trabajar, aplaudió en varias ocasiones 
al gaucho del gateado, y viéndolo tan guapo, se deci- 
dió á conchabarlo de capataz para arrear la tropa, 
dándolo de modelo á los muchachos que allí estaban. 

—Aprendan, aprendan, muchachos-—les decía,—- 
cómo se debe trabajar y cómo en otros tiempos se 
trabajaba. 

Y todos admiraban sinceramente el valor impe- 
tuoso y la destreza serena tanto del gaucho como del 
gateado, prometiéndose adquirir y transmitir á sus 
hijos, para que no se perdieran, las prendas natura- 
les que habían adornado tantas generaciones desapa- 
recidas de gauchos hábiles, sufridos y fuertes, gene- 
rosos y fieles. 

El gaucho del gateado, conociendo cuánto lo apre- 
ciaba el vasco, y cuántas ganas tenían los peones de 
aprender de él á trabajar, acompañó el arreo hasta 
muy cerca de Buenos Aires; y más de una vez, du- 
rante el viaje, tuvo ocasión de enseñar á los mucha- 
chos cuánta prudencia, cuánta energía, cuánta pers- 
picacia, cuánta atención, y cuántas otras virtudes se 
necesitan para evitar pérdidas en un arreo, durante 


— 284 — 


días y noches, entre tormentas y temporales, entre 
cañadones y alambrados, entre peligros siempre rena- 
cientes, y siempre nuevos. 

De noche, el gaucho del gateado les contaba cuen- 
tos Ó les cantaba décimas, acompañándose en la gui- 
tarra, y sus cantos primorosos evocaban en vaporoso 
ambiente de poesía intensa todo un mundo ya casi 
desaparecido, costumbres, trajes y decires olvidados 
y cuyo conjunto, bien lo sentían todos, formaba en 
otros tiempos el alma gaucha, base, cimiento, esen- 
cia del alma criolla, del alma argentina, de su alma 
propia. 

Un día no amaneció entre sus peones el capataz 
del gateado. | 

Cuentan que habiendo visto en el horizonte un 
monte soberbio, quiso lr en busca de cosas nuevas 
que ignoraba y que quería conocer. Habría oído hablar 
de mejoras estupendas en el modo de trabajar la ha- 
cienda y quizá habría creído encontrarse con gau- 
chos más diestros, enlazadores más certeros, pingos 
mejor enseñados, tropillas mejor entabladas, caballos 
más pechadores, y muchachos más pialadores ; soña- 
ría con domadores más atrevidos que los de sus tiem- 
pos y con jinetes ideales. 

Lio cierto es que fué ; y después de haber quedado 
algo perdido entre tantos alambrados y de haberse 
fastidiado abriendo y cerrando tranqueras y más tran- 
queras, no sin ver arrancado de su poncho algún an- 
drajo más en los alambres de púa, llegó á una es- 
tancia donde todo parecía hecho á propósito para 
volverlo loco. 

Las haciendas no tenían astas ; hasta los toros 
eran mochos ; una cantidad de hombres, no de muje- 
res, de hombres, estaban ordeñando. Más allá, ha- 


E 


bían encerrado las vacas en un corral y las hacían 
pasar de á una en una especie de brete donde gente 
de camisa almidonada y de galerita las manoseaban 
sin que se movieran, pinchándolas con una jeringul- 
ta, mientras que otros, que parecian peones, pero no 
gauchos, en otro brete trabajaban toros y animales 
grandes, haciéndoles venir á la fuerza con un lazo, 
pero con un lazo que por poleas manejaba un mucha- 
cho dando vuelta á un manija. 

¡ Todo se había vuelto trabajos de á pie, hasta los 
mismos trabajos de lazo! 

Bamboleó en su gateado flaco, ya sin vigor y sin 
valor el gaucho viejo de blanca melena. Después de 
tanto luchar para conservar su dominio, la Pampa 
quedaba vencida ya sin remedio, desconocida, olvi- 
dada, sin fuerza para imponerse, despreciada de los 
que no la conocieron ; y en un soplo se esfumó el al- 
ma gaucha, llevándosela consigo y para siempre el 
gaucho del gateado. 


— 286 — 


LA GUITARRA ENCANTADA 


Don Nataniel y su china, con tres ó cuatro hijos, 
criaturas todavía, vivían, pobres como las ratas, en 
un campo del Estado, sobre la costa de un gran ca- 
ñadón. Su rancho era una miserable choza, con el te- 
cho de paja todo podrido y lleno de agujeros, y sin 
más puerta que un cuero de potro, viejo y arrugado ; 
de modo que la lluvia y el frío entraban allí como en 
su propla casa. 

Todo el haber de la familia lo componían unas 
cuantas yeguas, dos lecheras y algunos corderos gua- 
chos, alzados en el campo por los muchachos y cria- 
dos por ellos. 

Nataniel no era haragán ni vicioso. Ganaba algu- 
nos pesos en las hierras y arreos, cada vez que se le 
presentaba la ocasión, y su distracción preferida no 
era la de tantos gauchos, de ir á pasarse las horas 
en la pulpería, sino —distracción inocente y barata, 
—de tocar la guitarra, sin cesar, y cantando, cada vez 
que tenía un momento desocupado. No era más que 
un modesto aficionado ; pero, sin dárselas de payador, 
no dejaba de tener un talentito regular. Así por lo 
menos estaba dispuesta doña Filomena, su mujer, á 
proclamarlo, lo mismo que cierto grillo que, desde 
algún tiempo, había fijado su domicilio en un rincón 
de la habitación. 


— 287 — 


Este grillo era para el matrimonio un verdade- 
ro compañero, pues, aunque nunca se le viera, se le 
oía mucho ; y de noche, solía acompañar la guitarra 
y el canto de Nataniel ó llenar los intermedios con 
su grito familiar. 

La guitarra de Nataniel, aunque muy sencilla, 
una de tantas de las que cuestan tres ó cuatro pesos 
en cualquier casa de negocio, tenía mucho mérito 
para él, pues hacía largos años que la poseía ; le co- 
nocía las mañas; había sido ella la discreta confi- 
dente de sus esperanzas y de sus penas, y no podía 
olvidar que también por ella había conquistado el 
corazón de su Filomena. 

Una noche, entró á obscuras, tiró el pesado recado 
en el rincón acostumbrado, sin ver que el instrumen- 
to favorito se había caido de su sitio en la pared, con 
clavo y todo, y lo aplastó completamente. 

El pobre Nataniel quedó todo pesaroso, no pu- 
diéndose conformar con que la vieja compañera no 
tuviera ya compostura; y después de la cena, que 
fué corta, quedaron ambos, él y la mujer, como almas 
en pena, mirando extinguirse unas tras otras las bra- 
sitas del fogón, mudos y sin saber en qué ocupar el 
tiempo. ) 

De repente cantó el grillo, en el mismo rincón 
donde yacía la guitarra rota, y, maquinalmente, miró 
allí Nataniel. ¡Cuál fué su asombro, al ver, colgada 
en la pared, una guitarra nueva, flamante ! Y mientras 
la miraba boquiabierto, señalándosela á su mujer, ca- 
ladito, con el dedo, el canto del grillo se volvió tan 
comprensible. para ambos como si hubiera sido voz 
humana ; y clarito oyeron que decía : 

—El que conmigo cantare y sus votos expresare, 
pronto los verá colmados, si resultan moderados. 


— 288 — 


Don Nataniel y su mujer quedaron un buen rato 
atónitos. El grillo seguía cantando, pero como de 
costumbre, no más, y era como para dudar de que 
realmente hubiese hablado. Y, sin embargo, allí es- 
taba la otra guitarra, nueva, flamante, colgada de 
la pared, encima de los restos de la «finada», sin ede 
nadie la hubiese traído. 

Nataniel tenía muchas ganas de probarle el mé- 
rito ; pero tenía también algún recelo, pues en esas 
brujcrías, muchas veces, sucede que lo seducen á uno 
con buenas palabras ó con visiones de objetos imagi- 
narios, y de repente lo revientan. . 

Por fin se levantó, y también Filomena, y ambos 
se acercaron al sitio donde estaba la guitarra ; el hom- 
bre por delante, por ser más guapo, y la mujer por 
detrás, por ser más miedosa, pero empujando despa- 
cito la miedosa al guapo, para que no se echase atrás. 

Nataniel, con precaución, tocó el instrumento con 
un dedo, primero, y después con toda la mano; y 
viendo que nada sucedía, lo descolgó. Filomena re- 
trocedió ligero, algo asustada, pero pronto se sosegó, 
y Nataniel, sentándose, empezó ¿ dar vueltas á la 
guitarra, encontrándola muy parecida á la que con 
tan poca suerte había destrozado. 

Se animó á templarla : era de muy lindas voces 
sonoras, y tocó una milonga,.que el grillo acompañó. 
Pero Filomena, como mujer práctica que era, había 
estado pensando en los deseos moderados aquellos que 
con el canto podría expresar Nataniel, para que fue- 
ran colmados, y pronto se lo hizo recordar. 

Y como para ver hasta qué punto era verdad la 
promesa, Nataniel así cantó : 

—Mire grillo, mi amiguito, para PrObarROS tu 
amor, bien podrías al asador ponernos un corderito... 


— 289 — 


Y no había tenido tiempo de cantar un verso 
más, cuando en la mesa de la cocina apareció, no 
se sabe cómo, en una fuente grande, un magnífico 
cordero asado ; «...¡ y con papas alrededor !» excla- 
mó en el acto Nataniel, y aparecieron papas lindas 
y bien cocidas, colocadas en la fuente, alrededor del 
cordero. 

_ Nataniel soltó la risa al ver la cara de sy mujer, 
atontada por el suceso, y cantó al grillo una copla de 
agradecimiento entusiasta, antes de descuartizar con 
el cuchillo el cordero tan dorado, tan gordo y tan 
jugoso, que se le hacía agua la boca. 

Como habían cenado mal, el cordero les venía de 
perilla, y con ayuda de los chicos, que todavía no 
dormian, pronto dejaron la fuente limpia, no que- 
dando más recuerdos del regalo del grillo que unos 
cuantos huesitos pelados, las manos grasientas y las 
caras sucias. 

Fué casi con alegría que Nataniel, en la madru- 
gada siguiente, prendió el fuego con las astillas de la 
guitarra rota, ¡lo que es la ingratitud ! Y durante to- 
do el día, como era natural, él y Filomena, prepa- 
rando, una su puchero ó.lavando la ropa, y trenzan- 
do huascas el otro, no pensaron en otra cosa que en 
lo que iban á pedir al grillo con la guitarra, después 
de cenar. | 

Pero bien se acordaban ambos de que, para ser 
colmados, tenían que ser moderados sus pedidos ; 
y no sabían hasta qué punto podían dejarse ir. Como 
nunca habían poseído más que los cuatro trastos que 
tenían en el rancho, todo les parecía mucho, y te- 
mían que cualquier cosa que pidieran fuese un dis- 
parate y les costase algún castigo imprevisto ; pues 
medio sabían que estos seres desconocidos que pro- 

LAS VELADAS.—19 


— 290 — 


tegen á los hombres, cuando uno interpreta mal sus 
órdenes, aunque sea sin querer, se desatan en rabia 
y pegan á veces golpes feroces. 

No fué, pues, sin cierta emoción cómo empezó 
Nataniel, esa noche, á pulsar la guitarra. Filomena 
había acostado á los chicos, y sin dejar de cebar mate, 
para ocultar su ansiedad, esperaba que se decidiera 
el cantor; pero éste no parecía tener. mayor apuro, 
pues no hacía sino preludiar, sin que soltase un ver- 
so. Algo impaciente ya, la mujer le insinuó que pl- 
diera un corte de vestido para ella ó alguna ropa para 
los nenes; y Nataniel formuló la demanda, no sin 
pedirle disculpa al grillo por la mucha osadía. 

No había acabado de bordonear la guitarra acom- 
pañando el último verso, cuando apareció en la mesa 
un atadito muy bien hecho, que centenía todo lo que 
había deseado la mujer y algo más, quizá, para ella 
y para las criaturas. Don Nataniel, cada vez más 
agradecido al grillo, le cantó una décima tan linda, 
que el grillo le contestó con el más sentido serrucheo 
de que era capaz; y pensando el cantor que fuera 
esto una invitación á seguir pidiendo, pidió no más; 
y cuando estuvo por irse á acostar, tenía más pren- 
das de vestir que las que, en toda su vida, hubiese 
gastado. Nada le faltaba : botas y sombrero, chiripá 
y poncho de paño, camisetas y blusas, tirador y pa- 
fuelo de seda, y cuchillo con cabo torneado y re- 
benque talero. Su recado se había completado con 
algunas prendas que le faltaban, y podía competir 
con los mejores del pago, pues no se le hablan mez- 
quinado los adornos de plata. Doña Filomena, por 
su parte, de vez en cuando, le había hecho alguna 
indicación interesada, consiguiendo para sí y para los 
chicos todas las riquezas que su raquítica imaginación 


— 991 — 


de pobre resignada le había ido sugerir. Ya no 
faltaban en el rancho una toalla para secarse la cara, 
ni un par de sábanas de uso doméstico para la ca- 
ma, ni una servilleta de alemanesco para limpiarse 
la boca y los dedos, en caso de tener algún huésped 
á quien ofrecer una tajada de asado. Dos camisetas 
de abrigo había conseguido para cada uno de sus 
hijos, con un par de pantalones, y—lujo inaudito— 
un sombrero para el mayor y un par de zapatos para 
el más chico; no se le había ocurrido pedir todavía 
medias para los tres. 

La mesita parecia mostrador de tienda, cuando 
Nataniel volvió á colgar la guitarra, y la tuvo que 
volver á tomar para pedirle al grillo : 

—Que el gran favor les hiciera de regalarles si- 
quiera un baúl ó algún ropero pá poner tanto pil- 
chero. 

No se hizo esperar la respuesta, y en el acto 
apareció un baúl de esmerada fabricación, con buena 
cerradura, para guardar el tesoro. Probablemente el 
bienhechor no les había mandado ropero por haberse 
dado cuenta de que en un rancho tan pequeño hu- 
biese sido un estorbo. 

Cuando, como Nataniel y Filomena, uno ha sido 
pobre toda la vida, cualquier cosita le parece lujo ; 
y pasaron ambos unos cuantos días, admirados de su 
suerte, gozando de ella con una candidez de niños, 
y sin pensar en pedir más, creyéndose quizá llegados 
al apogeo de la dicha, ó temiendo parecer groseros. 

De noche, lo mismo que antes con la otra guita- 
rra, Nataniel cantaba, y le contestaba el grillo, mien- 
tras cebaba mate Filomena, sin que ninguno se acor- 
dara de expresar el menor deseo. 

Pero un día faltó la carne, y se tuvieron todos que 


— 292 — 


contentar con un poco de mazamorra. Nataniel, algo 
malhumorado, se acordó que quizá podría pedir al gri- 
llo con la guitarra algo que asegurase para siempre 
la manutención de la familia; y se largó con una 
canción que significaba, en el fondo, su deseo de 
tener una majada que cuidar, para tener siempre el 
puchero seguro ; pero, por las dudas, la hizo tan alam- 
bicada, que quizá no la pudo entender el grillo en 
el acto, pues esa noche se fué Nataniel ¿ dormir sin 
haber oído balar las ovejas que esperaba. 

—Be nos está enojado el grillo—dijo él á Filo- 
mena. 

Y Filomens le contestó : 

—Por voraces, será—y quedaron avergonzados y 
tristes. 

Se equivocaban, pues el día siguiente, recibieron 
la visita de un estanciero vecino que les venía á ofre- 
cer una majada al tercio. Mientras hablaba, sentado 
con ellos en el rancho y tomando mate, cantó el gri- 
llo, como aconsejando. Pronto fué hecho el trato ; y 
bendiciendo á su geniecillo protector, Nataniel, des- 
pués de cenar, agotó en su honor todas las alabanzas 
que en sus cantos se le pudieron ocurrir. 

Un bienestar relativo fué la consecuencia inme- 
diata del arreglo con el estanciero ; nunca faltaba la 
carne ya en la pobre morada ; y sin tener que im- 
portunar al grillo, lo que siempre temía Nataniel, no 
faltaba tampoco ni la yerba, ni el azúcar, ni el ta- 
baco. 

Solamente cuando llegó el invierno, doña Filome- 
na, al tiritar ella de frío, y al ver tiritar á las eria- 
turas, insistió con su marido para que cantase alguna 
décima «de las de pedir», como decía ella. 

Nataniel, que bien sabía que, una vez desconta- 


— 293 — 


dos los gastos de esquila y el remedio para la sarna, 
nunca le alcanzaría el producto de las ovejas para po- 
der comprar ropa de abrigo, se decidió á pedirle al 
grillo lo que le pareció necesario ; y al ver que, pon- 
chos y frazadas, tricotas de lana y bombachas grue- 
sas, se iban apilando en la mesa, con vestidos de 
tartán y enaguas de punto para ella, Filomena com- 
prendió que hasta entonces habían sido unos infe- 
lices en no pedir al grillo muchas otras cosas, ya que, 
al fin y al cabo, sin rezongar ni vacilar, les concedía 
todo lo que le pedían. 

Y como sólo da trabajo el primer paso, no tardó 
don Nataniel, incitado por su mujer, en insinuarle al 
grillo que mucho mejor sería que la majada fuera de 
él, en propiedad, en vez de ser ajena y sólo á inte- 
rés. Y el día siguiente, al abrir el cajón de la mesa 
para sacar yerba, Nataniel quedó lo más sorprendido : 
vió un rollo de papel que le pareció ser de billetes de 
Banco ; lo abrió, y mientras lo miraba con los ojos 
relucientes de alegría, llamó al palenque el dueño de 
las ovejas. Nataniel cerró el cajón, recibió al estan- 
ciero, y pronto supo que éste venía con la intención 
de ofrecerle en venta las ovejas. No se turbó el gau- 
cho por tan poca cosa, pues le empezaba á parecer 
muy natural cualquier maravilla, y mientras discu- 
tían el precio, cantó el grillo, en su rincón, como 
aconsejando. 

Pronto cerraron el trato ; Nataniel y el vendedor 
contaron la majada que resultó de mil y tantas ca- 
bezas, y dió la casualidad que, justito, alcanzaban los 
pesos del cajón para pagar su importe, ni uno más 
ni uno menos. | 

Dicen que comiendo viene el apetito, y tardaron 
pocos días, esta vez, Nataniel y Filomena en pensar 


— 294 — 


que bien podrían pedir al grillo algo más que unas 
cuantas ovejas ; ya que todo se lo daba con tan bue- 
na voluntad, era que sus deseos resultaban modera- 
dos, como lo había él mismo mandado. También, lo 
que antes hubieran creído ser una enormidad, ya les 
parecía poca cosa ; estaba lejos el tiempo en que hu- 
biera vacilado un mes Nataniel antes de pedir al gri- 
llo una bombacha ó un par de botas; y por poco 
hubiera despuntado en su mente la idea de que el 
grillo sólo cumplía con una obligación, y que á su 
talento de cantor y de guitarrero debía sus liberalida- 
des ; quizá el geniecillo, sin sus décimas, no hubiera 
podido vivir. 

Y le cantó una «de las de pedir», pero «emacuca». 
Se largó no más, con que sus ovejas estarían más á 
su gusto en campo propio que en campo del Estado, 
de donde, cualquier día, lo podían echar como in- 
truso. 

El día siguiente se apeó en el palenque un sol- 
dado de la policía que le traía, de chasque, mandado 
por el juez de paz del partido, un gran sobre de 
oficio. Era un título de propiedad en forma, de dos 
leguas de campo, allí mismo donde vivía, que el Su- 
perior Gobierno, sin que se supiera cómo ni por qué, 
le regalaba : ¿equivocación? ¿quizá lo habrían con- 
fundido con algún ministro? 

Lo cierto es que Nataniel y su mujer no dejaron 
de sentirse orgullosos al verse tan ricos y empezaron 
á pensar que no tendría límite su poder. En la misma 
noche le cantó Nataniel al grillo unas cuantas déci- 
mas de alabanza agradecida, pero, al mismo tiempo, 
no dejó de pedirle que completase su obra regalán- 
dole, en lugar del rancho miserable, indigno ya de 


e 00) 


un estanciero rico, una casita decente, bien construi- 
da y bien amueblada. 

Y el sol, cuando salió, creyó estar en un error, 
y- se quedó inmóvil, un minuto entero, asomado en 
el horizonte, haciendo colorear con la luz de su po- 
deroso farol el techo de teja de una alegre casita, que 
no se acordaba haber visto allí el día anterior. 

Nataniel y Filomena quedaron, esta vez, tan en- 
cantados con su preciosa morada, que en un arrebato 
de suprema satisfacción, declaró el cantor al grillo, 
en los mejores versos que pudo, que ya no le pedirían 
más, pues quedaban colmados sus votos. 

Y realmente, ¿qué más hubieran deseado? Su di- 
cha no podía ser más completa. No les faltaba nada : 
llenos de salud, ellos y sus hijos ; ricos como el que 
más, ya que lo que tenían superaba en mucho á sus 
necesidades ; asegurados de la ayuda del grillo, á 
quien acudían con discreción en los casos difíciles, vi- 
vían absolutamente felices, sin deseos ni pesares ; 
¿cómo hubieran tenido pesares, cuando, al contrario, 
los recuerdos de todo su pasado de pobreza era, por 
comparación, su mejor elemento de gozo? 

No todos, por cierto, saben apreciar esa clase de 
felicidad,' un poco pasiva, por la misma falta de con- 
trastes que la hagan resaltar ; pero la apreciaban ellos, 
y en su justo valor, después de las penurias de an- 
taño, contentándose ahora con dejarse vivir. 

Pasaron así algunos afios. Nataniel trabajaba con 
sus muchachos ; vendía la lana de sus ovejas, los ca- 
pones y los novillos, sobrándole siempre dinero. No 
dejaba, cada noche, de tomar la guitarra y de cantar 
lindas décimas, que el grillo acompañaba con su can- 
tito monótono y estridente, celebrando así juntos los 
inefables goces de la vida apacible del campo, cuyas 


— 296 — 


viriles faenas conservan la salud al cuerpo y dan al 
alma la quietud. 

Desgraciadamente, el afán de tener más y más, 
ese gusano destructor de toda felicidad, siempre vivo 
en el corazón humano, no estaba más que dormido en 
el de ellos. 

Llegó un día en que no se contentaron con la abun- 
dancia, quisieron la opulencia ; les pareció poco el ser 
respetados y queridos, pensaron en ser los primeros. 

Una tarde, al ver cruzar por el campo el break 
de un gran estanciero vecino, tirado por soberbios 
caballos, lleno de señoras que lucian elegantes y lu- 
JOSOs trajes de viaje, Filomena se sintió, por primera 
vez, herida por la envidia. Llamó á su marido, y 
toda enojada, le dijo : 

—¿ Será más que nosotros esa gente, que ni nos 
mira siquiera? ¿Por qué dejas que tengan más cam- 
po que nosotros, cuando, con sólo pedirlo al grillo, 
- podríamos seguramente ser más ricos que ellos? ¡Tan 
- orgullosas que son esas mujeres, con sus Cora em- 
plumadas !—agregó entre dientes. 

Y la verdad es que lo que más le dolía á Filome- 
na, inconscientemente sin duda, era ver que otras 
llevaban adornos que á ella le parecían prohibidos, 
á pesar de haber podido comprarlos también, si hu- 
biera querido. Era que por instinto sentía que á su 
facha de paisana tosca hubiera sentado una de esas 
gorras emplumadas lo mismo que 4 Nataniel un som- 
brero de copa, y esto le causaba una rabia capaz de 
hacerla despreciar todos los favores de que se habían 
visto colmados. 

Nataniel no estaba muy convencido de la necesi- 
dad de tener más bienes. Su felicidad le seguía pare- 
ciendo suficiente, y no pensaba que pudiera ser ma- 


— 297 — 


yor, aun teniendo más tierra y más haciendas ; se 
resistió pues á las exigencias de su mujer ; pero tan- 
to lo fastidió ella, que, para conseguir la paz, tomó 
la guitarra y se dispuso á cantar. 

Fin este mismo momento cantó el grillo, como 
aconsejando, y su canto, esa noche, parecia triste y 
melancólico, como si alguna desgracia le estuviera 
por suceder. También al preludiar, le pareció á Nata- 
niel algo ronca la guitarra, y casi estuvo á punto de 
volverla á colgar. Pero Filomena no le dejó, y Nata- 
niel, para probar las atenciones del grillo, acordán- 
dose que le faltaba una carona para el recado, se la 
pidió. Apareció en seguida la carona. Alentado por 
el resultado, quiso entonces soltar de golpe, para que 
el susto fuese corto, toda la tropilla de pedidos, que en 
su cabeza había estado entablando, y, en versos rá- 
pidos, empezó á pedir campos extensos y numerosas 
haciendas y un palacio lujosamente amueblado y ca- 
sa en la ciudad y los pesos por millones y coches y 
servidores y esto y lo otro, y hubiese seguido algún 
tiempo todavía, quizá, si de repente no se hubieran 
cortado todas las cuerdas de la guitarra, menos una, 
rajándose también lastimosamente la caja. 

Se quedaron los esposos tullidos como por un rayo. 
Al cabo de un gran rato, se levantó despacio Nataniel, 
y en puntillas, como para no despertar la mala suer- 
te, fué á colgar en su sitio la descuajaringada guita- 
rra. Y cantó el grillo, como si llorase. 

Pasaron sin novedad algunos días, y como no po- 
día Nataniel vivir sin cantar, trató de componer el 
instrumento con cuerdas compradas en la pulpería, 
pero casi no sonaban, y tuvo, para poder hacer mú- 
sica, que comprar una guitarra nueva. 

Quedó tristemente colgada, durante mucho tiem- 


— 298 — 


po, la guitarra encantada, sin prestar á su dueño más 
beneficio que hacerle recordar su imprudencia ; has- 
ta que un día, habiéndose arriesgado á pedir al grillo, 
acompañándose con la única cuerda que le había que- 
dado, un pequeño servicio, pudo comprobar que to- 
davía sus deseos, con tal que fuesen moderados, po- 
drían quedar cumplidos. Pero el mismo estado pre- 
cario del instrumento claramente le indicaba que 
cualquier desliz le sería fatal. 


— 299 — 


EL RANCHO DE LOS HECHIZOS 


Desierta había sido siempre la Pampa en aquellas 
alturas, sin un árbol, sin una población, sin un re- 
baño á la vista. Y por eso Sandalio, que hacía pocos 
días había cruzado por allí boleando avestruces con 
otros matreros, se quedó muy sorprendido al ver un 
rancho muy bien construido, rodeado de un buen 
monte, encerrado en alambrados, con sus corrales 
y su palenque. | | 

¿De quién sería todo aquello? ¿quién habría ve- 
nido á poblar esa soledad ? 

Y como Sandalio no era hombre de perder tiem- 
po en conjeturas, ni de admitir que pudiera haber 
para él palenque desconocido, no vaciló en acercarse. 

Vago empedernido, acostumbraba vivir de rapiñas 
y consideraba que no hay cocina que se atreva, por 
huraña é inhospitalaria que sea, á negar á quien los 
pida con un buen cuchillo en la cintura, un churrasco 
y un mate. 

A medida que se aproximaba fijábase en todos los 
detalles : por la puerta entreabierta del rancho veía 
el vestido de una mujer, muy ocupada en coser y 
acompañando con su canto el ruido de la máquina. 
No había perros en el patio, ni caballo cerca, lo que 
le hizo suponer que la mujer estaba sola y sin defen- 
sa, y esto bastó para que en su cabeza de gaucho ma- 


— 300 — 


lo nacieran en el acto intenciones criminales de toda 
indole. 

Con cierta cautela se arrimó al a y des- 
pués de acariciar la empuñadura del facón, como para 
avisarlo de estar listo para cualquier complicidad, 
se apeó y quiso atar el caballo. Pero no le dieron 
tiempo los tres estacones del palenque, pues empeza- 
ron á brincar en alegre baile, haciendo con sus re- 
torcidos cuerpos mil contorsiones, y pegándole de vez 
en cuando, como quien no quiere la cosa, un buen 
palo en las espaldas. El mancarrón, asustado, se man- 
dó mudar ensillado, y cuando el gaucho, después de 
correr á pie dos cuadras, perseguido por los tres es- 
tacones locos, se detuvo para resollar, vió que todo 
había desaparecido y que quedaba solo en medio del 
campo, á pie y molido. Y oyó una voz que cantaba : 

e Los estacones, bandido, tu intención han cono- 
cido. 

Sandalio, por supuesto, no contó á nadie su ha- 
zaña ; pero queriendo saber si era cierto lo que había 
visto ó si era mentira, á pesar de sentir todavía en 
el lomo ciertos dolores que le hubieran podido con- 
firmar que no había sido sueño, le ponderó á su amli- 
go Vicente, borracho de siete suelas, lo lindo que en 
el rancho famoso trataban á cualquier transeunte, 
asegurándole que lo habían convidado con ginebra... 
pero, amigo, ¡qué ginebra ! ¡y á discreción ! 

Vicente al oirle, se quedó con la boca hecha agua, 
y no pensó ya sino en ir sigilosamente en busca del 
rancho aquel donde, de arriba, se podía tomar cosa 
tan rica, y... á discreción. Fiso, sobre todo, de la 
discreción, le gustaba mucho. 

Bien enterado de la ubicación exacta del rancho, 
sc fué una mañana á ver si lo encontraba. Dió con 


— 301 — 


él, en el paraje indicado por Sandalio, y lo mismo 
que éste vió el palenque, el rancho, el corral y la 
mujer cosiendo detrás de la puerta entreabierta. Se 
acercó al palenque, y soñando ya con la buena gine- 
bra con que lo iban á obsequiar, [lamo. 

Contestó una voz femenina, cantando con toda 
claridad : 

—$1 por penas vinieras, ¡cuidado con las tran- 
queras ! 

Vicente, á nl ya de llegar justamente á la 
tranquera, se detuvo algo sorprendido, pero fué cosa 
de un rato, y resueltamente empujó la puerta. Esta 
cedió, pero movida como por un resorte poderoso se 
volvió á cerrar, pegándole al gaucho un golpe feroz 
que lo mandó á rodar, desmayado, á veinte varas de 
distancia. | 

Cuando, azorado, volvió en sí quedó admirado al 
ver que el rancho y todo había desaparecido. Sentía 
mucha sed y viendo que á su lado estaba un porrón 
de ginebra, lo tomó con avidez, y, sin paladear, sor- 
bió un gran trago. 

Pero la ginebra era agua, y como Vicente tenía 
poca afición por tan desabrido líquido, tiró lejos de 
sí el porrón y montando en su caballo que todavía es- 
taba en el mismo sitio donde había estado antes el 
palenque, se fué bastante caviloso con lo que le ha- 
bía pasado. 

Sandalio se encontró con él en la pulpería á los 
pocos días, y le preguntó cómo le había ido. 

—¿ Dónde? — preguntó Vicente, haciéndose el 
ZONZO. 

—;¡ Hombre—-le dijo Sandalio,—en el rancho que 
le dije, pues | 

—; Ah! sí; rancho lindo, que parece de brujos. 


— 309 — 


Y le contó ingenuamente y punto por punto todo 
lo que le había ocurrido. 

Sandalio, consolado ya del propio mal por el mal 
ajeno, se rió mucho, y lo mismo hizo Nicolás, gaucho 
joven aún, pero ya perverso, quien, pensando que 
sólo por la borrachera había visto Vicente tantas co- 
sas imposibles y recibido tantos porrazos, no se acor- 
dó más que de la mujer aquélla, cosiendo, solita en 
su rancho, sin hombre que la defendiera, ni perro 
que la cuidase y habiendo conseguido de Vicente las 
señas que le podían guiar, armó viaje para el paraje 
designado. 

Soñando ya con alguna belleza cuyo amor le hu- 
biese reservado la suerte, dispuesto á conquistarla á 
las buenas ó á las malas, galopó de prisa hasta divisar 
la población. Se acercó lleno de emoción, pero dis- 
puesto á todo, y lo mismo que había hecho Sandalio 
al llegar, acarició, para mayor seguridad, la empuña- 
dura del cuchillo. 

llamó en el palenque y la voz femenina le con- 
testó, invitándole á apearse. Así lo hizo, ató el ca- 
ballo y pasó la tranquera dirigiéndose con paso segu- 
ro hacia la puerta entreabierta, por donde se veía co- 
siendo á la mujer, Pero mientras atravesaba el pa- 
tio, Nicolás oyó que ésta cantaba : 

—No mires por la rendija, si no, el gato te cas- 
tiga. 

Pero no por miedo á un gato se iba á contener Ni- 
colás, y agarrando por el borde la puerta, la quiso 
abrir. En vez de abrirse se cerró la puerta, apretán- 
dole la mano derecha, al mismo tiempo que la cola 
de un gran gato negro, al cual no había visto y que 
se le abalanzó con furia. El gato no le podía alcan- 
zar la cara, pero le desgarró todo el chiripá—un chi- 


— 303 — 


ripá nuevito—y le lastimó horriblemente la mano 
que no podía sacar de la rendija. 

Duró muy poco por suerte la función, y de re- 
pente desaparecieron como pesadilla el gato, la puer- 
ta, el rancho y todo, quedando Nicolás con la mano 
deshecha por la apretadura y por el gato. 

Cuando le preguntaron Sandalio y Vicente lo que 
tenía en la mano, por tenerla así envuelta, dijo que 
se había quemado con el lazo, al disparar una yegua 
que tenía enlazada de á pie. Y agregó : 

—Y siento mucho haber tenido que venirme, pues 
estaba en este puesto de que nos habló Vicente, co- 
mo un conde: bien mantenido, bien pagado y sin 
nada que hacer casi. 

Así hablaba él por no dar su brazo á torcer y para 
inspirarles envidia ; pero más ó menos suponían ellos 
lo que le había podido haber pasado. 

Unicamente Pascual, un haragán y comilón sin 
igual, que también había oído lo que contara Nicolás, 
pensó que para él no dejaría de ser ganga una'colo- 
cación tan buena : buen sueldo, buena comida y casi 
- nada que hacer, esto pocas veces se encuentra, y con 
las indicaciones que riéndose entre sí, le dió Nicolás, 
rumbeó para el rancho. 

Por el camino encontró á un hombre que araba 
y como se le había disparado un caballo, le pidió, ya 
que iba montado, tuviese la bondad de traérselo. Pas- 
cual se hizo el sordo y pasó. 

Un poco más lejos se encontró con unos vascos que 
curaban de la sarna una majada y que le pidieron les ' 
ayudase á encerrar una chiquerada, ya que estaba 
allí. Pero Pascual les contestó que iba de prisa y 
se fué. 

Otros que estaban cerdeando unas yeguas, tam- 


— 304 — 


bién le pidieron una manita, porque eran pocos y 
querían acabar ; pero Pascual dijo que su caballo es- 
taba cansado y los dejó. 

Y lo mismo hizo con otros que para hacer un 
pequeño aparte le rogaron que les atajase el rodeo 
un rato. : 

Llegó por fin al rancho, donde todo estaba como 
se lo había pintado su amigo Nicolás. Pero cerca del 
palenque vió una pieza dispuesta como para foraste- 
ros, con la puerta abierta, un fogón con leña lista, 
bancos, una pava, un mate, hierba, etc., y hasta vió 
que colgaba del techo medio capón gordo. Y pensó 
que antes de conchabarse siempre podría aprovechar 
todo esto y comer de arriba. 

Después de atar el caballo, iba hacia la pieza cuan- 
do sintió que la mujer que cosía, desde el rancho can- 
taba : 

—Quien no trabaja no come ; el haragán, ¡ qué se 
embrome ! | 

Se paró, porque le pareció indirecta, pero esta- 
ba ya muy cerca de la pieza para echarse atrás y qui- 
so entrar; cuatro perros bravísimos al sentirlo, se le 
echaron encima, destrozándole la ropa y también un 
poco la carne, y lo corrieron hasta que saltó en su 
caballo y disparó. Cuando ya muy lejos se dió vuelta 
y miró, no quedaba ni rastro de las poblaciones, ni 
tampoco de la gente que á la venida había encontra- 
do apartando, cerdeando, curando y arando. 

Se quedó muy admirado el hombre y se fué cavl- 
lando hasta la querencia, repitiendo á cada rato : 

—Pero, mire ¡qué cosa!... ¡Qué cosa ! 

Tanto que su compañero Hipólito, cuatrero de 
oficio, quiso saber cuál era esa cosa que tan preocu- 
pado lo tenía. Y Pascual, no queriendo, por supuesto, 


rs 


confesar lo que le había pasado, le salió con media 
mentira, diciéndole que en un puesto nuevo, ubica- 
do en tal parte—y le indicó con prolijidad el paraje—- 
había visto una hacienda tan gorda, tan mansa y tan 
fácil de arrear, aun de día, por lo mal cuidada, que 
nunca había visto cosa igual. 

Hipólito le propuso ir los dos á pegar malón ; pero 
Pascual pretextó estar medio indispuesto, lo que no 
era del todo falso, y le aconsejó que fuese solo, que 
no había peligro. 

Hipólito se decidió. Fué de día á inspeccionar el 
campo y la hacienda y salió exacto todo lo que le 
había contado Pascual sobre el puesto y su ubicación 
y sobre la mujer sola y sobre los animales tan man- 
sos que sólo al grito se arrollaban y marchaban. 

Se dejó estar escondido entre el pajonal hasta que 
fué de noche cerrada, dirigiéndose entonces hacia los 
animales en que se había fijado. Lios encontró fácil- 
mente y como todos estaban con la cara al viento y 
que justamente soplaba éste de donde pensaba lle- 
varlos, se puso detrás de ellos y amontonándolos en 
un prupo, gritó : «¡fuera buey l» Pero en el acto sin- 
tió el tropel de los novillos que dándose vuelta se le 
venían encima con bufidos de enojo, y vió relucir 
frente á sí tantas luces fulgurantes como tenían de 
ojos entre todos. Presa de un españto sin igual, echó 
á galopar, castigando el mancarrón con furia, y galo- 
pó derecho no más, leguas y leguas, atravesando lo- 
mas y cañadones, tropezando en las vizeacheras, cas- 
tigando, espoleando, loco. Y cada vez que se anima- 
ba á deslizar una mirada para atrás, veía las luces 
fulgurantes, sentía los bufidos, oía el terrible tropel ; 
y sólo cuando salió el lucero le pareció que ya habían 
dejado de seguirlo. 

LAS VELADAS.—20 


— 306 — 


Pocos hombres había tan baqueanos como él; y 
asimismo quedó extraviado más de quince días, pa- 
sando mil miserias, antes de volver á sus pagos. Lio 
que no impidió que una vez que estaban todos jun- 
tos : Sandalio el bandido, con Vicente el borracho y 
Nicolás el atrevido, Pascual el haragán y él, Hipóli- 
to, el cuatrero, contó que se había llevado de aquel 
campo una gran punta de hacienda muy buena y que 
en estancia tan mal atendida se podían hacer muy 
provechosos negocios. Y cada cual ponderó á su tur- 
no lo bueno que era allá el campo, lo gorda que es- 
taba la hacienda y los numerosos que eran los rodeos, 
y lo buena y hospitalaria que era la gente, y así mil 
mentiras á cual más grande. 

No había, fuera de ellos mismos, ds auditorio 
que Inocencio, un buen muchacho, trabajador, há- 
bil, honrado, discreto y sin vicios, que por casualidad 
andaba por allí buscando conchabo. No conocía á esos 
gauchos que tanto hablaban del rancho. aquél, y cre- 
yó que decian la verdad. Lies preguntó sl pensaban 
que necesitaran peones allá, y en el acto le dijeron 
que sí; se hizo indicar por ellos dónde era y se fué. 
Con un poco de atención hubiera podido ver á los 
compañeros sonreirse de la confianza con que iba en 
busca — creía cada uno de ellos —de algún nuevo 
chasco. 

Inocencio, por el camino, encontró al hombre que 
araba y que le pidió varios servicios ; gustoso se los 
prestó. También ayudó á los que estaban cerdeando 
yeguas y á los vascos que curaban la majada y tam- 
poco se negó á atajar el rodeo para facilitar á los apar- 
tadores su trabajo. 

Cuando llegó cerca del rancho nuevo, vió encerra- 
da en el corral una majada muy linda que parecía es- 


— 307 — 


perar que se le abriera la puerta, y como mandado 
por una voluntad superior, soltó las ovejas juntando 
con las madres los corderos extraviados, haciendo sa- 
lir despacio del corral las ovejas muy preñadas y ata- 
jando los capones para que en su apuro por desflorar 
el campo no se llevasen la majada demasiado lejos. 

Una vez sosegado el rebaño en buen campo, vol- 
vió Inocencio y mudó caballo, tomando uno de la tro- 
pilla que se le vino como á ofrecer. Después, viendo 
que se venían acercando algunas lecheras al palenque 
donde estaban atados unos terneros, las arrimó, las 
ató y las ordeñó, sacando para ello de la pieza conti- 
gua al palenque baldes y jarros. En dicha pieza, co- 
mo lo había visto Pascual, cierto día, estaba dispuesto 
todo como para que pudiera comer y descansar cual- 
quier forastero, pero Inocencio todavía no pensaba 
en ello, pues tenía mucho que hacer y no era hora 
de comer. Por lo demás, los perros que allí estaban, 
no le molestaron y quedaron dormidos. 

La puerta del rancho principal no estaba todavía 
abierta y puso Inocencio los baldes de leche en la 
pieza ; desató los terneros y fué á repuntar la hacien- 
da. Encontró muchos:grupos de ella por todas par- 
tes ; lindos animales, todos muy mestizos y gordos. 
Se fijó en sus respectivas, querencias y anotó en su 
memoria las marcas que eran tres y varios animales 
fáciles de distinguir por sus señales peculiares. 

Cuando volvió á la estancia, pues no había más 
- población que el rancho y tenía que ser éste la casa 
principal, estaba entreabierta la puerta y se vela el 
vestido de una mujer que cosía y cantaba : 

—Para el que no tiene vicio, que sabe vivir con 
juicio, que sólo en trabajar piensa, habrá buena re- 
compensa. | 


— 308 — 


Inocencio oyó estas palabras y le hubiera gustado 
poder siquiera verle la cara á la cantora. Pero no se 
atrevió á acercarse y pensando que debía esperar que 
lo llamasen, entró en la pieza de los forasteros, se 
preparó un churrasco, tomó mate, fumó un cigarro y 
durmió la siesta. Cuando despertó, nadie tampoco lo 
llamó, ni le dijo nada; pero le parecía estar hacía 
tiempo ya en la estancia, y, sin que le mandaran, 
cumplió con lo que ya consideraba su obligación. Y 
los días siguieron asi, durante varios meses. Sus ta- 
reas impedían que pudiera Inocencio sufrir de su so- 
ledad. Sin haber podido nunca, y esto de lejos y por 
la rendija, ver más que el vestido de la mujer que en 
el rancho vivía, soñaba con ella, y sin saber si era 
joven ó vieja, hermosa ó fea, comprendía que su vida 
le pertenecía y que era ella la voluntad misteriosa á 
la cual obedecía. 

Un día, en el campo, se encontró con Sandalio, 
Vicente, Nicolás, Pascual é Hipólito, que juntos ha- 
bían venido á curiosear, y averiguar lo que había sido 
de él, del rancho y de su dueña. Se quedaron ad- 
mirados de encontrarlo allí y trataron de conseguir 
que les ayudara en sus propósitos. Unos querían lle- 
varse robada la hacienda, otro quería saquear el ran- 
cho ; éste de buena gana se hubiera llevado á la mu- 
jer, mientras que Vicente seguía soñando con la gi- 
nebra de que en otros tiempos le habían hablado. 
Inocencio, primero, creyó que era en broma, pero 
pronto tuvo que comprender con qué gente se las te- 
nía y sin fijarse en cuántos eran, los atropelló cuchi- 
llo en mano. Poco pelearon ; tres ó cuatro tajos bien 
dados los pusieron á todos en fuga y volvió muy tran- 
quilo Inocencio á su rancho. 

Hacía justamente, el día siguiente, un año que 


— 309 — 


estaba en el establecimiento, y cuando á la madru- 
gada despertó vió con asombro que en lugar del po- 
bre rancho de paja estaba un precioso edificio de 
material. En la puerta principal, abierta de par en 
par, estaba, vestida de novia y bañada en las prime- 
ras luces del alba, una mujer joven y seductora, que 
con gestos amables lo invitaba á acercarse. Tímido, 
vino hacia ella y de sus labios supo que por su tra- 
bajo desinteresado durante un año y su discreta com- 
portación, había deshecho el hechizo de que ella era 
víctima, y que en recompensa le ofrecía su corazón 
y su fortuna. | 

Inocencio tuvo el buen gusto de no hacerse de 
rogar; se casaron, vivieron felices y tuvieron mu- 
chos hijos. | 


— 310 — 


SUERTE PELIGROSA 


Estaban sentadas la madre y la hija muy cerca 
del fogón, por el frio que hacía, tomando mate, des- 
pués de cenar, cuando tras largo y ya molesto silen- 
cio, la muchacha se decidió á soltar el secreto que le 
quemaba el pecho, y resueltamente dijo á la vieja : 

—¡Quiero casarme con Demetrio. . 

La madre la miró, y meneando la cabeza, con- 
testó : 

—¿ Quién sabe si querrá él? 

—Haga usted, pues, que quiera, madre—dijo la 
muchacha. 

—Trataré, hija; pero va á ser trabajoso, porque 
seguramente se va á entrometer don Prudencio ; y 
bien sabes que mi poder ante el suyo cede. 

La vieja, una china fiera, toda desgreñada y ha- 
rapienta, tenía fama de ser, como tantas otras en la 
Pampa, aficionada á brujear y de saber, con ciertas 
yerbas, grasas y otros elementos, componer filtros 
inspiradores de amores imprevistos 6 de odios repen- 
tinos. Su hija, sin ser bonita—de semejante madre 
hubiera sido difícil, —tenía ese atractivo de la juven- 
tud que, muchas veces, basta para imponerse á los 
corazones desprevenidos, y á pesar de su pobreza, so- 
ñaba casarse con Demetrio, de quien se había ena- 
morado locamente. 

Era éste un joven estanciero, buen muchacho y 
bastante rico, trabajador, asimismo, y muy dedicado 
á sus quehaceres. Había heredado la estancia de sus 


- 


811 — 


padres, muertos cuando él era criatura, y la adm1- 
nistraba muy bien. Cierto es que, en orfandad, ha- 
bía sido protegido y siempre bien aconsejado por un 
antiguo amigo de su finado padre, don Prudencio, 
hombre de mucho tino y de gran sabiduría. 

A éste la bruja lo tenía por brujo, y por tanto 
más poderoso cuanto más ignoraba ella de qué me- 
dios se valía para contrarrestar sus e que más 
de una vez había desbaratado. 

Muchos sólo lo tenían á don Prudencio por hom- 
bre de mucha experiencia y de buen sentido ; bas- 
tando, es cierto, á menudo, esas dos cosas tan raras, 
para darle á uno fama de brujo. 

No perdió tiempo la vieja para complacer á su 
hija y aprovechó de que esa misma noche era de 
luna menguante para salir al campo en busca de las 
plantas é ingredientes necesarios para el éxito de sus 
artimañas. A la madrugada soltó las ovejas, previa- 
mente rociadas con un agua preparada secretamente 
por ella, en dirección al campo de Demetrio, y pocas 
horas después había conseguido su objeto preliminar, 
que era hacerlas mixturar con alguna majada de la 
estancia, mandando á la muchacha á pedir, sobre la 
marcha, aparte á Demetrio. Fué ésta con su mejor 
ropa, por poco propicia que fuese la ocasión para lu- 
cir un percal tan duro y quebradizo, y en el bolsillo 
de su vestido llevó un pequeño frasco cuyo conte- 
nido debía producir en el que lo bebiera un amor ful- 
minante hacia ella. 

Demetrio, al ver desde su casa que se iban á mix- 
turar las majadas, montó á caballo y se vino dispa- 
rando para cortarlas; pero no las pudo separar, y 
después de un rato pasado entre ellas, sintió su co- 
razón—efecto del vapor que despedía el líquido con 


— 312 — 


que habían sido salpicadas las ovejas de la vieja,— 
presa de un sentimiento hasta entonces desconocido ; 
sintió que necesitaba, pero con ansia, asf, de golpe, 
querer y ser querido. Mientras crecía en él ese apre- 
miante anhelo y lo invadía todo, divisó á la muchacha 
que venía hacia él al galope; y cuando llegó á su 
lado creyó ver en ella el alivio ofrecido á su pena. 
Cruzaron ambos miradas ardientes, mientras explica- 
ba la joven, bastante turbada y sin saber muy bien 
lo que decía, sin que tampoco, por lo demás, la en- 
tendiera muy bien Demetrio, cómo ella se había des- 
cuidado y cómo venía á pedir disculpa y aparte. 
Demetrio, más turbado que ella, la invitó 4 pasar 
para las casas, mientras se encerraban las majadas, 
y ordenó al capataz que allí estaba que trajese mate. 
El capataz no se lo hizo decir dos veces, pues era jo- 
ven, soltero y buen mozo, y no le disgustaba la oca- 
sión de rozarse con una muchacha interesante. Al. 
canzó el primer mate á la niña, quien aprovechó la 
ocasión para echar en él, con todo disimulo, al de- 
volvérselo, algunas gotas del filtro preparado por la 
madre, pensando rematar así la victoria ya casi lo- 
grada. Pero en el momento en que volvía el capataz 
con el mate para ofrecérselo á Demetrio, abrió la 
puerta don Prudencio y llamó al joven con tal tono 
de imperioso apuro, que éste no pudo vacilar en obe- 
decer y salió, excusándose con la muchacha é indi- 
cando al capataz que aprovechara él el mate servido. 
La niña se quería morir y se retorcía, agitada en 
la silla, impotente para impedir la catástrofe que ame- 
nazaba sus amores ; y vió al capataz tomando delan- 
te de ella el mate preparado para acabar de enamo- 
rar 4 Demetrio. lio miraba con terrible inquietud, 
sabedora de la eficacia de los filtros maternos, y efec- 


— 313 — 


tivamente, antes de haber agotado el mate, el capataz 
estaba á sus pies, declarándola su irresistible amor. 

Demetrio volvió en este mismo instante y como 
si el hechizo que sufriera, victoriosamente comba- 
tido ya por los argumentos de don Prudencio, no 
precisara más que el inesperado espectáculo del ca- 
pataz enamorado para quedar del todo destruído, mi- 
ró desdeñosamente á ambos y les ordenó que se re- 
tirasen de su vista. | 

Anonadada por semejante desgracia, la muchacha 
se fué, sostenida por su improvisado amante, quien 
la llevó á su casa y la entregó á la madre, pero no 
sin llevarse la promesa de que serían admitidas sus 
visitas. 

A falta del patrón, más vale, pensó la vieja, el 
capataz que un peón, y ya que por el efecto del filtro 
que había tomado, estaba tan embelesado,-no había 
más que aprovechar la ocasión y casarlos. Y así fué ; 
pero, como madre engañada y bruja burlada, juró 
vengarse. 

Y se lo hizo jurar dos veces su hija, cuando algún 
tiempo después supo que Demetrio se había casado 
con una sobrina de don Prudencio. 

No hubo día desde entonces que no salieran por 
el agujero del techo de paja, en el rancho de la 
vieja, humaredas sospechosas : espesas y negras como 
nubes de tormenta, ó transparentes y azuladas como 
rocío matutino, coloradas como una puesta de sol 
en día de viento, ó amarillentas como nubarrón pre- 
ñado de granizo ; con olor á azufre á veces, y otras de 
perfume penetrante. 

Y pronto se dejaron sentir en la vecindad los te- 
rribles efectos de las brujerfas de la vieja, pagando 
más de un inocente los platos rotos y sufriendo de- 


SS 


sastres, sin haber tenido en ellas arte ni parte, por 
las contrariedades amorosas de su hija. Hubo que- 
mazones terribles, inundaciones devastadoras, inva- 
siones de mosquitos, gegenes y tábanos que arruina- 
ron las haciendas, seguidas de epizootias que las 
diezmaron ; pero Denuetrio, gracias á las medidas 
salvadoras oportunamente tomadas por don Pruden- 
cio, pudo evitar que el fuego penetrase en su campo 
y que el agua quedase estancada en él ; sus haciendas, 
vacunadas con tiempo, no se enfermaron y pudo apro- 
vechar de que sólo su campo hubiese quedado en buen 
estado para comprar á vil precio las haciendas en- 
flaquecidas de sus vecinos y ganar mucho dinero. 

La bruja casi reventó de ira al ver que ninguno 
de sus maleficios lo había alcanzado. En un arran- 
que de rabia, volcó al patio todo lo nue todavía que- 
daba en las ollas, pavas, latas ó tachos, en que había 
estado preparando su diabólica cocina ; y durante un 
mes, no pudo pasar nadie, por el mal olor que des- 
pedían esos residuos 4 una legua en contorno. Pero 
ahí encontró su propio castigo, pues todas las plagas 
producidas por sus maleficios se desencadenaron en- 
tonces con tal fuerza, en el campito que ocupaba y en 
su hacienda que, á los pocos días, quedó todo quema- 
do ó anegado; y los animales, arruinados por los 
mosquitos y presa de las enfermedades más variadas, 
dejaron sus osamentas, perdidas con cuero y todo, 
en un abrojal impenetrable. 

Por supuesto, todo lo achacaba á su contrario don 
Prudencio, á quien trataba de brujo infame, que en 
vez de mostrarse buen compañero con los colegas, les 
impedía que aprovecharan su trabajo ; hasta que aca- 
bó por encontrar un medio sencillo y terrible para 
vengarse. 


— 319 — 


Don Prudencio, pensando por su parte que había 
quedado la bruja impotente, ya que sus artimañas 
sólo á ella habían perjudicado, resolvió efectuar un 
viaje á la capital que, desde mucho tiempo, tenía 
proyectado. Hizo sus recomendaciones á Demetrio y 
á su mujer, les encomendó de telegrafiarle sin de- 
mora en caso de que sucediera cualquier cosa anor- 
mal y se despidió por un mes. 

Demetrio había hecho domar con todo cuidado 
para su silla un precioso potrillo, y desde Ja prime- 
ra vez que lo había montado había quedado encanta- 
do con su andar suave y ligero. Al llegar á la pul- 
pería á donde había ido para una diligencia, cruzó 
la cancha preparada, como de costumbre, para las 
carreras. Estaba vareando justamente su parejero un 
gaucho, á quien en seguida conoció. Era su antiguo 
capataz, casado con la hija de la bruja ; Demetrio, 
lejos de guardarle rencor, más bien le agradecía ha- 
ber apartado de su camino el imprevisto escollo de 
su posible matrimonio con la muchacha aquélla, pre- 
parando así, sin querer, su actual felicidad ; y acer- 
cándose á él, lo saludó. 

El hombre aprovechó la ocasión para ponderar el 
«potrillo, é insinuó que lo debería probar en la can- 
cha. Demetrio en su vida había corrido una carrera 
formal y menos aún arriesgado dinero en caballos, 
pero nunca tampoco le había disgustado probar la 
ligereza ó la resistencia de algún animal de su mar- 
ca. Consintió, pues, y desensilló ; y, en pelo, se fué 
con el otro hasta la punta de la cancha. Corrieron 
cuatro carreras, y aunque fuera el caballo del gaucho 
animal muy guapo y muy ligero, lo cortó á luz, las 
cuatro veces, el potrillo de Demetrio, sin necesitar 
siquiera rebenque. Felicitó á Demetrio el yerno de la 


— 316 — 


bruja, y después de aconsejarle de asistir con su po- 
brillo á las carreras del domingo, se despidió. 

¿Por qué sería que desde ese momento Demetrio 
ya no pensó en otra cosa que en correr carreras? 
Se acostaba pensando en carreras; soñaba con ca- 
rreras, y se despertaba acordándose sólo de las ca- 
rreras, y, todo el día, en ellas pensaba. 

Fué, por supuesto, á la reunión del domingo, é 
hizo correr el potrillo; y no pudo menos que entu- 
siasmarse más y más con el animal, pues cada ca- 
rrera para él era un triunfo. Triunfos explicables pa- 
ra quien hubiera podido ver á la bruja sentada en 
ancas del corredor y castigando, como puede en se- 
mejante caso castigar una bruja. 

Difícil es á un hombre, en una reunión, ganar 
en las carreras sin arriesgar después algunos pesitos 
á la taba ó al choclón ; y así le sucedió á Demetrio, 
y también es difícil, muy difícil, que el que juega 
no se apasione, y no quiera, si gana, ganar más, y 
si pierde, recuperar lo perdido. Menos que cualquier 
otro podía Demetrio, sugestionado sin saberlo por la 
bruja y su yerno, esquivar el tropezón, y se volvió 
ese día, en pocas horas, jugador empedernido. 

Es que también ese día fué todo de gloria para 
él : no sólo ganó todas las carreras con su potrillo, 
sino que la taba con que jugó parecía cargada y que 
como marcados le salieron los naipes con que probó 
la suerte. S1 hubiese perdido, quizá se salva, pero 
ganó sin cesar y la pasión del juego de tal modo se 
apoderó de él, que desde entonces pudo cantar vic- 
toria la bruja vengativa : había dado con la tecla. 

La mujer de Demetrio extrañó mucho, el día si- 
guiente, ver que su marido, tan asiduo siempre en 
sus trabajos, no se ocupaba más que de su potrillo, 


— 317 — 


haciéndolo cuidar como si hubiera sido algún padrillo 
de gran precio. Vió con disgusto que todos los días, 
casi, iba á la pulpería y que allí pasaba las horas, 
volviendo después á casa, Ó demasiado alegre ó de- 
masiado triste. Unas veces, volvía con el tirador lle- 
no de pesos y no hablando sino de comprar cosas de 
puro lujo; otras venía sin un cobre y hecho un ti- 
gre. Empezó la señora á concebir sospechas aterra- 
doras, viendo ya cercana la tormenta que derriba el 
hogar y lo hunde en la desgracia y en la miseria. Si- 
gilosamente, mandó un telegrama á don Prudencio. 

Pero pasaron días y semanas sin que éste vol- 
viera ni diera señales de vida, y mientras tanto, se- 
guía Demetrio jugando. Empezaba á perder, en me- 
dio de caprichosas alternativas, mucho más de lo que 
antes había ganado. Su genio se alteraba ; sus moda- 
les se volvían destemplados ; maltrataba á su gente y 
por poco hubiera maltratado á su mujer cuando que- 
ría ella conocer los motivos de su malestar y de ese 
cambio repentino. 

La bruja gozaba. En su fogón, sólo ya burbujea- 
ba despacio el contenido de una única olla, vigilada 
por su yerno y su hija, con el mismo afán que por 
ella misma. Habían bastado algunas gotas de lo que 
allí cocinaba para proporcionar á4 Demetrio el cebo 
de la engañosa y pasajera suerte que ya lo iba condu- 
ciendo al abismo, y la vieja veía próximo el momen- 
to en que podría, si no viniese á estorbar ese otro 
brujo de don Prudencio, hacer pasar, por medio del 
juego, á manos de su yerno la estancia de Demetrio 
con las haciendas que le quedaban. Todo ya casi es- 
taba listo; apenas cuatro noches y tres días más de 
cocimiento faltaban, y dos ó tres ingredientes, que 
ya los había conseguido y los tenía á mano, para po- 


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der inspirar con seguridad á su yerno la audacia del 
desafío final, darle la irresistible suerte momentánea 
que necesitaba y hacer á la vez á Demetrio presa de 
la obcecación indispensable para que arriesgara en 
un minuto de locura toda su fortuna. 

Pero sucedió que el día anterior al que para li- 
brar la gran batalla había ella fijado, se encontró De- 
metrio en la pulpería con un forastero muy Jugador, 
al parecer, pues se conocía que andaba tanteando á 
todos los á quienes suponía susceptibles de arries- 
gar algo á cualquier juego que fuera. Y generalmen- 
te perdía el hombre ; parecía tan chambón como vi- 
cioso, y como también se conocia que tenía pesos y 
ganas de perderlos, Demetrio poco se hizo de rogar 
para iniciar un partido. 

Empezaron por jugar á los naipes y Demetrio ga- 
nó, al principio; y á medida que se empeñaba el 
contrario en recuperar lo perdido, se entusiasmaba 
él para ganar más, tan bien que, sin pensar, aceptó 
paradas cada vez más fuertes y que, de golpe, en 
cuatro Ó cinco jugadas desgraciadas, no sólo volvió 
4 perderlo todo, sino que quedó sin un peso y con 
su palabra empeñada por cantidades que nunca hubie- 
ra podido realizar sino vendiendo toda su hacienda y 
parte del campo. 

Febril, desesperado y subyugado, á la vez, por la 
mirada tan irónicamente fría del forastero jugador, 
aceptó la oferta que éste le hizo de desquitarse con 
él con un tiro de taba, jugando lo que de su estancia 
le quedaba por lo que ya le debía. 

Tiró primero el forastero, pero nada sacó ; tiró 
Demetrio, y casi, casi cayó suerte ; volvió á tirar el 
otro y ganó. 


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—Cuanto antes me entregue la estancia, señor— 
dijo éste en seguida,—mejor será. 

—Vamos—dijo Demetrio, y montando á caballo, 
fueron hasta las casas. | 

Demetrio ya no pensaba sino en el modo de dis- 
culparse con su mujer de tamaña locura, y cuando 
llegó en su presencia le dijo, al presentarle al foras- 
tero : 

—He vendido al señor la estancia con sus ha- 
ciendas y se la vengo á entregar. 

Lia señora, que hacía tiempo que lo venía enten- 
diendo todo, se dejó caer en una silla y echó á llorar ; 
y las lágrimas de su mujer conmovieron de tal modo 
á Demetrio, que, comprendiendo por fin la magni- 
tud de su crimen, no pudo menos que ahogarse él 
también en llanto. Ante él se abría el triste horizon- 
te de miseria á que quedaban condenados por su 
culpa ; veía entregada á las borrascas de la vida pre- 
carla la felicidad de su hogar hasta hacía poco tran- 
quilo, tan dichoso, y lloraba amargamente. 

Pero había que ser hombre ; se enderezó y diri- 
gliéndose al forastero, se puso á sus órdenes. 

Mientras le miraba, esperando que le contestase, 
vió con admiración que el hombre se quitaba de un 
gesto la barba espesa que casi tapaba todas sus fac- 
ciones y la larga melena que le había hecho desco- 
nocer y tomar por forastero por todos los vecinos que 
lo habían visto y por él mismo, y conoció, lleno de 
alegría y de vergienza, á don Prudencio, su gran 
protector, su juicioso y sabio amigo, que sin grandes 
esfuerzos había sabido frustrar los funestos planes de 
la bruja vengativa. 


FIN 


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