BIBLIOTECA PERLA
XX
EL INGENIOSO HIDALGO
DON QUIJOT
DE LA MANCHA
COMPUESTO POIl
M'GUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
Edición ilustrada
con 318 dibujos de ISI. Ang-el^ grabados por Ccirretero,
Sanipietro y Santamarin.
MADEID
SATUfllSriNO CALLEJA FERNANDEZ
Calle de Valencia, núm. 28.
, , . , C;9,sa edltpri^t fundads^ el a{ío1876._
Mí;:
Reservados, los áeredios
de propiedad artística.
íiadrid.— Imprenta de BorÍBÍl» Teodoro, Glorieta do S»ot« María de ia Ctóeea. 1.
Marqués de Gibraleón, Conde de Benalcázar, y Bañares, Vizconde de la
Puebla de Alcocer, Señor de las Villas de Capilla, Curie Burguillos.
O// íe aei ímefi acoat^mefito u rutnrtí, tjiie /ntcc. ^ uc.it¿/-a Of.fre-
ienciii tí totia traerte- ac lii>i-0,i, contó pit'ftcu>f tan uicltitttao á favo-
recer iii^ luie/ntA artcA, iittiuotyuente- lu^ iiiie- por ,iic nahieta no- ^c-
aottten al itert>ú:Kt u ara/i/e/t'aj a«l \'uíti(), /te deleriitúiatlo tie- ¿tacar
á /ut el IngenioHO Hldal^ Don <[jnÍjote de la Manrha a.-
íxori-iio- (íe¿ e/ari.iiiito nomore- ae J^tieAtra^ iy.vcelenc^a, tí tinten, ctni-
cí acatantt-e/tf» titee tieJto tí ttint<i grtinaeía, .MipíU-o ¿o- rccioa. atjraaa-
oltíment^ en Mi nrotecctiíit , para luie á Mi ^oniora, aimtJtie- eieMittao
ae tiitnel preci'o.ta orntuiienfo tic. eletiancia ip ertit/iciiín tío ttiie- duelen-
a/itíar catidti^ iti^ ooi'a.i atte ,ie conipo/ten en 1,1.1. ctt.ia.i ttií. Atj.
honiore^ tjue- Mioen íMc pai-ecer aetfiíranienfe en cí itiicto ae altpi-
110^ alte, n-o- conte/iiéndoo^e- en loá- lúní¿eíi- tte- Jti ¿ítnorttncia. Mielen-
ct>n(¿etuir- co^p nní^ ruivr u nicnoA- jiiaticüi 10 J- /raoa/oj- atenoa; atte
j)onie/utiy íoA- aioií la prue/enci-a ae .- neutra (stjTceleiicín- eítr mí Puen-
eíeJeo , f¿o- aiie iu> lieAííeñartí la. eorteJací tie- ta/v nu/ntJae iteri'ccto.
prOloqo
rrí-x ESOCUPADO lector: Sin juramento me ]>odrás creer (jue (juisiera
(|ue este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más her-
moso, el más ,iíallardo y más discreto que pudiera imaginarse;
T^ pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza, que
en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podía engendrar
el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco,
avellanado, antojadizo, y lleno de pensamientos varios y nunca imagina-
dos de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde
toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su lia-
hitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la°se-
renidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu,
son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecun-
das y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de con-
tento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el
amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus-
faltas; antes las juzga por discreciones y lindezas, y las cuenta á sus-
amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco })adre,
soy padrastro de Don Quijote, no quiero irme con lá corriente del usó,
ni supKcarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lectoi-^
PROLOGO
-c-arísimo, que perdones ó disimules las faltas que en este mi hijo vieres;
porque ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y
tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres se-
ñor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se
dice, que debajo de mi manto al rey mato (todo lo cual te exenta y hace
libre de todo respeto y obligación), y así, puedes decir de la historia
todo aquello que te pareciere, sin temor á que te calunien por el mal ni
te premien por el bien que dijeres della.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni
de la inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigra-
mas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse; porque te sé
decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por
mayor que hacer esta prefación que vas leyendo.
Muchas veces tomé la pluma para escribilla, y muchas la- dejé, por
no saber lo que escribiría; y estando una suspenso, con el papel delante,
la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pen-
sando lo que diría, entró á deshora un amigo mío , gracioso y bien en-
tendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa; y
no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había
de hacer á la historia de Don Quijote, y que me tenía de suerte
•que ni quería hacerle, ni menos sacar á luz las hazañas de tan noble
caballero.
«Porque ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el
antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos
añQS como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con to-
dos mis años acuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de
invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda eru-
dición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en
•el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos
V profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda
la caterva de filósofos, que admiran á los leyentes y tienen á sus auto-
res por hombres leídos, eruditos y elegantes? Pues ¿qué cuando citan la
divina Escritura? No dirán sino que son unos santos Tomases y otros
<ioctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que
•en un renglón han pintado un enamorado distraído, y en otro hacen un
sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oille ó leelle. De
todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el mar-
gen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para
ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del ABC, co-
menzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoilo ó Zeuxis,
aunque fué maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de carecer
mi libro de sonetos al principio, á lo menos de sonetos cuyos autores
sean duques, marqueses, condes, obispos, damas ó poetas celebérrimos;
aunque, si yo los pidiese á dos ó tres oficiales amigos, yo sé que me los
darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más nom-
bre en nuestra España.
»En fin, señor y amigo mío, proseguí, yo determino que el señor Don
paStooo XI
<Íui¿ote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha Imata que el
<¿clo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan, porque yo
lae hallo incapaz de remediarlas por mi insuficiencia y pocas letras, y
porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando ruU)-
aes que digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la suspen-
sión y elevamiento en que me hallastes: bastante causa para ponerme
<m ella la que de mí habéis oído. >
Oyendo lo cual, mi amigo, dándose una palmada en la frente
Y disparando con una carga de risa, me dijo: «Por Dios, herma-
no, que ahora me acabo de desengañar de un engaño en que he
estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual
siempre os he tenido por discreto y prudente en todas vuestras accio-
nes; pero ahora veo que estáis tan lejos de serlo, como lo está el cielo
de la Tierra.
»¡Cómo! ¿Que es posible que cosas de tan poco momento y tan fáci-
les de remediar puedan tener fuerzas de suspender y absortar un inge-
aiio tan maduro como el vuestro, y tan hecho á romper y atrepellar por
,olras dificultades mayores? A la fe, esto no nace de falta de habilidad,
«ino de sobra de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad
lo que digo? Pues estadme atento, y veréis cómo en un abrir y cerrar
de. ojos conf mido todas vuestras dificultades y remedio todas las faltas
<jue decís que os suspenden y acobardan para dejar de sacar á la luz
del mundo la historia de vuestro famoso Don Quijote, luz y espejo de
toda la caballería andante. »
«Decid, le repliqué yo, 03'endo to que me decía: ¿de qué modo
|*ensáis llenar el vacío de mi t^mor y reducir á claridad el caos de mi
confusión?»
Á lo cual él dijo: «Lo primero en que reparáis, de los sonetos, epi-
.gramas ó elogios, que os faltan para el principio y que sean de perso-
«ajes graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis
ídgún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el
íiombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste-Juan de las Indias ó al
Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron
fáfnosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes
Y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta verdad, no
«e os dé dos maravedís, porque, ya que" os averigüen la mentira, no os
fian de cortar la mano con que lo escribistes.
»En lo de citar en las márgenes los hbros y autores de donde
.«acáredes las Sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia,
«o hay más sino hacer de manera que vengan á pelo algunas senten-
•cias ó latines que vos sepáis de memoria, ó á lo menos que os cueste
■poco trabajo el buscallos, como será poner, tratando de Hbertad y cau-
tiverio:
Non bené pro tota libertas venditur auro;
y luego en el margen citar á Horacio, ó á quien lo dijo.
XII PBGXDQO
»Si tratáredes del poder de la muerte^ acudid luego con: ;
...PaUida mors 'wqtio pulsat pede
Paupermn tabernas, regumque turres.
»Si"de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigos-
entraos luego al punto por la Escritura divina (que lo podéis hacer coii
tantico de curiosidad), y decid las palabras, por lo menos, del mismo
Dios: Ef/o aufem dico vohis: diligite inimicos vestros.
»Si tratáredes de malos pensamientos, acudid con el Evangelio: T)e
corde exeiint cocjit ationes malrc. Si de la instabilidad de los amigbs, alíi"
está Catón, que os dará su dístico: ' ■
Doñee eris felix,'midtos numerabis amicos,
TemjJora si fueriiit nitbila, solus eris.
»Y con estos latinicos y otros tales, os tendrán siquiera por grama-'
tico; que el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.,
»En lo que toca al poner anotaciones al tin del hbro, seguramenre
lo podéis hacer desta manera,. Si nombráis algún gigante en vuest;::o;
libro, hacelde que sea el gigante Golías; y con sólo esto, que os costará:
casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El g ¿gante]
Golías ó Goliat fué un filisteo á quien el pastor David mató de una graii.
pedrada en el valle de Terebinto, s%gün se cuenta en el libro de losiReyes....
en el capítulo que vos halláredes que se escribe.
»Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y
cosmógrafo, haced de modo cómo en vuestra historia se nombre «1 río
Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación, poniendo: El rio. Tajo,,
fué así dicho por un rey de las Españas: tiene su nacimiento en tal luga^-jl
g muere en el ?nar Océano, besando los muros de la famosa ciudad de List, ,
boa, y es opinión que tiene las arenas de oro, etc. , .r
»Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la sé'
de coro; si de mujeres rameras, ahí está el Obispo de Mondoñedo, (jue
os prestará á Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran eré-,
dito; si de crueles, Ovidio os entregará á Medea; si de encantadoras y.
liechiceras, Homero tiene á Calipso, y Virgiho á Circe; si de capitanes-
valerosos, el mesmo JuHo César os prestará á sí mismo en sus Comenta-
rios, y .Plutarco os dará mil AleJAndros. ■ j :^.;;
»Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua tos-,,
cana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas; y si no que-
réis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis á Fonseca, Del
amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare,
<'i desear en tal materia.
»En resolución, no hay más sino que vos. procuréis nombrar est<js
nombres ó tocar estas historias en la vuestra, que aquí he dicho, y de-
jadme á mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os
PllÓLOGO • XIII
' ■ \^oto á tal de llenaros las márgeaes y de gastar cuatro pliegos en el fin
^del libro.
"•' » Vengamos ahora á la citación de los autores que los otros libros
■ tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy
fticil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los
acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abe-
cedario jiondréis vos en vuestro libro; que, puesto que á la clarase vea
la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos
dellos, no importa nada, y quizá alguno liabrá tan simple que crea que
de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra;
. y cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catá-
logo de autores á dar de improviso autoridad al hbro; y más, que no
habrá quien se ponga á averiguar si los seguistes ó no los seguistes, no
vendóle nada en ello: cuanto más ([ue, si bien caigo en la cuenta, este
vuQi^tro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos
decís que le faltan, porque todo él es una invectiva contra los libros de
caballerías, de quien imnca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Ba-
silio, ni alcanzó Cicerón, ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos
disparates las puntualidades de la verdad ni las observaciones de la As-
rroíogía; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confu-
tación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para qué
predicar á ninguno mezclando lo humhno con lo divino, que es un gé-
nero de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendi-
miento: sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere es-
cribiendo; que cuanto ella fuere más })erfecta, tanto mejor será lo que
se escribiere. Y pues esta vuestra escritura no mira á más que deshacer
la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros
de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filó-
.«ofos, consejos de la divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de
retóricos, milagros de santos,lsino procmar que á la 11; ni, con palabras
significantes, honestas y bien coloi-adas salga vuestra oración y período
sonoro y festivo, píiitando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible,
vuestra intención, dando á entender vu s res conceptas, sin intricarlos
y escurecerlos.y Procurad también que, leyendo vuestra historia, el me-
lancólico se mueva á risa, el risueño la acreciente, el simple no se en-
fade, el discreto se admh-e de la invención, el grave no la desprecie, ni
el prudente deje de alabarla. Bn efecto, llevad la mira puesta á derribai-
la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tan-
tos y alabado de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades
alcanzado poco.»
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía;
y de tal manera se imprimieron en mí sus razones, que sin ponerlas en
disputa, las aprobé por buenas, y de ellas mismas quise hacer este Pró-
logo, en el cual ver.'^s. lector smve, la discreción de mi amigo, la buena
ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio
tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso Don
Quijote de la Mancha, de quien hay opinión por todos los habitadores
XIV
PBOIiOGO
del distrito del campo de Montiel que fué el más casto enamorado y el
más valiente caballero que de muchos años á esta parte se vio en aque-
llos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en dai'tB
á conocer tan notable y tan honrado caballero; pero quiero que me agi^k-
dezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escu-
dero, en quien, á mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escude-
riles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparci-
das. Y con esto. Dios te dé salud, y á mí no me olvide. Vale.
ELOGIOS
AL LIBRO DK DON QUIJOTE DE LA MANCHA,
rr.GAXDA T,A DKSCrNCriDA
Si de llegarte á los bitc-.
Libro, fueres cou letu-,
No te dirá el boqiiiru-
Que no pones bien los de-;
Mas si el pan no se te ciic-
Por ir á manos de idio-.
Verás, de manos á bo-.
Aun no dar una en el ola-;
Si bien se comen las ma-
Por mostrar que son curio-.
Y pues la expcrienci» ense-
que el que á buen árbol se arri
Buena sombra le cobi-.
En Béjar tu buena estre-
Un árbol real te ofre-
Que da príncipes por fru-,
í^n el cual florece un Du-
Que es nuevo Alejandro Ma-.
Llega á su sombra, que á osa-
Favorece la fortu-.
De un noble hidalgo manchc-
Contarás las aventu-
A quien ociosas lectu-
Trasto ruaron la cabe-:
Damas, armas, caballe-
Le provocaron de mo-
Que, cual Orlando furio-.
Templado á lo enamora-.
Alcanzó á fuerza de bra-
.K Dulcinea del Tobo-.
Xo iudi.screto8 hierogli-
Kstampes en el escu-;
Que, cuando os todo figu-.
Con ruines puntos se en vi-.
Si en la dirección te humi-,
No dirá mofante algu-:
■ iQué don Alvaro de Lu-,
Qué Aníbal el do Carta-,
Qué rey Francisco en EHjja-
Se queja de la fortu-!»
Pues al cielo no le plu-
Que salieses tan ladi-
Como el negro Juan Lati-,
Hablar latines rehu-.
XVI
ELOGIOS
No m«'ft«iipTintes de agu-.
Ni me alegues con filó-;
Porqne, torciendo la ho-,
Diva el quB entiende la le-,
No un palmo délas ore-:
«¿Para qué conmigo flo-?»
No te metas en dibn-
■Ni en saber vidas aje-;
Que en lo que no va ni rie-
Paoar de largo es cordu-,
<Jne suelen en caperu-
ÍJarlea á los que gracc-;
Mas tú quémate las ce-
'Sólo en -cobrar buen» f>-,, *
Que el que imprime neced»-
Dalas á censo perpe-.
Advierte que es desati^.i
Siendo de vidrio el teja-.
Tomar, piedras en la vMr
Para tirar al Teci-, '
Deja que el hombre de jni-
En las obras que compo-
iSe va.va con pies de pío-;
Que el que saca á luz pape-r
Para eivíretener donce-
Escribe á tontas y á lo-.
AMADÍñ DE OAULA . ■ ,
Á Bok QCIJOTK »K I^ MAKCHA
8';neto.
Tu, quf imitaste 1» llorojsa vida
íjue tuve, ausente f desdeñado, Bobre-- -
El gran ribaro de la PeCa Pobre, ■>
De alegre á penitencia reducida; .
' Tii, á qnieri los ojos dieron la bebida
De abundante licor, annqne salobre;
Y alzándote la pUta, estafio y cobre.
To di(5 la tierra en tierra la comida;
Vive sennro de que eternamente
(En tanto al menos que en la cuarta estera
f-'us caballos aguije el rubio Apolo)
Tendrsís claro renombre de valiente;
Tu patria será en todas la primera, .
Tu ."jabio autor al mundo ünico y solo.
DON BHLIANlS DE GRECIA
í DOS QÜIJOTÜ DE I.A MANCHA
Soneto.
Rompi, corté, abollé, y dije, y hice
Más que en el orbe caballero andante:
Fui diestro, fui valiente y arrogante;
Mil aí^ravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di lí la fama que eternice,
Fui comedido y regalado amante,
Pué enano para n>( todo gigante,
Y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve ú mis pies postrada la ít>rtnna,
Y trajo del eoj eto mi cordura
Á la calva ocasión al estricote.
Mas, aunque sobro el cuerno de la Luna
Siempre se vid encumbrada mi ventura.
Tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
LA SEÑORA OBIANA
Á UULCINUA DKL TOBOSO
Soneto
¡Oh; quién tuviera, hermosa Dulcinea,
Por más comodidady más reposo, .'"
k Miradores puesto eií el Toboso,
Y trocara au Londres con tu aldea!
,0h; quién de tus deseos y librea
Alma y cuerpo adornara, y del famoso
Caballero, que hiciste venturoso.
Mirara alguna desigual pelea!
¡Oh; quién tan castamente se escapara
Del señor Amadís, como tú hici.ste
Del comedido hidalgo Don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
Y fuera alegre el tiempo que fué triste,
Y gozara los gustos sin escote.
GANDALlN,
KSeUDKKO DK AMADÍS DE GAL'IM,
k PANCHO l'ANiSA, KSCUDEKO DK DON <¿U1J0TI6
Soneto
¡Salve, var<5jj famoso, á quien fortuna,
Cuando en el trato escuderil te puso,
Tan blanda y cuerdamente lo ci pu.so,
Que lo pasaste sin desgracia alguna!
Ya la azada <j la hoz poco repuna
Al andante ejercicio; ya está en uso
La llaneza escudera, con que acuso
Al soberbio que intenta hollar la Jjuna.
Envidio á tu jumento y á tu nombre,
Y á tus alforjas igualmente envidio,
Que n o itraron tu cuerda providencia.
¡Salve otra vez, ¡oh .Sancho!, tan buen hombre.
Que fiólo á ti nuestro español Ovidio
Con buzcorona te hace reverencia!
ELOGIOS
XVII
DEL DONOSO, POETA ENTBEVEKADO,
A SANCHO PANZA Y ROCINANTK
A Sancho.
Soy Sancho Panza, escnde-
DpI inanchego Don Quijo-;
Puse pies en polvoro-
Por vivir á lo discre-;
Vue el tácito Villadie-
Toda su razón de Esta-
Cifró en una retira-,
Según siente tíelestl-,
Libro en mi opinión divi-.
Si encubriera más lo huma-.
A Rocinante.
Soy Rocinante el famo-,
Bisnieto del gran Babie-;
Por pecados de flaque-
Fui á poder de un Don Quijo-
Parejas corrí á lo flo-;
Maa por urta de caba-
No se me escapó ceba-;
Que esto saqué á Lazari-,
(Cuando, para hurtar el vi-
Al ciego, le vi la pa-.
ORLANDO FURIOSO
Á Ü(IN yVIJOTK PK l,A MANCHA
Soneto.
Si no ei^s par, tampoco le has tenido.
Que par pudieras ser entre mil pare»;
Ni puede haberle donde tú te hallares.
Invicto vencedor, jamás vencido.
Orlando soy. Quijote, que, perdido
Por Angélica, ve remotos mares.
Ofreciendo á la fama en sus altares
Aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual, que este decoro
Se debe á tus proezas y á tu fama.
Puesto que, como yo, perdiste el seso;
Mas serlo has mío, sin que al bravo moro.
Y cita fiero domes; que hoy nos llama
Iguales el amar con mal suceso.
í:L CABALLERO DEL FEBO
kvoS yll.IOTE DK I.A MANCHA
Soneto.
.i vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso cortesano,
Ni á tanta gloria de valor mi mano,
Que rayo fué do nace y muere el día.
Imijerios desprecié; la monarquía.
Que me ofreció el Oriente rojo en vano.
Dejé, por ver el rostro soberano
De Claridíana, aurora hermosa mía.
.\méla por milagro único y raro;
Y ausente en su desgracia, el propio Infierno
Temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
Por Dulcinea sois al mundo eterno,
Y ella por vos famosa, honesta y sabia.
DE SOLISDÁN
\ DON Qll.IOTK DK I.A MANCH*
Soneto.
Maguer, seíior Quijote, que sandeces
Vos tengan el cerbelo derrumbado.
Nunca seréis de alguno reprochado
Por home de obras viles y soeces.
Serán vuestras fazaúas los joeces.
Pues tuertos deafaciendo habéis andado.
Hiendo vegadas mil apaleado
Por follones cautivos y raeces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
Desaguisado contra vos comete
Ni á vuesas cuitas muestra buen talante,
En tal desmán, vueso conhorte sea
Que Sancho Panza fué mal alcahuete.
Necio él, dura ella, y vos no amante.
I>I.\T,<)(iO ENTRE B.\BIECA Y KdCINWIB
Soneto.
B. ¿Cómo estáis. Rocinante, tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja raí amo ni un bocado.
B. .\nda, Señor, que estáis muy mal criado,
Pues vuestra lengua... de asno al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna á la mortaja.
¿Querélslo ver? Miradlo enamorado. .
B. ¿Es necedad amar? R. No es gran7i>rudenciaj
B. ¡Metafísico estáis! R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
Si el amo y escudero ó mayordomo
Son tan rocines como Rocinante!
B. P.— XX
^¡^^s^^*
EL INGENIOSO HIDALGO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
faíitií friimera
CAPITULO PRIMERO
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
Don Quijote de la Mancha.
J N un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme,
no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en as-
tillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de
algo más vaca cpe carnero, salpicón las más noches, duelos y
quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidu-
ra los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della
concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pan-
tuflos de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí
de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y
una sobrina que no llegaba á los veinte, y un mozo de campo y plaza que
así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nues-
tro hidalgo con los cincuenta años: era de complexión recia, seco de car-
nes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
que tenía el sobrenombre de Quijada ó Qnesada (que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas
verosímiles se deja- entender que se llamaba Quijano. Pero esto importa
poco á nuestro cuento; basta que en la narración del no se salga un
punto de la verdad. Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo los
ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba á leer libros
de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto
el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó'
á tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de
tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer,.
y así llevó á su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos.,
ninguno le parecía tan bien como los que compuso el famoso Feli-
ciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas-
razones suyas le parecían de perlas; y más cuando llegaba á leer aque-
llos requiebros y cartas de amoríos, donde en muchas partes hallaba
escrito: «La razón de la sinrazón que á mi razón se hace, de tal manera
»mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. »
Y también cuando leía: «Los altos cielos, que de vuestra divinidad
» divinamente con las estrellas os fortifican, os hacen merecedora del
» merecimiento que merece la vuestra grandeza.»
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase
por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no s€ lo sacara ni las
entendiera el mismo Aristóteles si resucitara para sólo ello. No estaba
muy bien con las heridas que D. Behanís daba y recibía, porque se
imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no
dejaría de tener el rostro, y todo el cuerpo, lleno de cicatrices y señales;
pero, con todo, alal)aba en su autor aquel acabar su libro con la prome-
sa de aquella inacabable aventura; y muchas veces le vino deseo de
tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; \
sin duda alguna lo hiciera, y aun sahera con ello, si otros mayores
y continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el Cura de su lugar (que era
hombre docto graduado en Sigüenza) sobre cuál había sido mejor
caballero, Palmerín de Ingalaterra ó Amadís de Gaula; mas Maese
Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al
Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era df>n
Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada
condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como
su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban
las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y
así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera,
que vino á perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que
leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas,
desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposi
bles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda
aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para
Y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos.
iM)> t^L IJDTtj l)jj LA 31 ANCHA
él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid
Rui Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía c[ue ver
con el Caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había
partido por medios dos ñeros y descomunales gigantes. Mejor estaba
con Bernardo del Carpió, porque en Roncesvalles había muerto á Rol-
dan el encantado valiéndose de la industria de Hércules cuando ahogó
á Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del
gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que
todos son soberbios y descomedidos, él sólo era afable y bien criado.
Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más
cuando le veía salir de su castillo, y robar cuantos topaba, y cuando en
allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice
su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón,
al ama que tenía, y aun á su sobrina de añadidura.
En efeto; rematado ya su juicio, vino á dar en el más extraño pen-
samiento que jamás dio loco en el mundo, y fué, (|ue le pareció conve-
nible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servi-
cio de la repú})lica, hacerse caballero andante, y irse por todo el mun-
do con sus armas y caballo á buscar las aventuras, y á ejercitarse en
todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercita-
ban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y
pehgros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginá-
base el pobre ya coronado, por el valor de su brazo, por lo menos del
imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos,
llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa á poner en
efeto lo que deseaba; y lo primero que hizo fué limpiar unas armas que
habían sido de sus bisa]>uelos, que, tomadas de orín y llenas de molió,
luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón.
Limpiólas y aderezólas lo mejor (|ue pudo; pero vi<') que tenían una
gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión sim-
ple; mas á esto supHó su industria, porque de cartones hizo un mod( >
de media celada que, encajada con el morrión, hacía una apariencia de
celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podía estar id
riesgo de una cuchillada sacó su espada y le dio dos golpes, y con el
primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana. Y
no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos;
y por asegurarse deste peligro, la tornó á hacer de nuevo, poniéndolo
unas barras de hierro por de dentro, de tal manera, que él quedó satis-
fecho de su fortaleza; y sin querer hacer nueva experiencia della, La di-
putó y tuvo por celada finísima de encaje. Fué luego á ver á su rocín,.
y aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo
de Gronela, que tantum pellis etossafuit, le pareció que ni el Bucéfalo d(í
Alejandro ni Bal)ieca el del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; pi >
que (según se decía él á sí mismo) no era razón que caballo de cabalL
ro tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; \
así, procuraba acomodársele de manera que declarase quién había sido
PARTE PRIMERA CAPITULO PRIMERO
antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues esüi-
ba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, nmdase él tam-
bién el nombre y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía i'i
la nueva Orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después
de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y torn('>
á hacer en su memoria é imaginación, al fíii le vino á llamar Roci-
nante, nombre á sn parecer alto, sonoro, y significativo de lo que ha-
bía sido ( uando fué rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y
] ¡rimero de todos los rocines del nmndo.
l'uesto nombre, y tan á su gusto, á su caballo, quiso ponérsele á sí
mismo; y <'V' '"-*" pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino á.
llamar Do^ ie: de donde, CA)mo queda dicho, tomaron ocasión los
autores desta tan verdadera historia que sin duda se debía de llamar
(Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero acordándose?,
(jue el valeroso Amadís no se había contentado con sólo llamarse Ama-
d'n< á secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria por hacerla
famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero,
^añ; i ' ' ~ iiy ( . el nombre de la suya, y llamarse Don Quijote de la Man-
cii .|iK', á su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y
la I ion raba con tomar el sobrenombre della. Limpias, pues, sus armas,
hecho el morrión celada, puesto nombre á su rocín, y confirmándose á.
Sií,«pgUJfao, se dio á entender que no le faltaba otra cosa sino buscar mía
<4aia* de <[uien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era
árbol sin liojas y sin fruto, y cuerpo sin alma.
1 ■('( í ise él: «Si yo, por malos de mis pecados ó por mi buena suer-
te, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acón-
l^e á los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, ó le parto
por mitad del cuerpo, ó finalmente le venzo y le rindo, ¿no será bien
t^i^er á ({uien enviarle presentado, y que entre, y se hinque de rodillas
,it^,,ini dulce señora, y diga con voz humilde, rendido: ¡Yo, señora, soy
gigante Caraculiambro, señor de la isla Mahndrania, á quien vencÍQ
i singular batalla el jamás como se debe alabado caballero Don Qui-
jote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra
merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí á su talante!)»
¡(3h; como se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este disr
curso, y más cuando halló á quien dar nombre de su dama! Y fué, á W
que se cree, que en un lugar no cerca del suyo había una moza labra-
dora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado-,
aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata dello. Lla-
mábase Aldonza Lorenzo, y á ésta le pareció ser bien darle título de se-
ñora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mu-
cho del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran seño-
ra, vino á llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Tob(>-
so: nombre, á su parecer, músico y peregrino y significativo, como todoíp
los demás que á él y á sus cosas había puesto. ;
CAPITULO II
Que trata de la primera salida que de su
tierra hizo el Ingenioso Don Quijote
ECHAS, pues, estas prevencioiie-íií,
no quiso aguardar más tiemp»")
á poner en efeto su pensamien
to, apretándole á ello la falta
que él pensaba que hacía en el mundo por su tardanza, según erafi
los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazonen
que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer. Y así.
sin dar parte á persona alguna de su intención y sin que nadie le viese,
tina mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del iñes de
julio), se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su
mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puer-
ta falsa de un corral salió al campo, con grandísimo contento y alborozo
de ver con cuánta facilidad había dado principio á su buen deseo. Mas
apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y
tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fué, que le
Tino á la memoria que no era armado caballero, y que, conforme á la
ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero;
y puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caba-
llero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase.
Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo
más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caba-
llero del primero que topase, á imitación de otros muchos que así lo hi-
cieron, según él había leído en los hbros que tal le tenían. En lo de las
axmas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo
fuesen más que un armiño; y con esto se quietó, y prosiguió su camino,
sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aque-
llo consistía la fuerza de las aventuras.
PARTE PRIMERA. — CAPITULO II
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando
consigo mismo y diciendo: «¿Quién duda sino que en los venideros
tiempos, cuando salga á luz la verdadera historia de mis famosos he-
<iho8, que el sabio que los escribiere no ponga cuando llegue á contar
■esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera? Apenas había
•el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa Tierra las
doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pin-
tados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y
mehflua armonía la venida de la rosada Aurora (que dejando la blan-
da cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego
horizonte á los mortales se mostraba), cuando el famoso caballero Don
Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su fa-
moso caballo Rocinante y comenzó á caminar por el antiguo y cono-
\ \
Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa Tierra...
cido campo de Montiel. » Y era la verdad que por él caminaba; y añadió
diciendo: «¡Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán á luz
las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse
€n mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro! ¡Oh tú,
sabio encantador, quien quiera que seas, á quien ha de tocar el ser co-
iX)nista desta peregrina historia! ¡Ruégote que no te olvides de mi buen
Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras!»
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: «¡Oh
princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me ha-
bedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento
de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. ¡Plegaos, señora, de
membrailos deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro
amor padece! »
Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que
sus Ubros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje;
T con esto caminaba tan despacio, y el Sol entraba tan apriesa y con
8 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
tanto ardor, que fuera bastante á derretirle los sesos, si algunos tuvien! .
Casi todo aquel día camino sin acontecerle cosa que de contar fuese, de
lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego con quien hacer
experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la
primera aventura que le avino fué la del Puerto Lapice, otros dicen
que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en
este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que
él anduvo todo aquel día, y al anochecer su rocín y él se hallaron can-
sados y muertos de hambre, y que mirando á todas partes, por ver si
descubriría algún castillo ó alguna majada de pastores donde recogerse
.y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vio, no lejos del camino
por donde iba, una venta, que fué como si viera una estrella que no á
los portales, sino á los alcázares de su redención le encaminaba. Dióse
priesa á caminar, y llegó á ella á tiempo que anochecía.
Estaban acaso á la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman
del partido, las cuales iban á Sevilla con unos arrieros que en la venta
aquella noche acertaron á hacer jornada; y como á nuestro aventurero
todo cuanto pasaba, veía ó imaginaba le parecía ser hecho y pasar al
modo de lo (|ue había leído, luego que vio la venta se le representó que
era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin
faltarle su puente levadizo y honda cava, con todos aquellos adherentes
que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando á la venta (que á él
le parecía castillo), y á poco trecho della detuvo las riendas á Rocinan-
te, espera] ido que algún enano se })usiese entre las almenas á dar señal
con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero como vi()
<iue se tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar á la caba-
lleriza, se llegó más á la puerta de la venta, y vio á las dos distraídas
mozas que allí estaban, que á él le parecieron dos hermosas doncellas <)
dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban so-
lazando. En esto sucedió acaso que un porquero que andaba recogien-
po de unos rastrojos una manada de puercos (que, sin perdón, así se
llaman), tocó un cuerno, á cuya señal ellos se recogen; y al instante
se le representó á Don Quijote lo que deseaba, que era que algún ena-
no hacía señal de su venida; y así, con extraño contento llegó á la venta
y á las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suel-
te armado y con lanza y adarga, llenas de miedo se iban á entrar eii
la venta; pero Don Quijote coligiendo por su huida su miedo, con gen-
til talante y voz reposada les dijo: «¡Non fuyan las vuestras mercedes,
ni teman desaguisado alguno, ca á la Orden de caballería que proleso
non toca ni atañe facerle á ninguno, cuanto más á tan altas doncellas
como vuestras presen ias demuestran!»
Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro
que la mala visera le encubría; mas como se oyeron llamar doncellaí?^
cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fué de ma-
nera que Don Quijote vino á. correrse y á decirles, alzándose la visera
de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro: «Bien parece la
mesura en las fermosas, y es mucha sandez, además, la risa que de levt
I'AKIK 1M; I.1I l.K A.
CKMTri.O 11
causa procede; pero non vos lo digo ponjue os acuitedes ni mostredcs
mal tálente, que el mío non eíL.de ál (|ue de serviros. »
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro
caballero, acrecentaban en ellas la risa, y ella en él, el enojo; y pasara
muy adelante si á aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por
ser muy gordo, era nuiy pacífico; el cual, viendo a([uella figura contra-
hecha, armada de armas tan desiguales como eran la l)rida, lanza, adar-
ga y coselete, no estuvo en
nada en acompañar á las don-
cellas en las muestras de su
contento; mas, en efeto, te-
miendo la máquina de tantos
pertreclios, determinó de lia-
blarle comedidamente, y así le
dijo: «Si vuestra merced, se-
ñor caballero, busca posada,
amén del lecho (porque en
esta venta no hay ninguno),
todo lo demás se hallará en
ella en mucha abundancia.»
Viendo Don Quijote la humil-
dad del alcaide de la fortaleza
(que tal le pareció á él el ven-
tero y' la venta), respondió:
«Para mí, señor castellano,
cualquiera cosa basta, porque
mis arreos smi las armas, mi
descanso, el pelear k etc.
Pensó el huésped que el
haberle llamado castellano ha-
bía sido por haberle parecido
de los sanos de Castilla, aun-
que él era andaluz, y de los
de la playa de Sanlúcar, no
menos ladrón que C^co ni
menos maleante que estudian-
te ó paje; y así, le respondió:
« Según eso, las camasáe vues-
tra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar; y, siendo así,
bien se puede apear con seguridad de hallar en esta choza ocasión y
ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche.*
Y diciendo esto, fué á tener del estribó á Don Quijote, el cual se ape(>
con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no
se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo,
porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ven-
tero, y no le pareció tan bueno como Don Quijote decía, ni aun la
Uyj,. V ij ■•>'. .u..oi>-uci.7 ,joj- SU uaiüa su miedo,
con gentil talante y voz reposada lea dijo: «¡No fiiyan la.*
vuestras mercedes!...
10 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Tiiitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió á ver lo que su hués-
ped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas (que ya se
habían reconciliado con él), las cuales, aunque le habían quitado el
peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola ni
quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes,
y era menester cortarlas, por no poderse quitar los ñudos; mas él no 1(^
quiso consentir en ninguna manera; y así, se quedó toda aquella noche
con la celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura que* se
pudiera pensar; y al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas
traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales señoras
y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
«Nunca fuera caballero
De damas tan bien servido,
Como fuera Don Quijote
Cuando de su aldea vino:
Doncellas curaban del,
Princesas, de bu rocino,
•Ó Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y Don
Quijote de la Mancha, el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme
fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran,
la fuerza de acomodar al proposito presente este romance viejo J de
Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón;
pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo obe-
dezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.»
Las mozas, que no estaban hechas á oir semejantes retóricas, no
respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa.
«Cualquiera yantaría yo, respondió Don Quijote, porque, á lo que
•entiendo, me haría mucho al caso.»
A dicha acertó á ser viernes aquel día, y no había en toda la venta
sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en
Andalucía bacallao, j en otras partes curadillo, y en otras truchuela.
Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que^no
había otro pescado que darle á comer. »
«Como haya muchas truchuelas, respondió Don Quijote, podrán
servir de una trucha; porque eso se me da que me den ocho reales en
sencillos que encuna pieza de á ocho; cuanto más, que podría ser que
fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el
<;abrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el tra-
bajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las
tripas. »
Pusiéronle la mesa á la puerta de la venta, por el fresco, y trujóle
el huésped una porción de mal remojado y peor cocido bacallao, y un
pan muy negro y tan reciente como sus armas. Pero era materia de
grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y era
alta la babera, no podía poner nada en la boca bien con sus manos si
otro no se lo daba y ponía; y así, una de aquellas señoras servía deste
PAETE PRIMERA. CAPITULO II
11
menester; mas al darle de beber, no fué posible, ni lo fuera si el ventei-o
no horadara una caña, y, puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba^
echando el vino; y todo esto lo recebía en paciencia, á trueco de no rom-
per las cintas de la celada. Estando en esto llegó acaso á la venta un
castrador de puercos; y así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro
ó cinco veces, con lo cual acabó de confirmar Don Quijote que estaba;
en algún famoso castillo y que le servían con música, y que el abadejo-
eran truchas, el pan, candeal, y las rameras, damas, y el ventero, caste-
llano del castillo; y con esto daba por bien empleada su determinación
y saUda. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero,
por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura algu-
na sin recibir la Orden de caballería.
Donde se cuenta la graciosa manera que
tuvo Don Quijote en armarse caba-
llero.
^ ASÍ, fatigado deste pensa-
miento, abrevió su venteril y
limitada cena, la cual acaba
^"^^ da, llamó al ventero, y encc
rrándose con él en la caballeriza, S(
hincó de rodillas ante él, diciéndole: «¡No me levantaré jamás de donde
estoy, valeroso caballero, fasta cjue la vuestra cortesía me otorgue un
don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro
del género humano!»
El ventero, que vio á su huésped á sus pies y oyó semejantes razo-
nes, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y por-
fiaba con él que se levantase; y jamás quiso hasta que le hubo de decir
que él le otorgaba el don que le pedía.
«No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, sefior mío.
respondió Don Quijote; y así, os digo que el don que os he pedido, y de
vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana, en aquel día,
me habéis de armar caballero; y esta noche, en la capilla deste vuestro
castillo, velaré las armas, y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo
que tanto deseo, para poder como se debe ir por todas las cuatro par
tes del mundo buscando las aventuras en pro de los menesterosos, como
está á cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy.
cuyo deseo á semejantes fazañas es inclinado.»
El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía
algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo
cuando acabó de oirle semejantes razones; y por tener que reir aquella
noche, determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy
acertado en lo (jue deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era projño
y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como sr,
gallarda presencia mostraba, y que él asimismo, en los años de su mo
PARTE PRIMERA. — CAPITULO III
IH
•cedad, se había dado á aquel honroso ejercicio, andando por diversas
partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los
Percheles de Mála^ja. Islas de Riarán, (.'ompás de Sevilla, Azo¿uejo de
Se^^ovia, la Olivera de Valencia, Kondilla de Granada, plava de San-
lúcar, Potro de Córdoba, y las ^\-ntillas de Toledo, y otras diversas
partes, donde había ejercitado la liucreza de sus })ies y sutileza de sus
manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, desha-
€Íendo aluunas doncellas y en-
líañando á al.uunos })upilos, y,
íinalmente, dándose á conocer
por cuantas audiencias y tri-
bunales hay casi en toda Es-
l)aña; y que á lo último se lia-
bía venido á reco<íer á aquel
su castillo, donde vivía con su
hacienda y con las ajenas, re-
cojiiendo en él á todos los ca-
)>alleros andantes de cualquier
calidad y condición que fue-
sen, sólo por la mucha afición
que les tenía y porque partie-
sen con él de sus haberes, en
pago de su buen deseo. Díjole
también que en aquel su cas-
tillo no había eaj tilla alouna
donde poder velar las armas,
porque estaba derribada para
hacerla de nuevo; })ero que,
en caso de necesidad, él sabía
que se podían velar donde
quiera, y que aquella noche
las podría velar en un patio
del castillo; que á la mañana'
siendo Dios servido, se haríau
las debidas ceremonias, de ma-
nera que él quedase armado
caballero, y tan caballero, que
no pudiese ser más en el mundo. Preguntóle si traía dineros; respondió
Don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las
historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído.
A esto dijo el ventero que se engañaba; (|ue, puesto caso que en
las historias no se escribía, por haberles parecido á los autores dellas
que no era menester escribir una cosa tan clara y tan necesaria de
traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de
creer que no los trajeron; y así, tuviese por cierto y averiguado que
todos los caballeros andantes (de que tantos libros esitán llenos y ates-
tados) llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederías.
El vejitero, que virt á an hu(>s])ed á sus pif-s y oyó
semejantes razones...
14 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de un-
güentos para curar las heridas que recebían; porque no todas veces en
los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había
quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por-
amigo, que luego los socorría trayendo por el aire, en alguna nube, al-
guna doncella ó enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que
en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus
llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido; mas que, en
tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa
acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras co-
sas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando su-
cedía que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran pocas y
raras veces), ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas muy suti-
les, que casi no se parecían, á las ancas del caballo, como que era otra
cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión semejante, esto
de llevar alforjas no fué muy admitido entre los caballeros andantes; y
por esto le daba por consejo (pues aun se lo podía mandar como á su
ahijado, que tan presto lo había de ser) que no caminase de allí adelan-
te sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuan bien i
se hallaba con ellas cuando menos se pensase. ¡
Prometióle Don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda
puntualidad; y así, se dio luego orden como velase las armas en un co-
rral grande que á un lado de la venta estaba; y recogiéndolas Don Qui-
jote todas, las puso sobre una pila que junto á un pozo estaba, y em-
brazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comen-
zó á pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba á
cerrar la noche.
Contó el ventero á todos cuantos estaban en la venta la locura de \
su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que es] it -
raba. t
Admiráronse de tan extraño género de locura; fuéronselo á mirar
desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se pasea- ■
ba, otras arrimado á su lanza ponía los ojos en las armas, sin quitarlos. ■■,
por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta ;
claridad de la Luna, que podía competir con el que se la prestaba; de
manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. ^
Antojósele en esto á uno de los arrieros que estaba en la venta ir á dar '
agua á su recua, y fué menester quitar las armas de Don Quijote, que '.
estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo: «¡Oh ;
tú, quien quiera que seas, atrevido caballero, que llegas á tocar las ar- ••
mas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada! ¡Mira lo que- -
haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atre-
vimiento!»
No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara,
j^orque fuera curarse en salud); antes trabando de las correas, las arro-
jó gran trecho de sí. Lo cual visto por Don Quijote, alzó los ojos al
c-ielo, y puesto el pensamiento (á lo que pareció) en su señora Dulcinea,
PARTE PRIM^IRA. CAPÍTULO III 15 \
dijo: «¡Acorredme, señora mía, eu esta primer^ afrenta que já-^til vue^
tro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este 'primera
trance vuestro favor y amparo!» Y diciendo, eshis y ot'rHs'áeTiae jantes
razones, soltando la adarga, alzó la lanza á dos manos, y dio cl)n ellfi
tan gran golpe al arriero en la cabeza, (pie le derribó en 'el suelo, tan
maltrecho, que si segundara con otro, no tuviera necesidad 'de maestro
que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó tí. pasearse <-<m el
mismo reposo que primero. Desde allí á [)oco, siriv saberse lo j que bahía
pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la mi. ^ nía
intención de dar agua ;i sus mulos; y llegando á (piitar las armas i)ara
desembarazar la pila, sin hablar Don Quijote palabra y sin pedir favor
a nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza, y sin hacerla
pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la
abrió en cuatro^ Al ruido acudió toda la gente dé la venta, y entte ellos
el ventero. Viendo esto Don Quijote, embi-azó su adarga, y puestai mano
jí su espada, dijo: «¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del de
bilitado corazón mío! ¡Ahora es tiempo que vuelvas los ojos dc: tu gran
deza á este tu cautivo caballero, que tamafia aventura está atendiendo! í>
Con esto cobró, á su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todc^
los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de loj*
heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos á llover piedrajs
sobre Don Quijote, el cual lo mejor que i)odía se reparaba c<m su adarga,
y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armásV '' j
El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les hiábía dicho
como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase á to-
dos. También Don Quijote las daba mayores, llamándohjs alevosos y
traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caba-
llero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballe-
ros, y que si él hubiera recebido la Orden de caballería, que él le die-
ra á entender su alevosía; «pero de vosotros, soez y baja canalla, nf>
hago caso alguno. Tirad, llegad, venid, y ofendedme en cuanto pudié-
redes; que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y de-
masía.»
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor
en los que le acometían; y así por esto como por las persuasiones déí
ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar á los heridos, y tornó %
la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero. Ño
le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determiro^
abreviar y darle la negra Orden de caballería luego, antes que otra des-
gracia sucediese; y así, llegándose á él, se desculpó de la insolencia que
aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna,,
pero que bien castigados (juedaban de su atrevimiento. Díjole cómo yá
le hal)ía dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que
restaba de hacer tampoco era necesaria; (|ue todo el toque de quedar
armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según
él tenía noticia del ceremonial de la Orden, y que aquello en mitad de
un cam})0 se })odía hacer; y (pe ya había cumplido con lo que tocaba
B. p.~xx a
Y la otra le calzó la espuela, con la cual le pa8Ó casi el mlamo coloquio
que con la de la espada.
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO III 17
al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía,
<!uanto más que él había estado más de cuatro.
Todo se lo creyó Don (¿uijote, y dijo (jue él estaba allí pronto para
obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; por-
que si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pen-
saba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas que él le inanda-
se, á quien, por su respeto, dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro don-
de asentaba la paja y cebada que daba á los arrieros, y con un cabo de
vela que le traía un mucliacho y con las dos ya dichas doncellas se
vino adonde Don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y
leyendo en su manual como que decía alguna devota oración, en mitad
de la leyenda alzó la mano, y dióle sobre el cuello un buen golpe, y tras
él con su misma espada un gentil espíddarazo, siempi-e murmurando
entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó á una de aquellas
•damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura
y discreción, porque no fué menester poca para no reventar de risa á
cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto
del novel caballero les tenían la risa á raya.
Al ceñirle la espada dijo la buena señora: <'Dios haga á vuestra
merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides. »
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, })orque él supiese de allí
adelante á quién quedaba obhgado por la merced recibida, [)orque pen-
saba darle alguna parte de la hc^nra que alcanzase por el valor de su
brazo.
Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y
que era hija de un remendón natural de Toledo, que vivía á las tendí-
lias de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le servi-
ría y le tendría por señor.
Don Quijote le replicó que por su amor le hiciese merced que de
allí adelante se pusiese Don, y se llamase Doña Tolosa.
Ella se lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó
casT el mismo coloquio que con la de la espada.
Preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Mohnera, y que era
hija de un honrado mohnero de ^V^itequera; á la cual también rogó Don
Quijote que se pusiese Don, y se llamase Doña Molinera, ofreciéndole
nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremo-
nias, no vio Ik hora Doii Quijote de verse á caballo y salir buscando las
aventuras; y ensillando luego á Rocinante, subió en él, y abrazando á
su huési)ed, le dijo cosas tan extrañas agradeciéndole la merced de ha-
herle armado caballero, que no es posible acertar á referirlas. El vente-
ro, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con
más breves palabras, respondió á las suyas, y sin pedirle la costa de la
posada le dejó ir en buen hora.
CAPITULO r\'
De lo que le sucedió á nuestro caballero cuando salió de la venta.
A del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta, tan con-
tento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado cal)a-
llero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas
viniéndole á la memoria los consejos de su huésped cerca de
las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especial-
mente la de los dineros y camisas, determinó volver á su casa y acomo-
darse de todo y de un escudero, haciendo cuenta de recebir á un labra-
dor vecino suyo, (jue era pobre y con lujos, pero muy á propósito para
el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento, guió á Roci-
nante hacia su aldea; el cual así, conociendo la querencia, con tanta
gana comemó á caminar, que parecía que no p'onía los pies en el suelo.
No había andado mucho, cuando le pareció que á su diestra mano
de la espesura de un bosque (|ue allí estaba salían unas voces delica-
das, como de persona que se quejaba; y apenas las Imbo oído, cuando
dijo: «¡Cracias doy al Cielo por la merced (^ue me hace, pues tan presto
me pone ocasiones delante, donde yo pueda cumplir con lo que debo a
mi profesión y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos! Esta.^
voces, sin duda, son de algún menesteroso ó menesterosa que ha menes
ter mi favor y ayuda.» Y volviendo las riendas, encaminó á Rocinante
hacia donde le pareció que las voces salían. Y á pocos pasos cjue entró
PARTE PRIMERA.— CAPÍTULO IV
10
por el bosque, vió atada una yegua á una encina, y atado á otra un mu-
diacho, desnudo de medio cuerpo arriba, basta de edad de quince años,
que era el que las voces daba; y no sin causa, porque le estaba dando
<*on una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, v cada azote
le acompañaba con una reprensión y consejo, porque decían «¡La lengua
(|ueda y los ojos listos!*
Y el mucbacho respondía: «¡No lo haré otra vez, gefioí mío! Por la
pasión de Dios, que no lo • ■ ;
haré otra vez, y yo prometo
'de tener de aquí adelante
más cuidado con el hato!»
Y viendo Don Quijote lo
<iue pasaba, C(m voz airada
dijo: «jDescoTtés caballero,
mal parece tomaros con quien
defender no se puede! ¡Subid
sobre vuestro caballo y tomad
vuestra lanza (que también
tenía una lanza arrimada á la
encina adonde estaba arren-
dada la yegua), que yo os
haré conocer ser de cobardes
lo (|ue estáis haciendo! ^
El lal>i'ador, que vió sobre
.sí aquella figura llena de ar-
mas blandiendo la lanza S(v
l)re su rostro, túvose por
muerto, y con buenas pala-
bi-as respondió: «Señoreaba
llero, este muchacho que es-
toy castigando es un mi cria
do, que me sirve de guardar
una manada de ovejas que
tengo en estos contomos, el
cual es tan descuidado, que
cada día me falta una; y por-
que castigo su descuido ó be-
llaquería, dice que lo hago
de miserable, por no pagaÜe la soldada que le debo; v en Dios y en mi
anima, que miente.» ' , "^
—¿Miente delante de mí, ruin villano!? dijo^Don' Quijote. ¡Por el Sol
que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte á parte con esta lan-
za. 1 agadle luego sm más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que
os concliiya y aniquile en este punto. ¡Desatf^dló luego!
M labrador bajó la cabeza, y sin respondí^r palabra desató á su cria-
rlo, al cual preguntó Don Quijote que cuánto le debía su amo.
i^i dijo que nueve meses, á siete reales cada mes.
El labrador, que vió sobre sí aíiuella figura llena de armas,
blandiendo la lanza sobre su rostro...
20 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Hizo la cuenta Don Quijote, y halló que montaban sesenta y tres
reales, y di jóle al labrador que al momento los desembolsase, si no que-
ría morir por ello.
Respondió el medroso villano que, por el paso en que estaba y jura-
mento que había hecho (y aún no había jurado nada), que no eran tan-
tos; porque se le habían de descontar y recebir en cuenta tres pares de
zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le habían he
cho estando enfermo.
— Bien está todo eso, replicó Don Quijote; pero quédense los zapatos
y las sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado; que si él rom-
pió el cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el''
de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sa-
nidad se la habéis sacado: así que, por esta parte, no os debe nada.
— El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros; vén-
gase Andrés conmigo á mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.
— ¡Irme yo con él!, dijo el muchacho. Mas ¡mal año! No, señor, ni
por pienso; porque en viéndome solo, me desollará como á un san Bar-
tolomé.
— No hará tal, replicó Don Quijote: basta que yo se lo mande, para
que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería
que ha recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.
— Mire vuestra merced, señor, lo que dice, dijo el muchacho; que este
mi amo no es caballero, ni ha recebido Orden de caballería alguna; que
es Juan Haldudo el rico, el vecino de Quintanar.
— Importa poco eso, respondió Don Quijote, que Haldudos puede lia-
ber caballeros: cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras.
— Así es verdad, dijo Andrés; pero este mi amo, ¿de qué obras es hij(».
pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo?
— No niego, hermano Andrés, respondió el labrador; y hacedme pla-
cer de veniros conmigo, que yo juro por todas las Ordenes que de ca-
ballerías hay en el mundo, de pagaros, como tengo dicho, un real sobre
otro, y aun sahumados.
— Del sahumerio os hago gracia, dijo Don Quijote: dádselos en rea-
les, que con eso me contento, y mirad que lo cumpláis como lo habéis
jurado; si no, por el mismo juramento os juro de volver á buscaros y á
castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una
lagartija. Y si queréis saber (juién os manda esto, para quedar con más
veras obligado á cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso Don Quijote
de la Mancha, el desfacedor de agravios y sim*azones; y á Dios quedad.
y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so la pena pro-
nunciada. Y en diciendo esto, picó á su Rocinante, Y en breve espaci< •
se apartó dellos.
Siguióle el labrador con los ojos, y cuando vio que había traspue.sto
el bosque y que ya no parecía, volvióse á su criado Andrés y díjole:
— Venid acá, hijo mío; que os quiero pagar lo que os debo, como
aquel desfacedor de agravios me dejó mandado.
— Eso juro yo, dijo Andrés; y como que andará vuestra merced
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO IV 21
acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mií
años viva, que, se^ún es de valeroso y de buen juez, ¡vive Roque, que
si lio me paj?a, que vuelva y ejecute lo que dijo!
— También lo juro yo, dijo el labrador; pero, por lo mucho que os.
quiero, cjuiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga.
Y asiéndole del brazo, le tornó á atar á la encina, donde le dio tan' os
azotes, que le dejó por muerto.
«Llamad, señor Andrés, aliora, decía el labrador, al desfacedor de'
agravios; veréis cómo no desface aqueste; aunque creo que no está aca-
bado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos t^
míades.» Pero al ñu le desató, y le dio licencia que fuese á buscar á su
juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia.
Andrés se partió algo mollino, jurando de ir á buscar al valeroso
Don Quijote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que había pa
sado, y que se lo había de pagar con las setenas; pero, con todo esto, él
se partió llorando, y su amo se quedó riendo. ,
Y desta manera deshizo el agravio el valeroso Don Quijote, el cual,
contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y
alto principio á sus caballerías, con gran satisfacción de sí mismo iba
caminando hacia su aldea diciendo á media voz: «Bien te puedes lla-
mar dichosa sobre cuantas hoy viven en la Tierra, ¡oh sobre las bella»
bella Dulcinea del Toboso!, pues te éupo en suerte tener sujeto y rendi-
do á toda tu voluntad é talante á un tan valiente y tan noirbrado caba-
llero como lo es y será Don Quijote de la Mancha, el cual, como todQ
el mundo sabe, ayer rescibió la Orden de caballería, y hoy ha desfecho
el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad:
hoy quitó el látigo de la mano á a(;[uel desai)iadado enemigo, que tan
sin ocasión vapulaba á aquel delicado infante».
En esto llegó á un camino que en cuatro se dividía, y luego se le
vino á la imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes
se ponían á pensar cuál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos,
estuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado soltó \s^
rienda á Rocinante, dejando á la voluntad del rocín la suya; el cual
siguió su primer intento, que fué el irse camino de su caballeriza. Y
habiendo andado como dos millas, descubrió Don Quijote un grand^
tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes
toledanos que iban á comprar seda á Murcia. Eran cuatro, y venían con
sus quitasoles, con otros cuatro criados á caballo y dos mozos de muías
á pie. Apenas los divisó Don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de
nueva aventura; y por imitar, en todo cuanto á él le parecía posible, los
pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno
que pensaba hacer; y así, con gentil continente y denuedo se aíirm()
bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y puesto
en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros an-
dantes llegasen (que ya él por tales los tenía y juzgaba); y cuando llega-
ron á trecho que le pudieron ver y oir, levantó Don Quijote la voz, y con
ademán arrogante dijo: -¡Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no
22 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la
éinperatriz de la Mancha, la sin par Dulcmea del Toboso!»
* Paráronse los mercaderes al son destas razones y á ver la extraña
ñgura del^que las decía; y por la figura y por éllás luego echaron de
ver la locura de su dueño: mas quisieron ver despacio eñ qué paraba
aquella, confesión que se les pedía; y uno dellos, que era un poco burlón
y muy mucho discreto, le dijo: «Señor caballero, nosotros no conocemos
-quién sea esa buena señora que decís: mostrádnosla, que si ella fuere de
tanta hermosura como significáis, de buena gan^ y sin apremio alguno
-confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida. »
— Si "os la mostrara, replicó Don Quijote, ¿qué hiciérades vosotros
én confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin
verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender: donde no,
conmigo ..sois en batalla, gente descomunal y soberbia; que ora vengáis
lino á uno^ como pide la Orden de caballería, ora todos juntos, como es
costumbre 'y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y es-
pero, confiado en la razón que de mi parte tengo.
'■ — Señoi^' caballero, replicó el mercader, suplico á vuestra merced, en
íioanbré. de 'todos estos príncipes que aquí estamos, que porque no en-
'6argiiémos ' nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros
jamás vista ni oída (y más siendo tan en perjuicio de las euiperatrices >•
reinas del Alcarria y Extremadura), que vuestra merced sea servido de
mostrarnos: algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un
grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto
Satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y
aun creó que estamos ya tan de su parte, que aunque su retrato nos
muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón >
piedra azufre, con todo eso, por complacer á vuestra merced, diremos
en su favor todo lo que quisiere.
— ¡Nóle mana, caiíalla infame, respondió Don Quijote, encendido en
cólera, iio le mana, digb, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algo-
dones; y 'no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de
Guadarrama! ¡Pero vosotros pagaréis la grande -blasfemia que habéis di-
fcho contra -tamaña beldad, como es la de mi señora!
'■ Y éri diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo ha-
hia dicho,' con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que
•en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el
■atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fué rodando su amo una buena
Í'neza jlor él campo; y queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo
é causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las anti-
cuas arinas. Y entretanto que pugnaba por levantarse, y no podía, es-
taba diciendo: «¡Non fuyáis, gente cobarde, gente cautiva! ¡Atended, que
ño por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido!»
Un mozo de muías de los que allí venían, que no debía de ser mu}-
bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no
lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas; y llegándose á él,
íomó la lanza, y después de haberla hecho pedazos, con uno dellos co-
PARTE PRIMERA.
-CAPITULO IV
23
merizó á dar á imestm Doii'Qui jote tantos palos,- que á despecho y^pe-
^•M- de PUS armas, le molió como cibera. i/- .; •- >' ';
Dábanle voceg sus amos^qUe no le diese tanto jr qué le diejase; píero
estaba ya el mozo picado, y no quiso dejar el juego hasta envidar tod^o
^1 resto de su colera; y acudiendo por los d^iás trozos de la lanza; los
íicabó dé desliacer sobre el miseiai)le caído; que edn toda aquella tem-
pe!*tad de palos que sobre él llovíav-^ítp cerraba la boca^anienazand(» al
•riel(> y á la Tiefra y á los malandnaés que tal le paraban.
( -ansósc o\ moy.o^ y "los mercaderes siguieron su camino, llevando c|ué
«outar en todo él del ])()bre aptile^ido; el cual, después que se fió solo
tornó á probar si podría levaíitiuse; pero si no lo pudo hacer cuando
t4ano y bueno, ¿cóíno lo haría mólidc y easi deshecho? Y aún se tenía
,por dichoso pareciéndole que aquélla ei'a propia desgracia de caballeros
Andantes, y toda la atribuía á la falta de su caballo; y no era posible le-
yantarse, según tenía brumado '^torly) el cuerpo.
CAPÍTULO V
Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero.
^ENDo, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acoger-
se á su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus
libros; y trujóle su locura á la memoria aquel de Baldo vinos y
del Marqués de Mantua cuando Oarloto le dejó herido en la
montaña: historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, cele-
brada y aun creída de los viejos, y, con todo esto, no más verdadera que
los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció á él que le venía de
molde para el paso en que se hallaba; y así, con muestras de grande
sentimiento, se comenzó á revolcar i)or la tierra y á decir con debilitado
aliento lo mismo que dicen (|ue decía el herido Caballero del Bosque:
¿Ddnde estás, señora mía,
Que no te duele mi mal?
uo lo sabes, señora,
Ó eres falsa y desleal.
Y desta manera fué prosiguiendo el romance, hasta aquellos versos
que dicen:
¡Oh noble Marqués de Maatua, :
Mi tío y señor carnal! '
PARTE PRIMERA. CAPITULO V
25
Y quiso la suerte que cuando llegó á este verso acertó á pasar por allí
un labrador de su mismo lugar y vecino suyo (que venía de llevar una
carga de trigo al molino), el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se
llegó á él y le preguntó que quién era y qué mal sentía, que tan triste-
mente se quejaba.
Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el Marqués de Mantua,
su tío, y así, no le respondió otra cosa sino fué proseguir en su roman-
ce, donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del
Emperante con su esposa, todo de la misma manera que el romance lo
canta.
El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y quitán-
dole la visera, que ya estaba hecha pedazos, de los palos, le limpió el
¿Dónde estás, sefior» mía,— Que no te duele mi mal?
rostro, que lo tenía lleno de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando
le conoció y le dijo: «Señor Quijano (que así se debía de llamar cuan-
do él tenía juicio y no había pasado de hidalgo sosegado á caballero
andante), ¿quién ha puesto á vuestra merced desta suerte?» Pero él se-
guía con su romance á cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hom-
bre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar para ver si tenía
alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle
del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por pare-
cerle caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de
la lanza, y Hólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del ca-
bestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oir
los disparates que Don Quijote decía; y no menos iba Don Quijote,
que, de puro molido y quebrantado, no se podía tener sobre el borrico,
2() DOK QUIJOTE DE LA MANCHA
y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo,
de modo que de nuevo obligó á que el lal)rador le preguntase qué mal
sentía. Y no parece sino que el Diablo le traía á la memoria los cuentos
acomodados á sus sucesos, porque en aquel punto, olvidándose de Bal-
dovinos, se acordó del moro Abindarráez, cuando el alcaide de Ante-
quera, Rodrigo de Narváez; le prendió y llevó cautivo á su alcaidía; de
suerte que cuando el labrador le volvió á preguntar que cómo estaba y
qué sentía, le respondió las mismas palabras y razones que el cautivo
abencerraje respondía á Rodrigo de Narváez, del mismo modo que él
había leído la historia en la Diana d« Jorge de Montemayor, donde se
escribe; aprovechándose della tan de propósito, que el labrador se iba
dando al Diablo de oir tanta máquina de necedades, por donde conoció
que su vecino estaba loco; y dábase priesa á llegar al pueblo, por excu-
sar el enfado que Don Quijote le causaba con su larga arenga.
Al cabo de la cual dijo: 'Repa vuestra merced, señor don Rodrigo
de Narváez, que esta heFmo>a Jarifa que he dicho es ahora la hnda
Dulcinea del Toboso, por' quien yo lie hecho, hago y haré los más fa-
mosos liechos de caballería que se lian visto, ven ni verán en el mundo.»
A esto respondió el labrador: «Mire vuestra merced, señor, ¡pecador
de mí!, que yo no soy don Rodrigo de Narváez ni el Marqués de Man-
tua, sino Pedro Alonso, su,' vecino; ni vuestra merced es Baldo vinos ni
AbindarráeZi sino el honrado hidalgo del señor Quijano. »
''Yo sé quién soy, respondió Don Quijote, y sé que puedo ser, no
sólo los que liedicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos
los nue^■e de la l'umu, pues á todats ,las hazañas que ellos todos juntos
y cada uno de por sí jiióieron, se aYeptajaráoilas mías.»
En estas pláticas y en- otras semejantes llegaron al lugar á la hora
que aiióchecía; pero el labrador aguardó á que fuese algo más noche,
l)orque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero.
Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo y en la
casa de Don Quijote, la cual halló toda alborotada, y estaban eñ ella el
Cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de Don Quijote;
y estaba diciéndoles su ama á voces: «¿Qué* le parece á vuestra merced,
señor licenciado Pero Pérez (que así se llamaba el Cura), de la desgra-
cia de mi señor? Dos días ha que no parecen él ni el rocín, ni la adarga,
ni la lanza ni las armas. ¡Desventurada de mí, que me doy á entender (y
así es ello la verdad como nací para morir) que estos malditos libros de
caballerías que él tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el jui-
cio, que hora me acuerdo haberle oído decir muchas veces, hablando en-
tre sí, que quería hacerse caballero andante é irse á buscar las aventuras
por esos mundos! ¡Encomendados sean á Satanás y á Barrabás tales li-
bros, que así han echado á perder el más delicado entendimiento que
había en toda la Mancha! » /
La sobrina decía lo mismo, y aun decía más: «Sepa, señor maese
Nicolás (que éste era el nombre del barbero), que muchas veces le
aconteció á mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de
desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales arrojaba el
•Mire vuestra merced, señor, ¡pecador de mil, que yo no soy don Rodriiío de Narváez
Marqués de Mantua, sino Pedro Alftnso, su vecino... .
28 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
libro de las manos y ponía mano á la espada, y andaba á cuchilladas
con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había muerto
á cuatro gigantes como cuatro torres; y el sudor que sudaba del can-
sancio, decía que era sangre de las feridas que había recebido en la ba-
talla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y so-
segado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le
había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas
yo me tengo la culpa de todo, que no avisé á vuestras mercedes de los
disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar á lo
<{ue ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros; que tiene
muchos que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.»
— Esto digo yo también, dijo el Cura, y á fe que no se pase el día de
mañana sin que dellos no se haga auto público, y sean condenados al
fuego, porque no den ocasión á quien los leyere de. hacer lo. que mi
buen amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaba oyendo el labrador, con que acabó de entender la
enfermedad de su vecino; y así, comenzó á decir á voces: «¡Abran vues-
tras mercedes al señor Baldovinos y al señor Marqués de Mantua, que
viene mal ferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el va-
leroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera!»
A estas voces salieron todos; y como conocieron los unos á su ami-
go, las otras á su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento
porque no podía, corrieron á abrazarle. Él dijo: «¡Ténganse todos, que
vengo mal ferido por la culpa de mi caballo! ¡Llévenme á mi lecho, y
llámese, si fuere posible, á la sabia Urganda, que cure y cate de mis
feridas!»
— ¡Mira, en hora mala, dijo á este punto el ama, si me decía á mí
bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en
buen hora, que, sin que venga esa hurgada, le sabremos aquí curar.
¡Malditos, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías,
i^ue tal han parado á vuestra merced!
Lleváronle luego á la cama, y catándole las feridas, no le hallaron
ninguna, y él dijo que todo era molimiento por haber dado una gran
caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los
más desaforados y atrevidos (|ue se pudieran fallar en gran parte de la
Tierra.
— ¡Ta, ta!, dijo el Cura. ¿Jayanes hay en la danza? ¡Para mi santigua-
da, que yo los queme mañana antes que llegue la noche!
Hiciéronle á Don Quijote mil preguntas, y á ninguna quiso respon-
der otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era
lo que más le importaba.
Hízose así, y el Cura se informó muy á la larga, del labrador, del
modo que había hallado á Don Quijote. El se lo contó todo, con los
disparates que al hallarle y al traerle había dicho, que fué poner más
deseo en el Licenciado de hacer lo que otro día hizo, c{ue fué llamar á
su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino á casa de Don
Quijote.
CAPITULO M
Del donoso y grande escrutinio que el Cura y el barbero hicieron en la librería
de nuestro ingenioso hidalgo.
f^ L cual aún todavía díirmía. Pidió á la sol^rina las llaves del apo-
sento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las
dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el ama con
ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy
bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vio, vol-
vióse á salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escu-
dilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: «Tome vuestra merced, señor
Licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los
muchos que tienen estos libros, y nos encante en pena de la que les
queremos dar echándolos del mundo.»
Causó risa al Licenciado la simplicidad del ama, y mandó al bar-
bero que le fuese dando de aquellos libros uno á uno, para ver de qué
trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de
fuego.
«No, dijo la sobrina; no hay para qué perdonar á ninguno, porque
todos han sido los dañadores: mejor será arrojarlos por las ventanas al
patio, y hacer allí un rimero dellos y pegarles fuego, y si no, llevarlos
al corral, y se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.»
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la
>4U . DOíí (.¿UIJOTE DE, i^ 3IA^UIÍA
muerte de aquellos in(x;entes; iiias el Cura no vino en elfo sin primen
leer siquiera los títulos,' Y el primtíro que riíaese Nieolá:^ le dio en la-
manos fué los cuatro á^ Ámádís de Gaula, y dijo el Cura: «Parece co.^^,
de misterio ésta; porque, según he oído decir,* este lil)ro fué el primeij"
de caballerías que se imprimió en España, y todos los. demás han to
mado principio y origen déste; y así, me parece ({ue, como á dogmatíi
zador de una secta tan mala, le debemos sin excusa alguna condenar ^1
fuego. •;
— No, señui-, dijo el barbero; (jue también he oído decir que es el iii|.-
jor de todos los libros que deste género se han conipuesto; y así, coiBJf)'
á único en su arte, se ciebe perdonar. • -I
— Así es verdad, dijo el Cura, y por esa razón se le Otorga la *vi(ja
l)or ahora. Veamos esotro que está junto á él. i
— Es, dijo el barbero, Las sergas de 'Esjihíndián, hijo legítimo q^
Amadís de Gaula. >j
— Pues en verdad, dijo el Cura, que no le ha de valer al hijo la bon-
dad dpi padre: tomad, señora ama; abrid esa ventana y echadle al co-
rral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián
fué volando al corral, esperando con toda paciencia el^fuego que le-
amenazaba.
— ¡Adelante!, dijo el Cura.
— Este que viene, dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun todcs:
los deste lado, á lo que creo, son del mesmo Hnaje de Amadís.
— Pues vayan todos al corral, dijo el Cura, ([we á trueco de quemai'
á la reina Pintiquinestra, y al pastor Darinel, y á sus églogas, y á las en-
diabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre
que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
—De ese parecer soy yo, dijo el liarl^ero.
■ — Y aun yo, añadió la sobrina.
— -Pues así es, dijo el ama, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dio con
ellos por la ventana abajo.
—¿Quién es ese tonel?, dijo el Cura.
— Este es, respondió el barbero, Don Olivante de Laura.
—El autor dése libro, dijo el Cura, fué el mesmo que compuso Jar-
dín de fiores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros
es más verdadero, ó por decir mejor, menos mentiroso: sólo sé decir
(|ue éste irá al corral por disparatado y arrogante.
— Este que se sigue es Florismarte de Hir cania, dijo el barbero.
— ¿Ahí está el señor Florismarte?, replicó el Cura. Pues á fe que ha de
parar presto en el corral, á pesar de su extraño nacimiento y soñadas
aventuras; que no da lugar á otra cosa la dureza y sequedad de su esti-
lo. ¡Al corral con él; y con esotro, señora ama!
— ¡Que me place, señor mío!, respondía ella; y con mucha alegría eje-
cutaba lo que le era mandado.
—Este es FA Cahallero PJatir, dijo el barbero.
PARTE PRIMERA CAPÍTULO VI 31
— x\nti.^uo libro es ése, dijo el Cura, y no hallo en él cosa que me-
rezca venia. ¡Acompañe á los demás sin réjdica!; y así i'ué hecho.
A))rióso otro libro, y vieron (|ue tenía por título: FA Caballero de Ja
-Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonai- .•^u
iííuorancia; mas también se suele decir: tras la cruz está el Diablo. ¡Vaya
al fuego!
Tomando el barbero otro libro, dijo: «Este es Espejo de cahaUeiias.^
— ¡Ya conozco a su merced!, dijo el Cura. Ahí anda el señor Reinaldos
de Monta) bán, con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco,
y los doce Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que
estoy por condenarlos no más que á destierro jterpetuo, siquiera porque
tienen parte de la invención del famoso ^hiteo Boyardo, de donde tam-
bién tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le
hallo, y veo que liabla en otra lengua que la suya, no le guardaré res-
peto alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza.
— Pues yo le tengo en italiano, dijo el barbero; mas no lo entiendo.
— Ni aun fuera bien que vos le entendiérades, respondió el Cura;
y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído á
España y hecho castellano, que le quitó mucho de su natural valor; y lo
mesmo liarán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en
otra lengua, cj[ue por mucho cuidado que pongan y habilidad cjue
muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer naci-
miento. Digo, en et'eto, ([ue este libro, y todos los que se hallaren Cj[ue
tratan destas cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco,
hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos, ecetuan-
do á un Bernardo del Carpió que anda por ahí, y á otro llamado llov-
ee.waUes; que éstos, en llegando á mis manos, han de estar en las del
ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy
acertada, por entender que era el Cura tan buen cristiano y tan amigo
de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abrien-
do otro libro, vio que era Pahnerín de Oliva, y junto á él estaba otro que
se llamaba Palmerín de Inglaterra; lo cual visto por el Licenciado,
dijo:
— Esa qliysD se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della
las cenizas; y esa Palma de Inglaterra se guarde y se conserve como
á cosa única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro
en los despojos de Darío, que la diimtó i)ara guardar en ella las obras
del poeta Homero. Este hbro, señor compadre, tiene autoridad por dos
cosas: la una, porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama
que lo compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del
castillo de Miraguarda son bonísimas y de gi-ande artificio, las razones
cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla, con
mucha propiedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro parecer,
señor maese Nicolás, c|ue éste y Amadís de Gaula queden hbres del
l'iK^go, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.
B. P.— XX 4
.y¿ DOÍÍ QUIJOTE DE LA MANCHA
— No, señor compadre, replicó el barbero; que este que aquí^tengo es
el afamado Don Belianis.
— Pues ése, replicó el Cura, con la segunda, tercera y cuarta parte .
tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada c(')-
lera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Famii
y otras impertinenciaá de más importancia, para lo cual se les da téi-
mino ultramarino; y como se enmendaren, así se usará con ellos de mi-
sericordia ó de justicia; y en tanto tenedlos vos, compadre, en vuestiü
casa; mas no los dejéis leer á ninguno.
— ¡Que me place!, respondió el barbero.
Y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó mI
ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral.
No se dijo á manca ni á sorda, sino á quien tenía más gana de que -
mallos que de echar una tela, por grande y delgada que fuera: y asien-
do casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana.
Por tomar muchos juntos, se le cayó uno á los pies del barbero, y
le tomó gana de ver de Ciuién era, y vio que decía: Historia del famoso
caballero Tirante el Blanco.
— i^^álame Dios!, dijo el Cura dando una gran voz: ¿que aquí está
Tirante el Blanco? Dádm'ele acá, compadre; que hago cuenta que he
hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí
está don Kirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano
Tomás de IMontalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el va-
liente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placei -
demivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora
Emperatriz, enamorada de Hipólito, el escudero. Dígoos verdad, señor
compadre, que por su estilo es éste el mejor libro del mundo: aquí C( -
raen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testa-
mento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás li-
bros deste género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo
compuso, pues no hizo ciertas necedades sino de industria, que le echa-
ran á galeras por todos los días de su vida. Llevadle á casa y leedle, y
veréis que es verdad cuanto del os he dicho.
— Así será, respondió el barbero; i)ero ¿qué haremos destos pequeños
libros que quedan?
— Estos, dijo el Cura, no deben de ser de caballerías, sino de poesía;
y abriendo uno, vio que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo
(creyendo que todos los demás eran del mismo género): Éstos no mere-
cen ser quemados como los demás, porciue no hacen ni harán el daño
({ue los de caballerías han hecho; que son libros de entretenimiento sin
perjuicio de tercero.
— ¡Ay, señor!, dijo la Sobrina. ¡Bien los puede vuestra merced mandar
<|uemar como á los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado
mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase
de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y ta-
ñendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfer-
medad incurable y pegadiza!
PARTE PRIMERA CAPITULO VI
33
—Verdad dice esta doncella, dijo el Cura, v será bien quitarle á nues-
tro amigo este tropiezo y ocasión de delante." Y pues comenzamos por
la Dkdhi de Montemayor, soy de i)arecer (jue no se queme, sino que se
le (piite todo aíjuello que trata de la sabia Felicia v de la a^ua encanta-
da, y casi todos los versos mayores, y quédesele enhorabuena la prosa
y la honra de ser primero en semejantes libros.
—Este que se sigue, dijo el barbero, es La Diana llamada Segunda
Pero ¿que haremos destoH pequeilos libron que quedan?
del Salmantino: v éste, otro (lue tiene el mesmo nombre, cuv(^ autor es
Gil Polo.
— Pues la del Salmantino, respondió el Cura, acompañe y acreciente
el número de los condenados al corral, y la de Cril Polo se guarde como
si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos
priesa, que se va haciendo tarde.
— Este libro es, dijo el l)arbero aliriendo otro. Los diez libros de For-
tuna de Amor.^ comi)uestos por Antonio de Lofrassv, poeta sardo.
— ¡Por las Ordenes que recibí, dijo el Cura, que desde que Apolo fué
Ai)olo, y las nmsas musas, y los poetas [)oetas, tan gracioso ni tan dis-
paratado libro como ése no se ha compuesto, y que por su camino es el
mejor y el más único de cuantos deste género han sahdo á la luz del
mundo, y el que no le ha leído, puede hacer cuenta (^ue no ha leído ja-
más cosa de gusto! ¡Dádmele acá, conqjadre, que precio más haberle ha-
llado, que si me dieran una sotana de raja de Florencia!
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:
— Estos que siguen son El Pastor de Ilieria. Ninfas de Henares y
Desengaño de celos.
34 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Pues no hay más que liaeer, dijo el Cura, sino entregarlos al brazo
seglar del ama; y no se me pregunte el por qué, que sería nunca acabar.
— Este que viene es El Pastor de FíUda.
— No es ése pastor, dijo el Cura, sino muy discreto cortesano: guai
dése como joya preciosa.
— Este grande C|ue aquí viene se intitula, dijo el barbero, Tes-oro (h-
varias poesías.
— Como ellas no fueran tantas, dijo el Cura, fueran más estimadas:
menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que
entre sus grandezas tiene. Guárdese, porc{ue su autor es amigo mío, y
por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
—Éste es, siguió el barbero. El Cancionero, de López Maldonado.
— También el autor de ese libro, replicó el Cura, es grande amig< >
mío, y sus versos en su boca admiran á quien los 03'e; y tal es la suavi
dad de la voz con c[ue los canta, que encanta. Algo largo es en las égl( >
gas; pero nunca lo bueno fué mucho: guárdese con los escogidos. Pero
c/i^é libro es ése que está junto á él?
— La Galatea, de Miguel de Cervantes, dijo el Barbero.
— Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que
es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buc
na invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar
la segunda parte, que promete; quizá con la enmienda alcanzará del
todo la misericordia que ahora se le niega; y entretanto que esto se ve.
tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
— ¡Que me place!, respondió el barbero. Y aquí vienen tres, todos
juntos: La Araucana, de Don Alonso de Ercilla; La Ausfriada, de Juan
Rufo, Jurado de Córdoba, y El Monserrate, de Cristóbal de Virués, poe-
ta valenciano.
— Todos estos tres libros, dijo el Cura, son los mejores que en verso
heroico en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los
más famosos de Italia. Guárdense como las más ricas prendas de poesía
que tiene España.
Cansóse el Cura de ver más libros, y así, á carga cerrada quiso que
todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que
se llamaba Las Lágrimcis de Angélica.
— Lloráralas yo, dijo el Cura en oyendo el nombre, si tal libro hubie-
ra mandado c|uemar, porque su autor fué uno de los famosos poetas del .]
mundo, no sólo de España, y fué felicísimo en la traducción de algu-
nas fábulas de Ovidio.
"t>^?:;-t3^ •••^•-^-
CAPITULO \I1
De la segunda salida de nuestro buen caballero Don Quijote de la Mancha.
jÍ^ btando eu esto comenzó á dar voces Don (Quijote, diciendo:
«¡Aquí, aquí, valerosos caballeros! ¡Aquí es menestermostrar la
fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan
lo mejor del torneo!» Por acudir á este ruido y estruendo, no
se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que quedaban; y
así, se cree que fueron al fue^o, sin ser vistos ni oídos. La Carolea y
León de España, con los hechos del Emperador, compuestos por don
Luis Zapata, que sin duda debían do estar entre los que quedaban, y
(juizá, si el Cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia.
Cuando llegaron á Don Quijote, ya él estaba levantado de la cama
á i)rose<4UÍa en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y revese,
todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido. s
Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y después
que hul)o sosegado un poco, volviéndose á hablar con el Cura, le dijo:
> Por'cierto, señor arzobispo Turj)ín, que es gran mengua de los que
nos llamamos doce Pares dejar tan sin más ni más llevar la vitoria
desde torneo á los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aven-
tureros ganado el prez en los tres días antecedentes.»
— a¡Calle vuestr merced, señor compadre, dijo el Cura, que Dios
36 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
será servido que la suerte se mude y que lo que ho}^ se pierde se gane
mañana, y atienda vuestra merced á su salud por ahora; que me pa-
rece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que estií
mal ferido!
— Ferido no, dijo Don Quijote, pero molido y quebrantado, no ha\-
duda en ello; porque aquel bastardo de don Roldan me ha molido <i
palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que y<>
solo soy el opuesto de sus valentías; mas no me llamaría yo Reinal
dos de Montalbán si, en levantándome deste lecho, no me lo pagare, íi
pesar de todos sus encantamentos; y por ahora tráiganme de yantar,
que sé que es lo que más me hará al caso, y quédese lo del vengarme
á mi cargo.
Hiciéronlo así: diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido. \-
ellos admirados de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el
corral y en toda la casa; y tales debieron de arder que merecían guar-
darse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza
del escrutiñador, y así se cumplió el refrán en ellos de que pagan ;i
las veces justos por pecadores. Uno de los remedios que el Cura y el
barbero dieron pur entonces para el mal de su amigo fué que le mii
rasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levanta ^
no los hallase (quizá quitando la causa cesaría el efecto), y que dijesci.
que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo; y así fue
hecho con mucha presteza. De allí á dos días se levantó Don Quijote,
y lo primero que hizo fué ir á ver sus libros; y como no hallaba el
aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscan
dolé. Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos,
y volvía y revolvía los ojos pasmado, sin decir palabra; pero al cabn
de una buena pieza preguntó á su ama que hacia qué parte estaba eí
aposento de sus libros.
El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder,
le dijo: «¿Qué aposento ó qué nada busca vuestra merced? Ya no hay
aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo Diablo. »
- — No era diablo, replicó la sobrina, sino un encantador, que vin< >
sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de
aquí se partió; y apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró
en el aposento, y no sé lo que hizo dentro, que á cabo de poca pieza
sahó volando por el tejado y dejó la casa llena de humo; y cuando
acudimos á mirar lo que dejaba heclio, no vimos libro ni aposento al-
guno: sólo se nos acuerda muy bien á mí y al ama que, al tiempo de
partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces que por enemistad secreta
que tenía al dueño de aquellos libros y aposento dejaba hecho el daño
en aquella casa que después se vería; dijo también que se llamaba el
sabio Muñatón.
— Fristón diría, dijo Don Quijote.
— No sé, respondió el ama, si se llamaba Fristón ó Fritón; sólo .^^
que acabó en to7i su nombre.
Decíale, entrtí otras cosas, Don Quijote que se dispusiese á ir con él de buena gana, porque tal
▼es le podía suceder aventura que ganase en quítame allá esas pajas alguna ínsula, y le dejase
á él por gobernador della
38 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— ^Así es, dijo Don Quijote; que ése es un sabio encantador, grande
enemigo mío, que me tiene ojeriza porque sabe por sus artes y letras
que tengo de venir, andando los tiempos, á pelear en singular batalla
con un caballero á quien él favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo
pueda estorbar: y por esto procura hacerme todos los sinsabores que
puede; y mandóle yo que mal i)odrá él contradecir ni evitar lo que por
el Cielo está ordenado.
— ¿Quién duda de eso?, dijo la sobrina. Pero ¿quién le mete á vues-
tra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pací-
fico en su casa, y no irse por el mundo á buscar pan de trastrigo, sin
considerar (|ue muchos van por lana y vuelven trasquilados?
— ¡Olí sobrina mía, respondió Don Quijote, y cuan mal que estás en
la cuenta! Primero que á mí me trasquilen, tendré peladas y quitadas
las barbas á cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo ca-
bello.
No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encen-
día la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado,
sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos, en los
cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el Cura
y el barbero sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía
el mundo era de caballeros andantes y de que en él se resucitase la ca-
ballería andantesca. El Cura algunas veces le contradecía, y otras con-
cedía, porque si no guardaba este artificio, no había poder averiguarse
«on él. En este tiempo solicitó Don Quijote á un labrador vecino suyo,
hombre de bien (si es que este título se puede dar al que es pobre), pero
de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le
persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con
'él y servirle de escudero. Decíale, entre otras cosas, Don Quijote, que se
dispusiese á ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder
aventura que ganase ení quítame allá 'ésas pajas\alguna ínsula, y le de-
jase á él por gobernador della. Con estas promesas y otras tales, Sancho
Panza (que así se llamaba el labrador) dejó su mujer é hijos, y asentó
por escudero de su vecino.
Dio luego Don Quijote orden en buscar dineros; y tendiendo una
casa y empeñando otra, y malbaratándolas todas, allegó una razonable
cantidad. Acomodóse asimismo de una lanza, que pidió prestada á un
su amigo, y pertrecliando su rota celada lo mejqr que pudo, avisó á su
escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino,
para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester;
sobre todo le encargó que llevase alforjas. El dijo que sí llevaría, y
que asimismo pensaba llevar un asno que tenía, muy bueno, porcjue
él no estaba hecho á andar mucho á pie. En lo del asno reparó un
j)Oco Don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero
andante había traído escudero, caballero asnalmente; pero nunca le
vino alguno á la memoria; mas con todo esto, determinó que le llevase,
con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo
PARTE PRIMERA. CAPITULO VII 39
ocasión para ello, quitándole el caballo al primei- descortés caballero que
topase. Proveyóse de camisas y de las demás cosas que él i)udo, con-
forme al consejo que el ventero le había dado; todo lo cual hecho y cum-
plido, sin desjiedirse Panza de sus hijos y mujer, ni Don Quijote de su
íuna y sobrina, una noche se salieron del luuar sin (pie j)ersona los
viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por se-
guros de que no los hallarían, aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como un ])atriarca, con sus al
forjas y su bota, y con nmcho deseo de verse ya gobernador de la ínsula
qut' su amo le había i)r()metido. Acertó Don (Quijote á tomar la misma
derrota y camino que él había tomado en su })rimer viaje, qub fué por
el Campo de Montiel, por el cual caminaba con menos i)esadumbre que
la vez pasada, porque por ser la liora de la mañana y herirles á sos-
layo los rayos del Sol, no les fatigaban.
Dijo en esto Sancho Panza á su amo: «Mire vuestra merced, señor
caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene pro-
metido; que yo la sabré gobernar, i)or grande que sea. >
A lo cual le respondió Don Quijote: «Has de saber, amigo Sancho
Panza, cpie fué costumbre muy usada de los caballeros andantes anti-
guos hacer gobernadores á sus escuderos de las ínsulas ó reinos que ga-
naban, y yo tengo determinado de que ])or mí no falte tan agradecida
usanza; antes pienso aventajarme en ella, porque ellos algunas veces, y
quizás las más, esperaban á que sus escuderos fuesen viejos, y ya des-
pués de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les da-
ban algún título de conde, ó por lo muclio de marqués, de algún valle
<) provincia de poco más ó menos; pero si tú vives y yo vivo, bien podría
ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros á él ad-
herentes, que viniese de molde para coronarte por rey de uno dellos.
Y no lo tengas á milagro; que cosas y casos acontecen á los tales caba-
lleros por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te po-
dría dar aún más de lo que te prometo.)^
— Desa manera, respondió Sancho Panza, si yo fuese rey por algún
milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos Teresa, mi oíslo,
vendría á ser reina, y mis hijos, infantes.
— Pues ¿quién lo duda?, respondió Don Quijote.
— Yo lo dudo, replicó Sandio Panza, porque tengo para mí que, aun-
que lloviese Dios reinos sobre la Tierra, ninguno asentaría bien sobre la
cabeza de Teresa Cascajo. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para
reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
— Encomiéndalo tú á Dios, Sancho, respondió Don Quijote; que Él
te dará lo que más te convenga; pero no apoques tu ánimo tanto c|ue
te vengas á contentar con menos que con ser adelantado.
— No haré, señor mío, respondió Sancho, y más teniendo tan princi-
pal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté
bien y yo pueda llevar.
CAPITULO VIII
Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás
imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucec.os dignos de
felice recordación.
N esto descubrieron treinta ó cuarenta molinos de viento "que
hay en aquel campo; y así como Don Quijote los vio, dijo á su
escudero: «La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo
que acertáramos á desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza,
donde se descubren treinta ó pocos más desaforados gigantes, con quien
pienso hacer batalla y quitarles á todos las vidas, con cuyos despojos
comenzaremos á enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servi
ció de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la Tierra. »
— ¿Qué gigantes?, dijo Sancho Panza.
— Aquéllos que allí ves, respondió su amo, de los brazos largos, quv
los suelen tener algunos de casi dos leguas.
— Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquellos que allí se
parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos
parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la
piedra del molino.
— Bien parece, respondió Don Quijote, que no estás cursado en esto
de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí y
Y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza peda
llevándose tras sí al caballo y al caballero.
42 DON QUIJOTE DE JLA MANCHA
j)onte en oración en el espacio que yo voy á entrar con ellos en ñera y
desigual batalla.
Y diciendo esto, dio de espuelas á su caballo Rocinante, sin atender
á las voces que su escudero Sancho le daba advirtiéndole que sin duda
alíiuna eran molinos de viento, y no gigantes, aquéllos que iba á aco-
meter. Pero él iba, tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces
de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca,
lo que eran; antes iba diciendo en voces altas: «¡Non fuyades, cobarde,^
y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete!»
Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenza-
ron á moverse, lo cual visto por Don Quijote, dijo: «¡Pues aunque
mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de
pagar! »
Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón á su señora
Dulcmea pidiéndole que en tal trance le gocorriese, bien cubierto de su
adarga, con la lanza en el ristre, arremetió á todo el galope de Rocinan-
te, y (pmbistió con el primer molino que estaba delante; y dándole una
lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza
pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fué rodando
muy maltrecho por el campo. xVcudió Sanch(j Panza á socorrerle á todo
€l correr de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear: tal
fué el golpe que dio con él Rocinante.
— ¡Válame D^os!, dijo Sancho. ¿No le dije yo á vuestra merced que
nñrase bien lo cpie hacía, que no eran sino molinos de viento? Y no lo
j)odía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza.
—Calla, amigo Sancho, respondió Don Quijote; que las cosas de la
guerra más que otras están sujetas á continua mudanza: cuanto más
que yo pienso, y es así verda'd, que aquel sabio Fristón que me robó el
aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme
la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al
cabo, al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi
espada. »
—Dios lo haga como puede, respondió Sancho Panza; y ayudándole
á levantar, tornó á subir sobre Rocinante, fiue medio despaldado estaba.
Y hablando de la pasada aventura siguieron el camino del Puerto
Láiñce, porque allí decía Don Quijote que no era, posible dejar de
hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino
que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza, y diciéndoselo á su
escudero, le dijo: «Yo me acuerdo haber leído que un caballero espa-
ñol, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto '
la espada, desgajó de una encina un pesado ramo ó brancón, y con él
hizo tales cosas aquél día y machacó tantos moros, que le quedó por
sobrenombre Machuca, y así él como sus descendientes se llamaron
desde aquel día en adelante Vargas y Machuca. Hete dicho esto, porque
de la primera encina ó roble que se me depare, pienso desgajar otro
brancón tal y tan bueno como aquél; y me imagino y pienso hacer con
él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber mere-
PRIMERA PARTE. — CAPITULO VIII 43
cido venir ú verlas y á ser testigo de]^ cosas que apenas podrán ser
creídas.
— A la mano de Dios, dijo Sancho: yo lo creo todo así como vuestra
merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio
lado, y debe de ser del molimiento de la caída.
— Así es la verdad, respondió Don Quijote; y si no me quejo del
dolor, es porque no es dado á los caballeros andantes quejarse de heri-
da alguna, aunque se les salgan las tripas por ella.
— Si eso es así, no .tengo yo que replicar, respondió Sancho; pero
sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando al-
guna cosa le doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pe-
queño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos
de los caballeros andantes eso del no (juejarse.
No se dejó de reír Don Quijote de la simj)licidad de su escudero, y
así, le declaró que podía muy bien quejarse como y cuando quisiese,
sin gana ó con ella, que liasta entonces no había leído cosa en contra-
rio en la Orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hoi'a
de comer. Respondióle su amo (jue por entonces no le hacía menester,
que comiese él cuando se le antojase. ( 'on esta licencia se acomod(>
Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, }- sacando de las alforjas
lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su
amo muy de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con
tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado Ijc^degonero de
Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos,
no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni
tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando
las aventuras, por peligrosas que fuesen. En resolución, aquella noclie
la pasaron entre unos árboles, y del uno dellos desgajó Don Quijote un
ramo seco que casi le })odía servir de lanza, y i>uso en él el hierro que
quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió
Don Quijote pensando en su seííora Dulcinea, por acomodarse á lo que
había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir
muchas noches en las florestas y despoblados entretenidos con las me-
morias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza, que, como tenía
el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó
toda; y no fueran parte para despertarle, si su amo no le llamara, los
rayos del Sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que
muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al
levantarse dio un tiento á la bota, y hallóla algo más flaca que la noche
antes, y afligiósele el corazón, por parecerle que no llevaban camino de
remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse Don Quijote, por-
que, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memonas. Tor-
naron á su comenzado camino del Puerto Lapice, y á obra de las diez
del día le descubrieron. «Aquí, dijo en viéndole Don Quijote, podemos,
hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que
llaman aventuras; mas advierte que aunque me veas en los mayores
peligríjs del mundo no has de poner mano á tu espada para defendei--
44 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
me, si ya no vieres que los que me ofenden son canalla y gente baja, que
en tal caso, bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ningu-
na manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me
ayudes hasta que seas armado caballero. >
— Por cierto, señor, respondió Sandio, que vuestra merced será muy
bien, obedecido en esto; y más que yo de mío me soy pacífico y enemigo
de meterme en ruidos ni pendencias: bien es verdad que en lo que tocare
á defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues
las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien qui-
siere agraviarle.
— No digo yo menos, respondió Don Quijote; pero en esto de ayu-
darme contra caballeros has de tener á raya tus naturales ímpetus.
— Digo que así lo haré, respondió Sancho, y que guardaré ese pre-
cepto tan bien como el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la
Orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios; que no eran
más pequeñas dos muías en que' venían. Traían sus antojos de camino
y sus quitasoles. Detrás dellos venía un coche con cuatro ó cinco de á
caballo que le acompañaban, y dos mozos de muías á pie. Venía en el
coche, como después se supo, una señora vizcaína que iba á Sevilla,
donde estaba su marido, que pasalia á las Indias con un muy honroso
cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mismo camino;
mas apenas los divisó Don Quijote, cuando dijo á su escudero: «O yo
me engaño, ó ésta ha de. ser la más famosa aventura que se haya visto,
porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben de ser, y son sin
duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en
aquel coche, y es menester deshacer este tuerto á todo mi poderío.»
— ¡Peor será esto que los molinos de viento!, dijo Sancho. Mire, señor,
que aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de algu-
na gente pasajera; mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el
Diablo que le engañe
— Ya te he dicho, Sancho, respondió Don (Quijote, que sabes poco
de achaques de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás
Y diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por
donde los frailes venían, y en llegando tan cerca que á él le pareció que
le podían oir lo que dijese, en alta voz dijo: <' ¡Gente endiablada y desco-
munal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis
forzadas; si no, aparejaos á recebir presta muerte por justo castigo de
vuestras malas obras!»
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados así de la
figura de Don Quijote como de sus razones, á las cuales respondieron:
«Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino
dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos
si en este coche vienen ó no ningunas forzadas princesas.»
— ¡Para conmigo no hay palabras blandas, que ya os conozco, fe
mentida canalla!, dijo Don Quijote; y, sin esperar más respuesta, picó
á Rocinante, y, la lanza baja, arremetió contra el primer fraile con tanta
PARTE PRIMERA CAPITULO VIII
45
furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la muía, él le hi-
ciera venir al suelo nial de su grado, y aun nial ferido, si no cayera
muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban á su com-
pañero, puso piernas al castillo de su buena muía, y comenzó á correr
por acjuella campaña más ligero que el mismo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, a})eándose hgeramente
<le su asno, arremetió á él, y le co-
menzó á quitar los hábitos. Llegaron
i'u esto dos mozos de los frailes, y
preguntáronle que por qué le desnu-
daba. Respondióles Sancho que aqué-
llo le tocaba á él legítimamente, como
<lespojos de la batalla que su señor
Don Quijote había ganado. Los mo-
zos, que no sabían de burlas ni en-
tendían aquello de despojos ni bata-
llas, viendo que ya Don Quijote estaba
desviado de allí, hablando con las que
en el coche venían, arremetieron con
Sancho y dieron con él en el suelo, \
sin dejarle pelo en las barbas, le mo-
lieron á coces y le dejaron tendido en
el suelo sin aliento ni sentido; y sin
detenerse un punto, tornó á subir el
fraile, todo temeroso y acobardado y
sin color en el rostro; y cuando se vio
á caballo picó tras su compañero, que
un ))uen espacio de allí le estaba
aguardando, y esperando en qué pa-
raba aquel sobresalto; y sin querer
aguardar el fin de todo aquel comen-
zado suceso, siguieron su camino, ha-
ciéndose más cruces que si llevaran
al Diablo á las espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha
dicho, hablando con la señora del
coche, diciéndole: «La vuestra fernio-
sura, señora mía. puede facer de su
persona lo que más le viniere en ta-
límte, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo,
derribada por este mi fuerte brazo; y por que no penéis por saber el
nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo Don Quijote de
la Mancha, caliallero andante y aventurero, y cautivo de la sin par
liermosa Doña Dulcinea del Toboso; y en pago del beneficio que de mí
liabéis recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que
de mi parte os presentéis ante esta señora v le digáis lo que por vues-
tra libertad he fecho.
En alta voz dijo: , Gente endiablada
y descomunal, dejad!...
46 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Todo esto que Don Quijote decía escuchaba un escudero de los
que el coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no
quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había do
dar la vuelta al Toboso, se fué para Don Quijote, y asiéndole de la
lanza, le dijo en mala lengua castellana y peor vizcaína desta manera:
«¡Anda, caballero, que mal andes! ¡Por el Dios que crióme, que si no
dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno!»
Entendiólo muy bien Don Quijote, y con mucho sosiego le respon-
dió: «Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu
sandez y atrevimiento, cautiva criatura.»
A lo cual replicó el vizcaíno: «¡Yo no caballero! ¡Juro á Dios, tan
mientes como cristiano! Si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuan
presto verás que al gato llevas. Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar,
hidalgo por el Diablo, y mientes que mira si otra dices cosa.»
— ¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes!, respondió Don Quijote; y arro-
jando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su adarga, y arre-
metió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida.
El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la muía
{que, por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella), no
pudo hacer otra cosa sino sacar su esi)ada; pero avínole bien que se
halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió
de escudo, y luego se fueron el uno para el otro como si fueran dos
mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz; mas no
pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones que si no
le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar á su ama y ,
á toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y '
temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún
poco, y desde lejos se puso á mirar la rigurosa contienda, en el discur
so de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada á Don Quijote encima
de un hombro, por encima del adarga, que, á dársela sin defensa, le
abriera hasta la cintura.
Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe,
dio una gran voz, diciendo: «¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de
la fermosura! ¡Socorred á este vuestro caballero, que por satisfacer á la
vuestra mucha bondad en este riguroso trance se halla!» El decir esto,
y el apretar la es])ada, y el cubrirse bien de su adarga, y el arremeter
al vizcaíno, todo fué en un tiempo, llevando determinación de aventu-
rarlo todo á la de un solo golpe.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su de-
nuedo su coraje, y determinó de hacer lo mismo que Don Quijote; y
así, le aguardó, bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la muía
á una ni otra parte; que ya, de puro cansada y no hecha á semejantes
niñerías, no podía dar un paso. Venía, pues, como se ha dicho, Don
Quijote contra el cauto vizcaíno, con la espada en alto, con determina-
ción de abrirle por medio; y el vizcaíno le aguardaba, asimismo levan-
tada la espada y aforrado con su almohada; y todos los circunstaní
estaban temerosos y colgados de lo que liabía de suceder de aquelh -
PARTE PRIMEKA. CAPITULO VIII
47
tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las
demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos á todas
las imágenes y casas de devoción de España por que Dios librase á su
escudero y á ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto en que en este punto y término dejó
pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose con que
nó halló más escrito destas hazañas de Don Quijote de las que deja
referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso
creer que tan curiosa historia estuviese entregada á las leyes del ohñdo,
ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no
tuviesen en sus archivos ó en sus escritorios algunos papeles que deste
famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó
de hallar el ñn desta apacible historia, el cual, siéndole el Cielo favora-
ble, le halló del modo que se contará en la segunda parte (1).
(1) Cervantes dividió el primer tomo de su Don Quijote en cuatro partes; pero continuó la numeración
de los capítulos hasta el fin del volumen. Cuando diez años después publicó el segundo tomo, le dio el
título de Segunda Parte, por lo cual se ha considerado siempre dividida la obra en dos partes no más,
y no se ha puesto título especial á las secciones en que salió distribuida esta Primera, que comprendía
primera, segunda, tercera y cuarta parte. Sigue, pues, la numeración de los capítulos, y se omite la divi-
sión en partes que sacó el primer tomo, entonces único, de esta gran obra cuando fué dado á luz.
E. 1'. XX
CAPITULO IX
Donde se concluye y da fin á la estupenda batalla que el gallardo vizeaíno
y el valiente manchego tuvieron.
EJAMos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno
y al famoso Don Quijote con las espadas altas y desnudas, en
guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que, si en
lleno se acertaban, por lo menos se dividirían, y fenderían de
arriba abajo, y abrirían como una granada; y en aquel punto tan dudoso
paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos. diese noticia
su autor dónde se podría hallar lo que della faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído
tan poco se volvía en disgusto de pensar el mal camino que se ofrecía
para hallar lo mucho que, á mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento.
Parecióme cosa imposible y fuera de toda buena costumbre que á tan
buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara á cargo el
escribir sus nunca vistas hazañas, cosa que no faltó á ninguno de los
caballeros andantes, de los que dicen las gentes que van á sus aventu-
ras; porque cada uno dellos tenía uno ó dos sabios como de molde,
que, no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más
mínimos pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y
no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase á él
T leyendo mn poco en él, se *omeDB<J i reir|
50 DON QUIJOTE DE LA * MANCHA
lo que sobró á Platir y á otros semejantes. Y así, no podía inclinarme
á creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada,
y echaba la culpa á la malignidad del tiempo, devorador y consumidor
de todas las cosas, el cual ó la tenía oculta ó consumida.
Por otra parte, me parecía que pues entre sus libros se habían ha-
llado tan modernos como Desengaño de zelos y Ninfas y Pastores de He-
nares, que también su historia debía de ser moderna, y que, ya que no
estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las
á ella circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de
saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso
español Don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería man-
chega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos
tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y al de
desfacer agravios, socorrer viudas y amparar doncellas, de aquellas fiue
andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su virginidad á cues-
tas de monte en monte y de valle en valle; que si no era que algún fo-
llón, ó algún villano de hacha y capellina, ó algún descomunal gigante
las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochen-
ta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, se fué
tan entera á la sepultura como la madre que la había parido. Digo,
pues, que por estos y otros muchos respetos es digno nuestro gallardo
Don Quijote de continuas, innumerables alabanzas, y aun á mí no se
me deben negar por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin
desta agradable historia; aunque bien sé que si el Cielo, el caso y la for-
tuna no me ayudaran, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y
gusto que buena cantidad de horas podrá tener el que con atención l;i
leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho á
vender unos cartapacios y papeles viejos á un sedero; y como soy afi-
cionado á leer, aunque sean los papeles rotos délas calles, llevado desta
mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho ven-
día, y vile con caracteres que conocí ser arábigos; y puesto que, aun-
que los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí
algún morisco aljamiado que los leyese; y no fué muy dificultoso hallar
intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más anti
gua lengua, le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole
mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y leyen-
do un poco en él, se comenzó á reir. Pregúntele que de qué se reía, y re
pondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen
por anotación. Díjele que me la dijese, y él, sin dejar la risa, dijo: Está,
como he dicho, aquí en el margen escrito esto: «Esta Dulcinea del To-
»boso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor
»mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha.»
Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso,
porque luego se me representó que aquéllos cartapacios contenían la
historia de Don Quijpte. Con esta imaginación, le di priesa que leye-
se el principio; y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo
PARTE PRIMERA CAPITULO IX 51
en castellano, dijo que decía: Hütoria de Don Quijote de la Mancha,
escrita por Cide Hamete Benerigeli, historiador aráhigo. Mucha discreción
fué menester para disimular el contento que recebí cuando llegó á mis
oídos el título del libro; y salteándosele al sedero, compré al nmchaclio
todos los papelotes y cartapacios por medio real; que si él tuviera dis-
creción y supiera lo <|ue yo los deseaba, bien se pudiera prometer y lie.
var más de seis reales de la compra. Apartóme luego con el morisco por
el claustro de la Iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapa-
cios, todos los que trataban de Don Quijote, en lengua castellana, sin
qui^arles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Con-
tentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de
traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad; pero yo, por facili-
tar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le truje
á mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda del mis-
mo inodo que aquí se refiere.
Estaba en el primer cartapacio pintada muy al natural la batalla de
Don (Quijote con el vizcaíno, puestos en la misma postura que la histo-
■ ria cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su adarga, el otro
de la almohada, y la muía del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostran-
do ser de alquiler á tiro de ballesta. Tenía á los pies escrito el vizcaíno
un rétulo que decía: Bon Sancho de Azpeitia, que sin duda debía de ser
su nombre; y á los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijo-
te. Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan
atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mos-
traba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le ha-
bía puesto el nombre de Rocinante. Junto á él estaba Sancho Panza,
que tenía del cabestro á su asno, á los pies del cual estaba otro rétulo
que decía: Sancho Zancas; y debía de ser que tenía, á lo que mostraba la
pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas; y por esto
se le debió de j^oner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos
sobrenombres le llama algunas veces la historia. Otras algunas menu-
dencias había í[ue advertir; pero todas son de poca importancia y que
no hacen al caso á la verdadera relación de la historia, que ninguna es
mala como sea verdadera.
Si á ésta se le puede hacer alguna objeción cerca de su verdad, no
podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de
los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros ene-
migos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que dema-
siado; y así me parece á mí, pues cuando pudiera y debiera extender la
pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria
las pasa en silencio; cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debien-
do ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasiona-
dos, y que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición no les hagan
torcer del camino de la verdad, cuya imagen es la Historia, émula del
tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso
de lo presente, advertencia de lo porvenir. En ésta sé que se hallará
todo lo que se acertare á desear en la más apacible; y si algo bueno en
52 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
ella faltare, para mí tengo que fué por culpa del galgo de su autor, an
tes que por falta del sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la tra-
ducción, comenzaba desta manera.
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valero-
sos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando
al Cielo, á la Tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que te-
nían. Y el primero que fué á descargar el golpe fué el colérico vizcaíno,
el cual fué dado con tanta fuerza y tanta furia, que, á no volvérsele la
espada en el encuentro, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin á
la rigurosa contienda y á todas las aventuras de nuestro caballero; ,mas
la buena suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la es-
pada de su contrario de modo que, aunque le acertó en el hombro iz-
quierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo aquel lado, lleván-
dole de camino gran parte de la celada, con la mitad de la oreja; que
todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar
ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego viéndose
parar de aquella manera! No se diga más sino que fué de suerte que se
alzó de nuevo en los estribos, y apretando más la espada en las dos ma- '
nos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre
la almohada y sobre la cabeza, que, sin ser, parte tan buena defensa,^
como si cayera sobre él una montaña, comenzó á echar sangre por las
narices y por la boca y por los oídos, y á dar muestras de caer de la
muía abajo, de donde cayera sin duda, si no se abrazara con el cuello;
pero, con todo eso, sacó los pies de los estribos, y luego soltó los brazos,
y la muía, espantada del terrible golpe, dio á correr por el campo, y á
pocos corcovos dio con su dueño en tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando Don Quijote; y como lo vio
caer, saltó de su caballo, y con mucha ligereza se llegó á él, y ponién-
dole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que
le cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado, que no podía res-
ponder palabra; y él lo pasara mal, según estaba ciego Don Quijote, si
las- señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mi-
rado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho
encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida
á aquel su escudero; á lo cual Don Quijote respondió con mucho entono
y gravedad: «Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de ha-
cer lo que me pedís; mas ha de ser con una condición y concierto, y es
que este caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso, y pre-
sentarse de mi parte ante la sin par Doña Dulcinea, para que ella haga
del lo que más fuere de su voluntad.»
Las temerosas y desconsoladas señoras, sin entrar en cuenta de lo
que Don Quijote pedía y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le pro-
metieron que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese
mandado.
«Pues en fe de esa palabra, 3^0 no le haré más daño, puesto que me
lo tenía bien merecido.»
CAPITULO X
De los graciosos razonamientos que pasaron entre Don Quijote y Sancho
Panza, su escudero.
A en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltra-
tado de los mozos de los frailes, y había estado atento á la ba-
talla de su señor Don Quijote, y rogaba á Dios en su corazón
fuese servido de darle vitoria, y que en ella ganase alguna ín-
sula de donde le hiciese gobernador, como se lo había prometido.
Viendo, pues, ya acabada la pendencia y que su amo volvía á subir
sobre Rocinante, llegó á tenerle el estribo; y antes que subiese, se hincó
de rodillas delante del, y asiéndole de la mano se la besó, y le dijo:
<Sea vuestra merced servido, señor Don Quijote mío, de darme el go-
bierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado; que,
por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y
tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo.»
A lo cual respondió Don Quijote: «Advertid, hermano Sancho, que
esta aventura y las á ésta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino
de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la ca-
beza ó una oreja menos. Tened paciencia, que aventuras se ofrecerán
donde, no solamente os pueda hacer gobernador, sino más adelante.»
Agradecióselo mucho Sancho, y besándole otra vez la mano y la
falda de la loriga, le ayudó á subir sobre Rocinante, y él subió sobre
04
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
SU asno y comenzó á seguir á su'señor, que á paso tirado, sin despe-
dirse ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí
junto estaba. Seguíale Sancho á todo el trote de su jumento; pero
caminaba tanto Rocinante, que, viéndose quedar atrás, le fué forzoso
dar voces á su amo que se aguardase. Hízolo así Don Quijote, teniendo
las riendas á Rocinante hasta que llegase su cansado escudero, el cual
en llegando le dijo: «Paréceme,
señor, que sería acertado irnos á
r"^ retraer á alguna iglesia; que, se-
gún quedó maltrecho aquel con
quien os combatistes, no será mu-
- cho que den noticia del caso á la
Santa Hermandad y nos prendan;
y á fe que si lo hacen, que prime-
ro que salgamos de la cárcel, que
nos ha de sudar el hopo.
— ¡Calla!, dijo Don Quijote. ¿Y
dónde has visto tú, ó leído jamás,
que caballero andante haya sido
puesto ante la justicia, por más ho-
micidios que hubiese cometido?
^i — Yo no sé nada de omecillos,
respondió Sancho, ni en mi vida le
caté á ninguno; sólo sé que la San-
ta Hermandad tiene que ver con
los que pelean en el campo, y en
esotro no me entremeto.
— Pues no tengas pena, amigo,
respondió Don Quijote, que yo te
sacaré de las manos de los caldeos,
cuanto más de las de la Herman-
dad. Pero dime por tu vida: ¿has
tú visto más valeroso caballero que
yo en todo lo descubierto de la
Tierra? ¿Has leído en historias otro
que tenga ni haya tenido más brío
en acometer, más aliento en el per-
iii más maña en el derribar?
severar, más destreza en el herir,
— La verdad sea, respondió Sancho, que yo no he leído ninguna his-
toria jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es
que más atrevido amo que vuestra merced, yo no lo he servido en
todos los días de mi vida; y quiera Dios que estos atrevimientos no se
paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego á vuestra merced es que
se cure, que le va mucha sangre de esa oreja; que aquí traigo hilas y un
poco de ungüento blanco en las alforjas.
— Todo eso fuera bien excusado, respondió Don Quijote, si á mí se
Y asitiulole de la mano, se la besó, y dijo.
PRIMERA PARTE. — CAPITULO X 55
me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás; que con
sola una gota se ahorraran tiempo y medicinas.
— ¿Qué redoma y qué bálsamo es ése?, dijo Sancho Panza.
— Es un bálsamo, respondió Don Quijote, de quien tengo la receta
en la memoria, con el cual no hay que tener temor á la nnierte, ni hay
pensar morir de ferida alguna; y así, cuando yo le haga y te le dé, no
tienes más que hacer sino ({ue, cuando vieres que en alguna batalla me
han })artido por medio del cuerpo, como muchas yeces suele acontecer,
bonitamente, la parte del cuerpo (|ue hubiere caído en el suelo (y con
nuicha sotileza, antes que la sangre se hiele), la pondrás sobre la otra
mitad que quedare en la silla, adWrtiendo de encajalla igualmente y al
justo; luego me darás á beber sólo dos tragos del bálsamo que he dicho,
y yerásme quedar más sano que una manzana.
— Si eso hay, dijo Panza, yo renuncio desde aquí el gobierno de la
l»rometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y bue-
nos servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese extrema-
do licor; que para mí tengo que valdrá la onza, adondequiera, más de á
dos reales, y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y
descansadamente. Pero es de saber ahora si tiene mucha costa el hn
celle.
— Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres, respon-
dió Don Quijote.
— ¡Pecador de mí!, replicó Sancho. ¿Pues á qué aguarda vuestra mer
c-ed á hacelle y enseñármele?
— Calla, amigo, respondió Don Quijote; que mayores secretos pienso
enseñarte y mayores mercedes hacerte; y por ahora curémonos, que la
oreja me duele más de lo que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento; mas cuando Don Qui-
jote llegó á ver rota su celada, pensó perder el juicio, y puesta la mano
en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo: «¡Yo hago juramento al
Creador de todas cosas y á los santos cuatro Evangelios donde más lar-
gamente están escritos, de hacer la vida que liizo el grande Marqués de
Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino Baldo vinos, que
fué de no comer pan á manteles ni con su mujer folgar, y otras cosas
(que aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas), hasta
tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo!»
Oyendo esto Sancho le dijo: «Advierta vuestra merced, señor Don
Quijote, que si el caballero cumple lo que se le deja ordenado de irse
á presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumphdo
con lo que debía, y no merece otra pena, si no comete nuevo delito.»
— Has hablado y apuntado muy bien, respondió Don Quijote; y así,
anulo el juramento en cuanto lo que toca á tomar del nueva venganza;
pero hágole y confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho hasta
tanto que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como ésta á
algún caballero. Y no pienses. Sancho, que así á humo de pajas hago
esto, que bien tengo á quien imitar en ello; que esto mesmo pasó al pie de
la letra sobre el yelmo de Mambñno, que tan caro le costó á Sacripante.
56 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Que dé al Diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío,
replicó Sancho, que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de
la conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días no topamos
hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumphr el
juramento, á despecho de tantos inconvenientes é incomodidades como
será el dormir vestido y el no dormir en; poblado, y otras mil peniten-
cias que contenía el juramento de aquel loco viejo del Marqués de
Mantua, que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra mer
Y diéronse priesa para llegar á poblado antes que anocheciese; pero faltóles el Sol,
y la esperanza de alcanzar lo que deseaban...
ced bien que por todos estos caminos no andan hombres armados, sino
arrieros y carreteros, que no sólo no traen celadas, pero quizá no las
han oído nombrar en todos los días de su vida.
— Engañaste en eso, dijo Don Quijote; porque no habremos estado
dos horas por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los
que vinieron sobre Albraca á la conquista de Angélica la Bella.
— Alto, pues, sea así, dijo Sancho; y á Dios prazga que nos suceda
bien, y que se llegue ya el tiempo de ganar esa ínsula que tan cara me
cuesta, y muérame yo luego.
— Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno; que
cuando faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca ó el de Sobradisa,
que te vendrán como anillo al dedo; y más, que por ser en tierra firme,
te debes más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes
algo en esas alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de
algún castillo donde alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que
PAKTE FK131EBA. CAPITULO X 57
te he dicho, porque yo te voto á Dios que me va doHendo mucho la
oreja.
^Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos men-
drugos de pan, dijo Sancho; pero no son manjares que pertenecen á tan
valiente caballero como vuestra merced.
—¡Qué mal lo entiendes!, respondió Don Quijote. Hágote saber,
Sanciio, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes
y ya que coman, sea de aquello que hallaren más á mano. Y esto se te
hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo; que, aunque
han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que
los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuo-
sos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores.
Y aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer
todos los otros menesteres naturales, porque, en efeto, eran hombres
como nosotros, hase de entender también que andando lo más del
tiempo de su vida por las florestas y despoblados y sin cocinero, que su
más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú
ahora me ofreces; así que, Sancho amigo, no te congoje lo que á mí me
da gusto, ni quieras tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería an-
dante de sus quicios.
— Perdóneme vuestra merced, dijo Sancho; que, como yo no sé leer
ni escrebir, como otra vez he dicho, no sé si he caído en las reglas de
la profesión caballeresca; y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de
todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y
para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más
substancia.
— No digo yo, Sancho, replicó Don Quijote, que sea forzoso á los
caballeros andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices,
smo que su más ordinario sustento debía de ser dellas y de algunas
yerbas que hallaban por los campos, que ellos conocían y yo también
conozco.
— Virtud es, respondió Sancho, conocer esas yerbas; que, según yo
me voy imaginando, algún día será menester usar de ese conoci-
miento.
Y sacando en esto lo que dijo que traía, comieron los dos en buena
paz y compaña. Pero, deseosos de buscar dónde alojar aquella noche,
acabaron con mucha brevedad su pobre y seca comida; subieron luego
á caballo, y diéronse priesa por llegar á poblado antes que anocheciese;
pero faltóles el Sol, y la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto á
unas chozas de unos cabreros, y así, determinaron de pasar la noche
allí; que, cuanto fué de pesadumbre para Sancho no llegar á poblado,
fué de contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por parecer-
e que cada vez que esto le sucedía era hacer un acto posesivo, que fa
cilitaba la prueba de su caballería.
■"'1t^*65íá^*?*í%'^pS
CAPITULO XI
De lo que ie sucedió á Don Quijote con unos cabreros.
uÉ recogido de los cabreros con buen ánimo; y habiendo Sancho
lo mejor que pudo acomodado á Rocinante y á su jumento, se
y^ fué tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que
hirviendo al fuego en un caldero estaban; y aunque él quisiera
en aquel mismo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del cal-
dero al estómago, lo dejó de hacer porque los cabreros los quitaron del
fuego, y tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con
mucha priesa su rústica mesa, y convidaron á los dos, con muestras de
muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse á la redonda de las
pieles cinco dellos, de seis que eran los que en la majada había, habiendo
primero con groseras ceremonias rogado á Don Quijote que se sentase
sobre un dornajo, que vuelto del revés le pusieron. Sentóse Don Quijo-
te, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo: «Porque veas, Sancho, el
bien que en sí encierra la andante caballería y cuan á pique están los
que en cualquiera ministerio della se ejercitan de venir brevemente
á ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí, á mi lado y
en compañía desta buena gente, te sientes, y que seas una misma cosa
conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y
bebas por donde yo bebiere, porque de la caballería andante se puede
PARTE PRIMEKA .CAPITULO XI 51>
decir lo mesmo que del amor se dice, que todas las cosas iguala.
— ¡Gran merced!, dijo Sancho. Pero sé decir á vuestra merced que,
como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en })ie
y á mis solas, como sentado á i)ar de un emperador. Y aun, si va á de-
cir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin me-
lindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de
otras mesas, donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, lim-
piarme á menudo, no estorimdar ni toser si me viene gana, ni hacei*
otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. Así que, señor
nn'o, estas honras ([ue vuestra merced fiuiere darme por ser ministro y
adherente de la caballería andante, como lo soy, siendo escudero de
vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más cómo-
do y provecho; que éstas, aunque las doy por bien recebidas, las re-
nuncio desde aquí para el fin del mundo.
— Con todo eso, te has de sentar, porque á quien se humilla Dios le
ensalza; y asiéndole por el brazo, le forzó á que junto á él se sentase.
No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de ca-
balleros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar y mirar a
sus huéspedes, que con mucho donaire y gana embaulaban tasajo como
el puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran
cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio
queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba en esto
ocioso el cuerno, porque andaba á la redonda tan á menudo (ya lleno,
ya vacío, como arcaduz de noria), que con facilidad vació un za([ue de
dos que estaban de manifiesto. Después que Don Quijote hubo bien
satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mi-
rándolas atentamente, soltó la voz á semejante razones:
«¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos á quien los antiguos ])u-
sieron nombres de dorados; y no porque en ellos el oro, que en esta
nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en acjuella ventu-
rosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ig-
noraban estas dos palabras de tuiío y 7mo! Eran en aquella santa edad
todas las cosas comunes; á nadie le era necesario para alcanzar su ordi-
nario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de
las robustas encinas, c^ue liberalmente les estaban convidando con su
dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magní-
fica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían En las
(juiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su repú-
blica las solícitas y discretas abejas, ofreciendo á cualquiera mano, sin
interés alguno, la feliz cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes
alcornoques despedían de sí sin otro artificio que el de su cortesía, sus
anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron á cubrir las casas,
sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las in-
clemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo con-
cordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado á abrir
ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; C{ue ella, sin
ser forzada, ofrecía por todas las partes de su fértil y espacioso seno
60 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
lojque pudiese hartar, sustentar y deleitar á los hijos que entonces la
poseían. ¡Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de
valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más
vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo
que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra! Y no eran
sus adornos de los que ahora se usan, á quien la púrpura de Tiro y la
por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas de
verdes lampazos y hiedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pom-
posas y compuestas como van ahora nuestras cortesanas con las raras
y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado.
Entonces se declaraban los concetos amorosos del alma, simple y sen-
cillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin bus-
car artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude,
el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza La justicia
se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender
los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban
y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendi-
miento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quien fuese
juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho,
por dondequiera, solas y señoras, sin temer que la ajena desenvoltura
y lascivo intento las menoscabasen, y su preservación nacía de su gus-
to y propia voluntad. Y ahora, en estos nuestros detestables siglos, ño
está segura ning-una, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto
como el de Creta; porque allí, por los resquicios ó por el aire, con el
celo de la maldita solicitud se les entra la amorosa pestilencia, y les
hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, an-
dando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la Or-
den de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar
las viudas y socorrer á los huérfanos y á los menesterosos. Desta
Orden soy yo, hermanos cabreros, á quien agradezco el agasajo y buen
acogimiento que hacéis á mí y á mi escudero; que, aunque por ley
natural están todos los que viven obligados á favorecer á los caballeros
andantes, todavía, por saber que, sin saber vosotros esta obligación, me
acogistes y regalastes, es razón que con la voluntad á mí posible o-
agradezca la vuestra. »
Toda esta larga arenga (que se pudiera muy bien excusar) dijo
nuestro caballero porque las bellotas que le dieron le trajeron á la
memoria la edad dorada; y antojósele hacer aquel inútil razonamiento
á los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos le
estuvieron escuchando. Sancho asimismo callaba y comía bellotas, y
visitaba muy á menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el
vino, le tenían colgado de un alcornoque.
Más tardó en hablar Don Quijote que en acabarse la cena, al ñn de lo
cual uno de los cabreros dijo: «Para que con más veras pueda vuestra
merced decir, señor caballero andante, que le agasajamos con pronta y
buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante
un^compañero^nuestro, que no tardará mucho en estar aquí, el cual es
Desta orden soy yo, hermanos cabreros, á quien agradezco el agasajo j buen a«ogiuiient»
que hacéis á mí y á mi escudero!
62 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
un zagal muy entendido y muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer
y escrebir, y es músico de un rabel, que no hay más que desear. .
Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó á su^
oídos el son del rabel, y de allí á poco llegó el que le tañía, que era un
mozo de hasta veinte y dos años, de muy buena gracia. Preguntáronle
sus compañeros si había cenado, y respondiendo que sí, el que había
hecho los ofrecimientos le dijo: «De esa manera, Antonio, bien podrás
hacemos placer de cantar un poco, porque vea este señor huésped ((uc
tenemos que también por los montes y selvas hay quien sepa de mú-
sica. Hémosle dicho tus buenas habihdades, y deseamos que las mues-
tres y nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu vida que te sientes
y cantes el romance de tus amores, que te compuso el Beneficiado tu
tío, que en el pueblo ha parecido muy bien. »
— ¡Que me place!, respondió el mozo; y sin hacerse más de rogar, se
sentó en el tronco de una desmochada encina, y templando su rabel,
de allí á poco, con muy buena gracia, comenzó á cantar, diciendo destíi
manera:
ANTONIO
Yo sé, Olalla, que me adoras.
Puesto que no me lo has dicho.
Ni aun con los ojos siquiera,
Mudas'lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida.
En que me quieres me afirmo.
Que nunca fué desdichado
Amor que fué conocido.
Bien es verdad que tal vez.
Olalla, me has dado indicio -
Que tienes de bronce el alma,
Y el blanco pecho de risco.
Mas allá, entre tus reiJroches
Y honestísimos desvíos.
Tal vez la esperanza muestra
La orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
Mi fe, que nunca ha podido
Ni menguar por no llamado.
Ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
De la que tienes colijo
Que el fin de mis esperanzas
Ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
De hacer un pecho benigno.
Algunos de los que he hecho
Fortalecen mi partido.
Porque, si has mirado en ello,
Más de una vez habrás visto
Que uae he vestido en los lunes
Lo que me honraba el domingo
Como el amor y la gala
Andan un mesmo camino,
Ku todp tiempo á tus ojos
Quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa.
Ni las músicas te pinto.
Que has escuchado á deshoras
Y el canto del gallo primo.
m
PARTE PRIMERA. CAPITULO XI 63
No cuento la» alabanzas
Que de tu belleza he dicho,
Que, aunque verdaderas, hacen
Ser j-o de algunas mal quisto.
Teresa del Berrocal,
Yo alabándote, me dijo:
• Tal piensa que adora un ángel,
Y viene á adorar á un jimio.
• Merced á los muchos dijes
Y á los cabellos postizos,
Y' á hipócritas hermosuras.
Que engañan al amor mismo. > .
Desmentíla, y enojóse;
Volvió por ella su primo:
Desafióme, y ya sabes
Lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo á montón,
Ni te pretendo y te sirvo
Por lo de barragania;
Que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia,
Que son lazadas de sirgo:
Pon tu cuello en la gamella,
Verás cómo pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro
Por el santo más bendito,
De no salir destas sierras
Sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin á su canto; y aunque Don Quijote le rogá
que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba
más para dormir que para oir canciones; y así, dijo á su amo: «Bien
puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta,
noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no
permite que pasen las noches cantando.»
— Ya te entiendo, Sancho, le respondió Don Quijote; que bien se me
trasluce que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que
de música.
—¡A todos nos sabe bien, bendito sea Dios!, respondió Sancho.
—No lo niego, replicó Don Quijote; pero acomódate tú donde qui-
sieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo;
pero, con todo eso, será bien, Sancho, que me vuelvas á curar esta ore-
ja, que me va doHendo más de lo que es menester.
Hizo Sancho lo que se le mandaba, y viendo uno de los cabreros la
herida, le dijo que no tuviese pena, que"^él pondría remedio con que fá-
cilmente se sanase; y tomando algunas hojas de romero, de mucho que
por alH había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y apHcándo-
selas á la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no había me-
nester otra medicina, y así fué ía verdad.
B. F.— XX
CAPITULO XII
De lo que contó un cabrero á los que estaban con Don Quijote.
STAKDO en esto, lle«íó otro mozo de los (pe les traían de líi aldea
el bastimento, y dijo: «¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compa-
ñeros?»
— ¿Cómo lo podemos saber?, respondió uno de ellos.
—Pues sabed, prosiguió el mozo, que murió esta mañana aquel fa-
moso pastor estudiante, llamado Grisóstomo, y se nun-mura que ba-
iñuerto de amores de aquella endiablada moza del aldea, la Inja de Gui-
llermo el rico, aquélla que se anda en bábito de pastora i)or esos andu-
rriales. .
— Por Marcela, dirás, dijo uno.
—Por ésa digo, respondió el cabrero; y es lo bueno que mandó en
pu testamento que le enterrasen en el campo como si fuera moro, Y
que sea al pie de la peña donde está la fuente del Alcornoque; porque,'
según es fama (v él dicen que lo dijo), aquel lugar es adonde él la vió
la "vez primera; V también mandó otras cosas tales, que los abades del
pueblo dicen que no se lian de cumplir, ni es bien que se cumplan,
|)orque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel su gran
íunigo Ambrosio el estudiante, que también se vistió de pastor con él.
PAKTK PKIMKKA. CAITIIM) XII 05
(jue 8e ha de ouniplir todo, sin faltar nada, como lo dejó mandado (tií-
sóstomo; y soltre esto anda el ]>ue)>lo alborotadtt. Mas, á lo <jue se dice,
en tin se hará lo (jue Ambrosio y todos los pastores- sus amiiíos quie-
ren; y mañana le vienen á enterrar con gran pompa adonde tengo dicho;
y tengo para mí (pie ha de ser cosa muy de ver; á lo menos yo no de-
jaré de ir á vei'la, si supiese no volver mañana al lugar.
— Todos haremos lo mesmo, respondieron los cabreros, y echaremos
suertes á quién ha de (juedar á guardar las cabras de todos.
—Bien dices, Pedro, dijo uno de ellos; aunque no será menester usar
de esa diligencia, que yo me quedaré por todos; y no lo atribuyas á vir-
tud y á poca curiosidad nu'a, sino á (pie no me deja andar el garrancho
que el otro día me ])as() este pie.
— Con todo eso, te lo agradecemos, respondi() Pedro.
Y Don Quijote rogó á Pedro le dijese qué muerto era a(piél y qué
l^astora aquélla.
A lo cual Pedro rcspondi(') (pie lo que sabía era (jue el muerto era
un hijodalgo rico, vecino de un lugar i[ue estaba en aíjuellas sierras, el
cual liabía sido estudiante much'js años en Salamanca, al cal)o de los
cuales había vuelto á su lugar con opinión de muy sabio y muy leído;
principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas y de lo que
]iasan allá en el cielo el Sol y la Luna, ponjue puntualmente nOs decía
el cris del Sol y de la Luna.
— EcHpse se llama, amigo, ([ue no cris, el escurecerse esos dos lumi-
nares mayores, dijo Don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento diciendo:
— Asimesmo, adivinaba cuándo había de sei* el año abundante ó estil.
— Estéril, (pierréis decir, amigo, dijo Don Quijote.
— Estéril, ó estil, resj)ondi(') Pedro, todo se sale allá. Y digo que con
esto que decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédi-
to, muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles:
Sembrad este año cebada, no trigf); en éste podéis sembrar garbanzos,
y no cebada; el que viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no
se cogerá gota.
— Esa ciencia se llama Ai^trolog/a. (hjo Don Quijote.
— No sé yo cómo se llama, replicó Pedro; mas sé que todo esto sa-
bía, y aun más. Finalmente, no pasaron muchos meses después que
vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor, con su
cayado y pellico, habiéndose (piitado los hábitos largos que, como es-
colar, traía; y juntamente se vistió con él de pastor otro su grande
amigo, llamado Ambrosio, que había sido su compañero en los estu-
dios. Olvidábaseme de decir cómo Grisóstomo el difunto fué grande
hombre de componer coplas; tanto, que él hacía los villancicos para la
noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que
los re[)resentaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían (|ue eran
por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso vestidos de
pastores á los dos escolares, (Quedaron admirados, y no podían adivinar
la causa que les había movido á hacer a(|uella tan extraña mudanza.
66 DON QUIJOTE DE LA MANCHA.
Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él
quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en muebles como
en raíces, y en no' pequeña cantidad de ganado mayor y menor,' y en
gran cantidad de dineros, de todo lo cual quedó el mozo señor desoluto;
y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero, y ca-
ritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición.
Después se vino á entender que el haberse mudado dé traje no había
sido por otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de
aquella pastora Marcela que nuestro zagal nombró denantes, de la cual
se había enamorado el pobre difunto de Grisóstomo. Y quiéroos decir
ahora porque es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun
sin quizá, no habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra
vida, aunque viváis más años que sarna.
— Decid Sarra, replicó Don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de
los vocablos del cabrero.
— Harto vive la sarna, respondió Pedro; y si es, señor, que me habéis
de andar zaheriendo á cada paso los vocablos, no acabaremos en un
año.
— Perdonad, amigo, dijo Don Quijote, que por haber tanta diferen-
cia de sarna á Sarra, os lo dije; pero vos respondisteis muy bien, por-
que vive más sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os
replicaré más en nada.
— Digo, pues, señor de mi alma, dijo el cabrero, que en nuestra al-
dea hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual
se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y gran-
des riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fué la más
honrada mujer que hubo en todos estos contornos. No parece sino que
ahora la veo con aquella cara que del un cabo tenía el Sol y del otro
la Luna, y sobre todo hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo
que debe de estar su ánima á la hora de ahora gozando de Dios en el
otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer, murió su ma-
rido Guillermo, dejando á su hija Marcela, muchacha y rica, en poder
de un tío suyo, sacerdote y beneñciado en nuestro lugar. Creció la niña
con tanta belleza, que nos hacía acordar de la de su madre, que la tuvo
muy grande; y con todo esto, se juzgaba que le había de pasar la de la
hija; y así fué, que cuando llegó á edad de catorce á quince años, nadie
la miraba que no bendecía á Dios, que tan hermosa la había criado, y
los más quedaban enamorados y perdidos por ella. Guardábala su tío
con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con todo esto, la
fama de su mucha hermosura se extendió de manera que, así por ella
como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo,
sino de los de muchas leguas á la redonda, y de los mejores dellos, era
rogado, sohcitado é importunado su tío se la diese por mujer. Mas él,
que á las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así
como la vio de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener
ojo á la ganancia y granjeria que le ofrecía el tener la hacienda de la
moza dilatando su casamiento; y á fe que se dijo esto en más de un
PARTE PRIMERA CAPITULO XII
67
corrillo en el pueblo, eii alabanza del buen sacerdote; que quiero que
sepa, señor andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de
todo se murmura; y tened para vos, como yo tengo })ara mí, que debe
de sor demasiadamente bueno el clérigo que obliga á sus feligreses á
que digan bien del, especialmente en las aldeas.
— Así es la verdad, dijo Don Quijote; y proseguid adelante, que el
cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis ctm muy buena
gracia.
— La del Señor no me falte, que es la que bace al caso; en lo demás
sabréis que, auní^ue el tío j)roponía á la sobrina y le decía las cnalida-
Pero hételo aquí, cuaudo no me eato, que remanece un día la'meliudrusa Marcela hecha pastora...
des de cada uno en particular de los muchos que por mujer la pedían,
rogándole que se casase y escogiese á su gusto, jamás ella respondió
otra cosa sino que por entonces no quería casarse, y que por ser tan
muchacha no se sentía hábil i)ara poder llevar la carga del matrimo-
nio. Con estas que daba, al parecer, justas excusas, dejaba el tío de
importunarla, y esperaba á que entrase algo más en edad, y ella supiese
escoger compañía á su gusto; porque decía él, y decía muy bien, que
noíhabían de dar los padres á sus hijos estado contra su voluntad. Pero
hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la mehndrosa
Marcela hecha pastora; y sin ser parte su tío, ni todos los del pueblo,
que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas
del lugar y dio en guardar su mesmo ganado. Y así como ella salió
en público y su hermosura se vio al descubierto, no os sabré bue-
namente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han
tomado el traje de Grisóstomo, y la andan requebrando por esos cam-
6í^ DON QUIJOTE DE LA MANCHA
pos: uno de los cuales, como ya está dicho, fué nuestro difunto, del
cual decían que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense t^ue
porque Marcela se puso en acjuella libertad y vida tan suelta y de tan
poco ó de nin_c:ún recogimiento que por eso ha dado indicio, ni por
semejas, que venga en menoscabo de su honestidad y recato; antes es
tanta y tal la vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la
sirven y solicitan ninguno se ha alabado, ni con verdad se jiodrá ala-
bar, que le haya dado alguna pequeña esperanza de alcanzar su deseo;
que, puesto que no huye ni se esquiva de la compañía y conversación
de los pastores y los trata cortés y amigablemente, en llegando á des-
cubrirle su intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa y santa
como la del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco. Y con
esta manera de condición hace más daño en esta tierra que si por ella
entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura atrae los cora-
zones de los que la tratan á servirla y á amarla, pero su desdén -y des-
engaño los conduce á términos de desesperarse; y así, no saben qué
decirle, sino llamarla á voces cruel y desagradecida, con otros títulos á
éste semejantes, (^ue bien la calidad de su condición manitiestan; y si
aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos
valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No esta
muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas,
y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el
nombre de ^Marcela, y encima de alguno una corona grabada en el
mesmo árbol, como si más claramente dijera su amante que Marcela •
la lleva y la merece de toda la hermosura humana. Aquí suspira un
pastor, allí se queja otro, acullá se oyen amorosas canciones, acá, deses-
peradas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de la noche sen-
tado al ])ie de alguna encina ó peñasco, y allí, sin plegar los llorosos
ojos, embebecido y transportado en sus pensamientos, le halla el Sol á
la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni tregua á sus suspiros, en
mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre
la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso Cielo; y deste y de aquel,
y de aípiellos y destos libre y desenfadadamente triunfa la hermosa
Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando en qué ha
de parar su altivez, y quién ha de ser el dichoso que ha de venir á do-
meñar condición tan terrible y gozar de hermosura tan extremada. Por
ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy á entender
que también lo es lo que nuestro zagal dijo que se decía de la causa
de la muerte de Grisóstomo; y así, os aconsejo, señor, (jiíe no dejéis
de hallaros mañana á su entierro, que será muy de ver, porque Grisós-
tomo tiene nmchos amigos, y no está deste lugar aquel donde manda
enterrarse media legua.
— En cuidado me lo tengo, dijo Don Quijote, y agradézcoos el gusto
que me liabéis dado con la narración de tan sabroso cuento.
— ¡Oh!, replicó el cabrero. Aún no sé yo la mitad de los casos sucedi-
dos á los amantes de Marcela; mas podría ser que mañana topásemos
en el camino algún pastor que nos los dijese; y por ahora bien será
PARTE PRIMERA CAPITULO XII
G9
(|ue os vais á dormir debajo de tediado, porque el sereno os podría da-
ñar la herida, puesto (juc es tal la medicina (jue se os lia imesto, que no
liay que temer de contrario accidente.
Sancho Pan/.a, que ya daba al Diablo el tanto hablar del cabrero, so-
licitó por su parte que su amo se entrase á dormir en la choza de Pe-
dro. Hízolo así, y todo lo más de la noche se le })asó en memorias de su
señora Dulcinea, á imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza
se acomodó entre Rocinante y su jumento, y dunnió, no como enamo-
rado desfavorecido, sino como hombre molido ú coces.
CAPITULO XIII
Donde se da fin al cuento de ia pastora Marcela, con otros sucesos.
■AS apenas comenzó á descubrirse el día por los balcones del
Oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y
fueron á despertar á Don Quijote, y á decille si estaba todavía
con propósito de ir á ver el famoso entierro de Grisóstomo, y
que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no deseaba,
se levantó, y mandó á Sancho que ensiUase y enalbardase al momento,
lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la misma se pusieron luego
todos en camino; y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al
cruzar de una senda ^áeron venir hacia ellos hasta seis pastores, vesti-
dos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés
y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la
mano; venían con ellos asimismo dos gentiles hombres de á caballo, muy
bien aderezados de camino, con otros tres mozos de á pie, que los acom-
pañaban. En llegándose á juntar, se saludaron cortésmente; y pregun-
tándose los unos á los otros dónde iban, supieron que todos se encami-
naban al lugar del entierro, y así, comenzaron á caminar todos juntos.
Uno de íos de á caballo, hablando con su compañero, le dijo:
— Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada
la tardanza que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá
dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado extrafiezas,
así del muerto pastor como de la pastora homicida.
— Así me lo parece á mí, respondió Vivaldo; y no digo yo hacer
PAETE PRIMERA. CAPITULO XIII 71
Tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera á trueco de verle.
Fre.iíuntóles Don Quijote qué era lo que hal^ían oído de Marcela y
de Grisóstomo.
El caminante dijo que aquella madrugada liabían encontrado con
aquellos pastores, y que, j)or haberlos visto en aquel tan triste traje,
les habían preguntado la ocasi<')n por qué iban de aquella manera; que
uno dellos se la contó, contando la extrafieza y hermosura de una
pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban,
con la muerte de aquel Gris(3stomo, á cuyo entierro iban: ñnalmente,
él contó todo lo que Pedro á Don Quijote liabía contado.
(.'eso esta plática y comenzóse otra, pregimtando el que se llamaba
Vivaldo á Don Quijote qué era la ocasión que,le movía á andar armado
de aquella manera por tierra tan pacíñca. Á lo cual respondió Don
Quijote: «El ejercicio de mi profesión no consiente ni permite que yo
ande de otra manera: el buen porte, el regalo y el reposo allá se inventó
para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la intjuietud y las armas
sólo se inventaron é hicieron para aquellos que el mundo llama caba-
lleros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de
todos. >^
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y por
averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó á
preguntar Vivaldo que qué quería decir caballeros andantes. «¿No han
vuestras mercedes leído, respondió Don Quijote, los anales é historias
de Inglaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que
comúnmente en nuestro romance castellano llamamos elVey Artus, de
<iuien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran
Bretaña que este Rey no murió, sino que por arte de encantamiento se
-convirtió en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver á su ser
v á cobrar su reino y cetro, á cuya causa no se probará que desde aquel
tiempo á este haya ningún inglés muerto cuervo algunoV Pues en tiem-
po deste buen Rey fué instituida aquella famosa Orden de caballería
de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto,
los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina
Ginebra; siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña
Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance, v tan decantado
en nuestra España, de:
Nunca fuera caballero
De damas tan bieu servido, *
Como fuera Lanzarote
Cuando de Bretaña vino,
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes
fechos. Pues desde entonces, de mano en mano fué aquella Orden de
caballería extendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes
del mundo; y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el
vahente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos hasta la quinta
generación, y el valeroso Fehxmarte de Hircaiiia, y el nunca como
se debe alabado Tirante el Blanco; y casi que en nuestros días oímos y
79
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
coiimnicamos y vimos al invencible y valeroso caballero don Belianis
de Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que lie di
cho es la Orden de su caballería, en la cual, como otra vez he dicho, yo.
aunque pecador, he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los ca
balleros referidos, profeso yo; y así, me voy por. estas soledades y de-
poblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi
brazo y mi persona á la más peligrosa que la suerte me deparare, cu
ayuda de los flacos y menesterosos.»
Por estas razones que dijo acabaron de enterarse los caminante--
que era Don Quijote falto de juicio, y del género de locura que le señe
reaba, de lo cual recebieron la misma admiración que recebían todo-
aquellos que de nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que
era persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin pesa
dumbre el poco camino que decían que les faltaba para llegar á la
sierra del entierro, quiso darle ocasión á que pasase más adelante con
sus disparates; y así, le dijo: «Paréceme, señor caballero andante, que
vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que
hay en la Tierra, y tengo para mí que aun la de los frailes cartujos lio
es tan estrecha. »
— Tan estrecha bien podrá ser, respondió nuestro Don Quijote, pero
tan necesaria en el mundo, no estoy á dos dedos de ponello en duda;
porcjue, si va á decir verdad, no hace menos el soldado que pone en
ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que se lo
ordena. Quiero decir que los religiosos, con toda ])az y sosiego piden
al Cielo el bien de la Tierra; pero los soldados y caballeros ponemos cu
ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestr<is
brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo
abierto, puestos por blanco de los insufrible rayos del Sol en el verano
y de los erizados hielos del invierno. Así que somos ministros de Dios
en la Tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y como
las cosas de la guerra y las á ellas tocantes y concernientes no se pue-
den poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando excesi^ a-
mente, sigúese que aquellos que la profesan tienen, sin duda, mayoi'
trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando ;i
Dios favorezca á los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa
por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como
el del encerrado religioso: sólo quiero inferir, por lo Cjue yo padezc< •.
que, sin duda, es más trabajoso y más aporreado y más hambrientt» \'
sediento, miserable, roto y piojoso; porque no hay duda sino que los ca
balleros andantes pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de
su vida. Y si algunos subieron á ser emperadores por el valor de su bra-
zo, á fe que les costó buen por qué de su sangre y de su sudor; y qur
si á los que á tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que
los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien
engañados de sus esperanzas.
— De ese parecer estoy yo, replicó el caminante; pero una cosa.
entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, >'
PARTE PRIMERA. CAPITULO XIII 73
es, (jue euaiido se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa
aventura en (jue se ve manifiesto peligro de perder la vida, nunca en
aijuel instante de acometella se acuerdan de encomendarse á Dios, como
cada cristiano está ol)ligado á hacer en j^eligros semejantes; antes se en-
comiendan á sus damas con tanta gana y devocicui, como si ellas fueran
su Dios, cosa que me parece que huele algo á gentilidad.
— Señor, respondió Don Quijote, eso no i)uede ser menos en ninguna
manera, y caería en mal caso el cal)allero andante (jue otra cosa hiciese;
([ue ya está en uso y costumhre en la cahallería andantesca (¡ue el ca-
l)allero andante ([ue al acometer algún gran fecho de armas tuviese su
señora delante, vuelva á ella los ojos hlanda y amorosamente, como que
le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acome-
te; y aun si nadie le oye, está ohligado á decir algunas })ala))ras entre
dientes en (pie de todo corazón se le encomiende, y destc» tenemos innu-
merahles ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto (|ue
han de dejar de encomendarse á Dios, ((ue tiempo y lugar les queda
para hacerlo en el discurso de la ohra.
— Con todo eso, replicó el caminante, me queda un escrúpulo, y es,
que nmchas veces he leído que se trahan palal)ras entre dos andantes
cahalleros, y de lina en otra se les viene á encender la cólera, y á vol-
ver los cahallos, y á tomar una huena pieza del campo; y luego, sin más
ni m/ís, á todo el correr dellos, se vuelven á encontrar, y en mitad de la
corrida se encomiendan á sus damas; y lo que suele suceder del encuen-
tro es, que el uno cae por las ancas del cahallo, i)asado con la lanza del
contrario de parte á i)arte. y al otro le aviene tan hien, que, á no tener-
se á las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo; y no sé yo
cómo el muerto tuv«í lugar para encomendarse á Dios en el discurso
desta tan acelerada obra; mejor fuera que las palabras que en la carre-
ra gastó encomendándose á su dama, las gastara en lo que debía y esta-
ba obligado como cristiano; cuanto más, (jue yo tengo para mí cjue no
todos los caballeros andantes tienen damas á <iuien encomendarse, por-
que no todos son enamorados.
— Eso no puede ser, respondió Don Quijote: digo que no puede ser
que haya caballero andante sin dama, porque tan propio y tan natural
les es á los tales ser enamorados, como al cielo tener estrellas; y á buen
seguro (jue no se haya visto historia donde se halle caballero andante
sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido
por legítimo caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de
la caballería dicha, no por la jiuerta, sino por las bardas, como salteador
y ladrón.
— Con todo eso, dijo el caminante, me parece, si mal no me acuerdo,
haber leído que don Galaor, liermano del valeroso Amadís de Gaula,
nunca tuvo dama señalada á quien i)udiese encomendarse; y con
todo esto, no fué tenido en menos, y fué un muy vaKente y famoso
caballero.
A lo cual respondió nuestro Don Quijote: «Señor, una golondrina
sola no hace verano; cuanto más. que yo sé (¡ue de secreto cstabíi csi-
74 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
caballero muy bien enamorado; fuera que aquello de querer á todas bien
cuantas bien le parecían era condición natural, á quien no podía ir á la
mano. Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él tenía una
sola, á quien él había hecho señora de su voluntad, á la cual se encomen-
daba muy á menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto
caballero. »
— Luego, si es de esencia que todo caballero andante haya de ser ena-
morado, dijo el caminante, bien se puede creer que. vuestra merced lo
es, pues es de la profesión; y si es que vuestra merced no se precia de
ser tan secreto como Don Galaor, con las veras que puedo le suplico, en
nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria,
calidad y hermosura de su dama; que ella se tendrá por dichosa de que
todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como
vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro Don Quijote y dijo: «Yo no podré afirmar
si la dulce mi enemiga gusta ó no de que el mundo sepa que yo la sir-
vo: sólo sé decir, respondiendo á lo que con tanto comedimiento se me
pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la
Mancha; su calidad, por lo menos ha de ser de princesa, pues es reina
y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen á ha-
cer verdaderos todos los imposibles y quiméricos^ atributos de belleza
que los poetas dan á sus damas; que sus cabellos son oro, su frente,
campos Elíseos, sus cejas, arcos del cielo, sus ojos, soles, sus mejillas, ro-
sas, sus labios, corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol
su pecho, marfil sus manos, su blancura, nieve; y las partes que á la
vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y, en-
tiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no com-
pararlas.
— ;E1 linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber, replicó Vivaldo.
A lo cual respondió Don Quijote: «No es de los antiguos Curcios,
Gayos y Cipiones romanos; ni de los modernos Colonas y Ursinos; ni de
los Moneadas y Requesenes de Cataluña; ni, menos, de los Rebellas y Vi-
llanovas de Valencia; Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas,
Alagones. Urreas, Foces y Gurreas de Aragón; Cerdas, Manriques, Men-
dozas y Guzmanes de Castilla; Alencantros, Pallas y Meneses de Portu-
gal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno,
tal, que puede dar generoso principio á las más ilustres familias de los
venideros siglos; y no se me replique en esto si no fuere con las condi-
ciones que puso Zerbino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que
decía:
...Nadie las mueva
Que estar no pueda con Roldan á prueba. »
— Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo, respondió el cami-
nante, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha, puesto
que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado á
mis oídos.
PARTE PRIMERA. CAPITULO XIII i'ú
— Como eso no liabrá llegado, replicó Don Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de
los dos, y aun hasta los mismos cabreros y i)astores conocieron la de-
masiada falta de juicio de nuestro Don Quijote: sólo Sancho Panza pen-
saba que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era y ha-
biéndole conocido desde su nacimiento; y en lo (|ue dudaba algo era en
creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, port[ue nunca tal nombre
ni tal princesa había llegado jamás á su noticia, aunque la tenía de gente
del Toboso. En estas pláticas iban, cuando vieron que por la cjuiebra
que dos altas montañas hacían bajaban hasta veinte pastores, todos con
pellicos de negra lana vestidos, y coronados con guirnaldas, que, á lo
que después pareció, eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos
traían unas andas cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos,
lo cual visto por uno de los cabreros, dijo: «Aquéllos í(ue allí vienen son
los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y al pie de a([uella montaña es
el lugar donde él mandó ([ue le enterrasen.» Por esto se dieron priesa á
llegar, y fué á tiempo que ya los que venían habían puesto las andas
311 el suelo, y cuatro dellos con agxidos picos estaban cavando la sepul-
tura á un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros cortésmente, y luego Don Quijote
V los que con él venían se pusieron á mirar las andas, y en ellas vieron
3ubierto de flores un cuerpo muerto y vestido como pastor, de edad, al
parecer, de treinta años; y aunque muerto, mostraba que vivo había
sido de rostro hermoso y de disjíosición gallarda. Alrededor del tenía
3n las mismas andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerra-
ios; y así los que esto miraban como los que abrían la supultura, y
codos los demás que allí había, guardaban un maravilloso silencio,
tiasta que uno de los que al muerto trujeron dijo á otro: «Mira bien,
Ambrosio, si es éste el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréis que
:an puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su testamento.»
— Este es, respondió Ambrosio, que muchas veces en él me contó
ni desdichado amigo la liistoria de su desventura. Aquí me dijo él que
vio la vez primera á aquella enemiga mortal del Hnaje humano, y aquí
fué también donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan
lonesto como enamorado, y aquí fué la última vez donde Marcela le
xcabó de desengañar y desdeñar, de suerte que puso íin á la tragedia
ie su miserable vida; y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él
jue le depositasen en las entrañas del eterno olvido. Y volviéndose á
Don Quijote y á los caminantes, prosiguió diciendo: Ese cuerpo, seño-
res, que con piadosos ojos estáis mirando, fué depositario de un alma
5n quien el Cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ése es el cuerpo
ie Grisóstomo, que fué único en el ingenio, solo en la cortesía, extre-
remo en la getileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin
presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es
ser bueno, y sin segundo en todo lo que fué ser desdichado. Quiso bien,
"ué aborrecido; adoró, fué desdeñado; rogó á una fiera, importunó
i un mármol, corrió tras el viento, dio voces á la soledad, sirvió á la
76 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
ingratitud, de (|uien alcanzó por premio ser despojo de la muerte en
la mitad de la carrera de su vida, á la cual dio fin una pastora á quien
él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes,
cual lo- pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no
me hubiera mandado ípie los entre.í^ara al fuego en habiendo entregado
su cuerpo á la tierra.
— De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos, dijo A'ivaldo,
que su mesmo dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla la
voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso;
y no lo tuviera bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en
ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado.
Así que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo á la
tierra, no queráis dar sus escritos al olvido; que si él ordenó como agra-
viado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto: antes haced, dando
la vida á estos papeles, (jue la tenga siempre la crueldad de Marcela, para
<iue sirva de ejemplo en los tiempos que están por venir á los vivientes,
para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que
ya sé yo, y los que aquí venimos, la liistoria deste vuestro enamorado
y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra y la ocasión de su
muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida; de la cual lamen-
table historia se puede sacar cuánta haya sido la crueldad de Marcela,
el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que
tienen los que á rienda suelta corren por la senda que el desvariado
amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Gri-
sóstomo y que en este lugar había de ser enterrado, y así, de curiosidad
y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir á
ver con los ojos lo que tanto nos liabía lastimado en oíllo; y en pago
desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudié-
ramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio! (á lo menos yo te lo suplico de
mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algu-
nos dellos.
Y sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano, y tomó
algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:
c'Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los c[ue ya habéis
tomado; pero pensar que dejaré de (|uemar los que quedan, es pensa-
miento vano.;
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego une
<lellos, y vio que tenía por título: Canción deses^perada .
Oyólo Ambrosio y dijo: «Ése es el último papel que escribió el des-
dichado; y porque veáis, señor, en el término (\we le tenían sus desven-
turas, leeide de modo C{ue seáis oído, que bien os dará lugar á ello el
([ue se tardare en abrir la sepultura.»
— Eso haré yo de muy buena gana, dijo Vivaldo; y oomo todos los
circunstantes tenían el mismo deseo, se le pusieron á la redonda, y él
leyendo en voz clara, vio que así decía:
(' A P 1 T l^ L O X I \'
Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros
no esperados sucesos.
CANCIÓN DE (HilSÓSTOMO
Ya que quieres, cruel, que se publique
De lengua en leugua y de una en otra geiiti
Del áspejo rigor tu.vo la fuerza,
Harc qiltefel mesmo Infierno comunique
Al trisfe-pecbo mío un son doliente,
Con que el uso común de mi voz tuerza:
T al par de mi deseo, que se esfuerza
A decir mi dolor y tus hazañas.
De la eslían table voz irá el acento,
Y eu él mezclados, por mayor tormento,
Pedazos de las miseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
Xo al concertado son, sino al rliido
<)ne de lo hondo de mi amargo pecho.
Hevatlo de un forzoso desvario.
Por gusto mío sale, y tu desiiecho.
El rugir del león, del lobo fiero
El temeroso aullido, el silbo horrendo
De escamosa serpiente, el e.spantable
Baladro de algún monstruo, el agorero
Graznar de la corneja, y el estruendi>
Del viento contrastado en mar lu.stable;
Del ya vencido toro el implacable
Bramido, y de la viuda tortolilla
El sensible arrullar; el triste canto
Del infamado buho, con el llanto
De toda la infernal negra cuadrilla.
Salgan con la doliente ánima fuera,
Mezclados en un son de tal manera.
Que se confundan los sentidos todos.
Pues la pena cruel que eu mí se halla.
Para contalla pide nuevos modos.
De tanta confusión, no las arenas
Del padre Tajo oirán los tristes ecos,
Ni del famoso Betis las olivas;
Que allá se esparcirán mis duras penas
En altos riscos y en profundos huecos.
Con muerta lengua y con palabras vivas;
Ó ,va en escuros valles, ó en esquivas
Flavas, desnudas de contrato humami,
i I
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
O adonde el Sol jamás mostró su lumbre,
Ó entre la venenosa muchedumbre
De fieras que alimenta el llvio llano;
Que, puesto que en los páramos desiertos
Los ecos roncos de mi mal inciertos
Siuenen con tu rigor tan sin segundo.
Por privilegio de mis cortos liados
Serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
Ó verdadera ó falsa, una sospecha;
Matan los celos con rigor más fuerte;
Desconcierta la vida larga ausencia;
Contra un temor de olvido no aprovecha
Firme esperanza de dichosa suerte;
Eq todo hay cierta. Inevitable muerte;
Mas yo— ¡milagro nunca visto!— vivo
Celoso, ausente, desdeüado, y cierto
De las sospechas que me tienen muerto,
Y en el olvido, en quien mi fuego avivo,
Y entre tantos tormentos, nunca alcanza
Mi vista á ver en sombra á la esperanza.
Ni yo, desesperado, la procuro:
Antes, por extremarme en mi querella.
Estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un isntante
Esperar y temer, ó es bien hacello,
Siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro ceño está delante.
De cerrar estos ojos, si he de vello.
Por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las jiuertas
Á la desconfianza, cuando mira
Descubierto el desdén y las sospechas?
¡Oh amarga conversión, verdades hechas,
Y la limpia verdad vuelta en mentira!
¡Oh del reino de amor fieros tiranos,
Zelos! Ponedme un hierro en estas manos;
Dame, desdén, una torcida soga...
Mas, ¡ay de mi, que con cruel Vitoria
Vuestra memoria el sufrimiento ahoga!
Yo muero en fin; y porque nunca espere
Buen suceso en la muerte ni en la vida.
Pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere
Y que es más libre el alma más rendida
A la de amor antigua tiranía;
Diré que la enemiga siempre mía.
Hermosa el alma como el cuerpo tiene,
Y que su olvido de mi culpa nace,
Y que, en fe de los males que nos hace.
Amor su imperio en justa paz mantiene;
Y con esta opinión y un duro lazo.
Acelerando el miserable plazo
A que me han conducido sus desdenes.
Ofreceré á los vientos cuerpo y alma.
Sin lauro ó palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
La razón que me fuerza á que la haga
A la cansada vida que aborrezco.
Pues ya ves que te da notorias muestras
Esta del corazón profunda llaga
De cómo alegre á tu rigor me ofrezco,
Si por dicha conoces que merezco
Que el cielo claro de tus bellos ojos
En mi muerte se turbe, no lo hagas.
Que no quiero que en nada satisfagas
Al darte de mi alma los despojos;
Antes con risa en la ocasión funesta
Descubre que el fin mío fué tu fiesta.
Mas gran simpleza es avisarte desto,
Pues sé que está tu gloria conocida
En que mi vida llegue/al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed, Sísifo venga
Con el peso terrible de su canto;
Ticio traiga su buitre, y ansimismo
Con su rueda Ixióu no se detenga.
Ni las hermanas que trabajan tanto;
Y todos juntos su mortal quebranto
Trasladen en mi pecho, y en voz baja
(Si ya á un desesperado son debidas)
Canten obsequias tristes, doloridas,
Al cuerpo, á quien se niegue aun la mortaja;
Y el portero infernal de los tres rostros,
Con otras mil quimeras y mil mostros,
Lleven el doloroso contrapunto,
Que otra pompa mejor no me parece
Que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
Cuando mi triste compañía dejes;
Antes pues que la causa do naciste
Con mi desdicha aumenta su ventura,
Aun en la sepultura no estés triste.
I
Bien les pareció á los que escuchado habían la canción de Grisósto-
mo, puesto que el que la le^^ó dijo que no le parecía que conformaba
con la relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, por-
que en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia,
todo en perjuicio del buen crédito y buena fama de Marcela; á lo cual
respondió Ambrosio, como aquel que sabía los más escondidos pensa-
mientos de su amigo:
— Señor, para que os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que
cuando este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marce-
la, de quien se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con
él la ausencia de sus ordinarios fueros; y como al enamorado ausente
no hay cosa que no le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fati-
gaban á Grisóstomo los celos imaginados y las sospechas temidas como
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO XIV 79
si fueran verdaderas; y con esto queda en su punto la verdad que la
fama pregona de la bondad de Marcela, la cual, fuera de ser cruel y un
poco arrogante y un mucho desdeñosa..., la mesma envidia ni debe ni
puede ponerle falta alguna.
—Así es la verdad, respondió Vivaldo; y queriendo leer otro papel de
los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión
(que tal parecía ella) (jue improvisamente se les ofreció á los ojos; y
fué, que por cima de la peña donde se cavaba la sepultura pareció la
pastora Marcela, tan hermosa, que pasaba á su fama su hermosura.
Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración
y silencio, y los que ya estaban acostumbrados á verla no quedaron
menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas apenas la
hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de ánimo indignado le
dijo:
—¿Vienes á ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si
con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable, á quien tu
crueldad quitó la vida, ó vienes á ufanarte en las crueles hazañas de tu
condición, ó á ver desde esa altura, como otro desapiadado Nerón, el
incendio de tu abrasada Roma, ó á pisar arrogante este desdichado ca-
dáver, como la ingrata hija el de su padre Servio Tulio? Dinos presto
á lo que vienes, ó qué es aquello de que más gustas; que, por saber yo
que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en
vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que
se llamaron sus amigos.
— No vengo, ¡oh Ambrosio!,. á ninguna cosa de las que has diclio,
respondió Marcela, sino á volver por mí misma, y á dar á entender
cuan fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte
de Grisóstomo me culpan; y así, ruego á todos los que aquí estáis me
estéis atentos; que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas
palabras para persuadir una verdad á los discretos. Hízome el Cielo,
según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos
á otra cosa, á que me améis os mueve mi hermosura; y por el amor
que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada á amaros.
Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que
todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado,
esté obligado lo que es amado por hermoso á amar á quien le ama;
y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y
siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: Quiérote
i)or hermosa; hasme de amar, aunque sea feo. Pero, puesto caso que
jorran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los
leseos; que no todas las hermosuras enamoran; que algunas alegran la
vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y
•indiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin
^aber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos her-
nosos, infinitos habían de ser los deseos; y, según yo he oído decir, el
verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso.
Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi
B. P.— XX 7
No vengo, ;oli, Ambrosio!, á ninguna cosa de las iiiie lias dirlio, n s))uii(lió Marcela,
sino á volver por mi misma...
PEIMEBA PARTE. CAPÍTULO XIV 81
voluntad por fuer/a, obligada no más de que decís que me i[ueréis bien?
Si no, decidme: si como el Cielo me hizo hermosa, me hiciera fea, ¿fuera
justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto
más, que habéis de considerar que yo no escoi^í la hermosura que
teniio; que. tal cual es, el Cielo me la dio de .gracia, sin yo pedilla ni
escoí^ella; y así como la víbora iio merece ser culi>ada por la [«Hizoñn
que tiene, puesto (^ue con ella mata, por habérsela dado Naturaleza,
tampoco yo merezco ser reprendida por ser hermosa; que la hermosurji
en la mujer honesta es como el fuejío apartado, ó como la esj)ada a^uda,
que ni él quema ni ella corta á i|uien á ellos no se acerca. La honra y
las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque í(
sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de lar
virtudes que al cuerpo y alma más adornan y hermosean, ¿por (pié 1;
ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder á la inten
ción de aquel que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas é industria?
procura que la pierda? Yo nací hbre, y para poder vivir libre escogí Ij
soledad de los campos: los árboles destas montañas son mi comijañía.
las claras aguas destos arroyos, mis espejos; con los árboles y con la^
aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado,
y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista, he desen
ganado con las j)alabras; y si los deseos se sustentan con esperanza.-
no liabiendo yo dado alguna á Gi-isóstomo, ni á otro alguno el sí d«
ninguno dellos. bien se puede decir que antes le mató su porfía cjuc
mi crueldad; y si se me hace cargo (]ue eran honestos sus i)ensamientos.
y que por esto estaba obligada a con-esponder á ellos, (Ugo que cuando
en ese mismo lugar donde ahora se cava su se})ultura me descubrió la
bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua
soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los
despojos de mi liermosura; y si él, con todo este desengaño, (fuiso
porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿(pié nmcho que
se anegase en la mitad del golfo ^le su desatino? Si yo le entretuviera,
fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y })ro-
su})uesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: mirad
ahora si será razón que de su culpa se me dé á mí la pena. Quéjese el
engañado, desespérese aquel á (piien le faltaron las prometidas espe-
ranzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; i)ero
no me llame cruel ni homicida aquel á quien yo no prometo, engaño,
llamo ni admito. El Cielo, aun hasta ahora, no ha querido que vo ame
por destino; y el pensar- (lue tengo de amar por elección, es excusado.
Este general desengaño sirva á cada uno de los (pie me sohcitan en su
l>ai-ticular provecho; y entiéndase de aquí adelante que si alguno por.
mí inuriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien á nadie
<iuiere. á ninguno debe dar celos, que los desengaños no se han de
tomar en cuenta de desdenes. FA (pie me llama fiera y basihsco, déjeme
como cosa perjudicial y mala; el (jue me llama ingrata, no me sirva;
el (pie desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga: que esta
fiera, este basihsco, esta ingrata, esta cruel y esta descoimcidn no los
82 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
buscará, semrá, conocerá ni seguirá en ninguna manera; que si á Gri-
sóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de
culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi hmpieza con
la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que
quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas
propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición, y no gusto de
sujetarme; ni quiero ni aborrezco á nadie; no engaño á éste, ni solicito
aquél, ni burlo con uno, ni me entretengo con el otro. La conversación
honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me
entretiene: tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí
salen, es á contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el
alma á su morada primera.
Y en diciendo esto, sin querer oir respuesta alguna, volvió las es-
paldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba,
dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, á
todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras (de aquellos que
de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos)
de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que
habían oído; lo cual visto por Don Quijote, pareciéndole que allí venía
bien usar de su caballería socorriendo á las doncellas menesterosas,
puesta la mano en el puño de su espada, en altas é inteligibles voces
dijo:
— ¡Ninguna persona, de cualquiera estado y condición que sea, se
atreva á seguir á la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa
indignación mía! Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la
poca ó ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo y cuan
ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes;
á cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea
honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues es menester
que en él halle estima la que con tan honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de Don Quijote, ó porque Ambro-
sio les dijo que concluyesen con lo que á su buen amigo debían, nin-
guno de los pastores se movió ni apartó de allí, hasta que, acabada la
sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en
ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura
con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa que, según Am-
brosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de decir
desta manera:
Yace aquí de un amador
El mísero cuerpo helado,
Que fué pastor de ganado,
Perdido por desamor.
Murió á manos del rigor
De una esquiva, hermosa ingrata,
Con quien su imperio dilata
La urania de amor.
Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y
dando todos el pésame á su amigo Ambrosio, se despidieron del. Lo
I
PARTE PRIMERA. CAPITULO Xlt 83
mismo hicieron Vivaldo y su compañero, y Don Quijote se despidió
de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese
con ellos á Sevilla, por ser lugar tan acomodado para aventuras, que
en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno.
Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo (|ue mostraban de hacer-
le merced, y dijo que por entonces no quería ni debía ir á Sevilla
hasta que hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones malan-
drines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena
determinación, no quisieron los caminantes im})ortunarle más, sino,
tornándose á despedir de nuevo, le dejaron, y prosiguieron su camino,
en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia de Marcela y
Orisóstomo, como de las locuras de Don Quijote, el cual determinó de
ir á buscar á la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él })odía en su
servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta en el discur-
so desta verdadera liistoria; dando aquífin la segunda parte.
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CAPITULO X^^
Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don Quijote en topar
con unos desalmados yangUeses.
UENTA el sabio Cide Hamete Beiiengeli que así como Don Quijote
se despidió de sus huéspedes y de todos los que se hallaron al
entierro del pastor Grisóstomo, él y su escudero se entraron
por el mismo bosque donde vieron que se había entrado Marce-
la; y habiendo andado más de dos horas por él buscándola por todas
partes, sin poder hallarla, vinieron á parar á un prado lleno de fresca
yerba, junto del cual corría un arroyo apacible y fresco; tanto, que
convidó y forzó á pasar allí las horas de la siesta, que rigurosamente
comenzaba ya á entrar. Apeáronse Don Quijote y Sancho, y dejando
el jumento y á Rocinante á sus anchuras pacer de la mucha yerba que
allí había, dieron saco á las alforjas, y sin ceremonia alguna, en buena
[)az y compañía amo y mozo comieron lo que en ellas hallaron. No se
había curado Sancho de echar sueltas á Rocinante, seguro de que le
conocía por tan manso y tan poco rijoso, que todas las yeguas de
la dehesa de Córdoba no le hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues,
la suerte y el Diablo, que muy pocas veces duerme, que andaban
por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas de unos
arrieros yangüeses, de los cuales es costumbre sestear con su recua en
lugares y sitios de yerba y agua; y aquel donde acertó á hallarse
PARTE PRIMERA. CAPITULO XV 85
Don (Quijote era muy al })r()})Ó8Íto de los yan^íücses. 8iicedi('), pues, (|ue
á Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las señoras facas; y sa-
liendo, así como las olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir li-
cencia á su dueño, tomó un trotillo alijo picadillo, y se fué á comunicar
su iteccsidad con ellas; mas ellas, que, á lo ([uc pareció, debían de tener
más ^ana de i)acer (jue de él, recibiéronle con las hciraduras y con los
dientes, de tal manera qut á poco espacio se le romj)ieron las cinclias,
y 4quedó sin silla, en pelota. Pero lo que él debió más de sentir fué
que, viendo los arriej-os la fuerza que á sus yejíuas se les bacía, acudie-
ron con estacas, y tantos palos le dieron, ([ue le derribaj'on. mal i)arado,
en el suelo.
Ya en esto Don Quijote y Hanclio, ([ue la [)aliza de Rocinanto
liabían visto, llegaban ijadeando, y dijo Don Quijote á Sancho: < A k>
(jue yo veo, amitjo Sancho, éstos no son caballeros, sino íjente soez y
(le baja ralea; diñólo por([ue bien me puedes ayudar á tomar la debida
venganza del agravio (|ue delante de nuestros ojos se le ha hecho á Ro-
cinante.»
— ¿Qué diablíí de venganza hemos de tomar, respondió Sancho, si
t'stos son más de veinte, y nosotros no más de dos, y aun (|uizá no so-
mos sino uno y medio?
— Yo valgo })or ciento, replicó Don (Quijote; y siik. hacer más
discursos, echó mano á su espada y arremetió á los yangüeses, y lo
mismo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de su
amo; y á las |)rimerrs dio Don Quijote una cuchillada á uno, que le
abrió un sayo de cuero de ((ue venía vestido, con grnn parte de la e«-
])alda.
Los yangüeses, que se vieron maltratar de aquellos dos hombres
solos, siendo ellos tantos, acudieron á sus estacas, y cogiendo á los
dos en medio, comenzaron á menudear sobre ellos con grande ahinco
y vehemencia: verdad es (jue al segundo to([ue dieron con Sancho en
el suelo; y lo mismo le avino á Don Quijote, .^in (|ue le valiese su
destreza y buen ánimo; y <[UÍso su ventura (pie viniese á caer á los
pies de Rocinante, que aún no se había levantado; donde se echa de
ver la furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas y
enojadas. V^iendo, pues, los yangüeses el mal recado que habían hecho,
con la mayor i)resteza que pudieron cargaron su recua y siguieron su
camino, dejando á los dos aventureros de mala traza y de peor ta-
lante.
El primero <iue se resintió fué Sanch(^ Panza, y hallándose junto ú
su señor, con voz enferma y lastimada dijo: «¡Señor Don Quijote! ¡Ah,
señor Don Quijote!»
— ¿Qué (|uieres, Sancho hermano?, respondió Don Quijote, con el
mismo tono afeminado y doliente que Sancho.
— Querría, si fuese posible, respondió Sancho Panza, cjue vuestra
merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la
tiene vuestra merced ahí á mano; quizá será de i)rovecho para los que-
brantamientos de huesos, como lo es para las feridas.
86 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Pues á tenerla yo aquí, ¡desgraciado yo!, ¿qué nos falta])a?, respon-
dió Don Quijote; mas yo te juro, Sancho Panza, á fe de caballero
andante, que antes que pasen dos días, si la fortuna no ordena otra
cosa, la tengo de tener en mi poder, ó mal me lian de andar las
manos.
— Pues ¿en cuántos le parece á vuestra merced que podremos mover
los pies?, replicó Sancho Panza.
— De mí sé decir, dijo el mohdo caballero Don Quijote, que no s^^-
bré poner término á esos días; mas yo me tengo la culpa de todo, que
no había de poner mano á la espada contra hombres que no fuesen ar-
mados caballeros como yo; y así, creo que en pena de haber pasado las
leyes de la caballería ha permitido el dios de las batallas que se me
diese este castigo; por lo cual, hermano Sancho, conviene que estés ad-
vertido en esto que ahora te diré, porque importa mucho á la salud de
entrambos; y es, que cuando veas que semejante canalla nos hace al-
gún agravio, no aguardes á que yo ponga njano á la espada para ello^
porque no lo haré en ninguna manera, sino pon tú mano á tu espada y[
castígalos muy á tu sabor; que si en su ayuda y defensa acudieren ca-
balleros, yo te sabré defender y ofendellos con todo mi poder; que ya
habr¿is visto por mil señales y experiencias hasta adonde se extiende el
valor de este.mi fuerte brazo. (Tal quedó de arrogante el pobre señor
con el vencimiento del valiente vizcaíno.)
Mas no le pareció tan bien á Sancho Panza el aviso de su amo, que
dejase de responder diciendo: «Señor, yo soy hombre pacífico, manso,,
sosegado, y sé disimular cualquiera injuria, porque tengo mujer y hi-
jos que sustentar y criar: así que séale á vuestra merced también avi-
so, pues no puede ser mandato, que en ninguna manera pondré mano
á la espada ni contra villano ni contra caballero, y que desde aquí para
delante de Dios perdono cuantos agravios me han hecho y han de ha-
cer, ora me los haya hecho ó haga ó haya de hacer persona alta, ora
lt)aja, rico ó pobre, hidalgo ó pechero, sin exceptuar estado ni condición,
alguna. »
Lo cual oído por su amo, le respondió: «Quisiera tener aliento para
poder hablar un poco descansado, y que el dolor que tengo en esta
costilla se aplacara tanto cuanto, para darte á entender. Panza, el
^rror en que estás. ¡Ven acá, pecador! Si el viento de la fortuna, hasta
ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve llenándonos las velas
del deseo para que seguramente y sin contraste alguno tomemos
puerto en alguna de las ínsulas que te tengo prometidas, ¿qué sería
de ti, si, ganándola yo, te hiciese señor della? Pues lo vendrías
imposibiUtar, por no ser caballero ni quererlo ser, ni tener valor ni
intención de vengar tus injurias y defender tu señorío. Porque has de
saber que en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca
están tan quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del
nuevo señor, que no se tenga temor de que han de hacer alguna nove-
dad para alterar de nuevo las cosas, y volver, como dicen, á probar
ventura; y así, es menester que el nuevo posesor tenga entendimiento
PARTE PRIMEKA.
-CAPITULO XV
87
j>ara saberse gobernar, y valor para ofender y defenderse en cualquier
acontecimiento. »
— En éste que ahora nos ha acontecido, respondió Sancho, quisiera
yo tener ese entendimiento y ese valor que vuestra merced dice; mas
yo le juro, á fe de pobre hombre, que más estoy para bizmas que para
pláticas. Mire vuestra merced si se puede levantar, y ayudaremos á Ro-
cinante, aunque no lo merece, porque él fué la causa pi-incipal de todo
este mohmiento. Jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por persona
casta y tan pacíñca como yo. En fin, bien dicen que es menester mucho
tiempo para venir á conocer las personas, y que no hay cosa segura en
esta vida. ¿Quién dijera que tras de aquellas tan grandes cucliilladas
como vuestra merced dio á aquel desdicliado caballero andante, había
"Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la caballería, dígame vuestra merced
si suceden muy á menudo...
de venir por la posta y en seguimiento suyo esta tan grande tempestad
de palos que ha descargado sobre nuestras espaldas?
— Aún las tuyas, Sancho, repHcó Don Quijote, deben de estar hechas
á semejantes nublados; pero las mías, criadas entre sinabafas y holan-
das, claro está que sentirán más el dolor desta desgracia; y si no fuese
porque imagino,, ¿qué digo imagino?, sé muy cierto que todas estas in-
comodidades son muy anejas al ejercicio de las armas, aquí me dejaría
morir de puro enojo.
A esto rephcó el escudero: «Señor, ya que estas desgracias son de
la cosecha de la caballería, dígame vuestra merced si suceden muy á
menudo, ó si tienen sus tiempos limitados en que acaecen; porque me
parece á mí que á dos cosechas quedaremos inútiles para la tercera, si
Dios, por su infinita misericordia, no nos socorre.»
— Sábete, amigo Sancho, respondió Don Quijote, que la vida de los
caballeros andantes está sujeta á mil peligros y desventuras, y ni más
ni menos están en ])otencia propincua de ser los caballeros andantes
reyes y emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en muchos
88 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
y diversos caballeros, de cuyas historias yo tengo entera noticia; y })U-
diérate contar ahora, si el dolor me diera lugar, de algunos que sólo
por el valor de su brazo han subido á los altos grados que he contadt); y
estos mesmos se vieron antes y después en diversas calamidades y mi-
serias; porque el valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de su mor-
tal enemigo xlrcalaus, el encantador, de quien se tiene por averiguado
que le dio, teniéndole preso, más de doscientos azotes con las riendas
de su caballo, atado á una columna de un patio; y aun hay un autor
secreto y de no poco crédito, (^ue dice que, habiendo cogido al Caba-
llero del Febo con una cierta trampa, que se le hundió del)ajo de los
pies en un cierto castillo, al caer se halló en una honda sima debajo
de tierra, atado de })ies y manos, y allí le echaron una destas que lla-
man melecinas, de agua de nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo;
y si no fuera socorrido en aquella gran cuita de un sabio, grande amigo
suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero. Así que Iñen puedo yo
pasar entre tanta buena gente, que mayores afrentas son las que éstos
pasaron que no las c^ue ahora nosotros pasamos; porque quiero ha-
certe sabidor, Sancho, que no afrentan las lieridas que se dan con
los instrumentos que acaso se hallan en las manos, y esto está en
la ley del duelo, escrito por palabras expresas; que si el zapatero da á
otro con la horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente
es de palo, no por eso se dirá que queda apaleado aquel á ([uien dio
con ella. Digo esto porque no pienses que, puesto que quedamos desta
pendencia molidos, quedamos afrentados; porque las armas que aíjue-
llos hombres traían, con que nos machacaron, no eran otras que sus
estacas, y ninguno dellos, á lo que se me acuerda, tenía estoque, espada
ni puñal.
— No me dieron á mí lugar, respondió Sancho, á que mirase en tanto,
porque apenas puse mano á mi tizona, cuando me santiguaron los hom-
bros con sus pinos, de manera ({ue me quitaron la vista de los ojos y la
fuerza de los pies, dando conmigo adonde ahora yago, y adonde no me
da pena alguna el pensar si fué afrenta ó no lo de los estacazos, como
me la da el dolor de los golpes, que me han de quedar tan impresos en
la memoria como en las espaldas.
— Con todo eso, te hago saber, hermano Panza, replicó Don Quijote,
que no hay memoria á quien el tiempo no acabe, ni dolor ([ue la muer-
te no consuma.
— Pues ¿qué mayor desdicha puede ser, replicó Panza, de aquella que
aguarda al tiempo ([ue la consuma y á la muerte que la acabe? Si esta
nuestra desgracia fuera de aquellas que con un par de bizmas se curan,
aún no tan malo; pero voy viendo que no han de bastar todos los em-
plastos de un hospital para ponernos en buen término siquiera.
— Déjate deso, y saca fuerzas de flaqueza, Sancho, respondió Don Qui-
jote; que así haré yo; y veamos como está Rocinante; que, á lo que me
parece, no le ha cabido al pobre la menor parte desta desgracia.
— No hay que maravillarse deso, respondió Sancho, siendo él también
caballería andante: de lo que yo me maraviflo es, de que mi jumento
PARTE PRIMERA. — CAPITULO XV
89
liaya quedado libre y sin costas, donde nosotros salimos sin costillas.
— Siempre deja la ventura una puerta al)ierta en las desdichas para
dar remedio á ellas, dijo I)(^n <^uijote: dígolo }>orque esa beste/.uela j)0-
drá suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome á mí desde aquí á
algún castillo, donde sea curado de mis feridas; y más que no tendré á
deshonra la tal caballería, porque me acuerdo haber leído que aquel
buen viejo Si leño, ayo y })edagogo del alegre dios de la risa, cuando
entró en la ciudad de las cien puertas iba muy á su placer caballero
sobre un muy hermoso asno.
— Verdad será que él debía de ir caballero conio vuestra merced dice.
...en la cnal (la venta.i Sancho se entró, sin más averiguaci<5n, con toda su recna.
respondió Sandio; pero hay grande diferencia del ir caballero al ir atra-
vesado como costal de basura.
A lo cual respondió Don Quijote: «Las feridas que se reciben en las
batallas, antes dan honra que la quitan; así que. Panza amigo, no me
repliques más, sino, como ya te he dicho, levántate lo mejor que pu-
dieres, y ponme, de la manera que más te agradare, encima de tu ju-
mento, y vamos de Squí antes ([ue la noche venga y nos saltee en este
despoblado. )
— Pues yo he oído decir á vuestra merced, dijo Panza, que es muy
de caballeros andantes el dormir eu los páramos y desiertos lo más del
año, y que lo tienen á mucha ventura.
— Eso es, dijo I)(jn (¿uijote, cuando no pueden más ó cuando están
enamorados; y es tan verdad esto, que ha habido caballero que se ha
estado sobre una peña al sol y á la sombra y á las inclemencias del cielo
90 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
dos años, sin que lo supiese su señora; y uno destos fué Amadís, cuando,
llamándose Beltenebros, se alojó en la Peña Pobre, no sé si ocho años
ú ocho meses, que no estoy muy bien en la cuenta: basta que él estuvo
allí haciendo penitencia por no sé qué sinsabor que le hizo la señora
Oriana. Pero dejemos ya esto, Sancho, y acaba, antes que suceda otra
desgracia al jumento como á Rocinante.
— Aun ahí sería el diablo, dijo Sancho; y despidiendo treinta ayes y
sesenta suspiros y ciento veinte pésetes y reniegos de quien allí le había
traído, se levantó, quedándose agobiado en la mitad del camino, como
arco turquesco, sin poder acabar de enderezarse; y con todo este trabajo
aparejó su asno, que también había andado algo destraído con la dema-
siada hbertad de aquel día: levantó luego á Rocinante, el cual, si tuviera
lengua con que quejarse, á buen seguro que Sancho ni su amo no le
fueran en zaga. En resolución, Sancho acomodó á Don Quijote sobre el
asno y puso de reata á Rocinante, y llevando al asno del cabestro, se
encaminó, poco más ó menos, hacia donde le pareció que podía estar el
camino real; y la suerte, que sus cosas de bien en mejor iba guiando, aún
no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el camino, en el
cual descubrió una venta, que á pesar suyo y gusto de Don Quijote, ha-
bía de ser castillo. Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que no,
sino castillo; y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar sin acabarla de
llegar á ella, en la cual Sancho se entró, sin más averiguación, con toda
su recua.
CAPITULO XXl
De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en (a venta, que él imaginaba
ser castillo.
L ventero, que vio á Don Quijote atravesado en el asno, pre-
guntó á Sancho qué mal traía. Sancho le respondió que no era
nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y que
venía algo bramadas las costillas. Tenía el ventero por mujer á
una, no de la condición que suelen tener las de semejante trato, porque
naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades de sus próji-
mos; y así, acudió luego á curar á Don Quijote, y hizo que una hija
suya, doncella, muchacha y de muy buen parecer, la ayudase á curar á
su huésped. Servía en la venta asimismo una moza asturiana, ancha de
cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta, y del otro no
muy sana; verdad es que la gallardía del cuerpo suplía ías demás fal-
tas: no tenía siete palmos de los pies á la cabeza, y las espaldas, que
algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella
quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó á la doncella, y las dos hicieron
una muy mala cama á Don Quijote en un camaranchón que, en otros
tiempos, daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos
años; en el cual también alojaba un arriero, que tenía su cama liecha
im poco más allá de la de nuestro Don Quijote; y aunque era de las
snjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja á la de Don
Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy
iguales bancos, y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de
bodoques, que, á no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al
tiento en la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de
3uero de adarga, y una frazada, cuyos hilos, si se quisieran contar, no
se perdiera uno solo de la cuenta.
112
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
En esta maldita cama se acostó Don Quijote, y luego la ventera y
su hija le emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que
así se llamaba la asturiana; y como al bizmalle viese la ventera tan
acardenalado á partes á Don Quijote, dijo que aquello más parecían gol-
pes que caída.
— No fueron golpes, dijo Sancho, sino que la peña tenía muchos
picos y tropezones, y que cada uno había hecho su cardenal; y también
le dijo: Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas
estojjas, que no faltará quien las haya menester; que taml3Íén me duelen
á mí un poco los lomos.
— Desa manera, respondió la ventera, también debistes vos de caer.
— No caí, dijo Sancho Panza, sino que, del sobresalto que tomé de
ver caer á mi amo, de tal manera me duele á mí el cuerpo, que me
parece que me han dado mil palos.
— Bien podrá ser eso, dijo la doncella; (jue á mí me ha acontecido
muchas veces soñar que caía de una torre abajo, y que nunca acababa
de llegar al suelo, y cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida
y (quebrantada como si verdaderamente hubiera caído.
— Ahí está el tocjue, señora, respondió Sancho Panza; (¿ue yo, sin
soñar nada, sino estando más despierto que ahora estoy, me hallo con
pocos menos cardenales que mi señor Don Quijote.
— ¿Cómo se llama este caballero?, preguntó la asturiana Maritornes.
— Don Quijote de la Mancha, respondió Sancho Panza, y es caba-
llero aventurero, y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos
acá se han visto en el mundo.
— ¿Qué es caballero aventurero?, rephcó la moza.
• — ¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos?, respondió San-
cho Panza. Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una
cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador: hoy está la más
desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendrá
dos ó tres coronas de reinos que dar á su escudero.
— Pues ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen señor, dijo la ventera, no
tenéis, á lo que parece, siquiera algún condado?
— Aún es temprano, respondió Sancho, porque no ha sino un mes
que andamos buscando las aventuras, 3" hasta ahora no hemos topado
con ninguna que lo sea, y tal vez hay que se busca una cosa y se halla
otra: verdad es que si mi señor Don Quijote sana desta herida ó caída
y yo no quedo contrecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor
título de España.
Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento Don Quijote. \
sentándose en el lecho como })udo, tomando de la mano á la ventera,
le dijo: <'Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar venturosa
por haber alojado en este vuestro castillo á mi persona, que es tal (jue
si yo no la alabo, es por lo que suele decirse, que la alabanza propia
envilece; pero mi escudero os dirá quien soy. Sólo os digo que tendré
eteriiamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes feclio,
para agradecéroslo mientras la vida me durare; ¡y pluguiera á los altos
PAKTE PKIOIERA. CAPITULO XVI 98
í'iek»,'^ (jue el amor n<> me tuviera tan rendido y tan sujeto á sus leyes y
los ojos de a(|uella hermosa inj^rata que dij^o entre mis dientes, <|iie los
¡destíi fermosa doncella fueran señores de mi libertadla
Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes
oyendo las i-a/.ones del andante caballero, (jue así las entendían como
si hablara en tírie^o. aun(|ue bien alcanzaron (jue todas se encamina-
ban a ofrecimientos y reijuiebros; y como no usadas á semejante len-
guaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales otro hombre de los que
se usaban; y aj^radeciéndole con venteriles razones sus ofrecimientos,
le dejaron; y la asturiana Maritornes curó á Sancho, que no menos lo
había menester que su amo.
Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocila-
rían juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosega-
dos los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría á buscar y satisfacer-
le el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase desta buena moza que
jamás di() semejantes })alabras (jue no las cumpliese, aunque las diese
en un monte y sin testigo alguno, porque presumía muy de hidalga, y
no tenía jxn' afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta; por-
que decía ella que desgracias y malos sucesos le habían traído á aipiel
estado. El duro, estrecho, apocadíj y fementido lecho de Don Quijote
estaba ]>rimero en mitad de aquel estrellado establo; y luego, junto á
él, hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea y una
manta, (jue antes mostraba ser de anjeo tundido que de lana; sucedía
á estos <los lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho, de las
enjalmas y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aun-
que eran doce, lucios, gordos y famosos, j^njue era uno de los ricos
arrieros de Arévalo, según lo dice el autor desta historia, que deste
arriero hace j)articular mención, i)orque le conocía muy bien, y aun
quiere decir que era algo pariente suyo: fuera de que'Cide Hamete
Benengeli fué historiador muy curioso y muy ]»untual en todas las
cosas; y échase bien de ver; pues las que quedan referidas, con ser tan
mínimas y tan rateras, no las quiso j)asar en silencio; de donde podi'án
tomar ciem|)lo los historiadores graves que nos cuentan las acciones tan
corta y sucintamente, que apenas nos llegan á los labios, dejándose en
el tintero, ya por descuido, por malicia ó ignorancia, lo más sustan-
cial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tahlanie de Uicamontf
y aquel del otro libro donde se cuentan los hechos del Conrh Tom illas!
i Y con qué i>untualidad lo describen todo!
Digo, pues, que, des})ués de haber visitado el arrien» a su lecua y
dádole el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas, y se dio á esperaV
á su puntualísima Maritornes. Y^a estaba Sancho l)izmado y acostado;
y aunque procural)a dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas; y
Don (Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como
liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz
que la que daba una lánq^ara (|ue, colgada en medio del poi'tal, ardía.
Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siem})re nuestro
í»aballero traía de los sucesos que á cada paso se cuentan en los libros
94 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
autores de su desgracia, le trujo á la imafíinación una de las extrañas
locuras que buenamente imaginarse pueden; y fué que él se imaginó
haber llegado á un famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos
eran á su parecer todas las ventas donde alojaba), y que la hija del
ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se
había enamorado del, y prometido que aquella noche, á furto de sus
padres, vendría a yacer con él una buena pieza; y teniendo toda esta
quimera, que él se había fabricado, por firme y valedera, se comenzó á
acuitar y á pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había
de ver, y propuso en su corazón de no cometer alevosía á su señora
Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su dueña
Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora
{que para él fué menguada) de la venida de la asturiana, la cual, en ca-
misa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán, con tá-
citos y atentados pasos entró en el aposento donde los tres alojaban, en
busca del arriero; pero apenas llegó á la puerta, cuando Don Quijote la
sintió; y sentándose en la cama, á pesar de sus bizmas y con dolor de
sus costillas, tendió los brazos para recebir á su fermosa doncella. La
asturiana, que, toda recogida y callando, iba con las manos delante
buscando á su querido, topó con los brazos de Don Quijote, el cual
la asió fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí, sin que
ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama; tentóle luego la
camisa, y aunque ella era de arpillera, á él le pareció ser de finísimo
y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio; pero á
él le dieron vislumbres de preciosas perlas orientales; los cabellos, que
en alguna manera tiraban á crines, él los marcó por hebras de lucidí-
simo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo Sol escurecía; y el
ahento, que sin duda alguna olía á ensalada fiambre y trasnochada, á
él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y
finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo
que él había leído en sus hbros, de la otra princesa que vino á ver
al mal ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los ador-
nos que aquí van puestos; y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo,
que el tacto, ni el ahento, ni otras cosas que traía en sí la buena don-
cella, no le desengañaban; las cuales pudieran hacer vomitar á otro que
no fuera arriero; antes le parecía que tenía entre sus brazos á la diosa
de la hermosura.
Y teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó á de-
cir: «Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder
pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermo-
sura me habedes fecho; pero ha querido la fortuna, que no se cansa de
perseguir á los buenos, ponerme en este lecho donde yago, tan molido
y quebrantado, que aunque de mi voluntad quisiera satisfacer á la
vuestra, fuera imposible; y más, que se añade á esta imposibilidad
otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada á la sin par Dulci-
nea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos;
PARTE PRIMERA. CAPITULO XVI
95
(|ue si esto no Imbiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero
que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra graiii
bondad me ha puesto.»
Maritornes estaba con^ojadísima y trasudando de verse tan asida
<le Don Quijote, y sin entender ni estar atenta á las razones que le de-
cía, procuraba, sin hablar palabra, desasirse. FA bueno del arriero, á
quien tenían des})ierto sus malos deseos, desde el punto que entró su
coima por la puerta, la sintió; estuvo atentamente escuchando todo lo-
que Don Quijote decía, y celoso de que la asturiana le hubiese faltado
á la palabra por otro, se fué llesjando más al lecho de Don Quijote, y
... daba el arriero á Sancho, Sancho á la moza, la moza á él, el ventero á la moza,
y todos menudeaban...
estúvose quedo hasta ver en qué paraban aquellas razones que él no
podía entender; pero, como \ió que la moza forcejaba por desasirse y
Don Quijcte trabajaba por tenerla, pareciéndole mal la burla, enarboló-
el brazo en alto, y descargó tan terrible puñadív sobre las estrechas
quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre;
y no contento con esto, se le subió encima de las costillas, y con los-
pies, más que de trote; se las paseó todas de cabo á cabo. El lecho, que
era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo .sufrir la
añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, á cuyo gran ruido des-
pertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias de Ma-
ntornes, porque habiéndola llamado á voces, no respondía. Con esta,
sospecha se levantó, y encendiendo.un candil, se fué hacia donde liabía
sentido la pelaza.
B. P.— XX ft
96 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
La moza, viendo que su amo venía y que era de condición terrible,
toda medrosica y alborotada, se acogió á la cama de Sancho Panza, que.
aunque mal, ya dormía, y allí se acurrucó y se hizo uii ovillo.
El ventero entró diciendo: «¿Adonde estás, puta? ¡A })uen seguro que
son tus cosas éstas!'
Eu esto despertó Sancho; y sintiendo aquel bulto casi encima de
:sí, pensó que tenía la pesadilla, y comenzó á dar puñadas á una y
otra }»arte, y entre otras, alcanzó con no sé cuántas á Maritornes, la
cual, sentida del dolor, echando á rodar la honestidad, dio el retorno á
Sancho con tantas, que á su despecho le quitó el sueño; el cual, vién-
dose tratar de aíjuella manera, y sin saber de quién, alzándose como
pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la más re-
ñida y graciosa escaramuza del mundo. Viendo, pues, el arriero á la
lumbre del candil del ventero cuál andaba su dama, dejando á Don
Quijote, acudió á dalle el socorro necesario: lo mismo hizp el ventero,
pero con intención diferente, porque fué á castigar á la moza, creyendo,
siil duda, que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así,
como suele decirse, «el gato al rato, el rato á la cuerda, la cuerda al
palo», daba el arriero á Sancho, Sancho á la moza, la moza á él, el ven-
tero á la moza, y todos menudeaV)an con tanta priesa, que no se daban
punto de reposo. Y fué lo bueno, que al ventero se le apagó el candil; y
como quedaroii á escuras, dábanse tan sin compasión todos á bulto, que
adoquiera que ponían la mano no dejaban cosa sana.
Alojalía acaso acjuella noche en la venta un cuadrillero de los que
llaman de la Santa Hermandad vieja de Toledo, el cual, oyendo asi-
mismo el extrañ(j estruendo de la j^elea, asió de su media vara y de la
í-aja de lata de sus títulos, y entró á escuras en el aposento, diciendo:
V ¡Ténganse á la justicia! ¡ténganse á la Santa Hermandad!» Y el pri-
mero con (|uien toi)ó fué con eí apuñeado Don Quijote , (|ue estaba en
su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno; y echán-
dole á tiento mano á las barbas, no cesaba de decir: «¡Favor á la jus-
ticia!» Pero viendo que el que tenía agido no se bullía ni meneaba,
se dio á entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban
eran sus matadores; y con esta sospecha, reforzó la voz, diciendo:
«¡Ciérrese la i)uerta de la venta; miren no se vaya nadie, que han muer-
to aquí á un hombre!»
Esta voz sobresaltó á todos, y cada cual dejó la pendencia en el
grado que le tomó la* voz. Retiróse el ventero á su aposento, el arriero
á sus enjalmas, la moza á su rancho; solos los desventurados Don Qui-
jote y Sancho no se jnidieron moveí' de donde estaban. Soltó en esto el
cuadrillero la l)arba de Don Quijote, y salió á buscar luz para buscar y
prenderá los delincuentes; mas no la halló, porque el ventero, de indus-
tria, había muerto la lámpara cuando se retiró á su estancia , y fuéle
forzoso acudir á la chimenea, donde con mucho trabajo y tiempo en-
t'endió el cuadrillei'o otro candil.
CAlMTrLO X\I1
Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo Don Quijote y su
buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta, que por su mal Don Qui-
jote pensó que era castillo.
ABÍA ya vuelto en este tiempo de su parasismo Don Quijote; y
con el mismo tono de voz con que el día antes había llamado
á su escudero cuando estaba tendido en el val de las estacas,
le comenzó á llamar, diciendo: «Sancho amigo, ¿duermesV
¿Duermes, amigo Sancho?»
— fQué tengo de dormir, pesia á mí, respondió Sancho, lleno de pe-
sadumbre y de despecho; que no parece sino que todos los diablos han
andado conmigo esta noche!
— Puédeslo creer así sin duda, respondió Don Quijote; porque, ó yo
sé i)oco, ó este castillo es encantado; porque has de saber... Mas esto
que ahora quiero decirte, hasme de jurar que lo tendrás secreto hasta
después de mi muerte.
— Sí juro, respondió Sancho.
— Dígolo, replicó Don Quijote, porque soy enemigo de ([ue se quite
la honra á nadie.
^Digo que sí juro, tornó á decir Sancho, que lo callaré hasta des-
pués de los días de vuestra merced; ¡y plega á Dios que lo |)ueda des-
cubrir mañana!
98 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— ¿Tan malas obras te hago, Sancho, respondió Don Quijote, que
me querrías ver muerto con tanta brevedad?
— No es por eso, respondió Sancho, sino porque soy enemigo de
guardar mucho las cosas, y no querría que se me pudriesen de guar-
dadas.
— Sea por lo que fuere, dijo Don Quijote, que más fío de tu amor y
de tu cortesía; y así, has de saber que esta noche me ha sucedido una
de las más extrañas aventuras que 3^0 sabré encarecer; y por contártela
en breve, sabrás que poco ha que á mí vino la hija del señor deste
castillo, que es la más apuesta y fermosa doncella que en gran parte
de la Tierra se puede hallar. ¡Qué te podría decir del adorno de su per-
sona! ¡Qué de su gallardo entendimiento! ¡Qué de otras cosas ocultas,
que, por guardar la fe que debo á mi señora Dulcinea del Toboso, de-
jaré pasar intactas y en silencio! Sólo te quiero decir que, envidioso el
hado de tanto bien como la ventura me había puesto en las manos, ó qui-
zá (y esto es lo más cierto) que, como tengo dicho, es encantado este
castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos
coloquios, sin que yo la viese ni supiese por dónde venía, vino una
mano pegada á algún brazo de algún descomunal gigante, y asentóme
una puñada en las quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en san-
gre; y después me molió de tal suerte, que estoy peor que ayer, cuando
los arrieros, por demasías de Rocinante, nos hicieron el agravio que sa-
bes: por donde conjeturo que él tesoro de la fermosura desta doncella
le debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí.
— Ni para mí tampoco, respondió Sancho, porque más de cuatro-
cientos moros me han aporreado de manera, que el molimiento de las
estacas fué tortas y pan pintado. Pero dígame, señor: ¿cómo llama á
ésta buena y rara aventura, habiendo quedado della cual quedamos?
Aún vuestra merced menos mal, pues tuvo en sus manos ac¡[uella in-
comparable fermosura que ha dicho; pero yo ¿qué tuve, sino los mayo-
res porrazos que pienso recebir en toda mi vida? ¡Desdichado de mí y
de la madre que me parió! ¡Que ni soy caballero andante ni lo pienso
ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe la mayor parte!
— Luego ¿también estás tú aporreado?, respondió Don Quijote.
^ — ¿No le he dicho que sí, pese á mi linaje?, dijo Sancho.
— No tengas pena, amigo, dijo Don Quijote, que yo haré ahora el
bálsamo precioso, con que sanaremos- en un abrir y cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró á ver el
que pensaba que era muerto; y así como le vio entrar Sancho, viéndole
venir en camisa y con su paño de cabeza, y el candil en la mano, y con
una muy mala cara, preguntó á su amo: «Señor, ¿si será éste á dicha el
moro encantado, que nos vuelve á castigar si se dejó algo en el tintero?»
— No puede ser el moro, respondió Don Quijote, porque los encan-
tados no se dejan ver de nadie.
—Si no se dejan ver, déjanse sentir, dijo Sancho; si no, díganlo mis
espaldas.
— También lo podrían decir las mías, respondió Don Quijote; pero
PAETE PRIMERA. CAPÍTULO XVII 1>ÍI
no es bastante indicio ése para creer que éste que se ve sea el encanta-
ndo moro.
Lleiió el cuadrillero, y como los halló hablando en tan sosegada con-
versación, quedó suspenso. Bien es verdad que avín Don Quijote se es-
taba boca arriba sin poderse menear, de puro moUdo y emplastado. Lle-
góse á él el cuadrillero, y di jóle: «Pues ¿cómo va, buen hombre?»
— ¡Hablara yo más bien criado, respondió Don Quijote, si fuera que
vos! ¿Usase en esta tierra hablar desa suerte á los caballeros andantes,
majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal
parecer, no lo pudo sufrir, y alzando el candil con todo su aceite, dio á
Don Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó nmy bien des-
■calabrado; y como todo (juedó á escuras, salióse luejio; y Sancho Panza
dijo: «¡Sñi duda, señor, que éste es el moro encantado, y del)e de guar-
dar el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los
■candilazos!»
— Así es, respondió Don Quijote; y no hay que hacer caso destas
eosas de encantamientos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con
ellas, que, como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién
vengarnos, aunque más lo procuremos. Levántate, Sancho, si puedes,
y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de
aceite, vino, sal y romero para hacer el salutífero bálsamo; que en ver-
dad que creo que lo he bien menester ahora, porque se me va mucha
sangre de la herida que esta fantasma me ha dado.
Levantóse Sancho, con harto dolor de sus huesos, y fué á escuras
donde estaba el ventero, y encontrándose con el cuadrillero, que estaba
escuchando en qué paraba su enemigo, le dijo: «Señor, quienquiera
que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero,
aceite, sal y vino, que es menester para curar á uno de los mejores caba-
lleros andantes que hay en la Tierra, el cual yace en aquella cama mal
f erido por las manos del encantado moro que está en esta venta. »
Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y
porque ya comenzaba á amanecer, abrió la puerta de la venta, y lla-
mando al ventero, le dijo lo que a(i[uel buen hombre quería. El ventero
le proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó á Don Quijote, -que
estaba con las manos en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo,
<\ue no le había hecho más mal que levantarle dos chichones algo creci-
dos, y lo que él pensaba que era sangre, no era sino sudor que sudaba
■con la congoja de la pasada tormenta.
En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto,
mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pare-
•ció que estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo;
y como no la hubo en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza ó
íiceitera de lioja de lata, de quien el ventero le hizo grata donación, y
luego dijo sobre la alcuza más de ochenta paternostres y otras tantas
avemarias, salves y credos, y á cada palabra acompañaba una cruz á
modo de bendición; á todo lo cual se hallaron ])resentes Sancho, el
100 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
ventero y cuadrillero, que ya el arriero sosegadamente andaba enten-
diendo en el beneñcio de sus machos. Hecho esto, quiso él mismo hacei*
luego la experiencia de la virtud de aquel precioso bálsamo que él se
imaginaba; y así, se bebió, de lo que no pudo caber en la alcuza y que-
daba en la olla donde se había cocido, casi media azumbre; y apenas
lo acabó de beber, cuando comenzó á vomitar de manera, que no le
quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le
dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le de-
jasen solo. luciéronlo así, y quedóse dormido más de tres horas, al cabo
de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal ma-
nera mejor de su quebrantamiento, ({ue se tuvo por sano, y verdadera-
mente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con
aquel remedio podía acometer desde allí adelante sin temor alguno
cualesquiera riñas, batallas y pendencias, ])()r peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo á milagro la mejoría de su amo,
le rogó (jue le diese á él lo que quedaba en la olla, (jue no era poca
cantidad. Concedióselo Don Quijote, y él, tomándola á dos manos, con
buena fe y mejor talante se la echó á pechos y envasó bien poco mano»
que su amo. Es, pues, el caso que el estómago del pobre Sancho no de-
bía de ser tan delicado como el de su amo; y así, primero que vomita-
se, le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos,
que él j)ensó bien y verdader^me^ite que era llegada su última hora; y
viéndose tan afligido y ccngojado, maldecía el l)álsamo y al ladrón que
se lo ha])ía dadv.
Viéndole así Don Quijote, le dijo: «Yo creo, Sancho, que todo este
mal te viene de no ser armado caballero, porque tengo para mí que este
licor no debe de aprovechar á los que no lo son.»
— Si eso sabía vuestra merced, replicó Sancho, ¡mal liaya yo y toda
mi parentela!, ¿para qué consintió que lo gustase?
En esto hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudera
á desaguarse por entrambas canales con tanta priesa, que la estera de
enea sobre que se había vuelto á echar, ni la manta de anjeo con que
se cubría, fueron más de provecho: sudaba y trasudaba con tales para-
sismos y accidentes, que no solamente él, sino todos pensaron que se le
acababa la vida. Duróle esta borrasca y maladanza casi dos horas, al
cabo de los cuales no (][uedó como su amo, sino tan molido y quebran-
tado, que no se podía tener; pero Don Quijote, que, como se ha dicho,
se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego á buscar aventuras, pare-
ciéndole que todo el tiempo c(ue allí se tardaba era quitárselo al mundo
y á los en él menesterosos de su favor y amparo, y más con la seguri-
dad y confianza que llevaba en su bálsamo; y así, forzado deste deseo,
él mismo ensilló á Rocinante y enalbardó el jumento de su escudero, á
quien también ayudó á vestir y á subir en el asno: púsose luego á ca:
bailo, y llegándose á un rincón de la venta, asió de un trancón que allíj
estaba, para que le sirviese de lanza.
Estábanle mirando todos cuantos hal)ía en la venta, que pasaban di
más de veinte personas; mirábale tam])ién la hija del ventero, y él
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO XVII 101
taniUién iio ({iiitaha los ojos della, y de cuando en cuando arrojaba un
sus[)iro que parecía (jue lo arrancaba de lo prol'undo de sus entrañas;
y todos })ensaban (jue debía de ser del dolor (jue sentía en las costillas:
á lo menos pensábanlo a(|uellos ({ue la noclie antes le hal)ían visto
bizmar.
Ya (]ue estuvieron los dos á caballo, }>uesto á la j»ucrta de la venta,
llam(') al ventero, y con yoz muy reposada y grave le dijo: «Mucbas y
muy jLírandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro cas-
tillo be recebido, y ((uedo obli.u;adísimo á agradecéroslas todos los días
de mi vida: si os las })uedo i)a,u;ar en baceros venuado de algún sober-
bio (jue os baya t'ecbo algún agravio, sal)ed <[ue mi oñcio no es otro
sino valer á los (¡ue poco i^ueden, y vengar á los que reciben tuertos, y
rastigar alevosías. Recorred vuestra memoria, y si bailáis alguna cosa
deste jaez (pie encomendarme, no bay sino decilla, <jue yo os prometo
por la Orden de caballero (jue recebí de laceros satisfecbo y pagado íi
toda vuestra V(»luntad.
K\ ventero le respondió con el mismo sosiego: Señ(jr caballero, yo
no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue uingún agravio,
}>or(i[ue yo sé tt)mar la venganza (pie me parece cuando se me bacen:
s(')lo be menester ({ue vuestra merced me i)aguc el gasto (jue esta noclie
lia becbo en la venta, así de la })aja y cebada de sus dos bestias, como
de la cena y camas. >
— ¿Luego venta es ésta?, replicó Don Quijote.
— Y muy honrada, res])ondió el ventero.
— EngañacU) be vivido basta acjuí, respondic) Don (Quijote. <{uc en
verdad (pie pensé ({ue era castillo, y no malo; pero, pues es así que no
es castillo, sino venta, lo que se podrá bacer j)or abora es «jue j)erdo-
néis i)or la paga, que yo no puedo contravenir á la Orden de los caba-
lleros andantes, de los cuales sé cierto (sin (jue basta abora baya leído
cosa en contrario) ([ue jamás pagaron posada ni otra cosa en venta
donde estuviesen, ])orque se les del)e de l'uei'o y de derecho cuabjuier
buen acogimiento que se les hiciere, en pago del insufrible trabajo que
{)adecen buscando las aventuras de noche y de día, en invierno y en
verano, á pie y á caballo, con sed y con hambre, con calor y con frío,
sujetos á todas las inclemencias del cielo y á todos los incómodos de la
Tierra.
— ¡P(X'0 tengo yo (pie ver en eso!, respondió el ventero. Pagúeseme hy
que se me debe, y dejémonos de cuentos ni de caballerías, ([ue yo no
tengo cuenta con otra cosa que con cobrar mi hacienda.
— Vos sois un sandio y mal hostalero, res})ondió Don Quijote; y
poniendo piernas á Rocinante y terciando su tranc(')n ó lanzón, so
salió de la venta sin (^ue nadie le detuviese; y él, sin mirar si le seguía
su escudero, se alongó un buen trecho. El ventero, ([ue le vio ir y que
no le ])agaba, acudió á cobrar de Sancho Panza, el cual dijo que pues
su señor no había (juerido pagar, que tampoco él [)agaría, porque
siendo él escudero de caballero andante, como era, la misma re-
gla y razón corría por él como por su amo en no i)agar cosa alguna
Viole bajar y subir por el aire con tanta gracia y presteza, que si la cólera le dejai-a,
tengo para mí que se riera.
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO XVII 103
eu los mesones y ventas. Amohinóse mucho desto el ventero, y ame-
nazóle que si no le j>agaha, que lo cobraría de modo que le pesase. A lo
cual Sancho respondió que, por la ley de caballería que su amo había
recebido, no pagaría un solo cornado, aunque le costase la vida, por-
que no había de })erder por él la buena y antigua usanza de los caba-
lleros andantes, ni se habían de quejar del los escuderos de los tales
que estaban por venir al mundo, reprochándole el quebrantamiento de
tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que entre la gente que
estaba en la venta se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros
del Potro de Córdoba y dos vecinos de la Hería de Sevilla, gente ale-
gre, bien intencionada, maleante y juguetona; los cuales, casi como
instigados y movidos de un mismo espíritu, se llegaron á Sancho, y
apeándole del asno, uno dellos entró por la manta de la cama del hués-
ped, y echándole en ella, alzaron los ojos y vieron que el techo era
algo má« bajo de lo que habían menester para su obra, y determinaron
sahrse al corral, que tenía por límite el cielo; y allí, puesto Sancho en
mitad de la manta, comenzaron á levantarle en alto y á holgarse con
■él como con perro por carnestolendas.
Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que llegaron
á los oídos de su amo, el cual, deteniéndose á escuchar atentamente,
creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente cono-
ció que el que gritaba era su escudero; y volviendo las riendas, con un
penado galo|)e llegó á la venta; y hallándola cerrada, la rodeó, por ver
si hallaba por dónde entrar; pero no hul)o llegado á las paredes del
<*orral, que no eran muy altas, cuando vio el mal juego que se le hacía
á su escudero. \'ióle bajar y subir por el aire con tanta gracia y pres-
teza, que si la cóleía le dejara, tengo para mí <[ue se riera. Probó á su-
bir desde el caballo á las oardas; j)ero estaba tan molido y quebranta-
do, que aun apearse no pudo; y así, desde encima del caballo comenzó
á decir tantos denuestos y baldones á los que á Sancho manteaban,
que no es posible acertar á escribillos; mas no por esto cesaban ellos
de su risa y de su obra, ni el volador Sancho dejaba sus quejas, mez-
cladas, ya con amenazas, ya con ruegos. Mas todo a})rovechaba poco,
ni aprovechó hasta que, de puro cansados, le dejaron. Trujéronle allí
su asno, y subiéndole encima, le arroparon con su gabán, y la com-
pasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien soco-
rrelle con un jarro de agua, y así, se le trujo del pozo, por ser más
fría. Tomóle Sancho, y llevándole á la boca, se paró á las voces que
su amo le daba, diciendo: «¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la
bebas, que te matará! ¿Ves? ¡Aquí tengo el santísimo bálsamo (y ense-
ñábale la alcuza del brebaje), que con dos gotas que del bebas, sanarás
sin duda!»
A estas voces volvió Sancluj los ojos como de través, y dijo con
■otras mayores: «Por dicha, ¿básele olvidado á vuestra merced cómo yo
no soy caballero, ó quiere que acabe de vomitar las entrañas que me
quedaron de antes? ¡Guárdese su licoi' con todos los diablos, y déjeme
104
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
á mí!» Y el acabar de decir esto y el comenzar á beber, todo fué uno
Mas como al primer trajeo vio que era agua, no quiso pasar adelante, \
rogó á Maritornes que se le trújese de vino, y así lo hizo ella de mu\
buena voluntad, y lo pagó de su mismo dinero; porque, en efecto, se
dice della que, aunque estaba en aquel trato, tenía unas sombras y k
jos de cristiana. Así ccmio bebió Sancho dio de los caréanos á su asno.
y abriéndole la puerta de la venta de par en par, se saUó della, mu\
contento de no haber pagado nada y de haber salido con su intención.
aun(jue liabía sido á costa de sus acostumbrados hadores, que eran sus
espaldas. \"erdad es <[ue el ventero se (juedó con sus alforjas en pago
de lo que se le debía; mas Sancho no las echó menos, según salió tur-
bado. Quiso el ventero atrancar bien la puerta así como le vio fueríi;
mas no lo consintieron los manteadores, (^ue era gente que. aunque
Don Quijote fuera verdaderaínente de los caballeros andantes de la
Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.
CAPITrLO X\lll
Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su sr ñor
Don Quijote, con otras aventuras dignas do ser comentadas.
LEGÓ Sandio á su amo, mareliito y desmayado; tanto, que no
podía arrear á su jumento. Cuando así le vio Don Quijote, le
j^ dijo: <: Ahora acabo de creer, Saucho bueno, que aquel castillo
> ó venta es encantado, sin duda, ])or(|ue aquellos ({ue tan atroz-
mente tomaron ])asatiem{)0 contigo, ¿({ué podían ser sino fantasmas y
líente del otro nmndoV Y continuo esto por iiaber visto que cuando es-
taba por las bardas del corral mirando los actos de tu triste trai^edia,
no me fué posible subir por ellas, ni menos |)ude apearme de Rocinan-
te, porque me debían de tener encantado; ([ue te juro por la fe de (juien
soy, que si pudiera subir ó a{)earme. (jue yo te hiciera vendado de
manera que aquellos follones y malandrines se acordai'an de la burla
para siempre, aunque en ello sujjiera contravenir á las leyes de caba-
llería, que, como ya uuiclias veces te he dicho, no consienten que caba-
llero ponida mano contra ([uien no lo sea. si no fuere en defensa de su
propia vida y persona en caso de uruente y <>ran necesidad.
— También me vengara ytj si pudiera, fuera ó no fuera armado
caballero; pero no pude: aunipie tengo para mí <iue aquellos ([ue se
106 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres encantados, como
vuestra merced dice, sino hombres de carne 3' de hueso como nosotros;
y todos, según los oí nombrar cuando me volteaban, tenían sus nom-
bres; que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el otro Tenorio Her-
nández, y el ventero oí que se llamaba Juan Palomeque el Zurdo: así
que, señor, el no poder saltar las bardas del corral ni apearse del caba-
llo, en él estuvo que en encantamentos; y lo que yo saco en limpio de
todo esto es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al
-cabo nos han de traer á tantas desventuras, que no sepamos cuál es
nuestro pie derecho; y lo que sería mejor y más acertado, según mi
poco entendimiento, fuera el volvernos á nuestro lugar, ahora que es
tiempo de la siega y de entender en la hacienda, dejándonos de andar
de ceca en meca y de zoca en colodra, como dicen.
— ¡Qué poco sabes, Sancho, respondió Don Quijote, de achaque de
caballería! Calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista
de ojos cuan honrosa cosa es andar en este ejercicio. Si no, dime: ¿qué
mayor contento puede haber en el mundo, ó qué gusto puede igualarse
.q,l de vencer una batalla y al de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin
duda alguna.
— Así debe de ser, respondió Sancho, puesto que yo no lo sé: sólo sé
que después que somos caballeros andantes, ó vuestra merced lo es
(que yo no hay para qué me cuente en tan honroso número), jamás
hemos vencido batalla alguna, si no fué la del vizcaíno, y aun de aqué-
lla salió vuestra merced con media oreja y media celada menos, que
después acá todo ha sido palos y más palos, puñadas y más puñadas,
llevando yo de ventaja el manteamiento, y haberme sucedido por per-
sonas encantadas, de quien no puedo vengarme, para saber hasta dónde
llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra merced dice.
— Esa es la pena que yo tengo y la que tú debes tener, Sancho, res?
pondió Don Quijote; pero de aquí adelante yo procuraré haber á las
manos alguna espada hecha por tal maestría, que al que la trujere
•consigo no le puedan hacer ningún género de encantamentos; y aun
.podría ser que me deparase la ventura aquella de Amadís cuando se
llamaba el Caballero de la Ardiente E»pada, que fué una de las mejores
«spadas que tuvo caballero en el mundo; porque, fuera de que tenía la
virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había armadura, por
fuerte y encantada que fuese, que se le parase delante.
■ — Yo soy tan venturoso, dijo Sancho, que cuando eso fuese y vues-
tra merced viniese á hallar espada semejante, sólo vendría á servir y
aprovechar á los armados caballeros, como el bálsamo; y á los escude
ros, que se los papen duelos.
— No temas eso, Sancho, dijo Don Quijote, que mejor lo hará el
Cielo contigo.
En estos coloquios iban Don Quijote y su escudero, cuando vio
Don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una grande
V espesa polvareda; y en viéndola, se volvió á Sancho y le dijo: «Este
-es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guai'
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO XVIII 107
dado mi suerte; éste es el día, digo, en que se ha de mostrar tanto como
en otro alguno el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras
que queden escritas en el libro de la fama })or todos los venideros si-
glos. ¿Ves aquella polvareda (jue allí se levanta, Sancho? ^ues toda es
cuajada de un copiosísimo ejército, que de diversas 6 innumerables
gentes por allí viene marchando. »
— A esa cuenta, dos deben de ser, dijo Sancho, j>()r(jne desta parte
contraria se levanta asimesmo otra semejante polvareda.
Volvió á mirarlo Don Quijote, y vio que así era la verdad: y ale-
grándose sobremanera, pensó, sin duda alguna, que eran dos e]éieitos
que venían á embestirse y á encontrarse en mitad de aquella espaciosa
llanura; porque tenía á todas horas y momentos llena la fantasía de
aquellas batallas, encantamentos, sucesos, desatinos, amores, desafíos,
que en los libros de caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pen-
saba ó hacía era encaminado á cosas semejantes. Y la polvareda que
había visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros,
que por aquel mismo camino de dos diferentes partes venían, las cua-
les, con el polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron cerca; y con
tanto ahinco afirmaba Don Quijote que eran ejércitos, que Sancho lo
vino á creer y á decirle: < Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?»
— ¿Qué?, dijo Don Quijote. Favorecer y ayudar á los menesterosos y
desvalidos; y has de saber, Sancho, que éste que viene por nuestra
frente, le conduce y guía el grande emperador Alifanfarón, señor de la
grande isla Trapobana; este otro que á mis espaldas marcha,- es el de
su enemigo el rey de los Garamantas, Pentaj)olín del arremangado
brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho des-
ando.
— Pues ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores?, preguntó
Sancho.
— Quiérense mal, respondió Don Quijote, porque este Alifanfarón es
m furibundo pagano, y está enamorado de la hija de Pentapolín, que
is muy fennosa y además agraciada señora, y es cristiana, y su padre
10 se la quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley de su
'also profeta Malioma y se vuelve á la suya.
— ¡Para mis barbas, dijo Sancho, si no hace muy bien Pentapolín, y
{ue le tengo de ayudar en cuanto pudiere!
— En eso harás lo que debes, Sancho, dijo Don Quijote; porque para
iutrar en batallas semejantes no se requiere ser armado caballero.
— Bien se me alcanza eso, respondió Sancho; pero ¿dónde pondre-
nos á este asno que estemos ciertos de hallarle después de pasada la
efriega? Porque el entrar en ella en semejante caballería no creo que
!Stá en uso hasta ahora.
— Así es verdad, dijo Don Quijote: lo que puedes hacer del es de-
arle á sus aventuras, ahora se pierda ó no; porque serán tantos los
aballos que tendremos después que salgamos vencedores, que aun
orre peligro Rocinante no le trueque por otro. Pero estáme atento y
aira, que te quiero dar cuenta de los caballeros más principales que
108 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
eu estos dos ejércitos vienen; y para que mejor los veas y notes, retiré-
monos á aquel altillo que allí se hace, de donde se deben de descubrir
los dos ejércitos.
Hiciéronlo así, y pusiéronse sobre una loma, desde la cual se verían
bien las dos manadas, que á Don Quijote se le hicieron ejércitos, si las
nubes del polvo que levantaban no les turbaran y cegaran la vista; pero
con todo esto, viendo en su imaginación lo ({ue no veía ni había, con
voz levantada comenzó á decir: f. Aquel caballero que allí ves de las
armas jaldes, que trae en el escudo un león coronado rendido á los
pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de
• Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes, que trae en el osrndo Tin león coronado
rendido á los pies de ima doncella...
Plata. El otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo
tres coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran
Duque de Quirocia. El otro de los miembros giganteos, ({ue está á su
derecha mano, es el nunca medroso Brandaba rbarán de Boliche, señor
de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de ser})iente, y
tiene por escudo una puerta, que, según es fama, es una de las del
templo que derribó ¡Sansón cuando con su muerte se vengó de sus ene-
migos. Pero vuelve los ojos á estotra parte, y verás delante y en la
frente destotro ejército al siempre vencedíjr y jamás vencido Timonel
de Oarcajona, príncipe de la nueva Vizcaya, que viene armado con
las armas partidas á cuarteles, azules, verdes, blancas y amarillas, y
trae en el escudo un gato de oro en campo leonado, con una letra que
dice Miau, que es el principio del nombre de su dama, que, según se
dice, es la sin par Miaulina, hija del ducjue Alfeñiquen del Algarbe.
El otro que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que
trae las armas como nieve blancas y el escudo blanco y sin empresa-
a,lguna, es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Pa-
pín, señor de las baronías de Utrique. El otro que bate las ijadas con los
lierrados caréanos á aquella pintada y ligera cebra, y trae las armas de
PARTE PRIMERA. CAPITULO XVIII 109
los veros azules, es el poderoso l)u(|ue de Nerhia, Espariaguilardo del
f3osqiie. (|ue trae ])or eni])resa en el escudo una espaiTaguera, con una
letra en castellano (jue dice así: Rasfrea mi suerte. » Y desta manera fué
nrinibrando muchos cabnlleíos y giiíantes del uno y del otro escuadrón
(juc él se imaiíiiiaha, y i\ todos les dio sus armas, col(»res, empresas y
motes de improviso, llevado de la ima<íinaci(')n de su nunca vista locu-
ra; y sin parar prosi«¿;uió diciendo: Este escuadrón frontero forman y
hacen <>entes de diversas naciones: aquí están los que beben las dulces
aguas del famoso Jauto, los que pisau los montuosos camj)os masílleos,
los que criban el tinísimo y menudo c'i'<> en la felice Arabia, los (jue
gozan las famo.sas y frescas riberas del clai'o Termodonte, los que san-
gran por muchas y diversas vías al dorado Pactólo; los númidas, du-
<losos eu sus promesas; los persas, en arcos y flechas famosos; los par-
tos; los medos, (pie ])elean huyendo; los árabes, de mudables casas; los
citas, tan crueles como blancos; los etíopes, de horadados la})ios; y
otras intinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, auncpie de los
noml>res no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los que beben
las corrientes cristalinas del olivífero Betis, los que tersan y pulen sus
rostros con el licor del siem])re rico y doradt) Tajo, los que gozan las
})rovechosas aguas del divino (íenil, los qué ])isan los tartesios cam])os,
de pastos abundantes; los <[ue se alegran en los elíseos jerezanos lira-
dos; los manchegos, ricos y coronados de rubias espigas; los de hierro
vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda; los que en Pisuerga se
bailan, famoso por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado
4q)a('ient{m en las extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado
por su escondido curso; los (pie tieml)lan con el frío del silboso Pirineo
y con los blancos copos del levantado Apenino; fíniílnicntc < imntos
toda la pjuropa en sí contiene y encierra.»
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuantas naciones nom-
bró, dándole á cada una con maravillosa presteza los atributos que le
})ertenecían, todo absorto y em])a))a(lo en lo ([ue había leído en sus li-
bros mentirosos! Estaba Sandio Tanza colgado de sus palabras, sin
hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la cabeza, á ver si veía
los caballeros y gigantes que su amo nombraba; y como no descubría
á ninguno, le dijo: «8eñor. encomiendo al Diablo si hombre, ni gigante
ni caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto: á lo
menos, yo no los veo; (juizá todo debe ser encantamento, como las fan-
tasmas de anoche. »
— ¿Cómo dices esoV. respondi(') Don Quijote. ¿No oyes el relinchar
de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores?
—No oigo otra cosa, res])ondi(') Sancho, sino muchos balidos de ove-
jas y carneros; y así era la verdad, porque ya llegaban eerctf los dos
rebaños.
— El miedo que tienes, dijo Don Quijote, te hace, Sancho, que ni
veas ni oigas á derechas, ])or(|ue uno de los efectos del miedo es turbar
los sentidos y hacer (jue las cosas no parezcan lo que son; y si es (pie
tanto temes, retírate á una parte y déjame solo, ([ue solo basto á dar la
Llegáronse á él los pastores, y creyeron que le habían muerto; y asi, con mucha priesa
recogieron su ganado, y cargaron con las reses muertas...
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO XVIII 1 1 1
victoria á la parte á quien yo diere mi ayuda. >^ Y diciendo esto, puso
las espuelas á Rocinante, y puesta la lanza en el ristre, bajó de la cos-
tezuela como un rayo.
Dióle voces Sancho, diciendo: «¡Vuélvase vuestra merced, señor
Don (¿uijote; (|ue, voto á Dios, que son carneros y ovejas las que va á
embestir! ¡Vuélvase, desdichado del padre que me engendró! ¿Qué lo-
cura es ésta! ¡Mire que no hay gigante, ni caballero alguno, ni ijatos, ni
armas, ni escudos j)ai-tidos ni enteros, ni veros a/Ailes ni entreverados!
f.t^ué es lo (|ue haceV ¡Pecador soy yo á Dios!»
Ni ])or esas volvió Don Quijote, antes en altas voces iba diciendo:
«¡Ea, caballeros, los que se^^uís y miUtáis debajo de las banderas del
valeroso emperador Pentapolín del arreman/íado brazo; sejíuidme todos:
veréis cuan fácilmente le doy venoanza de su enemigo Alifant'arón de
la Trajjobana!
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y
comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo, como si de veras
alanceara á sus mortales enemií^os. Los i>astores y ganaderos, (¡ue con
la manada venían, dábanle voces que no hiciese aquello; pero, viendo
que no ai)rovechaban, desciñéronse las hondas y comenzaron á saluda-
lie los oídos con ])iedras como el puño.
Don (Quijote no se curaba de las piedras; antes, discurriendo á todas
partes, decía: «¿Adonde estás, s(jberbio Alifanfarón? ¡^■'ente á nn', que
Uii caballero solo soy, que desea de solo á solo probar tus tuerzas y
«luitarte la vida, en i)ena de la que das al valeroso Pentapolín (la-
ranianta! ■
Llegó en esto una peladilla de arroyo, y dándole en un lado, le
sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin
duda que estaba muerto ó mal ferido, y acordándose de su licor, sacó
su alcuza, y púsosela a la boca, y comenzó á echar licor en el estómago;
mas antes que acalcase de envasar lo que a él le parecía que era bas-
tante, lleg(') otra almendra, y dióle en la mano y en el alcuza tan de
lleno, que se la Idzo pedazos, llevándole de camino tres ó cuatro dien-
tes y muelas de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la
mano. Tal fué el gol[)e j)rímer() y tal el segundo, (pie le fué forzoso al
pol)re caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse á él los pas-
tores, y creyeron que le habían muerto; y así, con mucha priesa reco-
gieron su ganado, y cargaron con las reses muertas, que pasaban de
siete, y sin averiguar otra cosa, se fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las lo-
curas (jue su amo hacía, y arrancáliase las ljarl)as, maldiciendo la hora
y el punto. en que la fortuna se le había dado á conocer. Viéndole,
pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se habían ido, bajó de la
cuesta y llegóse á él, y hallóle de muy mal arte, aunque no había
perdido el sentido, y díjole: < ¿Xo le decía yo, señor Don (¿uijote, que
se volviese, que los que iba á acometer no eran ejércitos, sino manadas
de carneros?»
—Como eso puede desaparecer y contrahacer a((uel ladrón del sabio
n. P.— XX (,
112
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
mi enemigo. Sábete. Sancho, que es muy fácil cosa á los talares hacer-
nos parecer lo que quieren; y este maligno que me persigue, envidioso
(le la gloria (¡[ue vio que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto
los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas: si no, haz una
cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad \o
([ue te digo. Sube en tu asno y sigúelos bonitamente, y verás cómo, en
alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y dejando
de ser carneros, son homl^res hechos y derechos, como yo te los pinté
;i;loncle aii cíCMclero estalla de pechos sobre su ísao. con la mano ca la mejilla.
en guisa de hombre pensativo ademá.s.
])rimero... Pero no vayas ahora, que lie menester tu favor y ayuda: llé-
gate á mí; mira cuántas muehis y dientes me faltan, Cjue me parece
que no me ha quedado ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca, cjue casi le metía los ojos en la boca, y
fué á tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de Don
Quijote; y al tiempo ciue Sancho llegó á mirarle la boca, arrojó de sí.
más recio que una escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con todo elln
en las barbas del compasivo escudero.
«¡Santa María!, dijo Sancho. ¿Y qué es esto que me ha sucedido?
¡Sin duda este pecador está herido de muerte, pues vomita sangre ])or
la boca!» Pero reparando un poco más en ello, echó de ver, en la color,
sabor y olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza que él
le había visto beber; y fué tanto el asco que tomó, que revolviéndosele
el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron en-
trambos como de perlas. Acudió Sancho á su asno para sacar de las
alforjas con qué limpiarse y con qué curar á su amo; y como no las
PARTE PRIMERA. CAPITULO XVIIl I ]J]
liall('). estuvo á punto de perder el juicio, ^faldíjose de nuevo, y propu-
so en su corazón de dejar á su amo y volverse á su tierra, aunque per-
diese el salario de lo servido y las esperanzas del fíobierno de la j)ró-
metida ínsula.
Levantóse en esto Don Quijote, y puesta la mano izquierda eu la
l)i)ca. ])or(|ue no se le acabasen de salir los dientes, asió con la otra- la^
i-iendas de líocinante, que lumca se había movido de junto á su amo
(tal era de leal y bien acondicionado), y l'uése adonde su escudero es-
taba de pecljos sobre su asno, con la mano en la naejilla, en uuisa df
bombre ])ensativo además; y viéndole Don Quijote de aquella manera,
con muestras de tanta tristeza, le dijo: «Sábete, Sancho, que no es un
bomljre más que otro si no hace más que otro: todas estas borrascas
([ue nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiemi)o y
han de sucedemos bien las cosas. j)or(iue no es posible que el mal ni ¿1
l»ien sean durables; y de aquí se si<iue ((ue, habiendo durado mucho el
mal el bien está ya cerca: asi (jue no debes conj^ojarte por las des<;rít-
(las que a nn' me suceden, pues á ti no te cabe j^arte dallas.»
—¿Cómo no!, respondió ^Sancho. Por ventura el que allá mantearon
r.era otro que el hijo de mi padre? Y las alforjas que aquí me faltan,
con todas mis alhajas, ¿son de otro ([ue del mismo?
—¿Que te faltan las alforjas, Sancho?, dijo Don Quijote.
— Sí (]ue me faltan, respondió Sancho.
—Dése modo, no tenemos (|ué comer hoy, replicó Don Quijote.
—Eso fuera, respondió Sancho, cuando faltaran jwr estos prados las
yerbas que vuestra merced dice ({ue conoce, con que suelen suplir se-
mejantes faltas los tan malaventurados caballeros andantes como vues-
tra merced es.
—Con todo eso, respondió Don Quijote, tomara yo ahora más aína
un cuartal de pan ó una hoííaza y dos cabezas de sardinas arenques.
(}ue cuantas yerbas describe Dioscórides, auní^ue fuera el ilustrado por
el doctor Laouna; mas. con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el
bueno, y vente tras nn', que Dios, que es proveedor de todas las cosa.s,
no nos ha de faltar (y más andando tan en su servicio como andamos),
pues no falta á los mosquitos del aire ni á los gusanillos de la tierra, ni
á los renacuajos del agua, y es tan piadoso, que hace salir su Sol sobre
los buenos y los malos, y liueve sobre los injustos y justos.
— Más bueno era vuestra merced, dijo Sancho, para predicador que
para caballero andante.
—De todo sabían y han de saber los caballeros andantes, Sancho,
dijo' Don Quijote; porque caballero andante Imbo en los pasados
siglos, que así se paraba á hacer un sermón ó plática en mitad de un
camino real como si fuera graduado por la Universidad de París: de
donde se infiere que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la
lanza.
— Aliora bien; sea así como vuestra merced dice, respondió Sancho:
vamos ahora de aquí, y procuremos donde alojar esta noche; v quiera
Dios que sea en parte donde no haya mantas, ni manteadores!, ni far-
114 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
tasmas, ni moros encantados; que si los liav, daré al Diablo el ato y el
garabato.
—Pídeselo tú á Dios, hijo, dijo Don C^uijote, y guía tú por donde
quisieres, que esta vez quiero dejar á tu elección el alojarnos; pero da-
me acá la mano, y tiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes y
muelas me faltan deste lado derecho de la quijada alta, que allí siento
el dolor.
Metió Sancho los dedos, y estándole atentando, le dijo: «¿Cuántas
muelas solía vuestra merced tener en esta parte?»
— Cuatro, respondió Don Quijote, fuera de la cordal, todas enteras
y muy sanas.
— Mire vuestra merced bien lo que dice, señor, respondió Sancho.
— Digo cuatro, si no eran cinco, res])ondió Don Quijote; porque en
toda mi vida me lian sacado diente ni muela de la boca, ni se me lia
caído, ni comido de neguijón ni de reuma alguna.
— Pues en esta parte de abajo, dijo Sancho, no tiene vuestra merced
más de dos muelas y media; y en la de arriba, ni media ni ninguna,
que toda está rasa como la palma de la mano.
— ¡Sin ventura yo, dijo Don Quijote, oyendo las tristes nuevas que
su escudero le daba, que más quisiera que me hubieran derribado un
orazo, como no fuera el de la espada! Porque te hago saber, Sancho,
que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se
ha de estimar un diente que un diamante. Mas á todo esto estamos su-
jetos los que profesamos la estrecha Orden de la caballería. Sube, ami-
go, y guía, que yo te seguiré al paso que quisieres.
Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia donde le pareció que podía
hallar acogimiento, sin salir del camino 'real, que por allí iba muy se-
guido. Yéndose, pues, poco á poco, porque el dolor de las quijadas de
Don Quijote no le dejaba sosegar ni atender á darse priesa, quiso San-
cho entreteneile y divertirle diciéndole alguna cosa, y entre otras (|ue
le dijo, fué lo que se dirá en el siguiente capítulo.
* •
jAtiii'n'MJMÜÉlBi*^»/
CAPITULO XIX
De las discretas razones que Sandio pasó con su amo, y de la aventura que
le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos.
ARÉCEME, señor mío, que todas estas desventuras que estos días
nos lian sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado
cometido por vuestra merced contra la Orden de su caballería,
no habiendo cumi)lido el juramento ([ue hizo de no comer pan
á manteles ni con la reina íolgar, con todo aquello que á esto se si.üue
y vuestra merced juro de cumpHr, hasta quitar aquel almete de Ma-
landrino, ó como se llama el moro; que no me acuerdo bien.
— Tienes mucha razón, Sancho, dijo Don Quijote; mas, para decirte
verdad, ello se me había i)asado de la memoria. Y también jíuedes te-
ner por cierto que, por la cul})a de no habérmelo tú acordado en tiempo,
te sucedió aquello de la manta; i)ero yo haré la enmienda, ({ue modos
hay de composición en la Orden de la caballería para todo.
— ¿Pues juré yo algo por dicha?, respondió Sancho.
— No importa que no hayas jurado, dijo Don Quijote: basta (|ue yo
entiendo que de participante no estás nmy seguro; y por sí ó por no, no
será malo proveernos de remedio.
— Pues si ello es así, dijo Sancho, mire vuestra merced no se le
IIG DON QUIJOTE DE LA MANCHA
torne á olvidar esto como lo del juramento; quizá les volverá la gana
á las fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra mer-
eced, si le ven tan pertinaz.
En éstas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino,
3in tener ni descubrir dónde aquella noche se recogiesen; y lo que no
había de bueno en ello era que perecían de hambre, que, con la falta
<ie las alforjas, les faltó toda la despensa y matalotaje; y para acabar
de confirmar esta desgracia, les sucedió una aventura que sin artificio
alguno verdaderamente lo parecía, y fué que la noche cerró con algu-
aa escuridad; pero, con todo esto, caminaban, creyendo Sancho que,
Dues aquel camino era real, á una ó dos leguas de buena razón hallarían
en él alguna venta. Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el
escudero hambriento, y el amo con gana de comer, vieron que por el
mismo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres,
iue no parecían sino estrellas que se movían. Pasmóse Sancho en
viéndolas, y Don Quijote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del
cabestro á su asno, y el otro de las riendas á su rocino, y estuvieron
quedos mirando atentamente lo que podía ser aciuello; y vieron que
•as lumbres se iban acercando á ellos, y mientras más se llegaban, ma-
vores parecían; á cuya vista Sancho comenzó á temblar como un azo-
cado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron á Don Quijote, el cual,
mimándose un poco, dijo: «Esta, sin duda, Sancho, debe de ser gran-
dísima y pehgrosísima aventura, donde será necesario que yo nmestre
iiodo mi valor y esfuerzo.»
— ¡Desdichado de mí!, respondió Sandio. Si acaso esta aventura fuese
de fantasmas, como me lo va pareciendo, ¿adonde habrá costillas que
la sufran?
— Por más fantasmas (pie sean, dijo Don Quijote, no consentiré yo
[ue te toquen el pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron contigo,
fué i)orque no pude yo saltar las paredes del corral; pero ahora estamos
rAi campo raso, donde podré yo como quisiere esgrimir mi espada.
—Y si le encantan y entomecen, como la otra vez lo hicieron, dijo
Sancho, ¿qué aprovechará estar en campo abierto ó no?
— Con todo eso, replicó Don Quijote, te ruego, Sancho, que tengas
buen ánimo, que la experiencia te dará á entender el que yo tengo.
— Sí tendré, si á Dios place, respondió Sancho. Y a])artándose los
dos á un lado del camino, tornaron á mirar atentamente lo que aquello
de aquellas lumbres que caminaban podía ser; y de allí á muy poco
vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, to-
dos á caballo, con sus hachas encendidas en las manos, cuya temerosa
visión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual co-
menzó á dar diente con diente, como quien tiene frío de cuartana; y
creció más el batir y dentellear cuando distintamente descubrieron que
detrás de los encamisados venía una litera cubierta de luto, á la cual
seguían otros seis de á caballo, enlutados hasta los pies de las muías;
<\ue bien advirtieron que no eran cal^allos en el sosiego con que cami-
naban. Iban los encamisados murmurando entre sí con una voz baja y
PARTE PRIMERA.
-CAPITULO XIX
117
c()nii)asiva. Esta extraña visión, á tales horas y en tal des{)oblado, bien
l)astaba jiara })()ner miedo en el corazón de Sancho, y aun en el de su
amo; y así fuera en cuanto á Don Quijote, que ya Sancho había dado
al través con todo su esfuerzo: lo contrario le avino á su amo, al cual
en aíjuel punto se le re])resentó en su imaginación al vivo que a<iuélla
ora una de las aventuras de su libros.
Figurósele que la litera eran andas donde debía de ir algún mal
ferido ó muerto caballero, cuya venganza á él solo estaba reservada; y
sin hacer otro discurso, enri.«^tró su lanzón. púsose bien en la silla, y
V trabaiitlo liel freno á la caballería, dijo al que iba en ella: •; Deteneos, y sed má.s bien criado,
y dadme cuenta de lo que oa he preguntado!
m gentil brío y continente .se puso en la mitad del camino, por donde
los encamisados forzosamente habían de pasar; y cuando los vio cerca,
alzó la voz y dijo: «¡Deteneos, caballeros, quiencjuiera que seáis, y
dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, adonde vais, y qué es lo
(jue en aquellas andas lleváis; que, según las muestras, ó vosotros ha-
lléis fecho ó vos han fecho algún desaguisado, y conviene y es menes-
ter ([ue yo lo sepa, ó bien para castigaros del mal (jue fecistes, ó bien
l»ara vengaros del tuerto (|ue vos ticieron!»
— Vamos de priesa, respondió uno de los encamisados, y está la
venta lejos, y no nos podemos detener á dar tanta cuenta como pedís;
y picando la muía, pasó adelante.
Sintióse desta respuesta grandemente Don Quijote, y trabando del
freno á la caballería, dijo al <jue iba en ella: ¡I)eteneos, y sed más
118
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
bien criado, y dadme cuenta de lo (^ue os he preguntado; si no, conmi-
go sois todos en batalla!»
Era la muía asombradiza; y al tomarla del freno, se espantó do
manera^ que alzándose en los pies, dio con su dueño y consigo en el
suelo. Un mozo que iba á pie, viendo caer el encamisado, comenzó á
denostar á Don (¿nijote, el cual, ya encolerizado, sin es})erar más, en-
ristrando su lanzón, arremetió al mozo enlutado y mal sufrido, y di(')
con él en tierra; y revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la
presteza que los acometía y desbarataba; que no parecía sino que en
aquel instante le habían nacido alas á Rocinante, según andaba de li-
gero y orgulloso. Todos los encamisados eran gente medrosa y sin
armas, y así, con faciUdad, en un momento dejaron la refriega y co-
menzaron á correr por aquel campo con las hachas encendidas, c(ue no
parecían sino á los de las máscaras, que en noche de regocijo y fiesta
corren. Los enlutados asimismo, envueltos y revueltos en sus faldamen-
tos y lobas, no se podían mover; así que muy á su salvo Don Quijote
los apaleó á todos, y les hizo dejar el ¡sitio mal de su grado, porciue
todos pensaron que aquél no era hombre, sino diablo del Infierno, que
les salía á quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.
Todo lo miraba Sancho, admirado del ardimiento de su señor, y
decía entre sí: «¡Sin duda, este mi amo es tan valiente v esforzado como
él dice!»
Estaba una hacha ardiendo en el suelo junto al primero que derribó
la muía, á cuya luz le pudo ver Don Quijote; y llegándose á él, le puso
la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se rindiese; si no, que
le mataría.
Alo cual respondió el caído: «¡Harto rendido estoy, pues no me
puedo mover; que tengo una pierna quebrada! ¡Suplico á vuestra mer-
ced, si es caballero cristiano, que no me mate; que cometerá un gran
sacrilegio; que soy hcenciado, y tengo las primeras Ordenes!»
— Pues f;,quién diablos os ha traído aquí, dijo Don (¿uijoíe, siendo
hombre de Iglesia?
— ¿Quién, señor?, replicó el caído. ¡Mi desventura!
— Pue? otra mayor os amenaza, dijo Don Quijote, si no me satisfa-
céis á todo cuanto primero os pregunté.
— Con facilidad será vuestra merced satisfecho, respondió el licen
ciado; y así, sabrá vuestra merced que, aunque denantes dije que yo
era licenciado, no soy sino bachiller, y llamóme Alonso López, soy na-
tural de Alcobendas, vengo de la ciudad de Baeza, con otros Once
sacerdotes, que son ios que huyeron con las hachas, vamos á la ciudad
de Segovia acompañando un cuerpo muerto que va en aquella litera,
que es de un caballero que murió en Baeza, donde fué de])ositado, y
ahora, como digo, llevábamos sus huesos á su sepultura, (|ue está en
Segovia, de donde es natural.
— ¿Y quién le mató?, preguntó Don Quijote.
— Dios, por medio de unas calenturas pestilentes (pie le dieron, res-
pondió el bachiller.
PARTE PRIMERA. CAPITULO XIX ll'.l
— Desa suerte, dijo Don Quijote, quitado me ha nuestro Señor del
trabajo que había de tomar en veni;ar su muerte, si otro alguno le
hubiera nuierto; pero, hal)iéndole muerto ({uien le mató, no hay sino
callar y encouer los hombros, por(|ue lo mesmo hiciera si á mí niesmo
mt' matara; y ([uiero que se})a vuestra i'everencia <|ue yo soy un cal)a-
llero de la ^^ancha, llamado Don (Quijote, y es mi oficio y ejercicio an-
dar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo aíjravios.
—No sé c(')mo pueda ser eso de enderezar tuertos, dijo el Bachiller,
pues á nn' de derecho me habéis vuelto tuerto, dejfuidome una ])icrna
quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida; v
el agravio que en mí habéis desliedlo ha sido dejarme agraviado de
manera, que me quedaré agra^^ado j)ara siempre; y harta desventura
ha sido topar con vos, ([ue vais buscando aventuras.
— Xo todas las cosas, res})ond*(') Don (¿uijote, suceden de un mismo
modo: el daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir, como
veníades, de noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas
encendidas, rezando, cubiertos de luto; que propiamente semejál>ades
cosa mala y del otro mundo; y así, yo no ])ude dejar de cum]>lir con
mi ol)ligación acometiéndoos, y os acometiera aunque verdaderamente
sui>iera que érades los mesmos satanases del Intieriio, ([ue jjor tales os
juzgué y tuve sin duda.
— Ya que así lo ha (¡uerido mi suerte, dijo el l)achiller, sui>lico á
vuestra merced, señor caballero andante, que tan mala andanza me
ha dado, me ayude á salir de debajo desta muía, (¡ue me tiene tomada
una pierna entre el estribo y la silJa.
— ¡Hablara yo para mañana! dijo Don (Quijote. ¿Hasta cuándo aguar-
da hades á decirme vuestro atanV
Dio luego voces á Sancho Panza (¡ue viniese; pero él no se cun') de
venir, })or(iue andaba ocupado desbalijando una acémila de repuesto
(|ue traían aquellos buenos señores, bien abastecida de cosas de comer.
Halló Sancho un talego ó costal en la acémila, y recogiendo todo lo
(jue pudo y cupo en él, cargó su jumento, y luego acudió á las voces
de su amo, y ayudó á sacar al señor bachiller de la opresión de la muía,
y l»oniéndole encima della, le dio la hacha, y Don (Quijote le dijo (|ue
siguiese la derrota de sus compañeros, á quien de su parte ))idiese })er-
doii del agravio, que no había sido en su mano dejar de haberle heclio.
Díjole también Sancho: «Si acaso quisieren saber esos señores quién
ha sido el valeroso que tales los jiuso, diráles vuestra merced que es el
famoso Don Quijote de la Mancha, <jue por otro nombre se llama d
Cahallero de la Trisfp Figura.»
Con esto se fué el bachiller. Olvidábaseme de decir que antes dijo
á Don (Quijote: «Advierta vuestra merced que queda descomulgado por
haber puesto las manos \dolentamente en cosa sagrada, jiixta illud: id
quis- sxadpnfe diaholo. etc.»
— No entiendo ese latín, respondió Don (Quijote; mas yo sé bien que
no })use las manos, sino este lanzón; cuanto más, que yo no pensé
que ofendía á sacerdotes ni á cosas de la Iglesia, á quien respeto y
120 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
adoro como católico y fiel cristiano que soy, sino á fantasmas y á ves-
tiglos del otro mundo; y cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo
que le pasó al Cid Rui Díaz cuando quebró la silla del Embajador de
aquel rey delante de su Santidad el papa, por lo cual le descomulgó; y
anduvo aquel día el buen Rodrigo de \'ivar como muy honrado y va-
liente caballero.
En oyendo esto el bachiller, se fué, como queda dicho, sin repli-
carle palabra; y Don Quijote preguntó á Sancho que qué le había mo-
vido á llamarle el CahaUero de Ja Triste Figura más entonces que nunca.
— Yo se lo diré, respondió Sancho; porque le he estado mirandi^ un
rato á la luz de aquella hacha que lleva a(|uel mal andante, y verdade
ramente tiene vuestra merced la más mala figura de poco acá que jamáí-
he visto; y débelo de haber causado, ó ya el cansancio deste combate.
ó ya la falta de las muelas y dientes. '
— No es eso, respondió Don (Quijote, sino que al sabio á cuyo cargc
debe de estar el escrebir la historia de mis hazañas, le habrá parecid*
({ue será bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomabau
todos los caballeros pasados: cuál se llamaba el de la Ardiente Espada
cuál, el del Unicornio, aquél, de las Doncellas, aqueste, el del A re Féni.r.
el otro, el Caballero del Grifo, estotro, el de la Muerte, y por estos nom
))res é insignias eran conocidos ])or toda la redondez de la Tierra; y así
digo que el sabio ya dicho te habrá pujesto en la lengua y en el pensa
miento ahora que me llamases el Caballero de la Triste Figura, come
pienso llamarme desde hoy en adelante; y para que" mejor me cuadre
tal nombre, determino de hacer i)intar, cuando haya lugar, en mi es
cudo una muy triste figura.
— No hay para qué, señor, (¿uerer gastar tiempo y dineros en hacei
esa figura, dijo Sancho; sino lo que se ha de hacer es que vuestra
merced descubra la suya y dé rostro á los que le miraren, que sin máí
ni más, y sin otra imagen ni escudo, le llamarán el de la Triste Figura,
y créame que le digo verdad, i)orque le prometo á vuestra merced
señor (y esto sea dicho en burlas), que le hace tan mala cara la hambrt
y la falta de las muelas, que, como ya tengo dicho, se podrá muy bier
excusar la triste pintura.
Rióse Don Quijote del donaire de Sancho; pero, con todo, propuse
de llamarse de aquel nombre, en pudiendo pintar su escudo ó rodéis
como liabía imaginado.
(¿uisiera Don Quijote mirar si el cuerpo que venía en la litera erar
huesos ó no; pero no lo consintió Sancho, diciéndole: «Señor, vuestrí
merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más á su salvo de todat
las que yo he visto. Esta gente, aunque vencida y desbaratada, podría
ser que cayese en la cuenta de que los venció sola una persona, y co
rridos y avergonzados desto, volviesen á rehacerse y á buscarnos, y nos
diesen muy bien en qué entender. El jumento está como conviene, lí
montaña, cerca, la hambre carga: no hay ({ue hacer más sino retirarnos
con gentil compás de pies; y, cojno dicen, vayase el muerto á la se]>ul
tura, y el vivo á la hogaza». Y antecogiendo su asno, rogó á su seño]
PRIMERA PARTE. CAPITULO XIX
121
<|ue le siguiese, el cual pareciéndole que Sancho tenía razón, sin vol-
verle á replicar, le síííuíó; y á poco trecho que caniinahan por entre dos
uiontañuelas, se hallaron en un espaciostj y escondido valle, donde se
apearon, y Sancho alivió al jumento, y tendidos sobre la verde hier-
ba, con la salsa de su hambre, almorzaron, comieron, merendaron y
cenaron á un mismo punto, satisfaciendo sus estómagos con más de
una ñambrera que los señores clérigos del difunto (((ue pocas veces se
dejan mal ¡lasar) en la acémila de su repuesto traían. Mas sucedióles
otra desgracia, que Sancho la tuvo ])or la i)eor de todas, y fué que no
tenían vino que beber, ni aun agua que llegar á la Ixtca; y acosados de
la sed, dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba colmado
de verde y menuda liierba. lo que se dirá en el siguiente capítulo.
C'APITULO XX
De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fué acabada de
famoso caballero en el mundo como la que acabó el valeroso Don Quijote
de la Mancha.
o es posible, señor mío, sino que estas hierbas dan testimonio de
que por aquí cerca debe de estar alguna fuente ó arroyo, que
estas hierbas humedece; y así, será bien que vamos un poco niiis
^^ ¡ adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terri
ble sed que nos fatiga, que, sin duda, causa mayor pena que la hambre.
Parecióle bien el consejo á Don Quijote; y tomando de la rienda a
Rocinante, y Sancho del cabestro á su asno, después de haber puesto
sobre él los relieves que de la cena quedaron, comenzaron á caminar
por el prado arriba á tiento, porque la escuridad de la noche no les d«
jaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado doscientos paso-
cuando llegó á sus oídos un grande ruido de agua, como que de algu-
nos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran
manera; y ])árándose á escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron á des-
hora otro estruendo, que les aguó el contento del agua, esf>ecialmente ;!
Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que ov<
ron que daban unos golpes á compás, con un cierto crujir de hi»
rros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, pusii
ran pavor á cualquier otro corazón que no fuera el de Don í^uijotí
Era la noche, como se ha dir-lu». escura, y ellos acertaron á estar enti
J
PARTE PEIMERA. CAPÍTULO XX 123
unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un
temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuri-
dad, el ruido del atrua con el susurro de las hojas, todo causaba horror
V espanto; y más cuandi^ vieron (|ue ni los <i()lj)es cesaban, ni el viento
dormía, ni la mañana Ueiíaba; añadiéndose á todo esto el ignorar el lu-
gar donde se hallaban.
Pero Don (Quijote. acom|)añado de su intré])ido corazón, saltó sobre
Rocinante, y enibra/.audo su adarga, terció su lanzón. y dijo: «Sancln>
amigo, has de saber que yo nací, por querer del Cielo, en esta nuestra
edad de hierro para resucitar en ella la de oro, ó la dorada, como suele
llamarse. Yo soy aquel i)ara quien están guardados los peligros, las
grandes hazañas, los valerosos hechos; yo soy, digo otra vez, quien ha
de resucitar los de la Tabla Redonda, los doce de Francia y los nueve
•de la Fama; y el (pie ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes.
Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los
famosos caballeros andantes del [)asado tiem})0, haciendo en éste en
<iue me hallo tales grandezas, extrañezas y techos de armas, que escu-
rezcan las más claras cjue ellos ticieron. Bien notas, escudero fiel y le-
gal, las tinieblas desta noche, su extraño silencio, el sordo y confuso
estruendo destos árboles, el temeroso ruido de a((uella agua, en cuya
busca venimos, que parece que se des]>eña y derrumba desde ios altos
montes de la Luna, y aquel incesable gol})ear «jue nos hiere y lastima
los oídos; las cuales cosas, todas juntas y cada una por sí, son i)astan-
tes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mesmo Maile,
cuanto más en acjuel «¡ue no está acostumi)rado á semejantes aconteci-
lientos y aventuras. Pues todo esto que yo te pinto son incentivos y
<iesi)ei-tadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en
v\ pecho con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más difi-
cultosa que se muestra; así (jue aprieta un poco las cinchas á Rocinante,
y (piédate á Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, desi)ués de
los cuales, si no volviere, puedes tú volverte á nuestra aldea; y desde
allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás á la
incom[)aral)le señora mía, Dulcinea, que su cautivo caballero murió
por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.»
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó á llorar con
la mayor ternura del nmndo y á decirle: «¡Señor, yo no sé j)or qué
<|uiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aventura! Ahora
es de noche, aquí no nos ve nadie; bien })odemos torcer el camino y
desviarnos del |)eligro, auntjue no beldamos en tres días; y pues no
hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobai'des. Cuanto
más, que yo he oído muchas veces predicar al cura de nuestro lugar.
<iue vuestra merced muy bien conoce, <(ue quien busca el peügro pe-
rece en él; así que uo es bien tentar á Dios acometiendo tan desafora-
do hecho, donde no se puede escapar sino por milagro; y basta los
(jue ha hecho el Cielo con vuestra merced en librarle de ser manteado
como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo de entre tantos
enemigos como acompañaban •'! «liíunto. Y cuando todo esto no nuie-
124 D05r QUIJOTE DE LA MANCHA
va ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar y creer que apenas
se habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé
mi ánima á quien quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra y dejé liijos
y mujer por Avenir á servir á vuestra merced, creyendo valer más, y
no menos; pero como la codicia rompe el saco, á mí me ha rasgado
mis esperanzas; pues cuando más vivas las tenía de alcanzar aquella
negra y malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha pro-
metido, veo que en pago y trueco della me quiere ahora dejar en un
lugar tan apartado del trato humano. Por un solo Dios, señor mío,
<|ue non se me faga tal desaguisado; y ya (jue del todo no quiera vues-
tra merced desistir de acometer este fecho, dihitelo á lo menos liasta la
mañana, que, á lo que á mí me muestra la ciencia que aprendí cuando
era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas, porque la
l>oca de la bocina e^iá encima de la cabe/a, y liace la media noclie en
la línea del l)razo izquierdo.
— ^¿('ómo puedes tú, Sancho, dijo Don (Quijote, ver dónde hace esa
hnea, ni dónde está esa boca ó ese colodrillo que dices, si hace la noche
tan escura, que no parece en todo el cielo estrella alguna?
— Así es, dijo Sancho; pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las
cosas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo; puesto (pie por
l)uen discurso bien se puede entender que falta poco de aquí al día.
— Falte lo que faltare, respondió Don Quijote, que no se ha de decir
poi- mí ahora ni en ningún tiempo que lágrimas y ruegos me aparta-
ron de hacer lo (|ue debía á estilo de caballero; y así, te ruego, Sancho,
([ue calles; que Dios, ([ue me ha puesto en corazón de acometer aliora
esta tan no vista y tan temerosa aventura, tendrá cuidado de mirar
por mi salud y de consolar tu tristeza: lo que has de hacer es apretar
bien las cinchas á Rocinante y (juedarte aquí, que yo daré la vuelta
presto ó vivo ó muerto.
Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo, y cuan ])oco
valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprove-
charse de su industria, y hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y así,
cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido
ató con el cabestro de su asno ambos pies á Rocinante, de manera (jue
cuando Don Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se
pf)día mover sino á saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su
embuste, dijo: «Ea, señor; que el Cielo, conmovido de mis lágrimas y
])legarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos que-
réis porfiar y espolear y dalle, será enojar á la fortuna y dar coces,
como dicen, contra el aguijón.»
Desesperábase con esto Don Quijote, y por más que ponía las pier-
nas al caballo, menos le podía mover; y sin caer en la cuenta de la li-
gadura, tuvo por bien de sosegarse y esperar, ó á que amaneciese, ó á
<|ue Rocinante se menease, creyendo sin duda que aquello venía de
otra parte (jue de la industria de Sancho; y así, le dijo: «Pues así es,
Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar
á que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.»
PAETE PRIMERA. CAPÍTULO XX 125
No hay que llorar, respondió Sancho, (jue yo entretendré á vuestra
itR'iced contando cuentos desde ai\ui al día, si ya no es que se quiere
apear y echarse á dormir un poco sohre la verde hierha, á uso de caha-
llcios andantes, para hallarse más descansado cuando lle.nue el día, y
l>unto (le acometer esta tan desemejahle aventura (pie le espera.
— ¿A qué llamas apear ó á qué dormirV, dijo Don (Quijote. r,S(iy yo,
l>or ventura, de aquellos cahalleros f[ue toman reposo en los pelit^ros?
Duerme tú, (jue naciste para dormir, o haz lo ((ue fpiisieres, (pie yo
haré lo que viere (pie más viene con mi pretensiíín.
— No se enoje vuestra merced, señor nn'o. rcs]tondi(') Saiu lio. (¡uc no
lo dije por tanto.
Y llejíándose á él, puso la una mano v\i d ar/on drlanu-io. y la onfi
en el otro, de modo que (piedé) ahrazado con el muslo iz(juierdo de su
amo, sin osarse a|)artar (h'l un dedo: tal era el miedo (|ue tenía á los
uoli)es que todavía alternativamente sonahan. DíJíjIc Don (Quijote rpie
contase algún cuento para entretenerle, como se lo hahía prometi-
do; á lo que Sancho dijo (|U(> sí hiciera, si le dejara el temor de
lo f[ue oía.
— Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una histoiia. <|ue si la
acierto á contar y no me van á la mano, es la mejor de las historias; y
cstéme vuestra merced atento, que ya comienzo. Érase que se era, el
hien que viniere para todos sea, y el mal para quien lo fuere á huscar...
Y advierta vuestra merced, señor mío, que el princijáo <jue los anti-
uuos dieron á sus consejas no fué así como (juiera; (pie fué una senten-
cia de Catón Zonzorino romano, (pie dice: Y el mal para quien le fuere
ú huscar, (jue viene aquí como anillo al dedo para (jue vuestra merced
se esté quedo y no vaya á buscar el mal á ninguna parte, sino que nos
Nolvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza á (|ue sigamos éste,
donde tantos miedos nos sobresaltan.
— Sigue tu cuento, Sancho, dijo Don Qliijote. y del camino (j^ue he-
mos de seguir déjame á mí el cuidado.
— Digo, pues, prosiguió Sancho, que en un lugar de Extremadura
había un pastor cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras), el cual
})astor ó cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamal)a Lope Ruiz, y
este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamal)a To-
rralva. la cual pastora llamada Torralva, era hija de un ganadero rico,
y este ganadero rico...
— Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote, re-
l»itiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días: dilo
seguidamente, y cuéntalo como hombre de entendimiento; y si no. no
digas nada.
— De la misma manera que yo lo cuento, respondió Sancho, st- cuen-
tan en mi tierra todas las consejas; y yo no sé contarlo de otra, ni es
l)ien que vuestra merced me pida f[ue liaga usos nuevos.
— Di como quisieres, respondió Don Quijote, que pues la suerte
(piiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue.
— Así que, señor mío de mi ánima, prosiguió Sancho, como ya tengo
126
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
dicho, este pastor andaba enamorado de Torralva la pastora, que era
una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo á hombruna, porque tenía
unos pocos bigotes, que parece que ahora la veo.
— ¿Luego conoeístela tú?, dijo Don Quijote.
— No la conocí yo, respondió Sancho; pero quien me contó este
cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien cuando
lo contase á otro afírmar y jurar que lo había visto todo. Así que,
3^endo días y viniendo días, el Diablo, que no duerme y que todo lo
añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía á la pastora se
volviese en omecillo y mala voluntad; y la causa fuá, según malas len-
ouas, una cierta cantidad de cehllos que ella le dio, tales que pasaban
Eütró el pescador en el barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; torno á volver,
y tornó á pasar otra...
de la raya y llegaban á lo vedado; y fué tanto lo <iue el pastor la abo-
rreció de allí adelante, ({ue, por no verla, se quiso ausentar de aquella
tierra, é irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralva, que se
vio desdeñada del Lo})e, luego le quiso bien, más que nunca le había
(juerido.
— Ésa es natural condición de mujeres, dijo Don Quijote; desdeñar
á quien las quiere, y amar á quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho.
— Sucedió, dijo Sandio, que el pastor puso por obra su determina-
ción; y antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Ex-
tremadura para pasarse á los reinos de Portugal: la Torralva, que lo
supe), se fué tras él, y seguíale á pie y descalza desde lejos, con un
)>ordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según
e.í fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y no sé qué botecillo
de mudas para la cara. Mas, llevase lo que llevase (que 3^0 no me quiero
meter ahora en averiguallo), sólo diré que dicen que el pastor llegó con
su ganado á pasar el río Guadiana; y en aquella sazón iba crecido y
casi fuera de madre, y por la parte que llegó, no liabía barca ni barco,
ni quien le pasase á él ni á su ganado de la otra j)arte; de lo que se
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO XX 127
congojó mucho, j)orque veía que la Torralva venía ya nuiv cerca, y le
había de dar niucba pesadumbre con sus ruejíos y láurimas. Mas tanto
anduvo mirando. (|ue vio un pescador, (jue tenía junto á sí un barco
tan pe<|ueñ(), que s<»lamente jtodían caber en él una ¡¡ersona y una ca-
bra; y con todo esto, le habló y concertó con él que le i)asase á él y á
trescientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco, y pasó
una cabra; volvió, y pasó otra; tornó á volver, y tornó á j^asar otra...
Tcnua vuestra meived cuenta con las ca])ras (pie el pescador va pasan-
do, ]>or([ue si se pierde una de la memoria, se acal>ará el cuento y no
será posible contar más [)alabra del. SÍíío, pues, y di<ji:o que el desem-
barcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba
el pescador mucho tiemjio en ir y volver: cf>n todo esto, vohaó por otra
cabra, y oti-a y otra.
— Ha/, cuenta (jue las pasó todas, dijo Don (Quijote: no andes yendo
y viniendo desa manera, (pie no acabarás de pasarlas en un año.
— ¿Cuántas han ¡jasado hasta ahoraV, dijo Sancho.
— ¿Yo qué diablos sé?, res])ondJó Don Quijote.
— He ahí lo (jue yo dije, que tuviese buena cuenta, ¡l'ues. ])or Dios,
( pie se ha acalcado el cuento; (pie no hay pasar adelante!
■ — ¿Cómo puede ser esoV, res})ondi(') Don (¿uijote. ¿Tan de esencia de
la historia es saber las cal)ras que han j)asadf) por extenso, que si se
\erra una del número no puedes sejíuir adelante con la historia?
— No, señor, en ninííuna manera, res])oiidi(') Sancho; ponpie así como
yo prejiíinté á vuestra merced que me (iijese cuántas cabras ha}>ían ]>a-
sado, y me res})ondió ([ue no sal^a, en a(]uel mesmo instante se me fué
de la memoria cuanto me quedaba ]toi- d(M-ir; y á fe (|ue era de mucha
verdad y contento.
— ¿De modo, dijo Don (Quijote. <iue ya la liistoria es acal>adaV
— Tan acabada es como mi madre, dijo Sancho.
— Dí^-ote de verdad, respondió Don (¿uijote, (¡ue tú has contado una
de las más nuevas consejas, cuento ó historia ([ue nadie pudo ])ensar
en el mundo, y que tal modo de contarla ni dejarla jamás' se podrá ver
ni habrá vistf) en toda la vida; aun(pie no esperaba yo otra cosa de tu
buen discurso. Mas no me maravillo. ])ues quizá estos golpes, que no
cesan,' te deben- de tener turbado el entendimiento.
— Todo puede ser, respondió Sancho; mas yo sé que en lo de mi
cuento no hay más que decir; que allí se acaba do comienza el yerro
de la cuenta del pasaje de las cabras.
— Acabe noral)uena donde quisiere, dijo Don Quijote, y veamos si
se })uede mover Rocinante. Torn(')le á poner las piernas, y él tornó á
dar saltos y á estarse quedo: tanto estaba de bien atado.
En esto parece ser, ó que del frío de la mañana que ya venía, ó que
Sancho hubiese cenado aliíunas cosas lenitivas, ó que fuese cosa natu-
ral ((jue es lo que más se debe creer), á él le vino en voluntad y deseo
de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo
<|ue había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un neí^ro de
uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tam])oco era
B. P.— XX K»
128 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
posible; y así, lo que hizo, por bien de paz, fué soltar la mano derecha
que tenía asida al arzón trasero, con la cual, bonitamente y sin rumoi
alguno, se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían
sin ayuda de otra alguna; y en quitándosela, dieron luego abajo y s(
le quedaron como grillos; tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo
y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hechc
esto (que él pensó que era lo más que tenía cjue hacer para salir de
aquel terrible aprieto y angustia), le sobrevino otra mayor, que fué que
le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comen
zó á apretar los dientes y á encoger los hombros, recogiendo en sí el
aliento todo cuanto podía; pero con todas estas diligencias fué lan des
dichado, que al cabo, al cabo vino á hacer un poco de ruido, bien dife
rente de aquel que á él le ponía tanto miedo.
Oyólo Don Quijote y dijo: «¿Qué rumor es ése, Sancho?»
—Ño sé, señor, respondió él: alguna cosa nueva debe de ser; que las
aventuras y desventuras nunca comienzan por poco. Tornó otra vez á
probar ventura, y sucedióle tan bien, que sin más ruido ni alboroto que
el pasado, se halló hbre de la carga que tanta pesadumbre le había
dado. Mas como Don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como
el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por
línea recta subían los vapores liacia arriba, no se pudo excusar de que
algunos no llegasen á sus narices; y apenas hubieron llegado, cuando
él fué al socorro, apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo gan-
goso dijo: «Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.»
— Sí tengo, respondió Sancho; mas ¿en qué lo echa de ver vuestra
merced ahora más que nunca?
— En que ahora más que nunca hueles, y no á ámbar, respondió
Don Quijote.
— Bien podrá ser, dijo Sancho; mas yo no tengo la culpa, sino
vuestra merced, que me trae á deshoras y por estos no acostumbrados
pasos.
— Retírate tres ó cuatro allá, amigo, dijo Don Quijote (todo esto sin
quitarse los dedos de las narices), y desde aquí adelante ten más cuenta
con tu persona y con lo que debes á la mía; que la mucha conversa-
ción que tengo contigo ha engendrado este menosprecio.
— Apostaré, replicó Sancho, que piensa vuestra merced que yo lie
hecho de mi persona alguna cosa que no deba.
— Peor es meneallo, amigo Sancho, respondió Don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo;
mas, viendo Sancho que á más andar se venía la mañana, con mucho
tiento desligó á Rocinante y se ató los calzones. Como Rocinante se vio
libre, aunque él de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y
comenzó á dar manotadas, porque corvetas, con perdón suyo, no las
sabía hacer. Viendo, pues, Don Quijote que ya Rocinante se movía, lo
tuvo á buena señal, y creyó que lo era de que acometiese aquella teme-
rosa aventura. Acabó en esto de descubrirse el alba y de parecer dis-
tintamente las cosas, y vio Don Quijote que estaba entre unos árboles
PARTE PRIMERA. — CAPITULO XX 129
altos, que eran castaños, que hacen la sombra muy escura; sintió tam-
bién que el «golpear no cesaba; pero no vio quién lo podía causar; y
así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas á Rocinante, y tornando
á despedirse de Sancho, le mandó que allí le aou-irdase tres días á lo
más largo, como ya otra vez se lo había dicho, y que si el cabo dellos
no hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dioj j ¡tibia sido servido de
que en aquella pcli.urosa aventura se le acabasen sus días. Tornóle á
referir el recado y embajada que había de llevar de su parte á su seño-
ra Dulcinea, y que, en lo que tccaUa á la paga de sus servicios, no tu-
viese pena, porqr.e él había dejado hecho su testamento antes que sa-
liera de su lugar, donde se hallaría gratificado de todo lo tocante á su
salario, rata por cantidad, del tiempo que hubiese servido; pero que si
Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podía te-
ner por muy más que cierta la prometida ínsula. De nuevo tornó á llo-
rar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor,
y determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de aquel nego-
cio. Destas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza
saca el autor desta historia que debía de ser bien nacido, y por lo me-
nos cristiano viejo; cuyo sentimiento enterneció algo á su amo, pero no
tanto que mostrase flaqueza alguna; antes disimulando lo mejor que
pudo, comenzó á caminar hacia la parte por donde le pareció que el
ruido del agua y del golpear venía.
Seguíale Sancho á pie, llevando, como tenía de costumbre, del ca-
bestro á su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas
foríunas; y habiendo andado una buena pieza por entre aquellos casta-
ños y árboles sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de unas al-
tas peñas se hacía, de las cuales se pre^ioitaba un grandísimo golpe de
agua; al pie de las peñas estaban unas casas mal hechas, que más pa-
recían ruinas de edificios que casas, de entre las cuales advirtieron qiie
salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que aún no cesaba. Albo-
rotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y sosegán-
dole Don Quijote, se fué llegando poco á poco á las casas, encomeiv
dándose de todo corazón á su señora, suplicándole que en aquella te-
merosa jomada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba
también á Dios que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, t- 1
cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de
Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía.
Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando, al doblar de una
punta, pareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese
ser otra, de aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan sus-
pensos y medrosos toda la noche los había tenido. Y eran (si no lo
has, {oh lector!, por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán, que con
sus alternativos golpes aquel estruendo formaban.
Cuando Don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse de
arriba abajo. Miróle Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre
el pecho, con muestras de estar corrido. Miró también Don Quijote
á Sancho, y viole que tenía los carrillos hinchados, y la boca llena de
Soltf) la presa de manera' quf' tuvo upcesidad de apretarse las íjftduf; con lo.s puños
< ■ pal- no reveat ir riendo.
PARTE PRIMERA. CAPITULO XX 131
risa, con evidentes señales de cjuerer reventar con ella; y no pudo su
melancolía tanto con él, que á la vista de Sancho pudiese dejar de reír-
se; y como vio Sandio que su amo había comenzado, soltó la presa de
manera (jue tuvo necesidad de ai)retarse his ijadas con los })uños por
no reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió á su risa
con el mismo ínqjetu que primero, de lo cual ya se daba al diablo Don
Quijote, y más cuando le oyó decir, como por modo de fisga: «^^Has de
saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo nací, por querer del Cielo, en esta
nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la dorada ó de oro: yo soy
aquel para quien están guardados los ))eligros, las hazañas grandes, los
valerosos fechos >; y por aquí fué repitiendcj todas ó las más razones
que Don Quijote dijo la vez piimera tjue oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, Don (Quijote que Sancho hacía burla del, se corrió y
enojó en tanta manera, (pie alzó el lanzón y le asestó dos palos tales,
([ue si como los recibió en las espaldas los recibiera en la cabeza, que-
dara libre de pagarle el salario, si no fuera á sus herederos. Viendo
Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con temor de que su
amo no pasase adelante en ellas, con mucha humildad le dijo: «¡Sosié-
gúese vuestra merced; (jue, i)or Dios, (jue me burlo!»
— Pues porque os burláis, no me burlo yo, res})ondió Don Quijote.
¡Venid acá, señor alegre! ¿Pareceos á vos que si, como éstos fueron
mazos de batán, fueran otra peligrosa aventura, no habría yo mostrado
el ánimo que convenía para em])rendella y acaballa? ¿Estoy yo obliga-
do, á dicha, siendo, como soy, caballero, á conocer y distinguir los so-
nes, y saber cuáles son de batanes ó no? Y más, ([ue ])odría ser, como
es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habréis visto,
como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos. Si no, haced
vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos á las
barbas uno á uno, ó todos juntos, y cuando yo no diere con todos patas
arriba, haced de mí la burla ([iie quisiéredes.
—¡No haya más, señor mío, replicó Sancho. <]ue yo confieso que he
andado algo risueño en demasía! Pero dígame vuestra merced, ahora
que estamos en paz, así Dios le saque de todas las aventuras que le su-
cedieren tan sano y salvo como le ha sacado désta: ¿no ha sido cosa de
reir, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos
el que yo tuve; que de vuestra merced, ya yo sé (]ue no le conoce, ni
sabe qué es temor ni espanto.
— No niego yo, respondió Don Quijote, que lo que nos ha sucedido
no sea cosa digna de risa; i)ero no es digna de contarse, que no son to-
das las personas tan discretas que sepan })oner en su jmnto las cosas.
— A lo menos, respondió Sancho, supo vuestra merced poner en su
punto el lanzón, apuntándome á la cabeza y dándome en las esi)aldas,
gracias á Dios y á la dihgencia que puse en ladearme. Pero vaya, que
todo saldrá en la colada; que yo he oído decir: Ese te quiere bien que
te hace llorar; y más, que suelen los })rincipales señores tras una mala
l)alabra que dicen á un criado, darle luego unas calzas: auníjue no sé
lo que le suelen dar tras lialierle dado de palos, si ya no es que los
132 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
caballeros andantes dan tras palos ínsulas ó reinos en tierra firme.
— Tal podría correr el dado, dijo Don Quijote, que todo lo que dices
viniese á ser verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes
que los primeros mo\dmientos no son en mano del hombre; y está ad-
vertido de aquí adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes
en el hablar demasiado conmigo; que en cuantos libros de caballerías
he leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero ha-
blase tanto con su señor como tú con el tuyo; y en verdad que lo tengo
á gran falta tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en que
no me dejo estimar en más. Sí, que Gandalín, escudero de Amadís de
Gaula, conde fué de la ínsula firme, y se lee del que siempre hablaba á
su señor con la gorra eü la mano, inclinada la cabeza y doblado el
cuerpo, more iurquesco. Pues ¿qué diremos de Gasabal, escudero de Don
Galaor, que fué tají callado, que para declararnos la excelencia de su
maravilloso silencio sólo una vez se nombra su nombre en toda aquella
tan grande como verdadera historia? De todo lo que he dicho has de
inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo á mozo, de
señor á criado, y de caballero á escudero; así que desde hoy en ade-
lante nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, por-
que de cualquier manera que yo me enoje con vos, ha de ser mal para
ei cántaro. Las mercedes y beneficios que yo os he prometido llegarán
á su tiempo; y si no llegaren, el salario á lo menos no se ha de perder,
como ya os he dicho.
— Está bien cuanto vuestra merced dice, dijo Sancho; pero querría
yo saber (por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese ne-
cesario acudir á lo de los salarios) cuánto ganaba un escudero de un
caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaban por meses ó
por días, como peones de albañir.
— No creo yo, respondió Don Quijote, que jamás los tales escuderos
estuvieron á salario, sino á merced; y si yo ahora te he señalado á ti
en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fué por lo que podía su-
ceder; que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos
nuestros la caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi áni-
ma en el otro mundo. Porque quiero que. sepas, Sancho, que en él no
hay estado más peligroso que el de los aventureros.
— Así es verdad, dijo Sancho, pues sólo el ruido de los mazos de un
batán pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso an-
dante aventurero como es vuestra merced; mas bien puede estar seguro
que de aquí adelante no despliegue mis labios para hacer donaire de
las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle como á mi amo
y señor natural.
— Desa manera, replicó Don Quijote, vivirás largamente sobre la haz^
de la Tierra, porque después de á los padres, á los amos se ha de respe-
tar como si lo fuesen.
^^'^^
CAPITULO XXI
Oue trata de la alia aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrlno, con
otras cosas sucedidas á nuestro invencible caballero.
N esto comenzó á llover un poco, y quisiera Sancho c{ue se en-
traran en el ínterin en los batanes; mas habíales cobrado tal
aborrecimiento Don Quijote por la pasada burla, que en nin-
guna manera quiso entrar dentro; y así, torciendo el camino á
la derecha mano, dieron en otro como el (jue habían llevado el día de
antes. De allí á poco descubrió Don (^^ijote un liombre á caballo que
traía en la cabeza una cosa que reluml^raba como si fuera de oro; y
xipenas le hubo \ásto, cuando se volvió á Sancho y le dijo: «Paréceme,
Sancho, que no ha}' refrán que no sea verdadero, porque todo son sen-
tencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas,
•especialmente aí^uel que dice: Donde una jmerta se cierra, otra se abre.
Dígolo })orque si anoche nos .cerró la ventura. la puerta de la que bus-
•cábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par
otra para otra mejor y más cierta aventura, que si yo no acertare á en-
trar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar á la poca noticia
de batanes ni á la escuridad de la noche. Digo esto porque, si no me
•engaño, liacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo
■de Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sabes.
— Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace, dijo
134 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Sancho; que no (periía que fuesen otros batanes, que nos acabasen de
batanar y aporrear el sentido.
— ¡Válete el Dia})lo por hombre!, replicó Don Quijote. ¿Qué va de yel-
mo á batanes'?
— No sé nada, respondió Sancho; mas á fe que si yo pudiera hablar
tanto como solía, que quizá diera tales razones, que vuestra merced
viera que se engañaba en lo que dice.
— ¿Cómo me puedo engañar en lo (|ue digo, traidor escru[)ulosoy,
dijo Don Quijote. Dime: ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros
viene sobre un caballo rucio, rodado, que trae })uesto en la cabeza un
yelmo de oro?
— Lo que yo veo ó columbro, respondió Sancho, no es sino un hom-
bre sobre un asno pardo como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa
que relumbra.
— Pues ése es el yelmo de Mambrino, dijo Don Quijote: ai)áriate á
una parte y déjame con él á solas; verás cuan sin hablar palabra, por
ahorrar de tiempo, concluyo esta aventura, y queda por mío el yelmo
que tanto he deseado.
— Yo me tengo en cuidado el a})artarme, replicó Sancho; mas quiera
Dios, torno á decir, ((ue orégano sea, y no batanes.
— Ya os he diclio, hermano que no me mentéis ni por pienso más
eso de ios batanes, dijo Don Quijote; ¡que voto..., y no digo más, que
os batanee el alma!
Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto, ([ue le
había echado redondo como una bola.
Es, i)ues, el caso que el yelmo y el caballo y caballero que Don
Quijote veía, era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el
uno tan pequeño que ni tenía botica ni barbero, y el otro que estaba
junto á él, sí; y así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual
tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de hacerse la barba,
para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar; y quiso la
suerte que al tiempo que venía comenzó á llover; y ])or([ue no se
le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía
sobre la calveza; y como estaba limpia, desde media legua relumbraba.
Venía sobre un asno pardo, com^ Sancho dijo, y ésta fué la ocasión
porque á Don (¿uijote le pareció caballo rucio, rodado, y caballero y
yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con mucha facilidad las
acomodaba á sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos;
y cuando él vio que el pobre barbero ílegaba cerca, sin ponerse con
él en razones, á todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón
bajo, llevando intención de pasarle de parte á parte; mas cuando á él
llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo: «¡Defiéndete, cau-
tiva criatura, ó entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón se
me debe! >
El barbero, que tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquella
fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio jjara poder guardarse del
gol})e de la lanza, sino fué el dejarse caer del asno abajo; y no hubo
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXI
135
tocado al suelo, cuando se levantó más liiíero que un gamo, y comenzó
á correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento.
Dejóse la vacía en el suelo, con la cual se contentó Don Quijote, y
dijo que el j)a.uano había andado discreto, y (jue había imitado al
castor, el cual, viéndose acosado de los cazadores, se taraza y corta
con los dientes aijuello por lo (¡ue él, por distinto natural, sabe (^ue
es perseguido.
Mandó á Sancho que alzase el yelmo; el cual, tomándole en las
manos, dijo: "¡Por Dios, que la bacía es buena, y que vale un real de
á ocho como un maravedí! ; y dándosela á su amo, se la puso luego
en la cabeza, rodeándola á una ])arte y á otra, buscándole el encaje; y
como no se le hallaba, dijo: < Sin duda que el f)aganf) á cuya medida
El barbei-o, que tan kíii pensarlo ni temrrlo, vid venir aquella fantasma sobre .'i...
se forjó primero esta famosa celada, debía de tener grandísima calveza;
y lo peor dello es que le falta la mitad. »
Cuando Sancho oyó llamar á la bacía celada, no pudo tener la risa;
mas vínosele á las mientes la cólera de su amo, v calló en la mitad
della.
— ¿De qué te ríes, Sancho?, dijo Don (Quijote.
— Rióme, respondió él, de considerar la gran cabeza que tenía el
pagano dueño deste almete, que no semeja sino una bacía.de barbero
y)intiparada.
— ¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa i>ieza deste encan-
tado yelmo, por algún extraño accidente debió de venir á manos de
quien no supo conocer ni estimar su valor; y sin saber lo (pie hacía,
viéndola de oro purísimo, debió de fundir la una mitad })ara apro-
vecharse del precio, y de la otra mitad hizo ésta que parece bacía
de barbero, como tú dices; pero sea lo que fuere, que para mí, que la
conozco, no hace al caso su transmutación, (jue yo la aderezaré en el
primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja,
ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el
136 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
dios de las batallas; y en este entretanto la traeré como pudiere, que
más vale algo que no nada; cuanto más, que bien será bastante para
defenderme de alguna pedrada.
— Eso será, dijo Sancho, si no se tira con lionda, como se tiraron
en la pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron á vuestra merced
las muelas y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo
brebaje que me hizo vomitar las asaduras.
— No me da mucha pena el haberle perdido; que ya sabes tú, Sancho,
-dijo Don Quijote, que yo tengo la receta en la memoria.
— También la tengo yo, respondió Sancho; pero si yo le hiciere ni le
probare más en mi vida, aquí sea mi hora: cuanto más, que no pienso
ponerme en ocasión de haberle menester, porque pienso guardarme con
todos mis cinco sentidos de ser ferido ni de ferir á nadie. De lo del ser
otra vez manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se
])ueden prevenir; y si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger
los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos, y dejarse ir por donde
la suerte y la manta nos llevare.
— Mal cristiano eres, Sancho, dijo oyendo esto Don Quijote; porque
nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho. Pues sábete que es
de pechos nobles y generosos no hacer caso de, niñerías. ¿Qué pie
sacaste cojo? ¿qué costilla quebrada? ¿qué cabeza rota, para que no
se te olvide aquella burla? Que, bien apurada la cosa, burla fué y
pasatiempo; que, á no entenderlo yo así, ya yo hubiera vuelto allá
y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los grie-
gos por la robada Elena, la cual, si fuera en este tiempo, ó mi Dulcinea
fuera en aquél, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de fer-
moáa como tiene; y aquí dio un suspiro que le puso en las nubes.
Y dijo Sancho: «Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar
•en veras; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé
también que no se me caerán de la memoria, como nunca se me quita-
rán de las espaldas los estacazos de los yangüeses. Pero dejando esto
-aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio, roda-
do, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino
<|ue vuestra merced derribó; que, según él puso los i)ies en polvorosa
V cogió las de ^'^illadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás; ¡y
para mis barbas si no es bueno el rucio!»
— Nunca yo acostumbro, dijo Don Quijote, despojar á los que venzo,
ni es uso de caballería quitarles los caballos y dejarlos á pie; si ya no
fuese que el vencedor hubiese perdido en la })endencia el suyo; que en
tal caso, lícito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita;
así que, Sancho, deja ese caballo ó asno, ó lo que tú quisieres que sea;
que, como su dueño nos veo alongados de aquí, volverá por él.
— Dios sabe si quisiera llevarle, replicó Sancho, ó por lo menos troca-
Ue con este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son
estrechas las leyes de caballería, pues no se extienden á dejar trocar un
asno por otro, y cjuerría saber si podría trocar los aparejos siquiera.
— En eso no estoy muy cierto, respondió Don Quijote; y en caso de
PARTE PRIMERA.— CAPÍTULO XXI 137
(luda. Imsta estar mejor informado, dií^o que los trueques, si es que tie-
nes dellos necesidad extrema.
— Tan extrema es, respondió Sandio, que si fueran })ara mi mesma
l)ersona, no ios hubiera menester más; y luego, habilitado con aquella
licencia, hizo mufaiio capparum, y puso su jumento á las mil lindezas,
iiejándole mejorado en tercio y quinto.
Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acémila des-
l^ojaron, y bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la
<ara ii mirallos: tal era el aborrecimiento que les tenían, por el miedo
on que los habían puesto. Cortada, pues, la cólera, y aun la malenconía,
subieron á caballo, y sin tomar determinado camino (por ser muy de
caballeros andantes el no tomar ninguno cierto), se })Usieron á caminar
|)or donde la voluntad de Rocinante (¡uiso, que se lleval)a tras sí la de
su amo. y aun la del asno, que siempre le seguía, por dondequiera que
líuiaba, en buen amor y compañía. Con todo esto, volvieron al camino
real, y siguieron por él á la ventura sin otro designio alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho á su amo: «Señor, ¿(juiere
vuestra merced darme licencia (pie departa un ]>oco con élV C^ue de!«-
jiués que me })Uso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han
j)odrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola, que ahora
tengo en el pico de la lengua, no querría (pie se malograse.»
— Dila, dijo Don Quijote, y sé breve en tus razonamientos, que nin-
guno hay gustoso si es largo.
— Digo, pues, señor, respondió Sancho, que de algunos días á esta
parte he considerado cuan })oco se gana y granjea de andar buscando)
estas aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encru-
cijadas de caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más peligro-
sas, no hay quien las vea ni sepa, y así, se han de (quedar en perpetuo
silencio y en perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo (jue
ellas merecen; y así, me parece que sería mejor (salvo el mejor parecer
de vuestra merced) que nos fuésemos á servir á algún emi)erador, ó á
otro príncipe grande (|ue tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra
merced muestre el valor de su persf)na, sus grandes fuerzas y mayor
tíiitendimiento; que, visto esto del señor á (juien sirviéremos, })or fuerza
nos ha de remunerar á cada cual según sus méritos; y allí no faltará
<|uien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced para perpetua
memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites
escuderiles; aunque sé decir que si se usa en la caballería escribir ha-
zañas de escuderos, tpie no pienso que se han de (juedar las mías entre
renglones.
— No dices, mal, Sancho, respondió Don Quijote; mas antes que se
llegue á ese termino, es menester andar por el mundo, como en pro-
bación, buscando las aventuras, [>ara que, acabando algunas, se cobre
nombre y fama tal, ([ue cuando se fuere á la corte de algún gran
monarca, ya sea el caballero conocido por sus obras, y que apenas le
hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la ciudad, cuando
todos le sigan y rodeen, dando voces diciendo: «Éste es el caballero del
138 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Sal (ó de la Serpiente, ó de otra insignia alguna debajo de la cual hu-
biere acabado grandes hazañas); éste es, dirán, el que venció en singu-
lar batalla al gigantazo Brocabruno de la gran fuerza; el que desencantó
al gran Mameluco de Persia del largo encantamiento en que había es:
tado casi novecientos años.» Así que, de mano en mano, irán prego-
nando sus hechos; y luego, al alboroto de los muchachos y de la demás
gente, se parará á las fenestras de su real palacio el rey de aquel rei^
no; y así como vea al caballero, conociéndole por las armas ó por la
empresa del escudo, forzosamente hade decir: «¡Ea sus; salgan mis
caballeros, cuantos en mi corte están, á recibir á la flor de la caballe-
ría, que allí viene!»: á cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará
hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le
dará paz besándole en el rostro, y luego le llevará por la mano al apo-
sento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta
su hija, que ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas-
(|ue en gran parte de lo descubierto de la Tierra á duras penas se pue-
dan bailar. Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los
ojos en el caballero, y él en los della, y cada uno parezca al otro cosa
más divina que humana; y sin saber cómo ni cómo no, han de quedar
presos y enlazados en la intrincable red amorosa, y con gran cuita eu'
sus corazones, por no saber cómo se han de fablar para descubrir sus
ansias y sentimientos. Desde allí le llevarán, sin duda, á algún cuarto-
del i)alaci() ricamente aderezado, donde. habiénd(^le quitado las armas,
le traerán un rico mantón de escarlata con que se cubra; v si bien })a-
reció armado, tan bien y mejor ha de parecer en farseto. Venida la no-
che, cenará con el rey, reina é infanta, donde nunca quitará los ojos-
della, mirándola á furto de los circunstantes; y ella hará lo mesmo con
la mesma sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy discreta don-
cella. Levantarse han las tablas, y entrará á deshora i)or la puerta de
la sala un feo y pequeño enano con una fermosa dueña, que entre dos
gigantes, detrás del enano, viene con cierta adivinanza hecha por un
antiquísimo sabio, que el que la aceptare será tenido por el mejor ca-
ballero del nmndo. Mandará luego el rey que todos los que están pre-
sentes la pruel)en, y ninguno le dará signiñcación. sino el caballero
huésped, en mucho pro de su fama, de lo cual (quedará contentísima la
infanta, y se tendrá por contenta y pagada además por haber puesto y
colocado' sus pensamientos en taii alta parte. Y lo bueno es que este
rey ó príncipe, ó lo que es, tiene una muy reñida guerra con otro tan
])oderoso como él; y el caballero huésped le i)ide (al cabo de algunos
días que ha estado en su corte) Ucencia para' ir á servirle en aquella
guerra dicha. Darásela el rey de muy buen talante, y el caballero le
besará cortésmente las manos por la merced que le face; y aquella no-
che se despedirá de su señora la infanta por las rejas del aposento don-
de ella duerme, que caen á un jardín, por las cuales ya otras muchas,
veces la habrá fablado, siendo medianera y sabidora de todo una don-
cella de quien la infanta mucho se fía. Suspirará él, desmay arase ella,
traerá agua la doncella, acuitaráse mucho porque viene la mañana, y
PARTE PRIMERA— CAPÍTULO XXI 13{>
no tiuerría (jue fuesen desculúertos, por la honra de su señora; final-
niente, la infanta volverá en sí, y dará sus blancas manos por la reja
iú caballero, el cual se las besará mil y mil veces, y se las bañará en
láiíriinas. Quedará C(_>ncertado entre los dos del niodt) que se han de
hacer saber sus buenos ó malos sucesos, y ro^arále la princesa que se
<let€ni2;a lo menos cjue })udiere; })rometérselo ha él con nnichos jura-
mentos; tórnale á besar las manos, y despídese con tanto sentimiento,
^jue estará por acabar la vida. Vase desde allí á su aposento, échase
sobre su lecho, no puede dormir, del dolor de la partida; madrui^a nmy
<le mañana, vase á dcsj)edir del rey y de la reina y de la infanta; dí-
<'enle. habiéndose despedido de los dos, que la señora infanta está mal
-dispuestíi y (|ue no puede recebir visita; piensa el caballero que es de
pena de su partida, traspásasele el corazón, y falta poco de no dar in-
dicio manifiesto de su pena. Está la doncella medianera delante, halo
de notar todo, váselo á decir á su señora, la cual la recibe con lájj;n-
mas, y le dice ([ue una de las mayores penas <jue tiene es no saber
<juién sea su caballero, y si es de linaje de reyes ó no; ase.nurívrá la
<loncella (jue no puede caber tautü cortesía, gentileza y valentía como
.la d^ su caballero sino en sujetoji-e al y j^rave; contiénese C(>n esto la
/Cuitada, y })i'0( ura consolarse por no dar uuú indicio de sí á sus i)adres,
y á cabo de dos días sale en })ül)lico. Ya se es ido el caballero; pelea en
la uuerra. vence al cnemiti'o del rey. _<;ana muchas ciudades, triunfa de
muchas batallas, vuelve á la cort<;, ve á su señora por donde suele,
conciértase «^uc la i)ida <i su padre i)or mujer, en pa^o de sus servicios,
uo se la <|uiere dar el rey ponjue no sabe (juien es; pero, ct)n todo
•^to, ó robada ó de otra cualquier suerte que sea, la infanta, viene á
L-r su esposa, y su i)adre lo viene ;i tener á liran ventura, porque se
vino á averiuuar que el tal caballero es hijo de un valeroso rey de no
-(' qué reino, porque creo que no debe de estar en el mapa; nmérese el
'adre, hereda la infanta, (|ueda rey el caballero, en dos jralabras. Aquí
;entra lue.uo el hacer mercedes á su escudero y á todos aquellos que le
.íiyudaron á subir á tan alto estado; casa á su escudero co.n una donce-
lla de la infanta, que será, sin duda, la que fué tercera en sus amores,
<jue es hija de un duque muy principal.
— Eso pido, y barras derechas, dijo Sancho; á eso me aten<);o, porque
ido al |)ie de la letra lui de suceder por vuestra merced, llamándose
' (kthallero de la Trititc Figura.
— No lo dudes. Sancho, replicó I)on Quijote, porque del mesmo
modo y por los mesmos pasos que esto he contado suben y han subido
los caballeros andantes á ser reyes y emi>eradores. Sólo falta ahora
mirar qué rey de los cristianos ó de los paganos tenoa guerra y tenga
liija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues, como te
'ligo dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que
-e acuda á la corte. También me falta otra cosa: que, i)uesto caso
se halle rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya cobrado
fama increíble por todo el Universo, no sé yo cómo se podrá hallar que
yo sea de linaje de reyes, ó por lo menos primo segundo de emperador;
140 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
porque no me querrá el rey dar á su hija por mujer si no está primero
muy enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos;
así que, por esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien mere-
cido. Bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión
y de propiedad, y de devengar quinientos sueldos; y podría ser que el
sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela
y decendencia, que me hallase quinto ó sexto nieto de rey. Porque
te hago saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo::
unos que traen y derivan su decendencia de príncipes y monarcas, á
quien poco á poco el tiempo ha deshecho y han acabado en puntr..
como pirámide puesta al revés; otros tuvieron principio de gente baja.
y van subiendo de grado en grado hasta llegar á ser grandes señore?;
de manera que está la diferencia en que unos fueron que ya no son,.
y otros son que ya no fueron; y podría ser yo de suerte que, después
de averiguado, hubiese sido mi principio grande y famoso, con lo cual
se debía de contentar el rey mi suegro que hubiere de ser; y cuando
no, la infanta me ha de querer de manera, que á pesar de su padre,
aunque claramente sepa que soy hijo de un azaeán, me ha de admitir
por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevarla donde
más gusto me diere; que el tiempo ó la muerte ha de acabar el enojo
de sus padres.
— Ahí entra también, dijo Sancho, lo que algunos desalmados dicen:
No pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza; aunque mejor cua-
dra decir: Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos. Dígolo
porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere do-
meñar á entregarle á mi señora la infanta, no hay sino, como vuestm
merced dice, roballa y trasponella. Pero está el daño que en tanto que
se hagan las paces y se goce pacíficamente del reino, el pobre escudero
se podrá estar á diente en esto de las mercedes, si ya no es que la don-
cella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la infanta, y él pasa
<íon ella su mala ventura hasta que el Cielo ordene otra cosa; porque
bien podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por legítima esposa.
— ^Eso no hay quien lo quite, dijo Don Quijote.
— Pues como eso sea, respondió Sancho, no hay sino encomendamos
i'i Dios y dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.
— Hágalo Dios, respondió Don Quijote, como yo deseo, y tú, Sancho
has menester; y ruin sea quien por ruin se tiene.
— Sea por Dios, dijo Sancho; que yo cristiano viejo soy, y i>ara ser
conde esto me basta.
— Y aún te sobra, dijo Don Quijote; y cuando no lo fueras, no hacía
nada al caso, porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar Nobleza, sin
que la compres ni me sirvas con nada, porque en haciéndote conde,
cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren; que á buena fe que te han
de llamar señoría mal que les pese.
— jY montas que no sabría yo autorizar el litado!, dijo Sancho.
— Dictado has de decir, que no litado, dijo su amo.
— Sea así, respondió Sancho Panza; digo que le sabría bien acomodar;
PARTE PRIMERA. ^ — CAPITULO XXI 141
})orque, por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y
que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que te-
nía {)reseneia para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues ¿qué
será cuando me pon^a un ropón ducal á cuestas, ó me vista de oro y de
l)erlas, á uso de conde extranjero? Para mí tengo que me han de venir
á ver de cien lejíuas.
— Bien parecerás, dijo Don Quijote; pero será menester que te rape»
las barbas á menudo; que, se^ún las tienes de espesas, aborrascadas y
mal puestas, si no te las rapas á navaja cada dos días por lo menos, á
tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.
— ¿Qué hay más, dijo Sancho, sino tomar un barbero y tenerle asa-
lariado en casa? Y aun si fuere menester, le haré que ande tras mí^
coma caballerizo de grande.
— Pues ¿cómo sabes tú, preguntó Don Quijote, que los grandes lle-
van detrás de sí á sus caballerizos?
— Yo se lo diré, respondió Sancho. Los años pasados estuve un mes
en la corte, y allí vi ciue paseándose un señor muy pequeño, que decían
que era muy grande, un hombre le seguía á caballo á todas las vueltas
que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté (jue cómo
aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras
del; respondiéronme que era su caballerizo, y que era uso de 'grandes
llevar tras sí á los tales: desde entonces lo sé tan bien, que nunca se me
ha olvidado.
— Digo que tienes razón, dijo Don Quijote, y que así })uedes tú lle-
var á tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos ni se inventa-
ron á una, y puedes ser tú el primer conde que lleve tras sí su barbe-
ro; y aun es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
— Quédese eso del barbero á mi cargo, dijo Sancho, y al de vuestra
merced se quede el procurar venir á ser rey y el hacerme conde.
— Así será, respondió Don Quijote; y alzando los ojos vio lo que se
dirá en el siguiente capítulo.
CAPlTrLO XXII
De la libertad que dio Don Quijote á muchos dedischados que, mal de su grado,
ios llevaban donde no quisieran ir.
UENTA Cide llámete Beiiengeli, autor arábigo y manehego, en
K'cs^' esta gravísima, altisonante, mínima, dulce y nunca imaginada
\¿^ historia, que después que entre el famoso Don Quijote de la
"Cí) Mancha y Sandio Panza su escudero pasaron aquellas razones
que en el tin del cai)ítulo XXI quedan referidas, Don (Quijote alzó los
ojos, y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres á
pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cue-
llos, y todos con esposas á las manos.
^ Venían asimismo con ellos tres hombres de á caballo y dos de á pie:
uno de á caballo con escopeta de rueda, y los deniás con dardos y es-
padas; y así como Sancho Panza los yió, dijo: «Esta es cadena de ga-
leotes, gente forzada del Rey, cjue va á las galeras.»
• — ¿Cómo gente forzada?, pregunt(') Don Quijpte. ¿Es posible que el
Rey haga fuerza á ninguna gente?
— No digo eso, j;©spondió Sancho, sino que es gente que por sus de-
litos va condenada á servir al Rey en las galeras, de por fuerza.
— En resolución, replicó Don Quijote, como quiera que ello sea, esta
gente, adonde los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
— Así es, dijo Sancho.
PRIMERA PARTE. CAPÍTULO XXII 143
— Pues desa manera, dijo su amo, aquí encaja la ejecución de mi
oticio: desfacer fuerzas, y socorrer y acudir á los miserables.
— Advierta vuestra merced, dijo Sancho, i[ue la justicia, que es el
inesmo Rey, no hace fuerza ni agravio á semejante gente, sino que los
castiga en pena de sus delitos.
Llegó en esto la cadena de los galeotes, y Don Quijote, con muy
corteses razones, })idió á los que iban en su guarda fuesen servidos de
informalle y decille la causa ó causas por ([ue llevaban aíjuella gente de
aquella manera.
Una de las guardas de á caballo respondió que eran galeotes, gente
de Su Majestad, que iba á galeras; y que no había más que decir, ni él
tenía más que saber.
— Con todo eso, replicó Don Quijote, querría saber de cada uno
dellos en })articular la causa de su desgracia.
Añadió á éstas otras tales y tan comedidas razones para moverlos
a c^ue le dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de á caballo le dijo:
«Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada
uno destos malaventurados, no es tiempo éste de detenernos á sacarlas
ni á leellas: vuestra merced llegue y se lo pregunte á ellos mesmos, que
ellos lo dirán, si quisieren; que sí querrán, porque es gente que recibe
gusto de hacer y decir bellacjuerías. »
Con esta licencia, que Don Quijote se tomara aunque no se la die-
ran, se llegó á la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados
iba de tan mala guisa.
El respondió que por enamorado.
— ¿Por eso no más?, replicó Don Quijote. Pues si por enamorados
echan á galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas.
—No son los amores como los que vuestra merced piensa, dijo el
galeote; que los míos fueron que quise tanto á una canasta de colar,
atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente, que.
á no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta ahora no la hubiera
dejado de mi voluntad; fué en fragante, no hubo lugar de tormento,
concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por aña-
didura tres años de gura})as, y acabóse la obra.
— ¿Qué son gura])asy, preguntó Don (Quijote.
— (Turai>as son galeras, respondió el galeote, el cual era un mozo de
hasta edad de veinticuatro años, y dijo que era natural de Piedrahita.
Lo mismo preguntó Don Quijote al segundo, el cual no respondió
palabra, según iba de triste y malencónico; mas respondió por él el ]iri-
mero, v dijo:
— Este, señor, va por canario; digo, por músico y cantor.
— Pues ¿cómo?, replicó Don Quijote: ¿por músicos y cantores van
también á galeras?
— Sí, señor, respondió el galeote; que no hay peor cosa que cantar
en el ansia.
— Antes he oído yo decir, dijo Don Quijote, que quien canta sus
males espanta.
B. P.— XX 11
144 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Acá es al revés, dijo el galeote; que quien canta una vez, llora toda
la vida.
— No lo entiendo, dijo Don Quijote; mas una de las guardas le dijo:
«Señor caballero, cantar en el ansia dice entre esta gente non sancta al
confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento, y confesó
su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias; y por haber
confesado, le condenaron por seis años á galeras, amén de doscientos
~ azotes que ya lleva en las espaldas; y va siempre pensativo y triste,
porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van le maltratan y
acriminan y escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo
ánimo de decir nones; porque dicen ellos que tantas letras tiene un no
como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente, que está en su
lengua su vida ó su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y
para mí tengo que no van muy fuera de camino.
— Y yo lo entiendo así, respondió Don Quijote; el cual, pasando
al tercero preguntó lo que á los otros; el cual de presto y con mucho
desenfado respondió y dijo: «Yo voy por cinco años á las señoras gura-
pas, por faltarme diez ducados.»
— Yo daré veinte de muy buena gana, dijo Don Quijote, por libraros
desa pesadumbre.
— Eso me parece, respondió el galeote, como quien tiene dineros en
mitad del golfo y se está muriendo de hambre sin tener adonde com-
prar lo que ha menester: dígolo porque si á su tiempo tuviera yo esos
veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado
con ellos la péndola del escribano y avivado el ingenio del procurador
de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover de
Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo; pero Dios es gran-
de. ¡Paciencia, y basta!
Pasó Don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro,
con una barba blanca que le pasaba del pecho, el cual, oyéndose pre-
guntar la causa por (^ue allí venía, comenzó á llorar, y no respondió pa-
labra; mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo: «Este hom-
bre honrado va por cuatro años á galeras, habiendo paseado las acos-
tumbradas vestido, en pompa y á caballo.»
— Eso es, dijo Sancho Panza, á lo que á mí me parece, haber salido
á la vergüenza.
— Así es, replicó el galeote; y la culpa por cjue le dieron esta pena es
por haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo: en efeto, quie-
ro decir que este caballero va por alcahuete, y por tener asimesmo sus
l)untas y collar de hechicero.
— A no haberle añadido esas puntas y collar, dijo Don Quijote, por
solamente el alcahueteo limpio, no merecía él ir á bogar en las galeras,
sino á mandallas y á ser general dellas; porque no es así como quiera
el oficio de alcahuete; que es oficio de discretos y necesarísimo en la
república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien
nacida; y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como
le hay de los demás oficios, con número deputado y conocido, como
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO XXII 145
corredores de lonja; y desta manera se excusarían muchos males que
se causan [)or andar este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco
entendimiento, como son mujercillas de poco más ó menos, pajecillos
y truhanes de pocos años y de muy poca experiencia, que á la más ne-
cesaria ocasión, y cuando es menester dar una traza que im})orte, se les
hielan las mi^as entre la boca y la mano, y no saben cuál es su mano
derecha. (Quisiera pasar adelante y dar las razones por que convenía
hacer elección de los que en la república hal)ían de tener tan necesario
oficio; })ero no es el lugar acomodado para ello: algún día lo diré á quien
lo pueda proveer y remediar; sólo digo ahora que la pena que me ha
causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta fatiga
por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero; aunque
bien sé que no hay hechizos en el numdo que puedan mover v forzar
la voluntad, como algunos simples jíiensan; que es libre nuestro albe-
diío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce: lo (jue suelen liacer algu-
nas mujercillas sim})les y algunos embusteros bellacos es algunas mix-
turas y venenos con que vuelven locos á los hombres, dando á entender
que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa im-
l)osible forzar la voluntad.
— Así, es, dijo el buen viejo; y en verdad, señt>r, (jue en lo de hechi-
cero que no tuve culj)a. En lo de alcahuete no \o ])ude negar; pero nunca
líense que hacía mal en ello, que toda mi intención era que todo el
mundo se holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas;
pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir adonde no
espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo
que no me deja reposar un rato; y aquí tornó á su llanto como de pri-
mero, y túvole Sancho tanta compasión, que saco un real de á cuatro
del seno, y se le dio de limosna.
Pasó adelante Don Quijote, y preguntó á otro su delito: el cual res-
pondió con no menos, sino con mucha más gallardía que el ])asado:
«Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos i)rimas herma-
nas mías, y con otras dos hermanas que no lo eran mías; finalmente,
tanto me burlé con todas, que resultó de la burla crecer la parentela tan
iiitrincadamente, que no hay diablo que la declare. Probóseme todo, faltó
favor, no tuve dineros, vime á pique de perder los tragaderos; senten-
•iáronme á galeras por seis años, consentí ¡Castigo es de mi culpa!
Mozo soy; dure la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra merced,
•^eñor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer á estos pobretes'
Dios se lo pagará en el Cielo, y nosotros tendremos en la Tierra cuidado
le rogar á Dios en nuestras oraciones }>or la vida y salud de vuestra
nerced, que sea tan larga y tan buena como su buena presencia mere-
■e. » Este iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guardas que era
nuy grande hablador y muy gentil laüno.
Tras todos estos venía un hombre de muy buen parecer, de edad
le treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro un poco,
'^'enía diferentemente atado (¡ue los demás, porque traía una cadena
d pie, tan grande, que se le liaba por todo el cuerpo, v dos argollas
146 DON QUIJOTE DE LA MAKCHA
á la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guarda-
amigo ó pie de amigo, de la cual descendían dos hierros que llegaban á
la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos,
cerradas con un grueso candado; de manera que ni con las manos po-
día llegar á la boca, ni podía bajar la cabeza á llegar á las manos.
Preguntó Don Quijote que cómo iba aquel hombre con tantas pri-
siones más que los otros.
Respondióle la guarda que porque tenía aquel solo más delitos que
todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande bellaco que,
aunque le llevaban de aquella manera, no iban seguros del, sino que
temían que se les había de huir.
— ¿Qué delitos puede tener, dijo Don Quijote, si no han merecido
más pena que echarle á las galeras?
— Va por diez años, repHcó la guarda, que es como muerte cevil: no
se quiera saber más sino que este buen hombre es el famoso Ginés de
Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.
— Señor comisario, dijo entonces el galeote: vayase poco á poco, y no
andemos ahora á deslindar nombres y sombrenombres: Ginés me llamo,
y no Ginesillo; y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé
áice; v cada uno se dé una vuelta á la redonda, y no hará poco.
— Hable con menos tono, replicó el comisario, señor ladrón de más
de la marca, si no quiere que le liaga callar, mal que le pese.
—Bien parece, respondió el galeote, que va el hombre como Dios
es servido; pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Para-
pilla ó no.
— ¿Pues no te llaman así, embustero?, dijo la guarda.
— Sí llaman, respondió Ginés; mas yo haré que no me lo llamen, ó
me las pelaría donde yo digo entre' mis dientes. Señor caballero, si
tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios; que ya enfada con
tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo
soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita i)or estos pulgares.
—Dice verdad, dijo el comisario; que él mesmo ha escrito su histo-
ria, que no hay más que ver, y deja empeñado el libro en la cárcel en
docientos reales.
—Y le pienso quitar, dijo Ghiés, si quedara en docientos ducados.
—¿Tan bueno es?, dijo Don Quijote.
Es tan bueno, respondió Ginés, que ¡mal año para Lazarillo de
Tormes, y para todos cuantos de aquel género se han escrito ó escri-
bieren! Lo que le sé decir á voacé es que trata verdades, y qué son
verdades* tan hndas y tan donosas, que no puede haber mentiras que
se les igualen.
—¿Y cómo se intitula el Hbro?, pregunt(') Don Quijote.
— La vida de Ginés de Faso/monte, res^jondió él mismo.
— ¿Y está acabado?, preguntó Don Quijote.
—¿Cómo i)uede estar acabado, respondió él, si aún no está acabada
mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que
esta última vez me han echado en galeras.
PARTE PRIMERA.
CAPÍTULO XXII 147
— ¿Lue^o otra vez habéis estado en ellas?, dijo Don Quijote.
— Para servir á Dios y al Rey, otra ve/ he estado cuatro años, y ya
sé á ([ué sabe el bizcoclio y el corbacho, respondió Giiiés; y no me pesa
mucho de ir á ellas, porque allí tendré lujjar de acabar mi libro; c^ue
me quedan nmchas cosas que decir, y en las galeras de P^spaña hay
más sosie^ío de acjuel que sería menester; auni^ue no es menester mucho
])ara lo (¡ue yo ten^o de escrilár, ponjue me lo sé de coro.
— Hábil pareces, dijo Don Quijote.
—Y desdichado, respondió Ginés; porque siempre las desdichas per-
sij^uen al Imen int>-enio.
— Persijíuen á los bellacos, dijo el comisario.
— Ya le he dicho, señor comisario, respondi(') l'asamonte, (jue se
vaya \kk-o á poco; que aquellos señores no le dieron esa vara })ara (jue
maltratase á los pobretes que aquí vamos, sino })ara que nos guiase y
llevase adonde Su Majestad manda; si no, ¡por vida de...! ¡Basta; que
l>odría ser que saliesen al,uún día en la colada las manchas cjue se hicie-
ron en la venta! ¡Y todo el mundo calle y viva l>ien y hable mejor, y
caminemos, que ya es mucho re<íodeo éste!
Alzó la vara en alto el comisario para dar á Pasamonte, en respuesta
de sus amenazas; mas Don Quijote se i)Uso en medio, y le roijó que no
le maltratase, i)ues no era mucho que quien lleval)a tan atadas las
manos tuviese al.uün tanto suelta la lenf>ua; y volviéndose á todos los
de la cadena, dijo:
— De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado
en limpio que aun(|ue os han castigado por vuestras culpas, las penas
que vais á i)adecer no os dan mucho gusto, y (jue vais á ellas muy
de mala gana y muy contra vuesti'a voluntad, y que podría ser que
el i)oco ánimo que aquél tuvo en el tcjrmento, la íalta de dineros déste,
el poco favor del otro, y finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese
sido causa de vuestra perdición y de no haber salido con la justi-
cia que de vuestra parte teníades: todo lo cual se me representa á mí
ahora en la memoria, de manera (|ue me está diciendo, persuadiendo
y aun forzando que muestre con vosotros el efeto para que el Cielo me
arroj(') al mundo y me hizo profesar en él la Orden de caballería que
profeso, y el voto que en ella hice de favorecer á los menesterosos y
opresos de los mayores. Pero, porque sé que una de las partes de la
prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal,
quiero rogar á estos señores guardianes y comisario sean servidos de
desataros y dejaros ir en paz; que no faltarán otros que sirvan al Rey
en mejores ocasiones, porque me parece duro caso hacer esclavos á los
que Dios y Naturaleza hizo libres; cuanto más, señores guardas, añadió
Don Quijote, (|ue estos pobres no han cometido nada contra vosotros:
allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios liay en el Cielo que no se
descuida de castigar al malo ni de i)remiar al bueno, y no es bien que
los hombres honrados sean verdugois^de los otros hombres, no yéndoles
nada en ello. Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga,
si lo cumplís, algo que agradeceros; y cuando de grado no lo hagáis,
(Jomenzaron á llover tantas piedras sobre Don Quijote, qne no se daba manos
á cubrirse con el adarga.
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXII 149
esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis
por fuerza.
—¡Donosa majadería!, respondió A comisario. ¡Bueno está el donaire'
con que ha salido á calx) de rato! ¡Los forzados del Rey quiere que le'
dejemos, como si tuviéramos autoridad para soltarlos, ó él la tuviera
})ara mandárnoslo! ¡N'áyase vuestra merced, señor, noral)uena su cami-
no adelante, y enderécese ese bacín fine trae en la cabeza, y no ande
buscando tres pies al gato!
— Vos sois el gato y el rato y el bellaco, respondió Don Quijote; y
diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto, que, sin (jue tuviese
lugar de ponerse en defensa, dio con él en el suelo, mal herido de una
lanzada: y avínole bien, que éste era el de la escopeta. Las demás
guardas quedaron atónitas y suspensas del no esi)erado acontecimiento;
pero, volviendo sobre sí, pusieron mano á sus espadas los de á caballo,
y los de á i)ie á sus dardos, y arremetieron á Don Quijote, que con
nmclio sosiego los aguardaba; y sin duda lo pasara mal, si los galeotes,
viendo la ocasión que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procu-
raran, procurando romper la cadena donde venían ensartados.
Fué la revuelta de manera, (jue las guardas, ya por acudir á loe
galeotes, que se desataban, ya |)or acometer á Don Quijote, que los
aguardaba, no hicieron cosa que fuese de provecho. Ayud(') Sancho por
su parte á la soltura de Ginés de Pasamonte, que fué el primero que
saltó en la campaña libre y desembarazado; y arremetiendo al comi-
sario caído, le (piitó la es})ada y la escopeta, con la cual, apuntando al
uno y señalando al otro, sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo
el campo, por([ue se fueron huyendo, así de la escopeta de l'asamonte,
como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.
Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que
los que iban huyendo habían de dar n(íticia del caso á la Santa Her-
mandad, la cual á cam])ana herida saldría á buscar los dehncuentes; y
así se lo dijo á su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen y se
emboscasen en la sierra que estaba cerca.
«Bien está eso, dijo Don Quijote; pero yo se lo que ahora conviene
(jue se haga»; y llamando á todos los galeotes, que andaban alborota-
dos, y habían despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pu-
sieron todos á la redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo:
' De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de
los pecados que más á Dios ofenden es la ingratitud. Dígolo porque ya
habéis visto, señores, con manifiesta experiencia el que de mí habéis
recebido; en ])agó del cual querría, y es mi voluntad, que cargados de
esa cadena que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino y
vais á la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulci-
nea del Toboso, y le digáis que su caballero el de la Triste Fgura se
le envía á encomendar, y le contéis punto por punto todos los que ha
tenido esta famosa aventura hasta poneros en la deseada libertad; y
hecho esto, os podréis ir donde quisiéredes á la buena ventura.»
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo: «Lo que vuestra
150 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible de toda
imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos,
sino solos y divididos y cada uno por su parte, procurando meterse
en las entrañas de la Tierra, por no ser liallado de la Santa Hermandad,
que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que vuestra mer-
ced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y montazgo
de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarias y
credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced; y-
ésta es cosa que se podrá cumphr de noche y de día, huyendo ó repo-
sando, en paz ó en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora á
las ollas de Egipto, digo á tomar nuestra cadena, y á ponernos en ca-
mino del Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las
diez del día, y es pedir á nosotros eso como pedir peras al olmo.»
— Pues ¡voto á tal, dijo Don Quijote (ya' puesto en cólera), don hijo
de la puta, don Ginesillo de Parapillo, ó como os llamáis, que habéis de
ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena á cuestas!
Pasamonte, que no era nada bien sufrido (estando ya enterado que
Don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había cometido
como el de querer darles libertad), viéndose tratar de aquella manera,
hizo del ojo á los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron á llo-
ver tantas piedras sobre Don' Quijote, que no se. daba mañosa cu-
brirse con el adarga, y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la
espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y
con él se defendía de la nube y pedrisco que sobre entrambos llovía.
No se pudo escudar tan bien Don Quijote que no le acertasen no sé
cuántos guijarros en el cuerpo con- tanta fuerza, que dieron con él en
el suelo; y apenas hubo caído, cuando fué sobre él el estudiante, y le
quitó la bacía de la cabeza, y dióle con ella tres ó cuatro golpes en las
esi)aldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo ca»i pedazos; qui-
táronle una ropilla que traía sobre las armas, v las medias calzas le
querrían quitar, si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el
gabán, dejándole en pelota; y repartiendo entre sí los demás despojos
de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de es-
caparse de la Hermandad que temían, que de cargarse de la cadena é
ir á presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso. Solos quedaron
jumento y Rocinante, Sancho y Don Quijote: el jumento, cabizbajo y
pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que
aún no había cesado la borrasca de las piedras que le perseguían los
oídos; Rocinante, tendido junto á su amo, que también vino al suelo de
otra pedrada; Sancho, en pelota, y temeroso de la Santa Hermandad;
Don Quijote, mohinísimo de verse tan mal parado por los mismos á
quien tanto bien había hecho.
CAPITULO XXIII
De lo que le aconteció al famoso Don Quijote en Sierra Morena, que fué una
de las más raras aventuras que en esta verdadera historia se cuentan.
I ENDOSE tmi mal parado Don Quijote, dijo á su escudero: «Siem-
pre, Sancho, lo be oído decir: que el hacer bien á villanos es
eclmr afiua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste,
yo liubiera excusado esta pesadumbre; pero ya está hecho. ¡Pa-
ciencia, y escannentar desde aquí para adelante!»
— Así escarmentará vuestra merced, respondió Sancho, como yo soy
turco; pero, |)ues dice que si me hubiera creído se hubiera excusado
este daño, créame ahora, y se excusará otro mayor; porque le hago sa-
ber que con la Santa Hermandad no hay usar de caballerías; que no se
le da á ella, por cuantos caballeros andantes hay, dos maravedís; y sepa
que ya me parece que sus saetas me zumban por los oídos.
— Naturalmente eres cobarde, Sancho, dijo Don Quijote; pero, por-
que no digas que soy contumaz y que jamás hago lo que me
aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo y apartarme de la
furia que tanto temes; mas ha de ser con una condición: que jamás,
en vida ni en muerte, has de decir á nadie que yo me retiré y aparté
152 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
(leste peligro de miedo, siuo por complacer á tus ruegos; que si otra
cosa dijeres mentirás en ello, y desde ahora para entonces, y desde
entonces para ahora, te desmiento, y digo que mientes y mentirás todas
las veces que lo pensares ó lo dijeres; y no me rei)liques más, que en
sólo pensar que me aparto y retiro de algún peligro, especialmente
déste, que parece que lleva algún es no es de sombra de miedo, estoy
ya para quedarme y para aguardar aquí solo, no solamente á la Santa
Hermandad, que dices que temes, sino á los hermanos de las doce tri-
bus de Israel, y á los siete Macal)eos, y á Castor y Pólux, y aun á todos
los hermanos y hermandades que hay en el mundo.
— Señor, resi^ondió Sancho, que el retirarse no es Imir, ni el esperar
es cordura cuando el peligro sobrepuja á las fuerzas; y de sabios es
guardarse hoy para mañana y no aventurarlo todo en un día; y sepa
que, aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto que
llaman buen gobierno; así que no se arrei)ienta de haber tomado mi
consejo, sino suba en Rocinante, si })uede, ó si no, yo le ayudaré, y
sígame; que el caletre me dice que liemos menester ahora más los pies
cjue las manos.
Subió Don Quijote, sin replicarle más }ialabra, y guiando Sancho
sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra Morena, que allí
junto estaba, llevando Sancho intención de atravesarla toda, é ir á salir
al Viso ó á Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aque-
llas asperezas, por no ser hallados si la Hermandad los buscase. Ani-
móle á esto haber visto que de la refriega de los galeotes se había esca-
pado libre la despensa que sobre su asno venía; cosa que la ]uzgó á mi-
lagro, según fué lo que miraron y buscaron los galeotes.
Así como Don Quijote entró por aquellas montañas, se le alegró el
corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventura»
que buscaba. Reducíansele á la memoria los maravillosos acaecimientos-
que en semejantes soledades y asperezas habían sucedido á caballeros
andantes, é iba pensando en estas cosas, tan embebecido y trans-
portado en ellas, que de ninguna otra se acordaba. Ni Sancho llevaba
otro cuidado (después que le pareció que caminaba por parte segura)
sino de satisfacer su estómago con los relieves que del despojo clerical
habían quedado; y así, iba tras su amo, sentado á la mujeriega sobre
su jumento, sacando de su costal y embaulando en su panza; y no se
le diera por hallar t)tra aventura, entretanto que iba de aquella manera,
un ardite.
En esto alzó los ojos, y vio que su amo estalla parado, procurando
con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el
suelo, por lo cual se dio priesa á llegar á ayudarle, si fuese menester;
y cuando llegó, fué á tiempo que alzaba con la punta del lanzón un
cojín y una maleta asida á él, medio podridos, ó podridos del todo y
deshechos; mas pesaban tanto, que fué necesario que Sancho se apease
á tomarlos; y mandóle su amo que viese lo que en la maleta venía.
Hízolo con mucha presteza Sancho; y aunque la maleta venía cerrada
con una cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que
PARTE PRIMEKA. CAPITULO XXIII 153
en ella había, que eran cuatro camisas de delíjada holanda, y otras
cosas de lienzo no menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló
un buen montoncillo de escudos de or(». Y así c(Mno los vio dijo:
«¡Bendito sea todo ei (_'ielo, que nos lia deparado una aventura que sea
de provecho! > Y buscando más, halló un librillo de memoria ricamente
ííuarnecido: éste le pidi() Don (Quijote, y mandóle ([ue ijuardase el di-
nero y lo tomase para él. Besóle las manos Sandio por la merced,
y desbalijando á la balija de su lencería, la puso en el costal de la
dos|)ensa.
Todo lo cual visto por Don Quijote, dijo: «Paréceme, Sancho (y no
(■> posilile que sea otra cosa), que aljíiín caminante descaminado debió
de pasar por esta sierra; y salteándole malandrines, le debieron de ma-
tar y le trujeron á enterrar en esta tan escondida jiarte.»
— No puede ser eso, respondió Sancho; porque, si fueran ladrones,
no se dejaran aquí este dinero.
— Verdad dices, dijo Don (Quijote; y así, no adivino ni doy en lo que
esto pueda ser. Mas espérate: veremos si en este librillo de memoria hay
alííuna cosa escrita por donde podamos rastrearlo y venir en conoci-
miento de lo que deseamos.
Abrióle, y lo primero que halló en él, escrito como en borrador, aun-
<iue de muy buena letra, fué un soneto, que leyéndole alto, potcjue San-
cho también lo oyese, vio que decía desta manera:
o le falta al amor cüiiocimiento,
Ó le sobra crneldacl. ó no es mi pena
I|<;nal á la ocasión qne me condena
.\1 Kénero más duro de tormento.
Pero sí amor es Dios, es argumento
Que nada ignora, y es razón muy buena
yue un Dios no sea cruel: pues ¿quién ordena
El terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que sois vos, Fili, no acierto;
Que tanto mal en tanto bien no cabe.
Ni me viene del Cielo esta rliina.
Presto habré de morir, que es lo más cierto.
Que al mal de quien la causa no se sabe,
Milagro es aceptar la medicina.
— Por esa trova, dijo Sancho no se puede saber nadn. si va no es que
por ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo.
—¿Qué hilo está aquí? dijo Don Quijote.
— Paréceme, dijo Sancho, que vuestra merced nombró ahí hilo.
— Xo dije sino Fili, respondió Don Quijote; y éste, sin duda, es el
nombre de la dama de quien se queja el autor deste soneto; y á fe que
debe de ser razojiable poeta, ó yo sé poco del arte.
— ¿Lueijo también, dijo Sancho, se le entiende á vuestra merced de
trovas?
— Y más de lo que tú piensas, respondió Don Quijote; y veráslo
cuando lleves una carta escrita en verso de arriba abajo á mi señora
Dulcinea del Toboso; porque quiero que sepas. Sancho, que todos ó
154 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
los más caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores
y grandes músicos; que estas dos habilidades, ó gracias, por mejor
decir, son anejas á los enamorados andantes: verdad es que las coplas
de los pasados caballeros tienen más de espíritu que de primor.
— Lea más vuestra merced, dijo Sancho, que ya hallará algo que
nos satisfaga.
Volvió la hoja Don Quijote, y dijo: «Esto es prosa, y parece carta.»
— ¿Carta misiva, señor? preguntó Sancho.
— En el principio no i)arece sino de amores, respondió Don Quijote.
—Pues lea vuestra merced alto, dijo Sancho, que gusto mucho destas
cosas de amores.
— ¡Que me place!, dijo Don Quijote; y leyéndola alto, como Sancho
se lo había rogado, vio que decía desta manera:
«Tu falsa i)romesa y mi cierta desventura me llevan á parte donde
» antes volverán á tus oídos las nuevas de mi muerte que las razones
»de mis quejas. Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no
»por quien vale más, que yo; mas si la virtud fuera riqueza que se
» estimara, no envidiara yo dichas ajenas, ni llorara desdichas pro-
»pias. Lo que levantó tu hermosura han derribado tus obras: por ella
» entendí que eras ángel, y ])or ellas conozco que eres mujer. Quédate
»en paz, ctmsadora de mi guerra, y haga el Cielo que los engaños de
»tu esposo estén siempre encubiertos, por que tú no quedes arrepen-
»tida de lo que hiciste, y yo no tome venganza de lo que no poseo.»
Acabando de leer la carta, dijo Don Quijote: «Menos por ésta que
por los versos se puede sacar más de que quien la escribió es algún
desdeñado amante»; \ flojeando casi todo el librillo, halló otros versos
y cartas, que algunos pudo leer, y otros no; pero lo que todos contenían
eran quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y
desdenes, solenizados los unos y llorados los otros. En tanto que
Don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin dejar rin-
cón en toda ella ni en el cojín que no buscase, escudriñase é inquiriese,
ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase,
porque no se quedase nada por negligencia ni mal recado: tal golosina
habían despertado en él los hallados escudos, c^ue pasaljan de ciento;
y aunque no halló más de lo liallado, dio por l)ien em})leados los vuelos
de la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas, las
puñadas del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán, y toda
la hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen
señor, pareciéndole que estaba más que rebién pagado con la merced
recebida de la entrega del hallazgo.
Con gran deseo quedó el Caballero de la Triste Figura de saber
quién fuese el dueño de la maleta, conjeturando por el soneto y carta,
por el dinero en oro y por las tan buenas camisas, que debía de ser de
algún principal enamorado á quien desdenes y malos tratamientos de
su dama debían de haber conducido á algún desesperado término; pero
como por aquel lugar inhabitable y escabroso no parecía i)ersona alguna
de quien poder informarse, no se curó de más que de pasar adelante,
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXIIl 155
sin llevar otro camino que aquel que Rocinante quería (que era por
donde él podía caminar), siempre con imaiíinación que no podía faltar
por aquellas malezas alguna extraña aventura. Yendo, pues, con este
}»ensamiento„ vio que i)or cima de una montañuela que delante de los
ojos se le ofrecía iba saltando un homl)re de risco en risco y de mata
en mata con extraña ligereza. Fijíurósele que iba medio desnudo,
la barba negra y espesa, los cabellos mucbos y rebultados, los pies des-
calzos V las piernas sin cosa alguna; los muslos le cubrían unos calzo-
nes al parecer de terciopelo leonado, mas tan liechos pedazos, que por
nuichas i)artes se le descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta;
V aunque pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menuden-
cias miró y notó el ('al)allero de la Triste Figura; y aunque lo procuró,
no pudo seguille, porque no era dado á la delnlidad de Rocinante an-
dar por aquellas asperezas, y más siendo él de suyo })asicorto y flemá-
tico. Luego imaginó Don Quijote que aquél era el dueño del cojín y de
la maleta, y propuso en sí de buscalle, aunque suj)iese andar un año
por aquellas montañas hasta hallarle; y así, mandó á Sancho que se
apease del asno, y atajase por la una parte de la montaña, que él iría
por la otra, y podría ser que topasen con esta diligencia con aquel
liombre, que con tanta priesa se les había quitado de delante.
— No podré hacer eso, respondió Sancho, porque en apartándome de
vuestra merced, luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil gé-
neros de sobresaltos y visiones; y sírvale esto que digo de aviso para
que de aquí adelante no me aparte un dedo de su })resencia.
— Así será, dijo el de la Triste Figura, y yo estoy muy contento de
que te quieres valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque te
falte el ánima del cuerpo; y vente ahora tras mí poco á poco ó como pu-
dieres, y haz de los ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela; quizá
toi)aremos con aquel homln-e (pie vimos, el cual, sin duda alguna, no es
otro ,que el dueño de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió: «Harto mejor sería no buscarle; porque
si le hallamos, y acaso fuese el dueño del dinero, 'claro está que
lo tengo de restituir; y así, fuera mejor, sin hacer esta inútil diligencia,
[)Oseerlo yo con buena fe, hasta que por otra vía menos curiosa y dili
gente })areciera su verdadero señor, y quizá fuera á tiempo que lo hu-
l)iera gastado, y entonces el rey me liacía franco.»
— Engañaste en eso. Sancho, respondió Don Quijote; que ya que he
mos caído en sosi)echa de tener el dueño casi delante, estamos obliga-
dos á buscarle y volvérselo; y cuando no le buscásemos, la vehemente
sospecha que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culj)a como
si lo fuese: así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que
á mí se me quitará si le hallo.
Y así, [)icó á Rocinante, y siguióle Sancho con su acostumbrado ju-
mento; y habiendo rodeado parte de la montaña, hallaron en un arro-
yo, caída, muerta y medio comida de perros y picada de grajos, una mu-
la ensillada }^ enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha
de que aquel que huía era el dueño de la muía y del Qojín.
Ke«l)onclióU' .Sancho que bajase, que de todo le darían buena cuenta.
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO XXIII 157
Estando mirándola, oyeron un silbo como de pastor que fíuardaba
>íanado, y á deshora, á su siniestra mano, parecieron una l)uena canti-
dad de cabras, y tras ellas, por cima de la montaña, })areció el cabrero
que las guardaba, que era un hombre anciano. Dióle voces Don Quijote,
y le rogó que bajase donde estaban. Él respondió á gritos que quién les
ha))ía traído por aquel lugar, pocas ó ningunas veces j)isado, sino de
pies de cabras, ó de lobos y otras ñeras (|ue ])()r allí ai daban. Res-
pondióle Sancho que l)ajase; que de todo le darían buena cuenta.
Bajó el cabrero, y en llegando adonde Don Quijote estaba, .dijo:
V Apostaré que está mirando la nmla de alquiler que está nmerta en
■esa hondonada; pues á buena t'e que ha ya seis meses que está en ese
lugar. Díganme: ¿han topado por ahí á su dueñoV »
— No hemos toj)ado á nadie, respondió Don Quijote, sino á un cojín
\ ;i una maletilla, que no lejos deste lugar hallamos.
—También la hallé yo, respondió el cabrero; mas nunca la quise
alzar ni llegar á ella, temeroso de algún desmán, y de que no me la pi-
diesen por de hurto; que es el Diablo sotil, y debajo de los pies se le-
vanta al hombre cosa donde tropiece y cava, sin saber cómo ni cómo no.
— Eso mesmo es lo que yo digo, respondió Sancho; que también la
hallé yo, y no quise llegar á ella con un tiro de piedra: allí la dejé, y
allí se queda como se estaba, que no quiero perro con cencerro.
— Decidme, buen hombre, dijo Don Quijote: ¿sabéis vos quién sea el
dueño destas })rendasy
— Lo que sabré yo decir, dijo el cabrero, es que lia]>rá al pie de seis
meses, poco más ó menos, que llegó á una majada de pastores que es-
tará como tres leguas deste lugar un mancebo de gentil talle y apostura,
caballero sobre esa mesma muía que ahí está muerta, y con el mesmo
cojín y maleta que decís que hallastes y no tocastes. Preguntónos que
cuál parte desta tierra era la más áspera y escondida; dijímosle que
era ésta donde ahora estamos; y es así la verdad, porque si entráis
media legua más adentro, quizá no acertareis á sahr, y estoy ma-
ravillado de cómo habéis podido llegar aquí, p(^iT|ue no hay camino
ni senda que á este lugar encamine. Digo, pues, que en oyendo nuestra
respuesta el mancebo, volvió las riendas y encaminó hacia el lugar
donde le señalamos, dejándonos á todos contentos de su buen talle y
admirados de su demanda y de la priesa con que le víamos caminar
y volverse hacia la Sierra; y desde entonces nunca más le vimos, has-
ta que, desde allí á algunos días, salió al camino á uno de nuestros
l)astores, y sin decille nada, se llegó á él, y le dio muchas puñadas
y coces, y luego se fué á la borrica del hato, y le quitó cuanto pan y
C[ueso en ella traía, y con extraña ligereza, hecho esto, se volvió
á entrar en la Sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le andu-
vimos á buscar casi dos días por lo más cerrado desta sierra, al cabo
de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente
alcornoque. Salió á nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el
vestido, y el rostro desfigurado y tostado del sol, de tal suerte, que
apenas le conocimos; sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia
158 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
que dellos teníamos, nos dieron á entender que era el que buscábamos.
Saludónos cortésmente, ,y en pocas y muy buenas razones nos dijo
que no nos maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque
así le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus muchos
]3ecados le había sido impuesta. Rogámosle que nos dijese quien era;
mas nunca lo pudimos acabar con él; pedímosle también que cuando
hubiese menester el sustento, sin el cual no podía pasar, nos dijese
dónde le hallaríamos, porque con mucho amor y cuidado se lo lleva-
ríainos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que á lo menos saliese
á pedirlo, y no á quitarlo, á los i)astores. Agradeció nuestro ofre-
cimiento, pidió perdón del asalto pasado, y ofreció de pedillo de allí
adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna á nadie. En cuanto
lo que tocaba á la estancia de su habitación, dijo que no tenía otra
que aquella que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la noche; y acabó
su plática con un tan tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los
que escuchado le habíamos si en él no le acompañáramos, consi-
derándole cómo le habíamos visto la vez primera y cuál le veíamos
entonces; porque, como tengo dicho, era un muy gentil y agraciado
mancebo, y en sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien
nacido y nmy cortesana persona; que, puesto que éramos rústicos los
que le escuchábamos, su gentileza era tanta, que bastaba á darse á
conocer á la mesma rusticidad. Y estando en lo mejor de su plática,
paró, enmudecióse y clavó los ojos en el suelo por un buen espacio,
en el cual todos estuvimos quedos y suspensos, esperando en qué
había de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo;
porque, por lo que hacía de abrir los ojos, estar fíjo mirando al suelo
sin mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos, apretando los
labios y enarcando las cejas, fácilmente conocimos que algún accidente
de locura le había sobrevenido; mas él nos dio á entender presto ser
verdad lo que pensábamos, porc{ue se levantó con gran furia del suelo,
donde se había echado, y arremetió con el primero que halló junto á sí,
con tal denuedo y rabia, que si no se le quitáramos, le matara á puñadas
y bocados; y todo esto hacía diciendo: «¡Ah, fementido Fernando! ¡Aquí,
aquí me pagarás la sinrazón que me hiciste; estas manos te sacarán el
corazón donde albergan y tienen manida todas las maldades juntas,
principalmente la fraude y el engaño!» Y á éstas añadía otras razones,
que todas se encaminaban á decir mal de aquel Fernando, y á tacharle
de traidor y fementido. Quitámosele, pues, con no poca pesadumbre;
y él, sin decir más palabra, se apartó de nosotros, y se emboscó corrien-
do por entre estos jarales y malezas, de modo que nos imposibilitó el se-
guille: por esto conjeturamos que la locura le venía á tiempos, y que algu-
no que se llamaba Fernando le debía de haber hecho alguna mala obra,
tan pesada cuanto lo mostraba el término á que lo había conducido.
Todo lo cual se ha conñrmado después acá con las veces, que han sido
nmchas, que él ha salido al camino, unas á pedir á los pastores le den
de lo que llevan para comer, y otras á quitárselo por fuerza; porque
cuando está con el accidente de la locura, aunque los pastores se lo ofrez-
PARTE PRIMERA— CAPITULO XXIII
159
can (le buen grado, no lo admite, si no lo toma á puñadas; y cuando
estii en su seso lo pide por amor de Dios, cortés y comedidamente, y
rinde por ello muchas oracias, y no con falta de lágrimas. Y en verdad
os digo, señores, prosiguió el cabrero, (pie ayer determinamos yo y cua-
tro zagales, los dos criados
y los dos amigos míos, de
buscarle hasta tanto que le
hallemos; y después de ha-
llaiio. ya por fuer/a. ya por
grado, le hemos de llevar ú
la villa de Almodóvar, que
está de ai^uí ocho leguas, y
allí le curaremos, si es que
su mal tiene cura, ó sabre-
mos quién es cuando- esté
en su seso, y si tiene pa-
rientes á quien dar noticia
de su desgracia. Esto es, se-
ñores, lo que sabré deciros
de lo que me habéis pregun-
tado; y entended que el due-
ño de las prendas que ha-
llastes es el mesmo que vis-
ites pasar con tanta ligere/a
como desnudez ; que ya le
•había dicho Don Quijote có-
mo había visto á pasar aquel
¡hombre saltando por la sic
rra; el cual quedó admirado
de lo que al cabrero había
oído, y quedó con más deseo
de saber quién era el desdi
•chado loco, y propuso en sí
lo mesmo que ya tenía pen-
sado, de buscalle por i oda la
montaña, sin dejar rincón ni cueva en ella que no mirase hasta hallar-
le. Pero hízolo mejor la suerte de lo que él pensaba ni esperaba, i)or-
que en aquel mesmo instante pareció (por entre una quebrada de una
sierra que salía donde ellos estaban) el mancebo que buscaba, el cual
venía ha)>lando entre sí cosas que no j)odían ser entendidas de cerca,
•uanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado; sólo que, llegando
:-erca, vió Don (Quijote que un coleto hecho pedazos que sobre sí traía
3ra de ámbar, por donde acabó de entender que persona que tales
lábitos traía no de))ía de ser de ínfima calidad. En llegando el maii-
-ebo á ellos, los saludó con una voz desentonada y bronca, pero con
nucha cortesía. Don Quijote le volvió los saludos con no menos come-
limiento, y apeándose de Rocinante con gentil continente y donaire, le
B. P.— XX 12
Y pue-sta.s .sub manos en los hombros áe Don Qiiijoto,
le estuvo mirando...
1()0
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
i'iié á abrazar, y le tuvo un buen espacio estrechamente entre sus bra-
zos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido. El otro, á quien
podemos llamar el Roto de la Mala Figura, como á Don Quijote el de
la Triste, después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí; y
puestas sus manos en los hombros de Don Quijote, le estuvo mirando,
como que quería ver si le conocía, no menos admirado quizá de ver la
figura, talle y armas de Don Quijote, que Don Quijote lo estaba de
verle á él; en resolución, el primero que habló después del abrazamien-
to fué el koto, y dijo lo que se dirá adelante.
í'APlTn.O XX I\'
Donde se prosigue la aventura de Sierra Morena.
ICE la historia que era grandísima la atención con que f). (¿ui-
1^'^> jote escuchaba al astroso caballero de la Sierra, el cual, })rinci-
f/ })iando su plática, dijo: «Por cierto, señor, quien quiera que
seáis (que yo no os conozco), yo os agradezco las muestras y la
cortesía que conmigo habéis usado; y quisiera yo hallarme en términos
que con más que la voluntad })udiera servir la Ciue habéis mostrado te-
nerme en el buen acogimiento que me habéis hecho; mas no quiere mi
suerte darme otra cosa con que coiTesponda á las buenas ol)ras que me
hacen que buenos deseos de satisfacerlas.»
— Los que yo tengo, respondió Don Quijote, son de serviros; tanto,
que tenía determinado de no sahr destas sierras hasta hallaros y saber
de vos si al dolor que en la extrañeza de vuestra vida mostráis tener
se podía hallar algún género de remedio; y si fuera menester buscarle,
l)uscarle con la dihgencia posible. Y cuando vuestra desventura fuera
de aquellas que tienen cerradas las puertas á todo género de consuelo,
pensaba ayudaros á llorarla y á plañiría como mejor pudiera; que
todavía es consuelo en las desgracias hallar quien se duela dellas; y
si es que mi buen intento merece ser agradecido con algún género de
cortesía, yo os supUco, señor, por la mucha que veo que en vos se
encierra, y juntamente os conjuro por la cosa que en esta vida más
habéis amado ó amáis, que me digáis quién sois, y la causa que os lia
162
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
traido á vivir ó á morir entre estas soledades como bruto animal, pues
moráis entre ellos tan ajeno de vos mismo, cual lo muestra vuestro
traje y persona. Y juro, añadió Don Quijote, por la Orden de Caballería
que recebí, aunque indigno y pecador, y por la profesión de caballero
andante, que si en esto, señor, me complacéis, he de serviros con las
veras á que me obliga el ser quien soy, ora remediando vuestra desgra-
cia, si tiene remedio, ora ayudándoos á llorarla como os lo he pro-
metido.
El caballero del Bosque, que de tal manera oyó hablar al de la Tris-
te Figura, no hacía sino mirarle y remirarle y tornarle á mirar de arri-
ba abajo, y después que le hubo bien mirado, le dijo: «Si tienen algo
que darme á comer, por amor de Dios que me lo den; (|ue después de
De.'ípiícü de haberse acomodado en s« asiento, dijo...
haber comido yo haré todo lo que se me manda, en agradecimiento de
tan buenos deseos como aquí se me han mostrado.»
Luego sacaron Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón con
que satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron como per-
sona atontada, tan apriesa, que no daba espacio de un bocado al otro,
pues antes los engullía que tragaba; y en tanto que comía, ni él ni los
que le miraban liablaban palabi-a. Como acabó de comer, les hizo de
señas que le siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó* á un verde pra-
decillo que á la vuelta de una peña poco desviado de allí estaba. En
llegando á él, se sentó en el suelo encima de la hierba, y los demás hi-
cieron lo mismo, y todo esto sin que ninguno hablase, hasta que el
Roto, después de haberse acomodado en su asiento, dijo: <^ Si gustáis,
señores, que os diga en breves razones la inmensidad de mis desventu-
ras^ habeisme de ])rometer que con ninguna pregunta ni otra cosa in-
terrumperéis el hilo de mi t-iñste historia, porque en el punto que Id ha-
gáis, en ese se quedaTá lo que fuere contando: »
-■ '-Estas razones del Roto trajeron á la memoria á Don (Quijote el
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXIV 168
cuento que le luil)ía ccmlado su escudero, cuando no acertó el número
de las cabras que lial)ían })asado el río, y se quedó la historia pendien-
te; pero, volviendo al Roto, prosiguió diciendo: < Esta prevención que
llago es porque querría pasar brevemente por el cuento de mis desgra-
cias; que el traerlas á la memoria no me sirve de otra cosa que de aña-
dir otras de nuevo; y mientras menos me preguntáredes, más presto
acal)aré yo de decillas; puesto que no dejaré j)or contar cosa alguna que
sea de importancia, para satisfacer del todo á vuestro deseo.»
Don Quijote se lo prometió en nombre de los demás, y él, con este
seguro, comenzó desta manera:
«Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad de las mejores desta
Andalucía; mi linaje, noble; mis padres, ricos; mi desventura, tanta, que
la deben dé haber llorado mis padres y sentido mi linaje, sin poderla
aliviar con su riqueza; que para remediar desdichas del (üelo, poco
suelen valer los bienes de fortuna. Vivía en esta mesma tierra un cielo
donde puso el amor toda la gloria que yo acertara á desearme; tal es la
hermosura de.l^uscinda, doncella tan noble y tan rica como yo, ])erode
más ventura y de menos ñrnieza de la que á mis honrados j)ensa-
mientos se debía: á esta Luscinda amé, quise y adoré desde mis tiernos
y i)rimero,s años, y ella me quiso á mí con aquella sencillez y buen áni-
mo que su poca edad permitía. Sabían nuestros ])adres nuestros inten-
íos, y no les pesaba dello; porque bien veían (pie cuando pasaran ade-
lante no i)odíaii tener otro fin que el de casarnos, cosa que casi la con-
certaba la igualdad de nuestro linaje y riquezas. Creció la edad, y con
ella tanto el amor de entraml^os, que al [)adre de Luscinda le pareció
que por buenos respetos estaba obligado á negarme la entrada en su
casa, casi imitando en esto á los padres de aquella Tisbe tan decantada
de los poetas: fué esta negación añadir llama á llama y deseo á deseo;
porque, aunque pusieron silencio á las lenguas, no le pudieron poner
á las plumas, las cuales con más libertad que las lenguas suelen dar á
entender á quien ([uieren lo (jue en el alma está encerrado; que muchas
veces la })resencia de la cosa amada turl)a y enmudece la intención más
determinada y la lengua más atrevida.
;>¡Ay, Cielos, y cuántos billetes la escribí! ¡Cuan regaladas y honestas
respuestas tuve! ¡Cuántas canciones compuse, y cuántos enamorados
"\ersos, donde el alma declaraba y trasladaba sus sentimientos, pintalia
sus encendidos deseos, entretenía sus memorias y recreaba su voluntad!
En efeto; viéndome apurado y que mi alma se consumía con el deseo
de verla, determiné poner por obra y acabar en un punto lo que me
pareció que más convenía para salir con mi deseado y merecido premio,
y fué el pedírsela á su padre por legítima esposa, como lo hice; á lo
que él me respondió que me agradecía la voluntad que mostraba de
honrarle y de querer honrarme con prendas suyas; pero que, siendo
mi padre vivo, á él tocaba de justo derecho hacer aquella demanda,
porque si no fuese con mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda
mujer para tomarse ni darse á hurto. Yo le agradecí su buen intento,
l)areciéndome que llevaba razón en lo que decía, y que mi padre ven-
104 DOK QUIJOTE DE LA MANCHA
dría en ello como yo se lo dijese; y con este intento, luego, en aquel
vnismo instante fui á decirle á mi padre lo que deseaba; y al tiempo
i]ue entré en un aposento donde estaba le hallé con una carta abierta
en la mano, la cual antes que yo le dijese palabra, me la dio, y me dijo:
«Por esta carta verás. Cárdenlo, la voluntad que el duque Ricardo tiene
de hacerte merced. » Este duque Ricardo, como ya vosotros, señores, de-
béis de saber, es un grande de Esi)aña, que tiene su estado en lo mejor
desta Andalucía.
» Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida, que á mí mesmo
me pareció mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pe-
día, que era que me enviase luego donde el Duque estaba; que quería
que fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él tomaba
á cargo el ponerme en estado que corres})ondiese á la estimación en
que me tenía. Leí la carta, y enmudecí leyéndola, y más cuando oí que
mi padre me decía: «De aquí á dos días te partirás, Cárdenlo, á hacer
la voluntad del Duque; y da gracias á Dios que te va abriendo camino
por donde alcances lo que yo sé que mereces». Añadió á estas otras ra-
zones de padre consejero. Llegóse el término de mi partida, hablé una
noche á Luscinda, díjele todo lo que pasaba, y lo mesmo hice á su pa-
dre, suplicándole se entretuviese algunos días y dilatase el darla esta-
do hasta que yo viese lo que Ricardo me quería: él me lo prometió, y
ella me lo confirmó con mil juramentos y mil desmayos. Vine en fin
donde el duque Ricardo estaba; fui del tan bien recebido y tratado,
que desde luego comenzó la envidia á hacer su oficio, teniéndomela los
criados antiguos, pareciéndoles que las muestras que el Duque daba de
hacerme merced habían de ser en perjuicio suyo; pero el que más se
holgó con mi ida fué un hijo segundo del Duque, llamado Fernando,
mozo gallardo, gentil hombre, liberal y enamorado, el cual en poco
tiempo quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir á todos; que,
aunque el mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó al extre-
mo con que don Fernando me quería y trataba. Es, pues, el caso que,
como entre los amigos no hay cosa secreta que no se comunique, y la
privanza que yo tenía con don Fernando dejaba de serlo por ser amis-
tad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno enamo-
rado que le traía con un poco de desasosiego. Quería bien á una labra-
dora vasalla de su padre, y ella los tenía muy ricos, y era tan her-
mosa, recatada, discreta y honesta, que nadie que la conocía se deter-
minaba en cuál destas cosas tuviese más excelencia ni más se aventa-
jase. Estas tan Imenas partes de la hermosa labradora redujeron á tal
término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder al-
canzarlos y conquistar la entereza de la labradora, á darle palabra de
ser su esposo; porque de otra manera era procurar lo imposible. Yo,
obligado de su amistad, con las mejores razones que supe y con los
más vivos ejemplos que pude, procuré estorbarle, y ai)artarle de tal
pro])ósito; pero viendo que no aprovechaba, determiné de decirle el
caso al duque Ricardo, su padre; mas don Fernando, como astuto y
discreto, se receló y temió desto, por parecerle que estaba yo obligado,
l'ARTK l'KIMEKA. CAPÍTULO XXIV UÍO
vn lev de buen criado, á no tener encul)ierta cosa ([ue tan en perjuicio
de la' honra de mi señor el Duque venía; y así, por divertirme y enga-
ñarme, me dijo que no hallaba otro mejor remedio para poder apartar
de la memoria la hermosura que tan sujeto le tenía, que el ausentarse
por algunos meses, y que quería que la ausencia fuese (jue los dos nos
viniésemos en casa de mi padre, con ocasión (pie daría ('1 al Duque, de
<|ue venía á ver y á feriar unos nmy l)uenos cabalU)s que en mi ciudad
luibía. que es madre de los mejores del nmndo.
Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido de mi atición.... aunque
su determinación no fuera tan buena, la ajjrobara yo por una de las
mas acertadas que se ]>odían imaginar, por ver cuan buena t)casión y
coyuntura se me ofrecía de volver á ver á mi Luscinda. Con este pen-
samiento y deseo aprobé su parecer y esforcé su propósito, diciéndole
(pie lo i)usiese por obra con la brevedad posible, porque en efeto la
ausencia hacía su oficio, á pesar de los más firmes j)ensamientos; y
cuando él me vino á decir esto, según después se supo, había gozado
á la labradora con título de esí)oso, y esperaba ocasión de descubrirse a
su salvo, temeroso de lo que el Duque su padre haría cuando supiese
su dis})arate. Sucedió, pues, que como el amor en los mozos por la ma-
yor parte no lo es, sino ai)etito, el cual, como tiene por último fin el
deleite, en llegando á alcanzarle se acaba, y ha de volver atrás aquello
(pie })arecía amor, por([ue no puede pasar adelante del término que le
puso Naturaleza, el cual término no le puso á lo que es verdadero amor...
(piiero decir, que así comodón Fernando gozó á la labradora, se le
aplacaron sus deseos y se resfriaron sus ahíncos; y si primero fingía
([uerer ausentar^^e por remediarlos, ahora de veras ])rocuraba irse })or
no ponerlos en ejecución.
>Dit')le el Duque licencia, y mandóme c^ue le aconi])añase; vinimos
a mi ciudad, recibióle mi padre como quien era; vi yo luego á Luscin-
da. tornaron á vivir (aunque no habían estado muertos ni amortigua-
de »s) mis deseos, de los cuales di cuenta. })or mi mal, á don Fernando,
por j)arecerme (pie, en la ley de la mucha amistad que mostraba, no le
debía encubrir nada. Alábele la hermosura, donaire y discreción de
Luscinda de tal manera, que mis alabanzas movieron en él los deseos
de querer ver doncella de tan buenas partes adornada; cumplíselos
yo, })or mi corta suerte, enseñándosela una noche á la luz de una
vela por una ventana })or donde los dos solíamos hablarnos. Viola en
signo tal, que todas las bellezas hasta entonces por él vistas las puso en
olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto, y finalmente tan
enamorado cual lo veréis en el discurso del cuento de mi desventura; y
para encenderle más el deseo, que á mí me celaba y al Cielo á solas des-
cubría, quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo tan discreto,
tan honesto y tan enamorado, que en leyéndolo me dijo que en sola
Luscinda se encerraban todas las gracias de hermosura y de entendi-
miento que en las demás mujeres del mundo estaban repartidas. Bien
es verdad c{ue quiero confesar ahora que, puesto que yo veía con cuan
justas causas don Fernando á Luscinda alababa, me pesaba de oir aque-
166 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
lias alabanzas de su boca, y comencé á temer, y con razón, á recelarme
del, porque no se pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de
Luscinda, y él movía la plática, aunque la trújese por los cabellos; cosa
que despertaba en mí un no sé qué de celos, no porque yo temiese re-
vés alguno de la bondad y de la fe de Luscinda; pero, con todo eso, me
hacía temer mi suerte en lo mesmo que ella me aseguraba. Procuraba
siempre don Fernando leer los papeles que yo á Luscinda enviaba, y
los que ella me respondía, á título que de la discreción -de los dos gus-
taba mucho. Acaeció, pues, que habiéndome pedido Luscinda un libro
de caballerías en qué leer (de quien era ella muy aficionada), me escri-
bió un billete diciéndome que la pidiese á mis padres por esposa, y lo
puso, y lo halló luego don Fernando, dentro del libro, que era el de Ama-
das de (Tüida...-»
No hubo bien oído Don Quijote nombrar libro de caballerías, cuando
dijo: «Con que me dijera vuestra merced al principio de su historia que
su merced de la señora Luscinda era aficionada á libros de caballerías,
no fuera menester otra exageración para darme á entender la alteza de
su entendimiento; porque no le tuviera tan bueno como vos, señor, le
habéis pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda. Así que,
para conmigo no es menester gastar más palabras en declararme su her-
mosura, valor y entendimiento; que con sólo haber entendido su afición,
la confirmo por la más hermosa y más discreta mujer del mundo. Y
quisiera yo, señor, que vuestra merced le hubiera enviado, junto con
Amadís de Gaula, al bueno de don Rugel de Grecia; que yo sé que gus-
tara la señora Luscinda mucho de Daraida y (xaraya, y de las discrecio-
nes del pastor Darinel, y de aquellos admiraljles versos de sus bucóli-
cas, cantadas y representadas por él con todo donaire, discreción y des-
envoltura; pero tiempo podrá venir en que se enmiende esa falta; y no
durará más en hacerse la enmienda de cuanto quiera vuestra merced
ser servido de venirse conmigo á mi aldea; que allí le podré dar más de
cien libros, que son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi
vida... aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno, merced á la
malicia de malos y envidiosos encantadores; y perdóneme vuestra mer-
ced el haber contravenido á lo que prometimos de no interrumpir su
plática; pues en oyendo cosas de caballerías y de caballeros andantes,
así es en mi mano dejar de hablar en ellos, como lo es en la de los ra-
yos del Sol dejar de calentar, ni humedecer en los de la Luna; así que,
perdón y proseguir, que es lo que ahora hace más al caso.»
En tanto que Don Quijote estaba diciendo lo que queda dicho, se le
había caído á Cárdenlo la cabeza sobre el pecho, dando muestras de es-
tar profundamente pensativo; y puesto que dos veces le dijo Don Qui-
jote que prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni respondía pala-
bra; pero al cabo de un buen espacio la levantó, y dijo: «No se me puede
quitar del pensamiento, ni habrá quien me lo quite en el mundo, ni
quien me dé á entender otra cosa, y sería un majadero el que lo contra-
rio entendiese ó creyese, sino que aquel bellaconazo del maestro Ehsa-
bad estaba amancebado con la reina Madásima.»
PARTE PRIMERA.— CAPITULO XXIV
l<)7
— ¡Eso no, ¡voto á tal!, respondió con mucha cólera Don Quijote (y
arr(>j('>le, como tenía de costumbre). Kao es una muy jjran malicia, (')
bellaquería, por mejor decir. La reina Madásima fué muy jn-incipal se-
ñora, y no se ha de presumir que tan alta ])rincesa se había de aman-
cebar con un ^^acapotras; y quien lo contrario entendiere, miente como
V ciarMt- tales puflada.s, (jue 8¡ l)ou Quijote lio los iiii.-,ii-ra en paz, »»- liicieraii piilazo.s.
muy gran bellaco, y yo se lo daré á entender á pie ó á caballo, armado
ó desarmado, de noche ó de día, ó como más gusto le diere.
Estábale mirando Cárdenlo muy atentamente, al cual ya había ve-
nido el accidente de su locura, y no estai)a ])ai'a proseguir su historia,
ni tampoco Don Quijote se la oyera, según le había disgustado lo que
de Madásima le había oído. ¡Extraño caso! Que así volvió por ella como
si verdaderamente fuera su verdadera y natural señora: tal le tenían
sus desconuilgados libros. Digo, pues, que como ya Cárdenlo estaba
loco y se oyó tratar de mentís y de bellaco con otros denuestos seme-
jantes, parecióle mal la burla, y alzó un guijarro que halló junto á sí, y
dio con él en los pechos tal golpe á Don Quijote, que le hizo caer
de espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio ])arar á su señor,
arremetió al loco con el puño cerrado; y el Roto le recibió de tal suerte,
que con una puñada dio con él á sus pies, y luego se subió sobre él, y
le brumo las costillas muy á su sabor. El cabrero, que le quiso defen-
der, corrió el mismo peligro; y después que los tuvo á todos rendidos y
molidos, los dejó, y se fué con gentil sosiego á emboscarse en la mon-
taña. Levantóse Sancho; y con la rabia que tenía de verse aporreado tan
sin merecerlo, acudió á tomar la venganza del cabrero, diciéndole que
168 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
él tenía la culpa de no haberles avisado f^ue á aquel hombre le tomaba
á tiempos la locura; que si esto supieran, hubieran estado sobre aviso
para poderse guardar. Respondió el cabrero que ya lo había dicho, \
cjue si él no lo había oído, que no era suya la culpa. Replicó Sancho
Panza, y tomó á rephcar el cabrero, y fué el fin de las réplicas asirse de
las l.)arbas y darse tales puñadas, que si Don Quijote no los pusiera en
paz, se hicieran pedazos.
Decía Hancho, asido con el cabrero: «¡Déjeme vuestra merced, señor
Caballero de la Triste Figura; que en éste, que es villano como yo y no
está armado caballero, bien puedo á mi salvo satisfacerme del agravio
que me ha heclio, peleando con él mano á mano como hombre hon-
rado!»
— Así es, dijo Don Quijote; pero yo sé que él no tiene ninguna culpa
de lo sucedido.
Con esto los apaciguó, y Don (Quijote volvió á preguntar al cabrero
si sería posible hallar á Cárdenlo, porque quedaba con grandísimo deseo
de saber el fin de su historia. Díjole el cabrero lo que primero había
dicho, que era no saber de cierto su manida; pero que si anduviese
mucho por aquellos contornos, no dejaría de hallarle, ó cuerdo ó loco.
cAiTrrLo XXV
}ue trata de las extrañas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente
caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo de la penitencia de
Beltenebros.
ESPIDIÓSE del cahi'ero Don (¿uijote, y subiendo otra vez s»)l)re
Rocinante, mandó á Sancho que le siguiese, el cual lo hizo
con 8U jumento de muy mala í;ana. Ibanse poco á poco en-
trando en lo más áspero de la montaña, y Sancho iba muerto
xir razonar con su auKj, y deseaba que él comenzase la plática, i)or no
•ontra venir á lo que le tenía mandado; mas, no pudiendo sufrir tanto
ilencio, le dijo: < Señor Don Quijote, vuestra merced me eche su ben-
licióu y me dé licencia; que desde aquí me quiero volver á mi casa y
. mi mujer y á mis hijos, con los cuales por lo meuos hablaré y depar-
ii'(' todo lo que quisiere; porque querer vuestra merced que vaya con
1 ])or estas soledades de día y de noche y que no le hable cuando me
iiere gusto, es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que los ani-
nales hablaran, como hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos
!ial, porque departiera yo con mi jumento lo que me viniera en gana,
con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede
'evar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida y no hallar
ino coces y manteamientos, peladillazos y puñadas; y con todo esto,
iOs hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su
orazón, como si fuera nmdo.»
— Ya te entiendo, Sancho, respondió Don Quijote; tú mueres porque
170 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
te alce el entrediclio que te tengo puesto en la lengua: dale por alzado^
y di lo que quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento
más de en cuanto anduviéremos por estas sierras.
— Sea así, dijo Sancho: hable yo ahora, que después Dios sabe lo
que será; y comenzando á gozar de ese salvo conducto, digo que ¿qué
le iba á vuestra nierced en volver tanto por aquella reina Magimasa, ó
como se llama? ¿Ó qué hacía al caso que aquel abad fuese su amigo ó
no? Que si vuestra merced pasara por ello, pues no era su juez, bien
creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubieran
ahorrado el golpe del guijarro y las coces, y aun más de seis tornis-
cones.
— A fe, Sancho, respondió Don Quijote, que si tú supieras, como \ o
lo sé, cuan honrada y cuan principal señora era la reina Madásima, yo
sé ciue dijeras que tuve mucha paciencia, pites no quebré la boca por
donde tales blasfemias salieron; porque es mi^y gran blasfemia decir ni
pensar que una reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del
cuento es que aquel maestro Elisabad, que el loco dijo, fué un hombre
muy ])rudente y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico
á la Reina; pero pensar cjue ella era su amiga, es disparate digno de
muy gran castigo; j porque veas que Cárdenlo no supo lo que dijo,
has de advertir que cuando lo dijo ya estaba sin juicio.
— Eso digo yo, dijo Sandio; que no había para qué hacer cuenta de
las palabras de un loco; porque si la buena suerte no ayudara á vuestra
merced, y encaminara el guijarro á la cabeza, como le encaminó al
pecho, ¡buenos quedáramos })or haber vuelto por aquella mi señora, que
Dios cohonda! Pues ¡montas que no se librara Cárdenlo por loco!
— Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero
andante á volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean;
cuanto más por las reinas de tan alta guisa y pro como fué la reina
Madásima, á quien yo tengo particular aíición por sus buenas partes;
porque, fuera de haber sido fermosa, además fué muy ])rudente y muy
sufrida en sus calamidades (que las tuvo muchas); y los consejos y com-
pañía del maestro Elisabad le fué .y le fueron de mucho provecho y
alivio para poder llevar sus trabajos con ])rudencia y paciencia; y de
aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal intencionado de decir y
pensar que ella era su manceba; y mienten, digo otra vez, y mentir;ni
otras docientas todos los que tal pensaren y dijeren. •
— Ni yo lo digo ni lo pienso, respondió Sancho; allá se lo hayan; con
su pan se lo coman: si fueron amancebados ó no, á Dios habrán dado
la cuenta; de mis viñas vengo, no sé nada: no soy amigo de saber vidas
ajenas; que el que compra y miente, en su bolsa lo siente: cuanto más,
que desimdo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano. Mas que lo fue-
sen, ¿qué me va á mí? Y muchos piensan que hay tocinos, y no Ikiv
estacas. Mas ¿quién j)uede poner puertas al campo? Cuanto más, que de
Dios dijeron.
— ¡Válame Dios, dijo Don Quijote, y qué de necedades vas, Sancho,
ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos á los refranes c{ue enhilas? Por
PARTE PRIMERA. — CAPÍTULO XXV 171
I vida. Sancho, que calles; y de aquí adelante entremétete en e.spolear
tu asno, y deja de Imcello en lo que no te ini))orta; y entiende con
idoí^ tus cinco sentid<»s que todo cuanto yo he hecho, haj^o é hiciere
i nuiy puesto en razón y muy conforme á las reiílas de caballería; que
s sé mejor que cuantos caballeros la profesaron en el mundo.
— Señor, respondió Sancho, ¿y es buena regla de caballería que ánde-
los }>erdidos por estas montañas sin senda ni camino, bu cando á un
»co, al cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar
» que dejó comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vues-
'a merced y de mis costillas, acabándonoslas de romper de todo
unte?
— Calla, te digo otra vez, Sancho, dijo Don Quijote; porque te hago
nl)er que no tanto me trae por estas partes el deseo de hallar al loco.
Llanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña con que he de ganar
i erpetuo nombre y fama en todo lo descul>ierto déla Tierra; .y será tal,
kiue he de echar con ella el sello á todo aquello que puede hacer perfecto
[ famoso á un andante caballero.
— ¿Y es de muy gran peligro esa hazañaV — preguntó Sancho Panza.
— No, respondió el de la Triste Figura; i)uesto que de tal manera
i odia correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero
1 >do ha de estar en tu diligencia.
^¿En mi diligencia?, dijo Sancho.
— Sí, dijo Don Quijote; porque, si vuelves presto de donde pienso
nviarte, presto se acabará mi pena, y })resto comenzará mi gloria. Y
orque no es ))ien que te tenga más suspenso esperando en lo que han
le parar mis razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís
í.e Gaula fué uno de los más perfectos caballeros andantes... No he dicho
•ien fué uno; fué el solo, el primero, el único, el señor de todos cuantos
lubo en su tiempo en el mundo. ¡Mal año y mal mes {)ara don Belianís
■ para todos aquellos que dijeren que se le igualó en algo, porque se en-
,añan, juro, cierto! Digo asimismo que cuando algún pintor quiere salir
amoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pin-
ores que sabe; y esta misma regla corre por todos los más oficios ó ejer-
icios de cuenta que sirven para adorno de las repúblicas; y así lo ha de
lacer y hace el que quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido,
mitando á Ulises. en cuya persona y trabajo nos i)inta Homero un re-
rato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró
u'irgilio en persona de Eneas el valor de un hijo piadoso y la sagacidad
le un valiente y entendido capitán; no pintándolos ni describiéndolos
•omo ellos fueroii. sino como habían de ser, para dar ejemplo á los veni-
leros hombres, de sus virtudes. Desta misma suerte Amadís fué el norte,
íl lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, á quien débe-
nos imitar todos aquellos que debajo de la bandera del amor y de la
•aballería mihtamos. Siendo, pues, esto así, como lo es, hallo yo, Sancho
unigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca de
ileanzar la perfección de la caballería; y una de las cosas en que más
3Ste caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza
172 Duü «QUIJOTE DE EA >I ANCHA
y amor, fué cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, á hacer
penitencia en la Peña Pobre, mudando su nombre en el de Beltenebros.
nombre por cierto signiñcativo y propio para la vida que él de su volun-
tad había escogido. Así que me es á mí más fácil imitarle en esto que
no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desba-
ratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamientos; y pues estos
lugares son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para qué
se deje pasar la ocasión, cjue ahora con tanta comodidad me ofrece sus
guedejas.
— En efecto, dijo Sancho; ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer
en este tan remoto lugar?
— ¿Ya no te lie dicho, respondió Don Quijote, quéV Quiero imitar a
Amadís haciendo aquí del deses])erado, del sandio y del curioso, por
imitar juntamente al valiente Don Roldan cuando halló en una fuente
las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro.
de cuya })esadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las
aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó
chozas, derribó casas, arrastró yeguas, y hizo otras cien mil violencias
dignas de eterno nombre y escritura. Y puesto que yo no pienso imitar
á Roldan ú Orlando ó Rotolando (que todos estos tres nombres tenía)
parte por parte en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bos-
quejo como mejor pudiere en las que me parecieren ser más esenciales;
y podría ser que viniese á contentarme con solo la imitación de Amadís,
que, sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó
tanta fama como el que más.
— Paréceme á mí, dijo Sancho, que los caballeros que lo tal ficieroii
fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y peni-
tencias; j)ero vuestra merced ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Que
dama le ha desdeñado, ó qué señales ha hallado que le den á entendei-
que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro
ó cristiano?
— Ahí está el punto, respondió Don Quijote, y ésa es la nueza de mi
negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni
gracias: el toque está en desatinar sin ocasión, y dar á entender á mi
dama que si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? Cuanto más,
que harta ocasión tengo en la larga ausencia que he hecho de la siempre
señora mía Dulcinea del Toboso; que, como ya oiste decir á aquel pas
tor de marras. Ambrosio, quien está ausente todos los males tiene y
teme. Así que, Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que
deje tan rara, t'an felice y tan no vista imitación: loco' soy, loco he de
ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo
pienso enviar á mi señora Dulcinea; y si fuere tal cual á mi fe se le debe,
acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y si fuere al contrario, seré loco
de veras; y siéndolo, no sentiré nada; así que, de cualquiera manera
que responda, saldré del conflicto y trabajo en que me dejares, gozando
el bien que me trujeres, por cuerdo, ó no sintiendo el mal que me apor
tares, por loco. Pero dime, Sancho: ¿traes bien guardado el yelmo de
PARTE PRniEUA. CAPITULO XXV
173
Manil)niioy (^uo ya vi (lue le alzaste fiel suelo cuando aquel (lesa,i;rade-
cido le quiso hacer pedazos: pero no pudo, ddudc se })uede echar de ver
la fineza de su temple
A lo cual respondió Sancho; ¡X ive I>ios. scnoi- Cahallero de la Triste
Fisfura. que no jniedo sufrir ni llevar en paciencia aliíunas cosas (pie
vuestra merced dice, y que i)or ellas ven^o á ima.üinar (jue todo cuanto
me dice de caballerías, y de alcanzar reinos é imperios, de dar ínsulas,
y de hacer otras mercedes y «grandezas, como es uso de caballeros an
dantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraña
<> patraña. () como lo llamáremos! Porque quien oyere decir á vuestra
I>ormia Sauclio Panza, hurtóle su jiimcn'o...
merced (jue una bacía de barbero es el yelmo de Mambrin».. y ([Ut- no
salga deste error en más de medio día, ¿qué ha de pensar, sino que quien
tal dice y afirma debe de tener huero el juicio? La bacía yo la llevo en
el costal, toda abollada, y llevóla para enderezarla en mi casa y hacer-
me la Uarba en ella, si Dios me hiciere tanta gracia i[ue algún día me vea
con mi mujer y hijos.»
—Mira, ¡Sancho; por el mesmo (|ue deuantes juraste te juro, dijo Don
(Quijote, que tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escu-
dero en el mundo. ¿Que es posible que, en cuanto ha que andas conmigo,
no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes pa-
recen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revésV
Y no porque sea ello así, sino porque andan entre nosotrx^s siempre una
caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan y
las vuelven según su gusto, según tienen la gana de favorecernos ó des-
truirnos; y asf. eso que á ti te parece bacía de barbero, me parece á mí
el yelmo de Mambrino, y á otro le parecerá otra cosa. Y fué rara provi-
dencia del sabio que es de mi parte hacer que parezca bacía á todos lo
que real y verdaderamente es yelmo de Maml)rino, á causa que, siendo
él de tanta estima, todo el mundo me perseguiría por quitármele; peor.
174 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
como ven que no es más de un bacín de barbero, no se curan de i)rocu-
ralle, como se mostró bien en el que quiso rompelle, v le dejó en el sue-
lo sin llevarle; que á fe que si le conociera, que nunca él le dejara. Guár-
dale, amigo; que por ahora no le he menester; que antes me tengo de
quitar todas estas armas, y quedar desnudo como cuando nací, si es que
me da en voluntad de seguir en mi penitencia más á Roldan que Ama-
dís.
Aquella noche llegaron á la mitad de las entrañas de Sierra More-
na, adonde le pareció á Sancho pasar aquella noche y aun otros algu-
nos días, á lo menos todos aquellos que durase el matalotaje que llevaba;
y así, hicieron noche entre dos peñas y entre nmchos alcornoc{ues. Pero
la suerte fatal, que, según opinión de los que no tienen lumbre de la
verdadera fe, todo lo guía, guisa y compone á su modo, ordenó que Gi-
nés de Pasamonte, el famoso embustero y ladrón que de la cadena por
virtud y locura dp Don Quijote se había escapado, llevado del miedo de
la Santa Hermandad, de quien con justa razón temía, acordó de es-
conderse en aquellas montañas, y llevóle su suerte y su miedo á la mis-
ma parte donde había llevado á Don Quijote y á Sancho Panza, á hora
y tiempo que los pudo conocer, y á punto que los dejó dormir; y como
siempre los malos son desagradecidos, y la necesidad sea ocasión de
acudir á lo que no se debe, y el remedio presente venza á lo por venir,
Ginés, que no era ni agradecido ni bien intencionado, acordó de hurtar
el asno á Sancho Panza, no curándose de Rocinante, por ser prenda tan
mala para empeñada como para vendida. Dormía Sancho Panza, hurtóle
su jumento, v antes que amaneciese se halló bien lejos de poder ser ha-
llado.
Sali(') la aurora alegrando la Tierra y entristeciendo á Sancho Panza,
porque halló menos su Rucio; el cual, viéndose sin él, comenzó á hacer
el más triste -y doloroso llanto del mundo; y fué de manera, que Don
Quijote despertó á las voces, y oyó que en ellas decía: «¡Oh hijo de mis
entrañas, nacido en mi mesma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi
mujer, envidia de mis vecinos, alivio de mis cargas, y, finalmente, sus-
tentador de la mitad de mi persona, porque con veinte y seis macavedís
que ganabas cada día mediaba yo mi despensa! »
Don Quijote, que vio el llanto y supo la causa, consoló á Sancho con
las mejores razones c[ue pudo, y le rogó que tuviese paciencia, prome-
tiéndole de darle una cédula de asnos para que le diesen tres en su
casa, de chico que había dejado en ella. Consolóse Sancho con esto, y
limpió su lágrimas, templó sus sollozos, y agradeció á Don Quijote
la merced que le hacía; y cargando con todo aquello que había de lle-
var el Rucio, merced á Ginesillo de Pasamonte, siguió á su amo por
donde Rocinante le llevaba, hasta que en diversas pláticas llegaron al
pie de una alta montaña, que casi como peñón tajado estaba sola entre
otras muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo,
y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso, que daba
contento á los ojos que le miraban; había por allí muchos árboles sil-
vestres y algunas plantas y flores, que hacían el lugar apacible. Este si-
PARTE PRIMERA. — CAPITULO XXV
lO
tio escogió el Caballero de la Triste Figura para h«cer su peniícncja; y
así, en viéndole, comenzó á decir en voz alta, como si estuviera sin jui-
cio: «Este es el lugar, ¡olí cielos!, que diputo y escojo para llorar la des-
ventura en que vosotros mesmos me habéis puesto; éste es el sitio don-
de el humor de mis ojos acrecentará las aguas de este pequeño arroyo,
y mis continuos y profundos suspiros moverán á la contina las hojas
destos montaraces árboles, en testimonio y señal de la i)ena tpie mi
asendereado covüzón })ade-
ce. ¡Oh vosotros, quienquie-
ra que seáis, rústicos dioses,
que en este inhabitable lu-
gar tenéis vuestra morada:
oid las quejas deste desdi-
chado amante, á quien una
luenga ausencia y unos ima-
ginados celos han traído á
lamentarse entre estas aspe-
rezas, y á quejarse de la dura
condición de aquella ingrata
y bella, término y fui de to-
da humana hermosura! ¡Oh
vosotras, Napeas y Dríadas,
que tenéis por costumbre do
habitar en las espesuras de
los montes! Así los ligeros y
lascivos sátiros, de quien
sois, aunque en vano, ama-
das, no perturben jamás
vuestro dulce sosiego, que
me ayudéis á lamentar mi
desventura, ó á lo menos no
os canséis de oilla. ¡Oh Dul-
cinea del Toboso, día de mi
noche, gloria de mi pena,
norte de mis caminos, estre-
lla de mi ventura! ¡Así el
Cielo te la dé buena en
cuanto acertares á pedirle.
que consideres el lugar y el estado á que tu ausencia me ha conducido,
y que con buen término correspondas al (jue á mi fe se le debe! ¡Oh so-
Utarios árboles, que desde hoy en adelante habéis de hacer compañía á
mi soledad: dad indicio, con el blando movimiento de vuestras ramas,
que no os desagrada mi presencia! ¡Oh tú, escudero mío. agradable com-
pañero en mis prósperos y adversos sucesos; toma bien en la memoria
lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes y recites á la causa to-
tal de todo ello! » Y diciendo esto se apeó de Rocinante , y en un mo-
mento le quitó el freno y la silla, y dándole una palmada en las ancas,
B. P.-XX 1;>.
'Este es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo
para llorar la desventura...
176 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
le dijo: «Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh caballo tan extremado
por tus obras cuan desdichado por tu suerte! ¡Vete por do quisieres; que
en la frente llevas escrito que no te igualó en ligereza el Hipógrifo de
Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan caro le costó á Bradamante!»
Viendo esto Sancho, dijo: ¡Bien haya quien nos quitó ahora del
trabajo de desenalbardar al Rucio! Que á fe c|ue no faltaran palmadi-
cas que dalle, ni cosas que decille en su alabanza; pero si él aquí estu-
viera, no consintiera yo que nadie le desalbardara, pues no había para
c{ué; que á él no le tocaban las generales de enamorado ni de desespe-
rado, ])ues no lo estaba su amo, que era yo cuando Dios quería; y en
verdad, señor Caballero de la Triste Figura, que si es que mi partida y
su locura de vuestra merced van de veras, que será bien tornar á ensi-
llar á Rocinante para que supla la falta del Rucio, porque será ahorrar
tiempo á mi ida y vuelta; que si la hago á pie, no sé cuando llegaré, ni
cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal caminante.»
— Digo, Sancho, respondió Don Quijote, que sea como tú quisieres;
que no me parece mal tu designio; y digo que de aquí á tres días te
partirás, porcpe quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago >•
digo, para que se lo digas.
— Pues ¿qué más tengo de ver, dijo Sancho, que lo que he vistoV
— ¡Bien estás en el cuento!, respondió Don Quijote. Ahora me falta
rasgar las vestiduras, esparcir las armas, y darme de calabazadas por
estas peñas, con otras cosas deste jaez, que te han de admirar.
— ¡Por amor de Dios, dijo Sancho, que mire vuestra merced cómo se
da esas calabazadas; que á tal peña podría llegar, y en tal punto, que
con la primera se acabase la máquina desta penitencia. Y sería yo de
parecer que, ya que á vuestra merced le parece que son aquí necesa-
rias calabazadas y que no se puede hacer esta obra sin ellas, se conten-
tase, pues todo esto es fingido y cosa contrahecha y de burla; se con-
tentase, digo, con dárselas en el agua, ó en alguna cosa blanda como
algodón; y déjeme á mí el cargo, que yo diré á mi señora que vuestra
merced se las daba en una punta de jieña más dura que la de un dia-
mante.
— Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho, respondió Don
Quijote; liías quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago
no son de burlas, sino muy de veras; porque de otra manera sería con-
travenir á las Órdenes de caballería, que nos mandan que no digamos
mentira alg-una, pena de relasos; y el hacer una cosa por otra lo mesmo
es que mentir; así que mis calabazadas han de ser verdaderas, firmes
y valederas, sin que lleven nada del sofístico ni del fantástico; y será
necesario que me dejes algunas hilas para curarme, pues que la ventu-
ra quiso que nos faltase el bálsamo que perdimos.
— Más fué perder el asno, respondió Sancho, que si se perdieran sin
él las hilas y todo; y ruégole á vuestra merced que no se acuerde más
de aquel maldito brebaje; que en sólo oírle mentar se me revuelve el
alma, cuanto y más el estómago; y más le ruego; que haga cuenta que
son va pasados los tres días que me ha dado de término para ver las
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXV 177
locuras que hace, que ya las doy por vistas y ])or })asadas en cosa juz-
gada, y diré maravillas á mi señora; y escriba la carta, y despácheme
luego, porque tengo gran deseo de volver á sacará vuestra merced deste
purgatorio donde le dejo.
— ¿Purgatorio le llamas, Sancho?, dijo Don Quijote. Mejor hicieras de
llamarle infierno, y aun peor, si hay otra cosa que lo sea.
—Quien ha intierno. respondió Sancho, nula es retpucio. según he
oído decir,
— Xo entiendo qué quiere decir retencio, dijo Don Quijote.
— Retencio es, respondió Sancho, que quien está en el ínherno nuncii
sale del. ni puede; lo cual será al revés en vuestra merced, ó á mí me
andarán mal los pies, si es que llevo espuelas })ara avivar á Rocinante.
Y póngame yo una por una en el Tol)oso y delante de mi señora Dul-
cinea, que yo le diré tales cosas de las necedades y locuras (que todo
es. uno) que vuestra merced ha hecho y queda haciendo, que la vengíi
á poner más blanda que un guante, aunque la halle más dura que un
alcornoque; con cuya respuesta dulce y melificada volveré por los aires
como brujo, y sacaré á vuestra merced deste purgatorio, que parece in-
fierno, y no lo es, pues hay esperanza de salir del; la cual, como tengc»
dicho, no la tienen de sahr los que están en el Infierno, ni creo que
vuestra merced dirá otra cosa.
— Así es la verdad, dijo el de la Triste Figura; pero ¿qué haremos
})ara escribir la carta?
— Y lu libranza pollinesca también, añadió Sancho.
— Todo era menester, dijo Don Quijote; y sería bueno, ya que no hay
papel, que la escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de ciei-
tos árboles ó en unas tablitas de cera; aunque tan dificultoso será ha-
llarse eso ahora como el papel. Mas ya me ha venido á la memoria
dónde será bien, y aun más que bien, escribilla, que es en el librillo, de
memoria que fué de Cardenio; y tú tendrás cuidado de hacerla trasladar
en papel, de buena letra, en el primer lugar que hallajes donde haya
maestro de escuela de muchachos, ó si no, cualquiera sacristán te la
trasladará; y no se la des á trasladar á ningún escribano, que hacen le
tra procesada, que no la entenderá Satanás.
— Pues ¿qué se ha de hacer de la ñrma?, dijo Sancho.
— Nunca las cartas de amores se íirman, respondió Don Quijote.
— Está bien, respondió Sancho; pero la li})ranza forzosamente se ha de
firmar; y ésa, si se traslada, dirán que la firma es falsa, v quedaréme
sin polhnos.
— La libranza irá en el mesmo librillo hrmada, y en viéndola mi so-
l)rina no pondrá dificultad en cumplilla; y en lo que toca á la carta de
amores, pondrás por ñrma: Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la
Triste Figura. Y hará jwco al caso que vaya de mano ajena, porque, á
lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su
vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han
sido siempre platónicos, sin extenderse á más que á un honesto mirar;
\' aun esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que.
178 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
en doce años que ha que la quiero más que á la lumbre destos ojos que
ha de comer la tierra, no la he visto cuatro veces; y aun podrá ser que
destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba:
tal es el recato y encerramiento con que su padre Lorenzo C'orchuelo y
su madre Aldonza Nogales la han criado.
— ¡Ta, ta!, dijo Sancho. ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la seño-
ra Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?
— Esa es, dijo Don Quijote, y es la que merece ser señora de todo el
Universo.
— Bien la conozco, dijo Sancho, puesto que nunca la he visto; y sé
decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el
pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y dereclia. y de
pelo en pecho, y que puede sacar la zanca del lodo á cualquier caballe-
ro andante ó por andar que la tuviere por señora! ¡Oh hi de puta; qué
rejo que tiene y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del cam-
panario del aldea á llamar á unos zagales suyos que andaban en un
barbecho de su padre; y aunque estaban de allí más de media legua,
así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre; y lo mejor que tiene
es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con
todos se burla, y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor ca-
ballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra
merced hacer locuras por ella, sino que con justo título puede desesj^e-
rarse y ahorcarse, que nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo de-
masiado de bien, puesto que le lleve el Diablo. Y querría ya verme en
camino sólo por vella, cpie ha muchos días que lo deseo, y debe de estar
ya trocada, porque gasta muclio la faz de las mujeres andar siempre al
campo, al sol y al aire. Y confieso á vuestra merced una verdad, señor
Don Quijote: que hasta aquí he estado en una grande ignorancia; que
pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea debía de ser alguna
princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, ó alguna persona
tal, que mereciese los ricos presentes que vuestra merced le ha enviado,
así el del vizcaíno como el de los galeotes, y otros muchos que deben
ser. según deben de ser muchas las vitorias que vuestra merced ha ga-
nado y ganó en el tiempo que yo aún no era su escudero. Pero, bien
considerado, ¿qué se le ha de dar á la señora Aldonza Lorenzo (digo, á
la señora Dulcinea del Toboso) de que se le vayan á hincar de rodillas
delante della los vencidos que Tuestra merced envía y ha de enviarV
Porque podría ser que al tiempo que ellos llegasen estuviese ella ras-
trillando lino ó trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella
se riese y enfadase del presente.
— Yate tengo dicho antes de aliora muchas veces, Sancho, dijo Don
Quijote, que eres muy grande hablador, y que, aunque de ingenio boto,
nmchas veces des[)untas de agudo; mas. para que veas cuan necio eres
tú y cuan discreto soy yo, quiero que me oigas un breve cuento. Has
de saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica, y sobre todo des-
enfadada, se enamoró de un mozo motilón, rollizo y de buen tomo; al-
canzólo á saber un su mayor, y un día dijo á la buena viuda, por vía
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXV 170
<U' fraternal reprensión: «Maravillado estoy, señora, y no sin nuulia
. ausa, (le qne nna nnijer tan principal, tan lionnosa y tan rica como-
vuestra merced se haya enamorado de un hombre tan soe/., tan hajt) y
tan idiota como Fulano, habiendo en esta ciudad tantos maestros, tan-
tos presentados y tantos teóloíios en quien vuestra merced pudiera es-
coLíer como entre peras, y decir este quiero, aqueste no ([uiero». Mas
ella le respondió con nuiclio donaire y desenvoltura: \'uestra merced,
>5eñor mío, está muy en«íañado, y piensa muy á lo anticuo, si }>iensa
que yo he escogido rñal en Fulano, por idiota que le parezca; pues para
li» que yo le quiero, tanta filosofía sabe, y más, que Aristóteles.» As)
(jue, Sancho, j>ara lo que yo quiero á Dulcinea del Toboso, tanto vak-
como la más alta princesa de la Tierra. Sí; (pie no todos U»s jmetas que
alaban damas debajo de un nombre que ellos á su albedrío les ponen
( s verdad (jue las tienen. ¿Piensas tú que las Amarilis, las Fihs, las
Silvias, las Dianas, las (íalateas, las Fíli(ias y otras tales de que los li-
bros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las come
<lias están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de
•Kiuellos que las celebran y celebraron? Xo por cierto, sino que los más
las finjien por .dar sujeto á sus versos, y porque los t^íntían por ena-
niorados y por hombres (pie tienen' valor para serlo; y así, bástame á
mí pensar y creer que la l)uena de Aldonza Lorenzo es hermosa y ho-
nesta, y lo del linaje inn)orta poco, (pie no han de ir á hacer la infor-
mación del para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más
alta princesa del mundo. Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes,
(pie dos cosas solas incitan á amar, más (]ue otras, que son la mucha
hermosura y la buena fama; y estas dos cosas se hallan consumada-
mente en Dulcinea, ponjue en ser liermosa ninguna la iguala, y en la
buena fama pocas le llegan; y para concluir con todo, yo imagino (jue
todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada; y pintóla en mi
imaginación como la deseo, así en la belleza como en la princijmlidad;
y ni le llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famo-
sas mujeres de las edades ¡)retéritas griega, bárbara ó latina: y diga
cada uno lo que (|uisiere, C[ue si por esto fuere reprendido de los igno-
rantes, no seré castigado de los juiciosos.
— Digo que en todo tiene vuestra merced razón, respondió Sancho, y
que soy un asno. Mas no sé yo para qué iKjmbro asno en mi boca, pues
no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado; pero venga la carta,
y á Dios, que me mudo.
Sacó el libro de memoria Don Quijote, y apartándose á una parte.
con mucho sosiego comenzó á escribir la carta; y en acabándola, llamó
á Sancho, y le dijo que se la quería leer, porque la tomase de memoria,
por si acaso se le perdiese por el camino, que de su desdicha todo se
podía temer.
A lo cual respondió Sancho: «Escríbala vuestra merced dos ó tres
veces ahí en el libro, y démele, que yo le llevaré bien guardado: porque
pensar que yo la he de tomar en la memoria, es disparate; que la tengc»
tan mala, que muchas veces se me olvida cómo me llamo. Pero, con to-
180 . DON QUIJOTE DE LA MANCHA
do eso, dígamela vuestra merced, que me liolgaré nmcho de oilla, r^ue
vdebe de ir como de molde. »
— Escucha, que así dice, dijo Don Quijote.
CARTA DE DON QUIJOTE Á DULCINEA DEL TOBOSO
«SOIÍEEANA Y ALT.V SEÑORA:
»E1 ferido de punta de ausencia, y el llagado de las telas del corazón,
» dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu
»fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes
»son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré
«sostenerme en esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera,
i. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata,
» amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo. Si gustares
»de acorrerme, tuyo soy; y si no haz lo que te viniere en gusto, que
»con acabar mi vida habré satisfecho á tu crueldad y á mi deseo.
'Tuyo hasta la muerte,
y El Caballero de la Triste Figura. ^^
— ¡Por vida de mi padre, dijo Sancho en oyendo la carta, que es la
más alta cosa que jamás he oído! ¡Pesia á mí, y cómo que le .dice vuestra
merced ahí todo cuanto quiere! ¡Y qué bien que encaja en la firma Fí
Caballero de la Triste Figura! ¡Digo de verdad que es vuestra merced el
mesnio diablo, y que, no hay cosa que no sepa!
Todo es menester, respondió Don Quijote, para el oficio que yo
travo.
— ¡Ea, pues, dijo Sancho; ponga vuestra merced en esotra vuelta la
cédula de los tres pollinos, y fírmela con mucha claridad, porque la
conozcan en viéndola!
¡Que me place!, dijo Don Quijote; y habiéndola escrito, se la leyó.
que decía así: .
«Mandará vuestra merced por ésta primera de pollinos, señora sobri-
nia, dar á Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa
«y están á cargo de vuestra merced; los cuales tres poUinos se los mando
viibrar v pagar por otros tantos, aquí recebidos de contado; que con
»ésta, y con su carta de pago, serán bien dados. Fecha en las entrañas
.>de Sierra Morena, á veinte y nueve de Agosto deste presente año.»
— Bien está, dijo Sancho; fírmela vuestra merced.
—No es menester firmarla, dijo Don Quijote, sino solamente poner
mi rúbrica, que es lo mesmo que firma; y para tres asnos, y aun para
trescientos, fuera bastante.
Yo me confío de vuestra merced, respondió Sancho. Déjeme ir
á ensillar á Rocinante, y aparéjese vuestra merced á echarme su ben
dición; que luego pienso partirme, sin ver las sandeces que vuestra mer-
PRIMERA PARTE. CAPITULO XXV
181
i hu de hacer, que yo diré que le vi hacer tantas, que no quiera más.
Por lo menos quiero, Sancho, y porque es menester así, quiefo,
di«;o, que me veas en cueros y hacer una ó dos docenas de locuras (que
las haré en menos de media
hora), porque, habiéndolas
tú visto por tus ojos, puedas
jurar á tu salvo en las de-
más que quisieres añadir; y
aseguróte que no dirás tú
tantas cuantas yo pienso ha-
cer.
— ¡Por amor de Dios, se-
ñor mío, que no vea yo en
cueros a vuestra merced, que
me dará mucha lástima, y
no podré dejar de llorar! '^'
tengo tal la cabeza del llan-
to que antes hice por el Ru
cío. que no estoy para me-
terme en nuevos lloros; y si l*=
es que muestra merced gus- |,
ta de que yo vea algunas lo- t
curas, hágalas vestido, bre- [
ves y las que le vinieren imi -
á cuento; cuanto más, qu'
para mí no era menester n;i
da deso. y, como ya teng-
dicho, fuera ahorrar el cu
mino de mi vuelta, que ha
de ser con las nuevas qut
vuestra merced desea y me
rece; y si no, aparéjese la
señora Dulcinea, que si no
responde como es razón, vo-
to hago solene á quien puedo, que le tengo de sacar la buena respuesta
del estómago á coces y á bofetones. Porque ¿dónde se ha de sufrir que
un caballero andante tan famoso como vuestra merced se vuelva loco sin
qué ni para qué. por una... ¡Xo me lo haga decir la señora, porque, por
Dios que despotrique y lo eche todo á doce, aunque nunca se venda!
¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce: du» > ;í fe que si me conociese,
que me ayunase.
— A fe, Sancho, dijo Don Quijote, que, a i^ (jue parece, no estás tú
más cuerdo que yo.
— No estoy tan loco, respondió Sancho; mas estoy más colérico. Pero
dejando esto aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en tanto
que yo vuelvo? ¿Ha de saUr al camino, como Cárdenlo, á quitárselo a
los pastores?
ir¥i-
'--i
de las telas del corazón.
182 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— No te dé pena ese cuidado, respondió Don Quijote; porque, aunque
tufiera, no comiera otra cosa que las yerbas y frutos que este prado v
estos árboles me dieren; que la tineza de mi negocio está en no comer v
en hacer otras asperezas equivalentes.
A esto dijo Sancho: «¿Sabe vuestra merced c|ué temo'? Que no tengo
de acertar á volver á este lugar donde ahora le dejo, según está escon-
dido.»
— Toma bien las señas, c^ue yo procuraré no apartarme destos con-
tornos, dijo Don Quijote; y aun tendré cuidado de subirme por estos
más altos riscos, por ver si te descubro cuando vuelvas; cuanto más,
que lo más acertado será, para (jue no me yerres y te pierdas, que cortes
algunas retamas de las muchas que por aquí hay, y las vayas poniendo
de trecho en trecho hasta salir á lo raso, las cuales te servirán de mojo-
nes y señales para que me halles cuando vuelvas, á imitación del hilo
del laberinto de Teseo.
— Así lo haré, respondió Sancho Panza; y cortando algunas, pidió la
bendición á su señor, y no sin muchas lágrimas de entrambos se des-
pidió del; y su):)iendo sobre Rocinante, á quien Don Quijote encomendó
mucho, y que mirase por él como por su propia persona, se puso en
camino del llano, esparciendo de trecho á trecho los ramos de retama,
como su amo se lo había aconsejado; y así se fué, aunque todavía le
importunaba Don Quijote que le viese siquiera hacer dos locuras
Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió y dijo: «Digo, señor,
(^ue vuestra merced ha dicho muy bien; que para que pueda jurar sin
cargo de conciencia (jue le he visto hacer locuras, será bien que vea si-
quiera una, aunque bien grande la he visto en la Cjuedada de vuestra
merced.»
— ¿No te lo decía yo?, dijo Don Quijote. Espérate, Sancho, que en
un credo las haré; y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó
en carnes y pañales; y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el
aire, y dos tumbas, la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas
que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda á Rocinante, y se
dio por contento y satisfeclio de que podía jurar que su amo quedaba
loco; y así, le dejaremos ir su camino hasta la vuelta, que fué breve.
CAPITULO XXVI
Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo L'on Quijote
en Sierra Morena.
volviendo á contar lo que hizo el fie la Triste Fitíura después
que se vio solo, dice la historia que así como Don Quijote
acabó de dar las tumbas (3 vueltas de medio abajo desnudo y
de medio arriba vestido, y que vio que Sancho se había ido sin
querer aguardar á ver más sandeces, se subió sobre una punta de una
alta peña, y allí tornó á pensar lo que otras nuichas veces había pen-
sado, sin haberse jamás resuelto en ello, y era que ¿cuál sería mejor y
le estaría más á cuento? ¿Imitar á Roldan en las locuras desaforadas que
hizo, ó á Amadís en las malencónicasV Y hablando entre sí mismo decía:
«Si Roldan fué tan buen caballero y tan vahente como todos dicen,
¡qué maravilla!, ])ues al lin era encantado, y no le podía matar nadie
sino era metiéndole un alñler de á blanca })or la punta del pie, y él
traía siempre los zapatos con siete suelas de liierro; aunque no le valie-
ron tretas con Bernardo del Carpió, que se las entendió, y le ahogó
entre los brazos en Roncesvalles. Pero, dejando en él lo de la valentía á
una parte, vengamos á lo de ])erder el juicio; que es cierto (|ue le perdió,
por las señales (|ue halló en la fontana y [)or las nuevas que le dio el
pastor de (jue Angélica había dormido más de dos siestas con Medoro,
un morillo de cabellos enrizados, paje de Agramante. Y si él entendió
([ue esto era verdad y que su dama le había cometido desaguisado,
no hizo mucho en volverse loctj^pero yo ¿cómo puedo imitalle en las
184
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
locuras, si no le imito en la ocasión dellasV Porque mi Dulcinea del To-
boso osaré yo jurar que no ha visto en todos los días de su vida moro
alguno así como él es, en su mismo traje, y que se está boy como la
madre (|ue la parió; y baríale agravio
maniñesto si, imaginando otra cosa
della, me volviese loco de aquel gé-
nero de locura de Roldan el furioso.
Por otra parte, veo que Amadís de
(¡aula, sin perder el juicio y sin hacer
locuras, alcanzó tanta fama de ena-
morado como el que más; porque lo
que hizo, según su historia, no fué
más de que (por verse desdeñado de
su señora Oriana, que le había man-
dado que no pareciese ante su pre-
sencia hasta que fuese su voluntad)
se retiró á la Peña Pobre en com-
pañía de un ermitaño, y allí se har-
tó de llorar hasta que el Cielo le aco-
rrió en medio de su mayor cuita y
necesidad. Y si esto es verdad, como
lo es, ¿para qué quiero yo tomar tra-
bajo agora de desnudarme del todo,
ni dar pesadumbre á estos árboles,
que no me han hecho mal alguno, ni
para qué tengo de enturbiar el agua
clara destos arroyos, los cuales me
han de dar de beber cuando tenga
gana? Viva la memoria de Amadís,
y sea imitado de Don Quijote de la
Mancha en todo lo que pudiere; del
cual se dirá lo que del otro se dijo:
<|ue si no acabó grandes cosas, mu-
rió por acometellas; y si yo no soy
desechado ni desdeñado de mi Dul-
cinea, bástame, como ya he dicho,
estar ausente della. ¡Ea, pues, manos
á la obra: venid á mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por
dónde tengo de comenzar á imitaros! Mas ya sé que lo más que él
hizo fué rezar y encomendarse á Dios; pero ¿de qué haré rosario, que
no le tengo?» Én esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fué de
unas agallas grandes de un alcornoque, que ensartó, de que hizo un
diez, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó
un millar de avemarias. Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por
allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse; y así, se
entretenía paseándose por el pradeciÜo, escribiendo y grabando por las
cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos
1
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¡Se suliii) :;r)ln-e «na punta tle nna alta poíía.
y allí tornó á pen^•al■...
PAKTK PRIMEKA CAPITULO XXVI 185
acomodados á su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea; mas los
que se pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer después que á él
¡lili 1(^ liíill;ii-oii, iiit fnoi'on más (pie éstos (pie junn' se siguen:
Árbülex, yorhas y flautas
Que en aquesto sitio pstáis.
Tan altoH, verden y tautas:
Si lio mi mal no os IioIkáí.s.
Kscitdiad mis quejas sant;».-'
5I¡ dolor no os alborote.
Aunque el más terrible sea;
Pues, por paguros CKcote,
Aquí lloró Don (Quijote
Ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Ks aquí el lugar adonde
MI amador niiis leal
i)e su seiiora se esconde,
Y lia venido ri tanto lual
iSin saber cómo ó por dónde
Trácle amor al estrieote.
Que es de muy mala ralea;
Y asi, hastaheucbir uu)ii))ote.
Aquí llor(> Don Quijote
Ausencias de Dulci-ea
del Toboso.
Buscando las aventuras
Por entre las duras peija.s.
Maldiciendo entrañas dnrai
(Qne entre risoou y entre brert;!» ■
Halla el triste desventuras).
Hirióle amor con su azote,
No con su blanda correa:
Y en tocándole al cogote,
-\qni Ilor<i Don Quijote
Ausencias de Dulcinea
del Toboso.
No causó poca risa en los (pie hallaron los versos referidos el añadi-
dura deJ Toboso al nombre de Dulcinea, porque imaíjinaron que debió
de imaginar Don Quijote <pie si en nombrando a Dulcinea no decía
también dtl Toboso, no se [)odría entender la copla, y así fué la verdad,
como él después confesó. Otros muchos escribió; pero, como se ha dicho,
no se pudieron sacar en limpio ni enteras más destas tres coplas. En
esto y en suspirar, y en llamar á los faunos y silvanos de aquellos bos-
ques, á las ninfas de los ríos, á la dolorosa y húmeda Eco, (jue le escu-
chasen, respondiesen y consolasen, se entretenía, y en buscar algunas
yerbas con que sustentarse en tanto que Sancho volvía; que si, como
tardó dos días, tardai-a dos semanas, el Caballero de la Triste Figura
quedara tan desfigurado, que no lé conociera la madre que le parió.
Y será bien dejalle envuelto entre sus suspiros y versos, por contar
lo (|ue le avino á Sancho Panza en su mandadería; y fué, que en salien-
do al camino real, se puso en busca del del Toboso, y otro día llegó á
la venta donde le había sucedido la desgracia de la manta; y no la hubo
bien visto, cuando le pareció que otra vez andaba en los aires, y no
cpüso entrar dentro, aunque llegó á hora que lo pudiera y debiera hacer.
186 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
por ser la del comer, y llevar en deseo de gustar algo caliente, que ha-
bía grandes días que todo era Hambre.
Esta necesidad le forzó á que llegase junto á la venta, todavía dudo-
so si entraría ó no; y estando en esto, salieron de la venta dos personas
([ue luego le conocieron, y dijo el uno al otro:
— Dígame, señor Licenciado: aquel del caballo, ¿no es Sancho Panza,
el que dijo el ama de nuestro aventurero que había salido con su señor
por escudero?
— Sí es, dijo el Licenciado; y aquél es el caballo de nuestro Don Qui-
jote.
Y conociéronle tan bien como aquéllos, que eran el Cura y el l)ar-
bero de su mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio y auto general
de los libros; los cuales, así como acabaron de conocer á Sancho Panza y
á Rocinante, deseosos de saber de Don Quijote, se fueron á él, y el Cura
le llamó por su nombre, diciéndole: «Amigo Sancho Panza, ¿adonde
queda vuestro amo?»
Conociólos luego Sancho Panza, y determinó de encubrir el lugar y
la suerte dónde y cómo su amo quedaba; y así, les respondió que su
amo quedaba ocupado en cierta parte y en cierta cosa que le era de
mucha importancia, la cual él no podía descubrir, por los ojos que en
la cara tenía.
— No, no, dijo el barbero; Sancho Panza, si vos no nos decís dónde
queda, imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le habéis muerto
y robado, pues venís encima de su caballo: en verdad que nos halléis
de dar el dueño del rocín, ó sobre eso, morena.
— No hay para qué conmigo amenazas; que yo no soy hombre que
robo ni mato á nadie: á cada uno mate su ventura, ó Dios, que le hizo.
Mi amo queda haciendo penitencia en la mitad dcsta montaña, muy á
su sabor.
Y luego, de corrida y sin parar, les contó de la suerte que quedal^a,
las primeras aventuras que le habían con él sucedido, y cómo llevaba
la carta á la señora Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo
Corchuelo, de quien estaba enamorado hasta los hígados. Quedaron
admirados los dos de lo que Sancho Panza les contaba; y aunque ya
sabían la locura de Don Quijote y el género della, siempre que la oían
se admiraban de nuevo. Pidiéronle á Sancho Panza que les enseñase
la carta que llevaba á la señora Dulcinea del Toboso. Él dijo que iba
escrita en un libro de memorias, y que era orden de su señor que la
hiciese trasladar en papel en el primer lugar que llegase; á lo cual dijo
el Cura que se la mostrase, que él la trasladaría de muy buena letra.
Metió la mano en el seno Sancho Panza buscando el librillo; pero no le
halló, ni le podría hallar si le buscara hasta agora, porque se había que-
dado Don Quijote con él, y no se le había dado, ni á él se le acordó de
pedírsele. Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuésele paran-
do mortal el rostro; "y tornándose á tentar todo el cuerpo nmy apriesa,
tornó á echar de ver que no la hallaba; y sin más ni más, se echó en-
trambos puños á las barbas y se arrancó la mitad dellas; y luego, aprie-
PARTE PRIMERA CAPÍTULO XXVI 187
V'ix y sin cesar, se <iió media docena de puñadas en el rostro y en las na-
rices, (jne se las bañó todas en sanure.
\'isto lo cual por el Cura y el barbero, le dijeron ([ue qué le había
sucedido, que tan nial se paraba.
— ¿Qué me ha de suceder, respondi(3 8ancho, sino el halier })erdid().
<áe una mano á otra, en un instante, tres pollinos, que cada uno era
■como un castillo?
— ¿Cómo es eso?, replicó el barbero.
— He perdido el libro de memorias, respondió .Sancho, donde vem'a lá
carta i)ara Dulcinea y una cédula ñrmada de mi señor, por la cual man-
daba que su sobrina me diese tres pollinos de cuatro ó cinco que esta-
ban en casa; y con esto les contó la pérdida del llucio.
Consolóle el Cura, y díjole que en hallando á su señor él le haría re-
validar la manda y que tornase á hacer la libranza en [>ai)el, como ei-a
uso y costumbre; jiorque las (]uc se hacían cu libros de memorias jamás
se acataban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo (juc como a(piello fuese así, (pie
no le dal>a nmcha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la
sa))ía casi de memoria, de la cual se }>odría trasladar dónde y cuándo
quisiesen.
— Decilda, Sancho, pues, dijo el barbero, (jue después la traslada-
remos.
Paróse Sancho Panza á rascar la cabeza para traer á la memoria la
carta, y ya se ponía sobre un pie y ya sobre otro, unas veces miraba al
suelo, otras al cielo, y al cabo de haberse roído la mitad de la yema de
un dedo, teniendo suspensos á los que esperaban que ya la dijese, dijo
al cabo de urandísimo rato: «Por Dios, señor Licenciado, que los diablos
lleven la cosa que de la carta se me acuerda; aunque en el principio de-
cía: Alta if sobajada soñara.
— No diría, dijo el barbero, sobajada, sino sobrehumana ó solteraiai
señora.
—Así es, dijo Sancho. Lneco, si mal no ine acuerdo, pi-ose.uuia, si
mal no me acuerdo, eJ llagado i/ falto de sn'eño. \f el ferido besa á rnestra
merced las manos, inqrata y muii desconocida hermosa: y no sé qué decía
de salud y de enfermedad que le enviaba; y por aquí iba escurriendo,
hasta que acababa en: Vue.^'tro hasta la muerte, el caballero de la Triste
Figura.
No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de Sancho Pan-
za, y alabáronsela mucho, y le pidieron que dijese la carta otras dos ve-
ces, para que ellos asimismo la tomasen de memoria, para trasladalla
á su tiempo. Tornóla á decir Sancho otras tres veces, y otras tantas vol-
vió á decir otros tres mil dis])arates. Tras esto contó asimismo otras co-
sas de su amo; pero no habló palabra acerca del manteamiento que le
había sucedido en aquella venta, en la cual rehusaba entrar. Dijo tam-
bién como su señor, en trayendo (jue le trújese buen despacho de la se-
tíora Dulcinea del Toboso, se había de poner en camino á procurar cómo
ser emperador, ó por los menos monarca: así lo tenían concei'tado entre
188 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
los dos, y era cosa muy fácil venir á serlo, según era el valor de su per-
sona y la fuerza de su brazo; y que en siéndolo, .le había de casar á él,
porque ya sería viudo (que no podía ser menos), y le liabía de dar por
mujer á una doncella de fti Emperatriz, heredera de un rico y grande
Estado de tierra íirme, sin ínsulas ni ínsulos, que ya no los quería. De-
cía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en cuando las
narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo, con-
siderando cuan vehemente halna sido la locura de Don Quijote, pues
liabía llevado tras sí el juicio de aquel pobre homijre. No quisieron can-
sarse en sacarle del error en que estaba, pareciéndoles que. pues no le
dañaba nada la conciencia, mejor era dejarle en él, y á ellos les sería de
más gusto oir sus necedades; y así, le dijeron que rogase á Dios por la
salud de su señor, que cosa contingente y muy agible era venir con el
discurso del tiempo á ser. emperador, como él decía, ó por lo menos ar-
zobispo, ú otra dignidad equivalente.
A lo cual respondió Sancho: «Señores, si la fortuna rodease las cosas
de manera que á mi amo le viniese en voluntad de no ser em[)erador,
sino de ser arzobispo, querría yo saber agora qué suelen dar los arzo-
bispos andantes á sus escuderos».
— Suélenles dar, respondió el Cura, algún beneficio simple ó curado,
ó alguna sacristanía, que les vale mucho de renta rentada, amén del pie
de altar, que se suele estimar en otro tanto.
— Para eso será menester, replicó Sancho, que el escudero no sea ca-
sado y que sepa ayudar á misa por lo menos; y si esto es así, desdichado
yo, que soy casado, y no sé la primera letra del A, B, C. ¿Qué será de
mí si á mi amo le da antojo de ser arzobispo, y no emperador, como es
uso y costumbre de los caballeros andantes?
— No tengáis i)ena, Sancho amigo, dijo el barbero; que aquí rogare-
mos á vuestro amo (y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos en
caso de conciencia) que sea emperador, y no arzobispo, porque le será
más fácil, á causa de que él es más valiente que estudiante.
— Así me ha parecido á mí, respondic) Sandio; aunque sé decir que
para todo tiene habilidad: lo' que yo pienso hacer de mi parte es rogarle
á nuestro Señor que le eche á aquellas i)artes donde él más se sirva y
adonde á mí más mercedes me haga.
— Vos lo decís como discreto, dijo el Cura, y lo haréis como })ueii
cristiano; mas lo que ahora se lia de hacer es dar orden cómo sacar á
vuestro amo de aquella inútil penitencia que decís que queda haciendo;
y para pensar el modo que hemos de tener, y para comer, que ya e.^
hora, será bien nos entremos en esta venta.
Sancho dijo que entrasen ellos, que él esperaría allí fuera, y que des-
pués les diría la causa por qué no entralia ni le convenía entrar en ella;
mas que les rogaba que le sacasen allí algo de comer, que fuese cosa
caliente, y asimismo cebada para Rocinante. Ellos se entraron y le de-
jaron, y de allí á poco el barbero le sacó de comer. Después, habiendo
bien pensado entre los dos él modo que tendrían para conseguir lo que
deseaban, dio el Cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de
PARTE PRIMERA. — CAPITULO XXVI
181)
l)(»n (¿uijote y i)ara lo que ellos querían; y fué que dijo al l)arbero que
lo ((uc había pensado era, que él se vestiría en hábito de doncella an-
dante, y que él procurase ponerse lo mejor (pie [)udiese como escudero,
y que así irían adonde Don Quijote estaba, tínuiendo ser el Cura una
doncella afligida y menesterosa; y le pediría un don, el cual él no po-
dría dejárselo de otorgar, como valeroso caballero andante; y que el don
que le ]>ensal)a i)edir era que se viniese con ella donde ella le llevase, a
desíacelle un agravio ([ue un mal caballero le tenía fecho, y (jue le su-
plicaba ansimesmo que no la mandase quitar su antifaz ni la deman
dase cosa de su facienda fasta que la hubiese fecho derecho de aquel
mal caballero; y que creyese sin duda que Don Quijt)te vendría en todo
cuanto le pidiese i)or este término, y que desla manera le sacarían de
allí, y le llevarían á su lugar, donde procurarían ver si tenía algún re-
medio su extraña locura.
CAPITULO XXVII
De cómo salieron con su intención el Cura y el barbero, con otras cosas
dignas de que se cuenten en esta grande historia.
'o le pareció mal al barbero la invención del Cura, sino tan bien,
que luego la pusieron por obra. Pidiéronle á la ventera una
^fHI saya y unas tocas, dejándole en prendas una sotana nueva del
Cura. El barbero hizo una gran barba de una cola rucia ó roja
de buey, donde el ventero tenía colgado el peine. Preguntóles la vente
ra que para qué le pedían aquellas cosas. El Cura le contó en breves
razones la locura de Don Quijote, y cómo convenía aquel disfraz para
sacarle de la montaña donde á la sazón estaba. Cayeron luego el vente-
ro y la ventera en que el loco era su huésped, el del bálsamo y el amo
del manteado escudero, y contaron al Cura todo lo que con él les había
pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resolución, la vente-
ra vistió al Cura de modo que no había más que ver: púsole una saya
de paño, llena de fajas de terciopelo negro de un palmo en ancho, to-
das acuchilladas, y unos corpinos de terciopelo verde , guarnecidos con
unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer ellos y la saya en
tiempo del rey Vamba. Xo consintió el Cura que le tocasen, sino púso-
se en la cabeza un birretillo de henzo colchado que llevaba para dor-
mir de noche , y ciñóse por la frente una liga de tafetán negro, y con
otra liga hizo un antifaz con que se cubrió muy bien las barbas y el
rostrofencasquetóse su sombrero, que era tan grande, que le podía ser-
vir de quitasol; y cubriéndose su herreruelo, subió en su muía á muje-
l'ARTK PRIMERA. CAPITULO XXVII 101
riegas, y el barbero en la suya, con su barba, que le llegaba á la cintu-
ra, entre roja y blanca, como a(|uclla que, como se ha dicho, era hecha
de la cola de un buey barroso. Despidiéronse de todos y de la buena de
Maritornes, que prometió rezar un rosario, aunque i)ecadora, por que
Dios les diese un buen suceso en tan arduo y tan cristiano negocio como
era el que habían emprendido. Mas apenas hubo salido de la venta,
cuando le vino al Cura un j)ensamiento: que hacía mal en haberse pues-
to de aquella manera, por ser cosa indecente que un sacerdote se pu-
siera así, aunque le fuese nmcho en ello; y diciéndoselo id barbero, le
rogó que trocasen trajes, pues era más justo que él fuese la doncella
menesterosa, y que él haría el escudero, j)orque así se profanaba menos
su dignidad; y que si no lo quería hacer, determinaba de no pasar ade-
lante, aunque á Don Quijote se le llevase el Diablo. En esto llegó San-
cho, y de ver á los dos en aquel traje, no pudo tener la risa. í]ii efeto.
el barbero vino en todo aquello (pie el Cura quiso; y trocando la in-
vención, el Cura le fué informando del modo (pie había de tener, y las
palabras que había de decir á Don Quijote para moverle y forzarle á
que con él se viniese, y dejase la querencia del lu^ar que había escogi-
do para su vana penitencia. El barbero respondió que, sin que se le
diese lición, él lo pondría bien en su punto. No quiso vestirse por en-
tonces, hasta (|ue estuviesen junto de donde Don (¿uijote estaba; y así,
dobló sus vestidos, y el Cura acomodó su barba, y siguieron su camino,
guiándolos Sancho Panza, el cual les fué contancío lo que les aconteció
con el loco que hallaron en la sierra, encubriendo empero el hallazgo de
la maleta y de cuanto en ella venía; que, maguer que tonto, era un po-
co codicioso el mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las
señales de las ramas para acertar dónde había dejado á su señor; y en
reconociéndole, les dijo cómo aquélla era la entrada, y que bien se po-
dían vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad de su se-
ñor; porque ellos le habían dicho antes que el ir de aíiuella suerte y
vestirse de aquel modo era toda la importancia para sacar á su amo de
a(|uella mala ^dda que había escogido, y que le encargaban mucho que
no dijese á su amo quién ellos eran, ni que los conocía, y que si le pre-
guntase, como se lo había de preguntar, si dio la carta á Dulcinea, di-
jese que sí, y que, por no saber leer, le había respondido de palabra
diciéndole (¡ue le mandaba, so j)ena de la su desgracia, que luego a)
momento se viniese á ver con ella, que era cosa <iue le importaba mu-
cho; porque con esto, y con lo que ellos pensaban decirle, tenían por
co.sa cierta reducirle á mejor vida y hacer con él que luego se pusiesf
en camino para ir á ser emperador ó monarca; que en lo de ser arzo-
bispo no había de qué temer. Todo lo escuclió Sancho, y lo tomó muv
l)ien eii la memoria, y les agradeció mucho la intención que tenían de
aconsejar á su señor que fuese emperador y no arzobispo; porque él tenía
para sí que, para hacer mercedes á sus escuderos, más podían los em-
peradores que los arzobispos andantes. También les dijo que sería bien
que él fuese delante á buscarle y darle la respuesta de su señora; que
B. P.-XX H
192 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
ya sería ella bastante á sacarle de aquel lugar, sin que ellos se pusiesen
en tanto trabajo. Parecióles bien lo que Sancho Panza decía, y así, de-
terminaron de aguardarle hasta que volviese con las nuevas del hallaz-
go de su amo. j • j - i
Entróse Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los
dos en una por donde corría un pequeño y manso arroyo, á quien ha-
cían sombra agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por
allí estaban. El calor v d día que allí llegaron era de los del mes de
Agosto, que por acpie'llas partes suele ser el ardor muy grande, la hora
las tres de la tarde, todo lo cual hacía el sitio más agradable y que con-
vidase á que en él esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron. Es-
tando, pues, los dos allí sosegados y á la sombra, llegó á sus oídos una
voz, que, sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce y re-
o-aladamente sonaba; de que no poco se admiraron, por parecerles que
Squél no era lugar donde pudiese haber ([uien tan bien cantase; porque,
aunque suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de
voces extremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades; y
más cuando advirtieron que lo que oían cantar eran versos, no de rús-
ticos uanaderos, sino de discretos cortesanos, y confirmó esta verdad ha-
ber sido los versos que oyeron éstos:
¿Quién meuoscaba nii.s bieues?
Ihadciics.
¿Y quién aumenta mis duelos?
Los celos.
¿Y quién prueba mi paciencia?
AuscucUi.
Dése modo, en mi dolencia,
Ningún remedio se alcanza.
Pues me matan la esperanza
Desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor?
Amor.
¿Y quién mi gloria rcpuna?
/•V)/-/ii;iíí.
¿Y quién consiente mi duelo?
;■:/ Ciclo.
Dése modo, yo recelo
Morir deste mal extraño.
Pues se aunan en jni daño
Amor, fortuna y el Cielo.
¿Quién mejorará mi suerte?
La muerte.
Y el bien de amor ¿quién lo alcanza?
Müdanzn.
Y sus malo.s ¿qviién los cura?
¡.ncnni.
Dése modo, no es cordura
(Querer curar la pa.sión.
Cuando los remedios son
Muerte, mudanza y locura.
PRIMERA PARTE. CAPÍTULO XXVII 193
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba
causaron admiración y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvie-
ron quedos, esperando si otra alguna cosa oían; pero viendo que duraba
algún tanto el silencio, determinaron de salir á buscar el músico que
con tan buena voz cantaba; y (jueriéndolo poner en efeto, hizo la mis-
ma voz <}ue no se moviesen, la cual llegó de nuevo á sus oídos, cantnn
do este
SONETO
Santa aIui^'tad, que con ligeras ala?.
Tu apariencia quedáiuloí-e en el suelo,
Entre benditas alma», en el Cielo
Subiste aleare á las empireas salas;
Desde .illá, cuando quieres, nos seúalas
La falsedad cubierta con tu velo,
Por (juieu á veces se trasluce el celo
De buenas obras, que á la fin son muías.
Deja el Cielo, amistad, o no permitas
Que el engaAo se vista tu librea.
Con que destruye á la intención sincera:
Que si tus apariencias no le (juita.s.
Presto ha de verse el mundo en la pelea
De la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos con atención
volvieron á esperar si más se cantaba; pero viendo (jue la unisica se
había vuelto en solloy.os y lastimeros ayes, acordaron de saber quién era
el triste, tan extremado en la voz como doloroso en los gemidos; v.iio
anduvieron mucho, cuando al volver de una punta de una peña vieron
a un hombre del mismo talle y figura que Sancho Tanza les había pin-
tado cuando les contó el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando
los vio, sin sobresaltarse, estuvo quedo con la cabeza inclinada sobre el
pecho, á guisa de hombre pensativo, sin alzar los ojos á mirarlos más
de la vez primera cuando de improviso llegaron. El Cura, que era hom-
bre bien hablado (como el que ya tenía noticia de su desgracia, pues
por las señas le había conocido), se llegó á él, y con breves, aunque muv
discretas razones, le rogó y propuso que aquella tan miserable vidk
dejase, p<»r que allí no la perdiese, que era la desdicha mayor de las
desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio, Ubre de aquel
furioso accidente que tan á menudo le sacaba de si mismo; y así,
viendo á los dos en traje tan no usado de los que por a({uellas soledades
andaban, no dejó de admirarse algún tanto, y más cuando oyó que le
hal)ían hablado en su negocio como en cosa sabida (porque las razones
que el Cura le dijo así lo dieron á entender); y así, respondió desta ma-
nera: «Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el Cielo, que
tiene cuidado de socorrer á los buenos, y aun á los malos muchas veces,
sin yo merecerlo, me envía en estos tan remotos y apartados lagares
del trato común de las gentes algunas personas que, poniéndome
delante de los ojos con vivas y varias razones cuan sin ella ando
en hacer la vida que hago, han procurado sacarme desta á mejor parte;
pero como no saben que sé yo que en saliendo deste daño he de caer
194 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
en otro mayor, quizá me deben de tener por hombre de flacos discm--
sos, y aun (lo que peor sería) por de ningún juicio; y no sería maravilla
que así fuese, porque á mí se me trasluce que la fuerza de la imagina-
ción de mis desgracias es tan intensa y puede tanto en mi pobre seso,
que, sin que yo pueda ser parte á estorbarlo, vengo á quedar como
piedra, falto de todo buen sentido y conocimiento; y vengo á caer en
la cuenta desta verdad cuando algunos me dicen y muestran señales de
las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible accidente me señorea;
V no sé más que dolerme en vano y maldecir sin provecho mi ventura,
y dar por discul})a de mis locuras el decir la causa dellas á cuantos oiría
.quieren, porque, viéndolos cuerdos cuáles la causa, no se maravillarán
de los efetos; y si no me dieren remedio, á lo menos no me darán culpa,
con virtiéndoseles el enojo de mi descompostura en lástima de mis des-
gracias. Y si es que vosotros, señores, venís con la misma intención que
otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras discretas per-
suasiones, os ruego que escuchéis el cuento, que no le tiene, de mis
desventuras; porc^ue quizá después de entendido, ahorraréis del trabajo
que tomarais en consolar un mal que de todo consuelo es incapaz. >>
Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su misma boca la
causa de su daño, le rogaron se la contase, ofreciéndole no hacer otra
cosa de lo que él quisiere en su remedio ó consuelo; y con esto el triste
caballero comenzó su lastimera historia casi por las mismas palabras y
pasos que la había contado á Don Quijote y al cabrero pocos días atrás,
cuándo por ocasión del maestro Elisabad y puntualidad de Don Qui-
jote en guardar el decoro á la caballería, se quedó el cuento imperfecto,
como la historia lo deja contado; pero ahora quiso la buena suerte que
se detuvo el accidente de la locura y le dio lugar de contarlo hasta el
fin; y así, llegando al paso del billete que había hallado don Fernando
entre el hbro de Amadís de Gaula, dijo Cárdenlo que le tenía bien en
la memoria, y que decía desta manera:
LUSCINDA Á C'ARDENIO
<'Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan á que
» en, más os estime; y así, si quisiérades sacarme desta deuda sin ejecu-
)tarme en la honra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que os
» conoce y que me quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad, cumph-
»rá la qiie será justo que vos tengáis, si es que me estimáis como decís,
V como yo creo.»
' Por este billete me moví á pedir á Luscinda por esposa, como ya os
he contado, y por otro como éste fué por quien quedó Luscinda en la
opinión de don Fernando por una de las más discretas y avisadas muje-
res de su tiem})0, y este billete fué el que le puso en el deseo de destruir-
me antes que el mío se efetuase. Díjele yo á don Fernando en lo que re-
paraba el padre de Luscinda, que era en que mi padre se la pidiese, lo
PARTE PRIMERA.— CAPÍTULO XXVII 195
cual yu no le osaba decir, temeroso de que no vendría en ello; no por-
(|iie no tuviese bien conocida la calidad, bondad, virtud y berniosura de
Luscinda y (|ue tenía partes bastantes j)ara ennoblecer cualíjuier otro
linaje de España, sino porque yo entendía del que deseaba que no inc
casase tan presto, hasta ver lo que el duque Ricardo hacía conmii^o. En
resolución, le dije que no me aventuraba á decírselo á mi padre, así por
aquel inconveniente como por otros muchos que me acobardaban, sin
saber cuales eran, sinc) que me parecía ({ue lo que yo deseaba jamás
había de tener efeto. A todo esto me respondió don Fernando (]ue él
se encarsíaba de hablar á mi padre y hacer con él que hablase al de
Luscinda.
¡Oh Mario ambicioso! ¡Oh ( atilina cruel! ¡Oh Sila facineroso! ¡Oh Ga
Jalón embustero! ¡Oh Vellido traidor! ¡Oh .Julián venpitivo! ¡Oh Juda^
codicioso! Traidor, cruel, vengativo y embustero, ¿qué deservicios te
había hecho este triste, que con tanta llaneza te descubrió los secretos y
contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te hiceV ¿Qué palabras te dije o
<iué consejos te di que no fuesen todos encaminados á acrecentar tu
honra y tu provechoV Mas ¿de (jué me quejo, ¡desventurado de mí!, pues
es cosa cierta que cuando traen las desjíracias la corriente de las estre-
llas, como vienen de alto á bajo despeñándose con furor y con violen-
cia, no hay fuerza en la Tierra que las detenga ni industria humana que
l)revenirlas pueda? ¿Quién- pudiera imaginar que don Fernando, caba-
llero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderoso para alcanzar
lo que el deseo amoroso le j)idiese dondequiera (jue le ocupase, se había
de enconar, como suele decirse, en tomarme á mí una sola oveja que
aún no poseía? Pero quédense estas consideraciones aparte, como inüti
les y sin provecho, y añudemos el roto de mi desdichada historia.
»Digo, ])ues, que pareciéndole á don Fernando que mi })resencia h
era inconveniente })ara poner en ejecución su falso y mal pensamiento.
<leterminó de enviarme á su hermano mayor con ocasión de pedirle
unos dineros para pagar seis caballos, que de industria y sólo para esti
efeto de que me ausentase, i)ara {)oder mejor salir con su dañado in-
tenro. el mesmo día que se ofreció á hablar á mi padre los comj)ró, y
<|UÍso que yo viniese i)or el dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición?
¿Pude i)or ventura caer en imaginarla? No por cierto; antes con gran-
dísimo gusto me ofrecí á partir luego, contento de la buena com])ra he-
cha. Aíjuella noche hablé con Luscinda, y le dije lo que con don Fer-
nando quedaba concertado, y que tuviese ñrme es])eranza de que ten-
drían efeto nuestros buenos y justos deseos. Ella me dijo, tan seguijt
como yo de la traición de don Fernando, que procurase volver presto,
porque creía que no tardaría más la conclusión de nuestras voluntades
que tardase mi padre de hablar al suyo. No sé qué fué, que en acaban-
do de decirme esto se le llenaron los ojos de lágrimas, y un nudo se h
atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra de otras mu-
chas que me pareció que procuraba decirme. Quedé admirado destc
nuevo accidente, hasta allí jamás en ella visto; porque siempre nos ha
biabamos (las veces que la l)uena fortuna á mi diligencia lo concedía)
lí^6 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
con todo regocijo y contento, sin mezclar en nuestras pláticas lágrimas,
suspiros, celos, sospechas ó temores: todo era engrandecer yo mi ven-
tura por habérmela dado el (.'ielo }>or señora; exageraba su belleza, ad-
mirábame de su valor y entendimiento; volvíame ella el recambio ala-
bando en mí lo que, como enamorada, le parecía digno de alabanza.
Con efeto nos contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de nuestros
vecinos y conocidos, y á lo que más se extendía mi desenvoltura era á
tomarle, casi por fuerza, una de sus bellas y blancas manos, y llegarla
á mi boca según daba lugar la estrecheza de una baja reja que nos di-
vidía; pero la noche que precedió al triste día de mi partida, ella lloró,
gimió y suspiró, y se fué, y me dejó lleno de confusión y sobresalto,
espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de dolor y
sentimiento en Luscinda; pero, por no 'destruir mis esperanzas, todo lo
atribuí á la fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele causar
la ausencia en los que bien se quieren. En fin, yo me partí triste y pen-
sativo, llena el alma de imaginaciones y sospechas, sin saber lo que sos-
pechaba ni imaginaba: claros indicios que m'.)straban el triste suceso y
desventura que me estaba guardada.
» Llegué al lugar donde era enviado, di las cartas al hermano de don
Fernando, fui bien recibido, pero no bien despachado, porque me man-
dó aguardar, bien á mi disgusto, ocho días, y en parte donde el Duque
su })adre no me viese, porque su hermano ■ le escribía que le enviase
cierto dinero sin su sabiduría; y todo fué invención del falso don Fer-
nando, pues no le faltaban á su hermano dineros para despacharme
luego. Ordea y mandato fué éste que me puse en condición de no obe-
decerle, })or parecerme imposible sustentar tantos días la vida en la
ausencia de Luscdnda, y más habiéndola dejado con la tristeza que os
he contado; pero, con todo esto, obedecí como buen criado, aunque veía,
que había de ser á costa de mi salud. Pero á los cuatro días que llegué,
llegó un hombre en mi busca con una carta que me dio, que en el so-
l)rescrito conocí ser de Luscinda, porque la letra del era suya. Abríla te-
meroso y con sobresalto, creyendo que cosa grande debía de ser la que
le había movido á escribirme estando ausente, pues presente pocas ve-
ces lo hacía. Pregúntele al hombre antí^s de leerla quién se la había
dado y el tiempo que había tardado en el camino; díjome que acaso pa-
sando por una calle de la ciudad á la hora de mediodía, una señora muy
hermosa le llamó desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas, y que
con mucha priesa le dijo: «Llermano, si sois cristiano, como parecéis,
por amor de Dios os ruego que encaminéis luego, luego esta carta al lu-
gar y á la persona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido, y
en ello haréis un gran servicio á nuestro Señor; y para que no os falte co-
modidad en poderlo hacer, tomad lo que va en este pañuelo»; y dicien-
do esto, me arrojó por la ventana un pañuelo, donde venían atados cien
reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta que os he dado.
Y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó de la ventana; aunque
l)rimero vio cómo yo tomé la carta y el pañuelo, y por señas le dije que
haría lo que me mandaba. Y así, viéndome tan bien pagado del trabajo
PARTE PRIMERA. CAPITULO rXVII
lí>7
<[ue podía tomar en traérosla, y conociendo ])or el sobrescrito que éra-
des vos á quien se enviaba (porque yo, señor, os conozco muy bien), y
obliiíado asimesmo de las lágrimas de aíjuella hermosa señora, deter-
miné de no fiarme de otra persona, sino venir yo mesmo á dárosla; y en
diez y seis horas que ha que
se me dio, he hecho el cami-
no que sabéis, que es de diez
y ocho leguas.
» En tanto, que el agrade-
cido y nuevo correo esto me
decía, estaba yo colgado de
sus palabra!^, temblándome
las i)ienui.>^, de manera que
;q)enas podía sostenerme. En
(to; abrí la carta, y vi (|uc
iitenía estas razones:
«La i>alabra qut? don Fer-
nando os dio de hablar a
vuestro padre })ara que ha-
blase al mío, la ha cumplido
mucho más en su gusto que
'•n vuestro provecho. Sabed,
-eñor, que él me ha pedido
por esposa; y mi padre, lie
vado de la ventaja que él
l)iensa que don Fernando
' is hace, ha venido en lo que
(quiere con tantas veras, cj[ue
»de aquí á dos días se ha do
hacer el desposorio, tan se-
creto y tan á solas, que sólo
»han de ser testigos Ioí Cielos
»y alguna gente de casa. Cuái
\o quedo, imaginaldo: si os
cumple venir, veldo; y si os
«quiero bien ó no, el suceso des'e negocio os lo dará á entender. A Dios
»plega que ésta llegue á vuestras manos antes que la mía se vea en
«condición de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que
promete.)
» Estas en suma fueron las razones que la carta contenía y las que
me liicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta ni otros
dineros; que bien claro conocí entonces que no la compra de los caba-
llos, sino la de su gusto, había movido á don Fernando á enviarme á
su hermano. El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el
temor de perder la prenda que con tantos años de servicios y deseos
tenía granjeada, me pusieron alas; pues, casi como en vuelo, el propio
día me puse en mi lugar al punto y hora que convenía para ir á hablar
• Y (liclentli) esto, me arrojcJ pcn- la ventana
iTU pañuelo...
198 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
á Luscinda. Entré secreto, y dejé una muía en que venía en casa del
buen hombre que me había llevado la carta; y quiso la suerte que en-
tonces la tuviese tan buena, que hallé á Luscinda puesta á la reja tes-
tigo de nuestros amores. Conocióme Luscinda luego, y conocíla yo; mas
lio como debía ella conocerme y yo conocerla. Pero ¿quién hay en el
mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido el confuso pen-
'samiento y condición mudable 'de una mujer? Ninguno por cierto. Digo,
pues, c{ue así como Luscinda me vio, me dijo: «Cárdenlo, de boda es-
toy vestida; ya me están aguardando en la sala don Fernando el íraidor
y mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo serán de mi
muerte que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallar-
te presente á este sacrificio, el cual, si no pudiere ser estorbado de mis
razones..., una daga llevo escondida c^ue podrá estorbar más determi-
nadas fuerzas dando fin á mi vida y principio á que conozcas la vo-
luntad que te he tenido y tengo.» Yo le respondí, turbado y apriesa:
«Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras; que si tú llevas
daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para deYenderte con ella, ó
para matarme, si la suerte nos fuere contraria. >^
»No creo que pudo oir todas estas razones, porque sentí que la lla-
maban apriesa, porque el desposado aguardaba. Cerróse con esto la no-
che de mi tristeza, púsoseme el sol de mi alegría, quedé sin luz en los
ojos y sin discurso en el entendimiento. No acertaba á entrar en su casa,
ni podía moverme á parte alguna; pero considerando cuánto importaba
mi presencia para lo que suceder pudiese en aquel caso, me animé lo
más que pude y entré en su casa, y como ya sabía muy bien todas sus
entradas y salidas, y más con el alboroto que de secreto en ella andaba,
nadie me echó de ver: así que, sin ser visto, tuve lugar de ponerme en
el hueco que hacía una ventana de la mesma sala, que con las puntas
y remates de dos tapices se cubría, por entre las cuales podía yo ver
sin ser visto todo cuanto en la sala se hacía. ¡Quién pudiera decir ahora
los sobresaltos que me dio el corazón mientras allí estuve! ¡Los pensa
raientos que me ocurrieron! ¡Las consideraciones que hice! Que fueron
tantas y tales, que ni se pueden decir, ni aun es bien que se digan; bas-
ta que sepáis que el desposado entró en la sala sin otro adorno c|ue los
raesmos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino á un primo
hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera, sino
los criados de casa. De allí á un poco salió de una recámara Luscinda,
acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien aderezada
V comj)uesta como su calidad y hermosura merecían, y como quien era
la perfección de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi sus-
pensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que
traía vastido; sólo pude advertir á las colores, que eran encarnado y
blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo
el vestido hacían, á todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus
hermosos y rubios cabellos; tales, que en competencia de las preciosas
piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya
con más resplandor á los ojos ofrecía.
l'AKTE PRIMERA. CAPITULO XXVII 199
«¡Oh memoria, enemiíía mortal de mi descanso! ¿De qué sirve repre-
«entarme ahora la incomy)arable belleza de aquella adorada enemiga
mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes y representes lo
(|ue entonces hizo, para que, movido de tan maniñesto agravio, procure,
ya que no la venganza, á lo menos perder la vida? No os canséis, se-
ñores, de oir estas disgresiones que liago; (pie no es mi })ena de aquellas
que [)uedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada cir-
<nmstancia suya me parece á mí que es digna de un largo discurso.»
A esto le respondió el Cura que, no sólo no se cansaban en oírle,
sino que les daban muclio gusto las menudencias que contaba, jmr ser
tales, ([ue merecían no pasarse en silencio, y la misma atención que lo
})rinci})al del cuento.
«Digo, pues, prosigui(') Cárdenlo, que estando todos en la sala, entró
el cura de la parroquia, y tomando á los dos por la mano para hacer lo
que en tal acto se requiere, al decir: ;,Qu('yris-, señora Lu.^cinda, al señor
don Fernando, que está presente, por ruestro legítimo esposo, como lo manda
¡a santa madre Ifilesia'^. yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los ta-
pices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse á escuchar lo
que Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi
muerte ó la confirmación de mi vida. ¡Oh; quién se atreviera á salir en-
tonces diciendo á voces: «¡Ah Luscinda, Luscinda, mira lo que haces,
considera lo que me del)es. mira que eres nn'a y que no puedes ser de
otro! ¡Advierte que el decir tú sí, y el acabárseme la vida, ha de ser todo
á un punto! ¡Ah traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de
mi vida! ¿Qué quieres? ¿Qué pretendes? Considera que no puedes cris-
tianamente llegar al fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa, y
YO soy su marido.» ¡Ah loco de mí! Ahora que estoy ausente y lejos del
peHgro, digo que había de hacer lo que no hice; ahora que dejé robar
mi cara prenda, maldigo al robador, de quien pudiera vengarme si tu-
viera corazón para ello, como le tengo para quejarme; en fin, pues fui
t^ntonces cobarde y necio, no es nmcho que muera ahora corrido, arre-
})entido y loco.
Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, (pie se detuvo
un buen espacio en darla; y cuando yo pensé que sacaba la daga para
acreditarse, ó desataba la lengua para decir alguna verdad ó desengaño
c^ue en mi provecho redundase, oigo que dijo con voz desmayada y ña-
ca: Si quiero: y lo mesmo dijo don Fernando; y dándole el anillo, que-
daron en indisoluble nudo ligados. Llegó el desposado á abrazar á su
esposa; y ella, poniéndose la mano sobre el corazón, cayó desmayada
en los brazos de su madre. Kesta ahora decir cuál quedé yo, viendo en
el sí que había oído burladas mis esperanzas, falsas las palabras y pro-
mesas de Luscinda. imposibilitado de cobrar en algún tiempo el bien
que en aquel instante había perdido: quedé falto de consejo, desampa-
rado, á mi parecer, de todo el Cielo, hecho enemigo de la Tierra que me
sustentaba, negándome el aire aliento para mis suspiros, y el agua hu-
mor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó de manera, que todo ardía
de rabia y de celos. Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, v
200 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
desabrochándole su madre el pecho para que le diese el aire, se descu-
brió en él un papel cerrado, que don Fernando tomó luego y se le puso
á leer á la luz de una de las hachas; y en acabando de leerle, se sentó
en una silla y se puso la mano en la mejilla con muestras de hombre
muy pensativo, sin acudir á los remedios que á su esposa se hacían
para que del desmayo volviese.
»Yo, viendo alborotada toda la gente de casa, me aventuré á salir,,
ora fuese visto ó no, con determinación, si me viesen, de hacer un des-
atino tal, que todo el mundo viniera á entender la justa indignación de
mi pecho en el castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de
la desmayada traidora; pero mi suerte, que para mayores males, si es po-
sible que los haya, me debe de tener guardado, ordenó que en aquel pun-
to me sobrase el entendimiento c|ue después acá me ha faltado; y así,
sin querer tomar venganza de mis mayores enemigos (que, por estar tan
sin pensamiento mío, fuera fácil tomarla), quise tomarla de mí mismo,
y ejecutar en mí la })ena que ellos merecían; y aun quizá con más rigor
del que con ellos se usara si entonces les diera muerte, pues de la que
se recibe repentina, presto acaba la pena; mas la que se dilata con tor-
mentos, siempre mata sin acabar la vida. En íin, yo salí de aquella casa,
y vine á la de aquel donde había dejado la muía; hice que me la ensi-
llase; sin despedirme del subí en elh'., y salí de la ciudad, sin osar, como
otro Lot, volver el rostro á miralla; y cuando me vi en el campo solo, y
que la escuridad de la noche me encubría, y su silencio convidaba á que-
jarme, sin respeto ó miedo de ser escuchado ni conocido, solté la voz y
desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda y de don Fernan-
do, como si con ella satisíiciera el agravio que me habían hecho.
»Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida; pero so-
bre todos de codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo le había cerrado
los ojos de la voluntad para quitármela á mí y entregarla á aquel con
quien más liberal y franca la fortuna se había mostrado; y en mitad de
la fuga destas maldiciones y vituperios la desculpaba, diciendo que no
era nmclio que una doncella recog-ida en casa de sus padres, hecha y
acostumbrada siempre á obedecerlos, hubiese querido condecender con
su gusto, pues le daban por esposo á un caballero tan principal, tan rico-
y tan gentil hombre, que á no querer recebirle se podía pensar ó que na
tenía juicio, ó que en otra parte tenía la voluntad; cosa que redundaba
tan en perjuicio de su buena opinión y fama. Luego volvía diciendo que,
puesto que ella dijera que yo era su esposo, vieran ellos que no había
hecho en escogerme tan mala elección que no la disculparan; pues ante&
de ofrecérseles don Fernando no pudieran ellos mesmos acertar á de-
sear, si con razón midiesen su deseo, otro mejor que yo para esposo de
su hija; y que bien pudiera ella, antes de ponerse en el trance forzoso
y último de dar la mano, decir que ya yo le había dado la mía; que yo
viniera y condecendiera con todo cuanto ella acertara á Ungir en este
caso.
»En fin, me resolví en que poco amor, poco juicio, mucha ambición
y deseos de grandezas lucieron que se olvidase de las palabras con que
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXVII
201
ine había en^íañado, entrotíMiido v sustentado cu mis tirnios esperanzas
y lionestos deseos.
»(V)n estas voces y con esta inquietud caminé lo (juc <|uedaba de
aquella noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras. i)or las
cuales caminé otros tres días sin senda ni camino alguno, hasta que
vine á parar á unos prados, que no sé á qué manos destas montañas
caen, y allí pregunté á unos ganaderos que hacia dónde era lo más ás-
Se cayó mi mnlc. nmcrta, ó ] j quc yo mas creo, por desechar de si tan iuütil car^a
como en ini llevaba.
pero destas sierras. Dijéronme que hacia esta parte: luego me encaminé
a ella, con intención de acabar aquí la vida; y en entrando por estas
asperezas, del cansancio y de la hambre, se cayó mi muía muerta, ó lo
que yo más creo, por desecliar de sí tan inútil carga como en mí llevaba.
Yo quedé á pie, rendido de la naturaleza, traspasaílo de hambre, sin te-
ner ni pensar buscar quien me socorriese. De aquella manera estuve no
sé qué tiempo tendido en el sutlo, al cabo del cual me levanté sin ham-
bre, y hallé junto á mí á unos cabreros, que sin duda debieron de ser
los que mi necesidad remediaron, porque ellos me dijeron de la mane-
ra que me habían hallado, y cómo estaba diciendo tantos dispaiates y
desatinos, que daba indicios claros de haber perdido el juicio; y yo he
sentido en mí. después acá, que no todas veces le tengo cabal, sino tan
desmedrado y ñaco, que hago mil locuras, rasgándome los vestidos,
dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura, y repitiendo
en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro deseo ni intento
entonces que procurar acabar la vida voceando; y cuando en mí vuelvo,
202 DON QUIJOTE DE LA 3IANCHA
me hallo tan cansado y molido, que apenas puedo moverme. Mi más
común habitación es en el hueco de un alcornoque capaz de cubrir este
miserable cuerpo.
»Los vacjueros y cabreros que andan por estas montañas, movidos
de caridad, me sustentan, poniéndome el manjar por los caminos y por
las peñas por donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo; y así,
aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da á cono-
cer el mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la vo-
luntad de tomarlo; otras veces me dicen ellos, cuando me encuentran
con juicio, que yo salgo á los caminos, y que se lo quito por fuerza,
aunque me lo den de grado, á los pastores que vienen con ello del lugar
á las majadas. Desta manera paso mi miserable y extraña vida, hasta
que el Cielo sea servido de conducirla á su último íin, ó de ponerle en
mi memoria, para que no me acuerde de la hermosura y de la traición
de Luscinda y del agravio de don Fernando; que si esto él hace, sin
quitarme la vida, yo volveré á mejor discurso mis pensamientos; donde
no, no hay sino rogarle que absolutamente tenga misericordia de mi
alma; Cjue yo no siento en mí valor ni fuerzas para sacar el cuerpo desta
estrecheza en que por mi gusto he querido ponerle.
»Esta es, ¡oh señores!, la amarga historia de mi desgracia: decidme si
es tal que pueda celebrarse con menos sentimientos que los que en mí
habéis visto; y no os canséis en persuadirme ni aconsejarme lo que la
razón os dijere que puede ser bueno para mi remedio, porque ha de
aprovechar conmigo lo que aprovecha la medicina recetada de famoso
médico al enfermo que rccebir no la quiere. Yo no quiero salud sin
Luscinda; y pues ella gusta de ser ajena, siendo ó debiendo ser mía.
guste yo de ser de la desventura, pudiendo haber sido de la buena dicha.
Ella quiso con su mudanza hacer estable mi perdición; yo querré, con
procurar perderme, hacer contenta su voluntad; y será ejemplo á los
por venir de que a mí solo faltó lo que á todos los desdichados sobra, á
los cuales suele ser consuelo la imposibilidad de tenerle; y en mí e?
causa de mayores sentimientos y males, porque aún pienso que no st
han de acabar con la muerte.»
Aquí dio fin Cárdenlo á su larga plática, y tan desdichada come
amorosa historia; y al tiempo (jue el Cura se prevenía para decirle algu-
nas razones de consuelo, le suspendió una voz que llegó á sus oídos,
que en lastimados acentos oyeron que decía lo que se dirá en la cuarta
parte desta narración; que en este punto dio fin á la tercera el sabio \
atentado historiador Cide Hamete Benengeli.
CAPITULO XWIII
Que trata de la nueva y agradable aventura que al Cura y barbero sucedió
en la misma Sierra.
■r^ELicísiMos y venturosos fueron los tiempos donde se eelió al
Lgr mundo el audacísimo caballero Don Quijote de la Mancha, pues
\¡r por haber teriido tan honrosa determinación como fué el tjuerer
xj"* resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta ( )i-den
de la andante caballería, .gozamos ahora en esta nuestra edad, necesi-
tada de alegres entretenimientos, no sólo de la dul/AU-a de su verdadera
historia, sino de los cuentos y episodios della, que en parte no son me-
nos agradables y artihciosos y verdaderos que la misma historia; la
cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y asi)ado hilo, cuenta que así
como el Cura comenz(') á prevenirse para consolar á Cárdenlo, lo impi-
dió una voz que llegó á sus oídos, que con. tristes acentos decía desta
manera:
«¡Ay Dios! ¿Si será posible que he hallado ya lugar que pueda ser-
vir, de escondida sepultura á la carga pesada deste cuerpo, que tan con-
tra mi voluntad sostengo? Sí será, si la soledad (jue })rometen estas sie-
rras no me mienten. ¡Ay desdichada, y cuan más agradable compañía
harán estos riscos y malezas á mi intención, pues me darán lugar para
que con quejas comunique mi desgracia al Cielo, que no la de ningún
hombre humano, pues no hay ninginio en la Tierra de quien se pueda
esperar consejo en las dudas, alivio en las (juejas, ni remedio en los
male?! »
Todas estas raz(jncs oyeron y percibieron el ( 'ura y los que con él es-
tal)an; v ])or parecerifs. r-omo ello era, que allí junto las decían, se le-
204
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Yantaron á buscar el dueño, y no liubieron andado veinte i)asos, cuando
detrás de un peñasco vieron sentado al pie de un fresno á un mozo ves-
tida como labrador, al cual, por tener inclinado el rostro á causa dej
que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría, no se le pudie-
ron ver por entonces; y ellos llegaron con tanto silencio, que del no fue
ron sentidos; ni él estaba á otra cosa atento que á lavarse los pies, que
eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal, que en-
tre las otras piedras del arro-
yo se habían nacido. Suspen-
dióles la blancura y belleza
de los pies, pareciéndoles que
no estaban hechos á })isar
ten'oneg ni andar tras el ara-
do y los bueyes, como mos-
traba el hábito de su dueño;
y así, viendo que no habían
sido sentidos, el Cura, que
iba delante, hizo señas á los
otros dos que se agazapasen
ó escondiesen detrás de unos
pedazos de peña que allí ha-
bía: así lo hicieron todos, mi-
rando con atención lo que el
mozo hacía, el cual traía
pueáto un capotillo pardo de
dos haldas, muy ceñido al
cuerpo con una toalla blanca;
traía asimismo unos calzo] k-
y polainas de paño pardo, y
en la cabeza, una montera
l)arda; tenía las polainas le-
vantadas hasta la mitad de la
pierna, que, sin duda alguna,
de blanco alabastro parecía.
Acabóse de lavar los her-
mosos pies, y luego, con un
paño de tocar que sacó deba-
jo de la mort^ra, se los limipió; y al querer quitár.-:ele, alzó el rostro, y
tuvieron lugar los que m:'rándole estaban de ver una hermosura incom-
parable; tal, que Cárdenlo dijo al Cura con voz baja: «Ésta, ya que no
es Luscinda, no es j^ersona humana, sino divina.»
El mozo íte quitó la montera, y sacudiendo la cabeza á una y á otra
jjarte, se con.enzarf>n á descoger y desparcir unos cabellos que pudieran
los del Sol tenerles envidia: con esto conocieron que el que [)arecía la-
brador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta enton-
ces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cárdenlo, si no hu-
biera mirado y conocido á Luscinda; qus des})ués arirmó que sola la
Acabóso dt' !.tv?.i- ]<¡h heniiosrs piív. y liu-^;o,
liaiio de tocar, ^e los limpió .
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXVIII 21)5
Itelleza de Liiscinda jxxlía contender con iuiuélla. Los luent2,os y rubios
cabelloH no sólo le cul)rierün las espaldas, mas toda en torno la escon-
dieron debajo de ellos; que, si no eran los pies, ninguna otra cosa de su
cuerpo se jisírecía: tales y tantos eran. Hn esto les sirvieron de peine
unas manos (jue si los pies en el agua habían parecido peda/.os de cris-
tal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de ai)retada nieve;
todo lo cual en más admiración y en más deseos de saber quien era
ponía á los tres que la miraban. Por eso determinaron de mostrarse; y
al movimiento ({ue hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzó la
cabeza; y a}>artándose los cabellos de delante de los ojos con entrambas
manos, miró los que el ruido hacían; y apenas los hubo visto, cuando se
levantó en pie, y sin aguardar á calzarse ni á recoger los cabellos, asió
con mucha presteza un bulto como de ropa que junto á sí tenía, y qui-
so ponerse en. huida, llena de turbación y sobresalto; mas no hubo
dado seis pasos, cuando, no pudicndo sufrir los delicados \ñes la asi>e-
reza de las piedras, dio consigo en el suelo; lo cual visto por los tres, sa-
lieron á ella, y el Cura fué el primero que le dijo: «Deteneos, señora,
quienquiera que seáis, que los que aquí veis sólo tienen intención de
serviros: no hay para qué os pongáis en tan imj)ertinente huida, ])orque
ni vuestros })ies lo podrán sufrir, ni nosotros consentirlo. A todo esto,
ella no res})ondía palabra, atónita y confusa.
Llegaron, pues, á ella; y asiéndola por la mano el Cura, prosiguió di-
ciendo: «Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos
descubren: señales claras que no deben de ser de poco momento las cau-
sas que lian disfrazado vuestra l)elleza en hábito tan indigno, y traídola
á tanta soledad como es ésta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si
no para dar remedio á vuestros males, á lo menos para darles consejo;
pues ningún mal puede fatigar tanto ni llegar tan al extremo de serlo
mientras no aca})a la vida, que rehuya de no escuchar siquiera el con-
sejo que con buena intención se le da al que lo })adece. Así que, señora
mía, ó señor mío, ó lo que vos quisiéredes ser, perded, el sol) resalto que
nuestra vista os ha causado, y contadnos vuestra buena ó mala suerte,
qne en nosotros juntos, ó en cada uno, hallaréis quien os ayude á sen-
tir vuestras desgracias.»
En tanto que el Cura decía estas razones estaba la disfrazada moza
como embelesada, mirándolos á todos, sin mover labio ni decir palabra
alguna, bien así como rústico aldeano que de improviso se le muestran
cosas raras y del jamás vistas; mas volviendo el Cura á decirle otras ra-
zones al mismo efeto encaminadas, dando ella un profundo suspiro,
rompió el silencio y dijo: ^Pues que la soledad destas sierras no ha sido
parte para encubrirme, y la soltura de mis descompuestos cabellos no ha
permitido- que sea mentirosa mi lengua, en balde sería ñngiryo de nue-
vo ahora lo que, si se me creyese, sería más por cortesía' que por otra
razón alguna. Presupuesto esto, digo, señores, que os agradezco el ofreci-
miento que me habéis hecho, el cual me ha puesto en obligación de sa-
tisfaceros en todo lo que me habéis pedido; puesto que temo que la re-
lación que os hiciere de mis desdichas os ha de causar, al par de la com-
206 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
pasión, la pesadumbre, porque no habéis de hallar ni medio para reme-
diarlas ni consuelo para entretenerlas; pero, con todo esto, porque no
ande vacilando mi honra en vuestras intenciones, habiéndome ya cono-
cido por mujer y viéndome moza, sola y en este traje, cosas todas jun-
tas y cada una por sí que pueden echar por tierra cualquier honesto
crédito, os ha])rc de decir lo que quisiera callar, si pudiera.»
Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer parecía, con tan
suelta lengua, con voz tan suave, que no menos les admiró su discre-
ción que su hermosura; y tornándole á hacer nuevos ofrecimientos y
nuevos ruegos para que lo prometido cumpliese, ella, sin liacerse más
de rogar, calzándose con toda honestidad y recogiendo sus cabellos, se
acomodó en el asiento de una piedra, y puestos los tres alrededor della,
haciéndose fuerza por detener algunas lágrimas que á los ojos se le ve-
nían, con voz reposada y clara comenzó la historia de su vida desta ma-
nera:
«En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un Duque,
que le hace uno de los que llaman Grandes en España; éste tiene dos
hijos: el mayor, heredero de su estado, y, al parecer, de sus buenas cos-
tumbres; y el menor, no sé yo de qué sea heredero, sino de las traicio-
nes de Vellido y de los embustes de (lalalón. Deste señor son vasallos
mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su
naturaleza igualaran á los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que de-
sear, ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo, porque quizá
nace mi poca ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido
ilustres; bien es verdad que no son tan bajos que puedan afrentarse de
su estado, ni tan altos que á mí me quiten la imaginación que tengo
de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos, en fin, son labradores,
gente llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante, y, como suele de-
cirse, cristianos viejos rancios; pero tan ricos, que su riqueza y magní-
fico trato les va poco á poco adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de
caballeros, puesto que de la mayor riqueza y nobleza que ellos se pre-
ciaban era de tenerme á mí por hija; y así por no tener otra ni otro que
los heredase como por ser padres y aficionados, yo era una de las más
regaladas liijas que padres jamás regalaron.
»Era el espejo en que se miraban, el báculo de su vejez, y el sujeto
á quien encaminaban, midiéndolos con el cielo, todos sus deseos, de
los cuales, por ser ellos tan buenos, los míos no salían un punto; y del
mismo modo que yo era señora de sus ánimos, ansí lo era de su ha-
cienda. Por mí se recebían y despedían los criados; la razón y cuenta
de lo que se sembraba y cogía, pasaba por mi mano; los molinos de ;
aceite, los lagares del vino, el número del ganado mayor y menor, el
de las colmenas; finalmente, de todo aquello que un tan rico labrador
como mi padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta y era la mayor-
doma y señora, con tanta solicitud mía y con tanto gusto suyo, que
buenamente no acertaré á encarecerlo. Los ratos que del día me queda-
ban, después de haber dado lo que convenía al mayoral ó capataces y
á otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son á las doncellas
l'RIMKRA PAkíE. -iAPlTULü XXVIII 20T
tan lícitos como nece.sarics, como son los que ofrece la aguja y Ki: áhno-
hadilla, y la rueca muchas veces; y si al«íuna, por recrear el ánimo, es-
tos ejercicios dejaba, me act)gía al entretenimiento de leer aljíun lihr»>
«levoto ó á tocar una arpa, i)or<|Ue la experiencia me mostraba (pie la
nuisTca compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos (pie
nacen del espíritu. Ksta, pues, era la vida que yo tenía en casa <le mis
padres, la cual si tan {>articularmente he contado, no ha sido por osten-
tación, ni i)or dar á entender (jue soy rica, sino }K)rque se advierta cujuí
sin culpa he venido de acjuel buen estado que he dicho al infelice en (pie
ahora me hallo.
'Es, pues, el caso que. })asandt) mi vida en tantas ocu})aciones y en
un encerramiento tal que al de un monasterio jtudiera compararse, sin
ser vistíi, á mi parecer, de otra persona al^íuna que de los criados de
casa (porque los días que iba á misa era tan de mañana y tan acc^npa-
ñada de mi madre y de nuestras criadas y yo tan culíierta y recatada
(\ue alienas vían mis ojos más tiei"i"a de a(iuella donde ponía los pies),
con todo esto, los del amor, ('» los de la ociosidad, por mejor decir, a
(juien los del lince no })ueden ijíualarse, me vieron puestos en la solici- .
tud de don Fernando; (pie (^ste es el nombre del hijo menor del l)n(|Uo
(jue os he contado.
No hubo bien nombrado ¡i don Fernando la ([ue el cuento contaha,
cuando li Cárdenlo se le nnidó la color del rostro, y comenzó a trasudar
con tan grande aLteraci(jn, que el Cura y el barbero, que miraron en ello,
temieron que le venía a(piel accidente de locura que habían oído decir
(jue de cuando en cuando le venía; mas Cardenio no hizo otra cosa tpie
trasudar y estarse quedo, mirando de hito en hito á la labradora, ima-
ginando quién ella era; la cual, sin advertir en los movimientos de Car-
denio, prosiguió su historia, diciendo: < Y no me hubieron bien visto,
cuando, según él dijo después, qued(') tan preso de mis amores cuanto
lo dieron bien á entender sus demostraciones. Mas, por acabar }>resto
con el cuento ((jue no le tiene) de mis desdichas, (piiero pasar en silen-
cio las diligencias (jue don Fernando hizo para declararme su voluntad:
sobornó toda la gente de mi casa, dio y ofreció dádivas y mercedes ji
mis parientes; los días eran todos de tiesta y (ie regocijo en mi (.-alie, las
noches no dejaban dormir a nadie las músicas; los billetes (jue. sin sa-
ber C(3mo, á mis manos venían, eran intinitos. llenos de enamoiadas ra-
zones y ofrecimientos, con men(»s letras ([ue })romesas y juramentos;
todo lo cual, no sólo no me ablandaba, pero me endurecía de manera
como si fuera don Feí-nando mi mortal enemigo y (pie todas las obras
(]ue para reducirme á su voluntad hacía, las hiciera para el efeto co)i-
trario; no ]>orque á nn me pareciese mal la gentileza (le don Feruíuid*».
ni (pie tuviese á demasía sus solicitudes, jiorque me daba un no se ([uc
de contento verme tan ((uerida y estimada de un tan princii)al caballe-
ro, y no me pesaba ver en sus }>apeles mis alabanzas ((pie en esto, por
feas que seamos las mujeres, me i)arece á mí (^ue siempre nos da gusto
el oir que nos llaman hermosas); pero á todo eso se oponía mi honesti-
dad y los consejos continuos que mis }>adres me daban, (pie ya muy al
B. P.— XX If)
2()S BOX QfíWÓTK I>K I.A MANCHA
descubierto sabían la voluntad de don Fernando, ])orquc ya á él no .se
le daba iiada de que todo el mundo la .supiese.
> Decíanme mis padres que en sola mi virtud y bondad dejaban y
deposital>an su boin*a y l'ama, y cjue considerase la desigualdad (|ue
había entre mí y don Fernando, y que j)or aquí echaría de ver que sus
pensamientos, aunque él dijese otra cosa, más se encaminaban á su
gusto que á mi provecho; y que si yo quisiese })oner en alguna manera
algún inconveniente para que él se dejase de su injusta pretensión, que
ellos me casarían luego con qiiien yo más gustase, así de los más ])rin-
cii)ales de nuestro lugar como de todos los circunvecinos, pues todo se
■podía esperar de su mucha hacienda y de mi buena fama. Con estos
'cieitos prometimientos, y con la verdad (|ue ellos me decían, fortifical)a
yo mi entereza, y jamás quise res])onder á don Fernando palabra que
le ]>udiese mostrar, aunque de nuiy lejos, esperanza de alcanzar .su
deseo.
■Todos est()S recatos míos, que él debía de tener por desdenes, de-
bieron de ser causa de avivar más su lascivo apetito, que este nombre
quiero dar á la voluntad que me mostraba, la cual, si ella í'uera como
debía, no la su[)iérades vosotros ahora, porque hubiera faltado la oca-
sión de decírosla. Finalmente, don Fernando supo que mis padres an-
daban por'darme estado, por quitalle á él la esperanza de poseerme, ó
i\ lo menos porque yo tuviese más guardas para guardarme; y esta nue-
va ó sospecha fué causa ])ara que hiciese lo que ahora oiréis, y fué, que
lina noche, estando yo en mi aposento con sola la compañía de una
doncella que me servía, teniendo bien cerradas las i)uertas, por temor
<}ue [)or descuido mi lionestidad no se viese en peligro, sin .saber ni
imaginar cómo, en medio destos recatos y prevenciones y en la sole-
dad y silencio deste encierro, me le liallé delante; cuya vista me turbó
de manera, (pie me quitó la de mis ojos y me enmudeció la lengua; y
así; no fui })oderosa de dar voces; ni aun él creo que me las dejara
dar, porque luego se llegó á nn', y tomándome entre sus brazos ([)orquc
yo, como digo, no tuve fuerzas i)ara defenderme, según estaba turba-
da), comenzó á decirme tales razones, que no sé cómo es posible que
tenga tvmta hal>ilidad la mentira (pie las sei)a comjtoner de modo que
parezcan tan verdaderas: hacía el traidor que sus lágrimas acreditasen
sus i)alabras, y los sus})iros su intención.
< Yo, pobrecilla, sola entre los míos, mal ejercitada en casos seme-
jantes, comencé, no sé en qué modo, á tener ])or verdaderas tantas fal-
sedades; pero no de suerte cpie me moviesen á compasión menos (pie
buena sus lágrimas y suspiros; y así, pasándoseme aípiel sobresalto pri-
mero, torné algún tanto á cobrar mis perdidos es})íritus, y con más
ánimo del que pensé ([ue pudiera tener le dije: «Si como estoy, señor.
en tus brazos, estuviera entre los de un león fiero, y el lil)rarme dellos
se me asegurara con que hiciera ó dijera cosa ([ue fuera en perjuicio de
mi honestidad, así fuera posible hacella ó decilla como es posible dejar
de haher sido lo que fué; así (pie, si tú tienes ceñido mi cuerpo con tus
brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos, rpie son tan di-
l'ABTE PíilMERA.
-CAPITULO XXVIII
20i>
lereiites de los tuyos, como lo verás, si con hacerme íuerza ([uisieres
I»asiir adelante en ellos. Tu vasalla soy, pero no tu esclava; ni tiene ni
•<lel)e tener imperio la nobleza de tu sanare para deshonrar y tener en
]>oco la Immildad de la mía; y en tanto me estnno yo, villana y labra-
dora, como tú, señor y caba-
llero. C;oimiio,<» lio han ser de
de ninuún eí'eto tus fuerzas,
ni lian de tener valor tus ri-
■(|uezas, ni tus palabras han
de poder en,<;añarme, ni tus
>:us})iros y láu;rimas enterne-
cerme: si alguna de todas es-
tas cosas que he dicho viera
yo en el que mis padres me
<liei-an por esposo, á su vo
Juntad se ajustara la mía, ^
mi voluntad de la suya no
saliera; de modo (|ue. como
<|uedara con honra aunque
quedara sin gusto, de grade»
te entregara lo que tú, se-
ñor, ahora con tanta fuerza
procuras; todo esto he dicho,
porque no esperes que de
mí alcance cosa alguna el
«[ue no fuere mi legítimo es-
])oso.>» «Si no rejiaras más
que en eso, bellísima Doro-
tea (que este es el nombre
desta desdichada), dijo el
<lesleal caballero, ves, aquí
te doy la mano de serlo tuyo.
.\- sean testigos desta ver-
dad los cielos, á quien nin
guna cosa se esconde, y est?
nes.'^
j^5> Cuando Cárdenlo le oyc) decir (pie se llamaba Dorotea, tornó ae
nuevo á sus sobresaltos, y acabó de confirmar ])f>r verdadera su ])rime-
la opinión; pero no quiso interromper el cuento, por ver en qué venía
;i ]>arar lo que él ya casi sabía; sólo dijo: ¿Que Dorotea es tu "nombre,
señora? Otra he oído yo decir del mesmo. que quizá corre parejas con
tus desdichas. Pasa adelante; ([ue tiempo vendrá en que te diga cosas
<iue te espanten en el mesmo grado que te lastimen. •
íieparó Dorotea en las razones de Cardenio y en su extraño y desas-
trado traje, y rogóle t^ue si alguna cosa de su íiacienda sabía se la di-
jese luego, porque si algo le había dejado bueno la fortuna, era el áni-
mo (pío tenía para sufrir cualquier desastre que le sobreviniese, segura
Y esta iuiaKeii de Niii>stra Sciiora <iue aciuí tienes.
I imagen de Nuestra Señora que aquí tic-
210 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
de ({ue, á su parecer, hídiíudo podía lle.i>ar que el ([ue tenía acrecentase-
un punto.
— No le perdiera yo, señora, respondió Cardenio, en decírtelo <|ue
pienso, si fuera verdad lo que imagino, y hasta aliora no se ])ierde co-
yuntura, ni á ti te imi)orta nada el saberlo.
—Sea lo que fuere, respondió Dorotea, lo que en mi cuento pasa, fiu'
i{ue tomando don Fernando una imagen (jue en aquel aposento estaba,
la puso por testigo de nuestro desposorio, y con i)alabras eficacísinias y
juramentos extraordinarios me dio la palabra de ser mi marido; puesto
(]ue antes que acabase de decirlas, le dije que mirase bien lo (jue ha-
cía, y que considerase el enojo que su padre había de recebir de verle
casado con una villana, vasalla suya; que no le cegase mi hermosura
tal cual era. pues no era l)astante para hallar en ella disculpa de su
yerro; y que si algún bien me quería hacer por el amor que me tema,
fuese dejar correr mi suerte al igual de lo cjue mi calidad pedía; |)()r-
([ue nunca los tan desiguales casamientos se gozan, ni duran mucho en,
aquel gusto con que se comienzan.
Todas estas razones que a([uí he dicho le dije, y otras muchas de
([ue no me acuerdo; })ero no fueron parte para que él dejase de seguir
su intento; bien ansí como el que no piensa pagar, que al concertar de
la barata, no repara en 'inconvenientes.
>Yo á esta sazón hice un breve discurso conmigo, y me dije á nn
mesma: Sí, que no seré yo la primera ([ue por vía de matrimonio haya
subido de humilde á grande estado, ni será don Fernando el primero ;i
(|uien hei'mosura ó ciega afición, que es lo más cierto, haya hecho to-
mar compañía desigual á su grandeza. Pues si no hago ni mundo ni
uso nuevo, bien es acudir á esta honra (pie la suerte me ofrece, puesto
(|ue en éste no dure más la voluntad que me muestra, de cuanto ílure
el cum})liniiento de su deseo; que en hn, }>ara con Dios seré su esposa;
y si (juiero con desdenes despedille, en término le veo ((ue, no usando
el que debe, usará el de la fuerza, y vendré á quedar deshonrada y sin
disculpa de la culpa que me })(xlrá dar el que no su})iere cuan sin ella
lie venido á este })unto; ])orque ¿<iué razones serán bastantes para per-
suadir á mis padres y á otros (]ue este caballero entró en mi aposento
sin consentimiento míoV»
>Todas estas demandas y respuestas resolví en un instante en la
imaginación; y sobre todo, me comenzaron á hacer fuerza y á incli-
narme a lo (¡ue fué, sin yo pensarlo, mi jterdición, los juramentos de
don Fernando, los testigos ([ue ponía, las lágrimas que derramaba, y
linalmente su disposición y gentileza, ([ue, acompañada con tantas
nuiestras de verdadero amor, pudieran i-endir á otro tan libre y reca-
tado corazón como el mío. Llamé á mi criada, para (|ue en la tierra
acompañase á los testigos del cielo; tornó don Fernando á reiterar y
confirmar sus juramentos, añadió á los primeros nuevos santos por testi-
gos, eclióse mil futuras maldiciones si no cum])liese lo (jue me prometía,
volvió á humedecer sus ojos y á acrecentar sus suspiros, apretóme más
entre sus brazos, de los cuales jamás me había dejado; y con esto, y con
PAKTK PRIMERA. CAPÍTULO XXVIU 211
volverse á salir del aposento mi doiicella, yo dejé de serlo, y él aeal»')
de ser traidor y íenientido.
»K1 día que sueedió á la noche de mi desgracia se venía, aún no tan
^ipriesa como yo ])ienso que don Fernando deseaba, porque des])ués de
cum})lido aquello que el a})etito i)ide, el mayor gusto que i)uede venir
rs H[»artarse de donde le alcanzaron. Digo esto porque don Fernando
(lio priesa por partirse de mí; y ])or industria de mi doncella, que era
la misma (pie allí le había traído, antes que amaneciese se vio en la
^•alle; y al des})edirse de nn', aun([ue no con tanto aliinco y vehemencia
como cuando vino, me dijo (]ue estuviese segura de su fe, y de ser
lirmes y verdaderos sus juramentos; y para más conñrmación de su pa-
lal>ra, sacé) un rico anillo del dedo y lo puso en el mío. En efecto, él se
fué, y yo quedé, ni sé si triste ó alegre; esto sé bien decir, que quedé
confusa y })ensativa y casi fuera de nn' con el nuevo acaecimiento, y
no tuve ánimo ó no se me acordó de reñir á mi doncella por la traición
<íometida de encerrar á don Fernando en mi mismo aposento; porque
aún no me determinaba si era bien ó mal el que me había sucedido.
Díjele al partir á don Fernando que ])or el mesmo camino de aquella
podía verme todas las noches, pues ya era suya, liasta que, cuando él
quisiese, aquel hecho se publicase; pero no vino otra alguna, sino fué
la siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia en más de un
mes, que en vano me cansé de solicitallo; puesto que supe (|ue estaba
en la villa y que los más días iba á caza, ejercicio de ({ue él era muy
aíicionado.
-Estos días y estas horas bien sé yo que i)ara nn' fueron aciagos y
menguadas, y bien sé que comencé á dudar en ellos, y aun á descreer
■<lc la fe de don Fernando; y sé también que mj doncella oyó entonces
\us j>alabras que en reprensión de su atrevimiento antes no había oído;
y sé que me fué forzoso tener cuenta con mis lágrimas y con la com
]X)stura de mi rostro, por no dar ocasión á que mis i)adres ine pregun-
tasen que de qué andaba descontenta, y me obligasen á buscar mentiras
i\ue decilles; pero todo esto se acabó en un punto, llegándose uno donde
se atrepellaron los resjietos y se acabaron k)s honrados discursos, y
iidonde se perdió la ])aciencia y salieron á }>laza mis secretos pensa-
mientos; y esto fué, porque de allí á pocos días se dijo en el lugar cómo
en una ciudad allí cerca se había casado don Fernando con una don-
■(•ella hermosísima en todo extremo y de muy princi[)ales jiadres, aunque
no tan rica, que por la dote pudiera aspirar á tan noble casamiento:
díjose que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios
sucedieron, dignas de admiración.»
Oyó Cárdenlo el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que en-
eoger los hombros, morderse los labios, enarcar las cejas, y dejar de
ídlí á poco caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas; mas no por esto
<lejó Dorotea de seguir su cuento, diciendo: Llegó esta triste nueva á
mis oídos, y en lugar de helárseme el corazón en oílla, fué tanta la có-
lera y rabia que se me encendi(') en él, que faltó poco para no salirme
por las calles dando vf)ces, publicando la alevosía y traición que se me
212
DOS QUIJOTE DE LA MAiSCHA
liabía hecho; mas templóse esta íuria por entonces con pensar de poner
aquella mesma noche por obra lo que puse, ([ue fué ponerme en est(^
hábito que me dio uno de los que llaman zagales en casa de los labra-
dores, que era criado de mi padre, al cual descubrí toda mi desventura,
y le rogué me acompañase hasta la ciudad donde entendí que mi enemi
go estaba. El después que hubo reprendido mi atrevimiento y afeado-
mi determinación; viéndome resuelta en mi parecer, se ofreció á tener-
me compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo. Luego al momen-
to encerré en una almohada de lienzo un vestido de mujer, y algunas
joyas y dineros, por lo que podía suceder, y en el silencio de squelia
noche, sin dar cuenta á mi traidora doncella, salí de mi casa, acomjia-
ñada de mi criado y de muchas imaginaciones, y me puse en camino
de la ciudad á pie, llevada en vuelo del deseo de llegar, ya que no ;i
estorbar lo que tenía por hecho, á lo menos á decir á don Fernando me
dijese con qué alma lo había hecho. Llegué en dos días y medio donde
quería, y en entrando por la ciudad, pregunté por la casa de los padres-
de Luscinda, y el primero á quien hice la pregunta me respondió más
de lo que yo quisiera oir. Díjome la casa y todo lo que había sucedidO'
en el desposorio de su hija; cosa tan pública en la ciudad, (jue se hacían
corrillos para contarla i)or toda ella. Díjome que la noche que don Fer-
nando se desposó con Luscinda, después de haber ella dado el .H de ser
su esposa, le había tomado un recio desmayo, y que llegando su esposo
á desabrocharle el pecho para que le diese el aire, le halló un papel escri-
to de la misma letra de Luscinda, en que decía y declaraba que ella no
podía ser esposa de don Fernando, porque lo era de Cardenio, que, á lo
que el hombre me dijo, era un caballero muy principal de la mesma
ciudad, y que si había dado el -v/ á don Fernando, fué por no salir de la
(A)ediencia de sus padres. En resolución, tales razones dijo que contenía
el paptl, que daba á entender que ella había tenido intención de matar-
se en acabándose de desposar, y daba allí las razones |)or qué se liabría
quitado la vida; todo lo cual dicen (|ue confirmó una daga que le halla-
ron no sé en qué })arte de sus vestidos. Todo lo cual visto i)or don Fer-
nando, pareciéndole que Luscinda le había burlado y escarnecido y te-
nido en poco, arremetió á ella antes que de su desmayo volviese, y con
la misma daga que le hallaron, la quiso dar de puñaladas, y lo hiciera,
si sus padres y los que se hallaron presentes no se lo estorbaran. Díjome
más: (jue luego se ausentó don Fernando, y que Luscinda no había
vuelto de su parasismo hasta otro día, que contó á sus padres cómo ella
era verdadera esposa de aquel Cardenio cjue he diclio. 8upe además que
el Cardenio, según decían, se halló presente á los desposorios, y que, en
viéndola desposada, lo cual él jamás pensó, se salió de la ciudad de-
sesperado, dejándole primero escrita una carta donde daba á entender
el agravio ([ue Luscinda le había hecho, y de cómo él se iba adonde
gentes no le viesen. Esto todo era público y notorio en toda la ciudad,
y todos hablaban dello; y más hablaron cuando supieron que Luscinda
había faltado de casa de sus padres y de la ciudad, pues no la hallaron
en toda ella; de que })erdían el juicio sus padres, y no sabían qué medio
PAUTK PiilMEKA. CAPITULO XXVIIl
2i;5
-( lomar parfi hallarla. Esto cine su}K' puso en bando mis esperanzas, y
tuvo i)or mejor no liaher liallado á don Fernando, que no hallarle casa-
do, pareciéndome «jue aún no estaba del todo cerrada la puerta á mi
remedio, dándome yo á entenJer ([ue podría ser que el cielo hubiese
puesto aquel impedimento en el secundo matrimonio para traerle á co-
nocer lo <|ue al ])rimero debía, y á caer en la cuenta de que era cristiano
y que estaba más obligado ú su alma (jue ;i los i'es})etos humanos
Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin tener
consuelo, ungiendo unas esperanzas laruas y desmayadas para entrete-
iKM- la vida. ([U^ ya aborrezco.
Estando, pues, en la ciudad sin saber qué hacerme, pues á don Fer-
nando no hallaba, lle.í>ó á mis oídos un público pre.ííón, donde se ]>ro-
metía grande hallazi>o á quien me hallase, dando las señas de mi eda<l
y del mesmo traje que traía; y oí decir que se creía que me había saca-
do de casa de mis })adres el mozo ([ue conmigo vino; cosa <]ue me llego
al alma, por ver cuan de caída andaba mi crédito, pues no bastaba }>er-
derle con mi huida, sino añadií- el con quién, siendo sujeto tan bajo y
tan indigno de mis buenos pensamientos. Al punto (pie oí el j)regon,
me salí de la ciudad con mi criado, que ya comenzaba á dar muestras
de titubear en la fe que de fidelidad me tenía prometida; y aquella no
che nos entramos por lo espeso desta montaña, con el miedo de no ser
hallados. Pero, como suele decirse (]ne un mal llama á otro, y que
el fin de una desgracia suele ser jn'incipio de otra mayor, así me
sucedió á mí; i)orque mi buen criado, hasta entonces tiel y seguro, así
como me vio en esta soledad, incitado de su mesma bellaquería,
antes cpie de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión que, a su
parecer, estos yermos le ofrecían, y con poca vergüenza y menos temor
de Dios ni resi)eto mío, me requirió de amores; y viendo (pie yo con
ásperas y justas palabras respondía á la desvergüenza de su pro})ósito,
dejó aparte los ruegos, de quien primero pensó aprovecharse, y
comenz(') á usar de la fuerza; pero el justo Cielo, que pocas ó ningunas
veces deja de mirar y favorecer & las justas intenciones, favoreció las
mías de manera, que con mis pocas fuerzas y con poco trabajo di con
él por un derrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto ó si vivo; y
luego, con más ligereza ([ue mi sobresalto y cansancio pedían, me
entré por estas montañas, sin llevar otro pensamiento ni otro designio
([ue esconderme en ellas, y huir de mi padre y de aquellos que de su
parte me andaban buscando. Con este deseo ha no sé cuántos meses
que entré en ellas, donde hallé un ganadero ([ue me llevó {)or su criado
;i un lugar que está en las entrañas desta Sierra, al cual he servido de
zagal todo este tiempo, procurando estar siempre eu el campo, por en-
cubrir estos cabellos, que ahora tan sin pensarlo me han descubierto;
pero toda mi industria y toda mi solicitud fué y ha sido de ningún
provecho, pues mi amo vino en conocimient(-> de que yo no era vanm.^
y nació en él el mesmo mal pensamiento que en mi criado; y como no
siempre la fortuna con los trabajos da los remedios, no hallé deinmi,-^
badero ni barranco donde despeñar y despen n* al amo. como le hallé
214
DON QUIJOTE DK 1-A MANCHA
})ara el criado; y así, tuve i)or menor inconveniente dejalle y esconder-
me de nuevo entre estas asperezas, ({iw probar con él mis fuerzas {> mis
discursos. Di¡i>c». pues, que me torné á emboscar, y á buscar donde sin
impedimento alguno pudiese con suspiros y lágrimas rogar al Cielo se
duela de mi desventura, y me dé industria y favor para salir dtlla, ó
para dejar la vida entre estas soledades, sin que quede memoria desta
triste, (jue tan sin culpa suya habrá dado materia ]>ara (pie de ella se
bable y murnmre en la suva y en las ajenas tierras.
C'AIMTn.O XXIX
Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar á nuestro
enamorado caballero de la asperísima penitencia en que s^ había puesto.
r^f HTA es. señores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y
,, jiizt^ad ahora si los suspiros que escuchastes, las palal)ras que
'^ oistes. y las lágrimas que de mis ojos salían, tenían ocasión
bastante para mostrarse en mayor abunda acia; y considerada
a calidad de mi desgracia, veréis que será en vano el consuelo, pues es
mi)osible el remedio della. Sólo os ruego (lo ciue con facilidad ])odréis
.' debt'is hacer) que me aconsejéis dónde podré }>asar la vida, sin que
ne acabe el temor y sobresalto que tengo de ser hallada de los que me
mscan; que, aunque sé que el mucho amor que mis padres me tienen
ne íisegura que seré dellos bien recebida, es tanta la vergüenza que
ne ocupa sólo del pensar que, no como ellos pensaban, tengo de pare
•er á su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de
;u vista, que no verles el rostro con pensamiento que ellos miran el mío
ijeno de la honestidad que de mí se debían de tener prometida. -
C'alló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color, que mos-
iró bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas Mintie-
on, los que escuchado la habían, tanta lástima como admiración de su
lesgracia; y aunque luego quisiera el Cura consolarla y aconsejarla,
ornó primero la mano Cardenio, diciendo: «En fin, señora, ¿que tú eres
a hermosa Dorotea, la hija única del rico ClenardoV»
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre y de
•er cuan de poco era el que le noml)raba (porque ya se ha dicho de la
21G DON QUIJOTE DE LA MANCHA
mala manera (juo Cardeijio estaba vestido); y así, le dijo: «¿Y quién
sois vos, hermano, que así sabéis el nombre de mi padre? Porque yo
hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de
mi desdicha no le lie nombrado.»
— Soy, respondió Cardenio, aquel sin ventura que, seí^ún vos, señora.,
habéis dicho, l^uscinda dijo que era su es})oso; soy el desdichado Cár-
denlo, á quien el mal término de aquel (pie á vos os ha puesto en el que
estáis, me ha traído á (pie me veáis cual me veis, roto, desnudo, falto
de todo humano consuelo, y lo que es peor de todo, falto de juicio,
pues no le tecgo sino cuando al Cielo se le antoja dármele por algún
breve espacio. Yo, Dorotea, soy el que me hallé present? á los desposo-
rios de don Fernando, y el que aguardó á oir el .sv' que de ser su espo-
sa ])ronunci(') Luscinda; yo soy el c[ue no tuvo ánimo para ver en qué pa-
raba su desmayo, ni lo que resultaba del i)apel (|ue le fué hallado en el
pecho; porcjue no tuvo el alma sufrimiento para ver tantas desventuras
juntas; y así, dejé la casa y la paciencia, y una carta que dejé á nii
huésped mío, á (|uien r(ígué que en manos de Luscinda la pusiese; y
vínenie á estas soledades con intención de acabar en ellas la vida, que
desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mía. Mas no ha ({ue-
rido la suerte quitármela, contentándose con ([uitarme el juicáo, (piizá
por guardarme ])ara la buena ventura (|ue he tenido en lia liaros; }»ues
siendo verdad, como creo (pie lo es, lo que aquí liabéis contado, aún
podría ser que ji entrambos nos tuviese el Cielo guardado mejor suceso
en nuestros desastres, que nosotros pensamos; porque, presupuesto que
Luscinda no pudo casarse con don Fernando por ser mía, ni don Fer-
nando con ella por ser vuestro, y haberlo ella tan maniñestamente dic-
clarado, bien i)odemos esperar que el Cielo nos restituya lo que es nues-
tro, pues está todavíaen ser, y no se ha enajenado ni deshecho. Y pues
este consuelo tenemos, nacido no de muy remota esperanza ni fundado»
en desvariadas imaginaciones, suplicóos, señora, que toméis otra reso-
lución en vuestros honrados pensamientos, pues yo la ])ienso tomar en^
los míos, acomodándoos á esperar mejor fortuna; ([ue yo os juro, pol-
la fe de caballero y de cristiano, de no desempararos hasta veros en po-
der de don Fernando, y que cuando con razones no le pudiere atraer
á que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me con-
cede el ser caballero, y poder con justo título desatialle en razón de la
sinraz(')n que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya vengait/.a
dejaré al Cielo, por acudir en la Tierra á los vuestros.
(^011 lo que Cárdenlo dijo se acabó de admirar Dorotea; y poi- no-
saber qué gracias volver á tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los
pies para besárselos; mas no lo consintió Cárdenlo; y el licenciado res-
pondií) por entrambos, y aprobó el buen discurso de (^ardenio, y sobre
todo les rogó, aconsejó y persuadió c{ue se fuesen ('on él á sú aldea,
donde se podrían reparar de las cosas que les faltaban, y (^ue allí se
daría orden cómo buscar á don Fernando, () como llevar á Dorotea á
sus padres, ó hacer lo (jue más les pareciese conveniente. C'ardenio y
Dorotea se lo agradecieron, y acetaron la merced qi:e se les ofrecía. El
I'AKTE I'IiJMERA. — CAPITULO XXIX
)arbero, ([uo á todo había estado suspenso y callado, hizo también su
)uena })latica, y se ofreci<') con no menos voluntad (|ue el (Aira á tcnio
i([uello (jue fuese bueno })ara servirles. ('ont('t asimismo con brevedad
a causa que allí los había traído, con la extrañe/a de la locura de Don
Quijote, y (tomo aguarda!) au á su eseudero. que había ido á busealle.
\'inosele á la memoria á Cardenio, como por sueños, la pendencia que
•on Don Quijote había tenido, y contola ;i los dem:is; mas no su]»o «U-
•ir por (pu' eausa fué su cuesti(ni.
En esto oyeron voces, y conocieron que el (pie las dal)a era Sandio
'anza, (^ue, i)or no haberlos hallado en el lujíar donde los dejó, los
laniaba á voces. Saliéronle al encuentro, y preguntándole por Don Qui-
ote, les dijo e()mo le había hallado desnudo, en camisa, fiaco, amarillo
■ muerto de luunbre, y suspirando por su señora Dulcinea; y rpie, puesto
[ue le había dicho <{ue ella le mandaba (pie saliese de aquel lugar y se
uese al del Toboso, donde le (quedaba esperando, había respondido
pie estaba determinado de no parecer ante su fermosura fastíi que
lobiese fecho fazañas (pie le ticiesen digno de su gracia; y (pie si aipie-
lo pasaba adelante, corría peligro de no venir a ser emperador como
•staba obligado, ni aun arzol)ispo, q\w era lo menos (¡ue podía sei"; por
so, (|ue mirasen lo (jue se había de hacer para sacarle de allí. El li-
euciado le respoiidic) que no tuviese pena; que ellos le sacarían de allí,
nal (]ue le pesase. Contí) luego á Cardenio y á Dorotea lo <pie tenían
>ensado para remedio de Don Quijote, á lo menos para llevarle ú su
■asa; á lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella menesterosa
oejor tme el barbero; y más, que tenía allí vestidos con ([\ie hacerlo al
latural, y que la dejasen el cargo de saber representar todo a<[uello
;ue fuese menester para llevar adelante? su intento, porque ella había
3Ído muchos libros de caballerías, y sai)ía bien el estilo ([ue tenían las
loncellas cuitadas, cuando pedían sus dones á los andantes caballeros.
Pues no es menester más, dijo el Cura, sino ()ue luego se ponga
»or obra; (|ue sin duda la buena suerte se muestra en favor nuestro,
ues tan sin pensarlo, á vosotros, señores, se os lia comenzado á abrir
■uerta i>ara vuestro remedio, y á nosotros se nos ha facilitado la (]uc
labiamos menester.^
Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla
ica, y una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un
ollar y otras joyas, c<3n que en un instante se adornó de manera, que
ma rica y gran señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que hal)ín
acado de su casa para lo que se ofreciese, y que hasta entonces do se
3 había ofrecido ocasión de habello menester. A todos contentó en ex-
remo su mucha gracia, donaire y hermosura, y confirmaron á don
'ernaiido por de poco conocimiento, pues tanta beUeza desechaba;
•ero el que más se admiró fué Sancho Panza, i^or i)arecerle (como era
sí verdad) (][ue en todos los días de su vida había visto tan hermosíi
riatura; y así, preguntó al ( "ura con grande ahinco le dijese quién
ra a(piella tan fermosa señora, y C|ué era lo (jue buscaba por aquellos
ndurriales.
218 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Esta lierniosa señora, respondió el Cura, Sancho hermano, es como
({uien no dice nada... es la heredera, por línea recta de varón, del gran
reino de Micomicón de Etiopía, la cual viene en husca de vuestro amo
a pedirle un don, el cual es el que le desfaga un tuerto ó agravio que un
mal gigante le tiene fecho; y á la fama que de buen caballero vuestro
amo tiene |»or todo lo descubierto, de (xuinea ha venido á buscarle esta
I)rincesa.
— ¡Dichosa buscada y dichoso hallazgo!, dijo á esta sazón Sancho
Panza; y más si mi amo es tan venturoso, que desfaga ese agravio y
enderece ese tuerto, matando á ese hideputa dése gigante que vuestra
merced dice; que sí matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma;
(|ue contra las fantasmas no tiene mi señor poder alguno. Pero una cosa,
quiero suplicar á vuestra merced entre otras, señor licenciado, y es,
([ue porque á mi amo no le tome gana de ser arzobispo, que es lo que
yo temo, que vuestra merced le aconseje que se case luego con esta
princesa, y así quedará imposibilitado de recebir Ordenes arzobisj>ales.
y vendrá con facilidad á su imperio, y yo al fin de mis deseos; que yo
he mirado bien en ello, y hallo por mi cuenta que no me está bien que
mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para la Iglesia, pues soy
casado; y andarme ahora á traer dispensaciones i)ara poder tener ren-
ta por hi Iglesia, teniendo (como tengo) mujer y hijos, sería nunca aca-
bar; así es que, señor, todo el toque está en que mi amo se case luegO'
con esta señora, que hasta aliora no sé su gracia, y así no la llamo }>oi
su nombre.
— íjlámase, respondió el Cura, la })rincesa Micomicona, ])orque. lia
mandóse su reino ^^licomicón, claro está que ella se ha de llamar así.
— No liay duda en eso, resj)ondió Sancho; (jue yo he visto á muchof-
tomar el apellido y alcui;nia del lugar donde nacieron, llamándose Pe
dro de Alcalá, Juan de Ubeda y Diego de Valladolid; y esto mesmt'j
se debe de usar allá en (ruinea; tomar las reinas los nombres de sut^
reinos. \
—Asi debe de ser, dijo el Cura; y en lo del casarse vuestro amo, y»
haré en ello todos mis poderíos; con lo que quedó tan contení»
Sancho, (;uanto el cura admirado de su simplicidad, y de ver cuan en
cajados tenía en la fantasía los mismos disparates que su amo, ime^
sin duda alguna se daba á entender que había de venir á ser empe
rador.
Ya en esto se había puesto Dorotea sobre la muía del Cura, y e f
barbero se había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y di
jeron á Sancho que los guiase adonde Don Quijote estaba; al cual advir
tieron que no dijese que conocía al licenciado ni al barbero; porqu(
en no conocerlos consistía todo el toque de venir á ser emperador si
amo; jmesto cpie ni el Cura ni Cárdenlo quisieron ir con ellos: ('arde
nio, {)orque no se le acordase á Don Quijote la j tendencia que con é
había tenido; y el Cura, ])orque no era menester ])or entonces su pre
sencia; y así, los dejaron ir delante, y ellos los fueron siguiendo á })i(
poco á poco. No dejó de avisar el Cura lo que había de hacer Dorotea
l'AUTE l'UIJIEKA. CAPÍTULO XXIX 21í>
ú lo (juc ella (lijo (lue descuidasen, ((lu- todo se haría, sin faltar jiunio.
|»"omo lo pedían y pintaban los libros dv caballerías.
i Tres cuartos de le^ua lial)rían andado, cuando descubrieron a l)on
r Quijote entre unas intricadas peñas, ya vestido aunque no armado; y
iisí como Dorotea le vio, y fué informada.de Sandio que aquel era I>oii
Quijote, dio del azote á su palafrén, siguiéndole el l)ien barbado bar
)ero; y en llegando junto á él, el escudero se arrojó de la muía y fué a
omar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvol-
ura, se fué á liincaí' de rodillas ante las de Don Quijote: y aunque él
Hignaba por levantaila, ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa: Jv
iquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la
'uestia bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundara en
lonra y prez de vuestra per.^ona, y en i)rf» de la más desconsolada y
iigraviada doncella (¡ue el Sol ha visto; y si es que el valor de vuestio
uerte brazo corres})onde á la voz de vuestra inmortal fama, obligado
ístáis á favorecer á la sin ventura, que de tan lueñes tierras viene al
•lor de vuestro famoso nombre, bnscandoos para remedio de sus des-
lichas.
— No os resi)ondere palabra, fermosa señora. resi»ondi(') Don Quijote,
li oiré más cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.
-No me levantaré, señor, respondió la afligida doncella, si primero
>oi' la vuestra cortesía no me es otorgado el don (¡ue i)ido.
— Yo vos le otorgo y concedo, respondic» Don < Quijote, <,-(tmo n^ -t-
laya de cumplir en daño ó mengua de mi rey, de mi ))atria. y de aipie-
ila que de mi corazón y libertad tiene la llave.
— No será en daño ni en mengua de los que decís, mi buen señor.
e])licó la <lolorosa doncella.
Y estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor, y nniy
>asito le dijo: Bien ])uede vuestra mei'ced, señor, concederle el don «pie
lide; que no es cosa de nada; sólo es matar un gigantazo; y ('sta que lo
•ide es la alta i)rincesa Micomicona, reina del gran reino Micomicon.
e Etiopía.
— Sea ([uien fuere, respondió Don (Quijote, que yo haré lo (pie >oy
bligadoy lo que me dicta mi eoEciencia, conforme á lo (jue ])r(»fesado
?ngo; y volviéndose á la doncella, dijo: La vuestra gran rcnoi.<nr;i <»•
3vante; que yo le otorgo el don qtie pedirme (quisiere.
— Pues el que pido es, dijo la doncella, que la vuestra niagiiamuia
•ersona se venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa
ue no se ha de entremeter en otra aventura ni demanda alguna, hasta
arme venganza de un traidor <|ue contra todo derecho divino v limn;;
o. me tiene usurpado mi reino.
— Digo que así lo otorgo, respondió Don Quijote; y asi podei-, ^eno-
i, desde hoy más desechar la malenconía ([ue os fatiga, y hacer (pie
)bre nuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada esi)eranza; c\ue, con el
vuda de Dios y la de mi brazo, vos os veréis presto restituida en vues-
•0 reino, y sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado. íi
esar y á despecho de los follones que contradecirlo quisieren: y ma-
' ^
De ¡iqní no me Ifvíiiitarc ;oU valeroso y esforzado caballero!, fasta qm- la vuestra bondad
y ciivti-HÍH me otorgue llii (Ion...
PARTE PRIMEKA. — CAPÍTULO XXIX 221
nos a la labor; (lue en la tardanza, dicen (jue suele estar el peligro.
íja menesterosa doncella i)ni!;nó con nuu-lia porfía por besarle las
manos; mas Don (Quijote, (pie en todo era comedido y cortés caballero,
jamás lo consinti<3; antes la Inzo levantar, y la abrazó con mucha cor-
tesía y comedimiento, y mandó á Sancho (pie requiriese las cinchas á
Rocinante y le armase luego al punto. Sancho descolgó las armas, que,
•orno trofeo, de un árbol estaban pendientes, y roq«ii"iendo las cinchas,
en mi j)unto arm(') á su señor, el cual, vii-ndose armado, dijo: ^ Vamos
le aípii, en el nombre de Dios, á favorecer esta gran señora.»
listábase el barbero aún de rodillas, teniendo gran cuenta de disinui-
!ar la risa, y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá que-
laran todos sin consegmr su buena intención; y viendo que ya el don
'staba concedido, y con la diligencia ([ue Don (Quijote se alistaba para
r á cum])lirle, se levant(') y tomó de la otra mano "á su señora, y enti-e
os dos la subieron en la nuda; luego subió Don Quijote sobre líocinan-
e, y el barbero se acomodó en su cabalgadura, (¡uedándose Sancho á
)ie. d(mde de nuevo se le represent») la ])érdida del Rucio, con la falta
|ue entonces le hacía; mas todo lo lleva))a con gusto, i)or ])arecerle <{ue
a su señf)r estaba puesto en caniino y muy á pique de ser em{)erador;
)orque sin duda alguna pensaba que se liabía de casar con a([uella
•rincesa, y ser por lo menos rey de Micomicón; sólo le daba pesadum-
>re el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la gente
pie por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros, á lo cual
lallí) luego en su imaginación un buen remedio, y díjose á sí mismo:
¿Qué se me da á mí (pie mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que
argar con ellos y traerlos á España, donde los podré vei\der, y adonde
ne los pagarán de contado, de cuyo dinero [)odré com})rar algún título
algún oticio. con ([ue vivir descansado todos los días de mi vidaV No,
iuo dormios, y no tengáis ingenio y habihdad para dis])oner de las
osis, y para vender tres, seis ó diez mil vasallos en dácame esas
•ajas: ])or Dios, que los he de volar chico con grande, ó como ])udiere.
(pie por negros que sean los he de volver blancos ó amarillos: llegaos;
ue me mamo el dedo.»
('i)n esto andaba tan solícito y tan contento, que se le olvidaba la
esadumbre de caminar á pie.
Todo esto miraban de entre unas breñas ( 'ardenio y el ( 'ura, y no
ii>ían qué hacerse para juntarse con ellos; pero el Cura, que era gran
acista, imaginó luego lo (jue harían para conseguir lo que deseaban,
fué, que con unas tijeras, que traía en un estudie, <|uitó con mucha
resteza la barba á (ardenio, y visti(ile un capotillo pardo que él traía,
dióle un herreruelo negro, y él se quedó en calzas y en jub(>n; y
Liedó tan otro de 1') que antes parecía Cárdenlo, que él mismo no se
)nociera, aunque á vm espejo se mirara.
Hecho esto, puesto ya que los otros habían })asado adelante en
uto que ellos se disfrazaron con facilidad, salieron al camino real
ites que ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares
> concedían que anduviesen tanto los de á caballo como los de á pie.
222 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Eü efeto, ellos se pusieron en el llano ;i la salida de la Sierra; y a-i
como salií) della Don Quijote y sus eaniaradas, el ("ura se le puso a
mirar muy de espacio, dando señales de ({ue le iba reconociendo; y al
cabo de ha) )erle una buena pieza estado mirando, se fué á él, abiertos
los brazos y diciendo á voces: «Para bien sea bailado el espejo de la ca
ballería, el mi buen compatriota Don Quijote de la Mancha, la tlor y la
nata de la jíentileza,'el amparo y remedio de los menesterosos, la (juinía
esencia de los caballeros andantes.»
Y diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la pierna izfjuierda
á Don Quijote, el cual, espantado de lo que veía y oía decir y hacer ;i
aquel hombre, se le puso á mirar con atención, y al lin le conoció, y
quedó como espantado de verle, y hizo grande fuerza i)or apearse; mas
el C'Ura no lo cimsintic), por lo cual Don Quijote decía: Déjeme vuestra
merced, señor licenciado; tpie no es razón que yo esté á caballo, y una
tan reverenda persona como vuestra merced esté á pie.>^
—Eso no consentiré yo en ningún modo, dijo el Cura; estése la vucs
tra .grandeza á caballo, i)ues estando á cal)allo acaba las mayores faza-
ñas y aventuras que en nuestra edad se han visto; ([ue á mí (aunque
indigno, sacerdote) bastaráme subir en las ancas de una destas nmla-
destos señores que con vuestra merced caminan, si no lo han })or enojo;
y aun haré cuenta que voy caballero sobre el caballo Pegaso, ó sobre la
cebra (') alfana en que cabalgaba aquel famoso moro Muzaraciue. ([ue-
aun hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, <jue dista
})oco de la Gran ('onq)luto.
— Aún no sabía yo tanto, mi señor licenciado, respondió Don Quijo-
te; y yo sé ([ue mi señora la Princesa será servida, por mi amor, de man-
dar á su escudero dé a vuestra merced la silla de su nuda; (jue él jiodvii
acomodarse en las ancas, si es que ella las sufre.
— Sí sufre, á lo ([ue yo creo, resi)ondió la Princesa; y taml)ién sé (|uc
no será menester mandárselo al señor jni escudero; <iue él es tan corte-
y tan cristiano, que no consentini (|ue una ]>ersona eclesiástica vaya a
pie jtudiendo ir a calndlo.
— Así es. res})ondió el l)arbero; y ai)eándose en un ])unto. convido al
('ura con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho de rogar; y fué el mal
que al subir á las ancas el barbero, la nmla, (|ue en efeto era de al(|n'
1er (([ue para decir que era mala esto basta), alzó un poco los cuart'
traseros, y dio dos coces en el aire, (jue, á darlas en el i>echo de maoc
Nicolás ó en la cabeza, él diera al diablo la venida por Don (¿uijote.
Con todo eso, le sobresalta i-on de manera, ([ue cayó en el suelo, con tan
l)oco cuidado de las l^arbas, ([ue se le cayeron; y como se vio sin ellas,
no tuvo otro remedio sino acudir á cubrirse el rostro con ambas manos,
y á (juejarse que le habían derribado las nnielas.
Don Quijote, como vio todo a([uel mazo de barbas, sin (juijadas y
sin sangre, lejos del rostro del escudei'o caído, dijo: ¡Mve Dios, <iuc
es gran milagro este! Las barbas le ha den-ibado y arrancado del rostro
como si las (juitaran á j^osta.»
VA Cura, (pie vi<') el ijelignj que corría su iiivcníáón de ser descu
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXIX 223
bieita. acudió lueno á las barbas, y fuese con ellas donde yacía maese
Nicolás, dando aún voces todavía; y de un .u;ol|)e, lleiísudole la cabeza
á su jiecbo, se las jniso, murmurando sobre él unas palabras, que dijo
que era cierto ensalmo apropiado j>ara })e,<íar barbas, como lo verían;
y cuando se las tuvo })uestas, se ai>artó, y quedó el escudero tan bien
barloado y tan sano como de antes; de que se admiró Don Quijote so-
bremanera, y rogí) al Cura que, cuando tuviese lu.üar, le enseñase aquel
ensalmo; que él entendía que su virtud á más que petíar barbas se de-
bía de extender; pue- estaba claro que, de donde las barbas se quita-
sen, babía de quedar la carne llauada y maltreclia. y que })ues todo
esto sanaba, á más que barbas aprovecbaba.
cAsí es, dijo el Cura ; y })rometió de enseñársele en la primera
ocasión. C-oncertáronse (jue f)or enttmces subiese el Cura, y á treclios
se fuesen los tres nnidando lia-^ta <|uc licuasen á la venta, que estaría
basta seis lejíuas de allí.
Puestos los tres á caballo, es á saber, Don Quijote, la Princesa y el
Cura; y los tres á ]»ie. Cárdenlo, el barbero y Sanclio Panza, Don Qui-
jote dijo á la doncella: v \'uestra lírandeza, señora mía, guíe por donde
más gusto le diere.
Y antes (jue ella respondiese dijo el licenciado: «¿Hacia qué reino
quiere guiar la vuestra señoría? ¿Es por ventura hacia el de Micomi-
<-«'»nV Que sí debe de ser, ó yo sé j>oco de reinos.»
Klla, que estaba bien en todo, entendió que había de responder que
si; y así dijo: «Sí, señor; hacia esc reino es mi camino. •
— Si así es, dijo el Cura, ])or la mitad de mi i)ueblo hemos de pasar,
y de allí tomará vuestra merced la derrota de (.'artagena, donde se po-
dr;i embarcaí- con la buena ventura; y si hay viento próspero, mar tran-
quilo y sin borrasca, en poco menos de nueve años se podrá estar á
vista de la gran laguna Meona. digo Meótides, que está poco más de
cien jornadas mas acá del leino de vuestra grandeza.
— Vuestra merced está engañado, señor mío, dijo ella; i>orque no ha
dos años que yo ])artí del, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y
con todo eso, he llegado á ver lo que tanto deseaba, que es al señor
Don (¿uijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron á mis oídos así couk»
l)use los pies en España, y ellas me movieron á buscarle [)ai-a encomen-
ilarme en su cortesía, y fiar mi justicia del valor de su invencible brazo.
— ¡No más; cesen mis alabanzas, dijo á esta sazgn Don Quijote, poi-
que soy eneiíiigo de todo género de adulación; y aunque ésta no lo
sea, todavía ofende mis castas orejas semejantes pláticas! Lo que yo sé
decir, señora mía, que ora tenga valor o no. el que tuviere ó no tuviere
se ha de em])lear en vuestro servicio hasta jterder la vida; y así. dejando
esto i>ara su tiempo, ruego al señor licenciado me diga ([ué es la
!'ausa que le ha traído por estas partes tan solo, tan sin criados y tan á
la ligera, que me pone espanto.
— A eso yo responderé con brevedad, respondió el Cura; ])or(iuc
-abrá vuestra merced, señor Don (Quijote, que yo y maese Nicolás,
üue.stro amigo y nuestro barl)er<». iliamos á Sevilla á cobrar ciertos dinc-
B. P.— XX k;
224 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
ros que un pariente mío, que ha muchos años que paso a Indias, nu
había enviado, v no tan pocos que no pasen de sesenta mil pesos ensa
vados que es otro que tal; v pasando ayer por estos lugares, nos salie-
ron al encuentro cuatro salteadores, y nos quitaron hasta las barbas, \
de modo nos las quitaron, que le convino al barbero ponérselas postizas.
V aun á este mancebo que aquí va (señalando á C'ardenio) le pusieran
como de nuevo. Y es lo bueno que es pública fama por todos est.j>
contornos que los que nos saltearon son de unos galeotes que dicen
que libertó casi en este mesmo sitio un hombre tan valiente que, ¡i
,,esar del Comisario v de las guardas, los soltó á todos; y sm duda algu
na él debía de estar fuera de juicio, ó debe de ser tan grande beüa.o
como ellos ó algún hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar
•d lobo entre las ovejas, á la raposa entre las gallinas, al oso entre la
miel- quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues
fué contra sus justos mandamientos; quiso, digo, quitar a las galera^
sus pies poner' en alboroto la Santa Hermandad, que había much(-
años que reposaba, quiso finalmente, hacer un hecho p()r donde sr
nierda su alma, v no se gane su cuerpo.. Habíales contiido Sancho al
Cura V al barbero la aventura de los galeotes, que acabo su amo con
tanta gloria suva, v por esto cargaba la mano el ('ura refiriéndola por
ver lo que hac-ía ó decía Don Quijote, al cual se le mudaba la color a
cada palabra v no osaba decir que él había sido el libertador de aquella
buena gente. '«Estos, pues, dijo el Cura, fueron los que nos robaron:
que Dios, por su misericordia, se lo perdone al que no los de^o^üevar
al dc1)ido suplicio.»
■;; ■ -*...
i;
.-Mr-
CAIMTULCJ XXX ■:
Que trata de la discreción de (a hermosa Dorotea, con otras cosa? de mucl o
gusto y pasatiempo.
o hubo bien acabado el Cura, cuando Sancho dijo: «Pues, raía fe,
señor Hcenciado, el que hizo esa fazaña fué mi amo; y no por'
que yo no le dije antes y le avisé que mirase lo que hacía, y'
(lue era pecado darles hbertad, porque todos iban allí por gran-
dísimos bellacos.»
i — ¡Majadero!, dijo á esta sazón Don Quijote. Á los caballeros andantes
no les toca ni atañe averiguar si Jos afligidos, encadenados y opresos
hjue encuentran por los caminos van de aquella manera ó están en
I iquella angustia por sus culpas ó por sus desgracias:, sólo les toca ayu-'
iarles como á menesterosos, poniendo los ojos en sus penas, y no en
lus bellaquerías. Yo topé un rosario y sarta de. gente mohína y desdi-
•hada, y hice con ellos lo que mi religión me pide^ y lo demás allá se'
.venga; y á quien mal le ha parecido, salvo la' santa dignidad del señor
icenciado y su honrada persona, digo que sabe poco de achaque de
aballería, y que miente como un hideputa y mal nacido, y esto le haré
onocer con mi espada donde más largamente se contiene»; y esto dijo
firmándose en los estribos y calándose el morrión; porque la bacía de '
•arbero, que á su cuenta era el yelmo de Mambrino^ llevaba colgada
el arzón delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron
3s galeotes.
Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como quien ya sabía.
1 menguado humor de Don Quijote, y que todos hacían burla del,
226 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
eiilio Sancho Panza, no quiso ser para menos; y viéndole tan enojado,
la.dijo: «Señor caballero, miémbresele á la vuestra merced el don que
mk tiene prometido, y que conforme á él, no puede entremeterse en
otya aventura, por urgente que sea. Sosiegue vuestra merced el pecho;
que si el señor licenciado supiera que por ese invicto brazo habían sido
librados los galeotes, él se diera tres puntos en la boca, j aun se mordie-
ra tres veces la lengua antes que haber dicho palabra «jue en despecho
de vuestra merced redundara. >
-Eso juro 3^0 bien, dijo el (yura, v aun me liubiera quitado un
te.
— Yo callaré, señora mía, dijo Don Quijote, y reprimiré la justa co
lera que ya en mi pecho se había levantado, é iré quieto y pacífico hasta
tanto que os cumpla el don prometido; pero en pago deste buen deseo,
os suplico me digáis, si no se os hace de mal, cuál es la vuestra cuita,
y cuántas, quiénes y cuáles son las personas de ([uien os tengo de dar
debida, satisfactoria y entera venganza.
— Eso haré yo de gana, respondió Dorotea, si es quo no os enfada (ir
lástimas y desgracias.
— ;No enfadará, señora mía, respondió Don Quijote.
A lo que respondió Dorotea: «Pues así es, esténme vuestras merce-
des, atentos. »
No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y el barbero se le pusie-
ron al lado, deseosos de ver cómo fingía su historíala discreta Dorotea;
y lo mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo; y
ella, después de haberse puesto bien en la silla, y previniéndose con toser
y hacer otros ademanes, con mucho donaire comenzó á decir desta ma-
nera: < Primeramente quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos.
que á mí me llaman...»
Y detúvose aquí un poco, porque se le olvidó el nombre que el
Cura le había puesto; pero él acudió al remedio, porque entendió en lo
que reparaba, y dijo: «No es maravilla, señora mía, que la vuestra
grandeza se turbe y empache contando vuestras desventuras; que ellas
suelen ser tales, que muchas veces quitan la memoria á los que mal-
tratan, de tal manera, que aun de sus mesmos nombres no se les acuer-
da, como han hecho con vuestr.i gran señoría, que se ha olvidado que
se llama la Princesa Micomicona, legítima heredera del gran reino
Micomicón; y con este apuntamiento puede la vuestra grandeza redu-
cir ahora fácilmente á su lastimada memoria todo a(juello ({ue contar
quisiere. -
—Así es la verdad, respondió la doncella; y desde aquí adelante creo
que nf) será menester apuntarme nada, que yo saldré á buen })uerto
con mi verdadera historia; la cual es, que el Rey mi padre, (|ue sé
llamaba Tinaei'io .el Sabidor, fué muy docto en esto que llaman el arte
mágica, y alcanzó por su ciencia que mi inadre, que se llamaba la Reina
Jaramilla, liabía de inorir primero (jue él, y que allí á poco tiempo
él también había de [)asar desta vida, y yo había de quedar huérfana
dé padre y madre: pero decía él que no- le fatigaba tanto esto cuanto
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXX 227
le ponía cmi coiit'iisiíjn sabor por cosa muy cierta que un dcsconiuna?
iliiíante, señor do una jurando ínsula que casi alinda con nuestro reimo,
llamado Pandatilando de la Fosca Vista..., porque es cosa averiguada
que, auntiue tiene los ojos en su lugar y derechos, siem])re mira ai
revés, como si fuese bizco, y esto lo hace él de maligno y jxtr poneF
miedo y espanto á los (pie mira... Digo (pie supo que este gigante, ei»
salñendo mi orfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi reino,
y me lo había de quitar todo, sin dejanue una pequeña aldea donde
me recogiese; pero que ])odía excusar toda esta ruina y desgracia si yo
me quisiese casar con él; mas, u lo (pie él entendía, jamás j)onsaba (pie
me vendría Ji nn' en voluntad de hacer tan desigual casamiento; y dijo
en esto la pura verdad, por([ue jamás me ha pasado por el pensamiento
casarme con atjuel gigante, pero ni con otro alguno, por grande y
desaforado (pie fuese. Dijo tanü)ién mi pacho (pie fles})ués que él fuese
muerto y viese yo que Pandatilando comenzaba á {¡asar sobre mi
reino, (|U0 no aguardase á ponerme im defensa, ponpie sería destruirme,
sino que libremente le dejase desembarazado el reino, si ((uería excu-
sar la muerte y total destruición de mis buenos y leales vasallos, por-
(pie no había de ser posible defenderme do la endiablada fuerza del
gigante; sino que luego, con alguno de los míos, me pusiese en camiiio
do las Españas, donde hallaría el remedio de mis males hallando á un
caballero andante cuya fama en este tiempo se extendería por todo
este reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote
(') don Jigote.
— Don Quijote diría, .señora, dijo á esta sawin Sancho Panza, ó por
otro nombro, el ' 'aballero do la Triste Figura.
— Así es la verdad, dijo Dorotea. Dijo más: que había de ser alto
de cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro
izquierdo, ó por allí junto, liabía de tener un lunar pardo con ciertos
cabellos á manera de cerdas.
En oyendo esto Don Quijote, dijo á su escudero: «Ten a<|uí, Sandio,
hijo, ayúdame á desnudar; que quiero ver si soy el caballero que aquel
sabio Rey dejó profetizado.»
— Pues r.para qué quiere vuestra merced desnudai-se?, dijo Dorotea.
— Para ver si tengo ese hmar, (|ue vuestro padre dijo, respondió Don
< ¿uijote.
-No hay para (|ué desnudarse, dijo Sancho; que yo sé que tiene
vuestra merced un lunar desas señas en la mitad del espinazo, que es
señal de hombre fuerte.
— Eso basta, dijo Dorotea, porque con los amigos no se ha de mlrívr
en pocas cosas; y que esté debajo del hombro ó que esté en el e.spinazo
importa poco; basta <|ue haya lunar, y esté donde estuviere, pues
todo es una mesma carne; y sin duda acertó mi buen padre en todo, v
yo he acertado en encomendarme al señor Don Quijote; que él es por
quien mi i)adre lo dijo; pues las señales del rostro vienen con las de
la buena fama que este caballero tiene, no sólo en España, pero en
toda la Mancha; pues apenas me hube desembarcado en Osuna, cuando
^28 ■ DON QUIJOTE DE LA MANCHA
OÍ decir tantas hazañas suyas, que luego me dio el alma que era el mes-
nao que venía á buscar.
— Pues ¿cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora mía.
i[)reountó Don Quijote, si no es puerto de mar?
Mas antes que Dorotea respondiese, tomó el Cura la mano y dijo;
— Debe de querer decir la señora Princesa, que después que desem-
barcó en Málaga, la prirnera parte donde oyó ntievas de vuestra merced
tué en Osuna.
— Eso quise decir, dijo Dorotea.
-—Y esto lleva camino, dijo el Cura; y prosiga V. M. adelante.
- — No hay que proseguir, respondió Dorotea; sino que ñnalmente mi
suerte ha sido tan. buena en hallar al señor Don Quijote, que ya me
cuento y tengo por reina y señora de todo mi reino; pues él, por su
cortesía y magnificencia, me ha prometido el don de irse conmigo donde
quiera que yo le llevare, que no será á otra parte que á ponerle delant»
de Paudafilando de la Fosca Vista, para que le mate, y me restituya lo
que tan contra razón me tiene usurpado; que todo esto ha de suceder á
pedir de boca, púe^ así lo dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi buen
padre, el cual también dejó dicho y escrito en letras caldeas ó griegas
(que yo no las sé leer) que si este caballero de la profecía, después de
h^iber degollado al gigante, quisiese casarse conmigo, cjue yo me otoi
^ase. luego sin réplica alguna por su legítima esposa, y le diese la pose-
éión de mi reino, junto con la de mi persona.
— ¿Qué te parece^ Sancho amigo?, dijo á este punto Don Quijote. ¿Ko
oyes lo que pasa? ¿Ño' te lo dije yo? ¡Mira si tenemos ya reino que mau-
d/ir, y reina con quien casar!
■ T-Eso juro yo,' dijo 'Sancho: ¡para el puto que no se casare, en abrien-
do, el gaznatico al señor, Pandahilado! Pues ¡monta, que es mala la rei
ha! ¡Así se me vuelvan las pulgas de la cama! Y diciendo esto dio do-
zapatetas en el aire con, muestras de grandísimo contento; luego fué a
tomar las riendas de'la hiula de Dorotea, y haciéndola detener, se hiii
có: de rodillas ante 'ella;' suplicándole le diese los manos para besársela^
en señal que la recibía ])or su reina y señora.
, ¿Quién no había de reir, de los circunstantes, viendo la locura del
amo y la simplicidad del criado? En efeto, Dorotea se las dio, y le pro
metió de hacerle gran señor en su reino cuando el Cielo le hiciese tanto
bien que se lo dejf^se, cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tak-
palabras, que renbvÓ la risa en todos. «Esta, señores, prosiguió Doro
tea, es mi historia: sólo resta por deciros que, de cuanta gente de acom-
{)añamiento saqué de mi reino, no me ha quedado sino sólo este bien
barbado escudero; porque todos se anegaron en una gran borrasca que
tuvimos á vista del puerto, y él y yo salimos en dos tablas á tierra,
como por milagro; y así es todo milagro y misterio el discurso de mi
vida, como lo habéis notado; y si en alguna cosa he andado demasiada ó
rio tan la'certada como debiera, echad la culpa á lo que el señor licen-
'cjado dijo al principio' de mi cuento: que los trabajos continuos y ex
traordinarios quitan'la inemoria al que los padece.»
partí: primeka. — capitulo xxx
22{)
—Esa no me quitarán á mí, ¡oh alta y valerosa señora!, dijo Don
(¿uijote. cuantos yo pasare en serviros, por s^randes y no vistos que
sean; y así. de nuevo confirmo el don que os he prometido, y juro de ir
con vos al cabo del mundo, hasta verme con el ñero enemigo vuestro,
ií ([uien pienso, con el ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza so-
berl)ia con los tilos dcsta, no quiero decir Iniena espada; y des})ués de
habérsela tajado, y i)uéstoosen ])acítíca posesión de vuestro Estado, que-
dará á vuestra voluntad liacer de^'uestra persona lo que más en talan-
Se hi7ic<5 de riKlillas ante ella, suplicándole le diese las manos para besárselas, on seflal
que la recibía por su reina y su señora.
te OS vuiiere; })or([ue mientras que yo tuviere ocupada la memoria, per-
dido el entendimiento y cautiva la voluntad por aquella..., y no digo
más..., no es po.'íible que yo arrostre ni por pienso el casarme, aunque
fuese con el ave Fénix.
Parecióle tan mal á Sancho lo que últimamente su amo dijo acerca
de no querer casarse, que con grande enojo, alzando la voz, dijo: «¡Voto
á^mí. y juro á mí, que no tiene vuestra merced, señor Don Quijote, ca-
bal juicio! Pues ¿cómo es posible (jue pone vuestra merced en duda el
casarse con tan alta princesa como aquesta? ¿Piensa que le ha de ofre-
cer la fortuna iras cada cantillo semejante ventura como la que ahora
se le ofreceV ¿Es por dicha más liermosa mi señora DulcineaV No por
cierto, ni aun con la mitad; y aun estoy por decir que no llega á su za-
pato de la que está delante. ¡Así, noramala alcanzaré yo el condado que
espero si vuestra merced se anda á pedir cotufas en el golfo! ¡Cásese,
cásese luego, encomiéndole yo á Satanás, y tome ese reino que se le vi©-
230 DON QUIJOTE VE LA MANCHA
lie alas nuiíios fie rohis, rohis. y en siendo rey, hágame mar(|ués ó adc
lantado, y luego siquiera se lo lleve el Diablo todo!»
Don Quijote, ({ue tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulci-
nea, no lo pudo sufrir; y alzando el lanzón, sin hablalle palabra á San
cho y sin decirle esta boca es mía. le dio tales dos palos, que dio con ('1
en tierra; y si no fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera
más, sin dúdale quitara allí la vida.
— ¿Pensáis, le dijo á cabo de rato, villano ruin, que ha de haber lu
gar siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo ha
de ser errar vos y perdonaros yoV ¡Pues no lo penséis, bellaco descomul-
gado; que sin duda lo estás, pues has [mesto lengua en la sin par Dul-
cinea! ¿Y no sal)éis vos, gañán, faquín, belitre, (jue si no fuese por el
valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar
una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina: ¿quién pensáis que
ha ganado este reino y cortado la cabeza á este gigante y héchoos á vos
manjués ((jue todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en C(jsa
juzgada), si no es el valor de Dulcinea, tomando á mi brazo por instru-
mento de sus hazañas? Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y
respiro en ella, y telngo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y cómo soi-^
desagradecido, que os veis levantado del polvo de la tierra á ser señor
de título, y correspondéis á tan buena obra con decir mal de quien os
la hizo! »
No estaba tan maltrecho Sancho, que no oyese todo cuanto su amo
le decía; y levantándose con un poco de presteza, se fué á poner detrás
del palafrén de Dorotea, y desde allí dijo á su amo: «Dígame, señor, si
vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta gran princc
sa, claro está que no será el reino suyo; y no siéndolo, ¿qué mercedes
me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo. Cásese vuestra merced
una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquí como llovida del
Cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea; que reyes debe
de haber habido en el mundo que hayan sido amancebados. En lo de
la hermosura no me entremeto; que en verdad, si vp, á decirla, que
entrambas me })arecen bien, puesto que yo nunca he visto á la señora
Dulcinea.
— ¿Cómo que no la has visto, traidor blasfemo?, dijo Don Quijote;
¿pues no acabas de traerme ahora un recado de su parte?
— Digo que no la he visto tan despacio, dijo Sancho, que pueda ha-
ber notado particularmente su hermosura y sus buenas partes punto
por punto; pero así á bulto, me parece bien.
— Ahora te disculpo, dijo Don Quijote; y perdóname el enojo que te
he dado, que los primeros movimientos no son en manos de los hom-
bres.
— ¡Ya yo lo veo!, respondió Sancho. Y así, en mí la gana de hablar
siempre es primero movimiento, y no puedo dejar de decir, por una vez
siquiera, lo que me viene á la lengua.
. — Con todo eso, dijo Don Quijote, mira, Sancho, lo que hablas, por-
que tantas veces va el cantsrillo á la fuente..., y no te digo más.
PAKTE PRIMERA. — CAPITULO XXX 281
Ahora bien, respondió Sancho; Dios esta en el Cielo, cjue ve las
trampas, y será juez de (juién hace más mal. yo en no hablar bien, ó
vuestra merced en ol)rallo.
¡No haya más!, dijo Dorotea. Corred, Sancho, y besad la mano á
\ iK'stro señor, y pedilde perdón, y de aquí adelante andad más atenta-
do en vuestras alabanzas y vituperios; y no dipiis mal de aquesa seño-
ra Tobosa, á (juien yo no conozco, si no es para servilla, y tened con-
lifmza en Dios, (pie no os ha de faltar un Estado donde viváis como un
príncipe.
Fué Sancho cabizbajo, y })idi(') la mano á su s^íñor, y él se la dio con
reposado continente; y después (jue se la hubo besado, le echó la ben-
dición, y dijo á Sancho que se adelantase un |)oco. (pie tenía (pie pre
líuntalle y ([ue departir con él cosas de mucha importancia.
IIízolo así Sancho, y apartáronse los dos aljío adelante, y díjole Don
í^iijote: Desjaiés (|ue vini.ste, ik» he tenido lugar ni espacio para pre-
iíuiitarte muchas cosas de particularidad acerca de la embajada (pie lle-
vaste y de la respuesta (pie trujiste; y ahora, j»ues la fortuna nos ha
conce(Íido tienqn» y luííar, no me nieirues tú la ventura (|ue })uedes dar-
me con tan l>uenas nuevas. >
— Pregunte vuestra merced lo (jue (juisiere, respondió Sancho, que
á todo daré tan buena sahda como tuve la entrada; pero suplico á vues-
tra merced, señor mío, (pie no sea de acjuí adelante tan vengativo.
— ¿lV)r qué lo dices, Sancho?, dijo Don (Quijote.
— Dígolo, respondi('), porque estos palos de agora, más fueron por la
pendencia (pie entre los dos trabó el Diablo la otra noche que por lo
(jue dije contra mi señora Dulcinea, á (juien amo y reverencio como á
una reliquia, aunque en ella no la haya, S(')lo por ser cosa de vuestra
merced.
— ¡No tornes á esas pláticas, Sancho, por tu vida, dijo Don Quijote;
que me dan pesadumbre! Ya te perdoné entonces, y bien sabes tú que
suele decirse: A pecado nuevo, penitencia nueva.
Mientras esto pasaba vieron venir por el camino donde ellos iban
á un hombre caballero sobre un jumento; y cuando llegó cerca, les pa-
reció que era un gitano; i)ero Sancho lianza, que doquiera (pie vía
asnos se le iban los ojos y el alma, apenas hubo visto al hombre, cuan-
do conoció que era Ginés <ie Pasamonte; y por el hilo del gitano, sacó
el ovillo de su asno, como era la verdad, pues era el Rucio sobre que
Pasamonte venía; el cual, })or no ser conocido y por vender el asno, se
había puesto en traje de gitano, cuya lengua y otras muchas sabía muy
bien hablar, como si fueran naturales suyas.
Viole Sancho y conociííle; y apenas le hubo visto y conocido, cuan-
do á grandes voces le dijo: «¡Ah, ladrón Ginesillo; deja mi prenda,
suelta mi vida, no te ensanches con mi descanso! ¡Deja mi asno, deja
mi regalo; huye, puto; auséntate, ladrón, y desampara lo que no es
tuyo! ;>
No fueran menester tantas palabras ni baldones, porque á la [»rimera
saltó Ginés; y tomando un trote que parecía carrera, en un punto se
232
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
ausentó y alejó de todos. Sancho llegó á su Rucio, y abrazándole, le
dijo: «¿Cómo lias estado, bien mío. Rucio de mis ojos, compañero mío?»
Y con esto le besaba y acariciaba como si fuera persona; el asno callaba
y se dejaba besar y acariciar de Sancho, sin responder palabra alguna.
Llegaron todos, y diéronle el paral)ién del hallazgo del Rucio, especial-
mente Don Quijote, el cual le dijo que no por eso anulaba la póliza de
los tres pollinos. Sancho se lo agradeció.
En tanto que los dos iban en esta plática, dijo el Cura á Dorotea que
Y (Olí esto, le besaba y acariciaba como .si fuera ¡lersoua.
había andado uiuy discreta, así en el cuento como en la brevedad del
y en la similitud que tuvo con los de los libros de caballerías.
Ella dijo que muchos ratos se había entretenido en leellos; pero que
no sabía ella dónde eran las provincias ni puertos de mar, y c{ue así ha-
bía dicho á tiento que se había desembarcado en Osuna.
— -Yo lo entendí así, dijo el Cura, y por eso acudí luego á decir lo
que dije, con que se acomodó todo. Pero ¿no es cosa extraña ver con
cuánta facilidad cree este desventurade hidalgo todas estas invenciones
y mentiras, sólo porque llevan el estilo y modo de las necedades de sus
libros?
— Sí es, dijo Cardenio, y tan rara y nunca vista, que yo no sé si que-
riendo inventarla y fabricarla mentirosamente, hubiera tan agudo inge-
nio que pudiera dar en ella.
— Pues otra cosa hay en ello, dijo el Cura; que fuera de las simpli-
cidades que este buen liidalgo dice tocantes á su locura, si le tratan de
otras cosas discurre con bonísimas razones, v nniestra tener un enten-
PABTK TKIMEKA. OAI'ÍTULÜ XXX 233
dimientü claro y capaz de todo; de manera que, como no le toquen en
sus caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen en
tendimiento.
En tanto que ellos iban en esta conversación, prosiguió Don Quijote
con la suya, y dijo á Sancho: < Echemos, Panza amigo, pelillos á la mar
en esto de nuestras pendencias, y dime ahora, sin tener cuenta con
enojo ni rencor alguno: ¿dónde, cómo y cuándo hallaste á Dulcinea'?
¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió? ¿Qué rostro hizo cuando
leía mi carta? ¿Quién te la trasladó? Y todo aquello que vieres que en
este caso es digno de saberse, de preguntarse y satisfacerse, sin que
añadas ó mientas por darme gusto, ni menos te acortes ])or no quitár-
mele. »
— Señor, respondió Sancho, si va á decir la verdad, la carta no me la
trasladó nadie, porque yo no llevé ^arta alguna.
— Así es como tú dices, dijo Don Quijote, porque el hbrillode memo-
ria donde yo la escribí le hallé en mi ]>oder á cabo de dos horas de tu
partida, lo cual me causó grandísima pena, por no saber lo c[ue habías
tú de hacer cuando te vieses sin carta; y creí sienq)re que te volvieras
desde el lugar donde la echaras menos.
— Así fuera. resj)ondió Sancho, si no la hubiera yo tomado en la me-
moria cuando vuestra merced me la leyó; de manera que se la dije á
un sacristán, que me la trasladó del entendimiento tan ])unto por pun-
to, que dijo que en todos los días de su vida, aunque había leído mu-
chas cartas de descomunión, no había visto ni leído tan linda carta como
aquélla.
— ¿Y tiéiiesla todavía en la memoria, Sancho?— dijo Don Quijote.
— No, señor, respondió Sancho, porque después (jue la dije, como vi
que no había de ser de más i)rovecho, di en olvidalla; y si algo se me
acuerda, e.- .«iquello del Sonajada. digo, del Soberana señora, y lo último:
Vuestro hasta la muerte, el Cahallero de la Triste Figura; y en medio
destas dos cosas le puse más de trescientes almas y vidas y ojos míos.
CAPITULO XXXI
De los sabrosos razonamientos que pasaron entre Don Quijote y Sancho Panza,
su escudero, con otros sucesos.
ODO eso no me descoiiteuta: prosigue adelante, dijo Don Quijo-
te. LleíTaste: ¿y qué liacía aquella reina de la hermosura? .\
buen seguro que la hallaste ensartando perlas, ó bordando al
guna empresa con oro de cañutillo, para este su cautivo caba-
llero.
— No la hallé, respondió Sancho, sino ahechando dos hanegas de trigo
en un corral de su casa.
— Pues haz cuenta, dijo Don Quijote, que los granos de aí^uel trigo
eran granos de perlas, tocados de sus manos; y si miraste, amigo, el
trigo, ¿era candeal, ó trechel?
— No era sino rubión, respondió Sancho.
— Pues yo te aseguro, dijo Don Quijote, ([ue aliechado por sus manos,
hizo pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste
mi carta, ¿besóla?, ¿púsosela sobre la cabeza?, ¿hizo- alguna ceremonia,
digna de tal carta, ó qué hizo?
— Cuando yo se la iba á dar, respondió Sancho, ella estaba en la fuga
del meneo de una buena jiorción de trigo que tenía en la criba, y díjo-
me: «Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal; <jue no la puedo leer
hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está. >
— ¡Discreta señora!, dijo Don Quijote. Eso del)ió de ser por leella des-
pacio y recrearse con ella. ¡Adelante, Sancho! Y en tanto que estaba en
su menester, ¿qué coloquios ])asó contigo? ¿Qué te jjreguntó de mí, y
PKIMKRA PAUTK. CAPÍTULO XXXI 235
tú (\u(' \v respondiste? ¡Acal)», ciu lítamelo todo, no se te (jiiede en el
tintero una mínima!
— Ella no me preguntó nada, dijo Sancho; mas yo le dije de la ma
ñera que vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo peniten-
cia, desnudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras como si
fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan á manteles y sin
peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna.
— En decir, que maldecía mi fortuna dijiste mal, dijo Don Quijote;
porque antes la l)endi<iO y la bendeciré todos los días de mi vida, por
haberme hecho diiLrnt» de merecer amar tan alta señora como Dulcinea
<lel Toboso.
■ — ^Tal alta es. respondió Sancho, que á buena fe que me lleva :i mi
más de un coto.
— Pues ¡cóuK», Sancho!, dijo Don (Quijote. ^ liaste medido tii con
ellaV
— Medíme en esta manera, respondi(') Sancho; ([ue lletrando á ayudaí"
á ])oner un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos, que
eché de ver que me llevaba más de un gran j)almo.
— Pues es verdad, replicó Don (Quijote, que no acompaña esa gran
deza y la adorna con mil y mil dones y gracias del alma. IVro no me
negarás. Sancho, una cosa: cuando llegaste junto íi ella, r,no sentiste un
olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo
no acierto á dalle nombreV Digo un tuho ó tufo, como si estuvieras en
la tienda de algún curio.^^o guantero.
'■%, — Lo que .sé decir, dijo Sancho, es que sentí un olorcillo algo hom-
bruno; y debía de ser (pie ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y
algo correosa.
— No sería eso. respondió Don Quijote, sino (|ue tú debías de estar
romadizo, ó te debistes de oler á ti mismo; porque yo sé bien á lo (jue
huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo. iu\uiA ámbar
desleído.
— Todo }»uede ser, respondió Sancho; que muchas veces sale de mí
aquel olor, que entonces me pareció que salía de su merced de la seño-
ra Dulcinea; jierr» no hay de qué maravillarse, (jue un diablo jiarece á
otro.
• -Y bien, prosiguic) Don Qinjote: he aquí (pie acabó de limpiar su
trigo y de enviallo al molino; ¿qué hizo cuando leyó la cartaV
—La carta, dijo Sancho, no la leyó, porque dijo que no sabía leer
ni escribir; antes la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no
la quería dar á leer á nadie, porque no se supiesen en el lugar sus
secretos; y que l)astaba lo que yo le había dicho de palabra acerca
del amor que vuestra merced le tenía, y de la penitencia extraordi-
naiia que por su causa quedaba haciendo; y ñnalmente, me dijo que
dijese á vuestra merced que le besaba las manos, y que allí quedaba
con más deseo de verle que de escribirle; y que así, le suplicaba y
mandaba que, vista la presente, saliese de aquestos matorrales y se
dejase de hacer disparates, y se pusiese, luego, luego, en camino del
236 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Toboso, si Qtra cosa de más importancia no le sucediese, porque tenia-
gran deseo de ver á vuestra merced. liióse mucho cuando le dije cómo
se llamaba vuestra merced el Caballero de la Triste Figura: pregúntele
si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome .que sí, y que era un
hombre muy de bien. También le pregunté por los galeotes; mas díjome
que no había visto hasta entonces alguno.
— Todo va bien hasta agora, dijo Don Quijote; pero dime: ¿que
joya fué la que te dio al despedirte, por las nuevas que de mí le lle-
vaste'? Porque es usada y antigua ^costumbre entre los caballeros y
damas andantes dar á los escuderos, doncellas ó enanos que les llevan
nuevas, de sus damas á ellos, á ellas de sus andantes, alguna rica joya
en albricias y en agradecimiento de su recado.
— Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usanza; pero eso
debía de ser en los tiempos pasados, que ahora sólo se debe de acos-
tumbrar el dar un pedazo de pan y queso; que esto fué lo que me dio
mi señora Dulcinea por las bardas de un corral cuando della me des-
pedí, y aun, por más señas, era el queso ovejuno.
— Es liberal en extremo, dijo Don Quijote; y si no te dio joya de oro,
sin duda debió de ser porque no la tendría ahí á la mano para dártela;
pero buenas son mangas después de pascua: yo la veré, y se satisfará
todo. ¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De que me parece que
fuiste y veniste por los aires, pues poco más de dos días has tardado en
ir y venir desde aquí á Toboso, habiendo de aquí á allá más de treinta
leguas; por lo cual me doy á entender que aquel sabio nigromante que
tiene cuenta cou mis cosas yes amigo (porque por futrza le hay y le
ha de haber, so pena que yo no sería buen caballero andante); digo
que este tal te debió de ayudar á caminar sin que tú lo sintieses; que
hay sabio destos que coge á un caballero andante durmiendo en su
cama, y sin saber cómo ó en qué manera, amanece otro día más de mil
leguas de donde anocheció; y si no fuese por esto, no se podría n soco-
rrer en sus peligros los caballeros andantes unos á otros, como se soco-
rren á cada paso; que acaece estar uno peleando en las tierras de Ar-
menia con algún endriago, ó con algún fiero vestiglo, ó con otro caba-
llero donde lleva lo peor de la batalla, y está ya á punto de muerte; y
cuando menos me cato asoma por acullá, encima de una nube ó sobre
un carro de fuego, otro caballero amigo suyo, que poco antes se hallaba
en Inglaterra, que le favorece y libra de la muerte; y á la noche se halla
en su posada, cenando muy á su sabor; y suele haber de la una á la
otra parte dos ó tres mil leguas; y todo esto se hace por industria y
sabiduría destos sabios encantadores que tienen cuidado destos valero-
sos caballeros; así que, amigo Sancho, no se me hace dificultoso creer
que en tan breve tiempo hayas ido y venido desde este lugar al de
Toboso; pues, como tengo dicho, algún sabio amigo te debió de llevar
en volandillas sin que tú lo sintieses.
— Así sería, dijo Sancho, porque á buena fe que andaba Rocinante
como si fuera asno de gitano con azogue en los oídos.
— ¡Y cómo si llevaba azogue!, dijo Don Quijote. ¡Y aun una legión de
PARTE PRIMERA. — CAPITULO XXXI
237
demonios, que ess gente <iue camina y hace caminar sin cansarse todo
aquello cjue se les antoja! ¡Pero, dejando esto aparte, ¿qué te parece a
ti (jue debo yo hacer ahora acerca de lo que mi señora me manda
que la vaya á ver? Que, aunque yo veo (¡ue estoy obligado á cumplir
su mandíimiento, véome también imposibilitado del don t|ue he })ro-
metido á la Princesa que con nosotros viene, y fuérzame la ley de ca-
ballería á cunq)lir mi palabra autes que mi gusto. Por una parte me
acosa y fatiga el deseo de ver á mi señora; por otra me incita y llama
la ])roinetida fe y la gloria (¡ue he de alcanzar en esta empresa; pero lo
que pienso liacer será caminar apriesa y llegar presto donde está este
Mira, Sancho, respondió Don Quijote; si el consejo que mo da~
luego rey en matando al gigante.
lie que me case es porque sea
gigante; y en llegando, le cortaré la cabeza, y pondré á la Princesa pa-
cíficamente en su Estado, y al punto daré la vuelta á ver á la luz que
mis sentidos alumbra, á la cual daré tales disculpas, que ella venga á
tener por buena mi tardanza, pues verá que todo redunda en auniento
de su gloria y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y alcanzaré
por las armas en esta vida, toda me viene del favor que ella me da, y
de ser yo suyo.
— ¡Ay!, dijo Sancho, ¡y cómo está vuestra merced lastimado de esos
cascos! Pues dígame, señor: ¿piensa vuestra merced caminar este
camino en balde, y dejar pasar y perder un tan rico y tan principal
casamiento como éste, donde le dan en dote un reinoV Que á buena
verdad que he oído decir que tiene más de veinte mil leguas de contor-
no, y que es abundantísimo de todas las cosas que son necesarias para
238 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
el sustento de la vida humana, y que es mayor que Portugal y que
Castilla juntos. ¡Calle, por amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha
dicho, y tome mi consejo y perdóneme, y cásese luego en el primer
lugar que haya cura! Y si no, ahí está nuestro licenciado, (|ue lo hará
de perlas; y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que este
que le doy le viene de molde; (|ue más vale pájaro en mano que buitre
volando; porque quien bien tiene y mal escoge, por mal que le enoje no
se venga.
— Mira, Sancho, respondió Don Quijote: si el consejo que me das de
que me case es porque sea luego rey en matando al gigante y tenga
cómodo para hacerte mercedes y darte lo prometido, hágote saber que
sin casarme podré cumplir tu deseo muy fácilmente; porque yo sacaré
de adahala antes de entrar en la batalla, que saliendo vencedor della,
ya que no me case, me han de dar una parte del reino, para que la pue-
da dar á quien yo quisiere; y en dándomela, ¿á quién quieres tú que la
dé sino á ti?
— Eso está claro, respondió Sancho; pero mire vuestra merced que la
escoja hacia la marina, por que, si no me contentare la vivienda, pueda
embarcar mis negros vasallos, y hacer dellos lo que yo me he dicho; y
vuestra merced no se cure de ir por agora á ver á mi señora Dulcinea;
sino vayase á matar al gigante, y concluyamos este negocio; que por
Dios, que se me asienta que ha de ser de mucha honra y de mucho
provecho.
— Dígote, Sancho, dijo Don Quijote, que estás en lo cierto; y que ha-
bré de tomar tu consejo en cuanto el ir antes con la Princesa que á ver
á Dulcinea; y avisóte que no digas nada á nadie, ni á los que con nos-
otros "Suenen, de lo (jue aquí hemos departido y tratado; que, pues Dul-
cinea es tan recatada que no quiere que se sepan sus pensamientos, ik >
será bien que yo, ni otro por mí, los descubra.
— Pues ^i esto es así, dijo Sancho, ¿cómo hace vuestra merced (jue
todos los que vence por su brazo se vayan á presentar ante mi señora
su Dulcinea, siendo esto firmar de su nombre que la (juiere bien y ({ue es
enamorado? Y siendo forzoso que los que fueren se han de ir á hincai-
de íinojos ante su presencia y decir que van de parte de vuestra mer-
ced á dalle la obediencia, ¿cómo se pueden encubrir los pensamientos
de entrambos?
—¡Oh qué necio y qué simple que eres!, dijo Don Quijote. ¿Tú no
ves, Sancho, que eso todo redunda en su mayor ensalzamiento? Porque
has de saber que en este nuestro estilo de caballería es gran honra tener
una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se ex-
tiendan más sus pensamientos (pie á servilla i)or sólo ser ella quien
es, sin es])erar otro premio de sus nmchos y buenos deseos, sino <¡uo ella
se contente de acetarlos por sus caballeros.
— Con esa manera de amor, dijo Sancho, he (jído yo predicar ([ue se
ha de amar á nuestro Señor por sí solo, sin que nos mueva esperanza
de gloria ó temor de }>ena; aunque yo le querría amar y servil- por lo
([ue pudiese.
l'KIMKKA PAUTK. -CAPÍTUÍ.O Xjyíi 2,3d
— ¡Válate el Diablo por villano, dijo Don Quii(Ttte,.y qué de discrecio-
nes dices á las veces! No parece sino que has c»studiado.
— Pues á fe mía que no sé leer, respondió tííUidio.
F,n esto les dio voces maese Nicolás (jue esperasen un j)oco; que
querían detenerse á comer en -una fuentecilla que allí estaba. Detúvotie
Don Quijote con no poco gusto de Sancho, (;[ue yii estaba cansado de^
mentir tanto, y temía no Je cogiese su amo á palabras; porque, })uestG.
que él í-al)ía que Dulcinea era una labradora del Toboso, no la había
visto en toda su vida, llabííise en este tienq)0 vesüdo Cárdenlo los ves-
tidos (pie Dorotea traía cuando la hallaron, que, ftunque no eran muy
buenos, hacían mucha ventaja á los que dejaba^ Apeáronse junto ato
fuente, y con lo que el Cura se acomodó en la ventaj satisíicieron, aun-
que poco, la muelia hambre qua todos traían.
Estando en esto acertó á pasar por allí un muchacho, que iba dfc
camino; el cual, })oniéndose á mirar con mucha :itención á los que en
la fuente estaban, de allí á poco arremetió á Don Quijote, y abrazánd»-
le por las piernas, comenzó á llorar muy de propó.sito,i diciendo: «¡Ay.
señor nn'o! ¿No me conoce vuestra mercedV Pues mírame bien; que ye
soy aquel mozo, Andrés, que quitó vuestra merced de la encina dimde
estaba atado.
Reconocióle Don Quijote, y asiéndole por la mano, se volvió á los
que allí estaban y dijo:
— Porque vean vuestras mercedes cuan de importancia es haber ca-
balleros andantes en el mundo, que desfagan los tuertos y agravios que
en él se hacen por los insolentes y malos liórabres que en él viven, se-
pan vuestras mercedes que los días pasados, pasando yo por un bos-
que, oí unos gritos y unas voces muy lastimosas, como de persona afli-
gida y menesterosa, acudí luego, llevado de mi obligación, hasta a par-
te donde me pareció que las lamentables vocet sonaban, y hallé atadí'
á una encina á este muchacho que ahora está delante, de lo que nit
huelgo en el alma, porque será testigo que no me dejará mentir en nada.
Digo que estaba atado á la encina, desnudo del medio cuerpo arriba, y
estábale abriendo á azotes con las riendas de una yegua un villano, que
después supe que era amo suyo; y así como yo le \t, le pregunté la cau-
sa (le tan atroz vapulamiento; respondió el zafio que le azotaba porr^ue
era su criado, y (jue ciertos descuidos que tenía nacían más de ladrón
que de simple, á lo cual este niño dijo: «Señor, no. me azota sino por-
que le pido mi salario.» El amo rephcó no fó qué arengas y disculpas,
las cuales, aunque de mí' fueron oídas, no fueron admitidas. En resolu-
ción, yo le hice desatar, y tomé juramento al villano de que le llevarih
consigo y le pagaría un real sobre otro, y aun siihumados. ¿No es verdad
todo esto, hijo Andrés? ¿No notaste con cuánto imperio se lo mandé, y
con cuánta humildad prometió de hacer todo cuánto yo le impuse y no-
tifiqué y quise? Responde; no te turbes, ni dudes en nada; di lo que pasó
á estos señores, por que se vea y considere sei* del provecho que digo
haber caballeros andantes por los caminos.
— Todo lo que vuestra merced ha dicho es nmcha verdad, respondió
B P.— XX 17
m)
'1>0N QUIJOTE DE LA MANCHA
el muchacho; pero él fin del negocio sucedió muy al revés de lo que
vuestra merced se imagina.
— ¿Cómo al revés?, replicó Don Quijote. Luego ¿no te pagó el villano?
— No sólo no me pagó, respondió el muchacho, pero así como vues-
tra merced traspuso del bosque y quedamos solos, me volvió á atar á
la tuesma encina, y me dio de nuevo tantos azotes, que <{uedé liecho
un San Bartolomé desollado: y á cada azote que me daba, me decía un
donaire y clmfeta acerca de hacer burla de vuestra merced, que á no
sentir yo tanto dolor, me riera de lo que decía. En efeto, él me paró
tal, que hasta ahora he estado curándome en un hospital del mal que
el inal villano entonces me hizo; de todo lo cual tiene vuestra merced
«Por amor df Dios, soüor caballero audante. 4X\e si otra vez me encontrare, ¡nnique vea qv
me hacen pedazos, no me socorra ni ayade...
la culpa; porque si sv fuera su camino adelante, y no viniera donde no
le llamaban ni se entremetiera en negocios ajenos, mi amo se conten-
tara con darme una ó dos docenas de azotes, y luego me soltara y pa-
gara cuanto me del)ía; mas como vuestra merced le deshonró tan sin
propósito y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera; y como no
la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo, descargó sobre
mí el nublado de modo, que me parece que no seré más hombre en to
da mi vida.
—El dafio estuvo, dijo Don Quijote, en irme yo de alh; que no me
iiabía de ir hasta dejarte pagado; porque bien debía yo de saber por
Uieiigas experiencias que no hay villano (jue guarde ])alabra que diere,
.4i él ve que no k- está t»ien guardalla; pero ya te acuerdas. Andrés, que
PARTE PBIMEKA. -CAPÍTULO XXXI 241
yo jui-é i^ue si no te pagaba, ([ue había de ir á buscarle, y que le había
de hallar; aunque se escondiese en el vientre de una ballena.
Así es la verdad, dijo Andrés; pero no aprovechó nada.
Ahora verás si aprovecha, dijo Don Quijote; y diciendo esto, se
knantó muy á priesa y mandó á Sandio que enfrenase á Rocinante,
que estaba paciendo en tanto que ellos conn'an.
í*re,ü;untóle Dorotea qué era lo que hacer quería.
VA le respondió que quería ir á buscar al villano, y castigalle de tan
nuil término, y hacer pagado á Andrés hasta el último maravedí, á des-
pecho y ])esar <le cuantos villanos hubiese en el mundo.
A lo (jue ella resj^ondió c{ue advirtiese (jue no i)odía. conforme al
don prometido, entremeterse en ninguna enq)resa hasta acabaí- la suya;
y que pues esto sabía él mejor que otro alguno, que sosegase el pecho
hasta la vuelta de su reino.
— Así es verdad. res])ondió Don Quijote, y es forzoso que iAndrés
tenga paciencia hasta la vuelta, como vos. señora decís; (|ue yo le tor-
no á jurar y á prometer de nuevo de no parar hasta hacerle vengado
y ¡íagado.
— No me creo desos juramentos, dijo Andrés; más quisiera tener
agora con qué llegar á Sevilla, que todas las venganzas del mundo;
déme, si tiene ahí, algo que coma }• lleve, y (juédese con Dios su
merced y todos los caballeros andantes, que tan bien andantes sean
ellos para cojisigoi como lo han sido para conmigo.
Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de i>an y otro de queso, y
iátul )selo al mozo, le dijo: «Toma, hermano Andrés; (pie á todos nos
alcanza parte de vuestra desgracia. «
Pues r.qué })arte os alcanza á vosV, preguntó Andrés.
Esta parte de pan y queso que os doy, res})ondió Sancho; qui-
Dios sal)e si me ha <le hacer falta ó no; porque os hago saber, amigo,
{uo los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos á mucha
hambre y á mala ventura, y aun ;'i oti-as cosas (]ue se sienten mejor
que se dicen.
Andrés asió de su j)an y tjueso; y viendo que nadie le daba otra
cosa, abajó su cabeza, y tomó el camino en las manos, como suele de
cirse. Bien es verdad (pie al jmrtirse dijo á Don Quijote: 'Por amor de
Dios, señor caballero andante, ([ue si otra vez me enc(^ntrare, aunque
vea que me hacen ])edazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con
mi desgracia, que no será tanta, que no sea mayor la que me vendrá
de su ayuda de vuestra merced, á quien Dios maldiga y á todos cuan-
tos caballeros andantes han nacido en el mundo. >
Ibase á levantar Don Quijote para castigalle: mas él se }>uso á co
rrcr de modo, que ninguno se atrevió á seguillo. Quedó corridísimo
Don (Quijote del cuento de Andrés, y fué menester (pie los demás tu-
viesen mucha cuenta con no reirsc. i)or no acaballe de correr del todo.
—=»■-«: .'"I».--
CAPITULO XXXII
Que trata de lo que sucedió en la venta á toda la cuadrilla do Don Quijote.
c ABÓSE la breve comida, ensillaron luego, y sin que les sucedie-
se cosa digna de contar, llegaron otro día á la venta, espanto y
asombro de Sancho Panza; y aunque él quisiera no entrar en.
ella, no lo pudo huir. La ventera, ventero, su hija y Maritor-
nes C{ue vieron venir á Don Quijote y á Sancho, les salieron á recebir con
muestras de mucha alegría. y él las recibió con grave continente y pausa,
y di joles que le aderezasen otro mejor lecho que la vez pasada, á lo cual
le respondió la huéspeda que como le pagase mejor que la otra vez.
que ella se le daría de príncipe. Don Quijote dijo que sí haría; y así, le
aderezaron uno razonable en el mismo camaranchón de marras, y él se
acostó luego, porque venía muy quebrantado y falto de sueño.
No se hubo bien encerrado, cuando la huéspeda arremetió al bar-
l)ero, y asiéndole de la barba, dijo: «Para mi santiguada, que no se ha
vuestra merced de aprovechar más de mi rabo para su barba, y que
me ha de volver mi cola; que anda lo de mi marido por esos suelos,
que es vergüenza; digo el peine, que solía yo colgar de mi buena cola.»í
No se la ciuería dar el barbero, aunque ella más tiraba, hasta que
el licenciado le dijo que se la diese, que ya no era menester más usar
de aquella industria, sino que se descubriese y mostrase en su misma
forma, y dijese á Don Quijote que, cuando le despojaron los ladronf*^
PARTE PRIMERA.
-CAPÍTULO XXXII 243
jíaleotes, so había venido á aquella venta huyendo; y que si preguntase
|)or el escudero de la Princesa, le. dirían que ella le había enviado
adelante á dar aviso á los de su reino cómo ella iba, y llevaba consigo
el libertador de todos. Con esto dio de buena gana la cola á la ventera
el barbero, y asimismo le volvieron todos los adherentes (jue hal)ía
prestado para la libertad de Don Quijote. Espantáronse todos los de la
venta de la hermosura de Dorotea, y aun del buen talle del zagal Car-
<lcnio. Hizo el Cura (jue les aderezasen de comer de lo que eil la venta
hubiese, y el huésped, con es{)eranza de mejor paga, con diligencia
les adercz(3 una razonable comida; y á todo esto dormía Don (¿uijote.
y fueron de parecer de no des|)ertalle, porque más provecho le haría
j)or entonces el dormir que el comer. Trataron sobre comida, estando
dolante el ventero, su uuijer. su hija. Maritornes y todos los pasajeros,
de la extraña locura do Don (¿uijote y del modo que le habían liallado;
la huéspeda les cont«') lo que con él y con el arriero las había aconte-
cido; y mirando si acaso estaba allí Sancho, como no le viese cont(')
todo lo de su manteamiento, de que no ])oco gusto recibieron; y como
el Cura dijese que los libros do caballerías (lue Don Quijote había
leído lo habían vuelto el juicio, dijo el ventero: «No sé yo como ]iuede
sor (;so; (jue en verdad ([ue, á lo (pío yo entiendo, no hay mejor leyen-
<la en el mundo, y que tengo ahí dos ó tres Uellts con otros papeles,
([uo verdaderamente me han dado la vida, no sólo á mí, sino á otros
nnichos; porque, cuando es tionqx) de la siega, se recogen aquí las
tiestas muchos segadores, y sionq)re hay alguno que sabe leer, el cual
coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos del más de treiiita.
y estáñaosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas. A lo
menos, de mí sé decir que cuando oyó decir aquellos furibundos y
terribles golpes que los '-aballeros pegan, que me toma gana de hacer
otro tanto, y que querría estar oyéndolos noclies y días.
— -Y yo ni más ni menos, dijo la ventera, porque nunca tengo buen
rato en mi casa sino aquel que vos estáis escuchando leer; que estáis
tan embobado, que no os acordáis de reñir por entonces.
— Así es la verdad, dijo >hiritornes; y á buena fe que yo también
gusto mucho de oir aquellas cosas, que son muy lindas; y más cuandc»
cuentan que se está la otra señora debajo de unos naranjos, abrazada
con su caballero, y que les está una dueña haciendo la guarda, muerta
do envidia y con mucho sobresalto... digo que todo esto es cosa de mieles.
— Y á vos ¿qué os parece, señora doncella?, dijo el Cura, hablando
con la hija del ventero.
— No sé, señor, en mi ánima, resj>ondió ella; también yo lo escucho;
y en verdad cpie aunciue no lo entiendo, que recibo gusto en oíllo; pero
no gusto yo de los golpes de (^ue mi padre gusta, sino de las lamenta-
ciones (jue los caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras;
que en verdad (jue algunas veces me hacen lloi-ar, do compasión (pie
les teníío.
—Luego, ¿bien los remediáredes vos, señora doncella, dijo Dorotea,
si })or vos lloraran?
244 DON QUIJOTK DE LA MANCHA
— No sé lo ([ue me hiciera, re.s})oiidió la moza; sólo sé que hay al^JU-
nas señoras de aquellas, tan crueles, que las llaman sus caballeros tigres
y leones y otras mil insolencias; y ¡Jesús! no sé qué gente es aquella
tan desalmada y tan sin conciencia, ([ue, i>or no mirar á un hombre
honrado, le dejan (jue se níuera (') ([ue se vuelva loco; y no sé para qué
es tanto melindre: si lo liaeen de honradas, cásense con ellos; (|ue ellos
no desean otra cosa.
— Calla, niña, dijo la ventera; que j)arece que sabes mucho destas
cosas, y no está bien á las doncellas saber ni hablar tanto.
— Como me lo preguntal)a este señor, respondió ella, no j)ude dejar
de respondelle.
— Ahora bien, dijo el Cura, tracdme, señor huésped, aquesos lil>ro^^.
(|ue los (quiero ver.
— Que me place, resp(^ndi(') él; y entrando en su aposento, sacó d(M
una maletilla vieja, cerrada con una cadenilla; y abriéndola el Cura,
halló en ella tres libros grandes, y unos papeles de muy buena letra,
escritos de mano. El })rimer libro ([ue abrió, vio ([ue era Don Cironf////i)
(Je Trac/a, y el otro J)oh FéJixmarte de Hírcania^ y el otro la Historia
(JeJ Gran Capitán (lOUcdlo Hernández de Córdoba, con la Vida de Diego
García de Paredes.
Así como el Cura ley() los dos títulos primeros, volvió el rostro al
l)arbero y dijo: Falta nos hacen a(|uí ahora el ama de mi amigo y su '
sobrina .
— No hacen, respondió el barbero, ({ue también sé yo llevarlos al C(»- .
rral ó á la chimenea, que en verdad que hay muy buen fuego en ella, i
—Luego ¿quiere vuestra merced (Quemar mis libros?, dijo el ventero.
— ^No más, dijo el ('ura, que estos dos: el de don Cirongilio y el de
Félixmarte.
— Pues ¿por ventura, dijo el ventero, mis libros son herejes ó flema-
ticos, que los quiere cjuemar?
— Cismáticos, querréis decir, amigo, dijo el barbero. (|ue no flem;i
ticos.
— Así es, rejílicó el ventero; mas, si alguno quiere (piemar, sea esc
del Gran Capitán y dése Diego García; que antes dejaré quemar un
hijo que dejar quemar ninguno desotros.
— Hermano mío, dijo el Cura, estos dos libros son mentirosos y están
llenos de disparates y devaneos, y éste del Gran Capitán es historia
verdadera, y tiene los hechos de Gonzalo Hernández de Córdova, el
cual, por sus muchas y grandes hazañas, mereció ser llamado de todo
el mundo el Graii Capitán, renombre famoso y claro, y del soL^ mere
cido; y este Diego García de Paredes fué un })rincipal caballero, natu- ,
ral de la ciudad de Trujillo, en Extremadura, valentísimo soldado, y de !
tantas fuerzas naturales, que detenía con un dedo una rueda de molino '
en la mitad de su furia, y puesto con un montante en la entrada de ]
una puente, detuvo á todo un innumerable ejército que no pasase por ;
ella, y hizo otras tales cosas, que si como él las cuenta y las escribe él
asimismo con la modestia de caballero y de coronista propio, las escri-
PARTE PKIMKKA.
OAflTUl.0 XXíll 245
biora díto. libre y desapasionado, pusieran en olvido las de Ioh Hétor.-.
Aiiuiles V Ivoldaues.
¡Tomaos con mi padre!, dijo a lo di'/bo el ventero; ¡inirad <le i\\v
se espanta!; ¡de detener una rueda de molino! Por Dios, ahora i)iibi;.
vuestra mereed de leer lo que hizo Félixmarte de Hircania, que de uk
revés solo partió eiuco <ii,^antes por la cintura, «iomo si fuei-an bec^hos
de habas, como los frailecicos que hacen los niños; y otra vez arrenietif.
con un grandísimo y poderosísimo ejército, donde iban más de uu n--
ll(')n y seiscientos mil soldados, todos armados desde el pie liasta la e; ■
beza* y los desbarató á todos como si fueran manadas de ovejas Fue-
¿qué nie dirán del bueno de don ( 'irongiho de Tracia? Que fué tan va-
liente y animoso como se verá en el libro, donde se cuenta que nave-
gando'por un río, le salié) de la mitad del agua una strpiente de fueg<!:
y él, así como la vi('), se arrojó sobre ella y se puso á horcajadas ene-
ma de sus escamosas espaldas, y la apretó con ambas manos lagargai;-
ta con tanta fuerza, que viendo la serpiente (lue la iba ahogando, m.
tuvo otro remedio sino dejarse ir á lo hondo del río, llevándose tras sí
al caballero, que nunca la quiso soltar; y (tuando llegaron allá abajo, se
halló en unos palacios y en unos jardines tan lindos, que era maravi-
lla; y luego la sierpe se volvió en un viejo anciano, que le dijo tantas
de cosas,' que no hay más que oir. ('alie, señor; que si oyese esto, se
volvería loco de placer: dos higas para el (Irán Cajiitán y [»ara escl>ie-
go (la reía que dice.
(Xendo esto Doiotea, dijo callando á ('ardenio: «Poco le fallí; a
nuestro huésped para hacer la segunda parte de Don (Quijote.»
— Así me parece á mí, respondió Cárdenlo; porque, según da indicio,
él tiene por cierto que todo lo que estos liijros cuentan pa.só ni más ni
menos que lo escriben; y no le harán creer otra cosa frailes descalzos.
— Mirad, hermano, tornó á decir el Cura, que no hubo en el mundo
Félixmarte de Hircania ni don Cirongilio de Tracia, ni otros caballeros
semejantes, (¡ue los libros de caballerías cuentan; porque todo os com-
})ostura y ñcción de ingenios ociosos, que los compusieron para el efeto
que vos decís, de entretener el tiempo, como lo entretienen leyéndolos
vuestros segadores; porque realmente os juro que nunca tales caballe-
ros fueron en el mundo, ni tales hazañas ni disparates acontecieron
en él. • . ,
— A otio perro coa ese hueso, respondió el ventero. ¡Como si yo no
su])iese cuántas son cinco, y adonde me aprieta el zapato! No i)iense
vuestra merced darme papilla; porque, por Dios, que no soy nada bobo.
¡Bueno es quj quiera darme vuestra merced á entender que todo aque-
llo que estos buenos hbros dicen sean disparates y 'mentiras, estando
impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fue-
ran gente ([ue habían de dejar imprimir tanta mentira junta, y tantas
Innallas y tantos encantamientos, (pie quitan el juicio!
-Ya os he dicho, amigo, replicó el Cura, que esto se hace para en-
iretener nuestros ociosos pensíunientos; y así corar) se consiente en las
repübhcas bien concertadas qu(^ haya juegos de ajedrez, de pelota y
246 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
<ie trucos, para enü-etener á algunos que ni quieren, ni deben, ni pue-
den tuabajar, así se consiente imprimir y que iiaya tales libros, creyen-
do, como es natural, que no ha de haber alguno tan ignorante, que ten
^ por historia verdadera ninguno destos hbros; y si me fuera lícito
agora, y el auditorio lo requiriera, yo dijera cosas acerca de lo c(ue han
de t«ner los libros de caballerías para ser bueíios, que quizá fueran de
provecho y aun de gusto para algunos; pero yo espero que vendrá tieni
DO en que lo pueda comunicar con quien pueda remediallo; y en este
entre tanto roed, señor ventero, lo que os he dicho, y tomad vuestro^^
libros, y allá os avenid con sus verdades ó mentiras, y buen provecho
os hagan, y quiera Dios <|ue no cojeéis del pie que cojea vuestro hu(''s-
ped, Don Quijote.
— Eso no, respondió el ventero; que no seré yo tan loco, que me haga
caballero andante; que bien veo que ahora no se usa lo -que se usaba
en aquel tiempo, cuando se dice que andaban por el mundo estos fa-
mosos caballeros.
A la mitad desta plática se halló Sancho presente, y quedó muy
confuso y pensativo 4e ló que había oído decir, que ahora no se usa-
ban caballeros andantes, y que todos los libros de caballerías eran ne-
cedades y mentiras; y propuso en su corazón de esperar en lo que pa-
raba aquel viaje de su amo, y que si no salía con la felicidad que él
pensal)a, determinaría de dejalle y volverse con su mujer y sus hijos á
su acostumbrado trabajo.
Llevábase la maleta y los libros el ventero; mas el Cura le dijo: «Es-
perad; que quiero ver qué papeles son esos, que de tan buena letra es-
tán escritos.»
Sacólos €í huésped, y dándoselos á leer, vio el Cura hasta obra de
ocho pliegos escritos de mano, y al principio tenían un título grand(\
que decía: NnvpJa del Curioso impertiiiente. Leyó el Cura para sí tres o
cuatro renglones, y dijo: «Cierto que no me parece mal el título desta
novela, y que me viene voluntad de leella toda.»
A lo que respondió el ventero: «Pues bien j)uede leella su reveren-
cia; porque le hago saber que á algunos huéspedes que aquí la han leí-
do les ha contentado mucho, y me la han pedido con muchas veras;
mas yo no se la he querido dar, pensando volvérsela á quien aquí dejo
esta maleta ohndada.con estos libros y esos papeles; que bien puede ser
que vuelva su dueño por aquí algún tiempo; y aunque sé que me han
de hacer falta los libros, á fe que se los he de volver; que, aunque ven-
tero, todavía soy cristiano. »
— Vos tenéis mucha razón, amigo, dijo el Cura; mas con todo eso,
61 la novela me contenta, me la habéis de dejar trasladar.
— De muy buena gana, respondió el ventero. Mientras los dos esto
decían, había tomado Cárdenlo la novela y comenzado á leer en ella;
V }>areciéndole lo mismo que al Cura, le rogó que la leyese de modo
que todos la oyesen
— Sí leyera, dijo 'el Cura, si no fuera mejor gastar este tiempo en
¿oi-raír que en leer.
PAKTE 1*K1MJ£KA. — CAPÍTULO XXXIl
2-i'i
-Harto reposo seni para mí, dijo Dorotea, entretener el tiempo oyen-
do algún cuento, pues aún no tengo el espíritu tan sosegado, que me
conceda dormir cuando fueía ra/.(')n.
-f'ues (lesa manera, dijo el Cura, quiero leerla, por curiosidad si-
x|Uicra. (jui/a tendrá alguna de gusto.
Acudió maese Nicolás á rogarle lo nnsmo, v Sancho también; lo cual
visto del Cura, y entendiendo (|ue á todos daría gusto v él le recibiría
"dijo: <^Pues así es. esténmc todos atentos; (|ue la novela comienza dc^ta
manera.
CAPlTriX) XXXIÍI
Donde se cuenta la novela del Curioso impertinente.
N Florencia, ciudad rica y famosa de Italia, en la provincia ([iie
llaman Toscana, vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos
}jÉ y })vincipales, y tan amigos, que, por excelencia y antonomasia,
'%^' de todos los que los conocían lot^ do.-^- amigos' eran llamados. Eran
solteros, mozos de una misma edad y de unas mismas costumbres; todo
lo cual era bastante causa á que los dos con recíproca amistad se corres-
pondiesen; bien es verdad que el Anselmo era algo más inclinado á los
pasatiempos amorosos que el Lotario, al cual llevaban tras sí los de la
caza, pero cuando se ofrecía, dejaba Anselmo de acudir á siis gustos por
seguir los de Lotario, y Lotario dejaba los suyos por acudir á los de An-
selmo, y desta manera andaban tan á una sus voluntades, (|ue no había
concertado reloj que así lo anduviese.
»Andaba Anselmo perdido de amores de Camila, doncella princi})al
y hermosa, de la misma ciudad, hija de tan buenos padres, y tan buena
ella por sí, que se determinó, con el parecer de su amigo Lotario, sin
el cual ninguna cosa hacía, de pedilla por esposa á sus ])adrcs, y así
lo puso en ejecución; y el que llevó la embajada fué Trotarlo, y el que
concluyó el negocio tan á gusto de su amigo, que en breve tiempo se
vio puesto en la posesión que deseaba; y Camila tan contenta de haber
alcanzado á Anselmo por esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo
y á Lotario, por cuyo medio tanto bien le había venido. í>os ]^ri]neros
PAKTE PRIMERA. CAPÍTULO XXXIII 249
días, como todos los de boda suelen ser alegres, continuó visitando Lo-
tario como solía la casa de su amigo Anselmo, procurando honralle, fes-
tejalle y regocijalle con todo aquello que á él le fué posible; pero aca-
badas las bodas y sosegada ya la frecuencia de las visitas y parabienes,
comenzó Lotario b descuidarse con cuidado de las idas en casa de An-
selmo, por parecerle a él, como es razón que parezca" á todos los que
fueren discretos, que no se ban de visitar ni continuar las casas de los
amigos casados de la misma manera que cuando eran solteros; porque,
aunque la buena y verdadera íuuistad no puede ni debe de ser sospe-
cliosa en nada, con todo esto, es tan delicada la bonra del casado, (|ue
parece que se puede ofender aun de los mesmos hermanos, cuanto
más de los amigos.
»N()tó Anselmo la remisión de Lotario. y foi-mó del c[uejas grandes,
diciéndole ([ue si él supiera (jue el casarse babía de ser parte para no
conumicalle como solía, que jamás lo bubiera hecho; y que si, por la
buena correspondencia (^ue los dos tenían mientras él fué soltero, ha-
bían alcanzado tan dulce nombre como el de ser llamados los ilo.s ami-
f/oy, que no permitiese, por querer hacer del circunspecto sin otra occi-
sión alguna, que tan famoso y tan agradable nombre se perdiese; y (jue
así, le suphcaba (si era hcito que tal término de hablar se usase entre
ellos) que volviese á ser señor de su casa y á entrar y saUr en ella como
de antes, asegurándole que su esposa Camila no tenía otro gusto ni otra
voluntad que la que él quería que tuviese, y que, por haber sabido elUí
con cuántas veras los dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta
■esquiveza.
>> A todas estas y otras muchas razones que Anselmo dijo á Lotario,
para persuadille volviese como solía á su casa, respondió Lotario con
tanta prudencia, discreción y aviso, que Anselmo quedó satisfecho de
la buena intención de su amigo, y quedaron de concierto que dos días
en la semana, y las hestas, fuese Lotario á comer con él; y aunque esto
quedó así concertado entre los dos, propuso Lotario de no hacer más
le aquello que viese que más convenía á la honra de su amigo, cuyo
crédito le estaba en más (jue el suyo propio.
-Decía él y decía bien, que el casado, a quien el cielo había conce-
dido mujer hermosa, tanto cuidado había de tener en ver qué amigos
llevaba á su casa, como eij mirar con qué amigas su mujer conversaba;
porque lo que no se hace y concierta en las plazas, ni en los templos,
iii en los tiestas públicas, ni estaciones (cosas que no todas veces las han
le negar los maridos á sus nmjeres) se concierta y facilita en casa de la
imiga ó la parienta de quien más satisfacción se tiene. También decía
Lotario que tenían necesidad los casados de tener cada uno algún ami-
j-o que le advirtiese de los descuidos que en su proceder tuviese; por-
gue suele acontecer que, con el mucho amor que el marido á la mujer
lene, ó no le advierte ó no le dice, i)or no enojalla, que haga ó leje de
lacer algunas cosas, que el hacellas ó no, le sería de honra ó de vitupe-
•io; de lo cual siendo del amigo advertido, fácilmente pondría remedio
m todo. Pero. ¿dcMide se liallará amio;o tan discreto v tan leal v verda-
250 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
dero como aquí Lotario le pide? No lo sé yo por cierto; sólo l^otario era
éste, que con toda solicitud y advertimiento miraba por la honra de su
amigo, y procuraba dezmar, sisar y acortar los días del concierto del ir
á su casa; porque no pareciese mal al vulgo ocioso y á los ojos vaga
bundos y maliciosos la entrada de un mozo rico, gentilliombre y bien
nacido, y de las buenas partes que él pensaba que tenía, en la casa de
una mujer tan hermosa como Camila; que, puesto que su bondad y va-
lor podía poner freno á toda maldiciente lengua, todavía no quería po-
ner en duda su crédito ni el Je su amigo; y por esto los más de los días
del concierto los ocupaba y entretenía en otras cosas que él daba á en-
tender ser inexcusables; así que, en quejas del uno y disculpas del otro.
se pasaban muchos ratos y partes del día. Sucedió, pues, que uno que
los dos se andaban paseando por un prado fuera de la ciudad, Ansel-
mo dijo á Lotario las siguientes razones:
» — ^'Pensarás, amigo Lotario, que á las mercedes que Dios me ha he
ello en hacerme hijo de tales padres como fueron los míos, y al darme
no con mano escasa los bienes, así los que llaman de naturaleza como
los de fortuna, no jaiedo yo corresponder con agradecimiento que lle-
gue al bien recebido, y, sobre todo, al que me hizo en darme á ti por
amigo y á Camila por mujer propia; dos prendas que las estimo, si no
en el grado que debo, sí en el que puedo. Pues, con todas estas partes,
<|ue suelen ser el todo con c|ue los hombres suelen y pueden vivir con-
tentos, vivo yo el más despechado y el más desabrido hombre de todo
el universo mundo; porque no sé de qué días á esta parte, me fatiga y
aprieta un deseo tan extraño y tan fuera del uso común de otros, que
yo me maravillo de mí mismo, y me culpo y me riño á solas, y procuro
callarlo y encubrillo de mis propios pensamientos; y así me ha sido po-
sible salir con este propósito como si de industria procurara decillo á
todo el mundo; y pues que en efeto él ha de salir á plaza, quiero que
sea en la del archivo de tu secreto, confiado que con él y con la diligen-
cia que pondrás, como mi amigo verdadero, en remediarme, yo me veré
presto libre de la angustia que me causa, y llegará mi alegría por tu so-
licitud al grado que ha llegado mi descontento por mi locura.
«Suspenso tenían á Lotario las razones de Anselmo, y no sabía en
qué había de parar tan larga prevención ó preámbulo; y aunque iba
revolviendo en su imaginación qué deseo podría ser aquel que á su
amigo tanto fatigaba, dio siempre muy lejos del blanco de la verdad: y
por salir presto de la agonía que le causaba aquella suspensión, le dijo
que hacía notoiio agravio á su mucha amistad en andar buscando ro
déos para decirle sus más encubiertos pensamientos, pues tenía por
cierto que se podía prometer del, ó ya consejos ])ara contenellos. ó ya
remedio para cumplillos.
:^ — -Así es la verdad, respondió AnseluK»; y con esa confianza te hago
saber, amigo Lotario, que el deseo que me fatiga es de ver si Camila,
mi esposa, es tan buena y tan perfecta como yo pienso; y no puedo en-
terarme en esta verdad si no es probándola de manera, que la prueba
manifieste los quilates de su l)ondad, como el fuego nuiestra los del
l'ARTK i'KlMtnA.— OAI'ÍTUIA) XXXIII 2í) 1
no; i)orque yo teugo para mí, ¡oh amigo!, que no es una mujer más
)iiena de cuanto es ó no es solicitada, y (jue aquella sola es fuerte ([uc
w se dobla a las promesas, á las dádivas, á las lágrimas y á las conti-
mas importunidades de los solícitos amantes. Ponjue ¿qué hay que
igradecer, decía él, que una mujer sea buena, si nadie le dice que sea
nalaV ¿(^ué mucho que esté recogida y temerosa la que no le dan oca
sión para que se suelte, y la (jue sabe (.[ue tiene marido que en cogién
iola en la primera desenvoltura, la ha de (juitar la vida? Ansí que, la
■\ue es buena por temor ó por falta de lugar, yo no la quiero tener en
■iquella estima en ([ue tendré á la sohcitada y perseguida, que salió con
la corona del vencimiento: de modo ((ue, j)or estas razones y por otras
muchas que te pudiera decir para aci'editar y fortalecer la opinión que
tengo, deseo que Camila, mi esposa, pase por estas dificultades, y se
acrisole y quilate en el fuego de verse requerida y solicitada, y de
quien tenga valor para poner en él sus deseos; y si ella sale, como creo
que saldrá, con la palma desta batalla, tendré yo por sin igual mi ven-
tura; podré yo decir que está como el vaso de mis deseos; diré que me
cupo en suerte la mujer fuerte, de quien el Sabio dice que ¿quién la
hallará? Y cuando tsto suceda al revés de lo que pienso, con el gusto
de ver que acerté en mi opinión, llevaré sin pena la que de razón po-
drá causarme mi tan costosa experiencia. Y prosupuesto que ninguna
cosa de cuantas me dijeres en contra de mi deseo, ha de ser de algún
})rovecho para dejar de ponerle por la obra, quiero, ¡oh amigo Lotario!,
(jue te dispongas á ser el instrumento que labre aquesta obra de mi
gusto; que yo te daré lugar para que lo hagas, sin faltarte todo aquello
([ue yo viere ser necesario para solicitar á una mujer honesta, honra-
da, recogida y desinteresada. Y muéveme, entre otras cosas, á ñar de
ti esta tan ardua empresa, el ver que si de ti es vencida Camila, no ha
<le llegar el vencimiento á todo trance y rigor, sino á sólo tener por
hecho lo que no se ha de hacer por buen respeto; y así, no quedaré yo
ofendido más de con el deseo, y mi injuria quedará escondida en la
virtud de tu silencio; que bien sé que en lo que me tocare ha de ser
«'terno, como el de la muerte. Así que, si quieres que yo tenga vida
que pueda decir que lo es, desde lue^o has de entrar en esta amorosa
l)atalla, no tibia ni perezosamente, sino con el ahinco y diligencia que
¡ni deseo pide, y con la contianza que nuestra amistad me asegura.
;> Estas fueron las razones que Anselmo dijo á Lotario, á todas las
cuales estuvo tan atento, que si no fueron las que quedan escritas que le
«lijo, no desplegó sus labios hasta que hubo acabado; y viendo que
no decía más, después que le estuvo mirando un bu^n espacio, como
si mirara otra cosa que jamás hubiera visto, que le causara admiraciíhi
V espanto, le dijo: «No me puedo persuadir, ¡oh amigo Anselmo!, á que
no sean burlas las cosas que me has diclio; que, a pensar que de ve-
ras las decías, no consintiera que tan adelante i)asaras; porque con no
escucharte previniera tu larga arenca. Y sin duda imagino, o que no
me conoces, ó que yo no te conozco... perr- no; que bien sé (jue eres
Anselmo, y tú sabes que yo soy Lotario; el daño está en (pie yo pienso
252 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
que no eres el Anselmo que solías, y tú debes de haber pensado que
tam})oco yo soy el Lotario que debía ser; porque las cosas que me has
dicho ni son de a(|uel Anselmo mi aotiigo, ni las que me pides se han
de pedir á aquel Lotario que tú conoces; porque los buenos amigos han
de probar á sus amigos y valerse dellos, como dijo un poeta, ufiquo ad
aras; en que quiso decir que no se habían de valer de su amistad en
cosas que fuesen contra Dios. Pues si esto sintió un gentil de la amis-
tad, ¿cuánto mejor es que lo sienta el cristiano, (|ue sabe (|ue por nin-
guna humana ha de perder la amistad divina? Y cuando el amigo tira-
se tanto la barra, C{ue pusiese aparte los respetos del cielo por acudir á
los de su amigo, no ha de ser por cosas ligeras y de poco momento,
sino por aquellas en que vaya la honra y la vida de su amigo. Pues
dime tú ahora, Anselmo: ¿cuál destas dos cosas tienes en peligro, para
que yo me aventure á complacerte y á hacer una cosa tan detestable
como me pides? Ninguna por cierto: antes me pides, según yo entien
do, que procure y solicite ijuitarte la honra y la vida, y (quitármela á
mí juntamente; porque, si yo lie de i)rocurar quitarte la honra, claro
está que te c{UÍto la vida, pues el hombre sin honra peor es que un
muerto, y siendo yo el instrumento, como tú quieres que lo sea, de tan-
to mal tuvo, ¿no vengo á quedar deshonrado, y por el mismo consi-
guiente sin vida? Escucha, amigo Anselmo, y ten paciencia de no res-
ponderme hasta que acabe de decirte lo que se me ofreciere acerca de
lo que te ha pedido tu deseo; que tiempo (juedará para que tú me re-
pliques y yo te escuche.
»— Que me place, dijo Anselmo; di lo (|ue (quisieres.
«Y Lotario prosiguió diciendo: «Paréceme ¡oh, Anselmo!, que tieni ■^^
tú ahora el ingenio como el que siempre tienen los moros, á los cuales
no se les puede dar á entender el error de su secta con las acotaciones
de la Santa Escritura, ni con razones que consientan en especulación
del entendimiento ni que vayan fundadas en artículos de fe, sino que
les han de traer ejemplos palpables, fáciles, inteligibles, demostrativos,
indu)>itables, con demostraciones matemáticas que no se pueden negar,
como cuando dicen: Si de dos partes iguales quitamos partes iguales, la^
que quedan también son iguales: y cuando esto no entiendan de palabra,
como en efeto no lo entienden, báseles de mostrar con las manos, y po-
nérselo delante de los ojos; y aun con todo esto, no basta nadie con ellos
á persuadirles las verdades de nuestra sacra religión. Y este mesmo tér-
mino y modo me convendrá usar contigo, porque el deseo que er- ti ha
nacido va tan descaminado y tan fuera de todo aquello fjue tenga som-
bra de razonable, que me parece que ha de ser tiempo malgastado el
que ocupare en darte á entender tu simplicidad (que ytor ahora no le
quiero dar otro nombre); y aun estoy por dejarte en tu desatino, en
[)ena de tu mal deseo... mas no me deja usar deste rigor la amistad C{ue
te tengo, la cual no consiente que te deje puesto en tan manifiesto i>('
ligro de i)erderte. Y porque clavo veas, dime, Anselmo: ¿tú no me
has dicho que tengo de solicitar á una retirada, persuadir á una hones-
ta, ofrecer á una desinteresada, servir ;i una prudente? Sí me lo lias
l'AliTK l'RI.MEKA.- CAJ'ITILO XXXIII líOO
dicho. Pues si tú sabes que tienes mujer retirada, honesta, desinteresa-
da y prudente, ¿qué buscas? Y si piensas que de todos mis asaltos ha
<le salir vencedora, como saldría sin duda, ¿i{u6 mejores títulos piensas
darle después que los que ahora tieneV ¿O (¡ué será más después de lo
«|ue es ahora? Ó es que tú no la tienes }>or la cjue dices, ó tú no sabes
lo que pides: si no la tienes })or la que dices, ¿[>ara qué quieres ]>robar-
la, sino, como á mala, hacer della lo que más te viniere en gusto? Mas
si es tan buena como crees, impertinente cosa será hacer experiencia
de la mesma verdad, pues después de liecha, se ha de quedar con la es-
timación que primero tenía. Así que. es razón concluyente que el in-
tentar las cosas de las cuales antes nos puede suceder daño <jue prove-
cho, es de juicios sin discurso y temerarios, y más cuando quieren in-
tentar aquellas á que no son forzados ni compelidos, y que de muy
lejos traen descubierto que el intentarlas es manitiesta locura.
Las cosas diticultosas se intentan ]>or Dios, ó por el mundo, ó por
entrambos á dos: las ([ue se aconieten por Dios son las (jue aconietiei'on
los Santos, acometiendo á vivir vida de ándeles en cuerpos Immanos; las
[ue se acometen por respeto del nmndo son las de axiuellos que pasan
anta inhnidad de a^ua, tanta diversidad de climas, tanta extrañeza
le iícntes, por adquirir estos que llaman bienes de fortuna; y las que
■ic intentan |)or Dios y por el mundo juntamente S(M1 aquellas de los
>alerosos soldados, (pie apenas ven en el contrario nmro abierto tanto
spacio cuanto es el que pudo hacer una redonda bala de artillería,
•nando, puesto aparte todo temor, sin hacer discurso, ni advertir al jna-
litiesto })elijíro cjue Íes amenaza, llevados en vuelo de las alas del deseo
le volver por su t'e. por su níción y por su rey, se arrojan intrépi<la-
nente })or la mitad de mil contrapuestas nmertes que le esperan. Es- .
as cosas son las que suelen intentarse, y es hom-a, üloi-ia y provecho
ntentarlas. aunque tan llenas de inconvenientes y peligros; pero la (pie
ú dices, que quieres intentar y ])onei' por (jbra. ni te ha de alcanzar
•loria de Dios, bienes de fortuna, ni fama, con los hombre.^: por(|ne.
)nesto que saluas con ella como deseas, no has de quedar ni nia< ufa
u). ni más rico, ni más honrado que estás ahora; y .si no sales, te lia.-
le ver en la mayor miseria que imaginarse pueda; porque no te ha de
provechar pensar entonces (pie no sabe nadie la desgracia que te ha
ucedido; i)orque i)astará. ¡)ara afligirte y deshacerte, cjue la se))as tú
uesmo. Y para contirmación desta verdad, te (juiero decir una estancia
ue hizo el famo.so poeta Luis Tansilo, en el íin de su primera parte de
is Lúffrimas de S(/n Pedro, (pie dice así:
Crece t] dolor y creco la vergüenza
Ku Pedro cuando el día se ha mostrado;
Y aimqtic allí uo ve ú nadie, se avergUenza
De sí mi.sKio, por ver (jiie había pecado:
Que á uu maguáuinio pecho, á haber vergiieii/.a,
No sólo ha de moverle el ser mirado;
Que de sí se avergUenza cuando yerra
Si bien otro uo ve que cielo y tierra
.sí (pie, no excusarás con el secreto tu dolor; antes tendrás ([ue llorar
ontinuo. si no lágrimas de l(js ojos, lágrimas de sangre del corazón.
254 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
como las lloraba aquel simple doctor, que nuestro poeta nos cuenüi,
que hizo la prueba del vaso, que con mejor discurso se excusó de ha-
cerla el prudente Reinaldos; que puesto que aquello sea ficción poética,
tiene en sí encerrados precetos morales, dignos de ser advertidos y en-
tendidos é imitados; cuanto más, que con lo que ahora pienso decirte,
acabarás de venir en conocimiento del grande error que quieres
cometer.
»Dime, Anselmo: si el Cielo ó la suerte buena te hubiera hecho señor
y legítimo posesor de un finísimo diamante, de cuya bondad y quilates
estuviesen satisfechos cuantos lapidarios le viesen; y si todos á una voz
y de común parecer dijesen que llegaba en quilates, bondad y fineza á
cuanto se podía extender la naturaleza de tal piedra, y tú mesmo lo
creyeses así, sin saber otra cosa en contrario; ¿sería justo que te viniese
en deseo de tomar aquel diamante y ponerle entre un ayunque y un
martillo, y allí, á pura fuerza de golpes y brazos, probar si es tan duro
y tan fino como dicen? Y más: si lo pusieses por obra, ¡qué!; puesto caso
que la piedra hiciese resistencia á tan necia prueba, no por eso se le
añadiría más valor ni más tama; y si se rompiese, cosa que podría ser,
¿no se perdía todo? Sí por cierto, dejando á su dueño en estimación de
que todos le tengan por simple. Pues haz cuenta, Anselmo amigo, que
Camila es finísimo diamante, así en tu estimación como en la ajena, y
que no es razón ponerla en contingencia de que se quiebre; pues aun-
que se quede con su entereza, no puede subir á más valor del que ahora
tiene; y si faltase y no resistiese, considera desde ahora ¡cuál quedarías
sin ella, y con cuánta razón te podrías quejar de ti mesmo por haber
sido causa de su perdición y la tuya! Mira que no hay joya en el mundo
que tanto valga como la mujer casta y honrada, y que todo el honor de
las mujeres consiste en la opinión buena que dellas se tiene; y pues la
de tu esposa es tal, que llega al extremo de bondad que sabes, ¿para
qué quieres poner esta verdad en duda? Mira, amigo, que la mujer es
animal imperfecto, y que no se le han de poner embarazos donde tro-
piece y caiga, sino quitárselos y des})ejalle el camino de cualquier in-
conveniente, para que sin pesadumbre corra ligera á alcanzar la perfe--
ción que le falta, que consiste en el ser virtuosa.
» Cruentan los naturales que el arminio es un animalejo que tiene
una piel blanquísima, y que cuando quiereii cazarlo, los cazadores usan
deste artificio: que sabiendo las partes por donde suele pasar y acudir,'
las atajan con lodo, y después, ojeándole, le encaminan hacia aquel
lugar; y así como el arminio llega al lodo, se está quedo, y se deja
prender y cautivar, á trueco de no pasar por el cieno, y perder y ensu-
ciar su blancura, que la estima en más que la libertad y la' vida. La
honesta y casta mujer es arminio, y es más que nieve blanca y limpia
la virtud de la honestidad; y el que quisiere que no la pierda, antes la
guarde y conserve, ha de usar de otro estilo diferente que con el armi-
nio se tiene; porque no le han de poner delante el cieno de los regalos
y servicios de los importunos amantes; porque quizá, y aun sin quiz;!.
no tiene tanta virtud y fuerza natural, que pueda por sí mesma atrope-
l'AKTK PBIMEBA. CAPITULO XXXIII 255
ilai- y pasar por íuiuellos embarazos; y es necesario quitárselos, y ponerle
delante la limpieza .ie la virtud, y la belleza que encierra en sí* la buena
fama. Es asimesmo la buena mujer como espejo de cristal luciente y
claro; i)ero está sujeto á emi)añarse y escurecerse con cual(|uiera aliento
([uc le toque. liase de usar con la honesta nnijer el estilo que con las
i-clicpiias; adorarlas y no tocarlas. Hase de guardaí- y estimar la mujer
buena como se «guarda y estima un hermoso jardín^ (pie está lleno de
llores y ro.sas, cuyo dueño no consiente que nadie le pasee ni manosee;
basta que desde lejos, y por entre las verjas de hierro, .¡L;ocen de su fra-
gancia y hermosura. Finalmente, quiero decirte unos versos que se me
han venido á la memoria (que los oí en una comedia moderna), que me
parece c^ue hacen al propósito de lo que vamos tratando. Aconsejaba
un prudente viejo á otro, padre de una doncella, que la recoiriese, .guar-
dase y encerra.se; y entre otras i-azones, le dijo estas.
E ; de vidrio la mujor;
Pfro lio sp ha de probar
Si S"i ¡mede j no ijiiebrar,
* Porque todo podría s(>r.
Y «■.■< más lácil (•! quebrarle
Y uo es eordur.i pojur.se
A peligro de romperse
Lo que qiift im puedo «oldarüc
Y en e.sta opiaión e.:ten
Todos, y en razón la fundo
Que si hay Dáiiays en ci mundo
Hay pluvia.i de oro también.
l'uauto hasta aquí te he dicho, ¡olí Anselmo!, ha sido por lo (¡ue á ti te
toca, y ahora es bien que te diga algo de lo que á mí me conviene; y si
fuere largo, perdóname; que todo lo refiere el laberinto donde te has
entrado, y de donde quieres que yo te sa([ue.
/■Tú me tienes por amigo, y quieres quitarme la honra, cosa que es
contra toda amistad; y aun no S(')lo pretendes esto, sino que procuras
í^ue yo te la (luite á ti. Que me la quieres (juitar á mí está claro, pues
cuando C amila vea que yo la solicito, como me pides, cierto es que me
ha de tener por hombre sin honra y mal mirado, pues intento y hago
una cosa tan fuera de aquello á que el ser quien soy y tu amistad me
obliga. De que' quieres que te la quite á ti, no hay duda; porque vícl do
Camila <iue yo la solicito, ha de pensar que yo he visto en ella alguna
liviandad ([ue me d ó atrevimiento á descubrirle mi mal deseo; y te-
niéndose por deshonrada, te toca á ti, como á cosa suya, su misma des-
honra, y de aquí nace lo que comúnmente se platica, que el marido de
la mujer adúltera, puesto ([ue él no lo sei)a ni haya dado ocasión i)ara
• lue su mujer no sea la que debo, ni haya sido en su mano, con su
<lescuido y poco recato, estorbar su desgracia, con todo le llaman y le
nombran con nombre de vitupero y bajo, y en cierta manera le miran
los (jue la maldad de su mujer saben, con ojos de menosprecio, en cam-
bio de mirarle con los de lástima, viendo que, no })or su culpa, sino por
el gusto de su mala compañera, e^^tá en aquella desventura. Pero
quiérote decir la causa por (pié con justa razón es deshonrado el marido
B. F.— XX 18
25() DON QUIJOTE DE EA MANCHA
ava
(le la mujer mala, aunque él no se})a (jue lo es, eí ten<j,a culpa, ni h
sido parte, ni dado oeasióii para que ella lo sea; y no te canses de oirme:
que todo lia de redundar en tu provecho.
:< Cuando Dios crió á nuestro primero padre en el Paraíso terrenal
dice la divina Escritura (^uc infundió Dios sueño en Adán, y <iue es
tando durmiendo, le sacó una costilla del lado siniestro, de la cual foi
mó á nuestra madre Eva, y así como Adán despert<3 y la miró, dijo:
Esta es (-((me de mi canip tj hueso <Je mis' ]iu<'.sos. Y Dios dijo: Por ('shr
(Ir jará el liomhrr á su ¿)a(lr(' // madre. _// serán dos en mía carne inisma: y
entonces fué instituido el divino sacramento del matrimonio, con tales
lazos, <iue sola la muerte puede desatarlos. Y tiene tanta fuerza y virtud
este milagroso sacramento, que hace que dos diferentes personas sean
una misma carne; y aun hace más en los buenos casados: que, aun» pie
tienen dos almas, no tienen más de una voluntad, y de axpií viene ipie.
como la carne de la esposa sea una mesma con la del esposo, las man
chas que en ella caen, <) los defectos que se procura, redundan en la
carne del marido, auuíjue él no haya dado, como (^ueda dicho, ocasiíjn
para aiiuel daño; ponpie, así como el dolor del pie (') de cual;[uier
miembro del cuerpo humano, le siente todo el cuer}»), por ser tod(^ de
una carne mesma, y la cabeza siente el daño del tobillo, sin (jue ella se
le haya causado, así el marido es participante de la deshonra de la mu-
jer, por ser una mesma cosa con ella, y como las honras y deshonia-
del mundo sean todas y nazcan de carne y sangre, y las de la mujer
mala sean deste género, es forzoso que al marido le (juepa parte della>.
V sea tenido i)or deshonrado, sin (pie él lo sepa. Mira, pues, ¡oh Anscl
mo!, al peligro (|ue te i)ones en querer turbar el sosiego en ([ue tu buena
esposa vive; mira por cuan vana é im])ertinente curiosidad ([uieres re-
volver los humores, ([ue ahora están sosegados, en el pecho de tu casta
esposa; advierte <iue lo que aventuras á ganar es poco, y (4ue lo que
perderás será tanto, que lo dejaré en su punto, por([ue me faltan pala-
bras para encarecei'lo. Pero si todo cuanto he dicho no basta á moverle
de tu mal pro})(')sito. bien puedes buscar otro instrumento de tu d(^s-
honra y desventura, (|ue yo no pienso serlo, aun(pie por ello pierda tu
amistad, «lue es la mayor pérdida ({ue imaginar i)uedo.:)
Calló en diciendfresto el virtuoso y prudente Lotario, y Anselmo
(piedó tan confuso y pensativo, ([ue por un buen espacio no le pudo
responder palabra; pero en fin le dijo: Con la atención (jue has visto.
he escuchado, L(jtario amigo, cuanto has (pierido decirme; y en tus ra-
zones, ejemplos y comparaciones he visto la nmcha discreción (pie
tienes y el extremo de la verdadera amistad (|ue alcanzas; y asimesmo
veo y (^'onñeso ([ue, si no sigo tu parecer, y me voy tras el mío, voy
huyendo del bien y corrienclo tras el mal. Prosu])uesto esto, has de con-
siderar (pie yo padezco ahora la enfermedad (pie suelen tener algunas
mujeres, que se les antoja, comer tierra, yeso, carbón y otras cosas pc"
res, aun asquerosas para mirarse, cuanto más para comerse; asi qu
es menester usar de algún artificio para (|ue yo sane; y esto se pod
hacer con facilidad, S(')lo con que comiences, aunque tibia y fingida
ia
VAUTK I'KIMKKA. — OAl'lTL'LO XXXilI '¿.M
iiieiite, á solicitar n Camila; la cual no ha de ser tan tierna, que a los
I (rimeros encuentros dé con su honestidad por tierra; y con sólo este
jirincipio (juedaré contento; y tu habrás cumplido con lo que deVies a
nuestra amistad, no snlamente dándome la vida sino preservándome
íle no verme sin honra. Y estás obligado á liacer esto, por una razi'ni
sola, y es <[ue estando yo, como estoy, determinado de poner en plática
esta pruel)a, no has tu de consentir que yo dé cuenta de mi desatino a
otra persona C(^n (jue pondría en aventura el honor que tú jtrocuras (pie
no pierda; y cuando el tuyo no esté en el })unto que debe en la inten-
ción de Camila en tanto (|ue la solicitares, importa )>oco ó nada: pues
con l)rev(^dad, viendo en ella la entereza que esperamos, le podras decir
la pura verdad de nuestro artiticio, con que volverá tu crédito al ser
primero; y pues tan po:o aventnras. y tanto contento me puedes dar
aventurándote, no lo dejes de hacer, aunque más inconvenientes se te
ponuan delante; pues, como ya he dicho, con sólo cpie comiences, daié
por concluida la causa.
> Viendo Lotario la resoluta voluntad de Anselmo, y no sabiendo
<iué más ejemplos traerle ni qué mtls razones mostrarle |)ara que no la
siguiese, y viendo (¡ne le amenazaba que le dai'ía á otro cuenta i\t' su
mal deseo; por evita)' mayor mal, <leterminó de contentarle y hacer lo
que pedía, con j)rop(')SÍto é intención de guiar aquel negocio de modo,
((ue, sin alterar los pensamientos de Camila, quedase Anselmo sutisfe-
cho; y así. le respondió que no í-onmuicase su pensamiento con otro
alguno; que v\ tomaba ;i su cargo atiuella em})resa, la cual comenzaría
cuando á él le diese más gusto. Abrazóle Anselmo tierna y aaiorosa-
mente, y agradecióle su ofrecimiento, como si alguna grande merced
le hubiera hecho; y quedaron de acuerdo entre los dos que desde otro
día siguiente se comenzase la obra; (|ue él le daría lugar y tiempo en
(|ue a sus solas jnidiese hablar a Camila; y asimesmo le daría dinero.s y
joyas que ofrecerla y (¡ue darla. aconsej(')le que le diese músicas, (¡ue
escribiese versos en su alabanza, y (pie cuando él no quisiese tomar tra-
bajo de hacerlo, él mesmo los haría. A todo se ofreció Lotario, con
l>ien diferente intención «pie Anselmo pensaba; y con este acuerdo se
volvieron á casa de Anselmo, donde hallaron á Camila con ansia y cui-
dado, es])crando á su esposo, porque acjuel día tardaba en venir mas de
lo acostumbrado.
■ Fuese Lotario á su casa, y Anselmo (¡uedó en la suya tan contento
como Lotario fué })ensativo, no sabiendo qué traza dar para salir bien
fie acpiel inq)ertinenie negocio; pero aquella noche pensó el modo ([ue
tendría para engañar á Anselmo sin ofender :i Camila; y otro día vino
á comer con su amigo, y fué bien recebido de Camila, la cual le recebía
y regalaba con mucha voluntad, por entender la buena que su esposo
le tenía. Acabaron de comer, levantaron los manteles, y Anselmo dijo
;i Lotario (pie se (piedase allí con (.'amila, en tanto (pie él iba á un ne-
gocio hn'zoso; (pie dentro de hora y media volvería. ívogóle Camila que
no se fuese, y Lotario se ofreció á hacerle compañía; mas nada aprove-
chó con .\nselmo: antes in)]iortnn(') i\ Lotario (jue se quedase y le aguar-
25S DON QUÍJOTK DEJ[^A^tANCHA^_
I
dase porque tenía que tratar con él una cosa de mucha importancia.
Diio\Ím]!ién á Camila que no dejase solo á Lotario en tanto que el vol-
viese En efeto, él supo tan bien tino-ir la necesidad o necesidad de su
ausencia que nadie pudiera entender que era fingida. íuese Anselmo,
y quedaron solos á la mesa Camila y Lotario, «porque la demás o-entc
de casa toda se había ido á comer.
»Vióse Lotario puesto en la estacada que su ami-o deseaba, y con
el enemigo delante, que pudiera vencer con sola su hermosura a m.
escuadrón de caballeros armados: ¡mirad si era mzon que le temiern
L¿mño! Pero lo que hizo fué poner el codo sobre el bimo de la silh
V la mano abierta ¿n la mejilla; y pidiendo perdón a Camila del mal
Comedimiento, dijo que quería reposar un i-oco en tanto que Anselmo
volvía. Camila le respondió que mejor reposaría en el estrado ciue en
Va silla- V así le rogó se entrase á dormir en él. No quiso Lo ano, y alh
.se quedó dormido hasta que volvió Anselmo, el cual, como hallo a a-
mila en su aposento v á Lotario durmiendo, creyó que, como se había
Cdado tanto, va habrían tenido los dos lugar para hal)lar y aun para
Íonnii' V no ^ió la hora en que Lotario despertase para volverse con el
fuera v preguntarle de su ventura.
»Todo \e sucedió como él quiso. Lotano despertó y luego salienm
los dos de casa v le preguntó lo que deseaba, y le respondió lactario qi,
no le había parecido se? bien que la primera vez se descubriese del tod.-.
así no había hecho otra cosa que alabar á Camila de hermosa d-
ciéndole que en toda la ciudad no se trataba de otra cosa que de su her-
mosura V discreción, v que éste le había parecido buen principio j.am ^
^r^lknando la vohintad y disponiéndola á que otra vez le escucha- v
se con gusto, usando en esto del artificio que el demonio usa cuando
quiera engañar á alguno, que está puesto en atalaya de mirar por sl .
•que se transforma en ángel de luz, siéndolo él de tmieblas, y poniéndole
delane apariencias buenas, al cabo descubre quién es, y sale con su i -
Sni á los principios no es descubierto su engaño, lodo esto le
Sen ó mucho á Anselmo; y dijo que cada día daría el mismo mgar
aunque no, saliese de casa, porque en ella se ocu|mria en cosas que ( a-
mila no pudiese venir en conocimiento de su artiticio. , . , , ■
^.Sucedió pues que se pasaron muchos días que sm decir Lotario
palal^^ CamiK nSpondía á Anselmo que la hablaba, y ^amas pocha
saca d; la una pequeña muestra de venir en ninguna cosa, que m. m
uete- ni aun dar una señal de sombra de esperanza; antes dec.a que .
ainenazaba que si de aquel mal pensamiento no se quitaba, que lo ha-
bía de decir á su esposo. • .-^^ no,..íln 4 1«^ ..-
< Bien está, dijo Anselmo; hasta a.pií ha resistido Camila a las_ v.
labra, es menester ver cómo resiste á las obras; yo os daré mañana
líos mil escudos de oro, para que se los ofrezcáis y aun se os ^eis .
otros tantos para que compréis ]oya& con que cebarla que las mujf i
s uaen sí^- aficionadas, v más si son hermosas por mas castas que se...
le'lo de traerse bien v andar gaknas; y si ella resiste a esta tentación.
yo.quedaré satisfecho'y no os daré más pesadumbre^.
i
PAKTK l'IilMERA. CAPITULO XXXIII 25V)
iiutario respondió que ya (iiic bahía comenzado, (jue él llevaría
hasta '.4 lin aqueüa empre.sa; jmesto (jue entendía salir della cansado y
vencido.
»Otro día recibió los cuatro mil escudos, y con ellos cuatro mil con-
fusiones, porque no sabía qué liacerso })ara mentir de nuevo; pero en
efeto determinó de decirle que ("amila estaba tan entera á las dádivas
y j)romesas como á las palabras, y (pie no había para qué cansarse más
l)orqne todo el tiempo se uastaba en balde. Pero la suerte, que las cosas
uuial)a de otra manera, ordenó ijue, habiendo dejado Anselmo solos á
Lotario y á C amila, como otras veces solía, él se encerró en un aposen-
to, y })or los agujeros" de la cerradura estuvo mirando y escuchando lo
(]ue los dos trataban, y vio que en más de media hora Lotario no habló
palabra á Camila, ni se la hablara si allí estuviera un siolo, y cayó en
la cuenta de que cuanto su amigo le había dicho de las respuestas de
( 'amila, todo era íicción y mentira; y para ver si esto era ansí, sahó del
aposento, y llamando á Lotario aparte, le preguntó qué nuevas había y
de qué temple estaba Camila.
:> Lotario le respondió que no j)ensalta más darle puntada en aquel
negocio, porque respondía tan áspera y de.'^abridamente. (|ue no tendría
ánimo para volver á decirle cosa alguna.
» — ¡Ah, dijo Anselmo, Lotario, Lotario, y cuan mal correspondes á
lo <|ue me debes y á lo mucho que de ti confío! Ahora te he estado mi-
rando ])or el lugar que concede la entrada desta llave, y he visto ([ue
no has dicho i)alabra á Camila, por donde me doy á entender que aun
las primeras las tienes por decir; y si esto es así, como sin duda lo es,
¿para qué me engañas, ó por qué quieres quitarme con tu industria los
medios que yo podría hallar para conseguir mi deseo?
>No dijo más Anselmo; pero l)ast(') lo (pie había dicho para dejar
corrido y confuso á Lotario, el cual, casi como tomando i)or punto de
honra el haber sido hallado en mentira, juró á Anselmo que desde
aquel momento tomaba tan á su cargo el contentalle y no mentille,
cual lo vería si con curiosidad lo espiaba; cuanto más, que no sería
menester usar de ninguna diligencia, porque la (jue él pensaba poner
en satisfacelle le (juitaría de toda sospecha. Creyóle Anselmo, y para
dalle comodidad más segura y menos sobresaltada, determinó de hacer
ausencia de su casa por ocho días, yéndose á la de un amigo suyo,
que estaba en una aldea no lejos de la ciudad, con el cual amigo con-
certó que le enviase á llamar con muchas veras, para tener ocasión con
Camila de su partida.
» ¡Desdichado y mal advertido de ti, Anselmo! ¿Qué es lo c[ue hacesV
¿Mué es lo que traz^sV ¿Qué es lo que ordenasV Mira que haces contra
ti mismo, trazando tu deshonra y ordenando tu perdición. Buena es tu
esposa ( 'amila; quieta y sosegadamente la posees; nadie sobresalta tu
gusto; sus ]iensamientos no salen de las paredes de su casa; tú eres su
cielo en la tierra, el l)lanco de sus de.seos, el cumplimiento de sus gus-
tos y la medida por donde mide su voluntad, ajusfándola en todo con
la tuya y con la del cielo; pues si la mina de su honor, hermosura, ho-
2(10 DON QUIJOTE DK LA MANCHA
iiestidad y recogimiento te da sin ningún traluijo toda la riqueza que
tiene y tii puedes desear, ¿para qué (juieres aliondar la tierra y buscar
nuevas vetas de nuevo y nunca visto tesoro, }>(»niéndote á [)eligro que
todo venga al>ajo, pues en fin se sustenta sobre los débiles arrimos de
su Haca n-aturalezaV Mira que al que busca lo ini])Osible es justo que lo
posil>le se le niegue, como lo dijo mejor un })oeta. diciendo:
Uusoo eii la mncrte 1h vidii.
Salud cu la onfermedad,
Eu la prisión libertad,
En lo cerrado salida,
Y cu el traidor lealtad:
■Pero mi Huerto, de (luieu
Jamás espero algún l)ieu.
Con el cielo ha estatuido
Que. pues lo imposible pide.
Lo posible aun no me den.
Fuese otro día Anselmo á la aldea, dejand<7 dicho á Camila que el
tiempo que él estuviese ausente, vendría Lotario á mirar por su casa
V á comer con ella: que tuviese cuidado de tratalle como á su misma
persona.
Afligióse Camila, como mujer discreta y honrada, de la orden que
su marido le dejaba, y díjole que advirtiese (jue no estaba bien que na
die, él ausente, ocupase la silla de su mesa; y que si lo hacía por no
tener confianza que ella sabría gobernar su casa, que i)rol)ase ]>or
aquella vez, y vería por experiencia cómo para mayores cuidados era
bastante.
» Ansehno le replic(> (^ue aquel era su gusto, y (pie no tenía más qui'
luicer (jue ])ajar la cabeza y obedecelle.
Camila dijo (pie ansí lo haría, ann((ue contra su voluntad.
Partióse Anselmo , y otro día vino á su casa Lotario, donde fué
iccibido de Camila con amoroso y honesto acogimiento; la cual jamás
se puso (MI parte donde Lotario la viese a solas; })or(iue siempre andal)a
roileada de sus criados y criadas, especialmente de una doncella suya,
lia .nada Leonela, á quien ella mucho quería, })or haberse criado desdcí
niñas las do? juntas en casa de los }>adres de Camila, y cuando se casó
con Anselmo, la trujo consigo. En los tres días i)rimeros nunca Lotario
le dijo nada, aun(iue pudiera cuando se levantaban l(js manteles y la
gente se iba á comer, con mucha priesa, [)orque así se lo tenía manda-
do Camila; y aun tenía orden Leonela que comiese primero ([ue Cami-
la, y que de su lado jamás se quitase; mas ella, que en otras cosas de
su gusto tenía puesto el pensamiento, y había menester aquellas
horas y aquel lugar para ocuparle en sus contentos, no cumplía todas
las veces el mandamiento de su señora; antes los dejaba solos, como
si a(|uello le hubieran mandado; mas la honesta presencia de Camila,
la gravedad de su rostro, la compostura de su persona era tanta, que
ponía freno á la lengua de Lotario. Pero el |)rovecho que las muchas
virtudes de Camila hicieron, poniendo silencio en la lengua de Lotario.
redundó más en daño de los dos; })orque, si la lengua callaba, el ]íensa-
I
I'UIMKRA PAKTK. — CAPÍTULO XXXIIi -<)1
miinitt) tliscunía. y tenía lu.uar <lo contemplar parte [lor [¡arte todos k»s
<-xtrenios de bondad y de hermosura que Camila tenía, bastantes á ena-
morar una estatua de nuirmo!, no que un corazón de carne.
Mirábala Lotario en el luuar y espacio ([ue había de hablarla, y
consideraba cuan digna era de ser amada; y esta consideración cinnen-
/.(■) poco á poco á dar asaltos á los res}»etos (|ue á Anselmo tenía; y mil
veces quiso ausentarse de la ciudad, y irse donde jamás Anselmo le vie-
se á íl, ni él viese á Camila; mas ya le hacía inij)edimento y detenía el
uusto que hallal)a en mirarla. Hacíase tuerza y peleal)a consigo mismo,
por ílesechar y no sentir el contento que le llevaba á mirar á Camila;
< ulpál>ase á solas de su desatino, llamábase mal amigo y aun mal cris-
tiano; hacía discursos y comparaciones entre él y Anselmo, y todos })a-
raban en decir que más había sido la locura y contianza de Anselmo
<|ue sería su poca fidelidad, y <|ue si así tuviera disculpa para con Dios
<()mo para con los iiombres de lo (jue pensaba iiacer, (pie no temiera
pena por su culi)a.
»En et'eto, la hermosura y la bondad de Camila, juntamente con
la ocasión que el ignorante marido le había puesto en las manos, dieron
con la lealtad de Lotario en tierra; y sin mirar (»tra cosa que aquella á
que su gusto le inclinaba, al cabo de tres días de la ausencia de Ansel-
mo, en los cuales estuvo en continua batalla i)or resistir á sus deseos,
comen/ó á rc(juebrar á Camila con tanta turbación y con tan amoro.sas
razones, que Camila (jued(') suspensa, y no hizo otra cosa que levantar-
se de donde estaba, y entrarse en su aposento sin resi>ondelle j>alal)ra
alguna; mas no i>or esta setjuedad se desmayó en Lotario la esperanza.
(|Ue siempre nace juntamente con el amor; antes tuvo en más á Cami-
la; la cual, habiendo visto en Lotario lo (pie jamás pensara, no sabía
<|ué liacerse; y [¡areciéndole no ser cosa segura ni bien hecha darle oca
sion ni lugar á que otra vez la haidase. determinó de enviar aquella
misma noche, como lo hizo, á un criado suyo con un l)illetc ¡i .\nselmo.
donde lo escribió estas razones.
CAPITULO XX XIV
Donde se prosigue la novela del Curioso impertinente.
8Í como suele decirse c[ue parece mal el ejército sin su !j;cner;;it
»_y el castillo sin su castellano, digo yo que parece muy peor la
iu»\ » mujer casada y moza sin su marido, cuando justísimas oca- ^
%^ »siones no lo impiden. Yo me hallo tan mal sin vos, y tan im- '.
■> posibilitada de no })oder sufrir esta ausencia, que si presto no venís me
>diabrc de ir á entretener en casa de mis padres, aunque deje sin guar-
da la vuestra; porque la que me dejastes, síes que quedó con tal titn
lo, creo ([ue mira más por su gusto que por lo que á vos os toca; y
.>pues sois discreto, no tengo más (¡ue deciros, ni aun es bien (íu^ ;iiá-^
>-'0s diga.)^
:>Esta carta recibió Anselmo, y entendió poi' ella ([ue Lotario lial>íii
ya comenzado la empresa, y que Camila debía de haber, respondido
como él deseaba; y alegre sobremanera de tales nuevas, respondió á
Camila de palabra que no hiciese mudamiento de su casa en modo nin-
guno, porque él volvería con mucha brevedad. Admirada quedó ( 'amiln
de la respuesta de Anselmo, que la puso en más contusión que primero;
porque ni se atrevía á estar en su casa, ni menos irse á la de sus padres,
porque en la quedada corría peligro su honestidad, y en la ida iba con
tra el mandamiento de su esposo. En fin, se resoWió en lo que le estuvo
peor, (|ue fué en el quedarse, con determinación de no huir la presencia
de Lotario, por no dar ([ue decir á sus criados; y ya le pesaba de haber
escrito lo que escribió á su esposo, temerosa de que no pensase que
Lotario había visto en ella alguna desenvoltura, que le hubiese movido
PAKTE PRIMEKA. — CAPITULO XXXIV ^2^'^'^
lá no <]!:nardálle el decoro qno debía; pero, fiada en su bondad, se fió en
Dios y en su buen pensamiento, con (|ue pensaba resistir callando á todo
aqueilo que Lotario decirle quisiese, sin dar más cuenta á su marido,
por no })onerle en alguna j^endencia y trabajo; y aim andaba buscando
manera cómo disculpar á f.otario con Anselmo, cuando le pregimtr.-c
la ocasión que le liabía niínido á escribirle aquel papel. Con estos peí;
samienfos, más bonrados que acertados ni provecbosos, estuvo otro día
escucliando á Lotario, el cual cbtíxó la mano de manera, que comenz''>
á titubear la firmeza de Camila, y su honestidad tuvo harto que hacer
■en acudir á los ojos, para que no diesen muestras de alguna amorc^síi
compasión, (}ue las lágrimas y las razones de Lotario en su pecho ha.
bían despertado. Todo esto notaba Lotario, y todo le encendía. Final
mente, á él le pnreció que era menester, en el espacio v lugar que daba
la ausencia de Anselmo. ai)retar el cerco á aquella fortaleza; y así, acó
metió á su presunci(')n con las alabanzas de su hermosura; porque no
liay cosa (jue más presto rinda y allane las encastilladas torres de la va
nidad de las hermosas (jue la misma vanidad, ])ueí-ta en las lenguas d<;
la adulación. En et'eto, él con toda diligencia, minó la roca de su ente
reza con tales pertrechos, (pie aun(|ue Camila fuera toda de bronce, vi
niera al suelo.
»Lloró, rogó, ofreció, adul<'), portió y ungió Lotario con tantos s(mi-
timientos, con nmestras de tantas veras, que dio al través con el recato
de Camila, y vino á triunfar del cuando menos se pensaba y más de-
seaba. Rindióse Camila, ( 'amila se rindió; pero ¿qué mucho, si la amis-
tad de Lotario no quedó en pieV Ejemplo claro que nos muestra que
sólo se vence la pasión amorosa con huilla, y que nadie se ha de poner
á brazos con tan poderoso enemigo; porque es menester fuerzas divi-
nas para vencer las suyas humanas. Sólo supo Leonela la flaqueza de
su señora, porque no se la pudieron encubrir los dos malos amigos
y nuevos amantes. No quiso Lotai-:o decir á Camila la pretensión de
Anselmo, ni f{ue él le había dado lagar para llegar á aquel punto, por
(|ue no tuviese en menos su amor, y })ensase que así, acaso y sin pen
sar, y no de propósito, la habír. solicitado.
'Volvió (le allí á pocos días Anselmo á su casa, y no echó de verlo
<iue faltaba en ella, que era lo que en menos tenía y más estimaba. Fue-
se luego á ver á Lotario, y hallóle en su casa, abrazáronse los dos, y el
uno preguntó por las nuevas de su vida ó de su muerte.
> — Las nuevas que te })odréda]' ¡oh amigo Anselmo!, dijo Lotario, son
de que tienes una mujer que dignamente puede ser ejemplo y corona
de todas las mujeres buenas: las ])alabras c[ue le be dicho se las ha He
vado él aire, los ofrecimientos se lian tenido en poco, las dádivas no so
han admitido, de algunas lágrimas fingidas mías se ha liecho burla no
table. En resoluci(')n, así como Camila es cifra de toda belleza, esarclii
vo donde asiste la honestidad y vive el entendimiento y el recato, y to
das las virtudes que pueden hacer loable y bien afortunada á una íion
rada mujer. Vuelve á tomar tus dineros, amigo; que aquí los tengo, sin
haber tenido necesidad de tocar á ellos; que la entereza de Camila no
204 DO>' QUIJOTE líE LA. 31 ANCHA
se rinde á cosas tan bajas como son dádivas ni promesas. Conténtate.
Anselmo, y no quieras liacer más i)ruebas de las hechas; y pues á pit-
cEJuto has i)asado el mar de las dittcultades y sospechas que de las mu
jeres suelen y ]»ueden tenerse, no quieras entrar de nuevo en el pro-
fundo piélaii'o de nuevos inconvenientes , ni quieras hacer experiencia
con otro piloto de la bondad y fortaleza del navio que el cielo te dio cu
suerte para que en él pasases la mar deste mundo, sino haz cuenta que
estás ya en seguro puerto, y atérrate con las áncoras de la buena con-
sideración, y déjate estar liasta que te vengan á ])edir la deuda que no
hay hidalguía humana Cjue de pagarla se excuse.
>' Contentísimo quedó Anselmo de las razones de Lotario, y así >(■
las creyó como si fueran dichas j)or algún oráculo; pero, con todo eso.
le rogó que no dejase la empresa, aunque no fuese más de por curiosi-
dad y entretenimiento y auníjue no se a])rovechase de allí adelante con
t^amila de tan ahincadas diligencias como hasta entonces; y que sólo
((uería que le escribiese algunos versos en su alabanza, debajo del nom-
bre de Clori, porque él le daría á entender á Camila que andaba ena-
morado de una dama, á quien le bahía puesto aquel nombre por po-
der celebrarla con el decoro que á su lionestidad se le debía; y que
cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de esci'ibir los versos, que él
los haría.
. — No será menester eso, dijo Lotario, pues no me son tan enemi-
gas las nmsas, que algunos ratos del año no me visiten; dile tú á C-ami-
la 1(» que has dicho del tingimiento de mis amores; que los versos yo
los haré, y si no tan buenos cf)mo el sujeto merece, serán ])or lómenos
los mejores (jue yo pudiere.
• Quedaron deste acuerdo el impertinente y el traidor amigo; y vuel-
to Anselmo á su casa, preguntó á Camila lo que ella ya se maravillaba
(¡ue no se lo hubiese preguntado, que fué que le dijese la ocasión por
qué le había escrito el pajtel que le envió. Camila le respondió que le
liabía parecido que Lotario la miraba un poco más desenvueltamente
(pie cuando él estaba en casa; pero que ya estaba desengañada, y creía
que ha})ía sido imaginación suya, porque ya Lotario huía de vella y de
estar C(m ella á s(»las. Díjole Anselmo cpie bien podía estar segura de
aquella sospecha, porque él sabía que Lotario andaba enamorado de
una doncella principal de la ciudad, á quien él celebraba debajo del
nombre de Clori, y que, aunque no lo estuviera no había que temer de
la verdad de Lotario y de la mucha amistad de entrambos; y á no es-
tar avisada Camila de Lotario de que eran fingidos aquellos amores de
Clori, y que él se lo había dicho á Ansehno por poder ocuparse algunos
ratos en las mismas alabanzas de Cánula, ella sin duda cayera en la
desesj)erada red de los celos; mas. por estar ya advertida, pasó aquel
sobresalto sin ])esaduml)re.
»Otro día, estando los tres sobremesa, rogó Anselmo á Lotario dije-
se alguna cosa de las que había compuesto á su amada Clori; que, pues
Camila no la conocía, seguramente podía decir lo que quisiese.
» — Aunque la conociera, respondió Lotario. no enculM-iera yo nada;
PAKTE l'EIMEBA. — CAPÍTULO XXXIV ^ÍJf)
porque cuiíiuio aluiin aiimiito loa á su dama de liermosa, y la nota de
cruel, iiin.ííün oprobio hace á su buen crédito; pero, sea lo que fuere, lo
que sé decir, (|ue ayer hice ur. soneto á la iiiiiratitud desta Cloj'i, (jue
•dice Hiisí:
SOXK.TO
Kii el siloiK-io de la iioclio. cuando
Oi-upa el dulce sueño i loa mortuU's.
La pobre cuenta de mis ricos males
l'stoy al Cielo y .-i mi Clori dando.
• Y al tiempo cuando el Sol ge v:i mostrando
I'or las rosadas puertas orientales.
(!on suspiros y acentos desiguales
\'oy la antigua «luerella renovando.
Y cuado el Sol de su estrellado asiento
ücr.'chos rayos :í la tierra envía,
i;i ¡lanto crece, y doblo los fíeniidos.
* Vuelve la noche, y vuelvo al triste cnohlo
Y s¡< lüpre hallo en mi mortal i)orfía
.\1 Cielo sordo, á Clori sin oídos.
llieu le pare:-it'> el rfí>iieto á Camila, pero mejor á Anselmo, jmes le
idabó, y dijo que era demasiadamente^ cruel la dama <pic ;í tan clai'as
verdades no respondía.
•A lo que dijo Camila: < ¡l>ue,<;(> todo aípiello <|ue los j»octas ciiaino-
irados dicen es ^'erdad!
— En cuanto i)oetas. no la dicen, respondi(') i>otario; mas en cuanto
enamorados, siempre (juedan tan cortos como verdaderos.
— No hay duda deso. repitió Anselmo: todo })or apoyar y acredítal-
os j>ensamientos de Lotario con Camila, tan descuidada del artificio de
An.selmo, como ya enamorada de I^otario; v así, am el gusto (|ue de
sus cosas tenía, y iiuis teniendo por entendido í(ue sus deseos y escritos
a ella se encaminaban, y que ella era la verdadera Clori. le ntuó (¡ue si
otro soneto ú otros versos sabía, los dijese.
— Sí sé, respondió Lotario; pero no creo que es uní bueno como el
primero, ó j>or mejor decir, tan menos malo, y ])odréislo bien juzgar,
pues es este: *
s(ixr;T()
Yo se (lue muero: .v si no soy creído.
K.-i más cierto el morir, como es miis ciert.i
Verme á tus pies ;oh bella ingrata' muer*<)
Antes que de adorarte arrepentido.
I'odrc yo verme en la región de olvido.
De vida j' gloria .v de favor desierto,
Y allí verse podra en mi jiecUo abierto
Cómo tu hermoso rostro está esculfiido.
Que esta reliquia guardo para el duro
Trance que me amenaza mi porfía,
Que en tu mismo rÍKor se fortalece.
' Ay de aquel que navega, el cielo obscuro.
Por mar no usado y peligrosa vía,
Adonde norte ó puerto no se ofrece.
/rarabiéii alalx» este segundo sonet(» Anselmo, como había hecho
con el primero, y desta manera iV)a añadiendo eslab<')n á eslabón á la
2G() D0>' QUIJOTE DE LA MANCHA
cadena con que se enlazaba y trababa su deshonra; pues cuando iw.
Lotario le deshonraba, entonces le decía que estaba más honrado; y
con esto, todos los escalones que Camila bajaba hacia el centro de su :
n.ienosprecio, los subía en la opinión de su marido, hacia la cumbre de '
la ñrtud y de su buena fama.
» Sucedió en esto que hallándose una vez, entre otras, sola Camila ■
con su doncella, le dijo: <íCorrida estoy, amiga Leonela, de ver en cuilUv
poco he sabido estimarme, pues siquiera no hice que con el tiemi>o
comprara Lotario la entera posesión que le di tan presto de mi volun- ■
tad. Temo cpie ha de desestimar mi presteza ó ligereza, sin que eche de
ver la fuerza que él me hizo para no poder resistirle.»
» — No te dé pena eso, señora mía, respondió Leonela; (jue n(j (piita
la monta, ni es causa para menguar la estimación, darse lo que se da
presto, si en efeto lo que se da es bueno, y ello pOT sí digno de esti
marse; y aun suele decirse que el que luego da, da dos veces.
;> — También se suele decir, dijo Camila, que lo que cuesta poco se
estima en menos.
» — No corre por ti esa razón, respondió Leonela, porque el amor^
según he oído decir, unas veces vuela y otras anda; con éste corre,,
y con aquel va despacio; á unos entibia, y a otros abrasa; á uno«
hiere, y á otros mata; en un niesmo punto comienza la carrera de sus.
deseos, y en aquel mesmo punto la acaba y concluye; por la mañana
suele poner el cerco á una fortaleza, y á la noche la tiene rendida,
porque no hay fuerza que le resista: y siendo así, ¿de qué te espantas
ó de qué temes, si lo mismo debe de haber acontecido á Lotario,
habiendo tomado el amor por instrumento de rendiros la ausencia de
mi señor? Y era forzoso (jue en ella se concluyese lo que el amoi- tenía
determinado, sin dar tiempo al tiempo, para ([ue Anselmo le tuviese
de volver, y con su presencia quedase imperfecta la obra; porque el
amor no tiene otro mejor ministro para ejecutar lo que desea que es
la ocasión; de la ocasión se sirve en todos sus hechos, principalmente
en los i)eligrosos. Todo esto sé yo iftuy bien, más de experiencia (jue de
oída, y algún día te lo diré, señora; que yo también soy de carne y
de sangre moza, cuanto más, hermosa Camila, que no te entregaste
ni diste tan luego, que primero no hubieses visto en los ojos, en los
suspiros, en las razones y en las promesas y dádivas de Lotario toda
su alma, viendo en ella y en sus virtudes cuan digno era Lotario de
ser amado. Pues si esto es ansí, no te asalten la imaginación esos
escrupulosos y melindrosos pensamientos, sino asegúrate que Lotario
te estima como tú le estimas á él, y vive con contento y satisfacion
de que, ya que cai-ste en el lazo amoroso, es el que te aprieta de valor
y de estima, y que no sólo tiene las cuatro SS que dicen que han de
tener los buenos enamorados, sino todo un A, B. C entero; si no, es-
cúchame y verás cómo te le digo de coro.
»E1 es, según yo veo y á mime parece, ayrarlccido. hiioio, (■((baUcyu.
dadivom, enamorado, firme, gallardo, honrado, ilustre. IcaJ. mo.^o. nohle^
ones'to, principal. (jnanfinso, rico, y las SS que dicen, y luego f/tcifo..
l'ARTE I'UIMEBA. CAPÍTULO XXXVI 2(>7
ifladcro: la X no le cuadra porque es letra áspera; la Y ya está dicha;
la Z zelador de tu honra.»
V Rióse Camila del A, B, C de su doncella, y túvola por más plática
*n las cosas de amor que ella creía; y así lo confesó ella, descuhriendo
á (Jámila cómo trataba amores con un mancebo bien nacido de la
misma ciudad; de lo cual se turbó Camila, temiendo que era aquél
•camino por donde su honra {)odía correr riesgo. A}>uróla si pasaban
sus pláticas á más (jue serlo. Ella, con poca vergüenza y mucha
•desenvoltura, le respondió (lue si pasaban; porque es cosa ya cierta
•que los descuidos de las señoras quitan la vergüenza á las criadas, las
-cuales, cuando ven á las amas echar traspiés, no se les da nada á ellas
-de cojear, ni de ([ue lo sepan. No i)udo hacer otra cosa Camila sino
rogar á Leonela no dijese nada de su hecho al que decía ser su amante,
j que tratase sus cosas con secreto, porque no viniesen á noticia de
Anselmo ni de Lotario. Leonela respondió que así lo haría; mas
•cumpliólo de manera, que hizo cierto el temor de Camila, de que por
•ella había de perder su crédito; [)ori(ue la deshonesta y atrevida
Leonela, desi)ués que vio que el proceder de su ama no era el ([ue
solía, atrevióse á entrar y poner dentro de casa á su amante, confiada
que, aunque su señora le viese, no había de osar descubrille; que este
daño acarrean, entre otros, los pecados de las señoras; que se hacen
esclavas de sus mismas criadas, y se obligan á encubrirles sus des-
honestidades y vilezas, como aconteció con Camila, que auní^ue vio
una y muchas veces que Lc-onela estaba con su galán en un aposento
de su casa, no sólo no la osaba reñir, mas dábale lugar á que lo
encerrase, y ([uitábale todos los estorbos, para que no fuese visto
<le su marido. l*ero no pudo quitar que Lotario no le viese una
vez salir al romper del alba; el cual, sin conocer quién era, pensó pri-
mero que debía de ser algún fantasma; mas cuando le vio caminar, em-
l)ozarse y encubrirse con cuidado y recato, cayó de su simple pensa-
miento, y dio en otro ((ue fuera la perdición de todos, si Camila no lo
remediara.
> Pensó Lotario (jue acjucl hombre que había visto salir tan á desho-
ra de casa de xVnselmo, no había entrado en ella })or Leonela, ni aun se
acordó si Leonela era en el mundo; sólo creyó que Camila, de la
misma manera (|ue había sido fácil y ligera con él, lo era. para otro;
«^ue estas añadiduras trae consigo la maldad de la mujer mala, que
l>ierde el crédito de su honra con el mismo á quien se entregó, rogada
y })ersuadida, y cree que con mayor facilidad se entrega á otros, y da
infalible crédito á cualquiera sospecha que desto le venga. Y no parece
sino que le faltó á Lotario en este punto todo su buen entendimiento,
y se le fueron de la memoria todos sus advertidos discursos; pues sin
hacer alguno que bueno fuese, ni aun razonable, sin más ni más, antes
que Anselmo se levantase, impaciente y ciego de la celosa rabia c[ue
las entrañas le roía, murie.nd(j por vengarse de Camila, que en ninguna
cosa le había ofendido, se fué á Anselmo y le dijo: «Sábete, Anselmo,
que ha muchos días que he andado peleando conmigo mesmo, hacién-
2G8 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
dome t'ner/.a a no decirte lo que ya no es posible ni justo (jue más te en-
cubra; sábete (jue la fortaleza de Camila está ya rendida y sujeta á torio
aquello que yo ([uisiere liacei* della; y si lie tardado en descubrirte esta
verdad, ha sido })or ver si ei-a algún liviano ant!)jo suyo, ó si lo hncía
por probarme y ver si eran con })ropósito firme tratados los amores que
con tu licencia eí)n ella be comenzado. Creí ansimismo que ella, si fue-
ra la ([ue debía y la ((ue entrambos pensábamos, ya te hubiera dado
cuenta de mi solicitud; })ero, liabiendo visto (¡ue se tarda, conozco (¡ue
son verdaderas las promesas que me ha dado de (pie. cuando otra xoa
hagas ausencia de tu casa, me hablará en la recámara donde está el re-
puesto de tus alhajas (y era la verdad ([ue allí le solía hablar ( 'aniila);
y no (juiero que precipitosamente corras á hacer alguna venganza, pues
no está aún cometido el pecado, sino con pensamiento, y podría ser
que. deste hasta el tiemi)o de ponerle por obra, se mudase el de Cami-
la, y naciese en su lugar el arrepentimiento; y así, ya que en todo ó en
parte has seguido siempre mis consejos, sigue y guarda uno que ahoi'a
te daré, para <]ue sin engaño y con maduro advertimiento te satisfagas
de aquello ([ue más vieres que te convenga. Finge rpie te ausentas ])()r
dos ó tres días, como otras veces sueles, y haz de manera que te queo
escondido en tu recámara; pues los tapices que allí hay, y otras cosa-
con ([ue te ])uedas encubrir, te ofrecen mucha comodidad: entonces ve-
rás por tus mismos ojos, y yo por los míos lo ([ue Camila (|uiere; y si
fuere la maldad ([ue se puede temer antes (|ue esperar, con silencio, sa-
gacidad y discreción podrás ser el verdugo de tu agravio. ;>
-Absorto, suspenso y admirado quedó Anselmo con las razones de
Lotario, porque le cogieron en tiempo donde menos las esperaba oir:
porque ya tenía á Camila ])or vencedora de los fingidos asaltos de Lota-
rio, y comenzaba á gozar la gloria del vencimiento.
:>Callando estuvo por un buen espacio, mirando al suelo sin mo-
ver pestaña, y al cabo dijo: «Tú lo has heclio, Lotario, como yo es-
])eraba de tu amistad; en todo he de seguir tu consejo: haz lo <jue (jui
sieres y guarda a(|uel secreto (|ue ves (|ue conviene en caso tan no }>en-
sado.»
Prometióselo Lotario, y en aj)artándose del. se arrepintió totalmen-
te de cuanto le había dicho, viendo cuan necio había andado, pues [)u-
diera él vengarse de Camila, y no por camino tan cruel y tan deshonra-
do. Maldecía su entendimiento, afeaba su ligera determinación, y no
sabía (|ué medio tomar para deshacer lo hecho ó para dalle alguna ra-
zí)nal)le salida. Al fin acordó de dar cuenta de todo á Camila; y como
no faltaba lugar para poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola; y
ella, así como vio que la podía hablar, le dijo: < Sabed, amigo Lotario
«|ue tengo una ])ena en el corazón, que me la af»rieta de suerte, que ]ia
rece (|ue quiere reventar en el j)echo, y ha de ser maravilla si no lo hace:
j)ues ha llegado la desvergüenza de Leonela á tanto, (jue cada noche
encierra á un galán suyo en esta casa, y se está con él hasta el día. tan
;i costa de mi crédito, cuanto le quedará campo abierto de juzgarlo al
que le viere salir á horas tan inusitadas de mi casa; y loque me fatÍL;a
PARTE PBIMEIÍA. — CAPÍTULO XXXIV 2(>'.)
és, ([ue no la puedo castijíar ni reñir; que el ser ella secrt'tario de nues-
tros tratos me lia jaiesto un freno en la l)oea j)ara callai- los suyof^. y
temo que de acjuí ha de naeer alíj;ún mal suceso.
Al princi])io (jue Camila esto decía, creyó Lotario <iue era artitieio
para desmentille con (jue el hombre que había visto salir era de í^eone-
la, y no suyo; pero viéndola llorar y afligirse y pedirle remedio, vino a
creer la verdad y en creyéndola, acalx» de estar confuso y arre[»entido
del todo; pero, con todo esto, respondió a Camila (pie no tuviese jiena.
(pie él ordenaría remedio ))ara atajar la insolencia de I^eonela; díjole
asimismo lo <[ue, instigado de la furiosa rabia de los celos, había «licho
á Anselmo, y cómo estaba concertado de esconderse en la recámara,
para ver desde allí á la clara la poca lealtad que ella le guardaba: |»idi<'>-
le i)erdón desta locura, y consejo })ara i»oder remedialla y salir bien de
tan revuelto laberinto como en el que su mal discurso le había puesto.
F.s})antada (piedí) Camila de oir lo que Lotario le decía, y con mucho
enojo y nmchas y discretas razones le riñó y afeó su mal pensamiento y
la simple y mala determinación <|ue había tenido; pero, como natural-
mente tiene la mujer ingenio presto para el bien y jtara el mal más que
el varón, [)uesto qne le va faltando cuando de [)ropósito se pone a hacei-
discursos, luego al instante hall(') Camila el modo de remediarían al )»a-'
lecer inremediable negocio, y dijo á Lotario (pie procurase (jue otro día
se escondiese Anselmo donde der-ía, [>orque pensaba sacar de su escon-
dimiento comodidad para ijue desde allí en adelante los dos se gozasen
sin sobresalto alguno; y sin declararle del todo su pensamiento, le ad-
virtií) ({ue tuviese cuidado que, en estando Anselmo escondido, él vinie-
se cuando Leonela le llamase, y (jue á cuanto ella le dijese, le respon-
diese como respondiera cuando no supiera que Anselmo le escuchaba.
Porñó Lotario (jue le acabase de declarar su intenci(')n, ponpie con
nuis seguridad y aviso guardase todo lo que viese ser necesario.
Digo, dijo ('amila, que no hay más (pie guardar, si no fuere r< -
ponderme como yo os preguntare»; no (pieriendo Camila darle antes
cuenta de lo ([ue [)ensaba hacer, temerosa ([ueno quisiese seguir el ]k\-
recer (pie á ella tan bueno le parecía, y siguiese ó buscase otros, (pie w>
podían ser tan buenos.
Con esto se fué Lotario, y Anselmo otro día. con la excusa de ir a
aquella aldea de su amigo, se i)artió y volvió á esconderse; que 1m
pudo hacer con comodidad, porque de industria se la dieron Camila y
Le(^)nela.
Escondido, pues, Anselmo, con aí^uel sobresalto ([ue se ])uede ima-
ginar (pe tendría el ({ue esperaba ver por sus ojos hacer notomía de las
entrañas de su honra, y verse á pique de perder el sumo bien que i-I
pensaba (pie tenía en su (¡uerida Camila; seguras ya y ciertas Camihi y
Leonela que Anselmo estaba escondido, entraron en la recamara, \"
apenas hubo puesto los pies en ella Camila, cuando, dando un grande
suspiro, dijo: ¡Ay Leimela amiga! ¿No sería mejor (jue antes (jue llega-
se á poner en ejecución lo que no quiero que sepas, ])orque no procures
estorbarlo, que tomases la daga de Anselmo (pie te he pedido, y pasa-
270 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
ses con ella este infame pecho míoV Pero no hagas tal; que no será ra-
zón que yo lleve la pena de la ajena culpa. Primero quiero saber qu»'
es lo c[ue vieron en mí los atrevidos y deshonestos ojos de Lotario, que
fuese causa de darle atrevimiento á descubrirme un tan mal deseo como
es el que me ha descubierto, en desprecio de su amigo y en deshonra
mía. Ponte, Leonela, á esa ven.tana, y llámale; que sin duda alguna él
debe de estar en la calle, esperando poner en efeto su mala intención;
})ero primero se pondrá la cruel cuanto honrada mía.
» — ¡Ay señora mía, respondió la sagaz y advertida Leonuela; ¿y quó'
{!S lo que quieres hacer con esta daga'? ¿Quieres por ventura quitarte la
vida ó quitársela á Lotario? Que cualquiera destas cosas que quieras .
ha de redundar en pérdida de tu crédito y fama. Mejor es que disinuí
les tu agravio, y no des lugar á cjue este mal hombre entre ahora en esta
casa, y nos halle á solas: mira, señora, que somos flacas mujeres, y él es
hom])re y determinado; y como viene con aquel mal propósito, ciego y
apasionado, quizá antes que tú pongas en ejecución el tuyo, hf r'i él lo
que te estaría más mal que quitarte la vida. ¡Mal haya mi señor Ansel
mo, que tanta mano ha querido dar á este desuellacaras en su casa! ^'
ya, señora, que le mates, como yo pienso que ([uieres hacer, ¿qué hemos
. de hacer del después de muerto?
» — ¡Qué, amiga!, respondió C'amila: dejarémosle para que Anselnid
le entierre; pues será justo c[ue tenga por descanso el trabajo que toma
re en })oner dtbajo de la tierra su misma infamia. Llámale, acaba; que
todo el tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio,
parece que ofendo á la lealtad que á mi esposo debo.
»Todo es:o escuchaba Anselmo, y á cada j)alabra que C'amila decía,
se le mudaban los pensamientos; mas cuando entendió que estaba ic
suelta en matar á Lotario, quiso salir y descubrirse, porque tal cosa no
se hiciese; pero detúvole el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía
y tan honesta resolución, con i)ropósito de salir á tiempo que la estoi'
l)ase.
^Tomóle en esto á Camila un fuerte desmayo; y arrojándose enci-
ma de una cama que allí estaba, comenzó Leonela á llorar muy amar-
gamente y á decir: «¡Ay desdicliada de nií, si fuese tan sin ventura que
se me muriese aquí entre mis brazos la flor de la honestidad del num
do, la conma de las buenas mujeres, el ejemplo de la castidad!)^ Con
otras cosas á estas semejantes, que ninguno la escuchara, que no la tn
viera por la más lastimada y leal doncella del numdo, y á su señora }>oi
otra nueva y perseguida Penélope.
»Poco tardó en volver de su desmayo Camila, y al volveren sí dijo:
«¿Por qué no vas, Leonela, á llamar al más desleal amigo de amigo qiu'
víó el sol ó cubrióla noche? Acaba, corre, aguija, camina; no se desí<'
gue con la tardanza el fuego de la cólera que tengo, y se pase en am
nazas y maldiciones la justa venganza que espero.
» — Ya voy á llamarle, señora mía, dijo Leonela; ma^ liasm^e de dar
primero esa'daga, i)orque no hagas cosa, en tanto que falto, que dejes
con ella que llorar tuda la vida á todos los qus bien te quieren.
i
,
PARTE PRIMERA.— CA1»ÍTF1,0 XXXIV 271
, — — — j». — ' —
— Ve secura, l.eonela amiga, que no liaré, res])(HV(iió Camila; porqiie
ya que sea atrevida y simple, á tu parecer, en volver por mi honra, no
lo he de ser tanto como a<|uella Lucrecia, de quien dicen que se mató
sin haber cometido error alguno, y sin haber muerto primero á quifíli
tuvo la culpa de su desgracia. Yo moriré, si muero; pero ha de ser ven-
gada y satisfecha del que me ha dado ocasiíMi de venir ú este lugar 'a
llorar sus atrevimientos, nacidos tan sin culpa mía.
>^Mucho se hizo de rogar Leonela antes ((ue saliese á llamar á Lota
rio; pero en fín salió, y entretanto que volvía (]uedó Camila diciendo^
como que hablaba consigo misma: «¡Válame Dios! ¿No fuera más acBr-
tado haber despedido á Lotario, como otras muchas veces lo he hecha,
que no })onerle en condición, como ya lo he |)uesto, que me tenga por
deshonesta y mala, siijuiera este tiempo que he de tardar en deseníja-
fiarle? Mejor fuera, sin duda; pero no quedara yo -vengada, ni la honra
de mi marido satisfecha, si tíin á manos lavadas y tan á paso llano se
volviera á salir de donde sus malos jiensamientos le entraron. ¡Pague el
traidor con la vida lo (|ue intentó con tan lascivo deseo! ¡Sepa el mundo
(si acaso llegare á saberlo) que (.'amila no sólo guardó la lealtad a su
esposo, sino que le dio venganza del que se atrevió á ofendelle! Ma,s,
con todo, creo que fuera mejor dar cuenta desto á Anselmo... Pero ya
se la apunté á dar en la carta que le escribí al aldea, y creo que el nD
acudir él al remedio del daño que allí le señalé debió de ser que, cte
puro bueno y confia io, no quiso ni pudo creer <{ue en el pecho de su
tan firme amigo pudiese caber género de pensamiento que contra sn
lionra fuese; ni aun yo le creí después por muchos días, ni lo creyera
jamás si su insolencia no llegara á tanto, que las manifiestas dádivas
y las largas ])romesas y las continuas lágrimas no me lo manifestaran.
Mas ¿para qué hago yo ahora estos discursos? ¿Tienti, por ventura, una
resolución gallarda necesidad de consejo alguno? ¡No 1)0t cierto! ¡Afuera,
})ues, temores; aquí, venganzas; entre el falso, venga, llegue, muera,
acabe, y suceda lo que sucediere! ¡Limpia entré en poder del que él
( 'ielo me dio por mío: limpia he de salir del; y cuando mucho, saldi'é
bañada en mi casta sangre y en la impura del más falso amigo que vio
la amistad en el mundo! » Y diciendo esto, se paseaba por la sala con la
daga desenvainada, dando tan desconcertados y desaforados pasos_y
haciendo tales ademanes, que no parecía sino que le faltaba el juicio y
t[ue no era mujer delicada, sino un rufián desesperado.
»Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de unos tapices donÜfe
se había escondido, y de todo se admiraba; y ya le parecía que lo qtie
había visto y oído era bastante satisfación para mayores sospechas;^
ya quisiera que la prueba de venir Lotario faltara, temeroso de al^úT»
mal repentino suceso. Y estando ya para manifestarse y salir para
abrazar y desengañar á su esposa, se detuvo porque tío que Leonela
'volvía con Lotario de la mana; y así como Camila le vio, haciendo eo»
la daga en el suelo una gran raya delante della, le dijo: «¡Lotario, ad-
vierte lo que te digo! ¡Si á dicha te atrevieres á pasar desta raya que
ves, ni aun llegar á ella, en elpunto que viere que lo intentas, en ese
B. P.— XX 19
i 272 . , PON QUIJOTE DE LA MANCHA
mismo me pasaré el pecho con esta daga que en las manos tengo! Y
antes que á esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me
«scuches; que desput^s responderás lo que más te agradare. Lo prime-
iY>, quiero, Lotario, que me digas si conoces á Anselmo, mi marido, y
•en qué oiñnión le tienes; y lo segundo, quiero saber también si me co-
noces á mí. Respóndeme á esto, y no, te turbes, ni pienses mucho lo
•que has de responder, pues no son dificultades las que te pregunto..
» No, era tan ignorante Lotario que desde el primer punto que Ca-
tnila le dijo que hiciese esconder á Anselmo no Imbiese dado en la
«uenta de lo que ella pensaba hacer; y así, correspondió con su inten-
TC'ión tan discretamente y tan á tiempo, que hicieran los dos pasar
aquella mentira por más que cierta verdad; y así, respondió á Camila
desta manera: < No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas para
preguntarme cosas tan fuera de la intención con que yo aquí vengo. 8i
lo haces por dilatarme la prometida merced, desde más lejos })udieras
entretenerla, porque tanto más fatiga el bien deseado, cuanto la espe-
ranza está más cerca de poseello. Pero, porque no digas que no.resjx)D-
do á tus preguntas, digo c{ue conozco á tu esposo Anselmo, y nos cono-
cemos los dos desde nuestros más tiernos años; y no quiero decir lo
que tú también sabes de nuestra amistad, por no me hacer testigo del
agravio que el amor hace que le haga, poderosa disculpa de mayores
.yerros. A ti te conozco y tengo en la misma opinión que él te tiene;
que, á no ser así, por menos prendas que las tuyas no había yo de ir
contra lo que debo á ser quien soy y contra las santas leyes de la ver-
dadera amistad, ahora, por tan poderoso incentivo como el amor, j)or
mí rompidas y violadas. »
» — Si eso confiesas, respondió Camila, enemigo mortal de todo aque-
llo que justamente merece ser amado, ¿con qué rostro, osas parecer
ante quien sabes que es el espejo d^nde se mira aquel en quien tú te
debieras "mirar, para (][ue vieras con cuan poca ocasión le agravias?
Pero ya caigo, ¡ay, desdichada de mí!, en la cuenta de C[uién te ha hecho
tener tan poca con lo que á ti mismo debes, que debe de haber sido
■alguna desenvoltura mía; que no quiero llamarla deshonestidad, pues
no habrá procedido de deliberada determinación, sino de algún descui-
do de los que las mujeres, que piensan que no tienen de quien reca-
tarse, suelen hacer inadvertidamente. Si no, dime: ¿cuándo, ¡oh traidor!,
respondí á tus ruegos con alguna palabra ó señal que pudiese desper-
tar en ti alguna sombra.de esperanza de cumplir tus infames deseos?
¿Cuándo tus amorosas palabras no fueron .desechadas y reprendidas de
las mías con rigor y con aspereza? ¿Cuándo tus muchas promesas y
inayores dadivas fueron de mí creídas ni admitidas? Pero, por pare-
cerme que alguno no puede perseverar en el intento amoroso luengo
tiempo si no es- sustentado ,de alguna esperanza, quiero atribuirme á
mí la culpa de tu persistencia, pueí!, sin duda; algún descuido mío h^
ijsustentado tanto tiempo tu cuidado; y así, quiero castigarme y darme
la pena que tu culpa merece. Y porque vieses que, siendo conmigo tan
inhi^mana, no era posible dejar de,, serlo :Contigo, quise traerte á ser
PARTE PRIMERA.
-CAPÍTULO XXXIV 273
testigo del sacriñcio que pienso hacer á la ofendida honra de mi tan
honrado marido, agraviado de ti con el mayor cuidado que te ha sido
posible^ y de mí taml)ién con el poco recato que he tenido de huir la
ocasión, si alguna te di, para favorecer y canonizar tus malas intencio-
nes. Torno á decir que la sospecha que tengo que algún descuido mío
engendró en ti tan desvariados pensamientos es la que más me fatiga,
y la que yo más deseo castigar con mis propias manos, por(]ue, casti-
gándome otro verdugo, quizá sería más i)úhlica mi culj)a; })ero antes
que esto haga quiero matar muriendo, y llevar conmigo quien me
acabe de satisfacer el deseo de la venganza que espero y tengo, viendo
allá, donde quiera ({ue fuere, la pena que da la justicia, desinteresada
\ ((ue no se dobla, al que en términos tan desesperados me ha puesto.
Y diciendo estas razones, con una increíble fuerza y ligereza
arremetió á Lotario con la daga desenvainada, con tales nmestras de
(|uerer enclavársela en el pecho, que casi él estuvo en duda si aquellas
demostraciones eran falsas ó verdaderas, porque le fué forzoso valerse
de su industria y de su fuerza para estorl)ar (|ue Camila no le diese: la
cual tan vivamente íingia aquel extraño embuste y falsedad, (jue ^lor
dalle color de verdad, la quiso matizar con su misma sangre; porque,
viendo que no podía herir á Lotario, ó fingiendo que no podía, dijo:
«¡Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi tan justo deseo, á lo
menos no será tan poderosa que en ))arte me quite que m le satisfa-
ga! >: y haciendo fuerza para soltar de la daga la mano de Lotario, que
la tenía asida, la sacó, y guiando su punta por })arte que jmdiese herir
no profundamente, se la entró y escondió por más arriba de la islilla
del lado izciuierdo, junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo
como desmayada.
» Estaban Leonela y Lotario suspensos y atónitos de tal suceso, y
todavía dudaban de la verdad de aquel hecho viendo á Camila tendida
en tierra y bañada en su sangre. Acudió Lotario con mucha presteza,
despavorido y sin aliento, á sacar la daga; y en ver la pequeña herida,
salió del temor que hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró de la
sagacidad, prudencia y mucha discreción de la hermosa Camila; y por
acudir con lo (jue á él le tocaba, comenzó á hacer una larga y triste
lamentación sobre el cuerpo de C'amila, como si estuviera difunta,
echándose muchas maldiciones, no sólo á él, sino al que había sid<)
causa de habelle jmesto en aí^uel término; y como sabía que le escu-
chaba su amigo Anselmo, decía cosas que el ([ue le oyera le tuviera mu-
cha más lástima que á Camila, aunque por muerta la juzgara. Leonela
la tomó en brazos y la puso en el lecho, suplicando á Lotario fuese á
buscar quien secretamente á Camila curase; pedíale asimismo consejo
y parecer de lo que dirían á Anselmo de aquella herida de su señora.
si acaso viniese antes que estuviese sana. El respondió (jue dijesen lo
(|ue ((uisiesen, que él no estaba para dar consejo que de provecho fuese;
sólo le dijo que procurase tomarle la sangre, porque él se iba adonde
gentes no le viesen. Y con muestras de mucho dolor y sentimiento se
salió de casa; y cuando se vio solo y en parte donde nadie le veía, no
274 DON QUIJOTE DK LA MANCHA
cesaba de hacerse cruces, maravillándose de la industria de Camila y de
los ademanes tan propios de Leonela. Consideraba cuan enterado había
de quedar Anselmo de que tenía por mvijer á una segunda Porcia, y
deseaba verse con él para celebrar los dos la mentira y la verdad más
disimulada que jamás pudiera imaginarse,
» Leonela tomó, como so le había dicho, la sangre á su señora, que
no era más de aquello que bastó para acreditar su embuste; y lavando
con un poco de vino la herida, se la ató lo mejor que supo, diciendo
tales razones en tanto que la curaba, que aunque no hubieran })recedido
otras, bastaran á hacer creer á Anselmo que tenía en Camila un simu-
lacro de la honestidad. Juntáronse á las palabras de Leonela otras de
Camila, llamándose cobarde y de poco ánimo, pues le había faltado al
tiempo que fuera más necesario tenerle para quitarse la vida, que tan
aborrecida tenía. Pedía consejo á su doncella si diría ó no todo aciuel
suceso á su querido esposo, la cual le dijo que no se lo dijese, porque le
pondría en obligación de vengarse de Lotario, lo cual no podría ser sin
mucho riesgo suyo, y que la buena mujer estaba obligada á no dar oca-
sión á su marido á que riñese, sino á quitalle todas aquellas que le fue-
se posible.
»Res[)ondió Camila que le parecía muy bien su parecer, y que ella
le seguiría; pero que en todo caso convenía buscar qué decir á Anselmo
de la causa de aquella herida, q\ie él no podía dejar de ver; á lo que
Leonela respondía que ella, ni aun burlando, no sabía mentir.
» — Pues yo, hermana, replicó Camila, ¿qué tengo de saber? Que no
me atreveré á forjar ni sustentar una mentira, si me fuese en ello la
vida. Y si es que no hemos de saber dar salida á esto, mejor será de
cirle la verdad desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta.
» — No tengas pena, señora: de aquí á mañana, res])ondió Leonela,
yo pensaré qué le digamos; y quizá que por ser la herida donde es, la
podrás encubrir sin que él la vea, y el cielo será servido de favorecer á
nuestros tan justos y tan honrados pensamientos. Sosiégate, señora
mía, y procura sosegar tu alteración por que mi señor no te halle
sobresaltada; y lo demás déjalo á mi cargo y al de Dios, que siempre
acude á los buenos deseos.
«Atentísimo había estado Anselmo á escuchar y á ver representar
la tragedia de la muerte de su honra; la cual con tan extraños y efica-
ces afectos la representaron los personajes della, que pareció que se ha-
bían transformado en la misma verdad de lo que fingían. Deseaba mu-
cho la noche, y el tener lugar para salir de su casa y ir á verse con su
buen amigo Lotario congratulándose con él de la margarita preciosa que
había hallado en el desengaño de la bondad de su esposa. Tuvieron
cuidado las dos de darle lugar y comodidad á que saliese; y él, sin
perdella, salió, y luego fué á buscar á Lotario, el cual hallado, no se
puede buenamente contar los abrazos que le dio, las cosas que de su
contento le dijo, las alabanzas que dio á Camila; todo lo cual escuchó
Lotario sin poder dar muestras de alguna alegría, porque se le repre-
sentaba á la memoria cuan engañado estaba su amigo y cuan injus-
rAFfiTE^ PRIMERA, -T^CAPITULO XXXIV ^
'1 iO
tamente él le agraviaba; y aunque Anselmo veía que Lotario no se
aleiiTaba. creyó ser por haber dejado á Camila herida, y haber él sido
la causa, y así, entre otras razones, le dijo (jue no tuviese jiena del su-
ceso de Camila, porque sin duda la herida era ligera, pues quedaban
(le concierto de encubrírsela á él. y tpie. según esto, no había de que
temer; sino que de allí adelante se gozase y alegrase con él. ])ues i)or su
industria y medio él se veía levantado á la más alta felicidad ([ue acer-
tara á desearse, y quería que no fuesen otros sus entretenimientos que
en hacer versos en alabanza de Camila, que la hiciesen eterna en la
memoria de los siglos venideros. Lotario alabó su buena determinación,
y dijo que él j)or su parte ayudaría á levantar tan ilustre edificio. Con
esto qued(') Anselrho el hombre más sal)rosamente engañado ({ue pudo
haber en el mundo: él mismo llevaba por la mano á su casa, creyendo
que llevaba el instrumento de su gloria, toda la })erdieión de su fama;
recebíale Camila cou rostro, al parecer, torcido, auiuiue con alma risue-
fia. Duró este engaño algunos días, hasta que al cabo de pocos meses
volvi<') la fortuna su rueda, y salió á plaza la maldad con tanto artificio
hasta allí encubiert;i. y n An<c]ni<> le cn^tí'. hi \-id;i sn impertinente cu-
riosidad.
CAPÍTULO XXXV
Que trata de la brava y descomunal batalla que Don Quijote tuvo con unos
cueros de vino tinto, y se da fin á la novela del Curioso impertinente.
oco más quedaba por leer de la novela, cuando del camaranchón
donde reposaba Don Quijote salió Sancho Panza, todo alboro-
^1^ tado, diciendo a voces: «¡Acudid, señores, presto, y socorred á
"T nii señor, que anda envuelto en la más reñida y trabada ba-
talla que mis ojos han visto! \V\ye Dios, que ha dado una cuchillada al
gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado
la cabeza cercén á cercén, como si fuera un nabo!»
— r.Qué decís, hermano?, dijo el Cura, dejando de leer lo t|ue de la
novela c^uedaba. ¿Pastáis en vos, Sancho? ¿Cómo diablos puede ser eso
que decís, estando el gigante dos mil leguas de aquí?
En esto oyeron un gran ruido en el aposento, y que Don Quijote
decía á voces: «¡Tente, ladrón, malandrín, follón; que aquí te tengo, y
no te ha de valer tu cimitarra!»; y parecía que daba grandes cuchilla-
das por las paredes.
Y dijo Sancho: «¡No tienen que pararse á escuchar, sino entren á
despartir la ])elea, ó ayudar á mi amo! ¡Aunque ya no será menester,
porque, sin duda alguna, el gigante está ya muerto y dando cuenta á
Dios de su pasada y mala vida; que yo vi correr la sangre por el suelo,
y la cabeza, cortada y caída á un lado, que es tamaña como un gran
cuero de vino-!
— ¡Que me maten, dijo á esta sazón el ventero, si Don (Quijote ó don
PARTE l'RIMEKA.
-CAPITULO XXXV
•)77
diablo no lia dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de vino
tinto que á su cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe de ser
lo (?[ue le parece sangre á este Imen hombre! Y con esto entró en el
aposento, y todos ti'MS él. y hallaron ¡i Don Quijote en el más extraño
traje del mundo.
Estaba en camisa, la cual no era tan cumplida que por delante le
acabase de cubrir los muslos, y por detrás teaía seis dedos menos; las
}»iernas eran muy largas y Hacas, llenas de vello y no nada limpias: tenía
en Ja cabeza un bonetillo colorado grasicnto, que era del ventero; en el
brazo izquierdo tema revuelta hi manta de la cama, con quien tema
,Afudi(l, .spiíorcs, presto, y soecrrel ¡i mi stiior, ijiir amia cnMiclío cu la más refiuVd y trabada
batalla que mis ojos han visto!
ojeriza Sancho, y él se sabía l)ien el por qué. y en la derecha, desenvai-
nada la espada, con la -nal daba cuchilladas á todas partes, diciendo
palabras como si verdaderamente estuviera peleando con algún gigante.
Y es lo bueno que no tenía los ojos abieitos, porque estaba durmiendo
y soñando que estaba en batalla con el gigante; que fué tan intensa la
imaginación de la aventura que iba á fenecer, que le hizo soñar que ya
había llegado al reino de Miconicón, y que ya estaba en la pelea con
su enemigo; y había dado tantas cuchilladas en los cueros, creyendo
(|ue las daba en el gigante, que todo el aposento estaba lleno de vino:
lo cual visto por el ventero. tí)mó tanto enojo, que arremetió con Don
Quijote, y á })uño cerrado le comenzó á dar tantos golpes, que si Car-'
denio y el Cura no se le quitaran, él acabara la guerra del gigante; y
con todo aquello, no despertaba el pobre caballero, Imsta que el barbe-
ro trujo un gran caldero de agua fría del po^o, y ¡^elWechó por todo el
278 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
'■(íiierpo de golpe, con lo cual despertó Don Quijote; mas no con tanto
•acuerdo que echase de ver de la manera que estaba. Dorotea, que vio
'duán corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar á ver la batalla
^4e su ayudador y de su contrario.
í^udalia Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo; y
aomo no la hallaba, dijo: «¡Ya yo sé que todo lo de esta casa es encan-
tamento; que la otra vez, en este mesmo lugar donde a^iora me hallo,
me dieron muchos mojicones y porrazos, sin saber quién me los daba,
y nunca pude ver á nadie, y ahora no partee por aquí esta cabeza, que
vi cortar por mis mismos ojos, y la sangre corría del cuerpo como de
una í'uente!»
— ¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo de Dios y de sus santos?,
dijo el ventero. ¿No ves, ladrón, que la sangre y Ja fuente no es otra
cosa que estos cueros que aquí están horadados y el vino tinto en que-
nada este aposento? ¡Que nadando vea yo el alma en los Infiernos de
quien los horadó!
—¡No sé nada, respondió Sancho: sólo sé que vendré á ser tan des-
dichado, que, por no hallar esta cabeza, se me ha de deshacer mi con
•lado como la sal en el agua!
Y estaba peor Sancho despierto (|ue su amo durmiendo: tal le te-
nían las promesas que su amo le había hecho. El ventero se desespe-
raba de ver la flema del escudero y el maleficio del señor, y juraba que
no había de ser como la vez pasada, que se le fueron sin pagar, y que
ahora no le habían de valer los privilegios de su caballería para dejar
de ])agar lo uno y lo otro, aun hasta lo (jue pudiesen costar las botanas
(|ue se habían de echar á los rotos cueros. Tenía el Cura de las manos
a Don Quijote, el cual, creyendo que ya había acaba io la aventura y
que se hallaba delante de la princesa Micomicona, se hincó de rodi-
llas delante del Cura, diciendo: «¡Bien puede la vuestra grandeza, alta
y fermosa señora, vivir de hoy más segura, sin que le pueda hacer
mal esta mal nacida criatura! Y yo también, de hoy más, soy quito de
la palabra que os di, pues con ayuda del alto Dios y con el favor de
aquella por quien yo vivo y respiro, también la he cumplido. »
— ¿No lo dije yo?, dijo, oyendo esto, Sancho. ¡Sí, que no estaba yo
borracho! ¡Mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al gigante! ¡Ciertos
son los toros: mi condado está de molde!
¿Quién no había de reir con los disparates de los dos, amo y mozo?
Todos reían, si no el ventero, que se daba á Satanás; pero, en fin, tanto
hicieron el barbero, C-ardenio y el Cura, que, con no poco trabajo, die-
ron con Don Quijote en la cama, el cual se quedó dormido, con mues-
tras de grandísimo cansancio. Dejáronle dormir, y saliéronse al portal
de. la venta á consolar á Sancho Panza de no haber hallado la cabeza
del gigaiíte: aunque- más tuvieron (jue hacer en aplacar al ventero, que
estaba desesperado poD la repentina muerte de sus cueros.
. Y la ventera decía «n voz y en grito: «¡En mal punto y en hora
menguada entró en mi casa este caballero andante (¡(jue nunca mis
ogos le hubieran visto!), que tan caro me cuesta! La vez pasada se fué
PARTE PEIMERA CAPITULO XXXV 279
con el costo de una noche de cena, cama, paja y cebada para él y para
su escudero, y un rocín y un jumento, diciendo que era caballero aven-
turero (¡que mala aventura le dé Dios á él y á cuantos aventureros hay
en el mundo!), y que por esto no estaba obligado á j)a.uar nada; que así
e,staba escrito en los aranceles de la caballería andantesca; y ahora })or
su respeto vino estotro señor, y me llevo mi cola, y hámela vuelto con
más de dos cuartillos de daño, toda pelada, que no puede servir para 1<»
que la quiere mi marido; y por íin y remate de todo, ¡rom})erme mis
cueros y derramarme mi vino! ¡Que derramada le vea yo su sangre!
¡l*ues n(í se piense; que por los huesos de mi })adre y pwel siglo de mi
madre, si no me lo han de pagar un cuarto sobre otro! ¡O no me llama-
i-ía yo como me llamo, ni sería hija de quien soy!» Estas y otras razo-
nes tales decía la ventera con grande enojo, y ayudábala su buena cria-
da Maritornes. La hija callaba, y de cuando en cuando se sonreía. El
Cura lo sosegó todo, prometiendo de satisfacerles su pérdida lo mejor
que pudiese, así de los cueros como del vino, y [)rincipalmente del me-
noscabo de la cola, de quieu tanta cuenta hacían. Dorotea consol(') á
Sancho Panza diciéndoíe que cada y cuando que pareciese haber sido
verdad que su amo hubiese descabezado al gigante, le prometía, en
viéndose pacítíca en su reino, de darle el mejor condado que en él hu-
biese. Consolóse con esto Sancho, y aseguró á la Princesa que tuviese
por cierto que él había visto la cabeza del gigante, }'' que, por más se-
ñas, tenía una barba que le llegal^a á la cintura, y que si no parecía,
era porque tod<^ cuanto en aquella casa pasaba era por vía de encanta-
mento, como él lo había probado otra vez que había posado en ella.
Dorotea dijo que así lo creía y que no tuviese pena, que todo se haría
bien y sucedería á pedir de boca. Sosegados todos, el Cura quiso acabai-
de leer la novela, porque vio que faltaba poco. Cárdenlo, Dorotea y to-
dos los demás le rogaron la acabase: él, que á todos quiso dar gusto, y
por el que él tenía de leerla, prosiguió el cuento, que asi decía:
«Sucedió, pues, que por la satisfaci(')n que Anselmo tenía de la
bondad de Camila vivía una vida contenta y descuidada; y Camila, de
industria, hacía mal rostro á Lotario, porque Anselmo entendiese al re-
vés la voluntad que le tenía; y para más confirmación de su hecho, pi
dio licencia Lotario para no venir á su casa, pues claramente se mos-
traba la pesadumbre que con su vista Camila recebía; mas el engañado
Anselmo le dijo que en ninguna manera tal hiciese; y desta manera
por mil maneras era Anselmo el fabricador de su deshonra, creyendo
que lo era de su gusto. En esto, el que tenía Leonela de verse califica-
da, aunque no de buena, en sus amores llegó á tanto, que, sin mirar á
otra cosa, se iba tras él á suelta rienda, fiada en que su señora la encu-
bría, y aun la advertía del modo que con poco riesgo pudiese ponerle
en ejecución. En tin, una noche sintió Anselmo pasos en el aposento de
Leonela; y queriendo entrar á ver quién los daba, sintió que le detenían
la puerta: cosa que le puso más voluntad de abrirla; y tanta fuerza hizo,
que la abrió, y entró dentro á tiempo que vio que un hombre saltaba
por la ventana á la calle; y acudiendo con presteza á alcanzarle ó cono
2H() DON QUIJOTE DE LA MANCHA
cerle, no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela se abra/ó
con él, diciéndole: «¡Sosiégate, señor mío, y no te alboretes ni sigas al
que de aquí saltó: es cosa mía, y tanto, que es mi esposo!»
»No lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de enojo, sacó la daga, y
quiso herir á Leonela, diciéndole que le dijese la verdad; si no, que la
mataría.
»Ella, con el miedo, sin saber lo que se decía, le dijo: «¡No me ma-
tes, señor; que yo te diré cosas de más importancia de las que puedes
imaginar!»
» — ¡Dilas luego, dijo Anselmo; si no, muerta eres!
» — Por ahora será imposible, dijo Leonela, según estoy de turbada:
déjame hasta mañana, que entonces sabrás de mí lo que te ha de ad-
mirar, y está seguro que el que saltó por esta ventana es un mancelx)
desta ciudad que me ha dado la mano de ser mi es})oso.
» Sosegóse con esto Anselmo, y quiso aguardar el término que se le
pedía, porque no pensaba oir cosa que contra Camila fuese, por estar
de su bondad tan satisfecho y seguro; y así, se salió del aposento y
dejó encerrada en él á Leonela, diciéndole que de allí no saldría hasta
que le dijese lo que tenía que decirle. Fué luego á ver á Camila y á de-
cirle, como le dijo, todo aquello que con su doncella le había pasado, y
la palabra que le había dado de decirle grandes cosas y de impor-
tancia.
»Si se turbó Camila ó no, no hay para qué decirlo, porque fué tan-
to el temor que cobró, creyendo verdaderamente (y era de creer) que
Leonela había de decir á Anselmo todo lo que sa bía de su poca fe, que '
no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía falsa ó no; y aquella
misma noche, cuando le pareció que Anselmo dormía, juntó las mejo-
res jo^'^as que tenía y algunos dineros, y sin ser de nadie sentida sali<)
de casa, y se fué á la de Lotaiio, á quien contó lo que pasaba, y le pi-
dió que la pusiese en cobro, ó que se ausentasen los dos donde de An-
selmo pudiesen estar seguros. La confusión en que Camila puso á Lo-
tario fué tal, que no le sabía responder palabra, ni menos sabía resol-
verse en lo que haría. En fín, acordó de llevar á Camila á un moneste-
rio, en quien era priora una su hermana. C'Onsintió Camila en ello, y
con la presteza que el caso pedía ]a llevó Lotario y la dejó en el mo-
nesterio, y él asimismo se ausentó luego de la ciudad, sin dar parte á
nadie de su ausencia.
» Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo que Camila faltaba
de su lado, con el deseo que tenía de saber lo que Leonela quería de-
cirle, se levantó y fué adonde la había dejado encerrada. Abrió y entró
en el aposento; pero no halló en él á Leonela: sólo halló jmestas unas
sábanas añudada^s á la ventana, indicio y señal que por allí se había
descolgado é ido. Volvió luego muy triste á decírselo á Camila; y no
hallándola en la cama ni eii toda la casa, quedó asombrado. Preguntó
á los criados de casa por ella; pero nadie le supo dar razón de lo que
pasaba. Tornó, confuso y atónito, á buscar á Camila, y vio sus cofres
al)iertos y que dellos faltaban las más de sus j( ya-s; y con esto acabó de
PARTE PRIMERA.
-CAPITULO XXXV
28:
caer en la cuenta de su desgracia , y en que no era Leonela la causa de
■su desventura; y así como estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensa-
rivo, fué á dar cuenta de su desdicha á su ami^ío Lotario; mas cuando
10 le halló, y sus criados le dijefon (^ue aquella noche había faltado de
•asa y había llevado consigo todos los dineros (jue tenía, pensó perder
ú juicio; y para acabar dt concluir con todo, volviéndose á su casa, no
Y después do haborlo saludado, lo p'eguntó qniS iiucvaH había eu Florencia,
lalló en ella ninguno de cuantos criados ni criadas tenía, sino la casa
lesierta y sola.
»No sabía qué pensar, qué decir ni qué hacer, y poco á poco se le
ba volviendo el juicio. Contemplábase y mirábase en un instante sin
imjer, sin amiiío y sin criados, desamparado, á su parecer, del Cielo
ue le cubría, y sobre todo sin honra, ponjue en la falta de Camila vio
u perdición. Resolvióse en ñn, al cabo de una mran })ie/,a, de irse á la
Idea de su amiíio, donde ha})ia estado cuando dio lugar á que se ma-
uinase toda aquella desventura. Cerró las puertas de su casa, subió á
aballo, y con desmayado aliento se puso en camino; y apenas hubo
ndado la mitad, cuando, acosado de sus pensamientos, le fué forzoso
pearse y arrendar su caballo á un árbol, á cuyo tronco se dejó caer
ando tiernos y doloroso suspiros, y allí se estuvo hasta casi que ano-
hecía, y á aquella hora vio que venía un hombre á caballo de la ciu-
ad, y después de haberle saludado le preguntó qué nuevas había en
'lorencia.
>E1 ciudadano respondió: < Las más extrañas que muchos días ha
e han oído en ella; porque se dice })úblicamente que Lotario, aquel
rande amigo de Anselmo el rico, que vivía á San Juan, se llevó esta
oche á Camila, mujer de Anselmo, el cual tampoco parece. Todo esto
a dicho una criada de Camila, que anoche la halló el Gobernador des-
olgándose con una sábana ])or las ventanas de la casa de Anselmo. En
feto; no sé puntualmente cómo pasó el negocio: sólo sé que toda la
282 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
ciudad está admirada deste suceso, porque no se podía esperar tal he-
cho de la mucha y familiar amistad de los dos, que dicen que era tan-
ta, que los llamaban hs dos amigos. »
>' — ¿Sábese por ventura, dijo Anselmo, el camino que llevan Lotario
y Camila?
» — Ni por pienso, dijo el ciudadano; puesto que el (Gobernador ha
usado de mucha diligencia en buscarlos.
» — ¡A Dios vais, señor!, dijo Anselmo.
> — Con él quedéis, respondió el ciudadano; y fuese.
»Con tan desdichadas nuevas, casi, casi llegó á términos Anselmo,
no sólo de perder el juicio, sino de acabar la vida. Levantóse como
pudo, y llegó á casa de su amigo, que aún no sabia su desgracia; mas
como le vio llegar amarillo, consumido y seco, entendió que de algún
grave mal venía fatigado. Pidió luego Anselmo que le acostasen y (jUe
le diesen aderezo de escribir. Hízose así, y dejáronle acostado y solo.
l)orque él así lo quiso, y aun que le cerrasen la puerta. Viéndose, pues,
solo comenzó á cargar tanto en la imaginación de su desventura, que
claramente conoció por las premisas mortales que en sí sentía que se
le iba acabando la vida; y así, ordenó de dejar noticia de la causa de su
extraña muerte; y comenzando á escribir, antes c[ue acabase de ponei
todo lo que quería, le faltó el aliento, y dejó la vida en las manos del
dolor que le causó su curiosidad impertinente.
» Viendo el señor de casa que era ya tarde y (^ue Anselmo no lia
raaba, acordó de entrar á saber si pasaba adelante su indisposición, y
hallóle tendido boca abajo, la mitad del cuerpo en la cama y la otra
mitad sobre el bufete, sobre el cual estaba con el papel escrito y abier
to, y él tenía aún la pluma en la mano. Llegóse el huésped á él, ha
))iéndole llamado primero; y trabándole por la mano, viendo que no le
respondía y hallándole frío, vio que estaba muerto. Admiróse y con
gojóse en gran manera, y llamó á la gente de casa para que viesen le
desgracia á Anselmo sucedida; y ñnalmente leyó el papel, que conocic
f^ue de su misma mano estaba escrito, el cual contenía estas razones:
«L^n necio é impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de
mi muerte llegaren á los oídos de Camila, sepa que yo la perdono, por
que no estaba ella obligada á hacer milagros, ni yo tenía necesidad de
querer c|ue ella los hiciese; y pues yo fui el fabricador de mi deshon
ra, no hay para qué...»
>Hasta aquí escribió Anselmo; por donde se echó de ver que ei
aquel punto, sin poder acabar la razón, se le acabó la vida. Otro díí
dio aviso su amigo á los parientes de Anselmo de su muerte, los cualej
ya sabían su desgracia y el monesterio donde Camila estaba, casi en e
término de acompañar á su esposo en aquel forzoso viaje, no por lai
nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente amigo
Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso salir del monesterio, ni me
nos hacer profesión de monja hasta que (no de allí á muchos días) le
vinieron nuevas cjue Lotario había muerto en una batalla que en aque
tiempo dio monsiur de Lautrec al (irán ('apitán (Tonzalo Fernández d«
PRIMERA PARTE. CAPlTUIiO XXXV
283
Córdoba en el reino de Ñápeles, donde había ido á parar el tardé arre-
pentido anni;o; lo cual, sabido por Camila, hizo profesión, y acabó en
breves días la vida á las rigurosas manos de tristezas y melancolías.
Éste í'ué el iin qne tuvieron todos, nacido de un tan desatinado prin-
cipio. »
— Bien, dijo el Cura, me parece esta novela; pero no me puedo per
suadir que esto sea verdad; y si es finuido, fingió mal el autor, porque
no se })uedc ima<íinar que haya marido tan necio que quiera hacer tan
costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un
ííalán y una dama, pudiérase llevar; pero, entre marido y mujer, algo
tiene del imposible; y en lo ([ue toca- al modo de contarle, no me des-
contenta.
CAPITULO XXXM
Que trata de otros raros sucesos que en la venta sucedieron.
STANDO en esto, el ventero, f[iie estaba á la puerta de la venta,
dijo: ^
— ¡Esta que viene es una herniosa tro})a de huéspedes! ¡8i ellos
■^ paran aquí, gaudeaymis tenemos!
— ¿Qué gente es?, dijo Cardenio,
— Cuatro hombres, respondió el ventero, vienen á caballo á la jineta
con lanzas y adargas, y todos con antifaces negros, y junto con ellos
viene una mujer vestida de blanco en un sillón, ansimesmo cubierto el
rostro, y otros dos mozos de á pie.
— ¿Vienen muy cerca?, preguntó el Cura.
— Tan cerca, respondió el ventero, que ya llegan.
Oyendo esto Dorotea, se cubrió ti rostro, y Cardenio se entró en el
aposento de Don Quijote; y casi no habían tenido lugar para esto,
cuando entraron en la venta todos los que el ventero había dicho; y
apeándose los cuatro de á caballo, que de mu}" gentil talle y disposi-
ción eran, fueron á apear á la mujer que en el sillón venía; y tomándo-
la uno de ellos en sus brazos, la sentó en una silla que estaba á la entra-
da del aposento donde Cardenio se había escondido. En todo este tiem-
po ni ella ni ellos se habían quitado los antifaces ni hablado palabra
alguna; sólo que al sentarse la mujer en la silla dio un profundo sus-
piro y dejó caer los brazos como persona enferma y desmayada: los
mozos de á pie llevaron los caballos á la caballeriza.
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO XXXVI 285
\'iendo esto el Cura, deseoso de saber qué gente era aquélla que con
tal traje y tal silencio estaba, se fué donde estaban los mozos, y á uno
dellos le preguntó lo que deseaba, el cual le respondió: « ¡Pardiez,
señor, yo no sabré deciros qué ge ate sea éstíi! Sólo sé que muestra ser
muy ])rincipal, especialmente aquél que llegó á tomar en sus brazos á
aquella señora que habéis visto; y esto dígolo porque todos los demás
le tienen respeto, y no se hace otra cosa más de lo que él ordena y
manda.
— Y la .señora, ¿quién esV, preguntó el Cura.
— Tampoco sabré decir eso, respondió el mozo, porque en todo el ca
mino no la lie visto el rostro: suspirar sí la he oído muchas veces, y
dar unos gemidos ({ue parece que con cada uno dellos ({uiere dar el
alma. Y no es de maravillar que no sepamos más de k) que os he dicho,
porque mi compañero y yo no há más de dos días que los acompaña-
mos; porque, habiéndolos encontrado en el camino, nos rogiron y per-
suadieron que viniésemos con ellos hasta el Andalucía, ofreciéndose á
pagárnoslo nmy bien.
— ¿Y halléis oído nombrar á alguno dellos?, preguntó el Cura.
— ^Xo por cierto, respondió el mozo; porque todos caminan con tanto
silencio, que es maravilla; porque no se oye entre ellos otra cosa que
los suspiros y sollozos de la pobre señora, que nos mueven á lástima;
y sin duda tenemos creído que ella va forzada dondequiera que va; y
según se puede colegir })or su hábito ella es monja, ó va á serlo, que es
lo más cierto; y quizá })orque no le debe de nacer de voluntad el mon-
jío, va triste como parece.
— Todo podría ser. dijo el Cura; y dejándolos, se volvió adonde es-
taba Dor(»tea. la cual, como había oído suspirar á la embozada, movi-
da de natural conq)asión, se llegó á ella y le dijo: ¿Qué mal sentís, se-
ñora mía? Mirad si es alguno de quien las mujeres suelen tener uso y
experiencia de curarle, que de mi [)arte os ofrezco una buena voluntad
de serviros.
A todo esto callaba la lastimada señora; y aunque Dorotea tornó
con mayt)res ofrecimientos, todavía se estaba en su silencio, hasta que
llegó el caballero embozado que dijo el mozo que los demás obedecían,
y dijo ;i Dorotcíi: No os canséis, señora, en ofrecer nada á esa mujer,
porque tiene por costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace;
ni procuréis (jue os responda, si no (queréis oir alguna mentira de su
boca. »
— ¡Jamás la dije!, dijo á esta sazón la (jue liasta allí había estado ca-
llando. Antes, por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas, me veo
.ahora en tanta desventura; y desto vos mismo quiero que seáis el testi-
.go, pues mi pura verdad os hace á vos ser falso y mentiroso.
Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien
.estaba tan junto de quien las decía, que sola la jmerta del aposento de
Don (¿uijote estaba en medio; y así como las oyó, dando una gran voz,
.dijo: < ¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigoV ¿Qué voz es ésta que ha
llegado á mis oídos?» ■
286 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Volvió la cabeza á estos gritos aquella señora, toda sobresaltada; y
no viendo quién los daba, se levantó en pie y fuese á entrar en el apo-
sento; lo cual, visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un
paso. A ella, con la turbación y desasosiego, se le cayó el tafetán con que
traía cubierto el rostro, y descubrió una hermosura incomparable y un
rostro milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los ojos
andaba rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con
tanto ahinco, que parecía persona fuera de juicio, cuyas señales, sin
saber por cjué las hacía, pusieron gran lástima en Doi'otea y en cuan-
tos la miraban. Teníala el caballero fuertemente asida por las espaldas;
y por estar tan ocupado en tenerla, no pudo acudir á alzarse el embozo,
que se le caía, como en efeto se le cayó del todo; y alzando los ojos
Dorotea, que abrazada con la señora estaba, vio que el que abrazada
asimismo la tenía era su esposo don Fernando; y apenas le hubo
conocido, cuando, arrojando de lo íntimo de sus entrañas un luengo y
tristísimo ¡ay!, se dejó caer de espaldas desmayada; y á no hallarse allí
junto el barbero, que la recogió en los brazos, ella diera consigo en el
suelo. Acudió luego el Cura á quitarle el embozo para echarle agua en
el rostro; y así como la descubrió, la conoció don Fernando, que era el
que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla; pero
no tanto que dejase, con todo esto, de tener á Luscinda, que era la que
procuraba soltarse de sus brazos, la cual había conocido en sus gritos á
Cárdenlo, y él la había conocido á ella. Oyó asimismo Cárdenlo el ¡ay!
que dio Dorotea cuando se cayó desmayada, y creyendo que era su
Luscinda, salió del aposento despavorido; y lo primero que vio fué á
don Fernando, que tenía abrazada á Luscinda. También don Fernando
conoció luego á Cárdenlo, y todos tres, Luscinda, Cárdenlo y Dorotea
quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo que les había acon-
tecido.
Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea, á don Fernando, don
Fernando, á Cárdenlo, Cárdenlo, á Luscinda, y Luscinda, á Cárdenlo;
mas quien primero rompió el silencio fué Luscinda, hablando á don
Fernando desta manera: «¡Dejadme, señor don Fernando, por lo que
debéis á ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hagáis! ¡Dejadme
llegar al muro de quien 3^0 soy hiedra, al arrimo de quien no me han
podido apartar vuestras importunaciones, vuestras amenazas, vuestras
promesas ni vuestras dádivas! ¡Notad cómo el Cielo, por desusados y á
nosotros encubiertos caminos, me ha puesto á mi verdadero esposo de-
lante, y bien sabéis por mil costosas experiencias que sólo la muerte
fuera bastante para borrarle de mi memoria! Sean, pues, parte tan cla-
ros desengaños para que volváis (ya que no podáis hacer otra cosa) el
amor en rabia, la voluntad, en despecho, y acabadme con él la vida:
que, como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por bien em
picada. ¡Quizá con mi muerte quedará satisfecho de la fe que le mantu-
ve hasta el último trance de la vida!»
Había en este entretranto vuelto Dorotea en sí, y había estado escu
chando todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales vino en co
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXXVJ 287
iiociiniento de quién ella era; y viendo (jue don Femando aún na la ;
dejaba de los bra/.os ni respondía á sus i-azones, esforzándose lo más
(jue pudo, se levantó y se fué á hincar de rodillas á sus pies, y denHr
mando mucha cantidad de hermosas y lastimeras lágrimas, así le co-
menzó á decir: «Si ya no es, señor mío, que los rayos deste sol que en
tus brazos eclipsado tienes, te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya ha-
brás echado de ver que la que á tus pies está arrodillada es la sin ven-
tura hasta que tú quieras, la desdichada Dorotea. Yo soy aquella la-
bradora humilde, á quien tú, por tu bondad ó por tu gusto, quisiste
levantar á la alteza de poder llamarse tuya; soy la que, encerrada en
los limites de la honestidad, vivió vida contenta hasta que á las voces
de tus importunidades, y al parecer justos y amorosos sentimientos,
abrió las puertas de su recato y te entregó las llaves de su libertíid:
dádiva de ti tan mal agradecida, cual lo muestra bien claro haber sido
forzoso hallarme en el lugar donde me ludias, y verte yo á ti de ba
manen que te veo. Pero, con todo esto, no querría que cayese en tu
imaginación pensar que he venido aquí con pasos de mi deshonra, ha-
biéndome traído sólo los del dolor y sentimiento de verme de ti olvida-
da. Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de manera, que aunque
ahora quieras que no lo sea, no será posible que tú dejes de ser rnío.
Mira, señor, que puede ser recompensa, á la hermosutíiy nobleza por
quien me dejas, la incomparable voluntad que te tengo; tú no puedes
ser de la hermosa Luscinda, porque eres mío; ni ella puede ser tuya.,
porque es de Cardenio; y más fácil será, si en ello míraSj reducir tu vd-
luntad á querer á quien te adora, que no encaminar la que te aborrece
a que bien te quiera. Tú solicitaste mi descuido, tú rogaite á mi ente-
reza, tú no ignoraste mi calidad, tú sabes bien de la manera que me en-
tregué á toda tu voluntad; no te queda lugar ni acogida de llamarte Á
engaño; y si esto es así como lo es, y tú eres tan cristiano como caba-
llero, ¿por qué por tantos rodeos dilatas de hacerme venturosa en los
tines, como me hiciste en los principios? Y si no me quieres por la que
soy, que soy tu verdadera y legítima esposa, quiéreme á lo menos y
admíteme por tu esclava; que, como yo esté en tu poder, me tendré por
dichosa y bien afortunada. No permitas, con dejarme y desampararme,
que se hagan y junten corrillos en mi deshonra; no des tah mala vejez
á mis padres, pues no lo merecen los leales servicios que^ como buenos
vasallos, á los tuyos siempre han hecho; y si te parece ([ue has de aná-
quil u' tu sangre por mezclarla con la mía, considera que pocas ó nin-
guna nobleza hay en el mundo que no hayan corrido por este camino,
V que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en lat:
ilustres descendencias; cuanto más, que la verdadera nobleza consiste 'en
a virtud; y si ésta á ti te falta, negándome lo que tan justamente me
iebe&, yo quedaré con más ventajas de noble que las que tú tienes. En
in, señor, lo que últimamente te digo es, que (quieras tí no quieras) jo
íoy tu esposa. Testigos son tus palabras, que no han ni deben de ser
nentirosas, si ya es que te precias de aquello por que me desprecias;
-estigo será la prenda que me diste, y testigo el cielo, á quien tú llamas-
I B. P.— XX 2^
2>^ ' nOlí QUIJOTK DK LA MANCHA
te ]>or testií^o de lo que me prometías; y cuando todo esto falte, tu mis-
ma eoncieucia no há de faltar de dar voces callando en mitad de tus
alearías, volviendo poi- esta verdad que te he dicho, y turbando tus me-
jores íiustos y contentos.-
Kstas y otras razones dijo la lastimada Dorotea con tanto sentimien-
to y lágrimas, que los mismos (jue acom])añaban á don l^'ernando. v
cuantos j^resentes estaban, la acompañaron en ellas. b]scuchóla don Fer-
nando, sin replicalle j)alabra, hasta que ella dio fin á las suyas, y prin-
cipio á tantos sollozos y sus] tiros, que bien había de ser corazón de l)ron-
ce el que con muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mirándola es-
taba Luscinda, no menos lastimada de su sentimiento que admirada de
su -mucha discreción y hermosura; y aunque quisiera llegarse á ella y
decirle algunas palabras de consuelo, no la dejaban los brazos de don
Fernando, que ajiretada la tenían; el cual, lleno de confusión y espanto,
al cabo de un buen espacio, que atentamente estuvo mirando á Doro
tea, abri(') los brazos, y dejando libre á Luscinda, dijo: «Venciste, her-
mosa Dorotea, venciste; ])orque no es posible tener ánimo para negar
tantas verdades juntas. »
Con el desmayo que Luscinda había tenido, así como la dejó don Fer-
naukio, iba á caer en el suelo; mas hallándose Cardenio allí junto, que
á las espaldas de don Fernando se había puesto, por que no le conocie-
se; pospuesto todo temor y aventurado á todo riesgo, acudió á sostener
á Luscinda, y cogiéndola entre sus bra;zos, le dijo: «Si el piadoso Cielo
gusta y quiere qué ya tengas algún descanso, leal, firme y hermosa se-
ñora mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás más seguro que en
estos brazos, que ahora te reciben y otro tiempo te recibieran, cuando
la fortuna quiso que pudiese llamarte mía.»
A estas razones puso Luscinda en Cardenio los ojos; y habiendo co-
menzado á conocerle primero por la voz, y asegurándose que él era con
la vista, casi fuera de sentido, y sin tener cuenta á ningún honesto res-
peto, le echó los brazos al cuello, y juntando su rostro con el de Carde-
nio, le dijo: «Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño desta vuestra
cautiva, aunque más lo impida la contraria suerte, y aunque más ame
nazás le hagan á esta vida, que en la vuestra se sustenta.»
Extraño espectáculo fué éste para don Fernando y para todos los
circunstantes, adinirándose de tan no visto suceso. Parecióle á Dorotea
cjue don Fernando había perdido la color del rostro, y que hacía ade-
mán de querer vengarse de Cardenio, porque le vio encaminar la mano
á. ponella en la espada; y así como lo pensó, con no vista presteza se
abrazó con él por las rodillas besándoselas y teniéndole apretado, que
no le dejaba mover, y sin cesar uñ imnto de sus lágrimas, le decía:
«¿Qué es lo que piensas hacer, único roíugio mío, en este tan impensa
do trance? Tú tienes á tus pies á tú espoBa-yy la que quieres que lo sea
está en los brazos'die sil marido: mirá'si' te'^estará bien, ó te será posi-
ble deshacer lo (|úe él Cielo ha hedió. ío si' te convendrá querer levan-
tar-'('igualar á'-ti iWíSlno á la (luevitoMpiíostíi todo inconveniente,' confia-
da'eñ'>(U veT-dá>"i|-'Viíi:iVéy.a "delante d.of^if<M)j(-)H tiene con los suyf)S bañá-
0?
l'AKTK l'KlMEltA. CA1'1TUL,U XX.XV1 289
(los (le licor aniorofso el rosti'o y peelio de su verdadero esposo. ]*or
([uien Dios es te ruego, y por quien tú eres te suplico, que este tan no-
torio desencallo, nc» s(Mo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal
manera, (|ue con quietud y sosiego permitas (jue estos dos amantes le
tengan sin impeííimento tuyo todo el tiem})o que el Cielo quisiere
concedt'rsele; y en esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble
pecho, y verá el mundo (pie tiene contigo más t'uer/a la razcMi que el
apetito.
Kn tanto i[ue esto decía Dorotea, aunc^ue Cárdenlo tenía abrazada
;i i.uscjnda, no quitaba los ojos de don Fernando, con determinación de
(si le viese hacer algún movimiento en su perjuicio) procurar defender-
se y ofender como mejor })udiese á todos aquellos que en su daño se
nujstrasen. aunque le costase la vida. Pero á esta sazón acudieron los
amigos de don Fernando, y el Cura y el barbero,que á todo habían es-
tado i)resentes, sin que faltase el bueno de Sancho Panza, y todos ro-
deaban á don Fernando, suplicándole tuviese }>or bien de mirar las lá-
grimas de Dorotea; y (jue, siendo verdad, como sin duda ellos creían que
lo era, lo que en sus razones había dicho, que no permitiese quedase
defraudada de sus tan justas esi)eranzas; que considerase que no acaso,
como parecía, sino con particular providencia del Cielo, se habían todos
juntado en lugar donde menos ninguno pensaba; y que advirtiese, dijo
el Cura, que «sola la muerte podía a})artar á Luscin(ia de Cardenio; y
aunque los dividiesen ñlos de alguna espada, ellos tendrían por felicí-
sima su muerte»; y que en los casos inremediables era suma cordura,
forzándose y venciéndose á sí mismo, mostrar un generoso pecho, per-
mitiendo que por sola su voluntad los dos gozasen el bien que el Cielo
ya les había concedido. Que [)usiese los ojos asimismo en la beldad de
Dorotea, y vería que pocas ó ninguna se le podían igualar, cuanto más
hacerle ventaja; que juntase á su hermosura su humildad y el extremo
del amor que le tenía; y sobre todo, advirtiese que, sise preciaba de ca-
ballero y de cristiano, no podía hacer otra cosa que cumplille la pala-
bra dada; y c{ue, cumpliéndosela, cumpliría con Dios y satisfaría á las
gentes disci-etas, las cuales saben y conocen que es ])rerrogativa de la
hermosura, aunque esté en sujeto humilde, como se acompañe con la
honestidad, })oder levantarse é igualarse á cualquiera alteza, sin nota ni
menoscabo delíjue la levanta é iguala á sí mismo; y cuando se cum-
plen las fuertes leyes del gusto, como en ello nc» intervenga pecado, no
debe de ser culpado el (¡ue las sigue.
Kn efeto, á estas razones añadieron todos otras tales y tantas, que
el valeroso pecho de don Fernando, en ñn, como alimentado con ilustre
sangre, se ablandó y se dejó vencer de la verdad, c^ue él no pudiera
negar aunijue quisiera; y la señal que dio de haberse rendido y entre-
gado al buen parecer (|ue se le había })ropuesto, fué abajarse y abrazar
á Dorotea, diciéndole: «Levantaos, señora nn'a; (jue no es justo que esté
arrodillada á mis pies la- que yo tengo en mi alma; y si hasta aquí no
he dado muestras de lo que digo, (juizá ha sido por orden del Cielo,
para (jue. viendo yo en vos la fe con ((ue me amáis, os sejta estimaren
L,a cual hallaron en el claustro hablando con una monja; y arrebatándola,
sin darle lugar á otra cosa...
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXXVI 291
lo que merecéis. Lo que os ruego es que no me reprehendáis mi mal
término y mi mucho descuido; pues la misma ocasión y fuerza que me
movió para acetaros por mía, esta misma me impelió para procurar no
ser vuestro; y ])ara conocer que esto sea verdad, volved y mirad los
ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos
mis yerros; y pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado
en vos lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y felices
años con su Cárdenlo; que yo de rodillas rogaré al Cielo que me los deje
vivir con mi Dorotea.» Y diciendo esto, la tornó á abrazar y juntar su
rostro con el suyo con tan tierno sentimiento, que le fué necesario tener
gran cuenta con que las lágrimas no acabasen de dar indubitables se-
ñales de su amor y arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda
y Cárdenlo, y aun las de casi todos los que allí presentes estaban, por-
(jue comenzaron á derramar tantas, los unos de contento propio, y los
otros del ajeno, que no parecía sino cjue algún grave y mal caso á todos
había sucedido. Hasta Sancho Panza lloraba; aunque después dijo que
no lloraba él sino por ver que Dorotea no era, como él pensaba, la
reina Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba. Duró algún
espacio, junto con el llanto, la admiración en todos; y luego Cárdenlo
y Luscinda se fueron á poner de rodillas ante don tremando, dándole
gracias de la merced que les había hecho, con tan corteses razones, que
don Fernando no sabía qué responderles; y así los levantó y abrazó
con muestras de mucho amor y de mucha cortesía.
Preguntó luego á Dorotea le dijese cómo había venido á aquel lugar
tan lejos del suyo. Ella, con breves y discretas razones, contó todo lo
([ue antes había contado á Cardenio; de lo cual gustó tanto don í^'er-
iiando y los f[ue con él venían, que quisieran que durara el cuento más
tiempo: tanta era la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras.
Y así como hubo acabado, dijo don Fernando lo que en la ciudad le
había acontecido, después que halló el papel en el seno de Luscinda,
donde declaraba ser esposa de Cardenio, y no poderlo ser suya. Dijo
(^ue la quiso matar, y lo hiciera si de sus padres no fuera impedido; y
([ue así se salió de su casa, despechado y corrido, con determinación de
vengarse con más comodidad; y ciue otro día supo cómo Luscinda había
faltado de casa de sus padres, sin que nadie supiese decir dónde se ha-
bía ido; y que en resolución, al cabo de algunos meses vino á saber
como estaba en un monesterio, con voluntad de quedarse en él toda la
vida, si no la pudiese pasar con Cardenio; y que así como lo supo, es-
cogiendo para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar donde
estaba; á la cual no había querido hablar, temeroso que, en sabiendo
que él estaba allí, había de haber más guarda en el mone.sterio; y así,
aguardando un día á que la portería estuviese abierta, dejó á los dos á
la guarda de la puerta, y él con otro había entrado en el monesterio,
buscando á Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con una
monja; y arrebatándola, sin darle lugar á otra cosa, se habían venido
con ella á un lugar donde se acomodaron de aquello que hubieron me-
nester para traella; todo lo cual habían podido hacer bien á su salvo,
2ÍI-2
DON QUIJOTK DE LA MANCHA
])or estar el nionesterio en el campo, buen trecho fuera del pueblo. Dijo
({ue a.sí como Luscinda se vio en su poder, perdi('> todos los sentidos, y
que después de vuelta en sí no había hecho otra cosa sino llorar y sus-
])irar, sin hablar ])alabra alí^una; y que así, acompañados de silencio y
de láiirinias, habían lleiíado á a(|uella venta, que para él era haber lle-
gado al ciclo, donde se rematan y tienen fin todas las desventuras de la
Tierra.
( "A rrrr LO xx.wii
Donde se prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona, con otras
graciosas aventuras.
(»D(> t'íito oscLU-lmbíi Sancho, no con j)oc-o dolor «le su aninuí,
viendo (jue se le desparecían é. iban <'n humo las esperanzas
de su ditado, y que la linda princesa Micomicona se le luihía
vuelto en Dorotea, y el j^igante eri don Fernando, y su amo se
estaba durmiendo d sueño suelto, bien descuidado de todo lo sucedido.
No se podía asegurar Dorotea si era soñado el bien que poseía; C'ai-de-
nio estaba en el mismo pensamiento, y el de Luscinda corría por la
misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced roce-
bida, y haberle sacado de aquel intrincado laberinto, donde se hallaba
tan á [)i(iue de perder el crédito y el alma; y tinalmente, cuantos en la
venta, estaban, estaban contentos y gozosos del buen suceso que habían
tenido tan trabados y desesperados negocios. Todo lo ponía en su pun-
to el Cura, como discreto, y á cada uno daba el parabién del bien {al-
canzado; pero quien más jubilaba y se contentaba era la ventera, por
la ])romésa me Cárdenlo y el Cura le habían he<;ho de pagalle todos
los daños y reveses que por cuenta de Don Quijote le hubiesen venido.
Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el añigido; el desventurado
V el triste; y así, con malencónico semblante entró á su amo, el cual
acababa de despertar, á quien dijo: «Bien puede yuestra merced, señpr
Trii^te Figura, dormir todo lo que <|uisiere. sin cuidado de matará nin-
294 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
■•//>'?*'. ~ "
gún ¡Líií2;ante ni de volver á la Princesa su reino; que ya todo está hecho
5?; concluido.»
— Eso creo yo bien, respondió Don. Quijote; porque he tenido con el
gigante la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en
todos los días de mí vida; y de un revés, zas, le derribé la cabeza en el
suelo, y fué tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la
tierra como si fueran de agua.
^Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra merced decir mejor,
respondió Sancho; porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no
lo sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre, seis
arrobas de vino tinto que encerraba en su vientre, y la cabeza cortada
es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás.
— ¿Y qué es lo que dices, loco?, replicó Don Quijote; ¿estás en tu
seso?
— Levántese vuestra merced, dijo Sancho, y verá el buen recada que
ha hecho, y lo que tenemos que pagar; y verá á la Reina convertida en
una dama particular, llamada Dorotea, con otros sucesos, que si cae en
ellos, le han de admirar.
— No me maravillaría de nada deso, replicó Don Quijote; porque, si
l)ien te acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo
cuanto aquí sucedía eran cosas de encantamiento, y no sería mucho
que ahora fuese lo mesmo.
—Todo lo creyera yo, respondió Sancho, si también mi manteamien-
to fuera cosa dése jaez; mas no lo fué, sino que real y verdaderamente vi
yo que el ventero, que aquí está hoy día, tenía del un cabo de la man-
ta y me empujaba hacia el cielo con mucho donaire y brío y con tanta
risa como fuerza; y donde interviene conocerse las personas, tengo para
mí, aunque simple y pecador, que no hay encantamiento alguno, sino
mucho molimiento y mucha mala ventura.
— Ahora bien. Dios lo remediará, dijo Don Quijote: dame de vestir,
y déjame salir allá fuera; que quiero ver los sucesos y transformacio-
nes que dices.
Dióle de vestir Sancho; y en el entretanto que se vestía, contó el
Cura á don Fernando, y á los demás que allí estaban, las locuras de
Don Quijote, y del artiñcio que habían usado para sacarle de la Peña
Pobre, donde él se imaginaba estar por desdenes de su señora. Contó-
les asimismo casi todas las aventuras que Sancho había contado, de
que no poco se admiraron y rieron, por parecerles (lo que á todos pare-
cía) ser el más extraño género de locura que podía caber en pensamien-
to disparatado. Dijo más el Cura: que pues ya el buen suceso de la se-
ñora Dorotea impedía pasar con su design o adelante, que era menes-
ter inventar y hallar otro para poderle llevar á su tierra.
Ofreció Cárdenlo de proseguir lo comenzado; y que Luscinda haría
y representaría suficientemente la persona de Dorotea.
— No, dijo don Fernando; no ha de ser así; que yo quiero que Doro-
tea prosiga su invención; que, como no sea muy lejos de aquí el lugar
deste buen caballero, yo holgaré de que se procure su remedio.
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXXVII 295
— No está más de dos jomadas de aquí.
—Pues aunque estuviera más, gustara yo de caminallas, á trueco de
liacer tan buena obra.
Salió en esto Don Quijote, armado de todos sus pertrechos, con el
yelmo (aunque abollad» ) de Mambrino en la cabeza, embrazado de su
adarga y arrimado á su tranca ó lanzón. Suspendió á don Fernando
y á los demás la extraña presencia de Don Quijote, viendo su rostro
de media legua de andadura, seco y amarillo, la desigualdad de sus
armas y su mesurado continente; y estuvieron callando hasta ver lo
que él decía, el cual con mucha gravedad y reposo, puestos los ojos
en la hermosa Dorotea, dijo: «Estoy informado, fermosa señora,
deste mi escudero, que la vuestra grandeza se ha aniquilado, y vuestro
ser se ha deshecho; porque de reina y gran señora que solíades ser, os
habéis vuelto en una particular doncella. Si esto ha sido por orden
del Rey nigromante, de vuestro padre, temeroso que yo no os diese
la necesaria y debida ayuda, digo que no supo ni sabe de la .misa la
media, y que fué poco versado en las historias caballerescas; porque,
ú él las hubiera leído y pasado tan atentamente y con tanto espacio
como yo las pasé y leí, hallara á cada paso cómo otros caballeros, de
menor fama que la mía, habían acabado cosas más dificultosas, no
siéndolo mucho matar á un gii^antillo, por arrogante que sea, porque
no ha muchas horas que yo me vi con él, y... quiero callar porque no
me digan que miento; pero el tiempo descubridor de todas las cosas,
lo dirá cuando menos lo pensemos.»
— Vístesos vos con dos cueros, que no con un gigante, dijo á esta
sazón el ventero, al cual mandó don Fernando que callase y no inte-
rrumpiese la plática de Don Quijote en ninguna manera; y Don Quijo-
te prosiguió, diciendo:
— Digo, en ñn, alta y desheredada señora, que si, por la causa que he
dicho, vuestro })adre ha hecho este metamorfóseo en vuestra persona,
que no le deis consentimiento; porque no hay ningún peligro en la
tierra por quien no se abra camino mi espada, con la cual, poniendo
la cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondré á vos la corona de
a vuestra en la cabeza en breves día?.
No dijo más Don Quijote, y esjieró á que la Princesa le respondiese;
la cual, como ya sabía la determinación de don Fernando, de que se
prosiguiese adelante en el engaño hasta llevar á su tierra á Don Quijote,
con mucho donaire y gravedad le respondió: «Quienquiera que os
dijo, valeroso Caballero de la Triste fulgura, que yo me había mudado
y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer
fui me soy hoy; verdad es que alguna mudanza lian hecho en mí cier-
tos acaecimientos de buena ventura, que me han dado la mejor que
yo pudiera desearme; pero no por eso he dejado de ser la que antes,
y de tener los mesmos pensamientos de valerme del valor de vuestro
valeroso é invulnerable brazo, que siempre he tenido. Así que, señor
mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre ciue me engendró, y
téngale por hombre advertido y prudente, pues con su ciencia halló
-!^^' DOX QUIJOTK DE LA SIANCHA
cauíinó tan fácil y tan verdadero para remediar nii dess>racia; (}ue yi
creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara á tener la ventur
({ue tengo; y en esto digo tanta verdad, como son buenos testigos dell
los más destos señores que están presentes. Lo que resta es que mañy
na nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca joi
nada, y en lo demás del buen suceso (pie espero, lo dejaré á Dios y i\
valor de vuestro pecho.-
Ksto dijo la discreta Dorotea; y en oyéndol<j Don Quijote, se volvió
íi Sancho, y con muestras de nmclio enojo le dijo: Ahora te digo, San
cimelo, que eres el mayor hellacuelo que hay en Es[)aña. Dime, ladrón
vaganmndo. ^^.no me acabas tú de decir aliora (pie esta Prmcesa se habí;
vuelto en una doncella (pie se llamaba Dorotea, y que la cabeza (pi
entiendo (pie corté á un gigante, era la ])uta que te pari(), con otros (lis
parates que me pusieron en la mayor confusión ([ue jamás he estado ei
todos los días de mi vida? ¡\'oto... (y mirt) al cielo y aju-etó los dientes
(|ue estoy por hacer un estrago en ti, (pie ])onga sal en la mollera ¡
todos cuantos mentirosos escuderos liubiere de calialleros andantes di
aquí adelante en el mundo!»
— V'uestra merced se sosiegue, señor mío. res})ondi() Sancho; (|U(
bien podría ser cjue yo me hubiese engañado en l(j ([ue toca á la muta
ci(')n de la señora princesa Micomicona; pero en lo (^ue toca á la cabez;
del gigante, ó á lo menos á la horadaciíjii de los cueros, y á lo de se
vino tiiitt) la sangre, no me engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros all
están heridos á la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tint(
tiene hecho un lago el aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá
(luiero decir, que k» verá cuando aquí su merced, del señor ventero 1(
pida el menoscal)o de todo: de lo demás, de (pie la señora Reina se esti
como se estaba, me regocijo en el alma, ponpie me va mi parte, coiik
a cada hijo de vecino.
— Ahora yo te digo, Sancho, dijo Don Quijote, (pie eres un mente
cato; y perdóname, y basta.
— Basta, dijo don Fernando; y no se hable más en esto; y j)ues 1¡
señora Princesa dice que se camine mañana. })orque ya hoy es íard
hágase así, y esta noche la podremos pasar en buena conversación ha;-
ta el venidero día, donde todos acompañaremos al señor Don Quijott
jíorque queremos ser testigos de las valerosas é inauditas hazañas qu
ha de hacer en el discurso desta grande enqn-esa (|ue á su cargo lleva
— Yo soy el que tengo de serviros y acoin})añaros. respondió Doi
(Quijote; y agradezco mucho la merced que se me hace y la buena opi
nión que de mí se tiene, la cual procuraré que salga verdadera, o m
tostará la vida, y aun más, si más costarme puede.
Muchas ])alabras de comedimiento y muchos ofrecimientos pasaroi
entre Don Quijote y don Fernando; pero á todo puso silencio un pasíi
jero que en aquella sazón entr() en la venta, el cual en su traje mo.'
traba ser cristiano, recién venido de tierra de moros, porque vení ;
vestido con una casaca de paño azul, corta de faldas, con media*
mangas y sin cuello; los calzones eran asimismo de lienzo azul, com
l'AKTK l'KIMJCÜA. fAl'ITUl.O XX XV II
L^íT
Ixtiwte de la misinn color; traía unos l)orc*eguíes datilados, y un alfanje
inorisco puesto en un tahalí <|ue le atravesaba el pceho. Entró lueji'o
tra^ él, eneinia de un jumento, una nuijer á la morisca vestida, cubier-
to el rostro con una to.'a á la cabeza; traía un bonetillo de brocado, y
vestida una almalafa. <[ue desde los hombros a los pies la cubría. Kra
el hombre de robusto y airoso talle, de edad de poco más de cuarenta
años, algo moreno de rostro, largo de bigotes, y la barba muy bien
puesta; en resolución, él mostraba en su apostura que si estuviera bien
vestido, le juzgaran ]>or ])ersona de calidad y bien nacida. l*idi<), en
entrando, un aj)osento; y como le <l¡jeroii ([ue en la venta no^le liabía.
r.iostn') recebir pesadumbre; y llegándose á la (pie en el ti'aje j)arecía
mora, la ape(S en sus brazos. Luscinda, Oorotca. la \(ii(cra. su hija y
'«Un pasajero ([iio cu iKimlhi sa/óii
¡itri) cu lu vcuta. el fual en
venido (le tierra do moros.
Maritornes, llevadas del nuevo y para ellas nunca visto traje, rodearon
á la mora; y Dorotea, que siempre fué agraciada, comedida y discreta,
pareciéndole que así ella como el (jue la traía se congojaban por la falta
del aposento, le dijo: «No os dé muclia p)ena, señora nn'a. la incomodidad
y falta de regalo que aquí hay, imes es propio <\-i ventas no hallarle en
ellas; pero, con todo esto, si gustárades de posar con nosotras (señalan-
do á Luscinda) quiza ^n el dis -urso de este camino habréis hallado otr<)s
no tan buenos acogimientos. >
No respondió nada á esto la eml^ozada, ni liizo otra cosa que levantar-
se de donde í-entado se había, y ])uestas entrambas manos cruzadas .sobre
el pecho, inclinada la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agrade-
cía. Por su silencio imaginaron (pie sin du(ia alguna debía de ser mora,
y que no sabía hablar cristiano.
Lleg() en esto el Cautivo. c{ue entendiendo en otra cosa hasta enton-
ces había estado; y viendo que todas tenían cercada á la que con él
venía, y (j[ue ella a cuanto le decían callaba, dijo: ^- Señoras mías, esta
doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra ninguna sino
298 DON QUIJOTJbJ DE LA MANCHA
conforme á su tierra, y por esto no debe de haber respondido ni respon
de á lo que se le ha preguntado.. >
— No era preguntarle cosa ninguna, respondió Luscinda, sino ofrece
lie por esta noche nuestri compañía y parte del lugar donde nos acc
moderemos, donde se le hará el regalo que la comodidad ofreciere, co]
la voluntad que obliga á servir á todos los extranjeros que dello tuvi€
ren necesidad, especialmente siendo mujer á quien se sirve.
— Por ella y por mí, respondió el Cautivo, os beso, señora mía, la
manos, y estimo mucho y en lo que es razón la merced ofrecida; qu
en tal ocasión, y de tales personas como vuestro parecer muestra, biei
se echa de ver que ha de ser muy grande.
— Decidme, señor, dijo Dorotea: esta señora ¿es cristiana ó mora
Porque el traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querrí£
mos que fuese.
— Mora es en el traje y en el cuerpo; pero en el alma es muy grand
cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo.
— Luego ¿no es bautizadaV, replicó Luscinda.
— No ha habido lugar para ello, respondió el Cautivo, después qu
f alió de Argel, su patria y tierra; y hasta agora no se ha visto en peligr
de muerte tan cercana, que obligase á bautizalla sin que supiese primer
todas las ceremonias que nuestra madre la santa Iglesia manda; per
Dios será servido que presto se bautice con la decencia que la calida
de su persona merece, que es más de lo que muestra su hábito y el míe
Estas razones pusieron gana, en todos los que escuchándolo estabaí
da saber quién fuesen la mora y el Cautivo; pero nadie se lo quiso pr<
guntar por entonces, por ver que aquella sazÓL era más para procura:
les descanso, que para preguntarles sus vidas. Dorotea la tomó por 1
mano y la llevó á sentar junto á sí, y le rogó que se quitase el embozc
Ella miró al Cíiutivo, como si le preguntara le dijese lo que decían y 1
que ella haría. El en lengua arábiga le dijo que le pedían se quitas
el embozo, y que lo hiciese; y así, se lo quitó, y descubrió un rostro ta
hermoso, que Dorotea la tuvo por más hermosa que á Luscinda, y Lu;
cinda por más hermosa que á Dorotea; y todos los circunstantes com
cieron que si alguno se podría igualar al de las dos era el de la mora,
aun hubo alguno^ que la aventajaron en alguna cosa. Y como la he:
mosura tenga prerrogativa y gracia de reconciliar los ánimos y atrae
las voluntades, luego se rindieron todos al deseo de servir y agasajar
la hermosa mora.
Preguntó don Fernando al CautivC' cómo se llamaba la mora, el cuí
rtspondió que Lela Zoraida; y así ^omo esto oyó ella, entendió lo qu
le habían preguntado al Cautivo, y dijo con mucha priesa, llena de coi
goja y donaire: No, no Zoraida: María, María: dando á entender que s
llamaba María, y no Zoraiia.
Estas palabras y el grande afecto con que la mora las dijo, hiciero
derramar más de una lágrima a algunos de los que la escucharoi
especialmente á las mujeres, que de su naturaleza son tiernas y con
pasivas.
.')()() DOX QUIJOTE DE l.\ MANCHA
AbrazólaLusc-iiida .con iimclio amor, diciéndole: «Sí, sí, María, Ma"
ríar, alo cual respondió la mora: S/, .sv', Marta: Zora'tda macan<](\ que
(juiere decir no.
Ya en esto lleutilta la noche; y, por orden de los que venían con
don Fernando, liabía el ventero ¡luesto diligencia y cuidado en adere-
zarles de cenar lo mejor que á él le fué ])Osible. Llegada, pues, la hora,
sentáronse todos a una larga mesa como de tinelo, porque no la había
redonda ni cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal
asiento, puesto que él lo rehusaba, á Don Quijote, el cual quiso tiue
estuviese á su lado la señora Micomicona, pues él era su guardador.
Luego se sentaron Luscinda y Zoraida, y frontero dellas don Feí'nando
y Cardenio, y luego el Cautivo y los dtmás caballeros, y h\ lado de las
señoras el Cura y el barbero, y así cenaron con nmcho contento; y acre
centóseles más viendo que, dejando de comer Don Quijote, movido de
otro semejante es})íritu que el que le movió á hal)lar tanto como habl(')
cuando cenó con los cabreros, comenzó á decir:
>< Verdaderamente, si bien se considera, señores míos, grandes é
inauditas cosas ven los que profesan la Orden de la andante caballería.
Si no, ¿cuál de los vivientes habrá en el mundo, que ahora por la puerta
deste castillo entrara, y de la suerte que estamos nos viera, que juzgue
y crea que nosotros somos quien somos? ¿Quién podrá decir que esta
señora que está á mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que
yo soy £.quel Caballero de la Triste Figura que anda por ahí en boca de
ia fama? Ahora, no hay que dudar, sino que esta arte y ejercicio excede
á todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se
ha de tener en estima, cuanto á más peligros está sujeto. Quítenseme
delante los que dijeren que las letras hacen ventaja á las armas; que
les diré (y sean quienes fueren) quf- no saben lo que dicen, porc|ue la
razón que los tales suelen decir, y á lo que ellos más se atienen, es que
los trabajos del espíritu exceden á los del cuerpo, y que las armas sólo
con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapa-
nes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas; ó como si en
esto que llamamos armas los que las profesamos, no se encerrasen los
actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho entendí
miento, ó como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene á su
cargo un ejército ó la defensa de una ciudad sitiada, así con el espíritu
como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas corpora-
les á saber ó conjeturar el interto del enemigo, los designios, las es-
tratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; (jue
todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene
parte alguna el cuerpo. Siendo, pues, ansí que las armas requieren
espíritu como las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el
del letrado ó el del guerrero, trabaja más; y esto se vendrá á conocer
por el fin y paradero á que cada uno se encamina; porque aquella
intención se ha de estimar en más. <[ue tiene por objeto más noble
iin. Es el fin y ])aradero do las letras... y no hablo ahora de las di
vinas. (|ue tienen por blan -o llevar y eiicaniinai' las ahnas al cielo;
PARTE PRIMERA. CAPITULO XXXVII 301
ijue a un ñn tan sin tin como éste, ninguno otro se puede i.uualur; hablo
(le las letras humanas; que es su ñn poner en su punto la justicia dis
tril)ntiva y dar á cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las
l)uenas leyes se guarden. Fin por cierto treneroso y alto y diurno de
urande alabanza; pero no de tanta como merece aquel a que las armas
atienden, las cuales tienen j)or objeto y ñn la paz, que es el mayor bien
(jue los hombres pueden desear en esta vida; y así, las jnñmeras buenas
nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres, fueron las que die
ron los anudes la noche que fué nuestro día, cuando cantaron en los
aires: (¡loria ú Dios <-ii hts alturas t/ paz en la tierra á los hofnfnr.s de
linrna roJuntad. Y la salutación que el mejor Maestro de la tierra y del
cielo enseñó á sus allegados y favorecidos, fué decirles que cuando en-
trasen en alü;una casa dijesen: Paz sea en esta casa: y otras nmchas veces
les dijo: Mi paz ov doif. mi paz os dejo, ¡taz sra ron rosotros: bien como
joya y jirenda dada y dejada de tal mano: joya ([ue, sin ella, en la tie-
rra ni en el cielo j>uede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin
(le la guerra; que lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta,
[)ues, esta verciad, que el ñn de la guerra es la i)az, y que en esto hace
ventaja al ñn de las letras, vengamos ahora á los trabajos del cuerpo
del letrado y á los del ])rofesor de las armas, y véase cuáles son
mayores.:
De tal manera y })or tan l)uen(js términos iba prosiguiendo en su
l)lática Don Quijote, que obligó á que por entonces ninguno de los
que escuchándole estaban le tuviese por loco; antes, como todos o
los más eran caballeros, á quienes son anejas las armas, le escuchaban
de muy buena gana; y. él prosiguió diciendo: «Digo, pues, que los
trabajos del estudiante son éstos: principalmente pobreza, no porque
todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el extremo que
pueda ser; y en haber dicho que jiadece pobreza me i)arece <[ue no
liabía que decir más de su mala ventura, porque quien es pobre no
tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre.
\a en frío, ya en desnudez, ya en todo junto; pero, con todo eso, no es
tanta, que no coma, aunque sea un poco más tarde de lo (|ue se usa.
aunque sea de las sobras de los ricos, que es la mayor miseria del
L'studiante esto (jue entre ellos llaman andar á ¡a sopa: y no les falta
algún ajeno brasero ó chimenea, (jue, si no caliente, á lo menos entibie
<u frío, y en ñn. la noche duermen muy bien debajo de cubierta. No
[uiero llegar á otras menudencias, conviene á saber, de la falta de
lamisas y no sobra de za]>atos. la i'aridad y }>oco pelo del vestido.
hí aquel ahitarse con tanto gusto cuando la l)uena suerte les depara
algim l)anquete. Por este camino (pie lie pintado. as})ero y diñcultoso,
tropezando a(juí. cayendo allí, levantándose acullá, tornando á caer
acá, llegando al grado que desean, el cual alcanzado, a nmchos hemos
visto (pie. lialiiendo ])asado ]»or estas siiles y i)or estas Scilas y Carib-
dis. como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos
visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre
en ]);irtm';i. sn frío cii retVÍLi'crio. '^n desnudez en ualas. v su dormir en
302
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
una estera en reposar en holandas y damascos, premio justamente me
rtcido de su virtud; pero, contrapuestos y comparados -sus trabajos
con los del milite tíuerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora
diré.»
mi'^f^MuMk
CAPITULO XXXMír
Que trata del curioso discurso que hizo Don Quijote de ias armas y tas letras.
fK()si<;uiEis-DO Don (¿uijote. dijo: ^ Pues comenzamos en el estu-
diante por la pobreza y sus partes, veamos si es más rico el sol-
da io. y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma
\^ pobreza, porque está atenido á la miseria de su paga, que viene
ó tarde ó nunca, ó á lo que garl>eare por sus manos, con notable peli-
jjro de su vida y de su conciencia; y á veces suele ser su desnudez tan-
ca, que un coleto acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mi-
ad del invierno se suele reparar de las inclemencias del cielo estando,
•n la campaña rasa, con sólo el aliento de su boca, que, como sale de
I ugar vacío, tengo por averiguado que debe de salir frío, contra toda
laturaleza. Pues es])erad (jue espere que llegue la noche para restañ-
arse de todas estas incomodidades en la cama que le aguarda, la cual
Á no es por su culpa, jamás pecará de estrecha ni corta; que bien pue-
de medir en la tierra los pies que quisiere, y revolverse en ella á su sa-
'>or, sin temor que se le encojan las sábanas. Llegúese, pues, á todo
'sto ol día y la hora de recebir el grado de su ejercicio; llegúese un día
le ])atalla, que allí le pondrán la borla en la cabeza, hecha de hilas
)ara curarle algún l)alazo, que quizá le habrá pasado las sienes, ó le
lejara estropeado de brazo ó pierna; y cuando esto no suceda, sino que
'1 Cielo })iadoso le guarde y conserve sano y bueno, podrá ser que se
|uede en la mesma i)obreza que antes estaba, y cjue sea menester que
B. P— XX 21
;iü4 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
suceda uno y otro encuentro, una y. otra batalla, y que de todas sa.l«;a
vencedor, para medrar en algo; pero estos milagros vense raras veces.
Porque decidme, señores, si habéis mirado en ello: ¿cuan menos son
los premiados por la guerra (jue los que han perecido en ella? Sin duda
habéis de responder que no tienen comparación, ni se pueden reducir á
cuenta los muertos, y que se podrán contar los premiados vivos con
tres letras de guarismo. Todo esto es al revés en los letrados; porque de
faldas, "que no quiero decir de mangas, todos tienen en qué entretener-
se; así que, aunque es mayor el trabajo del soldado, es mucho menor el
premio.
»Pero á esto se puede responder que es más fácil premiar á doscien-
tos letrados que á treinta soldados; porque aquéllos se premian con dar
les oficios, que por fuerza se han dé dar á los de su profesión, y á ésto s
no se puede premiar sino con la mesma hacienda del señor á quien sii--
ven; y esta imposibilidad fortifica más la razón que tengo. Pero deje
mos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, y no volva-
mos á la preeminencia de las armas contra las letras: materia que has-
ta ahora está por averiguar, según son las razones que cada una de su
parte alega; y entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas n<>
se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus le-
yes y está sujeta á ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son le
tras y letrados.
»A esto responden las armas que las leyes no se podrían sustenta i
sin ellas, porque con las armas se defienden ' las repúblicas, se conser
van los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, s(
despojan los mares de cosarios; y finalmente, si por ellas no fuese, la^
repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mai
y tierra estarían sujetos al rigor y á la confusión que trae consigo la
guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios \
cíe sus fuerzas; y es razón averiguada que aquello que más cuesta se os
tima y debe de estimar en más. Alcanzar alguno á ser eminente en le
tras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, vaguidos de cabeza
ir digestiones de estómago, y otras cosas á éstas adherentes, que en par
te ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos á ser bucí
soldado le cuesta todo lo que al estudiante, en tanto mayor grado, (|U(
no tiene comparación, porc{ue á cada paso está á pique de perdei- 1;
vida. ¿Y qué temor de necesidad y pobreza puede amargar ni fatiga i
al estudiante, que llegue al que tiene un soldado, que hallándose cerca
do en alguna fuerza, y estando de posta ó guarda en algún rebellín (
caballero, siente que los enemigos están minando hacia la parte donde
él está, y no puede apartarse de allí por ningún caso, ni huir el peligrí
([ue de tan cerca le amenaza? Sólo lo que puede hacer es dar noticia ;
su capitán de lo que pasa, para que lo remedie c<m alguna contramina
y él estése quedo, temiendo y esperando cuándo improvisamente ha dt
subir á las nubes sin alas, ó bajar al profundo sin su voluntad. Y s
este parece no pequeño pefigro, veamos si le iguala ó hace ventaja e
de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, la-
PARTE PRI3IEKA. — -CAPITULO XXXVIll 305
• líales enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado más espacio -del
i|iie conceden dos pies de tabla del espolón; y con todo esto, viendo quií
tiene delante de sí tantos ministros de la nmerte que le amenazan, cuan-
tos cañones de artillería se asestan de la parte contraria,, que no distan
(le su cuerpo una lanza, y \aendo «pie al primer descuido de los pies ini
a visitar los profundos senos de Ne]>tuno, con todo efíto, con intrépido
corazón, llevado de la honra que le incití^i, se pone á ser blanco de tanta
arcalnicería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y
lo que más es de admirar, que apenas uno ha caído donde no se podrá
levantar hasta la tin del nmndo, cuando otro ocupa su mesmo lu<»ar; y
si éste tíimbién cae en el mar, que como á enemigo le aguarda, otro y
otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y
atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la
guerra.
»¡Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espanta-
l)le furia de aquestos endemoniados instrumeníos de la artillería, á cuyo
inventor, tengo para mí que en el Iníierno .=:c le está dando el premio de
su diabólica invención, con la cual dio causa á que un infame y cobar-
de brazo quite la vida á un valeroso caballero; que, sin saber cómo ó
ix>r donde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima á los va-
lientes pechos, llega una desmandada bala, disparada de quien quizá
huyó ó se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la
maldita máquina, y corta y acaba en un instante los pensamientos y
vida de quien la merecía gozar luengos siglos! Y así, considerando esto,
estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio
de caballero andante en edad tan detestable como es esta en qué ahora
vivimos; porque, aunque á mí ningún peligro me pone miedo, todavía
me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la oca-
sión de hacerme famoso y conocido, por el valor de mi brazo y filos de
mi espada , por todo lo descubierto de la Tierra. Pero haga el Cielo lo que
fuere servido; que tanto seré más estimado, si salgo con io que preten-
do, cuanto á mayores peligros me he puesto que se pusieron los caba-
lleros andantes de los pasados siglos.»
Todo este largo discurso dijo Don Quijote en tanto que los demás .
cenaban, olvidándose de llevar bocado á la boca; puesto que algunas
veces le había dicho Sancho Panza que cenase; que después habría lu-
gar para decir todo lo que quisiese. En los que escuchado le habían so-
brevino nueva lástima de ver que hombre que, al parecer, tenía buen
entendimiento y buen di-scurso en todas las cosas que trataba, le hubie-
se perdido tan rematadamente en tratándole de su negra y pizmienta
caballería. El Cura le dijo que tenía nuicha razón en todo cuanto había
«lidio en favor de las armas, y que él, aunque letrado y graduado, es-
taba de su mismo parecer. Acabaron de cenar, levantaron los manteles;
y en tanto que la ventera, su hija y Maritornes aderezaban el camaran-
chón de Don Quijote de la Mancha, donde habían determinado que
aquella noche las nmjeres solas en él se recogiesen, don Femando rogó
!il Cautivo les contase el discurso de su vida, porque no podría ,ser sino
aiX)
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
qiie, fuese peregniio y oustoso, según las muestras que había comenza-
do Á dar, viniendo en compañía de Zoraida; á lo cual respondió el
Cautivo (lue de, muy buena gana haría lo que se le mandaba, y que
sólo temía (iue el cuento no "había de ser tal, que les diese el gusto que
él deseaba; pera que, con todo eso, por no faltar en obedeeelle, le con-
taría. El Cura y todos los demás se lo agradecieron, y de nuevo se lo ro-
garon; V él, viéndose rogar de tantos, dijo que no eran menester ruegos
¿donde" el mandar tenía tanta fuerza. «Y así, estén vuestras mercedes
atentos, y oirán un discurso verdadero, á quien podría ser que no lle-
gasen los mentirosos que con- curioso y pensado artiñcio suelen compo-
nerse-). Con esto que dijo, hizo ([ue todos se acomodasen y le prestasen
un grande silencio; y él, viendo que ya callaban y esperaban lo que de-
cir quisiese, con voz agradal>le y reposada comenzó á decir desta ma-
yera:
("Al'lTl'í.o XXXIX
Donde ei Cautivo cuenta su vida y sucesos.
f! N un luiíar de las montañas de León tuvo principio mi linajCj
con quien fué más agradecida y liberal la natunileza que la
fortuna; auncjue en la estrecheza de aquellos pueblos todavía
alcanzaba mi padre fama de rico; y verdaderamente lo fuera,
si así se diera maña á conservar su hacienda, como se la dal)a en gas-
talla. Y la condición que tenía de ser liberal y gastador le procedía de
hal)er sido soldado los años de su juventud; que es escuela la solda-
desca donde el mezquino se hace franco, y el franco pródigo; y si al-
gunos soldados se hallan miserables, son como monstruos, que se vei> '
raras veces. Pasaba mi padre los términos de la lil)eralidad, y rayaba'
en los de ser pródigo, cosa que no le es de ningún ]>rovecho al hombre
casado y que tiene hijos que le han de suceder eu el nombre y en el
ser. Los que mi padre tenía eran tres, todos varones y todos de edad de;
])oder elegir estado. Viendo, pues, mi })adre ([ue, según éí decía, no po--
día irse á la mano contra su condición, quiso privarse del instrumenta'
y causa que le hacia gastador y dadivoso, que fué privarse de la ha-:
cienda, sin la cual el mismo Alejandro pareciera estrecho; y así. Ha-
mandónos un día á todos tres á solas, en un aposento, nó?í dijo unas ra-'
zones semejantes á las que ahora diré:
Hijos, |>ara deciros cjue os quiero bien, basta saber y decir quo
sois mis hijos; y para entender que os quiero mal, basta saber que na
me voy á la mano en lo (|ue toca á conservar vuestra hacienda. Pues •
para que entendáis desde acpí adelante que os quiero como padre, yí
que 'no os quiero destruir como padrastro, quiero hacer una cosa con'
308 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
vosotros, que ha muchos días que la tengo pensada, y con madura con-
sideración dispuesta. Vosotros estáis ya en edad de tomar estado, ó alo'
menos de elegir ejercicio tal, que cuando mayores os honre y aproveche;
y lo que he pensado es hacer de mi hacienda cuatro partes: las tres os
daré á vosotros, íi cada uno lo que le tocare, sin exceder en cosa algu-
na; y con la otra me quedaré yo para vivir y sustentarme los días que
el Cielo fuere servido de darme de vida; pero querría que, después que
cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de su hacienda, si-
guiese uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra Espa-
ña, á mi parecer muy verdadero, como todos lo son, por ser sentencias
breves, sacadas de la luenga v discreta experiencia; y el que yo digo
dice: Iglesia, ó mar, ó casa Real, como si más claramente dijera: «quien
quisiere valer y ser rico, ó siga la Iglesia, ó navegue, ejercitando el
arte de la mercancía, ó entre á sei vir á los re^^es en sus casas», porque
dicen: 3Iás vale migaja de reg que tnerced de señor. Digo esto porque
(¡uerría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el
otio la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificul-
toso entrar á servir en su casa; que, ya que la guerra no dé muchas ri-
quezas, suele dar mucho valor y mucha fama. Dentro de ocho días os
daré toda vuestra parte en dineros, sin defraudaros en "un ardite, como
lo veréis por la obra: decidme ahora si queréis seguir mi parecer y con-
sejo en lo que os he })ropuesto.»
»Y mandándome á mí, por ser el mayoi-, que respondiese, después
de haberle diého que no se deshiciese de la hacienda, sino que gastase
todo lo que fuese su voluntad, que nosotros éramos mozos para saber
ganarla, vine á concluir en que cumpliría su gusto, y que el mío era se-
guir el ejercicio de las armas, sirviendo en él á Dios y á mi re}'. El se-
gundo hermaufd hizo los mesmos ofrecimientos, y escogió el irse á las
Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor, y, á lo
que yo creo, lel más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, ó irse a
acabar sus comenzados estudios á Salamanca. Así como acabamos de
concordarnos y escoger nuestros ejercicios, mi padre nc s abrazó á to-
dos, y con la- brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos había pro-
metido; y dando á cada uno su parte, que, á lo que se me acuerda, fue-
ron cada tres mil ducados en dineros (porque un nuestro tío compró
toda la hacienda y la pagó de contado, porque no saliese del tronco de
la casa), en un- mesmo día nos despedimos todos tres de nuestro buen
padre, y en aquel mesmo, pareciéndome á mí ser inhumar idad que mi
padre quedase viejo y con tan poca hacienda hice con él que de mis
tres mil tomase los dos mil ducados; porque á mí me bastaba el resto
|)ara acomodarme de lo que había menester un sol lado. Mis dos her-
manos movidos de mi ejemplo, cada uno le dio mil ducados, de modo
que á mi padre le quedaron cuatro mil en dineros, y más tres mil que.
alo que parece, valía la hacienda que le cupo, que no quiso vender,
sino quedarse don ella en raíces. Digo, en fin, que nos despedimos del
y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho sentimiento y lágri-
mas de todos, encargándonos que les hiciésemos saber, todas las veces
PAKTE PRIMERA. — CAPÍTULO XX XIX 309
(|ue hubiese comodidad pan» olio, de nuestros sucesos jn-óperos ó ad-
versos. Pronietímosselo y ahra/.aiidonos.r echándonos su y)endición, el
uno tomó el viaje de Salamanca, el otro de Sevilla, y yo el de Alicante,
adonde tuve nuevas que había mía nave ^inovesa que cargaba alh lana
]>ara Genova.
Este hará veinte y dos años (juc salí de casa de mi padre; y v\\ to
dos ellos, puesto que he escrito al.uunas cartas, no lie sabido del ni dc
mis hermanos nueva alguna; y lo ([ue en este discurso de tiemj>o he
pasado, lo diré brevemente. Kmbaríiuéme en Alicante, llegué con i)rós-
l»ero viaje á Genova, fui desde allí a Milán, donde me acomodé de ar-
mas y de algunas galas de soldado, de donde quise ir á asentar mi ])la-
za al riam(mte; y estando ya de camino ]>ara Alejandría de la Palh;,
tuve nuevas que el gran du(jue de Alba pasaba á Flandes. Mudé propó-
sito, fuínie con él, servíle en las jornadas que hizo, hálleme en la muer-
te de los condes de Eguem'ón y de Hornos, alcancé á ser alférez de un
lamoso capitán de ( Juadalajara, llamado Diego de Urbina, y á cabo de
algún tiempo que llegué á Flandes se tuvo nuevas de la liga que la
santidad del pai)a Pío Quinto, de felice recordaci(')n, había hecho con
N'enecia y con Es]>aña contra el enemigo común, que es el Turco, el
cual en aquel mesmo tiem})o había ganado con su armada la famo.sa
isla de Chipre, que estaba deV>ajo del dominio de los venecianos: pérdi-
<la lamentable y desdichada.
Súpose cierto que venía i)or general de esta liga el serenísimo don
.luán de Austria, hermano natural de nuestro buen rey don Felii)e;
divulgóse el grandísimo ajiarato de guerra que se hacía, todo lo cual
me incitó y conmovió el ánimo y el deseo de verme en la jornada que
se esperaba; y aunque tenía barruntos y casi premisas ciertas de
que en la })rimera ocasión que se ofreciese sería promovido á capitán,
lo quise dejar todo, y venirme, como me vine, á Italia; y quiso mi
buena suerte que el señor don Juan de Austria acababa de llegar á
(reno va; que pasaba á Ñapóles á juntarse con la armada de Venecia,
como después lo hizo en Mesina. Digo, en fin, que yo me hallé en
aquella felicísima jornada, ya hecho capitán de infantería, á cuyo
honroso cargo me subió mi bueija suerte más que mis merecimientos;
y aquel día, que fué para la cristiandad tan dichoso, porque en él se
desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban
creyendo que los turcos eran invencibles por la mar; en aquel día,
digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada, entre
tantos venturosos como allí hubo (porque más ventura tuvieron los
cristianos que allí murieron que los que vivos y vencedores quedaron),
yo solo fui el desdichado; pues en cambio de que pudiera esperar, si
fuera en los romanos siglos, alguna naval corona, me vi aquella noche
(jue siguió á tan famoso día, con cadenas á los pies y esposas á las
manos; y fué desta suerte: que habiendo el Uchalí, rey de Argel, atre-
vido y venturoso cosario, embestido y rendido la capitana de Malta
((jue sólo tres caballeros quedaron vivos en ella, y éstos mal heridos),
acudió la capitana de Juan Andrea á socorrella, en la cual yo iba con
310 DON QUIJOTE DE LA 3IANCHA
mi coDipañía; y haciendo lo que debía en ocasión semejante, salté en ]a
«íalera contraria; la cual, desviándose de la que la había embestido, es-
torbó que mis soldados me sigliieseu; y así, me hallé solo entre mis ene-
migos, á quien no pude resistir, por ser tantos: en tín, me rindieron,
lleno de heridas. Y como ya habréis, señores, oído decir que el Uchali
se salvó con toda su escuadra, vine yo á quedar cautivo en su poder, y
solo fui el triste entre tantos alegres, y el cautivo entre tantos libres;
})orqúe fueron quince mil cristianos los que aquel día alcanzaron hi
deseada libertad, que todos venían al remo en la turquesca armada.
» Lleváronme á Constantinopla, donde el Gran Turco Selín ln/.<»
general de la mar á mi amo, porque había hecho su deber en la batalhi.
habiendo llevado por muestra de su valor el estandarte de la religión
de Malta. Hallóme el segundo año, que fué el de setenta y dos, en
Navarino, bogando en la capitana de los tres fanales. Vi y noté la
ocasión que allí se perdió de no coger en el puerto toda la armada tur-
((uesca; porque todos los levantes y jenízaros que en ella venían tuvie-
ron por cierto que les habían de embestir dentro del mesmo puerto,
y tenían á punto su ropa y pasamaques (({ue son sus zapatos), para
huirse luego por tierra, sin esperar ser combatidos: ¡tanto era el miedo
que habían cobrado á nuestra armada! Pero el Cielo lo ordenó de otra
manera, no por culpa ni descuido del general <|ue á los nuestros regía,
sino por los pecados de la cristiandad, y ponqué quiere y permite
Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen. En efeto, el
LTchalí se recogió á Modón, que es una isla que está junto á Navarino;
y echando la gente en tierra, fortificó la boca del })uerto, y estúvose
(juedo hasta que el señor don Juan se volvió. En este viaje se tomó la
galera que se hamaba La Fresa, de quien era capitán un hijo de aquel
famoso cosario Barba Roja. Tomóla la capitana de Ñapóles, llamada
La Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los solda-
dos, por aquel venturoso y jamás vencido capitán, don Alvaro de Btzán.
Marques de Santa Cruz; y no quiero dejar de decir lo que sucedió en la
presa de Ijü Pi-esa.
>Era tan cruel el hijo de Barba Roja, y trataba tan mal á sus cau-
tivos, que así como los que venían al remo vieron que la galera Loba les
iba entrando y que los alcanzaba, soltaron todos á un tiempo los remos,
y asieron de su capitán, (|ue estaba sobre el estanterol gritando que bo-
gasen apriesa; y pesándole de banco en banco, de ]:iopa á proa, le dieron
tantos bocados, que á poco más que pasó del árbol, ya había pasado su
ánima al infierno; ¡tal era, como he dicho, la crueldad con que los tra-
taba, y el odio que ellos le tenían!
» Volvimos á Constantinopla, y al año siguiente, (jue fué el de seten-
ta y tres, se supo en ella cómo el señor don Juan había ganado á Túnez,
y quitado aquel reino á los turcos, y puesto en posesión del á Muley
Hamet, cortando las esperanzas que de volver á reinar en él ten/a Mu-
ley Hamida, el moro más cruel y más valiente que tuvo el mundo.
Sintió mucho esta pérdida el Gran Turco; y usando de la sagacidad
<iue todos los de su casa tienen, liizo paz con los venecianos, que mucho
PARTE PRIMKKA. CAPITULO XXXIX 811
más que él la deseaban, y el afio siííuiente de setenta y cuatro acometi(')
á la uoleta y al fuerte que junto á Túnez había dejado inedio levantado
el señor don Juan. En todos estos trances andaba yo al remo, sin espe-
anza de libertad alí¡:una; á lo menos no es})eraba tenerlíT })or rescate,
porque terna determinado de no escribir las nuevas de mi des^^racia ¡i
mi padre.
» l'erdi(')se, en tin, la ^i'oleta; perdióse el fuerte, sobre las cuales pla-
zas liub ' de soldados turcos pajeados setenta y cinco mil. y de moros y
alabares de toda la África más de cuatrocientos 'uil, a •omi)añado este
tan gran número de gente, con tantas nnniiciones y pertrechos de gue-
rra, y con tantos gasradores, que con las manos y á puñados de tierra
pudieran cubrir la goleta y el fuerte. Perdi(')se i)rimero la goleta, tenida
hasta entonces por inexpugnable; y no se perdió j)or culpa de sus de-
fensores, los cuales hicieron en su defensa todo aquello que debían y
podían, sino porque la experiencia mostn') la facilidad con (pie se ]»o-
dian levantar trijicheas en aciuella desierta arena; j)orque ;i dos jtalmos
se hahaba agua, y los turcos no la hallaron á dos varas; y así, con mu-
chos sacos de arena levantaron las trincheas tan altas, que sobrepuja-
ban las murallas de la fuerza, .y tirándoles á caballero, ninguno podía
l)arar ni asistir á la defensa.
»Fué común opinión que no se habían de encerrar los nuestros en
la goleta, sino esperar en campaña al desembarcadero; y los que esto
dicen, hablan de lejos y con poca experiencia de casos semejantes; por-
que si en la goleta y en el fuerte apenas había siete mil soldados, ¿cómo
l)odía tan poco número, aunque más esforzados fuesen, salir á la cam-
l)aña y quedar en las fuerzas contra tanto como era el de los enemigos?
',Y cómo es posible dejar de perderse fuerza (pie no es socorrida, y más
•uando la cercan enemiojos, muchos y porfiados, y en su mesma tierraV
Pero á muchos les pareció, y así me pareció á mí, que fué partícula i
gracia y merced que el Cielo hizo á España, el i)ermitir (jue se asolase
iquella oficina y capa de maldades, y aquella gomia <) esponja y polilla
le la infinidad de dineros que allí .■^in provecho se gastaban. "sin servir
le otra cosa que de conservar la memoria de haberla ganado la majestad
leí invictísimo Carlos V, como si fuera menester para hacerla eterna,
•orno lo es y será, que aquellas piedras la sustentaran'. Perdióse tam-
bién el fuerte: pero fuéronle ganando los turcos ])almo á {^almo, por-
[ue los soldados que lo defendían pelearon tan valerosa y fuertemente,
[ue pasaron de veinte y cinco mil enemigos los que mataron en veinte
■ dos asaltos generales que les dieron. Ninguno cautivaron sano, de
rescientos que quedaron vivos señal cierta y clara de su esfuerzo y
alor, y de lo bien que se hal)ían defendido y guardado sus plazas.
ündi()se á partido un }»equeño fuerte ó torre (jue estaba en mitad del
'.staño, á cargo de d( ii Juan Zanoguera, caballero valenciano y famoso
oldado. Cautivaron á don Pedro Puertocarrero, general de la goleta, el
ual hizo cuanto fué posible por defender su fuerza, y sintió 'anto el
aberla perdido, que, de pesar, murió en el camino de Constantino})la.
onde le llevaban cautivo. ( 'autivaron ansimesmo al general del fuerte.
312 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero milanés, grande ingeniero
y valentísimo soldado. Murieron en estas dos fuerzas muchas personas
de cuenta, de las cuales fué una Pagan de Oria, caballero del hábito de
San Juan, de condición generoso, como lo mostró la suma liberalidad que
usó con su liermano el famoso Juan Andrea de Oria; y lo que más hizo
lastimosa su muerte fué haber muerto á manos de unos alárabes, de
quien se fió, viendo ya perdido el fuerte, que se ofrecieron de llevarle
en hábito de moro á Tabarca, que es un portezuelo ó casa que en aque
lias riberas tienen los ginoveses que se ejercitan en la pesquería del c<i
]"al; los cuales alárabes le cortaron la cabeza, y se la trajeron al general
de la armada turquesca, el cual cumplió con ellos nuestro refrán castc
llano: que aunque la traición aplace, el traidor w ahorrece: y así, se dice
que mandó el general ahorcar á los que le trajeron el presente, porque
no se le habían traído vivo.
>^ Entre los cristianos que en el fuerte se perdieron, fué uno llamado
don Pedro de Aguilar, natural de no sé de qué lugar rlfel Andalucía, el
cual había sido alférez en el fuerte; soldado de nnutha cuenta y de raro
entendimiento, especialmente tenía particular gracia en lo que llaman
poesía. Dígolo porque su suerte le trajo á mi galera y á mi banco, y íi
ser esclavo de mi mesmo j)atrón; y antes que nos partiésemos de aquel
puerto, hizo este caballero dos sonetos á manera de epitafios, el uno a
la goleta y el otro al fuerte; y en verdad que los tengo de decir, porque
los sé de memoria, y creo que antes causarán gusto que pesadumbre.
En el punto que el Cautivo nombró á don Pedro de Aguilar, don
Fernando miró íI sus camaradas, y todos tres se sonrieron; y cuando
llegó á decir de los sonetos, dijo el uno: -Antes que vuestra merced
pase adelante, le suplico me diga qué se hizo ese don Pedro de Aguilar
que ha dicho.»
— Lo que sé es, respondió el Cautivo, que, al cabo de dos años qut
estuvo en Constan tinopla, se huyó, en traje de arnaute, con un grieg(
espía; y no sé si vino en libertad (puesto que creo que sí), porque dt
allí á un año vi yo al griego en Constantinopla y no le pude preguntai
el suceso de aquel viaje.
— Pues así fué, respondió el caballero; porque ese don Pedro es m
hermano, y está ahora en nuestro lugar, bueno y rico, casado y con tre;-
hijos.
— Gracias sean dadas á Dios, dijo el Cautivo, por tantas mercedeí
como le hizo. Porque no hay en la tierra, conforme mi parecer, conten
to que se iguale á alcanzar la libertad perdida.
— Y más, replicó el caballero, que yo sé los sonetos que mi herman(
hizo.
— Dígalos, pues, vuesa merced, dijo el Cautivo, que los sabrá deci
mejor que yo.
— Que me place, respondió el ca})allero; el de la goleta decía así :
t-^
*l
^•i:
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CAPÍTULO XI.
Donde se prosigue la historia del Cautivo.
SDNKTO
Alinas (licho.sas, que del mortal vi-lo
Libres y exentas, por el bien que obrastes.
Desde la baja tierra os levaiitastes
A lo luás alto y lo mejor del cielo;
Y ardií ndo en ira y en bonroso celo.
De los cnerpos la fuerza ejercitaste» .
Y en propia y sauKre ajena colorastes
Kl mar vecino y arenoso suelo;
Primero que el valor faltó la vida
En los cansados brazos, que, muriendo.
Con ser vencidos llevan la Vitoria:
Y esta vuestra mortal, triste caída.
Entre el muro y el hierro, os va adquiriendo
Fama que el mundo os da, y el cielo «loria.
-Desa mesma manera le sé yo, dijo el Cautivo.
-Pues el del inerte, si mal no me acuerdo, dijo el caballero, diee así:
SONETO
1)0 cutre isti tierra estéril, desdich.vla.
De.stos ton-eones por el suelo echados.
Las almas santas de tres mil soldados
Subieron libre á mejor morada.
Siendo primero en vano ejercitada
La fuerza de sus brazos esforzados.
Hasta que al fin, de pocos y cansados.
Dieron la vida al filo dr la espada.
Y este es el suelo que continuo ha sidti
De mil memorias lamentables lleno
En los pasados siglos y presentes;
Mas no más justas de su duro seno
Habrán al claro cielo almas subido,
Ni aun él sostuvo cuorpos tan valiente
-)14 DON QUIJOTE DE EA MANCHA
No parecieron nial los sonetos, y el Cautivo se alegró con las nue-
vas que de su camarada le dieron, y prosiguiendo su cuento, dijo: < Ren-
didos, pues, la goleta y el fuerte, los turcos dieron orden en desmante-
lar la goleta; porque el fuerte quedó tal, que no hubo qué poner por
tierra; y para hacerlo con más brevedad y menos trabajo, la minaron
por tres partes; pero con ninguna se pudo volar lo ([ue parecía menos
fuerte, que eran las murallas viejas; y todo acjuello <|ue había quedado
en pie de la fortiñcación imeva i[ue había hecho el Fratín, con mucha
facilidad vino á tierra. En resolución, la armada volvió á Constantino-
pla triunfante y vencedora, y de allí á pocos meses murió mi amo el
üchalí, al cual llamaban U chalí Farfa./\ que quiere decir, en lengua
turquesca, d rpnpgado ti ¡loso, porque lo era; y es costumbre entre los
turcos ponerse nombres de alguna falta que tengan, ó de alguna virtud
que en ellos haya, y esto es porque no hay entre ellos sino cuatro ape-
llidos de linajes que desciendan de la casa otomana, y los demás, como
tengo dicho, toman nombre y apellido, ya de las tachas del cuerpo, y
ya de las virtudes del ánimo; \ este tinoso bogó al remo, siendo escla-
vo del (iran Señor, catorce años, y á más de los treinta y cuatro de su
edad renegó, de despecho de que un turco, estando al remo, le dio un
bofetón, y por poderse vengar dejó su fe; y fué tanto su valor, que sin
subir por los torpes medios y caminos que los más privados del (irán
Turco suben, viuo.á ser rey de Argel, y después á ser general de la
mar, (|ue es el tercero cargo que hay en aquel señorío. Era calabrés de
nación, y moralmente fué hombre de bien; trataba con mucha humani-
dad á sus cautivos, que llegó á tener tres mil, los cuales después de su
muerte se repartieron, como él lo dejó en su testamento, entre el Crran
Señor ((jue también es hijo heredero de cuantos mueren, y entra á la
parte con los demás hijos que deja el difunto) y entre sus renegados; y
yo cupe á un renegado veneciano, (jue, siendo grumete de una nave, k
cautivó el Uchalí, y le quiso tanto, que fué uno de los más regalado^
garzones suyos, y él vino á ser el más cruel renegado que jamás se hv
visto.
• Llamábase Azán Bajá, y lleg(') á ser muy rico y á ser rey de Argel
con el cual yo vine de Constantinopla, algo contento por estar tan cerc:
de España; no porque pensase escribir á nadie el desdichado sucesi
mío, sino por ver si me era más favorable la suerte en Argel que (m
Constantinopla, donde ya había probado mil maneras de huirme. ;
ninguna tuvo sazón iñ ventura; y pensaba en Argel buscar otros me
dios de alcanzar lo ([ue tanto deseaba; porque jamás me desampan') 1;
esperanza de tener libertad; y cuando, en lo que fabricaba, pensaba ;
ponía por obra, no correspondía el suceso á la intención; luego, sii
abandonarme, tingía y buscaba otra esperanza que me sustentase, am
([ue fuese débil y ñaca. Con esto entretenía la vida, encerrado en un
prisión ó casa (jue los turcos llaman }>año. donde encierran los cautive
cristianos, así los que son del Rey como de algunos particulares, y lo
que llaman del almacén, que es como decir cautivos del concejo, qn
sirven á la ciudad en las obras públicas qu*? hace y en otros oficios;
PARTE PRIMERA.— CAPÍTULO XL 315
estos tales cautivos tienen muy dificultosa su libertad, que, como son
del común, y no tienen amo particular, no hay C(m quien tratar su res-
cate, auníjue le teñirán. A estos baños, como tenjío diclio, suelen llevar
á sus cauíivos aliíunos particulares del pueblo, principalmente cuando
son de rescate. por(}ne allí los tienen holgados y seguros hasta que ven
jLía su rescate. También los cautivos del Rey, <|ue son de rescate, no sa-
len al trabajo con la demás chusma, si no es cuando se tarda su res-
cate; (|ue entonces, por hacerles <|ue escriban por él con más ahinco,
les hacen trabajar y ir ])or lefia con los demás, que es un no pequeño
trabajo.
Y(», pues, era uno de los de re.scate; que, como se supo (pie era ca-
pitán, })uesto que dije mi poca j)osibilidad y falta de hacienda, no apro-
vechó nada i>ara que no me pusiesen en el número de los caballeros y
gente de rescate. Pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que
por jLíuardarme con ella; y así. pasaba la vida en aquel baño con otros
nmchos caballeros y ícente })rinci¡)al, señalados y tenidos por de resca-
te; y aunque la hambre y desnudez ])udiera fatigarnos á veces, y aun
casi siempre, ninguna cosa nos fati.uaba tanto como oir y ver á cada
ipaso las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los
cristianos. Cada día ahorcaba el suyo, enq)alaba á éste, desorejaba á
aquél; y esto por tan poca ocasión y tan sin ella, que los turcos cono-
cían que lo liacía no más de i)or hacerlo, y i)or ser natural condición
-uya ser homicida de todo el faenero humano. Sólo libró bien con él un
moldado español, llamado tal de Saavedra (1), al cual, con haber hecho
•osas que quedarán en la memoria de aquellas i^entes por muchos
iños, y todas per alcanzar libertad, jamás le di(') palo, ni se lo mandó
lar, ni le dijo mala i)alabra; y por la menor cosa de nmclias que hizo,
emíamos todos que había de ser enq)alado, y así lo temió él más de
uia vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora
ligo de lo que este soldado hizo, que fuera parte ])ara entreteneros v
dmiraros harto mejor que con el cuento de mi historia.
Digo, pues, riue encima del patio de nuestra prisión caían las ven-
anas de la casa de un moro rico y [)rincipal; las cuales, como de ordi-
lario son las de los moros, más eran agujeros que ventanas, y aun és-
as se cubrían con celosías muy espesas y apretadas. Acaeció, i)ues, que
u día, estar do en un terrado de nuestra prisión con otros tres compa-
eros. haciendo pruebas de saltar con las cadenas por entretener el tiem-
'O, estando solos (porque todos los demás cristianos habían salido á tra-
ajar), alcé acaso los ojos, y vi que jmr aquellas cerradas ventanillas,
ue he dicho, parecía una caña, y al remate della puesto un lienzo ata-
o. y la caña se estaba blandeando y movi(Midose. casi cómo si hiciera
.^ñas que llegásemos á tomarla. Miramos en ello, y uno de los (jue con-
ligo estaban fué á ponerse debajo de la caña, por ver si la soltal)an ó
> (jue hacían; })ero así cí^mo llegó, alzaron la caña y la movieron á los
os lados como si dijeran vo con la cabeza, ^'olvióse el cristiano v tor-
1 ' Kl mismo ('eií\ antks.
.'>1() ÜON QUIJOTE DE LA MANCHA
liáronla á bajar y hacer los mesmos movimientos que primero. Fué
otro de mis compañeros, y sucedióle lo mesmo que al primero. Final-
mente, fué el tercero, y avínole lo que al primero y al segundo. Viendo
yo esto, no quise dejar de probar la suerte; y así como llegué á poner-
me debajo de la caña, la dejaron caer, y dio á mis pies dentro del baño.
Acudí luego á desatar el lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro del ve-
nían diez cianiis, que son unas monedas de oro bajo que usan los mo-
ros, que cada una vale diez reales de los nuestros.
>Si me holgué con el hallazgo, no hay ])ara qué decirlo; pues fué
tanto el contento como la admiración de ])ensar de dónde podía venir-
nos aquel bien, especialmente á mí; pues las muestras de no haber que-
rido soltar la caña sino á mí, claro decían que á mí se hacía lá merced.
Tomé y besé el dinero, quebré la caña, volvíme al terradillo, miré lu
ventana, y vi c[ue por ella salía una muy blanca mano, que la abrían y
cerraban muy apriesa. Con esto entendimos (') imaginamos que alguna
mujer, que en aquella casa vivía, nos debía de haber hecho aquel be-
neficio; y en señal de que lo agradecíamos, hicimos zalemas á uso de
moros, inclinando la cabeza, doblando el cuerpo y poniendo los brazos
sobre el pecho. De allí á poco sacaron por la mesma ventana una pe-
queña cruz hecha de cañas, y luego la volvieron á entrar. Esta señal
nos confirmó en que alguna cristiana debía de estar cautiva en aquella
casa, y era la que el bien nos hacía; pero la blancura de la mano, y las
ajorcas que en ella vimos, nos deshizo este pensamiento, puesto que
imaginamos que debía de ser cristiana renegada, á quien de ordinario
suelen tomar ])or legítimas mujeres sus mesmos amos, y aun lo tienen
á ventura, porque las estiman en más que las de su nación. En todos
nuestros discursos dimos muy lejos de la verdad del caso; y así, todo
nuestro entretenimiento desde allí adelante era mirar y tener por norte
á la ventana donde nos había ])arecido la estrella de la caña; pero bien
se pasaron quince días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra
señal alguna; y aunque en este tiempo procuramos con toda solicitu<l
saber quién en aquella casa vivía, y si había en ella alguna cristiana
renegada, jamás hubo quien nos dijese otra cosa sino que allí vivía un
moro principal y rico, llamado Agimorato, alcaide (i[ue liabía sido de la
Pata, que es oficio entre ellos de mucha calidad; mas cuando más de.-*
cuidados estábamos de c|ue por allí habían de llover más cianiis, vimon
á deshora parecer la caña y otro lienzo en ella, con otro nudo más ere
cido; y esto fué á tiem})0 que estaba el baño, como la vez pasada, solé
y sin gente.
'Hicimos la acostumbrada prueba, yendo cada ano, primero (juc
yo, de los mismos tres que estuvieron conmigo; pero á ninguno se rin
dio la caña sino á mí; porque en llegando yo, la dejaron caer. Desat(
el nudo, y hallé cuarenta escudos de oro españoles y un papel escrito en
arábigo, y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz
tomé los escudos, volvíme al terrado, hicimos todas nuestras zalemas:
tornó á parecer la mano, hice señas que leería el papel, cerraron la ven
tana. Quedamos todos confusos y alegres con lo sucedido; y como nin
PARTE PKIMEKA. CAPITULO XL 317
guno de nosotros no entendía el arábigo, era grande el deseo que tenía-
mos de entender lo que el papel contenía, y mayor la dificultad de bus-
car quien lo leyese. En tin, yo me determina de liarme de un renegado,
natural de Murcia, que se había dado por grande amigo mío, y puesto
prendas entre los dos, que le obligaban á guardar el secreto que le en-
cargase, porque suelen algunos renegados, cuando tienen intención de
volverse á tierra de crisólanos, traer consigo algunas firmas de cautivos
l)rincipales, en que dan fe, en la Forma c[uc pueden, cómo el tal rene-
gado es hombre de bien, y que sienq)re ha hecho bien á cristianos,
y que lleva deseo de huirse en la primera ocasión que se le oírezca. Al-
gunos hay que procuran estas fees con buena intención; otros se sirven
dellas usando de industria; porque, viniendo á robar á tierra de cristia-
nos, si á dicaase pierden ó los cautivan, sacan sus firmas y dicen que
l»or aquellos papeles =,g verá el propósito con que venían, el cual era de
quedarse en tierra de cristianos, y que por eso veníim en corso con los
demás turcos. Con esto se escapan de aquel primer ímpetu, y se recon-
cilian con la Iglesia sin que se les haga daño; y cuando ven la suya, se
vuelven á Berbería á ser lo que antes eran. Otros hay que usan destos
papeles y los procuran con buen intento, y se (puedan en tierra de cris
tianos. Pues uno de los renegados que he dicho era este amigo, el cual
tenía firmas de todos nuestros camaradas, donde le acreditábamos cuan-
to era posible, y si los moros le hallaran estos papeles, le ([uemaran
vivo.
»Supe que sabía muy ))ien el arábigo, y no solamente hablarlo, sinc»
escribirlo; pero antes que del todo me declarase con él, le dije que me
leyese aquel papel, que acaso me había hallado en un agujero de mi
rancho. Abrióle, y estuvo un buen espacio mirándole y construyéndole,
murmurando entre los dientes! Pregúntele si lo entendía; díjome que
umy bien, y que si quería que me lo declarase palabra por palabra, que
le diese tinta y pluma, porque mejoi- lo hiciese. Dímosle luego lo que
peiía, y él poco á poco lo fué traduciendo, y en acabando, dijo: «Todo
lo que va aquí en romance, sin faltar letra, es lo que contiene este pa-
pel morisco, y liase de a Ivertir que adonde dice: Lda Marién, quiere
<lecir: Xucstra Señora, Ja Virc/en Mar ¡a.» Leímos el papel, y decía así:
Cuando yo era niña, tenía mi padre una esclava, la cual en mi len-
L^ua me mostró la zalá cristianesca, y me dijo muchas cosas de Lela Ma-
rién. La cristiana murió, y yo sé que no fué al fue 40, sino con Alá, por-
gue después la vi dos veces, y me dijo que me fuese atierra de cristia-
iios, á ver á Lela Marién, que me (quería mucho. Xo sé yo como vaya:
muchos cristianos he visto por esta ventana, y ninguno me ha parecido
•aballero sino tú. Yo soy muy hermosa y muchacha, y tengo muchos
Uñeros que llevar conmigo: mira tú si puedes hacer cómo nos vamos,
V" serás allá mi marido, si quisieres; y si no quisieres, no se me dará
nada; que Lela Marién me dará con quien me case. Yo escribo esto:
:uira á quien lo das á leer; no te fíes de ningún moro, porque son todos
narfuces. Desto tengo muclia pena; que quisiera que no te descubrie-
as á nadie, porque si mi padre lo sabe me echará luego en un pozo y
318 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
me cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo: ata allí la respuesta:
y si no tienes quien te escriba arábigo, dímelo por señas: que Lela Ma-
rién hará que te entienda. Ella y Alá te guarde, y esa cruz, que yo l^eso
nnichas veces; que así me lo mandó la cautiva.»
» Mirad, señores, si era razón que las razones deste papel nos admi-
rasen y alegrasen; y así lo uno y lo otro fué de manera, que el renega-
do entendió que no acaso se había hallado aquel papel, sino que real-
mente á alguno de nosotros se había escrito; y así, nos rogó que, si era
verdad lo ][ue sospechaba, que nos liásemos del y se lo dijésemos; c[ue
él aventuraría su vida por nuestra libertad. Y diciendo esto, sacó del pe-
cho un crucitijo de metal, y con muchas lágrimas juró por el Dios que
aquella imagen representaba, en quien él. aunque pecador y malo, bien
y ñelmonte creía, de guardarnos lealtad y secreto en toda cuanto qui-
siésemos descubrirle, jjorque le parecía y casi adevinaba (|ue i)or medio
de aquella que aquel papel había escrito, liabía él y todos nosotros de
tener libertad, y verse él en lo que tanto deseaba, que era reducirse al
gremio de la santa Iglesia, su madre, de quien, como miembro podri-
do, estaba dividido y ai)artado por su ignorancia y pecado.
Con tantas lágrimas y con muestras de tanto arrepentimiento dijo
esto el renegado, que todos de un mesmo parecer consentimos y veni-
mos en declararle la verdad del caso; y así, le dimos cuenta de todo, sin
encubrirle nada. Mostrámosle la ventanilla por donde parecía la caña,
y él marcó desde allí la casa, y quedó de tener especial y gran cuidado
de informarse quiéi en ella vivía. Acordamos ansimesmo qué sería bien
responder al billete de la mora; y como teaíamos quien lo supiese hacer,
luego al momento el renegado escribió las razones que yo le fui notan
do, que puntualmente fueron las que diré, porque de todos los puntos
sustanciales que en este suceso me acontecieron, ninguno se me ha ido
de la memoria, ni aun se me irá en tanto que tuviere vida. En efeto, lo
que á la mora se le respondió fué esto:
'El verdadero Alá te guarde, señora mía, y aquella l)endita Marién,
que es la verdadera Madre de Dios, y es la que te ha puesto en el co-
razón que te vayas á tierra de cristianos, porque te quiere bien. Rué-
gale tú que se sirva de darte á entender cómo podrás poner por obra
lo que te manda; que ella es tan buena, que sí hará. De mi parte, y
de la de todos estos cristianos que están conmigo, te ofrezco de hacer
por ti todo lo (jue pudiéremos, hasta morir. No dejes de escribirme y
avisarme lo que pensares hacer, que yo te responderé siempre; que el
grande Alá nos ha dado un cristiano cautivo que sabe hablar y escribir
tu lengua tan bien, como lo verás por este papel.. Así que, sin tener
miedo, nos })uedes avisar de todo lo que quisieres. A lo que dices que
si fueres á tierra de cristianos ciue lias de ser mi mujer, yo te lo pro-
meto como buen cristiano; y sabe que los cristianos cumplen lo cpie
prometen, mejor cjue los moros. Alá y Marién, su madre, sean en tu
guarda, señora mía.»
» Escrito y cerrado este papel, aguardé dos días á que estuviese el
l)año solo, comf) solía; y luego salí al paseo acostumbrado del terradi-
PAKTE PRTMEr.A. — CAPITULO XL 319
lio, por ver si la caña jiarecía que no tardó mucho en asomar. Así como
la vi, fcunque no podía ver quien la ponía, mostré el papel como dan-
do á entender que pusiesen el hilo; pero yii venía puesto en la cafla, al
cual até el papel, y de allí á poco tornó á parecer nuestra estrella con la
blanca bandera de paz del atadillo. Dejáronla caer, y álcela yo, y hallé
en el paño, en toda suerte de moneda de plata y de oro, más de cin-
cuenta escudos, los cuales cincuenta veces más doblaron nuestro con-
tento, y confirmaron la espertnza de tener libertad. Aquella misma no-
che volvió nuestro Renegado, y nos dijo que había sabido que en aque-
lla casa vivía el mesmo moro (jue á nosotros nos hal)ían di#ho, que se
Ihnnaba Agimorato. riquísimo por todo extremo, el cual tenía una sola
hija, heredera de toda su hacienda, y <pie era común opinión en toda
la ciudad ser la más hermosa mujer de la Berbería, y que muchos de
los virreyes que allí venían la habían pedido por mujer, y que ella nun-
ca se había querido casar, y que también supo que tuvo una cristiana
cautiva, que ya .se había muerto. Todo lo cual concertaba con lo que
venía en el j)apel. P^ntramos luego en consejo con el Renegado en qué
orden se tendría para sacar ti la mora y venirnos todos á tierra de cris-
tianos; y en tin, se acordó por entonces que esperásemos al aviso segun-
do de Zoraida, que así fo llamaba la que ahora quiere llamarse María;
porque bien vimos que ella, y no otra alguna, era la que había de dar
remedio á todas aquellas diñcultades. Después que quedamos en est(í,
dijo el Renegado que no tuviésemos pena; que él perdería la vida ó
nos pondría en libertad. C'uatro días estuvo el baño con gente, que fué
ocasión que cuatro días tardase en parecer la caña, al cabo de los cua-
tíes, en la acostumbrada soledad del baño, pareció con el lienzo tan pre-
ñado, que un i"elicísimo parto prometía. Inclinóse á mí la caña y el
henzo, hallé en él otro papel y cien escudos de oro, sin otra moneda ab
guna. Estaba allí el Renegado, dímosle á leer el papel dentro de nuestro
irancho, el cual dijo que así decía:
«Yo no sé, mi señor, cómo dar orden <pe nos vamos á P^spaña, ni
ILela Marién me lo ha dicho, aunque yo se lo he preguntado. Lo que
se podrá hacer es, que yo os daré por esta ventana muchísimos dine-
ros de oro; rescataos vos con ellos, y vuestros amigos, y vaya uno
en tierra de cristianos, y compre allá una barca, y vuelva por los
;lemás; y á mí me hallará en el jardín de mi padre, que está á ki
puerta de Babazón, junto á la marina, donde tengo de estar todo' este
verano con mi padre y con mis criados; de allí, de noche me podréis
^acar sin miedo, y llevarme á la barca. Y mira que has de ser mi ma-
rido, porque si no, yo pediré á Marién que te castigue. Si no te fías de
ladie que vaya por la barca, rescátate tú y ve; que yo sé que volverás
nejor que otro, pues eres caballerf) y cristiano. Procura saber el jardín;
<r cuando te pasees por ahí, sabré que está solo el baño, y te daré mu-
^ho dinero. Alá te guarde, señor mío.->
)E.sto decía y contenía el segundo papel; lo cual visto por todos
^ada uno se ofreció á querer ser rescatado, y i)rometió de ir y volver
•on toda puntualidad, y también yo me ofrecí á lo mismo; á todo lo.
B. P.— XX '>.)
820 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
cual se opuso el Renegado, diciendo que en ninguna manera consenti-
ría que ninguno saliese en libertad hasta que fuesen todos juntos; por-
que la experiencia le había mostrado cuan mal cumplían los libres las
palabras que daban en el cautiverio; porque muchas veces habían usado
de aquel remedio algunos priilcipales cautivos, rescatando á uno que
fuese á Valencia ó Mallorca con dineros para poder armar una barca
y volver por los que le habían rescatado, y nunca habían vuelto; porque
la libertad alcanzada y el temor de no volver á yjerderla, les borraba de
la memoria todas las obligaciones del mundo. Y en conñrmación de la
verdad qu^ioí- decía, nos contó brevemente un caso, que casi en aquella
mesma sazón había acaecido á unos caballeros cristianos, el más extra-
ña que jamás sucedió en aquellas partes, donde á cada paso suceden
cosas de grande espanto y de admiración. En efeto, él vino á decir que
lo que se podía y debía hacer era, que el dinero que se había de dar
para rescatar al cristiano, que se le diese á él para comprar allí en Argel
una barca, con achaque de hacerse mercader y tratante en Tetuán y en
aquella costa; y que siendo él señor de la barca, fácilmente se daría
traza })ara sacarnos del baño y embarcarnos á todos: cuanto más que si
la mora, como ella decía, daba dineros para rescatarnos á todos, que
estando libres era facilísima cosa aun embarcarse en la mitad del día.
y que la dificultad que se ofrecía mayor era, que los moros no consien
ten que renegado alguno compre ni tenga barca, si no es bajel grande
para ir en corso, porque se temen que el que compra barca, principal
mente si es español, no la quiere sino para irse á tierra de cristianos
pero que él facilitaría este inconveniente con hacer que un moro tagíi
riño fuese á la parte con él en la compra de la barca y en la gánancii
de las mercancías; y con esta sombra él vendría á ser señor de la barca
con que daba por acabado todo lo demás. Y puesto que á mí y á mi;
camaradas nos había parecido mejor lo de enviar por la barca á Ma
Horca como la mora decía, no osamos contradecirle, temerosos que h
lio hací.nmos lo que él decía, nos había de descubrir y poner á ptligr'
de perder las vidas, si descubriese el trato de Zoraida, por cuya vid,
diéramos todos las nuestras; y así, determinamos de ponernos en la
manos de Dios y en las del Renegado; y en aquel mismo punto se 1
respondió á Zoraida, diciéndole que haríamos todo cuanto nos acons(
jaba, porque lo había advertido tan bien como si Lela Marión se lo lu
biera dicho, y que en ella sola estaba dilatar . aquel negocio ó ponell
luego por obra.
»Ofrecíle de nuevo ser su esposo; y con esto, o'.ro día que acaecí
estar solo el baño, en diversas veces con la caña y el paño nos dio de
rail escudos de oro y un papel donde decía que el primer jíimá, que t
el viernes, se iba b\ jardín de su padre, y que antes que se fuese n(
daría más dinero; y que si aquello no bastase, que se lo avisásemo
que nos daría cuanto le pidiésemos, que su padre tenía tanto, que no ]
echaría menos; cuanto más, que ella tenía las llaves de todo.
» Dimos luego quinientos escudos al Renegado para comprar
barca; con ochocientos me rescaté yo, dando el dinero á un mercad»
l'UIMEKA PAKTK. CAPITULO XL
321
valenciano que a la sazón se hallaba en Argel, el cual me rescató del
Key, tomándome sobre su j.alabra. dándola de (lue con el primer baiel
(jue vnnese de \ alencia pagaría mi rescate; porque si luego diera el
dmero tuera dar sospechas al Rey que había muchos días que mi res-
<a e estaba en Argel, y (^ue el mercader, por sus granierías, lo hal)ía
callado. ímalmente. mi amo era tan caviloso, que en n'inguna manera
nu' atreví a que luego se desembolsase el dinero. El jueves antes del
Aiernes que la hermosa Zoraida se había de ir al jardín, nos dio otro,
nnl escudos y nos aviso de su partida, rogándome que si me rescatase
le ir alia y verla liespondile en breves palal>ras que así lo haría y nuc
tuviese cuidado de encomendarnos á Lela Marién con todas aquellas
oraciones que la cautiva le había enseñado. Hecho esto, dióse orden en
que los tres coini)añeros míos se rescatasen, por facilitar la salida del
l'ano, y j-orque. viéndome á mí rescatado v á ellos no, ijues había dine-
ro, no se alb«,rotasen y les persuadiese el diablo que hiciesen ah-una
yosa en perjuicio de Zoraida; que. puesto cpie el ser dl„s quien eran me
<uentuia > asi, los luce rescatar por la misma orden que vo me rescaté
entregando todo el dmero al mercader, p.ra que con certeza v s^'r" .'
dad pudiese hacer la han.a; al cual nunca deÍcuI)rimos nuestro tnd v
secreto i)or el peligro que había.
I
C^APITULO XLÍ
Donde todavía prosigue el Cautivo su suceso.
H o se pasaron <iiiinee días, cuando ya nuestro Renegado tenía com
prada una muy buena barca, capaz de más de treinta persona?
K^is"^j y pai'a asegurar su hcclio y dalle c( lor, quiso hacer, como hizo
un viaje á un lugar que se llama Sargel, que está veinte leguas
de Argel, hacia la parte de Oran, en el cual hay mucha contratación d(
higos pasos. Dos ó tres veces hizo éste viaje en compañía del tagariní
que había dicho. Tagarinoi^ llaman en Berbería á los moros de Aragón
y á los de Granada mudejares; y en el reino de Fez llaman á los mudó
jares elches, los cuales son la gente de quien aquel Rey más se ñrve ci
la guerra. Digo, pues, que cada vez que pasaba con su barca, daba fon
do en una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardín dond(
Zoraida esperaba; y allí, muy de propósito, se ponía el Renegado coi
los morillos que bogaban el remo, ó ya á hacer la zalá ó ya á ensayai'S(
de burlas á lo cjue pensaba hacer de veras; y así se iba al jardín de Zo
raida y pedía fruta, y su padre se la daba sin conocelle. Y aunque ó
quisiera hablar á Zoraida, como él después me dijo, y decille que él er;
el que por orden mía la había de llevar á tierra de cristianos, ,que e^
tuviese contenta y segura, nunca le fué posible, porque las moras no s
dejan ver de ningún moro ni turco, si no es que su marido ó su padr
se lo manden; de cristianos cautivos se dejan tratar y comunicar aui
máf de aquello que sería razonable; y á mí me hubiera pesado que él 1
hubiera hablado; que quizá la alborotara, viendo que su negocio andf
ba en boca de renegados. Pero Dios, cjue lo ordenaba de otra manen
PARTE PRIMERA. -CAPÍTULO XLl 32o
uo (lió lu,o;ar íil buen deseo que nuestro Renegado tenía, el cual, viendo
c-iuín sciíura mente iba y venía á Sargel, y que daba fondo cuando y
como y adonde l|uería, y que el tagarino su compañero no tenía más
voluntad de lo que la suya ordenaba, y c^ue yo estaba ya rescatado, y
que sólo taltaba buscar algunos cristianos que bogasen el remo, me
dijo que mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera de los rescatados,
y que los tuviese hablados para el primer viernes, donde tenía deter-
minado que fuese nuesti'a partida. Viendo esto, hablé á doce españoles,
todos valientes hombres de remo, y de aquellos que más libremente \)o-
dían salir de la ciudad; y no fué poco hallar tantos en aquella coyuntu-
ra, porque estaban veinte bajeles en corso y se habían llevado toda la
gente de remo, y éstos no se hallaran si no fuera que su amo se quedó
aquel verano, sin ir en corso, á acabar una galeota que tenía en astille-
ro; á los cuales no les dije otra cosa sino que el primer viernes en la
tarde se saliesen uno á uno disimuladamente, y se fuesen la vuelta del
jardín de Agimorato, y que allí me aguardasen hasta que yo fuese.
>A cada uno di este aviso de })or sí, con orden que aunque allí vie-
sen otros cristianos, no les dijesen sino que yo les había mandado espe-
rar en aquel lugar. Hecha esta dihgencia, me faltaba hacer otra, que
era la que más me convenía, y era la de avisar á Zoraida en el punto
que estaban los negocios, para que estuviese apercibida y sobre aviso,
(|ue no se sobresaltase si de improviso la asaltásemos antes del tiempo
(jue ella })odía imaginar que la barca de cristianos podía volver; y así,
determiné de ir al jardín y ver si podría hablarla; y con ocasión de co-
ger algunas yerbas, un día antes de mi partida fui allá, y la })rimera
persona con quien encontré fué con su padre, el cual me dijo... en len-
gua que en toda la Berbería y aun en Constantinopla se habla entre
cautivos y moros, que ni es morisca ni castellana ni de otra nación al
guna, sino una mezcla de todas las lenguas, con la cual todos nos enten-
demos digo, pues, que en esta manera de lenguaje me preguntó (jue
qué buscaba en aquel su jardín, y de quién era,
»Respondíle que era esclavo de Arnaute Mamí (y esto jiorque sabía
yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo), y que buscaba
de todas yerbas para hacer ensalada.
Preguntóme, por el consiguiente, si era hombre de rescate ó no. y
(jue cuánto i>edía mi amo por mí,
> Estando en todas estas preguntas y respuestas, salió de la casa del
jardín la bella Zoraida, la cual ya había mucho que me había visto; y
como las moras en ninguna manera hacen melindre de mostrarse á los
cristianos,- ni los moros tampoco se lo estorban, como ya he dicho, no
se le dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba; antes luego,
cuando su padre vio que venía y de espacio, la llamó y mandó que
llegase.
> Demasiada cosa sería decir yo agora la mucha hermosura, la genti-
leza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró
á mis ojos; sólo diré que más perlas pendían de su hermosísimo cuello,
orejas y cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas de
324 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
los pies, que descubiertas á su usanza traía, traía dos carcajes (que así
se llaman las manillas de ajorcas de los pies en morisco) de purísimo
oro, con tantos diamantes engastados, que ella me dijo después que
su padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñe
cas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y
muy buenas, porque la mayor gala y bizarría de las moras es adornarse
de ricas perlas y aljófar; y así, íiay más perlas y aljófar entre moros
que entre todas las demás naciones, y el padre de Zoraida tenía fama
de tener mucha;^ y de las mejores que en Argel había, y de tener
asimismo más de doscientos mil escudos españoles, de todo lo cual era
señora ésta que ahora lo es mía. Si con todo este adorno podía venir
entonces hermosa ó no, por las reliquias que le han quedado en tantos
trabajos se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades;
porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene días y
sazones, y requiere accidentes para disminuirse ó acrecentarse; y es
natural cosa (|ue las pasiones del ánimo la levanten ó bajen, puesto
que las más veces la destruyen. Digo, en fin, que entonces llegó en todo
extremo aderezada y en todo extremo hermosa, ó á lo menos á mí me
pareció serlo la más que hasta entonces había visto; y con esto, viendo
las obligaciones en que me había puesto, me parecía que tenía delante
de mí una deidad del cielo, venida á la tierra para mi gusto y para nn'
remedio.
» Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua cómo yo era
cautivo de su amigo Arnaute Mamí, y que venía á buscar ensalada.
:>Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo di-
cho, me preguntó si era caballero, y qué era la causa que no me resca-
taba.
>Yo le respondí c[ue ya estaba rescatado, y que en el precio podía
echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí
mil y quinientos zoltanis; á lo cual ella respondió: -<En verdad que si
tú fueras de mi padre, que yo hiciera que no. te diera él por otros dos
tantos, porque vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y
os hacéis pobres por engañar á los moros. >
>— Bien podría ser eso, señora, le respondí; mas en verdad que yo la
he tratado con mi amo, y la trato y la trataré con cuantas personas liar-
en el mundo.
' — ¿Y cuándo te vas?, dijo Zoraida.
' — Mañana, creo yo, dije, porque está aquí un bajel de Francia, (lue
se hace mañana á la vela, y pienso irme en él.
»— ¿No es mejor, replicó Zoraida, esperar á c[ue vengan bajeles de
España y irte con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros
amigos?
»— No, respondí yo; aunque sí, como hay imevas que viene ya un
bajel de España, esVerdad, todavía yo le aguardaré, puesto que es más
cierto el partirme mañana, porque eí deseo que tengo de verme en mi
tierra y con las personas que bien quiero, es tanto, que no me dejan'i
esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea.
PARTE PBIIffEBA.
-CAPÍTULO XLI 825
» — Debes de ser sin dula casado en tu tierra, dijo Zoraida, y i)or eso
deseas ir á verte con tu mujer.
» — No soy, respondí yo, casado; mas tengo dada la palabra de casar-
me en llegando allá.
» — ¿Y es hermosa la dama á quien se la distcV, dijo Zoraida.
- — Tan hermosa es, respondí yo, que, para encarecella y decirte la
verdad, se ])arece á ti mucho.
Desto se riyó muy de veras su padre, y dijo: «(mala, cristiano, que
debe de ser muy hermosa si se parece á mi hija, que es la más hermo-
sa de todo este reino; si no mírala bien, y verás cómo te digo verdad. >
Servíanos de intérprete á las más destas jjalabras y razones el padre de
Zoraida, como más ladino; que, aunque ella hablaba la bastarda lengua
que, como he dicho, allí se usa, más declaraba su intención por señas
que por palabras. Estando en estas y otras muchas razc^nes, llegó un
moro corriendo, y dijo á grandes voces que por las bardas ó paredes
del jardín habían saltado cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta,
aunque no estaba madura. Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zo-
raida, por({ue es común y casi natural el miedo que los moros á los
turcos tienen, especialmente á los soldados, los cuales son tan insolen-
tes y tienen tanto imperio sobre los moros (|ue á ellos están sujetos, que
los tratan peor que si fuesen esclavos suyos.
-Digo, pues, ([ue dijo su padre á Zoraida: v Mija, retírate á la casa
y enciérrate, en tanto que yo voy á hablar á estos canes; y tú, cristiano,
busca tus hierbas y vete en buen hora, y llévete Alá con bien á tu
tierra.
»Yo me incliné, y él se fué á buscar los turcos, dejándome solo con
Zoraida, que comenzó á dar muestras de irse donde su padre la había
mandado; })ero apenas él se encubrió con los árboles del jardín, cuando
ella, volviéndose á mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo: «¿Tanieji,
cristiano, tamejíY k que quiere decir: ¿vaste, cristiano, vasteV
;>Ya la respondí: «Señora, sí; pero no en ninguna manera sin ti: el
primer juma me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas; que sin
duda alguna iremos á tierra de cristianos.
>Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy bien á todas
las razones que entrambos pasamos, y ecliándome un brazo al cuello,
con desmayados pasos comenzó á caminar hacia la casa; y quiso la
suerte, que pudiera ser muy mala, si el Cielo no lo ordenara de otra
manera, ([ue yendo los dos de la manera y postura que os he contado,
con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer ir á los turcos,
nos vio de la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos
había vistcj; pero Zoraida, advertida y discreta, no quiso quitar el brazo
de mi cuello, antes se llegó más á mí, y puso su cabeza sobre mi pecho,
doblando un poco las rodillas, dando claras señales y muestras que se
desmayaba, y yo ansimismo di á entender que la sostenía contra mi vo-
luntad.
»Su padre llegó corriendo adonde estábamos; y viendo á su hija de
aquélla manera, le preguntó que qué tenía; pero, como ella no le
326 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
respondiese, dijo su padre: <;Sin duda alguna que, con el sobresalto áv
la entrada des tos canes, se ha desmayado»; y quitándola del mío, la
arrimó á su pecho; y ella, dando un suspiro y aún no enjutos los ojos
de lágrimas, volvió á decir; <íAmeji, cristiano, amejí: vete, cristia-
no, vete.»
»A lo que su padre respondió: «No importa, hija, que el cristiano no
se vaya; que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos: no te so-
bresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre; j
pues, como yate he dicho, los turcos, á mi ruego, se volvieron por don- 1
de entraron. »
>; — Ellos, señor, la sobresaltaron como has dicho, dije yo á su padre;
mas, pues ella dice qjiie yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre: qué-. ;
date en paz, y con tu licencia volveré, si fiíere menester, por yerbas á
este jardín; que según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para
ensalada que en él.
» — Por todas las que quisieres podrás volver, respondió Agimorato; -
que mi hija no dice esto porque tú ni ninguno de los cristianos la eno- ^
jan, sino que, por decir que los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses.
ó porque ya era hora que buscases tus yerbas.
>:'Con esto me despedí al punto de entrambos; y ella, arrancándosele
el alma, al parecer, se fué con su padre, y yo, con achaque de buscar
las yerbas, rodeé muy bien y á mi placer todo el jardín; miré bien las
entradas y salidas y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía
ofrecer para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto, me vine, y di
cuenta de cuanto había pasado al Renegado y á mis compañeros, y ya
no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la her-
mosa y bella Zoraida la suerte me ofrecía. En fin. el tiempo se pasó, y
se llegó el día }' plazo de nosotros tan deseado; y siguiendo todos el
orden y parecer que con discreta consideración y largo discurso muchas
veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos, porque
el viernes que se siguió al día que yo con Zoraida hablé en el jardín, el
Renegado al anochecer dio fondo con la barca, casi frontero de dond(
la hermosísima Zoraida estaba.
:>Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos \
y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos
estaban suspensos y alborozados, aguardándome, deseosos ya de embes-
tir con el bajel que á los ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto
del Renegado, sino que pensaban que á fuerza de brazos habían de
haber y ganar la libertad, quitando la vida á los moros que dentro de la
Icárea estaban. Sucedió, pues, que así como yo me mostré y mis com-
pañeros, todos los demás escondidos que nos vieron se vinieron llegan-
do á nosotros. Esto era á tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y por
toda aquella campaña ninguna persona parecía. Como estuvimos jun-
tos, dudamos si sería mejor ir primero por Zoraida, ó rendir primero a
los moros bagarinos que bogaban el remo en la barca; y estando en esta
duda, llegó á nosotros nuestro Renegado, diciéndonos que en qué nos
deteníamos, que ya era hora, y que todos sus moros estaban descuida-
rAUTK PlilMERA. CAPÍTULO XLI 327
dos. y los más dellos durmiendo. Dijímosle en lo que reparábamos, y
él dijo que lo que más imj)ortaba era rendir primero el bajel, que se
podía hacer con grandísima facilidad y sin peli<2;ro alguno, y que luego
podíamos ir por Zoraida. Pareciónos bien á todos lo que decía, y así,
sin detenernos más, haciendo él la guía, llegamos al bajel, y saltando
él dentro primero, metió mano á un alfanje y dijo en morisco: «Nin-
guno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere que le cueste la vida.»
^'a á este tiempo habían entrado dentro casi todos los cristianos.
Los moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar de aquella ma-
nera á su arráez, quedáronse espantados; y sin ninguno de todos ellos
ecliar mano á las armas (que pocas ó casi ningunas tenían), se dejaron,
■sin hablar alguna palabra, maniatar de los cristianos, los cuales con
•umcha presteza lo hicieron, amenazando á los moros que si alzaban por
alguna vía ó manera la voz, que luego al punto los pasarían todos á
juchillo. Hecho ya esto, quedáronse en guardia dellos la mitad de los
nuestros; los que quedábamos, haciéndonos asimismo el Renegado la
4uía, fuimos al jardín de Agimorato; y quiso la buena .suerte que, lle-
gando á abrir la j)uerta, se abrió con tanta facilidad como si cerrada no
'•estuviera; y así, con gran quietud y silencio llegamos á la casa, sin ser
mentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos á una
/entana; y así como sintió gente, })reguntó con voz baja si éramos
n.drani, como si dijera ó preguntara si éramos cristianos. Yo le res-
tundí que sí y que bajase. Cuando ella me conoció, no se detuvo un
Í»unto, porque, vsiu responderme palabra, bajó en un instante, abrió la
¡ta, y mostróse á todos tan hermosa y ricamente vestida, que no lo
ito á encarecer. Luego que yo la vi, le tomé una mano y la comen-
te á besar, y el Renegado hizo lo mismo, y mis tres camaradas, y los
lemas, que el caso no sabían, lucieron lo que vieron que nosotros ha-
íamos; que uo parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocía -
ao.s por señora de nuestra libertad.
El Renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el
ardín.
^^EUa respondió que sí, y que dormía.
—Pues será menester despertalle, replicó el Renegado, y llevárnosle
un nosotros, y todo aquello que tiene de valor en este hermoso jardín.
— No, dijo ella; á mi padre no se ha de tocar en ningún modo, y en
<ta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es tanto, c{ue bien
abrá para que todos quedéis ricos y contentos; y esperaos un poco
lo veréis. Y diciendo esto, se volvió á entrar, diciendo que muy presto
olvería; que nos estuviésemos quedos, sin hacer ningún ruido.
Pregúntele al Renegado i o que con ella había pa.sado, el cual me lo
jntó; á quien yo dije que en ninguna cosa se había de hacer mas de
» que Zoraida quisiese; la cual ya volvía cargada con un cofrecillo
eno de escudos de oro, tantos, que apenas lo podía sustentar. Quiso la
lala suerte que su padre despertase en el ínterin y sintiese el ruido
ue andaba en el jardín; y asomándose á la ventana, luego conoció que
>dos los que en él estaban eran cristianos; y dando muchas, grandes y
H28 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
desaforadas voces, comenzó á decir en arábigo: «¡Cristiano?, cristianos!
¡Ladrones, ladrones!» Por los cuales gritos nos vimos todos puestos en
grandísima y temerosa confusión; pero el Renegado viendo el peligro
en que estábamos y lo mucho que le importaba salir con aquella em-
presa antes de ser sentido, con grandísima presteza subió donde Agi-
morato estaba, y juntamente con él fueron algunos de nosotros; que
yo no osé desamparar á Zoraida, que, como desmayada, se había deja-
do caer en mis brazos. En resokición, los que subieron se dieron tan
buena maña, c{ue en un momento bajaron con Agimorato, trayéndole
atadas las manos y puesto un pañizuelo en la boca, que no le dejaba
hablar palabra, amenazándole que el hablarla le había de costar la
vida. Cuando su hija le vio se cubrió los ojos por no verle, y su padre
quedó espantado, ignorando cuan de su voluntad se había puesto en
nuestras manos; mas entonces, siendo más necesarios los pies, con di-
ligencia y presteza nos pusimos en la barca; que ya los que en ella ha-
bían quedado nos esperaban, temerososos de algún mal suceso nuestro.
Apenas serían dos horas pasadas de la noclie, cuando ya estábamos
todos en la barca, en la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura
de las manos y el paño de la boca; pero tornóle ^á decir el Renegado
que no hablase palabra, que le quitarían la vida. El, como vio allí á su
hija, comenzó á suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo es-
trechamente la tenía abrazada, y que ella, sin defenderse, quejarse ni
esquivarse, se estaba queda; pero, con todo esto, callaba, porque no
pusiese en efeto las muchas amenazas que el Renegado le hacía.
>Viéndose, pues, Zoraida ya en la ííarca, y que queríamos dar los
remos al agua, y viendo allí á su padre y á los demás moros que atados
estaban, le dijo al Renegado que me dijese le hiciese merced de soltar
á aquellos moros y dar libertad á su padre; porque antes se arrojaría
en la mar que ver delante de sus ojos y por causa suya llevar cautivo
á un padre que tanto la había querido. El Renegado me lo dijo, y yo
respondí (]ue era muy contento; pero él respondió que no convenía, a
causa que si allí los dejaban, apellidarían luego la tierra y alborotarían
la ciudad, y serían causa que saliesen á buscarnos con algunas fraga
tas ligeras, y nos tomasen la tierra y la mar de manera que no pudié
semos escaparnos; que lo que se podría hacer era darles libertad ei
llegando á la primera tierra de cristianos. En este parecer venimos to
dos; y Zoraida, á quien se le dio cuenta con las causas que nos movíai
á no hacer luego lo que quería, también se satisñzo; y luego, con regó
cijado silencio y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes re
meros tomó su remo y comenzamos, encomendándonos á Dios de tod(
corazón, á navegar la vuelta de la isla de Mallorca, que es la tierra d(
cristianos más cerca; pero, á causa de soplar un poco el viento tramon
tana y estar la mar algo picada, no fué posible seguir la derrota de Ma
Horca, y fuénos forzoso dejarnos ir tierra á tierra la vuelta de Oran, ik
sin mucha pesaduinbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar ó<
Sargel, que en aquella costa cae no más que sesenta millas de Argel; ;
asimismo temíamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de la
PRIMKRA PARTE.- — CAPITULO XLI 329
jjue de ordinario venían con mercancía de Tetuán; aunque cada uno
por sí y todos juntes presumíamos de que, si se encontraba galeota de
mercancía, como no t'uese de las que andan en corso, que no sólo no
ios perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde con más seguridad
mdiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navega-
ba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver á su padre, y sentía
.'O (|ue iba llamando á Lela Marién que nos ayudase.
>Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amareci»)
;omo tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos de-
úerta y sin nadie que nos descubriese; pero, con todo esto, nos fuimos
i fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más
rosegada, y habiendo entrado casi dos leguas, dióse orden que se boga-
!e á cuarteles en tanto que comíamos algo (que ioa bien proveída la
)arca); puesto que los que bogaban dijeren que no era aquel tiempo
le tomar reposo alguno, que les dÍ6sen de comer los que no bogaban,
|ue ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna,
lízose ansí, y en esto comenzó á soplar un viento largo, que nos obli-
gó á hacer luego vela y á dejar el remo, y enderezar á Oran, por no
er posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo con mucha presteza, y
sí, á la vela navegamos por más de ocho millas j)or hora, sin llevar
'tro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese.
)imos de comer á los moros bagarinos, y el Renegado los consoló, di-
iéndoles cómo no iban cautivos, que en la primera oca.sión les darían
ibertad.
:>Lo mismo se le dijo al padre d^ Zoraida, el cual respondió: "Cual-
uiera otra cosa pudiera yo es{)erar y creer de vuestra liberalidad y
•uen término, ¡oh cristianos!, mas el darme libertad... no me tengáis pov
iu simple que lo imagine, que nunca os pusistes vosotros al pehgro
■e quitármela para volvérmela tan liberalmente, especialmente sabien-
0 quien soy yo, y el interese que se os puede seguir de dármela; al
ual interese, si le quisiereis poner n )mbre, desde aquí os ofrezco todo
quello que quisiéredes por pií y por esa desdichada hija mía, ó si m»,
or ella sola, que es la mayor v la mejor parte de mi alma.»
»En diciendo (sto, comenzó á llorar tan amargamente, (]ue á todos
03 movió á compasión, y forzó á Zoraida que le mirase, la cual, vién-
ole llorar así se estremeció, que se levantó de mis pies y fué á abrazar
su padre, y juntan lo su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan
erno llanto, que muchos de los que allí íbamos los acompañamos en él.
»Pero cuando su padre la vio aiornada de fiesta y con tantas joyas
)hve sí, le dijo en su lengua: «¿Qué es esto, hija, que ayer al ano-
lie !er, antes que nos sucediese esta terriblf desgracia en que nos ve-
los, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que hayas
3nido tiempo de vestirte, y sin haberte dado alguna nueva digna de
ílemnizalla con adornarte y puHrte, te veo compuesta con los mejores
estidos que yo supe y pude darte cuan lo nos fué la ventura más favo-
ibleV Respóndeme á esto que me tienes más suspenso y admirado que
i misma desgracia en que me hallo.
330 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
>íTodo lo que el moro decía á su hija nos lo declaraba el Renegado,
y ella no le respondía palabra. Pero cuando él vio á un lado de la bar-
ca el cofrecillo donde ella solía tentr sus joyas, el cual sabía él bien que
le había dejado en Argel, y qo traídolo al jardín, quedó más confuso, y
preguntóle que cóaao aquel cofre había venido á nuestras manos, y qué
era lo que venía dentro.
»A lo cual el Renegado, sin aguardar á que Zoraida le respondiese,
le respondió: «No te canses, señor, en preguntar á Zoraida, tu hija, tan-
tas cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré á todas, y así,
quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido la lima de
imestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio. Ella va aquí de su
voluntad, tan contenta, á lo que yo imagino, de verse en este estado,
como el que sale de las tinieblas á la luz, de la muerte á la vida y de la
pena á la gloria.»
» — ¿Es verdad lo que éste dice, hija?, dijo el moro.
» — Así es, respondió Zoraida.
» — ¿Que, en efeto, replicó el viejo, tú eres cristiana, y la que ha
puesto á tu padre en poder de sus enemigos?
»A lo cual respondió Zoraida: «La que es cristiana yo soy; pero no
la que te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo se extendió
á dejarte hacer ni hacerte mal, sino á hi-cerme á mí bien.;>
>^ — ¿Y qué bien es el que te has hecho, hija'r^
» — Es3, respondió ella, pregúntaselo tú á Lela Marión, que ella te lo
sabrá decir mejor que no yo.
» Apenas hubo oído esto el moro, cuando con una increíble presteza
se arrojó d^ cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si
el vestido lai-go y embarazoso que trEÍa no le entretuviera un poco sobre
el agua.
y Dio voces Zoraida que le sacasen, y así, acudinos luego todos, \
asiéndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido; dt
que recibió tanta pena Zoraida, que como si fuera ya muerto, hacíí
sobre él un tierno y doloroso llanto. Volvímosle boca abajo, volvió
nmcha agua, tornó en sí al cabo de dos horas, en las cuales, habiendo
se trocado el viento, nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza d(
remos por no embestir en ella; inas quiso nuestra buena suerte cpic
llegamos á una cala que se hace al lado de un pequeño promontorio <
cabo, que de los moros es llamado el de la Cara rumia, que en nuestn
lengua quiere decir Ja mala mujer cristiana, y es tradición entre lo
moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdi<
España, porque cura en su lengua quiere decir mujer mala, y rumio
cristiana, y aun tienen por mal agüero llevar allí á dar fondo cuand<
la necesidad les fuerza á ello, porque nunca le dan sin ella, puesto qui
para nosotros no fué abrigo de mala mujer, sino puerto seguro á'
nuestro remedio, según andaba alterada la mar. Pusimos i uestras cen
tíñelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la mano, comimo
de lo que el Renegado había proveído, y rogamos á Dios y á nuestr;
Señora, de todo nuestro corazón, que nos ayudasen y favoreciesen par;
PARTE PRIMERA. CAPITULO XLI 331
que felizmente diésemos fin á tan dichoso principio. Dióse orden, á su-
plicación de Zoraida, como echásemos en tierra á su padre y á todos los
demás moros que allí atados venían: ponpie no le bastaba el ánimo, ni
lo podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado a
su padre, y aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al
tiempo de la partida, pues no corría peligro el dejallos en aquel luíjjar.
que era despoblado.
>No fueron tan vanas nuestras oraciones, que no fuesen oídas del
Cielo; que, en nuestro favor, luego volvió el viento, tranquilo el mar,
convidándonos á que tornásemos alegres á proseguir nuestro comenza-
do viaje, ^'iendo esto, desatamos á los moros, y nno á uno los pusimo.s
en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero llegando á des-
embarcar al padie de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo, dijo:
«¿Por qué pensáis, cristianos, que e.sta mala hembra huelga de que me
deis Hbertad? ¿Pensáis que es por piedad que de mí tieneV No por cier-
to, sino (|ue lo hace por el estorbo que le hará mi presencia cuando
quiera poner en ejecuci<')n sus malos deseos; ni penséis que la ha movi-
do á mudar religión entender ella que la vuestra á la nuestra se aven
taja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más li
bremente que en la nuestra»; y volviéndose á Zoraida, teniéndole yo y
otro cristiano de entrambos brazos asido, ]»orque'al.gún desatino no hi-
ciese, le dijo: ¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adonde
vas, ciega y desatinada, en poder de estos perros, naturales enemigos
nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean
los regalos y deleites en que te he criado!»
»Pero viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di
priesa á ponelle en tierra; y desde allí á voces prosiguió en sus maldi-
ciones y lamentos, rogando á Mahoma rogase á Alá que nos destruye-
se, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho á la velo, no
pudimos oir sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las bar-
bas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez esfor-
zó la voz de tal manera, que podimos entender que decía: «Vuelve,
amada hija, vuelve á tierra; que todo te lo perdono; entrega á esos
hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve á consolar á este triste pa-
dre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le dejas.»
>Todo lo cual escuchaba Zoiaida, y todo lo sentía y lloraba, y no
supo decirle ni respondelle palabra, sino, qPlega á Alá, padre mío; que
Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te con-
suele en tu tristeza! Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la
que he hecho, y que estos cristianos no deben nada á mi voluntad;
pues aunf[ue cjuisiera no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fue-
ra imposible, según la priesa que me daba mi alma á poner por obra
ésta, que á mí me parece tan buena, como tú, padre amado, la juzgas
por mala. >
»Esto dijo á tiempo c^ue ni su padre la oía, ni nosotros ya le veía-
mos, y así, consolando yo á Zoraida, atendimos todos á nuestro viaje,
el cual nos le facilitaba el propio viento de tal manera, que bien tuvi-
.■Í32 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
nios por cierto de vernos otro día al amanecer en las riberas de España.
Mas, como pocas veces ó nunca viene el bien puro y sencillo, sin ser
acompañado ó seguido de algún mil que le turbe ó sobresalte, quiso
nuestra ventura, ó quizá las maldiciones que el moro á su hija había
ochado (que siempre se han de temer, de cualquier padre que sean), qui-
so, digo, que, estando ya engolfados y siendo ya casi j)asadas tres horas
de la noche, yendo con la vela tendida de alto abajo, frenillados los re-
mos, porque el próspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos me-
nester, con la luz de la Luna, que claramente resplandecía, vimos cerca
de nosotros un bajel redondo, que con todas las velas tendidas, llevan-
do un poco á orza el timón, delante de nosotros atravesaba, y esto tan
cerca, que nos fué forzoso amainar por no embestirle, y ellos asimesmo
hicieron fuerza de timón ¡¡ara darnos lugar que pasásemos.
» Habíanse puesto al l^orde del bajel á preguntarnos quién éramos,
y adonde navegábamos y de donde veníamos; jiero por preguntarnos
esto en lengua francesa dijo nuestro renegado: Ninguno responda, i)or-
<|ue éstos sin duda son cosarios franceses, que hacen á toda ropa.»
Por este advertimiento ninguno respondió palabra; y habiendo pasado
un poco delante, que ya el bajel quedaba á sotavento, de improviso sol-
taron dos piezas de artillería; y, á lo que pareció, las balas venían con
cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio, y dieron
cx)n él y con la vela en la mar; y al momento, disparando otra pieza,
vino á dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo que la abrió
toda, sin hacer otro mal a^uno; pero como nosotros nos vimos ir a
l'ondo, comenzamos todos á grandes voces á pedir socorro y á rogar á
los del l)ajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos. Amainaron
entonces, y echando el esquife ó b¿irca á la mar, entraron en él hasta
doce franceses, bien armados con sus arcabuces y cuerdas encendidas,
y así llegaron junto al imestro; y viendo cuan pocos éramos, y cómo el
bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que, por haber usado la des-
cortesía de no respondelles, nos había sucedido aquello. Nuestro rene-
gado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida. y dio con él en la mar,
sin que ninguno echase de ver lo que hacía. En resolución, todos pasa-
mos con los franceses, los cuales, después de haberse informado de todo
aquello que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capi-
tales enemigos, nos despojaron de todo cuanto teníamos, \ á Zoraida le
(quitaron hasta los carcajes que traía en los pies; pero no me daba á mí
tanta pesadumbre la que á Zoraida daban, como me la daba el temor
que tenía de que liabían de pasar del quitar de las riquísimas y precio-
sísimas joyas al ([uitar de la joya que más valía y ella más estimaba.
Pero los deseos de aquella gente no se extienden á más que al dinero,
y desto jamás se ve harta su codicia, la cual entonces llegó á tarto, que
aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les
fueran; y hubo parecer entre ellos de que á todos nos arrojasen á la
mar, envueltos en una vela; porque tenían intención de tratar en algu-
nos puertos de Es])afla, con nombre de que eran bretones; y si nos lle-
vaban vivos, serían castigados, siendo descubierto su hurto. Mas el ca-
PARTE PRIMERA. CAPITULO XLI 333
l>it;in, que era el que había despojado á mi (juerida Zoraida, dijo que él
se contentaba con la presa que tenía, y (¡ue no (juería tocar en ninírún
puerto de Es})afuu sino irse lueu'o al Océano y])asarel estre.-ho de Gi-
Í)raltar de noche ó como pudiese, hasta La Rochela, de donde había sa-
lido; y así tomaron por acuerdo de darnos el esquile de su navio y todo
lo necesario j)ara la corta naveí^ación que nos quedaba, como lo hicie-
ron otro día, ya á vista de tierra de España, con la cual vista y ale.uría
todas nuestras pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de todo punto,
como si propiamente no hubieran pasado por nosotros; ¡tanto es el gusto
de alcanzar la libertad j>erdida!
> Cerca de mediodía podría ser cuando nos echaron en la barca, dán-
donos dos barriles de agua y algún bizcocho; y el capitán, m( vido no
s('' do (jué misericordia, al embarcarse la hermosísima Zoraida le dio
hasta cuarenta escudos de oro, y no consiatió (pie le quitasen sus solda-
dos estos mesmos vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el ba-
jel, dímosles las gracias por el bien (pie nos hacían, mostrándonos más
agradecidos ({ue (¡uejosos: ellos se hicieron á lo largo, siguiendo la de-
rrota del Estrecho; nosotros, sin mirar á otro norte (jue a la tierra (jue
se nos mostraba delante, nos dimos tanta priesa á bogar, que al poner
del sol estábamos tan cerca, que bien pudiéramos, á imestro parecer,
llegar anees que fuera muy de noche; pero" por lio parecer en aquella
noche la Luna y el cielo mostrarse escuro, y ])or ignorar el y>araje en que
estábamos, no nos pareci(') co.sa segura end^estir en tierra, como á mu-
chos de nosotros les parecía, diciendo (pie diésemos en ella, aun(|ue
fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el te-
mor, que de razí'm se debía tener, que por allí anduviesen bajeles de co-
sarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería y amanecen en las
costas de España, y hacen de ordinario presa, y se vuelven á dormir á
sus casas; pero, de los contrarios pareceres, el que se tomó fué, que nos
llegásemos poco á poco, y que si el sosiego del mar lo (•f>n(edi(-<<', des-
embarcásemos donde pudiésemos
»Hízo.se así, y poco antes de la media noche sena cuando llegamos
al pie de una disformísima y alta montaña, no tan junto al mar, que no
conc( diese un i)oc) de espacio para ])oder desembarcar cómodamente.
Embestimos en la arena, salimos todos á tierra, besamos el suelo, y con
lágrimas de dulcísimo contento, dimos todcs gracias á Dios, tíeñor
nuestro, por el bien tan incom]»arable que nos había hecho en nuestro
viaje; sacamos de la barca los bastimentos (|ue tenía, tirámosla en tie-
rra y subimos un grandísimo trecho en la montaña; porque aun allí es-
tábamos, y aún no podíamos asegurar el pecho ni acabábamos de creer
([ue era ti( rra de cristianos la que ya nos sostenía.
> Amaneció más tarde, á mi parecer, de lo c[ue quisiéramos; acaba-
mos de subir toda la mor taña. [)or ver si desde allí algún poblado se
descubría ó algunas cabanas de pastores; pero, aunque más tendimos
la vista, ni poblado, ni persona, ni senda ni camino descubrimos. Con
todo i sto determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues no podría
ser menos sino que y)resto descubriésemos quien nos diese noticia della;
334 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
pero lo que á mí más me fatigaba era el ver ir á pie á Zoraida por aque-
llas asperezas; que, puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros,
más le cansaba á ella mi cansancio que la reposaba su reposo, y así
nunca más quiso que yo aquel trabajo tomase; y con mucha paciencia
y muestras de alegría, llevándola yo siempre de la mano, poco menos
de un cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó á nues-
tros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca
había ganado; y mirando todos con atención si alguno se parecía, vimos
al pie de un alcornoque un pastor mozo, c{ue con grande reposo y des
cuido estaba labrando un palo con un cuchillo.
» Dimos voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en ¡tic,
y, á lo que después su})imos, los primeros que á la vista se le ofrecieron
fueron el Renegado y Zoraida, y como él los vio en hábito de moros,
pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él, y inetiéndose con
extraña ligereza por el bosque adelante, comenzó á dar los mayores
gritos del mundo, diciendo: ¡Moros! ¡Moros hay en la tierra! ¡Alores,
moros! ¡Arma, arma!»
»Con estas voces quedamos todos confusos y no sainamos qué ha-
cernos; pero considerando que las voces del pastor habían de alborotar
la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego á ver lo
que era, acordamos que el Renegado se desnudase las ropas de turco y
se vistiese un gileco ó casaca de cautivo, que uno de nosotros le dio
luego, aunque se quedó en camisa; y así, encomendándonos á Dios,
fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperan-
do siempre cuándo había de dar sobre nosotros la caballería de la costa;
y no nos engañó nuestro pensamiento, porque aún no habrían pasado
dos horas, cuando, habiendo ya sahdo de aquellas malezas á un llano,
descubrimos hasta cincuenta caballeros que (;on gran ligereza, corrien-
do á media rienda, á nosotros se venían; y así como los vimos, nos estu-
vimos quedes aguardándolos; pero como ellos llegaron y vieron, en lu-
gar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confu-
sos, y uno dellos nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión por
que un pastor había apelhdado al arma.
»Sí, dije yo; y queriendo comenzar á decirle mi suceso, y de dónde
veníamos y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían
conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo, sin dejarme
á mí decir más palabra: «¡Gracias sean dadas á Dios, señores, que á tan
buena parte nos ha conducido! Porque, si yo no me engaño, la tierra
que pisamos es la de Vélez Málaga, si ya los años de mi cautiverio ne
me han quitado de la memoria el acordarme que vos, señor, que nos
pregunt&is quién somos, sois Pedro de Eustamante, tío mío».
» Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se
arrojó del caballo y vino á abrazar al mozo, diciéndole: «¡Sobrino de
mi alma y de mi vida! Ya te conozco y ya te he llorado por muerto yo.
mi hermana, tu madre y todos los tu^^os, que aún viven; que Dios ha
sido servido de darles vida para que gocen el placer de verte. Ya sabía-
mos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de tus vestidos
PARTE trímera. CAPITULO XLI 3)35
y las de todos los desta compañía, comprendo que habéis tenido mila-
grosa libertad. »
^> — Así es, respondió el mozo, y tiempo nos quedará para contároslo
todo.
» Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos,
se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidada con el suyo para
llevarnos á la ciudad deVélez Málaga, que legua y media de allí estaba.:
.\lgunus dellos volvieron á llevar la barca ú la ciudad, diciéndoles
lónde la habíamos dejado; otros los subieron á las ancas, y Zoraida
fué en las del caballo del tío del cristianí ; saliónos á recebir todo el
[tueblo; que ya de alguno que se había adelantado sabía la nueva d-
nuestra venida. No se admiraban de ver cautivos libres ni moros cauti-
vos, porque toda la gente de acpiella costa está hecha á ver á los uno.'«-
V á los otros; pero admii'ábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en
iquel instante y sazón estaba en su punto, ansí con el cansancio del
jamino, como con la alegría de verse ya en tierra de cristianos, si:)
■¡obresalto de perderse; y esto le había sacado al rostro tales colore.^,
[ue, si no es qué la afición entonces me engañaba, osara decir que
nás hermo.sa criatura no había en el mund(\ á lo menos que yo la hu-
ñese visto.
» Fuimos derechos á la iglesia, á dar gracias á Dios por la merc(>;l
•ecebida; y así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros
pie se parecían á los de Lela Marién. Dij írnosle que eran imágene.-
uiyas, y como mejor se pudo, le dio el Renegado á entender lo que
■igniñcaban, para c[ue ella las adorase como si verdaderamente fuera
;ada una de ellas la misma Lela Marién que la había hablado. Ella,
[ue tiene buen entendimiento y un natural fácil y claro, entendió luego
•uanto acerca de las imágenes se le dijo. Desde allí nos llevaron y rc-
)artieron á todos en diferentes casas del pueblo; pero al Renegado,
-Zoraida y á mí nos llevó el cristiano que vino con nosotros en casa de
US padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de for-
una, y nos regalaron con tanto amor como á su mismo hijo.
>Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el Renegado,
lecha su información de cuanto le convenía, se fué á la ciudad de
Ti-anada á reducirse, por medio de la santa Inquisición, al gremio
antísimo de la Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada
mo donde mejor le pareció. Solos quedamos Zoraida y yo, con solos
os escudos que la cortesía del francés le dio á Zoraida, de los cuales
•ompré este animal en que ella viene; y sirviéndola yo hasta agora de
)adre y escudero, y no de esposo, vamos con intención de ver si mi
)adre es vivo, ó si alguno de mis hermanos ha tenido más próspera
"ortuna que la mía; puesto que, por haberme hecho el cielo compa-
íero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera venir,
)or buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que Zorai-
la lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo, y el deseo que
nuestra tener de verse ya cristiana, es tanto y tal, que me admira y me
nueve á servirla todo el tiempo de mi vida; puesto que el gusto que
B. P.— XX 2;;$
336 DON QUIJOTE DE LA MANOHA
tenoo de verme suvo v de que ella sea mía, me le turba y deshace no
saber si hallaré en' mi tierra algún rincón donde recogella. y si habrán
hecho el tiempo v la muerte tal mudan/a en la hacienda y vida de mi
padre y hermanos, que apenas halle (iiiicn me conozca, si ellos taltan.
No tengo más, señores, que deciros de mi historin. la cual, si es agra-
dable V peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendimientos: que de
mí sé decir que quisieía habérosla contado mas brevemente; puesto que
el temor de enfadaros, más de cuatn. circunstancias me ha quitado de
la lengua.'
CAriTl'LO XLU
Que trata do h c¡iis además sucedió fin li venta, y do otras muchas cosas
dignas de saberse.
.ALLÓ, cii dieieiidw esto, el (aulivo, a quien tiou Fenumdn dijo:
«Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado
\¿^ este extraño suceso lia sido tal, que iü;uala á la novedad y cx-
V5) trañeza del mcsmo caso: todo es peregrino y raro, y lleno de
accidentes que maravillan y suspenden á quien los oye; y es de tal ma-
nera el gusto que liemos recebido en cscuchalle, que, aunque nos ha-
llara el día de mañana entretenidos en el mesmo cuento, holgáranos
que de nuevo se comenzara. - Y en diciendo esto. Cárdenlo y todos los
demás se le ofrecieron con todo lo á ellos posible para servirle, con pa
labras y razones tan amorosas y tan verdaderas, que el capitán se tvivo
])or bien satisfecho de sus voluntades. Especialmente le ofreció don
Fernando que si quería volverse con él, que él haría que el Marqués,
su hermano, fuese [¡adrino del bautismo de Zoraida, y que él, por su
parte, le acomodaría de manera que pudiese entrar en su tierra con el
autoridad y cómodo que á su persona se debía. Todo lo agradeció cor-
tesísimamente el ('autivo; pero no ([uiso acetar ninguno de sus libera-
les ofrecimientos.
En efcto llegaba ya la media noche, y al mediar della llegó á la ven-
ta un coche con algunos liombres de á caballo, y pidieron posada; ji
quien la ventera respondió que no había en toda la venta un palmo
desocupado.
;jo8 DON QUIJOTE DE LA 3IAÍÍCHA
«Pues, aunque eso sea, dijo uno de los de á caballo que habían en-
trado, no ha de faltar para el señor oidor que aquí viene. »
A este nombre se turbó la huéspeda, y dijo: «Señor, lo que en ello
hay es que no tengo camas; si es que su merced del señor oidor la
trae (que sí debe de traer), entre en buen hora; que 3-0 y mi marido no-
saldremos de nuestro aposento por acomodar a su merced, -^y
— Sea en buen hora, dijo el escudero; pero á este tiempo ya había
salido del coclie un hombre, que en el traje mostró luego el oficio y
cargo que tenía, porcpe la ropa luenga, con las niangas arrocadas que
vestía, mostraron ser oidor, como su criado había dicho. Traía de la
mano á mía doncella, al parecer de hasta diez y seis años, vestida de
camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda, que :l todos puso en
admiración su vista; de suerte que, á no haber visto á Dorotea y á Lus-
cinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran fiue otra tal hermo-
sura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse.
Hallóse Don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y así eunn>
le vio, dijo: «Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en
este castillo, que, aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estro
cheza ni incomodidad en el mundo que no dé lugar á las armas y á las
letras, y más si las armas y letras traen por guía y adalid á la fermosu
ra, como la traen las letras de vuestra merced en esta fermosa donce-
lla, á quien deben, no sólo abrirse y manifestarse los castillos, sino
a])artarse los riscos y dividirse y abajarse las montañas, para dalle aco-
gida. Entre vuestra merced, digo, en este paraíso; que aquí hallará es-
trellas y soles que acompañen el cielo que vuestra merced trae consi-
go; aquí hallará las armas en su punto y la hermosura en su extremo. >
Admirado quedó el oidor del razonamiento de Don Quijote, á quien
se puso á mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle qu<'
sus palabras; y sin hallar ninguna con que respondelle, se tornó á ad-
mirar de nuevo cuando vio delante de sí á Luscinda, Dorotea y Zorai
dá, que, á la^ nuevas de los nuevos huéspedes y á las que la ventera
les había dado de la hermosura de la doncella, habían venido á verla \
á recebirla; pero don Fernando, Cárdenlo y el Cura le hicieron más lla-
nos y más cortesanos ofrecimientos. En 'efeto, el señor oidor entró
confuso, así de lo que veía, como de lo que escuchaba, y las hermosas
'de la venta dieron la bienllegada á' la hermosa doncella. En resolución,
bien ecJió'de ver el oidor que' era gente principal toda la qué allí esta
,ba;'-pero eí talle, visaje y apostura "de Don Quijote le desatdnaba; y ha-
biendo pasado entre todos corteses ofrecimientos, y tanteado la conio-
Vlicíáít de la venta se ordenó lo que antes estaba ordenado: que todas
las mujeres sc'éhirasen en el camaranchón ya referido, y que los hom-
bres sé quedasen fu'éi-a, coino eli su guarda; y aSí, fué contento eloi
dor que su hija, Cjue ei^a la doncella, se fuese con aquéllas séñótós: !<•
que ella Iiizó de nmy'btiena gáná; y óon pahe déla, estrechí), caihá del
ventero y con la mitad" ríe la, que el oidor Má, se aCbtóodarÓA
nocfíe mejor de lo que pehsáDan. ' ' ' ' '' '^' ' . ;
P'l Cautivo, que desde el punto que vio al oidor le dio. salios el co
PARTE PRIMERA.
-CAPÍTULO XLII 33ÍI
nv/Ám y barruntos de que aquel era su hermano, pret^untó ii uno de los
criados que con él venían que cómo se llamaba y si sabía de que
tierra era. El criado le respondió que se llamaba el licenciado Juan
Pérez de Viedma, y que había oído decir que era de un lugar de las
montañas de León. Con esta relación y con lo que él había visto, se
acabó de confirmar de que aquel era su hermano, c^ue había seguido
las letras ])or consejo de su padre; y alborotado y contento, llamando
aparte á don I'ernando. á Cárdenlo y al Cura, les contó lo que pasaba,
certificándoles que aquel oidor era su hermano. Habíale diclio también
el criado cómo iba proveído por oidor á las Indias, en la audiencia de
Méjico; supo también cómo aquella doncella era su hija, de cuyo parto
había muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el dote
([ue con la hija se le quedó en casa, lidióles consejo qué modo tendría
para descubrirse, ó para conocer primero si, después de descubierto, su
liermano, por verle pobre, se afrentaría, ó le receliiría con buenas en
t rañas.
—Déjeseme á mí el hacer esa exi>eriencia, dijo el Cura: cuanto más,
<|ue no liay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien rece
Itido; porque el valor y prudencia que en su buen parecer desculnv
vuestro hermano, no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni
<|ue no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto.
— Con todo eso, dijo el capitán, yo querría no de improviso, sino i)or
rodeos, dármele á conocer.
— Ya os digo, respondió el Cura, que yo lo trazaré de modo que to-
dos quedemos satisfechos.
Ya en esto, estaba aderezada la cena })ara el oidor y su hija, y los
dos se sentaron á la mesa; el Cautivo se desvió á un lado, y las señoras
se retiraron á su aposento. En la mitad de la cena dijo el Cura: < Del
niesmo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada
en Constantinopla, donde estuve cautivo algunos años, la cual camara-
da era uno de los más valientes soldados y capitanes que había en toda
la infantería cs])añola; i)ero t^nto cuanto tenía de esforzado y valeroso,
tenía de desdichado.;^
— ¿Y cómo se llamaba ese capitán, señor mío?, preguntó el oidor.
— Llamábase, respondió el Cura, Rui Pérez de Viedma, y era
natural de un lugar de las montañas de León; el cual me contó un
caso que á su padre con sus hermanos le había sucedido, que, á no
contármelo un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja
de aquellas que las viejas cuentan en invierno al fuego; porque me
dijo que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que
tenía, y les había dado ciertos consejos, mejores que los de Catón; y
sé yo decir que el que él escogió, de venir á la guerra, le había suce
ílido tan bien, que en pocos años, por su valor y esfuerzo, sin otro
l»razo que el de su mucha virtud, subió á ser capitán de infantería, y
á verse en camino y predicamento de ser presto maestre de campo;
l)ero fuéle la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y tener
buena, allí la perdió, con perder la libertad en la felicísima jornada
;54U DON QUIJOTE DE LA MANCHA
donde tantos la cobraron, que fué en la batalla de Lepanto; yo la perdí
en la (xoleta, y después, por diferentes sucesos, nos hallamos camara-
das en Constantinopla. Desde allí vino á Arí2;el, donde sé que le sucedi(')
uno de los más extraños casos que en el mundo han sucedido.
De aquí fué prosiguiendo el Cura, y con brevedad sucinta contó 1<>
que con Zoraida á su hermano había sucedido; á todo lo cual estábil
tan atento el oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como enton-
c-es. Sólo llegó el Cura al punto de cuando los franceses despojaron ;i
los cristianos que en la barca venían, y la pobreza y necesidad en que
su camarada y la hermosa mora habían quedado; de los cuales no ba-
ldía sabido en qué habían parado, ni si hal)!an llegado a España, ó llc-
vádolos los franceses á Francia.
Todo lo que el Cura decía estalla escucliando, algo de allí desviado,
el capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía; el
cual, viendo que ya el Cura había llegado al fin de su cuento, dando
un grande suspiro y llenándosele los ojos de agua, dijo: «¡Oh señor, si
supiésedes las nuevas que me habéis contado y cómo me tocan tan en
])a]-te, que me es forzoso dar cuenta dello con estas lágrimas que.
contra toda mi discreción y recato, me salen por los ojos! Ese capitán
tan valeroso que decís, es mi mayor hermano, el cual, como más fuerte
y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío. esco
gió el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fué uno de los tres
caminos que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestro cama
rada en la conseja que, á vuestro parecer, le oistes. Yo seguí el de las
letras, en las cuales Dios y mi diligencia me han ])uesto en el grado
que me veis. Mi menor hermano está en el Pirú, tan rico, que con lo
({ue ha enviado á mi padre y á mí, ha satisfecho bien la parte que ('1
se llevó, y aun dado á las manos de mi padre con que poder hartar su
liberalidad natural, y yo ansimesmo he podido con más decencia y au
toridad tratarme en mis estudios y llegar al puesto en que me veo.
\'ive aún mi padre, muriendo con el deseo de saber de su hijo mayor.
V pide á Dios con continuas oraciones no cierre la muerte sus ojos
liasta que él vea con vida los de su hijo; del cual me maravillo, siendo
tan discreto, cómo en tantos trabajos y aflicciones ó prósperos suceso-
se haya descuidado de dar noticia de sí á su padre: cpie si él lo supic
ra, ó alguno de nosotros, no tuviera necesida'd de aguardar al milagro
de la caña para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo agora me las! i
mo es de pensar si aquellos franceses no le habrán dado libertad, ó le
habrán muerto por encubrir su hurto. Esta duda hará que yo prosiga
mi viaje, no con aquel contento con que lo comencé, sino con toda me-
lancolía y tristeza. ¡Oh buen hermano mío, y quiéii supiera agora
dónde estás, que yo te fuera á buscar y á hbrar de tus trabajos, aun-
({ue fuei'a á costa de los míos! ¡Oh; quién llevara nuevas á nuestro
viejo padre de que temas vida, aunque estuvieras en las mazmorras
más escondidas de Berbería! Que de allí te sacaran sus riquezas, las de
mi hermano v las mías. ¡Oh Zoraida hermosa y liberal; quién pudiera
pagar el biei'i que á mi hermano hiciste! ¡Quién pudiera hallarse al
PARTE l'RIMEUA. — CAl'ÍTULO XLII 'MI
•eiuicer de tu alma y á lavS bodas, (jue tanto j^usto ii todos nos dieran!»
Kstas y otras semejantes palaí)ras decía el oidor, lleno de tanta
•ompasión con las nuevas que de su hermano le lial)ían dado, (|ue to-
los los que le oían le a(om})añaban en dar muestras del sentimiento
lue tenían de su lástima. Viendo, pues, el Cura (jue tan bien había su-
ido con su intención y con lo que deseaba el (íupitán. no quiso tener-
os á todos más tiempo tristes, y así, se levantó de la mesa, y entrando
londe estaba Zorai la. la tomo por la mano, y tras ella se vinieron Lus-
inda y Dorotea. Kstal)a esperando el capitán á ver loque el (-ura que-
ía hacer, que fué que, tomándole á él asimismo de la otra mano, con
•ntrambos á dos se fué donde el oidor y su hija y los demás caballeros
'staban. y dijo: Cesen, señor oidoi'. vuestras lágrimas, y cólmese vues-
ro d(;seo de todo el bien que acertare á desearse. [>ues tenéis delante ii
.uestro buen hermano y á vuestra buena cuñada. Kste que aquí veis es
íl capitán Viedma, y esta la hermosa mora que tanto bien le liizo; l<js
ranceses que os dije los pusieron en la estreche/.a que veis, para que
v'os mostréis la liberalidad de vuestro buen pecho.
Acudió el caoitán á al)razar á su hermano, y él le i)U£o ambas ma
IOS en los pechos, por mirarle al.u,() más apartado; mas cuando le acabó
•'le conocer, le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lá^^ri-
ñas de contento, que los más de los que presentes estaban le hubieron
ie acompañar en ellas. Las palabras (pie entrambos hermanos se dije-
'on, los sentimientos que mostraion apenas creo tpic itueden pensarse,
cuanto más escribirse.
Allí en breves razones se dieron cuenta de sus sucesos, allí mostra-
r.'ou puesta en su punto la buena amistad de los dos hermanos, allí
abrazó el oidor á Zoraida. allí la ofreci(') su hacienda, allí hizo que la
abrazase su hija, allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima reno-
v'aron las lágrimas de todos. Allí Don Quijote estaba atento, sin hablar
.palabra, con.siderando estos tan extraños sucesos, atribuyéndolos todos
¡ti quimeras de la andante caballciía. Allí concertaron que el capitán y
¡//íoraida se volviesen con su hermano á Sevilla y avisasen á su padre
' le su hallazgo y libertad, para que, como pudiese, viniese á hallarse
en las bodas y bautismos de Zoraida, })or no le ser al oidor posible de-
jar el camino que llevaba, á causa de tener nueyas que de allí á un mes
partía flota de Sevilla á la Nutva España, y fuérale de grande incomo-
didad perder el viaje. En resolución, todos qued&ron contentos y ale-
gres del buen suceso del Caudvo, y como yd la noche iba casi en las
dos partes de su jornada, acordaron de recogerse y reposar lo que de
ella les quedaba. Don Quijote se ofreció á hacer la guardia del castillo,
¡porque de algún gigante ü otro mal andante follón no fuesen acometi-
dos, codiciosos del gran tesoro de hermosura que en aquel castillo se
'( ncerraba. Agradeciéronselo los que le conocían, y dieron al oidor cuen-
ta del humor extraño de Don (Quijote, de que no poco gusto recibió.
■Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del reco^^imiento, y
sólo él se ací-modó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su
jumento, que le costaron tan caros como adelante se dirá.
342 DOIs QUIJOTE DE LA MANCHA
Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodán-
dose como menos mal pudieron, Don Quijote se salió fuera de la venta
á hacer la centinela del castillo, como lo había prometido. Sucedió, pues,
que, faltando poco para venir el alba, llegó á los oídos de las damas una
voz tan entonada y tan buena, que les obligó á que todas le prestasen
atento oídc , especialmente Dorotea, que despierta estaba, á cuyo lado
dormía doña Clara de Viedma, que así se llamaba la hija del oidor. Na-
die podía imaginar quién era la perona que tan bien cantaba, y era
una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno.
Unas veces le parecía que cantaban en el patio, otras que en la ca-
balleriza, y estando en esta confusión muy atentas, llegó á la puerta del
aposento Cárdenlo y dijo: «Quien no duerma escuche, que oirán una
voz de un mozo de muías que de tal manera canta que encanta.»
— Ya lo oímos, señor, respondió Dorotea.
Y con esto se fué Cárdenlo, y Dorotea, poniendo toda la atención
posible, entendió que lo que se cantaba era esto:
I
d
CAPITl'LO XLIII
Donde 5C cuenta la agradable histeria del mozo de muías, con otros extraños
acasciniientos en la venta sucedidos.
■ Mariuero soy de amor.
V eu su piélago profundo
Navego, sin esperanza
De llegar ;í puerto alguno.
-Siguiendo voy á una estrella
Que de.sde lejos descubro,
Mas bella y resplandeciente
Que cuantas vio Palinuro.
Yo no sé adunde me guia;
así, navego confuso.
KI alma á mirarla atenta,
(.'uidadosa y con descuido.
Kecatos imiiertinentes,
Honestidad contra el uso,
Son nubes que me la encubren
Cuando más verla jirocuro.
»;Oh clara y luciente estrella
En cuya lumbre me apuro!
Al punto que te me encubras,
Será de mi muerte el punto. ■
Llegando el que cantaba á este punto, le pareció á Dorotea que no
sería bien que dejase Clara de oir una tan buena voz; y así movién-
dola á una y á otra parte, la despertó, diciéndole: «Perdóname, niña,
que te despierte, pues lo hago porque gustes de oir la mejor voz que
quizá habrás oído en toda tu vida. »
'>44 DON QUIJOTE DK LA MANCHA
Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo
que Dorotea le decía, y húboselo de preguntar; ella se lo volvió á decir,
por lo cual estuvo atenta Clara; pero apenas hubo oído dos versos (pie
el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan extra-
ño, como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma,
y abrazándose estrechamente con Dorotea, le dijo: ¡Ay señora de mi
alma y de mi vida! ¿Para qué me despertastesV Que el mayor bien que
la. fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los
oídos para no ver ni oir á ese desdichado músico.
— ¿Qué es lo que dices, niña? Mira que dicen (¡ue el (|ue canta es un
mozo de muías.
— No es sino señor de lugares, respondió Clara, y el que le tiene en
mi alma con tanta seguridad, que si él no quiere dejalle, no le sera
quitado eternamente.
Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha.
[>areciéndole (|ue se aventajaban en mucho á la discreci(^n que sus pocos
años prometían, y así, le dijo: Habláis de modo, señora Calara, que m»
])uedo entenderos: declaraos más y decidme, ¿(¡ué es lo que decís de
alma y de lugares, y deste músico, caya voz tan inquieta ostieneV Pero
no me digáis nada por ahora; que no quiero perder, por acudir á vues-
tro sobresalto, el gusto que recibo de oir al que canta; que me parece
([ue con nuevos versos y nuevo tono "torna á su canto.
Sea en buen hora, respondió Clara ; y por no oille, se tape') con las
manos entrambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea; la cual,
estando atenta á lo que se cantaba, vio que proseguían en esta manera:.
Dulce esperanza uiía.
Que, rompiendo inipo.sibles .v malezas,
Sigues firme la vía
Que tú mesma te unges y aderezas,
No té desmaye el verte
Á cada paso junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
Honrados triunfos ni vltoria alguna,
Ni pueden ser dichosos
Los que, no contrastando ;i la fortuna,
Kntregan desvalidos
.\1 ocio blando todos los sentidos.
■Que amor sus glorias venda
Caras, es gran razón y es trato justo.
Pues no hay más rica prenda
Que la que se quilata por .su gusto,
Y a; cosa maniücsta
Que no es de e ;tima lo que poco cuesta.
Amorosas porfías
Tal vez alcanzan iniíiosibles cosas;
Y ansí, aunque con las mías
Sigo de amor las más dificultosas.
No por eso recelo
De no alcanzar desde la tierra el cielo.
Aquí dio tin la voz, y principió á vivos sollozos Clara, todo lo cual
encendía el deseo de Dorotea, que de seaba saber la causa de tan suave
canto y de tan triste lloro; y así. le volvió á preguntí>r qué era lo que
le quería decir denantes.
PARTK l'KIMEKA. CAPITULO XLIII 345
lOntoiices C'lara, temerosa de que Lusciuda no la oyese, abrazando
•strechaniente á Dorotea, puso su boca tan junto del oído de Dorotea,
[ue seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así le dijo:
Este ([ue canta, señora mía, es un hijo de u;i caballero, natural del
eino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa
4e mi padre en la corte; y aunque mi })adrc tLMu'a las ventanas de
u casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo
:(ue fué ni lo <(ue no. que este caballero, que andaba al estU'iio, me vi(').
•li sé si en la iglesia ó en otra parte; finalmente, él se enamoró de mí, y
-ne lo di(') á entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y
ion tantas lagrimas, ([ue yo le hube de creer, y aun (pierer, sin sal)er
ro que me quería.
* Entre las señas que me hacía era una de juntarse la una mano con
tú, otra, dándome á entender que se casaría conmigo; y aunque yo me
Holgaría mucho de ([ue ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía
'On (}uién comunicallo; y así, lo dejé estar, sin dalle otro favor si no
ira, cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo taml)ién, alzar un
ooco el lienzo ó la celosía, y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta
liesta, que daba señales de volverse loco. Llegóse en e.sto el tiem[)0 de la
partida de mi padre, la cual él supo, y no de mí; pues nunca pude decír-
-elo. C'ayó malo, á lo (jue yo eu'^iendo, de ])esadumbre, y así el día que
nos partimos nunca pude verle para despedirme del siquiera con los
MJos; pero á éabo de dos días que caminábamos, al entrar en una posada
■¡n un lugar, una jornada de aquí, le vi á la puerta del mesón, pue.sto
■n hábito de mozo de muías tan al naturnl, (pie si yo no le trujera tan
■etratado en mi alma, fuera imposil)k- conocelle. ('( nocíle, admíreme y
ulegréme; él me miró á hurto de mi padre, de cpiien él siempre se es-
■onde cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las posa-
lias do llegamos; y como yo sé quién es, y considero (pie por amor de mí
'iene á pie y con tanto trabajo, nmérome de pesaduml)re, y adonde él
')one los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni
'ómo ha podido escaparse de su padre, que le ([uiere extraordinaria-
luente, porque no tiene otro heredero y porque él lo merece, como lo verá
"uestra merced cuando le vea. Y más le sé decir, que todo aquello que
•anta lo saca de su cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante
' poeta; y hay más, que cada vez que le veo ó le oigo cantar, tiemblo
oda y me sobresalió, temerosa de que mi padre le conozca y venga en
•onoci miento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra; y
-on todo eso, le quiero de manera, que no he de poder vivir sin él. Esto
'!S, señora mía, todo lo que os puedo decir deste músico, cuya voz tanto
•)S ha contentado; que en sola ella echaréis bien de ver que no es mozo
lie muías, como decís, sino señor de almas y lugares; como yo os be
liicho.»
— No digáis más, señora doña Clara, dijo á esta sazón Dorotea (y
isto besándola mil veces); no digáis más, digo, y esperad que venga el
luevo día; que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros
iiegocios, que tengan el felice fin que tan honestos principios merecen.
346 DOX QUIJOTK DE LA MANCHA
— ¡Ay señora!, dijo doña Clara, ¿qué ñii se puede esperar, si su i)adre
es tan principal y tan rico, que le parecerá que aun yo no puedo ser
criada de su liijo, cuanto más esposa? Pues casarme yó á hurto de mi
])adre no lo haré por cuanto hay en el mundo. No querrííi sino cjue este
mozo se volviese y me dejase; quizá con no velle, y con la gran distan-
cia del camino que llevamos, se me aliviaría la pena cjue ahora llevo;
aunque sé decir que este remedio que me imagino me ha de aprovechai
bien poco. No sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha entrado
este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que
en verdad que creo que somos de una edad mesma, y que yo no tengo
cumplidos diez y seis años; que para el día de San Miguel que vendrá,
dice mi padre que los cumplo.
No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuan como niña hablabíi
doña Clara, á quien dijo: «Reposemos, señora, lo poco ciue creo quedíi
de la noche, y amanecerá. Dios y medraremos, ó mal me andarán la.^
manos.»
Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande
silencio; solamente no dornn'an la hija de la ventera y Maritornes, su
criada; las cuales, como ya sabían el humor de que pecaba Don Quijote
y que estaba fuera de la venta armado y á caballo, haciendo la guarda
determinaron las dos de hacelle alguna burla, ó á lo menos de pasar un
poco el tiempo oyéndole sus disparates. Es, pues, el caso que en todíi
la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de ud
pajar, por donde echaban la paja por defuera. A este agujero se pusie
ron las dos semidoncellas, y vieron que Don Quijote estaba á caballo,
recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes j
}irofundos suspiros, que parecía que con cada uno se le arrancaba e.
alma; y asimismo oyeron que decía con voz blanda, regalada y amoro
sa: «¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, extremo de toda hermosm-a
íin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de If-
honestidad, y ultimadamente idea de todo lo provechoso, honesto }-
deleitable c|ue hay en el mundo! ¿Y c[ué fará agora la tu merced? ¿S:
tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballerb, que á tantoe
peligros, por sólo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame
tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras! Quizá con envidia de 1í
suya la estás ahora mirando, que, ó paseándose por alguna galería d(
sus suntuosos palacios, ó ya puesta de pechos sobre algún balcón, c-i;
considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar h
tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece, qué gloria ha d(
dar á mis penas, qué sosiego á mi cuidado, y finalmente, qué vida á m
muerte y qué premio á mis servicios. Y tú, sol, que ya debes de estai
apriesa ensillando tus caballos por madrugar y salir á ver á mi señora.
así como la veas, suplicóte que de mi parte la saludes; pero guárdat(
que, al verla y saludarla, no le des paz en el rostro; que tendré más celo.'
de ti c^ue tú ios tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudaí
y correr por los llanos de Tesalia ó por las riberas del Peneo (que n(
me acuerdo bien por dónde corriste entonces), celoso y enamorado.»
TAKTE PRIMERA. — OAPITCTLO XLIII .347
A este punto llegaba Don Quijote en su tan lastimero razonamien-
to, cuando la hija de la ventera le comenzó á cecear y á decirle: «Señor
nío. llegúese acá la vuestra merced, si es servido.)
A cuyas señas y voz volvió Don Quijote la cabeza, y vio á la luz de
la Luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo lo llamaban del
-igujero, que á él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como
conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que
era aquella venta; y luego en el instante se le representó en su loca
imaginación que otra vez, como la pasada, la doncella fermosa, hija
de los señores de aquel castillo, vencida de su amor, tornaba á solici-
tarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortés y desagrade-
cido, volvió las riendas á Rocinante y se llegó al agujero, y así como
vio á las dos mozas, dijo: «Lástima os tengo, fermosa señora, de que
hallades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posi-
ble corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza, de
lia que no debéis dar culpa á este miserable andante caballero, á quien
tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad á otra que
aquella que, en el punto f[ue sus ojos ia vieron, la hizo señora absoluta
de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposen-
'to, y no queráis, con signiticarme más vuestros deseos, que yo me
muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí
otra cosa con que satisfaceros que el mismo amor no sea, pedídmela;
que yo os juro por aciuella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en
continente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medu-
sa, que eran todos culebras, ó ya los mesmos rayos del sol. encerrados
•en una redoma.»
— ^^No ha menester nada deso mi señora, señor caballero, dijo á este
ipunto Maritornes.
— Pues ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora?, respondi()
^>"n Quijote.
-Sola una de vuestras hermosas manos, dijo Maritornes, por poder
de.-^ Logar con ella el gran deseo que á este agujero la ha traído, tan ;i
peligro de su honor, que si su señor padre la liubiera sentido, la menor
¡tajada della fuera la oreja.
■ — Ya quisiera yo ver eso, respondió Don Quijote; pero él se guarda-
(tó bien dello, si ya no qiiiere hacer el más desastrado fin que padre
'hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miem-
bros dé su enamorada hija.
'' Parecióle á Maritornes que sin duda Don (^^uijote daría la mano
'íjuele había pedido, y proponiendo en su pensamiento lo que había
de hacer, se bajó del agujero y se fué á 1& caballeriza, donde tomó el
¿abestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se vol-
^'ió á su agujeró, á tiempo V*[\ie Don Quijote se había puesto de pies
Sobre la silla de Rocinante por alcalizar a la ventana enrejada, donde
se imaginaba estar la ferida doncella; y' al darle la mano, dijo: «To-
tíiád, sentirá.^ esa máiiój 'ó por" mejor 'decir, 'ése verdugo-de los malhe-
¿hotes d'el raiiíidó; toiiíád esa 'trt'áito. Áigo; á quien' ño ha- tocado otra
;J4^
DON QUIJOTE DE -LA MANCHA
(le mujer tilguua, ni aun la de aquella que tieue entera posesión de
todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréifr'
la contextura de sus nervios, la tral)azón de sus músculos, la anchura
y espaciosidad de sus venas, de donde sacaréis qué tal debe de ser hi
fuerza del brazo (jue tal mano tiene.
— Abora lo veremos, dijo ^hu'itorncs; y haciendo una lazada corredi
za al cabestro, se la echó á h
muñeca, y bajándose de!
a<;ujero, ató lo que quedab^i
al cerrojo de la puerta del
pajar muy fuertemente.
Don Quijote, que sintió la=
aspereza del cordel en su:
muñeca, dijo: cMás parece
que vuestra merced me raya,
(jue no que me regala la ma-
no. No la tratéis tan mal.
pues ella no tiene la culpa
'del mal que mi voluntad os
hace, ni es bien que en tai:
poca parte venguéis el todc
de vuestro enojo: mirad qu€
({uien quiere bien no se ven
ga tan mal.>
Tero todas estas razone?
de Don Quijote ya no las es
cuchaba nadie, porque, as
como Maritornes le ató, elk
y la otra se fueron, muertaí-
de risa, y le dejaron asidí
de manera, que fué imposi
ble soltarse.
Estaba, pues, como se lu
dicho, de pies sobre Roci
nante, metido todo el })raz(
por el agujero, y atado de h
muñeca al cerrojo de la puer
ta, con grandísimo temor y cuidado (|ue si Rocinante se desviaba i
un cabo ó á otro había de quedar colgado del brazo; y así, no osabs *
hacer movimiento alguno, })uesto que de la i)aciencia y quietud de Ro
cíñante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero
En resolución, viéndose Don Quijote atado, y que ya las damas s(
habían ido, sé dio á imaginar, que todo aquello se hacía por vía de en
cantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mismo castillo k
molió aquel moro encantado del arriero; y maldecía entre sí su pocí
(Hscreción y discurso; pues habiendo salido tUn mal la vez primera de
aquel ca.stillo. .so había aventurado á entrar en él la segunda, siendo al
'ruinad, señor», esa mano, ó por mejor decir, e.se verdugo
de loH malhechores del mundo.
PARTE PRIMERA. CAPITULO XLIII ;54í*
vertimiento de caballeros andantes que cuando han probado una aven
tura y no salido bien con ella, es señal que no eítá paradlos «juardada.
sino para otros, y así, no tienen necesidad de probarla segunda vez.
Con todo esto, tiraba de su lazo por ver si podía soltarse; mas él estaba
tan bien asido, (¡uc todas sut pruebas fueron en vano. Bien es verdad
(ju(í tiraba con tiento, por que Rocinante no se moviese; y aunque él
((uisiera sentarse y })onerse en la silla, no podía sino estar en pie o
arrancarse la mano. Allí fué el desear de la espada de Amadís, contra
quien no tenía fuerza encantamento al.uuno; allí fué el maldecir de su
lortuna; allí fué el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia
el tiempo que allí estuviese encantado (que sin duda alguna se había
creído que lo estaba); allí el acordarse de nuevo de su (juerida Dulcincii
del Toboso; allí fué el llamará su i)uc¡i escudero Sancho Panza, ([ue, sc-
])ultado en sueño y tendido sobre el al barda de su jumento, no se acor-
daba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó á los
sabios T.ingardeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó á iu buena
amiga Urganda. (jue le socorriese; y iinalmente. allí le tomó la mañana,
tan desesperjido y confuso, cjue bramaba como un toro, porque no esjic-
raba el que con el día se remediaría su cuita, porque la tenía por eter-
na, teniéndose por encantado; y hacíale creer esto ver que Rocinante
poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte, nn comer ni l>e-
l>ev ni dormir, habían de estar él y su caballo hasta que acjuel mal in
tiujo de las estrellas se pasase, ó hasta cpie otro más sal)¡t) encantador
le desencantase. Pero engañóse mucho en su creencia, porque apenas
comenzó á amanecer, cuando llegaron á la venta cuatro hombres de á
caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los
arzones.
Llamaron á la puerta de la venta, (¡uc aún estaba cerrada, con gran-
des golpes; lo cual visto por Don Quijote desde donde aún no dejaba
de hacer la centinela, con voí arrogante y alta dijo: 'Caballeros ó escu-
deros, ó quienquiera que seáis, no tenéis para qué llamar á las puertas
deste castillo; que asaz de claro está (pie á tales horas, ó los C[ue están
dentro duermen, ó no tienen por costumbre de abrir tales fortalezas
hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos afuera y espe-
rad que aclare el día, y entonces veremos si será justo ó no que os
alaran.
—¿Qué diablos de fortaleza ó castillo es éste, dijo uno, })ara obligar-
nos á guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos
al>ran; que somos caminantes, fiue no queremos más de dar cebada á
nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa.
— ¿Pareceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero?, respondió Don
Quijote.
— -No sé de qué tenéis talle, respondió el otro; pero sé (pie decís dis-
}>arates en llamar castillo á esta venta.
—Castillo es, replicó Don Quijote, y aun de los mejores de toda esta
pro^dncia, y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano v coro-
na en la cabeza.
350 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Mejor fuera al revés, dijo el caminante, el cetro cu la cabeza y la
corona en la mano; y será, si á mano viene, que debe de estar den^o
alguna compañía de representantes, délos cuales es tener á menvido esas
coronas y cetros que decís; porque en una venta tan pequeña y adonde
se guarda tanto silencio como esta, no croo yo que se alojen personas
dignas de corona y cetro.
— Sabéis poco del mundo, replicó Don Quijote, pues ignoráis los ca-
sos que suelen acontecer en la caballería andante.
Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían, del co
loquio que con Don Quijote pasaba, y así, tornaron á llamar con gran-
de furia, y fué de modo, que el ventero despertó, y aun todos cuantos
en la venta estaban; y así, se levantó á preg-untar quién llamaba. Succ
dio en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cua
tro que llamal)an, se llegó á oler á Rocinante, que, melancólico y triste.
con las orejas caídas, sostenía sin moverse á su estirado señor; y como
en fin era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentir
se, y tornar á oler á quien le llegaba á hacer caricias; y así, no se hulx»
movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de Don Qui-
jote; y resbalando de la silla, dieran con él en el suelo, á no quedar col-
gado del brazo; cosa cjue le causó tanto dolor, que creyó, ó que la nuv
ñeca le cortaban ó que el brazo se le arrancaba; creyó además haber
quedado tan cerca del suelo, que co]i los extremos de las puntas de los
pies besábala tierra; que era en su perjuicio, porque, entendiendo que
le faltaba poco para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estir;i-
base cuanto podía por alcanzar al suelo; bien así como los que están en
el tormento de la garrucha, puestos á toca no toca; c^ue ellos mismos son
causa de acrecentar su dolor con el ahinco que ponen en estirarse, en
ganados de la esperanza que se les representa, que. con poco m;ií^
que se estiren, llegarán al suelo.
ha: •
CAPITULO XI.IV
Donde se prosiguen los inauditos sucesos do la venta.
&
N et'eto, fueron tantas las voces que Don Quijote dio, que,
^ abriendo de presto las puertas de la venta, salió el ventero des-
pavorido y fué á ver quién tales gritos daba, y los que estaban
fuera hicieron lo mesnio. Maritornes, que ya había despertado
á las mismas voces, imaginando lo que podía ser, se fué al pajar y
desató sin que nadie lo viese, el cabestro que á Don Quijote sostenía,
y él dio luego, en el suelo á vista del ventero y de los caminantes,
que, llegándose á él, le preguntaron qué tenía que tales voces daba.
El, sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y levan-
tándose en pie subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su
lanzón, y tomando buena parte del campo, volvió á medio galope, di-
ciendo: «Cualquiera que dijere que yo he sido con justo título encan-
tado, como mi señora la princesa Micomicona me dé licencia para ello,
yo le desmiento, le rieto y desafío á singular batalla.»
Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de
Don Quijote, pero el ventero les quitó de aquella admiración dicién-
doles quién era Don Quijote, y que no había que hacer caso del. por-
que estaba fuera de juicio.
Preguntáronle al ventero si acaso había llegado á aquella venta un
muchacho de hasta edad áe quince años, que venía vestido como mozo
de muías, de tales y tales señas, dando las mesmas c|ue traía el amante
de doña Clara.
352 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
El ventero respondió que había tanta gente en la venta, que no ha-
bía echado de ver en el que preguntaban; pero habiendo visto uno de-
Uos el coche donde había venido el oidor, dijo: «Aquí debe de estar sin
duda, porque este es el coche que él dicen que sigue: quédese uno de
nosotros á la puerta, y entren los demás á buscarle; y aun sería l)ien
que uno de nosotros rodease toda la venta, por que no se f viese por las
bardas de los corrales. »
— Así se hará, respondió uno dellos; y entrándose los dos dentio,
uno se quedó á la puerta, y el otro se fué á rodear la venta; todo lo cual
veía el ventero, y no f-abía atinar para qué se hacían aquellas diligen-
cias, puesto que bien creyó que buscaban aquel mozo cuyas señas le
habían dado.
Ya á esta sazón aclaraba el día; y así por esto, como por el ruid^o
que Don Quijote había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban,
especialmente doña Clara y Dorotea; que la una con el sobresalto de te-
ner tan cerca á su amante, y la otra con el deseo de verle, habíaa podi-
do dormir bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio que ninguno
de los cuatro caminantes hacía caso del, ni le respondían á su demanda,
moría y rabiaba de despecho y saña; y si él hallara en las ordenanzas
de su caballería que lícitamente podía el caballero andante tomar y em-
prender otra empresa, habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en
ninguna hasta acabar la que había prometido, él embistiera con todos y
les iiiciera responder mal de su grado; i)ero, por parecerle no convenir-
le ni estarle bien comenzar nueva empresa hasta poner á Micomicona
en su reino, hubo de callar y estarse quedo, esperando á ver en qué pa-
raban ]as diligencias de aquellos caminantes; uno de los cuales halló al
mancebo que buscaba, durmiendo al lado de un mozo de muías, bien
descuidado de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase.
El hombre le trabó del brazo y le dijo: «¡Por cierto, señor don Luis,
que responde bien á quien vos sois el hábito que tenéis, y que dice bien
la cama en que os hallo al regalo con que vuestra madre os crió! »
Limpióse el mozo los soñolientos ojos, y miró despacio al que le te-
nía asido, y luego conoció que era criado de su padre; de que recibió
tal sobresalto, que no acertó ó no pudo hablarle palabra por un buen
espacio; y el criado prosiguió diciendo: «Aquí no hay que hacer otra
cosa, señor don Luis, sino prestar i)aciencia, y dar la vuelta á casa, si
ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor la dé al otro mun-
do, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por
vuestra ausencia.»
— Pues ¿cómo supo mi padre, dijo don Luis, que yo venía ])or este
camino y en este traje?
—Un estudiante, respondió el criado, á quien distes cuenta de vues-
tros pensamientos, fué el que lo descubrió, morido á lástima de las que
vio que hacía vuestro padre al punto que os echó menos; y así, despa-
chó á cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí ;i
vuestro servicio, más contentos délo que imaginar se puede por el buen
despacho con que tornaremos, llevándoos á los ojos que tanto os quieren.
PARTE PRIMERA. CAPÍTULO XLIV 353
' — Eso será como yo quisiere ó eoiiio el Cielo lo ordenare, Tespondií»
don Luis.
—¿Qué habéis de querer, ó qué ha de ordenar el Cielo, fuera de con
sentir en volveros? Porque no ha de ser posible otra cosa.
Todas estas razones (jue entre los dos pasaban, oyó el mozo de mu-
las junto á quien don Luis estaba; y levantándose de allí, fué á decir K)
que pasaba á don Fernando y á Cardenio y á los demás, que ya vesti-
do se habían, á los cuales dijo cómo aquel hombre llamaba de don á
aquel mucliacho, y las razones que pasaban, y cómo le quería volver á
casa de su })adre, y el mozo no quería; y con esto, y con lo que del sa-
bían, de la buena voz (jue el cielo le había dado, vinieron todos en i^ran
deseo de saber más [»ai'ticularmente quién era, y aun de ayudarle si al-
guna fuerza le ([uisiesen, hacer; y así, se fueron hacia la parte donde
aún estaba hablando y porfiando con su criado.
Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara, toda
turl)ada; y llamando Dorotea á Cárdenlo- aparte, le contó en breves ra
zones la historia del músico y de doña Clara, á quien él también dijo lo
que pasaba de la venida á buscarle los criados de su padre; y no se k»
dijo tan callando, que lo dejase de oir doña Clara, de lo que quedó tan
fuera de sí, (|ue si Dorotea no llegara á tenerla, diera consigo en el suelo.
Cardenio dijo á Dorotea que se volviesen al aposento, que él procui'aría
poner remedio en todo; y ellas lo hicieron.
Ya estaban todos los cuatro que venían á buscar á don Luis dentro
de la venta y rodeados á él, persuadiéndole que luego, sin detenerse un
})unto, volvióse á consolar á su padre.
El respondió (pie en ninguna manera lo podía hacer, hasta dar íin
á un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma.
Apretáronle entonces los criados, diciéndole que en ningún modo
volverían sin él, y que lo llevarían, quisiese ó no quisiese.
'<Esto no haréis vosotros, replicó don Luis, si no es lleudándome
muerto; aunque, de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin
vida.»
Ya á esta sazón había acudido á la porfía todos los más que en la
venta estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas,
el oidor, el Cura, el barbero y Don Quijote; que ya le pareció que no
había necesidad de guardar más el castillo.
Cardenio, como ya sabía la historia del mozo, preguntó ii los ijue
llevarle querían (|ue qué les movía á querer llevar contra su voluntad
a aquel muchacho.
•Muévenos, respondió uno de los cuatro, dar la vida á su padre, que,
})or la ausencia deste caballero, queda á peligro de perderla. '
A esto dijo don Luis: «No hay i)ara qué se dé cuenta aquí de mis
cosas: yo soy libre, y volveré si me diere gusto; y si no, ninguno de vos-
otros me ha de hacer fuerza. >
— Harásela á vuestra merced la razón, respondió el hombre; y cuando
ella no bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer á
lo ({ue venimos y lo que somos obligados.
354 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Sepamos qué es esto, de raíz, dijo á este tiempo el oidor; pero el
hombre, que le conoció, como vecino de su casa, respondió: «¿No cono-
ce vuestra merced, señor oidor, á este caballero, que es el hijo de su
vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en hábito tan inde-
cente á su calidad, como vuestra merced puede ver'?;>
Miróle entonces el oidor más atentamente, y conocióle, y abrazán-
dole dijo: «¿Qué niñerías son estas, señor don Luis, ó qué causas tan
poderosas, que os hayan movido á venir desta manera y en este traje
que dice tan mal con la calidad vuestra?
Al mozo se le vinieron las lágrimas á los ojos, y no pudo responder
palabra al oidor, el cual dijo á los cuatro que se sosegasen, que todo se
haría bien; y tomando por la mano á don Luis, le apartó á una parte y
le preguntó qué venida había sido aquella.
Y en tanto que le hacía esta y otras preguntas, oyeron grandes vo-
ces á la puerta de la venta; y "era la causa dellas, que dos huéspedes
que aquella noche habían alojado en ella, viendo á toda la gente ocu-
pada en saber lo que los cuatro buscaban, habían intentado irse sin pa-
gar lo C{ue debían; mas el ventero, que atendía más á su negocio que á
los ajenos, les asió al salir de la puerta, y pidió su paga, y les afeó su
mala intención con tales palabras, que los movió á que les respondiesen
con los puños; y así, le comenzaron á dar tal mano, que el pobre vente-
ro tuvo necesidad de dar voces j pedir socorro.
La ventera y su hija no vieron á otro más desocupado para ])oder
socorrerle que á Don Quijote, á quien la liija de la ventera dijo: «So-
corra vuestra merced, señor caballero, por la virtud que Dios le dio, á
mi pobre padre, que dos malos hombres le están moliendo como á
cibera. »
A lo cual respondió Don Quijote muy de espacio y con mucha
flema: *
— Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque
estoy impedido de entremetenne en otra aventura en tant^ que no die-
re cima á ura en que mi palabra me ha puesto; mas lo que yo podré
hacer por serviros es lo que ahora diré. Corred y decid á vuestro padre
que se entretenga en esa batalla lo mejor que pudiere, y que no se deje
vencer en ningún modo, en tanto que yo pido licencia á la })rincesa Mi-
comicona para poder socorrerle en su cuita; que si ella me la da, tened
.por cierto que yo le sacaré della.
— ¡Pecadora de mí!, dijo á esto Maritornes, que estaba delante; pri-
mero que vuestra merced alcance esa licencia qve dice, estará ya mi se-
ñor en el otro mundo.
— Dadme vos, señora, c{ue yo alcance la licencia que digo, respondió
Don Quijote; que como yo la tenga, poco hará al caso que él esté en el
otro mando; que de allí le sacaré á pesar del mismo mundo que lo con-
tradiga, ó por lo menos os daré tal venganza de los que allá le hubieren
enviado, que quedéis más que medianamente satisfecha; y sin decir
más, se fué á poner de hinojos ante Dorotea, }>idiéndole con })alabras
caballerescas y andantescas que la su grandeza fuese servida de darle
PARTE PRIMERA. CAPITULO XLIV 355
licencia de acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que estaba
puesto en una grave mengua.
La Princesa se la dio de buen talante, y él luego, embrazando su
idarga y poniendo mano á su espada, acudió á la puerta de la venta,
adonde aun todavía traían los dos huéspedes á mal traer al ventero;
pero así como llegó, embazó y se estuvo quedo; aunque Maritornes y la
ventera le decían que en qué se detenía, que socorriese á su señor y
marido.
«Deténgome, dijo Don Quijote, porque no me es lícito poner mano
í la espada contra gente escuderil; pero llamadme af^uí á mi escudero
-Sancho, que á él toca y atañe' esta defensa y venganza.»
Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas
vy mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de
■Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobar-
lía de Don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y
)aüie.
Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le socorra, ó si no, sufra
^/ calle el que se atreve á más de lo que sus fuerzas le permiten, y vol-
vámonos atrás cincuenta pasos, á ver qué fué lo que don Luis respon-
lió al oidor, (^ue le dejamos aparte, preguntándole la causa de su ve-
lida á pie y de tan vil traje vestido.
A lo cual el mozo, asiéndole fuertemente de las manos, como en se-
ial de que algún gran dolor le apretaba el corazón, y derramando lá-
grimas en grande abundancia, le dij ): «Señor mío, yo no sé deciros otra
íosa sino que desde el punto que quiso el Cielo, y facilitó nuestra vecin-
dad, que yo viese á mi señora doña C'lara, hija vuestra y señora mía,
lesde aquel instante la hice dueño de mi voluntad, y si la vuestra, ver-
ladero señor y padre mío, no lo impide, en este mesmo día ha de ser
ni esposa. Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse en este
raje, para seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al blanco ó
•orno el marinero al Norte. Ella no sabe de mis deseos más de lo que
la podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis
•jos. Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres, y cómo
o soy su único heredero; si os parece que estas son ])artes para que os
venturéis á hacerme en todo venturoso, recebidme luego por vuestro
lijo, que si mi padre, llevado de otros designios suyos, no gustare deste
»ien que yo supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer
' mudar las cosas, que las humanas voluntades. >
Calló, en diciendo esto, el enamorado mancebo y el oidor quedó en
•irle suspenso, confuso y admirado, así de haber oído el modo y la
lisereción con que don Luis le había descubierto su pensamiento, como
le verse en punto (pie no sabía el que poder t<.)mar en tan repentino y
10 esperad(^ negocio, y así, no respondió otra cosa sino que se sosegase
)or entonces, y entretuviese á sus criados que por aquel día no le vol-
'iesen, porcjue se tuviese tiempo para considerar lo que m€Jor á todos
'stuviese. Besóle las manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con
ágrimas: cosa que pudiera enternecer un corazón de mármol, no sólo
356 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
tíl .del oidor, (j[ue, como discreto, 3'a había conocido cuan bien le estaba
á su hija aquel matrimonio, puesto que, si fuera posible, lo quisiera
efectuar con voluntad del padre de don Luis, del cual sabía que preten-
día hacer de título á su hijo.
Ya á esta sazón estaban en paz los huéspedes con el ventero; pues
|),t>r })ersuasión y buenas razones de Don Quijote, más que por amena-
zas, le habían pagado todo lo que él quiso, y los criados de don Luis
aguardaban el ñn de la plática del oidor y la resolución de su amo,
cuando el demonio, que no duerme, ordenó que en aquel mismo punto
entró en la venta el barbero á quien Don Quijote quitó el yelmo de
Mambriuo, y Sancho Panza los aparejos del asno, que trocó con los del
suyo, el cual barbero, llevando su jumento á la caballeriza, vio á San-
dio Panza que estaba aderezando no sé qué de la albarda, y así como
la vio, la conoció, y se atrevió á arremeter á Sancho, diciendo: «¡Ah
don ladrón, que aquí os tengo! Venga mi bacía y mi albarda, con todos
mis aparejos, que me robastes.»
. Sancho, que se vio acometer tan de improviso, y oyó los vitujjerio^
que le decían, con la una mano asió de la albarda, y con la otra dio un
mojicón al barbero, que le bañó los dientes en sangre; pero no por este
dejó el barbero la presa que tenía hecha en el albarda, antes alzó la vo?-
de tal manera, que todos los de la venta acudieron al ruido y penden
cia, y decía: «¡Aquí del Rey y de la -justicia, que, sobre cobrar mi lia
cienda, me ([uiere matar este ladrón, salteador de caminos!»
— Mentís, resj^ondió Sancho, que yo no soy salteador de caminos
que en buena guerra ganó mi señor Don Quijote estos despojos.
Ya estaba Don (¿uijote delante, con mucho contento de ver cuái:
bien se defendía y ofendía su escudero, y túvole desde allí adelante poi
hombre de pro, y ])ropuso en su corazón de armarle caballero en la pri
mera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería en él bien em
I)leada la Orden de la caballería.
Entre otras cosas que el barbero decía en el dií^curso de la penden
cia, vino á decir: «Señores, así esta albarda es mía como la muerte qu(
debo á Dios, y así la conozco como si la hubiera parido, y ahí está ra
asno en el establo, que no me dejará mentir; si no, pruébensela, y si n( <
le viniere pintiparada, 3^0 quedaré })or infame, y hay más, que el mis
mo día que ella se me (juitó, me quitaron también una bacía de azófa f
nueva, que no se había estrenado, (pe era señora de un escudo.»
Aquí no se pudo contener Don Quijote sin resi)onder, y poniéndos»^
entre los dos y apartándolos, depositando la albarda en el suelo, por
que la tuviesen de manifiesto hasta que la verdad se aclarase, dije-
« \''ean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en que estM
este.l)uen escudero, pues llama bacía á lo que fué, es y será el yelnn
de Mambrino, el cual se le quité yo en buena guerra, y me hice seño
del con legítima y lícita posesión; en lo del albarda no me entremete
que lo que en ello sabré decir es, que mi escudero Sancho me pidió li
cencía para quitar los jaeces del caballo deste vencido cobarde, y con
ellos adornar el suvo. Yo se la di, v él los tomó, y de haberse conveí
PARTE PRIMERA. CAPITULO XI, IV
OO I
(ido de jaez en albarda, no sabré dar otra razón si no es la ordinaria:
que como esas transformaciones, se ven en los sucesos de la caballería.
Para confirmación de lo cual corre, Sancho, hijo: y saca aquí el yelmo.
< I ue este Vmen hombre dice ser bacía. '
— l'ardiez, señor, dijo Sancho, si no tenemos otra prueba de nuestra
intención que la que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de
Mambrino como el jaez deste buen hombre albarda.
—Haz lo que te mando, repHcó Don Quijote; que no todas las (•(>^^as
<leste castillo han de ser guiadas j)or encantamento.
Sancho fué á do estaba la bacía y la trujo; y así como Don Quijote
la vio, la tomó en las manos y dijo: ^liren vuestras mercedes; ¡con que
cara i)odrá decir este escudero que ésta es bacía, y no el yelmo que yo
lie dicho! Y juro por la Orden de caballería que profeso, que este yel-
iiu) es el mismo que yo le quité, sin haber añadido en él ni quitado
«osa alguna.»
—En eso no hay duda, dijo á esta sazón Sancho; i)orque desde que
mi señor le ganó hasta agora, no ha hecho con él más de una batalla,
< liando libró á los sin ventura encadenados; y si no fuera por este ba-
iivelmo, no lo pasara entonces muy bien, por(|ue hubo asaz de pedra-
«las en aquel trance.
CAPITULO XLV
Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda
y otras aventuras sucedidas, con toda verdad.
uÉ les parece á vuestras mercedes, señores, dijo el barbero, (1(
M^' ^^ ^^^ ^^^'^^''^^^ estos n-eiitiles hombres, pues aún porfían qu(
^^üF ésta no es bacía, sino yelmo?
i^ —Y (juien lo contrario dijere, dijo Don Quijote, le haré vo
conocer que miente, si fuere caballero, y si escudero, que remiente niil
veces.
Nuesti-o barbero, que á todo estaba presente, como tenía tan bien
conocido el humor de Don Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar
adelante la burla, para que todos riesen, y dijo, hablando con el otro
l)arbero: «Señor barbero, ó quien sois, sabed que yo también soy de
vuestro oficio, y tengo, más ha dc; veinte años, carta de examen, V co-
nozco muy bien de todos los instrumentos de la barbería, sin que le
falte uno; y ni más ni menos, fui un tiempo en mi mocedad soldado, y
sé también qué es yelmo y qué es morri(3n y celada de encaje, y otras
cosas tocantes á la miHcia (digo á los géneros de armas de los soldados);
y digo (salvo mejor parecer, remitiéndome siempre al mejor entendi-
miento) que esta pieza que está aquí delante, y que este buen señor
tiene en las manos, no sólo no es bacía de barbero, pero está tan lejos
de ^erlo como está lejos lo blanco de lo negro, y la verdad de la menti-
ra; taml)ién digo que éste, aunque es yelmo, no es yelmo entero.
PARTE PRIMERA. — CAPITULO XLV 35U
— No por cierto, dijo Don Quijote, porque le falta la mitad, que es la
ibera.
— Así es, dijo el Cura, que ya había entendido la intención de su
nv^o el barbero; y lo mismo confirmó Cardemo, don Fernando y sus
imaradas, y aun el oidor, si no estuviera tan pensativo con el ^legocio
i don Tvuis, ayudara por su parte á la burla; pero las veras de lo que
ínsaba le tenían tan suspenso, que poco ó nada atendía á aquellos do-
aires.
— ¡Válame Dios!, dijo á esta sazón el barbero burlado: ¿que es posi-
•e que tanta gente honrada diga que ésta no es bacía, sino yelmo? Cosa
irece ésta quft puede poner en admiración á toda una universidad, poi-
screta que sea. Hasta; si es <[ue esta bacía es yelmo, también debe de
ir esta albarda jaez de caballo, como este señor ha dicho.
—A mí albarda me parece, dijo Don (Quijote; pero ya he dicho que
I eso no me entrometo.
—De que sea albarda ó jaez, dijo el (,'ura, no está en más de decirlo
señor Don Quijote; que en estas cosas de la caballería todos estos
inores y yo le damos la ventaja.
— Por Dios, señores míos, dijo Don Quijote, (^ue son tantas y tan
itrafias las cosas que en este castillo, en dos veces que en él he aloja-
• , me han sucedido, que no me atreva á decir afirmativamente ningu-
I cosa de lo que acerca de lo cpie en él se contiene se preguntare;
■irque imagino que cuanto en él se trata va por vía de encantamento.
i, primera vez me fatigó mucho un moro encantado que en él hay, y
"Sancho no le fué muy bien con otros sus secuaces; y anoche estuve
i^i-do deste brazo casi dos horas: sin saber cómo ni cómo no, vine á
• 3r en aquella desgracia. Así que, ponerme yo agora en r o.?a de tanta
^ ifusión á dar mi parecer, será caer en juicio temerario. En lo que
•a á lo que dicen, que ésta es bacía y no yelmo, ya yo tengo respon-
i'lo; pero en lo de declarar si ésa es albarda ó jaez, no me atrevo á dar
I itencia definitiva; sólo lo dejo al buen parecer de vuestias mercedes:
I iza por no ser armados caballeros, como yo lo soy, no tendrán que
• 'Olí vuestras mercedes los encantamentos deste lugar, y tendrán los
endimientos libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo conv.
lüs son real y verdaderamente, y no com(> á mí me parecen.
—No hay duda, respondió á esto don Femando, sino que el señor
•m Quijote ha dicho muy bien que á nosotros toca la definición deste
\- porque vaya con más fundí; mentó. }o tomaré en secreto los
destos señores; y de lo que resultare, daré entera y clara noticia.
Para aquellos que la tenían del humor de Don Quijote era todo esto
teria de grandísima risa; pero á los que la ignoraban, les parecía el
yor disparate del mundo, especialmente á los cuatro criados de don
;s, y á don Luis ni más ni menos, y á otros tres pasajeros que acaso
)ían llegado á la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como
efeto lo eran; pero el que más se deses])eraba era el barbero, cuya
ia allí, delante de sus ojos, se le había vuelto en yelmo de Mambri-
y cuya albarda pensaba sin duda alguna que se le hajDÍa de volver
360 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
eii jaez rico de caballo; y los unos y los otros se reían de ver cómo an
daba don Femando tomando los votos de unos en otros, y habláudolo
al oído, para que en secreto declarasen si era albarda ó jaez aquelL
joya sobre quien tanto se liabía peleado; y después que hubo tomad»
los votos de aquellos que á Don Quijote conocían, dijo en altavoz: <E
caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado de tomar tantos parece
res; porque veo que á ninguno pregunto lo que deseo saber, que no m
diga que es disparate el decir que ésta sea albarda de jumento, sino jae
de caballo, y aun de caballo castizo; y así, habréis de tener paciencia
jiorque, á vuestro pesar y al de vuestro asno, éste es jaez, y no albardj
y vos habéis alegado y probado muy mal de vuestra parte».
— No la tenga yo en el cielo, dijo el pobre barbero, si todas vuestra
mercedes no se engañan, y que así parezca mi ánima ante Dios com
ella me parece á mí albarda, y no jaez; pero allá van leyes... y no dig
más; y en verdad que no estoy borracho; que no me he desayunado, ¡
de pecar no.
No menos causaban risa las necedades que decía el baiHoero que k
<lisi)arates de Don Quijote, el cual á esta sazón dijo: «Aquí no liay mí
<iue hacer, sino que cada uno tome lo que es suyo, y á quien Dios se '
(lió. san Pedro se la bendiga».
Uno de los cuatro criados dijo: «Si ya no es que esto sea burla peit
sada, no me puedo persuadir que hombres de tan buen entendimient
como son ó parecen todos los que aquí están, se atrevan á decir y ai i
mar que ésta no es bacía, ni aquélla albarda; mas, como veo que
aíirman y lo dicen, me doy á entender que no carece de misterio
jjorfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma veid;
y la misma experiencia; porque ¡voto á tal (y arrojóle redondo); que i
me dan á mí á entender cuantos hoy viven en el mundo, al revés de (¡i
ésta no sea bacía de barbero, y ésta albarda de asno!»
— Bien podría ser de borrica, dijo el Cura.
— Tanto monta, dijo el criado; que el caso no consiste en eso, sino ( •
si es ó no es albarda, como vuestras mercedes dicen.
Oyendo esto uno.de los cuadrilleros que habían entrado, que hali
oído la pendencia y cuestión, lleno de cólera y de enfado, dijo: < T;
albarda es como mi padre, y el que otra cosa ha diclio ó dijere, debe '
estar hecho uva.»
— ¡Mentís como bellaco villano!, respondió Don Quijote; y alzando
lanzón (que nunca le dejaba de las manos) le iba á descargar tal g<>l
sobre la cabeza, que, á no desviarse el cuadrillero, se le dejara allí ít
dido: el lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrillen
que vieron tratar mal á su conipíiñero, alzaron la voz, pidiendo t'avoi
la Santa Hermandad.
El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla
por su espada, 7 se puso al lado de sus compañeros; los criados de á<
Luis rodearon á don Luis, porque, con el alboroto, no se les fuese;
barbero, viendo la casa revuelta, tornó á asir de su albarda, y lo misi
hizo Sancho; Don Quijote puso mano á su espada y arremetió á 1
362 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
cuadrilleros; don Luis daba voces á sus criados que le dejasen á él y
acorriesen á Don Quijote y á Cárdenlo y á don Fernando, que todos fa-
vorecían á Don Quijote; el Cura daba voces, la ventera gritaba, su hija
se afligía, Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda suspen-
sa, y doña Clara desmayada. El barbero aporreaba á Sancho; Sancho
molía al barbero; don Luis, á quien un criado suyo se atrevió á asirle
del brazo porque no se fuese, le dio una puñada, que le bañó los dientes
en sangre; el oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies
á un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy á su sabor; el ven-
tero tornó á reforzar la voz, pidiendo favor á la Santa Hermandad; de
modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores,
sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de
sangre; y en la mitad deste caos, máquina y laberinto de cosas, se le
representó en la memoria á Don Quijote que se veía metido de hoz y
de coz en la discordia del campo de Agramante; y así dijo con voz que
atronaba la venta: «Ténganse todos, todos envainen, todos se sosieguen,
óiganme todos, si todos quieren quedar con vida. »
A cuya gran voz todos se pararon, y él prosiguió, diciendo: «¿No os
dije yo, señores, que este castillo era encantado, y que alguna legión de
demonios debe de habitar en él? En conñrmación de lo cual, quiero que
veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y trasladado entre nos-
otros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allí se pelea
por la espada, aquí por el jaez, cullá por el águila, acá por el yelmo; y
todos peleamos, y todos no nos entendemos. Venga, pues, vuestra n)er-
ced, señor oidor, y vuestra merced, señor Cura, y el uno sirva de rey
Agramante y el otro de rey Sobrino, y póngannos en paz; porque por
Dios todopoderoso, que es gran bellaquería que tanta gente principal
como aquí estamos se mate por causas tan livianas.» Los cuadrilleros,
C{ue no entendían el frasis de Don Quijote, y se veían mal parados de don
Fernando, Cardenio y sus camaradas, no querían sosegarse; el barbero
sí, porque en la pendencia tenía deshechas las barbas y el albarda; San-
cho, á la más mínima voz de su amo, obedeció, como buen criado; los
cuatro criados de don Luis también se estuvieron quedos, viendo cuan
poco les iba en no estarlo; sólo el ventero porñaba en que se habían de
castigar las iiisolencias de aquel loco, que á cada paso le alborotaba la
venta. Finalmente, el rumor se apaciguó por entonces: la albarda se (jue-
dó por jaez hasta el día del juicio, y la bacía por yelmo, y la venta por
castillo en la imaginación de Don Quijote.
]*uestos, pues, ya en sosiego, y hechos amigos todos á persuasión
del oidor y del Cura, volvieron los criados de don Luis á porfiarle que
al momento se viniese con ellos; y en tanto que él con ellos se avenía,
el oidor comunicó con don Fernando, Cárdenlo y el Cura qué debía
hacer en aquel caso, contándoselo con las razones que don Luis le hal)ia
dicho. En fin, fué acordado que don Fernando dijese á los criados de
don Luis quién él era, y cómo era su gusto que don Luis se fuese con
él al Andalucía, donde de su hermano el Marqués sería hospedado
como el valor de don Luis merecía; por(|uc, de otra manera, se sabía de
PAETE PRIMEKA. — CAPITULO XLV , 363
la intención de don Luis <jue no volvería por aijuella vez á los ojos de
su padre, si le hiciesen pedazos; y creyeron que entendida de los cuatro
la calidad de don Fernando y la intención de don Luis, determinarían
entre ellos que los tres se volviesen á contar lo que pasaba á su padre,
V el otro se (juedase á servir á don Luis, y á no dejalle hasta que ellos
volviesen por él, ó viesen lo que su padre les ordenal)a. Desta manera
^e apacif^uó aquella máquina de pendencias por la autoridad de Agra-
njaute y prudencia del rey Sobrino; pero, viéndose el enemigo de la
j'oncordia y el émulo de la paz menospreciado y burlado, y el ])oco fru-
o que había granjeado de haberlos puesto á todos en tan confuso labe-
into, acordó de probar otra vez la mano, resucitando nuevas penden-
•ias y desasosiegos.
Es, pues, el caso, que los cuadrilleros se sosegaron, por haber en-
leoído la calidad de los que con ellos se habían combatido, y se retira-
• »n de la pendencia, por ])arecerles que, de cualquiera me ñera que su-
•ediese, habían de llevar lo peor de la batalla; })ero á uno dellos, que
"ué el que fué molido y pateado por don Fernando, le vino á la memo-
la que entre algunos mandamientos que traía para prender á algunos
lelincuentes. traía uno contra Don Quijote, á quien la Santa Ilerman-
lad había mandado i)render por la libertad que dio á los galeotes, como
■lancho, con mucha razón, iiabía temido. Imaginando, pues, esto, quiso
■ertificarse si las señas que de Don Quijote traía venían bien; y sa-
•ando del seno un pergamino doblado, con papeles dentro, topó con el
(ue buscaba; y poniéndosele á leer despacio, porque no era buen lec-
or, á cada palabra que leía ponía los ojos en Don (Quijote; y iba cote-
ando las señas del mandamiento con el rostro de Don (Quijote; y halló
[ue sin duda alguna era el que el mandamiento rezaba. Y apenas se
uil)0 certificado, cuando recogiendo su pergamino, con la izquierda
nostró el mandamiento, y con la derecha asió á Don Quijote del cue
lo fuertemente, que no le dejaba alentar, y á grandes voces decía: «¡Fa-
or á la Santa Hermandad! Y para que se vea que lo pido de veras,
.'ase este mandamiento, donde se contiene que" se prenda á este saltea-
lor de caminos.»
Tomó el mandamiento el Cura, y vio cómo era verdad cuanto el
uadrillero decía, y cómo convenía en las señas con Don Quijote; el
nal, viéndose tratar mal de aquel villano malandrín, puesta la cólera
n su punto y crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo,
-' asió al cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que, á no
er socorrido de sus compañeros, allí dejara la vida antes que Don Qui-
ote la [tresa. El ventero, que por fuerza había de favorecer á los de su
fieio, acudió luego á dalles favor. La ventera, que vio de nuevo á su
larido en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron lue-
o Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y á los que allí es-
iban.
Sancho dijo, viendo lo que pasaba: «¡\"ive el Señor, que es verdad
uanto mi amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible
ivir una hora con quietud en él.»
364 DON QUIJOTE DE LA jMAXCH.V
Don Ferna^ido despartió al cuadrillero y á Don Quijote, y con gus-
to de entrambos les desenclavijó las manos, que el uno en el collar del
sayo del uno, y el otro en la garganta del otro, bien asidas tenían; pero
no por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayu-
dasen á dársele atado y entregado á toda su voluntad, porque así con-
venía al servicio del Rey y de la Santa Hermandad, de cuya parte de
nuevo les pedían socorro y favor para hacer aquella i)risión de aquel
robador y salteador de sendas y de caminos.
Reíase de oir decir estas razones Don Quijote, y con mucho sosiego.
dijo: «Venid acá, gente soez y mal nacida; ¿saltear de caminos llamáií^
al dar libertad á los encadenados, soltar los presos, acorrer á los mis( -
rabies, alzar los caídos, remediar los menesterosos? ¡Ah gente infame,
digna, por vuestro bajo y vil entendimiento, que el cielo no os comii
ñique el valor que se encierra en la caballería andante, ni os dé á en
tender el pecado é ignorancia en que estáis en no reverenciar la som-
bra, cuanto más la asistencia, de cualquier caballero andante! Venid;
acá, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros; salteadores de caminos
con licencia de la Santa Hermandad: decidme, ¿quién fué el ignorante
que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy?
¿Quién el que ignoró que son exentos de todo judicial fuero los caba-
lleros andantes, y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus
premáticas su voluntad? ¿C^uién fué el mentecato, vuelvo á decir, que
no sabe cpe no hay ejecutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni
exenciones como la que adquiere un caballero andante el día (jue se
arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué ca
ballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda fore
ra, portazgo ni barca? ¿(¿ué sastre le llevó hechura de vestido que k
hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo, que le hiciese pagar e
escote? ¿Qué rey no le asentó á su mesa? ¿Qué doncella no se le aficio
nó, y se le entregó rendida á todo su talante y voluntad? Y finalmente
¿qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo, que nt
tenga bríos para dar él solo cuatrocientos })alos á cuatrocientos cuadri
lleros que se le }>ongan delante? >
CAPITrLO XLVl
el fin de la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran ferocidad de
nuestro buen caballero Don Quijote.
N tanto que Don Quijote esto decía, estalla persuadiendo el Cura
á los cuadrilleros cómo Don Quijote era falto de juicio, como
^.y£ lo veían por sus ol)ras y por sus palabras, y que no tenían para
qué llevar aquel negocio adelante; pues, aunque le prendiesen
llevasen, lueiío le habían de dejar por loco; á lo que respondió el del
landamiento que á él no tocaba juzgar de la locura de Don Quijote,
no hacer lo que por su mayor le era mandado, y (|ue una vez preso,
quiera le soltasen trecientas.
— 'Con todo eso, dijo el Cura, por esta vez no le habéis de llevar, ni
un él dejará llevarse, á lo que yo entiendo.
En efeto, tanto les supo el Cura decir, y tantas locuras supo Don
luijote hacer, que más locos fueran que no él los cuadrilleros, si no
)nocieran la falta de Don Quijote; y así tuvieron por bien de apaci-
uarse, y aun de ser medianeros de hacer las paces entre el barbero y
ancho Panza, ([ue todavía asistían con gran rencor á su pendencia,
inalmente, ellos, como miembros de justicia, mediaron la causa y
jeron arbitros della, de tal modo, que ambas partes quedaron, si no
el todo contentas, á lo menos en algo satisfechas, porque se trocaron
is al])ardas, y no las cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba á lo
el yelmo de Mambrino, el Cura, á socapa y sin que Don Quijote
366 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
lo entendiese, le dio al barbero por la bacía ocho reales, y el barbero 1
hizo una cédula del recibo, y de no llamarse á engaño por entonces, r
por siempre jamás amén. Sosegadas, pues, estas dos tendencias, qu
eran las más principales .y de más tomo, restaba que los criados de do
Luis se contentasen de volver los tres, y que el uno quedase para acón
pallarle donde don Fernando le quería llevar; y como ya la buen suert
y mejor fortuna había comenzado á romper lazos, y á facilitar dificulta
tades en favor do los amantes de la venta y de los valientes della, quis
llevarlo al cabo y dar á todo felice suceso; porque los criados se cor
tentaron de cuanto don Luis quería; de que recibió tanto contento don
Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara al rostro, que no conc
ciera el regocijo de su alma. Zoraida, aunque no entendía bien todo
los sucesos que había visto, se entristecía y alegraba á bulto, conforma
veía y notaba los semblantes á cada uno, especialmente de su español
en quien tenía siempre puestos los ojos y traía colgada el alma. El ven
tero, á quien no se le pasó por alto la dádiva y recompensa que el Cur
liabía hecho al barbero, pidió el escote de Don Quijote, con el menos
cabo de sus cueros y falta de vino, jurando que no saldría de la venti
Rocinante ni el jumento de Sancho, sin que se le pagase primero hasti
el último ardite. Todo lo apaciguó el Cura, y lo pagó don Fernando
puesto que el oidor, de muy buena voluntad, había también ofrecid(
la paga, y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego, que ya n<
parecía la venta la discordia del campo de iVgramante, como Don Qui
jote había dicho, sino la misma paz y quietud del tiempo de Otaviano
de todo lo cual fué común opinión que se debían dar las gracias á 1?
buena intención y mucha elocuencia del señor Cura y á la incompara
ble liberalidad de don Fernando.
Viéndose, pues, Don Quijote libre y desembarazado de tantas pen
dencias, así de su escudero como suyas, le pareció que sería bien segui
su comenzado viaje, y dar ftn á aquella grande aventura para que habíí
sido llamado y escogido; y así, con resoluta determinación, se. fué ápo
ner de hinojos ante Dorotea, la cual no le consintió que hablase palabn
hasta que se levantase, y él j)or obedecella, se puso en pie y le dijo
«Es común proverbio, fermosa señora, que la diligencia es madre de lí
buena ventura, y en muchas y graves cosas ha mostrado la experiencia
que la solicitud del negociante trae á buen ñn el pleito dudoso; peio ci
ningunas cosas se muestra más esta verdad que en las de la guerra
adonde la celeridad y presteza previene los discursos del enemigo, \
alcanza la vitoria antes que el contrario se ponga en defensa. Todo esi(
digo, alta y preciosa señora, porque me parece que la estada nuestra ei
este castillo ya es sin provecho, y podría sernos de tanto daño, que k
echásemos de ver algún día; porque, ¿quién sabe si, por ocultas espía.'
y diligentes, habrá sabido ya vuestro enemigo el gigante de que 3'o vo}
á destruílle, y dándole lugar, le tendrá de fortificarse en algún inexpug-
nable castillo ó fortaleza, contra quien valiesen poco mis diligencias y
la fuerza de mi incansable brazo? Así que, señora mía, prevengamos,
como tengo dicho, con nuestra diligencia sus designios, y partámonos
PARTE PRIMERA. — CAPITULO XLVl 36'
leiío á la }>uena ventura; qne nú está más el tenerla vuestra grandei'.a'
tino desea, de cuanto yo tarde de verme con vuestro contrario.»
Calló, y no dijo mas Don Quijote, y esperó con mucho sosie<ío la'
\spuesta de la fermo.'ía Infanta, la cual, con ademán' señoril y acomo-
ado al estilo de Don Quijote, le respondi») desta manera: «Yo os agra-
e/co, señor caballero, el deseo que mostráis tener de favorecerme en
li gran cuita, bien así como caballero á quien es anejo y concerniente
ivorecer los huérfanos y menesterosos; y <|uiera el ("ielo (|ue el vue&tr<^
mi deseo se cumplan, para que veáis que hay agradecidas mujeres en
nmndo; y en lo de mi partida, sea luego, que yo no tengo más volun-
id que la vuestra: disponed vos de mí á toda vuestra guisa y talante;
ue la que una vez os entregó la defensa de su persona y })Uso en vues-i
•as manos la restauraci(')n de sus señoríos, no hn de querer ir contra
([uo vuestra prudencia ordenare.»
— A la mano de Dios, dijo Don Quijote; pues así es que una señora
í me humilla, no <|uiero yo j)erder la ocasión de levantalla y ponelhi
1 su heredado tnnio. La [tartida sea luego, porque me va poniendo
<|»uelas al deseo y al camino, lo que suele decirse, <jue en la tardan/a
^tá el peligro; y pues no ha criado el Cielo ni vi.sto el Infierno ninginio
Lie me espante ni acobarde, ensilla, Sancho, á Rocinante, y apareja
i jumento y el [)alafrén de la Reina, y despidámonos del castellano y
3stos señores, y vamos de aquí luego al punto.
Sancho, (jue á todo estaba presente, dijo, meneando la cabeza á una.
irte y á otra: «¡Ay señor, señor, y cómo liay más mal en el aldegüelá
lie se sueña!, con perdón sea dicho de las tocas honradas.»
^¿Qué mal puede haber en ninguna aldea, ni en todas las ciudades
^1 mundo, que pueda sonarse en menoscabo raío, villano?
— Si vuestra merced se enoja, res[>ondió Sancho, yo callaré, y dejaré
' decir lo que soy obligado, como buen escudero y como debe un buen
•iado decir á su señor. '
— Di lo que quisieres, replicó Don Quijote, como tus jialabras no se
icaminen á ponerme miedo; que si tú le tienes, haces como quien eres,
si yo no le tengo, hago como quien soy.
—No es eso, ¡pecador fui yo á Dios!, respondió Sancho, sino que yo
ngo por cierto y por averiguado que esta señora, que se dice ser reina
■1 gran reino Micomicón, no lo es más que mi madre; porque, á ser lo
lie ella dice, no se anduviera hocicando con alguno de los que están en
rueda, á vuelta de cabeza y á cada traspuesta.
Paróse colorada, con las razones de Sancho, Dorotea (porque era
■rdad (|ue su esposo don Fernando, alguna . vez, á hurto de otros
IOS, había cogido con los labios parte del premio que merecían sus
>seos, lo cual había visto Sancho, y parecídole que aquella desenvol-
ira más era de dama cortesana que de reina de tan gran reino), y no
ado ni quiso responder palabra á Sancho, sino dejóle proseguir en .su
iática, y él fué diciendo:
— Esto digo, señor, porque, si al cabo de haber andado caminos y
ureras, y pasado malas noches y peores días, ha dé venir á coger el
B. p.-xx •2:>
3tí8 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
fruto de nuestros trabajos el que se está holgando en esta venta, no
hay para qué darme })riesa á que ensille á Rocinante, albarde el ju-
mento y aderece el palafrén; pues será mejor que nos estemos quedos,
y cada puta hile, y comamos.
¡Oh válame Dios, y cuan grande que fué el enojo que recibió Don
Quijote oyendo las descompuestas palabras de su escudero! Digo que
fué tanto, que con voz atropellada y tartanmda lengua, lanzando vivo
fuego por los ojos, dijo: «¡Oh bellaco, villano, mal mirado, descom-
puesto, ignorante, infacundo, deslenguado, atrevido, murmurador y
maldiciente! ¿Tales palabras has osado decir en mi presencia y en la
destas ínclitas señoras, y tales deshonestidades y atrevimientos osaste
poner en tu confusa imaginaci(3nV ¡Vete de mi i)resencia, monstruo de
naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bella-
querías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del de
coro que se debe á las reales personas; vete, no parezcas delante de mí .
so pena de mi ira!»; y diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carri
líos, miró á todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada ci
el suelo, señales todas de la ira que encerraba en sus entrañas; á cuya? j
palabras y furibundos ademanes quedó Sancho tan encogido y medro 1
so, c^ue se holgara que en aquel instante se abriera debajo de sus pie
la tierra y le tragara; y no supo qué hacerse, sino volver las espaldas ^^
quitarse de la enojada presencia de su señor.
Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor d"
Don Quijote, dijo, i)ara templarle la ira: «No os despechéis, seño
Caballero de la Triste Figura, de las sandeces que vuestro *buen escu
dero ha dicho, porque quizás no las debe decir sin ocasión, ni de si
])uen entendimiento y cristiana conciencia se puede sospechar que U
vante testimonio á nadie; y así, se ha de creer, sin poner duda en elk
que, como en este castillo, según vos, señor caballero decís, todas la
cosas van y suceden por modo de encantamento, podría ser, digo, qu
Sancho hubiese visto, por esta diabólica vía, lo que él dice que vio, ta
en ofensa de mi honestidad.»
— ¡Por el omnipotente Dios juro, dijo á esta sazón Don Quijote, qu
la vuestra grandeza ha dado en el punto, y que alguna mala visión s
le puso delante á este pecador de Sancho, que le hizo ver lo que fuer
imposible verse de otro modo que por el de encanto no fuera! Que sé y
bien de la bondad é inocencia deste desdichado, que no sabe levants
testimonios á nadie.
— Ansí es y ansí será, dijo don Fernando; por lo cual debe vuestr
merced, señor Don Quijote, perdonalle y reducille al gremio de s
gracia, ñcut erat in principio, antes que las tales visiones le sacasen di<
juicio.
Don Quijote respondió (jue él le perdonaba, y el Cura fué por Sai
€ho, el cual vino muy humilde, y hincándose de rodillas, pidió la man
á su amo, y él se la dio, y después de habérsela dejado besar, le ech
3a bendición, diciendo:
— Agora acabarás de conocer, Sancho, hijo, ser verdad lo que yo otr?
PARTK PRIMKBA,. CAPITULO XLVl 'MW^
michas veces te lie dicho, de (|ue todas his cosas deste castillo son he-
•has por vía de encantamento.
--Así lo creo yo. dijo Sancho, excepto a(|uello de la luant;». (jnc ical
nenie sucedió por vía ordinaria.
— No lo creas, respondió Don Quijote; (jue si asi lucia, yo (»• \enpi-
a entonces, y aun a^ora; i)ero ni entonces ni a^ora ])ude. ni vi en
|uién tomar veiipuiza de tu agravio.
Desearon saber aliiunos ([ué era aquéllo de la manta, y el ventero
es contó punto por i)unto la volatería de Sancho Panza, de <jue no
•oco se rieron todos, y de (¡ue no menos se corriera Sancho, si de nue-
(> no le asei^urara su amo t|ue era encantamento; })uesto (jue jamás
Iciio la sandez de Sancho á tanto, «[ue creyese no ser verdad pura y
iveriguada, sin mezcla de enjíaño alguno, lo de haber sido manteado
»or personas de carne y de hueso, y no por fantasmas soñadas ni ima-
ri nadas, como su señor lo creía y lo añrmaba.
Dos días eran ya i>asados. desde (jue toda aquella ilustre comi)añía
>iaba en la venta, y pareciéndoles que ya era tiem¡)o de ])artirse, die-
mi orden para (jue, sin ponerse al trabajo de volver Dorotea y don
•ernando con Don Quijote á su aldea con la invención de la libertad
\v la reina Micomicona, pudiesen el Cura y el harinero llevársele, como
leseaban, y procurar la cura de su locura en su tierra. Y lo (pie orde-
laion fué, que se concertaron con un carretero de bueyes, que acaso
( t'itó á pasar por allí, para que lo llevase en esta forma. Hicieron una
onio jaula de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber holi^a
iamente Don Quijote; y luejío don Fernando y sus camaradas, con los
liados de don Luis y los cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos
lor orden y ])arecer del Cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron,
luién de una manera y quién de otra, de modo que á Don Quijote le
•areciese ser otra gente de la que en aquel castillo había visto. Hecho
-to. con grandísimo silencio se entraron adonde él estaba durmiendo
descansando de las pasadas refriegas.
Llegáronse á él, que libre y seguro de tal acontecimiento dormía:
asiéndole fuertemente, le ataron muy bien las manos y los pies, de
nodo que cuando él despertó con sobresalto, no pudo menearse ni ha-
(T otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver delante de sí tan
xtraños visajes; y luego dio en la cuenta de lo que su continua y des-
aliada imaginación le representaba, y se creyó que todas aquellas
¡guras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que sin duda al-
una ya estaba encantado, [>ues no se podía menear ni defender, todo
[»unto como había pensado (jue sucedería el Cura, trazador desta
iiaquina. Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mismo jul-
io y en su misma figura; el cual, aunque le faltaba bien poco para te-
ler la misma enfermedad de su amo, no dejó de conocer quién eran
odas aquellas contrahechas figuras; mas no osó descoser su l)oca, has-
a ver en qué paraba aquel asalto y prisión de su amo, el cual tampoco
lablaba palabra, atendiendo á ver el paradero de su desgracia, que fué,
¡ue trayendo allí la jaula, le encerraron dentro, y Íc clavaron dos
oTO uoN quijotí: dk j.a jiaxcha ■
maderos tan fuertemente, que no se pudieran romi)er á dos ti-
rones.
Tomáronle luego en hombros, y al salir del aposento se oyó una voz
temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero (no el del albarda,
sino el otro), que decía: «¡Oh Caballero de la Triste Figura! No te dé
alineamiento la prisión en que vas, porque así conviene para acabar
n.iás presto la aventura en (|ue tu gran esfuerzo te puso; la cual se acá
bará cuando el furibundo león manchego con la l)lanca paloma tobosi-
na yoguieren en uno, ya después de humilladas las altas cervices al
blando yugo matrimonesco; de cuyo inaudito consorcio saldrán á luz
del orbe los bravos cachorros que imitarán las rapantes garras del vale-
roso padre; y esto será antes ([ue el seguidor de la fugitiva ninfa faga
dos vegadas la visita de las lucientes imágenes con su rápido y natural
curso. Y tú ¡oh el más noble y obediente escudero que tuvo espada en
cinta, barbas en rostro, y olfato en las narices!, no te desmaye ni de-
contente ver llevar así, delante de tus ojos mesmos, á la ñor de la c;i
ballería andante; que presto, si al Plasmador del mundo le place, te V(
ras tan alto y tan sublimado, que no te conozcas; y no saldrán defrau-
dadas las promesas que te ha fecho tu buen señor; y aseguróte, de par-
te de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo v»
ras ])or la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballen».
([ue conviene que vayas donde paréis entrambos; y porque no me ( s
lícito decir otra cosa, á Dios quedad; (jue yo me vuelvo adonde yo me
sé >; y al acabar déla profecía alzó la voz de punto, y disminuí ola
después con tan tierno acento, que aun los sabidores de la burla estu-
vieron por creer que era verdad lo (|ue oían.
Quedó Don (Quijote consolado con la escuchada profecía, ]>or(iue
luego coligió de todo en todo la signiiicación de ella, y vio que le pro-
metían el verse ayuntado en santo y debido matrimonio con su queri
da Dulcinea del Toboso; de cuyo felice vientre saldrían los cachorros,
que eran sus hijos, para gloria j^erpetua de la Mancha; y creyendo este
bien y firmemente, alzó la voz, y dando un gran suspiro, dijo: «¡Oh tü
(quienquiera ((ue seas, que tanto bien me has pronosticado!, ruégott
que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene á cargo
que no me deje perecer en esta prisión donde agora me llevan, hastí
ver cumplidas tan alegres é incom])arables promesas como son las qu(
aquí se me han hecho; que, como esto sea, tendré por gloria las pena^
de mi cárcel, y por alivio estas cadenas que me ciñen, y no por dun
campo de batalla este lecho en que me acuestan, sino por cama blandí
y tálamo dichoso. Y en lo que toca á la consolación de Sancho Panza
mi es3udero, yo confío de su l)ondad y buen proceder que ño me deja
rá, en buena mi mala suerte; porque, cuando no suceda, por la suya <
por mi corta ventura, el poderle yo dar la ínsula ú otra cosa equivalen
te, que le tengo prometida, por lo menos su salario no podrá perderse
que en mi testamento; que ya está hecho, dejo declarado lo que se 1"
ha de dar, no conforme á sus muchos y buenos servicios, sino á la po
sibilidad mía. >
PARTE PRIMERA. — CAPITULO XLVI
371
Sancho Panza se le inclinó con mucho comedimiento y le besó en
rambas las manos, i)or{iue la una no ])U(iiera, por estar atadas entrani-
>as. Luego sacaron la jaula en lionibros ¡i(iiiollii< ví<Í(Mu»s. y la mcouio-
laron en el carro de los bueyes
CAPITULO XLVIT
Del extraño modo con que fué conducido encantado Don Quijote de la Mancha,
con otros famosos sucesos.
uANbo Don Quijote se vio de aquella iiianera, enjaulado y enci-
ma del carro, dijo: «Muchas y muy graves historias he yo leído
4^ de caballeros andantes; pero jamás he leído ni visto ni oído que
V4) á los caballeros encantados los lleven desta manera, y con el
espacio que prometen estos perezosos y tardíos animales; porque siem-
pre los suelen llevar por los aires con extraña ligereza, encerrados en al-
guna parda y escura nube ó en algún carro de fuego, ó ya sobre algún
hipógrifo ó otra bestia semejante; pero que me lleven á mí agora sobre
un carro de bueyes, ¡vi^e Dios, que me pone en confusión! Pero quizá
la caballería y los encantos destos nuestros tiempos deben de seguir otro
cannno que siguieron los antiguos; y también podría ser que, como yo
soy nuevo caballero en el mundo, y el primero (|ue ha resucitado el ya
olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también nuevamente se
hayan inventado otros géneros de encantamentos y otros modos de lio
var á los encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho, hijo?»
— No sé yo lo que me parece, respondió Sancho, por no ser tan leído
como vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso,
osaría afirmar y jurar que estas visiones, que por aquí andan, que no
son del todo católicas.
— ¡Católicas, mi padre!, respondió Don Quijote. ¿Cómo han de ser
l'AKTE PKIMERA. CAPITULO XLVII HT.'J
?atólicas, si son todos demonios ^uv han tomado cuerpos fantásticos
para venir á luiccr esto y á ponerme en este estado? Y si quieres ver
3sta verdad, tócalos y pálpalos, y venis como no tienen cuerpos sino de
lire, y como no consisten más <íe en la apariencin.
— Por Dios, señor, replicó Sancho, ya yo los he tocado; y este diablo,
(ue aquí anda tan solícito, es rollizo de canias, y tiene otra propiedad
muy diferente de la (jue yo he oído decir que tienen los de .nonios; })orv
i pie, sem'ni se dice, todos huelen á i>iedra azufre y á otros malos olores;
!)ero este huele n jambar, de medin leiiua. Decía esto Sancho por don
í'crnando, que, como tan señor, debía de oler á lo que Sancho decía.
—No te maravilles deso, Sancho amij»o, respondió Don Quijote; por-
pie te haiío saber que los dial)los saben mucho; y puesto que traigan
)lores consiiío, ellos no huelen nada, ponpie son espíritus; y si huelen,
lo pueden oler cosas buenas, sino malas y hediondas; y la razón es, <pie
I .'omo ellos, dondequiera que están, traen al Intierno consigo, y no pue-
I len recebir género alguno de alivio en sus tormentes, y el buen olor
-sea cosa que deleita y contenta, no es posible (pie ellos huelan cosa hue-
la, y si á ti te parece (jue ese demonio que dices huele á ámbar, ó tú
e engañas, ó él quiere engañarte, con liacer (]ue no le tengas por de-
•loliio.
Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y temiendo don
I' ornando y Cardenio c^ue Sancho no viniese á caer del todo en la cuen-
a de su invención, á quien andaba ya muy en los alcances, determina-
•on de abreviar con la partida; y llamando aparte al ventero, le ordena-
"on (|ue ensillase á Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho, y
■¡'0 hizo con mucha presteza. Ya en esto el Cura se había concertado con
os cuadrilleros que le acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto
•ada día. ('olgó Cardenio del ai'zón de la silla de Rocinante, del un cabo
;a adarga y del otro la bacía, y por señas mandó á Sancho que subiese
'íii su asno, y tomase de las riendas á Rocinante, y puso á les dos lados
'Üel carro á dos cuadrilleros con sus ballestas; pero antes que se movie-
se el carro, salió la ventera con su hija y Maritornes á despedirse de
Don Quijote, tingiendo que lloraban de dolor de su desgracia; á quien
Don Quijote dijo: «No lloréis, mis buenas señoras; Cjue todas estas des-
lichas son anejas á los que profesan lo que yo profeso; y si estas cala-
nidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero
mdante; porque á los caballeros de poco nombre y fama, nunca les su-
ceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerdo
lellos; á los valerosos sí, que tienen envidiosos de su virtud y valentía
í muchos príncipes y á muchos otros caballeros, que procuran por ma-
tas vías destruir á los buenos. Perc , con todo eso, la virtud es tan po-
derosa, que por sí sola, á pesar de toda la nigromancia que supo 'su-
;)rim(r inventor Zoroastes, saldrá vencedora de todo tran<'e; y dará de
sí luz en el mundo, como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermo^
sas damas, si f Igún desaguisado, por descuido mío, vos he fecho; c^ue,-
dé voluntad y á sabiendas, jamás le hice á nadie; y rogad á Dios mesá^^
que destas prisiones, donde algún, mal intencionado encantador me h^
.374
DON QtaJOTE DE LA MANCHA
puesto; que si dellas me veo libre, iio se me. caeráu de la memoria las
mercedes "que en este castillo me liabedes fecho, par-a .ijratificallas, ser-
villas y reccmpensallas como ellas merecen. »•
En tanto que las damas del castillo esto pasaban con Don Quijote,
el C'ura y el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas,
y del capitán y de su hermano y todas aquellas contentas señoras, es-
pecialmente de Dorotea y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de
darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al Cura dónde ha-
l>ía de escribirle, })ara avisarle en lo que paraba Don Quijote; ase.uu-
' No lloréis, mi.s buenas .«íeñoras; que todas estas de.sdi(.ha.s sou anejas á los que profesan
lo q«e yo profeso.
rándole que no habría cosa que más gusto le diese que saberlo; y que
él asimisjno le avisaría de todo aquello que él viese que podría darle
gusto; así de su casamiento como del bautismo de Zoraida y suceso de
don Luis, y vuelta de Luscinda á su casa. El Cura ofreció de hacer
cuanto se le mandaba con toda puntualidad. Tornaron á abrazarse otra
vez, y otra vez tornaron á nuevos ofrecimientos.
El ventero se ll^gó al Cura y le dio unos papeles, diciéndole que
ios había hallado en un aforro de la maleta, donde se halló la novela
<iel Curioso únpertinente, y que pues su. dueño no había vuelto más por
ailí, que se los llevase todos; que pues él no sabía leer, no los quería.
El Cura se lo agradeció; y abriéndolos luego, vio que al principio de lo
escrito decía: Novela. de liinconete y Cortadillo, por donde entendió ser
alguna novela, y coligió que, pues la del Curioso impertinente liabía sido
filena, que también lo sería aquélla, pues podría ser fuesen todas de un
PAUTE PBIMKKA. CAPITULO XLVII 375
smismo autor; y así,, la e:uardó con prosupuesto de leerla cuando tuviese
comodidad.
Subió á caballo, y también su ami^o el barbero, ambos cou sus aii
4it'aces, porque uo fuesen lues^o conocidos de Don Quijote, y pusiéronse
a caminar tras el carro.
Y la orden que llevaban era ésta: iba primero el carro, guiándole su
dueño; a los, dos lados ibaii los cuadrilleros, como se ba dicbo, con
sus ballestas; seguía luego ¡Sancho Panza sobre su asno, llevando de la
rienda á Rocinante; detrás de todo esto iban el Cura y el bfcrbero sobre
->us })oderosas nmlns. cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave
V reposado continente, 1:0 caminando más de lo que ]>ermitía el paso
tiirdo de los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos
itadas, tendidos los pies y arrimado á las verjas, con tanto silencio y
tanta paciencia, como si uo fuera hombre de carne, sino estatua de pie-
Ira; y así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas,
[ue llegaron á un valle, donde le pareció al boyero ser lugar acomoda
lo para reposar y dar ])asto á los bueyes; y comunicándolo con el Cura,
fué de parecer el barbero que caminasen un poco más; porque él sabía
lue detrás de un recuesto que cerca de allí se mostraba, había un valle
le más yerba y nuicho mejor que aquel donde parar (juerian. Toni(')se
'1 parecer del barbero, y así, tornaron á ])roseguir su camino.
En esto volvió el Cura el rostro, y vio que á sus espaldas venían
i lasta seis ó siete hombres de á caballo, bien })uestos y aderezados, de
líos cuales ñijron presto alcanzados, porque caminaban, no con la flema
V reposo de los bueyes, sino como quien iba sobre muías de canónigos,
w con deseo de llegar presto á sestear á la venta, (jue menos de una
legua de aUí se parecía. Llegaron los diligentes á los })erezosos, y salu-
lároiise cortésmente; y uno de los que venían, que en resolución era
canónigo de Toledo y señor de los demás que le acompañaban, viendo
'a concertada procesión del carro, cuadrilleros, Sancho, Rocinante, Cura
\' barbero, y más á Don (Quijote enjaulado y aprisionado, no pudo dejar
le preguntar qué signiñcaba llevar aquel hombre de aquella manera;
lunque ya se había dado á entender, viendo las insignias de los cuadri-
leros, que debía de ser algún facineroso salteador, ú otro delincuente
•nyo castigo tocase á la Santa Hermandad.
Uno de los cuadrilleros, á quien fué hecha la })regunta, respondió
isí; * Señor, lo que significa ir este caballero desta manera, dígalo él
>orque nosotros no lo sabemos.»
Oyó Don Quijote la plática y dijo: «¿Por dicha vuestras mercedes,
•e ñores caballeros, son versados y peritos en esto de la caballería añ-
ilante? Porque si lo son. comunicaré con ellos mis desgracias; y si no,
10 hay para qué me canse en decillas»; y á este tiempo habían ya lle-
.íado el Cura y el barbero, viendo que los caminantes estaban en pláti-
I -as con Don Quijote de la Mancha, para responder de modo que no fue-
•e descubierto su artificio.
El canónigo, á lo que Don Quijote dijo, respondió: «En verdad,
lermano, que sé más de libros de caballerías que délas súmulas de. Vi-
37G DON QUIJOTE DE LA MANCHA
llalpando; así que, si no está más que en esto, seguramente podéis co
inunicar conmigo lo que quisiéredes.»
— A la mano de Dios, replicó Don Quijote; pues así es, quiero, señoi
caballero, que sei)ades que yo voy encantado en esta jaula, por envidia
y fraude de malos encantadores; que la virtud más es perseguida de los
malos que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de aque-
llos de cuyos nombres jamás la fama se acordó para eternizarlos en su
memoria, sino de aquellos que, á despecho y pesar de la mesma envi-
dia y de cuantos magos crió Persia, bracmanes la India, ginosoñstas
la Etiopía, ha de })oner su nombre en el templo de la inmortalidad, paríi
que sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caba-
lleros andantes vean los pasos (jue han de seguir, si quisieren llegar á
la cumbre y alteza honrosa de las armas.
— Dice verdad el señor Don Quijote de la Mancha, dijo á esta sa-
zón el ( Jura; que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas
y pecados, sino por la mala intención de aquellos á quien la virtud en-
fada y la valentía enoja. Este es, señor, el CabnUero de la Triste Figu^
rn. si ya le oistes nombrar en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas
y grandes hechos serán escritos en bronces duros y en eternos mármo-
les, por más que se canse la envidia en oscurecerlos, y la malicia en
ocultarlos.
Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante es-
tilo, estuvo por hacerse la cruz, de admirado, y no podía saber lo que le
había acontecido; y en la misma admiración cayeron todos los que con
<'l venían.
p]n esto Sancho J'anza, ijue se había acercado á <.)ir la plática, i)ara
adobarlo todo, dijo: <; Ahora, señores, quiéranme bien ó quiéranme mal
por lo que dijere, el caso dello es, ({ue así va encantado mi señor Don
Quijote como mi madre. El tiene su entero juicio, él come y bebe, y
hace sus necesidades como los demás hombres y como las hacía ayer,
antes que le enjaulasen: siendo esto ansí, ¿cómo quieren hacerme á mi
entender que va encantado, pues yo he oído decir á muchas personas:
que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo, si nc
le van á la mano, hablará más que treinta procuradores? »
Y volviéndose á mirar al Cura, prosiguió diciendo: «¡Ah señor Cura
señor Cura! ¿Pensará vuestra merced que no le conozco, y pensará que
yo no calo y adivino adonde se encaminan estos nuevos enoantamen
tos? Pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro; y sep^
que le entiendo, por más que disimule sus embustes. En fin, dond(
reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escasez, h
liberalidad. ¡Mal haya el diablo, que si por su reverencia no fuera, esh
fuera ya la hora que mi señor estuviera casado con la infanta Micomi
coüa, y yo fuera conde por lo menos, pues no se podía esperar' otrí
cosa, así de la bondad de mi señor, el de la Triste Figura, como de h
grandeza de mis servicios; pero ya veo que es verdad lo que se dic(
por ahí, que la rueda de la fortuna anda más hsta que una rueda d(
molino, y que los que ayer estaban' en pinganitos, hoy están por e ^
PARTE PRIMERA. CAPITULO XLVII 87
suelo. De mis hijos y de mi mujer me pesa; pues cuando podían y de-
bían esperar ver entrar á su padre por sus puertas hec-lio gobernador ó
visorey de alguna ínsula ó reino, le verán entrar hecho mozo de caba-
llos. Todo esto ((ue he dicho, señor Cura, no es mas de por encarecer á
su })aternidad haga conciencia del mal tratamiento que ¡i mi señor se le
hace; y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta prisión de mi
amo, y se le haga cargo de todos aquellos socónos y bienes que mi
señor Don Quijote deja de hacer en este tiempo que está preso.*
— Adobadme esos candiles, dijo á este punto el barbero: ¿también
Vos, Sancho, sois de la cofradía de vuesti'o amoV ¡Vive el Señor, qu<'
voy viendo (jue le habéis de tener compañía en la jaula, y <{ue habéis de
quedar tan encantado como él, por lo (pie os toca de su humor y de su
caballería! Kn mal [>unto os empeñástes de sus promesas, y en mal
hora se os entr(') en los cascos la ínsula ([ue tanto deseáis.
— Yo no estoy })reñado de nadie, respondió Sancho, ni soy hombi'e
(pie me dejaría empreñar del Rey que fuese; y auiKiue {«obre, soy cns-
tiano viejo, y no debo nada á nadie; y si ínsula deseo, otros desean
otras cosas jjeores; y cada uno es hijo de sus obras, y debajo de ser
hombre puedo venir á ser papa, cuanto más gol)ernador de una ínsula,
V más, pudiendo ganar tantas mi señor, (|ue le falte á (juien dallas.
Vuestra merced mire como habla, señor ])arbero; ({ue no es todo hac^er
barbas, y algo va de Pedro á Pedro. Dígolo pon pie todos nos cono-
cemos, y á mí no se me ha de echar dado t'aUo; y en esto del en-
canto de mi amo. Dios sabe la verdad; y (puédese a(iuí, j)orque es peor
meneallo.
No quiso res]>onder el barbero á Sancho, iioi-ípie no descubriese con
sus simplicidades lo que él y el Cura tanto procuraban encubrir; y por
este mismo temor había el Cura dicho al canónigo que caminase un
poco delante, que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que
le diesen gusto. Hízolo así el canónigo, y adelantándose con sus criados
V con él, estuvo atento á todo aquello que decirle quiso de la condición,
vida, locura y costumbres de Don Quijote, contándole el Cura breve-
mente el })rincipio y causa de su desvarío, y todo el progreso de sus suce-
sos, hasta haberle puesto en aquella jaula, y el designio que llevaban de
llevarle á su tierra, para ver si por algún medio hallaban remedio á su lo-
cura. Admiráronse de nuevo los criados y el canónigo de oir la peregrina
historia de Don Quijote, y en acabándola de oir, dijo: « Verdaderaméíite.
señor Cura, yo hallo por mi cuenta (|ue son })erjudiciales en la repúbliea
estos que llaman libros de caballerías; y aunque he leído, llevado de un
ocioso y falso gusto, casi el principio de tod('S los más que hay impresos,
jamás me he podido acomodar á leer ninguno del principio al cabo; por-
([ue me parece que, cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma
cosa, y no tiene más este ((ue aquel, ni estotro que el otro. Y según á
mí me parece, este género de escritura y composición cae bajo de aquel
de las fábulas que llaman milesías, que son cuentos disparatados, que
atienden solamente á deleitar, y no á enseñar, al contiTirio de lo que
hacen las fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y pues-
378 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
lo que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo
cómo puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados dis-
l)arates; que el deleite que en el alma se concibe ha der ser de la hermo-
sura y concordancia que ve ó contempla en las cosas que la vista ó la
imaginación le })onen delante; y toda cosa que tiene en sí fealdad y des-
compostura, no nos puede causar contento alguno. Pues ¿qué hermosu-
ra puede haber, ó qué proporción de partes con el todo y del todo con
las partes, en un libro ó fábula donde un mozo de diez y seis años da
un cuchillada á un gigante como una torre, y le divide en dos mitades
como si fuera de alfeñique? ¿Y qué cuando nos quieren pintar una ba-
talla, y después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un
millón de combatientes, como sea contra ellos el héroe del libro, forzo-
samente, mal que nos jjese, habernos de entender que el tal caballero
alcanzó la victoria por sólo el valor de su fuerte brazo? ¿Pues qué dire-
mos de la facilidad con que una reina ó emperatriz lieredera se confía
en los brazc s de un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si
no es del todo bárbaro é inculto, podrá contentarse, leyendo que una
gran torre, llena de caballerc s, va por la mar adelante, como nave con
próspero viento, y lioy anochece en Lombardía, y mañana amanece en
tierras del Preste Juan de las Indias, ó en otras que ni las describió To-
lomeo ni las vio Marco Polo? Y si á esto se me respondiese que los que
tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que así, nc
están obligados á mirar en delicadezas ni verdades, responderles-hía ye
i(ue tanto la mentira es mejor, cuanto, más parece verdadera, y tantc
más agrada, cuanto tiene más de lo curioso y posible. Hanse de casai
las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, es
cribiéndose de suerte, que facihtando los imposibles, allanando los tro-
j>iezos, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y en
tretengan de modo, que anden á un mismo paso la admiración j la ale
gría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de \v
verosimilitud de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que
se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que Haga un cuerpt
de fábula entero, con todos sus miembros, de manera que el medio co
rresponda al jjrincipio, y el ñn al principio y al medio; sino que los
componen con tantos miembros, que más parece que llevan intenciói:
de formar una quimera ó un monstruo, que de hacer una figura pro
poreionada. Fuera desto, son en el estilo duros, en las hazañas increi
bles, en los amores lascivos, en las cortesías mal mirados, largos en laí
batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y finalmente
ajenos de todo discreto artificio, y por esto disgnos de ser desterrados
de la república cristiana como gente inútil. »,
El Cura le estuvo escuchando con grande atención, y parecióle hom
bre de buen entendimiento y que tenía razón en cuanto decía; y así, k
dijo que, por ser él de su misma opinión, y tener ojeriza á los libros d(
caéallerías, había quemado casi todos los de Don Quijote, que eran mu
chos; y contóle el escrutinio que dellos había hecho, y los que habíí
condenado al fuego, y dejado con vida, de que no poco se rio el cañó'
partí: primera. — capítulo xlvii 37t)
ligo, y dijo que, eoii todo cuanto mal había dicho de tales libros, ha
laba en ellos una cosa buena, ({ue era el sujeto «jue ofrecían ])ara (juc
ni buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos; poiHjue daban largo
<■ espacioso cami)0, por donde sin empacho alguno pudiese correr hi
;)luma descubriendo naufragios, tormentas, reencuentros y baüillas, pin-
ando un capitán valeroso, con todas las partes que para ser tal se re-
quieren, mostrándose prudente, ])reviniendo las astucias de sus enemi-
gos, y elocuente orador, })ersuadiendo ó disuadiendo a sus soldados,
;naduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el es-
perar como en el acometer; pintando, ora un lamentable y trágico su-
ceso, ora un alegre y no })ensado acontecimiento; allí una hermosísima
lama, honesta, discreta y recatada; aquí un cal)allero cristiano, valiente
y comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe
2ortés, valeroso y l)ien mirado; representando bondad y lealtad de vasa-
llos, grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse astrólogo,
va cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de
¡Estado, y tal vez le vendrá ocasi(')n de mostrarse nigromante, si quisie-
re. Puede mostrar las astucias de Tlises, la piedad de Kneas, la valentía
de A(iuiles, las desgracias de Héctor, las traiciones de Sinón, la amis-
tad de Enríalo, la liljeralidad de Alejandro, el valor de César, la cle-
■mencia y verdad de Trajano, la ñdelidad de Zojtiro. la prudencia «h-
Catón, y ñnalmente. todas aipiellas acciones que jtueden liacer perfecto
á un varón ilustre, aliora })oniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas
en muchos, y siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con inge-
niosa invención, que tire lo más (|ue fuere posible á la verdad, sin duda
compondrá una tela de varios y hermosos lizos tejida, que, después de
acabada, tal ])erfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor
que se pretende en los escritos, (pie es enseñar y deleitar juntamente,
como ya tengo dicho, porc^ue la escritura desatada destos lil>ros da lu-
gar á que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómi<H), con
todas aquellas partes ((ue encierran en sí las dulcísimas y agradables
ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica tan bien puede escri-
birse en prosa como en verso.
CAlTrUU) XLVlll
Donde prosigue el canónigo la materia de los libros de caballerías, con otras
cosas dignas de su ingen o.
sí es, cüiiiu vuestra merced dice, señor canónigo, dijo el Cura;
y por esta causa son más dignos de reprehensión los que has-
l^jj^ ta aquí han compuesto semejantes libros, sin tener adverten-
}^ cia á ningún buen discurso, ni al arte y regias })or donde i)U-
(lieran guiarse y hacerse fa Diosos en prosa, como lo son en verso los dos
})ríncipes de la poesía griega y latina.
— Yo, á lo menos, replicó el canónigo, he tenido cierta tentación de
hacer un libro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he
significado, y si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien
hojas, y para hacer la experiencia de si correspondían á mi estimación,
las he comunicado con hombres apasionados de esta leyenda, dotos y
discretos, y con otros ignorantes, que sólo atienden al gusto de oir dis-
j)arates, y de todos he hallado una agradal)le a})robación; pero, con todo
(^sto. no he proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena
de mi profesión, como por ver que es más el número de los simples que
de los prudentes, y (jue, puesto que es mejor ser loado de los pocos sa-
bios que vitoreado de los muchos necios, no quiero sujetarme al con-
fuso juicio del desvanecido vulgo, á quien. \Mn' la mayor parte, toca leer
semejantes libros.
»Pero lo que más me le quitó de las manos, y aun del }>ensamiento
el de acabarle, fué un argumento que hice comnigo mesmo, sacado de
PARTE PRIMERA. — CAPITULO XLVIII ;i81
las comedias que aliora se representan, diciendo: Si éstas que ahora se
usan, así las imajíinadas como las de historia, todas ó las más son co-
nocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cal)eza, y con todo eso.
el vul^o las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estan-
do tan lejos de serlo; y los autores que las componen y los actores que
las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo,
y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como
•el arte pide, no sirven sino })ara cuatro discretos ([ue las entienden, y
todos los demás se (¡iiedan ayunos de entender su artiñcio, y que. á
ellos les está mejor ganar de comer con los nmchos que no opinión con
líos pocos; esto mismo vendrá á ser de mi libro, al cabo de haberme
■quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré á ser
el sestre del Cantillo. Y aunque algunas veces lie ¡procurado persuadir
ú los actores que se engañan en tener la o})inión que tienen, y que más
gente atraerán y más fama cobraran representando comedias que sigan
el arte, que no con las disparatadas, ya están tan asidos y encorporados
en su parecer, que no hay razón ni evidencia que del los saque.
»Acuérdome que un día dije á uno destos pertinaces: «Decidme,
¿no os acordáis que ha ])Ocos años que se representaron en España tres
tragedias, que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fue-
ron tales, que admiraron, alegraron y suspendieron á todos cuantos las
oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogi-
dos, y dieron más dineros á los representantes ellas tres solas que
treinta de las mejores que después acá se han hecho?
>- — Sin duda, respondió el actor que digo, (pie debe de decir vuestra
merced por la Isabela, la Filü- y la Alejandra.
■A — Por esas digo, le repliqué yo; y mirad si guardaban bien los pre-
ceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran, y
de agradar á todo el mundo; así que, no está la falta en el vulgo que
pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa.
Sí, que no fué disparate la Ingratitud rengada, ni le tuvo la Numancia,
ni se halló en la del Mercader amante, ni menos en La Enemiga favo-
rable, ni en otras algunas, (jue de algunos entendidos poetas han sido
compuestas, para fama y renombre suyo y para ganancia de los que las
han representado v; y otras cosas añadí á estas, con que. a mi ])arecer.
le dejé algo confuso, })ero no satisfecho ni convencido para sacarle de
su errado pensamiento.
—En materia ha tocado vuestra merced, señor canónigo, dijo á
esta sazón el Cura, que ha despertado en mí un antiguo rancor que
tengo con las comedias que agora se usan, tal que iguala al que tengo
con los libros de caballerías; porque habiendo de ser la comedia,
según le parece á Tulio. espejo de la vida humana, ejemplo de las
costumbres é imagen de la verdad, las que ahora se representan son
espejos de disparates, ejemplos de necedades é imágenes de lascivia.
Porque ¿qué mayor disparate puede ser. en el sujeto que tratamos,
que salir un niño en mantillas en la primera escena del primer acto,
y en la segunda sahr ya hecho hombre barbado'.-^ ¿Y qué mayor (|ne
382 DOX QUIJOTE DE LA MANCHA
pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico,
un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué diré,
pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden ó
podían suceder las acciones que representan, sino c[ue he visto comedia
que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la
tercera se acabó en África, y aun, si fuera de cuatro jornadas, la cuarta
acabara en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes
del mundo? Y si es que la imitación es lo principal á que ha de atender
la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga á ningún mediano entendi-
miento que fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino
y (Jarlo Magno, al mismo que en ella hace la persona principal le
atribuyan que fué el emperador Heraclio, que entró con la cruz en
Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa, como Godofre de Bullón,
habiendo infinitos años de lo uno á lo otro; y fundándose la comedia
sobre cosa fingida, atribuirle verdades de liistoria. y mezclarle pedazos
de otras sucedidas á diferentes personas y tiempos, y esto no con
trazas verosímiles, sino con patentes errores, de todo punto inexcusa-
bles? Y es lo malo, que hay ignorantes que digan que esto es lo perfeto,
y que lo demás es buscar gullurías. Pues, ¿qué. si venimos á las come-
dias divinas? ¡Qué de milagros fingen en ellas! ¡Qué de cosas apócrifas
y mal entendidas, atribuyendo á un santo los milagros de otro! Y aun
en las humanas se atreven á hacer milagros, sin más respeto ni consi-
deración que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia,
como ellos lo llaman, para que la gente ignorante se admire, y venga á
la comedia. Y todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo
de las historias, y aun en oprobio de los ingenios españoles; porque los
extranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la come
dia, nos tienen por bárbaros é ignorantes, viendo los absurdos y dispa-
rates de las que hacemos; y no sería bastante disculpa desto decir que
el principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen, permi-
tiendo que se hagan públicas comedias, es para entretener la comuni-
dad con alguna honesta recreación, y divertirla ;l veces de los malos
humores que suele engendrar la ociosidad; y que, pues éste se consigue
con cualquier comedia, buena ó mala, no hay para qué poner leyes, ni
estrechar á los que las componen y representan á que las hagan como
debían hacerse; pues, como he dicho, con cualquiera se consigue lo (|ue
con ellas se pretende. A lo cual respondería yo que este fin se conse-
guiría mucho mejor, sin comparación alguna, con las comedias buenas
que con las no tales; porque, de haber oído la comedia artificiosa y
bien ordenada, saldría el oyente alegre con las burlas, enseñando con las
veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con
los embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y enamora-
do de la virtud; que todos estos afectos ha de despertar la buena co-
media en el ánimo del que la escuchare, por rústico y torpe que sea; y
de toda imposibilidad es imposible dejar de alegrar y entretener, satis-
facer y contentar, la comedia que todas estas partes tuviere, mucho
más que aquella que careciere dellas. como i)or la mayor parte carecen
l'ABTE PRIMERA. CAPÍTULO XLVIII 3<S3
i<9tas que de ordinario agora se representan. Y no tienen la culpa desto
1 )s })()eta3 que las componen; portpie alj^unos hay dellos que conocen
i luy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo que deben ha-
•er; pero como las comedias se han heclio mercadería vendible, dicen
yr dicen verdad) que los representantes no se las comprarían si no
^aescn de aquel jaez; y así, el poeta procura acomodarse con lo que el
i3presentante, que le ha de pagar su obra, le pide. Y que esto sea ver-
I ad vese [)or muchas é infinitas comedias que ha compuesto un feli-
isimo ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con
an elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves senten-
■lias, y ñnalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene
I euo el mundo de su fama; y por querer acomodarle al gusto de los
ej)resentantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al
•unto de la perfección que requieren. Otros las componen tan sin mi-
ar lo que hacen, que después de representadas, tienen necesidad los
•ecitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo
nan sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de
I Igunos reyes y en deshonra de algunos linajes; y todos estos inconve-
lientes cesarían, y aun otros muchos más que no digo, con que hu-
"iese en la corte una persona inteligente y discreta que examinase to-
llas las comedias antes qufe se representasen, no sólo aquellas que se
Hiciesen en la corte, sino todas las que se quisiesen representar en Es-
taña; sin la cual aprobación, sello y hrma, ninguna justicia en su lugar
nejase representar comedia alguna. Y desta manera, los comediantes
endrían cuidado de enviar las comedias á la corte, y con seguridad po-
rían representallas, y aquellos que las componen mirarían con «más
uidado y estudio lo que hacían, temerosos de haber de pasar sus
•bras por el riguroso examen de c|uien lo entiende; y desta manera se
larían buenas comedias, y se conseguiría facilísimamente lo que en
lias se pretende, así el entretenimiento del pueblo, como la opinión de
: js ingenios de Espafia, el interés y seguridad de los recitantes, y el
1 horro del cuidado de castigallos. Y si se diese cargo á otro, ó á este
mismo, que examinase los libros de caballerías que de nuevo se
ompusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección que
\ uestra merced ha, dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agrada-
l')le y precioso tesoro de la elocuencia, dando í»casión que los libros
i'iejos se escureciesen á la luz de los ntievos que saliesen para ho-
nesto pasatiempo, no solamente de los ociosos, sino de los más ocu-
! )ados; pues no es posible que esté continuo el arco armado, ni la
■ondición y flaqueza humana se puede sustentar sin alguna lícita re-
í reación,»
A este punto de su coloquio llegaban el canónigo y el Cura, cuando
iflelantándose el barbero, llegó á ellos y dijo al Cura: «Aquí, señor li-
-enciado, es el lugar que yo dije que era bueno para que, sesteando
riosotros, tuviesen los bueyes fresco y abundoso pasto./
— Así me lo parece á mí, respondió el Cura; y diciéndole al ca-
lónigo lo que pensaba hacer, él también quiso quedarse con ellos,
K P .— XX • 26
384 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
convidado del sitio de un hermoso valle que á la vista se les ofrecía; y
así por gozar del, como de la conversación del Cura, de quien ya se
iba aficionando, y por saber más por menudo las hazañas de Don Qui-
jote, mandó á algunos de sus criados que se fuesen á la venta, que no
lejos de allí estaba, y trajesen della lo que hubiese de comer para todos,
porque él determinaba de sestear en aquel lugar aquella tarde; á lo
cual uno de sus criados respondió que el acémila del repuesto, tiue ya
debía de estar en la venta, traía recado bastante para no ol>ligar á tomar
de la venta más que cebada.
— Pues así es, dijo el canónigo, llévense allá todas las cabalgaduras,
y haced volver el acémila.
En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que i)odía hablar á su
amo sin la continua asistencia del Cura y el barbero, que tenía por
sospechosos, se llegó á la jaula donde iba su amo, y le dijo: «Señor,
para descargo de mi conciencia, le quiero decir lo (|ue pasa cerca de su
encantamento, y es, que aquestos dos vienen aquí, encubiertos los
rostros, son el Cura de nuestro lugar y el barbero; y imagino han dado
esta traza de llevalle desta manera, de pura envidia (|ue tienen, como
vuestra merced se les adelanta en liacer famosos hechos. Presupuesta,
pues, esta verdad, sigúese que no va encantado, sino embaído y tonto;
para prueba de lo cual, le quiero preguntar una cosa; y si me responde,
como creo que me ha de responder, tocará con la mano este engaño, y
verá cómo no va encantado, sino trastornado el juicio. >
— Pregunta lo que quisieres, hijo, Sancho, respondió Don Quijote,^
que yo te satisfaré y responderé á toda tu voluntad; y en lo que dices
que aquellos que allí van y vienen con nosotros son el Cura y el bar-
bero, nuestros compatriotas y conocidos, bien podrá ser que parezca
que son ellos mesmos; pero que lo sean realmente y en efeto, eso no lo
creas en ninguna manera. Lo que has de creer y entender es, que si
ellos se les parecen, como dices, debe de ser que los (jue me han en-
cantado habrán tomado esa apariencia y semejanza, porque es fácil á
los encantadores tomar la figura que se les antoja; y habrán tomado las
destos nuestros amigos i)ara darte á ti ocasión de que pienses lo que
piensas, y ponerte en un laberinto de imaginaciones, que no aciertes á
salir del aunque tuvieses la soga de Teseo; y también lo habrán hecho
para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de dónde me
viene este' daño; porque," si por una parte tú me dices que me acompa-
ñan el barbero y el Cura de nuestro pueblo, y por otra yo me veo en-
jaulado, y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran s('brenatu-
rales, no fueran bastantes para enjaularme, ¿qué quieres que diga ó pien-
se, sino que la manera de mi encantamento excede á cuantas yo he
leído en todas las historias que tratan de caballeros andantes que han
sido encantados? Ansí que, bien puedes darte paz. y sosiego en esto de
creer (|ue son los que dices; porque así son ellos como yo soy turco; y
en lo ([ue toca á (pierer preguntarme algo, di, que yo te responderé,
aunque me ])reguntes de aquí á mañana.
—¡Válame nuestra Señora!, respondió Sancho, dando una gran voz;
PARTE PRIMEliA.— CAPÍTULO XLVIII 385
^..\ es posible que sea vuestra merced tan duro de celebro y tau falto de
nieollf, que no eche de ver que es pura verdad la que le"^ digo, y que
en esta su prisión y desgracia tiene más parte la malicia que el encan-
to? Pero, pues así es. yo le quiero pro])ar evidentemente cómo no va en-
cantado. Si no, dígame, así Dios le saque desta tormenta, y así se vea
íMi los brazos de mi señora Dulcinea cuando menos se piense...
—Acaba dq conjurarme, dijo Don Quijote, y pregunta lo que quisie-
res; (jue ya te he dicho que te responderé con roda puntualidad.
—Eso pido, replicó Sancho; y lo que quiero saber es, que me diga,
sin añadir ni cjuitar cosa ninguna, sino con toda verdad, como se espe-
ra que la han de decir y la dicen todos aquellos que profesan las armas,
como vuestra merced las profesa, debajo de título de caballeros an-
dantes...
— Digo ([ue no mentiré en cosa alguna, resi)ondió Don Quijote; aca-
ba ya de preguntar; (^ue en verdad que me cansas con tantas salvas,
plegarias y prevenciones, Sancho.
—Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de mi amo; v así,
porque hace al caso á nuestro cuento, jiregunto, hablando con 'acata-
miento, si acaso después que vuestra merced va enjaulado, y á su pare-
cer, encantado en esta jaula, le ha venido gana y voluntad de hacer
aguas mayores ó menores, como suele decirse.
—No entiendo eso de hacer aguas, Sancho: aclárate más, si quieres
que te responda derechamente.
—¿Es posible ([ue no entiende vuestra merced de hacer aguas meno-
res ó mayores? Pues en la escuela destetan á los muchachos con ello.
Pues sejía que (piiero decir, si le ha venido gana de hacer lo que no se
excusa.
—Ya, ya te entiendo. Sandio. Sí, y muchas veces, v aun agora la ten-
go: sácame deste peligro; que no anda todo limpio.
w
CAPITULO XLIX
Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza tuvo con su señor
Don Quijote.
h!, dijo Sancho, cogido le tengo: esto es lo que yo deseal)a sa-
ber con el alma y la vida. Venga acá, señor; ¿podría negar lo
que comúnmente suele decirse por ahí, cuando una persona
está de mala voluntad: «No sé qué tiene fulano, que ni come,
ni bebe, ni duerme, ni res})onde á propósito á lo que le preguntan, que
na parece sino que está encantadoV» De donde se viene á sacar que los
que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que
yo digo, estos tales están encantados; pero no aquellos que tienen la gana
que vuestra merced tiene, y que bebe cuando se lo dan, y come cuando
lo tiene, y responde á todo aquello que le preguntan.
— Verdad dices, Sancho, respondió Don Quijote; pero ya te he dicho
que hay muchas maneras de encantamentos, y podría ser que con el
tiempo se hubiesen mudado de unos en otros, y que agora se use que
los encantados hagan todo lo que yo hago, aunque antes no lo hacían:
de manera que contra el uso de los tiempos no hay que argüir ni de qué
hacer consecuencias. Yo sé ó tengo para mí que voy encantado, y esto
me basta para la seguridad de mi conciencia; que I4 formaría muy gran-
de si yo pensase que no estaba encantado, y me dejase estar en esta jau-
la, perezoso y cobarde, defraudando el socorro que podría dar á muchos
menesterosos y necesitados, que de mi ayuda y amparo deben tener á
la hora de ahora precisa y extrema necesidad.
PARTE PBIMEllA.
-CAPITULO XLIX
387
^,r"~W.,-». ^X,
— Pues cou todo eso, replicó Sancho, digo que, para mayor abundan-
cia y satisfación, sería bien que vuestra merced probase á salir desta
cárcel (que yo me obligo con todo mi poder á facilitarlo, y aun á sacar-
le della), y probase de nuevo á subir sobre su buen Rocinante, que tam-
bién parece <]ue va encantado, según va de malencólico y triste; y he-
cho esto, probásemos otra vez la suerte de buscar más aventuras, y si
no nos sucediese bien, tiempo nos queda para volvernos á lajaula, en
la cual prometo, á ley de
buen y leal escudero, de en-
cerrarme juntamente con j>
vuestra merced, si acaso fue -^
re vuestra merced tan desdi
chado, y yo tan simple, que
no acierte á salir con lo i\uv
digo.
— Yo soy contento de ha
cer lo que dices, Sandio hei'
mano, rephcó Don (Quijote; >
cuando tú veas coyuntura de
poner en obra mi libertad, y( >
te obedeceré en todo y por
todo; pero tú, Sancho, verás
cómo te engañas en el cono-
cimiento de mi desgracia.
En estas pláticas se en-
tretuvieron el caballero an-
dante y el mal andante escu-
dero, hasta que llegaron
donde, ya apeados, los aguar-
daban el Cura, el canónigo y
el barbero. Desunció luego
los bueyes de la carreta el
boyero, y dejólos andar á sus
anchuras por aquel verde y
a|)acible sitio, cuya frescura
convidaba á quererla gozar,
no las ]>ersonas tan encanta-
das como Don Quijote, sino á los tan advertidos y discretos como su
escudero, el cual rogó al Cura que permitiese que su señor saliese por
un rato de la jaula; porque si no le dejaban salir, no iría tan limpia
aquella prisión como requería la decencia de un tal caballero «orno
su amo.
Entendióle el Cura, y dijo que de muy buena gana haría lo que le
pedía, si no temiera que, en viéndose su señor en libertad, había de ha-
cer de las suyas, y irse donde jamás gentes le viesen.
— Yo le fío de la fuga, respondió Sancho.
— Y yo y todo-, dijo el canónigo, y más si él rae da la palabra, como
Eu cr.tafs pláticas so entretuvieron el caballero aiidaiit'
V el mal aiKlantí", escudero...
388 DOK QUIJOTE DE LA MANCHA .
caballero, de no apartarse de nosotros hasta que sea nuestra voluntad.
—Sí doy, respondió Don Quijote, que todo lo estaba escuchando:
cuanto más que el que está encantado, como yo, no tiene libertad para
hacer de su persona lo que quisiere; ])orque el que le encantó I3 puede
hacer que no se nuieva de un lu^ar en tres simios; y si hubiere huido,
le hará volver en volandas; y que, pues esto era así, bien podían sol-
talle, y njás siendo tan en provecho de todos; y del no soltalle les pro-
testaba (|ue no podía dejar de fatitíalles el olfato, si de allí no se des-
viaban.
Tomóle la mano el canónigo, aunque las tenía atadas, y debajo de
su buena í'e \ i)alabra, le desataron, de que él se alegró inñnito, y en
grande manera de verse fuera de la jaula; y lo primero que hizo, fué
estirarse todo el cuerpo, y luego se fué donde estaba Rocinante, y dán-
dole dos palmadas eri las ancas, dijo: ^^Aún espero en Dios y en su
bendita madre, flor y espejo de los caballos, que presto nos hemos de
ver los dos cual deseamos, tú con tu señor á cuestas, y yo encima de
ti, ejercitando el oficio para que Dios me echó al mundo». Y diciendo
esto, Don Quijote se apartó con Sancho en remota parte, de donde vino
más aliviado, y con más deseos de poner en obra lo que su escudero
ordenase.
Mirál)alo el canónigo, y admirábase de ver la extrañeza de su
grande locura, y de que en cuanto hablaba y respondía mostraba tener
).)onísimo entendimiento; solamente venía á perder los estribos, como
otras veces se ha dicho, en tratándole de caballerías. Y así, movido de
compasión,- desjuiés de haberse sentado todos en la verde yerba para
esperar el repuesto del canónigo, le dijo: «¿Es posible, señor hidalgo,
que haya podido tanto con vuestra merced la amarga y ociosa letura
de los libros de caballerías, que le hayan vuelto el juicio, de modo que
venga á creer que va encantado, con otras cosas deste jaez, tan lejos de
ser verdaderas como lo está la mesma mentira de la verdad? ¿Y cómo
es posible que haya entendimiento humano que se dé á entender que
ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises y aquella
turbamulta de tanto famoso caballero, tanto Emperador de Trapi-
sonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella
andante, tantas sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inau-
ditas aventuras, tanto género de encantamentos, tantas batallas, tantos
desaforados encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas princesas ena-
moradas, tantos escuderos condes, tantos enanos graciosos, tanto bille-
te, tanto requiebro, tantas mujeres valientes, y, finalmente, tantos y tan
disparatados casos como los libros de cal:)allei"ías contienen? De mí sé
deciií que cuando los leo, en tanto que no pongo la. imaginación en
pensar que son todos mentira y liviandad, me dan algún contento; pero
cuando caigo en la cuenta de lo que son, doy con el mejor dellos en la
pared, y aun diera con él en el fuego, si cerca ó presente le tuviera,
bien como merecedores de tal pena, por ser falsos y embusteros y fuera
del trato que pide la común naturaleza, y como á inventores de nuevas
sectas y de nuevo modo de vida, y como á quien da ocasión que el •
PARTE PRIMERA. — CAPITULO XLIX
;;sii
vul.uo ignorante venga á creer y tener por verdaderas tantas necedades
como contienen. Y aun tienen tanto atrevimiento, (jue se atreven á tur-
bar los ingenios de los discretos y bien nacidos hidalgos, como se echa
bien de ver por lo (]ue con vuestra merced han hecho, pues le han
traído á términos que sea forzoso encerrarle en una jaula y traerle so-
bre un carro de bueyes, como quien trae ó lleva algún le(')n ó algún ti-
gre de lugar en lugar, para ganar con él dejando que le vean. Ea, se-
ñor Don Quijote, duélase de sí mismo, y redúzgase al gremio de la dis-
creción, y se})a usar de la mucha que el cielo fué servido de darle, em-
pleando el felicísimo talento de su ingenio en otra letura, que redunde
en aprovechamiento de su conciencia y en aumento de su honra. Y si
todavía, llevado de su natural inclinación, quisiere leer hbros de haza-
ñas y de caballerías, lea en la sacra Escritura el de los jueces, (jue allí
hallará "verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes.
l'n Viriato tuvo Lusitania; un César, Roma; un Aníbal, Cartago; un
Alejandro, Grecia; un conde Fernán González, Castilla; un Cid, Valen-
cia; un Gonzalo Fernández. Andalucía; un Diego García de Paredes,
Extremadura; un Garci Pérez de ^'argas, Jerez; un Garcilaso, Toledo;
un don Manuel de León, Sevilla; cuya lección de sus valerosos hechos
puede entretener, enseñar, deleitar y admirar á los más altos ingenios
que los leyeren. Esta sí será letura digna del buen entendimiento de
vuestra merced, señor Don Quijote mío, de la cual saldrá erudito en la
historia,' enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado en
las costumbres, valiente sin temeridad, cuerdo sin cobardía, y todo esto
l)ara honra de Dios, provecho suyí- y fama de la Mancha, do, según he
sabido, trae vuestra merced su ])rinci})io y origen.»
Atentísimamentc estuvo Don (Quijote escuchando las razones del
canónigo, y cuando vio que ya había i)uesto fín á ellas, después de ha-
berle estado un buen espacio mirando, le dijo:
— Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha
encaminado á querer darme á entender que no ha habido caballeros
andantes en el mundo, y que todos los libros de cal)allerías son falsos,
mentirosos, dañadores, ó inútiles para la república, y que yo he hecho
mal en leerlos, y más mal en creerlos y peor en imitarlos, habiéndome
puesto á seguir la durísima profesión de la caballería andante que ellos
enseñan, negándome que no ha habido en el mundo Amadises, ni de
(iaula, ni de Grecia, ni todos los otros caballeros de que las escrituras
están llenas.
— Todo es al pie de la letra, como vuestra merced lo va relatando,
<lijo á esta sazón el canónigo.
A lo cual respondió Don Quijote: «Añadió también vuestra merced
que me habían hecho mucho daño tales libros, pues me habían vuelto
el juicio y puéstome en una jaula, y que me sería mejor hacer la en-
mienda y mudar de letura, leyendo otros más verdaderos y que mejor
deleitan y enseñan.»
— Así es, dijo el canónigo.
— Pues yo, replicó Don Quijote, hallo por mi cuenta que el sin juicio
390 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
y el encantado es vuestra merced, pues se ha puesto á decir tantas blas
femias contra una cosa tan recebida en el mundo y tenida p,or tan ver-
dadera, que el que la negase, como vuestra merced la niega, merecería
la mesma pena que vuestra merced dice que da á los libros cuando los
lee y le enfadan; porque querer dar á entender á nadie que Amadís no
fué en el mundo, ni todos los otros caballeros aventureros de que están
colrnadas las historias, será querer persuadir que el sol no alumbra ni
el hielo enfría, ni la tierra sustenta. Porque ¿qué ingenio puede haber
en el mundo que pueda persuadir á otro que no fué verdad lo de la
infanta Floripes y Güi de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente de
Mantible, que sucedió en el tiempo de Cario Magno? Que ¡voto á tal
que es tanta verdad, como es ahora de día! Y si es mentira, también lo
debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni
los doce Pares de Francia, ni el rey Artus de Inglaterra, que anda
hasta ahora convertido en cuervo, y le esperan en su reino por momen-
tos. Y también se atreverán á decir que es mentirosa la historia de Gua-
rino Mezquino y la de la demanda del santo Grial, y que son apócrifus
los amores de don Tristán y la reina Iseo, como los 'de Ginebra y Laii
zarote, habiendo personas que casi se acuerdan de haber visto á la
dueña Quintañona, que fué la mejor escanciadora de vino que tuvo la
Gran Bretaña. Y es esto tan ansí, que me acuerdo yo que me decía una
mi agüela de parte de mi padre, cuando veía alguna dueña con tocas
reverendas: «Aquella, nieto, se parece á la dueña Quintañona»; de don-
de arguyo yo que la debió de conocer ella, ó p( r lo menos debió de al-
canzar á ver algún retrato suyo. Pues ¿quién podrá negar no ser verda-
dera la historia de Pierres y la linda Magalona, pues aun hasta hoy día
se ve en la armería de los ÍÉleyes la clavija con que volvía el caballo dv
madera sobre quien iba el valiente Pierres por los aires, que es un poc( )
mayor que un timón de carreta? Y junto á la clavija está la silla de
Babieca, y en Roncesvalles está el cuerno de Roldan, tamaño como
una grande viga, de donde se infiere que hubo doce Pares, que hubo
Pierres, que hubo Cid y Bernardo del Carpió y otros caballeros semejan-
tes, destos que dicen las gentes que á sus aventuras van. Si no, díganme
también que no es verdad que fué caballero andante el valiente lusitano
Juan de Merlo, que fué á Borgoña, y se combatió en la ciudad de Arra-
con el famoso señor de Charní, llamado Mosén Pierres, y después en la
ciudad de Basilea con Mosén Enrique de Remestán, saliendo de en-
trambas empresas vencedor y lleno de honrosa fama, ni las aventuras
y desafíos que también acabaron en Borgoña los valientes españoles
Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo deciendo por lí-
nea recta de varón), venciendo á los hijos del conde de San Polo. Nic
guenme asimismo que no fué á buscar las aventuras á Alemania don
Fernando de Guevara, donde se combatió con Micer Jorge, caballero
de la casa del Duque de Auí-tria. Digan que fueron burla las justas ríe
Suero de (¿niñones, el del Paso; las empresas de Mosén Luis cíe Falces
contra don Gonzalo de Guzmán, caballero castellano, con otras muchas
hazañas hechas por caballeros cristianos destos y de los reinos extra n-
PARTE PRIMERA. CAPITULO XLIX 391
jeros, tan aiitónticas y verdaderas, que torno á decir que el que las ne-
s:ase carecería de toda razón y buen discurso.
Admirado quedó el canónigo de oir la mezcla que Don Quijote ha-
3Ía de verdades y mentiras, y de ver la noticia que tenía de todas
aquellas cosas tocantes y concernientes á los hechos de su andante ca-
ballería; y así, le respondió: «No puedo yo neniar, sefior Don Quijote,
[ue no sea verdad alíío de lo que vuestra merced ha dicho, especial-
nente en lo que toca á los caballeros andantes españoles; y asimesmo
piiero conceder que hubo doce Pares de Francia, pero no quiero creer
\ue hicieron todas aquellas cosas que el aizobisj)0 Turpín dellos escri-
>e; porque la verdad dello es, que fueron caballeros escogidos por los
•oyes de Francia, á quien llamaron Pares, por ser todos iguales en va-
or, en calidad y en valentía (á lo menos, si no lo eran, era razón que lo
uosen), y era como una religión de las que ahora se usan, de Santiago
) (le Calatrava, que se presui)()ne que los (lue la profesan han de ser ó
k'ben ser caballeros valerosos, valientes y bien nacidos; y como ahora
licen caballero de San Juan ó de Alcántara, decían en aquel tiempo
'.aballero de los Doce Pares, porque fueron doce iguales los que para
.'sta religión militar se escogieron. En lo de que hubo Cid no hay duda,
li menos Bernardo del r'ar})io; i)ero de (jue hicieron las hazañas que
licen, creo que la hay muy grande. En lo otro de la clavija, (^ue vues-
ra merced dice, del conde Pierres, y que está junto á la silla de Babie-
•a en la armería de los Reyes, confieso mi pecado; que soy tan igno-
ante ó tan corto de vista, que, aunque he visto la silla, no he echado
le ver la clavija, y más siendo tan grande como vuestra merced ha
lidio.
— Pues allí está sin duda alguna, replicó Don (Quijote; y por más se-
las, dicen que está metida en una funda de vaqueta, porque no se tome
le moho.
— Todo puede ser, respondi(') el cauíMiigo; pero, por las Ordenes que
ecebí, ((ue no me acuerdo haberla visto; mas, puesto que conceda que
síá allí, no por eso me obligo á creer las historias de tantos Amadises
i las de tanta turbamulta de caballeros cí)mo por ahí nos cuentan, ni
s razón que un hombre como vuestra merced, tan honrado, de tan
uenas partes y dotado de tan buen entendimiento, se dé á entender
ue son verdaderas tantas y tan extrañas locuras como las que están
■neritas en los disparatados hbros de caballerías.
CAPITrí.O L
De las discretas aitercaciones qué Don Quijote y el canónigo tuvieronj
con otros sucesos.
UENO está eso!, respondió Don Quijote. Los libros que están im
presos con licencia de los Reyes, y con aprobación de aquello
á quien se remitieron, y que con gusto general son leídos y ce
lebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de lo
ricos, de los letrados é ignorantes, de los plebeyos y caballeros, final
mente, de todo género de personas, de cualquier estado y condición qr,
sean, ¿habían de ser mentira, y más llevando tanta apariencia de ^■(■l
dad. pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes. 1
edad, el lugar y las hazañas, punto ])or punto y día por día. que el t;i
caballero hizo ó tales caballeros hicieron? Calle vuestra merced, no di-
tal blasfemia, y créame; que le aconsejo en esto lo que debe de har(
como discreto; si no, léalos, y verá el gusto que recibe de su leyenda. -
no, dígame, ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos, que a<|i
ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo
borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpi^i
tes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces ;
es[)antables, y que del medio del lago sale una voz tristísima que dicf
«Tú, caballero, quien quiera que seas, que el temeroso lago estás m
rando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se ei
cubre, muestra el valor de tu fuerte pecho, y arrójate en mitad de s
negro y encendido licor; porque, si así no lo haces, no serás digno d
PRIMERA l'AUTK. CAPITULO L 393
ei- las altas maravillas (jue en sí encierran y contienen los siete casti-
us (le las siete fadas que debajo desta negrura yacen? Y que apenas
i caballero no ha acabado de oir la voz temerosa, cuando, sin entrar
)as eu cuentas consigo, sin ponerse á considerar el })eligro á (jue
■ pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas,
icomendándose á Dios y á su señora, se arroja en mitad del bullente
üo, y cuando no se cata ni se sabe d(')nde ha de parar, se halla entre
nos lloridos ('¡nnp-x. am «¡uieii los Klíscos no tienen (jue ver en nin-
nna cosa.
•Allí le i»arecc que el ciclo es mas trans])arentc,y ((ue el sol luce con
aridad mas viva. Ofrécesele á los ojos una apacible íioresta, de tan
•rdes y frondos(js árboles C(jmpuesta, que alegra la vista su verdura,
entretiene los oídos el dulce y no aprendido canto de los jíeiiueños. in-
litos y pintados pajarillos, que por los intricados ramos van cruzando,
quí descubre un arro^ uelo, cuyas frescas aguas, que líquidos cristales
ireeen, corren sobre menudas arenas y blancas ])edrezuelas, que oro
•mido y puras perlas semejan. Acullá ve una artiñciosa fuente, de jas-
> variado y de liso mármol compuesta; acá ve otra, á lo l)rutesco orde-
ida, adonde las menudas conchas de las almejas con las torcidas casas,
ancas y amarillas, del caracol, puestas con orden desordenada, mcz-
ados entre ellas })edazos de cristal luciente y de contrahechas esmeral-
is, hacen una variada labor; de manera que el arte, imitando á la na-
raleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se le descubre
1 fuerte castillo ó vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro,
s almenas de diamantes, las puertas 'de jacintos; finalmente, él es de
n admirable comi)ostura, que, con ser la materia de que está formado
) menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro
de esmeraldas, es de más estimación su hechura. Y hav más que ver.
;s[)ués de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un
len número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me
isiese ahora á decirlos, como las historias nos los cuentan, sería nunca
abar; y tomar luego, la que parecía principal de todas, por la mano al
revido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle sin lia-
arle palabra dentro del rico alcázar ó castillo, y "hacerle desnudar
■mo su madre le parió, y Imanarle con templadas aguas, y luego untar-
todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delga-
snuo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un
antón sobre los hombros, que, por lo menos menos, dicen que suele
ler una ciudad, y aun más? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que
is todo esto le llevan á otro sala, donde halla puestas las mesas con
ato concierto, que queda suspenso y admirado? ¿Qué el verle echar
ua á manos, toda de ámbar y de olorosas flores destilada? ¿Qué el lia-
rle sentar sobre una silla de marfil? ¿Qué verle servir de todas los don-
Uas, guardando un maravilloso silencio? ¿Qué el traerle tanta dife-
ncia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito
cuál deba de alargar la mano, a cuál no? ¿Qué oir la música que en
tito que come suena, sin saberse quién la canta ni adonde suena?
394
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Y después de la comida acabada y las mesas alzadas, ¡quedarse el ca
ballero recostado sobre la silla (quizá mondándose los dientes como e
costumbre), y entrar á deshora por la puerta de la sala otra mucho má
hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado de
caballero, y comenzar á darle cuenta de qué castillo es aquel, y d
cómo ella está encantada en él, con otras cosas, que suspenden al c?
ballero y admiran á los leyentes que van leyendo su historia! No quit
ro yo alargarme más en esto, pues dello se puede colegir que cualqui(
ra parte que se lea de cualquiera historia de caballero andante ha d
causar gusto y maravilla á cualquiera que la leyere; y vuestra mercs'
créame, y como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo 1
destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condición, si ací
¿Hay más qiic ver, de.-ipuós de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo
tin buen ntímero de doncellas...
so le tiene mala. De mí sé decir que, después que soy caballero anda
te, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, ati( \
do, blando, paciente sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos;
aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula como loe ^
pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo, y no me -
do contraria la fortuna, en pocos días verme rey de algún reino, a*
de pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho enei
rra; que, mía fe, seflor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar
virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea;
el agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa muerta, con
es muerta la fe sin obras. Por esto quema ([ue la fortuna me ofrecie
presto alguna ocasión donde rae hiciese emperador, por mostrar mi j
PAKTE PRIMERA. CAPITULO L 395
.0 haciendo l)ien á mis amií^os, especialmente á este pobre de Sancho
¡.iiiza, mi escudero, (pie es el mejor hombre del mundo, y querría dar-
un condado que le ten^o muchos días ha i)rometido, sino que temo
iue no ha de tener habilidad para gobernar su Estado.»
Casi todas estas últimas palabras oyó Sancho á su amo, á quien dijo:
IVabaje vuestra merced, señor Don (Quijote, en darme ese condado
i.:i prometido de vuestra merced como de mí esperado; que yo le pro-
i'3to que no me falte á mí hal)ilidad para gobernarle; y cuando me
lí'tare, yo he oído decir que hay hombres en el mundo que toman en
rrrendamiento los estados de los señores, y les dan un tanto cada año,
ellos se tienen cuidado del gobierno, y el señor se está á })ierna ten-
Ha gozando de la renta (pie le dan, sin curarse de otra cosa; y así
\'vé yo, y no repararé en tanto más cuanto, sino que luego me desisti-
de todo, y me gozaré mi renta como un duc^ue, y allá se lo hayan.»
— Eso, hermano Sancho, dijo el canónigo, entiéndese en cuanto al
zar la renta; empero al administrar justicia, ha de atender el señor
I Estado, y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente
buena intención de acertar; que si ésta falta en los principios, siem-
) irán errados los medios y los fines; y así suele Dios ayudar al buen
neo del simple, como desfavorecer al malo del discreto.
— No sé esas ftlosofías, respondió Sancho Panza; mas sólo sé que tan
ísto tuviese yo el condado como sabría regirle; que tanta alma tengo
como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de
Estado como cada uno del suyo, y siéndolo, haría lo que quisiese, y
íiendo lo que quisiese, haría mi gusto, y haciendo mi gusto, estaría
itento, y estando uno contento, no tiene más que desear, y no te-
ndo más que desear, acabóse; y el Estado venga, y á Dios y veámo-
H, como dijo un ciego á otro.
A lo cual replic(') Don Quijote: «No son malas filosofías esas, como
dices, Sancho.»
—Pero con todo csd, hay mucho <[ue decir sobre e.sta materia de
dados.
—Yo no sé que haya que decir; sólo me guío por nmchos y diversos
nplos que podía traer á este propósito, de caballeros de mi profe-
1, (|ue correspondiendo á los leales y señalados servicios que de sus
jderos habían recebido, les hicieron notables mercedes, haciéndolos
ores absolutos de ciudades y ínsulas; y cuál hubo que llegaron sus
-ecimientos á tanto grado, que tuvo humos de hacerse rey. Pero
ra qué gasto tiempo en esto, ofreciéndome un tan insigne ejemplo
;rande y nunca l)ien alabado Amadís de Gaula, que hizo á su escu-
3 conde de la ínsula Firme? Y an puedo yo, sin escrú{)ulo de con-
icia, hacer conde á Sancho Panza, que es uno de los mejores escu-
3s que caballero andante ha tenido.
Admirado quedó el canónigo de los concertado? disparates (si dis-
ates sufren concierto) que Don Quijote había dicho, del modo con
había pintado la aventura del caballero del lago, de la impresión
en él habían hecho las pegajosas mentiras de Íos libros que había
OÍI6 DON QUIJOTE DE LA MAKCHA
leído, y ñnalmente, le admiraba la necedad de Sancho, que con tai
ahinco deseaba alcanzar el condado que su amo le había prometido. Yn
en esto volvían los criados del canónigo, que á la venta habían ido i
la acémila del respuesto; y haciendo mesa de una aihombra y de la vt ^
yerba del prado, á la sombra de unos árboles se sentaron, y comierou
allí porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, conu
c[ueda dicho; y estando comiendo, á deshora oyeron un recio estrueinii
y un son de esquila que por entre unas zarzas y espesas matas, que aüj
junto estaban, sonaba; y al mismo instante vieron salir de entre aque-
llas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blaii((
y pardo; tras ella venía un cabrero dándole voces y diciéndole palabí;^
á su uso, para que se detuviese ó al rebaño volviese. La fugitiva cabra
temerosa y despavorida, se vino á la gente, como á favorecerse della, \
allí se detuvo.
Llegó el cabrero, y asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz di
discurso y entendimiento, le dijo: «¡Ah cerrera, cerrera, manchada, man
chada, y cómo andáis vos estos días de pie cojo! ¿Qué lobos os espan
tan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¿qué puede ser, sim
que sois hembra, y no podéis estar sosegada? ¡Que mal haya vuesii';
(*ondición y la de todas aquellas á quien imitáis! Volved, volved, ami^a
í^ue, si no tan contenta, á lo menos estaréis segura en vuestro aprisc» > <
con vuestras compañeras; que si vos, que las habéis de guardar y en
caminar, andáis tan sin guía y tan descaminada, ¿en qué i)odrán })arai
ellas?»
Contento dieron las pala})ras del cabrero á los que las oyeron, espe
cialmente al canónigo, que le dijo: «Por vida vuestra, hermano, que oí
soseguéis un poco, y no os acuciéis en volver tan presto esa cabra á -i
rebaño; que, pues ella es hembra, como vos decís, ha de seguir su natu
ral distinto, por más que vos os pongáis á estorbarlo. Tomad ese boca
do y bebed una vez, con (^ue templareis la cólera, y en tanto descansa
rá la cabra»; y el decir esto, y el darle con la punta del cuchillo los lo
mos de un conejo fiambre, todo fué uno.
Tomólo y agradeciólo el cabrero, bebió y sosegóse, y luego dijo:
— No querría que, i)or haber yo hablado con esta alimaña tan en sc~n
me tuviesen vuestras mercedes por hombre simple; ([ue en verdad (¡u(
no carecen de misterio las palabras que le dije. Rústico soy, pero m
tanto, que no entienda cómo se ha de tratar con los hombres y con laf
bestias.
— Eso creo yo muy ))ien, dijo el Cura; ([ue ya yo sé de experienci;
que los montes crían letrados, y las cal)añas de los pastores encierrai»
filósofos.
— A lo menos, señor, replicó el cal)rero, acogen hombres escarnn n
tados; y para que creáis esta verdad, y la toquéis con la mano, aunqu»
parezca que sin ser rogado me convido, si no os enfadáis dello, y que
réis señores, un breve espacio prestarme oído atento, os contaré um
verdad que acredite lo que ese señor (señalando al Cura) ha dicho. ;
la mía.
l'RIMEKA PABTE. CAPITULO L iVj't
A esto resj)ondió Don Quijote: «Por ver que tiene este caso un no
'' (|ué de st)nibra de aventura de caballería, yo por mi parte os oiré,
ennano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos señores, j)or
) nmcho que tienen de discretos y de ser auiijio de curiosas novedades,
ue suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como sin duda pien-
) (juc lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, ])ues. amigo; que tod.s
scucharemos. )
— Saco la nn'a, dijo Sancho; que yo á aquel arroyo aie voy <oii i^íü
npanada, donde pienso hartarme por tres días, porque he oído decir
mi señor Don Quijote <|ue el escudero de caballero andante ha de
)mer, cuando se le ofreciere, hasta no )»oder más, á causa que se les
lele ofrecer entrar acaso por una selva tan intricada, que no aciertan
salir della en seis días; y si el hombre no va harto ó bien proveídas
s alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho
irne momia.
— Tú estás en lo cierto, Sancho, dijo Don (Quijote; vete adonde quisie-
s y come lo que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sólo me lalta
; ir al alma su refaccioif, como se la daré escuchando el cuento destc
' len hombre.
— Así la daremos todos á las nuestras, dijo el canónigo. Y luego rogt)
cabrero que diese principio á lo que pronif-tido había.
El cabrero dio dos palmadas sobre el lomo á la cabra, que por los
lernos tenía, diciéndole: «Recuéstate junto á mí, manchada; (]ue tiem-
) nos queda para volver á nuestro apero. );-
Parece que lo entendi() la cabra, porque en sentándose su dueño, se
ndió ella junto á él con mucho sosiego, y mirándole el rostro daba Ji
tender que estaba atenta á lo que el cabrero iba diciendo, el cual co-
lenzó su historia desta manera:
^^.^ ..v.«*^«««. ^ *'■*
CAPÍTULO LI
Que trata de lo que contó el cabrero á todos los que llevaban á Don Quijote.
BES leguas deste valle está una aldea, que, aunque pequeña, es
de las más ricas que hay en todos estos contornos, en la cual
había un labrador muy honrado, y tanto, que, aunque es anejo
^ al ser rico el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía,
que por la riqueza que alcanzaba; mas lo que le hacía más dichoso,
según él decía, era tener una hija de tan extremada hermosura, rara
discreción, donaire y virtud, que el que la conccía y la miraba se admi-
raba de ver las extremadas partes con que el Cielo y la Naturaleza la
habían enriquecido. Siendo niña fué hermosa, y siempre fué creciendo
en belleza, y en la edad de diez y seis años fué hermosísima. La fama
de su belleza se comenzó á extender por todas las circunvecinas aldeas...
¿qué digo yo por las circunvecinas no más, si se extendió á las aparta-
das ciudades, y aun se entró por las salas de los reyes y por los oídos de
todo género de gente, ([ue, como á cosa rara ó como á imagen de milagros,
de todas partes á verla venían?
» Guardábala su padre y guardábase ella; que no hay candados,
guardas ni cerraduras que mejor guarden á una doncella que las del
recato propio. La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron á
nmchos, así del pueblo como forasteros, á que por mujer se la pidiesen;
mas él, como á quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso.
PAJítl-: PRIMERA. — CAPÍTULO LI '"8l>i>
sin siiber deterniinaise a (luién la entregaría de los inñnitos que de ini-
portnnaban; y entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno,
a quien dieron muchas y «grandes esperanzas de buen suceso, conoc'er
(|iie el padre conocía quién yo era, el ser natural del mismo puebloi 'lim-
pio en san«?re, en la edad floreciente, en la hacienda muy rico, y'en'el
iiií^enio no menos acabado. i . i,..
»Con todas estas mismas partes la pidió también otro del mismo pue-
blo, (pe fué causa de suspender y poner en balanza la voluntad del pa-
dre, á quien parecía (¡ue con cualquiera de nosotros estaba su hija bien
empleada; y por salir desta confusión, determinó decírselo á Leandra
• |ue así se llama la rica que en miseria me tiene puesto), advirtiendo
lue, pues los dos éramos ijinales, era bien dejar á la voluntad de su
luerida hija el escoger á su gusto: cosa digna de imitar de todos los pa-
li-es que á sus hijos (luieren poner en estado. No digo yo que les dejen
scoger en cosas ruines y malas, sino (jue se las propongan buenas! y
le las buenas que escojan, á su gusto. No sé yo el (jue tuvo Leandra;
<olo sé que el padre nos entretuvo á entrambos con la poca edad de su
lija y con palabras generales, que ni le obligaban, ni nos desobligaban
ampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio; por(|ue vais
•on noticias de los nombres de las personas (|ue en esta tragedia se con-
ienen, cuyo tin aún está |)endiente; pero bien se deja entender (jue ha
le ser desastrado.
>En esth sazón vino a nuestro pueldo un X'icente de la Koca, hijo de
m pobre labrador del mismo lugar, el cual Mcente vem'a de las Italias,
• de otras diversas j)artes, de ser soldado. Llevóle de nuestro lugar,
icndo muchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía
H>r allí acertó á pasar, y volvió él moio de allí á otros doce, vestido ¡i,
a soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y su-
iles cadenas de acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra; pero to-
las sutiles, pintadas, de poco peso y menos toíno. La gente labradora
[ue de suyo es maliciosa, y dándole el caso lugar es la misma maü-
ia), lo notó, y contó punto por punto sus galas y preseas, y halló que
)S vestidos eran tr^s, de diferentes colores, .3on sus ligas y oiedias; pero
1 hacía tantos guisados é invenciones dellos, que si no se los conta-
an, hubiera (püen jurara que había hecho muestra de más de diez pa-
os de vestidos y de más de veinte plumajes; y no parezca impertinen-
la y demasía esto que d-í los vestidos voy contando; porque el os hacen
na buena parte en esta historia.
» Sentábase en un po^o que debajo de un gj-an álamo esti en nues-
■a plaza, y allí nos tenía á todos, la boca abierta, pendientes de las ha-
añas que nos iba contando. No había tierra en todo el orbe que no hu-
iese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más
loros que tienen Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares de-
ifíos, según él decía, que -Garcilaso, Diego García de Paredes y otros
ni que nombraba; y de todos había salido con vitoria, sin que le hu-
icsen derraigado una sola gota de sangre. Por otra parte mostraba se-
ales de heridas, que, «aunque no se divisaban, nos hacía entender que
B. P.— XX 27
400 DON QUIJOTE DE LA M ANCUA
eran arcabuzazos dados en diferentes reencuentros y faciones. Final
mente, con una no vista arrogancia llamaba de vos á sus iguales, y é
los mismos que le coaocían, y decía que su padre era su brazo, su li
naje sus obras, y que, debajo" de ser soldado, al mismo Rey no debíí
nada. Añadióseíe á estas arrogan 3Ías ser un poco músico y tocar una gui
tarra á lo rasgado, de manera que decían algunos que la hacía hablar
pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía de poeta; y así
de cada niñería que pasaba en el pueblo, comi)onía un romance de le
gua V media de escritura.
»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de la Ivoca
este bravo, este galán, este músico, este poeta, fué visto y nnrad(
muchas veces de Leandra, desde una ventana de su casa que tenía 1í
v]sta á la p'aza. Enaaioróla el oropel de sus vistosos trajes, encantaron
la sus romances (que de cada uno que componía daoa veinte traslados)
Herraron á sus oídos las hazañas que él de sí mismo había referido, ;
finalmente (que así el diablo lo debía de tener ordenado), ella se vmo ¡
eramorar del antes que en él naciese presunción de solicitalia; y com>
en los casos de amor no hav ninguno que con más facihdad se cumpl
que aquel que tiene de su parte el deseo de la dama, con facihdad s
c( ncertan n Leandra v Vicente; y primero que alguno de sus mucho
pretendientes cávese en la cuenta de su deseo, ya ella teníale cumphdc
habiendo deiado la casa de su honrado y amante padre ( \ue maare n
la tiene) v auíentádose de la aldea con el soldado, que saho ccn ma
triunfo désta empresa que de todas las muchas que él se aplicaba,
» Admiró el suceso á toda la aldea, y aun á todos los jue del not
cia tuvieron; vo (luedé suspenso, Anselmo atónito, el padre trist^, su
uarientes afrentados, solícita la Justina, los cuadrilleros hstos. lom:
ronse los caminos, escrudriñáronse los bosques y cuanto había, y i
cabo de tres días hallf ron a la antojadiza Lean ira en una cueva de u
monte, desnuda en camisa, shi muchos dineros y preciosísimas 3 oyí
due de su casa había sacado. N^olviéronla á la presencia del lastimac
líad-e pre^mntáronle su desgrada, confesó sm apremio que \ ícente c
la Roca la" había engañado, y debajo de la palabra de ser su esposo, .
persuadió que dejase la casa de ^u padre; que él la llevaría a la mí
í-ica V más vistosa ciudad que había en todo el universo mundo, que e]
Ñapóles- v que ella, mal advertida y peor engañada, le había creído,
robando' á su padre, se le entregó la misma noche que había faltado;
uue él la llevó á un áspero monte, y la escondió en aquella cueva do
de la habían hallado. Contó también cómo el soldado sm auitalle í
honor le robó cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva, y se fue; suc
so nue de nuevo puso en admiración á todos. Dura se nos hizo de ere
'L continencia del mozo; pero ella lo afirmó con tantas veras, que fu
ron ])arte para que el desconsolado paire se consolase, no haciem
cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían dejado a su hi
con la joya que, si una vez se pierde no deja esperanza de que jam
.e cobre "El mismo día que pareció Leandra, la desapareció su pad
de nuestros ojos, v la llevó á encerrar en un monesterio de una vil
PARTE PIIIMERA.— CAPÍTULO LI 401
h ue está aquí cerca, esperando que el tiempo ^aste alguna parte de la
(.líala oi)niión en que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sir-
rieron de disculpa de su culpa, á lo menos con aquellos que no les iba
Igun interés en que ella fuese mala ó buena; pero los que conocían su
iscrecion y mucho entendimiento no atribuyeron á ignorancia su pe-
cado, sino á su desenvoltura y á la natural iilclinación de las mujeres
|iue por la mayor parte suele ser desatinada y mal dispuesta.
»EnceiTada Leandra, quedaron los ojos dé Anselmo ciegos á lo
Menos sm tener cosa que mirar (pie contento les diese; los míos en ti-
leblas sin luz que á ninguna cosa de gusto les encaminase, con la au-
i.encia de Leandra. Crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra pacien-
Mia, maldecíamos las galas del soldado y abominábamos del poco recato
el padre de Leandni. Finalmente, Anselmo v yo nos concertamos de
l.ejar el aldea y vcninios á este valle, donde él, apacentando una gran
antidad de ovejas suyas proi)ias, y yo un numeroso rebaño de cabras
imbien mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado á nue'^-
ras pasiones, ó cantando juntos alabanzas ó vituperios de la hermosa
..eandra. o suspirando solos, y á solas comunicando con el cielo nues-
'■as querellas.
»A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Lean-
Dra se han venido á estos ásperos montes, usando el mismo eiercició
nuestro y son tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la
nastoral Arcadia según está colmado de pastores y de ai,riscos; y no
..ay parte en el donde no se oiga el nombre déla hermosa Leandra
•.ste la maldice y la llama antojadiza, varia v deshonesta; aquél la
3iidena por íacil y hgera; tal la absuelve v perdona, v tal la justifica
vitupera; uno celebra su hermosura, otro reniega de su condición v
MI ñn todos la deshonran y todos la adoran; v de todos se extiende'á
into a locura, que hay quien se queje de desdén sin haberla jamás
ablado. y aun quien se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los
■3los, que ella jamas dió á nadie; porque, como va teii-o dicho antes
•3 supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peña, ni mai-en de
.rrovo, ni sombra de árbol, ciue no esté ocupada de algún pastíi que
ns desventuras a los aires cuente: el eco repite el nombre de Lrandra
■onde quiera que puede formarse; Leandra resuenan los montes'
.^eandra murnmran los arroyos, y Leandra nos tiene á todos suspen-
>s y encantados, esperando sin esperanza y temiendo sin saber de
^ue tememos. Entre estos disparatados, el que muestra que menL v
'T;V3*r' "" "^^ <^-o-Petidor Anselmo, el cual, teniendo tantal
ubelque admirablemente toca, con versos donde muestra su buen
itendnniento, cantando se queja. Yo sigo otro camino más fócilv
mi parecer, el más acertado que es decir mal de la hgereza de las
uujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesa? incier
t .? 'T'^'^^"' y linalmente, del poco discursí que tienen en
aber colocar los pensamientos é intenciones que tienen- v estrfué l"
•asion, señores, de las palabras y razones que dije á esta'cab a culiií
402
DON QUIJOTE DE LA 3IANCHA
do aquí lleoué; que, por ser hembra, la tengo en poco, aunque es la
meior de todo mi apero. Esta es la historia que ];)rometí contaros; si h€
sido en el contarla prohjo, no seré en serviros corto; cerca de aquí ten
o-o mi maiada, v en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso
con varias y saponadas frutas, no menos á la vista que al gusto agrá
dables. >>
CAPITULO Lll
}ie ia pendencia que Don Quijote tuvo con el cabrero, con la rara aventura de
ios diciplinantes, á quien dio felice fin á costa de su sudor.
ENERA!, alisto (-{UiSí) el cuGiito del cabrero á todos los que eseii-
nrv^ chado le habían; es})ecialnieiite le recibió el canónigo, (jue con
• * extraña curiosidad notó la manera con que le había contado,
jf- tan lejos de parecer rústico cabrero, cuan cerca de mostrarse
lliscreto cortesano; y así, dijo que había hecho muy bien el Cura en de-
ir que los montes criaban letrados.
'iodos se ofrecieron á Eugenio; pero el que más se mostró liberal en
•sto fué Don Quijote, que le dijo: «Por cierto, hermano cabrero, que
~\ yo me hallara posibilitado de poder comenzar alguna aventura, que,
nuego, luego, me pusiera en camino porque vos la tuviérades buena;
[ue yo sacara del monesterio (donde sin duda alguna debe de estar
■ontra su voluntad) á Leandra, á pesar de la abadesa y de cuantos qui-
sieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos para que hiciéra-
iles della á toda vuestra voluntad y talante, guardando empero las le-
v/es de la caballería, que mandan que á ninguna doncella le sea fecho
^iesaguisado alguno. Aunque yo espero en Dios, nuestro Señor, que no
la de poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda
nás la de otro encantador, mejor intencionado, y para entonces os pro-
neto mi favor y aj'uda, como me obliga mi profesión, que no es otra
sino de favorecer á los desvalidos y menesterosos. »
Miróle el cabrero; y como vio á Don Quijote de tan mal })elaje y
404 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
catadura, admiróse, y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:
«Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera
habla?»
— ¿Quién ha de ser, respondió el barbero, sino el famoso Don Quijo-
te de la Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el
amparo de las doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de
las batallas?
— Eso me semeja, respondió el cabrero, á lo que se lee en los libros
de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vues-
tra merced dice; puesto que para mí tengo, ó que vuestra merced se
burla, ó que este gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de
la cabeza.
— Sois un grandísimo bellaco, dijo á esta sazón Don Quijote, y vos
sois el vacío y el menguado; que yo estoy más lleno que jamás lo estu-
vo la muy hideputa puta que os parió.
Y diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto así tenía, y
dio con él al cabrero en todo el rostro con tanta furia, que le remachó
las narices; mas el cabrero, que no sabía de burlas, viendo con cuántas
veras le maltrataban, sin tener ningún respeto á la alhombra, ni á los
manteles, ni á todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre Don
Quijote, y asiéndole del cuello con entrambas manos, no dudara de
ahogalle, si Sancho Panza no llegara en a(]uel punto, y le asiera por
las espaldas, y diera con él encima de la mesa, quebrando platos, rom-
piendo tazas y derramando y esparciendo cuanto en ella estaba. Don
Quijote, que se vio libre, acudió á subirse sobre el cabrero, el cual,
lleno de sangre el rostro, molido á coces, de Sancho, andaba buscan-
do á gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguinolenta
venganza; pero estorbáronselo el barbero y el Cura; mas un cuadrille-
ro hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí á Don Quijote, so-
bre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del polire
caballero llovía tanta sangre como del suyo. Reventaban de risa el ca-
nónigo y el Cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos
á los otros como hacen á los perros cuando en pendencia están traba-
dos; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía desasir
de un criado del canónigo, que le estorbaba que á su amo no ayu-
dase.
En resolución, estando todos en regocijo y ñesta, sino los dos apo-
rreantes, que se carpían, oyeron el son de una trompeta tan triste, que
les hizo volver los rostros liacia donde les pareció que sonaba; pero el
que más se alborotó de oirle fué Don Quijote, el cual, aunque estaba
debajo del cabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente
molido, le dijo: «Hermano demonio (que no es posible que dejes de
serlo, pues has tenido valor y fuerzas para sujetar las mías), ruégote
que hagamos treguas no más de por una hora, porque el doloroso son
de aquella trompeta que á nuestros oídos llega, me parece que á alguna
nueva aventura me llama.» El cabrero, que ya estaba cansado de moler
y ser molido, le dejó luego; y Don Quijote se puso en pie, volviendo
406 DON QUIJOTE dí: la mancha
asiiíiismo el rostro adonde el son se oía, y vio á deshora que por un
recuesto bajaban nuiclios hombres vestidos de blanco á modo de dici-
phnantes.
Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío á la
tierra, y por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesio-
nes,; rogativas y disciplinas, pidiendo á Dios abriese las manos de su
misericordia y les lloviese; y para este efeto, la gente de una aldea
que; allí junto estaba, venía en procesión á una devota ermita que en
un tecuesto de aquel valle había. Don Quijote, que vio los extraños
trajes de los diciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces
que los había de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura, y
<jue á él solo tocaba, como á caballero andante, el acometerla; y conñr-
móle más esta imaginación, pensar que una imagen que traían, cubierta
dó luto, fuese alguna principal seííora, que llevaban por fuerza aquellos
follones y descomedidos malandrines. Y como esto le cayó en las
niientes, con gran ligereza arremetió á Rocinante, que paciendo andaba,
(^üitándoJe del arzón el freno y el adarga, y en un punto le enfrenó, y
pidiendo á Sancho su espada, subió sobre Rocinante }' embrazó su
adarga, y dijo en alta voz á todos los que presentes estaban: «Agora,
valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en el numdo
caballeros que profesen la Orden de la andante caballería; agora digo
(^ue veredes en la libertad de aquella buena señora, que allí va cautiva,
si se han de estimar los caballeros andantes.»
- Y en diciendo esto, apretó los talones á Rocinante, porque espuelas
no las tenía, y á todo galope (porque carrera tirada no se lee en toda
esta verdadera historia que jamás la diese Rocinante) se fué á encontrar
con los diciplinantes; bien que fueron el Cura y el canónigo y barbero
á detenelle; mas no les fué posible, ni menos le detuvieron las yoces que
Sancho le daba, diciendo:
— ¿Adonde va, señor Don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho
que le incitan á ir con nuestra fe católica? Advierta ¡mal haya yo!
que aquella es procesión de diciplinantes, y que aquella señora que
llevan sobre la peana es la imagen benditísima de la Virgen sin manci-
lla:' mire, señor, lo que hace; que por esta vez se puede decir que no se
lo sabe.
Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar ú
los ensabanados y en librar á la señora enlutada, que no oyó palabra
y aunque la oyera, no volviera si el rey se lo mandara. Llegó, pues, é
la procesión, y paró á Rocinante, que ya llevaba harto deseo de quietarst
un poco, y con turbada y ronca voz dijo: «Vosotros, que quizá por n(
ser buenos os encubrís los rostros, atended y escuchad lo que deciros
quiero.»
Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban
y uno de los cuatro clérigos que cantaban las letanías, viendo la extrañí
catadura de Don Quijote, la flaqueza de Rocinante, y otras circunstan
cias de risa que notó y descubrió en Don Quijote, le respondió
diciendo: «Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto
PAUTE PRIMERA. — CAPITULO LII 407
; tonque ae van estos hermanos abriendo las carnes, y no j)0 Jemos, ni
'S razón (lue nos detenuamos á oir cosa alguna, si ya no es tan breve,
jue en dos palabras se diga.:^
— En una lo diré, replicó Don (|uijote. y es ésta; que luego al i)unto
lejéis libre á esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan
•laras muestras ((ue la lleváis contra su voluntad y (jue algún notorio
lesaguisado le habedes fecho; y yo, (jue nací en el mundo para desfa-
•er semejantes agravios, no consentiré que un solo j)aso adelante ])ase,
^in darle la deseada libertad que merece.
(/on estas razones cayeron todos los «jue las oyeron en (jue Don Qui-
ote debía de ser algún hombre loco, y tomáronse a reir muy de gana,
•nyu risa fué poner j)ólvora á la cólera de Don Quijote, porq-ue, sin de-
ir más palabra, sacando la espada, arremetió á las andas, l'no de aque-
los que las llevaban, dejando la carga á sus compañeros, salió al en-
•nentro de Don (¿uijote, enarbolando una horquilla ó bastfki con que
sustentaba las andas en tanto que descansaba; y recibiendo en ella una
j^viiu cuchillada que le tiró Don Quijote, con (jue se la hizo tres partes,
íon el último tercio, (|ue le (|uedó en la mano, dio tal golpe á Don Qui-
ote encima de un hombro (por el mismo lado de la espada, que no
)udo cubrir el adarga contra la villana fuerza), que el ))obre Don Qui-
iote vino al suelo muy mal parado.
Sancho Panza, que jadeando le iba á los alcances, viéndole caído,
lio voces á su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre
•aballero encantado, que no había hecho mal á nadie en todos los días
le su vida; mas lo que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho,
ñno el ver que Don C^uijote no bullía ni pie ni mano; y así, creyendo
[ue le había muerto, con priesa se alzó la túnica á la cinta, y dio á huir
)or la campaña como un gamo.
Ya en esto llegaban todos los de la compañía de D(m Quijote a don
le él estaba; mas los de la procesión, que los vieron venir corriendo, y
'on ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal suceso,
.' hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen; y alzados los
•apirotes, empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, espera-
tan el asalto, con determinación de defenderse, y aun ofender, si pu-
liesen, á sus acometedores; j)ero la fortuna lo hizo mejor que se pen-
caba, })orque Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de
:u señor, haciendo sobre él el más doloroso y risueño llanto d(4 mundo,
•revendo que estaba muerto. El Cura fué conocido de otro cura que en
a procesión venía, cuyo conocimiento puso en sosiego el concebido te-
nor de los dos escuadrones. P^l primer cura dio al segundo en dos ra-
:ones cuenta de (íjuién era D. Quijote, y así él como toda la turba de
os diciplinantes fueron á ver si estaba muerto el pobre caballero, y oye-
on que Sancho Panza, con lágrimas en los ojos, decía: «¡Oh ñor de la
•aballería, que con sólo un garrotazo, acabaste la carrera de tus tan
)ien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la
vlancha y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará
leño de malhechores, sin temor de ser castigados de sus malas fecho-
408 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
rías! ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por sólo un mes de
servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar cifle y rodea! ¡Oh
humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de ►
peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin tacha, imitador de lo&
buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines; en fin, caballero an-
dante, que es todo lo que decirse puede!»
Con las voces y gemidos de Sancho revivió Don Quijote, y la pri-
mera palabra que dijo fué: «El que de vos vive ausente, dulcísima Dul-
cinea, á mayores miserias que ésta está sujeto. Ayúdame, Sancho ami-
go, á ponerme sobre el carro encantado; que no estoy para oprimir la
silla de Rocinante, porque tengo todo este hombro hecho pedazos.»
— Eso haré yo de muy buena gana, señor mío, respondió Sancho, y
volvamos á nuestra aldea en compañía destos señores, que su bien de-
sean, y allí daremos orden de hacer otra salida que nos sea de más pro-
vecho y fama.
— Bien dices, Sancho, respondió Don Quijote; y será gran prudencia
dejar pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre.
El canónigo y el Cura y barbero le dijeron que haría muy bien en
hacer lo que decía; y así, liabiendo recebido grande gusto de las sim-
plicidades de Sancho Panza, pusieron á Don Quijote en el carro como
antes venía; la procesión volvió á ordenarse y á proseguir su camino;
el cabrero se despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar ade-
lante, y el Cura les pagó lo que se les de))ía; el canónigo pidió al Cura
le avisase el suceso de Don Quijote, si sanaba de su locura ó si prose-
guía en ella; y con esto tomó licencia para seguir su viaje. En fin, to-
dos se dividieron y apartaron, quedando solos el Cura y barbero, Don
Quijote y Panza y el bueno de Rocinante, que á todo lo que había vis-
to, estaba con tanta paciencia como su amo.
El boyero unció sus bueyes y acomodó á Don Quijote sobre un haz
de heno, y con su acostumbrada fiema siguió el camino que el Cura
quiso; y á cabo de seis días llegaron á la aldea de Don Quijote, adonde
entraron en la mitad del día, cjue acertó á ser domingo, y la gente esta-
ba toda en la plaza, por mitad de la cual atravesó el carro de Don Qui-
jote. Acudieron todos á ver lo (jue en el carro venía; y cuando conocie-
ron á su compatriota quedaron maravillados, y un muchacho acudió
corriendo á dar las nuevas al ama y á la sobrina de que su tío y su se-
ñor venía flaco y amarillo, y tendido sobre un montón de heno y sobre
un carro de bueyes. Cosa de lástima fué oir los gritos que las dos bue-
nas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las maldiciones que
de nuevo echaron á los malditos libros de caballerías, todo lo cual se
renovó cuando vieron entrar á Don Quijote por sus puertas.
A las nuevas de la venida de Don Quijote, acudió la mujer de San-
cho Panza, que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de es-
cudero; y así como vio á Sancho, lo primero que le preguntó fué que
si venía bueno el asno: Sancho respondió que venía mejor que su amo.
— ¡Gracias sean dadas á Dios, replicó ella, ([ue tanto bien me ha he-
cho! Pero contadme agora, amigo, ¿qué bien habéis sacado de vuestras.
PARTE PRIMERA. CAPITULO LlI 409
seuderíasV ¿Qué saboyana me traéis á mí? ¿Qué /-apáticos á vuestros
lijos?
—No traigo nada deso, dijo Sancho, mujer nu'a; auncjue traigo otras
osas de más momento y consideración.
— Deso recibo yo mucho gusto, respondió la mujer: mostradme esas
osas de más consideración y más momento, amigo mío; que las quiero
er para ((ue se me alegre este corazón, que tan triste y descontento ha
stado en todos los siglos de vuestra ausencia.
— En casa os las mostraré, mujer, dijo Panza; y por ahora estad con-
cita; que siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje á
'Uscar aventuras, vos me veréis presto conde, ó gobernador de una ín-
ula, y no de las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.
—Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo liabemos menest-er.
las decidme, ¿qué es eso de ínsulas, que no lo entiendo?
— No es la miel para la boca del asno, respondió Sancho: á su tiem-
•o lo verás, mujer, y aun te admirarás de oiríe llamar señoría de todos
US vasallos.
— ¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos?, res-
•ondió Teresa Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque
.0 eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujere^i
1 apellido de sus maridos.
— No te acucies, Teresa, por saber todo esto tan aprisa: hasta (juc t^^
uigo verdad, y cose la boca: sólo te sabré decir, así de paso, que no hay
osa más gustosa en el niundo que ser un hombre honrado escudero de
m caballero andante, buscador de aventuras. Bien es verdad ((ue las
iiás que se hallan no salen tan á gusto como el hombre querría, porque
le ciento que se encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y
orcidas. Sélo yo de experiencia, porque de alguna he salido manteado,
' de otras molido; pero con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos
travesando montes, escudriñando selvas, pisando peñas, visitando cas-
illos, alojando en ventas á toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al
Hablo el maravedí.
Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Teresa Panza,
u mujer, en tanto que el ama y sobrina de Don (Quijote le recibieron
' le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con
)j()s atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba. El
'ura encargó á la sobrina tuviese gran cuenta con regalar á su tío, y
[ue estuviesen alerta de que otra vez no se les escapase, contando lo
(ue había sido menester para traelle á su caí^a. Aquí alzaron las dos de
luevo los gritos al cielo, allí se renovaron las maldiciones de los libros
le caballerías, allí pidieron al cielo que confundiese en el centro del
ibismo á los autores de tantas mentiras y disparates. Finalmente, ellas
(uedaron confusas, y temerosas de que se habían de ver sin su amo y
ío en el mismo punto que tuviese alguna mejoría, y así fué como ellas
^e lo imaginaron.
Pero el autor desta historia, i)uesto que con curiosidad y diligencia
la buscado los hechos que Don Quijote hizo en su tercera salida, no ha
410 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
podido liallar noticia dellos, á lo menos por escrituras auténticas; solo
la fama ha guardado en las memorias de la Mancha que Don Quijote,
la tercera vez que sahó de su casa, fué á Zaragoza, donde se halló en
• unas famosas justas que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron'-
cosas dignas de su valor y buen entendimiento. Ni de su fin y acaba-
miento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera, si la buena
suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja'
de plomo, que (según él dijo) se había hallado en los cimientos derriba-
dos de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habían
hallado unos pergaminos, escritos con letras góticas, pero en versos cas-
tellanos, que contenían muchas de sus hazañas, ^ daban noticias de la-
hermosura de Dulcinea dc4 Toboso, de la figura de Rocinante, de la fide-
lidad de Sancho Panza y de la sepultura del mismo Don Quijote, con
•diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres; y los que se pu-'
■dieron leer y sacar en lim])io fueron los ((ue aquí pone el fidedigno autor
desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide á los que la
leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquirir y buscar;
todos los archivos manchegos por sacarla á luz, sino que le den el
mismo crédito (jue suelen dar los discretos á los libros de caballerías,
((ue tan validos andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien
pagado y satisfecho, y se animará á sacar ó buscar otros, si no tan ver-
daderos, á lo menos de tanta instrucción y pasatiempo. Las palabras
primeras que estal:)an escritas en un })ergamino que se halló en la caja
de plomo eran estas:
l.OS ACADÉMICOS DE LA ARGAMASJLLA, LUGAR DE LA MANCHA.
EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO DON QUIJOTE
DE LA MANCHA, HOC SCRIP8ERUNT
Kl. .MONICONGO, A( ADKMK'O DK l..\ ,VRG.\MASI1,I.A,
Á I,A SEPULTURA DE KOX (irlJÜTK
Epitafio
Kl fiílvatrueno que adornó :i la Manclia
De más despojos que .Iiisón Creta;
El juicio que tuvo la veleta
.\Buda. donde fuera mejor ancha;
Kl brazo que su fama tanto ensancha,
Que llegó del llalay ha.sta Gaeta;
La Musa más honrada y más discreta
Que grabó versos en broncínea plancha;
Kl que á cola d'-jó los Amadises,
Y en muy poquito á Galaores tuvo,
Estribando en su amor y bizarría:
El que hizo callar los Belianises;
Aquel que en Rocinante errando anduvo
Yace debajo desta losa fría.
PARTE PRIMERA. — CAPITULO LII 411
DKI. PAKIACilADU, ACADÉMICO DK LA AROAMASII.Í.A,
IN" LAIDEM DII.IIXK.E DEI. TdHOSd
Soneto
Esta qr.e v«>l8, dt^ rostro amoiidonRUilo,
Alta de pechos y ademán lirioHO,
Eh Dulcinea, reina del Toboso,
De quien fué el «ran (Quijote alicionado,
Pi8ó por ella el uno y otro lado
De la gran Sierra Negra, y el fauíoxo
Campo de Montiel, haHta ol herboso
Llano de Aranjllez, á pie y cani^ado.
Culpa de Kociuante. ¡Uh dura cHtrellal
Que esta mancheija dama y este invito
Andante cabaUero. en tiernos años
KUa dejíi, muriendo, de ser bella;
• Y él, aunque queda en mármoles escrito,
No pudo huir de amor, ira.s y enRailos.
I>H. (• XPRICHO.-*»), PISCKKTISIMO ACADÉMICO DK IJi ARIÍAMA.SILLA, KN M)()l
DK BOriNANTK, CABALLO DE DOX (Jl UOTK DK LA MANCHA
Sonet !.
En el soberbio trono diamantino.
Que con sau^rieutas plantas huella Marte,
Frenético el Manchego, su estandarte
'lYemola con esfuerzo peregrino.
Cuelga las armae y el acero lino.
Con que destroza, asuela, raja y parte;
; Nuevas proezas! pero inventa el arte
l'n nuevo estilo al nuevo Paladino.
Y si de su Amadí.-: se precia (iaula.
Por ciiyos bravos descendientes Grecia
Triunfó mil veces, y ax\ fama ensancha,
Hoy á Quijote le corona el aula
Do Belona preside, y de él se precia.
Más qué Grecia ni Gaula, la alta Mancha.
Nunca sus glorias el olvido mancha;
Pues ha.sta Rocinante, en ser gallardo.
Excedí' á iírillaii>>ro v a Biivardo. •,
l>r.I. Bl RI.ADOI.. Al ADKMIi I) .Mili AM V^M.I.KSII), \ ,>iAM lll> l'ANZ A
Soneto.
¡Sancho Punza es asqueste, en cuerpo chico,
Pero grande en valor; ¡milagro extraüol
Escudero el más simple y sin engaño
Que tuvo el mundo, os juro y certitico.
De ser conde no estuvo en un tantico.
Si no se conjuraran en su daño
Insolencias y agi-avios del tacaño
Siglo, que aun no perdonan á un bonico.
Sobre él anduvo icon perdón se miente)
Este manso escudero, traa el manso
(•aballo Rocinante y tras su dueño.
;Oh vanas esperanzas de la gente!
¡Cómo pasáis con prometer descanso,
Y' al fin paráis en sombra, en humo, en sueño!
412
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
DEL CACHIDIABLO, ACADÉMICO DE LA ARC. AM ASILLA,
KX LA SEl'lLTURA DL PON ynjOTK
Epitafio.
Aquí yace el caballero
Bien molido y mal anclante
Á quien llovó Rocinante
Por uno y otro sendero.
Yace también junto á el,
Escudero el más fiel
Que vio el trato de escudero.
DKL TIQllTOC, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
KX LA .SEl'fLTf.lA DE DULCINEA DEL TOBOSO
Epit fio
Keposa aquí Dulcinea;
Y aunque de carnes rolliza.
La volvió en polvo y ceniza
La muerte espantable y fea;
Fue de castiza ralea,
T tuvo a.somo.s de dama,
Liel gran Quijote fué llama:
Y fué gloria do :ui aldea.
Estos fueron los versos que se pudieíoii It er; los demás, por estar
carcomida la letra, se entregaron á un académico, para que i)or conjí-
turas los declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, á costa de muchas
VIO- has y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz con
esperanza de la tercera salida de Don Quijote.
Fo rse aitri cantera ccn miglior plettro.
EL INGENIOSO HIDALGO
DON OUIIOTE DE LA MANCHA
PARTE SEGUNDA
' eO'í^ctx
-/e^^ecf ¿¿^ ^ yOi
on-í/c (^re
-e'í^ioí}.
i '/ii'ui/iao ií J-tie.itm C ).fi-cU-/icui lo^ aúij- ttii.niao,^ /ni.t co/iii-ítiii.>, auto
"tt¡>/c,ui,> iiiie. reiircóeiitiiíUiJ, .ti oi'cn me- acuerdo, t/iic nue- UON v¿UIJOTE
tiíicaitoii . calí<ta<t,í /<■^.» c.tpiíe/a.K para i/-^ á oc.ia/^^ /a.t /na/io.t d- ^ndh-a 0.i'-
cclciicio; II ti/iora- aitio iitíc Jc- la^ /la ca/ínao a .le na oueAta en cattuno; 1/
.u él allá lleiia, me. parece nua nal'rc /icc/io altnhi- .icnncia á J iiofru (b.r-
:clencLa , porntic c,t miic/ia la prtc^d aiic- í/e i/i/i/itt<i,i partc.i me- lia/t á niie le-
f/it'ic, para nitititr^ el ániaaa 11 la náii.iea tine- fui caii.uiUo otro- BtoD QuijOlC,
rjue- con noinl'rc- ae ^<?gun<lrt I Arte, nc- na at.i/rataíio 1/ coiy¿cu> poi-'' el
orí'e. // el trae iná.> na ino,í(/\iao^ aerearle- na .itao »el iji'anae (j/nocraaor^
íic '' la L/iina: ono, c/i Ic/itiiia, cni/toca, nal'rá un- /ne.¡ truc ^ nteJ cJcrivn> ii/uv
carta con 1111 piopLO, pidiénJome, ó po/'-^ /nc/'or^ tiecer^, .it/pltcá/ictonie, ,>e ^ tc^ c/i -
ceajc, oo/\jíí< '' ¡jíicria- /ii/icíar^ u/i co/eiiio, do/ic/c ^ jc ' lene.>c:> tu íenaua castella-
na; ,/ yncr/a yne e/ f¿/>ro t^ue > se ' /eyeJe '/¡,e.>e ^ e/ Je ^ía HlSTORIA DE DON
v^UlJOTE'. pintamente con oto, me- i/eci'a ntce /ne.ie no á ,ie/ ' el rector Jet
tal coletpo. .-Jiretptntéle^ al Ptx/taJor'^ ,)e .)// Q/'La/e.itaí/ le ' lialyúi WiJo para-
^■<^ri.
B. P .— XX
28
mí <iJ<uíiia itiiiicta ¡A- co.itn. < /toooitiítóiiie <7ua /ii oci- lu-njoiiiieiiio. .~~¿^uc.i.
/ic///i(t'iíi, /(■ / {'.urt'.i.íi I/I', i'O.t í;.í i'nt/t'i.y i'olx'or lí tuioíra ( iiiitn, cí in.í t/ic:,
ó tí /,!■> i'l:ii/i-, ó <f la.y (Jít& í'c/ií',¡ <íe.,H'ac/iíi(to , no/uine tío /i<> 0/01/ con ,ui'/iti
nttfii ponerme^ en íit/i lui'qo nn/r í (vdi-iná^ otee, ^t>í>rc ' citti/^ ciifciitiOj i'j/oi^
mtiti .yin ¡'i/ic/'o.) ; 1/ ciiipei'udo/'-^ pni'^ e/JiiiíTii¡/ar^ 1/ nioiiarcti i>or nio/torcn, en
(. Miípo/ci Ic.itiio iil rp-.i/iae > K^ondc'' i'e- . í^e-ino.K auc ^ .n/i hiiito.i ti/iililloLk ae '
¡•o/ctiioo /ii reclofiii.i, J>te- ,Hi.>tei/i/ir, ///.-' iinipai\i, 11 /lacc i)iá,i nierceeí atie, /a iiiie
lio íiet'c'/-/íX á ae-Jeiir.,, k^oii eJÍo le despedí, 11 con c,>/o ri-c daoido, ofreciendo
ú ''l^no/ra (D.rcefeiiciii I^os Iraliajos lie l*ersllcs y Sej^isniunda, ílAro, d
niiien dixré/at denh-o ,/c cicnlro ine.n-ó, l¡%e.O \«\Vi\\\,^\ e/ cuoí /ni de .ie.r, ó el
iná.t in:i/o, ó el imyor^ ijtic ^ en, niie.iira /eniiiith ,ie ^ Adiiít coini'iiej/(i fnuiero
dcci'/^^ í/i' ' /o.> i/e ' e.'ilre'eniíníeni'oj: ip di-no <i:ie'inr (irren'ento dr ' /i:i/>er ^íudio
el lllá*« malo, poninn, .¡eipí/i la. opinión de ' nn\> nmiípi.i, n" de ' llei^on^ al
erf-i-enií» de />on i/ad poji/'/e. 1^:-I(Jíi l'iíe.ylrii ( i.ice/enei:r con /■t .>ti/ud t/tie o
de.tendo; nne ' iia e.^hiró I*Crs¡lf.S pant ¿e.xi/Ie ' Iu.í nnino.K tj 1/0 /<;a ^ue.i,
onio criado niie .u>ii de '"]^ uoíra ( ).rcc/encia . ^~dl- O líadrid, ú/íiino de
( 'e/:i/ire i/e niil .leij cie/iío.i ip niiince.
Criado cié Vusstra Excelencia,
'2/c/i'/ff(/ (/( rcch'f/íi/eú c^aav<í/f<'(
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ÁLA.MK l>i()<, V cDi) cuímia piiui dcbt's de estar c:>i)<'raiñl() ajiora, \w-
tor ilustre, ó (|uier plebeyo, este })r()log(), creyendo hallar en él ven-
ganzas, riñas y vit.iperios del autor del segundo Don (Quijote! Digo
de a([uel, (jiie dicen que se engendró en Tordesillas y naci(') en Ta-
rauona. Pues en verdad que no te he .de dar este contento, (jue puesto (jue
os agravios despiertan la cólera en los nuás humildes pechos, en o\ mío lia ■,
le padecer excepción esta regla. Quisieras tú (jue le diera del asno, del men-
ecato y del atrevido, pero no me paí?a por el pensamiento: castigúele su pe,^
•ado, con su pan se lo coma, y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de'
entir es, que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano.
lalxT detenido el tiempo, que no pasase por mí, ó si mi manquedad hubiera
lacido en alguna taberna, y no en la más alta ocasión que vieron los siglos
)asados y los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no res-,
•landecen á los ojos de quien las mira, son estimadas á lo menos en la esti-.
iiacií'm de los que saben dónde se cobraron; que el soldado mí'us bien parece
iiuerto en la batalla que libro en la fuga: y es esto en mí de manera, que si
ihora me propusieran y facilitaran un imposible, (quisiera antes haberme ha-
lado en aí^uella facción {)rodigiosa, qu(! sano ahora de mis heridas, sin ha*,
lerme hallad(j en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pe-
•hos, estrellctó son que guían á los demás al cielo de la honra, y á desear la
usta alabanza: y hase de advertir tjue no se escribe con las canas, sino con
'1 entendimiento, el cual suele mejorarse con los años. He sentido también
[ue me llame invidioso, y que, como á ignorante, me describa qué cosa sea
a invidia; que en realidad de verdad, de dos ([ue hay, yo no conozco sino á
PROLOGO
la santa, á la noble y l)ien intencionada: y siendo esto así, como lo es, no
tengo yo de perseguir á ningún sacerdote, y más sí tiene por añadidura ser
familiar del Santo Oficio: y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, enga-
ñóse de todo en todo; que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocu-
pación continua y virtuosa. Pero, en efeto, le agradezco á este señor autor el
decir que mis novelas son más satíricas que ejemplares, pero que son buenas:
y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo.
Paréceme que me dices ({ue ando muy limitado, y que me contengo mu-
cho en los términos de mi modestia, sabiendo que no se ha de añadir aflic-
ción al afligido, y que la que debe de tener este señor sin duda es grande,
pues no osa parecer á campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre,
fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad.
Si por ventura llegares á conocerle, dile de mi parte que no me tengo por
agraviado; que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las
mayores es ponerle á un hombre en el entendimiento que puede componer
y imprimir un libro con que gane tanta fama como dinero^, y tantos dinero-
cuanta fama: y para la confirmación desto, quiero que, en tu buen donaire
y gracia, le cuentes este cuento.
Había en Sevilla un loco, que dio en el más gracioso disparate y tema
que dio loco en el mundo; y fué, que hizo un cañuto de caña, puntiagudo en
el fin; y en cogiendo algún perro en la calle ó en cualquiera otra parte, con
el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como mejor po-
día le acomodaba el cañuto en la parte que,' soplándole, le ponía redondo
como una pelota; y en teniéndolo desta suerte, le daba dos palmaditas en la
barriga, y le soltaba, diciendo á los circunstantes, que siempre eran muchos:
«¿Pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?» —
¿Pensará vuesa merced agora que es poco trabajo hacer un libro? — Y si este
cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, éste, que también es de loco y
de perro.
Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre traer encima de la
cabeza un pedazo de losa de mármol ó un canto no muy liviano; y en topan-
do algún perro descuidado, se le ponía junto, y á plomo dejaba caer sobre él
el peso: amohinábase el perro, y dando ladridos y aullidos, no paraba en tres
calles. Sucedió, pues, que entre los perros en que descargó la carga, fué uno
un perro de un bonetero, á quien quería mucho su dueño. Bajó el éanto,
dióle en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y sintiólo su amo, asi<>
de una vara de medir, y salió al loco, y no le dejó hueso sano; y á cada palo
que le daba, decía: «¡Perro, ladrón! ¿A mi podenco? ¿No viste, cruel, que era
podenco mi perro?» Y repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, en-
vió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco, y retiróse, y en más de un
mes no salió á la plaza, al cabo del cual tiempo volvió con su invención y
con más carga. Llegábase donde estaba el perro, y mirándole muy bien de
hito en hito, y sin querer ni atreverse á descargar la piedra, decía: «Este es
PROLOGO
xxlcnco; ¡guarda!» En efeto, todos cuantos peiTos topaba, aunque fuesen
llanos ó gozques, decía que eran podencos; y así no soltó más el canto. Quizá
IvMa suoríc le jxxlrá acontecer á este historiador: que no se atreverá á soltar
I las la lohta de «u ingenio en libros, que en siendo malos, son más duros que
a.s peñas. Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de qui-
ar la ganancia con su libro, no se me da un ardite; que acomodándome al
ntremés famoso de la Ferendenga, le respondo que me viva el Veinticuatro
ni señor, y Cristo con todos. Vívame el gran Conde de Lemos, cuya cris-
iandad y liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta
ortuna me tiene en pie; y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo,
D. Bernardo de Sandoval y Rojas; y siquiera no haya emprentas en el mun-
lo, y siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las copla^!
le Mjngo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni
)tro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado á su cargo el hacer-
iie merced y favorecenne, en lo que me tengo por más dichoso y más rico
\i\e si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre, l^i
lonra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar á
a nobleza, pero no escurecerla del todo; pues como la virtud dé alguna luf
le sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene
í ser estimada de los altos y nobles espíritus, y por el consiguiente favoreci-
la. Y no le digas más, ni yo quiero decirte más á ti, sino advertirte que eon-
-id.íes que esta Segunda Parte de Don Quijote, que te ofrezco, es cortada del
mismo artífice y del mismo paño que la primera; y que en ella te doy á Don
')uiiote dilatado, y finalmente muerto y sepultado, poroue ninguno se atre-
.• i á levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados; y basta también
quü un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin que-
rer de nuevo entrarse en ellas; que la abundancia de las cosas, aunque sean
Ijuenas, hace que no se estimen; y la carestía, aun de las malas, se estima en
algo. Olvidábaseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando,
y la Segmrla Parte de G.ilatea.
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EL INGENIOSO HIDALGO
DON QlIJOTE DE LA MANCHA
PAHTK SEGUNDA
CAPITILO PRIMERO
De lo que el Cura y el barbero pasaron con Don Quljale cerca de
su enfermedad.
>UENTA Cide Hamete Benengeli, en la Seounda parte desta histo-
ijCpf' ria, y tercera salida de Don Quijote, que el Cura y el barbero
\^^ se estuvieron casi un mes sin verle, por no renovarle y traerle
\3' á la memoria las cosas pasadas; pero no por esto dejaron de vi-
sitar ú su sobrina y á su ama, encaríjándolas tuviesen cuenta con re-
iialarle, dándole á comer cosas confortativas y aprojtiadas para el cora-
zón y el cerebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala
ventura; las cuales dijeron que así lo hacían, y lo harían con la volun-
tad y cuidado i)osible; porque echaban de ver que su señor por momen-
tos iba dando nmestras de. estar en su entero juicio; de lo cual recibie-
ron los dos gran contento, por parecerles que hal)ían acertado en ha-
berle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la
Primera parte desta tan grande como puntual historia, en sus últimos
capítulos; y así, determinaron de visitarle y hacer experiencia de su
422 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese; y acordaron
de no tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse
á peligro de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.
Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una
almilla de bayeta verde, con un bonete colorado toledano; y estaba tan
seco y amojamado, que no parecía sino hecho de carne momia. Fueron
del muy bien recibidos; preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de
sí y de ella con mucho juicio y con muy elegantes palabras, y en el
discurso de su plática vinieron á tratar en esto que llaman razón de
Estado y modos de gobierno, enmendando este abuso y condenando
aquel, reformando una costumbre y desterrando otra, haciéndose cada
uno de los tres un nuevo legislador, un Licurgo moderno ó un Solón
flamante; y de tal manera renovaron la república, que no pareció sino
que la habían puesto en una fragua, y sacado otra de la que pusieron;
y habló Don Quijote con tanta discreción en todas las materias c|ue se
tocaron, que los dos examinadores creyeron indubitadamente que esta-
ba del todo bueno y en su entero juicio.
Halláronse presentes á la plática la sobrina y ama, y no se harta-
ban de dar gracias á Dios de ver á su señor con tan buen entendimien-
to; pero el Cura, mudando el propósito primero, que era de no tocarle
en cosa de caballerías, quiso hacer de todo en todo experiencia si la
sanidad de Don Quijote era falsa ó verdadera; y así, de lance en lance,
vino á contar algunas nuevas que habían venido de la <íorte, y entre
otras, dijo que se tenía por cierto que el turco bajaba con una pode-
rosa armada, y que no se sabía su designio, ni adonde había de descar-
gar tan gran nublado; y con este temor, con que casi cada año nos tocü
arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y su Majestad había
hecho proveer las costas de Ñapóles y Sicilia y la isla de Malta.
A esto respondió Don Quijote: «Su Majestad ha hecho como pru-
dentísimo guerrero en proveer sus Estados con tiempo, porque no 1(^
halle desapercibido el enemigo; pero si se tomara mi consejo, aconsc
járale yo que usara de una prevención, de la cual su Majestad, á la hora
de agora, debe estar muy ajeno de pensar en ella.»
Apenas oyó esto el Cura, cuando dijo entre sí: «Dios te tenga de su
mano, pobre Don Quijote; que me parece que te despeñas de la alta
cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad.»
Mas el barbero, que ya había dado en el mismo pensamiento que ei
Cura, preguntó á Don Quijote cuál era la advertencia de la prevención
que decía era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la
lista de los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar á
los príncipes.
— El mío, señor rapador, dijo Don Quijote, no será impertinenti',
sino perteneciente.
— No lo digo por tanto, re})licó el barbero, sino porque tiene mos
trado la experiencia que todos ó los más arbitrios que se dan á su Ma
jestad, ó son imposibles ó disparatados, ó en daño del Rey ó del reino.
— Pues el mío, respondió Don Quijote, ni es imposible ni dispara
PARTE SEGUNDA. — CAPITULO PRIMERO 423
ido, sino el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede
aber en pensamiento de arbitrante alguno.
— Ya tarda en decirle vuesa merced, señor Don Quijote, dijo el Cura.
— No querría, dijo Don Quijote, que le dijese yo aijuí agora, y ama-
eciese mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro
is gracias y el premio de mi trabajo.
— Por mí, dijo el barbero, doy la palabra par» aquí y pt»ra delante
e Dios, de no decir lo que vucsa merced dijere, á rey ni á Roque, ni
hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del Cura que en
I prefacio avisó al Rey del ladrón que le había robado las cien doblas
la su muía andariega.
— No sé historias, dijo Don Quijote; pero sé que es bueno ese jura-
lento, en fe de que sé que es hombre de bien el señor barbero.
—Cuando no lo fuera, dijo el Cura, yo le abono y salgo por él, que
n este caso, no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado
sentenciado
— Y á vuesa merced, ¿quién le fía, señor Cura?, dijo Don Quijote.
— Mi profesión, respondió el Cura, que es de guardar secreto.
—¡Cuerpo de tal!, dijo á esta sazón Don Quijote; ¿hay más, sino
landar su Majestad por público pregón (jue se junten en la corte, para
n día señalado, todos los caballeros andantes que vagan por España
ue aunque no viniesen sino medía docena, tal podría venir entre ellos
ue sólo bastase á destruir toda la potestad del Turco? Esténme vues-
■as mercedes atentos, y vayan conmigo. ¿Por ventura es cosa nueva
ehacer un solo caballero andante un ejército de docientos mil hom-
res como si to ios juntos tuvieran una sola garganta ó fueran hechos
e alfeñique? Si no, díganme: ¿cuántas historias están llenas destas
laravillas? ¡Había, enhoramala para mí (que no quiero decir para
tro), de vivir hoy el famaso don Belianís, ó alguno de los del innume-
\h\e linaje de Amadís de (4aula! (¿ue si alguno destos hoy viviera, y
)n el Turco se afrontara, á fe que no le arrendara la ganancia.. Pero
>ios mirará por su pueblo, y deparará slguno que, si no tan bravo
Dmo los pasados andantes caballeros, á lo menos no les será inferior
Q el ánimo... y Dios me entiende, y no digo más.
— ^¡Ay!, dijo á este punto la sobrina: ¡que me maten, si no quiere mi
^ñor volver á ser caballero andante!
A lo que dijo Don Quijote: «Caballero andante he de morir; y baje
suba el Turco cuando él quisiere, y cuan poderosamente pudiere;
ue otra vez digo que Dios me entiende.»
A esta sazón dijo el barbero: «Suplico á vuesas mercedes que se
le dé licencia para contar un cuento breve, que sucedió en Sevilla,
ue, por venir aquí como de molde, me da gana de contarle.»
Dio la licencia Don Quijote, y el Cura y los demás le prestaron
tención, y él comenzó desta manera:
— En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre, á quien sus
arientes habían puesto allí por falto de juicio: era graduado en cáno-
es, por Osuna; pero aunque lo fuera por Salamanca, según opinión de
424 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
muchos, lio dejara de ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos
años de recogimiento, se dio á entender que estaba cuerdo y en su en
tero juicio, y con esta imaginación, escribió al arzobispo, suplicáudoli
encarecidamente y con muy concertadas razones, le mandase sacar >\i
■aquella miseria en que vivía; pues, por la misericordia de Dios, hal»í;
ya cobrado el juicio perdido; jiero que sus parientes, por gozar de 1:
renta de su hacienda, le tenían allí, y á pesar de la verdad, querían (lUt
.fuese loco hasta la muerte. El arzobispo, persuadido de muchos bille
tes concertados y discretos, mandó á un capellán suyo se informase de
retor de la casa si era verdad lo que aquel licenciado le escribía, y qu«
asimismo liablase con él; y que si le pareciese que tenía juicio, le saca .so
y pusiese en libertad. Hízolo así el capellán, y el retor le dijo (¡m
aquel hombre aún se estaba loco; que puesto que hablaba muchas \e
ees como persona de grande entendimiento, al cabo disparaba con tama
necedades, que en muchas y en grandes igualaban á sus primeras á'i^
creciones, como se podía hacer la experiencia hablándole. Quiso hacei
la el capellán; y poniéndole con el loco, habló con él una hora y más
y en todo aquel tiempo, jamás el loco dijo razón torcida ni dis})aratada
antes habló tan atentadamente, que el capellán fué forzado á creer (\\v
el loco estaba cuerdo. Y entre otras cosas que el loco le dijo, fué, que e
retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus parientes le ha
cían porque dijese que aún estaba loco y con lúcidos intervalos; y qu»
el mayor contrario que en su desgracia tenía era su mucha hacienda
pues por gozar della sus enemigos, ponían dolo y duda en la merecí
que nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre. Fi
nalmente, él habló de manera, que hizo sospechoso al retor, codiciciosof-
y desalmados á sus parientes, y á él tan discreto, que el ^cai)ellán si
determinó á llevársele consigo á que el arzobispo le viese, y tocase eoi
la mano la verdad de aquel negocio. Con esta buena fe, el buen cape
Han pidió al retor mandase dar los vestidos con que allí había entra
do, al licenciado: volvió á decir el retor que mirase lo que hacía
porque sin duda alguna el licenciado aún se estaba loco. No sirvieroi
de nada para con el capellán las prevenciones y advertimientos de
retor, para que dejase de llevarle; obedeció el retor, viendo ser ordei
del arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos que eran nuevos >
decentes; y como él se vio vestido de cuerdo y desnudo de loco, sU'
plicó al capellán que por caridad le diese licencia para ir á despedirse
de sus compañeros los locos. El capellán dijo que él le quería aconi
pañar, y ver los locos que en la casa había. Subieron, en efeto, y eci
ellos algunos que se hallaron presentes, y llegando el licenciado á uiu
jaula adonde estaba un loco furioso, aunciue entonces sosegado y quieto
le dijo: «Hermano mío, mire si me manda algo, que me voy á mi casa
que ya Dios ha sido servido, por su infinita bondad y misericordia
sin yo merecerlo, de volverme mi juicio. Ya estoy sano y cuerdo; (jik
acerca del poder de Dios ninguna cosa es imposible: tenga grande es})e
ranza y confianza en él; que pues á mí me ha vuelto á mi primero es-
tado, también le volverá á él, si en él confía. Yo tendré cuidado de en
PARTE SEGUNDA. — CAPÍTULO PRIMERO 425
iarle algunos regalos que coma; y cómalos en todo caso, que le hago
iher que imagint> (como (|uien ha pasado ])or ello) (¡ue todas nuestras
>curas proceden de tener los estómago^í vacíos y los celel>ro.s llenos de
iré: esfuércese, esfuércese; que el descaecimiento en los infortunios
l)Oca la salud y acarrea la muerte.»
■Todas estas razones del licenciado escuchó otro loco, que estaba
11 otra jaula, frontero de In del furioso, y levantándose de una estera
ieja donde estaba echado y desnudo en cueros, j)reguntó á grandes
oc-es quién era el <|ue se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió:
Yo soy, hermano, el que me voy, que ya no tengo necesidad de estar
las aquí, por lo que doy infinitas gracias á l'« 'ulos. que tan grande
lorced me han hecho.»
» — Mirad lo (juc decís, licenciado; no os engaiie el dial>lo, rejilicó el
)Co; sosegad el })ie. y estaos ciuedito en vuestra casa, y ahf)rraréis la
uelta.
» — Yo sé ([ue estoy bueno, replic(') el licenciado, y no habrá i)ara
ué tornar á andar estaciones.
» — ¿Vos, buenoV. dijo el loco; agora bien, ello dirá. Andad («on Dios;
ero yo os voto á .lüpiter, cuya majestad yo represento en la Tierra, (|ue
or solo este pecado (jue hoy comete Sevilla en sacaros desta casa y en
•ñeros por cuerdo, tengo de hacer uq tal castigo en ella, que cpede
lemoria del por todos los siglos de los siglos, amén. ¿No sabes tú, li-
3nciadillo menguado, que lo podré hacer; pues, como digo, soy Júpiter
'oíiante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con (]ue puedo
suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con solo una cosa íjuiero
istigar á este ignorante pueblo, y es con no llover en él ni en todo su
istrito y contorno por tres enteros años, que se han de contar desde el
ía y punto en que ha sido hecha esta amenaza en adelante. ¡Tú libre,
"i sano, tú cuerdo, y yo loco, y yo enfermo, y yo atado! Así pienso
over, como pensar ahorcarme.
»A las voces y á las razones del loco estuvieron los circunstantes
tentos; pero nuestro licenciado, volviéndose • á nuestro capellán y
siéndole de las manos, le dijo: <No tenga vuestra merced pena, señor
lío, ni haga caso de lo que este loco ha dicho; que si él es Jújiiler, y
o quisiere llover, yo, que soy Neptuno, el padre y el dios de las agua?,
overé todas las veces que se me antojare y fuere menester. >
» Rióse el rector y los presentes, por cuya risa se medio corrió y
íspondió el ca])ellán: «Con todo eso, señor Neptuno, no será bien eno-
lY al señor Júpiter: vuesa merced se quede en su casa; que otro día,
jando haya más comodidad y más espacio, volveremos por vuesa
lerced.» Desnudaron al licenciado, quedóse en casa, y acabóse el
Liento.»
— Pues ¿éste es el cuento, señor barbero, dijo Don Quijote, que por
enir aquí como de molde, no podía dejar de cometerle? ¡Ah, señor ra-
ista, señor ra]^ista! ¡Y cuan ciego es aquel que no ve por tela de ceda-
>! ¿Y es posible que vuestra merced no sepa que las comparaciones
ue se hacen de ingenio á ingenio, de valor á valor, de hermosura á
426 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
hermosura y de linaje á linaje son siempre odiosas y mal recebidas
Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procur
que nadie me tenga por discreto, no lo siendo; sólo me fatigo por dar
entender al mundo el error en que está en no renovar en sí el felicísi
mo tiempo donde campeaba la Orden de la andante caballería; per
no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien com
el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron á si
cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el ampar
de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de lo
soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros qu
agora se usan... antes les crujen los damascos, los brocados y otras ri
cas telas de que se visten, que la malla con que se arman. Ya no ha;
caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armad,
de todas armas desde los pies á la cabeza; ya no hay quien, sin saca
los pies de los estribos, arrimado á su lanza, sólo procure descabezai
como dicen, el sueño, como lo hacían los caballeros andantes; ya n'
hay ninguno que saliendo deste bosque, entre en aquella montaña, ;
de allí pase á una estéril y desierta playa del mar, las más veces proce
loso y alterado, y hallando en ella y en su orilla un pequeño batel si]
remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje e]
él, entregándose á las implacables olas del mar profundo, que ya le su
ben al cielo y ya le bajan al abismo; y él, puesto el pecho á la incon
trastable borrasca, cuando menos se cata se halla tres mil y más legua
distante del lugar donde se embarcó, y saltando en tierra remota y n<
conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos
sino en bronces; mas agora ya triunfa la pereza de la diligencia, "L
ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valen
tía, y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y res
plandecieron en las edades del oro de los andantes caballeros. Si nc
díganme, ¿quién más honesto y más valiente que el famoso Amadís d'
Gaula? ¿Quién más discreto que Palmerín de Inglaterra? ¿Quién má
acomodado y manual que Tirante el Blanco? ¿Quién más galán qU'
Lisuarte de Grecia? ¿Quién más acuchillado ni acuchillador que doi
Belianís? ¿Quién más intrépido que Perlón de Gaula? ¿O quién má
acometedor de peligros que Félixmarte de Hircania? ¿O quién más sin
cero que Esplandián? ¿Quién más arrojado que don Cirongilio de Tra
cia? ¿Quién más bravo que Rodamonte? ¿Quién más prudente que e
rey Sobrino? ¿Quién más atrevido que Reinaldos? ¿Quién más inven
cible que Roldan? ¿Y quién más gallardo y más cortés que Rugero, d«
quien descienden hoy los duques de Ferrara, según Turpín en su Cos-
mografía? Todos estos caballeros, y otros muchos que pudiera decir
señor Cura, fueron caballeros andantes, luz y gloria de la caballería
Destos, ó tales como estos, quisiera yo que fueran los de mi arbitrio
que á serlo su Majestad se hallara bien servido y ahorrara de mucb
gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas. Y con esto, me (juier
quedar en mi casa, pue^ no me saca el capellán della, y si Júpiteii
como ha dicho el barbero, no lloviere, acjuí estoy yo, que llover-
i
l'ARTE SEGUNDA. CAPITULO PRIMERO 427
lando se me antojare: digo esto porque sepa el señor bacía que le
itieudo
—En verdad, señor Don Quijote, dijo el barbero, que no lo dije por
uto, y así me ayude Dios como fué buena mi intención, y que no debe
aesa merced sentirse.
-Si puedo sentirone ó no, respondió Do a Quijote, yo me lo sé.
A esto dijo el Cura: «Aun bten-^ue yo casi no he hablado palabra
istíi ahora, y no quisiera quedar con un escrúpulo q le me roe y escar
i la conciencia, nacido de lo que aquí el señor Don Quijote ha dicho.»
— Para otras cosas más graves, respondió Don Quijote, tiene licencia
señor Cura, y así, puede decir su esci'ü})ul(), })or(|ue no es de gusto
idar con la conciencia escrupulosa.
—Pues con ese beneplácito, respondió el Cura, digo que mi escrúpu-
es, que no me puedo persuadir en ninguna manera á que toda la ca-
rva de caballeros andantes, que vuesa merced, señor Don Quijote,
i referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y
leso en el mundo, antes imagino que todo es ticción, fábula y menti-
, y sueños contados por hombres despiertos, ó por mejor decir, me-
0 dormidos.
— Ese es otro error, responciió Don Quijote, en que han caído muchos,
le no creen que haya habido tales caballeros en el mundo; y yo mu-
ías veces, COI diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar á la luz
' la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido
•n mi intención, y otras sí, sustentándola sobre los hombros de las^ver-
id, la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis pro-
os ojos vi á Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blan-
' de rostro, bien puesto de barl)a, aunque negra, de vista entre blanda
rigurosa, corto de razones, tardo en airarse y presto en de})oner la ira;
del modo que he delineado á Amadís, pudiera, á mi parecer, pintar
describir todos cuantos caballeros andantes ^ándan en las historias en
orbe; que i)or la aprehensión que tengo de que fueron como sus his-
riys cuentan, y por las hazañas que hicieron y condiciones que tuvie-
u, se pueden sacar por buena ñlosofía sus facciones, sus colores y es-
turas.
— ¿Qué, tan grande le parece á vuesa merced, mi señor Don Quijote,
eguntó el barbero, debía de ser el gigante Morgante?
—En esto de gigantes, respondió Don Quijote, hay diferentes opi-
ones, si los ha habido ó no en el m,undo; pero la Santa Escritura, que
> puede faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los hubo, coli-
ndónos la historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete codos
medio de altura, que es una desmesurada grandeza. También en la
a de Sicilia se han 'lallado canillas y espaldas tan grandes, que su
andeza manifíesta que fueron gigantes sus dueños, y tan grandes
mo grandes torres; que la sir^étría feaca esta verdad de duda. Pero con
do esto, no sabré decir con certidumbre qué tamaño tuviese Morgan-
, aunque inagino que no debió de ser muy alto; y muéveme á ser
'ste parecer hallar en la historia donde se liace mención particular
428 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
de SUS hazañas, que muchas veces dormía dehajo de techado; y pues
hahaba casa donde cupiese, claro está que no era desmesurada su gran-
deza.
— Así es, dijo el Cura; el cual gustando de oirle decir tan grandes dis-
parates, le preguntó ({ué sentía acerca de los rostros de Heinaldos de
Montalbáu y de don Roldan, y de los demás doce pares de Francin,
pues todos habían sido caballeros andantes.
— De Reinaldos, respondió Don Quijote, me atrevo á decir que era
ancho de rostro, de color bermejo, los ojos l)ailadores y algo saltados^
puntoso y colérico en demasía, amigo de ladrones y de gente perdida.
De Roldan, ó Rotolando, ó Orlando (que con todos estos nombrf s le
nombra las historias), soy de parecer y afirmo que fué de mediana esta-
tura, ancho de espaldas, algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño,
velloso en el cuerpo y de vista amenazadora, corto de razoaes, pero muy
comedido y bien criado.
— Si no fuera Roldan más gentil hombre que vuesa merced ha dicho,
replicó el Cura, no fué maravilla (jue la señora Angélica la Bella le des-
deñase y dejase por la gala, brío y donaire que debía de tener el mori-
llo barbi})oniente á quien ella se entregó, y anduvo discreta de adamar!
antes la blandura de Medoro que la asperezi de Roldan.
— Esa Angélica, respondió Don (Quijote, señor Cura, fué una do!
lia destraída, andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejó el mundo ue
sus impertinencias, como de la fama de su hermosura. Despreció mil
señores, mil valientes y mil discretos, y contentóse con un pajecillo bar-
bilucio, sin otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agrade-.
cido la amistad ((ue guardó á su amigo. El gran cantor de su bellezay
el famoso Ariosto, por no atreverse .ó por no querer caLtar lo que á esta
señora le sucedió después de su ruiii entrega, ^que no debieron de ser
cosas demasiadamente honestas, la dejó donde dijo:
Y tüiiio del Catay recibió el cetro.
Quizá otro cantara con mejor plctro.
Y sin duda ({ue esto fué como profecía; que los poetas también
se llaman rates: ((ue quiere decir adivinos. Vese esta verdad clara, ])(>)•
(|ue después acá un famoso poeta andaluz lloró y cantó sus Lágrimas.
y otro famoso y único poeta castellano cantó su Hermosura.
—Dígame, señor Don Quijote, dijo á esta sazón el l)arl)ero, ¿no ha
habido algún poeta ((ue haya hecho alguna sátira á esa señora Angéli-
ca, entre tantos como la han alabado?
— Bien creo yo, respondió Don (Quijote, ((ue si Sacripante ó Roldan
fueran poetas, que ya me hubieran jabonado á la doncella; porque es
propio y natural de los jtoetas desdeñados y no admitidos de sus da-
mas, fingidas ó no fúlgidas (en fin, de a((uellas á quien ellos escogieron.
jior señoras de sus pensamientos), vengarse con sátiras y libelos: ven-
ganza por cierto indigna de pechos generosos; pero hasta agora no ha
PARTE SEGUNDA. CAPITULO PRIMERO
42y
3gado á mi noticia ningún verso infamatorio contra la señora Aniíélí-
S que trujo i-evuelto el mundo.
— ¡Mila.uro!. dijo el Cura; y en esto oyeror. (^ue el ama y la sobrina,
le ya habían dejado la eonversacicni. daban grandes voces en el patio,
acudienri todos al ruido.
CAPITULO II
Que trata de la notable pendencia que Sancho Panza tuvo con la sobrina y ama
de Don Quijote, con otros sucesos graciosos.
.UENTA la historia que las voces que oyeron Don Quijote, el Cura
y el barbero eran de la sobrina y ama, que las daban diciendo
á Sancho Panza, que pugnaba por entrar á ver á Don Quijote,
y ellis le defendían la puerta: «¿Qué quiere este mostrenco en
esta casa? Idos á la vuestra, hermano: que vos sois, y no otro, el que
destrae y sonsaca á mi señoí-, y le lleva por esos andurriales. »
A lo que Sancho res})ondió: «Ama de Satanás, el sonsacado y el des-
traído y el llevado por esos andurriales soy yo, que no tu amo. El me
llevó por esos mundos, y vosotras os engañáis en la mitad del justo
pr( cío; él me sacó de mi casa con engañifas, prometiéndome una ínsula
que hasta agora la espero.»
— ¡Malas ínsulas te ahoguen, respondió la sobrina, Sancho maldito!
¿Y qué son ínsulas? ¿Es algua cosa de comer, golosazo, comilón, que
tú eres?
— No es de comer, replicó Sancho, sino de gobernar y regir, mejor
que cuatro ciudades y que cuatro alcaldías de corte.
— Con todo eso, dijo el ama, no entraréis acá, saco de maldades y cos-
tal de malicias; id á gobernar vuestra casa y á labrar vuestros pegujares,
y dejaos de pretender ínsulas ni ínsulos.
Grande gusto recebían el Cura y el barbero de oir el coloquio de
los tres; pero Don Quijote temeroso de que Sancho se descosiese, y
desbuchase algún montón de maliciosas necedades, y tocase en puntos
PABTK HÍIOUNÜA.— CAPÍTULO II
4;n
liK' no le (>starian bien á sn crédito, le llamó, v hizo á las dos que ca-
lasen y lo dejasen (;ntrar Ent..^ Sancho, y el Cura y el barberole dei.-
uchcion de I),.n Quijote, de cu^ a salud desesi)eraron, viendo cuan i.ue<-
-j estaba en sus desvanados pensamient.-s, y cuan embebido en la sinV-
. hcidad de sus malandantes .-aballerías; y así, dijo el Cura al barbero-
\ os veréis, compadre, como, cuando menos lo imm.^mum^ nne<trr> hi'
al.íío sale otra vez a volar la ribera. > "u . n o n,
-No pongo yo duda en eso, respondió el barbero; pero no me mai-i-
-llo tanto de la locura del caballero como de la simVlieiclad del ¿cu-
A lo ,„e sanoho respou.Uó: ^Ama de .Satanás, el .sonsacado y el destraído y ol Uevaa.
por esos audnrriales soy yo ..
■i-o; .|U0 tan creido tiene aquello de la ínsula, que ereo „ue no .,■ 1„
".ran del ca«.o euatitos desensa.lo. pueda,, i,naf;ina¿e '
-Dios los remedie, di,io el Cura, y estemos a h, mira- veremos en
c|ue para esta n,a,,uina de disparates de tal eaballe o v de ta Tscu
- la ío!.uír*d!.r '"' '"''^"T '' '"' '^"^ ^" ""« >"esniá turquesa y
;..^las loeuias del señor sin las necedades ,lel criado no valían „n
^ ^jAsi es, dijo el harl.er,,, y l.oloava mucho .sal.ci- ,,ué „,„arán ahora
-Yo asesiiro, respondí,', el Cura, ,|ue la sobrina „ el ama nos lo cuen
I. , tanto Don Qui.pte se eneerní con Sancho en su aposento v están
so os le d,.,o: ..Mucho me pesa, Sancho, que hava So v di^as ^
hn claque te saque de tus casillas, sahiei'ido qiie yo no me qSedi'en
' • 29
432 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
mis casas. Juntos salimos, juntos fuimos y juntos peregrinamos; una
misma fortuna y una misma suerte ha corrido por los dos; si á ti te
mantearon una vez, á mí me han molido ciento, y esto es lo que te llevo
de ventaja.»
— Eso'estaba puesto en razón, respondió Sancho; porque, según vuc-
sa merced dice, más anejas son á los caballeros andantes las desgracias
que ú sus escuderos.
— Engañaste, Sancho, dijo Don Quijote, según aquello: quando capnt
dolet, etc.
— No entiendo otra lengua que la mía, respondió Sancho.
— Quiero decir, dijo Don Quijote, que cuando la cabeza duele, todos
los miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y
tú mi parte, pues eres mi criado; y por esta razón, el mal que á mí me
toca ó tocare, á ti te ha de doler, y á mí el tuyo.
— Así había de ser, dijo Sancho; pero cuando á mí me manteaban
como á miejnbro, se estaba mi cabeza detrás de las bardas mirándome
volar por los aires, sin sentir dolor alguno; y pues los miembros estáu
obligados á dolerse del mal de la cabeza, había de estar obligada ella á
dolerse dellos.
— ¿Querrás tú decir agora, Sancho, respondió Don Quijote, que no me
dolía yo cuando á ti te manteaban? Y si lo dices, no lo digas ni lo pien-
ses, pues más dolor sentía yo entonces en mi espíritu, que tú en tu
cuerpo. Pero dejemos esto aparte por agora; que tiempo liabrá dondí
lo ponderemos y pongamos en su punto; y dime, Sancho, amigo
¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene e
vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de m:
valentía? ¿Qué de mis "hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platicí
del asunto que he tomado, de resucitar y volver al mundo la ya olvi
dada Orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho, me digas lo qu<
acerca desto ha llegado á tus oídos, y esto me has de decir, sin añíidi
al bien ni quitar al mal cosa alguna; que de los vasallos leales es <'
la verdad á sus señores en su ser y figura propia, sin que la adulacioi
la acreciente ú otro vano respeto la disminuya; y quiero que sei)as
Sancho, que si á los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda
sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían, otras edades senai
tenidas por más de hierro que la nuestra; que entiendo que, de las ([Ui
ahora se usan, es la dorada. Sírvate este advertimiento, Sancho, par
que discreta y bien intencionadamente pongas ctj mis oídos la v^erda»
do las cosas que supieres de lo que te he preguntado.
Eso haré yo de muy Ijuena gana, señor mío, re3pondi(3 Sanchf
con condición que vuesa"^ merced no se ha de er ojar de lo que di
])ues (quiere ([ue lo diga en cueros, sin vestirlo de otras ropas de a4ú^
lias con que llegaron á mi noticia.
—En ninguna manera me enojaré, respondió Don Quijote; bien pu(^
des, Sancho, hablar libremente y sin rodeo alguno.
—Pues lo primero que digo, dijo, es que el vulgo tiene á vuesa me:
ced por orandísimo loco, y á mí por no menos mentecato. Los hidal"'
PABTE SEGUNDA. CAPÍTULO II 433
icen que no conteniéndose vuesa merced en los límites de la hidal-
oía, se ha puesto don y se ha arremetido á caballero, con cuatro cepas
dos yuo-adas de tierra, y con un trapo atrás v otro adelante. Dicen los
iballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen á ellos
ípecialmente aquellos hidalojos escuderiles que dan humo á los zapá-
is y toman los j)untos de las medias negras con seda verde.
—Eso, dijo Don Quijote, no tiene que ver conmigo, pues ando siem-
re bien vestido, y jamás remendado; roto, bien podría ser, v si roto
las de las armas que del tiempo.
—En lo que toca, prosiguió Sancho, á la valentía, cortesía, ha/añas
asunto de vuesa merced, hay diferentes opiniones: unos dicen «loco
.«ro gracioso»; otros, «valiente, pero desgraciado»; otros, r<cortés, pero
ipertmente^; y por aquí van discurriendo en tantas cosas que ni á
aesa merced ni á mí nos dejan hueso sano.
—Mira, Sancho, dijo Don Quijote, donde quiera que está la virtud en
mnente grado, es perseguida; pocos ó ninguno de los famosos varo-
ísque pasaron dejó de ser caluniniado de la malicia; Julio César
nmosisimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fué notado de ambi-
oso y algun^tanto no limpio ni en sus vestidos, ni en sus costumbres-
lejandro, a quien sus hazañas le alcanzaron el renombre de Maono'
cen del que tuv^ sus ciertos puntos de borracho; de Hércules, el de
s muclios trabajos, se cuenta que fué lascivo v muelle; de don Ga-
or, hermano de Amadís. de Gaula, se murmura que fué más que de-
asiadamente rijoso, y de su hermano, que fué llorón. Así que ¡oh
mcho!. entre tantas calumnias de buenos, bien pueden pasarlas mías
■mo no sean mas de las (jue has dicho.
—Allí está el toque, ¡cuerpo de mi padre!, replicó Sancho
-1 ues ¿liay mas?, preguntó Don Quijote.
-Aún la cola falta por desollar, dijo Sancho. Lo de hasta aquí son
rtas y pan pintado; mas si vuesa merced quiere saber todo lo que
ty acerca de las caloñas que le ponen, yo le traeré aquí, luego al mo-
ento, quien se las diga todas, sin que les falte una meaja; que ano-
e llego el hijo de lomé Carrasco, que viene de estudiar de Sala-
anea, hecho bachiller; y yéndole yo á dar la bienvenida, me dijo que
daba ya en hbros la historia de vuesa merced, con nombre de El
GENIOSO Hidalgo Don Quijote de la Mancha; y dice que me
leiitan a mi en el a con mi mesmo nombre de Sancho Panza, v á la
|iora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros á
as que me hice cruces, de espantado, cómo las pudo saber el his-
lador que las escribió.
-Yo te aseguro Sancho, dijo Don Quijote, que debe de ser aloún
;d>^"''"Í''^;'i'^ ""'"^' ^' '''''''''' ^'"'^'^^^ ^1^^ ^ 1^^-^ t-les no se ks
cuDie nada de lo que quieren escribir.
K7.lTííf '""i '^'•'^ ^^^^^'^^ si era sabio y encantador; pues, según dice
adiiler Sansón CaiTasco (que así se llama el que dicho tengo) el
tor de la historia se llama Cide Hamete Berenc^ena'
-Ese nombre es de moro, respondió Don Qurjote.
434
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
—Así será, respondió Sancho; porque por la mayor parte, he oído
decir que los moros son ami.ííos de bereugenas.
—Tú debes, Sancho, dijo Don Quijote, errarte en el sobrenombre <ic
ese Cide, que en arábi,iío quiere decir ^eíior.
-Bien podría ser, replicó Sancho; mas si vuesa merced gusta ^lu
vo le haga venir aquí al bachiller, n-é por el en volandas.
• -Uarásme mucho placer, amigo, dijo Don Quijote; que me tier.
suspenso lo que me has dicho, y no comeré bocado que bien me scj
hasta ser hiformado de todo. . • j • -,^r^-^,.
—Pues yo vov per él, respondió Sancho; y dejando a su senoi. ~
lué á buscar albachiner. con el cual volvió de allí a poco espacio, y
juntos los tres, pasaron un graciosísimo coloquio.
CAPÍTULO IIÍ
Del ridículo razonamiento que pasó entre Don Quijote, Sancho Panza
y el bachiller Sansón Carrasco.
KNSATivo además quedó Don Quijote, esperando al bachiller Ca-
'" rrasco, de quien esperaba oir las nuevas de sí mismo, ]>uestas
1^ en libro, como había dicho Sancho; y no se podía persuadir á
^^^ \ue tal historia hubiese, pues aun no estaba enjuta en la cuchi-
a de su espada la sanj^re de los enemigos que había muerto, y ya que-
ían que anduviesen en estampa sus altas caballerías. Con todo eso. ima-
inó que algún sabio, ó ya amigo ó enemigo, por arte de encantamento
:^s habría dado á la estampa; si amigo para engrandecerlas y levan-
arias sobre las más señaladas de caballero andante; si enemigo, para
niquilarlas y ponerlas debajo de las más viles que de algún vil escu-
ero se hubiesen escrito, «puesto (decía entre sí) que nunca hazañas de
scudf ros se escribieron ; y cuando fuese verdad que la tal historia hu-
dése, siendo de caballero ar dante, por fuerza había de ser grandílocua,
ülta, insigne, magnífica y verdadera.^ Con esto se consoló algún tanto;
•ero desconsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre
e Cide; y de los moros no se podía esperar verdad alguna. })orque to-
os son embelecadores, falsarios y quimeristas. Temíase no hubiese tra-
ído sus amores con alguna indecencia, que redundase en menoscabo
perjuicio de la honestidad de su señora Dulcinea del Toboso; desea-
ba que hubiese declarado su fidelidad y el decoro que siempre la había
iiardado, menospreciando reinas, emperatrices y doncellas de todas
436 DON QUIJOTE DE LA MANCHA M
calidades, teniendo á raya los ímpetus de los naturales movimientos; y
así, envuelto y revuelto en estas y otras muchas imaginaciones, le ha-
llaron Sancho y Carrasco, á quien Don Quijote recibió con muclia cor-
tesía.
Era el bachiller, aunque se llamaba SaEsón, no muy grande de cuer-
po, aunque muy gran socarrón; de color macilenta, pero de muy buen
entendimiento. Tendría hasta veinticuatro años, carirredondo, de nañz
chata y de boca grade; señales todas de ser de condición mahciosa y
amigo de donaires y de burlas, como lo mostró en viendo á Don Quijo-
te, poniéndose delante del de rodillas, diciéndole: «Déme vuestra gran-
deza las manos señor Don Quijote de la Mancha; que, por el hábito de
San Pedro que visto, aunque no tengo otras Ordenes que las cuatro pri-
meras, que es vuesa merced uno dt los más famosos caballeros andan-
tes c{ue ha habido, ni aun habrá, en toda la redondez de la Tierra. ¡Bien
haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandeza-, s
dejó escrita, y rebién haya el curioso que tuvo cuidado de hacerlas tra-
ducir de arábigo en nuestro vulgar castellano, para universal entreteni-
mientc' de las gentes!»
Hízole levantar Don Quijote, y dijo: «Desamanera, ¿verdad es que
hay historia mía, y que fué moro y s,abio el que la compuso?
- Es tan verdad, señor, dijo Sbnsón, que tengo para mí que el día de
hoy están impresos más de doce mil lil)ros de la tal historia; si no, dí-
galo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso y aun liay
fama que se está-imprimiendo en Amberes, y á mí se me trasluce que
no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga.
— Una de las cosas, dijo á esta sazón Don Quijote, que ínás debe de
dar contento á un hombre virtuoso y eminente, es verse, viviendo, an
dar -con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estam
pa; dije con buen nombre, porque siendo al contrario, ninguna muerte
se le igualara.
— Si [)or buena fama y si por l)uen nombre va, dijo el bachiller, sók
vuesa merced lleva la palma á todos los caballeros andantes; porque el
moro en su lengua y el cristiano en la suya, tuvieron cuidado de ])in
tamos muy al vivo la gallardía de vuesa merced, el ánimo grande ti
acometer los peligros', la paciencia en las adversidades y el sufrimiem»
así en las desgracias como en las heridas; la honestidad y continenci;
en los amores tan platónicos de vuesa merced y de mi señora doña Dul
cinea del Toboso...
— Nunca, dijo á este punto Sancho Panza, he oído llamar con do» ;
mi señora Dulcinea, sino solamente la señora Dulcinea del Toboso, \
ya en esto anda errada la historia.
—No es objeción de importancia esa, respondió Carrasco.
— No por cierto, respondió Don Quijote; pero dígame vuesa merced
señor bachiller, ¿qué hazañas mías son las que más se ponderan en esf >
historia?
— En eso, respondió el bachiller, hay diferentes' opiniones, come •
hav diferentes i>-ustos: uno.s se atienen a la aventura de los molinot
PARTE SEGUNDA. CAPÍTULO III 437
le viento, que á vuesa merced le parecieron Briareos y gigantes; otros,
i la de los batanes; éste, á la descripción de los dos ejércitos, que después
)arecieron ser dos manadas de carneros; aquél encarece la del muerto
(ue llevaban á enterrar á Segovia; uno dice que á todas se aventaja la
le la libertad de los galeotes; otro, que ninguna iguala á la de los dos
gigantes benitos, con la pendencia del valeroso vizcaíno.
— Dígame, señor bachiller, dijo á esta sazón Sancho, ¿entra ahí la
iventura de los yangüeses, cuando á nuestro buen Rocinante se le añ-
ojo pedir cotufas en el golfo?
—No se le quedó nada, respondió Sansón, al sabio en el tintero; todo
o dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que el buen Sancho
lizo en la manta.
— En la manta no hice yo cabriolas, respondió Sancho; en el íiire sí,
Y aun más de las que yo quisiera.
— A lo que yo imagino, dijo Don Quijote, no hay historia humana
m el mundo que no tenga sus altibajos, especialmente las que tratan
le caballerías, las cuales nunca pueden estar llenas de prósperos su-
;esos.
— Con todo eso, respondió el bachiller, dicen algunos que han leído
a historia, que se holgaran se les hubieran olvidado á los autores della
ilgunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al
íeñor Don Quijote.
— Ahí entra la verdad de la historia, dijo Sancho.
— También pudieran callarlos por equidad, dijo Don Quijote; pues
as acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la historia, no hay
)ara qué escribirlas, si han de redundar en menosprecio del héroe de
a historia. A fe que no fué tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta,
li tan prudente Úlises como le describe Homero.
— Así es, replicó Sansón; pero uno es escribir como poeta, y otro
•orno historiador: el poeta puede contar ó cantar las cosas, no como
ueron, sino como debían ser; y el liistoriador las ha de escribir, no
tomo debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar á la verdad
.•osa alguna.
— Pues si es que se anda á decir verdades ese señor moro, dijo San-
3ho, á buen seguro que entre los palos de mi señor se hallen los míos,
)orque nunca 4 sw merced le tomaron la medida de las espaldas, que
lo me la tomasen á mí de todo el cuerpo; pero no hay de qué maravi-
larme; pues, como dice el mismo señor mío, del dolor de la cabeza han
le participar los miembros.
— Socarrón sois, Sancho, respondió Don Quijote; á fe que no os fal-
a memoria cuando vos queréis tenerla.
— Cuando yo quisiese olvidarme de los garrotazos que me han dado,
lijo Sancho, no lo consentirían los cardenales, que aún se están frescps
ín las costillas.
— Callad, Sancho, dijo Don Quijote, y no interrumpáis al señor ba-
:-hiller, á quien suplico pase adelante en decirme lo que se dice de mí
iw la referida historia.
438 ' DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Y de mí, dijo Sancho; que también dicen que soy yo uno de los
piincipales presonajes della.
— Person((jes, que i\o presonajes. Sancho amigo, dijo Sansón.
— ¡Otro reprochador de voquibles tenemos!, dijo Sancho; pues ánden-
se á eso, y no acabaremos en toda la vida.
—Mala me la dé Dios, Sancho, respondió el bachiller, si no sois vos
la segunda persona de la historia, y que hay tal que precia más oiros
liablar á vos que al más pintado de toda ella; puesto que también hay
quien diga que anduviste demasiadamente de crédulo en creer que po-
dría ser verdad el gobierno de aquella ínsula ofrecida por el señor Don
< Quijote, que está presente.
— -Aún hay sol en las bardas, dijo Don Quijote; y mientras más fue-
re entrando en edad Sandio, con la experiencia que dan los años estará
más idóneo y más hábil para ser gobernador, que no está a^^ora.
— Por Dios, señor, dijo Sancho; la isla que yo no gobernase con los
años que tengo, no la gobernaré con los años de Matusalén: el daño
está en que la dicha ínsula se entretiene no sé dónde; y no en faltarme
á mí el caletre para gobernarla.
— Encomendadlo á Dios, Sancho, dijo Don Quijote; que todo se hará
bien y quizá mejor de lo que vos pensáis; que no se mueve la hoja en
el árbol sin la voluntad de Dios.
— Así es verdad, dijo Sansón; que si Dios quiere, no le faltarán á
Sancho mil ínsulas que gobernar, cuanto más una.
— Gobernadores lie visto por ahí, dijo Sancho, que á mi parecer, no
llegan á la suela de mi zapato; y con todo eso, los llaman señoría y se
sirven con plata.
—Esos no son gobernadores de ínsulas, replicó Sansón, sino de otros
gobiernos más manuales; que los que gobiernan ínsulas, por lo menos
han de saber gramática.
— Con la grama bien me avendría yo, dijo Sancho; pero con la tica,
ni me tiro ni me pago, porque no la entiendo; pero dejando esto del
gobierno en las manos de Dios, que me eche á las partes donde más de
mí se sirva; digo, señor bachiller Sansón Carrasco, que infinitamente
me ha dado gusto que el autor de la historia haya hablado de mí de
manera que no enfaden las cosan que de mí se cuentan; que á fe de
buen escudero, que si hubiera dicho de mí cosas que ,no fueran muy
de cristiano viejo como soy, que nos habían de oir los sordos.
— Eso fuera hacer milagros, respondió Sansón.
— Milagros ó no milagros, dijo Sancho, cada uno mire cómo habla ó
cómo escribe de las presonas, y no ponga á trochemoche lo primero
que le viene al magín.
— Una de las tachas que i)onen á la tal historia, dijo el bachiller, es
que su autor puso en ella una novela, intitulada M Curioso imperfinente;
no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar ni te-
ner que ver con la historia de su merced del señor Don Quijote.
—Yo apostaré, replicó Sancho, que ha mezclado el hideperro berzas
con repollos.
PASTE SEGUNDA. — CAPÍTULO III 439
Ahora di^o, dijo Don Quijote, que no lia sido sabio el autor de mi
listoria, sino al,uün ignorante hablador, (|ue, á tiento y sin algún dis-
•urso, se puso á escribirla, salga lo (jue saliere, como hacía Orbaneja,
•I pintor de Ubeda, el cual, preguntándole qué })intaba, respondía: «Lo
lue saliere.» Tal vez j)intaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido,
[ue era menester que con letras góticas escribiese junio á él: este es
Hillo: y í\ú debe de ser di mi historia, (pie tendrá necesidad de co-
nento })ara entenderla.
— Eso no, respondió Sansón; porque es tan clara, que no laay cosa
(ue diñcultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los
lonilnes la entienden y los viejos la celebran; y finalmente, es tan tri-
lada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han
\isto algún rocín tiaco, cuando dicen: «Allí va Rocinante. Y los (pie
luis se han dado á su lectura son los pajes. No hay antecámara de se-
lor donde no se halle un Don (Quijote: unos le toman, si otros le dejan;
ístos le prestan, y aipiéllos le piden. Finalmente, la tal historia es del
inás gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta agora se
liaya visto, })orque en toda ella no se descubre, ni por semejas, una pa-
labra deshonesta ni un pensamiento menos que católico.
— A escribir de otra suerte, dijo Don Quijote, no fuera escribir ver-
dades, sino mentiras, y los historiadores que de mentiras se valen ha
bían de ser quemados, como los que hacen moneda falsa; y no sé yo
qué le movió al autor á valerse de novelas y cuentos ajenos, habiendo
tanto que escribir en los míos; sin duda se debió de atener al refrán:
< De paja y de heno», etc. Pues en verdad que en sólo manifestar mis
l)ensainientos, mis sos[)iros, mis lágrimas, mis buenos deseos y mis
acometimient()s, pudiera hacer un volumen, mayor (ó tan grande) que
el (|ue [)ueden hacer todas las obras del Tostado. En efeto, lo que yo
alcanzo, señor bachiller, es que para componer historias y libros, de
cualquier suerte que sean, es menester un gran juicio y un maduro en-
tendimiento; decir gracias y escribir donaires és de grandes ingenios.
La más discreta figura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha
de ser el que quiere dar á entender que es simple. La historia es como
cosa sagrada, porque ha de ser verdadera, y donde está la verdad, está
Dios en cuanto á verdad; pero, no obstante esto, hay algunos que así
componen y arrojan libros de sí, como si fuesen buñuelos.
^No hay libro tan malo, dijo el bachiller, que no tenga algo
bueno.
— No hay duda en eso, replicó Don Quijote; pero nmchas veces
acontece que los que tenían méritamente granjeada y alcanzada gran
fama por sus escritos, en dándolos á la estampa la perdieron del todo
ó la menoscaljaron en algo.
— La causa deso.es, dijo Sansón, que como las obras impresas se
miran despacio, fácilmente se ven sus faltas; 3' tanto más se escudri-
ñan, cuanto es mayor la fama del que las compuso. Los hombres famo-
sos por sus ingenios, los grandes poetas, los ilustres historiadores, siem-
[)re ó las más veces son envidiados de aquellos que tienen por gusto y
440 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado
algunos propios á la luz del mundo.
— Eso no es de maravillar, dijo Don Quijote; porcjue nmclios teólo-
gos hay, que no son buenos para el pulpito, y son bonísimos i)ara co-
nocer las faltas ó sobras de los que predican.
— Todo eso es así, señor Don Quijote, dijo Carrasco; pero quisiei a
yo que los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos c-
crapulosos, sin atenerse á los átomos del sol clarísimo de la obra (i(
que muTrmuran; que si oliqumido honus dormitat Homerus, consideren lo
mucho que estuvo despierto, por dar la luz de su obra con la menos
sombra cjue pudiese; y quizá podría ser que lo que á ellos les parece
mal, fuesen lunares, que á las veces acrecientan la hermosura del ros-
tro que los tiene; y así digo que es grandísimo el riesgo á que se pone
el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible com-
ponerle tal, que satisfaga y contente á todos los que le leyeren.
— El que de mí trata, dijo Don Quijote, á pocos habrá contentado.
— Antes es al revés; que como stidforum mfinitus est fiumerus-, infini-
tos son los que han gustado de la tal historia; y algunos han puesto
falta y dolo en la memoria del autor, pues se le olvidó de contar quién
fué el ladrón que hurtó el Rucio á Sancho; que allí no se declara, y
sólo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí á poco le vemos
á caballo sobre el mesmo jumento, sin haber parecido. También dicen
que se le olvidó poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que
halló en la maleta en Sierra Morena, que nunca más los nombra, y hay
muchos que desean saber qué hizo dellos ó en qué los gastó, que c"
uno de los puntos sustanciales que faltan en la obra.
Sancho respondió: «Yo, señor Sansón, no estoy agora para ponerme
en cuentas ni cuentos; que me ha tomado un desmayo de estómago,
que si no lo reparo con dos tragos de lo añejo, me pondrá en la espina
de Santa Lucía. En casa lo tengo, mi oíslo me aguarda; en acabando de
comer, daré la vuelta, y satisfaré á vuesa merced y á todo el mundo, de
lo que preguntar c{uisieren, así de la pérdida del jumento, como del
gasto délos cien escudos»; y sin esperar respuesta ni decir otra ])ala-
bra, se fué á su casa.
Don Quijote pidió y rogó al bachiller se quedase á hacer peniten-
cia con él. Tuvo el bachiller el envite, quedóse, añadióse al ordinario
un par de pichones, tratóse en la mesa de caballerías, siguióle el humor
Carrasco, acabóse el banquete, durmieron la siesta, volvió Sancho, y
renovóse la plática pasada.
CAPITULO IV
Donde Sancho Panza satisface al bachiller Sansón Carrasco de sus dudas
y preguntas, con otras cosas dignas de saberse y de contarse.
^)Lvió Sancho ú casa de Don Quijote, y volviendo al ])asado ra-
^M»j zonamiento, dijo: «A lo que el señor Sansón dijo, que se de-
|r ' seaba sai)er quién ó cómo ó cuándo se me hurtó el jumento,
y' respondiendo dii;o, que la noche misma que huyendo de la
Santa Hermandad nos entramos en Sierra Morena, después de la aven-
tura sin ventura de los galeotes y de la del difunto que llevaban á Se-
2^0 via, mi señor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi señor
arrimado á su lanza, y yo sobre mi Rucio, molidos y cansados de las
pasadas refriegas, nos pusimos á dormir como si fuera sobre cuatro col-
cliones de pluma; especialmente yo dormí con tan pesado sueño, que
quien quiera que fué, tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre cuatro
estacas, que puso á los cuatro lados de la albarda; de manera que me
dejó á caballo sobre ella, y me sacó debajo de mí al Rucio, sin que yo
lo .'mintiese. ^>
— Eso es cosa fácil, y no acontecimiento nuevo; que lo mesmo le su-
cedió á Sacripante, cuando, estando en el cerco de Albraca, con esa mis-
ma invención le sacó el caballo de entre las piernas aquel famoso la-
drón llamado Brúñelo.
— Amaneció, pro.«iguió Sancho, y apenas me hube estremecido, cuan-
do faltando las estacas, di conmigo en el suelo una gran caída. Miré
por el jumento, y no le vi; acudiéronme lágrimas á los ojos y hice una
lamentación, que si no la puso el autor de nuestra historia, puede ha-
cer cuenta que no puso cosa buena. Al cabo de no sé cuántos días, vi-
niendo con la señora princesa Micomicona, conocí mi asno, y que ve-
^42 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
nía sobre él, en hábito de .uitano, aquel Ginés de Pasamonte, aquel em-
bustero y grandísimo maleador, que quitamos mi señor y yo de la ca-
dena.
— No está en eso el yerro, replicó Sansón, sino en que antes de lia-
)>er parecido el jumento, dice el autor que iba á caballo Sancho en el
mesmo Rucio.
— A eso, dijo Sancho, no sé qué responder, sino que el liistoriador se
engañó, ó ya sería descuido del imj)resor.
— Así es sin duda, dijo Sans()n; pero ¿qué se hicieron los cien es-
cudos?
— Deshiciéronse, respondió Sancho. Yo los gasté en \)yo de mi per-
sona y de la de mi mujer y de mis hijos, y ellos han sido causa de que
mi mujer lleve en i)aciencia los caminos y carreras que he andado, sir
viendo á mi señor Don Quijote; que si, al cabo de tanto tiempo, volvie-
ra sin blanca y sin el jumento á mi casa, negra ventura me esperaba.
Y si hay más que saber de mí, aquí estoy; que responderé al mesmc
Rey en ])resona; y nadie tiene para qué meterse si truje ó no truje, si
gasté ó no gasté; que si los palos que me dienm en estos viajes se hu-
bieran de })agar á dinero, aunque no se tasaran sino á cuatro marave-
dís cada uno, en ot:ros cien escudos no había para pagarme la mitad, y
cada uno meta la mano en su peclio. y no se ponga á juzgar lo blancc
por negro, y lo negro por blanco; que cada uno es como Dios le hizo, y
aun peor muchas veces.
— Yo tendré cuidado, dijo Carrasco, de avisar al autor de la historia,
(pie si (jtra vez la imprimiere, no se le olvide esto que el buen Sanche
ha dicho; que será realzarla un buen coto más de lo que ella se está.
— ¿Hay otra cosa que enmendar en esa leyenda, señor bachillerV.
preguntó Don Quijote.
— Sí debe de haber, respondió él; pero ninguna debe de ser de la im
portancia de las ya referidas.
— ¿Y })or ventura, dijo Don Quijote, i)romete el autor segun<l{i
}»arteV
— Sí promete, respondió Sansón; i)ero dice que no la ha hallado, ni
sabe quién la tiene; y así, estamos en duda si saldrá ó no; y así por este
como porque algunos dicen: «nunca segundas partes fueron buenas»;
y otros: «de las cosas de Don Quijote, bastan las escritas», se duda que
no ha de hacer segunda ])arte: aunque algunos, que son más joviales
que saturninos, dicen: «Vengan más quijotadas; embista Don Quijo
te y hable Sancho Panza, y sea lo que fuere; que con eso nos conten
tamos. »
— ¿Y á qué se atiene el autor?, dijo Don (Quijote.
— A que, respondió Sansón, en hallando que lialle la historia, que él
va buscando c(in extraordinarias diligencias, la dará luego á la estam-
pa, llevado más del interés que de darla se le sigue, que de otra alabanza
alguna.
A lo que dijo Sancho: «¿Al dinero y al interés mira el autor? Mará
villa será que acierte, porque no hará sino barbar, barbar, como sastre
spccialiiiente yo dormí cou tan i>eHado sueño, que quien quiera que fué. tuvo lugar tle lleRir.-
y suspenderme sobre cuatro estacas, que pu.so íi los cuatro Ia<los de ia albarda.
444 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
en vísperas de Pascuas: y las obras que se hacen apriesa nunca se
acaban con la pérfeción que requieren. Atienda ese señor moro, <»
lo que es, á mirai lo que hace; que yo y mi señor le daremos tanto
ripio á la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes, que
pueda componer, no sólo'segunda parte, sino ciento. Debe de pensar el
buen hombre sin duda que nos dormimos aquí en las pajas; pues tén-
ganos el pie al herrar, y verá del que cosqueamos. Lo que yo sé decir
es, C[ue si mi señor tomase mi consejo, ya habíamos de estar en esas
campañas deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y
costumbre de los buenos andantes caballeros.»
No había bien acabado de decir estas razones Sancho, cuando llega-
ron á sus oídos relinchos de Rocinante, los cuales relinchos tomó Don
Quijote por felicísimo agüero, y determinó de hacer de allí á tres ó
cuatro días otra sahda; y declarando su intento al bachiller, le pidió
consejo por qué parte comenzaría su jorna ia, el cual le respondió que
era su parecer que fuese al reino de Aragón y á la ciudad de Zaragoza,
adonde se habían de hacer unas solemnísimas justas por la íiesta de íSaii
Jorge, en las cuales podría ganar fama sobre todos los caballeros ara-
goneses, que sería ganarla sobre todos los del mundo. Alabóle ser Ik ti-
radísima y valentísima su determinación, y advirtióle c^ue anduvi*
más atentado en acometer ios peligros, á causa que su vida no era suya,
sino de todos aquellos que le habían de menester para cpe los amj ta-
rase y socorriese en sus desventuras.
— Deso es de lo que yo reniego, señor Sansón, dijo á este punto
Sancho; que así acomete mi señor á cien hombres armados como un
muchacho goloso á media docena de badeas. ¡Cuerpo del mundo, señor
bacliiller! Sí, que tiempos hay de acometer y tiempos de retirar, y no
ha de ser todo Santiago, y cierra, España; y más, que yo he oído decii'
[y creo que á mi señor mismo, si mal no me acuerdo) que en los extf
mos de cobarde y de temerario está el medio de la valentía, y si esto
así, no quiero que liuya sin tener para qué, ni cjue acometa cuando la
ocasión pide otra cosa; pero sobre todo, aviso á mi señor, que, si me lia
de llevar consigo, ha de ser con condición que él se lo ha de batallar
todo, y que yo no he de estar obligado á otra cosa que á mirar por su
persona en lo que tocare á su limpieza y á su regalo; que en esto, yo K'
bailaré el agua delante; pero pensar que tengo de poner mano á la <
pada, aunque sea contra villanos malandrines de hacha y capeüina,
pensar en lo excusado, Yo, señor Sansón, no pienso granjear fama <!(■
valiente, sino del mejor y más leal escudero que jamás sirvió á caballero
andante, y si mi señor Don Quijote, obligado de mis muchos y buenos
servicios, quisiere darme alguna ínsula, de las muchas que su merced
dice que se ha de topar por ahí, recibiré mucha merced en ello; y
cuando no me la diere, nacido como cualqui-:!ra soy, y no ha de vivir d
hombre en hoto de otro, sino de Dios: y más, (¡ue tan bien, y aun qui/.;i
mejor, me sabrá el pan, desgobernado, que siendo gobernador; ¿y sé yo
por ventura, si en esos gobiernos me tiene aparejada el diablo alguna
zancadilla, donde tropiece y caiga y me desñaga las muelas? Sancho
I
PARTE SEGUNDA. — CAPÍTULO IV 445
ací, y Sancho pienso morir. Pero si con todo esto, de buenas á buenas,
n mucha solicitud y sin mucho riesgo, me deparase el cielo alguna
isula li otra cosa semejante, no soy tan necio que la desechase; que
imbién se dice: «cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla»;
«cuando viene el bien, mételo en <u casa».
— Vos, hermano Sancho, dijo Carrasco, habéis hablado como un ca-
• ídrático; pero con todo eso, confiad en Dios y en el señor Don Quijo-
o, que os ha de dar un reino, no que una ínsula.
— Tanto es lo de más como lo de menos; respondió Sancho; auntiue
i decir al señor Carrasco, que no echara mi señor, el reino que me
iera, en saco roto; que yo he tomado el pulso á raí mismo, y me hallo
an salud para regir reinos y gobernar ínsulas; y esto ya otras veces lo
e dicho á mi señor.
—Mirad, Sancho, dijo Sansón, que los oficios mudan las costumbres,
podría ser que viéndoos gobernador, no conociésedes á la madre que
s parió.
— Eso allá se ha de entender, respondió Sancho, con los que nacie-
)n en las malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dé-
os de enjundia de cristianos viejos, como yo los tengo; no, sino Ue-
. aos á mi condición, que ¡sabrá usar de desagradecimiento con alguno!
— Dios lo haga, dijo Don Quijote, y ello dirá, cuando el gobierno
enga; que ya me parece que le trayo entre los ojos.
Dicho esto, rogó al !)aciiiller que, si era jjoeta, le hiciese merced de
imponerle unos versos que tratasen de la despedida que pensaba ha-
-r de su señora Dulcinea del Toboso, y que advirtiese que en el prin-
ipio de cada verso había de poner una letra de su nombre, de ma-
era que, con todos los versos, juntando las primeras letras, se leyese
')uLCiNEA DEL ToBoso. El bachiller respondió, que, puesto que él no
ra de los famosos poetas que había en España (que decían que no
ran sino tres y medio), que no dejaría de componer los tales metros;
uuiíue hallaba una dificultad grande en su composición, á causa que
is letras que contenían el nombre eran diez y siete; y que si hacía
uaíro castellanas de á cuatro versos, sobraba una letra; y si de á cin-
j, a quien llaman décimas ó redondillas, faltaban tres letras; pero con
)do eso, procuraría embeber una letra lo mejor que pudiese, de mane-
ii que en las cuatro castellanas se incluyese el nombre de Dulcinea
el Toboso.
— lía de ser así en todo caso, dijo Don Quijote; que si allí no va el
orabre patente y de manifiesto, no hay mujer que no crea que para
lia se hicieron los metros.
Quedaron en esto y en que la partida sería de allí á tres días. En-
argó Don Quijote al bachiller la tupiese secreta, especialmente al
ura y á maese Nicolás, y á su sobrina y al ama, porque no estorbasen
a li(.)urada y valerosa determinación: todo lo prometió Carrasco. Con
to se despidió, encargando á Don Quijote que de todos sus buenos ó
líalos sucesos le avisase, liabiendo comodidad, y así se despidieron, y
anche» fué á poner en orden lo necesario para su jornada.
Í:
CAPITULO V
De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y su mujer
Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación.
^ LEGANDO á escribir el traductor desta historia este quinto ca]>i
tulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho
,^ Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto in-
genio, y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que < I
as supiese; pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con 1-.
que á su oñcio debía, y así prosiguió diciendo:
Llegó Sancho á su casa tan regocijado y alegre, que su riuijer cono
ció su alegría á tiro de ballesta," tanto que la obligó á preguntar!'
«¿Qué traéis, Sancho amigo, que tan alegre venís?»
A lo que él respondió: «Mujer mía. si Dios (quisiera, bien me holga-
ra yo de no estar tan contento como muestro. ^
— No os entiendo, marido, replicó ella, y no sé qué queréis decir en
eso de que os holgárades, si Dios quisiera' de no estar contento: (¡i'
maguer tonta, no sé yo quién recibe gusto de no tenerle.
— Mirad. Teresa, respondió Sancho, yo estoy alegre porque teng^
determinado de volver á servir á mi amo Don Quijote, el cual quieiv
la vez tercera salir á buscar las aventuras; y yo vuelvo á salir con
él, porque lo quiere así mi necesidad, juntó con la esperanza, qu<'
me alegra, de pensar si podré hallar otros cien escudos como los ya
gastados; puesto que me entristece el haberme de apartar de ti y de
mis hijos; y si Dios quisiera darme de comer á pie enjuto v en mi
l'ARTE 8EGUND-4..---CAFÍTULO V 44-7
a.sa, sin traerme por veiicuetos y encrucijadas, pues la .podía hacer a
•oca costa y con no más de quererlo, claro está, que mi alegría fulera
uis lirme y valedera, pues que lasque tengo va mezclada con la trisr^r
a del dejarte; así que, dije l)ieii que holgara, si Dios (juisiera, de ik»
star cí.mteuto . • * .
— Mirad, Sancho, replicó Teresa; después que os hicistes miembro d^
iballero andante, habíais de tan rodeada manera, que no hay quien o^
nlienda. " •! ,
— Basta que me entienda Dios, mujer, respondió Sancho; queéletf eí
itendedor de todüs las cosas; y quédese esto aquí; y advertid, herma-
a. que os conviene tener cuenta estos días con el Rucio, de manera que
^té para armas tomar; dobladle los piensos, requerid la albarda y kí;
jmas jarcias, porque no vamos á bodas, sino á rodear el nmudo, y íi
•ner dares y tomares con gigantes, con endriagos y con vestiglos, y .a
r silbos, rugidos. l>ramidos y baladros. y aun todo esto fuera Hores-de
nitue.-ío. si no tuvií'ramos <|ne entender cini ViiiiL'fit scs v con moros
icantados.
— Bien cree; yo, marido, re[)iieo icii.-.><t, 4U«- i')> csciuieros andantes
) comen el pan de balde; y así, quedaré rogando á nuestro Señor os
.(lue presto de tanta mala ventura. :
— Vo os digo, mujer, respondió Sancho, que si no pensase ant^s
• nmclio tiemi»o verme gobernador de una ínsula, aquí me caería
uerto.
—-Eso no,, marido mío, dijo Teresa; viva la gallina, aunque sea con su
;i)ita. Vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en ól mun;
'• ,^^^^ .iíobierno sali.stes del vientre de vuestra madre, sin gobierna
ibéis vivido hasta ahora, y sin gobierno os iréis, ü os llevarán, á la
])ultura, cuando Dios fuere servido; como esos hay en el mundo qu^
ven sin gobierno, y no por eso dejan de vivir, y de ser contados eu
numero de las gentes. La mejor salsa del miindo es la hambre, y
mo ésta no falta á los pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad,
..ncho, si por ventura os vié redes con algún gobierno, no os olvidéis
mí, y de vuestros hijos. Advertid que Sanckico tiene ya quince años
bales, y es razón que vaya á la escuela, si es que su tío el abad le ha
dejar hecho de la Iglesia. Mirad también' que Mari-Sancha, vuestra
ja, no se morirá si la casamos; que me van dando barruntos que
sea tanto tener marido como vos deseáis veros con gobierne'; y en ñn.
íiii, mejor }»arece la hija mal casada, que bien abarraganada.
—A buena fe, respondió Sancho, que .si Dios me lleva á tener algo
é de gobierno, que tengo de casar, mujer mía, á Mari-Sancha tan
emente, que no la alcancen sino con llamarla señoría.
—Eso no. Sancho, respondió Teresa; casadla con su igual, que es lo
ds acertado; que si de l(js zuecos la sacáis á chapines, y de saya parda
catorceno á verdugado y saboyanas de seda, y de una Mar ka y un
á una doña tal y señoría, no se ha de hallo r la mochacha, y á "cadn
so ha de caer eu mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta v
osera.
r>. p.-xx
30
448 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Calla, boba, dijo Sancho; que todo será usarlo dos ó tres años; qu
después le vendrá el señorío y la gravedad como de molde; y cuand
no, ¿qué importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.
—Medios, Sancho, con vuestro estado, respondió Teresa; no os qu(
ráis alzar á mayores, y advertid al refrán que dice: «Al hijo de tu vec
no, limpíale las narices y métele en tu casa.» Por cierto que sería gei
til cosa casar á nuestra María con un condazo ó con un caballerote, qu(
cuando se le antojase, la pusiese como nueva, llamándola de villaní
hija del destripaterrones y de la pelarruecas. No en mis días marid<
¡para eso, por cierto, he criado yo á mi hija! Traed vos dineros, Sanchí
y el casarla dejadlo á mi cargo; que ahí está Lope Tocho, el hijo d
Juan Tocho, mo/o rollizo y sano, y que le conocemos, y sé que no mir
de mal ojo á la mochadla; y con éste, que es nuestro igual, estará bie
casada, y la tendremos siempre á nuestros ojos, y seremos todos uno!
padres y hijos, nietos y yernos; y andará la paz y la bendición de Dic
entre todos nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en eso
palacios grandes, adonde ni á ella la entiendan, ni ella se entienda.
— Ven acá, bestia y mujer de Barrabás, replicó Sancho; ¿por qu
quieres tú ahora, sin qué ni para qué, estorbarme que no case á n
hija con quien me dé nietos que se llamen señoría? Mira, Teresí
siempre he oído decir á mis mayores que el que no sabe gozar de 1
ventura cuando le viene, que no se debe quejar si se le pasa; y no serí
bien que ahora, que está llamando á nuestra puerta, se la cerremoí
dejémonos llevar deste viento favorable que nos sopla. (Por este mod
ó^ halflar, y por lo que más abajo dice Sancho, dijo el triductor dest
historia que tenía por apócrifo este capítulo). ¿No te parece, anima
prosiguió Sancho, que será bien dar con mi cuerpo en algún gobiern
provechoso, que nos saque el pie del lodo, y casar á Mari-Sancha co
quien yo quisiere... y verás cómo te llaman á ti doña Teresa Panza,
te sientas en la iglesia sobre alcatifa, almohadas y arambeles,- á pesar
despecho de las hidalgas del pueblo? ¡No, sino estaos siempre en u
ser sin crecer ni menguar, como figura de paramento! Y en esto n
hablemos más; que Sanchica ha de ser condesa, aunque tú más n
digas.
— ^^¿Veis cuánto decís, marido?' respondió Teresa; pues con todo eS'
temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición: vos liaced J
que quisiéredes, ora la hagáis duquesa ó princesa; pero seos decir qi
no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, herman
fui amiga- de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundament
Teresa me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, s
añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; Cascajo
llamó mi padre; y á mí, por ser vuestra mujer me llaman Teic'
Panza; que á buena razón me habían de llamar Teresa Cascajo; i'
allá van reyes do jquieren leyes; y con este nombre me contento
que me IB^ pongan ifn don encima, que pese tanto, que no le puo
llevar; y no quiero dar" qué decir á los que me vierentandar vestida ;i ,
condesil ó á lo de gobernadora; que luego dirán: «¡Mirad qué entona'
PARTK SEGUNDA. -CAPÍTULO V 441)
va la pazpuerca! |Ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, y
ha á misa, cubierta la cabeza con la falda de la saya en lugar de man-
u, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no
a conociésemos!» Si Dios me guarda mis siete ó mis cinco sentidos, ó
<is que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto: vos, her-
uano, idos á ser gobierno ó ínsulo, y entonaos á vuestro gusto; que mi
lija ni yo, por el siglo de mi madre, que no nos hemos de mudar un
•aso de nuestra aldea. La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa;
la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro Don
^)uijotc á vuestras aventuras, y dejadnos á nosotras con nuestras malas
( aturas; que Dios nos las mejorará, como seamos buenas; y yo no sé,
'*)]■ cierto, quién le puso á él don, que no tuvieron sus padres ni sus
güelos.
— Ahora digo, replicó Sancho, que tienes algún famiUar en ese cuer-
'o. ¡Vdlate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras,
iu tener pies ni cabeza! ¿Qué tienen (]ue ver el Cascajo, los broches, los
eíranes y el entono con lo (|ue yo digo? Ven acá, mentecata é ignoran-
i' (que así te puedo llamar, pues no entiendes mis razones y vas huyen-
io de la dicha): si yo dijera que mi hija se arrojara de una torre abajo,
que se fuera por esos mundoí-, como se quiso ir la infanta doña Urra-
a, tenías razón de no venir con mi gusto; pero si en dos paletas, y en
lenos de un abrir y cerrar de ojos, te la chanto un don y una señoría
cuestas, y te la saco de los rastrojos, y te la pongo en toldo y en pea-
.a y en un estrado de más almohadas de velludo que tuvieron todos
n su linaje los Almohades de Marruecos, ¿por qué no has de consen-
ir y cpierer lo que yo quiero?
—¿Sabéis por qué, marido?, respondió Teresa. Por el refrán que dice:
C^uien te cubre te descubre.» PÍí/r el pobre todos pasan los ojos como
e corrida, y en el rico los detienen: y si el tal rico fué un tiempo po-
■re. allí es el murmurar y el mal decir y el peor pensar de los maldi--
lentes; que los hay por esas calles á montones, como enjambr<>s de
bejas.
—Mira, Teresa, respondió Sancho, y escucha lo que agora (pncro
ecirte; quizá no lo habrás oído en todos los días de tu vida; y yo ago-
a no hablo de mío; que todo lo que pienso decir son sentencias del i)a-
re predicador que la cuaresma pasada predicó en este pueblo; el cual,
i mal no me acuerdo, dijo que todas las cosas presentes que los ojos
stán mirando, se presentan, están y asisten en nuestra memoria mu-
ho mejor y con más vehemencia que las cosas pasadas. (Todas estas
;iz(mes, que aquí va diciendo Sancho, son las segundas por qüfeh' dice
1 traductor, que tiene por apócrifo este capítulo, que exceden á la ca-
acidad de Sancho, el cual prosiguió diciendo): De donde nace que cuan-
o vemos alguna persona bien aderezada, y con ricos vestidos corapues-
i, y con pompa de criados, parece que por fuerza nos mueve y convi-
a á que la tengamos res])eto, puesto que la memoria en aquel instan-
3 nos represente alguna bajeza en que vimos á la tal persona, la cual
^nominia. aliora sea de pobreza ó de hnaje, como ya pasó, no es, y
450 DON QUIJOTE DE LA l^IANCHA
sólo es lo que vemos presente; y si éste; á quien la tortuna saco^del 1)..
rrador de su bajeza (que por estas mesnias razones lo {lijo el padre) a !a
alteza de su prosperidad, füei'e bien dViado, lilieral y cortes con todo<
V no se pusiere en cuentoá con aquellos que por antigüedad son nobh
ten por cierto Teresa, que no habrá quien se acuerde de lo que tue, siu
quien reverencie lo que es, si no fueren los envidiosos, de quien ningu-
na próspera' fortuna está segura. , i ,
—Yo no os entiendo, marido, replicó Teresa; haced lo que quisiev
des, y no me quebréis más la cabeza con vuestras arengas y retoñe::
V si estáis revuelto en hacer lo cpie decís...
■ — Ilesuelto has de decir, mujer, dijo Sancho, y no revuelta
— Ko os pongáis á disputar, marido, conmigo, respondió ieresa; ><>
liablo como Dios es servido, y no me meto en más dibujos; y digo qu.-
si estáis persuadido en tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro Injo
,Sancho para que desde agora le enseñéis á tener gobierno; que h^o^^ o<
que los hijos hereden v aprendan los oñcios de sus padres.
—En teniendo gobierno, dijo Sancho, enviaré por él por la posta y
te enviaré dineros; cpie no me faltarán, pues nunca taita quien se los
preste á los gobernadores, cuando no los tienen; y vístele de modo que.
disimule lo que es, y parezca lo que ha de ser.
-Enviad vos dhíero, dijo Teresa; que yo os lo vestiré como un ]kú-
™!^En efeto. quedamos de acuerdo, dijo Sancho, de que ha de ser cn-
"^""-E^Tlírque yo la viere condesa, respondió Teresa, ese haré cue,u.
que la entierro; pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gu.
que con esta cai^a nacemos las mujeres, de estar obedientes a los n.
ridos aunque sean unos porros; y en esto comenzó a llorar tan áe ^^
ras, como si va viera muerta y enterrada a Sanchica.
Sancho la consoló, diciéndole que ya que la hubiese de hacei con-
desa, la haría todo lo más tarde f,ue ser pudiese. Con esto se acabo ^^
plática, y, al otro día, Sancho volvió á ver a Don Quijote, paia dai or
den en su partida.
CAIMTIL*» \l
De lo que le pasó á Don Quijote con su sobrina y con su ama; y es uno de (os
más importantes capítulos de toda la historia.
N tanto que Sancho l*auza y su mujer Teresa Cascajo patsanm
L\ impertinente reíerida j)lática. no estaban ociosas la sobrina y
el ama de Don Quijote, que por mil señales iban coligiendo
que su tío y señor quería desgarrarse la vez tercera, y volver
al ejercicio de su, para ellas, mal andante caballería. Procuraban por
todas las vías posibles apartarle de tan mal pensamiento; })ero todo era
j)redicar en desierto y majar en hierro frío. Con todo esto, entre otras
nuichas ra/ones que ul otro día con él pasaron, le dijo el ama: <Kn
verdad, señor mío, que si vuesa merced u<j aíirma el pie llano, y se esta
(juedo en su casa, y se deja de andar por los montes y por los valles
como ánima en pena, buscando esas que dice que se llaman aventuras,
á (jjuien yo llamo desdichas, ([ue me tengo de quejar en voz y en grito
á Dios y al Rey, que pongan remedio en ello.5>
A lo que respondió Don Quijote: «Ama, lo. que Dios responderá á
tus ([uejas, yo no lo sé, ni lo que ha de responder su Majestad, tampo
co; y sólo sé qiie si yo fuera rey, me excusara de responder á tanta in-
tinidad de memoriales impertinentes como cada día les dan; que uno
de los mayores trabajos que los reyes tienen, entre otros muchos, es el
estar obligados á escuchar á todos y á responder á todos; y así, no
querría yo que cosas mías le diesen pesadumbre. ^^
A lo que dijo el ama: v; Díganos, señor: en la Corte de su Majestad,
¿no hay caballeros?»
452 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— 8í, respondió Don Quijote, y muchos, y es razón (|ue los haya para
adorno de la grandeza de los príncipes y para ostentación de la maje-
taü real.
—Pues ¿no sería vuesa merced, replicó ella, uno de los Cjue i\ pie
quedo sirviesen á su Rey y señor, estándose en la Corte?
— Mira, amiga, respondió Don Quijote: no todos los caballeros pue-
den ser cortesanos, ni todos los eoi-tesanos pueden ni deben ser caba-
lleros andantes. De todos ha de haber en el mundo; y aunque todos
seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos á los otros; porque
los cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la Corte,
se pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin costarles blancn
ni padecer calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros, los caballeros
andantes verdaderos, al sol, al frío, al aire, á las inclemencias del cielo.
de noche y de día, á pie y a caballo, medimos toda la tierra con nues-
tros mismos pies, y no solamente conocemos los enemigos pintado-,
sino en su mismo ser; y en todo trance y en toda ocasión los acometí
mos, sin mirar en niñerías ni en las leyes de los desafíos, si lleva ó \\<>
lleva más corta la lanza ó la espada, si trae sobre sí reliquias ó algún
engaño encubierto, si se hade partiry hacer tajadas el sol ó no, con otras
ceremonias de este jaez, que se usan en los desafíos particulares de
persona á persona, que tú no sabes, y yo sí. Y has de saber más: qvic
al buen Cíiballero andante, aunque vea diez gigantes que con las calx'
zas, no sólo tocan, sino pasan las nubes, y que á cada uno le sirven dr
piernas dos grandísimas torres, y que los brazos semejan árboles de
gruesos y poderosos navios, y cada ojo como una gran rueda de moli-
no, y más ardiendo que un horno de vidrio, no le han de espantar en
manera algun.n; antes con gentil continente y con intrépido corazón k»s
ha de acometer y embestir, y, si fuere posible, vencerlos y desbaratar-
los en un j)equeño instante, aunque viniesen armados de unas conchas
de un cierto pescado, que dicen que son más duras que si fuesen de
diamantes, y en lugar de espadas trajesen cuchillos tajantes de damas-
quino acero ó porras forradas con puntas asimismo de acero, como yo
las he visto más de dos veces. Todo esto he dicho, ama mía, porque
veas la diferencia que hay de unos caballeros á otros; y sería razón que
no hubiese príncipe que no estimase en más esta segunda, ó por me-
jor decir, primera especie de caballeros andantes; que, según leemos
en sus historias, tal ha habido entre ellos, que ha sido la salud, no sólo
de un reino, sino de muchos.
— ¡Ah. señor mío!, dijo á esta sazón la sobrina; advierta vuesa mer-
ced que todo eso que dice de los caballeros andantes es fábula y men-
tira; y sus historias, ya que no las quemasen, merecían que á cada una
se le echase un sambenito, ó alguna señal en que fuese conocida por
infame y por gastadora de Jas buenas costumbres.
— ¡Por el Dios que me sustenta, dijo Don Quijote, que si no fueras
mi sobrina derechamente, como hija de mi misma hermana, que había
de hacer ud tal castigo en ti, por la blasfemia que has dicho, que
sonara por todo el mundo! ¡Cómo! ¿Que es posible que una rapaza, que
PARTE SEGUNDA. — CAPITULO VI
453
I penas sabe menear doce palillos de randas, se atreva á poner lengua y
I censurar las historias de los caballeros andantesV ¿Qué dijera el señor
lUiadís, si lo tal overaV Pero á ))ucn seguro (jue él te |)erdonara, porcjue •
lié el mas humilde y cortés caballero de su tiempo, y demás grande
mparador de las doncellas; mas tal te pudiera haber oído, que no te
aera bien dello; que no todíjs son corteses ni bien mirados; algunos hay
ollones y descomedidos; ni todos los que se llaman caballeros lo son de
jdo en todo; que unos son de oro, otros de al(.[uimia, y todos parecen
aballeros, pero no todos pueden estar al to([ue de la })iedra de la ver-
ad. Hombres bajos hay, ({ue revientan por parecer caballeros, y caba-
leros altos hay, cjue parece que á posta mueren por parecer hombres
•ajos: aquéllos se levantan ó con la ambición ó con la virtud, éstos se
bajan ó con la flojedad (> con el vicio; y es menester aprovecharnos
leí conocimiento <liscreto para distinguir estas dos maneras de caballe-
os, tan parecidos en los nond>res y tan distintos en las acrciones.
— ¡Válame Dios!, dijo la sol)riua; ¡que sepa vuesa merced tanto, señor
ío. (|ue si fuese menester en una necesidad, podría subir en un púlpi-
o, é irse á predicar ]>or esas calles, y que con todo esto, dé en una ce-
guera tan grande y en una sandez tan conocida, (jue se dé á entender
[ue es valiente siendo viejo, cjue tiene fuerzas estando enfermo, y (jue
íudereza tuertos estando j)or la edad agobiado, y sobre todo que es ca-
)allero no lo siendo, ponjue aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo
;on los pobres!
— Tienes mucha razón, sobrina, en lo ({ue dices, i'cspondió Don Qui-
ote; y cosas te pudiera yo decir cerca de los linajes, (jue te admiraran;
)ero, por no mezclar lo divino con lo humano, no las digo. Mirad, ami-
bas: á cuatro suertes de linajes (y estadme atentas) se pueden reducir
odos los que hay en el mundo, que son estos: unos, (jue tuvieron prin-.
•ipios humildes, y se fueron extendiendo y dilatando hasta llegar á una
suma grandeza; otros, que tuvieron })rinci})ios grandes y lo fueron con-
servando, y los conservan y mantienen en el ser que comenzaron; otros,
|ue aunque tuvieron principios grandes, acabaron en puntal como pirá-
mide, habiendo disminuido y aniquilado su principio hasta parar en
nonada, como lo es la punta de la pirámide, que respeto de su basa ó
asiento no es nada; otros hay, y estos son los más, que ni tuvieron
principio bueno, ni razonable medio, y así tendrán el fin sin nombre,
eonio el linaje de la gente plebeya y ordinaria. De los primeros, que
tuvieron principio humilde, y subieron á la grandeza que agora conser-
van, te sirva de ejemplo la casa otomana, que de un humilde y baj(>
l)astor, que le dio principio, está en la cumbre que la vemos. Del segun-
do linaje, que tuvo principio en grandeza, y la conserva sin aumentarla,
serán ejemplo muchos príncipes, que por herencia lo son y se conser-
van en ella, sin aumentarla ni diminuirla, conteniéndose en los límites
de sus estados })acííicamente. De los que comenzaron grandes y acaba-
ron en punta, hay millares de ejemplos; porque todos los Faraones
y Tolomeos de Egipto, los Césares de Roma, con toda la caterva (si es
que se les puede dar este nombre) de infinitos príncipes, monarcas, se-
454 DON QUIJOTE DE LA MxVNCHA
ñores, medos, asirios, persas, griegos y bárbaros, todos estos linaje-
señoríos han acabado en punta y en nonada, así ellos como los c{ue lu-
dieron principio, pues no será posible hallar agora ninguno de sus dv-
cendientes, y si le hallásemos, sería en bajo y humilde estado. Del
linaje plebeyo no tengo que decir sino que sirve sólo de acrecentar el
número de los que viven, sin que merezca otra fama ni otro elogio -m
grandeza. De todo lo dicho quiero que infiráis, bobas mías, que < ->
grande la confusión que hay entre los linajes, y que solos aquel! •-
parecen grandes y ilustres, que lo muestran en la virtud y en la ri(|iii'
7,a y liberalidad de sus dueños. Dije virtud, riqueza y liberahdad, por<n; •
<3l grande que fuere vicioso, será vicioso grande, y el rico no liberal s»
un avaro mendigo; que al poseedor de las riquezas no le hace dicho-
el tenerlas, sino el gastarlas, y no el gastarlas como C[uiera, sino el sa
herías bien gastar. Al caballero pobre no le queda otro camino para
mostrar que es caballero, sino el de la virtud, siendo afable, bien criado,
cortés, comedido y oficioso (no soberbio, no arrogante, no murmura-
dor), y sobre todo, caritativo; que con dos maravedís que con ánimo
iilegre dé al pobre, se mostrará tan liberal como el que á caaipana lif-
i'ida da limosna; y no habrá quien le vea adornado de las referidas vir-
tudes, que aunque no le conozca, deje de juzgarle y tenerle por de
buena casta, y el no serlo sería milagro; y siempre la alabanza fué
l^remio de la virtud, y los virtuosos no pueden dejar de ser alabados.
Dos caminos ha}', hijas, por donde pueden ir los hombres y llegar á
.-;er ricos y honrados: el uno es el de las letras, otro el de las armas. Yo
tengo más armas que letras, y nací, según me inclino á las armas, de-
bajo de la influencia del i)laneta Marte; así que, á mí me es forzoso se-
guir por su camino, y por él tengo de ir á pesar de todo el mundo; y
será en balde cansaros en persuardirme á que no quiera yo lo que los
cielos cjuieren: la fortuna ordena y la razón pide, y sobre todo, mi vo-
luntad desea; pues con saber, como sé, los innumerables trabajos que
f^on anejos al andante caballería, sé también los infinitos bienes que se
alcanzan con ella, y sé que la senda de la virtud es mu}- estrecha, y el
icamino del vicio ancho y espacioso, y sé que sus fines y paraderos son
diferentes; porque el del vicio, dilatado y espacioso, acaba en muerte; y
el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se
acaba, sino en la que no tendrá fin;. 3- sé como dice el gran poeta castc
llano nuestro, fjue
Por estas asperezas so camina
I)e la inmortalidad al alto asiento.
Do nunca arriba quien de allí declina.
— ¡Ay desdichada de mí!, dijo la sobrina, ¡que también mi señor es
poeta! Todo lo sabe, todo lo alcanza; yo apostaré que si quisiera ser al-
bañil, que supiera fabricar una casa como una jaula.
— Yo te prometo, sobrina, respondió Don (Quijote, que si estos pen-
samientos caballerescos no me llevasen tras sí todos los sentidos, que
no habría cosa que yo no hiciese ni curiosidad (|ue no saliese de mis
manos, especialmente jaulas y palillos de dientes.
l'AIM'E SKUUNDA. CAPITULO VI
4a;")
A este tiempo Uiuiiaron ú la puerta, y preguntando (luién llamaba,
espondió Sancho l'anza que él era; y apenas- le hubo conocido el ama,
uando corrió á esconderse por no verle: tanto le aborrecía. Abrióle la
obrina, salió á recilárle con los brazos abiertos su señor Don Quijote,
encerráronse los dos en su aposento, donde tuvieron otro colofiuio,
|ue no le hace ventnj;) el pasado.
"5
cAPrrrLO vii
De lo que pasó Don Quijote con su escudero, con otros sucesos famosísimos
PENAS vio el ama que Sancho Tanza se encerraba con su señor
cuando dio en la cuenta de sus tratos; y iniaf^inando que d(
aquella consulta había de salir la resolución de su tercera sa
hda, y tomando su manto, toda llena de congoja y pesadum
bre, se fué á buscar al bachiller Sansón Carrasco, jjareciéndole que ])0]
ser bien hablado, y amigo fresco de su señor, le podría jíersuadir á < {U<
dejase tan desvariado propósito. Hallóle paseándose por el patio de si
casa, y en viéndole, se dejó caer ante sus pies, trasudando y congojosa
(,'Uando la vio Carrasco con ]imestras tan doloridas y sobresaltadas
le dijo: «¿Qué es esto, señora ama? ¿Qué le ha acontecido, que parecí
que se le quiere arrancar el ulma? »
— No es nada, señor Sansón mío, sino que mi amo se sale; sálese
sin duda.
— ¿Y por dónde se sale, señora?, preguntó Sansón; ¿básele roto algu
na parte de su cuerpo?
— No se sale, respondió ella, sino por la puerta de su locura; quiere
decir, sefior bachiller de mi ánima, que quiere salir otra vez (que coi
ésta será la tercera) á buscar por ese mundo lo que él llama aventuras
que yo no puedo entender cómo les da este nombre. La vez primerí
nos le volvieron atravesado sobre un jumento, molido á palos; li
segunda vino en un carro de bueyes, metido y encerrado en una jaula
adonde él se daba á entender que estaba encantado, y venía tal (■
PARTE 8EGUNDA. CAPITULO VII 457
ste, que no le conociera la madre cjue le parió; flaco, amarillo, los
)S hundidos en los últimos camaranchones del celebro; que para
berle de volver al.mín tanto en sí, o;asté más de seiscientos huevos,
ino lo sabe Dios y todo el mundo, y mis í^allinas, que no me dejarán
:-ntir.
— Eso creo yo muy bien, respondió el bachiller; (¡ue ellas son tan
lenas, tan gordas y tan bien criadas, que no dirán una cosa por otra,
reventasen. En efeto. señora ama, ¿no hay otra cosa, ni ha sucedido
'O desmán alguno, sino el que se teme que quiere hacer el señor
m QuijoteV
— Xo, señor, res})ondió ella.
— Pues no tenga pena, respondió el l).\chiller. sino vayase en hora
ena á su casa, y téngame aderezado de almorzar alguna cosa calien-
y de camino vaya rezando la oración de Santa Apolonia, si es que la
:)e; que yo iré luego allá, y verá maravillas.
— ¡Cuitada de mí!, replicó el ama: ¿la oración de santa Apolonia dice
esa merced que receV P^so fuera si mi amo lo hubiera de las muelas;
ro no la ha sino de los cascos.
— Yo sé lo que digo, señora ama; vayase, y no se ponga á disputar
innigo, pues sabe que soy bachiller por Salamanca, que no hay más
e bachillear, respondió Carrasco; y con esto se fué el ama, y el l)a-
iller fué luego á buscar al Cura, á comunicar con él lo que se dirá ¡i
tiempo.
En el que estuvieron encerrados Don Quijote y Sancho, pasaron las
'.ones que con nmcha puntualidad y verdadera relación cuenta la
^toria.
Dijo Sancho á su amo: «Señor, ya yo tengo medio relucida á mi mu-
' á que me deje ir con vuesa merced adonde quisiere llevarme. »
— Reducida has de decir, Sancho, dijo Don Quijote; que no relu-
la.
— Una ó dos veces, respondió SancKo, si mal no me acuerdo, he
plicado á vuesa merced que no me enmiende los vocablos, si es que
tiende lo que quiero decir en ellos, y que cuando no los entienda,
:;a: «Sancho, ó diablo, no te entiendo»; y si yo no me declarare, en-
ices podrá enmendarme; que yo soy tan fócil...
— No te entiendo, Sancho, dijo luego Don (Quijote; pues no sé qué
iere decir «soy tan fócil».
— «Tan fócil». quiere decir, respondió Sancho, «soy tan así».
— Menos te entiendo ahora, replicó Don Quijote.
— Pues si no me puede entender, respondió Sancho, no sé cómo lo
:í\; no sé más, y Dios sea conmigo.
— Ya, ya caigo, respondió Don Quijote, en ello: tú quieres decir que
^s tan dócil, blando y mañero, (jue tomarás en cuenta lo ([ue yo te
ere, y pasarás por lo que te enseñare.
— Apostaré yo, dijo Sancho, que desde el emprincipio me caló y me
tendió, sino que quiso turbarme, por oirme decir otras docientas pa-
•hadas.
458 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Podría ser, replicó Don Quijote. Y, en eíeto, ¿qué dice Teresa.-'
— ^Teresa dice, dijo Sancho, que ate bien mi dedo con vuesa merced
y que hablen cartas y callen barbas, porque quien destaja no baraja
})ues más vale un toma que dos te daré; y yo digo que el consejo de L
mujer es poco, y el que no le toma es loco.
— Y yo lo digo también, respondió Don Quijote. Decid Sancho ami
go; pasad adelante; c[ue habláis hoy de perlas.
— Es el caso, replicó Sancho, que, como vuesa merced mejor sabe
todos estamos sujetos á la nmerte, y que hoy somos y mañana no, y (|Ui
tan presto se va el cordero como el Carnero, y que nadie })uede prome
terse en este mundo más horas de vida de las que Dios quisiere darle
porque la muerte es sorda, y cuando llega á llamar á las puertas d
nuestra vida, siempre va de priesa, y no la harán detener ni ruegos, b
fuerzas, ni cetros, ni mitras, según es pública voz y fama, y según no
lo dicen por esos pulpitos.
— Todo eso es verdad, dijo Don (,^uijote; })ero no sé dónde v¡i>
}>arar.
— Voy á parar, dijo Sandio, en que vuesa merced rae señale sa
lario conocido, de lo que me ha de dar cada mes, el tiempo c^ue 1
sirviere, y que el tal salario se me pague de su hacienda; que n>
quiero estar á mercedes, que llegan tarde ó mal ó nunca; con lo mí
me ayude Dios. Kn ñn, yo quiero saber lo que gano, poco ó much'
que sea; que sobre un huevo pone la gallina, y muchos i)ocos hace]
un mucho, y nnentras se gana algo no se pierde nada. Verdad se.
(|ue si sucediese (lo cual ni lo creo ni lo desespero) que vuesa merce(
me diese la ínsula que me tiene prometida, no soy tan ingrato ni llev
las cosas tan por los cabos, que no querré que se aprecie lo que mon
tare la renta de la tal ínsula, y se descuente de mi salario, gata ]K)
cantidad.
— Sancho amigo, respondió Don (Quijote, á las veces tan buena siiel
ser una rata como una gata.
— Ya entiendo, dijo Sancho; yo apostaré que había de decir ratí/,
no gota: pero no imjjorta nada, pues vuesa merced me ha entendido.
— Y tan entendido, respondió Don (Quijote, que he penetrado 1
último de tus pensamientos y sé al blanco que tiras con las innuinen
bles saetas de tus refranes. Mira, Sancho, yo bien te señalaría salarie
si hubiera hallado en alguna de las historias de los caballeros andante
ejemplo que me descubriese y mostrase por algún pequeño resquici
qué es lo que los escuderos solían ganar cada mes ó cada año; pero y
he leído todas ó las más de sus historias, y no me acuerdo haber Icíd
(|ue ningún caballero andante haya señalado conocido salario a í-
escudero; sólo sé que todos servían á merced, y que cuando mcín
se lo pensaban, si á sus señores les había corrido bien la suerte, í
hallaban premiados con una ínsula ó con otra cosa equivalente, y pe-
lo menos quedaban con título y señoría. Si con estas esperanzas
advertimientos, vos, Sancho, gustáis de volver á servirme, sea en buer
hora; que pensar que yo he de sacar de sus términos y quicio la anl
PAKTE segunda. CAPÍTULO. TIÍ 45i>
na nsair/a de la caballería andante, es pensar en lo excusado. Así
ue, Sancho uno, volveos á vuestra casa y deelaiad a vuestra Teresa mi
itencion; y si ella jiustare y vos «íustJirefles de esíar á merced conmigo,
^ne qnidem: y si uo, tan amigos como de antes; que si al palomar no le
ilta celDo, no le faltarán palomas; y advertid, hijo, tjue vale más bue-
a esj>eranza ([ue ruin posesión, y buena oferta que mala paga. Hablo
esta manera, Sandio, por daros á entender que también, corno vos, sé
o aiTOJar refranes como llovidos; y tinahnente, (quiero decir, y os digo,
ue si no queréis venir á merced conmigo' y correr la suerte que yo co-
•iere, que Dios (juede cf)n vos y os liaga un santo; que á mí no me fal-
irán escuderos más obedientes, mas solícitos y no tan empachados ni
in habladores como vos.
Cuando Sancho oyó la firme resoluci()n de su amo, se le anublo el
icio y se le cayeron las alas del corazón, ponjue tenía creído que su se-
or no se iría sin él por todos los haberes del mundo; y así estando sus-
■enso y pensativo, entn') Sansón ( 'arrasco, y el ama y la sobrina, deseó-
os de oir con (jué razones persuadía á su señor que no tornase á hús-
ar las aventuras.
Llegó Sansón, so(!aiTÓn famoso, y abrazándole como la vez primera,
on voz levantada le dijo: «¡Oh ttor de la andante caballería! ¡Oh luz
esplandeciente de las armas! ¡Oh honor y esjiejo de la nación española!
*lega á r>ios Todopoderoso, donde nicis largamente se contiene, que la
•ersona ó personas (jue j)usieren impedimento y estorl>aren tu tercera
alida, que no la hallen en el lal)erinto de sus deseos ni jamás se les
umpla lo que más desearen!* Y volviéndose al ama, le dijo: «Bien
uede la señora ama no rezar más la oraci()n de santa Apolonia; que
o sé que es determinación precisa de las esferas que el señor Don
Quijote vuelva á ejecutar sus antiguos y nuevos pensamientos; y yo
ucargaría mucho mi conciencia si no instigase y i)ers'uadiese á este
aballero que no tenga más tiempo encogida y detenida la fuerza de su
aleroso brazo y la bondad de su ánimo valentísimo, porque defrauda
on su tardanza el derecho de los tuertos, el amparo de los huérfanos,
i honra de las doncellas, el favor de las viudas y el arrimo de las ca-
adas, y otras cosas deste jaez, que tocan, atañen, dependen y son ane-
as á la Orden de la caballería andante. Ea. señor Don Quijote mío,
lermoso y bravo, antes hoy que mañana, se ponga vuesa merced y su
;ran rocín, en camino; y si alguna cosa faltare \rá.vñ ponerlo en ejecu-
ión, aquí estoy yo para suplirla con mi persona y hacienda; y si fuere
lecesidad servir á su magnificencia de escudero, lo tendré á felicísima
entura».
A esta sazón dijo Don Quijote, volviéndose á Sancho: «¿No te dije
o, Sancho, que me habían de sobrar escuderos? ¡Mira quién se ofrece
. serlo, sino el íijíílito, bachiller Sansón Carrasco, perpetuo trastulo y
ogocijador de los i)atios de las escuelas salmanticenses, sano de su
)ersona, ágil de sus miembros, callado, sufridor así del calor como del
río, así de la hambre como de la sed, con todas aquellas partes que se
equieren para ser escudero de un caballero andante! Pero no permita
460 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
el cielo que, por seguir mi gusto, desbarate y quiebre la coluna de las
letras y el vaso de las ciencias, y tronque la palma eminente de las
buenas y liberales artes. Quédese el nuevo Sansón en su patria, y hon-
rándola, honre juntamente las canas de sus ancianos padres; que yo
con cualquier escudero estaré contento, ya que Sancho no se digna de
venir conmigo.»
— -Sí digno, respondió Sancho, enternecido y llenos de lágrimas los
ojos; y prosiguió : No se dirá por mí, señor mío: el pan comido y la
compañía deshecha. Sí, que no vengo yo de alguna alcurnia desagra-
decida; que ya sabe todo el mundo, y especialmente mi pueblo, quién
fueron los Panzas, de quien yo deciendo; y más que tengo conocido y
calado por muchas buenas obras y por más buenas palabras, el deseo
que vuesa merced tiene de hacerme merced; y si me he puesto en cuen-
tas de tanto más cuanto acerca de mi salario, ha sido por complacer á
mi mujer, la cual, cuando toma la mano á persuadir una cosa, no hay
mazo que tanto apriete los aros de una cuba como ella aprieta á que se
haga lo que quiere; pero, en efeto, el hombre ha de ser hombre, y la
mujer, mujer; y pues yo soy hombre donde quiera (que no lo puedo
negar), también lo quiero ser en mi casa, pese á quien pesare; y así no
hay más que hacer sino que vuestra merced ordene su testamento con
su codicilo, en modo que no se pueda revolcar, y pongámonos luego en
camino, porque no padezca el alma del señor Sansón, que dice que sr
conciencia le lita que persuada á vuesa merced á salir vez tercera por
ese mundo; y yo de nuevo me ofrezco á servir á vuesa merced fiel y
legahnente, tan bien y mejor (jue cuantos escuderos han servido á ca-
balleros andantes en los pasados y presentes tiempos.
Admirado quedó el bachiller de oir el término y modo de hablar de
Sancho Panza; que puesto que había leído la primera historia de su se-
ñor, nunca cr&yó que era tan gracioso como allí le pintan; pero oyén-
dole decir aliora «testamento y codicilo que no se pueda revolcar y, en
lugar de «testamento y codicilo que no se pueda reroc«r», creyó todo lo
({ue del había leído, y confirmólo por uno de los más solemnes mente-
catos de nuestros siglos, y dijo entre sí que tales dos locos como amo y
mozo no se habrían visto en el mundo. Finalmente, Don Quijote y
Sancho se abrazaron y quedaron amigos; y con parecer y beneplácito
del gran Carrasco, que por entonces era su oráculo, se ordenó que de
allí á tres días fuese su partida, en los cuales habría lugar de aderezar
lo necesario para el viaje y de buscar una celada de encaje, que en to
das manera?, dijo Don Quijote que la había de llevar. Ofreciósela San-
són, porque sabía no se la negaría un amigo suyo que la tenía; jmesto
([ue estaba más escura por el orín y el moho, que clara y liinpia \)ov el
terso acero.
Los maldiciones que las dos, ama y sobrina, echaron al bachiller uc
tuvieron cuento; mesaron sus cabellos, arañaron sus rostros, y al
modo de las endechaderas que se usaban, lamentaron la partida come
si fuera la muerte de su señor. El designio que tuvo Sansón para per
suadirle á que otra vez saliese, fué hacer lo que adelante cuenta
PAUTE SEGUNDA. CAIUTULO VH
461
a historia; todo por consejo del Cura y del barbero, con quien él
ntes lo había comunicado. Fa\ resolución, en aquellos tres días Don
Quijote y Sancho se acomodaron de lo que les pareció convenirles, y
labiendo aplacado Sancho á su mujer, y Don Quijote á su sobrina y á
u ama, al anochecer, sin que nadie lo viese sino el bachiller, que quiso
icompañarles media legua del lugar, se pusieron en camino del Tobo
o. Don Quijote sobre su buen Rocinante, y Sancho sobre su antiguo
lucio, proveídas las alforjas de cosas tocantes á la bucólica, y la bolsa
le dineros, que le dio Don Quijote para lo, que se ofreciese. Abrazóle
-Sansón, y suplicóle le avisase de su Iniena ó mala suerte, para alegrar-
le con ésta ó entristecerse con aquélla, como las leyes de su amistad pe-
lían. Prometióselo Don Quijote; dio Sansón la vuelta á su lugar, y loa
los tomaron la de la gran ciudad del Toboso.
X-:
CATÍTULO VIH
Donde se cuenta lo que le sucedió á Don Quijote, yendo á ver su señora
Dulcinea del Toboso.
EXDITO HiiA el poderoso Alá!, dice Hameíe Beneiigeli al eoinien-
1^ zo deste octavo capítulo; ¡bendito sea Alá!, repite tres veces; y
LT# dice que da estas bendiciones . por ver que tiene ya en campaña
á Don Quijote y á Sancho, y que los letores de su agradabk
historia pueden hacer cuenta que desde este punto comienzan las haza
ñas y donaires de Don (¿uijote y de su escudero; persuádeles que se leí-
olviden las pasadas caballerías del Ingenioso Hidalgo, y poníjan los ojos
en las que están por venir, que desde agora en el camino del Tobóse
comienzan, como las otras comenzaron en los campos de Montiel; y nc
es mucho para lo que pide para tanto como él promete, y así prosioue
diciendo:
Solos quedaron Don Quijote y Sancho, y apenas se hubo apartadc
Sansón, cuando comenzó á relinchar Rocinante y á sospirar el Rucio,
que de entrambos, caballero y escudero, fué tenido á buena señal y ])0i
felicísimo agüero; aunque, si se ha de contar la verdad, más fueron
los sospiros y rebuznos del Rucio qne los relinchos del ro.cín, de donde
coligió Sancho que su ventura había de sobrepujar y ponerse encima
de la de su señor, fundándose no sé en qué astrología judiciaria que éi
se sabía, puesto que la historia no lo declara; sólo le oyeron decir que
cuando tropezaba ó caía, se holgara no haber salido de casa, porque
del tropezar ó caer no se sacaba otra cosa sino el zapato roto y las. eos
tillas quebradas; y aunejue tonto, no andaba en esto muy fuera de ca
mino.
Díjole Don Quijote: «Sancho amigo, la noche se nos va entrando í
más andar y con más escuridad de la que habíamos menester pan
PARTE SEGUNDA. CAPITULO VIII
4()P>
alcanzar á ver con el día al Toboso, adonde tengo determinado de, ir
wtes que en otra ventura me ponga, y allí tomaré la bendic ón y buena
ucencia de la sin par Dulcinea, con la cual licencia pienso y ten^o par
:;ierto de acabar y dar felice cima á toda peligrosa aventura, porque
linguna cosa desta vida bace más valientes á los caballeros andantes^
|ue verse favorecidos de sus damas.»
— Yo así lo creo, respondió Sandio; pero tengo por diticultoso que
v^uesa merced pueda bablarla ni verse con ella, en parte u lo menos que
pueda recebir su bendición, si ya no se la echa desde las bardas del co-
rral, por ionde yo la vi la vez postrera, cuando le llevé la carta donde
iban las imovas de las sandeces y locuras <iue vuesa meived <|uedal){i.
haciendo en d corazón de Sierra Morena.
— ¡Bardas de corral se te antejaron aquellas, Sanclu», dijo Don t^ui-
ijcte. adonde ó por donde viste aquella jamás bastantemente :ilnbadír
Mas liiuiui! los Suspiros y rebuznos del iUuiu .jiit l.j.s icIíücIioh del n.uiii.
¡tileza y hermosura! No debían de ser sino galerías ó corredores ó Ion-.
- () como las llaman, de ricos y reales palacios.
— Todo pudo ser, respondió Sancho; pero á mí bardas me parecieron;
í8Í no es que soy falto de memoria.
— Con todo eso, vamos allá, Sancho. re})licó Don Quijote, que como
^0 la vea, eso se me da que sea por bardas que por ventanas ó por res
inicios ó verjas de jardines, que cualquier rayo que del sol de su belie^
legue á mis ojos alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi cera-
...i de modo, que quede único y sin igual en la discreción y eu la \ a-
entía.
— Pues, en verdad, señor, respondió Sancho, que cuando yo vi ese soí
le la señora Dulcinea del Toboso, que no estaba tan claro, que pudiese
■<har de sí rayos algunos, y debió de ser que como su merced estaba
lechando aquel trigo que dije, el mucho polvo que cacaba se le puso
íomo nube ante el rostro y se le escureció.
— ¿Que todavía das, Sancho, dijo Don Quijote, en decir, en pensar';
B. P.— XX u
464 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
en creer y en porñar que mi señora Dulcinea aechaba trigo, siendo es(
un menester y ejerjicio que va desviado de todo lo que hacen y debei
liacer las personas principales que están constituidas y guardadas parí
otros ejercicios y entretenimientos, que muestran á tiro de ballesta su
principahdad? Mal se te acuerdan á ti, ¡oh Sanche!, aquellos versos d-
nuestro poeta, donde nos pinta las labores que hacían, allá en sus me
radas de cristal, aquellas cuatro ninfas que del Tajo amado sacaron la i
cabezas, y se sentaron á labrar en el prado veide aquellas rica¿ tela
que allí el ingenioso poeta nos describe, que todas eran de oro, sirgo ;\
perlas compuestas y tejidas, y desta manera debía de ser la de mi sí
ñera cuando tú la viste; sino que la envidia que algún mal encantado
debe de tener á mis cosas, todas las que me han de dar gusto trueca
vuelve en diferentes figuras que ellas tienen, y así temo que en aquel!
liistoria, que dicen que anda impresa de mis hazañas, si por ventura h
sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá puesto unas cosas pe
otras, mezclando con una verdad mil mentiras, divirtiéndose á coEta
otras acciones, fuera de lo que requiere la continuación de una verdí
dera historia. ¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las vi
tudes! Todos los vicios, Sancho traen un no sé qué de deleite consigí
pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias.
— Eso es lo que yo digo también, respondió Sancho, y pienso que e
esa leyenda ó historia que nos dijo el bachiller Carrasco que de no
otros había visto, debe de andar mi honra á «coche acá, cinchado»,
como dicen, al estricote, aquí y allí, barriendo las calles. Pues á fe ( i
bueno, que no he dicho yo mal de ningún encantador, ni tengo tant(
bienes, que pueda ser envidiado. Bien es verdad que so}^ algo ma]
cioso y que tengo mis ciertos asomos de beltaco; pero todo lo cubre
tapa la gran capa de la simpleza mía, siempre natural y nunca arti:
ciosa, y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre ere
firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree
santa Iglesia católica romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, (
los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarn
bien en sus escritos; pero digan lo que quisieren, que desnudo na(
desnudo me hallo, ni pierdo ni gano; aunque, por verme puesto en
bros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da un hij
que digan de mí todo lo que quisieren.
— Eso me parece, Sancho, dijo Don Quijote, á lo que sucedió á i
famoso poeta destos tiempos, el cual, habiendo hecho una malicio
sátira contra todas las damas cortesanas, no puso ni nombró en ella
una dama, que se podía dudar si lo era ó no, la cual, viendo que i
estaba en la lista de las demás, se quejó al poeta, diciéndole que q
había visto en ella para no ponerla en el número de las otras, y q
alargase la sátira y la pusiese en el ensanche; si no, que mirase para
que había nacido. Hízolo así el poeta, y púsola cual no digan duem
y ella quedó satisfecha por verse con fama, aunque infame. Tambi •
viene con esto lo que cuentan de a|uel pastor que puso fuego
abrasó el templo famoso de Diana, contado por una de las siete n
PARTE SEGUNDA. CAPITULO VIH 4(55
•avillrts del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre en los siglos
nideros; y aunque se mandó que nadie le nombrase, ni hiciese por
¡abra ó por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el
in de su deseo, todavía se sui)o que se llamaba Eróstrato. También
'lnde á esto lo que sucedió al grande emperador Carlos Quinto con un
I callero en Roma. Quiso ver el Emperador aquel famoso templo de la
tunda, que en la antigüedad se llamó el templo de todos los dioses, y
ira, con mejor advocación, se llama de todos los santos, y es el edi-
lo que nvas entero ha quedado de los que alzó la gentilidad en Roma,
. s el que más conserva la lama de la grandiosidad y magnificencia
sus fundadores. El es de hechura de una media naranja, grandísimo
extremo, y está muy claro, sin entrarle otra luz que la que le con-
ie una ventana (ó por mejor decir, claraboya) redonda, que está en
cima, desde la cual, mirando el Emperador el edificio, estaba con él
i su lado un caballero romano, declarándole los primores y sutilezas
aquella gran máquina y memorable arquitetura, y habiéndose qui-
lo de la claraboya, dijí) al Emperador: <Mil veces. Sacra Majestad,
'■ vino deseo de abrazarme con Vuestra Majestad y arrojarme de aque
claraboya abajo por dejar de mí fama eterna tn el nmndo.»
— Yo os agradezco, respondió el Emperador, el no haber puesto tan
al pensamiento en efeto; y de aquí en adelante no os pondré yo en
isión que volváis á hacer prueba de vuestra lealtad; y así, os mando
IV jamás me habléis ni estéis donde yo estuviere»; y iras estas pala-
as le hizo una gran merced. Quiero decir, Sancho, que el deseo de
anzar fama es activo en gran manera. ^.C^uién piensas tú que arrojó
Horacio del puente abajo, armado de todas armas, en la profundidad
1 Tihre? ¿Quién abrasó el brazo y la mano á Murcio? ¿Quién impeUó
» urcio á lanzarse en la profunda sima ardiente (^ue apareció en la ini-
'\ de RomaV ¿Quién, contra todos los agüeros que en contra se le ha-
an mostrado, hizo pasar el Rubicón á JuHo CésarV Y con ejemplos
as modernos, ¿quién barrenó los navios y dejó en seco y aislados los
ilerosos españoles guiados por el cortesísimo Cortés en el Nuevo Mun-
'':' Todas estas y otras grandes y diferentes hazañas son, fueron y se-
n oleras de la fama, que los mortales desean como [>remio y parte de
inmortalidad que sus famosos hechos merecen; puesto que los cris-
iiios católicos y andantes caballeros más habernos de atender & la glo-
a de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y
lestes, que a la vanidad de la fama, que en este presente y acabable
-:1o se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en fin se ha de aca-
ar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado: así, ¡olí Sancho!,
lie nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la
ligión cristiana que profesamos. Hemos de matar en los gigantes, á
soberbia; á la avaricia y envidia, en la generosidad } buen pecho; á
ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; á la gula y al
leño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos;
la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos á las que hemos he-
no señoras de nuestros pensamientos; á la pereza, con andar por todas
46G DON QUIJOTE DE LA MANCHA
las partes del mundo buscando las ocasiones que nos puedan hacer ]^
llagan, sobre cristianos, famosos caballeros. Ves aquí, Sancho, los mt
dios por donde se alcanzan los extremos de alabanzas que consigo tra
la buena fama.
— Todo lo que vuesa merced hasta aquí me ha dicho, dijo Sanche
lo he entendido muy bien; pero, con todo eso, querría que vuesa mei
ced me sorbiese una duda, que agora en este punto me lia venido á 1
memoria.
— Asolviese, quieres decir, Sancho, dijo Don Quijote. Di en buen hor
que yo responderé lo que supiere.
—Dígame, señor, prosiguió Sancho, esos Julios ó Agostos, y todo
esos caballeros hazañosos que ha dicho, que ya son muertos, ¿dónd
están agora?
— Los gentiles, respe ndió Don Quijote, sin duda están en el infierne
los cristianos, si fueron buenos cristianos, ó están en el purgatorio ó ei.
el cielo.
— Está bien, dijo Sancho; pero sepamos agora: esas sepulturas doii:
de están los cuerpos desos señorazos, ¿tienen delante de sí lámparas d
plata ó están adornadas las paredes de sus capillas de muletas, de moi
tajas, de cabelleras, de piernas y de ojos de cera? Y si desto no, ¿de qu
están adornadas?
A lo ciue respondió Don Quijote: «Los sepulcros de los gentiles fut
n n por la mayor parte suntuosos templos: las cenizas del cuerpo d
César se pusieron sobre una pirámide de piedra de desmesurada grar
deza, á quien hoy llaman en Roma la Aguja de San Pedro. Al eniperr.
dor Adriano le sirvió de sepultura un castillo tan grande como una bu(
na aldea, á quien llamaron JIoIes Adriani, que agora es el castillo d
Santángel en Roma. La reina Artemisa sepultó á su marido Mausol
en un sepulcro que se tuvo por una de las siete maravillas del muudc
pero ninguna destas sepulturas, ni otras muchas que tuvieron los gen
tiles, se adornaron con mortajas, ni con otras ofrendas y señales qu
mostrasen ser santos los que en ellas estaban sepultados.
— A eso voy, repücó Sancho; y dígame agora, ¿cuál es :iiás, resucita
á un muerto ó matar á un gigante?
— La respuesta está en la mano, respondió Don Quijote: más es re
sucitar á un muerto.
—Cogido le tengo, dijo Sancho. Luego la fama del que resucita muei
tos, da vista á los ciegos, endereza los cojos y da salud á los eifermos
y delante de su sepultura arden lámparas, y están llenas sus capillas d.
gentes devotas que de rodillas adoran sus reUquias, mejor fama será,
para este y para el otro siglo, que la que dejaron y dejaren cuantos em
peradores,*^ gentiles y caballeros andantes ha habido en el mundo.
— También confieso esa verdad, respondió Don Quijote.
—Pues esta fama, estas gracias, estas prerogativas (como llaman ■<
esto), respondió Sancho, tier en los cuerpos y las reliquias de lo^ santos
que con aprobación y hceneia de nuestra santa madre Iglesia tienei
lámparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas
PARTE SEGUNDA. CAPÍTULO VIII 467
m que aumentan la devoción, y engrandecen su cristiana fama. Los
ieri)0S de los santos ó sus reliquias llevan los reyes sobre sus hombros,
'esan los pedazos de sus huesos, adornan y enriquecen con ellos sus
ratorios y sus más preciados altares.
— ¿Qué quieres que inñera. Sancho, de todo lo que has dichoV, dijo
'on Quijote.
— Quiero decir, dijo Sandio. t[Uf nos demos á ser santos, y alcanza-
'mos más brevemente la buena fama que pretendemos; y adv erta,
'ñor, que ayer ó antes de iyer (que, según ha poco, se puede decir
.'sta manera) canonizaron ó beatitícaron dos frailecitos descalzos, cuyas
idenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos, se tiene
j:ora á grfcn ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración
je está, seg:ún dicen, la espada de Roldan en la armería del Rey,
jestro seflor, que Dios guarde. Así que, señor mío. más vale ser hu-
Jlde frailecito, de cualquier Orden que sea, que valiente y andante
iballero: más alcanzan con Dios dos docenas de diciplinas que dos
jl lanzadas, ora las den á gigantes, ora á vestiglos ó á endriagos.
—Todo eso es así, respondió Don Quijote; ])ero no todos j»odemos
•r frailes, y nmclios son los caminos por donde lleva Dios á los suyos
cielo: religión es la caballería, caballeros santos hay en la gloria. '
- Sí, respondió Sancho; pero yo he oído decir que hay más frailes
1 el cielo que caballeros andante:.
—Eso es, respondió Don Quijote, porque es mayor el número de los
ligiosos que el de los caballeros.
— Muchos son los andantes, dijo Sancho.
— Muchos, respondió Don Quijote; pero pocos los que merecen nom-
•e de caballeros.
En estas y otras semejantes i)láticas se les pasó aquella noche y el
a siguiente, sin acontecerles cosa que de contar fuese, de que no poco
pesó á Don Quijote. En ñn, el propio día, al anochecer, des-ubrieron
gran ciudad del Toboso, con cuya vista se le alegraron los espíritus
Don Quijote y se le entristecieron á Sancho, porque no sabía la casa
I' Dulcinea, ni en su vida la había visto, como casi no la había visto
i señor; de modo que el uno por verla, y el otro por no haberla visto,
•taban alborotados, y no imaginaba Sancho qué había de hacer cuan-
) con su dueño entrase en el Toboso. Finalmente, ordenó Don Quijote
itrar en la ciudad entrada la noche; y en tanto que la hora se llegaba,
que daron entre unas encinas que cerca del Toboso estaban, y llegado
determinado punto, entraron en la ciudad, donde no les sucedió cosa
^ le á cosa llegara.
CAPITULO IX
Donde se cuenta lo que en él se verá.
I^'kdia noche era por filo, poco más ó menos, cuando Don (^uijo
y Sandio dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estal
el pueblo en un sosegado silencio, porque todos sus veciiK
dormían y reposaban á pierna tendida, como suele decirse
Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que fuera del toe i
escura, por hallar en su escuridad disculpa de sus enredos. No se o i
en todo lugar sino ladridos de perros, que atronaban los oídos ci
Don Quijote y tiiibaban el corazón de Sancho. De cuándo en cuánci
rebuznaba un jumento, gruñían puercos, mayaban gatos, cuyas voc«'
de diferentes sonidos se aumentaban con el silen3Ío de la noche, toci
lo cual tuvo el enamorado caballero á mal agüero; i)ero con todo esl
dijo á Sancho: «Sbucho, hijo, guía al palacio de Dulcinea: quizá podi
ser que la hallemos despierta. »
— ¿Á qué palacio tengo que guiar? ¡Cuerpo del sol!, respondió Sanch
que e^n el que yo vi á su grandeza no era sino casa muy pequeña.
— Debía de estar retirada entonces, respondió Don Quijote, en algú
pequeño apartamiento de su alcázar, solazándose á solas con sus doi
celias, como es uso y costumbre de las altas señoras y princesas.
— Señor, dijo Sancho, ya que vuesa merced quiere, á pesar mío, qu
sea alcázar líi casa de mi señora Dulcinea, ¿es hora ésta por ventur
de hallar la puerta abierta? ¿Y será bien que demos aldabazos paraqr^
nos ovan v nos abran, metiendo en alboroto y rumor toda la gente
PAKTE SEGUNDA. CAPITULO IX 469
¿\'amos por dicha á llamar á casa de nuestras mancebas, como hacen
líos abarraganados, (¡uc llfuan y llaman, v cutían á cualquier hora, por
rtarde que seaV
— Hallemos pi-imeio una por una el aica/ai, irplit-o Don Quijote, que
«entonces yo te diré, Sancho, lo que será bien que hagamos; y advierte,
Sancho, (lue, ó yo veo poco, ó aquel bulto grande y sombra que desde
;i(iuí se descubre, la debe de liacer el palacio de Dulcinea.
-Pues guíe vuesa merced, respondió Sancho; quizá será así; aunque
y> lo veré con los ojos, y lo tocaré con las manos, y aer^o creeré yo
(Como creer que es ahora de día.
(tuíó Don Quijote, y habiendo andado como docientos })asos, dio
<con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció
tque el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo, y
idijo: Con la iglesia hemos dado, Sancho.^
— Ya lo veo, resi)ondió Sancho, y plega á Dios que no demos con
nuestra se})ultura, que no es buena señal andar i)or los cimenterios á
tales horas, y más Habiendo yo dicho á vuesa merced, si nial no me
acuerdo, c[ue la casa desta señora ha de estar en una c-allejuela sin sa-
ilida.
— ¡Maldito seas de Dios, mentecato!, dijo Don (Quijote: ¿adonde has
tü hallado (¡ue los alcázares y palacios reales estén ediñcados en calle-
ijuelas sin salida?
— Señor, respondió Sancho, en cada tierra su uso; quizá se usa aquí
«en el Toboso editicar en callejuelas los palacios y edificios grandes; y
así suplico á vuesa merced me deje buscar })or estas calles ó callejuelas
que se me ofrecen; podría ser que en algún rincón topase con ese alcá-
zar (que le vea vo comido de perros). (|nt' así nos linc coiTidos y asen-
idereados.
— Habla con repelo. Sancho, de las (•o><as de nn .^cnora, dijo Don
^Quijote, y tengamos la tiesta en paz. y no arrojemos la soga tras el cal-
adero.
— Yo me reportaré, respondió Sancho; pero ¿con (¿ué paciencia po-
dré llevar que quiera vuesa merced que, de sola una vez que vi la casa
de nue.-tra ama, la haya de saber siempre y hallarla á media noche, no
Ihallándola vuesa merced, que la debe de haber visto millares de veces?
— Tü me harás desesperar, Sancho, dijo Don (¿uijote. \'en acá, he-
ireje, ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida apenas
Ihe visto á la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su
ipalacio,- y que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama (jue
tiene de hermosa y discreta?
— Ahora lo oigo, respondió Sancho, y digo (jue, pues vuesa merced
iQO la ha visto, ni yo tampoco
— Eso no puede ser, replicó Don Quijote; que por lo menos, ya me
""- dicho tú que la viste aechando trigo, cuando me trajiste la respues-
le la carta que le envié contigo.
— No se atenga á eso señor, respondió Sancho; porque le liago saber
iqjue también fué de oídas la vista y la respuesta que le truje, porque
'470 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
así sé yo quien es la señora Dulcinea, como dar un puño en el cielo.
' — Sancho, Sancho, respondió Don Quijote, tiempos hay de burlar, y
tiempos donde caen y parecen mal las burlas. No porque yo diga que
ni he visto ni hablado á la señora de mi alma, has tú de decir también
que ni la has hablado ni visto, siendo tan al revés como sabes.
Estando los dos en estas pláticas, vieron que venía á pasar por don-
de estaban uno con dos muías (que por el ruido que hacía el arado, que
arrastraba por el suelo, juzgaron que debía de ser labrador), que había
madrugado antes del día á ir á su labranza, y así fué la verdad. Venía
el labrador cantando aquel romance que dice :
Mala la hubiste», franceses,
La caza de Ronces valles...
— ¡Que me maten, Sancho, dijo en oyéndole Don Quijote, si nos ha
de suceder cosa buena esta noche! ¿No oyes lo que viene cantando ese
villano?
— Sí oigo, respondió Sancho; pero ¿qué hace á nuestro propósito la
caza de Roncesvalles? Así pudiera cantar el romarce de Calaínos, que
todo fuera uno para sucedemos bien ó mal en nuestro negocio.
Llegó en esto el labrador, á quien Don Quijote preguntó: «¿Sa-
bréisme decir, buen amigo (que buena ventura os dé Dios), dónde son
por aquí los palacios de la sin par princesa doña Dulcinea del Toboso?»
^Seflor, respondió el mozo yo soy forastero, y ha pocos días que es-
toy en este pueblo, sirviendo á un labrador rico en la labranza del cam-
po; en esa casa frontera viven el cura y el sacristán del lugar: entram-
bos ó cualquier dellos sabrá dar á vuesa merced razón desa señora prin-
cesa, jiorque tienen la lista de todos los vecinos del Toboso; aunque
para uií tengo que en todo él no vive princesa alguna; muchas señoras
.sí. principales, que cada una en su casa puede ser princesa.
' —Pues entre esas, dijo Don Quijote, debe de estar, amigo, ésta poi
quien os pregunto.
— Podría ser, respondió el mozo; y á Dios, que ya viene el alba; y
dando á sus muías, no atendió á más preguntas.
Sancho, que vio suspenso á su señor y asaz mal contento, le dijo:
«Señor, ya se viene á más andar el día, y no será acertado dejar que
nos halle el sol en la calle; mejor será que nos salgamos fuera de la ciu
dad, y que vuesa merced se embosque en alguna floresta aquí cerca
na, y yo volveré de día, y no dejaré ostugo en todo este lugar donde nc
busque la casa, alcázar ó palacio de mi señora, y asaz sería de desdi-
chado si no le hallase; y hallándole, hablaré con su merced, y le diré
dónde y cómo queda vuesa merced esperando que le dé orden y traza
para verla sin menoscabo de su honra y fama »
—Has dicho, Sancho, dijo Don Quijote, mil sentencias, encerradas
en el círculo de breves palabras: el consejo que ahora me has dado, le
agradezco y recibo de bonísima gana. Ven, hijo, y vamos á buscar
donde me iembosque; que tú volverás, como dices, á buscar, á ver y
PARTE SEGUNDA. CAPITULO IX
471
laldcar á mi señora, de cuya discreción y cortesía espero más que mila-
íro.-;os favores.
Rabiaba Sancho por sacar á su amo del pueblo, ]>orque no averigua-
la mentira de la respuesta (pie de })arte de Dulcinea le liabía llevado
.vi'vii Morena; y así, dio [)riesa á la salida, que fué luego; y á dos
nulas del lugar hallaron una flores "a ó bosque, donde Don Quijote se
• 'mboscó en tanto que Sancho volvía á la ciudad á hablar á Dulcinea,
r;n cuya embajada le sucedieron cosas que piden nueva atención y
' luevo capítulo.
CAPITULO X
Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar á la señora Dul
cinea, y de otros sucesos tan ridiculos como verdaderos.
t, UENTA la historia que así como Don Quijote se emboscó en li
floresta, encinar ó selva, junto al oran Toboso, mandó á Sanch*
volver á la ciudad, y que no volviese á su presencia sin habe
^. primero ha1)lado de su parte á su señora, pidiéndola faese ser
vida de dejarse ver de su cautivo caballero, y se dignase de echarle su
bendición, para que pudiese esperar por ella felicísimos sucesos d(
todos sus acometimientos y dificultosas empresas. Encargóse Sancho d(
hacerlo así como se le mandaba, y de traerle tan buena respuesta come
le trujo la vez pri-nera.
—Anda, hijo, rephcó Don (Quijote, y no te turbes cuando te viere^
ante la luz del sol de hermosura que vas á buscar. ¡Dichoso tú sobn
todos los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della
cómo te recibe; si muda las colores el tiempo que la estuvieres dandc
mi embajada; si se desas siega y turbia, oyendo mi nombre; si no cab(
en la almohada, si acaso la hallas sentada en el estrado rico de su au
toridad, y si está en pit , mírala si se pone ahora sobre el uno, ahon
sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos ó tres veces
si la muda de blanda en áspera, de aceda en amorosa; si levanta 1í
mano al cabello para componerle, aunque no esté desordenado; final
mente, liijo, mira todas sus acciones y movimientos; porque si tú m(
PAETE SEGUNDA. — CAPITULO X 473
los relatores como ellos fueren, sacaré yo lo que ella tiene escondido
en lo secreto de su corazón, acerca de lo que al fecho de mis amores
toca; que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes
las acciones y movimientos exteriores (^ue muestran, cuando de sus
amores se traía, son certísimos correos, que traen las nuevas de lo <|ue
allá en lo interior del alma pasa. Ve. ami.iío, y i^uíete otra mejor ventura
que la mía, y vuélvate otro m'íjor suceso del que yo (juedo temiendo y
esperando en esta amarina soledad en que me dejas.
— Yo iré y volveré presto, dijo Sancho; y ensanche vuesa merced,
señor líiío, ese corazoncillo, que le debe de tener a^ora no mayor ([ue
una avellana; y considere que se suele decir (jue buen corazón quel»ran-
ta mala ventura, y que donde no hay tocinos }ia,y_.estacas; y también se
dice: «donde no, se piensa salta la liebre/'. Dígoío porque si esta noche
no hallamos los ])alacios ó alcázares <lé mi señoi-a, a.uora, que es de día.
lo pienso hallar cuando menos lo piense; y hallados, déjeimie á mí
con ella.
— Por cierto, Sandio, dijo Don (¿uijote. que siempre traes tus refra-
nes tan á'pelo de lo que tratamos, cuanto me dé Dios mejor ventura en
lo que deseo.
Esto dicho, volvió Sancho las espaldas y vareó su Rucio, y Don (Qui-
jote se quedó á caballo, descansando sobre los estribos y sobre el arrimo
de su lanza, lleno de tristes y confusas imaginaciones; donde le dejare-
mos, yéndonos con Sancho Panza, que, no menos confuso y pensativo,
se apartó de su señor que él quedaba, y tanto, (jue a[)enas'hubo salido
del bosque, cuando volviendo la cabeza, y viendo ciue Don (Quijote no
parecía, se apeó del jumento, y sentándose al pie de un árbol, comenzó
á hablar consigo mismo y á decirse: «Sepamos agora, Sancho hermano,
adonde va vuesa merced. ¿Va á buscar algún jumento que se le haya
perdido? No por cierto. Pues ¿qué va á buscar? \'oy á buscar, como
quien no dice nada, á una princesa, y en ella, al sol de la h-^rmosura y
á todo el cielo junto. ¿Y adonde pensáis hallar eso que decís, Sancho?
¿Adonde? En la gran ciudad del Toboso. Y bien, ¿y de parte de quién la
vais á buscar? De parte del famoso caballero Don Quijote de la Mancha,
que desface los tuertos, y da de comer al que ha sed, y de beber al que
ha hambre. Todo eso está muy bien. ¿Y sabéis su casa,' Sancho? Mi amo
dice que han de ser unos reales palacios ó unos soberbios alcázares. Y
¿habéisla visto algún día por ventura? Ni yo ni mi amo la hemos visto
jamás. ¿Y pareceos que fuera acertado y bien hecho que, si los del
Toboso supiesen que estáis vos aquí con intención de ir á sonsacarles
sus princesas y á desasosegarles sus damas, viniesen y os mohesen las
costillas á puros palos, y no os dejasen liueso sano? En verdad que
tendrían mucha razón, cuando no considerasen que soy mandado y que
mensajero sois, amigo: no fuerecéis culpa, non. No os fiéis en eso, Sancho;
porque la gente maachega es tan colérica como honrada, y no consiente
cosquillas de nadie. ¡Vive Dios, que si os huelen, que os mando mala
ventura! ¡Oxte, puto! allá darás, rayo. No, sino ándeme yo buscando tres
pies al gato por el gusto ajeno; y más, que así será buscar á Dnlcincn
474
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
por el Toboso como á Marica por Ravena ó al bachiller en Salamanca
el diablo, el diablo me ha metido á mí en esto, que otro no.»
Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó del fué, que volvic
á decirse: «Ahora bien, todas ías cosas tienen remedio, si no es la muerte
debajo de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabaí
de la vida. Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco di
atar, y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy mas mentecatc
que él, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: «dime
con quién andas, decirte he quién eres»; y el otro de: no con quiér
Y (ua'ido ol no 1> cri-:i, jurare yo ^ '■i ol lu n to-iiiK \o a )ur.ir \ si poríiaie,
)iorfi.u-j \ n :ii.-,s.
naces, sino con quk-n paces». Sieiuio, [)Ul-.-, loco, cuino lo es, y de lotiii-n
que las más veces toma unas cosas por otras, y juzga lo blanco por
negro, y lo negro por blanco, como se pareció cuando dijo que los mo-
linos de viento eran gigantes, y las muías de los religiosos, dromedarios,
y las manadas de carneros, ejércitos de enemigos, y otras muchas cosas
á este tono, no será muy difícil hacerle creer que una labradora, la pri-
mera que me topare por aquí, es la señora Dulcinea: y cuando él no lo
crea, juraré yo; y si él jurare, tornaré yo á jurar; y si porfiare, poríiaré
yo más, y de manera, que tengo de tener la mía siempre sobre el hito,
venga lo que viniere: quizá con esta porfía acabaré con él que no me en-
víe otra vez á semejantes mensajerías, viendo cuan mal recado le traigo
dellas; ó quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador,
de estos que él dice que le quieren mal, la habrá mudado la figura por
liacerle mal y daño.»
PARTE SEGUNDA. CAPÍTULO X 475
(Joii esto que pensó Sancho Panza, quedó sosegado su espíritu y
tuvo por bien acabado su negocio, y detúvose allí hasta la tarde, por
lar lugar á que Don Quijote pensase que le había tenido para ir y vol-
ver del Toboso; y sucedióle todo tan bien, que cuando se levantó para
-íubir en el Rucio, vio que del Toboso, hacia donde él estaba, venían
ivs labradoras sobre tres pollinos, ó polHnas (que el autor no lo de-
•lara), aunque más se puede creer que eran borricas, por ser ordinaria
?aballería de las aldeanas; pero, como no va mucho en e^to, no hay
para qué detenernos en averiguarlo. En resolución, así como Sancho
vio á las labradoras, á paso tirado volvió á buscar á su señor Don Qui-
ijote, y liallóle suspirando, y diciendo mil amorosas lamentaciones.
Como Don Quijote le vio, le dijo: «¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Po-
dré señalar es-te día con piedra blanca <) con negra?
— Mejor será, respondió Sancho, que vuesa merced lo señale con al-
nagre, como rétulcs de cátedras, porque le echen bien de ver los ([ue
<e vieren.
— De ese modo, re[)h(.H'» Don Quijote, ^■•.buenas nuevas traes?
—Tan buenas, respondió Sancho, que no tiene más que hacer vuesa
nerced sino ))icar á Rocinante, y salir á lo raso á ver á la señora Dul-
•inea del Toboso, que, con otras dos doncellas suyas, viene á ver a
v/uesa merced.
— ¡Santo Dios! ¿Qué es \o ijue (licer>, Sancho amigo?, dijo Don Quijo-
le. Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis ver-
laderas tristezas.
— ¿Qué sacaría yo de engañar á vuesa merced, respondió Sancho, y
ñas estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga,
' verá venir á la Princesa, nuestra ama, vestida y adornada... en íin.
íomo quien ella es. Sus doncellas y ella todas son un ascua de oro,
I odas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas te-
as de brocado de más de diez altos; los cabellos sueltos por las es¡»al-
ilas, que son otros tantos rayos del sol, que andan jugando con el vien-
o; y sobre todo, vienen á caballo sobre tres cananeas remendadas, ijue
10 hay más que ver.
^Hacaneas querrás decir, Sancho.
— Poca diferencia hay, respondió Sancho, de cananeas á hacaneas,
i )ero, vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las más galanas seño-
as que se puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea, mi se-
lora, que pasma los sentidos.
— Vamos, Sancho, hijo, respondió D. Quijote; y en albricias destas
I an no esperadas como buenas nuevas, te mando el mejor despojo (jue
ganare en la primera aventura que tuviere; y si esto no te contenta., te
nando las crías que este año me dieren las tres yeguas mías, que tú
aljes que quedan para parir en el prado concejil de nuestro pueblo.
— A las crías me atengo, respondió Sancho; porque lo de ser buenos
os despojos de la primera aventura, no está muy cierto.
Ya en esto salieron de la selva y descubrieron cerca á las tres al-
leanas. Tendió Don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso; y
476 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
como no vio sino alas tres labradoras, turbóse todo, y preguntó á San-
cho si las había dejado fuera de la ciudad.
— ¿Cómo fuera de la ciudad?, respondió. ¿Por ventura tiene vuesa
merced los ojos en el colodrillo, que no ve que son éstas las que aquí
vienen, resplandecientes como el mismo sol á mediodía?
— Yo no veo, Sancho, dijo Don Quijote, sino á tres labradoras sobre
tres borricos.
— Agora me libre Dios del diablo, respe ndió Sancho; ¿y es posible
que tres hacaneas, ó como se llaman, blancas como el ampo de la nie-
ve, le parezcan á vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele
estas barbas, si tal fuese verdad!
— Pues yo te digo, Sancho amigo, dijo Don Quijote, que es tan ver-
dad que son borricos ó borricas, como yo soy Don Quijc te v tú Sancho
Panza; á lo menos, á mí tales me parecen.
— Calle, señor, dijo Sancho; no diga la tal palabra, sino despabile
esos ojos, y venga á hacer reverencia á la señora de sus pensamientos,
que ya llega cerca; y diciendo esto, se adelantó á recebir á las tres al-
deanas; y apeándose del Rucio, tuvo del cabestro á la jumenta de una
de las tres labradoras, y hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
< lieina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y gran-
deza sea servida de- recebir en su gracia 3 buen talante al cautivo caba-
llero vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin
pulsos, de verse ante vuesa magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza,
su escudero, y él es el asendereado caballero Dor Quijote de la Man-
cha, Humado por otro nombre d CaJ)aUero de la Triste Figura. ^>
A esta sazón ya se había pueí-to Don Quijote de hinojos junto á
Sancho, y miraba con ojos desencajados y vista turbada á la que San-
cho llamaba reina y señora; y como no descubría en ella sino una moza
aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata, es-
taba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios.
Las labradoras estaban asimismo atónitas, viendo aquellos dos hom-
bres tan diferentes, hincados de rodillas, que no dejaban pasar adelan-
te á su compañera; pero rompiendo el silencio la detenida, toda des-
graciada y mohína, dijo: «Apártense, ñora en tal, del camino, y déjen-
mos pasar; que vamos de priesa.»
A lo que respondió Sancho: «¡Oh princesa y señora universal del
Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo corazón no se enternece, viendo
arrodillado ante vuestra sublimada presencia á la coluna y sustento de
la andante caballería?) ^
Oyendo lo cual, otra de las dos dijo: «Mas jo, que te estregó, burra
de mi suegro: ¡mirad con qué se vienen los señoritos agora á hacer
burla de las aldeanas, como si aquí no supiésemos echar pullas como
ellos! Vayan su camino y déjenmos hacer el nueso, y serles ha sano.»
— Levántate, Sancho, dijo á este punto Don Quijote; que ya vec
que la fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos
por donde pueda venir algún contento á esta ánima mezquina que ten-
go en las carnes. Y tú, ¡oh extremo del valor que puede desearse, tér-
478 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
mino de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón,
que te adora, ya que el maligno encantador que me persigue ha puesto
nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros, ha
mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una
labradora pobre; si ya. tambiéii el mío no le ha cambiado en el de algún
vestiglo, para hacerle aborrecible á tus ojos, ao dejes de mirarme blan-
da y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento
que á tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te
adora.
— ¡Toma ([ué... mi agüelo!, respondió la aldeana; ¡amiguita soy yo de
oir resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos.
Apartóse Sancho, y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de
su enredo. Apenas se vio libre la aldeana que había hecho la figura de
Dulcñiea, cuando picando á su cananea con un aguijón que en un palo
traía, dio á correr por el prado adelante; y como la borrica sentía la
punta del aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó á dar
corcovos, de manera que dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual,
visto por Don Quijote, acudió á levantarla, y Sandio á componer y cin-
char el albarda, que también vino á la barriga de la pollina.
Acomodada, pues, la albarda, y queriendo Don Quijote levantar á
su encantada señora eiflos brazos sobre la jumenta, la señora, levan-
tándose del suelo, le quitó de aquel trabajo; porque, haciéndose algún
tanto atrás, tomó una corridica, y puestas ambas manos sobre las ancas
de la pollina, dio con su cuerpo, más hgera que un halcón, sobre la
albarda, y quedó á horcajadas como si fuera hombre; y entonces
dijo Sancho: «¡Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera
que un alcotán, y que puede enseñar á subir á la jineta al más diestro-
cordobés ó mejicano! El arzón trasero de la silla pasó de un salto, y, i
sin espuelas, hace correr ía hacanea como una Cebra; y no le van en
zaga sus doncellas, que todas corren como el viento»; y así era la ver-
dad, porque en viéndose á caballo Dulcinea, todas picaron tras ella y ;
dispararon á correr, sin volver la cabeza atrás, por espacio de más de
media legua.
Siguiólas DoQ (Quijote con la vista, y cuando vio que no parecían,
volviéndose á Sancho, le dijo: «Sancho, ¿qué te parece? ¡Cuan mal
quisto soy de encantadores! Y mira hasta dónde se extiende su malicia
y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento'
que pudiera darme ver en su ser á mi señora. En efeto, yo nací para
ejemplo de desdichados y para ser blanco y terrero donde tomen la
mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. Y has también de
advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber
vuelto y transformado á mi Dulcinea, sino que la transformaron y
volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana;
y juntamente le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras;
que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores;
porque te hago saber, Sancho, que cuando llegué á subir á Dulcinea
sobre su hacanea (según tú dices, que á mí me pareció borrica), me
^ _^ PARTE SEGUNDA.— CAPÍTULO X 479
dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma. >
-¡Oh, canalla!, gritó á esta sazón Sancho, ¡oh encantadores aciagos y
mal intencionados, y quién os viera á todos ensartados por las agallas,
como sardinas en lercha! Níucho sabéis, mucho podéis, y nniclio más
hacéis. Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las parías de los ojos
de mi señora en agallas alcornoquefias, y sus cabellos de oro purísi-
mo en cerdas de cola de buey bermejo, y finalmente, todas sus faccio-
nes de buenas en malas, sin que le tocárades en el olor; que por él si-
quiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea C(jrtc-
za... aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermo-
sura, á la cual subía de punto y (luilates un lunar que tenía sobre el
labio derecho, á manera de bigote, con siete ó ocho cabellos' rubios
como hebras de oro. y largos de más de un palmo.
— A ese lunar, dijo Don Quijote, según la correspondencia que
•tienen entre sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulci-
nea en la tabla del muslo que corresponde al lado donde tiene el del
¡rostro; pero muy luengos para lunares son pelos de la gran ieza que
Ihas significado.
— Pues yo sé decir á vuesa merced, respondió Sancho, que le pare-
cían allí como naci los.
—Yo lo creo, amigo, replicó Don Quijote; porque ninguna cosa puso
lia naturaleza en Dulcinea, que no fuese perfecta y bien acabada; y así,
^i tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunai-es!
5Íno lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime, Sancho, atiufilk (jue
ni mí me pareció albarda, que tú aderezaste, ¿era silla rasa ó sillón?
— No era, respondió Sancho, sino silla á la jineta, con una cubierta
itie campo, que vale la mitad de un reino, según es de rica.
—¿Y que no viese yo todo eso, Sancho?, dijo Don (Quijote; ahora
^■orno á decir, y diré mil veces, (jue soy el más desdichado de los Iiom-
loi;es.
Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular la risa,
•)yendo las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado, l^'inalr
nente, después de otras muchas razones que entre los dos pasaron,
'olvieron á subir en sus bestias, para tomar el camino de Zaragoza^
vdonde pensal)an llegar á tiempo que pudiesen hallarse en unas so-
emnes fiestas que en aquella insigne ciudad cada año suelen hacerse;
)ero antes que allá llegasen les sucedieron cosas que, por muchas,
grandes y nuevas, merecen ser escritas y leídas, como se verá adelante.
li. 1'. XX
.'52
-:?;¿í
CAPITULO XI
De la extraña aventura que le sucedió al valeroso Don Quijote con el carr
ó carreta de las Cortes de la Muerte.
EN8ATIVO además iba Don Quijote por su camino adelante, eoi
siderando la mala burla qut le habían hecho los encantadore
volviendo á su señora Dulcinea en la mala figura de la alde¡
na, y no imaginaba qué remedio tendría para volverla á su s(
primero; y estos pensamientos le llevaban tan fuera de sí, que, sin sgi i
tirio, soltó las riendas á Rocinante, el cual, sin riendo la libertad que e
le daba, á cada paso se detenía á pacer la verde yerba de que aquelk
campos abundaban.
De su embelesamiento le volvió Sancho Panza, diciéndole: «Seño
las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; peí
si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias. Vuesa me
ced se reporte y vuelva en sí, y coja las riendas á Rocinante, y avive
despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los c
halleros andantes. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué decaimiento es est(
¿Estamos aquí ó en Francia? Mas que se lleve Satanás á cuantas Du
cineas hay en el mundo; pues vale más la salud de un solo caballeí
andante que todos los encantos y transformaciones de la tierra. »
— Calla, Sancho, respondió Don Quijote con voz ronca y desmayad
calla, digo, y no digas blasfemias contra aquella encantada señora; qi
de su desgracia y desventura yo solo tengo la culpa: de la invidia qi
me tienen los malos ha nacido su mala andanza.
PAETE SEGUNDA. — CAPITULO XI 481
Así lo íli<;o yo, respondió Sancho; quien la vido y la ve agora,
^cLicil es el corazón que no llora?
—Eso puedes lü decir l>ien, Sancho, replicó Don Quijote, pues la
viste en la entereza cal)al de su hermosura; (jue el encanto no se exten-
dió á turbarte la vista ni á encubrirte su belleza; contra mí sólo y contra
mis ojos se endereza la fuerza de su veneno. Ma*- con todo esto, he caído,
•Sancho, en una cosa, y es, que me }>intaste mal su hermosura, porque,
si mal no me acuerdo, dijiste que tenía los ojos de perlas, y los ojos que
parecen de })erlas, antes son de besugo que de dama; y, á lo que yo
creo, los de Dulcinea deben ser de verdes esmeraldas, rasgados, con dos
'Celestiales arcos que les sirven de cejas: y esas perlas quítalas de los
■ojos y jjásalas á los dientes que sin duda te trocaste, Sancho, tomando
líos ojos por los dientes.
— Todo puede ser, respondió Sancho, porque también me turl)ó á mí
su hermosura, como á vuesa merced su fealdad; pero encomendémoslo
'todo á Dios, que él es el sabidor de las cosas que han de suceder en
•este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas
-se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería. De
una cosa me pesa, señor mío, más que de otra, (pie es }»ensar qué medio
-se lia de tener cuando vuesa merced venza aljfún gigante ú otro caba-
llero, y le mande que se vaya á presentar ante la hermosura de la señora
¡Dulcinea; ¿adonde la ha de hallar ese pobre gigante, ó este pobre y
imísero caballero vencido? Paréceme que los veo andar por el Toboso,
'hechos unos bausanes, buscando á mi señora Dulcinea, y aunque la en-
cuentren en mitad de las calle, no la conocerán más que á mi padre.
— Quizá, Sancho, respondió Don (¿uijote, no se extenderá el encan-
itameuto á quitar el conocimiento de Dulcinea á los vencidos y presen-
atados gigantes y caballeros; y en uno ó dos de los primeros que yo
venza y le envíe, haremos la exi)eriencia si la ven ó no, mandándoles
que vuelvan á darme relación de lo que acerca desto les hubiere su
'Cedido.
— Digo, señor, replicó Sancho, que me ha parecido bien lo que vuesa
merced me ha dicho, y que con ese arbitrio vendremos en conocimiento
de lo que deseamos, y si es que ella á sólo vuesa merced se encubre, la
desgracia más será de vuesa merced que suya; pero, como la señora
Dulcinea tenga salud y contento, nosotros por acá nos avendremos y lo
.pasaremos lo mejor que pudiéremos, buscando nuestras aventuras, y
dejando al tiempo que haga de las suyas: que él es el mejor médico
'destas y de otras mayores enfermedades.
Responder quería Don Quijote á Sancho Panza; pero estórbeselo
una carreta, (jue salió al través del camino, cargada de los más diversos
^- í'xtraños personajes y figuras que pudieran imaginarse. El que guiaba
muías y servía de carretero, era un feo demonio. \'enía la carreta
1' -cubierta, á cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que
-i ofreció á los ojos de Don Quijote fué la de la misma Mué; te, con
I-ostro humano; junto á ella venía un ángel con unas grandes y pinta-
bas alas; al un lado estaba un emperador, con una corona, al parecer de
482 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
oro, en la cabeza; á los pies de la Muerte estaba el dios que llaman Cu
pido, sin venda en los ojos, pero con su arco, carcaj y saetas; venía tam-
bién un caballero, armado de punta en blanco, excepto que no traía
morrión ni celada, sino un sombrero, lleno de plumas de diversos coló
res: con éstas venían otras personas de diferentes trajes y rostros. Todc
lo cual, visto de improviso, en alguna manera alborotó á Don Quijote
y puso miedo en el corazón de Sancho; mas luego se alegró Don Qui
jote, creyendo que se le ofrecía alguna nueva y peligrosa aventura; \
con este pensamiento y con ánimo dispuesto de acometer cualquier pe
ligro, se puso delante de la carreta, y con voz alta y amenazadora dijo
«Carretero, cochero ó diablo, ó lo que eres, no tardes en decirme quiéi
eres, á dó vas, y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que máf
parece la barca de Carón que carreta de las que se usan.»
A lo cual, mansamente, deteniendo el diablo la carreta, respondió
— Señor, nosotros somos recitantes de la compañía de Ángulo el Malo
hemos hecho en un lugar que está detrás de aquella loma, esta mañana
que es la octava del Corpus, el auto de Las Cortes de la Muerte, y hé
mosle de hacer esta tarde en aquel lugar que desde aquí se parecéf )••
por estar tan cerca y excusar el trabajo de desnudarnos y volvernos i
vestir, nos vamos vestidos con los mesmos vestidos que representamos
Aquel mancebo va de Muerte; el otro, de ángel; aquella mujer, que es
la del autor, va de reina; el otro, de soldado; aquel, de emperador, y yo
de demonio, y soy una de las principales figuras del auto, porque hag(
en esta compañía los primeros papeles. Si otra cosa vuesa merced desef
saber de nosotros, pregúntemelo; que yo le sabré responder con todj
puntualidad; que, como soy demonio, todo se me alcanza.
—Por la fe de caballero andante, respondió Don Quijote, que as
como vi este carro, imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía
y ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano pan
dar lugar al desengaño. Andad con Dios, buena gente, y haced vuestn
fiesta, y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho; que 1( >
haré con buen ánimo y buen talante, porque desde muchacho fui aficio
nado á la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farán
dula.
Estando en estas pláticas quiso la suerte que llegase uno de b
compañía, que venía vestido de bojiganga con muchos cascabeles, ;;
en la punta de un palo traía tres vejigas de va 3a hinchadas; el cual
moharracho, llegándose á Don Quijote, comenzó á esgrimir el palo >
á sacudir el suelo con las vejigas, y á dar grandes saltos sonando lo;
cascabeles, cuya mala visión así alborotó á Rocinante, que sin se
poderoso á detenerle Don Quijote, tomando el freno entre los dientes
dio á correr por el campo con más ligereza que jamás prometieron lo:
huesos de su notomía. Sancho, que consideró el peligro en que iba si
amo de ser derribado, saltó del Rucio, y á toda priesa fué á valerle
pero cuando á él llegó, ya estaba en tierra, y junto á él Rocinante, qu<
con su amo vino al suelo: ordinario fin y paradero de las lozanías di
Rocinante y de sus atrevimientos. Mas apenas hubo dejado su caballe
PARTE 8EGUNDA. CAPITULO XI
4s;
ría Sancho para {K;udir á Don Quijote, cuando el demonio bailador de
las vejiiías saltó sobre el Rucio, y sacudiéndole con ellas, el miedo y
ruido, más que el dolor de los golpes, le hizo volar por la campaña ha-
cia el lugar donde iban á hacer la fíesta. Miraba Sancho la carrera de su
Rucio y la caída de su amo, y no sabía á cuál de las dos necesidades
acudiría primero; pero, en eleto, como buen escudero y como buen
'liado, pudo más con él el amor de su señor que el carifiode su jumen-
Tonienzó á esgrimir ol palo y á sacudir el s.iclo con las vejigas
o; i)uesto que cada vez «jue veía levantar las vejigas en el aire y caer
sobre las ancas de su Rucio, eran para él tártagos y sustos de muerte, y
tmtes quisiera que aquellos golpes se los dieran á él en las niñas de Íoa
ojos, que en el más mínimo pelo de la cola de su asno " '7/
Con esta perpleja tribulación llegó donde estaba Don Quijote, harto
•ñas maltrecho de lo que él (¡uisiera, y ayudándole á subir sobre Roci-
lante, le dijo: «Señor, el Diablo se ha llevado al Rucio.»
—¿Qué diablo?, preguntó Don Quijote.
— El de las vejigas, respondió Sancho.
—Pues yo le cobraré, respondió Don (Quijote, si bien se encerrase con
'1 en los más liondos y escuros calabozos del inñerno. Sígneme, Sancho;
iiue la carreta va despacio, y con las muías della satisfaré la pérdida dei
llucio.
— No hay para qué hacer esa dihgencia, señor, respondió Sancho,
'uesa merced temple su cólera; que, según me parece, ya el Diablo ha
Hejado el Rucio, y vuelve á la querencia.
Y así era la verdad, porque habiendo caído el Diablo con el Rucio,
484 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
por imitar á Don Quijote y á Rocinante, el Diablo se fué á pie al pue-
blo, y el jumento se volvió á su amo.
— Con todo eso, dijo Don Quijote, será bien castigar el descomedi-
miento de aquel demonio en alguno de los de la carreta, aunque sea el
mesmo Emperador.
— Quítesele á vuesa merced eso de la imaginación, replicó Sancho, y
tome mi consejo, que es que nunca se tome con farsantes, que es gente
favorecida: recitante he visto yo estar preso por dos muertes, y salir li-
bre y í-in costas. Sepa vuesa merced que como son gentes alegres y de
placer, todos los favorecen, todos los amparan, ayudan y estiman, y más
siendo de aquellos de las compañías reales y de título, que todos ó los
más en sus trajes y compostura parecen unos príncipes.
— Pues con todo, respondió Don Quijote, ao se me ha de ir el demo-
nio farsante alabando, aunque le favorezca todo el género Immano. Y
diciendo esto, volvió á la carreta, que ya estaba bien cerca del pueblo,
y iba dando voces diciendo: ¡Deteneos, esperad, turba alegre y regoci-
jada; que os quiero dar á entender cómo se han de tratar los jumentos
y alimañas que sirven de caballería á los escuderos de los caballeros an-
dantes!
Tan altos eran los grifos de Don Quijote, que los oyeron y enteii
dieron los de la carreta; y juzgando por las palabras la intención de
que las decía, en un instante saltó la Muerte de la carreta; y tras ella c'
Emperador, el Diablo carretero y el Ángel, sin quedarse k Reina ni e
dios Cupido; y todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala, espc
rando recebir á Don Quijote en las puntas de sus guijarros. Don (^uijo
te que los vio puestos en tan gallardo escuadrón, los brazcs levantado.^
con ademán de despedir poderosamente las piedras, detuvo las riendas
á Rocinante, y púsose á pensar de qué ukxIo los acometería con menoí-
peligro de su persona.
En e.5to que se detuvo, llegó Sancho; y viéndole en talle de acometei
al bien formado escuadrón, le dijo: «Asaz de locura sería intentar ta
empresa; considere vuesa merced, señor mío, que para sopa de arrovf
y tente bonete no hay arma defensiva en el mundo, si no es embutirse
y encerrarse en una campana de bronce; y también se ha de considera
que es más temeridad que valentía acometer un hombre solo á un ejér
cito donde está la Muerte y pelean en persona emperadores, y á ciuiei
ayudan los buenos y los malos ángeles; y si esta consideración no l<
mueve á estarse quedo, muévale saber de cierto que entre todos los qu<
allí están, aunque parecen reyes, príncipes ó emperadores, no hay nin
gún caballero andante. »
_Ahora sí, dijo Den (Quijote, has dado, Sancho, en el punto qu^
puede y debe mudarme de mi ya determinado intento. Yo no puedo n
debo sacar la espada, como otras veces muchas te he dicho, contra quiei
no fuere armado caballero; á ti, Sancho, toca, si quieres tomar la ven
ganza del agravio que á tu Rucio se le ha hecho; que yo desde aquí t
ayudaré con voces y advertimientos saludables.
— No hay parr; qué, señor, respondió Sancho, tomar venganza d
PARTE SEGUNDA. — CAPITULO XI
485
njiílie, pues no es de buenos cristianos tomarla de los agravios; cuantiv
más, que yo acabaré con mi asno que ponga su ofensa en las manos de
mi voluntad, la cual es de vivir pacíficamente los días que los cielos me
dieren de vida.
-Pues esa es tu detennin ación, replicó Don Quijote, Sancho bueno,
Sancho discreto, Sancho cristiano y Sancho sin pen , dejemos esta«
fantasmas y volvamos á buscar mejores y más calificadas aventuras;
que yo veo esta tierra de talle, que no han de l'altar en ella muchas y
muy peligrosas.
Volvió las riendas luego, Sancho fué á tomar su Rucio, la Muerte
V todo su escuadrón volante volvieron á su carreta y prosiguieron su
viaje, y este felice fin tuvo la temerosa aventura de la carreta de la
Muerte; gracias sean dadas al saludable consejo que Sancho Panza dio
i su amo, al cual el día siguiente le sucedió otra con un enamorado y
lúdante caballero, de no menos suspensión que la pagada.
-'♦s^'jí*'-
CAPÍTULO XII
De la extraña aventura que le sucedió al valeroso Don Quijote con el bravo
Caballero de los Espejos.
A noche que siguió al día del encuentro de la ^Muerte la pasaron
hf) Don Quijote y su escudero debajo de unos altos y sombrosos
lIX árboles, habiendo, á persuasión de Sancho, comido Don (Quijo-
te de lo que venía en el repuesto de Rucio; y entre la cena dijo
vSancho á su señor: «Señor, ¡qué tonto hubiera andado yo si hubiera
escogido en albricias los despojos de la primera aventura que vuesa
merced acabara, antes que las crías de las tres yeguas! En efeto, en
efeto, más vale pájaro en mano que buitre volando.»
— Todavía, respondió Don Quijote, si tú, Sancho, me dejaras aco-
meter como yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos,
la corona de oro del Emperador y las pintadas alas de Cupido; que yO'
se las quitara al redro})elo, y te las pusiera en las manos.
— Nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes, respon-
dió Sancho Panza, fueron de oro puro, sino de oropel ú hoja de lata.
— Así es verdad, replicó Don Quijote; porque no fuera acertado
que los atavíos de la comedia fueran |finos, sino fingidos y aparentes,
como lo es la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estés
bien, teniéndola en tu gracia, y, por el mismo consiguiente, á los que
las representan y á los que las componen, porque todos son instru-
mentos de hacer un gran bien á la república, poniéndonos un espejo
á cada paso delante, donde se ven al vivo las acciones de la vida
PARTE SEGUNDA. — ^JAPÍTULO XII 487
luiiuma; y ninguna comparación hay que más al vivo nos represente
0 que somos y lo que habemos de ser, como la comedia y los come-
liantes. Si no, dime: ¿No has visto tú representar alguna comedia adon-
le se introducen reyes, emperadores y pontítíces, caballeros, damas y
)tros diveVsos personajes? IJno hace el rufián, otro el embustero, éste
1 mercader, a([uél el soldado, otro el simple discreto, otro el enamora-
ilo simple; y acabada la comedia, y desnudándose de k>s vestidos della,
,iuedan todos los recitantes iguales.
— Sí he visto, respondió Sancho.
— ^Pues lo mesuKj, dijo Ihni Quijote, acontece en la comedia y trato
leste mundo, donde unos liacen los emj)eradores, otros los j>ontííices, y
inalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia;
'>ero en llegando al ñn, que es cuando se acaba la vida, ó todos les qui-
a la nmerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la
epultura.
— ¡Brava comparación!, dijo Sancho; aunque no tan nueva que yo no
íB, haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del aje-
llrez: que mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio,
en acabándose el juego, todas se mezclan, jurtan y barajan, y dan con
lias en una l)olsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
— Cada día, Sancho, dijo Don Quijote, te vas haciendo menos simple
más discreto.
— Sí; que algo se me ha de pegar de la discreción de vuesa merced,
•espondió Sancho; ([ue las tierras que de suyo son estériles y secas, es
^rcolándolas y cuhivándolas, vienen á dar buenos frutos: quiero decir,
ue la conversación de vuesa merced ha sido el estiércol que sobre la
stéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiemi)0 que
a que le sirvo y comunico; y con esto, espero de dar frutos de mí que
"Can de bendición, tales, que no desdigan ni se deslicen de los senderos
;i e la buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado enten-
1 imiento mío.
Rióse Don Quijote de las afectadas razones de Sancho, y parecióle
her verdad lo que decía de su enmienda, porque de cuando en cuando
i ablaba de manera, que le admiraba; puesto que todas ó las más veces
ii ue Sancho quería hablar de oposición y á lo cortesano, acababa su ra-
tón con despeñarse del monte de su simplicidad al profundo de su ig-
í orancia; y en lo que él se mostraba más elegante y memorioso era en
■aer refranes, viniesen ó no viniesen á pelo de lo que trataba, como se
nahrá visto y se habrá notado en el discurso desta historia.
En estas y otras pláticas se les pasó gran parte de la noche, y á
'ancho le vino en voluntad de dejar caer las compuertas de los ojos,
orno él decía cuando quería dormir; y desaliñando al Rucio, le dio
lasto abundoso y libre. Nc quitó la silla á Rocinante, por ser expreso
landamiento de su señor, que en el tiempo que anduviesen en cam-
aña, ó no durmiesen debajo de techado, no desaliñase á Rocinante,
'.ntigua usanza, establecida y guardada de los andantes caballeros,
uitar el freno y colgarle del arzón de la silla; pero ¿quitar la silla al
488
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
caballo? ¡guarda! Y así lo hizo Sancho, y le dio la misma libertad que
al Rucio, cuya amistad del y de Rocinante fué tan única y tan trabada,
que hay fama, por tradición de padres á hijos, que el autor desta ver-
dadera historia hizo pfirticulares capítulos della; mas que, por guardaí
la decencia y decoro que á tan heroica historia se debe, no los puso en
ella; puesto que algunas veces se descuida deste su prosupuesto, y es-
cribe que así como las dos bestias se juntaban, acudían á rascarse el
uno al otro, y que después de cansados y satisfechos, cruzaba Rocinan-
te el pescuezo sobre el cuello del Rucio, que le sobraba de la otra parte
más de media vara; y mirando los dos atentamente al suelo, se solían
Y mirivnclo los dos atentamente al suelo, se solían estar de aquella manera tres días..
estar de aquella manera tres días, ó á lo menos todo el tiempo que lo;
dejaban, ó no les compelía la hambre á buscar sustento.
Digo que dicen que dejó el autor escrito que los había comparadí
en la amistad á la que tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y Orestes; \
si esto es así, se podía echar de ver, para universal admiración, cuái
firme de "lió ser la amistad destos pacíficos animales, para confusión d<
los hombres, que tan mal saben guardarse amistad los unos á los otros
Por esto se dijo:
No hay amigo liara amigo;
I^as cañas so vuelven lanzas;
y el otro que cantó:
De amigo ¡i ar.iigo'_la chinche, etc
PARTE SEGUNDA. — CAPITULO XII 489
r no le parezca á alguno que anduvo el autor algo fuera de camino en
laber comparado la amistad destos animales á la de los hombres; que
le las bestias han recebido muchos advertimientos los hombres y
I prendido muchas cosas de importancia, como son, de las cigüeñas el
ristel, de los perros el vómito y el agradecimiento, de las grullas la vi-
[ ilancia, de las hormigas la providencia, de los elefantes la honestidad,
la lealtad del caballo.
Finalmente, Sancho se quedó dormido al pie de un alcornoque, y
'>on Quijote dormitando al de una robusta encina, j)ero poco espacio
le tiempo había pasado, cuando le despertó uu ruido que sintió á sus
S[)aldas; y levantándose con sobresalto, se puso á mirar y á escuchar
i-e dónde el ruido procedía, y vio que eran dos hombres á caballo, y
I ue el uno, dejándose derribar de la silla, dijo al otro: «Apéate, amigo,
<:[uita los frenos á los caballos, que, á mi parecer, este sitio abunda de
'Crba para ellos, y del silencio y soledad que han menester mis amoro-
'os pensamientos.»
El decir esto y el tenderse en el suelo todo fué á un mismo tiempo,
al arrojarse, hicieron ruido las armas de que venía armado; maniñes-
i seilal por donde conoció Don (Quijote que debía de ser caballero an-
ante; y llegiindose á Sancho, que dormía, le trabó del brazo, y con no
■equeño trabajo le volvió en su acuerdo, y con voz baja le dijo: «Her-
laiio Sancho, aventura tenemos.»
—Dios nos la dé buena, respondió Sancho. ¿Y adonde está, señor
lío, su merced desa señora aventura?
— ¿Adonde, SanchoV, replicó D m (Quijote; vuelve los ojos y mira, y
eras allí tendido un andante caballero, que, á lo que á mí se me tras-
ice, no debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi arrojar del
aballo y tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho; y al
aer, le crujieron las armas.
— Pues ¿en qué halla vuesa merced, dijo Sancho, que ésta sea
•ventura?
— No quiero yo decir, respondió Don (¿uijote, (|ue ésta sea aventura
•el todo, sino principio della; que por aquí se comienzan las aventuras.
*ero escucha; que, á lo que parece, temi)lando está un laúd ó vihuela,
según escupe y se desembaraza el pecho, debe de prepararse para
antar algo.
— A buena fe que es así, respondió Sancho, y que debe de ser caba-
lero enamorado.
— No hay ninguno de los andantes que no lo sea, dijo Don Quijote;
' escuchémosle, que por el hilo sacaremos el ovillo de sus pensamien-
os, si es que canta; que de la abundancia del corazón habla la lengua.
Replicar quería Sancho á su amo; pero la voz del caballero del
bosque, que no era muy mala ni muy buena, lo estorbó; y estando los
los atentos, oyeron que lo que cantó fué este
4Í)() DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Dadme, spfiora, un término que siga,
Conforme á vuestra voluntad cortado.
Que será de lii mía así estimado.
Que por jamás un punto del desdiga.
Si gustáis que callando mi fatiga
Muera, contadme ya por acabado;
Si queréis qvie os la cuente en desusado
JIodo, liaré que el mesmo amor la diga.
A prueba de contrarios estoy hecho.
De blanda cera y de diamante duro,
Y á las leyes de amor el alma ajusto.
Blando cual es, ó fuerte, ofrezco el pecho:
Kntallad ó imprimid lo que os dé gusto;
Que de guardarlo eternamente juro.
Con un ay, arrancado al parecer de lo ]ntimo de su corazón, dio üi
á su canto el Caballero del Bosque, y de allí á un poco, con voz dolien
te y lastimada dijo: «¡Oh la más hermosa y la más ingrata mujer de
orbe! ¿Cómo? ¿Que será posible, serenísima Casildea de Vandalia, qu(
has de consentir que se consuma y acabe en continuas peregrinacioneí
y en ásperos y duros trabajos este tu cautivo caballero? ¿No basta yí
que he hecho que te conñesen por la más hermosa del mundo todos Ioí
caballeros de Navarra, todos los leoneses, todos los tartesios, todos Ioí
castellanos, y finalmente, todos los caballeros de la Mancha?»
— Eso no, dijo á esta sazón Don Quijote; que yo soy de la Mancha
y nunca tal he confesado, ni ])odía ni debía confesar una cosa tan ])er
Judicial á la belleza de mi señora; y este tal caballero, ya ves tú, San
c-ho, que desvaría. Pero escuchemos; quizá se declarará más.
— Sí hará, replicó Sancho; que término lleva de quejarse un vam
arreo.
Pero no fué así, porque habiendo entreoído el Caballero del Bosqu(
que hablaban cerca del, sin pasar adelante en su lamentación, se [)US(
aw pie, }• dijo con voz sonora y comedida: «¿Quién va allá? ¿Qué gente';
¿Es por ventura del número de lo -5 contentos ó de los afligidos?»
—De los afligidos, respondió Don Quijote.
— Pues llegúese á mí, respondió el del Bosque, y hará cuenta que s(
llega á la mesma tristeza y á la aflicción mesma.
Don QuiJQte que se vio responder tan tierna y comedidamente, st
llegó á él, y Sancho ni más ni menos.
El caballero lamentador asió á Don (Quijote del brazo, diciendo
«Sentaos aquí, señor caballero; que para entender que lo sois, y de Ioí
que profesan la andante caballería, bástame eb haberos haUado en est(
lugar donde la soledad y el sereno os hacen compañía, naturales lecho.'
y propias estancias de los caballeros andantes. »
A lo que respondió Don Quijote: «Caballero soy de la profesiói
que decís; y aunque en mi alma tienen su propio asiento las tristezas
las desgracias y las desventuras, no por eso se ha ahuyentado delh
la compasión que tengo de las ajenas desdichas: de lo que cantaste?
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XII 491
ooco ha colegí que las vuestras son enamoradas, quiero decir del amor
[ue tenéis á aquella hermosa ingrata, que en vuestras lamentaciones
lonibrastes».
Ya, cuando esto pasaba, estaban sentados juntos sobre la dura tie-
ra en buena paz y compañía, como si al romper del día no se hubie-
ran de romper las cabezas.
— ¿Por ventura, señor caballero, preguntó el del Bosque á Don Qui-
'Ote, sois enamorado?
— Por desventura lo so}^ respondió Don Quijote; aunque los daños
|ue nacen de los bien colocados pensamientos, antes se deben tener por
gracias que por desdichas.
— Así es la verdad, replicó el del Bosque, si no nos turbasen la razón
' el entendimiento los desdenes, que, siendo muchos, parecen ven-
ganzas.
— ^Nunca fui desdeñado de mi señora, respondió Don Quijote.
— No por cierto, dijo Sancho, que allí junto estaba; porque es mi
lefiora como una borrega mansa: es más blanda (jue una manteca.
— ¿Es vuestro escudero éste?, preguntó el del Bosque.
— Sí es, respondió Don Quijote.
— Nunca he visto yo escudero, replicó el del Bosque, que se atreva á
aablar donde habla su señor; á lo menos, ahí está ese mío, que es tan
jande como su padre, y no se probará que haya desplegado el labio
londe yo hablo.
— Pues á fe, dijo Sancho, que he hablado yo, y j)uedo hablar delan-
te de otro tan, y aun... Quédese aquí, que es peor meneallo.
El escudero del Bosque asió por el brazo á Sancho, diciéndole: «\'á-
nonos los dos donde podamos hablar escuderilmente todo cuanto (jui-
iéremos, y dejemos á estos señores amos nuestros, que se den de las
stas, contándose las historias de sus amores; que á buen seguro que
3S ha de coger el día en ellas, y no las han de haber acabado. » '¡-i'—
— Sea en buen hora, dijo Sancho; y yo le diré á vuesa merced quién
oy, para que vea si puedo entrar en docena con los más hablantes es-
uderos.
Con esto se apartaron los dos escuderos, entre los cuales pasó un
an gracioso coloquio, como fué grave el que pasó entre sus señores.
^-^-^^^nf
w
CAPITULO XIII
Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque, con el discreti
nuevo y suave coloquio que pasó entre los dos escuderos.
IVIDID08 estaban caballeros y escuderos: éstos contándose sn
vidas, y aquéllos sus amores; pero la historia cuenta primer
el razonamiento de los mozos, y luego prosigue el de los amut
"^ y así, dice que apartándose un poco dellos, el del Bosque dij
á Sancho: «Trabajosa vida es la que pasamos y vivimos, señor mí(
los que somos escuderos de caballeros andantes; en verdad que couk
mos el pan en el sudor de nuestros rostros, que es una de las maldici(
nes que echó Dios á nuestros primeros padres.»
— También se puede decir, añadió Sancho, que lo comemos en (
hielo de nuestros cuerpos; porque, ¿quién más calor y más frío que k
miserables escuderos de la andante caballería? Y aun menos mal, ;
comiéramos, pues los duelos con pan son menos; pero tal vez hay qu
se nos pasa un día y dos sin desayunarnos, si no es del viento que S(
pía.
— Todo eso se puede llevar y conllevar, dijo el del Bosque, con ]
esperanza que tenemos del premio; porque si demasiadamente no (
desgraciado el caballero andante á quien un escudero sirve, por lo m(
nos, á pocos lances, se verá premiado con un hermoso gobierno d
cualque ínsula ó con un condado de buen parecer.
— Yo, replicó Sancho, 3^a he dicho á mi amo que me contento con t
gobierno de alguna ínsula, y él es tan noble y tan liberal, que me le li
prometido muchas y diversas veces.
PAKTE SKGUNDA. CAPITULO XIII 41)3
— Yo, dijo el del Hosque, con un canonicato quedaré satisfecho de
ni.s servicios, y ya nie le tiene mandado mi amo, y ¡que tal!
— Debe de ser, dijo Sancho, su amo de vuesa merced caballero á lo
x-lesiástico, y podra hacer esas mercedes á su buen escudero, pero ti
uio es meramente lejL»o; aunque yo me acuerdo cuando le fjuerían acon-
sejar personas discretas, aunque á cni ptrecer mal intencionadas, que
>rocurase ser arzobispo; pero él no quiso sino ser emperador; y yo es-
aba entonces temblando si le venia en voluntad de ser de la Iglesia,
lor no hallarme suticiente de tener beneíicios por ella; porque le hago
^aber á vuesa merced (pie ainupie parez.o hombre, soy una bestia i)ara
■¡cr de la Iglesia.
— Pues en verdad que lo yerra vuesa merced, dijo el del Bosque, á
•ausa que los gobiernos insulanos no son todos de buena data: algunos
liay torcidos, algunos pobres, algunos malencónicosy, finalmente, el más
.'rguido y bien dispuesto trae consigo una pesada carga de pensamien-
tos y de incomodidades, que pone sobre sus hombros el desdichado que
le cupo en suerte. Harto mejor sería que los que profesamos esta mal-
lita servidumbre nos retirásemos á nuestras casas, y allí nos entretu-
viésemos en ejercicios más suaves, como si dijésemos cazando ó pescan
lo; (jue ¿qué escudero hay tan pobre en el mundo, á quien le falte un
locni y un i>ar de galgos y una caña de pescar, con que entretenerse en
su aldea?
— A mí no me falta naíla deso, respondió Sancho; verdad es que no
tengo rocín, pero tengo un asno que vale dos veces más que el caballo
le mi amo. ¡Mala pascua me dé Dios, y sea la primera «jue viniere, si
le trocara por él. aunque me diesen cuatro fanegas de cebada encima!
A burla tendrá vuesa merced el valor de mi Rucio; que rucio es el color
le mi jumento. Pues galgos no me habían de faltar, habiéndolos sobra-
ios en mi pueblo; y más, que entonces es la caza más gustosa, cuando
se haceá costa ajena.
— Real y verdaderamente, respondió el del Rosque, señor escudero,
jue tengo propuesto y determinado de dejar estas borracherías destos
-•aballeros, y retirarme á mi aldea y criar mis hijitos; que tengo tres
?omú tres orientales perlas.
— Dos tengo yo, dijo Sancho, que se pueden presentar al Papa en per-
sona; especialmente una muchacha, á quien crío para condesa, si Dios
íuere servido, aunque. á pesar de su madre.
— ¿Y qué edad tiene esa señora que se cría para condesa?, preguntó
3I del Bosque.
— (¿uince años, dos más ó menos, respondió Sancho; pero es tan gran-
le como una laijza y tan fresca como una mañana de Abril, y tiene una
.'uerza de un ganapán.
— Partes son esas, respondió el del Bosque, no sólo para ser condesa,
sino para ser ninfa del verde bosque. ¡Oh hideputa, puta, y qué rejo
iebe de tener la bellaca!
A lo que respondió SaLcho, algo mohíno: «Ni ella es puta, ni lo fué
su madre, ni lo será ninguna de las dos. Dios queriendo, mientras yo
494 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
viviere; y háblese más comedidamente; que para haberse criado vuesí
merced entre caballeros andantes, que son la mesma cortesía, no me pa
recen muy concertadas esas palabras. »
— ¡Oh qué mal se le entiende á vuesa merced, replicó el del Bosque
de achaques de alabanza, señor escudero! ¡Cómo! ¿Y no sabe que cuan
do algún caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, ó cuand<
alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: i< )1
hideputa, puto, y qué bien que lo ha hecho! Y aquello que parece vi
tuperio, en aquel término es alabanza notable; y renegad vos, señor, di
los hijos ó hijas que no hacen obras que merezcan se les den á sus pn
dres loores semejantes.
— Si reniego, respondió Sancho, y dése modo y por esa misma razói
podía echar vuesa merced á mí y á mis hijos y á mi mujer toda un;
putería encima, porque todo cuanto hacen y dicen son extremos digno
de semejantes alabanzas; y para volverlos á ver, ruego yo á Dios me sa
que de pecado mortal, que lo mesmo será si me saca deste peligros'
oficio de escudero, en el cual he incurrido segunda vez, cegado y eng«
nado de una bolsa con cien escudos que me hallé un día en el corazcn
de Sierra Morena; y el diablo me pone ante los ojos aquí, allí, acá n(
sino acullá, un talego lleno de doblones, que me parece que á cada pa^■■
le toco con la mano, y me abrazo con él, y lo llevo á mi casa, y ech'
censos, y fundo rentas, y vivo como un príncipe: y el rato que en est
pienso, se me hacen fáciles y llevaderos cuantos trabajos padezco co)
este mentecato de mi amo, de quien sé que tiene más de loco que de cíi
ballero.
— Por eso, respondió el del Bosque, dicen que la codicia rompe el sacc
y si va á tratar de locos, no hay otro mayor en el mundo que mi ame
porque es de aquellos por quien dicen: «cuidados ajenos matan el asno»
pues porque cobre otro caballero el juicio que ha perdido, se hace é
loco, y anda buscando lo que no sé si, después de hallado, le ha de síi
lir á los hocicos.
— ¿Y es enamorado por dicha?
— Si, dijo el del Bosque; de una tal Casildea de Vandalia, la más en
da y la más asada señora que en todo el orbe puede hallarse; pero n
cojea sólo del pie de la crudeza; que otros mayores embustes le bulleí
en las entrañas, y ello dirá antes de muchas horas.
— No hay camino tan llano, replicó Sancho, que no tenga algún tn
jiezón ó barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mía á calden
das. Más acompañados y paniguados debe de tener la locura que la di^
creción; mas si es verdad lo que comúnmente se dice, que el tener con
pañeros en los trabajos suele servir de alivio en ellos, con vuesa mei
cei podré consolarme, pues sirve á otro amo tan tonto como el mío.
— Tonto, pero valiente, respondió el del Bosque, y más bellaco qu
tonto y que valiente.
— Eso no es el mío, respondió Sancho, digo que no tiene nada d
bellaco; antes tiene un alma como un cántaro; no sabe hacer mal
nadie, sino bien á todos, ni tiene malicia alguna; un niño le har
PAETE SEGUNDA. "^capítulo XIII 495
MI tender que es de noche en la mitad del día; y por esta sencillez le
[iiiero como á las telas de mi cora/.('>n, y n» me amaño ti dejarle, por
uás disparates que haga.
—Con todo eso, hermano y señor, dijo el del Bosque, si el cieíjo guía
il ciego, ambos van á peligro de caer en el hoyo. Mejor es retirarnos
•on buen compás de pies, y volvernos á nuestras querencias: que los
|ue bu.^ean aventuras no siempre las hallan buenas.
Escupía Sancho á menudo, al parecer, un cierto género de saliva pe-
gajosa y algo seca, lo cual visto y notado por el caritativo bosqueril
•scudero, dijo: «Paréceme que, de lo que hemos hablado, se nos pegan
il paladar las lenguas; pero yo traigo un despegador pendiente del ar-
:ón de mi caballo, que es tal como bueno. >
Y levantándose, volvió desde allí á un poco con una gran bota tíe
.i no y una empanada de media vara, y no es encarecimiento, porque
M-a de un conejo albar tan grande, (¡ue Sancho, al tocarla, entendió ser
le algún cabrón, no que de cabrito; lo cual visto por Sancho, dijo: «^y
' 'Sto trae vuesa merced consigo, .señor? ^
-Pues, ¿qué se pensaba?, res|)ondió el otro. ¿Soy yo })or ventura al-
quil escudero de agua y lana? Mejor repuesto traigo yo en las ancas de
ni caballo, que lleva consigo, cuando va de camino, un general.
Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba á escuras bocados de
uidos de suelta, y dijo: Vuesa merced sí que es escudero fiel y legal,
i noliente y corriente, magnífico y grande, como lo muestra este ban-
[uete, que si no ha venido aquí por arte de encantamento, parécelo á
) menos, y no como yo, mezquino y malaventurado, que sólo traigo
n mis alforjas un poco de queso, tan duro, que pueden descalabrar
011 ell ) á un gigante; á quien hacen compañía cuatro docenas de alga-
robas y otras tantas de avellanas y nueces, merced á la estrechez de
ai dueño, y á la opinión que titne y orden que guarda, de que los
aballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas
ecas y con las yerbas del campo. >
— Por mi fe, hermano, replicó el del Bosque, que yo no tengo hecho
1 estómago á tagarninas ni á piruétanos, ni á raíces de los montes;
llá se lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas nuestros amos,
coman lo que ellas mandaren; fiambreras traigo, y esta bota colgando
•el arzón de la silla, por sí ó por no; y es tan devota mía y c[UÍérola
mto. que pocos ratos se pasan sin que la dé mil besos y mil abrazos»;
diciendo esto, se la puso en las manos á Sancho, el cual empinán-
' I ola, puesta á la boca, estuvo mirando á las estrellas un cuarto de hora,
en acabando de beber, dejó caer la cabeza á un lado, y dando un gran
•jspirc, dijo ¡Oh hiieputa, bellaco, y cómo es católico!»
— ¿Veis ahí, dijo el del Bosque, en oyendo el hidcpnta de Sancho,
orno habéis alabado este vino, llamándole hideputa?
— Digo, respondió Sancho, que confieso y conozco (jue no es des-
onra llamar hijo de puta á nadie, cuando cae debajo del entendi-
liento de alabarle. Pero dígame, .señor, por el siglo de lo que más
rjuiere, este vino ¿es de Ciudad Real?
B. P.— XX 33
496 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
-^¡Bray.o mojón!, respondió el del Bosque; en verdad que no es de
otra parte, y que tiene algjinos años de ancianidad.
¡A mí con eso!, dijo Sancho: ¡no toméis menos, sino que se me
í'uera á mí por alto dar alcance á su nacimiento! ¿No será bueno, señoi
escudero, que tenga yo un instinto tan grande y tan natural en esto d(
conocer vinos, que en dándome á oler cualquiera, acierto la patria, e
linaje, el sabor v la dura, y las vueltas que ha de dar, con todas lai
circunstíincias al vino atañederas? Pero no hay de qué maravillarse, s
tuve en mi linaje por parte de mi ])adre los dos más excelentes mojone
Ciue en luengos años conoció la Mancha: para prueba de lo cual, le
sucedió lo qiie ahora diré: Diéronles á los dos á probar del vino de un:
cuba, pidiéndoles su parecer del estado, cualidad, bondad ó malicia de
vino. El uno lo probó con la punta de la lengua, el otro no hizo má
de llegarlo á las narices. El primero dijo que aquel vino sabía á hierre
el segundo dijo que más sabía á cordobán; el dueño dijo que la cub
estaba limpia, y que el tal vino no tenía adobo alguno por donde hi
biese tomado sabor de hierro ni de cordobán. Con todo eso, los de
famosos meijones se afirmaron en lo que habían dicho. Anduvo (
tiempo, vendióse el vino, y al hm})iar de la cuba, hallaron en ella un
llave pequeña, pendit nte de una correa de cordobán; porque vea yues
merced si quien viene desta ralea podrá dar su parecer én semejante
<íausas. j j i
—Por eso digo, dijo el del Bosque, que nos dejemos de andar bu
cando aventuras; y pues tenemos hogazas, no busquemos tortas
volvámonos á nuestras chozas; que allí nos hallará Dios, si él quier
—Hasta que mi amo llegue á Zaragoza le serviré; que después, tod(
nos entenderemos.
Finalmente, tanto hablaron v tanto bebieron los dos buenos esc
deros que tuvo necesidad el sueño de atarles las lenguas y templad
la sed- que quitársela fuera imposible; y así, asidos entrambos de
va casi vacía bota, con los bocados á medios mascar en la boca, sequ
daron dormidos; donde los dejaremos por ahora por contar lo que
Caballero del Bosque pasó con el de la Triste Figura.
CAPÍTULO XI\'
Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque.
NTRE muchas razones que paí-aron Don Quijote y el Caballero de
la Selva, dice la historia que el del Bosque dijo á Don Quijote:
«Finalmente, señor caballero, quiero que sepáis que mi desti-
no, ó por mejor decir, mi elección, me trujo á enamorar de la
sin par Casildea de Vandalia; llamóla sin par, porque no le tiene, así en
la grandeza del cuerpo como en el extremo del estado y de la hermosu-
ra. Esta tal Casildea, pues, que voy contando, pagó mis buenos pensa-
mientos y comedidos deseos con hacerme ocupar, como su madrina d
Hércules, en muchos^ y diversos peligros, prometiéndome al fin de cada
ano que en el fin del otro llegaría el de mi esperanza; pero así se han
do eslabonando mis trabajos, que no tienen cuento, ni yo sé cuál ha de
ser el último que dé principio al cumplimiento de mis buenos deseos.
Tna vez me mandó que fuese á desafiar á aquella famosa giganta de Se-
villa, llamada la Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de
-H-once; y sin mudarse de un lugar, es la más movible y voltaria nmjer
iol mundo. Llegué, vila y vencíla, y hícela estar queda y á raya, porque
iu más de una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez también
mbo que me mandó fuese á tomar en peso las antiguas i)iedras de los
v-alientes toros de Guisando: empresa más para encomendarse á gana-
.lanes que á caballeros. Otra vez me mandó que me precipitase y su-
miese en la sima de Cabra (¡pehgro inaudito y temeroso!), y que le trú-
jese particular relación de lo que en aquella escura profundidad se en-
3ierra. Detuve el movimiento de la Giralda, pesé los toros de Guisando,
498 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
despéñeme en la sima y saqué á luz lo escondido de su abismo; y nñi
esperanzas muertas que muertas, y sus mandamientos y desdenes vivoi
que vivos. En resolución, últimamente me ha mandado que discurrí
por todas las provincias de España, y haga confesar á todos los andan
tes caballeros que por ellas vagaren, que ella sola es la más aventajadí
en hermosura de cuantas hoy viven, y que soy el más valiente y el má;
bien enamorado caballero del orbe; en cuya demanda he andado ya h
mayor parte de España, y en ella he vencido muchos caballeros f{ue s*
han atrevido á contradecirme; pero de lo que yo más me precio y ufa
no es de haber vencido en singular batalla á aquel tan famoso caballe
ro Don Quijote de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosj
mi Casildea que su Dulcinea; y en sólo este vencimiento hago cuentí
que he vencido todos los caballeros del mundo; porque el tal Don C^ui
jote que digo los ha vencido á todos; y habiéndole yo vencido á él, si
gloria, su fama y su honra se ha transferido y pasado á mi persona.
y tanto el vencedor es más honrado,
' Cuanto más el vencido es reputado;
así que, ya corren por mi cuenta y son mías las innumerables hazaña»
del ya referido Don Quijote.»
Admirado quedó Don Quijote de oir al Caballero del Bosque, y eí^
tuvo mil veces por decirle ([ue mentía, y ya tuvo el mentís en el pico d \
la lengua; pero reportóse lo mejor que pudo por hacerle confesar po i
su propia boca su mentira, y así, sosegadamente le dijo: «De que vue-
5-a merced, señor caballero, haya vencido á los más caballeros andante^
de España y aun de todo el mundo, no digo nada; pero de que hay i
vencido á Don (Quijote de la Mancha, póngolo en duda; podría ser qu
fuese otro que le pareciese, aunque hay pocos que le parezcan.»
—¿Cómo no?, replicó el del Bosque. Por el cielo que nos cubre, qu
peleé con Don Quijote, y le vencí y rendí; y es un hombre alto de cue
po, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la m
riz aguileña y algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos; campe
debajo del nombre del CahaUcro de Ja Triste Figura, y trae por escudí
ro á un labrador llam&do Sancho Panza, oprime el lomo y rige el fren
de un famoso caballo, llamado Rocinante, y finalmente, tiene por señ(
ra de su voluntad, á una tal Dulcinea de Toboso, llamada un tiempo A
donza Lorenzo; como la mía, que por llamarse Casilda y ser de la Ai
dalueía, yo la llamo Casildea de Vandalia. Si todas estas señas no basta
para acreditar mi verdad, aquí está mi espada, que le hará dar crédit
á la mesma incredulidad.
— Sosegaos, señor caballero, dijo Don Quijote, y escuchad lo qi
deciros quiero. Habéis de saber que ese Don Quijote que decís es (
mayor amigo que en este mundo tengo, y tantg, que podré decir qr
le tengo en lugar de mi misma persona; y que por las señas que d«
me habéis dado, tan puntuales y ciertas, no puedo pensar sino que se
el Qiismo que habéis vencido; por otra parte, veo con los ojos y toe
con las manos no ser posible ser el mesmo; si ya no fuese que. como
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XIV 4U9
muchos enemiíj;os encantadores, especialmente uno que de ordina-
• persigue, no haya alguno dellos tomado su figura para dejarse
or, por defraudarle de la fama que sus altas caballerías le tienen
I ijeada y adquirida por todo lo descubierto de la tierra; y para con-
in nación desto, quiero también que sepáis que los tales encantadores
■ontrarios, no ha más de diez horas (jue transformaron la figura y
•na de la hermosa Dulcinea del Toboso en una aldeana soez y baja,
~ta manera habrán transformado á Don Quijote; y si todo esto no
■¡i.-ia para enteraros en esta verdad que digo, aquí está el mesmo Don
Quijote, que la sustentará con sus armas á pie ó á caballo, ó de cualquie-
i a suerte (jue os agradare.
Y diciendo esto, se levantó en pie y empuñó la espada, esperando
Ilué resolución tomaría el Caballero del Bosque, el cual, con voz asimis-
mo sosegada respondió y dijo: «Al buen j)agador no le duelen prendas.
\\.\ (jue una vez, señor lion (¿uijote, pudo venceros transformado, bien
I lodrá tener esperanza.'- de rendiros en vuestro propio ser; mas port^ue
.10 es bien que los caballeros hagan sus fechos de armas á escuras, como
40s salteadores y rufianes, esperemos el día, para que el Sol vea nuestras
■>bras; y ha de ser condición de nuestra batalla, fjue el vencido ha de
,iuedar á la voluntad del vencedor, para que haga del todo lo que quisie-
f«e. con tal que sea decente á caballero lo (jue se le ordenare.»
—Soy más que contento desa condición y conveniencia, respondió Don
.Quijote; y en diciendo esto, se fueron donde estaban sus escuderos, y
i-os liallaron roncando en la misma forma que estaban cuando los salteó
-•1 sueño. Despertáronlos y mandáronles que tuviesen á punto los caba-
tilos. porque, en saliendo el sol, habían de hacer los dos una sangrienta.
■ ingular y desigual batalla; á cuyas nuevas quedó Sancho atónito y pas-
:inado, temeroso de la salud de su amo, por las valentías que había oído
llecir del suyo al escudero del Bosque; pero, sin hablar palabra, se fue-
ron los dos escuderos á buscar su ganado; que ya todos tres caballos y el
I lucio se habían olido, y estaban todos juntos.
En el camino dijo el del Bosque á Sancho: «Ha de saber, hermano,
l[ue tienen por costumbre los peleantes de la Andalucía, cuando son
padrinos de alguna pendencia, no estarse ociosos, mano sobre mano, en
anto que sus ahijados riñen: dígolo, porque esté advertido que mien-
ras nuestnjs dueños riñeren, nosotros también hemos de pelear y ha-
bernos astillas.»
— Esa costumbre, señor escudero, respondió Sancho, allá puede correr
r^ pasar con los rufianes y peleantes que dice; pero con los escuderos de
•os cabaUeros andantes, ni por })ienso; á lo menos yo no he oído decir á
ini amo semejante costumbre, y sabe de memoria todas las ordenanzas de
a andante caballería; cuanto más, que yo quiero que sea verdad y orde-
nanza expresa el pelear los escuderos en tanto que sus señores pelean;
i'>ero yo no quiero cumplirla, sino pagar la pena que estuviere puesta á
«os tales pacíficos escuderos; que yo aseguro que no pase de dos libras
lie cera; y más quiero pagar las tales libras, que sé cjue me costarán
nenos que las hilas que podré gastar en curarme la cabeza, que ya me
500 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
la cuento por partida y dividida en dos partes; hay más, que me impo-
sibilita el reñir el no tener espada, pues en mi vida me la puse.
— Para eso sé yo un buen remedio, dijo el del Bosque: yo traigo aquí
dos talegas de lienzo de un mesmo tamaño; tomaréis vos la una y yo la
otra, y reñiremos á talegazos, con armas iguales.
— Desa manera, sea en buen hora, respondió Sancho; porque antes
servirá la tal pelea de despolvorearnos que de herirnos.
— No ha de ser así, replicó el otro, porque se han de echar dentro de
las talegas, porque no se las lleve el aire, media docena de guijarros,
limpios y pelados, que pesen tanto los unos como los otros; y desta ma-
nera, nos podremos atalegar, sin hacernos mal ni daño.
— Mirad ¡cuerpo de mi padre!, respondió Sancho, ¡qué martas cebolli-
nas ó qué copos de algodón cardado pone en las talegas, para no quedar
molidos los cascos y hechos alheñas los huesos! Pero aunque se llenaran
de capullos de seda, sepa, señor mío, que no he de pelear; peleen nues-
tros amos, y allá se lo hayan, y bebamos y vivamos nosotros; que el
tiempo tiene cuidado de quitarnos las vidas, sin que andemos buscando
arbitrios para que se acaben antes de llegar su sazón y término, y que
se cayan de maduras.
— Con todo, replicó el del Bosque, hemos de pelear siquiera media
hora.
— Eso no, respondió Sancho; no seré yo tan descortés ni tan desagrade-
cido, que con quien he comido y he bebido trabe cuestión alguna, por
mínima que sea; cuanto más, que estando sin cólera y sin enojo, ¿quién
diablos se ha de amañar á reñir á secas?
— Para eso, dijo el del Bosque, yo daré un suficiente remedio, y es,
que antes que comencemos la pelea, yo me llegaré bonitamente á vuesa
merced y le daré tres ó cuatro bofetadas, que dé con él á mis pies; con
las cuales le haré despertar la cólera, aunque esté con más sueño que
un lirón.
— Contra ese corte sé yo otro, respondió Sancho, que no le va en
zaga: cogeré yo un garrote, y antes que vuesa merced llegue á desper-
tarme la cólera, haré yo dormir á garrotazos de tal suerte la suya, que
no despierte si no fuere en el otro mundo, en el cual se sabe que no
soy yo hombre que me dejo manosear el rostro de nadie: y cada uno
mire por el virote... aunque lo más acertado sería dejar dormir su có-
lera á cada uno: que no sabe nadie el alma de nadie, y tal suele venir por
lana que vuelve trasquilado, y Dios bendijo la paz y maldijo las riñas;
porque si un gato acosado, encerrado y apretado, se vuelve en león, yo,
que soy hombre. Dios sabe en lo que podré volverme; y así, desde agora
intimo á vuesa merced, señor escudero, que corra por su cuenta todo el
mal y daño que de nuestra pendencia resultare.
— Está bien, replicó el del Bosque; amanecerá Dios y medraremos.
En esto ya comenzaban á gorjear en los árboles mil suertes de pin-
tados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban
la norabuena y saludaban á la fresca aurora, que ya por las puertas y
balcones del Oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro sacu-
PAKTE SEGUNDA. CAPITULO XIV 501
iendo de sus cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo
uave licor bañándose las yerbas, parecía asimismo que ellas brotaban
llovían blanco y menudo aljófar: los sauces destilaban ihaná sabroso,
eíanse las fuentes, murmuraban )os arroyos, alegrábanse las selvas y
nriciuecíanse los prados con su venida.
Mas apenas dio lugar la claridad del día para ver y diferenciar las
-osas, cuando la primera que se ofreció á los ojos de ¡Sancho Panza fué
M nariz del escudero del bosque, que era tan grande, que casi le hacía
ombra á todo el cuerpo. Cuéntase, en efeto, que era de demasiada gran-
iza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de color amorata-
l>o, como de berenjena; bajábale dos dedos más abajo de la boca; cuya
rrandeza, color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro, que
n viéndole Sancho, comenzó á herir de pie y de mano como niño con
ilferecía, y propuso en su corazón de dejarse dar docientas bofetadas
intes que despertar la cólera para reñir con aquel vestiglo. Don Quijo-
■3 miró á su contendor, y hallóle ya puesta y calada la celada, de modo
l'Ue no le pudo ver el rostro; pero notó que era hombre membrudo y
no muy alto de cuerpo. Sobre las armas traía una sobrevesta ó casaca de
na tela, al parecer^ de oro finísimo, sembradas por ella muchas lunas
•equeñas de resplandecientes espejos, que le hacían en grandísima ma-
-era galán y vistoso; volábanle sobre la celada grande cantidad de ythi-
aas verdes, amarillas y blancas; la lanza, que tenía arrimada á un árbol,
rra grandísima y gruesa, y de un hierro acerado de más de un palmo..
Todo lo miró y todo lo notó Don (Quijote; y juzgó de lo visto y mi-,
tado que el ya dicho caballero debía de ser de grandes fuerzas; pero no
or eso temió, como Sancho Panza; antes con gentil denuedo dijo al ca-
allero de los Espejos: <Si la mucha gana de pelear, señor caballero, no
^s gasta la cortesía, por ella os pido que alcéis la visera un poco, i)or-
'ue yo vea si la gallardía de vuestro rostro responde á la de vuestra?
isposición.»
— O vencido ó vencedor que salgáis desta empresa, señor caballero,
^spondió el de los Espejos, os quedará tiempo y espacio demasiado
>ara verme; y si ahora no satisfago á vuestro deseo, es por parecerme
ue hago notable agravio á la hermosa Casildea de Vandalia en dilatar
1 tiempo que tardare en alzarme la visera sin haceros confesar lo que
:a sabéis que pretendo.
-—Pues en tanto que subimos á caballo, dijo Don Quijote, bien podéis
«ecirme si soy yo aquel Don Quijote que dijistes haber vencido.
— A eso vos respondemos, dijo el de los Espejos, que parecéis, como
e parece un huevo á otro, al mismo caballero que yo vencí; pero, se-
:ún vos decís que le persiguen encantadores, no osaré afirmar si sois el
entendido ó no.
— Eso me basta á mí, respondió Don Quijote, para que crea vuestro
•ngaño; empero, paia sacaros del de todo punto, vengan nuestros caba-
les; que en menos tiempo que el que tardáredes en alzaros la visera,
i Dios, si mi señora y mi brazo me valen, veré \o vuestro rostro, y vos
eréis que no soy yo el vencido Don (Quijote que pensáis.
502 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Con esto, acortando razones, subieron á caballo, y Don (¿uijote vol-
vió las riendas á Rocinante, para tomar lo que convenía del campo
para volver á encontrar á su contrario, y lo mismo hizo el de los Espe-
jos; pero no se había apartado Don Quijote veinte pasos, cuando se oyó
llamar del de los Espej,os, y partiendo los dos el camino, el de los Es-
pejos le dijo: «Advertid, señor caballero, que la condición de nuestra
))atalla es, que el vencido, como otra vez he dicho, ha de quedar á dis-
creción del vencedor.»
— Ya la sé, respondió Don Quijote, con tal que lo que se le impusie-
re y mandare al vencido han de ser cosas que no salgan de los límites
de la caballería.
' — Así se entiende, respondió el de los Espejos.
Ofreciérousele en esto á la vista de Don Quijote las extrañas nari-
ces del escudero, y no se admiró menos de verlas que Sancho; tanto
que le juzgó por algún monstruo ó por hombre nuevo y de aquellos que
no se usan en el mundo. Sancho, que vio partir á su amo para tomar
carrera, no quiso quedar solo con el narigudo, temiendo que con sólo
mi pasagonzalo con aquellas narices en las suyas, sería acabada la pen-
dencia suya, quedando, del golpe ó del miedo, tendido en el suelo; y
fuese tras su amo, asido á una ación de Rocinante; y cuando le pareció
que ya era tiempo que volviese, le dijo: <^Suplico á vuesa merced, señor
ínío, que antes que vuelva á encontrarse, me ayude á subir sobre aquel
alcornoque, de donde podré ver más á mi sabor, mejor que desde el
suelo, el gallardo encuentro que vuesa merced ha de hacer con este ca
l>allero.v>
— Antes creo, Sancho, dijo Don Quijote, que te quieres encaramar y
subir en andamio, por ver sin peligro los toros.
—La verdad que diga, respondió Sancho, las desaforadas narices de
acjuel escudero me tienen atónito y lleno de espanto, y no me atrevo é
estar junto á él.
—Ellas son tales, dijo Don Quijote, que, á no ser yo quien soy, tam
hiéii me asombraran; y así, ven, ayudarte he á subir donde dices.
En lo que se detuvo Don Quijote á que Sancho subiese en el alcor
noque, tomó el de los Espejos del campo lo que le pareció necesario; }
creyendo que lo mismo habría hecho Don Quijote, sin esperar son di-
trompeta ni otra señal que los avisase, volvió las riendas á su caballo
que no era más ligero ni de mejor parecer que Rocinante; y á todo si i
correr, que era un mediano trote, iba á encontrar á su enemigc; pen
viéndole ocupado en la subida de Sancho, detuvo las riendas y parósi
cu la mitad de la carrera, de lo que el caballo quedó agradecidísimo
Vi causa que ya no podía moverse. Don Quijote, que le pareció qu(
ya su enemigo venía volando, arrimó reciamente las espuelas á la -
trasijadas ijadas de Rocinante, y le hizo aguijar de manera, que cueni
ta la historia que esta sola vez se conoció haber corrido algo, porqu^ '
todas las demás siempre fueron trotes declarados; y con esta no vist;*
furia llegó donde el de los Espejos estaba, hincando á su caballo las es--
puelas hasta los botones, sin que le pudiese mover un solo dedo del hi
Encontró al de los Espejos con tanta fn<r/a, qne mal de un grado le hizo venir al suelo
por las ancas del caballo...
504 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
gar donde había hecho estanco de su carrera. En esta buena sazón y
coyuntura halló Don Quijote á su contrario, embarazado con su caba-
llo y ocupado con su lanza, que nunca ó no acertó ó no tuvo lugar de
ponerla en ristre. Don Quijote, que no miraba en estos inconvenientes,
á salvamano y sin pehgro alguno encontró al de los Espejos con tanta
fuerza, que mal de su grado le hizo venir al suelo por las ancas del ca -
bailo, dando tal caída, que sin mover pie ni mano, dio señales de que
estaba muerto.
Apenas le vio caído Sancho, cuando se deslizó del alcornoque, y á
toda priesa vino donde su señor estaba; el cual, apeándose de Roci-
nante, fué sobre el de los Espejos, y quitándole las lazadas del yelmo,
para ver si era muerto, y para que le diese el aire si acaso estaba vivo,
vio... ¿Quién podrá decir lo que vio, sin causar admiración, maravilla
y espanto á los que lo oyerenV
¡Vló, dice la historia, el rostro mismo, la misma ñgura, el mismo
aspecto, la misma fisonomía, la misma efigie, la perspectiva misma del
bachiller Sansón Carrasco! Y así como la vio, en altas voces dijo: «Acu-
de, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has de creer; aguija hijo,
y advierte lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y los
encantadores.»
Llegó Sancho, y como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzó
á hacerse mil cruces y á santiguarse otras tantas. En todo esto no daba
muestras de estar vivo el derribado caballero, y Sancho dijo á Don
Quijote: «Soy de parecer, señor mío, que, por sí ó por no, vuesa mer-
ced hinque y meta la espada por la boca á éste que parece el bachiller
Sansón Carrasco; quizá matará en él á alguno de sus enemigos los en-
cantadores.»
— No dices mal, dijo Don Quijote, porque de los enemigos los me-
nos; y sacando la espada para poner en efeto el aviso y consejo de
Sancho, llegó el escudero del de los Espejos, ya sin las narices que tan
feo le habían hecho, y ú grandes voces dijo: «Mire vuesa merced lo
que hace, señor Don Quijote; que ése que tiene á los pies es el bachi-
ller Sansón Carrasco, su amigo, y yo soy su escudero.» Y viéndole
Sancho sin aquella fealdad primera, le dijo: <v,Y las narices?»
A lo que él respondió: «Aquí las tengo en la faldriquera»; y echan-
do mano á la derecha, sacó unas narices de pasta y l)arniz, de máscara,
de la manifatura que quedan delineadas; y mirándole más y más San-
cho, con voz admirativa y grande dijo: < ¡Santa María, y valme! Este
¿no es Tomé Cecial, mi vecino y mi compadre?»
— ¡Y cómo si lo soy!, respondió el ya desnarigado escudero: Tomé
Cecial soj, compadre y amigo Sancho Panza; y luego os diré los arca-
duces, embustes y enredos por donde soy aquí venido; y en tanto pedid
y suplicad al señor vuestro amo c{ue no toque, maltrate, hiera ni mate
al caballero de los Espejos, que á sus pies tiene; porque sin duda al-
guna es el atrevido y mal aconsejado bachiller Sansón Carrasco, nues-
tro compatriota.
En esto volvió en sí el de los Espejos; lo cual visto por Don Quijote,
PARTE SEGUNDA. — CAPITULO XIV 505
3 puso la punta desnuda de su espada encima del rostro y le dijo:
Muerto sois, caballero, si no confesáis que la sin parDulciaea del To-
oso se aventaja en belleza á vuestra C'asildea de Vandalia; y demás
e esto, habéis de prometer, si de esta contienda y caída quedáredes
on vida, de ir á la ciudad del Toboso y presentaros en su presencia,
e mi parte, para que haga de vos lo que más en voluntad le viniere;
si os dejare en la vuestra, asimismo habéis de volver á buscarme (que
I rastro de mis hazañas os servirá de guía que os traiga donde yo es-
iviere), y á decirme lo (pie con ella hubiéredes i)asado: condiciones
ue, conforme á las que pusimos antes de nuestra batalla, no salen de
)S términos de la andante caballería.
— Confieso, dijo el caído caballero, que vale más el zapato descosido
sucio de la sefiora Dulcinea del Toboso, que las barbas mal peinadas,
unque limpias, de Casildea; y |)rometo de ir y volver de su presencia á
L vuestra, y daros entera y particular cuenta de lo (pie me pedís.
— También habéis de confesar y creer, añadió Don Quijote, que
quel caballero que venció tes no fué ni pude ser Don Quijote de la Man-
ía, sino otro que se le parecía, como yo conñeso y creo que vos, aun-
ue parecéis el bachiller Sansíjn Carrasco, no lo sois, sino otro que le
arece, y que, en su figura, aquí me le han puesto mis enemigos, para
lue detenga y temple el ímpetu de mi cólera y para que use blanda-
iiente de la gloria del vencimiento.
— Todo lo confieso, juzgo y siento como vos lo creéis, juzgáis y seii-
<s, respondió el derrengado caballero: dejadme levantar, os ruege, si es
nc lo permite el golpe de mi caída, que asaz maltrecho me tiene.
Ayudóle b levantar Don Quijote y Tomé Cecial, ó su escudero, del
lal no apartaba los ojos Sancho, preguntándole cosas, cuyas respues-
s le daban m:mifiestas señales deque verdaderamente era el Tomé
ecial (pie decía; mas la aprensión (|ue en Sandio liabía hecho lo que
:i amo dijo, de que los encantadores habí in mudado la figura del ca-
ñilero de los Espejos en la del bachiller Carrasco, no le dejaba dar
^édito á la verdad que con los ojos estaba mirando. F'inalmente, se
jedaron con ese engaño amo y mozo; y el de los Espejos y su escu-
'•3ro, mollinos y malandantes, se apartaron de Don Quijote y Sancho,
"' intención aquél de buscar algún lugar donde bizmarse y entablarse
stillas. Don Quijote y Sancho volvieron á proseguir su camino de
iragoza, donde los deja la historia, por dar cuenta de quién era el ca-
illero de los Espejos y su iiarigante escudero.
CAPITULO XV
Donde se cuenta y da noticia de quién era el caballero de los Espejos
y su escudero.
p; N extremo contento, ufano y vanaglorioso iba Don Quijote, poi
haber alcanzado vitoria de tan valiente caballero, como él st
imaginaba que era el de los Espejos, de cuya caballeresca pa
labra es})eraba saber si el encantamento de su señora pasabí
adelante; pues era foizoso que el tal vencido caballero volviese, so peni
<le no serlo, á darle razón de lo que con ella le hubiese sucedido. Pen
uno pensaba Don Quijote y otro el de los Espejos, puesto que por en
tonces no era otro su pensamiento, sino buscar donde bizmarse, cohk
se ha dicho. Dice, pues, la historia, que cuando el bachiller Sansón Ca
rrasco aconsejó á Don Quijote que volviese á proseguir sus dejadas cm
ballenas, fué por haber entrado primero en bureo con el Cura y el bai
hero sobre qué medio se podría tomar para reducir á Don Quijote .
<[U.e se estuviese en su casa quieto y sosegado, sin que le alborotase]
sus mal buscadas aventuras; de cuyo consejo salió, por voto común d
todos y parecer particular de Carrasco, que dejasen salir á Don Quijote
pues el detenerle parecía imposible, y que Sansón le saliese al camiu
como caballero andante, y trabase batalla con él, pues ]io faltaría sobr
qué, y le venciese, teniéndolo por cosa fácil; y que fuese pacto y coi
cierto que el vencido quedase á merced del vencedor; y así, ven cid
Don Quijote, le había de mandar el bachiller caballero se volviese á s
pueblo y casa, y no saliese della en dos años, ó hasta tanto que pe
él le fuese mandada otra cosa; lo cual era claro que Don Quijot»
vencido, cumpliría indubitablemente, per no coctravenir y faltar
las leyes de la caballería; y podría ser que en el tiempo de su recli
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XV 507
sión se le olvidasen sus vanidades, ó se diese lugar de buscar á su locu-
ra alííúu conveniente remedio.
Aprestóse Carrasco, y ofreciósele j)or escudero Tomé Cecial, com-
padre y vecino de Sancho Panza, hombre alegre y de lucios casco;-.
Armóse Sansón, como queda referido, y Tomé Cecial acomodó .sobre
sus naturales narices las falsas y de máscara ya dichas, porque no fue-
se conocido de su compadre cuando se viesen; y así siguieron el mismo
viaje que llevaba Don Quijote, y llegaron casi á hallarse en la aventu-
ra del carro de la Muerte; y hnalniente, dieron con ellos en el bosque,
donde les sucedió todo lo <)uo el prudente ha leído; y si no fuera por
los pensamientos extraordinarios do Don Quijote, que se dio á enten
ior que el bachiller no era el bachiller, el señor l)achiller quedara im-
posibiHtado para siempre de graduarse de licenciado, por no haber ha-
lado nidos donde pensó hallar pájaros.
Tomó Cecial, que vio cuan mal habían logrado sus deseos, y el mal
paradero que había tenido su camino, dijo al bachiller: «Por cierto,
•íoñor Sansón Carrasco, que tenemos nuestro merecido: con facihdad se
Mensa y se acomete una empresa, pero con diticultad las más veces se
>ale deíla. Don Quijote loco, nosotros cuerdos; él se va sano y riendo,
v'uesa merced queda molido y triste. Sepamos, pues, ahora cuál es más
oco: ¿el que lo es por no poder menos, ó el que lo es por su voluntad?»
A lo que respondió Sansón: «La diferencia que hay entre esos dos
otos es, que el que lo es por fuerza lo será siempre, y el que lo es de
:rado lo dejará de ser cuando quisiere.»
—Pues así es, dijo Tomé Cecial, yo fui por mi voluntad loco cuando
luise hacerme escudero de vuesa merced, y por la misma quiero dejar
it' serlo, y volverme á mi casa.
— Eso os cumple, respondió Sansón; porcjue pensar que yo he de
.'olver á la mía hast^ haber mohdo á palos á Don Quijote, es pensar
n lo excusado; y no me llevará ahora á buscarle el deseo de que cobre
u juicio, sino ei de la venganza; que el dolor grande de mis costillas
10 me deja hacer más piado.sos discursos.
En esto fueron razonando los dos hasta que llegaron á un pueblo,
londe fué ventura hallar un algebrista, con quien se curó el Sansón
lesgraciado. Tomé Cecial se volvió y le dejó, y él quedó imaginando
ai venganza; y la historia vuelve á habkr del á su tiempo, por no de
ar de regocijarse ahora con Don Quijote.
CAPITULO XVI
De lo que sucedió á Don Quijote con un discreto caballero de la Mancha.
ON la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho, seguía Do
Quijote su jornada, imaginándose por la pasada vitoria ser (
%¿j^ caballero andante más valiente que tenía en aquella edad (
Cs mundo. Daba por acabadas y á felice fin conducidas cuanta
aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía en poco á los ei
cfcutos y á los encantadores; no se acordaba de los innumerables palc
que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni de la pedrad
que le derribó la mitad de los dientes, ni del desagradecimiento de k
galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas de los yangüeses; fina
mente, decía entre sí que si él hallara arte, modo ó manera cómo dei
encantar á su señora Dulcinea, no envidiaría á la mayor ventura qu
alcanzó ó pudo alcanzar el más venturoso caballero andante de los pí
sados siglos.
En estas imaginaciones iba todo ocupado, cuando Sancho le dij(
«¿No es bueno, señor, que aun todavía traigo entre los ojos las desaf<
radas narices, y mayores de marca, de mi compadre Tomé Cecial?
— ¿Y crees tú, Sancho, por ventura, que el Caballero de los Espeje
era el bachiller Carrasco, y su escudero Tomé Cecial, tu compadre?
— No sé qué me diga á eso, respondió Sancho; sólo sé que las señ£
que me dio de mi casa, mujer y hijos, no me las podría dar otro que <
mesmo; y la cara, quitadas las narices, era la misma de Tomé Cecia
como yo se la he visto muchas veces en mi pueblo, y, pared en medi(
en mi misma casa; y el tono de la habla era todo uno.
— Estemos á razón, Sancho, rephcó Don Quijote. \Qn acáN¿en qu
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XVI 509
ioiisideíacióu [)uetle caber que el bachiller Sansón Carrasco viniese
jomo caballero andante, armado de armas ofensivas y defensivas, á pe-
car conmigo? ¿lie sido yo su enemigo por ventura? ¿Hele dado yo ja-
[HcÍs ocasión para tenerme ojerizaV ¿Soy yo su rival, ó hace él profesión
ie las armas, j)ara tener envidia á la fama que yo por ellas he ganadoV
— J'ues ¿qué diremos, señor, respondió Sandio, á esto de parecerse
ííinto aquel caballero, sea el que fuere, al bachiller Carrasco, y su es-
cudero á Tomé Cecial, mi compadre? Y si ello es encantamento, como
vuesa merced ha dicho, ¿no había en el mundo otros dos á quien se
parecieran?
— Todo es artificio y traza, respondió Don Quijote, de los malignos
magos que me persiguen, los cuales, anteviendo que yo había de que-
iar vencedor en la contienda, se previnieron de que el caballero ven-
cido mostrase el rostro de mi amigo el bachiller, porque la amistad que
le tengo se pusiese ante los filos de mi espada y el rigor de mi brazo, y
templase la justa ira de mi corazón, y desta manera quedase con vida
si que con embelecos y falsías procuraba quitarme la mía. Para prueba
ie lo cual, ya sabes, ¡oh Sancho!, por experiencia que no te dejará men-
tir ni engañar, cuan fácil sea á los encantadores mudar unos rostros en
Dtros, haciendo de lo hermoso feo y de lo feo hermoso; pues no ha dos
iías que viste por tus mismos ojos la hermosura y gallardía de la sin
par Dulcinea, en toda su entereza y natural conformidad, y yo la vi en
la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con lagañas en los ojos y
3on mal olor en la boca; así que, el perverso encantador que se atrevió
á hacer una transformación tan mala, no es mucho que haya hecho la
de Sansón Carrasco y la de tu conn)adre, por quitarme la gloria del
vencimiento de las manos; pero, con todo esto, me consuelo, porque, en
ñn, en cualquiera figura que haya sido, he quedado vencedor de mi
enemigo.
— Dios sabe la verdad de todo, respondió Sancho; que como él sabía
que la transformación de Dulcinea había sido traza y embeleco su3'o,
no le satisfacían las quimeras de su amo; pero no le quiso replicar, por
QO decir alguna palabra que descubriese su embuste.
En estas razones estaban, cuando los alcanzó un hombre, que de-
trás dellos por el mismo camino venía sobre una muy hermosa yegua
tordilla, vestido un gabán de paño fino verde, jironado de terciopelo
leonado, con una montera del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua
era de campo y de la jineta, asimismo de leonado y verde; traía un al
fanje morisco, pendiente de un ancho tahalí de verde y oro, y los bor-
ceguíes eran de la labor del tahalí; las espuelas no eran doradas, sino
dadas con un barniz verde, tan tersas y bruñidas, que, por hacer labor
con todo el vestido, parecían mejor que si fueran de or,; puro.
Cuando llegó á ellos el caminante, los saludó cortésmente, y pican-
do á la yegua, se pasaba de largo; pero Don Quijote le dijo: «Señor
galán, si es que vuesa merced lleva el camino que nosotros, y no im-
porta el darse priesa, merced recebiría en que nos fuésemos junios.»
— En verdad, respondió el de la yegua, que no me pasara tan de
510 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
largo, si no fuera por temor que con la compañía de mi yegua no s
alborotara ese caballo.
— Bien puede, señor, respondió á este sazón Sancho, bien puede U
ner las riendas á su yegua, porque nuestro caballo es el más honesto
bien mirado del mundo; jamás en semejantes ocasiones ha hecho vilez
alguna, y una vez que se desmandó á hacerla, la lastamos mi señor
yo con las setenas. Digo otra vez que puede vuesa merced detenerse, i-
quisiere, que aunque se la den entre dos platos, á buen seguro que í
caballo no la arrostre.
Detuvo la rienda el caminante, admirándose de la apostura y rostr
de Don Quijote, el cual iba sin celada; que la llevaba Sancho, com
maleta, en el arzón delantero de la albarda del Rucio; y si mucho m
raba el de lo verde á Don Quijote, mucho más miraba Don Quijote í
de lo verde, pareciéndole hombre de chapa: la edad mostraba ser d
cincuenta años, las canas pocas y el rostro aguileno, la vista entre al(
gre y grave; finalmente, en el traje y apostura daba á entender se
hombre de buenas prendas. Lo que juzgó de Don Quijote de la Mai
cha el de lo 7erde fué, que semejante manera ni parecer de hombre n
le había visto jamás; admiróle la longura de su cabello, la grandeza d
su cuerpo, la íiaqueza y amarillez de su rostro, sus armas, su adema
y compostura, figura y retrato no visto por luengos tiempos atrás e:
aquella tierra.
Notó bien Don Quijote la atención con que el caminante le mirabc
y leyóle en la suspensión su deseo; y como era tan cortés y tan amig
de dar gusto á todos, antes que le preguntase nada, le salió al camine
diciéndole: «Esta figura, que vuesa merced en mí ha visto, por se
tan nueva y tan fuera de las que comúnmente s-e usan, no me marg
villaría yo de que le hubiese maravillado; pero dejará vuesa merced d
estarlo, cuando le diga, como le digo, que soy caballero destos qu
dicen las gentes que á sus aventuras van. Salí de mi patria, empeñ
mi hacienda, dejé mi regalo, y entregúeme en los brazos de la fortuna
que me llevasen donde más fuese servida. Quise resucitar la ya muert
andante caballería; y ha muchos días que tropezando aquí, cayend
allí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido grai
parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y favor(
ciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de cabf
lleros andantes; y así, por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas
he merecido andar ya en estampa en casi todas ó las más naciones de
mundo. Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y llev.
camino de imprimirse treinta mil millares de veces, si el cielo no lo ve
media. Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, ó en un
sola, digo que yo soy Don Quijote de la Mancha, por otro nombr
llamado el CahaUero de la Triste Figura; y puesto que las propia
alabanzas envilecen, esme forzoso decir yo tal vez las mías, y esto s
entiende cuando no se halla presente quien las diga; así que, seño
gentil hombre, ni este caballo, ni esta lanza, ni este escudo, ni est
escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez de mi rostro, n
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XVI 5ll
i i atenuada flaqueza, os podrán admirar de aquí adelante, habiendo ya
^ bido quién soy y la profesión que hago. »
Calló en diciendo esto Don Quijote, y el de lo verde, según se tar-
; iba en responderle, parecía que no ac( rtaba á hacerlo; pero de allí á
leu espacio le dijo: «Acertastes, señor caballero, á conocer por mi su.s-
1 3nsión mi deseo; pero no habéis acertado a quitarme la maravilla que
1 mí causa el haberos visto; que puesto que, como vos, señor, decís
le el saber ya quien sois me la podría quitar, no ha sido así, antoí
íora que lo sé, quedo más suspenso y niara viHado. ¡Cómo! ¿Y es posi-
e que hay hoy caballeros andantes en el mundo, y que hay historias-
ipresas de verdaderas caballerías? No me puedo persuadir que hay;t
)y en la tierra quien favorezca viudas, ampare doncellas, ni lionre ca-
vdas, ni socorra huérfanos; y no lo creyera, si en vuesa merced no lo
.ibiera visto con mis ojos. ¡Bendito sea el cielo, que con esa historia,
le vuesa merced dice que está impresa, de sus altas y verdaderas ca-
ülerías, se habrán puesto en olvido las innumerables de los fingidos
iballeroe andantes, de que estaba lleno el mundo, tan en daño de la;^
aenas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas his-
•rias. >
— Hay mucho que decir, resj)()ndi(') Don Quijote, en razón de si scii
agidas ó no las historias de los andantes caballeros.
— Pues ¿hay quien dude, respondió el \'erde, <|ue no son falsas \i\^
les historias?
— Yo lo dudo, respondió Don Quijote, y quédese esto aquí; que si
uestra jornada dura, espero en Dios de dar á entender á vuesa merced
ue ha hecho mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto
ue no son verdaderas. '
Desta última razón de Don (¿uijote tomó barruntos el caminante de
ue Don (Quijote debía de ser algún mentecato, y aguardaba que con'
tras lo confirmase; pero antes que se divirtiesen en otros razonamien-
>s, Don Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado par- *
' de su condición y de su vida. A lo que respondió el del Verde Ga-
án: /Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo, natu-
d de un lugar donde iremos á comer hoy, si Dios fuere servido; soy-
las que medianamente rico, j es mi nombre don Diego de Miranda;'
aso la vida con mi mujer y con mi hijo y con mis amigos. Mis ejerci-.
ios son el de la caza y pesca; pero no mantengo ni halcón ni galgos,
mo algún perdigón manso ó algún hurón atrevido. Tengo hasta sei.4
ocenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín; de historia algu-
os, y de devoción otros; los de caballerías aún no han entrado por los',
mbrales de mis puertas. Hojeo más los que son profanos que los de-
otos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el leu
uaje, y admiren y suspendan con la invención, puesto que destos hay.
lu^'- pocos en España. Alguna vez cómo con mis vecinos y amigos, y
luchas" veces los convido; son mis convites limpios y aseados, y no
ada escasos. Ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí sé
íiurmure; no escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos (íe
B. P.— XX ,34
512 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Jos, otuos., .Oigo; misa cada -día; reparto de mis bienes con los pobres, sii
liacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón á 1;
hipocresía y, vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del ce
larón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desave
nidos; soy devoto de Nuestra Señora, y confío siempre en la misericoi
diainfínita de Dios, Nuestro Señor.»
; Atentísimo estuvo Sancho á la relación de la vida y entretenimien
tos del hidalgo; y pareciéndole buena y santa, y que quien la hacía de
bía de hacer milagros, se arrojó del Rucio y con gran priesa le fué ;
asir del estribo derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le bes*
los pies una y muchas veces.
Visto lo cual por el hidalgo, le preguntó: «¿Qué hacéis, hermano
¿Q.tié besos sonestosV>.
— Déjenme besar, respondió Sancho, porque me parece vu^sa mei
ced el primer santo á la jineta que he visto en todos los días de mi vida
— No soy santo, respondió el hidalgo, sino gran pecador; vos, sí, hei
mano, que debéis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo .muestra
Volvió Sancho á cobrar la albarda, habiendo sacado á plaza la ris;
de la profunda malencolía de su amo, y causado nueva admiración :
don Diego. Preguntóle Don Quijote que cuántos hijos tenía, y díjoL
que una de las cosas en que ponían el sumo bien los antiguos filósofos
que carecieron del verdadero conocimiento de Dios, fué en los bienes d'
la naturaleza, en los de la fortuna, en tener muchos amigos, y en teñe
muchos y buenos hijos.
• — Yo, señor Don Quijote, respondió el hidalgo, tengo un hijo, que ;
no tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy, y no poi
que él sea malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Será d
edad de diez y ocho años; los seis ha estado en Salamanca aprendiendo
las lenguas latina y griega, y cuando quise que pasase á estudiar otra
ciencias, hállele tan embebido en la de la Poesía (si es que se puede lia
mar ciencia), que no es posible hacerle arrostrar la de las Leyes, que y<
quisiera que estudiara, ni la reina de todas, la Teología. Quisiera yo qu
fuera corona de su linaje, pues vivimos en siglo donde nuestros reye
premian altamente las virtuosas y buenas letras; porque letras sin vii
tud son perlas en el muladar. Todo el día se le pasa en averiguar s
dijo bien ó mal Homero en tal verso de la Ilíada, si Marcial anduvo dee
honesto ó no en tal epigrama, si se han de entende r en una manera i
otra tales y tales versos de Virgilio; en fin, todas sus conversaciones soi
con los libros de los referidos poetas y con los de Horacio, Persio, Ju
venal y Tibulo; que de los modernos romancistas no hace mucha cuen
ta; y con todo el mal cariño que muestra tener á la poesía de romanee
le tiene agora desvanecidos los pensamientos al hacer una glosa á cua
tro versos que le han enviado de Salamanca, y pienso que son de just:
literaria,
A todo lo cual respondió Don Quijote: «Los hijos, señor, son peda
zos de las entrañas de sus padres, y así se han de querer, ó buenos (
malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida; á los pa
I'AKTK SEGUNDA. CAPÍTULO XVI 513
Ircs toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de
a buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para que
•uando jírandes'sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su
)osteridad; y en lo de forzarles que estudien esta ó aquella ciencia, no
o tenjío por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso; y cuando
lo se ha de estudiar i»ara ¡mué hicrando, siendo tan venturoso el estu-
liante que lo dio el cielo padres <|ue se lo dejen, sería yo de i)arecer que
e dejen seguir aquella ciencia á que más le vieren inclinado: y aunque
a de la Poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que sue-
cn deshonrar á quien las posee. La Poesía, señor hidalgo, á mi {¡arecer,
'S como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermo-
sa, á quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas
loncellas, que son todas las otras ciencias; y ella se ha de servir de todas
.' todas se han de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser
nanoseada, ni traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las
>lazas ni ])or los rincones de los palacios. P]lla es hecha de una alqui-
nia de t:d virtud, que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo
ie inestimable precio. Hala de tener, el que la tuviere, á raya, no deján-
lola correr en torpes sátiras ni en desalmados sonetos; no ha de ser ven
lible en ninguna manera, si ya no fuere en poemas heroicos, en lamen-
ables tragedias ó en comedias alegres y artificiosas; no se ha de dejar
ratar de los truhanes ni del ignorante vulgo, incapaz de conocer ni
istimar los tesoros que en ella se encierran. Y no penséis, señor, que yo
lamo aquí vulgo solamente á la gente plebeya y humilde; que todo
iquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar
m número de vulgo; y así, el que con los requisitos que he dicho tra-
are y tuviere á la poesía, será famoso, y estimado su nombre en todas
as naciones políticas del mundo. Y á lo que decís, señor, que vuestro
lijo no estima mucho la poesía de romance, doyme á entender que no
mda muy acertado en ello, y la razón es esta: el grande Homero no es-
•ribió en latín, porque era griego; y Virgilio no escribió en griego, por-
|ue era latino. En resolución, todos los poetas antiguos escribieron en
a lengua que mamaron en la leche, y no fueron á buscar las extranje-
as para declarar la alteza de sus conceptos; y siendo esto así, razón
•lería se extendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se
lesestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castella-
10, ni aun el vizcaíno, que escribe en la suya. Pero vuestro hijo, á lo
lue yo, señor, imagino, no debe de estar mal con la poesía de romance,
uno con los poetas que son meros romancistas, sin saber otras lenguas
li otras ciencias que adornen y despierten y ayuden á su natural im-
miso; y aun en esto [)uede haber yerro; porque, según es opinión ver
ladera, el [)oeta nace; quiere decir, que del vientre de su madre el poeta
latural sale poeta, y con aquella inchnación que le dio el cielo, sin más
istudio ni artificio, compone cosas que hacen verdadero al que dijo: Est
Dpks in nohis, etc. También digo que el natural poeta que se ayudare
leí arte, será mucho mejor, y se aventajará al poeta que, sólo por saber
A arte, quisiera serlo. La razón es, porque el arte no se aventaja á la
514 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
naturaleza, sino perfeciónala; así que, mezcladas la naturaleza y ei
arte, y el arte con la naturaleza, sacarán un perfetísimo poeta. Sea
pues, la conclusión de mi plática, señor hidalgo, que vúesa merced dej€
caminar á su hijo por donde su estrella le llama; que siendo él tan buei:
estudiante como debe de ser, y habiendo ya subido feUzmente el primei
escalón de las ciencias, que es el de las lenguas, con ellas por sí mesmc
subirá á la cumbre de las letras humanas, las cuales también parecer
en un caballero de capa y espada, y así le adornan, honran y engrande
cen, como las mitras á los obispos ó como las garnachas á los peritof-
jurisconsultos. Riña vuesa merced á su hijo, si hiciere sátiras que per
íjudiquen las honras ajenas; y castigúele y rómpaselas; pero si hiciere
sermones al modo de Horacio, donde reprehenda los vicios en general
como tan elegantemente él lo hizo, alábele; porque lícito es al poeta es
cribir contra la invidia, y decir en sus versos mal de los invidiosos, ^
asi de los otros vicios, con que no señale persona alguna; pero hay poe
tas qu'e, á trueco de decir una malicia, se pondrán á peligro que los des
tierren a las costas del Ponto. Si el poeta fuere casto en sus costumbres
lo será también en sus versos. La pluma es lengua del alma; cuales
fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos
y cuando los reyes y príncipes ven la milagrosa ciencia de la poesía ei
sujetos prudentes virtuosos y graves, los honran, los estiman y los enri
quecen, y aun los coronan con las hojas del árbol á quien no ofende e
rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie los que coi
tales coronas ven honradas y adornadas sus sienes.
Admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de Don Qui
jote, y tanto, que fué perdiendo de la opinión que con él tenía de sci
mentecato. Pero á la mitad desta plática, Sancho, por no ser muy dt
su gusto, se había desviado del camino á pedir un poco de leche á unoí
pastores, que allí junto estajean ordeñando unas ovejas; y en esto y?
volvía á renovar la plática el hidalgo, satisfecho en extremo de la dis
creción y buen discurso de Don Quijote, cuando alzando Don Quijote
la cabeza, vio que por el camino por donde ellos iban, venía un carre
adornado de banderas reales, y creyendo que debía de ser alguna nuevi
aventura, á grandes voces llamó á Sancho que viniese á darle la celada
el cual Sancho, oyéndose llamar, dejó los pastores, y á toda priesa picf
al rucio, y llegó donde su amo estaba, á quien sucedió una espantosa >
desafinada aventura.
CAPITULO XVII
)onde se declara el último punto y extremo adonde llegó y pudo llegirel inau-
dito ánimo de Don Quijote, con la felicemente acabada aventura de los
leones.
LEGANDO el autor desta grande historia á contíir lo que en este
1^») capítulo cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso
"^ de que no había de ser creído, porque las locuras de Don Qui-
^ "" jote llegaron aquí al término y raya de las mayores que pueden
maginarse, y aun pasaron dos tiros de ballesta más allá de las mayo-
es. Finalmente, aunque con este miedo y recelo, las escribió de la mis-
na manera que él las hizo, sin añadir ni quitar á la historia un átomo
le la verdad, sin dársele nada por las objeciínes que podían ponerle de
nentiroso; y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y
iempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua; y así, pro-
iguiendo su historia, dice que cuando Don Quijote daba voces á 8an-
•ho que le trújese el yelmo, estaba él comprando unos requesones que
os pastores le vendían, y acosado de la mucha priesa de su amo. no
upo qué hacer dellos ni en qué traerlos; y por no perderlos (que ya los
em'a pagados), acordó echarlos en la celada de su señor, y con este buen
•ecado volvió á ver lo que le quería; el cual, en llegando, le dijo: «Dame,
nnigo, esa celada; \ue yo sé poco de aventuras, ó lo que allí descubro
'8 alguna que me ha de necesitar y me necesita á tomar mis armas.»
El del Verde Gabán, que esto oyó, tendió la vista por todas partes,
" no descubrió otra cosa que un carro que hacia ellos venía con dos ó
516 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
tres banderas pequeñas, que le dieron á entender que el tal carro debía
de traer hacienda de su Majestad, y así se lo dijo á Don Quijote; pero
él no le dio crédito, siempre creyendo y pensando que todo lo que le
sucediese habían de ser aventuras y más aventuras, y así respondió al
hidalgo: «Hombre apercibido, medio combatido. No se pierde nada en
que yo me aperciba; que sé por experiencia que tengo enemigos visi-
bles é invisibles, y no sé cuándo, ni adonde, ni en qué tiempo ni en qué
figuras me han de acometer»; y volviéndose á Sancho le pidió la cela-
da; al cual, como no tuvo lugar de sacar los requesones, le fué forzoso
dársela como estaba. Tomóla Don Quijote, . y sin que echase de ver
lo que dentro venía, con toda priesa se la encajó en la cabeza, y como
los requeiones se apretaron y exprimieron, comenzó á correr el sue-
ro por todo el rostro y barbas de Don Quijote, de lo que recibió tal
susto, que dijo á Sancho: «¿Qué será esto, Sancho, que parece que se
me ablandan los cascos, ó se me derriten los sesos, ó que sudo de los
pies á la cabeza? Y si es que sudo, en verdad que no es de miedo. Sin
duda creo que es terrible la aventura que agora quiere sucederme.
Dame, si tienes, con qué me limpie, que el copioso sudor me ciega los
ojos- »
Calló Sancho y dióle un paño, y dio con él gracias á Dios de que su
señor no hubiese caído en el caso. Limpióse Don Quijote, y quitóse la
celada por ver qué cosa era la que á gu parecer le enfriaba la cabeza, y
viendo aquellas gachas blancas dentro de la celada, las llegó á las nari-
ces, y en ohéndolas, dijo: «¡Por vida de mi señora Dulcinea del Toboso,
que son requesones los que aquí me has puesto, traidor, bergante y mal
mirado escudero!»
A lo que con gran flema y disimulación respondió Sancho: «Si son
requesones, démelos vuesa merced, que yo me los comeré... pero cóma-
los el diablo, que debió de ser el que ahí los puso. ¡Yo había de tenei
atrevimiento de ensuciar el yelmo de vuesa merced! ¡Hallándole habéií-
el atrevido! A la fe, señor, alo que Dios me da á entender, también debe
yo de tener encantadores que me persiguen, como á liechura y miem
bro de vuesa merced; y habrán puesto ahí esa inmundicia para moveí
á cólera su paciencia, y hacer que me muela, como suele, las costillas.
Pues en verdad que esta vez han dado salto en vago; que yo confío en
el buen discurso de mi señor, que habrá considerado que ni yo tengo
requesones, ni leche, ni otra cosa que lo valga: y que si h tuviera, antes
la pusiera en mi estomago que en la celada. >
—Todo puede ser, dijo Don Quijote. Y todo lo miraba el hidalgo, y
de todo se admiraba, especialmente cuando, después de haberse lim-
piado Don (Quijote, cabeza, rostro y barbas y celada, se la encajó, y
afirmándose bien en los estribos, requiriendo la espada y asiendo la lan-
za, dijo: «Agora venga lo que viniere; que estoy aqují con ánimo de to-
marme con el mesmo Satanás en persona.»
Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía ptra
gente que el carretero en las muías y un hombre sentado en la de
¡antera.
PARTE BEGUNDA. CAPÍTULO XVII 517'
Púsose Don Quijote delante y dijo: «¿Adonde vais, hermanos? ¿Qué
rro es éste? ¿Qué lleváis en él, y qué banderas son aquestos?» .
A lo que respondió el carretero: «Él carro es mío; lo que va en é^
'11 dos bravos leones enjaulados, que el íjeneral de Oran envía á la
lite, presentados á su. >Iajestad; las banderas son del lley, nuestro,
ñor, en señal que a(juí va cosa suya.» ,
— ¿Y son grandes los leones?, pregunto Don (.Quijote.
— Tan grandes, respondió el hombre que iba á la puerta del carro,,
le no han pasado mayores ni tan grandes de Alrica á España jamásr,^
yo soy el leonero, y he pasado otros; pero como éstos ninguno. Hoiv,
Mubra y macho: el macho va en esta jaula primera, y la hembra en,
I de atrás, y ahora van hambrientos, porque no han comido hoy, y.
í, vuesa merced se desvíe; que es menester llegar presto donde les.
'uips de comer.
A lo que dijo Don Quijote sonriendo un poco: «¿Leoncitos á mí?
V mí leoncitos, y á tales horas? Pues, por Dios, que han de ver esos,
ñores que acá los envían, si soy yo hombre que se espanta de leones,
peaos, buen hombre; y pues sois el leonero, abrid esas jaulas y echad-.
e e^as bestias fuera; que en mitad desta campaña le>s daré á conocer
lien es Don (¿uijotc de la Mancha, á despecho y pesar de los encan-,
dores que á mí los envían. ^
— ¡Ta, ta!, dijo á esta sazón entre sí el hidalgo; dado ha señal de quién
nuestro buen caballero: los requesones sin duda le han ablandado;
s cascos y madurado los sesos. .
Llegóse en esto á él Sancho y díjole: «Señor, por (juien Dios es, j
10 vuesa merced haga de manera que mi señor Don Quijote no se
me con estos leones: (¡ue si se toma, aquí nos han de hacer pedazos,
todos.» }
— Pues ¿tan loco es vuestro amo, respondió el hidalgo, (pie teméis,
creéis que se ha de tomar con tan fieros animales?.
— No es loco, respondió Sancho, sino atrevido.
— Yo haré que no lo sea, replicó el hidalgo; y llegándose á Don (¿ui-.-
te, que estaba dando priesa al leonero que abriese las jaulas, le. dijo: ,.
iñor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventiiia-^
le prometen esperanza de salir bien dellas, y no aquellas que de todo,
i todo la quitan; porque la valentía que se entra en la juridición de Ijy
meridad, más tiene de locura que de fortaleza; cuanto más que estos j
ones no vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan; van presentados d.
i Majestad, y no será bien detenerlos, ni impedirles su viaje.
— Vayase vuesa merced, señor hidalgo, respondió Don Quijote,. :i,
itender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a.
:da uno hacer su oficio; este es el mío, y yo sé si yienen á mí ó ii/> -
tos señores leones: y volviéndose al leonero le dijo; ¡Voto á tal, don .,
iliaco, que si no abrís luego, luego, las jaulas, que ..cqu, esta lanza ps^
í de coser con el carro!; ,. ,: ; .
Kl carretero, que yió la determinación de aquella armada fanta,sniia-,.v
dijo: «Señor mío. vuesa merced sea servido, por, «andad, dejarme ^
518 DOK QUIJOTE DE LA MANCHA
desuncir las muías, y ponerme en salvo con ellas antes que se desenvai-
nen los leones; porque si me las matan, quedaré rematado para toda mi
vida; que no tengo otra hacienda sino este carro y estas muías.»
— ¡Oh hombre de poca i'c!, respondió Don Quijote; apéate y desunce
y haz lo que quisieres; que presto verás que trabajafíte en vano, y qut
pudieras ahorrar desta diligencia.
Apeóse el carretero y desunció á gran priesa, y el leonero dijo é
grandes voces: «Séanme testigos cuantos aquí están cómo contra m
Moluntad y forzado abro las jaulas y suelto los leones, y de que protes
to á este señor que todo el mal y daño que estas bestias hicieren corrí
y vaya por su cuenta, con más mis salarios y derechos. Vuestras mer
cedes, señores, se pongan en cobro antes que abra; que yo seguro esto}
que no me han de hacer daño.»
Otra vez le propuso el hidalgo que no hiciese locura semejante; qut
era tentar á Dios acometer tal disparate. A lo que respondió Don Qui
jote que él sabía lo que hacía.
Respondióle el hidalgo que lo mirase bien; que él entendía que s(
engañaba.
,. -—Agora, señor, replicó Don Quijote, si vuesa merced no quiere sei
oyente desta, que, á su parecer, ha de ser tragedia, pique la tordilla }
póngase en salvo.
Oído lo cual por Sancho, con lágrimas en los ojos le suplicó desis
tiese de tal empresa, en cuya comparación habían sido tortas y pai
pintado la de los molinos de viento y la temerosa de los batanes, y
finalmente, todas las hazañas que había acometido en todo el discursc
de su vida. «Mire, señor, decía Sancho, que aquí no hay encanto n
cosa que lo valga; que yo he visto por entre las verjas y resquicios d(
la jaula una uña de león verdadero, y saco por 'ella que el tal león
cuya debe ser la tal uña, es mayor que una montaña.»
— El miedo, á lo menos, respondió Don Quijote, te le hará parece
mayor que la mitad del mundo, Retírate, Sancho, y déjame; y si aqu
muriere, ya sabes nuestro antiguo concierto: acudirás á Dulcinea. . i
no te digo más.
A estas añadió otras razones, con que quitó las esperanzas de qu"
no había de dejar de proseguir su desvariado intento. Quisiera el de
Verde Gabán oponérsele; pero vióse desigual en las armas, y no 1<
pareció cordura tomarse con un loco; que ya se lo había parecido d»
todo punto Don Quijote, el cual, volviendo á dar priesa al leonero ;«
á reiterar las amenazas, dio ocasión al hidalgo á que picase la yegua
y Sancho al Rucio, y el carretero á sus muías, procurando todo
apartarse del carro lo más que pudiesen, antes que los leones se des
embanastasen. Lloraba Sancho la muerte de su señor, que, aquella vez
sin duda creía que llegaba en las garras de los leones: maldecía si
ventura, y llamaba menguada la hora en que le vino al pensamientf
volver á servirle; pero no por llorar y lamentarse, dejaba de aporrea
al Rucio, para que se alejase del carro. Viendo, pues, el leonero qm
ya los que iban huyendo estaban bien desviados, tornó á requerir y í
Pero no, por llorar y lamentarse, dejaba de aporrear al Rucio, para que -ir aU-iase del carro.
020 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
intimar ú Don Quijote lo que ya le había requerido é intimado; el cual
respondió que lo oía, y que no se curase de más intimaciones y reque-
rimientos; que todo sería de poco fruto... y que se diese priesa.
En el espacio que tardó el leonero en abrir la jaula primera, estuvo
considerando Don Quijote si sería bien hacer la batalla antes á pie que
á caballo; y en fin, se determinó de hacerla á pie, temiendo que Roci-
nante se espantaría con la vista de los leones: por esto saltó del caballo,
arrojó la lanza y embrazó el escudo, y desenvainando la espada, paso
ante paso, con maravilloso denuedo y corazón valiente, se fué á poner
delante del carro, encomendándose á Dios de todo corazón, y lue.so ;i
su señora Dulcinea.
Y es de saber, que llegando á este paso el autor desta verdadera
historia, exclama y dice: «¡Oh fuerte, y sobre todo encarecimiento ani-
moso, Don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos
los valientes del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que
fué gloria y honra de los españoles caballeros! ¿Con qué palabras con-
taré esta tan espantosa liazaña, ó con qué razones la haré creíble á los
siglos venideros? ¿O qué alabanzas habrá que no te convengan y cua-
dren, aunque sean hipérboles sobre todos los hipérboles? Tú á pie, tú
solo, tú intrépido, tú magnánimo, con sola una espada, y no de las del
perrillo cortadoras; con un escudo, no de muy luciente y limpio acero,
estás aguardando y atendiendo los dos más fieros leones que jamás
criaron las africanas selvas. Tus mismos hechos sean los que te alaben,
valeroso manchego, que yo los dejo aquí en su punto, por faltarme pa-
labras couque encarecerlos.»
Aquí cesó la referida exclamación del autor, y pasó adelante, anu-
dando el hilo de la historia, diciendo que habiendo visto el leonero ya
puesto en postura á Don Quijote, y que no podía dejar de soltar al
león macho, so pena de caer en la desgracia del indignado y atrevido
caballero, abrió de par en j)ar la primera jaula, donde estaba, como se
ha dicho, el león, el cual pareció de grandeza extrciordinaria y de espan-
table y fea catadura. Lo primero que hizo fué revolverse en la jaula,
donde venía echado, y tender la garra y desperezarse todo; abrió luego
la boca y bostezó muy despacio, y con casi dos palmos de lengua, que
sacó fuera, se despolvoreó los ojos y se lavó el rostro; hecho esto, sacó
la cabeza fuera de la jaula y miró á todas partes con los ojos heclios
brasas: vista y ademán para poner espanto á la misma temeridad, |Sólo
Don Quijote lo miraba atentamente^ deseando que saltase ya del
carro y viniese con él á las manos, entre las cuales pensaba hacerle pe-
dazo.^.
Hasta aquí llegó el extremo de su jamás vista locura. Pero el gene-
roso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías
ni de bravatas, después de haber mirado á una y otra parte, como se
ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes á Don Qui-
jote, y con gran flema y remanso se volvió á echar en la jaula, viendo
lo cual Don Quijote mandó al leonero que le diese de palos y le irri-
tase para echarle fuera.
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XVII 521
— Eso no liaré yo, respondió el leonero; porque si yo le instigo, el
)riniero á quien hará pedazos, será á mí mismo. Vuesa merced, señor
•aballero, se contente con lo hecho, que es todo b que puede decirse en
,^énero de valentía, y no quiera tentar segunda fortuna. El león tiene
ibiorta la puerta; en su mano está salir ó no salir; pero pues no ha sali-
lo hasta ahora, no saldrá en todo el día: la grandeza del corazón de
*iiesa merced ya está bien declarada. Ningún bravo peleante, según á
ni se me alcanza, está obligado á más que á desafiar á su enemigo y
•s{)erarle en campaña; y si el contrario no acude, en él se queda la in-
aniia, y el esperante gana la corona del vencimiento.
— Así es verdad, respondió Don (Quijote; cierra, amigo, la puerta, y
lame por testimonio, en la mejor forma que pudieres, lo que aquí me
las visto hacer; conviene á saber cómo tú abriste al león, yo le esperé,
1 no salió, volvíle á esperar, volvió á no salir, y volvióse á acostar. No
lel)o más; y encantos afuera, y Dios ayude á la razón y á la verdad, y
. la verdadera caballería; y cierra, como he dicho, en tanto que hago
eñas á los huidos y ausentes, para que sepan de tu boca esta hazaña.
Hízolo así el leonero, y Don -(Quijote, poniendo en la punta de la
uv/.n el henzo con que se había limpiado el rostro de la lluvia do los
e<iuesones, comenzó á llamar á lo.s ([ue no dejaban de huir ni de volver
i cabeza á cada paso, todos en tropa y antecogidos del hidalgo; pero
Icanzando Sancho á ver la señal del blanco paño, dijo: <^(¿ue me ma-
3n si mi señor no ha vencido á las fieras bestias, pues nos llama.»
Detuviéronse todos, y conocieron que el que hacía las señas era Don
Quijote; y perdiendo alguna parte del miedo, poco á poco se vinieron.
cercand<i, hasta donde claramente oyeron las voces de Don Quijote,
ue los llamaba
Finalmente, volvieron al carro; y en llegando, dijo Don Quijote al
arretero: «Volved, hermano, á uncir vuestras nmlas y á proseguir
uestro viaje; y tú. Sancho, dale dos escudos de oro para él y para el
íonero, en recompensa de lo que por mí se han detenido.»
— Esos daré yo de muy buena gana, respondi('> Sandia ikí-h ¿(jué se
an hecho los leonesV ¿Son muertos ó vivosV
Entonces el leonero, menudamente y por sus pausas, c<,into el íin de
i contienda, exagerando como él mejor pudo y supo el valor de Don
(uijote, de cuya vista el león acobardado no quiso ni osó salir, puesto
ue había tenido un buen espacio abierta la ])uerta de la jaula; y que
or haber él dicho á aquel caballero que era tentar á Dios irritar al
'óii para que por fuerza saliese, como él quera que se le irritase, mal
e su grado y contra toda su voluntad, había peimitido que la puerta
i cerrase.
— ¿Qué te parece desto, Sancho'?, dijo Don (¿uijote: ¿hay encantos
ue valgan contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores
uitanne la ventura, pero el esfuerzo y*el ánimo será imposible.
Di<3 los escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leone-
) á Don Quijote por la merced recebida, y prometióle de contar aquella
alerosa hazaña al mismo R.ev, cuando en la Corte se viese.
522 DOK QUIJOTE DE LA MANCHA
— Pues si acaso su Majestad preguntare quién la hizo, direisle, que el
Caballero de los Leones; que de aquí adelante quiero que en éste se
trueque, cambie, vuelva y mude el que hasta aquí he tenido del Caba-
Uero do la Triste Figura: y en esto sigo la antigua usanza de los andan-
tes caballeros, que se mudaban los nombres cuando querían ó cuando
les venía á cuento.
Siguió su camino el carro, y Don Quijote, Sancho y el del Verde
<Tabán prosiguieron el suyo. En todo este tiempo no había hablado pa-
labra don Diego de Miranda, todo atento á mirar y á notar los hechos
y palabras de Don Quijote, pareciéndole que era un cuerdo loco, y un
loco que tiraba á cuerdo. No había aún llegado á su noticia la primera
l)arte de su historia; que si la hubiera leído, cesara la admiración en que
le ponían sus hechos y sus palabras, pues ya supiera el género de su
locura; })ero, como no la sabía, ya le tenía por cuerdo, y ya por loco;
porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que
hacía, disparatado, temerario y tonto, y decía entre sí: «¿Qué más locura
puede ser que ponerse la celada llena de requesones, y darse á entendei
<|ue le ablandaban los cascos los encantadores? ¿Y qué mayor temeridad
y disparate que querer pelear por fuerza con leones?»
Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó Don Quijote, dicién
<lole: <;¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuesa merced nc
me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería
mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra
cosa; pues, con todo esto, quiero que vuesa merced advierta que no so}
tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido. Bien parecí
un gallardo caballero, á los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza
dar una lanzada con felice suceso á un bravo toro; bien parece un caba
llero, armado de resplandecientes armas, pasear la tela en alegres justan
delante de las damas; y bien parecen todos aquellos caballeros que ei
ejercicios militares, ó que lo parezcan, entretienen y alegran, y (si se pue
■<le decir) honran las Cortes de sus príncipes; pero sobre todos éstos pa
rece mejor un caballero andante, que poi los desiertos, por las soledades
por las encrucijadas, por las selvas y por los montes, anda buscandt
peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada
cima, sólo por alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, ui
■caballero andante socorriendo á una viuda en algún despoblado, que ui
<'ortesano caballero requebrando á una doncella en las ciudades. Todo
los caballeros tienen sus particulares ejercicios: sirva á las damas e
cortesano, autorice la Corte de su rey con libreas, sustente los caballero
pobres con el espléndido plato de su mesa, concierte justas, manteng;
torneos, y muéstrese grande liberal y magnífíco, y buen cristian«
sobre todo, y desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones
pero el andante caballero busque los rincones del mundo, entres
en los más intricados laberintos, acometa á cada paso lo imposible
resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la m:
tad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y d
los hielos; no le asombren leones, ni le espanten vestiglos, ni atemor:
PARTE SEGUNDA. — CAPITULO XVII 523
•en eiulriajíos; que buscar éstos, acometer aquéllos, y vencerlos á todos,
H)n sus principales y verdaderos ejercicios. Yo, ]>ues, como me cu^x) en
alerte ser uno del número de la andante caballería, no puedo dejar de
icometer todo aquello que á mí me pareciere que cae debajo de la ju-
idición de mis ejercicios; y así el acometer los leones (jue ahora acome-
í, derechamente me tocaba, puesto que conocí ser temeridad exorbi-
ante; por<iue bien sé lo (jue es valentía, que es una virtud (jue est^l
>uesta entre dos extremos viciosos, como son la cobardía y la temeri-
lad; perD menos mal será que el que es vaUente toque y suba al punto
le temerario, que no que baje y toque en el punto de cobarde; que así
•orno es más fácil venir el pródigo á ser liberal, que el avaro, así es más
áeil (jiiedar el temerario en verdadero valiente, cjue no el cobarde sul)ir
la verdadera valentía; y en esto de acometer aventuras, créame vuesa
nerced, señor don Diego, que antes se ha de perder por carta de más
ue de menos; pon pie mejor suena en las orejas de los que lo oyen: •<el
ú caballero es temerario y atrevido -, (jue no: el tal caballero es tími-
() y cobarde^'.
— Digo, señor Don Quijote, respondió don Diego, ([ue todo lo que
uesa merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma ra-
ón, y que entiendo jue si las ordenanzas y leyes de la caballería an-
ante se perdiesen, se hallarían en el pecho de vu«sa merced como en
Li mismo depósito y archivo; y démonos priesa, (jue se hace tarde, y
eguemos á mi aldea }' casa, donde descansará vuesa merced del pasa-
0 trabajo; que si no ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, que suele
ú vez redundar en cansancio del cuerpo.
— Tengo el ofrecimiento á gran favor y mereed, señor don Diego,
'spondió Don (Quijote; y picando más de lo (pie hasta entonces, serían
)mo las dos de la tarde cuando llegaron á la aldea y á la casa de don
»iego, á ([uien Don Quijote llamaba el cahalleio del Verde Gahím.
C^IPITULO XVIII
De le que sucedió á Don Quijote en el castillo ó casa del Caballero del Verd<
Gabán, con otras cosas extravagantes.
'alló Don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda hech
como de aldea: las armas, empero, aunque de piedra tosct
encima de la puerta de la calle; la bodega en el patio, la cuf
va en el portal, y muchas tinajas á la redonda, que, por se
del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformad
Dulcinea, y sospirando sin mirar lo C|ue decía ni delante de quien estf
ba, dijo:
•^jüh dulces prcudas, por mí mal halladas,
Dulces y alegres cuaudo Dios quería I
¡Oh tobosescas tinajas; que me habéis traído á la memoria la dulc
prenda, causa de mi mavor amargura.»
Oyóle decir eso el estudiante poeta, hijo de don Diego, que con s
madre había salido á recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos d
ver la extraña figura de Don Quijote, el cual, apeándose de Rocinantí
fué con mucha cortesía á pedirles las manos })ara besárselas, y don I)i(
go dijo: «Recebid, señora, con vuestro sóhto agrado al señor Don (¿n
jote de la Mancha, que es el que tenéis delante, andante caballero, y (
más valiente y el más discreto que tiene el mundo.»
La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras ó
mucho amor y de mucha cortesía, y Don Quijote se le ofreció con asf
de discretas y comedidas razones. Casi los mismos comedimientos pas
con el estudiante, que, en oyéndole hablar Don Quijote, le tuvo por di
creto y agudo.
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XVIII
525
Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Die-
^«», pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero la-
'lador Y rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y
>tras semejantes menudencias en silencio, i)orque no venían bien con
■1 proj)ósito principal de la historia, la «-umI imis liciu- su \'\]i-y7t\ en In
^ crdad que en las frías dijíresiones.
Entraron á Don Quijote en una sala, «Icsiinnoir .^ancun, (Humío cii
/alones y en jub<')n de ca-
ini/.a, todo bisunto con la
nugre de las armas; el cue-
le era valona, áloestudian-
il, sin almidón y sin rau-
tas; los borceguíes eran da-
ilados, y encerados los za-
patos-. Ciñóse su buena es-
>ada, que pendía de un
ahalí de lobos marinos (que
s opinión ([ue muchos años
ué enfermo de los riñones):
ubrióse un herreruelo de
uen paño pardo... pero an-
is de todo, con cinco calde-
as ó seis de ajíua (que en la
antidad délos calderos hay
l^uua diferencia) se lavó la
abeza y rostro; y todavía se
uedó el aijua de color de
■^ lero, merced á la golo.sina
• ' Sancho y á la com¡)ra de
is net^ros requesones, que
m blanco pusieron á su
Jio. Con los referidos ata-
íos, y con «gentil donaire y
illardía, salió Don (Quijote
otra sala, donde el estu
laute le estaba esperando
ira entretenerle en tanto
ie las mesas se ponían;
je por la venida de tan noble huésj)ed, quería la señora doña Cristina
ostrar que sabía y podía regalar á los que á su casa llegasen.
En tanto que Don Quijote se estuvo desarmando, tuvo lugar don
trenzo (f|ue así se llamaba el hijo de don Diego) de decir á síi ])adre:
.(^uién diremos, señor, que es este caballero, que vuesa mercf d nos
i traído á casa? (¿ue el nombre, la figura y el decir (¡ue es caballero
idante, á raí y á mi madre nos tiene suspensos.»
— No sé lo que te diga, hijo, respondió don Diego; sólo te sabré de
r que le he visto hacer cosas del mavor loco del mundo, v decir razo-
;()h tobosesca» tinajau, que me babeia traído á la memoria
la dulce prenda, caura de mi mayor amargura!
02(3 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
lies tan discretas, que borran y deshacen sus hechos: habíale tú y toma
el pulso á lo que sabe; y pues eres discreto juzgado su discreción ó ton-
tería lo que más puesto en razón estuviere; aunque, para decir verdad,
antes le tengo por loco que por cuerdo.
Con esto se fué don Lorenzo á entretener á Don Quijote, como que-
da dicho; y entre otras pláticas que los dos pasaron, dijo Don Quijote
á don Lorenzo: «El señor don Diego de Miranda, padre de vuesa mer
ced, me ha dado noticia de la rara ]>nbilidad y sutil ingenio que vuesa
merced tiene, y sobre todo, que es vacsa merced un gran poeta. >
— Poeta, bien podrá ser, respondió don Lüronzo; pero grande, ni por
pensamiento. Verdad es que yo soy algún tanto aficionado á la poesía
y á leer los buenos poetas; pero no de manera que se me pueda dar el
nombre de grande, que mi padre dice.
— No me parece inal esa humildad, respondió Don Quijote; por((ue
no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poe-
ta del mundo.
— No hay regla sin excepción, respondió don Lorenzo, y alguno ha-
brá* que lo í-.ea y no lo piense.
— Pocos, respondió Don Quijote; pero dígame vuesa merced: ¿qm
versos so a los que agora trae entre manos, que me ha dicho el señor si
padre que le traen algo inquieto y pensativo? Y si es alguna glosa, í
mí se me entiende algo de achaque de gl )sas, y holgaría saberlos; y s
es que son de justa literaria, procure vuesa merced llevar el segunde
premio; que el primero siempre se lleva el favor ó la gran calidad d'
la persona, el segundo se le lleva la mera justicia, y el tercero viene ;
ser segundo, y el primero á esta cuenta strá el tercero, al modo de la
licencias que se dan en las universidades; pero, con todo esto, grai
personaje es ^1 nombre de i)riinero.
— Hasta ahora, dijo entre sí don Lorenzo, no os podré yo juzgar po
loco; vamos adelante, y díjole: «Paréceme que vuesa merced ha cursad
las escuelas. ¿Que ciencias ha oído?»
— La de la caballería andante, respondió Don (Quijote, que es ta
buena como la de la poesía, y aun dos deditos más.
— No sé qué ciencia sea esa, replicó don Lorenzo, y hasta ahora n
ha llegado á mi noticia.
— Es una ciencia, replicó Don Quijote, que encierra en sí todas
las más ciencias del mundo, á causa que el que la profesa ha de se
jurisperito y saber las leyes de la justicia distributiva y conmutativi
para dar á cada uno lo que es suyo y lo que le conviene. Ha de s(
teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara
distintamente, adondequiera que le fuere pedido; ha de ser médic'
y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despobl
dos y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, qi
no ha de andar el caballero andante á cada triquete buscando quien í
las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por las estrellas cuánti
horas son pasadas de la noche, y en c{ué parte y en qué clima d
mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque á cada paso se
PARTE SErttJNDA.— ÓÁl»ítUtO XVIII &¿1
rrccerú tener necesidad dellas; y dejando aparte que ha dd estar adbi'-
ado de todas las virtudes teolop;ales y cardinales, decendiendo á otí'as
lenudencias, dio;o que ha de saher nadar, como dicen que nadaba fel
eje Nicolás ó Nicolao; hade sal)er lierj-ar un caballo, y aderezar la silla
el freno; y volviendo á lo de arriba, ha de guardar la íe a Dios y á su
i aína; ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, li-
teral en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, cari-
ítivo con los menesterosos, y, tinalmente, mantenedor de la verdad,
ñique le cueste la vida el defenderla. De todas estas ojandes y múii
las partes se compone un buen caballero andante; porque vea vuestra
lerced, sefior don Lorenzo, si es ciencia mocosa la que aprende el caba-
^ro que la estudia y la profesa, y si se puede igualar á las más estira
is que en los ginasios y escuelas se ensenan.
— Si eso es así, replicó don Lorenzo, yo dig'o (}ue se aventaja e.4a
encÍ8 á íodas.
— ¿C'ómo si es así?, lespondió Don Quijote.
— Lo qué yo quiero decir, «lijo don I.,orenzo. es que dudo que liaya
ibido, ni que los haya ahora, caballeros andantes y adornados <le vít*-'
des tantas.
-Muchas veces lie dicho lo que vuelvo á decir agora, res})ondió Don
iiijote; que la mayor parte de la gente del mundo está de parecer de
' le no ha habido en él caballeros andantes; y por parecemie ú mí que,
el cielo milagrosamente no les da á entender la verdad de que los
ibo y de que los hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano,
mo muchas veces me lo ha mostrado la experiencia, no quiero dete-
rme agora en sacar á vuesa merced del error que con los muchos
ne; lo que yo pien.so híicer es, rogar al Cielo le sa<iue del, y le dé á
tender cuan provechoso y cuan necesarios fueron al nmn(Íf) lo.s ca-
lleros andantes en los pasados siglos, y cuan útiles fueran en el pre-
ñe, si se usaran; pero triunfan aliora, por pecados de las gentes, la
reza, la ociosidad, la gula y el regalo.
—Escapado se nos ha nuestro huésped, dijo a esta sazón entre sí don
renzo; pero con todo eso, él es k)co bizarro, y yo sería mentorat.» iio
jo si así no lo creyese.
Aquí dieron ñn á su plática, punjuc los llamaron á com(ír. 1 i< -miio
II Diego á su hijo qué había sacado en linquo del ingenio delhués-
1. A lo que él respondií): «Xo le sacarán del borrador de su locura,
mtos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es un entrcvi'-
io loco, lleno de lúcidos hitervalos.
Fuéronse á comer, y la comida fue tal como don Diego había .luiío
el camino que la solía dar á sus convidados, limpia, abundante v
•rosa; pero de lo que más se contentó Don Quijote fué del maravi-
^o silencio que en todí^la casa había (jue semejal)a nu monesterio
cartujos.
Levantados. ¡)ues, los manteles, y dadas gracias á Dios v agua a las
nos, Don Quijote pidió aliingadamente á don Lorenzo dijese los
sos de la justa literaria. A b qué él respondic): «Por no parecer de
POÍÍ QriJOTE DE LÁ MAKCHA
aquellos poetas que cuando les ruegan digau sus versos los niegan,
•cuando no se los piden los vomitan, yo diré mí glosa de la cual no e
pBvo premio alguno; que sólo por ejercitar el ingenio la he hecho.»
• —Un amigo mío, discreto, respondió Don Quijote, era de parecer qi
no se había de cansar nadie en glosar versos; y la razón, decía él, er
que jamás la glosa podía llegar al texto, y que muchas ó las más veci
iba la glosa fuera de la intención y propósito de lo que pedía lo i|ue í
glosaba; y más, que las leyes de ía glosa eran demasiadamente estr
chas, que no sufrían interrogantes, ni dijo, ni diré, ni hacer nombres c
verbos, ni mudar el sentido, con otras ata,duras y estrechezas con qi
vxm atados los (^ue glosan, como vuesa merced debe de saber.
— Verdaderamente, señor Don Quijote, dijo don Lorenzo, que des(
coger á vuesa merced en un mal latín continuado, y no puedo, porqi
se me desliza de entre las manos como anguila.
— No entiendo, respondió Don Quijote, lo que vuesa merced dice, :
ífuiere decir, en eso del deslizarme.
— Yo me daré á entender, respondió don Lorenzo; y por ahora es
vuesa merced atento á los versos glosados y á la glosa, que dicen des
manera:
;.S'í mí fui- toniaxf á es.
Sin esperar más será
Ó finiese el tiempo ya
De lo que será después:...
(} L O S .\
Al fin, como todo pasa,
Se pasó el bien que me tUó
Fortuna, un tiempo no escasa,
Y nunca me lo volvió,
Ni abundante ni con *asa.
Siglos ha ya que me ves.
Fortuna, puesto á tus pie.-!:
Vuélveme á ser venturoso;
Que será mi ser dichooo.
Si mi fué tornase ü os.
No quiero otro gusto ó gloria
Otra palma ó vencimiento,
Otro triunfo, otra vitoria,
Sino volver al contento.
Que es pesar en mi memoria.
Si tú me vuelves allá.
Fortuna, templado está
Todo el rigor de mi fuego:
Y más si este bien es luego,
.Sf;i esperar más será.
Cosas imposibles pido,
Pues volver el tiempo á ser.
Después que una vez ha sido.
No hay en la tierra poder
Que á tanto se haya extendido.
Corre el tiempo, vuela y va
Ligero, y no volverá;
Y erraría el que pidiese
O que el tiempo ya se fuese,
Ó finiese el tiempo ija.
PAUTE SEGUNDA. — CAPITULO XVIII 529
Vivfr on perpleja vida,
Ya esperando, ya temiendo,
K.s muerde muy conocida,
Y es mucho mejor muriendo
Buscar al dolor salida.
A mi me fuera iuteron
Acabar... mas no lo es;
Pues, con discurso mejor,
Me da la vida el temor
De lo ntic será iifs;>iics
En iicabaiido de decir su glosa don Lorenzo, se levantó en pie Don
Quijote, y en voz levantada, que parecía grito, asiendo con su mano la
derecha de don Lorenzo, dijo: «¡Viven los cielos donde más altos están,
numcebo generoso, que sois el mejor poeta del orbe, y que merecéis es-
tar laureado, no por Chipre ni ]>or Gaeta, como • dijo un poeta, que
Dios perdone, sino por las academias de Atenas, si hoy vivieran, y por
las que hoy viven de París, Bolonia y Salamanca!. ¡Plega al cielo que
los jueces que os quitaren el premio primero... Febo los a.^aetee, y las
Musas jamás atraviesen los umbrales de sus casas! Decidme, señor, si
sois servido, algunos versos mayores; que quiero tomar de todo en todo
<q\ pulso á vuestro admirable ingenio.»
¿No es bueno que dicen que se holgó don Lorenzo de verse alabar
de Don Quijote, aunque le tenía por locoV ¡Oh fuerza de la adulación,
a cuánto te extiendes, y cuan dilatados límites son los de tu juridición
agradable! Esta verdad acreditó don Lorenzo; pues condescendió con
la demanda y deseo de Don Quijote, diciéudole este soneto á la fábula
ó historia de Píramo y Tisbe:
Kl muro rompe la doncella hermosa
Que de Píramo abrió el gallardo pecho;
Parte el amor de Cliipri', y va derecho
A ver la quiebra estrecli-i y prodigiosa.
Habla el silencio allí, porque n > osa
La voz entrar por tan estrecho estrecho;
Las aimns sí; (¡ue amor suele de hecho
Facilitar la má.'i difícil cosa.
Salió el deseo de compás, y el pa.io
De la imprudente virgen «olicita
Por su gusto ¡iu muerte: ved ¡qué historia!
Que ii entrambos en un punto ;oh extraüo caso'
Los mata, los encubre y resucita
Fna espada, un sepulcro, nna memoria.
«¡Bendito sea Dios, dijo Don Quijote, habiendo oído el soneto á don
Lorenzo, que entre los infinitos poetas consumidos que ha}', he visto
un consumado poeta, como lo es vuesa merced, señor mío, que así me
lo da á entender el artificio de este soneto!»
Cuatro días estuvo Don Quijote regaladísimo en la casa de don Die-
go, al cal)o de los cuales le pidió licencia para irse, diciéndole que le
agradecía la merced y buen tratamiento que en su casa había recebi-
do; pero que, por no parecer bien que los caballeros andantes se den
muchas horas al ocio y al regalo, se quería ir á cumplir con su oficio,
buscando las aventuras, de quien tenía noticia que aquella tierra abun-
530 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
daba, donde esperaba entretener el tiempo hasta que llegase el día de
las justas de Zaragoza, que era el de su derecha derrota; y que primero
había de entrar en la cueva de Montesinos, de quien tantas y tan ad-
mirables cosas en aquellos, contornos se contaban, sabiendo é inquirien-
do asimismo el nacimiento y verdaderos manantiales de las siete lagu-
nas, llamadas comúnmente de Ruidera. Don Diego y su hijo le alaba-
ron su honrosa determinación, y le dijeron que tomase de su casa y de
su hacienda todo lo que en grado le viniese; que le servirían con la vo-
luntad posible; que á ello les obligaba el valor de su persona y la hon-
rosa profesión suya.
Llegóse, en fin, el día de su partida, tan alegre para Don Quijote,
como triste y aciago para Sancho Panza, que se hallaba muy bien con
la abundancia de la casa de don Diego, y rehusaba de volver á la ham-
In-e que se usa en las florestas y despoblados, y á la estrecheza de sus
mal proveídas alforjas; con todo esto, las llenó y colmó de lo más ne-
cesario que le pareció. Y al despedirse, dijo Don Quijote á don Loren-
zo: «No sé si he dicho á mesa merced otra vez, y si lo he dicho, lo
vuelvo á decir: que cuando vuesa merced quisiere ahorrar caminos y
trabajos para llegar á la inacesible cumbre del templo de la Fama, no
tiene que hacer otra cosa sino dejar á una parte la senda de la poesía
algo estrecha, y tomar la estrechísima de la andante caballería, bastan
te para hacerle emperador en daca las pajas.»
Con estas razones acabó Don Quijote de cerrar el proceso de su k
cura, y más con las ([ue añadió, diciendo: «Sabe Dios si quisiera llevaí
conmigo al señor don Lorenzo, para enseñarle cómo se han de perdo
nar los sumisos, y supeditar y acocear los soberbios, virtudes anejas i
la profesión que vo profeso; jpero pues no lo pide su poca edad, ni 1(
querrán consentir sus loables ejercicios, sólo me contento con advertir
le á vuesa merced, que, siendo poeta, podrá ser famoso, si se guía má
por el i)arecer ajeno que por el propio; porque no hay padre ni madr
á quien sus hijos le parezcan feos, y en los que lo son del entendimien
to corre más este engañó. »
De nuevo se admiraron padre y hijo de las entremetidas razones d
Don Quijote, ya discretas, va disparatadas, y del tema y tesón que Ik
vaha de acudir de todo en todo á la busca de sus desventuradas aveí
turas, que las tenía por fin y blanco de sus deseos. Reiteráronse k
ofrecimientos v comedimientos, y con la buena hcencia de la señor
del castillo, Don Quijote y Sancho, sobre Rocinante y el Rucio, se pa
tieron.
^,"-- >«»H'':fe:t.;-. V -I''*"
CAPITULO XIX
Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado, con otros en verdad
graciosos sucesos.
^^ ocu livclu) M- liíilna iiluii_<;a<l<.> Duii (.¿uijult- dt-l lu^nr <le don I)ie-
j;o, cuando eiu-ontró con dos como clérigos ó como estudian ',es.
^ y con dos labradores tjue, sobre cuatro bestias asnales, venían
V caballeros. El uno de los estudiantes traía como en portaman-
teo, en un lienzo de bocací verde, envuelto, al parecer, un poco de gra-
na blanca y dos pares de medias de cordellate; el otro no traía otra cosa
que dos espadas negras de esgrima, nuevas y con sus zapatillas. Los
labradores traían otras co.«as (jue daban indicio y señal ijue venían de
alguna villa grande, donde las habían comprado, y las llevaban á su al
dea; y así estudiantes como labradores cayeron en la misma admiración
en (|ue caían todos aquellos que la ])rimera vez veían á Don (¿uijote, y
morían por saber qué hombre fuese aíjuel, tan fuera del uso de los otro.-
Iiombres. Saludóles Don (Quijote, y después de saber el camino que lle-
vaban, que era el mesmo que él hacía, les ofreció su compañía, y les
pidió detuviesen el paso, porque caminaban más sus pollinas que su
caballo; y para obligarlos, en breves razones les dijo «juién era, y su
Dñcio y profesión, (jue era de caballero andante, que iba á buscar las
-iventuras por todas las partes del mundo. Díjoles que se llamaba, de
nombre propio, Don Quijote de la Mancha, y por el apelativo, el Caba-
'!ero de los Leones.
Todo esto para los labradores era hablarles en griego ó en j erigen-
532 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
za, pero no páralos estudiantes,' que luego entendieron la Haqueza de
celebro de Don Quijote; pero con todo eso, ie mira ])an con admiración
y con respeto, y uno de ellos le dijo: «Si vuesa merced, señor caballero,
no lleva camino determinado, como no le suelen llevar los que buscan
:las aventuras, vuesa merced se venga con nosotros: verá una de las me-
jores l)odas y más ricas que hasta el día de hoy se habrán celebrado en
;la Mancha, ni en otras muchas leguas á la redonda.»
Preguntóle Don Quijote si eran de algún príncipe, que así las pon-
dera) ja.
— No son, respondió el estudiante, sino de un labrador 3^ una labra-
dora: él el más rico de toda esta tierra, y ella la más heimosa que han
visto los hombres. El aparato con que se han de hacer es extraordina-
rio y nuevo; porque se han de celebrar en un prado que está junto al
pueblo de la novia, á quien por excelencia llaman Quíteria Ja Hcrmoi^a.
y el desposado se llama Camacho el Rico: ella de edad de diez y ocho
afios, y él de veinte y dos, ambos para en uno; aunque algunos curio-
sos, que tienen de memoria los linajes de todo el mundo, quieren decir
que el de la hermosa Quiteria se aventaja al de Camacho; pero ya no se
mira en esto; que las riquezas son poderosas de soldar muchas quiebras.
En efeto, el tal Camaclio es liberal, y básele antojado de enramar y cu-
brir todo el prado por arriba, de tal suerte, que el sol se ha de ver en
trabajo si quiere entrar á visitar las yerbas verdes de que está cubierto
el suelo. Tiene asimesmo maheridas danzas, así dé espadas como de cas-
cabel menudo, que hay en su pueblo quien los repique y sacuda por
extremo; de zapateadores no digo nada, que es un juicio los que tiene
muñidos; pero ninguna de las cosas referidas, ni otras muchas que he
dejado de referir, ha de hacer más memorables estas bodas, sino las que
imagino que hará en ellas el despechado Basilio. Es este Basilio un za-
gal, vecino del mesmo lugar de Quiteria, el cual tenía su casa pared en
medio de la de los padres de (Quiteria, de donde tomó ocasión el Amor
de renovar al mundo los ya olvidados amores de Píramo y Tisbe; por-
que Basiho se enamoró de Quiteria desde sus tiernos y primeros años.
y ella fué correspondiendo á su deseo con mil honestos favores, tanto,
que se contaban por entretenimiento en el pueblo, los amores de los dot
niños, Basilio y Quiteria. Fué creciendo la edad, y acordó el padre de
Quiteria de estorbar á Basiho la ordinaria entrada que en su casa tenía
y por quitarse de andar receloso y lleno de sospechas, ordenó de casai
á su hija con el rico Camacho, no pareciéndole ser bien casarla con Bn
siho, que no tenía tantos bienes de fortuna como de naturaleza; pues s
va á decir las verdades sin envidia, él es el más ágil mancebo que co
nocemos, gran tirador de barra, luchador extremado y gran jugador dt
pelota; corre como un gamo, salta más que una cabra y birla á los bolo^
como por encantamento; canta como una calandria, y toca una guitarr}
que la hace hablar, y sobre todo, juega una espada como el más pin
tado.
— Por esa sola gracia, dijo á esta sazón Don Quijote, merecía est
mancebo, no sólo casarse con la hermosa Quiteria, sino con la mesmj
PABTK SEGUNDA. CAPÍTULO XIX f)33
eina (iinebra. si fuera hoy viva, á pesar de Lanzarote y de todos itque-
os que estorbarlo quisieran.
— ^.-V mi nuijer con eso. dijo Sancho Panza, que hasta entonces habm
1<> callando y escuchandíi, la cual no (juiere sino (\ue cada uno ca««
on su isiual, ateniéndose al reirán ({ue dice: «cada oveja con s-u pareja»:
-o que yo quisiera es, que ese buen Basilio (que ya me le voy- aücior
ando) se casara con esa señora (^itcria; que ¡buen sifilo hayan y buen
oso (iba á decir al revés) los que estorben que se casen los <|Ue bien so
nieren!
— Si todos los ({uv bien se quieren se hubiesen de casar, dijo Don
Hiijote, quitaríase la eleción y juridición á los padres de oasar sus lüjo.<!
)n (juicn y cuando del)en, y si á la voluntad de las hijas (|uedase es-
n«j;er los maridos, tal habría que esco«j;iese al criado de su ])adre. y tal
I (jue vio pasar por la calle, á fu parecer, bi/arro y entonado, aunqtie
lese un desbaratado espadachín; que el amor y la afíción, con facilir
; ad ciefian los ojos del entendimiento, tan necesarios para escoj^er es-
ido, y el del matrimonio está nuiy á j)cli^ro de errarse, y es menester
ran tiento y particular favor del cielo para acertarle. Quiere hacer nn»»
n viaje lar^o, y si es prudente, antes de })onerse en camino, busca al'
una compañía segura y apacible con quien acompañarse; pues' ^.por
ué no hará lo mesmo el que ha de caminar toda la vida hasta el para-
cro de la muerte, y más si la compañía le ha de acompañar en \n
\ma, en la mesa y en todas partes, como es la de la mujer con su ma^
do? La de la propia mujer no es mercaduría que, una vez conq)rada,
' vuelve <) se trueca ó cambia; porque es accidente inseparable, qué
\ ura lo que dura la vida; es un lazo que, si una vez le echáis al cuello,
• vuelve en el nudo gordiano, que si no le corta la guadaña de \n
inerte, no hay desatarle. Muchas más cosas pudiera decir en esta ma-
'ria, si no lo estorbara el deseo que tengo de saber si le queda más que
ecir al señor licenciado acerca de la historia de Basilio.
A lo que res})ondió el estudiante, bachiller ó licenciado, como k¡
amó Don (^lijóte: «De todo no me (|ueda más que decir sino que
csde el punto que Basilio supo que la hermosa Quiteria se casaba con
amacho el Rico, nunca más le han visto reir, ni hablar razón concer-
ida, y siempre anda pensativo y triste, hablando entre sí mismo, con
ne da ciertas y claras señales de que se le ha vuelto el juicio: co¿ue
oco y duerme poco, y lo que come son frutas, y lo que duerme, si
uerme, es en el campo, sobre la dura tierra, como animal bruto; mira
e cuando en cuando al cielo, y otras veces clava los ojos en. la tierra
)n tal embelesamiento, que no parece sino estatua vestida, que el aire
• mueve la ropa. En fin, él da tales muestras de tener apasionado el
>razón. que tememos todos los que le conocemos que el dar el sí ma»
ana la hermosa Quiteria, ha de ser la sentencia de su rnuerte.» I
— Dios lo hará mejor, dijo Sancho; que Dios, que da la llaga, da la
ledicina: nadie sabe lo que está por venir; de aquí ó mañana muchas
oras hay, y en una, y aun en un momento, se cae la casa; y yo he vist»
overy hacer sol, todo á tm mesmo punto; tal se acuesta sano la n«*
534 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
fhe, que no se puede mover otro día. Y díganme: ¿por ventura habrá,
quien se alabe que tiene echado un clavo á la rodaja de la fortuna? Nc -
por cierto, y entre el sí y el no de la mujer, no me atrevería yo á ponei
una punta de alfiler, porque no cabria. Denme á mí que Quiterif
quiera de buen corazón y de buena voluntad á BasiHo, que yo le dan
á él un saco de buena ventura; que el amor, según yo he oído decir,
mira con unos antojos que hacen parecer oro al cobre, á la pobreza ri
queza, y á las lagañas perlas. ¡
— ¿Adonde vas á parar, Sancho, que seas maldito?, dijo Don Quijote
que cuando comienzas á ensartar refranes y cuentos, no te puede en
tender sino el mesmo Judas, que te lleve. Dime, animal, ¿qué sabes ti
de clavos, ni de rodajas, ni de otra cosa ninguna?
— ¡Oh! Pues si no me entienden, respondió Sancho, no es maravillí
que mis sentencias sean tenidas por disparates; pero no importa: yo m<
entiendo, y sé que no he dicho muchaí- necedades en lo que he dicho
smo que vuesa merced, señor mío, siempre es friscal de mis dichos, i
aun de mis hechos.
• — Fiscal has de decir, dijo Don Quijote, que no friscal, prevaricado
del buen lenguaje, que Dios te confunda.
' . — No se apunte vuesa merced conmigo, respondió Sancho, pues sab'
<:(«e no me he criado en la Corte ni he estudiado en Salamanca, par;
íiaber si añado ó quito alguna letra á mis vocablos. Sí, que ¡válgam.
Dios! no hay para qué obligar al sayagués a que hable como el toleda
no, y toledanos puede haber que no las corten en el aire en esío de
tiablar polido.
— Así es, dijo el licenciado; porque no pueden hablar tan bienio
que se crían en las Tenerías y en Zocodover, como los que se paseai
casi todo el día por el claustro de la Iglesia mayor, y todos son toleda
nos. VA lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discre
tos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos
fTiOrque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática de
ímeD lenguaje, que se acompaña con el uso. Yo, señores, por mis peca
dos, he estudiado cánones en Salamanca, y picóme algún tanto de deei
mi razón con palabras claras, llanas y significantes.
— Si no os picara des más de saber menear las negras que lleváis qu
ia lengua, dijo el otro estudiante, vos llevárades el primero en licen
cias, como Uevastes cola.
— Mirad, bachiller Corchuelo, respondió el licenciado: vos estáis ei
la más errada opinión del mundo acerca de la destreza de la espada, tí
iiiéndola por vana.
; — Para mí no es opinión, sino verdad asentada, replicó Corchuelo; ,
8Í queréis que os la muestre con la experiencia, espadas traéis, comí
didad hay; yo pulsos y fuerzas tengo, que, acompañadas de mi anime
que no es poco, os harán confesar que yo no me engaño. Apeaos, ;
usad de vuestro compás de pies, de vuestros círculos y vuestros ángv
ios y ciencia; que yo espero de haceros ver estrellas á mediodía, co:
*m. destreza moderna y zafia, en quien espero, después de Dios, qu
PAKTli SEGUNDA. — -CAPITULO XIX 536
l')l
ii)
stá por nacer homln'e que rae híij^a volver las espaldas, y que no le
iiay en el mundo a quien yo no le ha,i;a perder tierra.
—En eso de volver ó no las espalda" no me meto, replicó el diestro;
porque podría ser (pie en la parte donde la vez primera clavásedes el
[)ie, allí os abriesen la sepultura, ([uiéro decir, «lUc allí quedásedes
muerto |)or la desj)reciada destreza.
— Ahora se verá, respondió C'orchuelo; y apeándose con «;ran [)reste-
za de su jumento, tiró con furia de una de las espadas que llevaba el
licenciado en el suyo.
— No ha de ser así, dijo á este instante Don Quijote; que yo quiero
-¡er el maestro desta esiírima, y el juez desta nm ;lias veces no averi-
líuada cuestión; y apeándose de Rocinante y asiendo de su lanza, se
puso en la mitad del camino, á tiempo que ya el licenciado, con jíentil
donaire de cuerpo y compás de }>ies, se iba contra Corchuelo, que con-
tra v\ se vino, lanzando, como decirse suele, t'ue.iío por los ojos.
IjOs otros dos labradores del acompañamiento, sin apearse de sus
})ollinas, sirvieron de aspetatores en la mortal tragedia.
Las cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses y mandobles que timba
Corchuelo. eran sin número, más espesos que hipado y más meimdos
<[ue irranizo. Arremetía como un león irritado; pero salíale al encuentro
un ta[)aboca de la zai)atilla de la espada del licenciado, que en mitad
de su furia le detenía, y se la hacía besar como si fuera reliquia, aun-
(|ue no con tanta devoción como las reliquias deben y suelen besarse.
Finalmente}, el licenciado le contó á estocadas todos los botones de una
medio sotanilla que traía vestida, haciéndole tiras los faldamentos, como
colas de [«ulpo; derribóle el sombrero dos veces, y cans<')le de manera,
que de despecho, cólera y rabia, asió la espada por la ein})uñadura y
arrojóla })or el aire con tanta fuerza, que uno de los labradores asisten-
tes, cjue era escribano, y fué pe r ella, dio después por testimonio que la
alon^íó de sí casi tres cuartos de legua; el cual testimonio sirve y ha
servido para que se conozca y vea con toda verdad cómo la fuerza es
vencida del arte.
Sentóse, cansado, Corchuelo, y llegándose áél Sancho, le dijo: «Mia
fe, señor baclrller, si vuesa merced toma mi consejo, de aquí adelante
no ha de desañar á nadie á esgrimir, sino á luchar ó á tirar la barra,
pues tiene edad y fuerzas para ello; que destos á quien llaman diestros,
he oído decir que meten una punta de una espada por el ojo de una
aguja.»
— Yo me contento, respondió Corchuelo. de haber caído de mi burra,
y de que me haya mostrado la experiencia la verdad, de quien tan lejos
estaba.
Y levantándose, abrazó al licenciado y quedaron más amigos que
de antes, y no quisieron esperar al escribano, que había ido por la es-
pada, por parecerles que tardaría mucho; y así, determinaron" seguir,
por llegar temprano á la aldea de Quiteria, de donde todos eran.
En lo que faltaba del camino les fué contando el licenciado la
excelencias de la espada, con tantas razones demostrativas y con tanta
536 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
figuras y demostraciones mateniáticas, que todos quedaron enterados
de la bondad de la ciencia, y Corchuelo reducido de su pertinacia.
Era anochecido; pero antes que llegasen, les pareció á todos que
estaba delante del pueblo un cielo lleno de innumerables y resplande-
cientes estrellas. Oyeron asimismo confusos y suaves sonidos de diver-
sos instrumentos, como de nautas, tamborinos, salterios, albogues, paur
deros y sonajas; y cuando llegaron cerca, vieron que los árboles de una
enramada que á mano habían puesto á la entrada del pueblo, estaban
todos llenos de luminarias, á quien no ofendía el viento, que entonces
no soplaba sino tan manso, Cjue no tenía fuerza para mover las hojas
de los árboles. Los músicos eran los regocijadores de la boda, que en di-
versas cuadrillas por aquel agradable sitio andaban, unos bailando y
otros cantando, y otros tocando la divereidad de los referidos instru-
mentos. En efeto, no parecía sino que por todo aquel prado andaba
corriendo la alegría y saltando el contento. Otros muchos andaban ocu-
pados en levantar andamios, de donde con comodidad pudiesen ver
otro día las representaciones y danzas que se habían de hacer en aquel
lugar, dedicado para solenizar las bodas del rico Camacho y las exe-
quias de Basiho. No quiso entrar en el lugar Don Quijote, aunque se lo
pidieron así el labrador como el bachiller; pero él dio por disculpa, bas-
tantísima á su parecer, ser costumbre de los caballeros andantes dor-
mir por los campos y florestas antes que en los poblados, aunque fuese
debajo de dorados techos; y con esto se desvió un poco del cambio,
bien contra la voluntad de Sancho, viniéndosele á la memoria el buen
alojamiento que había tenido en el castillo ó casa de don Diego.
»v
CAPITULO XX
Dondo se cuentan las bodas de Camacho ei Rico, con el suceso
de Basilio el Pobre.
PENAS la blanca aurora había dado lugar á que el luciente Febo,
con el ardor de sus calientes rayos las líquidas perlas de sus
cabellos de oro enjugase, cuando Don C¿uijote, sacudiendo la
pereza de sus miembros, se puso en pie y llamó á su escudero
•ancho, que aún todavía roncaba; lo cual, visto por Don (Quijote, antes
ue le despertase le dijo: «¡Oii tú, bienaventurado sobre cuantos viven
obre la haz de la tierra, pues sin tener invidia, ni ser invidiado, dner-
¡les con sosesjado espíritu, ni te persi^íuen encantadores, ni sobresaltan
ncantamentos! Duerme, digo una vez, y lo diré otras ciento, sin que ia
engan en continua vigilia celos de tu dama, ni te desvelen pensamien-
:)s de pagar deudas f[ue debas, ni de lo que has de hacer para comer
tro día tú y tu pequeña y angustiada familia. Ni la ambición te in-
(Uieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, })ues los límites de tus
leseos no se extienden á más que á pensar tu jumento; que el de tu
►ersona sobre mis hombros le tienes puesto: contrapeso y carga que
•uso la naturaleza y la costumbre á los señores. Duerme el criado, y
sta velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y ha-
er mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce, sin acu-
lir á la tierra con el conveniente rocío, no attige al criado, sino al señor,
(ue ha de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en la
ertilidad y abundancia.:»
A todo esto no respondió Sancho, porque dormía, ni despertara tan
)resto si Don Quijote, con el cuento de la lanza, no le hicieía volveren
538
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
SÍ. Des{>ertó en fin, soñoliento y perezoso, y volviendo el rostro á todas
partes, dijo: «De la parte destar enramada, si no me engaño, sale un tufe
V olor, harto más de torreznos asados que de juncia y tomillos; bodae
<iue por tales olores comienzan, para mi santiguada que deben de sei
abundantes y generosas.»
— Acaba. glot(3n, dijo Don Quijote; ven, iremos á ver estos desposo
rios, por ver lo que hace el desdeña
do Basilio.
—Mas que haga lo que quisiere
respondió Sancho; no fuera él pobre
y casárase con Quiteria. ¿No hay más
sino no tener un cuarto, y querer ca
sarse por las nubes? A la fe, señor, ye
soy de parecer (][ue el pobre debe d(
contentarse con lo que hallare, y n(
pedir cotufas en el golfo. Yo apostan
un brazo, que puede Camacho envol
ver en reales á Basilio; y si esto ei
así, como debe de ser, bien boba fue
ra Quiteria en desechar las galas y lai
joyas que le debe de haber dado y 1«
})uede dar Camacho, por escoger e
tirar de la barra y el jugar de la ne
gra de Basilio. Sobre un buen tiro á>
barra, ó sobre una gentil treta de ee
pada, no dan un cuartillo de vino ei
la taberna. Habilidades y gracias qu
no son vendibles, allá que las teng;
el Conde Dirlos; pues cuando las tale
gracias caen sobre quien tiene buei
dinero, tal sea mi vida como ella
parecen. Sobre un buen cimiento s
})uede levantar un buen ediftcio, y e
mejor cimiento y zanja del mundo e
el dinero.
— Por quien Dios es, Sancho, dij
á esta sazón Don Quijote, que coi
cluyas con tu arenga; que tengo par
mí que si te dejasen seguir en la
que á cada paso comienzas, no te quedaría tiempo para comer ni par
dormir; que todo le gastarías en hablar.
— Si vuesa merced tuviera buena memoria, replicó Sancho, debién
se acordar de los capítulos de nuestro concierto antes que esta últim
vez saliésemos de casa: uno dellos fué, que me había de dejar habla
todo aquello que quisiese, con que no fuese contra el prójimo, ni contr
la autoridad de vuesa merced; y hasta agora, me parece que no he coi
tra venido contra el tal capítulo.
Ni clc>iM' .iir.i ti)]] [iiT-,t;i s! D'i'. (^iiu,i<>t( . ron
el cuento de la lanza, uo le hiciira volver tu si
PARTE 8EGDNDA. CAPITULO XX 539
— Yo uo me acuerdo, Sancho, respondi(') Don Quijote, del tal eajiítiilo;
})uesto que sea así, quiero que calles y vengas; que ya los instrumen-
»s que anoche oímos, vuelven á alegrar los valles, y sin duda los des-
)sorios se celehrarán en el frescor do la mañana, y no en el calor de
. tarde.
Hizo Sancho lo que su seí^or le mandaha, y poniendí» la silla á Ro-
ñante y la albarda al Rucio, subieron los dos, y paso ante paso .se
leron entrando por la enramada. Lo primero c}ue se le ofreció á la
sta de Sancho fué, es})etado en un asador de un olmo entero, un entero
>vilIo, y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte
• leña, y seis ollas ([ue alrededor de la hoguera e.^tal)an, no se habían
jcho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis me-
as tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y on-
Traban en sí carneros enteros, sin echarse de ver como si fueran pa-
ininos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma, que estaban
•Igadas por los árboles para sepultarlas en las ollas, no tenían número;
s pájaros y caza de divei-sos géneros eran infinitos, colgados de los
boles para que el aire los enfriase. Contó Sancho más de sesenta
iques, de más de dos arrobas cada uno, y todos llenos, según des
jés pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo
>mo los suele haber de montones de trigo en las eras; los (juesos, ]»ues-
is como ladrillos en tejares, formaban una muralla; y dos calderas de
•eite, mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de masa, ((ue
'U dos valientes palas las sacaban fritas y las zal)ullían en otra caldera
■ preparada miel, que allí junto estaba Los cocineros y cocineras pa-
lean de cincuenta, todos limj)ios, todos diligentes y todos contentos;
i el dilatado vieiitre del novillo estaban doce tiernos y pequeños le-
: iones, que cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle;
- especias de diversas suertes no i)arecía hal>erla3 comprado por li-
as, sino por arrobas, y todas estaban de maniñesto en una grande
ea. Final líente, el aparato de la boda era rústico, pero tan abundante.
Je p(3día sustentar á un ejército.
Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplalja, y de todo se
iüionaba.
Primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quien < i
•mam de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron ia
>luntad los zaques, y últimamente las frutas de taitén, si es que se
i<lían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poderlo sufrir,
i ser en su mano hacer otra cosa, se llegó á uno de los solícitos cocine-
)S, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dciffío mojar un
lendrugo de i)an en una de aquellas ollas.
A lo que el cocinero respondió: <'• Hermán... ..^.^ ,,,ci .iu v .- de aquellos
»l>re tiuien tiene juridición la hambre, merced al rico Camacho; apeaos
mirad si liay ])or ahí un cucharón, y espumad una gaUina ó dos. y
Lien provecho os hagan.»
— No veo ninguno, respondió Sancho.
— P^sperad, dijo el cocinero, ¡pecador (h- \)\\. y (¡uo míündroso y para
540 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
poco debéis de ser! Y diciendo esto, asió de un caldero, y encajándole
en una de las medias tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y
dijo á Sancho: Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto
que se llega la hora del yantar. U
— No tengo en qué echarla, respondió Sancho. ||
— Pues llevaos, dijo el cocinero, la cuchara y todo; que la riqueza y
el contento de Camacho todo lo suple.
En tanto, pues, que esto pasaba Sancho, estaba Don Quijote miran
do cómo por una parte de la enramada entraban hasta doce labradores
sobre doce hermosísimas yeguas, con ricos y vistosos jaeces de campe
y con muchos cascabeles en los petrales, y todos vestidos de regocijo y
ñesta; los cuales, en concertado tropel, corrieron, no una, sino muchas-
carreras por el prado, con regocijada algazara y grita, diciendo: «¡Yivaii'
Camacho y Quiteria: él tan rico como ella hermosa, y ella la más her-
mosa del nmndo!»
Oyendo lo cual Don Quijote, dijo entre sí.- «Bien parece que ésto;
no han visto á mi Dulcinea del Toboso; que si la hubieran visto, ello?
se fueran ala mano en las alabanzas desta su Quiteria.»
De allí á poco comenzaron á entrar por diversas partes de la enra
mada muchas y diferentes danzas, entre las cuales venía una de es[)a
das, de hasta veinticuatro zagales de gallardo parecer y brío, todos ves
tidos de delgado y blanquísimo henzo, con sus paños de tocar, labrador
de varios colores de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligerc «
mancebo, preguntó uno de los de las yeguas si se había herido algunc
de los danzantes. «Por ahora ¡bendito sea Dios! no se ha herido nadie
todos vamos sanos»; y luego comenzó á enredarse con los demás com
pañeros, con tantas vueltas y con tanta destreza, que aunque Don Qui
jote estaba hecho á ver semejantes danzas, ninguna le había parecidc '
tan bieu como aquélla.
También le pareció bien otra que entró, de ioncellas hermosísimas
tan mozas, que, al parecer, ninguna bajaba de catorce ni llegaba á diei
y ocho años, vestidas todas de palmilla verde, los cabellos, parte tren
zados y parte sueltos, pero todos tan rubios, que con los del sol podíar»
tener competencia, sobre los cuales traían guirnaldas de jazmines, rosas
amaranto y madreselva compuestas. Guiábalas un venerable viejo }
una anciana matrona, pero más ligeros y sueltos que sus años prome
tían. Hacíales el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostro:-
y en los ojos á la honestidad, y en los pies á la ligereza, se mostrabais
las mejores bailadoras del mundo.
Tras ésta entró otra danza de artificio de las que llaman habladas
era de ocho ninfaf', repartidas en dos hileras: de la una hilera era guí: i
el dios Cupido, y de la otra el Interés; aquél, adornado de alas, arce
aljaba y saetas; éste, vestido de ricas y diversas colores de oro y seda
Las ninfas que al amor seguían, traían á las espaldas en pergamiu'
blanco y letras grandes escritos sus nombres. Poesía era el título d'
la primera; el de la segunda, Discreción: el de la tercera, Buen linají
el de la cuarta. Valentía. Del modo mismo venían señaladas las que í
• Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora del ynntar.
542 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Interés seguían. Decía LifteraJidad, él título de la })riniera; Dádiva, el
de la segunda; Tesoro, el de la tercera; y el de la cuarta, Posesión pací-
p'ca. Delante de todos venía un castillo de madera, á quien tiraban cua-
tro salvajes, todos vestidos de hiedra y de cáñamo teñido de verde, tan
al natural, que por poco espantaran á Sancho. En la frontera del casti-
llo y en todas cuatro partes de sus cuadros traía escrito: Castillo del
Buen Pecafn. Hacíanles el son cuatro diestros tañedores de tamboril y
nauta . ;
Comenzaba la danza Cupido, y habiendo hecho dos mudanzas, al-
zaba los ojos y flechaba el arco contra una doncella que se ponía entre
las almenas del castillo, á la cual desta suerte dijo:
«Yo soy el dios poderoso
l>n el aire y en la tierra.
Y en el anelio mar nndo.so.
Y e!i cnanto el abismo encierra
En su báratro espantoso.
Nnnca conocí que es miedo:
Toíio cnanto qnioro puedo,
Aunque qniera lo imposible,
Y en todo lo que es posible
Mando, quito, pongo y vedo.
Acabó la copla, disparó una flecha por lo alto del castillo, y retiróse
á su puesto. Salió luego el Interés, y hizo otras dos mudanzas; callaron
los tamborinos, y él dijo:
■ Soy quien piiede más que Annr,
Y es amor el que me guia;
.Soy de la estirpe nie.ior
Que el cielo en la tierra cría.
Más conocida y mayor.
»Soy el ínteres, con quien
Pocos suelen obrar bien,
Y obrar sin mí e.s gran milagro;
Y cual soy te me consagi-o
l'or siemijre jamás, amén.
Retiróse el Interés, y hízose adela:ite la Poesía, la cual, dtspiu-s de
haber hecho sus mudanzas como los demás, puestos los ojos en la don-
cella del castillo, dijo:
"Kn dulcísimos conceptos
La dulcísima Poesía,
Altos, graves y discretrfe,
Señora, el alma te envía.
Kn vuelta entre mil sonetos.
-Si acaso no to importuna
Mi porfía, tu fortuna,
Ue otras muchas inviiliada.
Será por mí levantada
Sobre el cerco de la l.una.
PAUTE SEGUNDA. -CAPÍTULO XX . 51^)
Desvióse la Poesía, y de la parte del Interés salió la Liberalidad, y
espués (le hechas sus mudanzas, dijo:
Maman liboralid.n.l
Al (lar que el extremo luij-o
De la proíiignlidad.
y del contrario, (jiie arguye
Tibia y tloja voluntad.
«Mas yo, por tu enf{randecer,
Uc boy más pródiga be de ser;
Que ann<iuo es vicio, ch vicio liouradd
y de pecho enamorado,
1)11.. ..II ..1 dar se ecba de ver.
Ueste modo salieron y se retiraron todas las iiguras de las dos esciia-
•as, y cada una hizo sus mudanzas y dijo sus versos, al<;unos elegan
s y algunos ridículos, y sólo tomó de memoria Don Quijote (que la
nía grande) los ya referidos; y luego se mezclaron todos, haciendo y
'shaciendo lazos con gentil donaire y desenvoltura; y cuando pasaba
Amor por delante del castillo, disparaba ])or alto sus flechas, pero el
teres quebraba en él alcancías doradas. Finalmente, después de ha-
T Iniilado un l)uen espacio, el Interés sacó un bolsón, que le formaba
l»ellejo de un gran gato romano, que parecía estar lleno de dineros;
arrojándole al castillo, con el golpe se desencajaron las tablas y se
yt'i-on, dejando á la doncella descubierta y sin defensa alguna. Llegí»
Interé'^ con las figuras de su valía, y echándola una gran cadena de
(» al cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla; lo cual, visto
■r el Amor y sus valedores, hicieron adenián de quitársela; y todas
í demostraciones que hacían eran al son de los tamborinos, Ivülando
lanzando concertadamente. Pusiéronlos en paz los .salvajes, los cua
;. con mucha presteza, volvieron á armar y á encajar las tablas del
stillo, y la doncella se encerró en él de nuevo, y con esto se acabó
danza, con gran contento de los que la miraban.
Preguntó Don Quijote á una de las ninfas que quit'n la había com-
esto y ordenado. Respondióle que un beneñciado de aquel pueblo,
e tenía gentil caletre para semejantes invenciones.
—Yo a])ostaré, dijo Don Quijote, que dt'be de .<?cr más amigo de Ca-
icho que de Basilio el tal bachiller ó beneticiado, y que debe de tenei-
is de satírico que de vísperas; ¡bien ha encajado en la danza las ha-
idades de Basilio y las riquezas de Camacho!
Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo: «Elrey es mi gallo; a
macho me atengo.»
—En fín, dijo Don Quijote, bien se parece, Sancho, (jue eres villaiK»
le aquellos que dicen: ¡viva cpiien vence!
—No sé de los que soy, respondió Sancho; i)ero bien sé que imnca
ollas de Basilio sacaré yo tan elegante espuma como es ésta que he
ado de las de Camacho; y enseñóle el caldero lleno de gansos y de
linas; y asiendo de una, comenzó á comer con mucho donaire y
la, y dijo: ¡A la barba de las habilidades de Basiho, que tanto va-
cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales! Dos linajes solos hay en
B. P.-XX -m
544 ■ DON QUIJOTE DE LA MANCHA
€l mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener
amique ella al del tener se atenía; y el día de hoj-, mi señor Don Qui
jote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto d(
oro parece mejor que un caballo enalbardado. Así que, vuelvo á decii
que á Camaclio me atengo, de cuyas ollas son abundantes espumas
ji^ansos y gallinas, liebres y conejos: y de las de Basilio serán, si viene i
mano, y aunque no venga sino al pie, aguachirle.
— ¿Has acabado tu arenga, Sancho?, dijo Don Quijote.
— Habréla acabado, respondió Sancho, porque veo que vuesa mer
ced recibe pesadumbre con ella; que si esto no se pusiera de por medio
í)bra había cortada para tres días.
— ¡Plega á Dios, Sandio, replicó Don Quijote, que yo te vea mude
antes que me muera!
— Al paso que llevamos, respondió Sancho, antes que vuesa mercec
se muera estaré yo mascando barro; y entonces podrá ser que esté tan
mudo, que no hable palabra hasta la fín del mundo, ó por lo menos
hasta el día del Juicio.
— Aunque eso así suceda, ¡oh Sancho!, respondió Don Quijote, nuncí
llegará tu silencio á do ha llegado lo que has hablado, hablas y tieneí
de hablar en tu vida; y más, que está mu}' puesto en razón natural qu<
primero llegue el día de mi muerte que el de la tuya; y así, jamás pien
.so verte mudo, ni aun cuando estés bebiendo ó durmiendo, que e? lo qu»
puedo encarecer.
— A buena fe, señor, respondió Sancho, que no hay que fíar en 1;
descarnada, digo, en la muerte, la cual tan bien come cordero coni'
camero; y á nuestro Cura he oído decir que con igual pie pisaba las a
tas torres de los reyes como las humildes chozas de los pobres. Tien
esta señora más de poder que de melindre; no es nada asquerosa, d
todo come y á todo hace, y de toda suerte de gentes, edades y preem
nencias, hincha sus alforjas. No es segador que duerme las siestas; (¡u
á todas horas siega y corta, así la seca como la verde yerba; y no ]n
rece que masca, sino que engulle y traga cuanto se le pone <!(
lante, porque tiene hambre canina, que nunca se harta; y aunque n |
tiene barriga, da á entender que está hidrópica y sedienta de beberé
sola las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agu
fría.
— No más, Sancho, dijo á este punto De n Quijote; tente en buena
y no te dejes caer; que en verdad que lo que has dicho de la nmer'
por tus rústicos términos, es lo que pudiera decir un buen predicado
Dígote, Sancho, que si como tienes buen natural, tuvieras discreció:
pudieras tomar un pulpito en la mano y irte por ese oQundo predicanc
lindezas.
—Bien predica quien bien vive, respondió Sancho, y yo no sé otr;
tologías.
—Ni las has menester, dijo Don Quijote; pero yo no acabo de e
tender ni alcanzar cómo siendo el principio de la sabiduría el temor <
Dios, tú, que temes más á un lagarto que á él, sabes tanto.
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XX
r)4r)
-Juzgue vuesa merced, señor, de sus caballerías, respondió Sanche,
V no se meta en juzgar de los temores ó valentías ajenas; que tan gen-
il temeroso soy yo de Dios como cada hijo de vecino; y déjeme vuesii
nerced despabilar esta espuma; (jue lo demás todas soíi palabras ocio
-as, de que nos han de pedir cuenta en la otra vida; y diciendo esto
•omenzó de nuevo á dar asalto á su caldero, con tan buenos alientos'
lue despert(3 los de Don Quijote, y sin duda le avudara, si no lo iinpi'
iicra lo ([ue es fuerza se digu adelante. " ;
CAPlTrLO XX!
Donde so prositiuen las bodas de Camacho, con otros gustosos sucosos.
UANDO e>taban Don Quijote y Sancho en las razones rel'eridas vu
10-^ el ■-•apítulo antecedente^ se oyeron grandes voces y gran ruido,
^/|>= y dál>anle y causábanlas los de las yeguas, que con larga vív
rrera y grita iban á recebir á los novios, que, rodeados de mi'i
géneros de instrumentos y de invenciones, venían, acompañados de ■
Cura y de la parentela de entrambos, y de toda la gente más lucida de
los lugares circunvecinos, todos vestidos de fiesta. Y como Sancho vic
á la novia, dijo: «A buena fe, que no viene vestida de labradora, sinc
de garrida palaciega. Pardiez que, según diviso, que las patenas «¡uc
había de traer son ricos corales, y la palmilla verde de Cuenca es ter
ciopelo de treinta pelos. Y ¡montas, que la guarnición es de tiras dt
lienzo blanco! Voto á mí que es de raso. Pues ¡tomadme las manos
adornadas con sortijas de azabache! No medre yo, si no son anillos de
oro, y muy de oro; v enij^edrados con perlas blancas como una cuajada
que cada una debe de valer un ojo de la cara. ¡Oh hideputa, y qué ca
bellos, que si no son postizos, no los he visto más luengos ni más ru
bios en toda mi vida! ¡No, sino ponedla tacha en el brío y en el talle. .^
no la comparéis á una palma, que se mueve, cargada de racimos d(
dátiles! que lo mesmo parecen los dijes que trae pendientes de los ca-
))ellos y de la garganta. Juro en mi ánima que ella es una chapada mo
za, y que puede pasar por los bancos de Flandes. '
Rióse Don Quijote de las rústicas alabanzas de Sancho Panza, ;
parecióle que. fuera de su señora Dulcinea del Toboso, no linbía vist<
l'ARTK SEGUNDA. — CAPITULO XXI 547
mujei- mas hermosa jamás. Venía la hermosa Quiteria 'algo deseolori-
ily. y debía fie ser de la mala noche que siempre pasan las novias en
(imponerse para el día venidero de sus bodas. Ibanse acercando á un
teatro, (jue n un lado del prado estaba, adornado de alfombras y ramos,
adonde se habían de hacer los desposorios, y de donde habían de mirar
lis danza.s y las invenciones; y á la sazón que llegaban al puesto, oyeron
a sus espaldas grandes voces, y una que decía: Ksperaos un })Oco,
Líente tan inconsiderada como presurosa. -> A cuyas voces y j)alabras
txlos volvieron la cabeza, y vieron (pie las daba un hombre, vestido,
al parecer, de un sayo negro, jironado de carmesí á llamas. \'enía
(•( roñado (como se vio luego) con una corona de funesto ciprés; en las
manos traía un bastón grande. P]n llegando más cerca, fué conocido de
rulos por el gallardo Ha.^ilio, y todos es.iivieron suspensos, esperando
en ([ué habían de i)arar sus voc-es y sus jjalabras; temiendo algún mal
suceso de su venida en sazón semejante.
Llegó en ñn, cansado y sin aliento; y i)uesto delante de los despo-
blados, hincando el bastón en el .suelo, que teína el cuento de una i)unta
de acero, mudada la color, puestos los ojos en (¿uiteria. con voz tre-
mente y ronca estas razones dijo: Bien sabes, desconocida Quiteria,
'iue conforme á la santa ley (jue profesamos, viviendo yo, tú no puedes
n>mar esposo; y juntamente no ignoras que por esperar yo que el
tiempo y mi diligencia mejorasen los bienes de mi fortuna, no lie
pierido dejar de guardar el decoro que a tu hom-a convenía; i)ero tú,
■t bando á las esi)aldas todas las obligaciones que debes á mi buen de-
-eo, quieres hacer señor de lo que es mío á otro, cuyas riquezas le
sil-ven, no sólo de buena fortuna, sino de bonísima ventura; y para
|ue la tenga colmada (y no como yo pienso (jue la merece, sino como
^e la quieren dar los cielos), yo por mis manos desharé el inq)osible.
) el inconveniente, que pueda estorbársela, quitándome á mí de ])or
medio. ¡Viva, viva el rico Camachí^ ccn la ingrata Quiteria largos y
felices siglos; y muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó las
lias de su dicha y le puso en la sepultura!» Y diciendo esto, asió del
bastón que tenía hincado en el suelo, y quedándose la mitad del en la
¡ierra, mostró que servía de vaina á un nudiano estoque, que en él se
•cuitaba; y puesta la que se podía llamar empuñadura en el suelo con
ligero desenfado y determinado propósito se arrojó sobre él, y en un
Mimto mostró la punta sangrienta á las espaldas con la mitad de, la
iceradíi cuchilla, quedando el triste bañado en su sangro y tendido en
A suelo, de sus mismas armas traspasado.
Acudieron luego sus amigos á favorecerle, condolidos de su mísera
V lastimosa desgracia; y dejando Don Quijote á Rocinante, acudió a
sostenerle y le tomó en sus brazos, y halló que aún no había expirado.
1 Quisiéronle sacar el estoque; pero eí Cura, que estaba presente, fué de
i'Mrecer que no se le .sacasen antes de confesarle, porque el sacársele v
A expirar sería todo á un tiempo.
Pero volviendo un poco en sí Basilio, con voz doliente y desmayada
lijo: <Si (luisiescií, cruel Quiteria. darme en este último v forzoso
Ó4'S- DON QUIJOTE DE LÁ MANCHA
trance la mano de esposa, aún pensaría que mi temeridad tendría di-
culpa, pues en ella alcancé el bien de ser tuyo. »
El Cura, oyendo lo tal, le dijo que atendiese á la salud del alma an-
tes que á los gustos del cuerpo, y que pidiese muy de veras á Dios
perdón de sus pecados y de su desesperada determinación. A lo cual
replicó Basilio que en ninguna manera se confesaría, si primero Quite-
ria no le daba la mano de ser su esposa; que aquel contento le adobaría
la voluntad y le daría aliento para confesarse.
En oyendo Don (Quijote la petición del herido, en altas voces dijo
(]ue Basilio pedía una cosa muy justa y puesta en razón, y adem;í>
muy hacedera; y que el señor Camacho quedaría tan honrado r*
hiendo á la señora Quiteria. viuda del valeroso Basilio, como si la le» >
hiera del lado de su padre. «Aquí no ha de hal)er más de un sí, que no
tenga otro efeto que el pronunciarle, pues el tálamo destas bodas ha ó.r
ser la sepultura.»
Todo lo oía Camacho, y todo lo tenía suspenso y confuso, sin saber
qué. hacer ni qué decir; pero las voces de los amigos de Basilio fueron
tantas, pidiéndole' que consintiese que (Quiteria le diese la mano de
esposa, porque su alma no se ])erdiese, partiendo desesperado desta
vida, que le mcjvieron, y aun forzaron, á decir que si Quiteria quería
dársala, que él se contentaba, pues todo era dilatar por un momento el
cumplimiento de sus deseos.
Luego acudieron todos á (Quiteria; y unos con ruegos, y otros con
lágrimas, y otros con eficaces razones, la persuadían que diese la mano
al pobre BasiHo; y ella, más dura que un mármol y más sesga que una
estatua, mostraba que ni sabía ni podía ni quería responder palabra,
ni la respondiera, si el Cura no la dijera que se determinase presto en
lo que había de hacer, porque tenía Basilio ya el alma en los dientes,
y no daba lugar á esperar inresolutas determinaciones.
Entonces la hermosa Quiteria, sin responder palabra alguna, turba-
da al parecer, triste y pesarosa, llegó donde Basilio estaba, ya los ojos
vueltos, el aliento corto y apresurado, murmurando entre los dientes el
nombre de Quiteria, dando muestras de morir como gentil, y no como
cristiano.
Llegó en fin Quiteria, y puesta de rodillas, le pidió la mano por se-
ñas, y no por palabras.
Desencajó los ojos Basilio, y mirándola atentamente, le dijo: «¡Oh
(Quiteria, que has venido á ser piadosa á tiempo cuando tu piedad ha
de servir de cuchillo que me acabe de quitar la vida, pues ya no tengo
fuerzas para llevar la gloria que me das en escogerme por tuyo, ni
para suspender el dolor que tan apriesa me va cubriendo los ojos con
la espantosa sombra de la muerte! Lo que te suplico es ¡oh fatal estrella
mía! que la mano que me pides, y quieres darme, no sea por cumpli-
miento ni para engañarme de nuevo, sino que confieses y digas que,
sin hacer fuerza á tu voluntad, me la entregas y me la das como á tu
legítimo esposo; pues no es razón que en un trance como éste me
engañes, ni uses de fingimientos con quien tantas verdades ha tratado
PARTE SEGUNDA. — CAPÍTULO XXI ó4|*J
' oiitigo.» Entre estas razones se desniayal)a fie modo que todos los pre-
entes pensaban que cada desmayo se íiabía de llevar el alma consigo,
(¿uiteria, toda honesta y toda vergonzosa, asiendo con su derecha
nano la de Basilio,, le dijo: «Ninguna fuerza tueía bastante á torcer mi
uluntad; y así, con la nías libre (}ue tengo, te doy la mano de legítima
' sposa, y recibo la tuya, si es que me la das, de tu libre albedrío, sin
(Ue la tiirbe ni contraste la calamidad en que tu dis(urs(» acelerado te
la puesto.»
— Sí doy, respondió Basilio, no turbado ni confuso, sniu cun el claru
■ntendimíento ([ue el cielo quiso darme, y así me doy y me entrego por
u esposo.
— Y yo por tu esposa, respondió Quiteria. ali.iiii vivas largos años,
diora te lleven de mis brazos á la sepultura
— Para estar tan herido est« mancebo, dijo a csic iuinio >->anclii> ran
'.a, nmclio liabla; háganle que se deje de requiebros y ([ue atienda á su
lima; que, á mi parecer, más la tiene en la lengua que en los dientes.
Estando, pues, asidos de la mano Basiho y Quiteña, el Cura, tierno
.- lloroso, les echó la bendición, y pidió al cielo diese buen poso al ahna
leí nuevo desposado... el cual, asi como recibió la bendición, con pres-
a ligereza se levantó en pie, y con no vista desenvoltura se sacó el es-
oque, á quien servía de vaina su cuerpo. (Quedaron todos los circuns-
antes admirados, y algunos dellos, más simples que curiosos, en altas
v'oces comenzaron á decir: ^< ¡Milagro, milagro! i> Pero Basilio replicó:
^< No milagro, milagro, sino industria, industria.^
El Cura, desatentado y atónito, acudió con ambas manos á tentaiNla
.lerida, y halló que la cuchilla había pasado, no por la canie y costillas
le Basilio, sino por un cañón hueco de hierro, que lleno de sangre» en
iquel lugar bitn acomodado tenía, })reparada la sangre, según después
se supo, de mcdo que no se helase. Finalmente, eí Cura y Camacho,
•on todos los mas circunstantes, se tuvieron por burlados y escarnidos.
La esposa no dio nniestras de pesarle de la burla; antes, oyendo decir
|ue aquel casamiento, por hal)er sido engañoso, no había de ser valede-
ro, dijo que ella le confirmaba de nuevo, de lo cual coligieron todos
i[ue de consentimiento y sabiduría de los dos se había trazado aquel
;-aso, de lo que quedó Camacho y sus valedores tan corridos, que remi-
tieron su venganza á las manos; y desenvainando muchas espadas,
arremetieron á Basilio, en cuyo favor en un instante se desenvainaron
casi otras tantas; y tomando la delantera á caballo Don Quijote, con la
lanza sobre el brazo y bien cubierto de su escudo, se hacía dar lugar
de todos. Sancho, á quien jamás pluguieron ni solazaron semejantes fe-
í'liurías. se acogió á las tinajas, donde había sacado su agradable espu-
ma, pareciéndole aquel lugar como sagrado que había de ser tenido en
respeto.
Don Quijote á grandes voces decía: «Teneos, señores, teneos; que
no es razón toméis venganza de los agravios que el amor nos hace; y
advertid que el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la
guerra es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas
550 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias amorosas
se tienen por buenos los embustes y marañas que se hacen para conse-
guir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la
cosa amada. Quiteria era de Basilio, y Basilio de Quiteria, por justa y
favorable disposición de los cielos. Camacho es rico, y podrá comprar
su gusto cuando, donde y como quisiere. Basilio no tiene más desta ove-
ja, y no se la ha de quitar alguno, por poderoso que sea; que á los dos
que Dios junta, no podrá separar el hombre, y el que lo intentare, pri-
mero ha de pasar por la punta desta lanza»; y en esto la blandió tan
fuerte y tan diestramente, que puso pavor en todos los que no le cono-
cían. Y tan intensamente se fijó en la imaginación de Camacho el des-
dén de Quiteria, que se la borró de la memoria en un instante; y así,
tuvieron lugar con él las persuasiones del ( 'ura, que era varón pruden-
te y bien intencionado, con las cuales (juedó Camaclio y los de su par-
cialidad pacíficos y sosegados, en señal de lo cual volvieron las espadas
á sus lugares, culpando más á la facilidad de Quiteria que á la indus-
tria de Basilio; haciendo discurso Camacho, que si Quiteria quería bien
á Basilio doncella, también le quisiera casada, y que debía de dar gra-
cias al cielo, más por habérsela quitado que por habérsela dado.
Consolado, pues, y pacífico Camacho y los de su mesnada, todos los
de la de Basilio se sosegaron; y el rico Camacho, por mostrar que no
sentía la burla ni la estimaba en nada, quiso que las fiestas pasasen ade-
lante, como si realmente se desposara; pero no quisieron asistir á ellas
Basilio ni su esposa, ni secuaces; y así, se fueron á la aldea de BasiHo;
que también los pobre? virtuosos y discretos tienen quien los siga, honre
y ampare, como los ricos tienen quien los lisonjee y acompañen. Lle-
váronse consigo á Don Quijote, estimándole por hombre de valor y de
pelo en pecho. A solo Sancho se le escureció el alma, por verse imposi-
bilitado de aguardar la espléndida comida y fiestas de Camacho, que
duraron hasta la noche; y así, asendereado y triste, siguió á su señor,
que con la cuadrilla de Basilio iba, y así se dejó atrás las ollas de Egip-
to, aunque las llevaba en el alma, cuya ya casi consumida y acabada
espuma, que en el caldero llevaba, le representaba la gloria y la abun-
dancia del bien que perdía; y así, congojado y pensativo, aunque sin
hambre, sin apearse del Rucio, siguió las huellas de Rocinante.
i
(ArrrrLo xxii
iionde se da cuenta de la grande aventura de la cueva de Montesinos, que
está en el corazón de la Mancha, á quien dio felice cima el valeroso Don
Quijote.
j'WKANDEs fueron y muchos los regalos que los desposados hicie-
¡^^Sg> ron á Don (Quijote, obligados de las muestras «¡ue lialn'a dado
* defendiendo su causa; y al j)ar de la valentía le graduaron la
discreción; teniéndole ])or un Cid en las armas y i)or un Cicc-
ni en la elocuencia. El buen Sancho se refociló tres días á costa de los
ovios, de los cuales se supo (|ue no fué traza comunicada con la lier-
losa Quiteria el herirse lingidamente, sino industria de Basilio, esi)e
indo della el mismo suceso (jue se había visto; bien es verdad que con-
ísó que había dado parte de su pensamiento á algunos de sus amigos,
ara que al tiempo necesario favoreciesen su intención y abonasen su
1 1 gaño.
'<No se pueden ni deben llamar engaños, dijo Don (Quijote, los que
onen la mira en virtuosos fines»; y que el de casarse los enamorados
ra el fin de más excelencia, advirtiendo que el mayor contrario que el
mor tiene es la hambre y la continua necesidad; porque el amor es
)do alegría, regocijo y contento, \ más cuando el amante está en po-
ísión de la cosa amada, contra quien son enemigos opuestos y decla-
idos la necesidad y la pobreza; y que todo esto decía con intención de
ue se dejase el señor Basilio de ejercitar las habilidades que sabe, que
unque le daban fama, no le daban dineros, y que atendiese á granjear
acienda por medios lícitos é industriosos, que nunca faltan á los pru-
entes y aplicados. «El pobre hoiu'ado (si es que puede ser honrado el
obre) tiene prenda en tener mujer hermosa, que cuando se la quitan,
í ([uitan la honra y se la matan. La mujer hermosa y honrada, cuyo
mrido es pobre, merece ser coronada con laureles y palmas de venci-
.);)1^ DON C¿l'l,iuTE J)K LA MAXOIIA
miento y triunfo. La hermosura por sí sola atrae las voluntades tle euar
tos la miran y conocen, y como á señuelo gustoso, se le abaten las ágir
las reales y los pájaros altaneros; pero si á la tal hermosura se le junt
la necesidad y estrecheza, también la embisten los cuervos, los milano
y las otras aves de rapiña; y la que está á tantos encuentros firme, biei
merece llamarse corona de su marido. Mirad, discreto Basilio, añadí
Don Quijote; opini(3n fué de no sé qué sabio, qu-e no húbía en todo e
mundo sino una'sola mujer buena; y daba por consejo que cada un-
V)ensase y creyese que aquella sola buena era la suya, y así viviría con
ténto. Yo no soy casado, ni hasta agora me havenido en pensamíent
serlo: y con todo esto me atrevería á dar consejo al que rae lo pidiese
del modo que había de buscar la mujer con quien se quisiese casar. L
primero le aconsejaría que mirase más á la fama que á la haciende
porque la buena mujer no alcanza la buena fama solamente con se
buena, sino con parecerlo; que mucho más dañan á la honra de las mi:
jeres las desenvolturas y libertades públicas que las maldades secretas
Si traes buena mujer á tu casa, fácil cosa será conservarla, y aun mt
jorarla, ^n aquella bondad; pero si la traes mala, en trabajo te pondr;
el enmendarla; que no es muy hacedero pasar de un extremo á otro. Yi
no digo que sea imposible, pero térigolo por dificultoso.»
Oía todo esto Sancho, y dijo entre sí: «Este mi amo, cuando yo li«
blo cosas de meollo y de sustancia, suele decir que podría yo tomar ui
l)úlpito en las manos y irme por ese mundo adelante predicando lindt
zas; y yo digo del que cuando comienza á enhilar sentencias y á da
consejos, íio sólo puede tomar un pulpito en las manos, sino dos ei
cada dedo, y andarse por esas plazas á qué quieres boca. ¡Válate e
diablo por caballero andante, que tantas cosas sabes! Yo pensaba en m
ánimo que sólo podía saber aquello que tocaba á sus caballerías; per*
no hay cosa donde no pique, y deje de meter su cucharada.»
Murmural)a esto algo recio Sancho, y entreoyóle su señor, y pregun
tole: «¿Qué murmuras. Sancho?»
— No digo Qada ni murmuro de nada, respondió Sancho; sólo estabí
diciendo entre mí que quisiera haber oído lo que vuesa merced aqu
ha dicho, antes que me casara; que quizá dijera yo agora: «El bue>
suelto bien se lame.»
— ¿Tan mala es tu Teresa, Sancho'?, dijo Don Quijote.
— No es muy mala, respondió Sancho; pero no es muy buena; á 1(
inenos no es tan buena como yo quisiera.
— Mal haces, Sancho, dijo Don Quijote, en decir mal de tu mujer
que, en efeto, es madre de tus hijos.
— No nos debemos nada, respondió Sancho; que también ella die(
mal de mí cuando se le antoja, especialmente cuando está celosa; qu(
entonces súfrala el mesmo Satanás.
Finalmente, tres días estuvieron con los novios; donde fueron rega
lados y servidos como cuerpos de rey. Pidió Don Quijote al diestro li
cenciado le diese una guía que le encaminase á la cueva de Monte
sinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella, y ver á ojos vistas s
PARTE SEGUNDA. CAPÍTULO XXII r>53
an vc'ixladeras las maravillas que de ella se decían f)or todos aquellos
)iitornos. El licenciado le dijo que le daría á un primo suyo, lamoso
itudiaiite, y muy afícionado á leer libros de caballerías, el cual con
uclia voluntad le pondría á la boca de la misma cueva, y le enseñaría
s lagunas de líuidera, famosas asimismo en toda la Mancha, y aun
1 toda España; y díjole ([ue llevaría con él gustoso entretenimiento, a
lUsa que era mozo i[ue sabía hacer libros ])ara im]>rimir y para diri-
rlos á príncipes. Finalmente, el primo vino con una ])<»llina })reñada.
lya albarda cubría un gayado ta]>ete ó ar{)illera.
Ensillo Sancho á iiocinante y aderezó al Rucio, j^roveyó sus altor-
-S, á las cuajes acouq)añaron las del })rimo, asimismo bien proveídas,
encomendándose á Dios y despidiéndose de todos, se pusieron en
unino, tomando la derrota de la famosa cueva de Montesinos.
En el camino preguntó Don (Quijote al [>rimo de qué tjéneVo y cali-
id eran sus ejercicios, su" profesión y estudios. A lo (jUe-él respondió,
ue SU profesión era ser liumanista, sus ejercicios y estudios compo-
er libros paní dar á la estíinq)a, todos de gran provecho y no menos
it retenimiento para la rei)ública; que el lino se intitulaba El de las-
¡breas, donde pintaba setecientas y tres libreas, con sus colores, mo-
s y cifras, de dondt- podían sacar y tomar las (lue (juisietíen en tiem-
() de ñestas y reíjocijos los caballeros cortesanos, sin andarlas niendi-
ando de nadie, ni lambicando, como dicen, el cerbelo,. por sacarlas
informes á sus deseos é intenciones, «porque doy al celoso, al desde
ado, al olvidado y al ausente las que le convienen, ([ue les vendrán
i;is justas que pecadoras. Otro libro teni>o también, á quien he de 11a-
lar Mi'tamoyfóscQs, ó Oridio español, de invención nueva y rara; ])or-
uo en él, imitando á Ovidio á lo burlesco, pinto quién fué la Giralda
e Sevilla y el Aní>el de la Madaleua, quién el Caño de Vecinguerra de
órdoba. quiénes los toros de Guisando, la Sierra Morena, las fuentes
e Leganitos y Lavaj)iés en Madrid, no olvidándome de la del Piojo,
e la del Gaño Dorado y de la Priora; y esto con sus alegorías, metáfo-
is y translaciones, de modo que alegran, suspenden y enseñan á un
lismo punto. Otro libro tengo, que le llamo Suplemento á Virgilio Po-
'doro, que trata de la invención de las cosas, que es de grande erudi-
ión y estudio á causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de
ran sustancia, las averiguo yo y las declaro i)or geEtil estilo. 01vid<')-
ele á Virgilio de declararnos quién fué el primero que tuvo catarro
n el mundo, y el primero que tomó las unciones para curarse del
iiorbo gálico, y yo lo declaro al pie de la letra, y lo autorizo con más
e veinticinco autores; porque vea vuesa merced si he trabajado l)ien,
si ha de ser útil el tal libro á todo el mundo.»
Sancho, que había estado muy atento á la narración del primo, le
lijo: «Dígame, señor, así Dios le dé buena manderecha en la impresión
te sus libros, ¿sabríame decir (que sí sabrá, pues todo lo sabe) quién
ué el i)rimero que se rascó en la cabeza? Que yo para mí tengo que
lebió de ser nuestro padre Adán.»
— Sí sería, resj)ondió el primo; ])or(jue Adán, no hav duda- sino rpie
554 DON QUIJOTK DK LA MANCHA
tuvo cabeza y cabellos y manos; y siendo esto así, y siendo el }>iinie
hombre del mundo, alguna vez se rascaría.
— -Así lo creo yo, respondió Sancho; pero dígame ahora, ¿quién fu
el primer volteador del mundoV
— En verdad, hermano, respondió el prinu', que no me sabré detei
minar por ahora, hasta que lo estudie; yo lo estudiaré, en volviend
adonde tengo mis libros, y yo os satisfaré cuando otra ve/, nos veamoí
que no ha de ser ésta la postrera.
— Pues mire, señor, replicó Sancho, no tome trabajo en esto; ([u
ahora he caído en la cuenta de lo que le he i)reguntado: sepa <|ue (
l)rimer volteador del mundo fué Lucifer, cuando le echaron ó arrojf
ron del cielo, que vino volteando hasta los abismos.
— Tenéis razón, amigo, dijo el primo.
Y dijo Don Quijote:
— Esa pregunta y resjmesta no es tuya. Sandio; á alguno las luis oíd
decir.
— Calle, señor, replicó Sancho; que, á buena fe, que si me doy
l)reguntar y á responder, que no acabe de aquí á mañana. Sí, que i)ar
l)reguntar necedades y resj>onder disparatea, no he menester yo anda
buscando ayuda de vecinos.
— Más has dicho, Sancho, de lo que sabes, dijo Don (¿uijote; qu
hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas, que, después d
sabidas y averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni á li
memoria.
En estas y otras gustosas pláticas se les [)asó aquel día, y á la nocli
se albergaron en una pequeña aldea, adonde el primo dijo á Don Qui
jote, que desde allí á la cueva de Montesinos no había más de dos k
guas, y que si llevaba determinado de entrar en ella, era menester prc
veerse de sogas para atarse y descolgarse en su profundidad. Don (^ui
jote dijo que aunque llegase al abismo, había de A'er dónde paraba; ;
así, compraron casi cien brazas de soga, y otro día, á las dos de la tai
de, llegaron á la cueva, cuya boca es espaciosa y ancha, pero llena di
cambroneras y cabrahigos, de zarzas y malezas, tan espesas y intrica
das, que de todo en todo la ciegan y encubren.
En viéndola, se ai)earon el primo, Sancho y Don (Quijote, al eua
los dos le ataron luego fortísima mente con las sogas, y en tanto que L
fajaban y ceñían, le dijo Sancho: «Mire vuesa merced, señor mío. 1(
que hace, no se quiera sepultar en vida, ni se ponga adonde parezcj
frasco que le ponen á enfriar en algi^n pozo. Sí, que á vuesa merced n(
le toca ni atañe ser el escudriñador desta, que debe de ser ])eor (ju(
mazmorra.»
— Ata y calla, respondió Don (Quijote; que tal enq)resa como aques
ta, Sancho amigo, para mí estaba guardada.
Y entonces dijo la guía: «Suplico á vuesa merced, señor Don (^ui
jote, (jue mire bien y especule con cien ojos lo que hay allá dentro
<|uizá liabrá cosas que las ponga yo en el libro de mis transforma
ciones.»
l'AKTE SEGUNDA.
-C A VÍTULO XXII
OOO
— Kü manos está el pandero, que le sabrán bien tañer, respondió
>incho Panza.
Dicho esto, y acabada la lijiadura de Don Quijote (que no fué sobre
I arnés, sino sobre el jubón de armar), dijo Don (Quijote: «Inadverti-
is hemos andado en no habernos proveído de ali^iin esquilón pequeño,
je fuera atado junto á nn' en esta mesma soLja, con cuyo sonido se
itendicra que todavía bajaba y estaba vivo; pero j)ues ya no es posible,
hi mano de Dios que me guíe.» Y luego se hincó de rodillas y hizo
na oración en voz baja al cielo, pidiendo á Dios le ayudase y le diese
uen suceso en aquella, al parecer, })el¡grosa y imeva aventura, y en
):'. alta dijo luego: ¡Oh señora de mis acciones y movimientos, clarí-
ima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible (¡ue lleguen á tus oídos
is plegarias y rogaciones deste tu aventurero amante, por tu hiaudita
p,ir .•'-,,. rii 1 1 V cstrnr
infinidad de «rraudísimos cHer\os (s «rajos.
•elleza te ruego las escuches, que no son otras <iue rogarte no me nie-
ues tu favor y amparo, ahora <jue tanto le he menestor. Yo voy á des-
•eñarme, á empozarme y á hundirme en el abismo que aquí se me
ej^resenta, sólo porque conozca el mundo que. si tú me favoreces, no
labrá imposible á ciuien yo no acometa y acabe»; y en diciendo esto,
e acercó á la sima.
Vio no ser posible descolgarse ni hacer lugar w la entrada, si no era
fuerza de brazos ó á cuchilladas; y así, poniendo mano á la espada,
•omenzó á derribar y á cortar de aquellas malezas que á la boca de la
ueva estaban, por cuyo ruido y estruendo s-alieron por ella una infini
lad de grandísimos cuervos ó grajos, tan espesos y con tanta priesa,
[ue dieron con Don (¿uijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como
•atólico cristiano, lo tuviera á mala señal, y excusara de encerrarse en
ugar semejante.
Finalmente se levantó; y viendo que no salían más cuervos ni otras
ives nocturnas, como fueron nmrciélagos (que asimismo entre los
•uervos salieron), dándole soga el primo y Sancho, se dejó calar al
556 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
íoudo de la cueva espantosa; y al entrar, echándote Sancho su bendi-
ción y haciendo sobre él mil cruces, dijo: «Dios te guíe y la peña de
Francia, junto con la Trinidad de Gaeta, flor, nata y espuma de los
caballeros andantes. Allá vas, valentón del mundo, corazón de acero,
brazos de bronce. Dios te guíe otra vez y te vuelva libre, sano y sin
cautela á la luz desta vida, que dejas, por enterrarte en esa escuriflad,
(pie buscas.» Casi las mismas plegarias y deprecaciones hizo el ])rimo.
Iba Don Quijote dando voces, que le diesen soga y más soga, y ellos'
se la daban poco á poco; y cuando las voces, que acanaladas por la
cueva salían, dejaron de oirse, ya ellos tenían descolgadas las cien
brazas de soga. Fueron de parecer de volver á subir á Don Quijote,
})ues no le podían dar más cuerda; con todo eso, se detuvieron como
una hora, al cabo del cual espacio volvieron á recoger la soga, con mu-
clia facihdad y sin peso alguno, señal que les hizo imaginar que Don
(Quijote se quedal)a dentro, y creyéndolo así Sancho, lloraba amarga-
mente, y tiraba con mucha priesa, por desengañarse; pero llegando á
su parecer á poco más de las ochenta brazas, sintieron peso, de que en
extremo se alegraron. Finalmente, á las diez vieron distintamente á Don
Quijote, á quien dio voces Sancho, diciéndole: «Sea vuesa merced muy
))ien vuelto, señor mío; que ya pensábamos que se quedaba allá para
casta»; pero no res})ondía palabra Don Quijote; y sacándole del todo,
vieron que traía cerrados los ojos, con muestras de estar dormido.
Tendiéronle en el suelo y desliáronle; y con todo esto, no despertaba.
Pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon, que al
cabo de un buen es[)acio volvió en sí, desperezándose, bien como si de
algún grave y profundo sueño despertara; y mirando á una y otra parte
coma espantado, dijo: «Dios os lo perdone, amigos; que me habéis qui-
tado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano
ha visto ni pasado. En efeto, ahora acabo de conocer que todos los con-
tentos desta vida j)asan como sombra y sueño, ó se marchitan como
la flor del campo. ¡Oh desdichado Montesinos! ¡Oh mal ferido Duran-
darte! ¡Oh sin ventura Belerma! ¡Oh lloroso Guadiana, y vosotras, sin
dicha, hijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas la que lloraron
vuestros hermosos ojos!...»
Con grande atención escuchaban el primo y Sancho las palabras de
Don (Quijote, que las decía como si con dolor inmenso las sacara de las
entrañas. Suplicáronle les diese á entender lo que decía, y les dijese lo
que en aquel infierno había visto.
«¿Infierno le llamáis?, dijo Don Quijote; ])ues no le llaméis ansí,
porque no lo merece, como luego veréis » Pidió que le diesen algo de
comer; que traía grandísima hambre. Tendieron la arpillera del primo
sobre la verde yerba, acudieron á la despensa de sus alforjas, y senta-
dos todos tres, en buen amor y compaña, merendaron y cenaron todo
junto. Levantada la arpillera, dijo Don Quijote de la Mancha: «No se
levante nadie, y estadme, hijos, los dos atentos.»
CAPÍTULO XXIII
:e las admirables cosas que el extremado Don Quijote contó que había
visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y gran-
deza hace que se tenga esta aventura por apócrifa.
AS cuatro de la tarde serían cuando el s^A. entre nubes cubierto,
con luz escasa y templa<ios rayos, dio luuar á Don (¿uijote para
l^^ (jue sin calor \ pesadumbre contase á sus dos carísimos oyen-
tes lo que en' la cueva de Montesinos había visto, y comen-
zó en el modo siguiente:
«A obra de doce ó catorce estados de la profundidad desta mazmo-
rra, á la derecha mano, se hace una concavidad y espacio, capaz de po-
<ler caber en ella un gran carro con sus muías. Éntrale una pequeña luz
por unos resquicios o agujeros, que Ujos le responden, abiertos en la
superficie de la tiei-ra. Esta concavidad y espacio vi yo á tiempo cuando
va iba cansado y mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga, ca
minar por aquella escura región abajo, .sin llevar cierto ni determinado
camino; y así, determiné entrarme en ella y descansar un poco. Di vo-
ces, pidiéndoos que no descolgásedes más soga hasta que yo os lo dije-
se; pero no debistes de oírme. Fui recogiendo la soga que enviábades;
y haciendo de ella una rosca ó rimero, me senté sobre él pensativo ade-
más, considerando lo que hacer debía para calar al fondo, no teniendo
quien me sustentase; y estando en este pensamiento y confusión, de
o58 DON QUIJOTE DE LA 3IAX0HA
repente y sin procurarlo me salte() un sueño profundísimo, y cuando
menos lo pensaba, sin saber cómo ni como no, desperté del y me hallé
en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la
naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Desi)abi-
ló los ojos, Hmpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba
despierto. Con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificar-
me si era yo mismo el que allí estaba, ó alguna fantasma vana y con-
trahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que
entre mí hacía, me certiñcaron que yo era allí entonces el que soy aquí
agora. Ofrecióseme luego á la vista un real y suntuoso palacio ó alcá-
zar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fa-
bricados; del cual, abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas sa-
lía, y hacia mí se venía un venerable anciano, vestido con un capuz de
bayeta morada, que por el suelo le arrastraba; ceñíale los hombros y los
pechos una beca de colegial, do raso verde; cubríale la cabeza una go-
rra milanesa negra, y la barba canísima le pasaba de la cintura. No
traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores
que medianas nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de
avestruz; el continente, el i:>aso, la gravedad y la anchísima presencia,
cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y admiraron.
«Llegóse á mí, y lo primero que liizo fué abrazarme estrechamente,
y luego decirme: «Luengos tiempos ha, valeroso caballero Don Quijote
de la JNIancha, que los que estamos en estas soledades encantados espe-
ramos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre
la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Monte-
sinos: hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invenci)>le cora-
zón y de tu ánimo estupendo. Ven conmigo, señor clarísimo; que te
(juiero mostrar las maravillas que este transjjarente alcázar solapa, de
quien yo soy alcaide y guarda mayor perpetua, porque soy el mismO'
Montesinos, de quien la cueva toma nombre. »
»Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fué ver-
dad lo que en el mundo de acá arriba se contaba: que él había sacado
de la mitad del peclio, con una pequeña daga, el corazón de su grande
amigo Durandarte, y llevádole á la señora Belerma, como él se lo man-
dó al punto de su muerte. Respondióme que en todo decían verdad,
si no en la daga, porque no fué daga ni pequeña, sino un puñal ])uído,
más agudo que una lezna.»
— Debía de ser, dijo á este punto Sancho, el tal })Uñal de Ramón de
Hoces el Sevillano.
— No sé, prosiguió Don Quijote...; pero no sería dése puñalero, ponjue
Ramón de Hoces fué ayer, y lo. de Roncesvalles, donde aconteció esta
desgracia, ha muchos años; y esta averiguación no es de importancia,
ni turba ni altera la verdad y contesto de la historia.
— Así es, respondió el primo; prosiga vuesa merced, .señor Don (Qui-
jote, que le escucho con el mayor gusto del inundo.
— No con menor lo cuento yo, resi)ondió Don Quijote; y así, digo
que el venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde,
PARTE SEGUNDA. — CAPITULO XXIIl 551*
I una sala baja, fresquísima sobre modo y toda de alabastro, estaba
1 sepulcro de mármol, con j^ran maestría fabricado, sobre el cual vi á
\ cal)allero tendido de lar<;o á largo, no de bronce ni de mármol, ni
' jaspe hecho, como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura
irne y de puros huesos. Tenía la mano derecha (que á mi parecer es
go peluda y nervosa, señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta
)bre el lado del corazón, y antes que preguntase nada á Montesinos,
endome suspenso, mirando al del sei)ulcro, me dijo: «Este es mi ami-
• Durandarte. ilor y es{)ejo de los caballeros enamorados y valientes
■ su tiempo; tiénele iu\m encanta<lo (como me tiene á mí y á otros
lUchos y muchas) Merlín, aquel famoso encantador que dicen que fué
ijo del diablo; y lo que yo creo es, que no fué hijo del diablo, sino
ue supo, como dicen, un punto más que el diablo. El c(3mo o para (jué
os encantó, nadie'lo sabe, y ello dirá andando los tiempos, que no es-
m muy lejos, según imagino. Lo que a nn' me admira es, que sé tan
erto como ahora es de día, que Durandarte acaljó los de su vida en
I lis brazos, y que, después de muerto, le saqué el corazón con mis pro-
ias manos; y en verdad que debía de pesar dos hbras, porque, según
)S naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía
el que le tiene peijueño. Pues siendo esto así, y que realmente murió
úe caballero, ¿cómo ahora se queja y sospira de cuando en cuando
Dmo si estuviese vivo?» Esto dicho, el mísero Durandarte, dando una
ran voz. dijo:
• ¡Oh mi primo Moute.slnos'
Lo postrero que os rogaba,
Que cuando yo fuere muerto
Y mi ánima arrancada.
Que lIcvciK mi corazón
.\donde Bclenua estaba.
Sacándomele del pecho
Va con puñal, ya con daga.
«Oyendo lo cual el venerable Montesinos, se puso de rodillas ante
1 lastimado caballero, y con lágrimas en los ojos le dijo: ' Ya, señor
)urandarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me mandastes en el
ciago día de vuestra i)érdida: yo os sai[ué el corazón lo mejor que
ude, sin que os dejase una mínima })arte en el pecho; yo le limpié
nn un pañizuelo de puntas; yo partí con él de carrera para Francia,
abiéndoos primero puesto en el seno de la tierra con tantas lágrimas,
ue fueron bastantes á lavármelas manos y limpiarme con ellas la san-
re que tenía de haberos andado en las entrañas, y por más señas,
rimo de mi alma, en el primero lugar que topé saliendo de Ronces-
alies, eché un poco de sal en vuestro corazón, ponjue no oliese mal, y
uese. si no fresco, á lo menos amojamado á la })resencia de la señora
ielerma, la cual con vos y conmigo, y con Guadiana, vuestro escudero,
con la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, y con otros
Iludios de vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquí encantados el
abio Merlín, ha muchos años; y aunque pasan de quinientos, no se ha
15. P.-XX 37
Ólid DOX QUIJOTE ÜE LA MANCHA
muerto ninguno de nosotros; solamente faltan Ruidera y sus hijas ;
sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió de tener Merlíi
(iellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora en el mundo d
los vivos y en la provincia de la Mancha las llaman las lagunas de Rui
dera; las siete hijas son de los reyes de España, y las dos sobrinas d
los cal)alleros de una Orden santísima, que llaman de San Juan, (tuíi
diana, vuestro escudero, plañendo asimesmo vuestra desgracia, fu
convertido en un río llamado de su mesmo nombre, el cual, cuando llt
gó á la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fué tanto el pe
sar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas d
la tierra; pero, como no es posible dejar de acudir á su natural corrien
te, de cuándo en cuándo sale y se muestra donde el sol y las gentes 1(
vean. Vanle administrando de sus aguas las referidas lagunas, con la:
cuales, y con otras muchas que se le llegan, entra pomposo y grande
en Portugal. Pero, con todo esto, por donde quiera que va, muestra si
tristeza y melancolía; y no se precia de criar en sus aguas peces rega
lados y de estima, sino burdos y desabridos, bien diferentes de los de
Tajo dorado; y esto que agora os digo, ¡oh primo nn'o!, os lo he dichf
muchas veces, y como no me resj^ondéis, imagino que no me dais eré
dito ó no me oís, de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo sabe
Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de alivi*
á vuestro dolor, no os lo aumentarán en ninguna manera. Sabed (jiu
tenéis a(|uí en vuestra presencia (y abrid los ojos y veréislo) aquel grai
caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio ISÍerlín; aquc
Don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores venta
jas que en los pasados siglos, ha resucitado en los presentes la ya olvi
dada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nos
otros fuésemos desencantados; que las grandes hazañas para los gran
des hombres están guardadas. >
» — Y cuando así no sea, respondió el lastimado Durandarte con vo>
desmayada y baja; cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y \n\
rajar ; y volviéndose de lado, tornó á su acostumbrado silencio, sii
hablar más palabra. Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos, acom
j)añados de profundos gemidos y angustiados sollozos. Volví la cabeza
y vi por las paredes de cristal, que por otra sala pasaba una procesiór
de dos hileras de hermosísimas doncellas, todas vestidas de luto, cor
turbantes blancos sobre las cabezas, al modo turquesco. Al cabo y fir
de las hileras venía una señora, que en la gravedad lo parecía, asi
mismo vestida de negro, con tocas blancas, tan tendidas y largas, qut
besaban la tierra. Su turbante era mayor dos veces que el mayor dt
alguna de las otras; era cejijunta, la nariz algo chata, la boca grande,
pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubría, mos-
traban ser ralos y no bien puestos, aunque eran blancos como una.*-
peladas almendras; traía en las manos un Henzo delgado, y entre él.
51 lo que pude divisar, un corazón de carne momia, según venía .sec(i>
y amojamado. Díjome Montesinos cómo toda aquella gente de la pro-
cesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus-
s señores estaban encantados, y ijue la última, que traía el corazón en-
' el lienzo y en las manos, eia la señora Belerma, la cual con sus don-
lia-;, cuatro días á la semana hacían a([uella procesión, y cantaban, ó
Y mejor decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado
razón de su primo; y que si me había parecido al^^o fea, ó no tan her-
Dsa como tenía la fama, era la causa Ins malas noches y })eores días (jue
aíjuel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojc-
isy en su color (juebradiza; «y no toma ocasión su amarillez v sus
l'AUTK «KlU'XÜA. CAl'lTUIiO XXIII
oüi
V vi por las puredcá di, cristal, qne por otr;i saU i>anul>a una proct-sjóii ile «iot liil.-ra>
de hemiosisinias done»!!*'' .
eras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque h&
uchos meses, y aun años, que no le tiene ni asoma por sus puertas:
no del dolor que siente su corazón por el que de continuo tiene en las
anos, que le renueva y trae á la memoria la des.^racia de. su mal lo-
-ado amante; que si esto no fuera, apenas la igualara en hermosura.
)naire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan celebrada en todos es-
3 contornos, y aun en todo el mundo.» Cepos quedos, dije yo enton-
as, señor don Montesinos: cuente vuesa merced su historia como debe:
le ya sabe que toda comparación es odiosa, y así no hay para ([uó
)mparar á nadie con nadie: la sin par Dulcinea del Toboso es quien es.
la señora doña Belerma es quien es y quien ha sido... y quédese aquí.
»A lo que él me respondió: «Señor Don Quijote, perdóneme vuesa
erced; que yo confieso que anduve mal y no dije bien en decir que
)enas igualara la señora Dulcinea á la señora Belerma, pues me l)as
ba á mí haber entendido, por no sé qué l)arruntos, que vuesa merce<J
; su caballero, para que me mordiera la lengua antes de compararla
562 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
sino con el mismo cielo.» Con esta satisfación que me dio el gran Muu
tesinos, se quietó mi corazón del sobresalto que recebí en oir que á mi
señora la comparaban con Belerma.
— Y aun me maravillo yo, dijo Sancho, de cómo vuesa merced no se
subió sobre el vejóte, y le molió á coces todos los huesos, y le peló las-
baibas, sin dejarle pelo en ellas.
• — No, Sancho amigo, respondió Don Quijote; no me estaba á mí bici
hacer eso, porque estamos todos obligados á tener respeto á los ancia
nos, aunque no sean caballeros, y principalmente á los que lo son y es
tan encantados : yo sé bien que no nos quedamos á deber nada en otrae-
muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos.
A esta sazón dijo el primo: «Yo no sé, señor Don Quijote, cómc^
vuesa merced, en tan poco espacio de tiempo como ha que entró allái
bajo, haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto.»
— ¿Cuánto ha que bajé?, preguntó Don Quijote.
— Poco más de una hora, respondió Sancho.
— Eso no puede ser, replicó Don (¿uijote, porque allá me anochecic-
y amaneció, y tornó á anochecer y á amanecer otras dos veces; de modc
que, á mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y es
condidas á la vista nuestra.
— Verdad debe de decir mi señor, dijo Sancho; que, como todas laf-
cosas que le han sucedido son por encantamento, quizá lo que á nos
otro? nos parece un hora, debe de parecer allá tres días con sus noches.
— Así será, respondió Don Quijote.
— ¿Y ha comido vuesa merced en todo este tiempo, señor mío?, pre-
guntó el primo.
— No me he desayunado de bocado, respondió Don Quijote, ni aur
he tenido hambre, ni por pensamiento.
— Y los encantados ¿comen?, dijo el primo.
— No comen. resi)ondió Don Quijote, ni tienen excrementos mayores,
aunque es opinión que les crecen las uñas, las barbas y los cabellos.
— ¿Y duermen por ventura los encantados, señor?, preguntó Sancho
—Ño por cierto, respondió Don Quijote; á lo menos, en estos tres díae
que yo he estado con ellos, ninguno ha pegado el ojo, ni yo tampoco
— Aquí encaja bien el refrán, dijo Sancho, de «dime con quién an
das, deñrte he quién eres»: ándase vuesa merced con encantados, ayu
nos y vigilantes; mirad si es mucho que ni coma ni duerma raientraí-
con ellos anduviere. Pero perdóneme vuesa merced, señor mío, si le digc
que de todo cuanto aquí ha dicho, lléveme Dios (que iba á decir el dia
l)lo), si le creo cosa alguna.
— ¿Cómo no?, dijo el primo. ¿Pues había de mentir el señor Don (¿ui
jote, que, aunque quisiera, no ha tenido lugar para componer é imagi
nar tanto millón de mentiras?.
— Yo no creo que mi señor miente, res])ondió Sandio.
—Si no, ¿qué crees?, le preguntó Don (Quijote.
— Creo, respondió Sancho, que aquel Merlín, ó a([Ucllos encanta
res que encantaron á toda la chusma que vuca merced dice que híi
\gi-
PARTE SEGUNDA. — CAPÍTULO XXIll r)lj¿)
sto y comunicado allá bajo, le encajaron en el majín ó la memoria
(líi esa niá<|iiina (jue nos ha contado, y todo a((Ut'll(> que por contar le
leda.
— Todo eso pudiera ser, Sancho, replicó Don (Quijote; pero no es
í, porque lo que he contado, lo vi por mis [)ropios ojos y lo toqué con
is propias manos. Pero ¿qué dirás cuando te diga yo ahora cómo,
itre otras inñnitas cosas y maravillas que me mostró Montesinos (las
lales despacio y á sus tiempos te las iré contando en el discuiso de
u'stro viaje, por no ser todas deste lu.u;ar). me mostró tres lahradoras.
u' por aquellos amenísimos campos iban saltando y brincando como
l)ras, y apenas las hube visto, cuando conocí ser la una la sin par Dulci-
■a del Toboso, y las otras dos aquellas mismas labradoras que venían
n ella, (pie hablamos á la salida del Tol)osoV Preijunté á Montesinos
las conocía; respondióme que no, pero <jue él imaginal)a qu(> debían
ser algunas señoras principales encantadas, que pocos días había
le en aquellos prados habían parecido, y que no me maravillase desto,
•r([ue allí estaban otras muchas señoras de los j^asados y presentes
j,los, encantadas eñ diferentes y extrañas liguras, entre las cuales
nocía él á la reina (TÍnel)ra y su dueña (Quintañona, la cjue escan-
il)a el vino á Lanzarote cuando de Bretaña vino.
Cuando Sancho Panza oyó decir esto á su amo, pensó perder el
icio (') morirse de risa; que como él sabía la verdad del fingido encanto
Dulcinea, de quien él había sido el encantador y el levantador de tal
-timonio, acalx) de conocer indudablemente que su señor estaba fuera
juicio y loco de todo punto, y así le dijo: «En mala coyuntura y en
or sazón y en aciago día bajó vuesa merced, caro patrón mío, al otro
ando, y en mal punto se encontró con el señor Montesinos, que tal
s le ha vuelto. Bien se estaba vuesa merced acá arriba con su en-
•o juicio, tal cual Dios se le había dado. hal)lando sentencias y dando
nsejos á cada paso, y no agora, contando los mayores disparates que
leden imaginarse.»
—Como te conozco, Sancho, respondió Don Quijote, no hago caso de
s palabras.
— Ni yo tampoco de las de vuesa merced, replicó Sancho, siquiera me
era, siquiera me mate por las que he dicho, ó por las que le pienso
cir, si en las suyas no se corrige y enmienda. Pero dígame vuesa
3rced, agora Ciue estamos en paz, ¿cómo ó en qué conoció á la señora
iestra ama? Y si la liabló, ¿qué dijo, y qué le respondió?
— CoDocíla, respondió Don Quijote, en que trae los mesmos vestidos
le traía cuando tú me la mostraste. Hablóla, pero no me respondió
labra; antes me volvió las espaldas, y se fué huyendo con tanta
iesa, que no la alcanzaría una jara. Quise seguirla; y lo hiciera, si no
3 aconsejara Montesinos que no me cansase en ello, porque sería en
Ide, y más porque se llegaba la hora donde me convenía volver á
hr de la sima. Díjome asimesmo que, andando el tiempo, se me daría
iso cómo habían de ser desencantados él y Belerma y Durandarte,
n todos los que allí estaban. Pero lo que más pena me dio de las que
564 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
allí vi y noté, fué que estándome diciendo Montesinos estas razones, s
llegó á mí por un lado, sin que yo la viese venir, una de las dos con
pañeras de la sin ventura Dulcinea, y llenos los ojos de lágrimas, coi
turbada y baja voz me dijo: «Mi señora Dulcinea del Toboso besa
vuesa merced las manos, y suplica á vuesa merced se la haga de hacerl
saber cómo está, y que, por estar en una gran necesidad, asimismo, si
plica á vuesa merced cuan encarecidamente puede, sea servido de preí
tarle sobre este faldellín que aquí traigo, de cotonía, nuevo, media d(
cena de reales, ó los que vuesa merced tuviere; que ella da su palabr
de volvérselos con mucha brevedad.» Suspendióme y admiróme el tí
recado: y volviéndome al señor Montesinos, le pregunté:
«¿Es posible, señor Montesinos, que los encantados principales pí
decen necesidad?»
»A lo que él me respondió: «Créame vuesa merced, señor Don Qu
jote de la Mancha, que esta que llaman necesidad, adondequiera s
usa y por todo se extiende y á todos alcanza, y aun hasta los encantí
dos no perdona; y pues la señora Dulcinea del Toboso envía á ped
esos seis reales, y la prenda es buena (según parece), no hay sino dá
selos; que sin duda debe de estar puesta en algún grande aprieto.»
» — Prenda no la tomaré yo, le respondí, ni menos le daré lo que i)idi
porque no tengo sino solos cuatro reales, los cuales le di (que fuero
ios que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna á los pobn
que topase por los caminos), y le dije: «Decid, amiga mía, á vuesa a<
ñora que á mí me pesa en el alma de sus trabajos, y que quisiera s(
un Fúcar para remediarlos, y que le hago saber que yo no puedo ]
debo tener salud, careciendo de su agradable vista y discreta convers;
ción, y que le suplico cuan encarecidamente puedo, sea servida s
merced de dejarse ver y tratar deste su cautivo servidor y asendereac
caballero. Diréisle también que, cuando menos se lo piense, oirá dec
cómo yo he hecho un juramento y voto, á modo de aquel que hizo
Marqués de Mantua, de vengar á su sobrino Baldo vinos, cuando
halló para expirar en mitad de la montiña, que fué de no comer pan
manteles con las otras zarandajas que allí añadió, hasta vengarle;
así le haré yo de no sosegar y de andar las siete partidas del munc
con más puntualidad que las anduvo el infante don Pedro de Portuga
hasta desencantarla.» «Todo eso y más debe vuesa merced á mi señora
me respondió la doncella; y tomando los cuatro reales, en lugar de h
cerme una reverencia, hizo una cabriola, que se levantó dos varas (
medir en el aire.
— ¡Oh santo Dios!, dijo á este tiempo, dando una gran voz Sanch
¿es posible que tal hay en el mundo, y que tengan en él tanta fuer;
los encantadores y encantamentos, que hayan trocado el buen juic
de mi señor en una tan disparatada locura? ¡Oh señor, señor! Porquie
Dios es, que vuesa merced mire por sí y vuelva por su honra, y no c
crédito á esas vaciedades, que le tienen menguado y descabalado
sentido.
— Como me quieres bien, Sancho, hablas desa manera, dijo De
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XXIII
565
Liijote; y como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas
is cosas que tienen al,c;o de dificultad (e i)ai'ecen imposibles; pero an-
;ira el tiempo, como otra vez he dicho, y yo te contaré algunas de las
lie allá abajo he visto, que te harán creer las que ai|UÍ he contado,
iy;i xt'i'd'id ni admite rt'ph'cii ni <h'spnt;i.
C'APÍTrLO XXIV
Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al
verdadero entendimiento desta grande historia.
I
ICE el que tradujo esta grande historia del original de la quu
escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli, que llegand(
al capítulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en e
margen del estaban escritas de mano del mismo Hamete esta:-
mismas razones:
«No me puedo dar á entender ni me puedo persudir que al vale
»roso Don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedent»
» capítulo queda escrito. La razón es, que todas las aventuras hasta af|U
» sucedidas, han sido contingibles y verisímiles; pero á esta de la cucv;
»no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuer;
»de los términos razonables. Pues pensar yo que Don (Quijote mintiese
» siendo el más verdadero hidalgo y el más noble caballero de sus tiem
»pos, no es posible; que no dijera él una mentira si le asaetaran. Po
»otra parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circuns
»tancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio tan grai
» máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa, yo no ten
»go la culpa; y así, sin afirmarla por falsa ó verdadera, la escribo. Tú
»letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere; que yo no deb( •
»ni puedo más; puesto que se tiene por cierto que el tiempo de su ñi
»y muerte dice que se retrató della, y dijo que él la había inventado
*por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras qui
» había leído en sus historias > Y luego prosiguió diciendo:
l'ABTE SEliUNDA. CAPITULO XXIV ;)l)í
Espantóse el primo, así del atrevimiento de Sandio Tanza, como
le la paciencia de su amo, y juzgó que del contento que tenía de haber
isto á ?u señora Dulcinea del Toboso, auniiue encantada, le nacía
i(}uella condición i)landa que entonces mostraba; })orciue si así no t'ue-
a, [)alabras y razones le dijo Sancho, que merecían molerle á palos;
•orque realmente le pareció que había andado atrcvidillo con su señor,
i ([uien le dijo: «Yo, señor don (Quijote de la Mancha, doy por bien
■nq)leadísima la jornada que con vuesa merced he liecho, porque en
■lia he t]jranjeado cuatro cosas: la ]>rimera, haber conocidi^ á vuesa
ncrced, que lo ten<ío á gran felicidad; la segunda, haber sabido 1(> que
-e encierra en esta cueva de Montesinos, con las nmtaciones de (Uia-
liana y de la^ lagunas de Ruidera, que me servirán i)ara el Ovidio e^--
xiñol. que traigf» entre manos; la tercera, entender la antigüedad de los
laipcs, (jue i)or lo menos ya se usal)an en tienq»» del emperador Cario
Magno, según puede colegirse de las })alabraB (juc vuesa merced dice
[ue dijo Durandarte, cuando al cabo de aquel grande espacio que es-
uvo hablando con él Montesinos, él despertó diciendo: ¡Kuiencia j/ ha-
■djar. Y esta razón y modo de hablar no la pudo aprender encantadc».
Muo cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del referido empera-
lor ('arlo Magno. Y esta averiguación me viene pinti¡)arada }»ara el
»tro libro que voy componiendo, que es Suplcrneuto de VirffiJio Pulidora
'H la invención de las antitiiiedadpíi: y creo <pie en el suyo no se acordó
de poner la de los naipes, como la pondré yo ahora, que será de muclia
importancia, y más alegando autor tan grave y tan verdadero como es
i'l señor Durandarte; la cuarta es haber sabido con certidumbre el naci-
miento del río Guadiana, hasta ahora ignorado de las gentes.»
—Vuesa merced tiene razón, dijo Don Quijote; pero querría yo sa-
l)er. ya (jue Dios le haga merced de que se le dé licencia j)ara imprimir
esos sus libros (que lo dudo), á quién piensa dirigirlos.
— Señores y grandes hay en Es})aña á quien puedan dirigirse, dijo
el primo.
— No muchos, respondió Don Quijote; y no porque no lo merezcan,
sino que no quieren admitirlos, por no obligarse á la satisf ación que
parece se debe al trabajo y cortesía de sus autores. Un príncipe conoz-
co yo, que puede suplir la falta de los demás con tantas ventajas, que
si me atreviera á decirlas, quizá despertara la envidia en más de cuatro
generosos pechos; pero quédese esto aquí para otro tiempo más cómodo
y vamos á buscar adonde recogernos esta noche.
— Xo lejos de aquí, respondió el ]>rimo, está una ermita, donde hace
su habitación un ermitaño, que dicen ha sido soldado, y está en opi-
nión de ser un buen cristiano, y muy discreto y caritativo además.
Junto con la ermita tiene una pequeña casa, que él ha labrado á su
costa; pero con todo, aunque chica, es capaz de recibir huéspedes.
— ¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño?, preguntó Sancho.
— Pocos ermitaños están sin ellas, respondió Don Quijote; porque no
son los que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto,
que se vestían de hojas de palma y comían raíces de la tierra Y no se
568
DON- QUIJOTE DE LA MANCHA
entienda que, por decir bien de aquellos, no lo digo de aquestos, sin(
(¡ue quiero decir que al rigor y estrecheza de entonces no llegan lai
])enitencias de los de agora; pero no por esto dejan de ser todos «buenos
A lo menos, yo por buenos los juzgo, y cuando todo corra turbio, me
nos mal hace el hipócrita, que se finge bueno, que el público pecador
Estando en esto, vieron que hacia donde ellos estaban venía ui
hombre á pie, caminando apriesa, y dando varazos á un macho que ve
nía cargado de lanzas y de alabardas, (-uando llegó á ellos, los saludó
y pasó de largo. Don Quijote le dijo: «Buen hombre, deteneos; que pa
rece que vais con más diligencia que ese macho ha menester.»
— No me puedo detener, señor, respondió el hombre, porque las ar
mas, que veis que aquí llevo, han de servir acaso mañana; y así, me e¡
ridicronle de lo caru. Ke.spondiú que su señor no lo tenía; i)ero que si querían agua barata,
que .se la daría de muy buena gana.
forzoso el no detenerme; y á Dios. Pero si quisiéredes saber para qu(
las llevo, en la venta, que está más arriba de la ermita, pienso aloja:
esta noche; y si es que hacéis este mesmo camino, allí me hallaréis
<l()nde os contaré maravillas; y á Dios otra vez; y de tal manera aguijí
el macho, que no tuvo lugar Don Quijote de preguntarle qué maravi
Has eran las que pensaba decirles; y como él era algo curioso, y siem
pre le fatigaban deseos de saber cosas nuevas, ordenó que al moment(
se partiesen, y fuesen á pasar la noche en la venta, sin tocar en la er
mita, donde c|uisiera el primo c|ue st- quedaran.
Hízose así, subieron á caballo, y siguieron todos tres el derecho ca
mino de la venta y la ermita, á la cual llegaron un poco antes de ano
checer. Dijo el primo á Don Quijote cpe llegasen á ella á beber ur
trago. Apenas oyó esto Sancho Panza, cuando encaminó el Rucio ¿
la ermita, y lo mismo hicieron Don Quijote y el primo; pero la malí
suerte de Sancho parece que ordenó que el ermitaño no estuviese er
casa; que así se lo dijo una sotaermitaño que en la ermita hallaron
PAKTE SEGUNDA. — CAPÍTULO XXIV ÓÜÍ»
Pidiéronle de lo caro. Respondió que su señor no lo tenía; pero (jue
q ([uerían agua barata, que se la daría de muy buena gana.
< Si yo la tuviera de agua, respondió Sancho, pozos hay en el cami-
no, donde la hubiera satisfecho. ¡Ah bodas de ('amacho, y abundancia
le la casa de don 1 )iego, y cuántas veces os tengo de echar menos! »
Con esto dejaron la ermita y i)icaron hacia la venta, y á poco trecho
ro})aron un mancebito, que delante dellos iba caminando no con mucha
priesa, y así le alcanzaron. Llevaba la espada sobre el hombro, y en
olla puesto un bulto ó envoltorio, al parecer, de sus vestidos, (jue de-
bían de ser los calzones ó gregüescos y herreruelo y alguna camisa;
l)orque traía puesta una ropilla de terciopelo con algunas vislumbres
<le raso, y la camisa de fuera; las medias eran de seda, y los zaj)atos
cuadrados, á uso de Corte; la edad llegaría á diez y ocho ó diez y nueve
.mos; alegre de rostro, y, al parecer, ágil de su persona: iba cantando
seguidillas i)ara entretener el trabajo del camino. Cuando llegaron á
•^1, acababa de cantar una, que el j)rimo tomó de memoria, que dicen
' lue decía:
A la jíuerra me llc\ a
Mi necesidad;
.Si tuviera dineros,
No fuera en verdad.
El primero que le habló fué Don (¿uijote. diciéndole: «Muy á la
ligera camina vuesa merced, señor galán; y ¿adonde bueno? Sepamos,
si es que gusta decirlo.»
A lo que el mozo respondió: «El caminar tan á la ligera lo causa
calor y la pobreza, y adonde voy es á la guerra.
— ¿Cómo la pobreza?, preguntó Don Quijote; i[uv por el caloi- bien
l»uede ser.
— Señor, replicó el mancebo, yo llevo en este envoltorio unos gre-
güescos de terciopelo, compañeros desta ropilla: si los gasto en el cami-
no, no me podré honrar con ellos en la ciudad, y no tengo con qué
comprar otros; y así por esto como por orearme, voy desta manera
hasta alcanzar unas compañías de infantería, que no están doce leguas
de aquí, donde asentaré mi plaza, y no faltarán bagajes en que caminar
de allí adelante hasta el embarcadero, que dicen que ha de ser en Car-
tagena; y más quiero tenerpor amo y por señor al Rey, y servirle en la
guerra, que no á un pelón en la Corte.
— ¿Y lleva vuesa merced alguna ventaja, })or ventura?, preguntó el
])rimo.
— Si yo hubiera servido á algún grande de España ó algún principal
personaje respondió el mozo, á buen seguro que yo la llevara; que eso
tiene el servir á los buenos; que del tinelo suele sahr uno á ser alférez
() capitán, ó con algún buen entendiiuiento; pero yo ¡desventurado!
serví siempre á catariberas y á gente advenediza, de ración y quitación
tan mísera y atenuada, que en pagar el almidonar un cuello se consu-
mía la mitad della; y sería tenido á milagro que un paje aventurero
:ilr-anzase alguna siquiera razonable ventura.
570 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Y dígame por su vida, amigo, preguntó Don Quijote, ¿es posible
que en los años que sirvió no ha podido alcanzar alguna librea?
— Dos me han dado, respondió el paje; pero así como al que se sale
de alguna rehgión antes de profesar le quitan el hábito y le vuelven
sus vestidos, así me volvían á mí los míos mis amos; t{ue acabados los
negocios á que venían á la Corte, se volvían á sus casas y recogían las
libreas, que por sola ostentación habían dado.
— ¡Notable espilorchería! como dice el italiano, dijo Don Quijote;
pero con todo eso, tenga á felice ventura el haber saHdo de la Corte
con tan buena intención como lleva; porque no hay otra cosa en la
tierra más honrada ni de más provecho que servir á Dios primera-
mente, y luego á su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio
de las armas, por las cuales se alcanza, si no más riquezas, á lo menos
más honra que por las letras, como yo tengo dicho muchas veces; que
puesto que han fundado más ma^'orazgos las letras que las armas,
todavía llevan un no sé qué los de las armas á los de las letras, con un
sí sé qué de esplendor que se halla en ellos, que los aventaja á todos.
Y esto que ahora le quiero decir, llévelo en la memoria, que le será de
mucho provecho y alivio en sus trabajos; y es que aparte la imagina-
ción de los sucesos adversos que le podrán venir; que el peor de todos
es la muerte, y como ésta sea buena, el mejor de todos es el morir. Pre-
guntáronle á Julio César, aquel valeroso emperador romano, cuál era la
mejor muerte. Respondió que la impensada, la de repente y nt)
prevista; y aunque respondió como gentil y ajeno del conocimiento del
verdadero Dios, con todo eso, dijo bien, para ahorrarse del sentimiento
Immano; que puesto caso que os maten en la primera facción y refrie-
ga, ó ya de un tiro de artillería ó volado de una mina, ¿qué importa?,
todo es morir, y acabóse la obra; y se^ún Terencio, más bien parece el
soldado muerto en la batalla, que vivo y salvo en la huida, y tanto al-
canza de fama el buen soldado, cuanto tiene de obediencia á sus capi-
tanes y á los que mandarle pueden. Y advertid, hijo, que al soldado
mejor le está el oler á pólvora que á algalia, y que si la vejez os coge en
este honroso ejercicio, aunque sea lleno de heridas y estropeado ó cojo,
á lo menos no os podrá coger sin honra, y tal que no os la podrá me-
noscabar la pobreza; cuanto más, que ya se va dando orden como se
entretengan y remedien los soldados viejos y estropeados, porque no
es bien que se haga con ellos lo que suelen hacer los que ahorran y
dan libertad á sus negros, cuando ya son viejos y no pueden servir;
que echándolos de casa con título de libres, los hacen esclavos del
hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte; y por aho-
ra no os quiero decir más, sino que subáis á las ancas deste mi caballo
hasta la venta, y allí cenaréis conmigo, y por la mañana seguiréis el
camino, que os le dé Dios tan bueno como vuestros deseos mt recen.
El paje no aceptó el convite de las ancas, aunque sí el de cenar con
él en la venta; y á esta sazón, dicen que dijo Sancho entre sí: «¡Válate
Dios por señor! ¿Y es posible que hombre que sabe decir tales, tantas y
tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los disparates
PARTE SEGUNDA.
-CAPITULO XXIV
571
ni)osibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien, ello
irá»; y en esto llegaron á la venta á tiempo que anochecía, y no sin
usto de Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y
lO por castillo, como solía.
No hubieron bien entrado, cuando Don Quijote preguntó al ventero
'or el hombre de las lanzas y alaliardas, el cual le respondió que en la
aballeriza estaba acomodando el macho; lo mismo lucieron de sus ju-
iientos el primo y Sancho, dando á Rocinante el mejor pesebre y el me-
»r lugar de la caballeriza.
CAPITULO XX\'
Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del titerero, con las
memorables adivinanzas del mono adivino.
o se le cocía el pan á Don Q.uijote, como suele decirse, liasta oír
1^1») y saber las maravillas prometidas del hombre, conductor de las
armas. Fuéle á buscar donde el ventero le había dicho <|ue es-
taba, y hallóle, y díjole que en todo caso le dijese luego lo que
le había de decir después, acerca de lo que le había pre.guntado en e'
camino. El hombre le respondió: «Más despacio, y no en pie, se ha de
tomar el cuento de mis maravillas; déjeme vuesa merced, señor bueno,
acabar de dar recado á mi bestia; que yo le diré cosas que le admiren.»
— No quede por eso, respondió Don Quijote; que yo os ayudaré á
todo; y así lo hizo, aechándole la cebada y limpiando el pesebre; humil-
dad que obligó al hombre á contarle con buena voluntad lo que le pedía;
y sentándose en un poyo, y Don Quijote junto áél, teniendo por senadí^
y auditorio al primo, al paje, á Sancho Panza y al ventero, comenzó a
decir desta manera:
«Sabrán vuesas mercedes que en un lugar que está cuatro leguas y
media desta venta, sucedió que á un regidor del, por industria y engañe
de una muchacha, criada suya (y esto es largo de contar), le faltó un
asno; y aunciue el tal regidor hizo las dihgencias posibles por hallarle,
no fué posible. Quince días serían pasados, según es pública voz y fama,
que el asno faltaba, cuando estando ( n la plaza el regidor perdidoso,
otro regidor del mismo pueblo le dijo: Dadme albricias, compadre; que
vuestro jumento ha parecido. »
I'AUTE SEGUNDA. C'Al'ITUl.O XXV
;) < o
» — Yo os las mando, y buenas, compadre, respondió el otro; pero so-
•imos dónde ha parecido.
> — En el monte, respondió el hallador, le vi esta mañana, sin alhai
a y sin ai)arejo al<iuno. y tan ílaco, que era una compasión mirall» .
uísele antecoiíer delante de mí y traérosle; i)ero está ya tan montaraz
tan huraño, que cuando llegué á él. s(> fué' huyendo' y se entró en lo
las escondido del monte; si queréis
Lie volvamos los dos á buscarle, de-
idme poner esta borrica en mi casa;
Lie luego vuelvo.
»— Mucho placer me haréis, dijo el
3I jumento; y yo procuraré pagáros-
' en la mesma moneda.
sCon estas circunstancias todas, y
2 la mesma muñera que yo lo voy
)ntando, lo cuentan todos aquellos
ue están enterados en la verdad des-
■ caso. Yai resolución, los dos regido-
;s, á pie y mano á mano, se fueron
monte; y llegando al lugar y sitio
mde pensaron hallar el asno, no lo
ülaron, ni pareció por todos aquellos
Mitornos, aunque más le buscaron.
'>\'iendo, pues, que no parecía, dijo
regidor que le había visto al' otro:
Mirad, compadre: una traza me ha
■nido al pensamiento, con la cual sin
ida alguna podremos descubrir este
limal, aunque esté metido en las en-
anas de la tierra, no que del monte;
es que... yo sé rebuznar maravillo-
. mente, y si vos sabéis algiín tanto,
id el hecho por concluido. »
» — ¿Algún tanto decís, compadre?,
jo el otro; por Dios que no dé la
nitaja á nadie, ni aun á los mesmos
h;nos.
»— Ahora lo veremos, respondió el
•gidor segundo; porque tengo deter-
inado que os vais vos por una parte del monte, y yo por otra, de
Lodo que le rodeemos y andemos todo; y, de trecho en trecho, rebuz-
iréis vos y rebuznaré yo; y no podrá ser menos sino que el asno nos
,^a y nos responda, si es que está en el monte.
A lo que reápondió el dueño del jumento: *Digo, compadre, ([ue
traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio»; y dividiéndose
s dos, según el acuerdo, sucedió que casi á un mesmo dempo rebuz-
naron, y, cada uno engañado del rebuzno del otro, acudieron los*dos
'•hr.zv.o (1p1 nfro
074 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
á buscarse, pensando que ya el jumento había parecido; y en viéndosí
dijo el perdidoso: «¿Es posible, compadre, que no fué mi asno el qu
rebuznó?»
» — No fué, sino yo, respondió el otro.
» — Ahora digo, dijo el dueño que de vos á un asno, compadre, u
hay alguna diferencia en cuanto toca al rebuznar, porque en mi vid
he visto ni he oído cosa más propia.
» — Esas alabanzas y encarecimientos, respondió el de la traza, mejo
os atañen y tocan á vos que á mí. compadre; que, por el Dios que m
crió, que podéis dar dos rebuznos de ventaja al mayor y más perito n
buznador del mundo; porc{ue el sonido que tenéis es alto, lo sostenid
de la voz á su tiempo y compás, los dejos muchos y apresurados, y e:
resolución, yo me doy por vencido y os rindo la palma y doy la band(
ra desta rara habilidad.
» — Ahora digo, respondió el dueño, que me tendré y estimaré e:
más de aquí adelante, y pensaré que sé alguna cosa, pues tengo algún
gracia; que puesto que pensaba que rebuznaba bien, nunca entendí qu
llegaba al extremo que decís.
» — También diré yo ahora, respondió el segundo, que hay raras hí
bilidades perdidas en el mundo, y que son mal empleadas en aquella
que no saben aprovecharse dellas.
» — Las nuestras, respondió el dueño, si no es en casos semejante
como el que traemos entre manos, no nos pueden servir en otros;
aun en éste, plega á Dios que nos sean de provecho.
»Es'.o dicho se tornaron á dividir y á volver á sus rebuznos, y á cad
paso se engañaban y volvían á juntarse, liasta que se dieron por cor
traseña, que para entender que eran ellos y no el asno, rebuznasen do
veces, una tras otra. Con esto, doblando á cada paso los rebuznos, re
dearon todo el monte, sin que el perdido jumento respondiese, ni au
por señas. Más ¿cómo había de responder el pobre y malogrado, si 1
liallaron en lo más escondido del bosque, comido de lobos? Y en viér
dolé, dijo su dueño: «Ya me maravillaba yo de que éh no respondíí
pues á no estar muerto, él rebuznara si nos oyera, ó no fuera asnc
pero a trueco de haberos oído rebuznar con tanta gracia, compadrt
doy por bien empleado el trabajo que he tenido en buscarle, aunque 1
he hallado muerto. >
» — En buena mano está, compadre, respondió el otro; pues si bie
canta el abad, no le va en zaga el monacillo. Con esto, desconsolado
y roncos, se volvieron á su aldea, adonde contaron á sus amigo;
vecinos y conocidos cuanto les había acontencido en la busca del asnc
exagerando el uno la gracia del otro en el rebuznar, todo lo cual &
supo y se extendió por los lugares circunvecinos; y el diablo, que n
duerme, como es amigo de sembrar y derramar rencillas y discordi
por do quiera, levantando caramillos en el viento y grandes quimerí
de nonada, or ienó é hizo que las gentes de los otros pueblos, en viend
á alguno de nuestra aldea, rebuznasen, como dándoles en rostro co
el rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, qi"
TARTE SEGUNDA, —CAPÍTULO XXV 575
lué dar en manos y en bocas de todos los demonios del infierno; y fué
cundiendo el rehu/uo de uno en otro pueblo de manera, que son cono
cidos los naturales del pueblo del rebuzno como son conocidos y dife
rendados los nebros de los blancos, y ba llegado á tanto la desgracia
desta burla, que nmchas veces, con niano armada y formado escuadrón.^
han salido contra los burladores los burlados á darse bat^alla, sin poder-
lo remediar Rey ni Roque, ni temor ni vergüenza. Yo creo <jue mañana
-otro díív ban de salir en campaña los de mi })ueblo, que son los del
luzno, contra otro lugar que esta ú dos leguas del nuestro, que es uno
(le los que más nos jiersiguen, y por salir bien apercibidos, llevo com-
;i)radas estas lanzas y alabardas que habéis visto, Y estas son las ma-
ravillas (jue dije (jueos había de contar; y si no os lo han {)arecido, no
^sé otras»; y con este dio íin á su plática el buen hombre.
Y en esto entró por la puerta de la venta un hombre, todo vestido
'lie camuza, medias, gregüescos y jubón, y con una voz levantada dijo:
cSoñor huésped, ¿hay posada?, que viene aquí un mono adivino y el re
ítablo de la libertad deMelisendra. v
-¡Cuerpo de tal!, dijo el ventero: r,<iue aquí está el señor maese Pe-
. '>':' Buena noche se nos a{)areja. (< )lvidábaseme de decir como el taJ
niaese Redro traía cubierto el ojo izcjuierdo y casi medio carrillo con un
parche de tafetán verde, señal que todo aquel lado debía de estajven-
tVrmo.) Y el ventero prosiguió diciendo: Hea bien venido vuesa mei-
1. señor maese Redro; ¿adonde está el mono y el retablo, que no
- veo?
— Ya llegan cerca, respondió el todo camuza; sino que yo me he ade-
Uantado a saber si hay posada. ., .
— Al mismo Duque de Alba se. la quitara, para dársela al sefior, mae-
;:TJe Redro, respondió el ventero; llegue el mono y el retablo; que gente
""hay esta noche en la venta que j)agará el verle y las habiliílades del
'■»• •.■ •• . •:! ».'. •,
—Sea en buen hora, respondió el delparche; que yo moderaré el })re
lo, y con sola la costa me daré por bien i)agado; y yo vuelvo á hacer
jue camine la carreta donde viene, el mono y el retablo. Y luego se
volvió á salir de la venta.
Rreguntó luego Don Quijote al ventero qué maese Pedro era aquél.
\y qué retablo y*qué tnono traía. ...
A lo que respondió el ventero: «Este es un famoso titerero, que ha
faluchos. días que anda ])or esta Mancha de Aragón, enseñando un reta-
o.de la hbertad de Mehsendra, dada por el famoso don Gaiferos, que
lUna de las mejores y más bien representadas historias que de m.u-
s años á .esta jiarte en este rein<í se han visto. Trae asimismo consi-
iin moiKíi-de la más rara habilidad ^ que se. vio entre monos, ni se
uginóientre, hombres, porque si le preguntan algo, está atento á lo
e iier ivreg\nitan, y luego salta sobre los hombros de su amo,, y llegan
-ele 0,1 oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pe-
' la.declara luego;.y 4e las cosas pasadas dice mucho masqué de las
'• están por venir: y aunque no todas veces acierta, en todas, en las
I!, p.-xx .ns
i)<() DOX QUIJOTE DE LA MA.NC'ilV
más no yerra, de modo que nos hace creer ([ue tiene el diablo en e
cuerpo. Dos reales lleva por cada pregunta, si es que el mono responde
quiero decir, si responde el amo por él, defepués de haberle hablado a
oído; y así, se cree que el tal maese Pedro está riquísimo; y es hombr
.galante, como dicen en Italia, y hon compaño, y dase la mejor vida de
mundo; habla más que seis y bebe más que doce, todo á costa de si
lengua y de su mono y de su retablo. »
En esto volvió el maese Pedro, y en una carreta venía el retablo ;
el mono, grande y sin cola, con las posaderas de fieltro, pero no d
mala cara; y apenas le vio Don Quijote, cuando le preguntó: «Dígam
vuesa merced, señor adivino, ¿qué pexe pillamo? ¿Qué ha de ser de no:-
otros? Y vea aquí mis dos reales»; y mandó á Sancho que se los diese
maese Pedro, el cual respondió por el mono y dijo:
— Señor, este animal no responde ni da noticias de las cosas que eí
tan por venir; de las pasadas sabe algo, y de las presentes algún tantc
— ¡Voto á Rus!, dijo Sancho, no dé yo un ardite porque me digan 1
que por mí ha pasado; porque ¿quién lo puede saber mejor que y
mesmo? Y pagar yo porque me digan lo que sé, sería una gran neceda(
pero pues sabe las cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame (
señor monísimo: ¿qué hace aliora mi mujer Teresa Panza, y en qué s
entretieneV
No quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo: No quiero recebi
adelantados los premios, sin (|ue hayan precedido los servicios >; ydaí
do con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en u
brinco se le puso el mono en él, y llegando la boca al oído, daba dicnt '
con diente nniy apriesa; y habiendo heclio este ademán por espacio du
un credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con grandísim i
priesa, se fué maese Pedro á poner de rodillas ante Don Quijote, '
abrazándole las piernas dijo: «Estas piernas abrazo, bien así como;-
abrazara las dos colunas de Hércules, ¡oh resucitador insigne de la y
puesta en olvido andante caballería! ¡Oh no jamás como se debe alab.* ■
do caballero Don (Quijote de la Mancha, ánimo de los desmayados, arr i
mo de los que van á caer, brazo de los caídos, báculo y consuelo de t< '
dos los desdichados! »
Quedó pasmado Don Quijote, absorto Sancho, suspenso el prim< i
atónito el paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y finalmei i
te, espantados todos los que oyeron las razones del titerero, el cual pr< i
siguió diciendo: Y tú ¡oh buen Sancho Panza, el mejor escudero y d»
mejor caballero del mundo!, alégrate; que tu buena mujer Teresa est
buena, y esta es la hora en que ella está rastrillando una libra de lin<
y por más señas tiene á su lado izquierdo un jarro desbocado, que cal:
un buen por qué de vino, con que se entretiene en su trabajo.»
— Eso ereo yo muy bien, respondió Sancho, porque es ella una biei
aventurada, y á no ser celosa, no la trocara yo por la giganta Andaí
dona, que, según mi señor, fué una mujer muy cabal y muy de pro;
es mi Teresa de aquellas que no se dejan mal pasar, aunque sea á cosí
de sus herederos.
PARTE SEGUNDA. — CAPÍTULO XXV 577
— Ahora digo, dijo á esta sazón Don Quijote, que el que lee mucho
y anda mucho y ve mucho, sabe muclio. Digo esto porque ¿qué persua-
sión fuera bastante ])ara persuadirme que hay monos en el mundo que
a-divinen, como lo he visto agora por mis propios ojos? Ponqué yo soy
ol mesrao Don Quijote de la Mancha, que este buen animal ha dicln
( puesto que se ha extendido algún tanto en mis alabanzas); pero, como
<|uiera que yo me sea, doy gracias al cielo, que me dotó de un ánimo
blando y compasivo, inclinado siempre á hacer bien á todos, y mal a
ninguno.
— Si yo tuviera dineros, dijo el })aje, preguntara al señor Tiiono qué
me ha de suceder en la peregrinación que llevo.
A lo que respondió niaese Pedro (que ya se había levantado de los
pies de Don Quijote): «Ya he dicho que esta bsstezuela no responde á
lo por venir; que si respondiera, no importara no haber dineros; que
por servicio del señor Don Quijote, que está presente, dejara yo todos
los intereses del mundo; y agora (porque se lo debo, y por darle gusto)
quiero armar mi retablo y dar placer á cuantos están en la venta sai
paga alguna.» Oyendo lo cual el ventero, alegre sobre manera, señaló
el lugar donde se podía poner el retablo, (|ue en un punto fué hecho.
Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono,
por parecerle no ser á propósito que un mono adivinase ni las de pot
venir, ni las pasadas cosas; y así, en tanto que maese Pedro acomoda-
ba el retablo, se retiró Don Quijote ccn Sancho á un rincón de la caba-
lleriza, donde sin ser oídos de nadie, le dijo: <Mira, Sancho; yo he con-
siderado bien la extraña habilidad dcste mono, y hallo por mi cuenta
que sin duda este maese Pedro, su amo, debe de tener liecho pacto, Üí
cito ó expreso, con el demonio.»
— Si el patio es espeso y del demonio, dijo Sancho, h\u duda debe .^.t^
ser muy sucio patio; pero ¿de qué provecho le es al tal nuiese Pedro W-
ner esos patios?
— No me entiendes, Sancho; no quiero decir sino <[ue debe de tentír
hecho algún concierto con el demonio, de ({ue infunda esa habiUdad eñ
el mono, con que gane de comer, y después que esté rico, le dará él]
alma, que es lo que este universal enemigo pretende; y háceme créq¿
esto el ver que el mono no responde sino íi las cosas pasadas ó presen"
tes, y la sabiduría del diablo no se puede extender á más; que laíJ .pox
venir no las sabe si no es por conjeturas, y no todas veces; que á S9|f'
Dios está reservado conocer los tiempos y los momentos, y para él no
hay pasado ni por venir; que todo es presente. Y siendo esto así, coi^^io
lo es, está claro que este mono habla con el espíritu del diablo; y est^>y
maravillado cómo no le han acusado al Santo Oficio y examinádóle, ^i'
sacádole de cuajo en virtud de quién adivina; porí[ue cierto está (jue
este mono no es astrólogo, ni su amo ni él alzan, ni saben alzar cstaf
figuras que llaman judiciarias, que tanto ahora se usan en España, que
no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de viejo, que no presuma de.aJ-
zar una figura, como si fuera una sota de naipes, del suelo, echan,(^Q>^»
l)crder con sus mentiras é ignorancias la verdad maravillosa de la¡(*j'e.i^-
578 ^ Ut>N QUIJOTE DÉ LA MANCHA
ciK De una sefíobá^é'Vó- que' 'preguntó á uno destos figureros que si
uña jterrillá de t'aldá'^jiéquefm que tenía, si se empreñaría y' pariría, y
ctí'áiitOs y de" qu^ cblot serían los perros que pariese. A lo que el señoi
judimrio, después" dé 'Wabér alzado la figura, respondió que la perrica
se éñipreñaría, y p'ívri.ría tres perricos: el uno verde, el otro encarnadc
y el otro de mezcla, con tal condición, que la tal perra se cubriese en
tre las once y doóe dql día óde la noche, y que fuese- en lunes ó en sá
hado; y lo' que' sucedió fué, que de allí á dos días se murió la perra d(
aliita, y el señor levantador (juedó acreditado en el lugar por acertadí
siino judiciario, eomó'lo quedan todos ó los más levantadores.
— Con todo esp, querría, dijo Sancho, que vuesa mei'ced dijese á mae
se Pedro, preguntase á sil moño si es verdad lo que á vuesa merced k
pasó en la cueva, d^ Montesinos; que yo para mí tengo, con perdón df
vtlesa merced, qué todo fué embeleco y mentira, ó por lo menos cosaí-
sóñadas. ' ' ' ,' y ' > . ■'' ' ■ ■ ■ '■
\- — Todo podría ser, respondió Don Quijote; .pero yó liaré' lo que me
aconsejas; puesto que' me ha' de quedar un no seque de escrúpulo.
Estando en; esto, llegó maese Pedro á buscar áDóñ Quijote y decir
le que ya estaba en oMen él retablo; que su merced vi iñese á verle, por
que lo merecía. Don' Quijote le comunicó su pensamiento, y le rogó pre
guntase luego á su' moño le dijese si ciertas cosas que había pasado er
fe. cueva de Montesino^ habían sido soñadas ó verdaderas, porque á é
I& parecía que; tendían de' todo. A ló que maese Pedro, sin responder pa
Ifibra, volvió á tri^ér>,él moño., y puesto delante de Don Quijote y d(
iSkncho, dijo: «Mirad, señor mono, que «ste caballero quiere saber
ciertas cosas que' le' pasaron entina cueva, llamadai dé Montesinos, s
fueron falsas ó verdaderas»; y haciéndole la acostumbrada señal, e
mono se le subi(^ eñéí liorribro izquierdo, y hablándole, al parecer, ei
ei oído^ dijo liiego'ihaése 'Pedro: «El mono dice' que parte de las cosas
que yuesa merced vio ó pasó en la dicha cueva, son falsas, y parte ver
daderas; y qué est6 é^'ló'qtié sabe,' y no otra cosa «n cuanto á esta pre
gunta; y que si'vu'esámérééd quisiere saber más, qtie' el ^viernes veni
dero responderá á'jbdo'lo' que se le preguntare, que, por agora se le hí
acabado la tirtud, 'qué ño le vendrá hasta él viernes, cóiño dicho tiene. >
— ¿Nó'lo decía-yo, idíjo lancho, que no se mé' podía asentar que tod<
io que vues'a mei'céd; señor rríío, ha dMi^ ide los aeqnteeimientos de 1í..
cufeya; eí-á^ verdátf, ni áurí'la mitad? '>';^^ --'! *j C:1í la aúz^ uní on -iííj ;
' -^Los suceso'^' ló 'dirán, ' Sancho, résjíonáió'Doñ QüijO-te^^^ue (ú tieiñ
pp, deScübridbi' dé todas las cosas, no se deja ninguiift' que no la saqu«
A la luz del sol, aüriqué esté escondida en los senos dé la tierra; y po
aliar^baste e^tb,y váiñóños á ver el retablo del buen máése Pedro; qu(
pé/ra mí téñgo'/:iU'é«.8e'be'dé'tfeñer alguna novedad. •-> í'.."''*^' - ■ >' •
' '--(iCómp atgúña*?^ respondió maese Pedro; sesenta; iiiil encierra en s
esté mi retablo; 'dígóíé a vtiésa merced, mi señor Don Quijote, que e;
rmá dé Jas'có^a^ ñi'á^'d'e 'ver que hoy tiene el mundo, y operihus/eredit
'^ mn verhis; ^^ mkiióa' á Wlk^ tarde y tenemos much(
«^éhiacei- y quédécít V q'né'nlóstl'át<.'--'f"-"i^ •> 'ií/iijiT-^«?f hí/^ mj viUi .
PAKTK 8E(UIN1)A. CAPITULO XXV
f)?!'
Obedeciéronle Don Quijote y Sandio, y vinieron donde ya estaba
el retablo puesto y descubierto, lleno por todas ])artes de candelillas de
cera encendidas, que le hacían vistoso y resplandeciente. En Ue^anda
se metió niaese Pedro dentro del, ((ue era el (pie había de manejar \Qt
figuras del artittcio, y fuera se puso un muchacho, criado del maesdí'e-
dro, para servir de intérprete y declarador de los misterios del tal retablo;
tema una varilla en la mano, con que señalaba las ñguras que salían.
Puestos, pues, todos cuantos había en la venta, y aleamos en pie, fron-
tero del retajlo, y acomodados Don (Quijote, Sancho, el paje y el primo
en los mejores lugares, el trujamán comenz<') á decir lo (jue oirá ó vent
el que leyere ú oyere el capítulo siguiente.
CAPITULO XXVI
Donde se prosigue la graciosa aventura del titerero, con otras cosas
en verdad harto buenas.
,Aí-LARoy todos, tirios y troyanos: quiero decir, pendientes esta
\\<y^' ban, todos los que el retablo miraban, de la boca del declarado!
de sus maravillas, cuando se oyeron sonar en el retablo canti
dad de alábeles y trompetas y dispararse mucha artillería, cuyc
rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó la voz el muchacho, y dijo
•<Esta verdadera historia que aquí á vuesas mercedes se representa, e^
sacada al pie de la letra de las corónicas francesas, y de los romances
españoles, que andan en boca de las gentes y de los muchachos por esae
■;alles. Trata do la libertad que dio el señor don Gaiteros á su esposr
Melisendra, que estaba cautiva en España, en poder de moros, en h
'íiudad de Sansueña, que así se llamaba entonces la que hoy se llanií
/taragoza. Y vean vuesas mercedes allí como está jugando á las tablar
don Gaiferos, según aquello que se canta:
Jugando está á las tablas don Ciaiforos:
Que ya de Melisendra está olvidado.
Y ac|uel personaje que alh asoma, con corona en la cabeza y cetro en la.^
manos, es el emperador Cario Magno, padre putativo de la tal Mehsen
dra, el cual, mohíno de ver el ocio y descuido de su yerno, le sak
ri reñir; y adviertan con la vehemencia y ahinco que le nñe, qu(
Qo parece sino que le quiere dar con el cetro media docena de cosco
rrones; y aun hay autores que dicen que se los dio, y muy bien dados
rAUTK SEGUNDA. — CAIjÍTULO XXVI OSl
V .Ic'spués de luil)erlo diclio niuflias cosas acerca del ])elií¡;r() que corría
-II iMMir.i (>n no procurar la lilurtad de su esposa, dicen (jiie le dije:
Miren vuesas nici'cedes tand)ién c(')nio el enij)erador vuelve las es-
jialdas y deja despechado a don (ifcii'eros, el cual ya ven cómo arroja,
impaciente de la cólera, lejos de sí el tablero y las tablas, y pide aprie-
sa las armas, y á don Roldan, su i)rimo, i)ide prestada su espada Durin-
daiía; y cómo don Koldán no se la quiere i)restar, ofreciéndole su com-
pañía en hx difícil empresa en t|ue se pone; i)ero el valeroso enojado no
lo ([uiere aceptar; antes dice que él solo es bastante para sacar a su es-
I»osa, si bien estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y con
esto se entra á armar, para ponerse luejío en camino. Vuelvan vuesas
mercedes los ojos á aquella torre (pie allí ])arece, (jue se presupone que
es una de las torres del alcázar de Zaraiíoza, que ahora llaman la Alja-
IVría; y aquella dama que en aquel balcón i)arece, vestida a lo moro, es
la sin par Melisendra, que desde allí muchas veces se ponía á mirar el
camino de F' rancia, y puesta la ima<jjinación en París y en su esposo, se
consolaba en su cautiverio. Miren también un luievo caso que ahora
sucede, (juizá no visto jamas. ¿No ven acjuel moro <iue callandico y ])a-
sito á paso, ^)uesto el dedo en la boca, se lle^a })or las espaldas de Me-
liseudraV Pues miren cómo la da un beso en mitad de los laliios, y la
priesa que ella se da á escupir y á limpiárselos con la blanca manga de
su camisa, y cómo se lamenta y se arranca de pesar sus hermosos ca-
bellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleh íio. Miren también cómo
a!|uel grave moro, que esta en aquellos corredores, es el rey Marsilio de
Sansueña. el cual por haber visto la insolencia del moro, i)uesto que era
un pariente y gran privado suyo, le mandó luego j^render y que le den
<locientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad.
con chilladores delante y envaramiento detrás; y veis aquí donde salen
a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido i)uesta en
ejecución la culpa; porque entre moros no hay traslado á la parte, ni á
¡tiueba y estese, como entre nosotros.»
^Nifio, niño, dijo con voz alta á esta sgzón Don Quijote, seguid
vuestra historia, línea recta, y no os metáis en las curvas ó transversa-
les; que ])ara sacar una verdad en limpio, menester son muchas prue-
bas y repruebas.
También dijo maese Pedro desde dentro: «Muchacho, no te metas
cu dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más acerta-
do; sigue tu canto llano y no te metas en contrapuntos, que se suelen
<|uebrar de sotiles».
— Yo lo haré así, respondió el muchacho; y prosiguió diciendo: Esta
ligura que aquí parece á caballo, cubjerta con una capa gascona, es la
mesma de don (Taiferos, á quien su esposa, ya vengada del atrevimien-
to del enamorado moro, con mejor y más sosegado semblante puesta á
los miradores de la torre, sin conocerle ha visto, y habla con su esposo,
582
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
creyendo que es algún pasajero, con quien pasó todas aquellas razoiicr
y coloquios de aquel romance, que dice:
Caballero, si á Francia idos,
Por Gaiferos preguntad.
Las cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrai
el fastidio; basta ver cómo don Gaiferos se iescubre, y que por los ade
manes alegres que Melisendra hace, se nos da á enten 1er que ella le ha
conocido; y más ahora, que vemos se descuelga del balcón para poner-
se en las ancas del caballo de su buen esposo. Mas ¡ay sin ventura! que
se le ha asido una punta del faldellín de uno de los hierros del balcón.
y está pendiente en el aire, sin poder llegar al suelo. Pero veis cómo el
piadoso cielo socorre en las mayores necesidades, pues llega don Gaife-
ros, y sin mirar si se rasgará ó no el rico faldellín ase della, y mal su
grado, la hace bajar al suelo, y luego de un brinco h pone sobre las^
ancas de su caballo á horcajadas, como hombre, y la manda que se
tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo que
los cruce en el pecho porque no se caiga, á causa que no estaba la se-
ñora Melisendra acostumbrada á semejantes caballerías. Veis también
cómo los relinchos del caballo dan señahs que va contento con la va-
liente y hermosa carga que lleva en su señor y en su señora. Veis cómo
vuelven las espaldas y salf n de la ciudad, y alegres y regocijados toman
de París la vía. Vais en paz, ¡oh par sin par de verdaderos amantes!,
lleguéis á salvamento á vuestra deseada patria, sin que la fortuna pon-
ga estorbo en vuestro felice viaje; los ojos de vuestros atnigos y parien-
tes os vean gozar en paz tranquila los días (que los de Néstor sean) que
os quedan de la vida.
Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro y dijo: «Llaneza, mu íhaclio:
no te encumbres; que toda afectación es mala».
No respondió nada el intérprete; antes prosiguió diciendo: «No fal-
taron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la ba-
jada y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio.
el cual mandó luego tocar al arma; ¡y miren con qué priesa, que ya la
ciudad se hunde con el son de las campanas que en todas las torres de
las mezquitas suenan!»
- — Eso no, dijo á esta sazón Don Quijote; en esto de las campanas
anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan cam-
panas, sino atabales y un género de dulzainas que parecen nuestras chi-
rimías; y esto de sonar campanas en Sansueña, íin duda que es un gran
disparate.
Lo cual, oído por maese Pedro, cesó el tocar, y dijo: «No mire vuesa
merced en niñerías, señor Don Quijote, ni quisiera llevar las cosas tan
por el cabo, que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de or-
dinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y con
todo eso correa felicísimamente su carrera, y se escuchan, no sólo con
aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja
PARTE 8KGUNMA. CAPITULO XXVI 583
(li'cir; que como yo llene 'ni talego, siquiera represente intis impropie-
daiies que tiene átomos el sol.
— Así es la verdad, replicó Don (¿uijote.
Y el muchacho dijo: «¡Miren cuánta y cuan lucida caballería sjilc
de la ciudad en seguimiento de los dos cat('>licos amantes! ¡Cuántas
trompetas que suenan, cuántas dulzainas que tocan, cuántos atabales
y atambores que retumban! Temóme que Jos han de alcanzar y los han
de volver atados á la cola de su mismo caballo, que sería un horrendo
'Bspe ítáculo. »
Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo Don Qui-
jote, parecióle ser bien dar ayuda á los que huían; y levant uidose en
¡pie, en voz alta dijo: «No consentiré yo que en mis días y en mi pre-
-sencia, se le haga superchería á tan famoso caballero y á tan atrevido
•enamorado como don Gaiteros. Detehéos, mal nacida cannlla; no le si-
gáis ni persigáis; si no, conmigo sois en batalla >. Y diciendo y hacien-
<do, d-ísenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y
'Con acelerada y nunca vista furia comenzó á llover cuchilladas sobre la
ftiterera morisma, derribando á unos, descabezando á otros, estropeandí^
á éste, destrozando á aquél; \ entre otros muchos tiró un altibajo tal,
que si maese Pedro no se abaja, se encoge \ agazapa, le cercenara la
«cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán.
Daba voces maese Pedro, diciendo: «Deténgase vuesa merced, señor
IDon Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y mata no son
verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta: mire ¡pecador de mí!
que me destruye y echa á j)erder toda mi hacienda.»
Mas no por esto dejaba de menudear Don (¿uijote cuchilladas,
mandobles, tajos y reveses como llovidos. Finalmente, en menos de dos
«credos, dio con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenu-
•íadas todas sus jarcias y figuras, el rey Marsilio mal herido, y el empe-
rador Cario Magno partida la corona y la cabeza en dos partes. Alboro-
tóse el senado de los oyentes, huyóse el mono por los tejados de la
venta, temió el primo, acobardóse el paje, y hasta el mismo Sancho
Panza tuvo pavor grandísimo; porque, como él juró después de pasada
la borrasca, jamás había visto á su señor con tan desatinada cólera.
Hecho, pues, el general destrozo del retablo, sosegóse un poco Don
Quijote, y dijo: «Quisiera yo tener aquí delante en este punto todos
aíiuellos que no creen ni quieren creer de cuánto provecho sean en el
mundo los caballeros andantes. Miren, si no me hallara yo aquí pre-
sente, ¡qué fuera del buen don Gaiteros y de la hermosa Melisendra! A
buen seguro que esta fuera ya la hora que los hubieran alcanzado es-
tos canes, y les hubieran hecho algún desaguisado; en resolución, ¡viva
la andante caballería sobre cuantas cosas ho}' viven en la tierra!»
— Viva en hora buena, dijo á esta sazón con voz enfermiza maeso
Pedro, y muera yo, pues soy tan desdichado, que puedo decir con el
rey don Rodrigo:
r)H4 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Ayer fui señor de España,
Y hoy no tongo una almena
Que pueda decir que es mía.
No ha media hora, ni aun mediano momento, que me vi señor dt
loyes y de emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de
iníinitos caballos y de inumenibles galas, y agora me veo desolado \
abatido, pobre y mendigo, y sobre todo, sin mi mono; que á fe que pri
mero que le vuelva á mi poder, me han de sudar los dientes; y todc
] lor la furia mal considerada deste señor caballero, de quien se dice qut
ampara pupilos y endereza tuertos, y hace otras obras caritativas; y en
mí sólo ha venido á faltar su intención generosa. ¡Que sean benditos y
alabados los cielos allá donde tienen más levantados sus asientos! En
lin, el Caballero de la Triste Figura había de ser aquel que había dt
<lesfigurar las mías.
Enternecióse Sancho Fanza con las razones de maese Pedro, y dijo
le: «No llores, maese Pedro, ni te lamentes; que me quiebras el cora-
zón; porque te hago saber que es mi señor Don Quijote tan católico y
escrupuloso cristiano, que si él cae en la cuenta de que te ha hecho al-
gún agravio, te lo sabrá y te lo querrá pagar y satisfacer con muchas
ventajas. »
— ;Con que me pagase el señor Don Quijote alguna parte de las he-
churas que me lia deshecho, quedaría contento, y su merced aseguraría
su conciencia, porque no se puede salvar quien tiene lo ajeno contra la
vulutad de su dueño, y no lo restituye.
— Así es, dijo Don Quijote; pero hasta ahora yo no sé que tenga nada
vuestro, maese Pedro.
— ¿Cómo noV, respondió maese Pedro. Y estas reliquias que están poi
este duro y estéril suelo, ¿quién las esparció y aniquiló, sino la fueri-a
invencible dése poderoso brazo? ¿Y cÚ3'0s eran sus cuerpos, sino míos?
¿Y con quién me sustentaba yo, sino con ellos?
— Ahora acabo de creer, dijo á este punto Don Quijote, lo que otras
muchas veces he creído: que estos encantadores que me persiguen, no
hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y
luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y verda-
deramente 03 digo, señores, que me oís, que á mi me pareció, todo lo
que aquí ha pasado, que pasaba al pie de la letra: que Melisendra era
Melisendra; don Gaiferos, don Gaiferos; Marsilio, Marsilio; y Cario
Magno, Cario Magno; por eso se me alteró la cólera, y por cumplir
con mi profesión de caballero andante, quise dar ayuda y favor á los
que huían; y con este buen propósito liice lo que habéis visto. Si me
lia salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen;
y con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia,
(juiero yo mismo condenarme en costas: vea maese Pedro lo que quiere
por las .figuras deshechas; que yo me ofrezco á pagárselo luego en
buena y corriente moneda castellana.
Inclinósele maese Pedro, diciéndole: < No esperaba yo menos de la
I'AUJ'K HKüUXDA. — CAPITULO XXVI Í)^Ó
inaudita cristiandad del valeroso Don Quijote de la Mancha, verdadero
¡íoeorredor y anij)aro de todos los necesitados y menesterosos vauamun-
dos; y aquí el señor ventero y el gran Sandio serán medianeros y apre-
ciadores, entre vnesa merced y mi. de lo (|ue valen <) ])odían valer las
VM deshechas íi<j;uras.
VA ventero y Sancho dijeron que así lo harían, y luesio maese l^edro
;(l/.<> del suelo con la caheza menos al rey Marsilio <le Zaragoza, y dijo:
«Ya se ve cuan imj)osil)le es volver á este rey á su ser primero; y así
me parece, salvo mejor juicio, (jue se me dé jior su muerte, fin y aca-
¡lamiento, cuatro reales y medio. >
-Adelante, dijo Don Quijote.
— Pues por esta abertura de arriba abajo, })i»)si<iui<') maese Pedro,
tomando en las manos al partido emperador ('arlo Magno, no sería nni-
clio que pidiese yo cinco reales y un cuartillo.
-No es poco, dijo Sancho.
-Ni mucho, replicó el ventero; médiese la partida, y señálense cinco
icüles.
—Dénsele todos cinco y cuartillo, dijo Don Quijote; que no esta en
un cuartillo más ó menos la monta desta notable desgracia; y acabe
presto maese Pedro, que se hace hora de cenar, y yo tengo ciertos ba-
rruntos de hambre.
— Por esta íigura, dijo maese Pedro, que está sin narices y con un ojo
menos, que es de la hermosa Melisendra, quiero, y me pongo en lo jus-
to, dos reales y doce maravedís.
— ¡Aun ahí sería el diablo, dijo Don Quijote, si ya no estuviese Me-
lisendra con su esposo, por lo menos en la raya de Francia! Porque el
ciballo en que iban, á mí me pareció que antes volaba que corría; y
así, no hay para qué venderme á mí el gato por liebre, j)resentándome
aquí á Melisendra, desnarigada, estando la otra, si viene á mano, agora
holgándose en Francia, con su esposo, á pierna tendida. Ayude Dios
<'on lo suyo á cada uno, señor maese Pedro, y caminemos todos con pie
llano y con intención sana... y prosiga.
Maese Pedro, que vio que Don Quijote izquierdeaba, y que volvía
ú su primer tema, no quiso que se le escapase; y así, le dijo: «Esta no
debe de ser Melisendra, sino alguna de las doncellas que la servían; y
así, con sesenta maravedís que me den por ella, quedaré contento y
i''on pagado.»
Desta' manera fué poniendo precio á otras muchas destrozadas figu-
ra.s, que después las moderaron los dos jueces arbitros con satisfación
de las partes, y llegaron á cuarenta reales y tres cuartillos; y además
desto, que luego lo deseml)olsó Sancho, pidió maese Pedro dos reales
por el trabajo de tomar el mono.
— Dáselos, Sancho, dijo Don Quijote, no para tomar el mono, sino
la mona; y docieníos diera yo agora en albricias á quien me dijera con
certidumbre que la señora doña Melisendra y el señor don Gaiferos es-
taban ya en Francia y entre h.s suyos.
— Ninguno nos lo podría decir mejor que mi mono, dijo maese Pe-
586 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
dro; pero no habrá diablo que agora le tome; aunque imagino que el
cariño y la hambre le han de forzar á que me busque esta noche; y
amanecerá Dios y verémonos.
En resolución, la borrasca del retablo se acabó, y todos cenaron en
paz y en buena compañía á costa de Don Quijote, que era liberal en
todo extremo. Antes que amaneciese, se fué el que llev&ba las lanzas y
las alabardas, y ya después de amanecido, se vinieron á despedir de
Don Quijote el primo y el paje, el uno para volverse á su tierra, y el
otro á proseguir su camino, para ayuda del cual le dio Don Quijote
una docena de reales. Maese Pedro no quiso volver á entrar en más
dimes y diretes con Don Quijote, á quien él conocía muy bien; y así,
madrugó antes que el sol, y cogiendo las reliquias de su retablo y á su
mono, se fué también á buscar sus aventuras. El ventero, que no co-
nocía á Don Quijote. . tan admirado le tenían sus locuras como su li-
beralidad. Finalmente, Sancho le pagó muy bien por orden de su
señor; y despidiéndose del casi á las ocho del día, dejaron la venta y se
pusieron en camino, donde los dejaremos ir; que así conviene para dai
lugar á contar otras cosas pertenecientes á la declaración desta famosa
historia.
éfe^ii^^^
J^
CAPITULO XX Vil
Donde se dacuenta quiénes eran maese Pedro y su mono, con el mal suceso
que Don Quijote tuvo en la aventura del rebuzno, que no la acabó como él
quisiera y como lo tenia pensado.
XTRA Cide Haiuete. curonista destíi iíraiule historia, ct»u osta.s
palabras en este capítulo: *hiro como c^titl ico cristiano,.. A lo que
su traductor dice que en jurar Cide líamete como católico cris
tiaiio, siendo él moro, como sin duda lo era, no quigo decir otra
cosa, sino que así como el católico cristiano, cuando jura, jura ó debe
jurar verdad,- y decirla en lo que dijere, así él la decía como si jurara
como cristiano católico, en lo que quería escribir de Don Quijote, espe-
cialmente en decir quién era maese Pedro, y quién el mono adivino,
<|ue traía admirados todos aquellos pueblos con sus adivinanzas.
Dice, pues,, que bien se acordará el que hubiere leído la primera
))arte desta historia, de aquel (linés de Pasamonte, á quien, entre otros
galeotes, dio libertad Don Quijote en Sierra Morena, bencíicio cjue de^-
jvués le íué mal atíradecido y peor pairado de aquella ^ente mali,ü;na y
mal ncostmnbtada. Este Ginés de Pasamonte, á quien Don Quijote
llamó don Ginesillo de Paropillo, fué el que hurtó :á Sandio Panza el
Rucio; que por no liaberse puesto el cómo ni el cuándo en la prime-ra
parte, por culpa de' los impresores, ha dado en qué entender á muchos,
que atribuíaix á poca memoria del autor la falta de emprenta. Pero, en
resolución, Ginés le imrtó, estando sobre él durmiendo ►Sancho Panz-a.
usando de da tr9.za y. modo que .usó Brúñelo cuando, -est^ando Sacripan-
te sobre Albraca, le sacó el caballo de entré las piernas; ¿y después iecor
bró Sancho, como: se ha contad<,): i. . '•,?'■•. ':•;.
588 DOS QUIJOTE 1)K hA MANCHA
Este Guies, pues, temeroso de uo ser hallado de la justicia, que le
buscaba para castigarle de sus iufinitas bellaquerías y delitos, que fue
ron tantos y tales, que él mismo compuso un gran volumen contando
los, determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo
acomodándose al oficio de titerero; que esto y el jugar de manos lo su
bía hacer por extremo. Sucedió, pues, que de unos cristianos, ya libres
que venían de Berbería, compró aquel mono, á quien enseñó que, ei
haciéndole cierta señal, se le subiese en el hombro, y le murmurase, (
lo pareciese, al oído. Hecho esto, antes que entrase en el lugar donde
entraba con su retablo y mono, se informaba en el lugar más cercano
ó de quien él mejor podía, qué cosas particulares hubiesen sucedido ^i
el tal lugar, y á qué personas; y llevándolas bien en la memoria, lo pri
mero que hacía era mostrar su retablo, el cual unas veces era de un;
historia, y otras de otra; pero todas alegres y regocijadas y conocidas
Acabada la muestra, proponía las habilidades de su mono, diciend(
al pueblo que adivinaba todo lo pasado y lo presente, pero que en !<
de por venir no se daba maña. Por la respuesta de cada pregunta pe
día dos reales, y de algunas hacía barato, según tomaba el pulso á lo,^
preguntantes; y como tal vez llegaba á las casas de quien él sabía lo.'
sucesos de los que en ella moraban, aunque no le preguntasen nad?
por no pagarle, él hacía la seña al mono, y luego decía que le había di
cho tal y tal cosa, que venía de molde con lo sucedido. Con esto cobra
ba crédito inefable, y andábanse todos tras él; otras veces, como era tai
discreto, respondía de manera que las respuestas venían bien con lah
preguntas; y como nadie le apuraba ni apretaba á que dijese cómo adt
vinaba su mono, á todos hacía mamonas, y llenaba sus esqueros. Aí
como entró en la venta, conoció á Don (Quijote y á Sancho, por cuyí
conocimiento le fué fácil poner en admiración á Don Quijote y á San
cho Panza y á todos los que en ella estaban; pero hubiérale de cosUu
caro, si Don Quijote bajara un poco más la mano, cuando cortó la ca
beza al rey Marsilio y destruyó toda su caballería, couk^ queda dicho ei
el antecedente capítulo.
Esto es lo (|ue hay que decir de maese Pedro y de su mono; y vol
viendo á Don Quijote de la Mancha, digo que después de haber salid<
de la venta, determinó de ver primero las riberas del río Ebro y todoí
aquellos contornos, antes de entrar en la ciudad de Zaragoza; pues 1(
daba tiempo para todo el mucho que faltaba desde allí á las justas. Coi
esta intención, siguió su camino, por el cual anduvo dos días sin acón
tecerle cosa digna de ponerse en escritura, hasta que al tercero, al subii
de una loma, oyó un gran rumor de atambores, de trompetas y arcabu
ees. Al principio pensó que algún tercio de soldados pasaba por aque
lia parte, y por verlos, picó á Rocinante y subió la loma arriba; y cuan
do estuvo en la cumbre, vio al pie della, á su parecer, más de docien
tos hombres, armados de diferentes suertes de armas, como si dijese
mos lanzones, ballestas, partesanas, alabardas y picas, y algunos ar
cabuces y muchas estacas. Bajó del recuesto, y acercóse al escuadrói
tanto que distintamente vio las banderas, juzgó de los colores y not<
I'aHtk segunda.— capitulo .\xvii mS'.»
'las empresas qué en ella?*traían, especialmente una, que en un e>tai:-
darte 6 jirón de raso blanco venía, en el cual estaba pintado muy v.\
vivo un asno como un pequeño sardesco, la cabeza levantada, la boca
al)ierta y la len.tj;ua defuera, en acto y postura como si estuviera rebn/.-
nando; alrededor del estaban escritos d^ letras grandes estos dos versos:
Xo rebuznaron oii balde
KI nuü y el otro alcalde.
Por esta insignia sacó Don Quijote que aquella gente debía de ser del
[)Ucblo del rebuzno, y así se lo dijo á Sancho, declarándole lo que en el
estandarte venía escrito.
Díjolc también (|ue el que les había dado noticia de a({uel caso se
había errado en decir que dos regidores habían sido los que rebuzna-
ron, porque, según los versos del estandarte, no habían sido sino alcal-
des A lo que respondió Sancho Panza: ^ Señor, en eso no hay que re-
parar, que bien puede ser que los regidores, que entonces rebuznaron,
viniesen con el ticmjx) á ser alcaldes de su pueblo, y así .se pueden lla-
mar con entrambos títulos; cuanto más, (|ue no hace al caso á la verdad
de la historia ser los rebuznadores alcaldes ó regidores, como ellos una
por una hayan rebuznado, porque tan á pique está de rebuznar un al-
calde como un regidor. > Finalmente, conocieron (> supusieron, como era
cierto, que el pueblo corrido salía á pelear con otro, que le corría más
de lo justo y de lo (|ue se debía á la buena vecindad.
Fuese llegando á ellos Don Quijote, no con poca pesadumbre de
Sancho, que nunca fué amigo de hallarse en semejantes jornadas; los
del escuadrón le recogieron en medio, creyendo que era alguno de los
<le su parcialidad. Don Quijote, alzando la visera, con gentil brío y coni-
tinente llegó hasta el estandarte del asno, y allí se le pusieron alrededor
todos los más principales del ejército por verle, admirados con la admir
ración acostumbrada en que caían todos aquellos que la vez primera lé
miraban. Don Quijote, que los vio tan atentos á mirarle, sin que nin
guno le hg.blase ni le preguntase nada, quiso aprovecharse de aquel si-
lencio, y rompiendo el suyo, alzó la voz y dijo: Buenos señores, cuan
encarecidamente puedo os suplico que no interrumpáis un razonamiento
que quiero haceros, hasta que veáis que os disgusta y enfada; que si
esto sucede, con la más mínima señal que me hagáis, pondré un .«ello
en mi boca y echaré una mordaza á mi lengua.»
Todos le dijeron que dijese lo que quisiese que de buena gana le
escucharían.
Don (Quijote, con esta licencia, prosiguió diciendo: «Yo, señores
míos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las armas, y cuya
profesión, la de favorecer á los necesitados de favor y acudir á los me-
nesterosos. Días ha que he sabido vuestra desgracia, y la causa que os
mueve á tomar las armas á cada paso para vengaros de vuestros ene-
migos, y habiendo discurrido una y muchas veces en mi entendimiento
sobre vuestro negocio, hallo, .según las leyes del duelo, que estáis enga-
590
PON QUIJOTE DE LA MANCHA
fiados en teneros por afrentados; porque ningún particular puede afren-
tar á un pueblo entero, si no es retándole de traidor por junto, porque
no sabe en particular quién cometió la traición por que le reta. Ejem-
plo desto tenemos en don Diego Ordóñez de Lara, que retó á todo el
pueblo zamorfc no, porque ig-
noraba que sólo Vellido Dol-
fos había cometido la trai-
ción de matar á su rey, y
así retó á todos, y á todos
tocaba la venganza y la res-
puesta; aunque también es
verdad que el señor don Die-
go anduvo algo demasiado,
y aun i)asó muy ade ante de
los límites del reto, porque
no tenía para qué retar á los
nuiertos, á las aguas, ni á los
panes, ni á los que estaban
})or nacer, ni á las otras me-
nudencias que allí se decla-
ran; pero vaya, ]jues- cuando
la cólera sale de madre,, no
tiene la lengua padre, ayo
ni freno que la corrija. ,
«Siendo, pues, esto así.
que uno solo.no puede afren-
tar á reino, provincia, ciii-
dadj república ni pueblo eii:
tero, queda en limpio que
no hay para qué salir á la
venganza, del reto de la tal
afrenta, })ues no lo es; por-
que ¡bueno sería que se ma
tasen á cada paso los .del
. : ,, . pueblo, de la Reloja cpn
quien se lo llaimi, ni los cazoleros, berengeneros, ballenatos, jaboneros,
ni los de otros nombres y apellidos, que andan por ahí en boca dejos
muchachos y de gente de poco más ó uj^enos! jÍJuenq sería por cierto,
que to^os estos insignes pueblos se corriesen y vengasen, y. anduviesen
contino hechas las espadas sacabuches á cualquier i)endencia por })e-
queña que' fuese! No, no, ni Dios lo permita ó quiera; los varones pru-
dentes, las repúblicas bien concertadas, por. cuatro cosas han de. tomar
las armas -y desenvainar las espadas, y 'poner á. riesgosus perscnas, vi-
das y^hacien das. La priniera, por defender la te católicas; la gegunda,
por defender fu. vida, que es de ley,,na,turíU y divina; la tercera;, en da-
fepsa dPi&U'ihpnms de su faraiha y hacienda; lucuarta^ en servicio d<; su
reyíen. V^ij-guCiP^a jUííta; y si le qu%rérfl.uios añadir la quinta (que se i)uc.-
T)ou Quijotív
1)110. los viü taa alectos f pjirarle, Bin <nu
niüeuiio If hablase...
l'AKTt; KKUUNDA. — CAPITULO XXVII 591
de contar por segunda), es en defensa de su i)atria. A estas cinco caisas,
como capitales, se pueden agregar algunas otras (jue sean justas y razo-
nables, y que obliguen á tomar las armas; pero ¡tomarlas por niñerías y
por cosas que antes sonde risa y pasatiempo que de afrenta!... Parece que
quien las toma carece de todo razonable discurso; cuanto más, que el to-
mar venganza injusta (que justa no puede haber alguna que lo sea), va
derechamente contra la santa ley que {)rofesamos, en la cual se nos man-
da que hagamos biea á nuestros enemigos y que amemos á los que nos
aborrecen: mandamiento que, aunque })arece algo diñcultoso de cum-
plir, no lo es sino para a((uellos que tienen menos de Dios que del mun-
do, y más de carne que de esj)íritu; porque Jesucristo, Dios y hombre
verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legisla-
dor nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así, no
nos había de mandar cosa que fuese imj)osible el cumj)lirla. Así que,
mis señores, vuesas mercedes están obligados por leyes divinas y hu
manas á sosegarse.-
—El diablo me lleve, dijo á esta sazón Sancho entre sí, si este mi amo
no es tóiogo, y si no lo es, á fe que lo parece como un huevo á otro.
Tomó un poco de aliento Don Quijote, y viendo que todavía le pres-
taban silencio, quiso pasar adelanta? en su ])lática, como pasara, si no
se pusiera en medio la agudeza de Sancho, el cual, viendo que su amo
^e detenía, tomó la mano por él. diciendo: «Mi señor Don Quijote de la
Mancha, que un tiempo se llamó el Cahalliro de la Triste Figura, y
ihora se llama el i'ahallero de los- Leones, es un hidalgo muy atentado.
;pie sabe latín y romance como un bachiller; y en todo cuanto trata y
iconseja procede como muy buen soldado, y tiene todas las leyes y or-
denanzas de lo que llaman el duelo, en la uña; y así, no hay más que
hacer sino dejarse llevar por lo que él dijere, y sobre mí si ) o errare;
•uanto más, que ello se está dicho que es necedad correrse por solo oir
ini rebuzno; que yo me acuerdo, cuando muchacho, que rebuznaba cada
v cuando que se me antojaba, sin (jue nadie me fuese á la mano, y con
tanta gracia y propiedad, que en rebuznando yo rebuznaban todos los
Asnos del pueblo; y no por eso dejaba de ser hijo de mis ])adres, que
eran honradísimos; y aunque por esta habilidad era envidiado de más
de cuatro de los estirados de mi pueblo, no se me daba dos ardites; y
porque se vea que digo verdad, esperen y escuchen; que esta ciencia es
'omo la del nadar, (|ue una vez aprendida, nunca se olvida.»
Y luego, jmesta la mano en ]as narices, comenzó á rebuznar tan re-
•iamente, que todos los cercanos valles retumbaron. Pero uno de los que
estaban junto á él, creyendo que hacía burla dellos. alzó un varapalo
|ue en la mano tenía, y dióle tal golj)e con él, que sin ser poderoso á
)tra cosa, dio consigo Sancho Panza en el suelo.
Don Quijote, que vio tan mal parado á Sancho, arremetió al que le
Había dado, con la lanza sobre mano; pero fueron tantos los que se pu-
dieron en medio, que no fué posible vengarle: antes, viendo que llovía
■íobre él un nublado de piedras y que le amenazaban mil encaradas ba-
llestas, y que algunos cargaban los arcabuces, volvió las riendas á Ro-
P.. P.— XX 39
r)V)2
Don quijote de la mancha
einante, y á todo lo que su galope pudo, se salió de entre ellos, éneo
mendándosc de todo corazón d Dios, que de aquel peligro le librase, te
miendo á cada paso no le entrase alguna bala por las espaldas y le sa
liese al pecho; y á cada punto recogía el aliento, por ver si le faltal)a
pero los del escuadrón se contentaron con verle huir, sin tirarle. A San
cho le pusieron sobre su jumento, apenas vuelto en sí, y le dejaron ii
tras su amo, no porque él tuviese sentido para regirle; ])ero el Rucio si
guió las huellis de Rocinante, sin el cual no se hallaba un punto. Alón
gado, pues. Don Quijote buen trecho, volvió la cabeza y vi*') (\ue San
cho venía, y atendióle, viendo que ninguno le seguía. Los del escuadrói i
se estuvieron allí hasta la noche, y por no haber salido á la batalla suí-
contrarios, se volvieron á su ])ueblo regocijados y alegres; y si ellos su
})ieran la c()stum])re antigua de los griegos, levantaran en aquel luga
V sitio un trofeo.
>pr
'1
CAPITULO XX VI 11
De cosas que dice Senengeil, que las sabrá quie:: l^s,feyere, si ias'fee
cen aíenc ón.
UANDO el valionío huye, la supeiclicría esta descubierta, y ea o^(.^
v>?í^ varones prudentes guardarse pava mejor cjcasjóii.Esta verdaxl
► se verificó en Don Quijote, el cual, dando . legará la furia (íeí
\3 pueblo y á las malas intenciones de aquel indignado escuadrón,
I ).uso pies en polvorosa, y sin accrdurse de Sancho.ni. del peligro en q\]jl^^
le dejaba, se apartó tanto cuanto le. pareció que bí^stábn para estar 6(:-
.íuro. Seguíale Sancho, atravceiido.ei; su jumento, pomo queda refera.
lo. Llegó, en tin, ya vuelto en na acuerdo, y al llegar, se dejó caeri,(!léj
lucio á los pies de Rocin;inte, todo ansioso, todo molido y. todo aim-
«eado. , , ,,...,,. , . .,y ,.,. ■»
Apeóse Don Quijote para catarle .las f cridas; pero .cói^p'.Ip Haílas^^
;ano de los pies á la cabeza, con asaz, cólera le dijo: <:<Bien,en.horaini¿ia
upistes vos rebuznar, Sancho; ¿y dónde hallastes vos ierbuemel >;iyí,y^-
)rar la soga en casa del ahorcado? A música de rebu/no>s, ¿,qué conti-íj'-
)unto se había de llevar, sino de varapalos? Y dad g'^a-ciasiá, Dios,., S^í)'-
he, que ya que os santiguaron con un palo, n,o os hi^iefOft él jper/¿-^o-
lum criicis con un alfanje.» , . . ;, }t [ .. ' !,,,V,
■os andantes huyen, y dejan á sus buenos escuderos mpli(k>s-iCpmo al-
iena ó como cibera en poder de sus enemigos. ,. . -. ,^ , . 't ,'-. ., r¡ ^
— No huye el que se retira, respondió Don Quijote; ' porquje has^ &
5aber, Sancho, que la valentía que no se funda sobre la basa de la^p.fu-
594 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
dencia, se llama temeridad, y las hazañas del temerario más se atribi
yen á la buena fortuna que á su ánimo; y así, yo confieso que me h
retirado, pero no huido; y en esto he imitado á muclios valientes, qu
ie. han guardado para tiempos mejores, y desto están las historias Ih
ñas, las cuales, por no serte á ti de provecho, ni á mí de gusto, no t
Jas refiero ahora.
Erj esto ya estaba á caballo Sancho, ayudado de Don Quijote. (
aual asimismo subió en Rocinante, y poco á poco se fueron á embosca
en una alameda, que hasta un cuarto de legua de allí se parecía.
De cuando en cuando daba Sancho unos ayes profundísimos y une
gemidos dolorosos; y preguntándole Don Quijote la causa de tan amai
i(0 sentimiento, respondió que desde la punta del espinazo hasta la nuc
ílel celebro le dolía de manera, que le sacaba de sentido.
— La causa dése dolor debe de ser sin duda, dijo Don Quijote, qu
c^mo era el palo, con que te dieron, largo y tendido, te cogió todas la*
espaldas, donde entran todas esas partes que te duelen; y si más te ce
tfiera, más te doliera.
— jPor Dios, dijo Sancho, que vuesa merced me lia sacado de un
í;ran duda, y que me la ha declarado por hndos términos! ¡Cuerpo d
mí! ¿Tan cubierta estaba la causa de mi dolor, que ha sido meneste
•iooirme que me duele todo aquello que alcanzó el palo? Si me doliera
í(ts tobillos, aún i)udiera ser que se anduviera adivinando el por qu
iu(; dolían; pero dclerme lo que me molieron, no es mucho adivina:
A' la fe, señor nuestro amo, el mal ajeno de pelo cuelga, y cada día vo
descubriendo titrra de lo poco que puedo esperar de la compañía qui
(jon vuesa merced tengo; porque si esta vez me ha dejado apalear, otr
Y otras ciento volveremos á los manteamientos de marras, y á otra
muchas averías, que si ahora me han sahdo á \bs espaldas, después m^
««aldrán á los ojos. Harto mejor haría yo (sino que soy un })árbaro, '
lio haré nada que bueno sea en toda mi vida); harto mejor haría y«l
vuelvo á decir, en volverme á mi casa y á mi mujer y á mis hijos, i
sustentarla y criarlos con lo que Dios fuere servido de darme; y no ai'
darme tras vuesa merced por caminos sin camino, y por sendas y ca-
rreras que no las tienen, bebiendo mal y comiendo peor. Pues ¡tomac'
me el dormir! Contad, hermano escudero, siete pies de tierra, y si qu
siéredes más, tomad otros tantos, que en vuestra mano está escudilla:
y tendeos á todo vuestro buen talante; que ¡quemado vea yo y heeh
polvos al primero que dio })untada en la andante caballería, ó á lo m(
nos al primero que quiso ser escudero de tales tontos como debiero
Mer todos los caballeros andantes pasados! De los presentes no digo ñadí
que por ser vuesa merced uno dellosV les tengo respeto, y porque sé qu.<
sabe vuesa merced un punto más que el diablo en cuanto habla y d
ííuanto piensa.
— Haría yo una buena apuesta 'cbfi' Vos Sancho, dijo Don Quijotí-
x^ue ahora que vais hal)lándo,''í?ín'citre nadie os vaya á la mano, quen
óa duele nada en todo vuestro buétpÓ. Hablad, hijo mío, todo aquell
que os viniere al i)ensanQÍento y á Ta%'oca; que á trueco de que á vo-i
PARTE 8EUUNDA. CAPITULO XXVIIl 595
O OS duela nada, tendré yo por uusto el enfado que me dan vuestras
npertinencias; y si tanto deseáis volveros á vuestra casa con vuestra
mjer y hijos, no permita Dios qut yo os lo impida. Dineros tenéit?
nos: mirad cuánto ha que esta se^^unda vez salimos de nuestro pue-
lo, y mirad lo que podéis y debéis ganar cada mes, y pagaos de vues
•a mano.
— Cuando yo servía, respondió Sancho, á Tomé Carrasco, el padre
el hachiller Sansón Carrasco, que vuesa merced bien conoce, dos du-
ados ganaba cada mes, amén de la comida; con vuesa merced, no sé
) que puedo ganar, puesto que sé qu^ tiene más trabajo el escudero
iel caballero andante ((ue el (jue sirve á un labrador; (jue en resolución.
)S <iu(' servimos á labradores, por mucho que trabajemos de día, por
lal que suceda, á la noche cenamos olla y dormimos en cama, en Iü
ual no he dojmido después t^ue esta vez sirvo á vuesa merced, si no
a sido el tiempo breve que estuvimos en casa de don Diego de Miraiv
a, y la jira que tuve con la espuma que saqué de las ollas de Camacho,
lo que comí y bebí ydormí en casa de lUisilio; todo el otro tiempo he
. ormido en la dura tierra, al cielo abierto, sujeto á lo que dicen incK
lencias del ciek', sustenta ndom^í Qou rajas de queso y mendrugos <le
an, y bebiendo agua, ya de arroyos, ya de fuentes de las que encon-
ramos por esos andurriales donde. andamo.s. , '
—Confieso, dijo Don (Quijote, que todo L(j que dices, Sancho, es la
erdad; ¿cuánto parece (jue (^s debo dftr más de lo que os daba Tomé
'arrascoV ,, , , , .
— A mi parecei;, dijo Sancho,! con. ¡dos reales más <(ue vuesa mer-
ed añadiese cada mes, me tendrí i por bieil pagado: esto es cuanto
1 1 salario de mi trabajo; pero en cuanto, á satisfacerme á la palabra y
•romesa que vuesa merced me tiene hecha de darme el gobierno de una
isula, sería justo que se me añadiesen otros seis reales, <|iic por todof
erían treinta. < •<.
— Está muy bien, replicó Don Quijote; y confonne al salario que voi*
s habéis señalado, ved cuántos días ha que salimos de nuestro pueblo;
ontad, Sancho, rata por cantidad, y mirad lo que os debo, y pagáoK,
omo os tengo dicho, de vuestra mano.
— ¡Oh cuerpo de mí, dijo Sancho, que va vuesa merced muy errado
n esta cuenta! Porque, en lo de la promesa de la ínsula, se ha de con-
ar desde el día que vuesa merced me la prometió, hasta la presente
>ora en que estamos.
— Pues ¿qué tanto ha, Sancho, que os la prometí?, dijo Don Quijote.
— Si yo mal no me acuerdo, respondió Sancho, debe de haber más
e 'veinte años, tres días más ó menos.
Dióse Don Quijote una gran palmada en la frente, y comenzó a
eir muy de gana, y dijo: «Pues no anduve yo en Sierra Morena, ni en
odo el discurso de nuestras salidas, sino dos meses apenas, ¿y dices,
^^ancho, que ha veinte años que te prometí la ínsula? Ahora digo que
[uieres que se consuma en tus salarios el dinero que tienes mío; y si esto
s así, y tú gustas dello, desde aquí te lo doy. y buen provecho te haga;
:V.)G DOX QUIJOTE VE LA MAXCÜA
^ue á trueco de verme sin tan mal escudero, holgaréme de quedarm
pobre y sin blanca: Pero dime, prevaricador de .las ordenanzas escude
Tiles de la andante caballería, ¿dónde has visto tú ó leído que ningü]
escudero de caballero andante se haya puesto con su señor en tant'
más cuanto me habéis de dar cada mes porque os sirva? Éntrate, éii
trate, malandrín, follón y vestiglio (que todo lo pareces); éntrate, digc
por el ?nare mmjmim de sus historias, y si hallares que algún escuder'
haya dicho ni pensado lo que aquí has dicho, quiero que me le clave
en' la frente, y por añadidura me hagas cuatro mamonas selladas en m
i'ostro. Vuelve las riendas ó el cabestro al Rucio, y vuélvete á tu casa
porque un solo paso desde aquí no has de pasar más adelante conmigc
¡Oh pan mal conocido! ¡Oh promesas mal colocadas! ¡Oh hombre, qu
tienes más de bestia que de persona! ¿Agora, cuando yo pensaba ponert
(MI estado, y tal, que á pesar de tu mujer te llamaran señoría, te despides
¿A'Jora te vas, cuando yo venía con intención firme y valedera de ha
certe señor de la mejor ínsula del mundo? En fin, como tú has dich'
otras veces, no es la miel, etc. Asno eres y asno has de ser, y en asm
lias de parar cuando se te acabe el curso de la vida; que para mí teng.
<|Ue antes llegará ella á bU último término, que tú caigas y des en 1¡
cuenta de que eres bestia. »
Miraba Sancho á Don Quijote de liito en hito en tanto que los tale
vituperios le decía, y compungióse de manera, que le vinieron las lágri
mas á los ojos, y con voz dolorida y enferma le dijo: «Señor mío, y(
confieso que para ser del todo asno no me falta más de la cola; si vuesi i
merced quiere ponérmela, yo la daré por bien puesta, y le serviré come
jumento todos los días que me quedan de vida. Vuesa merced me per
done, y sG duela de mi necedad, y advierta que sé poco, y que si ha
blo mucho, más procede de enfermedad que de malicia; mas quiei
yerra y se enmienda, á Dios se encomienda. »
— Maravillara me yo, Sancho, si no mezclaras algún refrancico en ti \
coloquio. Agora bien, yo te perdono, con que te enmiendes y con qu. |
no te muestres de aquí adelante tan amigo de tu interés, sino que pro !
oiires ensanchar el corazón, y te aliente ■; y animes á esperar el cumi)li
miento de mis promesas, que aunque se tarda, no se inq)osibilita.
■ Sancho respondió que así liaría, aunque sacase fuerzas de ñaqueza ■.
Con esto, se metieron en la alameda, y Don Quijote se acomodó al pi(^
de un olmo, y Sancho al de una haya; que estos tales árboles, y otro; <
sus semejantes, siempu-e tienen pie?, y no manos. Sancho pasó la noche ■
penosamente, porque el varapalo se hacía más sentir con el sereno. Doi
Quijote la pasó en sus continuas memorias; pero con todo eso, dieroi ■
los ojos al sueño, y al salir del alba siguieron su camino, buscando laf-
riberas del famoso Ebro, donde les sucediólo que se contará en el capí
ttilo venidero.
CAIM'rrLO XX!X
De la famosa aventura del barco encantado.
OK sus pasos contados y por contar, cuatro días después que sa-
lieron de la alameda, lle(;aron Don Quijote y Sancho al río
Ebro, y el verle fué de ii;ran íjusto á Don (Quijote, porque con-
templó y miró en él la amenidad de sus riberas, la claridad de
sus aguas, el sosiego de su curso y la al)undancia de sus líquidos cris-
tales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamien-
tos; especialmente fué y vino en lo que había visto en la cueva de Mon-
tesinos; que puesto que el mono de maesc Pedro le hal)ía dicho que
l>arte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía más
a las verdaderas que á las mentirosas; l)ien al revés de Sancho, que to
das las tenía por la misma mentira. Yendo, pues, desta manera, se le
ofreció á la vista un pcíiueño barco, sin remos ni otras jarcias algunas,
<iue estal)a atado en la orilla á un tronco de un árbol, que en la ribera
estaba. Miró Don Quijote á todas partes, y no vio persona alguna, y
hiego, sin más ni más, se apeó de Rocinante, y mandó á Sancho (|ue lo
mismo hiciese del Rucio, y que á entrambas bestias las atase muy bien
juntas al tronco de un álamo ó sauce que allí estaba.
Preguntóle Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel
ligamiento. Respondió Don Quijote: -Has de saber, Sancho, que este
barco que aquí está, derechamente, y sin poder ser otra cosa en contra-
rio, me está llamando y convidando á que entre en él, y vaya en él á
<lar socorro á algún caballero, ó á otra necesitada y principal persona
<iue debe de estar puesta en alguna grande cuita; porque este es estilo
598 DON (¿UIJOTE DE LA MANCHA
de los libros de las historias caballerescas, y de los encantadores que en
ellas se entremeten y platican. Cuando algún caballero está puesto en
algún trabajo, que no puede ser librado del sino por la mano de otro
caballero (puesto que estén distantes el uno del otro dos ó tres mil le-
guas, y aún más), ó le arrebatan en una nube, ó le deparan un barco
donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, ó
por los aires ó por la mar, donde quieren y adonde es menester su
ayuda; así que, ¡oh Sancho!, este barco está puesto aquí para el mes-
mo "efeto; y esto es tan verdad como es ahora de día, y antes que
éste se pase, ata juntos al Rucio y á Rocinante, y á la mano de Dios,
i[ue nos guíe; que no dejaré de embarcarme, si me lo pidiesen frailes
descalzos. »
— Pues así es, respondió Sancho, y vuesa merced (quiere dar á cada
paso en estos, que no sé si los llame disparates, no hay sino obedecer
y bajar la cabeza, atendiendo al refrán: «haz lo que tu amo te manda,
y siéntate con él á la mesa»; pero, con todo esto, por lo que toca al
descargo de mi conciencia, quiero advertir á vuesa merced que á mí me
parece que este tal barco no es de los encantados, sino de algunos pes-
cadores deste río, ])orque en él se pescan las mejores sabogas del
mundo.
Esto decía, mientras ataba las bestias, Sancho, dejándolas á la pro-
tección y amparo de los encantadores, con harto dolor de su ánima.
Don Quijote le dijo que no tuviese pena del desamparo de aquellos
animales, que el ([ue los llevaría á ellos por tan longincuos caminos y
regiones, tendría cuenta de sustentarlos.
— No entiendo esto de longicuos, dijo Sancho, ni ho oído tal vocal^lo
en todos los días de mi vida.
— Longincuos, respondió Don Quijote, ([uiere decir apartados; y no
es maravilla que no lo entiendas; que no estás tú obligado á saber latín,
como algunos que })resumen que lo saben, y lo ignoran.
— Ya están atados, replicó Sancho: ¿qué hemos de hacer agoraV
— ¿Qué?, respondió Don Quijote. Santiguarnos y levar ferro; quiero
decir, embarcarnos y cortar la amarra con que este barco está atado.
s Y dando un salto en él, siguiéndole Sancho, cortó el cordel, y el bar-
co se fué apartando poco á poco de la ribera; y cuando Sancho se vio
obra de dos varas dentro del río, comenzó á temblar, temiendo su per-
dición; pero ninguna cosa le dio más pena que el oir rebuznar al Rucio-
y el ver que Rocinante pugnaba por desatarse; y di jóle á su señor: «El
l^ucio rebuzna, condolido de nuestra ausencia, y Rocinante procura po-
nerse en libertad, para arrojarse tras nosotros, j Oh carísimos amigos,
quedaos en paz, y la locura que nos aparta de vosotros, convertida en
desengaño, nos vuelva á vuestra presencia!»
Y en esto comenzó á llorar tan amargamente, que Don Quijote,
mollino y colérico, le dijo: «¿De qué temes, cobarde criatura? ¿De
(^ué lloras, corazón de mantequillas? ¿Quién te persigue ó quién te
acosa, ánimo de ratón casero? ¿O qué te falta, menesteroso en la mitad
de las entrañas de la abundancia? Por dicha, ¿vas caminando á pie y
PABTü tiJiUUÍiÜA. — CAPITULO XX) X
591»
U'scalzo por las niontafias riíeas, sino sentado en una tabl i como ún
u-cliidu(iue, por el segoo curso deste agradable río, de donde en breve
'spacio saldremos al mar dilatado? Pero ya liabemos de liaber salido, y
•aminado, por lo menos, setecientas ú ochocientas leguas; y si yo tii-
riera aquí un astrolabio con que tomar la altura del polo, yo te dijera
as que hemos caminado; aunque, ó yo sé poco, ó ya hemos i)asado, ó
)a.^aremos presto, })or la línea equinocial que divide y corta los doR
•ontrapuéstos {>o]os en igual distancia. v
— Y cuando lleguemos á esa leña c[Ue vuesa nicn-ed dice, pregunt(')
■lancho, ¿cuánto habremos caminado?
— Mucho, rei)licó Don Quijote; porque de trecientos y sesenta grados
lue contiene el globo del agua y de la tierra, según el com|)Uto de Pto-
;Oh carísimos atnigosl Quedáo" en paz. y la locura (juo nos aparta <lf vosotros.
ome(j. que fué el mayor cosmogralo (pie se sabe, la mitad habremos
•aminado llegando á la línea que he dicho.
— -¡Por Dios, dijo Sancho, que vuesa merced me trae por testigo de
o que dice á una gentil persona! Puto y gafo, con la añadidura de
neón, ó meo, ó no sé cómo.
Rióse Don Quijote de la interpretación <)ue Sancho había dado al
lombre y al cómputo y cuenta del cosmógrafo Ptolomeo, y díjole: «Sa-
)rás, Sancho, que los españoles, y los que se embarcan en Cádiz para
r á las Indias Orientales, una de las señales que tienen para entender
[ue han pasado la línea equinocial que te he dicho, es que á todos los
{ue van en el navio se les mueren los piojos, sin que les quede ningu-
10, ni en todo el bajel le hallarán si le pesan á oro; y así, puedes, San-
.'ho, pasear una mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos
iesta duda; y si no, pasado habemos».
— Yo no creo nada deso, respondió Sancho; pero con todo, haré lo
\ne vuesa merced me manda; aunque no sé para qué hay necesidad
le hacer esas experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no
600 • DON QUIJOTE DE LA MANCHA
nds habernos apartado de la ribera cinco varas, ni hemos decantado de
donde están las alemanas diez varas, porque allí están Rocinante y el
Rucio en el propio lu,ü,ar do los dejamos; y tomada la mira, como yo la
tomo ahora ¡voto á tal que no nos movemos ni andamos al paso de una
horraiea!
— Haz, Sancho, la averiguación que te he dicho, y no te cures dt
otra; que tú no sabes qué cosas sean coluros, líneas, paralelos, zodíaco,
eclíptica, polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos, medidas
de que se compone la esfera celeste y terrestre; que si todas estas cosas-
supieras, ó parte dellas, vieras claramente ¡qué de paralelos hemos cor
tado, qué de signos visto, y qué de imágenes hemos dejado atrás y va-
mos dejando ahora! Y tornóte á decir que te tientes y pesques; que yo-
l>ara mí tengo que estás más limpio que un pliego de })apel liso v
illanco.
Tentóse Sancho, y llegando con la mano bonitamente y con tiente
hacia la corva izquierda, alzó la cabeza, y miró á su amo y dijo: «O la
experiencia es falsa, ó no hemos llegado adonde vuesa merced dice, ni
con muchas leguas».
— Pues qué, preguntó Don Quijote, ¿has topado algo?
— Y aun algos, respondió Sancho; y, sacudiéndose los dedos, se lave
toda la mano en el río, por el cual sosegadamente se deslizaba el barco
por mitad de la corriente, sin que le moviesen alguna inteligencia se
creta ni algún encantador escondido, sino el mismo curso del agua,
blando entonces y suave.
En esto descubrieron unas grandes aceñas, que en la mitad del ríe
estaban; y apenas las hubo visto Don Quijote, cuando con voz alta dije
á Sancho: «¿Ves? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la ciudad, castillo ó for-
taleza donde debe de estar algún caballero oprimido, ó alguna reina,
infanta ó princesa malparada, para cuyo socorro soy aquí traido.»
— ¿Que diablos de ciudad, fortaleza ó castillo dice vuesa merced, se-
ñor?, dijo Sancho. ¿No* echa de ver que aquellas son aceñas, que están
en el río, donde se muele el trigo?
— Calla, Sancho, dijo Don Quijote; que aunque i)areccn aceñas, no
lo son; y ya te he diclio que todas las cosas trastruecan y mndan de su'
ser natural los encantos. No quiero decir que las mudan de uno en otro
.ser realmente, sino que lo parece, como lo mostró la experiencia en la
transformación de Dulcinea, único refugio de mis esperanzas.
En esto el barco, entrado ea la mitad de la corriente del río, comen-
zó á caminar no can lentamente como hasta allí. Les molineros de las
aceñas, que vieron venir aquel barco por el rio, y que se iba á embocar
por el raudal de las [ruedas*, salieron con presteza muchos dellos con.
varas largas á detenerle;- y como salían enharinados, y cubiertos Ios-
rostros y los vestidos del polvo de la harina, representaban una mala
vista.
Daban voces grandes, diciendo: «Demonios de hombres, ¿dónde
vais? ¿Venís desesperados, que queréis ahogaros y haceros pedazos en
estas ruedas?»
PAUTE SEGUNDA. — CAPITULO XXIX tíOl
— ¿No te dije yo, Sancho, dijo á esta sazón Don (Quijote, que había-
nlos llegado donde he de mostrar á do Ue^a el valor de mi brazo? ¡Mira
<iné de malandrines y follones me salen al encueatro! ¡Mira cuántos
\ cstiíjlos se me oponen! ¡Mira cuántas feas cataduras nos hacen cocos!
l'ues ahora lo veréis, bellacos; y puesto en pie en el l)arco, con grandes
voces comenzó á amenazar á los molineros, dic-iéndoles: Canalla mal-
\ ada y pee r aconsejada, dejad en su libertad y libre albedrío á la per-
sona que en esa vuestra fortaleza ó prisión tenéis oprimida, alta ó baja,
<lc cualquier suerte ó cahdad que sea; que yo soy Don Quijote de la
Mancha, llamado c/ CaJxtUcro de ¡os Leones por otro nombre, á quien
cstii reservado, por orden de los altos cielos, el dar fin felice á esta aven-
tura; y diciendo esto, echó mano a su espada y comenzó á esgrimirla
en el aire contra los molineros, los cuales oyendo y no entendiendo
¡ujuellas sandeces, se pusieron con sus varas á detener el barco, que ya
iba entrando en el raudal y canal de las ruedas.
Púsose Sancho de rodillas, pidiendo devotamente al cielo le librase
<lc tan manifiesto peligro, como lo hizo por la industria y presteza de
los molineros, que oponiéndose con sus palos al barco, le detuvieron;
¡H'ro no de manera que dejasen de trastornar el barco, y dar con Don
< Quijote y con Sancho al través en el agua; pero vínole bien á Don Qui-
jote, que sabía nadar como un ganso, aunque el peso de las armas le
]k'V() al fondo dos veces; y si no futra por los molineros, que se arroja-
ron al agua, y los sacaron como en peso á entrambos, allí habría sido
Tioya para los dos. Puestos, pues, en tierra, más mojados que muertos
<lc sed, Sancho, puesto de rodillas, las manos juntas y los ojos elevados
ni cielo, pidió á Dios con una larga y devota plegaria le lil>rase de allí
adelante de los atrevidos deseos y acometimientos de su señor.
Llegaron en esto los pescadores dueños del barco, á quien habían
hecho pedazos las ruedas de las aceñas; y viéndole roto, acometieron á
<lesnudar á Sancho y á pedir á Don Quijote se lo i)agase; el cual con
gran sosiego, como si no hubiera pasado nada por él, dijo á los moline
ros y pescadores que él pagaría el barco de l)onísima gane, con condi-
ción que le diesen libre y sin. cautela á la persona ó personas que eij
a<iuel su castillo estaban oprimidas.
— ¿Qué personas ó qué castillo dices, respondió uno de los molineros,
liombre sin juicio'? ¿Quiéreste llevar pe r ventura las que vienen á moler
trigo á estas aceñas?
— Basta, dijo entre sí Don Quijote: ai(uí será predicar en desierto
<iuerer reducir ;i esta canalla á que i)or ruegos haga virtud alguna, y en
esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores,
y el uno este rba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el
otro dio conmigo al través. Dios lo remedie; que todo este mundo es
máquinas y trazas contrarias unas de otras; yo no puedo más. Y alzan-
do la voz, prosiguió diciendo, y mirando á las aceñas: Amigos, cuales-
quiera que seáis, que en esa prisión quedáis encerrados, perdonadme; que
})or mi desgracia y por la vuestra, yo no os puedo sacar de vuestra cuita;
para otro caballero debe de estar guardada v reservada esta aventura.
<)02
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
En diciendo esto, se concertó con los pescadores y pagó por el barco
cincuenta reales, que los dio Sancho de muy mala gana, diciendo: «A
dos barcadas como ésta daremos con todo el caudal al fondo. »
Los pescadores y molineros estaban admirados, mirando aquellas
dos fíguras, tan faera del uso al parecer de los otros hombres, y no
acababan de entender á do se encaminaban las razones y preguntas que
Don Quijote les decía; y teniéndolos por locos, los dejaron y se recogie-
ron á sus aceñas, y los pescadores á sus ranchos. Volvieron á sus bes-
tias y á ser bestias Don Quijote y Sancho, y este fin tuvo la aventura
del encantado barco. .
Fyí't%'
CAPÍTULO XXX
De lo queie avino á Don Quijote con una bella cazadora.
8AZ melancólicos y de mal talante llegaron á sus animales ca-
r¿l\ ballero y escudero, especialmente Sancho, á quien llegaba al
^ alma llegar al caudal del dinero, pareciéndole que todo lo que
del se quitaba era quitárselo á él de las niñas de sus ojos. Fi-
nalmente, sin hablarse palabra, se j)Usieron á caballo, y se apartaron
del famoso río: Don Quijote sepultado en los pensamientos de sus amo-
res, y Sancho en los de su acrecentamiento, que por entonces le parecía
([ue estaba bien lejos de tenerle; porque, maguera tonto, bien se le al-
canzaba que las acciones de su amo, todas ó las más, eran disparates; y
buscaba ocasión de que, sin entrar en cuentas ni en despedimientos con
}i\i señor, un día se desgarrase y se fuese á su casa; pero la fortuna or-
denó las cosas muy al revés de lo que él pensado tenía.
Sucedió, pues, que otro día, al poner del sol y al salir de una selva,
tendió Don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último del vio
ücnte, y llegándose cerca, conoció que eran cazadores de altanería. Lle-
góse más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén ó ha-
eanea blanquísima, adornada de guarniciones verde," y con un sillón de
plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y rica-
mente, que la misma bizarría venía trasformada en ella. En la mano
izquierda traía un azor, señal que dio á entender á Don Quijote ser
aquella alguna gran señora, que debía serlo de todos aquellos cazado-
res, como era la verdad; y así dijo á Sancho: «Corre, hijo Sancho, y
ili á aquella señora del palafrén y del azor, que yo. c/ ('ahallrrn (le los
004 UON (.¿ÜIJOTE DE LA MANCHA
Leones, beso las manos á su ^ran fermosura; y que si su grandeza me <lf
licencia, se las iré á besar, y á servirla en cuanto mis fuerzas pudiereí
y su alteza me mandare; y mira, Sancho, cómo hablas, y ten cuenta d(
no encajar algún refrán de los tuyos en tu embajada. >
—¡Hallado os lo habéis el encajador!. respondió Sancho. ¡A mí coi
eso! Sí, €(ue no es esta la vez primera que he llevado embajadas á alta:
y crecidas señoras en esta vida.
— Si no fué la que llevaste á la señora Dulcinea, replicó Don Quijn
te, yo no sé que hayas llevado otra, á lo menos en mi poder.
, ■ — Así es verdad, respondió Sancho; pero al buen pagador no le duc
len prendas, y en casa llena presto se guisa la cena; quiero decir, que ;
mí no hay que decirme ni advertirme de nada; que i)ara todo tengo, }]
de todo se me alcanza un poco.
— Yo lo creo, Sancho, dijo Don Quijote; ve en l)uena hora, y Dio:
te guíe.
Partió Sancho de carrera, sacando de su paso al Rucio, y llegó don
de la bella cazadora estaba, y apeándose, puesto ante ella de hinojos, h
dijo: «Hermosa señora, aquel caballero que' allí se i)arece, llamado r
Cahallero de los Leones, es mi amo, y yo soy un escudero suyo, á quiei
Haman en su casa Sancho Panza, Este tal Cahallero de los Leones, qu(
no ha mucho que se llamaba el de la Triste Figura, envía por mí á de
cir á vuestra grandeza sea servida de darle licencia para que, con si
permiso y beneplácito y consentimiento, él venga á poner en obra si
deseo, que no es otro, según él dice y yo pienso, que de servir á vuestrj
encumbrada altanería y fermosura; que en dársela vuestra señóríí
hará cosa <|ue redunde en su pro, y él recibirá señaladísima merced a
■contento.»
—Por cierto, buen escudero, respondió la señora, vos liabéis dado h
embajada vuestra con todas aquellas circunstancias que las tales emba
jadas piden. Levantaos del suelo; que escudero de tan gran caballer*
como es el de la Triste Figura, de quien ya tenemos acá mucha noticia
no es justo que esté de hinojos; levantaos, amigo, y decid á vuestro se
ñor que venga mucho en hora buena á servirse de mí y del Duque, ni
marido, en una casa de placer c^ue aquí tenemos. .
Levantóse Sancho, admirado, así de la hermosura de la buena señíj
ra, como de su nmcha crianza y cortesía, y más de lo que le había di
cho, que tenía noticia de su señor, el Cc¡,allero déla Triste Figura, y qu(
si no le había llamado el délos Leones, debía de ser por habérsele ])U('<t'
tan nuevamente.
Preguntóle la Duquesa (cuyo título aún no se sabe): «Decidme, her
mano escudero: este vuestro señor, ¿no es uno de c[uien anda im})rest
una historia, que se llama del Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Man
cha, qué tiene por señora de su alma á una tal Dulcinea del Toboso?
— El mesmo es, señora, respondió Sancho; y aquel escudero suyo
que anda ó debe de andar en la tal historia, á quien llaman Sancho Pan
za, soy yo, si no es que me trocaron en la cuna, quiero decir, que nu
trocaron en la estampa.
Y apeándose, puesta aute ella de hinojos, le dijo: -. Herniosa señora, aquel caballero
(jne allí se parece...
606 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— De todo eso me huelgo yo mucho, dijo la Duquesa. Id, hermane
Panza y decid á vuestro señor que él sea el bien llegado y el bien ve
nido á mis estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que más con
tentó me diera.
Sancho, con esta tan agradable respuesta, con grandísimo gusto vol
vio á su amo, á quien contó todo lo que la gran señora le había dicho
levantando con sus rústicos términos á los cielos su mucha fermosura
su gran donaire y cortesía. Don Quijote se gallardeó en la silla, púsose
bien en los estribos, acomodóse la visera, acicateó á Rocinante, y cor
gentil denuedo fué á besar las manos á la Duquesa, la cual, haciendí
llamar al Duque, su marido, le contó, en tanto que Don Quijote llega
ba, toda la embajada suya; y los dos, por haber leído la primera partí
desla historia, y haber cl tendido por ella el disparatado humor de Doi
Quijote, con grandísimo gusto y con deseo de conocerle, le atendíai
con prosupuesto de seguirle el humor y conceder con él en cuanto le?
dijese, tratándole como á caballero andante los días que con ellos so
detuviese, con todas las ceremonias acostumbradas en los libros de ca
ballenas que ellos habían leído, y aun les eran muy aficionados.
En esto llegó Don Quijote, alzada la visera; y dando muestras (1(
apearse, acudió Sancho á tenerle el estribo; pero fué tan desgraciad(
que al apearse del Rucio, se le asió un pie en una soga del albarda, de
tal modo, que no fué posible desenredarle; antes quedó colgado del
con la boca y los pechos en el suelo. Don Quijote, que no nenia en eos
tumbre a})earse sin que le tuviesen el estribo, pensando que ya Sanclu
había llegado á tenérsele, descargó de golpe el cuerpo, y llevóse tras s
la silla de Rocinante, que debía de estar mal cinchada, y la silla y é
vinieron al suelo, no sin vergüenza suya y de muchas maldiciones quí
entre dientes echó al desdichado de Sancho, que aún todavía tenía el
pie en la corma. El Duque mandó á sus cazadores que acudiesen al ca
Ijallero y al escudero, los cuales levantaron á Don Quijote, maltreclici
de la caída; y, renqueando y como pudo, fué á hincar las rodillas ante
los dos señores; pero el Duque no lo consintió en ninguna manera; an
tes apeándose de su caballo, fué á abrazar á Don Quijote, diciéndcle
«A mí me pesa, señor Caballero de la Triste Figura, que la primera qut»
vuesa merced ha hecho en mi tierra haya sido tan mala como se \m
visto; pero descuidos de escuderos suelen ser causa de otros peores su
cesos.»
— El que yo he tenido en veros, valeroso príncipe, respondió Doi
Quijote, es imposible ser malo, aunque mi caída no parara hasta el pro
fundo de los abismos, pues de allí me levantara y me sacara la gloriíi
de haberos visto. Mi escudero, que Dios maldií?a, mejor desata la len
gua para decir malicias, que ata y cincha una silla para que esté firme
pero, como quiera que yo me halle, caído ó levantado, á pie ó á caba
lio, siempre estaré al servicio vuestro y al de mi señora la Duquesa
digna consorte vuestra, y digna señora de la hermosura, y universa
princesa de la cortesía.
• — Pasito, mi señor Don Quijote de la Mancha, dijo el Duque, (|iu
PAUTE SKOUNUA. — CAPITULO XXX
()()7
idonde está mi señora doña Oiilcinea del Toboso, no es razón que su
dahen otras t'ermosuras.
Ya estaba á esta sazón libre Sanelio lianza del lazo; y hallándose
dlí cerca, antes que su amo respondiese, dijo: «No se puede negar, sino
ifirniar, que es muy hermosa mi señora Dulcinea del Toboso; pero
londe menos se i)iensa se levanta la liebre; que yo he oído decir <iue
sto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de barro;
ti (jue hace un vaso hermoso, también puede hacer dos y tres y
la IMi.j,
ento: díuolo por(|ue mi señora la Duquesa á te (|ue no va en zaga a
li ama, la señora Dulcinea del Toboso.»
Volvióse Don Quijote á la Duquesa y dijo: «Vuestra grandeza ima
ne que no tuvo caballero andante en el mundo escudero más hablador
más gracioso del que yo tengo, y él me sacará verdadero, si algunos
as quisiere vuestra gran celsitud servirse de mí. »
A lo que respondió la Duquesa: «El que Sancho el bueno sea gra-
oso lo estimo yo en mucho, porque es señal que es discreto; (jue las
•acias y los donaires, señor Don Quijote, como vuesa merced bien
be, no asientan sobre ingenios torpes; y pues el buen Sancho es gra-
oso y donairoso, desde aquí le confirmo por discreto.»
— Y hablador, añadió Don Quijote.
— Tanto que mejor, dijo el Duque, porque muchas gracias no se
leden decir con pocas palabras; y porque no se nos vaya el tienq») en
las, venga el gran (kihall ero cicla Triste Figura...
— Be /o.y Leones- ha de decir vuestra alteza, dijo Sancho; que ya no
ly triste figura ni figurón.
P>. P. -XX
40
()0S
UON QU1.IOT1'; I>K LA MANCHA
—Sea el cielos Leones; prosiguió el Duque; digo que venga el seño
CahaUero de Ion Leones áoin castillo mío, que está aquí cerca, donde s
le hará el acogimiento que á tan alta persona se debe justamente, y t
que yo y la Duquesa solemos hacer á todos los cal)alleros andantes qu
á él llegan.
Ya en esto Sancho había aderezado y cinchado bien la silla a Koc
nante; v subiendo en él Don Quijote, y el Duque en un hernios
caballo,' pusieron á la Duquesa en medio, y encaminaron al castilk
Mandó la Duquesa a Sancho que fuese junto á ella, porque gustab
infinito de oir sus discreciones. No se hizo de rogar Sancho, y entrett
jióse entre los tres, y hizo cuarto en la conversación, con gran gusto d
ia Duquesa y del Duque, que tuvieron á gran ventura acoger en su caí
iillo tal caballero andante v tal escudero andado.
le
cAiTrrLo XXXI
Que trata de muchas y grandes cosas.
I ^ UMA era la alegría que llevaba consigo Sancho, viéndose, a su
parecer, en privanza con la Duquesa, porque se le íigurabfi que
había de hallar en su castillo lo que en la casa de don Diego y
Y en la de Basilio, siempre aficionado á la buena vida; y así, toma-
)a la ocasión por la melena en esto del regalarse cada y cuando que se
e ofrecía. Cuenta, pue.«, la historia, que antes que á la casa de placero
•astillo llegasen, se adelantó el Duque, y dio orden é todos sus criados
k'l modo ([ue habían de tratar á Don Quijote; el cual, como llegó con
a Duquesa á las puertas del castillo... al instante salieron del dos laca-
os ó palafreneros, vestidos hasta los pies de unas ropas que llaman de
evantar, de finísimo rasu carmesí, y cogiendo á Don Quijote en brazos,
iii ser oído ni visto, le dijeron: <:Vaya la vuestra grandeza ú apear a mi
i' Ultra la duquesa.»
Don Quijote lo hizo, y hubo grandes comedimientos entre los dos
obre el caso; pero, en efeto. venció la porfía de la Duquesa, y no quiso
Iccender ó bajar del palafrén sino en los brazos del Duque, diciendo
iue no se hallaba digna de dar á tan gran caballero tan inútil carga. En
in, salió el Duque á apearla; \ al, entrar en un gran patio, llegaron dos
lermosas doncellas y echaron sobie los hombros á Don Quijote un gran
üantón de finísima escarlat^i, .y en un instante se coronaron todos los
orredores del patio de criadqs y criadas de aquellos señores, diciendo
()!(> DON (^UIJOTK ÜK LA 3IANCHA
orandes voces: < ¡Bien sea venido la flor v la nata de los caballero:
andantes!»; y todos ó los más derramaban pomos de aguas olorosa:
sobre Don Quijote y sobre los Duíiues; de todo lo cual se admiraba Doi
(Quijote, y aquel fué el i)rimer día (jue de todo en todo conoció y creví
ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar de
mismo modo que él babía leído se trataban los talfs caballeros en lo^
pasados siglos.
Sancho, desamparando al Rucio, se cosió con la Duquesa y se entre
en el castillo; y remordiéndole la conciencia de que dejaba al jumen tr
solo, se llegó á una reverenda dueña, que con otras á recebir á la Du
quesa había salido, y con voz baja la dijo: ^ Señora (lonzález, ó cóiik
es su gracia de vuesa merced...»
— Doña Rodríguez de (rrijalba me llamo, respondió la dueña: ¿<\\.u
es lo que mandáis, hermano?
A lo que respondió Sandio: «Queri-ía que vuesa merced me la hiciese
de salir á la puerta del castillo, donde hallará un asno rucio mío; vuesf
merced sea servida de mandarle poner ó })onerle en la caballeriza; por
que el pobrecito es un poco medroso, y no se hallará á estar solo en niii
guna de las maneras. >
— Si tan discreto es el amo como el mozo, respondió la dueña, me
dradas estamos. Andad, hermano, mucho de enhoramala para vos \
})ara quien acá es trujo, y tened cuenta con vuestro jumento; f|ii(
las dueñas desta casa no estamos acostumbradas á semejantes ha
ciendas.
— Pues en verdad, respondió Sancho, que lie oído yo decir á mi señor,
que es zahori de las historias, contando aquella de Lanzarote cuando de
Bretaña vino, qnc damas- citrahan del, ¡i dueñas de s'k rocino: y que en eJi,
particular de mi asno, que no le trocara yo con el rocín del señor Lan
zarote.
— Hermano; si sois juglar, replicó la dueña, guardad vuestras graciaí-
para adonde lo i)arezcan y se os pagen; que de mí no podréis llevar siiu
una higa.
— Aun bien, respondió Sancho, ({ue será bien madura, pues no })C'r
derá vuesa merced la quínola de sus años por punto menos.
— Hijo de puta, dijo la dueña, toda ya encendida en cólera; si soy
vieja ó no, á Dios le daré cuenta, que no á vos, bellaco, harto de ajos; y
esto dijo en voz tan alta, que lo oyó la Duquesa, y volviendo y viendo a
la dueña tan alborotada y tan encarnizados los ojos, le preguntó con
quién las había.
— Aquí las he, respondió la dueña, con este buen hombre, que me lia
pedido encarecidamente que vaya á poner en la caballeriza á un asiu:
suyo que está á la puerta del castillo, trayéndome por ejemplo que asi
lo hicieron no sé dónde, que unas damas curaron á un tal Lanzarote. y
unas dueñas á su rocino; y sobre todo, por l)uen término me ha llama
do vieja.
— Eso tuviera yo por afrenta, respondió la Duquesa, más que cuan
tas pudieran decirme; y hablando con Sancho, le dijo: Advertid
PAKTE SEGUNDA. -CAriTlLO XXXI () 1 1
Sancho amigo, que doña Rodrí«;ue7, es muy moza, y que aquesas tocas,
mas las trae por autoridad y por la usanza que por los años.
—Malos sean los que me quedan ¡jor vivir, respondió Sancho, si lo
dije i)or tanto; sólo lo dije porque es tan urande el cariño que tengo a
mi jumento, que me paiecio que no podía encomendarle á persona más
caritativa que á la señora doña liodrígue/.
Don Quijote, ({ue tocio lo oía. le dijo: ¿Pláticas son estas, Sancho,
para este lugar? >
— Señor, resjjondió Sí.ncho. cada uno ha de hablar de su menester,
donde quiera que estuviere: aquí se me acordó del Rucio, y aquí hablé
del: y si en la caballeriza se me acordara, allí hablara.
Á lo que dijo el Duque: -Sancho está muy en lo cierto, y no hay
que culparle en nada; al Rucio se le dará recado a pedir de boca. >•
<lescuide Sancho, ((ue se le tratará como á su mesma jjersona. >
( on estos razonamientos, gustosos á todos, sino á Don Quijote, lle-
garon á lo alto, y ena-aron á Don (Quijote en una sala, adornada de te
las riquísimas de oro y de brocado; seis doncellas le desarmaron y sir-
vieron de pajes, todas industriadas y advertidas del Duque y de la Du
qucsa de lo que liabían de hacer, y de cómo habían de tratar á Don
(Quijote, jtara que imaginase y viese que le trataban como cal)allero an-
dante. Quedó Don (Quijote, después de desarmado, en sus estrechos
grcgüescos y en su jubón de cf.muza; seco, alto, tendido, con las quija-
das que por de dentro se besaban la una con la otra,ñgura que á no te-
ner cuenta las doncellas que le servían con disimular la risa (que fué
una de las precisas órdenes que sus señores les habían dadí)), reventa-
ran riendo. Pidiéronle que se dejase desnudar ¡¡ara })onerle una cami
sa; pero nunca lo consintió, diciendo c^ue la honestidad })arecía tan bien
€n los cal^alleros andantes como la valentía.
Con todo, dijo cpie diesen la camisa á Sancho, y encerrándose con
•él en una cuadra, donde estaba un rico lecho, se desnudó y vistió la ca-
misa; y viéndose solo con Sancho, le dijo: < Dime, truhán moderno y
majadero antiguo, ¿parécete bien deshonrar y afrentar á una dueña tan
veneranda y tan digna de respeto como aquella? ¿Tiempos eran aque-
llos para acordarte del Rucio ó señores, son éstos para dejar mal pa-
sar a las bestias, tratando tan elegantemente á sus dueños? Por quien
Dios es, Sancho, que te reportes, y que no descubras la hilaza de ma-
nera que caigan en la cuenta de que eres de villana y grosera tela teji-
do. Mira ¡pecador de ti! que en tanto más es tenido el señor, cuanto
ti-'ne más honrados y bien nacidos criados, y que una de las ventajas
imayores que llevan los príncipes á los demás hombres, es que se sirven
de criados tan l)uenos como ellos. ¿No adviertes, angustiado de ti y
malaventurado de mí, que si ven que tií eres un grosero villano ó un
mentecato gracioso, pensarán que yo soy algiin echacuervos. ó algiin
caballero de mohatra? No, no, Sancho amigo; huye, huye destos incon-
venientes; c{ue quien tropieza en hablador y en gracioso, al primer tras-
pié cae y da en truhán desgraciado. Enfrena la lengua, considera y ru
mia las palabras antes que te salgan de la boca, y advierte que hemos
()12 DOS flUUOTE DE LA MAÍnCHA
llegado á parte donde, cou el favor de Dios y valor de Jiii brazo, liemos'
de salir mej( rados en tercio y quinto, en fama y en hacienda.»
Sancho le prometió con muchas veras de coserse la boca ó morder-
se la lengua antes de hablar palabra que no fuese muy á propósito y
bien considerada como él se lo mandaba, y que descuidase acerca de lo
tal; que nunca p)r él se descubriría quién ellos eran.
Vistióse Don Quijote, púsose su tahalí con su espada, echóse el
mantón de escarlata á cuestas, púsose una montera de raso verde (pie
las doncellas le dieron, y con este adorno salió á la gran sala, adonde
halló á las doncellas puestas en ala, tantas á una parte como á otra, y
todas con aderezo de darle agua á manos, la cual le dieron con muchas
reverencias y ceremonias. Luego llegaron doce j)ajes con el maestresa-
la, para llevarle á comer; que ya los señores le aguardaban. Cogiéronle
en medio, y lleno de pompa y majestad, le llevaron á otra sala, donde
estaba puesta ura rica mesa con solos cuatro servicios. La Duquesa y
el Duque salieron á la puerta déla sala á recebirle, y con ellos un gra-
ve eclesiástico, destos que gobiernan las casas de los príncipes; destos
que, como no nacen príncipes, no aciertan á enseñar cómo lo han de
ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza de los grandes
se mida con la estrecheza de sus ánimos; destos que, queriendo mos-
trar á los que ellos gobiernan á ser limitados, les hacen ser miserables.
Destos tales, digo que debía de ser el grave religioso que con los Du-
([ues salió á r-^eebir á Don Quijote.
Hiciéronse mil corteses comedimientos, y ñnalmente, cogiendo á
Don (¿uijote en medio, se fueron á sentar á la me^a. Convidó el Du-
que á Don Quijote con la cabecera de la mesa, y aunque él lo rehusó,
las importunaciones del Duque fueron tantas, que la hubo de tomar.
El eclesiástico se sentó frontero, y el Du([ue y la Duquesa á los dos^
lados.
A todo estaba presente Sancho, embobado y atónito de ver la hon-
ra que á su señor aquellos príncipes le hacían; y viendo las muchas
ceremonias y ruegos que pasaron entre el Duque y Don Quijote para
hacerle sentar á la cabecera de la mesa, dijo: «Si sus mercedes me dan
licencia, les contaré un cuento qae pasó en mi pueblo acerca desto de
los asientos. »
Apenas hubo dicho esto Sancho, -cuando Don Quijote tembló, cre-
yendo sin duda alguna que había de decir alguna necedad.
Miróle Sancho y entendióle, y dijo: «No tema vuesa merced, señor
mío, que yo me desmande ni que diga cosa que no venga muy á pelo;
que no se me han olvidado los consejos que poco ha vuesa merced me
dio sobre el hablar mucho ó poco, ó bien ó mal.»
— Yo no me acuerdo de nada, Sancho, respondió Don Quijote; di lo
que quisieres, como lo digas presto.
— Pues lo que quiero decir, dijo Sancho, es tan verdad, que mi señor
Don Quijote, que está presente, no me dejará mentir.
— Por mí, replicó Don Quijote, miente tú, Sancho, cuanto quisiei-f-:
que yo no te iré á la mano; pero mira lo que vas á decir.
i
PARTE SEíílINDA. CAPITULO XXXI ♦) 1 H
— Tan mirado y remirado lo ten,L¡;o, que á buen salvo está, el que re-
pica, como se vera por la obra.
l>ien será, dijo I)í)ii Quijote, que vuestras íírandezas manden ecbar
le a(|UÍ á este tonto, ([ue dirá mil patocbadas.
— Í*or vida del' Duque, dijo la Duquesa, que no se ba de apartar de
ni Sandio un punto; qui('role yo muclio, porque sé (|ue es muy discreto.
—Discretos días, dijo Sancbo, viva vuestra santidad, por el buen
Tédito que de mi ingenio tiene, aunque en nn' no lo Iiaya; y el cuenti»
[ue (juiero decir es este. Convidó un tiidalgo de mi pueblo, muy rico y
mncipal, porque venía de los Alamos de Medina del Campo, que casó
•on doña Mencía de Quiñones, f[ue fué bija de don Alonso de Mara-
tón, caballero del bábito de Santiago, (jue se abog() en la Herradura.
)or quien bubo aquella ])endencia años ba en nuestro lugar (que, á lo
(ue entiendo, mi señor Don (Quijote se bailó en ella), de donde salió
lerido Tomasillo el travieso, el bijo de Balbastro el berrero... ¿No es
'■erdad todo esto, señor nuestro amoV Dígalo por su vida, porque estos
eñores no me tengan ])or algún bablador mentiroso.
— Hasta abora. dijo el eclesiástico, más os. tengo por bablador <iue
)or mentiroso; pero de aquí adelante, no sé por lo que os tendré.
—Tú das tantos testigos, Sancbo, y tantas señas, que no puedo dejar
le decir (jue debes de decir verdad: pasa adelante y acorta el cuento,
)orque llevas camino de uf) acabar en dos días.
— No ha de acortnr tal, dijo la Duquesa, por bacerme á mí placer:
mtes le ba de contar de la manera (|ue le sabe. aun(|ue no le acabe en
leis días; que si tantos fuesen, serían })ara mí los mejores que hubiese
levado en mi vida.
— Digo, pues, señores nn'os,. prosiguió Sancbo, que este tal hidalgo,
[ue yo conozco como á mis manos, porque no hay de mi casa á la suya
m tiro de ballesta, convidó á un labrador pobre, pero honrado...
— Adelante, hermano, dijo á esta sazón el religioso; que camino lle-
;'ais de no parar con vuestro cuento basta el otro mundo.
—A menos de la mitad pararé, si Dios fuere servido, respondió San-
cho; y así, digo que llegando el tal labrador á casa del dicho hidalgo
íonvidador... que buen poso haya .su ánima, que ya es muerto; y por
lias señas, dicen que hizo una muerte de un ángel, que yo no me hallé
jresente; que había ido por aquel tiempo á segar á Tembleque...
— Por vida vuestra, hijo, que volváis presto de Tembleque, y que
lin enterrar al hidalgo, si no queréis hacer más exequias, acabéis vues-
ro cuento.
— Es, pues, el caso, replicó Sí-.ncho, que estando los dos para asen-
arse á la mesa... que parece que ahora los veo más que nunca...
Gran gusto recebían los Duques del disgusto que mostraba tomar el
)uen religioso, de la dilación y })ausas con que Sancho contaba su
3uento; y Don Quijote se estaba consumiendo en cólera y en rabia.
— Digo así, dijo Sancho, que estando, como he dicho, los dos para
isentarse í. la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la
cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba también que el labrador la
614 DOX QUIJOTE DE LA 3IANCHA
tomase, porque en su casa se había de liacer lo que él mandase; per
ti labrador, que presumía de cortés y bien criado, jamás quiso, hast
que el hidalgo, mohíno, poniéndole ambas manos sobre los hombros, 1
hizo sentar por fuerza, diciéndole: «Sentaos, majagranzas; que adond
C{uiera que yo me siente será vuestra cabecera»; y este es eí cuento,
en verdad que creo que no lia sido aquí traído fuera de propósito.
Púsose Don Quijote de mil colores, que, sobre lo moreao, le jaspeí
ban y se le parecían. Los señores disimularon la risa, porque Don Qu
jote no acabase de correrse, habiendo entendido la malicia de Sanche
y ])or mudar de plática y hacer que Sancho no prosiguiese con otro
disparates, preguntó la Duquesa á Don Quijote que qué nuevas teñí
de la señora Dulcinea, y que si le había enviado aquellos días alguno
presentes de gigantes ó malandrines, pues no podía dejar de habe
vencido muchos.
Al) que Don Quijote respondió: «Señora mía, mis desgracias, aun
que tuvieron principio, nunca tendrán fín. Gigantes lie vencido, y f(
llones y malandrines le he enviado; pero ¡adonde la habían de hallai
si está encantada y vuelta en la más fea labradora que imaginar^-'
puede!»
— No sé, dijo Sancho Panza; á mí me parece la más hermosa criatn
ra del mundo; á lo menos, en la ligereza y en el brincar, bien sé yo (¡w
TiO dará ella la ventaja á un volteador. A buena fe, señora Duquesa
así salta desdé el suelo sobre una borrica, como si fuera un gato.
— ¿Habéisla visto vos encantada, SanchoV, preguntó el Duque.
— ¡Y cómo si la he visto!, respondió Sancho; pues r.quién diablos sim
yo fué el primero que cayó en el achaque del encantorio? Tan encanta
da está como mi padre.
El eclesiástico, que oyó decir de gigantes, d-í follones y de encan
tos, cayó en la cuenta de que aquel debía de ser Don Quijote de 1<
Mancha, cuya historia leía el Duque, de ordinario, y él se lo había re
prehendido muchas veces, diciéndole que era disparate leer tales dis
})arates: y enterándose ser verdad lo que sospechaba, con mucha cólera
liablando con el Duque, le dijo: «Vuestra excelencia, señor mío, tient
i|ue dar cuenta á nuestro Señor de lo que hace este buen hombre. Est(
Don Quijote, o Don Tonto, ó- como se llama, imagino yo que no debt
<lr ser tan mentecato como vuestra excelencia quiere que sea, dándok
oc-asiones á la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedaies.>
Y volviendo la plática á Don Quijote, le dijo: «Y á vos, alma dt
cántaro, ¿quién os ha encajado en el cerebro que sois caballero an
dante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad en hora
i)uena, y en tal se os diga: volveos á vuestra casa y criad vuestros
hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andaí
\-agando por el mundo, papando viento, y dando que reir á cuantos oí-
conocen y no conocen. ¿En dónde ¡ñora tal! habéis vos hallado que hubo
ni hay ahora caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España ó
malandrines en la Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva
do las simplicidades que de vos se cuentan?»
C)\C)
DON QUIJOTE DK 1-A MANCHA
Atento estuvo Don (Quijote li las razones de aquel venerable varón,
y viendo que ya callaba, sin guardar respeto á los Duques, con sem-
blante airado y alborotado rostro, se puso en pie y dijo... Pero esta .res-
puesta, capítulo por sí merece.
¿•^
1
?l .^^^^^^^^H
cA i'i r r LO X X X 1 1
De la respuesta que dio Don Quijote á su reprensor, con otros graves
y graciosos sucesos.
EVANTADO. piics, CU pie Dou Quijotc. temblíiiulo dt los pies á la
r» ) cabeza como azogado, con presurosa y turbada lengua dijo: «El
lugar donde estoy, y las presencias ante quien me hallo, y el
> respeto que siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced
iorofesa, tienen y atan las manos de mi justo enojo; y así por lo que be
licho, como por saber que saben todos que las armas de los togados
on las mesmas que las de la mujer, que son la lengua, entraré con la
nía en igual batalla con vuesa merced, de quien se debían esperar an-
■es buenos consejos que infames vituperios. Las reprehensiones sanas
' bien intencionadas, otras circunstancias requieren y otros puntos pi-
len; á lo menos, el haberme reprehendido en público y tan áspera-
mente ha pasado todos los límites de la buena reprehensión, pues las
primeras mejor asientan sobre la blandura que sobre la aspereza; y no
•s bien, sin tener conocimiento del pecado que se reprehende, llamar
rtil pecador, sin más ni más, mentecato y tonto. Si no, dígame vuesa
inerced: ¿por cuál de las mente -aterías que en mí ha visto me condena
<■■'■ vitupera, y me manda que me vaya á mi casa á tener cuenta en el
L^obierno della y de mi mujer y de mis hijo?, sin saber si la tengo ó los
I engo? ¿No hay más sino, á troche moche, entrarse por las casas ajenas
i, gobernar .sus dueños, y habiéndose criado algunos en la estrecheza de
; ilgún pupilaje, sin haber visto más mundo que el que ])uede conte-
^r'v^a en veinte ó treinta leguas de distrito, meterse de rondón á dar
(318 DOX QUIJOTE DE LA MANCHA
leyes á la caballería y á juzgar de los caballeros andantes? Por ventura
¿es asunto vano, ó es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar poi
el mundo, no buscando los regalos del, sino las asperezas, por dond(
los buenos suben al asiento de la inmortalidad? Si me tuvieran poi
tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos
tuviéralo por afrenta inrejiarable; pero de que me tengan por sandi*
los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballc
ría, no se me da un ardite. Caballero soy y caballero he de morir, s
])lace al Altísimo: unos van por el ancho campo de la ambición sober
l)ia, otros por el de la adulación servil y baja, otros por el de la hipo
cresía engañosa, y algunos por el de la verdadera religión; pero yo, in
diñado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante
por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo he satis
fecho agravios, enderezado tuertos, castigado insoleiicias, vencido gi
gantes y atropellado vestiglos, yo soy enamorado, no más de porque e;
forzoso que los caballeros andantes lo sean; y siéndolo, no soy de lu:
enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis intencione;
siempre las enderezo á buenos fines, que son de hacer bien á todos, .^
mal á ninguno; si el que en esto entiende, si el que esto obra, si el qu(
desto trata, merece sev llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, Du
que y Duquesa excelentes.»
— ¡Bien, por Dios!, dijo Sancho: no diga mas vuesa merced, señor ;
amo mío, en su abono, porque no hay más (jue decir, ni más qui
l)ensar, ni más ([ue persuadir en el mundo; y más, que negando est»
señor, como ha negado, que no ha habido en el mundo, ni los hay, ea
balleros andantes, ¿qué mucho que no sepa ninguna de las cosas qn.
lia dicho?
— ¿Voy ventura, dijo el eclenástico, sois vos, lurmano, aquel Sancli<
Panza que dicen, á quien vuestro amo tiene prometida una ínsula?
— Sí soy, respondió Sancho; y soy quien la merece tan bien couk
otro cualquiera: soy quien «júntate á los buenos, y serás uno de ellos»
y soy yo de aquellos «no con quien naces, sino con quien paces»; y d(
ios «quien á buen árbol se arrima, buena sombra le cobija». Yo me lu
arrimado á buen señor, y ha muchos meses que ando en su compañía
y he de ser otro como él. Dios queriendo; y viva él y viva yo; que ni ;
él le faltarán imperios que mandar, ni á mí ínsulas que gobernar.
— No por cierto, Sancho amigo, dijo á esta sazón el Duque; que yo
en nombre del señor Don Quijote, os mando el gobierno de una qm
tengo de nones, ád no pequeña calidad.
—Híncate de rodillas, Sancho, dijo Don Quijote, y besa los pic:^ ;
su excelencia, por la merced qi:e te ha hecho.
Hízolü así Sancho; lo cual visto por el eclesiástico, se levantó de 1;
mesa, mohíno además, diciendo: «Por el hábito que tengo, que esto^
l)or decir que es tan sandio vuestra excelencia como estos pecadores
¡Mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan su:
locuras! Quédese vuestra excelencia con ellos; que en tanto que estu
vieren en casa, me estaré yo en la mía, y me excusaré de reprehende
l'AUTE SEGUNDA. CAPÍTULO XXXII (51 í»
lo (jiie no puedo remediar»; y sin decir más ni comer más, se fué. sin
.|uc fuesen parte á detenerle los ruej^os de los l>u(pies; aunque el Du-
(jue no le dijo mucho, impedido de la risa (juc su impertinente cólera le
linhía causado.
Acabó de reir, y dijo á Don Quijote: «N'ucsa merced, señor ('(iIk •
llera do los Lrouos, ha respondido por sí tan altamente, que no le queda
L'osa jíor satisfacer deste, que aunque parece a;;ravio, no lo es en nin-
guna manera, porque así como no a.írravian las mujeres, no agjravian
los eclesiásticos, como vuesa merced mejor sabe. >
— Así es, respondió Don Quijote, y la causa es. que el que no ])uedc
^er at^raviado no puede agraviar á nadie. Las mujeres, los niños y los
'clesiásticos, como no pueden defenderse aunque sean ofendidos, no
)ueden ser afrentados, porque entre el agravio y la afrenta hay esta
liferencia, como mejor vuestra excelencia sabe. La afrenta viene de
>arte de quien la puede hacer y la hace y la sustenta; el agravio puede
'cnir de cualquier parte, sin que afrente. Sea ejemplo: está uno en la
•alie descuidado, llegan diez con mano armada, y dándole de })alos,
>one mano á la espada y hace su deber; pero la muchedumbre de los
•ontrarios se le opone, y no le deja salir con su intención, que es de
•cngarse. Este tal (|ueda agraviado, ])ero no afrentado, y lo raesmo con-
irmará otro ejenq)lo. Está uno vuelto de espaldas, llega otro y dale de
>nlos. y en dándoselos, huye y no espera, y el otro le sigue, y no le al
unza. Este, que recibió los palos, recibió agravio, mas no afrenta, por-
[ue la afrenta ha de ser sustentada. Si el que le dio los palos, aunque
e los dio á Viurtacordel, pusiera mano á su espada, y se estuviera que-
lo. haciendo rostro á su enemigo, quedara el apaleado agraviado y
f rentado juntamente: agraviado, porque le dieron á traición, afrentado,
•orque el que le dio sustentó lo que había hecho, sin volver las espaldas
■ á pie quedo; y así, según las leyes del maldito duelo, yo puedo estar
graviado, mas no afrentado; porque los niños no pueden ni las muje-
es suelen herir, ni tienen para qué esperar (y lo mesmo los constituidos
n la sacra religión), porque estos tres géneros de gente carecen de ar-
nas ofensivas y defensivas; y así, aunque naturalmente estén obligados
defenderse, no lo están para ofender á nadie. Y aunque poco ha dije
iue yo podía estar agraviado, agora digo que no en ninguna manera,
'orque quien no puede recibir afrenta, menos la puede dar; por las
uales razones yo no debo sentir ni siento las que a({uel buen hombre
ae ha dicho. Sólo quisiera que esperara algún poco para darle á eu-
snder en el error en que está en pensar y decir que no ha habido,
i los hay, caballeros andantes en el mundo; que si lo tal oyera Amá-
is, ó uno de los infinitos de su linaje, yo sé que no le fuera bien á su
lerced.
— Eso juro yo bien, dijo Sancho; cuchillada le hubieran dado, que le
lírieran de arriba á abajo como una granada ó como á un melón muy
laduro: ¡bonitos eran ellos para sufrir semejantes cosquillas! Para mi
antiguada, que tengo por cierto que si Reinaldos de Montalbán hubie-
a oído estas razones al hombrecito, tapaboca le Imbiera dado, que no
620 DOX tiUIJOTE DK I;A 3IANCHA
hablara más en tres años. ¡No, sino tomárase con ellos, y viera cómo es-
capaba de sus manos!
Perecía de risa la Duquesa oyendo hablar á Sancho, y en su opinión
le tenía por más gracioso y por más loco que á su amo, y muchos hubo
en aquel tiempo que fueron deste mismo pa] ecer.
Finalmente, Don Quijote se sosegó, y la comida se acabó, y en le-
vantando los manteles, llegaron cuatro doncellas, la una con una fuen-
te de plata, y la otra con un aguamanil asimismo de plata, y la otra
con dos blanquísimas y riquísimas toallas al hombro, y la cuarta descu-
biertos los brazos hasta la mitad, y en sus blancas manos (que sin duda
eran blancas) una redonda pella de jabón napolitano. Llegó la de la
l'aente, y con gentil donaire y desenvoltura encajó la fuente debajo de
U. barba de Don Quijote, el cual, sin hablar palabra, admirado de se-
mejante ceremonia, creyó que debía ser usanza de aquella tierra, en lu-
gar de las manos, lavar las barbas; y así, tendió la suya todo cuanto
)>udo, y al mismo punto comenzó á llover el aguamanil, y la doncella
del jabón le manoseó las barbas con mucha priesa, levantando copo&
de nieve (que no eran menos blancas las jabonaduras), no sólo por las-
barbas, mas poi' todo el rostro y por los ojos del obediente caballero;
tanto, que se los liicieron cerrar por fuerza. El Duque y la Duquesa,
que de nada desto eran sabidores, estaban esperando en qué había de
j)arar tan extraordinario lavatorio. La doncella barbera, cuando le tuve
con un palmo de jabonadura, fingió que se le había acabado el agua, y
mandó á la del aguam&nil fuese por ella, que el señor Don Quijote es-
peraría. Hízolo así, y quedó Don Quijote con la más extraña figura, y
más para hacer reir, que se pudiera imaginar.
Mirábanle todos los que presentes estaban, que eran muchos, }
como le veían con media vara de cuello, más que medianamente more
no, los ojos cerrados, y las barbas llenas de jabón, fué gran maravilla
y mucha discreción poder disimular la risa. Las doncellas de la burl?.
tenían los ojos bajos, sin osar mirar á sus señores; á ellos les retozabe
la cólera y la risa en el cuerpo, y no sabían á qué acudir, si á castigai
el atrevimiento de las muchachas, ó darles premio por el gusto que re
cebían de ver á Don Quijote de aquella suerte.
Finalmente, la doncella del aguamanil vino, y acabaron de lavar á
Don Quijote, y luego la que traía las toallas le limpió y le enjugó mu}
reposadamente; y liaciéndole todas cuatro á la par una grande y pro
funda inclinación y reverencia, se querían ir; pero el Duque, porque
Don Quijote no cayese en la burla, llamó á la doncella de la fuente,
diciéndole: Venid y lavadme á mí, y mirad que no se os acabe e]
agua.»
La muchacha, aguda y diligente, llegó y puso la fuente al Duque
como á.Don Quijote; y dándose priesa, le lavaron y jabonaron muy
bien, y dejándole enjuto y limpio, haciendo reverencias,. se fueron. Des
pues se supo que había jurado el Duque que si á él no le lavaran come
;i Don (Quijote, había de castigar su desenvoltura, la cual habían enmen-
dado discretamente con haberle á él jabonado.
l'AUri; SKlíUMJA. CAl'iTULO XXXII &21
Estuvo atento Sancho á las ceremonias de aquel lavatorio, y dijo
•entre sí: <'jVálanie Dios! ¿Si seni tanil)ién usanza en esta tierra lavar las
barbas á los escuderos como á los caballeros? Ponjue. en Dios y en mi
ánima, que lo he bien menester, y aun si me bt ra}>i-<i) 'i n;.vMÍ;i lo
tendría á más beneficio.»
— ¿Qué decís entre vos, Sancho?, pre^^mro ia DuijiiL-.sa.
— Diiío. señora, respondió él, que en las Cortes dv los otros príncipes,
siempre he oído decir, que, en levantando los manteles, dan a^ua á las
manos, pero no lejía á las barbas; y que por eso es bueno vivir mucho
por ver mucho; auníjue también dicen, que el que lar^a vida vive, mu-
cho mal ha de [)asar; puesto que pasar por un lavatorio de estos, antes
■es líusto (|ue trabajo.
— ^No tcniiáis pena, amijt^o Sancho, dijo la Ducjuesa; que y() haré que
mis doncellas os laven, y aun os metan en colada, si fuere menester.
—Con las barbas me contento, respondió Sancho, por ahora á lo me-
nos; que andando el tiempo, Dios dijt) lo que será.
— Mirad, maestresala, dijo la Duquesa, lo que el buen Sancho pide,
y cumplidle su voluntad al pie de la letra.
El maestresala respondió que en todo sería servido el señor Sancho;
y con est( se fué á comer, y llevó consigo á Sancho, quedándose á la
mesa los Duíjues y Don Quijote, hablando en nmchas y diversas cosas,
pero todas tocantes al ejercicio de las armas y de la andante caballería.
La Dutjuesa rogó á Don Quijote ([ue le delinease y describiese, pues
parecía tener felice memoria, la hermosura y facciones de la señora
Dulcinea del Toboso; que, segvín lo que la fama pregonaba de su belleza,
tenía i)or entendido que debía de ser la más bella criaturr, del orbe, y
aun de toda la Mancha.
Sospiró Don Quijote, oyendo lo que la Duquesa le mandaba, y dijo:
«Si yo pudiera sacar mi corazón, y ponerle ante los ojos de vuestra
grandeza aípí sobre esta mesa y en un plato, quitara el trabajo á mi len-
gua de decir lo que a()enas se i)uede {)ensar, porque vuestra excelencia
le viera en él toda retratada; })ero f,\>'dvíi <iué es ponerme yo agora á de-
Hnear y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la
sin par Dul inea, siendo carga digna de otros hond)ros que de los míos,
empresa en quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timan-
tes y de Apeles, y los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en ta-
blas, en mármoles y en bronces, y la retórica ciceroniana y demostina
para alabarla? >
— ¿(¿ué quiere decir ilcinu.stinu. señor Don (¿uijote?, preguntó la
Duquesa; que es vocablo que ncj le he oído en todos los días de
mi vida.
— Retórica í/fv//o.v////í/. respondió Don Quijote, es lo mismo que decir
i"et(')rica de I)e)iiáste)tes-. cou\o. cicfroH/fntfi de ('iceró)t, que fueron los dos
mayores- retóricos del mundo.
• — Así es, dijo el Duque; y habéis andado deslumbrada en la tal pre-
gunta.
— Pero con ; todo eso. nos daría gran gusto el. señor Do.n Q.uijote, si
()'22 DON QUI.TOTK DK LA ]\rAXCHA
nos la pintase; que á buen seguro que aunque sea en rasguño y bosque-
jo, que ella salga tal, que la tengan invidia las más hermosas.
— 8í hiciera por cierto, respondió Don Quijote, si no me la hubieía
borrado de la idea la desgracia que poco ha que le sucedió, que es tai.
que más estoy para llorarla que para describirla; porcpie habrán de sa-
))er vuestras grandezas que yendo los días pasados á besarle las manos,
y á recebir su bendición, beneplácito y licencia para esta tercera salida,
hallé otra de la que buscaba: hallóla encantada y convertida de prin-
cesa, en labradora; de hermosa, en fea; de ángel, en diablo; de olorosa,
en pestífera; de bien hablada, en rústica; de reposada, en brincadora; de
luz, en tinieblas; y tinahnente, de Dulcinea del Toboso, en una villana
de Sayago.
— ¡Válame Dios!, dando una gran voz dijo á este instante el Duque;
¿quién ha sido el que tanto mal ha hecho al mando? ¿Quién ha quitado
del la belleza que le alegraba, el donaire que le entretenía, y la honesti-
dad que le acreditaba?
— ¿Quién?, respondió Don Quijote; ¿quién puede ser sino algún ma-
ligno encantador, de los muchos invidiosos que me persiguen, estaraza
maldita, nacida en el mundo para escurecer y aniquilar las hazañas de
los buenos, y para dar luz y levantar los fechos de los malos? Persegui-
do me han encantadores, encantadores me persiguen, y encantadores
me perseguirán hasta dar conmigo y con mis altas caballerías en el pro-
fundo abismo del olvido; y en aquella parte me dañan y hieren, donde
ven que más lo siento; porque quitarle á un caballero andante su dama.
es quitarle los ojos con que mira, y el sol con que se alumbra, y el sus
tentó con que se mantiene. Otras muchas veces lo he dicho, y ahora lo
vuelvo á decir, que el caballero andante sin dama es como el árbol sin
hojas, el ediñcio sin cimiento y la sombra sin cuerpo de quien es causa.
— No hay más (]ue decir, dijo la Duquesa; pero si con todo eso hemos
de dar crédito á la historia que del señor Don Quijote, de pocos días á
esta parte ha salido á la luz del mundo con general aplauso de las gen-
tes, della se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa merced ha
visto á la señora Dulcinea, y que esta tal señora no es en el mundo,
sino que es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en
su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfecciones
que quiso.
— En eso hay mucho que decir, respondió Don (Quijote. Dios sabe si
hay Dulcinea ó no en el mundo, ó si es fantástica ó no es fantástica;
y estas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el
cabo. Ni yo engendré ni parí á mi señora, puesto que la contem})lo
como conviene que sea, una dama que contenga en sí las partes que
puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son: hermosa sin
tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida jyor cor-
tés, cortés por bien criada, y finalmente, alta por linaje, á causa que so-
l)re la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más gra-
dos de perfección que en las hermosas humildemente nacidas.
— Así es, dijo el Duque; pero hame de dar licencia el señor Don t^ui-
PAKTK SEGUNDA. CAPITULO XXXII 62o
Ote para que diga lo que me fuerza á decir la historia que de sus ha-
añas he leído, de donde se infiere que, puesto que se conceda que hay
)ulcin(a en el Tohoso ó fuera del, v que sea hermosa en el sumo ^Ta-
lo que vuesa merced nos la pinta, en lo de la alteza del linaje no cSrre
.arejas con las urianas, con las Alastrajareas, con las Madásimas ni
on otras deste jaez, de quien están llena.s las liistorias, que vue«a liier-
ed hien sabe.
— Á eso puedo decir, respondí., Don (¿uijoke, que Dulcicea es hiia
le sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, v que en más se ha
le estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado- cuan-
0 mas, que Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar á ser reina de
orona y cetro; que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa
hacer mayores milagros se extiende; y aunque no formalmente vir-
aalmente tiene en sí encerradas mavores venturas.
—Digo señor Don Quijote, dijo la Duquesa, que en todo cuanto vue-
1 merced dice va con pie de plomo, y como suele decirse, con la sonda
u la mano; y que yo desde aquí adelante creeré y liaré creer á todos
>s demí casa y aun al Duque, mi señor, si fuere menester, que hav
)ulcmea en el Toboso, y que vive hoy día, y es hermosa, v i.rincinai-
lente nacida, y merece lora que un tal caballero como es e'l señor Don
'uijote la sirva, que es lo más que puedo ni sé encarecer. Pero no pue-
.. dejar de tormar un escrúpulo, y tener algún no sé qué de ojeriza
.ntra .Sancho 1 anza: e escrúpulo es, que dice la historia referida que
tal Sancho í anza hallo á la tal señora Dulcinea, cuando de parte de
uesa merced le llevó una epístola, aechando un costal de trigo- v por
■as senas, dice que era rubión; cosa que me hace dudar en la'aíteza de
1 imaje.
A lo que respondió Don Quijote: ^<Señora mía, sabrá la vuestra gran-
.•za que todas o las más cosas que á mí me suceden van fuera de los
rmmos ordinarios de las que á los otros caballeros andantes acontecen-
ya sean encaminadas por el querer inescrutable de los hados ó va
ngan encaminadas por la malicia de algún encantador invidioso 'Y
.mo es cosa ya averiguada que de todos ó los más caballeros andan-
s y famosos, uno tenga gracia de no poder ser encantado, otro de ser
? tan impenetrables carnes, que no pueda ser herido, como lo fué el
moso Ro dan. uno de los doce Pares de Francia, de quien se cuenta
ae no podía ser lerido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto
ibia de ser con la punta de un alfiler gordo, v no ce n otra suerte de
•ma alguna; y asi cuando Bernardo del Carpi¿ le mató en Pvoncesva-
ís, viendo que no le podía llagar con fierro, le levantó delsuelo entre los
•azos y le ahogo, acordándose entonces de la muerte que dio Hércules
t?.V VrS f '''' ^'^^^''í^'l''^ ^^"'^^ '^^^"Í« ^e ^^ ^i^í^*"-a; quiero
íenr de lo dicho, que podría ser que yo tuviese alguna gracia destas
) del no poder ser ierido. porque nmchas veces la ^experiencia me ha
ostrado que soy de carnes blandas y no nada impenetrables; ni la de
' ) poder ser encantado, que ya me he visto metido en una jaula, donde
do el mundo no tuera poderoso á encerrarme, si no fuera á fuerzas de
B. P.- XX ^^
()24 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
encantamentos; pero pues de aquel me libré, quiero creer que no ha (1(
haber otro alguno que me empezca. Y así, viendo estos encantadoreí
que con mi persona no pueden usar de sus malas mañas, vénganse er
las cosas que más quiero, y quieren quitarme la vida, maltratando la d(
Dulcinea, por quien yo vivo; y así, creo que cuando mi escudero le lleve
mi embajada se la convirtieron en villana y ocupada en tan bajo ejer
cicio como es el de aechar trigo; pero ya tengo yo dicho que aquel trig(
ni era rubión ni trigo, sifio granos de perlas orientales; y para pruebj
desta verdad, quiero decir á vuestras magnitudes cómo viniendo poce
ha por el Toboso, jacnás pude hallar los palacios de Dulcinea, y qu(
otro día, habiéndola visto Sancho, mi escudero, en su mesma figura
que es la más bella del orbe, á mí me pareció una labradora tosca y fea
y no nada bien razonada, siendo la discreción del mundo; y pues yo nc
estoy encantado, ni lo puedo estar según buen discurso, ella es la encan
tada, la ofendida y la mudada, trocada y trastocada, y en ella se bar
vengado de mí mis enemigos, y por ella viviré yo en perpetuas lágri
mas, liasta verla en su prístino estado. Todo esto he dicho para que na
die repare en lo que Sancho dijo del cernido ni del aecho de Dulcinea
que -pues á mí me la mudaron, no es maravilla que á él se la cambia
sen. Dulcinea es principal y bien nacida, y de los hidalgos linajes (|U(
hay en el Toboso, que son muchos, antiguos y muy buenos. A buen se
guro que no le cabe poca suerte á la sin par Dulcinea, por quien su lu
gar será famoso y nombrado en los venideros siglos, como lo ha sid(
Troya por Elena, y España por la Cava, aunque con mejor título y fama
Por otra parte, quiero que entiendan vuestras señorías que Sancho Pan
za es uno de los más graciosos escuderos que jamás sirvió á caballen
andante: tiene á veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar s
es simple ó agudo causa no pequeño contento; tiene malicias que le con
denan por bellaco, y descuidos que le confirman por bobo; duda d(
todo, y créelo todo; cuando pienso que se va á despeñar de tonto, sah
con unas discreciones que levantan al cielo. Finalmente, yo no le tro
caria con otro escudero, aunque me diesen de añadidura una ciudad; v
así, estoy en duda si será bien enviarle al gobierno de quien vuestni
grandeza le ha hecho merced; aunque veo en él una cierta aptitud par?
esto de gobernar, que atusándole tantico el entendimiento, se saldi-í;
con cualquiera gobierno, como el Rey con sus alcabalas; y más. que ya
por muchas experiencias, sabemos que no es menester ni mucha habi
lidad ni muchas letras para ser uno gobernador; pues hay por ahí cien
to que apenas saben leer, y gobiernan como unos jirifaltes; el toque
está en que tengan buena intención y deseen acertar en todo; que nun
ca les faltará quien les aconseje y encamine en lo que han de liaccr
como los gobernadores caballeros y no letrados, que sentencian con ase
sor. Aconsejaríale yo que ri tome cohecho ni pierda derecho, y otras-
cosillas que me quedan en el estómago, que saldrán á su tiempo pan
utilidad de Sancho y provecho de la ínsula que gobernare.»
A este punto llegaban de su coloquio el Duque, la Duquesa y Doi
Quijote, cuando oyeron muchas voces y gran rumor de gente en el j>a
PAR-PE SEGUNDA. — CAPITULO XXXII (>1\')
lacio, y á deshora entró Sancho en la sala, todo asuntado, con un cer-
nadero por babadíjr, y tras él muchos mozos, ó por mejor decir, pica-
ros de cocina y otra i;ente menuda, y uno venía con un artesoncillo de
agua, que en la color y poca limpieza mostraba ser de fregar; seguíaje"
y perseguíale el de la artesa, y ijrocuraba con toda solicitud ponérsela
y encajársela debajo de las barbas, y otro picaro mostraba querérselas
lavar.
-¿Qué es ésto, hermanos?, preguntó la Duquesa. ¿Qué es ésto? ¿Q^ií^
queréis hacer á ese buen hombre? ¡Cómo! ¿Y no consideráis que está,
electo gobernador?
A lo (|ue respondió el picaro barbero: «No (|uiere este señor dejarse
lavar como es usan/a, y como se lavó el Duque, mi sefior, v rl <,'^.,,r■
su amo.»
— Sí quiero, respondió Sancho con mucha celera; pero (jucnia '^ue
¡fuese con toallas más limpias, con lejía más clara, y con manos no tan
sucias; que no hay tanta diferencia de mí á mi amo, que á él le laven
con agua de ángeles, y á mí con lejía de diablos; Las usanzas de las
Hierras y de los palacios de los príncipes tanto sen buenas cuant) no
• dan pesadumbre; pero la costumbre del lavatorio que aquí se usa, })eor
-9s que de dicipiinantes. Yo estoy limpio de barbas, y no tengo necesi-
iad de semejantes refrigerios; y al que se llegare á lavarme ni á tocar-
ne á un pelo de la cabeza, digo de mi barba, hablando con el debido
rticatamiento, le daré tal puñada, que le deje el puño engastado en los
- íascos; que estas tales cirimonias y jabonaduras, más parecen burlas
• i]ue gasajos de huéspedes.
Perecida de risa estaba la Duquesa, viendo la cólera y oyendo las
razones de Sancho; pero no dio mucho gusto á Don Quijote'verle tan
nnal adeliñado con la jaspeada toalln, y tan rodeado de tantos entrete-
midos de cocina; y así, haciendo una profunda reverencia -A los Ducjues.
i^omo que les pedía licencia para hablar, con voz reposada dijo'á la
•analla: «¡Hola, señores caballeros! Vuesas .mercedes dejen el mancebo,
' vuélvanse por donde vinieron, () por otra parte si se les antojare;
|ue mi escudero es limpio tanto como otro;y esas artesillas son para él
strechos y penactes búcaros; tomen mi consejo, y déjenle, pwque ni
1 ni yo sabemos de achaque de burlas. ^^
(•ogióle la razón déla boca San'cho, y prosiguió diciendo: «¡No.
ino llegúense á hacer burla del mostrenco, que así lo sufriré, com(.
hora es de noche! Traigan aquí un peine ó lo que quisieren, y almoha-
emnc estas barbas, y si sacaren dellas cosa que ofenda á la'^limpieza,
ue jnc tra.squilen á cruces.»
A esta sazón, sin dejar la risa, dijo la Duquesa: «Sancho Panza
ene razón en todo cuanto ha dicho, y la. tendrá en todo cuanto dijere:
I es limpio, y, como él dice, no tiene necesidad de lavarse; y si nues-
•a usanza no le contenta, su alma en su palma; cuanto más que vo?-
tros, minié tros de la limpieza, habéis andado demasiadamente de re-
lisos y descuidados, y no sé si diga atrevidos, en traer á tal personaje
átales barbas, en. lugar de fuentes y aguamaniles de oro puro y de
626 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
alemanas toallas, artesillas y dornajos de palo y rodillas de aparadores;
pero en fin, sois malos y mal nacidos, y no podéis dejar, como malan-
drines que sois, de mostrar la ojeriza que tenéis con los escuderos de
los andantes caballeros.»
Creyeron los apicarados ministros, y aun el maestresala, que venía
con ellos, que la Duquesa hablaba de veras; y así, quitaron el cerna-
dero del pecho de Sancho, y todos confusos y casi corridos, se fueron
y le dejaron; el cual, viéndose fuera de aquel, á su parecer, sumo peli-
gro, se fué á hincar de rodillas ante la Duquesa, y dijo: «De grandes
señoras grandes mercedes se esperan: ésta que la vuestra merced hoy
m-e ha fecho no puede pagarse con menos, si no es con desear Ayerme
armado caballero andante, para ocuparme todos los días de la vida en
servir á tan alta señora. Labrador soy, Sancho Panza me llamo, casado
soy, hijos tengo y de escudero sirvo; si con alguna destas sosas puedo
servir á vuestra grandeza, menos tardaré yo en obedecer cjue vuestra
señoría en mandar. »
— Bien parece, Sancho, respondió la Duquesa, que habéis aprendido
á ser cortés en la escuela de la misma cortesía; bien parece, quiero de-
cir, que os habéis criado á los pechos del señor Don Quijote, que debe
de ser la nata de los comedimientos y la flor de las ceremonias, ó ciri-'
monias, como vos decís. ¡Bien haya tal señor y tal criado, el uno por
norte de la andante caballería, y el otro por estrella de la escuderil fide-
lidad! Levantaos, Sancho amigo; que 3 o satisfaré vuestras cortesías con
hacer que el Duque, mi señor, lo más presto que pudiere, os cumpla
la merced prometida del gobierno.
Con esto cesó la plática, y Don Quijote se fué á reposar la siesta, y
la Duquesa pidió á Sancho que, si no tenía mucha gana de. dormir, vi-
niese a pasar la tarde con ella y con sus doncellas en una muy fresca
sala. Sancho respondió, que aunque era verdad que tenía por costumbre
dofmir cuatro ó cinco horas las siestas del verano, que por servir á su
bondad, él procuraría con todas sus fuerzas no dormir aquel día ningu-
na, y vendría obediente á su mandato; y fuese.
El Duque dio nuevas órdenes cómo se tratase á Don Quijote como á
caballero andante; sin sahf un punto del estilo como cuentan que se tra-^
taban los antiu'uos caballeros.
CAPITULO XXXIII
De la sabrosa plática que la Duquesa y sus doncellas pasaroh con Sancho
Panza, digna de que se lea y de que se note.
UENTA, pues, la historia que Sancho no durmió aquella siesta,
sino que, por cumplir su palabra, yíuo ei.icontinente á ver á la
Duquesa; la cual, con el gusto que tenía .de oirle, le hizo sentar
. junto á sí en una silla baja, aunque Sancho, de puro bien criado,
no C[uería sentarse; pero la Duquesa- le dijo que se sentase como gober-
nador y hablase como escudero, puesto que por entrambas cosas mere-
cía el mismo escaño del Cid Rui Díaz Campeador. Encogió Sancho los
hombros, obedeció y sentóse, y todas las doncellas y dueñas de la Du-
quesa le rodearon, atentas con grandísimo silencio á escuchar lo que
diría; pero la Duquesa fué la que habló primero, diciendo: «-Ahora que
estamos solos, y que aquí no nos oye nadie, querría yo que el señor go-
bernador me asolviese ciertas dudas que tengo, nacidas de la historia
que del gran Don Quijote anda ya impresa, l^na de las cuales dudas es,
que pues el buen Sancho nunca vio á Dulcinea (digo á la señora Dulci-
nea del Toboso), ni le llevó la carta del señor Don Quijote, porque se
quedó en el libro de memoria en Sierra Morena, ¿cómo se atrevió á fin-
gir la respuesta y aquello de que la halló aechando trigo, siendo todo
burla y mentira, y tan en daño de la buena opinión de la sin par Dul-
cinea, cosas que no vienen bien con la calidad y fidelidad de los buenos
escuderos?»
A estas razones, sin responder con alguna, se levantó Sancho de la
silla, y con pasos quedos, eí cuerpo agobiado y el dedo puesto sobre los
labios, anduvo por toda la sala, levantando los doseles; y luego, esto
^)28 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
.hecho, se volvió á sentar, y dijo: «Ahora, señora mía, que he visto que
no nos escuclia nadie de solapa, fuera de los circunstantes, sin temor ni
sobresalto res[)ondei-é á lo que se me ha preguntado, y á todo aqueUo
•rae se me preguntare. Y lo primero que digo es, que yo tengo á mi se
ñor Don Quijote por loco rematado; puesto que algunas veces dice co-
sas que, á mi parecer, y aun de todos aquellos que le escuchan, son tan
•iiscretas y por tan buen carril encaminadas, que el mesmo Satanás no
los podría decir mejores; pero con todo esto, verdaderamente y sin es-
'3(úpulo, á mí se me ha asentado que es un mentecato. Pues, como yo
tengo esto, en el magín, me atrevo á hacerle creer lo que no lleva pies
vi cal )e/.ay como fué aquello de la respuesta de la carta, y lo de habrá
diez y seis ó diez y ocho días, que &ún no está en historia, conviene á
s.'iber, lo del encanto de mi señora doña Dulcinea, que le he dado á en-
Uíndet que está encantada, no siendo más verdad que por los cerros de
U;;eda».
Rogóle la Duquesa que le contase aquel encantamento ó burla, y
Stiucho se lo contó todo del mesmo modo que había pasado, de que no
poco gusto recibieron las oyentes; y prosiguiendo en su plática, dijo la
I)u(|uesa: «De lo que el buen Sancho me ha contado, me andaba brin-
<?audo un escrúpulo en el alma, y un cierto susurro llega á mis oídos,
que me dice: «Pues Don Quijote de la Mancha es loco, m-^nguado y
mentecato, y Sancho Panza, su escudero, lo conoce, y con todo eso, le
sirve y le sigue, y va atenido á las vanas promesa? suyas, sin duda al-
guna debe de ser él más loco y tonto que su amo; y siendo esto así,
como lo es, mal contado te será, señora Duquesa, si al tal Sancho Panza
le das ínsula que gobierne; porque el que no sabe gobernarse á sí,
¿cómo sabrá gobernará otros?»
— Por Dios, señora, dijo Sancho, que ese escrúpulo viene con parto
derecho; pero dígale vuesa merced, y hable claro ó como quisiere, que
yo conozco que dice verdad; que si yo fuera discreto, días ha que había
de haber dejado á mi amo; pero ésta fué mi suerte y ésta mi malan-
dytiza. No puedo más, seguirle tengo. Somos de un mismo lugar, he
comido su [)an, quiéreme bien, es generoso, dióme sus pollinos, y so-
bre todo, yo soy fiel; y así, es imposible que nos pueda apartar otro
suceso que el de la pala y el azadón. Y si vuestra altanería no quisiere
que se me dé el prometido gobierno, de menos me hizo Dios; y podría
HCí que el no dárpiele redundase en ;^'o de mi conciencia; que maguera
tonto, se me entiende aquel refrán de «por su mal le nacieron alas á la
hormiga»; y aun podría ser que se fuese más aína Sancho escudero al
cielo, que no Sancho gobernador. Tan buen pan hacen aquí como en
1^' rancia, y de noche todos los gatos son pardos, y asaz de desdichada
es la persona que á las dos de la tarde no se ha desayunado, y
no hay estómago que sea un palmo mayor que otro, el cual se puede
llenar, como suele decirse de paja y de heno, y las avecitas del campo
tienen á Diop j)or su proveedor y despensero; y más calientan cuatro
varas de paño de C-uenca ([ue otras cuatro de limiste de Segovia; y al
dejar este nmndo y meternos la tierra adentro, por tan estrecha senda
l'AKTK SliCíUNDA. CAPÍTULO XXXIII ()2'.»
\ a el príncipe como el jornalero; y no ocu[)a más pies de tierra el cuer-
po del pai)a que el del sacristán, aunque sea más alto el uno que el
'tro; (jue al entrar en el hpyo, todos nos ajustamos y encojemos, ó nos
laccn ajustar y encoger, mal que nos pese, y á buenas noches; y torno
I decir que si vuestra seíioría no me quisiere dar la ínsula por tonto,
N (» sabré no dárseme nada por discreto; y yo he oído decir que detrás
le la cruz esta el diablo, y que no es oro todo lo que reluce, y que de
ntre los bueyes, arados y coyundas sacaron al labrador \'amba para
>or rey de España, y de entre los brocados, pasatiempos y ricjuezas sa-
iuon á Rodrigo para ser comido de ('nlel)ras. si es que las trovas de
os romances antiguos no mienten.
-¡Y cómo que no mienten!, dijo á esta sa/on tlofia Rodríguez, la
hiena, que era una de las escuchantes; que un romance hay que dice
|ue metieron al rey Rodrigo, vivo, vivo, en una tumba, llena de sapos,
ulebras y lagartos, y que de allí á dos días dijo el Rey desde dentro
le la tumba con voz doliente y baja:
V.1 me coiDPii. ya me fumen.
Por lio más pei-ado huhíu.
V según esto, mucha razón tiene este señor en decir que (¡uiere
lias ser labrador que rey, si le han de comer sabandijas.
Xo pudo la Duquesa tener la risa, oyendo la simplicidad de su due-
la, ni dejó de admirarse en oir las razones y refranes de KSancho, á
:|uien dijo: Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez jiromete un
•al)allero, procura cuni})lirlo, aunque le cueste la vida. El Duque, mi
cñory marido, aunque no es de los andantes, no por eso deja de ser
•aballero; y así, cumplirá la palabra de la jirometida ínsula, á pesar de
a invidia y de la malicia del mundo. Esté Sancho de buen ánimo, que,
■naiulo menos lo piense, se vtrá sentach» en la silla de su ínsula y en
a (le su estado, y empuñará su gobierno, que con otro de brocado de
! es altos lo deseche; lo que yo le encargo es que mire cómo gobierna
•US vasallos, advirtiendo que todos son leales y bien nacidos >
— Eso de gobernarlos bien, respondió Sancho, no hay })ara qué en-
•aigármelo, porque yo soy caritativo de mío. y tengo comiiasión de los
iol)i-es; y á quien cuece y amasa no le hurtes hogaza; y para mi santi-
guada, que no me han de echar dado falso; soy perro viejo, y entiendo
odo tus, tus, y sé despabilarme á sus tiempos, y no consieito que me
iiulen musarañas ante los ojos, i)orque sé donde me aprieta el zapato;
lígíílo porque los liucnos tendrán conmigo mano y concavidad, y los
líalos ni pie ni entrada. Y paréceme á mí que en esto de los gobiernos
odo es comenzar; y podría ser qu'e á quince días de gobernador me
iiduviesen las manos tan bien en el oficio, que supiese más del que de
a labor del campo, en que me he criado.
— Ves tenéis razón, Sancho, dijo la Duquesa; que nadie nace ense-
¡ado, y de los hombres se hacen los obispos, que no de las piedras.
'ero volviendo á la plática que poco ha tratábamos, del encanto de la
efiora Dulcinea, tengo por cosa cierta y más que averiguada, que
Y i>aróceme á mí qiu- en e;,to de los gobiernos todo c.'! comenzar.
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XXXIII 631
íUiuella imaginación que Sancho tuvo de burlar á su señor, y darle á
entender ([ue la labradora era Dulcinea, y que si su señor no la conocía,
debía de ser por estar encantada, toda fué invención de alguno de los
encantadores que al señor Don Quijote j)crsi,tíuen; porcjue real y verda-
deramente yo sé de buena parte que la villana que dio el brinco sobre
la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensan-
do ser el engañador, es el engañado; y no hay poner más duda en esta
verdad que en las cosas que nunca vimos; y sepa el señor Sancho Pan-
za que también tenemos acá encantadores que nos quieren bien, y nos
'licen lo que pasa por el mundo, pura y sencillamente, sin enredos ni
máquinas; y créame Sancho, que la villana brincadora era y es Dulci-
nea del Toboso, que está encantada como la madre que la parió; y
cuando menos nos pensemos, la habemos de ver en su propia figura, y
entonces saldrá Sancho del engaño en (pie vive.
— Bien puede ser todo eso, dijo Sancho Panza; y agora quiero creer
lo que mi amo cuenta de lo que vio en la cueva de Montesinos, donde
liice que vio á la señora Dulcinea del Toboso en el mesmo traje y há-
bito que yo dije que la había visto cuando la encanté por sólo mi gusto;
V todo debió do ser al revés, como vuesa merced, señora mía. dice; por-
gue de mi ruin ingenio no se puede ni debe presumir que fabricase en
-in instante tan agudo embuste, ni creo yo que mi amo es tan loco que,
jon tan Haca y magra i^ersuasión como la mía, creyese una cosa tan
fuera de todo término. Pero, señora, no por esto será bien que vuestra
bondad me tenga por malévok ; [¡ues no está obligado un porro como
vo á taladrar los pensamientos y malicias de los pésimos encantadores.
Yo fingí aquello por escaparme de las riñas de mi señor Don Quijote,
v' no con intención de ofenderle; y si ha salido al revés. Dios está en el
'ielo, que juzga los (corazones.
— Así es la verdad, dijo la Du(|uesa; pero dígame agora Sancho qué
'3s esto que dice de la cueva de Montesinos, que gustaría saberlo.
Entonces Sancho Panza le contó punto por punto lo que queda
lidio acerca de la tal aventura. Oyendo lo cual la Duquesa, dijo: «Des-
' e suceso se puede inferir que, pues el gran Don Quijote dice que vio
dlí á la mesma labradora que Sancho vio á la salida del Toboso, sin
luda es Dulcinea, y que andan por aquí los encantadores muy Hstos y
lemasiadamente bellacos.»
— Eso digo yo, dijo Sancho Panza; que si mi señora Dulcinea del
Toboso está encantada, es claro que yo no la pude encantar, sino los
?nemigos de mi amo, que deben de ser muchos y malos; verdad sea
jue la que yo vi fué una labradora, y por labradora la tuve y por tal
abradora la juzgué; y si aquella era Dulcinea, no ha de estar á mi
:uenta ni ha de correr por mí, ó sobre ello ¡morena! No, sino ándense
1 cada tri(iuete conmigo á dime y direte, «Sancho lo dijo, Sancho lo
lizo, Sancho tornó y Sane 20 volvió >; como si Sancho fuese algún
pienquiera, y no fuese el mismo Sancho Panza, el que anda ya en
libros por ese mundo adelante, según me dijo Sansón Carrasco, que,
por lo menos, es persona bachillerada [)or Salamanca; y los tales no
()32 DOX QUIJOTE DE LA MANCHA
pueden mentir, si no es cuando se Its antoja ó les viene muy á cuento;
así que, no hay para qué nadie se tome conmigo; y pues que tengo
buena fama, y que según oí decir á mi señor: «más vale el buen nom-
bre que las muchas riquezas», encájenme ese gobierno, y verán mara-
villas; que quien ha sido buen escudero, será buen gobernador.
— Todo cuanto aquí ha dicho el buen Sancho, dijo la Duquesa, son
sentencias catonianas, ó por lo menos sacadas de las mesmas entrañas
del mismo Micael Acerino, que floreniihus occidif annis. En ñn, en Hn.
hablando á su modo, debajo de mala capa suele haber buen bebedor.
—En verdad, señora, respondió Sancho, que en mi vida he bebido
de malicia; con sed, bien podría ser, })orque no tengo nada de hipócrita;'
l>ebo cuando tengo gana, y cuando no la tengo y me lo dan, por no
parecer ó melindroso ó mal criado; que á un brindis de un amigo, ¿qué
corazón ha de haber tan de mármol, que no haga la razónV Pero aun-
que las calzo, no las ensucio; cuanto más, que los escuderos de los
caballeros andantes casi de ordinario beben agua, porque siempre an-
dan por florestas, selvas y prados, montañas y riscos, sin hallar una
misericordia de vino, si dan por ella un ojo.
— Yo lo creo as), respondió la Duquesa; y por agora, vayase Sancho
á reposar; que después hablaremos más largo, y daremos orden cómo
vaya presto á encajarse, como él dice, aquel gobierno.
De nu3vo le besó las manos Sancho á la Duquesa, y le suplicó le
luciese merced de que se tuviese buena cuenta con su Rucio, porque
era la lumbre de sus ojos.
— ¿Qué Rucio es eseV, preguntó la Duquesa.
— Mi asno, respondió Sancho, que por no nombrarle con este nom-
bre, h suelo llamar eJ Rucio; y á esta señora dueña le rogué, cuando
entré en este castillo, tuviese cuenta con él, y azoróse de manera como
si la hubiera dicho que era fea ó vieja, debiendo ser más propio y
natural de las dueñas pensar jumentos que autorizar las salas. ¡01»
válame Dios, y cuan mal estaba con estas señoras un hidalgo de mi
lugar!
— Sería algún villano, dijo doña Rodríguez la dueña; que si él fuera
hidalgo y bien nacido, él las pusiera sobre el cuerno de la luna.
— Agora bien, dijo la Duquesa, no haya más; calle doña Rodrí-
guez y sosiégúese el señor Panza, y quédese á mi cargo el regalo del
Ivucio; que por ser alhaja de Sancho le pondré yo sobre las niñas de
mis ojos.
— En la caballeriza basta que esté, respondió Sancho; que sobre las
niñas de los ojos de vuestra grandeza, ni él ni yo somos dignos de
estar sólo un momento, y así lo consentiría yo como darme de puñala-
das; que auncjue dice mi señor que en las cortesías antes se ha de per-
der por carta de más que de menos, en las jumentiles \ asininas se lui
de ir con el compás en la mano y con medido término.
— Llévele, dijo la Duquesa, Sancho, al gobierno, y allá le podrá rega-
lar como quisiere, y aun jubilarle del trabajo.
— No pien.se vue.sa merced, señora Duquesa, que lia dicho mucho.
l'AKTE SEGUNDA. — CAPITULO XXXIII
633
ijt) iSaiicho; que yo he visto ir más de dos asnos á los gobicruos, y
lie llevase yo el mío no sería cosa nueva.
Las razones de Sancho renovaron en la Duquesa la risa y el con-
?ntt); y enviándole á reposar, ella fué á dar cuenta al Duque de lo (jue
m el había pasado, y eutre los dos dieron traza y orden de hacer una
urla á Don Quijote, que fuese famosa y viniese bien con el estilo caba
eresco, en el cual le hicieron muchas, tan ])ropias y discretas, que son
is mejores aventuras que en esta grande historia se contienen.
CAPITULO XXXIV
Que da cuenta de ia noticia que se tuvo de cómo se había de desencanta
la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras más famosa
deste libro.
EANDE era el gusto que recebían el Duque y la Duquesa de 1;
conversación de Don Quijote y dp la de Sancho Panza; y con
firmándose e\i la intención que tenían de hacerles algunas bui
las que llevasen vislumbres y apariencias de aventuras, toma'
ron motivo de lo que Sancho ya les había contado de la cueva de Mom
tesinos para hacerle una que fuese famosa; porque de lo que más 1;
Duquesa se admiraba, era que la simplicidad de Sancho fuese tanta
que hubiese venido á creer ser verdad infalible que Dulcinea del To
boso estuviese encantada, habiendo sido él mismo el encantador y c
embustero de aquel negocio; y así, habiendo dado orden á sus criado
de todo lo cpe habían de hacer, de allí á seis días lo llevaron á caza d<
montería, con tanto aparato de monteros y cazadores como pudiera lie
var un rey coronado.
Diéronle á Don Quijote un vestido de monte, y á Sancho otn
verde de finísimo paño; pero Don Quijote no se lo quiso poner, di
ciendo que otro día liabía de volver al duro ejercicio de las armas. ;
que no podía llevar consigo guardarropas ni reposterías. Sanche ^•
tomó el que le dieron, con intención de venderle en la primera ocasin!
que pudiese.
Llegado, pues, el esperado día, armóse Don Quijote, vistióse Sandio
y encima de su Rucio (que no le c^uiso dejar, aunque le daban ui
caballo) se metió entre la tropa de los monteros. La Duquesa sali^
PARTE SEGUNDA. CAriTUI-O XXXIV
(Í35
/aiTamoiite aderezaila, y Don Quijote, fie puro cortés y comedido,
mó la rienda de su palafrén, aunque el Duque no quería consentirlo;
tinalmente, lleijaron á un bosque, que entre dos altísimas montañas
taba, donde tomados los puestos, paranzas y veredas, y repartida la
•nte i)or diferentes puestos, se comenzó la caza con grande estruendo,
•ita y vocería, de manera que unos á otros no podían oirse, así por el
drido de los perros como por el son
' las bocinas.
Apeóse la Duquesa, y con un a,iíu-
) venablo en las manos se puso en un
lesto ])or donde ella sabía que solían
iuir algunos jabalíes. Apeóse asiniis-
.0 el Duque, y también Don Quijote,
pusiéronse á sus lados; Sancbo se
jso detrás de todos, sin apearse del
ucio, á quien no osaba desamparar,
)rque no le sucediese algún desmán;
apenas habían sentado el pie y pués-
>se en ala con otros nmchos criados
lyos, cuando, acosado de los perros y
íguido de los cazadores, vieron cjue
icia ellos venía un desmesurado ja-
aIí, crujiendo dientes y colmillos y
Tojando espuma por la boca; j en
iéndole. embrazando su escudo y
Liesta mano á su espada, se adelantó
recebirle Don Quijote; lo mismo
izo el Duque con su venablo; pero á
)dos se adelantara la Duquesa, si el
'uque no se lo estorbara.
Sólo Sancho, en viendo al valiente
limal, desamparó al Rucio y dio á
)rrer cuanto pudo; y procurando su-
irse sobre una alta encina, no fué
osible; antes, estando ya á la mitad
ella,' asido de una rama, pugnando
or subir á la cima, fué tan corto de
entura y tan desgraciado, que se des-
ajó la rama, y al venir al suelo, se
uedó en el aire, asido de un gancho de la encina, sin poder llegar al
lelo; y viéndose así, y que el sayo verde se le rasgaba, y pareciéndole
ue si aquél fiero animal allí llegaba le podía alcanzar, comenzó á dar
mtos gritos y á pedir socorro con tanto ahinco, que todos los que lo
ían y no le veían creyeron que estaba entre los dientes de alguna fiera,
"inalmente, el colmilludo jabalí quedó atravesado de las cuchillas de
mchos venablos que se le pusieron delante; y volviendo la cabeza Don
íuijote á los gritos de Sancho (que ya por ellos le había conocido) viole
Y al venir al suelo, se quedó en el aire,
asido- dé un gancho de la encina...
050 DON QUIJOTK UE LA 31 ANCHA
pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al Rucio junto á él, que m
le 'lesamparó en su calamidad; y dice Cide Hamete que pocas veces vií
á Sancho Panza sin ver al Rucio, ni al Rucio sin ver á Sancho: tal en ■
la amistad y buena Je ({uc entre los dos se guardaban.
Llegó Don C^uijote y descolgó á Sancho, el cual, viéndose libre y ei;
el suelo, miró lo desgarrado del sayo de monte, y pesóle en el alma
que j»eiisó que tenía en el vestido un mayorazgo. En esto atravesaroi
al jabalí poderoso sobre uua acémila, y cubriéndole con matas de romei <
y con ranas de mirto, le llevaron, como en señal de victoriosos despojos.
;i unas grandes tiendas de campaña que en la mitad del bosque estaban.
])uestas, donde hallaron las mesas en orden y la comida aderezada, tan
suntuosa y ^^rande, que se echaba bien de ver en ella la grandeza \
magniñceneia de quien la daba.
Sancho, mostrando á la Duquesa las llagas de su roto vestido, dijo:
— Si esta caza fuera de liebres ó de paj arillos, seguro estuviera mi
sayo de verse en este extremo; yo no sé qué gusto se recibe de esperar
;i un animal, que si os alcanza con un colmillo, os puede quitar la vida;
yo me acuerdo haber oído cantar un romance antiguo, que dice:
De lo.s oses seas comido, 9|
Como Favila el nombrado. *■
— Ese fué un rey godo, dijo Don Quijote, que yendo á caza de
montería, le comió un oso.
— Eso es lo que yo digo, respondi<'> Sancho; ([ue no querría yo que
los })ríncipes y los reyes se pusiesen en semejantes peligros, á trueco de
un gusto, que parece que no lo había de ser, pues consiste en matar á
un animal que no ha cometido delito alguno.
— Antes os engañáis, Sancho, respondió el Ducjue; porque el ejercicio
de la caza de monte es el más conveniente y necesario para los reyes y
príncipes que otro alguno. La caza es una imagen de la guerra: hay en
ella estratagemas, astucias, insidias para vencer a su salvo al eneinigo;
padécense en ella fríos grandísimos y calores intolerables, menoscábase
el ocio y el sueño, corrobóranse las fuerzas, agilítanse los miembros del
que la usa, y en resolución, es ejercicio que se puede hacer sin perjuicio
de nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que él tiene es, que no es
pai'a todos, como lo es el de los otros géneros de caza, excepto el de la
volatería, que también es sólo para reyes y grandes señores. Así que,
¡oh Sancho!, mudad de opinión, y cuando seáis gobernador, ocupaos en
la caza, y veréis cómo os vale un pan por ciento.
— Eso no, respondió Sancho; el buen gobernador, la pierna que-
brada y en casa. ¡Bueno sería que viniesen los negociantes á buscarle,
fatigados, y él estuviese en el monte holgándose! ¡Así, enhoramala
andaría el gobierno! Mía fe, señor, la caza y los pasatiempos, más han
de ser para los holgazanes que para los gobernadores; en lo que yo
pienso entretenerme es en jugar al triunfo envidado, las pascuas, y á
los bolos, los domingos y fiestas; que esas cazas y cazos no dicen cnii
mi condición ni hacen con mi conciencia.
PAUTE SEGUNDA. CAl'lTULO XXXIV (ío7
- PU>«;a á Dios, Sancho, que así sen; pím^ne del dicho al hecho hay
n;tjin trecho.
— llava lo (\ue huhiere, replic(') Sandio; (|iic al hueii pagador no lo
luelen prendas; y más le vale al que Dios ayuda (|ue al que mucho ma-
druga; y tripas llevan pies, que no pies á tripas; quiero decir, que si
Dios me ayuda, y yo hago lo que deho con buena intención, sin duda
]ue gobernaré mejor que un jeri falte. No, ¡sino i)óngame el dedo en la
iboca, y verán si apiieto ó no!
— ¡Maldito seas de Dios y de todos sus santos, Sancho maldito!, dijo
Don Quijote; ¿y cuándo será el día, como otras muchas veces he dicho,
londe yo te vea hablar sin refranes una razón corriente y concertadaV
\'uestras grandezas dejen á este tonto, señores míos, ([ue les molerá las
limas, no sólo puestas entre dos. sino entre dos mil letranes, traídos tan
i sazón y tan á tiempo, cuanto le dé Dios a él la ^alud. ó a mí si los
[uisiera escuchar.
— Los refranes de Sancho Tanza, dijo la Duquesa, puesto que son
nás que los del Comendador griego, no por eso son nienos de estimar
>or la verdad de las sentencias. De mí sé decir que me dan más gusto
|ue otros, aun«|ue sean mejor traídos y con nuis sazón acomodados.
Con estos y otros entretenidos razonamientos, salieron de la tienda
\1 bosque, y en requerir algunas paranzas y puestos se les pasó el día
»' se les vino la noche, y no tan clara ni tan sesga como la sazón <lel
iempo pedía, que era en la mitad del verano; pero un cierto claro es-
•uro que trujo consigo ayudo mucho la intención de los Duques; y así
3omo comenzó á anochecer, un poco más adelante del crepúsculo, ¡i
Icshora, pareció que todo el bcsque por todas cuatro partes se ardía, y
uego se oyeron por aquí y por allí, y por acá y por acullá, infinitas cor-
letas y otros instrumentos de guerra, como de muchas tropas de caba-
lería que por el bosque pasaban. La luz del fuego y el son de los béli
;os instrumentos casi cegaron y atronaron los ojos y los oídos de los cir-
•unstantes, y aun de todos los que en el bosque estaban. Luego se oye-
on infinitos lelilíes, al uso de moros cuando entran en las V)atallas; so-
laron trompetas y clarines, retumbaron tand)ores, resonaron jtít'aros,
•asi todos á un tiempo, tan continuo y tan apriesa, que no tuviera sen-
ido el que no quedara sin él, al son confuso de tantos instrumentos,
'a.'^móse el Duque, suspendióse la Duquesa, admiróse Den Quijote,
embló Sancho Panza; y finalmente, aun hasta los mismos sabidores de
a causa se espantaron.
Con el temor les cogió el silencio, y un postillón que en traje de de-
nonio les pasó por delante, tocando, en vez de corneta, un hueco y des-
nesurado cuerno, que un ronco y espantoso son despedía.
«Hola, hermano correo, dijo el Du(|ue. ¿quién sois, adonde vais, y
|ué gente de guerra es la que por este bosque parece que atraviesa?»
A lo que respondió el correo con voz horrísona y desentonada: «Yo
oy el diablo; voy á buscar á Don Quijote de la Mancha; la gente quü
»or aquí vienen son seis tropas de encantadores, que sobre un carro
riunfante traen á la sin par Dulcinea del Toboso; encantada viene, con
638 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
el gallardo francés Montesinos, á dar orden á Don Quijote de cómo lia
de ser desencantada la tal señora.»
— Si vos fuérades diablo como decís y como vuestra figura muestra,
ya hubiérades conocido al tal caballero Don Quijote de la Mancha, pues
le tenéis delante.
— En Dios y en mi conciencia, respondió el diablo, que no miraba en
ello, porque traigo en tantas cosas divertidos los pensamientos, que de
la principal á que venía se me olvidaba.
— Sin duda, dijo Sancho, que este demonio debe de ser hombre de
bien y buen cristiano; porque, á no serlo, no jurara «en Dios y en mi
conciencia». Ahora yo tengo para mí que aun en el mismo Infierno debe
haber buena gente.
Luego el demonio, sin apearse, encaminando la vista á Don Quijo-
te, dijo: «A ti, el Cahallero de Jos Leones (que entre las garras de ellos te
vea yo), me envía el desgraciado, pero valiente caballero Montesinos,
mandándome que de su parte te diga que le esperes en el mismo lugar
que te topare, á causa que trae consigo á la que llaman Dulcinea dsl
Toboso, con orden de darte la que es menester para desencantarla; y
l)or no ser para más mi venida, no ha de ser más mi estada: los demo-
nios como yo queden contigo, y los ángeles buenos con estos señores»;
y en diciendo esto, tocó el desaforado cuerno y volvió las espaldas, y
fuese sin esperar respuesta de ninguno.
Renovóse la admiración en todos, esjjecialmente en Sancho y Don
Quijote: en Sancho, de ver que, á despecho de la verdad, querían que
estuviese encantada Dulcinea; en Don Quijote, por no poder asegurarse
si era verdad ó no lo que le había pasado en la cueva de Montesinos,
y estando elevado en estos pensamientos, el Duque le dijo: «¿Piensa
vuesa merced esperar, señor Don Quijote?»
— ¡Pues no!, respondió él; aquí esperaré intrépido y fuerte, si me vi-
niese á embestir todo el infierno.
— Pues si yo veo otro diablo y oigo otro cuerno como el pasado, así
esperaré yo aquí como en Flandes, dijo Sancho.
En esto se cerró más la noche, y comenzaron á discurrir muchas
luces por el bosque, bien así como discurren por el cielo las exhala-
ciones secas de la tierra, que parecen á nuestra vista estrellas cjué
corren. Oyóse asimismo un espantoso ruido, al modo de aquel que se
causa de las ruedas macizas Cjue suelen traer los carros de bueyes, de
cuyo chirrío áspero y continuado se dice que huyen los lobos y los
osos, si !os hay por donde pasan. Añadióse á toda esta tempestad, otra
cjue las aumentó todas, que fué, que parecía verdaderamente que á las
cuatro partes del bosque se estaban dando á un mismo tiempo cuatro
reencuenti-DS ó batallas, porque allí sonaba el duro estruendo de
espantosa artillería, acullá se disparaban infinitas escopetas, cerca casi
sonaban las voces de los combatientes, lejos se reiteraban los lelilíes
agarenos. Finalmente, las cornetas, los cuernos, las bocinas,' los clari-,
nes, las trompetas, los tambores, la artillería, los arcabuces, sobre todo,
el temeroso ruido de los carros, formaban todos juntos un son tan
I'AIÍTE SEOUNDA. — CArÍTULO XXXIV C)'¿\}
'oiü'uso y tan horrendo, que fué menester que Don Quijote se valieée
le todo su corazón para sufrirle; pero el de Sancho vino á tierra, y di<S
'on él, desmayado, en las faldas de la Duquesa, la cual le recibió en
Has, y á gran priesa mandó que le echasen agua en el rostro. Hízose
isí, y él volvió en su acuerdo á tiempo que ya un carro de las rechinan-
es ruedas llegaba á aquel puesto.
Tirábanle cuatro perezosos bueyes, todos cubiertos de paramentos
legros; en cada cuerno traían atada y encendida una grande liacha de
era, y encima del carro venía hecho un asiento alto, sobre el cual
enía sentado un venerable viejo con una barba más blanca que la
nisnia nieve, y tan luenga, que le pasaba de la cintura; su vestidura
ra una ropa larga de negro bocací; que por venir el carro lleno de
iiñnitas luces, se podía bien divisar y discernir todo lo que en él venía.
Juiábanle dos feos demonios, vestidos del mismo bocací, con tan feos
ostros, ([ue Sancho, habiéndolos visto una vez, cerró los ojos i)or no
erlos otra.
Llegando, pues, el carro á igualar al puesto, se levantó de su alto
siento el viejo venerable, y puesto en pie, dando una gran voz, dijo:
Yo. soy. el sabio Lingaxdeo»; y pasó el carro adelante, sin hablar más
alabra.
Tras éste pasó otro carro de la misma manera, con otro viejo entro-
izado, el cual, haciendo que el carro se detuviese, con voz no menos
rave que el otro dijo: «Yo soy el sabio Alquife, el grande amigo de
Tganda la Desconocida»; y pasó adelante.
Lu6go por el mismo continente llegó otro carro; pero el qué venía
mtado en el trono no era viejo como los demás, sino hotnbrón robus-
) y de mala catadura, el cual al llegar, levantándose en pie, como los
TOS, dijo con voz mas ronca y más endiablada: <Yo soy Arcalaús, el
icantador, enemigo mortal de Amadís de (raula y de toda su párente-*
»; y pasó adelante. Poco desviados de allí hicieron alto estos tres ca-
^os, y cesó el enfadoso ruido de sus ruedas, y luego no se oyó otro rui-
), sino un son de una suave y concertada música formado, con <pie'
mcho se alegró y lo tuvo á buena señal; y así, dijo á la Duquesa, de
lien un punto ni un paso se apartaba: «Señora, donde hay música no
lede haber cosa mala.»
— Tampoco donde hay luces y claridad, respondió la Duquesa.
A lo que replicó Sancho: -Luz da el fuego, y claridad las hogueras,
imo lo vemos en las que nos cercan, y bien podría ser que nos abra-
sen; pero la música siempre es indicio de regocijos y de tiestas.»
— Ello dirá, dijo Don Quijote, que todo lo escuchaba; y dijo bien,
ino se muestra en el capítulo siguiente.
B. r.-xx 42
CAPITULO XXXV
Donde se prosigue la noticia que tuvo Don Quijote del desencanto de Dulcinea,
con otros admirables sucesos.
I
L compá? de la auTadal)le música, vieron (|ue hacia ellos vema»
un carro de los que llaman triunfales, tirado de seis nuilas
pardas, encubertadas, empero, de lienzo blanco, y sobre cada
una venía un diciplinante de luz , asimismo vestido de
blanco, con una hacha de cera sjrande encendida en la mano. Era el
carro dos veces, y aun tres, mayor ([ue los pasados, y los lados y frente
del ocupaban otros doce diciphnantes, albos como la nieve, todos con
sus hachas encendidas, vista que miraba y espantaba juntamente; y ti
un levantado trono venía sentada una ninfa, vestida de mil velos <1(
tela de plata, brillando por todos ellos infinitas hojas de argentería (K
oro, que la hacían, si no rica, á lo menos vistosamente vestida; traía o
rostro cubierto con un transparente y delicado cendal, de modo que, -ii
impedirlo sus lizos, por entre ellos se descubría un hermosísimo rosir<
de doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir la bellc
y los años, que al parecer no llegaban á veinte ni bajaban de dic/
.siete; junto á ella venía una fígura vestida de una ropa de las qm
llaman rozagantes, hasta los pies, cubierta la cabeza con un vek
negro; pero al punto que llegó el carro á estar frente á frente de lo?
Duques y de Don Quijote, cesó la música de las chirimías, y luego k
de las arpas y laúdes que en el carro sonaban, y levantándose en pi(
la figura de la ropa, la apartó á entrambos lados, y quitándose el vel(
<iel rostro, descubrió patentemente ser la mesma ñgura de la Muerte
descarnada y fea; de (pie Don Quijote recibió pesadumbre, y Sanch(
PARTK 8£tíUNDA. CAPITULO XXXV (54 1
luit'do, y los Duques hicieron al«j;ini sentiinientr) temeroso. Alzarla v
l»uesta en pie esta muerte viva, con vo/ al^o dormida y con lenoua no
muy despierta comenzó á decir desta manera.
Yo soy .Merli" (ai)ii'-l que laH hiatoriitu
Jíiceu que tuvo ])()r mi padre al diablo.
Meutira autorizada ár Ic» tiemp"s.i,
Principe de lu niágic-a. y monarca
Y archivo de la '■ieucia zoroá.strica.
Kinu'.() á las eda'io» y á lo.>< «íkIom.
Qu" solapar pretenden las liszaflas
De los andantes bravos caballeros,
A quien yo tuve y ten^o «ran cariño.
Y puesto que es de los encantadore.'í.
Délos magos, ó luáx'cos, coutino
Dura la condición, espera y fuerte.
La mía es tierna, blanda y amorosa,
Y amÍK'> de hacer bien á todas (;entcs.
Kn las cavernas Icibrofías de IJite,
Donde estaba mi alma entretenida
Kn formnr ciertos rombos y canitere»,
Llegó la voz doliente de la bella
Y sin par Dulcinea del Tobo.so.
Supe su encantamento y su desgracia,
Y BU transformación de gentil dama
Kn rústica aldeana: coudolíme;
Y encerrando mi espíritu en el liii-i o
Desta espantosa y fiera notoinía.
Después de haber revuelto ci<»n mil libros
Desta mi ciencia endemoniada y torpe.
Vengo á dar el remedio que conviene
A tamaño dolor, á mal tamaúo.
¡Oh tü, gloria y lionor de cuantos visten
Las tünica.-s de acero y de diamante;
Luyy farol, sendero, norte y guia •
De aquellos que dejando el torpe sueño
Y las ociosas plumas, se acomodan
A usar e\ ejercido intolerable
Do las sangrientas y pesadas armas'
A ti digo, ,oh varón, como ae debe.
Por janiá.s alabado, á ti valiente
Juntamente y <U8creto Don Quijote.
De la Mancha esplendor, de hspaña estrella'
(¿ue par^ recobrar su estado i)rimo
La sin par Dulcinea del Toboso.
Ks meuesiter que Sancho, tu escudero.
Se dó tres mil azotes y trecientos
Kn amba.s sus valientes jiosaderas.
.M aire descubiertas, y de modo
Que le escuezan, le amarguen y le enfaden,
Y en esto se resuelven todos cuantos
De su desgracia han sido los autores,
Y á e.sto es mi venirlu nn< .^..r.,^v..^ .
— ¡\ oto a tal!, dijo a esta sazón .Sancho; no di.i>o vo tres mil azotes,
pero así me daré yo tres, como tres puñaladas. "¡Vá'late el diahlo por
modo de desencantar! Yo uo sé qué tienen que ver mis posas con los
encantos. Por Dios, que si el señor Merlín no ha hallado otra manera
como desencantar á la señora Dulcinea del 'reboso, encantada se i)odrá
ir á la sepultura.
—Tomaros he yo, dijo Don Quijote, don villaiu), harto de ajos, y
042 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
amarraros he á un árbol, desnudo como vuestra madre os parió; y no
digo yo tres mil y trecientos, sino seis mil y seiscientos azotes os daré,
taíi bien pegados, que no se os caigan á tres mil y trecientos tirones; y
no me repliquéis palabra, que os arrancaré el alma.
Oyendo lo cual Merlín, dijo: «No ha de ser así, porque los azotes
que lia de recebir el buen Sancho, han de ser por su voluntad, y no
por fuerza, y en el tiempo que él ciuisiere, que no se le pone término
señalado; pero permítesele que si él quisiere redimir su vejación por la
mitad deste vapulamiento, puede dejar que se los dé ajena mano, aun-
<[ue sea algo pesada».
Xi ajena ni propia, ni pesada ni por pesar, re[)licó Sancho, á mí
no me ha de tocar alguna mano. ¿Parí yo por ventura á la señora Dul-
cinea del .Toboso, para que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos?
El señor mi amo sí, que es parte suya, pues la llama á cada paso «mi
vida, mi alma», sustento y arrimo suyo, se puede y debe azotar por ella,
y hacer todas las diligencias necesarias ])ara su desencanto; pero ¿azo-
tarme vo? Aberimncio.
Apenas acabó de decir esto Sancho, cuando levantándose' en pie la
argentada ninfa, que junto al espíritu de Merlín vern'a, quitándose el
sutil velo del rostro, le descubrió tal que á todos pareció más que de-
masiadamente liermoso, y con un desenfado varonil, y con una voz no
muy adamada, hablando derechamente con Sancho Panza, dijo: «¡Oh
malaventurado escudero, alma de cántaro, ct)razón de alcornoque, de
entrañas guijeñas y apedernaladas! Si te mandaran, ladrón, desuellaca-
ras, que te arrojaras de una alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo
del' géitero humano, que te comieras una docena de sapos, dos de
lauaHos y tres de culebras; si te persuadieran á que mataras á tu nui-
jer y á tus hijos con algún truculento y agudo alfanje, no fuera mara-
villa que te mostraras mehndroso y esquivo; pero hacer caso de tres
mil y trecientos azotes, que no hay niño de la doctrina, por ruin que-
sea, Viue no se les lleve cada mes, admira, adarva, espanta á todaa las
entrañas piadosas de los que lo escuchan, y aun la de todos aque-
llos que lo vinieren á saber con el discurso del tiempo. Pon, ¡oh misera-
ble y endurecido animal!, pon, digo, esos tus ojos de mochuelo es})an
tadizo en las niñas destos míos, comparados á rutilantes estrellas.
y veráslos horar hilo á hilo y madeja á madeja, haciendo surcos,
carreras y sendas por los hermosos campos de mis mejillas. Muévate,
socarróla y mal nitencionado monstro, que la edad tan íiorida mía
(que aun se está todavía en el ñicí y de los años, pues tengo diez y
nueve y no llego á veinte) se consume y marchita debajo de la corteza
de una\-ústica'labradora; y si ahora no'lo parezco, es merced particulai
que me ha hecho el señor Merhn, que está presente, sólo porque te
enternezca mi belleza; que las lágrimas de una añigida hermosura
vuelven en algodón los riscos, y los tigres en ovejas. Date, date en esas
carnazas, bestión indómito, y saca de harón ese brío, que á sólo comer
y más comer te inclina, y pon en libertad la hsura de mis carnes, la
mansedumbre de mi condición y la belleza de mi faz; y si por mí no
PARTE SEGUNDA. — CAPÍTULO XXXV 643
((uieres ablandarte ni reducirte á algún razonal)le término, hazlo por
ese pobre caballero, que á tu lado tienes; por tu amo, dii^o, de quien es-
toy viendo el alma, que la tiene atravesada en la garganta, no diez de-
dos de los lal)ios, que no espera sino tu rígida ó blanda respuesta, ó
para salirse por la boca, ó para volverse al estómago.»
Tentóse, oyendo esto, la garganta Don Quijote, y dijo, volviéndose
al Duque: «Por Dios, señor, que Dulcinea ha dicho la verdad; c[ue aquí
tengo el alma atravesada en la garganta como una nuez de ballesta.»
— ¿Qué decís vos á esto, Sanc!:o'?, preguntó la Duíjuesa.
— Digo, señora, respondió Sancho, lo que tengo dicho; que de los azo-
tes, abernuncio.
— Abrenuncio, habéis <le decir, Sancho, y no como decís, dijo el
Duque.
—Déjeme vuestra grandeza, respondió Sancho; ([ue no estoy agora
para mirar en sotilczas ni en letras más ó menos; porque me tienen tan
turbado estos azotes que me han de dar ó me tengo de dar, que, no sé
lo que me digo ni lo que me hago; pero querría yo saber de la señora,
mi señora doña Dulcinea del Toboso, adonde ai)rendió el modo de ro-
gar que tiene: viene á pedirme que me abra las carnes á azotes, y llá-
mame alma de cántaro y bestión indómito, con una tiramira de malos
nombres que el diablo los sufra. Por ventura, ¿son mis carnes de bron-
ce, ó váme á mí algo en que se desencante ó no? ¿Qué canasta de ropa
Itlanca, de camisas, de tocadores y de escarpines, aunque no los gasto,
trae delante de sí ])ara al)landarme, sino un vituperio y otro sabiendo
aquel refrán que dicen por ahí, que un asno cargado de oro sube hgero
por una montaña, y que dádivas quebrantan j)eñas, y á Dios rogando
y con el mazo dando, y que más vale un toma que dos te daréV Pues el
señor mi amo, que había de traerme la mano por el cerro y halagarine,
para que yo me hiciese de lana y de algodón cardado, dice C{ue si me
coge, ¡me amarrará desnudo á un árbol, y me doblará la parada de los
azotes! Y habían de considerar estos lastimados señores que no sola-
mente piden que se azote un escudero, sino un gobernador; como quien
dice: «bebe con guindan». Aprendan, aprendan, mucho de enhoramala,
á saber rogar y ;i saber pedir, y á tener crianza; que no son todos los
tiempos unos, ni están los hombres siempre de tan buen humor. JCstoy
yo ahora reventando de })ena por ver mi sayo verde roto, y ¡vienen á
}>edirme que me azote de mi voluntad, estando ella tan ajena dello
como yo de volverme cacique!
— Pues en verdad, amigo Sancho, dijo el Duque, que si no os ablan-
dáis más que una l)reva madura, que no habéis de empuñar el gobier-
no. ¡Bueno sería que yo enviase á mis insulanos un gobernador cruel,
de entrañas pedernalinas, que no se doblega á las lágrimas de las afli-
gidas doncellas ni á los ruegos de discretos, imperiosos y antiguos en-
cantadores y sabios! En resolución, Sancho, ó vos habéis de ser azotado
por vos, ó os han de azotar, ó no habéis de ser gobernador.
— Señor, respondió Sancho, ¿no se me darían dos días de térmhio
para pensar lo que me está mejor?
()44 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— No, en ninguna manera, dijo Merlín; aquí en este instante y en
este lugar, ha de quedar asentado lo que ha de ser deste negocio. ( )
Dulcinea volverá á la cueva de Montesinos y á su rústico estado de la-
bradora, ó ya, en el ser que está, será llevada á los elíseos campos, don-
de estará esperando se cumpla el número del vápulo.
— Ea, buen Sancho, dijo la Duquesa, buen ánimo y buengí corres
pondencia al pan que habéis comido del señor Don Quijote, á quien
todos debemos servir y agradar por su buena condición y por sus altas
caballerías. Dad el sí, hijo, desta azotaina, y vayase el diablo para dia-
blo, y el temor para mezquino; que un buen corazón quebranta mala
ventura, como vos bien sabéis.
A estas razones respondió con estas disparatadas Sancho, que ha
blando con Merlín le preguntó: «Dígame vuesa merced, señor Merlín,
cuando lle^ó aquí el diablo correo, dio á mi amo un recado del señor
Montesinos, mandándole de su parte que le esperase aquí, porque venía
á dar orden de que la señora Dulcinea del Toboso se desencantase: y
hasta agora, ¿hemos visto á Montesinos ni á sus semejas?»
A lo cual respondió Merlín: «El diablo, amigo Sancho, es un igno-
rante y un grandísimo bellaco; yo le envié en busca de vuestro amo;
pero no con recado de Montesinos, sino mío; porque Montesinos se est;i
en su cueva atendiendo, ó por mejor decir, esperando su desencanto,
<|ue aún le falta la cola por desollar: si os debe algo, ó tenéis alguna
cosa que negociar con él, yo os lo traeré y pondré donde vos más qui-
siéredes; y por agora, acabad de dar el sí desta diciplina; y creedme.
que os será de mucho provecho, así para el alma como para el cuerpo:
para el alma, por la caridad con que la haréis; para el cuerpo, porque
yo sé que sois de complexión sanguínea, y no os podrá hacer daño sa-
caros un poco de sangre.
— Muchos médicos hay en el mundo, hasta los encartadores son mv
dicos, replicó Sancho; pero, pues todos me lo dicen, aunque yo no me
lo veo, digo que so}^ contento de darme los tres mil y trecientos azo-
tes, con condición que me los tengo de dar cada y cuando que yo qui-
siere, sin que se me ponga tasa en los días ni en el tiempo, y yo procu
raré salir de la duda lo más presto que sea posible, porque goce el mun
do de la hermosura de la señora doña Dulcinea del Toboso; pues, se-
gún parece, al revés de lo que yo pensaba, en efeto es hermosa. Ha áv
ser también condición, que no he de estar obligado á sacarme sangre
con la diciplina, y que si algunos azotes fueren de mosqueo, se me han
de tomar en cuenta. Iten, que si me errare en el número, el señor Mer
lín, pues lo sabe todo, hade tener cuidado de contarlos, y de avisarme
los que me faltan ó los que me sobran.
— De las sobras no habrá que avisar, respondi('> Merlín, porque lie
gando al cabal número, luego quedará de improviso desencantada la
señora Dulcinea, y vendrá á buscar, como agradecida, al buen Sancho,
y á darle gracias y aun premios por la buena obra. Así que, no hay de
qué tener escrúpulo de las obras ni de las faltas, ni e'l cielo permita que
yo engañe á nadie, aunque sea en un pelo de la cabeza.
PAKTE SEGUNDA. CAPÍTULO XXXV (545
' ' .. " •'■ . ■ ■ ■■'■'■."'•. I ,
— TGa| pues, á la mano de Dios, dijo Sancha, yo ieonsiento en nú nmla
ventura... digo que yo acepto 'la penitencia, pon las condiciones a[»nn-
íadas...
Apenas dijo estas últimas palabras Sancho, cuando volvió á sonar
la música de las chirimías, y se volvieron á disparar infinitos arcabu-
ces, y Don Quijote se colgó del cuello de Sancho, dándole mil besos en
la frente y en las mejillas. La Duquesa y el Duque y todos los circuns-
tantes dieron muestras de haber recebido grandísimo contento, y el
carro comenzó á caminar; y al pasar la hermosa Dulcinea, inclinó la
cabeza á los Du({ues, y hizo una gran reverencia á Sancho...
Y ya en esto se venía á más andar el alba alegre y risueña; las tic-
lecillas de los campos descollaban y se erguían', y los líquidos cristales
de los arroyuelos, murnun-ando ])or entre l)lancas y pardas guijas, iban
;i dar tributo á los ríos, que los esj)eraban. La tierra alegre, el cielo
claro, el aire limpio, la luz serena, cada uno por sí y. todos juntos da-
ban maniñestas señales que el día, que al Aurora venía pisando las
faldas, había de ser sereno y claro. Y satisfechos los Duques de la caza,
y de haber conseguido su intención tan discreta y Peli<íemente, se vol-
vieron á su castillo con prosupuesto de segundar en sus burlas; (pie
])ara ellos no había veras que más gusto les diesen.
CAPITULO XXXVI
Donde se cuenta la extraña y jamás imaginada aventura de la Dueña Dolorida,
alias la Condesa Trlfaldi, con una carta que Sancho Panza escribió á su
mujer Teresa Panza.
ENÍA un mayordomo el Duque, de muy burlesco y dcscnfiídado
ingenio, el cual hizo la figura df Merlín y acomodó todo el
aparato de la aventura pasada, compuso los versos, y- hizo que
un paje hiciese á Dulcinea. Finalmente, con intervención de
sus señores, ordenó otra del más gracioso y extraño artificio que
])uede imaginarse. •
Preguntó la Duquesa á Sancho otro día si liabía comenzado la tarea
de la penitencia que había de hacer por el desencanto de Dulcinea.
Dijo que sí. y que aquella noche se había dado cinco azotes.
Preguntóle la Duquesa que con qué se los había dado.
Respondió que co^i la mano.
— Eso, replicó la Duquesa, más es darse de ])almadas r^ue de azotes; yo
tengo para mí que el sabio Merlín no estará contento con tanta blandu-
ra. Menester será que el buen Sancho haga alguna diciplina de abrojos
ó de las de canelones, que se dejen sentir, porque la letra con sangre
entra, y no se ha de dar tan barata la libertad de una tan gran señora,
como lo es Dulcinea, por tan poco precio.
A lo que respondió Sancho: «Déme vuestra señoría alguna diciplina
ó ramal conveniente, que yo me daré con él, como no me duela dema-
siado; porque hago saber á vuesa merced, que aunque soy rústico, mis
carnes tienen más de algodón que de esparto, y no será bien f|ue yo
me descríe por el provecho ajeno.»
PARTE SEGUNDA. CAPÍTULO XXXVI 647
— Sea en buena hora, respondió la Duquesa; yo os daré mañana una
lieiplina que os venga muy al justo, y se acomode con la ternura de
uestras carnes, como si fueran sus hermanas i)ropias.
A lo que dijo Sancho: «Sepa vuestra alteza, señora mía de mi ani-
[Ui, que yo tengo escrita una carta á mi mujer Teresa Panza, dándole
lienta de todo lo que me ha sucedido desj)ués que me aparté della:
i|UÍ la tengo en el seno, que no le falta más de ponerle el S()))rescrito;
uerría que vuestra discreción la leyese, porque me parece que va con-
)rme á lo de gobernador; digo, al modo que deben de escribir los go-
cinadores.»
— ¿Y quién la notó?, preguntó la I)u(iuesa.
-¿Quién la había de notar sino yo ¡pecador df^ mí!, rcspondi(') Sancho.
— ¿Y escribístesla vos?, dijo la Ducjuesa.
— Ni por pienso, respondió Sancho: purqut- \.. ím. .-.e k-t-r ui r.Miibir,
ucsto que sé ttrmar.
— Veámosla, dijo la Duíjuesa; que á buen seguro que vos mostréis
!i ella la calidad y suficiencia de vuestro ingenio.
Sacó Sancho una carta abierta del seno, y tomándola la Duquesa,
io que decía desta manera:
CAUTA DE SANCHO PANZA A TERESA PANZA, SU MUJER
< Si buenos azotes me daban, bien caballero me iba; si buen gobier-
lo me tengo, buenos azotes me cuesta. Esto no lo entenderás tú, Te-
•esa mía, por agora; otra vez lo sabrás. Has de saber, Teresa, que
cngo determinado que andes en coche, que es lo que hace al caso,
)oniue todo otro andar es andar á gatas. Mujer de un gobernador
'vv^: mira si te roerá nadie los zancajos. Ahí te envío un vestido verde
\v cazador, que me dio mi señora la Í)uquesa; acomódale de modo que
;irva de saya y cuerpos á nuestra hija. Don (¿uijote, mi amo, .<egún
le oído decir en esta tierra, es un loco cuerdo y un mentecato gracit»-
o, y que yo no le voy en zaga. Hemos estado en la cuevü de Monte-
inos. y el sabio Merlín ha echado mano de mí para el desencanto de
)alcinea del Toboso, que por allá se llama Aldonza Lorenzo. Con tres
nil y trecientos azotes, menos cinco, que me he de dar, quedará des-
iicantada como la madre que la parió. No dirás desto nada á nadie,
•orque, pon lo tuyo en concejo, y unos dirán que es blanco y otros
lue es negro. De aquí á pocos días me partiré al gobierno, adonde voy
on grandísimo deseo de hacer dineros, porque me han dicho que to-
los los gobernadores nuevos vau con este mesmo deseo; tomaréle el
)ulso, y avisaréte si has de venir á estar conmigo, ó no. El Rucio está
)ueno y se te encomienda mucho, y no lo pienso dejar, aunque me
levaran á ser gran turco. La Duquesa, mi señora, te besa mil veces
as manos; vuelve el retorno con dos mil, que no hay cosa que menos
ueste ni valga más barata, según dice mi amo, que los buenos come-
limientos. No lia sido Dios servido de depararme otra maleta con
tros cien escudo.^ como la de marras; pero no te dé pena, Teresa mía;
648 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
»que en salvo está el que repica, y todo saldrá en la colada del gobier
»no; si no que me ha dado gran pena que me dicen que si una vez 1<
> pruebo, que me tengo de comer las manos tras él; y si así fuese, n<
»me costaría muy barato; aunque los estropeados y mancos ya se tie
»nen su calongía en la limosna que piden; así que, por una vía ó po i
>otra, tú has de ser rica y de buena ventura. Dios te la dé, como pue
»de, y á mí me guarde para servirte. Deste castillo, a 20 de Juli'
»de 1614.
Tu marido, el Gobernador,
Sancho Pavía. >^
En acabando la Duquesa de leer la carta, dijo á Sancho: ' En do <
cosas anda un poco descaminado el buen gobernador: la una, en deci i
ó dar á entender que este gobierno se le han dado por los azotes ([U
se ha de dar, sabiendo él (que no lo puede negar) que cuando el I)uqu(
mi señor, se le prometió, no se soñaba haber azotes en el mundo; 1
otra es que se muestra en ella muy codicioso; y no querría que orégi
no fuese; porque la codicia rompe el saco y el gobernador codicios <
hace la justicia desgobernada.»
^Yo no lo digo por tanto, señora, respondió Sancho; y si á vues -
merced le parece que la tal carta no va como ha de ir, no hay sin
rasgarla y hacer otra nueva; y podría ser que fuese peor, si me lo d<
jan á mi caletre.
— No, no, replico la I)u(iuesa; buena está ésta, y quiero que el Di
que la vea.
Con esto se fueron á un jardín donde habían de comer aquel di;
Mostró la Duquesa la carta de Sancho al Duque, de que recibió grai
dísimo contento. Comieron, y después de alzados los manteles, y de
pues de haberse entretenido un buen espacio con la sabrosa convers;
ción de Sancho, á deshora se oyó el son tristísimo de un pífaro y el c
unos roncos y destemplados tambores. Todos mostraron alborotara
con la confusa, marcial y triste armonía, especialmente Don (¿uijot
(pie no cabía en su asiento, de purf) alborf)tado; de Sancho no hay >
decir, sino que el miedo le hevó á su aeostumbrad(j refugio, que ei;!
lado ó faldas de la Duquesa, porque real y verdaderamente el son «p
se escuchaba era tristísimo y melancólico. Y estando todos así sus})ei
sos, vieron entrar por el jardín adelante dos hombres vestidos de lut
tan luengo y tendido, que les arrastraba por el suelo; éstos venían t
cando dos grandes tambores, asimismo cubiertos de negro. A su lac
venía el pífaro, negro y pizmiento como los demás. Seguía á los tres u
personaje de cuerpo agigantado, amantado, no que vestido, con una n
grísima loba, cuya falda era asimismo desaforada de grande. Por encin
de la loba le ceñía y atravesaba un anchi) tahalí, también negro, (
fiuien nendía un desmesurado alfanje, de guarniciones y vaina iiegr
Venía cubierto el rostro con un trasparente velo negro, por quien ;
entreparecía una longísima barba, blanca como la nieve. Movía el paí
i'ARTE SEGUNDA. — CAPITULO XXXVI 649
sop de los tambores, con mucha gravedad y reposo. En tin, su gran
?za. su contoneo, su ne.iírura y su acompañamiento pudiera y })ud<'
ispender á todo.-^ aquellos que sin conocerle le miraron.
Llegó. [)ues. con el espacio y prosopopeya referida, á hincarse de
xlillas ante el l)ui[ue, <iue en pie, con los demás que allí estaban, le
endía. Pero el Duque en ninguna manera le consintió hablar hasta
Ae se levantase. IIízolo así el espantajo prodigioso, y puesto en pie.
7.Ó el antifaz del rostro, y hizo })atente la más liorrenda, la más larga,
más blanca y más [¡oblada barba que- hasta entonces humanos ojos
ibían visto; y luego desencajó y arrancó del ancho y dilatado pecho
■Vri voz grave y sonora; y poniendo los ojos en el Duque, dijo: «Altísi-
:o V poderoso señor: á raí me llaman Trifaldín. el de la barba blanca;
>v escudero de la condesa Trifaldi. por otro nombre llamada la Dueña
olorida, de ])arte de la cual traigo á vuestra grandeza una embajada,
es. que la vuestra magniticencia sea servida de darla facultad y licen
a para entrar á decirle su cuita, que es una de las más nuevas y más
hnirables que el más cuitado pensamiento del orbe pueda haber pen-
do; y primero quiere saber si está en este vuestro castillo el valeroso
jamás vencido caballero Don Quijote de la Mancha, en cuya busca
ene á pie y sin desayunarse desde el reino de Candaya hasta este
lestro estado; cosa que se puede y debe tener á milagro ó á fuerza de
icantamento; ella queda á la puerta desta fortaleza ó casa de campo,
no aguarda para entrar sino vuestro beneplácito. Dije.^^
Y tosió luego, y manoseóse la barba de arriba abajo con entrand)as
anos, y con mucho sosiego estuvo atendiendo la respuesta del Ducjue,
le fué: «Ya, buen escudero, Trifaldín de la blanca barba, ha muchos
as que tenemos noticia de la desgracia de mi señora la condesa Tri-
Idi, á (juien los encantadores la hacen llamarla Dueña Dolorida, i^ien
idóis. estupendo escudero, decirle que entre, y que aquí está el va-
nte caballero Don Quijote de la Mancha, de cuya condición generosa
lede prometerse con seguridad todo amparo y toda ayuda; y asimis
o le })odréis decir de mi parte que si mi favor le fuere necesario, no
lia de faltar, pues ya me tiene obligado á dársele el ser caballero, a
lien es anejo y concerniente favorecer á toda suerte de mujeres, en
pecial á las dueñas viudas, menoscabadas y doloiidas. cual lo debe
tar su señoría.)^
Oyendo lo cual Trifaldín, inclinó la rodilla iiasta el suelo, y hacien-
• al })ífaro y tambores señal que tocasen, al mismo son y al mismo
iso ({ue había entrado se volvió á salir del jardín, dejando á todos
[mirados de su presencia y compostura. Y volviéndose el Duque a
on Quijote, le dijo: «En fin, famoso caballero, no pueden las tinieblas
■ la malicia ni de la ignorancia encubrir y escurecer la luz del valor
de la virtud. Digo esto, porque apenas ha seis días que la vuestra
indad está en este castillo, cuando ya os vienen á buscar de lueñas y
•artadas tierras, y no en carrozas ni en dromedarios, sino á pie y en
unas, los tristes, los afligidos, confiados que han de hallar en ese for-
nmo brazo el remedio de sus cuitas y trabajos, merced á vuestras
050 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
grandes hazañas, ((ue corren y rodean todo lo descubierto de la tierra
— Quisiera yo, señor Duque, respondió Don Quijote, que estuvie
aquí presente aquel bendito religioso, que á la mesa el otro día most
tener tan mal talante y tan mala ojeriza contra los caballeros andante
para (|ue viera por vista de ojos si los tales caballeros son necesari«
en el mundo; tocara, por lo menos con la mano, que los extradinari
mente afligidos y desconsolados, en casos grandes y en desdichas inc
mes no van á buscar su remedio á las casas de los letrados, ni á las (
los sacristanes de las aldeas, ni al caballero que nunca ha acertado
salir de los términos de su lugar, ni al perezoso cortesano, que ant
busca nuevas para referirlas y contarlas, que procura hacer obras y ii
zanas para que otros las cuenten y las escriban. El remedio de las ci
tas, el socorro de las necesidades, el amparo de las doncellas, el consu
lo de las viudas, en ninguna suerte de personas se halla mejor que (
los caballeros andantes; y de serlo yo doy infinitas gracias al cielo,
doy por muy bien empleado cualquier desmán y trabajo que en es
tan honroso ejercicio pueda sucederme. Venga esta dueña y pida lo qi
quisiere; que yo le libraré su remedio en la fuerza de mi brazo y en
intrépida resolución de mi animoso espíritu.
CAIMTI'IJ) XXXVlí
Donde je prosigue la farcsa aventura de la Dueña Dolorida.
r;^ N extremo se holgaba el Duque y la Duquesa de vt i > u<ut bien
tór:,' iba respondiendo á su intención Den (Quijote, y ii esta sazón
^ dijo Sancho: «No querría yo que e^ta señora dueña i)usiese al-
•^,~ giin tropiezo a la promesa de mi «obierno; poi-que yo he oído
■cir á un boticario toledano, que hablaba como un silguero, que don-
■ interviniesen dueñas no podía suceder cosa buena. ¡Válame Dios,
qué mal estaba con ellas el tal boticario! De lo ([ue yo saco que, pues
das las dueñas son enfadosas é imi)ertinentes, de cualquiera calidad
condición que sean, ¿que serán las que son doloridas, como han dicho
ic es esta condesa Tres faldas ó Tres-colasV Que en mi tierra faldas y
las, colas y faldas, todo es uno.»
— Calla, Sancho amigo, dijo Don Quijote; que i)ues esta señora duc-
, de tan lueñas tierras viene á buscarme, no debe ser de aquellas
le el boticario tenía en su número; cuanto mas, que ésta es condesa,
cuando las condesas sirven de dueñas, será sirviendo á reinas y á
iperatrices, y en sus casas son señorísimas, que se sirven de otras
leñas.
A esto respondió doña Rodríguez, que se halló presente: «Dueñas
•ne mi señora la Duquesa en su servicio, que pudieran ser condesas,
la fortuna quisiera; pero allá van leyes do quieren reyes. Y nadie
¡;a mal de las dueñas antiguas, y menos de las doncellas;' que aunque
no lo soy, bien se me alcanza y se me trasluce la ventaja que he ce
la dueña doncella á una dueña viuda; y quien á nosotras trasquiló...
í tijeras le quedaron en la mano.»
(J52 DON QUIJOTE 1)K LA MANCHA
' "'vt.^ -^ __ ,—: __ '■_.-' , ■ . ■> . -. ■. ■ . ; , . >
— ^Coii todo eso, ii¡0^pjicó Sancho, haj' tanto que trasquilar en las.du(
ñay, según mi boticario, que lo mejor será m^ menear ti at-roz, annqji'
se llegue.
-^Siempre los escuderos, respondió doña Rodríguez, son enemigo
nuestros; que como son duendes de las antesalas, y nos ven á cad
paso, los ratos que no rezan (que son muchos) los gastan en niunnura
<le nosotras, desenterrándonos los huesos y enterrándonos la fama. Put
mandóles yo á los leños movibles, que mal que les pese, hemos de vivi
en el mundo y en las casas principales, aunque muramos de hambre, <
cubramos con un negro monjil nuestras delicadas ó no dehcadas cav
nes, como qaien cubre ó tapa un muladar con un tapiz en día de pn <
cesión. A fe, que si me fuera dado, y el tiempo lo pidiera, que yo dier
á entender, no sólo a los presentes, sino á todo el mundo, cómo no ha
virtud que no se encierre en una dueña.
— Yo creo, dijo la Duquesa, que mi buena doña Rodríguez tieu (
razón, y muy grande; pero conviene que aguarde tiempo para volve i
por sí y por las demás dueñas, para confundir la mala opinión de aqu(
mal boticario, y desarraigar la que tiene en su pecho el gran Sanch
Panza.
A lo que Sancho respondió: «Después que tengo humos de gobe
nador, se me han quitado los vaguidos de escudero, y no se me da jk
cuantas dueñas hay un cabrahigo. »
Adelante pasaran con el coloquio dueñesco, si no oyeran que el p
faro y los tambores volvían á sonar, por donde entendieron que la l)u<-
ña Dolorida entraba. Preguntó la Duquesa al Duque si sería bien ir
recebirla, pues era condesa y persona principal.
— Por lo que tiene de condesa, respondió Sancho, antes que el Duqu «
respondiese, bien estoy en que vuestras grandezas salgan á recebirlí^
pero por lo de dueña, soy de parecer que no se muevan un paso.
— ¿Quiéa te mete á ti en esto, SanchoV, dijo Don Quijote.
— ¿Quién, señor?, respondió Sancho; yo me meto, que puedo mete;
me. coQio escudero que ha aprendido los términos de la cortesía en ]
escuela de v.uesa merced, que es el más cortés y bien criado caballc:
(jue hay en toda la cortesanía; y en estas cosas, según he oído decir
vuesa merced, tanto se pierde por carta de más como })or carta de mí"
nos; y al buen entendedor pocas palabras.
— Así es como Sancho dice, dijo el Duque; veremos el talle de 1
condesa, y por él tantearemos la cortesía que se le debe.
En esto entraron los tambores y el pífaro como la vez primera
aquí, á este breve capítulo, dio fin el autor, y comenzó el otro, siguiei
do la misma aventura, que es una de las más notables de la histoi i;
I
CAPITULO XXX VI 11
Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la Dueña Dolorida.
ETBAs de los tristes músicos comeuzaroii á entrar por el jardín
)/ ^ adelante hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hi-
leras, todas vestidas de unos monjiles anchos, al parecer, de
añascóte batanado, con unas tocas blancas de delgado cane-
luí. tan luengas, que sólo el ribete del monjil descubrían. Tras ellas ve-
lííi la condesa Trit'aldi. á (juien traía de la mano el escudero Trifaldín
le la barba blanca, vestida de finísima y negra bayeta por frisar, (jue
i venir trisada, descubriera cada grano del grandor de un garbanzo de
os buenos de Martos; la cola ó falda, ó como llamarla quisieren, era de
res puntas, las cuales se sustentaban en las manos de tres pajes, asi-
nismo vestidos de luto, haciendo una vistosa y mateínática tígura con
i((uellos tres ángulos acutos que las tres jmntas formaban; por lo cual
•ayeron todos los (jue la falda i)untiaguda miraron, que por ella se de-
)ía llamar la Condesa Trifaldi. como si dijésemos la (hmlesa de las Tres
Faldas: y así dice BenengeH que fué verdad, y que de su propio apelli-
lo se llamó la Coudesa Lohitna. a causa que se criaban en su condado
nuchos l(íbo'?; y que si, como eran lobos, fueran zorras, la llamaran la
Condesa Zorruna. i)or ser costumbre en aquellas pa''tes tomar los seño-
i-es la denominación de sus nombres de la cosa ó cosas en que más sus
astados abundan; empero esta condesa, por favorecer la novedad de su
falda, dejó el Lobuna y tomó el Trifaldi.
Venían las doce dueñas y la señora á paso de procesión, cubiertos
los rostros ron míos v(>lo< ivxjnx, v no transparentes como el de Trifal-
, G54 DON QUIJOTE DE L4 MAXCUA
din, sino tan apretados, que ninguna cosa se traluGÍa, Así como acabó d(
parecer el dueñesco escuadrón, el Duque, la Duquesa y Don Quijote s(
pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesión miraban
Pararon las doce dueñas, y hicieron calle, por medio de la cual la Do
lorida se adelantó, sin dejarla de la mano Trifaldín. Viendo lo cual, e^
Duque, la Duquesa y Don Quijote, se adelantaron obra de doce pasoí
á recebirla.
Ella, puestas las rodillas en el suelo, con voz antes basta y ronca que
sutil y delicada, dijo: «Vuestras grandezas sean servidas de no hacei
tanta cortesía á este su criado... digo á esta su criada... porque, según
soy de dolorida, no acertaré á responder á lo que debo, á causa que mi
extraña y jamás vista desdicha me ha llevado el entendimiento no sé
adonde; y debe de ser muy lejos, pues cuanto más le busco, menos le
hallo. »
— Sin él estaría, respondió el Duque, señora condesa, el que no des-
cubriese por vuestra persona vuestro valor; el cual, sin más ver, es me-
recedor de toda la nata de la cortesía y de toda la flor de las bien cria-
das ceremonias; y levantándola de la mano, la llevó á sentar en una si-
lla junto á la Duquesa, la cual la reci))ió asimismo con mucho comedi-
miento. Don Quijote callaba, y ¡Sancho andaba muerto por ver el rostro
de la Trifaldi y de alguna de sus muchas dueñas; pero no fué posible,
liasta que ellas de su grado y voluntad se descubrieron.
Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le
liabía de romper, y fué la Dueña Dolorida con estas palabras: «Confia-
da estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos cir-
cunstantes, que ha de hallar mi cultísima en vuestros valerosísimos pe-
chos acogimiento, no menos plácido que generoso y doloroso; porque
ella es tal, que es bastante á enternecer los mármoles y á ablandar los
diamantes, y á molificar los aceros de los más endurecidos corazones del
mundo; pero antes que salga á la plaza de vuestos oídos, por no decir
orejas, quisiera que me lucieran sabidora si está en este gremio, corro
y compañía, el acendradísimo caballero Don (Quijote de la Manchísima
y su escuderísimo Panza.»
— El Panza, antes que otro respondiese, dijo Sancho, aquí está, y el
Don (^ínijotísimo asimismo; y así, podréis, dolorosisima dueñísima, de-
cir lo (jue quisieredísimis; que todos estamos prontos y aparejadísimos
á ser vuestros servidorísimos.
En esto se levantó Don Quijote, y encaminando sus razones á la Do-
lorida Dueña, dijo: «Si vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden
prometer alguna esperanza de remedio por algún valor ó fuerzas de al-
gún andante caballero, aquí están las mías, que, aunque flacas y breves,
todas se emplearán en vuestro servicio. Yo soy Don Quijote de la Man-
cha, cuyo asunto es acudir á toda suerte de menesterosos; y siendo esto
así,' como lo es, no habéis menester, señora, captar benevolencias ni
buscar preámbulos, sino, á la llana y sin rodeos, decir vuestros males;
que oídos os escuchan, que sabrán, si no remediarlos, dolerse dellos.»
Oyendo lo cual la Dolorida Dueña, hizo señal de querer arrojarse
PAKTE 8KOUNDA. — CAPÍTULO XXXVIII tt55
á los pies de Don Quijote, y aun se arrojó, y pugnando }>or abrazárse-
los, decía: «Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!,
por ser los que son basas y colunas de la andante caballería. Estos })ies
quiero besar, de cuyos pasos pende y cueljj;a todo el remedio de mi
desgracia, ¡oh valeroso andante, cuyas verdaderas t'a/añas dejan atrás
y escurecen las fabulosas de los Amadises, Esplandianes y Helianises!»
Y dejando á Don (¿uijote, se volvió á Sancho Panza, y asiéndole
de las manos, le dijo: ^Oh tú, el más leal escudero (pie jamas sirvió a
caballero andante en los presentes ni en los pasados siglos, más luengo
en bondad (jue la barba de Triíaldín, mi acompañadt^>r, que está pre-
sente! Bien puedes preciarte que en servir al gran Don (¿uijote sirves
en cifra á toda la caterva de caballeros <]ue han tratado las armas cnol
mundo. Conjuróte, por lo que debes á tu bondad fidelísima, uk- seas buen
intercesor con tu dueño, para que luego Favorezca á esta humildísima y
desdichadísima condesa.»
A lo que respondió Sancho: «De que sea mi bondad, señora mía,
tan larga y grande como la barba de vuestro escudero, íi nn' me hace
muy poco al caso: barbada y con bigotes tenga yo mi alma cuando dcsta
vida vaya, que es lo que inq)orta; que de las barbas de acji. poco ó nada
me curo; pero sin esas socaliñas, ni plegarias, yo rogaré á mi amo (que
^é que. me quiere bien, y más agora, que me ha menester por cierto ne-
gocio) que favorezca y ayude á vuesa merced en todo lo que pudiere:
mesa merced desembaule su cuita y cuéntenosla, y deje hacer; que todos
IOS entenderemos.
Reventaban de risa con estas cosas los Duques, como ax^uellos (juc
i labían tomado el pulso ala tal aventura, y alababan entre sí la agudeza
,' disimulación de la Trifaldi, la cual, volviéndose" á sentar, dijo: «Del
"amoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar
leí Sur, dos leguas más allá del cabo ( Jomorín, fué señora la reina doña
'Víaguncia, viuda del rey Archipiela, su señor y marido, de cuyomatri-
¡inonio tuvieron y procrearon á la infanta Antonomasia, heredera del
•eino; la cual dicha infanta Antonomasia se crió y creció debajo de mi
E utela y doctrina, por ser yo la mas antigua y la más principal dueña
le su madre. Sucedió, pues, que yendo días y viniendo días, la niña An-
onomasia llegó á edad de catorce años, con tan gran perfección de hermo-
ura, que no la pudo subir más de punto la naturaleza. Pues ¡digamos
Lgora que la discreción era mocosa! Así era discreta como bella, y era
a más bella del mundo; y lo es, si ya los hados invidiosos y las Parcas
ndurecidas no la han cortado la estaml)re de la vida. Pero no habrán;
[ue no han de permitir los cielos que se haga tanto mal á la tierra, como
ería llevarse en agraz el racimo del más hermoso veduño del suelo.
)esta hermosura, no como se debe encarecida de mi torpe lengua, se
namoró un número inñnito de príncii)es, así naturales como extranje-
os, entre los cuales os(> levantar los pensamientos al cielo de tanta be-
eza un caballero particular, que en la Corte estaba, contiado en su mo-
edad y en su bizarría, y en sus muchas habilidades y gracias, y facili-
ad y felicidad de ingenio; porque hago saber á vuestras- grandezas, si
B. p.-xx 4;í
656 DON QUIJOTE DE LA >ii;ANCHA
no lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacía hablar, y
más, que era poeta y grau bailarín, y sabía hacer una jaula de pájaros,
que solamente á hacerlas pudiera ganar la vida cuando se viera en f x-
trema necesidad; que todas estas partes y gracias son bastantes á derri-
bar una montaña, no que una delicada doncella. Pero toda su gentileza
y buen donaire y todas sus gracias y habilidades fueran poca ó ningu-
na parte para rendir la fortaleza de mi niña, si el ladrón desuellacaras
no usara del remedio de rendirme á mí primero. Primero quiso, el ma-
landrín y desalmado vagamundo, granjearme la voluntad y cohecharme
el gusto, para que yo, mal alcaide, le entregase las llaves de la fortaleza
que guardaba. En resolución, él me aduló el entendimiento y me rindió
la voluntad con no sé qué dijes y brincos que me dio. Pero lo que más
me hizo postrar y dar conmigo por el suelo, fueron unas coplas que le
oí cantar una noche desde una reja que caía á una callejuela donde él
estaba, que si mal no me acuerdo, decían:
De la dulce mi enemiga
Nace un mal que al alma hiere,
Y por más tormento, quiere
Que se sienta y no se dig».
Parecióme la trova de perlas, y su voz de almíbar; y después acá (digo
desde entonces, viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes
versos) he considerado que de las buenas y concertadas repúbhcas se
habían de desterrar los poetas, como aconsejaba Platón, á lo menos los
lascivos, porque escriben unas coplas, no como las del Marqués de Man-
tua, que entretienen y hacen llorar á los niños y á las mujeres, sino
unas agudezas, que á;modo de blandas espmas os atraviesan el alma, y
como rayos os hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez cantó:
Ven, muerte, ta» escondida,
Que no te sienta venir,
Porque el placer del morir
No me torne á dar la vida.
Y deste jaez otras coplitas y cstrambotes que cantados encantan, y
escritos suspenden. Pues ¿qué, cuando se humillan á componer un
jj-énero de verso, que en Gandaya se usaba entonces, á quien ellos
ñamaban seguidillas'? Allí era el brincar de las almas, el retozar de
la" risa, el desasosiego de los cuerpos, y finalmente, el azogue de todos
los sentidos. Y así, digo, señores míos, que los tales trovadores, con
justo título los debían de desterrar á las islas de los Lagartos. Pero
no tienen ellos la culpa, sino los simples que los alaban y las bobas
qué los creen; v si yo fuera la buena dueña que debía, no me habían
de mover sus trasnochados conceptos, ni había de creer ser verdad
aquel decir: «vivo muriendo, ardo en el hielo, " tiemblo en el fuego,
espero sin esperanza, pártome y quedóme», con otros imposibles desta
ralea, de que están sus escritos llenos. Pues ¿qué, cuando prometen el
fénix de Arabia, la corona de Ariadna, los caballos del Sol, del Sur las
perlas, de Tíbar el oro, v de Pancaya los aromas? Aquí es donde ellos
PARTE SEGUNDA. — ^CAPITULO XXXVIII (J57
alargan más la pluma, como les cuesta poco prometer lo que jamás
piensan ni pueden cumplir.
»Pero ¿d(3nde me divierto? ¡Ay de mí, desdichada! ¿Qué locura ó
qué desatino me lleva á contar las ajenas faltas, teniendo tanto que
decir de las míasV ¡Ay de mí, otra vez, sin ventura! Que no me rindieron
los versos, sino mi simplicidad: no me ablandaron las músicas, sino mi
liviandad; mi nuicha ignorancia y mi poco advertimiento abrieron el
camino y desembarazaron la senda á los pasos de don Clavijo (que este
es el nombre del referido caballero); y así, siendo yo la medianera, él
se halló una y muy muchas veces en la estancia de la, por mí y no por
él, engañada Antonomasia, debajo del título de verdadero esposo; que,
aunque pecadora, no consintiera que sin ser su marido la llegara á la
vira de la suela de sus zapatillas. No, no, eso no; el matrimonio ha de
ir adelante en cualquier negocio destos que por mí se tratare.
«Solamente hul)o un daño en este negocio, que fué el de la des-
igualdad, por ser don Clavijo un caballero particular, y la infanta An-
tonomasia heredera, como ya he dicho, del reino. Algunos días estuvo
encubierta y solapada en la sagacidad de mi recato esta maraña, hasta
que me pareció que la iba descubriendo á más andar no sé qu(' liinMia-
zón del vientre de Antonomasia, cuyo temor nos hizo entrar en bureo
á los tres, v salió del, que antes que se saliese á luz el mal recado, don
Clavijo pidiese ante el Vicario por su mujer á Antonomasia, en fe de
una cédula que de ser su esposa la infanta le había liecho, notada por
mi ingenio, con tanta fuerza, que las de Sansón no pudieran romperla.
Hiciéronse las diligencias, vio el Vicario la cédula, tomó el tal Vicario
la confeíión á la señora, confesó de plano, mandóla depositar en casa
de un alguacil de Corte muy honrado... ->
A esta sazón dijo Sancho: «¿También en Candaya hay alguaciles de
Corte, poetas y seguidillas? Por lo que puedo jurar, que imagino que
todo el mundo es uno. Pero dése vuesa merced priesa, señora Trifaldi;
que es tarde, y ya me muero por saber el ñn desta tan larga historia.»'
— Sí haré, respondió la condesa.
m'^' Mm^fk-.
/^W
CAPÍTULO XXXIX
Donde la Trifaldi prosigue su estupenda y memorable historia.
^^ E cualquiera palabra que Sancho decía, la Duquesa gustaba
'"^ tanto, como se desesperaba Don Quijote; y mandándole que
callase, la Dolorida prosiguió diciendo: .«En fin: al cabo de
^ muchas demandas y respuestas, como la infanta se estaba
siempre en sus trece, sin sah'r ni variar de la primera declaración, el
Vicario sentenció en favor de don Clavijo, y se la entregó por su legítima
esposa; de lo que recibió tanto enojo la reina doña Maguncia, madre de
la infanta Antonomasia, que dentro de tres días la enterramos.»
— Debió de morir sin duda, dijo Sancho.
—Claro está, respondió Trifaldín; que en Caiidaya no se entierran
las personas vivas, sino las muertas.
Ya se ha visio, señor escudero, replicó Sancho, enterrar un (h'<-
mayado, creyendo ser muerto; y parecíame á mí que estaba la reiun
Maguncia obligada á desmayarse antes que á morirse; que con la vida
muchas cosas se remedian, y no fué tan grande el disparate^ de la in-
fanta, que obhgase á sentirle tanto. Cuando se hubiera casado esa se
ñora con algún paje suvo ó con otro criado de su casa, como han hecho
otras muchas, según he oído decir, fuera el daño sm remedio; pero el
haberse casado con un cabaUero tan gentil hombre y tan entendido
como aquí nos le han pintado, en verdad, en verdad, que aunque fue
necedad, no fué tan grande como se piensa; porque según las reg as de
mi señor, que está presente, y no me dejará mentir, asi como se hacen
de los hombres letrados los obispos, se pueden hacer de los cabaliem-
(y más si son andantes) los reyes y los emperadores.
PAKTE SECUNDA. CAPITULO XXXIX G59
— Razón tienes, Sancho, dijo Don (Quijote; {)orque un caballero añ-
ilante, como tenga dus dedos de ventura, esta en })otencia [)ro})incua
de ser el mayor señor del mundo. Pero pase adelante la señora l)olori
da; que á mí se me trasluce que le falta por contar lo amar.no desta
hasta aquí dulce histoiia.
— ¡Y cómo si queda lo amaruo!, respondió la Condesa; ¡y tan amarm»,
<[ue en su comparacicni son dulces las tueras, y sabrosas las adelfas!
Muerta, pues, la Reina, y no desmayada, la enterramos; y apenas la cu-
luimos con la tierra, y apenas le dimos el ultimo vale, cuando ^/juis ta-
1 id Jando temperet a lacrymis:' puesto sobre un caballo de madera, pare-
ció encima de la sepultura de la lieina el gigante Maland)run(), primo
cormano de Maguncia, que, junto con ser cruel, era encantador; el cual,
<-on sus artes, en veng^iui/.a de la nmerte de su cormaua, y por castigo
<lel atrevimiento de don Clavijo, y por despecho de la demasía de An-
tonomasia, los dejó encantados sobre la mesma sepultura: á ella con-
vertida en una jimia de bronce, y á él en un espantoso cocodrilo, de un
metal no conocido; y entre los dos está un i)adrón, asimismo de metal,
y en él escritas en lengua siriaca unas letras, que habiéndose declarado
en la candayesca, y ahora en la castellana, encierran esta sentencia:
Xo cobrarán su primera forma estos dos atrevidos amantes, hasta que
el valeroso Manchego venga conmigo á las manos en singular batalla;
(jue para sólo su gran valor guardan los hados esta nunca vista aven-
tura.»
Hecho esto, sacó de la vaina un anclio y desmesurado alfanje; y
asiéndome á mí por los cabellos, hizo finta de querer segarme la gola y
corlarme á cercén la cabe/a. Túrbeme, pegóseme la voz á la garganta,
(juedé mohína en todo extremo; pero con todo, me esforcé lo más que
pude, y con voz tembladora y doliente le dije tantas y tales cosas, que
le hicieron suspender la ejecución de tan riguroso castigo. Finalmente,
hizo traer ante sí todas las dueñas de palacio, que fueron éstas que es-
tán i)resentes; y después de haber exagerado nuestra culpa, y vitupera-
do las condiciones de las dueñas, sus malas mañas y peores trazas, y
cai-gando á todas la culpa que yo sola tenía, dijo que no quería coli
pena capital castigarnos, sino con otras penas dilatadas, que nos diesen
una muerte civil y continua; y en aquel mismo momento y punto que
acabó de decir esto, sentimos todas que se nos abrían los poros de la
cara, y que por toda ella nos punzaban como con puntas de agujas.
.Vendimos luego con las manos á los rostros, y hallámonos de la mane-
ra que ahora veréis.
Y luego la Dolorida y las demás dueñas alzaron los antifaces con
que cubiertas venían, y descubrieron los rostros, todos poblados de
barbas, cuáles rubias, cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarraza-
das; de cuya vista mostraron quedar admirados el Í)uque y la Duque-
sa, pasmados Don (Quijote y Sancho, y atónitos todos los piesentes; y
la Trifaldi prosiguió: 'Desta manera nos castigó aquel follón y mal in-
tencionado de Malambruno, cubriendo la blandura y morbidez de nues-
tros rostros con la aspereza destas cerdas; que ¡pluguiera al cielo que
660
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
antes con su desmesurado alfanje nos hubiera derribado las testas, que
no que nos asombrara la luz de nuestras caras con esta borra que nos
cubre! Porque, si entramos en cuenta, señores míos... y esto que voy á
decir agora, lo quisiera decir hechos mis ojos fuentes, pero la conside-
ración de nuestra desgracia, y los mares que hasta aquí han llovido, los
tienen sin humor y secos como aristas; y así lo diré sin lágrimas. Digo,
pues, que ¿adonde podrá ir una dueña con barbas? ¿Qué padre ó qué
madre se dolerá della? ¿Quién le dará ayuda? Pues aun cuando tiene
la tez lisa y el rostro martirizado con mil suertes de menjurjes y mu-
das, apenas halla Cjuien bien la quiera, ¿qué hará cuando descubra he-
cho un bosque su rostro? ¡Oh dueñas y compañeras mías; en desdicha-
do punto nacimos, en hora menguada nuestros padres nos engendra-
ron!» Y diciendo esto, dio muestras de desmavaree.
CAPITULO XL
Da cosas que atañen y tocan á esta aventura y á esta memorable historia.
EAL y verdaderamente, todos los que gustan de semejantes his-
torias como ésta, deben de mostrarse agradecidos á Cide Ha-
•^ mete, su autor primero, por la curiosidad que tuvo en contarnos
';vV lí^s seminimas della, sin dejar cosa, por menuda que fuese, que
10 la sacase á luz distintamente. Pinta ios pensamientos, descubre las
maginaciones, responde á las tácticas, aclara las dudas, resuelve los
irgumentos; finalmente, los átomos del más curioso deseo manifiesta.
Oh autor celebérrimo! ¡Oh Don Quijote dichoso! ¡Oh Dulcinea famosa!
Oh Sancho Panza gracioso! Todos juntos, y cada uno de por sí, viváis
iglos infinitos, para gusto y general pasatiempo de los vivientes.
Dice, pues, la historia que así como Sancho vio desmayada á la
dolorida, dijo: «Por la fe de hombre de bien juro, y por el siglo de
odos mis pasados los Panzas, que jamás he oído ni visto, ni mi amo
ne |ha contado, ni en su pensaixdento ha cabido, semejante aventura
orno ésta. ¡Válgate mil Satanases, por no maldecirte por encantador
' gigante Malambruno! ¿Y no hallaste otro género de castigo que dar
. estas pecadoras, sino el de barbarlas? ¿Cómo? ¿Y no fuera mejor, y á
Has les estuviera más á cuento, quitarles la mitad de las narices de
uedio abajo, aunque hablaran gangoso, que no ponerles barbas? Apos-
aré yo que no tienen hacienda para pagar á quien las rape.»
—Así es la verdad, señor, respondió una de las doce, c[ue no tene-
uos hacienda para mondarnos; y así, hemos tomado, algunas de nos-
062 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
otras, por remedio ahorrativo, de usar de unos pegotes ó parches pega-
josos, y aplicándolos á los rostros y tirando de golpe, quedamos rasas y
lisas como fondo de mortero de piedra; que puesto que hay en Gandaya
mujeres que andan de casa en casa á quitar el vello y á pulir las cejas
y hacer otros menjurjes tocantes á mujeres, nosotras, las dueñas de mi
señora, por jamás quisimos admitirlas, porque las más oliscan á ter-
ceras, habiendo dejado de ser primas; y si por el señor Don Quijote no
somos remediadas, con barbas nos llevarán á la sepultura.
— Yo me pelaría las mías, dijo Don Quijote, en tierra de moros, si
no remediase las vuestras.
A este punto volvió de su desmayo la Trifaldi, y dijo: «El retintín
desa promesa, valeroso caballero, en medio de mi desmayo llegó á mis
oídos, y ha sido parte para que yo del vuelva, y cobre todos mis senti-
dos; y así, de nuevo os suplico, andante ínclito y señor indomable:
vuestra graciosa promesa se convierta en obra.
— Por mí no quedará, respondió Don (Quijote; ved, señora, qué es lo
que' tengo de hacer; que el ánimo está muy pronto para serviros.
—Es el caso, respondió la Dolorida, que desde aquí al reino de Gan-
daya, si se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos más ó menos; pero
si se va por el aire y por línea recta, liay tres mil y docientas y veinte
y siete. Es también de saber, que ^Slalí^mbruno me dijo que, cuando la
suerte me deparase al caballero nuestro libertador, que él le enviaría
una cabalgadura harto mejor y con menos malicias. que las que son de
retorno; porque ha de ser aquel mesmo caballo de madera sobre quien
llevó el valeroso Fierres robada á la linda Magalona; el cual caballo se
rige por una clavija que tiene en el cuello, que le sirve de freno, y
vuela por el aire con tanta ligereza, que parece que los mesmos diablos
le llevan. Este tal caballo, según es tradición antigua, fué compuesto
por aquel sabio Merlín. Prestósele á Fierres, que era su amigo, cor; el
cual hizo grandes viajes, y robó, como se ha dicho, á la linda Maga-
lona, llevándola á las ancas por el aire, dejando embobados á cuantos
desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino á quien él quería, ó
mejor se lo pagaba; y desde el gran Fierres hasta agora, no sabemos
qué haya subido alguno en él. De allí le ha sacado I\Ialambruno con
sus artes, y le tiene en su poder, y se sirve del en sus viajes, que los
hace por momentos por diversas partes del mundo, y hoy está aquí y
mane na en Francia, y otro día en Fotosí; y es lo bueno, que el tal
caballo ni come ni duerme ni gasta herraduras, y lleva un portante por
los aires, sin tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza
llena de agua en la mano sin que se le derrame gota, según camina
llano y reposado, por lo cual la linda Magalona se holgaba mucho de
andar caballera en él.
A esto dijo Sancho: «Fara andar reposado y llano, mi Rucio, puesto
que no anda por los aires; pero por la tierra, yo le cutiré con cuantos
portantes hay en el mundo. >^
Riéronse todos, y la Dolorida prosiguió: «Y este tal caballo, si es
que Malambruno quiere dar hn á nuestra desgracia, antes que sea me-
i'AKTK SKGL'MUA. CAlMl'l Lo M, ()63
diíi hora entrada la noche estará en nuestra presencia; porque él me
sií>nitic<) (jue la señal que me daría por donde yo entendiese que había
hallado el cahallert) que buscaba, sería enviarme el caballo, donde fue-
se con comodidad y presteza.»
— ¿Y cuántos caben en ese caballoV, preijuntó Sancho.
La Dolorida respondió: ' Dos personas, la una en la silla y la otra
en las ancas; y, ])or la mayor parte, estas tales dos ])ersonas son caba-
llero y escudero, cuando falta aliíuna rc'bada doncella.»
— (Querría yo sal)er, señora Dolorida, dijo Sancho, qué nombre tiene
ese caballo.
—El nombre, res})ondió la Dolorida, no es como el caballo de Bele-
rufonte, que se llamaba Pei^aso; ni como el del Magano Alejandro, lla-
mado Bucéfalo; ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fué Bri-
lladoro; ni menos Bayarte, que fué el de Reinaldos dt Montalbán; ni
l'rontino, como el de Rutero; ni Etonte ni Piroente, como dicen que se
llaman los .del Sol; ni tampoco se llama Orelia, como el caballo en que
el desdichado Rodrigo, último rey de los jíodos, entró en la batalla don
<le perdió la vida y el reino.
—Yo apostaré, dijo Sancho, que pues no le han dado nin.uuno desos
famosos nombres de caballos tan conocidos, que tam[)OCo le habrán
dado el de mi amo, Rocinante, que en ser propio excede á todos los
(jue se han nombrado.
— ^Así es, res]:»ondió la barbada condesa; pero todavía le cuadra mu-
cho, porque se llama Chivilffío d Alígero, cuyo nombre conviene con el
-^er de leño, y con la clavija que trae en el cuello, y con la ligereza con
(ue camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir con el
lamoso Rocinante.
— No me descontenta el nombre, repHcó Sancho; pero ¿con qué freno
• con qué jáquima se gobierna?
— Ya he dicho, respondió la Trifaldi, que con la clavija; que vol-
viéndola á una ])arte ó á otra el caballero que va encima, le hace cami-
lar como quiere, ó ya por los aires, ó ya rastreando y casi barriendo la
ierra, ó ])or el medio, que es el que se busca y se ha de tener en todas
as acciones bien ordenadas.
— Ya lo querría ver, respondió Sancho; ]>ero pensar que tengo de su-
>ir en él, ni en la silla ni en las ?ancas, es pedir peras al olmo. ¡Bueno es
jue apenas puedo tenerme en mi Rucio y sobre una albarda más blan-
la que la mesma seda, y querrían ahora cjue me tuviese en unas aneas
le tabla, sin cojín ni almohada alguna! Pardiez, yo no me pieneo moler
)or quitar las barbas á nadie. Cada cual se rape como más le viniere á
■ueato; que yo no pienso acompañar á mi señor en tan largo viaje;
•uanto más, que yo no debo de ser al caso para el rapamiento destas
»arbas, como lo soy para el desencanto de mi señora Dulcinea.
— Sí sois, amigo, respondió la Trifaldi; y tanto, que sin vuestra pre-
sencia, entiendo que no haremos nada.
— ¡Aquí del Rey!, dijo Sancho: ¿qué tienen que ver los escuderos con
as aventuras de sus sefiorosV ¿Hanse de llevar ellos la fama de las que
664 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
acaban, y hemos de llevar nosotros el trabajo? ¡Cuerpo de mí! Aun si
dijesen los historiadores: «el tal caballero acabó la tal y tal aventura,
pero con ayuda de Fulano, su escudero, sin el cual fuera imposible el
acabarla»: pero ¡que escriban á secas: «Don Paralipómenon de las Tres
Estrellas acabó la aventura de los seis vestiglos», sin nombrar la perso-
na de su escudero, c{ue se halló presente á todo, como si no fuera en el
mundo! Ahora, señores, vuelvo á decir que mi señor se puede ir solo, y
buen provecho le haga; que yo me quedaré aquí en compañía de la
Duquesa, mi señora; y podría ser que cuando volviese, hallase mejora-
da la causa de la señora Dulcinea en tercio y quinto; porque pienso, en
los ratos ociosos y desocupados, darme una tanda de azotes, que no me
la cubra pelo.
— Con todo eso, le habéis de acompañar si fuere necesario, buen
Sancho, porque os lo rogarán buenos; c{ue no han de quedar por vue-í-
tro inútil temor tan poblados los rostros destas señoras; que, cierto, se-
ría mal caso.
— ¡Aquí del Rey otra vez!, replicó Sancho. Cuando. esta caridad se
hiciera por algunas doncellas recogidas ó por algunas niñas de la doc-
trina, pudiera el hombre aventurarse á cualquier trabajo; pero ¿que lo
sufra por quitar las barbas á dueñas? ¡Mal año! Mal que las viese yo á
todas con barbas desde la mayor hasta la menor, y de la menos melin-
drosa hasta la más repulgada.
— Mal estáis con las dueñas, Sancho amigo, dijo la Duquesa; mucho
os vais tras la opinión del boticario toledano. Pues á fe que no tenéis
razón; que dueñas hay en mi casa que pueden ser ejemplo de dueñas;
que aquí está mi doña Rodríguez, que no me dejará decir otra cosa.
— Mas que la diga vuestra excelencia, dijo la Rodríguez; que Dios
sabe la verdad de todo; y buenas ó malas, barbadas ó lampiñas, que
seamos las dueñas, también nos parieron nuestras madres como á las
otras mujeres; y pues Dios nos echó en el mundo, él sabe para qué, y
á su misericordia me atengo, y no á las barbas de nadie.
— Ahora bien, señora Rodríguez, dijo Don Quijote, y señora Trifal-
di y compañía, yo espero en el cielo que mirará con buenos ojos vues-
tras cuitas; que Sancho hará lo que yo le mandare. Ya viniese Clavile-
ño, y ya me viese con Malambruno; que yo sé que no habría navaja
que con más facilidad rapase á vuestras mercedes, como mi espada ra-
paría de los hombros la cabeza de Malambruno; cjue Dios sufre á los
malos, pero.no para siempre.
— ¡Ay!, dijo á esta sazón la Dolorida: con benignos ojos miren á vues-
tra grandeza, valeroso caballero, todas las estrellas de las regiones ce-
lestes, é infundan en vuestro ánimo toda prosperidad y valentía, para
ser escudo y amparo del vituperoso y abatido género dueñesco, abomi-
nado de boticarios, murmurado de escuderos y socaliñado de pajes;
que ¡mal haya la bellaca que en la flor de su edad no se metió pri-
mero á ser monja que á dueña! ¡Desdichadas de nosotras las due-
ñas, que aunque vengamos por línea recta de varón en varón del
mismo Héctor el troyano, no dejarán de echarnos un vos nuestras seño-
PAKTK SEGUNDA.
-CAl'lTL'LO XL
()))5
is, si pensasen por ello ser reinas. ¡Oh gigante Malanibruuo, que aun-
ae eres encantador, eres certísimo en tus promesas!, enviamos ya al
n parClavileño, para que nuestra desdicha se acabe, que si entra más
calor, y estas nuestras bambas duran, ¡guay de nuestra ventura!
Dijo esto con tanta sentimiento la Trifaldi, que sacó las lágrimas
' los ojos de todos los circunstantes, y aun arrasó los de Sancho; y
'opuso en »u corazón de acom[)añar á su señor hasta las últimas par-
s del mundo, si es que en ello consistiese quitar la lana de aquellos
'nerables rostros.
[-4^
rAriTULO XLI
De la venida d§ Clavileño, con el fin desta dilatada aventura.
LEGÓ en esto la noche, y con ella el punto determinado en qi
pj el famoso caballo Clavileño viniese, cuya tardanza fatigaba 3
^\% á Don Quijote, pareciéndole que, pues Malambruno se deten
~-^" en enviarle,, ó que él no era el caballero para quien estal
guardada aquella aventura, ó que Malambruno no osaba venir con él
singular batalla. Pero veis aquí, cuando á deshora entraron por el ja
din cuatro salvo jes,' vestidos tocios de verde hiedra, que sobre sus hor
brop traían un gran caballo de naadera.
Pusiéronle de pies en el suelo, y uno de los salvajes dijo: <'Suba s
brc esta máquina el caballero que tuviere ánimo para ello.»
Aciuí dijo Sancho: < Yo no subo, porque ni tengo ánimo ni soy c
1 tallero. >^
Y el salvaje i)rosiguió diciendo: Y ocupe las anca? el escudero,
es que lo tiene, y fíese del valeroso Malambruno; que, si no fuere de f
espada, de ninguna otia*, ni de otra malicia será ofendido; y no hí
más que torcer esta clavija que sobre el cuello trae puesta el caball
i\ue él los llevará por los aires, adonde los atiende Malambruno; [)er
porque la alteza y sublimidad del camino no les cause vaguidos, se ha
de cubrir los (-jos hasta que el caballo relinche, que será señal de h
ber dado ñn á su viaje.;
Esto dicho, dejando á Clavileño, con gentil continente se volvierc
por donde habían venido.
La Dolorida, así como vio al caballo, casi con lágrimas dijo á De
(Quijote: Y'alci'üso caballero, las promesas de Mídambruno han sic
l'AliTK SEGUNÜA. CAVITUI-O XJ.l *►<><
eitas; el caballo está en cusa, nuestras barbas cj-ecen, y cada una <le
jsotras, y con cada pelo dellas, te sui)l¡cain()S nos rapes y tundas, pues
:> está eii más sino en (jue subas en él con tu escudero, y des felice
rincipio á vuestro nuevo viaje.»
— Eso haré yo, señora condesa Trifaldi, <le muy inien ^rado y de
lejor talante, sin ponerme a tomar cojín ni calzanne espuelas, [»or m.
3tenerme: tanta es la .2;ana que ten.iío de veros a vos, señora, y a tttdas
;tas dueñas, rasas y mondas.
— Eso no haré yo, dijo Sancho, ni de malo ni de buen talante, en
n^íuna manera; y si es que este rapamiento no se puede hacer sin <iue
) suba a las ancas, bien puede buscar mi señor otro escudero que le
;ompañe, y estas señoras otro modo de aüsarse los rostros; (¡ue yo no
•y brujo, para gustar de andar por los aires. ¿Y qué dirán mis insula-
)S cuando sepan que su orobernador se anda paseando i)or los vientos?
otra cosa más, que habiendo tre^ mil y tantas leguas de aquí á Can-
lya, si el caballo se cansa ó el gigante se enoja, tardaremos en dar la
lelta media dt)cena de años, y ya ni habni ínsula, ni ínsulos en el
undo ({ue me conozcan; y pues se dice comúnmente que en la tardan/.a
i el peligro, y que cuando te dieren la vaquilla acudas con la soguillt»,
ordénenme las barbas destas señoras; que Ijien se está San Pedro en
oma; quiero decir, que bien me estoy en esta casa, donde tanta raer-
•d se me hace, y de cuyo dueño tan gran bien espero como es verme
)bernador.
A lo que el Duque dijo: «Sancho amigo, la ínsula (jue yo os he pro-
etido no es movible ni fugitiva; raíces tiene tan hondas, echadas en
s abismos de la tierra, que no la arrancarán ni nmdarán de donde esta
tres tirones, y pues vos sabéis, y sé yo, que no hay ningún género de
icio destos de mayor cuantía que no se granjee con alguna suerte de
hecho, cual más, cual menos, el que yo quiero llevar por este gobier-
), es que vais con vuestro señor Don Quijote á dar cima y cabo á esta
emorable aventura; que agora volváis sobre Clavilefio con la brevedad
le su ligereza promete, ora la contraria íortuna os traiga y vuelva á
! e, hecho romero, de mesón en mesón y de venta en venta, siempre
le volviéredes hallaréis vuestra ínsula donde la dejáis, y á vuestros
sulanos con el mesmo deseo de recebiros por su gobernador que
3mpre han tenido, y mi voluntad será la mesma; y no pongáis duda
. esta verdad, señor Sancho; que sería hacer notorio agravio al deseo
le de serviros tengo.»
— No más, señor, dijo Sancho; yo soy un pobre escudero, y no puedo
var á cuestas tantas cortesías. Suba mi amo, tápenme estos ojos y
comiéndenme á Dios, y avísenme si. cuando vamos por esas altané-
is, podré encomendarme á nuestro Señor ó invocar los ángeles, que
e favorezcan.
A lo que respondió la Trifaldi: «Sancho, bien podéis encomendaros
Dios, ó á quien quisiéredes; que Malambruno, aunque es encantador,
cristiano, y hace sus encantamentos con mucha sagacidad y con
ucho tiento, sin meterse con nadie.»
668 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Ea, pues, dijo Sancho, Dios me ayude y la Santísima Trinidad d«
Gaeta.
— Desde la "memorable aventura de los batanes, dijo Don Quijote
nunca he visto á Sancho con tanto temor como agora; y si yo fuera tai
agorero como otros, su pusilanimidad me hiciera algunas cosquillas ei
el ánimo. Pero llegaos aquí, Sancho; que, con licencia destos señores
os quiero hablar aparte dos palabras. Y apartando á Sancho entre uno,-
árboles del jardín, y asiéndole ambas las enanos, le dijo: Ya ves, Sanch(
hermano, el largo viaje c[ue nos espera, y que sabe Dios cuándo volve
remos del, ni la comodidad y espacio que nos darán los negocios; y así
querría que ahora te retirases en tu aposento, como que vas á busca;
alguna cosa necesaria para el camino, y en un daca las pajas te dieses
á buena cuenta de los tres mil y trecientos azotes á que estás obligado
siquiera quinientos; que dados te los tendrás; que el comenzar las cosa;
es tenerlas medio acabadas.
— ¡Por Dios, dijo Sancho, que vuesa merced debe de ser menguado
Esto es como aquello cjuc dicen: «empreñada me ves, y ¡doncelled me
demandas!» Agora, que tengo de ir sentado en una tabla rasa, ¿quiert
vuesa merced que me lastime las posas? En verdad, en ver-dad, que nc
tiene vuesa merced razón, ^"amos ahora á rapar estas dueñas; que á k
vuelta, yo le prometo á vuesa merced, como quien soy, de darme tantí
priesa á salir de mi obligación, que vuesa merced se contente... y no It
digo más.
Y Don Quijote respondió: «Pues con esa promesa, buen Sancho, vo}
consolado, y creo que la cumplirás; porque, en efeto, aunque tonto
eres hombre verídico. »
— No soy verde, sino moreno, dijo Sancho; pero, aunque fuera dt
mezcla, cumpliera mi palabra.
Y con esto, se volvieron á subir en Clavileño, y al subir, dijo Don
Quijote: «Tapaos, Sancho, y subid, Sancho; que quien de tan lueñas
tierras envía por nosotros no será para engañarnos, por la poca gloria
c^ue le puede redundar de engañar á quien del se fía; y puesto que todo
sucediese al revés de lo que imagino, la gloria de haber emprendido
esta hazaña no la podrá escurecer malicia alguna. »
—Vamos, señor, dijo Sancho; C|ue las barbas y lágrimas destas seño-
ras las tengo clavadas en el corazón, y no comeré bocado que bien me
sepa hasta verlas en su primera lisura. Suba vuesa merced y tá})ese
primero; que si yo tengo de ir á las ancas, claro está que primero sube
el de la silla.
— Así es la verdad, replicó Don Quijote; y saeando un pañuelo de la
faldriquera, pidió á la Dolorida que le cubriese muy bien los ojos; y
habiéndoselos cubierto, se voháó á descubrir y dijo: Si mal no me
acuerdo, yo he leído en Virgilio aquello del Paladión de Troya, que fué
un caballo de madera que los griegos presentaron á la diosa Palas, el
cual iba preñado de caballeros armados, que después fueron la total
ruina de Troya; 3- así, será bien ver primero lo que Clavileño trae en su
estómago.
PARTE SEGUNDA. CAPÍTULO XLI 6(39
— No hav \K\Ya qué. dijo la Dolorida; que yo le fío, y sé que Malam-
runo no tiene nada de malicioso ni de traidor; vuesa merced, señor
)on Quijote, suba sin pavor alguno, y ¡á mi daño si alguno le sucediere!
Parecióle á Don (^uijcte que cualquiera cosa que replicase acerca de
1 a seguridad sería poner en detrimento su valentía; y así, sin más alter-
ar, subió sobre Clavileño y le tentó la clavija, que fácilmente se rodea-
a; y como no tenía estribos, y le colgaban las piernas, no i)arecía sinf)
\gura. de tapiz flamenco, pintada ó tejida, en algún romano triunfo. De
;,ial talante y poco á poco llegó á subir Sancho; y acomodándose lo me-
)r i\UQ pudo en las ancas, las halló aUo duras y no nada blandas, y pi-
^ ió al Duque, que, si fuese posible, le acomodasen de algún cojín ó de
ilguna almohada, aunque fuese del estrado de su señora la Du(iuesa ó
I el lecho de algún paje, porque las ancas de aquel caballo más parecían
íl<e mármol que de leño.
í A esto dijo la Trifaldi que ningún jaez ni ningún género de adorno
I afría sobre sí Clavileño; que lo que podía hager era, |)onerse á muje-
lega, y que así no sentiría tanto la dureza.
Hízolo así Sancho, y diciendo á Dim se dejó vendar los ojos, y ya
i espués de vendados, se volvió á descubrir, y mirando á todos los del
u'dín tiernamente y con lágrimas, dijo (jue le ayudasen en aquel tran-
3 con sendos paternostres y sendas avemarias, j)orque Dios deparase
uien por ellos los dijese cuando en semejantes trances se viesen.
• A lo que dijo Don Quijote: «Ladrón, ¿estás puesto en la horca por
entura, ó en el üitimo término de la vida, para usar de semejantes pie-
arias? ¿No estás, desalmada y cobarde criatura, en el mismo lugar que
cup(') la linda Magalona, del cual descendió, no á la sej)ultura, sino a
3r reina de Francia, si no mienten las historias? Y yo, que voy á tu
ido, ¿no puedo ponerme al del valeroso Fierres, que 0[>rimió este mis-
10 lugar que yo ahora oprimo? Cúbrete, cúbrete, animal descorazona-
0, y no te salga á la boca el temor que tienes, á lo menos en présen-
la mía.
— Tápenme, respondió Sancho; y pues no quieren que me encomien-
e á Dios ni que sea encomendado, ¿qué mucho que tema no ande por
quí alguna región de diablos que den con nosotros en Peralvillo?
Cubriéronle, y sintiendo Don Quijote que estaba como había de es-
u\ tentó la clavija, y apenas hubo puesto los dedos en ella, cuando to-
as las dueñas y cuantos estaban presentes levantaron la voces, dicien-
o: «¡Dios te guíe, valeroso caballero! ¡Dios sea contigo, escudero intré-
ido! Ya, ya vais por esos aires, rompiéndolos con más velocidad que
na saeta, ya comenzáis á suspender y admirar á cuantos desde la tie-
•a os están mirando. Tente, valeroso Sancho, que te bamboleas; mira
o cavas; que será peor tu caída que la del atrevido mozo que quiso re-
ir el carro del Sol, su padre.»
Oyó Sancho las voces, y apretándose con su amo y ciñéndole con
)S brazos, le dijo: «Señor, ¿cómo dicen éstos que vamos tan altos si al-
anzan acá sus voces, y no parece sino que están aquí hablando junto
nosotros?
670 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— No repares en eso, Sancho; que como estas cosas y estas volatería
van fuera de los cursos ordinarios, de -mil leguas verás y oirás lo qu
quisieres; y no me aprietes tanto, que me derribas; y en verdad que n(
sé de qué te turbas ni te espantas; que osaré jurar que en todos los día
de mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sin(
que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo; que, ei
efeto, la cosa va como ha de ir, y el viento llevamos en popa.
— Así es la verdad, respondió Sancho; que por este lado me da ui
viento tan recio, que parece que con mil fuelles me están soplando. 1
así era ello, que con unos grandes fuelles le estaban haciendo aire; tai
bien trazada estaba la tal aventura por el Duque y la Duquesa y su ma
yordomo, que no le faltó requisito que la dejase de hacer perfecta.
Sintiéndose, pues, soplar Don Quijote, dijo: «Sin duda alguna, San
cho, que ya debemos de llegar á la segunda región del aire, adonde s(
engendra el granizo y las nieves; los truenos, los relámpagos y los ra
y os se engendran en la tercera región; y si es que desta manera vamo;
subiendo, presto daremos en la región del fuego; y no sé yo cómo tem
piar esta clavija, para que no subamos donde nos abrasemos. >>
En esto, con unas estopas, ligeras de encenderse y apagarse, pen
dientes de una caña, les calentaban desde lejos los rostros.
Sancho, que sintió el calor, dijo: «Que me maten si no estamos vi
en el lugar del fuego, ó bien cerca, porque una gran parte de mi barbí
se me ha chamuscado, y estoy, señor, por descubrirme y ver en qu(
parte estamos.»
— No hagas tal, respondió Don Quijote, y acuérdate del verdaden
cuento del licenciado Torralva, á quien llevaron los diablos en volandaí
por el aire, caballero en una caña, "ferrados los ojos; y en doce hora,'
llegó á Roma, y se apeó en Torre de Nona, que es una calle de la ciu
dad, y vio todo el fracaso y asalto y muerte de Borbón; y por la maña
na ya estaba de vuelta en Madrid, donde dio cuenta de todo lo que ha
bía visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire, le mandó e
diablo que abriese los ojos, y los abrió, y se vio tan cerca, á su parecer
del cuerpo de la luna, que la pudiera asir con la mano, y que no os(
mirar á la tierra, por no desvanecerse. Así que, Sancho, no hay })arí
qué descubrirnos; que el que nos lleva á cargo, él dará cuenta de nos
otros; y quizá vamos tomando puntas y subiendo en alto para dejarnof
caer de una sobre el reino de Gandaya, como hace el sacre ó neblí so
bre la garza, para cogerla, por más que se remonte; y aunque nos pare
ce que no ha media hora que nos partimos del jardín, créeme, que de
hemos de haber hecho gran camino.
— No sé lo que es, respondió Sancho Panza; sólo sé decir que si la se
ñora Magallanes ó Magalona se contentó destas ancas, que no debía d(
ser muy tierna de carnes.
Todas estas pláticas de los dos valientes oían el Duc|ue y la Duques?
y los del jardín, de que recebían extraordinario contento; y queriendi
dar remate á la extraña y bien fabricada aventura, por la cola de Cía
vileño le pegaron fuego con unas estopas^ y al punto, por estar el caba
TA KTK SiXi L; MJ A . - C ATIT L" IA>
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ílo lleno de cohetes tronadores, voló por los aires con ex traño ruido, y
lió antes con Don (¿uijotc y con Sancho Panza en el suelo, medio cha-
nuscado?.
En este tiempo ya se había desparecido del jardín todo el barbado
•scuadrón de las dueñas y la Trifaldi y todo, y los del jardín quedaron
■omo desmayados, tendidos. por el suelo. Don Quijote y Sancho se le-
•antaron maUrechos; y mirando á todas partes, quedaron atónitos de
erse en el mesmt) jardín de donde habían partido, y de ver tendido
)or tierra tanto núinei'o de ícente; v creció más eu admiración cuandr-
V<il<) por los aires cdu oxtraño mido, y (lió antes con Don Quijote y con Sancho Pau/.a
vu el suelo, medio chamnscadcL;
. un lado del jardín vieron hincada una gran lanza en el suelo, y pen-
iiente della y de dos cordones de seda verde un pergamino lisoy blan-
0, ci\ el cual con grandes letras de oro estaba escrito io siguiente:
«El ínclito caballero Don Quijote de la Mancha feneció y acabó la
aventura de la condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la Dueña
Dolorida, y compañía, con sólo intentarla.
»Malambruno se da por contento y satisfecho a toda su voluntad, y.
las barbas de las dueñas ya quedan lisas y mondas, y los reyes don
Clavijo y Antonomasia en su prísdno estado; y cuando se cumpliere
el escuderil vápulo, la blanca paloma se vera libre de los pestíferos ji-
rifaltes <|ue la persiguen, y en brazos de su querido arrullador; que
así está ordenado [)or el sabio Merlín, protoencantador de los encan-
tadores. >
Habiendo, pues, Don Quijote leído las letras del pergamino, claro,
iteudió que del desencanto de Dulcinea hablaban; y dando muchas
racias al cielo de que con tan poco peligro hubiese acabado tan gran,
■cho. reduciendo á su pasada tez los rostros de las venerables dueñas,,
ae ya no parecían, se fué adonde el Duque y la Duquesa aún no hn-
ían vuelto en sí, y trabando de la mano al Duque, le dijo: «Ea, gran.
;ñor, buen ánimo, buen ánimo; que todo es nada, la aventura es ya
B. r.— XX 44
672 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
acabada sin daño de barras, como lo muestra claro el escrito que en
aquel padrón está puesto.
El Duque, poco á poco, y como quien de un pesado sueño recuerda,
fué volviendo en sí, y por el mismo tenor la Duquesa y todos los que
por el jardín estaban caídos, con tales muestras de maravilla y espanto,
que fácilmente podían dar á entender hq^berles acontecido de veras lo
que tan bien sabían fingir de burlas. Leyó el Duque el cartel con los
ojos medio cerrados, y luego con los brazos abiertos fué á abrazar á
Don Quijote, diciéndole ser el más buen caballero que en ningún siglo
se hubiese visto. Sancho andaba mirando por la Dolorida, por ver qué
rostro tenía sin las barbas, y si era tan hermosa sin ellas como su ga-
llarda disposición prometía; pero dijéronle que así como Clavileño bajó
ardiendo por los aires y dio en el suelo, todo el escuadrón de las due-
ñas, con la Trit'aldi, había desaparecido, y que ya iban rapadas y sin
cañones.
Preguntó la Duquesa á Sancho que cómo le había ido en aquel largo
viaje.
Á lo cual Sancho le respondió: «Yo, señora, sentí que íbamos, según
mi señor me dijo, volando por la región del fuego, y quise descubrirme
un poco los ojos; pero mi amo, á quien pedí licencia para descubrirme,
no lo consintió; mas yo, que tengo no sé qué briznas de curioso, y de
desear saber le que se me estorba y impide, bonitamente y sin que na-
die lo viese, por junto á las narices, aparté tanto cuanto el pañizuelo
que me tapaba los ojos, y por aUí miré hacia la tierra, y parecióme que
toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y los hombres que
andaban sobre ella poco mayores que avellanas; porque se vea ¡cuan
altos debíamos de ir entonces!
Á esto dijo la Duquesa: «Sancha amigo, mirad lo que decís; que, á
lo que parece, vos no vistes la tierra, sino les hombres que andaban sobre
ella; y está claro que si la tierra os pareció como un grano de mostaza,
y cada hombre como una avellana, un hombre solo había de cubrir
toda la tierra.»
— Así es verdad, respondió Sancho; pero con todo eso la descubrí
pór'tin ladito, y la vi toda.
— Mirad, Sancho, dijo la Duquesa, que por un ladito no se ve el todo
de lo que se mira.
—Yo no sé esas miradas, replicó Sancho; sólo sé que será bien que
vuestra señoría entienda que pues volábamos por encantamento, por
encantamento podía yo ver toda la tierra y todos los hombres por do
quiera que los mirara; y si esto no se me cree, tampoco creerá vuesa
merced cómo descubriéndome por junto á las cejas, me vi tan junto al
cielo, que no. había de mí á él palmo y medio, y por lo que puedo jurar,
se-fiora mía, que es muy grande además. Y sucedió que íbanaos por la
parte donde están las siete cabrillas, y en Dios y en mi ánima que,
como yo en mi niñez fui en mi tierra cabrerizo, que así como las vi.
rae dio una gana de entretenerme con ellas un rato, que si no la cum-
pliera, me parece que reventara. Vengo, pues, y tomo, ¿y qué hago?
l^AKTK ^Si;^,l¡Nl>A. CAPITULO XLI 673
-^in decir nada á nadie, ni á mi seflor tampoco, bonita y pasitamente,
ne apeé de Clavileño, y me entretuve con las cabrillas, que son como
uios albeli'es y como unas Hores, casi tres cuartos de hora; y Clavileño
X) se movió de un lu<;ar ni pasó adelante.
—Y en tanto que el buen Sancho se entretenía con las cabras, pre-
guntó el Duque, ¿en qué se entretenía el señor Don Quijote?
A lo que Don Quijote respondió: «Como todas estas cosas y estos
ales sucesos van fuera del orden natural, no es mucho que Sancho
liga lo que dice: de mí sé decir que ni me descubrí por alto ni por bajo,
li vi el cielo ni la tierra, ni la mar ni las arenas. Bien es verdad que
entí que pasaba por la región del aire, y aun que tocaba á la del fuego;
•ero que i)asá.sem()s de allí, no lo puedo creer; j)Ues estando la región
le) fuego entre el cielo de la luna, y la última región del aire, no po-
iíanios llegar al cielo donde están laí- siete cabrillas, que Sancho dice,
in abrasarnos; y pues no nos asuramos, ó Sancho miente, ó Sancho
ueña.» »
—Ni miento ni sueño, respondió Sancho; sino, i)regúntenme las se-
las de las tales cabras, y por ellas verán si digo verdad ó no.
— Dígalas, pues, Sancho, dijo la Duquesa.
—Son, respondió Sancho, las dos verdes, las dos encarnadas, las dos
/.ules, y la una de mezcla,
—Nueva manera de cabras es esa, dijo el Duque, y i)or esta nuestra
<'gión del suelo no se usan tales colores... digo, cabras de tales colores.
—Bien claro está eso, dijo Sancho; sí, que diferencia ha de haber de
as cabras del cielo á las del suelo.
—Decidme, Sancho, preguntó el Duque, ¿vistes allá entre esas cabras
Igún cabrón?
—No, señor, respondió Sancho; pero oí decir que ninguno pasaba de
)s cuernos de la luna.
No quisieron preguntarle más de su viaje, porque les pareció que
evaba Sancho hilo de pasearse por todos los cielos, y dar nuevas de
uanto allá pasaba, sin haberse movido del jardín. En resolución, éste
ué el fin de la aventura de la Dueña Dolorida, que dio que reir á los,
Juques, lio sólo aquel tiempo, sino el de toda su vida, y que contar á
iancho siglos, si los viviera; y llegándose Don Quijote á Sancho al
ido, le dijo: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis
isto en el cielo, yo quiero que vos me creáis á mí lo que vi en la cue-
a de Montesinos, y no os digo más.»
J::^—^
CAPITULO XLII
De los consejos que dio Don Quijote á Sancho Panza antes que fuese á
gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas.
.ON el felice y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida que-
daron tan contentos los Duques, que determinaron pasar con
las burlas adelante, viendo el acomodado sujeto que tenían
v9 para que se tuviesen por veras; y así, habiendo dado la traza y
órdenes que sus criados y sus vasallos habían de guardar con Sandio
en el gobierno de la ínsula prometida, otro día, que fué el que sucedi(')
al vuelo de Clavileño, dijo el Duque á Sancho que se adeliñase y com-
pusiese para ir á ser gobernador; que ya sus insulanos le estaban espe-
rando como el agua de Mayo.
Sancho se le humilló y le dijo: «Después que bajé del cielo, y des-
pués que desde su alta cumbre miré la tierra, y la vi tan pequeña, se
templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador;
porque, ¿cpié grandeza es mandar en un grano de mostaza, ó qué dig-
nidad ó imperio el gobernar á media docena de hombres tamaños como
avellanas, que, á mi parecer, no había más en toda la tierra? Si vuestra
señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no
fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ín-
sula del mundo.»
—Mirad, amigo Sancho, respondió el Duque, yo no puedo dar parte
del cielo á nadie, aunque no sea mayor que una uña; que á sólo Dios
están reservadas esas mercedes y gracias; lo que puedo dar os doy, que
es una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada, y sobre
manera fértil y abundosa, donde, si vos os sabéis dar maña, podéis con
las riquezas de la tierra granjear las del cielo.
_Ahora bien, respondió Sancho, venga esa ínsula; que yo pugnaré
I'AliTE SEGUNDA.— CAPÍTUl-0 XMl (hÓ
iHii- ser tal gobernador, que á {)esar de bellacos, me vaya al eielo; y esto
no es por codicia que yo ten^a de .'¡alir de mis casillas iii de levantarme
:i mayores, sino por el deseo que ten^-o de i)rol)ar á qué sabe el ser go-
1 «ernador.
— Si una vez lo ]»robáis. Sandio, dijo el Duque, comeros heis las
manos tras el líobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser obede-
cido. A buen seguro que cuando vuestro dueño llegue á ser emperador
((jue lo será sin duda, segúu van encaminadas sus cosas), que no se lo
nnanquen como quiera, y que le duela y le pese en la mitad del alma
<U'l tienq)0 que hubiere dejado de serlo.
^^Señor, rcplic(') Sancho, yo imagino (pie es bueno mandar, aunque
>t'a a un hato de ganado.
— Cou vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo, respondió el
1 )a(|ue; y yo espero que seréis tal gobernador como vuestro juicio
1 Tómete. Y quédese esto aquí, y advertid que mañana, en esc mesmo
<hii, habéis de ir al gobierno de la ínsula, y esta tarde os acomodarán
<U'l traje conveniente que habéis de llevar, v de todas las cosas necesa-
rias á vuestra paitids.
— Vístanme, dijo Sancho, roiim ipuMrnii, (jui- de cualquier manera
«¡lie vaya vestido, seré Sancho Panza.
— Así es verdad, dijo el l)u(iue; pero los trajes se han de acomodar
• •on el oíicio ó dignidad que se profesa; que no sería bien que un juris-
i>erito se vistiese como un soldado, ni un soldado como un sacerdote.
\'os, Sancho, iréis vestido, ])arte de letrado y parte de capitán, porque
m la ínsula que os doy, tanto son menester las armas como las letras,
> las letras como las armas.
— ^Letras, respondió Sancho, ])Ocas tengo, porque aún no sé el A,
1). C; pero bástame tener á Christm en la memoria i)ara ser buen go-
l>ernador De las armas manejaré las que me dieren, hasta caer, y Dios
(Kla.ite.
— Con tan buena memoria, replicó el Duque, no podrá Sancho errar
en nada.
En esto llegó Don Quijote; y sabiendo lo que pasa^ja y la celeridad
con que Sancho se había de partir á su gobierno, con licencia del
Duque, le tomó j)or la mano, y se fué con él á su estancia, con inten-
ción de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio. Entrados,
j)ues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, y hizo casi por fuerza
(|ue Sancho se sentase junto á él, y con reposada voz le dijo: «Infinitas
gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que, antes y primero que yo
haya encontrado con alguna buena dicha, te haya salido á ti á recebir
y á encontrar la buena ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenía
librada la paga de tus servicios, me veo en los principios de aventa-
jarme; y tú antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te
ves premiado de tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan,
madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega
<»tro, y sin saber cómo ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que
otros muchos pretendieron; y aquí entra y encaja bien el decir que
'JTB DON QUIJOTE DE LA MANCHA
hay buena y mala fortuna en las pretensiones. Tú, que para mí sin
duda alguna eres un porro, sin madrugar ni trasnochar, y sin hacer
dihgencia alguna, con sólo el ahento que te ha tocado de la andante
caballería, sin más ni más, te ves gobernador de una ínsula, como
quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no atribuyas
á tus merecimientos la merced recebida, sino que des gracias al cielo,
que dispone suavemente las cosas, y después las darás á ía grandeza que
en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues,
el corazón á creer lo que te he dicho, está ¡oh hijo! atento á este tu
Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y
saque á seguro puerto deste mar proceloso, donde vas á engolfarte;
que los oñcios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profun-
do de confusiones.
» Primeramente ¡oh hijo! has de temer á Dios, porque en el temerle
está la sabiduría, y siendo sabio, no podrás errar en nada.
»Lo segundo, has de poner los ojos en quién eres, procurando
conocerte á ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede
imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte, como la rana que
quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá á ser feos pies
de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en
tu tierra.»
— Así es la verdad, respondió Sancho; pero fué cuando muchacho;
porque después, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardé, que
no puercos. Pero esto paréceme á mí que no hace al caso; que no todo^
los que gobiernan vienen de casta de reyes.
—Así es verdad, replicó Don Quijote; por lo cual los no de prin
cipios nobles deben acompañar la gravedad del cargo que ejercitan con
una blanda suavidad, que, guiada por la prudencia, los hbre de la
murmuración maliciosa, de quien no hay estado que se escape.
»Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies
de decir que vienes de labradores; porque viendo que no te corres, nin-
guno se pondrá á cogerte; y precíate más de ser humilde virtuoso que
pecador soberbio. Innumerables son aquellos que, de baja estirpe na-
cidos, han subido á la suma dignidad pontificia é imperatoria, y desta
verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran.
»Mira, Sancho: si tomas por mira á la virtud, y te precias de hacer
hechos virtuosos, no hay para qué tener invidia á los que nacieron
príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista,
y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.
» Siendo esto así, como lo es, si acaso viniere á verte, cuando estes
en tu ínsula, alguno de tus parientes, no le deseches ni le afrentes;
antes le has de acoger, agasajar y regalar; que con esto satisfarás al
cielo, que gusta que nadie se desprecie de lo que él hizo, y correspon-
derás á lo que debes á la naturaleza bien concertada.
»Si trujeres á tu mujer contigo (porque no es bien que los que
asisten á gobiernos de mucho tiempo estén sin las propias), enséñala,
doctrínala y desbástala de su natural rudeza; porque todo lo que suele
PARTE 8EGÜ]ííDA. CAPITULO XLU 077
ii(l([uirir un «íobernador discreto, suele perder y derranuir una mujei-
rústica y tonta.
»Si acaso enviudares (cosa que puede suceder), y con el cargo mejo-
rares de consorte, no la tomes tal, que te sirva de anzuelo y de caña d*>
pescar, y á tu no quiero, de capilla; porque en verdad te digo que de
rodo aquello que la mujer del juez recibiere, ha de dar cuenta el mari-
;1<) en la residencia universal, donde pagará con el cuatro tanto en ia
muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la vida.
> Nunca te guíes })or la ley del encaje, que suele tener mucha cabi-
la con los ignorantes que presumen de agudos.
» Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más
justicia, que las informaciones del rico.
«Procura descubrir Ja verdad por entre las promesas y dádivas del
irico, como por entre los sollozos é importunidades del pobre.
>Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo
}\ rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez i igu-
i'oso que la del compasivo.
»Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dá-
liva. sino con el de la misericordia.
>(\uindo te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, apar-
a las mientes de tu injuria, y ponías en la verdad del caso.
»No te ciegue la pasión proi)ia en la causa ajena; que los yerros que
on ella hicieres, las más veces serán sin remedio, y si le tuvieren, será
i costa de tu crédito y aun de tu hacienda.
^^Si alguna mujer hermosa viniere á pedirte justicia, c^uita los ojos
le sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera despacio la.
uistaucia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su
lanto, y tu bondad en sus suspiros.
»A1 que has de castigar con obras, no trates mal con palabras, put;s
lie basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las ma-
I as razones.
»A1 culpado que cayere debajo de tu juridición, considérale hombre
niserable, sujeto á las condiciones de la depravada naturaleza nuestra,
/ en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio á la contraria,
nuestratele piadoso y clemente; porque aunque los atributos de Dios
odos son iguales, más resplandece y campea, á nuestro ver, el de la mi-
sericordia que el de la justicia.
»Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus
lías, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible:
íasarás tus hijos como quisieres; títulos tendrán ellos y tus nietos; vivi-
•ás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida
e alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus
)jos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto, que
lasta aquí te he dicho, son documentos que han de adornar tu alma;
I !scucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo.»
CAPITULO XLÍII
De los consejos segundos que dio Don Quijote á Sancho Panza.
uiÉN oyera el pasado razonamiento de Don Quijote, que no le
tuviera por persona muy cuerda y mejor intencionada? Pero,
como muchas veces en el progreso dcsta grande historia queda
dicho, solamente disparataba en tocándole en la caballeríü, y en
los demás discursos mostraba tener claro y desenfadado entendimiento;
de manera que á cada paso desacreditaban sus obras su juicio, y su jui-
cio sus obras; pero en esto de los primeros y segundos documentos que
dio á Sancho, mostró tener gran donaire, y puso su discreción y cordu-
ra en un levantado punto.
Atentísimamente le escuchaba Sancho, y procuraba conservar en la
memoria sus consejos, como cjuien pensaba guardarlos, y salir por ellos
á buen parto de la preñez de su gobierno. Prosiguió, pues, Don Quijo-
te, y dijo: «En lo que toca á cómo has de gobernar tu persona y casa,
Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio y que te cortes
las uñas, sin dejarlas crecer, como algunos hacen, á quien su ignoran-
'cia les ha dado á entender que las uñas largas les hermosean las ma-
nos, como si aquel excedente y añadidura, que se dejan de cortar, fue-
se uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero: puerco y extraordi-
nario abuso.
»No andes, Sancho, desceñido y Hojo; que el vestido descomjraesto
da indicios de ánimo desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no
cae debajo de socarronería, como se juzgó en la de Julio César.
»Toma con discreción el pulso á lo que pudiere valer tu oficio; y si
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XLlll Ü7V*
.«juliiere que des librea á tus criadus, dásela honesta y provechosa, más
<iue vistosa y bizarra, y repártela entre tus criados y los pobres: quiero
<lccir, que si has de vestir seis pajes, viste tres y otros tres pobres, y
así tendrás pajes para el cielo y para el suelo; y este nuevo modo de
dar librea no le alcanzan los vanagloriosos.
)No comas ajos ni cebollas, porque no saquen })or el olor tu villa-
niriu; anda despacio, habla con reposo, i)ero uo de manera que paiezca
<iuc te escuchas á ti mismo; que toda afectación es mala.
»Come poco, y cena más poco; ([ue la salud de todo el cuci[h> ^^•
fragua en la oñcina del estómago.
;>Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado, ni
^u;irda secreto ni cumjjle palabra.
»Ten cuenta, Sancho, de no mascar á dos carrillos, ni de erutar de-
hiiite de nadie. >
— Eso de erutar no entiendo, dijo Sancho.
Y Don Quijote le dijo: < Erutar, Sancho, (luicre decir regoldar, y
c.-te es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana,
aui que es muy signiticativo; y así, la gente curiosa se ha acogido al
latín, y al regoldar dice erutar. y á lo-; regüeldos erutaciones; y cuand(
algunos no entiendan estos términos, importa poco; que el uso los irá
introduciendo con el tiempo, que con facilidad te entiendan; y esto es
enricjuccer la lengua, sobre quien tiene jxxler el vulgo y el uso.»
— En verdad, señor, dijo Sancho, que uno de los consejos y avisos
<jue pienso llevar en la memoria ha da slt el de no regoldar, porque
lo suelo hacer muy á menudo.
— Erutar, Sancho, que no regoldar, dijo Don Quijote.
— Erutar diré de acjuí adelante, res])oiidió Sancho, y á fe (pie no .<c
ni'j olvide.
— También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muche-
<luinbre de refranes (pie sueles; que ¡)UL'sto (iue los refranes son sen-
tencias breves, nmchas veces los traes tan i)or los cabellos, (jue más
l)a recen disparates (jue sentencias.
— Eso, Dios lo puede remediar, respondió Sancho; porque sé más
refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos á la boca cuando
hablo, que riñen, por salir, unos con otros; ]»or eso la lengua va arro-
jando los primeros ([ue encuentra, aunque no vengan á pelo. Mas yo
tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan á la grave-
dad de mi cargo; que en casa llena })resto f-e guisa la cena, y quien
<lestaja no baraja, y á buen salvo está el que repica, y el dar y el te-
ner, eso ha menester.
— -¡Eso sí, Sancho!, dijo Don Quijote; encaja, ensarta, enhila refranes;
<iue nadie te va á la mano: castígame mi madre, y yo trómpojelas. Es-
toy te diciendo que excnises refranes, y en no instante has echado aquí
una letanía dellos, que así cuadran con lo que- vamos tratando, como
l)or los cerros de l'beda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal
un i'cfrán traído á propósito; pero cargar y ensartar refranes á troche
moche, hace la })lática desmayada y baja.
680 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
* Cuando subieres á caballo, no vayas echando el cuerpo sobre el
arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas, y desviadas de la
barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo ([ue parezca que vas
sobre el Rucio; que el andar á caballo, á unos hace caballeros, á otros
caballerías.
»Sea moderado tu sueño; que el que no madruga con el sol, no goza
del día; y advierte ¡oh Sancho! que la dihgencia es madre de la buena
ventura; la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide un
buen deseo.
>>Este último consejo que agora darte quiero, i)uesto (^ue no sirva
para adorno del cuerpo, quiero que le lleves muy en la memoria; que
creo no te será de menos proveclio que los que hasta aquí te he dado,
y es, que jamás te pongas á dis])utar de linajes, á lo menos comparán-
dolos entre sí; pues por fuerza en los que se comparan, uno ha de ser
el mejor, y del que abatieres, serás aborrecido, y del que levantares, en
ninguna manera premiado.
»Tu vestido será calza entera, ropilla larga, herreruelo un poco más
largo; guegüescos, ni por pienso; que no les están bien ni á los caballe-
ros ni á los gobernadores.
»Por agora esto se me ha ofrecido, Sancho, que aconsejarte; anda-
rá el tiempo, y según las ocasiones, así serán mis documentos, como tú
tengas cuidado de avisarme el estado en que te hallares.»
— Señor, respondió Sancho, bien veo que todo cuanto vuesa merced
me ha dicho son cosas })uenas, santas y provechosas; pero ¿de qué han
de servir, si de ninguna me acuerdo? Verdad sea que aquello de no
dejarme crecer las uñas y de casarme otra vez si se ofreciere, no se me
pasará del magín: pero esotros badulaques y enredes y revoltillos... no
se me acuerda ni acordará más dellos que de las nubes de antaño; y
así, será menester que se rae den por escrito; que puesto que no sé leer
ni escribir, yo se los daré á mi confesor, para que me los encaje y re-
capacite cuando fuere menester.
— ¡Ah pecador de mí, respondió Don Quijote, y qué mal parece en
los gobernadores el no saber leer ni escribir! Porque has de saber ¡oh
Sancho! que no saber un hombre leer, ó ser zurdo, arguye una de dos
cosas: ó que fué hijo de padres demasiado de humildes y bajos, ó él
tan travieso y malo, que no pudo entrar en él el buen uso ni la buena
doctrina. Gran falta es la que llevas contigo; y así, querría que apren-
dieses á firmar siquiera.
— Bien sé firmar mi nombre, respondió Sancho; que cuando fui
prioste en mi lugar, aprendí á hacer unas letras como de marca de far-
do, que decían que decían mi nombre. Cuanto más, que fingiré que
tengo tullida la mano derecha, y haré que firme otro por mí; que para
todo hay remedio, si no es para la muerte; y teniendo yo el mando y
el palo, haré lo que quisiere. Cuanto más, que el que tiene el padre al-
calde... y siendo yo gobernador, que es más que ser alcalde... llegaos,
que la dejan ver. No, sino poptn y calóñenme; que vendrán por lana
y volverán trasquilados; y á quien Dios quiere bien, la caza le sale; y
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XLIII 681
las necedades del rico por sentencias pasan en el mundo; y siéndolo yo.
V siendo gobernador y juntamente liberal, como lo pienso ser, no halmi
falta que se me parezca. No, sino haceos miel, y jiaparos han moscas.
Tanto vales cuanto tienes, decía una mi agüela, y del hombre arraiga-
i(^ no te verás vengado.
— ¡Oh maldito seas de Dios, Sancho!, dijo á esta sazón Don Quijote.
Sesenta mil Satanases te lleven á ti y á tus refranes: una hora ha que
os estás ensartando, y dándome con cada uno tragos de tormento. Yo
e aseguro que estos refranes te han de llevar un día á la horca; por
3II0S te han de quitar el gobierno tus vasallos, ó ha de haber entre ellos
jomunidades. Dime: ¿dónde los hallas, ignorante, ó cómo los aplicas,
nentecato? Que para decir yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como
ñ cavase.
— Por Dios, señor nuestro amo. replicó Sandio, ipie vuesa merced se
ijueja de bien pocas cosas. ¿A qué diablos se pudre de que yo me sirva
lie mi hacienda'? (^.ue ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino
•efranes y más refranes. Y ahora se me ofrecen tres, ({ue venían aquí
)intiparados, ó como peras en ta))a(iue; pero no los diré, porque al buen
'aliar llaman Sancho.
— Ese Sancho no eres tú, dijo Don Quijote; })orque, no sólo no eres
»uen callar, sino mal hablar y mal portiar; y con todo eso, querría sa-
•)er qué tres refranes te ocurrían aliora á la memoria, que venían aquí á
)ropósito, que yo ando recorriendo la mía. y ninguno se me ofrece.
— ¿Qué mejores, dijo Sancho, que «entre dos muelas cordales nunca
')ongas tus pulgares»; y «á idos de mi casa, y qué queréis con mi mu-
l<er, no ha}' responder»; y «si da el cántaro en la piedra, ó la piedra
n el cántaro, mal para el cántaro», todos los cuales vienen á pelo? Que
ladie se tome con su gobernador ni con el que le manda, porque saldrá
astimado como el que pone el dedo entre dos muelas cordales; y aun-
¡ ue no sean cordales, como sean muelas, no importa; y á lo que dijere
1 gobernador no hay que replicar, como al salios de mi casa, y qué
ueréis con mi mujer. Pues lo de la piedra en el cántaro, un ciego \o
i era. Así que, es menester que el que ve la mota en el ojo ajeno, vea
,;ii viga en el suyo, porque no se diga por él: «espantóse la muerta de
|.ti degollada»; y vuesa merced sabe bien que más sabe el necio en su
hasa que el cuerdo en la ajena.
' — Eso no, Sancho, respondió Don Quijote; que el necio ni en su casa
I i en la ajena sabe nada, á causa que sobre el cimiento de la necedad
o asienta ningún discreto edificio; y dejemos esto aquí, Sancho; que
i mal gobernares, tuya será la culpa, y mía la vergúenza; mas consué-
ime que he hecho lo que debía en aconsejarte con las veras y con la
iscreción á mí posible; con esto salgo de mi obligación y de mi pro-
lesa. Dios te guíe, Sancho, y te gobierne en tu gobierno, y á mí me
aque del escrúpulo que me queda, que has de dar con toda la ínsula
atas arriba, cosa que pudiera yo excusar con descubrir al Duque quién
res, diciéndole que toda esa gordura y esa personilla que tienes, no es
, tra cosa que un costal lleno de refranes y de malicias.
(382 DON QUIJOTE DK I-A MANCHA
—Señor, replicó Sancho, si á vuesa merced le parece que no soy de
pro para este gobierno, desde aquí le suelto; que más quiero un solo
negro de la uña de mi alma, que á todo mi cuerpo; y así me sustentaré,
Sancho á secas, con pan y cebolla, como gobernador, con perdices y
capones; v más, que mientras se duerme todos son iguales, los grandes-
y los menores, los pobres y los ricos; y si vuesa merced mira en ello,
verá que sólo vuesa merced me ha puesto en esto de gobernar; que ye
no sé más de gobiernos de ínsulas que un bmtre; y si se imagina que'
por ser gobernador me ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sanche
al cielo que gobernador al intierno.
—Por Dios, Sancho, dijo Don Quijote, que por solas estas últmiat-
razones que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsu
las. Buen natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga: en.--
miéndate h Dios, y procura no errar en la primera intención; quiere
ílecir, que siempre tengas intento y íirme propósito de acertar en cuan
tos negocios te ocurrieren, porque siempre favorece el cielo los buenos-
deseosa v vamonos á comer: que creo que ya estos señores nos aguardan
í
CAPITULO XLIV
Cómo Sancho Panza f :é llevado al gobierno, y de la extraña aventura
que en el castillo sucedió á Don Quijote
f^f\L ^^'^^' n*^^*^ ^*' M^^^^ ^'^ ^'1 l)r<)})io original desta historia .se lee, lle-
l-ym gando Cide Mámete á escribir este capítulo, no lo tradujo su
l^/j^ intérprete como él lo había escrito, que fué un modo de queja
que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos
ma historia tan seca y tan limitada como esta de Don Quijote, por pa-
ecerle que siempre hal)ía de hablar del y de Sancho, sin osar extenderse
i otras disgresiones y episodios nii'is graves y más entretenidos; y decía
[ue el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la ])luma, á escri-
)ir de un solo sujeto, y hablar por las bocas de pocas personas, era un
rabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor; y
[ue, por huir deste inconveniente, había usado en la primera parte del
irtiticio de algunas novelas, como fueron la del Curio-w impcriincntr y
a del Capitán caiitiro, que están como separadas de la historia; jmesto
|ue las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo Don
Quijote, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice,
lue muchos llevados de la atención que piden las hazañas de Don (Qui-
ote, no la darían á las novelas, y pasarían })or ellas ó con priesa ó con
■nfado, sin advertir la gala y artificio (jue en sí contienen, el cual se
nostrara bien al descubierto, cuando por sí solas, sin arrimarse á las lo-
•uras de Don Quijote ni á las sandeces de Sancho, salieran á luz; y así,
■n esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino
ilgunos episodios que lo pareciesen, nacidos délos mismos sucesos que
(584 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
la verdad ofrece, y aun éstos limitadamente y con solas las palabras que
bastan á declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites
de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para
tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den ala-
banzas, no por lo qué escribe, sino por lo que ha dejado de escribir; y
luego prosigue la historia diciendo que en acabando de comer Don Qui-
jote, el día que dio los consejos á Sancho, aquella tarde se los dio escri-
tos, para que él buscase quien se los leyese; pero- apenas se los hubo
dado, cuando se le cayeron, y vinieron á manos del Duque, que los co-
municó con la Duquesa, y los dos se admiraron de nuevo de la locura
y del ingenio de Don Quijote; y así, llevando adelante sus burlas, á la
otra tarde enviaron á Sancho con mucho acompañamiento al lugar que
para él liabía de ser ínsula.
Acaeció, pues, que el que le llevaba á cargo era un mayordomo del
Duque, muy discreto y muy gracioso (que no puede haber gracia donde
no ha}^ discreción), el cual había liechola persona de la condesa Trifaldi
con el donaire que queda referido; y con esto, y con ir industriado de
sus señores de cómo se había de haber con Sancho, salió con su intento
maravillosamente.
Digo, pues, que acaeció que así como Sancho vio al tal mayordomo,
se le figuró en su rostro el mismo de la Trifaldi; v volviéndose á su se-
ñor, le dijo:
— Señor, ó á mí me ha de llevar el diablo de aquí de donde estoy,
en justo y en creyente, ó vuesa merced me ha de confesar que el ros-
tro deste mayordomo del Duque, que aquí está, es el mesmo de la Dn
lorida.
Miró Don Quijote atentamente al mayordomo, y habiéndole mirado,,
dijo á Sancho: «No hay para qué te lleve el diablo, Sancho, ni en justo
ni en cre3'ente (que no sé lo que quieres decir); que el rostro de la Do-
lorida es el del mayordomo, pero no por eso el mayordomo es la Dolo-
rida; que á serlo, implicaría contradición muy grande; y no es tiecnpo
agora de hacer esas averiguaciones, que sería entrarnos en intricados
laberintos. Créeme, amigo, que es menester rogar á nuestro Señor muy
de veras que nos libre á los dos de malos hechiceros y de malos encan-
tadores.»
— No es burla, señor, replicó Sancho, sino que denantes le oí hablar,
y no pareció sino que la voz de la Trifaldi me sonaba en los oídos,
Agora bien, yo callaré; pero no dejaré de andar advertido de aquí ade-
lante, á ver si descubro otra señal que confirme ó desfaga mi sospecha,
— Así lo has de hacer, Sancho, dijo Don Quijote, y darásme aviso dt
todo lo que en este caso descubrieres y de todo aquello que en el go-
liierno te sucediere.
Salió, en fin, Sancho, acompañado de mucha gente, vestido á k
letrado, y encima un gabán muy ancho de camelote de aguas, leonado,
con una montera de lo mesmo, sobre un macho á la jineta, y detráfi
del, por orden del Duque, iba el Rucio con jaeces y oí ñamen tos
jumentiles de seda y fiamantes. Volvía Sancho la cabeza de cuando
l'ARTE SEGUNDA. — CAPITULO XLIV
685
'11 cuiiudo á mirar á su asno, con cuya compañía iba tan contento, que
lo se trocara con el emperador de Alemania.
Al despedirse de los Duques, les besó las manos, y tomó la bendi-
•ion de su señor, (jue se la di(') con lágrimas, y Sanclio la recibió con
)Ucheritos. Deja, lector amable, ir en paz y en hora buena al buen
•lancho, y espera dos fanegas de risa que te ha de causar el saber cómo
^e |)ortó en su cargo; y en tanto atiende á saber lo que le pasó á su amo
i(|uella noche; (|ue si con ello no rieres, por lo menos desplegarás los
abios con risa de jimia, ponqué los sucesos de Don Quijote ó se han de
•elebrar con admiración ó con risa. Cuéntase^ pues, que apenas se hubo
iaUí), en ün, Sancho, acomp.-iñado tío mucha gento, vestido á lo letrado.
)artido Sancho, cuando Don Quijote sintió su soledad, y si le fuera
i )osible revocarle la comisión y quitarle el gobierno, lo hiciera.
Conoció la Duquesa su melancolía, y preguntóle que de qué estaba
riste; que si era [)or la ausencia de Sancho, que escuderos, dueñas \-
loncellas había en su casa, que le servirían muy á satisfación de su
leseo.
— \'erdad es, señora mía, respondió Don Quijote, que siento la
usencia de Sancho; pero no es esa la causa principal que me hace
•arecer que estoy triste; y de los muchos ofrecimientos que vuestra
xcelencia me hace, solamente acepto y escojo el de la voluntad con qucí
e me hacen, y en lo demás suplico á vuestra excelencia que dentro de
ni aposento consienta y permita r^ue yo solo sea el que me sirva.
— En verdad, dijo la Duquesa, señor Don Quijote, que no ha de
()8() DON QUI.TOTK UK l.A iíAXClIA
ser {>sí; que le han de servir cuatro doncellas de las iriías, herniosas
como unas flores.
— Para mí, respondió Don Quijote, uo serán ellas como flores, sino
como espinas, que rae puncen el alma. Así entrarán ellas en mi aposen-
to, ni cosa que lo parezca, como volar. 81 es que vuestra grandeza quiere
llevar adelante el hacerme merced sin yo merecerla, déjeme C|ue yo me
las haya conmigo, y que yo me sirva de mis puertas adentro; que y<>
pongo una muralla en medio de mis deseos y de mi honestidad, y no
quiero perder esta costumbre por la Kberalidad que vuestra alteza (juie-
re mostrar conmigo; y en resolución, antes dormiré vestido, que con-
sentir que nadie me desnude.
—No más, no más, señor Don Quijote, replicó la Duquesa; por nn'
digo que daré orden que ni aun una mosca entre en su estancia, no que
una doncella. No soy yo persona que por mí se ha de descabalar la de-
cencia del señor Don Quijote; que, según se me ha traslucido, la que
más campea entre sus muchas virtudes es la de la honestidad. Desnú-
dese vuesa merced y vístase á sus solas y á su modo, como y cuando
quisiere; que no habrá quien lo impida, pues dentro de su aposento
hallará los vasos necesarios al menester del que duerme á puerta cerra-
da, porque ninguna natural necesidad le obligue á que la abra. Viva mil
siglos la gran Dulcinea del Toboso, y sea su nombre extendido por toda
la redondez de la tierra, pues mereció ser amada de tan vahente y tan
honesto caballero, y los benignos cielos infundan en el corazón de San-
cho Panza, nuestro gobernador, un vivo deseo de acabar presto sus
diciphnas, para (pie vuelva á gozar el mundo de la belleza de tan gran
señora.
A lo cual dijo Don Quijote:
— Vuestra altitud ha hablado como' quien es; que en la boca de las
buenas señoras no ha de haber ninguna que sea mala; y más venturo-
sa y más conocida será en el mundo Dulcinea por haberla alabado vues-
tra grandeza, que por todas las alabanzas ({ue puedan darle los mas
elocuentes de la tierra.
— Agora bien, señor Don Quijote, rephcó la Duquesa, la hora dr
cenar se llega, y el Duque debe de esperar; venga vuesa merced y cene
mos, y acostárase temprano; que el viaje que ayer hizo de Gandaya no
fué tan corto, que no haya causado algún molimiento.
— No siento ninguno, señora, respondió Don (Quijote, porque osaré
jurar á vuestra excelencia que en mi vida he subido sobre bestia más
reposada ni de mejor paso que Clavileño; y no sé yo qué le pudo mover
á Malambruno para deshacerse de tan ligera y tan gentil cabalgadura,
V abrasarla así sin más ni más.
_A eso se puede imaginar, respondió la Duquesa, que arrepentido
del mal que había hecho á la Trifaldi y compañía y á otras personas, y
de las maldades que como hechicero y encantador debía de haber co-
metido, quiso concluir con todos los instrumentos de su oficio; y conio
á principal, y que más le traía desasosegado, vagando de tierra en tic
rra, abrasó á Clavileño; que con sus abrasadas cenizas y con el troft"(
.-..,..> .\i)A. cAiJii i,o xj<iv ;>.^(
<lel cartel, queda cierno el valor del j^ran Don Quijote de la Mandia
De nuevo nuevas m'acias dio Don (Quijote á la Duquesa; y en cenan-
do. Don Quijote se retiró en su aposento s()lo, sin consentir que nadie
entrase con él á servirle: tanto se temía de encontrar ocasiones que le
moviesen ó forzasen á perder el honesto decoro que á su señora Í)ulci
nea guardaba, siempre puesta en la imaginaci(')n la bondad de Amadís.
Ilor y espejo de los andantes caballeros. Cerró tras sí la puerta, y á Ij^
luz de dos velas de cera se desnudó; y al descalzarse, joli desgracia h\''
dij^na de tal })ersona!, se le soltaron, no suspiros ni otra cosa que des-^
acreditasen la limpieza de su policía, sino hasta dos docenas de puntos
de una media, que quedó hecha celosía. ■"
Atliiíióse en extremo el buen sefior, y diera él por tener allí un adar.
me de seda verde una onza de plata: di^o seda verde, porque las medias;
' lan verdes. Aquí exclamó Bcnengeli, y escribiendo, dijo: <¡0h pobre-..
/.a, pobreza! No sé yo con que razón se movió aquel gran poeta cordo-,
i)és á llamarte dádiva santa desagradecida. Yo, aunque moro, bien sé.'
por la connuiicación que he tenido con cristianos, (}ue la santidad con-'
■iiste en la caridad, humildad, fe, obediencia y pobreza; pero, con tod(.
'SO, digo que ha de tener mucho de Dios el que se viniere á contentar
*on ser pobre, si no es de aquel modo de pobreza de quien dice uno de
US mayores santos: < Tened todas las cosas como si no las tuvicsedes»:
a esto llaman ]>obreza de espíritu; pero tii, segunda |.K)breza (([ue eres
le la (jueyo haldoi, ¿por qué quieres estrellarte' con ló« hidalgos y bien
lacidos, más que con la otra gente? ¿Por qué los obligas á dar j)antaiia
i los zapatos, y á que los botones de sus ropillas, .unos sean de seda,
itros de cerdas y otros df! vidrio? ¿Por qué sus cuellos, por la mayor
)arte, han de ser <iempre escarolados y no abiertos con moldeVv (v en
sto se echará de ver que es antiguo el u^so del almidón y de los cuello.--
biertosl. Y prosiguió: '< ¡Miserable del bien nacido que va dando pisto.-
su honra, comiendo mal y á puerta cerrada, haciendo hipócrita al pa-
llo de dientes con ([ue sale á la calle, después de no haber comido có.sa
ue le obligue á limpiárselos! ¡Mi'serable de .aquel', digo, que tiene la
onra es})antadiza, y piensa que desde una legua se le descubre el rt-
liendo tel zapato, el trasudor dr-] <onilM<>r. , ^^^ i>;iMy,. ,],.i i, ,.,•>•,. >.m-.1o v
i hambre de su estómago!
Todo esto se le renovó a i^on (.¿uijote cu i¡i .-oluna de su.s [muios.
ero consolóse con ver que Sandio le había dejado unas botas de cami
o, ([ue pensó ponerse otro día. Finalmente, él se recostó pensativo y
esaroso, así de la falta que Sancho le hacía, como de la inreparal)k'
3sgracia de sus medias, á quien tomara Ir-s puntos, aunque fuera con
•da de otra color, que es una de las mayores señales de miseria que un
idalgo j)uede dar en el discurso de su prolija estrecheza. Mató las vc-
s... hacía calor, y no podía dormir. Levantóse del lecho, y abrió un
Dco la ventana de una reja qué daba sobre un hermoso jardín, val
orirla, sintió y oyó que andaba y hablaba gente en el jardín. Púsose í>
•cuchar atentamente... levantaron la voz los de abajo tanto, que pudo
r estas razones.
i;, i'. -XX I-,
6s,s
DOíi (¿LriJOTE DE LA MANCHA
— No )no [)orfíes, |oli Einerencia!, que eaute, {)ues sabes que desde el
;mnto que este forastero entró en este castillo, y mis ojos le miraron,
yo no sé cantar, sino llorar; cuanto más, que el sueño de mi señora tie-
ne más de ligero que de. pesado, y uo querría que nos hallase aq.uí, por
rodo el tesoro del mundo. Y puesto caso que durmiese y no despertase,
en vano sería mi canto, si duerme y
no despierta para oirle, este nueve»
Eneas, c^ue lia llegado á mis regiones
para dejarme escarnida.
— No des en eso, Altisidora amiga .
respondieron; cpie sin duda la Duciue
sa y cuantos hay en esta casa duei
men, si no es el señor de tu corazón
y el despertador de tu alma; porque
ahora sentí que abría la ventana de
la reja de su estancia, y sin duda
debe de estar despierto: canta, lasti
mada mía, en tono bajo y suave, al
son de tu arpa; y cuando la Duquesa
nos sienta, le echaremos la culpa al
calor que hace.
—No está en eso el punto, ¡oh Emc-
rencia!, resj)ondió la Altisidora, sino
en que no querría Cjue mi canto des
cubriese mi corazón, y fuese juzgada,
de los C{ue no tienen noticia de las
fuerzas poderosas de amor, por don-
cella antojadiza y liviana. Pero veng;,
lo que viniere; que más vale vergüei:
za en cara que mancilla en corazón
En esto sintióse tocar una arpa suü
vísi-mamente; oyendo lo cual, queó'
Don Quijote pasmado, porque ei;
aquel instante se le vinieron á la m(
moria las infinitas aventuras, semc
jantes á aquella, de ventanas, rejas y
jardines, músicas, re(|UÍebros y des
vanecimientos, que en los sus desva-
cidos bros de caballerías había leído. Luego imaginó que alguna
ioncella de la Duquesa estaba del enamorada, y que la honestidad la
forzaba á tener secreta su voluntad. Temió no le nndiese, y propuso
«n su })ensamiento el uo dejarse vencer; y encomendándose de tod«)
buen ánimo y buen talante á sil señora Dulcinea del loboso, determinó
•de escuchar la música; y i)ara dar á entender que allí estaba, dio un íin:
gido estornudo, de que Vio pL»co se alegraron las doncellas, que otra cosa
«(i deseaban sino (jue Don Quijote las oyese. Recorrida, pues, y afinada.
la arpa, Altisidora dio principio á este romance:
Altisitlora úió piúicivio á este roiuance;
l'AIM'K SEGUNDA. CAMTlI.o XI.IV ííS;)
¡Oh tü, que cstíÍH en tu l»>c!ii>
i;iitrc sábanaM de holanda,
l>uniiieu(li> ii jiieriia t.iidiU»
l>f' lit noi-lio a la niiinma;
t'abullcro t-l ning valiriitti
Que ha producido U Manoha,
Más honesto y n á» bendita
Vino ol oro lino de Ai'..hi»!
Oye á nna tristr Ui^in-ilU.
Bien crecida y mal loKrad»,
t^no en la luz df tus dos soles
Se 8ient(> ahranar el alma • *
Tú busias tus avontnrai»,
V ajpuPH desdicha» liallith;
l>as las íiiiilas, y iiicgaa
i;i rcnudio tle «auarlaa.
Diuíe, valeroso jov«p,
<¿ue Dios piosi)ere tus onsiai;.
Si te criaste en lii Libia
«) en las nicntafias de Jaca;
Si Kíerpes te dieron lech. :
Si a dicha fueron tu.s amas
1.a asf-enza dt- Um nlvas
V el horror de Ihh uiout.iila».
Muy bien pueue DuKii.ca,
DoncilU riiUi::a y ^al.B,
Preciarse de que ha rendido
A una tiíjre ficia y biava.
Por esto será faiuona
líesde Henares u lataiiia,
Desde el Tajo ú Man.-.auaro?.
Dt'sde 1-isuerga hasta Crianza.
Trocárunie yo \n>r ella,
Y diera encima una saya
Do las Uiás Kuyadas luias,
Que de oro la ad.Tnan franja».
.')h quien ;ie viera en tus braz -k,
O si no, junto á tu cama.
Uascáudote la íuWy.st
V matándote la caspa!
Mucho pido, y no soy di«na
i>e merced tan señalada;
Loa pieN quisiera traerte;
Que á una humilde esto le basta
lOh que de coflas V- diera,
Qué de escarpines de j.lata.
Qué de calzas de damasco,
Qué de herreruelos, de holanda'
,Qué de finísimas jjerlas,
<'ada cual como nua a<{allii.
Que á no tener compañeras.
i.as solas fueran llamadas'
Ko mires de tu Tarpeya
ICste incendio que me abrasa.
Ner<<n mánchelo di 1 mundo,
Xi lo avives con tu saña.
Kii'ia soy. pulofla tierna.
Mi edad de quince no pasa;
< atorce tcu<;o y tres meses,
'l'o juro en Dios y en mi ánima.
No soy renca ni soy coja.
Ni touRo nada do manea;
I.os cabellos como el oío.
Que. en pie, por el suelo ar-a.-i;raü.
Y aunque es mi bocí a.!?ulle!ia
Y la nariz aI({o chata.
Ucr mis dirníea <lo topacio.^
(';',!( ) DON QUIJOTE DK J.A 3IANCHA
Mi )nrllc'za ¡il cielo oiisal/.a.
Mi voz, ya vea, si me escncluis,
(^uc á la quo es más dulce i^aula
Y soy de disposición
Algo menos que mediana.
Estas y otras «raciiis mías
Son despojos de tu al.ia!)a:
Uesta casa soy doncella.
Y Altisidora me llaman.
Aquí dio tín el amto de la' nial ferida Altisidora, y comenzó a
mayor el asombro del requerido Don Quijote, el cual, dando un -r
suspiro, dijo entre sí: «¡Que tení>o de ser tan desdichado andante, (|
no ha de liaber doncella que me mire, ([ue de mí no se enamore! ]ii
tenga de ser tan corta de ventura la sin par üulcmea del Toboso, ([
no ííi lian de dejar á solas gozar de la incomparable firmeza mía! ¿M
la queréis, rcinasV cÁ q^^^'' ^'^ perseguís, emperatrices? ¿Para (pié
acosáis, doncellas de catorce á quince años';' Dejad, dejad a la mise;
ble que triunfe, se goce v ufane con la suerte que amor quiso darle
rendirle mi corazóiiv entregarle mi alma. ISÍirad, caterva enamora:
<[uc para sola Dulciiiea sov de masa y de alfeñique, y para todas !
demás sov de pedernal; para ella soy miel, y para vosotras acíbar, i':;
mí sola í)ulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, la gallard;:
la bien nacida; v las demás, las feas, las necias, las livianas y las de [m
linaje Para ser'vo suvo, v no de otra alguna, me arrojó la natura u
al mundo: llore ó cante Altisidora. desespérese Madama, por quien :
aporrearon en el castillo del moro encantado; que yo tengo de ser
Dulcinea cocido ó asado, hmpio, bien criado y honesto, á pesar .le
das la^ potestades hechiceras de la tierra-.^. Y con esto cerró de gnli)e .;
ventana' v despechado v pesaroso, como si le hubiera acontecido al-u
na -rauVieso-i-acia, se acostó en su lecho, donde le dejaremos por ai
ra porque nos está llamando el gran >^ancho Panza, que quicv.- ,i;
i)rincipi<'> ;i sn famoso gobierno.
CAlM'lTLn XI. \'
Oe cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula
y del modo que comenzó á gobernar.
r. H perpetuo descubridor de los antípodas, liaclia del nnuido, ojo
''l^^ del cielo, meneo dulce de las cantiiiij)loras! ¡Timbrio aipií, Febo
allí, tirador acá, médico acullá, padre de la poesía, inventor de
la música; tú, que siemi>re sales, y aunriue lo [tarece. mnica te
tones! A ti digo ¡olí ¡Sol! con cuya ayuda el liombre engendra al lioni
>re; á ti digo que me favore/.cas y alumbres la escuiidad de mi ingenio,
•ara que pueda discurrir por sus ]»untos en la narración del gobierno
leí gran Sancho Panza; que sin ti. yo me siento tibio, desmazalado y
•onfuso.
Digo, pues, que con todo su ncomi)añamient.o llegó Sancho á un
ugar de hasta mil vecinos, (pie era de los mejores que el Dutpic tenía.
)iéronle á entender tiue se llamaba la ínsnJn Barataria, ó ya porque el
ugar se llamaba Baratarlo, ó ya por el barato con que se le había dado
1 gobierno. Al llegar á las ])uerras de la villa, (pie era cercada, salió ef
•egimiento del pueblo á recebirle, tocaron las campanas, y todos los ve-
•inos dieron muestras de genei-al alegría, y con mucha i)ompa le lleva
un á la iglesia mayor á dar gracias á Dios; y luego, con algunas ridícu
as ceremonias, le entregaron las llaves del })uebÍo y le admitieron })or
•erpetuo gobernador de la ínsula Barataría. I']l traje, las barl)as, la gor-
lura y pequenez del nuevo gobernador tenían admirada á toda la gen-
1' que el busilis del euentf) no sabía, y aun á todos los que lo sal)ían,
lue eran muchos.
092
DON QUIJOTE DK LA MANCHA
Finalmente, en sacándole de la iglesia, le llevaron á la silla del juz-
gado y le sentaron en ella, y el mayordomo del Duque le dijo: «Es cos-
tumbre antigua, señor gobernador, que el que viene á tomar posesión
desta famosa ínsula está obligado á responder á una pregunta que se le
hiciere, que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuesta el pue-
blo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador; y así. ó
se alegra ó se entristece con su venida.»
En tanto que el mayordomo decía esto á Sancho, estaba él mirando
unas grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estri-
ban escritas; y como él no sabía leer, preguntó por qué eran aquellas
pinturas que en aíjuella pared estaban.
FuélB respondido: «Señor; allí está escrito y notado el día en que
vuestra señoría tomó posesión desta ínsula, y di(3e el epitafio: «Hoy, día
» tantos de tal mes y (le tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor
3» don Sancho Panza, que muchos años la goce^.
—¿Y á quién llaman don Sancho Panza?, preguntó Sancho.
— ^A vuestra señoría, respondió el mayordomo; que en esta ínsula no
ha entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.
— Pues advertid, hermano, dijo Sancho, que yo no tengo don, ni en
todo mi linaje le lia habido: Sancho Panza me llaman á secas, y Sancho
se llamó mi })adre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas sin aña-
didura de dones ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de ha-
ber más dones que piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser
que si el gobierno me dura cuatro días, yo escarde estos dones, que por
la muchedumbre deben de enfadar, como los mosquitos. Pase adelante
con su pleito el señor mayordomo, que yo sentenciaré lo mejor que su-
piere, ora se entristezca ó no se entristezca el pueblo.
A este instante entraron en el juzgado dos hombres ancianos: el uno
traía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:- «Señor, á este buen
hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer
y buena obra, con condición que me los volviese cuando se los pidiese.
Pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en mayor necesi-
dad de volvérmelos, que la que él tenía cuando yo se los presté; pero,
por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y
muchas veces; y no solamente no me los vuelve, pero me los niega, y
dice que nunca tales diez escudos le presté; y que si se los presté, que
ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuel-
ta, porque no me los ha vuelto: querría que vuesa merced le tomare
juramento; y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono })ara
aquí y para delante de Dios».
— ;¿Qué decís vos á esto, buen viejo del báculo?, dijo Sancho.
A lo que dijo el viejo: «Yo, señor, confieso que me los prestó (y baje
vuesa merced esa vara), y i)ues él lo deja en mi juramento, yo juraré
cómo se los he vuelto y pagado real y verdaderamente.
l)ajó el gobernador la vara, y en tanto el viejo del báculo dio el
bjiculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si
le embarazara nmcho; y luego puso la mano fn la cruz de la vara, di-
l'AlíTK SEGUNDA. CAPITULO XLV l)i)3
(iondo que ora veidad (|ue se le habían prepüido aquellos diez esendoe
(jue se le pedían; pero que él se los había vuelto de su mano á la suya,
y que, por no caer en ello, se los volvía á pedir por momentos.
Viendo lo cual el gran gobernador, preguntó al acreedor qué i-ee-
pondía á lo <jue decía su contrario; y dijo que sin duda alguna su deu-
dor debía de decir verdad, ]>orque le tenía ))or h<»mbre de bien y buen
cristiano, y que á él se le debía de haber olvidado el c<'>mo y cuándo se
los había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le pediría nada.
Tomó á tomar su báculo el deudor, y bajando la cabeza, se salió del
juzgado. Visto lo cual por Sancho, y que sin más ni más se iba, y vien-
do también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pe-
cho, y poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las
narices, estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la ca
bezay mandó que le llamasen al viejo del báculo, (jue ya se hal)ía ido.
Trujérousele, y en viéndole Sancho, le dijo: (Dadme, buen hombre,
ese báculo, que le he menester.»
— De nm}' buena, resjxmdió el viejo. Hele aquí, señor; y j>úsosele en
la mano.
Tomóle Sancho, y dándosele al otro viejo, le dijo: «Andad con Dios;
que ya vais pagado.»
— ¿Yo, señorV, respondió el viejo; pues ¿vale esta cañaheja diez es-
cudos de oro?
— Sí, dijo el gobernador; ó si no, yo soy el mayor porro del mundo;
y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino. Y
mandó que allí delante de todos se rompiese y abriese la caña. Hízose
así, y en el corazón della hallarqn diez escudos en oro.
Quedanín todos admirados, y tuvieron á su gobernador por un nue
vo Salomón.
Preguntáronle de d<')nde había colegido e^ue en aquella cañaheja es-
taban aquellos diez e.-^cudos; y respondic) que, de haberle visto dar, al
viejo que jurabii, á su contrario aquel báculo en tanto que hacía el ju-
ramento, y jurar (]ue se los había dado real y verdaderamente, y que
en acabando de jurar le tomó á pedir el báculo, le vino á la imagina-
ción que dentro dél estíiba la paga de lo que el otro pedía; de donde se
l)()día colegir que á los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal
vez los encamina Dios en sus juicios; y más, que él había oído contar
otro caso como aquel al Cura de £U lugar, y (jue él tenía tan gran me-
moria, que á no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no
hubiera tal memoria en toda la ínsula. Finalmente, el un viejo corri-
do y el otro pagado se fueron, y ios presentes quedaron admirados, y
el que escribía las palabras, hechos y movimientos de Sancho, no aca-
baba de determinarse si le tendría y pondría por tonto ó por discreto.
Luego, acabado este pleito, entró en el juzgado una nmjer, asida
fuertemente de un hombre, vestido de ganadero rico, la cual venía dan-
d(j grandes voces, diciendo: «¡Justicia, señor gobernador, justicia! Y si
no la hallo en la tierra, la iré á buscar al cielo. Señor gobernador de
ral ánima, este mal hombre me ha cogido en la mitad dése campo, y
<)í.'4 DON (iUIJOTE DE LA MAN-CIIA
.se ha aproveclmdo de mi cuerpo, como si fuera trapo mal lavado, y
jdesdicliada de mí!, me ha llevado lo que tenía guardado más de veinte
y tres años ha, defendiéndolo de moros }' cristianos, de naturales y ex-
tranjeros; y yo siem[)re dura como un alcornoque, conservándome en-
tera como la salamanquesa en el fuego, ó como la lana entre las zar-
zas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos Hm[)ias á
jnanosearme.»
— Aún eso está por averiguar, si tiene limpias ó no las manos este
galán, dijo Sancho; y volviéndose al hombre, le dijo qué decía y re-
l)ondía á la querella de aquella mujer.
FA cual, todo turbado, respondió: «Señores, yo soy un pobre gana
dero de ganado de cerda, y esta mañana salía deste lugar, de vender
con perdón sea dicho) cuatro puercos... que me llevaron de alcabalas
y socaliñas poco menos de lo que ellos valían. Volvíame á mi aldea,
topé en el camino á esta buena dueña; y el diablo, que todo lo añasca
y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos: pagúele lo soficiente, y
ella, mal contenta,, asió de mí, y no me ha dejado hasta traerme' á este
puesto. Dice que la forcé, y miente, para el juramento que hago ('<
pienso hacer; y esta es toda la verdad, sin faltar meaja.
Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero
en platíi; él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bol
sa de cuero. Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, á
la ([uerellante; él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y haciendo mil
zalemas á todos, y rogando á Dios por la vida y salud del señor gober-
nador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas, con-
tenta se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas ma-
nos... aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba den
tro.
Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero (que ya se le saltaban
las lágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bol&a): <'Buen hom-
bre, id tras aquella mujer, y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y vol
ved aquí con ella ; y no lo dijo ni á tonto ni á sordo, porque luego par
tió como un rayo, y fué á lo que se le mandaba.
Todos los presentes estaban suspensos, esperando el fin de aquel
pleito; y de allí á poco volvieron el hombre y la mujer, más asidos y
aferrados que la vez primera: ella, la saya levantada, y en el regazo
puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela; mas no era posi-
ble, según la mujer la defendía, la cual daba voces, diciendo: < ¡Justicia
(le Dios y del mundo! Mire vuesa merced, señor gobernador, la poca
vergüenza y el poco temor deste desalmado, que en mitad de poblado
V en mitad de la calle me lia querido quitar la bolsa que vuesa merced
mandó darme.»
— ¿Y liáosla quitado?, preguntó el gobernador.
— ¿Cómo quitar?, respondió la mujer; antes me dejara yo quitar la
vida que me quiten la bolsa. ¡Bonita es la niña! Otros gatos me han
'le echar á las barbas, que no este desventurado y asqueroso. Tenazas
y mai'tillos, mazos y escoplos no serán bastantes á sacármela de las
!• A ttT K H Kt4 U X D A , C A FIT U LO XI.V {\\^i\
\nn\^, ni aun i;nrras de leones; antes el ánima dé en mitad en mitad de
las carnes.
— Ella tiene razón, dijo el hombre, y yo me doy {kh- rendido v sin
úu'izas. y confieso que las mías no son bastantes i)ar{i (¡uitárséla; v
lcj(>la.
Entonces el jíobernador dijo á la nmjer: c Mostrad, honrada y va-
liente, esa bolsa. > Ella se la dio luei^o, y el gobernador se la volvió al
liombre. y dijo ala esforzada y no forzada: < Hermana mía. si el mis-
ino aliento y valor (¡ue halx'is mostrado para defender esta bolsa, le
uostrárades (y aun la mjtad menos) para defender vuestro cuer[»0; las
fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios y mucho de
iduTiamala, y no paréis en toda esta ínsula ni en seis lejanas á la i-e-
londa, so pena de docicntos azotes; andad lue.no, diuo. clnnrillera. des-
^crudnzada y embaidora.
Espantóse la nmjer, y fuese cabizbaja y mal contenta; y el jiober-
:;idor dijo al hombre: Buen hombre, andad con Dios ú vuestro lugar
■<>n vuestro dinero; y de aquí adelante, si no le queréis ])erder. ]M-ocn-
ad que no os venga en voluntad de yogar con nadie. El hombre le
Ii(') las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstante? (¡nedaron
idmirados de nuevo de los juicios y .sentencias de su nuevo goberna-
ior. ante el cual se presentaron dos hombíes, el uno vestido de labra-
lor. y el otro de sastre, pori|ue traía' uhas^tijeras en la mano; y el sas
le dijo: c' Señor gobernador, yo y este hoíirado labrador. venim«»s ante
uesa merced, en razón que este buen hombre llegó á mi tienda ayer
que yo, con perdón de los presentes, soy sáktxe examina<lo, (jne Dios
ri\ bendito), y poniéndome un pedazo de páOojen las manos, me pre-
;untó: Señor, ¿habría en este paño harto pai^Hacerme una caperuzaV
i'o, tanteando el paño, le respondí que sí. El debióse de imaginar, á lo
lue yo imaginé, é imaginé bien, que sin duda yo le (ineria hurtar al-
una parte del paño, fundándose en su malicia y en la mala opinión de
os sastres, y replicóme que mirase si habría para dos. Adivinóle el
•ensamiento y díjele que sí; y él, caballero en su dañada y primera in-
[•nción, fué añadiendo caperuzas, y yo añadiendo síes, ha.sta que lle-
amos ii cinco caperuzas; y ahora en este punto acal)a de venir ])or
Has. Yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura: antes me ].ide
uc le pague, ó vuelva su paño.
— ¿Es todo esto así, hermanoV, preguntó Sancho.
— Sí. señor, respondió el hombre; pero hágale vuesa merced que
uiestre las cinco caperuzas (jue me ha hecho."
— De buena gana, respondió el sastre; y sacando encontinente la
lano de bajo del herreruelo, mostró en ella cinco caperucicas, puestas
n las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo: He aquí las cinco
•iperuzas que este buen hombre me pide; y en Dios y en mi concien-
ia, que no me ha (|uedado nada del paño,V yo daré la obra a vista de
eedores del oficio.
Todos los presentes se rieron de la multitud de las ca])eruzas v del
uevo pleito.
m6
DON QUIJOJ'K 1)K l.A MANCHA
Sancho se puso a cmisiderar un poco, y dijo; «Parécerae que en
este pleito no ha de haher largas dilaciones, sino juzgar luego á juicio
de buen varón; y así, yo doy por sentencia, que el sastre pierda laír'
hechuras, y el laln-ador el paño, y las caperuzas se lleven á los presoí^
de la cárcel y no haya más.»
Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió á admiración
á los circunstantes, ésta les provocó á risa; pero, en lin, se hizo lo qut
mandó el gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fué lueg(
escrito al Duque, que con gran deseo lo estaba esperando . Y quédest
aquí el buen Sancho; que es mucha la priesa que nos da su amo, albo
rotado con la música de Altisidora.
^^'"it .
cArrrrLo xi.vi
Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibió Don Quijote en el discurso
de los amores de la enamorada Altisidora.
EJAMos al .i;nin Don Quijote envuelto en los pensamientos que
le había causado la música de la enamorada doncella Altisi-
dora. Acostóse con ellos, y como si fueran pulgas, no le dejaron
dormir ni sosegar un punto, y juntábansele los que se le sol
taron de sus medias; pero, como es lií^^ero el tiempo, y no hay barranco
que le detenga, corrió caballero en las horas, y con mucha presteza
llegó la de la mañana; lo cual, visto por Don Quijote, dejó las blandas
plumas, y no nada perezoso, se vistió su acamuzado vestido, y se calz<>
sus botas de camino por encubrir la desgracia de .-^us medias. Arrojóse
encima su mantón de escarlata y púsose en la cabeza una montera de
terciopelo verde, guarnecida de pasamanos de plata; colgó el tahalí de
sus hombros con su buena y tajadora espada; asió un gran rosario que
consigo contino traía, y con gran prosopopeya y contoneo salió á la an-
tesala, donde el Duque y la Duquesa estaban ya vestidos y como espe-
rándole. Y al })asar por una galena. estal)an aposín espei'ándole Altisi-
lora y la otra doncelbi, su annga; y así como Altisidora vio á Don Qui-
jote, fingió desmayarse, y su amiga la recogió en sus faldas, y con gran
presteza la iba á desabrochfir el pecho.
Don Quijote, que lo vio. llegándose á ellas, dijo: «Ya sé yo de qué
proceden estos accidentes.»
— No sé yo de qué. resjjondió la amiga; porque Altisidora es la don-
i^ella mas sana de toda esta casa, v vo nunca la he sentido un av en
(J98 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
cuánto ha que la éonozeo: ¡que mal hayan cuantos cabitlicros andantes
hav' en el mundo, si es que todos son desagradecidos! ^^íyase; vuesa mer-
ced, señor Don (Quijote; que no volverá en sí esta pobre niña en tanto
qiífe vuésa merced aquí estuviere.
: A lo que respondió Don Quijote: «Haga vuesa merced, señora, que
se me ponga un laúd ésta noche en mi aposento; que yo consolaré lo
ínéjor que pudiere á esta hfiÜimada doncella; que en los principios
^ijiprosos, los desengaños prestos suelen ser remedios calilicados - ; y
4'óñ esto, se' fue. jiórque no fuese notado de los que allí le viesen.
'r ;. No se hubo bipii apartado, cuando volviendo, en sí la desmayada Al-
H.sidora/dijo á gir-fonipañera: v>Ienester sefáípie se le ponga el laúd;
(júé sin duda Don (ínijote (]uiere darnos música; y no será mala, sien
(lo suya.»
Fueron luego á dar cuenta á la Duquesa de lo que pasaba, y del laúd
<|ue pedía Don Quijote; y ella, alegre sobre modo, concertó con el Duque
y con sus doncellas de hacerle una burla que fuese más risueña que da-
ñosa; y con mucho contento esperaban la noclie, que se vino tan aprie-
sa como se había venido el día, el cual pasaron los Duques en sabrosas
pláticas con Don Quijote. Llegadas las once horas de la noche, hallo
Don Quijote una vihuela en su aposento; templóla, abrió la reja, y sintió
<iue andaba gente' en el jardín, y habiendo recorrido los trastes de la
viliuela, y afinádola lo mejor que su])o, escupió y remondóse el pecho.
\- luego con una voz ronquilla, aunque entonada, cantó el siguiente ro
manee, que él mismo aquel día había compuesto:
Suclpn lu8 fuerzas do amor
Sacar de (juicio A lus almas.
Tomando por instrumento
J.a ociosidad descuidada.
Suclií el coser y el labrar.
Y el estar siempre ocupada,
fier iiiitidotü al veneno
De las amorosas ansias.
J>as doncellas recogidas,
tjiic aspiran ¡i ser casadas...
La honestidad es la doti-
y voz de sus alabanzas,
lyos andantes caballeros,
Y los que en la corte andan
Rnquiébraiise con las libre.s
i'iiit la.s Iionestas se cusan.
Hay amores de levante,
yne entre huésijcdes se tratan
(,)ue llegan presti> al poniente,
Porque en el partir se acaban
Kl amor recién venitlo.
Que hoy llegó, y se va mañana
Las imágenes no de.ia
Bien impresas en el alma.
Pintura i-obre pintura
Ni se muestra ni señala,
Y do hay primera belíe/a.
J.a segunda no hace baza.
Dulcinea del Toboso
Del alma en la t.ibla rasa
Tengo pintada de modo.
Qno es imposible borrarla.
I'VIMI. rsKi.l M)A. CAl'llll.o Xi.VI <)1>1I
li'i nrniozii cu los aintiiiton
\'.-i la pitrte )iiá« pi-í'iiada,
l'o/ «H'.icii U:i-f aim>r luilasros.
Y hasta el «-icio In» li vaiita.
Aquí llegabii Don Quijote de su canto, a (luieii estaban escuchando
el Duque y la Dnciuesa, Altisidora y casi toda la <icnte del castillo,
cuando de improviso, desde encima de un corredor ([ue sobre la reja de
Don Quijote a plomo caía, descol.iíaron un cordel, donde venían miís de
cien cencerros asidos, y luego tras ellos derramaron un gran saco de
gatos, que asimismo traían cencerros menores, atados á las colas. Fué
tan grande el ruido de los cencerros y el mayar de los gatos, que aun-
((ue los Duques habían sido inventores de la burla, todavía les sobre-
saltó; y temeroso Don Quijote, quedó pasmado; y (^uiso la suerte que
dos ó tres gatos se entraron ])or la reja de su estancia, y dando de una
parte á otra, parecía que una legión de diablos andaba en ella. Apaga-
inn las velas <|ue en el aposento ardían, y andaban buscando })or do
escaparse. El descolgar y subir del cordel de los grandes cencerros no
cesaba; la mayor parte de la gente del castillo, (jue no sabía la verdad
del caso, estaba suspensa y admirada. Levantóse Don (Quijote en pie.
y })oniendo mano á la espada, comenzó á tirar estocadas por la reja y
a decir á grandes voces: < ¡Afuera, malignos encantadores! ¡Afuera, ca
nalla hechiceresci;; que yo soy Don Quijote de la Mancha, contra quien
no valen ni tienen Tuerzas vuestras malas intenciones •. y volviéndose
I los gatos, que andaban por el aposento, les tin') muchas cuchilladas.
Kilos acudieron á la reja, y por allí se salieron, aun(|ue uno, viéndose
tan acosado de las cuchilladas de Don (Quijote, le saltó al rostro, y le
isi(') de las narices con las uñas y los dientes. ))or cuyo dolor Don Qui-
¡díe comenzó a dar los mayores gritos que pudo. ( )yendo lo cual el
Duque y la Duquesa, y considerando lo que podía ser, con mucha pres
eza acudieron á su estancia, y abriendo con llave maestra, entraron con
uees y vieron al pobre caballero pugnando con todas sus fuerzas por
II ranear el gato de su rostro. Viendo la desigual pelea, acudió el Duque
i despartirla, y Don Quijote dijo á voces: No me le quite nadie; dé
cmne mano á mano con este demonio, con este hechicero, con este
'iieantador; que yo le daré a entender, de mí á él, quién es Don Quijote
le la Mancha. Pero el gato, no curándose destas amenazas, gruñía y
ipretaba. Mas. en lin, el Duque se le desarraigó, y le echó por la reja:
juedi) Don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aun-
(ue muy des[)echado porque no le habían dejado fenecer la batalla que
an trabada tenía con aquel malandrín encantador.
Hicieron traer aceite de Aparicio, y la misma Altisidora, con sus
>lan(iuísimas manos, le puso unas vendas por todo lo herido; y al po-
lérselas, con voz baja le dijo: «Todas estas malandanzas te suceden,
nipedernido caballero, por el pecado de tu dureza y pertinacia, y plega
i Dios que se le olvide á Sancho, tu escudero, el azotarse, porque nun-
•a salga de su encanto esa tan amada tuya Dulcinea, ni tú la goces ni
legues á tálamo con ella, ¡i lo menos viviendo vo. que te adoro!»
DI)
DON ^¿ITIJOTK DE LA MANCHA
A todo esto no respondió Don Quijote otra palabra, sino fué dar un
l)rofundo suspiro, y luego se tendió en su lecho, agradeciendo á los Du-
<|ues la merced, no porque él tenía temor de aquella canalla gatesca,
encantadora y cencerruna, sino i)orque ha])ía conocido la buena inten-
ción con que habían venido á socorrerle. Los Duques le dejaron sosegar
>■ se fueron, pesarosos del mal suceso de la burla; que no creyeron que
lan pesada y costosa le saliera á Don Quijote aquella aventura, que lo
costó ocho días de encerramiento y de cama, donde le sucedió otra aven
tura, más gustosa que la pasada, la cual no quiere su historiador contar
a'.iora, por acudir á Sancho Panza, fjue andaba muy solícito y muy gra
cioso en su gobierno.
CAPITULO XI A' 11
Donde se prosigue cómo se portaba Sancho Panza en su gobierno.
f^y^vESTx la liistoria que desde el Juz.i;ado llcvanin á Sancho Panza
/-tW á un suntuoso palacio, adonde en una gran sala estalni puesta
una real y limpísima mesa; y así como Sancho entró en la s^ila
^"^ sonaron chirimías, y salieron cuatro j)a.jes á darle aguamanos,
[ue Sancho recibió con muclia gravedad, (.'eso la música, sentóse San
•ho' á la cabecera de la mesa, ponqué no había más de aquel asiento, y
lo otro servicio en toda ella. Púsose á su lado en ]»ie un personaje, que
lespués mostró ser médico, con una varilla de ballena en la mano,
l^evantaron una riquísima y blanca toalla con ([ue estaban cubiertas las
r'rutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares. Uno, que
carecía estudiante, echó la bendición, y un paje puso un babador ran-
lado á Sancho; otro, que hacía el oficio de maestresala, llegó un plato
le fruta adelante; pero apenas hubo coñudo un l)ocado cuando, el de la
v-arilla tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con gran
lísima celeridad; i)ero el maestresala le llegó otro de otro manjar. Iba
i probarle Sancho; pero antes que llegase á él ni le gustase, ya la ^•ari-
la había tocado en él, y un paje alzádole con tanta presteza como el
le la fruta. Visto lo cual })or Sancho, quedó susjienso, y mirando á to-
los, preguntó si se había de comer aquella comida como juego de Mae-
-iecoral.
A lo cual respondió el de la vara: «No se ha de comer, señor gober-
lador, sino como es uso y costumbre en las otras ínsulas donde hay go-
)ornadores. Yo, señor, soy médico, y estoy asalariado en esta ínsula por
-;er1o do los goboi-nadores della; y miro {K)r su «alud mucho más (pie
7.U- L)ON (iUlJÜTJ-; 1)K LA JtANCIlA
por la mía, estudiando de noche y de día, y tanteando la co]npiexion
del gobernador, para acertar á curarle cuando cayere enfermo; y lo
principal que hago es asistir á sus comidas y cenas, á dejarle comer de
lo que me parece que le conviene, y á quitarle lo que imagino que k?
ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así, mandé quitar el pla-
to de la fruta |)or ser demasiamente húmeda, y el plato del otro manjar
también le mandé íjuitar por ser demasiadamente caliente y tener -nm-
chas especias, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe, mata y con
sume el húmedo radical, donde consiste la vida. >
— Desa manera, aquel plato de perdices, que están allí asadas, y a
mi parecer, bien sazonadas, no me harán algún daño.
A lo que el médico respondió: «Esas no comerá el señor gol)ernador
en tanto que yo tuviere vida.»
— Pues, ¿por qué?, dijo Sancho.
Y el médico respondió: «Porque nuestro maestro Hipócrates, norte
v luz de la medicina, en un aforismo suyo dice: Omnís satnrnfio mala,
pcrdic-s aiifcm possima. Quiere decir: < toda hartaza es mala, pero la de
las perdices, malísima.»
— Si eso es así, dijo Sancho, ven el señor doctor, de cuantos manja-
res hay en esta mesa, cuál me hará más provecho, y cuál menos daño,
y déjeme comer del, sin que me le apalee, porque, por vida del gober-
nador, y así Dios me la deje gozar, que me muero de hambre; y el ne-
garme la comida, aunque le pese al señor doctor, y él más me diga, an-
tes será (pútarme la vida que aumentármela.
— \'uesa mei-ced tiene razón, señor gobernador, res})ondió el médico;
y así. es mi parecer que vuesa aierced no coma de aquellos conejos gui-
sados que allí están, porque es manjar peliagudo; de aquella ternera,
si no fuera asada y en adobo, aún se iiudiera probar; pero no hay.
para qué.
Y Sancho (Hjo: «Aquel platonazo (pie está mas adelante vahando.
me parece que es olla podrida; y poi- la diversidad de cosas que en las
tales ollas podridas hay, no podré dejar de to])ar con alguna que \\u^
sea de gusto y de provecho.»
—Ahsit, dijo el médico, vaya lejos de nosoiios tan mal pen.saniiento.
Xo hay cosa en el mundo de peor mantenimiento (|ue una olla podrida.
Allá las ollas podridas, para los canónigos ó para los retores de colé
gios, ó ])ara las bodas labradorescas; y déjennos libres las mesas de los
gobernadores, donde ha de asistir todo primor y toda atildadura; y la
razón es, porque siempre y á doquiera y de quienquiera, son más es-
timadas las medicinas simples (pie las compuestas, porque en las sini
pies no se puede errar, y en las conquiestas sí, alterando la cantidad d^
las cosas de que son compuestas. Mas lo que yo sé que ha de comer el
señor gobernador ahora, para conservar su salud y corroborarla, es nu
ciento de cañutillos de suphcaciones y unas tajadicas subtiles de
carne de membrillo, que le asienten el estómago y le ayuden á la di-
gestión. > . . ,
Ovondo c.^to Sancho, se arrimi'i sobi'C el espaldar de la. silla, y nnrt)^
Á
Dyciulo psto ÍJatífho, se arrimú sobre el espaldar de la •■illa, y miro de hito tu lii: >
al tal luc'ilico...
TI. IV- XX
4(;
'04 DON QUIJOTE 1)K KA MANCHA
de hito en hito al tal médico, y con voz üravc le preguntó cómo se lla-
maba y dónde había estudiado.
A lo que él nepondió: «Yo, señor írol>ernador, me llamo el doctor
Pedro^ Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera.
que estii entre Caracuel y Almodóvar del Campo, á la mano derecha, y
tengo el grado de doctor por la universidad de Osuna.»
• A lo que respondió Sancho, todo encendido en cólera: «Pues, señor
doctor Pedro Recio de mal agüero, natural de Tirteafuera, lugar que
está á la derecha mano como vamos de Caracuel á Almodóvar del Cam-
po, graduado en Osuna, quíteseme luego de delante; si no, ¡voto al sol!,
que tome un garrote y que á garrotazos, comenzando por él. no me ha
do quedar médico en toda la ínsula, á lo menos de aquellos que yo en-
tienda que son ignorantes; que á los médicos sabios, prudentes y discre
tos los pondré sobre mi cabeza y los honraré como á personas divinas.
Y vuelvo á decir que se me vaya Pedro Recio de aquí; si no, tomaré
esta silla donde esto}^ sentado v se la estrellaré en la cabeza: y pídanme-
lo en residencia; que yo me descargaré con decir que hice servicio á
Dios en matar á un mal médico, verdugo de la república; y denme de
comer, ó si no tómense su gobierno; (jue otício que no da de comer á
su dueño, no vale dos habas. »
Alborotóse el doctor, viendo tan colérico at gobernador, y qui-o
hacer tirleafuera de la sala, sino (pie en aquel instante sonó una corneta
de posta en la calle; y asomándose el maestresala á la ventana, volvió
<liciendo: «Correo viene del Dufpie, mi señor; algún despacho debe de
traer de importancia.)^
Entró el correo, sudando y asusta<l(). y sacando un phego del seno,
le puso en las manos del gobernador, y Sancho le puso en las del ma-
\ ordomo, á quien mandó leyese el sobrescrito que decía así: A don San-
cho Panza, gobernador de la ínsula Baratarla, en su propia mano ñ ( u
las de su secretario. Oyendo lo cual Sancho, dijo: «Quién es aquí nn
secretario?»
Y uno de los que presentes estaban respondió: Yo. señor, i)orque
sé leer y escribir, y soy vizcaíno.»
«Con esa añadidura, dijo Sancho, bien ])odéis ser secretario del mi.s-
mo emperador: abrid ese pliego, y mirad lo que dice.»
Hízolo así el recién nacido secretario, y habiendo leído lo que decía,
<lijo que era negocio para tratarle á solas. Mandó Sancho despejar la
sala, y que no quedasen en ella sino el mayordomo y el maestresala; y
ic>s demás y el médico se fueron, y luego el secretario leyó la csirta que
así decía:
«Á mi noticia ha. llegado, señoi don Sancho Panza, que unos enf
^vurigos míos y desü ínsula la han de dar un asalto furioso, no -r
Hjué noche: conviene velar y estai- alerta, ]wrque no le tomen des
' ai>ercibido. Sé también, por espías verdaderas, que han entrado en
r ose lugar cuatro personas disfrazadas para quitaros la vida, porque se
Hemen de vuestro ingenio: abrid el ojo, y mirad quién llega á habla-
»ros, y no cf.máis de cosa que os presentaren. Yo tendré cuidado de
PAUTE 8EOUNDA. CAPÍTULO XLVII TOÓ
í socorreros si os viéredes en trabajo, y en todo haréis como se espera
fie vuestro entendimiento. Deste lugar, á veintiséis de Julio, á las cua-
-tro de la mañana.
\' neutro amÍKo,
»El J)iu¡iir.
Quedó atónito Sancho, y mostraron quedarlo asimismo los circuns-
tantes, y volviéndose al mayordomo, le dijo: «Lo que agora se ha de
;i:icer, y ha de ser luego, es meter en ún calabozo al doctor Recio; por-
luc si alguno me ha de matar, ha de ser él, y de muerte ndiniíiícnla v
i'sima, como es la de la hambre.»
—También, dijo el maestresala, me parece á mí ^uc mu>m intrci-d
lo coma de todo lo que está en esta mesa, porque lo han i)resentado
mas monjas; y como suele decirse, detrás de la cruz está el diablo.
— No lo niego, respondi(') Sancho, y por ahora denme un pedazo de
i:m y obra de cuatro libras de uvas; que en ellas no podrá venir vene-
u». porque, en efeto, no i)uedf) jiasar sin comer; y si es que liemos de
■star prontos para estas batallas que nos amenazan, menester será estar
>ion mantenidos; porque tripas llevan corazón, que no corazón tripas.
\ vos, secretario, responded al Ouíjue, mi señor, y decidle que se cum-
«l;rá lo que manda como lo manda, sin faltar punto; y daréis de mi
■arte un besamanos á mi señora la Duquesa, y que le suplico no se le
>lvide de enviar con un propio mi carta y mi lío á mi mujer Teresa
'anza; que en ello recibiré mucha merced; y tendré cuidado de servirla
:>!! todo lo que mis fuerzas alcanzaren; y de camino podéis encajar un
'csamanos á mi señor Don (Quijote de la Mancha, porque vea que soy
•a 11 agradecido; y vos, como buen secretario y como buen vizcaíno, po-
li'is añadir todo lo que (juisiéredes y más viniere á cuento; y denme á
ni de comer; y álcen':e estos manteles, que yo me avendré con cuantas
spías y matadores y encantadores vinieren sobre mí y sobre mi ínsula.
En esto entró un paje y dijo: «Aquí está un labrador negociante,
ue quiere hablar á vuestra señoría en un negocio, según él dice, de
ancha importancia."
—Extraño caso es éste, dijo Sancho, destos negociantes: ¿es ]>osible
ue sean tan necios, que no echen de ver que semejantes horas como
stas no son en las que han de venir á negociar? Por ventura los que
o!iernamos, los que somos jueces, ¿no somos hombres de carne y de
ueso, y que es menester que nos dejen descansar el tiem^JO que la ne-
esidad pide, sino que quieren que seamos hechos de piedra mármol?
"or Dios y en mi conciencia, que si me dura el gobierno (que no durá-
is según se me trasluce), que yo ponga en pretina á más de un nego-
lante. Agora decid á ese buen hombre que entre; pero adviértase pri-
lero no sea alguno de los espías ó matador mío.
—No, señor, respondió el paje, porque })arece una alma de cántaro,
yo sé poco, ó él es tan bueno como el buen pan.
—No hay que temer, dijo el mayordomo; que aquí estamos todos.
— ¿Sería posible, dijo Sancho, maestresala, que agora que no está
706 DON QUT.TCTE DE LA MANCHA
ncpí el doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de peso y de
sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla?
— Esta noche á la cena se satisfará la falta de la comida, y quedar.l
vuesa señoría satisfecho y pagado, dijo el maestresala.
— Dios lo haga, respondió Sancho; y en esto entró el labrador, (|Uí ■
era de muy buena presencia, y de mil leguas se le echaba de ver <
era bueno y buena alma.
Lo primero (]ue dijo fué: «¿Quién es aquí el señor gobernador?)
— ¿Quién ha ser, respondió el*secretario, sino el que está sentado
la silla?
— Hunhllome, pues, á su presencia, dijo el labrador; y poniéuí]'
de rodillas, le pidió la mano para besársela.
Negósela Sancho, y mandó que se levantase y dijese lo que quisii
IIízolo así el labrador, y luego dijo: «Yo, señor, soy labrador, naiu-
ral de Miguel Turra, un lugar que está dos leguas de Ciudad Real.
— ¿Otro Tirteafuera tenemos?, dijo Sancho; decid, hermano; que lo
(pie yo os sé decir es, que sé nuiy bien á Miguel Turra, y que no está
muy lejos de mi pueblo,
—Es, pues, el caso, señor, prosiguió el labrador, que yo, por la nuM -
ricordia de Dios, soy casado, en paz y en haz de la santa Iglesia catoii
ca romana; tengo dos hijos estudiantes, que el menor estudia para 'n;;-
chiller, y el mayor })ara licenciado; soy viudo porque se murió mi mu-
jer, ó por mejor decir, me la mató un mal médico, que la purgó estan-
do preñada; y si Dios fuera servido que saliera á luz el parto, y lucra
hijo, yo le pusiera á estudiar para doctor, }>orque no tuviera invidiu li
sus hermanos el bachiller y el licenciado.
— De modo, dijo Sancho, que si vuestra mujer no se hubiera muer{o¿
ó la hubieran muerto, vos no fuérades agora viudo.
— No, señor, en ninguna manera, respondió el labrador.
— ¡Medrados estamos!, replicó Sanchü. Adelante, licrmano; que es
hora de dormir, más que de negociar.
— Digo, i)ues, dijo el labrador, ques este mi [hijo, que ha de
l)achirier, se enamoró en el mesmo pueblo de una doncella 11 am;:
Clara Perlerina, hija de Andrés Perlerino, labrador riquísimo... y (
nombre de Perlerines no les viene de abolengo ni otra alcurnia, ^-i
porque todos los de este linaje son perláticos, y por mejorar el nom i ^
los llaman Perlerines; aunque, si va á decir la verdad, la doncellü
como una perla oriental, y mirada por el lado derecho parece i;
flor del canqjo; por el izquierdo no tanto, porque Ta falta aquel <
que se le saltó de viruelas; y aunque los hoyos del rostro son muc!
V grandes, dicen los que la quieren bien que aquellos no son ho.\
sino sepulturas, donde se sepultan las almas de sus amantes. Es ■
limpia, que por no ensuciar la cara, trae las narices, como di(
arremangadas, que no parece sino que van huyendo de la boc;;
con todo esto, parece bien por extremo, porr^ue tiene la boca grai!
y á no faltarle diez ó doce dientes y muelas, pudiera pasar y eci
í-ava entre las más bien formadas. De los labios no tengo que de .
' PAKTK SKííL'NDA. CAl'lTül.U Xl.VIl 707
porque son tan sutiles y delicados, ([uo si se usara aspar labios, pudie-
ran hacer dellos una madeja; peio, como tienen diferente color de la
que en los labios se usa comúnmente, i)arecen milaiírosos, porque son
Jíispeados de azul y verde y aberenjíenado... y perdóneme el señor í^o-
))ernador si por tan menudo voy pinUnido las partes de la que, al fin,
ix\ lin, ha de ser mi hija; que la quiero bien, no me parece mal.
— Pintad lo que ([uisiéredes, dijo Sancho; (jue yo me voy recreando
en la pintura; y si hubiera comido, no hubiera mejor postre i^ara nn'
que vuestro retrato.
— Eso tenjío yo i)or servir, respondió el labrador; pero tienq)o ven-
drá en que seamos, si ahora no somos; y diuo, señor, que si pudiera
pintar su gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa <Íe admiración;
])ero no puede ser, a causa de que ella está ajíobiada y encoiiida, \ tie-
ne las rodillas con la boca; y con todo eso, se echa bien de ver (jue si
se i)udiera levantar, diera con la cabeza €n el techo; y ya ella hubiera
(Indo la mano de esposa á mi bachiller, sino que no la puede extender,
que está añudada; y con todo, en las uñas larcas y acanaladas se nnies-
lia su bondad y buena hechura.
— Está bien, dijo Sancho; y haced cuenta, hermano, (jue ya la habéis
pintado de los j)ies á la cabeza. ¿Qué es lo que queréis agora? Y venid
al i>unto sin rodeos ni callejuelas, ni retazos ni añadiduras.
— Querría, señor, respondió el labrador, ([ue vuesa merced me hicie-
se merced de darme una carta de tavor ])ara mi consuegro, sui>licárido-
le sea servido de que este casamiento se haga, pues no somos desigua
les en los bienes de fortuna ni en los de la naturaleza; porque, para de-
cir la verdad, señor gobernador, mi hijo es endemoniado, y no hay día
que, tres ó cuatro veces, no le atormenten los malignos espíritus; y de
haber caído una vez en el fuego, tiene el rostro arrugado como perga-
mino, y los ojos algo llorosos y manantiales; jjcro tiene una condición
de un ángel, y si no es que se aporrea y se da de puñadas él mesmo á
sí niesmo, fuera un bendito.
— f^.Queréis otra cosa, buen hombre?, replicó Sancho.
— Otra cosa querría, dijo el labrador, sino que no me atrevo á decir
lo. Pero vaya; que, en fin, no se me lia de })odrir en el pecho, pegue ó
no pegue. Digo, señor, que querría que vuesa merced me diese trecien-
tos ó seiscientos ducados- para ayuda de la dote de mi bachiller... digo,
l)ara ayuda de poner su casa (porque en iin han de vivir por sí), sin es-
tar sujetos á las impertinencias de los suegros.
— Mirad si queréis otra co^a, dijo Sancho, y no la dejéis de decir por
empacho m por vergüenza.
— No por cierto, respondió el labrador; v apenas dijo esto, cuando
levantándose en pie el gobernador, asió de la silla en que estaba senta-
do, y dijo: <'¡Voto á tal, don patán, rústico y mal mirado, que si no os
aj)artáis y ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa
y abra la cabeza. ¡Hideputa, bellaco, pintor del mesmo demonio! ¿Y á
estas horas te vienes á pedirme seiscientos ducados? ¿Y dónde los ten-
go yo, hediondo? ¿Y por qué te los había de dar, aunque los tuviera,
7U8
DON QUIJOTE DE LA 31 ANCHA
socarn'ni y mentecato? ¿Y qué se me da á mí de Miguel Turra ni de
todo el linaje de los Perlerines? Va de mí, digo; si no, por vida del Üu
que, mi señor, que haga lo que tengo dicho. Tú no debes de ser de Mi-
guel Turra, sino algún socarrón, que para tentarme te ha enviado aquí
el intierno. Dime, desalmado: aún no ha medio día que tengo el gobier
no, y ¡ya quieres que tenga seiscientos ducados! >
Hizo de señas el mae&tresala al labrador, ((ue se saHese de la sala;
el cual lo hizo cabizbajo, y, al parecer, temeroso de que el gobernado]-
no ejecutase su cólera, que el beJlacón supo hacer muy bien su oficio
Pero dejemos con su cólera á Sancho, y ándese la paz en el corro. \
volvamos á Don Quijote, (jue le dejamos vendado el rostro y curado d(
las gatescas heridas, de las cuales no sanó en ocho días, en uno de los
cuales le sucedió lo que Cide Hamete promete de contar con la puntúa
lidad y verdad que suele contar las cosas desta historia, por mínimn-
que sean.
CAPITI'LO XLVllI
Ce lo que le sucedió á Don Quijote con doña Rodríguez, la dueña de la Du-
quesa, con otros acontecimient.s dignos de escritura y de memoria
eterna.
DKMÁs estaba inohino y melancólico el nial ferido Don (¿uijote,
ril\ vendado el rostro, y señalado, no por la mano de Dios, sino
por las uñas de un gato, desdichas anejas á la andante caba-
f ^ Hería. Ocho días estuvo sin salir en público, en una noche de
las cuales, estando despierto y desvelado, pensando en sus desgracias y
en el perseguimiento de Altisidora, f-intió que con una llave abrían la
puerta de su aposento; y luego imaginó que la enamorada doncella ve-
nia para sobresaltar su honestidad, y ponerle én condición de faltar á
la l"e que guardar debía á su señora Dulcinea del Toboso.
«No (dijo, creyendo á su imaginación, y esto con voz que pudiera
ser oída); no ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra, para que
yo deje de adorar la (pie tengo grabada y estampada en la mitad de mi
corazón y en lo más escondido de mis entrañas, ora estés, señora mía,
transformada en cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo,
tejiendo telas, de oro y sirgo compuestas, ora te tenga Merlín ó Monte-
sinos donde ellos quisieren; que adonde quiera eres mía, y á do quiera
he sido yo y he de ser tuyo.»
El acabar estas razones y el abrir de la }»uerta fué todo uno. Púsose
en pie sobre la cama, envuelto de arriba abajo en una colcha de "raso
aiuarillo, una galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados:
el rostro por los aruños, los bigotes porque no se le desmayasen y ca-
yesen; en el cual traje ]):u'ecía la más extraordinaria fanta.~ma que se
710
I)!)\' <H'1.I0I'K Di.; LA MANCHA
l>udiera pensar. Clavó ios ojos en la puerta, y cuando esperaba ver en-
írar por ella la rendida y lastimada Aitisidóra,, vio entrar á una reve-
rendísima dueña, con unas tocas ¡blancas, repulgadas y luengas, tanto,
(|ue la Cubrían y emnantaban desde los pies á ía cabeza. Entre los de-
dos de la mano izquierda traía in:a media vela encendida, y con la de-
i-echa se liíicía sombra, porque no le
diese la luz en los ojos,'á quien cu-
brían unos muy grandes antojos: ve-
nía pisando ([uedito, y movía los pies
blandamente.
Miróla Don Quijote desde su atala-
ya, y cuando vio su adeliño y notó su
silencio, pensó que alguna bruja ó
maga vem'a en aquel traje á hacer en
él alguna mala fechuría, y comenzó á
santiguarse con mucha priesa. Fuese
llegando la visión; y cuando llegó á la
mitad del aposento, alzó los ojos, y
vio la priesa con que se estaba hacien-
do cruces Don Quijote; y si él quedó
medroso en ver tal figura, ella quedó
esi)antada en ver la su^^a; porque así
como le vio, tan alto y tan amarillo,
con la colcha y con las vendas, que le
desfiguraban, dio una gran voz, di-
ciendo: «¡Jesús! ¿Qué es lo que veo?»
Y con el sobresalto se le cayó la vela
de las manos, y vié adose á escuras,
volvió las espaldas para irse, y con el
miedo, tropezó en sus faldas y dio con-
sigo una gran caída.
Don Quijote, temeroso, comenzó á
decir:
— Conjuróte, fantasma, ó lo que
eres, que me digas quién eres, y que
me digas qué es lo c{uc de mí quieres
Si eres alma en pena, dímelo; que yo
haré por ti todo cuanto mis fuerzas al-
canzaren, porque soy católico cristia-
no, y amigo de hacer bien á todo el mundo; que para esto tomé la Or-
den de la caballerían andante, C|ue profeso, cuyo ejercicio aun hasta á
liacer l)ien á las ánimas del purgatorio se extiende.
La l)rumada dueña, que oyó conjurarse, por su temor coligió el
de J)on (¿uijote, y con voz afiigida y baja lo respondió: «Señor
Don Quijote (si es que acaso vuesa merced es Don Quijote), yo no
soy fantasma ni cisión ni alma de purgatorio, como vuesa merced
debe de liaber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de
la Don Quijote dcoclf su dtalaya,
y cnaudo ViO au adchuv ...
rAllTK RKGUNDA. CAl'ÍTUl-O XLVllI 711
lili señora la Duquesa, que con una necesidad de aquellas que vuesa
merced suele remediar, á vuesa merced veuíío.
— Dígame, señora doña Rodríguez, dijo Don Quijote; ¿por ventura
viene vuesa merced á liacer alguna tercería? Porque le hago sa]>er que
no ?ov de i)r()vecli() para nadie, merced á la sin })ar l)elle'/a de mi seño-
ra Dulcinea del Toboso. Digo, en iin, señora doña Rodríguez, que como
\ nesa merced salve y deje íi una parte todo recado amoroso, puede vol-
ver á encender' su vela, y vuelva, y de})artiremos de todo lo que me
mandare y más en gusto le viniere, salvando, como digo, todo incitativo
mensaje.
— ¡Yo recado de nadie, señor mío!, respondió la dueña; mal me cono-
ce vuesa merced. Sí, que aún no estoy en edad tan prolongada, que me
acoja á semejantes niñerías. Dios loado, mi alma me tengo en las car-
nes, y todos mis dientes y muelas en la boca, amén de unos j)ocos que
me han usurpado unos catarros, que en esta tierra de Aragón son tan
ordinarios. Pero espéreme vuesa merced un poco; saldré á encender mi
vela, y volveré en un instante á contarle mis cuitas, como á remediador
de todas las del mundo, y sin esperar respuesta, se salió del aposento,
donde cjuedi) Don Quijote so.segado y pensativo, es]»erándola. Pero lue-
go le sobrevinieron mil pensamientos acerca de aquella nueva aventura,
y p.arecióle ser mal hecho y ])eor pensado yumerse en peligro de rom-
per á su señora la fe prometida, y decíase á sí mismo: «¿(¿uién sabe si
el diablo, que es sutil y mañoso, querrá engañarme agora con una due-
ña, lo que no ha podi(lo con emperatrices, reinas, duquesas, marquesas
i!Í condesas? (¿ue yo lie oído decir muchas veces y á aiuchos discretos,
([ue si él puede, antes os la dará roma que agTiileña; ¿y quién sabe si
esta soledad, esta ocasión y este silencio despertarán mis deseos, que
duermen, y harán que, al cabo de mis años, venga á caer donde nunca
he tropezado? Y en casos semejantes, mejor es huir que esperar la ba-
talla. Pero yo no debo estar en mi juicio, ])ues tales disparates digo
y pienso; que no es posible que una dueña toquiblanca, larga y antoju
na, pueda mover ni levantar pensamiento lascivo en el más desalmado
l)echo del mundo. Por ventura ¿hay dueña en la tierra que tenga bue-
n{is carnes? Por ventura ¿hay dueña en el orbe que deje de ser imper-
tinente, fruncida y melindrosa? ¡Afuera, pues, caterva dueñesca, inútil
para ningún humano regalo! ¡Olí cuan bien hacía aquella señora, de
quien se dice que tenía dos dueñas de bulto, con sus antojos y almoha-
dillas, al cabo de su estrado, como que estaban labrando, y tanto le ser-
vían para la autoridad de la sala aquellas estatuas como la-? dueñas ver-
daderas!»
Y diciendo esto, se aiToj(') del lecho, con intención de cerrar la jiuer-
ta, y no dejar entrar á la señora Rodríguez; mas cuando la llegó á ce-
rrar, ya la señora Rodríguez volvía, encendida una vela de cera blanca;
y cuando ella vio á Don (íuijc'te de más cerca, envuelto en la colcha,
con las vendas, galocha ó becoquín, temió de nuevo, y retirándose atrás
como dos pasos, dijo: «¿Estamos seguras, señor caballero? Porque no
'tengo á muy honesta señal liaber.se vuesa merced levantado de su lecho.»
i i i DON QUIJOTE DE EA MANCHA
— Eso mesmo es bien que .yo pregunte, señora, respondió Don
<iuijote; y así, pregunto si estaré yo seguro de ser acometido y for-
zado.
— ¿De quién ó á quién pedís, señor caballero, esa seguridad?, respon-
dió la dueña.
—A vos y de vos la pido, replicó Don Quijote; porque ni soy yo de
mármol ni vos de bronce, ni agora son las diez del día, sino media no-
che, y aun un poco más, según imagino, y en una estancia más cerra-
da y secreta que lo debió de ser la cueva donde el traidor y atrevidc^
Eneas gozó á la hermosa y piadosa Dido. Pero dadme, señora, la ma
no; que yo no quiero otra seguridad mayor que la de mi continencia y
recato, y la que ofrecen esas reverendísimas toca?. Y diciendo esto, beso
.su derecha mano y la asió de la suya, que" ella le dio con la mesma ce
remonia. (Aquí hace Cide Píamete un paréntesis, y dice que, poi
Mahozna, que diera, por ver ir á los des así, asidos y trabados, desde la
f)uerta al lecho, la mejor almalafa de dos que tenía.) Entróse, en fin,
Don Quijote en su lecho, y quedóse doña Rodríguez sentada en una
silla, algo desviada de la cama, no quitándose los antojos ni soltando
la vela.
Don Quijote se acurrucó y se cubrió todo, no dejando más del ros-
tro descubierto: y habiéndose los dos sosegado, el primero que rompió
el silencio fué Don Quijote, diciendo: < Puede vuesa merced agora, mi
señora doña Rodríguez, descoserse y desbuchar todo aquello que tiene
dentro de su cuitado corazón y lastimadas entrañas; que será de mí es-
cuchada con castos oídos y socorrida con piadosas obras.»
— Así lo creo yo, respondió la dueña; que de la gentil y agradable
l)resencia de vuesa merced no se podía esperar sino tan cristiana res-
puesta. Es, pues, el caso, señor Don Quijote, que aunque vuesa merced
me ve sentada en esta silla y en la mitad del reino de Aragón, y en há-
bito de dueña, aniquilada y asendereada, soy natural de las Asturias de
Oviedo, y de linaje que atraviesan por él muchos de los mejores de
aquella provincia; pero mi corta suerte y el descuido de mis padres, que
e j^ipobrecieron antes de tiempo, sin saber cómo ni cómo no, me truje
)"on á la corte de Madrid, dondf , por bien de paz y por excusar mayores
desventuras, mis padres me acomodaron á servir de doncella de labor a
una principal señora; y quiero hacer sabidor á vuesa merced que en ha-
cer vainillas y labor blanca, ninguna me ha echado el pie adelante en toda
la vida. Mis padres me dejaron sirviendo, y se volvieron á su tierra, y
de allí á pocos años se debieron de ir al cielo, porque eran además bue-
nos y católicos cristianos.
» Quedé huérfana, y atenida al miserable salario y á las angustiadas
mercedes que á las tales criadas se suelen dar en palacio; y en este
tiempo, sin que diese yo ocasión á ello, se enamoró de mí un escudero
de casa, hombre ya entrado en días, barbudo y apersonado, y sobre
todo hidalgo, como el Rey, porque era montañés. No tratamos tan
secretamente nuestros amores, que no viniesen á noticia de mi señora,
la cual, por excusar dimes y diretes, nos casó en paz y en haz de la
l'AUTE HEUÜNUA. CAPITULO XLVIll 713
santa madre Iglesia católica romana, de cavo matrimonio naci() una
hija, para rematar con mi ventura, si alguna tenía; no por([ue yo mu-
riese del parto, que le tuve derecho y en sazón, sino porque desde allí
a poco nmrió mi esposo de un cierto encuentro que tuvo, que á tener
au'ora lugar para contarle, yo sé que vuesa merced se admirara»; y en
esto comenzó á llorar tiernamente, y dijo: ^^ l'erdóneme vuesa merced,
señor Don Quijote; que no va más en mi mano, porque todas las veces
([ue me acuerdo de mi mal logrado, se me arrasan los ojos de lágrimas.
»¡Válame Dios, y con qué autori lad lleval)a á mi señora á las ancas
<le una {)oderosa muía, negra como el mismo azahache! Que entonces
no se usahan coches ni sillas, como ílgora dicen ([ue se usan, y las seño-
ras iban á las ancas de sus escuderos. Esto, á lo menos, no i)uedo dejai-
de contarlo, porque se note la crianza y puntualidad de mi buen marido.
Al entrar de la calle de Santiago, en Madrid, que es algo estrecha, venía
á salir por ella un alcalde de Corte, con dos alguaciles delante; y así
como mi buen escudero le vi('), volvi(') las riendas á la muía, (lan<lo señal
de volver á acompañarle. Mi señora que iba á las ancas, con voz baja,
le decía: «¿Qué hacéis, desventurado? ¿No veis «jue voy aquí?» El alcal-
de, de comedido, detuvo la rienda del caballo, y díjole: «Seguid, señor,
vuestro camino; que yo soy el que debo acompañar á mi señora doña
Casilda', que así era el nombre de mi ama. Todavía porfiaba mi mari-
do, con la gorra en la mano, á <[uerer ir acomi)añando al alcalde; vien-
do lo cual mi señora, lle>ia de cólera y enojo, sacó un alfiler gordo, ó
creo que un punzón, del estuche, y clavósele por los lomos, de manera
que mi marido dio una gran voz y torció el cuerpo de suerte, que dio
jon su señora en el suelo. Acudieron dos lacayos suyos á levantai'la, y
lo mismo liizo el alcalde y los alguaciles. Alborotóse la puerta de (lua-
dalajara... digo, la gente baldía que en ella estaba. Vínose á pie mi ama,
V mi marido acudió en casa de un barbero, diciendo que llevaba pasa-
das de parte á })arte las entrañas. Divulgóse la cortesía de mi esposo,
tanto, que los nmchachos le corrían por las calles; y por esto, y por((ue
ál era algún tanto corto de vista, mi señora le despidió; de cuyo pesar,
■5Ín duda alguna tengo para mí que se le causó el mal de la muerte.
» Quedé yo viuda y desamparada, y con mi hija á cuestas, que iba
'Creciendo en hermosura como la espuma de la mar. Finalmente, como yo
tuviese fama de gran labrandera, mi señora la Duquesa, que estaba re-
cién casada con el Duque, mi señor, cpiiso traerme consigo á este reino
le Aragón, y á mi hija, ni más ni menos, adonde, yendo días y vinien-
do días, creció mi hija, y con ella todo el donaire del mundo. Canta
3omo una calandria, danza como el pensamiento, baila como una perdi-
la, lee y escribe como un maestro de escuela, y cuenta como un ava-
i'iento; de su limpieza no digo nada, que el agua que corre no es más
limpia; y debe de tener agora, si mal no me acuerdo, diez y seis años,
:-inco meses y tres días, uno más ó menos. En resolución, desta mi mu-
chacha se enamoró un hijo de un lal)rador riquísimo, que está en una
ildea del Duque, mi señor, no muy lejos de aquí. En efeto, no sé cómo
li cómo no, ellos se juntaron, y debajo de la palabra de ser su esposo.
14 DON QÜIJOTK 1)K I-A MANCHA
burló á mi hija, y no se la quiere cumplir; y aunque el Duque, mi señor,
lo sabe (porque yo me he quejado á él, no una, sino muchas veces, y
pedídole mande que el tal labrador se case con mi hija), liace orejas do
mercader y apenas quiere oirme; y es la causa que como el padre del
burlador es tan rico, y le presta dineros, y le sale })or fiador de sus tram-
pas por momentos, no le quiere descontar ni dar pesadumbre en nin-
gún modo.
» Querría, ])ues, señor mío, que vuesa merced tomase á cargo el
deshacer este agravio, ó ya por ruegos, ó ya por armas; ])ues, según todo
el mundo dice, vuesa merced nació en él para deshacerlos, y para ende
rezar los tuertos y amparar los miserables. Y póngasele á vuesa meiced
por delante la orfandad de mi hija, su gentileza, su mocedad, con todas
las buenas partes que he dicho que tiene; que en Dios y en mi con-
ciencia,-que de cuantas doncellas tiene mi señora, que no hay ninguna
que llegue á la suela de su zapato, y que una que llaman Altisidora, que
es la {|ue tiene por más desenvuelta y gallarda, puesta en comparación
de mi hija, no la llega con dos leguas; porque quiero que sepa vuesa
merced, señor mío, que no es oro todo lo que reluce, porque esta Alti-
sidorilla tiene más de presunción que de hermosura, y más de des-
envuelta ({ue de recogida; además que no está muy sana, que tiene un
cierto aliento cansado, que no hay sufrir el estar junto á ella un momen-
to; y aun mi señora la Duquesa... Quiero callar; que se suele decir que
las paredes tienen oídos.»
—¿Qué tiene mi señora la Duquesa, por vida mía, señora doña Ro-
dríguez?, preguntó Don Quijote.
— Con ese conjuro, respondió la dueña, no puedo dejar de responder
á lo que se me pregunta, con toda verdad. ¿Ve vuesa merced, señor
Don Quijote, la hermosura de mi señora la Duquesa? ¿Aquella tez de
rostro que no parece sino de una f spada acicalada y tersa, aquellas dos
mejillas de leche y carmín que en la una tiene el sol y en la otra la luna,
y aquella gallardía con que va pisando y aun despreciando el suelo, que
no parece sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa
merced que lo j^uede agradecer, primero á Dios, y íuego á dos fuentes
((ue tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor,
<le quien dicen los médicos está llena.
— ¡Santa María!, dijo Don Quijote; ¿y es i)osible que mi señora la
Duquesa tenga tales desaguaderos? No lo creyera, si me lo dijeran frai-
les descalzos; pero, ¡mes la señora doña Rodríguez lo dice, debe de ser
así. Pero tales fuentes y en tales lugares no deben de manar humor,
sino ámbar líquido. A^'rdaderamente que ahora acabo de creer que esto
(le hacer fuentes debe de ser cosa importante para la salud.
Apenas acabó Don Quijote de decir esta razón, cuando con un gran
golpe abrieron las puertas del aposento; y, del sobresalto del golpe,
se le cayó á doña Rodríguez la vela de la mano, y quedó la estancia
como boca de lobo, como suele decirse. Luego sintió la pobre dueña que
la asían de la garganta con dos manos tan fuertemente, que no la deja-
ban gañir, y que otra persona con mucha presteza, sin hablar palabra,
PAUTE SEGUNDA. CAPITULO XLVIH
715
le alzaba las í'aklas, y con una, al parecer, chinela, le comenzó á dar
tantos azotes, que era"^ una coni[)asión;y aunque Don Quijote se la tenía .
no se meneabíi del lecho, y no sabía qué podía ser aquello, y estábase
»luedo y callando, y aun temiendo no viniese por él la tanda y tunda
azotesca; y no fué en vano su temor, porque en dejando molida á la
dueña, la 'cual no osaba ([uejarse, los calle dos verduiíos acudieron á Don
(¿uijote, V desenvolviéndole de la sábana y de la cclcha, le ])ellizcaron
tan á menudo y tan reciamente, que no pudo dejar de defenderse a
1 •uñadas, v todo esto en silencio admirable. Duró la batalla casi media
hora; saliéronse las fantasmas, recooi() doña Kodrítíuez sus faldas, y gi
miendo su desgracia, se salió por la i)uerta afuera, sin decir palabra á
Don Quijote; el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo, se
(piedó soío, donde le dejaremos, deseoso de saber quién hal»ía sido el
perverso encantador que tal le había puesto; pero ello se dirá á su tiem
po. que Sancho Panza nos llama, y el buen concierto de la historia lo
j»ide.
CAPÍTLT1.0 XLIX
De lo que sucedió á Sancho Panza rondando su ínsula.
EjAMOíá al gran goberuadür enojado y mollino con el labrador-
1^ pintor y socarrón, el cual, industriado del mayordomo, y el ma-
yordomo del Duque, se burlaban de Sancho; pero él se ías tenía
-f tiesas á todos, niagüera tonto, bronco y rústico; y dijo á los
i|ue con él estaban y al doctor Pedro Recio (que como se acabó el se
creto de la carta del Duque había vuelto á entrar en la sala): «Agor;i
\-erdaderamente que entiendo que los jueces y gobernadores deben de
ser ó han de ser de bronce, para no sentir las importunidades de los iic
gociantes, que á todas horas y tiempos quieren que los escuchen y de-
pachen, atendiendo sólo á su negocio, venga lo que viniere; y si el pobre
d(l juez no los escucha y despacha, ó porque no puede, ó porque no es
aquel el tiempo diputado para darles audiencia, luego le maldicen y
murmuran, y le roen los huesos, y aun le deslindan los linajes. Negó
ciante necio, negociante mentecato, no te apresures; espera sazón y
coyuntura para negociar; no vengas á la hora del comer ni á la dci
dormir; que los jueces son de carne y de hueso, y han de dar á la na
ruraleza lo que naturalmente les pide, si no es yo, que no le doy de co-
mer á la mía, merced al señor doctor Pedro Recio Tirteafuera, que cst<i
ílelante, que quiere que muera de hambre, y afirma que esta muerte es
vida, que así se la dé Dios á él y á tcjdos los de su ralea... digo á la de
los malos médicos; que los buenos, i)almas y lauros mere(,'en.»
i
PAUTK SEGUNDA. CAPITULO XLIX 717
Todos los que conocían á Sancho Panza se admiraban oyéndole
hablar tan elegantemente, y no sabían á qué atrilnhrlo, sino á ({ue los
oficios y cargos graves, ó adoban ó entorpecen los entendimientos. Fi-
nalmente, el doctor Pedro Recio Agüero de Tirtcafuera prometió de
darle de cenar aquella noche, aunque excediese de todos los aforismos
de Hipócrates. Con esto quedó contento el gobernador, y esperaba con
grande ans^ia llegase la noche y la hora de cenar; y aunque el tiempo,
al parecer suyo, se estaba quedo, sin moverse de un lugar, todavía le
llegó el por él tanto deseado, donde le dieron de cenar un salpicón de
vaca con cebolla y un^s manos cocidas de ternera, algo entrada en
días.
Entregóse en todo con más gusto que si le hubieran dado franco-
lines de Milán, faisanes de Roma, ternera de Sorrento, perdices de
Morón ó gansos de Lavajos; y entre la cena, volviéndose al doctor.
le dijo:
— Mirad, señor doctor, de aquí adelante no os curéis de darme á comer
cosas [regaladas ni manjares exquisitos, porque será sacar á mi estó-
mago de sus quicios; el cual está acostumbrado á cabra, á vaca, á toci-
no, á cecina, á n ibos y á cebollas; 3' si acaso le dan otros manjares de
[)alacio, los recibe con melindre, y algunas veces con asco. Lo que el
maestresala i)uede hacer es, traerme estas cpie llaman ollas podridas
(que mientras más podridas son, mejor huelen), y en ellas puede em-
l>aular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer; que yo se
lo agradeceré, y se lo pagaré algún día; y no se burle nadie conmigo,
[»orque, ó somos ó no somos. Vivamos todos y comamos en buena paz
y compaña, pues cuando í>ios amanece, para todos amanece: yo gober-
naré esta ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho; y todo el mun-
do traiga el ojo alerta y mire por el virote; pt)rque les hago saber que
el'diablo está en Cantillana, y que si me dan ocasión, han de ver ma-
>-a villas No, «no haceos de miel, y comeros han moscas. >>
— Por cierto, señor gol)ernador, dijo el maestresaía, que vuesa mer
•ced tiene mucha razón en cuanto ha dicho, y que yo ofrezco, en nombre
de todos los insulanos desta ínsula, que han de servir á vuesa merced
con toda puntualidad, amor y benevolencia; porque el suave modo de
gobernar que en estos principios vuesa merced ha usado, no les da lu-
gar de hacer ni de pensar cosa que en deservicio de vuesa merced re-
dunde.
— Yo lo creo, respondió Sancho; y serían ellos unos necios si otra cosa
hiciesen ó pensasen; y vuelvo á decir que se tenga cuenta con mi sus-
tento y con el de mi Rucio, que es lo que en este negocio importa, y hace
más al caso; y en siendo hora, vamos á rondar; que es mi intención lim-
piar esta ínsula de todo género de inmundicia y de gente vagamunda,
holgazana y mal entretenida; porque quiero que sepáis, amigos, que la
gente baldía y perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos
en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas ha-
-cen. Pienso favorecer á los labradores, guardar sus preeminencias á los
'hidalgos, premiar los virtuosos, y sobre todo, tener respeto á la religión
18 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
y á la houra de los religiosos. ¿Qué os parece de esto, amigos? ¿Di.i: ►
algo, ó qiiiébrome la cabeza?
— Dice tanto vuesa merced, señor gobernador, dijo el mayordoír
(jue esto}' admirado de ver que un hombre tan sin letras como vue- i
merced (que, a lo f{ue creo, no tiene ninguna) diga tales y tantas cos;i-.
llenas de sentencias y de avisos, tan fuera de todo aquello que del inu
nio de vuesa merced esperaban los que nos enviaron y los que aquí \
nimos. Cada día se ven cosas imevas en el nmndo: las burlas se vuelve;!
en veras, y los burladores se hallan burlados.
Aquella noche, ya cenado el gobernador con licencia del señor d^
tor Recio, aderezáronse de ronda, y salió Sancho con el mayordon
secretario y maestresala, y el coronista que tenía cuidado de poner •
memoria sus hechos,' y alguaciles y escribanos, tantos, que podían tur
mar un mediano escuadrón. Iba Sancho en medio con su vara, que Ji >
había más que ver; y pocas calles andadas del lugar, sintieron ruido <i(^
cuchilladas. Acudieron allá, y liallaron que eran dos solos hombres le-
que reñían, los cuales, viendo venir á la justicia, se estuvieron quedo-.
y el uno dellos dijo: «¡Aquí de Dios y del Rey! ¡Cómo! ¿Y que se ha
sufrir que roben en poblado en este pueblo y que salgan á saltear en < >.
en mitad de las calles?»
— Sosegaos, hombre de bien, dijo Sancho, y contadme qué-esla cau~a
desta pendencia, que yo soy el gobernador.
El otro contrario dijo: «Señor gobernador, yo la diré con toda bre-
vedad. Vuesa merced sabrá que este gentil hombre acaba de ganar
ahora en esta casa de juego, c[ue está aquí frontero, más de mil realt-.
y sabe Dios cómo; y hallándome yo presente, juzgué más de una suerte
dudosa en su favor, contra todo aquello c|ue me dictaba la conciencia.
Alzóse con la ganancia; y cuando esperaba que me había de dar algún
escudo, por lo menos, de barato, como es uso y costumbre darle á "ios
hombres principales como yo, que estamos asistentes para bien y mal
pasar, y para apoyar sinrazones y evitar jjendencias, él embolsó su (ii
ñero y se salió de la casa. Yo vine despechado tras él, y con buenas \-
corteses palabras le he pedido que me diese siquiera ocho reales, put-
sabe que yo soy hombre honrado y (|ue no tengo oficio ni beneficin,
porque mis padres no me le enseñaron ni me le dejaron; y el socarrón ,
que es más ladrón que Caco y más fullero que Andradilla, no quería
darme más de cuatro reales; porque vea vuesa merced, señor goberiia
dor, ¡qué poca vergüenza y qué poca conciencia! Pero á fe, que si vm
merced no llegara, que yo le hiciera vomitar la ganancia, y que hal ..
de saber con cuántas entraba la romana.»
—¿Qué decís vos á esto?, preguntó Sancho.
Y el otro respondió que era verdad cuanto su contrario decía; y un
había querido darle más de cuatro reales, porque se los daba muchas
veces; y los que esperan barato han de ser comedidos y tomar c<'>
rostro alegre lo que les dieren, sin ponerse en cuentas con los gan;
ciosos; si ya no supiesen de cierto que son fulleros y que lo que gana ;
es mal ganado; y que para señal que él era hombre de bien, y ! < >
PARTE SEGUNDA. — CAPÍTULO XI.IX 719
ladrón, como decía, niniíuna había mayor que el no hal)erle querido dar
nada; que siempre los fulleros son tributarios dr l(i< mirones que lo!^
conocen.
— Así es, dijo el mayordomo: vea vuesa merced, señor gobernador,
•qué es lo que se ha de hacer destos hombres
— Lo que se ha de hacer es esto, respondió Huncho. Vos, ganancioao,
•bueno ó malo ó indiferente, dad luego á este vuestro acuchillador cien
reales, y más habéis de desembolsar treinta para los i)obres de la cár-
cel; y vos, que no tenéis oficio ni beneficio, y andáis de nones en esta
ínsula, tomad luego esos cien reales, y mañana en todo el día salid dea-
ta ínsula, desterrado por diez años, so pena, 8Í lo ([uebrautáredes, lo«
cumpláis en la otra vida, colgándoos yo de una picota, ó á lo menos el
verdugo por mi mandado; y ninguno me repli<jue; que le asentaré la
;mano.
Desembolsó el uno, recibió el otro, éste se salió de la ínsula y aquél
se fué á su casa, y el gobernador quedó diciendo: "Agora yo podré
poco, ó quitaré estas casas de juego; que á mí se me trasluce qu'^ son
nmy perjudiciales.»
— Esta, á lo menos, dijo un escribano, no la podrá vuesa merced qui-
tar, porque la tiene un gran personaje, y más es, sin comparación, lo que
él pierde al año que lo que saca de los naipes. Contra otros garitos de
menor cantía podrá vuesa merced mostrar su poder, que son los que
más daño hacen y más insolencias encubren; que en las casas de los tra,-
balleros principales y de los señores no se atreven los famosos fulleros
á usar de sus tretas; y pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercici<>
común, mejor es que se juegue en casas principales que no en ladéal.^
gún oficial, donde cogen á un desdichado df media noche abajo y 1q
desuellan vivo.
— Agora, escribano, dijo Sancho, yo se que hay mucho que decir
en eso.
Y en esto llegó un corchete, que traía asido á un mozo, y dijo: «Se-
ñor gobernador, este mancebo venía hacia nosotros, y así. como colum-
bró la justicia, volvió las espaldas y comenzó á correr como un gamo,
señal que debe de ser algún delincuente; yo partí tras él, y si no fuer*
porque tropezó y cayó, no le alcanzara jamás. ~
— ¿Por qué huías, hombre?, preguntó Sancho.
A lo que el mozo respondió: ^< Señor, por excusar de responderá las
nmchas preguntas que las justicias hacen.* , .
— ¿Qué oficio tienes?
— Tejedor.
— ¿Y qué tejes?
— Hierros de lanzas, con licencia buena de vuesa merced.
— ¿Graciosico me sois? ¿De chocarrero os picáis? Está bien. ¿Y adon-
de íbades ahora?
— Señor, á tomar el aire.
— ¿Y adonde se toma el aire en esta insular
— Adonde sopla.
B..P.-XX 47
720 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
¡Bueno, respondéis muy á propósito! Discreto sois, mancebo; pero
haced cuenta que yo soy el aire, y que os soplo en popa y os encamino
álacáicel. Asilde, hola, y llevadle; que yo haré que duerma ahí sin
aire esta noche.
Par Dios, dijo el mozo; así me hará vuesa merced dormir en la
cárcel como hacerme rey.
•■ —¿Pues por que no te haré yo dormir en la cárcel?, respondió San-
cho. ¿No tengo yo poder para prenderte y soltarte cada y cuando que
¿l^uisiere?
Por más poder que vuesa merced tenga, dijo el mozo, no será bas-
tante para hacerme dormir en la cárcel.
• • ¿Cómo que no?, replicó Sancho. Llevadle luego, donde verá por sus
ojos el desengaño, aunque más el alcaide quiera usar con él de su inte-
resal liberahdad; que yo le pondré pena de dos mil ducados, si te deja
feahr un paso de la cárcel.
— ^Todo eso es cosa de risa, respondió el mozo; el caso es que no me
harán dormir en la cárcel cuantos hoy viven.
— Dime, demonio, dijo Sancho, ¿tienes algún ángel que te saque, y
que te quite los grillos que te pienso mandar echar?
^Agora, señor gobernador, respondió el mozo con un buen donaire,
estemos á razón y vengamos al punto. Prosuponga vuesa merced que
me manda llevar á la cárcel; y que en ella me echan grillos y cadenas,
y que me metei;i en un calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas
si ine deja sahr, y que él lo cumple como se le manda; con todo esto,
s; yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche, sin pegar
pestaña, ¿será vuesa merced bastante, con todo su poder, para hacer-
me dormir, si yo no quiero?
—No por cierto, dijo el secretario, y el hombre ha salido con su m-
tención.
—¿De modo, dijo Sancho, que no dejaréis de dormn- por otra cosa
que por vuestra voluntad, y no por contravenir á la mía?
■ — No, señor, dijo el mozo, ni por pienso.
—Pues andad con Dios, dijo Sancho: idos á dormir á vuestra casa, y
Dios os dé buen sueño; que yo no quiero quitárosle; pero aconsejóos
que de aquí adelante no os burléis con la justicia, porque toparéis con
alguna que os dé con la burla en los cascos.
Fuese el mozo, y el gobernador prosiguió con su ronda, y de allí á
poco vicieron dos corchetes, que traían á un hombre asido, y dijeron:
^« Señor gobernador, éste que parece hombre, no lo es, sino mujer, y no
fea, que viene vestida en hábito de hombre. >'
Llegáronle á los ojos dos ó tres lanternas, á cuyas luces descubrie-
ron un rostro de una mujer, al parecer de diez y seis ó pocos más años,
recogidos los cabellos con una redecilla de oro y seda verde, hermosa
como mil perlas. Miráronla de arriba abajo, y vieron que venía con
unas medias de seda encarnada, con hgas de tafetán blanco y rapa-
cejos de oro y aljófar, los gregüescoe eran verdes de tela de oro, y
una saltaembarca ó ropilla de lo mismo, suelta, debajo de la cual
PARTE SEGUNDA. CAPITULO XLIX 721
traía un jubón de tela finísima de oro y blanco, y los zapatos eran blan
eos y de hombre; no traía espada ceñida, sino una riquísima daga, y en
los dedos muchos y muy buenos anillos. Finalmente, la moza j)areció
bien á todos, y ninguno la conoció de cuantos la vieron; y los naturales
<lcl lugar dijeron que no podían pensar quién fuese, y los consabidores
de las burlas que se habían de hacer á Sancho fueron los que más se
admiraron, })orque aquel suceso y hallazgo no venía ordenado por ellos;
y así, estaban dudosos, es})erando en (lué pararía el caso.
Sancho quedó pasmado de la hermosura de la moza, y preguntóle
(juién era, adonde iba y qué ocasión le había movido para vestirse en
aquel hábito.
l'21la, i)uestos los ojos en tierra, con honestísima vergüenza, respon-
dió: < No })uedo, señor, decir tan en {)úblico lo que tanto me importaba
lucra secreto. Una cosa quiero que se entienda: que no soy ladrón ni
persona facinorosa, sino una doncella desdichada, á quien la fuerza de
unos celos ha hecho romper el decoro que á la honestidad se debe».
Oyendo esto el mayordomo, dijo á Sancho: «llaga, señor goberna-
<lor, apartar la gente, porque esta señora con menos empacho pueda
decir lo que quisiere.»
Mandólo así el gobernador; apartáronse todos, sino fueron el ma-
yordomo, el maestresala y el secretario. \^iéndose, pues, solos, la donce-
lla prosiguió diciendo: «Yb, señores, soy hija de Pedro Pérez Mazorca,
arrendador de las lanas deste lugar, el cual suele muchas veces ir en
casa de mi padre...»
-Eso no lleva camino, dijo el mayordomo, señora; porque yo conoz-
( (. nmy bien á Pedro Pérez, y sé que no tiene hijo ninguno, ni varón ni
hembra; y más, que decís que es vuestro padre; y luego añadís que
suele ir muchas veces en casa de vuestro padre.
— Ya yo había dado en ello, dijo Sancho.
— Ahora, señores, yo estoy turbada, y no sé lo que me digo, respon-
dió la doncella; pero la verdad es, que yo soy hija de Diego de la Llana,
([ue todas vuesas mercedes deben de conocer.
^Ya eso lleva camino, respondió el mayordomo; que yo conozco á
Diego de la Llana, y sé que es un hidalgo principal y rico, y que tiene
un hijo y una hija, y que después que enviudó, no ha habido nadie en
todo este lugar que pueda decir que ha visto el rostro de su hija; que
la tiene tan encerrada, que no da lugar al sol que la vea; y con todo esto,
la fama dice que es en extremo hermosa.
— Así es la verdad, respondió la doncella, y esa hija soy yo. Si la
fama miente ó no en mi hermosura, ya os habréis señores, desengaña-
do, pues me habéis visto; y en esto comenzó á llorar tiernamente.
Viendo lo cual el secretario, se llegó al oído del maestresala y le
dijo muy paso: «Sin duda alguna que á esta pobre doncella le debe de
haber sucedido algo de importancia, pues en tal traje y á tales horas, y
siendo tan principal, anda fuera de su casa.»
— No hay dudar en eso, respondió el maestresala; y más, que esa sos-
pi'cha la confirman sus lágrimas.
722 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Sancho la consoló con las mejores razones que él supo, y le pidió
que sin temor alguno les dijese lo que le había sucedido; que todos pro-
curarían remediarlo con muchas veras y por todas las vías posibles.
— Es el caso, señores, respondió ella, que mi padre me ha tenido en-
cerrada diez años, que son los mismos que á mi,madre come la tierra.
En casa dicen misa en un rico oratorio, y yo en todo este tiempo no lie
visto más que el sol del cielo de día, y la luna y las estrellas de noche;
ni sé qué son calles, plazas ni tem])los, ni aun hombres; fuera de mi
padre y de un hermano mío, y de Pedro Pérez, el arrendador, que, por
entrar de ordinario en mi casa, se me antojó decir que era mi padre,
por no declarar el mío. Este encerramiento y este negarme el salir de
casa siquiera á la iglesia, ha muchos días y meses que me trae muy des-
consolada. Quisiera yo ver el mundo, ó á lo menos el pueblo donde nací,
pareciéndome que este deseo no iba contra el buen decoro que las don-
cellas principales deben guardar á sí mesmas. Cuando oía decir que co-
rrían toros y jugaban cañas y se rei)resentaban comedias, preguntaba á
mi hermano, que es un año menor que yo, que me dijese qué cosas eran
aquéllas y otras muchas que yo no he visto: él me lo declaraba por los;
mejores modos que sabía; pero todo era encenderme más el deseo de
verlo. Finalmente, por abreviar el cuento de mi perdición, digo que yo
rogué y pedí á mi hermano... ¡que nunca tal pidiera ni tal rogara...!»; y
tornó á renovar el llanto.
El mayordomo le dijo: «Prosiga vuesa merced, señora, y acabe de
decirnos lo que le ha sucedido; que nos tienen á todos suspensos sus
palabras y sus lágrimas.»
— Pocas rae quedan por decir, resjíondió la doncella, aunque muchas
lágrimas sí que llorar, porque los mal colocados deseos no pueden traer
consigo otros descuentos que lo.s semejantes.
Habíase sentado en el alma del maestresala la belleza de la doncella,.
y llegó otra vez su lanterna para verla de nuevo, y parecióle que no-
eran lágrimas las ((ue lloraba, sino aljófar () rocío de los prados, y aun
las subía de punto, y las llegaba á perlas orientales, y estaba deseando
que su desgracia no fuese tanta como daban á entender los indicios de
su llanto y de sus suspiros. Desesperábase el gobernador de la tardanza
que tenía la moza en relatar su historia, y díjole que acabase de tener-
los más suspensos; que era tarde y faltaba muclio que andar del
pueblo.
Eüa, entre interrotos sollozos y mal formados suspiros, dijo: «No es
otra mi desgracia ni mi infortunio es otro, sino que yo rogué á mi
herma no que me vistiese en hábito de hombre con uno de sus' vestidos
y que me sacase una noche á ver todo el pueblo, cuando nuestro padre
durmiese; él, importunado de mis ruegos, condescendió con mi deseo;
y poniéndome este vestido, y él vistiéndose de otro mío, que le está
como nacido, porque él no tiene pelo de barba, y no parece sino una
doncella hermosísima, esta noche, debe de haber una hora, poco más ó
menos, nos salimos de casa, y guiados de nuestro mozo y desbaratado
discurso, hemos rodeado todo el pueblo; y cuando queríamos volver á
PABTK SEUUNDA. CAPÍTULO XLIX 723
casa, vimos venir un gran tropel de gente, y mi hermáname dijo: «Her-
mana, ésta debe de ser la ronda; aligera los pies y pon alai- en ellos, y
vente tras mí corriendo, Tporque no nos conozcan; que nos será mal
contado»; y diciendo esto, volvió las espaldas y comenzó, no digo á
i-orrer, sino á volar. Yo, á menos de seis pasos, caí, con el sobresalto, y
entonces llegó el ministro de la justicia que me trujo ante vuesas mer-
cedes, adonde, por mala y antojadiza, me veo avergonzada ante tanta
gente.
—En efeto, señora, dijo Sandio, ¿no os ha sucedido otro desmán
alguno, ni celos, como vos al principio de vuestro cuento dijistes, no os
ííacaron de vuestra casaV
— No nie ba sucedido nada, ni me sacaron celos, sino sólo el deseo
de vtr mundo; que no se extendía á más que á ver las calles de estíí
lugar. V acabó de conñrmar ser verdad lo que la doncella decía, llegar
los cborchetes con su hermano i)reso, á (|uien alcanzó uno dellos cuando
se huyó de su hermana. No traía sino un faldellín rico y una mantelli-
na de damasco azul, con pasamanos de oro fino; la cabeza sin toca, ni
con otra cosa adornada que con sus mesmos oábeUos, que eran sortijas
<lc oro, según eran rubios y-'^;i3zadps. Apartáronse con él el goberna
dor, mayordomo y maestres ala, y sin f^ 16 oyese su hermana, le pre-
guntaron cómo venía en aquel trajery'él,' con no. menos vergüenza y
empacho, contó lo misino que su hermana había contado, de que recibió
gran gusto el enamorado maestresala; pero el' gobeíaiador les dijo: «Por
cierto, señores, que ésta ha sido una gran raj)acería; y para contar esta
uecedad y atrevimiento no eran menester tantas largas ni tantas lágri-
mas y suspiros; que con decir: somos Fulano y Fulana, (jue nos sali-
mos á espaciar de casa de nuestros padres con esta invención, sólo por
<uriosidad, sin otro designio alguno, se acabara el cuento; y no gemidi-
coá y lloramicos, y darle.»
— Así es la verdad, respondió la doncella; pero sepan vuesas nierce-
<]cs que la turbación que he tenido ha sido tniitn, que no me ha dejado
guardar el término que debía.
—No se ha perdido nada, res[>ondió Sancho. Vamos, y dejaremos a
vuesas mercedes en casa de su padre: quizá no los habrá echado menos.
Y de aquí adelante no se nuiestren tan niños ni tan deseosos de ver
mundo; que la doncella honrada, la pierna quebrada y en casa; y la
mujer y la gallina, por andar se pierden aína; y la que es deseosa de
ver, también tiene deseo de ser vista: no digo más.
El mancebo agradeció al gobernador la merced que quería hacerles
<le volverlos á su casa; y así, se encaminaron hacia ella, que no estaba
nuiy lejos de allí. Llegaron, pues, y tirando el hermano una china á
una reja, al momento bajó una criada, que los estaba esperando, y les
abrió la puerta, y ellos se entraron, dejando á todos admirados, así de
su gentileza y hermosura, como del deseo que tenían de ver mundo de
noche y sin salir del lugar; pero to io lo atribuyeron á su poca edad.
<|uedó el maestresala traspasado su corazón, y propuso de, luego, otro
día, pedírsela por mujer á su padre, teniendo por cierto que no se la
724
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
negaría, por ser él criado del Duque: y aun á Sancho le vinieron deseos:
y barruntos de casar al mozo con Sanchica, su hija, y determinó de po-
nerlo en plática á su tiempo, dándose á entender que á una hija de un
gobernador ningún marido se le podía negar, (.'on esto se acabó la
ronda de aquella noche, y de allí á unos días el gobierno, con que se
destroncaron y borraron todos sus designios, como se verá adelante
I
CAPITULO L
Donde se declara quién fuoron los encantadores y verdugos que azotaron á
la Dueña y pellizcaron y arañaron á Don Quijote, con el suceso que tuvo
el paje que llevó la carta á Teresa Panza, mujer de Sancho Panza.
ICE Cide líamete, puntualísimo escudriñador de los átomos
desta verdadera historia, que al tiempo que doña Rodríguez
salió, de su aposento para ir á la estancia de Don Quijote, otra
dueña que con ella dormía la sintió; y que, como todas las
dueñas son amigas de saber, entender y oler, se fué tras ella con tanto
silencio, que la buena Rodríi^uez no lo echó de ver; y así como la dueña
la vio entrar en la estancia de Don* Quijote, porque no faltase en ella la
general costumbre que todas las dueñas tienen de ser chismosas, al
momento le fué á poner en pico á su señora la Duquesa de cómo doña
Rodríguez quedaba en el aposento de Don Quijote. La Duquesa se lo
dijo al Duque, y le pidió Hcencia para que ella y Altisidora viniesen á,
ver lo (^ue aquella dueña quería con Don Quijote. El Duque se la dio,
y las dos con gran tiento y sosiego, paso ante paso, llegaron á ponerse
junto á la puerta del aposento, y tan cerca, que oían todo lo que dentro
hablaban; y cuando oyó la Duquesa que la Rodríguez había echado en
la calle el Aranjuez de sus fuentes, no lo pudo sufrir, ni menos Altisi-
dora; y así, llenas de cólera y deseosas de venganza, entraron de golpq
en el aposento, y acrebillaron á Don Quijote y vapularon á la dueñí^
del modo que queda contado; porque las afrentas que van derechas
contra la hermosura y presunción de las mujeres, despiertan en ellas
en gran manera la ira. y encienden el deseo de vengarse. Contó la
72G DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Duquesa al Duque lo que había pasado, de lo que se holgó mucho; y la
f)uquesa, prosiguiendo con su intención de burlarse y 'recibir pasa-
tiempo, aquel día, real y. verdaderamente, despachó á un paje suyo, que
había hecho en la selva la figura de Dulcinea en el concierto de su des-
encanto (que tenía l)ien olvidado Sancho Panza, con la ocupación de su
gobierno), á Teresa Panza, su mujer, con la carta y con el lío de ropa
de su niarido, y con otra suya y con una gran sarta de corales ricos,
presentados. • , -
Dice, pues, la historia que el paje era muy discreto y agudo; y con
deseo de servir á sus señores, partió de muy buena gana al lugar de
ífiancho, y antes de entrar en él, vio en un arroyo estar lavando canti-
dad de mujeres, á quien preguntó si le sabrían decir si en aquel lugar
vivía una mujer llamada Teresa Panza, mujer de un cierto Sancho
l/íuiza, escudero de un caballero llamado Don Quijote de la Mancha.
A cuya pregunta se levantó en pie una mozuela que estaba lavando,
y dijo: «Esa Teresa Panza es mi madre, y ese tal Sancho, mi señor
j);)dre, y el tal caballero, nuestro amo.»
-Pues venid, doncella, dijo el paje, y mostradme á vuestra madre;
j/orciue le traigo una carta y un presente del tal vuestro padre.
-Eso haré yo dé muy buena gana, señor mío, respondió la moza,
que mostraba ser de edad de catorce años, poco más ó menos; y dejando
la vopa. que lavaba á otra compañera, sin tocarse ni calzarse (que estaba
Cii piernas y desgreñarla), saltó delante de la cabalgadura del paje y
dijo: Venga vuesa merced; que á la entrada del pueblo está nuestra
casa, y mi madre en ella, con liarta pena por no haber sabido muchos
días ha de mi señor padre.
— -Pues yo se las llevo tan buenas, dijo el paje, que tiene que dar bien
gracias á Dios por ellas.
1'inalmeute. saltando, corriendo y brincando, llegó al pueblo la mu-
chacha, y antes de entrar en su casa, dijo á voces desde la puerta: «Sal-
ga, madre Teresa, salga, salga; que viene aquí un seor que trae cartas
y otras cosas de mi buen padre.»
A cuyas voces salió Teresa Panza, su ma iré, hilando un copo de
estopa, con una saya parda (que parecía, según era de corta, que se la
hal)ían cortado por vergonzoso lugar), con un corpezuelo asimismo
pardo y una camisa de pechos. No era muy vieja, aunque mostraba
{)a^ar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada; la cual.
viendo á su hija y al paje á caballo, le dijo: «¿Qué es esto, niña? ¿Qu('
8*íñor es éste?»
-Es un servidor de mi señora doña Teresa Panza, respondió el paje;
y diciendo y haciendo, se arrojó del caballo, y se fué con mucha humil-
dad á poner de hinojos ante la señora Teresa, diciendo: Déme vuesa
ínerced sus manos, mi señora doña Teresa, bien así como mujer legítima
y [)articular del señor don Sancho Panza, gobernador propio de la ín-
Siila Barataría.
- ¡Ay señor mío! Quítese de ahí, no haga eso, respondió Teresa; que
yo no soy nada palaciega, sino una pobre labradora, hija de un estri-
PARTE SEGUNDA. — CAPÍTUI.O L 727
pateiTones y mujer de un escudero andante, y no de gobernador al-
guno.
— ^\K'.sa merced, respondió el paje, es mujer dignísima de un gober-
nador archidignísimo; y para prueba desta verdad, reciba vuesa merced
esta carta y este presente; y sacó al instante de la faltriquera una carta
de corales con extremos de oro, y se la echó al cuello y dijo: Esta carta
es del señor gobernador, y otra que traigo y estos corales son de mi se-
ñora la Duquesa, t[ue á vuesa merced me envía.
Quedó pasmada Teresa, y su hija ni más ni menos, y la muchacha
dijo: «Que me maten, si no' anda por aquí nuestro señor amo, Don
i su fue con uiiu-lia huuiiUluil ú pont-r de liiuojos auto la scüora Teresa...
Quijote, que debe de haber dado á padre el gobierno ó condado ípie tan-
tas veces le había prometido.»
— Así es la verdad, respondió el paje; (\ue \>ov respeto del señor Don
Quijote es agora el señor Sancho gobernador de la ínsula Barataría,
como se verá por esta carta.
— Léamela vuesa merced, señor gentil hombre, dijo Teresa; porque,
aunque yo sé hilar, no sé leer migaja.
— Ni yo tam¡)Oco, añadió Sanchica; pero espérenme aquí; que yo iré
:\ llamar quien la lea, ora sea el cura mesmo, ó el bachiller Sansón
('arrasco, que vendrán de muy buena gana por saber nuevas de mi
padre.
— No hay para qué se llame á nadie; que yo no sé hilar, pero
sé leer, y la leeré; y así, se la le^ ó toda, que por quedar ya referi-
da, no se pone aquí; y luego sacó otra de la Duquesa, que decía desta
manera:
«Amiga Teresa: Las buenas partes de la bondad y del ingenio de
vuestro marido Sancho me movieron y obligaron á pedir á mi marido
>:el Duque le diese un gobierno de una ínsula, de muchas que tiene.
Tengo noticia que gobierna como un jirifalte, de lo que yo estoy muy
728 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
«contenta, y el Duque, mi señor, por el consiguiente; por lo que doy
» muchas gracias al cielo de no haberme engañado el haberle escogido
»para el tal gobierno; porque quiero que sepa la señora Teresa que con
«dificultad se halla un buen gobernador en el mundo, y tal me haga á
»mí Dios como Sancho gobierna. Ahí le envío, querida mía, una sarta.
» de corales con extremos de oro; yo me holgara que fuera de perlas
«orientales; pero quien te da el hueso no te querría ver muerta: tiempo
«vendrá en que nos conozcamos y nos comuniquemos, y Dios sabe lo
«que será. Encomiéndeme á Sanchica, su hija, y dígale de mi parte que
«se apareje; que la tengo de casar altamente, cuando menos lo piense.
«Dícenme que en ese lugar hay bellotas gordas: envíeme hasta dos do-
» cenas; que las estimaré en mucho, por ser de su mano; y escríbame
«largo, avisándome de su salud y de su bienestar y si hubiere menester
«alguna cosa, no tiene que hacer más que boquear; que su boca será
«medida; y Dios me la guarde. Deste lugar:
»Su amÍKa, qui- bien la quiere,
»L« Duquesa.-»
— ¡Ay!, dijo Teresa en oyendo la carta, ¡y qué buena y qué llana y
qué humilde señora! Con estas tales señoras me entierren á mí, y no las
hidalgas que en este pueblo se usan, que piensan que por ser hidalgas
no las ha de tocar el viento, y van á la iglesia con tanta fantasía como
si fuesen las mesmas reinas; que no parece sino que tienen á deshonra
el mirar á una labradora; y veis aquí donde esta buena señora, con ser
Duquesa, me llama amiga y me trata como si fuera su igual; que igual
la veo yo con el más alto campanario que hay en la Mancha; y en lo
que toca á las bellotas, señor mío, yo le enviaré á su señoría un cele-
mín, que por gordas las puedan venir á ver á la mira y á la maravilla.
Y por agora, Sanchica, atiende á que se regale este señor; pon en orden
este caballo, y saca de la caballeriza huevos y corta tocino adunia, y
démosle de comer como á un príncipe; que las buenas nuevas que nos
ha traído, y la buena cara que él tiene, lo merecen todo; y en tanto
saldré yo á dar á mis vecinas las nuevas de nuestro contento; y al padre
Cura y á maese Nicolás, el barbero, que tan amigo son y han sido de
tu padre.
— Sí haré, madre, respondió Sanchica; pero mire que me ha de dar
la mitad desa sarta; que no tengo yo por tan boba á mi señora la Du-
quesa, que se la había de enviar á ella toda.
— Toda es para ti, hija, respondió Teresa; pero déjamela traer al-
gunos días al cuello; que verdaderamente parece que me alegra el
corazón.
— También se alegrarán, dijo el paje, cuando vean el lío que viene
en este portamanteo, que es un vestido de paño finísimo, que el go-
bernador sólo un día llevó á caza; el cual todo lo envía para la señora
Sanchica.
PAKTE SEGUNDA. CAPITULO L 729
— Que me viva él mil años, respondió Sanchica, y el que lo trae ni
más ni menos, y aun dos mil si fuera necesidad.
Salióse en esto Teresa fuera de casa, con las cartas y con la sarta al
cuello, y iba tañendo en las cartas como si fuera en un })andero; y en-
contrándose acaso con el Cura y Sansón Carrasco, comenzó á bailar y á
decir: «A fe, que agora que no hay pariente pobre. Gobiernito tenemos:
No, sino tómese conmigo la más pintada hidalga; que yo la pondré como
nueva.»
— ¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras son éstas y qué papeles
son esos?
— No es otra la locura, sino que estas son cartas de duquesas y de
gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales ñnos las avema-
rias, y los padrenuestros son de oro de martillo, y yo soy goberna-
dora.
— De Dios en ayuso no os entendemos, Teresa, ni sabemos lo que os
decís.
— Ahí lo podrán ver ellos, respondió Teresa, y dióles las cartas.
Leyólas el Cura de modo que las oyó Sansón Carrasco, y Sansón y
el Cura se miraron el uno al otro como admirados de lo que habían
leído, y i)reguntó el Bachiller quién había traído aquellas cartas. Res-
pondió Teresa que se viniesen con ella á su casa, y verían al mensaje-
ro, que era un mancebo como un pino de oro, y que le traía otro pre-
sente, que valía más de tanto. Quitóle el Cura los corales del cuello, y
mirólos y remirólos, y certificándose que eran ñnos, tornó á admirarse
de nuevo, y dijo: «Por el hábito que tengo, que no sé qué me diga ni
qué me piense destas cartas y destos presentes: por una parte veo y
:oco la fineza de estos corales, y por otra leo que una duquesa envía á
pedir dos decenas de bellotas.»
— Aderézame esas medidas, dijo entonces Carrasco. Agora bien, va
inos á ver el portador deste pliego; que del nos informaremos de las di-
icultades que se nos ofrecen.
luciéronlo así, y volvióse Teresa con ellos. Hallaron al paje cribando
jn poco de cebada para su cabalgadura, y á Sanchica cortando un to-
•rezno para empedrarle con huecos y dar de comer al paje, cuya pre-
sencia y buen adorno contentó mucho á los dos; y después de haberle
saludado corté.-^mente, y él á ellos, le pidió Sansón les dijese imevas
isi de Don Quijote como de Sancho Panza; que puesto que habían leído
as cartas de Sancho y de la señora Duquesa, todavía estaban confusos,.
.' no acababnu de atinar qué sería aquello del gobierno de Sancho, 3^
nás de una ínsula, siendo todas, ó las más que hay en el mar Medite-
•ráneo, de su Majestad.
A lo que el paje respondió: «De que el señor Sancho Panza sea go-
)eniador, no hay que dudar en ello; de que sea ínsula ó no la que go-
)ierna, en eso no me entremeto; pero basta que sea un lugar de más de
nil vecinos, Y en cuanto á lo de las bellotas, digo, que mi señora la Du-
quesa es tan llana y tan humilde, que no digo yo el enviar á pedir be
iotas á una labradora, pero que le acontece enviar á pedir un peine
730 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
prestado á una vecina suya; porque quiero que sepan vuesas mercedes
que las señoras de Aragón, aunque son tan principales, no son tan pun
tuosas y levantadas como las señoras castellanas: con más llaneza tratar
con las gentes. »
Estando en. la mitad destas pláticas, salió Sanchica con un halda d(
huevos, y preguntó al paje: «Dígame, señor: mi señor padre ¿trae poi
ventura calzas atacadas después que es gobernador?»
— No he mirado en ello, respondió el paje; pero sí debe de traer.
- — ¡Ay Dios mío!, replicó Sanchica. ¡Y qué será de ver á mi padre cor
pedorreras! ¡No es bueno, sino que desde que nací tengo deseo de vei
á mi padre con calzas atacadas!
— Como con esas cosas le verá vuesa merced si vive, respondió e
paje. Par Dios, términos lleva de caminar con papahígo, con solo dof-
meses que le dure el gobierno.
Bien echaron de ver el Cura y el Bachiller que el paje hablaba soca
rronamente; pero la fineza de los corales y el vestido de caza que Sanche
enviaba, lo deshacía todo (que ya Teresa les había mostrado el vestido)
y no dejaron de reírse del deseo de Sanchica, y más cuando Teresa dijo
«Señor Cura, eche cata por ahí si hay alguien que vaya á Madrid ó é
Toledo, para que me compre un verdugado redondo, hecho y derecho
y sea al uso y de los mejores que hubiere; que en verdad, en verdad, que
tengo de honrar el gobierno de mi marido en cuanto yo pudiere; y aun
que si me enojo, me tengo de ir á esa Corte, y echar un coche come
todas; que la que tiene marido gobernador muy bien le puede traer y
sustentar.»
— ¡Y cómo, madre!, dijo Sanchica; ¡pluguiese á Dios epie fuese ante&
hoy que mañana! Aunque dijesen los que me viesen ir sentada con mi
señora madre en aquel coche: «¡Mirad la tal por cual, hija del harto de
ajos, y cómo va sentada y tendida en el coche como si fuera una pape-
sa!» Pero pisen ellos los lodos, y ándeme yo en mi coche, levantados
los pies del suelo. ¡Mal año y mal mes para cuantos murmuradores hay
en el mundo, y ándeme yo caliente, y ríase la gente! ¿Digo bien, ma-
dre mía?
— ¡Y cómo e|ue dices bien, hija!, respondió Teresa; y tóelas estas aven-
turas, y aun mayores, me las tiene profetizadas mi buen Sancho; y
verás tú, hija, cómo no para hasta hacerme condesa; que todo es comen-
zar á ser venturosa; y como yo he oído decir muchas veces á tu buen
padre (que así como lo es tu^'o, lo es de los refranes): «cuando te dieren
ía vaquilla, corre con la soguilla»; cuando te elieren un gobierno, cóge-
le; cuando te dieren un condado, agárrale, y cuando te hicieren tus tus,
con alguna buena dádiva, envásala. ¡No sino dormios, y no respondáis
á las venturas y buenas dichas que están llamando á la puerta de vues-
tra casa!
— ¿Y qué se me da á mí, añadió Sanchica; Cjue diga el que quisiere,
cnando me vea entonada y fantasiosa: «vióse el perro en bragas de ce-
rro», y lo demás?
Oyendo lo cual el Cura, ehjo: «Yo no puedo creer sino que todos
PARTE SEGUNDA. CAPITULO L 731
los deste linaje de los Panzas nacieron cada uno con un costal de re-
franes en el cuerpo; ninguno dellos he visto que no los derrame á todas
horas y en todas las pláticas (pie tienen.»
— Así es la verdad, dijo el paje, que el señor gobernador Sancho á
cada paso los dice; y aunque muchos no vienen á propósito, todavía
dan gusto, y mi señora la. l)u([uesa y el Duque los celebran mucho.
— ¿Que todavía afirma vuesa merced, señor mío, dijo el bachiller,
r«t,r verdad esto del gobierno de Sancho, y de que hay duquesa en el
mundo que le envíe presentes y le escriba? Porque nosotros, aunque
tocamos los presentes y hemos leído las cartas, no lo creemos, y pensa-
mos que ésta es una de las co.sas de Don (¿uijote, nuestro compatriota,
que todas piensa que son hechas por encantamento; y así, estoy por
decir que quiero tocar y palpar á vuesa merced, por ver si es embaja-
dor fantástico, ó hombre de carne y hueso.
— Señores, yo no sé más de mí, respondió el i)aje, sino que soy em-
bajador verdadero, y que el señor Sancho Panza es gobernador efecti-
vo, y que mis señores Duque y Duquesa pueden dar y han dado el tal
gobierno, y que he oído decir que en él se porta valentísimamente el
tal Sancho Panza: si en esto hay encantamento ó no, vuesas mercedes
lo disi)uten allá entre ellos; que yo no sé otra cosa, para el juramento
que hago, (¿ue es por vida de mis padres; que los tengo vivos, y los
amo y los quiero mucho.
— Bien podrá ello ser así, repHcó el bachiller; pero duhitat Augus-
f/HI<y.
— Dude quien dudare, respondió el paje; la verdad es la que he
dicho, y es la que ha de andar siem})re sobre la mentira, como el aceite
sobre el agua; y si no, operibus credite, et non verhis. Véngase alguno
de vuesas mercedes conmigo, y verá con los ojos lo que no cree por
los oídos.
— Esa ida á mí toca, dijo Sanchica. Lléveme vuesa merced, señor, á
las ancas de su rocín; que yo iré de muy buena gana á ver á mi señor
padre.
— Las hijas de los gobernadores no han de ir solas por los caminos,
sino acompañadas de carrozas y literas y de gran número de sirvientes.
— ^Par Dios, respondió Sanchica. también me vaya yo sobre una po-
llina como sobre un coche: ¡hallado la habéis la melindrosa!
— Calla, mochacha, dijo Teresa; que no sabes lo que te dices, y este
señor está en lo cierto; que tal el tiempo, tal el tiento: cuando Sancho,
Sancha; y cuando gobernador, señora; y no sé si digo algo.
—Más dice la señora Teresa de lo que piensa, dijo el paje; y denme
de comer y despáchenme luego, porque pienso volverme esta tarde.
A lo que dijo el Cura: «Vuesa merced se vendrá á hacer penitencia
conmigo; que la señora Teresa más tiene voluntad que alhajas para
servir á tan buen huésped.»
Rehusólo el paje; pero en efeto lo hubo de conceder por su mejora,
y el Cura le llevó consigo de buena gana, por tener lugar de preguntar-
le de espacio por Don Quijote y sus hazañas. El bachiller se ofreció
732
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
de escribir á Teresa las cartas de la respuesta; pero ella no quiso que
el bachiller se metiese en sus cosas; que le tenía por algo burlón; y así,
dio un bollo y dos huevos á un monacillo que sabía escribir, el cual le
escribió dos cartas, una para su marido, y otra para la Duquesa, nota-
das de su mismo caletre, que no son las peores que en esta grande his-
toria se ponen, como se verá adelante.
■^írfí;:J^;.»
( ' A P I T U LO L I
Del progreso del gobierno de Sancho Panza, con otros sucesos
tales como buenos.
M A NECIO el día que se sií^uió á la noche de la ronda del «íober-
nador, la cual el maestresala pasó sin dormir, ocupado el pen-
samiento en el rostro, biío y belleza de la disfrazada doncella,
y el coronista ocupó lo que della faltaba en escribir á sus se-
ñores lo que Sancho Panza hacía y decía, tan admirado de sus hechos
< limo de sus dichos, porque andaban mezcladas sus ])alabras y sus ac-
ciones con asomos discretos y tontos Levantóse, en iin, el señor gober-
nador, y por orden del doctor Pedro Recio le hicieron desayunar con
un poco de conserva y cuatro tragos de agua fría, cosa c^ue la trocara
^Sancho con un pedazo de pan y un racimo de uvas; pero viendo que
a([uello era más fuerza que voluntad, pasó i)or ello, con harto dolor de
su alma y fatiga de su estómago; haciéndole creer Pedro liecio que los
manjares pocos y delicados avivaban el ingenio, que era lo que más con-
venía á las personas constituidas en mandos y en oñcios graves, donde
se han de aprovechar no tanto de las fuerzas corporales, como de las del
•entendimiento.
Con esta sofistería padecía hambre Sancho, y tal, que en su secreto
maldecía el gobierno, y aun á quien se le había dado; pero con su ham-
bre y con su conserva se puso á juzgar a^juel día y otros, y uno dellos,
io primero Cjue íe le ofreció fue una pregunta que un forastero le hizo,
í-stando presentes á todo el mayordomo y los demás acólitos, que fué:
«Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío...
Y esté vuesa merced atento, porque el caso es de importancia y algo
734 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
dificultoso. Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo
della una horca y ui)a como casa de audiencia, en la cual de ordinario
había cuatro jueces que juzgaban por la ley que puso el dueño del río.
de la puente y del señorío, que era en esta forma: «Si alguno pasare
por esta puente de una parte á otra, ha de jurar primero adonde y á qué
va; y si jurare yerdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por
ello, ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna.» Sa-
bida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, que luego
en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces ío<
<lejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento á un
hombre, juró y dijo, que para el juramento que hacía, que iba á morir
en aquella horca que allí estaba, y no á otra cosa. Repararon los jueces
en el juramento, y dijeron: «Si á este hombre le dejamos pasar hbrc-
raente, mintió en su juramento, y conforme á la ley debe morir; y si le
ahorcamos, él juró que iba á morir en aquella horca, y habiendo jura-
do verdad, por la misma ley debe ser libre.» Pídese á vuesa merced se-
ñor gobernador, ¿qué harán los jueces del tal hombre?, que aun hasta
agora están dudosos y suspensos; y habiendo tenido noticia del agudo
y elevado entendimiento de vuesa merced, me enviaron á mí á que su-
plicase á vuesa merced de su parte diese su parecer en tan intricado
y dudoso caso.»
A lo que respondió Sancho: «Por cierto que esos señores jueces, que
á mí os envían, lo pudieran haber excusado; porque yo so}^ un hombre
que tengo más de mostrenco que de agudo; pero, con todo eso, repetid-
me otra vez el negocio de modo que yo le entienda; quizá podría ser que
diese en el hito.» Volvió otra y otra vez el preguntante á referir lo que
primero había dicho, y Sancho dijo: «A mi parecer, este negocio en dos
paletas le declararé yo, si es así: el tal hombre jura que va á morir en
la horca; y si muere en ella, juró verdad, y por la ley puesta merece'st r
libre, y que pase la puente; y si no le ahorcan, juró mentira, y por la
misma ley merece que le ahorquen.»
— Así es como el señor gobernador dice, dijo el mensajero; y cuanto
á la entereza y entendimiento del caso, no hay más que pedir ni que
dudar.
— Digo yo, pues, agora, replicó Sancho, que deste hombre, aquella
parte que juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahor-
quen; y desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del
pasaje.
— Pues, señor gobern&dor, replicó el preguntador, será necesario que
el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera, y si se di-
vide, por fuerza ha de morir; y así, no se consigue cosa alguna de lo que
la ley pide, y es de necesidad expresa que se cumpla con ella.
— Venid acá, señor buen hombre, respondió Sancho: este pasajero
que decís, ó yo soy un porro, ó él tiene la misma razón para morir que
para vivir y pasar la puente; porque si la verdad le salva, la men
tira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de
parecer que digáis á esos señores que á mí os enviaron, que pues están
I'AKTE SKGl'XDA. CA i .,;;., , 1,1
011 un íil las razones de condenarle ó asolverle, que le dejen pasar libre
inente, pues siempre es aláronlo más el hacer bien que mal; y esto lo
diera tirmado de mi nombre, si supiera mejor íirmar; y yo eií este caso
no he hablado de mío, sino «lue se me vino á la memoria un preceptp
entre otros muchos, que me dio mi amo Don Quijote, antes que viniese
a ser ^•obernador desta ínsula, (jue fué, que cuando la justicia estuviese
en duda, me decantase y acogiese á la misericordia; v'ha querido Dios
(jue agora se me acordase, por venir en este caso coiiiio de molde.
—Así es. respondió el mayordomo; y tengo para mí que el misni-'
Licurgo, que dió leyes á los Lacedemonios, no pudiera dar mejor se;
tencia ([ue la que el gran Panza ha dado; y acábese con esto la audien
cía desta mafiana, y yo daré orden cómo el señor gobernador coma
muy á su gusto.
—Eso pido, y barras derechas, dijo Sancho; denme de comer, v Uuc
van casos y dudas sobre mi; que yo las despabilaré en el aire. ' '
Cumplió su palabra el mayordomo, pareciéndole ser cargo de con
ciencia matar de hambre á tan discreto gobernador; y más, que peii
saba concluir con él una de aquellas noches, haciéndole la burla última
que traía en comisión de hacerle. Sucedió, pues, que habiendo comido
aquel día contra las reglas y aforismos del doctor Ti rica fuera, al levan
rar de los manteles entró un correo con una carta de Don Quijote para
el gobernador. Mandó Sancho al secretario que la lévese para sí, y que
SI no viniese en ella alguna cosa digna de secreto^ la leyese en vo/
alta. "^
Ilízolo así el secretario, y repasándola primero, dijo: «Bien se pued(
leer en voz alta; que lo que el señor Don Quijote escribe á vuesa mer
<ed merece estar estampado y escrito con letras de oro, y dice así:
CARTA DP: don QUIJOTE DE LA MANCHA
Á SANCHO PANZA,
GOBEKNADOK DE LA ÍNSULA BARATARÍA
^Cuando esperaba oír i uu- v cl^ u.- tus descuidos c inipcitinencia^
Sancho amigo, las oí^de tus discreciones, de que di, pasmado, gracias
particulares al cielo, el cual del estiércol sabe levantar los pobres, v
de los tontos hacer discretos. Dícenme que gobiernas como si fueses
> hombre, y que eres hombre como si fueses bestia, según es la humil-
»dad con que te tratas; y quiero que advierta.s, Sancho, que muchas
» veces conviene y es necesario, por la autoridad del oficio, ir contra la
:> humildad del corazón; porque el buen adorno de la persona que está
nnjesta en graves cargos, ha de ser conforme á lo que ellos piden, y no
>a la medida de á lo que su humilde condición le inclina. Vístete bien,
-que un palo compuesto no parece palo: no digo que traigas dijes ni
» galas, ni que, siendo juez, te vistas como soldado, sino que te adorneg
B. P.- XX jg
lim DON QUIJOTE DE LA MANCHA
» con. el hábito que tu oficio requiere, con tal que sea limpio y bien
» compuesto. Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre
«otras-, has de hacer dos cosas: la una, ser bien criado con todos (aun-
» que esto ya otra vez te lo he dicho), y la otra, procurar la abundancia
»de los mantenimientos; que no hay cosa que más fatigue el corazón
»de los pobres que hi hambre y la caresi^ía.
»No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean
«buenas, y sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragmáticas
» que no se guardan, lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan á en-
»tender (¡ue el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas,
»no tuvo valor para hacer que se guardasen; y 1íiS leyes que atemorizan
»y no se ejecutan, vienen á ser como la viga, rey de las ranas, que al
»principio las espantó, y con el tiempo la menospreciaron y se subie-
»ron sobre ella. Sé padre de las virtudes y padrastro de los vicios. No
»seas sienqjre rigufoso ni siempre blando, y escoge el medio entre estos
dos, extremos; que en esto está el punto de la discreción. Visita las cár-
celes, las carnicerías y las plazas; que la presencia el gobernador en
»lugares tales es de mucha importancia: consuela á los presos que
»esperan la brevedad de su despacho: sé coco á los carniceros, que por
» entonces igualan los presos, y sé espantajo á las placeras por la mis
»rpa, razón. No te muestres (aunque [)or ventura lo seas, lo cual yo no
>^creo) codicioso, mujeriego ni glotón; })orque en sabiendo el pueblo y
»tos que te tratan tu inclinación determinada, por allí te darán batería
^>hasta d'-rribarte en el profundo de la perdición. Mira y remira, pasa y
«repasa los i;onsejos y documentos que te di por escrito antes que
»de afjuí partieses á tu gobierno, y verás cómo hallas en ellos, si los
»giiardas, un ayuda de costa, que te sobrelleve los trabajos y dificulta
>des que á cada paso á los gobernadores se les ofrecen.
»Escribe á tus señores y muéstrateles agradecido; que la ingrati-
»tud es hija de la soberbia, y uno de los mayores pecados que se saben;
»la persona que es agradecida á los que bien le han hecho, da indicio
»que también lo será á Dios, que tantos bienes le hizo y de continuo
í>le hace.
»La señora Duquesa despachó un propio con tu vestido y otro }»re-
»pente á tu mujer Teresa Panza; por momentos esperamos respuesta.
»Yo he esrado un poco mal dispuesto de un cierto gateamiento que
»me sucedió, no muy á cuento de mis narices; pero no fué nada;
»que si hay enf^antadores que me maltraten, también los hay que me
» defiendan. Avísame si el mayordomo que está contigo tuvo que ver
» en las acciones de la Trifaldi, como tú sospechaste; y de todo lo que
» te sucediere me irás dando aviso, pues es tan corto el camino, cuanto
»más, que yo pienso dejar presto esta vida ociosa en que estoy, pues
» no nací para ella. Un negocio se me ha ofrecido, que creo que me ha
»dí5 poner en desgracia destos señores; pero, aunque se me da mucho,
>>nose me da nada; pues, en fin, en fin, tengo de cumplir antes con
»ini profesión que con su gusto, conforme á lo que suele decirse:
^amims Plato, f^ed magls amim veritas. Dígote este latín, por^pie me doy
l'AKTlí SEGUNDA. CAPÍTULO 1,1 737
>á entender que después que eres gobernador, lo habrás aprendido. Y
ú Dios, el cual tt guarde de que ninguno te tenga lásrima.
• Tu amigo,
»/)o« Quijote de la Mancha.»
Oyó Sancho la carta (;on mucha atención, y fué celebrada y tenida
per discreta de los que la oyeron; y luego Sancho se levantó de la mesa,
y llamando al secretario, se encerró con él en su estancia, y sin dilatado
más, (juiso rcsj)onder luego á su señor Don Quijote; y dijo al secretario
<nie, sin añadir ni quitar cosa alguna, fuese escribiendo lo cjue él le di-
jese, y así lo hizo; y la carta de la respuesta fué del tenor siguiente:
CARTA DE SANCHO PANZA Á DON QUIJOTE DE LA MANCHA
«La ocupación de mis negocios es tan grande, que no tengo lugar
»para rascarme la cabeza, ni aun para cortarme las uñas; y así, las traigo
>'tan crecidas cual Dios lo remedie. Digo esto, señor mío de mi alma,
•[íorque vuesa merced no se espante si hasta agoia no he dado aviso de
.> lai bien ó mal estar en este gobierno, en el cual tengo más hambre que
> cuando andábamos lf)s dos por las selvas y por los despoblados.
^> Escribióme el Duque, mi señor, el otro día, dándome aviso que
«habían entrado en esta ínsula ciertas espías para matarme; y hasta
: i-.gora yo no he descubierto otra que un cierto doctor, (|ue está en este
;> lugar, asalariado i)ara matar á cuantos gobernadores aquí vinieren; llá-
mase el doctor Pedro Recio, y es natural de Tii-teaiuera; porque vea
; vuesa merced ¡qué nombre, para no temer que he de morir á sus ma-
nos! Este tal doctor dice él mismo de sí mismo, que él no cura las en-
fermedades, cuando las hay, sino que las previene para que no vengan;
. y las medicinas qlie Uii^a son dieta y más dieta, hasta poner la persona
cii los huesos mondos, como si no fuese mayor mal la flaqueza que la
calentura. Finalmente, él me va matando de hambre, y yo me voy mu-
riendo de deipecho; pues cuando pensé venir á este gobierno á comer
: caliente y á beber frío, \ á recrear el cuerj)0 entre sábanas de holanda,
> sobre colchones de pluma, he venido á hacer penitencia como si fuera
ermitaño; y como no lo liago de mi voluntad, pienso que, al cabo, al
>cabo, me ha de llevar el diablo.
«Hasta agora no he tocado derecho ni llevado cohecho, y no puedo
>>I)ensar en qué va esto; porque aquí'me han dicho que los gobernado-
»res que á esta ínsula suelen venir, antes de entrar en día, ó les han
>dad), ó les lian prestado los del pueblo muchos dineros, y que ésta es
>• ordinaria usanza en los demás que van á gobiernos, no solamente en
'>éste.
»La primera noche que anduve de ronda, topé una nmy hermo.sa
'doncella en traje de varón, y un hermano suyo en hábito de mujer; de
»la moza se enamoró mi maestresala, y la escogió en su imaginación
7;)S BOX i,» U 1.3 OTE DE LA MANCHA
»para su mujer, según él ha dicho, y yo escogí al tnozo para mi yerno;
»hov los dos pondremos en pláti ;a nuestros pensamientos con el padrc;
»de entrambos, que es un tal Diego de la Llana, hidalgo y cristiano
»viejo cuanto se ({uiere.
»Yo visito las plazas como vuesa merced me lo aconseja, y ayo
>diallé una tendera (pe vendía avellanas nuevas, y averigüele que habui
» mezclado con una hanega de avellanas nuevas otra de viejas, vanas y
.> podridas: apliquelas todas para los niños de la doctrina, que las sabrá: i
»bien distinguir, y sentenciéla que por quince días no entrase en la pla-
»za: hanme dicW que lo hice valerosamente. Lo que sé decir á vuesa
»merced es, que es fama en este i)ueblo que no hay gente más mala i[Uv
»las placeras, porque todas son- desvergonzadas, desalmadas y aire
>;das; y yo así lo creo, por las que he visto en otros pueblos.
»De que mi señora la Duquesa haya escrito á mi nmjer Teresa Pas:
»za, y enviádole el presente que vuesa merced dice, estoy muy sabiste
»cho, y procuraré de mostrarme agradecido á su tiempo; bésele vuesíi,
» merced las manos de mi parte, diciendo que digo yo que no lo ha echa
:)do en saco roto, como lo verá por la obra. No querría que vuesa mer
»ced tuviese trabacuentas de disgusto con esos mis señores; porque h;
;> vuesa merced se enoja con ellos, claro está que ha de redundar en nii
»daño; y no será bien que pues se me da á mí por consejo que sea agr¡;
» decido, que vuesa merced no lo sea con quien tantas mercedes le tiene
> liechas, v con tanto regalo le trata en su castillo.
» Aquello del gateado no entiendo; pero imagino que debe de serai-
»guna de las malas fechorías que con vuesa merced suelen usar los mv.-
»Íos encantadores: yo lo sabré cuando nos veamos. Quisiera enviarle :;
» vuesa merced alguna cosa; pero no sé qué envíe, si no es algunos ca-
/^lutos de jeringas, que para con vejigas los hacen en esta ínsula muy
^.curiosos; aunque, si'me dura el oficio, yo buscaré que enviar de haldas
»ó de mangas. Si me escribiere mi mujer Teresa Panza, pague vues:i
» merced el porte, y envíeme la carta: que tengo grandísimo deseo de
»saber del estado de mi casa, de mi mujer y de mis hijos. Y con esto.
.)Dios hbre á vuesa merced de mal intencionados encantadores, y á nv.
»me saque con bien y en paz deste gobierno, que lo du^p, porque Iv
■pienso dejar con la Vida, según me trata el doctor Pedro Recio.
'Criado de vnesa merced,
¡> Sancho Fanza, el goheniadór.»
Cerró la carta el secretario, y despachó luego al correo; y juntar;
dose los burladores de Sancho, dieron orden entre sí cómo despacharle
del gobierno; y aquella tarde la pasó Sancho en hacer algunas ordenan
zas tocantes al buen gobierno de la que él iaiaginaba ser ínsula, y or-
<lenó (jue no hubiese "regatones de los bastimentos en la república, y que
pudiesen meter en ella vino de las partes que quisiesen, con aditamento
que declarasen el lugar de donde era, para ponerle el precio según su
estimación, bondad y fama, y el que lo aguase ó le mudase el noml^re
rAKTK SEt-iLM^A. CAriTUi.O Ll
^'rniu^t.- a v«iiia [nn- ello: moderó el i>recio de todo calzado, principal-
iin-nte el de los zapatos, [)or parécerle (jue corría con exorbitaii -ia; puso
tíwa en los salarios de los criados, que caminaban á rienda suelta jtor el
c unino del interés; puso gravísimas penas á los que cantasen cantares
lascivos y descompuestos, ni de noche ni de día; ordenó que nin<íún
oici^o cantase milagrc) en coplas, si no trújese testimonio auténtico de
s r verdadero, por ])arecerle (|ue los más que los ciegos cantan son iin-
iíidos, en perjuicio de los verdaderos.
Hizo y creó un aljíuacil de pobres, no para que los persijíuiese, sino
[>ara que los examinase si lo eran; porque á la sombra de la manque(la<l
tiiiiijida y de la lla^^a falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha.
{•A\ resolución, él ordenó cosas tan buenas, (|ue hasta hoy se guardan
cu aquel lugar, y se nombran: las cimstiftuinnes íIpI qrnn gahemador San-
r/in P(i)i:a
CAPITULO LÍI
Donde se cuenta la aventura de la segundi Dueña Dolorida ó angustiada,
Hastiada por otro nombre doña Rodríguez.
^UENTA Cicle Hamete que estando ya Don Quijote sano de sus
Cí^ aruños, le pareció que la vida que en aquel castillo tenía era
contra toda la Orden de caballería que profesaba; y así determi-
^9 nó de })edir licencia á los Duques para partirse á Zaragoza, cu
yas fiestas llegaban cerca, adonde pensaba ganar el aniés que en las tales
fiestas se conijuista. Y estando un día i la mesa con los Duques, y co-
menzando á poner en obra su intención y pedir la licencia, veis aquí ii
deshora entrar pir la puerta de la gran sala á dos mujeres, como des-
pués pareció, cubiertas de luto de los pies á 'a cabeza; y la una dellas,
llegándose á Don Quijote, se le echó á los pies, tendida de largo á largo,
boca cosida con los pies de Don Quijote, y daba unos gemidos tan tris-
tes, tan profundos y tan dolorosos que puso en confusión á todos los que
la oían y miraban; y aunque los Duques pensaron que sería alguna
burla que sus criados querían hacer á Don Quijote, todavía viendo con
el ahinco que la mujer suspiraba, gemía y lloraba, los tuvo dudosos y
suspensos, hasta que Don Quijote, compasivo, la levantó del suelo, y
hizo que se descubriese y quitase e) manto de sobre la faz llorosa. Ella
lo hizo así, y mostró ser lo que jamás se pudiera pensar, porque descu
brió el rostro de doña Rodríguez, la dueña de casa, y la otra enlutada
era su hija, la burlada del hijo del labrador rico. Admiráronse todos
aquellos que la conocían, y más los Duques que ninguno; que puestea
que la tenían por boba y de buena pasta, no por tanto que viniese a
hacer locuras.
Finalmente, doña Rodríguez, volviéndose á los señores, les dijo:
«Vuesas excelencias sean servidos de darme licencia que yo departa un
poco con este caballero, porque así conviene para salir con bien del
PABTE SEGUNDA. CAPITULO LII
74
negocio en que me ha puesto el atrevimiento de un mal intencionado
villano.»
El Duque dijo que él se la daba, v i[ur «k.-aitiese con el sefioiI><"
Quijote cuanto le viniese en deseo.
Ella, enderezando la voz y el rostro á Don (iuijt)te, dijo: <;Días li;..
valeroso caballero, que os tengo dada cuenta de la sinrazón y alevosía
que un mal labrador tiene fecha a mi muy querida y amada fíja, que
es esta desdichada que aquí está presenta y vos me liabedes })rometido
de volver por ella, enderezándole el tuerto que le tienen feí-ho; y agora
ha llegado á mi noticia que os queredes partir deste castillo en busca
Todavía viendo con el alxinco que la mujer suspiraba, K^mía y lloraba, los tirvo
dudo!ío« y suspensos...
de las buenas aventuras que Dios os depare; y así, (jueiiía (jue juiíes
que os escurriésedes por esos caminos, desafiásedes á este rústico indó-
mito, y le hiciésedes <iue se casase con mi hija, en cumplimiento de la
palabra que le dio de ser su esposo, antes y primero que yogase <*on
ella; porque i)ensar que el Duque, mi señor, me ha de hacer justicia^
es pedir peras al olmo, por la ocasión que ya á vuesa merced en puri-
dad tengo declarada; y con esto, nuestro Señor dé á vuesa merced mu-
cha salud, y á nosotras no nos desampare.»
A cuyas razones respondió Don Quijote con mucha gravedad y pro-
sopopeya: «Buena dueña, templad vuestras lágrimas, ó por mejor de-
cir, enjugadlas, y ahorrad de vuestros suspiros; que yo tomo á mi car-
go el rernedio de vuestra hija, á la cual le hubiera estado mejor no ha-
ber sido tan fácil en creer promesas de enamorados, las cuales, pf)r la
f>^ DON t¿UIJOTE DE L.V MANCHA
' Mtytjr parte, son ligeras de prometer y muy pesadas de cumplir; y así,
*;on licencia del Duque, mi señor, yo me partiré luego en busca dése
desalmado mancebo, y le hallaré, y le desafiaré, y le mataré cada y
lando que se excusare de cumplir la prometida palabra; que el princi-
¡>iú asunto de mi profesión es perdonar á los humildes y castigar á los
^'!>berbios; quiero decir, acorrer á los miserables y destruir á los rigii-
' '¡sos.» ■
—No es menester, respondió el Duque, que vuesa merced se ponga
en trabajo de buscar al rústico de quien esta buena dueña se queja, ni
es menester tampoco que vuesa merced me pida á mí hcencia para de
«aliarle; que yo le doy por desafiado, y tomo á mi cargo de hacerle saber
este desafío, y que le acete, y venga á responder por sí á este mi casti-
llo, donde á entrambos daré campo seguro, guardando todas las cóndi-
■eiones que en tales actos suelen y deben guardarse, guardando igual
cuente su justicia á cada uno, como están obligados á guardarla todos
ni|uellos príncipes que dan campo franco á los que se combaten en los
términos de sus señoríos.
r -Pues con ese seguro y con buena licencia de vuestra grande/a,
}ci)licó Don Quijote, desde aquí digo que por esta vez renuncio mi hi-
dalguía, y me allano y ajusto con la llaneza del dañador, y me hago
igual con él, habilitándole para poder combatir conmigo; y así, aunque
ausente, le desMío y repto, en razón de que hizo mal en defraudar á
esta pobre, que fué doncella, y ya por su culpa no lo es; y que le ha de
cumplir la palabra que le dio, de ser su legítimo esposo, ó morir en la
demanda.
Y luego, descalzándose un guante, le arrojó en mitad de la sala, y
el Duque le alzó, diciendo que, como ya había dicho, él acetaba el tal
desafío en nombre de su vasallo, y señalaba el plazo de allí á seis días,
y el campo en la plaza de aquel castillo, y las armas las acostumbradas
de los caballeros: lanza y escudo y" arnés tranzado, con todas las demás
piezas, sin engaño, superchería ó superstición alguna, examinadas y
vistas por los jueces del campo. «Pero ante todas cosas, es menester
que esta buena dueña y esta mala doncella pongan el derecho de su
.[usticia en manos del señor Don Quijote; que de otra manera no se
iiani nada, ni llegará á debida ejecución el tal desafío.»
-Yo sí pongo, respondió la dueña.
-Y yo también, añadió la hija, toda llorosa y toda vergonzosa y
de mal talante.
Tomado, pues, este apuntamiento, y habiendo imaginado el Duque
lo que había de hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y ordenó la
Duquesa que de allí adelante no las tratasen como á sus criadas, sino
como á señoras aventureras, que venían á pedir justicia á su casa; y
así, les dieron cuarto aparte y las sirvieron como á forasteras, no sin
espanto de las demás criadas, que no sabían en qué había de parar la
sandez y desenvoltura de doña Rodríguez y de su malandante hija.
E^rtando en esto, para acabar de regocijar la fiesta y dar buen fin á
la comida, veis aquí dónde entró } or la sala el paje que llevó las cartas
l'AlíTE SEGITNI>A. — {.'AFÍTULO 7.11 74.">
\ presentes á Teresa Panza, mujer del gol)ernador Sancho, Panza; de
<iiya Holgada recibieron gran contento los Duques, deseosos de saberlo
'[lie le había sucedido en su viaje; y preguntándoselo, respondió el paje
[ue no lo podía decir tan en }>úblico n] con breves palabras; que sus
t'xcelencias fuesen servidos de dejírlo para á solas, y rpie entretanto
so entretuviesen con aquellas cartas; y sacando dos, las puso en manos
<lt' la Du(juesa. La una decía en el S( brescrito: Carta ¡yara mi señora la
Duquesa Tal, de no sé dónde: y la otra: A mi marido Sancho Pama, go-
lirrnador de la ínsula Barataria, qiir Dios prospere más años que á mi.
No se le cocía el pan, como suele decirse, á la Duquesa hasta leer su
varta; y abrié.ulola, y leída para sí, y viendo (pie la podía leer en voz
iilta. para que el Duque y los circuiistantes la oyesen, leyó desta manera:
( AliTA DE TERP:sA PANZA Á LA DUQUESA
* Mucho contento me dio, señora mía, la carta que vuesa grandeza
me esciibió; que en verdad que la tenía bien deseada. La sarta de co-
rales es muy buena, y el vestido de caza de mi marido no le va en
zaga. De que vuesa sefioría haya hecho gobernai or á Sancho, mi
consorte, ha recibido mucho gusto todo este lugar; puesto que no hay
- quien lo crea, princi[)almente el Cura y maese Nicolás, el barbero, y
-Sansón (.'arrasco, el bachiller; pero á mí no se me da nada; que, como
■ello sea así, como lo es, diga cada uno lo que quisiere; aunque, si va
á decir verdad, á no venir los corales y el vestido, tampoco yo le ere
yera; porque en este pueblo todos tienen á mi marido por un porro, y
que tacado de gobernar un hato de cabras, lo pueden imaginar para
qué gobierno pueda ser bueno. Dios lo haga y le encamiriC como ve
que lo han menester sus hijos. Yo, señora de mi alma, estoy determi-
nada, con licencia de vuesa merced, de meter este buen día en mi
casa, yéndome á la Corte á tenderme en un coche, para quebrar Ijs
ojos á mil envidiosos que ya tengo; y así, suplico á vuesa excelencia
mande á mi marit'o me envíe algún dinerillo, y que sea algo qué,
> porque en la Corte son les gastos grandes; que el pan vale á real, y la
^^ carne la libra á treinta maravedís, que es un juicio; y si quisiere que
•no vaya que me lo avise con tiempo, porque me está.i bullendo los
pies por [)ODerme en camino; que me dicen mis amigas y mis vecinas
([ue si yo y mi hija andamos orondas y pomposas en la Corte, vendrá
á ser conocido mi marido por mí más que yo por él, siendo forzoso
que pregunten muchos: «¿Quién son estas señoras deste coche'?», y un
criado nn'o responder: &La mujer y la hija de Sancho Panza, gober-
nador de la ínfula Barataría»; y desta manera será conocido Sancho,
y yo seré estimada, y á Roma por todo.
»Pésame, cuanto pesarme i)uede, que este año no se han cogido be-
llotas en 65 te pueblo; con todo eso. envío á vuesa alteza hasta medio
celemín, que una á una las fui yo á coger y á escoger al monte, y no
das hallé más nuiyoi-es: yo quisiera que fuera)! cotuo huevos de
avestruz.
744 DON QUIJOTE DE LA 31AN0HA
»No se le olvide á vuestra pomposidad de escribirme; que yo tendr
» cuidado de la respuesta, avisando de mi salud y de todo lo que hi
» hiere que avisar deste lugar, donde quedo rogando á nuestro Sefio i
»gu';rde á vuestra grandeza y á mí no olvide. Sunclia, mi hija, y n:
»hijo, besan á vuesa merced las ma ios.
»La que tiene más deseo de ver á vuesa señoría ciue de escribirk
»Su criada,
» Teresa Pama.»
Grande fué el gusto que todos recibieron de oir la carta de Teres. ,
Panza, principalmente los Duques; y la Duquesa pidió parecer a Doi i
Quijote, si sería bien abrir la carta que venía para el gober lador; qU'
imaginaba debía de ser bonísima. Don Quijote dijo que él la abrirí; !
por darles gusto, y así lo hizo, y vio que decía desta m mera:
CARTA DE TERESA PANZA Á SANCHO PANZA, SU MARIDCl
«Tu carta recibí, Sancho mío de mi alma, y yo te prometo y juro
»como católica cristiana, que no faltaron dos dedos para volverme loen
»de contento. Mira, hermano: cuando yo llegué á oir que eres goberna
»dor, me pensé allí caer muerta, de puro gozo; que ya sabes tú qu« i
» dicen que así mata la alegría súbita como el dolor grande. A Sanchica ,
»tu liija, se le fueron las aguas sin sentirlo, de puro contento. El vestí ■
'>do que me enviaste tenía delante, y los corales que me envió mi seño
»ra la Duquesa al cuello, y las cartas en las manos, y el portador dellaü
>allí j)rcsente; y con todo eso, creía y pensaba que era todo sueño l(i
>--que veía y lo que tocaba; porque ¿quién podía pensar que un pasto:'
»de cabi'as había de venir á ser gobernador de ínsulas? Ya sabes tú ,
»amigr, que decía mi madre que era menester vivir mucho para ve;:j
» mucho: dígolo porque pienso ver más, si vivo más; porque no piense i
»parar hasta verte arrendador ó alcabalero, que son oticios que, aunque!
»lleva el diablo á quien mal los usa, en fin, en fin, siempre tienen )
» manejan dineros. Mi señora la Duquesa te dirá el deseo que tengo d( ■
»ir á la Corte: mírate en ello, y avísame de tu gusto; que yo procuran
«honrarte en ella, andando en coche.
»E1 Cura, el barbero y el bachiller y aun el sacristán, no puedei,
»creer que eres gobernador, y dicen que todo es embeleco ó cosas d(
» encantamento, como son todas las de Don Quijote, tu amo; y dice
»Sansón que ha de ir á buscarte y á sacarte el gobierno de la cabeza
»y á Don Quijote la locura de los cascos; yo no hago sino reírme y
» mirar mi sarta, y dar traza del vestido que tengo de hacer del tuyo ét
»nuestra hija. Unas bellotas envío á mi señora la Duquesa; yo quisierí»
»que fueran de oro. Envíame tú algunas sartas de perlas, si se usan en
»esa ínsula. Las nuevas de este lugar son, que la Berrueca casó á su hija.
»con un pintor de mala mano, que llegó a este pueblo á pintar lo que
» saliese. Mandóle el Concejo pintar las armas de su Majestad sóbrelas
TAKTK «látíüíiDA. — CAPÍTULO LlI 745
•puertas del Ayuntamiento; pidió dos ducados, diéronselos adelantados,
«trabajó oelio días, al cabo de los cuales no pintó nada, y dijo que no
»aeertal)a á pintar tantas l)aratijas; volvió el dinero, y con todo eso, se
»casó á título de buen oficial; verdad es que ya ha dejado el pincel y
»tomado el azada y va al campo como f¡;entil hombre. El liijo de Pedro
»de Lobo se ha ordenado de grados y corona, con inteucióu de liacerse
«clérigo; súpolo Minguilla, la nieta de Mingo Silbato, y hale puesto de-
smanda de que la tiene dada ])alabra de casamiento: malas lenguas
«quieren decir que ha estado encinta del; pero él lo niega á pies junti-
sllas. Hogaño no hay aceitunas, ni se halla una gota de vinagre en todo
«este pueblo. Por aquí pasó una comjíafn'a de soldados; lleváronse de
«camino tres mozas deste ])ueblo: no te quiero decir quién son; quizá
«volverán, y no faltará <|uien las tttme por mujeres, con sus tachas
«buenas ó malas. Sanchica hace }»untas de randas: gana cada día ocho
>maravedises horros, Cjue los va echando en una alcancía para ayida á
*su ajuar; pero ahora, que es hija de un gobernador, tú le darás
íla dote sin que ella lo trabaje. La fuente de la plaza se secó: un
*rayo cayó en la picota, y allí me las den to las. Esj)ero respuesta desta
^y la resolución de mi ida á la Corte; y cDn esto, Üios te me guarde
♦más años que á mí, ó tantos, porque no queiría dejarte sin mí en este
inundo.
'Tu mujor,
» Teresa Panza. :>
Las curtas fueron solenizadas, reídas, estimadas y admiradas; y para
.'icabir de e har el sello, llegó el corree que traíala que Sancho enviaba
i D.)n Quijote, que asimis no se levó públicamente, la cual puso en
luda la sandez del gobernador. Retiróse la Duquesa, para saber del
)aje lo que le había sucedido en el lugar de Sancho, el cual se lo
' íontó nmy por extenso, sin dejar circunstancia que no retínese; dióle
as bellotas, y más un queso que Teresa le dio, por ser muy bueno,
]ue se aventajaba á los de Tronchón. Recibiólo la Duquesa con gran-
lísimo gusto; con el cual la dejaremos, por contar el fin que tuvo el go-
)ierno del gran Sancho Punza, flor y espejo de todos los insulanos go-
)eruadores.
CAPÍTULO 1.111
Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza.
EN8AK que en esta vida las cosas della han de durar siempre (
un estado, es pensar en lo excusado; antes parece que en el
anda todo en redondo, digo, á la redonda. A la primavera sigí
el verano, al verano el estío, al estío el otoño, y al otoño el i:
vierno, y al invierno la primavera; } así torna á andarse el tiempo ce
<"sta rueda continua. Sola la vida humana corre á su fin, ligera más qi
el viento, sin esperar renovarse, sino es en la otra, que no tiene térn¡
nos que la limiten. Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomético; porqi
esto de entender la ligereza é instahilidad de la vida presente, y de :
duración de la eterna que se espera, niuchos, sin lumhre de fe, sinoco
l.'i luz natural, lo han entendido; pero aquí nuestro autor lo dice por ;
presteza cotí que se acabó, se consumió, se deshizo, se fué como en son
hra y humo el gobierno de Sancho, el cual, estando la décimaséptim
noche de los días de su gobierno en su cama, no harto de pan ni de vin<
•smo de juzgar y dar pareceres, y de hacer estatutos y pragmática
cuando el sueño, á despecho y pesar de la hambre, le comenzaba a ci
n-ar las párpados, oyó tan gran ruido de campanas y de voces, que n
l)arecía sino que toda la ínsula se hundía. Sentóse eii la cama, y estuv
atento y escuchando por ver si d&ba en la cuenta de lo que podía ser 1
causa de tan grande alboroto; pero, no sólo no lo supo, sino que, añí
diéndose al ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y atan
bores, quedó más confuso y lleno de temor y espanto; y levantándose ej
I)ie, se puso unas chinelas, por la humedad del suelo, y sin ponerse sol>rc
l'ARTK HEGCTNDA. — CAPITULO lilll 747
de levantar ni cosa cjue se le i)areeiese, salió li la puerta de su apo
> á tiempo cuando y'ió venir por unos corredores más de veinte per-
s con liaciías encendidas en las manos y con las espadas deseiivai
s, oritando todos á ,e;randes voces: ¡Arma, arma, señor j;obernador!
¡a! ¡Que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos per
- si vuestra industria y valor no nos socorre! »
Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, ató-
nito y embelesado de lo (pie oía y veía; y cuando llegaron á él, uno le
Hjo: .
— Ármese luego vuestra señoría, si no (¡uiere })erders(' y que toda
líSta ínsula se pierda.
. — ¿(^ué me tengo de ariuar. res{)ondió Sancho, ni qué se yo de armus
1 i de socorrosV Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo Don Qui
ote, que en dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo
pecador íuí á Dios! no se me entiende nada destas priesas.
— ¡Ah, señor gobernador!, dijo otro, ¿qué relente es ese? Ármese
luesa merced; que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y sal-
¡¡a á esa pltza, y sea nuestra guía y nuestro cajñtán; pues de derecho Ir
lOca el serlo, siendo nuestro gobernador.
— Ármenme norabuena, replicó Sancho; y al momento le trujeron dos
«aveses (que venían proveídos dellos), y le pusieron encima de la eami-
in dejarle tomar otro vestido, un pavés delante y otro detrás, y por
concavidades que traían hechas, le sacaron los brazos y le liaron
I luy bien con unos cordeles, de modo que quedó emjniredado y enta-
íllado, derecho como un huso, sin poder doblar las rodillas ni menear-
le un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, á la cual se arrimó
'>ara poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le dijeron que cami-
! ase y los guiase y animase á todos; que siendo él su norte, su lanternti
su lucero, tendrían buen fin sus negocios.
— ¿Cómo tengo de caminar, ¡desventurado yo!, respondió Sancho, que
i«o puedo jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo im)>iden
-stas tablas que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer
•s llevarme en l)razos, y ponerme atravesado ó en pie en algún postigo;
(ue yo le guardaré ó con esta lanza ó con mi cuerpo.
— Ande, señor gobernador, dijo otro; que más el miedo (pie las tablas
(•i impide el paso; acabe y menéese, que es tarde, y los enemigos crecen,
las voces se aumentan, y el peligro carga.» Por cuyas persuasiones y
ituperios probó el })obre gobernador á moverse, y fué dar consigo en
1 suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho pedazos. Quedó
orno galápago encerrado y cubierto con sus conchas, ó como medio to-
lino metido entre dos artesas, ó bien así como barca que da al través en
:a arena; y no por verle caído aquella gente burladora, le tuvieron com-
pasión alguna; antes, apagando las antorchas, tornaron á reforzar las
oces y á reiterar el arma con tan gran priesa, pasando por encima del
•obre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses, que si él
ko se recogiera y encogiera, metiendo la cabeza entre los paveses,
o pasara muy mal el pobre gobernador, el cual, en aquella estrecheza
748 DON QUIJOTE DE LA MANCHA.
recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba á Dioí
que de aquel peligro le sacase.
Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso enciín
un buen espacio, y desde allí, como desde atakya, gobernaba los ejéj
citos, y á grandes voces decía: «¡Aquí de los nuestros, que por esta pai
te cargan más los enemigos! ¡Aquél portillo se guarde, aquella puerta s
cierre, aquellas escalas se tranqueen! ¡Vengan alcancías de pez y resin
y calderas de aceite ardiendo, trincliéense las calles con colchones!»
Eu fin, él nombraba con todo alijnco todas las oaratijas é instru
mentos y pertrechos de guerra con que suele defenderse el asalto d
una ciudad; y el molido Sancho, que lo escuchaba y sufría todo, decí;
entre sí: «¡Oh, si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perde
esta ínsula, y me viese yo ó muerto ó fuera desta grande angu>tia!:)
Oyó el cielo su petición; y cuando menos lo esperaba, oyó voces qu
decían: «¡Vitoria, vitoria! Los enemigos van de vencida: ea, señor ge
bernador, levántese vuesa merced, y venga á gozar del vencimiento y : i
repartir los despojos ciue se han tomado á los enemigos por el valo '
dése invencible brazo.»
— Levántenme, dijo con voz doliente el dolorido Sancho. AyudáronL
á levantar, y puesto en pie dijo: «El enemigo que yo hubiere vencido
quiero que me' le claven en la frente; yo no quiero repartir despojos dt
enemigos, sino pedir y suplicar á algún amigo, si es que le tengo, qm
me dé un trago de vino, que me seco, y me enjugue e.-,te sudor, que m< <
hago agua».
Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentóse so
bre su lecho, y desmayóse del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya le!-
pesaba á los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el habe: ■
vuelto en sí Sancho les tem[>ló la pena que les había dado su desmayo
Preguntó qué hora era; reí?[tondiéronle que ya amanecía. CVilló, y sil -
decir otra cosa, comenzó á vestirse, todo sepultado en silencio; y todoe-
le miraban, y esperaban en qué había de parar la priesa con que st
vestía.
A' latióse, en fin, y poco á poco, porque estaba mohdo, y no podía ii
mucho á mucho, se fué á la caballeriza, siguiéndole todos los que allí se
hallaban; y llegándose al Rucio, le abrazó y le dio un beso de paz en Is
frente, y no sin lágrimas en los ojos, le dijo: «¡Venid vos acá, compañe-
ro mío y amigo mío y conllevador de mis trabnjos y miserias: cuan lo ye
me avenía con vos, y no tem'a otros pensamientos que los que me daban
los cuidados de remendar vuestros apnrejos y de sustentar vuestro cor-
pezuelo, dichosas eran mis horas, mis dí-as y mis años; pero después que
os dejé, y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se
me han entrado [)or el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro
mil desasosiegos!»
Y en tanto que estas rizones iba diciendo, iba asimismo enalbar-
dando el asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado, pu» s, el Ru-
cio, con gran pena y pesar subió sobre él, y encaminando sus pala-
bras y razones al mayordomo, al secretario, al maestresala y á Pedro
PARTE SEGUNDA, CAPITULO Lili
74Í)
Recio el doctor y á otros muchos, <|ue allí presentes estaban, dijo:
«Abrid camino, señores míos, y dejadme volver á mi antigua libertad;
dejadme (|ue vaya á buscar ln vida [)asíi(la, para que me resucite desta
muerto presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ín-
sulas ni ciudades de los enemigos que ([uisieren acometerlas. Mejor se
me entiende á mí de arar y cavar, podar y sarmentar las viñas, que de
dar leyes, ni de defender provincias ni reinos. Bien se está .«an l*edro
en Roma: (quiero decir, que bien se está cada uno usando el olicio para
que fué nacido. Mejor me está á mí una hoz en la mano que un cetro
de gobernabor; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto ala
••Venid TOS acá, ooinpañero mío y ami^o mío r conllevador df> mis trabajos y miserias.
miseria de un médico impertinente, (jue me mate de hambre, y más
([uiero recostarme á la sombra de una encina en el verano, y arroparme
con un zamarro de dos pelos en el invierno en mi libertad, que acos-
tarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda y vestirme
<le martas celíolliiias. Vuesas mercedes se queden con Dios, y digan a)
Duque, mi señor, que desnudo nací, desnudo me hallo, ni jñerdo ni
gano: quiero decir, que sin blanca entré en este gobierno, y sin ella
salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsu-
las. Y apártense: déjenme ir, que me voy á bizmar; que creo que
tengo brumadas todas las costillas, merced á los enemigos que esta no-
eiie se han paseado sobre mí.»
— No ha de ser así, señor gobernador, dijo el doctor Recio; que yo le
daré á vuesa merced una bebida contra caídas y molimientos, que luego
._1PSL. I>OJS- QUIJOTE DE LA MANCHAS
íe vuelva en su prístima entereza y vigor; y en lo de la comida yo pi
meto a vuesa merced de enmendarme, dejándole comer abundanteme
te de todo aquello que (quisiere.
—Tarde piache, respondió Sancho; así dejaré de irme como vol ven-
turco, ^o son estas burlas para dos veces. Por Dios, que así rae que
en este, m admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos píate
como volar al cielo sin alas. Yo soy del Hnaje de los Panzas, que tod
son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser aunque seí
pares a pesar de todo el mundo. Quédense en esta caballeriza las al
de la hormiga, que me levantaron en el aire para que me comiesen ve
cejos y otros pájaros, y volvámonos á andar por el suelo con i)ie lian
que SI no le adornaren zapatos picados de cordobán, no le faltarán i
par^atas toscas de cuerda: cada oveja con su pareja, y nadie tiene
mas la pierna de cuanto fuere larga la sábana: y déjenme pasar que f
me hace tarde. '_
A lo que el mayordomo dijo: «Señor gobernador, de muy buei
gana dejáramos ir á vuesa merced, puesto que nos pesara mucho c
perderle, que su ingenio y su cristiano proceder obligan á desearL
pero ya se sabe que todo gobernador está obligado, antes que se auseí
te de la parte donde ha gobernado, 'á dar primero residencia; déla vm
sa merced de los diez y siete días que ha que tiene el gobierno v váví
se á la paz de Dios. ' ^ .
—Nadie me la puede pedir, respondió Sancho, si no es quien orden;
re el Duque, raí señor; yo voy á verme con él, v á él se la daré de moId(
cuanto más, que saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otr
señal para dar á entender que lie gobernado como un ángel.
—Par Dios, que tiene razón el gran Sancho, dijo el doctor Recio
que soy de parecer que le dejemos ir, porque el Duque ha de gustn-'-'
nnito de verle.
Todos vinieron en ello, y le dejaron ir, ofreciéndole primero comj)<i
ma y todo aquello que quisiese para el regalo de su i)ersona y para L
'comodidad de su viaje. Sancho dijo que Ao quería más de un poco di
cebada para el Rucio, y medio queso y medio pan para él; que pues e
camino era tan corto, no había menester mayor ni menor repostería
Abrazáronle todos, y él, llorando, abrazó á todos, y los dejó admirados
asi de sus razones como de su determinación tan resoluta v tan discreta
■rA
CAPÍTULO IJV
Que trata de cosas tocantes á esta historia, y no á otra alguna.
r^ E80LVIÉUON8E el Duque y la Duquesa en que el desafío que Doii
Quijote iiizo á su vasallo por la causa ya releiida pasase ad€'-
^ laute; y puesto que el mozo estaba en Elandes, adonde se ha-
>;^\, bía ido huyendo por no tener por suegi'a á doña Rodríguez,
ordenaron de poner en su lugar á un lacayo gascón, .que se llamaba Tó-
silos, industriándole primero muy bien dé todo lo que había de hace^.
De allí á dos días dijo el Duque á Don Quijote cómo desde allí á cua-
tro vendría su contrario, y se i)rcsentaría en el campo, armado como
caballero, y sustentaría cómo la doncella mentía por mitad de la barba,
,y aun por toda la barba entera, si se alirmaba en que él le hubiese dado
palabra de casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tale's
nuevas, y se prometió á sí mismo de hacer maravillas en el caso, y turó
.á gran ventura habérsele ofrecido ocasióíi donde aquellos señores pe-
diesen ver hasta dónde se extendía el valor dó í-u poderoso brazo; y
'así, con alborozo y contento esperaba los cuatro días, que se le iban ha-
ciendo, á la cuenta de su deseo, cuatrocientos siglos. Dejémoslos pasaV
.nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos á acompañar á.Sa'ii-
cho, que, entre alegre v triste, venía caminando sobre el Ilueio á'bus-
car á su amo, cuya compañía le agradaba más que sev gobernador &
todas las ínsulas del mundo. Sucedió, pues, que no habiendo se alonga-
;do mucho de la ínsula del su gobierno (que él nunca se puso áaveri-
.guar si, era ínsula, ciudad, villa ó lugar la que gobernaba), vio que por
el camino. por donde él iba venían seis peregrinos con sus bordonea,
iü'-i DON QUÍJOTK ÜE T,A MANCHA
destos extranjeros que piden la limosna cantando; los cuales, en lle.iían-
do á él. se pusieron en ala, y levantando las voces todos juntos, comen-
zaron á cantar en su lengua lo que Sancho no ¡mdo entender, si no fué
una palabra (juu claramente pronunciaba l/7uo.s}ia, poi- donde entendió
que era .imosna lo que en su canto pedían; y como él, scuún dice Cide
líamete, era caritativo además, sacó do !-us alforjas el medio pan y me-
dio queso de (jiie venía proveído, \ diólcs dello, diciéndoles por señas
que no tenía orra cosa pie darles.
Ellos lo recibieron de muy buena pma y dijeron: GeJd, f/eJd.
— No entiendo, Vespondió Sancho, (pié es lo (pie me pedís, byena
gente.
Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno, y mostrósela á San-
dio, por donde entendió que le pedían dineros; y él, poniéndose el dedo
pulgar en la garganta y extendiendo la mano arriba, les dio á entender
que no tenía ostugo de moneda: y ]iicando al Rucio ronqaó ])or ellos;
y al pasar, habiéndole estadt) mirando uno dcllos con mucha atención,
arremetió á él, echándole los brazos por la cintura, y en voz ala y muy
castellana dijo: «¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿l'^s posible que
tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi huen vecino. Sancho leni-
za? Sí tengo sin duda, ])or(pie yo ni duermo ni estoy ahoi*a borracho.»
Admiró.se Sancho de verse nombrar j)or su nombre y de verse abra-
zar del extranjero peregrino; y después de haberlo e.~tado mirando, sin
hablar palabra, con mucha atención, nunca f)udo conocerh ; pero, vien-
do su suspe isión el peregrino le dijo: «¿Cómo? ¿Y es posible, Sancho
Panza, hermano, que no conoces á tu vecino Ricote el niorisco, tendero
de tu lugar?»
Entonces Sancho le miró con más atención, y comenzó á refigurar-
le, y finalmente le viiio á conocer de todo punto; y sin ai>earse del ju-
mento, le echó los brazos al cuello y le dijo: «¿Quién diahlos te había
de conocer, Ricote, en ese traje de moharrachf) (¡ue traes? Dime. ¿quién
te ha heclio franchote y cómo tienes atrevimiento de volver á Espa-
ña, donde, si te cogen y conocen, tendrás harta mala ventura?»
— Si tú no me descubres, Sancho. res])ondió el peregrino, seguro es-
toy; que en este traje no habrá nadie ([ue me conozca; v apartémonos
del camino á aquella alameda que allí {)arece, donde quieren comer y
reposar mis com}>añeros, y allí comerás con ellos, que son muy apaci-
ble gente, y yo tendré lugar ^e contarte lo que me ha sucedido des{)ué3
que me partí de nuestro lugar por obedecer el bando de su Majestad,
que con tanto rigor á los desdichados de mi nación amenazaba, según
oiste.
Hízolo así Sancho; y hablando Ricote á los demás peregrinos so
apartan)!! á la alameda que se i)arecía, bien desviados del camino real.
Arrojaron los bordones, quitáronse las mucetas ó esclavinas, y que-
daron en pelota, y todos ellos eran mozos y muy gentiles hombres,
e.\"c]tio Ricote, que ya era hombi-e entrado en a'io<i. Todos traían
alforjas, y todas, según pareció, venían bien proveídas, á lo menos
da cosaa incitativas y que llaman á la sed de dos leguas. Teudiéunso
l-AUTE SEGUNDA. — CAPÍTULO LIV "153
«n el suelo; y haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre ellas
|ian, sal, ceítollaí', nueces, rajas de queso, liuesos mondos de jíimón,
<iue, si no ya dejaban mascar, no delendían el ser chupados; pusieron
iisimismo un manjar ne.i;ro, que dicen (jue se llama cabial, y es hecho
<ie huevos «le pesca<l(js, «irán despertador de la colambre. No faltaron
jiceitunas. auncpie secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entreteni-
da-; pero lo qu^' más cam[)eó en el campo de a()uel ban(|uete fueron
.seis botas de vino, (jue cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el
buen líicoíe, que se había transformado de morisco en alemán ó en tu-
desco, sací) la suya, (pie en grandeza podía competir ct)n las 'jrinco. Co-
menzaron á comer con í^randísimo ^usto y muy de espacio, saboreán-
<lose con cada bocado, (pie le tomaban con la pntüa del cuchillo, y muy
juapiito de ca(ia cosa; y lue^o al punto, todos á una, levantaron los bra-
cos V las botas en el aire: puestas las bocas en su boca, clavados los (ijos
•en el cielo, no parecía sino (pie pom'an en él la puntería; y desta mane-
ra, mentando las cabezas á un lado y á otro, señales (pie acn (litaban el
j::;usto fpie recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en í^us
ettómji«:;os las entríifias de las vasijas.
Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía; antes, por cum-
plir con el refrán, (]ue él muy bien sabía, de «cuiuido á Roma fueres,
jiaz como vieres*, pidió á Ricote la bota, y tomó su {¡untería como los
demás, y no con menos <;usto (pie ellos. Cuatro veces dieron lu.i;ar las
botas para ser enqánada.-; pero la quinta, no fué posible, )»or(]ne ya es-
taban más enjutas y secas que un esparto, fosa ([ue i»uso mustia la
iik'irría (pie hasia allí habí;m mostrado.
De cuando en '-liando juntiiba ali:uno su mano derecha con la do
Sancho, y decía: «E5|)añol y tudesqui tuto uno bon comparto»; y Sancho
respondía: «Bon compafio, jur á Di», y disj)araba con una risa que le
duraba una hora, sin acordar.se entonces de nada de lo que le había su-
cedido en su líobierno; ponpie sobre el rato y tiempo cuíuido se come y
V)ebe. poca jurisdición suelen tener 1(ís cuidados. Finalmente, el aca-
bárseles el vino fué principio de un suefio que dio á todos, quedándose
dormidos sobre la-! mismas mesas y manteles; solos Ricote y Sancho
<piedaron alerta, porque habían comido más y bebido menos; y apar-
tando Ricole á Sancho, se sent iron al i»ie de una haya, dejando á los
])ere^rinos sepultados en dulce sueño; y Ricote, sin tro})ezar nada en su
lengua morisca, en la pura castellana le dijo las si<;uientes razones:
«Bien sabes ¡oh Siincho Panza! vecino y ami;:;o mío, cómo el presión
T bando que su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso
terror y espanto en todos nosotros; á lo menos en mí le puso de suerte,
que me pareció (jue antes del tiempo que se nos concedía para que hi-
<iésemos ausencia de España, ya tema el rijíor de la pena ejecutado en
11 i persona y en la de mis hijos. Ordené. ])ues. á mi j>arecer, como })ru-
deiite (bien así como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar
la casa «londe y\vo, y se provee de f)tra d< nde nuidjirsc), f>rdené, digo,
de salir yo solo, sin mi fnniilia, de mi pueblo, y ir á biHcar donde lle-
varla con Comodidad, y sin la priesa con que los demás salieron; porque
754 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
bien vi, y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran
sólo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes, que se ha-
bían de poner en ejecución á su determinado tiempo: y forzábame á
creer esta verdad, saber yo los ruines y disparatados intentos que los
nuestios tenían, y tales, que me parece que fué inspiración divina la
que movió á su Majestad á poLer en efeto tan gallarda resolución; no
porque todos fuésemos culpados; que algunos había cristianos firmes y
verdaderos; pero eran tan pocos, que no se podían oponer á los que no-
lo eran; y no era bien criar la sierpe en el seno, tenien lo los CLemigofe
dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la
pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos; pero al nues-
tro la más terrible que se nos podía dar.
» Doquiera que estamos, lloramos por España; que, en fin, nacimos
en ella y es nuestra patria natural. En ninguna parte hallamos el aco-
gimiento que nuestra desventura desea; y en Berbería, y en todas las
partes de África, donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regala
dos, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el
bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande que casi to-
dos tenemos de volver á España, que los más de aquellos (y son mu-
chos), que saben la lengua como yo, se vuelven á ella, y dejan allá sus
mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y
agora conozco y experimento lo que suele decirse, que es dulce el amor
de la patria. Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y
aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo.
»Pasé á Italia, llegué á Alemania, y allí me jmreció que se podía
vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas
delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della
se vive con libertad de conciencia. Dejé tomada casa en un pueblo junto
á Augusta; júnteme con estos peregrinos, que tienen por costumbre de
venir á España, muchos dellos, cada año á visitar los santuarios della;
que los tienen por sus Indias, y por certísima granjeria y conocida ga-
nancia. Andanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de donde no sal-
gan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un real por lo menos
en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien escudos de so-
bra; que, trocados en oro. ó ya en el hueco de los bordones, ó entre los
remiendos de las esclavinas, ó con la industria que ellos pueden. los
sacan del reino y los pasan á sus tierras, á pesar, de las guardas do
los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, San-
cho, sacar el tesoro que dejé enterrado (que por estar fuera del pueblo,
lo podré hacer sin peligro), y escribir, ó pasar desde Valencia, á mi hija
y á mi mujer, que sé que. están en Argel, y dar traza cómo traerlas ii
.algún puerto de Francia, y de^de alh llevarlas á Alemania, donde espo-
raremos lo que Dios quisiere hacer de nosotros; que en resolución,
.Sancho, yo sé cierto que la Ricota, mi hija, y Francisca Ricota, mi mu-
jer, son católicas cristianas; y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo
más de cristiano que de moro, y juego siempre á Dios me abra los ojx^
del entendimiento, y me de á conocer cómol^ tengo de servir; y lo que
PARTE SEGUNDA. CIAPITÜLO LIV 755
me tiene admirado es no saber por qué se fué mi mujer y mi hija an-
tes a Berbería que á Francia, adonde podía vivir ccmo cristiana.»
A lo que resi)ondió Sancho: «Mira, Ricote, eso no debió estar en su
mano, porque las llevó Juan Tiopiello, el hermano de tu mujer; y como
debe ser íino moro, fuese a lo más bien parado; y séte decir otra cosa,
que creo que vas en balde á bu.scar lo que dejaste enterrado, porque
tuvimos nuevas que habían quitado á tu cuñado y tu mujer muchas
])erlas y mucho dinero en oro que llevaban por registrar.»
— Bien puede ser eso, replicó Ricote; pero yo sé, Sancho, que no to-
caron á mi entierro, porque no les descubrí dónde estt ba, temeroso de
alj^ún desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir con mi «ío y ayudarme
á sacarlo y á encubrirlo, yo te daré docientos escudos, con cpie podrás
remediar tus necesidades; que ya sabes que sé yo que las tienes mu-
chas.
— Yo lo hiciera, respondió Sancho; i)ero no soy nada codicioso; que
á serlo, un oficio dejé yo esta mafiana de las manos, donde pudiera ha-
cer las j>aredcs de mi casa de oro, y comer antes de seis meses en pla-
tos de plata; y así por esto, como ])or parecerme haría traición á mi rey
en dar favor á sus enemigos, no fuera contigo si, como me pnuncti's
docientos escudos, me dieras aquí de contado cuatrocientos.
— ¿Y qué oficio es el que has dejado, Sancho?. j)reguntó Ricote.
— He dejado de ser gobernador de una ínsula, res¡)ondio Sancho, y
tal, que á buena fe, que no hallen otra como ella á tres tirones.
— ¿Y dónde está esa ínsnlaV, preguntó Ricote.
— ¿Adonde?, respondió Sancho, dos leguas de aquí, y se llama la ín-
sula Barataría.
— Calla, Sancho, dijo Ricote; que las ínsulas están allá dentro de la
mar; (pie no hay ínsula^ en la tierra firn-'e.
— ¿Cómo no?, replicó Sancho. Dígote, Ricote amigo, que esta maña-
na me partí del'a,, y ayer estuve en ella gobernando á mi placer como
un sagitario; pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme oficio pe-
ligroso el de los gí'bernadoies.
— ¿Y qué has ganado en el gobierno?, preguntó Ricote.
— He ganado, respondió Sancho, el haber conocido que no soy bue-
no ])ara gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que
se ganan en los tales gobiernos son á costa de perder el descanso y el
sueño, y aun el sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco
los gobernadores, especialmente si tienen médicos que miren por su
salud.
— Yo no te entiendo, Sancho, dijo Ricote; pero paréceme que todo lo
que dices es disparate; que ¿quién te había de dar á ti ínsulas que go-
bernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para goberna-
dores que tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mini si quieres ve-
nir conmigo, como te he dicho, á ayudarme á sacar el tesoro que dejé
escondido (que en verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro), y
te daré con qué vivas, como te he dicho.
— Ya te he dicho yo, Ricote, replicó Sancho, que no quiero; conten-
loíj DON QUIJOTE DE LA MA^'CUA
tate que i)or mí no serás de-icubierto, y prosigue en buena liora tu ca-
mino, y déjame seguir el mío; que yo sé que lo bien ganado se pierde,
y lo malo, ello y sn dueño.
— No c|uiero porfiar, Sandio, dijo Ricote; pero dime ¿hallástí te en
nuestro lugar cuando se j)artió del mi mujer, mi bija y mi cuñado?
— Sí bailé, respondió Sandio; y séte decir que salió tu liija tin lier-
mosa, que salieron á verla cuantos babía en' el j>ueblo, y todos decían
que era la más bella criatura del mundo. Iba llorando, y abrazaba á.
todas sus amigas y conocidas y á cuantos llegaban á verla, y á todo*
pedía la encomendasen á Dios y á nuestra Señora, y esto con tanto>
sentimiento, que á mí me liizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y á.
fe, que muclios tuvieron deseo de seguirla, y quitársela á su madre en
el camino; pero el miedo de ir contra el mandado del Rey los detuvo.
Principalmente se mostró más apasionado don Gaspar Gregorio, aquel
mancebo mayorazgo rico, que tú conoces, que dicen que la quería mu-
cbo; y desj)ués que ella se {)artió, nunca más él lia })arecido en nuestro^
lugar, y t< dos pensamos que iba tras ella para robarla; pero basta ago-
ra no se lia sabido nada.
— Siempre tuve yo mala sospeclia, dijo Ricote, de que ese caballero
adamaba á mi bija; pero, fiado en el valor de mi Ricota, nunca me dio
pesadumbre el saber que la quería bien; que ya lial)rás oído decir, San
clio, que las moriscas, pocas ó ninguna vez se mezclaron por amores
con cristianos viejos; y mi bija, que, á lo que yo creo, atendía á ser más;
cristiana (|ue enamorada, no se curaría de las solicitudes dése sefior
mayorazgo.
- Dios lo baga, replicó Sandio; que á entrambos les estaría mal; y
déjame {)artir de ixqui. Ricote amigo; que quiero llegar esta iioclie adon-
de está* mi señor Don Quijote.
— Dios vaya contigo, Sjnicbo bermano; que ya mis compañeros se
rebullen, y también es liora que j>ro.'^igamo nuestro camino.
Y luego se abrazaron los dos. y Sancbo subió en su Ru^io, y Ricote^
se arrimó á su bordón, y se apartaron.
1^"
CAPÍTULO LV
De cosas sucerildas á Sancho en el camino, y o'.ras,
que no hay más que ver.
r-^ L baber.'e detenido Sonclio con Ricole no le dio Injinr A qne
"^ ' a(]uel día llegase al castillo del Diujuc; ¡.uesto (¡ue Ilc^ó media
- -ii_ U'^aia del. donde le tomó la noche, al<:o escura y cenada; i»eio,
i, como eni wrano, no le dio nmcliu i»esadumbre: y así se apartó
del camino con intención de esj-erM* lii mañíina; y quiso su corta y
desventurada suerte que. buscan<l() lujiar donde mejor acomodarse,
cayeron él y el rucio en una honda y escun'sima sima <|ue entre unos
ediíicios nmy anti^aios estaba. Y al tiempo de caer se encomendó a
Dios de todo corazón, pensando que no liabúi de parar ha.-tíi el profundo
de los abi'ímos; y no fué así, porque, á poco más de tres estados, dio
fondo (1 Ivucio. y él se halN) eiciinu del. sin haber recibido lisión ni
daño alguno. Ti-ntóse todo el cuerpo y recogió el aliento, por ver si
estaba sano ó agujereado por alguna parte; y viéndose bueno, tntcro, y
•católico de salud, no se lurtaba de dar gracias á Dios, nuestro Sefx r,
<de la merced <|Ue le había hecho. ]torquesin duda pensó qne estaba he-
iclio m;l peda/.os. Tt-ntó asimismo con las manos por las paredes de la
sima, por ver si sería posible salir della sin ayuda de nadie; pero todas
lias halló rasas y sin asideiN» a guno, de lo <]ue ¡Sancho se congojó mu-
cho, especialmente cuando oyó (jue el Kucio se (juejaba tierna y dolo
irosamente, y no era mucho ni se lamentaba de vicio; que á la verdad
lio estaba nmy bien parado.
«¡.Ay, dijo entonces S{incho Panza, y cuan no prn-^ados sucesos
suelen suceder á cada paso á los tjue viven en este miserable muudu!
758 ÜO^' C¿UIJOTK DE LA MANCHA
¿Quién dijera que el que ayer se vio entronizado, gobernador de una
ínsula, mandando á sus sirvientes y á sus vasalks, hoy se había de ver
sepultado en una sima, sin haber persona alguna que le remedie, ni
criado ni vasallo que acuda á su socorro? Aquí habremos de perecer de
hambre j'o y mi jumento, si ya no nos morimos antes, él de molido y
quebrantado, y yo de pesaroso; á lo menos no seré yo tan venturoso
como lo fué mi señor Don Quijote de la Mancha cuando decendió y bajó
á la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien le regalase
mejor que en su casa; que no parece sino que se fué á mesa puesta y á
cama hecha. Allí vio él visiones hermo?as y apacibles, y yo veré aquí,
á lo que creo, sapos y culebras. ¡Desdichado de mí, y en qué han pa-
rado mis locuras y fantasías! De aquí sacarán mis huesos, cuando el
cielo sea servido que me descubran, monde s, blancos y raídos, y los de
mi buen Rucio con ellos, por donde quizá se echará de ver quién somos,
á lo menos de los que tuvieren noticias que nunca Sancho Panza se
apartó de su asno, ni su asno de Sancho Panza. Otra vez digo, ¡misera-
bles le nosotros!, que no ha querido nuestra corta suerte que muriése-
mos en nuestra patria y entre los nuestros, donde, ya que no hallara
remedio nuestra desgracia, no faltara quien della se c oliera, y en la hora
última de nuestro j)ensamiento nos cerrara los ojos. ¡Oh compañero y
amigo mío; qué mal pago te he dado de tus buenos servicios! Perdóna-
me, y pide á la fortuna, en el mejor modo que supieres, que nos saque
deste miserable trabajo en que estamos puestos los dos, que yo prometo
de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no parezcas sino un
laureado poeta, y de darte los piensos doblados.»
Desta manera se lamentaba Sancho Panza, y su jumento le escu-
chaba sin responderle palabra alguna: tal era el aprieto y an j;ustia en
que el pobre se hallaba. Finalmente, habiendo pasado toda aquella no-
die en miserables quejas y lamentaciones, vino el día, con cuya clari-
dad y resplandor vio Sancho que era imposible de toda imposibilidad
salir de aquel pozo sin ser ayudado, y comenzó á lamentarse y dar vo-
ces, por ver si alguno le oía; pero todas sus voces eran dadas en desier
to, pues por todos aquellos contornos no había persona que pudiese es-
cucliarle; y entonces se acabó de dar por muerto. Estaba el Rucio boca
arriba, y Sancho Panza le íicomodó de modo que le puso en pie, que
apenas se podía tener; y sacando de las alforjas, que también habían
corrido la misma fortuna de la caída, un pedazo de pan, lo dio á su ju
mentó, que no lo supo mal, y díjole Sancho, como si lo entendiera:
«Todos los duelos con pan son menos.»
En esto descubrió á un lado de la sima un agujero, capaz de caber
por él una persona, si se agobiaba y encogía. Acudió á él Sancho
Panza, y agazapándose, se entró por él, y vio que por de dentro era
es})acioso y largo; y púdolo ver porque, por lo que se ]wdía llamar
techo, entraba un rayo de sol, que lo descubría todo. Vio ta:'nbién
que í-e dilataba y alargaba por otra concavidad espaciosa;- viendo lo
cual, volvió á sah'r adonde estaba el jumento, y con una piedra comenzó
á desmoronar la tierra del agujero, de modo que en poco espacio hizo
PAUTE SEGUNDA. CAPITULO LV 759
lugar donde con facilidad pudiese entrar el asno, como lo hizo; y eo-
í^iéudole del cabestro, comenzó á caminar por aquella j^ruta adelante,
por ver si hallaba alguna salida por otra })arte; á veces iba á escuras y
ii veces sin luz. p( ro ninguna vez sin miedo.
• — ¡Válame Dio.s Tod()j)oderoso!, decía entre sí: esta, que psra mí es
desventura, mejor fuera para aventura de mi amo Don Quijote. Él sí
que tuviera estas profundidades y mazmorras por jardines Horidos y
y)or palacios de Galiana, y esperará salir desta escuridad y estrecheza
á algún florido prado; pero yo, sin ventura, falto de consejo y men('sca-
bado de ánimo, á cada paso pienso que debajo de lo.s |iies, de improvi-
so se ha de abrir otra sima más profunda que la otra, que acabe de tra-
garme: bien vengas, mal, si vienes solo.
' Désta manera, y con estos pensamientos, le pareció que habría ca-
tnin'ado poco menos de media legua, al cabo de la cual descubrió una
éoiifusa claridad, que parecía ya que por alguna i)arte baja entraba, y
daba indicio de tener fin abierto aquel, para él. camino de la otra vidíi.
Aquí le deja Cide Hamete Benengeli, y vuelve á tratar de Don Qui-
jote, <]ue alborozado y contento tsperaba el plazo de la batalla que ha
bía de hacer con el robador de la honra de la hija de doña Rodrigue/
á quien pensaba enderezar el tuerto y desaguisado que malamente 1*
tenían fecho. Sucedió, juies, que saliéndoí^e una mañana á imponersi
y ensayarse en lo que había de hacer en el trance en que otro día pen
saba verse, dando un repelón ó arremetida á Rocinante, llegó á poner
los pies tan junto á una cueva, (pie á no tirarle fuertemente las rien-
das, fuera iiupo.sible no caer en ella. En íin, le detuvo, y no cayó; y lle-
gándose algo más cerca, sin apearse, miró aquella hondura, y estándola
mirando, oyó grandes voces dentro, y escuchando atentamente, pudo
percibir y entender que el que las daba decía: «¡.\h de arriba! ¿Hay
algún cristiano que me escuche, ó algún caballero caritativo que se
duela de un j^ecador enterrado en vida, de un desdichado desgober-
nado gobernador?»
Parecióle á Don Quijote que oía la voz de Sancho Panza, de que
quedó suspenso y asombrado, y levantando la voz todo lo que pudo,
dijo: «Quién está allá abajo? /,Quién se queja?»
— ¿(Juién puede estar aquí, ó quién se ha de quejar, respondieron,
siró el asendereado de Sancho Panza, gobernador, por sus pecados y
^or su mala andanza, de la ínsula Barataría, escudero que fué del fa-
moso caballero Don Quijote de la Mancha?
Oyendo lo cual Don Quijote, se le dobló la admiración y se le acre
centó el pasmo, viniéndosele al pensamiento que Sancho Panza debía
de ser muerto, y que estaba allí penando su alma; y llevado desta ima-
ginación, dijo: «Conjuróte por todo aquello que puedo conjurarte como
católico cristiano, que me digas quien ere?; y si eres alma en pena, di-
me qué quieres que haga por ti; que pues es mi profesión favorecer y
acorrer á los necesitados deste mundo, también lo será para acorrer y
ayudar á los menesterosos del otro mundo, que no pueden ayudarse
por sí propios.»
TOO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Desa manera, respondieron, vuesa merced, que me habla, debe de
ser mi señor Don Quijote de la Mancha, y aun en el ór«;ano de .Vi voz
no es í»tro sin duda.
— Don Quijote soy, replicó Don Quijote, el que profeso socorrer y
ayudar en sus necesidades á los vivos y á los muei-tos: por eso dime
quién eres, que me tienes atónito; ¡¡orque, si eres mi escudero Sancho
Panza, y te has muerto, como no le hayan llevado los dial)los y [)or la
misericordia de Dios e.-^tés en el pur^^atorio, sufragios tiene nuestra san-
ta madre la Ij^Iesia católica romana bastantes á sacarte -e las penas en
que estás, y yo lo solicitaré con ella por mi parte con cuanto mi hacien-
da alcanzare: por eso acaba de declararte y dime quién eres.
— ¡Voto á tal!, respondieron; y por el nacimiento de quien vuesa mer-
ced quisiere, juro, señor Don Quijote de la Mancha, que yo soy su es-
cudero Sancho Panza, y que nunca me he muerto en todos los' días de
mi vida; sino que habiendo dejado mi gobierno por cosas y causas que
es menester más espacio para decirlas, anoclie caí en esta sima, donde
yago, el Rucio testigo, que no me dejará mentir, pues, por más señas^
está aquí coimiigo.
Y hay más, que no parece sino que el jumento entendió lo que
Sancho dijo, porque al momento comenzó á rebuznar tan recio, que toda
la cueva retumbaba.
— ¡Famoso testigo!, dijo Don Quijote; el rebuzno conozco como si le
pariera, y tu voz oigo, Sancho nn'o. Espérame; iré al castillo del Du-
que, que está aquí cerca, y tra( ré quien te saque desta sima, donde tus
pecados te deben haber puesto.
— Vaya vuesa merced, dijo Sancho, y vuelva presto por un rolo Dios;
que ya no lo puedo llevar el estar aquí sepultado en vida, y me estoy
muriendo de miedo.
Dejóle Don Quijote, y fué al castillo á contar á los Duques el suce-
so de Sancho Panza, de que no poco se maravillaron, aun(|ue bien en-
tendieron que debía de haber caído por la correspondencia de aquella
gruta que de tiempos iinnen"!Orables había allí hecha; \hvo no podían
j)ensar cómo había dejado el gobierno sin tener ellos aviso de su veni-
da. Finalmente, llevaron, como dicen, sogaff y (j ente, y á costa de mucha
y de nmcho trabajo, sacaron al Rucio y á Sancho Panza de atjuellas ti-
nieblas á la luz del sol.
Viole uu estudiante, y dijo: «Desta manera habían de salir de sus
gobiernos todos los malos gobernantes, como sale este ]>ecador del [)ro-
fundo abismo, muerto de hambre, descolorido y sin blanca, á lo que
yo ci'eo.»
Oyólo Sancho, y dijo: «Diez y seis ó diez y siete días lia, hermano
murnun-ador. (|Ue entré á gobeinar la ínsula que me dieron, en los
cuales no me vi harto de j>an siquiera una hora; en ellos me han per-
seguido médicos, y enemigos me han brumado los huesos; ni he tenido
lugar de hacer cohechos ni de cobrar dei-echos; y siendo esto así. como
lo es, no merecía yo, :í mi parecer, salii" desta maneiii; peio el hombro
¡)one y Dios dispone; y Dios sabe lo mejor y lo (¡ue le está bitn á cada
rAUTK tíK(a'NUA. CAPITULO LV 7(31
uno; y cuhI el t¡eni|>o, tal el tiento; y nndie di^a fiesta a^ua no beberé;
f|ue adonde se piensa «jue luiy tocinos no liay estacas; y Dios me en-
tiende, y basta; y no dii^o mas, aunque pudiera».
—No te eiKíjes, Sancho, ni recibas pesadumbre de lo que oyeres; que
seni nuncH acabar; ven tú con sejíuní conciencia, y diíjan lo que dijeren:
es querer atar las leni^uas de los maldicientes lo mesmo (|ue querer po-
ner puertas al c.nnpo. Si el ;;obernador sale rico de su jíobienio, dicen
del «|ue ha sido un ladrón; y si gale pobre, que ha sido un [tara poco y
un mentecato.
— A buen se<;uro, respondió Sancho, que, por esta vez, antes me han
de tener p»)r t<Mit<> (pie por ladrón.
En estas |)liiticas licitaron, rodeados de muchachos y de otra mucha
fíente, al castil o, adonde, en unos corredores, estaban ya el Duípie y la
Duquesa esperando á Don (Quijote y á Sancho, el cual i o quisí- subir a
ver al Duque sin (jue primero no hubiese acomo lado al Rucio en la ca-
balleriza, porque decia que había |>asado muy nuda noche en la posa-
da; y hie^^o subió á ver á sus señores, ante los cuales, puesto de rodillas^
dijo: «Yo, señores, jKJnjue lo quiso así vuestra «írandeza, sin nin<íúii
merecimiento mío, fui á jíobernar vuestra ínsula Harataria, en la cual
entré desmido, y <lesnudo me hallo, ni j)ierdo ni pnio. Si he «íobernado
bien ó mal, testigos he tenido delante, que dirán lo que quisieren. He
dec'arado dudas, sentenciado pleitos, y siempre muerto de hambre, por
haberlo querido así el doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, mé-
dico insulado y ;;(»bernadoresco. Acometiéromios eneniiiros de noche; y
habiéndonos |»ue>to en }j:rave a|)rieto, dicen los de la íii.-ula (pie salieron
libres y con vitoria jxn- el valor de mi brazo; que tal salud les dé Dios
como ellos dicen verdad. Kn resolución, en es(í tiempo yo he tanteado
las car«;as y las obli;íac¡ones que trae consijio el «jobernar, y he hallada
jior mi cuenta que no las podrán llevar mis hombros, ni son |)e.so de
mis costillas, ni flerhas de mi aljai)a; y así, antes que diese conmiiío al
través el jL;obiern<». he querido yo dar con el ^nbicino al través; y ayer,
de mañana, dejé la ínsula como la hallé, con las mismas calles, casas y
tejados f|Ue tenía cuando entré en ella. No he })edid(j prestado á
nadie, ni metídome en «granjerias; y aunque pensaba hacer muchas
ordenanzas prove -liosas, no hice casi ninj:nna, temeroso (jue no se
habían de ;:uardai'; (pie es lo mesmo entonces hacerlas (|ue no hacerlas.
Sah, como di;ío, de la ínsula, sin otro acompañamiento i[ue el de
mi Rucio; caí en una sima, víncme por ella afielante, hasta que esta
mañana, con la luz del sol, vi la salida; pero no tan tacil, (|Ue íi no de-
pararme el cielo íi mi señor Don Quijote, allí me «[uedara hasta la ñn
del inundo. A>í ([ue. mis señores Du(¡ue y Duipiesa, aquí tst.i vuestro
ííobernador Sancho Panza, que ha íj^ranjeado en solos diez y siete días
(pie ha tenido el irohierno, conocer que no se le ha de dar nada por ser
líob^-rnador, no de una ínsula, sino de todo el mjmdo; y con este presu-
l)uesto, besando á vuesas mercedes los ])ies, imitando el jneuo de los
niuehachos. que dicen: «salta tú, y dámela tú*, doy un salto del <;o-
bierno, y me paso al servicio de mi señor Don Quijote, que en íin en éK
762
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
aunque como el pan con sobresalto, hartóme á lo menos; y para mí,
como yo esté harto, eso me hace que sea de zanahorias que de per-
dices. »
Con esto dio fin á su amarga plática Sancho, temiendo siempre Don
Quijote que había dé decir en ella millares de disparates; y cuando le
vio acabar con tan pocos, dio en su corazón gracias al cielo; y el Duque
abrazó á Sancho, y le dijo* que le pesaba en el alma de que hubiese de-
jado tan presto el gobierno; pero que él haría de suerte que se le diese
en su estado otro oficio de menos carga y de más provecho. Abrazóle la
Duquesa asimismo, y mandó que le regalasen, porque daba señales de
venir mal traído y peor parado.
CAPITULO LVI
De la descomunal y nunca vista batalla que pasó entre Don Quijote de la
Mancha y el lacayo Tosilos, en la defensa de la hija de la dueña doña
Rodríguez.
o quedaron arrepentidos los Duques de la burla hecha á Sancho
Panza del gobierno que le dieron; y más, que aquel mismo día
I vino su mayordomo, y les contó punto por punto casi todas las
palabras y acciones que Sancho había dicho y hecho en aque-
llos días; y, tinalmente, les encareció el asalto de la ínsula, y el miedo
de Sancho, y su salida, de que no pequeño gusto recibil'ron. Después
desto, cuenta la historia que se llegó el día de la batalla aplazada; y
habiendo el Duque una y muy muchas veces adveitido á .su lacayo
Tosilos cómo se había de avenir con Don Quijote para vencerle, cin
matarle ni horirle, ordenó que se quitasen los hierros á las lanzas, di-
ciendo á Don Quijote que no permiría la cristiandad, de que él se pre-
ciaba, que aquella batalla fuese con tanto riesgo y peligro de las vidaií;
y que se contentase con que le daba campo franco en su tierra (puestf)
•que iba contra el decreto del santo concilio, que prohibe los tales desa-
fíos), y no quisiese llevar por todo rigor aquel trance tan fuerte. Don
Quijote dijo que su exceleacia dispusiese las cosas de aquel negocio
como más fuese servido; que él le obedecería en todo. Llegado, pues,
el temeroso día, y habiendo mandado el Duqu-) que delante de la pla-
,2a del castillo se hiciese un espacioso cadahalso, donde estuviesen Iqs
jueces del campo y las dueñas, matre v hija, demandantes, había acu-
dido de todos los lugares y aldeas circunvecinos infinita gente á ver la
novedad de a'^uella batalla; que nunca otra tal no habían visto ni.oadb
decir en aquella tierra. los que vivían ni les que habían muerto.
7ÍÍ4 DON QUIJOTE DK LA ilANCIÍA
. >í , . . , ---H ^_- ^_r- ^ -rr- :■ — '■_ — — »■ • ^
Ei i>riinor<) que entró en el camjío y estacada íüí' el maestro de las
ceremonias, .qne tanteó el campo > le paseó todo^ porque en él 110 bu-
l)iev«e aljzúíi enjraño, ni coí=a en(ubierui don<ie. se tropeíiise y t-ayese;
luego entraron las dueñas y se sentaron en >us alientos, cubiertas con
los mantos liasta los ^jo.*^ y siun basta los iVecbos. con muestras de no
j)equeño sentimiento, jjresente Don Quijótrj en la estacada. De allí á
}K)Co, aconq)añado de muebas trom})- tas, asomó por una parte de la
]»laza, sol)re un j)oieroso cal)allo, buñdit'n 'ola toda, el jrrande lacayo To-
silos, calada la visera y todo encambronado con unas fuertes y lucien-
tes armas. El caballo mostraba ser frisón, ancho y de color tordillo; de
■cada njano y uie le pendía mía ni'ioba de lana. A'enía el valeroso com-
batiente bien informado del Duque, f-u señor, de cómo se babía de por-
tar con el valero.^o Don Quijote de la Mancluí; advertido que en ningu-
na manera le matase, sino que procurase buirel primer encuentro, por
excusar el ])eligro de su nmerte, que estal)a cieito, si de lleno en lleno
le encontrase. Paseó la pla/.a, y llegando donde las dueñas estaban, se
puso algiin tanto á mirar á la que i)or esposo le pedía; llamó el maese
de camjto h Don Quijote, que ya se babía presentaao en la plaza; y
junto con Tosilos, babló á las dueñas, }tregunlái.d(»l( s si consentían <jUC
volviese por ¡-u dei'echo Don (Quijote de la Mancba. Ellas dijeron que
sí, y (|ue lodo lo que eíi aquel caso Incicí-G \o daban |ior bien becbo,
■|)or íirme y i>or valedero. Ya en este tiempo estaban el Duque y la Du-
quesa i)uest<>s en una galería «|ue caía sobre la estacada, toda la cual
estaba coronada de infinita gente, que Cf-peniba ver el rigurr.so trance
minea visto. Fué condición de los combatientes que si Don (Quijote ven-
cía, su couTario se babía íle casar coa la liija de doña KcHlnguez; y si
Ól fuese vencido, quedaba libre su contendor de la palabra que se le
pedía, sin dar otra saíisfación alguna.
Partióles el mae.-tro de las ceremonias el sol, y puso á los dos, cada
uno en el puesto donde babían de estar. Sonaron los alambores, llenó
el aire el son de las trompetas; temblaba debajo de los pies la tierra;
estaban suspensos los corazones de la mirante turba, temiendo unos y
esperando otros, el bueno ó el mal suceso de aquel caso. Finalmente,
Don Quijote, encomendándole de todo su coi-azón á Dios, nuestro Se-
ñor, y á la señora Dulcinea del Toboso, estaba aguardando que se le
diese señal }»recisa de la arremetida; empero imestro lacayo tenía dife-
rentes pensamientos: no jiensaba él sino en lo que agora diré.
Parece ser que cuando estuvo mirando á su enemiga, le pareció la
más bermosa mujer que babía visto en toda su vida; y el niño cegue-
zuelo. á í|uien suelen llamar de ordinario Amor por esas call^-s, no qui-
so perder la ocasión que se le ofi'eció de triunfar de una alma lacayu-
na, y ponerla en la lisia de sus trofeos; y así. llegánd «se á él bonita-
mente, sin que nadie le viese, le envasó al jjobre lacayo una flecba de
dos varas por el lado i/ciU'crdo, y le paí-ó el (oíazón de parle á parte;
y púdolo bacer bien al sejíuro, ]H»rque el Amor (s invisible, y entra y
salupor diM]UÍere, sin que nadie le oidj^ (uenla de sus becbos. Digo,
pues, que cuando diercu la stñal de la arremetida, estaba nuestio
VARTE SEGUNDA. — -CAPITULO LVl 7G5
lacayo transjMirtado, pensando en la liernioeura de la que ya había
lieoho señora d<: su libertad; y así, no atendió al son de la troni|ieta,
come hizo Don Quijote, que apenas la linbo oído, cuando arremetió, y
á todo correr ([Ue \n rinitía Rocinante. ])ai"tió contra su eneinij;o; y vién-
<lole partir su buen escudero Síindio. dijo ií üraiH es voces: «¡Dios te
jíuíe, nata y flor ie los andantes caballerut! ¡Dios te dé la vitori}., [mes
llevas la razón de tu parte!»
Y aun(|ue Tosilos vio venir contra sí A Don Quijote, no se movió un
paso de i'U jmesto; antes con grandes voces llamó al niaese de campo,
al cual, venido {'i ver lo que (pieria, le dijo: «Señor, e^ta batalla ¿no se
hace poríjue yo me case ó no me case con a<piella seiioraV»
— Así es, le l'ué respondido.
— Pues yo, dijo el lacayo, soy temeroso de mi conciencia, y pondría-
la en j,ran caruo si pasase adelante en esta batalla; y así (lii:(M|ueyo mo
doy y»or vencido, y (|Ue <|UÍero casarme lueiío ( on atjuella señoi-a.
(¿uedó admirado el inaese de canq») de las razont s de To.''ilos;y como
era uno de lossabidnrcs de la mjiíiuina de aquel ca.-(>, no le supo res-
]M nder palabra. Detúvose Don (Quijote en la mitad de su carrera, vien-
do que su enemigo n() le acomUía
El Duque no sabía la ocasión por qué no se ]iasal)a adelante en la
batalla; pero el maese de campo le fué á declarar lo (]Ue Tosilos decía,
de lo *\Ui2 quedó suspenso y colérico en extremo.
El taiU" que esto pasaba, Tosilf)s se llej;<') adonde doña Rodrí<ji;uez
estaba, y dijo á ¡irrandes voces: «Yo, señora, (|UÍero casainie con vues-
tra bija, y no (juiei-o alcanzar ]>or pleitos ni contiendas lo que puedo
íileanzar por paz y sin pelijirro <le la muerte.»
Oyó esto el valeroso Don Quijote y dijo: «Pues esto así es, yo quedo
hbre y suelto de mi promesa: case )se en hora buena, y })ues Dios, nues-
tro Señor, se la dio, san Pedro se la bendi,<;a.»
El Duque había bajado á la jdaza del castillo, y llegjíndose á Tofi-
los, le dijo: «¿Es verda<l, caballero, que os dais por vencido, y que, ins-
ti/j:ado de vuestra temorosa conciencia, os queréis casar con esta dou-
oella?*
— Sí, señor, respondió Tosilos.
— El hace muy bien, hjo á esta sazón Sancho Panza, porque lo que
has de dar al mur, dalo al í;ato, y sacarte ha de cuidado.
Ibase Tosilos deseidazando la celada, y rociaba que apriesa le ayu-
dasen, poríjue le iban faltando los csj>íritus del aliento, y no podía ver-
se encerrado tanto tienq)0 en la estrecheza de aquel aj'osento. Quitárou-
sela ai)riesa, y quedó descubierto y }>atente f-u rostro de lacayt ,
Viendo lo < ual doña Rodríguez y su hija, dando jirandes voces, dije-
ron: «Este es encaño, eiií^afio es éste. A Tosilos, el lacayo del Duque,
mi señor, nos han })ueí-to, en luirar del verdadero es]»osí . ¡Justicia de
Dios y del Rey. y de tanta malicia, por no decir bellaiiuería!»
— \o vos acuitéis. señ(»ras. dijo Don Quijote; fine ni ésta es malicia
m es bellaquería; y si la es, no ha sido la causa el Duque, sino los ma-
los encantadores que me persiguen, los cuales, iuvidiosos de que yo al-
766 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
canzase la gloria deste vencimiento, han convertido el rostro de vuestro
.esposo en el de éste, que decís que es lacayo del Duque. Tomad mi con-
sejo, y á pesar de la malicia de mis enemigos, casaos con él; que sin
duda es el mismo que vos deseáis alcanzar por esposo.
El Duque que esto oyó, estuvo p r romper en risa toda su cólera, y
dijo: «Son tan extraordinarias las cosas que suceden al señor Don Qui-
jote, que estoy por creer que este mi lacayo no lo es; pero usemos deste
ardid y maña; dilatemos el casamiento quince días siquiera, y tengamos
encerrado á este personaje que nos tiene dudosos, en los cuales podría
ser que volviese á su prístina figura: que no ha de durar tanto el rancor
que los encantadores tienen al señor Don Quijote, y más yéndoles tan
poco en usar estos embelecos y transformaciones.»
— ¡Oh señor!, dijo Sancho, que ya tienen estos malandrines por uso y
costumbre de mudar de unas en otras las cosas que tocan á mi amo. Un
caballero que venció los días pasados, llamado el de los Espejos, le vol-
vieron en la figura del bachiller Sansón Carrasco, natural de nuestro
pueblo y grande amigo nuestro, y á mi señora Dulcinea del Toboso la
han vuelto en una rústica labradora; y así, imagino que este lacayo ha
de morir y vivir lacayo todos los días de su vida. »
A lo que dijo la hija de doña Rodríguez: «Séase quien fuere éste
que me pide por esposa, que yo se lo agradezco; que más quiero ser mil
jer legítima de un lacayo, que no amiga y burlada de un caballero;
puesto que el que á mí me burló no lo es. »
Eii resolución, todos estos cuentos y sucesos pararon en que Tosiloí^
se recogiese hasta ver en qué paraba su transformación. Aclamaron to-
dos la Vitoria por Don Quijote, y los más quedaron tristes y melancóli-
cos de ver que no se habían hecho pedazos los tan esperados comba-
tientes, bien así como los mochachos quedan tristes cuando no sale el
ahorcado c|ue esperan, porque le ha perdonado ó la parte ó la justicia.
Fuese la gente, volviéronse el Duque y Don Quijote al castillo, encerra-
ron á Tosilos, quedaron doña Rodríguez y su hija contentísimas de ver
■ que por una vía ó por otra aquel caso había de parar en casamiento, y
Tosilos no esperaba menos.
y~3m¡m
%
CAPÍTULO LVTI
Que trata de cómo Don Quijote se despidió del Duqúp, y de lo que sucedió
con la discreta y desenvuelta Altisidora, doncella de la D-quesa.
A le pareció á Don Quijote que era bien salir de tanta ociosidad
<|^ coino la que en aquel castillo tenía; que se imaginaba ser grande
^J^ la falta que su jiersona bacía en dejarse estar encerrado v pe
y rezoso entre los iníinitos regalos y deleites que, como á cabílllerc'
andante, aquellos señores le hacían; y parecíale que liabía de dar cuentii
estrecha al cielo de aquella ociosidad y encerramiento; y así, pidió uii
día licencia á los Duques para partirse. Dicronsela, con niuesíras de qui-
en gran manera les pesaba de que los dejase.
Dio la Duquesa las cartas de su mujer á Sancho Panza, el cual lloró
con ellas, y dijo: «¿Quién pensara que esperanzas tan g'-andes como laí^
que en el pecho de mi mujer Teresa Panza engendraron las nuevas d(
mi gobierno, hal)ían de parar en volverme yo agora á las arrastradas
aventuras de mi amo Don Quijote de la Mancha? Con todo esto, me
contento de ver que mi Teresa correspondió á ser quien es, enviando,
lias bellotas á la Duquesa; que, á no habérselas enviado, quedando y( ,
¡pesaroso, se mostrara ella desagradecida. Lo que me consuela es, que a»
osta dádiva no se le puede dar nombre de cohecho; porque ya tenía yo.
3l gobierno cuando ella las envió, y está puesto en razón que los que
•eciben algún beneficio, aunque sea con niñerías, se muestren agrade-
I údo.s. En efeto, yo entré desnudo en el gobierno, v salgo desnudó déll-
.' así. pothv decir con segura conciencia (que no es poco): «desnudo'
;iací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano.»
Esto pasaba entre sí Sancho el día de la partida; y saliendo Don
B. P.-XX JJ0
768 . DON QÜÍJOTK DE I,A 3IANCHA
? ; 1 ; i , ; y ,1 . • •r-'— — "¿' '*'?-»;" :-^—
Q^ijóté, hál^éndose despedido la noche antes de los Duques, á Ja ma-
fíaíia se presentó armado en la plaza del castillo. Mirábanle de los corre-
dores toda la gente del castillo, y asimismo los Duques salieron a verle.
Estaba Sancho sobre su Rucio con sus alforjas, maleta y repuesto, con-
tentifiimo porque el mayordomo del Duque, el que fué la Trifaldi, le
había dado un bolsico con .docientos escudos de oro para suplir los me-
nesteres del camino, y esto aún no lo sabía Don Quijote. Estando, como
queda dicho, mkándole todos, á deshora, entre las otras dueñas y don-
cellas deja Duquesa, que le miraban,- alzó la voz la desenvuelta y dis-
creta •i^ltis.idora, y en son lastimero dijo:
i: Escucha, mal cabaUcro,
Deten un poco las rieiida.s,
No fatigues las ijadas
.De tu mal regida bestia.
»M'ra, falso, que no huyes
de alguna serpiente fiera,
Sino de una corderilla,
Que está muy lejos de oveja.
»Xú lias burlado, monstruo horrendo.
La piáa hermosa doncella
Que Diana vio en sus montes.
Que Venus miró en sus selvas.
Crui-l Vircno, fiiqit'wo Kneax,
HarrabÚK le acompañe, olüi te avenqax.
»Tú llevas ¡llevar impíol
En las garras de tus cerras
Las entraüas de una humilde.
Como enamorada, tierna.
.Llevaste tres tocadoíes
V unas ligas (de unas piernas
Que ai mármol puro se igualan
Ku lisas' blancas y negras.
• Llevaste dos mil suspiros.
Que. á ser de fuego, pudieran
Abrasar á dos mil Troyas,
Si dos mil Xíoyas hubiera.
Cruel Vireno. ftigitwo Eneas,
narrabas te acoiiipaíie, allá le avenrias.
• De ese Sancho, tu escudero,
Las entrañas sean tan tercas
Y tan duras, que no salga
De su encanto Dulcinea.
-De la culpa que tú tienes.
Llevo la triste la pena;
•Que justos por pecadores
Tal vez pagan en mi tierra.
•■Tus más fina.i aventuras
En desventuras se vuelvan.
En sueños tus pasatiempos.
En olvidos tus firmezas.
Cruel Vii-éii'o, fugitivo Eneas,
narrabais te aeompaile. allá le arengan.
"Seas tenido por falso.
Desde Sevilla á Marchena,
Desde Granada hasta Loja,
De Londres á Ingalaterra.
"Si jugares al reipado,
»j^- , r;Os cientos ó la primera.
Si«ui.n,1.» Sa„..l,.. .o. re H Kucio, .o salió rtH .-astillo, end.re.an.!., m, ..nHr.o á Zarazo..
770 DON QUIJOTE 1)E LA MANCHA
IjOS reyes huyan de ti.
Ases ni sietes no veas.
jSí te cortar»-K los callos,
Sanpre las heridas viertau;
Y quédente los raigones
Si te sacares las luueías.
Cruel Vlieno, fugUiro f-Meaa,
Harrabús te iirniitiiiiñe, allá te aveiKjait.^
En tanto que, de la suerte que se ha dicho, se quejaba la lastimada
Aliisidora, 1 1 estuvo mirando Don Quijote; y sin responderla palabra,
volviendo el rostió á ¡Sancho, le dijo: «l'or el si^lo de tus pasados, Síin-
cho mío, te conjuro que me di^as una verdad. Dime: ¿llevas por ventu-
ra los tres tocadores y las li^as que esta enamorada doncella dice?»
A lo que Sancho respondió: < Los tres tocadores sí llevo; pero las li-
í^as, como por los cerros de Ubeda».
Quedó la Duquesa admirada de la desenvoltura de Altisidora; que,
aunque la ti nía por atrevida, graciosa y desenvuelta, no en grado que
se atreviera á semejantes desenvolturas; y como no estaba advertida
desta burla, creció más ^^u admiración.
El Duque quiso reforzar el donaire y dijo: «No rae parece bien, se-
ñor caballero, que habiendo recebido en este mi castillo el buen acogi-
miento que en él se os ha hecho, os hayáis atrevido á llevaros rres toca
dores por lo menos, si por lo más las ligas de mi doncella. Indicios son
d-í mal pecho, y muestras que no corresponden á vuestra fama. Volved-
le las ligas; si no, yo os desafío á mortal batalla, sin tener temor que
malandrines encantadores me vuelvan y muden el rostro, como han
hecho con el de Tosilos, mi lacayo, el que entró con vos en batalla».
— No quieía Dios, respondió Don Quijote, que yo desenvaine mi es-
pada contra vuestra ilustrísima persona, de quien tantas mercedes he
recebido. Los tocadores volveré, porque dice Sancho que los tiene; la.-
ligas es imposible, j)orque ni yo las he recebido, ni él tampoco; y si esta
vuestra doncella quisiere mirar sus escondrijof-, á buen seguro que las
halle. Yo, señor duque, jamás lie sido ladrón, ni lo ])ienso ser en toda
mi vida, como Dios no me deje de su mano. Esta doncella habla, como
ella dice, como enamorada, de lo que yo no le tengo culpa; y así, no
tengo de qué pedirle perdón, ni á ella ni á vuestra excelencia, á quien
su])lico me tenga en mejor 0}>ÍDÍón, y me dé de nuevo licencia para se-
guir mi camino.
— Déosle Dios tan bueno, dijo la Duquesa, señor Don Quijote, que
siempre oigamos buenas nuevas de vuestras fechorías; y andad con
Dios; que mientras más os detenéis, más aumentáis el fuego en los pe-
chos de las doncellas que os miran; y á la mía yo la castigaré de modo
qu-í de aquí adelante no se desmande con la vista ni con las palabras.
— Utia no más quiero que me escuches, ¡oh valeroso Don Quijote!,
dijo entonces Altisidora, y es, que te pido i)erdóu del latrocinio de la.^
ligas; porque, en Dios y en mi ánima, que las tengo puestas, y he caído
en el descuido del que yendo sobre el asno, le buscaba.
— ¿No lo dijo yo?, dijo Sancho. ¡Bonico soy yo para encubrir hurtos!
l'AKTE BKGUNDA. CAPITULO LVIl
771
l'ues á quererlos hacer, de paleta me había venido la ocasión en mi go-
l)ierno.
Abajó la cabeza Don Quijote, y hizo reverencia á los Duques v d
todos los circunstante?, y volviendo la^ riendas á Rocinante, sij^uiéndole
-Sancho sobre el Rucio, se salió del casillo, enderezando su caminí) n
taragoza.
CAPÍTULO i.VlII
Que trata de cómo menudearen sobre Don Quijote aventuras tantas,
que no se daban vagar unas á otras.
¡^ UANuo Don Quijote se vio en la eanipafia rasa, libre y desemba-
razado de los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en
su centro, y que los espíritus se le renovaban para proseguir de
nuevo el asunto de sus caballerías, y volviéndose á Sancho, le
(lijo: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que á los
hombres dieron los cielos;, con ella no pueden igualarse los tesoros que
encierra la tiei-j-á, ni el mar encubre: })or la libertad, así como por' l:i
honra, se puede y debe aventurar la vida; y por el contrario, el cauíi-
verio es el mayor mal que puede venir á los hombres. Digo esto, San-
cho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo
que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazo-
nados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía á mí que estaba me-
tido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la li-
l>ertad que In gozara, si fueran míos; que las obligaciones de las recom-
pensas de los beneficios y mercedes recebidas soii ataduras que no de-
jan cainpear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel á quien el cielo dio un
pedazo Vle pan, sin que le quede obügación de agradecerlo á otro quí
al mismo cielo!) •
_ —Con todo esto, dijo Saiicho, que vuesa merced me ha dicho, no es
bien que se queden sin agradecimiento de nuestra parte docientos
escudos de oro cpie en una bolsilla me dio el mayordomo del Duque
<ine, como píiiina y co:!rortativo, la Kuvo puesta sobre el corazón parí
- PARTE SEtíUXÜA. — CAPITULO JLVHI
lo que se ofreciere; que iib 8Íeiui)te litMflós'áe'líállívr pa^lillqs; donde'']Jos
regalen; que tal vez topareínós co'ii a^guíi^is vcnitas 'donae'jiiQVii^iíJ
En estos y otros razónániientos'ibau los andantes cabáUtm.^v' escu-
dero, cuando vieroii, habiendo andado, poco más de^'una 'lei^ua*, Jue
encima de la yerba de un pradillo vcrI^, eiicíma de süís jc^ ¡Af^", ¿stfíSin
comiendo hasta una docena de huinbíes, .yestidos 4,e l^l')rádx}|p^^
á sí tenían unas como sábanas ,l)lancáp;.<:i/iv,que/cübrj;au algun^^ cosa.
que debajo estaba;.éstaban empin{ida¿y/,t^ndiclas/V de trecluí'^^^^
puestas. ',.)■.;..;...!, :...;>.|W,, .. i . ..^. ,.,...y^^
Llegó Don Quijote á los que comíáií;|jf salydándQl(j>s,prii»éro w
mente, les preguntó que qut^ era lo Vl^e^üéllqs•^ie:^zo's cübnáp^^
Uno dellos le respondió: «^efior, debajo destas lienzos están .'unas
imagines de relieve y entalladura, <jue han.de servir en uii retab'lo qjie
hacemos en nuestra aldea; líeyámoslas cubiertas porque no' se déstlor^ií,
y en hombros porque no se quiebren». '. , ". '. \
—Si sois servidos, respondió Don ^Qííí jote, holgaría (^e verÍaá;'pu¿es
nnági lies que con tanto recato se lleyanjsin duda deben dcj ser -buenas.
—¡Y cómo si lo f5Óh!, dijo' otro; si no, dígalo lo qiie cuestan;^ que er,
verdad que no hav ninguna que no esté en más de cincüejita ducados;
y porque vea vuesa merced esta verdad, espere vuesa merced,' y veüa
ha por vista de ojos; y levantándose, dejó de comer y fué ^á quitaría
'•ubierta de la primera imagen, qu« mostró ser la de san .Toi'gé',';piie¿to
i caballo, con una serpiente enroscada á ks pies y la lanza' atraVesíida
])or la boca, con la fiereza que suele pintarse. Toda la' imagen 'pkrécía
un ascua de oro, como suele decirse. ' ' ' . '
Viéndola Don Quijote, dijo: '«Éste, ¿abálléró fué uilo dé'lókhVéjiTi'f's
cuidantes que tuvo ia milióia divina; Hainóse Don San Jorge, y fué a c(e-
!nás defendedor de doncellas. Veamos esta otra >>. [':': •■'"'•' j
Descubrióla el hombre, y páVéció ser la. de San ^fartüi,' l^úesfo'á ca-
ballo, que partía la capá con el. pobre;'.' v. apenas la hu'bo 'visfó' ' Don
Quijote, cuando dijo: «Eátfe cáímlférp ta^iniiién''fué de lo's'/áveiiMnms
^cristianos, y £reo que fué niás hber^'que'vTiliente, cómq Ío pijédé's ed'iar
-;tlc;vef, Sancho, en que está partTeñdó laVápa^coherpo1if¿' y Je~^^^^ la
niitad: y sm duda debía de ^er ciitóiícW 'invierno; qué si' uó;''¿l' 'se '"la
diera toda, según era de carrtíitivo;^ '.''"■'''' / .' "'• ' '•' ' '.''■ '' V*^ "'^'''*
—No debió de ser eso/ dijo \Sati'éíig;^ sin8 .que se' deb^^^^ átóíier'al
reirán que dice: «que para dar V t¿n^r, sésó és meiíesfer.';''''''', ' ' "'*'''
Rióse Don Quijote, y pidió (tué-qüitasenótrolieuzo, detójó'dcií'cíial
i- descubrió la imagen del Paíi-c5n 'de: las 'Í:spafias, a ¿abálTo',' Ja es mi ia
usangrentada, atropellando-.mtíro'á y.'pikndo cabe2as; v,''eii víencloía,
dijo Doi Quijote: «Este sí que e,s cábáíléro,' .y de las escuá'árás'fíé'Uqs-
^o; é.ste se llama Don San ^Diégo MataiViorok,'^unb de los más valientes
774 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
«espondía, «Este, dijo Don Quijote, fué el mayor enemigo que tuvo la
Iglesia de Dios nuestro Señor, en su tiempo, y el mayor defensor suyo
que tendrá jamás; caballero andante por la vida, y santo á pie quedo
f)or la muerte; trabajador incansable en la vida del Señor, doctor de las
gentes, á quien sirvieron de escuelas los cielos, y de catedrático y maes-
•tro que le enseñase, el mismo Jesucristo».
No había más imagines; y así, mandó Don Quijote que las volvie-
iSen á cubrir, y dijoá los que hs llevaban: «Por bu» n agüero he tenido,
liermanos, haber visto lo que he" visto; porque estos santos y caballeros
.f)rofesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que
la diferencia (¡ue hay entre mí y ellrs es, que ellos fueron santos y pe-
learon á lo divino, y yo soy ]iecador y peleo á lo humano. Ellos con
quistaron el citlo á fuerza de brazos, ponjue el cielo padece fuerza; y
yo hasta agora no sé lo que conquisto á fuerza de mis Trabajos; pero si
mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ven-
tura y adobándose el juicio, podría ser que encaminaí-e mis pasos por
4nejor camino del que llevo»,
— Dios lo oigíi, y el pecado sea sordo, dijo Sancho á esta ocasión.
Aflmiráronse los liombres, así de la figura como de las razones de
Don Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Aca-
-baron de comer, cargaron con sus imagines, y, despidiéndose de Don
Quijote, siguieron su viaje.
Quedó Sancho de nuevo como si jamás hubiera conocido á su señor,
admirado de lo que sabía, pareciÓLdole que no debía de haber historia
■en el mundo, ni suceso, que no le tuviese cifrado en la uña y clavado
en la memoria, y díjole: «En verdad, señor nuestramo, que si esto que
nos \\b sucedido boy se puede llamar aventura, ella ha sido de h.s más
suaves y dulces que en todo el discurso de nuestra peregrinación nos
han sucedí' io: della habemos salido sin palos y sin sobre-^alto alguno;
ui hemos echado mano á las espadas, ni hemos batido la tierra con los
toierpos, ni quedamos hambrientos. jBendito sea Dios, que tal me ha
deja<io ver con mis propios ojos!»
— ^Tú dices bien, Sancho, dijo Don Qu'jote; pero has de advertir que
«10 todos los tiempos son unos ni corren de una mií-ma suerte; y estos
que el vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no se fundan sobre
natural razón a guna. del que es discreto han de ser tenidos y juzgados
por buenos acontecimientos. Levántase uno destos agoreros por la ma-
ñana, sale de su casa, encuéntrase con un fiaile de la Orden del bidi-
aventurado San Francisco; y como si hubiera encontrado con un grifo,
vuelve las espaldas y vuélvese á su casa. Derrámasele al otro Mendoza
la sal encima de la mesa, y derrámasele á él la melancolía por el corazón
como si estuviese obligada la naturaleza á dar . eñales de las venideras
desgracias con cosas tan de poro memento como las referidas. El discre-
to y cristiano no ha de andar en | untillos con lo que quiere hacer
-el cielo. Llega Cipión á África, tr(^])ieza en saltando en turra, tiénenlo
|)or mal agüero sus soldados; pero él, abrazándose con el suelo,
■dije: &Ng te me podrás huir, África, porque te tengo asida y entre mis
PARTE 8E0ÜNDA, CAPITULO LVIIl i>D
brazos.» Así que, Sancho, el haber encontrado con estas imagines, ha
sido para mí febeísimo acontecimiento.
— Yo así lo creo, respond ó Sancho; y querría que vuesa merced me
dijese qué es la causa por qué dicen los es{)afK)les, cuando quieren dar
alguna batalla, invocando a<iucl .san Diego Matamoros: «Santingo y cie-
rra Espafia.» ¿Está por ventura Es}>ana abierta, y de modo que es me-
nester cerrarla? ¿O i\ué cer^ionia es ésta?
— Simplicísimo eres, Sancho, respondió Don Quijote
y mira que este gran caballero de la cruz bermeja báselo dado Dios á
España por pjitrón \ amparo suyo, esoecialniente en los rigurosos tran-
ces que con los moros los es{)añoles han tenido; y así le invocan y lla-
man como á defensor suyo en todas las batallas que acometen, y nmchas
veces le han visto visiblemente en ellas, derribando, atropellando, des-
truyendo y matando los agarenos escuadrón» s; y desla \erdiul te pu-
diera traer nmchos ejemplos, que en las verdaderas hislorias españolas
üe cuentan.
Mudó Sancho plática, y dijo á su amo: «Maravillado estoy, señor,
de la desenvoltura de Altisidora, la doncella de la Duquesa. ¡Bravamente
la debe tener de herida y traspasada aquel (lue llaman Amor, <iue dicen
que es un rapaz ceguezuelo, que con estar lagañoso, ó j)(>r mejor decir,
sin vista, .si toma ])or blanco un corazón, por pequeño que sea, le acier-
ta y tras[)asa de jiarte a parte con sus flechas! He oído decir también
que en la vergüenza y recato de las doncellas .se despuntan y embotan
las amorosas saetas; pero en esta Altisidora más paiece que se aguzan
que de>|iunlan.*
— Advierte, Sancho, dijo Don Quijote, que el amor ni mira respetos
ni guardfc térmijios de razón en sus discursos, y tiene la mi-^ma condi-
ción que la muerte, que así acomete los altos alcázares de los reyes,
como las humildes chozas de los pastores; y cuando toma entera pose-
sión de una alma, 1« })nmero <iue hace es quitarle el temor y la ver-
güenza; y así, sin ella declaró Altisidora sus deseos, que engendraron
en mi pecho antes confusión que lástima.
— -¡Crueldad notoria", dijo Sanche, ¡desagradecimiento inaudito! Yo
de mí sé decir <|ue me rindiera y avasallara la más nn'nima razón amo-
rosa suya. ¡Hideputa, y qué ; orazón de mármol, qué entrañas de bron-
ce, y qué alma de argamasa! Ptro no puedo pensar qué es lo (jue vio
esta d<»ncella en vuesa merced, que así la rindiese y avasallase. ¿Qué
gala, qué brío, qué donaire, qué rostro, qué cada cosa jior sí destas ó
todas juntas la eiuimoraron? Que en verdad, en verdad, que muchas
veces me i)aro á mirar á vuesa merced desde la punta del jiie hasta el
í'dtimo cabello de la cabeza, y que veo aiás cosas i»ara esj)antar f|ue ¡¡ara
enamorar; y habiendo yo tembi» n oído decir que la hermosi ra es la
primera y principal parte que enamora, no teniendo vuesa merced nin-
guna, no sé yo de qué se enamoró la pobre,
— Advierte, Sancho, respondió Don Quijote, que hay dos maneras de
hermosura, una del alma y otra del cuerpo: la del alma campea y se
770 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
muestra en el entendimieiíto, en la; horiestidad, en el buen proóedér, e
la liberalidad y en la buena crianza; y todas estas partes caben y puede
estar en un liombre feo; y cuando ce pone la mira en esta bermosur;
y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con vehemei
cía. Yo, Sancho, bien veo que no soy hermoso, pero también conozc
que no soy disforme; y bástale á un hombre de bien no sermonstru
para ser bien querido, conio tenga los dotes del alma que te he di-^hí
En estas razones y pláticas se iban entrando por una selva que fu(
ra del camino estaba; y á deshora, sin pensar en ello, se halló Don Qu
jote enredado entre unas redes de hilo verde, que desde unos árboles
otros estaban tendidas; y sin poder imaginar qué pudiese ser aquellí
dijo á Sancho: «Paréceme, Sancho, que esto destas redes debe ser un
de las más nuevas aventuras que pueda imaginar. Que me maten, í-
los encantadores que me persiguen no quieren enredarme en ellfsy dt
tener mi camino, como en venganza de la riguridad que co i Altisidor;
he tenido. Pues mandóles yo ([ue, aunque estas redes, así como soi
hechas de hilo verde, fueran de durísimos diamantes, y más fuerte
que aquella con que el celoso dios de los herreros enredó á Venus y ;
Marte, así las rompiera como si fueran de juncos marin-os ó de hilacha;
de algodón. ■>
Y queriendo })asar adelante y romperlo todo, al improviso se le ofre
cieron delante, saliendo de entren ios árboles, dos hermosísimas pasto
ras, á lo menos vestidas como pastoras, sino que los peí icos y sayas erar -.
de fino brocado... digo que las sayjs er^n riquísimos faldellines de tab '•
de oro. Traían los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios pa
dían competir con los rayos del mismo sol, los cuales se coronaban corí
dos guirnaldas, de verde iaurjly de rojo amaranto tejidas; la edad, a
parecer, ni bajaba de los quince, ni pasaba de los diez y ocho. Visita fut
ésta que admiró á Sancho; suspendió á Don Quijc te; y reparando en éJÍ
las pastoras, la sorpresa tuvo en maravilloso silencio á todos cuatro. En
fin, quien primero habló fué una de las dos zagalas, que dijo á Don
Quijote: Detened, señor caballero, el paso, y no rompáis las redes; que
no para d jño vuestro, sino para 'nuestro pasatiempo, ahí están tendidas:
y porque sé que nos habéis de ípreguntar para qué se han puesta
quién somos, os lo quiero decir en breves palabras. En una ald:a (¡nf
está hasta d:;s leguas de laquí, donde hay niucha geijte principal y mu-
chos hidalgos y ricos, entre nnuchos amigos y parientes se concertó (pie
con sus hijos, mujeres y hijas; vecinos, amigos y parientes, nos viniése-
mos á holgar á este sitio, que es uno de los más agradables de todos
estos contornos,f;rmand(' entre todos una nueva y ]iastoril Arcadia, •
tiendonos las doncellas de zagalas, y los mancebos de })astores: trae!
estudiadas dos églogas, una del famosopoetaÍTarcilaso, y otrii del e:\
lentísimo Camoes, en su: misma Jongua pe rtuguesa, las cuales hasta ii
ra no hemos reprcE^entado. Ayerd'ué e\ primero día que aquí llegamos;
nemos entre estos ramos plaaítadas algunas tiendas, que dicen se llar:
de campaña, en el margen de ün abundoso arroyo que todos estos pr;;
fertiliza; tendimos la noche ;pa<íadia estas redes de estos írboles, par8
l'AÜXK-SKfiLi.NDA.- -CATITUJ.O UViH . (ti
ñafiar los simples pajarillos que, ojeados con nuestro ruido, vinieren a
«lar en ellas. Si ijustais, señor, de ser nuestro huésped, seréis agasajado
liberal y cortésniente, jmrque por agora en este sitio no ha de entrar l;i
pesadutnbre ni la melancolía.»
Calló, y no dijo más; á lo que respondió Don (Quijote: «Por cierto,
hermosísima señora, que no debió quedar más suspenso ni admirado
.Vcteón cuando vio al improviso bañarse en las agua>í á Diana, como ye
he quedado atíinito en ver vuestra belleza. Alabo el asunto de vuestro
entretenimientos, y el de vuestros ofrecimientos a<rradezco; y si os pu(
do servir, con seguridad de ser obedecidas me lo ])odéis mandar, [)oi
<iue no es otra la profesión nn'a. sino de mostrarme agradecido y bien
hechor con todo género de gente, en especial con la principal, que vues
tras personas representan; y si como estas redes deben de ocuparalgüí
pequeño es])acio, ocuparan toda la redondez de la Tierra, buscara \'<
nuevos mundos }>or do pasar sin^-onq)erlas; y ponjue deis fclgún crédi
to á esta mi exageración^ ved que os lo promete, por lo menos, Don Qui-
jote de la Mancha, si es que ha llegado á vuestros oídos este nombre.»
— ¡Ay amiga de mi alma, dijo entonces la otra zagala, y qué ventn
ra tan grande nos ha sucedido! ;,Ves este señor que tenemos delante
Pues hágote saber que es el más valiente y el más enamorado y el m;i
comedido que tiene el mundo, si no es que nos miente y nos engañ;i
ima historia que de sus hazañas anda impresa y yo he leído. Yo apo^^
taré que este buen hombre que viene con él es un tal Sancho Panza, su
escudero, á cuyas gracias no hay ningunas que se leí igualen.
— Así es la verdad, dijo Sancho, que yo soy ese gracioso y ese escu-
dero que vuesa merced dice, y este señor es mi Emo, el mismo Don
Quijote de la Mancha, historiado y referido.
— ^¡Ay!, dijo la otra, supliquémosle, amiga, que se quede; que nuestro
padres y nuestros hermanos gystarán en infinito dello; que también li*
oído yo liecir de su valor y de sus gracias lo mismo (pie tú me has di
«ho; y sobre todo, dicen del (jue es el más lirme y más leal enamorado
que. se sabe, y que su dama es una tal Dulcincii del Toboso. ¡í (¡nicn en
toda España la dan la palma de la .hermosum
— Con razón se la dan, dijo Don Quijote, si ya no lo pone en <luda
\ uestra sin igual. belleza. No os canséis, señoras, en detenerme, ponjue
las precisas obligaciones de ini profesión no me dejan reposar en nin
gún cabo.
Llegó en esto adonde los cuatro estaban un hermano de una de h\
dos pastoras, vestido asimismo de ])astor. con la riqueza y gala que ;
las de las zagalas correspondía, (.'ontáronlo ellas (jue el que con ellt:
estaba era el valeroso Don Quijote de la Mancha, y el otro, hu escudei
San -lio, de quien tenía él ya noticia por haber leído su hi-storia; oñ\
ciósele el gallardo pastor, pidióle que se viniese con él á sus tiendas
liúbolo de conceder Don Quijote, y así lo hizo. . i
^ Jvlegó en esto el ojeo, llenáronse ks redes de pajarillos diferente-
que, engañados de la color de las redes, caían en el peligro de que ibaí
huvcn.ido. Juntáron.>-o en ?iini(J sifvo jnás de tr^iohi otT^cuiJis iodn-sbi/ i
< íS J)ON QUIJOTE DE LA MANCHA
Trámente de pastores y pastoras vestidas, y en un instante quedaron en
teradas de quiénes eran Don Quijote y su escudero, de <iiie no poco
contento recil)iei'on, porque ya tenían del noticia por su historia. Acu-
dieron á las tiendas, hallaron las mesas puestas, ricas, abundantes y
limpias; honraron á Don Quijote, d.ándole el primer lugar t-n ellas: mi-
rábanle todos, y admirál)anse de verle.
Finalmente, alzados los manteles, con gran reposo alzó Don Quijote
la voz y dijo: «Entre los pecados mayores que los hombres cometen,
aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagrade-
cimiento, ateniéndome á lo oue suele decirse, que de los d^-sagradecidos
está lleno el infierno. Este pecado en cuanto me ha sido posible, he pro-
curado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no puedo
pagíir las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lu-
gar los deseos de hacerlas; y cuando éstos no bastan, las publico, por
que quien di?e y publica las buenas obras que recibe, también las re-
compensara con otras si pudiera; porque, por la mayor parte, los que
reciben son inferiores á los que dan; y así es Dios sobre todos, porque
es dador sobre todos, y no pueden corresponder las dádivas del hombre
á las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y esta estreeheza y
cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento. Yo, pues, agrade-
-cido á la merced que aquí se me ha hecho, no pudiendo corresponder
á la misma medida, coiteniéndome en los estrechos límites de mi po-
derío, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y así, digo
que sustentaré dos días naturales, en mitad de ese camino real que va
á Zaragoza, que estas señoras, zagalas contraliechas que aquí están, son
las más hermosas doncellas y más corteses que hay en el mundo, exce-
tando sólo á la sin par Dulcinea del Toboso, vínica señora de mis pen-
samientos, "on paz sea dicho de cuantos y cuantas me escuchan.»
Oyendo lo cual Sancho, que con grande atención le había estado
csci'.chando, d indo una gran voz, dijo: «¿Es posible que haya en el mun-
d ) personas que se atrevan á decir y á jurar que este mi señor es loco?
Digan vuesas mercedes, señores pastores: ¿hay cura de aldea, por dis-
creto y por cí-tudiante que sea, que pueda decir lo que mi amo ha di-
cho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de valiente,
que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido.»
Volvióse Don Quijote á 8 nicho, y encendido el rostro y colérico,
le dijo: «¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna
persona que diga que no tres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé
qué ribetes de malicioso y de bellaco? ¿Quién te mete á ti en mis co-
sas, y en averiguar si soy discreto ó majadero? Calla y no me repli-
ques, sino ensilla, si está desensillado, á Rocinante. Vamos á poner
en efeto mi ofrecimiento; que con la razón que va de mi parte, puedes
dar por vencidos á todos cuantos quisieren contradecirla»; y con gran
furia y nmestras de enojo se levantó de la silla, dejando admirados á
los circunstantes, haciéndoles dudar si le podían tener por loco ó por
cuerdo.
Finalmente, habiéndole persuadido que no se pusiese en tal demau-
PAUTE 8í:GUNDA. CAPITULO LVIII
779
da, que ellos daban por bien conocida su agradecida voluntad, y que no
eran menester nuevas demostraciones para conocer su ánimo vnleroso,
pues bastaban las que en la historia de sus hechos se referían; con todo
esto, salió Don (Quijote con su intención, y puesto sobre Uociunnte, em-
brazando su escudo y tomando su lanza, se puso en la mitad de un real
camino que no lejos del verde prado estaba. Siijuióle Sancho sobre su
Rucio, con toda la gente del pastoral rebaño, deseosos de ver en qué
paraba su arrogante y nunca visto ofrecimiento.
Pasaron sobn- Don Qnijotc y sobro Sancho, Rocinant • y rl Rucio, dando a n todos olios e:i tierra,
echándolos á rodar por il suelo.
Puesto, pues, Don Quijote en mitad del camino, como se ha dicho,
'hirió el aire con semejantes palnbras: «¡Oh vosotros pasajeros y vian-
dantes, caballeros, escuderos, gente de á pie y de á caballo, que por este
camino pasáis ó habéis de pasar en estos días .siguientes! Sabed que Don
Quijote de la Mancha, caballero andante, está aquí puesto ])ara defen-
der que á todas las hermosuras y cortesías del mundo ex'-ed( n las (pie
se encierran en las ninfas hal)itadoras destos prados y bos(|Uos, dejando
á un lado á la señora de mi alma, Dulcinea del Toboso: por eso, el (jue
fuere de parecer contiario acuda, que aquí le espero.»
Dos veces repitió estas mismas razones, aquel día y otro, y dos ve
ees no fueron oídas de ningún aventurero; pero la suerte, que sus cosas
iba encaminando de mejor en mejor, ordeiK) que el segundo día se des
cubriese por el camino muchedumbre de hombres de á caballo, y mu-
chos dellos con lanzas en las manos, caminando todos apiñados de tro
peí y á gran priesa. Xo los hubieron bien visto los que con Don Quijo
1^') DON QUIJOTE IJE LÁ MANCHA
te eítaban, cuando, volviendo las espaldas, se apartaron bien lejos dfel
camino, porque conocieron que si esperaban, les podía suceder algún
])eligro; sólo Don Quijote, con intréi)ido corazón, se estuvo quedo, y
►Sandio Panza se escudó con las ancas de Rocinante.
Llegó el tropel de los lanceros, y uno delios que venía más adelan-
te, á grandes voces comenzó á decir á Don Quijote: «Apártate, hombre
del diablo, del camino; que te harán pedazos estos toros».
— Ea, canalla, respondió Don Quijotí-, para mí no hay toros que val-
gan, aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas.
Confesad, malandrines, así á carga cerrada, que es verdad lo que yo
aquí he publicado; si no, conmigo sois en batalla.
No tuvo lugar de responder el vaquero, ni Don Quijote le tuvo de
desviarse, aunque quisiera; y así, el tropel de los toros bravos y el de
los mansos cabestros, con la multitud de los vaqueros y otras gentes
que á encerrar los llevaban á un lugar donde ocro día habían de correr-
se, pasaron sobre Don Quijote y sobre Sancho, Rocinante y el Rucio,
dando con todos ellos en tierra, echándolos á rodar por el suelo. Quedó
molido Sancho, esi)antado Don Quijote, aporreado el Rucio, y no muy
católico Rocinante; pero, en ñn, se levantaron todos; y Don Quijote á
gran priesa, tropezando aquí y cayendo allí, comenzó á correr tras la
vacada, diciendo á voces: «Deteneos y esperad, canalla malandrína,
(pie un solo caballero os espera, el cual no tiene condición ni es de pa-
i-ecer de los ((ue dicen que al enemigo que huye, hacerle la puente de
l)lata.>^
Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicie-
ron más caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole el
cansancio á Don Quijote, y más enojado que vengado, se sentó en el
camino, esperando á que Sancho, Rocinante y el Rucio llegasen. Lle-
garon, volvieron á subir amo y mozo, y sin volver á despedirse de la
Arcadia ñngida ó contrahecha, y con más vergüenza que gusto, siguie-
ron su camino.
cAPrriLo Lix
onde se cuenta el extraordinario suceso, que se puede tener por aventura
que le sucedió á Don Quijote.
L polvo y al cansancio que Don C¿uijote y Sancho sacaron del
descomedimiento de los toro?, socorrió una fuente clara y lim-
pia, que entre una fresca arboleda hallaron, en el margen de
^^y^ la cual, dejando libres, sin jáquima y freno, al Rucio y á Ro-
ñante, los dos asendereados, amo y mozo, se sentaron. Acudió San-
io á la repostería de sus alforjas, y dellas sacó de lo que él solía Ua-
lar condumio; enjuagóse la boca y lavóse Don (Quijote el rostro, con
ayo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados. No comía
on Quijote, de puro pesaroso, y Sancho no osaba tocar á los raanja
•s que delante tenía, de puro comedido, y esperaba á que su señor hi-
ese la salva; pero viendo (|Uo llevado de sus imaginaciones, no se
•ordaba de llevar el pan a la boca, abrió la suya, y atropellando j)or
'do género de crianza, comenzó á embaular en el estómago el pan y
,ieso que se le ofrecía.
— Come, Sancho amigo, dijo Don Quijote; sustenta la vida, (pie mas
ae á mí te imi)orta, y déJAme morirá mí a manos de mis pensamien-
■s y á fuerza de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir nmrien-
), y tú para morir comiendo; y porque veas que te digo verdad en
;to, considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido
1 mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas; y al
ibo, al cabo, cuando esperaba pahr^as, triunfos y coronas, granjeadas
merecidas })or mis valerosas liazañas, me he visto esta mañana pisa-
1 y acoceado y molido de los pies de animales indómitos y feroces,
sta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas y en-
782 . DON QIJIJOTE DE LA MANCHA
tomece las manos, y quita de todo en lodo la gana del comer, de mane
ra que pienso dejarme morir de hambre, mmrte la más cruel de las
muertes.
— Desa manera, dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa, no apro
bará vue.-a merced aquel refrán que dice: «Muera Marta, y muera liar-
la»: yo á lo menoí no pienso matarme á mí mismo; antes pienso hacer
como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta f|ue le hace
llegar donde él quiere; yo tiraré mi vida comiendo, liasta que llegue al
fin que le tiene determinado el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor
locura' que la que toca en querer desesperarse como vuf sa merced; y
créame, y después de comido échei^e á dormir un poco sobre los colcho-,
nes verdes destas yerbas, y verá como cuando dtspieite se halla más
aliviado.
Hízolo así Don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho
más eran de filósofo que de mentecato, y díjole: «Si tú, ¡oh Sancho!, qui-
sieses hacer por mí lo que yo agora te diré, serían mis alivios más cier-
tos y mis pesadumbres no tan grandes; y es, que mientras yo duermo,
obedeciendo tus consejos, tú te desviases un i)oco lejos de aquí, y con
las rier das de Rocinante, echando al aire tus carnes, te dieses trecien-
tos ó cuatrocientos azotes á buena cuenta de los tres mil y tantos que
te has de dar por el desencanto de Dulcinea; que es lástima no pequeña
que aquella [xibre señora esté encantada por tu descuido y negligencia,
— Hay mucho que decir en eso, dijo Sandio; durmamos por ahora
entrambos; y después. Dios dijo lo que será. Sepa vuesa merced que
esto de azotarse un hombre á sangre fría es cosa recia, y más si caen
los azotes sobre un cuerpo mal sustentado y peor comido. Tenga pa-
ciencia mi señora Dulcinea; que cuando menos se cate, me verá he-
cho una criba de azotes; y hasta la muerte todo es vida: fjuiero decir,
que aún yo la tengo, junto con el deseo de cumplir con lo que he pro-
metido.
Agradeciéndoselo Don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y
echáronse á dormir entrambos, dejando á su albedrío, y sin orden al-
guna, pacer de la abundosa yerba, de que aquel prado estaba lleno, á
los dos continuos compañeros y amigos, Rocinante y el Rucio. Desper-
taron algo tarde, volvieron á subir y á seguir su camino, d;ín(lose prie-
sa para llegar á una venta que, al parecer, una legua de allí se descu-
bría: digo que era venta, porque Don Quijote la llamó así, fuera del
uso que tenía de llamar á todas las ventas castillos. Llegaron, pues, a
ella; preguntaron al huésped si había posada. Fuéles respondido que sí,
con toda la comodidad y regalo que i)udieran hallar en Zaragoza. Apeá-
ronse, y recogió Sancho su repostería en un aposento, de quien el hués-
ped le dio la llave. Llevó las bestias á la caballeriza, echóles sus pien-
sos, salió á ver lo que Don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo,
le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que á su amo no le
hubiese parecido castillo aquella venta.
Llegóse la hora del cenar, recogiéronse á su estancia, preguntó San-
cho al huésped que qué tenía para darles de cenar.
rAKTK SÜ^.UííDA.^ — OArÍTUL.O LIX 783
A lo que el huésped respondió que su boca sería medida; y asi,, que
pidiese lo que quisiese; que de las pajaricas del aire, de las aves de la
tierra y de los pescados del mar estaba proveída aquella venta,
— No es menester tanto, respondió Sancho; que con un par de pollos
que nos asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es dehcadQ y
come poco, y yo no soy tragantón en demasía.
Respondióle el huésped que no tenía pollos, porque los miónos lot?
tenían asolados.
— Pues mande el señor huésped, dij.o, SancliQ» tisiar una jiolla. qne sojí
<i^"ia- i- .. • .w/,.,v-...^v.
— ¡Polla, mi padre!, respondió el huésped; en vterdad, en verdad, qut
envié ayer á la ciudad á vendqr más de cincuenta; pero, í'ueva de [mllas..
pida vuesa merced lo que quisiere.
— Desa manera, dijo Sancho, no faltará ternera ó cabrito.
-En casa, por ahora, respondió el huésped, no lo hay, porque se ha-
acabado; pero la semana que viene lo habrá de sobra.
— ¡Medrados estamos con esoJ, respondió Sancho; yo pondré que se-
vienen á resumir todas- estas faltas en las sobras qu3 debe de haber d^
tocino y huevos.
— ¡Por Dios; respondió el huésped, qtie.. es gentil relente el que mi
huésped tiene; pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, y quie-
re que tenga huevos! Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y dé-
jese de pedir gallinas.
— Resolvámonos, ¡cuerpo de mí!, dijo Sancho, y dígame finalmente le
que tiene, y déjese de discurrimientos. ,.. •• ^
—Señor huésped, dijo el ventero, lo que real y verdaderamen% tengo
son dos uñas de vaca, que parecen manos de ternera, ó dos manos de
ternera que parecen uñas de vaca: están cocidas con sus garbanzos^, ce-
bollas y tocino, y la hora de ahora están diciendo: «cómeme, cómeme»
— Por mías las marco desde aquí, dijo Sancho; y nadie las toque; que
yo las pagaré mejor que otro; porque para mí niíiguna otra cosa pudie-
ra esperar de más gusto; y no se me daría nada que fuesen manos, como
ni que fuesen uñas. '
—Nadie las tocará, dijo el ventero; porque otros huéspedes que ten-
go, de puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería .
—Si por principales va, dijo Sancho, ninguno más que. mi amo; pero
el oficio que él trae no permite despensas ni botellerías: ahí nos tende-
mos en mitad de un [)rado, y nos hartamos de bellotas ó de nísperos..
Esta fué la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer SaE-
cho pasar adelante en responderle; que. ya le Ixabía preguntado qué ofi-
cio ó qué ejercicio era el de su amo. . ..••
Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse á sa estancia Dort Qui-
jote, trujo el huésped la olla, así como estaba, y sentóse á cenar muy d6
propósito. , . ., , . ' ,'
Parece ser que en otro aposento que juntQ ¿I de ÍDon Quijote este.-
ba, que no le dividía más que un sutil tabique, .oyó- decir Don Quijote:
«Por vida de vuesa merced, señor don Jerónimo, que en tanto que traéii
B. p.-xx r,^"
784 DON QUIJOTIS DK LA MANCHA
Ijál.cena, lea oaos otro capítulo de la segunda parte de Don Qttijote de la
Mancha. »
Apenas oyó su nombre Don Quijote, cuando se puso en pie, y con
ordo alerta escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo
referido respondió: «¿Para, qué qui&re vuesa merced, señor don Juan,
que^ leamos estos disparates, si el que hubiere leído la primera parte de
la. historia de Don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener
gusto en leer esta segunda?»
— Con todo eso, dijo el don Juan, sera bien leerla, pue^ no hay libro
l;an malo que no tenga alguna cosa buena.
. —Lo que á mí en éste más me desplace, es que pinta li Don Quijote
ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.
Oyendo lo cual Don Quijote, Ueno de ira y de despecho, alzó la voz
y^dJLJo: «Quienquiera que dijere que Don Quijote de la Mancha ha ol
vfdado ni puede olvidar á Dulcinea del Toboso, yo le haré entender
con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par
Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en Don Quijote puede
caber olvido: su blasón es la íirmeza, y su profesión el guardarla toda
>su vida y sin hacerle tuerto algimo».
— ¿Quién es el que nos responde?, respondieron del otro aposento.
' — ¿Quién ha de ser, respondió Sancho,, sino el mismo Don Quijote
de la Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere?
Que al buen pagador no le duelen prendas.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta do
su aposCTito dos caballeros (que tales lo parecían); runo deílos, ecíiando
los brazos al cuello de Don Quijote, le dijo:
— iíi vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro
nombre puede no acreditar vuestra presencia. Sin duda, vos, señor, sois
el verdadero Don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante
caballería, á despecho j. pesar del que ha querido usur[)ar vuestro nom-
bre Y aniquilar vuestras hazañas, com.o lo ha hecho el autor deste libro,
que aquí os entrego.
Y poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le
tomó Don Quijote; y, sin responder palabra, comenzó á hojearle, y de
ídií, á un poco, se le volvió diciendo: «En esto poco que he visto, he ha-
llado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es al-
grmag palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es
íuagonés, porque tal vez escribe sfn artícrdcs; y la tercera, que más le
confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más
principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Pan-
'£stj nú escudero, se Uama Mari Grutiérrez, y no se llama tal, sino Teresa
Fanza; y quien en esta parte tan priiicipal yerra, bien se podrá temer
que yerre en todas las demás de la historia».
A esto dijo Sancho: c ¡Donosa traza de historiador, por cierto! ¡Bien
debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, x>^es llama á Teresa
Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez! Torne á tomar el libro, señor, y mire
.<í ando yo por ahí, y si me ha mudado el nombre».
VAliTE HJSGUNOA. CAI'ITUIjO LIX T^^f)
— Por lo que os he oído liablar, amigo, dijo don Jerónimo, sin duda
debéis de ser Sancho Panza, el escudero del señor Don Quijote.
— Sí soy. respondió Sancho, \' me precio dello.
— Pues á fe, dijo el caballero, que m» o.s trata este autor moderno
con la limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor y
simple, y no nada gracioso, y muy otro del Sancho que en. la primera
Parte de la historia de vuestro amo se describe.
— Dios se lo perdone, dijo Sancho; dejárame en mi rincón, sin acor-
darse de mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro
tu Roma.
Los dos caballeros [)idieron á Don Quijote se pasase á su estancia á
<uiiar con ellos; que bien sabían que en aquella venta no había cosas
¡)ertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fué comedi-
do, condescendió con su demanda, y cenó con ellos; quedóse Sancho
con la olla con mero mixto imperio; 6ent<')i-e en cabecera de mesar y
con él el ventero, que no menos que Sancho, estaba de sus manos y de
sus uñas aticionado.
En el discurso de la cena preguntó doii Juan á Don Quijote qué
nuevas tenía de la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si
testaba parida ó preñada, o si estando en su entereza, se acordaba,
guardando su honestidad y buen decoro, de los amorosos pensamiectos
del señor Don Quijote.
A lo que él respondió: «Dulcinea te está entera, y mis pensamien-
tos más firmes que nunca; las correspondencias en su sequedad antigua,
íu hermosura en la de una soez labradora transformada >s y luego les
fué contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea, y lo
<]ue le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que
el sabio Merhn le había dado para desencantarla, que fué la de los
azotes de Sancho.
Sumo fué el contento que los dos caballeros recibiercaí de oir contar
H Don Quijote los extraños sucesos de su historia; y así quedaron ad-
mirados de sus disparates, como del elegante modo con que los contaba.
Aquí le tenían por discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin
saber determinarse qué grado le darían entre la discreción y la locura.
Acabó de cenar Sancho; y dejando hecho equis al ventero, se pasó
a la estancia de su amo, y en entrando, dijo: «Que me maten, señores,
si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen, no quiere que no
hagamos buenas migas juntos; yo querría que ya que me llama comi-
lón, como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho.»
— Sí llama, dijo don Jerónimo; pero no me acuerdo en qué manera,
aunque sé que son malsonantes las razones, y además mentirosas, se-
gún yo echo de ver én la fisonomía del buen Sancho, que está presente.
— Créanme vuesas mercedes, dijo Sancho, que el Sancho y el Don
Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella
que compuso Cide líamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo,
valiente, discreto y enamorado; y yo, simple, gracioso, y no comedor
mí ))orracho.
786 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Yo así lo creo, dijo don Juan; y si fuera posible, se había de man-
dar que ninguno fuera osado á tratar de las cosas del gran Don Qui-,
jote, sino fuese Cide Hamete, su primer autor; bien así como mandó
Alejandro que ninguno fuese osado á retratarle, sino Apeles.
— Retráteme el que quisiere, dijo Don Quijote; pero no me maltrate;
que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de inju-
rias.
— Ninguna, dijo don Juan, se le puede hacer al señor Don Quijote,
de quien él no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su pa-
ciencia, que, á mi parecer, es fuerte y grande.
En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y aunque
don Juan quisiera que Don Quijote leyera más del hbro, por ver lo que
discordaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por
leído, y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase
á noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con
pensar que le había leído: pues de las cosas obscenas y torpes, los pen-
samientos se han de apartar, cuanto más los ojos.
Preguntáronle que adonde llevaba determinado su viaje.
Respondió que á Zaragoza, á hallarse en las justas del arnés, que
en aquella ciudad suelen hacerse todos los años.
Díjole do a Juan que aquella nueva historia contaba cómo Don
Quijote, sea quien se quisiere, se había hallado en ella en una sortija,
falta de invención, pobre de letras, pobrísima de hbreas, aunque rica
de simplicidades.
—Por el mismo caso, respondió Don Quijote, no pondré los pies en
Zaragoza; y así sacaré á la plaza del mundo la mentira de ese historia-
dor moderno, y echarán de ver las gentes cómo yo no soy el Don Qui- ,
jote que él dice.
—Hará muy bien, dijo don Jerónimo, y otras justas hay en Barce-
lona, donde podrá el señor Don Quijote mostrar su valor.
—Así lo pienso hacer, dijo Don Quijote; y vuesas mercedes me den
licencia, pues ya es hora, para irme al lecho, y me tengan y pongan
en el número de sus mayores amigos y servidores.
—Y á mí también, di"jo Sancho; quizá seré bueno para algo. Con
esto se despidieron, y Don Quijote y Sancho se retiraron á su aposento,
dejando á don Juan y á don Jerónimo admirados de ver la mezcla que
habían hecho de su discreción y de su locura, y verdaderamente cre-
yeron que éstos eran los verdaderos Don Quijote y Sancho, y no los
"que describía el autor aragonés. Madrugó Don Quijote, y dando golpes
al tabique del otro aposento, se despidió de sus huéspedes. Pagó San-
cho al ventero magníficamente, y aconsejóle que alabase menos la pro-
visión de su venta, ó la tuviese más proveída.
CAPITULO LX
De lo que sucedió á Don Quijote yendo á Barcelona.
^f RA fresca la mañana, y daba muestras de serlo asimismo el día
en que Don (Quijote salió de la venta, informándose primero
^ cuál era el más derecho camino para ir á Barcelona sin tocar
-^ ' en Zaragoza: tal era el deseo que tenía de sacar mentiroso
aquel nuevo historiador, que tanto decían que le vituperaba. Sucedió,
pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse en
escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino, le tomó la no-
<lie entre unas espesas encinas ó alcornoques; que en esto no guarda
la puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.
Apeáronse de sus bestias amo y mozo; y acomodándose á los tron-
cos de los árboles, Sancho, que había merendado bien aquel día, se dejó
entrar de rondón por las puertas del sueño; pero Don Quijote, á quien
desvelaban sus imaginaciones mucho más que la hambre, no podía pe-
gar los ojos; antes iba y venía con el pensamiento por mil sucesos y
lugares. Ya le parecía hallarse en la cueva de Montesinos, ya ver brin-
<ar y subir sobre su pollina á la convertida en labradora Dulcinea, ya
<|ue le sonaban en los oídos las palabras del sabio Merlín, que le refe-
rían las condiciones y dihgencias que se habían de liacer y tener en el
<lesencanto de Dulcinea.
Desesperábase de ver la flojedad y caridad poca de Sancho, su es-
cudero; i)ues, á lo que creía, solos cinco azotes se había dado, número
desigual y pequeño para los infinitos que le faltaban; y desto recibió
tanta pesadumbre y enojo, que liizo este discurso: «Si el nudo gordiano
cortó el Magiio Alejandro, diciendo: «tanto monta cortar como desatar»,
y no por eso dejó de ser universal señor de toda la Asia, ni más ni me-
T>^^ DON QUIJOTK i)h L,A MANCHA
nos podría suceder ahora en el desencanto de Dulcinea, si yo azotase ;i
Sancho á pesar suyo; que si la condición deste remedio está en qu(-
Sancho reciba Iqs tres mil y tantos azotes, ¿qué se me da á mí que sí-
Ios dé él, ó que se los dé otro? Pues la substancia está en que él los re
ciba, lleguen por do llegaren.-^
Con esta imaginación se llegó á Sancho, habiendo primero tomado
las riendas de Rocinante, y acomodádolas en modo que pudiese azc»
tarle con ellas. Comenzóle á quitar las cintas (que es opinión que no
tenía más que la delantera) en que se sustentaban los gregüescos; pero
apenas hubo llegado, cuando Sancho despertó en todo su acuerdo, y
dijo: «¿Qué es esto? ¿Quién me toca y desencinta?
— Yo soy, respondió Don Quijote, que vengo á suplir tus faltan y ¡1
remediar mis trabajos; vengóte á azotar, Sancho, y á descargar en par
te la deuda á que te obligaste. Dulcinea perece, tú vives en descuido,
yo muero deseando; y así, desatácate por tu voluntad; que la mía es (h-
darte en esta soledad por lo menos, dos mil azotes.
— Eso no, dijo Sancho; vuesa merced se esté quedo; si no, por Dios
verdadero, que nos han de oir los sordos. Los azotes á que yo me obli
gué han de ser vcluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de
azotarme; basta que doy á vuesa merced mi palabra de vapularme y
mosquearme cuando en voluntad me viniere.
— No hay dejarlo á tu cortesía. Sancho, dijo Don Quijote, poi-qut-
eres duro de corazón, y aunque villano, blando de carnes; y así, prc>
curaba y pugnaba por desenlazarle.
Viendo lo cual Sancho Panza, se puso en pie, y arremetiendo á su
amo, se ab-azó con él á brazo partido, y echándole una zancadilla, dio
con él en el suelo boca arriba; púsole la rodilla derecha sobre el pech»^
y con las manos le tenía las manos, de modo que ni le dejaba rodear
ni alentar.
Don Quijote le decía: «¡Cómo, traidor! ¡Contra tu amo y señor na
tural te desmandas! ¡Con quien te da su pan te atreves!»
— Ni quito rey ni pongo rey, respondió Sancho, sino ayudóme á mí.
((ue soy mi señor: vuesa merced me prometa que se estará quedo, y n»»
tratará de azotarme por agora; que yo le dejaré libre y desembarazado:
donde no,
■ Aquí morirás, traidor,
Kuemigo de doña Sancha. ■
Pi-ometióselo Don Quijote, y juró por vida de sus pensamientos no
.tocarle en el pelo de la ropa, y que dejaría en toda su voluntad y albe
drío el azotarse cuando quisiese.
Levantóse Sancho, y desvióse de aquel lugar un buen espacifj; v
yendo á arrimarse á otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza; y al
zando las manos, topó con dos pies de persona con zapatos- y calzas.
Tembló de miedo; acudió á otro árbol, y sucedióle lo mesmo, dio voces,
llamando á Don Quijote que le favoreciese. Hízolo así D.on Quijote, y
preguntcándole que le había sucedido y de que tenía miedo, le respon
l'AltTK SEGlMlJk.
OAJr'lXüljO L.X ThÜ
dio í^ancho que todos aquellos árbole.s estriban llenos de pies y de pier-
nas liuniíuiüd. ,
Tentólos Don (Quijote, y cayó luego en la cuenta de lo que podía sei\
y díjole á Sanclio: «No tienes de qué t^uer miedo, porque estos pies y
piernas que tientas y no ves, sin duda son»de algunos foragidos y ban
doleros que en estos árboles están ahorcudos; que por aquí los suele
ahorcar la justicia cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en
treinta; por donde me doy á entender que debo de estar cerca de Barce
lona-^; y así era la verdad, como él lo había imaginado.
Al primer albor alzaron los ojos, y váeron los racimos de aquellos
árboles, que eran cuerpos de bandoleros. Ya en esto amanecía, y si Jos
muertos los habían espantado, no menos los atribularon más de cua^
renta bandoleros vivos, que de improviso les rodearon, diciéndoles éi)
lengua catalana que estuviesen quedos y se d»'iiu icscn liasta (pie lk\»i
se su capitán.
Hallóse Don Quijote á pie. su caballo sin ircnu, ¿u lanza arrimaüii
á un árbol, y tínahnente, sin defensa alguna; y así, tuvo pí)r bien de
cruzar las manos é mclinar la cabeza, guardándose para mejor sazón y
coyuntura, .\cudieron los bandoleros á e.xjjulgar al Kucio y á no dejar
le ninguna cosa de cuantas en las alforjas y en la maleta traía; y ETÍm)
le bien á 8an<ho, que en una ventrera, que tenía cefiida, venían los e;-
cudo? del Duque y los que habían sacado de su tierra; y con todo eso.
aquella buena gente le escardara y le mirara hasta lo que entre el cue
ro y la carne tUNnera escondido, si no llegara en aquella sazón su capi-
tán, el cual mostró ser de hasta edad de treúita y cuatro años, robusto,
más <|ue de mediara i)ro[)or(ión, de mirar grave y color moreno.
Yema sobre un poderoso caballo, vestida la acei"dda cota y con cua-
tro pistoletes, que en aquella tierra se Uaman pedreñales, á los lados.
Vio que sus escuderos (que así llaman á los que andan en aquel ejerci-
cio) iban á despojar á Sancho Panza; mandóles que no lo hiciesen, y
fué luego ol)edecido, y así se escapó la ventrera. Admiróle ver lanza
arrimada al árbol, escudo en el suelo, y á Don Quijote armado y pei]-
sativo con la más triste y melancólica figura que pudiera formar la mis-
ma tiisteza. Llegóse á él, diciéndole: «^¿No estéis tan triste, buen hom-
bre, i)orque no liabéis caído en las manos de algún cruel Busiris, silfo
en las de Boque ÍTuinart, que tienen más de compasivas que de riguro-
sas.»
— No es mi tristeza, respondió Don Quijote, por haber caído en lu
poder, ¡oh valeroso Boque!, cu\ a fama no hay límites en la tierra C[ue la
encierren, sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido
tus soldados sin el freno, estando yo obligado, segiin la Orden déla an-
dante caballería, que profeso, á vivir contino alerta, siendo á todas ho-
ras centinela de mí mismo; porque te hago saber, ¡oh gran Boque!, qije
si me hallaran sobre mi caballo, con mi lanza y con mi escudo, no les
fuera muy fácil rendirme, porque yo soy Don Quijote de la Mancbsi,
aquel que de sus hazañas tiene lleno todo el orbe.
Luego Boque Guinart conoció cpie la confianza de Don Quijote
790 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
tocaba más eu locura que en valentía, y aunque algunas veces le habííi
oído nombrar, nunca tuvo por verdad sus hechos, ni se pudo persuadií
á que semejante humor reinase en corazón de hombre; y holgóse en ex
tremo de haberle encontrado para tocar de cerca lo que de lejos del ha
bíá oído, y así, le dijo: «Valeroso caballero, no os despechéis, ni tengáis
á siniestra fortuna ésta en que os halláis; que podría ser que en estoí
tropiezos vuestra suerte torcida se enderezase; que el cielo, por extraños
5' nunca vistos rodeos, de los hombres no imaginados, suele levantai
los caídos y enriquecer los pobres.»
Ya le iba á dar las gracias Don Quijote, cuando sintieron á sus es
paldas un ruido como de tropel de caballos; y no era sino uno solo, so
bre el cual venía á toda furia un mancebo, al parecer de hasta de veinte
años, vestido de damasco verde, con pasamanos de oro, gregüescos >
saltaembarca, con sombrero terciado á la valona, botas enceradas y jus
tas, espuelas, daga y espada doradas, una escopeta pequeña en las ma
nos y dos pistolas á los lados
Al ruido volvió Roque la cabeza, y vio esta hermosa figura, la cual
en llegando á él, dijo: «En tu busca venía, ¡oh valeroso Roque!, para ha
llar en ti, si no remedio, á lo menos alivio en mi desdicha; y por no te
nerte suspenso, porque sé que no me has conocido, quiero decirte quiéi
soy. Yo soy Claudia Jerónima, hija de Simón Forte, tu singular amigo
3^ enemigo particular de Clauquel Torrellas, que asimismo lo es tuyo
por ser uno de los de tu contrario bando; y ya sabes que este Torrellaí
tiene un hijo, que don Vicente Torrellas se llama, ó á lo menos se lia
maba no ha dos horas. Este, pues, por abreviar el cuento de mi desven
tura, te diré en breves palabras lo que me ha causado. Vióme, reque
brome, escúchele, enamóreme á hurto de nii padre; porque no hay mu
jer, por retirada que esté y recatada que sea, á quien no le sobre e
tiempo para poner en ejecución y efeto sus atropellados deseos. Final
mente, él me prometió de ser mi esposo, y yo le di la palabra de se
suya, sin que en obras pasásemos adelante: supe ayer que, olvidado d(
lo que me debía, se casaba con otra, que esta mañana iba á desposarse
nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia; y por no estar m
padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que ves; y apresu
raudo el paso á este caballo, alcancé á don Vicente obra de una leguf
de aquí; y sin ponerme á dar quejas ni á oir disculpas, le disparé estí
escopeta, y por añadidura estas dos pistolas, y, á lo que creo, le debí d(
encerrar más de dos balas en el cuerpo, abriéndole puertas por donde
envuelta en su sangre, saliese mi honra. Allí le dejo entre sus criados
que no osaron ni pudieron ponerse en su defensa: vengo á buscarte
para que me pases á Francia, donde tengo parientes con quien viva, }
asimesmo á rogarte defiendas á mi*padre, porque los deudos de don Vi
"cente no se atrevan á tomar en él desaforada venganza. »
Roque, admirado de la gallardía, 'bizarría, buen talle, y suceso de h
hermosa Claudia, le dijo: «Ven, señora, y vamos á ver si es muerto tr
enemigo, que después veremos lo que más te importare.»
Don Quijote, que estaba escuchando atentamente lo que Claudia ha
'¡^
'Ku tu bnsca venia, ;oh valeroso Roque'
792 DON QUIJOTE DE LA JIANCHA
bía dicho, y lo que Roque Guinart respondió, dijo: «No tiene nadit
para qué tomar trabajo en defender á esta señora: que lo tomo yo á mi
cargo. Denme mi caballo y mis armas, y espérenme aquí; que yo iré m
buscar á ese caballero, y, muerto ó vivo, le haré cumphr la palabni
prometida á tanta belleza. >
— Nadie dude de esto, dijo Sancho, porque mi señor tiene muy
buena mano para casamentero, pues no ha machos días que hizo casai
á otro que también negaba á otra doncella su palabra; y si no fuera poi
que los encantadores que le persiguen le mudaron su verdadera fígura
en la de un lacayo, ésta fuera la hora que ya la tal doncella no lo fuera.
Roque, que atendía más á pensar en el suceso de la hermosa Olau
dia que á las razones de amo y mozo, no las entendió; y mandando á
sus escuderos que volviesen á Sancho todo cuanto le habían quitado
del Rucio, mandóles asimismo que se retirasen á la parte donde aquellíi
nochs habían estado alojados, y luego se partió con Claudia á toda prie-
sa á buscar al herido ó muerto don Vicente. Llegaron al lugar donde
le encontró Claudia, y no hallaron en él sino recién derramada sangre:
pero tendiendo la vista por todas partes, descubrieron por un recuesto
arriba alguna gente, y diéronse á entender, como era la verdad, que
debía de ser don Vicente, á quien sus criadf)K, ó muerto ó vivo, llevaban
ó para curarle ó para enterrarle; diéronse priesa á alcanzarlos; que, como
iban de espacio, con facilidad lo hicieron. Hallaron á don Vicente en los
brazos de sus criados, cá quien, con cansada y debilitada voz, rogaba que
le dejasen allí morir, porque el dolor de las heridas no consentía que
más adelante pasase.
Arrojáronse de los caballos Claudia y Roque, llegáronse á él; temie
ron los criados la presencia de Roque, y Claudia se turbó en ver la de
don Vicente; y así, entre enternecida y rigurosa, se llegó á él, y asién-
dole de la mano, le dijo: «Si tú me diera? ésta conforme á nuestro con
cierto, nunca tú te vieras en este paso »
Abrió los casi cerrados ojos el herido caballero, y conociendo á
Claudia, le dijo: «Bien veo, hermosa y^ engañada señora, que tú has
sido la que me has muerto: pena no merecida ni debida á mis deseos,
con los cuales, ni cou mis obras, jamás quise ni supe ofenderte.»
— Luego ¿no es verdad, dijo Claudia, que ibas esta mañana á despo-
sarte con Leonora, la hija del rico Baivastro?
— No, por cierto, respondió don Vicente; mi mala fortuna te debió
de llevar estas nuevas, para que, celosa, me quitases ia vida, la cual,
pues la dejo en tus manos y en tus brazos, tengo mi suerte por ventu-
rosa; y para asegurarte desta verdad, aprieta la mano y recíbeme por
esposo, si quieres; que no tengo otra mayor satisfación que darte del
agravio que piensas que de mí has recebido.
Apretóle la mano Claudia, y apretósela á ella el corazón de manera,
que sobre la sangre y pecho de don Vicente se quedó desmayada, y á
él le tomó un mortal parasismo. Confuso estaba Roque, y no sabía
qué hacerse. Acudieron los criados á buscar agua que echarles en los
rostros, y trujéronla, con que se los bañaron. Volvió de su desmayo
l'ARTK SKGUNIíA. CAFITDLO l.X 793
( 'laudia, pero tío de su parasismo don Vicente, porque se le acabó la
vida.
Visto lo cual de Claudia, habiéndose enterado que ya su dulce esposo
iH) vivía, rompií) los aires con susfjiros, hirió los cielos con quejas, mal
trat() sus cabellos, cntreo;ándolos al viento, afee') su rostro con sus pro-
pias manos, con todas las muestras del dolor y sentimiento que de un
lastimado pecho pudieran imai^inarse. «¡Ohcruelé inconsiderada mujer,
decía, con qué facilidad te moviíte á poner en ejecución tan mal pen-
samiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, á qué desesperado fin condn
cís á quien os da acorrida en su pecho! ¡Oh esposo mío, cuya desdicha
da suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo á la sepultura!-
Tales y tan tristes eran las quejas de Claudia, que sacaron las la<,ni
mas de los ojos de Roque, no acostumbrado á verterlas en niiif^una oca
sión. Lloraban los criados, desmayábase á cada paso Clauíi i, y todo
aquel circuito })arecía campo de tristeza y lugar de desgracia. Final
mente, Roque Guinart ordenó á los criados de don Vicente que lleva
sen su cuerpo al lugar de su padre, que estaba allí cerca, {)ara que le
diesen sepultura. Claudia dijo á Roque que quería irse á un monaste
rio, donde era abadesa una tía suya, en el cual pensaba acabar la vida.
de otro mejor esposo y más s .'guro acompañada. Alab<')le Roque su buen
propósito, ofreciósele de acompañarla hasta londe quisiese, y de defen
ier á su padre de los parientes de dt»n Vicente y de todo ef mundo, si
ofenderle quisieren. No quiso su compañía Claudia en ninguna mane
ra; y agiadeciendo sus ofrecimientos con las mejores razones que supo,
se despidió del llorando. Los criados de don Vicente llevaron su cuerjjo,
v Roque se volvió á los suyos; y este liii t&vieron los amores de Claudia
Terónima. Pero ¿qué mucio, si tejieron la trama de su lamentable bis
cria las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?
Halló Roque Guinart á sus escude ros en la parte donde les había
)rdenad >, y á Don Quijote entre ellos sobre Rocinante, haciéndoles una
ilática en que les persuadía dejasen aquel modo de vivir tan peligroso,
isí para el alma como para el cuerpo; pero como los máí- eran gascones,
^ente rústica y desbaratada, no les entraba bien la plática de Don Qui
¡ote. Llegado que fué Roque, preguntó á Sancho Panza si le habían
^'ueho y restituido las alhajas y i)reseas que los suyos del Rucio le ha
)ían quitado. Sancho respondió que sí, sino que le faltaban tres toca
lores, que valían tres ciudades.
— ¿Qué es lo que dices, hombre?, dijo uno de los presentes; que yo
os tengo, y no valen tres reales,
— Así es, dijo Don Quijote; pero estímalos mi escudero en lo que
la dicho, por habérmelos dado quien me los di().
Mandó.^elos volver al punto Roque Guinart; y mandando poner lo.s
■suj'os en ala, mandó traer allí delante todos los vestidos, joyas y dineros
^ todo aquello que desde la última repartici(')n habían robado; y hacien-
io brevemente el tanteo, volviendo lo no repartible y reduciéndolo a
iineros, lo repartió por toda su compañía con tanta legahdad y i)iuden-
*ia. que no pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva.
794 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Hecho esto, con lo cual todos quedaron contentos, satisfechos y pa
gados, dijo Roque á Don Quijote: «Si no se guardase esta puntualidac
con éstos, no se podría vivir con ellos.»
A lo que dijo Sancho: «Según lo que aquí he visto, es tan buena L
justicia, que es necesario que se use aun entre los mesmos ladrones.:
Oyólo un escudero, y enarboló el mocho de un arcabuz, con el cua
sin duda le abriera la cabeza á Sancho, si Roque Guinart no le dien
voces que se detuviese. Pasmóse Sancho, y propuso de no descoser lo;
labios en tanto que entre aquella gente estuviese. Llegó en esto uno d(
aquellos escuderos que estaban puestos por centinelas por los camino;
para ver la gente que por ellos venía, y dar aviso á su mayor de lo qm
pasaba, y éste dijo: «Señor, no lejos de aquí, por el camino que va ;
Barcelona, viene un gran tropel de gente.»
A lo que respondió Roque: «¿Has echado de ver si son de los qui
nos buscan, ó de los que nosotros buscamos?»
— No, sino de los que buscamos, respondió el escudero.
— Pues salid todos, replicó Roque, y traédmelos aquí luego, sin qu<
se os escape ninguno.
Hiciéronlo así, y quedándose solos Don Quijote, Sancho y Roque
aguardaron á ver lo que los escuderos traían, y en este entretanto dij»
Roque á Don Quijote: «Nueva manera de vida le debe de parecer al se
ñor Don Quijote la nuestra, nuevas aventuras, nuevos sucesos, y todo
pehgrosos; y no me maravillo que así le parezca, porque realmente I
confieso que no hay modo de vivir más inquieto ni más sobresaltad< i
que el nuestro. Á mí me han puesto en él no sé qué deseos de vengan
y.a, que tienen fuerza de turbar los más sosegados corazones; 3^0 de m 1
natural soy compasivo y bien intencionado; pero, como tengo dicho, e í
querer vengarme de un agravio que se me hizo, así da con todas mi -i
buenas inclinaciones en tierra, que persevero en este estado á despech» 1
y pesar de lo que entiendo; y como un abismo llama á otro y un peca
■do á otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera que, n< 1
sólo las mías, pero las ajenas tomo á mi cargo; pero Dios es servido d<
•fjue, aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, m
pierdo la esperanza de salir del á puerto seguro.
Admirado quedó Don Quijote de oir hablar á Roque tan buenas ^
concertadas razones, porque él se pensaba que entre los de oficios se
mejantes de robar, matar y saltear, no podía haber alguno que tuvies»
huen discurso, y respondióle: «Señor Roque, el principio de la salu(
está en conocer la enfermedad y en querer tomar el enfermo las medi
ciñas que el médico le ordena; vuesa merced está enfermo, conoce si
dolencia, y el cielo (ó Dios, por mejor decir), que es nuestro médico, h
aplicará medicinas que le sanen, las cuales suelen sanar po3o á poco
y no de repente y por milagro; y más, que los pecadores discreto!
están más cerca de enmendarse que los simples; y pues vuesa mercec 1
ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sino tener buen ánimo
y esperar mejoría de la enfermedad de su conciencia. Y si vuesa mercec
quiere ahorrar camino, y ponerse con facilidad en el de su salvación
PAETE SECiUNDA. CAPITULO LS. 7il5
véngase conmigo; que yo le enseñaré á ser caballero andante, donde se
pasan tantos trabajos y desventuras, que tomándolas por penitencia, en
dos paletas le pondrán en el cielo. »
Rióse Roque del consejo de Don Quijote, á quien, mudando pláti-
ca, contó el trágico suceso de Claudia Jerónima, de que le pesó en ex-
tremo á Sancho; que no le había parecido mal la belleza, desenvoltura!
y brío de la moza. Llegaron en esto los escuderos de la prese, trayendo
consigo dos caballeros á caballo y dos peregrinos á pie, y un coche de
mujeres con hasta seis criados, que á pie y á caballo las acompañaban,,
con otros dos mozos de muías que los caballeros traían. Cogiéronlos los
escuderos en medio, guardando vencidos y vencedores gran silencio, es-
perando á que el gran Roque (ruinart hablase, el cual preguntó á los
caballeros que quién eran y adonde iban, y qué dinero llevaban.
Uno dellos le respondió: «Señor, nosotros somos dos capitanes de
infantería española; tenemos nuestras compañías en Ñapóles, y vamos
á embarcarnos en cuatro galeras que, dicen, están en Barcelona con or-
den de pasar á Sicilia; llevamos hasta docientos ó trecientos escudos,
con que, á nuestro parecer, vamos ricos y contentos, pues la estrecheza
ordinaria de los soldados no permite mayores tesoros.»
Preguntó Roque á los peregrinos lo mismo que á los capitanes;
fuéle respondido que iban á embarcarse para pasar á Roma, y que en-
trambos podrían llevar liasta sesenta reales.
Quiso saber también quién iba en el coche y adonde, y el dinero
que llevaban; y uno de los de á caballo dijo: «Mi señora doña Guiomar
de Quiñones, mujer del Regente de la Vicaría de Ñapóles, con una hija
pequeña, una doncella y una dueña, son las que van en el coche; acom-
pañámosla seis criados, y los dineros son seiscientos escudos.»
— De modo, dijo Roque (ruinart, que ya tenemos aquí novecientos
escudos y sesenta reales; mis soldados deben de ser hasta sesenta; mí-
rese á cómo le cabe á cada uno, porque yo soy mal contador.
Oyendo decir esto los salteadores, levantaron la voz diciendo: «¡Viva
Roque Guinart muchos años, á pesar de los lladres que su perdición
procuran
Mostraron afligirse los capitanes, entristecióse la señora Regenta, y
no se holgaron nada los peregrinos viendo la confíscación de sus bienes.
Túvolos así un rato suspensos Roque; pero no quiso que pasase ade-
lante su tristeza, que ya se podía conocer á tiro de arcabuz; y volvién-
dose á los capitanes, dijo: «Vuesas mercedes, señores capitanes, por
cortesía, sean servidos de prestarme sesenta escudos, y la señora Re-
gente ochenta, para contentar esta escuadra que me acompaña, porque
el abad, de lo que canta yanta; y luego puédense ir su camino, libre y
desembarazadamente, con un salvaconducto que yo les daré, para que si
toparen otras de algunas escuadras mías, Cj[ue tengo divididas por estos
contornos, no les hagan daño; que no es mi intención de agraviar
á soldados ni á mujer alguna, especialmente á las que son princi-
pales. »
Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes
79t) DON QUIJOTK DK LA MANCHA
agradecieron á Roque su cortesía y liberalidad; que por tal la tuvieron
en dejarles su mismo dinero. La señora doña Guiomar de Quiñones se
(|uiso arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque;
pero él no lo consintió en ninguna manera; antes le pidió perdón del
agravio que le hacía, forzado de cumphr con las obhgaciones precisas
(le su mal oficio. Mandó la señora Regenta á un criado suyo diese luego
los ochenta escudos que le habían repartido, y ya los capitanes habían
desembolsado los sesenta.
Iban los peregrinos á dar toda su miseria; pero Roque les dijo que
se estuviesen quedos; y volviéndose á los suyos les dijo: «Destos escu-
dos, dos tocan á cada uno y sobran veinte; los diez se den á estos pere-
grinos, y los otros diez á este buen escudero, porque pueda decir bien
de esta aventura»; y trayéndole aderezo de escribir, de que siempre
andaba proveído Roque, les dio por escrito un salvaconducto para los
mayorales de sus escuadras; y despidiéndose dellos, los dejó ir libres y
admirados de su nobleza, de su gallarda disposición y extraño pro-
cf der, teniéndole más por un Alejandro Magno, que por ladrón co-
nocido.
Uno de los escuderos dijo en su lengua gascona y catalana: «Este
nuestro capitán más es para frade que para bandolero; si de aquí ade-
lante quisiere mostrarse liberal, seálo con su hacienda, y no con la
nuestra.»
No lo dijo tan paso el desventurado, que dejase de oirlo Roque,
el cual, echando mano á la espada, le abrió la cabeza casi en dos
partes, diciéndole: «Desta manera castigo yo á los deslenguados y atre-
vidos.»
Pasmáronse todos, y ninguno le osó decir palabra: tanta era la obe-
diencia que le tenían. Apartóse Roque á una parte, y escribió una carta
;i un su amigo á Barcelona, dándole aviso cómo tenía consigo al famo-
so Don Quijote de la Mancha, aquel caballero andante de quien tantas
<;osas se decían; y que le hacía saber cjue era el más gracioso y el más
••ntendido hombre del mundo, y que de allí á cuatro días, que era el de
la Degollación de San Juan Bautista, se le poüdría en mitad de la pla-
ya de la ciudad, armado de todas sus armas, sobre Rocinante, su caba-
llo, y á su escudero Sancho sobre un asno; y que diese noticia desto á
sus amigos los Niarros, para que con él se solazasen; que él quisiera
que carecieran deste gusto los Cadells, sus contrarios; pero qu3 esto era
i -nposible, á causa que las locuras y discreciones de Don Quijote, y los
donaires de su escudero Sancho Panza, no [)odían dejar de dar gusto
general á todo el mundo. Despachó estas cartas con uno de sus escude-
ros, que mudando el traje de bandolero en el de un labrador, entró en
Barcelona y la dio á quien iba.
r^
CAPITUIA) LX\
De (o que le sucedió á Don Quijote en la entrada de BarceU na, con otras
cosas que tiene más de lo verdadero que de lo discreto.
tKEs días y tres noches estuvo Don Quijote con Roque, y si es-
tuviera trescientoá años, no le faltara qué mirar y admirar en
el modo de su vida. Aquí amanecían, acullá comían; unas ve-
7 ees huían sin saber de quién, y otras esperaban sin saber á
<[uién. Dornn'an en pie, intcrrompiendo el sueño, mudándose de un lu-
irar á otro. Toilo era poner espías, escuchar centinelas, soi)lar las cuer-
das de los arcabuces, aun(|ue traían pocos, porque casi todos se servían
de pedreñales, líoque [)a?aba las noches apartado de los suyos, en par-
tes y lugares donde ellos no pudiesen saber d( nde estaba, porque los
muchos bandos que el Visorey de Barcelona había echado sobre su vida,
le traían inquieto y temeroso, y no se osaba rtar de idnguno, temiendo
que los mismos suyos, ó le habían de matar ó entregar á la justicia:
vida, por cieito, miserable y enfadosa. En fín, por caminos desusados,
por atajos y sendas ent-ublei-tas. partieron Roque. Don (Juijote y Sandio,
con otros seis escuderos, á Barcelona. Llegaron á su playa la víspera de
la Degollación do tían Juan, en la noche; y abrazando Roque á Don
Quijote y á Sancho, á quien dio los diez escudos prometidos (que hasta
entonces no se los había dado), los dejó, con mil ofrecimientos que de
ía una á la otra parte se hicieix^u.
Volvióse Roque, quedóse Don Quijote esperando el día, así á caba-
llo como estaba, y no tardó mucho cuando comenz() á descubrirse por
los balcones del Oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas
y las flores, en lugar de alegrar el oído, aunque al mismo instante ale-
braron también el oído el son de muchas .'hirimías y atabales, ruido de
798 DON QUIJOTE DE 1.A MANCHA -
cascabeles, «trapa, trapa, aparta, aparta> de corredores que, al parecer,
de la ciudad salían. Dio lugar la aurora al sol, que con un rostro mayor
que el cerco de una rodela, por el más bajo horizonte poco á poco se
iba levantando.
Tendieron Don Quijote y Sancho la vista por todas partes, vieroD
el mar, hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo,,
harto más que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto.
Vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las
tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremola-
ban al viento, y besaban y barrían' el agua; dentro sonaban clarines,
trompetas y chirimías, que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y be-
licosos acentos; comenzaron á moverse, y á hacer un modo de escaramu-
za por las sosegadas aguas, correspondiéndoles casi al mismo modo in-
finitos caballeros que de la ciudad, sobre hermosos caballos y con visto-
sas libreas, salían. Los soldados de las galeras disparaban infinita arti-
llería, á quien respondían los que estaban' én las murallas y fuertes de
la ciudad, y la artillería gruesa, con espantoso estruendo, rompía los
vientos, á quien respondían los caííones de crujía, de las galeras. El maf
alegre, lá tierra jocunda, el aire claro, sólo tal vez turbio del humo de
la artillería, parece que reían, infundiendo y engendrando gusto súbito
en todas las gentes. No podía imaginar Sancho cómo pudiesen tener
tantos pies aquellos bultos que por el mar se movían.
En esto llegaron corriendo, con grita, lililíes y algazara, los de las
libreas adonde Don Quijote suspenso y atónito estaba; y uno dellos, que
era el avisado de Roque, dijo en alta voz á Don Quijote: «¡Bien sea ve-
nido á nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda
la caballería andante, donde más largamente se contiene! ¡Bien sea ve-
nido, digo, el valeroso Don Quijote de la Mancha; no el falso, no el fic-
ticio, no el apócrifo, que en falsas historias estos días nos han mostrado,
sino el verdadero, el legal y el fiel, que nos describió Cide Hamete Be-
nengeli, flor de los historiadores!»
Ño respondió Don Quijote palabra, ni los caballeros esperaron á que
la respondiese, sino volviéndose y revolviéndose con los demás que los
seguían, comenzaron á hacer un revuelto caracol al derredor de Don
Quijote, el cual, volviéndose á Sancho, dijo: «Estos bien nos han cono-
cido; yo apostaré que han leído nuestra historia, y aun la del aragonés
recién impresa.»
Volvió otra vez el caballero que habló á Don Quijote, y díjole: «Vue-
sa merced, señor Don Quijote, se venga con nosotros; que todos somos
sus servidores, y grandes amigos de Roque Guinart. »
A lo que Don Quijote respondió:
— Si cortesías engendran cortesías, la vuestra, señor caballero, es hija
ó parienta muy cercana de la del gran Roque: llevadme do quisiéredesj
que yo no tendré otra voluntad que la vuestra, y más si la queréis ocu-
par en vuestro servicio.
Con palabras no menos comedidas que éstas le respondió el caba-
llero y encerrándole todos en medio, al son de las chirimías y de los
PARTE SEGUNDA. CAPÍTULO LXI 799
atabales se encaminaron con él á la ciudad, al entrar de la cual, el
malo, que todo lo malo ordena, y los muchachos, que son más malos
<]ue el malo... dos dellos. traviesos y atrevidos, se entraron por toda la
.^ente; y alzando el uno la cola del Rucio, y el otro la de Rocinante, les
pusieron y encajaion sendos n>anojo", de aliai^as.
Sintieron los pobres animales las nuevas espuelas, y apretando las
colas, aumentaron su dis^justo de manera, que dando mil corcovos,
dieron con sus dueños en tierra. Don Quijote, corrido y afrentado, acu-
i'úó á quitar el plumaje de la cola de su matalote, y Sancho el de su
Rucio. Quisieran los que gui'ibanú Don Quijote castigar el atrevimien-
to de los muchachos, y no fué posible, porque se encerraron entre más'
de otros mil que los seguían. Volvieron á subir Don Quijote y Sancho,
y con el mismo aplauso y música llegaron á la casa de su guía, que.
<n-a grande y principal, en fin, como de caballero rico, donde le dejare-
imos por agora, porque así lo quiere Cide Hamete.
B. P.- XX
52
CAPITULO LXII
Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras niñerías
que no pueden dejar de contarse.
ON Antonio Moreno se llamaba el huésped de Don Quijote, ca-
ballero rico y discreto, y amigo de h olivarse á lo honesto y afa-
ble; el cual, viendo en su casa á Don Quijote, andaba buscan-
do modos cómo, sin su perjuicio, sacase á plaza sus locuras;
porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan,
si son con daño de tercero. Lo primero que hizo fué hacer desarmar á
Don Quijote, y sacarle á vistas con aquel su estrecho y acanmzado
vestido (como ya otras veces le hemos descrito y pintado) á un balcón
que salía á una calle de las más principales de la ciudad, á vista de las
gentes y de los muchachos, que como á mona le miraban.
Corrieron de nuevo delante del los de las libreas, como si para él
Síulo, no para alegrar aquel festivo día, se las hubieran puesto; y Sancho
estaba contentísimo, por parecerle que se había hallado, sin saber cómo
ni cómo no, otras bodas de Camacho, otra casa como la de don Diego
de Miranda y otro castillo como el del Duque. Comieron aquel día con
don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y tratando á Don
Quijote como á caballero andante, de lo cual, hueco y pomposo, no
cabía en sí de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos, que de
su boca andaban como colgados todos los criados de casa y todos
cuantos le oían.
Estando á la mesa, dijo don Antonio á Sancho: «Acá tenemos noti-
cia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de albondi-
guillas, que si os sobran, las guardáis en el seno para el otro día.»
— No, señor, no es así, respondió Sancho, porque tengo más do
PAKTi' 8EGUNÜA. CAPÍTULO LXÍI 801
limpio que de jíoIoso, y mi sefior Don (^lijóte, que está delante, sabe-
hien que con un puño de bellotas ó de nueces nos solemos pasar en-
trambos ocho días. Verdad es que si tal vez me sucede que me den la
vaquilla, corro con la soguilla, quiero decir, que como lo que me dan,
y uso de los tiempos como los hallo; y quien quiera que hubiere dicho
que yo soy comedor aventajado, y no limpio, téngase por dicho que no
n?ierta; y de otra manera dijorn r-stn si no mirara á las barl)as honra-
<\as que están á la mesa.
—Por cierto, dijo Don (¿uijdte, (|ue la par.-íimonia v limpieza con
que Sancho come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para
que quede en memoria eterna en los siglos venideros. Verdad es que
<?uando él tiene hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y
masca á dos carrillos; pero la limpieza siempre la tiene en su punto; y
en el tiempo que fué gobernador aprendió á comer á lo melindroso,
tanto, que comía con tenedor las uvas, y aun los granos de la granada!
— ¡Cómo!, dijo don Antonio: ¿gobernador ha sido Sancho?
—Sí, respondió Sancho, y de una ínsula llamada la Harataria. Diez
y siete días la goberné á pedir de boca: en ellos perdí el sosiego, v
íiprendí á despreciar todos los gobiernos del mundo; salí huyendo deíla;
<'aí en una cueva, donde me tuve por muerto, de la cual salí vivo por
milagro.
Contó Don Quijote i)ur menudo todo el suceso del gobierno de San-
<ho, con que dio gran gusto á los oyentes.
Levantados los manteles, y tomando don Antonio por la mano á
Don (Quijote, se entró con él en un apartado aposento, en el cual no
había otra cosü de adorno que una mesa, al parecer de jasi»o, que sobre
un pie de lo mismo se sostenía, sobre la cual estaba puesta, al modo de
las cabezas de los emperadores romanos, de los pechos arriba, una que
semejaba ser de bronce.
Paseóse don Antonio con Don Quijote por todo el» aposento ro-
<leando muchas veces la mesa, después de lo cual dijo: «Agora, señor
Don Quijote, que estoy enterado que no nos oye v escucha alguno, y
t'stá cerrada la pueda, quiero contar á vuesa merced una de las más
raras aventuras, ó por mejor decir, novedades, que ima<íinarse j)ueden,
con condición que lo que á vuesa merced dijere lo ha' de dei)ositar en
los últimos retretes del secreto. >
—Así lo juro, respondió Don (Quijote, y aun le echaré una losa en-
<-ima para más seguridad; porque quiero que sepa vuesa merced, señor
don Antonio (que ya sabía su nombre), que está hablando con quien
aunque tiene oídos para oir, no tiene lengua i)ara hablar; así que, con
segundad, puede vuesa merced trasladar lo que tiene en su pecho en el
mío, y hacer cuenta que lo ha arrojado en los abismos del silencio.
—En fe desa promesa, respondió don Antonio, quiero poner á vuesa
merced en admiración con lo que verá y oirá, y darme á mí algún ali-
vio de la pena que me causa no tener con quien conumicar mis secre-
tos, que no son para liarse de todos.
Suspenso estaba Don Quijote, esperando en qué habían de parar
802 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
tantas prevenciones. En esto, tomándole la mano don Antonio, se la
pasó por la cabeza de bronce y por toda la mesa, y por el pie de jaspe
sobre que se sostenía, y luego dijo: «Esta cabeza, señor Don Quijote,
ha sido hecha y fabricada por uno de los mayores encantadores y he-
chiceros que ha tenido el mundo, que creo era polaco de nación y dis-
cípulo del famoso Escotillo, de quien tantas maravillas se cuentan; el
cual estuvo aquí en mi casa, y por precio de mil escudos que le di, la-
bró esta cabeza, que tiene propiedad y virtud de responder á cuantas
cosas al oído le preguntaren. Guardó rumbos, pintó caracteres, observó
astros, miró puntos, y finalmente, la sacó con la perfección que vere-
mos mañana, porque los viernes está muda, y hoy, que lo es, nos ha
de hacer esperar hasta mañana. En este tiempo podrá vuesa merced pre-
venirse de lo que quiera preguntar; que por experiencia sé que dice
verdad en cuanto responde.»
Admirado quedó Don Quijote de la virtud y propiedad de la cabe-
za, y estuvo por no creer á don Antonio; pero, por ver cuan poco tiem-
po iiabía que aguardar para hacer la experiencia, no quiso decirle otra
cosa, sino que le agradecía el haberle descubierto tan gran secreto. Sa-
lieron del aposento, cerró la puerta don Antonio con llave, y fuéronse
á la sala donde los demás caballeros estaban. En este tiempo les había
contado Sancho muchas de las aventuras y sucesos que á su amo ha-
bían acontecido.
Aquella tarde sacaron á pasear á Don Quijote, no armado, sino de
rúa, vestido un balandrán de paño leonado, que pudiera hacer sudar
en aquel tiempo al mismo hielo. Ordenaron con sus criados que entre-
tuviesen á Sancho, de modo que no le dejasen salir de casa. Iba Don
Quijote, no sobre Rocinante, sino sobre un gran macho de paso llano.
y muy bien aderezado. Pusiéronle el balandrán, y en las espaldas, sin
que lo viese, le cosieron un pergamino, donde le escribieron con letras
grandes: Estofes Don Quijote de la Mancha.
En comenzando el paseo, llevaba el rétulo los ojos de cuantos ve-
nían á verle, y como leían: «Este es Don Quijote de la Mancha», admi-
rábase Don Quijote de ver que cuantos le miraban le nombraban y co-
nocían; y volviéndose á don Antonio, que iba á su laio, le dijo: «Gran-
de es la prerrogativa que encierra en sí la andante caballería, pues hace
conocido y famoso al que la profesa por todos los términos de la tierra;
si no, mire vuesa merced, señor don Antonio, que hasta los muchachos
desta ciudad, sin nunca haberme visto, me conocen »
— Así es, señor Don Quijote, respondió don Antonio; que así como
el fuego no puede estar escondido y encerrado, la virtud no puede de-
jar de ser conocida, y la que se alcanza por la profesión de las armas,
resplandece y campea sobre todas las otras.
Acaeció, pues, que yendo Don Quijote con el aplauso que se ]i;i
dicho, un castellano, que leyó el rétulo de las espaldas, alzó la voz, di
ciendo: « ¡Válgate el diablo 'por Don Quijote de la Mancha! ¿Cómo'.^
¿Que hasta aquí has llegado sin haberte muerto los infinitos palos que
tienes á cuestas? Tú eres loco; y si lo fueras á solas y dentro de las
PARTK HKUUNDA. CAPÍTULO LXII 803
puertas de tu locura, fuera menos mal; pero tienes propiedad do volver
locos y mentecatos a cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por
estos señores que te acom})añan. \'uélvete, mentecato, á tu casa, y mira
por tu hacienda, por tu mujer y tus hijos, y déjate destas vaciedades,
<]ue te carcomen el seso y te desuatan el entendimiento.»
— Hermano, dijo don Antonio, seguid vuestro camino, y no deis
consejos á quien no os los pide. El señor Don Quijote de la Mancha es
muy cuerdo, y nosotros, que le íicompañamos. no somos necios: la vir-
tud se ha de honrar donde quiera que se liallare; y andad enhoramala,
y no os metáis donde no os llaman.
— Pardiez, vuesa merced tiene razón, rcsi)ondió el castellano; que
aconsejar á este buen hombre es dar coces contra el ajíuijón; pero, con
todo eso, me da muy gran lástima que el l)uen inp;enio, que dicen que
tiene en todas las cosas este mentecato, se le desaj^üe j)or la canal de
su andante caballería; y la enhoramala que vuesa merced dijo, sea para
nn' y para todos mis descendientes, si de hoy más, aunque viviese
más años que Matusalén, diere consejo á nadie, aunque me lo pida.
Apartóse el consejero, sii^uió adelante el paseo; pero fué tanta la
priesa que los muchachos y toda la «íente tenía leyendo el rétulo, (pie
se le hubo de quitar don Antonio como que le quitaba otra cosa.
Lle<i(') la noche, volviéronse á casa: hubo sarao de damas, porque la
nuijer de don Antonio, que era una señora principal y alejare, hermosa
y discreta, convidó á otras sus amigas á que viniesen á honrar á su
huésped y á gustar de sus nunca vistas locuras. Vinieron algunas,
cenóse espléndidamente, y comenzóse el sarao casi á las diez de la
noche.
Entre las damas había dos de gusto picaro y burlonas, y con ser
muy honradas, eran algo descompuestas: por dar lugar á que las burlas
alegrasen sin enfado á los convidados, éstas dieron tanta priesa en
sacar á danzar á Don Quijote, que le molieron, no sólo el cuerpo, pero
el ánima.
Era cosa de ver la hgura de Don Quijote, largo, tendido. Haco,
amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y sobre todo, no nada ligero.
Requebrábanle como á hurto las damiselas, y él también como á hurto
las desdeñaba; pero, viéndose apretar de requiebros, alzó la voz y dijo:
< Ffigite, parfe.'i aárersae: dejadme en mi sosiego, pensamientos mal ve-
nidos. Allá os avenid, señoras, con vuestros deseos; que la que es reina
de los míos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos
otros que los suyos me avasallen y rindan»; y diciendo esto, se sentó
en mitad de la sala en el suelo, molido y quebrantado de tan bailador
ejercicio.
Hizo don Antonio que le llevasen en peso á su lecho, y el primero
que asió del fué Sancho, diciéndole: «Nora en tal, señor nuestro amo,
lo habéis bailado. ¿Pensáis que todos los valientes son danzadores, y
todo& los andantes caballeros bailarines? Digo que si lo pensáis, que
estáis engañado: hombre hay que se atreverá á matar á un gigante,
antes que hacer una cabriola. Si hubiérades de zapatear, yo supliera
S()4
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
vuestra- falta, que zapateo como un jirifalte; pero en lo del danzar no
doy puntada.»
Con estas y otras razones dio que reír Sancho á los del sarao, y dio
con su amo en la cama, arropándole para que sudase la frialdad de su
baile.
Otro día le pareció á don Antonio ser bien hacer la experiencia de
la cabeza encantada; y con Don Quijote, Sancho y otros dos amigos,
con las dos señoras que iiabían moHdo á Don Quijote en el baile, que
aquella propia noche se habían quedado con la mujer de don Antonio,
se encerró en la estancia donde estaba la cabeza. Contóles la propiedad
que tenía, encargóles el secreto, y díjoles que aquel era el primero día
donde se había de probar la virtud de la tal cabeza, encantada; y si no
eran los dos amigos de don Antonio, ninguna otra persona sabía el
busilis del encanto, y aun, si don Antonio no se le hubiera descubierto
primero á sus amigos, también ellos cayeran en la admiración en que
los demás cayeron, sin ser posible otra cosa: con tal traza y tal orden
estaba fabricada.
El primero que se llegó al oído de la cabeza fué el mismo don An-
tonio, y díjole en voz sumisa, pero no tanto que de todos no fuese en-
tendida: « Dime, cabeza, por la virtud que en ti se encierra, ¿qué pen-
samientos tengo yo agora?»
Y la cabeza le respondió, sin mover los labios, con voz clara y dis-
tinta, de modo que fué de todos entendida, esta razón: «Yo no juzgo de
pensamientos. »
Oyendo lo cual, todos quedaron atónitos, y más viendo que en todo
el aposento, ni alrededor de la mesa, no había persona humana que
responder pudiese.
«¿Cuántos estamos aquí?» tornó á preguntar don Antonio.
Y fuéle respondido, por el propio tenor, paso: «Estáis tú y tu mujer
con dos amigos tuvos y dos amigas della, y un caballero famoso, llamado-
Don Quijote de la Mancha, y un su escudero, que Sancho Panza tiene
por nombre.»
¡Aquí sí que fué el admirarse de nuevo; aquí sí que fué el erizárse-
los cabellos á todos, de puro espanto!
Y apartándose don Antonio de la cabeza, dijo: «Esto me basta para
darme á entender que no fui engañado del que te me vendió, cabeza
sabia, cabeza habladora, cabeza respondona, y admirable cabeza. Llegue
otro, y pregúntele lo que quisiere.»
Y como las mujeres de ordinario son presurosas y amigas de saber.
la primera que se llegó fué una de las dos amigas de la mujer de don
Antonio, y lo c{ue le preguntó fué: «Dime, cabeza, ¿qué haré yo para
ser muy hermosa?»
Y fuéle respondido: «Sé muy honesta.»
— No te pregunto más, dijo la preguntanta.
Llegó luego la compañera y dijo: «Querría saber, cabeza, si mi ma-
rido me quiere bien ó no.»
Y respondiéronle: «Mira las obras que te hace, y echarlo has de ver. »
l'AKXE SEGUNDA. CAPITULO LXII H05
Apartóse la casada, diciendo: «Esta respuesta no tenía necesidad de
pregunta; porque, en efeto, las obras que se hacen declaran la voluntad
que tiene el que las hace.»
Luego llegó uno de los dos amigos de don Antonio, y preguntóle:
«¿Quién soy yo?»
Y fuele respondido: '«Tú lo sabes».
— No te pregunto eso, respondió el caballero, sino que me digas si
me conoces tú.
— Sí conozco, le respondieron; que eres don Pedro Nóriz.
— No quiero saber más, pues esto basta para entender, ¡oh cabeza!,
({ue lo sabes todo,
Y ai)artándose, llegó el otro amigo y preguntóle: «Dime cabeza, ¿qué
deseos tiene mi hijo, el mayorazgo?»
— Ya yo he dicho, le respondieron, que yo no juzgo de deseos; pero,
con todo eso, te sé decir que los que tu hijo tiene son de ente'rrarte.
— Eso es, dijo el caballero, «lo que veo por los ojos, con el dedn lo se-
ñalo», y no pregunto más.
Llegóse la mujer de don Antonio, y dijo: «Yo no sé, cabeza, (|iu pre-
guntarte; sólo querría saber de ti si gozaré muchos años de mi buen
marido. »
Y respondiéronle: «Sí gozarás, porque su salud y su templanza en
el vivir prometen muchos años de vida, la cual muchos suelen acortar
por su destemplanza.»
Llegóse luego Don Quijote, y dijo: «Dime tú, el que respondes, ¿fué
verdad ó fué sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de \Ion-
tesinos? ¿Serán ciertos los azotes de Sancho, mi escudero? ¿Tendrá efeto
el desjencanto de Dulcinea?
— A lo de la cueva, respondieron, hay mucho que decir; de todo tie-
ne. Los azotes de Sancho irán de espacio, el desencanto de Dulcinea
llegará á debida ejecución.
— No quiero saber más, dijo Don Quijote; que, como yo vea á Dul-
cinea desencantada, hart' cuenta que vienen de golpe todas las venturas
que acertare á desear.
El último preguntante fué Sancho, y lo que preguntó fué: «¿Por
ventura, cabeza, tendré otro gobierno? ¿Saldré de la estrecheza de escu-
dero? ¿Volveré á ver á mi mujer y á mis hijos?»
A lo que le respondieron: «Gobernarás en tu casa; y si vuelves á
ella, verás á tu mujer y á tus hijos; y dejando de servir, dejarás de ser
escudero. »
— ¡Bueno par Dios!, dijo Sancho Pan/>a; esto yo me lo dijera; no dije-
ra mas el profeta Perogrullo.
— Bestia, dijo Don Quijote, ¿qué quieres que te respondan? ¿No bas-
ta que las respuestíis que esta cabeza ha dado correspondan á lo que se
le pregunta?
— Sí basta, respondió Sancho; pero quisiera yo que se declarara más
y me dijera más.
Con esto se acabaron las preguntas y las respuestas; pero no se acá-
SO(J DON QUIJOTE DE LA MANCHA
bó la admiración en que todos quedaron, excf pto los dos amigos de don
Antonio, que el caso sabían. El cual quiso Cide Hamete Benengeli de-
clarar luego, por no tener suspenso al mundo, creyendo que algún he-
chicero y extraordinario misterio en la tal cabeza se encerraba; y así,
dice que don Antonio Moreno, ú imitación de otra cabeza que vio en
Madrid, fabricada por un estampero, hizo ésta en su casa para entrete-
nerse y suspender á los ignorantes; y la fábrica era de esta suerte. La
tabla de la mesa era de palo, pintada y barnizada como jaspe, y el pie
sobre que se sostenía era de lo mismo, con cuatro garras de águila que
del salían para mayor firmeza del peso. La cabeza, que parecía medalla
y figura de emperador romano, y de color de bronce, estaba toda hue-
ca, y ni más ni menos la tabla de la mesa, en que se encajaba tan jus-
tamente, que ninguna señal de juntura se parecía. El pie de la tabla
era asimismo hueco, que respondía á la garganta y pechos de la cabe-
za, y todo esto venía á responder á otro aposento que debajo de la es-
tancia de la cabeza estaba. Por todo este hueco de pie, mesa, garganta
y pechos de la medalla y figura referida, se encaminaba un cañón de
hoja de lata nmy justo; que de nadie podía ser visto. En el aposento de
abajo, correspondiente al de arriba, se ponía el que había de responder,
pegada la boca con el mesmo cañón, de modo que á modo de cerbata-
na iba la voz de arriba abajo, y de abajo arriba, en palabras articuladas
y claras; y desta manera no era posible conocer el embuste. Un sobrino
de don Antonio, estudiante agudo y discreto, fué el respondiente, el cual,
estando avisado de su señor tío de los que habían de entrar con él en
aquel día en el aposento de la cabeza, le fué fácil responder con pres-
teza y puntualidad á la primera pregunta; á las demás respondió por
conjeturas, y, como discreto, discretamente.
Y dice más Cide Hamete, que hasta diez ó doce días duró esta ma-
ravillosa máquina; pero que divulgándose por la ciudad que don Anto-
nio tenía en su casa una cabeza encantada, que á cuantos le pregunta-
ban respondía; temiendo no llegase á los oídos de las despiertas centi-
nela.s do nuestra fe, habiendo declarado el caso á los señores inquisido-
res, le mandaron que la deshiciese, y no pasase más adelante, porque
el vulgo ignorante no se escandalizase. Pero en la opinión de Don Qui-
jote y de Sancho Panza la cabeza quedó por encantada y por respon-
dona, más á satisfación de Don Quijote que de Sancho.
Los caballeros de la ciudad, por complacer á don Antonio y por aga-
sajar á Don Quijote, y dar lugar á que descubriese sus sandeces, orde-
naron de correr sortija de allí á seis días, que no tuvo efeto por la oca-
sión que se dirá adelante.
Dióle gana á Don Quijote de ])asear por la ciudad á la llana y á pie,
temiendo que si iba á caballo le habían de perseguir los mochadlos;
y así, él y Sancho, con otros dos criados que don Antonio le dio,
salieron á pasearse. Sucedió, pues, que yendo por una calle, alzó los
ojos Don Quijote; y vio escrito sobre una puerta con letras muy
grandes: Aqia sr imprimen libros: de lo que se contentó mucho, por-
que hasta entonces no había visto emprenta alguna, y deseaba saber
l'ABTE SEGUNDA. CAPITULO LXIl 807
cómo fuese. Entró dentro con todo su acompañamiento, y vio tirar en
una })arte, corregir en otra, componer en esta, enmendar en aquella, y
íinalmente, toda aquella máquina en que las emprentas grandes se
muestra. Llegábase Don Quijote á un cajón, y preguntaba qué era
aquello que allí se hacía; dábanle cuenta los oñciales, admirábase, y
pasaba adelante.
Llegó, entre otros, á uno, y preguntóle qué era lo que hacía.
El otícial le respondió: «Señor, este caballero que aquí está (y enseñó
a un hombre de muy buen talle y parecer y de alguna gravedad) ha
traducido un libro toscano en nuestra lengua castellana, y estoyle yo
componiendo para darle á la estampa.
— ¿Qué título tiene el libro?, preguntó Don Quijote.
A lo que el autor respondió: «Señor, el libro en toscano se llama
Le hngateUe.
— ¿Y qué responde Le hagatelJe en nuestro castellano?, preguntó Don
Quijote.
— Le haqatelle, dijo el autor, es como si en castellano dijésemos los
juguetes: y aunque este libro es en el nombre humilde, contiene y en-
cierra en sí cosas muy buenas y sustanciales.
--Yo, dijo Don Quijote, sé algún tanto del toscano, y me precio de
cantar algunas estancias de Ariosto. Pero dígame vuesa merced, señor
mío (y no digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuesa mer-
ced, sino por curiosidad no más), ¿ha hallado en ese su libro alguna
vez nombrada la pignataY
-Sí, muchas veces, respondió e! autor.
— ¿Y cómo la traduce vuesa merced en castellano?, preguntó Don
Quijote.
— ¿Cómo la había de traducir, replicó el autor, sino diciendo olla?
— ¡Cuerpo de tal, dijo Don Quijote, y qué adelante está vuesa mer-
ced en el toscano idioma! Yo apostaré una buena apuesta que adonde
diga en el toscano piace, dice vuesa merced en el castellano place: y
a(ionde diga piu, dice más: y el su declara con arriba, y el giu con abajo.
—Sí declaro, por cierto, dijo el autor, porque esas son sus propias
correspondencias.
— Osaré yo jurar, dijo Don Quijote, que no es vuesa merced conocido
en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los
loables trabajos. ¡Qué de habihdades hay perdidas por ahí! ¡(^ué de in-
genios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo
esto, me parece que el traducir de una lengua en otra, como sea de las
reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices
Hamencos por el revés; que aunque se ven las figuras, son llenas de
hilos, que las escurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz; y el
traducir de lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución, como no le
arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel; y no por
esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir, porque
211 otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho
le trujesen. Fuera desta cuenta van lo? dos famosos tradutorcs, el uno
808 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
el doctor Cristóbal de Figueroa en su Pastor Fíelo, y el otro don Juan
de Jáuregui en su Amínia, donde felizmente ponen en duda cuál es la
tradución ó cuál el original. Pero dígame vuesa merced: este libro ¿im-
prímese por su cuenta, ó tiene ya vendido el privilegio á algún librero?
— Por mi cuenta lo imprimo, respondió el autor, y pienso ganar mil
ducados, por lo menos, con esta primera impresión, que ha de ser de
dos mil cuerpos, y se han de despachar á diez reales cada uno en daca
las pajas.
— ¡Bien está vuesa merced en la cuenta!, respondió Don Quijote,
Bien parece que no sabe las entradas y salidas de los impresores, y lüs
correspondencias que hay de unos á otros. Yo le prometo que cuando
se vea cargado de dos mil cuerpos de libros, vea tan molido su cuerpo
que se espante, y más si el libro es un poco avieso y no nada picante.
— ¿Pues qué?, dijo el autor, ¿quere vuesa merced que se lo dé á un
librero, que me dé por el privilegio tres maravedís, y aún pienso que
me hace merced en dármelos? Yo no imprimo mis libros para alcanzar
fama en el mundo; que ya en él soy conocido por mis obras; provecho
(juiero; que sin él no vale un cuatrín la buena fama.
— Dios le dé á vuesa merced buena manderecha, respondió Don
Quijote; y pasó adelante á otro cajón donde vio que estaban corrigiendo
un pliego de un libro que se intitulaba Luz del alma: y en viéndole,
dijo: «Estos tales libros, aunque hay muchos deste género, son los que
se deben imprimir, porque son muchos los pecadores que se usan, y son
menester infinitas luces para tantos deslumhrados.» Pasó adelante, y
vio que asimismo estaban corrigiendo otro libro; y preguntando su tí-
tulo, le respondieron que se llamaba La Segunda Parte del higenioso
Hidalgo Don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal... vecino de
Tordesillas.
«Ya yo tengo noticia deste libro, dijo Don Quijote, y en verdad y
en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por
impertinente; pero su san Martín se le llegará como á cada puerco; que
las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables, cuanto se
llegan á la verdad ó á la semejanza della, y las verdaderas tanto son
mejores, cuanto son más verdaderas»; y diciendo esto, con muestras de
algún despecho se salió de la emprenta; y aquel mismo día ordenó don
Antonio de llevarle á ver las galeras que en la playa estaban, de que
Sandio se regocijó mucho, á causa que en su vida laS había visto. Avisó
don Antonio al Cuatralvo de las galeras cómo aquella tarde liabía de lle-
var á verlas á su huésped, el famoso Don Quijote de la Mancha, de
quien ya el Cuatralvo y todos los vecinos de la ciudad tenían noticia; y
lo que le sucedió en ellas so dirá en el siguiente capítulo.
—S?,^7í-^^^^»-
H
CAPiTrT.o í.xiir
Del mal que le avino á Sancho Panza con la visita de las galeras, y la nueva
aventura de la hermosa Morisca.
RANDES eran los discursos que Don C^uijote hacía sobre la res-
puesta de la encantada cabeza, sin (jue ninguno dellos diese
_ en el embuste, y todos paraban con la promesa, que él tuvo por
■^'f^ cierta, del desencanto de Dulcinea. Allí iba y venía, y se ale-
graba entre sí mismo, creyendo que había de ver presto su cumpli-
miento; y Sancho, aunque aborrecía el ser gobernador, como queda di-
cho, todavía deseaba volver á mandar y á ser obedecido; que esta mala
aventura trae consigo el mando, aun:jue sea de burlas. En resolución,
aquella tarde don Antonio Moreno, su hués})ed, y sus dos amigos, con
Don Quijote y Sancho, fueron á las galeras.
El Cuatralvo estaba alegrísimo de su buena ventura, por ver á los
dos tan famosos. Quijote y Sancho. Apenas llegaron á la marina, cuan-
do todas las galeras abatieron tienda, y sonaron las chirimías; arroja-
ron luego el esquife al agua, cubierto de ricos tapetes y de almohadas
de terciopelo carmesí; y en poniendo que puso los pies en él Don Qui-
jote, disparó la capitana el cañón de crujía, y las otras galeras hicieron
lo mismo; y al subir Don Quijote por la escala derecha toda la chusma
le saludó; como es usanza cuando una persona principal entra en la ga-
lera, diciendo: <Hu, bu, hu», tres veces.
Dióle la mano el General (que con este nombre le llamaremos), que
era un principal caballero valenciano, y abrazó á Don Quijote, dicién-
dole: «Este día señalaré yo con piedra l)lanca, por ser uno de los mejo-
res que pienso llevar en mi vida, habiendo visto al señor Don Quijote
810 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
de la Mancha, tipo y señal que nos muestra que en él se encierra y ci-
fra todo el valor de la andante caballería. »
Con otras no menos corteses razones le respondió Don Quijote, ale-
gre sobre manera de verse tratar tan á lo señor. Entraron todos en la
popa, que estaba muy bien aderezada, y sentáronse por los bandines;
pasóse el cómitre en crujía, y dio señal con el pito que la chusma hi-
ciese fuerarropa, que se hizo en un instante. Sancho, que vio tanta gente
<^n cueros, quedó pasmado; y más cuando vio hacer tienda con tanta
priesa, que á él le pareció que todos los diablos andaban allí trabajan-
do; pero esto todo fueron tortas y pan pintado para lo que ahora diré.
Estaba Sancho sentado sobre el estanterol, junto al espaldar de la mano
derecha, el cual, ya avisado de lo que había de hacer, asió de Sancho,
y levantándole en los brazos, toda la chusma, puesta en pie y alerta,
comenzando de la derecha banda, le fué alzando y volteando de banco
en banco con tanta priesa, que el pobre Sancho perdió la vista de los
ojos, y sin duda pensó que los mismos demonios le llevaban; y no pa-
raron con él hasta volverle por la siniestra fcanda y ponerle en la popa.
Quedó el pobre molido y jadeando y trasudando, sin poder imaginar
qué fué lo que sucedido le había.
Don Quijote, que vio el vuelo sin alas de Sancho, preguntó al Gene-
ral si eran ceremonias aquellas que se usaban con los primeros que en-
traban en las galeras; porque si acaso lo fuesen, él, que no tenía intención
de profesar en ellas, no quería hacer semejantes ejercicios, y que votaba
á Dios que si alguno llegaba á asirle para voltearle, que le había de sa-
car el alma á puntillazos; y diciendo esto, se levantó en pie y empuñó
la espada. A este instante abatieron tienda, y con grandísimo ruido de-
jaron caer la entena de alto abajo. Pensó Sancho que el cielo se desen-
cojaba de sus quicios y venía á dar sobre su cabeza, y agobiándola, lleno
de miedo, la puso entre las piernas. No las tuvo todas consigo Don Qui-
jote, que también se estremeció y encogió de hombros, y perdió la color
del rostro. La chusma izó la entena con la misma priesa y ruido que la
habían amainado, y todo esto callando como si no tuvieran voz ni
-aliento. Hizo señal el cómitre que zarpasen el ferro, y saltando en mi-
tad de la crujía con el corbacho ó rebenque, comenzó á mosquear las
espaldas de la chusina, y á largarse poco á poco á la mar.
Cuando Sancho vio á una moverse tantos pies colorados (que tales
¡tensó él que eran los remos), dijo entre sí: «Estas sí son verdaderamen-
te cosas encantadas, y no las que mi amo dice. ¿Qué han hecho estos
desdichados, que ansí los azotan? ¿Y cómo este hombre solo que anda
por aquí silbando, tiene atrevimiento para azotar á tanta gente? Ahora
yo digo que este es el infierno, ó por lo menos el purgatorio.»
Don Quijote, que vio la atención con que Sancho miraba lo que pa-
saba, le dijo: «¡Ah Sancho amigo, y con qué brevedad y cuan á poca
costa os podíades vos, si quisiésedes, desnudar de medio cuerpo arriba,
y poneros entre estos señores, y acabar con el desencanto de Dul-
cinea! Pues con la miseria y pena de tantos, no sentiríades vos mu-
cho la vuestra; y más, que podría ser que el sabio Merlín tomase en
PARTE SEGUNDA.
-CAPÍTULO LXllI >^11
cuenta cada azote destos, por ser dados de buena mano, por diez de los
que vos íinahnente os habéis de dar.»
Preguntar quería el General qué azotes eran aquéllos, ó qué des-
encanto el de Dulcinea, cuando dijo el marinero: «Señal hace Monjuí
de que hay bajel de remos en la costa por la banda del poniente.»
Esto oído, saltó el General en la crujía y dijo: «Ea, hijos, no se nos
vaya: algún bergantín de cosarios de Argel debe de ser éste que la ata-
laya nos señala.»
Llegáronse luego las otras tres galeras á la capitana, á saber lo que
se les ordenaba. Mandó el General que las dos sahesen á la mar, y él
con la otra, iría tierra a tierra, porque ansí el bajei no se les escaparía.
Apretó la chusma los remos, impeliendo las galeras con tanta furia, que
parecía que volaban. Las que salieron á la mar, á obra de dos millas
descubrieron un bajel, que con la vista le marcaron por de hasta catorce
ó quince bancos, y así era la verdad; el cual bajel, cuando descubrió las
galeras, se puso en caza con intención y esperanza áe escaparse por su
ligereza; pero avínole mal, porque la galera capitana era de los más
ligeros bajeles que en la mar navegaban, y así le fué entrando, que cla-
ramente los del bergantín conocieron que no podían escaparse; y así, el
arráez quisiera que dejaran los remos y- se entregaran, por no incitar á
enojo al capitán que nuestras galeras regía. Pero la suerte, que de otra
manera lo guiaba, ordenó que ya que la capitana llegaba tan cerca, que
podían los del bajel oir las voíjes que desde ella les decían que se rin-
diesen, dos toraquis, que es como decir dos turcos borrachos, que en el
bergantín venían con otros doce, dispararon dos escopetas, con que
dieron muerte á dos soldados que sobre nuestras arrumbadas venían.
Viendo lo cual, juró el General de no dejar con vida á todos cuantos
en el bajel tomase; y llegando á embestir con toda furia, se le escap(')
por debajo de la palamenta.
Pasó la galera adelante un buen trecho: los del bajel se vieron per-
didos. Hicieron vela en tanto que la galera volvía, y de nuevo á vela y
á remo se pusieron en caza; pero no les aprovechó su diligencia tanto
como les dañó su atrevimiento; porque alcanzándoles la capitana á poco
más de media milla, les echó la palamenta encima y los cogió vivos á
todos. Llegaron en esto las otras dos galeras, y todas cuatro con la presa
volvieron á la playa, donde infinita gente los estaba esperando, deseo-
sos de ver lo que traía. Dio fondo el General cerca de tierra, y conoció
que estaba en la marina el Virrey de la ciudad. Mandó echar el esquife
para traerle, y mandó amainar la entena para ahorcar, luego luego, al
arráez y á los demás que en el bajel había cogido, que serían hasta diez
Y seis personas, todos gallardos, moros los más, y los escopeteros turcos.
Preguntó el General quién era el arráez del bergantín, y fuéle res-
pondido por uno de los cautivos en lengua castellana (que después pa-
reció ser renegado español): «Este mancebo, señor, que aquí ves, es
nuestro arráez»; y mostróle uno de los más bellos y gallardos mozos
que pudiera pintar la humana imaginación. La edad, al parecer, no
á veinte años.
í^l-? DON QUIJOTE DE LA MAXCUA
Preguntóle el General: «Dime, mal aconsejado perro, ¿quién te mo-
vió á matarme mis soldados, pues veías ser imposible el escaparte?
¿Ese respeto se guarda á las cai)itanas? ¿No sabes tú que no es valentía
la temeridad? Las esperanzas dudosas lian de hacer á los hombres atre-
vidos, pero no temerarios.»
Responder quería el arráez; pero no pudo el (leneral por entonces
oir la respuesta, por acudir á recebir al Virrey, que ya entraba en la
galera, con el cual entraron algunos de sus criados y algunas personas
del pueblo.
— ¡Buena ha estado la caza, señor (íeneral!, dijo el Virre}'.
— Y tan buena, resj)ondió el ÍTcneral, cual la verá vuestra excelencia
agora, .colgada de esta entena.
— ¿Cómo ansí?, replicó el Virrey.
— Porque me han muerto, respondió el General, contra toda ley y
contra toda razón y usanza de guerra, dos soldados de los mejores que
en estas galeras veaían, y yo he jurado de ahorcar á cuantos he cauti-
vado, principalmente á este mozo, que es el arráez del bergantín; y en-
señóle al que ya tenía atadas las manos y echado el cordel á la gargan-
ta, esperando la muerte.
Miróle el Virrey, y viéndole tan hermoso y tan gallardo y tan hu-
milde, dándole en aquel instante una carta de recomendación su her-
mosura, le vino deseo de excusar su muerte, y así le preguntó: «Dime
arráez, ¿eres turco de nación, ó moro, ó renegado?»
A lo cual el mozo respondió en lengua asimismo castellana: «Ni soy
turco de nación, ni moro, ni renegado. >
—-Pues ¿qué eres?, replicó el Virrey.
— Mujer cristiana, respondió el mancebo.
—¡Mujer y cristiana, y en tal traje y en tales pasos! Más es cosa para
admirarla que para creerla.
— Suspended, dijo el mozo, ¡oh señores!, la ejecución de mi muerte;
que no se perderá mucho en que se dilate vuestra venganza, en tanto
que yo os cuente mi vida.
¿Quién fuera el de corazón tan duro, que con estas razones no se
ablandara, á lo menos hasta oir las que el triste y lastimado mancebo
decir quería? El General le dijo que dijese lo que quisiese; pero que no
esperase alcanzar perdón de su conocida culpa.
Con esta licencia, el mozo comenzó á decir desta manera: «De
aquella nación, más desdichada que prudente, sobre quien ha llovido
estos días "un mar de desgracias, nací yo, de moriscos padres engen-
drada. En la corriente de su desventura fui yo por dos tíos míos
llevada á Berbería, sin \ue me aprovecliase decir que era cristiana,
como en efeto lo soy, y no de las fingidas y aparentes, sino de las
verdaderas y católicas. No me valió con los que tenían á cargo nues-
tro miserable destierro decir esta verdad, ni mis tíos quisieron creerla;
antes la tuvieron por mentira y por invención para quedarme en la tie-
rra donde había nacido; y así, por fuerza más que por grado, me truje-
ron consigo. Tuve una madre cristiana, y un padre discreto y cristiano
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXIII bVÓ
ni más ni menos*, maaié la fe cat(')lica en la leche, criéme con buenas
costumbres; ni en la lengua ni en ellas, jamás, á mi parecer, di señales
de ser morisca. Al par y al paso destas virtudes, que yo creo que lo son,
creció mi hermosura, si es que ten -jo alguna; y aunque mi recato y mi
encerramiento fué mucho, no debió de ser tanto, que no tuviese lugar
de verme un mancebo caballero, llamado don Gaspar Gregorio, hijo
mayorazgo de un caballero que junto á nuestro lugar otro suyo tiene.
Cómo me vio, cómo nos hablamos, cómo se vio perdido por mí, y cómo
yo no muy ganada por él, sería largo de contar, y más en tiempo que
estoy temiendo que entre la lengua y la garganta se ha de atravesar el
riguroso cordel (|ue me amenaza; y así, sólo diré cómo en nuestro des-
tierro quiso acomj)añarrae don (xregorio.
» Mezclóse con los moriscos que de otros lugares salieron, porque
sabía muy bien la lengua, y en el viaje se hizo amigo de los dos tíos
míos, que consigo me traían; porque mi padre, prudente y prevenido,
así como oyó el primer bando de nuestro destierro, se salió del lugar,
y se fué á buscar alguno en los reinos extraños que nos acogiese. Dejó
encerradas y enterradas en una parte, de quien yo sola tengo noticia,
muchas perlas y piedras de gran valor, con algunos dineros en cruzados
y doblones de oro. Mandóme que no tocase al tesoro que dejaba en
ninguna manera, si acaso antes que él volviese nos desterraban. Hícelo
así, y con mis tíos como tengo dicho, y otros parientes y allegados pa-
samos á Berbería, y el lugar donde hicimos asiento fué en Argel, como
si le hiciéramos en el mismo Inüerno.
»Tuvo noticia el Rey de mi hermosura, y la fama se la dio tle mis
riquezas, que en parte fué ventura mía. Llamóme ante sí, preguntóme
de qué parte de España era, y qué dineros y qué joyas traía. Díjele el
lugar, y que las joyas y dineros quedaban en él enterrados; pero que
con facilidad se podrían cobrar, si yo misma volviese por ellos. Todo
esto le dije, temerosa de que le cegase mi hermosura, y no su codicia.
Estando conmigo en estas pláticas, le llegaron á decir cómo venía con-
migo uno de los más gallardos y hermosos mancebos que se podía ima-
ginar. Luego entendí que lo decían por don Gaspar Gregorio, cuya be-
lleza se deja atrás las mayores que encarecerse pueden. Túrbeme, con-
siderando el peligro que don Gregorio corría: porque entre aquellos
bárbaros turcos en más se tiene y estima un mochacho ó mancebo her-
moso, que una mujer por bellísima que sea. Mandó luego el Rey ({ue se
le trujesen allí delante para verle, y preguntóme si era verdad lo que de
aquel mozo le decían.
■/'Entonces yo,' casi como prevenida del cielo, le dije que sí era; pero
que le hacía saber que no era varón, sino mujer como yo, y C|ue le su-
plicaba me la dejase ir á vestir en su natural traje, para que de todo en
todo mostrase su belleza, y con menos emi)acho pareciese ante su pre-
sencia. Díjome que fuese en buen hora, y que otro día hablaríamos en
el modo que se podía tener para que yo volviese á España á sacar el
escondido tesoro. Hablé con don Gaspar, contéle el peligro que corrí;i
el mostrar ser hombre; vestíle de mora, y aquella mesma tarde le truje
814 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
á la presencia del Rey, el cual, en viéndole, quedó admirado, y hizo de-
signio de guardarla para hacer presente della al Gran Señor; y por huir
del peligro que en el serrallo de sus mujeres podía tener y temer de sí
mismo, la mandó poner en casa de unas principales moras, que la guar-
dasen y la sirviesen, adonde le llevaron luego. Lo que los dos sentimos
(que no puedo negar que lo quiero), se deje á la consideración de los
que se apartan, si bien se quieren.
»Dió luego traza el Rey de que yo volviese á España en este bergan-
tín, y que me acompañasen dos turcos de nación, que fueron los que
mataron vuestros soldados. Mno también conmigo este renegado espa-
ñol (señalando al que había hablado primero), del cual sé yo bien que
es cristiano encubierto, y que viene con más deseo de quedarse en Es-
paña que de volver á Berbería; la demás chusma del bergantín son mo-
ros y turcos, que no sirven de más que de bogar al remo. Los dos tur-
cos, codiciosos é insolentes, sin guardar el orden que traíamos de que a
mí y á este renegado, en la primer parte de Es})aña en hábito de cris-
tianos, de que venimos proveídos, nos echasen en tierra, primero qui-
sieron correr esta costa, y hacer alguna presa si pudiesen, temiendo que
si primero nos echaban en tierra por algún accidente que á los dos nos
sucediese, podríamos descubrir que quedaba el bergantín en la mar, y
si acaso hubiese galeras por esta costa los tomasen.
» Anoche descubrimos esta playa, y hoy, sin tener noticias destas
cuatro galeras, fuimos descubiertos, y nos ha sucedido lo que habéis
visto. En resolución, don Gregorio queda en hábito de mujer entre
mujeres, con manifiesto peligro de perderse; y yo me veo atadas las
manos, esperando, ó por mejor decir, temiendo perder la vida, que ya
me cansa. Este es, señores, el fin de mi lamentable historia, tan verda-
dera como desdichada: lo que os ruego es, que me dejéis morir como
cristiana, pues, como ya he dicho, en ninguna cosa he sido causante
de la culpa en que los de mi nación han caído»; y luego calló, preñados
los ojos de tiernas lágrimas, á quien acompañaron muchas de los que
presentes estaban.
El Virrey, tierno y compasivo, sin hablarle palabra, se llegó á ella,
y le quitó con sus manos el cordel que las hermosas de la moza ligaba.
En tanto, pues, que la morisca cristiana su peregrina historia trataba,
tuvo clavados los ojos en ella un anciano peregrino, que entrcj en la
galera cuando entró el Virrey; y apenas dio fin á su plática la moris. -a.
cuando él se arrojó á sus pies, y abrazados dellos, con interrumpidas
palabras de mil sollozos y suspiros le dijo: «¡Oh, Ana Félix, desdicha-
da hija mía! Yo soy tu padre, Ricote, que volvía á buscarte, por no po-
der vivir sin ti, que eres mi alma.»
A cuyas palalabras abrió los ojos Sancho, y alzó la cabeza, que in-
clinada tenía, pensando en la desgracia de su paseo; y mirando al
peregrino, conoció ser el mismo Ricote, que topó el día que salió de su
gobierno, y confirmóse que aquella era m hija, la cual, ya desatada,
abrazó á su padre, mezclando sus lágrimas con las suyas; el cual dijo
al General y al Mrrey: «Esta, señores, es mi hija, más desdichada en
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXIIl H15
SUS sucesos que en su nombre: Ana Félix se llama, con el sobrenombre
de Ricote, famosa tanto por su liermosura como por mi riqueza. Yo
salí de mi patria á buscar en reinos extraños quien nos albergase y re
cociese; y habiéndolo hallado en Alemania, volví en este hábito de pe-
regrino, en compañía de unos alemanes, á buscar á mi hija y á desen-
terrar muchas riquezas que dejé escondidas. No hallé mi hija, hallé el
tesoro que conmigo traigo; y agora, por el extraño rodeo que habéis
visto, he hallado el tesoro que más me enriquece, que es á mi querida
hija: si nuestra poca culpa y sus lágrinpas y las nn'as por la integridad
de vuestra justicia pueden abrir puertas á la misericordia, usadhi con
nosotros, que jamás tuvimos pensamiento de ofenderos, ni convenimos
en ningún modo con la intención de los nuestros, que justamente han
sido desterrados. »
Entonces dijo Sancho: «Bien conozco á Ricote, y sé que es verdad
lo que dice en cuanto á ser Ana Félix su hija; que en esotras zaranda-
jas de ir y venir, tener buena ó mala intención, no me entremeto.»
Admirados del extraño caso todos los presentes, el General dijo:
«Una por una vuestras lágrimas no me dejarán cumplir mi juramento:
vivid, hermosa Ana Félix, los años de vida que os tiene determinados
el cielo, y lleven la })ena de su culpa los insolentes y atrevidos que la
cometieron»; y mandó luego ahorcar de la entena á los dos turcos que
á sus dos soldados habían muerto; pero el Virrey le pidió encarecida-
mente no los ahorcase, pc^s más locura que valentía había sido la suya:
hizo el General lo que el Virrey le pedía, porque no se ejecutan bien
las venganzas á sangre helada. Procuraron luego dar traza de sacar á
don Gaspar Gregorio del peligro en que quedaba. Ofreció Ricote para
ello más de dos mil ducados, que en perlas y en joyas tenía; diéronse
muchos medios; pero ninguno fué tal como el que dio ti renegado es-
pañol que se ha dicho, el cual se ofreció de volver á Argel en algún
barco pequeño de hasta seis bancos, armado de remeros cristianos,, por-
que él sabía dónde, cómo y cuándo podía y debía desernbarcar, y' asi-
mismo no ignoraba la casa donde don Gaspar quedaba. Dudaron ,él
General y el \'irrey el fiarse del renegado, ni confiar del los cristianos
que habían de bogar el remo; fióle Ana Félix, y Ricote, su padre, dijo
que salía á dar el rescate de los cristianos, si acaso se perdiesen. Firma-
dos, pues, en este parecer, se desembarcó el Virrey, y don Antonio Mo-
reno se llevó cojQsigo á la morisca y á su padre, encargándole el Virrey
que los regalase y acariciase cuanto le fuese posible; que de su parte ío-
ofrecía lo que en su casa hubiese para su regalo: tanta fué la benevo-
lencia y caridad que la hermosura de Ana Félix infundió en su pecho.
B. P.— XX
53
CAPÍTULO LXR^
Que trata de la aventura que más pesadumbre dio á Qon Quijote de cuantas
hasta entonces le hablan sucedido.
A mujer de don Antonio Moreno, cuenta la historia que recibió
grandísimo contento de ver á Ana Félix en su casa. Recibióla
^ con mucho agrado, así enamorada de su belleza como de su dis-
creción; porque en lo uno y en lo otro era extremada la moris-
oa, y toda la gente de la ciudad, como á campana tañida, venían á
verla.
Dijo Don Quijote á don Antonio que el parecer que habían tomado
en la libertad de don Gregorio no era bueno, porque tenía más de pe-
ligroso que de conveniente, y que sería mejor que le pusiesen á él en
Berbería con sus armas y caballo; que él le sacaría á pesar de toda la
morisma, como había hecho don (laiferos con su esposa Melisendra.
— Advierta vuesa merced, dijo Sancho, oyendo esto, que el señor
<lon Gaiferos sacó á su esposa de tierra firme, y la llevó á Francia por
tierra firme; pero aquí, si acaso sacamos á don Gregorio, no tenemos
por dónde traerle á España, pues está la mar en medio.
— Para todo hay remedio, si no es para la muerte, respondió Don
Quijote; pues llegando un barco á la marina, nos podremos embarcar
■en él, aunque todo el mundo lo impida.
— Muy bien lo pinta y faciUta vuesa merced, dijo Sancho, pero del
dicho al hecho hay gran trecho; y yo me atengo al renegado, que me
parece muy hombre de bien y de muy buenas entrañas.
Don Antonio dijo que si el renegado no saliese bien del caso, se
tomaría el expediente de que el gran Don Quijote pasase en Berbería.
ITe allí á dos días partió el renegado en un ligero barco de seis'
remos por banda, armado de valentísima chusma, y de aUí á otros doí'
l'AUTK SKiiUNDA. CAl'lTUl.O LXIV SI'
se partieron las galeras á Levante, habiendo pedido el (leneralal Viso-
rey fuese servido de avisarle de loque sucediese en \i\ lilxrfn I d.» don
< íregorio y en el caso de Ana Félix.
Quedó el Visorey de hacerlo así annu st- lo pedía; y una mañana,
aliendo Don Quijote á pasearse por la playa, armado de todas sus ar-
mas (porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su des
vanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto), vio venir hacia él
un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo
traía pintada una luna resplandeciente, el cual, llegándose á trecho que
podía ser oído, en altas voces, encaminando sus razones a Don (Quijote,
<li.Ío: < Insigne caballero, y jamás como se debe alabado Don Quijote
<le la Mancha, yo soy el CahaUero de la Blanca Luna, cuyas inauditas
liazañas quizá te le habrán traído á la memoria; vengo á contender con-
tigo y á probar la fuerza de tus brazos, en razón de hacerte conocer y
<(.nfesar que mi dama, sea quien fuere, es sin eomj)aración más her-
mosa que tu Dulcinea del Toboso; la cual verdad, si tú la confiesas de
llano en llano, excusará tu muerte y el trabajo que yo he de tomar en
dártela; y si tú peleares, y yo te venciere, no quiero otra satisfación sino
que dejando las armas, y absteniéndote de buscar aventuras, te recojas
y retires á tu lugar por tiempo de un a fio, donde has de vivir sin ecíiar
mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, i)orque así
conviene al aumento de tu hacienda y á la salvación de tu alma; y si tú
me vencieres, quedará á tu discreción mi cabeza, v serán tuyos Íos des-
l)ojos de mis armas y caballo, y pasará á la tuya la fama de mis haza-
ñas. Mira lo que te está mejor, y respóndeme" luego, jtorque hov todo
el día traigo de término para despachar este negocio.»
Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del ca-
ballero de la Blanca Luna, como de la causa por que le desafiaba, y con
re[)oso y ademán severo le respondió: «Caballero de la Blanca Luna,
cuyas hazañas hasta agora no han llegado á mi noticia, vo osaré jurar
(lue jamás habéis visto á la ilustre Du'cinea; que si visto "la hubiérades,
yo se que procurárades no poneros en esta demanda, porque su vista
os desengañara de que no ha habido ni puede haber l)elleza que con la
suya compararse pueda; y así, no diciéndoos que mentís, sino que no
acertáis en lo propuesto, con las condiciones que habéis referido, aceto
vuestro desafio, y luego, j^onjue no se pase el día que traéis determi-
nado; y solo exceto de las condiciones la de que se i)a.se á mí la fama
<le vuestras hazañas, porque no sé cuáles ni qué tales sean; con las mías
me contento, tales cuales ellas son. Tomad, pyes, la parte del camr)o
que quisieredes; que yo haré lo me mo; v á quien Dios se la diere san
redro se la bendiga.» '
Habían descubierto de la ciudad al caballero de la Blanca Luna v
dichoselo al Visorey, y que estaba hablando con Don Quijote de' la
Mancha. El Visorey, creyendo sería alguna nueva aventura fabricada
por don Antonio Moreno ó por otro algún caballero de la ciudad, salió
luego a la playa con don Antonio y con otros machos caballeros que le
acompañaban y Sancho, al tiempo cuando Don (Quijote volvía las rien-
818 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
das á Rocinante, para tomsr del campo lo necesario. Viendo, pues, el
Visorey que daban los dos señales de ^'olverse á encontrar, se puso en
medio, preguntándoles qué era la causa c{ue les movía á hacer tan de
improviso batalla. El caballero de la Blanca Luna respondió que era
procedencia de hermosura; y en breves razones le dijo las mismas que
había dicho á Don Quijote, con la acetación de las condiciones del de-
safío hechas por entrambas partes. Llegóse el Visorey á don Antonio-
y preguntóle paso si sabía quién era el tal caballero de la Blanca Luna,
ó si era alguna burla que querían hacer á Don Quijote. Don Antonio le
respondió que ni sabía quién era, ni si era de burlas ni de veras el tal
desafío. Esta respuesta tuvo perplejo al Visorey en si les dejaría ó no
pasar adelante en la batalla; pero no pudiéndose persuadir á que fuese
sino burla, se apartó, diciendo: «Señores caballeros, si aquí no hay otro-
remedio sino confesar ó morir, y el señor Don Quijote está , en sus
trece, y vuesa merced el de la Blanca Luna en sus catorce, á la mano
de Dios, y dense.»
Agradeció el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al
Visorey la licencia que se les daba, y Don Quijote hizo lo mismo; el^
cual, encomendándose al cielo de todo corazón, y á su Dulcinea, como
tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían, tornó
á tomar otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo-
mismo; y sin tocar trompetani otro instrumento bélico que les diese señal
de arremeter, volvieron entrambos á un mismo punto las riendas á sus
caballos; y como era más ligero el de la Blanca Luna, llegó á Don
Quijote á dos tercios andados de la carrera, y allí le encontró con tan
poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la levantó, al parecer de
propósito), que dio con Rocinante y con Don Quijote por el suelo con
una peligrosa caída.
Fué luego sobre él, y poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo:
«Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciores
de nuestro desafío.»
Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si ha-
blara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma dijo: «Dul-
cinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más des-
dichado caballero de la tierra, y no es biéi> que mi flaqueza defraude
esta verdad: aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me
has quitado la honra.»
—Eso no haré yo por cierto, dijo el de la Blanca Luna; viva, viva en
su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Tobo-
so; que sólo me contento con que el gran Don Quijote se retire á su
lugar un año, ó hasta el tiempo que por mí le fuere mandado, como
concertamos antes de entrar en esta batalla. ^
Todo esto 03 eron el Visorey y don Antonio, con otros muchos que
allí estaban, y oyeron asimismo que Don Quijote respondió que como
no le pidiese cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demás
cumpliría como caballero puntual y verdadero. Hecha esta confe-
sión, volvió las riendas el de la I^lanca Luna; y haciendo mesura con la
- jf
Y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza.
820
DOX QUIJOTE DE LA MANCHA
cabeza al Visorey, á medio galope se entró en la ciudad. Mandó el Vi-
sorey á don Antonio que fuese tras él, y que en todas maneras supiese
quién era. Levantaron á Don Quijote, descubriendo el rostro, y hallá-
ronle sin color y trasudando. Rocinante, de puro malparado, no se pudo
mover por entonces. Sancho, toao triste, todo apesarado, no sabía qué
decirse ni qué hacerse. Parecíale que todo aquel suceso pasaba en sue-
ños, y que toda aquella máquina era cosa de encantamento. Veía á su
señor rendido, y obhgado á no tomar armas en un año. Imaginaba la
luz de la gloria de sus hazañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas
proezas deshechas, como se deshace el humo con el viento. Temía si
quedaría ó no contrecho Rocinante, ó deslocado su amo; que no fuera
poca ventura si deslocado quedara. Finalmente, con una silla de manos,
que mandó traer el Visorey, le llevaron á la ciudad, y el Visorey se
volvió también á ella, con deseo de saber quién fuese el caballero de la
Blanca Luna, que de tan mal talante había dejado á Don Quijote.
CAPITULO LX\'
Donde se da noticia quién era el de la Blanca Luna, con la libertad de don
Gregorio y de otros sucesos.
iGuió don Antonio M(reno al caballero de la Blanca Luna, y si-
guiéronle también, y aun persiguiéronle, muchos muchachos,
hasta que le cerraron en un mesón dentro de la ciudad. Entró
T en él don Antonio con deseo de conocerle; salió un escudero á
recebirle y á desarmarle; encerróse en una sala baja, y con él don An-
tonio; que no se le cocía el pan hasta saber quién fuese.
\'iendo, pues, el de la Blanca Luna que aquel caballero no le deja-
ba, le dijo: «Bien sé, señor, á lo que venís, que es á saber quién soy; y
porque no hay para qué negároslo, en tanto que este mi criado me des-
arma, os lo diré, sin faltar un punto á la verdad del caso. Sabed, señor,
que á mí me llaman el bachiller Sansón Carrasco. Soy del mesmo lugar
de Don (Quijote de la Mancha, cuya locura y sandez mueve á que le
tengamos lástima todos cuantos le conocemos, y entre de los que más
se la han tenido, uno he sido yo; y creyendo que está su salud en su
reposo, y en que se esté en su tierra y en su casa, di traza para hacerle
estar en ella; y así, habrá tres meses que le salí al camino como caba-
llero andante, llamándome el Caballero de los Espejos, con intención
de pelear con él y vencerle, sin hacerle daño; poniendo por condición
de nuestra pelea que el vencido quedase á discreción del vencedor. Y
lo que \o pensaba pedirle (porque ya le juzgaba por vencido), era que
se volñese á su lugar, y que no saliese del en todo un año, en el cual
tiempo podría ser curado; pero la suerte lo ordenó de otra manera, por-
que él me venció á mí y me derribó del caballo, y así, no tuvo efeto mi
822 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
pensamiento: él prosiguió su camino, y 3'o me volví vencido, corrido, y
molido de la caída, que fué además peligrosa; pero no por esto se me
quitó el deseo de volver á buscarle y á vencerle, como hoy se ha visto.
Y como él es tan puntual de guardar las órdenes de la andante caballe
ría, sin duda alguna guardará la que le he dado, en cumplimiento de
su palabra. Esto es, señor, lo que pasa, sin que tenga que deciros otra
cosa alguna; suplicóos no me descubráis, ni le digáis á Don Quijote
quien soy, por que tengan efeto los buenos pensamientos míos, y vuelva
á cobrar su juicio un hombre que le tiene bonísimo, como le dejen las
sandeces de la caballería.»
— ¡Oh señor!, dijo don Antonio; Dios os perdone el agravio que ha-
béis hecho á todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso
loco que hay en él. ¿No veis, señor, que no podrá llegar el provecho
que cause la cordura de Don Quijote á lo que llega el gusto que da con
sus desvaríes? Pero yo imagino que toda la industria del señor Bachiller
no ha de ser parte para volver cuerdo á un hombre tan rematadamente
loco; y si no fuese contra caridad, diría que nunca sane Don Quijote,
porque con su salud, no solamente perdemos sus gracias, sino las de
Sancho Panza, su escudero, que cualquiera dellas puede volver á ale-
grar á la misma melancolía. Con todo esto, callaré y no le diré nada,
por ver si salgo verdadero en sospechar que no ha de tener efeto la dili-
gencia hecha por el señor Carrasco.
El cual respondió que ya, una por una, estaba en buen punto aquel
negocio, de quien esperaba feliz suceso; y habiéndole ofrecido á don
Antonio de hacer lo que más le mandase, se despidió del; y hechas liar
sus armas sobre un macho luego al mismo punto, sobre el caballo con
que entró en la batalla, se salió de la ciudad aquel mismo día, y se vol-
vió á su patria, sin sucederle cosa que obligue á contarla en esta verda-
dera historia. Contó don Antonio al Visorey todo lo que Carrasco le
había contado, de lo que el Yisorey no recibió mucho gusto, porque en
el recogimiento de Don Quijote se perdía el que podían tener todos
aquellos que de sus locuras tuviesen noticia.
Seis días estuvo Don Quijote en el lecho, marrido, triste, pensativo
y mal acondicionado, yendo y viniendo con la imaginación én el desdi-
chado suceso de su vencimiento
Consolábale Sancho, y entre otras razones, le dijo: «Señor mío, alce
vuesa merced la cabeza, y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo, que
ya que le derribó en la tierra, no salió con alguna costilla quebrada; y
pues sabe que donde las dan las toman, y que no siempre hay tocinos
donde hay estacas, dé una higa al médico, pues no le ha menester para
que le cure en esta enfermedad. Volvamos á nuestra casa, y dejémo-
nos de andar buscando aventuras por tierras y lugares que no sabe-
mos; y si bien se considera, yo soy aquí el más perdidoso, aunque es
vuesa merced el más malparado. Yo, que dejé con el gobierno los de-
seos de ser más gobernador, no dejé la gana de ser conde, que jamás
tendrá efeto si vuesa merced deja de ser rey, dejando el ejercicio de ca-
ballería; y así vienen á volverse en humo mis esperanzas.»
I'AKTK HKfU'NOA. (Al'irULO J^XIV S2o
—Calla, Sancho, pues ves (jue mi reclusión y retirada no ha de ]>asar
de un año; que lucido volveré á mis honrados ejercicios, y no me ha de
faltar reino que gane, y algún condado que darte.
— Dios lo oiga, dijo Sancho, y el pecado sea sordo; que siempre he
oído decir que más vale buena esperanza que ruin posesión.
En esto estaban, cuando entró don Antonio, diciendo con muestras
de grandísimo contento: «Albricias, señor Don Quijote; que don Grego-
rio, y el renegado que fué por él,- están en la playa; ¿qué digo en la
playa? Ya está en casa del Visorey, y será aquí al momento.»
Alegróse algún tanto Don Quijote; y dijo: «En verdad que estoy por
decir que me holgara que hubiera sucedido iodo al revés, porque me
obligara á pasar en Berbería, donde con la fuerza de mi brazo diera li-
bertad, no sólo á don Gregorio, sino á cuantos cristianos cautivos hay
en Berbería. Pero ¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el vencido? ¿No soy
yo el derribado? ¿No soy yo el que no puede tomar armas en un año?
Pues ¿qué prometo? ¿De qué me alabo, si antes me conviene usar de la
rueca que de la espada?»
— Déjese deso, señor, dijo Sancho: viva la gallina, aunque con su pe-
l>ita; que hoy por ti, y mañana por mí; y en estas cosas de encuentros
y porrazos, no hay tomarles tiento alguno, pues el cjue hoy cae puede
levantarse mañana, si no es que se quiera estar en la cama, (juiero de-
cir, ([ue se deje desmayar, sin cobrar nuevos bríos para nuevas penden-
cias; y levántese vuesa merced agora, ])ara recebir á don Gregorio; que
me parece que anda la gente alborotada, y ya debe de estar en casa.
Y así era la verdad, porque habiendo ya dado cuenta don Gregorio
y el renegado al Visorey de su ida y vuelta, deseoso don Gregorio de
ver á Ana Félix, vino con el renegado á casa de don Antonio; y aun-
que don Gregorio, cuando le sacaron de Argel, fué con hábitos de mu-
jer, en el barco los trocó por los de un cautivo que sacó consigo; pero
en cualquiera que viniera, mostrara ser persona para ser codiciada, ser-
vida y estimada, porque era liermoso sobremanera, y la edad, al pare-
cer, de diez y siete ó diez y ocho años. Ricote y su hija salieron á rece-
birle, el padre con lágrimas, y la hija con honestidad. No se abrazaron
unos á otros, porque donde hay mucho amor no suele haber demasiada
desenvoltura. Las dos bellezas juntas de don Gregorio y Ana Félix,
admiraron en particular á todos juntos los que presentes estaban. El
silencio fué allí el que habló por los dos amantes, y los ojos fueron las
lenguas que descubrieron sus alegres y honestos pensamientos. Contó
el renegado la industria y medio que tuvo para sacar á don Gregorio.
Contó don Gregorio los peligros y aprietos en que se liabía visto con las
mujeres con quien había quedado, no con largo razonamiento, sino con
breves palabras, donde mostró que su discreción se adelantaba á sus
años. Finalmente, Ricote pagó y satisfizo Hberalmente, así al renegado
como los que habían bogado al remo. Reincorporóse y reconcilióse el
renegado con la Iglesia, y de miembro i)odrido, volvió hmpio y sano
con la penitencia y el arrepentimiento.
De allí á dos días trató el Visorey con don Antonio qué modo ten-
^'24 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
drían para que Ana Félix y su padre quedaseu en España, pareciéndo-
les no ser de inconveniente alguno que quedasen en ella hija tan cris-
tiana y padre, al parecer, tan bien intencionado. Don Antonio se ofreci(V
venir á la Corte á negociarlo, donde había de venir forzosamente á otros
negocios, dando á entender que en ella, por medio del favor y de laf^
dádivas, muchas cosas dificultosas se acaban.
— No, dijo Ricote, que se halló presente á esta plática; no hay que
esperar en favores ni en dádivas, porque con el gran don Bernardino-
de Velasco, conde de Salazar, á quien dio su Majestad el cargo de núes
tra expulsiíhi, no valen ruegos, no promesas, no dádivas, no lástimas;
perqué, aunque es verdad que él mezcla la misericordia con la justicia,
como él ve que todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y
podrido, usa con él antes del cauterio que abrasa, que del ungüento que
molifica; y así, con prudencia, con sagacidad, con diligencia y con mie-
dos que pone, ha llevado sobre sus fuertes hombros á debida ejecución
el peso de esta gran máquina, sin que nuestras industrias, estratagemas,
solicitudes y fraudes hayan podido deslumhrar sus ojos de Argos, que
contino tiene alerta, porque no se le quede y encubra ninguno de los
nuestros, que, como raíz escondida, con el tiempo venga después á bro-
tar y echar frutos venenosos en España, ya limpia, ya desembarazada
de los temores en que nuestra muchedumbre la tenía. Heroica resolu-
ción del gran Filipo Tercero, y inaudita prudencia en haberla encarga-
do al tal don Bernardino de Velasco.
— Una por una, yo haré, puesto allá, las diligencias posibles, y haga
el cielo lo que más fuere servido, dijo don Antonio. Don Gregorio se
irá conmigo á consolar la pena que sus padres deben tener por su ausen-
cia; Ana Félix se quedará con mi mujer en mi casa ó en un monaste-
rio; y yo sé que el señor Visorey gustará se quede en la suya el buen
Ricote hasta ver cómo yo negocio.
El Visorey consintió en todo lo propuesto; don Gregorio, sabiendo
lo que pasaba, dijo que en ninguna manera i)odía ni quería dejar á Ana
Félix; pero teniendo intención de ver á sus padres, y de dar traza de
volver por ella, vino en el decretado concierto. Quedóse .Ana Félix con
la mujer de don Antonio, y Ricote en casa del Visorey. Llegóse el día
de la partida de don Antonio y el de Don Quijote y Sancho, que fué de
allí á otros dos; que la caída no le concedió que más presto se pusiese
en camino. Hubo lágrimas, hubo suspiros, desmayos y sollozos al des-
pedirse «don Gregorio de Ana Félix. Ofrecióle Ricote a don Gregorio mil
escudos, si los quería, pero él no tomó ninguno, sino solos cinco que le
[)restó don Antonio, prometiendo la paga dellos en la Corte. Con esto,
se partieron los dos, y Don Quijote y Sancho después, como se ha dicho:
Don Quijote desalmado y de camino; Sancho á pie, por ir el Rucio car-
gado con las armas.
CAPITrLO LXVÍ
Que trata de lo que verá el que lo leyere, ó lo oirá el que lo escuchare leer.
L salir de Barcelona, volvió Don Quijote á mirar el sitio donde
había caído, y dijo: «Aquí fué Troya; aquí mi desdicha, y no
mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la for-
tuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron
mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamas levantarse.»
Oyendo lo cual Sancho, dijo: «Tan de valientes corazones es, señor
mío, tener sufrimiento en las desgracias como alegría en las prosperi-
dades; y esto lo juzgo por mí mismo, que si cuando era gobernador
estaba alegre, agora, cjue soy escudero de á pie, no estoy tríete; porqué
he oído decir que ésta que llaman por ahí fortuna, es una mujer borra-
cha y antojadiza, y sobre todo, ciega; y así, no ve lo que hace, ni sabe
á quién derriba ni á quién ensalza.»
— Muy filósofo estas, Sancho, respondió Don Quijote, muy á lo dis-
creto hablas; no sé quién te lo enseña. Lo que te sé decir es. que no hay
fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas ó malas
que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos; y
de aquí viene lo que suele decirse, que cada uno es artífice de su~ven-
tura. Yo lo he sido de la mía; pero no con la prudencia necesaria, y así
me han salido al gallarín mis presunciones; pues debiera pensar '{ue al
poderoso grandor del caballo del de la Hlanca Luna no podía resistir la
flaqueza de Rocinante. Atrevíme en fin, hice lo que pude, derribáron-
me; y aunque perdí la honra, no perdí ni puedo perder la virtud de
cumplir mi palabra. Cuando era caballero andante, atrevido y valiente,
con mis obras y mi« manos acreditaba mis hechos; y agora, cuando
826 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
«oy escudero pedestre, acreditaré mis palabras, cumpliendo la que di de
mi retirada. Camina, pues, amigo Sancho, y vamos á tener en nuestra
tierra el año del noviciado, con cuyo encerramiento cobraremos virtud
nueva para volver al nunca de mí olvidado ejercicio de las armas.
— Señor, respondió Sancho, no es cosa tan gustosa el caminar á pie.
que me mueva é incite á hacer grandes jornadas. Dejemos estas armas
colgadas de algún árbol, en lugar de un ahorcado; y ocupando yo las
■espaldas del Hucio, levantados los pies del suelo, haremos las jornadas
•como vuesa merced las pidiere y midiere; que pensar que tengo de ca-
minar á pie y hacerlas grandes, es pensar en lo excusado.
— Bien has dicho, Sancho, respondió Don Quijote: cuélguense mis
íirmas por trofeo, y al pie dellas ó alrededor dellas grabaremos en los
árboles lo que en el trofeo de las armas de Roldan estaba escrito:
...Nadie las mueva,
Que estar no pueda con Roldan á prueba.
— Todo eso me parece de perlas, respondió Sancho; y si no fuera por
la falta que para el camino nos había de hacer Rocinante, también
fuera bien dejarle colgado.
— Pues ni él ni las armas, replicó Don Quijote, quiero que se ahor-
quen, porque no se diga que á buen servicio, mal galardón.
— Muy bien dice vuesa merced, respondió Sancho; porque, según
opinión de discretos, la culpa del asno no se ha de echar á la albarda;
y pues deste suceso vuesa merced tiene la culpa, castigúese á sí mesmo,
y no revienten sus iras por las ya rotas y sangrientas armas, ni por las
mansedumbres de Rocinante, ni por las blanduras de mis pies, querien-
do que caminen más de lo justo.
En estas razones y pláticas se les pasó todo aquel día, y aun otros;
cuatro, sin sucederles cosa que estorbase su camino; y al quinto día, á:
la entrada de un lugar, hallaron á la puerta de un mesón mucha gente,:
que, por ser fiesta, se estaba allí solazand ).
Cuando llegaba á ellos Don (Quijote, un labrador alzó la voz, dicien-
do: «Alguno destos dos señores que aquí vienen, que no conocen las
partes, dirá lo que se ha de hacer en nuestra apuesta.»
— Sí diré, por cierto, respondió Don Quijote, con toda rectitud, si es
que alcanzo á entenderla.
— Es, pues, el caso, dijo el labrador, señor bueno, que un vecino des-
te lugar, tan gordo, que pesa once arrobas, desafió á correr á otro su-
vecino, que no pesa más que cinco. Fué la condición que habían de co-
rrer una carrera de cien pasos con pesos iguales; y habiéndole pregun-
tado al desafiador cómo se había de igualar el peso, dijo que el desafiado,,
que pesa cinco arrobas, se pusiese seis de hierro á cuestas, y así se-
igualarían las once arrobas del fiaco con las once del gordo.
— Eso no, dijo á esta sazón Sancho, antes que Don Quijote respon
•diese; y á mí, que ha pocos días que salí de gobernador y juez como
todo el mundo sabe, toca averiguar estas dudas y dar parecer en todo
pleito. •
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXVI
827
— Responde en buena hora, dijo Don Quijote, Sancho amigo; que yo-
no estoy ])ara dar migas á un gato, según traigo 'alljorotado v trastor-
nado el juicio.
Con esta Ucencia, dijo Sancho á los labradores (que estaban muchos
alrededor del, la boca abierta, esperando la sentencia de la suya): «Her
manos, lo que el gordo pide no lleva camino ni tiene sombra de justi-
cia alí^una; porque, si es verdad lo que se dice, que el desafiado puede-
escoger las armas, no es bien
que éste las escoja tales, que
le impidan ni estorben el sahr
vencedor: y así es mi parecer
que el gordo desafiador se es-
camonde, monde, entresaque,
pula y atilde, y saque seis arro-
bas de sus carnes, de aquí ó
de allí de su cuerpo, como me-
jor le pareciere y estuviere; y
desta manera, quedando en
cinco arrobas de peso, se igua-
lará y ajustará con las cinco de
su co'ntrario, y así podrán co-
rrer igualmente.
—¡Voto á tal, dijo un labra-
dor que escuchó la sentencia
de Sancho, que este señor ha
hablado como un bendito, y
sentenciado como un canónigo!
Pero á buen seguro que no ha
de querer quitarse el gordo
una onza de sus carnes, cuanto
más seis arrobas.
— Lo mejor es que no co-
rran, respondió otro, porque el
íiaco no se muela con el peso,
ni el gordo se descarne; y éche-
se la mitad de la apuesta en
vino, y llevemos estos señores
á la taberna de lo caro, y sobre mí la capa cuando llueva.
— Yo, señores, respondió Don Quijote, os lo agradezco; pero u
puedo detenerme un punto, porque pensamientos y sucesos tristes —
hacen parecer descortés, y caminar más que de paso.
Y así, dando de las espuelas a Rocinante, pasó adelante, dejándolos
admirados ei liaber visto y notado, así su extraña figura como la discre-
ción de su criado, que por tal juzgaron á Sancho; y otro de los labra-
dores dijo: «Si el criado es tan discreto, ¿cuál debe de ser el amo? Yo
apostaré que si van á estudiar á Salamanca, que á un tris han de venir
á ser alcaldes de Corte; que todo es burla, sino estudiar y más estudiar,
Camina, pues, amigo Sancho, y vamos i tener en nucHira.
tierra el año del noviciado...
o
me
82S
DON QUIJOTE ÜE EA MANCHA
y tener favor y ventura; y cuando menos se piensa el hombre, se halla
con una vara en la ñiano ó con una mitra en la cabeza.»
Aquella noche la pasaron amo y mozo en mitad del campo, al cielo
raso y descubierto; y otro día, siguiendo su camino, vieron que hacia
ellos venía un hombre de á pie, con unas alforjas al cuello y una azcona
ó chuzo en la mano, propio talle de correo de á pie; el cual, como llegó
junto á Don Quijote, adelantó el paso, y medio corriendo llegó á él, y
abrazándole por el muslo derecho (que no alcanzaba á más), le dijo con
muestras de mucha alegría: «¡Oh mi señor Don Quijote de la Mancha.
y qué gran contento ha de llegar al corazón de mi señor el Duque,
Y en bv.eiia paz y compaña despabilaron y dieron fondo cou todo el repuesto de las alforjas...
cuando sepa que vuesa merced vuelve á su castillo, que todavía se está
en él con mi señora la Duquesa! »
— No os conozco, amigo, respondió D. Quijote, ni sé quién sois, si
vos no me lo decís.
— Yo, señor Don Quijote, respondió el correo, soy Tosilos, el lacayo
del Duque, mi señor, que no quise pelear con vuesa merced sobre el
casamiento de la hija de doña Rodríguez.
— ¡Válame Dios!, dijo Don Quijote: ¿es posible que sois vos el que
los encantadores mis enemigos transformaron en ese lacayo que decís,
l)or defraudarme de la honra de aquella batalla?
— Calle, señor bueno, replicó el cartero; que no hubo encanto
alguno, ni mudanza de rostro ninguna: tan lacayo Tosilos entré en
la estacada, como Tosilos lacayo salí del la. Yo pensé catarme sin
pelear, por haberme parecido bien la moza; pero sucedióme al revés
mi pensamiento; pues así como vuesa merced se partió de nuestro cas-
tillo, el Duque, mi señor, me hizo dar cien palos, por haber contraveni-
do á las ordenanzas que me tenía dadas antes de entrar en la batalla;
y todo ha parado en que la muchacha es ya monja, y doña Rodríguez
se ha vuelto á Castilla, y yo voy ahora á Barcelona á llevar un pliego
l'AKTK SKUUMJA. CAPITULO LXVI S29
<le cartas al Virrey, que le envía mi amo. Si vuesa merced quiere un
traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una calabaza llena de lo
caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchen, que servirán de
llamativo y despertador de la sed, si acaso esta durmiendo.
— Quiero el envite, dijo Sancho, y échese el resto de la cortesía, y
escancie el buen Tosilos, á despecho y })es8r de cuantos encantadores
liay en las Indias.
— En fin, dijo Don Quijote, tú eres, Sancho, el mayor glotón del
mundo y el mayor ignorante de la tierra, pues no te persuades que este
correo es encantado, y este Tosilos contrahecho: quédate con él, y hár-
tate; que yo me iré adelante poco á poco, esperando á que vengas.
Rióse el lacayo, desenvainó su calabaza, desalforje') sus rajas, y sa-
cando un panecillo, él y Sancho se sentaron sobre la yerba verde, y en
buena paz y compaña despabilaron y dieron fondo con todo el repuesto
de las alforjas, con tan buenos alientos, que lamieron el pliego de las
■cartas, sólo porque olía á queso.
Dijo Tosilos á Sancho: «Sin duda éste tu amo, Sancho amigo, debe
<le ser un loco. »
— ¿Cómo, debe?, res})ondió Sancho; no debe nada á nadie; que todo
lo paga, y más cuando la moneda es' locura. Bien lo veo yo, y bien se
lo digo á él; pero ¿qué aprovecha?, y más agora, que va rematado, por-
que va vencido del Caballero de la Blanca Luna.
Rogóle Tosilos le contase lo que le había sucedido; pero Sancho le
respondió que era descortesía dejar que su amo le esperase; C[ue otro
<lía, si se encontrasen, habría lugar para ello; y levantándose, después
de haberse sacudido del sayo y las barbas las migajas, antecogió al Ru-
cio, diciendo «á Dios», dejó á Tosilos y alcanzó á su amo. que á la som-
bra de un árbol le estaba esperando.
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CAPÍTULO LXVII
De la resolución que tomó Don Quijote de hacerse pastor y seguir ia vida del^
campo, en tanto que se pasaba el año de su promesa, con otros sucesos,
en verdad gustosos y buenos.
I muchos peusamientos fatigaban á Don Quijote antes de ser
derribado, muchos más le fatigaron después de caído. Á la som-
bra del árbol estaba, como se ha dicho; y allí, como moscas á la
miel, le acudían y picaban pensamientos. Unos iban al desen-
canto de Dulcinea, y otros á la vida que había de hacer en su forzosa
retirada. Llegó Sancho, y alabóle la liberal condición del lacayo
Tosilos.
— ¿Es posible, le dijo Don Quijote, que todavía, ¡oh Sancho!, pienses
que aquél sea verdadero lacayo? Parece que se te ha ido de las mientes
haber visto á Dulcinea convertida y transformada en labradora, y al
Caballero de los Espejos en el bachiller Carrasco, obras todas de los
encantadores que me persiguen. Pero dime agora: ¿preguntaste á eso
Tosilos que dices, qué ha hecho Dios de AltisidoraV ¿Si ha llorado mi
ausencia, ó si ha, dejado ya en las manos del olvido los enamorados
pensamientos que en mi presencia le fatigaban?
— No eran, respondió Sancho, los que yo tenía tales, que me diesen
lugar á preguntar boberías. ¡Cuerpo de mí, señor! ¿Está vuesa merced
ahora en términos de inquirir pensamientos ajenos, especialmente
amorosos?
— Mira, Sancho, dijo Don Quijote, mucha diferencia hay de las
obras que se hacen por amor á las que se hacen por agradecimiento.
Bien puede ser que un, caballero sea desamorado; pero no puede ser,
hablando en todo rigor, que sea desagradecido. Quísome bien, al pare
PAETE SEGUNDA. CAPITULO LXVII 831
cer, Altisidora; dióme los tres tocadores que sabes; lloró en mi partida,
maldíjonie, vituperóme, quejóse, á despecho de la vergüenza, pública-
mente, señales todas de que me adoraba; que las iras de lor- amantes
suelen parar en maldiciones. Yo no tuve esperanzas que darle, ni teso-
ros que ofrecerle, porque las mías las tengo entregadas á Dulcinea, y
los tesoros de los caballeros andantes son, como los de los duendes, apa-
rentes y falsos; y sólo puedo darle estos acuerdos que della tengo, sin
perjuicio, empero, de los que tengo de Dulcinea, á quien tú agravias
con la remisión que tienes en azotarte y en castigar esas carnes (que
vea yo comidas de lobos), que quieren guardarse antes para los gusa-
nos, que para el remedio de aquella pobre señora,
— Señor, respondió Sancho, si va á decir la verdad, yo no me puedo-
persuadir que los azotes de mis posaderas tengan que ver con los des-
encantos de los encantados; que es como si dijésemos: «Si os duele la
cabeza, untaos las rodillas.» A lo menos, yo osaré jurar que en cuantas-
historias vuesa merced ha leído, que tratan de la andante caballería, no-
ha visto algún desencantado i)or azotes; pero por sí ó por no, yo me
los daré cuando tenga gana, y el tiempo me dé comodidad para casti-
garme.
— Dios lo haga, respondió Don Quijote, y los cielos te den gracia
para que caigas en la cuenta y en la obhgación que te corre de ayudar
á mi señora, que es la tuya, pues tú eres mío.
En estas pláticas iban siguiendo su camino, cuando llegaron al mis-
mo sitio y lugar donde fueron atropellados de los toros. Reconocióle
Don Quijote, y dijo á Sancho: «Este es el prado donde topamos á las
bizarras pastoras y gallardos pastores, que en él querían renovar é imi-
tar á la pastoral Arcadia, pensamiento tan nuevo como discreto, á cuya
imitación, si es que á ti te parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos
convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar reco-
gido. Yo compraré algunas ovejas y todas las demás cosas que al pas-
toral ejercicio son necesarias; y llamándome yo el pastor Quijótiz, y ti^
el pastor Pancino, nos andaremos por los montes, por las selvas y por
los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos
cristales de las fuentes, ó ya de los limpios arroyuelos, ó de los cauda-
losos ríos. Daránnos con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las
encinas, asiento los troncos de los durísimos alcornoques, sombra los;
sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los extendi-
dos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, á pe-^
sar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro, Apolo,
versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famo-
sos, no sólo en los presentes, sino en los venideros siglos.»
— Pardiez, dijo Sancho, que me ha cuadrado y aun esquinado' tal gé-
nero de vida; y más, que no la ha de haber aún bien visto el bachiDer
Sansón Carrasco y maese Nicolás el barbero, cuando la han de querer
seguir y hacerse pastores con nosotros, y aun quiera Dios no le venga
en voluntad al Cura de entrar también en el aprisco, según es de ale-
gre y amigo de holgarse.
B. P.- XX 54
832 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
—Tú has dicho muy bien, dijo Don Quijote; y podrá llamarse el ba
chiller Sansón Carrasco, si entra en el pastoral gremio, como entrará
sin duda, el pastor Sansonino, ó ya el pastor Carrascón; el barbero Ni-
colás se podrá llamar Niculoso, como ya el antiguo Boscán se llamó
Nemoroso; al Cura, no sé qué nombre le pongamos, si no es algún de-
rivativo de su nombre, llamándole el pastor Curiambro. Las pastoras
de quien hemos de ser amantes... como entre peras, podremos escoger
sus nombres; y pues el de mi señora cuadra así al de pastora como al
dé princesa, no hay para qué cansarme en buscar otro que mejor le
Venga: tú, Sancho, pondrás á la tuya el que quisieres.
. —No pienso, respondió Sancho, ponerle otro alguno sino el de Tere-
sóna, que le vendrá bien con su gordura y con el propio que tiene,
púés se llama Teresa; y más, que celebrándola yo en mis versos, vengo
á descubrir mis castos deseos, pues no ando á buscar pan de trastrigo
por las casas ajenas. El Cura no será bien que tenga pastora, por dar
Dúén ejemplo; y si quisiere el bachiller tenerla, su alma en su palma.
--jVálame Dios, dijo Don Quijote, y qué vida nos hemos de dar,
Saíicho amigo! ¡Qué de churumbelas han de llegar á nuestros oídos, qué
de gaitas zamoranas, qué de tamborines, y qué de sonajas y qué de ra-
beles! Pues ¿qué, si entre estas diferencias de músicas resuena la de los
albogues? Allí se verán casi todos los instrumentos pastorales.
— ¿Qué son albogues?, preguntó Sancho; que ni los he oído nombrar,
ái los he visto en toda mi vida.
'^—Albogues son, respondió Don Quijote, unas chapas á modo de can-
délérós de azófar, que dando una con otra por lo vacío y hueco, hacen
ún son, si no muy agradable ni armónico, que no descontenta, y viene
bierí Con la rusticidad de la gaita y del tamborín; y este nombre aJho-
gueg- 66 morisco, como lo son todos aquellos que en nuestra lengua
castellana comienzan en al, conviene á saber, almohaza, almorzar, al-
homhra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía, y otros semejantes, que
deben ser pocos más, y solos tres tiene nuestra lengua, que son moris-
cos y acaban en /, y son borceguí, zaquizamí y maravedí: alhelí y alfa-
quí, tanto por el al primero, como por el í en que acaban, son conoci
dos por arábigos. Esto te he dicho de paso, por habérmelo reducido Ji
la memoria la ocasión de haber nombrado albogues; y hanos de ayudar
mucho á poner en perfección este ejercicio el ser yo algún tanto poeta,
como tú sabes, y el serlo también en extremo el bachiller Sansón Ca-
rrasco. Del Cura no digo nada; pero yo apostaré que debe de tener sus
puntas y collar de poeta, y que las tenga también maese Nicolás no
dudo en ello, porque todos ó los más de su oficio son guitarristas y co-
pleros. Yo me quejaré de ausencia; tú te alabarás de firme enamorado;
el pastor Carrascón, de desdeñado; y el Cura Curiambro, de lo que él
más puede servirse, y así andará la cosa, que no haya más que desear.
A lo que responchó Sancho: «Yo soy, señor,' tan desgraciado, que
temo no ha de llegar el día en que en tal ejercicio me vea. ¡Oh qué
polidas cucharas tengo de hacer cuando pastor me vea! ¡Qué de migas,
qué de natas, qué de guirnaldas y qué de zarandajas pastoriles! Que.
PARTS SEGUNDA. — CAPÍTULO WCVIl S:'3
puesto que no me granjeen fama de discreto, no dejarán de granjearme
la de ingenioso. Sanchica, mi hija, nos llevará la comida al hato... Pero
¡guarda! que es de buen parecer, y hay pastores más maliciosos que
simples; y no querría que fuese por lana y volvieee trasquilada; y tan
bien suelen andar los amoies y los no buenos deseos por los campos
como por las ciudades, y por las pastorales chozas como por los reales
palacios; y quitada la causa se quita el pecado, y ojos que no ven, co-
r.azón que no quiebra, y más vale salto de mata que ruego de hombres
buenos.»
— No más refranes, Sancho, dijo Don Quijote, pues cualquiera de los
que has dicho basta para dar á' entender tu pensamiento; y muchas ve-
ces te he aconsejado que no seas tan i)r()digo de rellanes, y que te va-
yas á la mano en decirlos; pero paréceme que es predicar en desierto; y,
castígame mi madre, y yo trómpogelas.
— I*aréceme, respondió Sancho, que vuesa merced es como lo que
<licen: «Dijo la sartén á la caldera: quítate allá ojinegra.» Estáme re-
prendiendo que no diga yo refranes, y ensártalos vuesa merced de dos
en dos.
— Mira, Sancho, respondió Don Quijote, yo traigo los refranes á pro-
l)ósito, y \nenen, cuando los digo, como anillo en el dedo; pero tráeslos
tú tan por los cabellos, que los arrastras, y no los guías; y si no me
acuerdo mal, otra vez ie he dicho que los refranes son sentencias bre-.
ves, sacadas de la experiencia y especulación de nuestros antiguos sa-
bios; y el refrán que no viene á propósito, antes es disparate que sen-
tencia. I*ero dejémonos desto, y pues ya viene la noche, retirémonos
del camino real algún trecho, donde pasaremos esta noche, y Dios sabe
lo que será mañana.
Retiráronse, cenaron tarde y mal, bien contra la voluntad de Sancho,
a quiea se le representaban las estrechezas de la andante caballería
usadas en las selvas y en los montes; si bien tal vez la abundancia se
mostraba en los castillos y casas, así de don Diego de Miranda, como
en las bodas del rico Camacho y de don Antonio Moreno; pero consi-
deraba no ser posible ser .siempre de día lú siempre de noche; y así,
pasó aquella durmiendo, y su amo velando
-;>-
CAPÍTULO LXVIII
De la cerdosa aventura que le aconteció á Don Quijote.
f^ RA la noche algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo^
pero no en parte que pudiese ser vista; que tal vez la señora
Diana se va á pasear á las antípodas, y deja los montes negro&
y los valles escuros. Cumplió Don Quijote con la naturaleza,
durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al segundo; bien al revés de-
Sancho que nunca tuvo segundo, porque le duraba el sueño desde la
noche hasta la mañana, en que se mostraba su buena complexión y po
eos cuidado?.
Los de Don Quijote le desvelaron de manera, que despertó á San-
cho y le dijo: «Maravillado estoy, Sancho, de la libertad de tu condición.
Yo imagino que eres hecho de mármol ó de duro bronce, en quien no
cabe movimiento ni sentimiento alguno. Yo velo cuando tú duermes,
yo lloro cuando cantas, yo me desmayo de ayuno cuando tú estás pere-
zoso y desalentado de puro harto. De buenos criados es conllevar las
penas de sus señores y sentir sus sentimientos, por el bien parecer si-
quiera. Mira la serenidad desta noche, la soledad en que estamos, que
nos convida á entremeter alguna vigilia entre nuestro sueño. Levántate,
por tu vida, y desvíate algún trecho de aquí, y con buen ánimo y de-
nuedo agradecido date trecientos ó cuatrocientos azotes á buena cuen-
ta de los del desencanto de Dulcinea; y esto, rogando te lo suplico; que
no quiero venir contigo á los brazos como la otra vez, porque sé que los
tienes pesados. Después que te hayas dado, pasaremos lo que resta
de la noche, cantando yo mi ausencia, y tú tu firmeza, daado desde
agora principio al ejercicio pastoral que hemos de tener en nuestra
aldea.»
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXVIU
835
— Señor, respondió Sancho, no soy yo reliííioso, para que desde la
mitad de mi sueño me levante y me dicipline, ni menos me parece que
del extremo del dolor de los azotes se pueda pasar al do la música.
Vuesa merced me deje dormir, y no me apriete en lo de azotarme; que
me hará hacer juramento de no tocarme jamás al pelo del sayo, no
que al de mis carnes.
— ¡Oh alma endurecida!, ¡oh escudero sin piedad!, ¡oh pan mal em-
pleado, y mercedes mal consideradas, las que te he hecho y pienso de
liacerte! Por nn' te has visto ojobernador, y por mí te ves con esperan-
zas propincuas de ser conde ó tener otro título equivalente, y no tarda-
i-á el cumplimiento dellas más de cuanto tarde en pasar este año; que
yo 'post ietu'hras spero liiccm.
— No entiendo eso, replicó Sancho; S(')lo entiendo que en tanto que
duermo, ni tengo temor, ni esperanza, ni trabajo, ni gloria; y ¡bien haya
el que inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamien-
tos, manjar que quita la hambre, agua que aiiuyenta la sed, fuego que
calienta el frío, frío que templa el ardor, y íinalmente, moneda gene-
ral, con que todas las cosas se compran, balanza y peso que iguala al
pastor con el vey, y al simple con el discreto! Sola una cosa tiene mala
el sueño, según he oído decir, y es, que se parece á la muerte, pues de
un dormido á un muerto hay muy poca diferencia.
— Nunca te he oído hablar, Sancho, dijo Don Quijote, tan elegante-
mente como ahora; por donde vengo á conocer ser verdad el refrán
que tú algunas veces sueles decir: «no con quien naces, sino con quien
paces » .
— jAh, pesia tal!, replicó Sancho: señor nuestro amo, no soy yo ago-
ra el que ensarta refranes; que también á vuesa merced se le caen
de la boca de dos en dos, mejor que á mí; sino que debe de haber
entre los míos y los suyos esta diferencia: que los de vuesa merced
vendrán á tiempo, y los míos á deshora; pero, en efeto, todos son re-
franes.
En esto estriban, cuando sintieron un sordo estruendo y un áspero
ruido, que por todos aquellos valles se extendía. Levantóse en pie Don
Quijote y puso mano á la espada, y Sancho s( agazapó debajo del Ru-
cio, poniéndose á los If dos el h'o de las armas y la albarda de su jumen-
to, tan temblando de miedo, como alborotado Don Quijote. De punto
en punto iba creciendo el rui io y llegándose cerca á los dos temerosos;
á lo menos al uno, que al otro... ya se sabe su valentía. Es, pues, el caso,
que llevaban unos hombres á vender á una feria más de seiscientos
puercos, con los cuales caminaban á aquellas horas; y era tanto el ruido
que llevaban y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos de Don
Quijote y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podía. Llegó de tro-
pel la extendida y gruñidora piara; y sin tener respeto á la autoridad de
Don Quijote ni á la de Sancho, pasaron por cima de los dos, deshacien-
do las trincheas de Sancho y derribando, no sólo á Don Quijote, sino
llevando por añadidura á Rocinante. El tropel, el gruñir, la presteza con
-que llegaron los animales inmundos, puso en confusión y por el suelo
836 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
á la albarda, á las armas, al Rucio, á Rocinante, á Sancho y á Don
Quijote.
Levantóse Sancho como mejor pudo, y pidió á su amo la espada,
diciéndole que quería matar media docena de aquellos soeces y deseo-
medidos puercos; que ya había conocido que lo eran,
Don Quijote le dijo: «Déjalos estar, amigo; que esta afrenta es pena
de mi pecado; y justo castigo del cielo es, que á un caballero andante
vencido le coman adivas, y le piquen avispas, y le hocen puercos.»
— También debe de ser castigo del cielo, respondió Sancho, que á los
escuderos de los caballeros vencidos los puncen moscas, lo? coman pio-
jos y les embista la hambre. Si los escuderos fuéramos hijos de los ca-
balleros á quien servimos, ó parientes suyos muy cercanos, no fuem
mucho que nos alcanzara la pena de sus culp as hasta la cuarta genera-
ción. Pero ¿qué tienen que ver los Panzas con los Quijotes? Agora bien,
tornémonos á acomodar, y durmamos lo poco que queda de la noche,
y amanecerá Dios y medraremos.
— Duerme tú, Sancho, respondió Don Quijote, que naciste para dor-
mir; qne yo nací para velar: en el tiempo que falta de aquí al día daré
rienda á mis pensamientos, y los desfogaré en un madrigalete que, sin
que tú lo sepas, anoche compuse en la memoria.
— A mí me parece, respondió Sancho, que los pensamientos que dan
lugar á hacer coplas no deben de ser muchos: vuesa merced coplee
cuanto quisiere; que yo dormiré cuanto pudiere. Y luego, tomando en
el suelo cuanto quiso, se acurrucó, y durmió á sueño suelto, sin que
tíanzas ni deudas, ni dolor alguno se lo estorbase.
Don Quijote, arrimado á un tronco de una haya ó de un alcornoque
(que Cide Hamete Benengeli no distingue el árbol que era), al son de
sus mismos suspiros cantó de esta suerte:
Amor, cuando yo pienso
En el mal que me das, terrible y fuerte.
Voy corriendo á la muerte.
Pensando a.sí acabar mi mal inmenso;
Mas en llegando al paso.
Que en puerto en este mar de mi tormento,
Tan*a alegría siento,
Que la vida se esfuerza, y no le paso.
Así el vivir me mata,
Y la muerte me torna á dar la vida.
¡Oh condición no oída.
La que conmigo muerte y vida trata!
Cada verso destos acompañaba con muchos -suspiros y no pocas lá-
grimas, bien como aquel cuyo corazón gemía, traspasado con el doloi^
del vencimiento y con la ausencia de Dulcinea.
Llegóse en esto el día, dio el sol con sus rayos en los ojos á Sancho,
despertó y esperezóse, sacudiéndose y estirándose los perezosos mieni
bros, miró el destrozo que habían hecho los puercos en su repostería
y maldijo la piara y aun más adelante. Finalmente, volvieron los do-
á su comenzado camino, y al declinar de la tarde, vieron que hacia.
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXVIII 837
^ ^ . _ ^ : -. . .,„^^_,
ellos venían hasta diez hombres de á caballo y cuatro ó cinco de á piéi
Sobresaltóse el corazón de Don Quijote y azaróse el de Sancho, porqu($
la gente que se les llegaba traía lanzas y adargas, y venía muy á punté
de guerra.
\'^olvióse Don Quijote á Sancho, y díjole: «Si yo pudiera, Sancho j.
ejercitar mis armas, y mi promesa no me hubiera atado los brazosy
esta máquina que sobre nosotros viene la tuviera yo por tortas y paii-
pintado; pero podría ser fuese otra cosa de la que tememos.»
Llegaron en esto los de á caballo, y arbolando las lanzas, sin hablar
palabra alguna rodearon á Don Quijote, y se las pusieron á las espal-
das y pechos, amenazándole de muerte, l'^no de los de á pie, puesto
un dedo en la boca en señal de que callasen, asi(') del freno de Rocinante
y le sacó del camino, y los demás de á pie, antecogiendo á Sancho y al
Rucio, guardando todos maravilloso silencio, siguieron los pasos del que
llevaba á Don Quijote, el cual dos ó tres veces quiso preguntar adonde
le llevaban ó qué querían; pero apenas comenzaba á mover los labios,
cuando se los iban á cerrar con los hierros de las lanzas; y á Sancho le
acontecía lo mismo, porque apenas daba muestras de hablar, cuando
uno de los de á pie con un aguijón le [)unzaba, y al Rucio ni más ni
menos, como si hablar quisiera.
Cerró la noche, apresuraron el paso, creció en los dos presos el mie-
do, y más cuando oyeron que de cuando en cuando les decían: «Cami-
nad, trogloditas; callad, bárbaros; pagad, antropófagos; no os quejéis,
scitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores, leones carniceros»; y
otros nombres semejantes á éstos, con que atormentaban los oídos de
los miserables amo y mozo.
Sancho iba diciendo entre sí: «¡Nosotros tortolitasl, ¡nosotros bárba-
ros ni estropajos!, ¡nosotros perritas, á quien dicen cita, cita! No me
contentan nada estos nombres; á mal viento va esta parva; todo el maj
nos viene junto, como al perro los palos; y ¡ojalá })arase en ellos lo que
amenaza esta aventura tan desventurada! »
Iba Don (¿uijote embelesado, sin poder atinar, con cuantos discur»
sos hacía, á qué serían aquellos nombres llejios de vituperios que les
ponían, de los cuales sacaba en limpio no esperar ningún bien, y temer
mucho mal. Llegaron en esto, una liora casi de la noche, á un castillo,
que bien conoció Don Quijote que era el del Duque, donde había poco
que habían estado. "¡Válame Dios!, dijo, así como conoció la estancia;
¿y qué será esto? Sí; que en esta casa todo es cortesía y buen comedi-
miento; pero para los vencidos, el bien se vuelve en mal, y el mal en
peor.)
Entraron al patio principal del castillo, y viéronle aderezado y puesto
de manera que les acrecentó la admiración y les dobló el miedo, como
se verá en el siguiente capítulo.
CAPITULO LXIX
Del más raro y más nuevo suceso que en iodo el discurso desta grande historia
avino á Don Quijote.
PEÁRONSE los de á caballo, y, junto con los de á pie, tomando
en peso y arrebatadamente á Sancho y á Don Quijote, los en-
traron en el patio, alrededor del cual ardían casi cien hachas
puestas en sus blandones, y por los corredores del patio más
.de quinientas luminarias, de modo que, á pesar de la noche, que se
mostraba algo escura, no se echaba de ver la falta del día. En medio
peí patio se levantaba un túmulo como dos varas del suelo, cubierto
todo con un grandísimo dosel de terciopelo negro, alrededor del cual,
por sus gradas ardían velas de cera blanca sobre más de cien can dele-
ros de plata, encima del cual túmulo se mostraba un cuerpo muerto de
una tan hermosa doncella, que hacía parecer con su hermosura hermo-
sa á la misma muerte.
Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, coronada con una
guirnalda, de diversas y odoríferas flores tejida, las manos cruzadas so-
bre el pecho, y entre ellas un ramo de amarilla y vencedora palma. A
un lado del patio estaba puesto un teatro, y en dos sillas sentados dos
personajes, que por tener coronas en la cabeza y cetros en las manos, da-
ban señales de ser algunos reyes, ya verdaderos ó ya ungidos. Al lado
deste teatro, adonde se subía por algunas gradas, estaban otras dos sillas,
sobre las cuales, los que trajeron los presos, sentaron á Don Quijote y
á Sancho, todo esto callando, y dándoles á entender con señales á los
dos que asimismo callasen; pero sin que se lo señalaran, callaran ellos,
porque la admiración de lo que estaban mirando les tenía atadas
las lenguas. Subieron en esto al teatro con mucho acompañamiento
PAETE SEGUNDA. CAPITULO LXIX
839
•dos principales personajes, que luego fueron conocidos de Don Quijote
ser el Duque y la Duquesa, sus huéspedes, los cuales se sentaron en
■dos riquísimas sillas junto á los dos que parecían reyes. ¿Quién no se
había de admirar con esto, añadiéndose á ello haber conocido Don
Quijote que el cuerpo muerto, que estaba sobre el túmulo, era^el de la
hermosa Altisidora?
Al subir el Duque y la Duquesa en el teatro, se levantaron Don (Qui-
jote y Sancho, y les hicieron una profunda humillación, y los Duques
hicieron lo mismo, inclinando algún tanto las cabezas. Salió en esto de
través un ministro, y llegándose á Sancho, le echó una ropa de bocací
negro encima, toda pintada con llamas de fuego, y quitándole la cape-
ruza, le puso en la cabezo una coroza, al modo de las que sacan los pe-
nitenciados por el Santo Oficio; y díjole al oído que no descosiese los
labios, porque le echarían una mordaza ó le quitarían la vida. Mn-ábase
Sancho de arriba abajo; veíase ardiendo en llamas; pero, como no le
quemaban, no las estimaba en dos ardites. Quitóse la coroza, viola j)in-
tada de diablos, volviósela á poner, diciendo entre sí: «Aun bien que ni
ellas me abrasan ni ellos me llevan.» Mirábale también Don Quijote; y
aunque el temor le tenía suspensos los sentidos, no dejó de reírse de
ver la figura de Sancho. Comenzó en esto á salir, al parecer, debajo del
túmulo un son sumiso y agradable de fiautas, que. por no ser impedido
de alguna humana voz, porque en aquel sitio el mismo viento guarda-
ba silencio, asimismo se mostraba blando y amoroso. Luego hizo de sí
improvisa muestra, junto á la almohada del, al parecer, cadáver, un her-
moso mancebo vestido á lo romano, que al son de una arpa, que él
mismo tocaba, cantó con suavísima y clara voz estas dos estancias:
< En tanto que eu ai vaelve Altlaldora,
Mnerta por la cmeldad de Don Quijote,
V en tanto que en la Corte encantadora
Se vistieren las damas de picote,
Y en tanto que á sus dueSas mi señora
Vistiere de bayeta y de añascóte.
Cantaré su belleza y su desurracia
Con mejor plectro que el cantor de Traíia.
Y aun no se me figura que me toca
Aqueste oficio solamente en vida;
Mas con la lengua muerta y fría eu la boca
Pienso mover la voz á ti debida:
Libre mi alma de su estrecha roca,
Por el Estjgio lago conducida.
Celebrándote ir», y aquel sonido
Hará parar las aguas del olvido •
— No más, dijo á esta sazón mío de los que parecían reyes; no más,
cantor divino; que sería proceder en infinito representarnos ahora la
muerte y la^ gracias de la sin par Altisidora, no muerta, como el mundo
ignorante piensa; sino viva en las lenguas de la fama, y en la pena que
para volverla á la perdida luz ha de pasar Sancho Panza, que está pre-
sente; y así, ¡oh tú, Radamanto, que conmigo juzgas en las cavernas ló-
bregas de Dite!, pues sabes todo aquello que en los inescrutables hados
840 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
está determinado acerca de volver en sí esta doncella, dilo y decláralo
luego, porque no se nos dilate el bien que con su nueva vuelta espe-
ramos. »
Apenas hubo dicho esto Minos, juez compañero de Radamanto,
cuando levantándose en pie Radamanto, dijo: «Ea, ministros desta casa,
altos y bajos, grandes y chicos, acudid unos tras otros, y sellad el rostro
de Sancho con veinte y cuatro mamonas, y con doce pellizcos y seis al-
filerazos sus brazos y lomos; que en esta ceremonia consiste la salud de
Altisidora. »
Oyendo lo cual Sancho Panza, rompió el silencio y dijo: «¡Voto á
tal! Así me deje yo sellar el rostro ni manosearme la cara, como volver-
me moro. ¡Cuerpo de mí! ¿Qué tiene que ver manosearme el rostro con
la resurrección desta doncella? Regostóse la vieja á los bledos: encantan
á Dulcinea, y azótanme para que se desencante; muérese Altisidora de
males que Dios quiso darle, y hala de resucitar hacerme á mí veinte y
cuatro mamonas, y acribarme el cuerpo á alfilerazos, y acardenalarme
los brazos á pellizcos. Esas burlas á un cuñado; que yo soy perro viejo,
y no hay conmigo tus tus.»
— Morirás, dijo en alta voz Radamanto. Ablándate, tigre; humíllate,
Membrot soberbio; y sufre y calla, pues no te piden imposibles; y no te
metas en averiguar las dificultades deste negocio: mamonado has de ser,
acrebillado te has de ver, pellizcado has de gemir, ¡Ea, digo, ministros,
cumplid mi mandamiento; si iio, por la fe de hombre de bien, que ha-
béis de ver para lo que nacisteis!
Parecieron en esto (que por el patio venían) hasta seis dueñas en
procesión, una tras otra, las cuatro con anteojos, y todas levantadas las
manos derechas en alto, con cuatro dedos de muñecas de fuera, para
hacer las manos más largas, como ahora se usan.
No las hubo visto Sancho, cuando bramando como un toro, dijo:
«Bien podré yo dejarme manosear de todo el mundo; pero consentir
que me toquen dueñas, eso no. Gatéenme el rostro, como hicieron á mi
amo en este mesmo castillo; traspásenme el cuerpo con puntas de dagas
buidas; atenácenme los brazos con tenazas de fuego; que yo lo llevaré
en paciencia, y serviré á estos señores; pero que me toquen dueñas, no
lo consentiré si me llevase el diablo.»
Rompió también el silencio Don Quijote, diciendo á Sancho: «Ten
paciencia, hijo, y da gusto á estos señores, y muchas gracias al cielo
por haber puesto tal virtud en tu persona, que con el martirio della des-
encantes los encantados y resucites los muertos.»
Ya estaban las dueñas cerca de Sancho, cuando él, más blando y
más persuadido, poniéndose bien en .la silla, dio rostro y barba á la
primera, la cual le hizo una mamona muy bien sellada, y luego una
gran reverencia.
— Menos cortesía y menos muda, señora dueña, dijo Sancho; que por
Dics, que traéis las manos oliendo á vinagrillo.
Finalmente, .todas las dueñas le sellaron, y otra mucha gente de casa
le pellizcaron; pero lo que él no pudo sufrir fué el punzamiento de los
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXIX 841
altileres; y así, se levantó de la silla, al parecer mohíno; y asiendo de
una hacha encendida que junto á él estaba, dio tras las dueñas y tras
todos sus verdugos, diciendo: «¡Afuera, ministros infernales; que no
soy yo de bronce, para no sentir tan extraordinarios martirios! »
En esto Altísídora, que debía de estar cansada, por haber estado
tanto tiempo supina, se volvió de un lado; visto lo cual por los circuns-
tantes, casi todos á una voz dijeron: «Viva es Altísídora, Altísídora
vive.» Mandó Iladamanto á Sancho que depusiese la ira, pues ya se
hacía alcanzado el intento que se procuraba.
Así como Don Quijote vio rebullir á Altisidora, se fué á poner de
rodillas delante de Sancho, diciéndole: «Agora es tiempo, hijo de mis
entrañas, no que escudero mío, que te des algunos de los azotes que
estás obligado á darte por el desencanto de Dulcinea. Agora digo que
es el tiempo, donde tienes sazonada la virtud, y con eficacia de obrar el
bien^que de ti se espera.»
A lo que respondió Sancho: «Esto me parece argado sobre argado,
y no miel sobre liojuelas. ¡Bueno sería que tras pellizcos, mamonas y
alfilerazos, viniesen ahora los azotes! No tienen más que hacer, sino
tomar una gran piedra y atármela al cuello, y dar conmigo en un pozo,
de lo que á mí no i)esaría mucho, si es que para curar los males ajenos
tengo yo de ser la vaca de la boda. Déjenme; si no, por Dios que lo
arroje y lo eche todo á trece, aunque no se venda.»
Ya en est ) se había sentado en el túmulo Altisidora, y al mismo
instante sonaron las chirimías, á quien acompañaron las fiautas y las
voces de todos, que aclamaban: «Viva Altisidora, Altisidora viva.»
Levantáronse los Duques y los reyes Minos y Radamanto, y todos
juntos, con Don Quijote y Sancho, fueron á recebir á Altisidora y á
bajarla del túmulo, la cual, haciendo de la desmayada, se inclinó á los
Duques y á los reyes; y mirando de través á Don Quijote, le dijo: «Dios
te lo perdone, desamorado caballero, pues por tu crueldad he estado en
el otro mundo, á mi parecer, más de mil años; y á ti ¡oh el más compa-
sivo escudero que contiene el orbe! te agradezco la vida que poseo.
Dispon desde hoy más, amigo Sancho, de seis camisas mías que te
mando, para que hagas otras seis para ti, que si no son todas sanas, á
lo menos son todas limpias.»
Besóle por ello las manos Sancho con la coroza en la mano y las
rodillas en el suelo. Mandó el Duque que se la quitasen, y le volviesen
su caperuza, y le quitasen la ropa de las llamas. SupHcó Sancho al Du-
que que le dejasen la ropa y mitra; que las quería llevar á su tierra por
señal y memoria de aquel nunca visto suceso. La Duquesa respondió
que sí dejarían; que ya sabía él cuan grande amiga suya era. Mandó el
Duque despejar el patio y que todos se recogiesen á sus estancias, y
que á Don Quijote y á Sancho los llevasen á la que ellos ya se sabían.
CAPITULO LXX
'Que sigue al de sesenta y nueve, y trata de cosas no excusadas para la claridad
desta historia.
uRMió Sancho aquella noche en una carriola en el mismo apo-
[ppm sentó de Don Quijote, cosa que él quisiera excusarla si pudie
vi'W ra, porque bien sabía que su amo no le había de dejar dormir
á preguntas y á respuestas, y no se hallaba en disposición de
■hablar mucho, porque los dolores de los martirios pasados los tenía
presentes, y no le dejaban libre la lengua; y viniérale más á cuento
dormir en una choza solo, que no en aquella rica estancia acompañado.
Sahóle su temor tan verdadero y su sospecha tan cierta, que ape-
nas hubo entrado su señor en el lecho, cuando dijo: «¿Qué te parece,
•Sancho, del suceso desta noche? Grande y poderosa es la fuerza del
desdén desamorado, cuando por tus mismos ojos has visto muerta á
Altisidora, no con otras saetas, ni con otra espada, ni con otro instru-
mento bélico, ni con venenos mortíferos, sino con la consideración del
.rigor y el desdén con que yo siempre la he tratado.»
— Muriérase ella en hora buena cuando quisiera y como quisiera,
respondió Sancho; y dejárame á mí en mi casa, pues ni yo la enamoré,
ni la desdeñé en mi vida. Yo no sé, ni puedo pensar cómo sea que la
rsalud de Altisidora, doncella más antojadiza que discreta, tenga que
ver, como otra vez he dicho, con los martirios de Sancho Panza. Agora
•sí que vengo á conocer clara y distintamente que hay encantadores y
•encantos en el mundo, de quien Dios me libre, pues yo no me sé
librar; con todo esto, suplico á vuesa merced me deje dormir, y no
me pregunte más, si no quiere que me arroje por una ventana abajo.
— Duerme, Sancho amigo, respondió Don Quijote, si es que te dan
PAKTE SEGUNDA. CAPÍTULO LXX 843
lugar los alfilerazos y pellizcos recibidos y las mamonas hechas.
— Ningún dolor, replicó Sancho, llegó á la afrenta de las mamonas,,
no por otra cosa que por habérmelas hecho dueñas, que confundidas
sean; y torno á suplicar á vuesa merced me deje dormir, porque el sueño
es alivio de las miserias de los que las tienen despiertos.
— Sea así, dijo Don Quijote, y Dios te acompañe.
Durmiéronse los dos, y en este tiempo quiso escribir y dar cuenta.
Cide Hamete, autor desta grande historia, qué les movió á los Duques,
á levantar el ediñcio de la máquina referida; y dice que no habiéndosele
olvidado al bachiller Sansón Carrasco cuando el Caballero de los Espe-
jos fué vencido y derribado i)or Don Quijote, cuyo vencimiento y caída
borró y deshizo todos sus designios, quiso volver á probar la mano, es-
perando mejor suceso que el pasado; y así, informándose del paje que
llevó la carta y presente á Teresa Panza, mujer de Sancho, adonde Don
Quijote quedaba, buscó nuevas fcrmas y caballo, y puso en el escudo la
blanca luna, llevándolo todo sobre un macho, á quien guiaba un labra-
dor, y no Tomé Cecial, su antiguo escudero, porque no fuese conocido
de Sancho ni de Don Quijote. Llegó, pues, al castillo del Duque, que le^
informó del camino y derrota que Don Quijote llevaba, con intento de
hallarse en las justas de Zaragoza. Díjole asimismo las burlas que le ha-
bía hecho, con la traza del desencanto de Dulcinea, que había de ser á
costa de las posaderas de Sancho. En fin, le dio cuenta de la burla que
Sancho había hecho de su amo dándole á entender que Dulcinea estaba,
encantada y transformada en labradora, y cómo la Duquesa, su mujer,
había dado á entender á Sancho que él era el que se engañaba, porque
verdaderamente estaba encantada Dulcinea; de que no poco se rió y ad-
miró el bachiller, considerando la agudeza y simplicidad de Sancho,
como el extremo de la locura de Don Quijote. Pidióle el Duque que si le
hallase (que le venciege ó no), se volviese por allí á darle cuenta del su-
ceso. Hízolo así el bachiller; partióse en su busca, no le halló en Zara-
goza, pasó adelante, y sucedióle lo que queda referido. Volvióse por el
castillo del Duque, y contóselo todo, con las condiciones de la batalla, y
que ya Don Quijote volvía á cumplir, como buen caballero andante, la
palabra de retirarse un año en su aldea, en el cual tiempo podía ser, dijo-
el bachiller, que sanase de su locura; que esta era la intención que le
había movido á hacer aquellas transformaciones, por ser cosa de lástima
que un hidalgo tan bien entendido como Don Quijote fuese loco. Con
esto, se despidió del Duque, y se volvió á su lugar, esperando en él á
Don Quijote, que tras él venía De aquí tomó ocasión el Duque de ha-
cerle aquella burla: tanto era lo que gustaba de las cosas de Sancho y de
Don Quijote; y haciendo tomar los caminos (cerca y lejos del castillo) .
por todas las partes que imaginó que podría volver Don Quijote, con
muchos criados suyos de á pie y de á caballo, para que por fuerza ó de
grado le trajesen al castillo, si le hallasen, halláronle y dieron aviso al
Duque, el cual, ya prevenido de todo lo que había de hacer, así como-
tuvo noticia de su llegada, mandó encender las hachas y las luminarias -
del patio, y poner á Altisidora sobre el túmulo, con todos los aparatos-
844
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
que se han contado, tan al vivo y tan bien hechos, que de la verdad á
ellos había bien poca diferencia. Y dice más Cide Hamete: que tiene
para sí ser tan locos los burladores como los burlados, y que no estaban
los Duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahinco ponían en
burlarse de dos; los cuales, el uno durmiendo á sueño suelto, y el otro
velando á pensamientos des-
atados, les tomó el día, y no
la uaná de levantarse; aun-
c|ue las ociosas plumas, ni
vencido ni vencedor, jamás
dieron gusto á Don Quijote.
Altisidora, en la opinión
de Don Quijote vuelta de
muerte á vida, siguiendo el
humor de sus señores, coro
nada con la misma guirnalda
que en el túmulo tenía, y ves -
tida una tunicela de tafetán
blanco, sembrada de flores
de oro, y sueltos los cabellos
})or las espaldas, arrimada á
un báculo de negro y finísi-
mo ébano, entró en el apo-
sento de Don Quijote, con
cuya presencia turbado y
con tuso, se encogió y cubrió
casi todo con las sábanas y
colchas déla cama, muda la
lengua, sin que acertase á
liacerle cortesía ninguna.
Sentóse Altisidora en una
silla junto á su cabecera,
y después de haber dado un
gran suspiro, con voz tierna
y de))ilitada le dijo: «Cuan-
do las mujeres principales y las recatadas doncellas atropellan por la
honra, y dan licencia á la lengua que rompa por todo inconveniente,
dando noticia en púbhco de los secretos que su corazón encierra, en es-
treclio término se hallan. Yo, señor Don Quijote de la Mancha, soy
una déstas; apretada, vencida y enamorada, pero con todo esto, sufrida
y honesta, tanto, que por serlo tanto, reventó mi alma por mi senti-
miento, y perdí la vida. Dos días ha que por la consideración del rigor
con que me has tratado, ¡oh más duro que mármol á mis quejas, empe-
dernido caballero!, he estado muerta, ó á io menos juzgada por ta] de
los que me han visto; y si no fuera porque el amor, condoliéndose de
mí, depositó mi remedio en los martirios deste buen escudero, allá me
quedara en el otro mundo.»
Sentóse Altisidora en nna silla j\into á su cabecera.
PARTE SEGUNDA. CAPÍTULO LXX 845
— Bien pudiera el amor, dijo Sancho, depositarlos en los de mi asno;
que yo se lo agradeciera. Pero dígame, señora, así el cielo la acomode
con otro más blando amante que mi amo, ¿qué es lo que vio en el otro
mundo? ¿Qué hay en el infierno? Porque quien muere desesperado, por
fuerza ha de tener aquel paradero.
— La verdad que os diga, respondió Altifeidora, yo no debí de morir
del todo, pues no entré en el infierno; que si allá entrara una por una,
no pudiera salir del, aunque quisiera. La verdad es que llegué á la
puerta, adonde estaban jugando hasta una docena de diablos á la pelo-
ta, todos en calzas y en jub(jn, con valonas guarnecidas con puntas de
randas tlamencas y con unas vueltas de lo mismo, que les servían de
pufios, con cuatro dedos de brazo de fuera, porque pareciesen las ma-
nos más largas, en las cuales tenían unas palas de fuego. Y lo que más
me admiró fué que les servían, en lugar de pelotas, libros, al parecer
llenos de viento y de borra, cosa maravillosa y nueva; pero esto no me
iidmiró tanto como el ver que siendo natural de los jugadores el ale-
grarse los gananciosos y entristecerse los que pierden, allí en aquel jue-
go todos gruñían, todos regañaban y todos se maldecían.
— Eso no es maravilla, respondió Sancho; porque los diablos, jue-
guen ó no jueguen, nunca pueden estar contentos, ganen ó no ganen.
— Así debe de ser, respondió Altisidora; mas hay otra cosa que tam-
bién me admira (quiero decir me admiró entonces), y fué, que al pri-
mer voleo no quedaba pelota en pie, ni de provecho para servir otra
vez, y así menudeaban libros nuevos y viejos, que era una maravilla.
A uno dellos, nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papi-
rotazo, que le sacaron las tripas y le esparcieron las hojas. Dijo un dia-
blo á otro: «Mirad qué libro es ese.»
. » Y el diablo le respondió: «Esta es la Segunda parte de la Historia de
Don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer
autor, sino ])or un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas.»
» — Quitádmele de ahí, respondió el otro diablo, y metedle en los abis-
mos del infierno; no le vean más mis ojos.
« — ¿Tan malo es?, respondió el otro.
» — Tan malo, replicó el primero, que si, de propósito, yo mismo me
pusiera á hacerle peor, no acertara.
» Prosiguieron su juego, p-iloteando otros Hbros; y yo, por haber oído
nombrar á Don (Quijote, á quien tanto adamo y quiero, procuré que
se me quedase en la memoria esta visión.
— Msión debió de ser verdadera sin duda, dijo Don (Quijote, porque
lio hay otro yo en el mundo; y ya esa historia anda por acá de mano
en mano, pero no para en ninguna, porque todos la dan del pie. Yo no
me he alterado en oir que ando, como cuerpo fantástico, por las tinie-
blas del abismo, ni por la claridad de la tierra, porque no soy aquél de
quien esa historia trata. Si ella fuera buena, fiel y verdadera, tendrá
siglos de vida; pero si fuere mala, de su parto á la sepultura no será
muy largo el camino.
Iba Altisidora á proseguir en quejarse de Don Quijote, cuando le
846 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
dijo Don Quijote: «Muchas veces os he dicho, señora, que á mí me pesa
de que hayáis colocado en mí vuestros pensamientos, pues de los míos,
•antes pueden ser agradecidos que remediados. Yo nací para ser de Dul-
cinea del Toboso, y los hados, si los hubiera me dedicaron para ella; y
pensar que otra alguna hermosura ha de ocupar el lugar que en mí
alma tiene, es pensar lo imposible. Suficiente desengaño es este para
que os retiréis en los límites de vuestra honestidad, pues nadie se pue-
de obligar á lo imposible » .
Oyendo lo cual Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo:'
«¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más
terco y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que
si arremeto á vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis, por ventura,
don vencido y don molido á palos, que yo me he muerto por vos? Todo
lo que habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que
por semejante camello había de dejar que me doliese un negro de la
uña, cuanto más morirme.»
— Eso creo yo muy bien, dijo Sancho; que esto del morirse los
enamorados es cosa de risa. Bien lo pueden ellos decir, pero ¡hacer!,
créalo Judas.
Estando en estas pláticas, entró el músico, cantor y poeta, que había
cantado las dos ya referidas estancias, el cual, haciendo una gran
reverencia á Don Quijote, dijo: «Vuesa merced, señor caballero, me
cuente 3'^ tenga en el número de sus mayores servidores, porque ha mu-
chos días que le soy muy aficionado, así por su fama como por sus
hazañas.»
Don Quijote le respondió: «Vuesa merced me diga quién es, porque
mi cortesía responda á sus merecimientos.»
El mozo respondió que era el músico y panegírico de la noche antes.
— Por cierto, replicó Don Quijote, que vuesa merced tiene extremada
voz; pero lo que cantó no me parece que fué muy á propósito, porque,
¿qué tienen que ver las estancias de Garcilaso con la muerte desta
señora?
— No se maraville vuesa merced deso, respondió el músico; que ya
entre los intensos poetas de nuestra edad se usa que cada uno escriba
como quisiere y hurte de quien quisiere, venga ó no venga á pelo de su
intento, y ya no hay necedad que canten ó escriban que no se atribuya
á licencia poética.
Responder quisiera Don Quijote, pero estorbáronlo el Duque y la
Duquesa, que entraron á verlos; entre los cuales pasaron una larga \
dulce plática, en la cual dijo Sancho tantos donaires y tantas malicias,
que dejaron de nuevo admirados á los Duques, así con su simplicidad
como con su agudeza. Don Quijote les suplicó le diesen licencia para
partirse aquel mismo día, pues á los vencidos caballeros como él, más
les convenía habitar una zahúrda que no reales palacios. Diéronsela de
muy buena gana, y la Duquesa le preguntó si quedaba en su gracia
Altisidora.
El le respondió: «Señora mía, sepa vuestra señoría que todo el mal
PAKTE SEGUNDA. CAPITULO I.XX 847
desta doncella nace de ociosidad, cuyo remedio es la ocupación honesta
y continua. Ella me ha dicho aquí que se usan randas en el intierno; y
pues ella las debe de^saber hacer, no las deje de la mano; que ocupada
en menear los palillos, no se menearán en su imaginación la imagen ó
imagines de lo que bien quiere; y ésta es la verdad, éste mi parecer, y
éste es mi consejo.»
— Y el mío, añadió Sancho; pues no he visto en toda mi vida randera
que por amor se haya muerto; que las doncellas ocupadas... más ponen
sus pensamientos en acabar sus tareas que en i)ensar en sus amores. Por
mí lo digo; pues mientras estoy cavando, no me acuerdo de mi oíslo;
digo de mi Teresa Panza, a quien quiero más que á las pestañas de mis
ojos.
—Vos decís muy bien, Sancho, dijo la Duquesa, y yo haré que mi
Altisidora se ocupe de aquí adelante en hacer alguna labor blanca; quQ
la sabe hacer por extremo.
— No hay para qué, señora, respondió Altisidora, usar dése remedios
pues la consideración de las crueldades que conmigo ha usado este ma-
landrín mostrenco, me le borrarán de la memoria sin otro artificio al'
guno; y, con licencia de vuestra grandeza, me quiero quitar de aqni.
por no ver delante de mis ojos, ya no su triste figura, sino su fea y abo-
minable catadura.
— Eso me parece, dijo el Duque, á lo que suele decirse, que aquel que
dice injurias, cerca está de perdonar.
Hizo Altisidora muestras de limpiarse las lágrimas con un pañuelo,
y haciendo reverencia á sus señores, se salió del aposento.
— Mandóte yo, dijo Sancho, pobre doncella, mandóte, digo, mala ven-
tura, Dues las has habido con un alma de esparto y con un corazón de
encina: á fe que si las hubieras conmigo, otro gallo te cantara.
Acabóse la plática, vistióse Don Quijote, comió con los Duques, y
partióse aquella tarde.
B. P.-XX
CAPÍTULO LXXI
De lo que á Don Quijote le sucedió con su escudero Sancho,
yendo á su aldea.
!BA el vencido y asendereado Don Quijote pensativo además por
^ una parte y muy alegre por otra. Causaba su tristeza el venci-
miento, y la alegría el considerar en la virtud de Sancho, como lo
V" había mostrado en la resurrección de Altisidora; aunque con algún
escrúpulo se persuadía a que la enamorada doncella fuese muerta de
veras. No iba nada alegre Sancho, porque le entristecía ver que Altisi-
dora no le había cumplido la palabra de darle las camisas; y yendo y
viniendo en esto, dijo un día á su amo: «En verdad, señor, que soy el
más desgraciado médico que se debe hallar en el mundo, en el cual hay
físico que, con matar al enfermo que cura, quiere ser pagado de su tra-
bajo, que no es otro sino firmar una cedulilla de algunas medicinas, que
no las hace él, sino el boticario, y cátalo cantusado; y á mí, que la salud
ajena me cuesta §otas de sangre, mamonas, pellizcos, alfilerazos y azo-
tes, no me dan un ardite. Pues yo les voto á tal, que si me traen á las
manos otro algún enfermo, que antes que le cure me han de untar las
mías; que el abad^ de donde canta yanta; y no quieio creer que me haya
dado el cielo la vítfcud que tengo, para que yo la comunique con otros
de bóbilis, bóbilis.
— Tú tienes razón, Sancho amigo, respondió Don Quijote, y halo \
hecho muy mal Altisidora en no habeite dado las prometidas camisas;
}'■ puesto que tu virtud es gratís data, que no te ha costado estudio
alguno, más que estudio es recebir martirios en tu persona. De mí te
sé decir que si quisieras paga por los azotes del desencanto de Dulci-
nea, ya te la hubiera dado tal como buena; pero no sé si vendrá bien
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXXI 849
€on la cura la paga, y no querría que impidiese el premio á la medicina.
Con todo eso, me parece que no se }>erderá nada en probarlo: mira,
¿Sancho, el que quieres, y azótate luego, y págate de contado y de tu
propia mano, pues tienes dineros míos.
A cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un
palmo, y dio consentimiento en su corazón á azotarse de buena gana, y
dijo á su amo: «Agora bien, señor, yo quiero disponerme á dar gusto á
vuesa merced en lo que desea, con provecho mío; que el amor de mis
hijos y de mi mujer me hace que me muestre interesado. Dígame vuesa
merced cuánto me dará por cada azote que me diere.»
— Si yo te hubiera de pagar, Sancho, respondió Don Quijote, confor-
me lo merece la grandeza y calidad deste remedio, el tesoro de Venecia,
las minas del Potosí fueran poco para pagarte: toma tú el tiento á lo
(|uc llevas mío. y pon el precio á cada azote.
— Ellos, respondió Sancho, son tres mil y trecientos azotes; de ellos
me he dado hasta cinco, quedan los demás: entren en la cuenta estos
cinco, y vengamos á los tres mil y trecientos, que á cuartillo cada uno
{que no llevaré menos, si todo el mundo me lo mandase), montan tres
mil y trecientos cuartillos; que son los tres mil, mil y quinientos medios
reales, que hacen setecientos y cincuenta reales; y los trecientos hacen
ciento y cincuenta medios reales, que vienen á hacer setenta y cinco
reales, que juntándose á los setecientos y cincuenta, son por todos ocho-
cientos y veinte y cinco reales. Estos desfalcaré yo de los que tengo de
vuesa merced, y entraré en mi casa rico y contento, auque bien azota-
do, porque no se toman truchas... y no digo más.
— ¡Oh Sancho bendito! ¡Oh Sancho amable!, respondió Don Quijote,
¡y cuan obligados hemos de quedar Dulcinea y yo á servirte todos los
días que el cielo nos diere de vida! Si ella vuelve al ser perdido (que no
es posible sino que vuelva), su desdicha habrá sido dicha, y mi venci-
miento felicísimo triunfo: y mira, Sancho, cuándo quieres comenzar la
diciplina; que porque la abrevies, te añado cien reales.
— ¡Cuándo!, replicó Sancho: esta noche sin falta. Procure vuesa mer-
ced que la tengamos en el campo á cielo abierto; que yo me abriré mis
carnes.
Llegó la noche, esperada de Don Quijote con la mayor ansia del
mundo, pareciéndole que las ruedas del carro de Apolo se habían que-
brado y que el día se alargaba más de lo acostumbrado; bien así como
acontece á los enamorados, que jamás ajustan con el tiempo la cuenta
de sus deseos. Finalmente, se entraron entre unos lozanos árboles, que
poco desviados del camino estaban, donde, dejando vacías la silla y
albarda de Rocinante y el Rucio, se tendieron scbre la verde yerba, y
cenaron del repuesto de Sandio, el cual, haciendo del cabestro^ y de ía
jáquima del Rucio un poderoso y flexible azote, se retiró hasta veinte
pasos de su amo entre unas hayas.
Don Quijote que le vio ir con denuedo y con brío, le dijo: «Mira,
amigo, que no te hagas pedazos; da lugar que unos azotes aguarden á
otros; no quieras apresurarte tanto en la carrera, que en la mitad della
850
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
te falte el aliento; quiero decir, que no te des tan recio, que te falte Lí-
vida antes de llegar al número deseado; y porque no pierdas por carta
de más ni de menos, yo estaré desde aparte contando por este mi rosa-
rio los azotes que te dieres. Favorézcate el cielo conforme tu buena in-
tención merece.»
— Al buen pagador no le duelen prendas, respondió Sancho: yo pien-
so darme de manera, que sin matarme me duela; que en esto debe de
consistir la sustancia deste
milagro.
Desnudóse luego de medio
cuerpo arriba, y arrebatan-
do el cordel, comenzó á dar-
se, y comenzó Don Quijote á
contar los azotes.
Hasta seis ú ocho se ha-
bía dado Sancho, cuando le
pareció ser pesada la burla y
muy barfcto el precio della; y
deteniéndose un poco, dijo á
su amo que se llamaba á en-
gaño, porc|ue merecía cada
azoto de aquellos ser pagado
á medio real, no que á cuar-
tillo.
— Prosigue, Sancho ami-
go, y no desmayes, le dijo
Don Quijote, que yo doblo
la parada del precio.
— Dése modo, dijo San-
cho, á la mano de Dios, y
lluevan azotes. Pero el soca-
rrón dejó de dárselos en las
espaldas, y daba en los ár-
boles, con unos suspiros de
cuando en cuando, que pare-
cía que con cada uno dellos
se le arrrancaba el alma.
Tierna la de Don Quijote,
temeroso de cpie se le acabase la vida, y no consiguiese su deseo por la
imprudencia de Sancho, le dijo: «Por tu vida, amigo, que se quede en
este punto este negocio; que me parece muy áspera esta medicina, y
será bien dar tiempo al tiempo; que no se ganó Zamora en una hora.
Más de mil azotes, si yo no he contado mal, te has dado: bastan por
agora; que el asno, hablando á lo grosero, sufre la carga, mas no la so-
brecarga. »
— No, no, señor, respondió Sancho. No se ha de decir por mí: «á~di-
neros pagados, brazos quebrados». Apártese vuesa merced otro poco,
Pero el socarrdH dejó ele dárselos en las espaldas,
y daba en los árboles...
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXXI Hí)l
y déjeme <lar otros mil azotes siquiera; que ú dos levadas destas
iiabreuios cumplido con esta partida, y aun nos sobrará ropa.
— Pues tú te hallas con tan buena disposición, dijo Don Quijote, el
cielo te ayude, y pégate; que yo me aparto.
Volvió Sancho á su tarea con tanto denuedo, que ya había quitado
las cortezas á muchos árboles: tal era la riguridad con que se azotaba;
y alzando una vez la voz, y dando un desalorado azote en una haya,
■dijo: «Aquí morirá Sansón y cuantos con él son.»
Acudió Don Quijote luego al son de la lastimada voz y del golpí
del riguroso azote, y asiendo del toicido cabestro que le servía de cor-
hacho á Sandio, le dijo: «No permita la suerte, Sancho amig(j, que por
el gusto mío pierdas tú la vida, que ha de servir para sustentar á tu
mujer y á tus hijos. Espere Dulcinea mejor coyuntura; que yo me con-
tendré en los límites de la esperanza propincua, y esperaré que cobres
fuerzas nuevas, i)ara que se concluya este negocio a gusto de todos.»
— Pues vuesa merced, señor mío, lo <|uiere así, respondió Sancho,
sea en buena hora; y écheme su ferreruelo sobre estas espaldas; que es
toy sudando, y no querría resfriarme; que los nuevos dicii)linantes co-
rren este peligro.
Hízolo así Don Quijote; y quedándose en pelota, abrigó á Sancho,
el cual se durmió hasta que le desi)ertó el sol; y luego volvieron á ])ro-
spguir sú camino, á quien dieron iin por entonces en un lugar que tres
leguas de allí estaba. Apeáronse en un mesón, que por tal le reconoció
Don Quijote, y no por castillo de cava honda, torres, rastrillos y puente
levadiza; que después que le vencieron, con más juicio en todas las co-
sas discurría, como agora se dirá. Alojáronle en una sala baja, á quien
servían de guadameciles unas sargas viejas })intadas, como se usa en
las aldeas. Eu una dellas estaba pintado de malísima mano el robo de
Elena, cuando el atrevido huésped se la robó á Menelao. y en otra es-
taba la historia de Dido y de Eneas: ella sobre una alta torre, como que
hacía de señas con una media sábana al fugitivo huésped, que por el
mar, sobre una fragata ó bergantín, se iba huyendo. Notó en las dos
historias que Elena do iba de muy mala gana, porque se reía á socapa
y á lo socarrón; pero la hermosa Dido mostraba verter lágrimas del ta-
maño de nueces por lo.^ ojos.
Viendo lo cual Don Quijote, dijo: «Estas dos sñoras fueron desdi-
chadísimas por no haber nacido en esta edad, y yo sobre todos desdi-
chado en no haber nacido en la suya. Encontrara á aquestos señores
yo, y ni fuera abrasada Troya, ni Cartago destruida, pues con sólo que
matara á Paris, se excusaran tantas desgracias.»
— Yo apostaré, dijo Sancho, que antes de mucho tiempo no ha de
haber bodegón, venta ni mesón ó tienda do barbero donde no ande
pintada la historia de nuestras hazañas; pero querría yo que la pinta
sen menos de otro mejor pintor que el que ha pintado á éstas.
— Tienes raz.ón, Sancho, dijo Don Quijote; porque este pintor es
-como Orbaneja, un pintor que estaba en übeda, que cuando le pregun-
taban qué pintaba, respondía- T o «mo iínlípi-o ,; v -i Jir.r v-'^hiiM pinta-
852 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
ba un gallo, escribía debajo: Este es gallo, porque no pensasen que era
zorra. Desta manera me parece á mí, Sancho, que debe de ser el pintor
(ó escritor, que todo es uno), que sacó á luz la historia deste nuevo Don
Quijote que ha salido, que pintó ó escribió á lo que saliere; ó habrá
sido como un poeta que andaba los años pasados en la Corte, llamado
Mauleón, el cual respondía de repente á cuanto le preguntaban; y pre-
guntándole uno qué quería decir Deun de Deo, respondió: Dé donde die-
re. Pero, dejando esto aparte, dime si piensas, Sancho, darte otra tanda
esta noche, y si quieres que sea debajo de techado ó al cielo abierto.
— Pardiez, señor, respondió Sancho, que para lo que yo pienso dar-
me, eso se me da en casa que en el campo; pero, con todo eso, querría
que fuese entre árboles; que parece que me acompañan y me ayudan ú
llevar mi trabajo maravillosamente.
— Pues no ha de ser así, Sancho amigo, respondió Don Quijote, sino-
que, para que tomes fuerza, lo hemos de guardar para nuestra aldea;
que, á lo más tarde, llegaremos allá después de mañana.
Sancho respondió que hiciese su gusto; pero que él quisiera con-
cluir con brevedad aquel negocio á sangre caliente y cuando estaba pi-
cado el molino, porque en la tardanza suele estar muchas veces el pe-
ligro, y á Dios rogando y con el mazo dando, y que más valía un toma
que dos te daré, y el pájaro en la mano que el buitre volando.
— No más refranes, Sancho, por un solo Dios, dijo Don Quijote; que
parece que te vuelves al sicut crat: habla á lo llano, á lo liso, á lo no
intricado como muchas veces te he dicho, y verás cómo te vale un pan
por ciento.
— No sé qué mala ventura es esta mía, respondió Sancho, que no sé
decir razón sin refrán, ni refrán que no me parezca razón; pero yo mc:
enmendaré, si pudiere; y con esto, cesó por entonces su plática.
CAPÍTULO LXXII
De cómo Don Quijote y Sancho llegaron á su aldea.
— ASI todo aquel día, esperando la noche, estuvieron en aquel lugar
l^r ^ ^^són Don Quijote y Sancho, el uno para acabar en la campa-
%¿^ fia rasa la tanda de su disciplina, y el otro para ver el fin della,
^ en el cual consistía el de su deseo. Llegó en esto al mesón un
caminante á caballo, con tres ó cuatro criados, uno de los cuales dijo al
que el señor dellos parecía: «Aquí puede vuesa merced, señor don Al-
varo Tarfe, pasar hoy la siesta: la posada parece liaipia y fresca.»
Oyendo esto Don Quijote, le dijo á Sancho: «Mira, Sancho, cuando
yo iiojcé aquel libro de la segunda Parte de mi historia, me parece que
de pasada topé allí este nombre de don Alvaro Tarfe.»
— Hien podrá ser, respondió Sancho: dejémosle apear; que después
í^p lo preguntaremos.
El caballero se apeó, y frontero del aposento de Don Quijote, la
Huéspeda le dio una sala baja, enjaezada con otras pintadas sargas como
las que tenía la estancia de Don Quijote. Púsose al recién venido caba-
llero á lo de verano; y saliéndose al portal del mesón, que era espacioso
y fresco, por el cual se paseaba Don Quijote, le preguntó: «¿Adonde
bueno camina vuesa merced, señor gentilhombre?»
Y Don Quijote le respondi('): «A una aldea que está aquí cerca, de
donde soy natural. Y vuesa merced ¿dónde cf mina?»
— Yo, señor, respondió el caballero, voy á Granada, que es mi
patria.
— Y buena patria, replicó Don Quijote; pero dígame vuesa merced
854 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
por cortesía sti nombre, porque me parece que me ha de importar sa-
berlo más de lo que buenamente podré decir.
^ Mi nombre es don Alvaro Tarfe, respondió el huésped.
Alo que rephcó Don Quijote: «Sin duda alguna pienso que vuesa
merced debe de ser aquel don Alvaro Tarfe. que anda impreso en la
segunda .Parte de la historia de Don Quijote de la Mancha, recién im-
presa y dada á luz del mundo por un autor moderno.
• ~E1 mismo soy, respondió el caballero; y el tal Don Quijote, sujeto,
principal de la tal historia, fué grandísimo amigo mío, y yo fui el que
le sacó de su tierra, ó á lo menos le -moví á que viniese' á unas justas
que se hacían en Zaragoza, adonde yo iba; y en verdad, en verdad, que
le hice muchas amistades, y que le quité dé que no le palmease las es-
paldas el verdugo, por ser demasiadamente atrevido.
— Y dígame vuesa merced, señor don Alvaro, ¿parezco yo en algo á
ese tal Don Quijote que vuesa merced dice?
— No por cierto, respondió el huésped, en ninguna manera.
— Y ese Don Quijote, dijo. el nuestro, ¿traía consigo á un escudero
llamado Sancho Pq^nza?
_ —Sí traía, respondió don Alvaro; y aunque tenía fama de muv gra-
cioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese.
—Eso creo yo muy bien, dijo á esta sazón Sancho, porque el decir
gracias no es para todos; y ese Sancho que vuesa merced dice, señor
gentil hombre, debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón
juntamente; que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más
gracias que llovidas; y si no, haga vuesa mercedla experiencia, y ándese
tras de mí por lo menos un año, y verá que se me caen á cada paso, y
tales y tantas, que sin saber \o las más veces lo que me digo, hago reír
a cuantos me escuchan. Y el verdadero Don Quijote de la Mancha, el
famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agra-
vios, el tutor de i)upilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el mata-
dor de las doncellas, el que tiene por única señora á la sin par Dulcinea
del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo; todo cual-
<|uier otro Don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es bui'lería y
cosa de sueño.
—Por Dios, que lo creo, respondió don Alvaro; porque más gracias
habéis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado, que el
otro Sancho Panza en cuantas yo le oía hablar, que fueron muchas:
niás tenía de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de gra-
cioso; y tengo por sin duda que los encantadores que persiguen á Don
Quijote el bueno, han querido perseguirme á mí con Don Quijote el
malo. Pero no sé qué me diga; que osaré yo jurar que le dejo metido en
la casa del Nuncio en Toledo, para que le curen, y agora i-emanece aquí
otro Don Quijote, aunque bien diferente del mío.
— Yo, dijo Don Quijote, no sé si soy bueno; pero sé decir que no
toy el malo, para prueba de lo cual, quiero que sepa vuesa merced,
mi señor don Alvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he
estado €n Zaragoza; antes, por haberme dicho que ese Don Quijote
856 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
fantástico se había hallado en las justas de esta ciudad, no quise y.
entrar en ella, por sacar á las barbas del mundo su mentira; y así, m
pasé de largo á Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los ex-
tranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de
los ofendidos y correspondencia grata de hrmes amistades, y en sitio y
en belleza, única. Y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no
son de mu?ho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, sólo
por haberla visto. Finalmente, señor don Alvaro Tarfe, yo soy Don
Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventura-
do, que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamien-
tos. A vuesa merced suplico, por lo que debe á ser caballero, sea servido
de hacer una declaración ante el alcalde deste lugar, de que vuesa mer-
ced no me ha visto en todos los días de su vida hasta agora, y de que
yo no soy el Don Quijote impreso en la segunda Parte, ni este Sancho
Panza, mi escudero, es aquel que vuesa merced conoció.
— Eso haré yo de muy buena gana, respondió don Alvaro; puesto que
cause admiración ver dos Don Quijotes y dos Sanchos á un mismo
tiempo, tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones;
y vuelvo á decir, y me afirmo, que no he visto lo que he visto, ni ha
pasado por mí lo que ha pasado.
- -Sin duda, dijo Sancho, que vuesa merced debe de estar encantado,,
como mi señora Dulcinea del Toboso; y ¡pluguiera al cielo que tuviera
su desencanto de vuesa merced en darme otros tres mil y tantos azotes
como me doy por ella, que yo me los diera sin interés alguno!
— No entiendo eso de azotes, dijo don Alvaro; y Sancho le respondió
que era largo de contar; pero que él se lo contaría si acaso iban un mis-
mo camino.
Llegóse en esto la hora de comer: comieron juntos Don Quijote y
don Alvaro. Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón con un escri-
bano, ante el cual alcalde pidió Don Quijote por una petición, de que á
su derecho convenía de que don Alvaro Tarfe, aquel caballero que allí
estaba presente, declarase ame su merced cómo no conocía á Don Qui-
jote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel
que andaba impreso en una historia íl titulada: Segunda parte de Don
Quijote de Ja Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, naturcd dr
Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración
se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debía hacerse, con lo
que quedaron Don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara
mucho semejante declaración, y no mostraran claro la diferencia de lo.-
dos Don Quijotes y las de los dos Sanchos, sus obras y sus palabras.
Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don Alvaro y Don
Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo
que desengañó á Don Alvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se
dio á entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano
dos tan contrarios Don Quijotes.
Llegó la tarde, partiéronse de aquel lugar, y á obra de media legua
se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba á la aldea de
l'ABTE SEGUNDA. CAPITULO LXXII . 857
iOn Quijote, y el otro el que había de llevar don Alvaro. En este poco
dpacio le contó Don Quijote la desgracia de su vencimiento, y el en-
canto y el remedio de Dulcinea, que todo puso en nueva admiración á
don Alvaro, el cual abrazando á Don (Quijote y á Sancho, siguió su ca-
mino, y Don Quijote el suyo, que aquella noche la pasó entre otros ár-
boles, por dar lugar á Sancho de cumphr su penitencia, que la cumplió-
del mismo modo que la pasada noche, á costa de las cortezas de las
hayas, harto más que de sus espaldas; que las guardó tanto, que no pu-
dieran quitar los azotes una mosca, aunque la tuviera encima. No per-
dió el engañado Don Quijote un solo golpe de la cuenta, y halló que
con los de la noche pasada eran tres mil y veinte y nueve. Parece que^
había madrugado el sol á ver el sacrificio, con cuya luz volvieron á pro
seguir su camino, tratando entre los dos del engaño de don Alvaro, y
de cuan bien acordado había sido tomar su declaración ante la justicia,.
y tan auténticamente. Aquel día y aquella noche caminaron sin suce-
derles cosa digna de contarse, sino fué que en ella acabó Sancho su ta
rea, de que quedó Don Quijote contento sobre modo; y esperaba el día,
por ver si en el camino topaba ya desencantada á Dulcinea, su señora;
y siguiendo su camino, no topaba mujer ninguna que no iba á recono-
cer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir
las promesas de Merlín.
Con estos pensamientos y deseos, subieron una cuesta arriba,'desde-
la cual descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de ro-
dillas y dijo: «Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve á ti
Sancho Panza, tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. xVbre los bra-
zos, y recibe también á tu hijo Don Quijote; que, si viene vencido de
los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que. según él me ha
dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros llevo, por-
que si buenos azotes me daban, bien caballero me iba.»
— Déjate desas sandeces, dijo Don Quijote, y vamos con pie dere-
cho á entrar en nuestro lugar, donde daremos vado á nuestras imagi:
naciones, y la traza que en la pastoral vida pensamos ejercitar.
Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron á su pueblo.
CAPITULO LXXIII
Da los agüeros que tuvo Don Quijote al entrar de su aldea, con otros sucesos
que adornan y acreditan esta grande historia.
la entrada del cual, según dice Cide líamete, vio Don Quijote
|, que en las eras del lugar estaban riñendo dos mochadlos, y el
tJjL ^^'^*^ ^^J^ ^^ otro: «No te canses, Periquillo; que no la has de
^-'T^ ver en todos los días de tu vida.»
Oyólo Don Quijote, y dijo á Sancho: «¿No adviertes, amigo, lo que
íiquel mochadlo ha dicho, «no la has de ver en todos los días de tu vida?»
— Pues bien, ¿qué importa, respondió Sancho, que haya dicho eso
■<i\ mochadlo?
— ¿Qué?, replicó Don Quijote: ¿no ves tú que aplicando aquella pa-
labra á mi intención, quiere significar que no tengo de ver más á
Dulcinea?
Queríale responder Sancho, cuando se lo estorbó ver que por aque-
lla cam])afia venía huyendo una liebre, seguida de muchos galgos y ca-
zadores, la cual, temerosa, se vino á recoger y á agazapar debajo de los
pies del Rucio. Cogióla SaEcho á mano salva, y presentósela á Don
Quijote, el cual estaba diciendo: «Maltón signum, maJiim si gnum; liebre
huye, galgos la siguen, Dulcinea no parece.»
— Extraño es vuesa merced, dijo Sancho: in-esupoiigamos que c-
liebre es Dulcinea del Toboso, y estos galgos que la persiguen son i^
malandrines encantadores c^ue la transformaron en labradora; ella
PAliTÜ SEGUNDA. CAPITULO LXXIII 859
liUN^e, yo líi cojo y la pon^o en j>üder de vuesa merced, (jue la tiene en.
sus brazos y la regala: ¿qué mala señal es ésta, ni qué mal agüero se-
puede tomar de aquí?
Los dos mochadlos de la pendencia se llegaron á ver la liebre, y al
uno dellos preguntó Sancho que por qué reñían. Y fuéle respondida
por el que había dicho <'no la verás mas en toda tu vida» que él había,
tomado al otro mochadlo una jaula de gri'los, la cual no pensaba vol-
vérsela en toda su vida.
Sacó Sancho cuatro cuarto.s de la faltriquera, y dióselos al mochacho-
por la jaula, y púsosela en las manos á Don Quijote, diciendo: «He
aquí, señor, rompidos y desbaratados estos agüeros, que no tienen que
ver más con nuestros sucesos (según que yo imagino, aunque tonto) que
con las nubes de antaño; y si no me acuerdo mal, he oído decir al Cura
de nuestro j^ueblo que no es de personas cristianas ni discretas mirar
en estas niñerías; y aun vuesa merced mismo me lo dijo los días pasa-
dos, dándome á entender que eran tontos todos aquellos cristianos que
miraban en agüeros; y no es menester hacer hincapié en esto, sino pa-
semos adelante y entremos en nuestra aldea.»
Llegáronlos cazadores, pidieron su liebre, y diósela Don Quijote;,
pasaron adelante, y á la entrada del })ueblo toparon en un })radecillo,
rezando, al Cura y al bachiller Carrasco. Y es de saber que SanchO'
Panza había echado sobre el Rucio y sobre el lío de las armas, para que
sirviese de repostero, la túnica del bocací, pintada de llamas de fuego,,
que le vistieron en el castillo del Duque la noche que volvió en sí Alti-
sidora. Acomodóle también la coroza en la cabeza, que fué la más nueva
transformación y adorno con que se vio jamás jumento en el mundo.
Fueron luego conocidos los dos del Cura y del bachiller, que se vinieron
á ellos con los brazos abiertos. Apeóse Don Quijote y abrazóles estre-
chamente, y los mochadlos, que son linces no excusados, divisaron la
coroza del jumento y acudieron á verle, y decían unos á otros: «Venid,
mochadlos, y veréis el asno de Sancho Panza más galán que Mingo, y
la bestia de Don Quijote más ñaca hoy que el primer día.» Finalmente,,
rodeados de mochadlos y acompañados del Cura y del bachiller, entra-
ron en el pueblo, y se fueron á casa de Don Quijote, y hallaron á la
puerta della al ama y á la sobrina, á quien ya habían llegado las nue-
vas de su venida.
Ni más ni menos se las habían dado á Teresa Panza, mujer de
Sancho, la cual, desgreñada y medio desnuda, trayendo de la mano á
Sanchica, su hija, acudió á ver á su marido; y viéndole no tan bien
adeliñado como ella se pensaba que había de estar un gobernador, le
dijo: «¿Cómo venís así, marido mío, que me parece que venís á pie
y despeado, y más traéis semejanza de desgobernado que de gober-
nador?»
— Calla, Teresa, respondió Sancho; que muchas veces donde hay es-
tacas no hay tocinos; y vamonos á nuestra casa; que allá oirás maravi-
llas. Dineros traigo, que es lo que importa, ganados por mi industria y
sin daño de nadie.
860
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
— Traed vos dineros, mi buen aiarido, dijo Teresa, y sean ganados
por aquí ó por allí; que como quiera que los halláis ganado, no habréis
hecho usanza nueva en el mundo.
Abrazó Sanchica á su padre, y preguntóle si traía algo; que le estaba
esperando como el agua de Mayo; y asiéndole de un lado del cinto, y
su mujer de la mano, tirando' su hija al Rucio, se fueron á su casa,
dejando á Don Quijote en
la feuya, en poder de tu so-
brina y de su ama y en
compañía del Cura y del
bachiller.
Don Quijote, sin aguar-
dar términos ni horas, en
aquel mismo punto se
apartó á solas con el ba-
chiller y el Cura, y en bre-
ves razones les contó su
vencimiento, y la obliga-
ción en que había quedado
de no salir de su aldea en
un año, la cual pensaba
guardar al pie de la letra,
sin traspasarla en un áto-
mo, bien así como caballe-
ro andante, obligado por la
puntualidad y Orden de la
andante caballería; y que
tenía pensado de hacerse
aquel año pastor y entrete-
nerse en la soledad de los
campos, donde á rienda
suelta podía dar vado á sus
amorosos pensamientos,
ejercitándose en el pasto-
ral y virtuoso ejercicio;
y que les suplicaba, si
no tenían mucho que hacer, y no estaban impedidos en negocios
más importantes, quisiesen ser sus compañeros; que él compraría ove-
jas y ganado suficiente, que les diese nombre de pastores; y que les ha-
cía saber que lo más principal de aquel negocio estaba hecho, porque
les tenía puestos los nombres, que les vendrían como de molde.
Díjole el Cura que los dijese.
Respondió Don (Quijote que él se había de llamar el pastor Quijótiz:
y el bachiller, el pastor Carrascón; y el Cura, el pastor Curiambro; y
Sancho Panza, el pastor Pancino.
Pasmáronse todos de ver la nueva locura de Don Quijote; pero
porque no se les fuese otra vez del pueblo á sus caballerías, esperando,
Y asiéndole de un lado del cinto, y su mujer do la mano
tirando su hiia al llucio, se fueron ásu casa..
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXXIII 661
que en aquel año podría ser curado, concedieron con su nueva inven-
ción y apro))aron por discreta su locura, ofreciéndosele por compañeros
«n su ejercicio. «Y más, dijo Sansón Carrasco, que (como ya todo el
mundo sabe) yo so}' celebérrimo poeta, y á cada paso compondré ver-
sos pastoriles, ó cortesanos ó como más me viniere á cuento, j)ara que
nos entretengamos por esos andurriales donde habernos de andar; y lo
que más es menester, señores míos, es que cada uno escoja el nombre
de la pastora que piensa celebrar en sus versos, y que no dejemos ár-
bol, por duro que sea, donde no se retule y grabe su nombre, como es
uso y costumbre de los enamorados pastores.»
— Eso está de molde, respondió Don Quijote; puesto que yo estoy
libre de buscar nombre de pastora fingida, ])ues está ahí la sin par Dul-
cinea del Toboso, gloria de estas riberas, adorno de estos prados, sus-
tento de la hermosura, nata de los donaires, y finalmente, sujeto sobre
({uien puede asentar bien toda alabanza, por hipérbole que sea.
— Así es verdad, dijo el Cura; pero nosotros buscaremos por ahí pas-
toras mañeruelas, que si no nos cuadraren, nos esquinen.
A lo que añadió Sansón Carrasco: «Y cuando faltaren, daréraosles
los nombres de las estampadas é impresas, de quien está lleno el mun-
do, Fílidas, Amarilis, Dianas, Fléridas, Calateas y Belisardas; que pues
las venden en las plazas, bien las podemos comprar nosotros y tenerlas
por nuestras. Si mi dama, ó por mejor decir, mi pastora, por ventura,
se llamare Ana, la celebraré debajo del nombre de Anarda; y si Fran-
cisca, la llamaré yo Francenia; y si Lucía, Lucinda; que todo se sale allá;
y Sancho Panza, si es que ha de entrar en esta cofradía, podrá celebrar
á su mujer Teresa Panza con nombre de Teresaina.
Rióse Don Quijote de la aplicación del nombre, y el Cura le alabó
infinito su lionesta y honrada resolución, y se ofreció de nuevo á hacer-
le compañía todo el tiempo que le vacase de atender á sus forzosas
obligaciones. Con esto, se despidieron dél, y le rogaron y aconsejaron
tuviese cuenta con su salud y con regalarse lo que fuese bueno.
Quiso la suerte que su sobrina y el ama oyeron la plática de los
tres; y así como se fueron, se entraron entrambas con Don Quijote, y
la sobrina le dijo: «¿Qué es esto, señor tío? Ahora que pensábamos nos-
otras que vuesa merced volvía á reducirse en su casa, y pasar en ella
una vida quieta y honrada, ¿se quiere meter en nuevos laberintos, ha-
ciéndose pastorcillo tú que vienes, pastorcito tú que vas? Pkcs en ver-
dad que ya está duro el alcacer para zamjxJñas.»
A lo que añadió el ama: «Y ¿podrá vucsa merced pasar en el cam-
po las siestas del verano, los serenos del invierno, el aire, la lluvia y
los lodos? No, por cierto; que este es ejercicio y oficio de hombres ro-
bustos, curtidos, y criados para tal ministerio casi desde las fajas y
mantillas: aun mal por mal, mejor es ser caballero andante que pastor.
Mire, señor, tome mi consejo, que no se le doy sobre estar harta de pan
y vino, sino en ayunas, y sobre cuarenta años quf tengo de edad: estése
en su casa, atienda á su hacienda, confiese á menudo, favorezca á los
pobres, y sobre mi ánima, si mal le fuere.»
862
DON QUIJOTE UE LA MANCHA
— ¡Callad, Ilijas. les respondió Don Quijote; que yo sé bien lo que
me cumj^le. Llevadme al lecho; que me parece que no estoy muy bue-
no; y tencf) por cierto que, ahora sea caballero andante ó pastor por
andar, no dejaré siempre de acudir á lo que hubiéredes menester, coma
lo veréis por la obra.
Y las buenas hijas (que lo eran sin duda), ama y sobrina, le lleva-
ron á la cama, donde le dieron de comer y regalaron lo posible.
f V ., .— >^'. - .,
CAPITULO LXXIV
De cómo Don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte.
ti/t
jj^%r. OMO las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en decli-
í\r nación de sus principios hasta llegar á su último fin, especial^
j^ mente las vidas de los hombres; y como la de Don Quijote no
tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó
su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque, ó ya fuese
de la melancolía que le causaba el verse vencido, ó ya por la disposi-
ción del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura que le
tuvo seis días en la cama, en los cuales fué visitado muchas veces del:
Cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la ca-
becera Sancho Panza, su buen escudero. Estos, creyendo que la pesa-
dumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad
y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías
posibles procuraban alegrarle, diciéndole el bachiller que se animase y
levantase para comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya
compuesta una égloga, que ¡mal año para cuantas Sanázaro había com-
puesto! y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos pe-'
rros para guardar el ganado, el uno llamado Barcino y el otro Butrón»
que se los había vendido un ganadero del Quintanar. Pero no por esto
dejaba Don Quijote sus tristezas.
Llamaron sus amigos al médico, tomóle el pulso, y no le contentó
mucho, y dijo que, por sí ó por no, atendiese á la salud de su alma,
porque la del cuerpo corría pehgro. Oyólo Don Quijote con ánimo
sosegado; pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los
B. r.-xx 56
^64 DON QUIJOTE DE LA MANCHA
cuales comenzaron á llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto
delante. Fué el parecer del médico que melancolías y desabrimientos
le acababan. Rogó Don Quijote que le dejasen solo, porque quería dor-
iuir un poco. Hiciéronlo así, y durmió de un tirón, como dicen, más de
eeis horas, tanto, que pensaron el ama y la sobrina que se había de
quedar en el sueño.
Despertó al cabo del tiempo dicho, y dando una gran voz, dijo:
«¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus
fnisericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden k>s pecados
de los hombres.»
Estuvo atenta la sobrina á las razones del tío, y apareciéronle más
concertadas que él solía decirlas, á lo menos en aquella enfermedad, y
preguntóle: «¿Qué es lo que vuesa merced dice, señor? ¿Tenemos algo
de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas, ó qué pecados de los hom-
bres?»
— Las misericordias, respondió Don (Quijote, sobrina, son las que en
este instante ha usado Dios conmigo, á quien, como dije, no las impi-
den mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro; sin las sombras cali-
ginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron, por mi amarga afi-
ción y continua leyenda, los detestables libros de las caballerías. Ya
conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este
desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer al-
guna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento,
sobrina, á punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese á
entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de
loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi
muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos el Cura, el bachiller
Sansón Carrasco y maese Nicolás el barbero; que quiero confesarme y
hacer mi testamento:' Pero de este trabajo se excusó la sobrina con la
entrada de los tres. Apenas los vio Don Quijote, cuando dijo: «Dadme
albricias, buenos señores, de que ya yo no soy Don Quijote de la Plan-
cha, sino Alonso Quijano, á quien mis costumbres me dieron renombre
de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita
•caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de
ta andante caballería- ya conozco mi necedad, y el peligro en que me
puse con haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentando
•en cabeza propia, Jas abomino.)^
Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron sin duda que alguna
nueva locura le había tomado. Y Sansón le dijo: «Agora, señor Don
Quijote, qu(- tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea,
. ,aíe vuesa merced con eso? Y agora que estamos tan á pique de ser
^•'"^ stores, para pasar cantando la vida como unos príncipes, ¿quiere
^^^esa merced hacerse ermitaño? Calle por su vida, vuelva en sí y déje-
^ de cuentos .»
^^ —Los de hasta aquí, repUcó Don Quijote, que han sido verdaderos en
. daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi pro-j
"¿Mío. Yo, señores, siento que me voy muriendo á toda priesa: déjense
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXXIV 865
burlas aparte, y óiganme un confesor que me confiese y un escribano
que haga mi testamento; que en tales trances como éste no se ha de
burlar el hombre con el alma; y así, suplico que, en tanto que el señor
Cura me confiesa, vayan por el escribano.
Miráronse unos á otros, adcnirados de las razones de Don Quijote,
y aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde
conjeturaron se moría, fué el haber vuelto con tanta facilidad de loco
á cuerdo; porque á las ya dichas razones añadió otras muchas, tan bien
dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino á qui-
tar la duda, y á creer que estaba cuerdo. Hizo salir la gente el Cura, y
(juedóse sólo con él y confesóle. El bachiller fué por el escribano, y de
allí á poco volvió con él y con Sancho Panza, el cual Sancho (que ya
sabía por nuevas del bachiller en qué estado estaba su señor), hallando
á la ama y á la sobrina llorosas, comenzó á hiicer pucheros y á derra-
mar lágrimas.
Acabóse la confesión, v salió el Cura, diciendo: *\'erdaderamente se
muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el IJueno; bien
l)odemos entrar para que haga su testamento.»
Estas nuevas dieron un terrible empujón á los ojo^ preñados de
ama y sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera,
(jue les hicieron reventar las lágrimas de los ojos y mil profundos sus-
])iros del pecho; porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho,
en tanto que Don Quijote fué Alonso Quijano el Bueno á secas, y en
tanto que fué Don (¿uijote de la Mancha, fué siempre de apacible con-
dición y de agradable trato; y por este, no sólo era bien querido de los
de su casa, sino de todos cuantos le conocían.
Entró el escribano con los demás; y después de haber hecho la ca-
beza del testamento, y ordenado su alma Don Quijote, con todas aque-
llas circunstancias cristianas que se requieren, llegando á las mandas,
dijo: «ítem, es mi voluntad que.... de ciertos dineros que Sancho Panza,
á quien en mi locura hice mi escudero, tiene... que, porque ha habido
entre él y mí ciertas cuentas y dares y tomares... quiero que no se le
haga cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobraren
algunos, después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea
suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga. Y si como, estando
yo loco, fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, es-
tando cuerdo, darle el de un reino, .se le diera, porque la sencillez de su
condición y fidelidad de su trato lo merece.» Y volviéndose á Sancho,
le dijo: «Perdóname, amigo, la ocasión que te he dado de parecer loco
como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y
hay caballeros andantes en el mundo.»
— ¡Ay!, respondió Sancho llorando, no se muera vuesa merced, señor
mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura
que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni
más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la me-
lancolía. Mire, 10 sea perezoso, sino levántese desa cama, y vamonos al
campo, vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizás tras de
HCyó DON QUIJOTE DK LA 3IANCHA
alguna mata hallaremos á la señora doña Dulcinea desencantada, qui
no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido,
écheme á mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal á Ro-
cinante le derribaron: cuanto más, que vuesa merced habrá visto en su
libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a
otros, y el que es vencido ho}^, ser vencedor mañana.
— Así es, dijo Sansón, y el buen Sancho Panza está muy en la ver-
dad destos casos.
— Señores, dijo Don Quijote, vamonos poco á poco, pues ya en 1<
nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco, y ya soy cuerdo;
fui Don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso
Quijano el Bueno: pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi
verdad volverme á la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelan-
te el señor escribano.
«ítem, mando toda mi hacienda, á puerta cerrada, á Antonia Qui-
jana, mi sobrina, que está presente, habiendo sacado primero de lo más
bien parado della lo que fuere menester para cumplir las mandas que
dejo hechas; y la primera satisfación que se haga, quiero que sea pa-
gar el salario que debo del tiempo que mi ama me ha servido, y má^-
veinte ducados para un vestido.
»Dejo por mis albaceas al señor Cura y al señor bachiller Sansón
Carrasco, que están presentes.
»Item, es mi voluntad que si Antonia Quijana, mi sobrina, quisiere
casarse, se case con hombre de quien primero se haya hecho informa-
ción que no sabe qué cosa' sean libros de caballerías; y en caso que se
averiguare que lo sabe, y con todo eso, mi sobrina quisiere casarse con
él y se casare, pierda todo lo que le he mandado, lo cual puedan mis
albaceas distribuir en obras pías á su voluntad.
»Item, suplico á los dichos señores mis albaceas que si la buena suer-
te les trajere á conocer al autor que dicen que compuso una historia
que anda por ahí con el título de Segunda Parte de ¡as hazañas de Don
Quijote de la Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser
pueda, perdone la ocasión que, sin yo pensarlo, le di de haber escrito
tantos y tan grandes disparates como en ella escribe; porque parto des-
ta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos.»
Cerró con esto el testamento; y tomándole un desmayo, se tendió
de largo á largo en la cama. Alborotáronse todos y acudieron á su reme-
dio, y en tres días, que vivió después déste donde hizo el testamento,
se desmayaba muy á menudo. Andaba la casa alborotada; pero, con
todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza;
que esto del heredar algo borra ó templa en el heredero la memoria de
la pena que es razón que deje el muerto.
En fin, llegó el último de Don Quijote, después de recebidos todos
los sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces
razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y
dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún
caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan
PARTE SEGUNDA. CAPITULO LXXIV
867
<;ristiauo como Dou Quijote, el cual, entre compasiones y lágrimas de
1 vs que allí se hallaron, dio su espíritu... quiero decir que se murió.
Adiendo lo cual el Cura, pidió al escribano le diese por testimonio
<;ómo Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente Don Quijote de
la Mancha, había pasado desta presente vida, y muerto naturalmente,
que el tal testimonio pedía i>ara quitar la ocasión de que algún otro
iitor que Cide llámete BeuengeU le v.-n-itM-..' IVil^.nucnte y hiciese
uicabables historias de sus hazañas.
Este tin tuvo el Ingenio.so Hidalgo dk la mancha, cuyo lugar no
iiiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas
lugares de la :Mancha contendiesen entre sí por alujársele y tenérsele
•rsuvo, como contendiéronlas siete ciudades de Grecia por Homero.
Déjense de poner aquí 1( s llantos de Sancho, sobrina y ama de
1 )<)a Quijote, y los nuevos epitíifios de su sepultura, aunque Hansón
I 'arrasco le puso este:
Yace aquí el hidalgo Inerte,
Qne á tanto extremo llegó
De valiente, que se advierte
Que la muerte no triunfó
De 8U vida con eu muerte.
Tuvo á todo el mundo en poco;
Fué el espantajo y el coco
Del mundo en tal coyuntura,
Que acreditó su ventura
■\r..rir rniril > V vivir loOO.
Y el prudentísimo Cide Hamete dijo á su pluma: «Aquí quedarás
^•olgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada ó
mal tajada, péñola mía] adonde vivirás, luengos siglos, si presuntuosos
V malandrines historiadoras no te descuelgan para profanarte. Pero
Imtes que á ti lleguen, les puedes advertir y decirles en el mejor modo
(lUe pudieres:
Tato, tate, folloncicos,
De ninguno sea tocada;
Porjuo esta empresa, buen Rey,
Para mí estaba guardada.
l'ara mí sola nació Don Quijote, y yo para él; él supo obrar, y yo escri-
bir; solos los dos somos para en uno, á despecho y pesar del escritor
ungido y tordesillesco, que se atrevió, ó se ha de atrever, á escribir con
pluma de avestruz grosera y mal adeliñada las hazañas de mi valeroso
caballero; porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfria-
do ingenio: á quien advertirás, si acaso llegas á conocerle, que deje re-
posar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de Don Qui-
jote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, á Cas-
tilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente
yace, tendido de largo á largo, imposibilitado de hacer tercera Parte y
868
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
salida nueva; que para hacer burla de tantas como hicieron tantos an-
dantes caballeros, bastan las dos que él hizo tan á gusto y beneplácito
de las gentes á cu3^a noticia llegaron, así en éstos como en los extraños,
reinos; y con esto cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando
bien á quien mal te quiere.» Y yo quedaré satisfecho y ufano de haber
sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como de-
seaba; pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de
los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caba-
llerías, que por las de mi verdadero Don Quijote van ya tropezando, y
han de caer del todo sin duda alguna. Vale.
•::-c:^?c.j\
'¡íSi¿¿i:--¿:'):-:¿SiSí^Tiy
ÍNDICE
Al Duque (le Héjur.
Tróiogo
Kl()o:ios
Página».
vil
IX
XV
PAUTE PRIMERA
(,'apítitu) pki mero. —Que trata de la condición y ejercicio del íainoso hi-
dalgo Don Quijote de la Mancha 1
Cap. II. — (^ne trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenio-
so Don Quijote 6
Cap. IIL— Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo Don Quijote en
armarse caballero 12
C.vp. IV. — De lo que le sucedió á nuestro caballero cuando salió de la
venta 18
Cap. V. Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuesti'o caba-
llero 24
Cap. VI. — Del donoso y grande escrutinio que el Cura y el barbero hicie-
i'on en la librería de nuestro ingenioso hidalgo 29
Cap. VII. — De la segunda salida de nuestro buen caballero Don Quijote
<le la Mancha ' 35
Cap. VIII. Del liuen suceso que el valeroso Don t^uijote tuvo en la es-
pantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con
otros sucesos dignos de felice recordación 40
Cap. IX. — Donde se concluye y da fin á la estupenda batalla que el ga-
llardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron 48
Cap. X. — De los graciosos razonamientos que pasaron entre Don Quijote
y Sancho Panza, su escudero 53
Cap. XI.- De lo que sucedió á Don Quijote con unos cabreros 58
Cap. XII. — De lo que contó un cabrero á los que estaban con Don Quijote. 64
870
índice
P^e'irn?.
.•:.€ap. XIII.— Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros
'.: sucesos 70
Cap. XIV.— Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor,
.; con otros no esperados sucesos : 77
Cap. XV.— Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don
■ Quijote en topar con unos desalmados yangüeses SI
Cap. XVI.— De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él
imaginaba ser castillo 91
Cap. XVII.— -Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo
Don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pusiron en la venta,
que por sn mal Don Quijote pensó que era castillo 97
Caf. XVIIL — Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con
su señor Don Quijote, con otras aventuras dignas de, ser contadas.. . . 105
Cap. XIX. — De las discretas razones que Sancho pasó con su amo, y de
la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros aconteci-
mientos famosos 115
Cap. XX. — De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro
fué acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el
valeroso Don Quijote de la Mancha 122
Cap. XXl.— (¿ue trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de
Mambrino, con otras cosas sucedidas á nuestro invencible caballero. . 133
Cap. XXII. — De la libertad que dio Don Quijote á muchos desdichados
que mal de su grado los llevaban donde no quisieran ir 142
Cap. XXIII. — De lo que le ac;onteció al famoso Don Quijote en Sierra
Morena, que fué una de las más raras aventuras que en Bsta verdade-
ra historia se cuentan 151
Cap. XXIV. —Donde se prosigue la aventura de Sierra Morena IGi
Cap. XXV. — Que trata de las extrañas cosas que en Sierra INIorena suce-
dieron a! valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo
de la penitencia de Beltenebros 1(39
Cap. XXVI. —Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo
Don Quijote en Sierra Morena 183
Cap. XXVII. — De cómo salieron con su intención el Cura y el barbero,
con otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia. . . . 190
Cap. XXVIII. — Que trata de la nueva y agradable aventura que al Cura
y liarbero sucedió en la misma sierra 203
Cap. XXIX.— Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en
sacar á nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en
que se había puesto 215
Cap. XXX. — Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras
cosas de mucho gusto y pasatiempo 225
.1*. XXXI. De los sabrosos razonamientos que pasaron entre Don
Quijote y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos 231
Cap. XXXII. — Que trata de lo que sucedió en la venta á toda la cuadrilla
de Don Quijote 212
Cap. XXXIII. — Donde se cuenta la novela del Curioso impertinente. . . . 218
Cap. XXXIV, — Donde se prosigue la novela del Curioso impertinente. . . 282
Cap. XXXV.- — Que trata de la brava y descomunal batalia que Don Qui-
jote tuvo con unos cueros de vino tinto, y se da fin á la novela del
Curioso imi)ertinente 27G
Cap. XXX^'I.— Que trata de otros raros sucesos que en la venta suce-
dieron , 284
Cap. XXXVII. — Donde se prosigue la historia de la famosa infanta
Micomicona, con otras graciosas aventuras 293
Cap. XXX VIH. — Que trata- del curioso discurso que hizo Don Quijote de
■las armas y las letras 303
Cap. XXXIX. - Donde eJ cautivo cuenta su vida V sucesos 307
ÍNDICE ^?n
PáRioos.
(AP. XL.— Donde se prosijíue lu historia del cautivo 313
<'\p. XLl.— Donde todavía iirosigue el oautivo su suceso 322
Cap. XLII.— Que trata de lo que además sucedió en la venta, y de otras
muchas cosas diííuas de saberse 337
Cap. XLIIL— Donde se cuenta la a^radal)le historia del mozo de muías,
iMjn otros extraños acaecimientos en la venta suceditlos 313
<"ap. XLIV.— Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta. . . . 351
i'.w. XLV. — Donde se acaba «le averiguar la duda del yelmo de >h\mbri-
no y de la albarda, y otras aventuras suce<lidas con toda verdad. . . . 3i)S
<"ap. XLVI. -Del fin de la notal)le aventura de los cuadrilleros, y la gran
ferocidad de nuestro buen caballero Don Quijote 3();)
(AP. XLVII.- Del extraño modo con que fué conducido encantado Don
(¿aijote de la Mancha, con otros famosos sucesos 372
ÍAP. XLVÍII.— D«»nde prosigue el Canónigo la materia de los libros ile
caballerías, con otras cosas dignas de su ingenio 380
1'ap, XLIX.— Donde se tratti del discreto coloquio que Sancho Panza
tuvo con su señor Don (¿uijote ,' .* •
Cap. L.— De las discretas altercaciones que Don (Quijote y el Canónigo
tuNneron, con otros sucesos
íAP. LI. - Que trata de lo que contó el cabrero á todos los que llevaban á
Don Quijote. •'^''^
Cap. LII.— De la pendencia que Don Quijote tuvo con el cabrero, con la
rara aventurado los diciiiünantes, á quien dio felice fin á costa de su
sudiir
PARTE SEGUNDA
38»)
3I>2
103
410
l>e:lnali'ri:i ai ^. ••une «ie ia-iiids
Prólogo ^^ '
Capítilo prijiero. De lo que el Cura y el l)arbero pasaron con Don
Quijote cerca de su enfermedad 121
Cap. II. Que trata de la notable pendencia que Sancho Panza tuvo con
la sobrina y ama de Don Quijote, con otros sucesos graciosos 430
Cap. III.— Del ridículo razonamiento que pasó entre Don Quijote, Sancho
Panza y el bachiller Sansón Carrasco 435
Cap. IV.—Donde Sancho Panza satisface al bachiller Sansón Carrasco de
sus dudas y preguntas, con otras cosas dignas de saberse y de contarse. 411
Cap. V. — De ia discreta y graciosa i)lática que pasó entre Sancho Panza
y su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación. 44G
Cap. VI.— De lo que le pasó á Don Quijote con su sobrina y con su ama; y
es uno de los más importantes capítulos de toda la historia 451
í'ap. VII.— De lo que pasó Don Quijote con su escudero, con otros suce-
sos famosísimos -. • _• 4y6
Cap. VIII. — Donde se cuenta lo que le sucedió á Don Quijote yendo á
ver su señora Dulcinea del Toboso ;';-
<'ap. IX.— Donde se cuenta lo que en él se verá i'>"^
<'ap. X. —Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar á
la señora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridículos como verdaderos. 472
Cap. XI. — De la extraña aventura que le sucedió al valeroso Don Quijote
con el carro ó carreta de las Cortes de la 3Iuerte • • 480
<.'ap. XII.— De la extraña aventura que le sucedió al valeroso Don Quijote
con el bravo Caballero de los Espejos r • • • '^^^
Cap. — XIII.— Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque,
con el discreto, nuevo v suave coloquio que pasó entre los dos escu-
.1,.,.,,. . ' 492
872 ÍNDICE
Páírinas.
Cav. XIV. — Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque. . . 497
Cap. XV. — Donde se cuenta y da noticia de quién era el caballero de los
Espejos y su escudero 5(>(>
Cáv. XVI. — De lo que sucedió á Don (Quijote con un discreto caballero
de la Mancha óOS^
Cap. XVII. — Donde se declara el último punto y extremo adonde llegó y
pudo llegar el inaudito ánimo de Don íjuijote, con la felicemente aca-
bada aventura de los leones T)!,")
C.\.p. XVIII. — De lo que sucedió á Don Quijote en el castillo ó casa del
Caballero del Verde (íabán, con otras cosas extravagantes 524
Cap. XIX. — Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado, con otros
en verdad graciosos sucesos 53 1
Cap. XX. — Donde se cuentan las bodas de Camacbo el Rico, con el suce-
so de Basilio el Pobre 537
Cap. XXI. — Donde se prosiguen las bodas de Camacbo, con otros gusto-
sos sucesos biú
Cap. XXII. — Donde se da cuenta de la grande aventura de la cueva de
Montesinos, que está en el corazón de la ]Mancha, á quien dio felice
cima el valeroso Don Quijote 551
Cap. XXIII. — De las admirables cosas que el extremado Don Quijote con-
tó que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibi-
lidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa 557
Cap. XXIV. —Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como
necesarias al verdadero entendimiento desta grande historia 566
Cap. XXV. — Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del
titerero, con las memorables adivinanzas tlel mono adivino 572
Cap. XXVI. - Donde se prosigue la graciosa aventura del titerero, con
otras cosas en verdad harto buenas 5S(>
Cap. XXVII. — Donde se da cuenta quiénes eran niaese Pedro y su mono,
con el mal suceso que Don Quijote tuvo en la aventura del rebuzno,
que no la acabó como él quisiera y como lo tenía pensado 587
Cap. XXVIII. — De cosas que dice Benengeli, que las sabrá quien le leye-
re, si las lee con atención 59íJ
Cap. XXIX. — De la famosa aventura del bairo encantado 597
Cap. XXX. — De lo que le avino á Don Quijote con una bella cazadora . 60íJ
Cap. XXXI. — (¿ue trata de muclias y grandes cosas 60Í)'
Cap. XXXII. — De la respuesta que dio Don (Quijote á su reprehensor,
con otros graves y graciosos sucesos 617
Cap. XXXIII. — De la sabrosa plática que la Duíjuesa y sus doncellas pa-
saron con 8anch(j Panza, digna ile que se lea y de que se note 627
í 'AP. XXXIV. (¿ue da cuenta de la noticia (lue se tuvo de cómo se había
de desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aven-
turas más famosas deste libro 634
Cap. XXXV. — Donde se prosigue la noticia que tuvo Don Quijote del
desencanto de Dulcinea, <-on otros admirables sucesos 640
Cap. XXX V'I. — Donde se cuenta la extraña y jamás imaginada aventura
de la dueña Dolorida, alias la Condesa Trifaldi, con una carta que
Sancho Panza escriljió á su mujer, Teresa Panza 64(>
Cap. XXXVII. — Donde se prosigue la famosa aventura de la dueña Do-
lorida 651
Cap. XXXVÍII. — D(jnde se cuenta la cjue dio de su mala andanza la áne-
ña Dolorida 653
Cap. XXXIX. — Donde la Trifaldi i)rosigue su estujjenda y memorable
historia , 65S
Cap. XL. — De cosas (pie atañen y tocan á esta aventura y á esta memora-
ble historia 661
Cap. XLI. — De la venida de Clavilefio, con el fin desta dilatada aventura. 666
ÍNDICE 873
Págioas.
l'.vr. Xí>II. — De los «•itiisejo» (jue dio Don t^uijote á Sancho Panza antes
(jue fuese á frobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas.. . . t)7 J
i"ap. XMII.- De los consejos segundos que dio Don Quijote á Sancho
Panza tiT^
Cap. XldV.- Ouno Sancho Panza fué llevado al jrobierno, y <le la extra-
ña aventura (|ue en el castillo sucedió á Don Quijote ♦iS.'i
C\v. XI.\'. — De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsu-
la, y del modo que comenzó á gobernar lüM
Cai'. XLN'I.— Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibió Don
(¿uijotc en el discurso <le los amores de la enamorada Altisidora. . . . ti!*7
('ai». XIA'II.— Donde se prosigue cómo se portaba Sancho Panza en su
gobierno 701
Cap. XLVIII.- De lo que le sucedió á Don Quijote con doña Rodríguez,
la dueña de la l>uquesa, ccju otros acontecimientos dignos de escritura
y de meníoria eterna 70t»
Cap. XLIX.— De lo ijue le sucedió á Sancho Panza rondando su ínsula.. . 71(>
('ap. L. — Donde .se declara quién fueron los encantadores y verdugos que
azotaron á la <Iueña y pellizcaron y arañaron á Don (¿uijote, con el su-
ceso que t.ivo el paje que llevó la carta á Teresa Panza, mujer de San-
cho Panza 12í>
Cap. \A. — Del progreso del gobierno de Sancho Panza, con otros sucesos
tales como buenos 738-
Cap. LII. — Donde se cuenta la aventura de la segunda dueña Dolorida ó
angustiada, llamada por otro nombre doña Rodríguez 74()-
Cap. Lili. — Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho
Panza 74«)-
Cap. LIV.- Que trata de cosas tocantes á esta historia, y no á otra al-
guna 751
Cap. LV.— De cosas sucedidas á Sancho en el camino, y otras, que no hay
más que ver 7ó7
Cap. LVI. -De la descomunal y nunca vista batalla que pasó entre Don
(Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos, en la defensa de la hija de
la <lueña doña Rodríguez 76ii^
C\p. LVII. — (¿ue trata de cómo Don Quijote se despidió del Duque, y de
lo que le sucedió t-on hi discreta y desenvuelta Altisidora, doncella de
la Dutjuesa 7<i7
Cap. LVIII. Que trata de cómo menudearon sobre Don Quijote aventu-
ras tantas, que no se daban vagar unas á otras 772
Cap. LIX. — Donde se cuenta el extraordinario suceso, que se puede tener
por aventura, que le sucedió á Don (Juijote 7Sl
Cap. LX. — De lo que le sucedió a Don Quijote yendo á Barcelona 787
Cap. LXI. De lo que le sucedió á Don (¿uijote en la entrada de Barcelo-
na, con otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo discreto. 7í)7
Cap. LXIL — Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras
niñerías que no pueden dejar <le contarse 800
('ap. LXIII. — Del mal que le avino á Sancho Panza con la visita de las
galeras, y la nueva aventura de la hermosa morisca SO'.l
Cap. LXIV. (¿ue trata de la aventura que más pesadumbre dio á Don
(¿uijote de cuantas hasta entonces le habían sut-edido SlC»
Cap. LXV. Donde se da noticia quién era el de la Blanca Luna, con la
libertad de don (iregorio, y de otros sucesos S*21
Cap. LXVI. — Que trata de lo <iue verá el que lo leyere, ó lo oirá el que lo
escuchare leer .• S25
Cap. LXVII.- De la resolución que tomó Don (7"' jote <^le hacerse pastor
y seguir la vida del campo en tanto que se pasaba el año de su prome-
sa, con otros sucesos, en verdad gustosos y buenos S30
Cap. LXVIII. — De la cerdosa aventura que le aconteció á Don Quijote. . . s;J4
874 ÍNDICE
Páginas.
«Cap. LXIX. — Del más raro y más nuevo suceso que en todo el discurso
desta grande historia avino á Don Quijote 838
Cap. LXX. —Que sigue al de sesenta y nueve, y trata de cosas no excusa-
das para la claridad desta historia 842
Cap. LXXI. — De lo que á Don Quijote le sucedió con su escudero Sancho,
yendo á su aldea 848
Cap. LXXII.— De cómo Don Quijote y Sancho llegaron á su aldea 853
Cap. LXXIII. — De los agüeros que tuvo Don Quijote al entrar de su al-
dea, con otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia. . 858
Oap. LXXIV. — De cómo Don Quijote cayó malo, y del testamento que
hizo, y su muerte 8G3
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Cervantes PQ
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Don Quijote. .Al