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Full text of "El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha"

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BIBLIOTECA    PERLA 


XX 


EL  INGENIOSO  HIDALGO 

DON  QUIJOT 


DE  LA  MANCHA 


COMPUESTO  POIl 


M'GUEL  DE  CERVANTES  SAAVEDRA 


Edición  ilustrada 

con  318  dibujos  de  ISI.  Ang-el^  grabados  por  Ccirretero, 

Sanipietro  y  Santamarin. 


MADEID 

SATUfllSriNO     CALLEJA    FERNANDEZ 

Calle  de  Valencia,  núm.  28. 
,  ,    .       ,  C;9,sa  edltpri^t  fundads^  el  a{ío1876._ 


Mí;: 


Reservados,  los  áeredios 
de  propiedad  artística. 


íiadrid.— Imprenta  de  BorÍBÍl»  Teodoro,  Glorieta  do  S»ot«  María  de  ia  Ctóeea.  1. 


Marqués  de  Gibraleón,  Conde  de  Benalcázar,  y  Bañares,  Vizconde  de  la 
Puebla  de  Alcocer,  Señor  de  las  Villas  de  Capilla,  Curie      Burguillos. 

O//  íe  aei  ímefi  acoat^mefito  u  rutnrtí,  tjiie  /ntcc.  ^  uc.it¿/-a  Of.fre- 
ienciii  tí  totia  traerte-  ac  lii>i-0,i,  contó  pit'ftcu>f  tan  uicltitttao  á  favo- 
recer iii^  luie/ntA  artcA,  iittiuotyuente-  lu^  iiiie-  por  ,iic  nahieta  no-  ^c- 
aottten   al    itert>ú:Kt  u    ara/i/e/t'aj    a«l  \'uíti(),    /te    deleriitúiatlo    tie-    ¿tacar 

á   /ut  el  IngenioHO  Hldal^  Don  <[jnÍjote  de  la  Manrha  a.- 

íxori-iio-  (íe¿  e/ari.iiiito  nomore-  ae  J^tieAtra^  iy.vcelenc^a,  tí  tinten,  ctni- 
cí  acatantt-e/tf»  titee  tieJto  tí  ttint<i  grtinaeía,  .MipíU-o  ¿o-  rccioa.  atjraaa- 
oltíment^  en  Mi  nrotecctiíit ,  para  luie  á  Mi  ^oniora,  aimtJtie-  eieMittao 
ae  tiitnel preci'o.ta  orntuiienfo  tic.  eletiancia  ip  ertit/iciiín  tío  ttiie-  duelen- 
a/itíar  catidti^  iti^  ooi'a.i  atte  ,ie  conipo/ten  en  1,1.1.  ctt.ia.i  ttií.  Atj. 
honiore^  tjue-  Mioen  íMc  pai-ecer  aetfiíranienfe  en  cí  itiicto  ae  altpi- 
110^  alte,  n-o-  conte/iiéndoo^e-  en  loá-  lúní¿eíi-  tte-  Jti  ¿ítnorttncia.  Mielen- 
ct>n(¿etuir-  co^p  nní^  ruivr  u  nicnoA-  jiiaticüi  10 J-  /raoa/oj-  atenoa;  atte 
j)onie/utiy  íoA-  aioií  la  prue/enci-a  ae  .-  neutra  (stjTceleiicín-  eítr  mí  Puen- 
eíeJeo ,    f¿o-   aiie   iu>     lieAííeñartí  la.    eorteJací  tie-   ta/v  nu/ntJae  iteri'ccto. 


prOloqo 


rrí-x  ESOCUPADO  lector:  Sin  juramento  me  ]>odrás  creer  (jue  (juisiera 
(|ue  este  libro,  como  hijo  del  entendimiento,  fuera  el  más  her- 
moso, el  más  ,iíallardo  y  más  discreto  que  pudiera  imaginarse; 
T^  pero  no  he  podido  yo  contravenir  al  orden  de  naturaleza,  que 
en  ella  cada  cosa  engendra  su  semejante.  Y  así,  ¿qué  podía  engendrar 
el  estéril  y  mal  cultivado  ingenio  mío,  sino  la  historia  de  un  hijo  seco, 
avellanado,  antojadizo,  y  lleno  de  pensamientos  varios  y  nunca  imagina- 
dos de  otro  alguno,  bien  como  quien  se  engendró  en  una  cárcel,  donde 
toda  incomodidad  tiene  su  asiento  y  donde  todo  triste  ruido  hace  su  lia- 
hitación?  El  sosiego,  el  lugar  apacible,  la  amenidad  de  los  campos,  la°se- 
renidad  de  los  cielos,  el  murmurar  de  las  fuentes,  la  quietud  del  espíritu, 
son  grande  parte  para  que  las  musas  más  estériles  se  muestren  fecun- 
das y  ofrezcan  partos  al  mundo  que  le  colmen  de  maravilla  y  de  con- 
tento. Acontece  tener  un  padre  un  hijo  feo  y  sin  gracia  alguna,  y  el 
amor  que  le  tiene  le  pone  una  venda  en  los  ojos  para  que  no  vea  sus- 
faltas;  antes  las  juzga  por  discreciones  y  lindezas,  y  las  cuenta  á  sus- 
amigos  por  agudezas  y  donaires.  Pero  yo,  que,  aunque  parezco  })adre, 
soy  padrastro  de  Don  Quijote,  no  quiero  irme  con  lá  corriente  del  usó, 
ni  supKcarte  casi  con  las  lágrimas  en  los  ojos,  como  otros  hacen,  lectoi-^ 


PROLOGO 


-c-arísimo,  que  perdones  ó  disimules  las  faltas  que  en  este  mi  hijo  vieres; 
porque  ni  eres  su  pariente  ni  su  amigo,  y  tienes  tu  alma  en  tu  cuerpo  y 
tu  libre  albedrío  como  el  más  pintado,  y  estás  en  tu  casa,  donde  eres  se- 
ñor della,  como  el  rey  de  sus  alcabalas,  y  sabes  lo  que  comúnmente  se 
dice,  que  debajo  de  mi  manto  al  rey  mato  (todo  lo  cual  te  exenta  y  hace 
libre  de  todo  respeto  y  obligación),  y  así,  puedes  decir  de  la  historia 
todo  aquello  que  te  pareciere,  sin  temor  á  que  te  calunien  por  el  mal  ni 
te  premien  por  el  bien  que  dijeres  della. 

Sólo  quisiera  dártela  monda  y  desnuda,  sin  el  ornato  de  prólogo,  ni 
de  la  inumerabilidad  y  catálogo  de  los  acostumbrados  sonetos,  epigra- 
mas y  elogios  que  al  principio  de  los  libros  suelen  ponerse;  porque  te  sé 
decir  que,  aunque  me  costó  algún  trabajo  componerla,  ninguno  tuve  por 
mayor  que  hacer  esta  prefación  que  vas  leyendo. 

Muchas  veces  tomé  la  pluma  para  escribilla,  y  muchas  la- dejé,  por 
no  saber  lo  que  escribiría;  y  estando  una  suspenso,  con  el  papel  delante, 
la  pluma  en  la  oreja,  el  codo  en  el  bufete  y  la  mano  en  la  mejilla,  pen- 
sando lo  que  diría,  entró  á  deshora  un  amigo  mío ,  gracioso  y  bien  en- 
tendido, el  cual,  viéndome  tan  imaginativo,  me  preguntó  la  causa;  y 
no  encubriéndosela  yo,  le  dije  que  pensaba  en  el  prólogo  que  había 
de  hacer  á  la  historia  de  Don  Quijote,  y  que  me  tenía  de  suerte 
•que  ni  quería  hacerle,  ni  menos  sacar  á  luz  las  hazañas  de  tan  noble 
caballero. 

«Porque  ¿cómo  queréis  vos  que  no  me  tenga  confuso  el  qué  dirá  el 
antiguo  legislador  que  llaman  vulgo  cuando  vea  que,  al  cabo  de  tantos 
añQS  como  ha  que  duermo  en  el  silencio  del  olvido,  salgo  ahora,  con  to- 
dos mis  años  acuestas,  con  una  leyenda  seca  como  un  esparto,  ajena  de 
invención,  menguada  de  estilo,  pobre  de  concetos  y  falta  de  toda  eru- 
dición y  doctrina,  sin  acotaciones  en  las  márgenes  y  sin  anotaciones  en 
•el  fin  del  libro,  como  veo  que  están  otros  libros,  aunque  sean  fabulosos 
V  profanos,  tan  llenos  de  sentencias  de  Aristóteles,  de  Platón  y  de  toda 
la  caterva  de  filósofos,  que  admiran  á  los  leyentes  y  tienen  á  sus  auto- 
res por  hombres  leídos,  eruditos  y  elegantes?  Pues  ¿qué  cuando  citan  la 
divina  Escritura?  No  dirán  sino  que  son  unos  santos  Tomases  y  otros 
<ioctores  de  la  Iglesia;  guardando  en  esto  un  decoro  tan  ingenioso,  que 
•en  un  renglón  han  pintado  un  enamorado  distraído,  y  en  otro  hacen  un 
sermoncico  cristiano,  que  es  un  contento  y  un  regalo  oille  ó  leelle.  De 
todo  esto  ha  de  carecer  mi  libro,  porque  ni  tengo  qué  acotar  en  el  mar- 
gen, ni  qué  anotar  en  el  fin,  ni  menos  sé  qué  autores  sigo  en  él,  para 
ponerlos  al  principio,  como  hacen  todos,  por  las  letras  del  ABC,  co- 
menzando en  Aristóteles  y  acabando  en  Xenofonte  y  en  Zoilo  ó  Zeuxis, 
aunque  fué  maldiciente  el  uno  y  pintor  el  otro.  También  ha  de  carecer 
mi  libro  de  sonetos  al  principio,  á  lo  menos  de  sonetos  cuyos  autores 
sean  duques,  marqueses,  condes,  obispos,  damas  ó  poetas  celebérrimos; 
aunque,  si  yo  los  pidiese  á  dos  ó  tres  oficiales  amigos,  yo  sé  que  me  los 
darían,  y  tales,  que  no  les  igualasen  los  de  aquellos  que  tienen  más  nom- 
bre en  nuestra  España. 

»En  fin,  señor  y  amigo  mío,  proseguí,  yo  determino  que  el  señor  Don 


paStooo  XI 

<Íui¿ote  se  quede  sepultado  en  sus  archivos  en  la  Mancha  Imata  que  el 
<¿clo  depare  quien  le  adorne  de  tantas  cosas  como  le  faltan,  porque  yo 
lae  hallo  incapaz  de  remediarlas  por  mi  insuficiencia  y  pocas  letras,  y 
porque  naturalmente  soy  poltrón  y  perezoso  de  andarme  buscando  ruU)- 
aes  que  digan  lo  que  yo  me  sé  decir  sin  ellos.  De  aquí  nace  la  suspen- 
sión y  elevamiento  en  que  me  hallastes:  bastante  causa  para  ponerme 
<m  ella  la  que  de  mí  habéis  oído.  > 

Oyendo  lo  cual,   mi  amigo,   dándose  una   palmada  en  la  frente 

Y  disparando  con  una  carga  de  risa,  me  dijo:  «Por  Dios,  herma- 
no, que  ahora  me  acabo  de  desengañar  de  un  engaño  en  que  he 
estado  todo  el  mucho  tiempo  que  ha  que  os  conozco,  en  el  cual 
siempre  os  he  tenido  por  discreto  y  prudente  en  todas  vuestras  accio- 
nes; pero  ahora  veo  que  estáis  tan  lejos  de  serlo,  como  lo  está  el  cielo 
de  la  Tierra. 

»¡Cómo!  ¿Que  es  posible  que  cosas  de  tan  poco  momento  y  tan  fáci- 
les de  remediar  puedan  tener  fuerzas  de  suspender  y  absortar  un  inge- 
aiio  tan  maduro  como  el  vuestro,  y  tan  hecho  á  romper  y  atrepellar  por 
,olras  dificultades  mayores?  A  la  fe,  esto  no  nace  de  falta  de  habilidad, 
«ino  de  sobra  de  pereza  y  penuria  de  discurso.  ¿Queréis  ver  si  es  verdad 
lo  que  digo?  Pues  estadme  atento,  y  veréis  cómo  en  un  abrir  y  cerrar 
de.  ojos  conf mido  todas  vuestras  dificultades  y  remedio  todas  las  faltas 
<jue  decís  que  os  suspenden  y  acobardan  para  dejar  de  sacar  á  la  luz 
del  mundo  la  historia  de  vuestro  famoso  Don  Quijote,  luz  y  espejo  de 
toda  la  caballería  andante. » 

«Decid,  le  repliqué  yo,  03'endo  to  que  me  decía:  ¿de  qué  modo 
|*ensáis  llenar  el  vacío  de  mi  t^mor  y  reducir  á  claridad  el  caos  de  mi 
confusión?» 

Á  lo  cual  él  dijo:  «Lo  primero  en  que  reparáis,  de  los  sonetos,  epi- 
.gramas  ó  elogios,  que  os  faltan  para  el  principio  y  que  sean  de  perso- 
«ajes  graves  y  de  título,  se  puede  remediar  en  que  vos  mesmo  toméis 
ídgún  trabajo  en  hacerlos,  y  después  los  podéis  bautizar  y  poner  el 
íiombre  que  quisiéredes,  ahijándolos  al  Preste-Juan  de  las  Indias  ó  al 
Emperador  de  Trapisonda,  de  quien  yo  sé  que  hay  noticia  que  fueron 
fáfnosos  poetas;  y  cuando  no  lo  hayan  sido  y  hubiere  algunos  pedantes 

Y  bachilleres  que  por  detrás  os  muerdan  y  murmuren  desta  verdad,  no 
«e  os  dé  dos  maravedís,  porque,  ya  que"  os  averigüen  la  mentira,  no  os 
fian  de  cortar  la  mano  con  que  lo  escribistes. 

»En  lo  de  citar  en  las  márgenes  los  hbros  y  autores  de  donde 
.«acáredes  las  Sentencias  y  dichos  que  pusiéredes  en  vuestra  historia, 
«o  hay  más  sino  hacer  de  manera  que  vengan  á  pelo  algunas  senten- 
•cias  ó  latines  que  vos  sepáis  de  memoria,  ó  á  lo  menos  que  os  cueste 
■poco  trabajo  el  buscallos,  como  será  poner,  tratando  de  Hbertad  y  cau- 
tiverio: 

Non  bené  pro  tota  libertas  venditur  auro; 

y  luego  en  el  margen  citar  á  Horacio,  ó  á  quien  lo  dijo. 


XII  PBGXDQO 


»Si  tratáredes  del  poder  de  la  muerte^  acudid  luego  con:  ; 

...PaUida  mors 'wqtio  pulsat  pede 
Paupermn  tabernas,  regumque  turres. 

»Si"de  la  amistad  y  amor  que  Dios  manda  que  se  tenga  al  enemigos- 
entraos  luego  al  punto  por  la  Escritura  divina  (que  lo  podéis  hacer  coii 
tantico  de  curiosidad),  y  decid  las  palabras,  por  lo  menos,  del  mismo 
Dios:  Ef/o  aufem  dico  vohis:  diligite  inimicos  vestros. 

»Si  tratáredes  de  malos  pensamientos,  acudid  con  el  Evangelio:  T)e 
corde  exeiint  cocjit  ationes  malrc.  Si  de  la  instabilidad  de  los  amigbs,  alíi" 
está  Catón,  que  os  dará  su  dístico:  '  ■ 

Doñee  eris  felix,'midtos  numerabis  amicos, 
TemjJora  si  fueriiit  nitbila,  solus  eris. 

»Y  con  estos  latinicos  y  otros  tales,  os  tendrán  siquiera  por  grama-' 
tico;  que  el  serlo  no  es  de  poca  honra  y  provecho  el  día  de  hoy., 

»En  lo  que  toca  al  poner  anotaciones  al  tin  del  hbro,  seguramenre 
lo  podéis  hacer  desta  manera,. Si  nombráis  algún  gigante  en  vuest;::o; 
libro,  hacelde  que  sea  el  gigante  Golías;  y  con  sólo  esto,  que  os  costará: 
casi  nada,  tenéis  una  grande  anotación,  pues  podéis  poner:  El  g ¿gante] 
Golías  ó  Goliat  fué  un  filisteo  á  quien  el  pastor  David  mató  de  una  graii. 
pedrada  en  el  valle  de  Terebinto,  s%gün  se  cuenta  en  el  libro  de  losiReyes.... 
en  el  capítulo  que  vos  halláredes  que  se  escribe. 

»Tras  esto,  para  mostraros  hombre  erudito  en  letras  humanas  y 
cosmógrafo,  haced  de  modo  cómo  en  vuestra  historia  se  nombre  «1  río 
Tajo,  y  veréisos  luego  con  otra  famosa  anotación,  poniendo:  El  rio.  Tajo,, 
fué  así  dicho  por  un  rey  de  las  Españas:  tiene  su  nacimiento  en  tal  luga^-jl 
g  muere  en  el  ?nar  Océano,  besando  los  muros  de  la  famosa  ciudad  de  List, , 
boa,  y  es  opinión  que  tiene  las  arenas  de  oro,  etc.  ,  .r 

»Si  tratáredes  de  ladrones,  yo  os  diré  la  historia  de  Caco,  que  la  sé' 
de  coro;  si  de  mujeres  rameras,  ahí  está  el  Obispo  de  Mondoñedo,  (jue 
os  prestará  á  Lamia,  Laida  y  Flora,  cuya  anotación  os  dará  gran  eré-, 
dito;  si  de  crueles,  Ovidio  os  entregará  á  Medea;  si  de  encantadoras  y. 
liechiceras,  Homero  tiene  á  Calipso,  y  Virgiho  á  Circe;  si  de  capitanes- 
valerosos,  el  mesmo  JuHo  César  os  prestará  á  sí  mismo  en  sus  Comenta- 
rios, y  .Plutarco  os  dará  mil  AleJAndros.  ■  j       :^.;; 

»Si  tratáredes  de  amores,  con  dos  onzas  que  sepáis  de  la  lengua  tos-,, 
cana,  toparéis  con  León  Hebreo,  que  os  hincha  las  medidas;  y  si  no  que- 
réis andaros  por  tierras  extrañas,  en  vuestra  casa  tenéis  á  Fonseca,  Del 
amor  de  Dios,  donde  se  cifra  todo  lo  que  vos  y  el  más  ingenioso  acertare, 
<'i  desear  en  tal  materia. 

»En  resolución,  no  hay  más  sino  que  vos.  procuréis  nombrar  est<js 
nombres  ó  tocar  estas  historias  en  la  vuestra,  que  aquí  he  dicho,  y  de- 
jadme á  mí  el  cargo  de  poner  las  anotaciones  y  acotaciones;  que  yo  os 


PllÓLOGO  •  XIII 

'  ■  \^oto  á  tal  de  llenaros  las  márgeaes  y  de  gastar  cuatro  pliegos  en  el  fin 
^del  libro. 

"•'     » Vengamos  ahora  á  la  citación  de  los  autores  que  los  otros  libros 
■  tienen,  que  en  el  vuestro  os  faltan.  El  remedio  que  esto  tiene  es  muy 
fticil,  porque  no  habéis  de  hacer  otra  cosa  que  buscar  un  libro  que  los 
acote  todos,  desde  la  A  hasta  la  Z,  como  vos  decís.  Pues  ese  mismo  abe- 
cedario jiondréis  vos  en  vuestro  libro;  que,  puesto  que  á  la  clarase  vea 
la  mentira,   por  la  poca  necesidad  que  vos  teníades  de  aprovecharos 
dellos,  no  importa  nada,  y  quizá  alguno  liabrá  tan  simple  que  crea  que 
de  todos  os  habéis  aprovechado  en  la  simple  y  sencilla  historia  vuestra; 
.  y  cuando  no  sirva  de  otra  cosa,  por  lo  menos  servirá  aquel  largo  catá- 
logo de  autores  á  dar  de  improviso  autoridad  al  hbro;  y  más,  que  no 
habrá  quien  se  ponga  á  averiguar  si  los  seguistes  ó  no  los  seguistes,  no 
vendóle  nada  en  ello:  cuanto  más  ([ue,  si  bien  caigo  en  la  cuenta,  este 
vuQi^tro  libro  no  tiene  necesidad  de  ninguna  cosa  de  aquellas  que  vos 
decís  que  le  faltan,  porque  todo  él  es  una  invectiva  contra  los  libros  de 
caballerías,  de  quien  imnca  se  acordó  Aristóteles,  ni  dijo  nada  San  Ba- 
silio, ni  alcanzó  Cicerón,  ni  caen  debajo  de  la  cuenta  de  sus  fabulosos 
disparates  las  puntualidades  de  la  verdad  ni  las  observaciones  de  la  As- 
rroíogía;  ni  le  son  de  importancia  las  medidas  geométricas,  ni  la  confu- 
tación de  los  argumentos  de  quien  se  sirve  la  retórica;  ni  tiene  para  qué 
predicar  á  ninguno  mezclando  lo  humhno  con  lo  divino,  que  es  un  gé- 
nero de  mezcla  de  quien  no  se  ha  de  vestir  ningún  cristiano  entendi- 
miento: sólo  tiene  que  aprovecharse  de  la  imitación  en  lo  que  fuere  es- 
cribiendo; que  cuanto  ella  fuere  más  })erfecta,  tanto  mejor  será  lo  que 
se  escribiere.  Y  pues  esta  vuestra  escritura  no  mira  á  más  que  deshacer 
la  autoridad  y  cabida  que  en  el  mundo  y  en  el  vulgo  tienen  los  libros 
de  caballerías,  no  hay  para  qué  andéis  mendigando  sentencias  de  filó- 
.«ofos,  consejos  de  la  divina  Escritura,  fábulas  de  poetas,  oraciones  de 
retóricos,  milagros  de  santos,lsino  procmar  que  á  la  11;  ni,  con  palabras 
significantes,  honestas  y  bien  coloi-adas  salga  vuestra  oración  y  período 
sonoro  y  festivo,  píiitando,  en  todo  lo  que  alcanzáredes  y  fuere  posible, 
vuestra  intención,  dando  á  entender  vu  s  res  conceptas,  sin  intricarlos 
y  escurecerlos.y  Procurad  también  que,  leyendo  vuestra  historia,  el  me- 
lancólico se  mueva  á  risa,  el  risueño  la  acreciente,  el  simple  no  se  en- 
fade, el  discreto  se  admh-e  de  la  invención,  el  grave  no  la  desprecie,  ni 
el  prudente  deje  de  alabarla.  Bn  efecto,  llevad  la  mira  puesta  á  derribai- 
la  máquina  mal  fundada  destos  caballerescos  libros,  aborrecidos  de  tan- 
tos y  alabado  de  muchos  más;  que  si  esto  alcanzásedes,  no  habríades 
alcanzado  poco.» 

Con  silencio  grande  estuve  escuchando  lo  que  mi  amigo  me  decía; 
y  de  tal  manera  se  imprimieron  en  mí  sus  razones,  que  sin  ponerlas  en 
disputa,  las  aprobé  por  buenas,  y  de  ellas  mismas  quise  hacer  este  Pró- 
logo, en  el  cual  ver.'^s.  lector  smve,  la  discreción  de  mi  amigo,  la  buena 
ventura  mía  en  hallar  en  tiempo  tan  necesitado  tal  consejero,  y  el  alivio 
tuyo  en  hallar  tan  sincera  y  tan  sin  revueltas  la  historia  del  famoso  Don 
Quijote  de  la  Mancha,  de  quien  hay  opinión  por  todos  los  habitadores 


XIV 


PBOIiOGO 


del  distrito  del  campo  de  Montiel  que  fué  el  más  casto  enamorado  y  el 
más  valiente  caballero  que  de  muchos  años  á  esta  parte  se  vio  en  aque- 
llos contornos.  Yo  no  quiero  encarecerte  el  servicio  que  te  hago  en  dai'tB 
á  conocer  tan  notable  y  tan  honrado  caballero;  pero  quiero  que  me  agi^k- 
dezcas  el  conocimiento  que  tendrás  del  famoso  Sancho  Panza,  su  escu- 
dero, en  quien,  á  mi  parecer,  te  doy  cifradas  todas  las  gracias  escude- 
riles que  en  la  caterva  de  los  libros  vanos  de  caballerías  están  esparci- 
das. Y  con  esto.  Dios  te  dé  salud,  y  á  mí  no  me  olvide.  Vale. 


ELOGIOS 


AL  LIBRO  DK  DON   QUIJOTE   DE   LA   MANCHA, 
rr.GAXDA  T,A  DKSCrNCriDA 


Si  de  llegarte  á  los  bitc-. 
Libro,  fueres  cou  letu-, 
No  te  dirá  el  boqiiiru- 
Que  no  pones  bien  los  de-; 
Mas  si  el  pan  no  se  te  ciic- 
Por  ir  á  manos  de  idio-. 
Verás,  de  manos  á  bo-. 
Aun  no  dar  una  en  el  ola-; 
Si  bien  se  comen  las  ma- 
Por  mostrar  que  son  curio-. 

Y  pues  la  expcrienci»  ense- 
que el  que  á  buen  árbol  se  arri 
Buena  sombra  le  cobi-. 
En  Béjar  tu  buena  estre- 
Un  árbol  real  te  ofre- 
Que  da  príncipes  por  fru-, 
í^n  el  cual  florece  un  Du- 
Que  es  nuevo  Alejandro  Ma-. 
Llega  á  su  sombra,  que  á  osa- 
Favorece  la  fortu-. 

De  un  noble  hidalgo  manchc- 
Contarás  las  aventu- 


A  quien  ociosas  lectu- 
Trasto ruaron  la  cabe-: 
Damas,  armas,  caballe- 
Le  provocaron  de  mo- 
Que,  cual  Orlando  furio-. 
Templado  á  lo  enamora-. 
Alcanzó  á  fuerza  de  bra- 
.K  Dulcinea  del  Tobo-. 

Xo  iudi.screto8  hierogli- 
Kstampes  en  el  escu-; 
Que,  cuando  os  todo  figu-. 
Con  ruines  puntos  se  en  vi-. 
Si  en  la  dirección  te  humi-, 
No  dirá  mofante  algu-: 
■  iQué  don  Alvaro  de  Lu-, 
Qué  Aníbal  el  do  Carta-, 
Qué  rey  Francisco  en  EHjja- 
Se  queja  de  la  fortu-!» 

Pues  al  cielo  no  le  plu- 
Que  salieses  tan  ladi- 
Como  el  negro  Juan  Lati-, 
Hablar  latines  rehu-. 


XVI 


ELOGIOS 


No  m«'ft«iipTintes  de  agu-. 
Ni  me  alegues  con  filó-; 
Porqne,  torciendo  la  ho-, 
Diva  el  quB  entiende  la  le-, 
No  un  palmo  délas  ore-: 
«¿Para  qué  conmigo  flo-?» 
No  te  metas  en  dibn- 
■Ni  en  saber  vidas  aje-; 
Que  en  lo  que  no  va  ni  rie- 
Paoar  de  largo  es  cordu-, 
<Jne  suelen  en  caperu- 
ÍJarlea  á  los  que  gracc-; 
Mas  tú  quémate  las  ce- 


'Sólo  en -cobrar  buen»  f>-,,    * 
Que  el  que  imprime  neced»- 
Dalas  á  censo  perpe-. 
Advierte  que  es  desati^.i 
Siendo  de  vidrio  el  teja-. 
Tomar,  piedras  en  la  vMr 
Para  tirar  al  Teci-,    ' 
Deja  que  el  hombre  de  jni- 
En  las  obras  que  compo- 
iSe  va.va  con  pies  de  pío-; 
Que  el  que  saca  á  luz  pape-r 
Para  eivíretener  donce- 
Escribe  á  tontas  y  á  lo-. 


AMADÍñ  DE  OAULA  .    ■    , 
Á  Bok  QCIJOTK  »K  I^  MAKCHA 

8';neto. 

Tu,  quf  imitaste  1»  llorojsa  vida 
íjue  tuve,  ausente  f  desdeñado,  Bobre--  - 
El  gran  ribaro  de  la  PeCa  Pobre,   ■> 
De  alegre  á  penitencia  reducida;    . 
'  Tii,  á  qnieri  los  ojos  dieron  la  bebida 
De  abundante  licor,  annqne  salobre; 

Y  alzándote  la  pUta,  estafio  y  cobre. 
To  di(5  la  tierra  en  tierra  la  comida; 

Vive  sennro  de  que  eternamente 
(En  tanto  al  menos  que  en  la  cuarta  estera 
f-'us  caballos  aguije  el  rubio  Apolo) 

Tendrsís  claro  renombre  de  valiente; 
Tu  patria  será  en  todas  la  primera,  . 
Tu  ."jabio  autor  al  mundo  ünico  y  solo. 

DON  BHLIANlS  DE  GRECIA 

í  DOS  QÜIJOTÜ  DE  I.A  MANCHA 

Soneto. 

Rompi,  corté,  abollé,  y  dije,  y  hice 
Más  que  en  el  orbe  caballero  andante: 
Fui  diestro,  fui  valiente  y  arrogante; 
Mil  aí^ravios  vengué,  cien  mil  deshice. 

Hazañas  di  lí  la  fama  que  eternice, 
Fui  comedido  y  regalado  amante, 
Pué  enano  para  n>(  todo  gigante, 

Y  al  duelo  en  cualquier  punto  satisfice. 
Tuve  ú  mis  pies  postrada  la  ít>rtnna, 

Y  trajo  del  eoj  eto  mi  cordura 
Á  la  calva  ocasión  al  estricote. 

Mas,  aunque  sobro  el  cuerno  de  la  Luna 
Siempre  se  vid  encumbrada  mi  ventura. 
Tus  proezas  envidio,  ¡oh  gran  Quijote! 


LA    SEÑORA    OBIANA 
Á  UULCINUA  DKL  TOBOSO 

Soneto 

¡Oh;  quién  tuviera,  hermosa  Dulcinea, 
Por  más  comodidady  más  reposo,  .'" 

k  Miradores  puesto  eií  el  Toboso, 

Y  trocara  au  Londres  con  tu  aldea! 
,0h;  quién  de  tus  deseos  y  librea 

Alma  y  cuerpo  adornara,  y  del  famoso 
Caballero,  que  hiciste  venturoso. 
Mirara  alguna  desigual  pelea! 

¡Oh;  quién  tan  castamente  se  escapara 
Del  señor  Amadís,  como  tú  hici.ste 
Del  comedido  hidalgo  Don  Quijote! 

Que  así  envidiada  fuera,  y  no  envidiara, 

Y  fuera  alegre  el  tiempo  que  fué  triste, 

Y  gozara  los  gustos  sin  escote. 

GANDALlN, 

KSeUDKKO  DK  AMADÍS  DE  GAL'IM, 

k  PANCHO  l'ANiSA,   KSCUDEKO  DK  DON  <¿U1J0TI6 

Soneto 

¡Salve,  var<5jj  famoso,  á  quien  fortuna, 
Cuando  en  el  trato  escuderil  te  puso, 
Tan  blanda  y  cuerdamente  lo  ci  pu.so, 
Que  lo  pasaste  sin  desgracia  alguna! 

Ya  la  azada  <j  la  hoz  poco  repuna 
Al  andante  ejercicio;  ya  está  en  uso 
La  llaneza  escudera,  con  que  acuso 
Al  soberbio  que  intenta  hollar  la  Jjuna. 

Envidio  á  tu  jumento  y  á  tu  nombre, 

Y  á  tus  alforjas  igualmente  envidio, 
Que  n  o  itraron  tu  cuerda  providencia. 

¡Salve  otra  vez,  ¡oh  .Sancho!,  tan  buen  hombre. 
Que  fiólo  á  ti  nuestro  español  Ovidio 
Con  buzcorona  te  hace  reverencia! 


ELOGIOS 


XVII 


DEL   DONOSO,    POETA   ENTBEVEKADO, 


A  SANCHO  PANZA  Y  ROCINANTK 


A  Sancho. 

Soy  Sancho  Panza,  escnde- 
DpI  inanchego  Don  Quijo-; 
Puse  pies  en  polvoro- 
Por  vivir  á  lo  discre-; 
Vue  el  tácito  Villadie- 
Toda  su  razón  de  Esta- 
Cifró  en  una  retira-, 
Según  siente  tíelestl-, 
Libro  en  mi  opinión  divi-. 
Si  encubriera  más  lo  huma-. 


A  Rocinante. 


Soy  Rocinante  el  famo-, 
Bisnieto  del  gran  Babie-; 
Por  pecados  de  flaque- 
Fui  á  poder  de  un  Don  Quijo- 
Parejas  corrí  á  lo  flo-; 
Maa  por  urta  de  caba- 
No  se  me  escapó  ceba-; 
Que  esto  saqué  á  Lazari-, 
(Cuando,  para  hurtar  el  vi- 
Al  ciego,  le  vi  la  pa-. 


ORLANDO  FURIOSO 

Á  Ü(IN  yVIJOTK  PK  l,A  MANCHA 

Soneto. 

Si  no  ei^s  par,  tampoco  le  has  tenido. 
Que  par  pudieras  ser  entre  mil  pare»; 
Ni  puede  haberle  donde  tú  te  hallares. 
Invicto  vencedor,  jamás  vencido. 

Orlando  soy.  Quijote,  que,  perdido 
Por  Angélica,  ve  remotos  mares. 
Ofreciendo  á  la  fama  en  sus  altares 
Aquel  valor  que  respetó  el  olvido. 

No  puedo  ser  tu  igual,  que  este  decoro 
Se  debe  á  tus  proezas  y  á  tu  fama. 
Puesto  que,  como  yo,  perdiste  el  seso; 

Mas  serlo  has  mío,  sin  que  al  bravo  moro. 

Y  cita  fiero  domes;  que  hoy  nos  llama 
Iguales  el  amar  con  mal  suceso. 

í:L  CABALLERO  DEL  FEBO 

kvoS  yll.IOTE  DK  I.A  MANCHA 

Soneto. 

.i  vuestra  espada  no  igualó  la  mía, 
Febo  español,  curioso  cortesano, 
Ni  á  tanta  gloria  de  valor  mi  mano, 
Que  rayo  fué  do  nace  y  muere  el  día. 

Imijerios  desprecié;  la  monarquía. 
Que  me  ofreció  el  Oriente  rojo  en  vano. 
Dejé,  por  ver  el  rostro  soberano 
De  Claridíana,  aurora  hermosa  mía. 

.\méla  por  milagro  único  y  raro; 

Y  ausente  en  su  desgracia,  el  propio  Infierno 
Temió  mi  brazo,  que  domó  su  rabia. 

Mas  vos,  godo  Quijote,  ilustre  y  claro, 
Por  Dulcinea  sois  al  mundo  eterno, 

Y  ella  por  vos  famosa,  honesta  y  sabia. 


DE  SOLISDÁN 

\   DON  Qll.IOTK  DK  I.A  MANCH* 

Soneto. 

Maguer,  seíior  Quijote,  que  sandeces 
Vos  tengan  el  cerbelo  derrumbado. 
Nunca  seréis  de  alguno  reprochado 
Por  home  de  obras  viles  y  soeces. 

Serán  vuestras  fazaúas  los  joeces. 
Pues  tuertos  deafaciendo  habéis  andado. 
Hiendo  vegadas  mil  apaleado 
Por  follones  cautivos  y  raeces. 

Y  si  la  vuesa  linda  Dulcinea 
Desaguisado  contra  vos  comete 
Ni  á  vuesas  cuitas  muestra  buen  talante, 

En  tal  desmán,  vueso  conhorte  sea 
Que  Sancho  Panza  fué  mal  alcahuete. 
Necio  él,  dura  ella,  y  vos  no  amante. 


I>I.\T,<)(iO  ENTRE  B.\BIECA  Y  KdCINWIB 

Soneto. 

B.  ¿Cómo  estáis.  Rocinante,  tan  delgado? 
R.  Porque  nunca  se  come,  y  se  trabaja. 
B.  Pues  ¿qué  es  de  la  cebada  y  de  la  paja? 
R.  No  me  deja  raí  amo  ni  un  bocado. 

B.  .\nda,  Señor,  que  estáis  muy  mal  criado, 
Pues  vuestra  lengua...  de  asno  al  amo  ultraja. 
R.  Asno  se  es  de  la  cuna  á  la  mortaja. 
¿Querélslo  ver?  Miradlo  enamorado.    . 

B.  ¿Es  necedad  amar?  R.  No  es  gran7i>rudenciaj 
B.  ¡Metafísico  estáis!  R.  Es  que  no  como. 
B.  Quejaos  del  escudero.  R.  No  es  bastante. 

¿Cómo  me  he  de  quejar  en  mi  dolencia, 
Si  el  amo  y  escudero  ó  mayordomo 
Son  tan  rocines  como  Rocinante! 


B.  P.— XX 


^¡^^s^^* 


EL  INGENIOSO  HIDALGO 


DON  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 


faíitií  friimera 


CAPITULO  PRIMERO 

Que  trata  de  la  condición  y  ejercicio  del  famoso  hidalgo 
Don  Quijote  de  la  Mancha. 

J  N  un  lugar  de  la  Mancha  de  cuyo  nombre  no  quiero  acordarme, 
no  ha  mucho  tiempo  que  vivía  un  hidalgo  de  los  de  lanza  en  as- 
tillero, adarga  antigua,  rocín  flaco  y  galgo  corredor.  Una  olla  de 
algo  más  vaca  cpe  carnero,  salpicón  las  más  noches,  duelos  y 
quebrantos  los  sábados,  lantejas  los  viernes,  algún  palomino  de  añadidu- 
ra los  domingos,  consumían  las  tres  partes  de  su  hacienda.  El  resto  della 
concluían  sayo  de  velarte,  calzas  de  velludo  para  las  fiestas  con  sus  pan- 
tuflos de  lo  mismo,  y  los  días  de  entre  semana  se  honraba  con  su  vellorí 
de  lo  más  fino.  Tenía  en  su  casa  una  ama  que  pasaba  de  los  cuarenta,  y 
una  sobrina  que  no  llegaba  á  los  veinte,  y  un  mozo  de  campo  y  plaza  que 
así  ensillaba  el  rocín  como  tomaba  la  podadera.  Frisaba  la  edad  de  nues- 
tro hidalgo  con  los  cincuenta  años:  era  de  complexión  recia,  seco  de  car- 
nes, enjuto  de  rostro,  gran  madrugador  y  amigo  de  la  caza.  Quieren  decir 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


que  tenía  el  sobrenombre  de  Quijada  ó  Qnesada  (que  en  esto  hay  alguna 
diferencia  en  los  autores  que  deste  caso  escriben),  aunque  por  conjeturas 
verosímiles  se  deja-  entender  que  se  llamaba  Quijano.  Pero  esto  importa 
poco  á  nuestro  cuento;  basta  que  en  la  narración  del  no  se  salga  un 
punto  de  la  verdad.  Es,  pues,  de  saber  que  este  sobredicho  hidalgo  los 
ratos  que  estaba  ocioso  (que  eran  los  más  del  año)  se  daba  á  leer  libros 
de  caballerías  con  tanta  afición  y  gusto,  que  olvidó  casi  de  todo  punto 
el  ejercicio  de  la  caza,  y  aun  la  administración  de  su  hacienda;  y  llegó' 
á  tanto  su  curiosidad  y  desatino  en  esto,  que  vendió  muchas  hanegas  de 
tierra  de  sembradura  para  comprar  libros  de  caballerías  en  que  leer,. 
y  así  llevó  á  su  casa  todos  cuantos  pudo  haber  dellos;  y  de  todos., 
ninguno  le  parecía  tan  bien  como  los  que  compuso  el  famoso  Feli- 
ciano de  Silva,  porque  la  claridad  de  su  prosa  y  aquellas  entricadas- 
razones  suyas  le  parecían  de  perlas;  y  más  cuando  llegaba  á  leer  aque- 
llos requiebros  y  cartas  de  amoríos,  donde  en  muchas  partes  hallaba 
escrito:  «La  razón  de  la  sinrazón  que  á  mi  razón  se  hace,  de  tal  manera 
»mi  razón  enflaquece,  que  con  razón  me  quejo  de  la  vuestra  fermosura. » 
Y  también  cuando  leía:  «Los  altos  cielos,  que  de  vuestra  divinidad 
» divinamente  con  las  estrellas  os  fortifican,  os  hacen  merecedora  del 
» merecimiento  que  merece  la  vuestra  grandeza.» 

Con  estas  razones  perdía  el  pobre  caballero  el  juicio,  y  desvelábase 
por  entenderlas  y  desentrañarles  el  sentido,  que  no  s€  lo  sacara  ni  las 
entendiera  el  mismo  Aristóteles  si  resucitara  para  sólo  ello.  No  estaba 
muy  bien  con  las  heridas  que  D.  Behanís  daba  y  recibía,  porque  se 
imaginaba  que,  por  grandes  maestros  que  le  hubiesen  curado,  no 
dejaría  de  tener  el  rostro,  y  todo  el  cuerpo,  lleno  de  cicatrices  y  señales; 
pero,  con  todo,  alal)aba  en  su  autor  aquel  acabar  su  libro  con  la  prome- 
sa de  aquella  inacabable  aventura;  y  muchas  veces  le  vino  deseo  de 
tomar  la  pluma  y  dalle  fin  al  pie  de  la  letra,  como  allí  se  promete;  \ 
sin  duda  alguna  lo  hiciera,  y  aun  sahera  con  ello,  si  otros  mayores 
y  continuos  pensamientos  no  se  lo  estorbaran. 

Tuvo  muchas  veces  competencia  con  el  Cura  de  su  lugar  (que  era 
hombre  docto  graduado  en  Sigüenza)  sobre  cuál  había  sido  mejor 
caballero,  Palmerín  de  Ingalaterra  ó  Amadís  de  Gaula;  mas  Maese 
Nicolás,  barbero  del  mesmo  pueblo,  decía  que  ninguno  llegaba  al 
Caballero  del  Febo,  y  que  si  alguno  se  le  podía  comparar,  era  df>n 
Galaor,  hermano  de  Amadís  de  Gaula,  porque  tenía  muy  acomodada 
condición  para  todo;  que  no  era  caballero  melindroso,  ni  tan  llorón  como 
su  hermano,  y  que  en  lo  de  la  valentía  no  le  iba  en  zaga. 

En  resolución,  él  se  enfrascó  tanto  en  su  lectura,  que  se  le  pasaban 
las  noches  leyendo  de  claro  en  claro,  y  los  días  de  turbio  en  turbio;  y 
así,  del  poco  dormir  y  del  mucho  leer  se  le  secó  el  celebro  de  manera, 
que  vino  á  perder  el  juicio.  Llenósele  la  fantasía  de  todo  aquello  que 
leía  en  los  libros,  así  de  encantamentos  como  de  pendencias,  batallas, 
desafíos,  heridas,  requiebros,  amores,  tormentas  y  disparates  imposi 
bles,  y  asentósele  de  tal  modo  en  la  imaginación  que  era  verdad  toda 
aquella  máquina  de  aquellas  soñadas  invenciones  que  leía,  que  para 


Y  no  dejó  de  parecerle  mal  la  facilidad  con  que  la  había  hecho  pedazos. 


iM)>     t^L  IJDTtj     l)jj     LA     31  ANCHA 


él  no  había  otra  historia  más  cierta  en  el  mundo.  Decía  él  que  el  Cid 
Rui  Díaz  había  sido  muy  buen  caballero;  pero  que  no  tenía  c[ue  ver 
con  el  Caballero  de  la  Ardiente  Espada,  que  de  sólo  un  revés  había 
partido  por  medios  dos  ñeros  y  descomunales  gigantes.  Mejor  estaba 
con  Bernardo  del  Carpió,  porque  en  Roncesvalles  había  muerto  á  Rol- 
dan el  encantado  valiéndose  de  la  industria  de  Hércules  cuando  ahogó 
á  Anteo,  el  hijo  de  la  Tierra,  entre  los  brazos.  Decía  mucho  bien  del 
gigante  Morgante,  porque,  con  ser  de  aquella  generación  gigantea,  que 
todos  son  soberbios  y  descomedidos,  él  sólo  era  afable  y  bien  criado. 
Pero,  sobre  todos,  estaba  bien  con  Reinaldos  de  Montalbán,  y  más 
cuando  le  veía  salir  de  su  castillo,  y  robar  cuantos  topaba,  y  cuando  en 
allende  robó  aquel  ídolo  de  Mahoma,  que  era  todo  de  oro,  según  dice 
su  historia.  Diera  él,  por  dar  una  mano  de  coces  al  traidor  de  Galalón, 
al  ama  que  tenía,  y  aun  á  su  sobrina  de  añadidura. 

En  efeto;  rematado  ya  su  juicio,  vino  á  dar  en  el  más  extraño  pen- 
samiento que  jamás  dio  loco  en  el  mundo,  y  fué,  (|ue  le  pareció  conve- 
nible y  necesario,  así  para  el  aumento  de  su  honra  como  para  el  servi- 
cio de  la  repú})lica,  hacerse  caballero  andante,  y  irse  por  todo  el  mun- 
do con  sus  armas  y  caballo  á  buscar  las  aventuras,  y  á  ejercitarse  en 
todo  aquello  que  él  había  leído  que  los  caballeros  andantes  se  ejercita- 
ban, deshaciendo  todo  género  de  agravio  y  poniéndose  en  ocasiones  y 
pehgros  donde,  acabándolos,  cobrase  eterno  nombre  y  fama.  Imaginá- 
base el  pobre  ya  coronado,  por  el  valor  de  su  brazo,  por  lo  menos  del 
imperio  de  Trapisonda;  y  así,  con  estos  tan  agradables  pensamientos, 
llevado  del  extraño  gusto  que  en  ellos  sentía,  se  dio  priesa  á  poner  en 
efeto  lo  que  deseaba;  y  lo  primero  que  hizo  fué  limpiar  unas  armas  que 
habían  sido  de  sus  bisa]>uelos,  que,  tomadas  de  orín  y  llenas  de  molió, 
luengos  siglos  había  que  estaban  puestas  y  olvidadas  en  un  rincón. 
Limpiólas  y  aderezólas  lo  mejor  (|ue  pudo;  pero  vi<')  que  tenían  una 
gran  falta,  y  era  que  no  tenían  celada  de  encaje,  sino  morrión  sim- 
ple; mas  á  esto  supHó  su  industria,  porque  de  cartones  hizo  un  mod(  > 
de  media  celada  que,  encajada  con  el  morrión,  hacía  una  apariencia  de 
celada  entera.  Es  verdad  que  para  probar  si  era  fuerte  y  podía  estar  id 
riesgo  de  una  cuchillada  sacó  su  espada  y  le  dio  dos  golpes,  y  con  el 
primero  y  en  un  punto  deshizo  lo  que  había  hecho  en  una  semana.  Y 
no  dejó  de  parecerle  mal  la  facilidad  con  que  la  había  hecho  pedazos; 
y  por  asegurarse  deste  peligro,  la  tornó  á  hacer  de  nuevo,  poniéndolo 
unas  barras  de  hierro  por  de  dentro,  de  tal  manera,  que  él  quedó  satis- 
fecho de  su  fortaleza;  y  sin  querer  hacer  nueva  experiencia  della,  La  di- 
putó y  tuvo  por  celada  finísima  de  encaje.  Fué  luego  á  ver  á  su  rocín,. 
y  aunque  tenía  más  cuartos  que  un  real  y  más  tachas  que  el  caballo 
de  Gronela,  que  tantum  pellis  etossafuit,  le  pareció  que  ni  el  Bucéfalo  d(í 
Alejandro  ni  Bal)ieca  el  del  Cid  con  él  se  igualaban. 

Cuatro  días  se  le  pasaron  en  imaginar  qué  nombre  le  pondría;  pi  > 
que  (según  se  decía  él  á  sí  mismo)  no  era  razón  que  caballo  de  cabalL 
ro  tan  famoso,  y  tan  bueno  él  por  sí,  estuviese  sin  nombre  conocido;   \ 
así,  procuraba  acomodársele  de  manera  que  declarase  quién  había  sido 


PARTE    PRIMERA CAPITULO    PRIMERO 


antes  que  fuese  de  caballero  andante,  y  lo  que  era  entonces;  pues  esüi- 
ba  muy  puesto  en  razón  que,  mudando  su  señor  estado,  nmdase  él  tam- 
bién el  nombre  y  le  cobrase  famoso  y  de  estruendo,  como  convenía  i'i 
la  nueva  Orden  y  al  nuevo  ejercicio  que  ya  profesaba;  y  así,  después 
de  muchos  nombres  que  formó,  borró  y  quitó,  añadió,  deshizo  y  torn('> 
á  hacer  en  su  memoria  é  imaginación,  al  fíii  le  vino  á  llamar  Roci- 
nante, nombre  á  sn  parecer  alto,  sonoro,  y  significativo  de  lo  que  ha- 
bía sido  (  uando  fué  rocín,  antes  de  lo  que  ahora  era,  que  era  antes  y 
] ¡rimero  de  todos  los  rocines  del  nmndo. 

l'uesto  nombre,  y  tan  á  su  gusto,  á  su  caballo,  quiso  ponérsele  á  sí 
mismo;  y  <'V'  '"-*"  pensamiento  duró  otros  ocho  días,  y  al  cabo  se  vino  á. 
llamar  Do^  ie:  de  donde,  CA)mo  queda  dicho,  tomaron  ocasión  los 

autores  desta  tan  verdadera  historia  que  sin  duda  se  debía  de  llamar 
(Quijada,  y  no  Quesada,  como  otros  quisieron  decir.  Pero  acordándose?, 
(jue  el  valeroso  Amadís  no  se  había  contentado  con  sólo  llamarse  Ama- 
d'n<  á  secas,  sino  que  añadió  el  nombre  de  su  reino  y  patria  por  hacerla 
famosa,  y  se  llamó  Amadís  de  Gaula,  así  quiso,  como  buen  caballero, 
^añ; i  '  '  ~  iiy ( .  el  nombre  de  la  suya,  y  llamarse  Don  Quijote  de  la  Man- 
cii  .|iK',  á  su  parecer,  declaraba  muy  al  vivo  su  linaje  y  patria,  y 

la  I  ion  raba  con  tomar  el  sobrenombre  della.  Limpias,  pues,  sus  armas, 
hecho  el  morrión  celada,  puesto  nombre  á  su  rocín,  y  confirmándose  á. 
Sií,«pgUJfao,  se  dio  á  entender  que  no  le  faltaba  otra  cosa  sino  buscar  mía 
<4aia*  de  <[uien  enamorarse;  porque  el  caballero  andante  sin  amores  era 
árbol  sin  liojas  y  sin  fruto,  y  cuerpo  sin  alma. 

1  ■('(  í  ise  él:  «Si  yo,  por  malos  de  mis  pecados  ó  por  mi  buena  suer- 
te, me  encuentro  por  ahí  con  algún  gigante,  como  de  ordinario  les  acón- 
l^e  á  los  caballeros  andantes,  y  le  derribo  de  un  encuentro,  ó  le  parto 
por  mitad  del  cuerpo,  ó  finalmente  le  venzo  y  le  rindo,  ¿no  será  bien 
t^i^er  á  ({uien  enviarle  presentado,  y  que  entre,  y  se  hinque  de  rodillas 
,it^,,ini  dulce  señora,  y  diga  con  voz  humilde,  rendido:  ¡Yo,  señora,  soy 
gigante  Caraculiambro,  señor  de  la  isla  Mahndrania,  á  quien  vencÍQ 
i  singular  batalla  el  jamás  como  se  debe  alabado  caballero  Don  Qui- 
jote de  la  Mancha,  el  cual  me  mandó  que  me  presentase  ante  vuestra 
merced,  para  que  la  vuestra  grandeza  disponga  de  mí  á  su  talante!)» 
¡(3h;  como  se  holgó  nuestro  buen  caballero  cuando  hubo  hecho  este  disr 
curso,  y  más  cuando  halló  á  quien  dar  nombre  de  su  dama!  Y  fué,  á  W 
que  se  cree,  que  en  un  lugar  no  cerca  del  suyo  había  una  moza  labra- 
dora de  muy  buen  parecer,  de  quien  él  un  tiempo  anduvo  enamorado-, 
aunque,  según  se  entiende,  ella  jamás  lo  supo  ni  se  dio  cata  dello.  Lla- 
mábase Aldonza  Lorenzo,  y  á  ésta  le  pareció  ser  bien  darle  título  de  se- 
ñora de  sus  pensamientos;  y  buscándole  nombre  que  no  desdijese  mu- 
cho del  suyo  y  que  tirase  y  se  encaminase  al  de  princesa  y  gran  seño- 
ra, vino  á  llamarla  Dulcinea  del  Toboso,  porque  era  natural  del  Tob(>- 
so:  nombre,  á  su  parecer,  músico  y  peregrino  y  significativo,  como  todoíp 
los  demás  que  á  él  y  á  sus  cosas  había  puesto.  ; 


CAPITULO  II 

Que  trata  de  la  primera  salida  que  de  su 
tierra  hizo  el  Ingenioso  Don  Quijote 


ECHAS,  pues,  estas  prevencioiie-íií, 
no  quiso  aguardar  más  tiemp»") 
á  poner  en  efeto  su  pensamien 
to,  apretándole  á  ello  la  falta 
que  él  pensaba  que  hacía  en  el  mundo  por  su  tardanza,  según  erafi 
los  agravios  que  pensaba  deshacer,  tuertos  que  enderezar,  sinrazonen 
que  enmendar,  y  abusos  que  mejorar,  y  deudas  que  satisfacer.  Y  así. 
sin  dar  parte  á  persona  alguna  de  su  intención  y  sin  que  nadie  le  viese, 
tina  mañana,  antes  del  día  (que  era  uno  de  los  calurosos  del  iñes  de 
julio),  se  armó  de  todas  sus  armas,  subió  sobre  Rocinante,  puesta  su 
mal  compuesta  celada,  embrazó  su  adarga,  tomó  su  lanza,  y  por  la  puer- 
ta falsa  de  un  corral  salió  al  campo,  con  grandísimo  contento  y  alborozo 
de  ver  con  cuánta  facilidad  había  dado  principio  á  su  buen  deseo.  Mas 
apenas  se  vio  en  el  campo,  cuando  le  asaltó  un  pensamiento  terrible,  y 
tal,  que  por  poco  le  hiciera  dejar  la  comenzada  empresa;  y  fué,  que  le 
Tino  á  la  memoria  que  no  era  armado  caballero,  y  que,  conforme  á  la 
ley  de  caballería,  ni  podía  ni  debía  tomar  armas  con  ningún  caballero; 
y  puesto  que  lo  fuera,  había  de  llevar  armas  blancas,  como  novel  caba- 
llero, sin  empresa  en  el  escudo,  hasta  que  por  su  esfuerzo  la  ganase. 
Estos  pensamientos  le  hicieron  titubear  en  su  propósito;  mas,  pudiendo 
más  su  locura  que  otra  razón  alguna,  propuso  de  hacerse  armar  caba- 
llero del  primero  que  topase,  á  imitación  de  otros  muchos  que  así  lo  hi- 
cieron, según  él  había  leído  en  los  hbros  que  tal  le  tenían.  En  lo  de  las 
axmas  blancas,  pensaba  limpiarlas  de  manera,  en  teniendo  lugar,  que  lo 
fuesen  más  que  un  armiño;  y  con  esto  se  quietó,  y  prosiguió  su  camino, 
sin  llevar  otro  que  aquel  que  su  caballo  quería,  creyendo  que  en  aque- 
llo consistía  la  fuerza  de  las  aventuras. 


PARTE   PRIMERA. — CAPITULO    II 


Yendo,  pues,  caminando  nuestro  flamante  aventurero,  iba  hablando 
consigo  mismo  y  diciendo:  «¿Quién  duda  sino  que  en  los  venideros 
tiempos,  cuando  salga  á  luz  la  verdadera  historia  de  mis  famosos  he- 
<iho8,  que  el  sabio  que  los  escribiere  no  ponga  cuando  llegue  á  contar 
■esta  mi  primera  salida  tan  de  mañana,  de  esta  manera?  Apenas  había 
•el  rubicundo  Apolo  tendido  por  la  faz  de  la  ancha  y  espaciosa  Tierra  las 
doradas  hebras  de  sus  hermosos  cabellos,  y  apenas  los  pequeños  y  pin- 
tados pajarillos  con  sus  arpadas  lenguas  habían  saludado  con  dulce  y 
mehflua  armonía  la  venida  de  la  rosada  Aurora  (que  dejando  la  blan- 
da cama  del  celoso  marido,  por  las  puertas  y  balcones  del  manchego 
horizonte  á  los  mortales  se  mostraba),  cuando  el  famoso  caballero  Don 
Quijote  de  la  Mancha,  dejando  las  ociosas  plumas,  subió  sobre  su  fa- 
moso caballo  Rocinante  y  comenzó  á  caminar  por  el  antiguo  y  cono- 


\         \ 


Apenas  había  el  rubicundo  Apolo  tendido  por  la  faz  de  la  ancha  y  espaciosa  Tierra... 

cido  campo  de  Montiel. »  Y  era  la  verdad  que  por  él  caminaba;  y  añadió 
diciendo:  «¡Dichosa  edad,  y  siglo  dichoso  aquel  adonde  saldrán  á  luz 
las  famosas  hazañas  mías,  dignas  de  entallarse  en  bronces,  esculpirse 
€n  mármoles  y  pintarse  en  tablas,  para  memoria  en  lo  futuro!  ¡Oh  tú, 
sabio  encantador,  quien  quiera  que  seas,  á  quien  ha  de  tocar  el  ser  co- 
iX)nista  desta  peregrina  historia!  ¡Ruégote  que  no  te  olvides  de  mi  buen 
Rocinante,  compañero  eterno  mío  en  todos  mis  caminos  y  carreras!» 
Luego  volvía  diciendo,  como  si  verdaderamente  fuera  enamorado:  «¡Oh 
princesa  Dulcinea,  señora  deste  cautivo  corazón!  Mucho  agravio  me  ha- 
bedes  fecho  en  despedirme  y  reprocharme  con  el  riguroso  afincamiento 
de  mandarme  no  parecer  ante  la  vuestra  fermosura.  ¡Plegaos,  señora,  de 
membrailos  deste  vuestro  sujeto  corazón,  que  tantas  cuitas  por  vuestro 
amor  padece! » 

Con  éstos  iba  ensartando  otros  disparates,  todos  al  modo  de  los  que 
sus  Ubros  le  habían  enseñado,  imitando  en  cuanto  podía  su  lenguaje; 
T  con  esto  caminaba  tan  despacio,  y  el  Sol  entraba  tan  apriesa  y  con 


8  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

tanto  ardor,  que  fuera  bastante  á  derretirle  los  sesos,  si  algunos  tuvien! . 
Casi  todo  aquel  día  camino  sin  acontecerle  cosa  que  de  contar  fuese,  de 
lo  cual  se  desesperaba,  porque  quisiera  topar  luego  con  quien  hacer 
experiencia  del  valor  de  su  fuerte  brazo.  Autores  hay  que  dicen  que  la 
primera  aventura  que  le  avino  fué  la  del  Puerto  Lapice,  otros  dicen 
que  la  de  los  molinos  de  viento;  pero  lo  que  yo  he  podido  averiguar  en 
este  caso,  y  lo  que  he  hallado  escrito  en  los  anales  de  la  Mancha,  es  que 
él  anduvo  todo  aquel  día,  y  al  anochecer  su  rocín  y  él  se  hallaron  can- 
sados y  muertos  de  hambre,  y  que  mirando  á  todas  partes,  por  ver  si 
descubriría  algún  castillo  ó  alguna  majada  de  pastores  donde  recogerse 
.y  adonde  pudiese  remediar  su  mucha  necesidad,  vio,  no  lejos  del  camino 
por  donde  iba,  una  venta,  que  fué  como  si  viera  una  estrella  que  no  á 
los  portales,  sino  á  los  alcázares  de  su  redención  le  encaminaba.  Dióse 
priesa  á  caminar,  y  llegó  á  ella  á  tiempo  que  anochecía. 

Estaban  acaso  á  la  puerta  dos  mujeres  mozas,  destas  que  llaman 
del  partido,  las  cuales  iban  á  Sevilla  con  unos  arrieros  que  en  la  venta 
aquella  noche  acertaron  á  hacer  jornada;  y  como  á  nuestro  aventurero 
todo  cuanto  pasaba,  veía  ó  imaginaba  le  parecía  ser  hecho  y  pasar  al 
modo  de  lo  (|ue  había  leído,  luego  que  vio  la  venta  se  le  representó  que 
era  un  castillo  con  sus  cuatro  torres  y  chapiteles  de  luciente  plata,  sin 
faltarle  su  puente  levadizo  y  honda  cava,  con  todos  aquellos  adherentes 
que  semejantes  castillos  se  pintan.  Fuese  llegando  á  la  venta  (que  á  él 
le  parecía  castillo),  y  á  poco  trecho  della  detuvo  las  riendas  á  Rocinan- 
te, espera] ido  que  algún  enano  se  })usiese  entre  las  almenas  á  dar  señal 
con  alguna  trompeta  de  que  llegaba  caballero  al  castillo.  Pero  como  vi() 
<iue  se  tardaban  y  que  Rocinante  se  daba  priesa  por  llegar  á  la  caba- 
lleriza, se  llegó  más  á  la  puerta  de  la  venta,  y  vio  á  las  dos  distraídas 
mozas  que  allí  estaban,  que  á  él  le  parecieron  dos  hermosas  doncellas  <) 
dos  graciosas  damas  que  delante  de  la  puerta  del  castillo  se  estaban  so- 
lazando. En  esto  sucedió  acaso  que  un  porquero  que  andaba  recogien- 
po  de  unos  rastrojos  una  manada  de  puercos  (que,  sin  perdón,  así  se 
llaman),  tocó  un  cuerno,  á  cuya  señal  ellos  se  recogen;  y  al  instante 
se  le  representó  á  Don  Quijote  lo  que  deseaba,  que  era  que  algún  ena- 
no hacía  señal  de  su  venida;  y  así,  con  extraño  contento  llegó  á  la  venta 
y  á  las  damas,  las  cuales,  como  vieron  venir  un  hombre  de  aquella  suel- 
te armado  y  con  lanza  y  adarga,  llenas  de  miedo  se  iban  á  entrar  eii 
la  venta;  pero  Don  Quijote  coligiendo  por  su  huida  su  miedo,  con  gen- 
til talante  y  voz  reposada  les  dijo:  «¡Non  fuyan  las  vuestras  mercedes, 
ni  teman  desaguisado  alguno,  ca  á  la  Orden  de  caballería  que  proleso 
non  toca  ni  atañe  facerle  á  ninguno,  cuanto  más  á  tan  altas  doncellas 
como  vuestras  presen  ias  demuestran!» 

Mirábanle  las  mozas,  y  andaban  con  los  ojos  buscándole  el  rostro 
que  la  mala  visera  le  encubría;  mas  como  se  oyeron  llamar  doncellaí?^ 
cosa  tan  fuera  de  su  profesión,  no  pudieron  tener  la  risa,  y  fué  de  ma- 
nera que  Don  Quijote  vino  á. correrse  y  á  decirles,  alzándose  la  visera 
de  papelón  y  descubriendo  su  seco  y  polvoroso  rostro:  «Bien  parece  la 
mesura  en  las  fermosas,  y  es  mucha  sandez,  además,  la  risa  que  de  levt 


I'AKIK     1M;  I.1I  l.K  A. 


CKMTri.O     11 


causa  procede;  pero  non  vos  lo  digo  ponjue  os  acuitedes  ni  mostredcs 
mal  tálente,  que  el  mío  non  eíL.de  ál  (|ue  de  serviros. » 

El  lenguaje,  no  entendido  de  las  señoras,  y  el  mal  talle  de  nuestro 
caballero,  acrecentaban  en  ellas  la  risa,  y  ella  en  él,  el  enojo;  y  pasara 
muy  adelante  si  á  aquel  punto  no  saliera  el  ventero,  hombre  que,  por 
ser  muy  gordo,  era  nuiy  pacífico;  el  cual,  viendo  a([uella  figura  contra- 
hecha, armada  de  armas  tan  desiguales  como  eran  la  l)rida,  lanza,  adar- 
ga y  coselete,  no  estuvo  en 
nada  en  acompañar  á  las  don- 
cellas en  las  muestras  de  su 
contento;  mas,  en  efeto,  te- 
miendo la  máquina  de  tantos 
pertreclios,  determinó  de  lia- 
blarle  comedidamente,  y  así  le 
dijo:  «Si  vuestra  merced,  se- 
ñor caballero,  busca  posada, 
amén  del  lecho  (porque  en 
esta  venta  no  hay  ninguno), 
todo  lo  demás  se  hallará  en 
ella  en  mucha  abundancia.» 
Viendo  Don  Quijote  la  humil- 
dad del  alcaide  de  la  fortaleza 
(que  tal  le  pareció  á  él  el  ven- 
tero y' la  venta),  respondió: 
«Para  mí,  señor  castellano, 
cualquiera  cosa  basta,  porque 
mis  arreos  smi  las  armas,  mi 
descanso,  el  pelear  k  etc. 

Pensó  el  huésped  que  el 
haberle  llamado  castellano  ha- 
bía sido  por  haberle  parecido 
de  los  sanos  de  Castilla,  aun- 
que él  era  andaluz,  y  de  los 
de  la  playa  de  Sanlúcar,  no 
menos  ladrón  que  C^co  ni 
menos  maleante  que  estudian- 
te ó  paje;  y  así,  le  respondió: 
« Según  eso,  las  camasáe  vues- 
tra merced  serán  duras  peñas,  y  su  dormir,  siempre  velar;  y,  siendo  así, 
bien  se  puede  apear  con  seguridad  de  hallar  en  esta  choza  ocasión  y 
ocasiones  para  no  dormir  en  todo  un  año,  cuanto  más  en  una  noche.* 
Y  diciendo  esto,  fué  á  tener  del  estribó  á  Don  Quijote,  el  cual  se  ape(> 
con  mucha  dificultad  y  trabajo,  como  aquel  que  en  todo  aquel  día  no 
se  había  desayunado. 

Dijo  luego  al  huésped  que  le  tuviese  mucho  cuidado  de  su  caballo, 
porque  era  la  mejor  pieza  que  comía  pan  en  el  mundo.  Miróle  el  ven- 
tero, y  no  le  pareció  tan  bueno  como  Don  Quijote  decía,   ni  aun  la 


Uyj,.  V   ij  ■•>'.  .u..oi>-uci.7  ,joj-  SU  uaiüa  su  miedo, 

con  gentil  talante  y  voz  reposada  lea  dijo:  «¡No  fiiyan  la.* 

vuestras  mercedes!... 


10  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

Tiiitad;  y  acomodándole  en  la  caballeriza,  volvió  á  ver  lo  que  su  hués- 
ped mandaba,  al  cual  estaban  desarmando  las  doncellas  (que  ya  se 
habían  reconciliado  con  él),  las  cuales,  aunque  le  habían  quitado  el 
peto  y  el  espaldar,  jamás  supieron  ni  pudieron  desencajarle  la  gola  ni 
quitarle  la  contrahecha  celada,  que  traía  atada  con  unas  cintas  verdes, 
y  era  menester  cortarlas,  por  no  poderse  quitar  los  ñudos;  mas  él  no  1(^ 
quiso  consentir  en  ninguna  manera;  y  así,  se  quedó  toda  aquella  noche 
con  la  celada  puesta,  que  era  la  más  graciosa  y  extraña  figura  que*  se 
pudiera  pensar;  y  al  desarmarle,  como  él  se  imaginaba  que  aquellas 
traídas  y  llevadas  que  le  desarmaban  eran  algunas  principales  señoras 
y  damas  de  aquel  castillo,  les  dijo  con  mucho  donaire: 

«Nunca  fuera  caballero 
De  damas  tan  bien  servido, 
Como  fuera  Don  Quijote 
Cuando  de  su  aldea  vino: 
Doncellas  curaban  del, 
Princesas,  de  bu  rocino, 

•Ó  Rocinante,  que  éste  es  el  nombre,  señoras  mías,  de  mi  caballo,  y  Don 
Quijote  de  la  Mancha,  el  mío;  que,  puesto  que  no  quisiera  descubrirme 
fasta  que  las  fazañas  fechas  en  vuestro  servicio  y  pro  me  descubrieran, 
la  fuerza  de  acomodar  al  proposito  presente  este  romance  viejo J  de 
Lanzarote  ha  sido  causa  que  sepáis  mi  nombre  antes  de  toda  sazón; 
pero  tiempo  vendrá  en  que  las  vuestras  señorías  me  manden  y  yo  obe- 
dezca, y  el  valor  de  mi  brazo  descubra  el  deseo  que  tengo  de  serviros.» 

Las  mozas,  que  no  estaban  hechas  á  oir  semejantes  retóricas,  no 
respondían  palabra;  sólo  le  preguntaron  si  quería  comer  alguna  cosa. 

«Cualquiera  yantaría  yo,  respondió  Don  Quijote,  porque,  á  lo  que 
•entiendo,  me  haría  mucho  al  caso.» 

A  dicha  acertó  á  ser  viernes  aquel  día,  y  no  había  en  toda  la  venta 
sino  unas  raciones  de  un  pescado  que  en  Castilla  llaman  abadejo,  y  en 
Andalucía  bacallao,  j  en  otras  partes  curadillo,  y  en  otras  truchuela. 
Preguntáronle  si  por  ventura  comería  su  merced  truchuela,  que^no 
había  otro  pescado  que  darle  á  comer.  » 

«Como  haya  muchas  truchuelas,  respondió  Don  Quijote,  podrán 
servir  de  una  trucha;  porque  eso  se  me  da  que  me  den  ocho  reales  en 
sencillos  que  encuna  pieza  de  á  ocho;  cuanto  más,  que  podría  ser  que 
fuesen  estas  truchuelas  como  la  ternera,  que  es  mejor  que  la  vaca,  y  el 
<;abrito  que  el  cabrón.  Pero,  sea  lo  que  fuere,  venga  luego,  que  el  tra- 
bajo y  peso  de  las  armas  no  se  puede  llevar  sin  el  gobierno  de  las 
tripas. » 

Pusiéronle  la  mesa  á  la  puerta  de  la  venta,  por  el  fresco,  y  trujóle 
el  huésped  una  porción  de  mal  remojado  y  peor  cocido  bacallao,  y  un 
pan  muy  negro  y  tan  reciente  como  sus  armas.  Pero  era  materia  de 
grande  risa  verle  comer,  porque,  como  tenía  puesta  la  celada  y  era 
alta  la  babera,  no  podía  poner  nada  en  la  boca  bien  con  sus  manos  si 
otro  no  se  lo  daba  y  ponía;  y  así,  una  de  aquellas  señoras  servía  deste 


PAETE    PRIMERA. CAPITULO    II 


11 


menester;  mas  al  darle  de  beber,  no  fué  posible,  ni  lo  fuera  si  el  ventei-o 
no  horadara  una  caña,  y,  puesto  el  un  cabo  en  la  boca,  por  el  otro  le  iba^ 
echando  el  vino;  y  todo  esto  lo  recebía  en  paciencia,  á  trueco  de  no  rom- 
per las  cintas  de  la  celada.  Estando  en  esto  llegó  acaso  á  la  venta  un 
castrador  de  puercos;  y  así  como  llegó,  sonó  su  silbato  de  cañas  cuatro 
ó  cinco  veces,  con  lo  cual  acabó  de  confirmar  Don  Quijote  que  estaba; 
en  algún  famoso  castillo  y  que  le  servían  con  música,  y  que  el  abadejo- 
eran  truchas,  el  pan,  candeal,  y  las  rameras,  damas,  y  el  ventero,  caste- 
llano del  castillo;  y  con  esto  daba  por  bien  empleada  su  determinación 
y  saUda.  Mas  lo  que  más  le  fatigaba  era  el  no  verse  armado  caballero, 
por  parecerle  que  no  se  podría  poner  legítimamente  en  aventura  algu- 
na sin  recibir  la  Orden  de  caballería. 


Donde  se  cuenta  la  graciosa  manera  que 
tuvo  Don  Quijote  en  armarse  caba- 
llero. 

^  ASÍ,   fatigado    deste   pensa- 
miento, abrevió  su  venteril  y 

limitada  cena,  la  cual  acaba 

^"^^  da,  llamó  al  ventero,  y  encc 
rrándose  con  él  en  la  caballeriza,  S( 
hincó  de  rodillas  ante  él,  diciéndole:  «¡No  me  levantaré  jamás  de  donde 
estoy,  valeroso  caballero,  fasta  cjue  la  vuestra  cortesía  me  otorgue  un 
don  que  pedirle  quiero,  el  cual  redundará  en  alabanza  vuestra  y  en  pro 
del  género  humano!» 

El  ventero,  que  vio  á  su  huésped  á  sus  pies  y  oyó  semejantes  razo- 
nes, estaba  confuso  mirándole,  sin  saber  qué  hacerse  ni  decirle,  y  por- 
fiaba con  él  que  se  levantase;  y  jamás  quiso  hasta  que  le  hubo  de  decir 
que  él  le  otorgaba  el  don  que  le  pedía. 

«No  esperaba  yo  menos  de  la  gran  magnificencia  vuestra,  sefior  mío. 
respondió  Don  Quijote;  y  así,  os  digo  que  el  don  que  os  he  pedido,  y  de 
vuestra  liberalidad  me  ha  sido  otorgado,  es  que  mañana,  en  aquel  día, 
me  habéis  de  armar  caballero;  y  esta  noche,  en  la  capilla  deste  vuestro 
castillo,  velaré  las  armas,  y  mañana,  como  tengo  dicho,  se  cumplirá  lo 
que  tanto  deseo,  para  poder  como  se  debe  ir  por  todas  las  cuatro  par 
tes  del  mundo  buscando  las  aventuras  en  pro  de  los  menesterosos,  como 
está  á  cargo  de  la  caballería  y  de  los  caballeros  andantes,  como  yo  soy. 
cuyo  deseo  á  semejantes  fazañas  es  inclinado.» 

El  ventero,  que,  como  está  dicho,  era  un  poco  socarrón  y  ya  tenía 
algunos  barruntos  de  la  falta  de  juicio  de  su  huésped,  acabó  de  creerlo 
cuando  acabó  de  oirle  semejantes  razones;  y  por  tener  que  reir  aquella 
noche,  determinó  de  seguirle  el  humor;  y  así,  le  dijo  que  andaba  muy 
acertado  en  lo  (jue  deseaba  y  pedía,  y  que  tal  prosupuesto  era  projño 
y  natural  de  los  caballeros  tan  principales  como  él  parecía  y  como  sr, 
gallarda  presencia  mostraba,  y  que  él  asimismo,  en  los  años  de  su  mo 


PARTE    PRIMERA. — CAPITULO    III 


IH 


•cedad,  se  había  dado  á  aquel  honroso  ejercicio,  andando  por  diversas 
partes  del  mundo  buscando  sus  aventuras,  sin  que  hubiese  dejado  los 
Percheles  de  Mála^ja.  Islas  de  Riarán,  (.'ompás  de  Sevilla,  Azo¿uejo  de 
Se^^ovia,  la  Olivera  de  Valencia,  Kondilla  de  Granada,  plava  de  San- 
lúcar,  Potro  de  Córdoba,  y  las  ^\-ntillas  de  Toledo,  y  otras  diversas 
partes,  donde  había  ejercitado  la  liucreza  de  sus  })ies  y  sutileza  de  sus 
manos,  haciendo  muchos  tuertos,  recuestando  muchas  viudas,  desha- 
€Íendo  aluunas  doncellas  y  en- 
líañando  á  al.uunos  })upilos,  y, 
íinalmente,  dándose  á  conocer 
por  cuantas  audiencias  y  tri- 
bunales hay  casi  en  toda  Es- 
l)aña;  y  que  á  lo  último  se  lia- 
bía  venido  á  reco<íer  á  aquel 
su  castillo,  donde  vivía  con  su 
hacienda  y  con  las  ajenas,  re- 
cojiiendo  en  él  á  todos  los  ca- 
)>alleros  andantes  de  cualquier 
calidad  y  condición  que  fue- 
sen, sólo  por  la  mucha  afición 
que  les  tenía  y  porque  partie- 
sen con  él  de  sus  haberes,  en 
pago  de  su  buen  deseo.  Díjole 
también  que  en  aquel  su  cas- 
tillo no  había  eaj tilla  alouna 
donde  poder  velar  las  armas, 
porque  estaba  derribada  para 
hacerla  de  nuevo;   })ero  que, 
en  caso  de  necesidad,  él  sabía 
que  se  podían   velar  donde 
quiera,  y  que  aquella  noche 
las  podría  velar  en  un  patio 
del  castillo;  que  á  la  mañana' 
siendo  Dios  servido,  se  haríau 
las  debidas  ceremonias,  de  ma- 
nera que  él  quedase  armado 
caballero,  y  tan  caballero,  que 
no  pudiese  ser  más  en  el  mundo.  Preguntóle  si  traía  dineros;  respondió 
Don  Quijote  que  no  traía  blanca,  porque  él  nunca  había  leído  en  las 
historias  de  los  caballeros  andantes  que  ninguno  los  hubiese  traído. 

A  esto  dijo  el  ventero  que  se  engañaba;  (|ue,  puesto  caso  que  en 
las  historias  no  se  escribía,  por  haberles  parecido  á  los  autores  dellas 
que  no  era  menester  escribir  una  cosa  tan  clara  y  tan  necesaria  de 
traerse  como  eran  dineros  y  camisas  limpias,  no  por  eso  se  había  de 
creer  que  no  los  trajeron;  y  así,  tuviese  por  cierto  y  averiguado  que 
todos  los  caballeros  andantes  (de  que  tantos  libros  esitán  llenos  y  ates- 
tados) llevaban  bien  herradas  las  bolsas,  por  lo  que  pudiese  sucederías. 


El  vejitero,  que  virt  á  an  hu(>s])ed  á  sus  pif-s  y  oyó 
semejantes  razones... 


14  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

y  que  asimismo  llevaban  camisas  y  una  arqueta  pequeña  llena  de  un- 
güentos para  curar  las  heridas  que  recebían;  porque  no  todas  veces  en 
los  campos  y  desiertos  donde  se  combatían  y  salían  heridos  había 
quien  los  curase,  si  ya  no  era  que  tenían  algún  sabio  encantador  por- 
amigo,  que  luego  los  socorría  trayendo  por  el  aire,  en  alguna  nube,  al- 
guna doncella  ó  enano  con  alguna  redoma  de  agua  de  tal  virtud,  que 
en  gustando  alguna  gota  della,  luego  al  punto  quedaban  sanos  de  sus 
llagas  y  heridas,  como  si  mal  alguno  hubiesen  tenido;  mas  que,  en 
tanto  que  esto  no  hubiese,  tuvieron  los  pasados  caballeros  por  cosa 
acertada  que  sus  escuderos  fuesen  proveídos  de  dineros  y  de  otras  co- 
sas necesarias,  como  eran  hilas  y  ungüentos  para  curarse;  y  cuando  su- 
cedía que  los  tales  caballeros  no  tenían  escuderos  (que  eran  pocas  y 
raras  veces),  ellos  mismos  lo  llevaban  todo  en  unas  alforjas  muy  suti- 
les, que  casi  no  se  parecían,  á  las  ancas  del  caballo,  como  que  era  otra 
cosa  de  más  importancia;  porque,  no  siendo  por  ocasión  semejante,  esto 
de  llevar  alforjas  no  fué  muy  admitido  entre  los  caballeros  andantes;  y 
por  esto  le  daba  por  consejo  (pues  aun  se  lo  podía  mandar  como  á  su 
ahijado,  que  tan  presto  lo  había  de  ser)  que  no  caminase  de  allí  adelan- 
te sin  dineros  y  sin  las  prevenciones  referidas,  y  que  vería  cuan  bien  i 
se  hallaba  con  ellas  cuando  menos  se  pensase.  ¡ 

Prometióle  Don  Quijote  de  hacer  lo  que  se  le  aconsejaba  con  toda 
puntualidad;  y  así,  se  dio  luego  orden  como  velase  las  armas  en  un  co- 
rral grande  que  á  un  lado  de  la  venta  estaba;  y  recogiéndolas  Don  Qui- 
jote todas,  las  puso  sobre  una  pila  que  junto  á  un  pozo  estaba,  y  em- 
brazando su  adarga,  asió  de  su  lanza,  y  con  gentil  continente  se  comen- 
zó á  pasear  delante  de  la  pila;  y  cuando  comenzó  el  paseo  comenzaba  á 
cerrar  la  noche. 

Contó  el  ventero  á  todos  cuantos  estaban  en  la  venta  la  locura  de  \ 
su  huésped,  la  vela  de  las  armas  y  la  armazón  de  caballería  que  es]  it  - 
raba.      t 

Admiráronse  de  tan  extraño  género  de  locura;  fuéronselo  á  mirar 
desde  lejos,  y  vieron  que,  con  sosegado  ademán,  unas  veces  se  pasea-  ■ 
ba,  otras  arrimado  á  su  lanza  ponía  los  ojos  en  las  armas,  sin  quitarlos.  ■■, 
por  un  buen  espacio  de  ellas.  Acabó  de  cerrar  la  noche,  pero  con  tanta  ; 
claridad  de  la  Luna,  que  podía  competir  con  el  que  se  la  prestaba;  de 
manera  que  cuanto  el  novel  caballero  hacía  era  bien  visto  de  todos.  ^ 
Antojósele  en  esto  á  uno  de  los  arrieros  que  estaba  en  la  venta  ir  á  dar  ' 
agua  á  su  recua,  y  fué  menester  quitar  las  armas  de  Don  Quijote,  que  '. 
estaban  sobre  la  pila;  el  cual,  viéndole  llegar,  en  voz  alta  le  dijo:   «¡Oh  ; 
tú,  quien  quiera  que  seas,  atrevido  caballero,  que  llegas  á  tocar  las  ar-  •• 
mas  del  más  valeroso  andante  que  jamás  se  ciñó  espada!  ¡Mira  lo  que-  - 
haces  y  no  las  toques,  si  no  quieres  dejar  la  vida  en  pago  de  tu  atre- 
vimiento!» 

No  se  curó  el  arriero  destas  razones  (y  fuera  mejor  que  se  curara, 
j^orque  fuera  curarse  en  salud);  antes  trabando  de  las  correas,  las  arro- 
jó gran  trecho  de  sí.  Lo  cual  visto  por  Don  Quijote,  alzó  los  ojos  al 
c-ielo,  y  puesto  el  pensamiento  (á  lo  que  pareció)  en  su  señora  Dulcinea, 


PARTE    PRIM^IRA. CAPÍTULO    III  15     \ 


dijo:  «¡Acorredme,  señora  mía,  eu  esta  primer^  afrenta  que  já-^til  vue^ 
tro  avasallado  pecho  se  le  ofrece;  no  me  desfallezca  en  este 'primera 
trance  vuestro  favor  y  amparo!»  Y  diciendo,  eshis  y  ot'rHs'áeTiae jantes 
razones,  soltando  la  adarga,  alzó  la  lanza  á  dos  manos,  y  dio  cl)n  ellfi 
tan  gran  golpe  al  arriero  en  la  cabeza,  (pie  le  derribó  en 'el  suelo,  tan 
maltrecho,  que  si  segundara  con  otro,  no  tuviera  necesidad  'de  maestro 
que  le  curara.  Hecho  esto,  recogió  sus  armas  y  tornó  tí.  pasearse  <-<m  el 
mismo  reposo  que  primero.  Desde  allí  á  [)oco,  siriv saberse  lo j que  bahía 
pasado  (porque  aún  estaba  aturdido  el  arriero),  llegó  otro  con  la  mi. ^ nía 
intención  de  dar  agua  ;i  sus  mulos;  y  llegando  á  (piitar  las  armas  i)ara 
desembarazar  la  pila,  sin  hablar  Don  Quijote  palabra  y  sin  pedir  favor 
a  nadie,  soltó  otra  vez  la  adarga,  y  alzó  otra  vez  la  lanza,  y  sin  hacerla 
pedazos,  hizo  más  de  tres  la  cabeza  del  segundo  arriero,  porque  se  la 
abrió  en  cuatro^  Al  ruido  acudió  toda  la  gente  dé  la  venta,  y  entte  ellos 
el  ventero.  Viendo  esto  Don  Quijote,  embi-azó  su  adarga,  y  puestai  mano 
jí  su  espada,  dijo:  «¡Oh  señora  de  la  fermosura,  esfuerzo  y  vigor  del  de 
bilitado  corazón  mío!  ¡Ahora  es  tiempo  que  vuelvas  los  ojos  dc:  tu  gran 
deza  á  este  tu  cautivo  caballero,  que  tamafia  aventura  está  atendiendo!  í> 
Con  esto  cobró,  á  su  parecer,  tanto  ánimo,  que  si  le  acometieran  todc^ 
los  arrieros  del  mundo,  no  volviera  el  pie  atrás.  Los  compañeros  de  loj* 
heridos,  que  tales  los  vieron,  comenzaron  desde  lejos  á  llover  piedrajs 
sobre  Don  Quijote,  el  cual  lo  mejor  que  i)odía  se  reparaba  c<m  su  adarga, 
y  no  se  osaba  apartar  de  la  pila  por  no  desamparar  las  armásV    ''         j 

El  ventero  daba  voces  que  le  dejasen,  porque  ya  les  hiábía  dicho 
como  era  loco,  y  que  por  loco  se  libraría,  aunque  los  matase  á  to- 
dos. También  Don  Quijote  las  daba  mayores,  llamándohjs  alevosos  y 
traidores,  y  que  el  señor  del  castillo  era  un  follón  y  mal  nacido  caba- 
llero, pues  de  tal  manera  consentía  que  se  tratasen  los  andantes  caballe- 
ros, y  que  si  él  hubiera  recebido  la  Orden  de  caballería,  que  él  le  die- 
ra á  entender  su  alevosía;  «pero  de  vosotros,  soez  y  baja  canalla,  nf> 
hago  caso  alguno.  Tirad,  llegad,  venid,  y  ofendedme  en  cuanto  pudié- 
redes;  que  vosotros  veréis  el  pago  que  lleváis  de  vuestra  sandez  y  de- 
masía.» 

Decía  esto  con  tanto  brío  y  denuedo,  que  infundió  un  terrible  temor 
en  los  que  le  acometían;  y  así  por  esto  como  por  las  persuasiones  déí 
ventero,  le  dejaron  de  tirar,  y  él  dejó  retirar  á  los  heridos,  y  tornó  % 
la  vela  de  sus  armas  con  la  misma  quietud  y  sosiego  que  primero.  Ño 
le  parecieron  bien  al  ventero  las  burlas  de  su  huésped,  y  determiro^ 
abreviar  y  darle  la  negra  Orden  de  caballería  luego,  antes  que  otra  des- 
gracia sucediese;  y  así,  llegándose  á  él,  se  desculpó  de  la  insolencia  que 
aquella  gente  baja  con  él  había  usado,  sin  que  él  supiese  cosa  alguna,, 
pero  que  bien  castigados  (juedaban  de  su  atrevimiento.  Díjole  cómo  yá 
le  hal)ía  dicho  que  en  aquel  castillo  no  había  capilla,  y  para  lo  que 
restaba  de  hacer  tampoco  era  necesaria;  (|ue  todo  el  toque  de  quedar 
armado  caballero  consistía  en  la  pescozada  y  en  el  espaldarazo,  según 
él  tenía  noticia  del  ceremonial  de  la  Orden,  y  que  aquello  en  mitad  de 
un  cam})0  se  })odía  hacer;  y  (pe  ya  había  cumplido  con  lo  que  tocaba 

B.  p.~xx  a 


Y  la  otra  le  calzó  la  espuela,  con  la  cual  le  pa8Ó  casi  el  mlamo  coloquio 
que  con  la  de  la  espada. 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    III  17 

al   velar  de  las  armas,  que  con  solas  dos  horas  de  vela  se  cumplía, 
<!uanto  más  que  él  había  estado  más  de  cuatro. 

Todo  se  lo  creyó  Don  (¿uijote,  y  dijo  (jue  él  estaba  allí  pronto  para 
obedecerle,  y  que  concluyese  con  la  mayor  brevedad  que  pudiese;  por- 
que si  fuese  otra  vez  acometido  y  se  viese  armado  caballero,  no  pen- 
saba dejar  persona  viva  en  el  castillo,  eceto  aquellas  que  él  le  inanda- 
se,  á  quien,  por  su  respeto,  dejaría. 

Advertido  y  medroso  desto  el  castellano,  trujo  luego  un  libro  don- 
de asentaba  la  paja  y  cebada  que  daba  á  los  arrieros,  y  con  un  cabo  de 
vela  que  le  traía  un  mucliacho  y  con  las  dos  ya  dichas  doncellas  se 
vino  adonde  Don  Quijote  estaba,  al  cual  mandó  hincar  de  rodillas;  y 
leyendo  en  su  manual  como  que  decía  alguna  devota  oración,  en  mitad 
de  la  leyenda  alzó  la  mano,  y  dióle  sobre  el  cuello  un  buen  golpe,  y  tras 
él  con  su  misma  espada  un  gentil  espíddarazo,  siempi-e  murmurando 
entre  dientes,  como  que  rezaba.  Hecho  esto,  mandó  á  una  de  aquellas 
•damas  que  le  ciñese  la  espada,  la  cual  lo  hizo  con  mucha  desenvoltura 
y  discreción,  porque  no  fué  menester  poca  para  no  reventar  de  risa  á 
cada  punto  de  las  ceremonias;  pero  las  proezas  que  ya  habían  visto 
del  novel  caballero  les  tenían  la  risa  á  raya. 

Al  ceñirle  la  espada  dijo  la  buena  señora:  <'Dios  haga  á  vuestra 
merced  muy  venturoso  caballero  y  le  dé  ventura  en  lides. » 

Don  Quijote  le  preguntó  cómo  se  llamaba,  })orque  él  supiese  de  allí 
adelante  á  quién  quedaba  obhgado  por  la  merced  recibida,  [)orque  pen- 
saba darle  alguna  parte  de  la  hc^nra  que  alcanzase  por  el  valor  de  su 
brazo. 

Ella  respondió  con  mucha  humildad  que  se  llamaba  la  Tolosa,  y 
que  era  hija  de  un  remendón  natural  de  Toledo,  que  vivía  á  las  tendí- 
lias  de  Sancho  Bienaya,  y  que  dondequiera  que  ella  estuviese  le  servi- 
ría y  le  tendría  por  señor. 

Don  Quijote  le  replicó  que  por  su  amor  le  hiciese  merced  que  de 
allí  adelante  se  pusiese  Don,  y  se  llamase  Doña  Tolosa. 

Ella  se  lo  prometió,  y  la  otra  le  calzó  la  espuela,  con  la  cual  le  pasó 
casT  el  mismo  coloquio  que  con  la  de  la  espada. 

Preguntóle  su  nombre,  y  dijo  que  se  llamaba  la  Mohnera,  y  que  era 
hija  de  un  honrado  mohnero  de  ^V^itequera;  á  la  cual  también  rogó  Don 
Quijote  que  se  pusiese  Don,  y  se  llamase  Doña  Molinera,  ofreciéndole 
nuevos  servicios  y  mercedes. 

Hechas,  pues,  de  galope  y  aprisa  las  hasta  allí  nunca  vistas  ceremo- 
nias, no  vio  Ik  hora  Doii  Quijote  de  verse  á  caballo  y  salir  buscando  las 
aventuras;  y  ensillando  luego  á  Rocinante,  subió  en  él,  y  abrazando  á 
su  huési)ed,  le  dijo  cosas  tan  extrañas  agradeciéndole  la  merced  de  ha- 
herle  armado  caballero,  que  no  es  posible  acertar  á  referirlas.  El  vente- 
ro, por  verle  ya  fuera  de  la  venta,  con  no  menos  retóricas,  aunque  con 
más  breves  palabras,  respondió  á  las  suyas,  y  sin  pedirle  la  costa  de  la 
posada  le  dejó  ir  en  buen  hora. 


CAPITULO  r\' 
De  lo  que  le  sucedió  á  nuestro  caballero  cuando  salió  de  la  venta. 


A  del  alba  sería  cuando  Don  Quijote  salió  de  la  venta,  tan  con- 
tento, tan  gallardo,  tan  alborozado  por  verse  ya  armado  cal)a- 
llero,  que  el  gozo  le  reventaba  por  las  cinchas  del  caballo.  Mas 
viniéndole  á  la  memoria  los  consejos  de  su  huésped  cerca  de 
las  prevenciones  tan  necesarias  que  había  de  llevar  consigo,  especial- 
mente la  de  los  dineros  y  camisas,  determinó  volver  á  su  casa  y  acomo- 
darse de  todo  y  de  un  escudero,  haciendo  cuenta  de  recebir  á  un  labra- 
dor vecino  suyo,  (jue  era  pobre  y  con  lujos,  pero  muy  á  propósito  para 
el  oficio  escuderil  de  la  caballería.  Con  este  pensamiento,  guió  á  Roci- 
nante hacia  su  aldea;  el  cual  así,  conociendo  la  querencia,  con  tanta 
gana  comemó  á  caminar,  que  parecía  que  no  p'onía  los  pies  en  el  suelo. 
No  había  andado  mucho,  cuando  le  pareció  que  á  su  diestra  mano 
de  la  espesura  de  un  bosque  (|ue  allí  estaba  salían  unas  voces  delica- 
das, como  de  persona  que  se  quejaba;  y  apenas  las  Imbo  oído,  cuando 
dijo:  «¡Cracias  doy  al  Cielo  por  la  merced  (^ue  me  hace,  pues  tan  presto 
me  pone  ocasiones  delante,  donde  yo  pueda  cumplir  con  lo  que  debo  a 
mi  profesión  y  donde  pueda  coger  el  fruto  de  mis  buenos  deseos!  Esta.^ 
voces,  sin  duda,  son  de  algún  menesteroso  ó  menesterosa  que  ha  menes 
ter  mi  favor  y  ayuda.»  Y  volviendo  las  riendas,  encaminó  á  Rocinante 
hacia  donde  le  pareció  que  las  voces  salían.  Y  á  pocos  pasos  cjue  entró 


PARTE    PRIMERA.— CAPÍTULO    IV 


10 


por  el  bosque,  vió  atada  una  yegua  á  una  encina,  y  atado  á  otra  un  mu- 
diacho,  desnudo  de  medio  cuerpo  arriba,  basta  de  edad  de  quince  años, 
que  era  el  que  las  voces  daba;  y  no  sin  causa,  porque  le  estaba  dando 
<*on  una  pretina  muchos  azotes  un  labrador  de  buen  talle,  v  cada  azote 
le  acompañaba  con  una  reprensión  y  consejo,  porque  decían  «¡La  lengua 
(|ueda  y  los  ojos  listos!* 

Y  el  mucbacho  respondía:  «¡No  lo  haré  otra  vez,  gefioí  mío!  Por  la 
pasión  de  Dios,   que  no  lo  •    ■  ; 

haré  otra  vez,  y  yo  prometo 
'de  tener  de  aquí  adelante 
más  cuidado  con  el  hato!» 

Y  viendo  Don  Quijote  lo 
<iue  pasaba,  C(m  voz  airada 
dijo:  «jDescoTtés  caballero, 
mal  parece  tomaros  con  quien 
defender  no  se  puede!  ¡Subid 
sobre  vuestro  caballo  y  tomad 
vuestra  lanza  (que  también 
tenía  una  lanza  arrimada  á  la 
encina  adonde  estaba  arren- 
dada la  yegua),  que  yo  os 
haré  conocer  ser  de  cobardes 
lo  (|ue  estáis  haciendo!  ^ 

El  lal>i'ador,  que  vió  sobre 
.sí  aquella  figura  llena  de  ar- 
mas blandiendo  la  lanza  S(v 
l)re  su  rostro,  túvose  por 
muerto,  y  con  buenas  pala- 
bi-as  respondió:  «Señoreaba 
llero,  este  muchacho  que  es- 
toy castigando  es  un  mi  cria 
do,  que  me  sirve  de  guardar 
una  manada  de  ovejas  que 
tengo  en  estos  contomos,  el 
cual  es  tan  descuidado,  que 
cada  día  me  falta  una;  y  por- 
que castigo  su  descuido  ó  be- 
llaquería, dice  que  lo  hago 
de  miserable,  por  no  pagaÜe  la  soldada  que  le  debo;  v  en  Dios  y  en  mi 
anima,  que  miente.»  '  ,        "^ 

—¿Miente  delante  de  mí,  ruin  villano!?  dijo^Don' Quijote.  ¡Por  el  Sol 
que  nos  alumbra,  que  estoy  por  pasaros  de  parte  á  parte  con  esta  lan- 
za. 1  agadle  luego  sm  más  réplica;  si  no,  por  el  Dios  que  nos  rige,  que 
os  concliiya  y  aniquile  en  este  punto.  ¡Desatf^dló  luego! 

M  labrador  bajó  la  cabeza,  y  sin  respondí^r  palabra  desató  á  su  cria- 
rlo, al  cual  preguntó  Don  Quijote  que  cuánto  le  debía  su  amo. 

i^i  dijo  que  nueve  meses,  á  siete  reales  cada  mes. 


El  labrador,  que  vió  sobre  sí  aíiuella  figura  llena  de  armas, 
blandiendo  la  lanza  sobre  su  rostro... 


20  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Hizo  la  cuenta  Don  Quijote,  y  halló  que  montaban  sesenta  y  tres 
reales,  y  di  jóle  al  labrador  que  al  momento  los  desembolsase,  si  no  que- 
ría morir  por  ello. 

Respondió  el  medroso  villano  que,  por  el  paso  en  que  estaba  y  jura- 
mento que  había  hecho  (y  aún  no  había  jurado  nada),  que  no  eran  tan- 
tos; porque  se  le  habían  de  descontar  y  recebir  en  cuenta  tres  pares  de 
zapatos  que  le  había  dado,  y  un  real  de  dos  sangrías  que  le  habían  he 
cho  estando  enfermo. 

— Bien  está  todo  eso,  replicó  Don  Quijote;  pero  quédense  los  zapatos 
y  las  sangrías  por  los  azotes  que  sin  culpa  le  habéis  dado;  que  si  él  rom- 
pió el  cuero  de  los  zapatos  que  vos  pagastes,  vos  le  habéis  rompido  el'' 
de  su  cuerpo;  y  si  le  sacó  el  barbero  sangre  estando  enfermo,  vos  en  sa- 
nidad se  la  habéis  sacado:  así  que,  por  esta  parte,  no  os  debe  nada. 

— El  daño  está,  señor  caballero,  en  que  no  tengo  aquí  dineros;  vén- 
gase Andrés  conmigo  á  mi  casa,  que  yo  se  los  pagaré  un  real  sobre  otro. 
— ¡Irme  yo  con  él!,  dijo  el  muchacho.  Mas  ¡mal  año!  No,  señor,  ni 
por  pienso;  porque  en  viéndome  solo,  me  desollará  como  á  un  san  Bar- 
tolomé. 

— No  hará  tal,  replicó  Don  Quijote:  basta  que  yo  se  lo  mande,  para 
que  me  tenga  respeto;  y  con  que  él  me  lo  jure  por  la  ley  de  caballería 
que  ha  recebido,  le  dejaré  ir  libre  y  aseguraré  la  paga. 

— Mire  vuestra  merced,  señor,  lo  que  dice,  dijo  el  muchacho;  que  este 
mi  amo  no  es  caballero,  ni  ha  recebido  Orden  de  caballería  alguna;  que 
es  Juan  Haldudo  el  rico,  el  vecino  de  Quintanar. 

— Importa  poco  eso,  respondió  Don  Quijote,  que  Haldudos  puede  lia- 
ber  caballeros:  cuanto  más,  que  cada  uno  es  hijo  de  sus  obras. 

— Así  es  verdad,  dijo  Andrés;  pero  este  mi  amo,  ¿de  qué  obras  es  hij(». 
pues  me  niega  mi  soldada  y  mi  sudor  y  trabajo? 

— No  niego,  hermano  Andrés,  respondió  el  labrador;  y  hacedme  pla- 
cer de  veniros  conmigo,  que  yo  juro  por  todas  las  Ordenes  que  de  ca- 
ballerías hay  en  el  mundo,  de  pagaros,  como  tengo  dicho,  un  real  sobre 
otro,  y  aun  sahumados. 

— Del  sahumerio  os  hago  gracia,  dijo  Don  Quijote:  dádselos  en  rea- 
les, que  con  eso  me  contento,  y  mirad  que  lo  cumpláis  como  lo  habéis 
jurado;  si  no,  por  el  mismo  juramento  os  juro  de  volver  á  buscaros  y  á 
castigaros,  y  que  os  tengo  de  hallar,  aunque  os  escondáis  más  que  una 
lagartija.  Y  si  queréis  saber  (juién  os  manda  esto,  para  quedar  con  más 
veras  obligado  á  cumplirlo,  sabed  que  yo  soy  el  valeroso  Don  Quijote 
de  la  Mancha,  el  desfacedor  de  agravios  y  sim*azones;  y  á  Dios  quedad. 
y  no  se  os  parta  de  las  mientes  lo  prometido  y  jurado,  so  la  pena  pro- 
nunciada. Y  en  diciendo  esto,  picó  á  su  Rocinante,  Y  en  breve  espaci<  • 
se  apartó  dellos. 

Siguióle  el  labrador  con  los  ojos,  y  cuando  vio  que  había  traspue.sto 
el  bosque  y  que  ya  no  parecía,  volvióse  á  su  criado  Andrés  y  díjole: 

— Venid  acá,  hijo  mío;  que  os  quiero  pagar  lo  que  os  debo,  como 
aquel  desfacedor  de  agravios  me  dejó  mandado. 

— Eso  juro  yo,  dijo  Andrés;    y  como  que  andará  vuestra  merced 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    IV  21 

acertado  en  cumplir  el  mandamiento  de  aquel  buen  caballero,  que  mií 
años  viva,  que,  se^ún  es  de  valeroso  y  de  buen  juez,  ¡vive  Roque,  que 
si  lio  me  paj?a,  que  vuelva  y  ejecute  lo  que  dijo! 

— También  lo  juro  yo,  dijo  el  labrador;  pero,  por  lo  mucho  que  os. 
quiero,  cjuiero  acrecentar  la  deuda  por  acrecentar  la  paga. 

Y  asiéndole  del  brazo,  le  tornó  á  atar  á  la  encina,  donde  le  dio  tan' os 
azotes,  que  le  dejó  por  muerto. 

«Llamad,  señor  Andrés,  aliora,  decía  el  labrador,  al  desfacedor  de' 
agravios;  veréis  cómo  no  desface  aqueste;  aunque  creo  que  no  está  aca- 
bado de  hacer,  porque  me  viene  gana  de  desollaros  vivo,  como  vos  t^ 
míades.»  Pero  al  ñu  le  desató,  y  le  dio  licencia  que  fuese  á  buscar  á  su 
juez,  para  que  ejecutase  la  pronunciada  sentencia. 

Andrés  se  partió  algo  mollino,  jurando  de  ir  á  buscar  al  valeroso 
Don  Quijote  de  la  Mancha,  y  contarle  punto  por  punto  lo  que  había  pa 
sado,  y  que  se  lo  había  de  pagar  con  las  setenas;  pero,  con  todo  esto,  él 
se  partió  llorando,  y  su  amo  se  quedó  riendo.     , 

Y  desta  manera  deshizo  el  agravio  el  valeroso  Don  Quijote,  el  cual, 
contentísimo  de  lo  sucedido,  pareciéndole  que  había  dado  felicísimo  y 
alto  principio  á  sus  caballerías,  con  gran  satisfacción  de  sí  mismo  iba 
caminando  hacia  su  aldea  diciendo  á  media  voz:  «Bien  te  puedes  lla- 
mar dichosa  sobre  cuantas  hoy  viven  en  la  Tierra,  ¡oh  sobre  las  bella» 
bella  Dulcinea  del  Toboso!,  pues  te  éupo  en  suerte  tener  sujeto  y  rendi- 
do á  toda  tu  voluntad  é  talante  á  un  tan  valiente  y  tan  noirbrado  caba- 
llero como  lo  es  y  será  Don  Quijote  de  la  Mancha,  el  cual,  como  todQ 
el  mundo  sabe,  ayer  rescibió  la  Orden  de  caballería,  y  hoy  ha  desfecho 
el  mayor  tuerto  y  agravio  que  formó  la  sinrazón  y  cometió  la  crueldad: 
hoy  quitó  el  látigo  de  la  mano  á  a(;[uel  desai)iadado  enemigo,  que  tan 
sin  ocasión  vapulaba  á  aquel  delicado  infante». 

En  esto  llegó  á  un  camino  que  en  cuatro  se  dividía,  y  luego  se  le 
vino  á  la  imaginación  las  encrucijadas  donde  los  caballeros  andantes 
se  ponían  á  pensar  cuál  camino  de  aquellos  tomarían;  y  por  imitarlos, 
estuvo  un  rato  quedo,  y  al  cabo  de  haberlo  muy  bien  pensado  soltó  \s^ 
rienda  á  Rocinante,  dejando  á  la  voluntad  del  rocín  la  suya;  el  cual 
siguió  su  primer  intento,  que  fué  el  irse  camino  de  su  caballeriza.  Y 
habiendo  andado  como  dos  millas,  descubrió  Don  Quijote  un  grand^ 
tropel  de  gente,  que,  como  después  se  supo,  eran  unos  mercaderes 
toledanos  que  iban  á  comprar  seda  á  Murcia.  Eran  cuatro,  y  venían  con 
sus  quitasoles,  con  otros  cuatro  criados  á  caballo  y  dos  mozos  de  muías 
á  pie.  Apenas  los  divisó  Don  Quijote,  cuando  se  imaginó  ser  cosa  de 
nueva  aventura;  y  por  imitar,  en  todo  cuanto  á  él  le  parecía  posible,  los 
pasos  que  había  leído  en  sus  libros,  le  pareció  venir  allí  de  molde  uno 
que  pensaba  hacer;  y  así,  con  gentil  continente  y  denuedo  se  aíirm() 
bien  en  los  estribos,  apretó  la  lanza,  llegó  la  adarga  al  pecho,  y  puesto 
en  la  mitad  del  camino,  estuvo  esperando  que  aquellos  caballeros  an- 
dantes llegasen  (que  ya  él  por  tales  los  tenía  y  juzgaba);  y  cuando  llega- 
ron á  trecho  que  le  pudieron  ver  y  oir,  levantó  Don  Quijote  la  voz,  y  con 
ademán  arrogante  dijo:  -¡Todo  el  mundo  se  tenga,  si  todo  el  mundo  no 


22  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


confiesa  que  no  hay  en  el  mundo  todo  doncella  más  hermosa  que  la 
éinperatriz  de  la  Mancha,  la  sin  par  Dulcmea  del  Toboso!» 
*  Paráronse  los  mercaderes  al  son  destas  razones  y  á  ver  la  extraña 
ñgura  del^que  las  decía;  y  por  la  figura  y  por  éllás  luego  echaron  de 
ver  la  locura  de  su  dueño:  mas  quisieron  ver  despacio  eñ  qué  paraba 
aquella,  confesión  que  se  les  pedía;  y  uno  dellos,  que  era  un  poco  burlón 
y  muy  mucho  discreto,  le  dijo:  «Señor  caballero,  nosotros  no  conocemos 
-quién  sea  esa  buena  señora  que  decís:  mostrádnosla,  que  si  ella  fuere  de 
tanta  hermosura  como  significáis,  de  buena  gan^  y  sin  apremio  alguno 
-confesaremos  la  verdad  que  por  parte  vuestra  nos  es  pedida. » 

— Si  "os  la  mostrara,  replicó  Don  Quijote,  ¿qué  hiciérades  vosotros 
én  confesar  una  verdad  tan  notoria?  La  importancia  está  en  que  sin 
verla  lo  habéis  de  creer,  confesar,  afirmar,  jurar  y  defender:  donde  no, 
conmigo  ..sois  en  batalla,  gente  descomunal  y  soberbia;  que  ora  vengáis 
lino  á  uno^  como  pide  la  Orden  de  caballería,  ora  todos  juntos,  como  es 
costumbre 'y  mala  usanza  de  los  de  vuestra  ralea,  aquí  os  aguardo  y  es- 
pero, confiado  en  la  razón  que  de  mi  parte  tengo. 

'■  — Señoi^'  caballero,  replicó  el  mercader,  suplico  á  vuestra  merced,  en 
íioanbré.  de 'todos  estos  príncipes  que  aquí  estamos,  que  porque  no  en- 
'6argiiémos '  nuestras  conciencias  confesando  una  cosa  por  nosotros 
jamás  vista  ni  oída  (y  más  siendo  tan  en  perjuicio  de  las  euiperatrices  >• 
reinas  del  Alcarria  y  Extremadura),  que  vuestra  merced  sea  servido  de 
mostrarnos:  algún  retrato  de  esa  señora,  aunque  sea  tamaño  como  un 
grano  de  trigo,  que  por  el  hilo  se  sacará  el  ovillo,  y  quedaremos  con  esto 
Satisfechos  y  seguros,  y  vuestra  merced  quedará  contento  y  pagado;  y 
aun  creó  que  estamos  ya  tan  de  su  parte,  que  aunque  su  retrato  nos 
muestre  que  es  tuerta  de  un  ojo  y  que  del  otro  le  mana  bermellón  > 
piedra  azufre,  con  todo  eso,  por  complacer  á  vuestra  merced,  diremos 
en  su  favor  todo  lo  que  quisiere. 

— ¡Nóle  mana,  caiíalla  infame,  respondió  Don  Quijote,  encendido  en 
cólera,  iio  le  mana,  digb,  eso  que  decís,  sino  ámbar  y  algalia  entre  algo- 
dones; y 'no  es  tuerta  ni  corcovada,  sino  más  derecha  que  un  huso  de 
Guadarrama!  ¡Pero  vosotros  pagaréis  la  grande  -blasfemia  que  habéis  di- 
fcho  contra -tamaña  beldad,  como  es  la  de  mi  señora! 
'■  Y  éri  diciendo  esto,  arremetió  con  la  lanza  baja  contra  el  que  lo  ha- 
hia  dicho,'  con  tanta  furia  y  enojo,  que  si  la  buena  suerte  no  hiciera  que 
•en  la  mitad  del  camino  tropezara  y  cayera  Rocinante,  lo  pasara  mal  el 
■atrevido  mercader.  Cayó  Rocinante,  y  fué  rodando  su  amo  una  buena 

Í'neza  jlor  él  campo;  y  queriéndose  levantar,  jamás  pudo:  tal  embarazo 
é  causaban  la  lanza,  adarga,  espuelas  y  celada,  con  el  peso  de  las  anti- 
cuas arinas.  Y  entretanto  que  pugnaba  por  levantarse,  y  no  podía,  es- 
taba diciendo:  «¡Non  fuyáis,  gente  cobarde,  gente  cautiva!  ¡Atended,  que 
ño  por  culpa  mía,  sino  de  mi  caballo,  estoy  aquí  tendido!» 

Un  mozo  de  muías  de  los  que  allí  venían,  que  no  debía  de  ser  mu}- 
bien  intencionado,  oyendo  decir  al  pobre  caído  tantas  arrogancias,  no 
lo  pudo  sufrir  sin  darle  la  respuesta  en  las  costillas;  y  llegándose  á  él, 
íomó  la  lanza,  y  después  de  haberla  hecho  pedazos,  con  uno  dellos  co- 


PARTE    PRIMERA. 


-CAPITULO    IV 


23 


merizó  á  dar  á  imestm  Doii'Qui jote  tantos  palos,-  que  á  despecho  y^pe- 
^•M- de  PUS  armas,  le  molió  como  cibera.  i/-         .;   •-     >'        '; 

Dábanle  voceg  sus  amos^qUe  no  le  diese  tanto  jr  qué  le  diejase;  píero 
estaba  ya  el  mozo  picado,  y  no  quiso  dejar  el  juego  hasta  envidar  tod^o 
^1  resto  de  su  colera;  y  acudiendo  por  los  d^iás  trozos  de  la  lanza;  los 
íicabó  dé  desliacer  sobre  el  miseiai)le  caído;  que  edn  toda  aquella  tem- 
pe!*tad  de  palos  que  sobre  él  llovíav-^ítp  cerraba  la  boca^anienazand(»  al 
•riel(>  y  á  la  Tiefra  y  á  los  malandnaés  que  tal  le  paraban. 

( -ansósc  o\  moy.o^  y  "los  mercaderes  siguieron  su  camino,  llevando  c|ué 
«outar  en  todo  él  del  ])()bre  aptile^ido;  el  cual,  después  que  se  fió  solo 
tornó  á  probar  si  podría  levaíitiuse;  pero  si  no  lo  pudo  hacer  cuando 
t4ano  y  bueno,  ¿cóíno  lo  haría  mólidc  y  easi  deshecho?  Y  aún  se  tenía 
,por  dichoso  pareciéndole  que  aquélla  ei'a  propia  desgracia  de  caballeros 
Andantes,  y  toda  la  atribuía  á  la  falta  de  su  caballo;  y  no  era  posible  le- 
yantarse,  según  tenía  brumado  '^torly)  el  cuerpo. 


CAPÍTULO    V 
Donde  se  prosigue  la  narración  de  la  desgracia  de  nuestro  caballero. 

^ENDo,  pues,  que,  en  efeto,  no  podía  menearse,  acordó  de  acoger- 
se á  su  ordinario  remedio,  que  era  pensar  en  algún  paso  de  sus 
libros;  y  trujóle  su  locura  á  la  memoria  aquel  de  Baldo  vinos  y 
del  Marqués  de  Mantua  cuando  Oarloto  le  dejó  herido  en  la 
montaña:  historia  sabida  de  los  niños,  no  ignorada  de  los  mozos,  cele- 
brada y  aun  creída  de  los  viejos,  y,  con  todo  esto,  no  más  verdadera  que 
los  milagros  de  Mahoma.  Ésta,  pues,  le  pareció  á  él  que  le  venía  de 
molde  para  el  paso  en  que  se  hallaba;  y  así,  con  muestras  de  grande 
sentimiento,  se  comenzó  á  revolcar  i)or  la  tierra  y  á  decir  con  debilitado 
aliento  lo  mismo  que  dicen  (|ue  decía  el  herido  Caballero  del  Bosque: 

¿Ddnde  estás,  señora  mía, 
Que  no  te  duele  mi  mal? 

uo  lo  sabes,  señora, 
Ó  eres  falsa  y  desleal. 

Y  desta  manera  fué  prosiguiendo  el  romance,  hasta  aquellos  versos 
que  dicen: 

¡Oh  noble  Marqués  de  Maatua,  : 

Mi  tío  y  señor  carnal!  ' 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    V 


25 


Y  quiso  la  suerte  que  cuando  llegó  á  este  verso  acertó  á  pasar  por  allí 
un  labrador  de  su  mismo  lugar  y  vecino  suyo  (que  venía  de  llevar  una 
carga  de  trigo  al  molino),  el  cual,  viendo  aquel  hombre  allí  tendido,  se 
llegó  á  él  y  le  preguntó  que  quién  era  y  qué  mal  sentía,  que  tan  triste- 
mente se  quejaba. 

Don  Quijote  creyó,  sin  duda,  que  aquél  era  el  Marqués  de  Mantua, 
su  tío,  y  así,  no  le  respondió  otra  cosa  sino  fué  proseguir  en  su  roman- 
ce, donde  le  daba  cuenta  de  su  desgracia  y  de  los  amores  del  hijo  del 
Emperante  con  su  esposa,  todo  de  la  misma  manera  que  el  romance  lo 
canta. 

El  labrador  estaba  admirado  oyendo  aquellos  disparates;  y  quitán- 
dole la  visera,  que  ya  estaba  hecha  pedazos,  de  los  palos,  le  limpió  el 


¿Dónde  estás,  sefior»  mía,— Que  no  te  duele  mi  mal? 


rostro,  que  lo  tenía  lleno  de  polvo;  y  apenas  le  hubo  limpiado,  cuando 
le  conoció  y  le  dijo:  «Señor  Quijano  (que  así  se  debía  de  llamar  cuan- 
do él  tenía  juicio  y  no  había  pasado  de  hidalgo  sosegado  á  caballero 
andante),  ¿quién  ha  puesto  á  vuestra  merced  desta  suerte?»  Pero  él  se- 
guía con  su  romance  á  cuanto  le  preguntaba.  Viendo  esto  el  buen  hom- 
bre, lo  mejor  que  pudo  le  quitó  el  peto  y  espaldar  para  ver  si  tenía 
alguna  herida;  pero  no  vio  sangre  ni  señal  alguna.  Procuró  levantarle 
del  suelo,  y  no  con  poco  trabajo  le  subió  sobre  su  jumento,  por  pare- 
cerle  caballería  más  sosegada.  Recogió  las  armas,  hasta  las  astillas  de 
la  lanza,  y  Hólas  sobre  Rocinante,  al  cual  tomó  de  la  rienda,  y  del  ca- 
bestro al  asno,  y  se  encaminó  hacia  su  pueblo,  bien  pensativo  de  oir 
los  disparates  que  Don  Quijote  decía;  y  no  menos  iba  Don  Quijote, 
que,  de  puro  molido  y  quebrantado,  no  se  podía  tener  sobre  el  borrico, 


2()  DOK    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


y  de  cuando  en  cuando  daba  unos  suspiros  que  los  ponía  en  el  cielo, 
de  modo  que  de  nuevo  obligó  á  que  el  lal)rador  le  preguntase  qué  mal 
sentía.  Y  no  parece  sino  que  el  Diablo  le  traía  á  la  memoria  los  cuentos 
acomodados  á  sus  sucesos,  porque  en  aquel  punto,  olvidándose  de  Bal- 
dovinos,  se  acordó  del  moro  Abindarráez,  cuando  el  alcaide  de  Ante- 
quera, Rodrigo  de  Narváez;  le  prendió  y  llevó  cautivo  á  su  alcaidía;  de 
suerte  que  cuando  el  labrador  le  volvió  á  preguntar  que  cómo  estaba  y 
qué  sentía,  le  respondió  las  mismas  palabras  y  razones  que  el  cautivo 
abencerraje  respondía  á  Rodrigo  de  Narváez,  del  mismo  modo  que  él 
había  leído  la  historia  en  la  Diana  d«  Jorge  de  Montemayor,  donde  se 
escribe;  aprovechándose  della  tan  de  propósito,  que  el  labrador  se  iba 
dando  al  Diablo  de  oir  tanta  máquina  de  necedades,  por  donde  conoció 
que  su  vecino  estaba  loco;  y  dábase  priesa  á  llegar  al  pueblo,  por  excu- 
sar el  enfado  que  Don  Quijote  le  causaba  con  su  larga  arenga. 

Al  cabo  de  la  cual  dijo:  'Repa  vuestra  merced,  señor  don  Rodrigo 
de  Narváez,  que  esta  heFmo>a  Jarifa  que  he  dicho  es  ahora  la  hnda 
Dulcinea  del  Toboso,  por'  quien  yo  lie  hecho,  hago  y  haré  los  más  fa- 
mosos liechos  de  caballería  que  se  lian  visto,  ven  ni  verán  en  el  mundo.» 

A  esto  respondió  el  labrador:  «Mire  vuestra  merced,  señor,  ¡pecador 
de  mí!,  que  yo  no  soy  don  Rodrigo  de  Narváez  ni  el  Marqués  de  Man- 
tua, sino  Pedro  Alonso,  su,' vecino;  ni  vuestra  merced  es  Baldo  vinos  ni 
AbindarráeZi  sino  el  honrado  hidalgo  del  señor  Quijano. » 

''Yo  sé  quién  soy,  respondió  Don  Quijote,  y  sé  que  puedo  ser,  no 
sólo  los  que  liedicho,  sino  todos  los  doce  Pares  de  Francia,  y  aun  todos 
los  nue^■e  de  la  l'umu,  pues  á  todats  ,las  hazañas  que  ellos  todos  juntos 
y  cada  uno  de  por  sí  jiióieron,  se  aYeptajaráoilas  mías.» 

En  estas  pláticas  y  en-  otras  semejantes  llegaron  al  lugar  á  la  hora 
que  aiióchecía;  pero  el  labrador  aguardó  á  que  fuese  algo  más  noche, 
l)orque  no  viesen  al  molido  hidalgo  tan  mal  caballero. 

Llegada,  pues,  la  hora  que  le  pareció,  entró  en  el  pueblo  y  en  la 
casa  de  Don  Quijote,  la  cual  halló  toda  alborotada,  y  estaban  eñ  ella  el 
Cura  y  el  barbero  del  lugar,  que  eran  grandes  amigos  de  Don  Quijote; 
y  estaba  diciéndoles  su  ama  á  voces:  «¿Qué*  le  parece  á  vuestra  merced, 
señor  licenciado  Pero  Pérez  (que  así  se  llamaba  el  Cura),  de  la  desgra- 
cia de  mi  señor?  Dos  días  ha  que  no  parecen  él  ni  el  rocín,  ni  la  adarga, 
ni  la  lanza  ni  las  armas.  ¡Desventurada  de  mí,  que  me  doy  á  entender  (y 
así  es  ello  la  verdad  como  nací  para  morir)  que  estos  malditos  libros  de 
caballerías  que  él  tiene  y  suele  leer  tan  de  ordinario  le  han  vuelto  el  jui- 
cio, que  hora  me  acuerdo  haberle  oído  decir  muchas  veces,  hablando  en- 
tre sí,  que  quería  hacerse  caballero  andante  é  irse  á  buscar  las  aventuras 
por  esos  mundos!  ¡Encomendados  sean  á  Satanás  y  á  Barrabás  tales  li- 
bros, que  así  han  echado  á  perder  el  más  delicado  entendimiento  que 
había  en  toda  la  Mancha! » / 

La  sobrina  decía  lo  mismo,  y  aun  decía  más:  «Sepa,  señor  maese 
Nicolás  (que  éste  era  el  nombre  del  barbero),  que  muchas  veces  le 
aconteció  á  mi  señor  tío  estarse  leyendo  en  estos  desalmados  libros  de 
desventuras  dos  días  con  sus  noches,  al  cabo  de  los  cuales  arrojaba  el 


•Mire  vuestra  merced,  señor,  ¡pecador  de  mil,  que  yo  no  soy  don  Rodriiío  de  Narváez 
Marqués  de  Mantua,  sino  Pedro  Alftnso,  su  vecino... . 


28  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


libro  de  las  manos  y  ponía  mano  á  la  espada,  y  andaba  á  cuchilladas 
con  las  paredes;  y  cuando  estaba  muy  cansado,  decía  que  había  muerto 
á  cuatro  gigantes  como  cuatro  torres;  y  el  sudor  que  sudaba  del  can- 
sancio, decía  que  era  sangre  de  las  feridas  que  había  recebido  en  la  ba- 
talla; y  bebíase  luego  un  gran  jarro  de  agua  fría,  y  quedaba  sano  y  so- 
segado, diciendo  que  aquella  agua  era  una  preciosísima  bebida  que  le 
había  traído  el  sabio  Esquife,  un  grande  encantador  y  amigo  suyo.  Mas 
yo  me  tengo  la  culpa  de  todo,  que  no  avisé  á  vuestras  mercedes  de  los 
disparates  de  mi  señor  tío,  para  que  lo  remediaran  antes  de  llegar  á  lo 
<{ue  ha  llegado,  y  quemaran  todos  estos  descomulgados  libros;  que  tiene 
muchos  que  bien  merecen  ser  abrasados,  como  si  fuesen  de  herejes.» 
— Esto  digo  yo  también,  dijo  el  Cura,  y  á  fe  que  no  se  pase  el  día  de 
mañana  sin  que  dellos  no  se  haga  auto  público,  y  sean  condenados  al 
fuego,  porque  no  den  ocasión  á  quien  los  leyere  de. hacer  lo. que  mi 
buen  amigo  debe  de  haber  hecho. 

Todo  esto  estaba  oyendo  el  labrador,  con  que  acabó  de  entender  la 
enfermedad  de  su  vecino;  y  así,  comenzó  á  decir  á  voces:  «¡Abran  vues- 
tras mercedes  al  señor  Baldovinos  y  al  señor  Marqués  de  Mantua,  que 
viene  mal  ferido,  y  al  señor  moro  Abindarráez,  que  trae  cautivo  el  va- 
leroso Rodrigo  de  Narváez,  alcaide  de  Antequera!» 

A  estas  voces  salieron  todos;  y  como  conocieron  los  unos  á  su  ami- 
go, las  otras  á  su  amo  y  tío,  que  aún  no  se  había  apeado  del  jumento 
porque  no  podía,  corrieron  á  abrazarle.  Él  dijo:  «¡Ténganse  todos,  que 
vengo  mal  ferido  por  la  culpa  de  mi  caballo!  ¡Llévenme  á  mi  lecho,  y 
llámese,  si  fuere  posible,  á  la  sabia  Urganda,  que  cure  y  cate  de  mis 
feridas!» 

— ¡Mira,  en  hora  mala,  dijo  á  este  punto  el  ama,  si  me  decía  á  mí 
bien  mi  corazón  del  pie  que  cojeaba  mi  señor!  Suba  vuestra  merced  en 
buen  hora,  que,  sin  que  venga  esa  hurgada,  le  sabremos  aquí  curar. 
¡Malditos,  digo,  sean  otra  vez  y  otras  ciento  estos  libros  de  caballerías, 
i^ue  tal  han  parado  á  vuestra  merced! 

Lleváronle  luego  á  la  cama,  y  catándole  las  feridas,  no  le  hallaron 
ninguna,  y  él  dijo  que  todo  era  molimiento  por  haber  dado  una  gran 
caída  con  Rocinante,  su  caballo,  combatiéndose  con  diez  jayanes,  los 
más  desaforados  y  atrevidos  (|ue  se  pudieran  fallar  en  gran  parte  de  la 
Tierra. 

— ¡Ta,  ta!,  dijo  el  Cura.  ¿Jayanes  hay  en  la  danza?  ¡Para  mi  santigua- 
da, que  yo  los  queme  mañana  antes  que  llegue  la  noche! 

Hiciéronle  á  Don  Quijote  mil  preguntas,  y  á  ninguna  quiso  respon- 
der otra  cosa  sino  que  le  diesen  de  comer  y  le  dejasen  dormir,  que  era 
lo  que  más  le  importaba. 

Hízose  así,  y  el  Cura  se  informó  muy  á  la  larga,  del  labrador,  del 
modo  que  había  hallado  á  Don  Quijote.  El  se  lo  contó  todo,  con  los 
disparates  que  al  hallarle  y  al  traerle  había  dicho,  que  fué  poner  más 
deseo  en  el  Licenciado  de  hacer  lo  que  otro  día  hizo,  c{ue  fué  llamar  á 
su  amigo  el  barbero  maese  Nicolás,  con  el  cual  se  vino  á  casa  de  Don 
Quijote. 


CAPITULO  M 

Del  donoso  y  grande  escrutinio  que  el  Cura  y  el  barbero  hicieron  en  la  librería 
de  nuestro  ingenioso  hidalgo. 


f^  L  cual  aún  todavía  díirmía.  Pidió  á  la  sol^rina  las  llaves  del  apo- 
sento donde  estaban  los  libros  autores  del  daño,  y  ella  se  las 
dio  de  muy  buena  gana.  Entraron  dentro  todos,  y  el  ama  con 
ellos,  y  hallaron  más  de  cien  cuerpos  de  libros  grandes,  muy 
bien  encuadernados,  y  otros  pequeños;  y  así  como  el  ama  los  vio,  vol- 
vióse á  salir  del  aposento  con  gran  priesa,  y  tornó  luego  con  una  escu- 
dilla de  agua  bendita  y  un  hisopo,  y  dijo:  «Tome  vuestra  merced,  señor 
Licenciado;  rocíe  este  aposento,  no  esté  aquí  algún  encantador  de  los 
muchos  que  tienen  estos  libros,  y  nos  encante  en  pena  de  la  que  les 
queremos  dar  echándolos  del  mundo.» 

Causó  risa  al  Licenciado  la  simplicidad  del  ama,  y  mandó  al  bar- 
bero que  le  fuese  dando  de  aquellos  libros  uno  á  uno,  para  ver  de  qué 
trataban,  pues  podía  ser  hallar  algunos  que  no  mereciesen  castigo  de 
fuego. 

«No,  dijo  la  sobrina;  no  hay  para  qué  perdonar  á  ninguno,  porque 
todos  han  sido  los  dañadores:  mejor  será  arrojarlos  por  las  ventanas  al 
patio,  y  hacer  allí  un  rimero  dellos  y  pegarles  fuego,  y  si  no,  llevarlos 
al  corral,  y  se  hará  la  hoguera,  y  no  ofenderá  el  humo.» 

Lo  mismo  dijo  el  ama:  tal  era  la  gana  que  las  dos  tenían  de  la 


>4U  .        DOíí    (.¿UIJOTE    DE,   i^    3IA^UIÍA 


muerte  de  aquellos  in(x;entes;  iiias  el  Cura  no  vino  en  elfo  sin  primen 
leer  siquiera  los  títulos,' Y  el  primtíro  que  riíaese  Nieolá:^  le  dio  en  la- 
manos  fué  los  cuatro  á^  Ámádís  de  Gaula,  y  dijo  el  Cura:  «Parece  co.^^, 
de  misterio  ésta;  porque,  según  he  oído  decir,*  este  lil)ro  fué  el  primeij" 
de  caballerías  que  se  imprimió  en  España,  y  todos  los.  demás  han  to 
mado  principio  y  origen  déste;  y  así,  me  parece  ({ue,  como  á  dogmatíi 
zador  de  una  secta  tan  mala,  le  debemos  sin  excusa  alguna  condenar  ^1 
fuego.  •; 

— No,  señui-,  dijo  el  barbero;  (jue  también  he  oído  decir  que  es  el  iii|.- 
jor  de  todos  los  libros  que  deste  género  se  han  conipuesto;  y  así,  coiBJf)' 
á  único  en  su  arte,  se  ciebe  perdonar.       •  -I 

— Así  es  verdad,  dijo  el  Cura,  y  por  esa  razón  se  le  Otorga  la  *vi(ja 
l)or  ahora.  Veamos  esotro  que  está  junto  á  él.  i 

— Es,  dijo  el  barbero,  Las  sergas  de  'Esjihíndián,  hijo  legítimo  q^ 
Amadís  de  Gaula.  >j 

— Pues  en  verdad,  dijo  el  Cura,  que  no  le  ha  de  valer  al  hijo  la  bon- 
dad dpi  padre:  tomad,  señora  ama;  abrid  esa  ventana  y  echadle  al  co- 
rral, y  dé  principio  al  montón  de  la  hoguera  que  se  ha  de  hacer. 

Hízolo  así  el  ama  con  mucho  contento,  y  el  bueno  de  Esplandián 
fué  volando  al  corral,  esperando  con  toda  paciencia  el^fuego  que  le- 
amenazaba. 

— ¡Adelante!,  dijo  el  Cura. 

— Este  que  viene,  dijo  el  barbero,  es  Amadís  de  Grecia,  y  aun  todcs: 
los  deste  lado,  á  lo  que  creo,  son  del  mesmo  Hnaje  de  Amadís. 

— Pues  vayan  todos  al  corral,  dijo  el  Cura,  ([we  á  trueco  de  quemai' 
á  la  reina  Pintiquinestra,  y  al  pastor  Darinel,  y  á  sus  églogas,  y  á  las  en- 
diabladas y  revueltas  razones  de  su  autor,  quemara  con  ellos  al  padre 
que  me  engendró,  si  anduviera  en  figura  de  caballero  andante. 

—De  ese  parecer  soy  yo,  dijo  el  liarl^ero. 
■    — Y  aun  yo,  añadió  la  sobrina. 

— -Pues  así  es,  dijo  el  ama,  vengan,  y  al  corral  con  ellos. 
Diéronselos,  que  eran  muchos,  y  ella  ahorró  la  escalera,  y  dio  con 
ellos  por  la  ventana  abajo. 

—¿Quién  es  ese  tonel?,  dijo  el  Cura. 

— Este  es,  respondió  el  barbero,  Don  Olivante  de  Laura. 

—El  autor  dése  libro,  dijo  el  Cura,  fué  el  mesmo  que  compuso  Jar- 
dín de  fiores;  y  en  verdad  que  no  sepa  determinar  cuál  de  los  dos  libros 
es  más  verdadero,  ó  por  decir  mejor,  menos  mentiroso:  sólo  sé  decir 
(|ue  éste  irá  al  corral  por  disparatado  y  arrogante. 

— Este  que  se  sigue  es  Florismarte  de  Hir cania,  dijo  el  barbero. 

— ¿Ahí  está  el  señor  Florismarte?,  replicó  el  Cura.  Pues  á  fe  que  ha  de 
parar  presto  en  el  corral,  á  pesar  de  su  extraño  nacimiento  y  soñadas 
aventuras;  que  no  da  lugar  á  otra  cosa  la  dureza  y  sequedad  de  su  esti- 
lo. ¡Al  corral  con  él;  y  con  esotro,  señora  ama! 

— ¡Que  me  place,  señor  mío!,  respondía  ella;  y  con  mucha  alegría  eje- 
cutaba lo  que  le  era  mandado. 

—Este  es  FA  Cahallero  PJatir,  dijo  el  barbero. 


PARTE    PRIMERA CAPÍTULO    VI  31 


— x\nti.^uo  libro  es  ése,  dijo  el  Cura,  y  no  hallo  en  él  cosa  que  me- 
rezca venia.  ¡Acompañe  á  los  demás  sin  réjdica!;  y  así  i'ué  hecho. 

A))rióso  otro  libro,  y  vieron  (|ue  tenía  por  título:  FA  Caballero  de  Ja 

-Por  nombre  tan  santo  como  este  libro  tiene,  se  podía  perdonai-  .•^u 
iííuorancia;  mas  también  se  suele  decir:  tras  la  cruz  está  el  Diablo.  ¡Vaya 
al  fuego! 

Tomando  el  barbero  otro  libro,  dijo:  «Este  es  Espejo  de  cahaUeiias.^ 

— ¡Ya  conozco  a  su  merced!,  dijo  el  Cura.  Ahí  anda  el  señor  Reinaldos 
de  Monta)  bán,  con  sus  amigos  y  compañeros,  más  ladrones  que  Caco, 
y  los  doce  Pares,  con  el  verdadero  historiador  Turpín;  y  en  verdad  que 
estoy  por  condenarlos  no  más  que  á  destierro  jterpetuo,  siquiera  porque 
tienen  parte  de  la  invención  del  famoso  ^hiteo  Boyardo,  de  donde  tam- 
bién tejió  su  tela  el  cristiano  poeta  Ludovico  Ariosto;  al  cual,  si  aquí  le 
hallo,  y  veo  que  liabla  en  otra  lengua  que  la  suya,  no  le  guardaré  res- 
peto alguno;  pero  si  habla  en  su  idioma,  le  pondré  sobre  mi  cabeza. 

— Pues  yo  le  tengo  en  italiano,  dijo  el  barbero;  mas  no  lo  entiendo. 

— Ni  aun  fuera  bien  que  vos  le  entendiérades,  respondió  el  Cura; 
y  aquí  le  perdonáramos  al  señor  capitán  que  no  le  hubiera  traído  á 
España  y  hecho  castellano,  que  le  quitó  mucho  de  su  natural  valor;  y  lo 
mesmo  liarán  todos  aquellos  que  los  libros  de  verso  quisieren  volver  en 
otra  lengua,  cj[ue  por  mucho  cuidado  que  pongan  y  habilidad  cjue 
muestren,  jamás  llegarán  al  punto  que  ellos  tienen  en  su  primer  naci- 
miento. Digo,  en  et'eto,  ([ue  este  libro,  y  todos  los  que  se  hallaren  Cj[ue 
tratan  destas  cosas  de  Francia,  se  echen  y  depositen  en  un  pozo  seco, 
hasta  que  con  más  acuerdo  se  vea  lo  que  se  ha  de  hacer  dellos,  ecetuan- 
do  á  un  Bernardo  del  Carpió  que  anda  por  ahí,  y  á  otro  llamado  llov- 
ee.waUes;  que  éstos,  en  llegando  á  mis  manos,  han  de  estar  en  las  del 
ama,  y  dellas  en  las  del  fuego,  sin  remisión  alguna. 

Todo  lo  confirmó  el  barbero,  y  lo  tuvo  por  bien  y  por  cosa  muy 
acertada,  por  entender  que  era  el  Cura  tan  buen  cristiano  y  tan  amigo 
de  la  verdad,  que  no  diría  otra  cosa  por  todas  las  del  mundo.  Y  abrien- 
do otro  libro,  vio  que  era  Pahnerín  de  Oliva,  y  junto  á  él  estaba  otro  que 
se  llamaba  Palmerín  de  Inglaterra;  lo  cual  visto  por  el  Licenciado, 
dijo: 

— Esa  qliysD  se  haga  luego  rajas  y  se  queme,  que  aun  no  queden  della 
las  cenizas;  y  esa  Palma  de  Inglaterra  se  guarde  y  se  conserve  como 
á  cosa  única,  y  se  haga  para  ella  otra  caja  como  la  que  halló  Alejandro 
en  los  despojos  de  Darío,  que  la  diimtó  i)ara  guardar  en  ella  las  obras 
del  poeta  Homero.  Este  hbro,  señor  compadre,  tiene  autoridad  por  dos 
cosas:  la  una,  porque  él  por  sí  es  muy  bueno,  y  la  otra,  porque  es  fama 
que  lo  compuso  un  discreto  rey  de  Portugal.  Todas  las  aventuras  del 
castillo  de  Miraguarda  son  bonísimas  y  de  gi-ande  artificio,  las  razones 
cortesanas  y  claras,  que  guardan  y  miran  el  decoro  del  que  habla,  con 
mucha  propiedad  y  entendimiento.  Digo,  pues,  salvo  vuestro  parecer, 
señor  maese  Nicolás,  c|ue  éste  y  Amadís  de  Gaula  queden  hbres  del 
l'iK^go,  y  todos  los  demás,  sin  hacer  más  cala  y  cata,  perezcan. 

B.  P.— XX  4 


.y¿  DOÍÍ    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— No,  señor  compadre,  replicó  el  barbero;  que  este  que  aquí^tengo  es 
el  afamado  Don  Belianis. 

— Pues  ése,  replicó  el  Cura,  con  la  segunda,  tercera  y  cuarta  parte . 
tienen  necesidad  de  un  poco  de  ruibarbo  para  purgar  la  demasiada  c(')- 
lera  suya,  y  es  menester  quitarles  todo  aquello  del  castillo  de  la  Famii 
y  otras  impertinenciaá  de  más  importancia,  para  lo  cual  se  les  da  téi- 
mino  ultramarino;  y  como  se  enmendaren,  así  se  usará  con  ellos  de  mi- 
sericordia ó  de  justicia;  y  en  tanto  tenedlos  vos,  compadre,  en  vuestiü 
casa;  mas  no  los  dejéis  leer  á  ninguno. 

— ¡Que  me  place!,  respondió  el  barbero. 
Y  sin  querer  cansarse  más  en  leer  libros  de  caballerías,   mandó  mI 
ama  que  tomase  todos  los  grandes  y  diese  con  ellos  en  el  corral. 

No  se  dijo  á  manca  ni  á  sorda,  sino  á  quien  tenía  más  gana  de  que  - 
mallos  que  de  echar  una  tela,  por  grande  y  delgada  que  fuera:  y  asien- 
do casi  ocho  de  una  vez,  los  arrojó  por  la  ventana. 

Por  tomar  muchos  juntos,  se  le  cayó  uno  á  los  pies  del  barbero,  y 
le  tomó  gana  de  ver  de  Ciuién  era,  y  vio  que  decía:  Historia  del  famoso 
caballero  Tirante  el  Blanco. 

— i^^álame  Dios!,  dijo  el  Cura  dando  una  gran  voz:  ¿que  aquí  está 
Tirante  el  Blanco?  Dádm'ele  acá,  compadre;  que  hago  cuenta  que  he 
hallado  en  él  un  tesoro  de  contento  y  una  mina  de  pasatiempos.  Aquí 
está  don  Kirieleisón  de  Montalbán,  valeroso  caballero,  y  su  hermano 
Tomás  de  IMontalbán,  y  el  caballero  Fonseca,  con  la  batalla  que  el  va- 
liente de  Tirante  hizo  con  el  alano,  y  las  agudezas  de  la  doncella  Placei  - 
demivida,  con  los  amores  y  embustes  de  la  viuda  Reposada,  y  la  señora 
Emperatriz,  enamorada  de  Hipólito,  el  escudero.  Dígoos  verdad,  señor 
compadre,  que  por  su  estilo  es  éste  el  mejor  libro  del  mundo:  aquí  C(  - 
raen  los  caballeros,  y  duermen  y  mueren  en  sus  camas,  y  hacen  testa- 
mento antes  de  su  muerte,  con  otras  cosas  de  que  todos  los  demás  li- 
bros deste  género  carecen.  Con  todo  eso,  os  digo  que  merecía  el  que  lo 
compuso,  pues  no  hizo  ciertas  necedades  sino  de  industria,  que  le  echa- 
ran á  galeras  por  todos  los  días  de  su  vida.  Llevadle  á  casa  y  leedle,  y 
veréis  que  es  verdad  cuanto  del  os  he  dicho. 

—  Así  será,  respondió  el  barbero;  i)ero  ¿qué  haremos  destos  pequeños 
libros  que  quedan? 

— Estos,  dijo  el  Cura,  no  deben  de  ser  de  caballerías,  sino  de  poesía; 
y  abriendo  uno,  vio  que  era  la  Diana,  de  Jorge  de  Montemayor,  y  dijo 
(creyendo  que  todos  los  demás  eran  del  mismo  género):  Éstos  no  mere- 
cen ser  quemados  como  los  demás,  porciue  no  hacen  ni  harán  el  daño 
({ue  los  de  caballerías  han  hecho;  que  son  libros  de  entretenimiento  sin 
perjuicio  de  tercero. 

— ¡Ay,  señor!,  dijo  la  Sobrina.  ¡Bien  los  puede  vuestra  merced  mandar 
<|uemar  como  á  los  demás,  porque  no  sería  mucho  que,  habiendo  sanado 
mi  señor  tío  de  la  enfermedad  caballeresca,  leyendo  éstos  se  le  antojase 
de  hacerse  pastor  y  andarse  por  los  bosques  y  prados  cantando  y  ta- 
ñendo, y,  lo  que  sería  peor,  hacerse  poeta,  que,  según  dicen,  es  enfer- 
medad incurable  y  pegadiza! 


PARTE    PRIMERA CAPITULO    VI 


33 


—Verdad  dice  esta  doncella,  dijo  el  Cura,  v  será  bien  quitarle  á  nues- 
tro amigo  este  tropiezo  y  ocasión  de  delante."  Y  pues  comenzamos  por 
la  Dkdhi  de  Montemayor,  soy  de  i)arecer  (jue  no  se  queme,  sino  que  se 
le  (piite  todo  aíjuello  que  trata  de  la  sabia  Felicia  v  de  la  a^ua  encanta- 
da, y  casi  todos  los  versos  mayores,  y  quédesele  enhorabuena  la  prosa 
y  la  honra  de  ser  primero  en  semejantes  libros. 

—Este  que  se  sigue,  dijo  el  barbero,  es  La  Diana  llamada  Segunda 


Pero  ¿que  haremos  destoH  pequeilos  libron  que  quedan? 

del  Salmantino:  v  éste,  otro  (lue  tiene  el  mesmo  nombre,  cuv(^  autor  es 
Gil  Polo. 

— Pues  la  del  Salmantino,  respondió  el  Cura,  acompañe  y  acreciente 
el  número  de  los  condenados  al  corral,  y  la  de  Cril  Polo  se  guarde  como 
si  fuera  del  mesmo  Apolo;  y  pase  adelante,  señor  compadre,  y  démonos 
priesa,  que  se  va  haciendo  tarde. 

— Este  libro  es,  dijo  el  l)arbero  aliriendo  otro.  Los  diez  libros  de  For- 
tuna de  Amor.^  comi)uestos  por  Antonio  de  Lofrassv,  poeta  sardo. 

— ¡Por  las  Ordenes  que  recibí,  dijo  el  Cura,  que  desde  que  Apolo  fué 
Ai)olo,  y  las  nmsas  musas,  y  los  poetas  [)oetas,  tan  gracioso  ni  tan  dis- 
paratado libro  como  ése  no  se  ha  compuesto,  y  que  por  su  camino  es  el 
mejor  y  el  más  único  de  cuantos  deste  género  han  sahdo  á  la  luz  del 
mundo,  y  el  que  no  le  ha  leído,  puede  hacer  cuenta  (^ue  no  ha  leído  ja- 
más cosa  de  gusto!  ¡Dádmele  acá,  conqjadre,  que  precio  más  haberle  ha- 
llado, que  si  me  dieran  una  sotana  de  raja  de  Florencia! 

Púsole  aparte  con  grandísimo  gusto,  y  el  barbero  prosiguió  diciendo: 

— Estos  que  siguen  son  El  Pastor  de  Ilieria.  Ninfas  de  Henares  y 
Desengaño  de  celos. 


34  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Pues  no  hay  más  que  liaeer,  dijo  el  Cura,  sino  entregarlos  al  brazo 
seglar  del  ama;  y  no  se  me  pregunte  el  por  qué,  que  sería  nunca  acabar. 

— Este  que  viene  es  El  Pastor  de  FíUda. 

— No  es  ése  pastor,  dijo  el  Cura,  sino  muy  discreto  cortesano:  guai 
dése  como  joya  preciosa. 

— Este  grande  C|ue  aquí  viene  se  intitula,  dijo  el  barbero,  Tes-oro  (h- 
varias  poesías. 

— Como  ellas  no  fueran  tantas,  dijo  el  Cura,  fueran  más  estimadas: 
menester  es  que  este  libro  se  escarde  y  limpie  de  algunas  bajezas  que 
entre  sus  grandezas  tiene.  Guárdese,  porc{ue  su  autor  es  amigo  mío,  y 
por  respeto  de  otras  más  heroicas  y  levantadas  obras  que  ha  escrito. 

—Éste  es,  siguió  el  barbero.  El  Cancionero,  de  López  Maldonado. 

— También  el  autor  de  ese  libro,  replicó  el  Cura,  es  grande  amig<  > 
mío,  y  sus  versos  en  su  boca  admiran  á  quien  los  03'e;  y  tal  es  la  suavi 
dad  de  la  voz  con  c[ue  los  canta,  que  encanta.  Algo  largo  es  en  las  égl(  > 
gas;  pero  nunca  lo  bueno  fué  mucho:  guárdese  con  los  escogidos.  Pero 
c/i^é  libro  es  ése  que  está  junto  á  él? 

— La  Galatea,  de  Miguel  de  Cervantes,  dijo  el  Barbero. 

— Muchos  años  ha  que  es  grande  amigo  mío  ese  Cervantes,  y  sé  que 
es  más  versado  en  desdichas  que  en  versos.  Su  libro  tiene  algo  de  buc 
na  invención;  propone  algo,  y  no  concluye  nada:  es  menester  esperar 
la  segunda  parte,  que  promete;  quizá  con  la  enmienda  alcanzará  del 
todo  la  misericordia  que  ahora  se  le  niega;  y  entretanto  que  esto  se  ve. 
tenedle  recluso  en  vuestra  posada,  señor  compadre. 

— ¡Que  me  place!,  respondió  el  barbero.  Y  aquí  vienen  tres,  todos 
juntos:  La  Araucana,  de  Don  Alonso  de  Ercilla;  La  Ausfriada,  de  Juan 
Rufo,  Jurado  de  Córdoba,  y  El  Monserrate,  de  Cristóbal  de  Virués,  poe- 
ta valenciano. 

— Todos  estos  tres  libros,  dijo  el  Cura,  son  los  mejores  que  en  verso 
heroico  en  lengua  castellana  están  escritos,  y  pueden  competir  con  los 
más  famosos  de  Italia.  Guárdense  como  las  más  ricas  prendas  de  poesía 
que  tiene  España. 

Cansóse  el  Cura  de  ver  más  libros,  y  así,  á  carga  cerrada  quiso  que 
todos  los  demás  se  quemasen;  pero  ya  tenía  abierto  uno  el  barbero,  que 
se  llamaba  Las  Lágrimcis  de  Angélica. 

— Lloráralas  yo,  dijo  el  Cura  en  oyendo  el  nombre,  si  tal  libro  hubie- 
ra mandado  c|uemar,  porque  su  autor  fué  uno  de  los  famosos  poetas  del .] 
mundo,  no  sólo  de  España,  y  fué  felicísimo  en  la  traducción  de  algu- 
nas fábulas  de  Ovidio. 


"t>^?:;-t3^  •••^•-^- 


CAPITULO   \I1 


De  la  segunda  salida  de  nuestro  buen  caballero  Don  Quijote  de  la  Mancha. 


jÍ^  btando  eu  esto  comenzó  á  dar  voces  Don  (Quijote,  diciendo: 
«¡Aquí,  aquí,  valerosos  caballeros!  ¡Aquí  es  menestermostrar  la 
fuerza  de  vuestros  valerosos  brazos,  que  los  cortesanos  llevan 
lo  mejor  del  torneo!»  Por  acudir  á  este  ruido  y  estruendo,  no 
se  pasó  adelante  con  el  escrutinio  de  los  demás  libros  que  quedaban;  y 
así,  se  cree  que  fueron  al  fue^o,  sin  ser  vistos  ni  oídos.  La  Carolea  y 
León  de  España,  con  los  hechos  del  Emperador,  compuestos  por  don 
Luis  Zapata,  que  sin  duda  debían  do  estar  entre  los  que  quedaban,  y 
(juizá,  si  el  Cura  los  viera,  no  pasaran  por  tan  rigurosa  sentencia. 

Cuando  llegaron  á  Don  Quijote,  ya  él  estaba  levantado  de  la  cama 
á  i)rose<4UÍa  en  sus  voces  y  en  sus  desatinos,  dando  cuchilladas  y  revese, 
todas  partes,  estando  tan  despierto  como  si  nunca  hubiera  dormido. s 
Abrazáronse  con  él,  y  por  fuerza  le  volvieron  al  lecho;  y  después 
que  hul)o  sosegado  un  poco,  volviéndose  á  hablar  con  el  Cura,  le  dijo: 
>  Por'cierto,  señor  arzobispo  Turj)ín,  que  es  gran  mengua  de  los  que 
nos  llamamos  doce  Pares  dejar  tan  sin  más  ni  más  llevar  la  vitoria 
desde  torneo  á  los  caballeros  cortesanos,  habiendo  nosotros  los  aven- 
tureros ganado  el  prez  en  los  tres  días  antecedentes.» 

— a¡Calle  vuestr  merced,   señor  compadre,   dijo  el  Cura,  que  Dios 


36  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


será  servido  que  la  suerte  se  mude  y  que  lo  que  ho}^  se  pierde  se  gane 
mañana,  y  atienda  vuestra  merced  á  su  salud  por  ahora;  que  me  pa- 
rece que  debe  de  estar  demasiadamente  cansado,  si  ya  no  es  que  estií 
mal  ferido! 

— Ferido  no,  dijo  Don  Quijote,  pero  molido  y  quebrantado,  no  ha\- 
duda  en  ello;  porque  aquel  bastardo  de  don  Roldan  me  ha  molido  <i 
palos  con  el  tronco  de  una  encina,  y  todo  de  envidia,  porque  ve  que  y<> 
solo  soy  el  opuesto  de  sus  valentías;  mas  no  me  llamaría  yo  Reinal 
dos  de  Montalbán  si,  en  levantándome  deste  lecho,  no  me  lo  pagare,  íi 
pesar  de  todos  sus  encantamentos;  y  por  ahora  tráiganme  de  yantar, 
que  sé  que  es  lo  que  más  me  hará  al  caso,  y  quédese  lo  del  vengarme 
á  mi  cargo. 

Hiciéronlo  así:  diéronle  de  comer,  y  quedóse  otra  vez  dormido.  \- 
ellos  admirados  de  su  locura. 

Aquella  noche  quemó  y  abrasó  el  ama  cuantos  libros  había  en  el 
corral  y  en  toda  la  casa;  y  tales  debieron  de  arder  que  merecían  guar- 
darse en  perpetuos  archivos;  mas  no  lo  permitió  su  suerte  y  la  pereza 
del  escrutiñador,  y  así  se  cumplió  el  refrán  en  ellos  de  que  pagan  ;i 
las  veces  justos  por  pecadores.  Uno  de  los  remedios  que  el  Cura  y  el 
barbero  dieron  pur  entonces  para  el  mal  de  su  amigo  fué  que  le  mii 
rasen  y  tapiasen  el  aposento  de  los  libros,  porque  cuando  se  levanta ^ 
no  los  hallase  (quizá  quitando  la  causa  cesaría  el  efecto),  y  que  dijesci. 
que  un  encantador  se  los  había  llevado,  y  el  aposento  y  todo;  y  así  fue 
hecho  con  mucha  presteza.  De  allí  á  dos  días  se  levantó  Don  Quijote, 
y  lo  primero  que  hizo  fué  ir  á  ver  sus  libros;  y  como  no  hallaba  el 
aposento  donde  le  había  dejado,  andaba  de  una  en  otra  parte  buscan 
dolé.  Llegaba  adonde  solía  tener  la  puerta,  y  tentábala  con  las  manos, 
y  volvía  y  revolvía  los  ojos  pasmado,  sin  decir  palabra;  pero  al  cabn 
de  una  buena  pieza  preguntó  á  su  ama  que  hacia  qué  parte  estaba  eí 
aposento  de  sus  libros. 

El  ama,  que  ya  estaba  bien  advertida  de  lo  que  había  de  responder, 
le  dijo:  «¿Qué  aposento  ó  qué  nada  busca  vuestra  merced?  Ya  no  hay 
aposento  ni  libros  en  esta  casa,  porque  todo  se  lo  llevó  el  mesmo  Diablo. » 
- — No  era  diablo,  replicó  la  sobrina,  sino  un  encantador,  que  vin<  > 
sobre  una  nube  una  noche,  después  del  día  que  vuestra  merced  de 
aquí  se  partió;  y  apeándose  de  una  sierpe  en  que  venía  caballero,  entró 
en  el  aposento,  y  no  sé  lo  que  hizo  dentro,  que  á  cabo  de  poca  pieza 
sahó  volando  por  el  tejado  y  dejó  la  casa  llena  de  humo;  y  cuando 
acudimos  á  mirar  lo  que  dejaba  heclio,  no  vimos  libro  ni  aposento  al- 
guno: sólo  se  nos  acuerda  muy  bien  á  mí  y  al  ama  que,  al  tiempo  de 
partirse  aquel  mal  viejo,  dijo  en  altas  voces  que  por  enemistad  secreta 
que  tenía  al  dueño  de  aquellos  libros  y  aposento  dejaba  hecho  el  daño 
en  aquella  casa  que  después  se  vería;  dijo  también  que  se  llamaba  el 
sabio  Muñatón. 

— Fristón  diría,  dijo  Don  Quijote. 

— No  sé,  respondió  el  ama,  si  se  llamaba  Fristón  ó   Fritón;   sólo  .^^ 
que  acabó  en  to7i  su  nombre. 


Decíale,  entrtí  otras  cosas,  Don  Quijote  que  se  dispusiese  á  ir  con  él  de  buena  gana,  porque  tal 

▼es  le  podía  suceder  aventura  que  ganase  en  quítame  allá  esas  pajas  alguna  ínsula,  y  le  dejase 

á  él  por  gobernador  della 


38  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


— ^Así  es,  dijo  Don  Quijote;  que  ése  es  un  sabio  encantador,  grande 
enemigo  mío,  que  me  tiene  ojeriza  porque  sabe  por  sus  artes  y  letras 
que  tengo  de  venir,  andando  los  tiempos,  á  pelear  en  singular  batalla 
con  un  caballero  á  quien  él  favorece,  y  le  tengo  de  vencer,  sin  que  él  lo 
pueda  estorbar:  y  por  esto  procura  hacerme  todos  los  sinsabores  que 
puede;  y  mandóle  yo  que  mal  i)odrá  él  contradecir  ni  evitar  lo  que  por 
el  Cielo  está  ordenado. 

— ¿Quién  duda  de  eso?,  dijo  la  sobrina.  Pero  ¿quién  le  mete  á  vues- 
tra merced,  señor  tío,  en  esas  pendencias?  ¿No  será  mejor  estarse  pací- 
fico en  su  casa,  y  no  irse  por  el  mundo  á  buscar  pan  de  trastrigo,  sin 
considerar  (|ue  muchos  van  por  lana  y  vuelven  trasquilados? 

— ¡Olí  sobrina  mía,  respondió  Don  Quijote,  y  cuan  mal  que  estás  en 
la  cuenta!  Primero  que  á  mí  me  trasquilen,  tendré  peladas  y  quitadas 
las  barbas  á  cuantos  imaginaren  tocarme  en  la  punta  de  un  solo  ca- 
bello. 

No  quisieron  las  dos  replicarle  más,  porque  vieron  que  se  le  encen- 
día la  cólera. 

Es,  pues,  el  caso  que  él  estuvo  quince  días  en  casa  muy  sosegado, 
sin  dar  muestras  de  querer  segundar  sus  primeros  devaneos,  en  los 
cuales  días  pasó  graciosísimos  cuentos  con  sus  dos  compadres  el  Cura 
y  el  barbero  sobre  que  él  decía  que  la  cosa  de  que  más  necesidad  tenía 
el  mundo  era  de  caballeros  andantes  y  de  que  en  él  se  resucitase  la  ca- 
ballería andantesca.  El  Cura  algunas  veces  le  contradecía,  y  otras  con- 
cedía, porque  si  no  guardaba  este  artificio,  no  había  poder  averiguarse 
«on  él.  En  este  tiempo  solicitó  Don  Quijote  á  un  labrador  vecino  suyo, 
hombre  de  bien  (si  es  que  este  título  se  puede  dar  al  que  es  pobre),  pero 
de  muy  poca  sal  en  la  mollera.  En  resolución,  tanto  le  dijo,  tanto  le 
persuadió  y  prometió,  que  el  pobre  villano  se  determinó  de  salirse  con 
'él  y  servirle  de  escudero.  Decíale,  entre  otras  cosas,  Don  Quijote,  que  se 
dispusiese  á  ir  con  él  de  buena  gana,  porque  tal  vez  le  podía  suceder 
aventura  que  ganase  ení  quítame  allá  'ésas  pajas\alguna  ínsula,  y  le  de- 
jase á  él  por  gobernador  della.  Con  estas  promesas  y  otras  tales,  Sancho 
Panza  (que  así  se  llamaba  el  labrador)  dejó  su  mujer  é  hijos,  y  asentó 
por  escudero  de  su  vecino. 

Dio  luego  Don  Quijote  orden  en  buscar  dineros;  y  tendiendo  una 
casa  y  empeñando  otra,  y  malbaratándolas  todas,  allegó  una  razonable 
cantidad.  Acomodóse  asimismo  de  una  lanza,  que  pidió  prestada  á  un 
su  amigo,  y  pertrecliando  su  rota  celada  lo  mejqr  que  pudo,  avisó  á  su 
escudero  Sancho  del  día  y  la  hora  que  pensaba  ponerse  en  camino, 
para  que  él  se  acomodase  de  lo  que  viese  que  más  le  era  menester; 
sobre  todo  le  encargó  que  llevase  alforjas.  El  dijo  que  sí  llevaría,  y 
que  asimismo  pensaba  llevar  un  asno  que  tenía,  muy  bueno,  porcjue 
él  no  estaba  hecho  á  andar  mucho  á  pie.  En  lo  del  asno  reparó  un 
j)Oco  Don  Quijote,  imaginando  si  se  le  acordaba  si  algún  caballero 
andante  había  traído  escudero,  caballero  asnalmente;  pero  nunca  le 
vino  alguno  á  la  memoria;  mas  con  todo  esto,  determinó  que  le  llevase, 
con  presupuesto  de  acomodarle  de  más  honrada  caballería  en  habiendo 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    VII  39 


ocasión  para  ello,  quitándole  el  caballo  al  primei-  descortés  caballero  que 
topase.  Proveyóse  de  camisas  y  de  las  demás  cosas  que  él  i)udo,  con- 
forme al  consejo  que  el  ventero  le  había  dado;  todo  lo  cual  hecho  y  cum- 
plido, sin  desjiedirse  Panza  de  sus  hijos  y  mujer,  ni  Don  Quijote  de  su 
íuna  y  sobrina,  una  noche  se  salieron  del  luuar  sin  (pie  j)ersona  los 
viese;  en  la  cual  caminaron  tanto,  que  al  amanecer  se  tuvieron  por  se- 
guros de  que  no  los  hallarían,  aunque  los  buscasen. 

Iba  Sancho  Panza  sobre  su  jumento  como  un  ])atriarca,  con  sus  al 
forjas  y  su  bota,  y  con  nmcho  deseo  de  verse  ya  gobernador  de  la  ínsula 
qut'  su  amo  le  había  i)r()metido.  Acertó  Don  (Quijote  á  tomar  la  misma 
derrota  y  camino  que  él  había  tomado  en  su  })rimer  viaje,  qub  fué  por 
el  Campo  de  Montiel,  por  el  cual  caminaba  con  menos  i)esadumbre  que 
la  vez  pasada,  porque  por  ser  la  liora  de  la  mañana  y  herirles  á  sos- 
layo los  rayos  del  Sol,  no  les  fatigaban. 

Dijo  en  esto  Sancho  Panza  á  su  amo:  «Mire  vuestra  merced,  señor 
caballero  andante,  que  no  se  le  olvide  lo  que  de  la  ínsula  me  tiene  pro- 
metido; que  yo  la  sabré  gobernar,  i)or  grande  que  sea.  > 

A  lo  cual  le  respondió  Don  Quijote:  «Has  de  saber,  amigo  Sancho 
Panza,  cpie  fué  costumbre  muy  usada  de  los  caballeros  andantes  anti- 
guos hacer  gobernadores  á  sus  escuderos  de  las  ínsulas  ó  reinos  que  ga- 
naban, y  yo  tengo  determinado  de  que  ])or  mí  no  falte  tan  agradecida 
usanza;  antes  pienso  aventajarme  en  ella,  porque  ellos  algunas  veces,  y 
quizás  las  más,  esperaban  á  que  sus  escuderos  fuesen  viejos,  y  ya  des- 
pués de  hartos  de  servir  y  de  llevar  malos  días  y  peores  noches,  les  da- 
ban algún  título  de  conde,  ó  por  lo  muclio  de  marqués,  de  algún  valle 
<)  provincia  de  poco  más  ó  menos;  pero  si  tú  vives  y  yo  vivo,  bien  podría 
ser  que  antes  de  seis  días  ganase  yo  tal  reino,  que  tuviese  otros  á  él  ad- 
herentes,  que  viniese  de  molde  para  coronarte  por  rey  de  uno  dellos. 
Y  no  lo  tengas  á  milagro;  que  cosas  y  casos  acontecen  á  los  tales  caba- 
lleros por  modos  tan  nunca  vistos  ni  pensados,  que  con  facilidad  te  po- 
dría dar  aún  más  de  lo  que  te  prometo.)^ 

— Desa  manera,  respondió  Sancho  Panza,  si  yo  fuese  rey  por  algún 
milagro  de  los  que  vuestra  merced  dice,  por  lo  menos  Teresa,  mi  oíslo, 
vendría  á  ser  reina,  y  mis  hijos,  infantes. 

— Pues  ¿quién  lo  duda?,  respondió  Don  Quijote. 

— Yo  lo  dudo,  replicó  Sandio  Panza,  porque  tengo  para  mí  que,  aun- 
que lloviese  Dios  reinos  sobre  la  Tierra,  ninguno  asentaría  bien  sobre  la 
cabeza  de  Teresa  Cascajo.  Sepa,  señor,  que  no  vale  dos  maravedís  para 
reina;  condesa  le  caerá  mejor,  y  aun  Dios  y  ayuda. 

— Encomiéndalo  tú  á  Dios,  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  que  Él 
te  dará  lo  que  más  te  convenga;  pero  no  apoques  tu  ánimo  tanto  c|ue 
te  vengas  á  contentar  con  menos  que  con  ser  adelantado. 

— No  haré,  señor  mío,  respondió  Sancho,  y  más  teniendo  tan  princi- 
pal amo  en  vuestra  merced,  que  me  sabrá  dar  todo  aquello  que  me  esté 
bien  y  yo  pueda  llevar. 


CAPITULO  VIII 

Del  buen  suceso  que  el  valeroso  Don  Quijote  tuvo  en  la  espantable  y  jamás 
imaginada  aventura  de  los  molinos  de  viento,  con  otros  sucec.os  dignos  de 
felice  recordación. 


N  esto  descubrieron  treinta  ó  cuarenta  molinos  de  viento  "que 
hay  en  aquel  campo;  y  así  como  Don  Quijote  los  vio,  dijo  á  su 
escudero:  «La  ventura  va  guiando  nuestras  cosas  mejor  de  lo 
que  acertáramos  á  desear;  porque  ves  allí,  amigo  Sancho  Panza, 
donde  se  descubren  treinta  ó  pocos  más  desaforados  gigantes,  con  quien 
pienso  hacer  batalla  y  quitarles  á  todos  las  vidas,  con  cuyos  despojos 
comenzaremos  á  enriquecer;  que  ésta  es  buena  guerra,  y  es  gran  servi 
ció  de  Dios  quitar  tan  mala  simiente  de  sobre  la  faz  de  la  Tierra. » 
— ¿Qué  gigantes?,  dijo  Sancho  Panza. 

— Aquéllos  que  allí  ves,  respondió  su  amo,  de  los  brazos  largos,  quv 
los  suelen  tener  algunos  de  casi  dos  leguas. 

— Mire  vuestra  merced,  respondió  Sancho,  que  aquellos  que  allí  se 
parecen  no  son  gigantes,  sino  molinos  de  viento,  y  lo  que  en  ellos 
parecen  brazos  son  las  aspas,  que,  volteadas  del  viento,  hacen  andar  la 
piedra  del  molino. 

— Bien  parece,  respondió  Don  Quijote,  que  no  estás  cursado  en  esto 
de  las  aventuras:  ellos  son  gigantes;  y  si  tienes  miedo,  quítate  de  ahí  y 


Y  dándole  una  lanzada  en  el  aspa,  la  volvió  el  viento  con  tanta  furia,  que  hizo  la  lanza  peda 
llevándose  tras  sí  al  caballo  y  al  caballero. 


42  DON    QUIJOTE    DE    JLA    MANCHA 


j)onte  en  oración  en  el  espacio  que  yo  voy  á  entrar  con  ellos  en  ñera  y 
desigual  batalla. 

Y  diciendo  esto,  dio  de  espuelas  á  su  caballo  Rocinante,  sin  atender 
á  las  voces  que  su  escudero  Sancho  le  daba  advirtiéndole  que  sin  duda 
alíiuna  eran  molinos  de  viento,  y  no  gigantes,  aquéllos  que  iba  á  aco- 
meter. Pero  él  iba,  tan  puesto  en  que  eran  gigantes,  que  ni  oía  las  voces 
de  su  escudero  Sancho,  ni  echaba  de  ver,  aunque  estaba  ya  bien  cerca, 
lo  que  eran;  antes  iba  diciendo  en  voces  altas:  «¡Non  fuyades,  cobarde,^ 
y  viles  criaturas,  que  un  solo  caballero  es  el  que  os  acomete!» 

Levantóse  en  esto  un  poco  de  viento,  y  las  grandes  aspas  comenza- 
ron á  moverse,  lo  cual  visto  por  Don  Quijote,  dijo:  «¡Pues  aunque 
mováis  más  brazos  que  los  del  gigante  Briareo,  me  lo  habéis  de 
pagar! » 

Y  en  diciendo  esto,  y  encomendándose  de  todo  corazón  á  su  señora 
Dulcmea  pidiéndole  que  en  tal  trance  le  gocorriese,  bien  cubierto  de  su 
adarga,  con  la  lanza  en  el  ristre,  arremetió  á  todo  el  galope  de  Rocinan- 
te, y  (pmbistió  con  el  primer  molino  que  estaba  delante;  y  dándole  una 
lanzada  en  el  aspa,  la  volvió  el  viento  con  tanta  furia  que  hizo  la  lanza 
pedazos,  llevándose  tras  sí  al  caballo  y  al  caballero,  que  fué  rodando 
muy  maltrecho  por  el  campo.  xVcudió  Sanch(j  Panza  á  socorrerle  á  todo 
€l  correr  de  su  asno,  y  cuando  llegó,  halló  que  no  se  podía  menear:  tal 
fué  el  golpe  que  dio  con  él  Rocinante. 

— ¡Válame  D^os!,  dijo  Sancho.  ¿No  le  dije  yo  á  vuestra  merced  que 
nñrase  bien  lo  cpie  hacía,  que  no  eran  sino  molinos  de  viento?  Y  no  lo 
j)odía  ignorar  sino  quien  llevase  otros  tales  en  la  cabeza. 

—Calla,  amigo  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  que  las  cosas  de  la 
guerra  más  que  otras  están  sujetas  á  continua  mudanza:  cuanto  más 
que  yo  pienso,  y  es  así  verda'd,  que  aquel  sabio  Fristón  que  me  robó  el 
aposento  y  los  libros  ha  vuelto  estos  gigantes  en  molinos  por  quitarme 
la  gloria  de  su  vencimiento:  tal  es  la  enemistad  que  me  tiene;  mas  al 
cabo,  al  cabo  han  de  poder  poco  sus  malas  artes  contra  la  bondad  de  mi 
espada.  » 

—Dios  lo  haga  como  puede,  respondió  Sancho  Panza;  y  ayudándole 
á  levantar,  tornó  á  subir  sobre  Rocinante,  fiue  medio  despaldado  estaba. 
Y  hablando  de  la  pasada  aventura  siguieron  el  camino  del  Puerto 
Láiñce,  porque  allí  decía  Don  Quijote  que  no  era,  posible  dejar  de 
hallarse  muchas  y  diversas  aventuras,  por  ser  lugar  muy  pasajero;  sino 
que  iba  muy  pesaroso  por  haberle  faltado  la  lanza,  y  diciéndoselo  á  su 
escudero,  le  dijo:  «Yo  me  acuerdo  haber  leído  que  un  caballero  espa- 
ñol, llamado  Diego  Pérez  de  Vargas,  habiéndosele  en  una  batalla  roto ' 
la  espada,  desgajó  de  una  encina  un  pesado  ramo  ó  brancón,  y  con  él 
hizo  tales  cosas  aquél  día  y  machacó  tantos  moros,  que  le  quedó  por 
sobrenombre  Machuca,  y  así  él  como  sus  descendientes  se  llamaron 
desde  aquel  día  en  adelante  Vargas  y  Machuca.  Hete  dicho  esto,  porque 
de  la  primera  encina  ó  roble  que  se  me  depare,  pienso  desgajar  otro 
brancón  tal  y  tan  bueno  como  aquél;  y  me  imagino  y  pienso  hacer  con 
él  tales  hazañas,  que  tú  te  tengas  por  bien  afortunado  de  haber  mere- 


PRIMERA    PARTE. — CAPITULO    VIII  43 


cido  venir  ú  verlas  y  á  ser  testigo  de]^  cosas  que   apenas  podrán  ser 
creídas. 

— A  la  mano  de  Dios,  dijo  Sancho:  yo  lo  creo  todo  así  como  vuestra 
merced  lo  dice;  pero  enderécese  un  poco,  que  parece  que  va  de  medio 
lado,  y  debe  de  ser  del  molimiento  de  la  caída. 

— Así  es  la  verdad,  respondió  Don  Quijote;  y  si  no  me  quejo  del 
dolor,  es  porque  no  es  dado  á  los  caballeros  andantes  quejarse  de  heri- 
da alguna,  aunque  se  les  salgan  las  tripas  por  ella. 

— Si  eso  es  así,  no  .tengo  yo  que  replicar,  respondió  Sancho;  pero 
sabe  Dios  si  yo  me  holgara  que  vuestra  merced  se  quejara  cuando  al- 
guna cosa  le  doliera.  De  mí  sé  decir  que  me  he  de  quejar  del  más  pe- 
queño dolor  que  tenga,  si  ya  no  se  entiende  también  con  los  escuderos 
de  los  caballeros  andantes  eso  del  no  (juejarse. 

No  se  dejó  de  reír  Don  Quijote  de  la  simj)licidad  de  su  escudero,  y 
así,  le  declaró  que  podía  muy  bien  quejarse  como  y  cuando  quisiese, 
sin  gana  ó  con  ella,  que  liasta  entonces  no  había  leído  cosa  en  contra- 
rio en  la  Orden  de  caballería.  Díjole  Sancho  que  mirase  que  era  hoi'a 
de  comer.  Respondióle  su  amo  (jue  por  entonces  no  le  hacía  menester, 
que  comiese  él  cuando  se  le  antojase.  ( 'on  esta  licencia  se  acomod(> 
Sancho  lo  mejor  que  pudo  sobre  su  jumento,  }-  sacando  de  las  alforjas 
lo  que  en  ellas  había  puesto,  iba  caminando  y  comiendo  detrás  de  su 
amo  muy  de  su  espacio,  y  de  cuando  en  cuando  empinaba  la  bota  con 
tanto  gusto,  que  le  pudiera  envidiar  el  más  regalado  Ijc^degonero  de 
Málaga.  Y  en  tanto  que  él  iba  de  aquella  manera  menudeando  tragos, 
no  se  le  acordaba  de  ninguna  promesa  que  su  amo  le  hubiese  hecho,  ni 
tenía  por  ningún  trabajo,  sino  por  mucho  descanso,  andar  buscando 
las  aventuras,  por  peligrosas  que  fuesen.  En  resolución,  aquella  noclie 
la  pasaron  entre  unos  árboles,  y  del  uno  dellos  desgajó  Don  Quijote  un 
ramo  seco  que  casi  le  })odía  servir  de  lanza,  y  i>uso  en  él  el  hierro  que 
quitó  de  la  que  se  le  había  quebrado.  Toda  aquella  noche  no  durmió 
Don  Quijote  pensando  en  su  seííora  Dulcinea,  por  acomodarse  á  lo  que 
había  leído  en  sus  libros,  cuando  los  caballeros  pasaban  sin  dormir 
muchas  noches  en  las  florestas  y  despoblados  entretenidos  con  las  me- 
morias de  sus  señoras.  No  la  pasó  así  Sancho  Panza,  que,  como  tenía 
el  estómago  lleno,  y  no  de  agua  de  chicoria,  de  un  sueño  se  la  llevó 
toda;  y  no  fueran  parte  para  despertarle,  si  su  amo  no  le  llamara,  los 
rayos  del  Sol,  que  le  daban  en  el  rostro,  ni  el  canto  de  las  aves,  que 
muchas  y  muy  regocijadamente  la  venida  del  nuevo  día  saludaban.  Al 
levantarse  dio  un  tiento  á  la  bota,  y  hallóla  algo  más  flaca  que  la  noche 
antes,  y  afligiósele  el  corazón,  por  parecerle  que  no  llevaban  camino  de 
remediar  tan  presto  su  falta.  No  quiso  desayunarse  Don  Quijote,  por- 
que, como  está  dicho,  dio  en  sustentarse  de  sabrosas  memonas.  Tor- 
naron á  su  comenzado  camino  del  Puerto  Lapice,  y  á  obra  de  las  diez 
del  día  le  descubrieron.  «Aquí,  dijo  en  viéndole  Don  Quijote,  podemos, 
hermano  Sancho  Panza,  meter  las  manos  hasta  los  codos  en  esto  que 
llaman  aventuras;  mas  advierte  que  aunque  me  veas  en  los  mayores 
peligríjs  del  mundo  no  has  de  poner  mano  á  tu  espada  para  defendei-- 


44  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

me,  si  ya  no  vieres  que  los  que  me  ofenden  son  canalla  y  gente  baja,  que 
en  tal  caso,  bien  puedes  ayudarme;  pero  si  fueren  caballeros,  en  ningu- 
na manera  te  es  lícito  ni  concedido  por  las  leyes  de  caballería  que  me 
ayudes  hasta  que  seas  armado  caballero.  > 

— Por  cierto,  señor,  respondió  Sandio,  que  vuestra  merced  será  muy 
bien,  obedecido  en  esto;  y  más  que  yo  de  mío  me  soy  pacífico  y  enemigo 
de  meterme  en  ruidos  ni  pendencias:  bien  es  verdad  que  en  lo  que  tocare 
á  defender  mi  persona  no  tendré  mucha  cuenta  con  esas  leyes,  pues 
las  divinas  y  humanas  permiten  que  cada  uno  se  defienda  de  quien  qui- 
siere agraviarle. 

— No  digo  yo  menos,  respondió  Don  Quijote;  pero  en  esto  de  ayu- 
darme contra  caballeros  has  de  tener  á  raya  tus  naturales  ímpetus. 

— Digo  que  así  lo  haré,  respondió  Sancho,  y  que  guardaré  ese  pre- 
cepto tan  bien  como  el  día  del  domingo. 

Estando  en  estas  razones,  asomaron  por  el  camino  dos  frailes  de  la 
Orden  de  San  Benito,  caballeros  sobre  dos  dromedarios;  que  no  eran 
más  pequeñas  dos  muías  en  que' venían.  Traían  sus  antojos  de  camino 
y  sus  quitasoles.  Detrás  dellos  venía  un  coche  con  cuatro  ó  cinco  de  á 
caballo  que  le  acompañaban,  y  dos  mozos  de  muías  á  pie.  Venía  en  el 
coche,  como  después  se  supo,  una  señora  vizcaína  que  iba  á  Sevilla, 
donde  estaba  su  marido,  que  pasalia  á  las  Indias  con  un  muy  honroso 
cargo.  No  venían  los  frailes  con  ella,  aunque  iban  el  mismo  camino; 
mas  apenas  los  divisó  Don  Quijote,  cuando  dijo  á  su  escudero:  «O  yo 
me  engaño,  ó  ésta  ha  de. ser  la  más  famosa  aventura  que  se  haya  visto, 
porque  aquellos  bultos  negros  que  allí  parecen,  deben  de  ser,  y  son  sin 
duda,  algunos  encantadores  que  llevan  hurtada  alguna  princesa  en 
aquel  coche,  y  es  menester  deshacer  este  tuerto  á  todo  mi  poderío.» 

— ¡Peor  será  esto  que  los  molinos  de  viento!,  dijo  Sancho.  Mire,  señor, 
que  aquéllos  son  frailes  de  San  Benito,  y  el  coche  debe  de  ser  de  algu- 
na gente  pasajera;  mire  que  digo  que  mire  bien  lo  que  hace,  no  sea  el 
Diablo  que  le  engañe 

— Ya  te  he  dicho,  Sancho,  respondió  Don  (Quijote,  que  sabes  poco 
de  achaques  de  aventuras:  lo  que  yo  digo  es  verdad,  y  ahora  lo  verás 
Y  diciendo  esto,  se  adelantó  y  se  puso  en  la  mitad  del  camino  por 
donde  los  frailes  venían,  y  en  llegando  tan  cerca  que  á  él  le  pareció  que 
le  podían  oir  lo  que  dijese,  en  alta  voz  dijo:  <' ¡Gente  endiablada  y  desco- 
munal, dejad  luego  al  punto  las  altas  princesas  que  en  ese  coche  lleváis 
forzadas;  si  no,  aparejaos  á  recebir  presta  muerte  por  justo  castigo  de 
vuestras  malas  obras!» 

Detuvieron  los  frailes  las  riendas,  y  quedaron  admirados  así  de  la 
figura  de  Don  Quijote  como  de  sus  razones,  á  las  cuales  respondieron: 
«Señor  caballero,  nosotros  no  somos  endiablados  ni  descomunales,  sino 
dos  religiosos  de  San  Benito  que  vamos  nuestro  camino,  y  no  sabemos 
si  en  este  coche  vienen  ó  no  ningunas  forzadas  princesas.» 

— ¡Para  conmigo  no  hay  palabras  blandas,   que  ya  os  conozco,  fe 
mentida  canalla!,  dijo  Don  Quijote;  y,  sin  esperar  más  respuesta,  picó 
á  Rocinante,  y,  la  lanza  baja,  arremetió  contra  el  primer  fraile  con  tanta 


PARTE    PRIMERA CAPITULO    VIII 


45 


furia  y  denuedo,  que  si  el  fraile  no  se  dejara  caer  de  la  muía,  él  le  hi- 
ciera venir  al  suelo  nial  de  su  grado,  y  aun  nial  ferido,  si  no  cayera 
muerto.  El  segundo  religioso,  que  vio  del  modo  que  trataban  á  su  com- 
pañero, puso  piernas  al  castillo  de  su  buena  muía,  y  comenzó  á  correr 
por  acjuella  campaña  más  ligero  que  el  mismo  viento. 

Sancho  Panza,  que  vio  en  el  suelo  al  fraile,  a})eándose  hgeramente 
<le  su  asno,  arremetió  á  él,  y  le  co- 
menzó á  quitar  los  hábitos.  Llegaron 
i'u  esto  dos  mozos  de  los  frailes,  y 
preguntáronle  que  por  qué  le  desnu- 
daba. Respondióles  Sancho  que  aqué- 
llo le  tocaba  á  él  legítimamente,  como 
<lespojos  de  la  batalla  que  su  señor 
Don  Quijote  había  ganado.  Los  mo- 
zos, que  no  sabían  de  burlas  ni  en- 
tendían aquello  de  despojos  ni  bata- 
llas, viendo  que  ya  Don  Quijote  estaba 
desviado  de  allí,  hablando  con  las  que 
en  el  coche  venían,  arremetieron  con 
Sancho  y  dieron  con  él  en  el  suelo,  \ 
sin  dejarle  pelo  en  las  barbas,  le  mo- 
lieron á  coces  y  le  dejaron  tendido  en 
el  suelo  sin  aliento  ni  sentido;  y  sin 
detenerse  un  punto,  tornó  á  subir  el 
fraile,  todo  temeroso  y  acobardado  y 
sin  color  en  el  rostro;  y  cuando  se  vio 
á  caballo  picó  tras  su  compañero,  que 
un  ))uen  espacio  de  allí  le  estaba 
aguardando,  y  esperando  en  qué  pa- 
raba aquel  sobresalto;  y  sin  querer 
aguardar  el  fin  de  todo  aquel  comen- 
zado suceso,  siguieron  su  camino,  ha- 
ciéndose más  cruces  que  si  llevaran 
al  Diablo  á  las  espaldas. 

Don  Quijote  estaba,  como  se  ha 
dicho,  hablando  con  la  señora  del 
coche,  diciéndole:  «La  vuestra  fernio- 
sura,  señora  mía.  puede  facer  de  su 
persona  lo  que  más  le  viniere  en  ta- 
límte,  porque  ya  la  soberbia  de  vuestros  robadores  yace  por  el  suelo, 
derribada  por  este  mi  fuerte  brazo;  y  por  que  no  penéis  por  saber  el 
nombre  de  vuestro  libertador,  sabed  que  yo  me  llamo  Don  Quijote  de 
la  Mancha,  caliallero  andante  y  aventurero,  y  cautivo  de  la  sin  par 
liermosa  Doña  Dulcinea  del  Toboso;  y  en  pago  del  beneficio  que  de  mí 
liabéis  recebido,  no  quiero  otra  cosa  sino  que  volváis  al  Toboso,  y  que 
de  mi  parte  os  presentéis  ante  esta  señora  v  le  digáis  lo  que  por  vues- 
tra libertad  he  fecho. 


En  alta  voz  dijo:  , Gente  endiablada 
y  descomunal,  dejad!... 


46  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

Todo  esto  que  Don  Quijote  decía  escuchaba  un  escudero  de  los 
que  el  coche  acompañaban,  que  era  vizcaíno;  el  cual,  viendo  que  no 
quería  dejar  pasar  el  coche  adelante,  sino  que  decía  que  luego  había  do 
dar  la  vuelta  al  Toboso,  se  fué  para  Don  Quijote,  y  asiéndole  de  la 
lanza,  le  dijo  en  mala  lengua  castellana  y  peor  vizcaína  desta  manera: 
«¡Anda,  caballero,  que  mal  andes!  ¡Por  el  Dios  que  crióme,  que  si  no 
dejas  coche,  así  te  matas  como  estás  ahí  vizcaíno!» 

Entendiólo  muy  bien  Don  Quijote,  y  con  mucho  sosiego  le  respon- 
dió: «Si  fueras  caballero,  como  no  lo  eres,  ya  yo  hubiera  castigado  tu 
sandez  y  atrevimiento,  cautiva  criatura.» 

A  lo  cual  replicó  el  vizcaíno:  «¡Yo  no  caballero!  ¡Juro  á  Dios,  tan 
mientes  como  cristiano!  Si  lanza  arrojas  y  espada  sacas,  el  agua  cuan 
presto  verás  que  al  gato  llevas.  Vizcaíno  por  tierra,  hidalgo  por  mar, 
hidalgo  por  el  Diablo,  y  mientes  que  mira  si  otra  dices  cosa.» 

— ¡Ahora  lo  veredes,  dijo  Agrajes!,  respondió  Don  Quijote;  y  arro- 
jando la  lanza  en  el  suelo,  sacó  su  espada  y  embrazó  su  adarga,  y  arre- 
metió al  vizcaíno  con  determinación  de  quitarle  la  vida. 

El  vizcaíno,  que  así  le  vio  venir,  aunque  quisiera  apearse  de  la  muía 
{que,  por  ser  de  las  malas  de  alquiler,  no  había  que  fiar  en  ella),  no 
pudo  hacer  otra  cosa  sino  sacar  su  esi)ada;  pero  avínole  bien  que  se 
halló  junto  al  coche,  de  donde  pudo  tomar  una  almohada  que  le  sirvió 
de  escudo,  y  luego  se  fueron  el  uno  para  el  otro  como  si  fueran  dos 
mortales  enemigos.  La  demás  gente  quisiera  ponerlos  en  paz;   mas  no 
pudo,  porque  decía  el  vizcaíno  en  sus  mal  trabadas  razones  que  si  no 
le  dejaban  acabar  su  batalla,  que  él  mismo  había  de  matar  á  su  ama  y  , 
á  toda  la  gente  que  se  lo  estorbase.  La  señora  del  coche,  admirada  y  ' 
temerosa  de  lo  que  veía,  hizo  al  cochero  que  se  desviase  de  allí  algún 
poco,  y  desde  lejos  se  puso  á  mirar  la  rigurosa  contienda,  en  el  discur 
so  de  la  cual  dio  el  vizcaíno  una  gran  cuchillada  á  Don  Quijote  encima 
de  un  hombro,  por  encima  del  adarga,  que,  á  dársela  sin  defensa,   le 
abriera  hasta  la  cintura. 

Don  Quijote,  que  sintió  la  pesadumbre  de  aquel  desaforado  golpe, 
dio  una  gran  voz,  diciendo:  «¡Oh  señora  de  mi  alma,  Dulcinea,  flor  de 
la  fermosura!  ¡Socorred  á  este  vuestro  caballero,  que  por  satisfacer  á  la 
vuestra  mucha  bondad  en  este  riguroso  trance  se  halla!»  El  decir  esto, 
y  el  apretar  la  es])ada,  y  el  cubrirse  bien  de  su  adarga,  y  el  arremeter 
al  vizcaíno,  todo  fué  en  un  tiempo,  llevando  determinación  de  aventu- 
rarlo todo  á  la  de  un  solo  golpe. 

El  vizcaíno,  que  así  le  vio  venir  contra  él,  bien  entendió  por  su  de- 
nuedo su  coraje,  y  determinó  de  hacer  lo  mismo  que  Don  Quijote;  y 
así,  le  aguardó,  bien  cubierto  de  su  almohada,  sin  poder  rodear  la  muía 
á  una  ni  otra  parte;  que  ya,  de  puro  cansada  y  no  hecha  á  semejantes 
niñerías,  no  podía  dar  un  paso.  Venía,  pues,  como  se  ha  dicho,  Don 
Quijote  contra  el  cauto  vizcaíno,  con  la  espada  en  alto,  con  determina- 
ción de  abrirle  por  medio;  y  el  vizcaíno  le  aguardaba,  asimismo  levan- 
tada la  espada  y  aforrado  con  su  almohada;  y  todos  los  circunstaní 
estaban  temerosos  y  colgados  de  lo  que  liabía  de  suceder  de  aquelh  - 


PARTE    PRIMEKA. CAPITULO    VIII 


47 


tamaños  golpes  con  que  se  amenazaban;  y  la  señora  del  coche  y  las 
demás  criadas  suyas  estaban  haciendo  mil  votos  y  ofrecimientos  á  todas 
las  imágenes  y  casas  de  devoción  de  España  por  que  Dios  librase  á  su 
escudero  y  á  ellas  de  aquel  tan  grande  peligro  en  que  se  hallaban. 

Pero  está  el  daño  de  todo  esto  en  que  en  este  punto  y  término  dejó 
pendiente  el  autor  desta  historia  esta  batalla,  disculpándose  con  que 
nó  halló  más  escrito  destas  hazañas  de  Don  Quijote  de  las  que  deja 
referidas.  Bien  es  verdad  que  el  segundo  autor  desta  obra  no  quiso 
creer  que  tan  curiosa  historia  estuviese  entregada  á  las  leyes  del  ohñdo, 
ni  que  hubiesen  sido  tan  poco  curiosos  los  ingenios  de  la  Mancha  que  no 
tuviesen  en  sus  archivos  ó  en  sus  escritorios  algunos  papeles  que  deste 
famoso  caballero  tratasen;  y  así,  con  esta  imaginación,  no  se  desesperó 
de  hallar  el  ñn  desta  apacible  historia,  el  cual,  siéndole  el  Cielo  favora- 
ble, le  halló  del  modo  que  se  contará  en  la  segunda  parte  (1). 


(1)  Cervantes  dividió  el  primer  tomo  de  su  Don  Quijote  en  cuatro  partes;  pero  continuó  la  numeración 
de  los  capítulos  hasta  el  fin  del  volumen.  Cuando  diez  años  después  publicó  el  segundo  tomo,  le  dio  el 
título  de  Segunda  Parte,  por  lo  cual  se  ha  considerado  siempre  dividida  la  obra  en  dos  partes  no  más, 
y  no  se  ha  puesto  título  especial  á  las  secciones  en  que  salió  distribuida  esta  Primera,  que  comprendía 
primera,  segunda,  tercera  y  cuarta  parte.  Sigue,  pues,  la  numeración  de  los  capítulos,  y  se  omite  la  divi- 
sión en  partes  que  sacó  el  primer  tomo,  entonces  único,  de  esta  gran  obra  cuando  fué  dado  á  luz. 


E.  1'.     XX 


CAPITULO  IX 


Donde  se  concluye  y  da  fin  á  la  estupenda  batalla  que  el  gallardo  vizeaíno 
y  el  valiente  manchego  tuvieron. 

EJAMos  en  la  primera  parte  desta  historia  al  valeroso  vizcaíno 
y  al  famoso  Don  Quijote  con  las  espadas  altas  y  desnudas,  en 
guisa  de  descargar  dos  furibundos  fendientes,  tales  que,  si  en 
lleno  se  acertaban,  por  lo  menos  se  dividirían,  y  fenderían  de 
arriba  abajo,  y  abrirían  como  una  granada;  y  en  aquel  punto  tan  dudoso 
paró  y  quedó  destroncada  tan  sabrosa  historia,  sin  que  nos.  diese  noticia 
su  autor  dónde  se  podría  hallar  lo  que  della  faltaba. 

Causóme  esto  mucha  pesadumbre,  porque  el  gusto  de  haber  leído 
tan  poco  se  volvía  en  disgusto  de  pensar  el  mal  camino  que  se  ofrecía 
para  hallar  lo  mucho  que,  á  mi  parecer,  faltaba  de  tan  sabroso  cuento. 
Parecióme  cosa  imposible  y  fuera  de  toda  buena  costumbre  que  á  tan 
buen  caballero  le  hubiese  faltado  algún  sabio  que  tomara  á  cargo  el 
escribir  sus  nunca  vistas  hazañas,  cosa  que  no  faltó  á  ninguno  de  los 
caballeros  andantes,  de  los  que  dicen  las  gentes  que  van  á  sus  aventu- 
ras; porque  cada  uno  dellos  tenía  uno  ó  dos  sabios  como  de  molde, 
que,  no  solamente  escribían  sus  hechos,  sino  que  pintaban  sus  más 
mínimos  pensamientos  y  niñerías,  por  más  escondidas  que  fuesen;  y 
no  había  de  ser  tan  desdichado  tan  buen  caballero,  que  le  faltase  á  él 


T  leyendo  mn  poco  en  él,  se  *omeDB<J  i  reir| 


50  DON    QUIJOTE    DE    LA  *  MANCHA 

lo  que  sobró  á  Platir  y  á  otros  semejantes.  Y  así,  no  podía  inclinarme 
á  creer  que  tan  gallarda  historia  hubiese  quedado  manca  y  estropeada, 
y  echaba  la  culpa  á  la  malignidad  del  tiempo,  devorador  y  consumidor 
de  todas  las  cosas,  el  cual  ó  la  tenía  oculta  ó  consumida. 

Por  otra  parte,  me  parecía  que  pues  entre  sus  libros  se  habían  ha- 
llado tan  modernos  como  Desengaño  de  zelos  y  Ninfas  y  Pastores  de  He- 
nares, que  también  su  historia  debía  de  ser  moderna,  y  que,  ya  que  no 
estuviese  escrita,  estaría  en  la  memoria  de  la  gente  de  su  aldea  y  de  las 
á  ella  circunvecinas.  Esta  imaginación  me  traía  confuso  y  deseoso  de 
saber  real  y  verdaderamente  toda  la  vida  y  milagros  de  nuestro  famoso 
español  Don  Quijote  de  la  Mancha,  luz  y  espejo  de  la  caballería  man- 
chega,  y  el  primero  que  en  nuestra  edad  y  en  estos  tan  calamitosos 
tiempos  se  puso  al  trabajo  y  ejercicio  de  las  andantes  armas,  y  al  de 
desfacer  agravios,  socorrer  viudas  y  amparar  doncellas,  de  aquellas  fiue 
andaban  con  sus  azotes  y  palafrenes,  y  con  toda  su  virginidad  á  cues- 
tas de  monte  en  monte  y  de  valle  en  valle;  que  si  no  era  que  algún  fo- 
llón, ó  algún  villano  de  hacha  y  capellina,  ó  algún  descomunal  gigante 
las  forzaba,  doncella  hubo  en  los  pasados  tiempos  que,  al  cabo  de  ochen- 
ta años,  que  en  todos  ellos  no  durmió  un  día  debajo  de  tejado,  se  fué 
tan  entera  á  la  sepultura  como  la  madre  que  la  había  parido.  Digo, 
pues,  que  por  estos  y  otros  muchos  respetos  es  digno  nuestro  gallardo 
Don  Quijote  de  continuas,  innumerables  alabanzas,  y  aun  á  mí  no  se 
me  deben  negar  por  el  trabajo  y  diligencia  que  puse  en  buscar  el  fin 
desta  agradable  historia;  aunque  bien  sé  que  si  el  Cielo,  el  caso  y  la  for- 
tuna no  me  ayudaran,  el  mundo  quedara  falto  y  sin  el  pasatiempo  y 
gusto  que  buena  cantidad  de  horas  podrá  tener  el  que  con  atención  l;i 
leyere.  Pasó,  pues,  el  hallarla  en  esta  manera: 

Estando  yo  un  día  en  el  Alcaná  de  Toledo,  llegó  un  muchacho  á 
vender  unos  cartapacios  y  papeles  viejos  á  un  sedero;  y  como  soy  afi- 
cionado á  leer,  aunque  sean  los  papeles  rotos  délas  calles,  llevado  desta 
mi  natural  inclinación,  tomé  un  cartapacio  de  los  que  el  muchacho  ven- 
día, y  vile  con  caracteres  que  conocí  ser  arábigos;  y  puesto  que,  aun- 
que los  conocía,  no  los  sabía  leer,  anduve  mirando  si  parecía  por  allí 
algún  morisco  aljamiado  que  los  leyese;  y  no  fué  muy  dificultoso  hallar 
intérprete  semejante,  pues  aunque  le  buscara  de  otra  mejor  y  más  anti 
gua  lengua,  le  hallara.  En  fin,  la  suerte  me  deparó  uno,  que,  diciéndole 
mi  deseo  y  poniéndole  el  libro  en  las  manos,  le  abrió  por  medio,  y  leyen- 
do un  poco  en  él,  se  comenzó  á  reir.  Pregúntele  que  de  qué  se  reía,  y  re 
pondióme  que  de  una  cosa  que  tenía  aquel  libro  escrita  en  el  margen 
por  anotación.  Díjele  que  me  la  dijese,  y  él,  sin  dejar  la  risa,  dijo:  Está, 
como  he  dicho,  aquí  en  el  margen  escrito  esto:  «Esta  Dulcinea  del  To- 
»boso,  tantas  veces  en  esta  historia  referida,  dicen  que  tuvo  la  mejor 
»mano  para  salar  puercos  que  otra  mujer  de  toda  la  Mancha.» 

Cuando  yo  oí  decir  Dulcinea  del  Toboso,  quedé  atónito  y  suspenso, 
porque  luego  se  me  representó  que  aquéllos  cartapacios  contenían  la 
historia  de  Don  Quijpte.  Con  esta  imaginación,  le  di  priesa  que  leye- 
se el  principio;  y  haciéndolo  así,  volviendo  de  improviso  el  arábigo 


PARTE    PRIMERA CAPITULO    IX  51 

en  castellano,  dijo  que  decía:  Hütoria  de  Don  Quijote  de  la  Mancha, 
escrita  por  Cide  Hamete  Benerigeli,  historiador  aráhigo.  Mucha  discreción 
fué  menester  para  disimular  el  contento  que  recebí  cuando  llegó  á  mis 
oídos  el  título  del  libro;  y  salteándosele  al  sedero,  compré  al  nmchaclio 
todos  los  papelotes  y  cartapacios  por  medio  real;  que  si  él  tuviera  dis- 
creción y  supiera  lo  <|ue  yo  los  deseaba,  bien  se  pudiera  prometer  y  lie. 
var  más  de  seis  reales  de  la  compra.  Apartóme  luego  con  el  morisco  por 
el  claustro  de  la  Iglesia  mayor,  y  roguéle  me  volviese  aquellos  cartapa- 
cios, todos  los  que  trataban  de  Don  Quijote,  en  lengua  castellana,  sin 
qui^arles  ni  añadirles  nada,  ofreciéndole  la  paga  que  él  quisiese.  Con- 
tentóse con  dos  arrobas  de  pasas  y  dos  fanegas  de  trigo,  y  prometió  de 
traducirlos  bien  y  fielmente  y  con  mucha  brevedad;  pero  yo,  por  facili- 
tar más  el  negocio  y  por  no  dejar  de  la  mano  tan  buen  hallazgo,  le  truje 
á  mi  casa,  donde  en  poco  más  de  mes  y  medio  la  tradujo  toda  del  mis- 
mo inodo  que  aquí  se  refiere. 

Estaba  en  el  primer  cartapacio  pintada  muy  al  natural  la  batalla  de 
Don  (Quijote  con  el  vizcaíno,  puestos  en  la  misma  postura  que  la  histo- 
■  ria  cuenta,  levantadas  las  espadas,  el  uno  cubierto  de  su  adarga,  el  otro 
de  la  almohada,  y  la  muía  del  vizcaíno  tan  al  vivo,  que  estaba  mostran- 
do ser  de  alquiler  á  tiro  de  ballesta.  Tenía  á  los  pies  escrito  el  vizcaíno 
un  rétulo  que  decía:  Bon  Sancho  de  Azpeitia,  que  sin  duda  debía  de  ser 
su  nombre;  y  á  los  pies  de  Rocinante  estaba  otro  que  decía:  Don  Quijo- 
te. Estaba  Rocinante  maravillosamente  pintado,  tan  largo  y  tendido,  tan 
atenuado  y  flaco,  con  tanto  espinazo,  tan  hético  confirmado,  que  mos- 
traba bien  al  descubierto  con  cuánta  advertencia  y  propiedad  se  le  ha- 
bía puesto  el  nombre  de  Rocinante.  Junto  á  él  estaba  Sancho  Panza, 
que  tenía  del  cabestro  á  su  asno,  á  los  pies  del  cual  estaba  otro  rétulo 
que  decía:  Sancho  Zancas;  y  debía  de  ser  que  tenía,  á  lo  que  mostraba  la 
pintura,  la  barriga  grande,  el  talle  corto  y  las  zancas  largas;  y  por  esto 
se  le  debió  de  j^oner  nombre  de  Panza  y  de  Zancas,  que  con  estos  dos 
sobrenombres  le  llama  algunas  veces  la  historia.  Otras  algunas  menu- 
dencias había  í[ue  advertir;  pero  todas  son  de  poca  importancia  y  que 
no  hacen  al  caso  á  la  verdadera  relación  de  la  historia,  que  ninguna  es 
mala  como  sea  verdadera. 

Si  á  ésta  se  le  puede  hacer  alguna  objeción  cerca  de  su  verdad,  no 
podrá  ser  otra  sino  haber  sido  su  autor  arábigo,  siendo  muy  propio  de 
los  de  aquella  nación  ser  mentirosos;  aunque,  por  ser  tan  nuestros  ene- 
migos, antes  se  puede  entender  haber  quedado  falto  en  ella  que  dema- 
siado; y  así  me  parece  á  mí,  pues  cuando  pudiera  y  debiera  extender  la 
pluma  en  las  alabanzas  de  tan  buen  caballero,  parece  que  de  industria 
las  pasa  en  silencio;  cosa  mal  hecha  y  peor  pensada,  habiendo  y  debien- 
do ser  los  historiadores  puntuales,  verdaderos  y  no  nada  apasiona- 
dos, y  que  ni  el  interés  ni  el  miedo,  el  rancor  ni  la  afición  no  les  hagan 
torcer  del  camino  de  la  verdad,  cuya  imagen  es  la  Historia,  émula  del 
tiempo,  depósito  de  las  acciones,  testigo  de  lo  pasado,  ejemplo  y  aviso 
de  lo  presente,  advertencia  de  lo  porvenir.  En  ésta  sé  que  se  hallará 
todo  lo  que  se  acertare  á  desear  en  la  más  apacible;  y  si  algo  bueno  en 


52  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

ella  faltare,  para  mí  tengo  que  fué  por  culpa  del  galgo  de  su  autor,  an 
tes  que  por  falta  del  sujeto.  En  fin,  su  segunda  parte,  siguiendo  la  tra- 
ducción, comenzaba  desta  manera. 

Puestas  y  levantadas  en  alto  las  cortadoras  espadas  de  los  dos  valero- 
sos y  enojados  combatientes,  no  parecía  sino  que  estaban  amenazando 
al  Cielo,  á  la  Tierra  y  al  abismo:  tal  era  el  denuedo  y  continente  que  te- 
nían. Y  el  primero  que  fué  á  descargar  el  golpe  fué  el  colérico  vizcaíno, 
el  cual  fué  dado  con  tanta  fuerza  y  tanta  furia,  que,  á  no  volvérsele  la 
espada  en  el  encuentro,  aquel  solo  golpe  fuera  bastante  para  dar  fin  á 
la  rigurosa  contienda  y  á  todas  las  aventuras  de  nuestro  caballero;  ,mas 
la  buena  suerte,  que  para  mayores  cosas  le  tenía  guardado,  torció  la  es- 
pada de  su  contrario  de  modo  que,  aunque  le  acertó  en  el  hombro  iz- 
quierdo, no  le  hizo  otro  daño  que  desarmarle  todo  aquel  lado,  lleván- 
dole de  camino  gran  parte  de  la  celada,  con  la  mitad  de  la  oreja;  que 
todo  ello  con  espantosa  ruina  vino  al  suelo,  dejándole  muy  maltrecho. 

¡Válame  Dios,  y  quién  será  aquel  que  buenamente  pueda  contar 
ahora  la  rabia  que  entró  en  el  corazón  de  nuestro  manchego  viéndose 
parar  de  aquella  manera!  No  se  diga  más  sino  que  fué  de  suerte  que  se 
alzó  de  nuevo  en  los  estribos,  y  apretando  más  la  espada  en  las  dos  ma- ' 
nos,  con  tal  furia  descargó  sobre  el  vizcaíno,  acertándole  de  lleno  sobre 
la  almohada  y  sobre  la  cabeza,  que,  sin  ser,  parte  tan  buena  defensa,^ 
como  si  cayera  sobre  él  una  montaña,  comenzó  á  echar  sangre  por  las 
narices  y  por  la  boca  y  por  los  oídos,  y  á  dar  muestras  de  caer  de  la 
muía  abajo,  de  donde  cayera  sin  duda,  si  no  se  abrazara  con  el  cuello; 
pero,  con  todo  eso,  sacó  los  pies  de  los  estribos,  y  luego  soltó  los  brazos, 
y  la  muía,  espantada  del  terrible  golpe,  dio  á  correr  por  el  campo,  y  á 
pocos  corcovos  dio  con  su  dueño  en  tierra. 

Estábaselo  con  mucho  sosiego  mirando  Don  Quijote;  y  como  lo  vio 
caer,  saltó  de  su  caballo,  y  con  mucha  ligereza  se  llegó  á  él,  y  ponién- 
dole la  punta  de  la  espada  en  los  ojos,  le  dijo  que  se  rindiese;  si  no,  que 
le  cortaría  la  cabeza.  Estaba  el  vizcaíno  tan  turbado,  que  no  podía  res- 
ponder palabra;  y  él  lo  pasara  mal,  según  estaba  ciego  Don  Quijote,  si 
las-  señoras  del  coche,  que  hasta  entonces  con  gran  desmayo  habían  mi- 
rado la  pendencia,  no  fueran  adonde  estaba  y  le  pidieran  con  mucho 
encarecimiento  les  hiciese  tan  gran  merced  y  favor  de  perdonar  la  vida 
á  aquel  su  escudero;  á  lo  cual  Don  Quijote  respondió  con  mucho  entono 
y  gravedad:  «Por  cierto,  fermosas  señoras,  yo  soy  muy  contento  de  ha- 
cer lo  que  me  pedís;  mas  ha  de  ser  con  una  condición  y  concierto,  y  es 
que  este  caballero  me  ha  de  prometer  de  ir  al  lugar  del  Toboso,  y  pre- 
sentarse de  mi  parte  ante  la  sin  par  Doña  Dulcinea,  para  que  ella  haga 
del  lo  que  más  fuere  de  su  voluntad.» 

Las  temerosas  y  desconsoladas  señoras,  sin  entrar  en  cuenta  de  lo 
que  Don  Quijote  pedía  y  sin  preguntar  quién  Dulcinea  fuese,  le  pro- 
metieron que  el  escudero  haría  todo  aquello  que  de  su  parte  le  fuese 
mandado. 

«Pues  en  fe  de  esa  palabra,  3^0  no  le  haré  más  daño,  puesto  que  me 
lo  tenía  bien  merecido.» 


CAPITULO    X 

De  los  graciosos  razonamientos  que  pasaron  entre  Don  Quijote  y  Sancho 

Panza,  su  escudero. 

A  en  este  tiempo  se  había  levantado  Sancho  Panza,  algo  maltra- 
tado de  los  mozos  de  los  frailes,  y  había  estado  atento  á  la  ba- 
talla de  su  señor  Don  Quijote,  y  rogaba  á  Dios  en  su  corazón 
fuese  servido  de  darle  vitoria,  y  que  en  ella  ganase  alguna  ín- 
sula de  donde  le  hiciese  gobernador,  como  se  lo  había  prometido. 
Viendo,  pues,  ya  acabada  la  pendencia  y  que  su  amo  volvía  á  subir 
sobre  Rocinante,  llegó  á  tenerle  el  estribo;  y  antes  que  subiese,  se  hincó 
de  rodillas  delante  del,  y  asiéndole  de  la  mano  se  la  besó,  y  le  dijo: 
<Sea  vuestra  merced  servido,  señor  Don  Quijote  mío,  de  darme  el  go- 
bierno de  la  ínsula  que  en  esta  rigurosa  pendencia  se  ha  ganado;  que, 
por  grande  que  sea,  yo  me  siento  con  fuerzas  de  saberla  gobernar  tal  y 
tan  bien  como  otro  que  haya  gobernado  ínsulas  en  el  mundo.» 

A  lo  cual  respondió  Don  Quijote:  «Advertid,  hermano  Sancho,  que 
esta  aventura  y  las  á  ésta  semejantes  no  son  aventuras  de  ínsulas,  sino 
de  encrucijadas,  en  las  cuales  no  se  gana  otra  cosa  que  sacar  rota  la  ca- 
beza ó  una  oreja  menos.  Tened  paciencia,  que  aventuras  se  ofrecerán 
donde,  no  solamente  os  pueda  hacer  gobernador,  sino  más  adelante.» 
Agradecióselo  mucho  Sancho,  y  besándole  otra  vez  la  mano  y  la 
falda  de  la  loriga,  le  ayudó  á  subir  sobre  Rocinante,  y  él  subió  sobre 


04 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


SU  asno  y  comenzó  á  seguir  á  su'señor,  que  á  paso  tirado,  sin  despe- 
dirse ni  hablar  más  con  las  del  coche,  se  entró  por  un  bosque  que  allí 
junto  estaba.  Seguíale  Sancho  á  todo  el  trote  de  su  jumento;  pero 
caminaba  tanto  Rocinante,  que,  viéndose  quedar  atrás,  le  fué  forzoso 
dar  voces  á  su  amo  que  se  aguardase.  Hízolo  así  Don  Quijote,  teniendo 
las  riendas  á  Rocinante  hasta  que  llegase  su  cansado  escudero,  el  cual 

en  llegando  le   dijo:    «Paréceme, 
señor,  que  sería  acertado  irnos  á 
r"^  retraer  á  alguna  iglesia;  que,  se- 

gún  quedó  maltrecho  aquel  con 
quien  os  combatistes,  no  será  mu- 
-  cho  que  den  noticia  del  caso  á  la 

Santa  Hermandad  y  nos  prendan; 
y  á  fe  que  si  lo  hacen,  que  prime- 
ro que  salgamos  de  la  cárcel,  que 
nos  ha  de  sudar  el  hopo. 

— ¡Calla!,  dijo  Don  Quijote.  ¿Y 
dónde  has  visto  tú,  ó  leído  jamás, 
que  caballero  andante  haya  sido 
puesto  ante  la  justicia,  por  más  ho- 
micidios que  hubiese  cometido? 
^i  — Yo  no  sé  nada  de  omecillos, 
respondió  Sancho,  ni  en  mi  vida  le 
caté  á  ninguno;  sólo  sé  que  la  San- 
ta Hermandad  tiene  que  ver  con 
los  que  pelean  en  el  campo,  y  en 
esotro  no  me  entremeto. 

— Pues  no  tengas  pena,  amigo, 
respondió  Don  Quijote,  que  yo  te 
sacaré  de  las  manos  de  los  caldeos, 
cuanto  más  de  las  de  la  Herman- 
dad. Pero  dime  por  tu  vida:  ¿has 
tú  visto  más  valeroso  caballero  que 
yo  en  todo  lo  descubierto  de  la 
Tierra?  ¿Has  leído  en  historias  otro 
que  tenga  ni  haya  tenido  más  brío 
en  acometer,  más  aliento  en  el  per- 
iii  más  maña  en  el  derribar? 
severar,  más  destreza  en  el  herir, 
— La  verdad  sea,  respondió  Sancho,  que  yo  no  he  leído  ninguna  his- 
toria jamás,  porque  ni  sé  leer  ni  escrebir;  mas  lo  que  osaré  apostar  es 
que  más  atrevido  amo  que  vuestra  merced,  yo  no  lo  he  servido  en 
todos  los  días  de  mi  vida;  y  quiera  Dios  que  estos  atrevimientos  no  se 
paguen  donde  tengo  dicho.  Lo  que  le  ruego  á  vuestra  merced  es  que 
se  cure,  que  le  va  mucha  sangre  de  esa  oreja;  que  aquí  traigo  hilas  y  un 
poco  de  ungüento  blanco  en  las  alforjas. 

— Todo  eso  fuera  bien  excusado,  respondió  Don  Quijote,  si  á  mí  se 


Y  asitiulole  de  la  mano,  se  la  besó,  y  dijo. 


PRIMERA    PARTE. — CAPITULO    X  55 

me  acordara  de  hacer  una  redoma  del  bálsamo  de  Fierabrás;  que  con 
sola  una  gota  se  ahorraran  tiempo  y  medicinas. 

— ¿Qué  redoma  y  qué  bálsamo  es  ése?,  dijo  Sancho  Panza. 

— Es  un  bálsamo,  respondió  Don  Quijote,  de  quien  tengo  la  receta 
en  la  memoria,  con  el  cual  no  hay  que  tener  temor  á  la  nnierte,  ni  hay 
pensar  morir  de  ferida  alguna;  y  así,  cuando  yo  le  haga  y  te  le  dé,  no 
tienes  más  que  hacer  sino  ({ue,  cuando  vieres  que  en  alguna  batalla  me 
han  })artido  por  medio  del  cuerpo,  como  muchas  yeces  suele  acontecer, 
bonitamente,  la  parte  del  cuerpo  (|ue  hubiere  caído  en  el  suelo  (y  con 
nuicha  sotileza,  antes  que  la  sangre  se  hiele),  la  pondrás  sobre  la  otra 
mitad  que  quedare  en  la  silla,  adWrtiendo  de  encajalla  igualmente  y  al 
justo;  luego  me  darás  á  beber  sólo  dos  tragos  del  bálsamo  que  he  dicho, 
y  yerásme  quedar  más  sano  que  una  manzana. 

— Si  eso  hay,  dijo  Panza,  yo  renuncio  desde  aquí  el  gobierno  de  la 
l»rometida  ínsula,  y  no  quiero  otra  cosa,  en  pago  de  mis  muchos  y  bue- 
nos servicios,  sino  que  vuestra  merced  me  dé  la  receta  de  ese  extrema- 
do licor;  que  para  mí  tengo  que  valdrá  la  onza,  adondequiera,  más  de  á 
dos  reales,  y  no  he  menester  yo  más  para  pasar  esta  vida  honrada  y 
descansadamente.  Pero  es  de  saber  ahora  si  tiene  mucha  costa  el  hn 
celle. 

— Con  menos  de  tres  reales  se  pueden  hacer  tres  azumbres,  respon- 
dió Don  Quijote. 

— ¡Pecador  de  mí!,  replicó  Sancho.  ¿Pues  á  qué  aguarda  vuestra  mer 
c-ed  á  hacelle  y  enseñármele? 

— Calla,  amigo,  respondió  Don  Quijote;  que  mayores  secretos  pienso 
enseñarte  y  mayores  mercedes  hacerte;  y  por  ahora  curémonos,  que  la 
oreja  me  duele  más  de  lo  que  yo  quisiera. 

Sacó  Sancho  de  las  alforjas  hilas  y  ungüento;  mas  cuando  Don  Qui- 
jote llegó  á  ver  rota  su  celada,  pensó  perder  el  juicio,  y  puesta  la  mano 
en  la  espada  y  alzando  los  ojos  al  cielo,  dijo:  «¡Yo  hago  juramento  al 
Creador  de  todas  cosas  y  á  los  santos  cuatro  Evangelios  donde  más  lar- 
gamente están  escritos,  de  hacer  la  vida  que  liizo  el  grande  Marqués  de 
Mantua  cuando  juró  de  vengar  la  muerte  de  su  sobrino  Baldo  vinos,  que 
fué  de  no  comer  pan  á  manteles  ni  con  su  mujer  folgar,  y  otras  cosas 
(que  aunque  dellas  no  me  acuerdo,  las  doy  aquí  por  expresadas),  hasta 
tomar  entera  venganza  del  que  tal  desaguisado  me  fizo!» 

Oyendo  esto  Sancho  le  dijo:  «Advierta  vuestra  merced,  señor  Don 
Quijote,  que  si  el  caballero  cumple  lo  que  se  le  deja  ordenado  de  irse 
á  presentar  ante  mi  señora  Dulcinea  del  Toboso,  ya  habrá  cumphdo 
con  lo  que  debía,  y  no  merece  otra  pena,  si  no  comete  nuevo  delito.» 

— Has  hablado  y  apuntado  muy  bien,  respondió  Don  Quijote;  y  así, 
anulo  el  juramento  en  cuanto  lo  que  toca  á  tomar  del  nueva  venganza; 
pero  hágole  y  confírmole  de  nuevo  de  hacer  la  vida  que  he  dicho  hasta 
tanto  que  quite  por  fuerza  otra  celada  tal  y  tan  buena  como  ésta  á 
algún  caballero.  Y  no  pienses.  Sancho,  que  así  á  humo  de  pajas  hago 
esto,  que  bien  tengo  á  quien  imitar  en  ello;  que  esto  mesmo  pasó  al  pie  de 
la  letra  sobre  el  yelmo  de  Mambñno,  que  tan  caro  le  costó  á  Sacripante. 


56  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Que  dé  al  Diablo  vuestra  merced  tales  juramentos,  señor  mío, 
replicó  Sancho,  que  son  muy  en  daño  de  la  salud  y  muy  en  perjuicio  de 
la  conciencia.  Si  no,  dígame  ahora:  si  acaso  en  muchos  días  no  topamos 
hombre  armado  con  celada,  ¿qué  hemos  de  hacer?  ¿Hase  de  cumphr  el 
juramento,  á  despecho  de  tantos  inconvenientes  é  incomodidades  como 
será  el  dormir  vestido  y  el  no  dormir  en;  poblado,  y  otras  mil  peniten- 
cias que  contenía  el  juramento  de  aquel  loco  viejo  del  Marqués  de 
Mantua,  que  vuestra  merced  quiere  revalidar  ahora?  Mire  vuestra  mer 


Y  diéronse  priesa  para  llegar  á  poblado  antes  que  anocheciese;  pero  faltóles  el  Sol, 
y  la  esperanza  de  alcanzar  lo  que  deseaban... 

ced  bien  que  por  todos  estos  caminos  no  andan  hombres  armados,  sino 
arrieros  y  carreteros,  que  no  sólo  no  traen  celadas,  pero  quizá  no  las 
han  oído  nombrar  en  todos  los  días  de  su  vida. 

— Engañaste  en  eso,  dijo  Don  Quijote;  porque  no  habremos  estado 
dos  horas  por  estas  encrucijadas,  cuando  veamos  más  armados  que  los 
que  vinieron  sobre  Albraca  á  la  conquista  de  Angélica  la  Bella. 

— Alto,  pues,  sea  así,  dijo  Sancho;  y  á  Dios  prazga  que  nos  suceda 
bien,  y  que  se  llegue  ya  el  tiempo  de  ganar  esa  ínsula  que  tan  cara  me 
cuesta,  y  muérame  yo  luego. 

— Ya  te  he  dicho,  Sancho,  que  no  te  dé  eso  cuidado  alguno;  que 
cuando  faltare  ínsula,  ahí  está  el  reino  de  Dinamarca  ó  el  de  Sobradisa, 
que  te  vendrán  como  anillo  al  dedo;  y  más,  que  por  ser  en  tierra  firme, 
te  debes  más  alegrar.  Pero  dejemos  esto  para  su  tiempo,  y  mira  si  traes 
algo  en  esas  alforjas  que  comamos,  porque  vamos  luego  en  busca  de 
algún  castillo  donde  alojemos  esta  noche  y  hagamos  el  bálsamo  que 


PAKTE    FK131EBA. CAPITULO    X  57 

te  he  dicho,  porque  yo  te  voto  á  Dios  que  me  va  doHendo  mucho  la 
oreja. 

^Aquí  trayo  una  cebolla  y  un  poco  de  queso,  y  no  sé  cuántos  men- 
drugos de  pan,  dijo  Sancho;  pero  no  son  manjares  que  pertenecen  á  tan 
valiente  caballero  como  vuestra  merced. 

—¡Qué  mal  lo  entiendes!,  respondió  Don  Quijote.  Hágote  saber, 
Sanciio,  que  es  honra  de  los  caballeros  andantes  no  comer  en  un  mes 
y  ya  que  coman,  sea  de  aquello  que  hallaren  más  á  mano.  Y  esto  se  te 
hiciera  cierto  si  hubieras  leído  tantas  historias  como  yo;  que,  aunque 
han  sido  muchas,  en  todas  ellas  no  he  hallado  hecha  relación  de  que 
los  caballeros  andantes  comiesen,  si  no  era  acaso  y  en  algunos  suntuo- 
sos banquetes  que  les  hacían,  y  los  demás  días  se  los  pasaban  en  flores. 
Y  aunque  se  deja  entender  que  no  podían  pasar  sin  comer  y  sin  hacer 
todos  los  otros  menesteres  naturales,  porque,  en  efeto,  eran  hombres 
como  nosotros,  hase  de  entender  también  que  andando  lo  más  del 
tiempo  de  su  vida  por  las  florestas  y  despoblados  y  sin  cocinero,  que  su 
más  ordinaria  comida  sería  de  viandas  rústicas,  tales  como  las  que  tú 
ahora  me  ofreces;  así  que,  Sancho  amigo,  no  te  congoje  lo  que  á  mí  me 
da  gusto,  ni  quieras  tú  hacer  mundo  nuevo,  ni  sacar  la  caballería  an- 
dante de  sus  quicios. 

— Perdóneme  vuestra  merced,  dijo  Sancho;  que,  como  yo  no  sé  leer 
ni  escrebir,  como  otra  vez  he  dicho,  no  sé  si  he  caído  en  las  reglas  de 
la  profesión  caballeresca;  y  de  aquí  adelante  yo  proveeré  las  alforjas  de 
todo  género  de  fruta  seca  para  vuestra  merced,  que  es  caballero,  y 
para  mí  las  proveeré,  pues  no  lo  soy,  de  otras  cosas  volátiles  y  de  más 
substancia. 

— No  digo  yo,  Sancho,  replicó  Don  Quijote,  que  sea  forzoso  á  los 
caballeros  andantes  no  comer  otra  cosa  sino  esas  frutas  que  dices, 
smo  que  su  más  ordinario  sustento  debía  de  ser  dellas  y  de  algunas 
yerbas  que  hallaban  por  los  campos,  que  ellos  conocían  y  yo  también 
conozco. 

— Virtud  es,  respondió  Sancho,  conocer  esas  yerbas;  que,  según  yo 
me  voy  imaginando,  algún  día  será  menester  usar  de  ese  conoci- 
miento. 

Y  sacando  en  esto  lo  que  dijo  que  traía,  comieron  los  dos  en  buena 
paz  y  compaña.  Pero,  deseosos  de  buscar  dónde  alojar  aquella  noche, 
acabaron  con  mucha  brevedad  su  pobre  y  seca  comida;  subieron  luego 
á  caballo,  y  diéronse  priesa  por  llegar  á  poblado  antes  que  anocheciese; 
pero  faltóles  el  Sol,  y  la  esperanza  de  alcanzar  lo  que  deseaban,  junto  á 
unas  chozas  de  unos  cabreros,  y  así,  determinaron  de  pasar  la  noche 
allí;  que,  cuanto  fué  de  pesadumbre  para  Sancho  no  llegar  á  poblado, 
fué  de  contento  para  su  amo  dormirla  al  cielo  descubierto,  por  parecer- 
e  que  cada  vez  que  esto  le  sucedía  era  hacer  un  acto  posesivo,  que  fa 
cilitaba  la  prueba  de  su  caballería. 


■"'1t^*65íá^*?*í%'^pS 


CAPITULO  XI 


De  lo  que  ie  sucedió  á  Don  Quijote  con  unos  cabreros. 

uÉ  recogido  de  los  cabreros  con  buen  ánimo;  y  habiendo  Sancho 
lo  mejor  que  pudo  acomodado  á  Rocinante  y  á  su  jumento,  se 
y^  fué  tras  el  olor  que  despedían  de  sí  ciertos  tasajos  de  cabra  que 
hirviendo  al  fuego  en  un  caldero  estaban;  y  aunque  él  quisiera 
en  aquel  mismo  punto  ver  si  estaban  en  sazón  de  trasladarlos  del  cal- 
dero al  estómago,  lo  dejó  de  hacer  porque  los  cabreros  los  quitaron  del 
fuego,  y  tendiendo  por  el  suelo  unas  pieles  de  ovejas,  aderezaron  con 
mucha  priesa  su  rústica  mesa,  y  convidaron  á  los  dos,  con  muestras  de 
muy  buena  voluntad,  con  lo  que  tenían.  Sentáronse  á  la  redonda  de  las 
pieles  cinco  dellos,  de  seis  que  eran  los  que  en  la  majada  había,  habiendo 
primero  con  groseras  ceremonias  rogado  á  Don  Quijote  que  se  sentase 
sobre  un  dornajo,  que  vuelto  del  revés  le  pusieron.  Sentóse  Don  Quijo- 
te, y  quedábase  Sancho  en  pie  para  servirle  la  copa,  que  era  hecha  de 
cuerno.  Viéndole  en  pie  su  amo,  le  dijo:  «Porque  veas,  Sancho,  el 
bien  que  en  sí  encierra  la  andante  caballería  y  cuan  á  pique  están  los 
que  en  cualquiera  ministerio  della  se  ejercitan  de  venir  brevemente 
á  ser  honrados  y  estimados  del  mundo,  quiero  que  aquí,  á  mi  lado  y 
en  compañía  desta  buena  gente,  te  sientes,  y  que  seas  una  misma  cosa 
conmigo,  que  soy  tu  amo  y  natural  señor;  que  comas  en  mi  plato  y 
bebas  por  donde  yo  bebiere,  porque  de  la  caballería  andante  se  puede 


PARTE    PRIMEKA .CAPITULO    XI  51> 


decir  lo  mesmo  que  del  amor  se  dice,  que  todas  las  cosas  iguala. 

— ¡Gran  merced!,  dijo  Sancho.  Pero  sé  decir  á  vuestra  merced  que, 
como  yo  tuviese  bien  de  comer,  tan  bien  y  mejor  me  lo  comería  en  })ie 
y  á  mis  solas,  como  sentado  á  i)ar  de  un  emperador.  Y  aun,  si  va  á  de- 
cir verdad,  mucho  mejor  me  sabe  lo  que  como  en  mi  rincón,  sin  me- 
lindres ni  respetos,  aunque  sea  pan  y  cebolla,  que  los  gallipavos  de 
otras  mesas,  donde  me  sea  forzoso  mascar  despacio,  beber  poco,  lim- 
piarme á  menudo,  no  estorimdar  ni  toser  si  me  viene  gana,  ni  hacei* 
otras  cosas  que  la  soledad  y  la  libertad  traen  consigo.  Así  que,  señor 
nn'o,  estas  honras  ([ue  vuestra  merced  fiuiere  darme  por  ser  ministro  y 
adherente  de  la  caballería  andante,  como  lo  soy,  siendo  escudero  de 
vuestra  merced,  conviértalas  en  otras  cosas  que  me  sean  de  más  cómo- 
do y  provecho;  que  éstas,  aunque  las  doy  por  bien  recebidas,  las  re- 
nuncio desde  aquí  para  el  fin  del  mundo. 

— Con  todo  eso,  te  has  de  sentar,  porque  á  quien  se  humilla  Dios  le 
ensalza;  y  asiéndole  por  el  brazo,  le  forzó  á  que  junto  á  él  se  sentase. 
No  entendían  los  cabreros  aquella  jerigonza  de  escuderos  y  de  ca- 
balleros andantes,  y  no  hacían  otra  cosa  que  comer  y  callar  y  mirar  a 
sus  huéspedes,  que  con  mucho  donaire  y  gana  embaulaban  tasajo  como 
el  puño.  Acabado  el  servicio  de  carne,  tendieron  sobre  las  zaleas  gran 
cantidad  de  bellotas  avellanadas,  y  juntamente  pusieron  un  medio 
queso,  más  duro  que  si  fuera  hecho  de  argamasa.  No  estaba  en  esto 
ocioso  el  cuerno,  porque  andaba  á  la  redonda  tan  á  menudo  (ya  lleno, 
ya  vacío,  como  arcaduz  de  noria),  que  con  facilidad  vació  un  za([ue  de 
dos  que  estaban  de  manifiesto.  Después  que  Don  Quijote  hubo  bien 
satisfecho  su  estómago,  tomó  un  puño  de  bellotas  en  la  mano,  y  mi- 
rándolas atentamente,  soltó  la  voz  á  semejante  razones: 

«¡Dichosa  edad  y  siglos  dichosos  aquellos  á  quien  los  antiguos  ])u- 
sieron  nombres  de  dorados;  y  no  porque  en  ellos  el  oro,  que  en  esta 
nuestra  edad  de  hierro  tanto  se  estima,  se  alcanzase  en  acjuella  ventu- 
rosa sin  fatiga  alguna,  sino  porque  entonces  los  que  en  ella  vivían  ig- 
noraban estas  dos  palabras  de  tuiío  y  7mo!  Eran  en  aquella  santa  edad 
todas  las  cosas  comunes;  á  nadie  le  era  necesario  para  alcanzar  su  ordi- 
nario sustento  tomar  otro  trabajo  que  alzar  la  mano  y  alcanzarle  de 
las  robustas  encinas,  c^ue  liberalmente  les  estaban  convidando  con  su 
dulce  y  sazonado  fruto.  Las  claras  fuentes  y  corrientes  ríos,  en  magní- 
fica abundancia,  sabrosas  y  transparentes  aguas  les  ofrecían  En  las 
(juiebras  de  las  peñas  y  en  lo  hueco  de  los  árboles  formaban  su  repú- 
blica las  solícitas  y  discretas  abejas,  ofreciendo  á  cualquiera  mano,  sin 
interés  alguno,  la  feliz  cosecha  de  su  dulcísimo  trabajo.  Los  valientes 
alcornoques  despedían  de  sí  sin  otro  artificio  que  el  de  su  cortesía,  sus 
anchas  y  livianas  cortezas,  con  que  se  comenzaron  á  cubrir  las  casas, 
sobre  rústicas  estacas  sustentadas,  no  más  que  para  defensa  de  las  in- 
clemencias del  cielo.  Todo  era  paz  entonces,  todo  amistad,  todo  con- 
cordia: aún  no  se  había  atrevido  la  pesada  reja  del  corvo  arado  á  abrir 
ni  visitar  las  entrañas  piadosas  de  nuestra  primera  madre;  C{ue  ella,  sin 
ser  forzada,  ofrecía  por  todas  las  partes  de   su  fértil  y  espacioso  seno 


60  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


lojque  pudiese  hartar,  sustentar  y  deleitar  á  los  hijos  que  entonces  la 
poseían.  ¡Entonces  sí  que  andaban  las  simples  y  hermosas  zagalejas  de 
valle  en  valle  y  de  otero  en  otero,  en  trenza  y  en  cabello,  sin  más 
vestidos  de  aquellos  que  eran  menester  para  cubrir  honestamente  lo 
que  la  honestidad  quiere  y  ha  querido  siempre  que  se  cubra!  Y  no  eran 
sus  adornos  de  los  que  ahora  se  usan,  á  quien  la  púrpura  de  Tiro  y  la 
por  tantos  modos  martirizada  seda  encarecen,  sino  de  algunas  hojas  de 
verdes  lampazos  y  hiedra  entretejidas,  con  lo  que  quizá  iban  tan  pom- 
posas y  compuestas  como  van  ahora  nuestras  cortesanas  con  las  raras 
y  peregrinas  invenciones  que  la  curiosidad  ociosa  les  ha  mostrado. 
Entonces  se  declaraban  los  concetos  amorosos  del  alma,  simple  y  sen- 
cillamente, del  mesmo  modo  y  manera  que  ella  los  concebía,  sin  bus- 
car artificioso  rodeo  de  palabras  para  encarecerlos.  No  había  la  fraude, 
el  engaño  ni  la  malicia  mezcládose  con  la  verdad  y  llaneza  La  justicia 
se  estaba  en  sus  propios  términos,  sin  que  la  osasen  turbar  ni  ofender 
los  del  favor  y  los  del  interese,  que  tanto  ahora  la  menoscaban,  turban 
y  persiguen.  La  ley  del  encaje  aún  no  se  había  sentado  en  el  entendi- 
miento del  juez,  porque  entonces  no  había  qué  juzgar  ni  quien  fuese 
juzgado.  Las  doncellas  y  la  honestidad  andaban,  como  tengo  dicho, 
por  dondequiera,  solas  y  señoras,  sin  temer  que  la  ajena  desenvoltura 
y  lascivo  intento  las  menoscabasen,  y  su  preservación  nacía  de  su  gus- 
to y  propia  voluntad.  Y  ahora,  en  estos  nuestros  detestables  siglos,  ño 
está  segura  ning-una,  aunque  la  oculte  y  cierre  otro  nuevo  laberinto 
como  el  de  Creta;  porque  allí,  por  los  resquicios  ó  por  el  aire,  con  el 
celo  de  la  maldita  solicitud  se  les  entra  la  amorosa  pestilencia,  y  les 
hace  dar  con  todo  su  recogimiento  al  traste.  Para  cuya  seguridad,  an- 
dando más  los  tiempos  y  creciendo  más  la  malicia,  se  instituyó  la  Or- 
den de  los  caballeros  andantes,  para  defender  las  doncellas,  amparar 
las  viudas  y  socorrer  á  los  huérfanos  y  á  los  menesterosos.  Desta 
Orden  soy  yo,  hermanos  cabreros,  á  quien  agradezco  el  agasajo  y  buen 
acogimiento  que  hacéis  á  mí  y  á  mi  escudero;  que,  aunque  por  ley 
natural  están  todos  los  que  viven  obligados  á  favorecer  á  los  caballeros 
andantes,  todavía,  por  saber  que,  sin  saber  vosotros  esta  obligación,  me 
acogistes  y  regalastes,  es  razón  que  con  la  voluntad  á  mí  posible  o- 
agradezca  la  vuestra. » 

Toda  esta  larga  arenga  (que  se  pudiera  muy  bien  excusar)  dijo 
nuestro  caballero  porque  las  bellotas  que  le  dieron  le  trajeron  á  la 
memoria  la  edad  dorada;  y  antojósele  hacer  aquel  inútil  razonamiento 
á  los  cabreros,  que,  sin  respondelle  palabra,  embobados  y  suspensos  le 
estuvieron  escuchando.  Sancho  asimismo  callaba  y  comía  bellotas,  y 
visitaba  muy  á  menudo  el  segundo  zaque,  que,  porque  se  enfriase  el 
vino,  le  tenían  colgado  de  un  alcornoque. 

Más  tardó  en  hablar  Don  Quijote  que  en  acabarse  la  cena,  al  ñn  de  lo 
cual  uno  de  los  cabreros  dijo:  «Para  que  con  más  veras  pueda  vuestra 
merced  decir,  señor  caballero  andante,  que  le  agasajamos  con  pronta  y 
buena  voluntad,  queremos  darle  solaz  y  contento  con  hacer  que  cante 
un^compañero^nuestro,  que  no  tardará  mucho  en  estar  aquí,  el  cual  es 


Desta  orden  soy  yo,  hermanos  cabreros,  á  quien  agradezco  el  agasajo  j  buen  a«ogiuiient» 
que  hacéis  á  mí  y  á  mi  escudero! 


62  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

un  zagal  muy  entendido  y  muy  enamorado,  y  que,  sobre  todo,  sabe  leer 
y  escrebir,  y  es  músico  de  un  rabel,  que  no  hay  más  que  desear. . 

Apenas  había  el  cabrero  acabado  de  decir  esto,  cuando  llegó  á  su^ 
oídos  el  son  del  rabel,  y  de  allí  á  poco  llegó  el  que  le  tañía,  que  era  un 
mozo  de  hasta  veinte  y  dos  años,  de  muy  buena  gracia.  Preguntáronle 
sus  compañeros  si  había  cenado,  y  respondiendo  que  sí,  el  que  había 
hecho  los  ofrecimientos  le  dijo:  «De  esa  manera,  Antonio,  bien  podrás 
hacemos  placer  de  cantar  un  poco,  porque  vea  este  señor  huésped  ((uc 
tenemos  que  también  por  los  montes  y  selvas  hay  quien  sepa  de  mú- 
sica. Hémosle  dicho  tus  buenas  habihdades,  y  deseamos  que  las  mues- 
tres y  nos  saques  verdaderos;  y  así,  te  ruego  por  tu  vida  que  te  sientes 
y  cantes  el  romance  de  tus  amores,  que  te  compuso  el  Beneficiado  tu 
tío,  que  en  el  pueblo  ha  parecido  muy  bien. » 

— ¡Que  me  place!,  respondió  el  mozo;  y  sin  hacerse  más  de  rogar,  se 
sentó  en  el  tronco  de  una  desmochada  encina,  y  templando  su  rabel, 
de  allí  á  poco,  con  muy  buena  gracia,  comenzó  á  cantar,  diciendo  destíi 
manera: 

ANTONIO 

Yo  sé,  Olalla,  que  me  adoras. 
Puesto  que  no  me  lo  has  dicho. 
Ni  aun  con  los  ojos  siquiera, 
Mudas'lenguas  de  amoríos. 

Porque  sé  que  eres  sabida. 
En  que  me  quieres  me  afirmo. 
Que  nunca  fué  desdichado 
Amor  que  fué  conocido. 

Bien  es  verdad  que  tal  vez. 
Olalla,  me  has  dado  indicio  - 

Que  tienes  de  bronce  el  alma, 

Y  el  blanco  pecho  de  risco. 
Mas  allá,  entre  tus  reiJroches 

Y  honestísimos  desvíos. 

Tal  vez  la  esperanza  muestra 
La  orilla  de  su  vestido. 

Abalánzase  al  señuelo 
Mi  fe,  que  nunca  ha  podido 
Ni  menguar  por  no  llamado. 
Ni  crecer  por  escogido. 

Si  el  amor  es  cortesía, 
De  la  que  tienes  colijo 
Que  el  fin  de  mis  esperanzas 
Ha  de  ser  cual  imagino. 

Y  si  son  servicios  parte 
De  hacer  un  pecho  benigno. 
Algunos  de  los  que  he  hecho 
Fortalecen  mi  partido. 

Porque,  si  has  mirado  en  ello, 
Más  de  una  vez  habrás  visto 
Que  uae  he  vestido  en  los  lunes 
Lo  que  me  honraba  el  domingo 

Como  el  amor  y  la  gala 
Andan  un  mesmo  camino, 
Ku  todp  tiempo  á  tus  ojos 
Quise  mostrarme  polido. 

Dejo  el  bailar  por  tu  causa. 
Ni  las  músicas  te  pinto. 
Que  has  escuchado  á  deshoras 

Y  el  canto  del  gallo  primo. 


m 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XI  63 


No  cuento  la»  alabanzas 
Que  de  tu  belleza  he  dicho, 
Que,  aunque  verdaderas,  hacen 
Ser  j-o  de  algunas  mal  quisto. 

Teresa  del  Berrocal, 
Yo  alabándote,  me  dijo: 
•  Tal  piensa  que  adora  un  ángel, 

Y  viene  á  adorar  á  un  jimio. 
•  Merced  á  los  muchos  dijes 

Y  á  los  cabellos  postizos, 
Y'  á  hipócritas  hermosuras. 
Que  engañan  al  amor  mismo.  >  . 

Desmentíla,  y  enojóse; 
Volvió  por  ella  su  primo: 
Desafióme,  y  ya  sabes 
Lo  que  yo  hice  y  él  hizo. 

No  te  quiero  yo  á  montón, 
Ni  te  pretendo  y  te  sirvo 
Por  lo  de  barragania; 
Que  más  bueno  es  mi  designio. 

Coyundas  tiene  la  Iglesia, 
Que  son  lazadas  de  sirgo: 
Pon  tu  cuello  en  la  gamella, 
Verás  cómo  pongo  el  mío. 

Donde  no,  desde  aquí  juro 
Por  el  santo  más  bendito, 
De  no  salir  destas  sierras 
Sino  para  capuchino. 


Con  esto  dio  el  cabrero  fin  á  su  canto;  y  aunque  Don  Quijote  le  rogá 
que  algo  más  cantase,  no  lo  consintió  Sancho  Panza,  porque  estaba 
más  para  dormir  que  para  oir  canciones;  y  así,  dijo  á  su  amo:  «Bien 
puede  vuestra  merced  acomodarse  desde  luego  adonde  ha  de  posar  esta, 
noche,  que  el  trabajo  que  estos  buenos  hombres  tienen  todo  el  día  no 
permite  que  pasen  las  noches  cantando.» 

— Ya  te  entiendo,  Sancho,  le  respondió  Don  Quijote;  que  bien  se  me 
trasluce  que  las  visitas  del  zaque  piden  más  recompensa  de  sueño  que 
de  música. 

—¡A  todos  nos  sabe  bien,  bendito  sea  Dios!,  respondió  Sancho. 

—No  lo  niego,  replicó  Don  Quijote;  pero  acomódate  tú  donde  qui- 
sieres, que  los  de  mi  profesión  mejor  parecen  velando  que  durmiendo; 
pero,  con  todo  eso,  será  bien,  Sancho,  que  me  vuelvas  á  curar  esta  ore- 
ja, que  me  va  doHendo  más  de  lo  que  es  menester. 

Hizo  Sancho  lo  que  se  le  mandaba,  y  viendo  uno  de  los  cabreros  la 
herida,  le  dijo  que  no  tuviese  pena,  que"^él  pondría  remedio  con  que  fá- 
cilmente se  sanase;  y  tomando  algunas  hojas  de  romero,  de  mucho  que 
por  alH  había,  las  mascó  y  las  mezcló  con  un  poco  de  sal,  y  apHcándo- 
selas  á  la  oreja,  se  la  vendó  muy  bien,  asegurándole  que  no  había  me- 
nester otra  medicina,  y  así  fué  ía  verdad. 


B.  F.— XX 


CAPITULO  XII 
De  lo  que  contó  un  cabrero  á  los  que  estaban  con  Don  Quijote. 


STAKDO  en  esto,  lle«íó  otro  mozo  de  los  (pe  les  traían  de  líi  aldea 
el  bastimento,  y  dijo:  «¿Sabéis  lo  que  pasa  en  el  lugar,  compa- 
ñeros?» 

— ¿Cómo  lo  podemos  saber?,  respondió  uno  de  ellos. 
—Pues  sabed,  prosiguió  el  mozo,  que  murió  esta  mañana  aquel  fa- 
moso pastor  estudiante,  llamado  Grisóstomo,  y  se  nun-mura  que  ba- 
iñuerto  de  amores  de  aquella  endiablada  moza  del  aldea,  la  Inja  de  Gui- 
llermo el  rico,  aquélla  que  se  anda  en  bábito  de  pastora  i)or  esos  andu- 
rriales. . 
— Por  Marcela,  dirás,  dijo  uno. 

—Por  ésa  digo,  respondió  el  cabrero;  y  es  lo  bueno  que  mandó  en 
pu  testamento  que  le  enterrasen  en  el  campo  como  si  fuera  moro,  Y 
que  sea  al  pie  de  la  peña  donde  está  la  fuente  del  Alcornoque;  porque,' 
según  es  fama  (v  él  dicen  que  lo  dijo),  aquel  lugar  es  adonde  él  la  vió 
la  "vez  primera;  V  también  mandó  otras  cosas  tales,  que  los  abades  del 
pueblo  dicen  que  no  se  lian  de  cumplir,  ni  es  bien  que  se  cumplan, 
|)orque  parecen  de  gentiles.  A  todo  lo  cual  responde  aquel  su  gran 
íunigo  Ambrosio  el  estudiante,  que  también  se  vistió  de  pastor  con  él. 


PAKTK    PKIMKKA. CAITIIM)    XII  05 


(jue  8e  ha  de  ouniplir  todo,  sin  faltar  nada,  como  lo  dejó  mandado  (tií- 
sóstomo;  y  soltre  esto  anda  el  ]>ue)>lo  alborotadtt.  Mas,  á  lo  <jue  se  dice, 
en  tin  se  hará  lo  (jue  Ambrosio  y  todos  los  pastores-  sus  amiiíos  quie- 
ren; y  mañana  le  vienen  á  enterrar  con  gran  pompa  adonde  tengo  dicho; 
y  tengo  para  mí  (pie  ha  de  ser  cosa  muy  de  ver;  á  lo  menos  yo  no  de- 
jaré de  ir  á  vei'la,  si  supiese  no  volver  mañana  al  lugar. 

— Todos  haremos  lo  mesmo,  respondieron  los  cabreros,  y  echaremos 
suertes  á  quién  ha  de  (juedar  á  guardar  las  cabras  de  todos. 

—Bien  dices,  Pedro,  dijo  uno  de  ellos;  aunque  no  será  menester  usar 
de  esa  diligencia,  que  yo  me  quedaré  por  todos;  y  no  lo  atribuyas  á  vir- 
tud y  á  poca  curiosidad  nu'a,  sino  á  (pie  no  me  deja  andar  el  garrancho 
que  el  otro  día  me  ])as()  este  pie. 

— Con  todo  eso,  te  lo  agradecemos,  respondi()  Pedro. 
Y  Don  Quijote  rogó  á  Pedro  le  dijese  qué  muerto  era  a(piél  y  qué 
l^astora  aquélla. 

A  lo  cual  Pedro  rcspondi(')  (pie  lo  que  sabía  era  (jue  el  muerto  era 
un  hijodalgo  rico,  vecino  de  un  lugar  i[ue  estaba  en  aíjuellas  sierras,  el 
cual  liabía  sido  estudiante  much'js  años  en  Salamanca,  al  cal)o  de  los 
cuales  había  vuelto  á  su  lugar  con  opinión  de  muy  sabio  y  muy  leído; 
principalmente,  decían  que  sabía  la  ciencia  de  las  estrellas  y  de  lo  que 
]iasan  allá  en  el  cielo  el  Sol  y  la  Luna,  ponjue  puntualmente  nOs  decía 
el  cris  del  Sol  y  de  la  Luna. 

— EcHpse  se  llama,  amigo,  ([ue  no  cris,  el  escurecerse  esos  dos  lumi- 
nares mayores,  dijo  Don  Quijote. 

Mas  Pedro,  no  reparando  en  niñerías,  prosiguió  su  cuento  diciendo: 

— Asimesmo,  adivinaba  cuándo  había  de  sei*  el  año  abundante  ó  estil. 

— Estéril,  (pierréis  decir,  amigo,  dijo  Don  Quijote. 

— Estéril,  ó  estil,  resj)ondi(')  Pedro,  todo  se  sale  allá.  Y  digo  que  con 
esto  que  decía  se  hicieron  su  padre  y  sus  amigos,  que  le  daban  crédi- 
to, muy  ricos,  porque  hacían  lo  que  él  les  aconsejaba,  diciéndoles: 
Sembrad  este  año  cebada,  no  trigf);  en  éste  podéis  sembrar  garbanzos, 
y  no  cebada;  el  que  viene  será  de  guilla  de  aceite;  los  tres  siguientes  no 
se  cogerá  gota. 

— Esa  ciencia  se  llama  Ai^trolog/a.  (hjo  Don  Quijote. 

— No  sé  yo  cómo  se  llama,  replicó  Pedro;  mas  sé  que  todo  esto  sa- 
bía, y  aun  más.  Finalmente,  no  pasaron  muchos  meses  después  que 
vino  de  Salamanca,  cuando  un  día  remaneció  vestido  de  pastor,  con  su 
cayado  y  pellico,  habiéndose  (piitado  los  hábitos  largos  que,  como  es- 
colar, traía;  y  juntamente  se  vistió  con  él  de  pastor  otro  su  grande 
amigo,  llamado  Ambrosio,  que  había  sido  su  compañero  en  los  estu- 
dios. Olvidábaseme  de  decir  cómo  Grisóstomo  el  difunto  fué  grande 
hombre  de  componer  coplas;  tanto,  que  él  hacía  los  villancicos  para  la 
noche  del  Nacimiento  del  Señor,  y  los  autos  para  el  día  de  Dios,  que 
los  re[)resentaban  los  mozos  de  nuestro  pueblo,  y  todos  decían  (|ue  eran 
por  el  cabo.  Cuando  los  del  lugar  vieron  tan  de  improviso  vestidos  de 
pastores  á  los  dos  escolares,  (Quedaron  admirados,  y  no  podían  adivinar 
la  causa  que  les  había  movido  á  hacer  a(|uella  tan  extraña  mudanza. 


66  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA. 

Ya  en  este  tiempo  era  muerto  el  padre  de  nuestro  Grisóstomo,  y  él 
quedó  heredado  en  mucha  cantidad  de  hacienda,  ansí  en  muebles  como 
en  raíces,  y  en  no' pequeña  cantidad  de  ganado  mayor  y  menor,' y  en 
gran  cantidad  de  dineros,  de  todo  lo  cual  quedó  el  mozo  señor  desoluto; 
y  en  verdad  que  todo  lo  merecía,  que  era  muy  buen  compañero,  y  ca- 
ritativo y  amigo  de  los  buenos,  y  tenía  una  cara  como  una  bendición. 
Después  se  vino  á  entender  que  el  haberse  mudado  dé  traje  no  había 
sido  por  otra  cosa  que  por  andarse  por  estos  despoblados  en  pos  de 
aquella  pastora  Marcela  que  nuestro  zagal  nombró  denantes,  de  la  cual 
se  había  enamorado  el  pobre  difunto  de  Grisóstomo.  Y  quiéroos  decir 
ahora  porque  es  bien  que  lo  sepáis,  quién  es  esta  rapaza;  quizá,  y  aun 
sin  quizá,  no  habréis  oído  semejante  cosa  en  todos  los  días  de  vuestra 
vida,  aunque  viváis  más  años  que  sarna. 

— Decid  Sarra,  replicó  Don  Quijote,  no  pudiendo  sufrir  el  trocar  de 
los  vocablos  del  cabrero. 

— Harto  vive  la  sarna,  respondió  Pedro;  y  si  es,  señor,  que  me  habéis 
de  andar  zaheriendo  á  cada  paso  los  vocablos,  no  acabaremos  en  un 
año. 

— Perdonad,  amigo,  dijo  Don  Quijote,  que  por  haber  tanta  diferen- 
cia de  sarna  á  Sarra,  os  lo  dije;  pero  vos  respondisteis  muy  bien,  por- 
que vive  más  sarna  que  Sarra;  y  proseguid  vuestra  historia,  que  no  os 
replicaré  más  en  nada. 

— Digo,  pues,  señor  de  mi  alma,  dijo  el  cabrero,  que  en  nuestra  al- 
dea hubo  un  labrador  aún  más  rico  que  el  padre  de  Grisóstomo,  el  cual 
se  llamaba  Guillermo,  y  al  cual  dio  Dios,  amén  de  las  muchas  y  gran- 
des riquezas,  una  hija,  de  cuyo  parto  murió  su  madre,  que  fué  la  más 
honrada  mujer  que  hubo  en  todos  estos  contornos.  No  parece  sino  que 
ahora  la  veo  con  aquella  cara  que  del  un  cabo  tenía  el  Sol  y  del  otro 
la  Luna,  y  sobre  todo  hacendosa  y  amiga  de  los  pobres,  por  lo  que  creo 
que  debe  de  estar  su  ánima  á  la  hora  de  ahora  gozando  de  Dios  en  el 
otro  mundo.  De  pesar  de  la  muerte  de  tan  buena  mujer,  murió  su  ma- 
rido Guillermo,  dejando  á  su  hija  Marcela,  muchacha  y  rica,  en  poder 
de  un  tío  suyo,  sacerdote  y  beneñciado  en  nuestro  lugar.  Creció  la  niña 
con  tanta  belleza,  que  nos  hacía  acordar  de  la  de  su  madre,  que  la  tuvo 
muy  grande;  y  con  todo  esto,  se  juzgaba  que  le  había  de  pasar  la  de  la 
hija;  y  así  fué,  que  cuando  llegó  á  edad  de  catorce  á  quince  años,  nadie 
la  miraba  que  no  bendecía  á  Dios,  que  tan  hermosa  la  había  criado,  y 
los  más  quedaban  enamorados  y  perdidos  por  ella.  Guardábala  su  tío 
con  mucho  recato  y  con  mucho  encerramiento;  pero,  con  todo  esto,  la 
fama  de  su  mucha  hermosura  se  extendió  de  manera  que,  así  por  ella 
como  por  sus  muchas  riquezas,  no  solamente  de  los  de  nuestro  pueblo, 
sino  de  los  de  muchas  leguas  á  la  redonda,  y  de  los  mejores  dellos,  era 
rogado,  sohcitado  é  importunado  su  tío  se  la  diese  por  mujer.  Mas  él, 
que  á  las  derechas  es  buen  cristiano,  aunque  quisiera  casarla  luego,  así 
como  la  vio  de  edad,  no  quiso  hacerlo  sin  su  consentimiento,  sin  tener 
ojo  á  la  ganancia  y  granjeria  que  le  ofrecía  el  tener  la  hacienda  de  la 
moza  dilatando  su  casamiento;  y  á  fe  que  se  dijo  esto  en  más  de  un 


PARTE    PRIMERA CAPITULO    XII 


67 


corrillo  en  el  pueblo,  eii  alabanza  del  buen  sacerdote;  que  quiero  que 
sepa,  señor  andante,  que  en  estos  lugares  cortos  de  todo  se  trata  y  de 
todo  se  murmura;  y  tened  para  vos,  como  yo  tengo  })ara  mí,  que  debe 
de  sor  demasiadamente  bueno  el  clérigo  que  obliga  á  sus  feligreses  á 
que  digan  bien  del,  especialmente  en  las  aldeas. 

— Así  es  la  verdad,  dijo  Don  Quijote;  y  proseguid  adelante,  que  el 
cuento  es  muy  bueno,  y  vos,  buen  Pedro,  le  contáis  ctm  muy  buena 
gracia. 

— La  del  Señor  no  me  falte,  que  es  la  que  bace  al  caso;  en  lo  demás 
sabréis  que,  auní^ue  el  tío  j)roponía  á  la  sobrina  y  le  decía  las  cnalida- 


Pero  hételo  aquí,  cuaudo  no  me  eato,  que  remanece  un  día  la'meliudrusa  Marcela  hecha  pastora... 

des  de  cada  uno  en  particular  de  los  muchos  que  por  mujer  la  pedían, 
rogándole  que  se  casase  y  escogiese  á  su  gusto,  jamás  ella  respondió 
otra  cosa  sino  que  por  entonces  no  quería  casarse,  y  que  por  ser  tan 
muchacha  no  se  sentía  hábil  i)ara  poder  llevar  la  carga  del  matrimo- 
nio. Con  estas  que  daba,  al  parecer,  justas  excusas,  dejaba  el  tío  de 
importunarla,  y  esperaba  á  que  entrase  algo  más  en  edad,  y  ella  supiese 
escoger  compañía  á  su  gusto;  porque  decía  él,  y  decía  muy  bien,  que 
noíhabían  de  dar  los  padres  á  sus  hijos  estado  contra  su  voluntad.  Pero 
hételo  aquí,  cuando  no  me  cato,  que  remanece  un  día  la  mehndrosa 
Marcela  hecha  pastora;  y  sin  ser  parte  su  tío,  ni  todos  los  del  pueblo, 
que  se  lo  desaconsejaban,  dio  en  irse  al  campo  con  las  demás  zagalas 
del  lugar  y  dio  en  guardar  su  mesmo  ganado.  Y  así  como  ella  salió 
en  público  y  su  hermosura  se  vio  al  descubierto,  no  os  sabré  bue- 
namente decir  cuántos  ricos  mancebos,  hidalgos  y  labradores  han 
tomado  el  traje  de  Grisóstomo,  y  la  andan  requebrando  por  esos  cam- 


6í^  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

pos:  uno  de  los  cuales,  como  ya  está  dicho,  fué  nuestro  difunto,  del 
cual  decían  que  la  dejaba  de  querer,  y  la  adoraba.  Y  no  se  piense  t^ue 
porque  Marcela  se  puso  en  acjuella  libertad  y  vida  tan  suelta  y  de  tan 
poco  ó  de  nin_c:ún  recogimiento  que  por  eso  ha  dado  indicio,  ni  por 
semejas,  que  venga  en  menoscabo  de  su  honestidad  y  recato;  antes  es 
tanta  y  tal  la  vigilancia  con  que  mira  por  su  honra,  que  de  cuantos  la 
sirven  y  solicitan  ninguno  se  ha  alabado,  ni  con  verdad  se  jiodrá  ala- 
bar, que  le  haya  dado  alguna  pequeña  esperanza  de  alcanzar  su  deseo; 
que,  puesto  que  no  huye  ni  se  esquiva  de  la  compañía  y  conversación 
de  los  pastores  y  los  trata  cortés  y  amigablemente,  en  llegando  á  des- 
cubrirle su  intención  cualquiera  dellos,  aunque  sea  tan  justa  y  santa 
como  la  del  matrimonio,  los  arroja  de  sí  como  con  un  trabuco.  Y  con 
esta  manera  de  condición  hace  más  daño  en  esta  tierra  que  si  por  ella 
entrara  la  pestilencia;  porque  su  afabilidad  y  hermosura  atrae  los  cora- 
zones de  los  que  la  tratan  á  servirla  y  á  amarla,  pero  su  desdén  -y  des- 
engaño los  conduce  á  términos  de  desesperarse;  y  así,  no  saben  qué 
decirle,  sino  llamarla  á  voces  cruel  y  desagradecida,  con  otros  títulos  á 
éste  semejantes,  (^ue  bien  la  calidad  de  su  condición  manitiestan;  y  si 
aquí  estuviésedes,  señor,  algún  día,  veríades  resonar  estas  sierras  y  estos 
valles  con  los  lamentos  de  los  desengañados  que  la  siguen.  No  esta 
muy  lejos  de  aquí  un  sitio  donde  hay  casi  dos  docenas  de  altas  hayas, 
y  no  hay  ninguna  que  en  su  lisa  corteza  no  tenga  grabado  y  escrito  el 
nombre  de  ^Marcela,  y  encima  de  alguno  una  corona  grabada  en  el 
mesmo  árbol,  como  si  más  claramente  dijera  su  amante  que  Marcela  • 
la  lleva  y  la  merece  de  toda  la  hermosura  humana.  Aquí  suspira  un 
pastor,  allí  se  queja  otro,  acullá  se  oyen  amorosas  canciones,  acá,  deses- 
peradas endechas.  Cuál  hay  que  pasa  todas  las  horas  de  la  noche  sen- 
tado al  ])ie  de  alguna  encina  ó  peñasco,  y  allí,  sin  plegar  los  llorosos 
ojos,  embebecido  y  transportado  en  sus  pensamientos,  le  halla  el  Sol  á 
la  mañana;  y  cuál  hay  que,  sin  dar  vado  ni  tregua  á  sus  suspiros,  en 
mitad  del  ardor  de  la  más  enfadosa  siesta  del  verano,  tendido  sobre 
la  ardiente  arena,  envía  sus  quejas  al  piadoso  Cielo;  y  deste  y  de  aquel, 
y  de  aípiellos  y  destos  libre  y  desenfadadamente  triunfa  la  hermosa 
Marcela;  y  todos  los  que  la  conocemos  estamos  esperando  en  qué  ha 
de  parar  su  altivez,  y  quién  ha  de  ser  el  dichoso  que  ha  de  venir  á  do- 
meñar condición  tan  terrible  y  gozar  de  hermosura  tan  extremada.  Por 
ser  todo  lo  que  he  contado  tan  averiguada  verdad,  me  doy  á  entender 
que  también  lo  es  lo  que  nuestro  zagal  dijo  que  se  decía  de  la  causa 
de  la  muerte  de  Grisóstomo;  y  así,  os  aconsejo,  señor,  (jiíe  no  dejéis 
de  hallaros  mañana  á  su  entierro,  que  será  muy  de  ver,  porque  Grisós- 
tomo tiene  nmchos  amigos,  y  no  está  deste  lugar  aquel  donde  manda 
enterrarse  media  legua. 

— En  cuidado  me  lo  tengo,  dijo  Don  Quijote,  y  agradézcoos  el  gusto 
que  me  liabéis  dado  con  la  narración  de  tan  sabroso  cuento. 

— ¡Oh!,  replicó  el  cabrero.  Aún  no  sé  yo  la  mitad  de  los  casos  sucedi- 
dos á  los  amantes  de  Marcela;  mas  podría  ser  que  mañana  topásemos 
en  el  camino  algún  pastor  que  nos  los  dijese;  y  por  ahora  bien  será 


PARTE    PRIMERA CAPITULO    XII 


G9 


(|ue  os  vais  á  dormir  debajo  de  tediado,  porque  el  sereno  os  podría  da- 
ñar la  herida,  puesto  (juc  es  tal  la  medicina  (jue  se  os  lia  imesto,  que  no 
liay  que  temer  de  contrario  accidente. 

Sancho  Pan/.a,  que  ya  daba  al  Diablo  el  tanto  hablar  del  cabrero,  so- 
licitó por  su  parte  que  su  amo  se  entrase  á  dormir  en  la  choza  de  Pe- 
dro. Hízolo  así,  y  todo  lo  más  de  la  noche  se  le  })asó  en  memorias  de  su 
señora  Dulcinea,  á  imitación  de  los  amantes  de  Marcela.  Sancho  Panza 
se  acomodó  entre  Rocinante  y  su  jumento,  y  dunnió,  no  como  enamo- 
rado desfavorecido,  sino  como  hombre  molido  ú  coces. 


CAPITULO  XIII 
Donde  se  da  fin  al  cuento  de  ia  pastora  Marcela,  con  otros  sucesos. 


■AS  apenas  comenzó  á  descubrirse  el  día  por  los  balcones  del 
Oriente,  cuando  los  cinco  de  los  seis  cabreros  se  levantaron  y 
fueron  á  despertar  á  Don  Quijote,  y  á  decille  si  estaba  todavía 
con  propósito  de  ir  á  ver  el  famoso  entierro  de  Grisóstomo,  y 
que  ellos  le  harían  compañía.  Don  Quijote,  que  otra  cosa  no  deseaba, 
se  levantó,  y  mandó  á  Sancho  que  ensiUase  y  enalbardase  al  momento, 
lo  cual  él  hizo  con  mucha  diligencia,  y  con  la  misma  se  pusieron  luego 
todos  en  camino;  y  no  hubieron  andado  un  cuarto  de  legua,  cuando,  al 
cruzar  de  una  senda  ^áeron  venir  hacia  ellos  hasta  seis  pastores,  vesti- 
dos con  pellicos  negros  y  coronadas  las  cabezas  con  guirnaldas  de  ciprés 
y  de  amarga  adelfa.  Traía  cada  uno  un  grueso  bastón  de  acebo  en  la 
mano;  venían  con  ellos  asimismo  dos  gentiles  hombres  de  á  caballo,  muy 
bien  aderezados  de  camino,  con  otros  tres  mozos  de  á  pie,  que  los  acom- 
pañaban. En  llegándose  á  juntar,  se  saludaron  cortésmente;  y  pregun- 
tándose los  unos  á  los  otros  dónde  iban,  supieron  que  todos  se  encami- 
naban al  lugar  del  entierro,  y  así,  comenzaron  á  caminar  todos  juntos. 
Uno  de  íos  de  á  caballo,  hablando  con  su  compañero,  le  dijo: 
— Paréceme,  señor  Vivaldo,  que  habemos  de  dar  por  bien  empleada 
la  tardanza  que  hiciéremos  en  ver  este  famoso  entierro,  que  no  podrá 
dejar  de  ser  famoso,  según  estos  pastores  nos  han  contado  extrafiezas, 
así  del  muerto  pastor  como  de  la  pastora  homicida. 

— Así  me  lo  parece  á  mí,  respondió  Vivaldo;  y  no  digo  yo  hacer 


PAETE    PRIMERA. CAPITULO    XIII  71 


Tardanza  de   un    día,    pero   de  cuatro   la   hiciera  á  trueco  de  verle. 

Fre.iíuntóles  Don  Quijote  qué  era  lo  que  hal^ían  oído  de  Marcela  y 
de  Grisóstomo. 

El  caminante  dijo  que  aquella  madrugada  liabían  encontrado  con 
aquellos  pastores,  y  que,  j)or  haberlos  visto  en  aquel  tan  triste  traje, 
les  habían  preguntado  la  ocasi<')n  por  qué  iban  de  aquella  manera;  que 
uno  dellos  se  la  contó,  contando  la  extrafieza  y  hermosura  de  una 
pastora  llamada  Marcela,  y  los  amores  de  muchos  que  la  recuestaban, 
con  la  muerte  de  aquel  Gris(3stomo,  á  cuyo  entierro  iban:  ñnalmente, 
él  contó  todo  lo  que  Pedro  á  Don  Quijote  liabía  contado. 

(.'eso  esta  plática  y  comenzóse  otra,  pregimtando  el  que  se  llamaba 
Vivaldo  á  Don  Quijote  qué  era  la  ocasión  que,le  movía  á  andar  armado 
de  aquella  manera  por  tierra  tan  pacíñca.  Á  lo  cual  respondió  Don 
Quijote:  «El  ejercicio  de  mi  profesión  no  consiente  ni  permite  que  yo 
ande  de  otra  manera:  el  buen  porte,  el  regalo  y  el  reposo  allá  se  inventó 
para  los  blandos  cortesanos;  mas  el  trabajo,  la  intjuietud  y  las  armas 
sólo  se  inventaron  é  hicieron  para  aquellos  que  el  mundo  llama  caba- 
lleros andantes,  de  los  cuales  yo,  aunque  indigno,  soy  el  menor  de 
todos.  >^ 

Apenas  le  oyeron  esto,  cuando  todos  le  tuvieron  por  loco;  y  por 
averiguarlo  más  y  ver  qué  género  de  locura  era  el  suyo,  le  tornó  á 
preguntar  Vivaldo  que  qué  quería  decir  caballeros  andantes.  «¿No  han 
vuestras  mercedes  leído,  respondió  Don  Quijote,  los  anales  é  historias 
de  Inglaterra,  donde  se  tratan  las  famosas  fazañas  del  rey  Arturo,  que 
comúnmente  en  nuestro  romance  castellano  llamamos  elVey  Artus,  de 
<iuien  es  tradición  antigua  y  común  en  todo  aquel  reino  de  la  Gran 
Bretaña  que  este  Rey  no  murió,  sino  que  por  arte  de  encantamiento  se 
-convirtió  en  cuervo,  y  que,  andando  los  tiempos,  ha  de  volver  á  su  ser 
v  á  cobrar  su  reino  y  cetro,  á  cuya  causa  no  se  probará  que  desde  aquel 
tiempo  á  este  haya  ningún  inglés  muerto  cuervo  algunoV  Pues  en  tiem- 
po deste  buen  Rey  fué  instituida  aquella  famosa  Orden  de  caballería 
de  los  caballeros  de  la  Tabla  Redonda,  y  pasaron,  sin  faltar  un  punto, 
los  amores  que  allí  se  cuentan  de  don  Lanzarote  del  Lago  con  la  reina 
Ginebra;  siendo  medianera  dellos  y  sabidora  aquella  tan  honrada  dueña 
Quintañona,  de  donde  nació  aquel  tan  sabido  romance,  v  tan  decantado 
en  nuestra  España,  de: 

Nunca  fuera  caballero 
De  damas  tan  bieu  servido,  * 

Como  fuera  Lanzarote 
Cuando  de  Bretaña  vino, 

con  aquel  progreso  tan  dulce  y  tan  suave  de  sus  amorosos  y  fuertes 
fechos.  Pues  desde  entonces,  de  mano  en  mano  fué  aquella  Orden  de 
caballería  extendiéndose  y  dilatándose  por  muchas  y  diversas  partes 
del  mundo;  y  en  ella  fueron  famosos  y  conocidos  por  sus  fechos  el 
vahente  Amadís  de  Gaula,  con  todos  sus  hijos  y  nietos  hasta  la  quinta 
generación,  y  el  valeroso  Fehxmarte  de  Hircaiiia,  y  el  nunca  como 
se  debe  alabado  Tirante  el  Blanco;  y  casi  que  en  nuestros  días  oímos  y 


79 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


coiimnicamos  y  vimos  al  invencible  y  valeroso  caballero  don  Belianis 
de  Grecia.  Esto,  pues,  señores,  es  ser  caballero  andante,  y  la  que  lie  di 
cho  es  la  Orden  de  su  caballería,  en  la  cual,  como  otra  vez  he  dicho,  yo. 
aunque  pecador,  he  hecho  profesión,  y  lo  mesmo  que  profesaron  los  ca 
balleros  referidos,  profeso  yo;  y  así,  me  voy  por.  estas  soledades  y  de- 
poblados  buscando  las  aventuras,  con  ánimo  deliberado  de  ofrecer  mi 
brazo  y  mi  persona  á  la  más  peligrosa  que  la  suerte  me  deparare,  cu 
ayuda  de  los  flacos  y  menesterosos.» 

Por  estas  razones  que  dijo  acabaron  de  enterarse  los  caminante-- 
que  era  Don  Quijote  falto  de  juicio,  y  del  género  de  locura  que  le  señe 
reaba,  de  lo  cual  recebieron  la  misma  admiración  que  recebían  todo- 
aquellos  que  de  nuevo  venían  en  conocimiento  della.  Y  Vivaldo,  que 
era  persona  muy  discreta  y  de  alegre  condición,  por  pasar  sin  pesa 
dumbre  el  poco  camino  que  decían  que  les  faltaba  para  llegar  á  la 
sierra  del  entierro,  quiso  darle  ocasión  á  que  pasase  más  adelante  con 
sus  disparates;  y  así,  le  dijo:  «Paréceme,  señor  caballero  andante,  que 
vuestra  merced  ha  profesado  una  de  las  más  estrechas  profesiones  que 
hay  en  la  Tierra,  y  tengo  para  mí  que  aun  la  de  los  frailes  cartujos  lio 
es  tan  estrecha. » 

— Tan  estrecha  bien  podrá  ser,  respondió  nuestro  Don  Quijote,  pero 
tan  necesaria  en  el  mundo,  no  estoy  á  dos  dedos  de  ponello  en  duda; 
porcjue,  si  va  á  decir  verdad,  no  hace  menos  el  soldado  que  pone  en 
ejecución  lo  que  su  capitán  le  manda  que  el  mesmo  capitán  que  se  lo 
ordena.  Quiero  decir  que  los  religiosos,  con  toda  ])az  y  sosiego  piden 
al  Cielo  el  bien  de  la  Tierra;  pero  los  soldados  y  caballeros  ponemos  cu 
ejecución  lo  que  ellos  piden,  defendiéndola  con  el  valor  de  nuestr<is 
brazos  y  filos  de  nuestras  espadas,  no  debajo  de  cubierta,  sino  al  cielo 
abierto,  puestos  por  blanco  de  los  insufrible  rayos  del  Sol  en  el  verano 
y  de  los  erizados  hielos  del  invierno.  Así  que  somos  ministros  de  Dios 
en  la  Tierra,  y  brazos  por  quien  se  ejecuta  en  ella  su  justicia.  Y  como 
las  cosas  de  la  guerra  y  las  á  ellas  tocantes  y  concernientes  no  se  pue- 
den poner  en  ejecución  sino  sudando,  afanando  y  trabajando  excesi^  a- 
mente,  sigúese  que  aquellos  que  la  profesan  tienen,  sin  duda,  mayoi' 
trabajo  que  aquellos  que  en  sosegada  paz  y  reposo  están  rogando  ;i 
Dios  favorezca  á  los  que  poco  pueden.  No  quiero  yo  decir,  ni  me  pasa 
por  pensamiento,  que  es  tan  buen  estado  el  de  caballero  andante  como 
el  del  encerrado  religioso:  sólo  quiero  inferir,  por  lo  Cjue  yo  padezc<  •. 
que,  sin  duda,  es  más  trabajoso  y  más  aporreado  y  más  hambrientt»  \' 
sediento,  miserable,  roto  y  piojoso;  porque  no  hay  duda  sino  que  los  ca 
balleros  andantes  pasados  pasaron  mucha  malaventura  en  el  discurso  de 
su  vida.  Y  si  algunos  subieron  á  ser  emperadores  por  el  valor  de  su  bra- 
zo, á  fe  que  les  costó  buen  por  qué  de  su  sangre  y  de  su  sudor;  y  qur 
si  á  los  que  á  tal  grado  subieron  les  faltaran  encantadores  y  sabios  que 
los  ayudaran,  que  ellos  quedaran  bien  defraudados  de  sus  deseos  y  bien 
engañados  de  sus  esperanzas. 

— De  ese  parecer  estoy  yo,  replicó  el  caminante;  pero  una  cosa. 
entre  otras  muchas,  me  parece  muy  mal  de  los  caballeros  andantes,  >' 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XIII  73 

es,  (jue  euaiido  se  ven  en  ocasión  de  acometer  una  grande  y  peligrosa 
aventura  en  (jue  se  ve  manifiesto  peligro  de  perder  la  vida,  nunca  en 
aijuel  instante  de  acometella  se  acuerdan  de  encomendarse  á  Dios,  como 
cada  cristiano  está  ol)ligado  á  hacer  en  j^eligros  semejantes;  antes  se  en- 
comiendan á  sus  damas  con  tanta  gana  y  devocicui,  como  si  ellas  fueran 
su  Dios,  cosa  que  me  parece  que  huele  algo  á  gentilidad. 

— Señor,  respondió  Don  Quijote,  eso  no  i)uede  ser  menos  en  ninguna 
manera,  y  caería  en  mal  caso  el  cal)allero  andante  (jue  otra  cosa  hiciese; 
([ue  ya  está  en  uso  y  costumhre  en  la  cahallería  andantesca  (¡ue  el  ca- 
l)allero  andante  ([ue  al  acometer  algún  gran  fecho  de  armas  tuviese  su 
señora  delante,  vuelva  á  ella  los  ojos  hlanda  y  amorosamente,  como  que 
le  pide  con  ellos  le  favorezca  y  ampare  en  el  dudoso  trance  que  acome- 
te; y  aun  si  nadie  le  oye,  está  ohligado  á  decir  algunas  })ala))ras  entre 
dientes  en  (pie  de  todo  corazón  se  le  encomiende,  y  destc»  tenemos  innu- 
merahles  ejemplos  en  las  historias.  Y  no  se  ha  de  entender  por  esto  (|ue 
han  de  dejar  de  encomendarse  á  Dios,  ((ue  tiempo  y  lugar  les  queda 
para  hacerlo  en  el  discurso  de  la  ohra. 

— Con  todo  eso,  replicó  el  caminante,  me  queda  un  escrúpulo,  y  es, 
que  nmchas  veces  he  leído  que  se  trahan  palal)ras  entre  dos  andantes 
cahalleros,  y  de  lina  en  otra  se  les  viene  á  encender  la  cólera,  y  á  vol- 
ver los  cahallos,  y  á  tomar  una  huena  pieza  del  campo;  y  luego,  sin  más 
ni  m/ís,  á  todo  el  correr  dellos,  se  vuelven  á  encontrar,  y  en  mitad  de  la 
corrida  se  encomiendan  á  sus  damas;  y  lo  que  suele  suceder  del  encuen- 
tro es,  que  el  uno  cae  por  las  ancas  del  cahallo,  i)asado  con  la  lanza  del 
contrario  de  parte  á  i)arte.  y  al  otro  le  aviene  tan  hien,  que,  á  no  tener- 
se á  las  crines  del  suyo,  no  pudiera  dejar  de  venir  al  suelo;  y  no  sé  yo 
cómo  el  muerto  tuv«í  lugar  para  encomendarse  á  Dios  en  el  discurso 
desta  tan  acelerada  obra;  mejor  fuera  que  las  palabras  que  en  la  carre- 
ra gastó  encomendándose  á  su  dama,  las  gastara  en  lo  que  debía  y  esta- 
ba obligado  como  cristiano;  cuanto  más,  (jue  yo  tengo  para  mí  cjue  no 
todos  los  caballeros  andantes  tienen  damas  á  <iuien  encomendarse,  por- 
que no  todos  son  enamorados. 

— Eso  no  puede  ser,  respondió  Don  Quijote:  digo  que  no  puede  ser 
que  haya  caballero  andante  sin  dama,  porque  tan  propio  y  tan  natural 
les  es  á  los  tales  ser  enamorados,  como  al  cielo  tener  estrellas;  y  á  buen 
seguro  (jue  no  se  haya  visto  historia  donde  se  halle  caballero  andante 
sin  amores;  y  por  el  mesmo  caso  que  estuviese  sin  ellos,  no  sería  tenido 
por  legítimo  caballero,  sino  por  bastardo,  y  que  entró  en  la  fortaleza  de 
la  caballería  dicha,  no  por  la  jiuerta,  sino  por  las  bardas,  como  salteador 
y  ladrón. 

— Con  todo  eso,  dijo  el  caminante,  me  parece,  si  mal  no  me  acuerdo, 
haber  leído  que  don  Galaor,  liermano  del  valeroso  Amadís  de  Gaula, 
nunca  tuvo  dama  señalada  á  quien  i)udiese  encomendarse;  y  con 
todo  esto,  no  fué  tenido  en  menos,  y  fué  un  muy  vaKente  y  famoso 
caballero. 

A  lo  cual  respondió  nuestro  Don  Quijote:  «Señor,  una  golondrina 
sola  no  hace  verano;  cuanto  más.  que  yo  sé  (¡ue  de  secreto  cstabíi  csi- 


74  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

caballero  muy  bien  enamorado;  fuera  que  aquello  de  querer  á  todas  bien 
cuantas  bien  le  parecían  era  condición  natural,  á  quien  no  podía  ir  á  la 
mano.  Pero,  en  resolución,  averiguado  está  muy  bien  que  él  tenía  una 
sola,  á  quien  él  había  hecho  señora  de  su  voluntad,  á  la  cual  se  encomen- 
daba muy  á  menudo  y  muy  secretamente,  porque  se  preció  de  secreto 
caballero. » 

— Luego,  si  es  de  esencia  que  todo  caballero  andante  haya  de  ser  ena- 
morado, dijo  el  caminante,  bien  se  puede  creer  que.  vuestra  merced  lo 
es,  pues  es  de  la  profesión;  y  si  es  que  vuestra  merced  no  se  precia  de 
ser  tan  secreto  como  Don  Galaor,  con  las  veras  que  puedo  le  suplico,  en 
nombre  de  toda  esta  compañía  y  en  el  mío,  nos  diga  el  nombre,  patria, 
calidad  y  hermosura  de  su  dama;  que  ella  se  tendrá  por  dichosa  de  que 
todo  el  mundo  sepa  que  es  querida  y  servida  de  un  tal  caballero  como 
vuestra  merced  parece. 

Aquí  dio  un  gran  suspiro  Don  Quijote  y  dijo:  «Yo  no  podré  afirmar 
si  la  dulce  mi  enemiga  gusta  ó  no  de  que  el  mundo  sepa  que  yo  la  sir- 
vo: sólo  sé  decir,  respondiendo  á  lo  que  con  tanto  comedimiento  se  me 
pide,  que  su  nombre  es  Dulcinea;  su  patria,  el  Toboso,  un  lugar  de  la 
Mancha;  su  calidad,  por  lo  menos  ha  de  ser  de  princesa,  pues  es  reina 
y  señora  mía;  su  hermosura,  sobrehumana,  pues  en  ella  se  vienen  á  ha- 
cer verdaderos  todos  los  imposibles  y  quiméricos^  atributos  de  belleza 
que  los  poetas  dan  á  sus  damas;  que  sus  cabellos  son  oro,  su  frente, 
campos  Elíseos,  sus  cejas,  arcos  del  cielo,  sus  ojos,  soles,  sus  mejillas,  ro- 
sas, sus  labios,  corales,  perlas  sus  dientes,  alabastro  su  cuello,  mármol 
su  pecho,  marfil  sus  manos,  su  blancura,  nieve;  y  las  partes  que  á  la 
vista  humana  encubrió  la  honestidad  son  tales,  según  yo  pienso  y,  en- 
tiendo, que  sólo  la  discreta  consideración  puede  encarecerlas,  y  no  com- 
pararlas. 

— ;E1  linaje,  prosapia  y  alcurnia  querríamos  saber,  replicó  Vivaldo. 

A  lo  cual  respondió  Don  Quijote:  «No  es  de  los  antiguos  Curcios, 
Gayos  y  Cipiones  romanos;  ni  de  los  modernos  Colonas  y  Ursinos;  ni  de 
los  Moneadas  y  Requesenes  de  Cataluña;  ni,  menos,  de  los  Rebellas  y  Vi- 
llanovas  de  Valencia;  Palafoxes,  Nuzas,  Rocabertis,  Corellas,  Lunas, 
Alagones.  Urreas,  Foces  y  Gurreas  de  Aragón;  Cerdas,  Manriques,  Men- 
dozas  y  Guzmanes  de  Castilla;  Alencantros,  Pallas  y  Meneses  de  Portu- 
gal; pero  es  de  los  del  Toboso  de  la  Mancha,  linaje,  aunque  moderno, 
tal,  que  puede  dar  generoso  principio  á  las  más  ilustres  familias  de  los 
venideros  siglos;  y  no  se  me  replique  en  esto  si  no  fuere  con  las  condi- 
ciones que  puso  Zerbino  al  pie  del  trofeo  de  las  armas  de  Orlando,  que 
decía: 

...Nadie  las  mueva 
Que  estar  no  pueda  con  Roldan  á  prueba. » 

— Aunque  el  mío  es  de  los  Cachopines  de  Laredo,  respondió  el  cami- 
nante, no  le  osaré  yo  poner  con  el  del  Toboso  de  la  Mancha,  puesto 
que,  para  decir  verdad,  semejante  apellido  hasta  ahora  no  ha  llegado  á 
mis  oídos. 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XIII  i'ú 

— Como  eso  no  liabrá  llegado,  replicó  Don  Quijote. 
Con  gran  atención  iban  escuchando  todos  los  demás  la  plática  de 
los  dos,  y  aun  hasta  los  mismos  cabreros  y  i)astores  conocieron  la  de- 
masiada falta  de  juicio  de  nuestro  Don  Quijote:  sólo  Sancho  Panza  pen- 
saba que  cuanto  su  amo  decía  era  verdad,  sabiendo  él  quién  era  y  ha- 
biéndole conocido  desde  su  nacimiento;  y  en  lo  (|ue  dudaba  algo  era  en 
creer  aquello  de  la  linda  Dulcinea  del  Toboso,  port[ue  nunca  tal  nombre 
ni  tal  princesa  había  llegado  jamás  á  su  noticia,  aunque  la  tenía  de  gente 
del  Toboso.  En  estas  pláticas  iban,  cuando  vieron  que  por  la  cjuiebra 
que  dos  altas  montañas  hacían  bajaban  hasta  veinte  pastores,  todos  con 
pellicos  de  negra  lana  vestidos,  y  coronados  con  guirnaldas,  que,  á  lo 
que  después  pareció,  eran  cuál  de  tejo  y  cuál  de  ciprés.  Entre  seis  dellos 
traían  unas  andas  cubiertas  de  mucha  diversidad  de  flores  y  de  ramos, 
lo  cual  visto  por  uno  de  los  cabreros,  dijo:  «Aquéllos  í(ue  allí  vienen  son 
los  que  traen  el  cuerpo  de  Grisóstomo,  y  al  pie  de  a([uella  montaña  es 
el  lugar  donde  él  mandó  ([ue  le  enterrasen.»  Por  esto  se  dieron  priesa  á 
llegar,  y  fué  á  tiempo  que  ya  los  que  venían  habían  puesto  las  andas 
311  el  suelo,  y  cuatro  dellos  con  agxidos  picos  estaban  cavando  la  sepul- 
tura á  un  lado  de  una  dura  peña. 

Recibiéronse  los  unos  y  los  otros  cortésmente,  y  luego  Don  Quijote 
V  los  que  con  él  venían  se  pusieron  á  mirar  las  andas,  y  en  ellas  vieron 
3ubierto  de  flores  un  cuerpo  muerto  y  vestido  como  pastor,  de  edad,  al 
parecer,  de  treinta  años;  y  aunque  muerto,  mostraba  que  vivo  había 
sido  de  rostro  hermoso  y  de  disjíosición  gallarda.  Alrededor  del  tenía 
3n  las  mismas  andas  algunos  libros  y  muchos  papeles,  abiertos  y  cerra- 
ios;  y  así  los  que  esto  miraban  como  los  que  abrían  la  supultura,  y 
codos  los  demás  que  allí  había,  guardaban  un  maravilloso  silencio, 
tiasta  que  uno  de  los  que  al  muerto  trujeron  dijo  á  otro:  «Mira  bien, 
Ambrosio,  si  es  éste  el  lugar  que  Grisóstomo  dijo,  ya  que  queréis  que 
:an  puntualmente  se  cumpla  lo  que  dejó  mandado  en  su  testamento.» 
— Este  es,  respondió  Ambrosio,  que  muchas  veces  en  él  me  contó 
ni  desdichado  amigo  la  liistoria  de  su  desventura.  Aquí  me  dijo  él  que 
vio  la  vez  primera  á  aquella  enemiga  mortal  del  Hnaje  humano,  y  aquí 
fué  también  donde  la  primera  vez  le  declaró  su  pensamiento,  tan 
lonesto  como  enamorado,  y  aquí  fué  la  última  vez  donde  Marcela  le 
xcabó  de  desengañar  y  desdeñar,  de  suerte  que  puso  íin  á  la  tragedia 
ie  su  miserable  vida;  y  aquí,  en  memoria  de  tantas  desdichas,  quiso  él 
jue  le  depositasen  en  las  entrañas  del  eterno  olvido.  Y  volviéndose  á 
Don  Quijote  y  á  los  caminantes,  prosiguió  diciendo:  Ese  cuerpo,  seño- 
res, que  con  piadosos  ojos  estáis  mirando,  fué  depositario  de  un  alma 
5n  quien  el  Cielo  puso  infinita  parte  de  sus  riquezas.  Ése  es  el  cuerpo 
ie  Grisóstomo,  que  fué  único  en  el  ingenio,  solo  en  la  cortesía,  extre- 
remo  en  la  getileza,  fénix  en  la  amistad,  magnífico  sin  tasa,  grave  sin 
presunción,  alegre  sin  bajeza,  y,  finalmente,  primero  en  todo  lo  que  es 
ser  bueno,  y  sin  segundo  en  todo  lo  que  fué  ser  desdichado.  Quiso  bien, 
"ué  aborrecido;  adoró,  fué  desdeñado;  rogó  á  una  fiera,  importunó 
i  un  mármol,  corrió  tras  el  viento,  dio  voces  á  la  soledad,  sirvió  á  la 


76  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

ingratitud,  de  (|uien  alcanzó  por  premio  ser  despojo  de  la  muerte  en 
la  mitad  de  la  carrera  de  su  vida,  á  la  cual  dio  fin  una  pastora  á  quien 
él  procuraba  eternizar  para  que  viviera  en  la  memoria  de  las  gentes, 
cual  lo-  pudieran  mostrar  bien  esos  papeles  que  estáis  mirando,  si  él  no 
me  hubiera  mandado  ípie  los  entre.í^ara  al  fuego  en  habiendo  entregado 
su  cuerpo  á  la  tierra. 

— De  mayor  rigor  y  crueldad  usaréis  vos  con  ellos,  dijo  A'ivaldo, 
que  su  mesmo  dueño,  pues  no  es  justo  ni  acertado  que  se  cumpla  la 
voluntad  de  quien  lo  que  ordena  va  fuera  de  todo  razonable  discurso; 
y  no  lo  tuviera  bueno  Augusto  César  si  consintiera  que  se  pusiera  en 
ejecución  lo  que  el  divino  Mantuano  dejó  en  su  testamento  mandado. 
Así  que,  señor  Ambrosio,  ya  que  deis  el  cuerpo  de  vuestro  amigo  á  la 
tierra,  no  queráis  dar  sus  escritos  al  olvido;  que  si  él  ordenó  como  agra- 
viado, no  es  bien  que  vos  cumpláis  como  indiscreto:  antes  haced,  dando 
la  vida  á  estos  papeles,  (jue  la  tenga  siempre  la  crueldad  de  Marcela,  para 
<iue  sirva  de  ejemplo  en  los  tiempos  que  están  por  venir  á  los  vivientes, 
para  que  se  aparten  y  huyan  de  caer  en  semejantes  despeñaderos;  que 
ya  sé  yo,  y  los  que  aquí  venimos,  la  liistoria  deste  vuestro  enamorado 
y  desesperado  amigo,  y  sabemos  la  amistad  vuestra  y  la  ocasión  de  su 
muerte,  y  lo  que  dejó  mandado  al  acabar  de  la  vida;  de  la  cual  lamen- 
table historia  se  puede  sacar  cuánta  haya  sido  la  crueldad  de  Marcela, 
el  amor  de  Grisóstomo,  la  fe  de  la  amistad  vuestra,  con  el  paradero  que 
tienen  los  que  á  rienda  suelta  corren  por  la  senda  que  el  desvariado 
amor  delante  de  los  ojos  les  pone.  Anoche  supimos  la  muerte  de  Gri- 
sóstomo y  que  en  este  lugar  había  de  ser  enterrado,  y  así,  de  curiosidad 
y  de  lástima,  dejamos  nuestro  derecho  viaje,  y  acordamos  de  venir  á 
ver  con  los  ojos  lo  que  tanto  nos  liabía  lastimado  en  oíllo;  y  en  pago 
desta  lástima  y  del  deseo  que  en  nosotros  nació  de  remedialla  si  pudié- 
ramos, te  rogamos,  ¡oh  discreto  Ambrosio!  (á  lo  menos  yo  te  lo  suplico  de 
mi  parte),  que,  dejando  de  abrasar  estos  papeles,  me  dejes  llevar  algu- 
nos dellos. 

Y  sin  aguardar  que  el  pastor  respondiese,  alargó  la  mano,  y  tomó 
algunos  de  los  que  más  cerca  estaban;  viendo  lo  cual  Ambrosio,  dijo: 
c'Por  cortesía  consentiré  que  os  quedéis,  señor,  con  los  c[ue  ya  habéis 
tomado;  pero  pensar  que  dejaré  de  (|uemar  los  que  quedan,  es  pensa- 
miento vano.; 

Vivaldo,  que  deseaba  ver  lo  que  los  papeles  decían,  abrió  luego  une 
<lellos,  y  vio  que  tenía  por  título:  Canción  deses^perada . 

Oyólo  Ambrosio  y  dijo:  «Ése  es  el  último  papel  que  escribió  el  des- 
dichado; y  porque  veáis,  señor,  en  el  término  (\we  le  tenían  sus  desven- 
turas, leeide  de  modo  C{ue  seáis  oído,  que  bien  os  dará  lugar  á  ello  el 
([ue  se  tardare  en  abrir  la  sepultura.» 

— Eso  haré  yo  de  muy  buena  gana,  dijo  Vivaldo;  y  oomo  todos  los 
circunstantes  tenían  el  mismo  deseo,  se  le  pusieron  á  la  redonda,  y  él 
leyendo  en  voz  clara,  vio  que  así  decía: 


('  A  P  1  T  l^  L  O  X  I  \' 

Donde  se  ponen  los  versos  desesperados  del  difunto  pastor,  con  otros 
no  esperados  sucesos. 


CANCIÓN  DE  (HilSÓSTOMO 


Ya  que  quieres,  cruel,  que  se  publique 
De  lengua  en  leugua  y  de  una  en  otra  geiiti 
Del  áspejo  rigor  tu.vo  la  fuerza, 
Harc  qiltefel  mesmo  Infierno  comunique 
Al  trisfe-pecbo  mío  un  son  doliente, 
Con  que  el  uso  común  de  mi  voz  tuerza: 
T  al  par  de  mi  deseo,  que  se  esfuerza 
A  decir  mi  dolor  y  tus  hazañas. 
De  la  eslían table  voz  irá  el  acento, 
Y  eu  él  mezclados,  por  mayor  tormento, 
Pedazos  de  las  miseras  entrañas. 
Escucha,  pues,  y  presta  atento  oído, 
Xo  al  concertado  son,  sino  al  rliido 
<)ne  de  lo  hondo  de  mi  amargo  pecho. 
Hevatlo  de  un  forzoso  desvario. 
Por  gusto  mío  sale,  y  tu  desiiecho. 

El  rugir  del  león,  del  lobo  fiero 
El  temeroso  aullido,  el  silbo  horrendo 
De  escamosa  serpiente,  el  e.spantable 
Baladro  de  algún  monstruo,  el  agorero 


Graznar  de  la  corneja,  y  el  estruendi> 
Del  viento  contrastado  en  mar  lu.stable; 
Del  ya  vencido  toro  el  implacable 
Bramido,  y  de  la  viuda  tortolilla 
El  sensible  arrullar;  el  triste  canto 
Del  infamado  buho,  con  el  llanto 
De  toda  la  infernal  negra  cuadrilla. 
Salgan  con  la  doliente  ánima  fuera, 
Mezclados  en  un  son  de  tal  manera. 
Que  se  confundan  los  sentidos  todos. 
Pues  la  pena  cruel  que  eu  mí  se  halla. 
Para  contalla  pide  nuevos  modos. 

De  tanta  confusión,  no  las  arenas 
Del  padre  Tajo  oirán  los  tristes  ecos, 
Ni  del  famoso  Betis  las  olivas; 
Que  allá  se  esparcirán  mis  duras  penas 
En  altos  riscos  y  en  profundos  huecos. 
Con  muerta  lengua  y  con  palabras  vivas; 
Ó  ,va  en  escuros  valles,  ó  en  esquivas 
Flavas,  desnudas  de  contrato  humami, 


i  I 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


O  adonde  el  Sol  jamás  mostró  su  lumbre, 
Ó  entre  la  venenosa  muchedumbre 
De  fieras  que  alimenta  el  llvio  llano; 
Que,  puesto  que  en  los  páramos  desiertos 
Los  ecos  roncos  de  mi  mal  inciertos 
Siuenen  con  tu  rigor  tan  sin  segundo. 
Por  privilegio  de  mis  cortos  liados 
Serán  llevados  por  el  ancho  mundo. 

Mata  un  desdén,  atierra  la  paciencia, 
Ó  verdadera  ó  falsa,  una  sospecha; 
Matan  los  celos  con  rigor  más  fuerte; 
Desconcierta  la  vida  larga  ausencia; 
Contra  un  temor  de  olvido  no  aprovecha 
Firme  esperanza  de  dichosa  suerte; 
Eq  todo  hay  cierta.  Inevitable  muerte; 
Mas  yo— ¡milagro  nunca  visto!— vivo 
Celoso,  ausente,  desdeüado,  y  cierto 
De  las  sospechas  que  me  tienen  muerto, 

Y  en  el  olvido,  en  quien  mi  fuego  avivo, 

Y  entre  tantos  tormentos,  nunca  alcanza 
Mi  vista  á  ver  en  sombra  á  la  esperanza. 
Ni  yo,  desesperado,  la  procuro: 
Antes,  por  extremarme  en  mi  querella. 
Estar  sin  ella  eternamente  juro. 

¿Puédese,  por  ventura,  en  un  isntante 
Esperar  y  temer,  ó  es  bien  hacello, 
Siendo  las  causas  del  temor  más  ciertas? 
¿Tengo,  si  el  duro  ceño  está  delante. 
De  cerrar  estos  ojos,  si  he  de  vello. 
Por  mil  heridas  en  el  alma  abiertas? 
¿Quién  no  abrirá  de  par  en  par  las  jiuertas 
Á  la  desconfianza,  cuando  mira 
Descubierto  el  desdén  y  las  sospechas? 
¡Oh  amarga  conversión,  verdades  hechas, 

Y  la  limpia  verdad  vuelta  en  mentira! 
¡Oh  del  reino  de  amor  fieros  tiranos, 
Zelos!  Ponedme  un  hierro  en  estas  manos; 
Dame,  desdén,  una  torcida  soga... 

Mas,  ¡ay  de  mi,  que  con  cruel  Vitoria 
Vuestra  memoria  el  sufrimiento  ahoga! 

Yo  muero  en  fin;  y  porque  nunca  espere 
Buen  suceso  en  la  muerte  ni  en  la  vida. 
Pertinaz  estaré  en  mi  fantasía. 
Diré  que  va  acertado  el  que  bien  quiere 

Y  que  es  más  libre  el  alma  más  rendida 
A  la  de  amor  antigua  tiranía; 

Diré  que  la  enemiga  siempre  mía. 


Hermosa  el  alma  como  el  cuerpo  tiene, 

Y  que  su  olvido  de  mi  culpa  nace, 

Y  que,  en  fe  de  los  males  que  nos  hace. 
Amor  su  imperio  en  justa  paz  mantiene; 

Y  con  esta  opinión  y  un  duro  lazo. 
Acelerando  el  miserable  plazo 

A  que  me  han  conducido  sus  desdenes. 
Ofreceré  á  los  vientos  cuerpo  y  alma. 
Sin  lauro  ó  palma  de  futuros  bienes. 

Tú,  que  con  tantas  sinrazones  muestras 
La  razón  que  me  fuerza  á  que  la  haga 
A  la  cansada  vida  que  aborrezco. 
Pues  ya  ves  que  te  da  notorias  muestras 
Esta  del  corazón  profunda  llaga 
De  cómo  alegre  á  tu  rigor  me  ofrezco, 
Si  por  dicha  conoces  que  merezco 
Que  el  cielo  claro  de  tus  bellos  ojos 
En  mi  muerte  se  turbe,  no  lo  hagas. 
Que  no  quiero  que  en  nada  satisfagas 
Al  darte  de  mi  alma  los  despojos; 
Antes  con  risa  en  la  ocasión  funesta 
Descubre  que  el  fin  mío  fué  tu  fiesta. 
Mas  gran  simpleza  es  avisarte  desto, 
Pues  sé  que  está  tu  gloria  conocida 
En  que  mi  vida  llegue/al  fin  tan  presto. 

Venga,  que  es  tiempo  ya,  del  hondo  abismo 
Tántalo  con  su  sed,  Sísifo  venga 
Con  el  peso  terrible  de  su  canto; 
Ticio  traiga  su  buitre,  y  ansimismo 
Con  su  rueda  Ixióu  no  se  detenga. 
Ni  las  hermanas  que  trabajan  tanto; 

Y  todos  juntos  su  mortal  quebranto 
Trasladen  en  mi  pecho,  y  en  voz  baja 
(Si  ya  á  un  desesperado  son  debidas) 
Canten  obsequias  tristes,  doloridas, 

Al  cuerpo,  á  quien  se  niegue  aun  la  mortaja; 

Y  el  portero  infernal  de  los  tres  rostros, 
Con  otras  mil  quimeras  y  mil  mostros, 
Lleven  el  doloroso  contrapunto, 

Que  otra  pompa  mejor  no  me  parece 
Que  la  merece  un  amador  difunto. 

Canción  desesperada,  no  te  quejes 
Cuando  mi  triste  compañía  dejes; 
Antes  pues  que  la  causa  do  naciste 
Con  mi  desdicha  aumenta  su  ventura, 
Aun  en  la  sepultura  no  estés  triste. 


I 


Bien  les  pareció  á  los  que  escuchado  habían  la  canción  de  Grisósto- 
mo,  puesto  que  el  que  la  le^^ó  dijo  que  no  le  parecía  que  conformaba 
con  la  relación  que  él  había  oído  del  recato  y  bondad  de  Marcela,  por- 
que en  ella  se  quejaba  Grisóstomo  de  celos,  sospechas  y  de  ausencia, 
todo  en  perjuicio  del  buen  crédito  y  buena  fama  de  Marcela;  á  lo  cual 
respondió  Ambrosio,  como  aquel  que  sabía  los  más  escondidos  pensa- 
mientos de  su  amigo: 

— Señor,  para  que  os  satisfagáis  desa  duda,  es  bien  que  sepáis  que 
cuando  este  desdichado  escribió  esta  canción  estaba  ausente  de  Marce- 
la, de  quien  se  había  ausentado  por  su  voluntad,  por  ver  si  usaba  con 
él  la  ausencia  de  sus  ordinarios  fueros;  y  como  al  enamorado  ausente 
no  hay  cosa  que  no  le  fatigue  ni  temor  que  no  le  dé  alcance,  así  le  fati- 
gaban á  Grisóstomo  los  celos  imaginados  y  las  sospechas  temidas  como 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    XIV  79 

si  fueran  verdaderas;  y  con  esto  queda  en  su  punto  la  verdad  que  la 
fama  pregona  de  la  bondad  de  Marcela,  la  cual,  fuera  de  ser  cruel  y  un 
poco  arrogante  y  un  mucho  desdeñosa...,  la  mesma  envidia  ni  debe  ni 
puede  ponerle  falta  alguna. 

—Así  es  la  verdad,  respondió  Vivaldo;  y  queriendo  leer  otro  papel  de 
los  que  había  reservado  del  fuego,  lo  estorbó  una  maravillosa  visión 
(que  tal  parecía  ella)  (jue  improvisamente  se  les  ofreció  á  los  ojos;  y 
fué,  que  por  cima  de  la  peña  donde  se  cavaba  la  sepultura  pareció  la 
pastora  Marcela,  tan  hermosa,  que  pasaba  á  su  fama  su  hermosura. 
Los  que  hasta  entonces  no  la  habían  visto  la  miraban  con  admiración 
y  silencio,  y  los  que  ya  estaban  acostumbrados  á  verla  no  quedaron 
menos  suspensos  que  los  que  nunca  la  habían  visto.  Mas  apenas  la 
hubo  visto  Ambrosio,  cuando  con  muestras  de  ánimo  indignado  le 
dijo: 

—¿Vienes  á  ver,  por  ventura,  ¡oh  fiero  basilisco  destas  montañas!,  si 
con  tu  presencia  vierten  sangre  las  heridas  deste  miserable,  á  quien  tu 
crueldad  quitó  la  vida,  ó  vienes  á  ufanarte  en  las  crueles  hazañas  de  tu 
condición,  ó  á  ver  desde  esa  altura,  como  otro  desapiadado  Nerón,  el 
incendio  de  tu  abrasada  Roma,  ó  á  pisar  arrogante  este  desdichado  ca- 
dáver, como  la  ingrata  hija  el  de  su  padre  Servio  Tulio?  Dinos  presto 
á  lo  que  vienes,  ó  qué  es  aquello  de  que  más  gustas;  que,  por  saber  yo 
que  los  pensamientos  de  Grisóstomo  jamás  dejaron  de  obedecerte  en 
vida,  haré  que,  aun  él  muerto,  te  obedezcan  los  de  todos  aquellos  que 
se  llamaron  sus  amigos. 

— No  vengo,  ¡oh  Ambrosio!,. á  ninguna  cosa  de  las  que  has  diclio, 
respondió  Marcela,  sino  á  volver  por  mí  misma,  y  á  dar  á  entender 
cuan  fuera  de  razón  van  todos  aquellos  que  de  sus  penas  y  de  la  muerte 
de  Grisóstomo  me  culpan;  y  así,  ruego  á  todos  los  que  aquí  estáis  me 
estéis  atentos;  que  no  será  menester  mucho  tiempo  ni  gastar  muchas 
palabras  para  persuadir  una  verdad  á  los  discretos.  Hízome  el  Cielo, 
según  vosotros  decís,  hermosa,  y  de  tal  manera,  que,  sin  ser  poderosos 
á  otra  cosa,  á  que  me  améis  os  mueve  mi  hermosura;  y  por  el  amor 
que  me  mostráis,  decís,  y  aun  queréis,  que  esté  yo  obligada  á  amaros. 
Yo  conozco,  con  el  natural  entendimiento  que  Dios  me  ha  dado,  que 
todo  lo  hermoso  es  amable;  mas  no  alcanzo  que,  por  razón  de  ser  amado, 
esté  obligado  lo  que  es  amado  por  hermoso  á  amar  á  quien  le  ama; 
y  más,  que  podría  acontecer  que  el  amador  de  lo  hermoso  fuese  feo,  y 
siendo  lo  feo  digno  de  ser  aborrecido,  cae  muy  mal  el  decir:  Quiérote 
i)or  hermosa;  hasme  de  amar,  aunque  sea  feo.  Pero,  puesto  caso  que 
jorran  igualmente  las  hermosuras,  no  por  eso  han  de  correr  iguales  los 
leseos;  que  no  todas  las  hermosuras  enamoran;  que  algunas  alegran  la 
vista  y  no  rinden  la  voluntad;  que  si  todas  las  bellezas  enamorasen  y 
•indiesen,  sería  un  andar  las  voluntades  confusas  y  descaminadas,  sin 
^aber  en  cuál  habían  de  parar;  porque,  siendo  infinitos  los  sujetos  her- 
nosos,  infinitos  habían  de  ser  los  deseos;  y,  según  yo  he  oído  decir,  el 
verdadero  amor  no  se  divide,  y  ha  de  ser  voluntario,  y  no  forzoso. 
Siendo  esto  así,  como  yo  creo  que  lo  es,  ¿por  qué  queréis  que  rinda  mi 

B.  P.— XX  7 


No  vengo,  ;oli,  Ambrosio!,  á  ninguna  cosa  de  las  iiiie  lias  dirlio,  n  s))uii(lió  Marcela, 
sino  á  volver  por  mi  misma... 


PEIMEBA    PARTE. CAPÍTULO    XIV  81 


voluntad  por  fuer/a,  obligada  no  más  de  que  decís  que  me  i[ueréis  bien? 
Si  no,  decidme:  si  como  el  Cielo  me  hizo  hermosa,  me  hiciera  fea,  ¿fuera 
justo  que  me  quejara  de  vosotros  porque  no  me  amábades?  Cuanto 
más,    que  habéis  de  considerar  que  yo  no  escoi^í  la  hermosura  que 
teniio;  que.  tal  cual  es,  el  Cielo  me  la  dio  de  .gracia,  sin  yo  pedilla  ni 
escoí^ella;  y  así  como  la  víbora  iio  merece  ser  culi>ada  por  la  [«Hizoñn 
que  tiene,  puesto  (^ue  con  ella  mata,  por  habérsela  dado  Naturaleza, 
tampoco  yo  merezco  ser  reprendida  por  ser  hermosa;  que  la  hermosurji 
en  la  mujer  honesta  es  como  el  fuejío  apartado,  ó  como  la  esj)ada  a^uda, 
que  ni  él  quema  ni  ella  corta  á  i|uien  á  ellos  no  se  acerca.  La  honra  y 
las  virtudes  son  adornos  del  alma,  sin  las  cuales  el  cuerpo,  aunque  í( 
sea,  no  debe  de  parecer  hermoso.  Pues  si  la  honestidad  es  una  de  lar 
virtudes  que  al  cuerpo  y  alma  más  adornan  y  hermosean,  ¿por  (pié  1; 
ha  de  perder  la  que  es  amada  por  hermosa,  por  corresponder  á  la  inten 
ción  de  aquel  que,  por  sólo  su  gusto,  con  todas  sus  fuerzas  é  industria? 
procura  que  la  pierda?  Yo  nací  hbre,  y  para  poder  vivir  libre  escogí  Ij 
soledad  de  los  campos:  los  árboles  destas  montañas  son  mi  comijañía. 
las  claras  aguas  destos  arroyos,  mis  espejos;  con  los  árboles  y  con  la^ 
aguas  comunico  mis  pensamientos  y  hermosura.  Fuego  soy  apartado, 
y  espada  puesta  lejos.  A  los  que  he  enamorado  con  la  vista,  he  desen 
ganado  con  las  j)alabras;  y  si  los  deseos  se  sustentan  con  esperanza.- 
no   liabiendo  yo  dado  alguna   á  Gi-isóstomo,  ni  á  otro  alguno  el  sí  d« 
ninguno  dellos.  bien  se  puede  decir  que  antes  le  mató  su  porfía  cjuc 
mi  crueldad;  y  si  se  me  hace  cargo  (]ue  eran  honestos  sus  i)ensamientos. 
y  que  por  esto  estaba  obligada  a  con-esponder  á  ellos,  (Ugo  que  cuando 
en  ese  mismo  lugar  donde  ahora  se  cava  su  se})ultura  me  descubrió  la 
bondad  de  su  intención,  le  dije  yo  que  la  mía  era  vivir  en  perpetua 
soledad,  y  de  que  sola  la  tierra  gozase  el  fruto  de  mi  recogimiento  y  los 
despojos  de  mi  liermosura;  y  si  él,  con  todo  este  desengaño,  (fuiso 
porfiar  contra  la  esperanza  y  navegar  contra  el  viento,  ¿(pié  nmcho  que 
se  anegase  en  la  mitad  del  golfo  ^le  su  desatino?  Si  yo  le  entretuviera, 
fuera  falsa;  si  le  contentara,  hiciera  contra  mi  mejor  intención  y  })ro- 
su})uesto.   Porfió  desengañado,    desesperó   sin   ser   aborrecido:    mirad 
ahora  si  será  razón  que  de  su  culpa  se  me  dé  á  mí  la  pena.  Quéjese  el 
engañado,  desespérese  aquel  á  (piien  le  faltaron  las  prometidas  espe- 
ranzas, confíese  el  que  yo  llamare,  ufánese  el  que  yo  admitiere;  i)ero 
no  me  llame  cruel  ni  homicida  aquel  á  quien  yo  no  prometo,  engaño, 
llamo  ni  admito.  El  Cielo,  aun  hasta  ahora,  no  ha  querido  que  vo  ame 
por  destino;  y  el  pensar-  (lue  tengo  de  amar  por  elección,  es  excusado. 
Este  general  desengaño  sirva  á  cada  uno  de  los  (pie  me  sohcitan  en  su 
l>ai-ticular  provecho;  y  entiéndase  de  aquí  adelante  que  si  alguno  por. 
mí  inuriere,  no  muere  de  celoso  ni  desdichado,  porque  quien  á  nadie 
<iuiere.  á  ninguno  debe  dar  celos,  que  los  desengaños  no  se  han  de 
tomar  en  cuenta  de  desdenes.  FA  (pie  me  llama  fiera  y  basihsco,  déjeme 
como  cosa  perjudicial  y  mala;  el  (jue  me  llama  ingrata,  no  me  sirva; 
el  (pie  desconocida,  no  me  conozca;  quien  cruel,  no  me  siga:  que  esta 
fiera,  este  basihsco,  esta  ingrata,  esta  cruel  y  esta  descoimcidn  no  los 


82  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


buscará,  semrá,  conocerá  ni  seguirá  en  ninguna  manera;  que  si  á  Gri- 
sóstomo  mató  su  impaciencia  y  arrojado  deseo,  ¿por  qué  se  ha  de 
culpar  mi  honesto  proceder  y  recato?  Si  yo  conservo  mi  hmpieza  con 
la  compañía  de  los  árboles,  ¿por  qué  ha  de  querer  que  la  pierda  el  que 
quiere  que  la  tenga  con  los  hombres?  Yo,  como  sabéis,  tengo  riquezas 
propias,  y  no  codicio  las  ajenas;  tengo  libre  condición,  y  no  gusto  de 
sujetarme;  ni  quiero  ni  aborrezco  á  nadie;  no  engaño  á  éste,  ni  solicito 
aquél,  ni  burlo  con  uno,  ni  me  entretengo  con  el  otro.  La  conversación 
honesta  de  las  zagalas  destas  aldeas  y  el  cuidado  de  mis  cabras  me 
entretiene:  tienen  mis  deseos  por  término  estas  montañas,  y  si  de  aquí 
salen,  es  á  contemplar  la  hermosura  del  cielo,  pasos  con  que  camina  el 
alma  á  su  morada  primera. 

Y  en  diciendo  esto,  sin  querer  oir  respuesta  alguna,  volvió  las  es- 
paldas y  se  entró  por  lo  más  cerrado  de  un  monte  que  allí  cerca  estaba, 
dejando  admirados,  tanto  de  su  discreción  como  de  su  hermosura,  á 
todos  los  que  allí  estaban.  Y  algunos  dieron  muestras  (de  aquellos  que 
de  la  poderosa  flecha  de  los  rayos  de  sus  bellos  ojos  estaban  heridos) 
de  quererla  seguir,  sin  aprovecharse  del  manifiesto  desengaño  que 
habían  oído;  lo  cual  visto  por  Don  Quijote,  pareciéndole  que  allí  venía 
bien  usar  de  su  caballería  socorriendo  á  las  doncellas  menesterosas, 
puesta  la  mano  en  el  puño  de  su  espada,  en  altas  é  inteligibles  voces 
dijo: 

— ¡Ninguna  persona,  de  cualquiera  estado  y  condición  que  sea,  se 
atreva  á  seguir  á  la  hermosa  Marcela,  so  pena  de  caer  en  la  furiosa 
indignación  mía!  Ella  ha  mostrado  con  claras  y  suficientes  razones  la 
poca  ó  ninguna  culpa  que  ha  tenido  en  la  muerte  de  Grisóstomo  y  cuan 
ajena  vive  de  condescender  con  los  deseos  de  ninguno  de  sus  amantes; 
á  cuya  causa  es  justo  que,  en  lugar  de  ser  seguida  y  perseguida,  sea 
honrada  y  estimada  de  todos  los  buenos  del  mundo,  pues  es  menester 
que  en  él  halle  estima  la  que  con  tan  honesta  intención  vive. 

O  ya  que  fuese  por  las  amenazas  de  Don  Quijote,  ó  porque  Ambro- 
sio les  dijo  que  concluyesen  con  lo  que  á  su  buen  amigo  debían,  nin- 
guno de  los  pastores  se  movió  ni  apartó  de  allí,  hasta  que,  acabada  la 
sepultura  y  abrasados  los  papeles  de  Grisóstomo,  pusieron  su  cuerpo  en 
ella,  no  sin  muchas  lágrimas  de  los  circunstantes.  Cerraron  la  sepultura 
con  una  gruesa  peña,  en  tanto  que  se  acababa  una  losa  que,  según  Am- 
brosio dijo,  pensaba  mandar  hacer,  con  un  epitafio  que  había  de  decir 
desta  manera: 

Yace  aquí  de  un  amador 
El  mísero  cuerpo  helado, 
Que  fué  pastor  de  ganado, 
Perdido  por  desamor. 

Murió  á  manos  del  rigor 
De  una  esquiva,  hermosa  ingrata, 
Con  quien  su  imperio  dilata 
La  urania  de  amor. 

Luego  esparcieron  por  cima  de  la  sepultura  muchas  flores  y  ramos,  y 
dando  todos  el  pésame  á  su  amigo  Ambrosio,  se  despidieron  del.  Lo 


I 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    Xlt  83 


mismo  hicieron  Vivaldo  y  su  compañero,  y  Don  Quijote  se  despidió 
de  sus  huéspedes  y  de  los  caminantes,  los  cuales  le  rogaron  se  viniese 
con  ellos  á  Sevilla,  por  ser  lugar  tan  acomodado  para  aventuras,  que 
en  cada  calle  y  tras  cada  esquina  se  ofrecen  más  que  en  otro  alguno. 
Don  Quijote  les  agradeció  el  aviso  y  el  ánimo  (|ue  mostraban  de  hacer- 
le merced,  y  dijo  que  por  entonces  no  quería  ni  debía  ir  á  Sevilla 
hasta  que  hubiese  despojado  todas  aquellas  sierras  de  ladrones  malan- 
drines, de  quien  era  fama  que  todas  estaban  llenas.  Viendo  su  buena 
determinación,  no  quisieron  los  caminantes  im})ortunarle  más,  sino, 
tornándose  á  despedir  de  nuevo,  le  dejaron,  y  prosiguieron  su  camino, 
en  el  cual  no  les  faltó  de  qué  tratar,  así  de  la  historia  de  Marcela  y 
Orisóstomo,  como  de  las  locuras  de  Don  Quijote,  el  cual  determinó  de 
ir  á  buscar  á  la  pastora  Marcela  y  ofrecerle  todo  lo  que  él  })odía  en  su 
servicio.  Mas  no  le  avino  como  él  pensaba,  según  se  cuenta  en  el  discur- 
so desta  verdadera  liistoria;  dando  aquífin  la  segunda  parte. 


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CAPITULO  X^^ 


Donde  se  cuenta  la  desgraciada  aventura  que  se  topó  Don  Quijote  en  topar 
con  unos  desalmados  yangUeses. 

UENTA  el  sabio  Cide  Hamete  Beiiengeli  que  así  como  Don  Quijote 
se  despidió  de  sus  huéspedes  y  de  todos  los  que  se  hallaron  al 
entierro  del  pastor  Grisóstomo,  él  y  su  escudero  se  entraron 
por  el  mismo  bosque  donde  vieron  que  se  había  entrado  Marce- 
la; y  habiendo  andado  más  de  dos  horas  por  él  buscándola  por  todas 
partes,  sin  poder  hallarla,  vinieron  á  parar  á  un  prado  lleno  de  fresca 
yerba,  junto  del  cual  corría  un  arroyo  apacible  y  fresco;  tanto,  que 
convidó  y  forzó  á  pasar  allí  las  horas  de  la  siesta,  que  rigurosamente 
comenzaba  ya  á  entrar.  Apeáronse  Don  Quijote  y  Sancho,  y  dejando 
el  jumento  y  á  Rocinante  á  sus  anchuras  pacer  de  la  mucha  yerba  que 
allí  había,  dieron  saco  á  las  alforjas,  y  sin  ceremonia  alguna,  en  buena 
[)az  y  compañía  amo  y  mozo  comieron  lo  que  en  ellas  hallaron.  No  se 
había  curado  Sancho  de  echar  sueltas  á  Rocinante,  seguro  de  que  le 
conocía  por  tan  manso  y  tan  poco  rijoso,  que  todas  las  yeguas  de 
la  dehesa  de  Córdoba  no  le  hicieran  tomar  mal  siniestro.  Ordenó,  pues, 
la  suerte  y  el  Diablo,  que  muy  pocas  veces  duerme,  que  andaban 
por  aquel  valle  paciendo  una  manada  de  hacas  galicianas  de  unos 
arrieros  yangüeses,  de  los  cuales  es  costumbre  sestear  con  su  recua  en 
lugares  y  sitios  de  yerba  y  agua;  y  aquel  donde  acertó  á  hallarse 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XV  85 


Don  (Quijote  era  muy  al  })r()})Ó8Íto  de  los  yan^íücses.  8iicedi('),  pues,  (|ue 
á  Rocinante  le  vino  en  deseo  de  refocilarse  con  las  señoras  facas;  y  sa- 
liendo, así  como  las  olió,  de  su  natural  paso  y  costumbre,  sin  pedir  li- 
cencia á  su  dueño,  tomó  un  trotillo  alijo  picadillo,  y  se  fué  á  comunicar 
su  iteccsidad  con  ellas;  mas  ellas,  que,  á  lo  ([uc  pareció,  debían  de  tener 
más  ^ana  de  i)acer  (jue  de  él,  recibiéronle  con  las  hciraduras  y  con  los 
dientes,  de  tal  manera  qut  á  poco  espacio  se  le  romj)ieron  las  cinclias, 
y  4quedó  sin  silla,  en  pelota.  Pero  lo  que  él  debió  más  de  sentir  fué 
que,  viendo  los  arriej-os  la  fuerza  que  á  sus  yejíuas  se  les  bacía,  acudie- 
ron con  estacas,  y  tantos  palos  le  dieron,  ([ue  le  derribaj'on.  mal  i)arado, 
en  el  suelo. 

Ya  en  esto  Don  Quijote  y  Hanclio,  ([ue  la  [)aliza  de  Rocinanto 
liabían  visto,  llegaban  ijadeando,  y  dijo  Don  Quijote  á  Sancho:  <  A  k> 
(jue  yo  veo,  amitjo  Sancho,  éstos  no  son  caballeros,  sino  íjente  soez  y 
(le  baja  ralea;  diñólo  por([ue  bien  me  puedes  ayudar  á  tomar  la  debida 
venganza  del  agravio  (|ue  delante  de  nuestros  ojos  se  le  ha  hecho  á  Ro- 
cinante.» 

— ¿Qué  diablíí  de  venganza  hemos  de  tomar,  respondió  Sancho,  si 
t'stos  son  más  de  veinte,  y  nosotros  no  más  de  dos,  y  aun  (|uizá  no  so- 
mos sino  uno  y  medio? 

— Yo  valgo  })or  ciento,  replicó  Don  (Quijote;  y  siik.  hacer  más 
discursos,  echó  mano  á  su  espada  y  arremetió  á  los  yangüeses,  y  lo 
mismo  hizo  Sancho  Panza,  incitado  y  movido  del  ejemplo  de  su 
amo;  y  á  las  |)rimerrs  dio  Don  Quijote  una  cuchillada  á  uno,  que  le 
abrió  un  sayo  de  cuero  de  ((ue  venía  vestido,  con  grnn  parte  de  la  e«- 
])alda. 

Los  yangüeses,  que  se  vieron  maltratar  de  aquellos  dos  hombres 
solos,  siendo  ellos  tantos,  acudieron  á  sus  estacas,  y  cogiendo  á  los 
dos  en  medio,  comenzaron  á  menudear  sobre  ellos  con  grande  ahinco 
y  vehemencia:  verdad  es  (jue  al  segundo  to([ue  dieron  con  Sancho  en 
el  suelo;  y  lo  mismo  le  avino  á  Don  Quijote,  .^in  (|ue  le  valiese  su 
destreza  y  buen  ánimo;  y  <[UÍso  su  ventura  (pie  viniese  á  caer  á  los 
pies  de  Rocinante,  que  aún  no  se  había  levantado;  donde  se  echa  de 
ver  la  furia  con  que  machacan  estacas  puestas  en  manos  rústicas  y 
enojadas.  V^iendo,  pues,  los  yangüeses  el  mal  recado  que  habían  hecho, 
con  la  mayor  i)resteza  que  pudieron  cargaron  su  recua  y  siguieron  su 
camino,  dejando  á  los  dos  aventureros  de  mala  traza  y  de  peor  ta- 
lante. 

El  primero  <iue  se  resintió  fué  Sanch(^  Panza,  y  hallándose  junto  ú 
su  señor,  con  voz  enferma  y  lastimada  dijo:  «¡Señor  Don  Quijote!  ¡Ah, 
señor  Don  Quijote!» 

— ¿Qué  (|uieres,  Sancho  hermano?,  respondió  Don  Quijote,  con  el 
mismo  tono  afeminado  y  doliente  que  Sancho. 

— Querría,  si  fuese  posible,  respondió  Sancho  Panza,  cjue  vuestra 
merced  me  diese  dos  tragos  de  aquella  bebida  del  feo  Blas,  si  es  que  la 
tiene  vuestra  merced  ahí  á  mano;  quizá  será  de  i)rovecho  para  los  que- 
brantamientos de  huesos,  como  lo  es  para  las  feridas. 


86  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Pues  á  tenerla  yo  aquí,  ¡desgraciado  yo!,  ¿qué  nos  falta])a?,  respon- 
dió Don  Quijote;  mas  yo  te  juro,  Sancho  Panza,  á  fe  de  caballero 
andante,  que  antes  que  pasen  dos  días,  si  la  fortuna  no  ordena  otra 
cosa,  la  tengo  de  tener  en  mi  poder,  ó  mal  me  lian  de  andar  las 
manos. 

— Pues  ¿en  cuántos  le  parece  á  vuestra  merced  que  podremos  mover 
los  pies?,  replicó  Sancho  Panza. 

— De  mí  sé  decir,  dijo  el  mohdo  caballero  Don  Quijote,  que  no  s^^- 
bré  poner  término  á  esos  días;  mas  yo  me  tengo  la  culpa  de  todo,  que 
no  había  de  poner  mano  á  la  espada  contra  hombres  que  no  fuesen  ar- 
mados caballeros  como  yo;  y  así,  creo  que  en  pena  de  haber  pasado  las 
leyes  de  la  caballería  ha  permitido  el  dios  de  las  batallas  que  se  me 
diese  este  castigo;  por  lo  cual,  hermano  Sancho,  conviene  que  estés  ad- 
vertido en  esto  que  ahora  te  diré,  porque  importa  mucho  á  la  salud  de 
entrambos;  y  es,  que  cuando  veas  que  semejante  canalla  nos  hace  al- 
gún agravio,  no  aguardes  á  que  yo  ponga  njano  á  la  espada  para  ello^ 
porque  no  lo  haré  en  ninguna  manera,  sino  pon  tú  mano  á  tu  espada  y[ 
castígalos  muy  á  tu  sabor;  que  si  en  su  ayuda  y  defensa  acudieren  ca- 
balleros, yo  te  sabré  defender  y  ofendellos  con  todo  mi  poder;  que  ya 
habr¿is  visto  por  mil  señales  y  experiencias  hasta  adonde  se  extiende  el 
valor  de  este.mi  fuerte  brazo.  (Tal  quedó  de  arrogante  el  pobre  señor 
con  el  vencimiento  del  valiente  vizcaíno.) 

Mas  no  le  pareció  tan  bien  á  Sancho  Panza  el  aviso  de  su  amo,  que 
dejase  de  responder  diciendo:  «Señor,  yo  soy  hombre  pacífico,  manso,, 
sosegado,  y  sé  disimular  cualquiera  injuria,  porque  tengo  mujer  y  hi- 
jos que  sustentar  y  criar:  así  que  séale  á  vuestra  merced  también  avi- 
so, pues  no  puede  ser  mandato,  que  en  ninguna  manera  pondré  mano 
á  la  espada  ni  contra  villano  ni  contra  caballero,  y  que  desde  aquí  para 
delante  de  Dios  perdono  cuantos  agravios  me  han  hecho  y  han  de  ha- 
cer, ora  me  los  haya  hecho  ó  haga  ó  haya  de  hacer  persona  alta,  ora 
lt)aja,  rico  ó  pobre,  hidalgo  ó  pechero,  sin  exceptuar  estado  ni  condición, 
alguna. » 

Lo  cual  oído  por  su  amo,  le  respondió:  «Quisiera  tener  aliento  para 
poder  hablar  un  poco  descansado,  y  que  el  dolor  que  tengo  en  esta 
costilla  se  aplacara  tanto  cuanto,  para  darte  á  entender.  Panza,  el 
^rror  en  que  estás.  ¡Ven  acá,  pecador!  Si  el  viento  de  la  fortuna,  hasta 
ahora  tan  contrario,  en  nuestro  favor  se  vuelve  llenándonos  las  velas 
del  deseo  para  que  seguramente  y  sin  contraste  alguno  tomemos 
puerto  en  alguna  de  las  ínsulas  que  te  tengo  prometidas,  ¿qué  sería 
de  ti,  si,  ganándola  yo,  te  hiciese  señor  della?  Pues  lo  vendrías 
imposibiUtar,  por  no  ser  caballero  ni  quererlo  ser,  ni  tener  valor  ni 
intención  de  vengar  tus  injurias  y  defender  tu  señorío.  Porque  has  de 
saber  que  en  los  reinos  y  provincias  nuevamente  conquistados  nunca 
están  tan  quietos  los  ánimos  de  sus  naturales,  ni  tan  de  parte  del 
nuevo  señor,  que  no  se  tenga  temor  de  que  han  de  hacer  alguna  nove- 
dad para  alterar  de  nuevo  las  cosas,  y  volver,  como  dicen,  á  probar 
ventura;  y  así,  es  menester  que  el  nuevo  posesor  tenga  entendimiento 


PARTE    PRIMEKA. 


-CAPITULO    XV 


87 


j>ara  saberse  gobernar,  y  valor  para  ofender  y  defenderse  en  cualquier 
acontecimiento. » 

— En  éste  que  ahora  nos  ha  acontecido,  respondió  Sancho,  quisiera 
yo  tener  ese  entendimiento  y  ese  valor  que  vuestra  merced  dice;  mas 
yo  le  juro,  á  fe  de  pobre  hombre,  que  más  estoy  para  bizmas  que  para 
pláticas.  Mire  vuestra  merced  si  se  puede  levantar,  y  ayudaremos  á  Ro- 
cinante, aunque  no  lo  merece,  porque  él  fué  la  causa  pi-incipal  de  todo 
este  mohmiento.  Jamás  tal  creí  de  Rocinante,  que  le  tenía  por  persona 
casta  y  tan  pacíñca  como  yo.  En  fin,  bien  dicen  que  es  menester  mucho 
tiempo  para  venir  á  conocer  las  personas,  y  que  no  hay  cosa  segura  en 
esta  vida.  ¿Quién  dijera  que  tras  de  aquellas  tan  grandes  cucliilladas 
como  vuestra  merced  dio  á  aquel  desdicliado  caballero  andante,  había 


"Señor,  ya  que  estas  desgracias  son  de  la  cosecha  de  la  caballería,  dígame  vuestra  merced 
si  suceden  muy  á  menudo... 


de  venir  por  la  posta  y  en  seguimiento  suyo  esta  tan  grande  tempestad 
de  palos  que  ha  descargado  sobre  nuestras  espaldas? 

— Aún  las  tuyas,  Sancho,  repHcó  Don  Quijote,  deben  de  estar  hechas 
á  semejantes  nublados;  pero  las  mías,  criadas  entre  sinabafas  y  holan- 
das, claro  está  que  sentirán  más  el  dolor  desta  desgracia;  y  si  no  fuese 
porque  imagino,,  ¿qué  digo  imagino?,  sé  muy  cierto  que  todas  estas  in- 
comodidades son  muy  anejas  al  ejercicio  de  las  armas,  aquí  me  dejaría 
morir  de  puro  enojo. 

A  esto  rephcó  el  escudero:  «Señor,  ya  que  estas  desgracias  son  de 
la  cosecha  de  la  caballería,  dígame  vuestra  merced  si  suceden  muy  á 
menudo,  ó  si  tienen  sus  tiempos  limitados  en  que  acaecen;  porque  me 
parece  á  mí  que  á  dos  cosechas  quedaremos  inútiles  para  la  tercera,  si 
Dios,  por  su  infinita  misericordia,  no  nos  socorre.» 

— Sábete,  amigo  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  que  la  vida  de  los 
caballeros  andantes  está  sujeta  á  mil  peligros  y  desventuras,  y  ni  más 
ni  menos  están  en  ])otencia  propincua  de  ser  los  caballeros  andantes 
reyes  y  emperadores,  como  lo  ha  mostrado  la  experiencia  en  muchos 


88  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

y  diversos  caballeros,  de  cuyas  historias  yo  tengo  entera  noticia;  y  })U- 
diérate  contar  ahora,  si  el  dolor  me  diera  lugar,  de  algunos  que  sólo 
por  el  valor  de  su  brazo  han  subido  á  los  altos  grados  que  he  contadt);  y 
estos  mesmos  se  vieron  antes  y  después  en  diversas  calamidades  y  mi- 
serias; porque  el  valeroso  Amadís  de  Gaula  se  vio  en  poder  de  su  mor- 
tal enemigo  xlrcalaus,  el  encantador,  de  quien  se  tiene  por  averiguado 
que  le  dio,  teniéndole  preso,  más  de  doscientos  azotes  con  las  riendas 
de  su  caballo,  atado  á  una  columna  de  un  patio;  y  aun  hay  un  autor 
secreto  y  de  no  poco  crédito,  (^ue  dice  que,  habiendo  cogido  al  Caba- 
llero del  Febo  con  una  cierta  trampa,  que  se  le  hundió  del)ajo  de  los 
pies  en  un  cierto  castillo,  al  caer  se  halló  en  una  honda  sima  debajo 
de  tierra,  atado  de  })ies  y  manos,  y  allí  le  echaron  una  destas  que  lla- 
man melecinas,  de  agua  de  nieve  y  arena,  de  lo  que  llegó  muy  al  cabo; 
y  si  no  fuera  socorrido  en  aquella  gran  cuita  de  un  sabio,  grande  amigo 
suyo,  lo  pasara  muy  mal  el  pobre  caballero.  Así  que  Iñen  puedo  yo 
pasar  entre  tanta  buena  gente,  que  mayores  afrentas  son  las  que  éstos 
pasaron  que  no  las  c^ue  ahora  nosotros  pasamos;  porque  quiero  ha- 
certe sabidor,  Sancho,  que  no  afrentan  las  lieridas  que  se  dan  con 
los  instrumentos  que  acaso  se  hallan  en  las  manos,  y  esto  está  en 
la  ley  del  duelo,  escrito  por  palabras  expresas;  que  si  el  zapatero  da  á 
otro  con  la  horma  que  tiene  en  la  mano,  puesto  que  verdaderamente 
es  de  palo,  no  por  eso  se  dirá  que  queda  apaleado  aquel  á  ([uien  dio 
con  ella.  Digo  esto  porque  no  pienses  que,  puesto  que  quedamos  desta 
pendencia  molidos,  quedamos  afrentados;  porque  las  armas  que  aíjue- 
llos  hombres  traían,  con  que  nos  machacaron,  no  eran  otras  que  sus 
estacas,  y  ninguno  dellos,  á  lo  que  se  me  acuerda,  tenía  estoque,  espada 
ni  puñal. 

— No  me  dieron  á  mí  lugar,  respondió  Sancho,  á  que  mirase  en  tanto, 
porque  apenas  puse  mano  á  mi  tizona,  cuando  me  santiguaron  los  hom- 
bros con  sus  pinos,  de  manera  ({ue  me  quitaron  la  vista  de  los  ojos  y  la 
fuerza  de  los  pies,  dando  conmigo  adonde  ahora  yago,  y  adonde  no  me 
da  pena  alguna  el  pensar  si  fué  afrenta  ó  no  lo  de  los  estacazos,  como 
me  la  da  el  dolor  de  los  golpes,  que  me  han  de  quedar  tan  impresos  en 
la  memoria  como  en  las  espaldas. 

— Con  todo  eso,  te  hago  saber,  hermano  Panza,  replicó  Don  Quijote, 
que  no  hay  memoria  á  quien  el  tiempo  no  acabe,  ni  dolor  ([ue  la  muer- 
te no  consuma. 

— Pues  ¿qué  mayor  desdicha  puede  ser,  replicó  Panza,  de  aquella  que 
aguarda  al  tiempo  ([ue  la  consuma  y  á  la  muerte  que  la  acabe?  Si  esta 
nuestra  desgracia  fuera  de  aquellas  que  con  un  par  de  bizmas  se  curan, 
aún  no  tan  malo;  pero  voy  viendo  que  no  han  de  bastar  todos  los  em- 
plastos de  un  hospital  para  ponernos  en  buen  término  siquiera. 

— Déjate  deso,  y  saca  fuerzas  de  flaqueza,  Sancho,  respondió  Don  Qui- 
jote; que  así  haré  yo;  y  veamos  como  está  Rocinante;  que,  á  lo  que  me 
parece,  no  le  ha  cabido  al  pobre  la  menor  parte  desta  desgracia. 

— No  hay  que  maravillarse  deso,  respondió  Sancho,  siendo  él  también 
caballería  andante:  de  lo  que  yo  me  maraviflo  es,  de  que  mi  jumento 


PARTE  PRIMERA. — CAPITULO  XV 


89 


liaya  quedado  libre  y  sin  costas,  donde  nosotros  salimos  sin  costillas. 

— Siempre  deja  la  ventura  una  puerta  al)ierta  en  las  desdichas  para 
dar  remedio  á  ellas,  dijo  I)(^n  <^uijote:  dígolo  }>orque  esa  beste/.uela  j)0- 
drá  suplir  ahora  la  falta  de  Rocinante,  llevándome  á  mí  desde  aquí  á 
algún  castillo,  donde  sea  curado  de  mis  feridas;  y  más  que  no  tendré  á 
deshonra  la  tal  caballería,  porque  me  acuerdo  haber  leído  que  aquel 
buen  viejo  Si  leño,  ayo  y  })edagogo  del  alegre  dios  de  la  risa,  cuando 
entró  en  la  ciudad  de  las  cien  puertas  iba  muy  á  su  placer  caballero 
sobre  un  muy  hermoso  asno. 

— Verdad  será  que  él  debía  de  ir  caballero  conio  vuestra  merced  dice. 


...en  la  cnal  (la  venta.i  Sancho  se  entró,  sin  más  averiguaci<5n,  con  toda  su  recna. 

respondió  Sandio;  pero  hay  grande  diferencia  del  ir  caballero  al  ir  atra- 
vesado como  costal  de  basura. 

A  lo  cual  respondió  Don  Quijote:  «Las  feridas  que  se  reciben  en  las 
batallas,  antes  dan  honra  que  la  quitan;  así  que.  Panza  amigo,  no  me 
repliques  más,  sino,  como  ya  te  he  dicho,  levántate  lo  mejor  que  pu- 
dieres, y  ponme,  de  la  manera  que  más  te  agradare,  encima  de  tu  ju- 
mento, y  vamos  de  Squí  antes  ([ue  la  noche  venga  y  nos  saltee  en  este 
despoblado. ) 

— Pues  yo  he  oído  decir  á  vuestra  merced,  dijo  Panza,  que  es  muy 
de  caballeros  andantes  el  dormir  eu  los  páramos  y  desiertos  lo  más  del 
año,  y  que  lo  tienen  á  mucha  ventura. 

— Eso  es,  dijo  I)(jn  (¿uijote,  cuando  no  pueden  más  ó  cuando  están 
enamorados;  y  es  tan  verdad  esto,  que  ha  habido  caballero  que  se  ha 
estado  sobre  una  peña  al  sol  y  á  la  sombra  y  á  las  inclemencias  del  cielo 


90  DON  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 


dos  años,  sin  que  lo  supiese  su  señora;  y  uno  destos  fué  Amadís,  cuando, 
llamándose  Beltenebros,  se  alojó  en  la  Peña  Pobre,  no  sé  si  ocho  años 
ú  ocho  meses,  que  no  estoy  muy  bien  en  la  cuenta:  basta  que  él  estuvo 
allí  haciendo  penitencia  por  no  sé  qué  sinsabor  que  le  hizo  la  señora 
Oriana.  Pero  dejemos  ya  esto,  Sancho,  y  acaba,  antes  que  suceda  otra 
desgracia  al  jumento  como  á  Rocinante. 

— Aun  ahí  sería  el  diablo,  dijo  Sancho;  y  despidiendo  treinta  ayes  y 
sesenta  suspiros  y  ciento  veinte  pésetes  y  reniegos  de  quien  allí  le  había 
traído,  se  levantó,  quedándose  agobiado  en  la  mitad  del  camino,  como 
arco  turquesco,  sin  poder  acabar  de  enderezarse;  y  con  todo  este  trabajo 
aparejó  su  asno,  que  también  había  andado  algo  destraído  con  la  dema- 
siada hbertad  de  aquel  día:  levantó  luego  á  Rocinante,  el  cual,  si  tuviera 
lengua  con  que  quejarse,  á  buen  seguro  que  Sancho  ni  su  amo  no  le 
fueran  en  zaga.  En  resolución,  Sancho  acomodó  á  Don  Quijote  sobre  el 
asno  y  puso  de  reata  á  Rocinante,  y  llevando  al  asno  del  cabestro,  se 
encaminó,  poco  más  ó  menos,  hacia  donde  le  pareció  que  podía  estar  el 
camino  real;  y  la  suerte,  que  sus  cosas  de  bien  en  mejor  iba  guiando,  aún 
no  hubo  andado  una  pequeña  legua,  cuando  le  deparó  el  camino,  en  el 
cual  descubrió  una  venta,  que  á  pesar  suyo  y  gusto  de  Don  Quijote,  ha- 
bía de  ser  castillo.  Porfiaba  Sancho  que  era  venta,  y  su  amo  que  no, 
sino  castillo;  y  tanto  duró  la  porfía,  que  tuvieron  lugar  sin  acabarla  de 
llegar  á  ella,  en  la  cual  Sancho  se  entró,  sin  más  averiguación,  con  toda 
su  recua. 


CAPITULO  XXl 

De  lo  que  le  sucedió  al  ingenioso  hidalgo  en  (a  venta,  que  él  imaginaba 

ser  castillo. 

L  ventero,  que  vio  á  Don  Quijote  atravesado  en  el  asno,  pre- 
guntó á  Sancho  qué  mal  traía.  Sancho  le  respondió  que  no  era 
nada,  sino  que  había  dado  una  caída  de  una  peña  abajo,  y  que 
venía  algo  bramadas  las  costillas.  Tenía  el  ventero  por  mujer  á 
una,  no  de  la  condición  que  suelen  tener  las  de  semejante  trato,  porque 
naturalmente  era  caritativa  y  se  dolía  de  las  calamidades  de  sus  próji- 
mos; y  así,  acudió  luego  á  curar  á  Don  Quijote,  y  hizo  que  una  hija 
suya,  doncella,  muchacha  y  de  muy  buen  parecer,  la  ayudase  á  curar  á 
su  huésped.  Servía  en  la  venta  asimismo  una  moza  asturiana,  ancha  de 
cara,  llana  de  cogote,  de  nariz  roma,  del  un  ojo  tuerta,  y  del  otro  no 
muy  sana;  verdad  es  que  la  gallardía  del  cuerpo  suplía  ías  demás  fal- 
tas: no  tenía  siete  palmos  de  los  pies  á  la  cabeza,  y  las  espaldas,  que 
algún  tanto  le  cargaban,  la  hacían  mirar  al  suelo  más  de  lo  que  ella 
quisiera.  Esta  gentil  moza,  pues,  ayudó  á  la  doncella,  y  las  dos  hicieron 
una  muy  mala  cama  á  Don  Quijote  en  un  camaranchón  que,  en  otros 
tiempos,  daba  manifiestos  indicios  que  había  servido  de  pajar  muchos 
años;  en  el  cual  también  alojaba  un  arriero,  que  tenía  su  cama  liecha 
im  poco  más  allá  de  la  de  nuestro  Don  Quijote;  y  aunque  era  de  las 
snjalmas  y  mantas  de  sus  machos,  hacía  mucha  ventaja  á  la  de  Don 
Quijote,  que  sólo  contenía  cuatro  mal  lisas  tablas  sobre  dos  no  muy 
iguales  bancos,  y  un  colchón  que  en  lo  sutil  parecía  colcha,  lleno  de 
bodoques,  que,  á  no  mostrar  que  eran  de  lana  por  algunas  roturas,  al 
tiento  en  la  dureza  semejaban  de  guijarro,  y  dos  sábanas  hechas  de 
3uero  de  adarga,  y  una  frazada,  cuyos  hilos,  si  se  quisieran  contar,  no 
se  perdiera  uno  solo  de  la  cuenta. 


112 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


En  esta  maldita  cama  se  acostó  Don  Quijote,  y  luego  la  ventera  y 
su  hija  le  emplastaron  de  arriba  abajo,  alumbrándoles  Maritornes,  que 
así  se  llamaba  la  asturiana;  y  como  al  bizmalle  viese  la  ventera  tan 
acardenalado  á  partes  á  Don  Quijote,  dijo  que  aquello  más  parecían  gol- 
pes que  caída. 

— No  fueron  golpes,  dijo  Sancho,  sino  que  la  peña  tenía  muchos 
picos  y  tropezones,  y  que  cada  uno  había  hecho  su  cardenal;  y  también 
le  dijo:  Haga  vuestra  merced,  señora,  de  manera  que  queden  algunas 
estojjas,  que  no  faltará  quien  las  haya  menester;  que  taml3Íén  me  duelen 
á  mí  un  poco  los  lomos. 

— Desa  manera,  respondió  la  ventera,  también  debistes  vos  de  caer. 

— No  caí,  dijo  Sancho  Panza,  sino  que,  del  sobresalto  que  tomé  de 
ver  caer  á  mi  amo,  de  tal  manera  me  duele  á  mí  el  cuerpo,  que  me 
parece  que  me  han  dado  mil  palos. 

— Bien  podrá  ser  eso,  dijo  la  doncella;  (jue  á  mí  me  ha  acontecido 
muchas  veces  soñar  que  caía  de  una  torre  abajo,  y  que  nunca  acababa 
de  llegar  al  suelo,  y  cuando  despertaba  del  sueño,  hallarme  tan  molida 
y  (quebrantada  como  si  verdaderamente  hubiera  caído. 

— Ahí  está  el  tocjue,  señora,  respondió  Sancho  Panza;  (¿ue  yo,  sin 
soñar  nada,  sino  estando  más  despierto  que  ahora  estoy,  me  hallo  con 
pocos  menos  cardenales  que  mi  señor  Don  Quijote. 

— ¿Cómo  se  llama  este  caballero?,  preguntó  la  asturiana  Maritornes. 

— Don  Quijote  de  la  Mancha,  respondió  Sancho  Panza,  y  es  caba- 
llero aventurero,  y  de  los  mejores  y  más  fuertes  que  de  luengos  tiempos 
acá  se  han  visto  en  el  mundo. 

— ¿Qué  es  caballero  aventurero?,  rephcó  la  moza. 

• — ¿Tan  nueva  sois  en  el  mundo  que  no  lo  sabéis  vos?,  respondió  San- 
cho Panza.  Pues  sabed,  hermana  mía,  que  caballero  aventurero  es  una 
cosa  que  en  dos  palabras  se  ve  apaleado  y  emperador:  hoy  está  la  más 
desdichada  criatura  del  mundo  y  la  más  menesterosa,  y  mañana  tendrá 
dos  ó  tres  coronas  de  reinos  que  dar  á  su  escudero. 

— Pues  ¿cómo  vos,  siéndolo  deste  tan  buen  señor,  dijo  la  ventera,  no 
tenéis,  á  lo  que  parece,  siquiera  algún  condado? 

— Aún  es  temprano,  respondió  Sancho,  porque  no  ha  sino  un  mes 
que  andamos  buscando  las  aventuras,  3"  hasta  ahora  no  hemos  topado 
con  ninguna  que  lo  sea,  y  tal  vez  hay  que  se  busca  una  cosa  y  se  halla 
otra:  verdad  es  que  si  mi  señor  Don  Quijote  sana  desta  herida  ó  caída 
y  yo  no  quedo  contrecho  della,  no  trocaría  mis  esperanzas  con  el  mejor 
título  de  España. 

Todas  estas  pláticas  estaba  escuchando  muy  atento  Don  Quijote.  \ 
sentándose  en  el  lecho  como  })udo,  tomando  de  la  mano  á  la  ventera, 
le  dijo:  <'Creedme,  fermosa  señora,  que  os  podéis  llamar  venturosa 
por  haber  alojado  en  este  vuestro  castillo  á  mi  persona,  que  es  tal  (jue 
si  yo  no  la  alabo,  es  por  lo  que  suele  decirse,  que  la  alabanza  propia 
envilece;  pero  mi  escudero  os  dirá  quien  soy.  Sólo  os  digo  que  tendré 
eteriiamente  escrito  en  mi  memoria  el  servicio  que  me  habedes  feclio, 
para  agradecéroslo  mientras  la  vida  me  durare;  ¡y  pluguiera  á  los  altos 


PAKTE    PKIOIERA. CAPITULO    XVI  98 

í'iek»,'^  (jue  el  amor  n<>  me  tuviera  tan  rendido  y  tan  sujeto  á  sus  leyes  y 
los  ojos  de  a(|uella  hermosa  inj^rata  que  dij^o  entre  mis  dientes,  <|iie  los 
¡destíi  fermosa  doncella  fueran  señores  de  mi  libertadla 

Confusas  estaban  la  ventera  y  su  hija  y  la  buena  de  Maritornes 
oyendo  las  i-a/.ones  del  andante  caballero,  (jue  así  las  entendían  como 
si  hablara  en  tírie^o.  aun(|ue  bien  alcanzaron  (jue  todas  se  encamina- 
ban a  ofrecimientos  y  reijuiebros;  y  como  no  usadas  á  semejante  len- 
guaje, mirábanle  y  admirábanse,  y  parecíales  otro  hombre  de  los  que 
se  usaban;  y  aj^radeciéndole  con  venteriles  razones  sus  ofrecimientos, 
le  dejaron;  y  la  asturiana  Maritornes  curó  á  Sancho,  que  no  menos  lo 
había  menester  que  su  amo. 

Había  el  arriero  concertado  con  ella  que  aquella  noche  se  refocila- 
rían juntos,  y  ella  le  había  dado  su  palabra  de  que,  en  estando  sosega- 
dos los  huéspedes  y  durmiendo  sus  amos,  le  iría  á  buscar  y  satisfacer- 
le el  gusto  en  cuanto  le  mandase.  Y  cuéntase  desta  buena  moza  que 
jamás  di()  semejantes  })alabras  (jue  no  las  cumpliese,  aunque  las  diese 
en  un  monte  y  sin  testigo  alguno,  porque  presumía  muy  de  hidalga,  y 
no  tenía  jxn'  afrenta  estar  en  aquel  ejercicio  de  servir  en  la  venta;  por- 
que decía  ella  que  desgracias  y  malos  sucesos  le  habían  traído  á  aipiel 
estado.  El  duro,  estrecho,  apocadíj  y  fementido  lecho  de  Don  Quijote 
estaba  ]>rimero  en  mitad  de  aquel  estrellado  establo;  y  luego,  junto  á 
él,  hizo  el  suyo  Sancho,  que  sólo  contenía  una  estera  de  enea  y  una 
manta,  (jue  antes  mostraba  ser  de  anjeo  tundido  que  de  lana;  sucedía 
á  estos  <los  lechos  el  del  arriero,  fabricado,  como  se  ha  dicho,  de  las 
enjalmas  y  de  todo  el  adorno  de  los  dos  mejores  mulos  que  traía,  aun- 
que eran  doce,  lucios,  gordos  y  famosos,  j^njue  era  uno  de  los  ricos 
arrieros  de  Arévalo,  según  lo  dice  el  autor  desta  historia,  que  deste 
arriero  hace  j)articular  mención,  i)orque  le  conocía  muy  bien,  y  aun 
quiere  decir  que  era  algo  pariente  suyo:  fuera  de  que'Cide  Hamete 
Benengeli  fué  historiador  muy  curioso  y  muy  ]»untual  en  todas  las 
cosas;  y  échase  bien  de  ver;  pues  las  que  quedan  referidas,  con  ser  tan 
mínimas  y  tan  rateras,  no  las  quiso  j)asar  en  silencio;  de  donde  podi'án 
tomar  ciem|)lo  los  historiadores  graves  que  nos  cuentan  las  acciones  tan 
corta  y  sucintamente,  que  apenas  nos  llegan  á  los  labios,  dejándose  en 
el  tintero,  ya  por  descuido,  por  malicia  ó  ignorancia,  lo  más  sustan- 
cial de  la  obra.  ¡Bien  haya  mil  veces  el  autor  de  Tahlanie  de  Uicamontf 
y  aquel  del  otro  libro  donde  se  cuentan  los  hechos  del  Conrh  Tom illas! 
i  Y  con  qué  i>untualidad  lo  describen  todo! 

Digo,  pues,  que,  des})ués  de  haber  visitado  el  arrien»  a  su  lecua  y 
dádole  el  segundo  pienso,  se  tendió  en  sus  enjalmas,  y  se  dio  á  esperaV 
á  su  puntualísima  Maritornes.  Y^a  estaba  Sancho  l)izmado  y  acostado; 
y  aunque  procural)a  dormir,  no  lo  consentía  el  dolor  de  sus  costillas;  y 
Don  (Quijote,  con  el  dolor  de  las  suyas,  tenía  los  ojos  abiertos  como 
liebre.  Toda  la  venta  estaba  en  silencio,  y  en  toda  ella  no  había  otra  luz 
que  la  que  daba  una  lánq^ara  (|ue,  colgada  en  medio  del  poi'tal,  ardía. 

Esta  maravillosa  quietud,  y  los  pensamientos  que  siem})re  nuestro 
í»aballero  traía  de  los  sucesos  que  á  cada  paso  se  cuentan  en  los  libros 


94  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

autores  de  su  desgracia,  le  trujo  á  la  imafíinación  una  de  las  extrañas 
locuras  que  buenamente  imaginarse  pueden;  y  fué  que  él  se  imaginó 
haber  llegado  á  un  famoso  castillo  (que,  como  se  ha  dicho,  castillos 
eran  á  su  parecer  todas  las  ventas  donde  alojaba),  y  que  la  hija  del 
ventero  lo  era  del  señor  del  castillo,  la  cual,  vencida  de  su  gentileza,  se 
había  enamorado  del,  y  prometido  que  aquella  noche,  á  furto  de  sus 
padres,  vendría  a  yacer  con  él  una  buena  pieza;  y  teniendo  toda  esta 
quimera,  que  él  se  había  fabricado,  por  firme  y  valedera,  se  comenzó  á 
acuitar  y  á  pensar  en  el  peligroso  trance  en  que  su  honestidad  se  había 
de  ver,  y  propuso  en  su  corazón  de  no  cometer  alevosía  á  su  señora 
Dulcinea  del  Toboso,  aunque  la  misma  reina  Ginebra  con  su  dueña 
Quintañona  se  le  pusiesen  delante. 

Pensando,  pues,  en  estos  disparates,  se  llegó  el  tiempo  y  la  hora 
{que  para  él  fué  menguada)  de  la  venida  de  la  asturiana,  la  cual,  en  ca- 
misa y  descalza,  cogidos  los  cabellos  en  una  albanega  de  fustán,  con  tá- 
citos y  atentados  pasos  entró  en  el  aposento  donde  los  tres  alojaban,  en 
busca  del  arriero;  pero  apenas  llegó  á  la  puerta,  cuando  Don  Quijote  la 
sintió;  y  sentándose  en  la  cama,  á  pesar  de  sus  bizmas  y  con  dolor  de 
sus  costillas,  tendió  los  brazos  para  recebir  á  su  fermosa  doncella.  La 
asturiana,  que,  toda  recogida  y  callando,  iba  con  las  manos  delante 
buscando  á  su  querido,  topó  con  los  brazos  de  Don  Quijote,  el  cual 
la  asió  fuertemente  de  una  muñeca,  y  tirándola  hacia  sí,  sin  que 
ella  osase  hablar  palabra,  la  hizo  sentar  sobre  la  cama;  tentóle  luego  la 
camisa,  y  aunque  ella  era  de  arpillera,  á  él  le  pareció  ser  de  finísimo 
y  delgado  cendal.  Traía  en  las  muñecas  unas  cuentas  de  vidrio;  pero  á 
él  le  dieron  vislumbres  de  preciosas  perlas  orientales;  los  cabellos,  que 
en  alguna  manera  tiraban  á  crines,  él  los  marcó  por  hebras  de  lucidí- 
simo oro  de  Arabia,  cuyo  resplandor  al  del  mismo  Sol  escurecía;  y  el 
ahento,  que  sin  duda  alguna  olía  á  ensalada  fiambre  y  trasnochada,  á 
él  le  pareció  que  arrojaba  de  su  boca  un  olor  suave  y  aromático;  y 
finalmente,  él  la  pintó  en  su  imaginación  de  la  misma  traza  y  modo 
que  él  había  leído  en  sus  hbros,  de  la  otra  princesa  que  vino  á  ver 
al  mal  ferido  caballero,  vencida  de  sus  amores,  con  todos  los  ador- 
nos que  aquí  van  puestos;  y  era  tanta  la  ceguedad  del  pobre  hidalgo, 
que  el  tacto,  ni  el  ahento,  ni  otras  cosas  que  traía  en  sí  la  buena  don- 
cella, no  le  desengañaban;  las  cuales  pudieran  hacer  vomitar  á  otro  que 
no  fuera  arriero;  antes  le  parecía  que  tenía  entre  sus  brazos  á  la  diosa 
de  la  hermosura. 

Y  teniéndola  bien  asida,  con  voz  amorosa  y  baja  le  comenzó  á  de- 
cir: «Quisiera  hallarme  en  términos,  fermosa  y  alta  señora,  de  poder 
pagar  tamaña  merced  como  la  que  con  la  vista  de  vuestra  gran  fermo- 
sura  me  habedes  fecho;  pero  ha  querido  la  fortuna,  que  no  se  cansa  de 
perseguir  á  los  buenos,  ponerme  en  este  lecho  donde  yago,  tan  molido 
y  quebrantado,  que  aunque  de  mi  voluntad  quisiera  satisfacer  á  la 
vuestra,  fuera  imposible;  y  más,  que  se  añade  á  esta  imposibilidad 
otra  mayor,  que  es  la  prometida  fe  que  tengo  dada  á  la  sin  par  Dulci- 
nea del  Toboso,  única  señora  de  mis  más  escondidos  pensamientos; 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XVI 


95 


(|ue  si  esto  no  Imbiera  de  por  medio,  no  fuera  yo  tan  sandio  caballero 
que  dejara  pasar  en  blanco  la  venturosa  ocasión  en  que  vuestra  graiii 
bondad  me  ha  puesto.» 

Maritornes  estaba  con^ojadísima  y  trasudando  de  verse  tan  asida 
<le  Don  Quijote,  y  sin  entender  ni  estar  atenta  á  las  razones  que  le  de- 
cía, procuraba,  sin  hablar  palabra,  desasirse.  FA  bueno  del  arriero,  á 
quien  tenían  des})ierto  sus  malos  deseos,  desde  el  punto  que  entró  su 
coima  por  la  puerta,  la  sintió;  estuvo  atentamente  escuchando  todo  lo- 
que Don  Quijote  decía,  y  celoso  de  que  la  asturiana  le  hubiese  faltado 
á  la  palabra  por  otro,  se  fué  llesjando  más  al  lecho  de  Don  Quijote,  y 


...  daba  el  arriero  á  Sancho,  Sancho  á  la  moza,  la  moza  á  él,  el  ventero  á  la  moza, 
y  todos  menudeaban... 

estúvose  quedo  hasta  ver  en  qué  paraban  aquellas  razones  que  él  no 
podía  entender;  pero,  como  \ió  que  la  moza  forcejaba  por  desasirse  y 
Don  Quijcte  trabajaba  por  tenerla,  pareciéndole  mal  la  burla,  enarboló- 
el  brazo  en  alto,  y  descargó  tan  terrible  puñadív  sobre  las  estrechas 
quijadas  del  enamorado  caballero,  que  le  bañó  toda  la  boca  en  sangre; 
y  no  contento  con  esto,  se  le  subió  encima  de  las  costillas,  y  con  los- 
pies,  más  que  de  trote;  se  las  paseó  todas  de  cabo  á  cabo.  El  lecho,  que 
era  un  poco  endeble  y  de  no  firmes  fundamentos,  no  pudiendo  .sufrir  la 
añadidura  del  arriero,  dio  consigo  en  el  suelo,  á  cuyo  gran  ruido  des- 
pertó el  ventero,  y  luego  imaginó  que  debían  de  ser  pendencias  de  Ma- 
ntornes, porque  habiéndola  llamado  á  voces,  no  respondía.  Con  esta, 
sospecha  se  levantó,  y  encendiendo.un  candil,  se  fué  hacia  donde  liabía 
sentido  la  pelaza. 

B.  P.— XX  ft 


96  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

La  moza,  viendo  que  su  amo  venía  y  que  era  de  condición  terrible, 
toda  medrosica  y  alborotada,  se  acogió  á  la  cama  de  Sancho  Panza,  que. 
aunque  mal,  ya  dormía,  y  allí  se  acurrucó  y  se  hizo  uii  ovillo. 

El  ventero  entró  diciendo:  «¿Adonde  estás,  puta?  ¡A  })uen  seguro  que 
son  tus  cosas  éstas!' 

Eu  esto  despertó  Sancho;  y  sintiendo  aquel  bulto  casi  encima  de 
:sí,  pensó  que  tenía  la  pesadilla,  y  comenzó  á  dar  puñadas  á  una  y 
otra  }»arte,  y  entre  otras,  alcanzó  con  no  sé  cuántas  á  Maritornes,  la 
cual,  sentida  del  dolor,  echando  á  rodar  la  honestidad,  dio  el  retorno  á 
Sancho  con  tantas,  que  á  su  despecho  le  quitó  el  sueño;  el  cual,  vién- 
dose tratar  de  aíjuella  manera,  y  sin  saber  de  quién,  alzándose  como 
pudo,  se  abrazó  con  Maritornes,  y  comenzaron  entre  los  dos  la  más  re- 
ñida y  graciosa  escaramuza  del  mundo.  Viendo,  pues,  el  arriero  á  la 
lumbre  del  candil  del  ventero  cuál  andaba  su  dama,  dejando  á  Don 
Quijote,  acudió  á  dalle  el  socorro  necesario:  lo  mismo  hizp  el  ventero, 
pero  con  intención  diferente,  porque  fué  á  castigar  á  la  moza,  creyendo, 
siil  duda,  que  ella  sola  era  la  ocasión  de  toda  aquella  armonía.  Y  así, 
como  suele  decirse,  «el  gato  al  rato,  el  rato  á  la  cuerda,  la  cuerda  al 
palo»,  daba  el  arriero  á  Sancho,  Sancho  á  la  moza,  la  moza  á  él,  el  ven- 
tero á  la  moza,  y  todos  menudeaV)an  con  tanta  priesa,  que  no  se  daban 
punto  de  reposo.  Y  fué  lo  bueno,  que  al  ventero  se  le  apagó  el  candil;  y 
como  quedaroii  á  escuras,  dábanse  tan  sin  compasión  todos  á  bulto,  que 
adoquiera  que  ponían  la  mano  no  dejaban  cosa  sana. 

Alojalía  acaso  acjuella  noche  en  la  venta  un  cuadrillero  de  los  que 
llaman  de  la  Santa  Hermandad  vieja  de  Toledo,  el  cual,  oyendo  asi- 
mismo el  extrañ(j  estruendo  de  la  j^elea,  asió  de  su  media  vara  y  de  la 
í-aja  de  lata  de  sus  títulos,  y  entró  á  escuras  en  el  aposento,  diciendo: 
V ¡Ténganse  á  la  justicia!  ¡ténganse  á  la  Santa  Hermandad!»  Y  el  pri- 
mero con  (|uien  toi)ó  fué  con  eí  apuñeado  Don  Quijote ,  (|ue  estaba  en 
su  derribado  lecho,  tendido  boca  arriba,  sin  sentido  alguno;  y  echán- 
dole á  tiento  mano  á  las  barbas,  no  cesaba  de  decir:  «¡Favor  á  la  jus- 
ticia!» Pero  viendo  que  el  que  tenía  agido  no  se  bullía  ni  meneaba, 
se  dio  á  entender  que  estaba  muerto,  y  que  los  que  allí  dentro  estaban 
eran  sus  matadores;  y  con  esta  sospecha,  reforzó  la  voz,  diciendo: 
«¡Ciérrese  la  i)uerta  de  la  venta;  miren  no  se  vaya  nadie,  que  han  muer- 
to aquí  á  un  hombre!» 

Esta  voz  sobresaltó  á  todos,  y  cada  cual  dejó  la  pendencia  en  el 
grado  que  le  tomó  la*  voz.  Retiróse  el  ventero  á  su  aposento,  el  arriero 
á  sus  enjalmas,  la  moza  á  su  rancho;  solos  los  desventurados  Don  Qui- 
jote y  Sancho  no  se  jnidieron  moveí'  de  donde  estaban.  Soltó  en  esto  el 
cuadrillero  la  l)arba  de  Don  Quijote,  y  salió  á  buscar  luz  para  buscar  y 
prenderá  los  delincuentes;  mas  no  la  halló,  porque  el  ventero,  de  indus- 
tria, había  muerto  la  lámpara  cuando  se  retiró  á  su  estancia ,  y  fuéle 
forzoso  acudir  á  la  chimenea,  donde  con  mucho  trabajo  y  tiempo  en- 
t'endió  el  cuadrillei'o  otro  candil. 


CAlMTrLO  X\I1 

Donde  se  prosiguen  los  innumerables  trabajos  que  el  bravo  Don  Quijote  y  su 
buen  escudero  Sancho  Panza  pasaron  en  la  venta,  que  por  su  mal  Don  Qui- 
jote pensó  que  era  castillo. 


ABÍA  ya  vuelto  en  este  tiempo  de  su  parasismo  Don  Quijote;  y 

con  el  mismo  tono  de  voz  con  que  el  día  antes  había  llamado 

á  su  escudero  cuando  estaba  tendido  en  el  val  de  las  estacas, 

le  comenzó  á  llamar,   diciendo:    «Sancho  amigo,  ¿duermesV 

¿Duermes,  amigo  Sancho?» 

— fQué  tengo  de  dormir,  pesia  á  mí,  respondió  Sancho,  lleno  de  pe- 
sadumbre y  de  despecho;  que  no  parece  sino  que  todos  los  diablos  han 
andado  conmigo  esta  noche! 

— Puédeslo  creer  así  sin  duda,  respondió  Don  Quijote;  porque,  ó  yo 
sé  i)oco,  ó  este  castillo  es  encantado;  porque  has  de  saber...  Mas  esto 
que  ahora  quiero  decirte,  hasme  de  jurar  que  lo  tendrás  secreto  hasta 
después  de  mi  muerte. 

— Sí  juro,  respondió  Sancho. 

— Dígolo,  replicó  Don  Quijote,  porque  soy  enemigo  de  ([ue  se  quite 
la  honra  á  nadie. 

^Digo  que  sí  juro,  tornó  á  decir  Sancho,  que  lo  callaré  hasta  des- 
pués de  los  días  de  vuestra  merced;  ¡y  plega  á  Dios  que  lo  |)ueda  des- 
cubrir mañana! 


98  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— ¿Tan  malas  obras  te  hago,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  que 
me  querrías  ver  muerto  con  tanta  brevedad? 

— No  es  por  eso,  respondió  Sancho,  sino  porque  soy  enemigo  de 
guardar  mucho  las  cosas,  y  no  querría  que  se  me  pudriesen  de  guar- 
dadas. 

— Sea  por  lo  que  fuere,  dijo  Don  Quijote,  que  más  fío  de  tu  amor  y 
de  tu  cortesía;  y  así,  has  de  saber  que  esta  noche  me  ha  sucedido  una 
de  las  más  extrañas  aventuras  que  3^0  sabré  encarecer;  y  por  contártela 
en  breve,  sabrás  que  poco  ha  que  á  mí  vino  la  hija  del  señor  deste 
castillo,  que  es  la  más  apuesta  y  fermosa  doncella  que  en  gran  parte 
de  la  Tierra  se  puede  hallar.  ¡Qué  te  podría  decir  del  adorno  de  su  per- 
sona! ¡Qué  de  su  gallardo  entendimiento!  ¡Qué  de  otras  cosas  ocultas, 
que,  por  guardar  la  fe  que  debo  á  mi  señora  Dulcinea  del  Toboso,  de- 
jaré pasar  intactas  y  en  silencio!  Sólo  te  quiero  decir  que,  envidioso  el 
hado  de  tanto  bien  como  la  ventura  me  había  puesto  en  las  manos,  ó  qui- 
zá (y  esto  es  lo  más  cierto)  que,  como  tengo  dicho,  es  encantado  este 
castillo,  al  tiempo  que  yo  estaba  con  ella  en  dulcísimos  y  amorosísimos 
coloquios,  sin  que  yo  la  viese  ni  supiese  por  dónde  venía,  vino  una 
mano  pegada  á  algún  brazo  de  algún  descomunal  gigante,  y  asentóme 
una  puñada  en  las  quijadas,  tal,  que  las  tengo  todas  bañadas  en  san- 
gre; y  después  me  molió  de  tal  suerte,  que  estoy  peor  que  ayer,  cuando 
los  arrieros,  por  demasías  de  Rocinante,  nos  hicieron  el  agravio  que  sa- 
bes: por  donde  conjeturo  que  él  tesoro  de  la  fermosura  desta  doncella 
le  debe  de  guardar  algún  encantado  moro,  y  no  debe  de  ser  para  mí. 

— Ni  para  mí  tampoco,  respondió  Sancho,  porque  más  de  cuatro- 
cientos moros  me  han  aporreado  de  manera,  que  el  molimiento  de  las 
estacas  fué  tortas  y  pan  pintado.  Pero  dígame,  señor:  ¿cómo  llama  á 
ésta  buena  y  rara  aventura,  habiendo  quedado  della  cual  quedamos? 
Aún  vuestra  merced  menos  mal,  pues  tuvo  en  sus  manos  ac¡[uella  in- 
comparable fermosura  que  ha  dicho;  pero  yo  ¿qué  tuve,  sino  los  mayo- 
res porrazos  que  pienso  recebir  en  toda  mi  vida?  ¡Desdichado  de  mí  y 
de  la  madre  que  me  parió!  ¡Que  ni  soy  caballero  andante  ni  lo  pienso 
ser  jamás,  y  de  todas  las  malandanzas  me  cabe  la  mayor  parte! 

— Luego  ¿también  estás  tú  aporreado?,  respondió  Don  Quijote. 

^ — ¿No  le  he  dicho  que  sí,  pese  á  mi  linaje?,  dijo  Sancho. 

— No  tengas  pena,  amigo,  dijo  Don  Quijote,  que  yo  haré  ahora  el 
bálsamo  precioso,  con  que  sanaremos-  en  un  abrir  y  cerrar  de  ojos. 

Acabó  en  esto  de  encender  el  candil  el  cuadrillero,  y  entró  á  ver  el 
que  pensaba  que  era  muerto;  y  así  como  le  vio  entrar  Sancho,  viéndole 
venir  en  camisa  y  con  su  paño  de  cabeza,  y  el  candil  en  la  mano,  y  con 
una  muy  mala  cara,  preguntó  á  su  amo:  «Señor,  ¿si  será  éste  á  dicha  el 
moro  encantado,  que  nos  vuelve  á  castigar  si  se  dejó  algo  en  el  tintero?» 

— No  puede  ser  el  moro,  respondió  Don  Quijote,  porque  los  encan- 
tados no  se  dejan  ver  de  nadie. 

—Si  no  se  dejan  ver,  déjanse  sentir,  dijo  Sancho;  si  no,  díganlo  mis 
espaldas. 

— También  lo  podrían  decir  las  mías,  respondió  Don  Quijote;  pero 


PAETE  PRIMERA. CAPÍTULO  XVII  1>ÍI 


no  es  bastante  indicio  ése  para  creer  que  éste  que  se  ve  sea  el  encanta- 
ndo moro. 

Lleiió  el  cuadrillero,  y  como  los  halló  hablando  en  tan  sosegada  con- 
versación, quedó  suspenso.  Bien  es  verdad  que  avín  Don  Quijote  se  es- 
taba boca  arriba  sin  poderse  menear,  de  puro  moUdo  y  emplastado.  Lle- 
góse á  él  el  cuadrillero,  y  di  jóle:  «Pues  ¿cómo  va,  buen  hombre?» 

— ¡Hablara  yo  más  bien  criado,  respondió  Don  Quijote,  si  fuera  que 
vos!  ¿Usase  en  esta  tierra  hablar  desa  suerte  á  los  caballeros  andantes, 
majadero? 

El  cuadrillero,  que  se  vio  tratar  tan  mal  de  un  hombre  de  tan  mal 
parecer,  no  lo  pudo  sufrir,  y  alzando  el  candil  con  todo  su  aceite,  dio  á 
Don  Quijote  con  él  en  la  cabeza,  de  suerte  que  le  dejó  nmy  bien  des- 
■calabrado;  y  como  todo  (juedó  á  escuras,  salióse  luejio;  y  Sancho  Panza 
dijo:  «¡Sñi  duda,  señor,  que  éste  es  el  moro  encantado,  y  del)e  de  guar- 
dar el  tesoro  para  otros,  y  para  nosotros  sólo  guarda  las  puñadas  y  los 
■candilazos!» 

— Así  es,  respondió  Don  Quijote;  y  no  hay  que  hacer  caso  destas 
eosas  de  encantamientos,  ni  hay  para  qué  tomar  cólera  ni  enojo  con 
ellas,  que,  como  son  invisibles  y  fantásticas,  no  hallaremos  de  quién 
vengarnos,  aunque  más  lo  procuremos.  Levántate,  Sancho,  si  puedes, 
y  llama  al  alcaide  desta  fortaleza,  y  procura  que  se  me  dé  un  poco  de 
aceite,  vino,  sal  y  romero  para  hacer  el  salutífero  bálsamo;  que  en  ver- 
dad que  creo  que  lo  he  bien  menester  ahora,  porque  se  me  va  mucha 
sangre  de  la  herida  que  esta  fantasma  me  ha  dado. 

Levantóse  Sancho,  con  harto  dolor  de  sus  huesos,  y  fué  á  escuras 
donde  estaba  el  ventero,  y  encontrándose  con  el  cuadrillero,  que  estaba 
escuchando  en  qué  paraba  su  enemigo,  le  dijo:  «Señor,  quienquiera 
que  seáis,  hacednos  merced  y  beneficio  de  darnos  un  poco  de  romero, 
aceite,  sal  y  vino,  que  es  menester  para  curar  á  uno  de  los  mejores  caba- 
lleros andantes  que  hay  en  la  Tierra,  el  cual  yace  en  aquella  cama  mal 
f erido  por  las  manos  del  encantado  moro  que  está  en  esta  venta. » 

Cuando  el  cuadrillero  tal  oyó,  túvole  por  hombre  falto  de  seso;  y 
porque  ya  comenzaba  á  amanecer,  abrió  la  puerta  de  la  venta,  y  lla- 
mando al  ventero,  le  dijo  lo  que  a(i[uel  buen  hombre  quería.  El  ventero 
le  proveyó  de  cuanto  quiso,  y  Sancho  se  lo  llevó  á  Don  Quijote,  -que 
estaba  con  las  manos  en  la  cabeza,  quejándose  del  dolor  del  candilazo, 
<\ue  no  le  había  hecho  más  mal  que  levantarle  dos  chichones  algo  creci- 
dos, y  lo  que  él  pensaba  que  era  sangre,  no  era  sino  sudor  que  sudaba 
■con  la  congoja  de  la  pasada  tormenta. 

En  resolución,  él  tomó  sus  simples,  de  los  cuales  hizo  un  compuesto, 
mezclándolos  todos  y  cociéndolos  un  buen  espacio,  hasta  que  le  pare- 
•ció  que  estaban  en  su  punto.  Pidió  luego  alguna  redoma  para  echallo; 
y  como  no  la  hubo  en  la  venta,  se  resolvió  de  ponello  en  una  alcuza  ó 
íiceitera  de  lioja  de  lata,  de  quien  el  ventero  le  hizo  grata  donación,  y 
luego  dijo  sobre  la  alcuza  más  de  ochenta  paternostres  y  otras  tantas 
avemarias,  salves  y  credos,  y  á  cada  palabra  acompañaba  una  cruz  á 
modo  de  bendición;  á  todo  lo  cual   se   hallaron  ])resentes  Sancho,  el 


100  DON  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 

ventero  y  cuadrillero,  que  ya  el  arriero  sosegadamente  andaba  enten- 
diendo en  el  beneñcio  de  sus  machos.  Hecho  esto,  quiso  él  mismo  hacei* 
luego  la  experiencia  de  la  virtud  de  aquel  precioso  bálsamo  que  él  se 
imaginaba;  y  así,  se  bebió,  de  lo  que  no  pudo  caber  en  la  alcuza  y  que- 
daba en  la  olla  donde  se  había  cocido,  casi  media  azumbre;  y  apenas 
lo  acabó  de  beber,  cuando  comenzó  á  vomitar  de  manera,  que  no  le 
quedó  cosa  en  el  estómago;  y  con  las  ansias  y  agitación  del  vómito  le 
dio  un  sudor  copiosísimo,  por  lo  cual  mandó  que  le  arropasen  y  le  de- 
jasen solo.  luciéronlo  así,  y  quedóse  dormido  más  de  tres  horas,  al  cabo 
de  las  cuales  despertó  y  se  sintió  aliviadísimo  del  cuerpo,  y  en  tal  ma- 
nera mejor  de  su  quebrantamiento,  ({ue  se  tuvo  por  sano,  y  verdadera- 
mente creyó  que  había  acertado  con  el  bálsamo  de  Fierabrás,  y  que  con 
aquel  remedio  podía  acometer  desde  allí  adelante  sin  temor  alguno 
cualesquiera  riñas,  batallas  y  pendencias,  ])()r  peligrosas  que  fuesen. 

Sancho  Panza,  que  también  tuvo  á  milagro  la  mejoría  de  su  amo, 
le  rogó  (jue  le  diese  á  él  lo  que  quedaba  en  la  olla,  (jue  no  era  poca 
cantidad.  Concedióselo  Don  Quijote,  y  él,  tomándola  á  dos  manos,  con 
buena  fe  y  mejor  talante  se  la  echó  á  pechos  y  envasó  bien  poco  mano» 
que  su  amo.  Es,  pues,  el  caso  que  el  estómago  del  pobre  Sancho  no  de- 
bía de  ser  tan  delicado  como  el  de  su  amo;  y  así,  primero  que  vomita- 
se, le  dieron  tantas  ansias  y  bascas,  con  tantos  trasudores  y  desmayos, 
que  él  j)ensó  bien  y  verdader^me^ite  que  era  llegada  su  última  hora;  y 
viéndose  tan  afligido  y  ccngojado,  maldecía  el  l)álsamo  y  al  ladrón  que 
se  lo  ha])ía  dadv. 

Viéndole  así  Don  Quijote,  le  dijo:  «Yo  creo,  Sancho,  que  todo  este 
mal  te  viene  de  no  ser  armado  caballero,  porque  tengo  para  mí  que  este 
licor  no  debe  de  aprovechar  á  los  que  no  lo  son.» 

— Si  eso  sabía  vuestra  merced,  replicó  Sancho,  ¡mal  liaya  yo  y  toda 
mi  parentela!,  ¿para  qué  consintió  que  lo  gustase? 

En  esto  hizo  su  operación  el  brebaje,  y  comenzó  el  pobre  escudera 
á  desaguarse  por  entrambas  canales  con  tanta  priesa,  que  la  estera  de 
enea  sobre  que  se  había  vuelto  á  echar,  ni  la  manta  de  anjeo  con  que 
se  cubría,  fueron  más  de  provecho:  sudaba  y  trasudaba  con  tales  para- 
sismos y  accidentes,  que  no  solamente  él,  sino  todos  pensaron  que  se  le 
acababa  la  vida.  Duróle  esta  borrasca  y  maladanza  casi  dos  horas,  al 
cabo  de  los  cuales  no  (][uedó  como  su  amo,  sino  tan  molido  y  quebran- 
tado, que  no  se  podía  tener;  pero  Don  Quijote,  que,  como  se  ha  dicho, 
se  sintió  aliviado  y  sano,  quiso  partirse  luego  á  buscar  aventuras,  pare- 
ciéndole  que  todo  el  tiempo  c(ue  allí  se  tardaba  era  quitárselo  al  mundo 
y  á  los  en  él  menesterosos  de  su  favor  y  amparo,  y  más  con  la  seguri- 
dad y  confianza  que  llevaba  en  su  bálsamo;  y  así,  forzado  deste  deseo, 
él  mismo  ensilló  á  Rocinante  y  enalbardó  el  jumento  de  su  escudero,  á 
quien  también  ayudó  á  vestir  y  á  subir  en  el  asno:  púsose  luego  á  ca: 
bailo,  y  llegándose  á  un  rincón  de  la  venta,  asió  de  un  trancón  que  allíj 
estaba,  para  que  le  sirviese  de  lanza. 

Estábanle  mirando  todos  cuantos  hal)ía  en  la  venta,  que  pasaban  di 
más  de  veinte  personas;  mirábale  tam])ién   la  hija  del  ventero,   y  él 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    XVII  101 

taniUién  iio  ({iiitaha  los  ojos  della,  y  de  cuando  en  cuando  arrojaba  un 
sus[)iro  que  parecía  (jue  lo  arrancaba  de  lo  prol'undo  de  sus  entrañas; 
y  todos  })ensaban  (jue  debía  de  ser  del  dolor  (jue  sentía  en  las  costillas: 
á  lo  menos  pensábanlo  a(|uellos  ({ue  la  noclie  antes  le  hal)ían  visto 
bizmar. 

Ya  (]ue  estuvieron  los  dos  á  caballo,  }>uesto  á  la  j»ucrta  de  la  venta, 
llam(')  al  ventero,  y  con  yoz  muy  reposada  y  grave  le  dijo:  «Mucbas  y 
muy  jLírandes  son  las  mercedes,  señor  alcaide,  que  en  este  vuestro  cas- 
tillo be  recebido,  y  ((uedo  obli.u;adísimo  á  agradecéroslas  todos  los  días 
de  mi  vida:  si  os  las  })uedo  i)a,u;ar  en  baceros  venuado  de  algún  sober- 
bio (jue  os  baya  t'ecbo  algún  agravio,  sal)ed  <[ue  mi  oñcio  no  es  otro 
sino  valer  á  los  (¡ue  poco  i^ueden,  y  vengar  á  los  que  reciben  tuertos,  y 
rastigar  alevosías.  Recorred  vuestra  memoria,  y  si  bailáis  alguna  cosa 
deste  jaez  (pie  encomendarme,  no  bay  sino  decilla,  <jue  yo  os  prometo 
por  la  Orden  de  caballero  (jue  recebí  de  laceros  satisfecbo  y  pagado  íi 
toda  vuestra  V(»luntad. 

K\  ventero  le  respondió  con  el  mismo  sosiego:  Señ(jr  caballero,  yo 
no  tengo  necesidad  de  que  vuestra  merced  me  vengue  uingún  agravio, 
}>or(i[ue  yo  sé  tt)mar  la  venganza  (pie  me  parece  cuando  se  me  bacen: 
s(')lo  be  menester  ({ue  vuestra  merced  me  i)aguc  el  gasto  (jue  esta  noclie 
lia  becbo  en  la  venta,  así  de  la  })aja  y  cebada  de  sus  dos  bestias,  como 
de  la  cena  y  camas.  > 

— ¿Luego  venta  es  ésta?,  replicó  Don  Quijote. 

— Y  muy  honrada,  res])ondió  el  ventero. 

— EngañacU)  be  vivido  basta  acjuí,  respondic)  Don  (Quijote.  <{uc  en 
verdad  (pie  pensé  ({ue  era  castillo,  y  no  malo;  pero,  pues  es  así  que  no 
es  castillo,  sino  venta,  lo  que  se  podrá  bacer  j)or  abora  es  «jue  j)erdo- 
néis  i)or  la  paga,  que  yo  no  puedo  contravenir  á  la  Orden  de  los  caba- 
lleros andantes,  de  los  cuales  sé  cierto  (sin  (jue  basta  abora  baya  leído 
cosa  en  contrario)  ([ue  jamás  pagaron  posada  ni  otra  cosa  en  venta 
donde  estuviesen,  ])orque  se  les  del)e  de  l'uei'o  y  de  derecho  cuabjuier 
buen  acogimiento  que  se  les  hiciere,  en  pago  del  insufrible  trabajo  que 
{)adecen  buscando  las  aventuras  de  noche  y  de  día,  en  invierno  y  en 
verano,  á  pie  y  á  caballo,  con  sed  y  con  hambre,  con  calor  y  con  frío, 
sujetos  á  todas  las  inclemencias  del  cielo  y  á  todos  los  incómodos  de  la 
Tierra. 

— ¡P(X'0  tengo  yo  (pie  ver  en  eso!,  respondió  el  ventero.  Pagúeseme  hy 
que  se  me  debe,  y  dejémonos  de  cuentos  ni  de  caballerías,  ([ue  yo  no 
tengo  cuenta  con  otra  cosa  que  con  cobrar  mi  hacienda. 

— Vos  sois  un  sandio  y  mal  hostalero,  res})ondió  Don  Quijote;  y 
poniendo  piernas  á  Rocinante  y  terciando  su  tranc(')n  ó  lanzón,  so 
salió  de  la  venta  sin  (^ue  nadie  le  detuviese;  y  él,  sin  mirar  si  le  seguía 
su  escudero,  se  alongó  un  buen  trecho.  El  ventero,  ([ue  le  vio  ir  y  que 
no  le  ])agaba,  acudió  á  cobrar  de  Sancho  Panza,  el  cual  dijo  que  pues 
su  señor  no  había  (juerido  pagar,  que  tampoco  él  [)agaría,  porque 
siendo  él  escudero  de  caballero  andante,  como  era,  la  misma  re- 
gla y  razón  corría  por  él  como  por  su  amo  en  no  i)agar  cosa  alguna 


Viole  bajar  y  subir  por  el  aire  con  tanta  gracia  y  presteza,  que  si  la  cólera  le  dejai-a, 
tengo  para  mí  que  se  riera. 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    XVII  103 

eu  los  mesones  y  ventas.  Amohinóse  mucho  desto  el  ventero,  y  ame- 
nazóle que  si  no  le  j>agaha,  que  lo  cobraría  de  modo  que  le  pesase.  A  lo 
cual  Sancho  respondió  que,  por  la  ley  de  caballería  que  su  amo  había 
recebido,  no  pagaría  un  solo  cornado,  aunque  le  costase  la  vida,  por- 
que no  había  de  })erder  por  él  la  buena  y  antigua  usanza  de  los  caba- 
lleros andantes,  ni  se  habían  de  quejar  del  los  escuderos  de  los  tales 
que  estaban  por  venir  al  mundo,  reprochándole  el  quebrantamiento  de 
tan  justo  fuero. 

Quiso  la  mala  suerte  del  desdichado  Sancho  que  entre  la  gente  que 
estaba  en  la  venta  se  hallasen  cuatro  perailes  de  Segovia,  tres  agujeros 
del  Potro  de  Córdoba  y  dos  vecinos  de  la  Hería  de  Sevilla,  gente  ale- 
gre, bien  intencionada,  maleante  y  juguetona;  los  cuales,  casi  como 
instigados  y  movidos  de  un  mismo  espíritu,  se  llegaron  á  Sancho,  y 
apeándole  del  asno,  uno  dellos  entró  por  la  manta  de  la  cama  del  hués- 
ped, y  echándole  en  ella,  alzaron  los  ojos  y  vieron  que  el  techo  era 
algo  má«  bajo  de  lo  que  habían  menester  para  su  obra,  y  determinaron 
sahrse  al  corral,  que  tenía  por  límite  el  cielo;  y  allí,  puesto  Sancho  en 
mitad  de  la  manta,  comenzaron  á  levantarle  en  alto  y  á  holgarse  con 
■él  como  con  perro  por  carnestolendas. 

Las  voces  que  el  mísero  manteado  daba  fueron  tantas,  que  llegaron 
á  los  oídos  de  su  amo,  el  cual,  deteniéndose  á  escuchar  atentamente, 
creyó  que  alguna  nueva  aventura  le  venía,  hasta  que  claramente  cono- 
ció que  el  que  gritaba  era  su  escudero;  y  volviendo  las  riendas,  con  un 
penado  galo|)e  llegó  á  la  venta;  y  hallándola  cerrada,  la  rodeó,  por  ver 
si  hallaba  por  dónde  entrar;  pero  no  hul)o  llegado  á  las  paredes  del 
<*orral,  que  no  eran  muy  altas,  cuando  vio  el  mal  juego  que  se  le  hacía 
á  su  escudero.  \'ióle  bajar  y  subir  por  el  aire  con  tanta  gracia  y  pres- 
teza, que  si  la  cóleía  le  dejara,  tengo  para  mí  <[ue  se  riera.  Probó  á  su- 
bir desde  el  caballo  á  las  oardas;  j)ero  estaba  tan  molido  y  quebranta- 
do, que  aun  apearse  no  pudo;  y  así,  desde  encima  del  caballo  comenzó 
á  decir  tantos  denuestos  y  baldones  á  los  que  á  Sancho  manteaban, 
que  no  es  posible  acertar  á  escribillos;  mas  no  por  esto  cesaban  ellos 
de  su  risa  y  de  su  obra,  ni  el  volador  Sancho  dejaba  sus  quejas,  mez- 
cladas, ya  con  amenazas,  ya  con  ruegos.  Mas  todo  a})rovechaba  poco, 
ni  aprovechó  hasta  que,  de  puro  cansados,  le  dejaron.  Trujéronle  allí 
su  asno,  y  subiéndole  encima,  le  arroparon  con  su  gabán,  y  la  com- 
pasiva de  Maritornes,  viéndole  tan  fatigado,  le  pareció  ser  bien  soco- 
rrelle  con  un  jarro  de  agua,  y  así,  se  le  trujo  del  pozo,  por  ser  más 
fría.  Tomóle  Sancho,  y  llevándole  á  la  boca,  se  paró  á  las  voces  que 
su  amo  le  daba,  diciendo:  «¡Hijo  Sancho,  no  bebas  agua!  ¡Hijo,  no  la 
bebas,  que  te  matará!  ¿Ves?  ¡Aquí  tengo  el  santísimo  bálsamo  (y  ense- 
ñábale la  alcuza  del  brebaje),  que  con  dos  gotas  que  del  bebas,  sanarás 
sin  duda!» 

A  estas  voces  volvió  Sancluj  los  ojos  como  de  través,  y  dijo  con 
■otras  mayores:  «Por  dicha,  ¿básele  olvidado  á  vuestra  merced  cómo  yo 
no  soy  caballero,  ó  quiere  que  acabe  de  vomitar  las  entrañas  que  me 
quedaron  de  antes?  ¡Guárdese  su  licoi'  con  todos  los  diablos,  y  déjeme 


104 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


á  mí!»  Y  el  acabar  de  decir  esto  y  el  comenzar  á  beber,  todo  fué  uno 
Mas  como  al  primer  trajeo  vio  que  era  agua,  no  quiso  pasar  adelante,  \ 
rogó  á  Maritornes  que  se  le  trújese  de  vino,  y  así  lo  hizo  ella  de  mu\ 
buena  voluntad,  y  lo  pagó  de  su  mismo  dinero;  porque,  en  efecto,  se 
dice  della  que,  aunque  estaba  en  aquel  trato,  tenía  unas  sombras  y  k 
jos  de  cristiana.  Así  ccmio  bebió  Sancho  dio  de  los  caréanos  á  su  asno. 
y  abriéndole  la  puerta  de  la  venta  de  par  en  par,  se  saUó  della,  mu\ 
contento  de  no  haber  pagado  nada  y  de  haber  salido  con  su  intención. 
aun(jue  liabía  sido  á  costa  de  sus  acostumbrados  hadores,  que  eran  sus 
espaldas.  \"erdad  es  <[ue  el  ventero  se  (juedó  con  sus  alforjas  en  pago 
de  lo  que  se  le  debía;  mas  Sancho  no  las  echó  menos,  según  salió  tur- 
bado. Quiso  el  ventero  atrancar  bien  la  puerta  así  como  le  vio  fueríi; 
mas  no  lo  consintieron  los  manteadores,  (^ue  era  gente  que.  aunque 
Don  Quijote  fuera  verdaderaínente  de  los  caballeros  andantes  de  la 
Tabla  Redonda,  no  le  estimaran  en  dos  ardites. 


CAPITrLO  X\lll 

Donde  se  cuentan  las  razones  que  pasó  Sancho  Panza  con  su  sr ñor 
Don  Quijote,  con  otras  aventuras  dignas  do  ser  comentadas. 


LEGÓ  Sandio  á  su  amo,  mareliito  y  desmayado;  tanto,  que  no 
podía  arrear  á  su  jumento.  Cuando  así  le  vio  Don  Quijote,  le 
j^  dijo:  <:  Ahora  acabo  de  creer,  Saucho  bueno,  que  aquel  castillo 
>  ó  venta  es  encantado,  sin  duda,  ])or(|ue  aquellos  ({ue  tan  atroz- 
mente tomaron  ])asatiem{)0  contigo,  ¿({ué  podían  ser  sino  fantasmas  y 
líente  del  otro  nmndoV  Y  continuo  esto  por  iiaber  visto  que  cuando  es- 
taba por  las  bardas  del  corral  mirando  los  actos  de  tu  triste  trai^edia, 
no  me  fué  posible  subir  por  ellas,  ni  menos  |)ude  apearme  de  Rocinan- 
te, porque  me  debían  de  tener  encantado;  ([ue  te  juro  por  la  fe  de  (juien 
soy,  que  si  pudiera  subir  ó  a{)earme.  (jue  yo  te  hiciera  vendado  de 
manera  que  aquellos  follones  y  malandrines  se  acordai'an  de  la  burla 
para  siempre,  aunque  en  ello  sujjiera  contravenir  á  las  leyes  de  caba- 
llería, que,  como  ya  uuiclias  veces  te  he  dicho,  no  consienten  que  caba- 
llero ponida  mano  contra  ([uien  no  lo  sea.  si  no  fuere  en  defensa  de  su 
propia  vida  y  persona  en  caso  de  uruente  y  <>ran  necesidad. 

— También  me  vengara  ytj  si  pudiera,   fuera  ó  no  fuera   armado 
caballero;  pero  no  pude:  aunipie  tengo  para  mí  <iue  aquellos  ([ue  se 


106  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


holgaron  conmigo  no  eran  fantasmas  ni  hombres  encantados,  como 
vuestra  merced  dice,  sino  hombres  de  carne  3'  de  hueso  como  nosotros; 
y  todos,  según  los  oí  nombrar  cuando  me  volteaban,  tenían  sus  nom- 
bres; que  el  uno  se  llamaba  Pedro  Martínez,  y  el  otro  Tenorio  Her- 
nández, y  el  ventero  oí  que  se  llamaba  Juan  Palomeque  el  Zurdo:  así 
que,  señor,  el  no  poder  saltar  las  bardas  del  corral  ni  apearse  del  caba- 
llo, en  él  estuvo  que  en  encantamentos;  y  lo  que  yo  saco  en  limpio  de 
todo  esto  es  que  estas  aventuras  que  andamos  buscando,  al  cabo  al 
-cabo  nos  han  de  traer  á  tantas  desventuras,  que  no  sepamos  cuál  es 
nuestro  pie  derecho;  y  lo  que  sería  mejor  y  más  acertado,  según  mi 
poco  entendimiento,  fuera  el  volvernos  á  nuestro  lugar,  ahora  que  es 
tiempo  de  la  siega  y  de  entender  en  la  hacienda,  dejándonos  de  andar 
de  ceca  en  meca  y  de  zoca  en  colodra,  como  dicen. 

— ¡Qué  poco  sabes,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  de  achaque  de 
caballería!  Calla  y  ten  paciencia,  que  día  vendrá  donde  veas  por  vista 
de  ojos  cuan  honrosa  cosa  es  andar  en  este  ejercicio.  Si  no,  dime:  ¿qué 
mayor  contento  puede  haber  en  el  mundo,  ó  qué  gusto  puede  igualarse 
.q,l  de  vencer  una  batalla  y  al  de  triunfar  de  su  enemigo?  Ninguno,  sin 
duda  alguna. 

— Así  debe  de  ser,  respondió  Sancho,  puesto  que  yo  no  lo  sé:  sólo  sé 
que  después  que  somos  caballeros  andantes,  ó  vuestra  merced  lo  es 
(que  yo  no  hay  para  qué  me  cuente  en  tan  honroso  número),  jamás 
hemos  vencido  batalla  alguna,  si  no  fué  la  del  vizcaíno,  y  aun  de  aqué- 
lla salió  vuestra  merced  con  media  oreja  y  media  celada  menos,  que 
después  acá  todo  ha  sido  palos  y  más  palos,  puñadas  y  más  puñadas, 
llevando  yo  de  ventaja  el  manteamiento,  y  haberme  sucedido  por  per- 
sonas encantadas,  de  quien  no  puedo  vengarme,  para  saber  hasta  dónde 
llega  el  gusto  del  vencimiento  del  enemigo,  como  vuestra  merced  dice. 

— Esa  es  la  pena  que  yo  tengo  y  la  que  tú  debes  tener,  Sancho,  res? 
pondió  Don  Quijote;  pero  de  aquí  adelante  yo  procuraré  haber  á  las 
manos  alguna  espada  hecha  por  tal  maestría,  que  al  que  la  trujere 
•consigo  no  le  puedan  hacer  ningún  género  de  encantamentos;  y  aun 
.podría  ser  que  me  deparase  la  ventura  aquella  de  Amadís  cuando  se 
llamaba  el  Caballero  de  la  Ardiente  E»pada,  que  fué  una  de  las  mejores 
«spadas  que  tuvo  caballero  en  el  mundo;  porque,  fuera  de  que  tenía  la 
virtud  dicha,  cortaba  como  una  navaja,  y  no  había  armadura,  por 
fuerte  y  encantada  que  fuese,  que  se  le  parase  delante. 

■ — Yo  soy  tan  venturoso,  dijo  Sancho,  que  cuando  eso  fuese  y  vues- 
tra merced  viniese  á  hallar  espada  semejante,  sólo  vendría  á  servir  y 
aprovechar  á  los  armados  caballeros,  como  el  bálsamo;  y  á  los  escude 
ros,  que  se  los  papen  duelos. 

— No  temas  eso,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  que  mejor  lo  hará  el 
Cielo  contigo. 

En  estos  coloquios  iban  Don  Quijote  y  su  escudero,  cuando  vio 
Don  Quijote  que  por  el  camino  que  iban  venía  hacia  ellos  una  grande 
V  espesa  polvareda;  y  en  viéndola,  se  volvió  á  Sancho  y  le  dijo:  «Este 
-es  el  día,  ¡oh  Sancho!,  en  el  cual  se  ha  de  ver  el  bien  que  me  tiene  guai' 


PARTE  PRIMERA. CAPÍTULO  XVIII  107 

dado  mi  suerte;  éste  es  el  día,  digo,  en  que  se  ha  de  mostrar  tanto  como 
en  otro  alguno  el  valor  de  mi  brazo,  y  en  el  que  tengo  de  hacer  obras 
que  queden  escritas  en  el  libro  de  la  fama  })or  todos  los  venideros  si- 
glos. ¿Ves  aquella  polvareda  (jue  allí  se  levanta,  Sancho?  ^ues  toda  es 
cuajada  de  un  copiosísimo  ejército,  que  de  diversas  6  innumerables 
gentes  por  allí  viene  marchando. » 

— A  esa  cuenta,  dos  deben  de  ser,  dijo  Sancho,  j>()r(jne  desta  parte 
contraria  se  levanta  asimesmo  otra  semejante  polvareda. 

Volvió  á  mirarlo  Don  Quijote,  y  vio  que  así  era  la  verdad:  y  ale- 
grándose sobremanera,  pensó,  sin  duda  alguna,  que  eran  dos  e]éieitos 
que  venían  á  embestirse  y  á  encontrarse  en  mitad  de  aquella  espaciosa 
llanura;  porque  tenía  á  todas  horas  y  momentos  llena  la  fantasía  de 
aquellas  batallas,  encantamentos,  sucesos,  desatinos,  amores,  desafíos, 
que  en  los  libros  de  caballerías  se  cuentan,  y  todo  cuanto  hablaba,  pen- 
saba ó  hacía  era  encaminado  á  cosas  semejantes.  Y  la  polvareda  que 
había  visto  la  levantaban  dos  grandes  manadas  de  ovejas  y  carneros, 
que  por  aquel  mismo  camino  de  dos  diferentes  partes  venían,  las  cua- 
les, con  el  polvo,  no  se  echaron  de  ver  hasta  que  llegaron  cerca;  y  con 
tanto  ahinco  afirmaba  Don  Quijote  que  eran  ejércitos,  que  Sancho  lo 
vino  á  creer  y  á  decirle:  <  Señor,  pues  ¿qué  hemos  de  hacer  nosotros?» 

— ¿Qué?,  dijo  Don  Quijote.  Favorecer  y  ayudar  á  los  menesterosos  y 
desvalidos;  y  has  de  saber,  Sancho,  que  éste  que  viene  por  nuestra 
frente,  le  conduce  y  guía  el  grande  emperador  Alifanfarón,  señor  de  la 
grande  isla  Trapobana;  este  otro  que  á  mis  espaldas  marcha,-  es  el  de 
su  enemigo  el  rey  de  los  Garamantas,  Pentaj)olín  del  arremangado 
brazo,  porque  siempre  entra  en  las  batallas  con  el  brazo  derecho  des- 
ando. 

— Pues  ¿por  qué  se  quieren  tan  mal  estos  dos  señores?,  preguntó 
Sancho. 

— Quiérense  mal,  respondió  Don  Quijote,  porque  este  Alifanfarón  es 
m  furibundo  pagano,  y  está  enamorado  de  la  hija  de  Pentapolín,  que 
is  muy  fennosa  y  además  agraciada  señora,  y  es  cristiana,  y  su  padre 
10  se  la  quiere  entregar  al  rey  pagano  si  no  deja  primero  la  ley  de  su 
'also  profeta  Malioma  y  se  vuelve  á  la  suya. 

— ¡Para  mis  barbas,  dijo  Sancho,  si  no  hace  muy  bien  Pentapolín,  y 
{ue  le  tengo  de  ayudar  en  cuanto  pudiere! 

— En  eso  harás  lo  que  debes,  Sancho,  dijo  Don  Quijote;  porque  para 
iutrar  en  batallas  semejantes  no  se  requiere  ser  armado  caballero. 

— Bien  se  me  alcanza  eso,  respondió  Sancho;  pero  ¿dónde  pondre- 
nos  á  este  asno  que  estemos  ciertos  de  hallarle  después  de  pasada  la 
efriega?  Porque  el  entrar  en  ella  en  semejante  caballería  no  creo  que 
!Stá  en  uso  hasta  ahora. 

— Así  es  verdad,  dijo  Don  Quijote:  lo  que  puedes  hacer  del  es  de- 
arle  á  sus  aventuras,  ahora  se  pierda  ó  no;  porque  serán  tantos  los 
aballos  que  tendremos  después  que  salgamos  vencedores,  que  aun 
orre  peligro  Rocinante  no  le  trueque  por  otro.  Pero  estáme  atento  y 
aira,  que  te  quiero  dar  cuenta  de  los  caballeros  más  principales  que 


108  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

eu  estos  dos  ejércitos  vienen;  y  para  que  mejor  los  veas  y  notes,  retiré- 
monos á  aquel  altillo  que  allí  se  hace,  de  donde  se  deben  de  descubrir 
los  dos  ejércitos. 

Hiciéronlo  así,  y  pusiéronse  sobre  una  loma,  desde  la  cual  se  verían 
bien  las  dos  manadas,  que  á  Don  Quijote  se  le  hicieron  ejércitos,  si  las 
nubes  del  polvo  que  levantaban  no  les  turbaran  y  cegaran  la  vista;  pero 
con  todo  esto,  viendo  en  su  imaginación  lo  ({ue  no  veía  ni  había,  con 
voz  levantada  comenzó  á  decir:  f.  Aquel  caballero  que  allí  ves  de  las 
armas  jaldes,  que  trae  en  el  escudo  un  león  coronado  rendido  á  los 
pies  de  una  doncella,  es  el  valeroso  Laurcalco,  señor  de  la  Puente  de 


•  Aquel  caballero  que  allí  ves  de  las  armas  jaldes,  que  trae  en  el  osrndo  Tin  león  coronado 
rendido  á  los  pies  de  ima  doncella... 

Plata.  El  otro  de  las  armas  de  las  flores  de  oro,  que  trae  en  el  escudo 
tres  coronas  de  plata  en  campo  azul,  es  el  temido  Micocolembo,  gran 
Duque  de  Quirocia.  El  otro  de  los  miembros  giganteos,  ({ue  está  á  su 
derecha  mano,  es  el  nunca  medroso  Brandaba rbarán  de  Boliche,  señor 
de  las  tres  Arabias,  que  viene  armado  de  aquel  cuero  de  ser})iente,  y 
tiene  por  escudo  una  puerta,  que,  según  es  fama,  es  una  de  las  del 
templo  que  derribó  ¡Sansón  cuando  con  su  muerte  se  vengó  de  sus  ene- 
migos. Pero  vuelve  los  ojos  á  estotra  parte,  y  verás  delante  y  en  la 
frente  destotro  ejército  al  siempre  vencedíjr  y  jamás  vencido  Timonel 
de  Oarcajona,  príncipe  de  la  nueva  Vizcaya,  que  viene  armado  con 
las  armas  partidas  á  cuarteles,  azules,  verdes,  blancas  y  amarillas,  y 
trae  en  el  escudo  un  gato  de  oro  en  campo  leonado,  con  una  letra  que 
dice  Miau,  que  es  el  principio  del  nombre  de  su  dama,  que,  según  se 
dice,  es  la  sin  par  Miaulina,  hija  del  ducjue  Alfeñiquen  del  Algarbe. 
El  otro  que  carga  y  oprime  los  lomos  de  aquella  poderosa  alfana,  que 
trae  las  armas  como  nieve  blancas  y  el  escudo  blanco  y  sin  empresa- 
a,lguna,  es  un  caballero  novel,  de  nación  francés,  llamado  Pierres  Pa- 
pín,  señor  de  las  baronías  de  Utrique.  El  otro  que  bate  las  ijadas  con  los 
lierrados  caréanos  á  aquella  pintada  y  ligera  cebra,  y  trae  las  armas  de 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XVIII  109 

los  veros  azules,  es  el  poderoso  l)u(|ue  de  Nerhia,  Espariaguilardo  del 
f3osqiie.  (|ue  trae  ])or  eni])resa  en  el  escudo  una  espaiTaguera,  con  una 
letra  en  castellano  (jue  dice  así:  Rasfrea  mi  suerte. »  Y  desta  manera  fué 
nrinibrando  muchos  cabnlleíos  y  giiíantes  del  uno  y  del  otro  escuadrón 
(juc  él  se  imaiíiiiaha,  y  i\  todos  les  dio  sus  armas,  col(»res,  empresas  y 
motes  de  improviso,  llevado  de  la  ima<íinaci(')n  de  su  nunca  vista  locu- 
ra; y  sin  parar  prosi«¿;uió  diciendo:  Este  escuadrón  frontero  forman  y 
hacen  <>entes  de  diversas  naciones:  aquí  están  los  que  beben  las  dulces 
aguas  del  famoso  Jauto,  los  que  pisau  los  montuosos  camj)os  masílleos, 
los  que  criban  el  tinísimo  y  menudo  c'i'<>  en  la  felice  Arabia,  los  (jue 
gozan  las  famo.sas  y  frescas  riberas  del  clai'o  Termodonte,  los  que  san- 
gran por  muchas  y  diversas  vías  al  dorado  Pactólo;  los  númidas,  du- 
<losos  eu  sus  promesas;  los  persas,  en  arcos  y  flechas  famosos;  los  par- 
tos; los  medos,  (pie  ])elean  huyendo;  los  árabes,  de  mudables  casas;  los 
citas,  tan  crueles  como  blancos;  los  etíopes,  de  horadados  la})ios;  y 
otras  intinitas  naciones,  cuyos  rostros  conozco  y  veo,  auncpie  de  los 
noml>res  no  me  acuerdo.  En  estotro  escuadrón  vienen  los  que  beben 
las  corrientes  cristalinas  del  olivífero  Betis,  los  que  tersan  y  pulen  sus 
rostros  con  el  licor  del  siem])re  rico  y  doradt)  Tajo,  los  que  gozan  las 
})rovechosas  aguas  del  divino  (íenil,  los  qué  ])isan  los  tartesios  cam])os, 
de  pastos  abundantes;  los  <[ue  se  alegran  en  los  elíseos  jerezanos  lira- 
dos; los  manchegos,  ricos  y  coronados  de  rubias  espigas;  los  de  hierro 
vestidos,  reliquias  antiguas  de  la  sangre  goda;  los  que  en  Pisuerga  se 
bailan,  famoso  por  la  mansedumbre  de  su  corriente;  los  que  su  ganado 
4q)a('ient{m  en  las  extendidas  dehesas  del  tortuoso  Guadiana,  celebrado 
por  su  escondido  curso;  los  (pie  tieml)lan  con  el  frío  del  silboso  Pirineo 
y  con  los  blancos  copos  del  levantado  Apenino;  fíniílnicntc  <  imntos 
toda  la  pjuropa  en  sí  contiene  y  encierra.» 

¡Válame  Dios,  y  cuántas  provincias  dijo,  cuantas  naciones  nom- 
bró, dándole  á  cada  una  con  maravillosa  presteza  los  atributos  que  le 
})ertenecían,  todo  absorto  y  em])a))a(lo  en  lo  ([ue  había  leído  en  sus  li- 
bros mentirosos!  Estaba  Sandio  Tanza  colgado  de  sus  palabras,  sin 
hablar  ninguna,  y  de  cuando  en  cuando  volvía  la  cabeza,  á  ver  si  veía 
los  caballeros  y  gigantes  que  su  amo  nombraba;  y  como  no  descubría 
á  ninguno,  le  dijo:  «8eñor.  encomiendo  al  Diablo  si  hombre,  ni  gigante 
ni  caballero  de  cuantos  vuestra  merced  dice  parece  por  todo  esto:  á  lo 
menos,  yo  no  los  veo;  (juizá  todo  debe  ser  encantamento,  como  las  fan- 
tasmas de  anoche. » 

— ¿Cómo  dices  esoV.  respondi(')  Don  Quijote.  ¿No  oyes  el  relinchar 
de  los  caballos,  el  tocar  de  los  clarines,  el  ruido  de  los  atambores? 

—No  oigo  otra  cosa,  res])ondi(')  Sancho,  sino  muchos  balidos  de  ove- 
jas y  carneros;  y  así  era  la  verdad,  porque  ya  llegaban  eerctf  los  dos 
rebaños. 

— El  miedo  que  tienes,  dijo  Don  Quijote,  te  hace,  Sancho,  que  ni 
veas  ni  oigas  á  derechas,  ])or(|ue  uno  de  los  efectos  del  miedo  es  turbar 
los  sentidos  y  hacer  (jue  las  cosas  no  parezcan  lo  que  son;  y  si  es  (pie 
tanto  temes,  retírate  á  una  parte  y  déjame  solo,  ([ue  solo  basto  á  dar  la 


Llegáronse  á  él  los  pastores,  y  creyeron  que  le  habían  muerto;  y  asi,  con  mucha  priesa 
recogieron  su  ganado,  y  cargaron  con  las  reses  muertas... 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    XVIII  1  1  1 


victoria  á  la  parte  á  quien  yo  diere  mi  ayuda. >^  Y  diciendo  esto,  puso 
las  espuelas  á  Rocinante,  y  puesta  la  lanza  en  el  ristre,  bajó  de  la  cos- 
tezuela  como  un  rayo. 

Dióle  voces  Sancho,  diciendo:  «¡Vuélvase  vuestra  merced,  señor 
Don  (¿uijote;  (|ue,  voto  á  Dios,  que  son  carneros  y  ovejas  las  que  va  á 
embestir!  ¡Vuélvase,  desdichado  del  padre  que  me  engendró!  ¿Qué  lo- 
cura es  ésta!  ¡Mire  que  no  hay  gigante,  ni  caballero  alguno,  ni  ijatos,  ni 
armas,  ni  escudos  j)ai-tidos  ni  enteros,  ni  veros  a/Ailes  ni  entreverados! 
f.t^ué  es  lo  (|ue  haceV  ¡Pecador  soy  yo  á  Dios!» 

Ni  ])or  esas  volvió  Don  Quijote,  antes  en  altas  voces  iba  diciendo: 
«¡Ea,  caballeros,  los  que  se^^uís  y  miUtáis  debajo  de  las  banderas  del 
valeroso  emperador  Pentapolín  del  arreman/íado  brazo;  sejíuidme  todos: 
veréis  cuan  fácilmente  le  doy  venoanza  de  su  enemigo  Alifant'arón  de 
la  Trajjobana! 

Esto  diciendo,  se  entró  por  medio  del  escuadrón  de  las  ovejas,  y 
comenzó  de  alanceallas  con  tanto  coraje  y  denuedo,  como  si  de  veras 
alanceara  á  sus  mortales  enemií^os.  Los  i>astores  y  ganaderos,  (¡ue  con 
la  manada  venían,  dábanle  voces  que  no  hiciese  aquello;  pero,  viendo 
que  no  ai)rovechaban,  desciñéronse  las  hondas  y  comenzaron  á  saluda- 
lie  los  oídos  con  ])iedras  como  el  puño. 

Don  (Quijote  no  se  curaba  de  las  piedras;  antes,  discurriendo  á  todas 
partes,  decía:  «¿Adonde  estás,  s(jberbio  Alifanfarón?  ¡^■'ente  á  nn',  que 
Uii  caballero  solo  soy,  que  desea  de  solo  á  solo  probar  tus  tuerzas  y 
«luitarte  la  vida,  en  i)ena  de  la  que  das  al  valeroso  Pentapolín  (la- 
ranianta!  ■ 

Llegó  en  esto  una  peladilla  de  arroyo,  y  dándole  en  un  lado,  le 
sepultó  dos  costillas  en  el  cuerpo.  Viéndose  tan  maltrecho,  creyó  sin 
duda  que  estaba  muerto  ó  mal  ferido,  y  acordándose  de  su  licor,  sacó 
su  alcuza,  y  púsosela  a  la  boca,  y  comenzó  á  echar  licor  en  el  estómago; 
mas  antes  que  acalcase  de  envasar  lo  que  a  él  le  parecía  que  era  bas- 
tante, lleg(')  otra  almendra,  y  dióle  en  la  mano  y  en  el  alcuza  tan  de 
lleno,  que  se  la  Idzo  pedazos,  llevándole  de  camino  tres  ó  cuatro  dien- 
tes y  muelas  de  la  boca,  y  machucándole  malamente  dos  dedos  de  la 
mano.  Tal  fué  el  gol[)e  j)rímer()  y  tal  el  segundo,  (pie  le  fué  forzoso  al 
pol)re  caballero  dar  consigo  del  caballo  abajo.  Llegáronse  á  él  los  pas- 
tores, y  creyeron  que  le  habían  muerto;  y  así,  con  mucha  priesa  reco- 
gieron su  ganado,  y  cargaron  con  las  reses  muertas,  que  pasaban  de 
siete,  y  sin  averiguar  otra  cosa,  se  fueron. 

Estábase  todo  este  tiempo  Sancho  sobre  la  cuesta,  mirando  las  lo- 
curas (jue  su  amo  hacía,  y  arrancáliase  las  ljarl)as,  maldiciendo  la  hora 
y  el  punto. en  que  la  fortuna  se  le  había  dado  á  conocer.  Viéndole, 
pues,  caído  en  el  suelo,  y  que  ya  los  pastores  se  habían  ido,  bajó  de  la 
cuesta  y  llegóse  á  él,  y  hallóle  de  muy  mal  arte,  aunque  no  había 
perdido  el  sentido,  y  díjole:  <  ¿Xo  le  decía  yo,  señor  Don  (¿uijote,  que 
se  volviese,  que  los  que  iba  á  acometer  no  eran  ejércitos,  sino  manadas 
de  carneros?» 

—Como  eso  puede  desaparecer  y  contrahacer  a((uel  ladrón  del  sabio 
n.  P.— XX  (, 


112 


DON   QUIJOTE   DE   LA   MANCHA 


mi  enemigo.  Sábete.  Sancho,  que  es  muy  fácil  cosa  á  los  talares  hacer- 
nos parecer  lo  que  quieren;  y  este  maligno  que  me  persigue,  envidioso 
(le  la  gloria  (¡[ue  vio  que  yo  había  de  alcanzar  desta  batalla,  ha  vuelto 
los  escuadrones  de  enemigos  en  manadas  de  ovejas:  si  no,  haz  una 
cosa,  Sancho,  por  mi  vida,  porque  te  desengañes  y  veas  ser  verdad  \o 
([ue  te  digo.  Sube  en  tu  asno  y  sigúelos  bonitamente,  y  verás  cómo,  en 
alejándose  de  aquí  algún  poco,  se  vuelven  en  su  ser  primero,  y  dejando 
de  ser  carneros,  son  homl^res  hechos  y  derechos,  como  yo  te  los  pinté 


;i;loncle  aii  cíCMclero  estalla  de  pechos  sobre  su  ísao.  con  la  mano  ca  la  mejilla. 
en  guisa  de  hombre  pensativo  ademá.s. 


])rimero...  Pero  no  vayas  ahora,  que  lie  menester  tu  favor  y  ayuda:  llé- 
gate á  mí;  mira  cuántas  muehis  y  dientes  me  faltan,  Cjue  me  parece 
que  no  me  ha  quedado  ninguno  en  la  boca. 

Llegóse  Sancho  tan  cerca,  cjue  casi  le  metía  los  ojos  en  la  boca,  y 
fué  á  tiempo  que  ya  había  obrado  el  bálsamo  en  el  estómago  de  Don 
Quijote;  y  al  tiempo  ciue  Sancho  llegó  á  mirarle  la  boca,  arrojó  de  sí. 
más  recio  que  una  escopeta,  cuanto  dentro  tenía,  y  dio  con  todo  elln 
en  las  barbas  del  compasivo  escudero. 

«¡Santa  María!,  dijo  Sancho.  ¿Y  qué  es  esto  que  me  ha  sucedido? 
¡Sin  duda  este  pecador  está  herido  de  muerte,  pues  vomita  sangre  ])or 
la  boca!»  Pero  reparando  un  poco  más  en  ello,  echó  de  ver,  en  la  color, 
sabor  y  olor,  que  no  era  sangre,  sino  el  bálsamo  de  la  alcuza  que  él 
le  había  visto  beber;  y  fué  tanto  el  asco  que  tomó,  que  revolviéndosele 
el  estómago,  vomitó  las  tripas  sobre  su  mismo  señor,  y  quedaron  en- 
trambos como  de  perlas.  Acudió  Sancho  á  su  asno  para  sacar  de  las 
alforjas  con  qué  limpiarse  y  con  qué  curar  á  su  amo;  y  como  no  las 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XVIIl  I  ]J] 


liall(').  estuvo  á  punto  de  perder  el  juicio,  ^faldíjose  de  nuevo,  y  propu- 
so en  su  corazón  de  dejar  á  su  amo  y  volverse  á  su  tierra,  aunque  per- 
diese el  salario  de  lo  servido  y  las  esperanzas  del  fíobierno  de  la  j)ró- 
metida  ínsula. 

Levantóse  en  esto  Don  Quijote,  y  puesta  la  mano  izquierda  eu  la 
l)i)ca.  ])or(|ue  no  se  le  acabasen  de  salir  los  dientes,  asió  con  la  otra-  la^ 
i-iendas  de  líocinante,  que  lumca  se  había  movido  de  junto  á  su  amo 
(tal  era  de  leal  y  bien  acondicionado),  y  l'uése  adonde  su  escudero  es- 
taba de  pecljos  sobre  su  asno,  con  la  mano  en  la  naejilla,  en  uuisa  df 
bombre  ])ensativo  además;  y  viéndole  Don  Quijote  de  aquella  manera, 
con  muestras  de  tanta  tristeza,  le  dijo:  «Sábete,  Sancho,  que  no  es  un 
bomljre  más  que  otro  si  no  hace  más  que  otro:  todas  estas  borrascas 
([ue  nos  suceden  son  señales  de  que  presto  ha  de  serenar  el  tiemi)o  y 
han  de  sucedemos  bien  las  cosas.  j)or(iue  no  es  posible  que  el  mal  ni  ¿1 
l»ien  sean  durables;  y  de  aquí  se  si<iue  ((ue,  habiendo  durado  mucho  el 
mal  el  bien  está  ya  cerca:  asi  (jue  no  debes  conj^ojarte  por  las  des<;rít- 
(las  que  a  nn'  me  suceden,  pues  á  ti  no  te  cabe  j^arte  dallas.» 

—¿Cómo  no!,  respondió  ^Sancho.  Por  ventura  el  que  allá  mantearon 
r.era  otro  que  el  hijo  de  mi  padre?  Y  las  alforjas  que  aquí  me  faltan, 
con  todas  mis  alhajas,  ¿son  de  otro  ([ue  del  mismo? 

—¿Que  te  faltan  las  alforjas,  Sancho?,  dijo  Don  Quijote. 
— Sí  (]ue  me  faltan,  respondió  Sancho. 

—Dése  modo,  no  tenemos  (|ué  comer  hoy,  replicó  Don  Quijote. 
—Eso  fuera,  respondió  Sancho,  cuando  faltaran  jwr  estos  prados  las 
yerbas  que  vuestra  merced  dice  ({ue  conoce,  con  que  suelen  suplir  se- 
mejantes faltas  los  tan  malaventurados  caballeros  andantes  como  vues- 
tra merced  es. 

—Con  todo  eso,  respondió  Don  Quijote,  tomara  yo  ahora  más  aína 
un  cuartal  de  pan  ó  una  hoííaza  y  dos  cabezas  de  sardinas  arenques. 
(}ue  cuantas  yerbas  describe  Dioscórides,  auní^ue  fuera  el  ilustrado  por 
el  doctor  Laouna;  mas.  con  todo  esto,  sube  en  tu  jumento,  Sancho  el 
bueno,  y  vente  tras  nn',  que  Dios,  que  es  proveedor  de  todas  las  cosa.s, 
no  nos  ha  de  faltar  (y  más  andando  tan  en  su  servicio  como  andamos), 
pues  no  falta  á  los  mosquitos  del  aire  ni  á  los  gusanillos  de  la  tierra,  ni 
á  los  renacuajos  del  agua,  y  es  tan  piadoso,  que  hace  salir  su  Sol  sobre 
los  buenos  y  los  malos,  y  liueve  sobre  los  injustos  y  justos. 

— Más  bueno  era  vuestra  merced,  dijo  Sancho,  para  predicador  que 
para  caballero  andante. 

—De  todo  sabían  y  han  de  saber  los  caballeros  andantes,  Sancho, 
dijo'  Don  Quijote;  porque  caballero  andante  Imbo  en  los  pasados 
siglos,  que  así  se  paraba  á  hacer  un  sermón  ó  plática  en  mitad  de  un 
camino  real  como  si  fuera  graduado  por  la  Universidad  de  París:  de 
donde  se  infiere  que  nunca  la  lanza  embotó  la  pluma,  ni  la  pluma  la 
lanza. 

— Aliora  bien;  sea  así  como  vuestra  merced  dice,  respondió  Sancho: 
vamos  ahora  de  aquí,  y  procuremos  donde  alojar  esta  noche;  v  quiera 
Dios  que  sea  en  parte  donde  no  haya  mantas,  ni  manteadores!,  ni  far- 


114  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

tasmas,  ni  moros  encantados;  que  si  los  liav,  daré  al  Diablo  el  ato  y  el 
garabato. 

—Pídeselo  tú  á  Dios,  hijo,  dijo  Don  C^uijote,  y  guía  tú  por  donde 
quisieres,  que  esta  vez  quiero  dejar  á  tu  elección  el  alojarnos;  pero  da- 
me acá  la  mano,  y  tiéntame  con  el  dedo,  y  mira  bien  cuántos  dientes  y 
muelas  me  faltan  deste  lado  derecho  de  la  quijada  alta,  que  allí  siento 
el  dolor. 

Metió  Sancho  los  dedos,  y  estándole  atentando,  le  dijo:  «¿Cuántas 
muelas  solía  vuestra  merced  tener  en  esta  parte?» 

— Cuatro,  respondió  Don  Quijote,  fuera  de  la  cordal,  todas  enteras 
y  muy  sanas. 

— Mire  vuestra  merced  bien  lo  que  dice,  señor,  respondió  Sancho. 

— Digo  cuatro,  si  no  eran  cinco,  res])ondió  Don  Quijote;  porque  en 
toda  mi  vida  me  lian  sacado  diente  ni  muela  de  la  boca,  ni  se  me  lia 
caído,  ni  comido  de  neguijón  ni  de  reuma  alguna. 

— Pues  en  esta  parte  de  abajo,  dijo  Sancho,  no  tiene  vuestra  merced 
más  de  dos  muelas  y  media;  y  en  la  de  arriba,  ni  media  ni  ninguna, 
que  toda  está  rasa  como  la  palma  de  la  mano. 

— ¡Sin  ventura  yo,  dijo  Don  Quijote,  oyendo  las  tristes  nuevas  que 
su  escudero  le  daba,  que  más  quisiera  que  me  hubieran  derribado  un 
orazo,  como  no  fuera  el  de  la  espada!  Porque  te  hago  saber,  Sancho, 
que  la  boca  sin  muelas  es  como  molino  sin  piedra,  y  en  mucho  más  se 
ha  de  estimar  un  diente  que  un  diamante.  Mas  á  todo  esto  estamos  su- 
jetos los  que  profesamos  la  estrecha  Orden  de  la  caballería.  Sube,  ami- 
go, y  guía,  que  yo  te  seguiré  al  paso  que  quisieres. 

Hízolo  así  Sancho,  y  encaminóse  hacia  donde  le  pareció  que  podía 
hallar  acogimiento,  sin  salir  del  camino 'real,  que  por  allí  iba  muy  se- 
guido. Yéndose,  pues,  poco  á  poco,  porque  el  dolor  de  las  quijadas  de 
Don  Quijote  no  le  dejaba  sosegar  ni  atender  á  darse  priesa,  quiso  San- 
cho entreteneile  y  divertirle  diciéndole  alguna  cosa,  y  entre  otras  (|ue 
le  dijo,  fué  lo  que  se  dirá  en  el  siguiente  capítulo. 


*   • 


jAtiii'n'MJMÜÉlBi*^»/ 


CAPITULO  XIX 

De  las  discretas  razones  que  Sandio  pasó  con  su  amo,  y  de  la  aventura  que 
le  sucedió  con  un  cuerpo  muerto,  con  otros  acontecimientos  famosos. 


ARÉCEME,  señor  mío,  que  todas  estas  desventuras  que  estos  días 
nos  lian  sucedido,  sin  duda  alguna  han  sido  pena  del  pecado 
cometido  por  vuestra  merced  contra  la  Orden  de  su  caballería, 
no  habiendo  cumi)lido  el  juramento  ([ue  hizo  de  no  comer  pan 
á  manteles  ni  con  la  reina  íolgar,  con  todo  aquello  que  á  esto  se  si.üue 
y  vuestra  merced  juro  de  cumpHr,  hasta  quitar  aquel  almete  de  Ma- 
landrino,  ó  como  se  llama  el  moro;  que  no  me  acuerdo  bien. 

— Tienes  mucha  razón,  Sancho,  dijo  Don  Quijote;  mas,  para  decirte 
verdad,  ello  se  me  había  i)asado  de  la  memoria.  Y  también  jíuedes  te- 
ner por  cierto  que,  por  la  cul})a  de  no  habérmelo  tú  acordado  en  tiempo, 
te  sucedió  aquello  de  la  manta;  i)ero  yo  haré  la  enmienda,  ({ue  modos 
hay  de  composición  en  la  Orden  de  la  caballería  para  todo. 
— ¿Pues  juré  yo  algo  por  dicha?,  respondió  Sancho. 
— No  importa  que  no  hayas  jurado,  dijo  Don  Quijote:  basta  (|ue  yo 
entiendo  que  de  participante  no  estás  nmy  seguro;  y  por  sí  ó  por  no,  no 
será  malo  proveernos  de  remedio. 

— Pues  si  ello  es  así,  dijo  Sancho,  mire  vuestra  merced  no  se  le 


IIG  DON  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 

torne  á  olvidar  esto  como  lo  del  juramento;  quizá  les  volverá  la  gana 
á  las  fantasmas  de  solazarse  otra  vez  conmigo,  y  aun  con  vuestra  mer- 
eced, si  le  ven  tan  pertinaz. 

En  éstas  y  otras  pláticas  les  tomó  la  noche  en  mitad  del  camino, 
3in  tener  ni  descubrir  dónde  aquella  noche  se  recogiesen;  y  lo  que  no 
había  de  bueno  en  ello  era  que  perecían  de  hambre,  que,  con  la  falta 
<ie  las  alforjas,  les  faltó  toda  la  despensa  y  matalotaje;  y  para  acabar 
de  confirmar  esta  desgracia,  les  sucedió  una  aventura  que  sin  artificio 
alguno  verdaderamente  lo  parecía,  y  fué  que  la  noche  cerró  con  algu- 
aa  escuridad;  pero,  con  todo  esto,  caminaban,  creyendo  Sancho  que, 
Dues  aquel  camino  era  real,  á  una  ó  dos  leguas  de  buena  razón  hallarían 
en  él  alguna  venta.  Yendo,  pues,  desta  manera,  la  noche  escura,  el 
escudero  hambriento,  y  el  amo  con  gana  de  comer,  vieron  que  por  el 
mismo  camino  que  iban  venían  hacia  ellos  gran  multitud  de  lumbres, 
iue  no  parecían  sino  estrellas  que  se  movían.  Pasmóse  Sancho  en 
viéndolas,  y  Don  Quijote  no  las  tuvo  todas  consigo:  tiró  el  uno  del 
cabestro  á  su  asno,  y  el  otro  de  las  riendas  á  su  rocino,  y  estuvieron 
quedos  mirando  atentamente  lo  que  podía  ser  aciuello;  y  vieron  que 
•as  lumbres  se  iban  acercando  á  ellos,  y  mientras  más  se  llegaban,  ma- 
vores  parecían;  á  cuya  vista  Sancho  comenzó  á  temblar  como  un  azo- 
cado, y  los  cabellos  de  la  cabeza  se  le  erizaron  á  Don  Quijote,  el  cual, 
mimándose  un  poco,  dijo:  «Esta,  sin  duda,  Sancho,  debe  de  ser  gran- 
dísima y  pehgrosísima  aventura,  donde  será  necesario  que  yo  nmestre 
iiodo  mi  valor  y  esfuerzo.» 

— ¡Desdichado  de  mí!,  respondió  Sandio.  Si  acaso  esta  aventura  fuese 
de  fantasmas,  como  me  lo  va  pareciendo,  ¿adonde  habrá  costillas  que 
la  sufran? 

— Por  más  fantasmas  (pie  sean,  dijo  Don  Quijote,  no  consentiré  yo 
[ue  te  toquen  el  pelo  de  la  ropa;  que  si  la  otra  vez  se  burlaron  contigo, 
fué  i)orque  no  pude  yo  saltar  las  paredes  del  corral;  pero  ahora  estamos 
rAi  campo  raso,  donde  podré  yo  como  quisiere  esgrimir  mi  espada. 

—Y  si  le  encantan  y  entomecen,  como  la  otra  vez  lo  hicieron,  dijo 
Sancho,  ¿qué  aprovechará  estar  en  campo  abierto  ó  no? 

— Con  todo  eso,  replicó  Don  Quijote,  te  ruego,  Sancho,  que  tengas 
buen  ánimo,  que  la  experiencia  te  dará  á  entender  el  que  yo  tengo. 

— Sí  tendré,  si  á  Dios  place,  respondió  Sancho.  Y  a])artándose  los 
dos  á  un  lado  del  camino,  tornaron  á  mirar  atentamente  lo  que  aquello 
de  aquellas  lumbres  que  caminaban  podía  ser;  y  de  allí  á  muy  poco 
vieron  lo  que  era,  porque  descubrieron  hasta  veinte  encamisados,  to- 
dos á  caballo,  con  sus  hachas  encendidas  en  las  manos,  cuya  temerosa 
visión  de  todo  punto  remató  el  ánimo  de  Sancho  Panza,  el  cual  co- 
menzó á  dar  diente  con  diente,  como  quien  tiene  frío  de  cuartana;  y 
creció  más  el  batir  y  dentellear  cuando  distintamente  descubrieron  que 
detrás  de  los  encamisados  venía  una  litera  cubierta  de  luto,  á  la  cual 
seguían  otros  seis  de  á  caballo,  enlutados  hasta  los  pies  de  las  muías; 
<\ue  bien  advirtieron  que  no  eran  cal^allos  en  el  sosiego  con  que  cami- 
naban. Iban  los  encamisados  murmurando  entre  sí  con  una  voz  baja  y 


PARTE    PRIMERA. 


-CAPITULO    XIX 


117 


c()nii)asiva.  Esta  extraña  visión,  á  tales  horas  y  en  tal  des{)oblado,  bien 
l)astaba  jiara  })()ner  miedo  en  el  corazón  de  Sancho,  y  aun  en  el  de  su 
amo;  y  así  fuera  en  cuanto  á  Don  Quijote,  que  ya  Sancho  había  dado 
al  través  con  todo  su  esfuerzo:  lo  contrario  le  avino  á  su  amo,  al  cual 
en  aíjuel  punto  se  le  re])resentó  en  su  imaginación  al  vivo  que  a<iuélla 
ora  una  de  las  aventuras  de  su  libros. 

Figurósele  que  la  litera  eran  andas  donde  debía  de  ir  algún  mal 
ferido  ó  muerto  caballero,  cuya  venganza  á  él  solo  estaba  reservada;  y 
sin  hacer  otro  discurso,  enri.«^tró  su  lanzón.  púsose  bien  en  la  silla,  y 


V  trabaiitlo  liel  freno  á  la  caballería,  dijo  al  que  iba  en  ella:  •; Deteneos,  y  sed  má.s  bien  criado, 
y  dadme  cuenta  de  lo  que  oa  he  preguntado! 


m  gentil  brío  y  continente  .se  puso  en  la  mitad  del  camino,  por  donde 
los  encamisados  forzosamente  habían  de  pasar;  y  cuando  los  vio  cerca, 
alzó  la  voz  y  dijo:  «¡Deteneos,  caballeros,  quiencjuiera  que  seáis,  y 
dadme  cuenta  de  quién  sois,  de  dónde  venís,  adonde  vais,  y  qué  es  lo 
(jue  en  aquellas  andas  lleváis;  que,  según  las  muestras,  ó  vosotros  ha- 
lléis fecho  ó  vos  han  fecho  algún  desaguisado,  y  conviene  y  es  menes- 
ter ([ue  yo  lo  sepa,  ó  bien  para  castigaros  del  mal  (jue  fecistes,  ó  bien 
l»ara  vengaros  del  tuerto  (|ue  vos  ticieron!» 

— Vamos  de  priesa,  respondió  uno  de  los  encamisados,  y  está  la 
venta  lejos,  y  no  nos  podemos  detener  á  dar  tanta  cuenta  como  pedís; 
y  picando  la  muía,  pasó  adelante. 

Sintióse  desta  respuesta  grandemente  Don  Quijote,  y  trabando  del 
freno  á  la  caballería,  dijo  al  <jue  iba  en  ella:     ¡I)eteneos,  y  sed  más 


118 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


bien  criado,  y  dadme  cuenta  de  lo  (^ue  os  he  preguntado;  si  no,  conmi- 
go sois  todos  en  batalla!» 

Era  la  muía  asombradiza;  y  al  tomarla  del  freno,  se  espantó  do 
manera^  que  alzándose  en  los  pies,  dio  con  su  dueño  y  consigo  en  el 
suelo.  Un  mozo  que  iba  á  pie,  viendo  caer  el  encamisado,  comenzó  á 
denostar  á  Don  (¿nijote,  el  cual,  ya  encolerizado,  sin  es})erar  más,  en- 
ristrando su  lanzón,  arremetió  al  mozo  enlutado  y  mal  sufrido,  y  di(') 
con  él  en  tierra;  y  revolviéndose  por  los  demás,  era  cosa  de  ver  con  la 
presteza  que  los  acometía  y  desbarataba;  que  no  parecía  sino  que  en 
aquel  instante  le  habían  nacido  alas  á  Rocinante,  según  andaba  de  li- 
gero y  orgulloso.  Todos  los  encamisados  eran  gente  medrosa  y  sin 
armas,  y  así,  con  faciUdad,  en  un  momento  dejaron  la  refriega  y  co- 
menzaron á  correr  por  aquel  campo  con  las  hachas  encendidas,  c(ue  no 
parecían  sino  á  los  de  las  máscaras,  que  en  noche  de  regocijo  y  fiesta 
corren.  Los  enlutados  asimismo,  envueltos  y  revueltos  en  sus  faldamen- 
tos y  lobas,  no  se  podían  mover;  así  que  muy  á  su  salvo  Don  Quijote 
los  apaleó  á  todos,  y  les  hizo  dejar  el  ¡sitio  mal  de  su  grado,  porciue 
todos  pensaron  que  aquél  no  era  hombre,  sino  diablo  del  Infierno,  que 
les  salía  á  quitar  el  cuerpo  muerto  que  en  la  litera  llevaban. 

Todo  lo  miraba  Sancho,  admirado  del  ardimiento  de  su  señor,  y 
decía  entre  sí:  «¡Sin  duda,  este  mi  amo  es  tan  valiente  v  esforzado  como 
él  dice!» 

Estaba  una  hacha  ardiendo  en  el  suelo  junto  al  primero  que  derribó 
la  muía,  á  cuya  luz  le  pudo  ver  Don  Quijote;  y  llegándose  á  él,  le  puso 
la  punta  del  lanzón  en  el  rostro,  diciéndole  que  se  rindiese;  si  no,  que 
le  mataría. 

Alo  cual  respondió  el  caído:  «¡Harto  rendido  estoy,  pues  no  me 
puedo  mover;  que  tengo  una  pierna  quebrada!  ¡Suplico  á  vuestra  mer- 
ced, si  es  caballero  cristiano,  que  no  me  mate;  que  cometerá  un  gran 
sacrilegio;  que  soy  hcenciado,  y  tengo  las  primeras  Ordenes!» 

— Pues  f;,quién  diablos  os  ha  traído  aquí,  dijo  Don   (¿uijoíe,  siendo 
hombre  de  Iglesia? 

— ¿Quién,  señor?,  replicó  el  caído.  ¡Mi  desventura! 

— Pue?  otra  mayor  os  amenaza,  dijo  Don  Quijote,  si  no  me  satisfa- 
céis á  todo  cuanto  primero  os  pregunté. 

— Con  facilidad  será  vuestra  merced  satisfecho,  respondió  el  licen 
ciado;  y  así,  sabrá  vuestra  merced  que,  aunque  denantes  dije  que  yo 
era  licenciado,  no  soy  sino  bachiller,  y  llamóme  Alonso  López,  soy  na- 
tural de  Alcobendas,  vengo  de  la  ciudad  de  Baeza,  con  otros  Once 
sacerdotes,  que  son  ios  que  huyeron  con  las  hachas,  vamos  á  la  ciudad 
de  Segovia  acompañando  un  cuerpo  muerto  que  va  en  aquella  litera, 
que  es  de  un  caballero  que  murió  en  Baeza,  donde  fué  de])ositado,  y 
ahora,  como  digo,  llevábamos  sus  huesos  á  su  sepultura,  (|ue  está  en 
Segovia,  de  donde  es  natural. 

— ¿Y  quién  le  mató?,  preguntó  Don  Quijote. 

— Dios,  por  medio  de  unas  calenturas  pestilentes  (pie  le  dieron,  res- 
pondió el  bachiller. 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XIX  ll'.l 

— Desa  suerte,  dijo  Don  Quijote,  quitado  me  ha  nuestro  Señor  del 
trabajo  que  había  de  tomar  en  veni;ar  su  muerte,  si  otro  alguno  le 
hubiera  nuierto;  pero,  hal)iéndole  muerto  ({uien  le  mató,  no  hay  sino 
callar  y  encouer  los  hombros,  por(|ue  lo  mesmo  hiciera  si  á  mí  niesmo 
mt'  matara;  y  ([uiero  que  se})a  vuestra  i'everencia  <|ue  yo  soy  un  cal)a- 
llero  de  la  ^^ancha,  llamado  Don  (Quijote,  y  es  mi  oficio  y  ejercicio  an- 
dar por  el  mundo  enderezando  tuertos  y  desfaciendo  aíjravios. 

—No  sé  c(')mo  pueda  ser  eso  de  enderezar  tuertos,  dijo  el  Bachiller, 
pues  á  nn'  de  derecho  me  habéis  vuelto  tuerto,  dejfuidome  una  ])icrna 
quebrada,  la  cual  no  se  verá  derecha  en  todos  los  días  de  su  vida;  v 
el  agravio  que  en  mí  habéis  desliedlo  ha  sido  dejarme  agraviado  de 
manera,  que  me  quedaré  agra^^ado  j)ara  siempre;  y  harta  desventura 
ha  sido  topar  con  vos,  ([ue  vais  buscando  aventuras. 

— Xo  todas  las  cosas,  res})ond*(')  Don  (¿uijote,  suceden  de  un  mismo 
modo:  el  daño  estuvo,  señor  bachiller  Alonso  López,  en  venir,  como 
veníades,  de  noche,  vestidos  con  aquellas  sobrepellices,  con  las  hachas 
encendidas,  rezando,  cubiertos  de  luto;  que  propiamente  semejál>ades 
cosa  mala  y  del  otro  mundo;  y  así,  yo  no  ])ude  dejar  de  cum]>lir  con 
mi  ol)ligación  acometiéndoos,  y  os  acometiera  aunque  verdaderamente 
sui>iera  que  érades  los  mesmos  satanases  del  Intieriio,  ([ue  jjor  tales  os 
juzgué  y  tuve  sin  duda. 

— Ya  que  así  lo  ha  (¡uerido  mi  suerte,  dijo  el  l)achiller,  sui>lico  á 
vuestra  merced,  señor  caballero  andante,  que  tan  mala  andanza  me 
ha  dado,  me  ayude  á  salir  de  debajo  desta  muía,  (¡ue  me  tiene  tomada 
una  pierna  entre  el  estribo  y  la  silJa. 

— ¡Hablara  yo  para  mañana!  dijo  Don  (Quijote.  ¿Hasta  cuándo  aguar- 
da hades  á  decirme  vuestro  atanV 

Dio  luego  voces  á  Sancho  Panza  (¡ue  viniese;  pero  él  no  se  cun')  de 
venir,  })or(iue  andaba  ocupado  desbalijando  una  acémila  de  repuesto 
(|ue  traían  aquellos  buenos  señores,  bien  abastecida  de  cosas  de  comer. 
Halló  Sancho  un  talego  ó  costal  en  la  acémila,  y  recogiendo  todo  lo 
(jue  pudo  y  cupo  en  él,  cargó  su  jumento,  y  luego  acudió  á  las  voces 
de  su  amo,  y  ayudó  á  sacar  al  señor  bachiller  de  la  opresión  de  la  muía, 
y  l»oniéndole  encima  della,  le  dio  la  hacha,  y  Don  (Quijote  le  dijo  (|ue 
siguiese  la  derrota  de  sus  compañeros,  á  quien  de  su  parte  ))idiese  })er- 
doii  del  agravio,  que  no  había  sido  en  su  mano  dejar  de  haberle  heclio. 
Díjole  también  Sancho:  «Si  acaso  quisieren  saber  esos  señores  quién 
ha  sido  el  valeroso  que  tales  los  jiuso,  diráles  vuestra  merced  que  es  el 
famoso  Don  Quijote  de  la  Mancha,  <jue  por  otro  nombre  se  llama  d 
Cahallero  de  la  Trisfp  Figura.» 

Con  esto  se  fué  el  bachiller.  Olvidábaseme  de  decir  que  antes  dijo 
á  Don  (Quijote:  «Advierta  vuestra  merced  que  queda  descomulgado  por 
haber  puesto  las  manos  \dolentamente  en  cosa  sagrada,  jiixta  illud:  id 
quis-  sxadpnfe  diaholo.  etc.» 

— No  entiendo  ese  latín,  respondió  Don  (Quijote;  mas  yo  sé  bien  que 
no  })use  las  manos,  sino  este  lanzón;  cuanto  más,  que  yo  no  pensé 
que  ofendía  á  sacerdotes  ni  á  cosas  de  la  Iglesia,  á  quien  respeto  y 


120  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


adoro  como  católico  y  fiel  cristiano  que  soy,  sino  á  fantasmas  y  á  ves- 
tiglos del  otro  mundo;  y  cuando  eso  así  fuese,  en  la  memoria  tengo  lo 
que  le  pasó  al  Cid  Rui  Díaz  cuando  quebró  la  silla  del  Embajador  de 
aquel  rey  delante  de  su  Santidad  el  papa,  por  lo  cual  le  descomulgó;  y 
anduvo  aquel  día  el  buen  Rodrigo  de  \'ivar  como  muy  honrado  y  va- 
liente caballero. 

En  oyendo  esto  el  bachiller,  se  fué,  como  queda  dicho,  sin  repli- 
carle palabra;  y  Don  Quijote  preguntó  á  Sancho  que  qué  le  había  mo- 
vido á  llamarle  el  CahaUero  de  Ja  Triste  Figura  más  entonces  que  nunca. 

— Yo  se  lo  diré,  respondió  Sancho;  porque  le  he  estado  mirandi^  un 
rato  á  la  luz  de  aquella  hacha  que  lleva  a(|uel  mal  andante,  y  verdade 
ramente  tiene  vuestra  merced  la  más  mala  figura  de  poco  acá  que  jamáí- 
he  visto;  y  débelo  de  haber  causado,  ó  ya  el  cansancio  deste  combate. 
ó  ya  la  falta  de  las  muelas  y  dientes.   ' 

— No  es  eso,  respondió  Don  (Quijote,  sino  que  al  sabio  á  cuyo  cargc 
debe  de  estar  el  escrebir  la  historia  de  mis  hazañas,  le  habrá  parecid* 
({ue  será  bien  que  yo  tome  algún  nombre  apelativo,  como  lo  tomabau 
todos  los  caballeros  pasados:  cuál  se  llamaba  el  de  la  Ardiente  Espada 
cuál,  el  del  Unicornio,  aquél,  de  las  Doncellas,  aqueste,  el  del  A  re  Féni.r. 
el  otro,  el  Caballero  del  Grifo,  estotro,  el  de  la  Muerte,  y  por  estos  nom 
))res  é  insignias  eran  conocidos  ])or  toda  la  redondez  de  la  Tierra;  y  así 
digo  que  el  sabio  ya  dicho  te  habrá  pujesto  en  la  lengua  y  en  el  pensa 
miento  ahora  que  me  llamases  el  Caballero  de  la  Triste  Figura,  come 
pienso  llamarme  desde  hoy  en  adelante;  y  para  que"  mejor  me  cuadre 
tal  nombre,  determino  de  hacer  i)intar,  cuando  haya  lugar,  en  mi  es 
cudo  una  muy  triste  figura. 

— No  hay  para  qué,  señor,  (¿uerer  gastar  tiempo  y  dineros  en  hacei 
esa  figura,  dijo  Sancho;  sino  lo  que  se  ha  de  hacer  es  que  vuestra 
merced  descubra  la  suya  y  dé  rostro  á  los  que  le  miraren,  que  sin  máí 
ni  más,  y  sin  otra  imagen  ni  escudo,  le  llamarán  el  de  la  Triste  Figura, 
y  créame  que  le  digo  verdad,  i)orque  le  prometo  á  vuestra  merced 
señor  (y  esto  sea  dicho  en  burlas),  que  le  hace  tan  mala  cara  la  hambrt 
y  la  falta  de  las  muelas,  que,  como  ya  tengo  dicho,  se  podrá  muy  bier 
excusar  la  triste  pintura. 

Rióse  Don  Quijote  del  donaire  de  Sancho;  pero,  con  todo,  propuse 
de  llamarse  de  aquel  nombre,  en  pudiendo  pintar  su  escudo  ó  rodéis 
como  liabía  imaginado. 

(¿uisiera  Don  Quijote  mirar  si  el  cuerpo  que  venía  en  la  litera  erar 
huesos  ó  no;  pero  no  lo  consintió  Sancho,  diciéndole:  «Señor,  vuestrí 
merced  ha  acabado  esta  peligrosa  aventura  lo  más  á  su  salvo  de  todat 
las  que  yo  he  visto.  Esta  gente,  aunque  vencida  y  desbaratada,  podría 
ser  que  cayese  en  la  cuenta  de  que  los  venció  sola  una  persona,  y  co 
rridos  y  avergonzados  desto,  volviesen  á  rehacerse  y  á  buscarnos,  y  nos 
diesen  muy  bien  en  qué  entender.  El  jumento  está  como  conviene,  lí 
montaña,  cerca,  la  hambre  carga:  no  hay  ({ue  hacer  más  sino  retirarnos 
con  gentil  compás  de  pies;  y,  cojno  dicen,  vayase  el  muerto  á  la  se]>ul 
tura,  y  el  vivo  á  la  hogaza».  Y  antecogiendo  su  asno,  rogó  á  su  seño] 


PRIMERA    PARTE. CAPITULO    XIX 


121 


<|ue  le  siguiese,  el  cual  pareciéndole  que  Sancho  tenía  razón,  sin  vol- 
verle á  replicar,  le  síííuíó;  y  á  poco  trecho  que  caniinahan  por  entre  dos 
uiontañuelas,  se  hallaron  en  un  espaciostj  y  escondido  valle,  donde  se 
apearon,  y  Sancho  alivió  al  jumento,  y  tendidos  sobre  la  verde  hier- 
ba, con  la  salsa  de  su  hambre,  almorzaron,  comieron,  merendaron  y 
cenaron  á  un  mismo  punto,  satisfaciendo  sus  estómagos  con  más  de 
una  ñambrera  que  los  señores  clérigos  del  difunto  (((ue  pocas  veces  se 
dejan  mal  ¡lasar)  en  la  acémila  de  su  repuesto  traían.  Mas  sucedióles 
otra  desgracia,  que  Sancho  la  tuvo  ])or  la  i)eor  de  todas,  y  fué  que  no 
tenían  vino  que  beber,  ni  aun  agua  que  llegar  á  la  Ixtca;  y  acosados  de 
la  sed,  dijo  Sancho,  viendo  que  el  prado  donde  estaban  estaba  colmado 
de  verde  y  menuda  liierba.  lo  que  se  dirá  en  el  siguiente  capítulo. 


C'APITULO  XX 

De  la  jamás  vista  ni  oída  aventura  que  con  más  poco  peligro  fué  acabada  de 
famoso  caballero  en  el  mundo  como  la  que  acabó  el  valeroso  Don  Quijote 
de  la  Mancha. 


o  es  posible,  señor  mío,  sino  que  estas  hierbas  dan  testimonio  de 
que  por  aquí  cerca  debe  de  estar  alguna  fuente  ó   arroyo,  que 
estas  hierbas  humedece;  y  así,  será  bien  que  vamos  un  poco  niiis 
^^   ¡        adelante,  que  ya  toparemos  donde  podamos  mitigar  esta  terri 
ble  sed  que  nos  fatiga,  que,  sin  duda,  causa  mayor  pena  que  la  hambre. 

Parecióle  bien  el  consejo  á  Don  Quijote;  y  tomando  de  la  rienda   a 
Rocinante,  y  Sancho  del  cabestro  á  su  asno,   después  de  haber  puesto 
sobre  él  los  relieves  que  de  la  cena  quedaron,   comenzaron  á  caminar 
por  el  prado  arriba  á  tiento,  porque  la  escuridad  de  la  noche  no  les  d« 
jaba   ver  cosa  alguna;    mas   no  hubieron    andado   doscientos   paso- 
cuando  llegó  á  sus  oídos  un  grande  ruido  de  agua,  como  que  de  algu- 
nos grandes  y  levantados  riscos  se  despeñaba.  Alegróles  el  ruido  en  gran 
manera;  y  ])árándose  á  escuchar  hacia  qué  parte  sonaba,  oyeron  á  des- 
hora otro  estruendo,  que  les  aguó  el  contento  del  agua,  esf>ecialmente  ;! 
Sancho,  que  naturalmente  era  medroso  y  de  poco  ánimo.  Digo  que  ov< 
ron  que    daban  unos  golpes   á  compás,   con  un   cierto  crujir  de  hi» 
rros  y  cadenas,  que,  acompañados  del  furioso  estruendo  del  agua,  pusii 
ran  pavor  á  cualquier  otro  corazón  que  no  fuera  el  de   Don   í^uijotí 
Era  la  noche,  como  se  ha  dir-lu».  escura,  y  ellos  acertaron  á  estar  enti 


J 


PARTE    PEIMERA. CAPÍTULO    XX  123 

unos  árboles  altos,  cuyas  hojas,  movidas  del  blando  viento,  hacían  un 
temeroso  y  manso  ruido;  de  manera  que  la  soledad,  el  sitio,  la  escuri- 
dad,  el  ruido  del  atrua  con  el  susurro  de  las  hojas,  todo  causaba  horror 
V  espanto;  y  más  cuandi^  vieron  (|ue  ni  los  <i()lj)es  cesaban,  ni  el  viento 
dormía,  ni  la  mañana  Ueiíaba;  añadiéndose  á  todo  esto  el  ignorar  el  lu- 
gar donde  se  hallaban. 

Pero  Don  (Quijote.  acom|)añado  de  su  intré])ido  corazón,  saltó  sobre 
Rocinante,  y  enibra/.audo  su  adarga,  terció  su  lanzón.  y  dijo:  «Sancln> 
amigo,  has  de  saber  que  yo  nací,  por  querer  del  Cielo,  en  esta  nuestra 
edad  de  hierro  para  resucitar  en  ella  la  de  oro,  ó  la  dorada,  como  suele 
llamarse.  Yo  soy  aquel  i)ara  quien  están  guardados  los  peligros,  las 
grandes  hazañas,  los  valerosos  hechos;  yo  soy,  digo  otra  vez,  quien  ha 
de  resucitar  los  de  la  Tabla  Redonda,  los  doce  de  Francia  y  los  nueve 
•de  la  Fama;  y  el  (pie  ha  de  poner  en  olvido  los  Platires,  los  Tablantes. 
Olivantes  y  Tirantes,  los  Febos  y  Belianises,  con  toda  la  caterva  de  los 
famosos  caballeros  andantes  del  [)asado  tiem})0,  haciendo  en  éste  en 
<iue  me  hallo  tales  grandezas,  extrañezas  y  techos  de  armas,  que  escu- 
rezcan  las  más  claras  cjue  ellos  ticieron.  Bien  notas,  escudero  fiel  y  le- 
gal, las  tinieblas  desta  noche,  su  extraño  silencio,  el  sordo  y  confuso 
estruendo  destos  árboles,  el  temeroso  ruido  de  a((uella  agua,  en  cuya 
busca  venimos,  que  parece  que  se  des]>eña  y  derrumba  desde  ios  altos 
montes  de  la  Luna,  y  aquel  incesable  gol})ear  «jue  nos  hiere  y  lastima 
los  oídos;  las  cuales  cosas,  todas  juntas  y  cada  una  por  sí,  son  i)astan- 
tes  a  infundir  miedo,  temor  y  espanto  en  el  pecho  del  mesmo  Maile, 
cuanto  más  en  acjuel  «¡ue  no  está  acostumi)rado  á  semejantes  aconteci- 
lientos  y  aventuras.  Pues  todo  esto  que  yo  te  pinto  son  incentivos  y 
<iesi)ei-tadores  de  mi  ánimo,  que  ya  hace  que  el  corazón  me  reviente  en 
v\  pecho  con  el  deseo  que  tiene  de  acometer  esta  aventura,  por  más  difi- 
cultosa que  se  muestra;  así  (jue  aprieta  un  poco  las  cinchas  á  Rocinante, 
y  (piédate  á  Dios,  y  espérame  aquí  hasta  tres  días  no  más,  desi)ués  de 
los  cuales,  si  no  volviere,  puedes  tú  volverte  á  nuestra  aldea;  y  desde 
allí,  por  hacerme  merced  y  buena  obra,  irás  al  Toboso,  donde  dirás  á  la 
incom[)aral)le  señora  mía,  Dulcinea,  que  su  cautivo  caballero  murió 
por  acometer  cosas  que  le  hiciesen  digno  de  poder  llamarse  suyo.» 

Cuando  Sancho  oyó  las  palabras  de  su  amo,  comenzó  á  llorar  con 
la  mayor  ternura  del  nmndo  y  á  decirle:  «¡Señor,  yo  no  sé  j)or  qué 
<|uiere  vuestra  merced  acometer  esta  tan  temerosa  aventura!  Ahora 
es  de  noche,  aquí  no  nos  ve  nadie;  bien  })odemos  torcer  el  camino  y 
desviarnos  del  |)eligro,  auntjue  no  beldamos  en  tres  días;  y  pues  no 
hay  quien  nos  vea,  menos  habrá  quien  nos  note  de  cobai'des.  Cuanto 
más,  que  yo  he  oído  muchas  veces  predicar  al  cura  de  nuestro  lugar. 
<iue  vuestra  merced  muy  bien  conoce,  <(ue  quien  busca  el  peügro  pe- 
rece en  él;  así  que  uo  es  bien  tentar  á  Dios  acometiendo  tan  desafora- 
do hecho,  donde  no  se  puede  escapar  sino  por  milagro;  y  basta  los 
(jue  ha  hecho  el  Cielo  con  vuestra  merced  en  librarle  de  ser  manteado 
como  yo  lo  fui,  y  en  sacarle  vencedor,  libre  y  salvo  de  entre  tantos 
enemigos  como  acompañaban  •'!  «liíunto.  Y  cuando  todo  esto  no  nuie- 


124  D05r    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

va  ni  ablande  ese  duro  corazón,  muévale  el  pensar  y  creer  que  apenas 
se  habrá  vuestra  merced  apartado  de  aquí,  cuando  yo,  de  miedo,  dé 
mi  ánima  á  quien  quisiere  llevarla.  Yo  salí  de  mi  tierra  y  dejé  liijos 
y  mujer  por  Avenir  á  servir  á  vuestra  merced,  creyendo  valer  más,  y 
no  menos;  pero  como  la  codicia  rompe  el  saco,  á  mí  me  ha  rasgado 
mis  esperanzas;  pues  cuando  más  vivas  las  tenía  de  alcanzar  aquella 
negra  y  malhadada  ínsula  que  tantas  veces  vuestra  merced  me  ha  pro- 
metido, veo  que  en  pago  y  trueco  della  me  quiere  ahora  dejar  en  un 
lugar  tan  apartado  del  trato  humano.  Por  un  solo  Dios,  señor  mío, 
<|ue  non  se  me  faga  tal  desaguisado;  y  ya  (jue  del  todo  no  quiera  vues- 
tra merced  desistir  de  acometer  este  fecho,  dihitelo  á  lo  menos  liasta  la 
mañana,  que,  á  lo  que  á  mí  me  muestra  la  ciencia  que  aprendí  cuando 
era  pastor,  no  debe  de  haber  desde  aquí  al  alba  tres  horas,  porque  la 
l>oca  de  la  bocina  e^iá  encima  de  la  cabe/a,  y  liace  la  media  noclie  en 
la  línea  del  l)razo  izquierdo. 

— ^¿('ómo  puedes  tú,  Sancho,  dijo  Don  (Quijote,  ver  dónde  hace  esa 
hnea,  ni  dónde  está  esa  boca  ó  ese  colodrillo  que  dices,  si  hace  la  noche 
tan  escura,  que  no  parece  en  todo  el  cielo  estrella  alguna? 

— Así  es,  dijo  Sancho;  pero  tiene  el  miedo  muchos  ojos,  y  ve  las 
cosas  debajo  de  tierra,  cuanto  más  encima  en  el  cielo;  puesto  (pie  por 
l)uen  discurso  bien  se  puede  entender  que  falta  poco  de  aquí  al  día. 

— Falte  lo  que  faltare,  respondió  Don  Quijote,  que  no  se  ha  de  decir 
poi-  mí  ahora  ni  en  ningún  tiempo  que  lágrimas  y  ruegos  me  aparta- 
ron de  hacer  lo  (|ue  debía  á  estilo  de  caballero;  y  así,  te  ruego,  Sancho, 
([ue  calles;  que  Dios,  ([ue  me  ha  puesto  en  corazón  de  acometer  aliora 
esta  tan  no  vista  y  tan  temerosa  aventura,  tendrá  cuidado  de  mirar 
por  mi  salud  y  de  consolar  tu  tristeza:  lo  que  has  de  hacer  es  apretar 
bien  las  cinchas  á  Rocinante  y  (juedarte  aquí,  que  yo  daré  la  vuelta 
presto  ó  vivo  ó  muerto. 

Viendo,  pues,  Sancho  la  última  resolución  de  su  amo,  y  cuan  ])oco 
valían  con  él  sus  lágrimas,  consejos  y  ruegos,  determinó  de  aprove- 
charse de  su  industria,  y  hacerle  esperar  hasta  el  día,  si  pudiese;  y  así, 
cuando  apretaba  las  cinchas  al  caballo,  bonitamente  y  sin  ser  sentido 
ató  con  el  cabestro  de  su  asno  ambos  pies  á  Rocinante,  de  manera  (jue 
cuando  Don  Quijote  se  quiso  partir,  no  pudo,  porque  el  caballo  no  se 
pf)día  mover  sino  á  saltos.  Viendo  Sancho  Panza  el  buen  suceso  de  su 
embuste,  dijo:  «Ea,  señor;  que  el  Cielo,  conmovido  de  mis  lágrimas  y 
])legarias,  ha  ordenado  que  no  se  pueda  mover  Rocinante;  y  si  vos  que- 
réis porfiar  y  espolear  y  dalle,  será  enojar  á  la  fortuna  y  dar  coces, 
como  dicen,  contra  el  aguijón.» 

Desesperábase  con  esto  Don  Quijote,  y  por  más  que  ponía  las  pier- 
nas al  caballo,  menos  le  podía  mover;  y  sin  caer  en  la  cuenta  de  la  li- 
gadura, tuvo  por  bien  de  sosegarse  y  esperar,  ó  á  que  amaneciese,  ó  á 
<|ue  Rocinante  se  menease,  creyendo  sin  duda  que  aquello  venía  de 
otra  parte  (jue  de  la  industria  de  Sancho;  y  así,  le  dijo:  «Pues  así  es, 
Sancho,  que  Rocinante  no  puede  moverse,  yo  soy  contento  de  esperar 
á  que  ría  el  alba,  aunque  yo  llore  lo  que  ella  tardare  en  venir.» 


PAETE    PRIMERA. CAPÍTULO    XX  125 

No  hay  que  llorar,  respondió  Sancho,  (jue  yo  entretendré  á  vuestra 
itR'iced  contando  cuentos  desde  ai\ui  al  día,  si  ya  no  es  que  se  quiere 
apear  y  echarse  á  dormir  un  poco  sohre  la  verde  hierha,  á  uso  de  caha- 
llcios  andantes,  para  hallarse  más  descansado  cuando  lle.nue  el  día,  y 
l>unto  (le  acometer  esta  tan  desemejahle  aventura  (pie  le  espera. 

— ¿A  qué  llamas  apear  ó  á  qué  dormirV,  dijo  Don  (Quijote.  r,S(iy  yo, 
l>or  ventura,  de  aquellos  cahalleros  f[ue  toman  reposo  en  los  pelit^ros? 
Duerme  tú,  (jue  naciste  para  dormir,  o  haz  lo  ((ue  fpiisieres,  (pie  yo 
haré  lo  que  viere  (pie  más  viene  con  mi  pretensiíín. 

— No  se  enoje  vuestra  merced,  señor  nn'o.  rcs]tondi(')  Saiu  lio.  (¡uc  no 
lo  dije  por  tanto. 

Y  llejíándose  á  él,  puso  la  una  mano  v\i  d  ar/on  drlanu-io.  y  la  onfi 
en  el  otro,  de  modo  que  (piedé)  ahrazado  con  el  muslo  iz(juierdo  de  su 
amo,  sin  osarse  a|)artar  (h'l  un  dedo:  tal  era  el  miedo  (|ue  tenía  á  los 
uoli)es  que  todavía  alternativamente  sonahan.  DíJíjIc  Don  (Quijote  rpie 
contase  algún  cuento  para  entretenerle,  como  se  lo  hahía  prometi- 
do; á  lo  que  Sancho  dijo  (|U(>  sí  hiciera,  si  le  dejara  el  temor  de 
lo  f[ue  oía. 

— Pero,  con  todo  eso,  yo  me  esforzaré  a  decir  una  histoiia.  <|ue  si  la 
acierto  á  contar  y  no  me  van  á  la  mano,  es  la  mejor  de  las  historias;  y 
cstéme  vuestra  merced  atento,  que  ya  comienzo.  Érase  que  se  era,  el 
hien  que  viniere  para  todos  sea,  y  el  mal  para  quien  lo  fuere  á  huscar... 
Y  advierta  vuestra  merced,  señor  mío,  que  el  princijáo  <jue  los  anti- 
uuos  dieron  á  sus  consejas  no  fué  así  como  (juiera;  (pie  fué  una  senten- 
cia de  Catón  Zonzorino  romano,  (pie  dice:  Y  el  mal  para  quien  le  fuere 
ú  huscar,  (jue  viene  aquí  como  anillo  al  dedo  para  (jue  vuestra  merced 
se  esté  quedo  y  no  vaya  á  buscar  el  mal  á  ninguna  parte,  sino  que  nos 
Nolvamos  por  otro  camino,  pues  nadie  nos  fuerza  á  (|ue  sigamos  éste, 
donde  tantos  miedos  nos  sobresaltan. 

— Sigue  tu  cuento,  Sancho,  dijo  Don  Qliijote.  y  del  camino  (j^ue  he- 
mos de  seguir  déjame  á  mí  el  cuidado. 

— Digo,  pues,  prosiguió  Sancho,  que  en  un  lugar  de  Extremadura 
había  un  pastor  cabrerizo  (quiero  decir  que  guardaba  cabras),  el  cual 
})astor  ó  cabrerizo,  como  digo,  de  mi  cuento,  se  llamal)a  Lope  Ruiz,  y 
este  Lope  Ruiz  andaba  enamorado  de  una  pastora  que  se  llamal)a  To- 
rralva.  la  cual  pastora  llamada  Torralva,  era  hija  de  un  ganadero  rico, 
y  este  ganadero  rico... 

— Si  desa  manera  cuentas  tu  cuento,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  re- 
l»itiendo  dos  veces  lo  que  vas  diciendo,  no  acabarás  en  dos  días:  dilo 
seguidamente,  y  cuéntalo  como  hombre  de  entendimiento;  y  si  no.  no 
digas  nada. 

— De  la  misma  manera  que  yo  lo  cuento,  respondió  Sancho,  st-  cuen- 
tan en  mi  tierra  todas  las  consejas;  y  yo  no  sé  contarlo  de  otra,  ni  es 
l)ien  que  vuestra  merced  me  pida  f[ue  liaga  usos  nuevos. 

— Di  como  quisieres,  respondió  Don  Quijote,  que  pues  la  suerte 
(piiere  que  no  pueda  dejar  de  escucharte,  prosigue. 

— Así  que,  señor  mío  de  mi  ánima,  prosiguió  Sancho,  como  ya  tengo 


126 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


dicho,  este  pastor  andaba  enamorado  de  Torralva  la  pastora,  que  era 
una  moza  rolliza,  zahareña,  y  tiraba  algo  á  hombruna,  porque  tenía 
unos  pocos  bigotes,  que  parece  que  ahora  la  veo. 

— ¿Luego  conoeístela  tú?,  dijo  Don  Quijote. 

— No  la  conocí  yo,  respondió  Sancho;  pero  quien  me  contó  este 
cuento  me  dijo  que  era  tan  cierto  y  verdadero,  que  podía  bien  cuando 
lo  contase  á  otro  afírmar  y  jurar  que  lo  había  visto  todo.  Así  que, 
3^endo  días  y  viniendo  días,  el  Diablo,  que  no  duerme  y  que  todo  lo 
añasca,  hizo  de  manera  que  el  amor  que  el  pastor  tenía  á  la  pastora  se 
volviese  en  omecillo  y  mala  voluntad;  y  la  causa  fuá,  según  malas  len- 
ouas,  una  cierta  cantidad  de  cehllos  que  ella  le  dio,  tales  que  pasaban 


Eütró  el  pescador  en  el  barco,  y  pasó  una  cabra;  volvió,  y  pasó  otra;  torno  á  volver, 
y  tornó  á  pasar  otra... 


de  la  raya  y  llegaban  á  lo  vedado;  y  fué  tanto  lo  <iue  el  pastor  la  abo- 
rreció de  allí  adelante,  ({ue,  por  no  verla,  se  quiso  ausentar  de  aquella 
tierra,  é  irse  donde  sus  ojos  no  la  viesen  jamás.  La  Torralva,  que  se 
vio  desdeñada  del  Lo})e,  luego  le  quiso  bien,  más  que  nunca  le  había 
(juerido. 

— Ésa  es  natural  condición  de  mujeres,  dijo  Don  Quijote;  desdeñar 
á  quien  las  quiere,  y  amar  á  quien  las  aborrece.  Pasa  adelante,  Sancho. 

— Sucedió,  dijo  Sandio,  que  el  pastor  puso  por  obra  su  determina- 
ción; y  antecogiendo  sus  cabras,  se  encaminó  por  los  campos  de  Ex- 
tremadura para  pasarse  á  los  reinos  de  Portugal:  la  Torralva,  que  lo 
supe),  se  fué  tras  él,  y  seguíale  á  pie  y  descalza  desde  lejos,  con  un 
)>ordón  en  la  mano  y  con  unas  alforjas  al  cuello,  donde  llevaba,  según 
e.í  fama,  un  pedazo  de  espejo  y  otro  de  un  peine,  y  no  sé  qué  botecillo 
de  mudas  para  la  cara.  Mas,  llevase  lo  que  llevase  (que  3^0  no  me  quiero 
meter  ahora  en  averiguallo),  sólo  diré  que  dicen  que  el  pastor  llegó  con 
su  ganado  á  pasar  el  río  Guadiana;  y  en  aquella  sazón  iba  crecido  y 
casi  fuera  de  madre,  y  por  la  parte  que  llegó,  no  liabía  barca  ni  barco, 
ni  quien  le  pasase  á  él  ni  á  su  ganado  de  la  otra  j)arte;  de  lo  que  se 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    XX  127 

congojó  mucho,  j)orque  veía  que  la  Torralva  venía  ya  nuiv  cerca,  y  le 
había  de  dar  niucba  pesadumbre  con  sus  ruejíos  y  láurimas.  Mas  tanto 
anduvo  mirando.  (|ue  vio  un  pescador,  (jue  tenía  junto  á  sí  un  barco 
tan  pe<|ueñ(),  que  s<»lamente  jtodían  caber  en  él  una  ¡¡ersona  y  una  ca- 
bra; y  con  todo  esto,  le  habló  y  concertó  con  él  que  le  i)asase  á  él  y  á 
trescientas  cabras  que  llevaba.  Entró  el  pescador  en  el  barco,  y  pasó 
una  cabra;  volvió,  y  pasó  otra;  tornó  á  volver,  y  tornó  á  j^asar  otra... 
Tcnua  vuestra  meived  cuenta  con  las  ca])ras  (pie  el  pescador  va  pasan- 
do, ]>or([ue  si  se  pierde  una  de  la  memoria,  se  acal>ará  el  cuento  y  no 
será  posible  contar  más  [)alabra  del.  SÍíío,  pues,  y  di<ji:o  que  el  desem- 
barcadero de  la  otra  parte  estaba  lleno  de  cieno  y  resbaloso,  y  tardaba 
el  pescador  mucho  tiemjio  en  ir  y  volver:  cf>n  todo  esto,  vohaó  por  otra 
cabra,  y  oti-a  y  otra. 

— Ha/,  cuenta  (jue  las  pasó  todas,  dijo  Don  (Quijote:  no  andes  yendo 
y  viniendo  desa  manera,  (pie  no  acabarás  de  pasarlas  en  un  año. 

— ¿Cuántas  han  ¡jasado  hasta  ahoraV,  dijo  Sancho. 

— ¿Yo  qué  diablos  sé?,  res])ondJó  Don  Quijote. 

— He  ahí  lo  (jue  yo  dije,  que  tuviese  buena  cuenta,  ¡l'ues.  ])or  Dios, 
( pie  se  ha  acalcado  el  cuento;  (pie  no  hay  pasar  adelante! 

■ — ¿Cómo  puede  ser  esoV,  res})ondi(')  Don  (¿uijote.  ¿Tan  de  esencia  de 
la  historia  es  saber  las  cal)ras  que  han  j)asadf)  por  extenso,  que  si  se 
\erra  una  del  número  no  puedes  sejíuir  adelante  con  la  historia? 

— No,  señor,  en  ninííuna  manera,  res])oiidi(')  Sancho;  ponpie  así  como 
yo  prejiíinté  á  vuestra  merced  que  me  (iijese  cuántas  cabras  ha}>ían  ]>a- 
sado,  y  me  res})ondió  ([ue  no  sal^a,  en  a(]uel  mesmo  instante  se  me  fué 
de  la  memoria  cuanto  me  quedaba  ]toi-  d(M-ir;  y  á  fe  (|ue  era  de  mucha 
verdad  y  contento. 

— ¿De  modo,  dijo  Don  (Quijote.  <iue  ya  la  liistoria  es  acal>adaV 

— Tan  acabada  es  como  mi  madre,  dijo  Sancho. 

— Dí^-ote  de  verdad,  respondió  Don  (¿uijote,  (¡ue  tú  has  contado  una 
de  las  más  nuevas  consejas,  cuento  ó  historia  ([ue  nadie  pudo  ])ensar 
en  el  mundo,  y  que  tal  modo  de  contarla  ni  dejarla  jamás'  se  podrá  ver 
ni  habrá  vistf)  en  toda  la  vida;  aun(pie  no  esperaba  yo  otra  cosa  de  tu 
buen  discurso.  Mas  no  me  maravillo.  ])ues  quizá  estos  golpes,  que  no 
cesan,' te  deben- de  tener  turbado  el  entendimiento. 

— Todo  puede  ser,  respondió  Sancho;  mas  yo  sé  que  en  lo  de  mi 
cuento  no  hay  más  que  decir;  que  allí  se  acaba  do  comienza  el  yerro 
de  la  cuenta  del  pasaje  de  las  cabras. 

— Acabe  noral)uena  donde  quisiere,  dijo  Don  Quijote,  y  veamos  si 
se  })uede  mover  Rocinante.  Torn(')le  á  poner  las  piernas,  y  él  tornó  á 
dar  saltos  y  á  estarse  quedo:  tanto  estaba  de  bien  atado. 

En  esto  parece  ser,  ó  que  del  frío  de  la  mañana  que  ya  venía,  ó  que 
Sancho  hubiese  cenado  aliíunas  cosas  lenitivas,  ó  que  fuese  cosa  natu- 
ral ((jue  es  lo  que  más  se  debe  creer),  á  él  le  vino  en  voluntad  y  deseo 
de  hacer  lo  que  otro  no  pudiera  hacer  por  él;  mas  era  tanto  el  miedo 
<|ue  había  entrado  en  su  corazón,  que  no  osaba  apartarse  un  neí^ro  de 
uña  de  su  amo.  Pues  pensar  de  no  hacer  lo  que  tenía  gana,  tam])oco  era 

B.  P.— XX  K» 


128  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

posible;  y  así,  lo  que  hizo,  por  bien  de  paz,  fué  soltar  la  mano  derecha 
que  tenía  asida  al  arzón  trasero,  con  la  cual,  bonitamente  y  sin  rumoi 
alguno,  se  soltó  la  lazada  corrediza  con  que  los  calzones  se  sostenían 
sin  ayuda  de  otra  alguna;  y  en  quitándosela,  dieron  luego  abajo  y  s( 
le  quedaron  como  grillos;  tras  esto,  alzó  la  camisa  lo  mejor  que  pudo 
y  echó  al  aire  entrambas  posaderas,  que  no  eran  muy  pequeñas.  Hechc 
esto  (que  él  pensó  que  era  lo  más  que  tenía  cjue  hacer  para  salir  de 
aquel  terrible  aprieto  y  angustia),  le  sobrevino  otra  mayor,  que  fué  que 
le  pareció  que  no  podía  mudarse  sin  hacer  estrépito  y  ruido,  y  comen 
zó  á  apretar  los  dientes  y  á  encoger  los  hombros,  recogiendo  en  sí  el 
aliento  todo  cuanto  podía;  pero  con  todas  estas  diligencias  fué  lan  des 
dichado,  que  al  cabo,  al  cabo  vino  á  hacer  un  poco  de  ruido,  bien  dife 
rente  de  aquel  que  á  él  le  ponía  tanto  miedo. 

Oyólo  Don  Quijote  y  dijo:  «¿Qué  rumor  es  ése,  Sancho?» 
—Ño  sé,  señor,  respondió  él:  alguna  cosa  nueva  debe  de  ser;  que  las 
aventuras  y  desventuras  nunca  comienzan  por  poco.  Tornó  otra  vez  á 
probar  ventura,  y  sucedióle  tan  bien,  que  sin  más  ruido  ni  alboroto  que 
el  pasado,  se  halló  hbre  de  la  carga  que  tanta  pesadumbre  le  había 
dado.  Mas  como  Don  Quijote  tenía  el  sentido  del  olfato  tan  vivo  como 
el  de  los  oídos,  y  Sancho  estaba  tan  junto  y  cosido  con  él,  que  casi  por 
línea  recta  subían  los  vapores  liacia  arriba,  no  se  pudo  excusar  de  que 
algunos  no  llegasen  á  sus  narices;  y  apenas  hubieron  llegado,  cuando 
él  fué  al  socorro,  apretándolas  entre  los  dos  dedos,  y  con  tono  algo  gan- 
goso dijo:  «Paréceme,  Sancho,  que  tienes  mucho  miedo.» 

— Sí  tengo,  respondió  Sancho;  mas  ¿en  qué  lo  echa  de  ver  vuestra 
merced  ahora  más  que  nunca? 

— En  que  ahora  más  que  nunca  hueles,  y  no  á  ámbar,  respondió 
Don  Quijote. 

— Bien  podrá  ser,  dijo  Sancho;  mas  yo  no  tengo  la  culpa,  sino 
vuestra  merced,  que  me  trae  á  deshoras  y  por  estos  no  acostumbrados 
pasos. 

— Retírate  tres  ó  cuatro  allá,  amigo,  dijo  Don  Quijote  (todo  esto  sin 
quitarse  los  dedos  de  las  narices),  y  desde  aquí  adelante  ten  más  cuenta 
con  tu  persona  y  con  lo  que  debes  á  la  mía;  que  la  mucha  conversa- 
ción que  tengo  contigo  ha  engendrado  este  menosprecio. 

— Apostaré,   replicó  Sancho,  que  piensa  vuestra  merced  que  yo  lie 
hecho  de  mi  persona  alguna  cosa  que  no  deba. 

— Peor  es  meneallo,  amigo  Sancho,  respondió  Don  Quijote. 
En  estos  coloquios  y  otros  semejantes  pasaron  la  noche  amo  y  mozo; 
mas,  viendo  Sancho  que  á  más  andar  se  venía  la  mañana,  con  mucho 
tiento  desligó  á  Rocinante  y  se  ató  los  calzones.  Como  Rocinante  se  vio 
libre,  aunque  él  de  suyo  no  era  nada  brioso,  parece  que  se  resintió,  y 
comenzó  á  dar  manotadas,  porque  corvetas,  con  perdón  suyo,  no  las 
sabía  hacer.  Viendo,  pues,  Don  Quijote  que  ya  Rocinante  se  movía,  lo 
tuvo  á  buena  señal,  y  creyó  que  lo  era  de  que  acometiese  aquella  teme- 
rosa aventura.  Acabó  en  esto  de  descubrirse  el  alba  y  de  parecer  dis- 
tintamente las  cosas,  y  vio  Don  Quijote  que  estaba  entre  unos  árboles 


PARTE  PRIMERA. — CAPITULO  XX  129 

altos,  que  eran  castaños,  que  hacen  la  sombra  muy  escura;  sintió  tam- 
bién que  el  «golpear  no  cesaba;  pero  no  vio  quién  lo  podía  causar;  y 
así,  sin  más  detenerse,  hizo  sentir  las  espuelas  á  Rocinante,  y  tornando 
á  despedirse  de  Sancho,  le  mandó  que  allí  le  aou-irdase  tres  días  á  lo 
más  largo,  como  ya  otra  vez  se  lo  había  dicho,  y  que  si  el  cabo  dellos 
no  hubiese  vuelto,  tuviese  por  cierto  que  Dioj  j ¡tibia  sido  servido  de 
que  en  aquella  pcli.urosa  aventura  se  le  acabasen  sus  días.  Tornóle  á 
referir  el  recado  y  embajada  que  había  de  llevar  de  su  parte  á  su  seño- 
ra Dulcinea,  y  que,  en  lo  que  tccaUa  á  la  paga  de  sus  servicios,  no  tu- 
viese pena,  porqr.e  él  había  dejado  hecho  su  testamento  antes  que  sa- 
liera de  su  lugar,  donde  se  hallaría  gratificado  de  todo  lo  tocante  á  su 
salario,  rata  por  cantidad,  del  tiempo  que  hubiese  servido;  pero  que  si 
Dios  le  sacaba  de  aquel  peligro  sano  y  salvo  y  sin  cautela,  se  podía  te- 
ner por  muy  más  que  cierta  la  prometida  ínsula.  De  nuevo  tornó  á  llo- 
rar Sancho,  oyendo  de  nuevo  las  lastimeras  razones  de  su  buen  señor, 
y  determinó  de  no  dejarle  hasta  el  último  tránsito  y  fin  de  aquel  nego- 
cio. Destas  lágrimas  y  determinación  tan  honrada  de  Sancho  Panza 
saca  el  autor  desta  historia  que  debía  de  ser  bien  nacido,  y  por  lo  me- 
nos cristiano  viejo;  cuyo  sentimiento  enterneció  algo  á  su  amo,  pero  no 
tanto  que  mostrase  flaqueza  alguna;  antes  disimulando  lo  mejor  que 
pudo,  comenzó  á  caminar  hacia  la  parte  por  donde  le  pareció  que  el 
ruido  del  agua  y  del  golpear  venía. 

Seguíale  Sancho  á  pie,  llevando,  como  tenía  de  costumbre,  del  ca- 
bestro á  su  jumento,  perpetuo  compañero  de  sus  prósperas  y  adversas 
foríunas;  y  habiendo  andado  una  buena  pieza  por  entre  aquellos  casta- 
ños y  árboles  sombríos,  dieron  en  un  pradecillo  que  al  pie  de  unas  al- 
tas peñas  se  hacía,  de  las  cuales  se  pre^ioitaba  un  grandísimo  golpe  de 
agua;  al  pie  de  las  peñas  estaban  unas  casas  mal  hechas,  que  más  pa- 
recían ruinas  de  edificios  que  casas,  de  entre  las  cuales  advirtieron  qiie 
salía  el  ruido  y  estruendo  de  aquel  golpear,  que  aún  no  cesaba.  Albo- 
rotóse Rocinante  con  el  estruendo  del  agua  y  de  los  golpes,  y  sosegán- 
dole Don  Quijote,  se  fué  llegando  poco  á  poco  á  las  casas,  encomeiv 
dándose  de  todo  corazón  á  su  señora,  suplicándole  que  en  aquella  te- 
merosa jomada  y  empresa  le  favoreciese,  y  de  camino  se  encomendaba 
también  á  Dios  que  no  le  olvidase.  No  se  le  quitaba  Sancho  del  lado,  t- 1 
cual  alargaba  cuanto  podía  el  cuello  y  la  vista  por  entre  las  piernas  de 
Rocinante,  por  ver  si  vería  ya  lo  que  tan  suspenso  y  medroso  le  tenía. 
Otros  cien  pasos  serían  los  que  anduvieron,  cuando,  al  doblar  de  una 
punta,  pareció  descubierta  y  patente  la  misma  causa,  sin  que  pudiese 
ser  otra,  de  aquel  horrísono  y  para  ellos  espantable  ruido,  que  tan  sus- 
pensos y  medrosos  toda  la  noche  los  había  tenido.  Y  eran  (si  no  lo 
has,  {oh  lector!,  por  pesadumbre  y  enojo)  seis  mazos  de  batán,  que  con 
sus  alternativos  golpes  aquel  estruendo  formaban. 

Cuando  Don  Quijote  vio  lo  que  era,  enmudeció  y  pasmóse  de 
arriba  abajo.  Miróle  Sancho,  y  vio  que  tenía  la  cabeza  inclinada  sobre 
el  pecho,  con  muestras  de  estar  corrido.  Miró  también  Don  Quijote 
á  Sancho,  y  viole  que  tenía  los  carrillos  hinchados,  y  la  boca  llena  de 


Soltf)  la  presa  de  manera' quf'  tuvo  upcesidad  de  apretarse  las  íjftduf;  con  lo.s  puños 
<  ■    pal- no  reveat  ir  riendo. 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XX  131 

risa,  con  evidentes  señales  de  cjuerer  reventar  con  ella;  y  no  pudo  su 
melancolía  tanto  con  él,  que  á  la  vista  de  Sancho  pudiese  dejar  de  reír- 
se; y  como  vio  Sandio  que  su  amo  había  comenzado,  soltó  la  presa  de 
manera  (jue  tuvo  necesidad  de  ai)retarse  his  ijadas  con  los  })uños  por 
no  reventar  riendo.  Cuatro  veces  sosegó,  y  otras  tantas  volvió  á  su  risa 
con  el  mismo  ínqjetu  que  primero,  de  lo  cual  ya  se  daba  al  diablo  Don 
Quijote,  y  más  cuando  le  oyó  decir,  como  por  modo  de  fisga:  «^^Has  de 
saber,  ¡oh  Sancho  amigo!,  que  yo  nací,  por  querer  del  Cielo,  en  esta 
nuestra  edad  de  hierro,  para  resucitar  en  ella  la  dorada  ó  de  oro:  yo  soy 
aquel  para  quien  están  guardados  los  ))eligros,  las  hazañas  grandes,  los 
valerosos  fechos  >;  y  por  aquí  fué  repitiendcj  todas  ó  las  más  razones 
que  Don  Quijote  dijo  la  vez  piimera  tjue  oyeron  los  temerosos  golpes. 

Viendo,  pues,  Don  (Quijote  que  Sancho  hacía  burla  del,  se  corrió  y 
enojó  en  tanta  manera,  (pie  alzó  el  lanzón  y  le  asestó  dos  palos  tales, 
([ue  si  como  los  recibió  en  las  espaldas  los  recibiera  en  la  cabeza,  que- 
dara libre  de  pagarle  el  salario,  si  no  fuera  á  sus  herederos.  Viendo 
Sancho  que  sacaba  tan  malas  veras  de  sus  burlas,  con  temor  de  que  su 
amo  no  pasase  adelante  en  ellas,  con  mucha  humildad  le  dijo:  «¡Sosié- 
gúese vuestra  merced;  (jue,  i)or  Dios,  (jue  me  burlo!» 

— Pues  porque  os  burláis,  no  me  burlo  yo,  res})ondió  Don  Quijote. 
¡Venid  acá,  señor  alegre!  ¿Pareceos  á  vos  que  si,  como  éstos  fueron 
mazos  de  batán,  fueran  otra  peligrosa  aventura,  no  habría  yo  mostrado 
el  ánimo  que  convenía  para  em])rendella  y  acaballa?  ¿Estoy  yo  obliga- 
do, á  dicha,  siendo,  como  soy,  caballero,  á  conocer  y  distinguir  los  so- 
nes, y  saber  cuáles  son  de  batanes  ó  no?  Y  más,  ([ue  ])odría  ser,  como 
es  verdad,  que  no  los  he  visto  en  mi  vida,  como  vos  los  habréis  visto, 
como  villano  ruin  que  sois,  criado  y  nacido  entre  ellos.  Si  no,  haced 
vos  que  estos  seis  mazos  se  vuelvan  en  seis  jayanes,  y  echádmelos  á  las 
barbas  uno  á  uno,  ó  todos  juntos,  y  cuando  yo  no  diere  con  todos  patas 
arriba,  haced  de  mí  la  burla  ([iie  quisiéredes. 

—¡No  haya  más,  señor  mío,  replicó  Sancho.  <]ue  yo  confieso  que  he 
andado  algo  risueño  en  demasía!  Pero  dígame  vuestra  merced,  ahora 
que  estamos  en  paz,  así  Dios  le  saque  de  todas  las  aventuras  que  le  su- 
cedieren tan  sano  y  salvo  como  le  ha  sacado  désta:  ¿no  ha  sido  cosa  de 
reir,  y  lo  es  de  contar,  el  gran  miedo  que  hemos  tenido?  A  lo  menos 
el  que  yo  tuve;  que  de  vuestra  merced,  ya  yo  sé  (]ue  no  le  conoce,  ni 
sabe  qué  es  temor  ni  espanto. 

— No  niego  yo,  respondió  Don  Quijote,  que  lo  que  nos  ha  sucedido 
no  sea  cosa  digna  de  risa;  i)ero  no  es  digna  de  contarse,  que  no  son  to- 
das las  personas  tan  discretas  que  sepan  })oner  en  su  jmnto  las  cosas. 

— A  lo  menos,  respondió  Sancho,  supo  vuestra  merced  poner  en  su 
punto  el  lanzón,  apuntándome  á  la  cabeza  y  dándome  en  las  esi)aldas, 
gracias  á  Dios  y  á  la  dihgencia  que  puse  en  ladearme.  Pero  vaya,  que 
todo  saldrá  en  la  colada;  que  yo  he  oído  decir:  Ese  te  quiere  bien  que 
te  hace  llorar;  y  más,  que  suelen  los  })rincipales  señores  tras  una  mala 
l)alabra  que  dicen  á  un  criado,  darle  luego  unas  calzas:  auníjue  no  sé 
lo  que  le  suelen  dar  tras  lialierle  dado  de  palos,  si  ya  no  es  que  los 


132  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

caballeros  andantes  dan  tras  palos  ínsulas  ó  reinos  en  tierra  firme. 

— Tal  podría  correr  el  dado,  dijo  Don  Quijote,  que  todo  lo  que  dices 
viniese  á  ser  verdad;  y  perdona  lo  pasado,  pues  eres  discreto  y  sabes 
que  los  primeros  mo\dmientos  no  son  en  mano  del  hombre;  y  está  ad- 
vertido de  aquí  adelante  en  una  cosa,  para  que  te  abstengas  y  reportes 
en  el  hablar  demasiado  conmigo;  que  en  cuantos  libros  de  caballerías 
he  leído,  que  son  infinitos,  jamás  he  hallado  que  ningún  escudero  ha- 
blase tanto  con  su  señor  como  tú  con  el  tuyo;  y  en  verdad  que  lo  tengo 
á  gran  falta  tuya  y  mía:  tuya,  en  que  me  estimas  en  poco;  mía,  en  que 
no  me  dejo  estimar  en  más.  Sí,  que  Gandalín,  escudero  de  Amadís  de 
Gaula,  conde  fué  de  la  ínsula  firme,  y  se  lee  del  que  siempre  hablaba  á 
su  señor  con  la  gorra  eü  la  mano,  inclinada  la  cabeza  y  doblado  el 
cuerpo,  more  iurquesco.  Pues  ¿qué  diremos  de  Gasabal,  escudero  de  Don 
Galaor,  que  fué  tají  callado,  que  para  declararnos  la  excelencia  de  su 
maravilloso  silencio  sólo  una  vez  se  nombra  su  nombre  en  toda  aquella 
tan  grande  como  verdadera  historia?  De  todo  lo  que  he  dicho  has  de 
inferir,  Sancho,  que  es  menester  hacer  diferencia  de  amo  á  mozo,  de 
señor  á  criado,  y  de  caballero  á  escudero;  así  que  desde  hoy  en  ade- 
lante nos  hemos  de  tratar  con  más  respeto,  sin  darnos  cordelejo,  por- 
que de  cualquier  manera  que  yo  me  enoje  con  vos,  ha  de  ser  mal  para 
ei  cántaro.  Las  mercedes  y  beneficios  que  yo  os  he  prometido  llegarán 
á  su  tiempo;  y  si  no  llegaren,  el  salario  á  lo  menos  no  se  ha  de  perder, 
como  ya  os  he  dicho. 

— Está  bien  cuanto  vuestra  merced  dice,  dijo  Sancho;  pero  querría 
yo  saber  (por  si  acaso  no  llegase  el  tiempo  de  las  mercedes  y  fuese  ne- 
cesario acudir  á  lo  de  los  salarios)  cuánto  ganaba  un  escudero  de  un 
caballero  andante  en  aquellos  tiempos,  y  si  se  concertaban  por  meses  ó 
por  días,  como  peones  de  albañir. 

— No  creo  yo,  respondió  Don  Quijote,  que  jamás  los  tales  escuderos 
estuvieron  á  salario,  sino  á  merced;  y  si  yo  ahora  te  he  señalado  á  ti 
en  el  testamento  cerrado  que  dejé  en  mi  casa,  fué  por  lo  que  podía  su- 
ceder; que  aún  no  sé  cómo  prueba  en  estos  tan  calamitosos  tiempos 
nuestros  la  caballería,  y  no  querría  que  por  pocas  cosas  penase  mi  áni- 
ma en  el  otro  mundo.  Porque  quiero  que. sepas,  Sancho,  que  en  él  no 
hay  estado  más  peligroso  que  el  de  los  aventureros. 

— Así  es  verdad,  dijo  Sancho,  pues  sólo  el  ruido  de  los  mazos  de  un 
batán  pudo  alborotar  y  desasosegar  el  corazón  de  un  tan  valeroso  an- 
dante aventurero  como  es  vuestra  merced;  mas  bien  puede  estar  seguro 
que  de  aquí  adelante  no  despliegue  mis  labios  para  hacer  donaire  de 
las  cosas  de  vuestra  merced,  si  no  fuere  para  honrarle  como  á  mi  amo 
y  señor  natural. 

— Desa  manera,  replicó  Don  Quijote,  vivirás  largamente  sobre  la  haz^ 
de  la  Tierra,  porque  después  de  á  los  padres,  á  los  amos  se  ha  de  respe- 
tar como  si  lo  fuesen. 


^^'^^ 


CAPITULO  XXI 

Oue  trata  de  la  alia  aventura  y  rica  ganancia  del  yelmo  de  Mambrlno,  con 
otras  cosas  sucedidas  á  nuestro  invencible  caballero. 


N  esto  comenzó  á  llover  un  poco,  y  quisiera  Sancho  c{ue  se  en- 
traran en  el  ínterin  en  los  batanes;  mas  habíales  cobrado  tal 
aborrecimiento  Don  Quijote  por  la  pasada  burla,  que  en  nin- 
guna manera  quiso  entrar  dentro;  y  así,  torciendo  el  camino  á 
la  derecha  mano,  dieron  en  otro  como  el  (jue  habían  llevado  el  día  de 
antes.  De  allí  á  poco  descubrió  Don  (^^ijote  un  liombre  á  caballo  que 
traía  en  la  cabeza  una  cosa  que  reluml^raba  como  si  fuera  de  oro;  y 
xipenas  le  hubo  \ásto,  cuando  se  volvió  á  Sancho  y  le  dijo:  «Paréceme, 
Sancho,  que  no  ha}'  refrán  que  no  sea  verdadero,  porque  todo  son  sen- 
tencias sacadas  de  la  mesma  experiencia,  madre  de  las  ciencias  todas, 
•especialmente  aí^uel  que  dice:  Donde  una  jmerta  se  cierra,  otra  se  abre. 
Dígolo  })orque  si  anoche  nos  .cerró  la  ventura. la  puerta  de  la  que  bus- 
•cábamos,  engañándonos  con  los  batanes,  ahora  nos  abre  de  par  en  par 
otra  para  otra  mejor  y  más  cierta  aventura,  que  si  yo  no  acertare  á  en- 
trar por  ella,  mía  será  la  culpa,  sin  que  la  pueda  dar  á  la  poca  noticia 
de  batanes  ni  á  la  escuridad  de  la  noche.  Digo  esto  porque,  si  no  me 
•engaño,  liacia  nosotros  viene  uno  que  trae  en  su  cabeza  puesto  el  yelmo 
■de  Mambrino,  sobre  que  yo  hice  el  juramento  que  sabes. 

— Mire  vuestra  merced  bien  lo  que  dice,  y  mejor  lo  que  hace,  dijo 


134  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Sancho;  que  no  (periía  que  fuesen  otros  batanes,  que  nos  acabasen  de 
batanar  y  aporrear  el  sentido. 

— ¡Válete  el  Dia})lo  por  hombre!,  replicó  Don  Quijote.  ¿Qué  va  de  yel- 
mo á  batanes'? 

— No  sé  nada,  respondió  Sancho;  mas  á  fe  que  si  yo  pudiera  hablar 
tanto  como  solía,  que  quizá  diera  tales  razones,  que  vuestra  merced 
viera  que  se  engañaba  en  lo  que  dice. 

— ¿Cómo  me  puedo  engañar  en  lo  (|ue  digo,  traidor  escru[)ulosoy, 
dijo  Don  Quijote.  Dime:  ¿no  ves  aquel  caballero  que  hacia  nosotros 
viene  sobre  un  caballo  rucio,  rodado,  que  trae  })uesto  en  la  cabeza  un 
yelmo  de  oro? 

— Lo  que  yo  veo  ó  columbro,  respondió  Sancho,  no  es  sino  un  hom- 
bre sobre  un  asno  pardo  como  el  mío,  que  trae  sobre  la  cabeza  una  cosa 
que  relumbra. 

— Pues  ése  es  el  yelmo  de  Mambrino,  dijo  Don  Quijote:  ai)áriate  á 
una  parte  y  déjame  con  él  á  solas;  verás  cuan  sin  hablar  palabra,  por 
ahorrar  de  tiempo,  concluyo  esta  aventura,  y  queda  por  mío  el  yelmo 
que  tanto  he  deseado. 

— Yo  me  tengo  en  cuidado  el  a})artarme,  replicó  Sancho;  mas  quiera 
Dios,  torno  á  decir,  ((ue  orégano  sea,  y  no  batanes. 

— Ya  os  he  diclio,  hermano  que  no  me  mentéis  ni  por  pienso  más 
eso  de  ios  batanes,  dijo  Don  Quijote;  ¡que  voto...,  y  no  digo  más,  que 
os  batanee  el  alma! 

Calló  Sancho,  con  temor  que  su  amo  no  cumpliese  el  voto,  ([ue  le 
había  echado  redondo  como  una  bola. 

Es,  i)ues,  el  caso  que  el  yelmo  y  el  caballo  y  caballero  que  Don 
Quijote  veía,  era  esto:  que  en  aquel  contorno  había  dos  lugares,  el 
uno  tan  pequeño  que  ni  tenía  botica  ni  barbero,  y  el  otro  que  estaba 
junto  á  él,  sí;  y  así,  el  barbero  del  mayor  servía  al  menor,  en  el  cual 
tuvo  necesidad  un  enfermo  de  sangrarse,  y  otro  de  hacerse  la  barba, 
para  lo  cual  venía  el  barbero,  y  traía  una  bacía  de  azófar;  y  quiso  la 
suerte  que  al  tiempo  que  venía  comenzó  á  llover;  y  ])or([ue  no  se 
le  manchase  el  sombrero,  que  debía  de  ser  nuevo,  se  puso  la  bacía 
sobre  la  calveza;  y  como  estaba  limpia,  desde  media  legua  relumbraba. 
Venía  sobre  un  asno  pardo,  com^  Sancho  dijo,  y  ésta  fué  la  ocasión 
porque  á  Don  (¿uijote  le  pareció  caballo  rucio,  rodado,  y  caballero  y 
yelmo  de  oro;  que  todas  las  cosas  que  veía,  con  mucha  facilidad  las 
acomodaba  á  sus  desvariadas  caballerías  y  malandantes  pensamientos; 
y  cuando  él  vio  que  el  pobre  barbero  ílegaba  cerca,  sin  ponerse  con 
él  en  razones,  á  todo  correr  de  Rocinante  le  enristró  con  el  lanzón 
bajo,  llevando  intención  de  pasarle  de  parte  á  parte;  mas  cuando  á  él 
llegaba,  sin  detener  la  furia  de  su  carrera,  le  dijo:  «¡Defiéndete,  cau- 
tiva criatura,  ó  entrégame  de  tu  voluntad  lo  que  con  tanta  razón  se 
me  debe!  > 

El  barbero,  que  tan  sin  pensarlo  ni  temerlo,  vio  venir  aquella 
fantasma  sobre  sí,  no  tuvo  otro  remedio  jjara  poder  guardarse  del 
gol})e  de  la  lanza,  sino  fué  el  dejarse  caer  del  asno  abajo;  y  no  hubo 


PARTE     PRIMERA. CAPITULO    XXI 


135 


tocado  al  suelo,  cuando  se  levantó  más  liiíero  que  un  gamo,  y  comenzó 
á  correr  por  aquel  llano,  que  no  le  alcanzara  el  viento. 

Dejóse  la  vacía  en  el  suelo,  con  la  cual  se  contentó  Don  Quijote,  y 
dijo  que  el  j)a.uano  había  andado  discreto,  y  (jue  había  imitado  al 
castor,  el  cual,  viéndose  acosado  de  los  cazadores,  se  taraza  y  corta 
con  los  dientes  aijuello  por  lo  (¡ue  él,  por  distinto  natural,  sabe  (^ue 
es  perseguido. 

Mandó  á  Sancho  que  alzase  el  yelmo;  el  cual,  tomándole  en  las 
manos,  dijo:  "¡Por  Dios,  que  la  bacía  es  buena,  y  que  vale  un  real  de 
á  ocho  como  un  maravedí!  ;  y  dándosela  á  su  amo,  se  la  puso  luego 
en  la  cabeza,  rodeándola  á  una  ])arte  y  á  otra,  buscándole  el  encaje;  y 
como  no  se  le  hallaba,  dijo:   <  Sin  duda  que  el  f)aganf)  á  cuya  medida 


El  barbei-o,  que  tan  kíii  pensarlo  ni  temrrlo,  vid  venir  aquella  fantasma  sobre  .'i... 

se  forjó  primero  esta  famosa  celada,  debía  de  tener  grandísima  calveza; 
y  lo  peor  dello  es  que  le  falta  la  mitad. » 

Cuando  Sancho  oyó  llamar  á  la  bacía  celada,  no  pudo  tener  la  risa; 
mas  vínosele  á  las  mientes  la  cólera  de  su  amo,  v  calló  en  la  mitad 
della. 

— ¿De  qué  te  ríes,  Sancho?,  dijo  Don  (Quijote. 

— Rióme,  respondió  él,  de  considerar  la  gran  cabeza  que  tenía  el 
pagano  dueño  deste  almete,  que  no  semeja  sino  una  bacía.de  barbero 
y)intiparada. 

— ¿Sabes  qué  imagino,  Sancho?  Que  esta  famosa  i>ieza  deste  encan- 
tado yelmo,  por  algún  extraño  accidente  debió  de  venir  á  manos  de 
quien  no  supo  conocer  ni  estimar  su  valor;  y  sin  saber  lo  (pie  hacía, 
viéndola  de  oro  purísimo,  debió  de  fundir  la  una  mitad  })ara  apro- 
vecharse del  precio,  y  de  la  otra  mitad  hizo  ésta  que  parece  bacía 
de  barbero,  como  tú  dices;  pero  sea  lo  que  fuere,  que  para  mí,  que  la 
conozco,  no  hace  al  caso  su  transmutación,  (jue  yo  la  aderezaré  en  el 
primer  lugar  donde  haya  herrero,  y  de  suerte  que  no  le  haga  ventaja, 
ni  aun  le  llegue,  la  que  hizo  y  forjó  el  dios  de  las  herrerías  para  el 


136  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


dios  de  las  batallas;  y  en  este  entretanto  la  traeré  como  pudiere,  que 
más  vale  algo  que  no  nada;  cuanto  más,  que  bien  será  bastante  para 
defenderme  de  alguna  pedrada. 

— Eso  será,  dijo  Sancho,  si  no  se  tira  con  lionda,  como  se  tiraron 
en  la  pelea  de  los  dos  ejércitos,  cuando  le  santiguaron  á  vuestra  merced 
las  muelas  y  le  rompieron  el  alcuza  donde  venía  aquel  benditísimo 
brebaje  que  me  hizo  vomitar  las  asaduras. 

— No  me  da  mucha  pena  el  haberle  perdido;  que  ya  sabes  tú,  Sancho, 
-dijo  Don  Quijote,  que  yo  tengo  la  receta  en  la  memoria. 

— También  la  tengo  yo,  respondió  Sancho;  pero  si  yo  le  hiciere  ni  le 
probare  más  en  mi  vida,  aquí  sea  mi  hora:  cuanto  más,  que  no  pienso 
ponerme  en  ocasión  de  haberle  menester,  porque  pienso  guardarme  con 
todos  mis  cinco  sentidos  de  ser  ferido  ni  de  ferir  á  nadie.  De  lo  del  ser 
otra  vez  manteado,  no  digo  nada,  que  semejantes  desgracias  mal  se 
])ueden  prevenir;  y  si  vienen,  no  hay  que  hacer  otra  cosa  sino  encoger 
los  hombros,  detener  el  aliento,  cerrar  los  ojos,  y  dejarse  ir  por  donde 
la  suerte  y  la  manta  nos  llevare. 

— Mal  cristiano  eres,  Sancho,  dijo  oyendo  esto  Don  Quijote;  porque 
nunca  olvidas  la  injuria  que  una  vez  te  han  hecho.  Pues  sábete  que  es 
de  pechos  nobles  y  generosos  no  hacer  caso  de, niñerías.  ¿Qué  pie 
sacaste  cojo?  ¿qué  costilla  quebrada?  ¿qué  cabeza  rota,  para  que  no 
se  te  olvide  aquella  burla?  Que,  bien  apurada  la  cosa,  burla  fué  y 
pasatiempo;  que,  á  no  entenderlo  yo  así,  ya  yo  hubiera  vuelto  allá 
y  hubiera  hecho  en  tu  venganza  más  daño  que  el  que  hicieron  los  grie- 
gos por  la  robada  Elena,  la  cual,  si  fuera  en  este  tiempo,  ó  mi  Dulcinea 
fuera  en  aquél,  pudiera  estar  segura  que  no  tuviera  tanta  fama  de  fer- 
moáa  como  tiene;  y  aquí  dio  un  suspiro  que  le  puso  en  las  nubes. 

Y  dijo  Sancho:  «Pase  por  burlas,  pues  la  venganza  no  puede  pasar 
•en  veras;  pero  yo  sé  de  qué  calidad  fueron  las  veras  y  las  burlas,  y  sé 
también  que  no  se  me  caerán  de  la  memoria,  como  nunca  se  me  quita- 
rán de  las  espaldas  los  estacazos  de  los  yangüeses.  Pero  dejando  esto 
-aparte,  dígame  vuestra  merced  qué  haremos  deste  caballo  rucio,  roda- 
do, que  parece  asno  pardo,  que  dejó  aquí  desamparado  aquel  Martino 
<|ue  vuestra  merced  derribó;  que,  según  él  puso  los  i)ies  en  polvorosa 
V  cogió  las  de  ^'^illadiego,  no  lleva  pergenio  de  volver  por  él  jamás;  ¡y 
para  mis  barbas  si  no  es  bueno  el  rucio!» 

— Nunca  yo  acostumbro,  dijo  Don  Quijote,  despojar  á  los  que  venzo, 
ni  es  uso  de  caballería  quitarles  los  caballos  y  dejarlos  á  pie;  si  ya  no 
fuese  que  el  vencedor  hubiese  perdido  en  la  })endencia  el  suyo;  que  en 
tal  caso,  lícito  es  tomar  el  del  vencido,  como  ganado  en  guerra  lícita; 
así  que,  Sancho,  deja  ese  caballo  ó  asno,  ó  lo  que  tú  quisieres  que  sea; 
que,  como  su  dueño  nos  veo  alongados  de  aquí,  volverá  por  él. 

— Dios  sabe  si  quisiera  llevarle,  replicó  Sancho,  ó  por  lo  menos  troca- 
Ue  con  este  mío,  que  no  me  parece  tan  bueno.  Verdaderamente  que  son 
estrechas  las  leyes  de  caballería,  pues  no  se  extienden  á  dejar  trocar  un 
asno  por  otro,  y  cjuerría  saber  si  podría  trocar  los  aparejos  siquiera. 

— En  eso  no  estoy  muy  cierto,  respondió  Don  Quijote;  y  en  caso  de 


PARTE    PRIMERA.— CAPÍTULO    XXI  137 


(luda.  Imsta  estar  mejor  informado,  dií^o  que  los  trueques,  si  es  que  tie- 
nes dellos  necesidad  extrema. 

— Tan  extrema  es,  respondió  Sandio,  que  si  fueran  })ara  mi  mesma 
l)ersona,  no  ios  hubiera  menester  más;  y  luego,  habilitado  con  aquella 
licencia,  hizo  mufaiio  capparum,  y  puso  su  jumento  á  las  mil  lindezas, 
iiejándole  mejorado  en  tercio  y  quinto. 

Hecho  esto,  almorzaron  de  las  sobras  del  real  que  del  acémila  des- 
l^ojaron,  y  bebieron  del  agua  del  arroyo  de  los  batanes,  sin  volver  la 
<ara  ii  mirallos:  tal  era  el  aborrecimiento  que  les  tenían,  por  el  miedo 
on  que  los  habían  puesto.  Cortada,  pues,  la  cólera,  y  aun  la  malenconía, 
subieron  á  caballo,  y  sin  tomar  determinado  camino  (por  ser  muy  de 
caballeros  andantes  el  no  tomar  ninguno  cierto),  se  })Usieron  á  caminar 
|)or  donde  la  voluntad  de  Rocinante  (¡uiso,  que  se  lleval)a  tras  sí  la  de 
su  amo.  y  aun  la  del  asno,  que  siempre  le  seguía,  por  dondequiera  que 
líuiaba,  en  buen  amor  y  compañía.  Con  todo  esto,  volvieron  al  camino 
real,  y  siguieron  por  él  á  la  ventura  sin  otro  designio  alguno. 

Yendo,  pues,  así  caminando,  dijo  Sancho  á  su  amo:  «Señor,  ¿(juiere 
vuestra  merced  darme  licencia  (pie  departa  un  ]>oco  con  élV  C^ue  de!«- 
jiués  que  me  })Uso  aquel  áspero  mandamiento  del  silencio,  se  me  han 
j)odrido  más  de  cuatro  cosas  en  el  estómago,  y  una  sola,  que  ahora 
tengo  en  el  pico  de  la  lengua,  no  querría  (pie  se  malograse.» 

— Dila,  dijo  Don  Quijote,  y  sé  breve  en  tus  razonamientos,  que  nin- 
guno hay  gustoso  si  es  largo. 

— Digo,  pues,  señor,  respondió  Sancho,  que  de  algunos  días  á  esta 
parte  he  considerado  cuan  })oco  se  gana  y  granjea  de  andar  buscando) 
estas  aventuras  que  vuestra  merced  busca  por  estos  desiertos  y  encru- 
cijadas de  caminos,  donde,  ya  que  se  venzan  y  acaben  las  más  peligro- 
sas, no  hay  quien  las  vea  ni  sepa,  y  así,  se  han  de  (quedar  en  perpetuo 
silencio  y  en  perjuicio  de  la  intención  de  vuestra  merced  y  de  lo  (jue 
ellas  merecen;  y  así,  me  parece  que  sería  mejor  (salvo  el  mejor  parecer 
de  vuestra  merced)  que  nos  fuésemos  á  servir  á  algún  emi)erador,  ó  á 
otro  príncipe  grande  (|ue  tenga  alguna  guerra,  en  cuyo  servicio  vuestra 
merced  muestre  el  valor  de  su  persf)na,  sus  grandes  fuerzas  y  mayor 
tíiitendimiento;  que,  visto  esto  del  señor  á  (juien  sirviéremos,  })or  fuerza 
nos  ha  de  remunerar  á  cada  cual  según  sus  méritos;  y  allí  no  faltará 
<|uien  ponga  en  escrito  las  hazañas  de  vuestra  merced  para  perpetua 
memoria.  De  las  mías  no  digo  nada,  pues  no  han  de  salir  de  los  límites 
escuderiles;  aunque  sé  decir  que  si  se  usa  en  la  caballería  escribir  ha- 
zañas de  escuderos,  tpie  no  pienso  que  se  han  de  (juedar  las  mías  entre 
renglones. 

— No  dices,  mal,  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  mas  antes  que  se 
llegue  á  ese  termino,  es  menester  andar  por  el  mundo,  como  en  pro- 
bación, buscando  las  aventuras,  [>ara  que,  acabando  algunas,  se  cobre 
nombre  y  fama  tal,  ([ue  cuando  se  fuere  á  la  corte  de  algún  gran 
monarca,  ya  sea  el  caballero  conocido  por  sus  obras,  y  que  apenas  le 
hayan  visto  entrar  los  muchachos  por  la  puerta  de  la  ciudad,  cuando 
todos  le  sigan  y  rodeen,  dando  voces  diciendo:  «Éste  es  el  caballero  del 


138  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

Sal  (ó  de  la  Serpiente,  ó  de  otra  insignia  alguna  debajo  de  la  cual  hu- 
biere acabado  grandes  hazañas);  éste  es,  dirán,  el  que  venció  en  singu- 
lar batalla  al  gigantazo  Brocabruno  de  la  gran  fuerza;  el  que  desencantó 
al  gran  Mameluco  de  Persia  del  largo  encantamiento  en  que  había  es: 
tado  casi  novecientos  años.»  Así  que,  de  mano  en  mano,  irán  prego- 
nando sus  hechos;  y  luego,  al  alboroto  de  los  muchachos  y  de  la  demás 
gente,  se  parará  á  las  fenestras  de  su  real  palacio  el  rey  de  aquel  rei^ 
no;  y  así  como  vea  al  caballero,  conociéndole  por  las  armas  ó  por  la 
empresa  del  escudo,  forzosamente  hade  decir:  «¡Ea  sus;  salgan  mis 
caballeros,  cuantos  en  mi  corte  están,  á  recibir  á  la  flor  de  la  caballe- 
ría, que  allí  viene!»:  á  cuyo  mandamiento  saldrán  todos,  y  él  llegará 
hasta  la  mitad  de  la  escalera,  y  le  abrazará  estrechísimamente,  y  le 
dará  paz  besándole  en  el  rostro,  y  luego  le  llevará  por  la  mano  al  apo- 
sento de  la  señora  reina,  adonde  el  caballero  la  hallará  con  la  infanta 
su  hija,  que  ha  de  ser  una  de  las  más  fermosas  y  acabadas  doncellas- 
(|ue  en  gran  parte  de  lo  descubierto  de  la  Tierra  á  duras  penas  se  pue- 
dan bailar.  Sucederá  tras  esto,  luego  en  continente,  que  ella  ponga  los 
ojos  en  el  caballero,  y  él  en  los  della,  y  cada  uno  parezca  al  otro  cosa 
más  divina  que  humana;  y  sin  saber  cómo  ni  cómo  no,  han  de  quedar 
presos  y  enlazados  en  la  intrincable  red  amorosa,  y  con  gran  cuita  eu' 
sus  corazones,  por  no  saber  cómo  se  han  de  fablar  para  descubrir  sus 
ansias  y  sentimientos.  Desde  allí  le  llevarán,  sin  duda,  á  algún  cuarto- 
del  i)alaci()  ricamente  aderezado,  donde.  habiénd(^le  quitado  las  armas, 
le  traerán  un  rico  mantón  de  escarlata  con  que  se  cubra;  v  si  bien  })a- 
reció  armado,  tan  bien  y  mejor  ha  de  parecer  en  farseto.  Venida  la  no- 
che, cenará  con  el  rey,  reina  é  infanta,  donde  nunca  quitará  los  ojos- 
della,  mirándola  á  furto  de  los  circunstantes;  y  ella  hará  lo  mesmo  con 
la  mesma  sagacidad,  porque,  como  tengo  dicho,  es  muy  discreta  don- 
cella. Levantarse  han  las  tablas,  y  entrará  á  deshora  i)or  la  puerta  de 
la  sala  un  feo  y  pequeño  enano  con  una  fermosa  dueña,  que  entre  dos 
gigantes,  detrás  del  enano,  viene  con  cierta  adivinanza  hecha  por  un 
antiquísimo  sabio,  que  el  que  la  aceptare  será  tenido  por  el  mejor  ca- 
ballero del  nmndo.  Mandará  luego  el  rey  que  todos  los  que  están  pre- 
sentes la  pruel)en,  y  ninguno  le  dará  signiñcación.  sino  el  caballero 
huésped,  en  mucho  pro  de  su  fama,  de  lo  cual  (quedará  contentísima  la 
infanta,  y  se  tendrá  por  contenta  y  pagada  además  por  haber  puesto  y 
colocado'  sus  pensamientos  en  taii  alta  parte.  Y  lo  bueno  es  que  este 
rey  ó  príncipe,  ó  lo  que  es,  tiene  una  muy  reñida  guerra  con  otro  tan 
])oderoso  como  él;  y  el  caballero  huésped  le  i)ide  (al  cabo  de  algunos 
días  que  ha  estado  en  su  corte)  Ucencia  para'  ir  á  servirle  en  aquella 
guerra  dicha.  Darásela  el  rey  de  muy  buen  talante,  y  el  caballero  le 
besará  cortésmente  las  manos  por  la  merced  que  le  face;  y  aquella  no- 
che se  despedirá  de  su  señora  la  infanta  por  las  rejas  del  aposento  don- 
de ella  duerme,  que  caen  á  un  jardín,  por  las  cuales  ya  otras  muchas, 
veces  la  habrá  fablado,  siendo  medianera  y  sabidora  de  todo  una  don- 
cella de  quien  la  infanta  mucho  se  fía.  Suspirará  él,  desmay arase  ella, 
traerá  agua  la  doncella,  acuitaráse  mucho  porque  viene  la  mañana,  y 


PARTE    PRIMERA— CAPÍTULO    XXI  13{> 


no  tiuerría  (jue  fuesen  desculúertos,  por  la  honra  de  su  señora;  final- 
niente,  la  infanta  volverá  en  sí,  y  dará  sus  blancas  manos  por  la  reja 
iú  caballero,  el  cual  se  las  besará  mil  y  mil  veces,  y  se  las  bañará  en 
láiíriinas.  Quedará  C(_>ncertado  entre  los  dos  del  niodt)  que  se  han  de 
hacer  saber  sus  buenos  ó  malos  sucesos,  y  ro^arále  la  princesa  que  se 
<let€ni2;a  lo  menos  cjue  })udiere;  })rometérselo  ha  él  con  nnichos  jura- 
mentos; tórnale  á  besar  las  manos,  y  despídese  con  tanto  sentimiento, 
^jue  estará  por  acabar  la  vida.  Vase  desde  allí  á  su  aposento,  échase 
sobre  su  lecho,  no  puede  dormir,  del  dolor  de  la  partida;  madrui^a  nmy 
<le  mañana,  vase  á  dcsj)edir  del  rey  y  de  la  reina  y  de  la  infanta;  dí- 
<'enle.  habiéndose  despedido  de  los  dos,  que  la  señora  infanta  está  mal 
-dispuestíi  y  (|ue  no  puede  recebir  visita;  piensa  el  caballero  que  es  de 
pena  de  su  partida,  traspásasele  el  corazón,  y  falta  poco  de  no  dar  in- 
dicio manifiesto  de  su  pena.  Está  la  doncella  medianera  delante,  halo 
de  notar  todo,  váselo  á  decir  á  su  señora,  la  cual  la  recibe  con  lájj;n- 
mas,  y  le  dice  ([ue  una  de  las  mayores  penas  <jue  tiene  es  no  saber 
<juién  sea  su  caballero,  y  si  es  de  linaje  de  reyes  ó  no;  ase.nurívrá  la 
<loncella  (jue  no  puede  caber  tautü  cortesía,  gentileza  y  valentía  como 
.la  d^  su  caballero  sino  en  sujetoji-e  al  y  j^rave;  contiénese  C(>n  esto  la 
/Cuitada,  y  })i'0(  ura  consolarse  por  no  dar  uuú  indicio  de  sí  á  sus  i)adres, 
y  á  cabo  de  dos  días  sale  en  })ül)lico.  Ya  se  es  ido  el  caballero;  pelea  en 
la  uuerra.  vence  al  cnemiti'o  del  rey.  _<;ana  muchas  ciudades,  triunfa  de 
muchas  batallas,  vuelve  á  la  cort<;,  ve  á  su  señora  por  donde  suele, 
conciértase  «^uc  la  i)ida  <i  su  padre  i)or  mujer,  en  pa^o  de  sus  servicios, 
uo  se  la  <|uiere  dar  el  rey  ponjue  no  sabe  (juien  es;  pero,  ct)n  todo 

•^to,  ó  robada  ó  de  otra  cualquier  suerte  que  sea,  la  infanta,  viene  á 

L-r  su  esposa,  y  su  i)adre  lo  viene  ;i  tener  á  liran  ventura,  porque  se 
vino  á  averiuuar  que  el  tal  caballero  es  hijo  de  un  valeroso  rey  de  no 
-('  qué  reino,  porque  creo  que  no  debe  de  estar  en  el  mapa;  nmérese  el 

'adre,  hereda  la  infanta,  (|ueda  rey  el  caballero,  en  dos  jralabras.  Aquí 
;entra  lue.uo  el  hacer  mercedes  á  su  escudero  y  á  todos  aquellos  que  le 
.íiyudaron  á  subir  á  tan  alto  estado;  casa  á  su  escudero  co.n  una  donce- 
lla de  la  infanta,  que  será,  sin  duda,  la  que  fué  tercera  en  sus  amores, 
<jue  es  hija  de  un  duque  muy  principal. 

— Eso  pido,  y  barras  derechas,  dijo  Sancho;  á  eso  me  aten<);o,  porque 
ido  al  |)ie  de  la  letra  lui  de  suceder  por  vuestra  merced,  llamándose 

'  (kthallero  de  la  Trititc  Figura. 
— No  lo  dudes.  Sancho,  replicó  I)on  Quijote,  porque  del  mesmo 
modo  y  por  los  mesmos  pasos  que  esto  he  contado  suben  y  han  subido 
los  caballeros  andantes  á  ser  reyes  y  emi>eradores.  Sólo  falta  ahora 
mirar  qué  rey  de  los  cristianos  ó  de  los  paganos  tenoa  guerra  y  tenga 
liija   hermosa;   pero  tiempo  habrá  para  pensar  esto,  pues,  como   te 

'ligo  dicho,  primero  se  ha  de  cobrar  fama  por  otras  partes  que 
-e  acuda  á  la  corte.  También  me  falta  otra  cosa:  que,  i)uesto  caso 
se  halle  rey  con  guerra  y  con  hija  hermosa,  y  que  yo  haya  cobrado 
fama  increíble  por  todo  el  Universo,  no  sé  yo  cómo  se  podrá  hallar  que 
yo  sea  de  linaje  de  reyes,  ó  por  lo  menos  primo  segundo  de  emperador; 


140  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

porque  no  me  querrá  el  rey  dar  á  su  hija  por  mujer  si  no  está  primero 
muy  enterado  en  esto,  aunque  más  lo  merezcan  mis  famosos  hechos; 
así  que,  por  esta  falta,  temo  perder  lo  que  mi  brazo  tiene  bien  mere- 
cido. Bien  es  verdad  que  yo  soy  hijodalgo  de  solar  conocido,  de  posesión 
y  de  propiedad,  y  de  devengar  quinientos  sueldos;  y  podría  ser  que  el 
sabio  que  escribiese  mi  historia  deslindase  de  tal  manera  mi  parentela 
y  decendencia,  que  me  hallase  quinto  ó  sexto  nieto  de  rey.  Porque 
te  hago  saber,  Sancho,  que  hay  dos  maneras  de  linajes  en  el  mundo:: 
unos  que  traen  y  derivan  su  decendencia  de  príncipes  y  monarcas,  á 
quien  poco  á  poco  el  tiempo  ha  deshecho  y  han  acabado  en  puntr.. 
como  pirámide  puesta  al  revés;  otros  tuvieron  principio  de  gente  baja. 
y  van  subiendo  de  grado  en  grado  hasta  llegar  á  ser  grandes  señore?; 
de  manera  que  está  la  diferencia  en  que  unos  fueron  que  ya  no  son,. 
y  otros  son  que  ya  no  fueron;  y  podría  ser  yo  de  suerte  que,  después 
de  averiguado,  hubiese  sido  mi  principio  grande  y  famoso,  con  lo  cual 
se  debía  de  contentar  el  rey  mi  suegro  que  hubiere  de  ser;  y  cuando 
no,  la  infanta  me  ha  de  querer  de  manera,  que  á  pesar  de  su  padre, 
aunque  claramente  sepa  que  soy  hijo  de  un  azaeán,  me  ha  de  admitir 
por  señor  y  por  esposo;  y  si  no,  aquí  entra  el  roballa  y  llevarla  donde 
más  gusto  me  diere;  que  el  tiempo  ó  la  muerte  ha  de  acabar  el  enojo 
de  sus  padres. 

— Ahí  entra  también,  dijo  Sancho,  lo  que  algunos  desalmados  dicen: 
No  pidas  de  grado  lo  que  puedes  tomar  por  fuerza;  aunque  mejor  cua- 
dra decir:  Más  vale  salto  de  mata  que  ruego  de  hombres  buenos.  Dígolo 
porque  si  el  señor  rey,  suegro  de  vuestra  merced,  no  se  quisiere  do- 
meñar á  entregarle  á  mi  señora  la  infanta,  no  hay  sino,  como  vuestm 
merced  dice,  roballa  y  trasponella.  Pero  está  el  daño  que  en  tanto  que 
se  hagan  las  paces  y  se  goce  pacíficamente  del  reino,  el  pobre  escudero 
se  podrá  estar  á  diente  en  esto  de  las  mercedes,  si  ya  no  es  que  la  don- 
cella tercera,  que  ha  de  ser  su  mujer,  se  sale  con  la  infanta,  y  él  pasa 
<íon  ella  su  mala  ventura  hasta  que  el  Cielo  ordene  otra  cosa;  porque 
bien  podrá,  creo  yo,  desde  luego  dársela  su  señor  por  legítima  esposa. 

— ^Eso  no  hay  quien  lo  quite,  dijo  Don  Quijote. 

— Pues  como  eso  sea,  respondió  Sancho,  no  hay  sino  encomendamos 
i'i  Dios  y  dejar  correr  la  suerte  por  donde  mejor  lo  encaminare. 

— Hágalo  Dios,  respondió  Don  Quijote,  como  yo  deseo,  y  tú,  Sancho 
has  menester;  y  ruin  sea  quien  por  ruin  se  tiene. 

— Sea  por  Dios,  dijo  Sancho;  que  yo  cristiano  viejo  soy,  y  i>ara  ser 
conde  esto  me  basta. 

— Y  aún  te  sobra,  dijo  Don  Quijote;  y  cuando  no  lo  fueras,  no  hacía 
nada  al  caso,  porque,  siendo  yo  el  rey,  bien  te  puedo  dar  Nobleza,  sin 
que  la  compres  ni  me  sirvas  con  nada,  porque  en  haciéndote  conde, 
cátate  ahí  caballero,  y  digan  lo  que  dijeren;  que  á  buena  fe  que  te  han 
de  llamar  señoría  mal  que  les  pese. 

— jY  montas  que  no  sabría  yo  autorizar  el  litado!,  dijo  Sancho. 

— Dictado  has  de  decir,  que  no  litado,  dijo  su  amo. 

— Sea  así,  respondió  Sancho  Panza;  digo  que  le  sabría  bien  acomodar; 


PARTE    PRIMERA. ^ — CAPITULO    XXI  141 

})orque,  por  vida  mía,  que  un  tiempo  fui  muñidor  de  una  cofradía,  y 
que  me  asentaba  tan  bien  la  ropa  de  muñidor,  que  decían  todos  que  te- 
nía {)reseneia  para  poder  ser  prioste  de  la  mesma  cofradía.  Pues  ¿qué 
será  cuando  me  pon^a  un  ropón  ducal  á  cuestas,  ó  me  vista  de  oro  y  de 
l)erlas,  á  uso  de  conde  extranjero?  Para  mí  tengo  que  me  han  de  venir 
á  ver  de  cien  lejíuas. 

— Bien  parecerás,  dijo  Don  Quijote;  pero  será  menester  que  te  rape» 
las  barbas  á  menudo;  que,  se^ún  las  tienes  de  espesas,  aborrascadas  y 
mal  puestas,  si  no  te  las  rapas  á  navaja  cada  dos  días  por  lo  menos,  á 
tiro  de  escopeta  se  echará  de  ver  lo  que  eres. 

— ¿Qué  hay  más,  dijo  Sancho,  sino  tomar  un  barbero  y  tenerle  asa- 
lariado en  casa?  Y  aun  si  fuere  menester,  le  haré  que  ande  tras  mí^ 
coma  caballerizo  de  grande. 

— Pues  ¿cómo  sabes  tú,  preguntó  Don  Quijote,  que  los  grandes  lle- 
van detrás  de  sí  á  sus  caballerizos? 

— Yo  se  lo  diré,  respondió  Sancho.  Los  años  pasados  estuve  un  mes 
en  la  corte,  y  allí  vi  ciue  paseándose  un  señor  muy  pequeño,  que  decían 
que  era  muy  grande,  un  hombre  le  seguía  á  caballo  á  todas  las  vueltas 
que  daba,  que  no  parecía  sino  que  era  su  rabo.  Pregunté  (jue  cómo 
aquel  hombre  no  se  juntaba  con  el  otro,  sino  que  siempre  andaba  tras 
del;  respondiéronme  que  era  su  caballerizo,  y  que  era  uso  de  'grandes 
llevar  tras  sí  á  los  tales:  desde  entonces  lo  sé  tan  bien,  que  nunca  se  me 
ha  olvidado. 

— Digo  que  tienes  razón,  dijo  Don  Quijote,  y  que  así  })uedes  tú  lle- 
var á  tu  barbero;  que  los  usos  no  vinieron  todos  juntos  ni  se  inventa- 
ron á  una,  y  puedes  ser  tú  el  primer  conde  que  lleve  tras  sí  su  barbe- 
ro; y  aun  es  de  más  confianza  el  hacer  la  barba  que  ensillar  un  caballo. 

— Quédese  eso  del  barbero  á  mi  cargo,  dijo  Sancho,  y  al  de  vuestra 
merced  se  quede  el  procurar  venir  á  ser  rey  y  el  hacerme  conde. 

— Así  será,  respondió  Don  Quijote;  y  alzando  los  ojos  vio  lo  que  se 
dirá  en  el  siguiente  capítulo. 


CAPlTrLO   XXII 

De  la  libertad  que  dio  Don  Quijote  á  muchos  dedischados  que,  mal  de  su  grado, 
ios  llevaban  donde  no  quisieran  ir. 


UENTA  Cide  llámete  Beiiengeli,  autor  arábigo  y  manehego,  en 
K'cs^'  esta  gravísima,  altisonante,  mínima,  dulce  y  nunca  imaginada 
\¿^  historia,  que  después  que  entre  el  famoso  Don  Quijote  de  la 
"Cí)  Mancha  y  Sandio  Panza  su  escudero  pasaron  aquellas  razones 
que  en  el  tin  del  cai)ítulo  XXI  quedan  referidas,  Don  (Quijote  alzó  los 
ojos,  y  vio  que  por  el  camino  que  llevaba  venían  hasta  doce  hombres  á 
pie,  ensartados  como  cuentas  en  una  gran  cadena  de  hierro  por  los  cue- 
llos, y  todos  con  esposas  á  las  manos. 

^  Venían  asimismo  con  ellos  tres  hombres  de  á  caballo  y  dos  de  á  pie: 
uno  de  á  caballo  con  escopeta  de  rueda,  y  los  deniás  con  dardos  y  es- 
padas; y  así  como  Sancho  Panza  los  yió,  dijo:  «Esta  es  cadena  de  ga- 
leotes, gente  forzada  del  Rey,  cjue  va  á  las  galeras.» 

• — ¿Cómo  gente  forzada?,  pregunt(')  Don  Quijpte.  ¿Es  posible  que  el 
Rey  haga  fuerza  á  ninguna  gente? 

— No  digo  eso,  j;©spondió  Sancho,  sino  que  es  gente  que  por  sus  de- 
litos va  condenada  á  servir  al  Rey  en  las  galeras,  de  por  fuerza. 

— En  resolución,  replicó  Don  Quijote,  como  quiera  que  ello  sea,  esta 
gente,  adonde  los  llevan,  van  de  por  fuerza,  y  no  de  su  voluntad. 
— Así  es,  dijo  Sancho. 


PRIMERA  PARTE. CAPÍTULO  XXII  143 

— Pues  desa  manera,  dijo  su  amo,  aquí  encaja  la  ejecución  de  mi 
oticio:  desfacer  fuerzas,  y  socorrer  y  acudir  á  los  miserables. 

— Advierta  vuestra  merced,  dijo  Sancho,  i[ue  la  justicia,  que  es  el 
inesmo  Rey,  no  hace  fuerza  ni  agravio  á  semejante  gente,  sino  que  los 
castiga  en  pena  de  sus  delitos. 

Llegó  en  esto  la  cadena  de  los  galeotes,  y  Don  Quijote,  con  muy 
corteses  razones,  })idió  á  los  que  iban  en  su  guarda  fuesen  servidos  de 
informalle  y  decille  la  causa  ó  causas  por  ([ue  llevaban  aíjuella  gente  de 
aquella  manera. 

Una  de  las  guardas  de  á  caballo  respondió  que  eran  galeotes,  gente 
de  Su  Majestad,  que  iba  á  galeras;  y  que  no  había  más  que  decir,  ni  él 
tenía  más  que  saber. 

— Con  todo  eso,  replicó  Don  Quijote,  querría  saber  de  cada  uno 
dellos  en  })articular  la  causa  de  su  desgracia. 

Añadió  á  éstas  otras  tales  y  tan  comedidas  razones  para  moverlos 
a  c^ue  le  dijesen  lo  que  deseaba,  que  la  otra  guarda  de  á  caballo  le  dijo: 
«Aunque  llevamos  aquí  el  registro  y  la  fe  de  las  sentencias  de  cada 
uno  destos  malaventurados,  no  es  tiempo  éste  de  detenernos  á  sacarlas 
ni  á  leellas:  vuestra  merced  llegue  y  se  lo  pregunte  á  ellos  mesmos,  que 
ellos  lo  dirán,  si  quisieren;  que  sí  querrán,  porque  es  gente  que  recibe 
gusto  de  hacer  y  decir  bellacjuerías. » 

Con  esta  licencia,  que  Don  Quijote  se  tomara  aunque  no  se  la  die- 
ran, se  llegó  á  la  cadena,  y  al  primero  le  preguntó  que  por  qué  pecados 
iba  de  tan  mala  guisa. 

El  respondió  que  por  enamorado. 

— ¿Por  eso  no  más?,  replicó  Don  Quijote.  Pues  si  por  enamorados 
echan  á  galeras,  días  ha  que  pudiera  yo  estar  bogando  en  ellas. 

—No  son  los  amores  como  los  que  vuestra  merced  piensa,  dijo  el 
galeote;  que  los  míos  fueron  que  quise  tanto  á  una  canasta  de  colar, 
atestada  de  ropa  blanca,  que  la  abracé  conmigo  tan  fuertemente,  que. 
á  no  quitármela  la  justicia  por  fuerza,  aún  hasta  ahora  no  la  hubiera 
dejado  de  mi  voluntad;  fué  en  fragante,  no  hubo  lugar  de  tormento, 
concluyóse  la  causa,  acomodáronme  las  espaldas  con  ciento,  y  por  aña- 
didura tres  años  de  gura})as,  y  acabóse  la  obra. 

— ¿Qué  son  gura])asy,  preguntó  Don  (Quijote. 

— (Turai>as  son  galeras,  respondió  el  galeote,  el  cual  era  un  mozo  de 

hasta  edad  de  veinticuatro  años,  y  dijo  que  era  natural  de  Piedrahita. 

Lo  mismo  preguntó  Don  Quijote  al  segundo,  el  cual  no  respondió 

palabra,  según  iba  de  triste  y  malencónico;  mas  respondió  por  él  el  ]iri- 

mero,  v  dijo: 

— Este,  señor,  va  por  canario;  digo,  por  músico  y  cantor. 

— Pues  ¿cómo?,  replicó  Don  Quijote:  ¿por  músicos  y  cantores  van 
también  á  galeras? 

— Sí,  señor,  respondió  el  galeote;  que  no  hay  peor  cosa  que  cantar 
en  el  ansia. 

— Antes  he  oído  yo  decir,  dijo  Don  Quijote,  que  quien  canta  sus 
males  espanta. 

B.  P.— XX  11 


144  DON  QUIJOTE   DE  LA  MANCHA 


— Acá  es  al  revés,  dijo  el  galeote;  que  quien  canta  una  vez,  llora  toda 
la  vida. 

— No  lo  entiendo,  dijo  Don  Quijote;  mas  una  de  las  guardas  le  dijo: 
«Señor  caballero,  cantar  en  el  ansia  dice  entre  esta  gente  non  sancta  al 
confesar  en  el  tormento.  A  este  pecador  le  dieron  tormento,  y  confesó 
su  delito,  que  era  ser  cuatrero,  que  es  ser  ladrón  de  bestias;  y  por  haber 
confesado,  le  condenaron  por  seis  años  á  galeras,  amén  de  doscientos 
~  azotes  que  ya  lleva  en  las  espaldas;  y  va  siempre  pensativo  y  triste, 
porque  los  demás  ladrones  que  allá  quedan  y  aquí  van  le  maltratan  y 
acriminan  y  escarnecen  y  tienen  en  poco,  porque  confesó  y  no  tuvo 
ánimo  de  decir  nones;  porque  dicen  ellos  que  tantas  letras  tiene  un  no 
como  un  sí,  y  que  harta  ventura  tiene  un  delincuente,  que  está  en  su 
lengua  su  vida  ó  su  muerte,  y  no  en  la  de  los  testigos  y  probanzas;  y 
para  mí  tengo  que  no  van  muy  fuera  de  camino. 

— Y  yo  lo  entiendo  así,  respondió  Don  Quijote;  el  cual,  pasando 
al  tercero  preguntó  lo  que  á  los  otros;  el  cual  de  presto  y  con  mucho 
desenfado  respondió  y  dijo:  «Yo  voy  por  cinco  años  á  las  señoras  gura- 
pas,  por  faltarme  diez  ducados.» 

— Yo  daré  veinte  de  muy  buena  gana,  dijo  Don  Quijote,  por  libraros 
desa  pesadumbre. 

— Eso  me  parece,  respondió  el  galeote,  como  quien  tiene  dineros  en 
mitad  del  golfo  y  se  está  muriendo  de  hambre  sin  tener  adonde  com- 
prar lo  que  ha  menester:  dígolo  porque  si  á  su  tiempo  tuviera  yo  esos 
veinte  ducados  que  vuestra  merced  ahora  me  ofrece,  hubiera  untado 
con  ellos  la  péndola  del  escribano  y  avivado  el  ingenio  del  procurador 
de  manera  que  hoy  me  viera  en  mitad  de  la  plaza  de  Zocodover  de 
Toledo,  y  no  en  este  camino,  atraillado  como  galgo;  pero  Dios  es  gran- 
de. ¡Paciencia,  y  basta! 

Pasó  Don  Quijote  al  cuarto,  que  era  un  hombre  de  venerable  rostro, 
con  una  barba  blanca  que  le  pasaba  del  pecho,  el  cual,  oyéndose  pre- 
guntar la  causa  por  (^ue  allí  venía,  comenzó  á  llorar,  y  no  respondió  pa- 
labra; mas  el  quinto  condenado  le  sirvió  de  lengua,  y  dijo:  «Este  hom- 
bre honrado  va  por  cuatro  años  á  galeras,  habiendo  paseado  las  acos- 
tumbradas vestido,  en  pompa  y  á  caballo.» 

— Eso  es,  dijo  Sancho  Panza,  á  lo  que  á  mí  me  parece,  haber  salido 
á  la  vergüenza. 

— Así  es,  replicó  el  galeote;  y  la  culpa  por  cjue  le  dieron  esta  pena  es 
por  haber  sido  corredor  de  oreja,  y  aun  de  todo  el  cuerpo:  en  efeto,  quie- 
ro decir  que  este  caballero  va  por  alcahuete,  y  por  tener  asimesmo  sus 
l)untas  y  collar  de  hechicero. 

— A  no  haberle  añadido  esas  puntas  y  collar,  dijo  Don  Quijote,  por 
solamente  el  alcahueteo  limpio,  no  merecía  él  ir  á  bogar  en  las  galeras, 
sino  á  mandallas  y  á  ser  general  dellas;  porque  no  es  así  como  quiera 
el  oficio  de  alcahuete;  que  es  oficio  de  discretos  y  necesarísimo  en  la 
república  bien  ordenada,  y  que  no  le  debía  ejercer  sino  gente  muy  bien 
nacida;  y  aun  había  de  haber  veedor  y  examinador  de  los  tales,  como 
le  hay  de  los  demás  oficios,  con  número  deputado  y  conocido,  como 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    XXII  145 

corredores  de  lonja;  y  desta  manera  se  excusarían  muchos  males  que 
se  causan  [)or  andar  este  oficio  y  ejercicio  entre  gente  idiota  y  de  poco 
entendimiento,  como  son  mujercillas  de  poco  más  ó  menos,  pajecillos 
y  truhanes  de  pocos  años  y  de  muy  poca  experiencia,  que  á  la  más  ne- 
cesaria ocasión,  y  cuando  es  menester  dar  una  traza  que  im})orte,  se  les 
hielan  las  mi^as  entre  la  boca  y  la  mano,  y  no  saben  cuál  es  su  mano 
derecha.  (Quisiera  pasar  adelante  y  dar  las  razones  por  que  convenía 
hacer  elección  de  los  que  en  la  república  hal)ían  de  tener  tan  necesario 
oficio;  })ero  no  es  el  lugar  acomodado  para  ello:  algún  día  lo  diré  á  quien 
lo  pueda  proveer  y  remediar;  sólo  digo  ahora  que  la  pena  que  me  ha 
causado  ver  estas  blancas  canas  y  este  rostro  venerable  en  tanta  fatiga 
por  alcahuete,  me  la  ha  quitado  el  adjunto  de  ser  hechicero;  aunque 
bien  sé  que  no  hay  hechizos  en  el  numdo  que  puedan  mover  v  forzar 
la  voluntad,  como  algunos  simples  jíiensan;  que  es  libre  nuestro  albe- 
diío,  y  no  hay  yerba  ni  encanto  que  le  fuerce:  lo  (jue  suelen  liacer  algu- 
nas mujercillas  sim})les  y  algunos  embusteros  bellacos  es  algunas  mix- 
turas y  venenos  con  que  vuelven  locos  á  los  hombres,  dando  á  entender 
que  tienen  fuerza  para  hacer  querer  bien,  siendo,  como  digo,  cosa  im- 
l)osible  forzar  la  voluntad. 

— Así,  es,  dijo  el  buen  viejo;  y  en  verdad,  señt>r,  (jue  en  lo  de  hechi- 
cero que  no  tuve  culj)a.  En  lo  de  alcahuete  no  \o  ])ude  negar;  pero  nunca 
líense  que  hacía  mal  en  ello,  que  toda  mi  intención  era  que  todo  el 
mundo  se  holgase  y  viviese  en  paz  y  quietud,  sin  pendencias  ni  penas; 
pero  no  me  aprovechó  nada  este  buen  deseo  para  dejar  de  ir  adonde  no 
espero  volver,  según  me  cargan  los  años  y  un  mal  de  orina  que  llevo 
que  no  me  deja  reposar  un  rato;  y  aquí  tornó  á  su  llanto  como  de  pri- 
mero, y  túvole  Sancho  tanta  compasión,  que  saco  un  real  de  á  cuatro 
del  seno,  y  se  le  dio  de  limosna. 

Pasó  adelante  Don  Quijote,  y  preguntó  á  otro  su  delito:  el  cual  res- 
pondió con  no  menos,  sino  con  mucha  más  gallardía  que  el  ])asado: 
«Yo  voy  aquí  porque  me  burlé  demasiadamente  con  dos  i)rimas  herma- 
nas mías,  y  con  otras  dos  hermanas  que  no  lo  eran  mías;  finalmente, 
tanto  me  burlé  con  todas,  que  resultó  de  la  burla  crecer  la  parentela  tan 
iiitrincadamente,  que  no  hay  diablo  que  la  declare.  Probóseme  todo,  faltó 
favor,  no  tuve  dineros,  vime  á  pique  de  perder  los  tragaderos;  senten- 

•iáronme  á  galeras  por  seis  años,  consentí ¡Castigo  es  de  mi  culpa! 

Mozo  soy;  dure  la  vida,  que  con  ella  todo  se  alcanza.  Si  vuestra  merced, 
•^eñor  caballero,  lleva  alguna  cosa  con  que  socorrer  á  estos  pobretes' 
Dios  se  lo  pagará  en  el  Cielo,  y  nosotros  tendremos  en  la  Tierra  cuidado 
le  rogar  á  Dios  en  nuestras  oraciones  }>or  la  vida  y  salud  de  vuestra 
nerced,  que  sea  tan  larga  y  tan  buena  como  su  buena  presencia  mere- 
■e. »  Este  iba  en  hábito  de  estudiante,  y  dijo  una  de  las  guardas  que  era 
nuy  grande  hablador  y  muy  gentil  laüno. 

Tras  todos  estos  venía  un  hombre  de  muy  buen  parecer,  de  edad 
le  treinta  años,  sino  que  al  mirar  metía  el  un  ojo  en  el  otro  un  poco, 
'^'enía  diferentemente  atado  (¡ue  los  demás,  porque  traía  una  cadena 
d  pie,  tan  grande,  que  se  le  liaba  por  todo  el  cuerpo,  v  dos  argollas 


146  DON    QUIJOTE    DE    LA    MAKCHA 


á  la  garganta,  la  una  en  la  cadena,  y  la  otra  de  las  que  llaman  guarda- 
amigo  ó  pie  de  amigo,  de  la  cual  descendían  dos  hierros  que  llegaban  á 
la  cintura,  en  los  cuales  se  asían  dos  esposas,  donde  llevaba  las  manos, 
cerradas  con  un  grueso  candado;  de  manera  que  ni  con  las  manos  po- 
día llegar  á  la  boca,  ni  podía  bajar  la  cabeza  á  llegar  á  las  manos. 

Preguntó  Don  Quijote  que  cómo  iba  aquel  hombre  con  tantas  pri- 
siones más  que  los  otros. 

Respondióle  la  guarda  que  porque  tenía  aquel  solo  más  delitos  que 
todos  los  otros  juntos,  y  que  era  tan  atrevido  y  tan  grande  bellaco  que, 
aunque  le  llevaban  de  aquella  manera,  no  iban  seguros  del,  sino  que 
temían  que  se  les  había  de  huir. 

— ¿Qué  delitos  puede  tener,  dijo  Don  Quijote,  si  no  han  merecido 
más  pena  que  echarle  á  las  galeras? 

— Va  por  diez  años,  repHcó  la  guarda,  que  es  como  muerte  cevil:  no 
se  quiera  saber  más  sino  que  este  buen  hombre  es  el  famoso  Ginés  de 
Pasamonte,  que  por  otro  nombre  llaman  Ginesillo  de  Parapilla. 

— Señor  comisario,  dijo  entonces  el  galeote:  vayase  poco  á  poco,  y  no 
andemos  ahora  á  deslindar  nombres  y  sombrenombres:  Ginés  me  llamo, 
y  no  Ginesillo;  y  Pasamonte  es  mi  alcurnia,  y  no  Parapilla,  como  voacé 
áice;  v  cada  uno  se  dé  una  vuelta  á  la  redonda,  y  no  hará  poco. 

— Hable  con  menos  tono,  replicó  el  comisario,  señor  ladrón  de  más 
de  la  marca,  si  no  quiere  que  le  liaga  callar,  mal  que  le  pese. 

—Bien  parece,  respondió  el  galeote,  que  va  el  hombre  como  Dios 
es  servido;  pero  algún  día  sabrá  alguno  si  me  llamo  Ginesillo  de  Para- 
pilla ó  no. 

— ¿Pues  no  te  llaman  así,  embustero?,  dijo  la  guarda. 

— Sí  llaman,  respondió  Ginés;  mas  yo  haré  que  no  me  lo  llamen,  ó 
me  las  pelaría  donde  yo  digo  entre'  mis  dientes.  Señor  caballero,  si 
tiene  algo  que  darnos,  dénoslo  ya,  y  vaya  con  Dios;  que  ya  enfada  con 
tanto  querer  saber  vidas  ajenas;  y  si  la  mía  quiere  saber,  sepa  que  yo 
soy  Ginés  de  Pasamonte,  cuya  vida  está  escrita  i)or  estos  pulgares. 

—Dice  verdad,  dijo  el  comisario;  que  él  mesmo  ha  escrito  su  histo- 
ria, que  no  hay  más  que  ver,  y  deja  empeñado  el  libro  en  la  cárcel  en 
docientos  reales. 

—Y  le  pienso  quitar,  dijo  Ghiés,  si  quedara  en  docientos  ducados. 

—¿Tan  bueno  es?,  dijo  Don  Quijote. 

Es  tan  bueno,  respondió  Ginés,  que  ¡mal  año  para  Lazarillo  de 

Tormes,  y  para  todos  cuantos  de  aquel  género  se  han  escrito  ó  escri- 
bieren! Lo  que  le  sé  decir  á  voacé  es  que  trata  verdades,  y  qué  son 
verdades*  tan  hndas  y  tan  donosas,  que  no  puede  haber  mentiras  que 
se  les  igualen. 

—¿Y  cómo  se  intitula  el  Hbro?,  pregunt(')  Don  Quijote. 

— La  vida  de  Ginés  de  Faso/monte,  res^jondió  él  mismo. 

— ¿Y  está  acabado?,  preguntó  Don  Quijote. 

—¿Cómo  i)uede  estar  acabado,  respondió  él,  si  aún  no  está  acabada 
mi  vida?  Lo  que  está  escrito  es  desde  mi  nacimiento  hasta  el  punto  que 
esta  última  vez  me  han  echado  en  galeras. 


PARTE    PRIMERA. 


CAPÍTULO    XXII  147 


— ¿Lue^o  otra  vez  habéis  estado  en  ellas?,  dijo  Don  Quijote. 

— Para  servir  á  Dios  y  al  Rey,  otra  ve/  he  estado  cuatro  años,  y  ya 
sé  á  ([ué  sabe  el  bizcoclio  y  el  corbacho,  respondió  Giiiés;  y  no  me  pesa 
mucho  de  ir  á  ellas,  porque  allí  tendré  lujjar  de  acabar  mi  libro;  c^ue 
me  quedan  nmchas  cosas  que  decir,  y  en  las  galeras  de  P^spaña  hay 
más  sosie^ío  de  acjuel  que  sería  menester;  auni^ue  no  es  menester  mucho 
])ara  lo  (¡ue  yo  ten^o  de  escrilár,  ponjue  me  lo  sé  de  coro. 

—  Hábil  pareces,  dijo  Don  Quijote. 

—Y  desdichado,  respondió  Ginés;  porque  siempre  las  desdichas  per- 
sij^uen  al  Imen  int>-enio. 

— Persijíuen  á  los  bellacos,  dijo  el  comisario. 

— Ya  le  he  dicho,  señor  comisario,  respondi(')  l'asamonte,  (jue  se 
vaya  \kk-o  á  poco;  que  aquellos  señores  no  le  dieron  esa  vara  })ara  (jue 
maltratase  á  los  pobretes  que  aquí  vamos,  sino  })ara  que  nos  guiase  y 
llevase  adonde  Su  Majestad  manda;  si  no,  ¡por  vida  de...!  ¡Basta;  que 
l>odría  ser  que  saliesen  al,uún  día  en  la  colada  las  manchas  cjue  se  hicie- 
ron en  la  venta!  ¡Y  todo  el  mundo  calle  y  viva  l>ien  y  hable  mejor,  y 
caminemos,  que  ya  es  mucho  re<íodeo  éste! 

Alzó  la  vara  en  alto  el  comisario  para  dar  á  Pasamonte,  en  respuesta 
de  sus  amenazas;  mas  Don  Quijote  se  i)Uso  en  medio,  y  le  roijó  que  no 
le  maltratase,  i)ues  no  era  mucho  que  quien  lleval)a  tan  atadas  las 
manos  tuviese  al.uün  tanto  suelta  la  lenf>ua;  y  volviéndose  á  todos  los 
de  la  cadena,  dijo: 

— De  todo  cuanto  me  habéis  dicho,  hermanos  carísimos,  he  sacado 
en  limpio  que  aun(|ue  os  han  castigado  por  vuestras  culpas,  las  penas 
que  vais  á  i)adecer  no  os  dan  mucho  gusto,  y  (jue  vais  á  ellas  muy 
de  mala  gana  y  muy  contra  vuesti'a  voluntad,  y  que  podría  ser  que 
el  i)oco  ánimo  que  aquél  tuvo  en  el  tcjrmento,  la  íalta  de  dineros  déste, 
el  poco  favor  del  otro,  y  finalmente,  el  torcido  juicio  del  juez,  hubiese 
sido  causa  de  vuestra  perdición  y  de  no  haber  salido  con  la  justi- 
cia que  de  vuestra  parte  teníades:  todo  lo  cual  se  me  representa  á  mí 
ahora  en  la  memoria,  de  manera  (|ue  me  está  diciendo,  persuadiendo 
y  aun  forzando  que  muestre  con  vosotros  el  efeto  para  que  el  Cielo  me 
arroj(')  al  mundo  y  me  hizo  profesar  en  él  la  Orden  de  caballería  que 
profeso,  y  el  voto  que  en  ella  hice  de  favorecer  á  los  menesterosos  y 
opresos  de  los  mayores.  Pero,  porque  sé  que  una  de  las  partes  de  la 
prudencia  es  que  lo  que  se  puede  hacer  por  bien  no  se  haga  por  mal, 
quiero  rogar  á  estos  señores  guardianes  y  comisario  sean  servidos  de 
desataros  y  dejaros  ir  en  paz;  que  no  faltarán  otros  que  sirvan  al  Rey 
en  mejores  ocasiones,  porque  me  parece  duro  caso  hacer  esclavos  á  los 
que  Dios  y  Naturaleza  hizo  libres;  cuanto  más,  señores  guardas,  añadió 
Don  Quijote,  (|ue  estos  pobres  no  han  cometido  nada  contra  vosotros: 
allá  se  lo  haya  cada  uno  con  su  pecado;  Dios  liay  en  el  Cielo  que  no  se 
descuida  de  castigar  al  malo  ni  de  i)remiar  al  bueno,  y  no  es  bien  que 
los  hombres  honrados  sean  verdugois^de  los  otros  hombres,  no  yéndoles 
nada  en  ello.  Pido  esto  con  esta  mansedumbre  y  sosiego,  porque  tenga, 
si  lo  cumplís,  algo  que  agradeceros;  y  cuando  de  grado  no  lo  hagáis, 


(Jomenzaron  á  llover  tantas  piedras  sobre  Don  Quijote,  qne  no  se  daba  manos 
á  cubrirse  con  el  adarga. 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXII  149 


esta  lanza  y  esta  espada,  con  el  valor  de  mi  brazo,  harán  que  lo  hagáis 
por  fuerza. 

—¡Donosa  majadería!,  respondió  A  comisario.  ¡Bueno  está  el  donaire' 
con  que  ha  salido  á  calx)  de  rato!  ¡Los  forzados  del  Rey  quiere  que  le' 
dejemos,  como  si  tuviéramos  autoridad  para  soltarlos,  ó  él  la  tuviera 
})ara  mandárnoslo!  ¡N'áyase  vuestra  merced,  señor,  noral)uena  su  cami- 
no adelante,  y  enderécese  ese  bacín  fine  trae  en  la  cabeza,  y  no  ande 
buscando  tres  pies  al  gato! 

— Vos  sois  el  gato  y  el  rato  y  el  bellaco,  respondió  Don  Quijote;  y 
diciendo  y  haciendo,  arremetió  con  él  tan  presto,  que,  sin  (jue  tuviese 
lugar  de  ponerse  en  defensa,  dio  con  él  en  el  suelo,  mal  herido  de  una 
lanzada:  y  avínole  bien,  que  éste  era  el  de  la  escopeta.  Las  demás 
guardas  quedaron  atónitas  y  suspensas  del  no  esi)erado  acontecimiento; 
pero,  volviendo  sobre  sí,  pusieron  mano  á  sus  espadas  los  de  á  caballo, 
y  los  de  á  i)ie  á  sus  dardos,  y  arremetieron  á  Don  Quijote,  que  con 
nmclio  sosiego  los  aguardaba;  y  sin  duda  lo  pasara  mal,  si  los  galeotes, 
viendo  la  ocasión  que  se  les  ofrecía  de  alcanzar  libertad,  no  la  procu- 
raran, procurando  romper  la  cadena  donde  venían  ensartados. 

Fué  la  revuelta  de  manera,  (jue  las  guardas,  ya  por  acudir  á  loe 
galeotes,  que  se  desataban,  ya  |)or  acometer  á  Don  Quijote,  que  los 
aguardaba,  no  hicieron  cosa  que  fuese  de  provecho.  Ayud(')  Sancho  por 
su  parte  á  la  soltura  de  Ginés  de  Pasamonte,  que  fué  el  primero  que 
saltó  en  la  campaña  libre  y  desembarazado;  y  arremetiendo  al  comi- 
sario caído,  le  (piitó  la  es})ada  y  la  escopeta,  con  la  cual,  apuntando  al 
uno  y  señalando  al  otro,  sin  disparalla  jamás,  no  quedó  guarda  en  todo 
el  campo,  por([ue  se  fueron  huyendo,  así  de  la  escopeta  de  l'asamonte, 
como  de  las  muchas  pedradas  que  los  ya  sueltos  galeotes  les  tiraban. 
Entristecióse  mucho  Sancho  deste  suceso,  porque  se  le  representó  que 
los  que  iban  huyendo  habían  de  dar  n(íticia  del  caso  á  la  Santa  Her- 
mandad, la  cual  á  cam])ana  herida  saldría  á  buscar  los  dehncuentes;  y 
así  se  lo  dijo  á  su  amo,  y  le  rogó  que  luego  de  allí  se  partiesen  y  se 
emboscasen  en  la  sierra  que  estaba  cerca. 

«Bien  está  eso,  dijo  Don  Quijote;  pero  yo  se  lo  que  ahora  conviene 
(jue  se  haga»;  y  llamando  á  todos  los  galeotes,  que  andaban  alborota- 
dos, y  habían  despojado  al  comisario  hasta  dejarle  en  cueros,  se  le  pu- 
sieron todos  á  la  redonda  para  ver  lo  que  les  mandaba,  y  así  les  dijo: 
'  De  gente  bien  nacida  es  agradecer  los  beneficios  que  reciben,  y  uno  de 
los  pecados  que  más  á  Dios  ofenden  es  la  ingratitud.  Dígolo  porque  ya 
habéis  visto,  señores,  con  manifiesta  experiencia  el  que  de  mí  habéis 
recebido;  en  ])agó  del  cual  querría,  y  es  mi  voluntad,  que  cargados  de 
esa  cadena  que  quité  de  vuestros  cuellos,  luego  os  pongáis  en  camino  y 
vais  á  la  ciudad  del  Toboso,  y  allí  os  presentéis  ante  la  señora  Dulci- 
nea del  Toboso,  y  le  digáis  que  su  caballero  el  de  la  Triste  Fgura  se 
le  envía  á  encomendar,  y  le  contéis  punto  por  punto  todos  los  que  ha 
tenido  esta  famosa  aventura  hasta  poneros  en  la  deseada  libertad;  y 
hecho  esto,  os  podréis  ir  donde  quisiéredes  á  la  buena  ventura.» 

Respondió  por  todos  Ginés  de  Pasamonte,  y  dijo:   «Lo  que  vuestra 


150  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


merced  nos  manda,  señor  y  libertador  nuestro,  es  imposible  de  toda 
imposibilidad  cumplirlo,  porque  no  podemos  ir  juntos  por  los  caminos, 
sino  solos  y  divididos  y  cada  uno  por  su  parte,  procurando  meterse 
en  las  entrañas  de  la  Tierra,  por  no  ser  liallado  de  la  Santa  Hermandad, 
que,  sin  duda  alguna,  ha  de  salir  en  nuestra  busca.  Lo  que  vuestra  mer- 
ced puede  hacer,  y  es  justo  que  haga,  es  mudar  ese  servicio  y  montazgo 
de  la  señora  Dulcinea  del  Toboso  en  alguna  cantidad  de  avemarias  y 
credos,  que  nosotros  diremos  por  la  intención  de  vuestra  merced;  y- 
ésta  es  cosa  que  se  podrá  cumphr  de  noche  y  de  día,  huyendo  ó  repo- 
sando, en  paz  ó  en  guerra;  pero  pensar  que  hemos  de  volver  ahora  á 
las  ollas  de  Egipto,  digo  á  tomar  nuestra  cadena,  y  á  ponernos  en  ca- 
mino del  Toboso,  es  pensar  que  es  ahora  de  noche,  que  aún  no  son  las 
diez  del  día,  y  es  pedir  á  nosotros  eso  como  pedir  peras  al  olmo.» 

— Pues  ¡voto  á  tal,  dijo  Don  Quijote  (ya'  puesto  en  cólera),  don  hijo 
de  la  puta,  don  Ginesillo  de  Parapillo,  ó  como  os  llamáis,  que  habéis  de 
ir  vos  solo,  rabo  entre  piernas,  con  toda  la  cadena  á  cuestas! 

Pasamonte,  que  no  era  nada  bien  sufrido  (estando  ya  enterado  que 
Don  Quijote  no  era  muy  cuerdo,  pues  tal  disparate  había  cometido 
como  el  de  querer  darles  libertad),  viéndose  tratar  de  aquella  manera, 
hizo  del  ojo  á  los  compañeros,  y  apartándose  aparte,  comenzaron  á  llo- 
ver tantas  piedras  sobre  Don' Quijote,  que  no  se.  daba  mañosa  cu- 
brirse con  el  adarga,  y  el  pobre  de  Rocinante  no  hacía  más  caso  de  la 
espuela  que  si  fuera  hecho  de  bronce.  Sancho  se  puso  tras  su  asno,  y 
con  él  se  defendía  de  la  nube  y  pedrisco  que  sobre  entrambos  llovía. 
No  se  pudo  escudar  tan  bien  Don  Quijote  que  no  le  acertasen  no  sé 
cuántos  guijarros  en  el  cuerpo  con- tanta  fuerza,  que  dieron  con  él  en 
el  suelo;  y  apenas  hubo  caído,  cuando  fué  sobre  él  el  estudiante,  y  le 
quitó  la  bacía  de  la  cabeza,  y  dióle  con  ella  tres  ó  cuatro  golpes  en  las 
esi)aldas  y  otros  tantos  en  la  tierra,  con  que  la  hizo  ca»i  pedazos;  qui- 
táronle una  ropilla  que  traía  sobre  las  armas,  v  las  medias  calzas  le 
querrían  quitar,  si  las  grebas  no  lo  estorbaran.  A  Sancho  le  quitaron  el 
gabán,  dejándole  en  pelota;  y  repartiendo  entre  sí  los  demás  despojos 
de  la  batalla,  se  fueron  cada  uno  por  su  parte,  con  más  cuidado  de  es- 
caparse de  la  Hermandad  que  temían,  que  de  cargarse  de  la  cadena  é 
ir  á  presentarse  ante  la  señora  Dulcinea  del  Toboso.  Solos  quedaron 
jumento  y  Rocinante,  Sancho  y  Don  Quijote:  el  jumento,  cabizbajo  y 
pensativo,  sacudiendo  de  cuando  en  cuando  las  orejas,  pensando  que 
aún  no  había  cesado  la  borrasca  de  las  piedras  que  le  perseguían  los 
oídos;  Rocinante,  tendido  junto  á  su  amo,  que  también  vino  al  suelo  de 
otra  pedrada;  Sancho,  en  pelota,  y  temeroso  de  la  Santa  Hermandad; 
Don  Quijote,  mohinísimo  de  verse  tan  mal  parado  por  los  mismos  á 
quien  tanto  bien  había  hecho. 


CAPITULO  XXIII 

De  lo  que  le  aconteció  al  famoso  Don  Quijote  en  Sierra  Morena,  que  fué  una 
de  las  más  raras  aventuras  que  en  esta  verdadera  historia  se  cuentan. 


I  ENDOSE  tmi  mal  parado  Don  Quijote,  dijo  á  su  escudero:  «Siem- 
pre, Sancho,  lo  be  oído  decir:  que  el  hacer  bien  á  villanos  es 
eclmr  afiua  en  la  mar.  Si  yo  hubiera  creído  lo  que  me  dijiste, 
yo  liubiera  excusado  esta  pesadumbre;  pero  ya  está  hecho.  ¡Pa- 
ciencia, y  escannentar  desde  aquí  para  adelante!» 

— Así  escarmentará  vuestra  merced,  respondió  Sancho,  como  yo  soy 
turco;  pero,  |)ues  dice  que  si  me  hubiera  creído  se  hubiera  excusado 
este  daño,  créame  ahora,  y  se  excusará  otro  mayor;  porque  le  hago  sa- 
ber que  con  la  Santa  Hermandad  no  hay  usar  de  caballerías;  que  no  se 
le  da  á  ella,  por  cuantos  caballeros  andantes  hay,  dos  maravedís;  y  sepa 
que  ya  me  parece  que  sus  saetas  me  zumban  por  los  oídos. 

— Naturalmente  eres  cobarde,  Sancho,  dijo  Don  Quijote;  pero,  por- 
que no  digas  que  soy  contumaz  y  que  jamás  hago  lo  que  me 
aconsejas,  por  esta  vez  quiero  tomar  tu  consejo  y  apartarme  de  la 
furia  que  tanto  temes;  mas  ha  de  ser  con  una  condición:  que  jamás, 
en  vida  ni  en  muerte,  has  de  decir  á  nadie  que  yo  me  retiré  y  aparté 


152  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

(leste  peligro  de  miedo,  siuo  por  complacer  á  tus  ruegos;  que  si  otra 
cosa  dijeres  mentirás  en  ello,  y  desde  ahora  para  entonces,  y  desde 
entonces  para  ahora,  te  desmiento,  y  digo  que  mientes  y  mentirás  todas 
las  veces  que  lo  pensares  ó  lo  dijeres;  y  no  me  rei)liques  más,  que  en 
sólo  pensar  que  me  aparto  y  retiro  de  algún  peligro,  especialmente 
déste,  que  parece  que  lleva  algún  es  no  es  de  sombra  de  miedo,  estoy 
ya  para  quedarme  y  para  aguardar  aquí  solo,  no  solamente  á  la  Santa 
Hermandad,  que  dices  que  temes,  sino  á  los  hermanos  de  las  doce  tri- 
bus de  Israel,  y  á  los  siete  Macal)eos,  y  á  Castor  y  Pólux,  y  aun  á  todos 
los  hermanos  y  hermandades  que  hay  en  el  mundo. 

— Señor,  resi^ondió  Sancho,  que  el  retirarse  no  es  Imir,  ni  el  esperar 
es  cordura  cuando  el  peligro  sobrepuja  á  las  fuerzas;  y  de  sabios  es 
guardarse  hoy  para  mañana  y  no  aventurarlo  todo  en  un  día;  y  sepa 
que,  aunque  zafio  y  villano,  todavía  se  me  alcanza  algo  desto  que 
llaman  buen  gobierno;  así  que  no  se  arrei)ienta  de  haber  tomado  mi 
consejo,  sino  suba  en  Rocinante,  si  })uede,  ó  si  no,  yo  le  ayudaré,  y 
sígame;  que  el  caletre  me  dice  que  liemos  menester  ahora  más  los  pies 
cjue  las  manos. 

Subió  Don  Quijote,  sin  replicarle  más  }ialabra,  y  guiando  Sancho 
sobre  su  asno,  se  entraron  por  una  parte  de  Sierra  Morena,  que  allí 
junto  estaba,  llevando  Sancho  intención  de  atravesarla  toda,  é  ir  á  salir 
al  Viso  ó  á  Almodóvar  del  Campo,  y  esconderse  algunos  días  por  aque- 
llas asperezas,  por  no  ser  hallados  si  la  Hermandad  los  buscase.  Ani- 
móle á  esto  haber  visto  que  de  la  refriega  de  los  galeotes  se  había  esca- 
pado libre  la  despensa  que  sobre  su  asno  venía;  cosa  que  la  ]uzgó  á  mi- 
lagro, según  fué  lo  que  miraron  y  buscaron  los  galeotes. 

Así  como  Don  Quijote  entró  por  aquellas  montañas,  se  le  alegró  el 
corazón,  pareciéndole  aquellos  lugares  acomodados  para  las  aventura» 
que  buscaba.  Reducíansele  á  la  memoria  los  maravillosos  acaecimientos- 
que  en  semejantes  soledades  y  asperezas  habían  sucedido  á  caballeros 
andantes,  é  iba  pensando  en  estas  cosas,  tan  embebecido  y  trans- 
portado en  ellas,  que  de  ninguna  otra  se  acordaba.  Ni  Sancho  llevaba 
otro  cuidado  (después  que  le  pareció  que  caminaba  por  parte  segura) 
sino  de  satisfacer  su  estómago  con  los  relieves  que  del  despojo  clerical 
habían  quedado;  y  así,  iba  tras  su  amo,  sentado  á  la  mujeriega  sobre 
su  jumento,  sacando  de  su  costal  y  embaulando  en  su  panza;  y  no  se 
le  diera  por  hallar  t)tra  aventura,  entretanto  que  iba  de  aquella  manera, 
un  ardite. 

En  esto  alzó  los  ojos,  y  vio  que  su  amo  estalla  parado,  procurando 
con  la  punta  del  lanzón  alzar  no  sé  qué  bulto  que  estaba  caído  en  el 
suelo,  por  lo  cual  se  dio  priesa  á  llegar  á  ayudarle,  si  fuese  menester; 
y  cuando  llegó,  fué  á  tiempo  que  alzaba  con  la  punta  del  lanzón  un 
cojín  y  una  maleta  asida  á  él,  medio  podridos,  ó  podridos  del  todo  y 
deshechos;  mas  pesaban  tanto,  que  fué  necesario  que  Sancho  se  apease 
á  tomarlos;  y  mandóle  su  amo  que  viese  lo  que  en  la  maleta  venía. 
Hízolo  con  mucha  presteza  Sancho;  y  aunque  la  maleta  venía  cerrada 
con  una  cadena  y  su  candado,  por  lo  roto  y  podrido  della  vio  lo  que 


PARTE  PRIMEKA. CAPITULO  XXIII  153 

en  ella  había,  que  eran  cuatro  camisas  de  delíjada  holanda,  y  otras 
cosas  de  lienzo  no  menos  curiosas  que  limpias,  y  en  un  pañizuelo  halló 
un  buen  montoncillo  de  escudos  de  or(».  Y  así  c(Mno  los  vio  dijo: 
«¡Bendito  sea  todo  ei  (_'ielo,  que  nos  lia  deparado  una  aventura  que  sea 
de  provecho!  >  Y  buscando  más,  halló  un  librillo  de  memoria  ricamente 
ííuarnecido:  éste  le  pidi()  Don  (Quijote,  y  mandóle  ([ue  ijuardase  el  di- 
nero y  lo  tomase  para  él.  Besóle  las  manos  Sandio  por  la  merced, 
y  desbalijando  á  la  balija  de  su  lencería,  la  puso  en  el  costal  de  la 
dos|)ensa. 

Todo  lo  cual  visto  por  Don  Quijote,  dijo:  «Paréceme,  Sancho  (y  no 
(■>  posilile  que  sea  otra  cosa),  que  aljíiín  caminante  descaminado  debió 
de  pasar  por  esta  sierra;  y  salteándole  malandrines,  le  debieron  de  ma- 
tar y  le  trujeron  á  enterrar  en  esta  tan  escondida  jiarte.» 

— No  puede  ser  eso,  respondió  Sancho;  porque,  si  fueran  ladrones, 
no  se  dejaran  aquí  este  dinero. 

— Verdad  dices,  dijo  Don  (Quijote;  y  así,  no  adivino  ni  doy  en  lo  que 
esto  pueda  ser.  Mas  espérate:  veremos  si  en  este  librillo  de  memoria  hay 
alííuna  cosa  escrita  por  donde  podamos  rastrearlo  y  venir  en  conoci- 
miento de  lo  que  deseamos. 

Abrióle,  y  lo  primero  que  halló  en  él,  escrito  como  en  borrador,  aun- 
<iue  de  muy  buena  letra,  fué  un  soneto,  que  leyéndole  alto,  potcjue  San- 
cho también  lo  oyese,  vio  que  decía  desta  manera: 


o  le  falta  al  amor  cüiiocimiento, 
Ó  le  sobra  crneldacl.  ó  no  es  mi  pena 
I|<;nal  á  la  ocasión  qne  me  condena 
.\1  Kénero  más  duro  de  tormento. 

Pero  sí  amor  es  Dios,  es  argumento 
Que  nada  ignora,  y  es  razón  muy  buena 
yue  un  Dios  no  sea  cruel:  pues  ¿quién  ordena 
El  terrible  dolor  que  adoro  y  siento? 

Si  digo  que  sois  vos,  Fili,  no  acierto; 
Que  tanto  mal  en  tanto  bien  no  cabe. 
Ni  me  viene  del  Cielo  esta  rliina. 

Presto  habré  de  morir,  que  es  lo  más  cierto. 
Que  al  mal  de  quien  la  causa  no  se  sabe, 
Milagro  es  aceptar  la  medicina. 

— Por  esa  trova,  dijo  Sancho  no  se  puede  saber  nadn.  si  va  no  es  que 
por  ese  hilo  que  está  ahí  se  saque  el  ovillo  de  todo. 

—¿Qué  hilo  está  aquí?  dijo  Don  Quijote. 

— Paréceme,  dijo  Sancho,  que  vuestra  merced  nombró  ahí  hilo. 

— Xo  dije  sino  Fili,  respondió  Don  Quijote;  y  éste,  sin  duda,  es  el 
nombre  de  la  dama  de  quien  se  queja  el  autor  deste  soneto;  y  á  fe  que 
debe  de  ser  razojiable  poeta,  ó  yo  sé  poco  del  arte. 

— ¿Lueijo  también,  dijo  Sancho,  se  le  entiende  á  vuestra  merced  de 
trovas? 

— Y  más  de  lo  que  tú  piensas,  respondió  Don  Quijote;  y  veráslo 
cuando  lleves  una  carta  escrita  en  verso  de  arriba  abajo  á  mi  señora 
Dulcinea  del  Toboso;  porque  quiero  que  sepas.  Sancho,  que  todos  ó 


154  DON  QUIJOTE   DE    LA   MANCHA 

los  más  caballeros  andantes  de  la  edad  pasada  eran  grandes  trovadores 
y  grandes  músicos;  que  estas  dos  habilidades,  ó  gracias,  por  mejor 
decir,  son  anejas  á  los  enamorados  andantes:  verdad  es  que  las  coplas 
de  los  pasados  caballeros  tienen  más  de  espíritu  que  de  primor. 

— Lea  más  vuestra  merced,  dijo   Sancho,  que  ya  hallará  algo  que 
nos  satisfaga. 

Volvió  la  hoja  Don  Quijote,  y  dijo:  «Esto  es  prosa,  y  parece  carta.» 

— ¿Carta  misiva,  señor?  preguntó  Sancho. 

— En  el  principio  no  i)arece  sino  de  amores,  respondió  Don  Quijote. 

—Pues  lea  vuestra  merced  alto,  dijo  Sancho,  que  gusto  mucho  destas 
cosas  de  amores. 

— ¡Que  me  place!,  dijo  Don  Quijote;  y  leyéndola  alto,  como  Sancho 
se  lo  había  rogado,  vio  que  decía  desta  manera: 

«Tu  falsa  i)romesa  y  mi  cierta  desventura  me  llevan  á  parte  donde 
» antes  volverán  á  tus  oídos  las  nuevas  de  mi  muerte  que  las  razones 
»de  mis  quejas.  Desechásteme,  ¡oh  ingrata!,  por  quien  tiene  más,  no 
»por  quien  vale  más,  que  yo;  mas  si  la  virtud  fuera  riqueza  que  se 
» estimara,  no  envidiara  yo  dichas  ajenas,  ni  llorara  desdichas  pro- 
»pias.  Lo  que  levantó  tu  hermosura  han  derribado  tus  obras:  por  ella 
» entendí  que  eras  ángel,  y  ])or  ellas  conozco  que  eres  mujer.  Quédate 
»en  paz,  ctmsadora  de  mi  guerra,  y  haga  el  Cielo  que  los  engaños  de 
»tu  esposo  estén  siempre  encubiertos,  por  que  tú  no  quedes  arrepen- 
»tida  de  lo  que  hiciste,  y  yo  no  tome  venganza  de  lo  que  no  poseo.» 

Acabando  de  leer  la  carta,  dijo  Don  Quijote:  «Menos  por  ésta  que 
por  los  versos  se  puede  sacar  más  de  que  quien  la  escribió  es  algún 
desdeñado  amante»;  \  flojeando  casi  todo  el  librillo,  halló  otros  versos 
y  cartas,  que  algunos  pudo  leer,  y  otros  no;  pero  lo  que  todos  contenían 
eran  quejas,  lamentos,  desconfianzas,  sabores  y  sinsabores,  favores  y 
desdenes,  solenizados  los  unos  y  llorados  los  otros.  En  tanto  que 
Don  Quijote  pasaba  el  libro,  pasaba  Sancho  la  maleta,  sin  dejar  rin- 
cón en  toda  ella  ni  en  el  cojín  que  no  buscase,  escudriñase  é  inquiriese, 
ni  costura  que  no  deshiciese,  ni  vedija  de  lana  que  no  escarmenase, 
porque  no  se  quedase  nada  por  negligencia  ni  mal  recado:  tal  golosina 
habían  despertado  en  él  los  hallados  escudos,  c^ue  pasaljan  de  ciento; 
y  aunque  no  halló  más  de  lo  liallado,  dio  por  l)ien  em})leados  los  vuelos 
de  la  manta,  el  vomitar  del  brebaje,  las  bendiciones  de  las  estacas,  las 
puñadas  del  arriero,  la  falta  de  las  alforjas,  el  robo  del  gabán,  y  toda 
la  hambre,  sed  y  cansancio  que  había  pasado  en  servicio  de  su  buen 
señor,  pareciéndole  que  estaba  más  que  rebién  pagado  con  la  merced 
recebida  de  la  entrega  del  hallazgo. 

Con  gran  deseo  quedó  el  Caballero  de  la  Triste  Figura  de  saber 
quién  fuese  el  dueño  de  la  maleta,  conjeturando  por  el  soneto  y  carta, 
por  el  dinero  en  oro  y  por  las  tan  buenas  camisas,  que  debía  de  ser  de 
algún  principal  enamorado  á  quien  desdenes  y  malos  tratamientos  de 
su  dama  debían  de  haber  conducido  á  algún  desesperado  término;  pero 
como  por  aquel  lugar  inhabitable  y  escabroso  no  parecía  i)ersona  alguna 
de  quien  poder  informarse,   no  se  curó  de  más  que  de  pasar  adelante, 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXIIl  155 

sin  llevar  otro  camino  que  aquel  que  Rocinante  quería  (que  era  por 
donde  él  podía  caminar),  siempre  con  imaiíinación  que  no  podía  faltar 
por  aquellas  malezas  alguna  extraña  aventura.  Yendo,  pues,  con  este 
}»ensamiento„  vio  que  i)or  cima  de  una  montañuela  que  delante  de  los 
ojos  se  le  ofrecía  iba  saltando  un  homl)re  de  risco  en  risco  y  de  mata 
en  mata  con  extraña  ligereza.  Fijíurósele  que  iba  medio  desnudo, 
la  barba  negra  y  espesa,  los  cabellos  mucbos  y  rebultados,  los  pies  des- 
calzos V  las  piernas  sin  cosa  alguna;  los  muslos  le  cubrían  unos  calzo- 
nes al  parecer  de  terciopelo  leonado,  mas  tan  liechos  pedazos,  que  por 
nuichas  i)artes  se  le  descubrían  las  carnes.  Traía  la  cabeza  descubierta; 
V  aunque  pasó  con  la  ligereza  que  se  ha  dicho,  todas  estas  menuden- 
cias miró  y  notó  el  ('al)allero  de  la  Triste  Figura;  y  aunque  lo  procuró, 
no  pudo  seguille,  porque  no  era  dado  á  la  delnlidad  de  Rocinante  an- 
dar por  aquellas  asperezas,  y  más  siendo  él  de  suyo  })asicorto  y  flemá- 
tico. Luego  imaginó  Don  Quijote  que  aquél  era  el  dueño  del  cojín  y  de 
la  maleta,  y  propuso  en  sí  de  buscalle,  aunque  suj)iese  andar  un  año 
por  aquellas  montañas  hasta  hallarle;  y  así,  mandó  á  Sancho  que  se 
apease  del  asno,  y  atajase  por  la  una  parte  de  la  montaña,  que  él  iría 
por  la  otra,  y  podría  ser  que  topasen  con  esta  diligencia  con  aquel 
liombre,  que  con  tanta  priesa  se  les  había  quitado  de  delante. 

— No  podré  hacer  eso,  respondió  Sancho,  porque  en  apartándome  de 
vuestra  merced,  luego  es  conmigo  el  miedo,  que  me  asalta  con  mil  gé- 
neros de  sobresaltos  y  visiones;  y  sírvale  esto  que  digo  de  aviso  para 
que  de  aquí  adelante  no  me  aparte  un  dedo  de  su  })resencia. 

— Así  será,  dijo  el  de  la  Triste  Figura,  y  yo  estoy  muy  contento  de 
que  te  quieres  valer  de  mi  ánimo,  el  cual  no  te  ha  de  faltar,  aunque  te 
falte  el  ánima  del  cuerpo;  y  vente  ahora  tras  mí  poco  á  poco  ó  como  pu- 
dieres, y  haz  de  los  ojos  lanternas;  rodearemos  esta  serrezuela;  quizá 
toi)aremos  con  aquel  homln-e  (pie  vimos,  el  cual,  sin  duda  alguna,  no  es 
otro  ,que  el  dueño  de  nuestro  hallazgo. 

A  lo  que  Sancho  respondió:  «Harto  mejor  sería  no  buscarle;  porque 
si  le  hallamos,  y  acaso  fuese  el  dueño  del  dinero,  'claro  está  que 
lo  tengo  de  restituir;  y  así,  fuera  mejor,  sin  hacer  esta  inútil  diligencia, 
[)Oseerlo  yo  con  buena  fe,  hasta  que  por  otra  vía  menos  curiosa  y  dili 
gente  })areciera  su  verdadero  señor,  y  quizá  fuera  á  tiempo  que  lo  hu- 
l)iera  gastado,  y  entonces  el  rey  me  liacía  franco.» 

— Engañaste  en  eso.  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  que  ya  que  he 
mos  caído  en  sosi)echa  de  tener  el  dueño  casi  delante,  estamos  obliga- 
dos á  buscarle  y  volvérselo;  y  cuando  no  le  buscásemos,  la  vehemente 
sospecha  que  tenemos  de  que  él  lo  sea  nos  pone  ya  en  tanta  culj)a  como 
si  lo  fuese:  así  que,  Sancho  amigo,  no  te  dé  pena  el  buscalle,  por  la  que 
á  mí  se  me  quitará  si  le  hallo. 

Y  así,  [)icó  á  Rocinante,  y  siguióle  Sancho  con  su  acostumbrado  ju- 
mento; y  habiendo  rodeado  parte  de  la  montaña,  hallaron  en  un  arro- 
yo, caída,  muerta  y  medio  comida  de  perros  y  picada  de  grajos,  una  mu- 
la  ensillada  }^  enfrenada;  todo  lo  cual  confirmó  en  ellos  más  la  sospecha 
de  que  aquel  que  huía  era  el  dueño  de  la  muía  y  del  Qojín. 


Ke«l)onclióU'  .Sancho  que  bajase,  que  de  todo  le  darían  buena  cuenta. 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    XXIII  157 

Estando  mirándola,  oyeron  un  silbo  como  de  pastor  que  fíuardaba 
>íanado,  y  á  deshora,  á  su  siniestra  mano,  parecieron  una  l)uena  canti- 
dad de  cabras,  y  tras  ellas,  por  cima  de  la  montaña,  })areció  el  cabrero 
que  las  guardaba,  que  era  un  hombre  anciano.  Dióle  voces  Don  Quijote, 
y  le  rogó  que  bajase  donde  estaban.  Él  respondió  á  gritos  que  quién  les 
ha))ía  traído  por  aquel  lugar,  pocas  ó  ningunas  veces  j)isado,  sino  de 
pies  de  cabras,  ó  de  lobos  y  otras  ñeras  (|ue  ])()r  allí  ai  daban.  Res- 
pondióle Sancho  que  l)ajase;  que  de  todo  le  darían  buena  cuenta. 

Bajó  el  cabrero,  y  en  llegando  adonde  Don  Quijote  estaba,  .dijo: 
V  Apostaré  que  está  mirando  la  nmla  de  alquiler  que  está  nmerta  en 
■esa  hondonada;  pues  á  buena  t'e  que  ha  ya  seis  meses  que  está  en  ese 
lugar.  Díganme:  ¿han  topado  por  ahí  á  su  dueñoV » 

— No  hemos  toj)ado  á  nadie,  respondió  Don  Quijote,  sino  á  un  cojín 
\  ;i  una  maletilla,  que  no  lejos  deste  lugar  hallamos. 

—También  la  hallé  yo,  respondió  el  cabrero;  mas  nunca  la  quise 
alzar  ni  llegar  á  ella,  temeroso  de  algún  desmán,  y  de  que  no  me  la  pi- 
diesen por  de  hurto;  que  es  el  Diablo  sotil,  y  debajo  de  los  pies  se  le- 
vanta al  hombre  cosa  donde  tropiece  y  cava,  sin  saber  cómo  ni  cómo  no. 

— Eso  mesmo  es  lo  que  yo  digo,  respondió  Sancho;  que  también  la 
hallé  yo,  y  no  quise  llegar  á  ella  con  un  tiro  de  piedra:  allí  la  dejé,  y 
allí  se  queda  como  se  estaba,  que  no  quiero  perro  con  cencerro. 

— Decidme,  buen  hombre,  dijo  Don  Quijote:  ¿sabéis  vos  quién  sea  el 
dueño  destas  })rendasy 

— Lo  que  sabré  yo  decir,  dijo  el  cabrero,  es  que  lia]>rá  al  pie  de  seis 
meses,  poco  más  ó  menos,  que  llegó  á  una  majada  de  pastores  que  es- 
tará como  tres  leguas  deste  lugar  un  mancebo  de  gentil  talle  y  apostura, 
caballero  sobre  esa  mesma  muía  que  ahí  está  muerta,  y  con  el  mesmo 
cojín  y  maleta  que  decís  que  hallastes  y  no  tocastes.  Preguntónos  que 
cuál  parte  desta  tierra  era  la  más  áspera  y  escondida;  dijímosle  que 
era  ésta  donde  ahora  estamos;  y  es  así  la  verdad,  porque  si  entráis 
media  legua  más  adentro,  quizá  no  acertareis  á  sahr,  y  estoy  ma- 
ravillado de  cómo  habéis  podido  llegar  aquí,  p(^iT|ue  no  hay  camino 
ni  senda  que  á  este  lugar  encamine.  Digo,  pues,  que  en  oyendo  nuestra 
respuesta  el  mancebo,  volvió  las  riendas  y  encaminó  hacia  el  lugar 
donde  le  señalamos,  dejándonos  á  todos  contentos  de  su  buen  talle  y 
admirados  de  su  demanda  y  de  la  priesa  con  que  le  víamos  caminar 
y  volverse  hacia  la  Sierra;  y  desde  entonces  nunca  más  le  vimos,  has- 
ta que,  desde  allí  á  algunos  días,  salió  al  camino  á  uno  de  nuestros 
l)astores,  y  sin  decille  nada,  se  llegó  á  él,  y  le  dio  muchas  puñadas 
y  coces,  y  luego  se  fué  á  la  borrica  del  hato,  y  le  quitó  cuanto  pan  y 
C[ueso  en  ella  traía,  y  con  extraña  ligereza,  hecho  esto,  se  volvió 
á  entrar  en  la  Sierra.  Como  esto  supimos  algunos  cabreros,  le  andu- 
vimos á  buscar  casi  dos  días  por  lo  más  cerrado  desta  sierra,  al  cabo 
de  los  cuales  le  hallamos  metido  en  el  hueco  de  un  grueso  y  valiente 
alcornoque.  Salió  á  nosotros  con  mucha  mansedumbre,  ya  roto  el 
vestido,  y  el  rostro  desfigurado  y  tostado  del  sol,  de  tal  suerte,  que 
apenas  le  conocimos;  sino  que  los  vestidos,  aunque  rotos,  con  la  noticia 


158  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

que  dellos  teníamos,  nos  dieron  á  entender  que  era  el  que  buscábamos. 
Saludónos  cortésmente,  ,y  en  pocas  y  muy  buenas  razones  nos  dijo 
que  no  nos  maravillásemos  de  verle  andar  de  aquella  suerte,  porque 
así  le  convenía  para  cumplir  cierta  penitencia  que  por  sus  muchos 
]3ecados  le  había  sido  impuesta.  Rogámosle  que  nos  dijese  quien  era; 
mas  nunca  lo  pudimos  acabar  con  él;  pedímosle  también  que  cuando 
hubiese  menester  el  sustento,  sin  el  cual  no  podía  pasar,  nos  dijese 
dónde  le  hallaríamos,  porque  con  mucho  amor  y  cuidado  se  lo  lleva- 
ríainos;  y  que  si  esto  tampoco  fuese  de  su  gusto,  que  á  lo  menos  saliese 
á  pedirlo,  y  no  á  quitarlo,  á  los  i)astores.  Agradeció  nuestro  ofre- 
cimiento, pidió  perdón  del  asalto  pasado,  y  ofreció  de  pedillo  de  allí 
adelante  por  amor  de  Dios,  sin  dar  molestia  alguna  á  nadie.  En  cuanto 
lo  que  tocaba  á  la  estancia  de  su  habitación,  dijo  que  no  tenía  otra 
que  aquella  que  le  ofrecía  la  ocasión  donde  le  tomaba  la  noche;  y  acabó 
su  plática  con  un  tan  tierno  llanto,  que  bien  fuéramos  de  piedra  los 
que  escuchado  le  habíamos  si  en  él  no  le  acompañáramos,  consi- 
derándole cómo  le  habíamos  visto  la  vez  primera  y  cuál  le  veíamos 
entonces;  porque,  como  tengo  dicho,  era  un  muy  gentil  y  agraciado 
mancebo,  y  en  sus  corteses  y  concertadas  razones  mostraba  ser  bien 
nacido  y  nmy  cortesana  persona;  que,  puesto  que  éramos  rústicos  los 
que  le  escuchábamos,  su  gentileza  era  tanta,  que  bastaba  á  darse  á 
conocer  á  la  mesma  rusticidad.  Y  estando  en  lo  mejor  de  su  plática, 
paró,  enmudecióse  y  clavó  los  ojos  en  el  suelo  por  un  buen  espacio, 
en  el  cual  todos  estuvimos  quedos  y  suspensos,  esperando  en  qué 
había  de  parar  aquel  embelesamiento,  con  no  poca  lástima  de  verlo; 
porque,  por  lo  que  hacía  de  abrir  los  ojos,  estar  fíjo  mirando  al  suelo 
sin  mover  pestaña  gran  rato,  y  otras  veces  cerrarlos,  apretando  los 
labios  y  enarcando  las  cejas,  fácilmente  conocimos  que  algún  accidente 
de  locura  le  había  sobrevenido;  mas  él  nos  dio  á  entender  presto  ser 
verdad  lo  que  pensábamos,  porc{ue  se  levantó  con  gran  furia  del  suelo, 
donde  se  había  echado,  y  arremetió  con  el  primero  que  halló  junto  á  sí, 
con  tal  denuedo  y  rabia,  que  si  no  se  le  quitáramos,  le  matara  á  puñadas 
y  bocados;  y  todo  esto  hacía  diciendo:  «¡Ah,  fementido  Fernando!  ¡Aquí, 
aquí  me  pagarás  la  sinrazón  que  me  hiciste;  estas  manos  te  sacarán  el 
corazón  donde  albergan  y  tienen  manida  todas  las  maldades  juntas, 
principalmente  la  fraude  y  el  engaño!»  Y  á  éstas  añadía  otras  razones, 
que  todas  se  encaminaban  á  decir  mal  de  aquel  Fernando,  y  á  tacharle 
de  traidor  y  fementido.  Quitámosele,  pues,  con  no  poca  pesadumbre; 
y  él,  sin  decir  más  palabra,  se  apartó  de  nosotros,  y  se  emboscó  corrien- 
do por  entre  estos  jarales  y  malezas,  de  modo  que  nos  imposibilitó  el  se- 
guille:  por  esto  conjeturamos  que  la  locura  le  venía  á  tiempos,  y  que  algu- 
no que  se  llamaba  Fernando  le  debía  de  haber  hecho  alguna  mala  obra, 
tan  pesada  cuanto  lo  mostraba  el  término  á  que  lo  había  conducido. 
Todo  lo  cual  se  ha  conñrmado  después  acá  con  las  veces,  que  han  sido 
nmchas,  que  él  ha  salido  al  camino,  unas  á  pedir  á  los  pastores  le  den 
de  lo  que  llevan  para  comer,  y  otras  á  quitárselo  por  fuerza;  porque 
cuando  está  con  el  accidente  de  la  locura,  aunque  los  pastores  se  lo  ofrez- 


PARTE    PRIMERA— CAPITULO    XXIII 


159 


can  (le  buen  grado,  no  lo  admite,  si  no  lo  toma  á  puñadas;  y  cuando 
estii  en  su  seso  lo  pide  por  amor  de  Dios,  cortés  y  comedidamente,  y 
rinde  por  ello  muchas  oracias,  y  no  con  falta  de  lágrimas.  Y  en  verdad 
os  digo,  señores,  prosiguió  el  cabrero,  (pie  ayer  determinamos  yo  y  cua- 
tro zagales,  los  dos  criados 
y  los  dos  amigos  míos,  de 
buscarle  hasta  tanto  que  le 
hallemos;  y  después  de  ha- 
llaiio.  ya  por  fuer/a.  ya  por 
grado,  le  hemos  de  llevar  ú 
la  villa  de  Almodóvar,  que 
está  de  ai^uí  ocho  leguas,  y 
allí  le  curaremos,  si  es  que 
su  mal  tiene  cura,  ó  sabre- 
mos quién  es  cuando-  esté 
en  su  seso,  y  si  tiene  pa- 
rientes á  quien  dar  noticia 
de  su  desgracia.  Esto  es,  se- 
ñores, lo  que  sabré  deciros 
de  lo  que  me  habéis  pregun- 
tado; y  entended  que  el  due- 
ño de  las  prendas  que  ha- 
llastes  es  el  mesmo  que  vis- 
ites pasar  con  tanta  ligere/a 
como  desnudez  ;  que  ya  le 
•había  dicho  Don  Quijote  có- 
mo había  visto  á  pasar  aquel 
¡hombre  saltando  por  la  sic 
rra;  el  cual  quedó  admirado 
de  lo  que  al  cabrero  había 
oído,  y  quedó  con  más  deseo 
de  saber  quién  era  el  desdi 
•chado  loco,  y  propuso  en  sí 
lo  mesmo  que  ya  tenía  pen- 
sado, de  buscalle  por  i  oda  la 

montaña,  sin  dejar  rincón  ni  cueva  en  ella  que  no  mirase  hasta  hallar- 
le. Pero  hízolo  mejor  la  suerte  de  lo  que  él  pensaba  ni  esperaba,  i)or- 
que  en  aquel  mesmo  instante  pareció  (por  entre  una  quebrada  de  una 
sierra  que  salía  donde  ellos  estaban)  el  mancebo  que  buscaba,  el  cual 
venía  ha)>lando  entre  sí  cosas  que  no  j)odían  ser  entendidas  de  cerca, 
•uanto  más  de  lejos.  Su  traje  era  cual  se  ha  pintado;  sólo  que,  llegando 
:-erca,  vió  Don  (Quijote  que  un  coleto  hecho  pedazos  que  sobre  sí  traía 
3ra  de  ámbar,  por  donde  acabó  de  entender  que  persona  que  tales 
lábitos  traía  no  de))ía  de  ser  de  ínfima  calidad.  En  llegando  el  maii- 
-ebo  á  ellos,  los  saludó  con  una  voz  desentonada  y  bronca,  pero  con 
nucha  cortesía.  Don  Quijote  le  volvió  los  saludos  con  no  menos  come- 
limiento,  y  apeándose  de  Rocinante  con  gentil  continente  y  donaire,  le 

B.  P.— XX  12 


Y  pue-sta.s  .sub  manos  en  los  hombros  áe  Don  Qiiijoto, 
le  estuvo  mirando... 


1()0 


DON    QUIJOTE    DE    LA     MANCHA 


i'iié  á  abrazar,  y  le  tuvo  un  buen  espacio  estrechamente  entre  sus  bra- 
zos, como  si  de  luengos  tiempos  le  hubiera  conocido.  El  otro,  á  quien 
podemos  llamar  el  Roto  de  la  Mala  Figura,  como  á  Don  Quijote  el  de 
la  Triste,  después  de  haberse  dejado  abrazar,  le  apartó  un  poco  de  sí;  y 
puestas  sus  manos  en  los  hombros  de  Don  Quijote,  le  estuvo  mirando, 
como  que  quería  ver  si  le  conocía,  no  menos  admirado  quizá  de  ver  la 
figura,  talle  y  armas  de  Don  Quijote,  que  Don  Quijote  lo  estaba  de 
verle  á  él;  en  resolución,  el  primero  que  habló  después  del  abrazamien- 
to fué  el  koto,  y  dijo  lo  que  se  dirá  adelante. 


í'APlTn.O  XX I\' 
Donde  se  prosigue  la  aventura  de  Sierra  Morena. 


ICE  la  historia  que  era  grandísima  la  atención  con  que  f).  (¿ui- 
1^'^>  jote  escuchaba  al  astroso  caballero  de  la  Sierra,  el  cual,  })rinci- 
f/  })iando  su  plática,  dijo:  «Por  cierto,  señor,  quien  quiera  que 
seáis  (que  yo  no  os  conozco),  yo  os  agradezco  las  muestras  y  la 
cortesía  que  conmigo  habéis  usado;  y  quisiera  yo  hallarme  en  términos 
que  con  más  que  la  voluntad  })udiera  servir  la  Ciue  habéis  mostrado  te- 
nerme en  el  buen  acogimiento  que  me  habéis  hecho;  mas  no  quiere  mi 
suerte  darme  otra  cosa  con  que  coiTesponda  á  las  buenas  ol)ras  que  me 
hacen  que  buenos  deseos  de  satisfacerlas.» 

— Los  que  yo  tengo,  respondió  Don  Quijote,  son  de  serviros;  tanto, 
que  tenía  determinado  de  no  sahr  destas  sierras  hasta  hallaros  y  saber 
de  vos  si  al  dolor  que  en  la  extrañeza  de  vuestra  vida  mostráis  tener 
se  podía  hallar  algún  género  de  remedio;  y  si  fuera  menester  buscarle, 
l)uscarle  con  la  dihgencia  posible.  Y  cuando  vuestra  desventura  fuera 
de  aquellas  que  tienen  cerradas  las  puertas  á  todo  género  de  consuelo, 
pensaba  ayudaros  á  llorarla  y  á  plañiría  como  mejor  pudiera;  que 
todavía  es  consuelo  en  las  desgracias  hallar  quien  se  duela  dellas;  y 
si  es  que  mi  buen  intento  merece  ser  agradecido  con  algún  género  de 
cortesía,  yo  os  supUco,  señor,  por  la  mucha  que  veo  que  en  vos  se 
encierra,  y  juntamente  os  conjuro  por  la  cosa  que  en  esta  vida  más 
habéis  amado  ó  amáis,  que  me  digáis  quién  sois,  y  la  causa  que  os  lia 


162 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


traido  á  vivir  ó  á  morir  entre  estas  soledades  como  bruto  animal,  pues 
moráis  entre  ellos  tan  ajeno  de  vos  mismo,  cual  lo  muestra  vuestro 
traje  y  persona.  Y  juro,  añadió  Don  Quijote,  por  la  Orden  de  Caballería 
que  recebí,  aunque  indigno  y  pecador,  y  por  la  profesión  de  caballero 
andante,  que  si  en  esto,  señor,  me  complacéis,  he  de  serviros  con  las 
veras  á  que  me  obliga  el  ser  quien  soy,  ora  remediando  vuestra  desgra- 
cia, si  tiene  remedio,  ora  ayudándoos  á  llorarla  como  os  lo  he  pro- 
metido. 

El  caballero  del  Bosque,  que  de  tal  manera  oyó  hablar  al  de  la  Tris- 
te Figura,  no  hacía  sino  mirarle  y  remirarle  y  tornarle  á  mirar  de  arri- 
ba abajo,  y  después  que  le  hubo  bien  mirado,  le  dijo:  «Si  tienen  algo 
que  darme  á  comer,  por  amor  de  Dios  que  me  lo  den;  (|ue  después  de 


De.'ípiícü  de  haberse  acomodado  en  s«  asiento,  dijo... 


haber  comido  yo  haré  todo  lo  que  se  me  manda,  en  agradecimiento  de 
tan  buenos  deseos  como  aquí  se  me  han  mostrado.» 

Luego  sacaron  Sancho  de  su  costal  y  el  cabrero  de  su  zurrón  con 
que  satisfizo  el  Roto  su  hambre,  comiendo  lo  que  le  dieron  como  per- 
sona atontada,  tan  apriesa,  que  no  daba  espacio  de  un  bocado  al  otro, 
pues  antes  los  engullía  que  tragaba;  y  en  tanto  que  comía,  ni  él  ni  los 
que  le  miraban  liablaban  palabi-a.  Como  acabó  de  comer,  les  hizo  de 
señas  que  le  siguiesen,  como  lo  hicieron,  y  él  los  llevó*  á  un  verde  pra- 
decillo  que  á  la  vuelta  de  una  peña  poco  desviado  de  allí  estaba.  En 
llegando  á  él,  se  sentó  en  el  suelo  encima  de  la  hierba,  y  los  demás  hi- 
cieron lo  mismo,  y  todo  esto  sin  que  ninguno  hablase,  hasta  que  el 
Roto,  después  de  haberse  acomodado  en  su  asiento,  dijo:  <^ Si  gustáis, 
señores,  que  os  diga  en  breves  razones  la  inmensidad  de  mis  desventu- 
ras^ habeisme  de  ])rometer  que  con  ninguna  pregunta  ni  otra  cosa  in- 
terrumperéis  el  hilo  de  mi  t-iñste  historia,  porque  en  el  punto  que  Id  ha- 
gáis, en  ese  se  quedaTá  lo  que  fuere  contando: » 
-■  '-Estas  razones  del  Roto  trajeron  á  la  memoria  á  Don   (Quijote  el 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXIV  168 

cuento  que  le  luil)ía  ccmlado  su  escudero,  cuando  no  acertó  el  número 
de  las  cabras  que  lial)ían  })asado  el  río,  y  se  quedó  la  historia  pendien- 
te; pero,  volviendo  al  Roto,  prosiguió  diciendo:  <  Esta  prevención  que 
llago  es  porque  querría  pasar  brevemente  por  el  cuento  de  mis  desgra- 
cias; que  el  traerlas  á  la  memoria  no  me  sirve  de  otra  cosa  que  de  aña- 
dir otras  de  nuevo;  y  mientras  menos  me  preguntáredes,  más  presto 
acal)aré  yo  de  decillas;  puesto  que  no  dejaré  j)or  contar  cosa  alguna  que 
sea  de  importancia,  para  satisfacer  del  todo  á  vuestro  deseo.» 

Don  Quijote  se  lo  prometió  en  nombre  de  los  demás,  y  él,  con  este 
seguro,  comenzó  desta  manera: 

«Mi  nombre  es  Cardenio;  mi  patria,  una  ciudad  de  las  mejores  desta 
Andalucía;  mi  linaje,  noble;  mis  padres,  ricos;  mi  desventura,  tanta,  que 
la  deben  dé  haber  llorado  mis  padres  y  sentido  mi  linaje,  sin  poderla 
aliviar  con  su  riqueza;  que  para  remediar  desdichas  del  (üelo,  poco 
suelen  valer  los  bienes  de  fortuna.  Vivía  en  esta  mesma  tierra  un  cielo 
donde  puso  el  amor  toda  la  gloria  que  yo  acertara  á  desearme;  tal  es  la 
hermosura  de.l^uscinda,  doncella  tan  noble  y  tan  rica  como  yo,  ])erode 
más  ventura  y  de  menos  ñrnieza  de  la  que  á  mis  honrados  j)ensa- 
mientos  se  debía:  á  esta  Luscinda  amé,  quise  y  adoré  desde  mis  tiernos 
y  i)rimero,s  años,  y  ella  me  quiso  á  mí  con  aquella  sencillez  y  buen  áni- 
mo que  su  poca  edad  permitía.  Sabían  nuestros  ])adres  nuestros  inten- 
íos,  y  no  les  pesaba  dello;  porque  bien  veían  (pie  cuando  pasaran  ade- 
lante no  i)odíaii  tener  otro  fin  que  el  de  casarnos,  cosa  que  casi  la  con- 
certaba la  igualdad  de  nuestro  linaje  y  riquezas.  Creció  la  edad,  y  con 
ella  tanto  el  amor  de  entraml^os,  que  al  [)adre  de  Luscinda  le  pareció 
que  por  buenos  respetos  estaba  obligado  á  negarme  la  entrada  en  su 
casa,  casi  imitando  en  esto  á  los  padres  de  aquella  Tisbe  tan  decantada 
de  los  poetas:  fué  esta  negación  añadir  llama  á  llama  y  deseo  á  deseo; 
porque,  aunque  pusieron  silencio  á  las  lenguas,  no  le  pudieron  poner 
á  las  plumas,  las  cuales  con  más  libertad  que  las  lenguas  suelen  dar  á 
entender  á  quien  ([uieren  lo  (jue  en  el  alma  está  encerrado;  que  muchas 
veces  la  })resencia  de  la  cosa  amada  turl)a  y  enmudece  la  intención  más 
determinada  y  la  lengua  más  atrevida. 

;>¡Ay,  Cielos,  y  cuántos  billetes  la  escribí!  ¡Cuan  regaladas  y  honestas 
respuestas  tuve!  ¡Cuántas  canciones  compuse,  y  cuántos  enamorados 
"\ersos,  donde  el  alma  declaraba  y  trasladaba  sus  sentimientos,  pintalia 
sus  encendidos  deseos,  entretenía  sus  memorias  y  recreaba  su  voluntad! 
En  efeto;  viéndome  apurado  y  que  mi  alma  se  consumía  con  el  deseo 
de  verla,  determiné  poner  por  obra  y  acabar  en  un  punto  lo  que  me 
pareció  que  más  convenía  para  salir  con  mi  deseado  y  merecido  premio, 
y  fué  el  pedírsela  á  su  padre  por  legítima  esposa,  como  lo  hice;  á  lo 
que  él  me  respondió  que  me  agradecía  la  voluntad  que  mostraba  de 
honrarle  y  de  querer  honrarme  con  prendas  suyas;  pero  que,  siendo 
mi  padre  vivo,  á  él  tocaba  de  justo  derecho  hacer  aquella  demanda, 
porque  si  no  fuese  con  mucha  voluntad  y  gusto  suyo,  no  era  Luscinda 
mujer  para  tomarse  ni  darse  á  hurto.  Yo  le  agradecí  su  buen  intento, 
l)areciéndome  que  llevaba  razón  en  lo  que  decía,  y  que  mi  padre  ven- 


104  DOK    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


dría  en  ello  como  yo  se  lo  dijese;  y  con  este  intento,  luego,  en  aquel 
vnismo  instante  fui  á  decirle  á  mi  padre  lo  que  deseaba;  y  al  tiempo 
i]ue  entré  en  un  aposento  donde  estaba  le  hallé  con  una  carta  abierta 
en  la  mano,  la  cual  antes  que  yo  le  dijese  palabra,  me  la  dio,  y  me  dijo: 
«Por  esta  carta  verás.  Cárdenlo,  la  voluntad  que  el  duque  Ricardo  tiene 
de  hacerte  merced. »  Este  duque  Ricardo,  como  ya  vosotros,  señores,  de- 
béis de  saber,  es  un  grande  de  Esi)aña,  que  tiene  su  estado  en  lo  mejor 
desta  Andalucía. 

» Tomé  y  leí  la  carta,  la  cual  venía  tan  encarecida,  que  á  mí  mesmo 
me  pareció  mal  si  mi  padre  dejaba  de  cumplir  lo  que  en  ella  se  le  pe- 
día, que  era  que  me  enviase  luego  donde  el  Duque  estaba;  que  quería 
que  fuese  compañero,  no  criado,  de  su  hijo  el  mayor,  y  que  él  tomaba 
á  cargo  el  ponerme  en  estado  que  corres})ondiese  á  la  estimación  en 
que  me  tenía.  Leí  la  carta,  y  enmudecí  leyéndola,  y  más  cuando  oí  que 
mi  padre  me  decía:  «De  aquí  á  dos  días  te  partirás,  Cárdenlo,  á  hacer 
la  voluntad  del  Duque;  y  da  gracias  á  Dios  que  te  va  abriendo  camino 
por  donde  alcances  lo  que  yo  sé  que  mereces».  Añadió  á  estas  otras  ra- 
zones de  padre  consejero.  Llegóse  el  término  de  mi  partida,  hablé  una 
noche  á  Luscinda,  díjele  todo  lo  que  pasaba,  y  lo  mesmo  hice  á  su  pa- 
dre, suplicándole  se  entretuviese  algunos  días  y  dilatase  el  darla  esta- 
do hasta  que  yo  viese  lo  que  Ricardo  me  quería:  él  me  lo  prometió,  y 
ella  me  lo  confirmó  con  mil  juramentos  y  mil  desmayos.  Vine  en  fin 
donde  el  duque  Ricardo  estaba;  fui  del  tan  bien  recebido  y  tratado, 
que  desde  luego  comenzó  la  envidia  á  hacer  su  oficio,  teniéndomela  los 
criados  antiguos,  pareciéndoles  que  las  muestras  que  el  Duque  daba  de 
hacerme  merced  habían  de  ser  en  perjuicio  suyo;  pero  el  que  más  se 
holgó  con  mi  ida  fué  un  hijo  segundo  del  Duque,  llamado  Fernando, 
mozo  gallardo,  gentil  hombre,  liberal  y  enamorado,  el  cual  en  poco 
tiempo  quiso  que  fuese  tan  su  amigo,  que  daba  que  decir  á  todos;  que, 
aunque  el  mayor  me  quería  bien  y  me  hacía  merced,  no  llegó  al  extre- 
mo con  que  don  Fernando  me  quería  y  trataba.  Es,  pues,  el  caso  que, 
como  entre  los  amigos  no  hay  cosa  secreta  que  no  se  comunique,  y  la 
privanza  que  yo  tenía  con  don  Fernando  dejaba  de  serlo  por  ser  amis- 
tad, todos  sus  pensamientos  me  declaraba,  especialmente  uno  enamo- 
rado que  le  traía  con  un  poco  de  desasosiego.  Quería  bien  á  una  labra- 
dora vasalla  de  su  padre,  y  ella  los  tenía  muy  ricos,  y  era  tan  her- 
mosa, recatada,  discreta  y  honesta,  que  nadie  que  la  conocía  se  deter- 
minaba en  cuál  destas  cosas  tuviese  más  excelencia  ni  más  se  aventa- 
jase. Estas  tan  Imenas  partes  de  la  hermosa  labradora  redujeron  á  tal 
término  los  deseos  de  don  Fernando,  que  se  determinó,  para  poder  al- 
canzarlos y  conquistar  la  entereza  de  la  labradora,  á  darle  palabra  de 
ser  su  esposo;  porque  de  otra  manera  era  procurar  lo  imposible.  Yo, 
obligado  de  su  amistad,  con  las  mejores  razones  que  supe  y  con  los 
más  vivos  ejemplos  que  pude,  procuré  estorbarle,  y  ai)artarle  de  tal 
pro])ósito;  pero  viendo  que  no  aprovechaba,  determiné  de  decirle  el 
caso  al  duque  Ricardo,  su  padre;  mas  don  Fernando,  como  astuto  y 
discreto,  se  receló  y  temió  desto,  por  parecerle  que  estaba  yo  obligado, 


l'ARTK   l'KIMEKA. CAPÍTULO   XXIV  UÍO 


vn  lev  de  buen  criado,  á  no  tener  encul)ierta  cosa  ([ue  tan  en  perjuicio 
de  la' honra  de  mi  señor  el  Duque  venía;  y  así,  por  divertirme  y  enga- 
ñarme, me  dijo  que  no  hallaba  otro  mejor  remedio  para  poder  apartar 
de  la  memoria  la  hermosura  que  tan  sujeto  le  tenía,  que  el  ausentarse 
por  algunos  meses,  y  que  quería  que  la  ausencia  fuese  (jue  los  dos  nos 
viniésemos  en  casa  de  mi  padre,  con  ocasión  (pie  daría  ('1  al  Duque,  de 
<|ue  venía  á  ver  y  á  feriar  unos  nmy  l)uenos  cabalU)s  que  en  mi  ciudad 
luibía.  que  es  madre  de  los  mejores  del  nmndo. 

Apenas  le  oí  yo  decir  esto,  cuando,  movido  de  mi  atición....  aunque 
su  determinación  no  fuera  tan  buena,  la  ajjrobara  yo  por  una  de  las 
mas  acertadas  que  se  ]>odían  imaginar,  por  ver  cuan  buena  t)casión  y 
coyuntura  se  me  ofrecía  de  volver  á  ver  á  mi  Luscinda.  Con  este  pen- 
samiento y  deseo  aprobé  su  parecer  y  esforcé  su  propósito,  diciéndole 
(pie  lo  i)usiese  por  obra  con  la  brevedad  posible,  porque  en  efeto  la 
ausencia  hacía  su  oficio,  á  pesar  de  los  más  firmes  j)ensamientos;  y 
cuando  él  me  vino  á  decir  esto,  según  después  se  supo,  había  gozado 
á  la  labradora  con  título  de  esí)oso,  y  esperaba  ocasión  de  descubrirse  a 
su  salvo,  temeroso  de  lo  que  el  Duque  su  padre  haría  cuando  supiese 
su  dis})arate.  Sucedió,  pues,  que  como  el  amor  en  los  mozos  por  la  ma- 
yor parte  no  lo  es,  sino  ai)etito,  el  cual,  como  tiene  por  último  fin  el 
deleite,  en  llegando  á  alcanzarle  se  acaba,  y  ha  de  volver  atrás  aquello 
(pie  })arecía  amor,  por([ue  no  puede  pasar  adelante  del  término  que  le 
puso  Naturaleza,  el  cual  término  no  le  puso  á  lo  que  es  verdadero  amor... 
(piiero  decir,  que  así  comodón  Fernando  gozó  á  la  labradora,  se  le 
aplacaron  sus  deseos  y  se  resfriaron  sus  ahíncos;  y  si  primero  fingía 
([uerer  ausentar^^e  por  remediarlos,  ahora  de  veras  ])rocuraba  irse  })or 
no  ponerlos  en  ejecución. 

>Dit')le  el  Duque  licencia,  y  mandóme  c^ue  le  aconi])añase;  vinimos 
a  mi  ciudad,  recibióle  mi  padre  como  quien  era;  vi  yo  luego  á  Luscin- 
da. tornaron  á  vivir  (aunque  no  habían  estado  muertos  ni  amortigua- 
de  »s)  mis  deseos,  de  los  cuales  di  cuenta.  })or  mi  mal,  á  don  Fernando, 
por  j)arecerme  (pie,  en  la  ley  de  la  mucha  amistad  que  mostraba,  no  le 
debía  encubrir  nada.  Alábele  la  hermosura,  donaire  y  discreción  de 
Luscinda  de  tal  manera,  que  mis  alabanzas  movieron  en  él  los  deseos 
de  querer  ver  doncella  de  tan  buenas  partes  adornada;  cumplíselos 
yo,  })or  mi  corta  suerte,  enseñándosela  una  noche  á  la  luz  de  una 
vela  por  una  ventana  })or  donde  los  dos  solíamos  hablarnos.  Viola  en 
signo  tal,  que  todas  las  bellezas  hasta  entonces  por  él  vistas  las  puso  en 
olvido.  Enmudeció,  perdió  el  sentido,  quedó  absorto,  y  finalmente  tan 
enamorado  cual  lo  veréis  en  el  discurso  del  cuento  de  mi  desventura;  y 
para  encenderle  más  el  deseo,  que  á  mí  me  celaba  y  al  Cielo  á  solas  des- 
cubría, quiso  la  fortuna  que  hallase  un  día  un  billete  suyo  tan  discreto, 
tan  honesto  y  tan  enamorado,  que  en  leyéndolo  me  dijo  que  en  sola 
Luscinda  se  encerraban  todas  las  gracias  de  hermosura  y  de  entendi- 
miento que  en  las  demás  mujeres  del  mundo  estaban  repartidas.  Bien 
es  verdad  c{ue  quiero  confesar  ahora  que,  puesto  que  yo  veía  con  cuan 
justas  causas  don  Fernando  á  Luscinda  alababa,  me  pesaba  de  oir  aque- 


166  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

lias  alabanzas  de  su  boca,  y  comencé  á  temer,  y  con  razón,  á  recelarme 
del,  porque  no  se  pasaba  momento  donde  no  quisiese  que  tratásemos  de 
Luscinda,  y  él  movía  la  plática,  aunque  la  trújese  por  los  cabellos;  cosa 
que  despertaba  en  mí  un  no  sé  qué  de  celos,  no  porque  yo  temiese  re- 
vés alguno  de  la  bondad  y  de  la  fe  de  Luscinda;  pero,  con  todo  eso,  me 
hacía  temer  mi  suerte  en  lo  mesmo  que  ella  me  aseguraba.  Procuraba 
siempre  don  Fernando  leer  los  papeles  que  yo  á  Luscinda  enviaba,  y 
los  que  ella  me  respondía,  á  título  que  de  la  discreción -de  los  dos  gus- 
taba mucho.  Acaeció,  pues,  que  habiéndome  pedido  Luscinda  un  libro 
de  caballerías  en  qué  leer  (de  quien  era  ella  muy  aficionada),  me  escri- 
bió un  billete  diciéndome  que  la  pidiese  á  mis  padres  por  esposa,  y  lo 
puso,  y  lo  halló  luego  don  Fernando,  dentro  del  libro,  que  era  el  de  Ama- 
das de  (Tüida...-» 

No  hubo  bien  oído  Don  Quijote  nombrar  libro  de  caballerías,  cuando 
dijo:  «Con  que  me  dijera  vuestra  merced  al  principio  de  su  historia  que 
su  merced  de  la  señora  Luscinda  era  aficionada  á  libros  de  caballerías, 
no  fuera  menester  otra  exageración  para  darme  á  entender  la  alteza  de 
su  entendimiento;  porque  no  le  tuviera  tan  bueno  como  vos,  señor,  le 
habéis  pintado,  si  careciera  del  gusto  de  tan  sabrosa  leyenda.  Así  que, 
para  conmigo  no  es  menester  gastar  más  palabras  en  declararme  su  her- 
mosura, valor  y  entendimiento;  que  con  sólo  haber  entendido  su  afición, 
la  confirmo  por  la  más  hermosa  y  más  discreta  mujer  del  mundo.  Y 
quisiera  yo,  señor,  que  vuestra  merced  le  hubiera  enviado,  junto  con 
Amadís  de  Gaula,  al  bueno  de  don  Rugel  de  Grecia;  que  yo  sé  que  gus- 
tara la  señora  Luscinda  mucho  de  Daraida  y  (xaraya,  y  de  las  discrecio- 
nes del  pastor  Darinel,  y  de  aquellos  admiraljles  versos  de  sus  bucóli- 
cas, cantadas  y  representadas  por  él  con  todo  donaire,  discreción  y  des- 
envoltura; pero  tiempo  podrá  venir  en  que  se  enmiende  esa  falta;  y  no 
durará  más  en  hacerse  la  enmienda  de  cuanto  quiera  vuestra  merced 
ser  servido  de  venirse  conmigo  á  mi  aldea;  que  allí  le  podré  dar  más  de 
cien  libros,  que  son  el  regalo  de  mi  alma  y  el  entretenimiento  de  mi 
vida...  aunque  tengo  para  mí  que  ya  no  tengo  ninguno,  merced  á  la 
malicia  de  malos  y  envidiosos  encantadores;  y  perdóneme  vuestra  mer- 
ced el  haber  contravenido  á  lo  que  prometimos  de  no  interrumpir  su 
plática;  pues  en  oyendo  cosas  de  caballerías  y  de  caballeros  andantes, 
así  es  en  mi  mano  dejar  de  hablar  en  ellos,  como  lo  es  en  la  de  los  ra- 
yos del  Sol  dejar  de  calentar,  ni  humedecer  en  los  de  la  Luna;  así  que, 
perdón  y  proseguir,  que  es  lo  que  ahora  hace  más  al  caso.» 

En  tanto  que  Don  Quijote  estaba  diciendo  lo  que  queda  dicho,  se  le 
había  caído  á  Cárdenlo  la  cabeza  sobre  el  pecho,  dando  muestras  de  es- 
tar profundamente  pensativo;  y  puesto  que  dos  veces  le  dijo  Don  Qui- 
jote que  prosiguiese  su  historia,  ni  alzaba  la  cabeza  ni  respondía  pala- 
bra; pero  al  cabo  de  un  buen  espacio  la  levantó,  y  dijo:  «No  se  me  puede 
quitar  del  pensamiento,  ni  habrá  quien  me  lo  quite  en  el  mundo,  ni 
quien  me  dé  á  entender  otra  cosa,  y  sería  un  majadero  el  que  lo  contra- 
rio entendiese  ó  creyese,  sino  que  aquel  bellaconazo  del  maestro  Ehsa- 
bad  estaba  amancebado  con  la  reina  Madásima.» 


PARTE    PRIMERA.— CAPITULO    XXIV 


l<)7 


— ¡Eso  no,  ¡voto  á  tal!,  respondió  con  mucha  cólera  Don  Quijote  (y 
arr(>j('>le,  como  tenía  de  costumbre).  Kao  es  una  muy  jjran  malicia,  (') 
bellaquería,  por  mejor  decir.  La  reina  Madásima  fué  muy  jn-incipal  se- 
ñora, y  no  se  ha  de  presumir  que  tan  alta  ])rincesa  se  había  de  aman- 
cebar  con  un  ^^acapotras;  y  quien  lo  contrario  entendiere,  miente  como 


V  ciarMt-  tales  puflada.s,  (jue  8¡  l)ou  Quijote  lio  los  iiii.-,ii-ra  en  paz,  »»-  liicieraii  piilazo.s. 


muy  gran  bellaco,  y  yo  se  lo  daré  á  entender  á  pie  ó  á  caballo,  armado 
ó  desarmado,  de  noche  ó  de  día,  ó  como  más  gusto  le  diere. 

Estábale  mirando  Cárdenlo  muy  atentamente,  al  cual  ya  había  ve- 
nido el  accidente  de  su  locura,  y  no  estai)a  ])ai'a  proseguir  su  historia, 
ni  tampoco  Don  Quijote  se  la  oyera,  según  le  había  disgustado  lo  que 
de  Madásima  le  había  oído.  ¡Extraño  caso!  Que  así  volvió  por  ella  como 
si  verdaderamente  fuera  su  verdadera  y  natural  señora:  tal  le  tenían 
sus  desconuilgados  libros.  Digo,  pues,  que  como  ya  Cárdenlo  estaba 
loco  y  se  oyó  tratar  de  mentís  y  de  bellaco  con  otros  denuestos  seme- 
jantes, parecióle  mal  la  burla,  y  alzó  un  guijarro  que  halló  junto  á  sí,  y 
dio  con  él  en  los  pechos  tal  golpe  á  Don  Quijote,  que  le  hizo  caer 
de  espaldas.  Sancho  Panza,  que  de  tal  modo  vio  ])arar  á  su  señor, 
arremetió  al  loco  con  el  puño  cerrado;  y  el  Roto  le  recibió  de  tal  suerte, 
que  con  una  puñada  dio  con  él  á  sus  pies,  y  luego  se  subió  sobre  él,  y 
le  brumo  las  costillas  muy  á  su  sabor.  El  cabrero,  que  le  quiso  defen- 
der, corrió  el  mismo  peligro;  y  después  que  los  tuvo  á  todos  rendidos  y 
molidos,  los  dejó,  y  se  fué  con  gentil  sosiego  á  emboscarse  en  la  mon- 
taña. Levantóse  Sancho;  y  con  la  rabia  que  tenía  de  verse  aporreado  tan 
sin  merecerlo,  acudió  á  tomar  la  venganza  del  cabrero,  diciéndole  que 


168  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

él  tenía  la  culpa  de  no  haberles  avisado  f^ue  á  aquel  hombre  le  tomaba 
á  tiempos  la  locura;  que  si  esto  supieran,  hubieran  estado  sobre  aviso 
para  poderse  guardar.  Respondió  el  cabrero  que  ya  lo  había  dicho,  \ 
cjue  si  él  no  lo  había  oído,  que  no  era  suya  la  culpa.  Replicó  Sancho 
Panza,  y  tomó  á  rephcar  el  cabrero,  y  fué  el  fin  de  las  réplicas  asirse  de 
las  l.)arbas  y  darse  tales  puñadas,  que  si  Don  Quijote  no  los  pusiera  en 
paz,  se  hicieran  pedazos. 

Decía  Hancho,  asido  con  el  cabrero:  «¡Déjeme  vuestra  merced,  señor 
Caballero  de  la  Triste  Figura;  que  en  éste,  que  es  villano  como  yo  y  no 
está  armado  caballero,  bien  puedo  á  mi  salvo  satisfacerme  del  agravio 
que  me  ha  heclio,  peleando  con  él  mano  á  mano  como  hombre  hon- 
rado!» 

— Así  es,  dijo  Don  Quijote;  pero  yo  sé  que  él  no  tiene  ninguna  culpa 
de  lo  sucedido. 

Con  esto  los  apaciguó,  y  Don  (Quijote  volvió  á  preguntar  al  cabrero 
si  sería  posible  hallar  á  Cárdenlo,  porque  quedaba  con  grandísimo  deseo 
de  saber  el  fin  de  su  historia.  Díjole  el  cabrero  lo  que  primero  había 
dicho,  que  era  no  saber  de  cierto  su  manida;  pero  que  si  anduviese 
mucho  por  aquellos  contornos,  no  dejaría  de  hallarle,  ó  cuerdo  ó  loco. 


cAiTrrLo  XXV 

}ue  trata  de  las  extrañas  cosas  que  en  Sierra  Morena  sucedieron  al  valiente 
caballero  de  la  Mancha,  y  de  la  imitación  que  hizo  de  la  penitencia  de 
Beltenebros. 


ESPIDIÓSE  del  cahi'ero  Don  (¿uijote,  y  subiendo  otra  vez  s»)l)re 
Rocinante,  mandó  á  Sancho  que  le  siguiese,  el  cual  lo  hizo 
con  8U  jumento  de  muy  mala  í;ana.  Ibanse  poco  á  poco  en- 
trando en  lo  más  áspero  de  la  montaña,  y  Sancho  iba  muerto 
xir  razonar  con  su  auKj,  y  deseaba  que  él  comenzase  la  plática,  i)or  no 
•ontra venir  á  lo  que  le  tenía  mandado;  mas,  no  pudiendo  sufrir  tanto 
ilencio,  le  dijo:  <  Señor  Don  Quijote,  vuestra  merced  me  eche  su  ben- 
licióu  y  me  dé  licencia;  que  desde  aquí  me  quiero  volver  á  mi  casa  y 
.  mi  mujer  y  á  mis  hijos,  con  los  cuales  por  lo  meuos  hablaré  y  depar- 
ii'('  todo  lo  que  quisiere;  porque  querer  vuestra  merced  que  vaya  con 
1  ])or  estas  soledades  de  día  y  de  noche  y  que  no  le  hable  cuando  me 
iiere  gusto,  es  enterrarme  en  vida.  Si  ya  quisiera  la  suerte  que  los  ani- 
nales  hablaran,  como  hablaban  en  tiempo  de  Guisopete,  fuera  menos 
!ial,  porque  departiera  yo  con  mi  jumento  lo  que  me  viniera  en  gana, 
con  esto  pasara  mi  mala  ventura;  que  es  recia  cosa,  y  que  no  se  puede 
'evar  en  paciencia,  andar  buscando  aventuras  toda  la  vida  y  no  hallar 
ino  coces  y  manteamientos,  peladillazos  y  puñadas;  y  con  todo  esto, 
iOs  hemos  de  coser  la  boca,  sin  osar  decir  lo  que  el  hombre  tiene  en  su 
orazón,  como  si  fuera  nmdo.» 
— Ya  te  entiendo,  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  tú  mueres  porque 


170  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

te  alce  el  entrediclio  que  te  tengo  puesto  en  la  lengua:  dale  por  alzado^ 
y  di  lo  que  quisieres,  con  condición  que  no  ha  de  durar  este  alzamiento 
más  de  en  cuanto  anduviéremos  por  estas  sierras. 

— Sea  así,  dijo  Sancho:  hable  yo  ahora,  que  después  Dios  sabe  lo 
que  será;  y  comenzando  á  gozar  de  ese  salvo  conducto,  digo  que  ¿qué 
le  iba  á  vuestra  nierced  en  volver  tanto  por  aquella  reina  Magimasa,  ó 
como  se  llama?  ¿Ó  qué  hacía  al  caso  que  aquel  abad  fuese  su  amigo  ó 
no?  Que  si  vuestra  merced  pasara  por  ello,  pues  no  era  su  juez,  bien 
creo  yo  que  el  loco  pasara  adelante  con  su  historia,  y  se  hubieran 
ahorrado  el  golpe  del  guijarro  y  las  coces,  y  aun  más  de  seis  tornis- 
cones. 

— A  fe,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  que  si  tú  supieras,  como  \  o 
lo  sé,  cuan  honrada  y  cuan  principal  señora  era  la  reina  Madásima,  yo 
sé  ciue  dijeras  que  tuve  mucha  paciencia,  pites  no  quebré  la  boca  por 
donde  tales  blasfemias  salieron;  porque  es  mi^y  gran  blasfemia  decir  ni 
pensar  que  una  reina  esté  amancebada  con  un  cirujano.  La  verdad  del 
cuento  es  que  aquel  maestro  Elisabad,  que  el  loco  dijo,  fué  un  hombre 
muy  ])rudente  y  de  muy  sanos  consejos,  y  sirvió  de  ayo  y  de  médico 
á  la  Reina;  pero  pensar  cjue  ella  era  su  amiga,  es  disparate  digno  de 
muy  gran  castigo;  j  porque  veas  que  Cárdenlo  no  supo  lo  que  dijo, 
has  de  advertir  que  cuando  lo  dijo  ya  estaba  sin  juicio. 

— Eso  digo  yo,  dijo  Sandio;  que  no  había  para  qué  hacer  cuenta  de 
las  palabras  de  un  loco;  porque  si  la  buena  suerte  no  ayudara  á  vuestra 
merced,  y  encaminara  el  guijarro  á  la  cabeza,  como  le  encaminó  al 
pecho,  ¡buenos  quedáramos  })or  haber  vuelto  por  aquella  mi  señora,  que 
Dios  cohonda!  Pues  ¡montas  que  no  se  librara  Cárdenlo  por  loco! 

— Contra  cuerdos  y  contra  locos  está  obligado  cualquier  caballero 
andante  á  volver  por  la  honra  de  las  mujeres,  cualesquiera  que  sean; 
cuanto  más  por  las  reinas  de  tan  alta  guisa  y  pro  como  fué  la  reina 
Madásima,  á  quien  yo  tengo  particular  aíición  por  sus  buenas  partes; 
porque,  fuera  de  haber  sido  fermosa,  además  fué  muy  ])rudente  y  muy 
sufrida  en  sus  calamidades  (que  las  tuvo  muchas);  y  los  consejos  y  com- 
pañía del  maestro  Elisabad  le  fué  .y  le  fueron  de  mucho  provecho  y 
alivio  para  poder  llevar  sus  trabajos  con  ])rudencia  y  paciencia;  y  de 
aquí  tomó  ocasión  el  vulgo  ignorante  y  mal  intencionado  de  decir  y 
pensar  que  ella  era  su  manceba;  y  mienten,  digo  otra  vez,  y  mentir;ni 
otras  docientas  todos  los  que  tal  pensaren  y  dijeren.     • 

— Ni  yo  lo  digo  ni  lo  pienso,  respondió  Sancho;  allá  se  lo  hayan;  con 
su  pan  se  lo  coman:  si  fueron  amancebados  ó  no,  á  Dios  habrán  dado 
la  cuenta;  de  mis  viñas  vengo,  no  sé  nada:  no  soy  amigo  de  saber  vidas 
ajenas;  que  el  que  compra  y  miente,  en  su  bolsa  lo  siente:  cuanto  más, 
que  desimdo  nací,  desnudo  me  hallo,  ni  pierdo  ni  gano.  Mas  que  lo  fue- 
sen, ¿qué  me  va  á  mí?  Y  muchos  piensan  que  hay  tocinos,  y  no  Ikiv 
estacas.  Mas  ¿quién  j)uede  poner  puertas  al  campo?  Cuanto  más,  que  de 
Dios  dijeron. 

— ¡Válame  Dios,  dijo  Don  Quijote,  y  qué  de  necedades  vas,  Sancho, 
ensartando!  ¿Qué  va  de  lo  que  tratamos  á  los  refranes  c{ue  enhilas?  Por 


PARTE    PRIMERA.  — CAPÍTULO    XXV  171 


I  vida.  Sancho,  que  calles;  y  de  aquí  adelante  entremétete  en  e.spolear 
tu  asno,  y  deja  de  Imcello  en  lo  que  no  te  ini))orta;  y  entiende  con 
idoí^  tus  cinco  sentid<»s  que  todo  cuanto  yo  he  hecho,  haj^o  é  hiciere 
i  nuiy  puesto  en  razón  y  muy  conforme  á  las  reiílas  de  caballería;  que 
s  sé  mejor  que  cuantos  caballeros  la  profesaron  en  el  mundo. 
— Señor,  respondió  Sancho,  ¿y  es  buena  regla  de  caballería  que  ánde- 
los }>erdidos  por  estas  montañas  sin  senda  ni  camino,  bu  cando  á  un 
»co,  al  cual,  después  de  hallado,  quizá  le  vendrá  en  voluntad  de  acabar 
»  que  dejó  comenzado,  no  de  su  cuento,  sino  de  la  cabeza  de  vues- 
'a  merced  y  de  mis  costillas,  acabándonoslas  de  romper  de  todo 
unte? 

— Calla,  te  digo  otra  vez,  Sancho,  dijo  Don  Quijote;  porque  te  hago 
nl)er  que  no  tanto  me  trae  por  estas  partes  el  deseo  de  hallar  al  loco. 
Llanto  el  que  tengo  de  hacer  en  ellas  una  hazaña  con  que  he  de  ganar 
i  erpetuo  nombre  y  fama  en  todo  lo  descul>ierto  déla  Tierra; .y  será  tal, 
kiue  he  de  echar  con  ella  el  sello  á  todo  aquello  que  puede  hacer  perfecto 
[  famoso  á  un  andante  caballero. 
— ¿Y  es  de  muy  gran  peligro  esa  hazañaV — preguntó  Sancho  Panza. 
— No,  respondió  el  de  la  Triste  Figura;  i)uesto  que  de  tal  manera 
i  odia  correr  el  dado,  que  echásemos  azar  en  lugar  de  encuentro;  pero 
1  >do  ha  de  estar  en  tu  diligencia. 
^¿En  mi  diligencia?,  dijo  Sancho. 

— Sí,  dijo  Don  Quijote;  porque,  si  vuelves  presto  de  donde  pienso 
nviarte,  presto  se  acabará  mi  pena,  y  })resto  comenzará  mi  gloria.  Y 
orque  no  es  ))ien  que  te  tenga  más  suspenso  esperando  en  lo  que  han 
le  parar  mis  razones,  quiero,  Sancho,  que  sepas  que  el  famoso  Amadís 
í.e  Gaula  fué  uno  de  los  más  perfectos  caballeros  andantes...  No  he  dicho 
•ien  fué  uno;  fué  el  solo,  el  primero,  el  único,  el  señor  de  todos  cuantos 
lubo  en  su  tiempo  en  el  mundo.  ¡Mal  año  y  mal  mes  {)ara  don  Belianís 
■  para  todos  aquellos  que  dijeren  que  se  le  igualó  en  algo,  porque  se  en- 
,añan,  juro,  cierto!  Digo  asimismo  que  cuando  algún  pintor  quiere  salir 
amoso  en  su  arte,  procura  imitar  los  originales  de  los  más  únicos  pin- 
ores  que  sabe;  y  esta  misma  regla  corre  por  todos  los  más  oficios  ó  ejer- 
icios  de  cuenta  que  sirven  para  adorno  de  las  repúblicas;  y  así  lo  ha  de 
lacer  y  hace  el  que  quiere  alcanzar  nombre  de  prudente  y  sufrido, 
mitando  á  Ulises.  en  cuya  persona  y  trabajo  nos  i)inta  Homero  un  re- 
rato vivo  de  prudencia  y  de  sufrimiento,  como  también  nos  mostró 
u'irgilio  en  persona  de  Eneas  el  valor  de  un  hijo  piadoso  y  la  sagacidad 
le  un  valiente  y  entendido  capitán;  no  pintándolos  ni  describiéndolos 
•omo  ellos  fueroii.  sino  como  habían  de  ser,  para  dar  ejemplo  á  los  veni- 
leros  hombres,  de  sus  virtudes.  Desta  misma  suerte  Amadís  fué  el  norte, 
íl  lucero,  el  sol  de  los  valientes  y  enamorados  caballeros,  á  quien  débe- 
nos imitar  todos  aquellos  que  debajo  de  la  bandera  del  amor  y  de  la 
•aballería  mihtamos.  Siendo,  pues,  esto  así,  como  lo  es,  hallo  yo,  Sancho 
unigo,  que  el  caballero  andante  que  más  le  imitare  estará  más  cerca  de 
ileanzar  la  perfección  de  la  caballería;  y  una  de  las  cosas  en  que  más 
3Ste  caballero  mostró  su  prudencia,  valor,  valentía,  sufrimiento,  firmeza 


172  Duü    «QUIJOTE    DE    EA     >I  ANCHA 


y  amor,  fué  cuando  se  retiró,  desdeñado  de  la  señora  Oriana,  á  hacer 
penitencia  en  la  Peña  Pobre,  mudando  su  nombre  en  el  de  Beltenebros. 
nombre  por  cierto  signiñcativo  y  propio  para  la  vida  que  él  de  su  volun- 
tad había  escogido.  Así  que  me  es  á  mí  más  fácil  imitarle  en  esto  que 
no  en  hender  gigantes,  descabezar  serpientes,  matar  endriagos,  desba- 
ratar ejércitos, fracasar  armadas  y  deshacer  encantamientos;  y  pues  estos 
lugares  son  tan  acomodados  para  semejantes  efectos,  no  hay  para  qué 
se  deje  pasar  la  ocasión,  cjue  ahora  con  tanta  comodidad  me  ofrece  sus 
guedejas. 

— En  efecto,  dijo  Sancho;  ¿qué  es  lo  que  vuestra  merced  quiere  hacer 
en  este  tan  remoto  lugar? 

— ¿Ya  no  te  lie  dicho,  respondió  Don  Quijote,  quéV  Quiero  imitar  a 
Amadís  haciendo  aquí  del  deses])erado,  del  sandio  y  del  curioso,  por 
imitar  juntamente  al  valiente  Don  Roldan  cuando  halló  en  una  fuente 
las  señales  de  que  Angélica  la  Bella  había  cometido  vileza  con  Medoro. 
de  cuya  })esadumbre  se  volvió  loco,  y  arrancó  los  árboles,  enturbió  las 
aguas  de  las  claras  fuentes,  mató  pastores,  destruyó  ganados,  abrasó 
chozas,  derribó  casas,  arrastró  yeguas,  y  hizo  otras  cien  mil  violencias 
dignas  de  eterno  nombre  y  escritura.  Y  puesto  que  yo  no  pienso  imitar 
á  Roldan  ú  Orlando  ó  Rotolando  (que  todos  estos  tres  nombres  tenía) 
parte  por  parte  en  todas  las  locuras  que  hizo,  dijo  y  pensó,  haré  el  bos- 
quejo como  mejor  pudiere  en  las  que  me  parecieren  ser  más  esenciales; 
y  podría  ser  que  viniese  á  contentarme  con  solo  la  imitación  de  Amadís, 
que,  sin  hacer  locuras  de  daño,  sino  de  lloros  y  sentimientos,  alcanzó 
tanta  fama  como  el  que  más. 

— Paréceme  á  mí,  dijo  Sancho,  que  los  caballeros  que  lo  tal  ficieroii 
fueron  provocados  y  tuvieron  causa  para  hacer  esas  necedades  y  peni- 
tencias; j)ero  vuestra  merced  ¿qué  causa  tiene  para  volverse  loco?  ¿Que 
dama  le  ha  desdeñado,  ó  qué  señales  ha  hallado  que  le  den  á  entendei- 
que  la  señora  Dulcinea  del  Toboso  ha  hecho  alguna  niñería  con  moro 
ó  cristiano? 

— Ahí  está  el  punto,  respondió  Don  Quijote,  y  ésa  es  la  nueza  de  mi 
negocio;  que  volverse  loco  un  caballero  andante  con  causa,  ni  grado  ni 
gracias:  el  toque  está  en  desatinar  sin  ocasión,  y  dar  á  entender  á  mi 
dama  que  si  en  seco  hago  esto,  ¿qué  hiciera  en  mojado?  Cuanto  más, 
que  harta  ocasión  tengo  en  la  larga  ausencia  que  he  hecho  de  la  siempre 
señora  mía  Dulcinea  del  Toboso;  que,  como  ya  oiste  decir  á  aquel  pas 
tor  de  marras.  Ambrosio,  quien  está  ausente  todos  los  males  tiene  y 
teme.  Así  que,  Sancho  amigo,  no  gastes  tiempo  en  aconsejarme  que 
deje  tan  rara,  t'an  felice  y  tan  no  vista  imitación:  loco'  soy,  loco  he  de 
ser  hasta  tanto  que  tú  vuelvas  con  la  respuesta  de  una  carta  que  contigo 
pienso  enviar  á  mi  señora  Dulcinea;  y  si  fuere  tal  cual  á  mi  fe  se  le  debe, 
acabarse  ha  mi  sandez  y  mi  penitencia;  y  si  fuere  al  contrario,  seré  loco 
de  veras;  y  siéndolo,  no  sentiré  nada;  así  que,  de  cualquiera  manera 
que  responda,  saldré  del  conflicto  y  trabajo  en  que  me  dejares,  gozando 
el  bien  que  me  trujeres,  por  cuerdo,  ó  no  sintiendo  el  mal  que  me  apor 
tares,  por  loco.  Pero  dime,  Sancho:  ¿traes  bien  guardado  el  yelmo  de 


PARTE    PRniEUA. CAPITULO    XXV 


173 


Manil)niioy  (^uo  ya  vi  (lue  le  alzaste  fiel  suelo  cuando  aquel  (lesa,i;rade- 
cido  le  quiso  hacer  pedazos:  pero  no  pudo,  ddudc  se  })uede  echar  de  ver 
la  fineza  de  su  temple 

A  lo  cual  respondió  Sancho;  ¡X  ive  I>ios.  scnoi-  Cahallero  de  la  Triste 
Fisfura.  que  no  jniedo  sufrir  ni  llevar  en  paciencia  aliíunas  cosas  (pie 
vuestra  merced  dice,  y  que  i)or  ellas  ven^o  á  ima.üinar  (jue  todo  cuanto 
me  dice  de  caballerías,  y  de  alcanzar  reinos  é  imperios,  de  dar  ínsulas, 
y  de  hacer  otras  mercedes  y  «grandezas,  como  es  uso  de  caballeros  an 
dantes,  que  todo  debe  de  ser  cosa  de  viento  y  mentira,  y  todo  pastraña 
<>  patraña.  ()  como  lo  llamáremos!  Porque  quien  oyere  decir  á  vuestra 


I>ormia  Sauclio  Panza,  hurtóle  su  jiimcn'o... 


merced  (jue  una  bacía  de  barbero  es  el  yelmo  de  Mambrin»..  y  ([Ut-  no 
salga  deste  error  en  más  de  medio  día,  ¿qué  ha  de  pensar,  sino  que  quien 
tal  dice  y  afirma  debe  de  tener  huero  el  juicio?  La  bacía  yo  la  llevo  en 
el  costal,  toda  abollada,  y  llevóla  para  enderezarla  en  mi  casa  y  hacer- 
me la  Uarba  en  ella,  si  Dios  me  hiciere  tanta  gracia  i[ue  algún  día  me  vea 
con  mi  mujer  y  hijos.» 

—Mira,  ¡Sancho;  por  el  mesmo  (|ue  deuantes  juraste  te  juro,  dijo  Don 
(Quijote,  que  tienes  el  más  corto  entendimiento  que  tiene  ni  tuvo  escu- 
dero en  el  mundo.  ¿Que  es  posible  que,  en  cuanto  ha  que  andas  conmigo, 
no  has  echado  de  ver  que  todas  las  cosas  de  los  caballeros  andantes  pa- 
recen quimeras,  necedades  y  desatinos,  y  que  son  todas  hechas  al  revésV 
Y  no  porque  sea  ello  así,  sino  porque  andan  entre  nosotrx^s  siempre  una 
caterva  de  encantadores  que  todas  nuestras  cosas  mudan  y  truecan  y 
las  vuelven  según  su  gusto,  según  tienen  la  gana  de  favorecernos  ó  des- 
truirnos; y  asf.  eso  que  á  ti  te  parece  bacía  de  barbero,  me  parece  á  mí 
el  yelmo  de  Mambrino,  y  á  otro  le  parecerá  otra  cosa.  Y  fué  rara  provi- 
dencia del  sabio  que  es  de  mi  parte  hacer  que  parezca  bacía  á  todos  lo 
que  real  y  verdaderamente  es  yelmo  de  Maml)rino,  á  causa  que,  siendo 
él  de  tanta  estima,  todo  el  mundo  me  perseguiría  por  quitármele;  peor. 


174  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

como  ven  que  no  es  más  de  un  bacín  de  barbero,  no  se  curan  de  i)rocu- 
ralle,  como  se  mostró  bien  en  el  que  quiso  rompelle,  v  le  dejó  en  el  sue- 
lo sin  llevarle;  que  á  fe  que  si  le  conociera,  que  nunca  él  le  dejara.  Guár- 
dale, amigo;  que  por  ahora  no  le  he  menester;  que  antes  me  tengo  de 
quitar  todas  estas  armas,  y  quedar  desnudo  como  cuando  nací,  si  es  que 
me  da  en  voluntad  de  seguir  en  mi  penitencia  más  á  Roldan  que  Ama- 
dís. 

Aquella  noche  llegaron  á  la  mitad  de  las  entrañas  de  Sierra  More- 
na, adonde  le  pareció  á  Sancho  pasar  aquella  noche  y  aun  otros  algu- 
nos días,  á  lo  menos  todos  aquellos  que  durase  el  matalotaje  que  llevaba; 
y  así,  hicieron  noche  entre  dos  peñas  y  entre  nmchos  alcornoc{ues.  Pero 
la  suerte  fatal,  que,  según  opinión  de  los  que  no  tienen  lumbre  de  la 
verdadera  fe,  todo  lo  guía,  guisa  y  compone  á  su  modo,  ordenó  que  Gi- 
nés  de  Pasamonte,  el  famoso  embustero  y  ladrón  que  de  la  cadena  por 
virtud  y  locura  dp  Don  Quijote  se  había  escapado,  llevado  del  miedo  de 
la  Santa  Hermandad,  de  quien  con  justa  razón  temía,  acordó  de  es- 
conderse en  aquellas  montañas,  y  llevóle  su  suerte  y  su  miedo  á  la  mis- 
ma parte  donde  había  llevado  á  Don  Quijote  y  á  Sancho  Panza,  á  hora 
y  tiempo  que  los  pudo  conocer,  y  á  punto  que  los  dejó  dormir;  y  como 
siempre  los  malos  son  desagradecidos,  y  la  necesidad  sea  ocasión  de 
acudir  á  lo  que  no  se  debe,  y  el  remedio  presente  venza  á  lo  por  venir, 
Ginés,  que  no  era  ni  agradecido  ni  bien  intencionado,  acordó  de  hurtar 
el  asno  á  Sancho  Panza,  no  curándose  de  Rocinante,  por  ser  prenda  tan 
mala  para  empeñada  como  para  vendida.  Dormía  Sancho  Panza,  hurtóle 
su  jumento,  v  antes  que  amaneciese  se  halló  bien  lejos  de  poder  ser  ha- 
llado. 

Sali(')  la  aurora  alegrando  la  Tierra  y  entristeciendo  á  Sancho  Panza, 
porque  halló  menos  su  Rucio;  el  cual,  viéndose  sin  él,  comenzó  á  hacer 
el  más  triste  -y  doloroso  llanto  del  mundo;  y  fué  de  manera,  que  Don 
Quijote  despertó  á  las  voces,  y  oyó  que  en  ellas  decía:  «¡Oh hijo  de  mis 
entrañas,  nacido  en  mi  mesma  casa,  brinco  de  mis  hijos,  regalo  de  mi 
mujer,  envidia  de  mis  vecinos,  alivio  de  mis  cargas,  y,  finalmente,  sus- 
tentador de  la  mitad  de  mi  persona,  porque  con  veinte  y  seis  macavedís 
que  ganabas  cada  día  mediaba  yo  mi  despensa! » 

Don  Quijote,  que  vio  el  llanto  y  supo  la  causa,  consoló  á  Sancho  con 
las  mejores  razones  c[ue  pudo,  y  le  rogó  que  tuviese  paciencia,  prome- 
tiéndole de  darle  una  cédula  de  asnos  para  que  le  diesen  tres  en  su 
casa,  de  chico  que  había  dejado  en  ella.  Consolóse  Sancho  con  esto,  y 
limpió  su  lágrimas,  templó  sus  sollozos,  y  agradeció  á  Don  Quijote 
la  merced  que  le  hacía;  y  cargando  con  todo  aquello  que  había  de  lle- 
var el  Rucio,  merced  á  Ginesillo  de  Pasamonte,  siguió  á  su  amo  por 
donde  Rocinante  le  llevaba,  hasta  que  en  diversas  pláticas  llegaron  al 
pie  de  una  alta  montaña,  que  casi  como  peñón  tajado  estaba  sola  entre 
otras  muchas  que  la  rodeaban.  Corría  por  su  falda  un  manso  arroyuelo, 
y  hacíase  por  toda  su  redondez  un  prado  tan  verde  y  vicioso,  que  daba 
contento  á  los  ojos  que  le  miraban;  había  por  allí  muchos  árboles  sil- 
vestres y  algunas  plantas  y  flores,  que  hacían  el  lugar  apacible.  Este  si- 


PARTE    PRIMERA. — CAPITULO    XXV 


lO 


tio  escogió  el  Caballero  de  la  Triste  Figura  para  h«cer  su  peniícncja;  y 
así,  en  viéndole,  comenzó  á  decir  en  voz  alta,  como  si  estuviera  sin  jui- 
cio: «Este  es  el  lugar,  ¡olí  cielos!,  que  diputo  y  escojo  para  llorar  la  des- 
ventura en  que  vosotros  mesmos  me  habéis  puesto;  éste  es  el  sitio  don- 
de el  humor  de  mis  ojos  acrecentará  las  aguas  de  este  pequeño  arroyo, 
y  mis  continuos  y  profundos  suspiros  moverán  á  la  contina  las  hojas 
destos  montaraces  árboles,  en  testimonio  y  señal  de  la  i)ena  tpie  mi 
asendereado  covüzón  })ade- 
ce.  ¡Oh  vosotros,  quienquie- 
ra que  seáis,  rústicos  dioses, 
que  en  este  inhabitable  lu- 
gar tenéis  vuestra  morada: 
oid  las  quejas  deste  desdi- 
chado amante,  á  quien  una 
luenga  ausencia  y  unos  ima- 
ginados celos  han  traído  á 
lamentarse  entre  estas  aspe- 
rezas, y  á  quejarse  de  la  dura 
condición  de  aquella  ingrata 
y  bella,  término  y  fui  de  to- 
da humana  hermosura!  ¡Oh 
vosotras,  Napeas  y  Dríadas, 
que  tenéis  por  costumbre  do 
habitar  en  las  espesuras  de 
los  montes!  Así  los  ligeros  y 
lascivos  sátiros,  de  quien 
sois,  aunque  en  vano,  ama- 
das, no  perturben  jamás 
vuestro  dulce  sosiego,  que 
me  ayudéis  á  lamentar  mi 
desventura,  ó  á  lo  menos  no 
os  canséis  de  oilla.  ¡Oh  Dul- 
cinea del  Toboso,  día  de  mi 
noche,  gloria  de  mi  pena, 
norte  de  mis  caminos,  estre- 
lla de  mi  ventura!  ¡Así  el 
Cielo  te  la  dé  buena  en 
cuanto   acertares  á  pedirle. 

que  consideres  el  lugar  y  el  estado  á  que  tu  ausencia  me  ha  conducido, 
y  que  con  buen  término  correspondas  al  (jue  á  mi  fe  se  le  debe!  ¡Oh  so- 
Utarios  árboles,  que  desde  hoy  en  adelante  habéis  de  hacer  compañía  á 
mi  soledad:  dad  indicio,  con  el  blando  movimiento  de  vuestras  ramas, 
que  no  os  desagrada  mi  presencia!  ¡Oh  tú,  escudero  mío.  agradable  com- 
pañero en  mis  prósperos  y  adversos  sucesos;  toma  bien  en  la  memoria 
lo  que  aquí  me  verás  hacer,  para  que  lo  cuentes  y  recites  á  la  causa  to- 
tal de  todo  ello! »  Y  diciendo  esto  se  apeó  de  Rocinante ,  y  en  un  mo- 
mento le  quitó  el  freno  y  la  silla,  y  dándole  una  palmada  en  las  ancas, 

B.  P.-XX  1;>. 


'Este  es  el  lugar,  ¡oh  cielos!,  que  diputo  y  escojo 
para  llorar  la  desventura... 


176  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

le  dijo:  «Libertad  te  da  el  que  sin  ella  queda,  ¡oh  caballo  tan  extremado 
por  tus  obras  cuan  desdichado  por  tu  suerte!  ¡Vete  por  do  quisieres;  que 
en  la  frente  llevas  escrito  que  no  te  igualó  en  ligereza  el  Hipógrifo  de 
Astolfo,  ni  el  nombrado  Frontino,  que  tan  caro  le  costó  á  Bradamante!» 
Viendo  esto  Sancho,  dijo:  ¡Bien  haya  quien  nos  quitó  ahora  del 
trabajo  de  desenalbardar  al  Rucio!  Que  á  fe  c|ue  no  faltaran  palmadi- 
cas  que  dalle,  ni  cosas  que  decille  en  su  alabanza;  pero  si  él  aquí  estu- 
viera, no  consintiera  yo  que  nadie  le  desalbardara,  pues  no  había  para 
c{ué;  que  á  él  no  le  tocaban  las  generales  de  enamorado  ni  de  desespe- 
rado, ])ues  no  lo  estaba  su  amo,  que  era  yo  cuando  Dios  quería;  y  en 
verdad,  señor  Caballero  de  la  Triste  Figura,  que  si  es  que  mi  partida  y 
su  locura  de  vuestra  merced  van  de  veras,  que  será  bien  tornar  á  ensi- 
llar á  Rocinante  para  que  supla  la  falta  del  Rucio,  porque  será  ahorrar 
tiempo  á  mi  ida  y  vuelta;  que  si  la  hago  á  pie,  no  sé  cuando  llegaré,  ni 
cuándo  volveré,  porque,  en  resolución,  soy  mal  caminante.» 

— Digo,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  que  sea  como  tú  quisieres; 
que  no  me  parece  mal  tu  designio;  y  digo  que  de  aquí  á  tres  días  te 
partirás,  porcpe  quiero  que  en  este  tiempo  veas  lo  que  por  ella  hago  >• 
digo,  para  que  se  lo  digas. 

— Pues  ¿qué  más  tengo  de  ver,  dijo  Sancho,  que  lo  que  he  vistoV 

— ¡Bien  estás  en  el  cuento!,  respondió  Don  Quijote.  Ahora  me  falta 
rasgar  las  vestiduras,  esparcir  las  armas,  y  darme  de  calabazadas  por 
estas  peñas,  con  otras  cosas  deste  jaez,  que  te  han  de  admirar. 

— ¡Por  amor  de  Dios,  dijo  Sancho,  que  mire  vuestra  merced  cómo  se 
da  esas  calabazadas;  que  á  tal  peña  podría  llegar,  y  en  tal  punto,  que 
con  la  primera  se  acabase  la  máquina  desta  penitencia.  Y  sería  yo  de 
parecer  que,  ya  que  á  vuestra  merced  le  parece  que  son  aquí  necesa- 
rias calabazadas  y  que  no  se  puede  hacer  esta  obra  sin  ellas,  se  conten- 
tase, pues  todo  esto  es  fingido  y  cosa  contrahecha  y  de  burla;  se  con- 
tentase, digo,  con  dárselas  en  el  agua,  ó  en  alguna  cosa  blanda  como 
algodón;  y  déjeme  á  mí  el  cargo,  que  yo  diré  á  mi  señora  que  vuestra 
merced  se  las  daba  en  una  punta  de  jieña  más  dura  que  la  de  un  dia- 
mante. 

— Yo  agradezco  tu  buena  intención,  amigo  Sancho,  respondió  Don 
Quijote;  liías  quiérote  hacer  sabidor  de  que  todas  estas  cosas  que  hago 
no  son  de  burlas,  sino  muy  de  veras;  porque  de  otra  manera  sería  con- 
travenir á  las  Órdenes  de  caballería,  que  nos  mandan  que  no  digamos 
mentira  alg-una,  pena  de  relasos;  y  el  hacer  una  cosa  por  otra  lo  mesmo 
es  que  mentir;  así  que  mis  calabazadas  han  de  ser  verdaderas,  firmes 
y  valederas,  sin  que  lleven  nada  del  sofístico  ni  del  fantástico;  y  será 
necesario  que  me  dejes  algunas  hilas  para  curarme,  pues  que  la  ventu- 
ra quiso  que  nos  faltase  el  bálsamo  que  perdimos. 

— Más  fué  perder  el  asno,  respondió  Sancho,  que  si  se  perdieran  sin 
él  las  hilas  y  todo;  y  ruégole  á  vuestra  merced  que  no  se  acuerde  más 
de  aquel  maldito  brebaje;  que  en  sólo  oírle  mentar  se  me  revuelve  el 
alma,  cuanto  y  más  el  estómago;  y  más  le  ruego;  que  haga  cuenta  que 
son  va  pasados  los  tres  días  que  me  ha  dado  de  término  para  ver  las 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXV  177 

locuras  que  hace,  que  ya  las  doy  por  vistas  y  ])or  })asadas  en  cosa  juz- 
gada, y  diré  maravillas  á  mi  señora;  y  escriba  la  carta,  y  despácheme 
luego,  porque  tengo  gran  deseo  de  volver  á  sacará  vuestra  merced  deste 
purgatorio  donde  le  dejo. 

— ¿Purgatorio  le  llamas,  Sancho?,  dijo  Don  Quijote.  Mejor  hicieras  de 
llamarle  infierno,  y  aun  peor,  si  hay  otra  cosa  que  lo  sea. 

—Quien  ha  intierno.  respondió  Sancho,  nula  es  retpucio.  según  he 
oído  decir, 

— Xo  entiendo  qué  quiere  decir  retencio,  dijo  Don  Quijote. 

— Retencio  es,  respondió  Sancho,  que  quien  está  en  el  ínherno  nuncii 
sale  del.  ni  puede;  lo  cual  será  al  revés  en  vuestra  merced,  ó  á  mí  me 
andarán  mal  los  pies,  si  es  que  llevo  espuelas  })ara  avivar  á  Rocinante. 
Y  póngame  yo  una  por  una  en  el  Tol)oso  y  delante  de  mi  señora  Dul- 
cinea, que  yo  le  diré  tales  cosas  de  las  necedades  y  locuras  (que  todo 
es. uno)  que  vuestra  merced  ha  hecho  y  queda  haciendo,  que  la  vengíi 
á  poner  más  blanda  que  un  guante,  aunque  la  halle  más  dura  que  un 
alcornoque;  con  cuya  respuesta  dulce  y  melificada  volveré  por  los  aires 
como  brujo,  y  sacaré  á  vuestra  merced  deste  purgatorio,  que  parece  in- 
fierno, y  no  lo  es,  pues  hay  esperanza  de  salir  del;  la  cual,  como  tengc» 
dicho,  no  la  tienen  de  sahr  los  que  están  en  el  Infierno,  ni  creo  que 
vuestra  merced  dirá  otra  cosa. 

— Así  es  la  verdad,  dijo  el  de  la  Triste  Figura;  pero  ¿qué  haremos 
})ara  escribir  la  carta? 

— Y  lu  libranza  pollinesca  también,  añadió  Sancho. 

— Todo  era  menester,  dijo  Don  Quijote;  y  sería  bueno,  ya  que  no  hay 
papel,  que  la  escribiésemos,  como  hacían  los  antiguos,  en  hojas  de  ciei- 
tos  árboles  ó  en  unas  tablitas  de  cera;  aunque  tan  dificultoso  será  ha- 
llarse eso  ahora  como  el  papel.  Mas  ya  me  ha  venido  á  la  memoria 
dónde  será  bien,  y  aun  más  que  bien,  escribilla,  que  es  en  el  librillo,  de 
memoria  que  fué  de  Cardenio;  y  tú  tendrás  cuidado  de  hacerla  trasladar 
en  papel,  de  buena  letra,  en  el  primer  lugar  que  hallajes  donde  haya 
maestro  de  escuela  de  muchachos,  ó  si  no,  cualquiera  sacristán  te  la 
trasladará;  y  no  se  la  des  á  trasladar  á  ningún  escribano,  que  hacen  le 
tra  procesada,  que  no  la  entenderá  Satanás. 

— Pues  ¿qué  se  ha  de  hacer  de  la  ñrma?,  dijo  Sancho. 

— Nunca  las  cartas  de  amores  se  íirman,  respondió  Don  Quijote. 

— Está  bien,  respondió  Sancho;  pero  la  li})ranza  forzosamente  se  ha  de 
firmar;  y  ésa,  si  se  traslada,  dirán  que  la  firma  es  falsa,  v  quedaréme 
sin  polhnos. 

— La  libranza  irá  en  el  mesmo  librillo  hrmada,  y  en  viéndola  mi  so- 
l)rina  no  pondrá  dificultad  en  cumplilla;  y  en  lo  que  toca  á  la  carta  de 
amores,  pondrás  por  ñrma:  Vuestro  hasta  la  muerte,  el  Caballero  de  la 
Triste  Figura.  Y  hará  jwco  al  caso  que  vaya  de  mano  ajena,  porque,  á 
lo  que  yo  me  sé  acordar,  Dulcinea  no  sabe  escribir  ni  leer,  y  en  toda  su 
vida  ha  visto  letra  mía  ni  carta  mía,  porque  mis  amores  y  los  suyos  han 
sido  siempre  platónicos,  sin  extenderse  á  más  que  á  un  honesto  mirar; 
\'  aun  esto  tan  de  cuando  en  cuando,  que  osaré  jurar  con  verdad  que. 


178  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

en  doce  años  que  ha  que  la  quiero  más  que  á  la  lumbre  destos  ojos  que 
ha  de  comer  la  tierra,  no  la  he  visto  cuatro  veces;  y  aun  podrá  ser  que 
destas  cuatro  veces  no  hubiese  ella  echado  de  ver  la  una  que  la  miraba: 
tal  es  el  recato  y  encerramiento  con  que  su  padre  Lorenzo  C'orchuelo  y 
su  madre  Aldonza  Nogales  la  han  criado. 

— ¡Ta,  ta!,  dijo  Sancho.  ¿Que  la  hija  de  Lorenzo  Corchuelo  es  la  seño- 
ra Dulcinea  del  Toboso,  llamada  por  otro  nombre  Aldonza  Lorenzo? 

— Esa  es,  dijo  Don  Quijote,  y  es  la  que  merece  ser  señora  de  todo  el 
Universo. 

— Bien  la  conozco,  dijo  Sancho,  puesto  que  nunca  la  he  visto;  y  sé 
decir  que  tira  tan  bien  una  barra  como  el  más  forzudo  zagal  de  todo  el 
pueblo.  ¡Vive  el  Dador,  que  es  moza  de  chapa,  hecha  y  dereclia.  y  de 
pelo  en  pecho,  y  que  puede  sacar  la  zanca  del  lodo  á  cualquier  caballe- 
ro andante  ó  por  andar  que  la  tuviere  por  señora!  ¡Oh  hi  de  puta;  qué 
rejo  que  tiene  y  qué  voz!  Sé  decir  que  se  puso  un  día  encima  del  cam- 
panario del  aldea  á  llamar  á  unos  zagales  suyos  que  andaban  en  un 
barbecho  de  su  padre;  y  aunque  estaban  de  allí  más  de  media  legua, 
así  la  oyeron  como  si  estuvieran  al  pie  de  la  torre;  y  lo  mejor  que  tiene 
es  que  no  es  nada  melindrosa,  porque  tiene  mucho  de  cortesana:  con 
todos  se  burla,  y  de  todo  hace  mueca  y  donaire.  Ahora  digo,  señor  ca- 
ballero de  la  Triste  Figura,  que  no  solamente  puede  y  debe  vuestra 
merced  hacer  locuras  por  ella,  sino  que  con  justo  título  puede  desesj^e- 
rarse  y  ahorcarse,  que  nadie  habrá  que  lo  sepa  que  no  diga  que  hizo  de- 
masiado de  bien,  puesto  que  le  lleve  el  Diablo.  Y  querría  ya  verme  en 
camino  sólo  por  vella,  cpie  ha  muchos  días  que  lo  deseo,  y  debe  de  estar 
ya  trocada,  porque  gasta  muclio  la  faz  de  las  mujeres  andar  siempre  al 
campo,  al  sol  y  al  aire.  Y  confieso  á  vuestra  merced  una  verdad,  señor 
Don  Quijote:  que  hasta  aquí  he  estado  en  una  grande  ignorancia;  que 
pensaba  bien  y  fielmente  que  la  señora  Dulcinea  debía  de  ser  alguna 
princesa  de  quien  vuestra  merced  estaba  enamorado,  ó  alguna  persona 
tal,  que  mereciese  los  ricos  presentes  que  vuestra  merced  le  ha  enviado, 
así  el  del  vizcaíno  como  el  de  los  galeotes,  y  otros  muchos  que  deben 
ser.  según  deben  de  ser  muchas  las  vitorias  que  vuestra  merced  ha  ga- 
nado y  ganó  en  el  tiempo  que  yo  aún  no  era  su  escudero.  Pero,  bien 
considerado,  ¿qué  se  le  ha  de  dar  á  la  señora  Aldonza  Lorenzo  (digo,  á 
la  señora  Dulcinea  del  Toboso)  de  que  se  le  vayan  á  hincar  de  rodillas 
delante  della  los  vencidos  que  Tuestra  merced  envía  y  ha  de  enviarV 
Porque  podría  ser  que  al  tiempo  que  ellos  llegasen  estuviese  ella  ras- 
trillando lino  ó  trillando  en  las  eras,  y  ellos  se  corriesen  de  verla,  y  ella 
se  riese  y  enfadase  del  presente. 

— Yate  tengo  dicho  antes  de  aliora  muchas  veces,  Sancho,  dijo  Don 
Quijote,  que  eres  muy  grande  hablador,  y  que,  aunque  de  ingenio  boto, 
nmchas  veces  des[)untas  de  agudo;  mas.  para  que  veas  cuan  necio  eres 
tú  y  cuan  discreto  soy  yo,  quiero  que  me  oigas  un  breve  cuento.  Has 
de  saber  que  una  viuda  hermosa,  moza,  libre  y  rica,  y  sobre  todo  des- 
enfadada, se  enamoró  de  un  mozo  motilón,  rollizo  y  de  buen  tomo;  al- 
canzólo á  saber  un  su  mayor,  y  un  día  dijo  á  la  buena  viuda,  por  vía 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXV  170 


<U'  fraternal  reprensión:  «Maravillado  estoy,  señora,  y  no  sin  nuulia 
.  ausa,  (le  qne  nna  nnijer  tan  principal,  tan  lionnosa  y  tan  rica  como- 
vuestra  merced  se  haya  enamorado  de  un  hombre  tan  soe/.,  tan  hajt)  y 
tan  idiota  como  Fulano,  habiendo  en  esta  ciudad  tantos  maestros,  tan- 
tos presentados  y  tantos  teóloíios  en  quien  vuestra  merced  pudiera  es- 
coLíer  como  entre  peras,  y  decir  este  quiero,  aqueste  no  ([uiero».  Mas 
ella  le  respondió  con  nuiclio  donaire  y  desenvoltura:  \'uestra  merced, 
>5eñor  mío,  está  muy  en«íañado,  y  piensa  muy  á  lo  anticuo,  si  }>iensa 
que  yo  he  escogido  rñal  en  Fulano,  por  idiota  que  le  parezca;  pues  para 
li»  que  yo  le  quiero,  tanta  filosofía  sabe,  y  más,  que  Aristóteles.»  As) 
(jue,  Sancho,  j>ara  lo  que  yo  quiero  á  Dulcinea  del  Toboso,  tanto  vak- 
como  la  más  alta  princesa  de  la  Tierra.  Sí;  (pie  no  todos  U»s  jmetas  que 
alaban  damas  debajo  de  un  nombre  que  ellos  á  su  albedrío  les  ponen 
(  s  verdad  (jue  las  tienen.  ¿Piensas  tú  que  las  Amarilis,  las  Fihs,  las 
Silvias,  las  Dianas,  las  (íalateas,  las  Fíli(ias  y  otras  tales  de  que  los  li- 
bros, los  romances,  las  tiendas  de  los  barberos,  los  teatros  de  las  come 
<lias  están  llenos,  fueron  verdaderamente  damas  de  carne  y  hueso,  y  de 
•Kiuellos  que  las  celebran  y  celebraron?  Xo  por  cierto,  sino  que  los  más 
las  finjien  por  .dar  sujeto  á  sus  versos,  y  porque  los  t^íntían  por  ena- 
niorados  y  por  hombres  (pie  tienen'  valor  para  serlo;  y  así,  bástame  á 
mí  pensar  y  creer  que  la  l)uena  de  Aldonza  Lorenzo  es  hermosa  y  ho- 
nesta, y  lo  del  linaje  inn)orta  poco,  (pie  no  han  de  ir  á  hacer  la  infor- 
mación del  para  darle  algún  hábito,  y  yo  me  hago  cuenta  que  es  la  más 
alta  princesa  del  mundo.  Porque  has  de  saber,  Sancho,  si  no  lo  sabes, 
(pie  dos  cosas  solas  incitan  á  amar,  más  (]ue  otras,  que  son  la  mucha 
hermosura  y  la  buena  fama;  y  estas  dos  cosas  se  hallan  consumada- 
mente en  Dulcinea,  ponjue  en  ser  liermosa  ninguna  la  iguala,  y  en  la 
buena  fama  pocas  le  llegan;  y  para  concluir  con  todo,  yo  imagino  (jue 
todo  lo  que  digo  es  así,  sin  que  sobre  ni  falte  nada;  y  pintóla  en  mi 
imaginación  como  la  deseo,  así  en  la  belleza  como  en  la  princijmlidad; 
y  ni  le  llega  Elena,  ni  la  alcanza  Lucrecia,  ni  otra  alguna  de  las  famo- 
sas mujeres  de  las  edades  ¡)retéritas  griega,  bárbara  ó  latina:  y  diga 
cada  uno  lo  que  (|uisiere,  C[ue  si  por  esto  fuere  reprendido  de  los  igno- 
rantes, no  seré  castigado  de  los  juiciosos. 

— Digo  que  en  todo  tiene  vuestra  merced  razón,  respondió  Sancho,  y 
que  soy  un  asno.  Mas  no  sé  yo  para  qué  iKjmbro  asno  en  mi  boca,  pues 
no  se  ha  de  mentar  la  soga  en  casa  del  ahorcado;  pero  venga  la  carta, 
y  á  Dios,  que  me  mudo. 

Sacó  el  libro  de  memoria  Don  Quijote,  y  apartándose  á  una  parte. 
con  mucho  sosiego  comenzó  á  escribir  la  carta;  y  en  acabándola,  llamó 
á  Sancho,  y  le  dijo  que  se  la  quería  leer,  porque  la  tomase  de  memoria, 
por  si  acaso  se  le  perdiese  por  el  camino,  que  de  su  desdicha  todo  se 
podía  temer. 

A  lo  cual  respondió  Sancho:  «Escríbala  vuestra  merced  dos  ó  tres 
veces  ahí  en  el  libro,  y  démele,  que  yo  le  llevaré  bien  guardado:  porque 
pensar  que  yo  la  he  de  tomar  en  la  memoria,  es  disparate;  que  la  tengc» 
tan  mala,  que  muchas  veces  se  me  olvida  cómo  me  llamo.  Pero,  con  to- 


180  .  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


do  eso,  dígamela  vuestra  merced,  que  me  liolgaré  nmcho  de  oilla,  r^ue 
vdebe  de  ir  como  de  molde. » 

— Escucha,  que  así  dice,  dijo  Don  Quijote. 

CARTA  DE  DON  QUIJOTE  Á  DULCINEA  DEL  TOBOSO 

«SOIÍEEANA  Y  ALT.V  SEÑORA: 

»E1  ferido  de  punta  de  ausencia,  y  el  llagado  de  las  telas  del  corazón, 
» dulcísima  Dulcinea  del  Toboso,  te  envía  la  salud  que  él  no  tiene.  Si  tu 
»fermosura  me  desprecia,  si  tu  valor  no  es  en  mi  pro,  si  tus  desdenes 
»son  en  mi  afincamiento,  maguer  que  yo  sea  asaz  de  sufrido,  mal  podré 
«sostenerme  en  esta  cuita,  que,  además  de  ser  fuerte,  es  muy  duradera, 
i. Mi  buen  escudero  Sancho  te  dará  entera  relación,  ¡oh  bella  ingrata, 
» amada  enemiga  mía!,  del  modo  que  por  tu  causa  quedo.  Si  gustares 
»de  acorrerme,  tuyo  soy;  y  si  no  haz  lo  que  te  viniere  en  gusto,  que 
»con  acabar  mi  vida  habré  satisfecho  á  tu  crueldad  y  á  mi  deseo. 

'Tuyo  hasta  la  muerte, 
y  El  Caballero  de  la  Triste  Figura.  ^^ 

— ¡Por  vida  de  mi  padre,  dijo  Sancho  en  oyendo  la  carta,  que  es  la 
más  alta  cosa  que  jamás  he  oído!  ¡Pesia  á  mí,  y  cómo  que  le  .dice  vuestra 
merced  ahí  todo  cuanto  quiere!  ¡Y  qué  bien  que  encaja  en  la  firma  Fí 
Caballero  de  la  Triste  Figura!  ¡Digo  de  verdad  que  es  vuestra  merced  el 
mesnio  diablo,  y  que, no  hay  cosa  que  no  sepa! 

Todo  es  menester,  respondió  Don  Quijote,  para  el  oficio  que  yo 

travo. 

— ¡Ea,  pues,  dijo  Sancho;  ponga  vuestra  merced  en  esotra  vuelta  la 
cédula  de  los  tres  pollinos,  y  fírmela  con  mucha  claridad,  porque  la 
conozcan  en  viéndola! 

¡Que  me  place!,  dijo  Don  Quijote;  y  habiéndola  escrito,  se  la  leyó. 

que  decía  así:  . 

«Mandará  vuestra  merced  por  ésta  primera  de  pollinos,  señora  sobri- 
nia,  dar  á  Sancho  Panza,  mi  escudero,  tres  de  los  cinco  que  dejé  en  casa 
«y  están  á  cargo  de  vuestra  merced;  los  cuales  tres  poUinos  se  los  mando 
viibrar  v  pagar  por  otros  tantos,  aquí  recebidos  de  contado;  que  con 
»ésta,  y  con  su  carta  de  pago,  serán  bien  dados.  Fecha  en  las  entrañas 
.>de  Sierra  Morena,  á  veinte  y  nueve  de  Agosto  deste  presente  año.» 

— Bien  está,  dijo  Sancho;  fírmela  vuestra  merced. 

—No  es  menester  firmarla,  dijo  Don  Quijote,  sino  solamente  poner 
mi  rúbrica,  que  es  lo  mesmo  que  firma;  y  para  tres  asnos,  y  aun  para 
trescientos,  fuera  bastante. 

Yo  me  confío  de  vuestra  merced,  respondió  Sancho.    Déjeme  ir 

á  ensillar  á  Rocinante,  y  aparéjese  vuestra  merced  á  echarme  su  ben 
dición;  que  luego  pienso  partirme,  sin  ver  las  sandeces  que  vuestra  mer- 


PRIMERA    PARTE. CAPITULO    XXV 


181 


i  hu  de  hacer,  que  yo  diré  que  le  vi  hacer  tantas,  que  no  quiera  más. 

Por  lo  menos  quiero,  Sancho,  y  porque  es  menester  así,  quiefo, 

di«;o,  que  me  veas  en  cueros  y  hacer  una  ó  dos  docenas  de  locuras  (que 
las  haré  en  menos  de  media 
hora),  porque,  habiéndolas 
tú  visto  por  tus  ojos,  puedas 
jurar  á  tu  salvo  en  las  de- 
más que  quisieres  añadir;  y 
aseguróte  que  no  dirás  tú 
tantas  cuantas  yo  pienso  ha- 
cer. 

— ¡Por  amor  de  Dios,  se- 
ñor mío,  que  no  vea  yo  en 
cueros  a  vuestra  merced,  que 
me  dará  mucha  lástima,  y 
no  podré  dejar  de  llorar!  '^' 
tengo  tal  la  cabeza  del  llan- 
to que  antes  hice  por  el  Ru 
cío.  que  no  estoy  para  me- 
terme en  nuevos  lloros;  y  si  l*= 
es  que  muestra  merced  gus-  |, 
ta  de  que  yo  vea  algunas  lo-  t 
curas,  hágalas  vestido,  bre-  [ 
ves  y  las  que  le  vinieren  imi  - 
á  cuento;  cuanto  más,  qu' 
para  mí  no  era  menester  n;i 
da  deso.  y,  como  ya  teng- 
dicho,  fuera  ahorrar  el  cu 
mino  de  mi  vuelta,  que  ha 
de  ser  con  las  nuevas  qut 
vuestra  merced  desea  y  me 
rece;  y  si  no,  aparéjese  la 
señora  Dulcinea,  que  si  no 
responde  como  es  razón,  vo- 
to hago  solene  á  quien  puedo,  que  le  tengo  de  sacar  la  buena  respuesta 
del  estómago  á  coces  y  á  bofetones.  Porque  ¿dónde  se  ha  de  sufrir  que 
un  caballero  andante  tan  famoso  como  vuestra  merced  se  vuelva  loco  sin 
qué  ni  para  qué.  por  una...  ¡Xo  me  lo  haga  decir  la  señora,  porque,  por 
Dios  que  despotrique  y  lo  eche  todo  á  doce,  aunque  nunca  se  venda! 
¡Bonico  soy  yo  para  eso!  ¡Mal  me  conoce:  du»  >  ;í  fe  que  si  me  conociese, 
que  me  ayunase. 

— A  fe,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  que,  a  i^  (jue  parece,  no  estás  tú 
más  cuerdo  que  yo. 

— No  estoy  tan  loco,  respondió  Sancho;  mas  estoy  más  colérico.  Pero 
dejando  esto  aparte,  ¿qué  es  lo  que  ha  de  comer  vuestra  merced  en  tanto 
que  yo  vuelvo?  ¿Ha  de  saUr  al  camino,  como  Cárdenlo,  á  quitárselo  a 
los  pastores? 


ir¥i- 


'--i 


de  las  telas  del  corazón. 


182  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— No  te  dé  pena  ese  cuidado,  respondió  Don  Quijote;  porque,  aunque 
tufiera,  no  comiera  otra  cosa  que  las  yerbas  y  frutos  que  este  prado  v 
estos  árboles  me  dieren;  que  la  tineza  de  mi  negocio  está  en  no  comer  v 
en  hacer  otras  asperezas  equivalentes. 

A  esto  dijo  Sancho:  «¿Sabe  vuestra  merced  c|ué  temo'?  Que  no  tengo 
de  acertar  á  volver  á  este  lugar  donde  ahora  le  dejo,  según  está  escon- 
dido.» 

— Toma  bien  las  señas,  c^ue  yo  procuraré  no  apartarme  destos  con- 
tornos, dijo  Don  Quijote;  y  aun  tendré  cuidado  de  subirme  por  estos 
más  altos  riscos,  por  ver  si  te  descubro  cuando  vuelvas;  cuanto  más, 
que  lo  más  acertado  será,  para  (jue  no  me  yerres  y  te  pierdas,  que  cortes 
algunas  retamas  de  las  muchas  que  por  aquí  hay,  y  las  vayas  poniendo 
de  trecho  en  trecho  hasta  salir  á  lo  raso,  las  cuales  te  servirán  de  mojo- 
nes y  señales  para  que  me  halles  cuando  vuelvas,  á  imitación  del  hilo 
del  laberinto  de  Teseo. 

— Así  lo  haré,  respondió  Sancho  Panza;  y  cortando  algunas,  pidió  la 
bendición  á  su  señor,  y  no  sin  muchas  lágrimas  de  entrambos  se  des- 
pidió del;  y  su):)iendo  sobre  Rocinante,  á  quien  Don  Quijote  encomendó 
mucho,  y  que  mirase  por  él  como  por  su  propia  persona,  se  puso  en 
camino  del  llano,  esparciendo  de  trecho  á  trecho  los  ramos  de  retama, 
como  su  amo  se  lo  había  aconsejado;  y  así  se  fué,  aunque  todavía  le 
importunaba  Don  Quijote  que  le  viese  siquiera  hacer  dos  locuras 

Mas  no  hubo  andado  cien  pasos,  cuando  volvió  y  dijo:  «Digo,  señor, 
(^ue  vuestra  merced  ha  dicho  muy  bien;  que  para  que  pueda  jurar  sin 
cargo  de  conciencia  (jue  le  he  visto  hacer  locuras,  será  bien  que  vea  si- 
quiera una,  aunque  bien  grande  la  he  visto  en  la  Cjuedada  de  vuestra 
merced.» 

— ¿No  te  lo  decía  yo?,  dijo  Don  Quijote.  Espérate,  Sancho,  que  en 
un  credo  las  haré;  y  desnudándose  con  toda  priesa  los  calzones,  quedó 
en  carnes  y  pañales;  y  luego,  sin  más  ni  más,  dio  dos  zapatetas  en  el 
aire,  y  dos  tumbas,  la  cabeza  abajo  y  los  pies  en  alto,  descubriendo  cosas 
que,  por  no  verlas  otra  vez,  volvió  Sancho  la  rienda  á  Rocinante,  y  se 
dio  por  contento  y  satisfeclio  de  que  podía  jurar  que  su  amo  quedaba 
loco;  y  así,  le  dejaremos  ir  su  camino  hasta  la  vuelta,  que  fué  breve. 


CAPITULO  XXVI 

Donde  se  prosiguen  las  finezas  que  de  enamorado  hizo  L'on  Quijote 
en  Sierra  Morena. 


volviendo  á  contar  lo  que  hizo  el  fie  la  Triste  Fitíura  después 
que  se  vio  solo,  dice  la  historia  que  así  como  Don  Quijote 
acabó  de  dar  las  tumbas  (3  vueltas  de  medio  abajo  desnudo  y 
de  medio  arriba  vestido,  y  que  vio  que  Sancho  se  había  ido  sin 
querer  aguardar  á  ver  más  sandeces,  se  subió  sobre  una  punta  de  una 
alta  peña,  y  allí  tornó  á  pensar  lo  que  otras  nuichas  veces  había  pen- 
sado, sin  haberse  jamás  resuelto  en  ello,  y  era  que  ¿cuál  sería  mejor  y 
le  estaría  más  á  cuento?  ¿Imitar  á  Roldan  en  las  locuras  desaforadas  que 
hizo,  ó  á  Amadís  en  las  malencónicasV  Y  hablando  entre  sí  mismo  decía: 
«Si  Roldan  fué  tan  buen  caballero  y  tan  vahente  como  todos  dicen, 
¡qué  maravilla!,  ])ues  al  lin  era  encantado,  y  no  le  podía  matar  nadie 
sino  era  metiéndole  un  alñler  de  á  blanca  })or  la  punta  del  pie,  y  él 
traía  siempre  los  zapatos  con  siete  suelas  de  liierro;  aunque  no  le  valie- 
ron tretas  con  Bernardo  del  Carpió,  que  se  las  entendió,  y  le  ahogó 
entre  los  brazos  en  Roncesvalles.  Pero,  dejando  en  él  lo  de  la  valentía  á 
una  parte,  vengamos  á  lo  de  ])erder  el  juicio;  que  es  cierto  (|ue  le  perdió, 
por  las  señales  (|ue  halló  en  la  fontana  y  [)or  las  nuevas  que  le  dio  el 
pastor  de  (jue  Angélica  había  dormido  más  de  dos  siestas  con  Medoro, 
un  morillo  de  cabellos  enrizados,  paje  de  Agramante.  Y  si  él  entendió 
([ue  esto  era  verdad  y  que  su  dama  le  había  cometido  desaguisado, 
no  hizo  mucho  en  volverse  loctj^pero  yo  ¿cómo  puedo  imitalle  en  las 


184 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


locuras,  si  no  le  imito  en  la  ocasión  dellasV  Porque  mi  Dulcinea  del  To- 
boso osaré  yo  jurar  que  no  ha  visto  en  todos  los  días  de  su  vida  moro 
alguno  así  como  él  es,  en  su  mismo  traje,  y  que  se  está  boy  como  la 

madre  (|ue  la  parió;  y  baríale  agravio 
maniñesto  si,  imaginando  otra  cosa 
della,  me  volviese  loco  de  aquel  gé- 
nero de  locura  de  Roldan  el  furioso. 
Por  otra  parte,  veo  que  Amadís  de 
(¡aula,  sin  perder  el  juicio  y  sin  hacer 
locuras,  alcanzó  tanta  fama  de  ena- 
morado como  el  que  más;  porque  lo 
que  hizo,  según  su  historia,  no  fué 
más  de  que  (por  verse  desdeñado  de 
su  señora  Oriana,  que  le  había  man- 
dado que  no  pareciese  ante  su  pre- 
sencia hasta  que  fuese  su  voluntad) 
se  retiró  á  la  Peña  Pobre  en  com- 
pañía de  un  ermitaño,  y  allí  se  har- 
tó de  llorar  hasta  que  el  Cielo  le  aco- 
rrió en  medio  de  su  mayor  cuita  y 
necesidad.  Y  si  esto  es  verdad,  como 
lo  es,  ¿para  qué  quiero  yo  tomar  tra- 
bajo agora  de  desnudarme  del  todo, 
ni  dar  pesadumbre  á  estos  árboles, 
que  no  me  han  hecho  mal  alguno,  ni 
para  qué  tengo  de  enturbiar  el  agua 
clara  destos  arroyos,  los  cuales  me 
han  de  dar  de  beber  cuando  tenga 
gana?  Viva  la  memoria  de  Amadís, 
y  sea  imitado  de  Don  Quijote  de  la 
Mancha  en  todo  lo  que  pudiere;  del 
cual  se  dirá  lo  que  del  otro  se  dijo: 
<|ue  si  no  acabó  grandes  cosas,  mu- 
rió por  acometellas;  y  si  yo  no  soy 
desechado  ni  desdeñado  de  mi  Dul- 
cinea, bástame,  como  ya  he  dicho, 
estar  ausente  della.  ¡Ea,  pues,  manos 
á  la  obra:  venid  á  mi  memoria,  cosas  de  Amadís,  y  enseñadme  por 
dónde  tengo  de  comenzar  á  imitaros!  Mas  ya  sé  que  lo  más  que  él 
hizo  fué  rezar  y  encomendarse  á  Dios;  pero  ¿de  qué  haré  rosario,  que 
no  le  tengo?»  Én  esto  le  vino  al  pensamiento  cómo  le  haría,  y  fué  de 
unas  agallas  grandes  de  un  alcornoque,  que  ensartó,  de  que  hizo  un 
diez,  y  esto  le  sirvió  de  rosario  el  tiempo  que  allí  estuvo,  donde  rezó 
un  millar  de  avemarias.  Y  lo  que  le  fatigaba  mucho  era  no  hallar  por 
allí  otro  ermitaño  que  le  confesase  y  con  quien  consolarse;  y  así,  se 
entretenía  paseándose  por  el  pradeciÜo,  escribiendo  y  grabando  por  las 
cortezas  de  los  árboles  y  por  la  menuda  arena  muchos  versos,  todos 


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¡Se  suliii)  :;r)ln-e  «na  punta  tle  nna  alta  poíía. 
y  allí  tornó  á  pen^•al■... 


PAKTK    PRIMEKA CAPITULO    XXVI  185 


acomodados  á  su  tristeza,  y  algunos  en  alabanza  de  Dulcinea;  mas  los 
que  se  pudieron  hallar  enteros  y  que  se  pudiesen  leer  después  que  á  él 
¡lili  1(^  liíill;ii-oii,  iiit  fnoi'on  más  (pie  éstos  (pie  junn'  se  siguen: 

Árbülex,  yorhas  y  flautas 
Que  en  aquesto  sitio  pstáis. 
Tan  altoH,  verden  y  tautas: 
Si  lio  mi  mal  no  os  IioIkáí.s. 
Kscitdiad  mis  quejas  sant;».-' 

5I¡  dolor  no  os  alborote. 
Aunque  el  más  terrible  sea; 
Pues,  por  paguros  CKcote, 
Aquí  lloró  Don  (Quijote 
Ausencias  de  Dulcinea 
del  Toboso. 

Ks  aquí  el  lugar  adonde 
MI  amador  niiis  leal 
i)e  su  seiiora  se  esconde, 

Y  lia  venido  ri  tanto  lual 
iSin  saber  cómo  ó  por  dónde 

Trácle  amor  al  estrieote. 
Que  es  de  muy  mala  ralea; 

Y  asi,  hastaheucbir  uu)ii))ote. 
Aquí  llor(>  Don  Quijote 
Ausencias  de  Dulci-ea 

del  Toboso. 

Buscando  las  aventuras 
Por  entre  las  duras  peija.s. 
Maldiciendo  entrañas  dnrai 
(Qne  entre  risoou  y  entre  brert;!»   ■ 
Halla  el  triste  desventuras). 

Hirióle  amor  con  su  azote, 
No  con  su  blanda  correa: 

Y  en  tocándole  al  cogote, 
-\qni  Ilor<i  Don  Quijote 
Ausencias  de  Dulcinea 

del  Toboso. 

No  causó  poca  risa  en  los  (pie  hallaron  los  versos  referidos  el  añadi- 
dura deJ  Toboso  al  nombre  de  Dulcinea,  porque  imaíjinaron  que  debió 
de  imaginar  Don  Quijote  <pie  si  en  nombrando  a  Dulcinea  no  decía 
también  dtl  Toboso,  no  se  [)odría  entender  la  copla,  y  así  fué  la  verdad, 
como  él  después  confesó.  Otros  muchos  escribió;  pero,  como  se  ha  dicho, 
no  se  pudieron  sacar  en  limpio  ni  enteras  más  destas  tres  coplas.  En 
esto  y  en  suspirar,  y  en  llamar  á  los  faunos  y  silvanos  de  aquellos  bos- 
ques, á  las  ninfas  de  los  ríos,  á  la  dolorosa  y  húmeda  Eco,  (jue  le  escu- 
chasen, respondiesen  y  consolasen,  se  entretenía,  y  en  buscar  algunas 
yerbas  con  que  sustentarse  en  tanto  que  Sancho  volvía;  que  si,  como 
tardó  dos  días,  tardai-a  dos  semanas,  el  Caballero  de  la  Triste  Figura 
quedara  tan  desfigurado,  que  no  lé  conociera  la  madre  que  le  parió. 

Y  será  bien  dejalle  envuelto  entre  sus  suspiros  y  versos,  por  contar 
lo  (|ue  le  avino  á  Sancho  Panza  en  su  mandadería;  y  fué,  que  en  salien- 
do al  camino  real,  se  puso  en  busca  del  del  Toboso,  y  otro  día  llegó  á 
la  venta  donde  le  había  sucedido  la  desgracia  de  la  manta;  y  no  la  hubo 
bien  visto,  cuando  le  pareció  que  otra  vez  andaba  en  los  aires,  y  no 
cpüso  entrar  dentro,  aunque  llegó  á  hora  que  lo  pudiera  y  debiera  hacer. 


186  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

por  ser  la  del  comer,  y  llevar  en  deseo  de  gustar  algo  caliente,  que  ha- 
bía grandes  días  que  todo  era  Hambre. 

Esta  necesidad  le  forzó  á  que  llegase  junto  á  la  venta,  todavía  dudo- 
so si  entraría  ó  no;  y  estando  en  esto,  salieron  de  la  venta  dos  personas 
([ue  luego  le  conocieron,  y  dijo  el  uno  al  otro: 

— Dígame,  señor  Licenciado:  aquel  del  caballo,  ¿no  es  Sancho  Panza, 
el  que  dijo  el  ama  de  nuestro  aventurero  que  había  salido  con  su  señor 
por  escudero? 

— Sí  es,  dijo  el  Licenciado;  y  aquél  es  el  caballo  de  nuestro  Don  Qui- 
jote. 

Y  conociéronle  tan  bien  como  aquéllos,  que  eran  el  Cura  y  el  l)ar- 
bero  de  su  mismo  lugar,  y  los  que  hicieron  el  escrutinio  y  auto  general 
de  los  libros;  los  cuales,  así  como  acabaron  de  conocer  á  Sancho  Panza  y 
á  Rocinante,  deseosos  de  saber  de  Don  Quijote,  se  fueron  á  él,  y  el  Cura 
le  llamó  por  su  nombre,  diciéndole:  «Amigo  Sancho  Panza,  ¿adonde 
queda  vuestro  amo?» 

Conociólos  luego  Sancho  Panza,  y  determinó  de  encubrir  el  lugar  y 
la  suerte  dónde  y  cómo  su  amo  quedaba;  y  así,  les  respondió  que  su 
amo  quedaba  ocupado  en  cierta  parte  y  en  cierta  cosa  que  le  era  de 
mucha  importancia,  la  cual  él  no  podía  descubrir,  por  los  ojos  que  en 
la  cara  tenía. 

— No,  no,  dijo  el  barbero;  Sancho  Panza,  si  vos  no  nos  decís  dónde 
queda,  imaginaremos,  como  ya  imaginamos,  que  vos  le  habéis  muerto 
y  robado,  pues  venís  encima  de  su  caballo:  en  verdad  que  nos  halléis 
de  dar  el  dueño  del  rocín,  ó  sobre  eso,  morena. 

— No  hay  para  qué  conmigo  amenazas;  que  yo  no  soy  hombre  que 
robo  ni  mato  á  nadie:  á  cada  uno  mate  su  ventura,  ó  Dios,  que  le  hizo. 
Mi  amo  queda  haciendo  penitencia  en  la  mitad  dcsta  montaña,  muy  á 
su  sabor. 

Y  luego,  de  corrida  y  sin  parar,  les  contó  de  la  suerte  que  quedal^a, 
las  primeras  aventuras  que  le  habían  con  él  sucedido,  y  cómo  llevaba 
la  carta  á  la  señora  Dulcinea  del  Toboso,  que  era  la  hija  de  Lorenzo 
Corchuelo,  de  quien  estaba  enamorado  hasta  los  hígados.  Quedaron 
admirados  los  dos  de  lo  que  Sancho  Panza  les  contaba;  y  aunque  ya 
sabían  la  locura  de  Don  Quijote  y  el  género  della,  siempre  que  la  oían 
se  admiraban  de  nuevo.  Pidiéronle  á  Sancho  Panza  que  les  enseñase 
la  carta  que  llevaba  á  la  señora  Dulcinea  del  Toboso.  Él  dijo  que  iba 
escrita  en  un  libro  de  memorias,  y  que  era  orden  de  su  señor  que  la 
hiciese  trasladar  en  papel  en  el  primer  lugar  que  llegase;  á  lo  cual  dijo 
el  Cura  que  se  la  mostrase,  que  él  la  trasladaría  de  muy  buena  letra. 
Metió  la  mano  en  el  seno  Sancho  Panza  buscando  el  librillo;  pero  no  le 
halló,  ni  le  podría  hallar  si  le  buscara  hasta  agora,  porque  se  había  que- 
dado Don  Quijote  con  él,  y  no  se  le  había  dado,  ni  á  él  se  le  acordó  de 
pedírsele.  Cuando  Sancho  vio  que  no  hallaba  el  libro,  fuésele  paran- 
do mortal  el  rostro;  "y  tornándose  á  tentar  todo  el  cuerpo  nmy  apriesa, 
tornó  á  echar  de  ver  que  no  la  hallaba;  y  sin  más  ni  más,  se  echó  en- 
trambos puños  á  las  barbas  y  se  arrancó  la  mitad  dellas;  y  luego,  aprie- 


PARTE    PRIMERA CAPÍTULO    XXVI  187 


V'ix  y  sin  cesar,  se  <iió  media  docena  de  puñadas  en  el  rostro  y  en  las  na- 
rices, (jne  se  las  bañó  todas  en  sanure. 

\'isto  lo  cual  por  el  Cura  y  el  barbero,  le  dijeron  ([ue  qué  le  había 
sucedido,  que  tan  nial  se  paraba. 

— ¿Qué  me  ha  de  suceder,  respondi(3  8ancho,  sino  el  halier  })erdid(). 
<áe  una  mano  á  otra,  en  un  instante,  tres  pollinos,  que  cada  uno  era 
■como  un  castillo? 

— ¿Cómo  es  eso?,  replicó  el  barbero. 

— He  perdido  el  libro  de  memorias,  respondió  .Sancho,  donde  vem'a  lá 
carta  i)ara  Dulcinea  y  una  cédula  ñrmada  de  mi  señor,  por  la  cual  man- 
daba que  su  sobrina  me  diese  tres  pollinos  de  cuatro  ó  cinco  que  esta- 
ban en  casa;  y  con  esto  les  contó  la  pérdida  del  llucio. 

Consolóle  el  Cura,  y  díjole  que  en  hallando  á  su  señor  él  le  haría  re- 
validar la  manda  y  que  tornase  á  hacer  la  libranza  en  [>ai)el,  como  ei-a 
uso  y  costumbre;  jiorque  las  (]uc  se  hacían  cu  libros  de  memorias  jamás 
se  acataban  ni  cumplían. 

Con  esto  se  consoló  Sancho,  y  dijo  (juc  como  a(piello  fuese  así,  (pie 
no  le  dal>a  nmcha  pena  la  pérdida  de  la  carta  de  Dulcinea,  porque  él  la 
sa))ía  casi  de  memoria,  de  la  cual  se  }>odría  trasladar  dónde  y  cuándo 
quisiesen. 

— Decilda,  Sancho,  pues,  dijo  el  barbero,  (jue  después  la  traslada- 
remos. 

Paróse  Sancho  Panza  á  rascar  la  cabeza  para  traer  á  la  memoria  la 
carta,  y  ya  se  ponía  sobre  un  pie  y  ya  sobre  otro,  unas  veces  miraba  al 
suelo,  otras  al  cielo,  y  al  cabo  de  haberse  roído  la  mitad  de  la  yema  de 
un  dedo,  teniendo  suspensos  á  los  que  esperaban  que  ya  la  dijese,  dijo 
al  cabo  de  urandísimo  rato:  «Por  Dios,  señor  Licenciado,  que  los  diablos 
lleven  la  cosa  que  de  la  carta  se  me  acuerda;  aunque  en  el  principio  de- 
cía: Alta  if  sobajada  soñara. 

— No  diría,  dijo  el  barbero,  sobajada,  sino  sobrehumana  ó  solteraiai 
señora. 

—Así  es,  dijo  Sancho.  Lneco,  si  mal  no  ine  acuerdo,  pi-ose.uuia,  si 
mal  no  me  acuerdo,  eJ  llagado  i/ falto  de  sn'eño.  \f  el  ferido  besa  á  rnestra 
merced  las  manos,  inqrata  y  muii  desconocida  hermosa:  y  no  sé  qué  decía 
de  salud  y  de  enfermedad  que  le  enviaba;  y  por  aquí  iba  escurriendo, 
hasta  que  acababa  en:  Vue.^'tro  hasta  la  muerte,  el  caballero  de  la  Triste 
Figura. 

No  poco  gustaron  los  dos  de  ver  la  buena  memoria  de  Sancho  Pan- 
za, y  alabáronsela  mucho,  y  le  pidieron  que  dijese  la  carta  otras  dos  ve- 
ces, para  que  ellos  asimismo  la  tomasen  de  memoria,  para  trasladalla 
á  su  tiempo.  Tornóla  á  decir  Sancho  otras  tres  veces,  y  otras  tantas  vol- 
vió á  decir  otros  tres  mil  dis])arates.  Tras  esto  contó  asimismo  otras  co- 
sas de  su  amo;  pero  no  habló  palabra  acerca  del  manteamiento  que  le 
había  sucedido  en  aquella  venta,  en  la  cual  rehusaba  entrar.  Dijo  tam- 
bién como  su  señor,  en  trayendo  (jue  le  trújese  buen  despacho  de  la  se- 
tíora  Dulcinea  del  Toboso,  se  había  de  poner  en  camino  á  procurar  cómo 
ser  emperador,  ó  por  los  menos  monarca:  así  lo  tenían  concei'tado  entre 


188  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

los  dos,  y  era  cosa  muy  fácil  venir  á  serlo,  según  era  el  valor  de  su  per- 
sona y  la  fuerza  de  su  brazo;  y  que  en  siéndolo,  .le  había  de  casar  á  él, 
porque  ya  sería  viudo  (que  no  podía  ser  menos),  y  le  liabía  de  dar  por 
mujer  á  una  doncella  de  fti  Emperatriz,  heredera  de  un  rico  y  grande 
Estado  de  tierra  íirme,  sin  ínsulas  ni  ínsulos,  que  ya  no  los  quería.  De- 
cía esto  Sancho  con  tanto  reposo,  limpiándose  de  cuando  en  cuando  las 
narices,  y  con  tan  poco  juicio,  que  los  dos  se  admiraron  de  nuevo,  con- 
siderando cuan  vehemente  halna  sido  la  locura  de  Don  Quijote,  pues 
liabía  llevado  tras  sí  el  juicio  de  aquel  pobre  homijre.  No  quisieron  can- 
sarse en  sacarle  del  error  en  que  estaba,  pareciéndoles  que.  pues  no  le 
dañaba  nada  la  conciencia,  mejor  era  dejarle  en  él,  y  á  ellos  les  sería  de 
más  gusto  oir  sus  necedades;  y  así,  le  dijeron  que  rogase  á  Dios  por  la 
salud  de  su  señor,  que  cosa  contingente  y  muy  agible  era  venir  con  el 
discurso  del  tiempo  á  ser. emperador,  como  él  decía,  ó  por  lo  menos  ar- 
zobispo, ú  otra  dignidad  equivalente. 

A  lo  cual  respondió  Sancho:  «Señores,  si  la  fortuna  rodease  las  cosas 
de  manera  que  á  mi  amo  le  viniese  en  voluntad  de  no  ser  em[)erador, 
sino  de  ser  arzobispo,  querría  yo  saber  agora  qué  suelen  dar  los  arzo- 
bispos andantes  á  sus  escuderos». 

— Suélenles  dar,  respondió  el  Cura,  algún  beneficio  simple  ó  curado, 
ó  alguna  sacristanía,  que  les  vale  mucho  de  renta  rentada,  amén  del  pie 
de  altar,  que  se  suele  estimar  en  otro  tanto. 

— Para  eso  será  menester,  replicó  Sancho,  que  el  escudero  no  sea  ca- 
sado y  que  sepa  ayudar  á  misa  por  lo  menos;  y  si  esto  es  así,  desdichado 
yo,  que  soy  casado,  y  no  sé  la  primera  letra  del  A,  B,  C.  ¿Qué  será  de 
mí  si  á  mi  amo  le  da  antojo  de  ser  arzobispo,  y  no  emperador,  como  es 
uso  y  costumbre  de  los  caballeros  andantes? 

— No  tengáis  i)ena,  Sancho  amigo,  dijo  el  barbero;  que  aquí  rogare- 
mos á  vuestro  amo  (y  se  lo  aconsejaremos,  y  aun  se  lo  pondremos  en 
caso  de  conciencia)  que  sea  emperador,  y  no  arzobispo,  porque  le  será 
más  fácil,  á  causa  de  que  él  es  más  valiente  que  estudiante. 

— Así  me  ha  parecido  á  mí,  respondic)  Sandio;  aunque  sé  decir  que 
para  todo  tiene  habilidad:  lo' que  yo  pienso  hacer  de  mi  parte  es  rogarle 
á  nuestro  Señor  que  le  eche  á  aquellas  i)artes  donde  él  más  se  sirva  y 
adonde  á  mí  más  mercedes  me  haga. 

— Vos  lo  decís  como  discreto,  dijo  el  Cura,  y  lo  haréis  como  })ueii 
cristiano;  mas  lo  que  ahora  se  lia  de  hacer  es  dar  orden  cómo  sacar  á 
vuestro  amo  de  aquella  inútil  penitencia  que  decís  que  queda  haciendo; 
y  para  pensar  el  modo  que  hemos  de  tener,  y  para  comer,  que  ya  e.^ 
hora,  será  bien  nos  entremos  en  esta  venta. 

Sancho  dijo  que  entrasen  ellos,  que  él  esperaría  allí  fuera,  y  que  des- 
pués les  diría  la  causa  por  qué  no  entralia  ni  le  convenía  entrar  en  ella; 
mas  que  les  rogaba  que  le  sacasen  allí  algo  de  comer,  que  fuese  cosa 
caliente,  y  asimismo  cebada  para  Rocinante.  Ellos  se  entraron  y  le  de- 
jaron, y  de  allí  á  poco  el  barbero  le  sacó  de  comer.  Después,  habiendo 
bien  pensado  entre  los  dos  él  modo  que  tendrían  para  conseguir  lo  que 
deseaban,  dio  el  Cura  en  un  pensamiento  muy  acomodado  al  gusto  de 


PARTE    PRIMERA. — CAPITULO    XXVI 


181) 


l)(»n  (¿uijote  y  i)ara  lo  que  ellos  querían;  y  fué  que  dijo  al  l)arbero  que 
lo  ((uc  había  pensado  era,  que  él  se  vestiría  en  hábito  de  doncella  an- 
dante, y  que  él  procurase  ponerse  lo  mejor  (pie  [)udiese  como  escudero, 
y  que  así  irían  adonde  Don  Quijote  estaba,  tínuiendo  ser  el  Cura  una 
doncella  afligida  y  menesterosa;  y  le  pediría  un  don,  el  cual  él  no  po- 
dría dejárselo  de  otorgar,  como  valeroso  caballero  andante;  y  que  el  don 
que  le  ]>ensal)a  i)edir  era  que  se  viniese  con  ella  donde  ella  le  llevase,  a 
desíacelle  un  agravio  ([ue  un  mal  caballero  le  tenía  fecho,  y  (jue  le  su- 
plicaba ansimesmo  que  no  la  mandase  quitar  su  antifaz  ni  la  deman 
dase  cosa  de  su  facienda  fasta  que  la  hubiese  fecho  derecho  de  aquel 
mal  caballero;  y  que  creyese  sin  duda  que  Don  Quijt)te  vendría  en  todo 
cuanto  le  pidiese  i)or  este  término,  y  que  desla  manera  le  sacarían  de 
allí,  y  le  llevarían  á  su  lugar,  donde  procurarían  ver  si  tenía  algún  re- 
medio su  extraña  locura. 


CAPITULO  XXVII 

De  cómo  salieron  con  su  intención  el  Cura  y  el  barbero,  con  otras  cosas 
dignas  de  que  se  cuenten  en  esta  grande  historia. 


'o  le  pareció  mal  al  barbero  la  invención  del  Cura,  sino  tan  bien, 
que  luego  la  pusieron  por  obra.  Pidiéronle  á  la  ventera  una 
^fHI  saya  y  unas  tocas,  dejándole  en  prendas  una  sotana  nueva  del 
Cura.  El  barbero  hizo  una  gran  barba  de  una  cola  rucia  ó  roja 
de  buey,  donde  el  ventero  tenía  colgado  el  peine.  Preguntóles  la  vente 
ra  que  para  qué  le  pedían  aquellas  cosas.  El  Cura  le  contó  en  breves 
razones  la  locura  de  Don  Quijote,  y  cómo  convenía  aquel  disfraz  para 
sacarle  de  la  montaña  donde  á  la  sazón  estaba.  Cayeron  luego  el  vente- 
ro y  la  ventera  en  que  el  loco  era  su  huésped,  el  del  bálsamo  y  el  amo 
del  manteado  escudero,  y  contaron  al  Cura  todo  lo  que  con  él  les  había 
pasado,  sin  callar  lo  que  tanto  callaba  Sancho.  En  resolución,  la  vente- 
ra vistió  al  Cura  de  modo  que  no  había  más  que  ver:  púsole  una  saya 
de  paño,  llena  de  fajas  de  terciopelo  negro  de  un  palmo  en  ancho,  to- 
das acuchilladas,  y  unos  corpinos  de  terciopelo  verde ,  guarnecidos  con 
unos  ribetes  de  raso  blanco,  que  se  debieron  de  hacer  ellos  y  la  saya  en 
tiempo  del  rey  Vamba.  Xo  consintió  el  Cura  que  le  tocasen,  sino  púso- 
se en  la  cabeza  un  birretillo  de  henzo  colchado  que  llevaba  para  dor- 
mir de  noche ,  y  ciñóse  por  la  frente  una  liga  de  tafetán  negro,  y  con 
otra  liga  hizo  un  antifaz  con  que  se  cubrió  muy  bien  las  barbas  y  el 
rostrofencasquetóse  su  sombrero,  que  era  tan  grande,  que  le  podía  ser- 
vir de  quitasol;  y  cubriéndose  su  herreruelo,  subió  en  su  muía  á  muje- 


l'ARTK    PRIMERA. CAPITULO    XXVII  101 

riegas,  y  el  barbero  en  la  suya,  con  su  barba,  que  le  llegaba  á  la  cintu- 
ra, entre  roja  y  blanca,  como  a(|uclla  que,  como  se  ha  dicho,  era  hecha 
de  la  cola  de  un  buey  barroso.  Despidiéronse  de  todos  y  de  la  buena  de 
Maritornes,  que  prometió  rezar  un  rosario,  aunque  i)ecadora,  por  que 
Dios  les  diese  un  buen  suceso  en  tan  arduo  y  tan  cristiano  negocio  como 
era  el  que  habían  emprendido.  Mas  apenas  hubo  salido  de  la  venta, 
cuando  le  vino  al  Cura  un  j)ensamiento:  que  hacía  mal  en  haberse  pues- 
to de  aquella  manera,  por  ser  cosa  indecente  que  un  sacerdote  se  pu- 
siera así,  aunque  le  fuese  nmcho  en  ello;  y  diciéndoselo  id  barbero,  le 
rogó  que  trocasen  trajes,  pues  era  más  justo  que  él  fuese  la  doncella 
menesterosa,  y  que  él  haría  el  escudero,  j)orque  así  se  profanaba  menos 
su  dignidad;  y  que  si  no  lo  quería  hacer,  determinaba  de  no  pasar  ade- 
lante, aunque  á  Don  Quijote  se  le  llevase  el  Diablo.  En  esto  llegó  San- 
cho, y  de  ver  á  los  dos  en  aquel  traje,  no  pudo  tener  la  risa.  í]ii  efeto. 
el  barbero  vino  en  todo  aquello  (pie  el  Cura  quiso;  y  trocando  la  in- 
vención, el  Cura  le  fué  informando  del  modo  (pie  había  de  tener,  y  las 
palabras  que  había  de  decir  á  Don  Quijote  para  moverle  y  forzarle  á 
que  con  él  se  viniese,  y  dejase  la  querencia  del  lu^ar  que  había  escogi- 
do para  su  vana  penitencia.  El  barbero  respondió  que,  sin  que  se  le 
diese  lición,  él  lo  pondría  bien  en  su  punto.  No  quiso  vestirse  por  en- 
tonces, hasta  (|ue  estuviesen  junto  de  donde  Don  (¿uijote  estaba;  y  así, 
dobló  sus  vestidos,  y  el  Cura  acomodó  su  barba,  y  siguieron  su  camino, 
guiándolos  Sancho  Panza,  el  cual  les  fué  contancío  lo  que  les  aconteció 
con  el  loco  que  hallaron  en  la  sierra,  encubriendo  empero  el  hallazgo  de 
la  maleta  y  de  cuanto  en  ella  venía;  que,  maguer  que  tonto,  era  un  po- 
co codicioso  el  mancebo. 

Otro  día  llegaron  al  lugar  donde  Sancho  había  dejado  puestas  las 
señales  de  las  ramas  para  acertar  dónde  había  dejado  á  su  señor;  y  en 
reconociéndole,  les  dijo  cómo  aquélla  era  la  entrada,  y  que  bien  se  po- 
dían vestir,  si  era  que  aquello  hacía  al  caso  para  la  libertad  de  su  se- 
ñor; porque  ellos  le  habían  dicho  antes  que  el  ir  de  aíiuella  suerte  y 
vestirse  de  aquel  modo  era  toda  la  importancia  para  sacar  á  su  amo  de 
a(|uella  mala  ^dda  que  había  escogido,  y  que  le  encargaban  mucho  que 
no  dijese  á  su  amo  quién  ellos  eran,  ni  que  los  conocía,  y  que  si  le  pre- 
guntase, como  se  lo  había  de  preguntar,  si  dio  la  carta  á  Dulcinea,  di- 
jese que  sí,  y  que,  por  no  saber  leer,  le  había  respondido  de  palabra 
diciéndole  (¡ue  le  mandaba,  so  j)ena  de  la  su  desgracia,  que  luego  a) 
momento  se  viniese  á  ver  con  ella,  que  era  cosa  <iue  le  importaba  mu- 
cho; porque  con  esto,  y  con  lo  que  ellos  pensaban  decirle,  tenían  por 
co.sa  cierta  reducirle  á  mejor  vida  y  hacer  con  él  que  luego  se  pusiesf 
en  camino  para  ir  á  ser  emperador  ó  monarca;  que  en  lo  de  ser  arzo- 
bispo no  había  de  qué  temer.  Todo  lo  escuclió  Sancho,  y  lo  tomó  muv 
l)ien  eii  la  memoria,  y  les  agradeció  mucho  la  intención  que  tenían  de 
aconsejar  á  su  señor  que  fuese  emperador  y  no  arzobispo;  porque  él  tenía 
para  sí  que,  para  hacer  mercedes  á  sus  escuderos,  más  podían  los  em- 
peradores que  los  arzobispos  andantes.  También  les  dijo  que  sería  bien 
que  él  fuese  delante  á  buscarle  y  darle  la  respuesta  de  su  señora;  que 
B.  P.-XX  H 


192  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


ya  sería  ella  bastante  á  sacarle  de  aquel  lugar,  sin  que  ellos  se  pusiesen 
en  tanto  trabajo.  Parecióles  bien  lo  que  Sancho  Panza  decía,  y  así,  de- 
terminaron de  aguardarle  hasta  que  volviese  con  las  nuevas  del  hallaz- 
go de  su  amo.  j   •     j      -  i 
Entróse  Sancho  por  aquellas  quebradas  de  la  sierra,  dejando  a  los 

dos  en  una  por  donde  corría  un  pequeño  y  manso  arroyo,  á  quien  ha- 
cían sombra  agradable  y  fresca  otras  peñas  y  algunos  árboles  que  por 
allí  estaban.  El  calor  v  d  día  que  allí  llegaron  era  de  los  del  mes  de 
Agosto,  que  por  acpie'llas  partes  suele  ser  el  ardor  muy  grande,  la  hora 
las  tres  de  la  tarde,  todo  lo  cual  hacía  el  sitio  más  agradable  y  que  con- 
vidase á  que  en  él  esperasen  la  vuelta  de  Sancho,  como  lo  hicieron.  Es- 
tando, pues,  los  dos  allí  sosegados  y  á  la  sombra,  llegó  á  sus  oídos  una 
voz,  que,  sin  acompañarla  son  de  algún  otro  instrumento,  dulce  y  re- 
o-aladamente  sonaba;  de  que  no  poco  se  admiraron,  por  parecerles  que 
Squél  no  era  lugar  donde  pudiese  haber  ([uien  tan  bien  cantase;  porque, 
aunque  suele  decirse  que  por  las  selvas  y  campos  se  hallan  pastores  de 
voces  extremadas,  más  son  encarecimientos  de  poetas  que  verdades;  y 
más  cuando  advirtieron  que  lo  que  oían  cantar  eran  versos,  no  de  rús- 
ticos uanaderos,  sino  de  discretos  cortesanos,  y  confirmó  esta  verdad  ha- 
ber sido  los  versos  que  oyeron  éstos: 


¿Quién  meuoscaba  nii.s  bieues? 

Ihadciics. 
¿Y  quién  aumenta  mis  duelos? 

Los  celos. 
¿Y  quién  prueba  mi  paciencia? 

AuscucUi. 

Dése  modo,  en  mi  dolencia, 
Ningún  remedio  se  alcanza. 
Pues  me  matan  la  esperanza 
Desdenes,  celos  y  ausencia. 

¿Quién  me  causa  este  dolor? 

Amor. 
¿Y  quién  mi  gloria  rcpuna? 

/•V)/-/ii;iíí. 
¿Y  quién  consiente  mi  duelo? 

;■:/  Ciclo. 
Dése  modo,  yo  recelo 
Morir  deste  mal  extraño. 
Pues  se  aunan  en  jni  daño 
Amor,  fortuna  y  el  Cielo. 

¿Quién  mejorará  mi  suerte? 
La  muerte. 

Y  el  bien  de  amor  ¿quién  lo  alcanza? 

Müdanzn. 

Y  sus  malo.s  ¿qviién  los  cura? 

¡.ncnni. 
Dése  modo,  no  es  cordura 
(Querer  curar  la  pa.sión. 
Cuando  los  remedios  son 
Muerte,  mudanza  y  locura. 


PRIMERA   PARTE. CAPÍTULO  XXVII  193 


La  hora,  el  tiempo,  la  soledad,  la  voz  y  la  destreza  del  que  cantaba 
causaron  admiración  y  contento  en  los  dos  oyentes,  los  cuales  se  estuvie- 
ron quedos,  esperando  si  otra  alguna  cosa  oían;  pero  viendo  que  duraba 
algún  tanto  el  silencio,  determinaron  de  salir  á  buscar  el  músico  que 
con  tan  buena  voz  cantaba;  y  (jueriéndolo  poner  en  efeto,  hizo  la  mis- 
ma voz  <}ue  no  se  moviesen,  la  cual  llegó  de  nuevo  á  sus  oídos,  cantnn 
do  este 

SONETO 

Santa  aIui^'tad,  que  con  ligeras  ala?. 
Tu  apariencia  quedáiuloí-e  en  el  suelo, 
Entre  benditas  alma»,  en  el  Cielo 
Subiste  aleare  á  las  empireas  salas; 

Desde  .illá,  cuando  quieres,  nos  seúalas 
La  falsedad  cubierta  con  tu  velo, 
Por  (juieu  á  veces  se  trasluce  el  celo 
De  buenas  obras,  que  á  la  fin  son  muías. 

Deja  el  Cielo,  amistad,  o  no  permitas 
Que  el  engaAo  se  vista  tu  librea. 
Con  que  destruye  á  la  intención  sincera: 

Que  si  tus  apariencias  no  le  (juita.s. 
Presto  ha  de  verse  el  mundo  en  la  pelea 
De  la  discorde  confusión  primera. 

El  canto  se  acabó  con  un  profundo  suspiro,  y  los  dos  con  atención 
volvieron  á  esperar  si  más  se  cantaba;  pero  viendo  (jue  la  unisica  se 
había  vuelto  en  solloy.os  y  lastimeros  ayes,  acordaron  de  saber  quién  era 
el  triste,  tan  extremado  en  la  voz  como  doloroso  en  los  gemidos;  v.iio 
anduvieron  mucho,  cuando  al  volver  de  una  punta  de  una  peña  vieron 
a  un  hombre  del  mismo  talle  y  figura  que  Sancho  Tanza  les  había  pin- 
tado cuando  les  contó  el  cuento  de  Cardenio;  el  cual  hombre,  cuando 
los  vio,  sin  sobresaltarse,  estuvo  quedo  con  la  cabeza  inclinada  sobre  el 
pecho,  á  guisa  de  hombre  pensativo,  sin  alzar  los  ojos  á  mirarlos  más 
de  la  vez  primera  cuando  de  improviso  llegaron.  El  Cura,  que  era  hom- 
bre bien  hablado  (como  el  que  ya  tenía  noticia  de  su  desgracia,  pues 
por  las  señas  le  había  conocido),  se  llegó  á  él,  y  con  breves,  aunque  muv 
discretas  razones,  le  rogó  y  propuso  que  aquella  tan  miserable  vidk 
dejase,  p<»r  que  allí  no  la  perdiese,  que  era  la  desdicha  mayor  de  las 
desdichas.  Estaba  Cardenio  entonces  en  su  entero  juicio,  Ubre  de  aquel 
furioso  accidente  que  tan  á  menudo  le  sacaba  de  si  mismo;  y  así, 
viendo  á  los  dos  en  traje  tan  no  usado  de  los  que  por  a({uellas  soledades 
andaban,  no  dejó  de  admirarse  algún  tanto,  y  más  cuando  oyó  que  le 
hal)ían  hablado  en  su  negocio  como  en  cosa  sabida  (porque  las  razones 
que  el  Cura  le  dijo  así  lo  dieron  á  entender);  y  así,  respondió  desta  ma- 
nera: «Bien  veo  yo,  señores,  quienquiera  que  seáis,  que  el  Cielo,  que 
tiene  cuidado  de  socorrer  á  los  buenos,  y  aun  á  los  malos  muchas  veces, 
sin  yo  merecerlo,  me  envía  en  estos  tan  remotos  y  apartados  lagares 
del  trato  común  de  las  gentes  algunas  personas  que,  poniéndome 
delante  de  los  ojos  con  vivas  y  varias  razones  cuan  sin  ella  ando 
en  hacer  la  vida  que  hago,  han  procurado  sacarme  desta  á  mejor  parte; 
pero  como  no  saben  que  sé  yo  que  en  saliendo  deste  daño  he  de  caer 


194  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


en  otro  mayor,  quizá  me  deben  de  tener  por  hombre  de  flacos  discm-- 
sos,  y  aun  (lo  que  peor  sería)  por  de  ningún  juicio;  y  no  sería  maravilla 
que  así  fuese,  porque  á  mí  se  me  trasluce  que  la  fuerza  de  la  imagina- 
ción de  mis  desgracias  es  tan  intensa  y  puede  tanto  en  mi  pobre  seso, 
que,  sin  que  yo  pueda  ser  parte  á  estorbarlo,  vengo  á  quedar  como 
piedra,  falto  de  todo  buen  sentido  y  conocimiento;  y  vengo  á  caer  en 
la  cuenta  desta  verdad  cuando  algunos  me  dicen  y  muestran  señales  de 
las  cosas  que  he  hecho  en  tanto  que  aquel  terrible  accidente  me  señorea; 
V  no  sé  más  que  dolerme  en  vano  y  maldecir  sin  provecho  mi  ventura, 
y  dar  por  discul})a  de  mis  locuras  el  decir  la  causa  dellas  á  cuantos  oiría 
.quieren,  porque,  viéndolos  cuerdos  cuáles  la  causa,  no  se  maravillarán 
de  los  efetos;  y  si  no  me  dieren  remedio,  á  lo  menos  no  me  darán  culpa, 
con  virtiéndoseles  el  enojo  de  mi  descompostura  en  lástima  de  mis  des- 
gracias. Y  si  es  que  vosotros,  señores,  venís  con  la  misma  intención  que 
otros  han  venido,  antes  que  paséis  adelante  en  vuestras  discretas  per- 
suasiones, os  ruego  que  escuchéis  el  cuento,  que  no  le  tiene,  de  mis 
desventuras;  porc^ue  quizá  después  de  entendido,  ahorraréis  del  trabajo 
que  tomarais  en  consolar  un  mal  que  de  todo  consuelo  es  incapaz.  >> 

Los  dos,  que  no  deseaban  otra  cosa  que  saber  de  su  misma  boca  la 
causa  de  su  daño,  le  rogaron  se  la  contase,  ofreciéndole  no  hacer  otra 
cosa  de  lo  que  él  quisiere  en  su  remedio  ó  consuelo;  y  con  esto  el  triste 
caballero  comenzó  su  lastimera  historia  casi  por  las  mismas  palabras  y 
pasos  que  la  había  contado  á  Don  Quijote  y  al  cabrero  pocos  días  atrás, 
cuándo  por  ocasión  del  maestro  Elisabad  y  puntualidad  de  Don  Qui- 
jote en  guardar  el  decoro  á  la  caballería,  se  quedó  el  cuento  imperfecto, 
como  la  historia  lo  deja  contado;  pero  ahora  quiso  la  buena  suerte  que 
se  detuvo  el  accidente  de  la  locura  y  le  dio  lugar  de  contarlo  hasta  el 
fin;  y  así,  llegando  al  paso  del  billete  que  había  hallado  don  Fernando 
entre  el  hbro  de  Amadís  de  Gaula,  dijo  Cárdenlo  que  le  tenía  bien  en 
la  memoria,  y  que  decía  desta  manera: 

LUSCINDA  Á  C'ARDENIO 

<'Cada  día  descubro  en  vos  valores  que  me  obligan  y  fuerzan  á  que 
» en, más  os  estime;  y  así,  si  quisiérades  sacarme  desta  deuda  sin  ejecu- 
)tarme  en  la  honra,  lo  podréis  muy  bien  hacer.  Padre  tengo,  que  os 
» conoce  y  que  me  quiere  bien,  el  cual,  sin  forzar  mi  voluntad,  cumph- 
»rá  la  qiie  será  justo  que  vos  tengáis,  si  es  que  me  estimáis  como  decís, 
V  como  yo  creo.» 

'  Por  este  billete  me  moví  á  pedir  á  Luscinda  por  esposa,  como  ya  os 
he  contado,  y  por  otro  como  éste  fué  por  quien  quedó  Luscinda  en  la 
opinión  de  don  Fernando  por  una  de  las  más  discretas  y  avisadas  muje- 
res de  su  tiem})0,  y  este  billete  fué  el  que  le  puso  en  el  deseo  de  destruir- 
me antes  que  el  mío  se  efetuase.  Díjele  yo  á  don  Fernando  en  lo  que  re- 
paraba el  padre  de  Luscinda,  que  era  en  que  mi  padre  se  la  pidiese,  lo 


PARTE  PRIMERA.— CAPÍTULO  XXVII  195 


cual  yu  no  le  osaba  decir,  temeroso  de  que  no  vendría  en  ello;  no  por- 
(|iie  no  tuviese  bien  conocida  la  calidad,  bondad,  virtud  y  berniosura  de 
Luscinda  y  (|ue  tenía  partes  bastantes  j)ara  ennoblecer  cualíjuier  otro 
linaje  de  España,  sino  porque  yo  entendía  del  que  deseaba  que  no  inc 
casase  tan  presto,  hasta  ver  lo  que  el  duque  Ricardo  hacía  conmii^o.  En 
resolución,  le  dije  que  no  me  aventuraba  á  decírselo  á  mi  padre,  así  por 
aquel  inconveniente  como  por  otros  muchos  que  me  acobardaban,  sin 
saber  cuales  eran,  sinc)  que  me  parecía  ({ue  lo  que  yo  deseaba  jamás 
había  de  tener  efeto.  A  todo  esto  me  respondió  don  Fernando  (]ue  él 
se  encarsíaba  de  hablar  á  mi  padre  y  hacer  con  él  que  hablase  al  de 
Luscinda. 

¡Oh  Mario  ambicioso!  ¡Oh  (  atilina  cruel!  ¡Oh  Sila  facineroso!  ¡Oh  Ga 
Jalón  embustero!  ¡Oh  Vellido  traidor!  ¡Oh  .Julián  venpitivo!  ¡Oh  Juda^ 
codicioso!  Traidor,  cruel,  vengativo  y  embustero,  ¿qué  deservicios  te 
había  hecho  este  triste,  que  con  tanta  llaneza  te  descubrió  los  secretos  y 
contentos  de  su  corazón?  ¿Qué  ofensa  te  hiceV  ¿Qué  palabras  te  dije  o 
<iué  consejos  te  di  que  no  fuesen  todos  encaminados  á  acrecentar  tu 
honra  y  tu  provechoV  Mas  ¿de  (jué  me  quejo,  ¡desventurado  de  mí!,  pues 
es  cosa  cierta  que  cuando  traen  las  desjíracias  la  corriente  de  las  estre- 
llas, como  vienen  de  alto  á  bajo  despeñándose  con  furor  y  con  violen- 
cia, no  hay  fuerza  en  la  Tierra  que  las  detenga  ni  industria  humana  que 
l)revenirlas  pueda?  ¿Quién- pudiera  imaginar  que  don  Fernando,  caba- 
llero ilustre,  discreto,  obligado  de  mis  servicios,  poderoso  para  alcanzar 
lo  que  el  deseo  amoroso  le  j)idiese  dondequiera  (jue  le  ocupase,  se  había 
de  enconar,  como  suele  decirse,  en  tomarme  á  mí  una  sola  oveja  que 
aún  no  poseía?  Pero  quédense  estas  consideraciones  aparte,  como  inüti 
les  y  sin  provecho,  y  añudemos  el  roto  de  mi  desdichada  historia. 

»Digo,  ])ues,  que  pareciéndole  á  don  Fernando  que  mi  })resencia  h 
era  inconveniente  })ara  poner  en  ejecución  su  falso  y  mal  pensamiento. 
<leterminó  de  enviarme  á  su  hermano  mayor  con  ocasión  de  pedirle 
unos  dineros  para  pagar  seis  caballos,  que  de  industria  y  sólo  para  esti 
efeto  de  que  me  ausentase,  i)ara  {)oder  mejor  salir  con  su  dañado  in- 
tenro.  el  mesmo  día  que  se  ofreció  á  hablar  á  mi  padre  los  comj)ró,  y 
<|UÍso  que  yo  viniese  i)or  el  dinero.  ¿Pude  yo  prevenir  esta  traición? 
¿Pude  i)or  ventura  caer  en  imaginarla?  No  por  cierto;  antes  con  gran- 
dísimo gusto  me  ofrecí  á  partir  luego,  contento  de  la  buena  com])ra  he- 
cha. Aíjuella  noche  hablé  con  Luscinda,  y  le  dije  lo  que  con  don  Fer- 
nando quedaba  concertado,  y  que  tuviese  ñrme  es])eranza  de  que  ten- 
drían efeto  nuestros  buenos  y  justos  deseos.  Ella  me  dijo,  tan  seguijt 
como  yo  de  la  traición  de  don  Fernando,  que  procurase  volver  presto, 
porque  creía  que  no  tardaría  más  la  conclusión  de  nuestras  voluntades 
que  tardase  mi  padre  de  hablar  al  suyo.  No  sé  qué  fué,  que  en  acaban- 
do de  decirme  esto  se  le  llenaron  los  ojos  de  lágrimas,  y  un  nudo  se  h 
atravesó  en  la  garganta,  que  no  le  dejaba  hablar  palabra  de  otras  mu- 
chas que  me  pareció  que  procuraba  decirme.  Quedé  admirado  destc 
nuevo  accidente,  hasta  allí  jamás  en  ella  visto;  porque  siempre  nos  ha 
biabamos  (las  veces  que  la  l)uena  fortuna  á  mi  diligencia  lo  concedía) 


lí^6  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

con  todo  regocijo  y  contento,  sin  mezclar  en  nuestras  pláticas  lágrimas, 
suspiros,  celos,  sospechas  ó  temores:  todo  era  engrandecer  yo  mi  ven- 
tura por  habérmela  dado  el  (.'ielo  }>or  señora;  exageraba  su  belleza,  ad- 
mirábame de  su  valor  y  entendimiento;  volvíame  ella  el  recambio  ala- 
bando en  mí  lo  que,  como  enamorada,  le  parecía  digno  de  alabanza. 
Con  efeto  nos  contábamos  cien  mil  niñerías  y  acaecimientos  de  nuestros 
vecinos  y  conocidos,  y  á  lo  que  más  se  extendía  mi  desenvoltura  era  á 
tomarle,  casi  por  fuerza,  una  de  sus  bellas  y  blancas  manos,  y  llegarla 
á  mi  boca  según  daba  lugar  la  estrecheza  de  una  baja  reja  que  nos  di- 
vidía; pero  la  noche  que  precedió  al  triste  día  de  mi  partida,  ella  lloró, 
gimió  y  suspiró,  y  se  fué,  y  me  dejó  lleno  de  confusión  y  sobresalto, 
espantado  de  haber  visto  tan  nuevas  y  tan  tristes  muestras  de  dolor  y 
sentimiento  en  Luscinda;  pero,  por  no 'destruir  mis  esperanzas,  todo  lo 
atribuí  á  la  fuerza  del  amor  que  me  tenía  y  al  dolor  que  suele  causar 
la  ausencia  en  los  que  bien  se  quieren.  En  fin,  yo  me  partí  triste  y  pen- 
sativo, llena  el  alma  de  imaginaciones  y  sospechas,  sin  saber  lo  que  sos- 
pechaba ni  imaginaba:  claros  indicios  que  m'.)straban  el  triste  suceso  y 
desventura  que  me  estaba  guardada. 

» Llegué  al  lugar  donde  era  enviado,  di  las  cartas  al  hermano  de  don 
Fernando,  fui  bien  recibido,  pero  no  bien  despachado,  porque  me  man- 
dó aguardar,  bien  á  mi  disgusto,  ocho  días,  y  en  parte  donde  el  Duque 
su  })adre  no  me  viese,  porque  su  hermano  ■  le  escribía  que  le  enviase 
cierto  dinero  sin  su  sabiduría;  y  todo  fué  invención  del  falso  don  Fer- 
nando, pues  no  le  faltaban  á  su  hermano  dineros  para  despacharme 
luego.  Ordea  y  mandato  fué  éste  que  me  puse  en  condición  de  no  obe- 
decerle, })or  parecerme  imposible  sustentar  tantos  días  la  vida  en  la 
ausencia  de  Luscdnda,  y  más  habiéndola  dejado  con  la  tristeza  que  os 
he  contado;  pero,  con  todo  esto,  obedecí  como  buen  criado,  aunque  veía, 
que  había  de  ser  á  costa  de  mi  salud.  Pero  á  los  cuatro  días  que  llegué, 
llegó  un  hombre  en  mi  busca  con  una  carta  que  me  dio,  que  en  el  so- 
l)rescrito  conocí  ser  de  Luscinda,  porque  la  letra  del  era  suya.  Abríla  te- 
meroso y  con  sobresalto,  creyendo  que  cosa  grande  debía  de  ser  la  que 
le  había  movido  á  escribirme  estando  ausente,  pues  presente  pocas  ve- 
ces lo  hacía.  Pregúntele  al  hombre  antí^s  de  leerla  quién  se  la  había 
dado  y  el  tiempo  que  había  tardado  en  el  camino;  díjome  que  acaso  pa- 
sando por  una  calle  de  la  ciudad  á  la  hora  de  mediodía,  una  señora  muy 
hermosa  le  llamó  desde  una  ventana,  los  ojos  llenos  de  lágrimas,  y  que 
con  mucha  priesa  le  dijo:  «Llermano,  si  sois  cristiano,  como  parecéis, 
por  amor  de  Dios  os  ruego  que  encaminéis  luego,  luego  esta  carta  al  lu- 
gar y  á  la  persona  que  dice  el  sobrescrito,  que  todo  es  bien  conocido,  y 
en  ello  haréis  un  gran  servicio  á  nuestro  Señor;  y  para  que  no  os  falte  co- 
modidad en  poderlo  hacer,  tomad  lo  que  va  en  este  pañuelo»;  y  dicien- 
do esto,  me  arrojó  por  la  ventana  un  pañuelo,  donde  venían  atados  cien 
reales  y  esta  sortija  de  oro  que  aquí  traigo,  con  esa  carta  que  os  he  dado. 
Y  luego,  sin  aguardar  respuesta  mía,  se  quitó  de  la  ventana;  aunque 
l)rimero  vio  cómo  yo  tomé  la  carta  y  el  pañuelo,  y  por  señas  le  dije  que 
haría  lo  que  me  mandaba.  Y  así,  viéndome  tan  bien  pagado  del  trabajo 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    rXVII 


lí>7 


<[ue  podía  tomar  en  traérosla,  y  conociendo  ])or  el  sobrescrito  que  éra- 
des  vos  á  quien  se  enviaba  (porque  yo,  señor,  os  conozco  muy  bien),  y 
obliiíado  asimesmo  de  las  lágrimas  de  aíjuella  hermosa  señora,  deter- 
miné de  no  fiarme  de  otra  persona,  sino  venir  yo  mesmo  á  dárosla;  y  en 
diez  y  seis  horas  que  ha  que 
se  me  dio,  he  hecho  el  cami- 
no que  sabéis,  que  es  de  diez 
y  ocho  leguas. 

» En  tanto,  que  el  agrade- 
cido y  nuevo  correo  esto  me 
decía,  estaba  yo  colgado  de 
sus  palabra!^,  temblándome 
las  i)ienui.>^,  de  manera  que 
;q)enas  podía  sostenerme.  En 
(to;  abrí  la  carta,  y  vi  (|uc 
iitenía  estas  razones: 

«La  i>alabra  qut?  don  Fer- 
nando os  dio  de  hablar  a 
vuestro  padre  })ara  que  ha- 
blase al  mío,  la  ha  cumplido 
mucho  más  en  su  gusto  que 
'•n  vuestro  provecho.  Sabed, 
-eñor,  que  él  me  ha  pedido 
por  esposa;  y  mi  padre,  lie 
vado  de  la  ventaja  que  él 
l)iensa  que  don  Fernando 
'  is  hace,  ha  venido  en  lo  que 
(quiere  con  tantas  veras,  cj[ue 
»de  aquí  á  dos  días  se  ha  do 
hacer  el  desposorio,  tan  se- 
creto y  tan  á  solas,  que  sólo 
»han  de  ser  testigos  Ioí  Cielos 
»y  alguna  gente  de  casa.  Cuái 
\o  quedo,  imaginaldo:  si  os 
cumple  venir,  veldo;  y  si  os 

«quiero  bien  ó  no,  el  suceso  des'e  negocio  os  lo  dará  á  entender.  A  Dios 
»plega  que  ésta  llegue  á  vuestras  manos  antes  que  la  mía  se  vea  en 
«condición  de  juntarse  con  la  de  quien  tan  mal  sabe  guardar  la  fe  que 
promete.) 

» Estas  en  suma  fueron  las  razones  que  la  carta  contenía  y  las  que 
me  liicieron  poner  luego  en  camino,  sin  esperar  otra  respuesta  ni  otros 
dineros;  que  bien  claro  conocí  entonces  que  no  la  compra  de  los  caba- 
llos, sino  la  de  su  gusto,  había  movido  á  don  Fernando  á  enviarme  á 
su  hermano.  El  enojo  que  contra  don  Fernando  concebí,  junto  con  el 
temor  de  perder  la  prenda  que  con  tantos  años  de  servicios  y  deseos 
tenía  granjeada,  me  pusieron  alas;  pues,  casi  como  en  vuelo,  el  propio 
día  me  puse  en  mi  lugar  al  punto  y  hora  que  convenía  para  ir  á  hablar 


•  Y  (liclentli)  esto,  me  arrojcJ  pcn-  la  ventana 
iTU  pañuelo... 


198  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


á  Luscinda.  Entré  secreto,  y  dejé  una  muía  en  que  venía  en  casa  del 
buen  hombre  que  me  había  llevado  la  carta;  y  quiso  la  suerte  que  en- 
tonces la  tuviese  tan  buena,  que  hallé  á  Luscinda  puesta  á  la  reja  tes- 
tigo de  nuestros  amores.  Conocióme  Luscinda  luego,  y  conocíla  yo;  mas 
lio  como  debía  ella  conocerme  y  yo  conocerla.  Pero  ¿quién  hay  en  el 
mundo  que  se  pueda  alabar  que  ha  penetrado  y  sabido  el  confuso  pen- 
'samiento  y  condición  mudable 'de  una  mujer?  Ninguno  por  cierto.  Digo, 
pues,  c{ue  así  como  Luscinda  me  vio,  me  dijo:  «Cárdenlo,  de  boda  es- 
toy vestida;  ya  me  están  aguardando  en  la  sala  don  Fernando  el  íraidor 
y  mi  padre  el  codicioso,  con  otros  testigos,  que  antes  lo  serán  de  mi 
muerte  que  de  mi  desposorio.  No  te  turbes,  amigo,  sino  procura  hallar- 
te presente  á  este  sacrificio,  el  cual,  si  no  pudiere  ser  estorbado  de  mis 
razones...,  una  daga  llevo  escondida  c^ue  podrá  estorbar  más  determi- 
nadas fuerzas  dando  fin  á  mi  vida  y  principio  á  que  conozcas  la  vo- 
luntad que  te  he  tenido  y  tengo.»  Yo  le  respondí,  turbado  y  apriesa: 
«Hagan,  señora,  tus  obras  verdaderas  tus  palabras;  que  si  tú  llevas 
daga  para  acreditarte,  aquí  llevo  yo  espada  para  deYenderte  con  ella,  ó 
para  matarme,  si  la  suerte  nos  fuere  contraria.  >^ 

»No  creo  que  pudo  oir  todas  estas  razones,  porque  sentí  que  la  lla- 
maban apriesa,  porque  el  desposado  aguardaba.  Cerróse  con  esto  la  no- 
che de  mi  tristeza,  púsoseme  el  sol  de  mi  alegría,  quedé  sin  luz  en  los 
ojos  y  sin  discurso  en  el  entendimiento.  No  acertaba  á  entrar  en  su  casa, 
ni  podía  moverme  á  parte  alguna;  pero  considerando  cuánto  importaba 
mi  presencia  para  lo  que  suceder  pudiese  en  aquel  caso,  me  animé  lo 
más  que  pude  y  entré  en  su  casa,  y  como  ya  sabía  muy  bien  todas  sus 
entradas  y  salidas,  y  más  con  el  alboroto  que  de  secreto  en  ella  andaba, 
nadie  me  echó  de  ver:  así  que,  sin  ser  visto,  tuve  lugar  de  ponerme  en 
el  hueco  que  hacía  una  ventana  de  la  mesma  sala,  que  con  las  puntas 
y  remates  de  dos  tapices  se  cubría,  por  entre  las  cuales  podía  yo  ver 
sin  ser  visto  todo  cuanto  en  la  sala  se  hacía.  ¡Quién  pudiera  decir  ahora 
los  sobresaltos  que  me  dio  el  corazón  mientras  allí  estuve!  ¡Los  pensa 
raientos  que  me  ocurrieron!  ¡Las  consideraciones  que  hice!  Que  fueron 
tantas  y  tales,  que  ni  se  pueden  decir,  ni  aun  es  bien  que  se  digan;  bas- 
ta que  sepáis  que  el  desposado  entró  en  la  sala  sin  otro  adorno  c|ue  los 
raesmos  vestidos  ordinarios  que  solía.  Traía  por  padrino  á  un  primo 
hermano  de  Luscinda,  y  en  toda  la  sala  no  había  persona  de  fuera,  sino 
los  criados  de  casa.  De  allí  á  un  poco  salió  de  una  recámara  Luscinda, 
acompañada  de  su  madre  y  de  dos  doncellas  suyas,  tan  bien  aderezada 
V  comj)uesta  como  su  calidad  y  hermosura  merecían,  y  como  quien  era 
la  perfección  de  la  gala  y  bizarría  cortesana.  No  me  dio  lugar  mi  sus- 
pensión y  arrobamiento  para  que  mirase  y  notase  en  particular  lo  que 
traía  vastido;  sólo  pude  advertir  á  las  colores,  que  eran  encarnado  y 
blanco,  y  en  las  vislumbres  que  las  piedras  y  joyas  del  tocado  y  de  todo 
el  vestido  hacían,  á  todo  lo  cual  se  aventajaba  la  belleza  singular  de  sus 
hermosos  y  rubios  cabellos;  tales,  que  en  competencia  de  las  preciosas 
piedras  y  de  las  luces  de  cuatro  hachas  que  en  la  sala  estaban,  la  suya 
con  más  resplandor  á  los  ojos  ofrecía. 


l'AKTE    PRIMERA. CAPITULO    XXVII  199 

«¡Oh  memoria,  enemiíía  mortal  de  mi  descanso!  ¿De  qué  sirve  repre- 
«entarme  ahora  la  incomy)arable  belleza  de  aquella  adorada  enemiga 
mía?  ¿No  será  mejor,  cruel  memoria,  que  me  acuerdes  y  representes  lo 
(|ue  entonces  hizo,  para  que,  movido  de  tan  maniñesto  agravio,  procure, 
ya  que  no  la  venganza,  á  lo  menos  perder  la  vida?  No  os  canséis,  se- 
ñores, de  oir  estas  disgresiones  que  liago;  (pie  no  es  mi  })ena  de  aquellas 
que  [)uedan  ni  deban  contarse  sucintamente  y  de  paso,  pues  cada  cir- 
<nmstancia  suya  me  parece  á  mí  que  es  digna  de  un  largo  discurso.» 

A  esto  le  respondió  el  Cura  que,  no  sólo  no  se  cansaban  en  oírle, 
sino  que  les  daban  muclio  gusto  las  menudencias  que  contaba,  jmr  ser 
tales,  ([ue  merecían  no  pasarse  en  silencio,  y  la  misma  atención  que  lo 
})rinci})al  del  cuento. 

«Digo,  pues,  prosigui(')  Cárdenlo,  que  estando  todos  en  la  sala,  entró 
el  cura  de  la  parroquia,  y  tomando  á  los  dos  por  la  mano  para  hacer  lo 
que  en  tal  acto  se  requiere,  al  decir:  ;,Qu('yris-,  señora  Lu.^cinda,  al  señor 
don  Fernando,  que  está  presente,  por  ruestro  legítimo  esposo,  como  lo  manda 
¡a  santa  madre  Ifilesia'^.  yo  saqué  toda  la  cabeza  y  cuello  de  entre  los  ta- 
pices, y  con  atentísimos  oídos  y  alma  turbada  me  puse  á  escuchar  lo 
que  Luscinda  respondía,  esperando  de  su  respuesta  la  sentencia  de  mi 
muerte  ó  la  confirmación  de  mi  vida.  ¡Oh;  quién  se  atreviera  á  salir  en- 
tonces diciendo  á  voces:  «¡Ah  Luscinda,  Luscinda,  mira  lo  que  haces, 
considera  lo  que  me  del)es.  mira  que  eres  nn'a  y  que  no  puedes  ser  de 
otro!  ¡Advierte  que  el  decir  tú  sí,  y  el  acabárseme  la  vida,  ha  de  ser  todo 
á  un  punto!  ¡Ah  traidor  don  Fernando,  robador  de  mi  gloria,  muerte  de 
mi  vida!  ¿Qué  quieres?  ¿Qué  pretendes?  Considera  que  no  puedes  cris- 
tianamente llegar  al  fin  de  tus  deseos,  porque  Luscinda  es  mi  esposa,  y 
YO  soy  su  marido.»  ¡Ah  loco  de  mí!  Ahora  que  estoy  ausente  y  lejos  del 
peHgro,  digo  que  había  de  hacer  lo  que  no  hice;  ahora  que  dejé  robar 
mi  cara  prenda,  maldigo  al  robador,  de  quien  pudiera  vengarme  si  tu- 
viera corazón  para  ello,  como  le  tengo  para  quejarme;  en  fin,  pues  fui 
t^ntonces  cobarde  y  necio,  no  es  nmcho  que  muera  ahora  corrido,  arre- 
})entido  y  loco. 

Estaba  esperando  el  cura  la  respuesta  de  Luscinda,  (pie  se  detuvo 
un  buen  espacio  en  darla;  y  cuando  yo  pensé  que  sacaba  la  daga  para 
acreditarse,  ó  desataba  la  lengua  para  decir  alguna  verdad  ó  desengaño 
c^ue  en  mi  provecho  redundase,  oigo  que  dijo  con  voz  desmayada  y  ña- 
ca: Si  quiero:  y  lo  mesmo  dijo  don  Fernando;  y  dándole  el  anillo,  que- 
daron en  indisoluble  nudo  ligados.  Llegó  el  desposado  á  abrazar  á  su 
esposa;  y  ella,  poniéndose  la  mano  sobre  el  corazón,  cayó  desmayada 
en  los  brazos  de  su  madre.  Kesta  ahora  decir  cuál  quedé  yo,  viendo  en 
el  sí  que  había  oído  burladas  mis  esperanzas,  falsas  las  palabras  y  pro- 
mesas de  Luscinda.  imposibilitado  de  cobrar  en  algún  tiempo  el  bien 
que  en  aquel  instante  había  perdido:  quedé  falto  de  consejo,  desampa- 
rado, á  mi  parecer,  de  todo  el  Cielo,  hecho  enemigo  de  la  Tierra  que  me 
sustentaba,  negándome  el  aire  aliento  para  mis  suspiros,  y  el  agua  hu- 
mor para  mis  ojos;  sólo  el  fuego  se  acrecentó  de  manera,  que  todo  ardía 
de  rabia  y  de  celos.  Alborotáronse  todos  con  el  desmayo  de  Luscinda,  v 


200  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

desabrochándole  su  madre  el  pecho  para  que  le  diese  el  aire,  se  descu- 
brió en  él  un  papel  cerrado,  que  don  Fernando  tomó  luego  y  se  le  puso 
á  leer  á  la  luz  de  una  de  las  hachas;  y  en  acabando  de  leerle,  se  sentó 
en  una  silla  y  se  puso  la  mano  en  la  mejilla  con  muestras  de  hombre 
muy  pensativo,  sin  acudir  á  los  remedios  que  á  su  esposa  se  hacían 
para  que  del  desmayo  volviese. 

»Yo,  viendo  alborotada  toda  la  gente  de  casa,  me  aventuré  á  salir,, 
ora  fuese  visto  ó  no,  con  determinación,  si  me  viesen,  de  hacer  un  des- 
atino tal,  que  todo  el  mundo  viniera  á  entender  la  justa  indignación  de 
mi  pecho  en  el  castigo  del  falso  don  Fernando,  y  aun  en  el  mudable  de 
la  desmayada  traidora;  pero  mi  suerte,  que  para  mayores  males,  si  es  po- 
sible que  los  haya,  me  debe  de  tener  guardado,  ordenó  que  en  aquel  pun- 
to me  sobrase  el  entendimiento  c|ue  después  acá  me  ha  faltado;  y  así, 
sin  querer  tomar  venganza  de  mis  mayores  enemigos  (que,  por  estar  tan 
sin  pensamiento  mío,  fuera  fácil  tomarla),  quise  tomarla  de  mí  mismo, 
y  ejecutar  en  mí  la  })ena  que  ellos  merecían;  y  aun  quizá  con  más  rigor 
del  que  con  ellos  se  usara  si  entonces  les  diera  muerte,  pues  de  la  que 
se  recibe  repentina,  presto  acaba  la  pena;  mas  la  que  se  dilata  con  tor- 
mentos, siempre  mata  sin  acabar  la  vida.  En  íin,  yo  salí  de  aquella  casa, 
y  vine  á  la  de  aquel  donde  había  dejado  la  muía;  hice  que  me  la  ensi- 
llase; sin  despedirme  del  subí  en  elh'.,  y  salí  de  la  ciudad,  sin  osar,  como 
otro  Lot,  volver  el  rostro  á  miralla;  y  cuando  me  vi  en  el  campo  solo,  y 
que  la  escuridad  de  la  noche  me  encubría,  y  su  silencio  convidaba  á  que- 
jarme, sin  respeto  ó  miedo  de  ser  escuchado  ni  conocido,  solté  la  voz  y 
desaté  la  lengua  en  tantas  maldiciones  de  Luscinda  y  de  don  Fernan- 
do, como  si  con  ella  satisíiciera  el  agravio  que  me  habían  hecho. 

»Dile  títulos  de  cruel,  de  ingrata,  de  falsa  y  desagradecida;  pero  so- 
bre todos  de  codiciosa,  pues  la  riqueza  de  mi  enemigo  le  había  cerrado 
los  ojos  de  la  voluntad  para  quitármela  á  mí  y  entregarla  á  aquel  con 
quien  más  liberal  y  franca  la  fortuna  se  había  mostrado;  y  en  mitad  de 
la  fuga  destas  maldiciones  y  vituperios  la  desculpaba,  diciendo  que  no 
era  nmclio  que  una  doncella  recog-ida  en  casa  de  sus  padres,  hecha  y 
acostumbrada  siempre  á  obedecerlos,  hubiese  querido  condecender  con 
su  gusto,  pues  le  daban  por  esposo  á  un  caballero  tan  principal,  tan  rico- 
y  tan  gentil  hombre,  que  á  no  querer  recebirle  se  podía  pensar  ó  que  na 
tenía  juicio,  ó  que  en  otra  parte  tenía  la  voluntad;  cosa  que  redundaba 
tan  en  perjuicio  de  su  buena  opinión  y  fama.  Luego  volvía  diciendo  que, 
puesto  que  ella  dijera  que  yo  era  su  esposo,  vieran  ellos  que  no  había 
hecho  en  escogerme  tan  mala  elección  que  no  la  disculparan;  pues  ante& 
de  ofrecérseles  don  Fernando  no  pudieran  ellos  mesmos  acertar  á  de- 
sear, si  con  razón  midiesen  su  deseo,  otro  mejor  que  yo  para  esposo  de 
su  hija;  y  que  bien  pudiera  ella,  antes  de  ponerse  en  el  trance  forzoso 
y  último  de  dar  la  mano,  decir  que  ya  yo  le  había  dado  la  mía;  que  yo 
viniera  y  condecendiera  con  todo  cuanto  ella  acertara  á  Ungir  en  este 
caso. 

»En  fin,  me  resolví  en  que  poco  amor,  poco  juicio,  mucha  ambición 
y  deseos  de  grandezas  lucieron  que  se  olvidase  de  las  palabras  con  que 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXVII 


201 


ine  había  en^íañado,  entrotíMiido  v  sustentado  cu  mis  tirnios  esperanzas 
y  lionestos  deseos. 

»(V)n  estas  voces  y  con  esta  inquietud  caminé  lo  (juc  <|uedaba  de 
aquella  noche,  y  di  al  amanecer  en  una  entrada  destas  sierras.  i)or  las 
cuales  caminé  otros  tres  días  sin  senda  ni  camino  alguno,  hasta  que 
vine  á  parar  á  unos  prados,  que  no  sé  á  qué  manos  destas  montañas 
caen,  y  allí  pregunté  á  unos  ganaderos  que  hacia  dónde  era  lo  más  ás- 


Se  cayó  mi  mnlc.  nmcrta,  ó  ]  j  quc  yo  mas  creo,  por  desechar  de  si  tan  iuütil  car^a 
como  en  ini  llevaba. 


pero  destas  sierras.  Dijéronme  que  hacia  esta  parte:  luego  me  encaminé 
a  ella,  con  intención  de  acabar  aquí  la  vida;  y  en  entrando  por  estas 
asperezas,  del  cansancio  y  de  la  hambre,  se  cayó  mi  muía  muerta,  ó  lo 
que  yo  más  creo,  por  desecliar  de  sí  tan  inútil  carga  como  en  mí  llevaba. 
Yo  quedé  á  pie,  rendido  de  la  naturaleza,  traspasaílo  de  hambre,  sin  te- 
ner ni  pensar  buscar  quien  me  socorriese.  De  aquella  manera  estuve  no 
sé  qué  tiempo  tendido  en  el  sutlo,  al  cabo  del  cual  me  levanté  sin  ham- 
bre, y  hallé  junto  á  mí  á  unos  cabreros,  que  sin  duda  debieron  de  ser 
los  que  mi  necesidad  remediaron,  porque  ellos  me  dijeron  de  la  mane- 
ra que  me  habían  hallado,  y  cómo  estaba  diciendo  tantos  dispaiates  y 
desatinos,  que  daba  indicios  claros  de  haber  perdido  el  juicio;  y  yo  he 
sentido  en  mí.  después  acá,  que  no  todas  veces  le  tengo  cabal,  sino  tan 
desmedrado  y  ñaco,  que  hago  mil  locuras,  rasgándome  los  vestidos, 
dando  voces  por  estas  soledades,  maldiciendo  mi  ventura,  y  repitiendo 
en  vano  el  nombre  amado  de  mi  enemiga,  sin  tener  otro  deseo  ni  intento 
entonces  que  procurar  acabar  la  vida  voceando;  y  cuando  en  mí  vuelvo, 


202  DON     QUIJOTE    DE    LA     3IANCHA 

me  hallo  tan  cansado  y  molido,  que  apenas  puedo  moverme.  Mi  más 
común  habitación  es  en  el  hueco  de  un  alcornoque  capaz  de  cubrir  este 
miserable  cuerpo. 

»Los  vacjueros  y  cabreros  que  andan  por  estas  montañas,  movidos 
de  caridad,  me  sustentan,  poniéndome  el  manjar  por  los  caminos  y  por 
las  peñas  por  donde  entienden  que  acaso  podré  pasar  y  hallarlo;  y  así, 
aunque  entonces  me  falte  el  juicio,  la  necesidad  natural  me  da  á  cono- 
cer el  mantenimiento,  y  despierta  en  mí  el  deseo  de  apetecerlo  y  la  vo- 
luntad de  tomarlo;  otras  veces  me  dicen  ellos,  cuando  me  encuentran 
con  juicio,  que  yo  salgo  á  los  caminos,  y  que  se  lo  quito  por  fuerza, 
aunque  me  lo  den  de  grado,  á  los  pastores  que  vienen  con  ello  del  lugar 
á  las  majadas.  Desta  manera  paso  mi  miserable  y  extraña  vida,  hasta 
que  el  Cielo  sea  servido  de  conducirla  á  su  último  íin,  ó  de  ponerle  en 
mi  memoria,  para  que  no  me  acuerde  de  la  hermosura  y  de  la  traición 
de  Luscinda  y  del  agravio  de  don  Fernando;  que  si  esto  él  hace,  sin 
quitarme  la  vida,  yo  volveré  á  mejor  discurso  mis  pensamientos;  donde 
no,  no  hay  sino  rogarle  que  absolutamente  tenga  misericordia  de  mi 
alma;  Cjue  yo  no  siento  en  mí  valor  ni  fuerzas  para  sacar  el  cuerpo  desta 
estrecheza  en  que  por  mi  gusto  he  querido  ponerle. 

»Esta  es,  ¡oh  señores!,  la  amarga  historia  de  mi  desgracia:  decidme  si 
es  tal  que  pueda  celebrarse  con  menos  sentimientos  que  los  que  en  mí 
habéis  visto;  y  no  os  canséis  en  persuadirme  ni  aconsejarme  lo  que  la 
razón  os  dijere  que  puede  ser  bueno  para  mi  remedio,  porque  ha  de 
aprovechar  conmigo  lo  que  aprovecha  la  medicina  recetada  de  famoso 
médico  al  enfermo  que  rccebir  no  la  quiere.  Yo  no  quiero  salud  sin 
Luscinda;  y  pues  ella  gusta  de  ser  ajena,  siendo  ó  debiendo  ser  mía. 
guste  yo  de  ser  de  la  desventura,  pudiendo  haber  sido  de  la  buena  dicha. 
Ella  quiso  con  su  mudanza  hacer  estable  mi  perdición;  yo  querré,  con 
procurar  perderme,  hacer  contenta  su  voluntad;  y  será  ejemplo  á  los 
por  venir  de  que  a  mí  solo  faltó  lo  que  á  todos  los  desdichados  sobra,  á 
los  cuales  suele  ser  consuelo  la  imposibilidad  de  tenerle;  y  en  mí  e? 
causa  de  mayores  sentimientos  y  males,  porque  aún  pienso  que  no  st 
han  de  acabar  con  la  muerte.» 

Aquí  dio  fin  Cárdenlo  á  su  larga  plática,  y  tan  desdichada  come 
amorosa  historia;  y  al  tiempo  (jue  el  Cura  se  prevenía  para  decirle  algu- 
nas razones  de  consuelo,  le  suspendió  una  voz  que  llegó  á  sus  oídos, 
que  en  lastimados  acentos  oyeron  que  decía  lo  que  se  dirá  en  la  cuarta 
parte  desta  narración;  que  en  este  punto  dio  fin  á  la  tercera  el  sabio  \ 
atentado  historiador  Cide  Hamete  Benengeli. 


CAPITULO  XWIII 

Que  trata  de  la  nueva  y  agradable  aventura  que  al  Cura  y  barbero  sucedió 

en  la  misma  Sierra. 


■r^ELicísiMos  y  venturosos  fueron  los  tiempos  donde  se  eelió  al 
Lgr  mundo  el  audacísimo  caballero  Don  Quijote  de  la  Mancha,  pues 
\¡r  por  haber  teriido  tan  honrosa  determinación  como  fué  el  tjuerer 
xj"*  resucitar  y  volver  al  mundo  la  ya  perdida  y  casi  muerta  ( )i-den 
de  la  andante  caballería,  .gozamos  ahora  en  esta  nuestra  edad,  necesi- 
tada de  alegres  entretenimientos,  no  sólo  de  la  dul/AU-a  de  su  verdadera 
historia,  sino  de  los  cuentos  y  episodios  della,  que  en  parte  no  son  me- 
nos agradables  y  artihciosos  y  verdaderos  que  la  misma  historia;  la 
cual,  prosiguiendo  su  rastrillado,  torcido  y  asi)ado  hilo,  cuenta  que  así 
como  el  Cura  comenz(')  á  prevenirse  para  consolar  á  Cárdenlo,  lo  impi- 
dió una  voz  que  llegó  á  sus  oídos,  que  con.  tristes  acentos  decía  desta 
manera: 

«¡Ay  Dios!  ¿Si  será  posible  que  he  hallado  ya  lugar  que  pueda  ser- 
vir, de  escondida  sepultura  á  la  carga  pesada  deste  cuerpo,  que  tan  con- 
tra mi  voluntad  sostengo?  Sí  será,  si  la  soledad  (jue  })rometen  estas  sie- 
rras no  me  mienten.  ¡Ay  desdichada,  y  cuan  más  agradable  compañía 
harán  estos  riscos  y  malezas  á  mi  intención,  pues  me  darán  lugar  para 
que  con  quejas  comunique  mi  desgracia  al  Cielo,  que  no  la  de  ningún 
hombre  humano,  pues  no  hay  ninginio  en  la  Tierra  de  quien  se  pueda 
esperar  consejo  en  las  dudas,  alivio  en  las  (juejas,  ni  remedio  en  los 
male?! » 

Todas  estas  raz(jncs  oyeron  y  percibieron  el  ( 'ura  y  los  que  con  él  es- 
tal)an;  v  ])or  parecerifs.  r-omo  ello  era,  que  allí  junto  las  decían,  se  le- 


204 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Yantaron  á  buscar  el  dueño,  y  no  liubieron  andado  veinte  i)asos,  cuando 
detrás  de  un  peñasco  vieron  sentado  al  pie  de  un  fresno  á  un  mozo  ves- 
tida como  labrador,  al  cual,  por  tener  inclinado  el  rostro  á  causa  dej 
que  se  lavaba  los  pies  en  el  arroyo  que  por  allí  corría,  no  se  le  pudie- 
ron ver  por  entonces;  y  ellos  llegaron  con  tanto  silencio,  que  del  no  fue 
ron  sentidos;  ni  él  estaba  á  otra  cosa  atento  que  á  lavarse  los  pies,  que 
eran  tales,  que  no  parecían  sino  dos  pedazos  de  blanco  cristal,  que  en- 
tre las  otras  piedras  del  arro- 
yo se  habían  nacido.  Suspen- 
dióles la  blancura  y  belleza 
de  los  pies,  pareciéndoles  que 
no  estaban  hechos  á  })isar 
ten'oneg  ni  andar  tras  el  ara- 
do y  los  bueyes,  como  mos- 
traba el  hábito  de  su  dueño; 
y  así,  viendo  que  no  habían 
sido  sentidos,  el  Cura,  que 
iba  delante,  hizo  señas  á  los 
otros  dos  que  se  agazapasen 
ó  escondiesen  detrás  de  unos 
pedazos  de  peña  que  allí  ha- 
bía: así  lo  hicieron  todos,  mi- 
rando con  atención  lo  que  el 
mozo  hacía,  el  cual  traía 
pueáto  un  capotillo  pardo  de 
dos  haldas,  muy  ceñido  al 
cuerpo  con  una  toalla  blanca; 
traía  asimismo  unos  calzo] k- 
y  polainas  de  paño  pardo,  y 
en  la  cabeza,  una  montera 
l)arda;  tenía  las  polainas  le- 
vantadas hasta  la  mitad  de  la 
pierna,  que,  sin  duda  alguna, 
de  blanco  alabastro  parecía. 
Acabóse  de  lavar  los  her- 
mosos pies,  y  luego,  con  un 
paño  de  tocar  que  sacó  deba- 
jo de  la  mort^ra,  se  los  limipió;  y  al  querer  quitár.-:ele,  alzó  el  rostro,  y 
tuvieron  lugar  los  que  m:'rándole  estaban  de  ver  una  hermosura  incom- 
parable; tal,  que  Cárdenlo  dijo  al  Cura  con  voz  baja:  «Ésta,  ya  que  no 
es  Luscinda,  no  es  j^ersona  humana,  sino  divina.» 

El  mozo  íte  quitó  la  montera,  y  sacudiendo  la  cabeza  á  una  y  á  otra 
jjarte,  se  con.enzarf>n  á  descoger  y  desparcir  unos  cabellos  que  pudieran 
los  del  Sol  tenerles  envidia:  con  esto  conocieron  que  el  que  [)arecía  la- 
brador era  mujer,  y  delicada,  y  aun  la  más  hermosa  que  hasta  enton- 
ces los  ojos  de  los  dos  habían  visto,  y  aun  los  de  Cárdenlo,  si  no  hu- 
biera mirado  y  conocido  á  Luscinda;  qus  des})ués  arirmó  que  sola  la 


Acabóso  dt'  !.tv?.i-  ]<¡h  heniiosrs  piív.  y  liu-^;o, 
liaiio  de  tocar,  ^e  los  limpió . 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXVIII  21)5 


Itelleza  de  Liiscinda  jxxlía  contender  con  iuiuélla.  Los  luent2,os  y  rubios 
cabelloH  no  sólo  le  cul)rierün  las  espaldas,  mas  toda  en  torno  la  escon- 
dieron debajo  de  ellos;  que,  si  no  eran  los  pies,  ninguna  otra  cosa  de  su 
cuerpo  se  jisírecía:  tales  y  tantos  eran.  Hn  esto  les  sirvieron  de  peine 
unas  manos  (jue  si  los  pies  en  el  agua  habían  parecido  peda/.os  de  cris- 
tal, las  manos  en  los  cabellos  semejaban  pedazos  de  ai)retada  nieve; 
todo  lo  cual  en  más  admiración  y  en  más  deseos  de  saber  quien  era 
ponía  á  los  tres  que  la  miraban.  Por  eso  determinaron  de  mostrarse;  y 
al  movimiento  ({ue  hicieron  de  ponerse  en  pie,  la  hermosa  moza  alzó  la 
cabeza;  y  a}>artándose  los  cabellos  de  delante  de  los  ojos  con  entrambas 
manos,  miró  los  que  el  ruido  hacían;  y  apenas  los  hubo  visto,  cuando  se 
levantó  en  pie,  y  sin  aguardar  á  calzarse  ni  á  recoger  los  cabellos,  asió 
con  mucha  presteza  un  bulto  como  de  ropa  que  junto  á  sí  tenía,  y  qui- 
so ponerse  en.  huida,  llena  de  turbación  y  sobresalto;  mas  no  hubo 
dado  seis  pasos,  cuando,  no  pudicndo  sufrir  los  delicados  \ñes  la  asi>e- 
reza  de  las  piedras,  dio  consigo  en  el  suelo;  lo  cual  visto  por  los  tres,  sa- 
lieron á  ella,  y  el  Cura  fué  el  primero  que  le  dijo:  «Deteneos,  señora, 
quienquiera  que  seáis,  que  los  que  aquí  veis  sólo  tienen  intención  de 
serviros:  no  hay  para  qué  os  pongáis  en  tan  imj)ertinente  huida,  ])orque 
ni  vuestros  })ies  lo  podrán  sufrir,  ni  nosotros  consentirlo.  A  todo  esto, 
ella  no  res})ondía  palabra,  atónita  y  confusa. 

Llegaron,  pues,  á  ella;  y  asiéndola  por  la  mano  el  Cura,  prosiguió  di- 
ciendo: «Lo  que  vuestro  traje,  señora,  nos  niega,  vuestros  cabellos  nos 
descubren:  señales  claras  que  no  deben  de  ser  de  poco  momento  las  cau- 
sas que  lian  disfrazado  vuestra  l)elleza  en  hábito  tan  indigno,  y  traídola 
á  tanta  soledad  como  es  ésta,  en  la  cual  ha  sido  ventura  el  hallaros,  si 
no  para  dar  remedio  á  vuestros  males,  á  lo  menos  para  darles  consejo; 
pues  ningún  mal  puede  fatigar  tanto  ni  llegar  tan  al  extremo  de  serlo 
mientras  no  aca})a  la  vida,  que  rehuya  de  no  escuchar  siquiera  el  con- 
sejo que  con  buena  intención  se  le  da  al  que  lo  })adece.  Así  que,  señora 
mía,  ó  señor  mío,  ó  lo  que  vos  quisiéredes  ser,  perded,  el  sol) resalto  que 
nuestra  vista  os  ha  causado,  y  contadnos  vuestra  buena  ó  mala  suerte, 
qne  en  nosotros  juntos,  ó  en  cada  uno,  hallaréis  quien  os  ayude  á  sen- 
tir vuestras  desgracias.» 

En  tanto  que  el  Cura  decía  estas  razones  estaba  la  disfrazada  moza 
como  embelesada,  mirándolos  á  todos,  sin  mover  labio  ni  decir  palabra 
alguna,  bien  así  como  rústico  aldeano  que  de  improviso  se  le  muestran 
cosas  raras  y  del  jamás  vistas;  mas  volviendo  el  Cura  á  decirle  otras  ra- 
zones al  mismo  efeto  encaminadas,  dando  ella  un  profundo  suspiro, 
rompió  el  silencio  y  dijo:  ^Pues  que  la  soledad  destas  sierras  no  ha  sido 
parte  para  encubrirme,  y  la  soltura  de  mis  descompuestos  cabellos  no  ha 
permitido- que  sea  mentirosa  mi  lengua,  en  balde  sería  ñngiryo  de  nue- 
vo ahora  lo  que,  si  se  me  creyese,  sería  más  por  cortesía' que  por  otra 
razón  alguna.  Presupuesto  esto,  digo,  señores,  que  os  agradezco  el  ofreci- 
miento que  me  habéis  hecho,  el  cual  me  ha  puesto  en  obligación  de  sa- 
tisfaceros en  todo  lo  que  me  habéis  pedido;  puesto  que  temo  que  la  re- 
lación que  os  hiciere  de  mis  desdichas  os  ha  de  causar,  al  par  de  la  com- 


206  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


pasión,  la  pesadumbre,  porque  no  habéis  de  hallar  ni  medio  para  reme- 
diarlas ni  consuelo  para  entretenerlas;  pero,  con  todo  esto,  porque  no 
ande  vacilando  mi  honra  en  vuestras  intenciones,  habiéndome  ya  cono- 
cido por  mujer  y  viéndome  moza,  sola  y  en  este  traje,  cosas  todas  jun- 
tas y  cada  una  por  sí  que  pueden  echar  por  tierra  cualquier  honesto 
crédito,  os  ha])rc  de  decir  lo  que  quisiera  callar,  si  pudiera.» 

Todo  esto  dijo  sin  parar  la  que  tan  hermosa  mujer  parecía,  con  tan 
suelta  lengua,  con  voz  tan  suave,  que  no  menos  les  admiró  su  discre- 
ción que  su  hermosura;  y  tornándole  á  hacer  nuevos  ofrecimientos  y 
nuevos  ruegos  para  que  lo  prometido  cumpliese,  ella,  sin  liacerse  más 
de  rogar,  calzándose  con  toda  honestidad  y  recogiendo  sus  cabellos,  se 
acomodó  en  el  asiento  de  una  piedra,  y  puestos  los  tres  alrededor  della, 
haciéndose  fuerza  por  detener  algunas  lágrimas  que  á  los  ojos  se  le  ve- 
nían, con  voz  reposada  y  clara  comenzó  la  historia  de  su  vida  desta  ma- 
nera: 

«En  esta  Andalucía  hay  un  lugar  de  quien  toma  título  un  Duque, 
que  le  hace  uno  de  los  que  llaman  Grandes  en  España;  éste  tiene  dos 
hijos:  el  mayor,  heredero  de  su  estado,  y,  al  parecer,  de  sus  buenas  cos- 
tumbres; y  el  menor,  no  sé  yo  de  qué  sea  heredero,  sino  de  las  traicio- 
nes de  Vellido  y  de  los  embustes  de  (lalalón.  Deste  señor  son  vasallos 
mis  padres,  humildes  en  linaje,  pero  tan  ricos,  que  si  los  bienes  de  su 
naturaleza  igualaran  á  los  de  su  fortuna,  ni  ellos  tuvieran  más  que  de- 
sear, ni  yo  temiera  verme  en  la  desdicha  en  que  me  veo,  porque  quizá 
nace  mi  poca  ventura  de  la  que  no  tuvieron  ellos  en  no  haber  nacido 
ilustres;  bien  es  verdad  que  no  son  tan  bajos  que  puedan  afrentarse  de 
su  estado,  ni  tan  altos  que  á  mí  me  quiten  la  imaginación  que  tengo 
de  que  de  su  humildad  viene  mi  desgracia.  Ellos,  en  fin,  son  labradores, 
gente  llana,  sin  mezcla  de  alguna  raza  mal  sonante,  y,  como  suele  de- 
cirse,  cristianos  viejos  rancios;  pero  tan  ricos,  que  su  riqueza  y  magní- 
fico trato  les  va  poco  á  poco  adquiriendo  nombre  de  hidalgos,  y  aun  de 
caballeros,  puesto  que  de  la  mayor  riqueza  y  nobleza  que  ellos  se  pre- 
ciaban era  de  tenerme  á  mí  por  hija;  y  así  por  no  tener  otra  ni  otro  que 
los  heredase  como  por  ser  padres  y  aficionados,  yo  era  una  de  las  más 
regaladas  liijas  que  padres  jamás  regalaron. 

»Era  el  espejo  en  que  se  miraban,  el  báculo  de  su  vejez,  y  el  sujeto 
á  quien  encaminaban,  midiéndolos  con  el  cielo,  todos  sus  deseos,  de 
los  cuales,  por  ser  ellos  tan  buenos,  los  míos  no  salían  un  punto;  y  del 
mismo  modo  que  yo  era  señora  de  sus  ánimos,  ansí  lo  era  de  su  ha- 
cienda. Por  mí  se  recebían  y  despedían  los  criados;  la  razón  y  cuenta 
de  lo  que  se  sembraba  y  cogía,  pasaba  por  mi  mano;  los  molinos  de  ; 
aceite,  los  lagares  del  vino,  el  número  del  ganado  mayor  y  menor,  el 
de  las  colmenas;  finalmente,  de  todo  aquello  que  un  tan  rico  labrador 
como  mi  padre  puede  tener  y  tiene,  tenía  yo  la  cuenta  y  era  la  mayor- 
doma  y  señora,  con  tanta  solicitud  mía  y  con  tanto  gusto  suyo,  que 
buenamente  no  acertaré  á  encarecerlo.  Los  ratos  que  del  día  me  queda- 
ban, después  de  haber  dado  lo  que  convenía  al  mayoral  ó  capataces  y 
á  otros  jornaleros,  los  entretenía  en  ejercicios  que  son  á  las  doncellas 


l'RIMKRA    PAkíE.     -iAPlTULü  XXVIII  20T 


tan  lícitos  como  nece.sarics,  como  son  los  que  ofrece  la  aguja  y  Ki:  áhno- 
hadilla,  y  la  rueca  muchas  veces;  y  si  al«íuna,  por  recrear  el  ánimo,  es- 
tos ejercicios  dejaba,  me  act)gía  al  entretenimiento  de  leer  aljíun  lihr»> 
«levoto  ó  á  tocar  una  arpa,  i)or<|Ue  la  experiencia  me  mostraba  (pie  la 
nuisTca  compone  los  ánimos  descompuestos  y  alivia  los  trabajos  (pie 
nacen  del  espíritu.  Ksta,  pues,  era  la  vida  que  yo  tenía  en  casa  <le  mis 
padres,  la  cual  si  tan  {>articularmente  he  contado,  no  ha  sido  por  osten- 
tación, ni  i)or  dar  á  entender  (jue  soy  rica,  sino  }K)rque  se  advierta  cujuí 
sin  culpa  he  venido  de  acjuel  buen  estado  que  he  dicho  al  infelice  en  (pie 
ahora  me  hallo. 

'Es,  pues,  el  caso  que.  })asandt)  mi  vida  en  tantas  ocu})aciones  y  en 
un  encerramiento  tal  que  al  de  un  monasterio  jtudiera  compararse,  sin 
ser  vistíi,  á  mi  parecer,  de  otra  persona  al^íuna  que  de  los  criados  de 
casa  (porque  los  días  que  iba  á  misa  era  tan  de  mañana  y  tan  acc^npa- 
ñada  de  mi  madre  y  de  nuestras  criadas  y  yo  tan  culíierta  y  recatada 
(\ue  alienas  vían  mis  ojos  más  tiei"i"a  de  a(iuella  donde  ponía  los  pies), 
con  todo  esto,  los  del  amor,  ('»  los  de  la  ociosidad,  por  mejor  decir,  a 
(juien  los  del  lince  no  })ueden  ijíualarse,  me  vieron  puestos  en  la  solici- . 
tud  de  don  Fernando;  (pie  (^ste  es  el  nombre  del  hijo  menor  del  l)n(|Uo 
(jue  os  he  contado. 

No  hubo  bien  nombrado  ¡i  don  Fernando  la  ([ue  el  cuento  contaha, 
cuando  li  Cárdenlo  se  le  nnidó  la  color  del  rostro,  y  comenzó  a  trasudar 
con  tan  grande  aLteraci(jn,  que  el  Cura  y  el  barbero,  que  miraron  en  ello, 
temieron  que  le  venía  a(piel  accidente  de  locura  que  habían  oído  decir 
(jue  de  cuando  en  cuando  le  venía;  mas  Cardenio  no  hizo  otra  cosa  tpie 
trasudar  y  estarse  quedo,  mirando  de  hito  en  hito  á  la  labradora,  ima- 
ginando  quién  ella  era;  la  cual,  sin  advertir  en  los  movimientos  de  Car- 
denio, prosiguió  su  historia,  diciendo:  <  Y  no  me  hubieron  bien  visto, 
cuando,  según  él  dijo  después,  qued(')  tan  preso  de  mis  amores  cuanto 
lo  dieron  bien  á  entender  sus  demostraciones.  Mas,  por  acabar  }>resto 
con  el  cuento  ((jue  no  le  tiene)  de  mis  desdichas,  (piiero  pasar  en  silen- 
cio las  diligencias  (jue  don  Fernando  hizo  para  declararme  su  voluntad: 
sobornó  toda  la  gente  de  mi  casa,  dio  y  ofreció  dádivas  y  mercedes  ji 
mis  parientes;  los  días  eran  todos  de  tiesta  y  (ie  regocijo  en  mi  (.-alie,  las 
noches  no  dejaban  dormir  a  nadie  las  músicas;  los  billetes  (jue.  sin  sa- 
ber C(3mo,  á  mis  manos  venían,  eran  intinitos.  llenos  de  enamoiadas  ra- 
zones y  ofrecimientos,  con  men(»s  letras  ([ue  })romesas  y  juramentos; 
todo  lo  cual,  no  sólo  no  me  ablandaba,  pero  me  endurecía  de  manera 
como  si  fuera  don  Feí-nando  mi  mortal  enemigo  y  (pie  todas  las  obras 
(]ue  para  reducirme  á  su  voluntad  hacía,  las  hiciera  para  el  efeto  co)i- 
trario;  no  ]>orque  á  nn  me  pareciese  mal  la  gentileza  (le  don  Feruíuid*». 
ni  (pie  tuviese  á  demasía  sus  solicitudes,  jiorque  me  daba  un  no  se  ([uc 
de  contento  verme  tan  ((uerida  y  estimada  de  un  tan  princii)al  caballe- 
ro, y  no  me  pesaba  ver  en  sus  }>apeles  mis  alabanzas  ((pie  en  esto,  por 
feas  que  seamos  las  mujeres,  me  i)arece  á  mí  (^ue  siempre  nos  da  gusto 
el  oir  que  nos  llaman  hermosas);  pero  á  todo  eso  se  oponía  mi  honesti- 
dad y  los  consejos  continuos  que  mis  }>adres  me  daban,  (pie  ya  muy  al 

B.  P.— XX  If) 


2()S  BOX    QfíWÓTK    I>K    I.A    MANCHA 


descubierto  sabían  la  voluntad  de  don  Fernando,  ])orquc  ya  á  él  no  .se 
le  daba  iiada  de  que  todo  el  mundo  la  .supiese. 

>  Decíanme  mis  padres  que  en  sola  mi  virtud  y  bondad  dejaban  y 
deposital>an  su  boin*a  y  l'ama,  y  cjue  considerase  la  desigualdad  (|ue 
había  entre  mí  y  don  Fernando,  y  que  j)or  aquí  echaría  de  ver  que  sus 
pensamientos,  aunque  él  dijese  otra  cosa,  más  se  encaminaban  á  su 
gusto  que  á  mi  provecho;  y  que  si  yo  quisiese  })oner  en  alguna  manera 
algún  inconveniente  para  que  él  se  dejase  de  su  injusta  pretensión,  que 
ellos  me  casarían  luego  con  qiiien  yo  más  gustase,  así  de  los  más  ])rin- 
cii)ales  de  nuestro  lugar  como  de  todos  los  circunvecinos,  pues  todo  se 
■podía  esperar  de  su  mucha  hacienda  y  de  mi  buena  fama.  Con  estos 
'cieitos  prometimientos,  y  con  la  verdad  (|ue  ellos  me  decían,  fortifical)a 
yo  mi  entereza,  y  jamás  quise  res])onder  á  don  Fernando  palabra  que 
le  ]>udiese  mostrar,  aunque  de  nuiy  lejos,  esperanza  de  alcanzar  .su 
deseo. 

■Todos  est()S  recatos  míos,  que  él  debía  de  tener  por  desdenes,  de- 
bieron de  ser  causa  de  avivar  más  su  lascivo  apetito,  que  este  nombre 
quiero  dar  á  la  voluntad  que  me  mostraba,  la  cual,  si  ella  í'uera  como 
debía,  no  la  su[)iérades  vosotros  ahora,  porque  hubiera  faltado  la  oca- 
sión de  decírosla.  Finalmente,  don  Fernando  supo  que  mis  padres  an- 
daban por'darme  estado,  por  quitalle  á  él  la  esperanza  de  poseerme,  ó 
i\  lo  menos  porque  yo  tuviese  más  guardas  para  guardarme;  y  esta  nue- 
va ó  sospecha  fué  causa  ])ara  que  hiciese  lo  que  ahora  oiréis,  y  fué,  que 
lina  noche,  estando  yo  en  mi  aposento  con  sola  la  compañía  de  una 
doncella  que  me  servía,  teniendo  bien  cerradas  las  i)uertas,  por  temor 
<}ue  [)or  descuido  mi  lionestidad  no  se  viese  en  peligro,  sin  .saber  ni 
imaginar  cómo,  en  medio  destos  recatos  y  prevenciones  y  en  la  sole- 
dad y  silencio  deste  encierro,  me  le  liallé  delante;  cuya  vista  me  turbó 
de  manera,  (pie  me  quitó  la  de  mis  ojos  y  me  enmudeció  la  lengua;  y 
así;  no  fui  })oderosa  de  dar  voces;  ni  aun  él  creo  que  me  las  dejara 
dar,  porque  luego  se  llegó  á  nn',  y  tomándome  entre  sus  brazos  ([)orquc 
yo,  como  digo,  no  tuve  fuerzas  i)ara  defenderme,  según  estaba  turba- 
da), comenzó  á  decirme  tales  razones,  que  no  sé  cómo  es  posible  que 
tenga  tvmta  hal>ilidad  la  mentira  (pie  las  sei)a  comjtoner  de  modo  que 
parezcan  tan  verdaderas:  hacía  el  traidor  que  sus  lágrimas  acreditasen 
sus  i)alabras,  y  los  sus})iros  su  intención. 

<  Yo,  pobrecilla,  sola  entre  los  míos,  mal  ejercitada  en  casos  seme- 
jantes, comencé,  no  sé  en  qué  modo,  á  tener  ])or  verdaderas  tantas  fal- 
sedades; pero  no  de  suerte  cpie  me  moviesen  á  compasión  menos  (pie 
buena  sus  lágrimas  y  suspiros;  y  así,  pasándoseme  aípiel  sobresalto  pri- 
mero, torné  algún  tanto  á  cobrar  mis  perdidos  es})íritus,  y  con  más 
ánimo  del  que  pensé  ([ue  pudiera  tener  le  dije:  «Si  como  estoy,  señor. 
en  tus  brazos,  estuviera  entre  los  de  un  león  fiero,  y  el  lil)rarme  dellos 
se  me  asegurara  con  que  hiciera  ó  dijera  cosa  ([ue  fuera  en  perjuicio  de 
mi  honestidad,  así  fuera  posible  hacella  ó  decilla  como  es  posible  dejar 
de  haher  sido  lo  que  fué;  así  (pie,  si  tú  tienes  ceñido  mi  cuerpo  con  tus 
brazos,  yo  tengo  atada  mi  alma  con  mis  buenos  deseos,  rpie  son  tan  di- 


l'ABTE    PíilMERA. 


-CAPITULO    XXVIII 


20i> 


lereiites  de  los  tuyos,  como  lo  verás,  si  con  hacerme  íuerza  ([uisieres 
I»asiir  adelante  en  ellos.  Tu  vasalla  soy,  pero  no  tu  esclava;  ni  tiene  ni 
•<lel)e  tener  imperio  la  nobleza  de  tu  sanare  para  deshonrar  y  tener  en 
]>oco  la  Immildad  de  la  mía;  y  en  tanto  me  estnno  yo,  villana  y  labra- 
dora, como  tú,  señor  y  caba- 
llero. C;oimiio,<»  lio  han  ser  de 
de  ninuún  eí'eto  tus  fuerzas, 
ni  lian  de  tener  valor  tus  ri- 
■(|uezas,  ni  tus  palabras  han 
de  poder  en,<;añarme,  ni  tus 
>:us})iros  y  láu;rimas  enterne- 
cerme: si  alguna  de  todas  es- 
tas cosas  que  he  dicho  viera 
yo  en  el  que  mis  padres  me 
<liei-an  por  esposo,  á  su  vo 
Juntad  se  ajustara  la  mía,  ^ 
mi  voluntad  de  la  suya  no 
saliera;  de  modo  (|ue.  como 
<|uedara  con  honra  aunque 
quedara  sin  gusto,  de  grade» 
te  entregara  lo  que  tú,  se- 
ñor, ahora  con  tanta  fuerza 
procuras;  todo  esto  he  dicho, 
porque  no  esperes  que  de 
mí  alcance  cosa  alguna  el 
«[ue  no  fuere  mi  legítimo  es- 
])oso.>»  «Si  no  rejiaras  más 
que  en  eso,  bellísima  Doro- 
tea (que  este  es  el  nombre 
desta  desdichada),  dijo  el 
<lesleal  caballero,  ves,  aquí 
te  doy  la  mano  de  serlo  tuyo. 
.\-  sean  testigos  desta  ver- 
dad los  cielos,  á  quien  nin 
guna  cosa  se  esconde,  y  est? 
nes.'^ 

j^5>  Cuando  Cárdenlo  le  oyc)  decir  (pie  se  llamaba  Dorotea,  tornó  ae 
nuevo  á  sus  sobresaltos,  y  acabó  de  confirmar  ])f>r  verdadera  su  ])rime- 
la  opinión;  pero  no  quiso  interromper  el  cuento,  por  ver  en  qué  venía 
;i  ]>arar  lo  que  él  ya  casi  sabía;  sólo  dijo:  ¿Que  Dorotea  es  tu  "nombre, 
señora?  Otra  he  oído  yo  decir  del  mesmo.  que  quizá  corre  parejas  con 
tus  desdichas.  Pasa  adelante;  ([ue  tiempo  vendrá  en  que  te  diga  cosas 
<iue  te  espanten  en  el  mesmo  grado  que  te  lastimen.  • 

íieparó  Dorotea  en  las  razones  de  Cardenio  y  en  su  extraño  y  desas- 
trado traje,  y  rogóle  t^ue  si  alguna  cosa  de  su  íiacienda  sabía  se  la  di- 
jese luego,  porque  si  algo  le  había  dejado  bueno  la  fortuna,  era  el  áni- 
mo (pío  tenía  para  sufrir  cualquier  desastre  que  le  sobreviniese,  segura 


Y  esta  iuiaKeii  de  Niii>stra  Sciiora  <iue  aciuí  tienes. 


I  imagen  de  Nuestra  Señora  que  aquí  tic- 


210  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


de  ({ue,  á  su  parecer,  hídiíudo  podía  lle.i>ar  que  el  ([ue  tenía  acrecentase- 
un  punto. 

— No  le  perdiera  yo,  señora,  respondió  Cardenio,  en  decírtelo  <|ue 
pienso,  si  fuera  verdad  lo  que  imagino,  y  hasta  aliora  no  se  ])ierde  co- 
yuntura, ni  á  ti  te  imi)orta  nada  el  saberlo. 

—Sea  lo  que  fuere,  respondió  Dorotea,  lo  que  en  mi  cuento  pasa,  fiu' 
i{ue  tomando  don  Fernando  una  imagen  (jue  en  aquel  aposento  estaba, 
la  puso  por  testigo  de  nuestro  desposorio,  y  con  i)alabras  eficacísinias  y 
juramentos  extraordinarios  me  dio  la  palabra  de  ser  mi  marido;  puesto 
(]ue  antes  que  acabase  de  decirlas,  le  dije  que  mirase  bien  lo  (jue  ha- 
cía, y  que  considerase  el  enojo  que  su  padre  había  de  recebir  de  verle 
casado  con  una  villana,  vasalla  suya;  que  no  le  cegase  mi  hermosura 
tal  cual  era.  pues  no  era  l)astante  para  hallar  en  ella  disculpa  de  su 
yerro;  y  que  si  algún  bien  me  quería  hacer  por  el  amor  que  me  tema, 
fuese  dejar  correr  mi  suerte  al  igual  de  lo  cjue  mi  calidad  pedía;  |)()r- 
([ue  nunca  los  tan  desiguales  casamientos  se  gozan,  ni  duran  mucho  en, 
aquel  gusto  con  que  se  comienzan. 

Todas  estas  razones  que  a([uí  he  dicho  le  dije,  y  otras  muchas  de 
([ue  no  me  acuerdo;  })ero  no  fueron  parte  para  que  él  dejase  de  seguir 
su  intento;  bien  ansí  como  el  que  no  piensa  pagar,  que  al  concertar  de 
la  barata,  no  repara  en 'inconvenientes. 

>Yo  á  esta  sazón  hice  un  breve  discurso  conmigo,  y  me  dije  á  nn 
mesma:  Sí,  que  no  seré  yo  la  primera  ([ue  por  vía  de  matrimonio  haya 
subido  de  humilde  á  grande  estado,  ni  será  don  Fernando  el  primero  ;i 
(|uien  hei'mosura  ó  ciega  afición,  que  es  lo  más  cierto,  haya  hecho  to- 
mar compañía  desigual  á  su  grandeza.  Pues  si  no  hago  ni  mundo  ni 
uso  nuevo,  bien  es  acudir  á  esta  honra  (pie  la  suerte  me  ofrece,  puesto 
(|ue  en  éste  no  dure  más  la  voluntad  que  me  muestra,  de  cuanto  ílure 
el  cum})liniiento  de  su  deseo;  que  en  hn,  }>ara  con  Dios  seré  su  esposa; 
y  si  (juiero  con  desdenes  despedille,  en  término  le  veo  ((ue,  no  usando 
el  que  debe,  usará  el  de  la  fuerza,  y  vendré  á  quedar  deshonrada  y  sin 
disculpa  de  la  culpa  que  me  })(xlrá  dar  el  que  no  su})iere  cuan  sin  ella 
lie  venido  á  este  })unto;  ])orque  ¿<iué  razones  serán  bastantes  para  per- 
suadir á  mis  padres  y  á  otros  (]ue  este  caballero  entró  en  mi  aposento 
sin  consentimiento  míoV» 

>Todas  estas  demandas  y  respuestas  resolví  en  un  instante  en  la 
imaginación;  y  sobre  todo,  me  comenzaron  á  hacer  fuerza  y  á  incli- 
narme a  lo  (¡ue  fué,  sin  yo  pensarlo,  mi  jterdición,  los  juramentos  de 
don  Fernando,  los  testigos  ([ue  ponía,  las  lágrimas  que  derramaba,  y 
linalmente  su  disposición  y  gentileza,  ([ue,  acompañada  con  tantas 
nuiestras  de  verdadero  amor,  pudieran  i-endir  á  otro  tan  libre  y  reca- 
tado corazón  como  el  mío.  Llamé  á  mi  criada,  para  (|ue  en  la  tierra 
acompañase  á  los  testigos  del  cielo;  tornó  don  Fernando  á  reiterar  y 
confirmar  sus  juramentos,  añadió  á  los  primeros  nuevos  santos  por  testi- 
gos, eclióse  mil  futuras  maldiciones  si  no  cum])liese  lo  (jue  me  prometía, 
volvió  á  humedecer  sus  ojos  y  á  acrecentar  sus  suspiros,  apretóme  más 
entre  sus  brazos,  de  los  cuales  jamás  me  había  dejado;  y  con  esto,  y  con 


PAKTK    PRIMERA. CAPÍTULO    XXVIU  211 


volverse  á  salir  del  aposento  mi  doiicella,  yo  dejé  de  serlo,  y  él  aeal»') 
de  ser  traidor  y  íenientido. 

»K1  día  que  sueedió  á  la  noche  de  mi  desgracia  se  venía,  aún  no  tan 
^ipriesa  como  yo  ])ienso  que  don  Fernando  deseaba,  porque  des])ués  de 
cum})lido  aquello  que  el  a})etito  i)ide,  el  mayor  gusto  que  i)uede  venir 
rs  H[»artarse  de  donde  le  alcanzaron.  Digo  esto  porque  don  Fernando 
(lio  priesa  por  partirse  de  mí;  y  ])or  industria  de  mi  doncella,  que  era 
la  misma  (pie  allí  le  había  traído,  antes  que  amaneciese  se  vio  en  la 
^•alle;  y  al  des})edirse  de  nn',  aun([ue  no  con  tanto  aliinco  y  vehemencia 
como  cuando  vino,  me  dijo  (]ue  estuviese  segura  de  su  fe,  y  de  ser 
lirmes  y  verdaderos  sus  juramentos;  y  para  más  conñrmación  de  su  pa- 
lal>ra,  sacé)  un  rico  anillo  del  dedo  y  lo  puso  en  el  mío.  En  efecto,  él  se 
fué,  y  yo  quedé,  ni  sé  si  triste  ó  alegre;  esto  sé  bien  decir,  que  quedé 
confusa  y  })ensativa  y  casi  fuera  de  nn'  con  el  nuevo  acaecimiento,  y 
no  tuve  ánimo  ó  no  se  me  acordó  de  reñir  á  mi  doncella  por  la  traición 
<íometida  de  encerrar  á  don  Fernando  en  mi  mismo  aposento;  porque 
aún  no  me  determinaba  si  era  bien  ó  mal  el  que  me  había  sucedido. 
Díjele  al  partir  á  don  Fernando  que  ])or  el  mesmo  camino  de  aquella 
podía  verme  todas  las  noches,  pues  ya  era  suya,  liasta  que,  cuando  él 
quisiese,  aquel  hecho  se  publicase;  pero  no  vino  otra  alguna,  sino  fué 
la  siguiente,  ni  yo  pude  verle  en  la  calle  ni  en  la  iglesia  en  más  de  un 
mes,  que  en  vano  me  cansé  de  solicitallo;  puesto  que  supe  (|ue  estaba 
en  la  villa  y  que  los  más  días  iba  á  caza,  ejercicio  de  ({ue  él  era  muy 
aíicionado. 

-Estos  días  y  estas  horas  bien  sé  yo  que  i)ara  nn'  fueron  aciagos  y 
menguadas,  y  bien  sé  que  comencé  á  dudar  en  ellos,  y  aun  á  descreer 
■<lc  la  fe  de  don  Fernando;  y  sé  también  que  mj  doncella  oyó  entonces 
\us  j>alabras  que  en  reprensión  de  su  atrevimiento  antes  no  había  oído; 
y  sé  que  me  fué  forzoso  tener  cuenta  con  mis  lágrimas  y  con  la  com 
]X)stura  de  mi  rostro,  por  no  dar  ocasión  á  que  mis  i)adres  ine  pregun- 
tasen que  de  qué  andaba  descontenta,  y  me  obligasen  á  buscar  mentiras 
i\ue  decilles;  pero  todo  esto  se  acabó  en  un  punto,  llegándose  uno  donde 
se  atrepellaron  los  resjietos  y  se  acabaron  k)s  honrados  discursos,  y 
iidonde  se  perdió  la  ])aciencia  y  salieron  á  }>laza  mis  secretos  pensa- 
mientos; y  esto  fué,  porque  de  allí  á  pocos  días  se  dijo  en  el  lugar  cómo 
en  una  ciudad  allí  cerca  se  había  casado  don  Fernando  con  una  don- 
■(•ella  hermosísima  en  todo  extremo  y  de  muy  princi[)ales  jiadres,  aunque 
no  tan  rica,  que  por  la  dote  pudiera  aspirar  á  tan  noble  casamiento: 
díjose  que  se  llamaba  Luscinda,  con  otras  cosas  que  en  sus  desposorios 
sucedieron,  dignas  de  admiración.» 

Oyó  Cárdenlo  el  nombre  de  Luscinda,  y  no  hizo  otra  cosa  que  en- 
eoger  los  hombros,  morderse  los  labios,  enarcar  las  cejas,  y  dejar  de 
ídlí  á  poco  caer  por  sus  ojos  dos  fuentes  de  lágrimas;  mas  no  por  esto 
<lejó  Dorotea  de  seguir  su  cuento,  diciendo:  Llegó  esta  triste  nueva  á 
mis  oídos,  y  en  lugar  de  helárseme  el  corazón  en  oílla,  fué  tanta  la  có- 
lera y  rabia  que  se  me  encendi(')  en  él,  que  faltó  poco  para  no  salirme 
por  las  calles  dando  vf)ces,  publicando  la  alevosía  y  traición  que  se  me 


212 


DOS    QUIJOTE     DE    LA    MAiSCHA 


liabía  hecho;  mas  templóse  esta  íuria  por  entonces  con  pensar  de  poner 
aquella  mesma  noche  por  obra  lo  que  puse,  ([ue  fué  ponerme  en  est(^ 
hábito  que  me  dio  uno  de  los  que  llaman  zagales  en  casa  de  los  labra- 
dores, que  era  criado  de  mi  padre,  al  cual  descubrí  toda  mi  desventura, 
y  le  rogué  me  acompañase  hasta  la  ciudad  donde  entendí  que  mi  enemi 
go  estaba.  El  después  que  hubo  reprendido  mi  atrevimiento  y  afeado- 
mi  determinación;  viéndome  resuelta  en  mi  parecer,  se  ofreció  á  tener- 
me compañía,  como  él  dijo,  hasta  el  cabo  del  mundo.  Luego  al  momen- 
to encerré  en  una  almohada  de  lienzo  un  vestido  de  mujer,  y  algunas 
joyas  y  dineros,  por  lo  que  podía  suceder,  y  en  el  silencio  de  squelia 
noche,  sin  dar  cuenta  á  mi  traidora  doncella,  salí  de  mi  casa,  acomjia- 
ñada  de  mi  criado  y  de  muchas  imaginaciones,  y  me  puse  en  camino 
de  la  ciudad  á  pie,  llevada  en  vuelo  del  deseo  de  llegar,  ya  que  no  ;i 
estorbar  lo  que  tenía  por  hecho,  á  lo  menos  á  decir  á  don  Fernando  me 
dijese  con  qué  alma  lo  había  hecho.  Llegué  en  dos  días  y  medio  donde 
quería,  y  en  entrando  por  la  ciudad,  pregunté  por  la  casa  de  los  padres- 
de  Luscinda,  y  el  primero  á  quien  hice  la  pregunta  me  respondió  más 
de  lo  que  yo  quisiera  oir.  Díjome  la  casa  y  todo  lo  que  había  sucedidO' 
en  el  desposorio  de  su  hija;  cosa  tan  pública  en  la  ciudad,  (jue  se  hacían 
corrillos  para  contarla  i)or  toda  ella.  Díjome  que  la  noche  que  don  Fer- 
nando se  desposó  con  Luscinda,  después  de  haber  ella  dado  el  .H  de  ser 
su  esposa,  le  había  tomado  un  recio  desmayo,  y  que  llegando  su  esposo 
á  desabrocharle  el  pecho  para  que  le  diese  el  aire,  le  halló  un  papel  escri- 
to de  la  misma  letra  de  Luscinda,  en  que  decía  y  declaraba  que  ella  no 
podía  ser  esposa  de  don  Fernando,  porque  lo  era  de  Cardenio,  que,  á  lo 
que  el  hombre  me  dijo,  era  un  caballero  muy  principal  de  la  mesma 
ciudad,  y  que  si  había  dado  el  -v/  á  don  Fernando,  fué  por  no  salir  de  la 
(A)ediencia  de  sus  padres.  En  resolución,  tales  razones  dijo  que  contenía 
el  paptl,  que  daba  á  entender  que  ella  había  tenido  intención  de  matar- 
se en  acabándose  de  desposar,  y  daba  allí  las  razones  |)or  qué  se  liabría 
quitado  la  vida;  todo  lo  cual  dicen  (|ue  confirmó  una  daga  que  le  halla- 
ron no  sé  en  qué  })arte  de  sus  vestidos.  Todo  lo  cual  visto  i)or  don  Fer- 
nando, pareciéndole  que  Luscinda  le  había  burlado  y  escarnecido  y  te- 
nido en  poco,  arremetió  á  ella  antes  que  de  su  desmayo  volviese,  y  con 
la  misma  daga  que  le  hallaron,  la  quiso  dar  de  puñaladas,  y  lo  hiciera, 
si  sus  padres  y  los  que  se  hallaron  presentes  no  se  lo  estorbaran.  Díjome 
más:  (jue  luego  se  ausentó  don  Fernando,  y  que  Luscinda  no  había 
vuelto  de  su  parasismo  hasta  otro  día,  que  contó  á  sus  padres  cómo  ella 
era  verdadera  esposa  de  aquel  Cardenio  cjue  he  diclio.  8upe  además  que 
el  Cardenio,  según  decían,  se  halló  presente  á  los  desposorios,  y  que,  en 
viéndola  desposada,  lo  cual   él  jamás  pensó,  se   salió  de  la  ciudad  de- 
sesperado, dejándole  primero  escrita  una  carta  donde  daba  á  entender 
el  agravio  ([ue   Luscinda  le  había  hecho,  y  de  cómo  él  se  iba  adonde 
gentes  no  le  viesen.  Esto  todo  era  público  y  notorio  en  toda  la  ciudad, 
y  todos  hablaban  dello;  y  más  hablaron  cuando  supieron  que  Luscinda 
había  faltado  de  casa  de  sus  padres  y  de  la  ciudad,  pues  no  la  hallaron 
en  toda  ella;  de  que  })erdían  el  juicio  sus  padres,  y  no  sabían  qué  medio 


PAUTK    PiilMEKA. CAPITULO    XXVIIl 


2i;5 


-(  lomar  parfi  hallarla.  Esto  cine  su}K'  puso  en  bando  mis  esperanzas,  y 
tuvo  i)or  mejor  no  liaher  liallado  á  don  Fernando,  que  no  hallarle  casa- 
do, pareciéndome  «jue  aún  no  estaba  del  todo  cerrada  la  puerta  á  mi 
remedio,  dándome  yo  á  entenJer  ([ue  podría  ser  que  el  cielo  hubiese 
puesto  aquel  impedimento  en  el  secundo  matrimonio  para  traerle  á  co- 
nocer lo  <|ue  al  ])rimero  debía,  y  á  caer  en  la  cuenta  de  que  era  cristiano 
y  que  estaba  más  obligado  ú  su  alma  (jue  ;i  los  i'es})etos  humanos 
Todas  estas  cosas  revolvía  en  mi  fantasía,  y  me  consolaba  sin  tener 
consuelo,  ungiendo  unas  esperanzas  laruas  y  desmayadas  para  entrete- 
iKM-  la  vida.  ([U^  ya  aborrezco. 

Estando,  pues,  en  la  ciudad  sin  saber  qué  hacerme,  pues  á  don  Fer- 
nando no  hallaba,  lle.í>ó  á  mis  oídos  un  público  pre.ííón,  donde  se  ]>ro- 
metía  grande  hallazi>o  á  quien  me  hallase,  dando  las  señas  de  mi  eda<l 
y  del  mesmo  traje  que  traía;  y  oí  decir  que  se  creía  que  me  había  saca- 
do de  casa  de  mis  })adres  el  mozo  ([ue  conmigo  vino;  cosa  <]ue  me  llego 
al  alma,  por  ver  cuan  de  caída  andaba  mi  crédito,  pues  no  bastaba  }>er- 
derle  con  mi  huida,  sino  añadií-  el  con  quién,  siendo  sujeto  tan  bajo  y 
tan  indigno  de  mis  buenos  pensamientos.  Al  punto  (pie  oí  el  j)regon, 
me  salí  de  la  ciudad  con  mi  criado,  que  ya  comenzaba  á  dar  muestras 
de  titubear  en  la  fe  que  de  fidelidad  me  tenía  prometida;  y  aquella  no 
che  nos  entramos  por  lo  espeso  desta  montaña,  con  el  miedo  de  no  ser 
hallados.  Pero,  como  suele  decirse  (]ne  un  mal  llama  á  otro,  y  que 
el  fin  de  una  desgracia  suele  ser  jn'incipio  de  otra  mayor,  así  me 
sucedió  á  mí;  i)orque  mi  buen  criado,  hasta  entonces  tiel  y  seguro,  así 
como  me  vio  en  esta  soledad,  incitado  de  su  mesma  bellaquería, 
antes  cpie  de  mi  hermosura,  quiso  aprovecharse  de  la  ocasión  que,  a  su 
parecer,  estos  yermos  le  ofrecían,  y  con  poca  vergüenza  y  menos  temor 
de  Dios  ni  resi)eto  mío,  me  requirió  de  amores;  y  viendo  (pie  yo  con 
ásperas  y  justas  palabras  respondía  á  la  desvergüenza  de  su  pro})ósito, 
dejó  aparte  los  ruegos,  de  quien  primero  pensó  aprovecharse,  y 
comenz(')  á  usar  de  la  fuerza;  pero  el  justo  Cielo,  que  pocas  ó  ningunas 
veces  deja  de  mirar  y  favorecer  &  las  justas  intenciones,  favoreció  las 
mías  de  manera,  que  con  mis  pocas  fuerzas  y  con  poco  trabajo  di  con 
él  por  un  derrumbadero,  donde  le  dejé,  ni  sé  si  muerto  ó  si  vivo;  y 
luego,  con  más  ligereza  ([ue  mi  sobresalto  y  cansancio  pedían,  me 
entré  por  estas  montañas,  sin  llevar  otro  pensamiento  ni  otro  designio 
([ue  esconderme  en  ellas,  y  huir  de  mi  padre  y  de  aquellos  que  de  su 
parte  me  andaban  buscando.  Con  este  deseo  ha  no  sé  cuántos  meses 
que  entré  en  ellas,  donde  hallé  un  ganadero  ([ue  me  llevó  {)or  su  criado 
;i  un  lugar  que  está  en  las  entrañas  desta  Sierra,  al  cual  he  servido  de 
zagal  todo  este  tiempo,  procurando  estar  siempre  eu  el  campo,  por  en- 
cubrir estos  cabellos,  que  ahora  tan  sin  pensarlo  me  han  descubierto; 
pero  toda  mi  industria  y  toda  mi  solicitud  fué  y  ha  sido  de  ningún 
provecho,  pues  mi  amo  vino  en  conocimient(->  de  que  yo  no  era  vanm.^ 
y  nació  en  él  el  mesmo  mal  pensamiento  que  en  mi  criado;  y  como  no 
siempre  la  fortuna  con  los  trabajos  da  los  remedios,  no  hallé  deinmi,-^ 
badero  ni  barranco  donde  despeñar  y  despen  n*  al  amo.  como  le  hallé 


214 


DON    QUIJOTE    DK    1-A     MANCHA 


})ara  el  criado;  y  así,  tuve  i)or  menor  inconveniente  dejalle  y  esconder- 
me de  nuevo  entre  estas  asperezas,  ({iw  probar  con  él  mis  fuerzas  {>  mis 
discursos.  Di¡i>c».  pues,  que  me  torné  á  emboscar,  y  á  buscar  donde  sin 
impedimento  alguno  pudiese  con  suspiros  y  lágrimas  rogar  al  Cielo  se 
duela  de  mi  desventura,  y  me  dé  industria  y  favor  para  salir  dtlla,  ó 
para  dejar  la  vida  entre  estas  soledades,  sin  que  quede  memoria  desta 
triste,  (jue  tan  sin  culpa  suya  habrá  dado  materia  ]>ara  (pie  de  ella  se 
bable  y  murnmre  en  la  suva  y  en  las  ajenas  tierras. 


C'AIMTn.O    XXIX 

Que  trata  del  gracioso  artificio  y  orden  que  se  tuvo  en  sacar  á  nuestro 
enamorado  caballero  de  la  asperísima  penitencia  en  que  s^  había  puesto. 


r^f  HTA  es.  señores,  la  verdadera  historia  de  mi  tragedia:  mirad  y 
,,  jiizt^ad  ahora  si  los  suspiros  que  escuchastes,  las  palal)ras  que 
'^  oistes.  y  las  lágrimas  que  de  mis  ojos  salían,  tenían  ocasión 
bastante  para  mostrarse  en  mayor  abunda  acia;  y  considerada 
a  calidad  de  mi  desgracia,  veréis  que  será  en  vano  el  consuelo,  pues  es 
mi)osible  el  remedio  della.  Sólo  os  ruego  (lo  ciue  con  facilidad  ])odréis 
.'  debt'is  hacer)  que  me  aconsejéis  dónde  podré  }>asar  la  vida,  sin  que 
ne  acabe  el  temor  y  sobresalto  que  tengo  de  ser  hallada  de  los  que  me 
mscan;  que,  aunque  sé  que  el  mucho  amor  que  mis  padres  me  tienen 
ne  íisegura  que  seré  dellos  bien  recebida,  es  tanta  la  vergüenza  que 
ne  ocupa  sólo  del  pensar  que,  no  como  ellos  pensaban,  tengo  de  pare 
•er  á  su  presencia,  que  tengo  por  mejor  desterrarme  para  siempre  de 
;u  vista,  que  no  verles  el  rostro  con  pensamiento  que  ellos  miran  el  mío 
ijeno  de  la  honestidad  que  de  mí  se  debían  de  tener  prometida.  - 

C'alló  en  diciendo  esto,  y  el  rostro  se  le  cubrió  de  un  color,  que  mos- 
iró  bien  claro  el  sentimiento  y  vergüenza  del  alma.  En  las  suyas  Mintie- 
on,  los  que  escuchado  la  habían,  tanta  lástima  como  admiración  de  su 
lesgracia;  y  aunque  luego  quisiera  el  Cura  consolarla  y  aconsejarla, 
ornó  primero  la  mano  Cardenio,  diciendo:  «En  fin,  señora,  ¿que  tú  eres 
a  hermosa  Dorotea,  la  hija  única  del  rico  ClenardoV» 

Admirada  quedó  Dorotea  cuando  oyó  el  nombre  de  su  padre  y  de 
•er  cuan  de  poco  era  el  que  le  noml)raba  (porque  ya  se  ha  dicho  de  la 


21G  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


mala  manera  (juo  Cardeijio  estaba  vestido);  y  así,  le  dijo:  «¿Y  quién 
sois  vos,  hermano,  que  así  sabéis  el  nombre  de  mi  padre?  Porque  yo 
hasta  ahora,  si  mal  no  me  acuerdo,  en  todo  el  discurso  del  cuento  de 
mi  desdicha  no  le  lie  nombrado.» 

— Soy,  respondió  Cardenio,  aquel  sin  ventura  que,  seí^ún  vos,  señora., 
habéis  dicho,  l^uscinda  dijo  que  era  su  es})oso;  soy  el  desdichado  Cár- 
denlo, á  quien  el  mal  término  de  aquel  (pie  á  vos  os  ha  puesto  en  el  que 
estáis,  me  ha  traído  á  (pie  me  veáis  cual  me  veis,  roto,  desnudo,  falto 
de  todo  humano  consuelo,  y  lo  que  es  peor  de  todo,  falto  de  juicio, 
pues  no  le  tecgo  sino  cuando  al  Cielo  se  le  antoja  dármele  por  algún 
breve  espacio.  Yo,  Dorotea,  soy  el  que  me  hallé  present?  á  los  desposo- 
rios de  don  Fernando,  y  el  que  aguardó  á  oir  el  .sv'  que  de  ser  su  espo- 
sa ])ronunci(')  Luscinda;  yo  soy  el  c[ue  no  tuvo  ánimo  para  ver  en  qué  pa- 
raba su  desmayo,  ni  lo  que  resultaba  del  i)apel  (|ue  le  fué  hallado  en  el 
pecho;  porcjue  no  tuvo  el  alma  sufrimiento  para  ver  tantas  desventuras 
juntas;  y  así,  dejé  la  casa  y  la  paciencia,  y  una  carta  que  dejé  á  nii 
huésped  mío,  á  (|uien  r(ígué  que  en  manos  de  Luscinda  la  pusiese;  y 
vínenie  á  estas  soledades  con  intención  de  acabar  en  ellas  la  vida,  que 
desde  aquel  punto  aborrecí  como  mortal  enemiga  mía.  Mas  no  ha  ({ue- 
rido  la  suerte  quitármela,  contentándose  con  ([uitarme  el  juicáo,  (piizá 
por  guardarme  ])ara  la  buena  ventura  (|ue  he  tenido  en  lia  liaros;  }»ues 
siendo  verdad,  como  creo  (pie  lo  es,  lo  que  aquí  liabéis  contado,  aún 
podría  ser  que  ji  entrambos  nos  tuviese  el  Cielo  guardado  mejor  suceso 
en  nuestros  desastres,  que  nosotros  pensamos;  porque,  presupuesto  que 
Luscinda  no  pudo  casarse  con  don  Fernando  por  ser  mía,  ni  don  Fer- 
nando con  ella  por  ser  vuestro,  y  haberlo  ella  tan  maniñestamente  dic- 
clarado,  bien  i)odemos  esperar  que  el  Cielo  nos  restituya  lo  que  es  nues- 
tro, pues  está  todavíaen  ser,  y  no  se  ha  enajenado  ni  deshecho.  Y  pues 
este  consuelo  tenemos,  nacido  no  de  muy  remota  esperanza  ni  fundado» 
en  desvariadas  imaginaciones,  suplicóos,  señora,  que  toméis  otra  reso- 
lución en  vuestros  honrados  pensamientos,  pues  yo  la  ])ienso  tomar  en^ 
los  míos,  acomodándoos  á  esperar  mejor  fortuna;  ([ue  yo  os  juro,  pol- 
la fe  de  caballero  y  de  cristiano,  de  no  desempararos  hasta  veros  en  po- 
der de  don  Fernando,  y  que  cuando  con  razones  no  le  pudiere  atraer 
á  que  conozca  lo  que  os  debe,  de  usar  entonces  la  libertad  que  me  con- 
cede el  ser  caballero,  y  poder  con  justo  título  desatialle  en  razón  de  la 
sinraz(')n  que  os  hace,  sin  acordarme  de  mis  agravios,  cuya  vengait/.a 
dejaré  al  Cielo,  por  acudir  en  la  Tierra  á  los  vuestros. 

(^011  lo  que  Cárdenlo  dijo  se  acabó  de  admirar  Dorotea;  y  poi-  no- 
saber  qué  gracias  volver  á  tan  grandes  ofrecimientos,  quiso  tomarle  los 
pies  para  besárselos;  mas  no  lo  consintió  Cárdenlo;  y  el  licenciado  res- 
pondií)  por  entrambos,  y  aprobó  el  buen  discurso  de  (^ardenio,  y  sobre 
todo  les  rogó,  aconsejó  y  persuadió  c{ue  se  fuesen  ('on  él  á  sú  aldea, 
donde  se  podrían  reparar  de  las  cosas  que  les  faltaban,  y  (^ue  allí  se 
daría  orden  cómo  buscar  á  don  Fernando,  ()  como  llevar  á  Dorotea  á 
sus  padres,  ó  hacer  lo  (jue  más  les  pareciese  conveniente.  C'ardenio  y 
Dorotea  se  lo  agradecieron,  y  acetaron  la  merced  qi:e  se  les  ofrecía.  El 


I'AKTE    I'IiJMERA. — CAPITULO    XXIX 


)arbero,  ([uo  á  todo  había  estado  suspenso  y  callado,  hizo  también  su 
)uena  })latica,  y  se  ofreci<')  con  no  menos  voluntad  (|ue  el  (Aira  á  tcnio 
i([uello  (jue  fuese  bueno  })ara  servirles.  ('ont('t  asimismo  con  brevedad 
a  causa  que  allí  los  había  traído,  con  la  extrañe/a  de  la  locura  de  Don 
Quijote,  y  (tomo  aguarda!) au  á  su  eseudero.  que  había  ido  á  busealle. 
\'inosele  á  la  memoria  á  Cardenio,  como  por  sueños,  la  pendencia  que 
•on  Don  Quijote  había  tenido,  y  contola  ;i  los  dem:is;  mas  no  su]»o  «U- 
•ir  por  (pu'  eausa  fué  su  cuesti(ni. 

En  esto  oyeron  voces,  y  conocieron  que  el  (pie  las  dal)a  era  Sandio 
'anza,  (^ue,  i)or  no  haberlos  hallado  en  el  lujíar  donde  los  dejó,  los 
laniaba  á  voces.  Saliéronle  al  encuentro,  y  preguntándole  por  Don  Qui- 
ote, les  dijo  e()mo  le  había  hallado  desnudo,  en  camisa,  fiaco,  amarillo 
■  muerto  de  luunbre,  y  suspirando  por  su  señora  Dulcinea;  y  rpie,  puesto 
[ue  le  había  dicho  <{ue  ella  le  mandaba  (pie  saliese  de  aquel  lugar  y  se 
uese  al  del  Toboso,  donde  le  (quedaba  esperando,  había  respondido 
pie  estaba  determinado  de  no  parecer  ante  su  fermosura  fastíi  que 
lobiese  fecho  fazañas  (pie  le  ticiesen  digno  de  su  gracia;  y  (pie  si  aipie- 
lo  pasaba  adelante,  corría  peligro  de  no  venir  a  ser  emperador  como 
•staba  obligado,  ni  aun  arzol)ispo,  q\w  era  lo  menos  (¡ue  podía  sei";  por 
so,  (|ue  mirasen  lo  (jue  se  había  de  hacer  para  sacarle  de  allí.  El  li- 
euciado  le  respoiidic)  que  no  tuviese  pena;  que  ellos  le  sacarían  de  allí, 
nal  (]ue  le  pesase.  Contí)  luego  á  Cardenio  y  á  Dorotea  lo  <pie  tenían 
>ensado  para  remedio  de  Don  Quijote,  á  lo  menos  para  llevarle  ú  su 
■asa;  á  lo  cual  dijo  Dorotea  que  ella  haría  la  doncella  menesterosa 
oejor  tme  el  barbero;  y  más,  que  tenía  allí  vestidos  con  ([\ie  hacerlo  al 
latural,  y  que  la  dejasen  el  cargo  de  saber  representar  todo  a<[uello 
;ue  fuese  menester  para  llevar  adelante?  su  intento,  porque  ella  había 
3Ído  muchos  libros  de  caballerías,  y  sai)ía  bien  el  estilo  ([ue  tenían  las 
loncellas  cuitadas,  cuando  pedían  sus  dones  á  los  andantes  caballeros. 
Pues  no  es  menester  más,  dijo  el  Cura,  sino  ()ue  luego  se  ponga 
»or  obra;  (|ue  sin  duda  la  buena  suerte  se  muestra  en  favor  nuestro, 
ues  tan  sin  pensarlo,  á  vosotros,  señores,  se  os  lia  comenzado  á  abrir 
■uerta  i>ara  vuestro  remedio,  y  á  nosotros  se  nos  ha  facilitado  la  (]uc 
labiamos  menester.^ 

Sacó  luego  Dorotea  de  su  almohada  una  saya  entera  de  cierta  telilla 
ica,  y  una  mantellina  de  otra  vistosa  tela  verde,  y  de  una  cajita  un 
ollar  y  otras  joyas,  c<3n  que  en  un  instante  se  adornó  de  manera,  que 
ma  rica  y  gran  señora  parecía.  Todo  aquello,  y  más,  dijo  que  hal)ín 
acado  de  su  casa  para  lo  que  se  ofreciese,  y  que  hasta  entonces  do  se 
3  había  ofrecido  ocasión  de  habello  menester.  A  todos  contentó  en  ex- 
remo su  mucha  gracia,  donaire  y  hermosura,  y  confirmaron  á  don 
'ernaiido  por  de  poco  conocimiento,  pues  tanta  beUeza  desechaba; 
•ero  el  que  más  se  admiró  fué  Sancho  Panza,  i^or  i)arecerle  (como  era 
sí  verdad)  (][ue  en  todos  los  días  de  su  vida  había  visto  tan  hermosíi 
riatura;  y  así,  preguntó  al  ( "ura  con  grande  ahinco  le  dijese  quién 
ra  a(piella  tan  fermosa  señora,  y  C|ué  era  lo  (jue  buscaba  por  aquellos 
ndurriales. 


218  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Esta  lierniosa  señora,  respondió  el  Cura,  Sancho  hermano,  es  como 
({uien  no  dice  nada...  es  la  heredera,  por  línea  recta  de  varón,  del  gran 
reino  de  Micomicón  de  Etiopía,  la  cual  viene  en  husca  de  vuestro  amo 
a  pedirle  un  don,  el  cual  es  el  que  le  desfaga  un  tuerto  ó  agravio  que  un 
mal  gigante  le  tiene  fecho;  y  á  la  fama  que  de  buen  caballero  vuestro 
amo  tiene  |»or  todo  lo  descubierto,  de  (xuinea  ha  venido  á  buscarle  esta 
I)rincesa. 

—  ¡Dichosa  buscada  y  dichoso  hallazgo!,  dijo  á  esta  sazón  Sancho 
Panza;  y  más  si  mi  amo  es  tan  venturoso,  que  desfaga  ese  agravio  y 
enderece  ese  tuerto,  matando  á  ese  hideputa  dése  gigante  que  vuestra 
merced  dice;  que  sí  matará  si  él  le  encuentra,  si  ya  no  fuese  fantasma; 
(|ue  contra  las  fantasmas  no  tiene  mi  señor  poder  alguno.  Pero  una  cosa, 
quiero  suplicar  á  vuestra  merced  entre  otras,  señor  licenciado,  y  es, 
([ue  porque  á  mi  amo  no  le  tome  gana  de  ser  arzobispo,  que  es  lo  que 
yo  temo,  que  vuestra  merced  le  aconseje  que  se  case  luego  con  esta 
princesa,  y  así  quedará  imposibilitado  de  recebir  Ordenes  arzobisj>ales. 
y  vendrá  con  facilidad  á  su  imperio,  y  yo  al  fin  de  mis  deseos;  que  yo 
he  mirado  bien  en  ello,  y  hallo  por  mi  cuenta  que  no  me  está  bien  que 
mi  amo  sea  arzobispo,  porque  yo  soy  inútil  para  la  Iglesia,  pues  soy 
casado;  y  andarme  ahora  á  traer  dispensaciones  i)ara  poder  tener  ren- 
ta por  hi  Iglesia,  teniendo  (como  tengo)  mujer  y  hijos,  sería  nunca  aca- 
bar; así  es  que,  señor,  todo  el  toque  está  en  que  mi  amo  se  case  luegO' 
con  esta  señora,  que  hasta  aliora  no  sé  su  gracia,  y  así  no  la  llamo  }>oi 
su  nombre. 

— íjlámase,  respondió  el  Cura,  la  })rincesa  Micomicona,  ])orque.  lia 
mandóse  su  reino  ^^licomicón,  claro  está  que  ella  se  ha  de  llamar  así. 

— No  liay  duda  en  eso,  resj)ondió  Sancho;  (jue  yo  he  visto  á  muchof- 
tomar  el  apellido  y  alcui;nia  del  lugar  donde  nacieron,  llamándose  Pe 
dro  de  Alcalá,  Juan  de  Ubeda  y  Diego  de  Valladolid;  y  esto  mesmt'j 
se  debe  de  usar  allá  en  (ruinea;  tomar  las  reinas  los  nombres  de  sut^ 
reinos.  \ 

—Asi  debe  de  ser,  dijo  el  Cura;  y  en  lo  del  casarse  vuestro  amo,  y» 
haré  en  ello  todos  mis  poderíos;  con  lo  que  quedó  tan  contení» 
Sancho,  (;uanto  el  cura  admirado  de  su  simplicidad,  y  de  ver  cuan  en 
cajados  tenía  en  la  fantasía  los  mismos  disparates  que  su  amo,  ime^ 
sin  duda  alguna  se  daba  á  entender  que  había  de  venir  á  ser  empe 
rador. 

Ya  en  esto  se  había  puesto  Dorotea  sobre  la  muía  del  Cura,  y  e  f 
barbero  se  había  acomodado  al  rostro  la  barba  de  la  cola  de  buey,  y  di 
jeron  á  Sancho  que  los  guiase  adonde  Don  Quijote  estaba;  al  cual  advir 
tieron  que  no  dijese  que  conocía  al  licenciado  ni  al  barbero;  porqu( 
en  no  conocerlos  consistía  todo  el  toque  de  venir  á  ser  emperador  si 
amo;  jmesto  cpie  ni  el  Cura  ni  Cárdenlo  quisieron  ir  con  ellos:  ('arde 
nio,  {)orque  no  se  le  acordase  á  Don  Quijote  la  j tendencia  que  con  é 
había  tenido;  y  el  Cura,  ])orque  no  era  menester  ])or  entonces  su  pre 
sencia;  y  así,  los  dejaron  ir  delante,  y  ellos  los  fueron  siguiendo  á  })i( 
poco  á  poco.  No  dejó  de  avisar  el  Cura  lo  que  había  de  hacer  Dorotea 


l'AUTE    l'UIJIEKA. CAPÍTULO   XXIX  21í> 


ú  lo  (juc  ella  (lijo  (lue  descuidasen,  ((lu-  todo  se  haría,  sin  faltar  jiunio. 

|»"omo  lo  pedían  y  pintaban  los  libros  dv  caballerías. 

i       Tres  cuartos  de  le^ua  lial)rían  andado,  cuando  descubrieron  a  l)on 

r  Quijote  entre  unas  intricadas  peñas,  ya  vestido  aunque  no  armado;  y 

iisí  como  Dorotea  le  vio,  y  fué  informada.de  Sandio  que  aquel  era  I>oii 

Quijote,  dio  del  azote  á  su  palafrén,  siguiéndole  el  l)ien  barbado  bar 

)ero;  y  en  llegando  junto  á  él,  el  escudero  se  arrojó  de  la  muía  y  fué  a 

omar  en  los  brazos  a  Dorotea,  la  cual,  apeándose  con  grande  desenvol- 

ura,  se  fué  á  liincaí'  de  rodillas  ante  las  de  Don  Quijote:  y  aunque  él 

Hignaba  por  levantaila,  ella,  sin  levantarse,  le  fabló  en  esta  guisa:     Jv 

iquí  no  me  levantaré,  ¡oh  valeroso  y  esforzado  caballero!,  fasta  que  la 

'uestia  bondad  y  cortesía  me  otorgue  un  don,  el  cual  redundara  en 

lonra  y  prez  de  vuestra  per.^ona,  y  en  i)rf»  de  la  más  desconsolada  y 

iigraviada  doncella  (¡ue  el  Sol  ha  visto;  y  si  es  que  el  valor  de  vuestio 

uerte  brazo  corres})onde  á  la  voz  de  vuestra  inmortal  fama,  obligado 

ístáis  á  favorecer  á  la  sin  ventura,  que  de  tan  lueñes  tierras  viene  al 

•lor  de  vuestro  famoso  nombre,  bnscandoos  para  remedio  de  sus  des- 

lichas. 

— No  os  resi)ondere  palabra,  fermosa  señora.  resi»ondi(')  Don  Quijote, 
li  oiré  más  cosa  de  vuestra  facienda,  fasta  que  os  levantéis  de  tierra. 

-No  me  levantaré,  señor,  respondió  la  afligida  doncella,  si  primero 
>oi'  la  vuestra  cortesía  no  me  es  otorgado  el  don  (¡ue  i)ido. 

—  Yo  vos  le  otorgo  y  concedo,  respondic»  Don  < Quijote,  <,-(tmo  n^  -t- 
laya  de  cumplir  en  daño  ó  mengua  de  mi  rey,  de  mi  ))atria.  y  de  aipie- 

ila  que  de  mi  corazón  y  libertad  tiene  la  llave. 

— No  será  en  daño  ni  en  mengua  de  los  que  decís,  mi  buen  señor. 
e])licó  la  <lolorosa  doncella. 

Y  estando  en  esto,  se  llegó  Sancho  Panza  al  oído  de  su  señor,  y  nniy 
>asito  le  dijo:  Bien  ])uede  vuestra  mei'ced,  señor,  concederle  el  don  «pie 
lide;  que  no  es  cosa  de  nada;  sólo  es  matar  un  gigantazo;  y  ('sta  que  lo 
•ide  es  la  alta  i)rincesa  Micomicona,  reina  del  gran  reino  Micomicon. 
e  Etiopía. 

— Sea  ([uien  fuere,  respondió  Don  (Quijote,  que  yo  haré  lo  (pie  >oy 
bligadoy  lo  que  me  dicta  mi  eoEciencia,  conforme  á  lo  (jue  ])r(»fesado 
?ngo;  y  volviéndose  á  la  doncella,  dijo:  La  vuestra  gran  rcnoi.<nr;i  <»• 
3vante;  que  yo  le  otorgo  el  don  qtie  pedirme  (quisiere. 

—  Pues  el  que  pido  es,  dijo  la  doncella,  que  la  vuestra   niagiiamuia 
•ersona  se  venga   luego   conmigo  donde  yo  le  llevare,  y  me  prometa 
ue  no  se  ha  de  entremeter  en  otra  aventura  ni  demanda  alguna,  hasta 
arme  venganza  de  un  traidor  <|ue  contra  todo  derecho  divino  v  limn;; 
o.  me  tiene  usurpado  mi  reino. 

— Digo  que  así  lo  otorgo,  respondió  Don  Quijote;  y  asi  podei-,  ^eno- 
i,  desde  hoy  más  desechar  la  malenconía  ([ue  os  fatiga,  y  hacer  (pie 
)bre  nuevos  bríos  y  fuerzas  vuestra  desmayada  esi)eranza;  c\ue,  con  el 
vuda  de  Dios  y  la  de  mi  brazo,  vos  os  veréis  presto  restituida  en  vues- 
•0  reino,  y  sentada  en  la  silla  de  vuestro  antiguo  y  grande  estado.  íi 
esar  y  á  despecho  de  los  follones  que  contradecirlo  quisieren:  y  ma- 


'  ^ 


De  ¡iqní  no  me  Ifvíiiitarc  ;oU  valeroso  y  esforzado  caballero!,  fasta  qm-  la  vuestra  bondad 
y  ciivti-HÍH  me  otorgue  llii  (Ion... 


PARTE    PRIMEKA. — CAPÍTULO    XXIX  221 


nos  a  la  labor;  (lue  en  la  tardanza,  dicen  (jue  suele  estar  el  peligro. 

íja  menesterosa  doncella  i)ni!;nó  con  nuu-lia  porfía  por  besarle  las 
manos;  mas  Don  (Quijote,  (pie  en  todo  era  comedido  y  cortés  caballero, 
jamás  lo  consinti<3;  antes  la  Inzo  levantar,  y  la  abrazó  con  mucha  cor- 
tesía y  comedimiento,  y  mandó  á  Sancho  (pie  requiriese  las  cinchas  á 
Rocinante  y  le  armase  luego  al  punto.  Sancho  descolgó  las  armas,  que, 
•orno  trofeo,  de  un  árbol  estaban  pendientes,  y  roq«ii"iendo  las  cinchas, 
en  mi  j)unto  arm(')  á  su  señor,  el  cual,  vii-ndose  armado,  dijo:  ^ Vamos 
le  aípii,  en  el  nombre  de  Dios,  á  favorecer  esta  gran  señora.» 

listábase  el  barbero  aún  de  rodillas,  teniendo  gran  cuenta  de  disinui- 
!ar  la  risa,  y  de  que  no  se  le  cayese  la  barba,  con  cuya  caída  quizá  que- 
laran  todos  sin  consegmr  su  buena  intención;  y  viendo  que  ya  el  don 
'staba  concedido,  y  con  la  diligencia  ([ue  Don  (Quijote  se  alistaba  para 
r  á  cum])lirle,  se  levant(')  y  tomó  de  la  otra  mano  "á  su  señora,  y  enti-e 
os  dos  la  subieron  en  la  nuda;  luego  subió  Don  Quijote  sobre  líocinan- 
e,  y  el  barbero  se  acomodó  en  su  cabalgadura,  (¡uedándose  Sancho  á 
)ie.  d(mde  de  nuevo  se  le  represent»)  la  ])érdida  del  Rucio,  con  la  falta 
|ue  entonces  le  hacía;  mas  todo  lo  lleva))a  con  gusto,  i)or  ])arecerle  <{ue 
a  su  señf)r  estaba  puesto  en  caniino  y  muy  á  pique  de  ser  em{)erador; 
)orque  sin  duda  alguna  pensaba  que  se  liabía  de  casar  con  a([uella 
•rincesa,  y  ser  por  lo  menos  rey  de  Micomicón;  sólo  le  daba  pesadum- 
>re  el  pensar  que  aquel  reino  era  en  tierra  de  negros,  y  que  la  gente 
pie  por  sus  vasallos  le  diesen  habían  de  ser  todos  negros,  á  lo  cual 
lallí)  luego  en  su  imaginación  un  buen  remedio,  y  díjose  á  sí  mismo: 
¿Qué  se  me  da  á  mí  (pie  mis  vasallos  sean  negros?  ¿Habrá  más  que 
argar  con  ellos  y  traerlos  á  España,  donde  los  podré  vei\der,  y  adonde 
ne  los  pagarán  de  contado,  de  cuyo  dinero  [)odré  com})rar  algún  título 
algún  oticio.  con  ([ue  vivir  descansado  todos  los  días  de  mi  vidaV  No, 
iuo  dormios,  y  no  tengáis  ingenio  y  habihdad  para  dis])oner  de  las 
osis,  y  para  vender  tres,  seis  ó  diez  mil  vasallos  en  dácame  esas 
•ajas:  ])or  Dios,  que  los  he  de  volar  chico  con  grande,  ó  como  ])udiere. 
(pie  por  negros  que  sean  los  he  de  volver  blancos  ó  amarillos:  llegaos; 
ue  me  mamo  el  dedo.» 

('i)n  esto  andaba  tan  solícito  y  tan  contento,  que  se  le  olvidaba  la 
esadumbre  de  caminar  á  pie. 

Todo  esto  miraban  de  entre  unas  breñas  ( 'ardenio  y  el  ( 'ura,  y  no 
ii>ían  qué  hacerse  para  juntarse  con  ellos;  pero  el  Cura,  que  era  gran 
acista,  imaginó  luego  lo  (jue  harían  para  conseguir  lo  que  deseaban, 
fué,  que  con  unas  tijeras,  que  traía  en  un  estudie,  <|uitó  con  mucha 
resteza  la  barba  á  (ardenio,  y  visti(ile  un  capotillo  pardo  que  él  traía, 
dióle  un  herreruelo  negro,  y  él  se  quedó  en  calzas  y  en  jub(>n;  y 
Liedó  tan  otro  de  1')  que  antes  parecía  Cárdenlo,  que  él  mismo  no  se 
)nociera,  aunque  á  vm  espejo  se  mirara. 

Hecho  esto,  puesto  ya  que  los  otros  habían  })asado  adelante  en 
uto  que  ellos  se  disfrazaron  con  facilidad,  salieron  al  camino  real 
ites  que  ellos,  porque  las  malezas  y  malos  pasos  de  aquellos  lugares 
>  concedían  que  anduviesen  tanto  los  de  á  caballo  como  los  de  á  pie. 


222  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Eü  efeto,  ellos  se  pusieron  en  el  llano  ;i  la  salida  de  la  Sierra;  y  a-i 
como  salií)  della  Don  Quijote  y  sus  eaniaradas,  el  ("ura  se  le  puso  a 
mirar  muy  de  espacio,  dando  señales  de  ({ue  le  iba  reconociendo;  y  al 
cabo  de  ha) )erle  una  buena  pieza  estado  mirando,  se  fué  á  él,  abiertos 
los  brazos  y  diciendo  á  voces:  «Para  bien  sea  bailado  el  espejo  de  la  ca 
ballería,  el  mi  buen  compatriota  Don  Quijote  de  la  Mancha,  la  tlor  y  la 
nata  de  la  jíentileza,'el  amparo  y  remedio  de  los  menesterosos,  la  (juinía 
esencia  de  los  caballeros  andantes.» 

Y  diciendo  esto,  tenía  abrazado  por  la  rodilla  de  la  pierna  izfjuierda 
á  Don  Quijote,  el  cual,  espantado  de  lo  que  veía  y  oía  decir  y  hacer  ;i 
aquel  hombre,  se  le  puso  á  mirar  con  atención,  y  al  lin  le  conoció,  y 
quedó  como  espantado  de  verle,  y  hizo  grande  fuerza  i)or  apearse;  mas 
el  C'Ura  no  lo  cimsintic),  por  lo  cual  Don  Quijote  decía:  Déjeme  vuestra 
merced,  señor  licenciado;  tpie  no  es  razón  que  yo  esté  á  caballo,  y  una 
tan  reverenda  persona  como  vuestra  merced  esté  á  pie.>^ 

—Eso  no  consentiré  yo  en  ningún  modo,  dijo  el  Cura;  estése  la  vucs 
tra  .grandeza  á  caballo,  i)ues  estando  á  cal)allo  acaba  las  mayores  faza- 
ñas  y  aventuras  que  en  nuestra  edad  se  han  visto;  ([ue  á  mí  (aunque 
indigno,  sacerdote)  bastaráme  subir  en  las  ancas  de  una  destas  nmla- 
destos  señores  que  con  vuestra  merced  caminan,  si  no  lo  han  })or  enojo; 
y  aun  haré  cuenta  que  voy  caballero  sobre  el  caballo  Pegaso,  ó  sobre  la 
cebra  (')  alfana  en  que  cabalgaba  aquel  famoso  moro  Muzaraciue.  ([ue- 
aun  hasta  ahora  yace  encantado  en  la  gran  cuesta  Zulema,  <jue  dista 
})oco  de  la  Gran  ('onq)luto. 

— Aún  no  sabía  yo  tanto,  mi  señor  licenciado,  respondió  Don  Quijo- 
te; y  yo  sé  ([ue  mi  señora  la  Princesa  será  servida,  por  mi  amor,  de  man- 
dar á  su  escudero  dé  a  vuestra  merced  la  silla  de  su  nuda;  (jue  él  jiodvii 
acomodarse  en  las  ancas,  si  es  que  ella  las  sufre. 

— Sí  sufre,  á  lo  ([ue  yo  creo,  resi)ondió  la  Princesa;  y  taml)ién  sé  (|uc 
no  será  menester  mandárselo  al  señor  jni  escudero;  <iue  él  es  tan  corte- 
y  tan  cristiano,  que  no  consentini  (|ue  una  ]>ersona  eclesiástica  vaya  a 
pie  jtudiendo  ir  a  calndlo. 

— Así  es.  res})ondió  el  l)arbero;  y  ai)eándose  en  un  ])unto.  convido  al 
('ura  con  la  silla,  y  él  la  tomó  sin  hacerse  mucho  de  rogar;  y  fué  el  mal 
que  al  subir  á  las  ancas  el  barbero,  la  nmla,  (|ue  en  efeto  era  de  al(|n' 
1er  (([ue  para  decir  que  era  mala  esto  basta),  alzó  un  poco  los  cuart' 
traseros,  y  dio  dos  coces  en  el  aire,  (jue,  á  darlas  en  el  i>echo  de  maoc 
Nicolás  ó  en  la  cabeza,  él  diera  al  diablo  la  venida  por  Don  (¿uijote. 
Con  todo  eso,  le  sobresalta i-on  de  manera,  ([ue  cayó  en  el  suelo,  con  tan 
l)oco  cuidado  de  las  l^arbas,  ([ue  se  le  cayeron;  y  como  se  vio  sin  ellas, 
no  tuvo  otro  remedio  sino  acudir  á  cubrirse  el  rostro  con  ambas  manos, 
y  á  (juejarse  que  le  habían  derribado  las  nnielas. 

Don  Quijote,  como  vio  todo  a([uel  mazo  de  barbas,  sin  (juijadas  y 
sin  sangre,  lejos  del  rostro  del  escudei'o  caído,  dijo:  ¡Mve  Dios,  <iuc 
es  gran  milagro  este!  Las  barbas  le  ha  den-ibado  y  arrancado  del  rostro 
como  si  las  (juitaran  á  j^osta.» 

VA  Cura,  (pie  vi<')  el  ijelignj  que  corría  su  iiivcníáón  de  ser  descu 


PARTE   PRIMERA. CAPITULO   XXIX  223 

bieita.  acudió  lueno  á  las  barbas,  y  fuese  con  ellas  donde  yacía  maese 
Nicolás,  dando  aún  voces  todavía;  y  de  un  .u;ol|)e,  lleiísudole  la  cabeza 
á  su  jiecbo,  se  las  jniso,  murmurando  sobre  él  unas  palabras,  que  dijo 
que  era  cierto  ensalmo  apropiado  j>ara  })e,<íar  barbas,  como  lo  verían; 
y  cuando  se  las  tuvo  })uestas,  se  ai>artó,  y  quedó  el  escudero  tan  bien 
barloado  y  tan  sano  como  de  antes;  de  que  se  admiró  Don  Quijote  so- 
bremanera, y  rogí)  al  Cura  que,  cuando  tuviese  lu.üar,  le  enseñase  aquel 
ensalmo;  que  él  entendía  que  su  virtud  á  más  que  petíar  barbas  se  de- 
bía de  extender;  pue-  estaba  claro  que,  de  donde  las  barbas  se  quita- 
sen, babía  de  quedar  la  carne  llauada  y  maltreclia.  y  que  })ues  todo 
esto  sanaba,  á  más  que  barbas  aprovecbaba. 

cAsí  es,  dijo  el  Cura  ;  y  })rometió  de  enseñársele  en  la  primera 
ocasión.  C-oncertáronse  (jue  f)or  enttmces  subiese  el  Cura,  y  á  treclios 
se  fuesen  los  tres  nnidando  lia-^ta  <|uc  licuasen  á  la  venta,  que  estaría 
basta  seis  lejíuas  de  allí. 

Puestos  los  tres  á  caballo,  es  á  saber,  Don  Quijote,  la  Princesa  y  el 
Cura;  y  los  tres  á  ]»ie.  Cárdenlo,  el  barbero  y  Sanclio  Panza,  Don  Qui- 
jote dijo  á  la  doncella:  v  \'uestra  lírandeza,  señora  mía,  guíe  por  donde 
más  gusto  le  diere. 

Y  antes  (jue  ella  respondiese  dijo  el  licenciado:  «¿Hacia  qué  reino 
quiere  guiar  la  vuestra  señoría?  ¿Es  por  ventura  hacia  el  de  Micomi- 
<-«'»nV  Que  sí  debe  de  ser,  ó  yo  sé  j>oco  de  reinos.» 

Klla,  que  estaba  bien  en  todo,  entendió  que  había  de  responder  que 
si;  y  así  dijo:  «Sí,  señor;  hacia  esc  reino  es  mi  camino.  • 

— Si  así  es,  dijo  el  Cura,  ])or  la  mitad  de  mi  i)ueblo  hemos  de  pasar, 
y  de  allí  tomará  vuestra  merced  la  derrota  de  (.'artagena,  donde  se  po- 
dr;i  embarcaí-  con  la  buena  ventura;  y  si  hay  viento  próspero,  mar  tran- 
quilo y  sin  borrasca,  en  poco  menos  de  nueve  años  se  podrá  estar  á 
vista  de  la  gran  laguna  Meona.  digo  Meótides,  que  está  poco  más  de 
cien  jornadas  mas  acá  del  leino  de  vuestra  grandeza. 

— Vuestra  merced  está  engañado,  señor  mío,  dijo  ella;  i>orque  no  ha 
dos  años  que  yo  ])artí  del,  y  en  verdad  que  nunca  tuve  buen  tiempo,  y 
con  todo  eso,  he  llegado  á  ver  lo  que  tanto  deseaba,  que  es  al  señor 
Don  (¿uijote  de  la  Mancha,  cuyas  nuevas  llegaron  á  mis  oídos  así  couk» 
l)use  los  pies  en  España,  y  ellas  me  movieron  á  buscarle  [)ai-a  encomen- 
ilarme  en  su  cortesía,  y  fiar  mi  justicia  del  valor  de  su  invencible  brazo. 

— ¡No  más;  cesen  mis  alabanzas,  dijo  á  esta  sazgn  Don  Quijote,  poi- 
que soy  eneiíiigo  de  todo  género  de  adulación;  y  aunque  ésta  no  lo 
sea,  todavía  ofende  mis  castas  orejas  semejantes  pláticas!  Lo  que  yo  sé 
decir,  señora  mía,  que  ora  tenga  valor  o  no.  el  que  tuviere  ó  no  tuviere 
se  ha  de  em])lear  en  vuestro  servicio  hasta  jterder  la  vida;  y  así.  dejando 
esto  i>ara  su  tiempo,  ruego  al  señor  licenciado  me  diga  ([ué  es  la 
!'ausa  que  le  ha  traído  por  estas  partes  tan  solo,  tan  sin  criados  y  tan  á 
la  ligera,  que  me  pone  espanto. 

— A  eso  yo  responderé  con  brevedad,  respondió  el  Cura;  ])or(iuc 
-abrá  vuestra  merced,  señor  Don  (Quijote,  que  yo  y  maese  Nicolás, 
üue.stro  amigo  y  nuestro  barl)er<».  iliamos  á  Sevilla  á  cobrar  ciertos  dinc- 

B.  P.— XX  k; 


224  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


ros  que  un  pariente  mío,  que  ha  muchos  años  que  paso  a  Indias,  nu 
había  enviado,  v  no  tan  pocos  que  no  pasen  de  sesenta  mil  pesos  ensa 
vados  que  es  otro  que  tal;  v  pasando  ayer  por  estos  lugares,  nos  salie- 
ron al  encuentro  cuatro  salteadores,  y  nos  quitaron  hasta  las  barbas,  \ 
de  modo  nos  las  quitaron,  que  le  convino  al  barbero  ponérselas  postizas. 
V  aun  á  este  mancebo  que  aquí  va  (señalando  á  C'ardenio)  le  pusieran 
como  de  nuevo.   Y   es  lo  bueno  que  es  pública  fama  por  todos  est.j> 
contornos  que  los  que  nos  saltearon  son  de  unos  galeotes  que  dicen 
que  libertó  casi  en  este  mesmo  sitio  un  hombre  tan  valiente  que,  ¡i 
,,esar  del  Comisario  v  de  las  guardas,  los  soltó  á  todos;  y  sm  duda  algu 
na  él  debía  de  estar  fuera  de  juicio,  ó  debe  de  ser  tan  grande  beüa.o 
como  ellos  ó  algún  hombre  sin  alma  y  sin  conciencia,  pues  quiso  soltar 
•d  lobo  entre  las  ovejas,  á  la  raposa  entre  las  gallinas,  al  oso  entre  la 
miel-  quiso  defraudar  la  justicia,  ir  contra  su  rey  y  señor  natural,  pues 
fué  contra  sus  justos  mandamientos;  quiso,  digo,  quitar  a  las  galera^ 
sus  pies    poner' en  alboroto  la  Santa  Hermandad,  que  había  much(- 
años  que  reposaba,  quiso  finalmente,  hacer  un  hecho  p()r  donde    sr 
nierda  su  alma,  v  no  se  gane  su  cuerpo..  Habíales  contiido  Sancho  al 
Cura  V  al  barbero  la  aventura  de  los  galeotes,  que  acabo  su  amo  con 
tanta  gloria  suva,  v  por  esto  cargaba  la  mano  el  ('ura  refiriéndola    por 
ver  lo  que  hac-ía  ó  decía  Don  Quijote,  al  cual  se  le  mudaba  la  color  a 
cada  palabra  v  no  osaba  decir  que  él  había  sido  el  libertador  de  aquella 
buena  gente.  '«Estos,  pues,  dijo  el  Cura,  fueron  los  que  nos  robaron: 
que  Dios,  por  su  misericordia,  se  lo  perdone  al  que  no  los  de^o^üevar 
al  dc1)ido  suplicio.» 


■;;  ■  -*... 


i; 


.-Mr- 


CAIMTULCJ   XXX  ■: 

Que  trata  de  la  discreción  de  (a  hermosa  Dorotea,  con  otras  cosa?  de  mucl  o 

gusto  y  pasatiempo. 

o  hubo  bien  acabado  el  Cura,  cuando  Sancho  dijo:  «Pues,  raía  fe, 
señor  Hcenciado,  el  que  hizo  esa  fazaña  fué  mi  amo;  y  no  por' 
que  yo  no  le  dije  antes  y  le  avisé  que  mirase  lo  que  hacía,  y' 
(lue  era  pecado  darles  hbertad,  porque  todos  iban  allí  por  gran- 
dísimos bellacos.» 

i     — ¡Majadero!,  dijo  á  esta  sazón  Don  Quijote.  Á  los  caballeros  andantes 

no  les  toca  ni  atañe  averiguar  si  Jos  afligidos,  encadenados  y  opresos 

hjue  encuentran  por  los  caminos  van  de  aquella  manera  ó  están  en 

I  iquella  angustia  por  sus  culpas  ó  por  sus  desgracias:,  sólo  les  toca  ayu-' 

iarles  como  á  menesterosos,  poniendo  los  ojos  en  sus  penas,  y  no  en 

lus  bellaquerías.  Yo  topé  un  rosario  y  sarta  de. gente  mohína  y  desdi- 

•hada,  y  hice  con  ellos  lo  que  mi  religión  me  pide^  y  lo  demás  allá  se' 

.venga;  y  á  quien  mal  le  ha  parecido,  salvo  la'  santa  dignidad  del  señor 

icenciado  y  su  honrada  persona,  digo  que  sabe  poco  de  achaque  de 

aballería,  y  que  miente  como  un  hideputa  y  mal  nacido,  y  esto  le  haré 

onocer  con  mi  espada  donde  más  largamente  se  contiene»;  y  esto  dijo 

firmándose  en  los  estribos  y  calándose  el  morrión;  porque  la  bacía  de ' 

•arbero,  que  á  su  cuenta  era  el  yelmo  de  Mambrino^  llevaba  colgada 

el  arzón  delantero,  hasta  adobarla  del  mal  tratamiento  que  la  hicieron 

3s  galeotes. 

Dorotea,  que  era  discreta  y  de  gran  donaire,  como  quien  ya  sabía. 
1  menguado  humor  de  Don  Quijote,  y  que  todos  hacían  burla  del, 


226  DON  QUIJOTE  DE    LA  MANCHA 

eiilio  Sancho  Panza,  no  quiso  ser  para  menos;  y  viéndole  tan  enojado, 
la.dijo:  «Señor  caballero,  miémbresele  á  la  vuestra  merced  el  don  que 
mk  tiene  prometido,  y  que  conforme  á  él,  no  puede  entremeterse  en 
otya  aventura,  por  urgente  que  sea.  Sosiegue  vuestra  merced  el  pecho; 
que  si  el  señor  licenciado  supiera  que  por  ese  invicto  brazo  habían  sido 
librados  los  galeotes,  él  se  diera  tres  puntos  en  la  boca,  j  aun  se  mordie- 
ra tres  veces  la  lengua  antes  que  haber  dicho  palabra  «jue  en  despecho 
de  vuestra  merced  redundara.  > 

-Eso  juro  3^0  bien,  dijo  el  (yura,  v  aun  me  liubiera  quitado  un 
te. 

— Yo  callaré,  señora  mía,  dijo  Don  Quijote,  y  reprimiré  la  justa  co 
lera  que  ya  en  mi  pecho  se  había  levantado,  é  iré  quieto  y  pacífico  hasta 
tanto  que  os  cumpla  el  don  prometido;  pero  en  pago  deste  buen  deseo, 
os  suplico  me  digáis,  si  no  se  os  hace  de  mal,  cuál  es  la  vuestra  cuita, 
y  cuántas,  quiénes  y  cuáles  son  las  personas  de  ([uien  os  tengo  de  dar 
debida,  satisfactoria  y  entera  venganza. 

— Eso  haré  yo  de  gana,  respondió  Dorotea,  si  es  quo  no  os  enfada  (ir 
lástimas  y  desgracias. 

— ;No  enfadará,  señora  mía,  respondió  Don  Quijote. 
A  lo  que  respondió  Dorotea:  «Pues  así  es,  esténme  vuestras  merce- 
des, atentos. » 

No  hubo  ella  dicho  esto,  cuando  Cardenio  y  el  barbero  se  le  pusie- 
ron al  lado,  deseosos  de  ver  cómo  fingía  su  historíala  discreta  Dorotea; 
y  lo  mismo  hizo  Sancho,  que  tan  engañado  iba  con  ella  como  su  amo;  y 
ella,  después  de  haberse  puesto  bien  en  la  silla,  y  previniéndose  con  toser 
y  hacer  otros  ademanes,  con  mucho  donaire  comenzó  á  decir  desta  ma- 
nera: <  Primeramente  quiero  que  vuestras  mercedes  sepan,  señores  míos. 
que  á  mí  me  llaman...» 

Y  detúvose  aquí  un  poco,  porque  se  le  olvidó  el  nombre  que  el 
Cura  le  había  puesto;  pero  él  acudió  al  remedio,  porque  entendió  en  lo 
que  reparaba,  y  dijo:  «No  es  maravilla,  señora  mía,  que  la  vuestra 
grandeza  se  turbe  y  empache  contando  vuestras  desventuras;  que  ellas 
suelen  ser  tales,  que  muchas  veces  quitan  la  memoria  á  los  que  mal- 
tratan, de  tal  manera,  que  aun  de  sus  mesmos  nombres  no  se  les  acuer- 
da, como  han  hecho  con  vuestr.i  gran  señoría,  que  se  ha  olvidado  que 
se  llama  la  Princesa  Micomicona,  legítima  heredera  del  gran  reino 
Micomicón;  y  con  este  apuntamiento  puede  la  vuestra  grandeza  redu- 
cir ahora  fácilmente  á  su  lastimada  memoria  todo  a(juello  ({ue  contar 
quisiere. - 

—Así  es  la  verdad,  respondió  la  doncella;  y  desde  aquí  adelante  creo 
que  nf)  será  menester  apuntarme  nada,  que  yo  saldré  á  buen  })uerto 
con  mi  verdadera  historia;  la  cual  es,  que  el  Rey  mi  padre,  (|ue  sé 
llamaba  Tinaei'io  .el  Sabidor,  fué  muy  docto  en  esto  que  llaman  el  arte 
mágica,  y  alcanzó  por  su  ciencia  que  mi  inadre,  que  se  llamaba  la  Reina 
Jaramilla,  liabía  de  inorir  primero  (jue  él,  y  que  allí  á  poco  tiempo 
él  también  había  de  [)asar  desta  vida,  y  yo  había  de  quedar  huérfana 
dé  padre  y  madre:  pero  decía  él  que  no- le  fatigaba  tanto  esto  cuanto 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXX  227 

le  ponía  cmi  coiit'iisiíjn  sabor  por  cosa  muy  cierta  que  un  dcsconiuna? 
iliiíante,  señor  do  una  jurando  ínsula  que  casi  alinda  con  nuestro  reimo, 
llamado  Pandatilando  de  la  Fosca  Vista...,  porque  es  cosa  averiguada 
que,  auntiue  tiene  los  ojos  en  su  lugar  y  derechos,  siem])re  mira  ai 
revés,  como  si  fuese  bizco,  y  esto  lo  hace  él  de  maligno  y  jxtr  poneF 
miedo  y  espanto  á  los  (pie  mira...  Digo  (pie  supo  que  este  gigante,  ei» 
salñendo  mi  orfandad,  había  de  pasar  con  gran  poderío  sobre  mi  reino, 
y  me  lo  había  de  quitar  todo,  sin  dejanue  una  pequeña  aldea  donde 
me  recogiese;  pero  que  ])odía  excusar  toda  esta  ruina  y  desgracia  si  yo 
me  quisiese  casar  con  él;  mas,  u  lo  (pie  él  entendía,  jamás  j)onsaba  (pie 
me  vendría  Ji  nn' en  voluntad  de  hacer  tan  desigual  casamiento;  y  dijo 
en  esto  la  pura  verdad,  por([ue  jamás  me  ha  pasado  por  el  pensamiento 
casarme  con  atjuel  gigante,  pero  ni  con  otro  alguno,  por  grande  y 
desaforado  (pie  fuese.  Dijo  tanü)ién  mi  pacho  (pie  fles})ués  que  él  fuese 
muerto  y  viese  yo  que  Pandatilando  comenzaba  á  {¡asar  sobre  mi 
reino,  (|U0  no  aguardase  á  ponerme  im  defensa,  ponpie  sería  destruirme, 
sino  que  libremente  le  dejase  desembarazado  el  reino,  si  ((uería  excu- 
sar la  muerte  y  total  destruición  de  mis  buenos  y  leales  vasallos,  por- 
(pie  no  había  de  ser  posible  defenderme  do  la  endiablada  fuerza  del 
gigante;  sino  que  luego,  con  alguno  de  los  míos,  me  pusiese  en  camiiio 
do  las  Españas,  donde  hallaría  el  remedio  de  mis  males  hallando  á  un 
caballero  andante  cuya  fama  en  este  tiempo  se  extendería  por  todo 
este  reino,  el  cual  se  había  de  llamar,  si  mal  no  me  acuerdo,  don  Azote 
(')  don  Jigote. 

— Don  Quijote  diría,  .señora,  dijo  á  esta  sawin  Sancho  Panza,  ó  por 
otro  nombro,  el  ' 'aballero  do  la  Triste  Figura. 

— Así  es  la  verdad,  dijo  Dorotea.  Dijo  más:  que  había  de  ser  alto 
de  cuerpo,  seco  de  rostro,  y  que  en  el  lado  derecho,  debajo  del  hombro 
izquierdo,  ó  por  allí  junto,  liabía  de  tener  un  lunar  pardo  con  ciertos 
cabellos  á  manera  de  cerdas. 

En  oyendo  esto  Don  Quijote,  dijo  á  su  escudero:  «Ten  a<|uí,  Sandio, 
hijo,  ayúdame  á  desnudar;  que  quiero  ver  si  soy  el  caballero  que  aquel 
sabio  Rey  dejó  profetizado.» 

— Pues  r.para  qué  quiere  vuestra  merced  desnudai-se?,  dijo  Dorotea. 

— Para  ver  si  tengo  ese  hmar,  (|ue  vuestro  padre  dijo,  respondió  Don 
<  ¿uijote. 

-No  hay  para  (|ué  desnudarse,  dijo  Sancho;  que  yo  sé  que  tiene 
vuestra  merced  un  lunar  desas  señas  en  la  mitad  del  espinazo,  que  es 
señal  de  hombre  fuerte. 

— Eso  basta,  dijo  Dorotea,  porque  con  los  amigos  no  se  ha  de  mlrívr 
en  pocas  cosas;  y  que  esté  debajo  del  hombro  ó  que  esté  en  el  e.spinazo 
importa  poco;  basta  <|ue  haya  lunar,  y  esté  donde  estuviere,  pues 
todo  es  una  mesma  carne;  y  sin  duda  acertó  mi  buen  padre  en  todo,  v 
yo  he  acertado  en  encomendarme  al  señor  Don  Quijote;  que  él  es  por 
quien  mi  i)adre  lo  dijo;  pues  las  señales  del  rostro  vienen  con  las  de 
la  buena  fama  que  este  caballero  tiene,  no  sólo  en  España,  pero  en 
toda  la  Mancha;  pues  apenas  me  hube  desembarcado  en  Osuna,  cuando 


^28  ■    DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

OÍ  decir  tantas  hazañas  suyas,  que  luego  me  dio  el  alma  que  era  el  mes- 
nao  que  venía  á  buscar. 

— Pues  ¿cómo  se  desembarcó  vuestra  merced  en  Osuna,  señora  mía. 
i[)reountó  Don  Quijote,  si  no  es  puerto  de  mar? 

Mas  antes  que  Dorotea  respondiese,  tomó  el  Cura  la  mano  y  dijo; 

— Debe  de  querer  decir  la  señora  Princesa,  que  después  que  desem- 
barcó en  Málaga,  la  prirnera  parte  donde  oyó  ntievas  de  vuestra  merced 
tué  en  Osuna. 

— Eso  quise  decir,  dijo  Dorotea. 

-—Y  esto  lleva  camino,  dijo  el  Cura;  y  prosiga  V.  M.  adelante. 

- — No  hay  que  proseguir,  respondió  Dorotea;  sino  que  ñnalmente  mi 
suerte  ha  sido  tan.  buena  en  hallar  al  señor  Don  Quijote,  que  ya  me 
cuento  y  tengo  por  reina  y  señora  de  todo  mi  reino;  pues  él,  por  su 
cortesía  y  magnificencia,  me  ha  prometido  el  don  de  irse  conmigo  donde 
quiera  que  yo  le  llevare,  que  no  será  á  otra  parte  que  á  ponerle  delant» 
de  Paudafilando  de  la  Fosca  Vista,  para  que  le  mate,  y  me  restituya  lo 
que  tan  contra  razón  me  tiene  usurpado;  que  todo  esto  ha  de  suceder  á 
pedir  de  boca,  púe^  así  lo  dejó  profetizado  Tinacrio  el  Sabidor,  mi  buen 
padre,  el  cual  también  dejó  dicho  y  escrito  en  letras  caldeas  ó  griegas 
(que  yo  no  las  sé  leer)  que  si  este  caballero  de  la  profecía,  después  de 
h^iber  degollado  al  gigante,  quisiese  casarse  conmigo,  cjue  yo  me  otoi 
^ase. luego  sin  réplica  alguna  por  su  legítima  esposa,  y  le  diese  la  pose- 
éión  de  mi  reino,  junto  con  la  de  mi  persona. 

— ¿Qué  te  parece^  Sancho  amigo?,  dijo  á  este  punto  Don  Quijote.  ¿Ko 
oyes  lo  que  pasa?  ¿Ño' te  lo  dije  yo?  ¡Mira  si  tenemos  ya  reino  que  mau- 
d/ir,  y  reina  con  quien  casar! 

■  T-Eso  juro  yo,' dijo  'Sancho:  ¡para  el  puto  que  no  se  casare,  en  abrien- 
do, el  gaznatico  al  señor, Pandahilado!  Pues  ¡monta,  que  es  mala  la  rei 
ha!  ¡Así  se  me  vuelvan  las  pulgas  de  la  cama!  Y  diciendo  esto  dio  do- 
zapatetas  en  el  aire  con, muestras  de  grandísimo  contento;  luego  fué  a 
tomar  las  riendas  de'la  hiula  de  Dorotea,  y  haciéndola  detener,  se  hiii 
có:  de  rodillas  ante 'ella;'  suplicándole  le  diese  los  manos  para  besársela^ 
en  señal  que  la  recibía  ])or  su  reina  y  señora. 

,  ¿Quién  no  había  de  reir,  de  los  circunstantes,  viendo  la  locura  del 
amo  y  la  simplicidad  del  criado?  En  efeto,  Dorotea  se  las  dio,  y  le  pro 
metió  de  hacerle  gran  señor  en  su  reino  cuando  el  Cielo  le  hiciese  tanto 
bien  que  se  lo  dejf^se,  cobrar  y  gozar.  Agradecióselo  Sancho  con  tak- 
palabras,  que  renbvÓ  la  risa  en  todos.  «Esta,  señores,  prosiguió  Doro 
tea,  es  mi  historia:  sólo  resta  por  deciros  que,  de  cuanta  gente  de  acom- 
{)añamiento  saqué  de  mi  reino,  no  me  ha  quedado  sino  sólo  este  bien 
barbado  escudero;  porque  todos  se  anegaron  en  una  gran  borrasca  que 
tuvimos  á  vista  del  puerto,  y  él  y  yo  salimos  en  dos  tablas  á  tierra, 
como  por  milagro;  y  así  es  todo  milagro  y  misterio  el  discurso  de  mi 
vida,  como  lo  habéis  notado;  y  si  en  alguna  cosa  he  andado  demasiada  ó 
rio  tan  la'certada  como  debiera,  echad  la  culpa  á  lo  que  el  señor  licen- 
'cjado  dijo  al  principio' de  mi  cuento:  que  los  trabajos  continuos  y  ex 
traordinarios  quitan'la  inemoria  al  que  los  padece.» 


partí:  primeka. — capitulo  xxx 


22{) 


—Esa  no  me  quitarán  á  mí,  ¡oh  alta  y  valerosa  señora!,  dijo  Don 
(¿uijote.  cuantos  yo  pasare  en  serviros,  por  s^randes  y  no  vistos  que 
sean;  y  así.  de  nuevo  confirmo  el  don  que  os  he  prometido,  y  juro  de  ir 
con  vos  al  cabo  del  mundo,  hasta  verme  con  el  ñero  enemigo  vuestro, 
ií  ([uien  pienso,  con  el  ayuda  de  Dios  y  de  mi  brazo,  tajar  la  cabeza  so- 
berl)ia  con  los  tilos  dcsta,  no  quiero  decir  Iniena  espada;  y  des})ués  de 
habérsela  tajado,  y  i)uéstoosen  ])acítíca  posesión  de  vuestro  Estado,  que- 
dará á  vuestra  voluntad  liacer  de^'uestra  persona  lo  que  más  en  talan- 


Se  hi7ic<5  de  riKlillas  ante  ella,  suplicándole  le  diese  las  manos  para  besárselas,  on  seflal 
que  la  recibía  por  su  reina  y  su  señora. 


te  OS  vuiiere;  })or([ue  mientras  que  yo  tuviere  ocupada  la  memoria,  per- 
dido el  entendimiento  y  cautiva  la  voluntad  por  aquella...,  y  no  digo 
más...,  no  es  po.'íible  que  yo  arrostre  ni  por  pienso  el  casarme,  aunque 
fuese  con  el  ave  Fénix. 

Parecióle  tan  mal  á  Sancho  lo  que  últimamente  su  amo  dijo  acerca 
de  no  querer  casarse,  que  con  grande  enojo,  alzando  la  voz,  dijo:  «¡Voto 
á^mí.  y  juro  á  mí,  que  no  tiene  vuestra  merced,  señor  Don  Quijote,  ca- 
bal juicio!  Pues  ¿cómo  es  posible  (jue  pone  vuestra  merced  en  duda  el 
casarse  con  tan  alta  princesa  como  aquesta?  ¿Piensa  que  le  ha  de  ofre- 
cer la  fortuna  iras  cada  cantillo  semejante  ventura  como  la  que  ahora 
se  le  ofreceV  ¿Es  por  dicha  más  liermosa  mi  señora  DulcineaV  No  por 
cierto,  ni  aun  con  la  mitad;  y  aun  estoy  por  decir  que  no  llega  á  su  za- 
pato de  la  que  está  delante.  ¡Así,  noramala  alcanzaré  yo  el  condado  que 
espero  si  vuestra  merced  se  anda  á  pedir  cotufas  en  el  golfo!  ¡Cásese, 
cásese  luego,  encomiéndole  yo  á  Satanás,  y  tome  ese  reino  que  se  le  vi©- 


230  DON    QUIJOTE    VE    LA    MANCHA 

lie  alas  nuiíios  fie  rohis,  rohis.  y  en  siendo  rey,  hágame  mar(|ués  ó  adc 
lantado,  y  luego  siquiera  se  lo  lleve  el  Diablo  todo!» 

Don  Quijote,  ({ue  tales  blasfemias  oyó  decir  contra  su  señora  Dulci- 
nea, no  lo  pudo  sufrir;  y  alzando  el  lanzón,  sin  hablalle  palabra  á  San 
cho  y  sin  decirle  esta  boca  es  mía.  le  dio  tales  dos  palos,  que  dio  con  ('1 
en  tierra;  y  si  no  fuera  porque  Dorotea  le  dio  voces  que  no  le  diera 
más,  sin  dúdale  quitara  allí  la  vida. 

— ¿Pensáis,  le  dijo  á  cabo  de  rato,  villano  ruin,  que  ha  de  haber  lu 
gar  siempre  para  ponerme  la  mano  en  la  horcajadura,  y  que  todo  ha 
de  ser  errar  vos  y  perdonaros  yoV  ¡Pues  no  lo  penséis,  bellaco  descomul- 
gado; que  sin  duda  lo  estás,  pues  has  [mesto  lengua  en  la  sin  par  Dul- 
cinea! ¿Y  no  sal)éis  vos,  gañán,  faquín,  belitre,  (jue  si  no  fuese  por  el 
valor  que  ella  infunde  en  mi  brazo,  que  no  le  tendría  yo  para  matar 
una  pulga?  Decid,  socarrón  de  lengua  viperina:  ¿quién  pensáis  que 
ha  ganado  este  reino  y  cortado  la  cabeza  á  este  gigante  y  héchoos  á  vos 
manjués  ((jue  todo  esto  doy  ya  por  hecho  y  por  cosa  pasada  en  C(jsa 
juzgada),  si  no  es  el  valor  de  Dulcinea,  tomando  á  mi  brazo  por  instru- 
mento de  sus  hazañas?  Ella  pelea  en  mí  y  vence  en  mí,  y  yo  vivo  y 
respiro  en  ella,  y  telngo  vida  y  ser.  ¡Oh  hideputa  bellaco,  y  cómo  soi-^ 
desagradecido,  que  os  veis  levantado  del  polvo  de  la  tierra  á  ser  señor 
de  título,  y  correspondéis  á  tan  buena  obra  con  decir  mal  de  quien  os 
la  hizo! » 

No  estaba  tan  maltrecho  Sancho,  que  no  oyese  todo  cuanto  su  amo 
le  decía;  y  levantándose  con  un  poco  de  presteza,  se  fué  á  poner  detrás 
del  palafrén  de  Dorotea,  y  desde  allí  dijo  á  su  amo:  «Dígame,  señor,  si 
vuestra  merced  tiene  determinado  de  no  casarse  con  esta  gran  princc 
sa,  claro  está  que  no  será  el  reino  suyo;  y  no  siéndolo,  ¿qué  mercedes 
me  puede  hacer?  Esto  es  de  lo  que  yo  me  quejo.  Cásese  vuestra  merced 
una  por  una  con  esta  reina,  ahora  que  la  tenemos  aquí  como  llovida  del 
Cielo,  y  después  puede  volverse  con  mi  señora  Dulcinea;  que  reyes  debe 
de  haber  habido  en  el  mundo  que  hayan  sido  amancebados.  En  lo  de 
la  hermosura  no  me  entremeto;  que  en  verdad,  si  vp,  á  decirla,  que 
entrambas  me  })arecen  bien,  puesto  que  yo  nunca  he  visto  á  la  señora 
Dulcinea. 

— ¿Cómo  que  no  la  has  visto,  traidor  blasfemo?,  dijo  Don  Quijote; 
¿pues  no  acabas  de  traerme  ahora  un  recado  de  su  parte? 

— Digo  que  no  la  he  visto  tan  despacio,  dijo  Sancho,  que  pueda  ha- 
ber notado  particularmente  su  hermosura  y  sus  buenas  partes  punto 
por  punto;  pero  así  á  bulto,  me  parece  bien. 

— Ahora  te  disculpo,  dijo  Don  Quijote;  y  perdóname  el  enojo  que  te 
he  dado,  que  los  primeros  movimientos  no  son  en  manos  de  los  hom- 
bres. 

— ¡Ya  yo  lo  veo!,  respondió  Sancho.  Y  así,  en  mí  la  gana  de  hablar 
siempre  es  primero  movimiento,  y  no  puedo  dejar  de  decir,  por  una  vez 
siquiera,  lo  que  me  viene  á  la  lengua. 

.    — Con  todo  eso,  dijo  Don  Quijote,  mira,  Sancho,  lo  que  hablas,  por- 
que tantas  veces  va  el  cantsrillo  á  la  fuente...,  y  no  te  digo  más. 


PAKTE  PRIMERA. — CAPITULO  XXX  281 


Ahora  bien,  respondió  Sancho;  Dios  esta  en  el  Cielo,  cjue  ve  las 
trampas,  y  será  juez  de  (juién  hace  más  mal.  yo  en  no  hablar  bien,  ó 
vuestra  merced  en  ol)rallo. 

¡No  haya  más!,  dijo  Dorotea.  Corred,  Sancho,  y  besad  la  mano  á 
\  iK'stro  señor,  y  pedilde  perdón,  y  de  aquí  adelante  andad  más  atenta- 
do en  vuestras  alabanzas  y  vituperios;  y  no  dipiis  mal  de  aquesa  seño- 
ra Tobosa,  á  (juien  yo  no  conozco,  si  no  es  para  servilla,  y  tened  con- 
lifmza  en  Dios,  (pie  no  os  ha  de  faltar  un  Estado  donde  viváis  como  un 
príncipe. 

Fué  Sancho  cabizbajo,  y  })idi(')  la  mano  á  su  s^íñor,  y  él  se  la  dio  con 
reposado  continente;  y  después  (jue  se  la  hubo  besado,  le  echó  la  ben- 
dición, y  dijo  á  Sancho  que  se  adelantase  un  |)oco.  (pie  tenía  (pie  pre 
líuntalle  y  ([ue  departir  con  él  cosas  de  mucha  importancia. 

IIízolo  así  Sancho,  y  apartáronse  los  dos  aljío  adelante,  y  díjole  Don 
í^iijote:  Desjaiés  (|ue  vini.ste,  ik»  he  tenido  lugar  ni  espacio  para  pre- 
iíuiitarte  muchas  cosas  de  particularidad  acerca  de  la  embajada  (pie  lle- 
vaste y  de  la  respuesta  (pie  trujiste;  y  ahora,  j»ues  la  fortuna  nos  ha 
conce(Íido  tienqn»  y  luííar,  no  me  nieirues  tú  la  ventura  (|ue  })uedes  dar- 
me con  tan  l>uenas  nuevas.  > 

— Pregunte  vuestra  merced  lo  (jue  (juisiere,  respondió  Sancho,  que 
á  todo  daré  tan  buena  sahda  como  tuve  la  entrada;  pero  suplico  á  vues- 
tra merced,  señor  mío,  (pie  no  sea  de  acjuí  adelante  tan  vengativo. 

— ¿lV)r  qué  lo  dices,  Sancho?,  dijo  Don  (Quijote. 

— Dígolo,  respondi('),  porque  estos  palos  de  agora,  más  fueron  por  la 
pendencia  (pie  entre  los  dos  trabó  el  Diablo  la  otra  noche  que  por  lo 
(jue  dije  contra  mi  señora  Dulcinea,  á  (juien  amo  y  reverencio  como  á 
una  reliquia,  aunque  en  ella  no  la  haya,  S(')lo  por  ser  cosa  de  vuestra 
merced. 

— ¡No  tornes  á  esas  pláticas,  Sancho,  por  tu  vida,  dijo  Don  Quijote; 
que  me  dan  pesadumbre!  Ya  te  perdoné  entonces,  y  bien  sabes  tú  que 
suele  decirse:  A  pecado  nuevo,  penitencia  nueva. 

Mientras  esto  pasaba  vieron  venir  por  el  camino  donde  ellos  iban 
á  un  hombre  caballero  sobre  un  jumento;  y  cuando  llegó  cerca,  les  pa- 
reció que  era  un  gitano;  i)ero  Sancho  lianza,  que  doquiera  (pie  vía 
asnos  se  le  iban  los  ojos  y  el  alma,  apenas  hubo  visto  al  hombre,  cuan- 
do conoció  que  era  Ginés  <ie  Pasamonte;  y  por  el  hilo  del  gitano,  sacó 
el  ovillo  de  su  asno,  como  era  la  verdad,  pues  era  el  Rucio  sobre  que 
Pasamonte  venía;  el  cual,  })or  no  ser  conocido  y  por  vender  el  asno,  se 
había  puesto  en  traje  de  gitano,  cuya  lengua  y  otras  muchas  sabía  muy 
bien  hablar,  como  si  fueran  naturales  suyas. 

Viole  Sancho  y  conociííle;  y  apenas  le  hubo  visto  y  conocido,  cuan- 
do á  grandes  voces  le  dijo:  «¡Ah,  ladrón  Ginesillo;  deja  mi  prenda, 
suelta  mi  vida,  no  te  ensanches  con  mi  descanso!  ¡Deja  mi  asno,  deja 
mi  regalo;  huye,  puto;  auséntate,  ladrón,  y  desampara  lo  que  no  es 
tuyo!  ;> 

No  fueran  menester  tantas  palabras  ni  baldones,  porque  á  la  [»rimera 
saltó  Ginés;  y  tomando  un  trote  que  parecía  carrera,  en  un  punto  se 


232 


DON  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 


ausentó  y  alejó  de  todos.  Sancho  llegó  á  su  Rucio,  y  abrazándole,  le 
dijo:  «¿Cómo  lias  estado,  bien  mío.  Rucio  de  mis  ojos,  compañero  mío?» 
Y  con  esto  le  besaba  y  acariciaba  como  si  fuera  persona;  el  asno  callaba 
y  se  dejaba  besar  y  acariciar  de  Sancho,  sin  responder  palabra  alguna. 
Llegaron  todos,  y  diéronle  el  paral)ién  del  hallazgo  del  Rucio,  especial- 
mente Don  Quijote,  el  cual  le  dijo  que  no  por  eso  anulaba  la  póliza  de 
los  tres  pollinos.  Sancho  se  lo  agradeció. 

En  tanto  que  los  dos  iban  en  esta  plática,  dijo  el  Cura  á  Dorotea  que 


Y  (Olí  esto,  le  besaba  y  acariciaba  como  .si  fuera  ¡lersoua. 


había  andado  uiuy  discreta,  así  en  el  cuento  como  en  la  brevedad  del 
y  en  la  similitud  que  tuvo  con  los  de  los  libros  de  caballerías. 

Ella  dijo  que  muchos  ratos  se  había  entretenido  en  leellos;  pero  que 
no  sabía  ella  dónde  eran  las  provincias  ni  puertos  de  mar,  y  c{ue  así  ha- 
bía dicho  á  tiento  que  se  había  desembarcado  en  Osuna. 

— -Yo  lo  entendí  así,  dijo  el  Cura,  y  por  eso  acudí  luego  á  decir  lo 
que  dije,  con  que  se  acomodó  todo.  Pero  ¿no  es  cosa  extraña  ver  con 
cuánta  facilidad  cree  este  desventurade  hidalgo  todas  estas  invenciones 
y  mentiras,  sólo  porque  llevan  el  estilo  y  modo  de  las  necedades  de  sus 
libros? 

— Sí  es,  dijo  Cardenio,  y  tan  rara  y  nunca  vista,  que  yo  no  sé  si  que- 
riendo inventarla  y  fabricarla  mentirosamente,  hubiera  tan  agudo  inge- 
nio que  pudiera  dar  en  ella. 

— Pues  otra  cosa  hay  en  ello,  dijo  el  Cura;  que  fuera  de  las  simpli- 
cidades que  este  buen  liidalgo  dice  tocantes  á  su  locura,  si  le  tratan  de 
otras  cosas  discurre  con  bonísimas  razones,  v  nniestra  tener  un  enten- 


PABTK    TKIMEKA. OAI'ÍTULÜ    XXX  233 

dimientü  claro  y  capaz  de  todo;  de  manera  que,  como  no  le  toquen  en 
sus  caballerías,  no  habrá  nadie  que  le  juzgue  sino  por  de  muy  buen  en 
tendimiento. 

En  tanto  que  ellos  iban  en  esta  conversación,  prosiguió  Don  Quijote 
con  la  suya,  y  dijo  á  Sancho:  <  Echemos,  Panza  amigo,  pelillos  á  la  mar 
en  esto  de  nuestras  pendencias,  y  dime  ahora,  sin  tener  cuenta  con 
enojo  ni  rencor  alguno:  ¿dónde,  cómo  y  cuándo  hallaste  á  Dulcinea'? 
¿Qué  hacía?  ¿Qué  le  dijiste?  ¿Qué  te  respondió?  ¿Qué  rostro  hizo  cuando 
leía  mi  carta?  ¿Quién  te  la  trasladó?  Y  todo  aquello  que  vieres  que  en 
este  caso  es  digno  de  saberse,  de  preguntarse  y  satisfacerse,  sin  que 
añadas  ó  mientas  por  darme  gusto,  ni  menos  te  acortes  ])or  no  quitár- 
mele. » 

— Señor,  respondió  Sancho,  si  va  á  decir  la  verdad,  la  carta  no  me  la 
trasladó  nadie,  porque  yo  no  llevé ^arta  alguna. 

— Así  es  como  tú  dices,  dijo  Don  Quijote,  porque  el  hbrillode  memo- 
ria donde  yo  la  escribí  le  hallé  en  mi  ]>oder  á  cabo  de  dos  horas  de  tu 
partida,  lo  cual  me  causó  grandísima  pena,  por  no  saber  lo  c[ue  habías 
tú  de  hacer  cuando  te  vieses  sin  carta;  y  creí  sienq)re  que  te  volvieras 
desde  el  lugar  donde  la  echaras  menos. 

— Así  fuera.  resj)ondió  Sancho,  si  no  la  hubiera  yo  tomado  en  la  me- 
moria cuando  vuestra  merced  me  la  leyó;  de  manera  que  se  la  dije  á 
un  sacristán,  que  me  la  trasladó  del  entendimiento  tan  ])unto  por  pun- 
to, que  dijo  que  en  todos  los  días  de  su  vida,  aunque  había  leído  mu- 
chas cartas  de  descomunión,  no  había  visto  ni  leído  tan  linda  carta  como 
aquélla. 

— ¿Y  tiéiiesla  todavía  en  la  memoria,  Sancho?— dijo  Don  Quijote. 

— No,  señor,  respondió  Sancho,  porque  después  (jue  la  dije,  como  vi 
que  no  había  de  ser  de  más  i)rovecho,  di  en  olvidalla;  y  si  algo  se  me 
acuerda,  e.-  .«iquello  del  Sonajada.  digo,  del  Soberana  señora,  y  lo  último: 
Vuestro  hasta  la  muerte,  el  Cahallero  de  la  Triste  Figura;  y  en  medio 
destas  dos  cosas  le  puse  más  de  trescientes  almas  y  vidas  y  ojos  míos. 


CAPITULO  XXXI 


De  los  sabrosos  razonamientos  que  pasaron  entre  Don  Quijote  y  Sancho  Panza, 
su  escudero,  con  otros  sucesos. 


ODO  eso  no  me  descoiiteuta:  prosigue  adelante,  dijo  Don  Quijo- 
te. LleíTaste:  ¿y  qué  liacía  aquella  reina  de  la  hermosura?   .\ 
buen  seguro  que  la  hallaste  ensartando  perlas,  ó  bordando  al 
guna  empresa  con  oro  de  cañutillo,  para  este  su  cautivo  caba- 


llero. 


— No  la  hallé,  respondió  Sancho,  sino  ahechando  dos  hanegas  de  trigo 
en  un  corral  de  su  casa. 

— Pues  haz  cuenta,  dijo  Don  Quijote,  que  los  granos  de  aí^uel  trigo 
eran  granos  de  perlas,  tocados  de  sus  manos;  y  si  miraste,  amigo,  el 
trigo,  ¿era  candeal,  ó  trechel? 

— No  era  sino  rubión,  respondió  Sancho. 

— Pues  yo  te  aseguro,  dijo  Don  Quijote,  ([ue  aliechado  por  sus  manos, 
hizo  pan  candeal,  sin  duda  alguna.  Pero  pasa  adelante:  cuando  le  diste 
mi  carta,  ¿besóla?,  ¿púsosela  sobre  la  cabeza?,  ¿hizo- alguna  ceremonia, 
digna  de  tal  carta,  ó  qué  hizo? 

— Cuando  yo  se  la  iba  á  dar,  respondió  Sancho,  ella  estaba  en  la  fuga 
del  meneo  de  una  buena  jiorción  de  trigo  que  tenía  en  la  criba,  y  díjo- 
me:  «Poned,  amigo,  esa  carta  sobre  aquel  costal;  <jue  no  la  puedo  leer 
hasta  que  acabe  de  acribar  todo  lo  que  aquí  está.  > 

— ¡Discreta  señora!,  dijo  Don  Quijote.  Eso  del)ió  de  ser  por  leella  des- 
pacio y  recrearse  con  ella.  ¡Adelante,  Sancho!  Y  en  tanto  que  estaba  en 
su  menester,  ¿qué  coloquios  ])asó  contigo?  ¿Qué  te  jjreguntó  de  mí,  y 


PKIMKRA    PAUTK. CAPÍTULO    XXXI  235 


tú  (\u('  \v  respondiste?  ¡Acal)»,  ciu  lítamelo  todo,  no  se  te  (jiiede  en  el 
tintero  una  mínima! 

— Ella  no  me  preguntó  nada,  dijo  Sancho;   mas  yo  le  dije  de  la  ma 
ñera  que  vuestra  merced,  por  su  servicio,  quedaba  haciendo  peniten- 
cia, desnudo  de  la  cintura  arriba,  metido  entre  estas  sierras  como  si 
fuera  salvaje,  durmiendo  en  el  suelo,  sin  comer  pan  á  manteles  y  sin 
peinarse  la  barba,  llorando  y  maldiciendo  su  fortuna. 

— En  decir,  que  maldecía  mi  fortuna  dijiste  mal,  dijo  Don  Quijote; 
porque  antes  la  l)endi<iO  y  la  bendeciré  todos  los  días  de  mi  vida,  por 
haberme  hecho  diiLrnt»  de  merecer  amar  tan  alta  señora  como  Dulcinea 
<lel  Toboso. 

■ — ^Tal  alta  es.  respondió  Sancho,  que  á  buena  fe  que  me  lleva  :i  mi 
más  de  un  coto. 

— Pues  ¡cóuK»,  Sancho!,  dijo  Don  (Quijote.  ^ liaste  medido  tii  con 
ellaV 

— Medíme  en  esta  manera,  respondi(')  Sancho;  ([ue  lletrando  á  ayudaí" 
á  ])oner  un  costal  de  trigo  sobre  un  jumento,  llegamos  tan  juntos,  que 
eché  de  ver  que  me  llevaba  más  de  un  gran  j)almo. 

— Pues  es  verdad,  replicó  Don  (Quijote,  que  no  acompaña  esa  gran 
deza  y  la  adorna  con  mil  y  mil  dones  y  gracias  del  alma.  IVro  no  me 
negarás.  Sancho,  una  cosa:  cuando  llegaste  junto  íi  ella,  r,no  sentiste  un 
olor  sabeo,  una  fragancia  aromática,  y  un  no  sé  qué  de  bueno,  que  yo 
no  acierto  á  dalle  nombreV  Digo  un  tuho  ó  tufo,  como  si  estuvieras  en 
la  tienda  de  algún  curio.^^o  guantero. 

'■%, — Lo  que  .sé  decir,  dijo  Sancho,  es  que  sentí  un  olorcillo  algo  hom- 
bruno; y  debía  de  ser  (pie  ella,  con  el  mucho  ejercicio,  estaba  sudada  y 
algo  correosa. 

— No  sería  eso.  respondió  Don  Quijote,  sino  (|ue  tú  debías  de  estar 
romadizo,  ó  te  debistes  de  oler  á  ti  mismo;  porque  yo  sé  bien  á  lo  (jue 
huele  aquella  rosa  entre  espinas,  aquel  lirio  del  campo.  iu\uiA  ámbar 
desleído. 

— Todo  }»uede  ser,  respondió  Sancho;  que  muchas  veces  sale  de  mí 
aquel  olor,  que  entonces  me  pareció  que  salía  de  su  merced  de  la  seño- 
ra Dulcinea;  jierr»  no  hay  de  qué  maravillarse,  (jue  un  diablo  jiarece  á 
otro. 

•  -Y  bien,  prosiguic)  Don  Qinjote:  he  aquí  (pie  acabó  de  limpiar  su 
trigo  y  de  enviallo  al  molino;  ¿qué  hizo  cuando  leyó  la  cartaV 

—La  carta,  dijo  Sancho,  no  la  leyó,  porque  dijo  que  no  sabía  leer 
ni  escribir;  antes  la  rasgó  y  la  hizo  menudas  piezas,  diciendo  que  no 
la  quería  dar  á  leer  á  nadie,  porque  no  se  supiesen  en  el  lugar  sus 
secretos;  y  que  l)astaba  lo  que  yo  le  había  dicho  de  palabra  acerca 
del  amor  que  vuestra  merced  le  tenía,  y  de  la  penitencia  extraordi- 
naiia  que  por  su  causa  quedaba  haciendo;  y  ñnalmente,  me  dijo  que 
dijese  á  vuestra  merced  que  le  besaba  las  manos,  y  que  allí  quedaba 
con  más  deseo  de  verle  que  de  escribirle;  y  que  así,  le  suplicaba  y 
mandaba  que,  vista  la  presente,  saliese  de  aquestos  matorrales  y  se 
dejase  de  hacer  disparates,  y  se  pusiese,  luego,  luego,  en  camino  del 


236  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Toboso,  si  Qtra  cosa  de  más  importancia  no  le  sucediese,  porque  tenia- 
gran  deseo  de  ver  á  vuestra  merced.  liióse  mucho  cuando  le  dije  cómo 
se  llamaba  vuestra  merced  el  Caballero  de  la  Triste  Figura:  pregúntele 
si  había  ido  allá  el  vizcaíno  de  marras;  díjome  .que  sí,  y  que  era  un 
hombre  muy  de  bien.  También  le  pregunté  por  los  galeotes;  mas  díjome 
que  no  había  visto  hasta  entonces  alguno. 

— Todo  va  bien  hasta  agora,  dijo  Don  Quijote;  pero  dime:  ¿que 
joya  fué  la  que  te  dio  al  despedirte,  por  las  nuevas  que  de  mí  le  lle- 
vaste'? Porque  es  usada  y  antigua  ^costumbre  entre  los  caballeros  y 
damas  andantes  dar  á  los  escuderos,  doncellas  ó  enanos  que  les  llevan 
nuevas,  de  sus  damas  á  ellos,  á  ellas  de  sus  andantes,  alguna  rica  joya 
en  albricias  y  en  agradecimiento  de  su  recado. 

— Bien  puede  eso  ser  así,  y  yo  la  tengo  por  buena  usanza;  pero  eso 
debía  de  ser  en  los  tiempos  pasados,  que  ahora  sólo  se  debe  de  acos- 
tumbrar el  dar  un  pedazo  de  pan  y  queso;  que  esto  fué  lo  que  me  dio 
mi  señora  Dulcinea  por  las  bardas  de  un  corral  cuando  della  me  des- 
pedí, y  aun,  por  más  señas,  era  el  queso  ovejuno. 

— Es  liberal  en  extremo,  dijo  Don  Quijote;  y  si  no  te  dio  joya  de  oro, 
sin  duda  debió  de  ser  porque  no  la  tendría  ahí  á  la  mano  para  dártela; 
pero  buenas  son  mangas  después  de  pascua:  yo  la  veré,  y  se  satisfará 
todo.  ¿Sabes  de  qué  estoy  maravillado,  Sancho?  De  que  me  parece  que 
fuiste  y  veniste  por  los  aires,  pues  poco  más  de  dos  días  has  tardado  en 
ir  y  venir  desde  aquí  á  Toboso,  habiendo  de  aquí  á  allá  más  de  treinta 
leguas;  por  lo  cual  me  doy  á  entender  que  aquel  sabio  nigromante  que 
tiene  cuenta  cou  mis  cosas  yes  amigo  (porque  por  futrza  le  hay  y  le 
ha  de  haber,  so  pena  que  yo  no  sería  buen  caballero  andante);  digo 
que  este  tal  te  debió  de  ayudar  á  caminar  sin  que  tú  lo  sintieses;  que 
hay  sabio  destos  que  coge  á  un  caballero  andante  durmiendo  en  su 
cama,  y  sin  saber  cómo  ó  en  qué  manera,  amanece  otro  día  más  de  mil 
leguas  de  donde  anocheció;  y  si  no  fuese  por  esto,  no  se  podría n  soco- 
rrer en  sus  peligros  los  caballeros  andantes  unos  á  otros,  como  se  soco- 
rren á  cada  paso;  que  acaece  estar  uno  peleando  en  las  tierras  de  Ar- 
menia con  algún  endriago,  ó  con  algún  fiero  vestiglo,  ó  con  otro  caba- 
llero donde  lleva  lo  peor  de  la  batalla,  y  está  ya  á  punto  de  muerte;  y 
cuando  menos  me  cato  asoma  por  acullá,  encima  de  una  nube  ó  sobre 
un  carro  de  fuego,  otro  caballero  amigo  suyo,  que  poco  antes  se  hallaba 
en  Inglaterra,  que  le  favorece  y  libra  de  la  muerte;  y  á  la  noche  se  halla 
en  su  posada,  cenando  muy  á  su  sabor;  y  suele  haber  de  la  una  á  la 
otra  parte  dos  ó  tres  mil  leguas;  y  todo  esto  se  hace  por  industria  y 
sabiduría  destos  sabios  encantadores  que  tienen  cuidado  destos  valero- 
sos caballeros;  así  que,  amigo  Sancho,  no  se  me  hace  dificultoso  creer 
que  en  tan  breve  tiempo  hayas  ido  y  venido  desde  este  lugar  al  de 
Toboso;  pues,  como  tengo  dicho,  algún  sabio  amigo  te  debió  de  llevar 
en  volandillas  sin  que  tú  lo  sintieses. 

— Así  sería,  dijo  Sancho,  porque  á  buena  fe  que  andaba  Rocinante 
como  si  fuera  asno  de  gitano  con  azogue  en  los  oídos. 

— ¡Y  cómo  si  llevaba  azogue!,  dijo  Don  Quijote.  ¡Y  aun  una  legión  de 


PARTE    PRIMERA. —  CAPITULO    XXXI 


237 


demonios,  que  ess  gente  <iue  camina  y  hace  caminar  sin  cansarse  todo 
aquello  cjue  se  les  antoja!  ¡Pero,  dejando  esto  aparte,  ¿qué  te  parece  a 
ti  (jue  debo  yo  hacer  ahora  acerca  de  lo  que  mi  señora  me  manda 
que  la  vaya  á  ver?  Que,  aunque  yo  veo  (¡ue  estoy  obligado  á  cumplir 
su  mandíimiento,  véome  también  imposibilitado  del  don  t|ue  he  })ro- 
metido  á  la  Princesa  que  con  nosotros  viene,  y  fuérzame  la  ley  de  ca- 
ballería á  cunq)lir  mi  palabra  autes  que  mi  gusto.  Por  una  parte  me 
acosa  y  fatiga  el  deseo  de  ver  á  mi  señora;  por  otra  me  incita  y  llama 
la  ])roinetida  fe  y  la  gloria  (¡ue  he  de  alcanzar  en  esta  empresa;  pero  lo 
que  pienso  liacer  será  caminar  apriesa  y  llegar  presto  donde  está  este 


Mira,  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  si  el  consejo  que  mo  da~ 
luego  rey  en  matando  al  gigante. 


lie  que  me  case  es  porque  sea 


gigante;  y  en  llegando,  le  cortaré  la  cabeza,  y  pondré  á  la  Princesa  pa- 
cíficamente en  su  Estado,  y  al  punto  daré  la  vuelta  á  ver  á  la  luz  que 
mis  sentidos  alumbra,  á  la  cual  daré  tales  disculpas,  que  ella  venga  á 
tener  por  buena  mi  tardanza,  pues  verá  que  todo  redunda  en  auniento 
de  su  gloria  y  fama,  pues  cuanta  yo  he  alcanzado,  alcanzo  y  alcanzaré 
por  las  armas  en  esta  vida,  toda  me  viene  del  favor  que  ella  me  da,  y 
de  ser  yo  suyo. 

— ¡Ay!,  dijo  Sancho,  ¡y  cómo  está  vuestra  merced  lastimado  de  esos 
cascos!  Pues  dígame,  señor:  ¿piensa  vuestra  merced  caminar  este 
camino  en  balde,  y  dejar  pasar  y  perder  un  tan  rico  y  tan  principal 
casamiento  como  éste,  donde  le  dan  en  dote  un  reinoV  Que  á  buena 
verdad  que  he  oído  decir  que  tiene  más  de  veinte  mil  leguas  de  contor- 
no, y  que  es  abundantísimo  de  todas  las  cosas  que  son  necesarias  para 


238  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

el  sustento  de  la  vida  humana,  y  que  es  mayor  que  Portugal  y  que 
Castilla  juntos.  ¡Calle,  por  amor  de  Dios,  y  tenga  vergüenza  de  lo  que  ha 
dicho,  y  tome  mi  consejo  y  perdóneme,  y  cásese  luego  en  el  primer 
lugar  que  haya  cura!  Y  si  no,  ahí  está  nuestro  licenciado,  (|ue  lo  hará 
de  perlas;  y  advierta  que  ya  tengo  edad  para  dar  consejos,  y  que  este 
que  le  doy  le  viene  de  molde;  (|ue  más  vale  pájaro  en  mano  que  buitre 
volando;  porque  quien  bien  tiene  y  mal  escoge,  por  mal  que  le  enoje  no 
se  venga. 

— Mira,  Sancho,  respondió  Don  Quijote:  si  el  consejo  que  me  das  de 
que  me  case  es  porque  sea  luego  rey  en  matando  al  gigante  y  tenga 
cómodo  para  hacerte  mercedes  y  darte  lo  prometido,  hágote  saber  que 
sin  casarme  podré  cumplir  tu  deseo  muy  fácilmente;  porque  yo  sacaré 
de  adahala  antes  de  entrar  en  la  batalla,  que  saliendo  vencedor  della, 
ya  que  no  me  case,  me  han  de  dar  una  parte  del  reino,  para  que  la  pue- 
da dar  á  quien  yo  quisiere;  y  en  dándomela,  ¿á  quién  quieres  tú  que  la 
dé  sino  á  ti? 

— Eso  está  claro,  respondió  Sancho;  pero  mire  vuestra  merced  que  la 
escoja  hacia  la  marina,  por  que,  si  no  me  contentare  la  vivienda,  pueda 
embarcar  mis  negros  vasallos,  y  hacer  dellos  lo  que  yo  me  he  dicho;  y 
vuestra  merced  no  se  cure  de  ir  por  agora  á  ver  á  mi  señora  Dulcinea; 
sino  vayase  á  matar  al  gigante,  y  concluyamos  este  negocio;  que  por 
Dios,  que  se  me  asienta  que  ha  de  ser  de  mucha  honra  y  de  mucho 
provecho. 

— Dígote,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  que  estás  en  lo  cierto;  y  que  ha- 
bré de  tomar  tu  consejo  en  cuanto  el  ir  antes  con  la  Princesa  que  á  ver 
á  Dulcinea;  y  avisóte  que  no  digas  nada  á  nadie,  ni  á  los  que  con  nos- 
otros "Suenen,  de  lo  (jue  aquí  hemos  departido  y  tratado;  que,  pues  Dul- 
cinea es  tan  recatada  que  no  quiere  que  se  sepan  sus  pensamientos,  ik  > 
será  bien  que  yo,  ni  otro  por  mí,  los  descubra. 

— Pues  ^i  esto  es  así,  dijo  Sancho,  ¿cómo  hace  vuestra  merced  (jue 
todos  los  que  vence  por  su  brazo  se  vayan  á  presentar  ante  mi  señora 
su  Dulcinea,  siendo  esto  firmar  de  su  nombre  que  la  (juiere  bien  y  ({ue  es 
enamorado?  Y  siendo  forzoso  que  los  que  fueren  se  han  de  ir  á  hincai- 
de  íinojos  ante  su  presencia  y  decir  que  van  de  parte  de  vuestra  mer- 
ced á  dalle  la  obediencia,  ¿cómo  se  pueden  encubrir  los  pensamientos 
de  entrambos? 

—¡Oh  qué  necio  y  qué  simple  que  eres!,  dijo  Don  Quijote.  ¿Tú  no 
ves,  Sancho,  que  eso  todo  redunda  en  su  mayor  ensalzamiento?  Porque 
has  de  saber  que  en  este  nuestro  estilo  de  caballería  es  gran  honra  tener 
una  dama  muchos  caballeros  andantes  que  la  sirvan,  sin  que  se  ex- 
tiendan más  sus  pensamientos  (pie  á  servilla  i)or  sólo  ser  ella  quien 
es,  sin  es])erar  otro  premio  de  sus  nmchos  y  buenos  deseos,  sino  <¡uo  ella 
se  contente  de  acetarlos  por  sus  caballeros. 

— Con  esa  manera  de  amor,  dijo  Sancho,  he  (jído  yo  predicar  ([ue  se 
ha  de  amar  á  nuestro  Señor  por  sí  solo,  sin  que  nos  mueva  esperanza 
de  gloria  ó  temor  de  }>ena;  aunque  yo  le  querría  amar  y  servil-  por  lo 
([ue  pudiese. 


l'KIMKKA    PAUTK.     -CAPÍTUÍ.O    Xjyíi  2,3d 


— ¡Válate  el  Diablo  por  villano,  dijo  Don  Quii(Ttte,.y  qué  de  discrecio- 
nes dices  á  las  veces!  No  parece  sino  que  has  c»studiado. 

— Pues  á  fe  mía  que  no  sé  leer,  respondió  tííUidio. 
F,n  esto  les  dio  voces  maese  Nicolás  (jue  esperasen  un  j)oco;   que 
querían  detenerse  á  comer  en -una  fuentecilla  que  allí  estaba.  Detúvotie 
Don   Quijote  con  no  poco  gusto  de  Sancho,  (;[ue  yii  estaba  cansado  de^ 
mentir  tanto,  y  temía  no  Je  cogiese  su  amo  á  palabras;  porque,   })uestG. 
que  él  í-al)ía  que  Dulcinea  era  una  labradora  del  Toboso,   no  la  había 
visto  en  toda  su  vida,  llabííise  en  este  tienq)0  vesüdo  Cárdenlo  los  ves- 
tidos (pie  Dorotea  traía  cuando  la  hallaron,  que,  ftunque  no  eran  muy 
buenos,   hacían  mucha  ventaja  á  los  que  dejaba^  Apeáronse  junto  ato 
fuente,  y  con  lo  que  el  Cura  se  acomodó  en  la  ventaj  satisíicieron,  aun- 
que poco,  la  muelia  hambre  qua  todos  traían. 

Estando  en  esto  acertó  á  pasar  por  allí  un  muchacho,  que  iba  dfc 
camino;  el  cual,  })oniéndose  á  mirar  con  mucha  :itención  á  los  que  en 
la  fuente  estaban,  de  allí  á  poco  arremetió  á  Don  Quijote,  y  abrazánd»- 
le  por  las  piernas,  comenzó  á  llorar  muy  de  propó.sito,i  diciendo:  «¡Ay. 
señor  nn'o!  ¿No  me  conoce  vuestra  mercedV  Pues  mírame  bien;  que  ye 
soy  aquel  mozo,  Andrés,  que  quitó  vuestra  merced  de  la  encina  dimde 
estaba  atado. 

Reconocióle  Don  Quijote,  y  asiéndole  por  la  mano,  se  volvió  á  los 
que  allí  estaban  y  dijo: 

— Porque  vean  vuestras  mercedes  cuan  de  importancia  es  haber  ca- 
balleros andantes  en  el  mundo,  que  desfagan  los  tuertos  y  agravios  que 
en  él  se  hacen  por  los  insolentes  y  malos  liórabres  que  en  él  viven,  se- 
pan vuestras  mercedes  que  los  días  pasados,  pasando  yo  por  un  bos- 
que, oí  unos  gritos  y  unas  voces  muy  lastimosas,  como  de  persona  afli- 
gida y  menesterosa,  acudí  luego,  llevado  de  mi  obligación,  hasta  a  par- 
te donde  me  pareció  que  las  lamentables  vocet  sonaban,  y  hallé  atadí' 
á  una  encina  á  este  muchacho  que  ahora  está  delante,  de  lo  que  nit 
huelgo  en  el  alma,  porque  será  testigo  que  no  me  dejará  mentir  en  nada. 
Digo  que  estaba  atado  á  la  encina,  desnudo  del  medio  cuerpo  arriba,  y 
estábale  abriendo  á  azotes  con  las  riendas  de  una  yegua  un  villano,  que 
después  supe  que  era  amo  suyo;  y  así  como  yo  le  \t,  le  pregunté  la  cau- 
sa (le  tan  atroz  vapulamiento;  respondió  el  zafio  que  le  azotaba  porr^ue 
era  su  criado,  y  (jue  ciertos  descuidos  que  tenía  nacían  más  de  ladrón 
que  de  simple,  á  lo  cual  este  niño  dijo:  «Señor,  no.  me  azota  sino  por- 
que le  pido  mi  salario.»  El  amo  rephcó  no  fó  qué  arengas  y  disculpas, 
las  cuales,  aunque  de  mí' fueron  oídas,  no  fueron  admitidas.  En  resolu- 
ción, yo  le  hice  desatar,  y  tomé  juramento  al  villano  de  que  le  llevarih 
consigo  y  le  pagaría  un  real  sobre  otro,  y  aun  siihumados.  ¿No  es  verdad 
todo  esto,  hijo  Andrés?  ¿No  notaste  con  cuánto  imperio  se  lo  mandé,  y 
con  cuánta  humildad  prometió  de  hacer  todo  cuánto  yo  le  impuse  y  no- 
tifiqué y  quise?  Responde;  no  te  turbes,  ni  dudes  en  nada;  di  lo  que  pasó 
á  estos  señores,  por  que  se  vea  y  considere  sei*  del  provecho  que  digo 
haber  caballeros  andantes  por  los  caminos. 

— Todo  lo  que  vuestra  merced  ha  dicho  es  nmcha  verdad,  respondió 
B  P.— XX  17 


m) 


'1>0N    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


el  muchacho;  pero  él  fin  del  negocio  sucedió  muy  al  revés  de  lo  que 
vuestra  merced  se  imagina. 

— ¿Cómo  al  revés?,  replicó  Don  Quijote.  Luego  ¿no  te  pagó  el  villano? 

—  No  sólo  no  me  pagó,  respondió  el  muchacho,  pero  así  como  vues- 
tra merced  traspuso  del  bosque  y  quedamos  solos,  me  volvió  á  atar  á 
la  tuesma  encina,  y  me  dio  de  nuevo  tantos  azotes,  que  <{uedé  liecho 
un  San  Bartolomé  desollado:  y  á  cada  azote  que  me  daba,  me  decía  un 
donaire  y  clmfeta  acerca  de  hacer  burla  de  vuestra  merced,  que  á  no 
sentir  yo  tanto  dolor,  me  riera  de  lo  que  decía.  En  efeto,  él  me  paró 
tal,  que  hasta  ahora  he  estado  curándome  en  un  hospital  del  mal  que 
el  inal  villano  entonces  me  hizo;  de  todo  lo  cual  tiene  vuestra   merced 


«Por  amor  df  Dios,  soüor  caballero  audante.  4X\e  si  otra  vez  me  encontrare,  ¡nnique  vea  qv 
me  hacen  pedazos,  no  me  socorra  ni  ayade... 


la  culpa;  porque  si  sv  fuera  su  camino  adelante,  y  no  viniera  donde  no 
le  llamaban  ni  se  entremetiera  en  negocios  ajenos,  mi  amo  se  conten- 
tara con  darme  una  ó  dos  docenas  de  azotes,  y  luego  me  soltara  y  pa- 
gara cuanto  me  del)ía;  mas  como  vuestra  merced  le  deshonró  tan  sin 
propósito  y  le  dijo  tantas  villanías,  encendiósele  la  cólera;  y  como  no 
la  pudo  vengar  en  vuestra  merced,  cuando  se  vio  solo,  descargó  sobre 
mí  el  nublado  de  modo,  que  me  parece  que  no  seré  más  hombre  en  to 
da  mi  vida. 

—El  dafio  estuvo,  dijo  Don  Quijote,  en  irme  yo  de  alh;  que  no  me 
iiabía  de  ir  hasta  dejarte  pagado;  porque  bien  debía  yo  de  saber  por 
Uieiigas  experiencias  que  no  hay  villano  (jue  guarde  ])alabra  que  diere, 
.4i  él  ve  que  no  k-  está  t»ien  guardalla;  pero  ya  te  acuerdas.  Andrés,  que 


PARTE    PBIMEKA.    -CAPÍTULO    XXXI  241 


yo  jui-é  i^ue  si  no  te  pagaba,  ([ue  había  de  ir  á  buscarle,  y  que  le  había 
de  hallar;  aunque  se  escondiese  en  el  vientre  de  una  ballena. 

Así  es  la  verdad,  dijo  Andrés;  pero  no  aprovechó  nada. 

Ahora  verás  si  aprovecha,  dijo  Don  Quijote;  y  diciendo  esto,  se 
knantó  muy  á  priesa  y  mandó  á  Sandio  que  enfrenase  á  Rocinante, 
que  estaba  paciendo  en  tanto  que  ellos  conn'an. 
í*re,ü;untóle  Dorotea  qué  era  lo  que  hacer  quería. 
VA  le  respondió  que  quería  ir  á  buscar  al  villano,  y  castigalle  de  tan 
nuil  término,  y  hacer  pagado  á  Andrés  hasta  el  último  maravedí,  á  des- 
pecho y  ])esar  <le  cuantos  villanos  hubiese  en  el  mundo. 

A  lo  (jue  ella  resj^ondió  c{ue  advirtiese  (jue  no  i)odía.  conforme  al 
don  prometido,  entremeterse  en  ninguna  enq)resa  hasta  acabaí-  la  suya; 
y  que  pues  esto  sabía  él  mejor  que  otro  alguno,  que  sosegase  el  pecho 
hasta  la  vuelta  de  su  reino. 

— Así  es  verdad.  res])ondió  Don  Quijote,  y  es  forzoso  que  iAndrés 
tenga  paciencia  hasta  la  vuelta,  como  vos.  señora  decís;  (|ue  yo  le  tor- 
no á  jurar  y  á  prometer  de  nuevo  de  no  parar  hasta  hacerle  vengado 
y  ¡íagado. 

— No  me  creo  desos  juramentos,  dijo  Andrés;  más  quisiera  tener 
agora  con  qué  llegar  á  Sevilla,  que  todas  las  venganzas  del  mundo; 
déme,  si  tiene  ahí,  algo  que  coma  }•  lleve,  y  (juédese  con  Dios  su 
merced  y  todos  los  caballeros  andantes,  que  tan  bien  andantes  sean 
ellos  para  cojisigoi  como  lo  han  sido  para  conmigo. 

Sacó  de  su  repuesto  Sancho  un  pedazo  de  i>an  y  otro  de  queso,  y 
iátul  )selo  al  mozo,  le  dijo:  «Toma,  hermano  Andrés;  (pie  á  todos  nos 
alcanza  parte  de  vuestra  desgracia. « 

Pues  r.qué  })arte  os  alcanza  á  vosV,  preguntó  Andrés. 

Esta  parte  de  pan  y  queso  que  os  doy,  res})ondió  Sancho;  qui- 
Dios  sal)e  si  me  ha  <le  hacer  falta  ó  no;  porque  os  hago  saber,  amigo, 
{uo  los  escuderos  de  los  caballeros  andantes  estamos  sujetos  á  mucha 
hambre  y  á  mala  ventura,  y  aun  ;'i  oti-as  cosas  (]ue  se  sienten  mejor 
que  se  dicen. 

Andrés  asió  de  su  j)an  y  tjueso;  y  viendo  que  nadie  le  daba  otra 
cosa,  abajó  su  cabeza,  y  tomó  el  camino  en  las  manos,  como  suele  de 
cirse.  Bien  es  verdad  (pie  al  jmrtirse  dijo  á  Don  Quijote:  'Por  amor  de 
Dios,  señor  caballero  andante,  ([ue  si  otra  vez  me  enc(^ntrare,  aunque 
vea  que  me  hacen  ])edazos,  no  me  socorra  ni  ayude,  sino  déjeme  con 
mi  desgracia,  que  no  será  tanta,  que  no  sea  mayor  la  que  me  vendrá 
de  su  ayuda  de  vuestra  merced,  á  quien  Dios  maldiga  y  á  todos  cuan- 
tos caballeros  andantes  han  nacido  en  el  mundo.  > 

Ibase  á  levantar  Don  Quijote  para  castigalle:  mas  él  se  }>uso  á  co 
rrcr  de  modo,  que  ninguno   se   atrevió   á   seguillo.  Quedó  corridísimo 
Don  (Quijote  del  cuento  de  Andrés,  y  fué  menester  (pie  los  demás  tu- 
viesen mucha  cuenta  con  no  reirsc.  i)or  no  acaballe  de  correr  del  todo. 


—=»■-«:  .'"I».-- 


CAPITULO    XXXII 


Que  trata  de  lo  que  sucedió  en  la  venta  á  toda  la  cuadrilla  do  Don  Quijote. 


c ABÓSE  la  breve  comida,  ensillaron  luego,  y  sin  que  les  sucedie- 
se cosa  digna  de  contar,  llegaron  otro  día  á  la  venta,  espanto  y 
asombro  de  Sancho  Panza;  y  aunque  él  quisiera  no  entrar  en. 
ella,  no  lo  pudo  huir.  La  ventera,  ventero,  su  hija  y  Maritor- 
nes C{ue  vieron  venir  á  Don  Quijote  y  á  Sancho,  les  salieron  á  recebir  con 
muestras  de  mucha  alegría. y  él  las  recibió  con  grave  continente  y  pausa, 
y  di  joles  que  le  aderezasen  otro  mejor  lecho  que  la  vez  pasada,  á  lo  cual 
le  respondió  la  huéspeda  que  como  le  pagase  mejor  que  la  otra  vez. 
que  ella  se  le  daría  de  príncipe.  Don  Quijote  dijo  que  sí  haría;  y  así,  le 
aderezaron  uno  razonable  en  el  mismo  camaranchón  de  marras,  y  él  se 
acostó  luego,  porque  venía  muy  quebrantado  y  falto  de  sueño. 

No  se  hubo  bien  encerrado,  cuando  la  huéspeda  arremetió  al  bar- 
l)ero,  y  asiéndole  de  la  barba,  dijo:  «Para  mi  santiguada,  que  no  se  ha 
vuestra  merced  de  aprovechar  más  de  mi  rabo  para  su  barba,  y  que 
me  ha  de  volver  mi  cola;  que  anda  lo  de  mi  marido  por  esos  suelos, 
que  es  vergüenza;  digo  el  peine,  que  solía  yo  colgar  de  mi  buena  cola.»í 
No  se  la  ciuería  dar  el  barbero,  aunque  ella  más  tiraba,  hasta  que 
el  licenciado  le  dijo  que  se  la  diese,  que  ya  no  era  menester  más  usar 
de  aquella  industria,  sino  que  se  descubriese  y  mostrase  en  su  misma 
forma,  y  dijese  á  Don  Quijote  que,  cuando  le  despojaron  los  ladronf*^ 


PARTE    PRIMERA. 


-CAPÍTULO    XXXII  243 


jíaleotes,  so  había  venido  á  aquella  venta  huyendo;  y  que  si  preguntase 
|)or  el  escudero  de  la  Princesa,   le.  dirían  que  ella  le  había  enviado 
adelante  á  dar  aviso  á  los  de  su  reino  cómo  ella  iba,  y  llevaba  consigo 
el  libertador  de  todos.  Con  esto  dio  de  buena  gana  la  cola  á  la  ventera 
el  barbero,  y  asimismo  le  volvieron  todos  los  adherentes  (jue  hal)ía 
prestado  para  la  libertad  de  Don  Quijote.  Espantáronse  todos  los  de  la 
venta  de  la  hermosura  de  Dorotea,  y  aun  del  buen  talle  del  zagal  Car- 
<lcnio.  Hizo  el  Cura  (jue  les  aderezasen  de  comer  de  lo  que  eil  la  venta 
hubiese,   y  el  huésped,  con  es{)eranza  de  mejor  paga,   con   diligencia 
les  adercz(3  una  razonable  comida;  y  á  todo  esto  dormía  Don  (¿uijote. 
y  fueron  de  parecer  de  no  des|)ertalle,  porque  más  provecho  le  haría 
j)or  entonces  el  dormir  que  el  comer.  Trataron  sobre  comida,  estando 
dolante  el  ventero,  su  uuijer.  su  hija.  Maritornes  y  todos  los  pasajeros, 
de  la  extraña  locura  do  Don  (¿uijote  y  del  modo  que  le  habían  liallado; 
la   huéspeda   les  cont«')  lo  que  con  él  y  con  el  arriero  las  había  aconte- 
cido; y  mirando  si  acaso  estaba  allí  Sancho,  como  no  le  viese  cont(') 
todo  lo  de  su  manteamiento,  de  que  no  ])oco  gusto  recibieron;  y  como 
el  Cura  dijese  que  los  libros  do  caballerías  (lue  Don  Quijote  había 
leído  lo  habían  vuelto  el  juicio,  dijo  el  ventero:  «No  sé  yo  como  ]iuede 
sor  (;so;  (jue  en  verdad  ([ue,  á  lo  (pío  yo  entiendo,  no  hay  mejor  leyen- 
<la  en  el  mundo,  y  que  tengo  ahí  dos  ó  tres  Uellts  con  otros  papeles, 
([uo  verdaderamente  me  han  dado  la  vida,  no  sólo  á  mí,   sino  á  otros 
nnichos;  porque,  cuando  es  tionqx)  de  la  siega,   se  recogen  aquí  las 
tiestas  muchos  segadores,  y  sionq)re  hay  alguno  que  sabe  leer,   el  cual 
coge  uno  destos  libros  en  las  manos,  y  rodeámonos  del  más  de  treiiita. 
y  estáñaosle  escuchando  con  tanto  gusto,  que  nos  quita  mil  canas.  A  lo 
menos,  de  mí  sé  decir  que  cuando  oyó  decir  aquellos  furibundos  y 
terribles  golpes  que  los  '-aballeros  pegan,  que  me  toma  gana  de  hacer 
otro  tanto,  y  que  querría  estar  oyéndolos  noclies  y  días. 

— -Y  yo  ni  más  ni  menos,  dijo  la  ventera,  porque  nunca  tengo  buen 
rato  en  mi  casa  sino  aquel  que  vos  estáis  escuchando  leer;  que  estáis 
tan  embobado,  que  no  os  acordáis  de  reñir  por  entonces. 

— Así  es  la  verdad,  dijo  >hiritornes;  y  á  buena  fe  que  yo  también 
gusto  mucho  de  oir  aquellas  cosas,  que  son  muy  lindas;  y  más  cuandc» 
cuentan  que  se  está  la  otra  señora  debajo  de  unos  naranjos,  abrazada 
con  su  caballero,  y  que  les  está  una  dueña  haciendo  la  guarda,  muerta 
do  envidia  y  con  mucho  sobresalto... digo  que  todo  esto  es  cosa  de  mieles. 

— Y  á  vos  ¿qué  os  parece,  señora  doncella?,  dijo  el  Cura,  hablando 
con  la  hija  del  ventero. 

— No  sé,  señor,  en  mi  ánima,  resj>ondió  ella;  también  yo  lo  escucho; 
y  en  verdad  cpie  aunciue  no  lo  entiendo,  que  recibo  gusto  en  oíllo;  pero 
no  gusto  yo  de  los  golpes  de  (^ue  mi  padre  gusta,  sino  de  las  lamenta- 
ciones (jue  los  caballeros  hacen  cuando  están  ausentes  de  sus  señoras; 
que  en  verdad  (jue  algunas  veces  me  hacen  lloi-ar,  do  compasión  (pie 
les  teníío. 

—Luego,  ¿bien  los  remediáredes  vos,  señora  doncella,  dijo  Dorotea, 
si  })or  vos  lloraran? 


244  DON    QUIJOTK    DE    LA    MANCHA 


— No  sé  lo  ([ue  me  hiciera,  re.s})oiidió  la  moza;  sólo  sé  que  hay  al^JU- 
nas  señoras  de  aquellas,  tan  crueles,  que  las  llaman  sus  caballeros  tigres 
y  leones  y  otras  mil  insolencias;  y  ¡Jesús!  no  sé  qué  gente  es  aquella 
tan  desalmada  y  tan  sin  conciencia,  ([ue,  i>or  no  mirar  á  un  hombre 
honrado,  le  dejan  (jue  se  níuera  (')  ([ue  se  vuelva  loco;  y  no  sé  para  qué 
es  tanto  melindre:  si  lo  liaeen  de  honradas,  cásense  con  ellos;  (|ue  ellos 
no  desean  otra  cosa. 

— Calla,  niña,  dijo  la  ventera;  que  j)arece  que  sabes  mucho  destas 
cosas,  y  no  está  bien  á  las  doncellas  saber  ni  hablar  tanto. 

— Como  me  lo  preguntal)a  este  señor,  respondió  ella,  no  j)ude  dejar 
de  respondelle. 

— Ahora  bien,  dijo  el  Cura,  tracdme,  señor  huésped,  aquesos  lil>ro^^. 
(|ue  los  (quiero  ver. 

— Que  me  place,  resp(^ndi(')  él;  y  entrando  en  su  aposento,  sacó  d(M 
una  maletilla  vieja,  cerrada  con  una  cadenilla;  y  abriéndola  el  Cura, 
halló  en  ella  tres  libros  grandes,  y  unos  papeles  de  muy  buena  letra, 
escritos  de  mano.  El  })rimer  libro  ([ue  abrió,  vio  ([ue  era  Don  Cironf////i) 
(Je  Trac/a,  y  el  otro  J)oh  FéJixmarte  de  Hírcania^  y  el  otro  la  Historia 
(JeJ  Gran  Capitán  (lOUcdlo  Hernández  de  Córdoba,  con  la  Vida  de  Diego 
García  de  Paredes. 

Así  como  el  Cura   ley()  los  dos  títulos  primeros,  volvió  el  rostro  al 
l)arbero  y  dijo:    Falta  nos  hacen  a(|uí  ahora  el  ama  de  mi  amigo  y  su   ' 
sobrina  . 

— No  hacen,  respondió  el  barbero,  ({ue  también  sé  yo  llevarlos  al  C(»-  . 
rral  ó  á  la  chimenea,  que  en  verdad  que  hay  muy  buen  fuego  en  ella,   i 

—Luego  ¿quiere  vuestra  merced  (Quemar  mis  libros?,  dijo  el  ventero. 

— ^No  más,  dijo  el  ('ura,  que  estos  dos:  el  de  don  Cirongilio  y  el  de 
Félixmarte. 

— Pues  ¿por  ventura,  dijo  el  ventero,  mis  libros  son  herejes  ó  flema- 
ticos,  que  los  quiere  cjuemar? 

— Cismáticos,  querréis  decir,  amigo,  dijo  el  barbero.  (|ue  no  flem;i 
ticos. 

— Así  es,  rejílicó  el  ventero;  mas,  si  alguno  quiere  (piemar,  sea  esc 
del  Gran  Capitán  y  dése  Diego  García;  que  antes  dejaré  quemar  un 
hijo  que  dejar  quemar  ninguno  desotros. 

— Hermano  mío,  dijo  el  Cura,  estos  dos  libros  son  mentirosos  y  están 
llenos  de  disparates  y  devaneos,  y  éste  del  Gran  Capitán  es  historia 
verdadera,  y  tiene  los  hechos  de  Gonzalo  Hernández  de  Córdova,  el 
cual,  por  sus  muchas  y  grandes  hazañas,  mereció  ser  llamado  de  todo 
el  mundo  el  Graii  Capitán,  renombre  famoso  y  claro,  y  del  soL^  mere 
cido;  y  este  Diego  García  de  Paredes  fué  un  })rincipal  caballero,  natu-   , 
ral  de  la  ciudad  de  Trujillo,  en  Extremadura,  valentísimo  soldado,  y  de  ! 
tantas  fuerzas  naturales,  que  detenía  con  un  dedo  una  rueda  de  molino  ' 
en  la  mitad  de  su  furia,  y  puesto  con  un  montante  en  la  entrada  de   ] 
una  puente,  detuvo  á  todo  un  innumerable  ejército  que  no  pasase  por  ; 
ella,  y  hizo  otras  tales  cosas,  que  si  como  él  las  cuenta  y  las  escribe  él 
asimismo  con  la  modestia  de  caballero  y  de  coronista  propio,  las  escri- 


PARTE    PKIMKKA. 


OAflTUl.0     XXíll  245 


biora  díto.  libre  y  desapasionado,  pusieran  en  olvido  las  de  Ioh  Hétor.-. 
Aiiuiles  V  Ivoldaues. 

¡Tomaos  con  mi  padre!,  dijo  a  lo  di'/bo  el  ventero;  ¡inirad  <le  i\\v 
se  espanta!;  ¡de  detener  una  rueda  de  molino!  Por  Dios,  ahora  i)iibi;. 
vuestra  mereed  de  leer  lo  que  hizo  Félixmarte  de  Hircania,  que  de  uk 
revés  solo  partió  eiuco  <ii,^antes  por  la  cintura,  «iomo  si  fuei-an  bec^hos 
de  habas,  como  los  frailecicos  que  hacen  los  niños;  y  otra  vez  arrenietif. 
con  un  grandísimo  y  poderosísimo  ejército,  donde  iban  más  de  uu  n-- 
ll(')n  y  seiscientos  mil  soldados,  todos  armados  desde  el  pie  liasta  la  e;  ■ 
beza*  y  los  desbarató  á  todos  como  si  fueran  manadas  de  ovejas  Fue- 
¿qué  nie  dirán  del  bueno  de  don  ( 'irongiho  de  Tracia?  Que  fué  tan  va- 
liente y  animoso  como  se  verá  en  el  libro,  donde  se  cuenta  que  nave- 
gando'por  un  río,  le  salié)  de  la  mitad  del  agua  una  strpiente  de  fueg<!: 
y  él,  así  como  la  vi('),  se  arrojó  sobre  ella  y  se  puso  á  horcajadas  ene- 
ma de  sus  escamosas  espaldas,  y  la  apretó  con  ambas  manos  lagargai;- 
ta  con  tanta  fuerza,  que  viendo  la  serpiente  (lue  la  iba  ahogando,  m. 
tuvo  otro  remedio  sino  dejarse  ir  á  lo  hondo  del  río,  llevándose  tras  sí 
al  caballero,  que  nunca  la  quiso  soltar;  y  (tuando  llegaron  allá  abajo,  se 
halló  en  unos  palacios  y  en  unos  jardines  tan  lindos,  que  era  maravi- 
lla; y  luego  la  sierpe  se  volvió  en  un  viejo  anciano,  que  le  dijo  tantas 
de  cosas,' que  no  hay  más  que  oir.  ('alie,  señor;  que  si  oyese  esto,  se 
volvería  loco  de  placer:  dos  higas  para  el  (Irán  Cajiitán  y  [»ara  escl>ie- 
go  (la reía  que  dice. 

(Xendo  esto  Doiotea,  dijo  callando  á  ('ardenio:  «Poco  le  fallí;  a 
nuestro  huésped  para  hacer  la  segunda  parte  de  Don  (Quijote.» 

— Así  me  parece  á  mí,  respondió  Cárdenlo;  porque,  según  da  indicio, 
él  tiene  por  cierto  que  todo  lo  que  estos  liijros  cuentan  pa.só  ni  más  ni 
menos  que  lo  escriben;  y  no  le  harán  creer  otra  cosa  frailes  descalzos. 

— Mirad,  hermano,  tornó  á  decir  el  Cura,  que  no  hubo  en  el  mundo 
Félixmarte  de  Hircania  ni  don  Cirongilio  de  Tracia,  ni  otros  caballeros 
semejantes,  (¡ue  los  libros  de  caballerías  cuentan;  porque  todo  os  com- 
})ostura  y  ñcción  de  ingenios  ociosos,  que  los  compusieron  para  el  efeto 
que  vos  decís,  de  entretener  el  tiempo,  como  lo  entretienen  leyéndolos 
vuestros  segadores;  porque  realmente  os  juro  que  nunca  tales  caballe- 
ros fueron  en  el  mundo,  ni  tales  hazañas  ni  disparates  acontecieron 
en  él.  •  .  , 

— A  otio  perro  coa  ese  hueso,  respondió  el  ventero.  ¡Como  si  yo  no 
su])iese  cuántas  son  cinco,  y  adonde  me  aprieta  el  zapato!  No  i)iense 
vuestra  merced  darme  papilla;  porque,  por  Dios,  que  no  soy  nada  bobo. 
¡Bueno  es  quj  quiera  darme  vuestra  merced  á  entender  que  todo  aque- 
llo que  estos  buenos  hbros  dicen  sean  disparates  y  'mentiras,  estando 
impreso  con  licencia  de  los  señores  del  Consejo  Real,  como  si  ellos  fue- 
ran gente  ([ue  habían  de  dejar  imprimir  tanta  mentira  junta,  y  tantas 
Innallas  y  tantos  encantamientos,  (pie  quitan  el  juicio! 

-Ya  os  he  dicho,  amigo,  replicó  el  Cura,  que  esto  se  hace  para  en- 
iretener  nuestros  ociosos  pensíunientos;  y  así  corar)  se  consiente  en  las 
repübhcas  bien  concertadas  qu(^  haya  juegos  de  ajedrez,  de  pelota  y 


246  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


<ie  trucos,  para  enü-etener  á  algunos  que  ni  quieren,  ni  deben,  ni  pue- 
den tuabajar,  así  se  consiente  imprimir  y  que  iiaya  tales  libros,  creyen- 
do, como  es  natural,  que  no  ha  de  haber  alguno  tan  ignorante,  que  ten 
^  por  historia  verdadera  ninguno  destos  hbros;  y  si  me  fuera  lícito 
agora,  y  el  auditorio  lo  requiriera,  yo  dijera  cosas  acerca  de  lo  c(ue  han 
de  t«ner  los  libros  de  caballerías  para  ser  bueíios,  que  quizá  fueran  de 
provecho  y  aun  de  gusto  para  algunos;  pero  yo  espero  que  vendrá  tieni 
DO  en  que  lo  pueda  comunicar  con  quien  pueda  remediallo;  y  en  este 
entre  tanto  roed,  señor  ventero,  lo  que  os  he  dicho,  y  tomad  vuestro^^ 
libros,  y  allá  os  avenid  con  sus  verdades  ó  mentiras,  y  buen  provecho 
os  hagan,  y  quiera  Dios  <|ue  no  cojeéis  del  pie  que  cojea  vuestro  hu(''s- 
ped,  Don  Quijote. 

— Eso  no,  respondió  el  ventero;  que  no  seré  yo  tan  loco,  que  me  haga 
caballero  andante;  que  bien  veo  que  ahora  no  se  usa  lo  -que  se  usaba 
en  aquel  tiempo,  cuando  se  dice  que  andaban  por  el  mundo  estos  fa- 
mosos caballeros. 

A  la  mitad  desta  plática  se  halló  Sancho  presente,  y  quedó  muy 
confuso  y  pensativo  4e  ló  que  había  oído  decir,  que  ahora  no  se  usa- 
ban caballeros  andantes,  y  que  todos  los  libros  de  caballerías  eran  ne- 
cedades y  mentiras;  y  propuso  en  su  corazón  de  esperar  en  lo  que  pa- 
raba aquel  viaje  de  su  amo,  y  que  si  no  salía  con  la  felicidad  que  él 
pensal)a,  determinaría  de  dejalle  y  volverse  con  su  mujer  y  sus  hijos  á 
su  acostumbrado  trabajo. 

Llevábase  la  maleta  y  los  libros  el  ventero;  mas  el  Cura  le  dijo:  «Es- 
perad; que  quiero  ver  qué  papeles  son  esos,  que  de  tan  buena  letra  es- 
tán escritos.» 

Sacólos  €í  huésped,  y  dándoselos  á  leer,  vio  el  Cura  hasta  obra  de 
ocho  pliegos  escritos  de  mano,  y  al  principio  tenían  un  título  grand(\ 
que  decía:  NnvpJa  del  Curioso  impertiiiente.  Leyó  el  Cura  para  sí  tres  o 
cuatro  renglones,  y  dijo:  «Cierto  que  no  me  parece  mal  el  título  desta 
novela,  y  que  me  viene  voluntad  de  leella  toda.» 

A  lo  que  respondió  el  ventero:  «Pues  bien  j)uede  leella  su  reveren- 
cia; porque  le  hago  saber  que  á  algunos  huéspedes  que  aquí  la  han  leí- 
do les  ha  contentado  mucho,  y  me  la  han  pedido  con  muchas  veras; 
mas  yo  no  se  la  he  querido  dar,  pensando  volvérsela  á  quien  aquí  dejo 
esta  maleta  ohndada.con  estos  libros  y  esos  papeles;  que  bien  puede  ser 
que  vuelva  su  dueño  por  aquí  algún  tiempo;  y  aunque  sé  que  me  han 
de  hacer  falta  los  libros,  á  fe  que  se  los  he  de  volver;  que,  aunque  ven- 
tero, todavía  soy  cristiano. » 

— Vos  tenéis  mucha  razón,  amigo,  dijo  el  Cura;  mas  con  todo  eso, 
61  la  novela  me  contenta,  me  la  habéis  de  dejar  trasladar. 

— De  muy  buena  gana,  respondió  el  ventero.  Mientras  los  dos  esto 
decían,  había  tomado  Cárdenlo  la  novela  y  comenzado  á  leer  en  ella; 
V  }>areciéndole  lo  mismo  que  al  Cura,  le  rogó  que  la  leyese  de  modo 
que  todos  la  oyesen 

— Sí  leyera,  dijo 'el  Cura,  si  no  fuera  mejor  gastar  este  tiempo  en 
¿oi-raír  que  en  leer. 


PAKTE   1*K1MJ£KA.  —  CAPÍTULO    XXXIl 


2-i'i 


-Harto  reposo  seni  para  mí,  dijo  Dorotea,  entretener  el  tiempo  oyen- 
do algún  cuento,  pues  aún  no  tengo  el  espíritu  tan  sosegado,  que  me 
conceda  dormir  cuando  fueía  ra/.(')n. 

-f'ues  (lesa  manera,  dijo  el  Cura,  quiero  leerla,  por  curiosidad  si- 
x|Uicra.  (jui/a  tendrá  alguna  de  gusto. 

Acudió  maese  Nicolás  á  rogarle  lo  nnsmo,  v  Sancho  también;  lo  cual 
visto  del  Cura,  y  entendiendo  (|ue  á  todos  daría  gusto  v  él  le  recibiría 
"dijo:  <^Pues  así  es.  esténmc  todos  atentos;  (|ue  la  novela  comienza  dc^ta 
manera. 


CAPlTriX)  XXXIÍI 
Donde  se  cuenta  la  novela  del  Curioso  impertinente. 


N  Florencia,  ciudad  rica  y  famosa  de  Italia,  en  la  provincia  ([iie 
llaman  Toscana,  vivían  Anselmo  y  Lotario,  dos  caballeros  ricos 
}jÉ  y  })vincipales,  y  tan  amigos,  que,  por  excelencia  y  antonomasia, 
'%^'  de  todos  los  que  los  conocían  lot^  do.-^-  amigos'  eran  llamados.  Eran 
solteros,  mozos  de  una  misma  edad  y  de  unas  mismas  costumbres;  todo 
lo  cual  era  bastante  causa  á  que  los  dos  con  recíproca  amistad  se  corres- 
pondiesen; bien  es  verdad  que  el  Anselmo  era  algo  más  inclinado  á  los 
pasatiempos  amorosos  que  el  Lotario,  al  cual  llevaban  tras  sí  los  de  la 
caza,  pero  cuando  se  ofrecía,  dejaba  Anselmo  de  acudir  á  siis  gustos  por 
seguir  los  de  Lotario,  y  Lotario  dejaba  los  suyos  por  acudir  á  los  de  An- 
selmo, y  desta  manera  andaban  tan  á  una  sus  voluntades,  (|ue  no  había 
concertado  reloj  que  así  lo  anduviese. 

»Andaba  Anselmo  perdido  de  amores  de  Camila,  doncella  princi})al 
y  hermosa,  de  la  misma  ciudad,  hija  de  tan  buenos  padres,  y  tan  buena 
ella  por  sí,  que  se  determinó,  con  el  parecer  de  su  amigo  Lotario,  sin 
el  cual  ninguna  cosa  hacía,  de  pedilla  por  esposa  á  sus  ])adrcs,  y  así 
lo  puso  en  ejecución;  y  el  que  llevó  la  embajada  fué  Trotarlo,  y  el  que 
concluyó  el  negocio  tan  á  gusto  de  su  amigo,  que  en  breve  tiempo  se 
vio  puesto  en  la  posesión  que  deseaba;  y  Camila  tan  contenta  de  haber 
alcanzado  á  Anselmo  por  esposo,  que  no  cesaba  de  dar  gracias  al  cielo 
y  á  Lotario,  por  cuyo  medio  tanto  bien  le  había  venido.    í>os  ]^ri]neros 


PAKTE    PRIMERA. CAPÍTULO    XXXIII  249 


días,  como  todos  los  de  boda  suelen  ser  alegres,  continuó  visitando  Lo- 
tario  como  solía  la  casa  de  su  amigo  Anselmo,  procurando  honralle,  fes- 
tejalle  y  regocijalle  con  todo  aquello  que  á  él  le  fué  posible;  pero  aca- 
badas las  bodas  y  sosegada  ya  la  frecuencia  de  las  visitas  y  parabienes, 
comenzó  Lotario  b  descuidarse  con  cuidado  de  las  idas  en  casa  de  An- 
selmo, por  parecerle  a  él,  como  es  razón  que  parezca"  á  todos  los  que 
fueren  discretos,  que  no  se  ban  de  visitar  ni  continuar  las  casas  de  los 
amigos  casados  de  la  misma  manera  que  cuando  eran  solteros;  porque, 
aunque  la  buena  y  verdadera  íuuistad  no  puede  ni  debe  de  ser  sospe- 
cliosa  en  nada,  con  todo  esto,  es  tan  delicada  la  bonra  del  casado,  (|ue 
parece  que  se  puede  ofender  aun  de  los  mesmos  hermanos,  cuanto 
más  de  los  amigos. 

»N()tó  Anselmo  la  remisión  de  Lotario.  y  foi-mó  del  c[uejas  grandes, 
diciéndole  ([ue  si  él  supiera  (jue  el  casarse  babía  de  ser  parte  para  no 
conumicalle  como  solía,  que  jamás  lo  bubiera  hecho;  y  que  si,  por  la 
buena  correspondencia  (^ue  los  dos  tenían  mientras  él  fué  soltero,  ha- 
bían alcanzado  tan  dulce  nombre  como  el  de  ser  llamados  los  ilo.s  ami- 
f/oy,  que  no  permitiese,  por  querer  hacer  del  circunspecto  sin  otra  occi- 
sión alguna,  que  tan  famoso  y  tan  agradable  nombre  se  perdiese;  y  (jue 
así,  le  suphcaba  (si  era  hcito  que  tal  término  de  hablar  se  usase  entre 
ellos)  que  volviese  á  ser  señor  de  su  casa  y  á  entrar  y  saUr  en  ella  como 
de  antes,  asegurándole  que  su  esposa  Camila  no  tenía  otro  gusto  ni  otra 
voluntad  que  la  que  él  quería  que  tuviese,  y  que,  por  haber  sabido  elUí 
con  cuántas  veras  los  dos  se  amaban,  estaba  confusa  de  ver  en  él  tanta 
■esquiveza. 

>>  A  todas  estas  y  otras  muchas  razones  que  Anselmo  dijo  á  Lotario, 
para  persuadille  volviese  como  solía  á  su  casa,  respondió  Lotario  con 
tanta  prudencia,  discreción  y  aviso,  que  Anselmo  quedó  satisfecho  de 
la  buena  intención  de  su  amigo,  y  quedaron  de  concierto  que  dos  días 
en  la  semana,  y  las  hestas,  fuese  Lotario  á  comer  con  él;  y  aunque  esto 
quedó  así  concertado  entre  los  dos,  propuso  Lotario  de  no  hacer  más 
le  aquello  que  viese  que  más  convenía  á  la  honra  de  su  amigo,  cuyo 
crédito  le  estaba  en  más  (jue  el  suyo  propio. 

-Decía  él  y  decía  bien,  que  el  casado,  a  quien  el  cielo  había  conce- 
dido mujer  hermosa,  tanto  cuidado  había  de  tener  en  ver  qué  amigos 
llevaba  á  su  casa,  como  eij  mirar  con  qué  amigas  su  mujer  conversaba; 
porque  lo  que  no  se  hace  y  concierta  en  las  plazas,  ni  en  los  templos, 
iii  en  los  tiestas  públicas,  ni  estaciones  (cosas  que  no  todas  veces  las  han 
le  negar  los  maridos  á  sus  nmjeres)  se  concierta  y  facilita  en  casa  de  la 
imiga  ó  la  parienta  de  quien  más  satisfacción  se  tiene.  También  decía 
Lotario  que  tenían  necesidad  los  casados  de  tener  cada  uno  algún  ami- 
j-o  que  le  advirtiese  de  los  descuidos  que  en  su  proceder  tuviese;  por- 
gue suele  acontecer  que,  con  el  mucho  amor  que  el  marido  á  la  mujer 
lene,  ó  no  le  advierte  ó  no  le  dice,  i)or  no  enojalla,  que  haga  ó  leje  de 
lacer  algunas  cosas,  que  el  hacellas  ó  no,  le  sería  de  honra  ó  de  vitupe- 
•io;  de  lo  cual  siendo  del  amigo  advertido,  fácilmente  pondría  remedio 
m  todo.  Pero.  ¿dcMide  se  liallará  amio;o  tan  discreto  v  tan  leal  v  verda- 


250  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

dero  como  aquí  Lotario  le  pide?  No  lo  sé  yo  por  cierto;  sólo  l^otario  era 
éste,  que  con  toda  solicitud  y  advertimiento  miraba  por  la  honra  de  su 
amigo,  y  procuraba  dezmar,  sisar  y  acortar  los  días  del  concierto  del  ir 
á  su  casa;  porque  no  pareciese  mal  al  vulgo  ocioso  y  á  los  ojos  vaga 
bundos  y  maliciosos  la  entrada  de  un  mozo  rico,  gentilliombre  y  bien 
nacido,  y  de  las  buenas  partes  que  él  pensaba  que  tenía,  en  la  casa  de 
una  mujer  tan  hermosa  como  Camila;  que,  puesto  que  su  bondad  y  va- 
lor podía  poner  freno  á  toda  maldiciente  lengua,  todavía  no  quería  po- 
ner en  duda  su  crédito  ni  el  Je  su  amigo;  y  por  esto  los  más  de  los  días 
del  concierto  los  ocupaba  y  entretenía  en  otras  cosas  que  él  daba  á  en- 
tender ser  inexcusables;  así  que,  en  quejas  del  uno  y  disculpas  del  otro. 
se  pasaban  muchos  ratos  y  partes  del  día.  Sucedió,  pues,  que  uno  que 
los  dos  se  andaban  paseando  por  un  prado  fuera  de  la  ciudad,  Ansel- 
mo dijo  á  Lotario  las  siguientes  razones: 

» — ^'Pensarás,  amigo  Lotario,  que  á  las  mercedes  que  Dios  me  ha  he 
ello  en  hacerme  hijo  de  tales  padres  como  fueron  los  míos,  y  al  darme 
no  con  mano  escasa  los  bienes,  así  los  que  llaman  de  naturaleza  como 
los  de  fortuna,  no  jaiedo  yo  corresponder  con  agradecimiento  que  lle- 
gue al  bien  recebido,  y,  sobre  todo,  al  que  me  hizo  en  darme  á  ti  por 
amigo  y  á  Camila  por  mujer  propia;  dos  prendas  que  las  estimo,  si  no 
en  el  grado  que  debo,  sí  en  el  que  puedo.  Pues,  con  todas  estas  partes, 
<|ue  suelen  ser  el  todo  con  c|ue  los  hombres  suelen  y  pueden  vivir  con- 
tentos, vivo  yo  el  más  despechado  y  el  más  desabrido  hombre  de  todo 
el  universo  mundo;  porque  no  sé  de  qué  días  á  esta  parte,  me  fatiga  y 
aprieta  un  deseo  tan  extraño  y  tan  fuera  del  uso  común  de  otros,  que 
yo  me  maravillo  de  mí  mismo,  y  me  culpo  y  me  riño  á  solas,  y  procuro 
callarlo  y  encubrillo  de  mis  propios  pensamientos;  y  así  me  ha  sido  po- 
sible salir  con  este  propósito  como  si  de  industria  procurara  decillo  á 
todo  el  mundo;  y  pues  que  en  efeto  él  ha  de  salir  á  plaza,  quiero  que 
sea  en  la  del  archivo  de  tu  secreto,  confiado  que  con  él  y  con  la  diligen- 
cia que  pondrás,  como  mi  amigo  verdadero,  en  remediarme,  yo  me  veré 
presto  libre  de  la  angustia  que  me  causa,  y  llegará  mi  alegría  por  tu  so- 
licitud al  grado  que  ha  llegado  mi  descontento  por  mi  locura. 

«Suspenso  tenían  á  Lotario  las  razones  de  Anselmo,  y  no  sabía  en 
qué  había  de  parar  tan  larga  prevención  ó  preámbulo;  y  aunque  iba 
revolviendo  en  su  imaginación  qué  deseo  podría  ser  aquel  que  á  su 
amigo  tanto  fatigaba,  dio  siempre  muy  lejos  del  blanco  de  la  verdad:  y 
por  salir  presto  de  la  agonía  que  le  causaba  aquella  suspensión,  le  dijo 
que  hacía  notoiio  agravio  á  su  mucha  amistad  en  andar  buscando  ro 
déos  para  decirle  sus  más  encubiertos  pensamientos,  pues  tenía  por 
cierto  que  se  podía  prometer  del,  ó  ya  consejos  ])ara  contenellos.  ó  ya 
remedio  para  cumplillos. 

:^ — -Así  es  la  verdad,  respondió  AnseluK»;  y  con  esa  confianza  te  hago 
saber,  amigo  Lotario,  que  el  deseo  que  me  fatiga  es  de  ver  si  Camila, 
mi  esposa,  es  tan  buena  y  tan  perfecta  como  yo  pienso;  y  no  puedo  en- 
terarme en  esta  verdad  si  no  es  probándola  de  manera,  que  la  prueba 
manifieste  los  quilates  de  su   l)ondad,  como  el  fuego  nuiestra  los  del 


l'ARTK    i'KlMtnA.— OAI'ÍTUIA)    XXXIII  2í)  1 

no;  i)orque  yo  teugo  para  mí,  ¡oh  amigo!,  que  no  es  una  mujer  más 
)iiena  de  cuanto  es  ó  no  es  solicitada,  y  (jue  aquella  sola  es  fuerte  ([uc 
w  se  dobla  a  las  promesas,  á  las  dádivas,  á  las  lágrimas  y  á  las  conti- 
mas importunidades  de  los  solícitos  amantes.  Ponjue  ¿qué  hay  que 
igradecer,  decía  él,  que  una  mujer  sea  buena,  si  nadie  le  dice  que  sea 
nalaV  ¿(^ué  mucho  que  esté  recogida  y  temerosa  la  que  no  le  dan  oca 
sión  para  que  se  suelte,  y  la  (jue  sabe  (.[ue  tiene  marido  que  en  cogién 
iola  en  la  primera  desenvoltura,  la  ha  de  (juitar  la  vida?  Ansí  que,  la 
■\ue  es  buena  por  temor  ó  por  falta  de  lugar,  yo  no  la  quiero  tener  en 
■iquella  estima  en  ([ue  tendré  á  la  sohcitada  y  perseguida,  que  salió  con 
la  corona  del  vencimiento:  de  modo  ((ue,  j)or  estas  razones  y  por  otras 
muchas  que  te  pudiera  decir  para  aci'editar  y  fortalecer  la  opinión  que 
tengo,  deseo  que  Camila,  mi  esposa,  pase  por  estas  dificultades,  y  se 
acrisole  y  quilate  en  el  fuego  de  verse  requerida  y  solicitada,  y  de 
quien  tenga  valor  para  poner  en  él  sus  deseos;  y  si  ella  sale,  como  creo 
que  saldrá,  con  la  palma  desta  batalla,  tendré  yo  por  sin  igual  mi  ven- 
tura; podré  yo  decir  que  está  como  el  vaso  de  mis  deseos;  diré  que  me 
cupo  en  suerte  la  mujer  fuerte,  de  quien  el  Sabio  dice  que  ¿quién  la 
hallará?  Y  cuando  tsto  suceda  al  revés  de  lo  que  pienso,  con  el  gusto 
de  ver  que  acerté  en  mi  opinión,  llevaré  sin  pena  la  que  de  razón  po- 
drá causarme  mi  tan  costosa  experiencia.  Y  prosupuesto  que  ninguna 
cosa  de  cuantas  me  dijeres  en  contra  de  mi  deseo,  ha  de  ser  de  algún 
})rovecho  para  dejar  de  ponerle  por  la  obra,  quiero,  ¡oh  amigo  Lotario!, 
(jue  te  dispongas  á  ser  el  instrumento  que  labre  aquesta  obra  de  mi 
gusto;  que  yo  te  daré  lugar  para  que  lo  hagas,  sin  faltarte  todo  aquello 
([ue  yo  viere  ser  necesario  para  solicitar  á  una  mujer  honesta,  honra- 
da, recogida  y  desinteresada.  Y  muéveme,  entre  otras  cosas,  á  ñar  de 
ti  esta  tan  ardua  empresa,  el  ver  que  si  de  ti  es  vencida  Camila,  no  ha 
<le  llegar  el  vencimiento  á  todo  trance  y  rigor,  sino  á  sólo  tener  por 
hecho  lo  que  no  se  ha  de  hacer  por  buen  respeto;  y  así,  no  quedaré  yo 
ofendido  más  de  con  el  deseo,  y  mi  injuria  quedará  escondida  en  la 
virtud  de  tu  silencio;  que  bien  sé  que  en  lo  que  me  tocare  ha  de  ser 
«'terno,  como  el  de  la  muerte.  Así  que,  si  quieres  que  yo  tenga  vida 
que  pueda  decir  que  lo  es,  desde  lue^o  has  de  entrar  en  esta  amorosa 
l)atalla,  no  tibia  ni  perezosamente,  sino  con  el  ahinco  y  diligencia  que 
¡ni  deseo  pide,  y  con  la  contianza  que  nuestra  amistad  me  asegura. 

;>  Estas  fueron  las  razones  que  Anselmo  dijo  á  Lotario,  á  todas  las 
cuales  estuvo  tan  atento,  que  si  no  fueron  las  que  quedan  escritas  que  le 
«lijo,  no  desplegó  sus  labios  hasta  que  hubo  acabado;  y  viendo  que 
no  decía  más,  después  que  le  estuvo  mirando  un  bu^n  espacio,  como 
si  mirara  otra  cosa  que  jamás  hubiera  visto,  que  le  causara  admiraciíhi 
V  espanto,  le  dijo:  «No  me  puedo  persuadir,  ¡oh  amigo  Anselmo!,  á  que 
no  sean  burlas  las  cosas  que  me  has  diclio;  que,  a  pensar  que  de  ve- 
ras las  decías,  no  consintiera  que  tan  adelante  i)asaras;  porque  con  no 
escucharte  previniera  tu  larga  arenca.  Y  sin  duda  imagino,  o  que  no 
me  conoces,  ó  que  yo  no  te  conozco...  perr-  no;  que  bien  sé  (jue  eres 
Anselmo,  y  tú  sabes  que  yo  soy  Lotario;  el  daño  está  en  (pie  yo  pienso 


252  DON  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 

que  no  eres  el  Anselmo  que  solías,  y  tú  debes  de  haber  pensado  que 
tam})oco  yo  soy  el  Lotario  que  debía  ser;  porque  las  cosas  que  me  has 
dicho  ni  son  de  a(|uel  Anselmo  mi  aotiigo,  ni  las  que  me  pides  se  han 
de  pedir  á  aquel  Lotario  que  tú  conoces;  porque  los  buenos  amigos  han 
de  probar  á  sus  amigos  y  valerse  dellos,  como  dijo  un  poeta,  ufiquo  ad 
aras;  en  que  quiso  decir  que  no  se  habían  de  valer  de  su  amistad  en 
cosas  que  fuesen  contra  Dios.  Pues  si  esto  sintió  un  gentil  de  la  amis- 
tad, ¿cuánto  mejor  es  que  lo  sienta  el  cristiano,  (|ue  sabe  (|ue  por  nin- 
guna humana  ha  de  perder  la  amistad  divina?  Y  cuando  el  amigo  tira- 
se tanto  la  barra,  C{ue  pusiese  aparte  los  respetos  del  cielo  por  acudir  á 
los  de  su  amigo,  no  ha  de  ser  por  cosas  ligeras  y  de  poco  momento, 
sino  por  aquellas  en  que  vaya  la  honra  y  la  vida  de  su  amigo.  Pues 
dime  tú  ahora,  Anselmo:  ¿cuál  destas  dos  cosas  tienes  en  peligro,  para 
que  yo  me  aventure  á  complacerte  y  á  hacer  una  cosa  tan  detestable 
como  me  pides?  Ninguna  por  cierto:  antes  me  pides,  según  yo  entien 
do,  que  procure  y  solicite  ijuitarte  la  honra  y  la  vida,  y  (quitármela  á 
mí  juntamente;  porque,  si  yo  lie  de  i)rocurar  quitarte  la  honra,  claro 
está  que  te  c{UÍto  la  vida,  pues  el  hombre  sin  honra  peor  es  que  un 
muerto,  y  siendo  yo  el  instrumento,  como  tú  quieres  que  lo  sea,  de  tan- 
to mal  tuvo,  ¿no  vengo  á  quedar  deshonrado,  y  por  el  mismo  consi- 
guiente sin  vida?  Escucha,  amigo  Anselmo,  y  ten  paciencia  de  no  res- 
ponderme hasta  que  acabe  de  decirte  lo  que  se  me  ofreciere  acerca  de 
lo  que  te  ha  pedido  tu  deseo;  que  tiempo  (juedará  para  que  tú  me  re- 
pliques y  yo  te  escuche. 

»— Que  me  place,  dijo  Anselmo;  di  lo  (|ue  (quisieres. 
«Y  Lotario  prosiguió  diciendo:  «Paréceme  ¡oh,  Anselmo!,  que  tieni ■^^ 
tú  ahora  el  ingenio  como  el  que  siempre  tienen  los  moros,  á  los  cuales 
no  se  les  puede  dar  á  entender  el  error  de  su  secta  con  las  acotaciones 
de  la  Santa  Escritura,  ni  con  razones  que  consientan  en  especulación 
del  entendimiento  ni  que  vayan  fundadas  en  artículos  de  fe,  sino  que 
les  han  de  traer  ejemplos  palpables,  fáciles,  inteligibles,  demostrativos, 
indu)>itables,  con  demostraciones  matemáticas  que  no  se  pueden  negar, 
como  cuando  dicen:  Si  de  dos  partes  iguales  quitamos  partes  iguales,  la^ 
que  quedan  también  son  iguales:  y  cuando  esto  no  entiendan  de  palabra, 
como  en  efeto  no  lo  entienden,  báseles  de  mostrar  con  las  manos,  y  po- 
nérselo delante  de  los  ojos;  y  aun  con  todo  esto,  no  basta  nadie  con  ellos 
á  persuadirles  las  verdades  de  nuestra  sacra  religión.  Y  este  mesmo  tér- 
mino y  modo  me  convendrá  usar  contigo,  porque  el  deseo  que  er-  ti  ha 
nacido  va  tan  descaminado  y  tan  fuera  de  todo  aquello  fjue  tenga  som- 
bra de  razonable,  que  me  parece  que  ha  de  ser  tiempo  malgastado  el 
que  ocupare  en  darte  á  entender  tu  simplicidad  (que  ytor  ahora  no  le 
quiero  dar  otro  nombre);  y  aun  estoy  por  dejarte  en  tu  desatino,  en 
[)ena  de  tu  mal  deseo...  mas  no  me  deja  usar  deste  rigor  la  amistad  C{ue 
te  tengo,  la  cual  no  consiente  que  te  deje  puesto  en  tan  manifiesto  i>(' 
ligro  de  i)erderte.  Y  porque  clavo  veas,  dime,  Anselmo:  ¿tú  no  me 
has  dicho  que  tengo  de  solicitar  á  una  retirada,  persuadir  á  una  hones- 
ta, ofrecer  á  una  desinteresada,  servir  ;i  una   prudente?   Sí   me  lo   lias 


l'AliTK     l'RI.MEKA.-     CAJ'ITILO     XXXIII  líOO 


dicho.  Pues  si  tú  sabes  que  tienes  mujer  retirada,  honesta,  desinteresa- 
da y  prudente,  ¿qué  buscas?  Y  si  piensas  que  de  todos  mis  asaltos  ha 
<le  salir  vencedora,  como  saldría  sin  duda,  ¿i{u6  mejores  títulos  piensas 
darle  después  que  los  que  ahora  tieneV  ¿O  (¡ué  será  más  después  de  lo 
«|ue  es  ahora?  Ó  es  que  tú  no  la  tienes  }>or  la  cjue  dices,  ó  tú  no  sabes 
lo  que  pides:  si  no  la  tienes  })or  la  que  dices,  ¿[>ara  qué  quieres  ]>robar- 
la,  sino,  como  á  mala,  hacer  della  lo  que  más  te  viniere  en  gusto?  Mas 
si  es  tan  buena  como  crees,  impertinente  cosa  será  hacer  experiencia 
de  la  mesma  verdad,  pues  después  de  liecha,  se  ha  de  quedar  con  la  es- 
timación que  primero  tenía.  Así  que.  es  razón  concluyente  que  el  in- 
tentar las  cosas  de  las  cuales  antes  nos  puede  suceder  daño  <jue  prove- 
cho, es  de  juicios  sin  discurso  y  temerarios,  y  más  cuando  quieren  in- 
tentar aquellas  á  que  no  son  forzados  ni  compelidos,  y  que  de  muy 
lejos  traen  descubierto  que  el  intentarlas  es  manitiesta  locura. 

Las  cosas  diticultosas  se  intentan  ]>or  Dios,  ó  por  el  mundo,  ó  por 

entrambos  á  dos:  las  ([ue  se  aconieten  por  Dios  son  las  (jue  aconietiei'on 

los  Santos,  acometiendo  á  vivir  vida  de  ándeles  en  cuerpos  Immanos;  las 

[ue  se  acometen  por  respeto  del  nmndo  son  las  de  axiuellos  que  pasan 

anta  inhnidad  de  a^ua,  tanta  diversidad  de  climas,  tanta  extrañeza 

le  iícntes,  por  adquirir  estos  que  llaman  bienes  de  fortuna;  y  las  que 

■ic  intentan  |)or  Dios  y  por  el  mundo  juntamente  S(M1  aquellas  de  los 

>alerosos  soldados,  (pie  apenas  ven  en  el  contrario  nmro  abierto  tanto 

spacio  cuanto  es  el  que  pudo  hacer  una  redonda  bala  de  artillería, 

•nando,  puesto  aparte  todo  temor,  sin  hacer  discurso,  ni  advertir  al  jna- 

litiesto  })elijíro  cjue  Íes  amenaza,  llevados  en  vuelo  de  las  alas  del  deseo 

le  volver  por  su  t'e.  por  su  níción  y  por  su  rey,  se  arrojan  intrépi<la- 

nente  })or  la  mitad  de  mil  contrapuestas  nmertes  que  le  esperan.   Es-  . 

as  cosas  son  las  que  suelen  intentarse,  y  es  hom-a,  üloi-ia  y  provecho 

ntentarlas.  aunque  tan  llenas  de  inconvenientes  y  peligros;  pero  la  (pie 

ú  dices,  que  quieres  intentar  y  ])onei'  por  (jbra.  ni  te  ha  de  alcanzar 

•loria  de   Dios,  bienes  de  fortuna,  ni  fama,  con  los  hombre.^:   por(|ne. 

)nesto  que  saluas  con  ella  como  deseas,  no  has  de  quedar  ni  nia<  ufa 

u).  ni  más  rico,  ni  más  honrado  que  estás  ahora;  y  .si  no  sales,  te  lia.- 

le  ver  en  la  mayor  miseria  que  imaginarse  pueda;  porque  no  te  ha  de 

provechar  pensar  entonces  (pie  no  sabe  nadie  la  desgracia  que  te  ha 

ucedido;  i)orque  i)astará.  ¡)ara  afligirte  y  deshacerte,  cjue  la  se))as  tú 

uesmo.  Y  para  contirmación  desta  verdad,  te  (juiero  decir  una  estancia 

ue  hizo  el  famo.so  poeta  Luis  Tansilo,  en  el  íin  de  su  primera  parte  de 

is  Lúffrimas  de  S(/n  Pedro,  (pie  dice  así: 

Crece  t]  dolor  y  creco  la  vergüenza 
Ku  Pedro  cuando  el  día  se  ha  mostrado; 
Y  aimqtic  allí  uo  ve  ú  nadie,  se  avergUenza 
De  sí  mi.sKio,  por  ver  (jiie  había  pecado: 
Que  á  uu  maguáuinio  pecho,  á  haber  vergiieii/.a, 
No  sólo  ha  de  moverle  el  ser  mirado; 
Que  de  sí  se  avergUenza  cuando  yerra 
Si  bien  otro  uo  ve  que  cielo  y  tierra 

.sí  (pie,  no  excusarás  con  el  secreto  tu  dolor;  antes  tendrás  ([ue  llorar 
ontinuo.  si  no  lágrimas  de  l(js  ojos,  lágrimas  de  sangre  del  corazón. 


254  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


como  las  lloraba  aquel  simple  doctor,  que  nuestro  poeta  nos  cuenüi, 
que  hizo  la  prueba  del  vaso,  que  con  mejor  discurso  se  excusó  de  ha- 
cerla el  prudente  Reinaldos;  que  puesto  que  aquello  sea  ficción  poética, 
tiene  en  sí  encerrados  precetos  morales,  dignos  de  ser  advertidos  y  en- 
tendidos é  imitados;  cuanto  más,  que  con  lo  que  ahora  pienso  decirte, 
acabarás  de  venir  en  conocimiento  del  grande  error  que  quieres 
cometer. 

»Dime,  Anselmo:  si  el  Cielo  ó  la  suerte  buena  te  hubiera  hecho  señor 
y  legítimo  posesor  de  un  finísimo  diamante,  de  cuya  bondad  y  quilates 
estuviesen  satisfechos  cuantos  lapidarios  le  viesen;  y  si  todos  á  una  voz 
y  de  común  parecer  dijesen  que  llegaba  en  quilates,  bondad  y  fineza  á 
cuanto  se  podía  extender  la  naturaleza  de  tal  piedra,  y  tú  mesmo  lo 
creyeses  así,  sin  saber  otra  cosa  en  contrario;  ¿sería  justo  que  te  viniese 
en  deseo  de  tomar  aquel  diamante  y  ponerle  entre  un  ayunque  y  un 
martillo,  y  allí,  á  pura  fuerza  de  golpes  y  brazos,  probar  si  es  tan  duro 
y  tan  fino  como  dicen?  Y  más:  si  lo  pusieses  por  obra,  ¡qué!;  puesto  caso 
que  la  piedra  hiciese  resistencia  á  tan  necia  prueba,  no  por  eso  se  le 
añadiría  más  valor  ni  más  tama;  y  si  se  rompiese,  cosa  que  podría  ser, 
¿no  se  perdía  todo?  Sí  por  cierto,  dejando  á  su  dueño  en  estimación  de 
que  todos  le  tengan  por  simple.  Pues  haz  cuenta,  Anselmo  amigo,  que 
Camila  es  finísimo  diamante,  así  en  tu  estimación  como  en  la  ajena,  y 
que  no  es  razón  ponerla  en  contingencia  de  que  se  quiebre;  pues  aun- 
que se  quede  con  su  entereza,  no  puede  subir  á  más  valor  del  que  ahora 
tiene;  y  si  faltase  y  no  resistiese,  considera  desde  ahora  ¡cuál  quedarías 
sin  ella,  y  con  cuánta  razón  te  podrías  quejar  de  ti  mesmo  por  haber 
sido  causa  de  su  perdición  y  la  tuya!  Mira  que  no  hay  joya  en  el  mundo 
que  tanto  valga  como  la  mujer  casta  y  honrada,  y  que  todo  el  honor  de 
las  mujeres  consiste  en  la  opinión  buena  que  dellas  se  tiene;  y  pues  la 
de  tu  esposa  es  tal,  que  llega  al  extremo  de  bondad  que  sabes,  ¿para 
qué  quieres  poner  esta  verdad  en  duda?  Mira,  amigo,  que  la  mujer  es 
animal  imperfecto,  y  que  no  se  le  han  de  poner  embarazos  donde  tro- 
piece y  caiga,  sino  quitárselos  y  des})ejalle  el  camino  de  cualquier  in- 
conveniente, para  que  sin  pesadumbre  corra  ligera  á  alcanzar  la  perfe-- 
ción  que  le  falta,  que  consiste  en  el  ser  virtuosa. 

» Cruentan  los  naturales  que  el  arminio  es  un  animalejo  que  tiene 
una  piel  blanquísima,  y  que  cuando  quiereii  cazarlo,  los  cazadores  usan 
deste  artificio:  que  sabiendo  las  partes  por  donde  suele  pasar  y  acudir,' 
las  atajan  con  lodo,  y  después,  ojeándole,  le  encaminan  hacia  aquel 
lugar;  y  así  como  el  arminio  llega  al  lodo,  se  está  quedo,  y  se  deja 
prender  y  cautivar,  á  trueco  de  no  pasar  por  el  cieno,  y  perder  y  ensu- 
ciar su  blancura,  que  la  estima  en  más  que  la  libertad  y  la' vida.  La 
honesta  y  casta  mujer  es  arminio,  y  es  más  que  nieve  blanca  y  limpia 
la  virtud  de  la  honestidad;  y  el  que  quisiere  que  no  la  pierda,  antes  la 
guarde  y  conserve,  ha  de  usar  de  otro  estilo  diferente  que  con  el  armi- 
nio se  tiene;  porque  no  le  han  de  poner  delante  el  cieno  de  los  regalos 
y  servicios  de  los  importunos  amantes;  porque  quizá,  y  aun  sin  quiz;!. 
no  tiene  tanta  virtud  y  fuerza  natural,  que  pueda  por  sí  mesma  atrope- 


l'AKTK  PBIMEBA. CAPITULO  XXXIII  255 

ilai-  y  pasar  por  íuiuellos  embarazos;  y  es  necesario  quitárselos,  y  ponerle 
delante  la  limpieza  .ie  la  virtud,  y  la  belleza  que  encierra  en  sí* la  buena 
fama.  Es  asimesmo  la  buena  mujer  como  espejo  de  cristal  luciente  y 
claro;  i)ero  está  sujeto  á  emi)añarse  y  escurecerse  con  cual(|uiera  aliento 
([uc  le  toque.  liase  de  usar  con  la  honesta  nnijer  el  estilo  que  con  las 
i-clicpiias;  adorarlas  y  no  tocarlas.  Hase  de  guardaí-  y  estimar  la  mujer 
buena  como  se  «guarda  y  estima  un  hermoso  jardín^  (pie  está  lleno  de 
llores  y  ro.sas,  cuyo  dueño  no  consiente  que  nadie  le  pasee  ni  manosee; 
basta  que  desde  lejos,  y  por  entre  las  verjas  de  hierro,  .¡L;ocen  de  su  fra- 
gancia y  hermosura.  Finalmente,  quiero  decirte  unos  versos  que  se  me 
han  venido  á  la  memoria  (que  los  oí  en  una  comedia  moderna),  que  me 
parece  c^ue  hacen  al  propósito  de  lo  que  vamos  tratando.  Aconsejaba 
un  prudente  viejo  á  otro,  padre  de  una  doncella,  que  la  recoiriese,  .guar- 
dase y  encerra.se;  y  entre  otras  i-azones,  le  dijo  estas. 

E  ;  de  vidrio  la  mujor; 
Pfro  lio  sp  ha  de  probar 
Si  S"i  ¡mede  j  no  ijiiebrar, 
*  Porque  todo  podría  s(>r. 

Y  «■.■<  más  lácil  (•!  quebrarle 
Y  uo  es  eordur.i  pojur.se 

A  peligro  de  romperse 

Lo  que  qiift  im  puedo  «oldarüc 

Y  en  e.sta  opiaión  e.:ten 
Todos,  y  en  razón  la  fundo 
Que  si  hay  Dáiiays  en  ci  mundo 
Hay  pluvia.i  de  oro  también. 

l'uauto  hasta  aquí  te  he  dicho,  ¡olí  Anselmo!,  ha  sido  por  lo  (¡ue  á  ti  te 
toca,  y  ahora  es  bien  que  te  diga  algo  de  lo  que  á  mí  me  conviene;  y  si 
fuere  largo,  perdóname;  que  todo  lo  refiere  el  laberinto  donde  te  has 
entrado,  y  de  donde  quieres  que  yo  te  sa([ue. 

/■Tú  me  tienes  por  amigo,  y  quieres  quitarme  la  honra,  cosa  que  es 
contra  toda  amistad;  y  aun  no  S(')lo  pretendes  esto,  sino  que  procuras 
í^ue  yo  te  la  (luite  á  ti.  Que  me  la  quieres  (juitar  á  mí  está  claro,  pues 
cuando  C  amila  vea  que  yo  la  solicito,  como  me  pides,  cierto  es  que  me 
ha  de  tener  por  hombre  sin  honra  y  mal  mirado,  pues  intento  y  hago 
una  cosa  tan  fuera  de  aquello  á  que  el  ser  quien  soy  y  tu  amistad  me 
obliga.  De  que'  quieres  que  te  la  quite  á  ti,  no  hay  duda;  porque  vícl do 
Camila  <iue  yo  la  solicito,  ha  de  pensar  que  yo  he  visto  en  ella  alguna 
liviandad  ([ue  me  d  ó  atrevimiento  á  descubrirle  mi  mal  deseo;  y  te- 
niéndose por  deshonrada,  te  toca  á  ti,  como  á  cosa  suya,  su  misma  des- 
honra, y  de  aquí  nace  lo  que  comúnmente  se  platica,  que  el  marido  de 
la  mujer  adúltera,  puesto  ([ue  él  no  lo  sei)a  ni  haya  dado  ocasión  i)ara 
•  lue  su  mujer  no  sea  la  que  debo,  ni  haya  sido  en  su  mano,  con  su 
<lescuido  y  poco  recato,  estorbar  su  desgracia,  con  todo  le  llaman  y  le 
nombran  con  nombre  de  vitupero  y  bajo,  y  en  cierta  manera  le  miran 
los  (jue  la  maldad  de  su  mujer  saben,  con  ojos  de  menosprecio,  en  cam- 
bio de  mirarle  con  los  de  lástima,  viendo  que,  no  })or  su  culpa,  sino  por 
el  gusto  de  su  mala  compañera,  e^^tá  en  aquella  desventura.  Pero 
quiérote  decir  la  causa  por  (pié  con  justa  razón  es  deshonrado  el  marido 
B.  F.— XX  18 


25()  DON    QUIJOTE    DE    EA    MANCHA 


ava 


(le  la  mujer  mala,  aunque  él  no  se})a  (jue  lo  es,  eí  ten<j,a  culpa,  ni  h 
sido  parte,  ni  dado  oeasióii  para  que  ella  lo  sea;  y  no  te  canses  de  oirme: 
que  todo  lia  de  redundar  en  tu  provecho. 

:< Cuando  Dios  crió  á  nuestro  primero  padre  en  el  Paraíso  terrenal 
dice  la  divina  Escritura  (^uc  infundió  Dios  sueño  en  Adán,  y  <iue  es 
tando  durmiendo,  le  sacó  una  costilla  del  lado  siniestro,  de  la  cual  foi 
mó  á  nuestra  madre  Eva,  y  así  como  Adán  despert<3  y  la  miró,  dijo: 
Esta  es  (-((me  de  mi  canip  tj  hueso  <Je  mis'  ]iu<'.sos.  Y  Dios  dijo:  Por  ('shr 
(Ir jará  el  liomhrr  á  su  ¿)a(lr('  //  madre.  _//  serán  dos  en  mía  carne  inisma:  y 
entonces  fué  instituido  el  divino  sacramento  del  matrimonio,  con  tales 
lazos,  <iue  sola  la  muerte  puede  desatarlos.  Y  tiene  tanta  fuerza  y  virtud 
este  milagroso  sacramento,  que  hace  que  dos  diferentes  personas  sean 
una  misma  carne;  y  aun  hace  más  en  los  buenos  casados:  que,  aun»  pie 
tienen  dos  almas,  no  tienen  más  de  una  voluntad,  y  de  axpií  viene  ipie. 
como  la  carne  de  la  esposa  sea  una  mesma  con  la  del  esposo,  las  man 
chas  que  en  ella  caen,  <)  los  defectos  que  se  procura,  redundan  en  la 
carne  del  marido,  auuíjue  él  no  haya  dado,  como  (^ueda  dicho,  ocasiíjn 
para  aiiuel  daño;  ponpie,  así  como  el  dolor  del  pie  (')  de  cual;[uier 
miembro  del  cuerpo  humano,  le  siente  todo  el  cuer}»),  por  ser  tod(^  de 
una  carne  mesma,  y  la  cabeza  siente  el  daño  del  tobillo,  sin  (jue  ella  se 
le  haya  causado,  así  el  marido  es  participante  de  la  deshonra  de  la  mu- 
jer, por  ser  una  mesma  cosa  con  ella,  y  como  las  honras  y  deshonia- 
del  mundo  sean  todas  y  nazcan  de  carne  y  sangre,  y  las  de  la  mujer 
mala  sean  deste  género,  es  forzoso  que  al  marido  le  (juepa  parte  della>. 
V  sea  tenido  i)or  deshonrado,  sin  (pie  él  lo  sepa.  Mira,  pues,  ¡oh  Anscl 
mo!,  al  peligro  (|ue  te  i)ones  en  querer  turbar  el  sosiego  en  ([ue  tu  buena 
esposa  vive;  mira  por  cuan  vana  é  im])ertinente  curiosidad  ([uieres  re- 
volver los  humores,  ([ue  ahora  están  sosegados,  en  el  pecho  de  tu  casta 
esposa;  advierte  <iue  lo  que  aventuras  á  ganar  es  poco,  y  (4ue  lo  que 
perderás  será  tanto,  que  lo  dejaré  en  su  punto,  por([ue  me  faltan  pala- 
bras para  encarecei'lo.  Pero  si  todo  cuanto  he  dicho  no  basta  á  moverle 
de  tu  mal  pro})(')sito.  bien  puedes  buscar  otro  instrumento  de  tu  d(^s- 
honra  y  desventura,  (|ue  yo  no  pienso  serlo,  aun(pie  por  ello  pierda  tu 
amistad,  «lue  es  la  mayor  pérdida  ({ue  imaginar  i)uedo.:) 

Calló  en  diciendfresto  el  virtuoso  y  prudente  Lotario,  y  Anselmo 
(piedó  tan  confuso  y  pensativo,  ([ue  por  un  buen  espacio  no  le  pudo 
responder  palabra;  pero  en  fin  le  dijo:  Con  la  atención  (jue  has  visto. 
he  escuchado,  L(jtario  amigo,  cuanto  has  (pierido  decirme;  y  en  tus  ra- 
zones, ejemplos  y  comparaciones  he  visto  la  nmcha  discreción  (pie 
tienes  y  el  extremo  de  la  verdadera  amistad  (|ue  alcanzas;  y  asimesmo 
veo  y  (^'onñeso  ([ue,  si  no  sigo  tu  parecer,  y  me  voy  tras  el  mío,  voy 
huyendo  del  bien  y  corrienclo  tras  el  mal.  Prosu])uesto  esto,  has  de  con- 
siderar (pie  yo  padezco  ahora  la  enfermedad  (pie  suelen  tener  algunas 
mujeres,  que  se  les  antoja,  comer  tierra,  yeso,  carbón  y  otras  cosas  pc" 
res,  aun  asquerosas  para  mirarse,  cuanto  más  para  comerse;  asi  qu 
es  menester  usar  de  algún  artificio  para  (|ue  yo  sane;  y  esto  se  pod 
hacer  con  facilidad,  S(')lo  con  que  comiences,   aunque   tibia  y   fingida 


ia 


VAUTK    I'KIMKKA.  —  OAl'lTL'LO    XXXilI  '¿.M 


iiieiite,  á  solicitar  n  Camila;  la  cual  no  ha  de  ser  tan  tierna,  que  a  los 
I  (rimeros  encuentros  dé  con  su  honestidad  por  tierra;  y  con  sólo  este 
jirincipio  (juedaré  contento;  y  tu  habrás  cumplido  con  lo  que  deVies  a 
nuestra  amistad,  no  snlamente  dándome  la  vida  sino  preservándome 
íle  no  verme  sin  honra.  Y  estás  obligado  á  liacer  esto,  por  una  razi'ni 
sola,  y  es  <[ue  estando  yo,  como  estoy,  determinado  de  poner  en  plática 
esta  pruel)a,  no  has  tu  de  consentir  que  yo  dé  cuenta  de  mi  desatino  a 
otra  persona  C(^n  (jue  pondría  en  aventura  el  honor  que  tú  jtrocuras  (pie 
no  pierda;  y  cuando  el  tuyo  no  esté  en  el  })unto  que  debe  en  la  inten- 
ción de  Camila  en  tanto  (|ue  la  solicitares,  importa  )>oco  ó  nada:  pues 
con  l)rev(^dad,  viendo  en  ella  la  entereza  que  esperamos,  le  podras  decir 
la  pura  verdad  de  nuestro  artiticio,  con  que  volverá  tu  crédito  al  ser 
primero;  y  pues  tan  po:o  aventnras.  y  tanto  contento  me  puedes  dar 
aventurándote,  no  lo  dejes  de  hacer,  aunque  más  inconvenientes  se  te 
ponuan  delante;  pues,  como  ya  he  dicho,  con  sólo  cpie  comiences,  daié 
por  concluida  la  causa. 

>  Viendo  Lotario  la  resoluta  voluntad  de  Anselmo,  y  no  sabiendo 
<iué  más  ejemplos  traerle  ni  qué  mtls  razones  mostrarle  |)ara  que  no  la 
siguiese,  y  viendo  (¡ne  le  amenazaba  que  le  dai'ía  á  otro  cuenta  i\t'  su 
mal  deseo;  por  evita)'  mayor  mal,  <leterminó  de  contentarle  y  hacer  lo 
que  pedía,  con  j)rop(')SÍto  é  intención  de  guiar  aquel  negocio  de  modo, 
((ue,  sin  alterar  los  pensamientos  de  Camila,  quedase  Anselmo  sutisfe- 
cho;  y  así.  le  respondió  que  no  í-onmuicase  su  pensamiento  con  otro 
alguno;  que  v\  tomaba  ;i  su  cargo  atiuella  em})resa,  la  cual  comenzaría 
cuando  á  él  le  diese  más  gusto.  Abrazóle  Anselmo  tierna  y  aaiorosa- 
mente,  y  agradecióle  su  ofrecimiento,  como  si  alguna  grande  merced 
le  hubiera  hecho;  y  quedaron  de  acuerdo  entre  los  dos  que  desde  otro 
día  siguiente  se  comenzase  la  obra;  (|ue  él  le  daría  lugar  y  tiempo  en 
(|ue  a  sus  solas  jnidiese  hablar  a  Camila;  y  asimesmo  le  daría  dinero.s  y 
joyas  que  ofrecerla  y  (¡ue  darla.  aconsej(')le  que  le  diese  músicas,  (¡ue 
escribiese  versos  en  su  alabanza,  y  (pie  cuando  él  no  quisiese  tomar  tra- 
bajo de  hacerlo,  él  mesmo  los  haría.  A  todo  se  ofreció  Lotario,  con 
l>ien  diferente  intención  «pie  Anselmo  pensaba;  y  con  este  acuerdo  se 
volvieron  á  casa  de  Anselmo,  donde  hallaron  á  Camila  con  ansia  y  cui- 
dado, es])crando  á  su  esposo,  porque  acjuel  día  tardaba  en  venir  mas  de 
lo  acostumbrado. 

■  Fuese  Lotario  á  su  casa,  y  Anselmo  (¡uedó  en  la  suya  tan  contento 
como  Lotario  fué  })ensativo,  no  sabiendo  qué  traza  dar  para  salir  bien 
fie  acpiel  inq)ertinenie  negocio;  pero  aquella  noche  pensó  el  modo  ([ue 
tendría  para  engañar  á  Anselmo  sin  ofender  :i  Camila;  y  otro  día  vino 
á  comer  con  su  amigo,  y  fué  bien  recebido  de  Camila,  la  cual  le  recebía 
y  regalaba  con  mucha  voluntad,  por  entender  la  buena  que  su  esposo 
le  tenía.  Acabaron  de  comer,  levantaron  los  manteles,  y  Anselmo  dijo 
;i  Lotario  (pie  se  (piedase  allí  con  (.'amila,  en  tanto  (pie  él  iba  á  un  ne- 
gocio hn'zoso;  (pie  dentro  de  hora  y  media  volvería.  ívogóle  Camila  que 
no  se  fuese,  y  Lotario  se  ofreció  á  hacerle  compañía;  mas  nada  aprove- 
chó con  .\nselmo:  antes  in)]iortnn(')  i\  Lotario  (jue  se  quedase  y  le  aguar- 


25S  DON    QUÍJOTK    DEJ[^A^tANCHA^_ 


I 


dase  porque  tenía  que  tratar  con  él  una  cosa  de  mucha  importancia. 
Diio\Ím]!ién  á  Camila  que  no  dejase  solo  á  Lotario  en  tanto  que  el  vol- 
viese En  efeto,  él  supo  tan  bien  tino-ir  la  necesidad  o  necesidad  de  su 
ausencia  que  nadie  pudiera  entender  que  era  fingida.  íuese  Anselmo, 
y  quedaron  solos  á  la  mesa  Camila  y  Lotario,  «porque  la  demás  o-entc 
de  casa  toda  se  había  ido  á  comer. 

»Vióse  Lotario  puesto  en  la  estacada  que  su  ami-o  deseaba,  y  con 
el  enemigo  delante,  que  pudiera  vencer  con  sola  su  hermosura  a  m. 
escuadrón  de  caballeros  armados:  ¡mirad  si  era  mzon  que  le  temiern 
L¿mño!  Pero  lo  que  hizo  fué  poner  el  codo  sobre  el  bimo  de  la  silh 
V  la  mano  abierta  ¿n  la  mejilla;  y  pidiendo  perdón  a  Camila  del  mal 
Comedimiento,  dijo  que  quería  reposar  un  i-oco  en  tanto  que  Anselmo 
volvía.  Camila  le  respondió  que  mejor  reposaría  en  el  estrado  ciue  en 
Va  silla-  V  así  le  rogó  se  entrase  á  dormir  en  él.  No  quiso  Lo  ano,  y  alh 
.se  quedó  dormido  hasta  que  volvió  Anselmo,  el  cual,  como  hallo  a  a- 
mila  en  su  aposento  v  á  Lotario  durmiendo,  creyó  que,  como  se  había 
Cdado  tanto,  va  habrían  tenido  los  dos  lugar  para  hal)lar  y  aun  para 
Íonnii'  V  no  ^ió  la  hora  en  que  Lotario  despertase  para  volverse  con  el 
fuera  v  preguntarle  de  su  ventura. 

»Todo  \e  sucedió  como  él  quiso.  Lotano  despertó  y  luego  salienm 
los  dos  de  casa  v  le  preguntó  lo  que  deseaba,  y  le  respondió  lactario  qi, 
no  le  había  parecido  se?  bien  que  la  primera  vez  se  descubriese  del  tod.-. 
así    no  había  hecho  otra  cosa  que  alabar  á  Camila  de  hermosa  d- 
ciéndole  que  en  toda  la  ciudad  no  se  trataba  de  otra  cosa  que  de  su  her- 
mosura  V  discreción,  v  que  éste  le  había  parecido  buen   principio  j.am  ^ 
^r^lknando  la  vohintad  y  disponiéndola  á  que  otra  vez  le  escucha- v 
se  con  gusto,   usando  en  esto  del  artificio  que  el  demonio  usa  cuando 
quiera  engañar  á  alguno,  que  está  puesto  en  atalaya  de  mirar  por  sl  . 
•que  se  transforma  en  ángel  de  luz,  siéndolo  él  de  tmieblas,  y  poniéndole 
delane  apariencias  buenas,  al  cabo  descubre  quién  es,  y  sale  con  su  i  - 
Sni  á  los  principios  no  es  descubierto  su  engaño,   lodo  esto  le 
Sen  ó  mucho  á  Anselmo;  y  dijo  que  cada  día  daría  el  mismo  mgar 
aunque  no,  saliese  de  casa,  porque  en  ella  se  ocu|mria  en  cosas  que  (  a- 
mila  no  pudiese  venir  en  conocimiento  de  su  artiticio.        ,     .     ,    ,    ■ 

^.Sucedió  pues   que  se  pasaron  muchos  días  que  sm  decir  Lotario 
palal^^  CamiK  nSpondía  á  Anselmo  que  la  hablaba,  y  ^amas   pocha 
saca     d;  la  una  pequeña  muestra  de  venir  en  ninguna  cosa,  que  m.  m 
uete-  ni  aun  dar  una  señal  de  sombra  de  esperanza;  antes  dec.a  que  . 
ainenazaba  que  si  de  aquel  mal  pensamiento  no  se  quitaba,  que  lo  ha- 
bía de  decir  á  su  esposo.  •  .-^^  no,..íln  4    1«^    ..- 
<  Bien  está,  dijo  Anselmo;  hasta  a.pií  ha  resistido  Camila  a  las_  v. 
labra,    es  menester  ver  cómo  resiste  á  las  obras;  yo  os  daré  mañana 
líos  mil  escudos  de  oro,  para  que  se  los  ofrezcáis  y  aun  se    os  ^eis    . 
otros  tantos  para  que  compréis  ]oya&  con  que  cebarla    que  las  mujf  i 
s  uaen  sí^-  aficionadas,  v  más  si  son  hermosas  por  mas  castas  que  se... 
le'lo  de  traerse  bien  v  andar  gaknas;  y  si  ella  resiste  a  esta  tentación. 
yo.quedaré  satisfecho'y  no  os  daré  más  pesadumbre^. 


i 


PAKTK    l'IilMERA. CAPITULO    XXXIII  25V) 


iiutario  respondió  que  ya  (iiic  bahía  comenzado,  (jue  él  llevaría 
hasta  '.4  lin  aqueüa  empre.sa;  jmesto  (jue  entendía  salir  della  cansado  y 
vencido. 

»Otro  día  recibió  los  cuatro  mil  escudos,  y  con  ellos  cuatro  mil  con- 
fusiones, porque  no  sabía  qué  liacerso  })ara  mentir  de  nuevo;  pero  en 
efeto  determinó  de  decirle  que  ("amila  estaba  tan  entera  á  las  dádivas 
y  j)romesas  como  á  las  palabras,  y  (pie  no  había  para  qué  cansarse  más 
l)orqne  todo  el  tiempo  se  uastaba  en  balde.  Pero  la  suerte,  que  las  cosas 
uuial)a  de  otra  manera,  ordenó  ijue,  habiendo  dejado  Anselmo  solos  á 
Lotario  y  á  C  amila,  como  otras  veces  solía,  él  se  encerró  en  un  aposen- 
to, y  })or  los  agujeros"  de  la  cerradura  estuvo  mirando  y  escuchando  lo 
(]ue  los  dos  trataban,  y  vio  que  en  más  de  media  hora  Lotario  no  habló 
palabra  á  Camila,  ni  se  la  hablara  si  allí  estuviera  un  siolo,  y  cayó  en 
la  cuenta  de  que  cuanto  su  amigo  le  había  dicho  de  las  respuestas  de 
( 'amila,  todo  era  íicción  y  mentira;  y  para  ver  si  esto  era  ansí,  sahó  del 
aposento,  y  llamando  á  Lotario  aparte,  le  preguntó  qué  nuevas  había  y 
de  qué  temple  estaba  Camila. 

:> Lotario  le  respondió  que  no  j)ensalta  más  darle  puntada  en  aquel 
negocio,  porque  respondía  tan  áspera  y  de.'^abridamente.  (|ue  no  tendría 
ánimo  para  volver  á  decirle  cosa  alguna. 

» — ¡Ah,  dijo  Anselmo,  Lotario,  Lotario,  y  cuan  mal  correspondes  á 
lo  <|ue  me  debes  y  á  lo  mucho  que  de  ti  confío!  Ahora  te  he  estado  mi- 
rando ])or  el  lugar  que  concede  la  entrada  desta  llave,  y  he  visto  ([ue 
no  has  dicho  i)alabra  á  Camila,  por  donde  me  doy  á  entender  que  aun 
las  primeras  las  tienes  por  decir;  y  si  esto  es  así,  como  sin  duda  lo  es, 
¿para  qué  me  engañas,  ó  por  qué  quieres  quitarme  con  tu  industria  los 
medios  que  yo  podría  hallar  para  conseguir  mi  deseo? 

>No  dijo  más  Anselmo;  pero  l)ast(')  lo  (pie  había  dicho  para  dejar 
corrido  y  confuso  á  Lotario,  el  cual,  casi  como  tomando  i)or  punto  de 
honra  el  haber  sido  hallado  en  mentira,  juró  á  Anselmo  que  desde 
aquel  momento  tomaba  tan  á  su  cargo  el  contentalle  y  no  mentille, 
cual  lo  vería  si  con  curiosidad  lo  espiaba;  cuanto  más,  que  no  sería 
menester  usar  de  ninguna  diligencia,  porque  la  (jue  él  pensaba  poner 
en  satisfacelle  le  (juitaría  de  toda  sospecha.  Creyóle  Anselmo,  y  para 
dalle  comodidad  más  segura  y  menos  sobresaltada,  determinó  de  hacer 
ausencia  de  su  casa  por  ocho  días,  yéndose  á  la  de  un  amigo  suyo, 
que  estaba  en  una  aldea  no  lejos  de  la  ciudad,  con  el  cual  amigo  con- 
certó que  le  enviase  á  llamar  con  muchas  veras,  para  tener  ocasión  con 
Camila  de  su  partida. 

» ¡Desdichado  y  mal  advertido  de  ti,  Anselmo!  ¿Qué  es  lo  c[ue  hacesV 
¿Mué  es  lo  que  traz^sV  ¿Qué  es  lo  que  ordenasV  Mira  que  haces  contra 
ti  mismo,  trazando  tu  deshonra  y  ordenando  tu  perdición.  Buena  es  tu 
esposa  ( 'amila;  quieta  y  sosegadamente  la  posees;  nadie  sobresalta  tu 
gusto;  sus  ]iensamientos  no  salen  de  las  paredes  de  su  casa;  tú  eres  su 
cielo  en  la  tierra,  el  l)lanco  de  sus  de.seos,  el  cumplimiento  de  sus  gus- 
tos y  la  medida  por  donde  mide  su  voluntad,  ajusfándola  en  todo  con 
la  tuya  y  con  la  del  cielo;  pues  si  la  mina  de  su  honor,  hermosura,  ho- 


2(10  DON    QUIJOTE    DK    LA    MANCHA 


iiestidad  y  recogimiento  te  da  sin  ningún  traluijo  toda  la  riqueza  que 
tiene  y  tii  puedes  desear,  ¿para  qué  (juieres  aliondar  la  tierra  y  buscar 
nuevas  vetas  de  nuevo  y  nunca  visto  tesoro,  }>(»niéndote  á  [)eligro  que 
todo  venga  al>ajo,  pues  en  fin  se  sustenta  sobre  los  débiles  arrimos  de 
su  Haca  n-aturalezaV  Mira  que  al  que  busca  lo  ini])Osible  es  justo  que  lo 
posil>le  se  le  niegue,  como  lo  dijo  mejor  un  })oeta.  diciendo: 

Uusoo  eii  la  mncrte  1h  vidii. 
Salud  cu  la  onfermedad, 
Eu  la  prisión  libertad, 
En  lo  cerrado  salida, 
Y  cu  el  traidor  lealtad: 

■Pero  mi  Huerto,  de  (luieu 
Jamás  espero  algún  l)ieu. 
Con  el  cielo  ha  estatuido 
Que.  pues  lo  imposible  pide. 
Lo  posible  aun  no  me  den. 

Fuese  otro  día  Anselmo  á  la  aldea,  dejand<7  dicho  á  Camila  que  el 
tiempo  que  él  estuviese  ausente,  vendría  Lotario  á  mirar  por  su  casa 
V  á  comer  con  ella:  que  tuviese  cuidado  de  tratalle  como  á  su  misma 
persona. 

Afligióse  Camila,  como  mujer  discreta  y  honrada,  de  la  orden  que 
su  marido  le  dejaba,  y  díjole  que  advirtiese  (jue  no  estaba  bien  que  na 
die,  él  ausente,  ocupase  la  silla  de  su  mesa;  y  que  si  lo  hacía  por  no 
tener  confianza  que  ella  sabría  gobernar  su  casa,  que  i)rol)ase  ]>or 
aquella  vez,  y  vería  por  experiencia  cómo  para  mayores  cuidados  era 
bastante. 

» Ansehno  le  replic(>  (^ue  aquel  era  su  gusto,  y  (pie  no  tenía  más  qui' 
luicer  (jue  ])ajar  la  cabeza  y  obedecelle. 

Camila  dijo  (pie  ansí  lo  haría,  ann((ue  contra  su  voluntad. 

Partióse  Anselmo ,  y  otro  día  vino  á  su  casa  Lotario,  donde  fué 
iccibido  de  Camila  con  amoroso  y  honesto  acogimiento;  la  cual  jamás 
se  puso  (MI  parte  donde  Lotario  la  viese  a  solas;  })or(iue  siempre  andal)a 
roileada  de  sus  criados  y  criadas,  especialmente  de  una  doncella  suya, 
lia  .nada  Leonela,  á  quien  ella  mucho  quería,  })or  haberse  criado  desdcí 
niñas  las  do?  juntas  en  casa  de  los  }>adres  de  Camila,  y  cuando  se  casó 
con  Anselmo,  la  trujo  consigo.  En  los  tres  días  i)rimeros  nunca  Lotario 
le  dijo  nada,  aun(iue  pudiera  cuando  se  levantaban  l(js  manteles  y  la 
gente  se  iba  á  comer,  con  mucha  priesa,  [)orque  así  se  lo  tenía  manda- 
do Camila;  y  aun  tenía  orden  Leonela  que  comiese  primero  ([ue  Cami- 
la, y  que  de  su  lado  jamás  se  quitase;  mas  ella,  que  en  otras  cosas  de 
su  gusto  tenía  puesto  el  pensamiento,  y  había  menester  aquellas 
horas  y  aquel  lugar  para  ocuparle  en  sus  contentos,  no  cumplía  todas 
las  veces  el  mandamiento  de  su  señora;  antes  los  dejaba  solos,  como 
si  a(|uello  le  hubieran  mandado;  mas  la  honesta  presencia  de  Camila, 
la  gravedad  de  su  rostro,  la  compostura  de  su  persona  era  tanta,  que 
ponía  freno  á  la  lengua  de  Lotario.  Pero  el  |)rovecho  que  las  muchas 
virtudes  de  Camila  hicieron,  poniendo  silencio  en  la  lengua  de  Lotario. 
redundó  más  en  daño  de  los  dos;  })orque,  si  la  lengua  callaba,  el  ]íensa- 


I 


I'UIMKRA    PAKTK.  —  CAPÍTULO    XXXIIi  -<)1 


miinitt)  tliscunía.  y  tenía  lu.uar  <lo  contemplar  parte  [lor  [¡arte  todos  k»s 
<-xtrenios  de  bondad  y  de  hermosura  que  Camila  tenía,  bastantes  á  ena- 
morar una  estatua  de  nuirmo!,  no  que  un  corazón  de  carne. 

Mirábala  Lotario  en  el  luuar  y  espacio  ([ue  había  de  hablarla,  y 
consideraba  cuan  digna  era  de  ser  amada;  y  esta  consideración  cinnen- 
/.(■)  poco  á  poco  á  dar  asaltos  á  los  res}»etos  (|ue  á  Anselmo  tenía;  y  mil 
veces  quiso  ausentarse  de  la  ciudad,  y  irse  donde  jamás  Anselmo  le  vie- 
se á  íl,  ni  él  viese  á  Camila;  mas  ya  le  hacía  inij)edimento  y  detenía  el 
uusto  que  hallal)a  en  mirarla.  Hacíase  tuerza  y  peleal)a  consigo  mismo, 
por  ílesechar  y  no  sentir  el  contento  que  le  llevaba  á  mirar  á  Camila; 
<  ulpál>ase  á  solas  de  su  desatino,  llamábase  mal  amigo  y  aun  mal  cris- 
tiano; hacía  discursos  y  comparaciones  entre  él  y  Anselmo,  y  todos  })a- 
raban  en  decir  que  más  había  sido  la  locura  y  contianza  de  Anselmo 
<|ue  sería  su  poca  fidelidad,  y  <|ue  si  así  tuviera  disculpa  para  con  Dios 
<()mo  para  con  los  iiombres  de  lo  (jue  pensaba  iiacer,  (pie  no  temiera 
pena  por  su  culi)a. 

»En  et'eto,  la  hermosura  y  la  bondad  de  Camila,  juntamente  con 
la  ocasión  que  el  ignorante  marido  le  había  puesto  en  las  manos,  dieron 
con  la  lealtad  de  Lotario  en  tierra;  y  sin  mirar  (»tra  cosa  que  aquella  á 
que  su  gusto  le  inclinaba,  al  cabo  de  tres  días  de  la  ausencia  de  Ansel- 
mo, en  los  cuales  estuvo  en  continua  batalla  i)or  resistir  á  sus  deseos, 
comen/ó  á  rc(juebrar  á  Camila  con  tanta  turbación  y  con  tan  amoro.sas 
razones,  que  Camila  (jued(')  suspensa,  y  no  hizo  otra  cosa  que  levantar- 
se de  donde  estaba,  y  entrarse  en  su  aposento  sin  resi>ondelle  j>alal)ra 
alguna;  mas  no  i>or  esta  setjuedad  se  desmayó  en  Lotario  la  esperanza. 
(|Ue  siempre  nace  juntamente  con  el  amor;  antes  tuvo  en  más  á  Cami- 
la; la  cual,  habiendo  visto  en  Lotario  lo  (pie  jamás  pensara,  no  sabía 
<|ué  liacerse;  y  [¡areciéndole  no  ser  cosa  segura  ni  bien  hecha  darle  oca 
sion  ni  lugar  á  que  otra  vez  la  haidase.  determinó  de  enviar  aquella 
misma  noche,  como  lo  hizo,  á  un  criado  suyo  con  un  l)illetc  ¡i  .\nselmo. 
donde  lo  escribió  estas  razones. 


CAPITULO  XX XIV 
Donde  se  prosigue  la  novela  del  Curioso  impertinente. 

8Í  como  suele  decirse  c[ue  parece  mal  el  ejército  sin  su  !j;cner;;it 
»_y  el  castillo  sin  su  castellano,  digo  yo  que  parece  muy  peor  la 
iu»\     » mujer  casada  y  moza  sin  su  marido,  cuando  justísimas  oca-  ^ 
%^       »siones  no  lo  impiden.  Yo  me  hallo  tan  mal  sin  vos,  y  tan  im- '. 
■> posibilitada  de  no  })oder  sufrir  esta  ausencia,  que  si  presto  no  venís  me 
>diabrc  de  ir  á  entretener  en  casa  de  mis  padres,  aunque  deje  sin  guar- 
da la  vuestra;  porque  la  que  me  dejastes,  síes  que  quedó  con  tal  titn 
lo,  creo  ([ue  mira  más  por  su  gusto  que  por  lo  que  á  vos  os  toca;  y 
.>pues  sois  discreto,  no  tengo  más  (¡ue  deciros,  ni  aun  es  bien  (íu^  ;iiá-^ 
>-'0s  diga.)^ 

:>Esta  carta  recibió  Anselmo,  y  entendió  poi'  ella  ([ue  Lotario  lial>íii 
ya  comenzado  la  empresa,  y  que  Camila  debía  de  haber,  respondido 
como  él  deseaba;  y  alegre  sobremanera  de  tales  nuevas,  respondió  á 
Camila  de  palabra  que  no  hiciese  mudamiento  de  su  casa  en  modo  nin- 
guno, porque  él  volvería  con  mucha  brevedad.  Admirada  quedó  ( 'amiln 
de  la  respuesta  de  Anselmo,  que  la  puso  en  más  contusión  que  primero; 
porque  ni  se  atrevía  á  estar  en  su  casa,  ni  menos  irse  á  la  de  sus  padres, 
porque  en  la  quedada  corría  peligro  su  honestidad,  y  en  la  ida  iba  con 
tra  el  mandamiento  de  su  esposo.  En  fin,  se  resoWió  en  lo  que  le  estuvo 
peor,  (|ue  fué  en  el  quedarse,  con  determinación  de  no  huir  la  presencia 
de  Lotario,  por  no  dar  ([ue  decir  á  sus  criados;  y  ya  le  pesaba  de  haber 
escrito  lo  que  escribió  á  su  esposo,  temerosa  de  que  no  pensase  que 
Lotario  había  visto  en  ella  alguna  desenvoltura,  que  le  hubiese  movido 


PAKTE    PRIMEKA. — CAPITULO    XXXIV  ^2^'^'^ 


lá  no  <]!:nardálle  el  decoro  qno  debía;  pero,  fiada  en  su  bondad,  se  fió  en 
Dios  y  en  su  buen  pensamiento,  con  (|ue  pensaba  resistir  callando  á  todo 
aqueilo  que  Lotario  decirle  quisiese,  sin  dar  más  cuenta  á  su  marido, 
por  no  })onerle  en  alguna  j^endencia  y  trabajo;  y  aim  andaba  buscando 
manera  cómo  disculpar  á  f.otario  con  Anselmo,  cuando  le  pregimtr.-c 
la  ocasión  que  le  liabía  niínido  á  escribirle  aquel  papel.  Con  estos  peí; 
samienfos,  más  bonrados  que  acertados  ni  provecbosos,  estuvo  otro  día 
escucliando  á  Lotario,  el  cual  cbtíxó  la  mano  de  manera,  que  comenz''> 
á  titubear  la  firmeza  de  Camila,  y  su  honestidad  tuvo  harto  que  hacer 
■en  acudir  á  los  ojos,  para  que  no  diesen  muestras  de  alguna  amorc^síi 
compasión,  (}ue  las  lágrimas  y  las  razones  de  Lotario  en  su  pecho  ha. 
bían  despertado.  Todo  esto  notaba  Lotario,  y  todo  le  encendía.  Final 
mente,  á  él  le  pnreció  que  era  menester,  en  el  espacio  v  lugar  que  daba 
la  ausencia  de  Anselmo.  ai)retar  el  cerco  á  aquella  fortaleza;  y  así,  acó 
metió  á  su  presunci(')n  con  las  alabanzas  de  su  hermosura;  porque  no 
liay  cosa  (jue  más  presto  rinda  y  allane  las  encastilladas  torres  de  la  va 
nidad  de  las  hermosas  (jue  la  misma  vanidad,  ])ueí-ta  en  las  lenguas  d<; 
la  adulación.  En  et'eto,  él  con  toda  diligencia,  minó  la  roca  de  su  ente 
reza  con  tales  pertrechos,  (pie  aun(|ue  Camila  fuera  toda  de  bronce,  vi 
niera  al  suelo. 

»Lloró,  rogó,  ofreció,  adul<'),  portió  y  ungió  Lotario  con  tantos  s(mi- 
timientos,  con  nmestras  de  tantas  veras,  que  dio  al  través  con  el  recato 
de  Camila,  y  vino  á  triunfar  del  cuando  menos  se  pensaba  y  más  de- 
seaba. Rindióse  Camila,  ( 'amila  se  rindió;  pero  ¿qué  mucho,  si  la  amis- 
tad de  Lotario  no  quedó  en  pieV  Ejemplo  claro  que  nos  muestra  que 
sólo  se  vence  la  pasión  amorosa  con  huilla,  y  que  nadie  se  ha  de  poner 
á  brazos  con  tan  poderoso  enemigo;  porque  es  menester  fuerzas  divi- 
nas para  vencer  las  suyas  humanas.  Sólo  supo  Leonela  la  flaqueza  de 
su  señora,  porque  no  se  la  pudieron  encubrir  los  dos  malos  amigos 
y  nuevos  amantes.  No  quiso  Lotai-:o  decir  á  Camila  la  pretensión  de 
Anselmo,  ni  f{ue  él  le  había  dado  lagar  para  llegar  á  aquel  punto,  por 
(|ue  no  tuviese  en  menos  su  amor,  y  })ensase  que  así,  acaso  y  sin  pen 
sar,  y  no  de  propósito,  la  habír.  solicitado. 

'Volvió  (le  allí  á  pocos  días  Anselmo  á  su  casa,  y  no  echó  de  verlo 
<iue  faltaba  en  ella,  que  era  lo  que  en  menos  tenía  y  más  estimaba.  Fue- 
se luego  á  ver  á  Lotario,  y  hallóle  en  su  casa,  abrazáronse  los  dos,  y  el 
uno  preguntó  por  las  nuevas  de  su  vida  ó  de  su  muerte. 

> — Las  nuevas  que  te  })odréda]'  ¡oh  amigo  Anselmo!,  dijo  Lotario,  son 
de  que  tienes  una  mujer  que  dignamente  puede  ser  ejemplo  y  corona 
de  todas  las  mujeres  buenas:  las  ])alabras  c[ue  le  be  dicho  se  las  ha  He 
vado  él  aire,  los  ofrecimientos  se  lian  tenido  en  poco,  las  dádivas  no  so 
han  admitido,  de  algunas  lágrimas  fingidas  mías  se  ha  liecho  burla  no 
table.  En  resoluci(')n,  así  como  Camila  es  cifra  de  toda  belleza,  esarclii 
vo  donde  asiste  la  honestidad  y  vive  el  entendimiento  y  el  recato,  y  to 
das  las  virtudes  que  pueden  hacer  loable  y  bien  afortunada  á  una  íion 
rada  mujer.  Vuelve  á  tomar  tus  dineros,  amigo;  que  aquí  los  tengo,  sin 
haber  tenido  necesidad  de  tocar  á  ellos;  que  la  entereza  de  Camila  no 


204  DO>'   QUIJOTE  líE  LA. 31  ANCHA 


se  rinde  á  cosas  tan  bajas  como  son  dádivas  ni  promesas.  Conténtate. 
Anselmo,  y  no  quieras  liacer  más  i)ruebas  de  las  hechas;  y  pues  á  pit- 
cEJuto  has  i)asado  el  mar  de  las  dittcultades  y  sospechas  que  de  las  mu 
jeres  suelen  y  ]»ueden  tenerse,  no  quieras  entrar  de  nuevo  en  el  pro- 
fundo piélaii'o  de  nuevos  inconvenientes ,  ni  quieras  hacer  experiencia 
con  otro  piloto  de  la  bondad  y  fortaleza  del  navio  que  el  cielo  te  dio  cu 
suerte  para  que  en  él  pasases  la  mar  deste  mundo,  sino  haz  cuenta  que 
estás  ya  en  seguro  puerto,  y  atérrate  con  las  áncoras  de  la  buena  con- 
sideración, y  déjate  estar  liasta  que  te  vengan  á  ])edir  la  deuda  que  no 
hay  hidalguía  humana  Cjue  de  pagarla  se  excuse. 

>' Contentísimo  quedó  Anselmo  de  las  razones  de  Lotario,  y  así  >(■ 
las  creyó  como  si  fueran  dichas  j)or  algún  oráculo;  pero,  con  todo  eso. 
le  rogó  que  no  dejase  la  empresa,  aunque  no  fuese  más  de  por  curiosi- 
dad y  entretenimiento  y  auníjue  no  se  a])rovechase  de  allí  adelante  con 
t^amila  de  tan  ahincadas  diligencias  como  hasta  entonces;  y  que  sólo 
((uería  que  le  escribiese  algunos  versos  en  su  alabanza,  debajo  del  nom- 
bre de  Clori,  porque  él  le  daría  á  entender  á  Camila  que  andaba  ena- 
morado de  una  dama,  á  quien  le  bahía  puesto  aquel  nombre  por  po- 
der celebrarla  con  el  decoro  que  á  su  lionestidad  se  le  debía;  y  que 
cuando  Lotario  no  quisiera  tomar  trabajo  de  esci'ibir  los  versos,  que  él 
los  haría. 

. — No  será  menester  eso,  dijo  Lotario,  pues  no  me  son  tan  enemi- 
gas las  nmsas,  que  algunos  ratos  del  año  no  me  visiten;  dile  tú  á  C-ami- 
la  1(»  que  has  dicho  del  tingimiento  de  mis  amores;  que  los  versos  yo 
los  haré,  y  si  no  tan  buenos  cf)mo  el  sujeto  merece,  serán  ])or  lómenos 
los  mejores  (jue  yo  pudiere. 

•  Quedaron  deste  acuerdo  el  impertinente  y  el  traidor  amigo;  y  vuel- 
to Anselmo  á  su  casa,  preguntó  á  Camila  lo  que  ella  ya  se  maravillaba 
(¡ue  no  se  lo  hubiese  preguntado,  que  fué  que  le  dijese  la  ocasión  por 
qué  le  había  escrito  el  pajtel  que  le  envió.  Camila  le  respondió  que  le 
liabía  parecido  que  Lotario  la  miraba  un  poco  más  desenvueltamente 
(pie  cuando  él  estaba  en  casa;  pero  que  ya  estaba  desengañada,  y  creía 
que  ha})ía  sido  imaginación  suya,  porque  ya  Lotario  huía  de  vella  y  de 
estar  C(m  ella  á  s(»las.  Díjole  Anselmo  cpie  bien  podía  estar  segura  de 
aquella  sospecha,  porque  él  sabía  que  Lotario  andaba  enamorado  de 
una  doncella  principal  de  la  ciudad,  á  quien  él  celebraba  debajo  del 
nombre  de  Clori,  y  que,  aunque  no  lo  estuviera  no  había  que  temer  de 
la  verdad  de  Lotario  y  de  la  mucha  amistad  de  entrambos;  y  á  no  es- 
tar avisada  Camila  de  Lotario  de  que  eran  fingidos  aquellos  amores  de 
Clori,  y  que  él  se  lo  había  dicho  á  Ansehno  por  poder  ocuparse  algunos 
ratos  en  las  mismas  alabanzas  de  Cánula,  ella  sin  duda  cayera  en  la 
desesj)erada  red  de  los  celos;  mas.  por  estar  ya  advertida,  pasó  aquel 
sobresalto  sin  ])esaduml)re. 

»Otro  día,  estando  los  tres  sobremesa,  rogó  Anselmo  á  Lotario  dije- 
se alguna  cosa  de  las  que  había  compuesto  á  su  amada  Clori;  que,  pues 
Camila  no  la  conocía,  seguramente  podía  decir  lo  que  quisiese. 

» — Aunque  la  conociera,  respondió  Lotario.  no  enculM-iera  yo  nada; 


PAKTE    l'EIMEBA. — CAPÍTULO    XXXIV  ^ÍJf) 

porque  cuiíiuio  aluiin  aiimiito  loa  á  su  dama  de  liermosa,  y  la  nota  de 
cruel,  iiin.ííün  oprobio  hace  á  su  buen  crédito;  pero,  sea  lo  que  fuere,  lo 
que  sé  decir,  (|ue  ayer  hice  ur.  soneto  á  la  iiiiiratitud  desta  Cloj'i,  (jue 
•dice  Hiisí: 

SOXK.TO 

Kii  el  siloiK-io  de  la  iioclio.  cuando 
Oi-upa  el  dulce  sueño  i  loa  mortuU's. 
La  pobre  cuenta  de  mis  ricos  males 
l'stoy  al  Cielo  y  .-i  mi  Clori  dando. 

•  Y  al  tiempo  cuando  el  Sol  ge  v:i  mostrando 
I'or  las  rosadas  puertas  orientales. 
(!on  suspiros  y  acentos  desiguales 
\'oy  la  antigua  «luerella  renovando. 

Y  cuado  el  Sol  de  su  estrellado  asiento 
ücr.'chos  rayos  :í  la  tierra  envía, 
i;i  ¡lanto  crece,  y  doblo  los  fíeniidos. 
*      Vuelve  la  noche,  y  vuelvo  al  triste  cnohlo 
Y  s¡<  lüpre  hallo  en   mi  mortal  i)orfía 
.\1  Cielo  sordo,  á  Clori  sin  oídos. 

llieu  le  pare:-it'>  el  rfí>iieto  á  Camila,  pero  mejor  á  Anselmo,  jmes  le 
idabó,  y  dijo  que  era  demasiadamente^  cruel  la  dama  <pic  ;í  tan  clai'as 
verdades  no  respondía. 

•A  lo  que  dijo  Camila:  <  ¡l>ue,<;(>  todo  aípiello  <|ue  los  j»octas  ciiaino- 
irados  dicen  es  ^'erdad! 

— En  cuanto  i)oetas.  no  la  dicen,  respondi(')  i>otario;  mas  en  cuanto 
enamorados,  siempre  (juedan  tan  cortos  como  verdaderos. 

— No  hay  duda  deso.  repitió  Anselmo:  todo  })or  apoyar  y  acredítal- 
os j>ensamientos  de  Lotario  con  Camila,  tan  descuidada  del  artificio  de 
An.selmo,  como  ya  enamorada  de  I^otario;  v  así,  am  el  gusto  (|ue  de 
sus  cosas  tenía,  y  iiuis  teniendo  por  entendido  í(ue  sus  deseos  y  escritos 
a  ella  se  encaminaban,  y  que  ella  era  la  verdadera  Clori.  le  ntuó  (¡ue  si 
otro  soneto  ú  otros  versos  sabía,  los  dijese. 

— Sí  sé,  respondió  Lotario;  pero  no  creo  que  es  uní  bueno  como  el 
primero,  ó  j>or  mejor  decir,  tan  menos  malo,  y  ])odréislo  bien  juzgar, 
pues  es  este:  * 

s(ixr;T() 

Yo  se  (lue  muero:  .v  si  no  soy  creído. 
K.-i  más  cierto  el  morir,  como  es  miis  ciert.i 
Verme  á  tus  pies  ;oh  bella  ingrata'  muer*<) 
Antes  que  de  adorarte  arrepentido. 

I'odrc  yo  verme  en  la  región  de  olvido. 
De  vida  j'  gloria  .v  de  favor  desierto, 
Y  allí  verse  podra  en  mi  jiecUo  abierto 
Cómo  tu  hermoso  rostro  está  esculfiido. 

Que  esta  reliquia  guardo  para  el  duro 
Trance  que  me  amenaza  mi  porfía, 
Que  en  tu  mismo  rÍKor  se  fortalece. 

'  Ay  de  aquel  que  navega,  el  cielo  obscuro. 
Por  mar  no  usado  y  peligrosa  vía, 
Adonde  norte  ó  puerto  no  se  ofrece. 

/rarabiéii  alalx»  este  segundo  sonet(»  Anselmo,  como  había  hecho 
con  el  primero,  y  desta  manera  iV)a  añadiendo  eslab<')n   á  eslabón  á  la 


2G()  D0>'    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

cadena  con  que  se  enlazaba  y  trababa  su  deshonra;  pues  cuando  iw. 
Lotario  le  deshonraba,  entonces  le  decía  que  estaba  más  honrado;  y 
con  esto,  todos  los  escalones  que  Camila  bajaba  hacia  el  centro  de  su  : 
n.ienosprecio,  los  subía  en  la  opinión  de  su  marido,  hacia  la  cumbre  de  ' 
la  ñrtud  y  de  su  buena  fama. 

» Sucedió  en  esto  que  hallándose  una  vez,  entre  otras,  sola  Camila  ■ 
con  su  doncella,  le  dijo:  <íCorrida  estoy,  amiga  Leonela,  de  ver  en  cuilUv 
poco  he  sabido  estimarme,   pues  siquiera  no  hice  que  con  el  tiemi>o 
comprara  Lotario  la  entera  posesión  que  le  di  tan  presto  de  mi  volun-  ■ 
tad.  Temo  cpie  ha  de  desestimar  mi  presteza  ó  ligereza,  sin  que  eche  de 
ver  la  fuerza  que  él  me  hizo  para  no  poder  resistirle.» 

» — No  te  dé  pena  eso,  señora  mía,  respondió  Leonela;  (jue  n(j  (piita 
la  monta,  ni  es  causa  para  menguar  la  estimación,  darse  lo  que  se  da 
presto,  si  en  efeto  lo  que  se  da  es  bueno,  y  ello  pOT  sí  digno  de  esti 
marse;  y  aun  suele  decirse  que  el  que  luego  da,  da  dos  veces. 

;> — También  se  suele  decir,  dijo  Camila,  que  lo  que  cuesta  poco  se 
estima  en  menos. 

» — No  corre  por  ti  esa  razón,  respondió  Leonela,  porque  el  amor^ 
según  he  oído  decir,  unas  veces  vuela  y  otras  anda;  con  éste  corre,, 
y  con  aquel  va  despacio;  á  unos  entibia,  y  a  otros  abrasa;  á  uno« 
hiere,  y  á  otros  mata;  en  un  niesmo  punto  comienza  la  carrera  de  sus. 
deseos,  y  en  aquel  mesmo  punto  la  acaba  y  concluye;  por  la  mañana 
suele  poner  el  cerco  á  una  fortaleza,  y  á  la  noche  la  tiene  rendida, 
porque  no  hay  fuerza  que  le  resista:  y  siendo  así,  ¿de  qué  te  espantas 
ó  de  qué  temes,  si  lo  mismo  debe  de  haber  acontecido  á  Lotario, 
habiendo  tomado  el  amor  por  instrumento  de  rendiros  la  ausencia  de 
mi  señor?  Y  era  forzoso  (jue  en  ella  se  concluyese  lo  que  el  amoi-  tenía 
determinado,  sin  dar  tiempo  al  tiempo,  para  ([ue  Anselmo  le  tuviese 
de  volver,  y  con  su  presencia  quedase  imperfecta  la  obra;  porque  el 
amor  no  tiene  otro  mejor  ministro  para  ejecutar  lo  que  desea  que  es 
la  ocasión;  de  la  ocasión  se  sirve  en  todos  sus  hechos,  principalmente 
en  los  i)eligrosos.  Todo  esto  sé  yo  iftuy  bien,  más  de  experiencia  (jue  de 
oída,  y  algún  día  te  lo  diré,  señora;  que  yo  también  soy  de  carne  y 
de  sangre  moza,  cuanto  más,  hermosa  Camila,  que  no  te  entregaste 
ni  diste  tan  luego,  que  primero  no  hubieses  visto  en  los  ojos,  en  los 
suspiros,  en  las  razones  y  en  las  promesas  y  dádivas  de  Lotario  toda 
su  alma,  viendo  en  ella  y  en  sus  virtudes  cuan  digno  era  Lotario  de 
ser  amado.  Pues  si  esto  es  ansí,  no  te  asalten  la  imaginación  esos 
escrupulosos  y  melindrosos  pensamientos,  sino  asegúrate  que  Lotario 
te  estima  como  tú  le  estimas  á  él,  y  vive  con  contento  y  satisfacion 
de  que,  ya  que  cai-ste  en  el  lazo  amoroso,  es  el  que  te  aprieta  de  valor 
y  de  estima,  y  que  no  sólo  tiene  las  cuatro  SS  que  dicen  que  han  de 
tener  los  buenos  enamorados,  sino  todo  un  A,  B.  C  entero;  si  no,  es- 
cúchame y  verás  cómo  te  le  digo  de  coro. 

»E1  es,  según  yo  veo  y  á  mime  parece,  ayrarlccido.  hiioio,  (■((baUcyu. 
dadivom,  enamorado,  firme,  gallardo,  honrado,  ilustre.  IcaJ.  mo.^o.  nohle^ 
ones'to,  principal.  (jnanfinso,  rico,   y   las   SS   que   dicen,   y  luego  f/tcifo.. 


l'ARTE    I'UIMEBA. CAPÍTULO    XXXVI  2(>7 

ifladcro:  la  X  no  le  cuadra  porque  es  letra  áspera;  la  Y  ya  está  dicha; 
la  Z  zelador  de  tu  honra.» 

V  Rióse  Camila  del  A,  B,  C  de  su  doncella,  y  túvola  por  más  plática 
*n  las  cosas  de  amor  que  ella  creía;  y  así  lo  confesó  ella,  descuhriendo 
á  (Jámila  cómo  trataba  amores  con  un  mancebo  bien  nacido  de  la 
misma  ciudad;  de  lo  cual  se  turbó  Camila,  temiendo  que  era  aquél 
•camino  por  donde  su  honra  {)odía  correr  riesgo.  A}>uróla  si  pasaban 
sus  pláticas  á  más  (jue  serlo.  Ella,  con  poca  vergüenza  y  mucha 
•desenvoltura,  le  respondió  (lue  si  pasaban;  porque  es  cosa  ya  cierta 
•que  los  descuidos  de  las  señoras  quitan  la  vergüenza  á  las  criadas,  las 
-cuales,  cuando  ven  á  las  amas  echar  traspiés,  no  se  les  da  nada  á  ellas 
-de  cojear,  ni  de  ([ue  lo  sepan.  No  i)udo  hacer  otra  cosa  Camila  sino 
rogar  á  Leonela  no  dijese  nada  de  su  hecho  al  que  decía  ser  su  amante, 
j  que  tratase  sus  cosas  con  secreto,  porque  no  viniesen  á  noticia  de 
Anselmo  ni  de  Lotario.  Leonela  respondió  que  así  lo  haría;  mas 
•cumpliólo  de  manera,  que  hizo  cierto  el  temor  de  Camila,  de  que  por 
•ella  había  de  perder  su  crédito;  [)ori(ue  la  deshonesta  y  atrevida 
Leonela,  desi)ués  que  vio  que  el  proceder  de  su  ama  no  era  el  ([ue 
solía,  atrevióse  á  entrar  y  poner  dentro  de  casa  á  su  amante,  confiada 
que,  aunque  su  señora  le  viese,  no  había  de  osar  descubrille;  que  este 
daño  acarrean,  entre  otros,  los  pecados  de  las  señoras;  que  se  hacen 
esclavas  de  sus  mismas  criadas,  y  se  obligan  á  encubrirles  sus  des- 
honestidades y  vilezas,  como  aconteció  con  Camila,  que  auní^ue  vio 
una  y  muchas  veces  que  Lc-onela  estaba  con  su  galán  en  un  aposento 
de  su  casa,  no  sólo  no  la  osaba  reñir,  mas  dábale  lugar  á  que  lo 
encerrase,  y  ([uitábale  todos  los  estorbos,  para  que  no  fuese  visto 
<le  su  marido.  l*ero  no  pudo  quitar  que  Lotario  no  le  viese  una 
vez  salir  al  romper  del  alba;  el  cual,  sin  conocer  quién  era,  pensó  pri- 
mero que  debía  de  ser  algún  fantasma;  mas  cuando  le  vio  caminar,  em- 
l)ozarse  y  encubrirse  con  cuidado  y  recato,  cayó  de  su  simple  pensa- 
miento, y  dio  en  otro  ((ue  fuera  la  perdición  de  todos,  si  Camila  no  lo 
remediara. 

> Pensó  Lotario  (jue  acjucl  hombre  que  había  visto  salir  tan  á  desho- 
ra de  casa  de  xVnselmo,  no  había  entrado  en  ella  })or  Leonela,  ni  aun  se 
acordó  si  Leonela  era  en  el  mundo;  sólo  creyó  que  Camila,  de  la 
misma  manera  (|ue  había  sido  fácil  y  ligera  con  él,  lo  era.  para  otro; 
«^ue  estas  añadiduras  trae  consigo  la  maldad  de  la  mujer  mala,  que 
l>ierde  el  crédito  de  su  honra  con  el  mismo  á  quien  se  entregó,  rogada 
y  })ersuadida,  y  cree  que  con  mayor  facilidad  se  entrega  á  otros,  y  da 
infalible  crédito  á  cualquiera  sospecha  que  desto  le  venga.  Y  no  parece 
sino  que  le  faltó  á  Lotario  en  este  punto  todo  su  buen  entendimiento, 
y  se  le  fueron  de  la  memoria  todos  sus  advertidos  discursos;  pues  sin 
hacer  alguno  que  bueno  fuese,  ni  aun  razonable,  sin  más  ni  más,  antes 
que  Anselmo  se  levantase,  impaciente  y  ciego  de  la  celosa  rabia  c[ue 
las  entrañas  le  roía,  murie.nd(j  por  vengarse  de  Camila,  que  en  ninguna 
cosa  le  había  ofendido,  se  fué  á  Anselmo  y  le  dijo:  «Sábete,  Anselmo, 
que  ha  muchos  días  que  he  andado  peleando  conmigo  mesmo,  hacién- 


2G8  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


dome  t'ner/.a  a  no  decirte  lo  que  ya  no  es  posible  ni  justo  (jue  más  te  en- 
cubra; sábete  (jue  la  fortaleza  de  Camila  está  ya  rendida  y  sujeta  á  torio 
aquello  que  yo  ([uisiere  liacei*  della;  y  si  lie  tardado  en  descubrirte  esta 
verdad,  ha  sido  })or  ver  si  ei-a  algún  liviano  ant!)jo  suyo,  ó  si  lo  hncía 
por  probarme  y  ver  si  eran  con  })ropósito  firme  tratados  los  amores  que 
con  tu  licencia  eí)n  ella  be  comenzado.  Creí  ansimismo  que  ella,  si  fue- 
ra la  ([ue  debía  y  la  ((ue  entrambos  pensábamos,  ya  te  hubiera  dado 
cuenta  de  mi  solicitud;  })ero,  liabiendo  visto  (¡ue  se  tarda,  conozco  (¡ue 
son  verdaderas  las  promesas  que  me  ha  dado  de  (pie.  cuando  otra  xoa 
hagas  ausencia  de  tu  casa,  me  hablará  en  la  recámara  donde  está  el  re- 
puesto de  tus  alhajas  (y  era  la  verdad  ([ue  allí  le  solía  hablar  ( 'aniila); 
y  no  (juiero  que  precipitosamente  corras  á  hacer  alguna  venganza,  pues 
no  está  aún  cometido  el  pecado,  sino  con  pensamiento,  y  podría  ser 
que.  deste  hasta  el  tiemi)o  de  ponerle  por  obra,  se  mudase  el  de  Cami- 
la, y  naciese  en  su  lugar  el  arrepentimiento;  y  así,  ya  que  en  todo  ó  en 
parte  has  seguido  siempre  mis  consejos,  sigue  y  guarda  uno  que  ahoi'a 
te  daré,  para  <]ue  sin  engaño  y  con  maduro  advertimiento  te  satisfagas 
de  aquello  ([ue  más  vieres  que  te  convenga.  Finge  rpie  te  ausentas  ])()r 
dos  ó  tres  días,  como  otras  veces  sueles,  y  haz  de  manera  que  te  queo 
escondido  en  tu  recámara;  pues  los  tapices  que  allí  hay,  y  otras  cosa- 
con  ([ue  te  ])uedas  encubrir,  te  ofrecen  mucha  comodidad:  entonces  ve- 
rás por  tus  mismos  ojos,  y  yo  por  los  míos  lo  ([ue  Camila  (|uiere;  y  si 
fuere  la  maldad  ([ue  se  puede  temer  antes  (|ue  esperar,  con  silencio,  sa- 
gacidad y  discreción  podrás  ser  el  verdugo  de  tu  agravio.  ;> 

-Absorto,  suspenso  y  admirado  quedó  Anselmo  con  las  razones  de 
Lotario,  porque  le  cogieron  en  tiempo  donde  menos  las  esperaba  oir: 
porque  ya  tenía  á  Camila  ])or  vencedora  de  los  fingidos  asaltos  de  Lota- 
rio, y  comenzaba  á  gozar  la  gloria  del  vencimiento. 

:>Callando  estuvo  por  un  buen  espacio,   mirando  al  suelo  sin  mo- 
ver pestaña,   y  al  cabo  dijo:   «Tú  lo  has  heclio,   Lotario,  como  yo  es- 
])eraba  de  tu  amistad;  en  todo  he  de  seguir  tu  consejo:  haz  lo  <jue  (jui 
sieres  y  guarda  a(|uel  secreto  (|ue  ves  (|ue  conviene  en  caso  tan  no  }>en- 
sado.» 

Prometióselo  Lotario,  y  en  aj)artándose  del.  se  arrepintió  totalmen- 
te de  cuanto  le  había  dicho,  viendo  cuan  necio  había  andado,  pues  [)u- 
diera  él  vengarse  de  Camila,  y  no  por  camino  tan  cruel  y  tan  deshonra- 
do. Maldecía  su  entendimiento,  afeaba  su  ligera  determinación,  y  no 
sabía  (|ué  medio  tomar  para  deshacer  lo  hecho  ó  para  dalle  alguna  ra- 
zí)nal)le  salida.  Al  fin  acordó  de  dar  cuenta  de  todo  á  Camila;  y  como 
no  faltaba  lugar  para  poderlo  hacer,  aquel  mismo  día  la  halló  sola;  y 
ella,  así  como  vio  que  la  podía  hablar,  le  dijo:  <  Sabed,  amigo  Lotario 
«|ue  tengo  una  ])ena  en  el  corazón,  que  me  la  af»rieta  de  suerte,  que  ]ia 
rece  (|ue  quiere  reventar  en  el  j)echo,  y  ha  de  ser  maravilla  si  no  lo  hace: 
j)ues  ha  llegado  la  desvergüenza  de  Leonela  á  tanto,  (jue  cada  noche 
encierra  á  un  galán  suyo  en  esta  casa,  y  se  está  con  él  hasta  el  día.  tan 
;i  costa  de  mi  crédito,  cuanto  le  quedará  campo  abierto  de  juzgarlo  al 
que  le  viere  salir  á  horas  tan  inusitadas  de  mi  casa;  y  loque  me  fatÍL;a 


PARTE    PBIMEIÍA. — CAPÍTULO    XXXIV  2(>'.) 

és,  ([ue  no  la  puedo  castijíar  ni  reñir;  que  el  ser  ella  secrt'tario  de  nues- 
tros tratos  me  lia  jaiesto  un  freno  en  la  l)oea  j)ara  callai-  los  suyof^.  y 
temo  que  de  acjuí  ha  de  naeer  alíj;ún  mal  suceso. 

Al  princi])io  (jue  Camila  esto  decía,  creyó  Lotario  <iue  era  artitieio 
para  desmentille  con  (jue  el  hombre  que  había  visto  salir  era  de  í^eone- 
la,  y  no  suyo;  pero  viéndola  llorar  y  afligirse  y  pedirle  remedio,  vino  a 
creer  la  verdad  y  en  creyéndola,  acalx»  de  estar  confuso  y  arre[»entido 
del  todo;  pero,  con  todo  esto,  respondió  a  Camila  (pie  no  tuviese  jiena. 
(pie  él  ordenaría  remedio  ))ara  atajar  la  insolencia  de  I^eonela;  díjole 
asimismo  lo  <[ue,  instigado  de  la  furiosa  rabia  de  los  celos,  había  «licho 
á  Anselmo,  y  cómo  estaba  concertado  de  esconderse  en  la  recámara, 
para  ver  desde  allí  á  la  clara  la  poca  lealtad  que  ella  le  guardaba:  |»idi<'>- 
le  i)erdón  desta  locura,  y  consejo  })ara  i»oder  remedialla  y  salir  bien  de 
tan  revuelto  laberinto  como  en  el  que  su  mal  discurso  le  había  puesto. 
F.s})antada  (piedí)  Camila  de  oir  lo  que  Lotario  le  decía,  y  con  mucho 
enojo  y  nmchas  y  discretas  razones  le  riñó  y  afeó  su  mal  pensamiento  y 
la  simple  y  mala  determinación  <|ue  había  tenido;  pero,  como  natural- 
mente tiene  la  mujer  ingenio  presto  para  el  bien  y  jtara  el  mal  más  que 
el  varón,  [)uesto  qne  le  va  faltando  cuando  de  [)ropósito  se  pone  a  hacei- 
discursos,  luego  al  instante  hall(')  Camila  el  modo  de  remediarían  al  )»a-' 
lecer  inremediable  negocio,  y  dijo  á  Lotario  (pie  procurase  (jue  otro  día 
se  escondiese  Anselmo  donde  der-ía,  [>orque  pensaba  sacar  de  su  escon- 
dimiento comodidad  para  ijue  desde  allí  en  adelante  los  dos  se  gozasen 
sin  sobresalto  alguno;  y  sin  declararle  del  todo  su  pensamiento,  le  ad- 
virtií)  ({ue  tuviese  cuidado  que,  en  estando  Anselmo  escondido,  él  vinie- 
se cuando  Leonela  le  llamase,  y  (jue  á  cuanto  ella  le  dijese,  le  respon- 
diese como  respondiera  cuando  no  supiera  que  Anselmo  le  escuchaba. 

Porñó  Lotario  (jue  le  acabase  de  declarar  su  intenci(')n,  ponpie  con 
nuis  seguridad  y  aviso  guardase  todo  lo  que  viese  ser  necesario. 

Digo,  dijo  ('amila,  que  no  hay  más  (pie  guardar,  si  no  fuere  r<  - 
ponderme  como  yo  os  preguntare»;  no  (pieriendo  Camila  darle  antes 
cuenta  de  lo  ([ue  [)ensaba  hacer,  temerosa  ([ueno  quisiese  seguir  el  ]k\- 
recer  (pie  á  ella  tan  bueno  le  parecía,  y  siguiese  ó  buscase  otros,  (pie  w> 
podían  ser  tan  buenos. 

Con  esto  se  fué  Lotario,  y  Anselmo  otro  día.  con  la  excusa  de  ir  a 
aquella  aldea  de  su  amigo,  se  i)artió  y  volvió  á  esconderse;  que  1m 
pudo  hacer  con  comodidad,  porque  de  industria  se  la  dieron  Camila  y 
Le(^)nela. 

Escondido,  pues,  Anselmo,  con  aí^uel  sobresalto  ([ue  se  ])uede  ima- 
ginar (pe  tendría  el  ({ue  esperaba  ver  por  sus  ojos  hacer  notomía  de  las 
entrañas  de  su  honra,  y  verse  á  pique  de  perder  el  sumo  bien  que  i-I 
pensaba  (pie  tenía  en  su  (¡uerida  Camila;  seguras  ya  y  ciertas  Camihi  y 
Leonela  que  Anselmo  estaba  escondido,  entraron  en  la  recamara,  \" 
apenas  hubo  puesto  los  pies  en  ella  Camila,  cuando,  dando  un  grande 
suspiro,  dijo:  ¡Ay  Leimela  amiga!  ¿No  sería  mejor  (jue  antes  (jue  llega- 
se á  poner  en  ejecución  lo  que  no  quiero  que  sepas,  ])orque  no  procures 
estorbarlo,  que  tomases  la  daga  de  Anselmo  (pie  te  he  pedido,  y  pasa- 


270  DON  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 


ses  con  ella  este  infame  pecho  míoV  Pero  no  hagas  tal;  que  no  será  ra- 
zón que  yo  lleve  la  pena  de  la  ajena  culpa.  Primero  quiero  saber  qu»' 
es  lo  c[ue  vieron  en  mí  los  atrevidos  y  deshonestos  ojos  de  Lotario,  que 
fuese  causa  de  darle  atrevimiento  á  descubrirme  un  tan  mal  deseo  como 
es  el  que  me  ha  descubierto,  en  desprecio  de  su  amigo  y  en  deshonra 
mía.  Ponte,  Leonela,  á  esa  ven.tana,  y  llámale;  que  sin  duda  alguna  él 
debe  de  estar  en  la  calle,  esperando  poner  en  efeto  su  mala  intención; 
})ero  primero  se  pondrá  la  cruel  cuanto  honrada  mía. 

» — ¡Ay  señora  mía,  respondió  la  sagaz  y  advertida  Leonuela;  ¿y  quó' 
{!S  lo  que  quieres  hacer  con  esta  daga'?  ¿Quieres  por  ventura  quitarte  la 
vida  ó  quitársela  á  Lotario?  Que  cualquiera  destas  cosas  que  quieras . 
ha  de  redundar  en  pérdida  de  tu  crédito  y  fama.  Mejor  es  que  disinuí 
les  tu  agravio,  y  no  des  lugar  á  cjue  este  mal  hombre  entre  ahora  en  esta 
casa,  y  nos  halle  á  solas:  mira,  señora,  que  somos  flacas  mujeres,  y  él  es 
hom])re  y  determinado;  y  como  viene  con  aquel  mal  propósito,  ciego  y 
apasionado,  quizá  antes  que  tú  pongas  en  ejecución  el  tuyo,  hf  r'i  él  lo 
que  te  estaría  más  mal  que  quitarte  la  vida.  ¡Mal  haya  mi  señor  Ansel 
mo,  que  tanta  mano  ha  querido  dar  á  este  desuellacaras  en  su  casa!  ^' 
ya,  señora,  que  le  mates,  como  yo  pienso  que  ([uieres  hacer,  ¿qué  hemos 
.  de  hacer  del  después  de  muerto? 

» — ¡Qué,  amiga!,  respondió  C'amila:  dejarémosle  para  que  Anselnid 
le  entierre;  pues  será  justo  c[ue  tenga  por  descanso  el  trabajo  que  toma 
re  en  })oner  dtbajo  de  la  tierra  su  misma  infamia.  Llámale,  acaba;  que 
todo  el  tiempo  que  tardo  en  tomar  la  debida  venganza  de  mi  agravio, 
parece  que  ofendo  á  la  lealtad  que  á  mi  esposo  debo. 

»Todo  es:o  escuchaba  Anselmo,  y  á  cada  j)alabra  que  C'amila  decía, 
se  le  mudaban  los  pensamientos;  mas  cuando  entendió  que  estaba  ic 
suelta  en  matar  á  Lotario,  quiso  salir  y  descubrirse,  porque  tal  cosa  no 
se  hiciese;  pero  detúvole  el  deseo  de  ver  en  qué  paraba  tanta  gallardía 
y  tan  honesta  resolución,  con  i)ropósito  de  salir  á  tiempo  que  la  estoi' 
l)ase. 

^Tomóle  en  esto  á  Camila  un  fuerte  desmayo;  y  arrojándose  enci- 
ma de  una  cama  que  allí  estaba,  comenzó  Leonela  á  llorar  muy  amar- 
gamente y  á  decir:  «¡Ay  desdicliada  de  nií,  si  fuese  tan  sin  ventura  que 
se  me  muriese  aquí  entre  mis  brazos  la  flor  de  la  honestidad  del  num 
do,  la  conma  de  las  buenas  mujeres,  el  ejemplo  de  la  castidad!)^  Con 
otras  cosas  á  estas  semejantes,  que  ninguno  la  escuchara,  que  no  la  tn 
viera  por  la  más  lastimada  y  leal  doncella  del  numdo,  y  á  su  señora  }>oi 
otra  nueva  y  perseguida  Penélope. 

»Poco  tardó  en  volver  de  su  desmayo  Camila,  y  al  volveren  sí  dijo: 
«¿Por  qué  no  vas,  Leonela,  á  llamar  al  más  desleal  amigo  de  amigo  qiu' 
víó  el  sol  ó  cubrióla  noche?  Acaba,  corre,  aguija,  camina;  no  se  desí<' 
gue  con  la  tardanza  el  fuego  de  la  cólera  que  tengo,  y  se  pase  en  am 
nazas  y  maldiciones  la  justa  venganza  que  espero. 

» — Ya  voy  á  llamarle,  señora  mía,  dijo  Leonela;  ma^  liasm^e  de  dar 
primero  esa'daga,  i)orque  no  hagas  cosa,  en  tanto  que  falto,  que  dejes 
con  ella  que  llorar  tuda  la  vida  á  todos  los  qus  bien  te  quieren. 


i 


, 


PARTE    PRIMERA.— CA1»ÍTF1,0    XXXIV  271 

, — — — j». — ' — 

—  Ve  secura,  l.eonela  amiga,  que  no  liaré,  res])(HV(iió Camila;  porqiie 
ya  que  sea  atrevida  y  simple,  á  tu  parecer,  en  volver  por  mi  honra,  no 
lo  he  de  ser  tanto  como  a<|uella  Lucrecia,  de  quien  dicen  que  se  mató 
sin  haber  cometido  error  alguno,  y  sin  haber  muerto  primero  á  quifíli 
tuvo  la  culpa  de  su  desgracia.  Yo  moriré,  si  muero;  pero  ha  de  ser  ven- 
gada y  satisfecha  del  que  me  ha  dado  ocasiíMi  de  venir  ú  este  lugar 'a 
llorar  sus  atrevimientos,  nacidos  tan  sin  culpa  mía. 

>^Mucho  se  hizo  de  rogar  Leonela  antes  ((ue  saliese  á  llamar  á  Lota 
rio;  pero  en  fín  salió,  y  entretanto  que  volvía  (]uedó  Camila  diciendo^ 
como  que  hablaba  consigo  misma:  «¡Válame  Dios!  ¿No  fuera  más  acBr- 
tado  haber  despedido  á  Lotario,  como  otras  muchas  veces  lo  he  hecha, 
que  no  })onerle  en  condición,  como  ya  lo  he  |)uesto,  que  me  tenga  por 
deshonesta  y  mala,  siijuiera  este  tiempo  que  he  de  tardar  en  deseníja- 
fiarle?  Mejor  fuera,  sin  duda;  pero  no  quedara  yo  -vengada,  ni  la  honra 
de  mi  marido  satisfecha,  si  tíin  á  manos  lavadas  y  tan  á  paso  llano  se 
volviera  á  salir  de  donde  sus  malos  jiensamientos  le  entraron.  ¡Pague  el 
traidor  con  la  vida  lo  (|ue  intentó  con  tan  lascivo  deseo!  ¡Sepa  el  mundo 
(si  acaso  llegare  á  saberlo)  que  (.'amila  no  sólo  guardó  la  lealtad  a  su 
esposo,  sino  que  le  dio  venganza  del  que  se  atrevió  á  ofendelle!  Ma,s, 
con  todo,  creo  que  fuera  mejor  dar  cuenta  desto  á  Anselmo...  Pero  ya 
se  la  apunté  á  dar  en  la  carta  que  le  escribí  al  aldea,  y  creo  que  el  nD 
acudir  él  al  remedio  del  daño  que  allí  le  señalé  debió  de  ser  que,  cte 
puro  bueno  y  confia  io,  no  quiso  ni  pudo  creer  <{ue  en  el  pecho  de  su 
tan  firme  amigo  pudiese  caber  género  de  pensamiento  que  contra  sn 
lionra  fuese;  ni  aun  yo  le  creí  después  por  muchos  días,  ni  lo  creyera 
jamás  si  su  insolencia  no  llegara  á  tanto,  que  las  manifiestas  dádivas 
y  las  largas  ])romesas  y  las  continuas  lágrimas  no  me  lo  manifestaran. 
Mas  ¿para  qué  hago  yo  ahora  estos  discursos?  ¿Tienti,  por  ventura,  una 
resolución  gallarda  necesidad  de  consejo  alguno?  ¡No  1)0t  cierto!  ¡Afuera, 
})ues,  temores;  aquí,  venganzas;  entre  el  falso,  venga,  llegue,  muera, 
acabe,  y  suceda  lo  que  sucediere!  ¡Limpia  entré  en  poder  del  que  él 
( 'ielo  me  dio  por  mío:  limpia  he  de  salir  del;  y  cuando  mucho,  saldi'é 
bañada  en  mi  casta  sangre  y  en  la  impura  del  más  falso  amigo  que  vio 
la  amistad  en  el  mundo! »  Y  diciendo  esto,  se  paseaba  por  la  sala  con  la 
daga  desenvainada,  dando  tan  desconcertados  y  desaforados  pasos_y 
haciendo  tales  ademanes,  que  no  parecía  sino  que  le  faltaba  el  juicio  y 
t[ue  no  era  mujer  delicada,  sino  un  rufián  desesperado. 

»Todo  lo  miraba  Anselmo,  cubierto  detrás  de  unos  tapices  donÜfe 
se  había  escondido,  y  de  todo  se  admiraba;  y  ya  le  parecía  que  lo  qtie 
había  visto  y  oído  era  bastante  satisfación  para  mayores  sospechas;^ 
ya  quisiera  que  la  prueba  de  venir  Lotario  faltara,  temeroso  de  al^úT» 
mal  repentino  suceso.  Y  estando  ya  para  manifestarse  y  salir  para 
abrazar  y  desengañar  á  su  esposa,  se  detuvo  porque  tío  que  Leonela 
'volvía  con  Lotario  de  la  mana;  y  así  como  Camila  le  vio,  haciendo  eo» 
la  daga  en  el  suelo  una  gran  raya  delante  della,  le  dijo:  «¡Lotario,  ad- 
vierte lo  que  te  digo!  ¡Si  á  dicha  te  atrevieres  á  pasar  desta  raya  que 
ves,  ni  aun  llegar  á  ella,  en  elpunto  que  viere  que  lo  intentas,  en  ese 

B.  P.— XX  19 


i   272  .   ,  PON    QUIJOTE    DE    LA     MANCHA 

mismo  me  pasaré  el  pecho  con  esta  daga  que  en  las  manos  tengo!  Y 
antes  que  á  esto  me  respondas  palabra,  quiero  que  otras  algunas  me 
«scuches;  que  desput^s  responderás  lo  que  más  te  agradare.  Lo  prime- 
iY>,  quiero,  Lotario,  que  me  digas  si  conoces  á  Anselmo,  mi  marido,  y 
•en  qué  oiñnión  le  tienes;  y  lo  segundo,  quiero  saber  también  si  me  co- 
noces á  mí.  Respóndeme  á  esto,  y  no, te  turbes,  ni  pienses  mucho  lo 
•que  has  de  responder,  pues  no  son  dificultades  las  que  te  pregunto.. 

» No, era  tan  ignorante  Lotario  que  desde  el  primer  punto  que  Ca- 
tnila  le  dijo  que  hiciese  esconder  á  Anselmo  no  Imbiese  dado  en  la 
«uenta  de  lo  que  ella  pensaba  hacer;  y  así,  correspondió  con  su  inten- 
TC'ión  tan  discretamente  y  tan  á  tiempo,  que  hicieran  los  dos  pasar 
aquella  mentira  por  más  que  cierta  verdad;  y  así,  respondió  á  Camila 
desta  manera:  <  No  pensé  yo,  hermosa  Camila,  que  me  llamabas  para 
preguntarme  cosas  tan  fuera  de  la  intención  con  que  yo  aquí  vengo.  8i 
lo  haces  por  dilatarme  la  prometida  merced,  desde  más  lejos  })udieras 
entretenerla,  porque  tanto  más  fatiga  el  bien  deseado,  cuanto  la  espe- 
ranza está  más  cerca  de  poseello.  Pero,  porque  no  digas  que  no.resjx)D- 
do  á  tus  preguntas,  digo  c{ue  conozco  á  tu  esposo  Anselmo,  y  nos  cono- 
cemos los  dos  desde  nuestros  más  tiernos  años;  y  no  quiero  decir  lo 
que  tú  también  sabes  de  nuestra  amistad,  por  no  me  hacer  testigo  del 
agravio  que  el  amor  hace  que  le  haga,  poderosa  disculpa  de  mayores 
.yerros.  A  ti  te  conozco  y  tengo  en  la  misma  opinión  que  él  te  tiene; 
que,  á  no  ser  así,  por  menos  prendas  que  las  tuyas  no  había  yo  de  ir 
contra  lo  que  debo  á  ser  quien  soy  y  contra  las  santas  leyes  de  la  ver- 
dadera amistad,  ahora,  por  tan  poderoso  incentivo  como  el  amor,  j)or 
mí  rompidas  y  violadas. » 

» — Si  eso  confiesas,  respondió  Camila,  enemigo  mortal  de  todo  aque- 
llo que  justamente  merece  ser  amado,  ¿con  qué  rostro,  osas  parecer 
ante  quien  sabes  que  es  el  espejo  d^nde  se  mira  aquel  en  quien  tú  te 
debieras  "mirar,  para  (][ue  vieras  con  cuan  poca  ocasión  le  agravias? 
Pero  ya  caigo,  ¡ay,  desdichada  de  mí!,  en  la  cuenta  de  C[uién  te  ha  hecho 
tener  tan  poca  con  lo  que  á  ti  mismo  debes,  que  debe  de  haber  sido 
■alguna  desenvoltura  mía;  que  no  quiero  llamarla  deshonestidad,  pues 
no  habrá  procedido  de  deliberada  determinación,  sino  de  algún  descui- 
do de  los  que  las  mujeres,  que  piensan  que  no  tienen  de  quien  reca- 
tarse, suelen  hacer  inadvertidamente.  Si  no,  dime:  ¿cuándo,  ¡oh  traidor!, 
respondí  á  tus  ruegos  con  alguna  palabra  ó  señal  que  pudiese  desper- 
tar en  ti  alguna  sombra.de  esperanza  de  cumplir  tus  infames  deseos? 
¿Cuándo  tus  amorosas  palabras  no  fueron  .desechadas  y  reprendidas  de 
las  mías  con  rigor  y  con  aspereza?  ¿Cuándo  tus  muchas  promesas  y 
inayores  dadivas  fueron  de  mí  creídas  ni  admitidas?  Pero,  por  pare- 
cerme  que  alguno  no  puede  perseverar  en  el  intento  amoroso  luengo 
tiempo  si  no  es- sustentado  ,de  alguna  esperanza,  quiero  atribuirme  á 
mí  la  culpa  de  tu  persistencia,  pueí!,  sin  duda;  algún  descuido  mío  h^ 
ijsustentado  tanto  tiempo  tu  cuidado;  y  así,  quiero  castigarme  y  darme 
la  pena  que  tu  culpa  merece.  Y  porque  vieses  que,  siendo  conmigo  tan 
inhi^mana,  no  era  posible  dejar  de,, serlo  :Contigo,  quise  traerte  á  ser 


PARTE    PRIMERA. 


-CAPÍTULO    XXXIV  273 


testigo  del  sacriñcio  que  pienso  hacer  á  la  ofendida  honra  de  mi  tan 
honrado  marido,  agraviado  de  ti  con  el  mayor  cuidado  que  te  ha  sido 
posible^  y  de  mí  taml)ién  con  el  poco  recato  que  he  tenido  de  huir  la 
ocasión,  si  alguna  te  di,  para  favorecer  y  canonizar  tus  malas  intencio- 
nes. Torno  á  decir  que  la  sospecha  que  tengo  que  algún  descuido  mío 
engendró  en  ti  tan  desvariados  pensamientos  es  la  que  más  me  fatiga, 
y  la  que  yo  más  deseo  castigar  con  mis  propias  manos,  por(]ue,  casti- 
gándome otro  verdugo,  quizá  sería  más  i)úhlica  mi  culj)a;  })ero  antes 
que  esto  haga  quiero  matar  muriendo,  y  llevar  conmigo  quien  me 
acabe  de  satisfacer  el  deseo  de  la  venganza  que  espero  y  tengo,  viendo 
allá,  donde  quiera  ({ue  fuere,  la  pena  que  da  la  justicia,  desinteresada 
\  ((ue  no  se  dobla,  al  que  en  términos  tan  desesperados  me  ha  puesto. 
Y  diciendo  estas  razones,  con  una  increíble  fuerza  y  ligereza 
arremetió  á  Lotario  con  la  daga  desenvainada,  con  tales  nmestras  de 
(|uerer  enclavársela  en  el  pecho,  que  casi  él  estuvo  en  duda  si  aquellas 
demostraciones  eran  falsas  ó  verdaderas,  porque  le  fué  forzoso  valerse 
de  su  industria  y  de  su  fuerza  para  estorl)ar  (|ue  Camila  no  le  diese:  la 
cual  tan  vivamente  íingia  aquel  extraño  embuste  y  falsedad,  (jue  ^lor 
dalle  color  de  verdad,  la  quiso  matizar  con  su  misma  sangre;  porque, 
viendo  que  no  podía  herir  á  Lotario,  ó  fingiendo  que  no  podía,  dijo: 
«¡Pues  la  suerte  no  quiere  satisfacer  del  todo  mi  tan  justo  deseo,  á  lo 
menos  no  será  tan  poderosa  que  en  ))arte  me  quite  que  m  le  satisfa- 
ga! >:  y  haciendo  fuerza  para  soltar  de  la  daga  la  mano  de  Lotario,  que 
la  tenía  asida,  la  sacó,  y  guiando  su  punta  por  })arte  que  jmdiese  herir 
no  profundamente,  se  la  entró  y  escondió  por  más  arriba  de  la  islilla 
del  lado  izciuierdo,  junto  al  hombro,  y  luego  se  dejó  caer  en  el  suelo 
como  desmayada. 

» Estaban  Leonela  y  Lotario  suspensos  y  atónitos  de  tal  suceso,  y 
todavía  dudaban  de  la  verdad  de  aquel  hecho  viendo  á  Camila  tendida 
en  tierra  y  bañada  en  su  sangre.  Acudió  Lotario  con  mucha  presteza, 
despavorido  y  sin  aliento,  á  sacar  la  daga;  y  en  ver  la  pequeña  herida, 
salió  del  temor  que  hasta  entonces  tenía,  y  de  nuevo  se  admiró  de  la 
sagacidad,  prudencia  y  mucha  discreción  de  la  hermosa  Camila;  y  por 
acudir  con  lo  (jue  á  él  le  tocaba,  comenzó  á  hacer  una  larga  y  triste 
lamentación  sobre  el  cuerpo  de  C'amila,  como  si  estuviera  difunta, 
echándose  muchas  maldiciones,  no  sólo  á  él,  sino  al  que  había  sid<) 
causa  de  habelle  jmesto  en  aí^uel  término;  y  como  sabía  que  le  escu- 
chaba su  amigo  Anselmo,  decía  cosas  que  el  ([ue  le  oyera  le  tuviera  mu- 
cha más  lástima  que  á  Camila,  aunque  por  muerta  la  juzgara.  Leonela 
la  tomó  en  brazos  y  la  puso  en  el  lecho,  suplicando  á  Lotario  fuese  á 
buscar  quien  secretamente  á  Camila  curase;  pedíale  asimismo  consejo 
y  parecer  de  lo  que  dirían  á  Anselmo  de  aquella  herida  de  su  señora. 
si  acaso  viniese  antes  que  estuviese  sana.  El  respondió  (jue  dijesen  lo 
(|ue  ((uisiesen,  que  él  no  estaba  para  dar  consejo  que  de  provecho  fuese; 
sólo  le  dijo  que  procurase  tomarle  la  sangre,  porque  él  se  iba  adonde 
gentes  no  le  viesen.  Y  con  muestras  de  mucho  dolor  y  sentimiento  se 
salió  de  casa;  y  cuando  se  vio  solo  y  en  parte  donde  nadie  le  veía,  no 


274  DON  QUIJOTE    DK  LA  MANCHA 


cesaba  de  hacerse  cruces,  maravillándose  de  la  industria  de  Camila  y  de 
los  ademanes  tan  propios  de  Leonela.  Consideraba  cuan  enterado  había 
de  quedar  Anselmo  de  que  tenía  por  mvijer  á  una  segunda  Porcia,  y 
deseaba  verse  con  él  para  celebrar  los  dos  la  mentira  y  la  verdad  más 
disimulada  que  jamás  pudiera  imaginarse, 

» Leonela  tomó,  como  so  le  había  dicho,  la  sangre  á  su  señora,  que 
no  era  más  de  aquello  que  bastó  para  acreditar  su  embuste;  y  lavando 
con  un  poco  de  vino  la  herida,  se  la  ató  lo  mejor  que  supo,  diciendo 
tales  razones  en  tanto  que  la  curaba,  que  aunque  no  hubieran  })recedido 
otras,  bastaran  á  hacer  creer  á  Anselmo  que  tenía  en  Camila  un  simu- 
lacro de  la  honestidad.  Juntáronse  á  las  palabras  de  Leonela  otras  de 
Camila,  llamándose  cobarde  y  de  poco  ánimo,  pues  le  había  faltado  al 
tiempo  que  fuera  más  necesario  tenerle  para  quitarse  la  vida,  que  tan 
aborrecida  tenía.  Pedía  consejo  á  su  doncella  si  diría  ó  no  todo  aciuel 
suceso  á  su  querido  esposo,  la  cual  le  dijo  que  no  se  lo  dijese,  porque  le 
pondría  en  obligación  de  vengarse  de  Lotario,  lo  cual  no  podría  ser  sin 
mucho  riesgo  suyo,  y  que  la  buena  mujer  estaba  obligada  á  no  dar  oca- 
sión á  su  marido  á  que  riñese,  sino  á  quitalle  todas  aquellas  que  le  fue- 
se posible. 

»Res[)ondió  Camila  que  le  parecía  muy  bien  su  parecer,  y  que  ella 
le  seguiría;  pero  que  en  todo  caso  convenía  buscar  qué  decir  á  Anselmo 
de  la  causa  de  aquella  herida,  q\ie  él  no  podía  dejar  de  ver;  á  lo  que 
Leonela  respondía  que  ella,  ni  aun  burlando,  no  sabía  mentir. 

» — Pues  yo,  hermana,  replicó  Camila,  ¿qué  tengo  de  saber?  Que  no 
me  atreveré  á  forjar  ni  sustentar  una  mentira,  si   me  fuese  en   ello  la 
vida.  Y  si  es  que  no  hemos  de  saber  dar  salida  á  esto,  mejor  será  de 
cirle  la  verdad  desnuda,  que  no  que  nos  alcance  en  mentirosa  cuenta. 

» — No  tengas  pena,  señora:  de  aquí  á  mañana,  res])ondió  Leonela, 
yo  pensaré  qué  le  digamos;  y  quizá  que  por  ser  la  herida  donde  es,  la 
podrás  encubrir  sin  que  él  la  vea,  y  el  cielo  será  servido  de  favorecer  á 
nuestros  tan  justos  y  tan  honrados  pensamientos.  Sosiégate,  señora 
mía,  y  procura  sosegar  tu  alteración  por  que  mi  señor  no  te  halle 
sobresaltada;  y  lo  demás  déjalo  á  mi  cargo  y  al  de  Dios,  que  siempre 
acude  á  los  buenos  deseos. 

«Atentísimo  había  estado  Anselmo  á  escuchar  y  á  ver  representar 
la  tragedia  de  la  muerte  de  su  honra;  la  cual  con  tan  extraños  y  efica- 
ces afectos  la  representaron  los  personajes  della,  que  pareció  que  se  ha- 
bían transformado  en  la  misma  verdad  de  lo  que  fingían.  Deseaba  mu- 
cho la  noche,  y  el  tener  lugar  para  salir  de  su  casa  y  ir  á  verse  con  su 
buen  amigo  Lotario  congratulándose  con  él  de  la  margarita  preciosa  que 
había  hallado  en  el  desengaño  de  la  bondad  de  su  esposa.  Tuvieron 
cuidado  las  dos  de  darle  lugar  y  comodidad  á  que  saliese;  y  él,  sin 
perdella,  salió,  y  luego  fué  á  buscar  á  Lotario,  el  cual  hallado,  no  se 
puede  buenamente  contar  los  abrazos  que  le  dio,  las  cosas  que  de  su 
contento  le  dijo,  las  alabanzas  que  dio  á  Camila;  todo  lo  cual  escuchó 
Lotario  sin  poder  dar  muestras  de  alguna  alegría,  porque  se  le  repre- 
sentaba á  la  memoria  cuan  engañado  estaba  su  amigo  y  cuan  injus- 


rAFfiTE^  PRIMERA, -T^CAPITULO    XXXIV  ^ 


'1  iO 


tamente  él  le  agraviaba;  y  aunque  Anselmo  veía  que  Lotario  no  se 
aleiiTaba.  creyó  ser  por  haber  dejado  á  Camila  herida,  y  haber  él  sido 
la  causa,  y  así,  entre  otras  razones,  le  dijo  (jue  no  tuviese  jiena  del  su- 
ceso de  Camila,  porque  sin  duda  la  herida  era  ligera,  pues  quedaban 
(le  concierto  de  encubrírsela  á  él.  y  tpie.  según  esto,  no  había  de  que 
temer;  sino  que  de  allí  adelante  se  gozase  y  alegrase  con  él.  ])ues  i)or  su 
industria  y  medio  él  se  veía  levantado  á  la  más  alta  felicidad  ([ue  acer- 
tara á  desearse,  y  quería  que  no  fuesen  otros  sus  entretenimientos  que 
en  hacer  versos  en  alabanza  de  Camila,  que  la  hiciesen  eterna  en  la 
memoria  de  los  siglos  venideros.  Lotario  alabó  su  buena  determinación, 
y  dijo  que  él  j)or  su  parte  ayudaría  á  levantar  tan  ilustre  edificio.  Con 
esto  qued(')  Anselrho  el  hombre  más  sal)rosamente  engañado  ({ue  pudo 
haber  en  el  mundo:  él  mismo  llevaba  por  la  mano  á  su  casa,  creyendo 
que  llevaba  el  instrumento  de  su  gloria,  toda  la  })erdieión  de  su  fama; 
recebíale  Camila  cou  rostro,  al  parecer,  torcido,  auiuiue  con  alma  risue- 
fia.  Duró  este  engaño  algunos  días,  hasta  que  al  cabo  de  pocos  meses 
volvi<')  la  fortuna  su  rueda,  y  salió  á  plaza  la  maldad  con  tanto  artificio 
hasta  allí  encubiert;i.  y  n  An<c]ni<>  le  cn^tí'.  hi  \-id;i  sn  impertinente  cu- 
riosidad. 


CAPÍTULO    XXXV 

Que  trata  de  la  brava  y  descomunal  batalla  que  Don  Quijote  tuvo  con  unos 

cueros  de  vino  tinto,  y  se  da  fin  á  la  novela  del  Curioso  impertinente. 

oco  más  quedaba  por  leer  de  la  novela,  cuando  del  camaranchón 
donde  reposaba  Don  Quijote  salió  Sancho  Panza,  todo  alboro- 

^1^    tado,  diciendo  a  voces:  «¡Acudid,  señores,  presto,  y  socorred  á 

"T  nii  señor,  que  anda  envuelto  en  la  más  reñida  y  trabada  ba- 
talla que  mis  ojos  han  visto!  \V\ye  Dios,  que  ha  dado  una  cuchillada  al 
gigante  enemigo  de  la  señora  princesa  Micomicona,  que  le  ha  tajado 
la  cabeza  cercén  á  cercén,  como  si  fuera  un  nabo!» 

— r.Qué  decís,  hermano?,  dijo  el  Cura,  dejando  de  leer  lo  t|ue  de  la 
novela  c^uedaba.  ¿Pastáis  en  vos,  Sancho?  ¿Cómo  diablos  puede  ser  eso 
que  decís,  estando  el  gigante  dos  mil  leguas  de  aquí? 

En  esto  oyeron  un  gran  ruido  en  el  aposento,  y  que  Don  Quijote 
decía  á  voces:  «¡Tente,  ladrón,  malandrín,  follón;  que  aquí  te  tengo,  y 
no  te  ha  de  valer  tu  cimitarra!»;  y  parecía  que  daba  grandes  cuchilla- 
das por  las  paredes. 

Y  dijo  Sancho:  «¡No  tienen  que  pararse  á  escuchar,  sino  entren  á 
despartir  la  ])elea,  ó  ayudar  á  mi  amo!  ¡Aunque  ya  no  será  menester, 
porque,  sin  duda  alguna,  el  gigante  está  ya  muerto  y  dando  cuenta  á 
Dios  de  su  pasada  y  mala  vida;  que  yo  vi  correr  la  sangre  por  el  suelo, 
y  la  cabeza,  cortada  y  caída  á  un  lado,  que  es  tamaña  como  un  gran 
cuero  de  vino-! 

— ¡Que  me  maten,  dijo  á  esta  sazón  el  ventero,  si  Don  (Quijote  ó  don 


PARTE    l'RIMEKA. 


-CAPITULO    XXXV 


•)77 


diablo  no  lia  dado  alguna  cuchillada  en  alguno  de  los  cueros  de  vino 
tinto  que  á  su  cabecera  estaban  llenos,  y  el  vino  derramado  debe  de  ser 
lo  (?[ue  le  parece  sangre  á  este  Imen  hombre!  Y  con  esto  entró  en  el 
aposento,  y  todos  ti'MS  él.  y  hallaron  ¡i  Don  Quijote  en  el  más  extraño 
traje  del  mundo. 

Estaba  en  camisa,  la  cual  no  era  tan  cumplida  que  por  delante  le 
acabase  de  cubrir  los  muslos,  y  por  detrás  teaía  seis  dedos  menos;  las 
}»iernas  eran  muy  largas  y  Hacas,  llenas  de  vello  y  no  nada  limpias:  tenía 
en  Ja  cabeza  un  bonetillo  colorado  grasicnto,  que  era  del  ventero;  en  el 
brazo  izquierdo  tema   revuelta  hi  manta  de  la  cama,   con  quien  tema 


,Afudi(l,  .spiíorcs,  presto,  y  soecrrel  ¡i  mi  stiior,  ijiir  amia  cnMiclío  cu  la  más  refiuVd  y  trabada 
batalla  que  mis  ojos  han  visto! 


ojeriza  Sancho,  y  él  se  sabía  l)ien  el  por  qué.  y  en  la  derecha,  desenvai- 
nada la  espada,  con  la  -nal  daba  cuchilladas  á  todas  partes,  diciendo 
palabras  como  si  verdaderamente  estuviera  peleando  con  algún  gigante. 
Y  es  lo  bueno  que  no  tenía  los  ojos  abieitos,  porque  estaba  durmiendo 
y  soñando  que  estaba  en  batalla  con  el  gigante;  que  fué  tan  intensa  la 
imaginación  de  la  aventura  que  iba  á  fenecer,  que  le  hizo  soñar  que  ya 
había  llegado  al  reino  de  Miconicón,  y  que  ya  estaba  en  la  pelea  con 
su  enemigo;  y  había  dado  tantas  cuchilladas  en  los  cueros,  creyendo 
(|ue  las  daba  en  el  gigante,  que  todo  el  aposento  estaba  lleno  de  vino: 
lo  cual  visto  por  el  ventero.  tí)mó  tanto  enojo,  que  arremetió  con  Don 
Quijote,  y  á  })uño  cerrado  le  comenzó  á  dar  tantos  golpes,  que  si  Car-' 
denio  y  el  Cura  no  se  le  quitaran,  él  acabara  la  guerra  del  gigante;  y 
con  todo  aquello,  no  despertaba  el  pobre  caballero,  Imsta  que  el  barbe- 
ro trujo  un  gran  caldero  de  agua  fría  del  po^o,  y  ¡^elWechó  por  todo  el 


278  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


'■(íiierpo  de  golpe,  con  lo  cual  despertó  Don  Quijote;  mas  no  con  tanto 
•acuerdo  que  echase  de  ver  de  la  manera  que  estaba.  Dorotea,  que  vio 
'duán  corta  y  sotilmente  estaba  vestido,  no  quiso  entrar  á  ver  la  batalla 
^4e  su  ayudador  y  de  su  contrario. 

í^udalia  Sancho  buscando  la  cabeza  del  gigante  por  todo  el  suelo;  y 
aomo  no  la  hallaba,  dijo:  «¡Ya  yo  sé  que  todo  lo  de  esta  casa  es  encan- 
tamento; que  la  otra  vez,  en  este  mesmo  lugar  donde  a^iora  me  hallo, 
me  dieron  muchos  mojicones  y  porrazos,  sin  saber  quién  me  los  daba, 
y  nunca  pude  ver  á  nadie,  y  ahora  no  partee  por  aquí  esta  cabeza,  que 
vi  cortar  por  mis  mismos  ojos,  y  la  sangre  corría  del  cuerpo  como  de 
una  í'uente!» 

— ¿Qué  sangre  ni  qué  fuente  dices,  enemigo  de  Dios  y  de  sus  santos?, 
dijo  el  ventero.  ¿No  ves,  ladrón,  que  la  sangre  y  Ja  fuente  no  es  otra 
cosa  que  estos  cueros  que  aquí  están  horadados  y  el  vino  tinto  en  que- 
nada este  aposento?  ¡Que  nadando  vea  yo  el  alma  en  los  Infiernos  de 
quien  los  horadó! 

—¡No  sé  nada,  respondió  Sancho:  sólo  sé  que  vendré  á  ser  tan  des- 
dichado, que,  por  no  hallar  esta  cabeza,  se  me  ha  de  deshacer  mi  con 
•lado  como  la  sal  en  el  agua! 

Y  estaba  peor  Sancho  despierto  (|ue  su  amo  durmiendo:  tal  le  te- 
nían las  promesas  que  su  amo  le  había  hecho.  El  ventero  se  desespe- 
raba de  ver  la  flema  del  escudero  y  el  maleficio  del  señor,  y  juraba  que 
no  había  de  ser  como  la  vez  pasada,  que  se  le  fueron  sin  pagar,  y  que 
ahora  no  le  habían  de  valer  los  privilegios  de  su  caballería  para  dejar 
de  ])agar  lo  uno  y  lo  otro,  aun  hasta  lo  (jue  pudiesen  costar  las  botanas 
(|ue  se  habían  de  echar  á  los  rotos  cueros.  Tenía  el  Cura  de  las  manos 
a  Don  Quijote,  el  cual,  creyendo  que  ya  había  acaba  io  la  aventura  y 
que  se  hallaba  delante  de  la  princesa  Micomicona,  se  hincó  de  rodi- 
llas delante  del  Cura,  diciendo:  «¡Bien  puede  la  vuestra  grandeza,  alta 
y  fermosa  señora,  vivir  de  hoy  más  segura,  sin  que  le  pueda  hacer 
mal  esta  mal  nacida  criatura!  Y  yo  también,  de  hoy  más,  soy  quito  de 
la  palabra  que  os  di,  pues  con  ayuda  del  alto  Dios  y  con  el  favor  de 
aquella  por  quien  yo  vivo  y  respiro,  también  la  he  cumplido. » 

— ¿No  lo  dije  yo?,  dijo,  oyendo  esto,  Sancho.  ¡Sí,  que  no  estaba  yo 
borracho!  ¡Mirad  si  tiene  puesto  ya  en  sal  mi  amo  al  gigante!  ¡Ciertos 
son  los  toros:  mi  condado  está  de  molde! 

¿Quién  no  había  de  reir  con  los  disparates  de  los  dos,  amo  y  mozo? 
Todos  reían,  si  no  el  ventero,  que  se  daba  á  Satanás;  pero,  en  fin,  tanto 
hicieron  el  barbero,  C-ardenio  y  el  Cura,  que,  con  no  poco  trabajo,  die- 
ron con  Don  Quijote  en  la  cama,  el  cual  se  quedó  dormido,  con  mues- 
tras de  grandísimo  cansancio.  Dejáronle  dormir,  y  saliéronse  al  portal 
de.  la  venta  á  consolar  á  Sancho  Panza  de  no  haber  hallado  la  cabeza 
del  gigaiíte:  aunque-  más  tuvieron  (jue  hacer  en  aplacar  al  ventero,  que 
estaba  desesperado  poD  la  repentina  muerte  de  sus  cueros. 

.  Y  la  ventera  decía  «n  voz  y  en  grito:  «¡En  mal  punto  y  en  hora 
menguada  entró  en  mi  casa  este  caballero  andante  (¡(jue  nunca  mis 
ogos  le  hubieran  visto!),  que  tan  caro  me  cuesta!  La  vez  pasada  se  fué 


PARTE    PEIMERA CAPITULO    XXXV  279 


con  el  costo  de  una  noche  de  cena,  cama,  paja  y  cebada  para  él  y  para 
su  escudero,  y  un  rocín  y  un  jumento,  diciendo  que  era  caballero  aven- 
turero (¡que  mala  aventura  le  dé  Dios  á  él  y  á  cuantos  aventureros  hay 
en  el  mundo!),  y  que  por  esto  no  estaba  obligado  á  j)a.uar  nada;  que  así 
e,staba  escrito  en  los  aranceles  de  la  caballería  andantesca;  y  ahora  })or 
su  respeto  vino  estotro  señor,  y  me  llevo  mi  cola,  y  hámela  vuelto  con 
más  de  dos  cuartillos  de  daño,  toda  pelada,  que  no  puede  servir  para  1<» 
que  la  quiere  mi  marido;  y  por  íin  y  remate  de  todo,  ¡rom})erme  mis 
cueros  y  derramarme  mi  vino!  ¡Que  derramada  le  vea  yo  su  sangre! 
¡l*ues  n(í  se  piense;  que  por  los  huesos  de  mi  })adre  y  pwel  siglo  de  mi 
madre,  si  no  me  lo  han  de  pagar  un  cuarto  sobre  otro!  ¡O  no  me  llama- 
i-ía  yo  como  me  llamo,  ni  sería  hija  de  quien  soy!»  Estas  y  otras  razo- 
nes tales  decía  la  ventera  con  grande  enojo,  y  ayudábala  su  buena  cria- 
da Maritornes.  La  hija  callaba,  y  de  cuando  en  cuando  se  sonreía.  El 
Cura  lo  sosegó  todo,  prometiendo  de  satisfacerles  su  pérdida  lo  mejor 
que  pudiese,  así  de  los  cueros  como  del  vino,  y  [)rincipalmente  del  me- 
noscabo de  la  cola,  de  quieu  tanta  cuenta  hacían.  Dorotea  consol(')  á 
Sancho  Panza  diciéndoíe  que  cada  y  cuando  que  pareciese  haber  sido 
verdad  que  su  amo  hubiese  descabezado  al  gigante,  le  prometía,  en 
viéndose  pacítíca  en  su  reino,  de  darle  el  mejor  condado  que  en  él  hu- 
biese. Consolóse  con  esto  Sancho,  y  aseguró  á  la  Princesa  que  tuviese 
por  cierto  que  él  había  visto  la  cabeza  del  gigante,  }''  que,  por  más  se- 
ñas, tenía  una  barba  que  le  llegal^a  á  la  cintura,  y  que  si  no  parecía, 
era  porque  tod<^  cuanto  en  aquella  casa  pasaba  era  por  vía  de  encanta- 
mento, como  él  lo  había  probado  otra  vez  que  había  posado  en  ella. 
Dorotea  dijo  que  así  lo  creía  y  que  no  tuviese  pena,  que  todo  se  haría 
bien  y  sucedería  á  pedir  de  boca.  Sosegados  todos,  el  Cura  quiso  acabai- 
de  leer  la  novela,  porque  vio  que  faltaba  poco.  Cárdenlo,  Dorotea  y  to- 
dos los  demás  le  rogaron  la  acabase:  él,  que  á  todos  quiso  dar  gusto,  y 
por  el  que  él  tenía  de  leerla,  prosiguió  el  cuento,  que  asi  decía: 

«Sucedió,  pues,  que  por  la  satisfaci(')n  que  Anselmo  tenía  de  la 
bondad  de  Camila  vivía  una  vida  contenta  y  descuidada;  y  Camila,  de 
industria,  hacía  mal  rostro  á  Lotario,  porque  Anselmo  entendiese  al  re- 
vés la  voluntad  que  le  tenía;  y  para  más  confirmación  de  su  hecho,  pi 
dio  licencia  Lotario  para  no  venir  á  su  casa,  pues  claramente  se  mos- 
traba la  pesadumbre  que  con  su  vista  Camila  recebía;  mas  el  engañado 
Anselmo  le  dijo  que  en  ninguna  manera  tal  hiciese;  y  desta  manera 
por  mil  maneras  era  Anselmo  el  fabricador  de  su  deshonra,  creyendo 
que  lo  era  de  su  gusto.  En  esto,  el  que  tenía  Leonela  de  verse  califica- 
da, aunque  no  de  buena,  en  sus  amores  llegó  á  tanto,  que,  sin  mirar  á 
otra  cosa,  se  iba  tras  él  á  suelta  rienda,  fiada  en  que  su  señora  la  encu- 
bría, y  aun  la  advertía  del  modo  que  con  poco  riesgo  pudiese  ponerle 
en  ejecución.  En  tin,  una  noche  sintió  Anselmo  pasos  en  el  aposento  de 
Leonela;  y  queriendo  entrar  á  ver  quién  los  daba,  sintió  que  le  detenían 
la  puerta:  cosa  que  le  puso  más  voluntad  de  abrirla;  y  tanta  fuerza  hizo, 
que  la  abrió,  y  entró  dentro  á  tiempo  que  vio  que  un  hombre  saltaba 
por  la  ventana  á  la  calle;  y  acudiendo  con  presteza  á  alcanzarle  ó  cono 


2H()  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

cerle,  no  pudo  conseguir  lo  uno  ni  lo  otro,  porque  Leonela  se  abra/ó 
con  él,  diciéndole:  «¡Sosiégate,  señor  mío,  y  no  te  alboretes  ni  sigas  al 
que  de  aquí  saltó:  es  cosa  mía,  y  tanto,  que  es  mi  esposo!» 

»No  lo  quiso  creer  Anselmo;  antes,  ciego  de  enojo,  sacó  la  daga,  y 
quiso  herir  á  Leonela,  diciéndole  que  le  dijese  la  verdad;  si  no,  que  la 
mataría. 

»Ella,  con  el  miedo,  sin  saber  lo  que  se  decía,  le  dijo:  «¡No me  ma- 
tes, señor;  que  yo  te  diré  cosas  de  más  importancia  de  las  que  puedes 
imaginar!» 

» — ¡Dilas  luego,  dijo  Anselmo;  si  no,  muerta  eres! 
» — Por  ahora  será  imposible,  dijo  Leonela,  según  estoy  de  turbada: 
déjame  hasta  mañana,  que  entonces  sabrás  de  mí  lo  que  te  ha  de  ad- 
mirar, y  está  seguro  que  el  que  saltó  por  esta  ventana  es  un  mancelx) 
desta  ciudad  que  me  ha  dado  la  mano  de  ser  mi  es})oso. 

» Sosegóse  con  esto  Anselmo,  y  quiso  aguardar  el  término  que  se  le 
pedía,  porque  no  pensaba  oir  cosa  que  contra  Camila  fuese,  por  estar 
de  su  bondad  tan  satisfecho  y  seguro;  y  así,  se  salió  del  aposento  y 
dejó  encerrada  en  él  á  Leonela,  diciéndole  que  de  allí  no  saldría  hasta 
que  le  dijese  lo  que  tenía  que  decirle.  Fué  luego  á  ver  á  Camila  y  á  de- 
cirle, como  le  dijo,  todo  aquello  que  con  su  doncella  le  había  pasado,  y 
la  palabra  que  le  había  dado  de  decirle  grandes  cosas  y  de  impor- 
tancia. 

»Si  se  turbó  Camila  ó  no,  no  hay  para  qué  decirlo,  porque  fué  tan- 
to el  temor  que  cobró,  creyendo  verdaderamente  (y  era  de  creer)  que 
Leonela  había  de  decir  á  Anselmo  todo  lo  que  sa  bía  de  su  poca  fe,  que  ' 
no  tuvo  ánimo  para  esperar  si  su  sospecha  salía  falsa  ó  no;  y  aquella 
misma  noche,  cuando  le  pareció  que  Anselmo  dormía,  juntó  las  mejo- 
res jo^'^as  que  tenía  y  algunos  dineros,  y  sin  ser  de  nadie  sentida  sali<) 
de  casa,  y  se  fué  á  la  de  Lotaiio,  á  quien  contó  lo  que  pasaba,  y  le  pi- 
dió que  la  pusiese  en  cobro,  ó  que  se  ausentasen  los  dos  donde  de  An- 
selmo pudiesen  estar  seguros.  La  confusión  en  que  Camila  puso  á  Lo- 
tario  fué  tal,  que  no  le  sabía  responder  palabra,  ni  menos  sabía  resol- 
verse en  lo  que  haría.  En  fín,  acordó  de  llevar  á  Camila  á  un  moneste- 
rio,  en  quien  era  priora  una  su  hermana.  C'Onsintió  Camila  en  ello,  y 
con  la  presteza  que  el  caso  pedía  ]a  llevó  Lotario  y  la  dejó  en  el  mo- 
nesterio,  y  él  asimismo  se  ausentó  luego  de  la  ciudad,  sin  dar  parte  á 
nadie  de  su  ausencia. 

» Cuando  amaneció,  sin  echar  de  ver  Anselmo  que  Camila  faltaba 
de  su  lado,  con  el  deseo  que  tenía  de  saber  lo  que  Leonela  quería  de- 
cirle, se  levantó  y  fué  adonde  la  había  dejado  encerrada.  Abrió  y  entró 
en  el  aposento;  pero  no  halló  en  él  á  Leonela:  sólo  halló  jmestas  unas 
sábanas  añudada^s  á  la  ventana,  indicio  y  señal  que  por  allí  se  había 
descolgado  é  ido.  Volvió  luego  muy  triste  á  decírselo  á  Camila;  y  no 
hallándola  en  la  cama  ni  eii  toda  la  casa,  quedó  asombrado.  Preguntó 
á  los  criados  de  casa  por  ella;  pero  nadie  le  supo  dar  razón  de  lo  que 
pasaba.  Tornó,  confuso  y  atónito,  á  buscar  á  Camila,  y  vio  sus  cofres 
al)iertos  y  que  dellos  faltaban  las  más  de  sus  j(  ya-s;  y  con  esto  acabó  de 


PARTE    PRIMERA. 


-CAPITULO    XXXV 


28: 


caer  en  la  cuenta  de  su  desgracia ,  y  en  que  no  era  Leonela  la  causa  de 
■su  desventura;  y  así  como  estaba,  sin  acabarse  de  vestir,  triste  y  pensa- 
rivo,  fué  á  dar  cuenta  de  su  desdicha  á  su  ami^ío  Lotario;  mas  cuando 
10  le  halló,  y  sus  criados  le  dijefon  (^ue  aquella  noche  había  faltado  de 
•asa  y  había  llevado  consigo  todos  los  dineros  (jue  tenía,  pensó  perder 
ú  juicio;  y  para  acabar  dt  concluir  con  todo,  volviéndose  á  su  casa,  no 


Y  después  do  haborlo  saludado,  lo  p'eguntó  qniS  iiucvaH  había  eu  Florencia, 


lalló  en  ella  ninguno  de  cuantos  criados  ni  criadas  tenía,  sino  la  casa 
lesierta  y  sola. 

»No  sabía  qué  pensar,  qué  decir  ni  qué  hacer,  y  poco  á  poco  se  le 
ba  volviendo  el  juicio.  Contemplábase  y  mirábase  en  un  instante  sin 
imjer,  sin  amiiío  y  sin  criados,  desamparado,  á  su  parecer,  del  Cielo 
ue  le  cubría,  y  sobre  todo  sin  honra,  ponjue  en  la  falta  de  Camila  vio 
u  perdición.  Resolvióse  en  ñn,  al  cabo  de  una  mran  })ie/,a,  de  irse  á  la 
Idea  de  su  amiíio,  donde  ha})ia  estado  cuando  dio  lugar  á  que  se  ma- 
uinase  toda  aquella  desventura.  Cerró  las  puertas  de  su  casa,  subió  á 
aballo,  y  con  desmayado  aliento  se  puso  en  camino;  y  apenas  hubo 
ndado  la  mitad,  cuando,  acosado  de  sus  pensamientos,  le  fué  forzoso 
pearse  y  arrendar  su  caballo  á  un  árbol,  á  cuyo  tronco  se  dejó  caer 
ando  tiernos  y  doloroso  suspiros,  y  allí  se  estuvo  hasta  casi  que  ano- 
hecía,  y  á  aquella  hora  vio  que  venía  un  hombre  á  caballo  de  la  ciu- 
ad,  y  después  de  haberle  saludado  le  preguntó  qué  nuevas  había  en 
'lorencia. 

>E1  ciudadano  respondió:  <  Las  más  extrañas  que  muchos  días  ha 
e  han  oído  en  ella;  porque  se  dice  })úblicamente  que  Lotario,  aquel 
rande  amigo  de  Anselmo  el  rico,  que  vivía  á  San  Juan,  se  llevó  esta 
oche  á  Camila,  mujer  de  Anselmo,  el  cual  tampoco  parece.  Todo  esto 
a  dicho  una  criada  de  Camila,  que  anoche  la  halló  el  Gobernador  des- 
olgándose  con  una  sábana  ])or  las  ventanas  de  la  casa  de  Anselmo.  En 
feto;  no  sé  puntualmente  cómo  pasó  el  negocio:   sólo  sé   que   toda   la 


282  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

ciudad  está  admirada  deste  suceso,  porque  no  se  podía  esperar  tal  he- 
cho de  la  mucha  y  familiar  amistad  de  los  dos,  que  dicen  que  era  tan- 
ta, que  los  llamaban  hs  dos  amigos. » 

>' — ¿Sábese  por  ventura,  dijo  Anselmo,  el  camino  que  llevan  Lotario 
y  Camila? 

» — Ni  por  pienso,  dijo  el  ciudadano;  puesto  que  el  (Gobernador  ha 
usado  de  mucha  diligencia  en  buscarlos. 
» — ¡A  Dios  vais,  señor!,  dijo  Anselmo. 
> — Con  él  quedéis,  respondió  el  ciudadano;  y  fuese. 
»Con  tan  desdichadas  nuevas,  casi,  casi  llegó  á  términos  Anselmo, 
no  sólo  de  perder  el  juicio,  sino  de  acabar  la  vida.  Levantóse  como 
pudo,  y  llegó  á  casa  de  su  amigo,  que  aún  no  sabia  su  desgracia;  mas 
como  le  vio  llegar  amarillo,  consumido  y  seco,  entendió  que  de  algún 
grave  mal  venía  fatigado.  Pidió  luego  Anselmo  que  le  acostasen  y  (jUe 
le  diesen  aderezo  de  escribir.  Hízose  así,  y  dejáronle  acostado  y  solo. 
l)orque  él  así  lo  quiso,  y  aun  que  le  cerrasen  la  puerta.  Viéndose,  pues, 
solo  comenzó  á  cargar  tanto  en  la  imaginación  de  su  desventura,  que 
claramente  conoció  por  las  premisas  mortales  que  en  sí  sentía  que  se 
le  iba  acabando  la  vida;  y  así,  ordenó  de  dejar  noticia  de  la  causa  de  su 
extraña  muerte;  y  comenzando  á  escribir,  antes  c[ue  acabase  de  ponei 
todo  lo  que  quería,  le  faltó  el  aliento,  y  dejó  la  vida  en  las  manos  del 
dolor  que  le  causó  su  curiosidad  impertinente. 

» Viendo  el  señor  de  casa  que  era  ya  tarde  y  (^ue  Anselmo  no  lia 

raaba,   acordó  de  entrar  á  saber  si  pasaba  adelante  su  indisposición,  y 

hallóle  tendido  boca  abajo,  la  mitad  del  cuerpo  en  la  cama  y  la  otra 

mitad  sobre  el  bufete,  sobre  el  cual  estaba  con  el  papel  escrito  y  abier 

to,   y  él  tenía  aún  la  pluma  en  la  mano.  Llegóse  el  huésped  á  él,  ha 

))iéndole  llamado  primero;  y  trabándole  por  la  mano,  viendo  que  no  le 

respondía  y  hallándole  frío,   vio  que  estaba  muerto.   Admiróse  y  con 

gojóse  en  gran  manera,  y  llamó  á  la  gente  de  casa  para  que  viesen  le 

desgracia  á  Anselmo  sucedida;  y  ñnalmente  leyó  el  papel,  que  conocic 

f^ue  de  su  misma  mano  estaba  escrito,  el  cual  contenía  estas  razones: 

«L^n  necio  é  impertinente  deseo  me  quitó  la  vida.  Si  las  nuevas  de 

mi  muerte  llegaren  á  los  oídos  de  Camila,  sepa  que  yo  la  perdono,  por 

que  no  estaba  ella  obligada  á  hacer  milagros,  ni  yo  tenía  necesidad  de 

querer  c|ue  ella  los  hiciese;  y  pues  yo  fui  el  fabricador  de  mi   deshon 

ra,  no  hay  para  qué...» 

>Hasta  aquí  escribió  Anselmo;  por  donde  se  echó  de  ver  que  ei 
aquel  punto,  sin  poder  acabar  la  razón,  se  le  acabó  la  vida.  Otro  díí 
dio  aviso  su  amigo  á  los  parientes  de  Anselmo  de  su  muerte,  los  cualej 
ya  sabían  su  desgracia  y  el  monesterio  donde  Camila  estaba,  casi  en  e 
término  de  acompañar  á  su  esposo  en  aquel  forzoso  viaje,  no  por  lai 
nuevas  del  muerto  esposo,  mas  por  las  que  supo  del  ausente  amigo 
Dícese  que,  aunque  se  vio  viuda,  no  quiso  salir  del  monesterio,  ni  me 
nos  hacer  profesión  de  monja  hasta  que  (no  de  allí  á  muchos  días)  le 
vinieron  nuevas  cjue  Lotario  había  muerto  en  una  batalla  que  en  aque 
tiempo  dio  monsiur  de  Lautrec  al  (irán  ('apitán  (Tonzalo  Fernández  d« 


PRIMERA    PARTE. CAPlTUIiO    XXXV 


283 


Córdoba  en  el  reino  de  Ñápeles,  donde  había  ido  á  parar  el  tardé  arre- 
pentido anni;o;  lo  cual,  sabido  por  Camila,  hizo  profesión,  y  acabó  en 
breves  días  la  vida  á  las  rigurosas  manos  de  tristezas  y  melancolías. 
Éste  í'ué  el  iin  qne  tuvieron  todos,  nacido  de  un  tan  desatinado  prin- 
cipio. » 

— Bien,  dijo  el  Cura,  me  parece  esta  novela;  pero  no  me  puedo  per 
suadir  que  esto  sea  verdad;  y  si  es  finuido,  fingió  mal  el  autor,  porque 
no  se  })uedc  ima<íinar  que  haya  marido  tan  necio  que  quiera  hacer  tan 
costosa  experiencia  como  Anselmo.  Si  este  caso  se  pusiera  entre  un 
ííalán  y  una  dama,  pudiérase  llevar;  pero,  entre  marido  y  mujer,  algo 
tiene  del  imposible;  y  en  lo  ([ue  toca-  al  modo  de  contarle,  no  me  des- 
contenta. 


CAPITULO  XXXM 
Que  trata  de  otros  raros  sucesos  que  en  la  venta  sucedieron. 


STANDO  en  esto,  el  ventero,  f[iie  estaba  á  la  puerta  de  la  venta, 
dijo:  ^ 
— ¡Esta  que  viene  es  una  herniosa  tro})a  de  huéspedes!  ¡8i  ellos 

■^        paran  aquí,  gaudeaymis  tenemos! 

— ¿Qué  gente  es?,  dijo  Cardenio, 

— Cuatro  hombres,  respondió  el  ventero,  vienen  á  caballo  á  la  jineta 
con  lanzas  y  adargas,  y  todos  con  antifaces  negros,  y  junto  con  ellos 
viene  una  mujer  vestida  de  blanco  en  un  sillón,  ansimesmo  cubierto  el 
rostro,  y  otros  dos  mozos  de  á  pie. 

— ¿Vienen  muy  cerca?,  preguntó  el  Cura. 

— Tan  cerca,  respondió  el  ventero,  que  ya  llegan. 
Oyendo  esto  Dorotea,  se  cubrió  ti  rostro,  y  Cardenio  se  entró  en  el 
aposento  de  Don  Quijote;  y  casi  no  habían  tenido  lugar  para  esto, 
cuando  entraron  en  la  venta  todos  los  que  el  ventero  había  dicho;  y 
apeándose  los  cuatro  de  á  caballo,  que  de  mu}"  gentil  talle  y  disposi- 
ción eran,  fueron  á  apear  á  la  mujer  que  en  el  sillón  venía;  y  tomándo- 
la uno  de  ellos  en  sus  brazos,  la  sentó  en  una  silla  que  estaba  á  la  entra- 
da del  aposento  donde  Cardenio  se  había  escondido.  En  todo  este  tiem- 
po ni  ella  ni  ellos  se  habían  quitado  los  antifaces  ni  hablado  palabra 
alguna;  sólo  que  al  sentarse  la  mujer  en  la  silla  dio  un  profundo  sus- 
piro y  dejó  caer  los  brazos  como  persona  enferma  y  desmayada:  los 
mozos  de  á  pie  llevaron  los  caballos  á  la  caballeriza. 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    XXXVI  285 

\'iendo  esto  el  Cura,  deseoso  de  saber  qué  gente  era  aquélla  que  con 
tal  traje  y  tal  silencio  estaba,  se  fué  donde  estaban  los  mozos,  y  á  uno 
dellos  le  preguntó  lo  que  deseaba,  el  cual  le  respondió:  « ¡Pardiez, 
señor,  yo  no  sabré  deciros  qué  ge  ate  sea  éstíi!  Sólo  sé  que  muestra  ser 
muy  ])rincipal,  especialmente  aquél  que  llegó  á  tomar  en  sus  brazos  á 
aquella  señora  que  habéis  visto;  y  esto  dígolo  porque  todos  los  demás 
le  tienen  respeto,  y  no  se  hace  otra  cosa  más  de  lo  que  él  ordena  y 
manda. 

— Y  la  .señora,  ¿quién  esV,  preguntó  el  Cura. 

— Tampoco  sabré  decir  eso,  respondió  el  mozo,  porque  en  todo  el  ca 
mino  no  la  lie  visto  el  rostro:  suspirar  sí  la  he  oído  muchas  veces,  y 
dar  unos  gemidos  ({ue  parece  que  con  cada  uno  dellos  ({uiere  dar  el 
alma.  Y  no  es  de  maravillar  que  no  sepamos  más  de  k)  que  os  he  dicho, 
porque  mi  compañero  y  yo  no  há  más  de  dos  días  que  los  acompaña- 
mos; porque,  habiéndolos  encontrado  en  el  camino,  nos  rogiron  y  per- 
suadieron que  viniésemos  con  ellos  hasta  el  Andalucía,  ofreciéndose  á 
pagárnoslo  nmy  bien. 

— ¿Y  halléis  oído  nombrar  á  alguno  dellos?,  preguntó  el  Cura. 

— ^Xo  por  cierto,  respondió  el  mozo;  porque  todos  caminan  con  tanto 
silencio,  que  es  maravilla;  porque  no  se  oye  entre  ellos  otra  cosa  que 
los  suspiros  y  sollozos  de  la  pobre  señora,  que  nos  mueven  á  lástima; 
y  sin  duda  tenemos  creído  que  ella  va  forzada  dondequiera  que  va;  y 
según  se  puede  colegir  })or  su  hábito  ella  es  monja,  ó  va  á  serlo,  que  es 
lo  más  cierto;  y  quizá  })orque  no  le  debe  de  nacer  de  voluntad  el  mon- 
jío, va  triste  como  parece. 

— Todo  podría  ser.  dijo  el  Cura;  y  dejándolos,  se  volvió  adonde  es- 
taba Dor(»tea.  la  cual,  como  había  oído  suspirar  á  la  embozada,  movi- 
da de  natural  conq)asión,  se  llegó  á  ella  y  le  dijo:  ¿Qué  mal  sentís,  se- 
ñora mía?  Mirad  si  es  alguno  de  quien  las  mujeres  suelen  tener  uso  y 
experiencia  de  curarle,  que  de  mi  [)arte  os  ofrezco  una  buena  voluntad 
de  serviros. 

A  todo  esto  callaba  la  lastimada  señora;  y  aunque  Dorotea  tornó 
con  mayt)res  ofrecimientos,  todavía  se  estaba  en  su  silencio,  hasta  que 
llegó  el  caballero  embozado  que  dijo  el  mozo  que  los  demás  obedecían, 
y  dijo  ;i  Dorotcíi:  No  os  canséis,  señora,  en  ofrecer  nada  á  esa  mujer, 
porque  tiene  por  costumbre  de  no  agradecer  cosa  que  por  ella  se  hace; 
ni  procuréis  (jue  os  responda,  si  no  (queréis  oir  alguna  mentira  de  su 
boca. » 

— ¡Jamás  la  dije!,  dijo  á  esta  sazón  la  (jue  liasta  allí  había  estado  ca- 
llando. Antes,  por  ser  tan  verdadera  y  tan  sin  trazas  mentirosas,  me  veo 
.ahora  en  tanta  desventura;  y  desto  vos  mismo  quiero  que  seáis  el  testi- 
.go,  pues  mi  pura  verdad  os  hace  á  vos  ser  falso  y  mentiroso. 

Oyó  estas  razones  Cardenio  bien  clara  y  distintamente,  como  quien 
.estaba  tan  junto  de  quien  las  decía,  que  sola  la  jmerta  del  aposento  de 
Don  (¿uijote  estaba  en  medio;  y  así  como  las  oyó,  dando  una  gran  voz, 
.dijo:  <  ¡Válgame  Dios!  ¿Qué  es  esto  que  oigoV  ¿Qué  voz  es  ésta  que  ha 
llegado  á  mis  oídos?»  ■ 


286  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

Volvió  la  cabeza  á  estos  gritos  aquella  señora,  toda  sobresaltada;  y 
no  viendo  quién  los  daba,  se  levantó  en  pie  y  fuese  á  entrar  en  el  apo- 
sento; lo  cual,  visto  por  el  caballero,  la  detuvo,  sin  dejarla  mover  un 
paso.  A  ella,  con  la  turbación  y  desasosiego,  se  le  cayó  el  tafetán  con  que 
traía  cubierto  el  rostro,  y  descubrió  una  hermosura  incomparable  y  un 
rostro  milagroso,  aunque  descolorido  y  asombrado,  porque  con  los  ojos 
andaba  rodeando  todos  los  lugares  donde  alcanzaba  con  la  vista,  con 
tanto  ahinco,  que  parecía  persona  fuera  de  juicio,  cuyas  señales,  sin 
saber  por  cjué  las  hacía,  pusieron  gran  lástima  en  Doi'otea  y  en  cuan- 
tos la  miraban.  Teníala  el  caballero  fuertemente  asida  por  las  espaldas; 
y  por  estar  tan  ocupado  en  tenerla,  no  pudo  acudir  á  alzarse  el  embozo, 
que  se  le  caía,  como  en  efeto  se  le  cayó  del  todo;  y  alzando  los  ojos 
Dorotea,  que  abrazada  con  la  señora  estaba,  vio  que  el  que  abrazada 
asimismo  la  tenía  era  su  esposo  don  Fernando;  y  apenas  le  hubo 
conocido,  cuando,  arrojando  de  lo  íntimo  de  sus  entrañas  un  luengo  y 
tristísimo  ¡ay!,  se  dejó  caer  de  espaldas  desmayada;  y  á  no  hallarse  allí 
junto  el  barbero,  que  la  recogió  en  los  brazos,  ella  diera  consigo  en  el 
suelo.  Acudió  luego  el  Cura  á  quitarle  el  embozo  para  echarle  agua  en 
el  rostro;  y  así  como  la  descubrió,  la  conoció  don  Fernando,  que  era  el 
que  estaba  abrazado  con  la  otra,  y  quedó  como  muerto  en  verla;  pero 
no  tanto  que  dejase,  con  todo  esto,  de  tener  á  Luscinda,  que  era  la  que 
procuraba  soltarse  de  sus  brazos,  la  cual  había  conocido  en  sus  gritos  á 
Cárdenlo,  y  él  la  había  conocido  á  ella.  Oyó  asimismo  Cárdenlo  el  ¡ay! 
que  dio  Dorotea  cuando  se  cayó  desmayada,  y  creyendo  que  era  su 
Luscinda,  salió  del  aposento  despavorido;  y  lo  primero  que  vio  fué  á 
don  Fernando,  que  tenía  abrazada  á  Luscinda.  También  don  Fernando 
conoció  luego  á  Cárdenlo,  y  todos  tres,  Luscinda,  Cárdenlo  y  Dorotea 
quedaron  mudos  y  suspensos,  casi  sin  saber  lo  que  les  había  acon- 
tecido. 

Callaban  todos  y  mirábanse  todos:  Dorotea,  á  don  Fernando,  don 
Fernando,  á  Cárdenlo,  Cárdenlo,  á  Luscinda,  y  Luscinda,  á  Cárdenlo; 
mas  quien  primero  rompió  el  silencio  fué  Luscinda,  hablando  á  don 
Fernando  desta  manera:  «¡Dejadme,  señor  don  Fernando,  por  lo  que 
debéis  á  ser  quien  sois,  ya  que  por  otro  respeto  no  lo  hagáis!  ¡Dejadme 
llegar  al  muro  de  quien  3^0  soy  hiedra,  al  arrimo  de  quien  no  me  han 
podido  apartar  vuestras  importunaciones,  vuestras  amenazas,  vuestras 
promesas  ni  vuestras  dádivas!  ¡Notad  cómo  el  Cielo,  por  desusados  y  á 
nosotros  encubiertos  caminos,  me  ha  puesto  á  mi  verdadero  esposo  de- 
lante, y  bien  sabéis  por  mil  costosas  experiencias  que  sólo  la  muerte 
fuera  bastante  para  borrarle  de  mi  memoria!  Sean,  pues,  parte  tan  cla- 
ros desengaños  para  que  volváis  (ya  que  no  podáis  hacer  otra  cosa)  el 
amor  en  rabia,  la  voluntad,  en  despecho,  y  acabadme  con  él  la  vida: 
que,  como  yo  la  rinda  delante  de  mi  buen  esposo,  la  daré  por  bien  em 
picada.  ¡Quizá  con  mi  muerte  quedará  satisfecho  de  la  fe  que  le  mantu- 
ve hasta  el  último  trance  de  la  vida!» 

Había  en  este  entretranto  vuelto  Dorotea  en  sí,  y  había  estado  escu 
chando  todas  las  razones  que  Luscinda  dijo,  por  las  cuales  vino  en  co 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXXVJ  287 


iiociiniento  de  quién  ella  era;  y  viendo  (jue  don  Femando  aún  na  la ; 
dejaba  de  los  bra/.os  ni  respondía  á  sus  i-azones,  esforzándose  lo  más 
(jue  pudo,  se  levantó  y  se  fué  á  hincar  de  rodillas  á  sus  pies,  y  denHr 
mando  mucha  cantidad  de  hermosas  y  lastimeras  lágrimas,  así  le  co- 
menzó á  decir:  «Si  ya  no  es,  señor  mío,  que  los  rayos  deste  sol  que  en 
tus  brazos  eclipsado  tienes,  te  quitan  y  ofuscan  los  de  tus  ojos,  ya  ha- 
brás echado  de  ver  que  la  que  á  tus  pies  está  arrodillada  es  la  sin  ven- 
tura hasta  que  tú  quieras,  la  desdichada  Dorotea.  Yo  soy  aquella  la- 
bradora humilde,  á  quien  tú,  por  tu  bondad  ó  por  tu  gusto,  quisiste 
levantar  á  la  alteza  de  poder  llamarse  tuya;  soy  la  que,  encerrada  en 
los  limites  de  la  honestidad,  vivió  vida  contenta  hasta  que  á  las  voces 
de  tus  importunidades,  y  al  parecer  justos  y  amorosos  sentimientos, 
abrió  las  puertas  de  su  recato  y  te  entregó  las  llaves  de  su  libertíid: 
dádiva  de  ti  tan  mal  agradecida,  cual  lo  muestra  bien  claro  haber  sido 
forzoso  hallarme  en  el  lugar  donde  me  ludias,  y  verte  yo  á  ti  de  ba 
manen  que  te  veo.  Pero,  con  todo  esto,  no  querría  que  cayese  en  tu 
imaginación  pensar  que  he  venido  aquí  con  pasos  de  mi  deshonra,  ha- 
biéndome traído  sólo  los  del  dolor  y  sentimiento  de  verme  de  ti  olvida- 
da. Tú  quisiste  que  yo  fuese  tuya,  y  quisístelo  de  manera,  que  aunque 
ahora  quieras  que  no  lo  sea,  no  será  posible  que  tú  dejes  de  ser  rnío. 
Mira,  señor,  que  puede  ser  recompensa,  á  la  hermosutíiy  nobleza  por 
quien  me  dejas,  la  incomparable  voluntad  que  te  tengo;  tú  no  puedes 
ser  de  la  hermosa  Luscinda,  porque  eres  mío;  ni  ella  puede  ser  tuya., 
porque  es  de  Cardenio;  y  más  fácil  será,  si  en  ello  míraSj  reducir  tu  vd- 
luntad  á  querer  á  quien  te  adora,  que  no  encaminar  la  que  te  aborrece 
a  que  bien  te  quiera.  Tú  solicitaste  mi  descuido,  tú  rogaite  á  mi  ente- 
reza, tú  no  ignoraste  mi  calidad,  tú  sabes  bien  de  la  manera  que  me  en- 
tregué á  toda  tu  voluntad;  no  te  queda  lugar  ni  acogida  de  llamarte  Á 
engaño;  y  si  esto  es  así  como  lo  es,  y  tú  eres  tan  cristiano  como  caba- 
llero, ¿por  qué  por  tantos  rodeos  dilatas  de  hacerme  venturosa  en  los 
tines,  como  me  hiciste  en  los  principios?  Y  si  no  me  quieres  por  la  que 
soy,  que  soy  tu  verdadera  y  legítima  esposa,  quiéreme  á  lo  menos  y 
admíteme  por  tu  esclava;  que,  como  yo  esté  en  tu  poder,  me  tendré  por 
dichosa  y  bien  afortunada.  No  permitas,  con  dejarme  y  desampararme, 
que  se  hagan  y  junten  corrillos  en  mi  deshonra;  no  des  tah  mala  vejez 
á  mis  padres,  pues  no  lo  merecen  los  leales  servicios  que^  como  buenos 
vasallos,  á  los  tuyos  siempre  han  hecho;  y  si  te  parece  ([ue  has  de  aná- 
quil  u'  tu  sangre  por  mezclarla  con  la  mía,  considera  que  pocas  ó  nin- 
guna nobleza  hay  en  el  mundo  que  no  hayan  corrido  por  este  camino, 
V  que  la  que  se  toma  de  las  mujeres  no  es  la  que  hace  al  caso  en  lat: 
ilustres  descendencias;  cuanto  más,  que  la  verdadera  nobleza  consiste 'en 
a  virtud;  y  si  ésta  á  ti  te  falta,  negándome  lo  que  tan  justamente  me 
iebe&,  yo  quedaré  con  más  ventajas  de  noble  que  las  que  tú  tienes.  En 
in,  señor,  lo  que  últimamente  te  digo  es,  que  (quieras  tí  no  quieras)  jo 
íoy  tu  esposa.  Testigos  son  tus  palabras,  que  no  han  ni  deben  de  ser 
nentirosas,  si  ya  es  que  te  precias  de  aquello  por  que  me  desprecias; 
-estigo  será  la  prenda  que  me  diste,  y  testigo  el  cielo,  á  quien  tú  llamas- 
I        B.  P.— XX  2^ 


2>^  '  nOlí    QUIJOTK    DK    LA    MANCHA 


te  ]>or  testií^o  de  lo  que  me  prometías;  y  cuando  todo  esto  falte,  tu  mis- 
ma eoncieucia  no  há  de  faltar  de  dar  voces  callando  en  mitad  de  tus 
alearías,  volviendo  poi-  esta  verdad  que  te  he  dicho,  y  turbando  tus  me- 
jores íiustos  y  contentos.- 

Kstas  y  otras  razones  dijo  la  lastimada  Dorotea  con  tanto  sentimien- 
to y  lágrimas,  que  los  mismos  (jue  acom])añaban  á  don  l^'ernando.  v 
cuantos  j^resentes  estaban,  la  acompañaron  en  ellas.  b]scuchóla  don  Fer- 
nando, sin  replicalle  j)alabra,  hasta  que  ella  dio  fin  á  las  suyas,  y  prin- 
cipio á  tantos  sollozos  y  sus] tiros,  que  bien  había  de  ser  corazón  de  l)ron- 
ce  el  que  con  muestras  de  tanto  dolor  no  se  enterneciera.  Mirándola  es- 
taba Luscinda,  no  menos  lastimada  de  su  sentimiento  que  admirada  de 
su  -mucha  discreción  y  hermosura;  y  aunque  quisiera  llegarse  á  ella  y 
decirle  algunas  palabras  de  consuelo,  no  la  dejaban  los  brazos  de  don 
Fernando,  que  ajiretada  la  tenían;  el  cual,  lleno  de  confusión  y  espanto, 
al  cabo  de  un  buen  espacio,  que  atentamente  estuvo  mirando  á  Doro 
tea,  abri(')  los  brazos,  y  dejando  libre  á  Luscinda,  dijo:  «Venciste,  her- 
mosa Dorotea,  venciste;  ])orque  no  es  posible  tener  ánimo  para  negar 
tantas  verdades  juntas. » 

Con  el  desmayo  que  Luscinda  había  tenido,  así  como  la  dejó  don  Fer- 
naukio,  iba  á  caer  en  el  suelo;  mas  hallándose  Cardenio  allí  junto,  que 
á  las  espaldas  de  don  Fernando  se  había  puesto,  por  que  no  le  conocie- 
se; pospuesto  todo  temor  y  aventurado  á  todo  riesgo,  acudió  á  sostener 
á  Luscinda,  y  cogiéndola  entre  sus  bra;zos,  le  dijo:  «Si  el  piadoso  Cielo 
gusta  y  quiere  qué  ya  tengas  algún  descanso,  leal,  firme  y  hermosa  se- 
ñora mía,  en  ninguna  parte  creo  yo  que  le  tendrás  más  seguro  que  en 
estos  brazos,  que  ahora  te  reciben  y  otro  tiempo  te  recibieran,  cuando 
la  fortuna  quiso  que  pudiese  llamarte  mía.» 

A  estas  razones  puso  Luscinda  en  Cardenio  los  ojos;  y  habiendo  co- 
menzado á  conocerle  primero  por  la  voz,  y  asegurándose  que  él  era  con 
la  vista,  casi  fuera  de  sentido,  y  sin  tener  cuenta  á  ningún  honesto  res- 
peto, le  echó  los  brazos  al  cuello,  y  juntando  su  rostro  con  el  de  Carde- 
nio, le  dijo:  «Vos  sí,  señor  mío,  sois  el  verdadero  dueño  desta  vuestra 
cautiva,  aunque  más  lo  impida  la  contraria  suerte,  y  aunque  más  ame 
nazás  le  hagan  á  esta  vida,  que  en  la  vuestra  se  sustenta.» 

Extraño  espectáculo  fué  éste  para  don  Fernando  y  para  todos  los 
circunstantes,  adinirándose  de  tan  no  visto  suceso.  Parecióle  á  Dorotea 
cjue  don  Fernando  había  perdido  la  color  del  rostro,  y  que  hacía  ade- 
mán de  querer  vengarse  de  Cardenio,  porque  le  vio  encaminar  la  mano 
á.  ponella  en  la  espada;  y  así  como  lo  pensó,  con  no  vista  presteza  se 
abrazó  con  él  por  las  rodillas  besándoselas  y  teniéndole  apretado,  que 
no  le  dejaba  mover,  y  sin  cesar  uñ  imnto  de  sus  lágrimas,  le  decía: 
«¿Qué  es  lo  que  piensas  hacer,  único  roíugio  mío,  en  este  tan  impensa 
do  trance?  Tú  tienes  á  tus  pies  á  tú  espoBa-yy  la  que  quieres  que  lo  sea 
está  en  los  brazos'die  sil  marido:  mirá'si' te'^estará  bien,  ó  te  será  posi- 
ble deshacer  lo  (|úe  él  Cielo  ha  hedió.  ío  si'  te  convendrá  querer  levan- 
tar-'('igualar  á'-ti  iWíSlno  á  la  (luevitoMpiíostíi  todo  inconveniente,' confia- 
da'eñ'>(U  veT-dá>"i|-'Viíi:iVéy.a "delante  d.of^if<M)j(-)H  tiene  con  los  suyf)S  bañá- 
0? 


l'AKTK     l'KlMEltA. CA1'1TUL,U     XX.XV1  289 

(los  (le  licor  aniorofso  el  rosti'o  y  peelio  de  su  verdadero  esposo.  ]*or 
([uien  Dios  es  te  ruego,  y  por  quien  tú  eres  te  suplico,  que  este  tan  no- 
torio desencallo,  nc»  s(Mo  no  acreciente  tu  ira,  sino  que  la  mengüe  en  tal 
manera,  (|ue  con  quietud  y  sosiego  permitas  (jue  estos  dos  amantes  le 
tengan  sin  impeííimento  tuyo  todo  el  tiem})o  que  el  Cielo  quisiere 
concedt'rsele;  y  en  esto  mostrarás  la  generosidad  de  tu  ilustre  y  noble 
pecho,  y  verá  el  mundo  (pie  tiene  contigo  más  t'uer/a  la  razcMi  que  el 
apetito. 

Kn  tanto  i[ue  esto  decía  Dorotea,  aunc^ue  Cárdenlo  tenía  abrazada 
;i  i.uscjnda,  no  quitaba  los  ojos  de  don  Fernando,  con  determinación  de 
(si  le  viese  hacer  algún  movimiento  en  su  perjuicio)  procurar  defender- 
se y  ofender  como  mejor  })udiese  á  todos  aquellos  que  en  su  daño  se 
nujstrasen.  aunque  le  costase  la  vida.  Pero  á  esta  sazón  acudieron  los 
amigos  de  don  Fernando,  y  el  Cura  y  el  barbero,que  á  todo  habían  es- 
tado i)resentes,  sin  que  faltase  el  bueno  de  Sancho  Panza,  y  todos  ro- 
deaban á  don  Fernando,  suplicándole  tuviese  }>or  bien  de  mirar  las  lá- 
grimas de  Dorotea;  y  (jue,  siendo  verdad,  como  sin  duda  ellos  creían  que 
lo  era,  lo  que  en  sus  razones  había  dicho,  que  no  permitiese  quedase 
defraudada  de  sus  tan  justas  esi)eranzas;  que  considerase  que  no  acaso, 
como  parecía,  sino  con  particular  providencia  del  Cielo,  se  habían  todos 
juntado  en  lugar  donde  menos  ninguno  pensaba;  y  que  advirtiese,  dijo 
el  Cura,  que  «sola  la  muerte  podía  a})artar  á  Luscin(ia  de  Cardenio;  y 
aunque  los  dividiesen  ñlos  de  alguna  espada,  ellos  tendrían  por  felicí- 
sima su  muerte»;  y  que  en  los  casos  inremediables  era  suma  cordura, 
forzándose  y  venciéndose  á  sí  mismo,  mostrar  un  generoso  pecho,  per- 
mitiendo que  por  sola  su  voluntad  los  dos  gozasen  el  bien  que  el  Cielo 
ya  les  había  concedido.  Que  [)usiese  los  ojos  asimismo  en  la  beldad  de 
Dorotea,  y  vería  que  pocas  ó  ninguna  se  le  podían  igualar,  cuanto  más 
hacerle  ventaja;  que  juntase  á  su  hermosura  su  humildad  y  el  extremo 
del  amor  que  le  tenía;  y  sobre  todo,  advirtiese  que,  sise  preciaba  de  ca- 
ballero y  de  cristiano,  no  podía  hacer  otra  cosa  que  cumplille  la  pala- 
bra dada;  y  c{ue,  cumpliéndosela,  cumpliría  con  Dios  y  satisfaría  á  las 
gentes  disci-etas,  las  cuales  saben  y  conocen  que  es  ])rerrogativa  de  la 
hermosura,  aunque  esté  en  sujeto  humilde,  como  se  acompañe  con  la 
honestidad,  })oder  levantarse  é  igualarse  á  cualquiera  alteza,  sin  nota  ni 
menoscabo  delíjue  la  levanta  é  iguala  á  sí  mismo;  y  cuando  se  cum- 
plen las  fuertes  leyes  del  gusto,  como  en  ello  nc»  intervenga  pecado,  no 
debe  de  ser  culpado  el  (¡ue  las  sigue. 

Kn  efeto,  á  estas  razones  añadieron  todos  otras  tales  y  tantas,  que 
el  valeroso  pecho  de  don  Fernando,  en  ñn,  como  alimentado  con  ilustre 
sangre,  se  ablandó  y  se  dejó  vencer  de  la  verdad,  c^ue  él  no  pudiera 
negar  aunijue  quisiera;  y  la  señal  que  dio  de  haberse  rendido  y  entre- 
gado al  buen  parecer  (|ue  se  le  había  })ropuesto,  fué  abajarse  y  abrazar 
á  Dorotea,  diciéndole:  «Levantaos,  señora  nn'a;  (jue  no  es  justo  que  esté 
arrodillada  á  mis  pies  la- que  yo  tengo  en  mi  alma;  y  si  hasta  aquí  no 
he  dado  muestras  de  lo  que  digo,  (juizá  ha  sido  por  orden  del  Cielo, 
para  (jue.  viendo  yo  en  vos  la  fe  con  ((ue  me  amáis,  os  sejta  estimaren 


L,a  cual  hallaron  en  el  claustro  hablando  con  una  monja;  y  arrebatándola, 
sin  darle  lugar  á  otra  cosa... 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXXVI  291 


lo  que  merecéis.  Lo  que  os  ruego  es  que  no  me  reprehendáis  mi  mal 
término  y  mi  mucho  descuido;  pues  la  misma  ocasión  y  fuerza  que  me 
movió  para  acetaros  por  mía,  esta  misma  me  impelió  para  procurar  no 
ser  vuestro;  y  ])ara  conocer  que  esto  sea  verdad,  volved  y  mirad  los 
ojos  de  la  ya  contenta  Luscinda,  y  en  ellos  hallaréis  disculpa  de  todos 
mis  yerros;  y  pues  ella  halló  y  alcanzó  lo  que  deseaba,  y  yo  he  hallado 
en  vos  lo  que  me  cumple,  viva  ella  segura  y  contenta  luengos  y  felices 
años  con  su  Cárdenlo;  que  yo  de  rodillas  rogaré  al  Cielo  que  me  los  deje 
vivir  con  mi  Dorotea.»  Y  diciendo  esto,  la  tornó  á  abrazar  y  juntar  su 
rostro  con  el  suyo  con  tan  tierno  sentimiento,  que  le  fué  necesario  tener 
gran  cuenta  con  que  las  lágrimas  no  acabasen  de  dar  indubitables  se- 
ñales de  su  amor  y  arrepentimiento.  No  lo  hicieron  así  las  de  Luscinda 
y  Cárdenlo,  y  aun  las  de  casi  todos  los  que  allí  presentes  estaban,  por- 
(jue  comenzaron  á  derramar  tantas,  los  unos  de  contento  propio,  y  los 
otros  del  ajeno,  que  no  parecía  sino  cjue  algún  grave  y  mal  caso  á  todos 
había  sucedido.  Hasta  Sancho  Panza  lloraba;  aunque  después  dijo  que 
no  lloraba  él  sino  por  ver  que  Dorotea  no  era,  como  él  pensaba,  la 
reina  Micomicona,  de  quien  él  tantas  mercedes  esperaba.  Duró  algún 
espacio,  junto  con  el  llanto,  la  admiración  en  todos;  y  luego  Cárdenlo 
y  Luscinda  se  fueron  á  poner  de  rodillas  ante  don  tremando,  dándole 
gracias  de  la  merced  que  les  había  hecho,  con  tan  corteses  razones,  que 
don  Fernando  no  sabía  qué  responderles;  y  así  los  levantó  y  abrazó 
con  muestras  de  mucho  amor  y  de  mucha  cortesía. 

Preguntó  luego  á  Dorotea  le  dijese  cómo  había  venido  á  aquel  lugar 
tan  lejos  del  suyo.  Ella,  con  breves  y  discretas  razones,  contó  todo  lo 
([ue  antes  había  contado  á  Cardenio;  de  lo  cual  gustó  tanto  don  í^'er- 
iiando  y  los  f[ue  con  él  venían,  que  quisieran  que  durara  el  cuento  más 
tiempo:  tanta  era  la  gracia  con  que  Dorotea  contaba  sus  desventuras. 
Y  así  como  hubo  acabado,  dijo  don  Fernando  lo  que  en  la  ciudad  le 
había  acontecido,  después  que  halló  el  papel  en  el  seno  de  Luscinda, 
donde  declaraba  ser  esposa  de  Cardenio,  y  no  poderlo  ser  suya.  Dijo 
(^ue  la  quiso  matar,  y  lo  hiciera  si  de  sus  padres  no  fuera  impedido;  y 
([ue  así  se  salió  de  su  casa,  despechado  y  corrido,  con  determinación  de 
vengarse  con  más  comodidad;  y  ciue  otro  día  supo  cómo  Luscinda  había 
faltado  de  casa  de  sus  padres,  sin  que  nadie  supiese  decir  dónde  se  ha- 
bía ido;  y  que  en  resolución,  al  cabo  de  algunos  meses  vino  á  saber 
como  estaba  en  un  monesterio,  con  voluntad  de  quedarse  en  él  toda  la 
vida,  si  no  la  pudiese  pasar  con  Cardenio;  y  que  así  como  lo  supo,  es- 
cogiendo para  su  compañía  aquellos  tres  caballeros,  vino  al  lugar  donde 
estaba;  á  la  cual  no  había  querido  hablar,  temeroso  que,  en  sabiendo 
que  él  estaba  allí,  había  de  haber  más  guarda  en  el  mone.sterio;  y  así, 
aguardando  un  día  á  que  la  portería  estuviese  abierta,  dejó  á  los  dos  á 
la  guarda  de  la  puerta,  y  él  con  otro  había  entrado  en  el  monesterio, 
buscando  á  Luscinda,  la  cual  hallaron  en  el  claustro  hablando  con  una 
monja;  y  arrebatándola,  sin  darle  lugar  á  otra  cosa,  se  habían  venido 
con  ella  á  un  lugar  donde  se  acomodaron  de  aquello  que  hubieron  me- 
nester para  traella;  todo  lo  cual  habían  podido  hacer  bien  á  su  salvo, 


2ÍI-2 


DON  QUIJOTK  DE  LA  MANCHA 


])or  estar  el  nionesterio  en  el  campo,  buen  trecho  fuera  del  pueblo.  Dijo 
({ue  a.sí  como  Luscinda  se  vio  en  su  poder,  perdi('>  todos  los  sentidos,  y 
que  después  de  vuelta  en  sí  no  había  hecho  otra  cosa  sino  llorar  y  sus- 
])irar,  sin  hablar  ])alabra  alí^una;  y  que  así,  acompañados  de  silencio  y 
de  láiirinias,  habían  lleiíado  á  a(|uella  venta,  que  para  él  era  haber  lle- 
gado al  ciclo,  donde  se  rematan  y  tienen  fin  todas  las  desventuras  de  la 
Tierra. 


( "A  rrrr LO  xx.wii 

Donde  se  prosigue  la  historia  de  la  famosa  infanta  Micomicona,  con  otras 

graciosas  aventuras. 


(»D(>  t'íito  oscLU-lmbíi  Sancho,  no  con  j)oc-o  dolor  «le  su  aninuí, 
viendo  (jue  se  le  desparecían  é.  iban  <'n  humo  las  esperanzas 
de  su  ditado,  y  que  la  linda  princesa  Micomicona  se  le  luihía 
vuelto  en  Dorotea,  y  el  j^igante  eri  don  Fernando,  y  su  amo  se 
estaba  durmiendo  d  sueño  suelto,  bien  descuidado  de  todo  lo  sucedido. 
No  se  podía  asegurar  Dorotea  si  era  soñado  el  bien  que  poseía;  C'ai-de- 
nio  estaba  en  el  mismo  pensamiento,  y  el  de  Luscinda  corría  por  la 
misma  cuenta.  Don  Fernando  daba  gracias  al  cielo  por  la  merced  roce- 
bida,  y  haberle  sacado  de  aquel  intrincado  laberinto,  donde  se  hallaba 
tan  á  [)i(iue  de  perder  el  crédito  y  el  alma;  y  tinalmente,  cuantos  en  la 
venta,  estaban,  estaban  contentos  y  gozosos  del  buen  suceso  que  habían 
tenido  tan  trabados  y  desesperados  negocios.  Todo  lo  ponía  en  su  pun- 
to el  Cura,  como  discreto,  y  á  cada  uno  daba  el  parabién  del  bien  {al- 
canzado; pero  quien  más  jubilaba  y  se  contentaba  era  la  ventera,  por 
la  ])romésa  me  Cárdenlo  y  el  Cura  le  habían  he<;ho  de  pagalle  todos 
los  daños  y  reveses  que  por  cuenta  de  Don  Quijote  le  hubiesen  venido. 
Sólo  Sancho,  como  ya  se  ha  dicho,  era  el  añigido;  el  desventurado 
V  el  triste;  y  así,  con  malencónico  semblante  entró  á  su  amo,  el  cual 
acababa  de  despertar,  á  quien  dijo:  «Bien  puede  yuestra  merced,  señpr 
Trii^te  Figura,  dormir  todo  lo  que  <|uisiere.  sin  cuidado  de  matará  nin- 


294  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

■•//>'?*'. ~ " 

gún  ¡Líií2;ante  ni  de  volver  á  la  Princesa  su  reino;  que  ya  todo  está  hecho 
5?;  concluido.» 

— Eso  creo  yo  bien,  respondió  Don. Quijote;  porque  he  tenido  con  el 
gigante  la  más  descomunal  y  desaforada  batalla  que  pienso  tener  en 
todos  los  días  de  mí  vida;  y  de  un  revés,  zas,  le  derribé  la  cabeza  en  el 
suelo,  y  fué  tanta  la  sangre  que  le  salió,  que  los  arroyos  corrían  por  la 
tierra  como  si  fueran  de  agua. 

^Como  si  fueran  de  vino  tinto,  pudiera  vuestra  merced  decir  mejor, 
respondió  Sancho;  porque  quiero  que  sepa  vuestra  merced,  si  es  que  no 
lo  sabe,  que  el  gigante  muerto  es  un  cuero  horadado,  y  la  sangre,  seis 
arrobas  de  vino  tinto  que  encerraba  en  su  vientre,  y  la  cabeza  cortada 
es  la  puta  que  me  parió,  y  llévelo  todo  Satanás. 

— ¿Y  qué  es  lo  que  dices,  loco?,  replicó  Don  Quijote;  ¿estás  en  tu 
seso? 

— Levántese  vuestra  merced,  dijo  Sancho,  y  verá  el  buen  recada  que 
ha  hecho,  y  lo  que  tenemos  que  pagar;  y  verá  á  la  Reina  convertida  en 
una  dama  particular,  llamada  Dorotea,  con  otros  sucesos,  que  si  cae  en 
ellos,  le  han  de  admirar. 

— No  me  maravillaría  de  nada  deso,  replicó  Don  Quijote;  porque,  si 
l)ien  te  acuerdas,  la  otra  vez  que  aquí  estuvimos  te  dije  yo  que  todo 
cuanto  aquí  sucedía  eran  cosas  de  encantamiento,  y  no  sería  mucho 
que  ahora  fuese  lo  mesmo. 

—Todo  lo  creyera  yo,  respondió  Sancho,  si  también  mi  manteamien- 
to fuera  cosa  dése  jaez;  mas  no  lo  fué,  sino  que  real  y  verdaderamente  vi 
yo  que  el  ventero,  que  aquí  está  hoy  día,  tenía  del  un  cabo  de  la  man- 
ta y  me  empujaba  hacia  el  cielo  con  mucho  donaire  y  brío  y  con  tanta 
risa  como  fuerza;  y  donde  interviene  conocerse  las  personas,  tengo  para 
mí,  aunque  simple  y  pecador,  que  no  hay  encantamiento  alguno,  sino 
mucho  molimiento  y  mucha  mala  ventura. 

— Ahora  bien.  Dios  lo  remediará,  dijo  Don  Quijote:  dame  de  vestir, 
y  déjame  salir  allá  fuera;  que  quiero  ver  los  sucesos  y  transformacio- 
nes que  dices. 

Dióle  de  vestir  Sancho;  y  en  el  entretanto  que  se  vestía,  contó  el 
Cura  á  don  Fernando,  y  á  los  demás  que  allí  estaban,  las  locuras  de 
Don  Quijote,  y  del  artiñcio  que  habían  usado  para  sacarle  de  la  Peña 
Pobre,  donde  él  se  imaginaba  estar  por  desdenes  de  su  señora.  Contó- 
les asimismo  casi  todas  las  aventuras  que  Sancho  había  contado,  de 
que  no  poco  se  admiraron  y  rieron,  por  parecerles  (lo  que  á  todos  pare- 
cía) ser  el  más  extraño  género  de  locura  que  podía  caber  en  pensamien- 
to disparatado.  Dijo  más  el  Cura:  que  pues  ya  el  buen  suceso  de  la  se- 
ñora Dorotea  impedía  pasar  con  su  design  o  adelante,  que  era  menes- 
ter inventar  y  hallar  otro  para  poderle  llevar  á  su  tierra. 

Ofreció  Cárdenlo  de  proseguir  lo  comenzado;  y  que  Luscinda  haría 
y  representaría  suficientemente  la  persona  de  Dorotea. 

— No,  dijo  don  Fernando;  no  ha  de  ser  así;  que  yo  quiero  que  Doro- 
tea prosiga  su  invención;  que,  como  no  sea  muy  lejos  de  aquí  el  lugar 
deste  buen  caballero,  yo  holgaré  de  que  se  procure  su  remedio. 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XXXVII  295 

— No  está  más  de  dos  jomadas  de  aquí. 

—Pues  aunque  estuviera  más,  gustara  yo  de  caminallas,  á  trueco  de 
liacer  tan  buena  obra. 

Salió  en  esto  Don  Quijote,  armado  de  todos  sus  pertrechos,  con  el 
yelmo  (aunque  abollad» )  de  Mambrino  en  la  cabeza,  embrazado  de  su 
adarga  y  arrimado  á  su  tranca  ó  lanzón.  Suspendió  á  don  Fernando 
y  á  los  demás  la  extraña  presencia  de  Don  Quijote,  viendo  su  rostro 
de  media  legua  de  andadura,  seco  y  amarillo,  la  desigualdad  de  sus 
armas  y  su  mesurado  continente;  y  estuvieron  callando  hasta  ver  lo 
que  él  decía,  el  cual  con  mucha  gravedad  y  reposo,  puestos  los  ojos 
en  la  hermosa  Dorotea,  dijo:  «Estoy  informado,  fermosa  señora, 
deste  mi  escudero,  que  la  vuestra  grandeza  se  ha  aniquilado,  y  vuestro 
ser  se  ha  deshecho;  porque  de  reina  y  gran  señora  que  solíades  ser,  os 
habéis  vuelto  en  una  particular  doncella.  Si  esto  ha  sido  por  orden 
del  Rey  nigromante,  de  vuestro  padre,  temeroso  que  yo  no  os  diese 
la  necesaria  y  debida  ayuda,  digo  que  no  supo  ni  sabe  de  la  .misa  la 
media,  y  que  fué  poco  versado  en  las  historias  caballerescas;  porque, 
ú  él  las  hubiera  leído  y  pasado  tan  atentamente  y  con  tanto  espacio 
como  yo  las  pasé  y  leí,  hallara  á  cada  paso  cómo  otros  caballeros,  de 
menor  fama  que  la  mía,  habían  acabado  cosas  más  dificultosas,  no 
siéndolo  mucho  matar  á  un  gii^antillo,  por  arrogante  que  sea,  porque 
no  ha  muchas  horas  que  yo  me  vi  con  él,  y...  quiero  callar  porque  no 
me  digan  que  miento;  pero  el  tiempo  descubridor  de  todas  las  cosas, 
lo  dirá  cuando  menos  lo  pensemos.» 

— Vístesos  vos  con  dos  cueros,  que  no  con  un  gigante,  dijo  á  esta 
sazón  el  ventero,  al  cual  mandó  don  Fernando  que  callase  y  no  inte- 
rrumpiese la  plática  de  Don  Quijote  en  ninguna  manera;  y  Don  Quijo- 
te prosiguió,  diciendo: 

— Digo,  en  ñn,  alta  y  desheredada  señora,  que  si,  por  la  causa  que  he 
dicho,  vuestro  })adre  ha  hecho  este  metamorfóseo  en  vuestra  persona, 
que  no  le  deis  consentimiento;  porque  no  hay  ningún  peligro  en  la 
tierra  por  quien  no  se  abra  camino  mi  espada,  con  la  cual,  poniendo 
la  cabeza  de  vuestro  enemigo  en  tierra,  os  pondré  á  vos  la  corona  de 
a  vuestra  en  la  cabeza  en  breves  día?. 

No  dijo  más  Don  Quijote,  y  esjieró  á  que  la  Princesa  le  respondiese; 
la  cual,  como  ya  sabía  la  determinación  de  don  Fernando,  de  que  se 
prosiguiese  adelante  en  el  engaño  hasta  llevar  á  su  tierra  á  Don  Quijote, 
con  mucho  donaire  y  gravedad  le  respondió:  «Quienquiera  que  os 
dijo,  valeroso  Caballero  de  la  Triste  fulgura,  que  yo  me  había  mudado 
y  trocado  de  mi  ser,  no  os  dijo  lo  cierto,  porque  la  misma  que  ayer 
fui  me  soy  hoy;  verdad  es  que  alguna  mudanza  lian  hecho  en  mí  cier- 
tos acaecimientos  de  buena  ventura,  que  me  han  dado  la  mejor  que 
yo  pudiera  desearme;  pero  no  por  eso  he  dejado  de  ser  la  que  antes, 
y  de  tener  los  mesmos  pensamientos  de  valerme  del  valor  de  vuestro 
valeroso  é  invulnerable  brazo,  que  siempre  he  tenido.  Así  que,  señor 
mío,  vuestra  bondad  vuelva  la  honra  al  padre  ciue  me  engendró,  y 
téngale  por  hombre  advertido  y  prudente,  pues  con  su  ciencia  halló 


-!^^'  DOX    QUIJOTK    DE    LA    SIANCHA 


cauíinó  tan  fácil  y  tan  verdadero  para  remediar  nii  dess>racia;  (}ue  yi 
creo  que  si  por  vos,  señor,  no  fuera,  jamás  acertara  á  tener  la  ventur 
({ue  tengo;  y  en  esto  digo  tanta  verdad,  como  son  buenos  testigos  dell 
los  más  destos  señores  que  están  presentes.  Lo  que  resta  es  que  mañy 
na  nos  pongamos  en  camino,  porque  ya  hoy  se  podrá  hacer  poca  joi 
nada,  y  en  lo  demás  del  buen  suceso  (pie  espero,  lo  dejaré  á  Dios  y  i\ 
valor  de  vuestro  pecho.- 

Ksto  dijo  la  discreta  Dorotea;  y  en  oyéndol<j  Don  Quijote,  se  volvió 
íi  Sancho,  y  con  muestras  de  nmclio  enojo  le  dijo:  Ahora  te  digo,  San 
cimelo,  que  eres  el  mayor  hellacuelo  que  hay  en  Es[)aña.  Dime,  ladrón 
vaganmndo.  ^^.no  me  acabas  tú  de  decir  aliora  (pie  esta  Prmcesa  se  habí; 
vuelto  en  una  doncella  (pie  se  llamaba  Dorotea,  y  que  la  cabeza  (pi 
entiendo  (pie  corté  á  un  gigante,  era  la  ])uta  que  te  pari(),  con  otros  (lis 
parates  que  me  pusieron  en  la  mayor  confusión  ([ue  jamás  he  estado  ei 
todos  los  días  de  mi  vida?  ¡\'oto...  (y  mirt)  al  cielo  y  aju-etó  los  dientes 
(|ue  estoy  por  hacer  un  estrago  en  ti,  (pie  ])onga  sal  en  la  mollera  ¡ 
todos  cuantos  mentirosos  escuderos  liubiere  de  calialleros  andantes  di 
aquí  adelante  en  el  mundo!» 

—  V'uestra  merced  se  sosiegue,  señor  mío.  res})ondi()  Sancho;  (|U( 
bien  podría  ser  cjue  yo  me  hubiese  engañado  en  l(j  ([ue  toca  á  la  muta 
ci(')n  de  la  señora  princesa  Micomicona;  pero  en  lo  (^ue  toca  á  la  cabez; 
del  gigante,  ó  á  lo  menos  á  la  horadaciíjii  de  los  cueros,  y  á  lo  de  se 
vino  tiiitt)  la  sangre,  no  me  engaño,  ¡vive  Dios!,  porque  los  cueros  all 
están  heridos  á  la  cabecera  del  lecho  de  vuestra  merced,  y  el  vino  tint( 
tiene  hecho  un  lago  el  aposento;  y  si  no,  al  freír  de  los  huevos  lo  verá 
(luiero  decir,  que  k»  verá  cuando  aquí  su  merced,  del  señor  ventero  1( 
pida  el  menoscal)o  de  todo:  de  lo  demás,  de  (pie  la  señora  Reina  se  esti 
como  se  estaba,  me  regocijo  en  el  alma,  ponpie  me  va  mi  parte,  coiik 
a  cada  hijo  de  vecino. 

— Ahora  yo  te  digo,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  (pie  eres  un  mente 
cato;  y  perdóname,  y  basta. 

— Basta,  dijo  don  Fernando;  y  no  se  hable  más  en  esto;  y  j)ues  1¡ 
señora  Princesa  dice  que  se  camine  mañana.  })orque  ya  hoy  es  íard 
hágase  así,  y  esta  noche  la  podremos  pasar  en  buena  conversación  ha;- 
ta  el  venidero  día,  donde  todos  acompañaremos  al  señor  Don  Quijott 
jíorque  queremos  ser  testigos  de  las  valerosas  é  inauditas  hazañas  qu 
ha  de  hacer  en  el  discurso  desta  grande  enqn-esa  (|ue  á  su  cargo  lleva 

—  Yo  soy  el  que  tengo  de  serviros  y  acoin})añaros.  respondió  Doi 
(Quijote;  y  agradezco  mucho  la  merced  que  se  me  hace  y  la  buena  opi 
nión  que  de  mí  se  tiene,  la  cual  procuraré  que  salga  verdadera,  o  m 
tostará  la  vida,  y  aun  más,  si  más  costarme  puede. 

Muchas  ])alabras  de  comedimiento  y  muchos  ofrecimientos  pasaroi 
entre  Don  Quijote  y  don  Fernando;  pero  á  todo  puso  silencio  un  pasíi 
jero  que  en  aquella  sazón  entr()  en  la  venta,  el  cual  en  su  traje  mo.' 
traba  ser  cristiano,  recién  venido  de  tierra  de  moros,  porque  vení ; 
vestido  con  una  casaca  de  paño  azul,  corta  de  faldas,  con  media* 
mangas  y   sin  cuello;  los  calzones  eran  asimismo  de  lienzo  azul,  com 


l'AKTK     l'KIMJCÜA. fAl'ITUl.O     XX  XV  II 


L^íT 


Ixtiwte  de  la  misinn  color;  traía  unos  l)orc*eguíes  datilados,  y  un  alfanje 
inorisco  puesto  en  un  tahalí  <|ue  le  atravesaba  el  pceho.  Entró  lueji'o 
tra^  él,  eneinia  de  un  jumento,  una  nuijer  á  la  morisca  vestida,  cubier- 
to el  rostro  con  una  to.'a  á  la  cabeza;  traía  un  bonetillo  de  brocado,  y 
vestida  una  almalafa.  <[ue  desde  los  hombros  a  los  pies  la  cubría.  Kra 
el  hombre  de  robusto  y  airoso  talle,  de  edad  de  poco  más  de  cuarenta 
años,  algo  moreno  de  rostro,  largo  de  bigotes,  y  la  barba  muy  bien 
puesta;  en  resolución,  él  mostraba  en  su  apostura  que  si  estuviera  bien 
vestido,  le  juzgaran  ]>or  ])ersona  de  calidad  y  bien  nacida.  l*idi<),  en 
entrando,  un  aj)osento;  y  como  le  <l¡jeroii  ([ue  en  la  venta  no^le  liabía. 
r.iostn')  recebir  pesadumbre;  y  llegándose  á  la  (pie  en  el  ti'aje  j)arecía 
mora,  la  ape(S  en  sus  brazos.  Luscinda,  Oorotca.  la  \(ii(cra.  su  hija  y 


'«Un  pasajero  ([iio  cu  iKimlhi  sa/óii 


¡itri)  cu  lu  vcuta.  el  fual  en 
venido  (le  tierra  do  moros. 


Maritornes,  llevadas  del  nuevo  y  para  ellas  nunca  visto  traje,  rodearon 
á  la  mora;  y  Dorotea,  que  siempre  fué  agraciada,  comedida  y  discreta, 
pareciéndole  que  así  ella  como  el  (jue  la  traía  se  congojaban  por  la  falta 
del  aposento,  le  dijo:  «No  os  dé  muclia  p)ena,  señora  nn'a.  la  incomodidad 
y  falta  de  regalo  que  aquí  hay,  imes  es  propio  <\-i  ventas  no  hallarle  en 
ellas;  pero,  con  todo  esto,  si  gustárades  de  posar  con  nosotras  (señalan- 
do á  Luscinda)  quiza  ^n  el  dis  -urso  de  este  camino  habréis  hallado  otr<)s 
no  tan  buenos  acogimientos.  > 

No  respondió  nada  á  esto  la  eml^ozada,  ni  liizo  otra  cosa  que  levantar- 
se de  donde  í-entado  se  había,  y  ])uestas  entrambas  manos  cruzadas  .sobre 
el  pecho,  inclinada  la  cabeza,  dobló  el  cuerpo  en  señal  de  que  lo  agrade- 
cía. Por  su  silencio  imaginaron  (pie  sin  du(ia  alguna  debía  de  ser  mora, 
y  que  no  sabía  hablar  cristiano. 

Lleg()  en  esto  el  Cautivo.  c{ue  entendiendo  en  otra  cosa  hasta  enton- 
ces había  estado;  y  viendo  que  todas  tenían  cercada  á  la  que  con  él 
venía,  y  (j[ue  ella  a  cuanto  le  decían  callaba,  dijo:  ^- Señoras  mías,  esta 
doncella  apenas  entiende  mi  lengua,  ni  sabe  hablar  otra  ninguna  sino 


298  DON    QUIJOTJbJ    DE    LA    MANCHA 

conforme  á  su  tierra,  y  por  esto  no  debe  de  haber  respondido  ni  respon 
de  á  lo  que  se  le  ha  preguntado.. > 

— No  era  preguntarle  cosa  ninguna,  respondió  Luscinda,  sino  ofrece 
lie  por  esta  noche  nuestri  compañía  y  parte  del  lugar  donde  nos  acc 
moderemos,  donde  se  le  hará  el  regalo  que  la  comodidad  ofreciere,  co] 
la  voluntad  que  obliga  á  servir  á  todos  los  extranjeros  que  dello  tuvi€ 
ren  necesidad,  especialmente  siendo  mujer  á  quien  se  sirve. 

— Por  ella  y  por  mí,  respondió  el  Cautivo,  os  beso,  señora  mía,  la 
manos,  y  estimo  mucho  y  en  lo  que  es  razón  la  merced  ofrecida;  qu 
en  tal  ocasión,  y  de  tales  personas  como  vuestro  parecer  muestra,  biei 
se  echa  de  ver  que  ha  de  ser  muy  grande. 

— Decidme,  señor,  dijo  Dorotea:  esta  señora  ¿es  cristiana  ó  mora 
Porque  el  traje  y  el  silencio  nos  hace  pensar  que  es  lo  que  no  querrí£ 
mos  que  fuese. 

— Mora  es  en  el  traje  y  en  el  cuerpo;  pero  en  el  alma  es  muy  grand 
cristiana,  porque  tiene  grandísimos  deseos  de  serlo. 

— Luego  ¿no  es  bautizadaV,  replicó  Luscinda. 

— No  ha  habido  lugar  para  ello,  respondió  el  Cautivo,  después  qu 
f  alió  de  Argel,  su  patria  y  tierra;  y  hasta  agora  no  se  ha  visto  en  peligr 
de  muerte  tan  cercana,  que  obligase  á  bautizalla  sin  que  supiese  primer 
todas  las  ceremonias  que  nuestra  madre  la  santa  Iglesia  manda;  per 
Dios  será  servido  que  presto  se  bautice  con  la  decencia  que  la  calida 
de  su  persona  merece,  que  es  más  de  lo  que  muestra  su  hábito  y  el  míe 
Estas  razones  pusieron  gana,  en  todos  los  que  escuchándolo  estabaí 
da  saber  quién  fuesen  la  mora  y  el  Cautivo;  pero  nadie  se  lo  quiso  pr< 
guntar  por  entonces,  por  ver  que  aquella  sazÓL  era  más  para  procura: 
les  descanso,  que  para  preguntarles  sus  vidas.  Dorotea  la  tomó  por  1 
mano  y  la  llevó  á  sentar  junto  á  sí,  y  le  rogó  que  se  quitase  el  embozc 
Ella  miró  al  Cíiutivo,  como  si  le  preguntara  le  dijese  lo  que  decían  y  1 
que  ella  haría.  El  en  lengua  arábiga  le  dijo  que  le  pedían  se  quitas 
el  embozo,  y  que  lo  hiciese;  y  así,  se  lo  quitó,  y  descubrió  un  rostro  ta 
hermoso,  que  Dorotea  la  tuvo  por  más  hermosa  que  á  Luscinda,  y  Lu; 
cinda  por  más  hermosa  que  á  Dorotea;  y  todos  los  circunstantes  com 
cieron  que  si  alguno  se  podría  igualar  al  de  las  dos  era  el  de  la  mora, 
aun  hubo  alguno^  que  la  aventajaron  en  alguna  cosa.  Y  como  la  he: 
mosura  tenga  prerrogativa  y  gracia  de  reconciliar  los  ánimos  y  atrae 
las  voluntades,  luego  se  rindieron  todos  al  deseo  de  servir  y  agasajar 
la  hermosa  mora. 

Preguntó  don  Fernando  al  CautivC'  cómo  se  llamaba  la  mora,  el  cuí 
rtspondió  que  Lela  Zoraida;  y  así  ^omo  esto  oyó  ella,  entendió  lo  qu 
le  habían  preguntado  al  Cautivo,  y  dijo  con  mucha  priesa,  llena  de  coi 
goja  y  donaire:  No,  no  Zoraida:  María,  María:  dando  á  entender  que  s 
llamaba  María,  y  no  Zoraiia. 

Estas  palabras  y  el  grande  afecto  con  que  la  mora  las  dijo,  hiciero 
derramar  más  de  una  lágrima  a  algunos  de  los  que  la  escucharoi 
especialmente  á  las  mujeres,  que  de  su  naturaleza  son  tiernas  y  con 
pasivas. 


.')()()  DOX   QUIJOTE   DE    l.\   MANCHA 

AbrazólaLusc-iiida  .con  iimclio  amor,  diciéndole:  «Sí,  sí,  María,  Ma" 
ríar,  alo  cual  respondió  la  mora:  S/,  .sv',  Marta:  Zora'tda  macan<](\  que 
(juiere  decir  no. 

Ya  en  esto  lleutilta  la  noche;  y,  por  orden  de  los  que  venían  con 
don  Fernando,  liabía  el  ventero  ¡luesto  diligencia  y  cuidado  en  adere- 
zarles de  cenar  lo  mejor  que  á  él  le  fué  ])Osible.  Llegada,  pues,  la  hora, 
sentáronse  todos  a  una  larga  mesa  como  de  tinelo,  porque  no  la  había 
redonda  ni  cuadrada  en  la  venta,  y  dieron  la  cabecera  y  principal 
asiento,  puesto  que  él  lo  rehusaba,  á  Don  Quijote,  el  cual  quiso  tiue 
estuviese  á  su  lado  la  señora  Micomicona,  pues  él  era  su  guardador. 
Luego  se  sentaron  Luscinda  y  Zoraida,  y  frontero  dellas  don  Feí'nando 
y  Cardenio,  y  luego  el  Cautivo  y  los  dtmás  caballeros,  y  h\  lado  de  las 
señoras  el  Cura  y  el  barbero,  y  así  cenaron  con  nmcho  contento;  y  acre 
centóseles  más  viendo  que,  dejando  de  comer  Don  Quijote,  movido  de 
otro  semejante  es})íritu  que  el  que  le  movió  á  hal)lar  tanto  como  habl(') 
cuando  cenó  con  los  cabreros,  comenzó  á  decir: 

><  Verdaderamente,  si  bien  se  considera,  señores  míos,  grandes  é 
inauditas  cosas  ven  los  que  profesan  la  Orden  de  la  andante  caballería. 
Si  no,  ¿cuál  de  los  vivientes  habrá  en  el  mundo,  que  ahora  por  la  puerta 
deste  castillo  entrara,  y  de  la  suerte  que  estamos  nos  viera,  que  juzgue 
y  crea  que  nosotros  somos  quien  somos?  ¿Quién  podrá  decir  que  esta 
señora  que  está  á  mi  lado  es  la  gran  reina  que  todos  sabemos,  y  que 
yo  soy  £.quel  Caballero  de  la  Triste  Figura  que  anda  por  ahí  en  boca  de 
ia  fama?  Ahora,  no  hay  que  dudar,  sino  que  esta  arte  y  ejercicio  excede 
á  todas  aquellas  y  aquellos  que  los  hombres  inventaron,  y  tanto  más  se 
ha  de  tener  en  estima,  cuanto  á  más  peligros  está  sujeto.  Quítenseme 
delante  los  que  dijeren  que  las  letras  hacen  ventaja  á  las  armas;  que 
les  diré  (y  sean  quienes  fueren)  quf-  no  saben  lo  que  dicen,  porc|ue  la 
razón  que  los  tales  suelen  decir,  y  á  lo  que  ellos  más  se  atienen,  es  que 
los  trabajos  del  espíritu  exceden  á  los  del  cuerpo,  y  que  las  armas  sólo 
con  el  cuerpo  se  ejercitan,  como  si  fuese  su  ejercicio  oficio  de  ganapa- 
nes, para  el  cual  no  es  menester  más  de  buenas  fuerzas;  ó  como  si  en 
esto  que  llamamos  armas  los  que  las  profesamos,  no  se  encerrasen  los 
actos  de  la  fortaleza,  los  cuales  piden  para  ejecutallos  mucho  entendí 
miento,  ó  como  si  no  trabajase  el  ánimo  del  guerrero  que  tiene  á  su 
cargo  un  ejército  ó  la  defensa  de  una  ciudad  sitiada,  así  con  el  espíritu 
como  con  el  cuerpo.  Si  no,  véase  si  se  alcanza  con  las  fuerzas  corpora- 
les á  saber  ó  conjeturar  el  interto  del  enemigo,  los  designios,  las  es- 
tratagemas, las  dificultades,  el  prevenir  los  daños  que  se  temen;  (jue 
todas  estas  cosas  son  acciones  del  entendimiento,  en  quien  no  tiene 
parte  alguna  el  cuerpo.  Siendo,  pues,  ansí  que  las  armas  requieren 
espíritu  como  las  letras,  veamos  ahora  cuál  de  los  dos  espíritus,  el 
del  letrado  ó  el  del  guerrero,  trabaja  más;  y  esto  se  vendrá  á  conocer 
por  el  fin  y  paradero  á  que  cada  uno  se  encamina;  porque  aquella 
intención  se  ha  de  estimar  en  más.  <[ue  tiene  por  objeto  más  noble 
iin.  Es  el  fin  y  ])aradero  do  las  letras...  y  no  hablo  ahora  de  las  di 
vinas.  (|ue   tienen    por  blan  -o   llevar  y   eiicaniinai'  las   ahnas  al  cielo; 


PARTE  PRIMERA. CAPITULO  XXXVII  301 

ijue  a  un  ñn  tan  sin  tin  como  éste,  ninguno  otro  se  puede  i.uualur;  hablo 
(le  las  letras  humanas;  que  es  su  ñn  poner  en  su  punto  la  justicia  dis 
tril)ntiva  y  dar  á  cada  uno  lo  que  es  suyo,  entender  y  hacer  que  las 
l)uenas  leyes  se  guarden.  Fin  por  cierto  treneroso  y  alto  y  diurno  de 
urande  alabanza;  pero  no  de  tanta  como  merece  aquel  a  que  las  armas 
atienden,  las  cuales  tienen  j)or  objeto  y  ñn  la  paz,  que  es  el  mayor  bien 
(jue  los  hombres  pueden  desear  en  esta  vida;  y  así,  las  jnñmeras  buenas 
nuevas  que  tuvo  el  mundo  y  tuvieron  los  hombres,  fueron  las  que  die 
ron  los  anudes  la  noche  que  fué  nuestro  día,  cuando  cantaron  en  los 
aires:  (¡loria  ú  Dios  <-ii  hts  alturas  t/  paz  en  la  tierra  á  los  hofnfnr.s  de 
linrna  roJuntad.  Y  la  salutación  que  el  mejor  Maestro  de  la  tierra  y  del 
cielo  enseñó  á  sus  allegados  y  favorecidos,  fué  decirles  que  cuando  en- 
trasen en  alü;una  casa  dijesen:  Paz  sea  en  esta  casa:  y  otras  nmchas  veces 
les  dijo:  Mi  paz  ov  doif.  mi  paz  os  dejo,  ¡taz  sra  ron  rosotros:  bien  como 
joya  y  jirenda  dada  y  dejada  de  tal  mano:  joya  ([ue,  sin  ella,  en  la  tie- 
rra ni  en  el  cielo  j>uede  haber  bien  alguno.  Esta  paz  es  el  verdadero  fin 
(le  la  guerra;  que  lo  mesmo  es  decir  armas  que  guerra.  Prosupuesta, 
[)ues,  esta  verciad,  que  el  ñn  de  la  guerra  es  la  i)az,  y  que  en  esto  hace 
ventaja  al  ñn  de  las  letras,  vengamos  ahora  á  los  trabajos  del  cuerpo 
del  letrado  y  á  los  del  ])rofesor  de  las  armas,  y  véase  cuáles  son 
mayores.: 

De  tal  manera  y  })or  tan  l)uen(js  términos  iba  prosiguiendo  en  su 
l)lática  Don  Quijote,  que  obligó  á  que  por  entonces  ninguno  de  los 
que  escuchándole  estaban  le  tuviese  por  loco;  antes,  como  todos  o 
los  más  eran  caballeros,  á  quienes  son  anejas  las  armas,  le  escuchaban 
de  muy  buena  gana;  y. él  prosiguió  diciendo:  «Digo,  pues,  que  los 
trabajos  del  estudiante  son  éstos:  principalmente  pobreza,  no  porque 
todos  sean  pobres,  sino  por  poner  este  caso  en  todo  el  extremo  que 
pueda  ser;  y  en  haber  dicho  que  jiadece  pobreza  me  i)arece  <[ue  no 
liabía  que  decir  más  de  su  mala  ventura,  porque  quien  es  pobre  no 
tiene  cosa  buena.  Esta  pobreza  la  padece  por  sus  partes,  ya  en  hambre. 
\a  en  frío,  ya  en  desnudez,  ya  en  todo  junto;  pero,  con  todo  eso,  no  es 
tanta,  que  no  coma,  aunque  sea  un  poco  más  tarde  de  lo  (|ue  se  usa. 
aunque  sea  de  las  sobras  de  los  ricos,  que  es  la  mayor  miseria  del 
L'studiante  esto  (jue  entre  ellos  llaman  andar  á  ¡a  sopa:  y  no  les  falta 
algún  ajeno  brasero  ó  chimenea,  (jue,  si  no  caliente,  á  lo  menos  entibie 
<u  frío,  y  en  ñn.  la  noche  duermen  muy  bien  debajo  de  cubierta.  No 
[uiero  llegar  á  otras  menudencias,  conviene  á  saber,  de  la  falta  de 
lamisas  y  no  sobra  de  za]>atos.  la  i'aridad  y  }>oco  pelo  del  vestido. 
hí  aquel  ahitarse  con  tanto  gusto  cuando  la  l)uena  suerte  les  depara 
algim  l)anquete.  Por  este  camino  (pie  lie  pintado.  as})ero  y  diñcultoso, 
tropezando  a(juí.  cayendo  allí,  levantándose  acullá,  tornando  á  caer 
acá,  llegando  al  grado  que  desean,  el  cual  alcanzado,  a  nmchos  hemos 
visto  (pie.  lialiiendo  ])asado  ]»or  estas  siiles  y  i)or  estas  Scilas  y  Carib- 
dis.  como  llevados  en  vuelo  de  la  favorable  fortuna,  digo  que  los  hemos 
visto  mandar  y  gobernar  el  mundo  desde  una  silla,  trocada  su  hambre 
en  ]);irtm';i.  sn  frío  cii  retVÍLi'crio.  '^n  desnudez  en  ualas.  v  su  dormir  en 


302 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


una  estera  en  reposar  en  holandas  y  damascos,  premio  justamente  me 
rtcido  de  su  virtud;  pero,  contrapuestos  y  comparados  -sus  trabajos 
con  los  del  milite  tíuerrero,  se  quedan  muy  atrás  en  todo,  como  ahora 
diré.» 


mi'^f^MuMk 


CAPITULO  XXXMír 
Que  trata  del  curioso  discurso  que  hizo  Don  Quijote  de  ias  armas  y  tas  letras. 


fK()si<;uiEis-DO  Don  (¿uijote.  dijo:  ^  Pues   comenzamos  en  el  estu- 
diante por  la  pobreza  y  sus  partes,  veamos  si  es  más  rico  el  sol- 
da  io.  y  veremos  que  no  hay  ninguno  más  pobre  en  la  misma 
\^      pobreza,  porque  está  atenido  á  la  miseria  de  su  paga,  que  viene 
ó  tarde  ó  nunca,  ó  á  lo  que  garl>eare  por  sus  manos,  con  notable  peli- 
jjro  de  su  vida  y  de  su  conciencia;  y  á  veces  suele  ser  su  desnudez  tan- 
ca, que  un  coleto  acuchillado  le  sirve  de  gala  y  de  camisa,  y  en  la  mi- 
ad del  invierno  se  suele  reparar  de  las  inclemencias  del  cielo  estando, 
•n  la  campaña  rasa,  con  sólo  el  aliento  de  su  boca,  que,  como  sale  de 
I ugar  vacío,  tengo  por  averiguado  que  debe  de  salir  frío,  contra  toda 
laturaleza.  Pues  es])erad  (jue  espere  que  llegue  la   noche   para  restañ- 
arse de  todas  estas  incomodidades  en  la  cama  que  le  aguarda,  la  cual 
Á  no  es  por  su  culpa,  jamás  pecará  de  estrecha  ni  corta;  que  bien  pue- 
de medir  en  la  tierra  los  pies  que  quisiere,  y  revolverse  en  ella  á  su  sa- 
'>or,  sin  temor  que    se  le  encojan  las  sábanas.  Llegúese,  pues,  á  todo 
'sto  ol  día  y  la  hora  de  recebir  el  grado  de  su  ejercicio;  llegúese  un  día 
le  ])atalla,  que  allí  le  pondrán  la  borla   en  la  cabeza,  hecha  de  hilas 
)ara  curarle  algún  l)alazo,  que  quizá  le  habrá  pasado  las  sienes,  ó  le 
lejara  estropeado  de  brazo  ó  pierna;  y  cuando  esto  no  suceda,  sino  que 
'1  Cielo  })iadoso  le  guarde  y  conserve  sano  y  bueno,  podrá  ser  que  se 
|uede  en  la  mesma  i)obreza  que  antes  estaba,  y  cjue   sea  menester  que 
B.  P— XX  21 


;iü4  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

suceda  uno  y  otro  encuentro,  una  y.  otra  batalla,  y  que  de  todas  sa.l«;a 
vencedor,  para  medrar  en  algo;  pero  estos  milagros  vense  raras  veces. 
Porque  decidme,  señores,  si  habéis  mirado  en  ello:  ¿cuan  menos  son 
los  premiados  por  la  guerra  (jue  los  que  han  perecido  en  ella?  Sin  duda 
habéis  de  responder  que  no  tienen  comparación,  ni  se  pueden  reducir  á 
cuenta  los  muertos,  y  que  se  podrán  contar  los  premiados  vivos  con 
tres  letras  de  guarismo.  Todo  esto  es  al  revés  en  los  letrados;  porque  de 
faldas,  "que  no  quiero  decir  de  mangas,  todos  tienen  en  qué  entretener- 
se; así  que,  aunque  es  mayor  el  trabajo  del  soldado,  es  mucho  menor  el 
premio. 

»Pero  á  esto  se  puede  responder  que  es  más  fácil  premiar  á  doscien- 
tos letrados  que  á  treinta  soldados;  porque  aquéllos  se  premian  con  dar 
les  oficios,  que  por  fuerza  se  han  dé  dar  á  los  de  su  profesión,  y  á  ésto  s 
no  se  puede  premiar  sino  con  la  mesma  hacienda  del  señor  á  quien  sii-- 
ven;  y  esta  imposibilidad  fortifica  más  la  razón  que  tengo.  Pero  deje 
mos  esto  aparte,  que  es  laberinto  de  muy  dificultosa  salida,  y  no  volva- 
mos á  la  preeminencia  de  las  armas  contra  las  letras:  materia  que  has- 
ta ahora  está  por  averiguar,  según  son  las  razones  que  cada  una  de  su 
parte  alega;  y  entre  las  que  he  dicho,  dicen  las  letras  que  sin  ellas  n<> 
se  podrían  sustentar  las  armas,  porque  la  guerra  también  tiene  sus  le- 
yes y  está  sujeta  á  ellas,  y  que  las  leyes  caen  debajo  de  lo  que  son  le 
tras  y  letrados. 

»A  esto  responden  las  armas  que  las  leyes  no  se  podrían  sustenta i 
sin  ellas,  porque  con  las  armas  se  defienden '  las  repúblicas,  se  conser 
van  los  reinos,  se  guardan  las  ciudades,  se  aseguran  los  caminos,  s( 
despojan  los  mares  de  cosarios;  y  finalmente,  si  por  ellas  no  fuese,  la^ 
repúblicas,  los  reinos,  las  monarquías,  las  ciudades,  los  caminos  de  mai 
y  tierra  estarían  sujetos  al  rigor  y  á  la  confusión  que  trae  consigo  la 
guerra  el  tiempo  que  dura  y  tiene  licencia  de  usar  de  sus  privilegios  \ 
cíe  sus  fuerzas;  y  es  razón  averiguada  que  aquello  que  más  cuesta  se  os 
tima  y  debe  de  estimar  en  más.  Alcanzar  alguno  á  ser  eminente  en  le 
tras  le  cuesta  tiempo,  vigilias,  hambre,  desnudez,  vaguidos  de  cabeza 
ir  digestiones  de  estómago,  y  otras  cosas  á  éstas  adherentes,  que  en  par 
te  ya  las  tengo  referidas;  mas  llegar  uno  por  sus  términos  á  ser  bucí 
soldado  le  cuesta  todo  lo  que  al  estudiante,  en  tanto  mayor  grado,  (|U( 
no  tiene  comparación,  porc{ue  á  cada  paso  está  á  pique  de  perdei-  1; 
vida.  ¿Y  qué  temor  de  necesidad  y  pobreza  puede  amargar  ni  fatiga  i 
al  estudiante,  que  llegue  al  que  tiene  un  soldado,  que  hallándose  cerca 
do  en  alguna  fuerza,  y  estando  de  posta  ó  guarda  en  algún  rebellín  ( 
caballero,  siente  que  los  enemigos  están  minando  hacia  la  parte  donde 
él  está,  y  no  puede  apartarse  de  allí  por  ningún  caso,  ni  huir  el  peligrí 
([ue  de  tan  cerca  le  amenaza?  Sólo  lo  que  puede  hacer  es  dar  noticia  ; 
su  capitán  de  lo  que  pasa,  para  que  lo  remedie  c<m  alguna  contramina 
y  él  estése  quedo,  temiendo  y  esperando  cuándo  improvisamente  ha  dt 
subir  á  las  nubes  sin  alas,  ó  bajar  al  profundo  sin  su  voluntad.  Y  s 
este  parece  no  pequeño  pefigro,  veamos  si  le  iguala  ó  hace  ventaja  e 
de  embestirse  dos  galeras  por  las  proas  en  mitad  del  mar  espacioso,  la- 


PARTE    PRI3IEKA. — -CAPITULO    XXXVIll  305 

•  líales  enclavijadas  y  trabadas,  no  le  queda  al  soldado  más  espacio  -del 
i|iie  conceden  dos  pies  de  tabla  del  espolón;  y  con  todo  esto,  viendo  quií 
tiene  delante  de  sí  tantos  ministros  de  la  nmerte  que  le  amenazan,  cuan- 
tos cañones  de  artillería  se  asestan  de  la  parte  contraria,,  que  no  distan 
(le  su  cuerpo  una  lanza,  y  \aendo  «pie  al  primer  descuido  de  los  pies  ini 
a  visitar  los  profundos  senos  de  Ne]>tuno,  con  todo  efíto,  con  intrépido 
corazón,  llevado  de  la  honra  que  le  incití^i,  se  pone  á  ser  blanco  de  tanta 
arcalnicería,  y  procura  pasar  por  tan  estrecho  paso  al  bajel  contrario.  Y 
lo  que  más  es  de  admirar,  que  apenas  uno  ha  caído  donde  no  se  podrá 
levantar  hasta  la  tin  del  nmndo,  cuando  otro  ocupa  su  mesmo  lu<»ar;  y 
si  éste  tíimbién  cae  en  el  mar,  que  como  á  enemigo  le  aguarda,  otro  y 
otro  le  sucede,  sin  dar  tiempo  al  tiempo  de  sus  muertes:  valentía  y 
atrevimiento  el  mayor  que  se  puede  hallar  en  todos  los  trances  de  la 
guerra. 

»¡Bien  hayan  aquellos  benditos  siglos  que  carecieron  de  la  espanta- 
l)le  furia  de  aquestos  endemoniados  instrumeníos  de  la  artillería,  á  cuyo 
inventor,  tengo  para  mí  que  en  el  Iníierno  .=:c  le  está  dando  el  premio  de 
su  diabólica  invención,  con  la  cual  dio  causa  á  que  un  infame  y  cobar- 
de brazo  quite  la  vida  á  un  valeroso  caballero;  que,  sin  saber  cómo  ó 
ix>r  donde,  en  la  mitad  del  coraje  y  brío  que  enciende  y  anima  á  los  va- 
lientes pechos,  llega  una  desmandada  bala,  disparada  de  quien  quizá 
huyó  ó  se  espantó  del  resplandor  que  hizo  el  fuego  al  disparar  de  la 
maldita  máquina,  y  corta  y  acaba  en  un  instante  los  pensamientos  y 
vida  de  quien  la  merecía  gozar  luengos  siglos!  Y  así,  considerando  esto, 
estoy  por  decir  que  en  el  alma  me  pesa  de  haber  tomado  este  ejercicio 
de  caballero  andante  en  edad  tan  detestable  como  es  esta  en  qué  ahora 
vivimos;  porque,  aunque  á  mí  ningún  peligro  me  pone  miedo,  todavía 
me  pone  recelo  pensar  si  la  pólvora  y  el  estaño  me  han  de  quitar  la  oca- 
sión de  hacerme  famoso  y  conocido,  por  el  valor  de  mi  brazo  y  filos  de 
mi  espada ,  por  todo  lo  descubierto  de  la  Tierra.  Pero  haga  el  Cielo  lo  que 
fuere  servido;  que  tanto  seré  más  estimado,  si  salgo  con  io  que  preten- 
do, cuanto  á  mayores  peligros  me  he  puesto  que  se  pusieron  los  caba- 
lleros andantes  de  los  pasados  siglos.» 

Todo  este  largo  discurso  dijo  Don  Quijote  en  tanto  que  los  demás  . 
cenaban,  olvidándose  de  llevar  bocado  á  la  boca;  puesto  que  algunas 
veces  le  había  dicho  Sancho  Panza  que  cenase;  que  después  habría  lu- 
gar para  decir  todo  lo  que  quisiese.  En  los  que  escuchado  le  habían  so- 
brevino nueva  lástima  de  ver  que  hombre  que,  al  parecer,  tenía  buen 
entendimiento  y  buen  di-scurso  en  todas  las  cosas  que  trataba,  le  hubie- 
se perdido  tan  rematadamente  en  tratándole  de  su  negra  y  pizmienta 
caballería.  El  Cura  le  dijo  que  tenía  nuicha  razón  en  todo  cuanto  había 
«lidio  en  favor  de  las  armas,  y  que  él,  aunque  letrado  y  graduado,  es- 
taba de  su  mismo  parecer.  Acabaron  de  cenar,  levantaron  los  manteles; 
y  en  tanto  que  la  ventera,  su  hija  y  Maritornes  aderezaban  el  camaran- 
chón de  Don  Quijote  de  la  Mancha,  donde  habían  determinado  que 
aquella  noche  las  nmjeres  solas  en  él  se  recogiesen,  don  Femando  rogó 
!il  Cautivo  les  contase  el  discurso  de  su  vida,  porque  no  podría  ,ser  sino 


aiX) 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


qiie, fuese  peregniio  y  oustoso,  según  las  muestras  que  había  comenza- 
do Á  dar,  viniendo  en  compañía  de  Zoraida;  á  lo  cual  respondió  el 
Cautivo  (lue  de,  muy  buena  gana  haría  lo  que  se  le  mandaba,  y  que 
sólo  temía  (iue  el  cuento  no  "había  de  ser  tal,  que  les  diese  el  gusto  que 
él  deseaba;  pera  que,  con  todo  eso,  por  no  faltar  en  obedeeelle,  le  con- 
taría. El  Cura  y  todos  los  demás  se  lo  agradecieron,  y  de  nuevo  se  lo  ro- 
garon; V  él,  viéndose  rogar  de  tantos,  dijo  que  no  eran  menester  ruegos 
¿donde"  el  mandar  tenía  tanta  fuerza.  «Y  así,  estén  vuestras  mercedes 
atentos,  y  oirán  un  discurso  verdadero,  á  quien  podría  ser  que  no  lle- 
gasen los  mentirosos  que  con-  curioso  y  pensado  artiñcio  suelen  compo- 
nerse-). Con  esto  que  dijo,  hizo  ([ue  todos  se  acomodasen  y  le  prestasen 
un  grande  silencio;  y  él,  viendo  que  ya  callaban  y  esperaban  lo  que  de- 
cir quisiese,  con  voz  agradal>le  y  reposada  comenzó  á  decir  desta  ma- 
yera: 


("Al'lTl'í.o  XXXIX 
Donde  ei  Cautivo  cuenta  su  vida  y  sucesos. 


f!  N  un  luiíar  de  las  montañas  de  León  tuvo  principio  mi  linajCj 
con  quien  fué  más  agradecida  y  liberal  la  natunileza  que  la 
fortuna;  auncjue  en  la  estrecheza  de  aquellos  pueblos  todavía 
alcanzaba  mi  padre  fama  de  rico;  y  verdaderamente  lo  fuera, 
si  así  se  diera  maña  á  conservar  su  hacienda,  como  se  la  dal)a  en  gas- 
talla.  Y  la  condición  que  tenía  de  ser  liberal  y  gastador  le  procedía  de 
hal)er  sido  soldado  los  años  de  su  juventud;  que  es  escuela  la  solda- 
desca donde  el  mezquino  se  hace  franco,  y  el  franco  pródigo;  y  si  al- 
gunos soldados  se  hallan  miserables,  son  como  monstruos,  que  se  vei> ' 
raras  veces.  Pasaba  mi  padre  los  términos  de  la  lil)eralidad,  y  rayaba' 
en  los  de  ser  pródigo,  cosa  que  no  le  es  de  ningún  ]>rovecho  al  hombre 
casado  y  que  tiene  hijos  que  le  han  de  suceder  eu  el  nombre  y  en  el 
ser.  Los  que  mi  padre  tenía  eran  tres,  todos  varones  y  todos  de  edad  de; 
])oder  elegir  estado.  Viendo,  pues,  mi  })adre  ([ue,  según  éí  decía,  no  po-- 
día  irse  á  la  mano  contra  su  condición,  quiso  privarse  del  instrumenta' 
y  causa  que  le  hacia  gastador  y  dadivoso,  que  fué  privarse  de  la  ha-: 
cienda,  sin  la  cual  el  mismo  Alejandro  pareciera  estrecho;  y  así.  Ha- 
mandónos  un  día  á  todos  tres  á  solas,  en  un  aposento,  nó?í  dijo  unas  ra-' 
zones  semejantes  á  las  que  ahora  diré: 

Hijos,  |>ara  deciros  cjue  os  quiero  bien,  basta  saber  y  decir  quo 
sois  mis  hijos;  y  para  entender  que  os  quiero  mal,  basta  saber  que  na 
me  voy  á  la  mano  en  lo  (|ue  toca  á  conservar  vuestra  hacienda.  Pues  • 
para  que  entendáis  desde  acpí  adelante  que  os  quiero  como  padre,  yí 
que  'no  os  quiero  destruir  como  padrastro,  quiero  hacer  una  cosa  con' 


308  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

vosotros,  que  ha  muchos  días  que  la  tengo  pensada,  y  con  madura  con- 
sideración dispuesta.  Vosotros  estáis  ya  en  edad  de  tomar  estado,  ó  alo' 
menos  de  elegir  ejercicio  tal,  que  cuando  mayores  os  honre  y  aproveche; 
y  lo  que  he  pensado  es  hacer  de  mi  hacienda  cuatro  partes:  las  tres  os 
daré  á  vosotros,  íi  cada  uno  lo  que  le  tocare,  sin  exceder  en  cosa  algu- 
na; y  con  la  otra  me  quedaré  yo  para  vivir  y  sustentarme  los  días  que 
el  Cielo  fuere  servido  de  darme  de  vida;  pero  querría  que,  después  que 
cada  uno  tuviese  en  su  poder  la  parte  que  le  toca  de  su  hacienda,  si- 
guiese uno  de  los  caminos  que  le  diré.  Hay  un  refrán  en  nuestra  Espa- 
ña, á  mi  parecer  muy  verdadero,  como  todos  lo  son,  por  ser  sentencias 
breves,  sacadas  de  la  luenga  v  discreta  experiencia;  y  el  que  yo  digo 
dice:  Iglesia,  ó  mar,  ó  casa  Real,  como  si  más  claramente  dijera:  «quien 
quisiere  valer  y  ser  rico,  ó  siga  la  Iglesia,  ó  navegue,  ejercitando  el 
arte  de  la  mercancía,  ó  entre  á  sei  vir  á  los  re^^es  en  sus  casas»,  porque 
dicen:  3Iás  vale  migaja  de  reg  que  tnerced  de  señor.  Digo  esto  porque 
(¡uerría,  y  es  mi  voluntad,  que  uno  de  vosotros  siguiese  las  letras,  el 
otio  la  mercancía,  y  el  otro  sirviese  al  rey  en  la  guerra,  pues  es  dificul- 
toso entrar  á  servir  en  su  casa;  que,  ya  que  la  guerra  no  dé  muchas  ri- 
quezas, suele  dar  mucho  valor  y  mucha  fama.  Dentro  de  ocho  días  os 
daré  toda  vuestra  parte  en  dineros,  sin  defraudaros  en  "un  ardite,  como 
lo  veréis  por  la  obra:  decidme  ahora  si  queréis  seguir  mi  parecer  y  con- 
sejo en  lo  que  os  he  })ropuesto.» 

»Y  mandándome  á  mí,  por  ser  el  mayoi-,  que  respondiese,  después 
de  haberle  diého  que  no  se  deshiciese  de  la  hacienda,  sino  que  gastase 
todo  lo  que  fuese  su  voluntad,  que  nosotros  éramos  mozos  para  saber 
ganarla,  vine  á  concluir  en  que  cumpliría  su  gusto,  y  que  el  mío  era  se- 
guir el  ejercicio  de  las  armas,  sirviendo  en  él  á  Dios  y  á  mi  re}'.  El  se- 
gundo hermaufd  hizo  los  mesmos  ofrecimientos,  y  escogió  el  irse  á  las 
Indias,  llevando  empleada  la  hacienda  que  le  cupiese.  El  menor,  y,  á  lo 
que  yo  creo,  lel  más  discreto,  dijo  que  quería  seguir  la  Iglesia,  ó  irse  a 
acabar  sus  comenzados  estudios  á  Salamanca.  Así  como  acabamos  de 
concordarnos  y  escoger  nuestros  ejercicios,  mi  padre  nc  s  abrazó  á  to- 
dos, y  con  la-  brevedad  que  dijo,  puso  por  obra  cuanto  nos  había  pro- 
metido; y  dando  á  cada  uno  su  parte,  que,  á  lo  que  se  me  acuerda,  fue- 
ron cada  tres  mil  ducados  en  dineros  (porque  un  nuestro  tío  compró 
toda  la  hacienda  y  la  pagó  de  contado,  porque  no  saliese  del  tronco  de 
la  casa),  en  un-  mesmo  día  nos  despedimos  todos  tres  de  nuestro  buen 
padre,  y  en  aquel  mesmo,  pareciéndome  á  mí  ser  inhumar  idad  que  mi 
padre  quedase  viejo  y  con  tan  poca  hacienda  hice  con  él  que  de  mis 
tres  mil  tomase  los  dos  mil  ducados;  porque  á  mí  me  bastaba  el  resto 
|)ara  acomodarme  de  lo  que  había  menester  un  sol  lado.  Mis  dos  her- 
manos movidos  de  mi  ejemplo,  cada  uno  le  dio  mil  ducados,  de  modo 
que  á  mi  padre  le  quedaron  cuatro  mil  en  dineros,  y  más  tres  mil  que. 
alo  que  parece,  valía  la  hacienda  que  le  cupo,  que  no  quiso  vender, 
sino  quedarse  don  ella  en  raíces.  Digo,  en  fin,  que  nos  despedimos  del 
y  de  aquel  nuestro  tío  que  he  dicho,  no  sin  mucho  sentimiento  y  lágri- 
mas de  todos,  encargándonos  que  les  hiciésemos  saber,  todas  las  veces 


PAKTE    PRIMERA. —  CAPÍTULO    XX XIX  309 


(|ue  hubiese  comodidad  pan»  olio,  de  nuestros  sucesos  jn-óperos  ó  ad- 
versos. Pronietímosselo  y  ahra/.aiidonos.r  echándonos  su  y)endición,  el 
uno  tomó  el  viaje  de  Salamanca,  el  otro  de  Sevilla,  y  yo  el  de  Alicante, 
adonde  tuve  nuevas  que  había  mía  nave  ^inovesa  que  cargaba  alh  lana 
]>ara  Genova. 

Este  hará  veinte  y  dos  años  (juc  salí  de  casa  de  mi  padre;  y  v\\  to 
dos  ellos,  puesto  que  he  escrito  al.uunas  cartas,  no  lie  sabido  del  ni  dc 
mis  hermanos  nueva  alguna;  y  lo  ([ue  en  este  discurso  de  tiemj>o  he 
pasado,  lo  diré  brevemente.  Kmbaríiuéme  en  Alicante,  llegué  con  i)rós- 
l»ero  viaje  á  Genova,  fui  desde  allí  a  Milán,  donde  me  acomodé  de  ar- 
mas y  de  algunas  galas  de  soldado,  de  donde  quise  ir  á  asentar  mi  ])la- 
za  al  riam(mte;  y  estando  ya  de  camino  ]>ara  Alejandría  de  la  Palh;, 
tuve  nuevas  que  el  gran  du(jue  de  Alba  pasaba  á  Flandes.  Mudé  propó- 
sito, fuínie  con  él,  servíle  en  las  jornadas  que  hizo,  hálleme  en  la  muer- 
te de  los  condes  de  Eguem'ón  y  de  Hornos,  alcancé  á  ser  alférez  de  un 
lamoso  capitán  de  ( Juadalajara,  llamado  Diego  de  Urbina,  y  á  cabo  de 
algún  tiempo  que  llegué  á  Flandes  se  tuvo  nuevas  de  la  liga  que  la 
santidad  del  pai)a  Pío  Quinto,  de  felice  recordaci(')n,  había  hecho  con 
N'enecia  y  con  Es]>aña  contra  el  enemigo  común,  que  es  el  Turco,  el 
cual  en  aquel  mesmo  tiem})o  había  ganado  con  su  armada  la  famo.sa 
isla  de  Chipre,  que  estaba  deV>ajo  del  dominio  de  los  venecianos:  pérdi- 
<la  lamentable  y  desdichada. 

Súpose  cierto  que  venía  i)or  general  de  esta  liga  el  serenísimo  don 
.luán  de  Austria,  hermano  natural  de  nuestro  buen  rey  don  Felii)e; 
divulgóse  el  grandísimo  ajiarato  de  guerra  que  se  hacía,  todo  lo  cual 
me  incitó  y  conmovió  el  ánimo  y  el  deseo  de  verme  en  la  jornada  que 
se  esperaba;  y  aunque  tenía  barruntos  y  casi  premisas  ciertas  de 
que  en  la  })rimera  ocasión  que  se  ofreciese  sería  promovido  á  capitán, 
lo  quise  dejar  todo,  y  venirme,  como  me  vine,  á  Italia;  y  quiso  mi 
buena  suerte  que  el  señor  don  Juan  de  Austria  acababa  de  llegar  á 
(reno va;  que  pasaba  á  Ñapóles  á  juntarse  con  la  armada  de  Venecia, 
como  después  lo  hizo  en  Mesina.  Digo,  en  fin,  que  yo  me  hallé  en 
aquella  felicísima  jornada,  ya  hecho  capitán  de  infantería,  á  cuyo 
honroso  cargo  me  subió  mi  bueija  suerte  más  que  mis  merecimientos; 
y  aquel  día,  que  fué  para  la  cristiandad  tan  dichoso,  porque  en  él  se 
desengañó  el  mundo  y  todas  las  naciones  del  error  en  que  estaban 
creyendo  que  los  turcos  eran  invencibles  por  la  mar;  en  aquel  día, 
digo,  donde  quedó  el  orgullo  y  soberbia  otomana  quebrantada,  entre 
tantos  venturosos  como  allí  hubo  (porque  más  ventura  tuvieron  los 
cristianos  que  allí  murieron  que  los  que  vivos  y  vencedores  quedaron), 
yo  solo  fui  el  desdichado;  pues  en  cambio  de  que  pudiera  esperar,  si 
fuera  en  los  romanos  siglos,  alguna  naval  corona,  me  vi  aquella  noche 
(jue  siguió  á  tan  famoso  día,  con  cadenas  á  los  pies  y  esposas  á  las 
manos;  y  fué  desta  suerte:  que  habiendo  el  Uchalí,  rey  de  Argel,  atre- 
vido y  venturoso  cosario,  embestido  y  rendido  la  capitana  de  Malta 
((jue  sólo  tres  caballeros  quedaron  vivos  en  ella,  y  éstos  mal  heridos), 
acudió  la  capitana  de  Juan  Andrea  á  socorrella,  en  la   cual  yo  iba  con 


310  DON   QUIJOTE   DE   LA   3IANCHA 

mi  coDipañía;  y  haciendo  lo  que  debía  en  ocasión  semejante,  salté  en  ]a 
«íalera  contraria;  la  cual,  desviándose  de  la  que  la  había  embestido,  es- 
torbó que  mis  soldados  me  sigliieseu;  y  así,  me  hallé  solo  entre  mis  ene- 
migos, á  quien  no  pude  resistir,  por  ser  tantos:  en  tín,  me  rindieron, 
lleno  de  heridas.  Y  como  ya  habréis,  señores,  oído  decir  que  el  Uchali 
se  salvó  con  toda  su  escuadra,  vine  yo  á  quedar  cautivo  en  su  poder,  y 
solo  fui  el  triste  entre  tantos  alegres,  y  el  cautivo  entre  tantos  libres; 
})orqúe  fueron  quince  mil  cristianos  los  que  aquel  día  alcanzaron  hi 
deseada  libertad,  que  todos  venían  al  remo  en  la  turquesca  armada. 

» Lleváronme  á  Constantinopla,  donde  el  Gran  Turco  Selín  ln/.<» 
general  de  la  mar  á  mi  amo,  porque  había  hecho  su  deber  en  la  batalhi. 
habiendo  llevado  por  muestra  de  su  valor  el  estandarte  de  la  religión 
de  Malta.  Hallóme  el  segundo  año,  que  fué  el  de  setenta  y  dos,  en 
Navarino,  bogando  en  la  capitana  de  los  tres  fanales.  Vi  y  noté  la 
ocasión  que  allí  se  perdió  de  no  coger  en  el  puerto  toda  la  armada  tur- 
((uesca;  porque  todos  los  levantes  y  jenízaros  que  en  ella  venían  tuvie- 
ron por  cierto  que  les  habían  de  embestir  dentro  del  mesmo  puerto, 
y  tenían  á  punto  su  ropa  y  pasamaques  (({ue  son  sus  zapatos),  para 
huirse  luego  por  tierra,  sin  esperar  ser  combatidos:  ¡tanto  era  el  miedo 
que  habían  cobrado  á  nuestra  armada!  Pero  el  Cielo  lo  ordenó  de  otra 
manera,  no  por  culpa  ni  descuido  del  general  <|ue  á  los  nuestros  regía, 
sino  por  los  pecados  de  la  cristiandad,  y  ponqué  quiere  y  permite 
Dios  que  tengamos  siempre  verdugos  que  nos  castiguen.  En  efeto,  el 
LTchalí  se  recogió  á  Modón,  que  es  una  isla  que  está  junto  á  Navarino; 
y  echando  la  gente  en  tierra,  fortificó  la  boca  del  })uerto,  y  estúvose 
(juedo  hasta  que  el  señor  don  Juan  se  volvió.  En  este  viaje  se  tomó  la 
galera  que  se  hamaba  La  Fresa,  de  quien  era  capitán  un  hijo  de  aquel 
famoso  cosario  Barba  Roja.  Tomóla  la  capitana  de  Ñapóles,  llamada 
La  Loba,  regida  por  aquel  rayo  de  la  guerra,  por  el  padre  de  los  solda- 
dos, por  aquel  venturoso  y  jamás  vencido  capitán,  don  Alvaro  de  Btzán. 
Marques  de  Santa  Cruz;  y  no  quiero  dejar  de  decir  lo  que  sucedió  en  la 
presa  de  Ijü  Pi-esa. 

>Era  tan  cruel  el  hijo  de  Barba  Roja,  y  trataba  tan  mal  á  sus  cau- 
tivos, que  así  como  los  que  venían  al  remo  vieron  que  la  galera  Loba  les 
iba  entrando  y  que  los  alcanzaba,  soltaron  todos  á  un  tiempo  los  remos, 
y  asieron  de  su  capitán,  (|ue  estaba  sobre  el  estanterol  gritando  que  bo- 
gasen apriesa;  y  pesándole  de  banco  en  banco,  de  ]:iopa  á  proa,  le  dieron 
tantos  bocados,  que  á  poco  más  que  pasó  del  árbol,  ya  había  pasado  su 
ánima  al  infierno;  ¡tal  era,  como  he  dicho,  la  crueldad  con  que  los  tra- 
taba, y  el  odio  que  ellos  le  tenían! 

» Volvimos  á  Constantinopla,  y  al  año  siguiente,  (jue  fué  el  de  seten- 
ta y  tres,  se  supo  en  ella  cómo  el  señor  don  Juan  había  ganado  á  Túnez, 
y  quitado  aquel  reino  á  los  turcos,  y  puesto  en  posesión  del  á  Muley 
Hamet,  cortando  las  esperanzas  que  de  volver  á  reinar  en  él  ten/a  Mu- 
ley  Hamida,  el  moro  más  cruel  y  más  valiente  que  tuvo  el  mundo. 
Sintió  mucho  esta  pérdida  el  Gran  Turco;  y  usando  de  la  sagacidad 
<iue  todos  los  de  su  casa  tienen,  liizo  paz  con  los  venecianos,  que  mucho 


PARTE    PRIMKKA. CAPITULO    XXXIX  811 


más  que  él  la  deseaban,  y  el  afio  siííuiente  de  setenta  y  cuatro  acometi(') 
á  la  uoleta  y  al  fuerte  que  junto  á  Túnez  había  dejado  inedio  levantado 
el  señor  don  Juan.  En  todos  estos  trances  andaba  yo  al  remo,  sin  espe- 
anza  de  libertad  alí¡:una;  á  lo  menos  no  es})eraba  tenerlíT  })or  rescate, 
porque  terna  determinado  de  no  escribir  las  nuevas  de  mi  des^^racia  ¡i 
mi  padre. 

» l'erdi(')se,  en  tin,  la  ^i'oleta;  perdióse  el  fuerte,  sobre  las  cuales  pla- 
zas liub  '  de  soldados  turcos  pajeados  setenta  y  cinco  mil.  y  de  moros  y 
alabares  de  toda  la  África  más  de  cuatrocientos  'uil,  a  •omi)añado  este 
tan  gran  número  de  gente,  con  tantas  nnniiciones  y  pertrechos  de  gue- 
rra, y  con  tantos  gasradores,  que  con  las  manos  y  á  puñados  de  tierra 
pudieran  cubrir  la  goleta  y  el  fuerte.  Perdi(')se  i)rimero  la  goleta,  tenida 
hasta  entonces  por  inexpugnable;  y  no  se  perdió  j)or  culpa  de  sus  de- 
fensores, los  cuales  hicieron  en  su  defensa  todo  aquello  que  debían  y 
podían,  sino  porque  la  experiencia  mostn')  la  facilidad  con  (pie  se  ]»o- 
dian  levantar  trijicheas  en  aciuella  desierta  arena;  j)orque  ;i  dos  jtalmos 
se  hahaba  agua,  y  los  turcos  no  la  hallaron  á  dos  varas;  y  así,  con  mu- 
chos sacos  de  arena  levantaron  las  trincheas  tan  altas,  que  sobrepuja- 
ban las  murallas  de  la  fuerza,  .y  tirándoles  á  caballero,  ninguno  podía 
l)arar  ni  asistir  á  la  defensa. 

»Fué  común  opinión  que  no  se  habían  de  encerrar  los  nuestros  en 
la  goleta,  sino  esperar  en  campaña  al  desembarcadero;  y  los  que  esto 
dicen,  hablan  de  lejos  y  con  poca  experiencia  de  casos  semejantes;  por- 
que si  en  la  goleta  y  en  el  fuerte  apenas  había  siete  mil  soldados,  ¿cómo 
l)odía  tan  poco  número,  aunque  más  esforzados  fuesen,  salir  á  la  cam- 
l)aña  y  quedar  en  las  fuerzas  contra  tanto  como  era  el  de  los  enemigos? 
',Y  cómo  es  posible  dejar  de  perderse  fuerza  (pie  no  es  socorrida,  y  más 
•uando  la  cercan  enemiojos,  muchos  y  porfiados,  y  en  su  mesma  tierraV 
Pero  á  muchos  les  pareció,  y  así  me  pareció  á  mí,  que  fué  partícula i 
gracia  y  merced  que  el  Cielo  hizo  á  España,  el  i)ermitir  (jue  se  asolase 
iquella  oficina  y  capa  de  maldades,  y  aquella  gomia  <)  esponja  y  polilla 
le  la  infinidad  de  dineros  que  allí  .■^in  provecho  se  gastaban. "sin  servir 
le  otra  cosa  que  de  conservar  la  memoria  de  haberla  ganado  la  majestad 
leí  invictísimo  Carlos  V,  como  si  fuera  menester  para  hacerla  eterna, 
•orno  lo  es  y  será,  que  aquellas  piedras  la  sustentaran'.   Perdióse  tam- 
bién el  fuerte:  pero  fuéronle  ganando  los  turcos  ])almo  á  {^almo,  por- 
[ue  los  soldados  que  lo  defendían  pelearon  tan  valerosa  y  fuertemente, 
[ue  pasaron  de  veinte  y  cinco  mil  enemigos  los  que  mataron  en  veinte 
■  dos  asaltos  generales  que  les  dieron.   Ninguno  cautivaron  sano,  de 
rescientos  que  quedaron  vivos  señal  cierta  y  clara  de  su  esfuerzo  y 
alor,  y  de  lo  bien  que  se  hal)ían  defendido  y  guardado  sus  plazas. 
ündi()se  á  partido  un  }»equeño  fuerte  ó  torre  (jue  estaba  en  mitad  del 
'.staño,  á  cargo  de  d(  ii  Juan  Zanoguera,  caballero  valenciano  y  famoso 
oldado.  Cautivaron  á  don  Pedro  Puertocarrero,  general  de  la  goleta,  el 
ual  hizo  cuanto  fué  posible  por  defender  su  fuerza,  y  sintió  'anto  el 
aberla  perdido,  que,  de  pesar,  murió  en  el  camino  de  Constantino})la. 
onde  le  llevaban  cautivo.  ( 'autivaron  ansimesmo  al  general  del  fuerte. 


312  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

que  se  llamaba  Gabrio  Cervellón,  caballero  milanés,  grande  ingeniero 
y  valentísimo  soldado.  Murieron  en  estas  dos  fuerzas  muchas  personas 
de  cuenta,  de  las  cuales  fué  una  Pagan  de  Oria,  caballero  del  hábito  de 
San  Juan,  de  condición  generoso,  como  lo  mostró  la  suma  liberalidad  que 
usó  con  su  liermano  el  famoso  Juan  Andrea  de  Oria;  y  lo  que  más  hizo 
lastimosa  su  muerte  fué  haber  muerto  á  manos   de  unos  alárabes,  de 
quien  se  fió,  viendo  ya  perdido  el  fuerte,  que  se  ofrecieron   de  llevarle 
en  hábito  de  moro  á  Tabarca,  que  es  un  portezuelo  ó  casa  que  en  aque 
lias  riberas  tienen  los  ginoveses  que  se  ejercitan  en  la  pesquería  del  c<i 
]"al;  los  cuales  alárabes  le  cortaron  la  cabeza,  y  se  la  trajeron  al  general 
de  la  armada  turquesca,  el  cual  cumplió  con  ellos  nuestro  refrán  castc 
llano:  que  aunque  la  traición  aplace,  el  traidor  w  ahorrece:  y  así,  se  dice 
que  mandó  el  general  ahorcar  á  los  que  le  trajeron  el  presente,  porque 
no  se  le  habían  traído  vivo. 

>^ Entre  los  cristianos  que  en  el  fuerte  se  perdieron,  fué  uno  llamado 
don  Pedro  de  Aguilar,  natural  de  no  sé  de  qué  lugar  rlfel  Andalucía,  el 
cual  había  sido  alférez  en  el  fuerte;  soldado  de  nnutha  cuenta  y  de  raro 
entendimiento,  especialmente  tenía  particular  gracia  en  lo  que  llaman 
poesía.  Dígolo  porque  su  suerte  le  trajo  á  mi  galera  y  á  mi  banco,  y  íi 
ser  esclavo  de  mi  mesmo  j)atrón;  y  antes  que  nos  partiésemos  de  aquel 
puerto,  hizo  este  caballero  dos  sonetos  á  manera  de  epitafios,  el  uno  a 
la  goleta  y  el  otro  al  fuerte;  y  en  verdad  que  los  tengo  de  decir,  porque 
los  sé  de  memoria,  y  creo  que  antes  causarán  gusto  que  pesadumbre. 

En  el  punto  que  el  Cautivo  nombró  á  don  Pedro  de  Aguilar,  don 
Fernando  miró  íI  sus  camaradas,  y  todos  tres  se  sonrieron;  y  cuando 
llegó  á  decir  de  los  sonetos,  dijo  el  uno:  -Antes  que  vuestra  merced 
pase  adelante,  le  suplico  me  diga  qué  se  hizo  ese  don  Pedro  de  Aguilar 
que  ha  dicho.» 

— Lo  que  sé  es,  respondió  el  Cautivo,  que,  al  cabo  de  dos  años  qut 
estuvo  en  Constan tinopla,  se  huyó,  en  traje  de  arnaute,  con  un  grieg( 
espía;  y  no  sé  si  vino  en  libertad  (puesto  que  creo  que  sí),  porque  dt 
allí  á  un  año  vi  yo  al  griego  en  Constantinopla  y  no  le  pude  preguntai 
el  suceso  de  aquel  viaje. 

— Pues  así  fué,  respondió  el  caballero;  porque  ese  don  Pedro  es  m 
hermano,  y  está  ahora  en  nuestro  lugar,  bueno  y  rico,  casado  y  con  tre;- 
hijos. 

— Gracias  sean  dadas  á  Dios,  dijo  el  Cautivo,  por  tantas  mercedeí 
como  le  hizo.  Porque  no  hay  en  la  tierra,  conforme  mi  parecer,  conten 
to  que  se  iguale  á  alcanzar  la  libertad  perdida. 

— Y  más,  replicó  el  caballero,  que  yo  sé  los  sonetos  que  mi  herman( 
hizo. 

— Dígalos,  pues,  vuesa  merced,  dijo  el  Cautivo,  que  los  sabrá  deci 
mejor  que  yo. 

— Que  me  place,  respondió  el  ca})allero;  el  de  la  goleta  decía  así : 


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CAPÍTULO  XI. 
Donde  se  prosigue  la  historia  del  Cautivo. 


SDNKTO 

Alinas  (licho.sas,  que  del  mortal  vi-lo 
Libres  y  exentas,  por  el  bien  que  obrastes. 
Desde  la  baja  tierra  os  levaiitastes 
A  lo  luás  alto  y  lo  mejor  del  cielo; 

Y  ardií  ndo  en  ira  y  en  bonroso  celo. 
De  los  cnerpos  la  fuerza  ejercitaste» . 
Y  en  propia  y  sauKre  ajena  colorastes 
Kl  mar  vecino  y  arenoso  suelo; 

Primero  que  el  valor  faltó  la  vida 
En  los  cansados  brazos,  que,  muriendo. 
Con  ser  vencidos  llevan  la  Vitoria: 

Y  esta  vuestra  mortal,  triste  caída. 
Entre  el  muro  y  el  hierro,  os  va  adquiriendo 
Fama  que  el  mundo  os  da,  y  el  cielo  «loria. 

-Desa  mesma  manera  le  sé  yo,  dijo  el  Cautivo. 

-Pues  el  del  inerte,  si  mal  no  me  acuerdo,  dijo  el  caballero,  diee  así: 

SONETO 

1)0  cutre  isti  tierra  estéril,  desdich.vla. 
De.stos  ton-eones  por  el  suelo  echados. 
Las  almas  santas  de  tres  mil  soldados 
Subieron  libre  á  mejor  morada. 

Siendo  primero  en  vano  ejercitada 
La  fuerza  de  sus  brazos  esforzados. 
Hasta  que  al  fin,  de  pocos  y  cansados. 
Dieron  la  vida  al  filo  dr  la  espada. 

Y  este  es  el  suelo  que  continuo  ha  sidti 
De  mil  memorias  lamentables  lleno 
En  los  pasados  siglos  y  presentes; 

Mas  no  más  justas  de  su  duro  seno 
Habrán  al  claro  cielo  almas  subido, 
Ni  aun  él  sostuvo  cuorpos  tan  valiente 


-)14  DON  QUIJOTE  DE  EA  MANCHA 


No  parecieron  nial  los  sonetos,  y  el  Cautivo  se  alegró  con  las  nue- 
vas que  de  su  camarada  le  dieron,  y  prosiguiendo  su  cuento,  dijo:  <  Ren- 
didos, pues,  la  goleta  y  el  fuerte,  los  turcos  dieron  orden  en  desmante- 
lar la  goleta;  porque  el  fuerte  quedó  tal,  que  no  hubo  qué  poner  por 
tierra;  y  para  hacerlo  con  más  brevedad  y  menos  trabajo,  la  minaron 
por  tres  partes;  pero  con  ninguna  se  pudo  volar  lo  ([ue  parecía  menos 
fuerte,  que  eran  las  murallas  viejas;  y  todo  acjuello  <|ue  había  quedado 
en  pie  de  la  fortiñcación  imeva  i[ue  había  hecho  el  Fratín,  con  mucha 
facilidad  vino  á  tierra.  En  resolución,  la  armada  volvió  á  Constantino- 
pla  triunfante  y  vencedora,  y  de  allí  á  pocos  meses  murió  mi  amo  el 
üchalí,  al  cual  llamaban  U chalí  Farfa./\  que  quiere  decir,  en  lengua 
turquesca,  d  rpnpgado  ti  ¡loso,  porque  lo  era;  y  es  costumbre  entre  los 
turcos  ponerse  nombres  de  alguna  falta  que  tengan,  ó  de  alguna  virtud 
que  en  ellos  haya,  y  esto  es  porque  no  hay  entre  ellos  sino  cuatro  ape- 
llidos de  linajes  que  desciendan  de  la  casa  otomana,  y  los  demás,  como 
tengo  dicho,  toman  nombre  y  apellido,  ya  de  las  tachas  del  cuerpo,  y 
ya  de  las  virtudes  del  ánimo;  \  este  tinoso  bogó  al  remo,  siendo  escla- 
vo del  (iran  Señor,  catorce  años,  y  á  más  de  los  treinta  y  cuatro  de  su 
edad  renegó,  de  despecho  de  que  un  turco,  estando  al  remo,  le  dio  un 
bofetón,  y  por  poderse  vengar  dejó  su  fe;  y  fué  tanto  su  valor,  que  sin 
subir  por  los  torpes  medios  y  caminos  que  los  más  privados  del  (irán 
Turco  suben,  viuo.á  ser  rey  de  Argel,  y  después  á  ser  general  de  la 
mar,  (|ue  es  el  tercero  cargo  que  hay  en  aquel  señorío.  Era  calabrés  de 
nación,  y  moralmente  fué  hombre  de  bien;  trataba  con  mucha  humani- 
dad á  sus  cautivos,  que  llegó  á  tener  tres  mil,  los  cuales  después  de  su 
muerte  se  repartieron,  como  él  lo  dejó  en  su  testamento,  entre  el  Crran 
Señor  ((jue  también  es  hijo  heredero  de  cuantos  mueren,  y  entra  á  la 
parte  con  los  demás  hijos  que  deja  el  difunto)  y  entre  sus  renegados;  y 
yo  cupe  á  un  renegado  veneciano,  (jue,  siendo  grumete  de  una  nave,  k 
cautivó  el  Uchalí,  y  le  quiso  tanto,  que  fué  uno  de  los  más  regalado^ 
garzones  suyos,  y  él  vino  á  ser  el  más  cruel  renegado  que  jamás  se  hv 
visto. 

•  Llamábase  Azán  Bajá,  y  lleg(')  á  ser  muy  rico  y  á  ser  rey  de  Argel 
con  el  cual  yo  vine  de  Constantinopla,  algo  contento  por  estar  tan  cerc: 
de  España;  no  porque  pensase  escribir  á  nadie  el  desdichado  sucesi 
mío,  sino  por  ver  si  me  era  más  favorable  la  suerte  en  Argel  que  (m 
Constantinopla,  donde  ya  había  probado  mil  maneras  de  huirme.  ; 
ninguna  tuvo  sazón  iñ  ventura;  y  pensaba  en  Argel  buscar  otros  me 
dios  de  alcanzar  lo  ([ue  tanto  deseaba;  porque  jamás  me  desampan')  1; 
esperanza  de  tener  libertad;  y  cuando,  en  lo  que  fabricaba,  pensaba  ; 
ponía  por  obra,  no  correspondía  el  suceso  á  la  intención;  luego,  sii 
abandonarme,  tingía  y  buscaba  otra  esperanza  que  me  sustentase,  am 
([ue  fuese  débil  y  ñaca.  Con  esto  entretenía  la  vida,  encerrado  en  un 
prisión  ó  casa  (jue  los  turcos  llaman  }>año.  donde  encierran  los  cautive 
cristianos,  así  los  que  son  del  Rey  como  de  algunos  particulares,  y  lo 
que  llaman  del  almacén,  que  es  como  decir  cautivos  del  concejo,  qn 
sirven  á  la  ciudad  en  las  obras  públicas  qu*?  hace  y  en  otros  oficios; 


PARTE    PRIMERA.— CAPÍTULO    XL  315 

estos  tales  cautivos  tienen  muy  dificultosa  su  libertad,  que,  como  son 
del  común,  y  no  tienen  amo  particular,  no  hay  C(m  quien  tratar  su  res- 
cate, auníjue  le  teñirán.  A  estos  baños,  como  tenjío  diclio,  suelen  llevar 
á  sus  cauíivos  aliíunos  particulares  del  pueblo,  principalmente  cuando 
son  de  rescate.  por(}ne  allí  los  tienen  holgados  y  seguros  hasta  que  ven 
jLía  su  rescate.  También  los  cautivos  del  Rey,  <|ue  son  de  rescate,  no  sa- 
len al  trabajo  con  la  demás  chusma,  si  no  es  cuando  se  tarda  su  res- 
cate; (|ue  entonces,  por  hacerles  <|ue  escriban  por  él  con  más  ahinco, 
les  hacen  trabajar  y  ir  ])or  lefia  con  los  demás,  que  es  un  no  pequeño 
trabajo. 

Y(»,  pues,  era  uno  de  los  de  re.scate;  que,  como  se  supo  (pie  era  ca- 
pitán, })uesto  que  dije  mi  poca  j)osibilidad  y  falta  de  hacienda,  no  apro- 
vechó nada  i>ara  que  no  me  pusiesen  en  el  número  de  los  caballeros  y 
gente  de  rescate.  Pusiéronme  una  cadena,  más  por  señal  de  rescate  que 
por  jLíuardarme  con  ella;  y  así.  pasaba  la  vida  en  aquel  baño  con  otros 
nmchos  caballeros  y  ícente  })rinci¡)al,  señalados  y  tenidos  por  de  resca- 
te; y  aunque  la  hambre  y  desnudez  ])udiera  fatigarnos  á  veces,  y  aun 
casi  siempre,  ninguna  cosa  nos  fati.uaba  tanto  como  oir  y  ver  á  cada 
ipaso  las  jamás  vistas  ni  oídas  crueldades  que  mi  amo  usaba  con  los 
cristianos.  Cada  día  ahorcaba  el  suyo,  enq)alaba  á  éste,  desorejaba  á 
aquél;  y  esto  por  tan  poca  ocasión  y  tan  sin  ella,  que  los  turcos  cono- 
cían que  lo  liacía  no  más  de  i)or  hacerlo,  y  i)or  ser  natural  condición 
-uya  ser  homicida  de  todo  el  faenero  humano.  Sólo  libró  bien  con  él  un 
moldado  español,  llamado  tal  de  Saavedra  (1),  al  cual,  con  haber  hecho 
•osas  que  quedarán  en  la  memoria  de  aquellas  i^entes  por  muchos 
iños,  y  todas  per  alcanzar  libertad,  jamás  le  di(')  palo,  ni  se  lo  mandó 
lar,  ni  le  dijo  mala  i)alabra;  y  por  la  menor  cosa  de  nmclias  que  hizo, 
emíamos  todos  que  había  de  ser  enq)alado,  y  así  lo  temió  él  más  de 
uia  vez;  y  si  no  fuera  porque  el  tiempo  no  da  lugar,  yo  dijera  ahora 
ligo  de  lo  que  este  soldado  hizo,  que  fuera  parte  ])ara  entreteneros  v 
dmiraros  harto  mejor  que  con  el  cuento  de  mi  historia. 

Digo,  pues,  riue  encima  del  patio  de  nuestra  prisión  caían  las  ven- 
anas  de  la  casa  de  un  moro  rico  y  [)rincipal;  las  cuales,  como  de  ordi- 
lario  son  las  de  los  moros,  más  eran  agujeros  que  ventanas,  y  aun  és- 
as se  cubrían  con  celosías  muy  espesas  y  apretadas.  Acaeció,  i)ues,  que 
u  día,  estar  do  en  un  terrado  de  nuestra  prisión  con  otros  tres  compa- 
eros.  haciendo  pruebas  de  saltar  con  las  cadenas  por  entretener  el  tiem- 
'O,  estando  solos  (porque  todos  los  demás  cristianos  habían  salido  á  tra- 
ajar),  alcé  acaso  los  ojos,  y  vi  que  jmr  aquellas  cerradas  ventanillas, 
ue  he  dicho,  parecía  una  caña,  y  al  remate  della  puesto  un  lienzo  ata- 
o.  y  la  caña  se  estaba  blandeando  y  movi(Midose.  casi  cómo  si  hiciera 
.^ñas  que  llegásemos  á  tomarla.  Miramos  en  ello,  y  uno  de  los  (jue  con- 
ligo  estaban  fué  á  ponerse  debajo  de  la  caña,  por  ver  si  la  soltal)an  ó 
>  (jue  hacían;  })ero  así  cí^mo  llegó,  alzaron  la  caña  y  la  movieron  á  los 
os  lados  como  si  dijeran  vo  con  la  cabeza,  ^'olvióse  el  cristiano  v  tor- 


1 '    Kl  mismo  ('eií\  antks. 


.'>1()  ÜON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

liáronla  á  bajar  y  hacer  los  mesmos  movimientos  que  primero.  Fué 
otro  de  mis  compañeros,  y  sucedióle  lo  mesmo  que  al  primero.  Final- 
mente, fué  el  tercero,  y  avínole  lo  que  al  primero  y  al  segundo.  Viendo 
yo  esto,  no  quise  dejar  de  probar  la  suerte;  y  así  como  llegué  á  poner- 
me debajo  de  la  caña,  la  dejaron  caer,  y  dio  á  mis  pies  dentro  del  baño. 
Acudí  luego  á  desatar  el  lienzo,  en  el  cual  vi  un  nudo,  y  dentro  del  ve- 
nían diez  cianiis,  que  son  unas  monedas  de  oro  bajo  que  usan  los  mo- 
ros, que  cada  una  vale  diez  reales  de  los  nuestros. 

>Si  me  holgué  con  el  hallazgo,  no  hay  ])ara  qué  decirlo;  pues  fué 
tanto  el  contento  como  la  admiración  de  ])ensar  de  dónde  podía  venir- 
nos aquel  bien,  especialmente  á  mí;  pues  las  muestras  de  no  haber  que- 
rido soltar  la  caña  sino  á  mí,  claro  decían  que  á  mí  se  hacía  lá  merced. 
Tomé  y  besé  el  dinero,  quebré  la  caña,  volvíme  al  terradillo,  miré  lu 
ventana,  y  vi  c[ue  por  ella  salía  una  muy  blanca  mano,  que  la  abrían  y 
cerraban  muy  apriesa.  Con  esto  entendimos  (')  imaginamos  que  alguna 
mujer,  que  en  aquella  casa  vivía,  nos  debía  de  haber  hecho  aquel  be- 
neficio; y  en  señal  de  que  lo  agradecíamos,  hicimos  zalemas  á  uso  de 
moros,  inclinando  la  cabeza,  doblando  el  cuerpo  y  poniendo  los  brazos 
sobre  el  pecho.  De  allí  á  poco  sacaron  por  la  mesma  ventana  una  pe- 
queña cruz  hecha  de  cañas,  y  luego  la  volvieron  á  entrar.  Esta  señal 
nos  confirmó  en  que  alguna  cristiana  debía  de  estar  cautiva  en  aquella 
casa,  y  era  la  que  el  bien  nos  hacía;  pero  la  blancura  de  la  mano,  y  las 
ajorcas  que  en  ella  vimos,  nos  deshizo  este  pensamiento,  puesto  que 
imaginamos  que  debía  de  ser  cristiana  renegada,  á  quien  de  ordinario 
suelen  tomar  ])or  legítimas  mujeres  sus  mesmos  amos,  y  aun  lo  tienen 
á  ventura,  porque  las  estiman  en  más  que  las  de  su  nación.  En  todos 
nuestros  discursos  dimos  muy  lejos  de  la  verdad  del  caso;  y  así,  todo 
nuestro  entretenimiento  desde  allí  adelante  era  mirar  y  tener  por  norte 
á  la  ventana  donde  nos  había  ])arecido  la  estrella  de  la  caña;  pero  bien 
se  pasaron  quince  días  en  que  no  la  vimos,  ni  la  mano  tampoco,  ni  otra 
señal  alguna;  y  aunque  en  este  tiempo  procuramos  con  toda  solicitu<l 
saber  quién  en  aquella  casa  vivía,  y  si  había  en  ella  alguna  cristiana 
renegada,  jamás  hubo  quien  nos  dijese  otra  cosa  sino  que  allí  vivía  un 
moro  principal  y  rico,  llamado  Agimorato,  alcaide  (i[ue  liabía  sido  de  la 
Pata,  que  es  oficio  entre  ellos  de  mucha  calidad;  mas  cuando  más  de.-* 
cuidados  estábamos  de  c|ue  por  allí  habían  de  llover  más  cianiis,  vimon 
á  deshora  parecer  la  caña  y  otro  lienzo  en  ella,  con  otro  nudo  más  ere 
cido;  y  esto  fué  á  tiem})0  que  estaba  el  baño,  como  la  vez  pasada,  solé 
y  sin  gente. 

'Hicimos  la  acostumbrada  prueba,  yendo  cada  ano,  primero  (juc 
yo,  de  los  mismos  tres  que  estuvieron  conmigo;  pero  á  ninguno  se  rin 
dio  la  caña  sino  á  mí;  porque  en  llegando  yo,  la  dejaron  caer.  Desat( 
el  nudo,  y  hallé  cuarenta  escudos  de  oro  españoles  y  un  papel  escrito  en 
arábigo,  y  al  cabo  de  lo  escrito  hecha  una  grande  cruz.  Besé  la  cruz 
tomé  los  escudos,  volvíme  al  terrado,  hicimos  todas  nuestras  zalemas: 
tornó  á  parecer  la  mano,  hice  señas  que  leería  el  papel,  cerraron  la  ven 
tana.  Quedamos  todos  confusos  y  alegres  con  lo  sucedido;  y  como  nin 


PARTE    PKIMEKA. CAPITULO    XL  317 


guno  de  nosotros  no  entendía  el  arábigo,  era  grande  el  deseo  que  tenía- 
mos de  entender  lo  que  el  papel  contenía,  y  mayor  la  dificultad  de  bus- 
car quien  lo  leyese.  En  tin,  yo  me  determina  de  liarme  de  un  renegado, 
natural  de  Murcia,  que  se  había  dado  por  grande  amigo  mío,  y  puesto 
prendas  entre  los  dos,  que  le  obligaban  á  guardar  el  secreto  que  le  en- 
cargase, porque  suelen  algunos  renegados,  cuando  tienen  intención  de 
volverse  á  tierra  de  crisólanos,  traer  consigo  algunas  firmas  de  cautivos 
l)rincipales,  en  que  dan  fe,  en  la  Forma  c[uc  pueden,  cómo  el  tal  rene- 
gado es  hombre  de  bien,  y  que  sienq)re  ha  hecho  bien  á  cristianos, 
y  que  lleva  deseo  de  huirse  en  la  primera  ocasión  que  se  le  oírezca.  Al- 
gunos hay  que  procuran  estas  fees  con  buena  intención;  otros  se  sirven 
dellas  usando  de  industria;  porque,  viniendo  á  robar  á  tierra  de  cristia- 
nos, si  á  dicaase  pierden  ó  los  cautivan,  sacan  sus  firmas  y  dicen  que 
l»or  aquellos  papeles  =,g  verá  el  propósito  con  que  venían,  el  cual  era  de 
quedarse  en  tierra  de  cristianos,  y  que  por  eso  veníim  en  corso  con  los 
demás  turcos.  Con  esto  se  escapan  de  aquel  primer  ímpetu,  y  se  recon- 
cilian con  la  Iglesia  sin  que  se  les  haga  daño;  y  cuando  ven  la  suya,  se 
vuelven  á  Berbería  á  ser  lo  que  antes  eran.  Otros  hay  que  usan  destos 
papeles  y  los  procuran  con  buen  intento,  y  se  (puedan  en  tierra  de  cris 
tianos.  Pues  uno  de  los  renegados  que  he  dicho  era  este  amigo,  el  cual 
tenía  firmas  de  todos  nuestros  camaradas,  donde  le  acreditábamos  cuan- 
to era  posible,  y  si  los  moros  le  hallaran  estos  papeles,  le  ([uemaran 
vivo. 

»Supe  que  sabía  muy  ))ien  el  arábigo,  y  no  solamente  hablarlo,  sinc» 
escribirlo;  pero  antes  que  del  todo  me  declarase  con  él,  le  dije  que  me 
leyese  aquel  papel,  que  acaso  me  había  hallado  en  un  agujero  de  mi 
rancho.  Abrióle,  y  estuvo  un  buen  espacio  mirándole  y  construyéndole, 
murmurando  entre  los  dientes!  Pregúntele  si  lo  entendía;  díjome  que 
umy  bien,  y  que  si  quería  que  me  lo  declarase  palabra  por  palabra,  que 
le  diese  tinta  y  pluma,  porque  mejoi-  lo  hiciese.  Dímosle  luego  lo  que 
peiía,  y  él  poco  á  poco  lo  fué  traduciendo,  y  en  acabando,  dijo:  «Todo 
lo  que  va  aquí  en  romance,  sin  faltar  letra,  es  lo  que  contiene  este  pa- 
pel morisco,  y  liase  de  a  Ivertir  que  adonde  dice:  Lda  Marién,  quiere 
<lecir:  Xucstra  Señora,  Ja  Virc/en  Mar  ¡a.»  Leímos  el  papel,  y  decía  así: 
Cuando  yo  era  niña,  tenía  mi  padre  una  esclava,  la  cual  en  mi  len- 
L^ua  me  mostró  la  zalá  cristianesca,  y  me  dijo  muchas  cosas  de  Lela  Ma- 
rién. La  cristiana  murió,  y  yo  sé  que  no  fué  al  fue  40,  sino  con  Alá,  por- 
gue después  la  vi  dos  veces,  y  me  dijo  que  me  fuese  atierra  de  cristia- 
iios,  á  ver  á  Lela  Marién,  que  me  (quería  mucho.  Xo  sé  yo  como  vaya: 
muchos  cristianos  he  visto  por  esta  ventana,  y  ninguno  me  ha  parecido 
•aballero  sino  tú.  Yo  soy  muy  hermosa  y  muchacha,  y  tengo  muchos 
Uñeros  que  llevar  conmigo:  mira  tú  si  puedes  hacer  cómo  nos  vamos, 
V"  serás  allá  mi  marido,  si  quisieres;  y  si  no  quisieres,  no  se  me  dará 
nada;  que  Lela  Marién  me  dará  con  quien  me  case.  Yo  escribo  esto: 
:uira  á  quien  lo  das  á  leer;  no  te  fíes  de  ningún  moro,  porque  son  todos 
narfuces.  Desto  tengo  muclia  pena;  que  quisiera  que  no  te  descubrie- 
as  á  nadie,  porque  si  mi  padre  lo  sabe  me  echará  luego  en  un  pozo  y 


318  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

me  cubrirá  de  piedras.  En  la  caña  pondré  un  hilo:  ata  allí  la  respuesta: 
y  si  no  tienes  quien  te  escriba  arábigo,  dímelo  por  señas:  que  Lela  Ma- 
rién  hará  que  te  entienda.  Ella  y  Alá  te  guarde,  y  esa  cruz,  que  yo  l^eso 
nnichas  veces;  que  así  me  lo  mandó  la  cautiva.» 

» Mirad,  señores,  si  era  razón  que  las  razones  deste  papel  nos  admi- 
rasen y  alegrasen;  y  así  lo  uno  y  lo  otro  fué  de  manera,  que  el  renega- 
do entendió  que  no  acaso  se  había  hallado  aquel  papel,  sino  que  real- 
mente á  alguno  de  nosotros  se  había  escrito;  y  así,  nos  rogó  que,  si  era 
verdad  lo  ][ue  sospechaba,  que  nos  liásemos  del  y  se  lo  dijésemos;  c[ue 
él  aventuraría  su  vida  por  nuestra  libertad.  Y  diciendo  esto,  sacó  del  pe- 
cho un  crucitijo  de  metal,  y  con  muchas  lágrimas  juró  por  el  Dios  que 
aquella  imagen  representaba,  en  quien  él.  aunque  pecador  y  malo,  bien 
y  ñelmonte  creía,  de  guardarnos  lealtad  y  secreto  en  toda  cuanto  qui- 
siésemos descubrirle,  jjorque  le  parecía  y  casi  adevinaba  (|ue  i)or  medio 
de  aquella  que  aquel  papel  había  escrito,  liabía  él  y  todos  nosotros  de 
tener  libertad,  y  verse  él  en  lo  que  tanto  deseaba,  que  era  reducirse  al 
gremio  de  la  santa  Iglesia,  su  madre,  de  quien,  como  miembro  podri- 
do, estaba  dividido  y  ai)artado  por  su  ignorancia  y  pecado. 

Con  tantas  lágrimas  y  con  muestras  de  tanto  arrepentimiento  dijo 
esto  el  renegado,  que  todos  de  un  mesmo  parecer  consentimos  y  veni- 
mos en  declararle  la  verdad  del  caso;  y  así,  le  dimos  cuenta  de  todo,  sin 
encubrirle  nada.  Mostrámosle  la  ventanilla  por  donde  parecía  la  caña, 
y  él  marcó  desde  allí  la  casa,  y  quedó  de  tener  especial  y  gran  cuidado 
de  informarse  quiéi  en  ella  vivía.  Acordamos  ansimesmo  qué  sería  bien 
responder  al  billete  de  la  mora;  y  como  teaíamos  quien  lo  supiese  hacer, 
luego  al  momento  el  renegado  escribió  las  razones  que  yo  le  fui  notan 
do,  que  puntualmente  fueron  las  que  diré,  porque  de  todos  los  puntos 
sustanciales  que  en  este  suceso  me  acontecieron,  ninguno  se  me  ha  ido 
de  la  memoria,  ni  aun  se  me  irá  en  tanto  que  tuviere  vida.  En  efeto,  lo 
que  á  la  mora  se  le  respondió  fué  esto: 

'El  verdadero  Alá  te  guarde,  señora  mía,  y  aquella  l)endita  Marién, 
que  es  la  verdadera  Madre  de  Dios,  y  es  la  que  te  ha  puesto  en  el  co- 
razón que  te  vayas  á  tierra  de  cristianos,  porque  te  quiere  bien.  Rué- 
gale tú  que  se  sirva  de  darte  á  entender  cómo  podrás  poner  por  obra 
lo  que  te  manda;  que  ella  es  tan  buena,  que  sí  hará.  De  mi  parte,  y 
de  la  de  todos  estos  cristianos  que  están  conmigo,  te  ofrezco  de  hacer 
por  ti  todo  lo  (jue  pudiéremos,  hasta  morir.  No  dejes  de  escribirme  y 
avisarme  lo  que  pensares  hacer,  que  yo  te  responderé  siempre;  que  el 
grande  Alá  nos  ha  dado  un  cristiano  cautivo  que  sabe  hablar  y  escribir 
tu  lengua  tan  bien,  como  lo  verás  por  este  papel..  Así  que,  sin  tener 
miedo,  nos  })uedes  avisar  de  todo  lo  que  quisieres.  A  lo  que  dices  que 
si  fueres  á  tierra  de  cristianos  ciue  lias  de  ser  mi  mujer,  yo  te  lo  pro- 
meto como  buen  cristiano;  y  sabe  que  los  cristianos  cumplen  lo  cpie 
prometen,  mejor  cjue  los  moros.  Alá  y  Marién,  su  madre,  sean  en  tu 
guarda,  señora  mía.» 

» Escrito  y  cerrado  este  papel,  aguardé  dos  días  á  que  estuviese  el 
l)año  solo,  comf)  solía;  y  luego  salí  al  paseo  acostumbrado  del  terradi- 


PAKTE    PRTMEr.A. — CAPITULO    XL  319 

lio,  por  ver  si  la  caña  jiarecía  que  no  tardó  mucho  en  asomar.  Así  como 
la  vi,  fcunque  no  podía  ver  quien  la  ponía,  mostré  el  papel  como  dan- 
do á  entender  que  pusiesen  el  hilo;  pero  yii  venía  puesto  en  la  cafla,  al 
cual  até  el  papel,  y  de  allí  á  poco  tornó  á  parecer  nuestra  estrella  con  la 
blanca  bandera  de  paz  del  atadillo.  Dejáronla  caer,  y  álcela  yo,  y  hallé 
en  el  paño,  en  toda  suerte  de  moneda  de  plata  y  de  oro,  más  de  cin- 
cuenta escudos,  los  cuales  cincuenta  veces  más  doblaron  nuestro  con- 
tento, y  confirmaron  la  espertnza  de  tener  libertad.  Aquella  misma  no- 
che volvió  nuestro  Renegado,  y  nos  dijo  que  había  sabido  que  en  aque- 
lla casa  vivía  el  mesmo  moro  (jue  á  nosotros  nos  hal)ían  di#ho,  que  se 
Ihnnaba  Agimorato.  riquísimo  por  todo  extremo,  el  cual  tenía  una  sola 
hija,  heredera  de  toda  su  hacienda,  y  <pie  era  común  opinión  en  toda 
la  ciudad  ser  la  más  hermosa  mujer  de  la  Berbería,  y  que  muchos  de 
los  virreyes  que  allí  venían  la  habían  pedido  por  mujer,  y  que  ella  nun- 
ca se  había  querido  casar,  y  que  también  supo  que  tuvo  una  cristiana 
cautiva,  que  ya  .se  había  muerto.  Todo  lo  cual  concertaba  con  lo  que 
venía  en  el  j)apel.  P^ntramos  luego  en  consejo  con  el  Renegado  en  qué 
orden  se  tendría  para  sacar  ti  la  mora  y  venirnos  todos  á  tierra  de  cris- 
tianos; y  en  tin,  se  acordó  por  entonces  que  esperásemos  al  aviso  segun- 
do de  Zoraida,  que  así  fo  llamaba  la  que  ahora  quiere  llamarse  María; 
porque  bien  vimos  que  ella,  y  no  otra  alguna,  era  la  que  había  de  dar 
remedio  á  todas  aquellas  diñcultades.  Después  que  quedamos  en  est(í, 
dijo  el  Renegado  que  no  tuviésemos  pena;  que  él  perdería  la  vida  ó 
nos  pondría  en  libertad.  C'uatro  días  estuvo  el  baño  con  gente,  que  fué 
ocasión  que  cuatro  días  tardase  en  parecer  la  caña,  al  cabo  de  los  cua- 
tíes, en  la  acostumbrada  soledad  del  baño,  pareció  con  el  lienzo  tan  pre- 
ñado, que  un  i"elicísimo  parto  prometía.  Inclinóse  á  mí  la  caña  y  el 
henzo,  hallé  en  él  otro  papel  y  cien  escudos  de  oro,  sin  otra  moneda  ab 
guna.  Estaba  allí  el  Renegado,  dímosle  á  leer  el  papel  dentro  de  nuestro 
irancho,  el  cual  dijo  que  así  decía: 

«Yo  no  sé,  mi  señor,  cómo  dar  orden  <pe  nos  vamos  á  P^spaña,  ni 
ILela  Marién  me  lo  ha  dicho,  aunque  yo  se  lo  he  preguntado.  Lo  que 
se  podrá  hacer  es,  que  yo  os  daré  por  esta  ventana  muchísimos  dine- 
ros de  oro;  rescataos  vos  con  ellos,  y  vuestros  amigos,  y  vaya  uno 
en  tierra  de  cristianos,  y  compre  allá  una  barca,  y  vuelva  por  los 
;lemás;  y  á  mí  me  hallará  en  el  jardín  de  mi  padre,  que  está  á  ki 
puerta  de  Babazón,  junto  á  la  marina,  donde  tengo  de  estar  todo' este 
verano  con  mi  padre  y  con  mis  criados;  de  allí,  de  noche  me  podréis 
^acar  sin  miedo,  y  llevarme  á  la  barca.  Y  mira  que  has  de  ser  mi  ma- 
rido, porque  si  no,  yo  pediré  á  Marién  que  te  castigue.  Si  no  te  fías  de 
ladie  que  vaya  por  la  barca,  rescátate  tú  y  ve;  que  yo  sé  que  volverás 
nejor  que  otro,  pues  eres  caballerf)  y  cristiano.  Procura  saber  el  jardín; 
<r  cuando  te  pasees  por  ahí,  sabré  que  está  solo  el  baño,  y  te  daré  mu- 
^ho  dinero.  Alá  te  guarde,  señor  mío.-> 

)E.sto  decía  y  contenía  el  segundo  papel;  lo  cual  visto  por  todos 
^ada  uno  se  ofreció  á  querer  ser  rescatado,  y  i)rometió  de  ir  y  volver 
•on  toda  puntualidad,  y  también  yo  me  ofrecí  á  lo  mismo;  á  todo  lo. 
B.  P.— XX  '>.) 


820  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

cual  se  opuso  el  Renegado,  diciendo  que  en  ninguna  manera  consenti- 
ría que  ninguno  saliese  en  libertad  hasta  que  fuesen  todos  juntos;  por- 
que la  experiencia  le  había  mostrado  cuan  mal  cumplían  los  libres  las 
palabras  que  daban  en  el  cautiverio;  porque  muchas  veces  habían  usado 
de  aquel  remedio  algunos  priilcipales  cautivos,  rescatando  á  uno  que 
fuese  á  Valencia  ó  Mallorca  con  dineros  para  poder  armar  una  barca 
y  volver  por  los  que  le  habían  rescatado,  y  nunca  habían  vuelto;  porque 
la  libertad  alcanzada  y  el  temor  de  no  volver  á  yjerderla,  les  borraba  de 
la  memoria  todas  las  obligaciones  del  mundo.  Y  en  conñrmación  de  la 
verdad  qu^ioí-  decía,  nos  contó  brevemente  un  caso,  que  casi  en  aquella 
mesma  sazón  había  acaecido  á  unos  caballeros  cristianos,  el  más  extra- 
ña que  jamás  sucedió  en  aquellas  partes,  donde  á  cada  paso  suceden 
cosas  de  grande  espanto  y  de  admiración.  En  efeto,  él  vino  á  decir  que 
lo  que  se  podía  y  debía  hacer  era,  que  el  dinero  que  se  había  de  dar 
para  rescatar  al  cristiano,  que  se  le  diese  á  él  para  comprar  allí  en  Argel 
una  barca,  con  achaque  de  hacerse  mercader  y  tratante  en  Tetuán  y  en 
aquella  costa;  y  que  siendo  él  señor  de  la  barca,  fácilmente  se  daría 
traza  })ara  sacarnos  del  baño  y  embarcarnos  á  todos:  cuanto  más  que  si 
la  mora,   como  ella  decía,  daba  dineros  para  rescatarnos  á  todos,  que 
estando  libres  era  facilísima  cosa  aun  embarcarse  en  la  mitad  del  día. 
y  que  la  dificultad  que  se  ofrecía  mayor  era,  que  los  moros  no  consien 
ten  que  renegado  alguno  compre  ni  tenga  barca,  si  no  es  bajel  grande 
para  ir  en  corso,  porque  se  temen  que  el  que  compra  barca,  principal 
mente  si  es  español,  no  la  quiere  sino  para  irse  á  tierra  de  cristianos 
pero  que  él  facilitaría  este  inconveniente  con  hacer  que  un  moro  tagíi 
riño  fuese  á  la  parte  con  él  en  la  compra  de  la  barca  y  en  la  gánancii 
de  las  mercancías;  y  con  esta  sombra  él  vendría  á  ser  señor  de  la  barca 
con  que  daba  por  acabado  todo  lo  demás.  Y  puesto  que  á  mí  y  á  mi; 
camaradas  nos  había  parecido  mejor  lo  de  enviar  por  la  barca  á  Ma 
Horca  como  la  mora  decía,  no  osamos  contradecirle,  temerosos  que  h 
lio  hací.nmos  lo  que  él  decía,  nos  había  de  descubrir  y  poner  á  ptligr' 
de  perder  las  vidas,  si  descubriese  el  trato  de  Zoraida,   por  cuya  vid, 
diéramos  todos  las  nuestras;  y  así,  determinamos  de  ponernos  en  la 
manos  de   Dios  y  en  las  del  Renegado;  y  en  aquel  mismo  punto  se  1 
respondió  á  Zoraida,  diciéndole  que  haríamos  todo  cuanto  nos  acons( 
jaba,  porque  lo  había  advertido  tan  bien  como  si  Lela  Marión  se  lo  lu 
biera  dicho,  y  que  en  ella  sola  estaba   dilatar .  aquel  negocio  ó  ponell 
luego  por  obra. 

»Ofrecíle  de  nuevo  ser  su  esposo;  y  con  esto,  o'.ro  día  que  acaecí 
estar  solo  el  baño,  en  diversas  veces  con  la  caña  y  el  paño  nos  dio  de 
rail  escudos  de  oro  y  un  papel  donde  decía  que  el  primer  jíimá,  que  t 
el  viernes,  se  iba  b\  jardín  de  su  padre,  y  que  antes  que  se  fuese  n( 
daría  más  dinero;  y  que  si  aquello  no  bastase,  que  se  lo  avisásemo 
que  nos  daría  cuanto  le  pidiésemos,  que  su  padre  tenía  tanto,  que  no  ] 
echaría  menos;  cuanto  más,  que  ella  tenía  las  llaves  de  todo. 

» Dimos  luego  quinientos  escudos  al  Renegado  para  comprar 
barca;  con  ochocientos  me  rescaté  yo,  dando  el  dinero  á  un  mercad» 


l'UIMEKA   PAKTK. CAPITULO    XL 


321 


valenciano  que  a  la  sazón  se  hallaba  en  Argel,  el  cual  me  rescató  del 
Key,  tomándome  sobre  su  j.alabra.  dándola  de  (lue  con  el  primer  baiel 
(jue  vnnese  de  \  alencia  pagaría  mi  rescate;  porque  si  luego  diera  el 
dmero  tuera  dar  sospechas  al  Rey  que  había  muchos  días  que  mi  res- 
<a  e  estaba  en  Argel,  y  (^ue  el  mercader,  por  sus  granierías,  lo  hal)ía 
callado.  ímalmente.  mi  amo  era  tan  caviloso,  que  en  n'inguna  manera 
nu'  atreví  a  que  luego  se  desembolsase  el  dinero.  El  jueves  antes  del 
Aiernes  que  la  hermosa  Zoraida  se  había  de  ir  al  jardín,  nos  dio  otro, 
nnl  escudos  y  nos  aviso  de  su  partida,  rogándome  que  si  me  rescatase 

le  ir  alia  y  verla  liespondile  en  breves  palal>ras  que  así  lo  haría  y  nuc 
tuviese  cuidado  de  encomendarnos  á  Lela  Marién  con  todas  aquellas 
oraciones  que  la  cautiva  le  había  enseñado.  Hecho  esto,  dióse  orden  en 
que  los  tres  coini)añeros  míos  se  rescatasen,  por  facilitar  la  salida  del 
l'ano,  y  j-orque.  viéndome  á  mí  rescatado  v  á  ellos  no,  ijues  había  dine- 
ro, no  se  alb«,rotasen  y  les  persuadiese  el  diablo  que  hiciesen  ah-una 
yosa  en  perjuicio  de  Zoraida;  que.  puesto  cpie  el  ser  dl„s  quien  eran  me 

<uentuia  >  asi,  los  luce  rescatar  por  la  misma  orden  que  vo  me  rescaté 
entregando  todo  el  dmero  al  mercader,  p.ra  que  con  certeza  v  s^'r"  .' 
dad  pudiese  hacer  la  han.a;  al  cual  nunca  deÍcuI)rimos  nuestro  tnd  v 
secreto  i)or  el  peligro  que  había. 


I 


C^APITULO  XLÍ 
Donde  todavía  prosigue  el  Cautivo  su  suceso. 


H  o  se  pasaron  <iiiinee  días,  cuando  ya  nuestro  Renegado  tenía  com 
prada  una  muy  buena  barca,  capaz  de  más  de  treinta  persona? 
K^is"^j     y  pai'a  asegurar  su  hcclio  y  dalle  c(  lor,  quiso  hacer,  como  hizo 
un  viaje  á  un  lugar  que  se  llama  Sargel,  que  está  veinte  leguas 
de  Argel,  hacia  la  parte  de  Oran,  en  el  cual  hay  mucha  contratación  d( 
higos  pasos.  Dos  ó  tres  veces  hizo  éste  viaje  en  compañía  del  tagariní 
que  había  dicho.  Tagarinoi^  llaman  en  Berbería  á  los  moros  de  Aragón 
y  á  los  de  Granada  mudejares;  y  en  el  reino  de  Fez  llaman  á  los  mudó 
jares  elches,  los  cuales  son  la  gente  de  quien  aquel  Rey  más  se  ñrve  ci 
la  guerra.  Digo,  pues,  que  cada  vez  que  pasaba  con  su  barca,  daba  fon 
do  en  una  caleta  que  estaba  no  dos  tiros  de  ballesta  del  jardín  dond( 
Zoraida  esperaba;  y  allí,  muy  de  propósito,  se  ponía  el  Renegado  coi 
los  morillos  que  bogaban  el  remo,  ó  ya  á  hacer  la  zalá  ó  ya  á  ensayai'S( 
de  burlas  á  lo  cjue  pensaba  hacer  de  veras;  y  así  se  iba  al  jardín  de  Zo 
raida  y  pedía  fruta,  y  su  padre  se  la  daba  sin  conocelle.  Y  aunque  ó 
quisiera  hablar  á  Zoraida,  como  él  después  me  dijo,  y  decille  que  él  er; 
el  que  por  orden  mía  la  había  de  llevar  á  tierra  de  cristianos,  ,que  e^ 
tuviese  contenta  y  segura,  nunca  le  fué  posible,  porque  las  moras  no  s 
dejan  ver  de  ningún  moro  ni  turco,  si  no  es  que  su  marido  ó  su  padr 
se  lo  manden;  de  cristianos  cautivos  se  dejan  tratar  y  comunicar  aui 
máf  de  aquello  que  sería  razonable;  y  á  mí  me  hubiera  pesado  que  él  1 
hubiera  hablado;  que  quizá  la  alborotara,  viendo  que  su  negocio  andf 
ba  en  boca  de  renegados.  Pero  Dios,  cjue  lo  ordenaba  de  otra  manen 


PARTE    PRIMERA.     -CAPÍTULO    XLl  32o 

uo  (lió  lu,o;ar  íil  buen  deseo  que  nuestro  Renegado  tenía,  el  cual,  viendo 
c-iuín  sciíura mente  iba  y  venía  á  Sargel,  y  que  daba  fondo  cuando  y 
como  y  adonde  l|uería,  y  que  el  tagarino  su  compañero  no  tenía  más 
voluntad  de  lo  que  la  suya  ordenaba,  y  c^ue  yo  estaba  ya  rescatado,  y 
que  sólo  taltaba  buscar  algunos  cristianos  que  bogasen  el  remo,  me 
dijo  que  mirase  yo  cuáles  quería  traer  conmigo,  fuera  de  los  rescatados, 
y  que  los  tuviese  hablados  para  el  primer  viernes,  donde  tenía  deter- 
minado que  fuese  nuesti'a  partida.  Viendo  esto,  hablé  á  doce  españoles, 
todos  valientes  hombres  de  remo,  y  de  aquellos  que  más  libremente  \)o- 
dían  salir  de  la  ciudad;  y  no  fué  poco  hallar  tantos  en  aquella  coyuntu- 
ra, porque  estaban  veinte  bajeles  en  corso  y  se  habían  llevado  toda  la 
gente  de  remo,  y  éstos  no  se  hallaran  si  no  fuera  que  su  amo  se  quedó 
aquel  verano,  sin  ir  en  corso,  á  acabar  una  galeota  que  tenía  en  astille- 
ro; á  los  cuales  no  les  dije  otra  cosa  sino  que  el  primer  viernes  en  la 
tarde  se  saliesen  uno  á  uno  disimuladamente,  y  se  fuesen  la  vuelta  del 
jardín  de  Agimorato,  y  que  allí  me  aguardasen  hasta  que  yo  fuese. 

>A  cada  uno  di  este  aviso  de  })or  sí,  con  orden  que  aunque  allí  vie- 
sen otros  cristianos,  no  les  dijesen  sino  que  yo  les  había  mandado  espe- 
rar en  aquel  lugar.  Hecha  esta  dihgencia,  me  faltaba  hacer  otra,  que 
era  la  que  más  me  convenía,  y  era  la  de  avisar  á  Zoraida  en  el  punto 
que  estaban  los  negocios,  para  que  estuviese  apercibida  y  sobre  aviso, 
(|ue  no  se  sobresaltase  si  de  improviso  la  asaltásemos  antes  del  tiempo 
(jue  ella  })odía  imaginar  que  la  barca  de  cristianos  podía  volver;  y  así, 
determiné  de  ir  al  jardín  y  ver  si  podría  hablarla;  y  con  ocasión  de  co- 
ger algunas  yerbas,  un  día  antes  de  mi  partida  fui  allá,  y  la  })rimera 
persona  con  quien  encontré  fué  con  su  padre,  el  cual  me  dijo...  en  len- 
gua que  en  toda  la  Berbería  y  aun  en  Constantinopla  se  habla  entre 
cautivos  y  moros,  que  ni  es  morisca  ni  castellana  ni  de  otra  nación  al 
guna,  sino  una  mezcla  de  todas  las  lenguas,  con  la  cual  todos  nos  enten- 
demos  digo,  pues,  que  en  esta  manera  de  lenguaje  me  preguntó  (jue 

qué  buscaba  en  aquel  su  jardín,  y  de  quién  era, 

»Respondíle  que  era  esclavo  de  Arnaute  Mamí  (y  esto  jiorque  sabía 
yo  por  muy  cierto  que  era  un  grandísimo  amigo  suyo),  y  que  buscaba 
de  todas  yerbas  para  hacer  ensalada. 

Preguntóme,  por  el  consiguiente,  si  era  hombre  de  rescate  ó  no.  y 
(jue  cuánto  i>edía  mi  amo  por  mí, 

>  Estando  en  todas  estas  preguntas  y  respuestas,  salió  de  la  casa  del 
jardín  la  bella  Zoraida,  la  cual  ya  había  mucho  que  me  había  visto;  y 
como  las  moras  en  ninguna  manera  hacen  melindre  de  mostrarse  á  los 
cristianos,-  ni  los  moros  tampoco  se  lo  estorban,  como  ya  he  dicho,  no 
se  le  dio  nada  de  venir  adonde  su  padre  conmigo  estaba;  antes  luego, 
cuando  su  padre  vio  que  venía  y  de  espacio,  la  llamó  y  mandó  que 
llegase. 

> Demasiada  cosa  sería  decir  yo  agora  la  mucha  hermosura,  la  genti- 
leza, el  gallardo  y  rico  adorno  con  que  mi  querida  Zoraida  se  mostró 
á  mis  ojos;  sólo  diré  que  más  perlas  pendían  de  su  hermosísimo  cuello, 
orejas  y  cabellos,  que  cabellos  tenía  en  la  cabeza.  En  las  gargantas  de 


324  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

los  pies,  que  descubiertas  á  su  usanza  traía,  traía  dos  carcajes  (que  así 
se  llaman  las  manillas  de  ajorcas  de  los  pies  en  morisco)  de  purísimo 
oro,  con  tantos  diamantes  engastados,  que  ella  me  dijo  después  que 
su  padre  los  estimaba  en  diez  mil  doblas,  y  las  que  traía  en  las  muñe 
cas  de  las  manos  valían  otro  tanto.  Las  perlas  eran  en  gran  cantidad  y 
muy  buenas,  porque  la  mayor  gala  y  bizarría  de  las  moras  es  adornarse 
de  ricas  perlas  y  aljófar;  y  así,  íiay  más  perlas  y  aljófar  entre  moros 
que  entre  todas  las  demás  naciones,  y  el  padre  de  Zoraida  tenía  fama 
de  tener  mucha;^  y  de  las  mejores  que  en  Argel  había,  y  de  tener 
asimismo  más  de  doscientos  mil  escudos  españoles,  de  todo  lo  cual  era 
señora  ésta  que  ahora  lo  es  mía.  Si  con  todo  este  adorno  podía  venir 
entonces  hermosa  ó  no,  por  las  reliquias  que  le  han  quedado  en  tantos 
trabajos  se  podrá  conjeturar  cuál  debía  de  ser  en  las  prosperidades; 
porque  ya  se  sabe  que  la  hermosura  de  algunas  mujeres  tiene  días  y 
sazones,  y  requiere  accidentes  para  disminuirse  ó  acrecentarse;  y  es 
natural  cosa  (|ue  las  pasiones  del  ánimo  la  levanten  ó  bajen,  puesto 
que  las  más  veces  la  destruyen.  Digo,  en  fin,  que  entonces  llegó  en  todo 
extremo  aderezada  y  en  todo  extremo  hermosa,  ó  á  lo  menos  á  mí  me 
pareció  serlo  la  más  que  hasta  entonces  había  visto;  y  con  esto,  viendo 
las  obligaciones  en  que  me  había  puesto,  me  parecía  que  tenía  delante 
de  mí  una  deidad  del  cielo,  venida  á  la  tierra  para  mi  gusto  y  para  nn' 
remedio. 

» Así  como  ella  llegó,  le  dijo  su  padre  en  su  lengua  cómo  yo  era 
cautivo  de  su  amigo  Arnaute  Mamí,  y  que  venía  á  buscar  ensalada. 

:>Ella  tomó  la  mano,  y  en  aquella  mezcla  de  lenguas  que  tengo  di- 
cho, me  preguntó  si  era  caballero,  y  qué  era  la  causa  que  no  me  resca- 
taba. 

>Yo  le  respondí  c[ue  ya  estaba  rescatado,  y  que  en  el  precio  podía 
echar  de  ver  en  lo  que  mi  amo  me  estimaba,  pues  había  dado  por  mí 
mil  y  quinientos  zoltanis;  á  lo  cual  ella  respondió:  -<En  verdad  que  si 
tú  fueras  de  mi  padre,  que  yo  hiciera  que  no. te  diera  él  por  otros  dos 
tantos,  porque  vosotros,  cristianos,  siempre  mentís  en  cuanto  decís,  y 
os  hacéis  pobres  por  engañar  á  los  moros.  > 

>— Bien  podría  ser  eso,  señora,  le  respondí;  mas  en  verdad  que  yo  la 
he  tratado  con  mi  amo,  y  la  trato  y  la  trataré  con  cuantas  personas  liar- 
en el  mundo. 

' — ¿Y  cuándo  te  vas?,  dijo  Zoraida. 

' — Mañana,  creo  yo,  dije,  porque  está  aquí  un  bajel  de  Francia,  (lue 
se  hace  mañana  á  la  vela,  y  pienso  irme  en  él. 

»— ¿No  es  mejor,  replicó  Zoraida,  esperar  á  c[ue  vengan  bajeles  de 
España  y  irte  con  ellos,  que  no  con  los  de  Francia,  que  no  son  vuestros 
amigos? 

»— No,  respondí  yo;  aunque  sí,  como  hay  imevas  que  viene  ya  un 
bajel  de  España,  esVerdad,  todavía  yo  le  aguardaré,  puesto  que  es  más 
cierto  el  partirme  mañana,  porque  eí  deseo  que  tengo  de  verme  en  mi 
tierra  y  con  las  personas  que  bien  quiero,  es  tanto,  que  no  me  dejan'i 
esperar  otra  comodidad,  si  se  tarda,  por  mejor  que  sea. 


PARTE    PBIIffEBA. 


-CAPÍTULO    XLI  825 


» — Debes  de  ser  sin  dula  casado  en  tu  tierra,  dijo  Zoraida,  y  i)or  eso 
deseas  ir  á  verte  con  tu  mujer. 

» — No  soy,  respondí  yo,  casado;  mas  tengo  dada  la  palabra  de  casar- 
me en  llegando  allá. 

» — ¿Y  es  hermosa  la  dama  á  quien  se  la  distcV,  dijo  Zoraida. 

- — Tan  hermosa  es,  respondí  yo,  que,  para  encarecella  y  decirte  la 
verdad,  se  ])arece  á  ti  mucho. 

Desto  se  riyó  muy  de  veras  su  padre,  y  dijo:  «(mala,  cristiano,  que 
debe  de  ser  muy  hermosa  si  se  parece  á  mi  hija,  que  es  la  más  hermo- 
sa de  todo  este  reino;  si  no  mírala  bien,  y  verás  cómo  te  digo  verdad.  > 
Servíanos  de  intérprete  á  las  más  destas  jjalabras  y  razones  el  padre  de 
Zoraida,  como  más  ladino;  que,  aunque  ella  hablaba  la  bastarda  lengua 
que,  como  he  dicho,  allí  se  usa,  más  declaraba  su  intención  por  señas 
que  por  palabras.  Estando  en  estas  y  otras  muchas  razc^nes,  llegó  un 
moro  corriendo,  y  dijo  á  grandes  voces  que  por  las  bardas  ó  paredes 
del  jardín  habían  saltado  cuatro  turcos,  y  andaban  cogiendo  la  fruta, 
aunque  no  estaba  madura.  Sobresaltóse  el  viejo,  y  lo  mesmo  hizo  Zo- 
raida, por({ue  es  común  y  casi  natural  el  miedo  que  los  moros  á  los 
turcos  tienen,  especialmente  á  los  soldados,  los  cuales  son  tan  insolen- 
tes y  tienen  tanto  imperio  sobre  los  moros  (|ue  á  ellos  están  sujetos,  que 
los  tratan  peor  que  si  fuesen  esclavos  suyos. 

-Digo,  pues,  ([ue  dijo  su  padre  á  Zoraida:  v  Mija,  retírate  á  la  casa 
y  enciérrate,  en  tanto  que  yo  voy  á  hablar  á  estos  canes;  y  tú,  cristiano, 
busca  tus  hierbas  y  vete  en  buen  hora,  y  llévete  Alá  con  bien  á  tu 
tierra. 

»Yo  me  incliné,  y  él  se  fué  á  buscar  los  turcos,  dejándome  solo  con 
Zoraida,  que  comenzó  á  dar  muestras  de  irse  donde  su  padre  la  había 
mandado;  })ero  apenas  él  se  encubrió  con  los  árboles  del  jardín,  cuando 
ella,  volviéndose  á  mí,  llenos  los  ojos  de  lágrimas,  me  dijo:  «¿Tanieji, 
cristiano,  tamejíY  k  que  quiere  decir:  ¿vaste,  cristiano,  vasteV 

;>Ya  la  respondí:  «Señora,  sí;  pero  no  en  ninguna  manera  sin  ti:  el 
primer  juma  me  aguarda,  y  no  te  sobresaltes  cuando  nos  veas;  que  sin 
duda  alguna  iremos  á  tierra  de  cristianos. 

>Yo  le  dije  esto  de  manera  que  ella  me  entendió  muy  bien  á  todas 
las  razones  que  entrambos  pasamos,  y  ecliándome  un  brazo  al  cuello, 
con  desmayados  pasos  comenzó  á  caminar  hacia  la  casa;  y  quiso  la 
suerte,  que  pudiera  ser  muy  mala,  si  el  Cielo  no  lo  ordenara  de  otra 
manera,  ([ue  yendo  los  dos  de  la  manera  y  postura  que  os  he  contado, 
con  un  brazo  al  cuello,  su  padre,  que  ya  volvía  de  hacer  ir  á  los  turcos, 
nos  vio  de  la  suerte  y  manera  que  íbamos,  y  nosotros  vimos  que  él  nos 
había  vistcj;  pero  Zoraida,  advertida  y  discreta,  no  quiso  quitar  el  brazo 
de  mi  cuello,  antes  se  llegó  más  á  mí,  y  puso  su  cabeza  sobre  mi  pecho, 
doblando  un  poco  las  rodillas,  dando  claras  señales  y  muestras  que  se 
desmayaba,  y  yo  ansimismo  di  á  entender  que  la  sostenía  contra  mi  vo- 
luntad. 

»Su  padre  llegó  corriendo  adonde  estábamos;  y  viendo  á  su  hija  de 
aquélla  manera,  le  preguntó  que  qué  tenía;   pero,  como  ella  no  le 


326  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

respondiese,  dijo  su  padre:  <;Sin  duda  alguna  que,  con  el  sobresalto  áv 
la  entrada  des  tos  canes,  se  ha  desmayado»;  y  quitándola  del  mío,  la 
arrimó  á  su  pecho;  y  ella,  dando  un  suspiro  y  aún  no  enjutos  los  ojos 
de  lágrimas,  volvió  á  decir;  <íAmeji,  cristiano,  amejí:  vete,  cristia- 
no, vete.» 

»A  lo  que  su  padre  respondió:  «No  importa,  hija,  que  el  cristiano  no 
se  vaya;  que  ningún  mal  te  ha  hecho,  y  los  turcos  ya  son  idos:  no  te  so- 
bresalte cosa  alguna,  pues  ninguna  hay  que  pueda  darte  pesadumbre;   j 
pues,  como  yate  he  dicho,  los  turcos,  á  mi  ruego,  se  volvieron  por  don-  1 
de  entraron. » 

>; — Ellos,  señor,  la  sobresaltaron  como  has  dicho,  dije  yo  á  su  padre; 
mas,  pues  ella  dice  qjiie  yo  me  vaya,  no  la  quiero  dar  pesadumbre:  qué-.  ; 
date  en  paz,  y  con  tu  licencia  volveré,  si  fiíere  menester,  por  yerbas  á 
este  jardín;  que  según  dice  mi  amo,  en  ninguno  las  hay  mejores  para 
ensalada  que  en  él. 

» — Por  todas  las  que  quisieres  podrás  volver,  respondió  Agimorato;  - 
que  mi  hija  no  dice  esto  porque  tú  ni  ninguno  de  los  cristianos  la  eno-   ^ 
jan,  sino  que,  por  decir  que  los  turcos  se  fuesen,  dijo  que  tú  te  fueses. 
ó  porque  ya  era  hora  que  buscases  tus  yerbas. 

>:'Con  esto  me  despedí  al  punto  de  entrambos;  y  ella,  arrancándosele 
el  alma,  al  parecer,  se  fué  con  su  padre,  y  yo,  con  achaque  de  buscar 
las  yerbas,  rodeé  muy  bien  y  á  mi  placer  todo  el  jardín;  miré  bien  las 
entradas  y  salidas  y  la  fortaleza  de  la  casa,  y  la  comodidad  que  se  podía 
ofrecer  para  facilitar  todo  nuestro  negocio.  Hecho  esto,  me  vine,  y  di 
cuenta  de  cuanto  había  pasado  al  Renegado  y  á  mis  compañeros,  y  ya 
no  veía  la  hora  de  verme  gozar  sin  sobresalto  del  bien  que  en  la  her- 
mosa y  bella  Zoraida  la  suerte  me  ofrecía.  En  fin.  el  tiempo  se  pasó,  y 
se  llegó  el  día  }'  plazo  de  nosotros  tan  deseado;  y  siguiendo  todos  el 
orden  y  parecer  que  con  discreta  consideración  y  largo  discurso  muchas 
veces  habíamos  dado,  tuvimos  el  buen  suceso  que  deseábamos,  porque 
el  viernes  que  se  siguió  al  día  que  yo  con  Zoraida  hablé  en  el  jardín,  el 
Renegado  al  anochecer  dio  fondo  con  la  barca,  casi  frontero  de  dond( 
la  hermosísima  Zoraida  estaba. 

:>Ya  los  cristianos  que  habían  de  bogar  el  remo  estaban  prevenidos  \ 
y  escondidos  por  diversas  partes  de  todos  aquellos  alrededores.  Todos 
estaban  suspensos  y  alborozados,  aguardándome,  deseosos  ya  de  embes- 
tir con  el  bajel  que  á  los  ojos  tenían;  porque  ellos  no  sabían  el  concierto 
del  Renegado,  sino  que  pensaban  que  á  fuerza  de  brazos  habían  de 
haber  y  ganar  la  libertad,  quitando  la  vida  á  los  moros  que  dentro  de  la 
Icárea  estaban.  Sucedió,  pues,  que  así  como  yo  me  mostré  y  mis  com- 
pañeros, todos  los  demás  escondidos  que  nos  vieron  se  vinieron  llegan- 
do á  nosotros.  Esto  era  á  tiempo  que  la  ciudad  estaba  ya  cerrada,  y  por 
toda  aquella  campaña  ninguna  persona  parecía.  Como  estuvimos  jun- 
tos, dudamos  si  sería  mejor  ir  primero  por  Zoraida,  ó  rendir  primero  a 
los  moros  bagarinos  que  bogaban  el  remo  en  la  barca;  y  estando  en  esta 
duda,  llegó  á  nosotros  nuestro  Renegado,  diciéndonos  que  en  qué  nos 
deteníamos,  que  ya  era  hora,  y  que  todos  sus  moros  estaban  descuida- 


rAUTK  PlilMERA. CAPÍTULO  XLI  327 

dos.  y  los  más  dellos  durmiendo.  Dijímosle  en  lo  que  reparábamos,  y 
él  dijo  que  lo  que  más  imj)ortaba  era  rendir  primero  el  bajel,  que  se 
podía  hacer  con  grandísima  facilidad  y  sin  peli<2;ro  alguno,  y  que  luego 
podíamos  ir  por  Zoraida.  Pareciónos  bien  á  todos  lo  que  decía,  y  así, 
sin  detenernos  más,  haciendo  él  la  guía,  llegamos  al  bajel,  y  saltando 
él  dentro  primero,  metió  mano  á  un  alfanje  y  dijo  en  morisco:  «Nin- 
guno de  vosotros  se  mueva  de  aquí,  si  no  quiere  que  le  cueste  la  vida.» 
^'a  á  este  tiempo  habían  entrado  dentro  casi  todos  los  cristianos. 

Los  moros,  que  eran  de  poco  ánimo,  viendo  hablar  de  aquella  ma- 
nera á  su  arráez,  quedáronse  espantados;  y  sin  ninguno  de  todos  ellos 
ecliar  mano  á  las  armas  (que  pocas  ó  casi  ningunas  tenían),  se  dejaron, 
■sin  hablar  alguna  palabra,  maniatar  de  los  cristianos,  los  cuales  con 
•umcha  presteza  lo  hicieron,  amenazando  á  los  moros  que  si  alzaban  por 
alguna  vía  ó  manera  la  voz,  que  luego  al  punto  los  pasarían  todos  á 
juchillo.  Hecho  ya  esto,  quedáronse  en  guardia  dellos  la  mitad  de  los 
nuestros;  los  que  quedábamos,  haciéndonos  asimismo  el  Renegado  la 
4uía,  fuimos  al  jardín  de  Agimorato;  y  quiso  la  buena  .suerte  que,  lle- 
gando á  abrir  la  j)uerta,  se  abrió  con  tanta  facilidad  como  si  cerrada  no 
'•estuviera;  y  así,  con  gran  quietud  y  silencio  llegamos  á  la  casa,  sin  ser 
mentidos  de  nadie.  Estaba  la  bellísima  Zoraida  aguardándonos  á  una 
/entana;  y  así  como  sintió  gente,  })reguntó  con  voz  baja  si  éramos 
n.drani,  como  si  dijera  ó  preguntara  si  éramos  cristianos.  Yo  le  res- 
tundí  que  sí  y  que  bajase.  Cuando  ella  me  conoció,  no  se  detuvo  un 
Í»unto,  porque,  vsiu  responderme  palabra,  bajó  en  un  instante,  abrió  la 
¡ta,  y  mostróse  á  todos  tan  hermosa  y  ricamente  vestida,  que  no  lo 
ito  á  encarecer.  Luego  que  yo  la  vi,  le  tomé  una  mano  y  la  comen- 
te á  besar,  y  el  Renegado  hizo  lo  mismo,  y  mis  tres  camaradas,  y  los 
lemas,  que  el  caso  no  sabían,  lucieron  lo  que  vieron  que  nosotros  ha- 
íamos;  que  uo  parecía  sino  que  le  dábamos  las  gracias  y  la  reconocía - 
ao.s  por  señora  de  nuestra  libertad. 

El  Renegado  le  dijo  en  lengua  morisca  si  estaba  su  padre  en  el 
ardín. 

^^EUa  respondió  que  sí,  y  que  dormía. 

—Pues  será  menester  despertalle,  replicó  el  Renegado,  y  llevárnosle 
un  nosotros,  y  todo  aquello  que  tiene  de  valor  en  este  hermoso  jardín. 
— No,  dijo  ella;  á  mi  padre  no  se  ha  de  tocar  en  ningún  modo,  y  en 
<ta  casa  no  hay  otra  cosa  que  lo  que  yo  llevo,  que  es  tanto,  c{ue  bien 
abrá  para  que  todos  quedéis  ricos  y  contentos;  y  esperaos  un  poco 
lo  veréis.  Y  diciendo  esto,  se  volvió  á  entrar,  diciendo  que  muy  presto 
olvería;  que  nos  estuviésemos  quedos,  sin  hacer  ningún  ruido. 

Pregúntele  al  Renegado  i  o  que  con  ella  había  pa.sado,  el  cual  me  lo 
jntó;  á  quien  yo  dije  que  en  ninguna  cosa  se  había  de  hacer  mas  de 
»  que  Zoraida  quisiese;  la  cual  ya  volvía  cargada  con  un  cofrecillo 
eno  de  escudos  de  oro,  tantos,  que  apenas  lo  podía  sustentar.  Quiso  la 
lala  suerte  que  su  padre  despertase  en  el  ínterin  y  sintiese  el  ruido 
ue  andaba  en  el  jardín;  y  asomándose  á  la  ventana,  luego  conoció  que 
>dos  los  que  en  él  estaban  eran  cristianos;  y  dando  muchas,  grandes  y 


H28  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

desaforadas  voces,  comenzó  á  decir  en  arábigo:  «¡Cristiano?,  cristianos! 
¡Ladrones,  ladrones!»  Por  los  cuales  gritos  nos  vimos  todos  puestos  en 
grandísima  y  temerosa  confusión;  pero  el  Renegado  viendo  el  peligro 
en  que  estábamos  y  lo  mucho  que  le  importaba  salir  con  aquella  em- 
presa antes  de  ser  sentido,  con  grandísima  presteza  subió  donde  Agi- 
morato  estaba,  y  juntamente  con  él  fueron  algunos  de  nosotros;  que 
yo  no  osé  desamparar  á  Zoraida,  que,  como  desmayada,  se  había  deja- 
do caer  en  mis  brazos.  En  resokición,  los  que  subieron  se  dieron  tan 
buena  maña,  c{ue  en  un  momento  bajaron  con  Agimorato,  trayéndole 
atadas  las  manos  y  puesto  un  pañizuelo  en  la  boca,  que  no  le  dejaba 
hablar  palabra,  amenazándole  que  el  hablarla  le  había  de  costar  la 
vida.  Cuando  su  hija  le  vio  se  cubrió  los  ojos  por  no  verle,  y  su  padre 
quedó  espantado,  ignorando  cuan  de  su  voluntad  se  había  puesto  en 
nuestras  manos;  mas  entonces,  siendo  más  necesarios  los  pies,  con  di- 
ligencia y  presteza  nos  pusimos  en  la  barca;  que  ya  los  que  en  ella  ha- 
bían quedado  nos  esperaban,  temerososos  de  algún  mal  suceso  nuestro. 
Apenas  serían  dos  horas  pasadas  de  la  noclie,  cuando  ya  estábamos 
todos  en  la  barca,  en  la  cual  se  le  quitó  al  padre  de  Zoraida  la  atadura 
de  las  manos  y  el  paño  de  la  boca;  pero  tornóle ^á  decir  el  Renegado 
que  no  hablase  palabra,  que  le  quitarían  la  vida.  El,  como  vio  allí  á  su 
hija,  comenzó  á  suspirar  ternísimamente,  y  más  cuando  vio  que  yo  es- 
trechamente la  tenía  abrazada,  y  que  ella,  sin  defenderse,  quejarse  ni 
esquivarse,  se  estaba  queda;  pero,  con  todo  esto,  callaba,  porque  no 
pusiese  en  efeto  las  muchas  amenazas  que  el  Renegado  le  hacía. 

>Viéndose,  pues,  Zoraida  ya  en  la  ííarca,  y  que  queríamos  dar  los 
remos  al  agua,  y  viendo  allí  á  su  padre  y  á  los  demás  moros  que  atados 
estaban,  le  dijo  al  Renegado  que  me  dijese  le  hiciese  merced  de  soltar 
á  aquellos  moros  y  dar  libertad  á  su  padre;  porque  antes  se  arrojaría 
en  la  mar  que  ver  delante  de  sus  ojos  y  por  causa  suya  llevar  cautivo 
á  un  padre  que  tanto  la  había  querido.  El  Renegado  me  lo  dijo,  y  yo 
respondí  (]ue  era  muy  contento;  pero  él  respondió  que  no  convenía,  a 
causa  que  si  allí  los  dejaban,  apellidarían  luego  la  tierra  y  alborotarían 
la  ciudad,  y  serían  causa  que  saliesen  á  buscarnos  con  algunas  fraga 
tas  ligeras,  y  nos  tomasen  la  tierra  y  la  mar  de  manera  que  no  pudié 
semos  escaparnos;  que  lo  que  se  podría  hacer  era  darles  libertad  ei 
llegando  á  la  primera  tierra  de  cristianos.  En  este  parecer  venimos  to 
dos;  y  Zoraida,  á  quien  se  le  dio  cuenta  con  las  causas  que  nos  movíai 
á  no  hacer  luego  lo  que  quería,  también  se  satisñzo;  y  luego,  con  regó 
cijado  silencio  y  alegre  diligencia,  cada  uno  de  nuestros  valientes  re 
meros  tomó  su  remo  y  comenzamos,  encomendándonos  á  Dios  de  tod( 
corazón,  á  navegar  la  vuelta  de  la  isla  de  Mallorca,  que  es  la  tierra  d( 
cristianos  más  cerca;  pero,  á  causa  de  soplar  un  poco  el  viento  tramon 
tana  y  estar  la  mar  algo  picada,  no  fué  posible  seguir  la  derrota  de  Ma 
Horca,  y  fuénos  forzoso  dejarnos  ir  tierra  á  tierra  la  vuelta  de  Oran,  ik 
sin  mucha  pesaduinbre  nuestra,  por  no  ser  descubiertos  del  lugar  ó< 
Sargel,  que  en  aquella  costa  cae  no  más  que  sesenta  millas  de  Argel;  ; 
asimismo  temíamos  encontrar  por  aquel  paraje  alguna  galeota  de  la 


PRIMKRA    PARTE.- — CAPITULO    XLI  329 


jjue  de  ordinario  venían  con  mercancía  de  Tetuán;  aunque  cada  uno 
por  sí  y  todos  juntes  presumíamos  de  que,  si  se  encontraba  galeota  de 
mercancía,  como  no  t'uese  de  las  que  andan  en  corso,  que  no  sólo  no 
ios  perderíamos,  mas  que  tomaríamos  bajel  donde  con  más  seguridad 
mdiésemos  acabar  nuestro  viaje.  Iba  Zoraida,  en  tanto  que  se  navega- 
ba, puesta  la  cabeza  entre  mis  manos,  por  no  ver  á  su  padre,  y  sentía 
.'O  (|ue  iba  llamando  á  Lela  Marién  que  nos  ayudase. 

>Bien  habríamos  navegado  treinta  millas,  cuando  nos  amareci») 
;omo  tres  tiros  de  arcabuz  desviados  de  tierra,  toda  la  cual  vimos  de- 
úerta  y  sin  nadie  que  nos  descubriese;  pero,  con  todo  esto,  nos  fuimos 
i  fuerza  de  brazos  entrando  un  poco  en  la  mar,  que  ya  estaba  algo  más 
rosegada,  y  habiendo  entrado  casi  dos  leguas,  dióse  orden  que  se  boga- 
!e  á  cuarteles  en  tanto  que  comíamos  algo  (que  ioa  bien  proveída  la 
)arca);  puesto  que  los  que  bogaban  dijeren  que  no  era  aquel  tiempo 
le  tomar  reposo  alguno,  que  les  dÍ6sen  de  comer  los  que  no  bogaban, 
|ue  ellos  no  querían  soltar  los  remos  de  las  manos  en  manera  alguna, 
lízose  ansí,  y  en  esto  comenzó  á  soplar  un  viento  largo,  que  nos  obli- 
gó á  hacer  luego  vela  y  á  dejar  el  remo,  y  enderezar  á  Oran,  por  no 
er  posible  poder  hacer  otro  viaje.  Todo  se  hizo  con  mucha  presteza,  y 
sí,  á  la  vela  navegamos  por  más  de  ocho  millas  j)or  hora,  sin  llevar 
'tro  temor  alguno  sino  el  de  encontrar  con  bajel  que  de  corso  fuese. 
)imos  de  comer  á  los  moros  bagarinos,  y  el  Renegado  los  consoló,  di- 
iéndoles  cómo  no  iban  cautivos,  que  en  la  primera  oca.sión  les  darían 
ibertad. 

:>Lo  mismo  se  le  dijo  al  padre  d^  Zoraida,  el  cual  respondió:  "Cual- 
uiera  otra  cosa  pudiera  yo  es{)erar  y  creer  de  vuestra  liberalidad  y 
•uen  término,  ¡oh  cristianos!,  mas  el  darme  libertad...  no  me  tengáis  pov 
iu  simple  que  lo  imagine,  que  nunca  os  pusistes  vosotros  al  pehgro 
■e  quitármela  para  volvérmela  tan  liberalmente,  especialmente  sabien- 
0  quien  soy  yo,  y  el  interese  que  se  os  puede  seguir  de  dármela;  al 
ual  interese,  si  le  quisiereis  poner  n  )mbre,  desde  aquí  os  ofrezco  todo 
quello  que  quisiéredes  por  pií  y  por  esa  desdichada  hija  mía,  ó  si  m», 
or  ella  sola,  que  es  la  mayor  v  la  mejor  parte  de  mi  alma.» 

»En  diciendo  (sto,  comenzó  á  llorar  tan  amargamente,  (]ue  á  todos 
03  movió  á  compasión,  y  forzó  á  Zoraida  que  le  mirase,  la  cual,  vién- 
ole  llorar  así  se  estremeció,  que  se  levantó  de  mis  pies  y  fué  á  abrazar 
su  padre,  y  juntan  lo  su  rostro  con  el  suyo,  comenzaron  los  dos  tan 
erno  llanto,  que  muchos  de  los  que  allí  íbamos  los  acompañamos  en  él. 

»Pero  cuando  su  padre  la  vio  aiornada  de  fiesta  y  con  tantas  joyas 
)hve  sí,  le  dijo  en  su  lengua:  «¿Qué  es  esto,  hija,  que  ayer  al  ano- 
lie  !er,  antes  que  nos  sucediese  esta  terriblf  desgracia  en  que  nos  ve- 
los, te  vi  con  tus  ordinarios  y  caseros  vestidos,  y  agora,  sin  que  hayas 
3nido  tiempo  de  vestirte,  y  sin  haberte  dado  alguna  nueva  digna  de 
ílemnizalla  con  adornarte  y  puHrte,  te  veo  compuesta  con  los  mejores 
estidos  que  yo  supe  y  pude  darte  cuan  lo  nos  fué  la  ventura  más  favo- 
ibleV  Respóndeme  á  esto  que  me  tienes  más  suspenso  y  admirado  que 
i  misma  desgracia  en  que  me  hallo. 


330  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

>íTodo  lo  que  el  moro  decía  á  su  hija  nos  lo  declaraba  el  Renegado, 
y  ella  no  le  respondía  palabra.  Pero  cuando  él  vio  á  un  lado  de  la  bar- 
ca el  cofrecillo  donde  ella  solía  tentr  sus  joyas,  el  cual  sabía  él  bien  que 
le  había  dejado  en  Argel,  y  qo  traídolo  al  jardín,  quedó  más  confuso,  y 
preguntóle  que  cóaao  aquel  cofre  había  venido  á  nuestras  manos,  y  qué 
era  lo  que  venía  dentro. 

»A  lo  cual  el  Renegado,  sin  aguardar  á  que  Zoraida  le  respondiese, 
le  respondió:  «No  te  canses,  señor,  en  preguntar  á  Zoraida,  tu  hija,  tan- 
tas cosas,  porque  con  una  que  yo  te  responda  te  satisfaré  á  todas,  y  así, 
quiero  que  sepas  que  ella  es  cristiana,  y  es  la  que  ha  sido  la  lima  de 
imestras  cadenas  y  la  libertad  de  nuestro  cautiverio.  Ella  va  aquí  de  su 
voluntad,  tan  contenta,  á  lo  que  yo  imagino,  de  verse  en  este  estado, 
como  el  que  sale  de  las  tinieblas  á  la  luz,  de  la  muerte  á  la  vida  y  de  la 
pena  á  la  gloria.» 

» — ¿Es  verdad  lo  que  éste  dice,  hija?,  dijo  el  moro. 

» — Así  es,  respondió  Zoraida. 

» — ¿Que,  en  efeto,  replicó  el  viejo,   tú  eres  cristiana,  y  la  que  ha 
puesto  á  tu  padre  en  poder  de  sus  enemigos? 

»A  lo  cual  respondió  Zoraida:  «La  que  es  cristiana  yo  soy;  pero  no 
la  que  te  ha  puesto  en  este  punto,  porque  nunca  mi  deseo  se  extendió 
á  dejarte  hacer  ni  hacerte  mal,  sino  á  hi-cerme  á  mí  bien.;> 

>^ — ¿Y  qué  bien  es  el  que  te  has  hecho,  hija'r^ 

» — Es3,  respondió  ella,  pregúntaselo  tú  á  Lela  Marión,  que  ella  te  lo 
sabrá  decir  mejor  que  no  yo. 

» Apenas  hubo  oído  esto  el  moro,  cuando  con  una  increíble  presteza 
se  arrojó  d^  cabeza  en  la  mar,  donde  sin  ninguna  duda  se  ahogara,  si 
el  vestido  lai-go  y  embarazoso  que  trEÍa  no  le  entretuviera  un  poco  sobre 
el  agua. 

y  Dio  voces  Zoraida  que  le  sacasen,  y  así,  acudinos  luego  todos,  \ 
asiéndole  de  la  almalafa,  le  sacamos  medio  ahogado  y  sin  sentido;  dt 
que  recibió  tanta  pena  Zoraida,  que  como  si  fuera  ya  muerto,  hacíí 
sobre  él  un  tierno  y  doloroso  llanto.  Volvímosle  boca  abajo,  volvió 
nmcha  agua,  tornó  en  sí  al  cabo  de  dos  horas,  en  las  cuales,  habiendo 
se  trocado  el  viento,  nos  convino  volver  hacia  tierra,  y  hacer  fuerza  d( 
remos  por  no  embestir  en  ella;  inas  quiso  nuestra  buena  suerte  cpic 
llegamos  á  una  cala  que  se  hace  al  lado  de  un  pequeño  promontorio  < 
cabo,  que  de  los  moros  es  llamado  el  de  la  Cara  rumia,  que  en  nuestn 
lengua  quiere  decir  Ja  mala  mujer  cristiana,  y  es  tradición  entre  lo 
moros  que  en  aquel  lugar  está  enterrada  la  Cava,  por  quien  se  perdi< 
España,  porque  cura  en  su  lengua  quiere  decir  mujer  mala,  y  rumio 
cristiana,  y  aun  tienen  por  mal  agüero  llevar  allí  á  dar  fondo  cuand< 
la  necesidad  les  fuerza  á  ello,  porque  nunca  le  dan  sin  ella,  puesto  qui 
para  nosotros  no  fué  abrigo  de  mala  mujer,  sino  puerto  seguro  á' 
nuestro  remedio,  según  andaba  alterada  la  mar.  Pusimos  i  uestras  cen 
tíñelas  en  tierra,  y  no  dejamos  jamás  los  remos  de  la  mano,  comimo 
de  lo  que  el  Renegado  había  proveído,  y  rogamos  á  Dios  y  á  nuestr; 
Señora,  de  todo  nuestro  corazón,  que  nos  ayudasen  y  favoreciesen  par; 


PARTE  PRIMERA. CAPITULO  XLI  331 

que  felizmente  diésemos  fin  á  tan  dichoso  principio.  Dióse  orden,  á  su- 
plicación de  Zoraida,  como  echásemos  en  tierra  á  su  padre  y  á  todos  los 
demás  moros  que  allí  atados  venían:  ponpie  no  le  bastaba  el  ánimo,  ni 
lo  podían  sufrir  sus  blandas  entrañas,  ver  delante  de  sus  ojos  atado  a 
su  padre,  y  aquellos  de  su  tierra  presos.  Prometímosle  de  hacerlo  así  al 
tiempo  de  la  partida,  pues  no  corría  peligro  el  dejallos  en  aquel  luíjjar. 
que  era  despoblado. 

>No  fueron  tan  vanas  nuestras  oraciones,  que  no  fuesen  oídas  del 
Cielo;  que,  en  nuestro  favor,  luego  volvió  el  viento,  tranquilo  el  mar, 
convidándonos  á  que  tornásemos  alegres  á  proseguir  nuestro  comenza- 
do viaje,  ^'iendo  esto,  desatamos  á  los  moros,  y  nno  á  uno  los  pusimo.s 
en  tierra,  de  lo  que  ellos  se  quedaron  admirados;  pero  llegando  á  des- 
embarcar al  padie  de  Zoraida,  que  ya  estaba  en  todo  su  acuerdo,  dijo: 
«¿Por  qué  pensáis,  cristianos,  que  e.sta  mala  hembra  huelga  de  que  me 
deis  Hbertad?  ¿Pensáis  que  es  por  piedad  que  de  mí  tieneV  No  por  cier- 
to, sino  (|ue  lo  hace  por  el  estorbo  que  le  hará  mi  presencia  cuando 
quiera  poner  en  ejecuci<')n  sus  malos  deseos;  ni  penséis  que  la  ha  movi- 
do á  mudar  religión  entender  ella  que  la  vuestra  á  la  nuestra  se  aven 
taja,  sino  el  saber  que  en  vuestra  tierra  se  usa  la  deshonestidad  más  li 
bremente  que  en  la  nuestra»;  y  volviéndose  á  Zoraida,  teniéndole  yo  y 
otro  cristiano  de  entrambos  brazos  asido,  ]»orque'al.gún  desatino  no  hi- 
ciese, le  dijo:  ¡Oh  infame  moza  y  mal  aconsejada  muchacha!  ¿Adonde 
vas,  ciega  y  desatinada,  en  poder  de  estos  perros,  naturales  enemigos 
nuestros?  ¡Maldita  sea  la  hora  en  que  yo  te  engendré,  y  malditos  sean 
los  regalos  y  deleites  en  que  te  he  criado!» 

»Pero  viendo  yo  que  llevaba  término  de  no  acabar  tan  presto,  di 
priesa  á  ponelle  en  tierra;  y  desde  allí  á  voces  prosiguió  en  sus  maldi- 
ciones y  lamentos,  rogando  á  Mahoma  rogase  á  Alá  que  nos  destruye- 
se, confundiese  y  acabase;  y  cuando,  por  habernos  hecho  á  la  velo,  no 
pudimos  oir  sus  palabras,  vimos  sus  obras,  que  eran  arrancarse  las  bar- 
bas, mesarse  los  cabellos  y  arrastrarse  por  el  suelo;  mas  una  vez  esfor- 
zó la  voz  de  tal  manera,  que  podimos  entender  que  decía:  «Vuelve, 
amada  hija,  vuelve  á  tierra;  que  todo  te  lo  perdono;  entrega  á  esos 
hombres  ese  dinero,  que  ya  es  suyo,  y  vuelve  á  consolar  á  este  triste  pa- 
dre tuyo,  que  en  esta  desierta  arena  dejará  la  vida,  si  tú  le  dejas.» 

>Todo  lo  cual  escuchaba  Zoiaida,  y  todo  lo  sentía  y  lloraba,  y  no 
supo  decirle  ni  respondelle  palabra,  sino,  qPlega  á  Alá,  padre  mío;  que 
Lela  Marién,  que  ha  sido  la  causa  de  que  yo  sea  cristiana,  ella  te  con- 
suele en  tu  tristeza!  Alá  sabe  bien  que  no  pude  hacer  otra  cosa  de  la 
que  he  hecho,  y  que  estos  cristianos  no  deben  nada  á  mi  voluntad; 
pues  aunf[ue  cjuisiera  no  venir  con  ellos  y  quedarme  en  mi  casa,  me  fue- 
ra imposible,  según  la  priesa  que  me  daba  mi  alma  á  poner  por  obra 
ésta,  que  á  mí  me  parece  tan  buena,  como  tú,  padre  amado,  la  juzgas 
por  mala.  > 

»Esto  dijo  á  tiempo  c^ue  ni  su  padre  la  oía,  ni  nosotros  ya  le  veía- 
mos, y  así,  consolando  yo  á  Zoraida,  atendimos  todos  á  nuestro  viaje, 
el  cual  nos  le  facilitaba  el  propio  viento  de  tal  manera,  que  bien  tuvi- 


.■Í32  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


nios  por  cierto  de  vernos  otro  día  al  amanecer  en  las  riberas  de  España. 
Mas,  como  pocas  veces  ó  nunca  viene  el  bien  puro  y  sencillo,  sin  ser 
acompañado  ó  seguido  de  algún  mil  que  le  turbe  ó  sobresalte,  quiso 
nuestra  ventura,  ó  quizá  las  maldiciones  que  el  moro  á  su  hija  había 
ochado  (que  siempre  se  han  de  temer,  de  cualquier  padre  que  sean),  qui- 
so, digo,  que,  estando  ya  engolfados  y  siendo  ya  casi  j)asadas  tres  horas 
de  la  noche,  yendo  con  la  vela  tendida  de  alto  abajo,  frenillados  los  re- 
mos, porque  el  próspero  viento  nos  quitaba  del  trabajo  de  haberlos  me- 
nester, con  la  luz  de  la  Luna,  que  claramente  resplandecía,  vimos  cerca 
de  nosotros  un  bajel  redondo,  que  con  todas  las  velas  tendidas,  llevan- 
do un  poco  á  orza  el  timón,  delante  de  nosotros  atravesaba,  y  esto  tan 
cerca,  que  nos  fué  forzoso  amainar  por  no  embestirle,  y  ellos  asimesmo 
hicieron  fuerza  de  timón  ¡¡ara  darnos  lugar  que  pasásemos. 

» Habíanse  puesto  al  l^orde  del  bajel  á  preguntarnos  quién  éramos, 
y  adonde  navegábamos  y  de  donde  veníamos;  jiero  por  preguntarnos 
esto  en  lengua  francesa  dijo  nuestro  renegado:  Ninguno  responda,  i)or- 
<|ue  éstos  sin  duda  son  cosarios  franceses,  que  hacen  á  toda  ropa.» 
Por  este  advertimiento  ninguno  respondió  palabra;  y  habiendo  pasado 
un  poco  delante,  que  ya  el  bajel  quedaba  á  sotavento,  de  improviso  sol- 
taron dos  piezas  de  artillería;  y,  á  lo  que  pareció,  las  balas  venían  con 
cadenas,  porque  con  una  cortaron  nuestro  árbol  por  medio,  y  dieron 
cx)n  él  y  con  la  vela  en  la  mar;  y  al  momento,  disparando  otra  pieza, 
vino  á  dar  la  bala  en  mitad  de  nuestra  barca,  de  modo  que  la  abrió 
toda,  sin  hacer  otro  mal  a^uno;  pero  como  nosotros  nos  vimos  ir  a 
l'ondo,  comenzamos  todos  á  grandes  voces  á  pedir  socorro  y  á  rogar  á 
los  del  l)ajel  que  nos  acogiesen,  porque  nos  anegábamos.  Amainaron 
entonces,  y  echando  el  esquife  ó  b¿irca  á  la  mar,  entraron  en  él  hasta 
doce  franceses,  bien  armados  con  sus  arcabuces  y  cuerdas  encendidas, 
y  así  llegaron  junto  al  imestro;  y  viendo  cuan  pocos  éramos,  y  cómo  el 
bajel  se  hundía,  nos  recogieron,  diciendo  que,  por  haber  usado  la  des- 
cortesía de  no  respondelles,  nos  había  sucedido  aquello.  Nuestro  rene- 
gado tomó  el  cofre  de  las  riquezas  de  Zoraida.  y  dio  con  él  en  la  mar, 
sin  que  ninguno  echase  de  ver  lo  que  hacía.  En  resolución,  todos  pasa- 
mos con  los  franceses,  los  cuales,  después  de  haberse  informado  de  todo 
aquello  que  de  nosotros  saber  quisieron,  como  si  fueran  nuestros  capi- 
tales enemigos,  nos  despojaron  de  todo  cuanto  teníamos,  \  á  Zoraida  le 
(quitaron  hasta  los  carcajes  que  traía  en  los  pies;  pero  no  me  daba  á  mí 
tanta  pesadumbre  la  que  á  Zoraida  daban,  como  me  la  daba  el  temor 
que  tenía  de  que  liabían  de  pasar  del  quitar  de  las  riquísimas  y  precio- 
sísimas joyas  al  ([uitar  de  la  joya  que  más  valía  y  ella  más  estimaba. 
Pero  los  deseos  de  aquella  gente  no  se  extienden  á  más  que  al  dinero, 
y  desto  jamás  se  ve  harta  su  codicia,  la  cual  entonces  llegó  á  tarto,  que 
aun  hasta  los  vestidos  de  cautivos  nos  quitaran  si  de  algún  provecho  les 
fueran;  y  hubo  parecer  entre  ellos  de  que  á  todos  nos  arrojasen  á  la 
mar,  envueltos  en  una  vela;  porque  tenían  intención  de  tratar  en  algu- 
nos puertos  de  Es])afla,  con  nombre  de  que  eran  bretones;  y  si  nos  lle- 
vaban vivos,  serían  castigados,  siendo  descubierto  su  hurto.  Mas  el  ca- 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XLI  333 

l>it;in,  que  era  el  que  había  despojado  á  mi  (juerida  Zoraida,  dijo  que  él 
se  contentaba  con  la  presa  que  tenía,  y  (¡ue  no  (juería  tocar  en  ninírún 
puerto  de  Es})afuu  sino  irse  lueu'o  al  Océano  y])asarel  estre.-ho  de  Gi- 
Í)raltar  de  noche  ó  como  pudiese,  hasta  La  Rochela,  de  donde  había  sa- 
lido; y  así  tomaron  por  acuerdo  de  darnos  el  esquile  de  su  navio  y  todo 
lo  necesario  j)ara  la  corta  naveí^ación  que  nos  quedaba,  como  lo  hicie- 
ron otro  día,  ya  á  vista  de  tierra  de  España,  con  la  cual  vista  y  ale.uría 
todas  nuestras  pesadumbres  y  pobrezas  se  nos  olvidaron  de  todo  punto, 
como  si  propiamente  no  hubieran  pasado  por  nosotros;  ¡tanto  es  el  gusto 
de  alcanzar  la  libertad  j>erdida! 

>  Cerca  de  mediodía  podría  ser  cuando  nos  echaron  en  la  barca,  dán- 
donos dos  barriles  de  agua  y  algún  bizcocho;  y  el  capitán,  m(  vido  no 
s(''  do  (jué  misericordia,  al  embarcarse  la  hermosísima  Zoraida  le  dio 
hasta  cuarenta  escudos  de  oro,  y  no  consiatió  (pie  le  quitasen  sus  solda- 
dos estos  mesmos  vestidos  que  ahora  tiene  puestos.  Entramos  en  el  ba- 
jel, dímosles  las  gracias  por  el  bien  (pie  nos  hacían,  mostrándonos  más 
agradecidos  ({ue  (¡uejosos:  ellos  se  hicieron  á  lo  largo,  siguiendo  la  de- 
rrota del  Estrecho;  nosotros,  sin  mirar  á  otro  norte  (jue  a  la  tierra  (jue 
se  nos  mostraba  delante,  nos  dimos  tanta  priesa  á  bogar,  que  al  poner 
del  sol  estábamos  tan  cerca,  que  bien  pudiéramos,  á  imestro  parecer, 
llegar  anees  que  fuera  muy  de  noche;  pero" por  lio  parecer  en  aquella 
noche  la  Luna  y  el  cielo  mostrarse  escuro,  y  ])or  ignorar  el  y>araje  en  que 
estábamos,  no  nos  pareci(')  co.sa  segura  end^estir  en  tierra,  como  á  mu- 
chos de  nosotros  les  parecía,  diciendo  (pie  diésemos  en  ella,  aun(|ue 
fuese  en  unas  peñas  y  lejos  de  poblado,  porque  así  aseguraríamos  el  te- 
mor, que  de  razí'm  se  debía  tener,  que  por  allí  anduviesen  bajeles  de  co- 
sarios de  Tetuán,  los  cuales  anochecen  en  Berbería  y  amanecen  en  las 
costas  de  España,  y  hacen  de  ordinario  presa,  y  se  vuelven  á  dormir  á 
sus  casas;  pero,  de  los  contrarios  pareceres,  el  que  se  tomó  fué,  que  nos 
llegásemos  poco  á  poco,  y  que  si  el  sosiego  del  mar  lo  (•f>n(edi(-<<',  des- 
embarcásemos donde  pudiésemos 

»Hízo.se  así,  y  poco  antes  de  la  media  noche  sena  cuando  llegamos 
al  pie  de  una  disformísima  y  alta  montaña,  no  tan  junto  al  mar,  que  no 
conc(  diese  un  i)oc)  de  espacio  para  ])oder  desembarcar  cómodamente. 
Embestimos  en  la  arena,  salimos  todos  á  tierra,  besamos  el  suelo,  y  con 
lágrimas  de  dulcísimo  contento,  dimos  todcs  gracias  á  Dios,  tíeñor 
nuestro,  por  el  bien  tan  incom]»arable  que  nos  había  hecho  en  nuestro 
viaje;  sacamos  de  la  barca  los  bastimentos  (|ue  tenía,  tirámosla  en  tie- 
rra y  subimos  un  grandísimo  trecho  en  la  montaña;  porque  aun  allí  es- 
tábamos, y  aún  no  podíamos  asegurar  el  pecho  ni  acabábamos  de  creer 
([ue  era  ti(  rra  de  cristianos  la  que  ya  nos  sostenía. 

>  Amaneció  más  tarde,  á  mi  parecer,  de  lo  c[ue  quisiéramos;  acaba- 
mos de  subir  toda  la  mor  taña.  [)or  ver  si  desde  allí  algún  poblado  se 
descubría  ó  algunas  cabanas  de  pastores;  pero,  aunque  más  tendimos 
la  vista,  ni  poblado,  ni  persona,  ni  senda  ni  camino  descubrimos.  Con 
todo  i  sto  determinamos  de  entrarnos  la  tierra  adentro,  pues  no  podría 
ser  menos  sino  que  y)resto  descubriésemos  quien  nos  diese  noticia  della; 


334  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


pero  lo  que  á  mí  más  me  fatigaba  era  el  ver  ir  á  pie  á  Zoraida  por  aque- 
llas asperezas;  que,  puesto  que  alguna  vez  la  puse  sobre  mis  hombros, 
más  le  cansaba  á  ella  mi  cansancio  que  la  reposaba  su  reposo,  y  así 
nunca  más  quiso  que  yo  aquel  trabajo  tomase;  y  con  mucha  paciencia 
y  muestras  de  alegría,  llevándola  yo  siempre  de  la  mano,  poco  menos 
de  un  cuarto  de  legua  debíamos  de  haber  andado,  cuando  llegó  á  nues- 
tros oídos  el  son  de  una  pequeña  esquila,  señal  clara  que  por  allí  cerca 
había  ganado;  y  mirando  todos  con  atención  si  alguno  se  parecía,  vimos 
al  pie  de  un  alcornoque  un  pastor  mozo,  c{ue  con  grande  reposo  y  des 
cuido  estaba  labrando  un  palo  con  un  cuchillo. 

» Dimos  voces,  y  él,  alzando  la  cabeza,  se  puso  ligeramente  en  ¡tic, 
y,  á  lo  que  después  su})imos,  los  primeros  que  á  la  vista  se  le  ofrecieron 
fueron  el  Renegado  y  Zoraida,  y  como  él  los  vio  en  hábito  de  moros, 
pensó  que  todos  los  de  la  Berbería  estaban  sobre  él,  y  inetiéndose  con 
extraña  ligereza  por  el  bosque  adelante,  comenzó  á  dar  los  mayores 
gritos  del  mundo,  diciendo:  ¡Moros!  ¡Moros  hay  en  la  tierra!  ¡Alores, 
moros!  ¡Arma,  arma!» 

»Con  estas  voces  quedamos  todos  confusos  y  no  sainamos  qué  ha- 
cernos; pero  considerando  que  las  voces  del  pastor  habían  de  alborotar 
la  tierra,  y  que  la  caballería  de  la  costa  había  de  venir  luego  á  ver  lo 
que  era,  acordamos  que  el  Renegado  se  desnudase  las  ropas  de  turco  y 
se  vistiese  un  gileco  ó  casaca  de  cautivo,  que  uno  de  nosotros  le  dio 
luego,  aunque  se  quedó  en  camisa;  y  así,  encomendándonos  á  Dios, 
fuimos  por  el  mismo  camino  que  vimos  que  el  pastor  llevaba,  esperan- 
do siempre  cuándo  había  de  dar  sobre  nosotros  la  caballería  de  la  costa; 
y  no  nos  engañó  nuestro  pensamiento,  porque  aún  no  habrían  pasado 
dos  horas,  cuando,  habiendo  ya  sahdo  de  aquellas  malezas  á  un  llano, 
descubrimos  hasta  cincuenta  caballeros  que  (;on  gran  ligereza,  corrien- 
do á  media  rienda,  á  nosotros  se  venían;  y  así  como  los  vimos,  nos  estu- 
vimos quedes  aguardándolos;  pero  como  ellos  llegaron  y  vieron,  en  lu- 
gar de  los  moros  que  buscaban,  tanto  pobre  cristiano,  quedaron  confu- 
sos, y  uno  dellos  nos  preguntó  si  éramos  nosotros  acaso  la  ocasión  por 
que  un  pastor  había  apelhdado  al  arma. 

»Sí,  dije  yo;  y  queriendo  comenzar  á  decirle  mi  suceso,  y  de  dónde 
veníamos  y  quién  éramos,  uno  de  los  cristianos  que  con  nosotros  venían 
conoció  al  jinete  que  nos  había  hecho  la  pregunta,  y  dijo,  sin  dejarme 
á  mí  decir  más  palabra:  «¡Gracias  sean  dadas  á  Dios,  señores,  que  á  tan 
buena  parte  nos  ha  conducido!  Porque,  si  yo  no  me  engaño,  la  tierra 
que  pisamos  es  la  de  Vélez  Málaga,  si  ya  los  años  de  mi  cautiverio  ne 
me  han  quitado  de  la  memoria  el  acordarme  que  vos,  señor,  que  nos 
pregunt&is  quién  somos,  sois  Pedro  de  Eustamante,  tío  mío». 

» Apenas  hubo  dicho  esto  el  cristiano  cautivo,  cuando  el  jinete  se 
arrojó  del  caballo  y  vino  á  abrazar  al  mozo,  diciéndole:  «¡Sobrino  de 
mi  alma  y  de  mi  vida!  Ya  te  conozco  y  ya  te  he  llorado  por  muerto  yo. 
mi  hermana,  tu  madre  y  todos  los  tu^^os,  que  aún  viven;  que  Dios  ha 
sido  servido  de  darles  vida  para  que  gocen  el  placer  de  verte.  Ya  sabía- 
mos que  estabas  en  Argel,  y  por  las  señales  y  muestras  de  tus  vestidos 


PARTE    trímera. CAPITULO    XLI  3)35 

y  las  de  todos  los  desta  compañía,  comprendo  que  habéis  tenido  mila- 
grosa libertad. » 

^> — Así  es,  respondió  el  mozo,  y  tiempo  nos  quedará  para  contároslo 
todo. 

» Luego  que  los  jinetes  entendieron  que  éramos  cristianos  cautivos, 
se  apearon  de  sus  caballos,  y  cada  uno  nos  convidada  con  el  suyo  para 
llevarnos  á  la  ciudad  deVélez  Málaga,  que  legua  y  media  de  allí  estaba.: 
.\lgunus  dellos  volvieron  á  llevar  la  barca  ú  la  ciudad,  diciéndoles 
lónde  la  habíamos  dejado;  otros  los  subieron  á  las  ancas,  y  Zoraida 
fué  en  las  del  caballo  del  tío  del  cristianí ;  saliónos  á  recebir  todo  el 
[tueblo;  que  ya  de  alguno  que  se  había  adelantado  sabía  la  nueva  d- 
nuestra  venida.  No  se  admiraban  de  ver  cautivos  libres  ni  moros  cauti- 
vos, porque  toda  la  gente  de  acpiella  costa  está  hecha  á  ver  á  los  uno.'«- 
V  á  los  otros;  pero  admii'ábanse  de  la  hermosura  de  Zoraida,  la  cual  en 
iquel  instante  y  sazón  estaba  en  su  punto,  ansí  con  el  cansancio  del 
jamino,  como  con  la  alegría  de  verse  ya  en  tierra  de  cristianos,  si:) 
■¡obresalto  de  perderse;  y  esto  le  había  sacado  al  rostro  tales  colore.^, 
[ue,  si  no  es  qué  la  afición  entonces  me  engañaba,  osara  decir  que 
nás  hermo.sa  criatura  no  había  en  el  mund(\  á  lo  menos  que  yo  la  hu- 
ñese  visto. 

» Fuimos  derechos  á  la  iglesia,  á  dar  gracias  á  Dios  por  la  merc(>;l 
•ecebida;  y  así  como  en  ella  entró  Zoraida,  dijo  que  allí  había  rostros 
pie  se  parecían  á  los  de  Lela  Marién.  Dij írnosle  que  eran  imágene.- 
uiyas,  y  como  mejor  se  pudo,  le  dio  el  Renegado  á  entender  lo  que 
■igniñcaban,  para  c[ue  ella  las  adorase  como  si  verdaderamente  fuera 
;ada  una  de  ellas  la  misma  Lela  Marién  que  la  había  hablado.  Ella, 
[ue  tiene  buen  entendimiento  y  un  natural  fácil  y  claro,  entendió  luego 
•uanto  acerca  de  las  imágenes  se  le  dijo.  Desde  allí  nos  llevaron  y  rc- 
)artieron  á  todos  en  diferentes  casas  del  pueblo;  pero  al  Renegado, 
-Zoraida  y  á  mí  nos  llevó  el  cristiano  que  vino  con  nosotros  en  casa  de 
US  padres,  que  medianamente  eran  acomodados  de  los  bienes  de  for- 
una,  y  nos  regalaron  con  tanto  amor  como  á  su  mismo  hijo. 

>Seis  días  estuvimos  en  Vélez,  al  cabo  de  los  cuales  el  Renegado, 
lecha  su  información  de  cuanto  le  convenía,  se  fué  á  la  ciudad  de 
Ti-anada  á  reducirse,  por  medio  de  la  santa  Inquisición,  al  gremio 
antísimo  de  la  Iglesia;  los  demás  cristianos  libertados  se  fueron  cada 
mo  donde  mejor  le  pareció.  Solos  quedamos  Zoraida  y  yo,  con  solos 
os  escudos  que  la  cortesía  del  francés  le  dio  á  Zoraida,  de  los  cuales 
•ompré  este  animal  en  que  ella  viene;  y  sirviéndola  yo  hasta  agora  de 
)adre  y  escudero,  y  no  de  esposo,  vamos  con  intención  de  ver  si  mi 
)adre  es  vivo,  ó  si  alguno  de  mis  hermanos  ha  tenido  más  próspera 
"ortuna  que  la  mía;  puesto  que,  por  haberme  hecho  el  cielo  compa- 
íero  de  Zoraida,  me  parece  que  ninguna  otra  suerte  me  pudiera  venir, 
)or  buena  que  fuera,  que  más  la  estimara.  La  paciencia  con  que  Zorai- 
la  lleva  las  incomodidades  que  la  pobreza  trae  consigo,  y  el  deseo  que 
nuestra  tener  de  verse  ya  cristiana,  es  tanto  y  tal,  que  me  admira  y  me 
nueve  á  servirla  todo  el  tiempo  de  mi  vida;  puesto  que  el  gusto  que 
B.  P.— XX  2;;$ 


336  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANOHA 


tenoo  de  verme  suvo  v  de  que  ella  sea  mía,  me  le  turba  y  deshace  no 
saber  si  hallaré  en' mi  tierra  algún  rincón  donde  recogella.  y  si  habrán 
hecho  el  tiempo  v  la  muerte  tal  mudan/a  en  la  hacienda  y  vida  de  mi 
padre  y  hermanos,  que  apenas  halle  (iiiicn  me  conozca,  si  ellos  taltan. 
No  tengo  más,  señores,  que  deciros  de  mi  historin.  la  cual,  si  es  agra- 
dable V  peregrina,  júzguenlo  vuestros  buenos  entendimientos:  que  de 
mí  sé  decir  que  quisieía  habérosla  contado  mas  brevemente;  puesto  que 
el  temor  de  enfadaros,  más  de  cuatn.  circunstancias  me  ha  quitado  de 
la  lengua.' 


CAriTl'LO    XLU 

Que  trata  do  h  c¡iis  además  sucedió  fin  li  venta,  y  do  otras  muchas  cosas 

dignas  de  saberse. 


.ALLÓ,  cii  dieieiidw  esto,  el  (aulivo,  a  quien  tiou  Fenumdn  dijo: 
«Por  cierto,  señor  capitán,  el  modo  con  que  habéis  contado 
\¿^  este  extraño  suceso  lia  sido  tal,  que  iü;uala  á  la  novedad  y  cx- 
V5)  trañeza  del  mcsmo  caso:  todo  es  peregrino  y  raro,  y  lleno  de 
accidentes  que  maravillan  y  suspenden  á  quien  los  oye;  y  es  de  tal  ma- 
nera el  gusto  que  liemos  recebido  en  cscuchalle,  que,  aunque  nos  ha- 
llara el  día  de  mañana  entretenidos  en  el  mesmo  cuento,  holgáranos 
que  de  nuevo  se  comenzara.  -  Y  en  diciendo  esto.  Cárdenlo  y  todos  los 
demás  se  le  ofrecieron  con  todo  lo  á  ellos  posible  para  servirle,  con  pa 
labras  y  razones  tan  amorosas  y  tan  verdaderas,  que  el  capitán  se  tvivo 
])or  bien  satisfecho  de  sus  voluntades.  Especialmente  le  ofreció  don 
Fernando  que  si  quería  volverse  con  él,  que  él  haría  que  el  Marqués, 
su  hermano,  fuese  [¡adrino  del  bautismo  de  Zoraida,  y  que  él,  por  su 
parte,  le  acomodaría  de  manera  que  pudiese  entrar  en  su  tierra  con  el 
autoridad  y  cómodo  que  á  su  persona  se  debía.  Todo  lo  agradeció  cor- 
tesísimamente  el  ('autivo;  pero  no  ([uiso  acetar  ninguno  de  sus  libera- 
les ofrecimientos. 

En  efcto  llegaba  ya  la  media  noche,  y  al  mediar  della  llegó  á  la  ven- 
ta un  coche  con  algunos  liombres  de  á  caballo,  y  pidieron  posada;  ji 
quien  la  ventera  respondió  que  no  había  en  toda  la  venta  un  palmo 
desocupado. 


;jo8  DON    QUIJOTE    DE    LA    3IAÍÍCHA 


«Pues,  aunque  eso  sea,  dijo  uno  de  los  de  á  caballo  que  habían  en- 
trado, no  ha  de  faltar  para  el  señor  oidor  que  aquí  viene. » 

A  este  nombre  se  turbó  la  huéspeda,  y  dijo:  «Señor,  lo  que  en  ello 
hay  es  que  no  tengo  camas;  si  es  que  su  merced  del  señor  oidor  la 
trae  (que  sí  debe  de  traer),  entre  en  buen  hora;  que  3-0  y  mi  marido  no- 
saldremos  de  nuestro  aposento  por  acomodar  a  su  merced,  -^y 

— Sea  en  buen  hora,  dijo  el  escudero;  pero  á  este  tiempo  ya  había 
salido  del  coclie  un  hombre,  que  en  el  traje  mostró  luego  el  oficio  y 
cargo  que  tenía,  porcpe  la  ropa  luenga,  con  las  niangas  arrocadas  que 
vestía,  mostraron  ser  oidor,  como  su  criado  había  dicho.  Traía  de  la 
mano  á  mía  doncella,  al  parecer  de  hasta  diez  y  seis  años,  vestida  de 
camino,  tan  bizarra,  tan  hermosa  y  tan  gallarda,  que  :l  todos  puso  en 
admiración  su  vista;  de  suerte  que,  á  no  haber  visto  á  Dorotea  y  á  Lus- 
cinda  y  Zoraida,  que  en  la  venta  estaban,  creyeran  fiue  otra  tal  hermo- 
sura como  la  desta  doncella  difícilmente  pudiera  hallarse. 

Hallóse  Don  Quijote  al  entrar  del  oidor  y  de  la  doncella,  y  así  eunn> 
le  vio,  dijo:  «Seguramente  puede  vuestra  merced  entrar  y  espaciarse  en 
este  castillo,  que,  aunque  es  estrecho  y  mal  acomodado,  no  hay  estro 
cheza  ni  incomodidad  en  el  mundo  que  no  dé  lugar  á  las  armas  y  á  las 
letras,  y  más  si  las  armas  y  letras  traen  por  guía  y  adalid  á  la  fermosu 
ra,  como  la  traen  las  letras  de  vuestra  merced  en  esta  fermosa  donce- 
lla, á  quien  deben,  no  sólo  abrirse  y  manifestarse  los  castillos,  sino 
a])artarse  los  riscos  y  dividirse  y  abajarse  las  montañas,  para  dalle  aco- 
gida. Entre  vuestra  merced,  digo,  en  este  paraíso;  que  aquí  hallará  es- 
trellas y  soles  que  acompañen  el  cielo  que  vuestra  merced  trae  consi- 
go; aquí  hallará  las  armas  en  su  punto  y  la  hermosura  en  su  extremo.  > 

Admirado  quedó  el  oidor  del  razonamiento  de  Don  Quijote,  á  quien 
se  puso  á  mirar  muy  de  propósito,  y  no  menos  le  admiraba  su  talle  qu<' 
sus  palabras;  y  sin  hallar  ninguna  con  que  respondelle,  se  tornó  á  ad- 
mirar de  nuevo  cuando  vio  delante  de  sí  á  Luscinda,  Dorotea  y  Zorai 
dá,  que,  á  la^  nuevas  de  los  nuevos  huéspedes  y  á  las  que  la  ventera 
les  había  dado  de  la  hermosura  de  la  doncella,  habían  venido  á  verla  \ 
á  recebirla;  pero  don  Fernando,  Cárdenlo  y  el  Cura  le  hicieron  más  lla- 
nos y  más  cortesanos  ofrecimientos.   En  'efeto,  el  señor  oidor  entró 
confuso,  así  de  lo  que  veía,  como  de  lo  que  escuchaba,  y  las  hermosas 
'de  la  venta  dieron  la  bienllegada  á' la  hermosa  doncella.  En  resolución, 
bien  ecJió'de  ver  el  oidor  que'  era  gente  principal  toda  la  qué  allí  esta 
,ba;'-pero  eí  talle,  visaje  y  apostura  "de  Don  Quijote  le  desatdnaba;  y  ha- 
biendo pasado  entre  todos  corteses  ofrecimientos,  y  tanteado  la  conio- 
Vlicíáít  de  la  venta   se  ordenó  lo   que  antes  estaba  ordenado:  que  todas 
las  mujeres  sc'éhirasen  en  el  camaranchón  ya  referido,  y  que  los  hom- 
bres sé  quedasen  fu'éi-a,  coino  eli  su  guarda;  y  aSí,  fué  contento  eloi 
dor  que  su  hija,  Cjue  ei^a  la  doncella,   se  fuese  con  aquéllas  séñótós:  !<• 
que  ella  Iiizó  de  nmy'btiena  gáná;  y  óon  pahe  déla,  estrechí),  caihá  del 
ventero  y  con  la  mitad"  ríe  la, que  el  oidor Má,  se  aCbtóodarÓA 
nocfíe  mejor  de  lo  que  pehsáDan.  '  '     '       '    ''    '^'  '     . ; 

P'l  Cautivo,  que  desde  el  punto   que  vio  al  oidor  le  dio. salios  el  co 


PARTE    PRIMERA. 


-CAPÍTULO    XLII  33ÍI 


nv/Ám  y  barruntos  de  que  aquel  era  su  hermano,  pret^untó  ii  uno  de  los 
criados  que  con  él  venían  que  cómo  se  llamaba  y  si  sabía  de  que 
tierra  era.  El  criado  le  respondió  que  se  llamaba  el  licenciado  Juan 
Pérez  de  Viedma,  y  que  había  oído  decir  que  era  de  un  lugar  de  las 
montañas  de  León.  Con  esta  relación  y  con  lo  que  él  había  visto,  se 
acabó  de  confirmar  de  que  aquel  era  su  hermano,  c^ue  había  seguido 
las  letras  ])or  consejo  de  su  padre;  y  alborotado  y  contento,  llamando 
aparte  á  don  I'ernando.  á  Cárdenlo  y  al  Cura,  les  contó  lo  que  pasaba, 
certificándoles  que  aquel  oidor  era  su  hermano.  Habíale  diclio  también 
el  criado  cómo  iba  proveído  por  oidor  á  las  Indias,  en  la  audiencia  de 
Méjico;  supo  también  cómo  aquella  doncella  era  su  hija,  de  cuyo  parto 
había  muerto  su  madre,  y  que  él  había  quedado  muy  rico  con  el  dote 
([ue  con  la  hija  se  le  quedó  en  casa,  lidióles  consejo  qué  modo  tendría 
para  descubrirse,  ó  para  conocer  primero  si,  después  de  descubierto,  su 
liermano,  por  verle  pobre,  se  afrentaría,  ó  le  receliiría  con  buenas  en 
t  rañas. 

—Déjeseme  á  mí  el  hacer  esa  exi>eriencia,  dijo  el  Cura:  cuanto  más, 
<|ue  no  liay  pensar  sino  que  vos,  señor  capitán,  seréis  muy  bien  rece 
Itido;  porque  el  valor  y  prudencia  que  en  su  buen  parecer  desculnv 
vuestro  hermano,  no  da  indicios  de  ser  arrogante  ni  desconocido,  ni 
<|ue  no  ha  de  saber  poner  los  casos  de  la  fortuna  en  su  punto. 

— Con  todo  eso,  dijo  el  capitán,  yo  querría  no  de  improviso,  sino  i)or 
rodeos,  dármele  á  conocer. 

— Ya  os  digo,  respondió  el  Cura,  que  yo  lo  trazaré  de  modo  que  to- 
dos quedemos  satisfechos. 

Ya  en  esto,  estaba  aderezada  la  cena  })ara  el  oidor  y  su  hija,  y  los 
dos  se  sentaron  á  la  mesa;  el  Cautivo  se  desvió  á  un  lado,  y  las  señoras 
se  retiraron  á  su  aposento.  En  la  mitad  de  la  cena  dijo  el  Cura:  <  Del 
niesmo  nombre  de  vuestra  merced,  señor  oidor,  tuve  yo  una  camarada 
en  Constantinopla,  donde  estuve  cautivo  algunos  años,  la  cual  camara- 
da era  uno  de  los  más  valientes  soldados  y  capitanes  que  había  en  toda 
la  infantería  cs])añola;  i)ero  t^nto  cuanto  tenía  de  esforzado  y  valeroso, 
tenía  de  desdichado.;^ 

— ¿Y  cómo  se  llamaba  ese  capitán,  señor  mío?,  preguntó  el  oidor. 

— Llamábase,  respondió  el  Cura,  Rui  Pérez  de  Viedma,  y  era 
natural  de  un  lugar  de  las  montañas  de  León;  el  cual  me  contó  un 
caso  que  á  su  padre  con  sus  hermanos  le  había  sucedido,  que,  á  no 
contármelo  un  hombre  tan  verdadero  como  él,  lo  tuviera  por  conseja 
de  aquellas  que  las  viejas  cuentan  en  invierno  al  fuego;  porque  me 
dijo  que  su  padre  había  dividido  su  hacienda  entre  tres  hijos  que 
tenía,  y  les  había  dado  ciertos  consejos,  mejores  que  los  de  Catón;  y 
sé  yo  decir  que  el  que  él  escogió,  de  venir  á  la  guerra,  le  había  suce 
ílido  tan  bien,  que  en  pocos  años,  por  su  valor  y  esfuerzo,  sin  otro 
l»razo  que  el  de  su  mucha  virtud,  subió  á  ser  capitán  de  infantería,  y 
á  verse  en  camino  y  predicamento  de  ser  presto  maestre  de  campo; 
l)ero  fuéle  la  fortuna  contraria,  pues  donde  la  pudiera  esperar  y  tener 
buena,  allí  la  perdió,  con  perder  la  libertad  en  la  felicísima  jornada 


;54U  DON  QUIJOTE  DE    LA  MANCHA 

donde  tantos  la  cobraron,  que  fué  en  la  batalla  de  Lepanto;  yo  la  perdí 
en  la  (xoleta,  y  después,  por  diferentes  sucesos,  nos  hallamos  camara- 
das  en  Constantinopla.  Desde  allí  vino  á  Arí2;el,  donde  sé  que  le  sucedi(') 
uno  de  los  más  extraños  casos  que  en  el  mundo  han  sucedido. 

De  aquí  fué  prosiguiendo  el  Cura,  y  con  brevedad  sucinta  contó  1<> 
que  con  Zoraida  á  su  hermano  había  sucedido;  á  todo  lo  cual  estábil 
tan  atento  el  oidor,  que  ninguna  vez  había  sido  tan  oidor  como  enton- 
c-es.  Sólo  llegó  el  Cura  al  punto  de  cuando  los  franceses  despojaron  ;i 
los  cristianos  que  en  la  barca  venían,  y  la  pobreza  y  necesidad  en  que 
su  camarada  y  la  hermosa  mora  habían  quedado;  de  los  cuales  no  ba- 
ldía sabido  en  qué  habían  parado,  ni  si  hal)!an  llegado  a  España,  ó  llc- 
vádolos  los  franceses  á  Francia. 

Todo  lo  que  el  Cura  decía  estalla  escucliando,  algo  de  allí  desviado, 
el  capitán,  y  notaba  todos  los  movimientos  que  su  hermano  hacía;  el 
cual,  viendo  que  ya  el  Cura  había  llegado  al  fin  de  su  cuento,  dando 
un  grande  suspiro  y  llenándosele  los  ojos  de  agua,  dijo:  «¡Oh  señor,  si 
supiésedes  las  nuevas  que  me  habéis  contado  y  cómo  me  tocan  tan  en 
])a]-te,  que  me  es  forzoso  dar  cuenta  dello  con  estas  lágrimas  que. 
contra  toda  mi  discreción  y  recato,  me  salen  por  los  ojos!  Ese  capitán 
tan  valeroso  que  decís,  es  mi  mayor  hermano,  el  cual,  como  más  fuerte 
y  de  más  altos  pensamientos  que  yo  ni  otro  hermano  menor  mío.  esco 
gió  el  honroso  y  digno  ejercicio  de  la  guerra,  que  fué  uno  de  los  tres 
caminos  que  nuestro  padre  nos  propuso,  según  os  dijo  vuestro  cama 
rada  en  la  conseja  que,  á  vuestro  parecer,  le  oistes.  Yo  seguí  el  de  las 
letras,  en  las  cuales  Dios  y  mi  diligencia  me  han  ])uesto  en  el  grado 
que  me  veis.  Mi  menor  hermano  está  en  el  Pirú,  tan  rico,  que  con  lo 
({ue  ha  enviado  á  mi  padre  y  á  mí,  ha  satisfecho  bien  la  parte  que  ('1 
se  llevó,  y  aun  dado  á  las  manos  de  mi  padre  con  que  poder  hartar  su 
liberalidad  natural,  y  yo  ansimesmo  he  podido  con  más  decencia  y  au 
toridad  tratarme  en  mis  estudios  y  llegar  al  puesto  en  que  me  veo. 
\'ive  aún  mi  padre,  muriendo  con  el  deseo  de  saber  de  su  hijo  mayor. 
V  pide  á  Dios  con  continuas  oraciones  no  cierre  la  muerte  sus  ojos 
liasta  que  él  vea  con  vida  los  de  su  hijo;  del  cual  me  maravillo,  siendo 
tan  discreto,  cómo  en  tantos  trabajos  y  aflicciones  ó  prósperos  suceso- 
se  haya  descuidado  de  dar  noticia  de  sí  á  su  padre:  cpie  si  él  lo  supic 
ra,  ó  alguno  de  nosotros,  no  tuviera  necesida'd  de  aguardar  al  milagro 
de  la  caña  para  alcanzar  su  rescate.  Pero  de  lo  que  yo  agora  me  las! i 
mo  es  de  pensar  si  aquellos  franceses  no  le  habrán  dado  libertad,  ó  le 
habrán  muerto  por  encubrir  su  hurto.  Esta  duda  hará  que  yo  prosiga 
mi  viaje,  no  con  aquel  contento  con  que  lo  comencé,  sino  con  toda  me- 
lancolía y  tristeza.  ¡Oh  buen  hermano  mío,  y  quiéii  supiera  agora 
dónde  estás,  que  yo  te  fuera  á  buscar  y  á  hbrar  de  tus  trabajos,  aun- 
({ue  fuei'a  á  costa  de  los  míos!  ¡Oh;  quién  llevara  nuevas  á  nuestro 
viejo  padre  de  que  temas  vida,  aunque  estuvieras  en  las  mazmorras 
más  escondidas  de  Berbería!  Que  de  allí  te  sacaran  sus  riquezas,  las  de 
mi  hermano  v  las  mías.  ¡Oh  Zoraida  hermosa  y  liberal;  quién  pudiera 
pagar  el  biei'i  que  á  mi  hermano  hiciste!  ¡Quién  pudiera  hallarse  al 


PARTE    l'RIMEUA.  —  CAl'ÍTULO    XLII  'MI 


•eiuicer  de  tu  alma  y  á  lavS  bodas,  (jue  tanto  j^usto  ii  todos  nos  dieran!» 
Kstas  y  otras  semejantes  palaí)ras  decía  el  oidor,  lleno  de  tanta 
•ompasión  con  las  nuevas  que  de  su  hermano  le  lial)ían  dado,  (|ue  to- 
los los  que  le  oían  le  a(om})añaban  en  dar  muestras  del  sentimiento 
lue  tenían  de  su  lástima.  Viendo,  pues,  el  Cura  (jue  tan  bien  había  su- 
ido con  su  intención  y  con  lo  que  deseaba  el  (íupitán.  no  quiso  tener- 
os á  todos  más  tiempo  tristes,  y  así,  se  levantó  de  la  mesa,  y  entrando 
londe  estaba  Zorai  la.  la  tomo  por  la  mano,  y  tras  ella  se  vinieron  Lus- 
inda  y  Dorotea.  Kstal)a  esperando  el  capitán  á  ver  loque  el  (-ura  que- 
ía  hacer,  que  fué  que,  tomándole  á  él  asimismo  de  la  otra  mano,  con 
•ntrambos  á  dos  se  fué  donde  el  oidor  y  su  hija  y  los  demás  caballeros 
'staban.  y  dijo:  Cesen,  señor  oidoi'.  vuestras  lágrimas,  y  cólmese  vues- 
ro  d(;seo  de  todo  el  bien  que  acertare  á  desearse.  [>ues  tenéis  delante  ii 
.uestro  buen  hermano  y  á  vuestra  buena  cuñada.  Kste  que  aquí  veis  es 
íl  capitán  Viedma,  y  esta  la  hermosa  mora  que  tanto  bien  le  liizo;  l<js 
ranceses  que  os  dije  los  pusieron  en  la  estreche/.a  que  veis,  para  que 
v'os  mostréis  la  liberalidad  de  vuestro  buen  pecho. 

Acudió  el  caoitán  á  al)razar  á  su  hermano,  y  él  le  i)U£o  ambas  ma 
IOS  en  los  pechos,  por  mirarle  al.u,()  más  apartado;  mas  cuando  le  acabó 
•'le  conocer,  le  abrazó  tan  estrechamente,  derramando  tan  tiernas  lá^^ri- 
ñas  de  contento,  que  los  más  de  los  que  presentes  estaban  le  hubieron 
ie  acompañar  en  ellas.  Las  palabras  (pie  entrambos  hermanos  se  dije- 
'on,  los  sentimientos  que  mostraion  apenas  creo  tpic  itueden  pensarse, 
cuanto  más  escribirse. 

Allí  en  breves  razones  se  dieron  cuenta  de  sus  sucesos,  allí  mostra- 
r.'ou  puesta  en  su  punto  la  buena  amistad  de  los  dos  hermanos,  allí 
abrazó  el  oidor  á  Zoraida.  allí  la  ofreci(')  su  hacienda,  allí  hizo  que  la 
abrazase  su  hija,  allí  la  cristiana  hermosa  y  la  mora  hermosísima  reno- 
v'aron  las  lágrimas  de  todos.  Allí  Don  Quijote  estaba  atento,  sin  hablar 
.palabra,  con.siderando  estos  tan  extraños  sucesos,  atribuyéndolos  todos 
¡ti  quimeras  de  la  andante  caballciía.  Allí  concertaron  que  el  capitán  y 
¡//íoraida  se  volviesen  con  su  hermano  á  Sevilla  y  avisasen  á  su  padre 
'  le  su  hallazgo  y  libertad,  para  que,  como  pudiese,  viniese  á  hallarse 
en  las  bodas  y  bautismos  de  Zoraida,  })or  no  le  ser  al  oidor  posible  de- 
jar el  camino  que  llevaba,  á  causa  de  tener  nueyas  que  de  allí  á  un  mes 
partía  flota  de  Sevilla  á  la  Nutva  España,  y  fuérale  de  grande  incomo- 
didad perder  el  viaje.  En  resolución,  todos  qued&ron  contentos  y  ale- 
gres del  buen  suceso  del  Caudvo,  y  como  yd  la  noche  iba  casi  en  las 
dos  partes  de  su  jornada,  acordaron  de  recogerse  y  reposar  lo  que  de 
ella  les  quedaba.  Don  Quijote  se  ofreció  á  hacer  la  guardia  del  castillo, 
¡porque  de  algún  gigante  ü  otro  mal  andante  follón  no  fuesen  acometi- 
dos, codiciosos  del  gran  tesoro  de  hermosura  que  en  aquel  castillo  se 
'( ncerraba.  Agradeciéronselo  los  que  le  conocían,  y  dieron  al  oidor  cuen- 
ta del  humor  extraño  de  Don  (Quijote,  de  que  no  poco  gusto  recibió. 
■Sólo  Sancho  Panza  se  desesperaba  con  la  tardanza  del  reco^^imiento,  y 
sólo  él  se  ací-modó  mejor  que  todos,  echándose  sobre  los  aparejos  de  su 
jumento,  que  le  costaron  tan  caros  como  adelante  se  dirá. 


342  DOIs     QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

Recogidas,  pues,  las  damas  en  su  estancia,  y  los  demás  acomodán- 
dose como  menos  mal  pudieron,  Don  Quijote  se  salió  fuera  de  la  venta 
á  hacer  la  centinela  del  castillo,  como  lo  había  prometido.  Sucedió,  pues, 
que,  faltando  poco  para  venir  el  alba,  llegó  á  los  oídos  de  las  damas  una 
voz  tan  entonada  y  tan  buena,  que  les  obligó  á  que  todas  le  prestasen 
atento  oídc ,  especialmente  Dorotea,  que  despierta  estaba,  á  cuyo  lado 
dormía  doña  Clara  de  Viedma,  que  así  se  llamaba  la  hija  del  oidor.  Na- 
die podía  imaginar  quién  era  la  perona  que  tan  bien  cantaba,  y  era 
una  voz  sola,  sin  que  la  acompañase  instrumento  alguno. 

Unas  veces  le  parecía  que  cantaban  en  el  patio,  otras  que  en  la  ca- 
balleriza, y  estando  en  esta  confusión  muy  atentas,  llegó  á  la  puerta  del 
aposento  Cárdenlo  y  dijo:  «Quien  no  duerma  escuche,  que  oirán  una 
voz  de  un  mozo  de  muías  que  de  tal  manera  canta  que  encanta.» 
— Ya  lo  oímos,  señor,  respondió  Dorotea. 
Y  con  esto  se  fué  Cárdenlo,  y  Dorotea,  poniendo  toda  la  atención 
posible,  entendió  que  lo  que  se  cantaba  era  esto: 


I 


d 


CAPITl'LO   XLIII 

Donde  5C  cuenta  la  agradable  histeria  del  mozo  de  muías,  con  otros  extraños 
acasciniientos  en  la  venta  sucedidos. 


■  Mariuero  soy  de  amor. 
V  eu  su  piélago  profundo 
Navego,  sin  esperanza 
De  llegar  ;í  puerto  alguno. 

-Siguiendo  voy  á  una  estrella 
Que  de.sde  lejos  descubro, 
Mas  bella  y  resplandeciente 
Que  cuantas  vio  Palinuro. 

Yo  no  sé  adunde  me  guia; 

así,  navego  confuso. 
KI  alma  á  mirarla  atenta, 
(.'uidadosa  y  con  descuido. 

Kecatos  imiiertinentes, 
Honestidad  contra  el  uso, 
Son  nubes  que  me  la  encubren 
Cuando  más  verla  jirocuro. 

»;Oh  clara  y  luciente  estrella 
En  cuya  lumbre  me  apuro! 
Al  punto  que  te  me  encubras, 
Será  de  mi  muerte  el  punto.  ■ 


Llegando  el  que  cantaba  á  este  punto,  le  pareció  á  Dorotea  que  no 
sería  bien  que  dejase  Clara  de  oir  una  tan  buena  voz;  y  así  movién- 
dola á  una  y  á  otra  parte,  la  despertó,  diciéndole:  «Perdóname,  niña, 
que  te  despierte,  pues  lo  hago  porque  gustes  de  oir  la  mejor  voz  que 
quizá  habrás  oído  en  toda  tu  vida. » 


'>44  DON    QUIJOTE    DK    LA    MANCHA 


Clara  despertó  toda  soñolienta,  y  de  la  primera  vez  no  entendió  lo 
que  Dorotea  le  decía,  y  húboselo  de  preguntar;  ella  se  lo  volvió  á  decir, 
por  lo  cual  estuvo  atenta  Clara;  pero  apenas  hubo  oído  dos  versos  (pie 
el  que  cantaba  iba  prosiguiendo,  cuando  le  tomó  un  temblor  tan  extra- 
ño, como  si  de  algún  grave  accidente  de  cuartana  estuviera  enferma, 
y  abrazándose  estrechamente  con  Dorotea,  le  dijo:  ¡Ay  señora  de  mi 
alma  y  de  mi  vida!  ¿Para  qué  me  despertastesV  Que  el  mayor  bien  que 
la.  fortuna  me  podía  hacer  por  ahora  era  tenerme  cerrados  los  ojos  y  los 
oídos  para  no  ver  ni  oir  á  ese  desdichado  músico. 

— ¿Qué  es  lo  que  dices,  niña?  Mira  que  dicen  (¡ue  el  (|ue  canta  es  un 
mozo  de  muías. 

— No  es  sino  señor  de  lugares,  respondió  Clara,  y  el  que  le  tiene  en 
mi  alma  con  tanta  seguridad,  que  si  él  no  quiere  dejalle,  no  le  sera 
quitado  eternamente. 

Admirada  quedó  Dorotea  de  las  sentidas  razones  de  la  muchacha. 
[>areciéndole  (|ue  se  aventajaban  en  mucho  á  la  discreci(^n  que  sus  pocos 
años  prometían,  y  así,  le  dijo:  Habláis  de  modo,  señora  Calara,  que  m» 
])uedo  entenderos:  declaraos  más  y  decidme,  ¿(¡ué  es  lo  que  decís  de 
alma  y  de  lugares,  y  deste  músico,  caya  voz  tan  inquieta  ostieneV  Pero 
no  me  digáis  nada  por  ahora;  que  no  quiero  perder,  por  acudir  á  vues- 
tro sobresalto,  el  gusto  que  recibo  de  oir  al  que  canta;  que  me  parece 
([ue  con  nuevos  versos  y  nuevo  tono  "torna  á  su  canto. 

Sea  en  buen  hora,  respondió  Clara  ;  y  por  no  oille,  se  tape')  con  las 
manos  entrambos  oídos,  de  lo  que  también  se  admiró  Dorotea;  la  cual, 
estando  atenta  á  lo  que  se  cantaba,  vio  que  proseguían  en  esta  manera:. 


Dulce  esperanza  uiía. 
Que,  rompiendo  inipo.sibles  .v  malezas, 
Sigues  firme  la  vía 
Que  tú  mesma  te  unges  y  aderezas, 
No  té  desmaye  el  verte 
Á  cada  paso  junto  al  de  tu  muerte. 

No  alcanzan  perezosos 
Honrados  triunfos  ni  vltoria  alguna, 
Ni  pueden  ser  dichosos 
Los  que,  no  contrastando  ;i  la  fortuna, 
Kntregan  desvalidos 
.\1  ocio  blando  todos  los  sentidos. 

■Que  amor  sus  glorias  venda 
Caras,  es  gran  razón  y  es  trato  justo. 
Pues  no  hay  más  rica  prenda 
Que  la  que  se  quilata  por  .su  gusto, 

Y  a;  cosa  maniücsta 

Que  no  es  de  e  ;tima  lo  que  poco  cuesta. 

Amorosas  porfías 
Tal  vez  alcanzan  iniíiosibles  cosas; 

Y  ansí,  aunque  con  las  mías 
Sigo  de  amor  las  más  dificultosas. 
No  por  eso  recelo 

De  no  alcanzar  desde  la  tierra  el  cielo. 


Aquí  dio  tin  la  voz,  y  principió  á  vivos  sollozos  Clara,  todo  lo  cual 
encendía  el  deseo  de  Dorotea,  que  de  seaba  saber  la  causa  de  tan  suave 
canto  y  de  tan  triste  lloro;  y  así.  le  volvió  á  preguntí>r  qué  era  lo  que 
le  quería  decir  denantes. 


PARTK    l'KIMEKA. CAPITULO     XLIII  345 


lOntoiices  C'lara,  temerosa  de  que  Lusciuda  no  la  oyese,  abrazando 

•strechaniente  á  Dorotea,  puso  su  boca  tan  junto  del  oído  de  Dorotea, 

[ue  seguramente  podía  hablar  sin   ser  de  otro   sentida,  y  así  le  dijo: 

Este  ([ue  canta,  señora  mía,  es  un   hijo  de  u;i  caballero,  natural  del 

eino  de  Aragón,  señor  de  dos  lugares,  el  cual  vivía  frontero  de  la  casa 

4e  mi  padre  en  la  corte;  y  aunque  mi   })adrc  tLMu'a  las  ventanas  de 

u  casa  con  lienzos  en  el  invierno  y  celosías  en   el   verano,  yo  no  sé  lo 

:(ue  fué  ni  lo  <(ue  no.  que  este  caballero,  que  andaba  al  estU'iio,  me  vi('). 

•li  sé  si  en  la  iglesia  ó  en  otra  parte;  finalmente,  él  se  enamoró  de  mí,  y 

-ne  lo  di(')  á  entender  desde  las  ventanas  de  su  casa  con  tantas  señas  y 

ion  tantas  lagrimas,  ([ue  yo   le   hube  de  creer,  y  aun  (pierer,  sin   sal)er 

ro  que  me  quería. 

*  Entre  las  señas  que  me  hacía  era  una  de  juntarse  la  una  mano  con 
tú,  otra,  dándome  á  entender  que  se  casaría  conmigo;  y  aunque  yo  me 
Holgaría  mucho  de  ([ue  ansí  fuera,  como  sola  y  sin  madre,  no  sabía 
'On  (}uién  comunicallo;  y  así,  lo  dejé  estar,  sin  dalle  otro  favor  si  no 
ira,  cuando  estaba  mi  padre  fuera  de  casa  y  el  suyo  taml)ién,  alzar  un 
ooco  el  lienzo  ó  la  celosía,  y  dejarme  ver  toda,  de  lo  que  él  hacía  tanta 
liesta,  que  daba  señales  de  volverse  loco.  Llegóse  en  e.sto  el  tiem[)0  de  la 
partida  de  mi  padre,  la  cual  él  supo,  y  no  de  mí;  pues  nunca  pude  decír- 
-elo.  C'ayó  malo,  á  lo  (jue  yo  eu'^iendo,  de  ])esadumbre,  y  así  el  día  que 
nos  partimos  nunca  pude  verle  para  despedirme  del  siquiera  con  los 
MJos;  pero  á  éabo  de  dos  días  que  caminábamos,  al  entrar  en  una  posada 
■¡n  un  lugar,  una  jornada  de  aquí,  le  vi  á  la  puerta  del  mesón,  pue.sto 
■n  hábito  de  mozo  de  muías  tan  al  naturnl,  (pie  si  yo  no  le  trujera  tan 
■etratado  en  mi  alma,  fuera  imposil)k-  conocelle.  ('( nocíle,  admíreme  y 
ulegréme;  él  me  miró  á  hurto  de  mi  padre,  de  cpiien  él  siempre  se  es- 
■onde  cuando  atraviesa  por  delante  de  mí  en  los  caminos  y  en  las  posa- 
lias  do  llegamos;  y  como  yo  sé  quién  es,  y  considero  (pie  por  amor  de  mí 
'iene  á  pie  y  con  tanto  trabajo,  nmérome  de  pesaduml)re,  y  adonde  él 
')one  los  pies  pongo  yo  los  ojos.  No  sé  con  qué  intención  viene,  ni 
'ómo  ha  podido  escaparse  de  su  padre,  que  le  ([uiere  extraordinaria- 
luente,  porque  no  tiene  otro  heredero  y  porque  él  lo  merece,  como  lo  verá 
"uestra  merced  cuando  le  vea.  Y  más  le  sé  decir,  que  todo  aquello  que 
•anta  lo  saca  de  su  cabeza;  que  he  oído  decir  que  es  muy  gran  estudiante 
'  poeta;  y  hay  más,  que  cada  vez  que  le  veo  ó  le  oigo  cantar,  tiemblo 
oda  y  me  sobresalió,  temerosa  de  que  mi  padre  le  conozca  y  venga  en 
•onoci  miento  de  nuestros  deseos.  En  mi  vida  le  he  hablado  palabra;  y 
-on  todo  eso,  le  quiero  de  manera,  que  no  he  de  poder  vivir  sin  él.  Esto 
'!S,  señora  mía,  todo  lo  que  os  puedo  decir  deste  músico,  cuya  voz  tanto 
•)S  ha  contentado;  que  en  sola  ella  echaréis  bien  de  ver  que  no  es  mozo 
lie  muías,  como  decís,  sino  señor  de  almas  y  lugares;  como  yo  os  be 
liicho.» 

—  No  digáis  más,  señora  doña  Clara,  dijo  á  esta  sazón  Dorotea  (y 
isto  besándola  mil  veces);  no  digáis  más,  digo,  y  esperad  que  venga  el 
luevo  día;  que  yo  espero  en  Dios  de  encaminar  de  manera  vuestros 
iiegocios,  que  tengan  el  felice  fin  que  tan  honestos  principios  merecen. 


346  DOX    QUIJOTK    DE    LA    MANCHA 


— ¡Ay  señora!,  dijo  doña  Clara,  ¿qué  ñii  se  puede  esperar,  si  su  i)adre 
es  tan  principal  y  tan  rico,  que  le  parecerá  que  aun  yo  no  puedo  ser 
criada  de  su  liijo,  cuanto  más  esposa?  Pues  casarme  yó  á  hurto  de  mi 
])adre  no  lo  haré  por  cuanto  hay  en  el  mundo.  No  querrííi  sino  cjue  este 
mozo  se  volviese  y  me  dejase;  quizá  con  no  velle,  y  con  la  gran  distan- 
cia del  camino  que  llevamos,  se  me  aliviaría  la  pena  cjue  ahora  llevo; 
aunque  sé  decir  que  este  remedio  que  me  imagino  me  ha  de  aprovechai 
bien  poco.  No  sé  qué  diablos  ha  sido  esto,  ni  por  dónde  se  ha  entrado 
este  amor  que  le  tengo,  siendo  yo  tan  muchacha  y  él  tan  muchacho,  que 
en  verdad  que  creo  que  somos  de  una  edad  mesma,  y  que  yo  no  tengo 
cumplidos  diez  y  seis  años;  que  para  el  día  de  San  Miguel  que  vendrá, 
dice  mi  padre  que  los  cumplo. 

No  pudo  dejar  de  reírse  Dorotea,  oyendo  cuan  como  niña  hablabíi 
doña  Clara,  á  quien  dijo:  «Reposemos,  señora,  lo  poco  ciue  creo  quedíi 
de  la  noche,  y  amanecerá.  Dios  y  medraremos,  ó  mal  me  andarán  la.^ 
manos.» 

Sosegáronse  con  esto,  y  en  toda  la  venta  se  guardaba  un  grande 
silencio;  solamente  no  dornn'an  la  hija  de  la  ventera  y  Maritornes,  su 
criada;  las  cuales,  como  ya  sabían  el  humor  de  que  pecaba  Don  Quijote 
y  que  estaba  fuera  de  la  venta  armado  y  á  caballo,  haciendo  la  guarda 
determinaron  las  dos  de  hacelle  alguna  burla,  ó  á  lo  menos  de  pasar  un 
poco  el  tiempo  oyéndole  sus  disparates.  Es,  pues,  el  caso  que  en  todíi 
la  venta  no  había  ventana  que  saliese  al  campo,  sino  un  agujero  de  ud 
pajar,  por  donde  echaban  la  paja  por  defuera.  A  este  agujero  se  pusie 
ron  las  dos  semidoncellas,  y  vieron  que  Don  Quijote  estaba  á  caballo, 
recostado  sobre  su  lanzón,  dando  de  cuando  en  cuando  tan  dolientes  j 
}irofundos  suspiros,  que  parecía  que  con  cada  uno  se  le  arrancaba  e. 
alma;  y  asimismo  oyeron  que  decía  con  voz  blanda,  regalada  y  amoro 
sa:  «¡Oh  mi  señora  Dulcinea  del  Toboso,  extremo  de  toda  hermosm-a 
íin  y  remate  de  la  discreción,  archivo  del  mejor  donaire,  depósito  de  If- 
honestidad,  y  ultimadamente  idea  de  todo  lo  provechoso,  honesto  }- 
deleitable  c|ue  hay  en  el  mundo!  ¿Y  c[ué  fará  agora  la  tu  merced?  ¿S: 
tendrás  por  ventura  las  mientes  en  tu  cautivo  caballerb,  que  á  tantoe 
peligros,  por  sólo  servirte,  de  su  voluntad  ha  querido  ponerse?  Dame 
tú  nuevas  della,  ¡oh  luminaria  de  las  tres  caras!  Quizá  con  envidia  de  1í 
suya  la  estás  ahora  mirando,  que,  ó  paseándose  por  alguna  galería  d( 
sus  suntuosos  palacios,  ó  ya  puesta  de  pechos  sobre  algún  balcón,  c-i; 
considerando  cómo,  salva  su  honestidad  y  grandeza,  ha  de  amansar  h 
tormenta  que  por  ella  este  mi  cuitado  corazón  padece,  qué  gloria  ha  d( 
dar  á  mis  penas,  qué  sosiego  á  mi  cuidado,  y  finalmente,  qué  vida  á  m 
muerte  y  qué  premio  á  mis  servicios.  Y  tú,  sol,  que  ya  debes  de  estai 
apriesa  ensillando  tus  caballos  por  madrugar  y  salir  á  ver  á  mi  señora. 
así  como  la  veas,  suplicóte  que  de  mi  parte  la  saludes;  pero  guárdat( 
que,  al  verla  y  saludarla,  no  le  des  paz  en  el  rostro;  que  tendré  más  celo.' 
de  ti  c^ue  tú  ios  tuviste  de  aquella  ligera  ingrata  que  tanto  te  hizo  sudaí 
y  correr  por  los  llanos  de  Tesalia  ó  por  las  riberas  del  Peneo  (que  n( 
me  acuerdo  bien  por  dónde  corriste  entonces),  celoso  y  enamorado.» 


TAKTE    PRIMERA. — OAPITCTLO    XLIII  .347 


A  este  punto  llegaba  Don  Quijote  en  su  tan  lastimero  razonamien- 
to, cuando  la  hija  de  la  ventera  le  comenzó  á  cecear  y  á  decirle:  «Señor 
nío.  llegúese  acá  la  vuestra  merced,  si  es  servido.) 

A  cuyas  señas  y  voz  volvió  Don  Quijote  la  cabeza,  y  vio  á  la  luz  de 
la  Luna,  que  entonces  estaba  en  toda  su  claridad,  cómo  lo  llamaban  del 
-igujero,  que  á  él  le  pareció  ventana,  y  aun  con  rejas  doradas,  como 
conviene  que  las  tengan  tan  ricos  castillos  como  él  se  imaginaba  que 
era  aquella  venta;  y  luego  en  el  instante  se  le  representó  en  su  loca 
imaginación  que  otra  vez,  como  la  pasada,  la  doncella  fermosa,  hija 
de  los  señores  de  aquel  castillo,  vencida  de  su  amor,  tornaba  á  solici- 
tarle; y  con  este  pensamiento,  por  no  mostrarse  descortés  y  desagrade- 
cido, volvió  las  riendas  á  Rocinante  y  se  llegó  al  agujero,  y  así  como 
vio  á  las  dos  mozas,  dijo:  «Lástima  os  tengo,  fermosa  señora,  de  que 
hallades  puesto  vuestras  amorosas  mientes  en  parte  donde  no  es  posi- 
ble corresponderos  conforme  merece  vuestro  gran  valor  y  gentileza,  de 
lia  que  no  debéis  dar  culpa  á  este  miserable  andante  caballero,  á  quien 
tiene  amor  imposibilitado  de  poder  entregar  su  voluntad  á  otra  que 
aquella  que,  en  el  punto  f[ue  sus  ojos  ia  vieron,  la  hizo  señora  absoluta 
de  su  alma.  Perdonadme,  buena  señora,  y  recogeos  en  vuestro  aposen- 
'to,  y  no  queráis,  con  signiticarme  más  vuestros  deseos,  que  yo  me 
muestre  más  desagradecido;  y  si  del  amor  que  me  tenéis  halláis  en  mí 
otra  cosa  con  que  satisfaceros  que  el  mismo  amor  no  sea,  pedídmela; 
que  yo  os  juro  por  aciuella  ausente  enemiga  dulce  mía,  de  dárosla  en 
continente,  si  bien  me  pidiésedes  una  guedeja  de  los  cabellos  de  Medu- 
sa, que  eran  todos  culebras,  ó  ya  los  mesmos  rayos  del  sol.  encerrados 
•en  una  redoma.» 

— ^^No  ha  menester  nada  deso  mi  señora,  señor  caballero,  dijo  á  este 
ipunto  Maritornes. 

— Pues  ¿qué  ha  menester,  discreta  dueña,  vuestra  señora?,  respondi() 
^>"n  Quijote. 

-Sola  una  de  vuestras  hermosas  manos,  dijo  Maritornes,  por  poder 
de.-^ Logar  con  ella  el  gran  deseo  que  á  este  agujero  la  ha  traído,  tan  ;i 
peligro  de  su  honor,  que  si  su  señor  padre  la  liubiera  sentido,  la  menor 
¡tajada  della  fuera  la  oreja. 

■  — Ya  quisiera  yo  ver  eso,  respondió  Don  Quijote;  pero  él  se  guarda- 
(tó  bien  dello,  si  ya  no  qiiiere  hacer  el  más  desastrado  fin  que  padre 
'hizo  en  el  mundo,  por  haber  puesto  las  manos  en  los  delicados  miem- 
bros dé  su  enamorada  hija. 

''  Parecióle  á  Maritornes  que  sin  duda  Don  (^^uijote  daría  la  mano 
'íjuele  había  pedido,  y  proponiendo  en  su  pensamiento  lo  que  había 
de  hacer,  se  bajó  del  agujero  y  se  fué  á  1&  caballeriza,  donde  tomó  el 
¿abestro  del  jumento  de  Sancho  Panza,  y  con  mucha  presteza  se  vol- 
^'ió  á  su  agujeró,  á  tiempo  V*[\ie  Don  Quijote  se  había  puesto  de  pies 
Sobre  la  silla  de  Rocinante  por  alcalizar  a  la  ventana  enrejada,  donde 
se  imaginaba  estar  la  ferida  doncella;  y' al  darle  la  mano,  dijo:  «To- 
tíiád,  sentirá.^  esa  máiiój 'ó  por"  mejor  'decir, 'ése  verdugo-de  los  malhe- 
¿hotes  d'el  raiiíidó;  toiiíád  esa 'trt'áito.  Áigo;  á   quien'  ño  ha-  tocado  otra 


;J4^ 


DON  QUIJOTE  DE -LA  MANCHA 


(le  mujer  tilguua,  ni  aun  la  de  aquella  que  tieue  entera  posesión  de 
todo  mi  cuerpo.  No  os  la  doy  para  que  la  beséis,  sino  para  que  miréifr' 
la  contextura  de  sus  nervios,  la  tral)azón  de  sus  músculos,  la  anchura 
y  espaciosidad  de  sus  venas,  de  donde  sacaréis  qué  tal  debe  de  ser  hi 
fuerza  del  brazo  (jue  tal  mano  tiene. 

— Abora  lo  veremos,  dijo  ^hu'itorncs;  y  haciendo  una  lazada  corredi 

za  al  cabestro,  se  la  echó  á  h 
muñeca,  y  bajándose  de! 
a<;ujero,  ató  lo  que  quedab^i 
al  cerrojo  de  la  puerta  del 
pajar  muy  fuertemente. 

Don  Quijote,  que  sintió  la= 
aspereza  del  cordel  en  su: 
muñeca,  dijo:  cMás  parece 
que  vuestra  merced  me  raya, 
(jue  no  que  me  regala  la  ma- 
no. No  la  tratéis  tan  mal. 
pues  ella  no  tiene  la  culpa 
'del  mal  que  mi  voluntad  os 
hace,  ni  es  bien  que  en  tai: 
poca  parte  venguéis  el  todc 
de  vuestro  enojo:  mirad  qu€ 
({uien  quiere  bien  no  se  ven 
ga  tan  mal.> 

Tero  todas  estas  razone? 
de  Don  Quijote  ya  no  las  es 
cuchaba  nadie,  porque,  as 
como  Maritornes  le  ató,  elk 
y  la  otra  se  fueron,  muertaí- 
de  risa,  y  le  dejaron  asidí 
de  manera,  que  fué  imposi 
ble  soltarse. 

Estaba,  pues,  como  se  lu 
dicho,  de  pies  sobre  Roci 
nante,  metido  todo  el  })raz( 
por  el  agujero,  y  atado  de  h 
muñeca  al  cerrojo  de  la  puer 
ta,  con  grandísimo  temor  y  cuidado  (|ue  si  Rocinante  se  desviaba  i 
un  cabo  ó  á  otro  había  de  quedar  colgado  del  brazo;  y  así,  no  osabs  * 
hacer  movimiento  alguno,  })uesto  que  de  la  i)aciencia  y  quietud  de  Ro 
cíñante  bien  se  podía  esperar  que  estaría  sin  moverse  un  siglo  entero 
En  resolución,  viéndose  Don  Quijote  atado,  y  que  ya  las  damas  s( 
habían  ido,  sé  dio  á  imaginar,  que  todo  aquello  se  hacía  por  vía  de  en 
cantamento,  como  la  vez  pasada,  cuando  en  aquel  mismo  castillo  k 
molió  aquel  moro  encantado  del  arriero;  y  maldecía  entre  sí  su  pocí 
(Hscreción  y  discurso;  pues  habiendo  salido  tUn  mal  la  vez  primera  de 
aquel  ca.stillo.  .so  había  aventurado  á  entrar  en  él  la  segunda,  siendo  al 


'ruinad,  señor»,  esa  mano,  ó  por  mejor  decir,  e.se  verdugo 
de  loH  malhechores  del  mundo. 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XLIII  ;54í* 


vertimiento  de  caballeros  andantes  que  cuando  han  probado  una  aven 
tura  y  no  salido  bien  con  ella,  es  señal  que  no  eítá  paradlos  «juardada. 
sino  para  otros,  y  así,  no  tienen  necesidad  de  probarla  segunda  vez. 
Con  todo  esto,  tiraba  de  su  lazo  por  ver  si  podía  soltarse;  mas  él  estaba 
tan  bien  asido,  (¡uc  todas  sut  pruebas  fueron  en  vano.  Bien  es  verdad 
(ju(í  tiraba  con  tiento,  por  que  Rocinante  no  se  moviese;  y  aunque  él 
((uisiera  sentarse  y  })onerse  en  la  silla,  no  podía  sino  estar  en  pie  o 
arrancarse  la  mano.  Allí  fué  el  desear  de  la  espada  de  Amadís,  contra 
quien  no  tenía  fuerza  encantamento  al.uuno;  allí  fué  el  maldecir  de  su 
lortuna;  allí  fué  el  exagerar  la  falta  que  haría  en  el  mundo  su  presencia 
el  tiempo  que  allí  estuviese  encantado  (que  sin  duda  alguna  se  había 
creído  que  lo  estaba);  allí  el  acordarse  de  nuevo  de  su  (juerida  Dulcincii 
del  Toboso;  allí  fué  el  llamará  su  i)uc¡i  escudero  Sancho  Panza,  ([ue,  sc- 
])ultado  en  sueño  y  tendido  sobre  el  al  barda  de  su  jumento,  no  se  acor- 
daba en  aquel  instante  de  la  madre  que  lo  había  parido;  allí  llamó  á  los 
sabios  T.ingardeo  y  Alquife,  que  le  ayudasen;  allí  invocó  á  iu  buena 
amiga  Urganda.  (jue  le  socorriese;  y  iinalmente.  allí  le  tomó  la  mañana, 
tan  desesperjido  y  confuso,  cjue  bramaba  como  un  toro,  porque  no  esjic- 
raba  el  que  con  el  día  se  remediaría  su  cuita,  porque  la  tenía  por  eter- 
na, teniéndose  por  encantado;  y  hacíale  creer  esto  ver  que  Rocinante 
poco  ni  mucho  se  movía,  y  creía  que  de  aquella  suerte,  nn  comer  ni  l>e- 
l>ev  ni  dormir,  habían  de  estar  él  y  su  caballo  hasta  que  acjuel  mal  in 
tiujo  de  las  estrellas  se  pasase,  ó  hasta  cpie  otro  más  sal)¡t)  encantador 
le  desencantase.  Pero  engañóse  mucho  en  su  creencia,  porque  apenas 
comenzó  á  amanecer,  cuando  llegaron  á  la  venta  cuatro  hombres  de  á 
caballo,  muy  bien  puestos  y  aderezados,  con  sus  escopetas  sobre  los 
arzones. 

Llamaron  á  la  puerta  de  la  venta,  (¡uc  aún  estaba  cerrada,  con  gran- 
des golpes;  lo  cual  visto  por  Don  Quijote  desde  donde  aún  no  dejaba 
de  hacer  la  centinela,  con  voí  arrogante  y  alta  dijo:  'Caballeros  ó  escu- 
deros, ó  quienquiera  que  seáis,  no  tenéis  para  qué  llamar  á  las  puertas 
deste  castillo;  que  asaz  de  claro  está  (pie  á  tales  horas,  ó  los  C[ue  están 
dentro  duermen,  ó  no  tienen  por  costumbre  de  abrir  tales  fortalezas 
hasta  que  el  sol  esté  tendido  por  todo  el  suelo.  Desviaos  afuera  y  espe- 
rad que  aclare  el  día,  y  entonces  veremos  si  será  justo  ó  no  que  os 
alaran. 

—¿Qué  diablos  de  fortaleza  ó  castillo  es  éste,  dijo  uno,  })ara  obligar- 
nos á  guardar  esas  ceremonias?  Si  sois  el  ventero,  mandad  que  nos 
al>ran;  que  somos  caminantes,  fiue  no  queremos  más  de  dar  cebada  á 
nuestras  cabalgaduras  y  pasar  adelante,  porque  vamos  de  priesa. 

— ¿Pareceos,  caballeros,  que  tengo  yo  talle  de  ventero?,  respondió  Don 
Quijote. 

— -No  sé  de  qué  tenéis  talle,  respondió  el  otro;  pero  sé  (pie  decís  dis- 
}>arates  en  llamar  castillo  á  esta  venta. 

—Castillo  es,  replicó  Don  Quijote,  y  aun  de  los  mejores  de  toda  esta 
pro^dncia,  y  gente  tiene  dentro  que  ha  tenido  cetro  en  la  mano  v  coro- 
na en  la  cabeza. 


350  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Mejor  fuera  al  revés,  dijo  el  caminante,  el  cetro  cu  la  cabeza  y  la 
corona  en  la  mano;  y  será,  si  á  mano  viene,  que  debe  de  estar  den^o 
alguna  compañía  de  representantes,  délos  cuales  es  tener  á  menvido  esas 
coronas  y  cetros  que  decís;  porque  en  una  venta  tan  pequeña  y  adonde 
se  guarda  tanto  silencio  como  esta,  no  croo  yo  que  se  alojen  personas 
dignas  de  corona  y  cetro. 

— Sabéis  poco  del  mundo,  replicó  Don  Quijote,  pues  ignoráis  los  ca- 
sos que  suelen  acontecer  en  la  caballería  andante. 

Cansábanse  los  compañeros  que  con  el  preguntante  venían,  del  co 
loquio  que  con  Don  Quijote  pasaba,  y  así,  tornaron  á  llamar  con  gran- 
de furia,  y  fué  de  modo,  que  el  ventero  despertó,  y  aun  todos  cuantos 
en  la  venta  estaban;  y  así,  se  levantó  á  preg-untar  quién  llamaba.  Succ 
dio  en  este  tiempo  que  una  de  las  cabalgaduras  en  que  venían  los  cua 
tro  que  llamal)an,  se  llegó  á  oler  á  Rocinante,  que,  melancólico  y  triste. 
con  las  orejas  caídas,  sostenía  sin  moverse  á  su  estirado  señor;  y  como 
en  fin  era  de  carne,  aunque  parecía  de  leño,  no  pudo  dejar  de  resentir 
se,  y  tornar  á  oler  á  quien  le  llegaba  á  hacer  caricias;  y  así,  no  se  hulx» 
movido  tanto  cuanto,  cuando  se  desviaron  los  juntos  pies  de  Don  Qui- 
jote; y  resbalando  de  la  silla,  dieran  con  él  en  el  suelo,  á  no  quedar  col- 
gado del  brazo;  cosa  cjue  le  causó  tanto  dolor,  que  creyó,  ó  que  la  nuv 
ñeca  le  cortaban  ó  que  el  brazo  se  le  arrancaba;  creyó  además  haber 
quedado  tan  cerca  del  suelo,  que  co]i  los  extremos  de  las  puntas  de  los 
pies  besábala  tierra;  que  era  en  su  perjuicio,  porque,  entendiendo  que 
le  faltaba  poco  para  poner  las  plantas  en  la  tierra,  fatigábase  y  estir;i- 
base  cuanto  podía  por  alcanzar  al  suelo;  bien  así  como  los  que  están  en 
el  tormento  de  la  garrucha,  puestos  á  toca  no  toca;  c^ue  ellos  mismos  son 
causa  de  acrecentar  su  dolor  con  el  ahinco  que  ponen  en  estirarse,  en 
ganados  de  la  esperanza  que  se  les  representa,  que.  con  poco  m;ií^ 
que  se  estiren,  llegarán  al  suelo. 


ha:  • 


CAPITULO  XI.IV 


Donde  se  prosiguen  los  inauditos  sucesos  do  la  venta. 


& 


N  et'eto,  fueron  tantas  las  voces  que  Don  Quijote  dio,   que, 
^     abriendo  de  presto  las  puertas  de  la  venta,  salió  el  ventero  des- 


pavorido y  fué  á  ver  quién  tales  gritos  daba,  y  los  que  estaban 
fuera  hicieron  lo  mesnio.  Maritornes,  que  ya  había  despertado 
á  las  mismas  voces,  imaginando  lo  que  podía  ser,  se  fué  al  pajar  y 
desató  sin  que  nadie  lo  viese,  el  cabestro  que  á  Don  Quijote  sostenía, 
y  él  dio  luego,  en  el  suelo  á  vista  del  ventero  y  de  los  caminantes, 
que,  llegándose  á  él,  le  preguntaron  qué  tenía  que  tales  voces  daba. 

El,  sin  responder  palabra,  se  quitó  el  cordel  de  la  muñeca,  y  levan- 
tándose en  pie  subió  sobre  Rocinante,  embrazó  su  adarga,  enristró  su 
lanzón,  y  tomando  buena  parte  del  campo,  volvió  á  medio  galope,  di- 
ciendo: «Cualquiera  que  dijere  que  yo  he  sido  con  justo  título  encan- 
tado, como  mi  señora  la  princesa  Micomicona  me  dé  licencia  para  ello, 
yo  le  desmiento,  le  rieto  y  desafío  á  singular  batalla.» 

Admirados  se  quedaron  los  nuevos  caminantes  de  las  palabras  de 
Don  Quijote,  pero  el  ventero  les  quitó  de  aquella  admiración  dicién- 
doles  quién  era  Don  Quijote,  y  que  no  había  que  hacer  caso  del.  por- 
que estaba  fuera  de  juicio. 

Preguntáronle  al  ventero  si  acaso  había  llegado  á  aquella  venta  un 
muchacho  de  hasta  edad  áe  quince  años,  que  venía  vestido  como  mozo 
de  muías,  de  tales  y  tales  señas,  dando  las  mesmas  c|ue  traía  el  amante 
de  doña  Clara. 


352  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


El  ventero  respondió  que  había  tanta  gente  en  la  venta,  que  no  ha- 
bía echado  de  ver  en  el  que  preguntaban;  pero  habiendo  visto  uno  de- 
Uos  el  coche  donde  había  venido  el  oidor,  dijo:  «Aquí  debe  de  estar  sin 
duda,  porque  este  es  el  coche  que  él  dicen  que  sigue:  quédese  uno  de 
nosotros  á  la  puerta,  y  entren  los  demás  á  buscarle;  y  aun  sería  l)ien 
que  uno  de  nosotros  rodease  toda  la  venta,  por  que  no  se  f viese  por  las 
bardas  de  los  corrales. » 

— Así  se  hará,  respondió  uno  dellos;  y  entrándose  los  dos  dentio, 
uno  se  quedó  á  la  puerta,  y  el  otro  se  fué  á  rodear  la  venta;  todo  lo  cual 
veía  el  ventero,  y  no  f-abía  atinar  para  qué  se  hacían  aquellas  diligen- 
cias, puesto  que  bien  creyó  que  buscaban  aquel  mozo  cuyas  señas  le 
habían  dado. 

Ya  á  esta  sazón  aclaraba  el  día;  y  así  por  esto,  como  por  el  ruid^o 
que  Don  Quijote  había  hecho,  estaban  todos  despiertos  y  se  levantaban, 
especialmente  doña  Clara  y  Dorotea;  que  la  una  con  el  sobresalto  de  te- 
ner tan  cerca  á  su  amante,  y  la  otra  con  el  deseo  de  verle,  habíaa  podi- 
do dormir  bien  mal  aquella  noche.  Don  Quijote,  que  vio  que  ninguno 
de  los  cuatro  caminantes  hacía  caso  del, ni  le  respondían  á  su  demanda, 
moría  y  rabiaba  de  despecho  y  saña;  y  si  él  hallara  en  las  ordenanzas 
de  su  caballería  que  lícitamente  podía  el  caballero  andante  tomar  y  em- 
prender otra  empresa,  habiendo  dado  su  palabra  y  fe  de  no  ponerse  en 
ninguna  hasta  acabar  la  que  había  prometido,  él  embistiera  con  todos  y 
les  iiiciera  responder  mal  de  su  grado;  i)ero,  por  parecerle  no  convenir- 
le ni  estarle  bien  comenzar  nueva  empresa  hasta  poner  á  Micomicona 
en  su  reino,  hubo  de  callar  y  estarse  quedo,  esperando  á  ver  en  qué  pa- 
raban ]as  diligencias  de  aquellos  caminantes;  uno  de  los  cuales  halló  al 
mancebo  que  buscaba,  durmiendo  al  lado  de  un  mozo  de  muías,  bien 
descuidado  de  que  nadie  ni  le  buscase,  ni  menos  de  que  le  hallase. 

El  hombre  le  trabó  del  brazo  y  le  dijo:  «¡Por  cierto,  señor  don  Luis, 
que  responde  bien  á  quien  vos  sois  el  hábito  que  tenéis,  y  que  dice  bien 
la  cama  en  que  os  hallo  al  regalo  con  que  vuestra  madre  os  crió! » 

Limpióse  el  mozo  los  soñolientos  ojos,  y  miró  despacio  al  que  le  te- 
nía asido,  y  luego  conoció  que  era  criado  de  su  padre;  de  que  recibió 
tal  sobresalto,  que  no  acertó  ó  no  pudo  hablarle  palabra  por  un  buen 
espacio;  y  el  criado  prosiguió  diciendo:  «Aquí  no  hay  que  hacer  otra 
cosa,  señor  don  Luis,  sino  prestar  i)aciencia,  y  dar  la  vuelta  á  casa,  si 
ya  vuestra  merced  no  gusta  que  su  padre  y  mi  señor  la  dé  al  otro  mun- 
do, porque  no  se  puede  esperar  otra  cosa  de  la  pena  con  que  queda  por 
vuestra  ausencia.» 

— Pues  ¿cómo  supo  mi  padre,  dijo  don  Luis,  que  yo  venía  ])or  este 
camino  y  en  este  traje? 

—Un  estudiante,  respondió  el  criado,  á  quien  distes  cuenta  de  vues- 
tros pensamientos,  fué  el  que  lo  descubrió,  morido  á  lástima  de  las  que 
vio  que  hacía  vuestro  padre  al  punto  que  os  echó  menos;  y  así,  despa- 
chó á  cuatro  de  sus  criados  en  vuestra  busca,  y  todos  estamos  aquí  ;i 
vuestro  servicio,  más  contentos  délo  que  imaginar  se  puede  por  el  buen 
despacho  con  que  tornaremos, llevándoos  á  los  ojos  que  tanto  os  quieren. 


PARTE    PRIMERA. CAPÍTULO    XLIV  353 

'  — Eso  será  como  yo  quisiere  ó  eoiiio  el  Cielo  lo  ordenare,  Tespondií» 
don  Luis. 

—¿Qué  habéis  de  querer,  ó  qué  ha  de  ordenar  el  Cielo,  fuera  de  con 
sentir  en  volveros?  Porque  no  ha  de  ser  posible  otra  cosa. 

Todas  estas  razones  (jue  entre  los  dos  pasaban,  oyó  el  mozo  de  mu- 
las  junto  á  quien  don  Luis  estaba;  y  levantándose  de  allí,  fué  á  decir  K) 
que  pasaba  á  don  Fernando  y  á  Cardenio  y  á  los  demás,  que  ya  vesti- 
do se  habían,  á  los  cuales  dijo  cómo  aquel  hombre  llamaba  de  don  á 
aquel  mucliacho,  y  las  razones  que  pasaban,  y  cómo  le  quería  volver  á 
casa  de  su  })adre,  y  el  mozo  no  quería;  y  con  esto,  y  con  lo  que  del  sa- 
bían, de  la  buena  voz  (jue  el  cielo  le  había  dado,  vinieron  todos  en  i^ran 
deseo  de  saber  más  [»ai'ticularmente  quién  era,  y  aun  de  ayudarle  si  al- 
guna fuerza  le  ([uisiesen,  hacer;  y  así,  se  fueron  hacia  la  parte  donde 
aún  estaba  hablando  y  porfiando  con  su  criado. 

Salía  en  esto  Dorotea  de  su  aposento,  y  tras  ella  doña  Clara,  toda 
turl)ada;  y  llamando  Dorotea  á  Cárdenlo- aparte,  le  contó  en  breves  ra 
zones  la  historia  del  músico  y  de  doña  Clara,  á  quien  él  también  dijo  lo 
que  pasaba  de  la  venida  á  buscarle  los  criados  de  su  padre;  y  no  se  k» 
dijo  tan  callando,  que  lo  dejase  de  oir  doña  Clara,  de  lo  que  quedó  tan 
fuera  de  sí,  (|ue  si  Dorotea  no  llegara  á  tenerla,  diera  consigo  en  el  suelo. 
Cardenio  dijo  á  Dorotea  que  se  volviesen  al  aposento,  que  él  procui'aría 
poner  remedio  en  todo;  y  ellas  lo  hicieron. 

Ya  estaban  todos  los  cuatro  que  venían  á  buscar  á  don  Luis  dentro 
de  la  venta  y  rodeados  á  él,  persuadiéndole  que  luego,  sin  detenerse  un 
})unto,  volvióse  á  consolar  á  su  padre. 

El  respondió  (pie  en  ninguna  manera  lo  podía  hacer,  hasta  dar  íin 
á  un  negocio  en  que  le  iba  la  vida,  la  honra  y  el  alma. 

Apretáronle  entonces  los  criados,  diciéndole  que  en  ningún  modo 
volverían  sin  él,  y  que  lo  llevarían,  quisiese  ó  no  quisiese. 

'<Esto  no  haréis  vosotros,  replicó  don  Luis,  si  no  es  lleudándome 
muerto;  aunque,  de  cualquiera  manera  que  me  llevéis,  será  llevarme  sin 
vida.» 

Ya  á  esta  sazón  había  acudido  á  la  porfía  todos  los  más  que  en  la 
venta  estaban,  especialmente  Cardenio,  don  Fernando,  sus  camaradas, 
el  oidor,  el  Cura,  el  barbero  y  Don  Quijote;  que  ya  le  pareció  que  no 
había  necesidad  de  guardar  más  el  castillo. 

Cardenio,  como  ya  sabía  la  historia  del  mozo,  preguntó  ii  los  ijue 
llevarle  querían  (|ue  qué  les  movía  á  querer  llevar  contra  su  voluntad 
a  aquel  muchacho. 

•Muévenos,  respondió  uno  de  los  cuatro,  dar  la  vida  á  su  padre,  que, 
})or  la  ausencia  deste  caballero,  queda  á  peligro  de  perderla.  ' 

A  esto  dijo  don  Luis:  «No  hay  i)ara  qué  se  dé  cuenta  aquí  de  mis 
cosas:  yo  soy  libre,  y  volveré  si  me  diere  gusto;  y  si  no,  ninguno  de  vos- 
otros me  ha  de  hacer  fuerza.  > 

— Harásela  á  vuestra  merced  la  razón,  respondió  el  hombre;  y  cuando 
ella  no  bastare  con  vuestra  merced,  bastará  con  nosotros  para  hacer  á 
lo  ({ue  venimos  y  lo  que  somos  obligados. 


354  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


— Sepamos  qué  es  esto,  de  raíz,  dijo  á  este  tiempo  el  oidor;  pero  el 
hombre,  que  le  conoció,  como  vecino  de  su  casa,  respondió:  «¿No  cono- 
ce vuestra  merced,  señor  oidor,  á  este  caballero,  que  es  el  hijo  de  su 
vecino,  el  cual  se  ha  ausentado  de  casa  de  su  padre  en  hábito  tan  inde- 
cente á  su  calidad,  como  vuestra  merced  puede  ver'?;> 

Miróle  entonces  el  oidor  más  atentamente,  y  conocióle,  y  abrazán- 
dole dijo:  «¿Qué  niñerías  son  estas,  señor  don  Luis,  ó  qué  causas  tan 
poderosas,  que  os  hayan  movido  á  venir  desta  manera  y  en  este  traje 
que  dice  tan  mal  con  la  calidad  vuestra? 

Al  mozo  se  le  vinieron  las  lágrimas  á  los  ojos,  y  no  pudo  responder 
palabra  al  oidor,  el  cual  dijo  á  los  cuatro  que  se  sosegasen,  que  todo  se 
haría  bien;  y  tomando  por  la  mano  á  don  Luis,  le  apartó  á  una  parte  y 
le  preguntó  qué  venida  había  sido  aquella. 

Y  en  tanto  que  le  hacía  esta  y  otras  preguntas,  oyeron  grandes  vo- 
ces á  la  puerta  de  la  venta;  y  "era  la  causa  dellas,  que  dos  huéspedes 
que  aquella  noche  habían  alojado  en  ella,  viendo  á  toda  la  gente  ocu- 
pada en  saber  lo  que  los  cuatro  buscaban,  habían  intentado  irse  sin  pa- 
gar lo  C{ue  debían;  mas  el  ventero,  que  atendía  más  á  su  negocio  que  á 
los  ajenos,  les  asió  al  salir  de  la  puerta,  y  pidió  su  paga,  y  les  afeó  su 
mala  intención  con  tales  palabras,  que  los  movió  á  que  les  respondiesen 
con  los  puños;  y  así,  le  comenzaron  á  dar  tal  mano,  que  el  pobre  vente- 
ro tuvo  necesidad  de  dar  voces  j  pedir  socorro. 

La  ventera  y  su  hija  no  vieron  á  otro  más  desocupado  para  ])oder 
socorrerle  que  á  Don  Quijote,  á  quien  la  liija  de  la  ventera  dijo:  «So- 
corra vuestra  merced,  señor  caballero,  por  la  virtud  que  Dios  le  dio,  á 
mi  pobre  padre,  que  dos  malos  hombres  le  están  moliendo  como  á 
cibera. » 

A  lo  cual  respondió  Don  Quijote  muy  de  espacio  y  con  mucha 
flema:      * 

— Fermosa  doncella,  no  ha  lugar  por  ahora  vuestra  petición,  porque 
estoy  impedido  de  entremetenne  en  otra  aventura  en  tant^  que  no  die- 
re cima  á  ura  en  que  mi  palabra  me  ha  puesto;  mas  lo  que  yo  podré 
hacer  por  serviros  es  lo  que  ahora  diré.  Corred  y  decid  á  vuestro  padre 
que  se  entretenga  en  esa  batalla  lo  mejor  que  pudiere,  y  que  no  se  deje 
vencer  en  ningún  modo,  en  tanto  que  yo  pido  licencia  á  la  })rincesa  Mi- 
comicona  para  poder  socorrerle  en  su  cuita;  que  si  ella  me  la  da,  tened 
.por  cierto  que  yo  le  sacaré  della. 

— ¡Pecadora  de  mí!,  dijo  á  esto  Maritornes,  que  estaba  delante;  pri- 
mero que  vuestra  merced  alcance  esa  licencia  qve  dice,  estará  ya  mi  se- 
ñor en  el  otro  mundo. 

— Dadme  vos,  señora,  c{ue  yo  alcance  la  licencia  que  digo,  respondió 
Don  Quijote;  que  como  yo  la  tenga,  poco  hará  al  caso  que  él  esté  en  el 
otro  mando;  que  de  allí  le  sacaré  á  pesar  del  mismo  mundo  que  lo  con- 
tradiga, ó  por  lo  menos  os  daré  tal  venganza  de  los  que  allá  le  hubieren 
enviado,  que  quedéis  más  que  medianamente  satisfecha;  y  sin  decir 
más,  se  fué  á  poner  de  hinojos  ante  Dorotea,  }>idiéndole  con  })alabras 
caballerescas  y  andantescas  que  la  su  grandeza  fuese  servida  de  darle 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XLIV  355 

licencia  de  acorrer  y  socorrer  al  castellano  de  aquel  castillo,  que  estaba 
puesto  en  una  grave  mengua. 

La  Princesa  se  la  dio  de  buen  talante,  y  él  luego,  embrazando  su 
idarga  y  poniendo  mano  á  su  espada,  acudió  á  la  puerta  de  la  venta, 
adonde  aun  todavía  traían  los  dos  huéspedes  á  mal  traer  al  ventero; 
pero  así  como  llegó,  embazó  y  se  estuvo  quedo;  aunque  Maritornes  y  la 
ventera  le  decían  que  en  qué  se  detenía,  que  socorriese  á  su  señor  y 
marido. 

«Deténgome,  dijo  Don  Quijote,  porque  no  me  es  lícito  poner  mano 
í  la  espada  contra  gente  escuderil;  pero  llamadme  af^uí  á  mi  escudero 
-Sancho,  que  á  él  toca  y  atañe' esta  defensa  y  venganza.» 

Esto  pasaba  en  la  puerta  de  la  venta,  y  en  ella  andaban  las  puñadas 

vy  mojicones  muy  en  su  punto,  todo  en  daño  del  ventero  y  en  rabia  de 

■Maritornes,  la  ventera  y  su  hija,  que  se  desesperaban  de  ver  la  cobar- 

lía  de  Don   Quijote,  y  de  lo  mal  que  lo  pasaba  su  marido,   señor  y 

)aüie. 

Pero  dejémosle  aquí,  que  no  faltará  quien  le  socorra,  ó  si  no,  sufra 
^/  calle  el  que  se  atreve  á  más  de  lo  que  sus  fuerzas  le  permiten,  y  vol- 
vámonos atrás  cincuenta  pasos,  á  ver  qué  fué  lo  que  don  Luis  respon- 
lió  al  oidor,  (^ue  le  dejamos  aparte,  preguntándole  la  causa  de  su  ve- 
lida  á  pie  y  de  tan  vil  traje  vestido. 

A  lo  cual  el  mozo,  asiéndole  fuertemente  de  las  manos,  como  en  se- 
ial  de  que  algún  gran  dolor  le  apretaba  el  corazón,  y  derramando  lá- 
grimas en  grande  abundancia,  le  dij ):  «Señor  mío,  yo  no  sé  deciros  otra 
íosa  sino  que  desde  el  punto  que  quiso  el  Cielo,  y  facilitó  nuestra  vecin- 
dad, que  yo  viese  á  mi  señora  doña  C'lara,  hija  vuestra  y  señora  mía, 
lesde  aquel  instante  la  hice  dueño  de  mi  voluntad,  y  si  la  vuestra,  ver- 
ladero  señor  y  padre  mío,  no  lo  impide,  en  este  mesmo  día  ha  de  ser 
ni  esposa.  Por  ella  dejé  la  casa  de  mi  padre,  y  por  ella  me  puse  en  este 
raje,  para  seguirla  dondequiera  que  fuese,  como  la  saeta  al  blanco  ó 
•orno  el  marinero  al  Norte.  Ella  no  sabe  de  mis  deseos  más  de  lo  que 
la  podido  entender  de  algunas  veces  que  desde  lejos  ha  visto  llorar  mis 
•jos.  Ya,  señor,  sabéis  la  riqueza  y  la  nobleza  de  mis  padres,  y  cómo 
o  soy  su  único  heredero;  si  os  parece  que  estas  son  ])artes  para  que  os 
venturéis  á  hacerme  en  todo  venturoso,  recebidme  luego  por  vuestro 
lijo,  que  si  mi  padre,  llevado  de  otros  designios  suyos,  no  gustare  deste 
»ien  que  yo  supe  buscarme,  más  fuerza  tiene  el  tiempo  para  deshacer 
'  mudar  las  cosas,  que  las  humanas  voluntades.  > 

Calló,  en  diciendo  esto,  el  enamorado  mancebo  y  el  oidor  quedó  en 
•irle  suspenso,  confuso  y  admirado,  así  de  haber  oído  el  modo  y  la 
lisereción  con  que  don  Luis  le  había  descubierto  su  pensamiento,  como 
le  verse  en  punto  (pie  no  sabía  el  que  poder  t<.)mar  en  tan  repentino  y 
10  esperad(^  negocio,  y  así,  no  respondió  otra  cosa  sino  que  se  sosegase 
)or  entonces,  y  entretuviese  á  sus  criados  que  por  aquel  día  no  le  vol- 
'iesen,  porcjue  se  tuviese  tiempo  para  considerar  lo  que  m€Jor  á  todos 
'stuviese.  Besóle  las  manos  por  fuerza  don  Luis,  y  aun  se  las  bañó  con 
ágrimas:  cosa  que  pudiera  enternecer  un  corazón  de  mármol,  no  sólo 


356  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

tíl  .del  oidor,  (j[ue,  como  discreto,  3'a  había  conocido  cuan  bien  le  estaba 
á  su  hija  aquel  matrimonio,  puesto  que,  si  fuera  posible,  lo  quisiera 
efectuar  con  voluntad  del  padre  de  don  Luis,  del  cual  sabía  que  preten- 
día hacer  de  título  á  su  hijo. 

Ya  á  esta  sazón  estaban  en  paz  los  huéspedes  con  el  ventero;  pues 
|),t>r  })ersuasión  y  buenas  razones  de  Don  Quijote,  más  que  por  amena- 
zas, le  habían  pagado  todo  lo  que  él  quiso,  y  los  criados  de  don  Luis 
aguardaban  el  ñn  de  la  plática  del  oidor  y  la  resolución  de  su  amo, 
cuando  el  demonio,  que  no  duerme,  ordenó  que  en  aquel  mismo  punto 
entró  en  la  venta  el  barbero  á  quien  Don  Quijote  quitó  el  yelmo  de 
Mambriuo,  y  Sancho  Panza  los  aparejos  del  asno,  que  trocó  con  los  del 
suyo,  el  cual  barbero,  llevando  su  jumento  á  la  caballeriza,  vio  á  San- 
dio Panza  que  estaba  aderezando  no  sé  qué  de  la  albarda,  y  así  como 
la  vio,  la  conoció,  y  se  atrevió  á  arremeter  á  Sancho,  diciendo:  «¡Ah 
don  ladrón,  que  aquí  os  tengo!  Venga  mi  bacía  y  mi  albarda,  con  todos 
mis  aparejos,  que  me  robastes.» 

.  Sancho,  que  se  vio  acometer  tan  de  improviso,  y  oyó  los  vitujjerio^ 
que  le  decían,  con  la  una  mano  asió  de  la  albarda,  y  con  la  otra  dio  un 
mojicón  al  barbero,  que  le  bañó  los  dientes  en  sangre;  pero  no  por  este 
dejó  el  barbero  la  presa  que  tenía  hecha  en  el  albarda,  antes  alzó  la  vo?- 
de  tal  manera,  que  todos  los  de  la  venta  acudieron  al  ruido  y  penden 
cia,  y  decía:  «¡Aquí  del  Rey  y  de  la  -justicia,  que,  sobre  cobrar  mi  lia 
cienda,  me  ([uiere  matar  este  ladrón,  salteador  de  caminos!» 

— Mentís,  resj^ondió  Sancho,  que  yo  no  soy  salteador  de  caminos 
que  en  buena  guerra  ganó  mi  señor  Don  Quijote  estos  despojos. 

Ya  estaba  Don  (¿uijote  delante,  con  mucho  contento  de  ver  cuái: 
bien  se  defendía  y  ofendía  su  escudero,  y  túvole  desde  allí  adelante  poi 
hombre  de  pro,  y  ])ropuso  en  su  corazón  de  armarle  caballero  en  la  pri 
mera  ocasión  que  se  le  ofreciese,  por  parecerle  que  sería  en  él  bien  em 
I)leada  la  Orden  de  la  caballería. 

Entre  otras  cosas  que  el  barbero  decía  en  el  dií^curso  de  la  penden 
cia,  vino  á  decir:  «Señores,  así  esta  albarda  es  mía  como  la  muerte  qu( 
debo  á  Dios,  y  así  la  conozco  como  si  la  hubiera  parido,  y  ahí  está  ra 
asno  en  el  establo,  que  no  me  dejará  mentir;  si  no,  pruébensela,  y  si  n(  < 
le  viniere  pintiparada,  3^0  quedaré  })or  infame,  y  hay  más,  que  el  mis 
mo  día  que  ella  se  me  (juitó,  me  quitaron  también  una  bacía  de  azófa  f 
nueva,  que  no  se  había  estrenado,  (pe  era  señora  de  un  escudo.» 

Aquí  no  se  pudo  contener  Don  Quijote  sin  resi)onder,  y  poniéndos»^ 
entre  los  dos  y  apartándolos,   depositando  la  albarda  en  el  suelo,  por 
que  la  tuviesen  de  manifiesto  hasta  que  la  verdad  se  aclarase,   dije- 
« \''ean  vuestras  mercedes  clara  y  manifiestamente  el  error  en  que  estM 
este.l)uen  escudero,  pues  llama  bacía  á  lo  que  fué,  es  y  será  el  yelnn 
de  Mambrino,  el  cual  se  le  quité  yo  en  buena  guerra,  y  me  hice  seño 
del  con  legítima  y  lícita  posesión;  en  lo  del  albarda  no   me  entremete 
que  lo  que  en  ello  sabré  decir  es,  que  mi  escudero  Sancho  me  pidió  li 
cencía  para  quitar  los  jaeces  del  caballo  deste  vencido  cobarde,  y  con 
ellos  adornar  el  suvo.  Yo  se  la  di,  v  él  los  tomó,  y  de  haberse  conveí 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XI, IV 


OO  I 


(ido  de  jaez  en  albarda,  no  sabré  dar  otra  razón  si  no  es  la  ordinaria: 
que  como  esas  transformaciones,  se  ven  en  los  sucesos  de  la  caballería. 
Para  confirmación  de  lo  cual  corre,  Sancho,  hijo:  y  saca  aquí  el  yelmo. 

<  I ue  este  Vmen  hombre  dice  ser  bacía. ' 

— l'ardiez,  señor,  dijo  Sancho,  si  no  tenemos  otra  prueba  de  nuestra 
intención  que  la  que  vuestra  merced  dice,  tan  bacía  es  el  yelmo  de 
Mambrino  como  el  jaez  deste  buen  hombre  albarda. 

—Haz  lo  que  te  mando,  repHcó  Don  Quijote;  que  no  todas  las  (•(>^^as 
<leste  castillo  han  de  ser  guiadas  j)or  encantamento. 

Sancho  fué  á  do  estaba  la  bacía  y  la  trujo;  y  así  como  Don  Quijote 
la  vio,  la  tomó  en  las  manos  y  dijo:  ^liren  vuestras  mercedes;  ¡con  que 
cara  i)odrá  decir  este  escudero  que  ésta  es  bacía,  y  no  el  yelmo  que  yo 
lie  dicho!  Y  juro  por  la  Orden  de  caballería  que  profeso,  que  este  yel- 
iiu)  es  el  mismo  que  yo  le  quité,  sin  haber  añadido  en  él  ni  quitado 
«osa  alguna.» 

—En  eso  no  hay  duda,  dijo  á  esta  sazón  Sancho;  i)orque  desde  que 
mi  señor  le  ganó  hasta  agora,  no  ha  hecho  con  él  más  de  una  batalla, 

<  liando  libró  á  los  sin  ventura  encadenados;  y  si  no  fuera  por  este  ba- 
iivelmo,  no  lo  pasara  entonces  muy  bien,  por(|ue  hubo  asaz  de  pedra- 
«las  en  aquel  trance. 


CAPITULO  XLV 

Donde  se  acaba  de  averiguar  la  duda  del  yelmo  de  Mambrino  y  de  la  albarda 
y  otras  aventuras  sucedidas,  con  toda  verdad. 


uÉ  les  parece  á  vuestras  mercedes,  señores,  dijo  el  barbero,  (1( 
M^'  ^^  ^^^  ^^^'^^''^^^  estos  n-eiitiles  hombres,  pues  aún  porfían  qu( 
^^üF    ésta  no  es  bacía,  sino  yelmo? 

i^  —Y  (juien  lo  contrario  dijere,  dijo  Don  Quijote,  le  haré  vo 
conocer  que  miente,  si  fuere  caballero,  y  si  escudero,  que  remiente  niil 
veces. 

Nuesti-o  barbero,  que  á  todo  estaba  presente,  como  tenía  tan  bien 
conocido  el  humor  de  Don  Quijote,  quiso  esforzar  su  desatino  y  llevar 
adelante  la  burla,  para  que  todos  riesen,  y  dijo,  hablando  con  el  otro 
l)arbero:  «Señor  barbero,  ó  quien  sois,  sabed  que  yo  también  soy  de 
vuestro  oficio,  y  tengo,  más  ha  dc;  veinte  años,  carta  de  examen,  V  co- 
nozco muy  bien  de  todos  los  instrumentos  de  la  barbería,  sin  que  le 
falte  uno;  y  ni  más  ni  menos,  fui  un  tiempo  en  mi  mocedad  soldado,  y 
sé  también  qué  es  yelmo  y  qué  es  morri(3n  y  celada  de  encaje,  y  otras 
cosas  tocantes  á  la  miHcia  (digo  á  los  géneros  de  armas  de  los  soldados); 
y  digo  (salvo  mejor  parecer,  remitiéndome  siempre  al  mejor  entendi- 
miento) que  esta  pieza  que  está  aquí  delante,  y  que  este  buen  señor 
tiene  en  las  manos,  no  sólo  no  es  bacía  de  barbero,  pero  está  tan  lejos 
de  ^erlo  como  está  lejos  lo  blanco  de  lo  negro,  y  la  verdad  de  la  menti- 
ra; taml)ién  digo  que  éste,  aunque  es  yelmo,  no  es  yelmo  entero. 


PARTE    PRIMERA.  —  CAPITULO    XLV  35U 

— No  por  cierto,  dijo  Don  Quijote,  porque  le  falta  la  mitad,  que  es  la 
ibera. 

— Así  es,  dijo  el  Cura,  que  ya  había  entendido  la  intención  de  su 
nv^o  el  barbero;  y  lo  mismo  confirmó  Cardemo,  don  Fernando  y  sus 
imaradas,  y  aun  el  oidor,  si  no  estuviera  tan  pensativo  con  el  ^legocio 
i  don  Tvuis,  ayudara  por  su  parte  á  la  burla;  pero  las  veras  de  lo  que 
ínsaba  le  tenían  tan  suspenso,  que  poco  ó  nada  atendía  á  aquellos  do- 
aires. 

— ¡Válame  Dios!,  dijo  á  esta  sazón  el  barbero  burlado:  ¿que  es  posi- 
•e  que  tanta  gente  honrada  diga  que  ésta  no  es  bacía,  sino  yelmo?  Cosa 
irece  ésta  quft  puede  poner  en  admiración  á  toda  una  universidad,  poi- 
screta  que  sea.  Hasta;  si  es  <[ue  esta  bacía  es  yelmo,  también  debe  de 
ir  esta  albarda  jaez  de  caballo,  como  este  señor  ha  dicho. 
—A  mí  albarda  me  parece,  dijo  Don  (Quijote;  pero  ya  he  dicho  que 
I  eso  no  me  entrometo. 

—De  que  sea  albarda  ó  jaez,  dijo  el  (,'ura,  no  está  en  más  de  decirlo 
señor  Don  Quijote;  que  en  estas  cosas  de  la  caballería  todos  estos 
inores  y  yo  le  damos  la  ventaja. 

— Por  Dios,  señores  míos,  dijo  Don  Quijote,  (^ue  son  tantas  y  tan 

itrafias  las  cosas  que  en  este  castillo,  en  dos  veces  que  en  él  he  aloja- 

• ,  me  han  sucedido,  que  no  me  atreva  á  decir  afirmativamente  ningu- 

I  cosa  de  lo  que  acerca  de  lo  cpie  en  él  se  contiene  se  preguntare; 

■irque  imagino  que  cuanto  en  él  se  trata  va  por  vía  de  encantamento. 

i,  primera  vez  me  fatigó  mucho  un  moro  encantado  que  en  él  hay,  y 

"Sancho  no  le  fué  muy  bien  con  otros  sus  secuaces;  y  anoche  estuve 

i^i-do  deste  brazo  casi  dos  horas:  sin  saber  cómo  ni  cómo  no,  vine  á 

•  3r  en  aquella  desgracia.  Así  que,  ponerme  yo  agora  en  r o.?a  de  tanta 

^  ifusión  á  dar  mi  parecer,  será  caer  en  juicio  temerario.  En  lo  que 

•a  á  lo  que  dicen,  que  ésta  es  bacía  y  no  yelmo,  ya  yo  tengo  respon- 

i'lo;  pero  en  lo  de  declarar  si  ésa  es  albarda  ó  jaez,  no  me  atrevo  á  dar 

I  itencia  definitiva;  sólo  lo  dejo  al  buen  parecer  de  vuestias  mercedes: 

I  iza  por  no  ser  armados  caballeros,  como  yo  lo  soy,  no  tendrán  que 

•  'Olí  vuestras  mercedes  los  encantamentos  deste  lugar,  y  tendrán  los 

endimientos  libres,  y  podrán  juzgar  de  las  cosas  deste  castillo  conv. 

lüs  son  real  y  verdaderamente,  y  no  com(>  á  mí  me  parecen. 

—No  hay  duda,  respondió  á  esto  don  Femando,  sino  que  el  señor 

•m  Quijote  ha  dicho  muy  bien  que  á  nosotros  toca  la  definición  deste 

\-  porque  vaya  con  más  fundí;  mentó.  }o  tomaré  en  secreto  los 

destos  señores;  y  de  lo  que  resultare,  daré  entera  y  clara  noticia. 

Para  aquellos  que  la  tenían  del  humor  de  Don  Quijote  era  todo  esto 

teria  de  grandísima  risa;  pero  á  los  que  la  ignoraban,  les  parecía  el 

yor  disparate  del  mundo,  especialmente  á  los  cuatro  criados  de  don 

;s,  y  á  don  Luis  ni  más  ni  menos,  y  á  otros  tres  pasajeros  que  acaso 

)ían  llegado  á  la  venta,  que  tenían  parecer  de  ser  cuadrilleros,  como 

efeto  lo  eran;  pero  el  que  más  se  deses])eraba  era  el  barbero,  cuya 

ia  allí,  delante  de  sus  ojos,  se  le  había  vuelto  en  yelmo  de  Mambri- 

y  cuya  albarda  pensaba  sin  duda  alguna  que  se  le  hajDÍa  de  volver 


360  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

eii  jaez  rico  de  caballo;  y  los  unos  y  los  otros  se  reían  de  ver  cómo  an 
daba  don  Femando  tomando  los  votos  de  unos  en  otros,  y  habláudolo 
al  oído,  para  que  en  secreto  declarasen  si  era  albarda  ó  jaez  aquelL 
joya  sobre  quien  tanto  se  liabía  peleado;  y  después  que  hubo  tomad» 
los  votos  de  aquellos  que  á  Don  Quijote  conocían,  dijo  en  altavoz:  <E 
caso  es,  buen  hombre,  que  ya  yo  estoy  cansado  de  tomar  tantos  parece 
res;  porque  veo  que  á  ninguno  pregunto  lo  que  deseo  saber,  que  no  m 
diga  que  es  disparate  el  decir  que  ésta  sea  albarda  de  jumento,  sino  jae 
de  caballo,  y  aun  de  caballo  castizo;  y  así,  habréis  de  tener  paciencia 
jiorque,  á  vuestro  pesar  y  al  de  vuestro  asno,  éste  es  jaez,  y  no  albardj 
y  vos  habéis  alegado  y  probado  muy  mal  de  vuestra  parte». 

— No  la  tenga  yo  en  el  cielo,  dijo  el  pobre  barbero,  si  todas  vuestra 
mercedes  no  se  engañan,  y  que  así  parezca  mi  ánima  ante  Dios  com 
ella  me  parece  á  mí  albarda,  y  no  jaez;  pero  allá  van  leyes...  y  no  dig 
más;  y  en  verdad  que  no  estoy  borracho;  que  no  me  he  desayunado,  ¡ 
de  pecar  no. 

No  menos  causaban  risa  las  necedades  que  decía  el  baiHoero  que  k 
<lisi)arates  de  Don  Quijote,  el  cual  á  esta  sazón  dijo:  «Aquí  no  liay  mí 
<iue  hacer,  sino  que  cada  uno  tome  lo  que  es  suyo,  y  á  quien  Dios  se ' 
(lió.  san  Pedro  se  la  bendiga». 

Uno  de  los  cuatro  criados  dijo:  «Si  ya  no  es  que  esto  sea  burla  peit 
sada,  no  me  puedo  persuadir  que  hombres  de  tan  buen  entendimient 
como  son  ó  parecen  todos  los  que  aquí  están,  se  atrevan  á  decir  y  ai  i 
mar  que  ésta  no  es  bacía,  ni  aquélla  albarda;  mas,  como  veo  que 
aíirman  y  lo  dicen,  me  doy  á  entender  que  no  carece  de  misterio 
jjorfiar  una  cosa  tan  contraria  de  lo  que  nos  muestra  la  misma  veid; 
y  la  misma  experiencia;  porque  ¡voto  á  tal  (y  arrojóle  redondo);  que  i 
me  dan  á  mí  á  entender  cuantos  hoy  viven  en  el  mundo,  al  revés  de  (¡i 
ésta  no  sea  bacía  de  barbero,  y  ésta  albarda  de  asno!» 

— Bien  podría  ser  de  borrica,  dijo  el  Cura. 

— Tanto  monta,  dijo  el  criado;  que  el  caso  no  consiste  en  eso,  sino  ( • 
si  es  ó  no  es  albarda,  como  vuestras  mercedes  dicen. 

Oyendo  esto  uno.de  los  cuadrilleros  que  habían  entrado,  que  hali 
oído  la  pendencia  y  cuestión,  lleno  de  cólera  y  de  enfado,  dijo:  <  T; 
albarda  es  como  mi  padre,  y  el  que  otra  cosa  ha  diclio  ó  dijere,  debe  ' 
estar  hecho  uva.» 

— ¡Mentís  como  bellaco  villano!,  respondió  Don  Quijote;  y  alzando 
lanzón  (que  nunca  le  dejaba  de  las  manos)  le  iba  á  descargar  tal  g<>l 
sobre  la  cabeza,  que,  á  no  desviarse  el  cuadrillero,  se  le  dejara  allí  ít 
dido:  el  lanzón  se  hizo  pedazos  en  el  suelo,  y  los  demás  cuadrillen 
que  vieron  tratar  mal  á  su  conipíiñero,  alzaron  la  voz,  pidiendo  t'avoi 
la  Santa  Hermandad. 

El  ventero,  que  era  de  la  cuadrilla,  entró  al  punto  por  su  varilla 
por  su  espada,  7  se  puso  al  lado  de  sus  compañeros;  los  criados  de  á< 
Luis  rodearon  á  don  Luis,  porque,  con  el  alboroto,  no  se  les  fuese; 
barbero,  viendo  la  casa  revuelta,  tornó  á  asir  de  su  albarda,  y  lo  misi 
hizo  Sancho;  Don  Quijote  puso  mano  á  su  espada  y  arremetió  á  1 


362  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

cuadrilleros;  don  Luis  daba  voces  á  sus  criados  que  le  dejasen  á  él  y 
acorriesen  á  Don  Quijote  y  á  Cárdenlo  y  á  don  Fernando,  que  todos  fa- 
vorecían á  Don  Quijote;  el  Cura  daba  voces,  la  ventera  gritaba,  su  hija 
se  afligía,  Maritornes  lloraba,  Dorotea  estaba  confusa,  Luscinda  suspen- 
sa, y  doña  Clara  desmayada.  El  barbero  aporreaba  á  Sancho;  Sancho 
molía  al  barbero;  don  Luis,  á  quien  un  criado  suyo  se  atrevió  á  asirle 
del  brazo  porque  no  se  fuese,  le  dio  una  puñada,  que  le  bañó  los  dientes 
en  sangre;  el  oidor  le  defendía;  don  Fernando  tenía  debajo  de  sus  pies 
á  un  cuadrillero,  midiéndole  el  cuerpo  con  ellos  muy  á  su  sabor;  el  ven- 
tero tornó  á  reforzar  la  voz,  pidiendo  favor  á  la  Santa  Hermandad;  de 
modo  que  toda  la  venta  era  llantos,  voces,  gritos,  confusiones,  temores, 
sobresaltos,  desgracias,  cuchilladas,  mojicones,  palos,  coces  y  efusión  de 
sangre;  y  en  la  mitad  deste  caos,  máquina  y  laberinto  de  cosas,  se  le 
representó  en  la  memoria  á  Don  Quijote  que  se  veía  metido  de  hoz  y 
de  coz  en  la  discordia  del  campo  de  Agramante;  y  así  dijo  con  voz  que 
atronaba  la  venta:  «Ténganse  todos,  todos  envainen,  todos  se  sosieguen, 
óiganme  todos,  si  todos  quieren  quedar  con  vida. » 

A  cuya  gran  voz  todos  se  pararon,  y  él  prosiguió,  diciendo:  «¿No  os 
dije  yo,  señores,  que  este  castillo  era  encantado,  y  que  alguna  legión  de 
demonios  debe  de  habitar  en  él?  En  conñrmación  de  lo  cual,  quiero  que 
veáis  por  vuestros  ojos  cómo  se  ha  pasado  aquí  y  trasladado  entre  nos- 
otros la  discordia  del  campo  de  Agramante.  Mirad  cómo  allí  se  pelea 
por  la  espada,  aquí  por  el  jaez,  cullá  por  el  águila,  acá  por  el  yelmo;  y 
todos  peleamos,  y  todos  no  nos  entendemos.  Venga,  pues,  vuestra  n)er- 
ced,  señor  oidor,  y  vuestra  merced,  señor  Cura,  y  el  uno  sirva  de  rey 
Agramante  y  el  otro  de  rey  Sobrino,  y  póngannos  en  paz;  porque  por 
Dios  todopoderoso,  que  es  gran  bellaquería  que  tanta  gente  principal 
como  aquí  estamos  se  mate  por  causas  tan  livianas.»  Los  cuadrilleros, 
C{ue  no  entendían  el  frasis  de  Don  Quijote, y  se  veían  mal  parados  de  don 
Fernando,  Cardenio  y  sus  camaradas,  no  querían  sosegarse;  el  barbero 
sí,  porque  en  la  pendencia  tenía  deshechas  las  barbas  y  el  albarda;  San- 
cho, á  la  más  mínima  voz  de  su  amo,  obedeció,  como  buen  criado;  los 
cuatro  criados  de  don  Luis  también  se  estuvieron  quedos,  viendo  cuan 
poco  les  iba  en  no  estarlo;  sólo  el  ventero  porñaba  en  que  se  habían  de 
castigar  las  iiisolencias  de  aquel  loco,  que  á  cada  paso  le  alborotaba  la 
venta.  Finalmente,  el  rumor  se  apaciguó  por  entonces:  la  albarda  se  (jue- 
dó  por  jaez  hasta  el  día  del  juicio,  y  la  bacía  por  yelmo,  y  la  venta  por 
castillo  en  la  imaginación  de  Don  Quijote. 

]*uestos,  pues,  ya  en  sosiego,  y  hechos  amigos  todos  á  persuasión 
del  oidor  y  del  Cura,  volvieron  los  criados  de  don  Luis  á  porfiarle  que 
al  momento  se  viniese  con  ellos;  y  en  tanto  que  él  con  ellos  se  avenía, 
el  oidor  comunicó  con  don  Fernando,  Cárdenlo  y  el  Cura  qué  debía 
hacer  en  aquel  caso,  contándoselo  con  las  razones  que  don  Luis  le  hal)ia 
dicho.  En  fin,  fué  acordado  que  don  Fernando  dijese  á  los  criados  de 
don  Luis  quién  él  era,  y  cómo  era  su  gusto  que  don  Luis  se  fuese  con 
él  al  Andalucía,  donde  de  su  hermano  el  Marqués  sería  hospedado 
como  el  valor  de  don  Luis  merecía;  por(|uc,  de  otra  manera,  se  sabía  de 


PAETE    PRIMEKA. — CAPITULO    XLV  ,  363 

la  intención  de  don  Luis  <jue  no  volvería  por  aijuella  vez  á  los  ojos  de 
su  padre,  si  le  hiciesen  pedazos;  y  creyeron  que  entendida  de  los  cuatro 
la  calidad  de  don  Fernando  y  la  intención  de  don  Luis,  determinarían 
entre  ellos  que  los  tres  se  volviesen  á  contar  lo  que  pasaba  á  su  padre, 
V  el  otro  se  (juedase  á  servir  á  don  Luis,  y  á  no  dejalle  hasta  que  ellos 
volviesen  por  él,  ó  viesen  lo  que  su  padre  les  ordenal)a.  Desta  manera 
^e  apacif^uó  aquella  máquina  de  pendencias  por  la  autoridad  de  Agra- 
njaute  y  prudencia  del  rey  Sobrino;  pero,  viéndose  el  enemigo  de  la 
j'oncordia  y  el  émulo  de  la  paz  menospreciado  y  burlado,  y  el  ])oco  fru- 
o  que  había  granjeado  de  haberlos  puesto  á  todos  en  tan  confuso  labe- 
into,  acordó  de  probar  otra  vez  la  mano,  resucitando  nuevas  penden- 
•ias  y  desasosiegos. 

Es,  pues,  el  caso,  que  los  cuadrilleros  se  sosegaron,  por  haber  en- 
leoído  la  calidad  de  los  que  con  ellos  se  habían  combatido,  y  se  retira- 
•  »n  de  la  pendencia,  por  ])arecerles  que,  de  cualquiera  me  ñera  que  su- 
•ediese,  habían  de  llevar  lo  peor  de  la  batalla;  })ero  á  uno  dellos,  que 
"ué  el  que  fué  molido  y  pateado  por  don  Fernando,  le  vino  á  la  memo- 
la  que  entre  algunos  mandamientos  que  traía  para  prender  á  algunos 
lelincuentes.  traía  uno  contra  Don  Quijote,  á  quien  la  Santa  Ilerman- 
lad  había  mandado  i)render  por  la  libertad  que  dio  á  los  galeotes,  como 
■lancho,  con  mucha  razón,  iiabía  temido.  Imaginando,  pues,  esto,  quiso 
■ertificarse  si  las  señas  que  de  Don  Quijote  traía  venían  bien;  y  sa- 
•ando  del  seno  un  pergamino  doblado,  con  papeles  dentro,  topó  con  el 
(ue  buscaba;  y  poniéndosele  á  leer  despacio,  porque  no  era  buen  lec- 
or,  á  cada  palabra  que  leía  ponía  los  ojos  en  Don  (Quijote;  y  iba  cote- 
ando  las  señas  del  mandamiento  con  el  rostro  de  Don  (Quijote;  y  halló 
[ue  sin  duda  alguna  era  el  que  el  mandamiento  rezaba.  Y  apenas  se 
uil)0  certificado,  cuando  recogiendo  su  pergamino,  con  la  izquierda 
nostró  el  mandamiento,  y  con  la  derecha  asió  á  Don  Quijote  del  cue 
lo  fuertemente,  que  no  le  dejaba  alentar,  y  á  grandes  voces  decía:  «¡Fa- 
or  á  la  Santa  Hermandad!  Y  para  que  se  vea  que  lo  pido  de  veras, 
.'ase  este  mandamiento,  donde  se  contiene  que"  se  prenda  á  este  saltea- 
lor  de  caminos.» 

Tomó  el  mandamiento  el  Cura,  y  vio  cómo  era  verdad  cuanto  el 
uadrillero  decía,  y  cómo  convenía  en  las  señas  con  Don  Quijote;  el 
nal,  viéndose  tratar  mal  de  aquel  villano  malandrín,  puesta  la  cólera 
n  su  punto  y  crujiéndole  los  huesos  de  su  cuerpo,  como  mejor  pudo, 
-'  asió  al  cuadrillero  con  entrambas  manos  de  la  garganta,  que,  á  no 
er  socorrido  de  sus  compañeros,  allí  dejara  la  vida  antes  que  Don  Qui- 
ote la  [tresa.  El  ventero,  que  por  fuerza  había  de  favorecer  á  los  de  su 
fieio,  acudió  luego  á  dalles  favor.  La  ventera,  que  vio  de  nuevo  á  su 
larido  en  pendencias,  de  nuevo  alzó  la  voz,  cuyo  tenor  le  llevaron  lue- 
o  Maritornes  y  su  hija,  pidiendo  favor  al  cielo  y  á  los  que  allí  es- 
iban. 

Sancho  dijo,  viendo  lo  que  pasaba:  «¡\"ive  el  Señor,  que  es  verdad 
uanto  mi  amo  dice  de  los  encantos  deste  castillo,  pues  no  es  posible 
ivir  una  hora  con  quietud  en  él.» 


364  DON  QUIJOTE  DE  LA  jMAXCH.V 


Don  Ferna^ido  despartió  al  cuadrillero  y  á  Don  Quijote,  y  con  gus- 
to de  entrambos  les  desenclavijó  las  manos,  que  el  uno  en  el  collar  del 
sayo  del  uno,  y  el  otro  en  la  garganta  del  otro,  bien  asidas  tenían;  pero 
no  por  esto  cesaban  los  cuadrilleros  de  pedir  su  preso,  y  que  les  ayu- 
dasen á  dársele  atado  y  entregado  á  toda  su  voluntad,  porque  así  con- 
venía al  servicio  del  Rey  y  de  la  Santa  Hermandad,  de  cuya  parte  de 
nuevo  les  pedían  socorro  y  favor  para  hacer  aquella  i)risión  de  aquel 
robador  y  salteador  de  sendas  y  de  caminos. 

Reíase  de  oir  decir  estas  razones  Don  Quijote,  y  con  mucho  sosiego. 
dijo:  «Venid  acá,  gente  soez  y  mal  nacida;  ¿saltear  de  caminos  llamáií^ 
al  dar  libertad  á  los  encadenados,  soltar  los  presos,  acorrer  á  los  mis(  - 
rabies,  alzar  los  caídos,  remediar  los  menesterosos?  ¡Ah  gente  infame, 
digna,  por  vuestro  bajo  y  vil  entendimiento,  que  el  cielo  no  os  comii 
ñique  el  valor  que  se  encierra  en  la  caballería  andante,  ni  os  dé  á  en 
tender  el  pecado  é  ignorancia  en  que  estáis  en  no  reverenciar  la  som- 
bra, cuanto  más  la  asistencia,  de  cualquier  caballero  andante!  Venid; 
acá,  ladrones  en  cuadrilla,  que  no  cuadrilleros;  salteadores  de  caminos 
con  licencia  de  la  Santa  Hermandad:  decidme,  ¿quién  fué  el  ignorante 
que  firmó  mandamiento  de  prisión  contra  un  tal  caballero  como  yo  soy? 
¿Quién  el  que  ignoró  que  son  exentos  de  todo  judicial  fuero  los  caba- 
lleros andantes,  y  que  su  ley  es  su  espada,   sus  fueros  sus  bríos,   sus 
premáticas  su  voluntad?  ¿C^uién  fué  el  mentecato,  vuelvo  á  decir,  que 
no  sabe  cpe  no  hay  ejecutoria  de  hidalgo  con  tantas  preeminencias  ni 
exenciones  como  la  que  adquiere  un  caballero  andante  el  día  (jue  se 
arma  caballero  y  se  entrega  al  duro  ejercicio  de  la  caballería?  ¿Qué  ca 
ballero  andante  pagó  pecho,  alcabala,  chapín  de  la  reina,  moneda  fore 
ra,  portazgo  ni  barca?  ¿(¿ué  sastre  le  llevó  hechura  de  vestido  que  k 
hiciese?  ¿Qué  castellano  le  acogió  en  su  castillo,  que  le  hiciese  pagar  e 
escote?  ¿Qué  rey  no  le  asentó  á  su  mesa?  ¿Qué  doncella  no  se  le  aficio 
nó,  y  se  le  entregó  rendida  á  todo  su  talante  y  voluntad?  Y  finalmente 
¿qué  caballero  andante  ha  habido,  hay  ni  habrá  en  el  mundo,   que  nt 
tenga  bríos  para  dar  él  solo  cuatrocientos  })alos  á  cuatrocientos  cuadri 
lleros  que  se  le  }>ongan  delante?  > 


CAPITrLO  XLVl 

el  fin  de  la  notable  aventura  de  los  cuadrilleros,  y  la  gran  ferocidad  de 
nuestro  buen  caballero  Don  Quijote. 


N  tanto  que  Don  Quijote  esto  decía,  estalla  persuadiendo  el  Cura 
á  los  cuadrilleros  cómo  Don  Quijote  era  falto  de  juicio,  como 

^.y£  lo  veían  por  sus  ol)ras  y  por  sus  palabras,  y  que  no  tenían  para 
qué  llevar  aquel  negocio  adelante;  pues,  aunque  le  prendiesen 

llevasen,  lueiío  le  habían  de  dejar  por  loco;  á  lo  que  respondió  el  del 
landamiento  que  á  él  no  tocaba  juzgar  de  la  locura  de  Don  Quijote, 
no  hacer  lo  que  por  su  mayor  le  era  mandado,  y  (|ue  una  vez  preso, 
quiera  le  soltasen  trecientas. 

— 'Con  todo  eso,  dijo  el  Cura,  por  esta  vez  no  le  habéis  de  llevar,  ni 
un  él  dejará  llevarse,  á  lo  que  yo  entiendo. 

En  efeto,  tanto  les  supo  el  Cura  decir,  y  tantas  locuras  supo  Don 
luijote  hacer,  que  más  locos  fueran  que  no  él  los  cuadrilleros,  si  no 
)nocieran  la  falta  de  Don  Quijote;  y  así  tuvieron  por  bien  de  apaci- 
uarse,  y  aun  de  ser  medianeros  de  hacer  las  paces  entre  el  barbero  y 
ancho  Panza,  ([ue  todavía  asistían  con  gran  rencor  á  su  pendencia, 
inalmente,  ellos,  como  miembros  de  justicia,  mediaron  la  causa  y 
jeron  arbitros  della,  de  tal  modo,  que  ambas  partes  quedaron,  si  no 
el  todo  contentas,  á  lo  menos  en  algo  satisfechas,  porque  se  trocaron 
is  al])ardas,  y  no  las  cinchas  y  jáquimas;  y  en  lo  que  tocaba  á  lo 
el  yelmo  de  Mambrino,  el  Cura,  á  socapa  y   sin   que  Don  Quijote 


366  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


lo  entendiese,  le  dio  al  barbero  por  la  bacía  ocho  reales,  y  el  barbero  1 
hizo  una  cédula  del  recibo,  y  de  no  llamarse  á  engaño  por  entonces,  r 
por  siempre  jamás  amén.  Sosegadas,  pues,  estas  dos  tendencias,  qu 
eran  las  más  principales  .y  de  más  tomo,  restaba  que  los  criados  de  do 
Luis  se  contentasen  de  volver  los  tres,  y  que  el  uno  quedase  para  acón 
pallarle  donde  don  Fernando  le  quería  llevar;  y  como  ya  la  buen  suert 
y  mejor  fortuna  había  comenzado  á  romper  lazos,  y  á  facilitar  dificulta 
tades  en  favor  do  los  amantes  de  la  venta  y  de  los  valientes  della,  quis 
llevarlo  al  cabo  y  dar  á  todo  felice  suceso;  porque  los  criados  se  cor 
tentaron  de  cuanto  don  Luis  quería;  de  que  recibió  tanto  contento  don 
Clara,  que  ninguno  en  aquella  sazón  la  mirara  al  rostro,  que  no  conc 
ciera  el  regocijo  de  su  alma.  Zoraida,  aunque  no  entendía  bien  todo 
los  sucesos  que  había  visto,  se  entristecía  y  alegraba  á  bulto,  conforma 
veía  y  notaba  los  semblantes  á  cada  uno,  especialmente  de  su  español 
en  quien  tenía  siempre  puestos  los  ojos  y  traía  colgada  el  alma.  El  ven 
tero,  á  quien  no  se  le  pasó  por  alto  la  dádiva  y  recompensa  que  el  Cur 
liabía  hecho  al  barbero,  pidió  el  escote  de  Don  Quijote,  con  el  menos 
cabo  de  sus  cueros  y  falta  de  vino,  jurando  que  no  saldría  de  la  venti 
Rocinante  ni  el  jumento  de  Sancho,  sin  que  se  le  pagase  primero  hasti 
el  último  ardite.  Todo  lo  apaciguó  el  Cura,  y  lo  pagó  don  Fernando 
puesto  que  el  oidor,  de  muy  buena  voluntad,  había  también  ofrecid( 
la  paga,  y  de  tal  manera  quedaron  todos  en  paz  y  sosiego,  que  ya  n< 
parecía  la  venta  la  discordia  del  campo  de  iVgramante,  como  Don  Qui 
jote  había  dicho,  sino  la  misma  paz  y  quietud  del  tiempo  de  Otaviano 
de  todo  lo  cual  fué  común  opinión  que  se  debían  dar  las  gracias  á  1? 
buena  intención  y  mucha  elocuencia  del  señor  Cura  y  á  la  incompara 
ble  liberalidad  de  don  Fernando. 

Viéndose,  pues,  Don  Quijote  libre  y  desembarazado  de  tantas  pen 
dencias,  así  de  su  escudero  como  suyas,  le  pareció  que  sería  bien  segui 
su  comenzado  viaje,  y  dar  ftn  á  aquella  grande  aventura  para  que  habíí 
sido  llamado  y  escogido;  y  así,  con  resoluta  determinación,  se. fué  ápo 
ner  de  hinojos  ante  Dorotea,  la  cual  no  le  consintió  que  hablase  palabn 
hasta  que  se  levantase,  y  él  j)or  obedecella,  se  puso  en  pie  y  le  dijo 
«Es  común  proverbio,  fermosa  señora,  que  la  diligencia  es  madre  de  lí 
buena  ventura,  y  en  muchas  y  graves  cosas  ha  mostrado  la  experiencia 
que  la  solicitud  del  negociante  trae  á  buen  ñn  el  pleito  dudoso;  peio  ci 
ningunas  cosas  se  muestra  más  esta  verdad  que  en  las  de  la  guerra 
adonde  la  celeridad  y  presteza  previene  los  discursos  del  enemigo,  \ 
alcanza  la  vitoria  antes  que  el  contrario  se  ponga  en  defensa.  Todo  esi( 
digo,  alta  y  preciosa  señora,  porque  me  parece  que  la  estada  nuestra  ei 
este  castillo  ya  es  sin  provecho,  y  podría  sernos  de  tanto  daño,  que  k 
echásemos  de  ver  algún  día;  porque,  ¿quién  sabe  si,  por  ocultas  espía.' 
y  diligentes,  habrá  sabido  ya  vuestro  enemigo  el  gigante  de  que  3'o  vo} 
á  destruílle,  y  dándole  lugar,  le  tendrá  de  fortificarse  en  algún  inexpug- 
nable castillo  ó  fortaleza,  contra  quien  valiesen  poco  mis  diligencias  y 
la  fuerza  de  mi  incansable  brazo?  Así  que,  señora  mía,  prevengamos, 
como  tengo  dicho,  con  nuestra  diligencia  sus  designios,  y  partámonos 


PARTE    PRIMERA. —  CAPITULO    XLVl  36' 


leiío  á  la  }>uena  ventura;  qne  nú  está  más  el  tenerla  vuestra  grandei'.a' 
tino  desea,  de  cuanto  yo  tarde  de  verme  con  vuestro  contrario.» 

Calló,  y  no  dijo  mas  Don  Quijote,  y  esperó  con  mucho  sosie<ío  la' 

\spuesta  de  la  fermo.'ía  Infanta,  la  cual,  con  ademán' señoril  y  acomo- 

ado  al  estilo  de  Don  Quijote,  le  respondi»)  desta  manera:  «Yo  os  agra- 

e/co,  señor  caballero,  el  deseo  que  mostráis  tener  de  favorecerme  en 

li  gran  cuita,  bien  así  como  caballero  á  quien  es  anejo  y  concerniente 

ivorecer  los  huérfanos  y  menesterosos;  y  <|uiera  el  ("ielo  (|ue  el  vue&tr<^ 

mi  deseo  se  cumplan,  para  que  veáis  que  hay  agradecidas  mujeres  en 

nmndo;  y  en  lo  de  mi  partida,  sea  luego,  que  yo  no  tengo  más  volun- 

id  que  la  vuestra:  disponed  vos  de  mí  á  toda  vuestra  guisa  y  talante; 

ue  la  que  una  vez  os  entregó  la  defensa  de  su  persona  y  })Uso  en  vues-i 

•as  manos  la  restauraci(')n  de  sus  señoríos,  no  hn  de  querer  ir  contra 

([uo  vuestra  prudencia  ordenare.» 

— A  la  mano  de  Dios,  dijo  Don  Quijote;  pues  así  es  que  una  señora 
í  me  humilla,  no  <|uiero  yo  j)erder  la  ocasión  de  levantalla  y  ponelhi 
1  su  heredado  tnnio.  La  [tartida  sea  luego,  porque  me  va  poniendo 
<|»uelas  al  deseo  y  al  camino,  lo  que  suele  decirse,  <jue  en  la  tardan/a 
^tá  el  peligro;  y  pues  no  ha  criado  el  Cielo  ni  vi.sto  el  Infierno  ninginio 
Lie  me  espante  ni  acobarde,  ensilla,  Sancho,  á  Rocinante,  y  apareja 
i  jumento  y  el  [)alafrén  de  la  Reina,  y  despidámonos  del  castellano  y 
3stos  señores,  y  vamos  de  aquí  luego  al  punto. 

Sancho,  (jue  á  todo  estaba  presente,  dijo,  meneando  la  cabeza  á  una. 
irte  y  á  otra:  «¡Ay  señor,  señor,  y  cómo  liay  más  mal  en  el  aldegüelá 
lie  se  sueña!,  con  perdón  sea  dicho  de  las  tocas  honradas.» 
^¿Qué  mal  puede  haber  en  ninguna  aldea,  ni  en  todas  las  ciudades 
^1  mundo,  que  pueda  sonarse  en  menoscabo  raío,  villano? 
— Si  vuestra  merced  se  enoja,  res[>ondió  Sancho,  yo  callaré,  y  dejaré 
'  decir  lo  que  soy  obligado,  como  buen  escudero  y  como  debe  un  buen 
•iado  decir  á  su  señor.  ' 

— Di  lo  que  quisieres,  replicó  Don  Quijote,  como  tus  jialabras  no  se 
icaminen  á  ponerme  miedo;  que  si  tú  le  tienes,  haces  como  quien  eres, 
si  yo  no  le  tengo,  hago  como  quien  soy. 

—No  es  eso,  ¡pecador  fui  yo  á  Dios!,  respondió  Sancho,  sino  que  yo 

ngo  por  cierto  y  por  averiguado  que  esta  señora,  que  se  dice  ser  reina 

■1  gran  reino  Micomicón,  no  lo  es  más  que  mi  madre;  porque,  á  ser  lo 

lie  ella  dice,  no  se  anduviera  hocicando  con  alguno  de  los  que  están  en 

rueda,  á  vuelta  de  cabeza  y  á  cada  traspuesta. 

Paróse  colorada,  con  las  razones  de  Sancho,  Dorotea  (porque  era 
■rdad  (|ue  su  esposo  don  Fernando,  alguna .  vez,  á  hurto  de  otros 
IOS,  había  cogido  con  los  labios  parte  del  premio  que  merecían  sus 
>seos,  lo  cual  había  visto  Sancho,  y  parecídole  que  aquella  desenvol- 
ira  más  era  de  dama  cortesana  que  de  reina  de  tan  gran  reino),  y  no 
ado  ni  quiso  responder  palabra  á  Sancho,  sino  dejóle  proseguir  en  .su 
iática,  y  él  fué  diciendo: 

— Esto  digo,  señor,  porque,  si  al  cabo  de  haber  andado  caminos  y 
ureras,  y  pasado  malas  noches  y  peores  días,  ha  dé  venir  á  coger  el 
B.  p.-xx  •2:> 


3tí8  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

fruto  de  nuestros  trabajos  el  que  se  está  holgando  en  esta  venta,  no 
hay  para  qué  darme  })riesa  á  que  ensille  á  Rocinante,  albarde  el  ju- 
mento y  aderece  el  palafrén;  pues  será  mejor  que  nos  estemos  quedos, 
y  cada  puta  hile,  y  comamos. 

¡Oh  válame  Dios,  y  cuan  grande  que  fué  el  enojo  que  recibió  Don 
Quijote  oyendo  las  descompuestas  palabras  de  su  escudero!  Digo  que 
fué  tanto,  que  con  voz  atropellada  y  tartanmda  lengua,  lanzando  vivo 
fuego  por  los  ojos,   dijo:   «¡Oh  bellaco,  villano,  mal  mirado,  descom- 
puesto, ignorante,   infacundo,   deslenguado,   atrevido,   murmurador  y 
maldiciente!  ¿Tales  palabras  has  osado  decir  en  mi  presencia  y  en  la 
destas  ínclitas  señoras,  y  tales  deshonestidades  y  atrevimientos  osaste 
poner  en  tu  confusa  imaginaci(3nV  ¡Vete  de  mi  i)resencia,  monstruo  de 
naturaleza,  depositario  de  mentiras,  almario  de  embustes,  silo  de  bella- 
querías, inventor  de  maldades,  publicador  de  sandeces,  enemigo  del  de 
coro  que  se  debe  á  las  reales  personas;  vete,  no  parezcas  delante  de  mí  . 
so  pena  de  mi  ira!»;  y  diciendo  esto,  enarcó  las  cejas,  hinchó  los  carri 
líos,  miró  á  todas  partes,  y  dio  con  el  pie  derecho  una  gran  patada  ci 
el  suelo,  señales  todas  de  la  ira  que  encerraba  en  sus  entrañas;  á  cuya?  j 
palabras  y  furibundos  ademanes  quedó  Sancho  tan  encogido  y  medro  1 
so,  c^ue  se  holgara  que  en  aquel  instante  se  abriera  debajo  de  sus  pie 
la  tierra  y  le  tragara;  y  no  supo  qué  hacerse,  sino  volver  las  espaldas  ^^ 
quitarse  de  la  enojada  presencia  de  su  señor. 

Pero  la  discreta  Dorotea,  que  tan  entendido  tenía  ya  el  humor  d" 
Don  Quijote,  dijo,  i)ara  templarle  la  ira:  «No  os  despechéis,  seño 
Caballero  de  la  Triste  Figura,  de  las  sandeces  que  vuestro  *buen  escu 
dero  ha  dicho,  porque  quizás  no  las  debe  decir  sin  ocasión,  ni  de  si 
])uen  entendimiento  y  cristiana  conciencia  se  puede  sospechar  que  U 
vante  testimonio  á  nadie;  y  así,  se  ha  de  creer,  sin  poner  duda  en  elk 
que,  como  en  este  castillo,  según  vos,  señor  caballero  decís,  todas  la 
cosas  van  y  suceden  por  modo  de  encantamento,  podría  ser,  digo,  qu 
Sancho  hubiese  visto,  por  esta  diabólica  vía,  lo  que  él  dice  que  vio,  ta 
en  ofensa  de  mi  honestidad.» 

— ¡Por  el  omnipotente  Dios  juro,  dijo  á  esta  sazón  Don  Quijote,  qu 
la  vuestra  grandeza  ha  dado  en  el  punto,  y  que  alguna  mala  visión  s 
le  puso  delante  á  este  pecador  de  Sancho,  que  le  hizo  ver  lo  que  fuer 
imposible  verse  de  otro  modo  que  por  el  de  encanto  no  fuera!  Que  sé  y 
bien  de  la  bondad  é  inocencia  deste  desdichado,  que  no  sabe  levants 
testimonios  á  nadie. 

— Ansí  es  y  ansí  será,  dijo  don  Fernando;  por  lo  cual  debe  vuestr 
merced,  señor  Don  Quijote,  perdonalle  y  reducille  al  gremio  de  s 
gracia,  ñcut  erat  in  principio,  antes  que  las  tales  visiones  le  sacasen  di< 
juicio. 

Don  Quijote  respondió  (jue  él  le  perdonaba,  y  el  Cura  fué  por  Sai 
€ho,  el  cual  vino  muy  humilde,  y  hincándose  de  rodillas,  pidió  la  man 
á  su  amo,  y  él  se  la  dio,  y  después  de  habérsela  dejado  besar,  le  ech 
3a  bendición,  diciendo: 

— Agora  acabarás  de  conocer,  Sancho,  hijo,  ser  verdad  lo  que  yo  otr? 


PARTK    PRIMKBA,. CAPITULO    XLVl  'MW^ 


michas  veces  te  lie  dicho,  de  (|ue  todas  his  cosas  deste  castillo  son  he- 
•has  por  vía  de  encantamento. 

--Así  lo  creo  yo.  dijo  Sancho,  excepto  a(|uello  de  la  luant;».  (jnc  ical 
nenie  sucedió  por  vía  ordinaria. 

— No  lo  creas,  respondió  Don  Quijote;  (jue  si  asi  lucia,  yo  (»•  \enpi- 
a  entonces,  y  aun  a^ora;  i)ero  ni  entonces  ni  a^ora  ])ude.  ni  vi  en 
|uién  tomar  veiipuiza  de  tu  agravio. 

Desearon  saber  aliiunos  ([ué  era  aquéllo  de  la  manta,  y  el  ventero 
es  contó  punto  por  i)unto  la  volatería  de  Sancho  Panza,  de  <jue  no 
•oco  se  rieron  todos,  y  de  (¡ue  no  menos  se  corriera  Sancho,  si  de  nue- 
(>  no  le  asei^urara  su  amo  t|ue  era  encantamento;  })uesto  (jue  jamás 
Iciio  la  sandez  de  Sancho  á  tanto,  «[ue  creyese  no  ser  verdad  pura  y 
iveriguada,  sin  mezcla  de  enjíaño  alguno,  lo  de  haber  sido  manteado 
»or  personas  de  carne  y  de  hueso,  y  no  por  fantasmas  soñadas  ni  ima- 
ri nadas,  como  su  señor  lo  creía  y  lo  añrmaba. 

Dos  días  eran  ya  i>asados.  desde  (jue  toda  aquella  ilustre  comi)añía 
>iaba  en  la  venta,  y  pareciéndoles  que  ya  era  tiem¡)o  de  ])artirse,  die- 
mi  orden  para  (jue,  sin  ponerse  al  trabajo  de  volver  Dorotea  y  don 
•ernando  con  Don  Quijote  á  su  aldea  con  la  invención  de  la  libertad 
\v  la  reina  Micomicona,  pudiesen  el  Cura  y  el  harinero  llevársele,  como 
leseaban,  y  procurar  la  cura  de  su  locura  en  su  tierra.  Y  lo  (pie  orde- 
laion  fué,  que  se  concertaron  con  un  carretero  de  bueyes,  que  acaso 
( t'itó  á  pasar  por  allí,  para  que  lo  llevase  en  esta  forma.  Hicieron  una 
onio  jaula  de  palos  enrejados,  capaz  que  pudiese  en  ella  caber  holi^a 
iamente  Don  Quijote;  y  luejío  don  Fernando  y  sus  camaradas,  con  los 
liados  de  don  Luis  y  los  cuadrilleros,  juntamente  con  el  ventero,  todos 
lor  orden  y  ])arecer  del  Cura,  se  cubrieron  los  rostros  y  se  disfrazaron, 
luién  de  una  manera  y  quién  de  otra,  de  modo  que  á  Don  Quijote  le 
•areciese  ser  otra  gente  de  la  que  en  aquel  castillo  había  visto.  Hecho 
-to.  con  grandísimo  silencio  se  entraron  adonde  él  estaba  durmiendo 

descansando  de  las  pasadas  refriegas. 
Llegáronse  á  él,  que  libre  y   seguro   de   tal  acontecimiento  dormía: 

asiéndole  fuertemente,  le  ataron  muy  bien  las  manos  y  los  pies,  de 
nodo  que  cuando  él  despertó  con  sobresalto,  no  pudo  menearse  ni  ha- 
(T  otra  cosa  más  que  admirarse  y  suspenderse  de  ver  delante  de  sí  tan 
xtraños  visajes;  y  luego  dio  en  la  cuenta  de  lo  que  su  continua  y  des- 
aliada imaginación  le  representaba,  y  se  creyó  que  todas  aquellas 
¡guras  eran  fantasmas  de  aquel  encantado  castillo,  y  que  sin  duda  al- 
una ya  estaba  encantado,  [>ues  no  se  podía  menear  ni  defender,  todo 

[»unto  como  había  pensado  (jue  sucedería  el  Cura,  trazador  desta 
iiaquina.  Sólo  Sancho,  de  todos  los  presentes,  estaba  en  su  mismo  jul- 
io y  en  su  misma  figura;  el  cual,  aunque  le  faltaba  bien  poco  para  te- 
ler  la  misma  enfermedad  de  su  amo,  no  dejó  de  conocer  quién  eran 
odas  aquellas  contrahechas  figuras;  mas  no  osó  descoser  su  l)oca,  has- 
a  ver  en  qué  paraba  aquel  asalto  y  prisión  de  su  amo,  el  cual  tampoco 
lablaba  palabra,  atendiendo  á  ver  el  paradero  de  su  desgracia,  que  fué, 
¡ue   trayendo   allí  la  jaula,   le   encerraron   dentro,  y   Íc  clavaron  dos 


oTO  uoN  quijotí:  dk  j.a  jiaxcha  ■ 

maderos   tan   fuertemente,    que   no    se    pudieran    romi)er    á   dos   ti- 
rones. 

Tomáronle  luego  en  hombros,  y  al  salir  del  aposento  se  oyó  una  voz 
temerosa,  todo  cuanto  la  supo  formar  el  barbero  (no  el  del  albarda, 
sino  el  otro),   que  decía:    «¡Oh  Caballero  de  la  Triste  Figura!  No  te  dé 
alineamiento  la  prisión  en  que  vas,  porque  así  conviene  para  acabar 
n.iás  presto  la  aventura  en  (|ue  tu  gran  esfuerzo  te  puso;  la  cual  se  acá 
bará  cuando  el  furibundo  león  manchego  con  la  l)lanca  paloma  tobosi- 
na  yoguieren  en  uno,   ya  después  de  humilladas  las  altas  cervices  al 
blando  yugo  matrimonesco;  de  cuyo  inaudito  consorcio  saldrán  á  luz 
del  orbe  los  bravos  cachorros  que  imitarán  las  rapantes  garras  del  vale- 
roso padre;  y  esto  será  antes  ([ue  el   seguidor  de  la  fugitiva  ninfa  faga 
dos  vegadas  la  visita  de  las  lucientes  imágenes  con  su  rápido  y  natural 
curso.  Y  tú  ¡oh  el  más  noble  y  obediente  escudero  que  tuvo  espada  en 
cinta,  barbas  en  rostro,  y  olfato  en  las  narices!,  no  te  desmaye  ni  de- 
contente  ver  llevar  así,  delante  de  tus  ojos  mesmos,  á  la  ñor  de  la  c;i 
ballería  andante;  que  presto,  si  al  Plasmador  del  mundo  le  place,  te  V( 
ras  tan  alto  y  tan  sublimado,  que  no  te  conozcas;  y  no  saldrán  defrau- 
dadas las  promesas  que  te  ha  fecho  tu  buen  señor;  y  aseguróte,  de  par- 
te de  la  sabia  Mentironiana,  que  tu  salario  te  sea  pagado,  como  lo  v» 
ras  ])or  la  obra;  y  sigue  las  pisadas  del  valeroso  y  encantado  caballen». 
([ue  conviene  que  vayas  donde  paréis  entrambos;  y  porque  no  me  (  s 
lícito  decir  otra  cosa,  á  Dios  quedad;  (jue  yo  me  vuelvo  adonde  yo  me 
sé  >;  y  al  acabar  déla  profecía  alzó  la  voz  de  punto,  y  disminuí  ola 
después  con  tan  tierno  acento,  que  aun  los  sabidores  de  la  burla  estu- 
vieron por  creer  que  era  verdad  lo  (|ue  oían. 

Quedó  Don  (Quijote  consolado  con  la  escuchada  profecía,  ]>or(iue 
luego  coligió  de  todo  en  todo  la  signiiicación  de  ella,  y  vio  que  le  pro- 
metían el  verse  ayuntado  en  santo  y  debido  matrimonio  con  su  queri 
da  Dulcinea  del  Toboso;  de  cuyo  felice  vientre  saldrían  los  cachorros, 
que  eran  sus  hijos,  para  gloria  j^erpetua  de  la  Mancha;  y  creyendo  este 
bien  y  firmemente,  alzó  la  voz,  y  dando  un  gran  suspiro,  dijo:  «¡Oh  tü 
(quienquiera  ((ue  seas,  que  tanto  bien  me  has  pronosticado!,  ruégott 
que  pidas  de  mi  parte  al  sabio  encantador  que  mis  cosas  tiene  á  cargo 
que  no  me  deje  perecer  en  esta  prisión  donde  agora  me  llevan,  hastí 
ver  cumplidas  tan  alegres  é  incom])arables  promesas  como  son  las  qu( 
aquí  se  me  han  hecho;  que,  como  esto  sea,  tendré  por  gloria  las  pena^ 
de  mi  cárcel,  y  por  alivio  estas  cadenas  que  me  ciñen,  y  no  por  dun 
campo  de  batalla  este  lecho  en  que  me  acuestan,  sino  por  cama  blandí 
y  tálamo  dichoso.  Y  en  lo  que  toca  á  la  consolación  de  Sancho  Panza 
mi  es3udero,  yo  confío  de  su  l)ondad  y  buen  proceder  que  ño  me  deja 
rá,  en  buena  mi  mala  suerte;  porque,  cuando  no  suceda,  por  la  suya  < 
por  mi  corta  ventura,  el  poderle  yo  dar  la  ínsula  ú  otra  cosa  equivalen 
te,  que  le  tengo  prometida,  por  lo  menos  su  salario  no  podrá  perderse 
que  en  mi  testamento;  que  ya  está  hecho,  dejo  declarado  lo  que  se  1" 
ha  de  dar,  no  conforme  á  sus  muchos  y  buenos  servicios,  sino  á  la  po 
sibilidad  mía.  > 


PARTE    PRIMERA. — CAPITULO    XLVI 


371 


Sancho  Panza  se  le  inclinó  con  mucho  comedimiento  y  le  besó  en 
rambas  las  manos,  i)or{iue  la  una  no  ])U(iiera,  por  estar  atadas  entrani- 
>as.  Luego  sacaron  la  jaula  en  lionibros  ¡i(iiiollii<  ví<Í(Mu»s.  y  la  mcouio- 
laron  en  el  carro  de  los  bueyes 


CAPITULO  XLVIT 

Del  extraño  modo  con  que  fué  conducido  encantado  Don  Quijote  de  la  Mancha, 
con  otros  famosos  sucesos. 


uANbo  Don  Quijote  se  vio  de  aquella  iiianera,  enjaulado  y  enci- 
ma del  carro,  dijo:  «Muchas  y  muy  graves  historias  he  yo  leído 
4^   de  caballeros  andantes;  pero  jamás  he  leído  ni  visto  ni  oído  que 

V4)  á  los  caballeros  encantados  los  lleven  desta  manera,  y  con  el 
espacio  que  prometen  estos  perezosos  y  tardíos  animales;  porque  siem- 
pre los  suelen  llevar  por  los  aires  con  extraña  ligereza,  encerrados  en  al- 
guna parda  y  escura  nube  ó  en  algún  carro  de  fuego,  ó  ya  sobre  algún 
hipógrifo  ó  otra  bestia  semejante;  pero  que  me  lleven  á  mí  agora  sobre 
un  carro  de  bueyes,  ¡vi^e  Dios,  que  me  pone  en  confusión!  Pero  quizá 
la  caballería  y  los  encantos  destos  nuestros  tiempos  deben  de  seguir  otro 
cannno  que  siguieron  los  antiguos;  y  también  podría  ser  que,  como  yo 
soy  nuevo  caballero  en  el  mundo,  y  el  primero  (|ue  ha  resucitado  el  ya 
olvidado  ejercicio  de  la  caballería  aventurera,  también  nuevamente  se 
hayan  inventado  otros  géneros  de  encantamentos  y  otros  modos  de  lio 
var  á  los  encantados.  ¿Qué  te  parece  desto,  Sancho,  hijo?» 

— No  sé  yo  lo  que  me  parece,  respondió  Sancho,  por  no  ser  tan  leído 
como  vuestra  merced  en  las  escrituras  andantes;  pero,  con  todo  eso, 
osaría  afirmar  y  jurar  que  estas  visiones,  que  por  aquí  andan,  que  no 
son  del  todo  católicas. 

— ¡Católicas,  mi  padre!,  respondió  Don  Quijote.  ¿Cómo  han  de  ser 


l'AKTE    PKIMERA. CAPITULO    XLVII  HT.'J 

?atólicas,  si  son  todos  demonios  ^uv  han  tomado  cuerpos  fantásticos 
para  venir  á  luiccr  esto  y  á  ponerme  en  este  estado?  Y  si  quieres  ver 
3sta  verdad,  tócalos  y  pálpalos,  y  venis  como  no  tienen  cuerpos  sino  de 
lire,  y  como  no  consisten  más  <íe  en  la  apariencin. 

—  Por  Dios,  señor,  replicó  Sancho,  ya  yo  los  he  tocado;  y  este  diablo, 
(ue  aquí  anda  tan  solícito,  es  rollizo  de  canias,  y  tiene  otra  propiedad 
muy  diferente  de  la  (jue  yo  he  oído  decir  que  tienen  los  de  .nonios;  })orv 
i  pie,  sem'ni  se  dice,  todos  huelen  á  i>iedra  azufre  y  á  otros  malos  olores; 
!)ero  este  huele  n  jambar,  de  medin  leiiua.  Decía  esto  Sancho  por  don 
í'crnando,  que,  como  tan  señor,  debía  de  oler  á  lo  que  Sancho  decía. 

—No  te  maravilles  deso,  Sancho  amij»o,  respondió  Don  Quijote;  por- 
pie  te  haiío  saber  que  los  dial)los  saben  mucho;  y  puesto  que  traigan 
)lores  consiiío,  ellos  no  huelen  nada,  ponpie  son  espíritus;  y  si  huelen, 
lo  pueden  oler  cosas  buenas,  sino  malas  y  hediondas;  y  la  razón  es,  <pie 
I  .'omo  ellos,  dondequiera  que  están,  traen  al  Intierno  consigo,  y  no  pue- 
I  len  recebir  género  alguno  de  alivio  en  sus  tormentes,  y  el  buen  olor 
-sea  cosa  que  deleita  y  contenta,  no  es  posible  (pie  ellos  huelan  cosa  hue- 
la, y  si  á  ti  te  parece  (jue  ese  demonio  que  dices  huele  á  ámbar,  ó  tú 
e  engañas,  ó  él  quiere  engañarte,  con  liacer  (]ue  no  le  tengas  por  de- 

•loliio. 

Todos  estos  coloquios  pasaron  entre  amo  y  criado;  y  temiendo  don 
I' ornando  y  Cardenio  c^ue  Sancho  no  viniese  á  caer  del  todo  en  la  cuen- 
a  de  su  invención,  á  quien  andaba  ya  muy  en  los  alcances,  determina- 
•on  de  abreviar  con  la  partida;  y  llamando  aparte  al  ventero,  le  ordena- 
"on  (|ue  ensillase  á  Rocinante  y  enalbardase  el  jumento  de  Sancho,  y 
■¡'0  hizo  con  mucha  presteza.  Ya  en  esto  el  Cura  se  había  concertado  con 
os  cuadrilleros  que  le  acompañasen  hasta  su  lugar,  dándoles  un  tanto 
•ada  día.  ('olgó  Cardenio  del  ai'zón  de  la  silla  de  Rocinante,  del  un  cabo 
;a  adarga  y  del  otro  la  bacía,  y  por  señas  mandó  á  Sancho  que  subiese 
'íii  su  asno,  y  tomase  de  las  riendas  á  Rocinante,  y  puso  á  les  dos  lados 
'Üel  carro  á  dos  cuadrilleros  con  sus  ballestas;  pero  antes  que  se  movie- 
se el  carro,  salió  la  ventera  con  su  hija  y  Maritornes  á  despedirse  de 
Don  Quijote,  tingiendo  que  lloraban  de  dolor  de  su  desgracia;  á  quien 
Don  Quijote  dijo:  «No  lloréis,  mis  buenas  señoras;  Cjue  todas  estas  des- 
lichas  son  anejas  á  los  que  profesan  lo  que  yo  profeso;  y  si  estas  cala- 
nidades  no  me  acontecieran,  no  me  tuviera  yo  por  famoso  caballero 
mdante;  porque  á  los  caballeros  de  poco  nombre  y  fama,  nunca  les  su- 
ceden semejantes  casos,  porque  no  hay  en  el  mundo  quien  se  acuerdo 
lellos;  á  los  valerosos  sí,  que  tienen  envidiosos  de  su  virtud  y  valentía 
í  muchos  príncipes  y  á  muchos  otros  caballeros,  que  procuran  por  ma- 
tas vías  destruir  á  los  buenos.  Perc ,  con  todo  eso,  la  virtud  es  tan  po- 
derosa, que  por  sí  sola,  á  pesar  de  toda  la  nigromancia  que  supo  'su- 
;)rim(r  inventor  Zoroastes,  saldrá  vencedora  de  todo  tran<'e;  y  dará  de 
sí  luz  en  el  mundo,  como  la  da  el  sol  en  el  cielo.  Perdonadme,  fermo^ 
sas  damas,  si  f  Igún  desaguisado,  por  descuido  mío,  vos  he  fecho;  c^ue,- 
dé  voluntad  y  á  sabiendas,  jamás  le  hice  á  nadie;  y  rogad  á  Dios  mesá^^ 
que  destas  prisiones,  donde  algún,  mal  intencionado  encantador  me  h^ 


.374 


DON    QtaJOTE    DE    LA    MANCHA 


puesto;  que  si  dellas  me  veo  libre,  iio  se  me.  caeráu  de  la  memoria  las 
mercedes  "que  en  este  castillo  me  liabedes  fecho,  par-a  .ijratificallas,  ser- 
villas y  reccmpensallas  como  ellas  merecen.  »• 

En  tanto  que  las  damas  del  castillo  esto  pasaban  con  Don  Quijote, 
el  C'ura  y  el  barbero  se  despidieron  de  don  Fernando  y  sus  camaradas, 
y  del  capitán  y  de  su  hermano  y  todas  aquellas  contentas  señoras,  es- 
pecialmente de  Dorotea  y  Luscinda.  Todos  se  abrazaron  y  quedaron  de 
darse  noticia  de  sus  sucesos,  diciendo  don  Fernando  al  Cura  dónde  ha- 
l>ía  de  escribirle,  })ara  avisarle  en  lo  que  paraba  Don  Quijote;  ase.uu- 


'  No  lloréis,  mi.s  buenas  .«íeñoras;  que  todas  estas  de.sdi(.ha.s  sou  anejas  á  los  que  profesan 

lo  q«e  yo  profeso. 


rándole  que  no  habría  cosa  que  más  gusto  le  diese  que  saberlo;  y  que 
él  asimisjno  le  avisaría  de  todo  aquello  que  él  viese  que  podría  darle 
gusto;  así  de  su  casamiento  como  del  bautismo  de  Zoraida  y  suceso  de 
don  Luis,  y  vuelta  de  Luscinda  á  su  casa.  El  Cura  ofreció  de  hacer 
cuanto  se  le  mandaba  con  toda  puntualidad.  Tornaron  á  abrazarse  otra 
vez,  y  otra  vez  tornaron  á  nuevos  ofrecimientos. 

El  ventero  se  ll^gó  al  Cura  y  le  dio  unos  papeles,  diciéndole  que 
ios  había  hallado  en  un  aforro  de  la  maleta,  donde  se  halló  la  novela 
<iel  Curioso  únpertinente,  y  que  pues  su. dueño  no  había  vuelto  más  por 
ailí,  que  se  los  llevase  todos;  que  pues  él  no  sabía  leer,  no  los  quería. 
El  Cura  se  lo  agradeció;  y  abriéndolos  luego,  vio  que  al  principio  de  lo 
escrito  decía:  Novela. de  liinconete  y  Cortadillo,  por  donde  entendió  ser 
alguna  novela,  y  coligió  que,  pues  la  del  Curioso  impertinente  liabía  sido 
filena,  que  también  lo  sería  aquélla,  pues  podría  ser  fuesen  todas  de  un 


PAUTE    PBIMKKA. CAPITULO    XLVII  375 


smismo  autor;  y  así,,  la  e:uardó  con  prosupuesto  de  leerla  cuando  tuviese 
comodidad. 

Subió  á  caballo,  y  también  su  ami^o  el  barbero,  ambos  cou  sus  aii 
4it'aces,  porque  uo  fuesen  lues^o  conocidos  de  Don  Quijote,  y  pusiéronse 
a  caminar  tras  el  carro. 

Y  la  orden  que  llevaban  era  ésta:  iba  primero  el  carro,  guiándole  su 
dueño;  a  los, dos  lados  ibaii  los  cuadrilleros,  como  se  ba  dicbo,  con 
sus  ballestas;  seguía  luego  ¡Sancho  Panza  sobre  su  asno,  llevando  de  la 
rienda  á  Rocinante;  detrás  de  todo  esto  iban  el  Cura  y  el  bfcrbero  sobre 
->us  })oderosas  nmlns.  cubiertos  los  rostros,  como  se  ha  dicho,  con  grave 

V  reposado  continente,  1:0  caminando  más  de  lo  que  ]>ermitía  el  paso 
tiirdo  de  los  bueyes.  Don  Quijote  iba  sentado  en  la  jaula,  las  manos 
itadas,  tendidos  los  pies  y  arrimado  á  las  verjas,  con  tanto  silencio  y 
tanta  paciencia,  como  si  uo  fuera  hombre  de  carne,  sino  estatua  de  pie- 
Ira;  y  así,  con  aquel  espacio  y  silencio  caminaron  hasta  dos  leguas, 
[ue  llegaron  á  un  valle,  donde  le  pareció  al  boyero  ser  lugar  acomoda 
lo  para  reposar  y  dar  ])asto  á  los  bueyes;  y  comunicándolo  con  el  Cura, 
fué  de  parecer  el  barbero  que  caminasen  un  poco  más;  porque  él  sabía 
lue  detrás  de  un  recuesto  que  cerca  de  allí  se  mostraba,  había  un  valle 
le  más  yerba  y  nuicho  mejor  que  aquel  donde  parar  (juerian.  Toni(')se 
'1  parecer  del  barbero,  y  así,  tornaron  á  ])roseguir  su  camino. 

En  esto  volvió  el  Cura  el  rostro,  y  vio  que  á  sus  espaldas  venían 
i  lasta  seis  ó  siete  hombres  de  á  caballo,  bien  })uestos  y  aderezados,  de 
líos  cuales  ñijron  presto  alcanzados,  porque  caminaban,  no  con  la  flema 

V  reposo  de  los  bueyes,  sino  como  quien  iba  sobre  muías  de  canónigos, 
w  con  deseo  de  llegar  presto  á  sestear  á  la  venta,  (jue  menos  de  una 
legua  de  aUí  se  parecía.  Llegaron  los  diligentes  á  los  })erezosos,  y  salu- 
lároiise  cortésmente;  y  uno  de  los  que  venían,  que  en  resolución  era 
canónigo  de  Toledo  y  señor  de  los  demás  que  le  acompañaban,  viendo 

'a  concertada  procesión  del  carro,  cuadrilleros,  Sancho,  Rocinante,  Cura 
\'  barbero,  y  más  á  Don  (Quijote  enjaulado  y  aprisionado,  no  pudo  dejar 
le  preguntar  qué  signiñcaba  llevar  aquel  hombre  de  aquella  manera; 
lunque  ya  se  había  dado  á  entender,  viendo  las  insignias  de  los  cuadri- 
leros,  que  debía  de  ser  algún  facineroso  salteador,  ú  otro  delincuente 
•nyo  castigo  tocase  á  la  Santa  Hermandad. 

Uno  de  los  cuadrilleros,  á  quien  fué  hecha  la  })regunta,  respondió 
isí;  *  Señor,  lo  que  significa  ir  este  caballero  desta  manera,  dígalo  él 
>orque  nosotros  no  lo  sabemos.» 

Oyó  Don  Quijote  la  plática  y  dijo:  «¿Por  dicha  vuestras  mercedes, 
•e  ñores  caballeros,  son  versados  y  peritos  en  esto  de  la  caballería  añ- 
ilante? Porque  si  lo  son.  comunicaré  con  ellos  mis  desgracias;  y  si  no, 
10  hay  para  qué  me  canse  en  decillas»;  y  á  este  tiempo  habían  ya  lle- 
.íado  el  Cura  y  el  barbero,  viendo  que  los  caminantes  estaban  en  pláti- 
I  -as  con  Don  Quijote  de  la  Mancha,  para  responder  de  modo  que  no  fue- 
•e  descubierto  su  artificio. 

El  canónigo,  á  lo  que  Don  Quijote  dijo,  respondió:  «En  verdad, 
lermano,  que  sé  más  de  libros  de  caballerías  que  délas  súmulas  de. Vi- 


37G  DON  QUIJOTE    DE   LA   MANCHA 

llalpando;  así  que,  si  no  está  más  que  en  esto,  seguramente  podéis  co 
inunicar  conmigo  lo  que  quisiéredes.» 

— A  la  mano  de  Dios,  replicó  Don  Quijote;  pues  así  es,  quiero,  señoi 
caballero,  que  sei)ades  que  yo  voy  encantado  en  esta  jaula,  por  envidia 
y  fraude  de  malos  encantadores;  que  la  virtud  más  es  perseguida  de  los 
malos  que  amada  de  los  buenos.  Caballero  andante  soy,  y  no  de  aque- 
llos de  cuyos  nombres  jamás  la  fama  se  acordó  para  eternizarlos  en  su 
memoria,  sino  de  aquellos  que,  á  despecho  y  pesar  de  la  mesma  envi- 
dia y  de  cuantos  magos  crió  Persia,  bracmanes  la  India,  ginosoñstas 
la  Etiopía,  ha  de  })oner  su  nombre  en  el  templo  de  la  inmortalidad,  paríi 
que  sirva  de  ejemplo  y  dechado  en  los  venideros  siglos,  donde  los  caba- 
lleros andantes  vean  los  pasos  (jue  han  de  seguir,  si  quisieren  llegar  á 
la  cumbre  y  alteza  honrosa  de  las  armas. 

— Dice  verdad  el  señor  Don  Quijote  de  la  Mancha,  dijo  á  esta  sa- 
zón el  ( Jura;  que  él  va  encantado  en  esta  carreta,  no  por  sus  culpas 
y  pecados,  sino  por  la  mala  intención  de  aquellos  á  quien  la  virtud  en- 
fada y  la  valentía  enoja.  Este  es,  señor,  el  CabnUero  de  la  Triste  Figu^ 
rn.  si  ya  le  oistes  nombrar  en  algún  tiempo,  cuyas  valerosas  hazañas 
y  grandes  hechos  serán  escritos  en  bronces  duros  y  en  eternos  mármo- 
les, por  más  que  se  canse  la  envidia  en  oscurecerlos,  y  la  malicia  en 
ocultarlos. 

Cuando  el  canónigo  oyó  hablar  al  preso  y  al  libre  en  semejante  es- 
tilo, estuvo  por  hacerse  la  cruz,  de  admirado,  y  no  podía  saber  lo  que  le 
había  acontecido;  y  en  la  misma  admiración  cayeron  todos  los  que  con 
<'l  venían. 

p]n  esto  Sancho  J'anza,  ijue  se  había  acercado  á  <.)ir  la  plática,  i)ara 
adobarlo  todo,  dijo:  <;  Ahora,  señores,  quiéranme  bien  ó  quiéranme  mal 
por  lo  que  dijere,  el  caso  dello  es,  ({ue  así  va  encantado  mi  señor  Don 
Quijote  como  mi  madre.  El  tiene  su  entero  juicio,  él  come  y  bebe,  y 
hace  sus  necesidades  como  los  demás  hombres  y  como  las  hacía  ayer, 
antes  que  le  enjaulasen:  siendo  esto  ansí,  ¿cómo  quieren  hacerme  á  mi 
entender  que  va  encantado,  pues  yo  he  oído  decir  á  muchas  personas: 
que  los  encantados  ni  comen,  ni  duermen,  ni  hablan,  y  mi  amo,  si  nc 
le  van  á  la  mano,  hablará  más  que  treinta  procuradores? » 

Y  volviéndose  á  mirar  al  Cura,  prosiguió  diciendo:  «¡Ah  señor  Cura 
señor  Cura!  ¿Pensará  vuestra  merced  que  no  le  conozco,  y  pensará  que 
yo  no  calo  y  adivino  adonde  se  encaminan  estos  nuevos  enoantamen 
tos?  Pues  sepa  que  le  conozco,  por  más  que  se  encubra  el  rostro;  y  sep^ 
que  le  entiendo,  por  más  que  disimule  sus  embustes.  En  fin,  dond( 
reina  la  envidia  no  puede  vivir  la  virtud,  ni  adonde  hay  escasez,  h 
liberalidad.  ¡Mal  haya  el  diablo,  que  si  por  su  reverencia  no  fuera,  esh 
fuera  ya  la  hora  que  mi  señor  estuviera  casado  con  la  infanta  Micomi 
coüa,  y  yo  fuera  conde  por  lo  menos,  pues  no  se  podía  esperar'  otrí 
cosa,  así  de  la  bondad  de  mi  señor,  el  de  la  Triste  Figura,  como  de  h 
grandeza  de  mis  servicios;  pero  ya  veo  que  es  verdad  lo  que  se  dic( 
por  ahí,  que  la  rueda  de  la  fortuna  anda  más  hsta  que  una  rueda  d( 
molino,  y  que  los  que  ayer  estaban' en  pinganitos,  hoy  están  por  e  ^ 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XLVII  87 


suelo.  De  mis  hijos  y  de  mi  mujer  me  pesa;  pues  cuando  podían  y  de- 
bían esperar  ver  entrar  á  su  padre  por  sus  puertas  hec-lio  gobernador  ó 
visorey  de  alguna  ínsula  ó  reino,  le  verán  entrar  hecho  mozo  de  caba- 
llos. Todo  esto  ((ue  he  dicho,  señor  Cura,  no  es  mas  de  por  encarecer  á 
su  })aternidad  haga  conciencia  del  mal  tratamiento  que  ¡i  mi  señor  se  le 
hace;  y  mire  bien  no  le  pida  Dios  en  la  otra  vida  esta  prisión  de  mi 
amo,  y  se  le  haga  cargo  de  todos  aquellos  socónos  y  bienes  que  mi 
señor  Don  Quijote  deja  de  hacer  en  este  tiempo  que  está  preso.* 

— Adobadme  esos  candiles,  dijo  á  este  punto  el  barbero:  ¿también 
Vos,  Sancho,  sois  de  la  cofradía  de  vuesti'o  amoV  ¡Vive  el  Señor,  qu<' 
voy  viendo  (jue  le  habéis  de  tener  compañía  en  la  jaula,  y  <{ue  habéis  de 
quedar  tan  encantado  como  él,  por  lo  (pie  os  toca  de  su  humor  y  de  su 
caballería!  Kn  mal  [>unto  os  empeñástes  de  sus  promesas,  y  en  mal 
hora  se  os  entr(')  en  los  cascos  la  ínsula  ([ue  tanto  deseáis. 

— Yo  no  estoy  })reñado  de  nadie,  respondió  Sancho,  ni  soy  hombi'e 
(pie  me  dejaría  empreñar  del  Rey  que  fuese;  y  auiKiue  {«obre,  soy  cns- 
tiano  viejo,  y  no  debo  nada  á  nadie;  y  si  ínsula  deseo,  otros  desean 
otras  cosas  jjeores;  y  cada  uno  es  hijo  de  sus  obras,  y  debajo  de  ser 
hombre  puedo  venir  á  ser  papa,  cuanto  más  gol)ernador  de  una  ínsula, 

V  más,  pudiendo  ganar  tantas  mi  señor,  (|ue  le  falte  á  (juien  dallas. 
Vuestra  merced  mire  como  habla,  señor  ])arbero;  ({ue  no  es  todo  hac^er 
barbas,  y  algo  va  de  Pedro  á  Pedro.  Dígolo  pon  pie  todos  nos  cono- 
cemos, y  á  mí  no  se  me  ha  de  echar  dado  t'aUo;  y  en  esto  del  en- 
canto de  mi  amo.  Dios  sabe  la  verdad;  y  (puédese  a(iuí,  j)orque  es  peor 
meneallo. 

No  quiso  res]>onder  el  barbero  á  Sancho,  iioi-ípie  no  descubriese  con 
sus  simplicidades  lo  que  él  y  el  Cura  tanto  procuraban  encubrir;  y  por 
este  mismo  temor  había  el  Cura  dicho  al  canónigo  que  caminase  un 
poco  delante,  que  él  le  diría  el  misterio  del  enjaulado,  con  otras  cosas  que 
le  diesen  gusto.  Hízolo  así  el  canónigo,  y  adelantándose  con  sus  criados 

V  con  él,  estuvo  atento  á  todo  aquello  que  decirle  quiso  de  la  condición, 
vida,  locura  y  costumbres  de  Don  Quijote,  contándole  el  Cura  breve- 
mente el  })rincipio  y  causa  de  su  desvarío,  y  todo  el  progreso  de  sus  suce- 
sos, hasta  haberle  puesto  en  aquella  jaula,  y  el  designio  que  llevaban  de 
llevarle  á  su  tierra,  para  ver  si  por  algún  medio  hallaban  remedio  á  su  lo- 
cura. Admiráronse  de  nuevo  los  criados  y  el  canónigo  de  oir  la  peregrina 
historia  de  Don  Quijote,  y  en  acabándola  de  oir,  dijo:  « Verdaderaméíite. 
señor  Cura,  yo  hallo  por  mi  cuenta  (|ue  son  })erjudiciales  en  la  repúbliea 
estos  que  llaman  libros  de  caballerías;  y  aunque  he  leído,  llevado  de  un 
ocioso  y  falso  gusto,  casi  el  principio  de  tod('S  los  más  que  hay  impresos, 
jamás  me  he  podido  acomodar  á  leer  ninguno  del  principio  al  cabo;  por- 
([ue  me  parece  que,  cuál  más,  cuál  menos,  todos  ellos  son  una  mesma 
cosa,  y  no  tiene  más  este  ((ue  aquel,  ni  estotro  que  el  otro.  Y  según  á 
mí  me  parece,  este  género  de  escritura  y  composición  cae  bajo  de  aquel 
de  las  fábulas  que  llaman  milesías,  que  son  cuentos  disparatados,  que 
atienden  solamente  á  deleitar,  y  no  á  enseñar,  al  contiTirio  de  lo  que 
hacen  las  fábulas  apólogas,  que  deleitan  y  enseñan  juntamente.  Y  pues- 


378  DON    QUIJOTE    DE    LA     MANCHA 

lo  que  el  principal  intento  de  semejantes  libros  sea  el  deleitar,  no  sé  yo 
cómo  puedan  conseguirle,  yendo  llenos  de  tantos  y  tan  desaforados  dis- 
l)arates;  que  el  deleite  que  en  el  alma  se  concibe  ha  der  ser  de  la  hermo- 
sura y  concordancia  que  ve  ó  contempla  en  las  cosas  que  la  vista  ó  la 
imaginación  le  })onen  delante;  y  toda  cosa  que  tiene  en  sí  fealdad  y  des- 
compostura, no  nos  puede  causar  contento  alguno.  Pues  ¿qué  hermosu- 
ra puede  haber,  ó  qué  proporción  de  partes  con  el  todo  y  del  todo  con 
las  partes,  en  un  libro  ó  fábula  donde  un  mozo  de  diez  y  seis  años  da 
un  cuchillada  á  un  gigante  como  una  torre,  y  le  divide  en  dos  mitades 
como  si  fuera  de  alfeñique?  ¿Y  qué  cuando  nos  quieren  pintar  una  ba- 
talla, y  después  de  haber  dicho  que  hay  de  la  parte  de  los  enemigos  un 
millón  de  combatientes,  como  sea  contra  ellos  el  héroe  del  libro,  forzo- 
samente, mal  que  nos  jjese,  habernos  de  entender  que  el  tal  caballero 
alcanzó  la  victoria  por  sólo  el  valor  de  su  fuerte  brazo?  ¿Pues  qué  dire- 
mos de  la  facilidad  con  que  una  reina  ó  emperatriz  lieredera  se  confía 
en  los  brazc  s  de  un  andante  y  no  conocido  caballero?  ¿Qué  ingenio,  si 
no  es  del  todo  bárbaro  é  inculto,  podrá  contentarse,  leyendo  que  una 
gran  torre,  llena  de  caballerc  s,  va  por  la  mar  adelante,  como  nave  con 
próspero  viento,  y  lioy  anochece  en  Lombardía,  y  mañana  amanece  en 
tierras  del  Preste  Juan  de  las  Indias,  ó  en  otras  que  ni  las  describió  To- 
lomeo  ni  las  vio  Marco  Polo?  Y  si  á  esto  se  me  respondiese  que  los  que 
tales  libros  componen  los  escriben  como  cosas  de  mentira,  y  que  así,  nc 
están  obligados  á  mirar  en  delicadezas  ni  verdades,  responderles-hía  ye 
i(ue  tanto  la  mentira  es  mejor,  cuanto,  más  parece  verdadera,  y  tantc 
más  agrada,  cuanto  tiene  más  de  lo  curioso  y  posible.  Hanse  de  casai 
las  fábulas  mentirosas  con  el  entendimiento  de  los  que  las  leyeren,  es 
cribiéndose  de  suerte,  que  facihtando  los  imposibles,  allanando  los  tro- 
j>iezos,  suspendiendo  los  ánimos,  admiren,  suspendan,  alborocen  y  en 
tretengan  de  modo,  que  anden  á  un  mismo  paso  la  admiración  j  la  ale 
gría  juntas;  y  todas  estas  cosas  no  podrá  hacer  el  que  huyere  de  \v 
verosimilitud  de  la  imitación,  en  quien  consiste  la  perfección  de  lo  que 
se  escribe.  No  he  visto  ningún  libro  de  caballerías  que  Haga  un  cuerpt 
de  fábula  entero,  con  todos  sus  miembros,  de  manera  que  el  medio  co 
rresponda  al  jjrincipio,  y  el  ñn  al  principio  y  al  medio;  sino  que  los 
componen  con  tantos  miembros,  que  más  parece  que  llevan  intenciói: 
de  formar  una  quimera  ó  un  monstruo,  que  de  hacer  una  figura  pro 
poreionada.  Fuera  desto,  son  en  el  estilo  duros,  en  las  hazañas  increi 
bles,  en  los  amores  lascivos,  en  las  cortesías  mal  mirados,  largos  en  laí 
batallas,  necios  en  las  razones,  disparatados  en  los  viajes,  y  finalmente 
ajenos  de  todo  discreto  artificio,  y  por  esto  disgnos  de  ser  desterrados 
de  la  república  cristiana  como  gente  inútil. », 

El  Cura  le  estuvo  escuchando  con  grande  atención,  y  parecióle  hom 
bre  de  buen  entendimiento  y  que  tenía  razón  en  cuanto  decía;  y  así,  k 
dijo  que,  por  ser  él  de  su  misma  opinión,  y  tener  ojeriza  á  los  libros  d( 
caéallerías,  había  quemado  casi  todos  los  de  Don  Quijote,  que  eran  mu 
chos;  y  contóle  el  escrutinio  que  dellos  había  hecho,  y  los  que  habíí 
condenado  al  fuego,  y  dejado  con  vida,  de  que  no  poco  se  rio  el  cañó' 


partí:  primera. — capítulo  xlvii  37t) 

ligo,  y  dijo  que,  eoii  todo  cuanto  mal  había  dicho  de  tales  libros,  ha 
laba  en  ellos  una  cosa  buena,  ({ue  era  el  sujeto  «jue  ofrecían  ])ara  (juc 
ni  buen  entendimiento  pudiese  mostrarse  en  ellos;  poiHjue  daban  largo 
<■  espacioso  cami)0,  por  donde  sin  empacho  alguno  pudiese  correr  hi 
;)luma  descubriendo  naufragios,  tormentas,  reencuentros  y  baüillas,  pin- 
ando  un  capitán  valeroso,  con  todas  las  partes  que  para  ser  tal  se  re- 
quieren, mostrándose  prudente,  ])reviniendo  las  astucias  de  sus  enemi- 
gos, y  elocuente  orador,  })ersuadiendo  ó  disuadiendo  a  sus  soldados, 
;naduro  en  el  consejo,  presto  en  lo  determinado,  tan  valiente  en  el  es- 
perar como  en  el  acometer;  pintando,  ora  un  lamentable  y  trágico  su- 
ceso, ora  un  alegre  y  no  })ensado  acontecimiento;  allí  una  hermosísima 
lama,  honesta,  discreta  y  recatada;  aquí  un  cal)allero  cristiano,  valiente 
y  comedido;  acullá  un  desaforado  bárbaro  fanfarrón;  acá  un  príncipe 
2ortés,  valeroso  y  l)ien  mirado;  representando  bondad  y  lealtad  de  vasa- 
llos, grandezas  y  mercedes  de  señores.  Ya  puede  mostrarse  astrólogo, 
va  cosmógrafo  excelente,  ya  músico,  ya  inteligente  en  las  materias  de 
¡Estado,  y  tal  vez  le  vendrá  ocasi(')n  de  mostrarse  nigromante,  si  quisie- 
re. Puede  mostrar  las  astucias  de  Tlises,  la  piedad  de  Kneas,  la  valentía 
de  A(iuiles,  las  desgracias  de  Héctor,  las  traiciones  de  Sinón,  la  amis- 
tad de  Enríalo,  la  liljeralidad  de  Alejandro,  el  valor  de  César,  la  cle- 
■mencia  y  verdad  de  Trajano,  la  ñdelidad  de  Zojtiro.  la  prudencia  «h- 
Catón,  y  ñnalmente.  todas  aipiellas  acciones  que  jtueden  liacer  perfecto 
á  un  varón  ilustre,  aliora  })oniéndolas  en  uno  solo,  ahora  dividiéndolas 
en  muchos,  y  siendo  esto  hecho  con  apacibilidad  de  estilo  y  con  inge- 
niosa invención,  que  tire  lo  más  (|ue  fuere  posible  á  la  verdad,  sin  duda 
compondrá  una  tela  de  varios  y  hermosos  lizos  tejida,  que,  después  de 
acabada,  tal  ])erfección  y  hermosura  muestre,  que  consiga  el  fin  mejor 
que  se  pretende  en  los  escritos,  (pie  es  enseñar  y  deleitar  juntamente, 
como  ya  tengo  dicho,  porc^ue  la  escritura  desatada  destos  lil>ros  da  lu- 
gar á  que  el  autor  pueda  mostrarse  épico,  lírico,  trágico,  cómi<H),  con 
todas  aquellas  partes  ((ue  encierran  en  sí  las  dulcísimas  y  agradables 
ciencias  de  la  poesía  y  de  la  oratoria;  que  la  épica  tan  bien  puede  escri- 
birse en  prosa  como  en  verso. 


CAlTrUU)  XLVlll 

Donde  prosigue  el  canónigo  la  materia  de  los  libros  de  caballerías,  con  otras 
cosas  dignas  de  su  ingen  o. 


sí  es,  cüiiiu  vuestra  merced  dice,  señor  canónigo,  dijo  el  Cura; 

y  por  esta  causa  son  más  dignos  de  reprehensión  los  que  has- 

l^jj^  ta  aquí  han  compuesto  semejantes  libros,  sin  tener  adverten- 

}^  cia  á  ningún  buen  discurso,  ni  al  arte  y  regias  })or  donde  i)U- 
(lieran  guiarse  y  hacerse  fa  Diosos  en  prosa,  como  lo  son  en  verso  los  dos 
})ríncipes  de  la  poesía  griega  y  latina. 

— Yo,  á  lo  menos,  replicó  el  canónigo,  he  tenido  cierta  tentación  de 
hacer  un  libro  de  caballerías,  guardando  en  él  todos  los  puntos  que  he 
significado,  y  si  he  de  confesar  la  verdad,  tengo  escritas  más  de  cien 
hojas,  y  para  hacer  la  experiencia  de  si  correspondían  á  mi  estimación, 
las  he  comunicado  con  hombres  apasionados  de  esta  leyenda,  dotos  y 
discretos,  y  con  otros  ignorantes,  que  sólo  atienden  al  gusto  de  oir  dis- 
j)arates,  y  de  todos  he  hallado  una  agradal)le  a})robación;  pero,  con  todo 
(^sto.  no  he  proseguido  adelante,  así  por  parecerme  que  hago  cosa  ajena 
de  mi  profesión,  como  por  ver  que  es  más  el  número  de  los  simples  que 
de  los  prudentes,  y  (jue,  puesto  que  es  mejor  ser  loado  de  los  pocos  sa- 
bios que  vitoreado  de  los  muchos  necios,  no  quiero  sujetarme  al  con- 
fuso juicio  del  desvanecido  vulgo,  á  quien.  \Mn'  la  mayor  parte,  toca  leer 
semejantes  libros. 

»Pero  lo  que  más  me  le  quitó  de  las  manos,  y  aun  del  }>ensamiento 
el  de  acabarle,  fué  un  argumento  que  hice  comnigo  mesmo,  sacado  de 


PARTE    PRIMERA. — CAPITULO    XLVIII  ;i81 


las  comedias  que  aliora  se  representan,  diciendo:  Si  éstas  que  ahora  se 
usan,  así  las  imajíinadas  como  las  de  historia,  todas  ó  las  más  son  co- 
nocidos disparates  y  cosas  que  no  llevan  pies  ni  cal)eza,  y  con  todo  eso. 
el  vul^o  las  oye  con  gusto,  y  las  tiene  y  las  aprueba  por  buenas,  estan- 
do tan  lejos  de  serlo;  y  los  autores  que  las  componen  y  los  actores  que 
las  representan  dicen  que  así  han  de  ser,  porque  así  las  quiere  el  vulgo, 
y  no  de  otra  manera;  y  que  las  que  llevan  traza  y  siguen  la  fábula  como 
•el  arte  pide,  no  sirven  sino  })ara  cuatro  discretos  ([ue  las  entienden,  y 
todos  los  demás  se  (¡iiedan  ayunos  de  entender  su  artiñcio,  y  que. á 
ellos  les  está  mejor  ganar  de  comer  con  los  nmchos  que  no  opinión  con 
líos  pocos;  esto  mismo  vendrá  á  ser  de  mi  libro,  al  cabo  de  haberme 
■quemado  las  cejas  por  guardar  los  preceptos  referidos,  y  vendré  á  ser 
el  sestre  del  Cantillo.  Y  aunque  algunas  veces  lie  ¡procurado  persuadir 
ú  los  actores  que  se  engañan  en  tener  la  o})inión  que  tienen,  y  que  más 
gente  atraerán  y  más  fama  cobraran  representando  comedias  que  sigan 
el  arte,  que  no  con  las  disparatadas,  ya  están  tan  asidos  y  encorporados 
en  su  parecer,  que  no  hay  razón  ni  evidencia  que  del  los  saque. 

»Acuérdome  que  un  día  dije  á  uno  destos  pertinaces:  «Decidme, 
¿no  os  acordáis  que  ha  ])Ocos  años  que  se  representaron  en  España  tres 
tragedias,  que  compuso  un  famoso  poeta  destos  reinos,  las  cuales  fue- 
ron tales,  que  admiraron,  alegraron  y  suspendieron  á  todos  cuantos  las 
oyeron,  así  simples  como  prudentes,  así  del  vulgo  como  de  los  escogi- 
dos, y  dieron  más  dineros  á  los  representantes  ellas  tres  solas  que 
treinta  de  las  mejores  que  después  acá  se  han  hecho? 

>- — Sin  duda,  respondió  el  actor  que  digo,  (pie  debe  de  decir  vuestra 
merced  por  la  Isabela,  la  Filü-  y  la  Alejandra. 

■A — Por  esas  digo,  le  repliqué  yo;  y  mirad  si  guardaban  bien  los  pre- 
ceptos del  arte,  y  si  por  guardarlos  dejaron  de  parecer  lo  que  eran,  y 
de  agradar  á  todo  el  mundo;  así  que,  no  está  la  falta  en  el  vulgo  que 
pide  disparates,  sino  en  aquellos  que  no  saben  representar  otra  cosa. 
Sí,  que  no  fué  disparate  la  Ingratitud  rengada,  ni  le  tuvo  la  Numancia, 
ni  se  halló  en  la  del  Mercader  amante,  ni  menos  en  La  Enemiga  favo- 
rable, ni  en  otras  algunas, (jue  de  algunos  entendidos  poetas  han  sido 
compuestas,  para  fama  y  renombre  suyo  y  para  ganancia  de  los  que  las 
han  representado v;  y  otras  cosas  añadí  á  estas,  con  que.  a  mi  ])arecer. 
le  dejé  algo  confuso,  })ero  no  satisfecho  ni  convencido  para  sacarle  de 
su  errado  pensamiento. 

—En  materia  ha  tocado  vuestra  merced,  señor  canónigo,  dijo  á 
esta  sazón  el  Cura,  que  ha  despertado  en  mí  un  antiguo  rancor  que 
tengo  con  las  comedias  que  agora  se  usan,  tal  que  iguala  al  que  tengo 
con  los  libros  de  caballerías;  porque  habiendo  de  ser  la  comedia, 
según  le  parece  á  Tulio.  espejo  de  la  vida  humana,  ejemplo  de  las 
costumbres  é  imagen  de  la  verdad,  las  que  ahora  se  representan  son 
espejos  de  disparates,  ejemplos  de  necedades  é  imágenes  de  lascivia. 
Porque  ¿qué  mayor  disparate  puede  ser.  en  el  sujeto  que  tratamos, 
que  salir  un  niño  en  mantillas  en  la  primera  escena  del  primer  acto, 
y  en  la  segunda  sahr  ya  hecho  hombre  barbado'.-^  ¿Y  qué  mayor  (|ne 


382  DOX  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 


pintarnos  un  viejo  valiente  y  un  mozo  cobarde,  un  lacayo  retórico, 
un  paje  consejero,  un  rey  ganapán  y  una  princesa  fregona?  ¿Qué  diré, 
pues,  de  la  observancia  que  guardan  en  los  tiempos  en  que  pueden  ó 
podían  suceder  las  acciones  que  representan,  sino  c[ue  he  visto  comedia 
que  la  primera  jornada  comenzó  en  Europa,  la  segunda  en  Asia,  la 
tercera  se  acabó  en  África,  y  aun,  si  fuera  de  cuatro  jornadas,  la  cuarta 
acabara  en  América,  y  así  se  hubiera  hecho  en  todas  las  cuatro  partes 
del  mundo?  Y  si  es  que  la  imitación  es  lo  principal  á  que  ha  de  atender 
la  comedia,  ¿cómo  es  posible  que  satisfaga  á  ningún  mediano  entendi- 
miento que  fingiendo  una  acción  que  pasa  en  tiempo  del  rey  Pepino 
y  (Jarlo  Magno,  al  mismo  que  en  ella  hace  la  persona  principal  le 
atribuyan  que  fué  el  emperador  Heraclio,  que  entró  con  la  cruz  en 
Jerusalén,  y  el  que  ganó  la  Casa  Santa,  como  Godofre  de  Bullón, 
habiendo  infinitos  años  de  lo  uno  á  lo  otro;  y  fundándose  la  comedia 
sobre  cosa  fingida,  atribuirle  verdades  de  liistoria.  y  mezclarle  pedazos 
de  otras  sucedidas  á  diferentes  personas  y  tiempos,  y  esto  no  con 
trazas  verosímiles,  sino  con  patentes  errores,  de  todo  punto  inexcusa- 
bles? Y  es  lo  malo,  que  hay  ignorantes  que  digan  que  esto  es  lo  perfeto, 
y  que  lo  demás  es  buscar  gullurías.  Pues,  ¿qué.  si  venimos  á  las  come- 
dias divinas?  ¡Qué  de  milagros  fingen  en  ellas!  ¡Qué  de  cosas  apócrifas 
y  mal  entendidas,  atribuyendo  á  un  santo  los  milagros  de  otro!  Y  aun 
en  las  humanas  se  atreven  á  hacer  milagros,  sin  más  respeto  ni  consi- 
deración que  parecerles  que  allí  estará  bien  el  tal  milagro  y  apariencia, 
como  ellos  lo  llaman,  para  que  la  gente  ignorante  se  admire,  y  venga  á 
la  comedia.  Y  todo  esto  es  en  perjuicio  de  la  verdad  y  en  menoscabo 
de  las  historias,  y  aun  en  oprobio  de  los  ingenios  españoles;  porque  los 
extranjeros,  que  con  mucha  puntualidad  guardan  las  leyes  de  la  come 
dia,  nos  tienen  por  bárbaros  é  ignorantes,  viendo  los  absurdos  y  dispa- 
rates de  las  que  hacemos;  y  no  sería  bastante  disculpa  desto  decir  que 
el  principal  intento  que  las  repúblicas  bien  ordenadas  tienen,  permi- 
tiendo que  se  hagan  públicas  comedias,  es  para  entretener  la  comuni- 
dad con  alguna  honesta  recreación,  y  divertirla  ;l  veces  de  los  malos 
humores  que  suele  engendrar  la  ociosidad;  y  que,  pues  éste  se  consigue 
con  cualquier  comedia,  buena  ó  mala,  no  hay  para  qué  poner  leyes,  ni 
estrechar  á  los  que  las  componen  y  representan  á  que  las  hagan  como 
debían  hacerse;  pues,  como  he  dicho,  con  cualquiera  se  consigue  lo  (|ue 
con  ellas  se  pretende.  A  lo  cual  respondería  yo  que  este  fin  se  conse- 
guiría mucho  mejor,  sin  comparación  alguna,  con  las  comedias  buenas 
que  con  las  no  tales;  porque,  de  haber  oído  la  comedia  artificiosa  y 
bien  ordenada,  saldría  el  oyente  alegre  con  las  burlas,  enseñando  con  las 
veras,  admirado  de  los  sucesos,  discreto  con  las  razones,  advertido  con 
los  embustes,  sagaz  con  los  ejemplos,  airado  contra  el  vicio  y  enamora- 
do de  la  virtud;  que  todos  estos  afectos  ha  de  despertar  la  buena  co- 
media en  el  ánimo  del  que  la  escuchare,  por  rústico  y  torpe  que  sea;  y 
de  toda  imposibilidad  es  imposible  dejar  de  alegrar  y  entretener,  satis- 
facer y  contentar,  la  comedia  que  todas  estas  partes  tuviere,  mucho 
más  que  aquella  que  careciere  dellas.  como  i)or  la  mayor  parte  carecen 


l'ABTE   PRIMERA. CAPÍTULO    XLVIII  3<S3 

i<9tas  que  de  ordinario  agora  se  representan.  Y  no  tienen  la  culpa  desto 
1  )s  })()eta3  que  las  componen;  portpie  alj^unos  hay  dellos  que  conocen 
i  luy  bien  en  lo  que  yerran,  y  saben  extremadamente  lo  que  deben  ha- 
•er;  pero  como  las  comedias  se  han  heclio  mercadería  vendible,  dicen 
yr  dicen  verdad)  que  los  representantes  no  se  las  comprarían  si  no 
^aescn  de  aquel  jaez;  y  así,  el  poeta  procura  acomodarse  con  lo  que  el 
i3presentante,  que  le  ha  de  pagar  su  obra,  le  pide.  Y  que  esto  sea  ver- 
I  ad  vese  [)or  muchas  é  infinitas  comedias  que  ha  compuesto  un  feli- 
isimo  ingenio  destos  reinos,  con  tanta  gala,  con  tanto  donaire,  con 
an  elegante  verso,  con  tan  buenas  razones,  con  tan  graves  senten- 
■lias,  y  ñnalmente,  tan  llenas  de  elocución  y  alteza  de  estilo,  que  tiene 
I  euo  el  mundo  de  su  fama;  y  por  querer  acomodarle  al  gusto  de  los 
ej)resentantes,  no  han  llegado  todas,  como  han  llegado  algunas,  al 
•unto  de  la  perfección  que  requieren.  Otros  las  componen  tan  sin  mi- 
ar lo  que  hacen,  que  después  de  representadas,  tienen  necesidad  los 
•ecitantes  de  huirse  y  ausentarse,  temerosos  de  ser  castigados,  como  lo 
nan  sido  muchas  veces,  por  haber  representado  cosas  en  perjuicio  de 
I  Igunos  reyes  y  en  deshonra  de  algunos  linajes;  y  todos  estos  inconve- 
lientes  cesarían,  y  aun  otros  muchos  más  que  no  digo,  con  que  hu- 
"iese  en  la  corte  una  persona  inteligente  y  discreta  que  examinase  to- 
llas las  comedias  antes  qufe  se  representasen,  no  sólo  aquellas  que  se 
Hiciesen  en  la  corte,  sino  todas  las  que  se  quisiesen  representar  en  Es- 
taña; sin  la  cual  aprobación,  sello  y  hrma,  ninguna  justicia  en  su  lugar 
nejase  representar  comedia  alguna.  Y  desta  manera,  los  comediantes 
endrían  cuidado  de  enviar  las  comedias  á  la  corte,  y  con  seguridad  po- 
rían  representallas,  y  aquellos  que  las  componen  mirarían  con  «más 
uidado  y  estudio  lo  que  hacían,  temerosos  de  haber  de  pasar  sus 
•bras  por  el  riguroso  examen  de  c|uien  lo  entiende;  y  desta  manera  se 
larían  buenas  comedias,  y  se  conseguiría  facilísimamente  lo  que  en 
lias  se  pretende,  así  el  entretenimiento  del  pueblo,  como  la  opinión  de 
:  js  ingenios  de  Espafia,  el  interés  y  seguridad  de  los  recitantes,  y  el 
1  horro  del  cuidado  de  castigallos.  Y  si  se  diese  cargo  á  otro,  ó  á  este 
mismo,    que  examinase   los   libros  de  caballerías  que  de   nuevo    se 
ompusiesen,   sin  duda  podrían  salir  algunos  con  la  perfección  que 
\  uestra  merced  ha,  dicho,  enriqueciendo  nuestra  lengua  del  agrada- 
l')le  y  precioso  tesoro  de  la  elocuencia,  dando  í»casión  que  los  libros 
i'iejos  se  escureciesen  á  la  luz  de  los  ntievos  que  saliesen  para  ho- 
nesto pasatiempo,  no  solamente  de  los  ociosos,  sino  de  los  más  ocu- 
!  )ados;  pues  no  es   posible  que  esté   continuo  el  arco  armado,  ni  la 
■ondición  y  flaqueza  humana  se  puede  sustentar  sin  alguna  lícita  re- 
í  reación,» 

A  este  punto  de  su  coloquio  llegaban  el  canónigo  y  el  Cura,  cuando 
iflelantándose  el  barbero,  llegó  á  ellos  y  dijo  al  Cura:  «Aquí,  señor  li- 
-enciado,  es  el  lugar  que  yo  dije  que  era  bueno  para  que,  sesteando 
riosotros,  tuviesen  los  bueyes  fresco  y  abundoso  pasto./ 

— Así  me  lo  parece  á  mí,  respondió  el  Cura;  y  diciéndole  al  ca- 
lónigo  lo  que  pensaba  hacer,   él  también  quiso  quedarse  con  ellos, 

K  P .— XX  •  26 


384  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


convidado  del  sitio  de  un  hermoso  valle  que  á  la  vista  se  les  ofrecía;  y 
así  por  gozar  del,  como  de  la  conversación  del  Cura,  de  quien  ya  se 
iba  aficionando,  y  por  saber  más  por  menudo  las  hazañas  de  Don  Qui- 
jote, mandó  á  algunos  de  sus  criados  que  se  fuesen  á  la  venta,  que  no 
lejos  de  allí  estaba,  y  trajesen  della  lo  que  hubiese  de  comer  para  todos, 
porque  él  determinaba  de  sestear  en  aquel  lugar  aquella  tarde;  á  lo 
cual  uno  de  sus  criados  respondió  que  el  acémila  del  repuesto,  tiue  ya 
debía  de  estar  en  la  venta,  traía  recado  bastante  para  no  ol>ligar  á  tomar 
de  la  venta  más  que  cebada. 

— Pues  así  es,  dijo  el  canónigo,  llévense  allá  todas  las  cabalgaduras, 
y  haced  volver  el  acémila. 

En  tanto  que  esto  pasaba,  viendo  Sancho  que  i)odía  hablar  á  su 
amo  sin  la  continua  asistencia  del  Cura  y  el  barbero,  que  tenía  por 
sospechosos,  se  llegó  á  la  jaula  donde  iba  su  amo,  y  le  dijo:  «Señor, 
para  descargo  de  mi  conciencia,  le  quiero  decir  lo  (|ue  pasa  cerca  de  su 
encantamento,  y  es,  que  aquestos  dos  vienen  aquí,  encubiertos  los 
rostros,  son  el  Cura  de  nuestro  lugar  y  el  barbero;  y  imagino  han  dado 
esta  traza  de  llevalle  desta  manera,  de  pura  envidia  (|ue  tienen,  como 
vuestra  merced  se  les  adelanta  en  liacer  famosos  hechos.  Presupuesta, 
pues,  esta  verdad,  sigúese  que  no  va  encantado,  sino  embaído  y  tonto; 
para  prueba  de  lo  cual,  le  quiero  preguntar  una  cosa;  y  si  me  responde, 
como  creo  que  me  ha  de  responder,  tocará  con  la  mano  este  engaño,  y 
verá  cómo  no  va  encantado,  sino  trastornado  el  juicio.  > 

— Pregunta  lo  que  quisieres,  hijo,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,^ 
que  yo  te  satisfaré  y  responderé  á  toda  tu  voluntad;  y  en  lo  que  dices 
que  aquellos  que  allí  van  y  vienen  con  nosotros  son  el  Cura  y  el  bar- 
bero, nuestros  compatriotas  y  conocidos,  bien  podrá  ser  que  parezca 
que  son  ellos  mesmos;  pero  que  lo  sean  realmente  y  en  efeto,  eso  no  lo 
creas  en  ninguna  manera.  Lo  que  has  de  creer  y  entender  es,  que  si 
ellos  se  les  parecen,  como  dices,  debe  de  ser  que  los  (jue  me  han  en- 
cantado habrán  tomado  esa  apariencia  y  semejanza,  porque  es  fácil  á 
los  encantadores  tomar  la  figura  que  se  les  antoja;  y  habrán  tomado  las 
destos  nuestros  amigos  i)ara  darte  á  ti  ocasión  de  que  pienses  lo  que 
piensas,  y  ponerte  en  un  laberinto  de  imaginaciones,  que  no  aciertes  á 
salir  del  aunque  tuvieses  la  soga  de  Teseo;  y  también  lo  habrán  hecho 
para  que  yo  vacile  en  mi  entendimiento,  y  no  sepa  atinar  de  dónde  me 
viene  este'  daño;  porque,"  si  por  una  parte  tú  me  dices  que  me  acompa- 
ñan el  barbero  y  el  Cura  de  nuestro  pueblo,  y  por  otra  yo  me  veo  en- 
jaulado, y  sé  de  mí  que  fuerzas  humanas,  como  no  fueran  s('brenatu- 
rales,  no  fueran  bastantes  para  enjaularme,  ¿qué  quieres  que  diga  ó  pien- 
se, sino  que  la  manera  de  mi  encantamento  excede  á  cuantas  yo  he 
leído  en  todas  las  historias  que  tratan  de  caballeros  andantes  que  han 
sido  encantados?  Ansí  que,  bien  puedes  darte  paz.  y  sosiego  en  esto  de 
creer  (|ue  son  los  que  dices;  porque  así  son  ellos  como  yo  soy  turco;  y 
en  lo  ([ue  toca  á  (pierer  preguntarme  algo,  di,  que  yo  te  responderé, 
aunque  me  ])reguntes  de  aquí  á  mañana. 

—¡Válame  nuestra  Señora!,  respondió  Sancho,  dando  una  gran  voz; 


PARTE    PRIMEliA.— CAPÍTULO    XLVIII  385 


^..\  es  posible  que  sea  vuestra  merced  tan  duro  de  celebro  y  tau  falto  de 
nieollf,  que  no  eche  de  ver  que  es  pura  verdad  la  que  le"^  digo,  y  que 
en  esta  su  prisión  y  desgracia  tiene  más  parte  la  malicia  que  el  encan- 
to? Pero,  pues  así  es.  yo  le  quiero  pro])ar  evidentemente  cómo  no  va  en- 
cantado. Si  no,  dígame,  así  Dios  le  saque  desta  tormenta,  y  así  se  vea 
íMi  los  brazos  de  mi  señora  Dulcinea  cuando  menos  se  piense... 

—Acaba  dq  conjurarme,  dijo  Don  Quijote,  y  pregunta  lo  que  quisie- 
res; (jue  ya  te  he  dicho  que  te  responderé  con  roda  puntualidad. 

—Eso  pido,  replicó  Sancho;  y  lo  que  quiero  saber  es,  que  me  diga, 
sin  añadir  ni  cjuitar  cosa  ninguna,  sino  con  toda  verdad,  como  se  espe- 
ra que  la  han  de  decir  y  la  dicen  todos  aquellos  que  profesan  las  armas, 
como  vuestra  merced  las  profesa,  debajo  de  título  de  caballeros  an- 
dantes... 

— Digo  ([ue  no  mentiré  en  cosa  alguna,  resi)ondió  Don  Quijote;  aca- 
ba ya  de  preguntar;  (^ue  en  verdad  que  me  cansas  con  tantas  salvas, 
plegarias  y  prevenciones,  Sancho. 

—Digo  que  yo  estoy  seguro  de  la  bondad  y  verdad  de  mi  amo;  v  así, 
porque  hace  al  caso  á  nuestro  cuento,  jiregunto,  hablando  con 'acata- 
miento, si  acaso  después  que  vuestra  merced  va  enjaulado,  y  á  su  pare- 
cer, encantado  en  esta  jaula,  le  ha  venido  gana  y  voluntad  de  hacer 
aguas  mayores  ó  menores,  como  suele  decirse. 

—No  entiendo  eso  de  hacer  aguas,  Sancho:  aclárate  más,  si  quieres 
que  te  responda  derechamente. 

—¿Es  posible  ([ue  no  entiende  vuestra  merced  de  hacer  aguas  meno- 
res ó  mayores?  Pues  en  la  escuela  destetan  á  los  muchachos  con  ello. 
Pues  sejía  que  (piiero  decir,  si  le  ha  venido  gana  de  hacer  lo  que  no  se 
excusa. 

—Ya,  ya  te  entiendo.  Sandio.  Sí,  y  muchas  veces,  v  aun  agora  la  ten- 
go: sácame  deste  peligro;  que  no  anda  todo  limpio. 


w 


CAPITULO  XLIX 

Donde  se  trata  del  discreto  coloquio  que  Sancho  Panza  tuvo  con  su  señor 

Don  Quijote. 


h!,  dijo  Sancho,  cogido  le  tengo:  esto  es  lo  que  yo  deseal)a  sa- 
ber con  el  alma  y  la  vida.  Venga  acá,  señor;  ¿podría  negar  lo 
que  comúnmente  suele  decirse  por  ahí,  cuando  una  persona 
está  de  mala  voluntad:  «No  sé  qué  tiene  fulano,  que  ni  come, 
ni  bebe,  ni  duerme,  ni  res})onde  á  propósito  á  lo  que  le  preguntan,  que 
na  parece  sino  que  está  encantadoV»  De  donde  se  viene  á  sacar  que  los 
que  no  comen,  ni  beben,  ni  duermen,  ni  hacen  las  obras  naturales  que 
yo  digo,  estos  tales  están  encantados;  pero  no  aquellos  que  tienen  la  gana 
que  vuestra  merced  tiene,  y  que  bebe  cuando  se  lo  dan,  y  come  cuando 
lo  tiene,  y  responde  á  todo  aquello  que  le  preguntan. 

— Verdad  dices,  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  pero  ya  te  he  dicho 
que  hay  muchas  maneras  de  encantamentos,  y  podría  ser  que  con  el 
tiempo  se  hubiesen  mudado  de  unos  en  otros,  y  que  agora  se  use  que 
los  encantados  hagan  todo  lo  que  yo  hago,  aunque  antes  no  lo  hacían: 
de  manera  que  contra  el  uso  de  los  tiempos  no  hay  que  argüir  ni  de  qué 
hacer  consecuencias.  Yo  sé  ó  tengo  para  mí  que  voy  encantado,  y  esto 
me  basta  para  la  seguridad  de  mi  conciencia;  que  I4  formaría  muy  gran- 
de si  yo  pensase  que  no  estaba  encantado,  y  me  dejase  estar  en  esta  jau- 
la, perezoso  y  cobarde,  defraudando  el  socorro  que  podría  dar  á  muchos 
menesterosos  y  necesitados,  que  de  mi  ayuda  y  amparo  deben  tener  á 
la  hora  de  ahora  precisa  y  extrema  necesidad. 


PARTE  PBIMEllA. 


-CAPITULO  XLIX 


387 


^,r"~W.,-».    ^X, 


— Pues  cou  todo  eso,  replicó  Sancho,  digo  que,  para  mayor  abundan- 
cia y  satisfación,  sería  bien  que  vuestra  merced  probase  á  salir  desta 
cárcel  (que  yo  me  obligo  con  todo  mi  poder  á  facilitarlo,  y  aun  á  sacar- 
le della),  y  probase  de  nuevo  á  subir  sobre  su  buen  Rocinante,  que  tam- 
bién parece  <]ue  va  encantado,  según  va  de  malencólico  y  triste;  y  he- 
cho esto,  probásemos  otra  vez  la  suerte  de  buscar  más  aventuras,  y  si 
no  nos  sucediese  bien,  tiempo  nos  queda  para  volvernos  á  lajaula,  en 
la  cual  prometo,  á  ley  de 
buen  y  leal  escudero,  de  en- 
cerrarme juntamente  con  j> 
vuestra  merced,  si  acaso  fue  -^ 
re  vuestra  merced  tan  desdi 
chado,  y  yo  tan  simple,  que 
no  acierte  á  salir  con  lo  i\uv 
digo. 

— Yo  soy  contento  de  ha 
cer  lo  que  dices,  Sandio  hei' 
mano,  rephcó  Don  (Quijote;  > 
cuando  tú  veas  coyuntura  de 
poner  en  obra  mi  libertad,  y(  > 
te  obedeceré  en  todo  y  por 
todo;  pero  tú,  Sancho,  verás 
cómo  te  engañas  en  el  cono- 
cimiento de  mi  desgracia. 

En  estas  pláticas  se  en- 
tretuvieron el  caballero  an- 
dante y  el  mal  andante  escu- 
dero, hasta  que  llegaron 
donde,  ya  apeados,  los  aguar- 
daban el  Cura,  el  canónigo  y 
el  barbero.  Desunció  luego 
los  bueyes  de  la  carreta  el 
boyero,  y  dejólos  andar  á  sus 
anchuras  por  aquel  verde  y 
a|)acible  sitio,  cuya  frescura 
convidaba  á  quererla  gozar, 
no  las  ]>ersonas  tan  encanta- 
das como  Don  Quijote,  sino  á  los  tan  advertidos  y  discretos  como  su 
escudero,  el  cual  rogó  al  Cura  que  permitiese  que  su  señor  saliese  por 
un  rato  de  la  jaula;  porque  si  no  le  dejaban  salir,  no  iría  tan  limpia 
aquella  prisión  como  requería  la  decencia  de  un  tal  caballero  «orno 
su  amo. 

Entendióle  el  Cura,  y  dijo  que  de  muy  buena  gana  haría  lo  que  le 
pedía,  si  no  temiera  que,  en  viéndose  su  señor  en  libertad,  había  de  ha- 
cer de  las  suyas,  y  irse  donde  jamás  gentes  le  viesen. 

— Yo  le  fío  de  la  fuga,  respondió  Sancho. 

— Y  yo  y  todo-,  dijo  el  canónigo,  y  más  si  él  rae  da  la  palabra,  como 


Eu  cr.tafs  pláticas  so  entretuvieron  el  caballero  aiidaiit' 
V  el  mal  aiKlantí",  escudero... 


388  DOK    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA     . 

caballero,  de  no  apartarse  de  nosotros  hasta  que  sea  nuestra  voluntad. 
—Sí  doy,  respondió  Don  Quijote,  que  todo  lo  estaba  escuchando: 
cuanto  más  que  el  que  está  encantado,  como  yo,  no  tiene  libertad  para 
hacer  de  su  persona  lo  que  quisiere;  ])orque  el  que  le  encantó  I3  puede 
hacer  que  no  se  nuieva  de  un  lu^ar  en  tres  simios;  y  si  hubiere  huido, 
le  hará  volver  en  volandas;  y  que,  pues  esto  era  así,  bien  podían  sol- 
talle,  y  njás  siendo  tan  en  provecho  de  todos;  y  del  no  soltalle  les  pro- 
testaba (|ue  no  podía  dejar  de  fatitíalles  el  olfato,  si  de  allí  no  se  des- 
viaban. 

Tomóle  la  mano  el  canónigo,  aunque  las  tenía  atadas,  y  debajo  de 
su  buena  í'e  \  i)alabra,  le  desataron,  de  que  él  se  alegró  inñnito,  y  en 
grande  manera  de  verse  fuera  de  la  jaula;  y  lo  primero  que  hizo,  fué 
estirarse  todo  el  cuerpo,  y  luego  se  fué  donde  estaba  Rocinante,  y  dán- 
dole dos  palmadas  eri  las  ancas,  dijo:  ^^Aún  espero  en  Dios  y  en  su 
bendita  madre,  flor  y  espejo  de  los  caballos,  que  presto  nos  hemos  de 
ver  los  dos  cual  deseamos,  tú  con  tu  señor  á  cuestas,  y  yo  encima  de 
ti,  ejercitando  el  oficio  para  que  Dios  me  echó  al  mundo».  Y  diciendo 
esto,  Don  Quijote  se  apartó  con  Sancho  en  remota  parte,  de  donde  vino 
más  aliviado,  y  con  más  deseos  de  poner  en  obra  lo  que  su  escudero 
ordenase. 

Mirál)alo  el  canónigo,  y  admirábase  de  ver  la  extrañeza  de  su 
grande  locura,  y  de  que  en  cuanto  hablaba  y  respondía  mostraba  tener 
).)onísimo  entendimiento;  solamente  venía  á  perder  los  estribos,  como 
otras  veces  se  ha  dicho,  en  tratándole  de  caballerías.  Y  así,  movido  de 
compasión,-  desjuiés  de  haberse  sentado  todos  en  la  verde  yerba  para 
esperar  el  repuesto  del  canónigo,  le  dijo:  «¿Es  posible,  señor  hidalgo, 
que  haya  podido  tanto  con  vuestra  merced  la  amarga  y  ociosa  letura 
de  los  libros  de  caballerías,  que  le  hayan  vuelto  el  juicio,  de  modo  que 
venga  á  creer  que  va  encantado,  con  otras  cosas  deste  jaez,  tan  lejos  de 
ser  verdaderas  como  lo  está  la  mesma  mentira  de  la  verdad?  ¿Y  cómo 
es  posible  que  haya  entendimiento  humano  que  se  dé  á  entender  que 
ha  habido  en  el  mundo  aquella  infinidad  de  Amadises  y  aquella 
turbamulta  de  tanto  famoso  caballero,  tanto  Emperador  de  Trapi- 
sonda, tanto  Felixmarte  de  Hircania,  tanto  palafrén,  tanta  doncella 
andante,  tantas  sierpes,  tantos  endriagos,  tantos  gigantes,  tantas  inau- 
ditas aventuras,  tanto  género  de  encantamentos,  tantas  batallas,  tantos 
desaforados  encuentros,  tanta  bizarría  de  trajes,  tantas  princesas  ena- 
moradas, tantos  escuderos  condes,  tantos  enanos  graciosos,  tanto  bille- 
te, tanto  requiebro,  tantas  mujeres  valientes,  y,  finalmente,  tantos  y  tan 
disparatados  casos  como  los  libros  de  cal:)allei"ías  contienen?  De  mí  sé 
deciií  que  cuando  los  leo,  en  tanto  que  no  pongo  la.  imaginación  en 
pensar  que  son  todos  mentira  y  liviandad,  me  dan  algún  contento;  pero 
cuando  caigo  en  la  cuenta  de  lo  que  son,  doy  con  el  mejor  dellos  en  la 
pared,  y  aun  diera  con  él  en  el  fuego,  si  cerca  ó  presente  le  tuviera, 
bien  como  merecedores  de  tal  pena,  por  ser  falsos  y  embusteros  y  fuera 
del  trato  que  pide  la  común  naturaleza,  y  como  á  inventores  de  nuevas 
sectas  y  de  nuevo  modo  de  vida,  y  como  á  quien  da  ocasión  que  el  • 


PARTE    PRIMERA. — CAPITULO    XLIX 


;;sii 


vul.uo  ignorante  venga  á  creer  y  tener  por  verdaderas  tantas  necedades 
como  contienen.  Y  aun  tienen  tanto  atrevimiento,  (jue  se  atreven  á  tur- 
bar los  ingenios  de  los  discretos  y  bien  nacidos  hidalgos,  como  se  echa 
bien  de  ver  por  lo  (]ue  con  vuestra  merced  han  hecho,  pues  le  han 
traído  á  términos  que  sea  forzoso  encerrarle  en  una  jaula  y  traerle  so- 
bre un  carro  de  bueyes,  como  quien  trae  ó  lleva  algún  le(')n  ó  algún  ti- 
gre de  lugar  en  lugar,  para  ganar  con  él  dejando  que  le  vean.  Ea,  se- 
ñor Don  Quijote,  duélase  de  sí  mismo,  y  redúzgase  al  gremio  de  la  dis- 
creción, y  se})a  usar  de  la  mucha  que  el  cielo  fué  servido  de  darle,  em- 
pleando el  felicísimo  talento  de  su  ingenio  en  otra  letura,  que  redunde 
en  aprovechamiento  de  su  conciencia  y  en  aumento  de  su  honra.  Y  si 
todavía,  llevado  de  su  natural  inclinación,  quisiere  leer  hbros  de  haza- 
ñas y  de  caballerías,  lea  en  la  sacra  Escritura  el  de  los  jueces,  (jue  allí 
hallará  "verdades  grandiosas  y  hechos  tan  verdaderos  como  valientes. 
l'n  Viriato  tuvo  Lusitania;  un  César,  Roma;  un  Aníbal,  Cartago;  un 
Alejandro,  Grecia;  un  conde  Fernán  González,  Castilla;  un  Cid,  Valen- 
cia; un  Gonzalo  Fernández.  Andalucía;  un  Diego  García  de  Paredes, 
Extremadura;  un  Garci  Pérez  de  ^'argas,  Jerez;  un  Garcilaso,  Toledo; 
un  don  Manuel  de  León,  Sevilla;  cuya  lección  de  sus  valerosos  hechos 
puede  entretener,  enseñar,  deleitar  y  admirar  á  los  más  altos  ingenios 
que  los  leyeren.  Esta  sí  será  letura  digna  del  buen  entendimiento  de 
vuestra  merced,  señor  Don  Quijote  mío,  de  la  cual  saldrá  erudito  en  la 
historia,' enamorado  de  la  virtud,  enseñado  en  la  bondad,  mejorado  en 
las  costumbres,  valiente  sin  temeridad,  cuerdo  sin  cobardía,  y  todo  esto 
l)ara  honra  de  Dios,  provecho  suyí-  y  fama  de  la  Mancha,  do,  según  he 
sabido,  trae  vuestra  merced  su  ])rinci})io  y  origen.» 

Atentísimamentc  estuvo  Don  (Quijote  escuchando  las  razones  del 
canónigo,  y  cuando  vio  que  ya  había  i)uesto  fín  á  ellas,  después  de  ha- 
berle estado  un  buen  espacio  mirando,  le  dijo: 

— Paréceme,  señor  hidalgo,  que  la  plática  de  vuestra  merced  se  ha 
encaminado  á  querer  darme  á  entender  que  no  ha  habido  caballeros 
andantes  en  el  mundo,  y  que  todos  los  libros  de  cal)allerías  son  falsos, 
mentirosos,  dañadores,  ó  inútiles  para  la  república,  y  que  yo  he  hecho 
mal  en  leerlos,  y  más  mal  en  creerlos  y  peor  en  imitarlos,  habiéndome 
puesto  á  seguir  la  durísima  profesión  de  la  caballería  andante  que  ellos 
enseñan,  negándome  que  no  ha  habido  en  el  mundo  Amadises,  ni  de 
(iaula,  ni  de  Grecia,  ni  todos  los  otros  caballeros  de  que  las  escrituras 
están  llenas. 

— Todo  es  al  pie  de  la  letra,  como  vuestra  merced  lo  va  relatando, 
<lijo  á  esta  sazón  el  canónigo. 

A  lo  cual  respondió  Don  Quijote:  «Añadió  también  vuestra  merced 
que  me  habían  hecho  mucho  daño  tales  libros,  pues  me  habían  vuelto 
el  juicio  y  puéstome  en  una  jaula,  y  que  me  sería  mejor  hacer  la  en- 
mienda y  mudar  de  letura,  leyendo  otros  más  verdaderos  y  que  mejor 
deleitan  y  enseñan.» 

— Así  es,  dijo  el  canónigo. 

— Pues  yo,  replicó  Don  Quijote,  hallo  por  mi  cuenta  que  el  sin  juicio 


390  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


y  el  encantado  es  vuestra  merced,  pues  se  ha  puesto  á  decir  tantas  blas 
femias  contra  una  cosa  tan  recebida  en  el  mundo  y  tenida  p,or  tan  ver- 
dadera, que  el  que  la  negase,  como  vuestra  merced  la  niega,  merecería 
la  mesma  pena  que  vuestra  merced  dice  que  da  á  los  libros  cuando  los 
lee  y  le  enfadan;  porque  querer  dar  á  entender  á  nadie  que  Amadís  no 
fué  en  el  mundo,  ni  todos  los  otros  caballeros  aventureros  de  que  están 
colrnadas  las  historias,  será  querer  persuadir  que  el  sol  no  alumbra  ni 
el  hielo  enfría,  ni  la  tierra  sustenta.  Porque  ¿qué  ingenio  puede  haber 
en  el  mundo  que  pueda  persuadir  á  otro  que  no  fué  verdad  lo  de  la 
infanta  Floripes  y  Güi  de  Borgoña,  y  lo  de  Fierabrás  con  la  puente  de 
Mantible,  que  sucedió  en  el  tiempo  de  Cario  Magno?  Que  ¡voto  á  tal 
que  es  tanta  verdad,  como  es  ahora  de  día!  Y  si  es  mentira,  también  lo 
debe  de  ser  que  no  hubo  Héctor,  ni  Aquiles,  ni  la  guerra  de  Troya,  ni 
los  doce  Pares  de  Francia,   ni  el  rey  Artus  de  Inglaterra,  que  anda 
hasta  ahora  convertido  en  cuervo,  y  le  esperan  en  su  reino  por  momen- 
tos. Y  también  se  atreverán  á  decir  que  es  mentirosa  la  historia  de  Gua- 
rino  Mezquino  y  la  de  la  demanda  del  santo  Grial,  y  que  son  apócrifus 
los  amores  de  don  Tristán  y  la  reina  Iseo,  como  los 'de  Ginebra  y  Laii 
zarote,  habiendo  personas  que  casi  se  acuerdan  de  haber  visto  á  la 
dueña  Quintañona,  que  fué  la  mejor  escanciadora  de  vino  que  tuvo  la 
Gran  Bretaña.  Y  es  esto  tan  ansí,  que  me  acuerdo  yo  que  me  decía  una 
mi  agüela  de  parte  de  mi  padre,  cuando  veía  alguna  dueña  con  tocas 
reverendas:  «Aquella,  nieto,  se  parece  á  la  dueña  Quintañona»;  de  don- 
de arguyo  yo  que  la  debió  de  conocer  ella,  ó  p(  r  lo  menos  debió  de  al- 
canzar á  ver  algún  retrato  suyo.  Pues  ¿quién  podrá  negar  no  ser  verda- 
dera la  historia  de  Pierres  y  la  linda  Magalona,  pues  aun  hasta  hoy  día 
se  ve  en  la  armería  de  los  ÍÉleyes  la  clavija  con  que  volvía  el  caballo  dv 
madera  sobre  quien  iba  el  valiente  Pierres  por  los  aires,  que  es  un  poc( ) 
mayor  que  un  timón  de  carreta?  Y  junto  á  la  clavija  está  la  silla  de 
Babieca,  y  en  Roncesvalles  está  el  cuerno  de  Roldan,  tamaño  como 
una  grande  viga,  de  donde  se  infiere  que  hubo  doce  Pares,  que  hubo 
Pierres,  que  hubo  Cid  y  Bernardo  del  Carpió  y  otros  caballeros  semejan- 
tes, destos  que  dicen  las  gentes  que  á  sus  aventuras  van.  Si  no,  díganme 
también  que  no  es  verdad  que  fué  caballero  andante  el  valiente  lusitano 
Juan  de  Merlo,  que  fué  á  Borgoña,  y  se  combatió  en  la  ciudad  de  Arra- 
con  el  famoso  señor  de  Charní,  llamado  Mosén  Pierres,  y  después  en  la 
ciudad  de   Basilea  con  Mosén  Enrique  de  Remestán,  saliendo  de  en- 
trambas empresas  vencedor  y  lleno  de  honrosa  fama,  ni  las  aventuras 
y  desafíos  que  también  acabaron  en  Borgoña  los  valientes  españoles 
Pedro  Barba  y  Gutierre  Quijada  (de  cuya  alcurnia  yo  deciendo  por  lí- 
nea recta  de  varón),  venciendo  á  los  hijos  del  conde  de  San  Polo.  Nic 
guenme  asimismo  que  no  fué  á  buscar  las   aventuras  á  Alemania  don 
Fernando  de  Guevara,   donde  se  combatió  con  Micer  Jorge,   caballero 
de  la  casa  del  Duque  de  Auí-tria.  Digan  que  fueron  burla  las  justas  ríe 
Suero  de  (¿niñones,  el  del  Paso;  las  empresas  de  Mosén  Luis  cíe  Falces 
contra  don  Gonzalo  de  Guzmán,  caballero  castellano,  con  otras  muchas 
hazañas  hechas  por  caballeros  cristianos  destos  y  de  los  reinos  extra n- 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    XLIX  391 

jeros,  tan  aiitónticas  y  verdaderas,  que  torno  á  decir  que  el  que  las  ne- 
s:ase  carecería  de  toda  razón  y  buen  discurso. 

Admirado  quedó  el  canónigo  de  oir  la  mezcla  que  Don  Quijote  ha- 
3Ía  de  verdades  y  mentiras,  y  de  ver  la  noticia  que  tenía  de  todas 
aquellas  cosas  tocantes  y  concernientes  á  los  hechos  de  su  andante  ca- 
ballería; y  así,  le  respondió:  «No  puedo  yo  neniar,  sefior  Don  Quijote, 
[ue  no  sea  verdad  alíío  de  lo  que  vuestra  merced  ha  dicho,  especial- 
nente  en  lo  que  toca  á  los  caballeros  andantes  españoles;  y  asimesmo 
piiero  conceder  que  hubo  doce  Pares  de  Francia,  pero  no  quiero  creer 
\ue  hicieron  todas  aquellas  cosas  que  el  aizobisj)0  Turpín  dellos  escri- 
>e;  porque  la  verdad  dello  es,  que  fueron  caballeros  escogidos  por  los 
•oyes  de  Francia,  á  quien  llamaron  Pares,  por  ser  todos  iguales  en  va- 
or,  en  calidad  y  en  valentía  (á  lo  menos,  si  no  lo  eran,  era  razón  que  lo 
uosen),  y  era  como  una  religión  de  las  que  ahora  se  usan,  de  Santiago 
)  (le  Calatrava,  que  se  presui)()ne  que  los  (lue  la  profesan  han  de  ser  ó 
k'ben  ser  caballeros  valerosos,  valientes  y  bien  nacidos;  y  como  ahora 
licen  caballero  de  San  Juan  ó  de  Alcántara,  decían  en  aquel  tiempo 
'.aballero  de  los  Doce  Pares,  porque  fueron  doce  iguales  los  que  para 
.'sta  religión  militar  se  escogieron.  En  lo  de  que  hubo  Cid  no  hay  duda, 
li  menos  Bernardo  del  r'ar})io;  i)ero  de  (jue  hicieron  las  hazañas  que 
licen,  creo  que  la  hay  muy  grande.  En  lo  otro  de  la  clavija,  (^ue  vues- 
ra  merced  dice,  del  conde  Pierres,  y  que  está  junto  á  la  silla  de  Babie- 
•a  en  la  armería  de  los  Reyes,  confieso  mi  pecado;  que  soy  tan  igno- 
ante  ó  tan  corto  de  vista,  que,  aunque  he  visto  la  silla,  no  he  echado 
le  ver  la  clavija,  y  más  siendo  tan  grande  como  vuestra  merced  ha 
lidio. 

— Pues  allí  está  sin  duda  alguna,  replicó  Don  (Quijote;  y  por  más  se- 
las,  dicen  que  está  metida  en  una  funda  de  vaqueta,  porque  no  se  tome 
le  moho. 

— Todo  puede  ser,  respondi(')  el  cauíMiigo;  pero,  por  las  Ordenes  que 
ecebí,  ((ue  no  me  acuerdo  haberla  visto;  mas,  puesto  que  conceda  que 
síá  allí,  no  por  eso  me  obligo  á  creer  las  historias  de  tantos  Amadises 
i  las  de  tanta  turbamulta  de  caballeros  cí)mo  por  ahí  nos  cuentan,  ni 
s  razón  que  un  hombre  como  vuestra  merced,  tan  honrado,  de  tan 
uenas  partes  y  dotado  de  tan  buen  entendimiento,  se  dé  á  entender 
ue  son  verdaderas  tantas  y  tan  extrañas  locuras  como  las  que  están 
■neritas  en  los  disparatados  hbros  de  caballerías. 


CAPITrí.O    L 

De  las  discretas  aitercaciones  qué  Don  Quijote  y  el  canónigo  tuvieronj 

con  otros  sucesos. 


UENO  está  eso!,  respondió  Don  Quijote.  Los  libros  que  están  im 
presos  con  licencia  de  los  Reyes,  y  con  aprobación  de  aquello 
á  quien  se  remitieron,  y  que  con  gusto  general  son  leídos  y  ce 
lebrados  de  los  grandes  y  de  los  chicos,  de  los  pobres  y  de  lo 
ricos,  de  los  letrados  é  ignorantes,  de  los  plebeyos  y  caballeros,  final 
mente,  de  todo  género  de  personas,  de  cualquier  estado  y  condición  qr, 
sean,  ¿habían  de  ser  mentira,  y  más  llevando  tanta  apariencia  de  ^■(■l 
dad.  pues  nos  cuentan  el  padre,  la  madre,  la  patria,  los  parientes.  1 
edad,  el  lugar  y  las  hazañas,  punto  ])or  punto  y  día  por  día.  que  el  t;i 
caballero  hizo  ó  tales  caballeros  hicieron?  Calle  vuestra  merced,  no  di- 
tal  blasfemia,  y  créame;  que  le  aconsejo  en  esto  lo  que  debe  de  har( 
como  discreto;  si  no,  léalos,  y  verá  el  gusto  que  recibe  de  su  leyenda.  - 
no,  dígame,  ¿hay  mayor  contento  que  ver,  como  si  dijésemos,  que  a<|i 
ahora  se  muestra  delante  de  nosotros  un  gran  lago  de  pez  hirviendo 
borbollones,  y  que  andan  nadando  y  cruzando  por  él  muchas  serpi^i 
tes,  culebras  y  lagartos,  y  otros  muchos  géneros  de  animales  feroces  ; 
es[)antables,  y  que  del  medio  del  lago  sale  una  voz  tristísima  que  dicf 
«Tú,  caballero,  quien  quiera  que  seas,  que  el  temeroso  lago  estás  m 
rando,  si  quieres  alcanzar  el  bien  que  debajo  destas  negras  aguas  se  ei 
cubre,  muestra  el  valor  de  tu  fuerte  pecho,  y  arrójate  en  mitad  de  s 
negro  y  encendido  licor;  porque,  si  así  no  lo  haces,  no  serás  digno  d 


PRIMERA    l'AUTK. CAPITULO    L  393 


ei-  las  altas  maravillas  (jue  en  sí  encierran  y  contienen  los  siete  casti- 
us  (le  las  siete  fadas  que  debajo  desta  negrura  yacen?  Y  que  apenas 
i  caballero  no  ha  acabado  de  oir  la  voz  temerosa,  cuando,  sin  entrar 
)as  eu  cuentas  consigo,  sin  ponerse  á  considerar  el  })eligro  á  (jue 
■  pone,  y  aun  sin  despojarse  de  la  pesadumbre  de  sus  fuertes  armas, 
icomendándose  á  Dios  y  á  su  señora,  se  arroja  en  mitad  del  bullente 
üo,  y  cuando  no  se  cata  ni  se  sabe  d(')nde  ha  de  parar,  se  halla  entre 
nos  lloridos  ('¡nnp-x.  am  «¡uieii  los  Klíscos  no  tienen  (jue  ver  en  nin- 
nna  cosa. 

•Allí  le  i»arecc  que  el  ciclo  es  mas  trans])arentc,y  ((ue  el  sol  luce  con 
aridad  mas  viva.  Ofrécesele  á  los  ojos  una   apacible  íioresta,  de  tan 
•rdes  y  frondos(js  árboles  C(jmpuesta,  que  alegra  la  vista  su  verdura, 
entretiene  los  oídos  el  dulce  y  no  aprendido  canto  de  los  jíeiiueños.  in- 
litos  y  pintados  pajarillos,  que  por  los  intricados  ramos  van  cruzando, 
quí  descubre  un  arro^  uelo,  cuyas  frescas  aguas,  que  líquidos  cristales 
ireeen,  corren  sobre  menudas  arenas  y  blancas  ])edrezuelas,  que  oro 
•mido  y  puras  perlas  semejan.  Acullá  ve  una  artiñciosa  fuente,  de  jas- 
>  variado  y  de  liso  mármol  compuesta;  acá  ve  otra,  á  lo  l)rutesco  orde- 
ida,  adonde  las  menudas  conchas  de  las  almejas  con  las  torcidas  casas, 
ancas  y  amarillas,  del  caracol,  puestas  con  orden  desordenada,  mcz- 
ados  entre  ellas  })edazos  de  cristal  luciente  y  de  contrahechas  esmeral- 
is,  hacen  una  variada  labor;  de  manera  que  el  arte,  imitando  á  la  na- 
raleza,  parece  que  allí  la  vence.  Acullá  de  improviso  se  le  descubre 
1  fuerte  castillo  ó  vistoso  alcázar,  cuyas  murallas  son  de  macizo  oro, 
s  almenas  de  diamantes,  las  puertas 'de  jacintos;  finalmente,  él  es  de 
n  admirable  comi)ostura,  que,  con  ser  la  materia  de  que  está  formado 
)  menos  que  de  diamantes,  de  carbuncos,  de  rubíes,  de  perlas,  de  oro 
de  esmeraldas,  es  de  más  estimación  su  hechura.  Y  hav  más  que  ver. 
;s[)ués  de  haber  visto  esto,  que  ver  salir  por  la  puerta  del  castillo  un 
len  número  de  doncellas,  cuyos  galanos  y  vistosos  trajes,   si  yo  me 
isiese  ahora  á  decirlos,  como  las  historias  nos  los  cuentan,  sería  nunca 
abar;  y  tomar  luego,  la  que  parecía  principal  de  todas,  por  la  mano  al 
revido  caballero  que  se  arrojó  en  el  ferviente  lago,  y  llevarle  sin  lia- 
arle  palabra  dentro  del  rico  alcázar  ó  castillo,   y  "hacerle  desnudar 
■mo  su  madre  le  parió,  y  Imanarle  con  templadas  aguas,  y  luego  untar- 
todo  con  olorosos  ungüentos,  y  vestirle  una  camisa  de  cendal  delga- 
snuo,  toda  olorosa  y  perfumada,  y  acudir  otra  doncella  y  echarle  un 
antón  sobre  los  hombros,  que,  por  lo  menos  menos,  dicen  que  suele 
ler  una  ciudad,  y  aun  más?  ¿Qué  es  ver,  pues,  cuando  nos  cuentan  que 
is  todo  esto  le  llevan  á  otro  sala,  donde  halla  puestas  las  mesas  con 
ato  concierto,  que  queda  suspenso  y  admirado?  ¿Qué  el  verle  echar 
ua  á  manos,  toda  de  ámbar  y  de  olorosas  flores  destilada?  ¿Qué  el  lia- 
rle sentar  sobre  una  silla  de  marfil?  ¿Qué  verle  servir  de  todas  los  don- 
Uas,  guardando  un  maravilloso  silencio?  ¿Qué  el  traerle  tanta  dife- 
ncia  de  manjares,  tan  sabrosamente  guisados,  que  no  sabe  el  apetito 
cuál  deba  de  alargar  la  mano,  a  cuál  no?  ¿Qué  oir  la  música  que  en 
tito  que  come  suena,   sin  saberse   quién  la   canta  ni  adonde  suena? 


394 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Y  después  de  la  comida  acabada  y  las  mesas  alzadas,  ¡quedarse  el  ca 
ballero  recostado  sobre  la  silla  (quizá  mondándose  los  dientes  como  e 
costumbre),  y  entrar  á  deshora  por  la  puerta  de  la  sala  otra  mucho  má 
hermosa  doncella  que  ninguna  de  las  primeras,  y  sentarse  al  lado  de 
caballero,  y  comenzar  á  darle  cuenta  de  qué  castillo  es  aquel,  y  d 
cómo  ella  está  encantada  en  él,  con  otras  cosas,  que  suspenden  al  c? 
ballero  y  admiran  á  los  leyentes  que  van  leyendo  su  historia!  No  quit 
ro  yo  alargarme  más  en  esto,  pues  dello  se  puede  colegir  que  cualqui( 
ra  parte  que  se  lea  de  cualquiera  historia  de  caballero  andante  ha  d 
causar  gusto  y  maravilla  á  cualquiera  que  la  leyere;  y  vuestra  mercs' 
créame,  y  como  otra  vez  le  he  dicho,  lea  estos  libros,  y  verá  cómo  1 
destierran  la  melancolía  que  tuviere,  y  le  mejoran  la  condición,  si  ací 


¿Hay  más  qiic  ver,  de.-ipuós  de  haber  visto  esto,  que  ver  salir  por  la  puerta  del  castillo 
tin  buen  ntímero  de  doncellas... 

so  le  tiene  mala.  De  mí  sé  decir  que,  después  que  soy  caballero  anda 
te,  soy  valiente,  comedido,  liberal,  bien  criado,  generoso,  cortés,  ati(  \ 
do,  blando,  paciente  sufridor  de  trabajos,  de  prisiones,  de  encantos; 
aunque  ha  tan   poco  que  me   vi  encerrado  en  una  jaula  como  loe  ^ 
pienso,  por  el  valor  de  mi  brazo,  favoreciéndome  el  cielo,  y  no  me  - 
do  contraria  la  fortuna,  en  pocos  días  verme  rey  de  algún  reino,  a* 
de  pueda  mostrar  el  agradecimiento  y  liberalidad  que  mi  pecho  enei 
rra;  que,  mía  fe,  seflor,  el  pobre  está  inhabilitado  de  poder  mostrar 
virtud  de  liberalidad  con  ninguno,  aunque   en  sumo  grado  la  posea; 
el  agradecimiento  que  sólo  consiste  en  el  deseo  es  cosa  muerta,  con 
es  muerta  la  fe  sin  obras.  Por  esto  quema  ([ue  la  fortuna  me  ofrecie 
presto  alguna  ocasión  donde  rae  hiciese  emperador,  por  mostrar  mi  j 


PAKTE    PRIMERA. CAPITULO    L  395 


.0  haciendo  l)ien  á  mis  amií^os,  especialmente  á  este  pobre  de  Sancho 
¡.iiiza,  mi  escudero,  (pie  es  el  mejor  hombre  del  mundo,  y  querría  dar- 
un  condado  que  le  ten^o  muchos  días  ha  i)rometido,  sino  que  temo 
iue  no  ha  de  tener  habilidad  para  gobernar  su  Estado.» 

Casi  todas  estas  últimas  palabras  oyó  Sancho  á  su  amo,  á  quien  dijo: 
IVabaje  vuestra  merced,  señor  Don  (Quijote,  en  darme  ese  condado 
i.:i  prometido  de  vuestra  merced  como  de  mí  esperado;  que  yo  le  pro- 
i'3to  que  no  me  falte  á  mí  hal)ilidad  para  gobernarle;  y  cuando  me 
lí'tare,  yo  he  oído  decir  que  hay  hombres  en  el  mundo  que  toman  en 
rrrendamiento  los  estados  de  los  señores,  y  les  dan  un  tanto  cada  año, 
ellos  se  tienen  cuidado  del  gobierno,  y  el  señor  se  está  á  })ierna  ten- 
Ha  gozando  de  la  renta  (pie  le  dan,  sin  curarse  de  otra  cosa;  y  así 
\'vé  yo,  y  no  repararé  en  tanto  más  cuanto,  sino  que  luego  me  desisti- 
de  todo,  y  me  gozaré  mi  renta  como  un  duc^ue,  y  allá  se  lo  hayan.» 
— Eso,  hermano  Sancho,  dijo  el  canónigo,  entiéndese  en  cuanto  al 
zar  la  renta;  empero  al  administrar  justicia,  ha  de  atender  el  señor 
I  Estado,  y  aquí  entra  la  habilidad  y  buen  juicio,  y  principalmente 
buena  intención  de  acertar;  que  si  ésta  falta  en  los  principios,  siem- 
)  irán  errados  los  medios  y  los  fines;  y  así  suele  Dios  ayudar  al  buen 
neo  del  simple,  como  desfavorecer  al  malo  del  discreto. 
— No  sé  esas  ftlosofías,  respondió  Sancho  Panza;  mas  sólo  sé  que  tan 
ísto  tuviese  yo  el  condado  como  sabría  regirle;  que  tanta  alma  tengo 
como  otro,  y  tanto  cuerpo  como  el  que  más,  y  tan  rey  sería  yo  de 
Estado  como  cada  uno  del  suyo,  y  siéndolo,  haría  lo  que  quisiese,  y 
íiendo  lo  que  quisiese,  haría  mi  gusto,  y  haciendo  mi  gusto,  estaría 
itento,  y  estando  uno  contento,  no  tiene  más  que  desear,  y  no  te- 
ndo  más  que  desear,  acabóse;  y  el  Estado  venga,  y  á  Dios  y  veámo- 
H,  como  dijo  un  ciego  á  otro. 
A  lo  cual  replic(')  Don  Quijote:  «No  son  malas  filosofías  esas,  como 
dices,  Sancho.» 

—Pero  con  todo  csd,  hay  mucho  <[ue  decir  sobre  e.sta  materia  de 
dados. 

—Yo  no  sé  que  haya  que  decir;  sólo  me  guío  por  nmchos  y  diversos 
nplos  que  podía  traer  á  este  propósito,  de  caballeros  de  mi  profe- 
1,  (|ue  correspondiendo  á  los  leales  y  señalados  servicios  que  de  sus 
jderos  habían  recebido,  les  hicieron  notables  mercedes,  haciéndolos 
ores  absolutos  de  ciudades  y  ínsulas;  y  cuál  hubo  que  llegaron  sus 
-ecimientos  á  tanto  grado,  que  tuvo  humos  de  hacerse  rey.  Pero 
ra  qué  gasto  tiempo  en  esto,  ofreciéndome  un  tan  insigne  ejemplo 
;rande  y  nunca  l)ien  alabado  Amadís  de  Gaula,  que  hizo  á  su  escu- 
3  conde  de  la  ínsula  Firme?  Y  an  puedo  yo,  sin  escrú{)ulo  de  con- 
icia,  hacer  conde  á  Sancho  Panza,  que  es  uno  de  los  mejores  escu- 
3s  que  caballero  andante  ha  tenido. 

Admirado  quedó  el  canónigo  de  los  concertado?  disparates  (si  dis- 
ates sufren  concierto)  que  Don  Quijote  había  dicho,  del  modo  con 
había  pintado  la  aventura  del  caballero  del  lago,  de  la  impresión 
en  él  habían  hecho  las  pegajosas  mentiras  de  Íos  libros  que  había 


OÍI6  DON    QUIJOTE    DE    LA    MAKCHA 

leído,  y  ñnalmente,  le  admiraba  la  necedad  de  Sancho,  que  con  tai 
ahinco  deseaba  alcanzar  el  condado  que  su  amo  le  había  prometido.  Yn 
en  esto  volvían  los  criados  del  canónigo,  que  á  la  venta  habían  ido  i 
la  acémila  del  respuesto;  y  haciendo  mesa  de  una  aihombra  y  de  la  vt ^ 
yerba  del  prado,  á  la  sombra  de  unos  árboles  se  sentaron,  y  comierou 
allí  porque  el  boyero  no  perdiese  la  comodidad  de  aquel  sitio,  conu 
c[ueda  dicho;  y  estando  comiendo,  á  deshora  oyeron  un  recio  estrueinii 
y  un  son  de  esquila  que  por  entre  unas  zarzas  y  espesas  matas,  que  aüj 
junto  estaban,  sonaba;  y  al  mismo  instante  vieron  salir  de  entre  aque- 
llas malezas  una  hermosa  cabra,  toda  la  piel  manchada  de  negro,  blaii(( 
y  pardo;  tras  ella  venía  un  cabrero  dándole  voces  y  diciéndole  palabí;^ 
á  su  uso,  para  que  se  detuviese  ó  al  rebaño  volviese.  La  fugitiva  cabra 
temerosa  y  despavorida,  se  vino  á  la  gente,  como  á  favorecerse  della,  \ 
allí  se  detuvo. 

Llegó  el  cabrero,  y  asiéndola  de  los  cuernos,  como  si  fuera  capaz  di 
discurso  y  entendimiento,  le  dijo:  «¡Ah  cerrera,  cerrera,  manchada,  man 
chada,  y  cómo  andáis  vos  estos  días  de  pie  cojo!  ¿Qué  lobos  os  espan 
tan,  hija?  ¿No  me  diréis  qué  es  esto,  hermosa?  Mas  ¿qué  puede  ser,  sim 
que  sois  hembra,  y  no  podéis  estar  sosegada?  ¡Que  mal  haya  vuesii'; 
(*ondición  y  la  de  todas  aquellas  á  quien  imitáis!  Volved,  volved,  ami^a 
í^ue,  si  no  tan  contenta,  á  lo  menos  estaréis  segura  en  vuestro  aprisc»  >  < 
con  vuestras  compañeras;  que  si  vos,  que  las  habéis  de  guardar  y  en 
caminar,  andáis  tan  sin  guía  y  tan  descaminada,  ¿en  qué  i)odrán  })arai 
ellas?» 

Contento  dieron  las  pala})ras  del  cabrero  á  los  que  las  oyeron,  espe 
cialmente  al  canónigo,  que  le  dijo:  «Por  vida  vuestra,  hermano,  que  oí 
soseguéis  un  poco,  y  no  os  acuciéis  en  volver  tan  presto  esa  cabra  á  -i 
rebaño;  que,  pues  ella  es  hembra,  como  vos  decís,  ha  de  seguir  su  natu 
ral  distinto,  por  más  que  vos  os  pongáis  á  estorbarlo.  Tomad  ese  boca 
do  y  bebed  una  vez,  con  (^ue  templareis  la  cólera,  y  en  tanto  descansa 
rá  la  cabra»;  y  el  decir  esto,  y  el  darle  con  la  punta  del  cuchillo  los  lo 
mos  de  un  conejo  fiambre,  todo  fué  uno. 

Tomólo  y  agradeciólo  el  cabrero,  bebió  y  sosegóse,  y  luego  dijo: 

— No  querría  que,  i)or  haber  yo  hablado  con  esta  alimaña  tan  en  sc~n 
me  tuviesen  vuestras  mercedes  por  hombre  simple;  ([ue  en  verdad  (¡u( 
no  carecen  de  misterio  las  palabras  que  le  dije.  Rústico  soy,  pero  m 
tanto,  que  no  entienda  cómo  se  ha  de  tratar  con  los  hombres  y  con  laf 
bestias. 

— Eso  creo  yo  muy  ))ien,  dijo  el  Cura;  ([ue  ya  yo  sé  de  experienci; 
que  los  montes  crían  letrados,  y  las  cal)añas  de  los  pastores  encierrai» 
filósofos. 

— A  lo  menos,  señor,  replicó  el  cal)rero,  acogen  hombres  escarnn  n 
tados;  y  para  que  creáis  esta  verdad,  y  la  toquéis  con  la  mano,  aunqu» 
parezca  que  sin  ser  rogado  me  convido,  si  no  os  enfadáis  dello,  y  que 
réis  señores,  un  breve  espacio  prestarme  oído  atento,  os  contaré  um 
verdad  que  acredite  lo  que  ese  señor  (señalando  al  Cura)  ha  dicho.  ; 
la  mía. 


l'RIMEKA  PABTE. CAPITULO    L  iVj't 


A  esto  resj)ondió  Don  Quijote:  «Por  ver  que  tiene  este  caso  un  no 
''  (|ué  de  st)nibra  de  aventura  de  caballería,  yo  por  mi  parte  os  oiré, 
ennano,  de  muy  buena  gana,  y  así  lo  harán  todos  estos  señores,  j)or 
)  nmcho  que  tienen  de  discretos  y  de  ser  auiijio  de  curiosas  novedades, 
ue  suspendan,  alegren  y  entretengan  los  sentidos,  como  sin  duda  pien- 
)  (juc  lo  ha  de  hacer  vuestro  cuento.  Comenzad,  ])ues.  amigo;  que  tod.s 
scucharemos. ) 
— Saco  la  nn'a,  dijo  Sancho;  que  yo  á  aquel  arroyo  aie  voy  <oii  i^íü 
npanada,  donde  pienso  hartarme  por  tres  días,  porque  he  oído  decir 
mi  señor  Don  Quijote  <|ue  el  escudero  de  caballero  andante  ha  de 
)mer,  cuando  se  le  ofreciere,  hasta  no  )»oder  más,  á  causa  que  se  les 
lele  ofrecer  entrar  acaso  por  una  selva  tan  intricada,  que  no  aciertan 
salir  della  en  seis  días;  y  si  el  hombre  no  va  harto  ó  bien  proveídas 
s  alforjas,  allí  se  podrá  quedar,  como  muchas  veces  se  queda,  hecho 
irne  momia. 

— Tú  estás  en  lo  cierto,  Sancho,  dijo  Don  (Quijote;  vete  adonde  quisie- 
s  y  come  lo  que  pudieres;  que  yo  ya  estoy  satisfecho,  y  sólo  me  lalta 

;  ir  al  alma  su  refaccioif,  como  se  la  daré  escuchando  el  cuento  destc 

'  len  hombre. 
— Así  la  daremos  todos  á  las  nuestras,  dijo  el  canónigo.  Y  luego  rogt) 
cabrero  que  diese  principio  á  lo  que  pronif-tido  había. 
El  cabrero  dio  dos  palmadas  sobre  el  lomo  á  la  cabra,  que  por  los 
lernos  tenía,  diciéndole:  «Recuéstate  junto  á  mí,  manchada;  (]ue  tiem- 
)  nos  queda  para  volver  á  nuestro  apero.  );- 

Parece  que  lo  entendi()  la  cabra,  porque  en  sentándose  su  dueño,  se 
ndió  ella  junto  á  él  con  mucho  sosiego,  y  mirándole  el  rostro  daba  Ji 
tender  que  estaba  atenta  á  lo  que  el  cabrero  iba  diciendo,  el  cual  co- 

lenzó  su  historia  desta  manera: 


^^.^    ..v.«*^«««.  ^  *'■* 


CAPÍTULO    LI 
Que  trata  de  lo  que  contó  el  cabrero  á  todos  los  que  llevaban  á  Don  Quijote. 


BES  leguas  deste  valle  está  una  aldea,  que,  aunque  pequeña,  es 
de  las  más  ricas  que  hay  en  todos  estos  contornos,  en  la  cual 
había  un  labrador  muy  honrado,  y  tanto,  que,  aunque  es  anejo 
^  al  ser  rico  el  ser  honrado,  más  lo  era  él  por  la  virtud  que  tenía, 
que  por  la  riqueza  que  alcanzaba;  mas  lo  que  le  hacía  más  dichoso, 
según  él  decía,  era  tener  una  hija  de  tan  extremada  hermosura,  rara 
discreción,  donaire  y  virtud,  que  el  que  la  conccía  y  la  miraba  se  admi- 
raba de  ver  las  extremadas  partes  con  que  el  Cielo  y  la  Naturaleza  la 
habían  enriquecido.  Siendo  niña  fué  hermosa,  y  siempre  fué  creciendo 
en  belleza,  y  en  la  edad  de  diez  y  seis  años  fué  hermosísima.  La  fama 
de  su  belleza  se  comenzó  á  extender  por  todas  las  circunvecinas  aldeas... 
¿qué  digo  yo  por  las  circunvecinas  no  más,  si  se  extendió  á  las  aparta- 
das ciudades,  y  aun  se  entró  por  las  salas  de  los  reyes  y  por  los  oídos  de 
todo  género  de  gente,  ([ue,  como  á  cosa  rara  ó  como  á  imagen  de  milagros, 
de  todas  partes  á  verla  venían? 

» Guardábala  su  padre  y  guardábase  ella;  que  no  hay  candados, 
guardas  ni  cerraduras  que  mejor  guarden  á  una  doncella  que  las  del 
recato  propio.  La  riqueza  del  padre  y  la  belleza  de  la  hija  movieron  á 
nmchos,  así  del  pueblo  como  forasteros,  á  que  por  mujer  se  la  pidiesen; 
mas  él,  como  á  quien  tocaba  disponer  de  tan  rica  joya,  andaba  confuso. 


PAJítl-:    PRIMERA. — CAPÍTULO    LI  '"8l>i> 


sin  siiber  deterniinaise  a  (luién  la  entregaría  de  los  inñnitos  que  de  ini- 
portnnaban;  y  entre  los  muchos  que  tan  buen  deseo  tenían,  fui  yo  uno, 
a  quien  dieron  muchas  y  «grandes  esperanzas  de  buen  suceso,  conoc'er 
(|iie  el  padre  conocía  quién  yo  era,  el  ser  natural  del  mismo  puebloi 'lim- 
pio en  san«?re,  en  la  edad  floreciente,  en  la  hacienda  muy  rico,  y'en'el 
iiií^enio  no  menos  acabado.  i  .      i,.. 

»Con  todas  estas  mismas  partes  la  pidió  también  otro  del  mismo  pue- 
blo, (pe  fué  causa  de  suspender  y  poner  en  balanza  la  voluntad  del  pa- 
dre, á  quien  parecía  (¡ue  con  cualquiera  de  nosotros  estaba  su  hija  bien 
empleada;  y  por  salir  desta  confusión,  determinó  decírselo  á  Leandra 

•  |ue  así  se  llama  la  rica  que  en  miseria  me  tiene  puesto),  advirtiendo 
lue,  pues  los  dos  éramos  ijinales,  era  bien  dejar  á  la  voluntad  de  su 
luerida  hija  el  escoger  á  su  gusto:  cosa  digna  de  imitar  de  todos  los  pa- 
li-es  que  á  sus  hijos  (luieren  poner  en  estado.  No  digo  yo  que  les  dejen 
scoger  en  cosas  ruines  y  malas,  sino  (jue  se  las  propongan  buenas!  y 
le  las  buenas  que  escojan,  á  su  gusto.  No  sé  yo  el  (jue  tuvo  Leandra; 
<olo  sé  que  el  padre  nos  entretuvo  á  entrambos  con  la  poca  edad  de  su 
lija  y  con  palabras  generales,  que  ni  le  obligaban,  ni  nos  desobligaban 
ampoco.  Llámase  mi  competidor  Anselmo,  y  yo  Eugenio;  por(|ue  vais 
•on  noticias  de  los  nombres  de  las  personas  (|ue  en  esta  tragedia  se  con- 
ienen,  cuyo  tin  aún  está  |)endiente;  pero  bien  se  deja  entender  (jue  ha 
le  ser  desastrado. 

>En  esth  sazón  vino  a  nuestro  pueldo  un  X'icente  de  la  Koca,  hijo  de 
m  pobre  labrador  del  mismo  lugar,  el  cual  Mcente  vem'a  de  las  Italias, 

•  de  otras  diversas  j)artes,  de  ser  soldado.  Llevóle  de  nuestro  lugar, 
icndo  muchacho  de  hasta  doce  años,  un  capitán  que  con  su  compañía 
H>r  allí  acertó  á  pasar,  y  volvió  él  moio  de  allí  á  otros  doce,  vestido  ¡i, 
a  soldadesca,  pintado  con  mil  colores,  lleno  de  mil  dijes  de  cristal  y  su- 
iles  cadenas  de  acero.  Hoy  se  ponía  una  gala  y  mañana  otra;  pero  to- 
las sutiles,  pintadas,  de  poco  peso  y  menos  toíno.  La  gente  labradora 
[ue  de  suyo  es  maliciosa,  y  dándole  el  caso  lugar  es  la  misma  maü- 
ia),  lo  notó,  y  contó  punto  por  punto  sus  galas  y  preseas,  y  halló  que 
)S  vestidos  eran  tr^s,  de  diferentes  colores,  .3on  sus  ligas  y  oiedias;  pero 
1  hacía  tantos  guisados  é  invenciones  dellos,  que  si  no  se  los  conta- 
an,  hubiera  (püen  jurara  que  había  hecho  muestra  de  más  de  diez  pa- 
os de  vestidos  y  de  más  de  veinte  plumajes;  y  no  parezca  impertinen- 
la  y  demasía  esto  que  d-í  los  vestidos  voy  contando;  porque  el  os  hacen 
na  buena  parte  en  esta  historia. 

» Sentábase  en  un  po^o  que  debajo  de  un  gj-an  álamo  esti  en  nues- 
■a  plaza,  y  allí  nos  tenía  á  todos,  la  boca  abierta,  pendientes  de  las  ha- 
añas  que  nos  iba  contando.  No  había  tierra  en  todo  el  orbe  que  no  hu- 
iese  visto,  ni  batalla  donde  no  se  hubiese  hallado;  había  muerto  más 
loros  que  tienen  Marruecos  y  Túnez,  y  entrado  en  más  singulares  de- 
ifíos,  según  él  decía,  que  -Garcilaso,  Diego  García  de  Paredes  y  otros 
ni  que  nombraba;  y  de  todos  había  salido  con  vitoria,  sin  que  le  hu- 
icsen  derraigado  una  sola  gota  de  sangre.  Por  otra  parte  mostraba  se- 
ales  de  heridas,  que,  «aunque  no  se  divisaban,  nos  hacía  entender  que 
B.  P.— XX  27 


400  DON  QUIJOTE  DE  LA  M ANCUA 


eran  arcabuzazos  dados  en  diferentes  reencuentros  y  faciones.  Final 
mente,  con  una  no  vista  arrogancia  llamaba  de  vos  á  sus  iguales,  y  é 
los  mismos  que  le  coaocían,  y  decía  que  su  padre  era  su  brazo,  su  li 
naje  sus  obras,  y  que,  debajo"  de  ser  soldado,  al  mismo  Rey  no  debíí 
nada.  Añadióseíe  á  estas  arrogan  3Ías  ser  un  poco  músico  y  tocar  una  gui 
tarra  á  lo  rasgado,  de  manera  que  decían  algunos  que  la  hacía  hablar 
pero  no  pararon  aquí  sus  gracias,  que  también  la  tenía  de  poeta;  y  así 
de  cada  niñería  que  pasaba  en  el  pueblo,  comi)onía  un  romance  de  le 
gua  V  media  de  escritura. 

»Este  soldado,  pues,  que  aquí  he  pintado,  este  Vicente  de  la  Ivoca 
este  bravo,  este  galán,  este  músico,  este  poeta,  fué  visto  y  nnrad( 
muchas  veces  de  Leandra,  desde  una  ventana  de  su  casa  que  tenía  1í 
v]sta  á  la  p'aza.  Enaaioróla  el  oropel  de  sus  vistosos  trajes,  encantaron 
la  sus  romances  (que  de  cada  uno  que  componía  daoa  veinte  traslados) 
Herraron  á  sus  oídos  las  hazañas  que  él  de  sí  mismo  había  referido,  ; 
finalmente  (que  así  el  diablo  lo  debía  de  tener  ordenado),  ella  se  vmo  ¡ 
eramorar  del  antes  que  en  él  naciese  presunción  de  solicitalia;  y  com> 
en  los  casos  de  amor  no  hav  ninguno  que  con  más  facihdad  se  cumpl 
que  aquel  que  tiene  de  su  parte  el  deseo  de  la  dama,  con  facihdad  s 
c(  ncertan  n  Leandra  v  Vicente;  y  primero  que  alguno  de  sus  mucho 
pretendientes  cávese  en  la  cuenta  de  su  deseo,  ya  ella  teníale  cumphdc 
habiendo  deiado  la  casa  de  su  honrado  y  amante  padre  ( \ue  maare  n 
la  tiene)  v  auíentádose  de  la  aldea  con  el  soldado,  que  saho  ccn  ma 
triunfo  désta  empresa  que  de  todas  las  muchas  que  él  se  aplicaba, 

» Admiró  el  suceso  á  toda  la  aldea,  y  aun  á  todos  los  jue  del  not 

cia  tuvieron;  vo  (luedé  suspenso,  Anselmo  atónito,  el  padre  trist^,  su 

uarientes  afrentados,  solícita  la  Justina,  los  cuadrilleros  hstos.  lom: 

ronse  los  caminos,  escrudriñáronse  los  bosques  y  cuanto  había,  y  i 

cabo  de  tres  días  hallf  ron  a  la  antojadiza  Lean  ira  en  una  cueva  de  u 

monte,  desnuda  en  camisa,  shi  muchos  dineros  y  preciosísimas  3 oyí 

due  de  su  casa  había  sacado.  N^olviéronla  á  la  presencia  del  lastimac 

líad-e  pre^mntáronle  su  desgrada,  confesó  sm  apremio  que  \  ícente c 

la  Roca  la" había  engañado,  y  debajo  de  la  palabra  de  ser  su  esposo, . 

persuadió  que  dejase  la  casa  de  ^u  padre;  que  él  la  llevaría  a  la  mí 

í-ica  V  más  vistosa  ciudad  que  había  en  todo  el  universo  mundo,  que  e] 

Ñapóles-  v  que  ella,  mal  advertida  y  peor  engañada,  le  había  creído, 

robando' á  su  padre,  se  le  entregó  la  misma  noche  que  había  faltado; 

uue  él  la  llevó  á  un  áspero  monte,  y  la  escondió  en  aquella  cueva  do 

de  la  habían  hallado.  Contó  también  cómo  el  soldado  sm  auitalle  í 

honor  le  robó  cuanto  tenía,  y  la  dejó  en  aquella  cueva,  y  se  fue;  suc 

so  nue  de  nuevo  puso  en  admiración  á  todos.  Dura  se  nos  hizo  de  ere 

'L  continencia  del  mozo;  pero  ella  lo  afirmó  con  tantas  veras,  que  fu 

ron  ])arte  para  que  el  desconsolado  paire  se  consolase,  no  haciem 

cuenta  de  las  riquezas  que  le  llevaban,  pues  le  habían  dejado  a  su  hi 

con  la  joya  que,  si  una  vez  se  pierde  no  deja  esperanza  de  que  jam 

.e  cobre  "El  mismo  día  que  pareció  Leandra,  la  desapareció  su  pad 

de  nuestros  ojos,  v  la  llevó  á  encerrar  en  un  monesterio  de  una  vil 


PARTE    PIIIMERA.— CAPÍTULO    LI  401 


h  ue  está  aquí  cerca,  esperando  que  el  tiempo  ^aste  alguna  parte  de  la 
(.líala  oi)niión  en  que  su  hija  se  puso.  Los  pocos  años  de  Leandra  sir- 
rieron  de  disculpa  de  su  culpa,  á  lo  menos  con  aquellos  que  no  les  iba 
Igun  interés  en  que  ella  fuese  mala  ó  buena;  pero  los  que  conocían  su 
iscrecion  y  mucho  entendimiento  no  atribuyeron  á  ignorancia  su  pe- 
cado, sino  á  su  desenvoltura  y  á  la  natural  iilclinación  de  las  mujeres 
|iue  por  la  mayor  parte  suele  ser  desatinada  y  mal  dispuesta. 

»EnceiTada  Leandra,   quedaron  los  ojos  dé  Anselmo  ciegos  á  lo 

Menos  sm  tener  cosa  que  mirar  (pie  contento  les  diese;  los  míos  en  ti- 

leblas  sin  luz  que  á  ninguna  cosa  de  gusto  les  encaminase,  con  la  au- 

i.encia  de  Leandra.  Crecía  nuestra  tristeza,  apocábase  nuestra  pacien- 

Mia,  maldecíamos  las  galas  del  soldado  y  abominábamos  del  poco  recato 

el  padre  de  Leandni.   Finalmente,  Anselmo  v  yo  nos  concertamos  de 

l.ejar  el  aldea  y  vcninios  á  este  valle,  donde  él,  apacentando  una  gran 

antidad  de  ovejas  suyas  proi)ias,  y  yo  un  numeroso  rebaño  de  cabras 

imbien  mías,  pasamos  la  vida  entre  los  árboles,  dando   vado  á  nue'^- 

ras  pasiones,  ó  cantando  juntos  alabanzas  ó  vituperios  de  la  hermosa 

..eandra.  o  suspirando  solos,  y  á  solas  comunicando  con  el  cielo  nues- 

'■as  querellas. 

»A  imitación  nuestra,  otros  muchos  de  los  pretendientes  de  Lean- 

Dra  se  han  venido  á  estos  ásperos  montes,  usando  el  mismo  eiercició 

nuestro  y  son  tantos,  que  parece  que  este  sitio  se  ha  convertido  en  la 

nastoral  Arcadia    según  está  colmado  de  pastores  y  de  ai,riscos;  y  no 

..ay  parte  en  el  donde  no  se  oiga  el  nombre  déla  hermosa  Leandra 

•.ste  la  maldice  y  la   llama  antojadiza,   varia  v  deshonesta;  aquél  la 

3iidena  por  íacil  y  hgera;  tal  la  absuelve  v  perdona,  v  tal  la  justifica 

vitupera;  uno  celebra  su   hermosura,  otro  reniega  de  su  condición  v 

MI  ñn  todos  la  deshonran  y  todos  la  adoran;  v  de  todos  se  extiende'á 

into  a  locura,  que  hay  quien  se  queje  de  desdén  sin  haberla  jamás 

ablado.  y  aun  quien  se  lamente  y  sienta  la  rabiosa  enfermedad  de  los 

■3los,  que  ella  jamas  dió  á  nadie;  porque,  como  va  teii-o  dicho    antes 

•3  supo  su  pecado  que  su  deseo.  No  hay  hueco  de  peña,  ni  mai-en  de 

.rrovo,  ni  sombra  de  árbol,  ciue  no  esté  ocupada  de  algún  pastíi    que 

ns  desventuras  a  los  aires  cuente:  el  eco  repite  el  nombre  de  Lrandra 

■onde   quiera    que    puede   formarse;    Leandra   resuenan  los  montes' 

.^eandra  murnmran  los  arroyos,  y  Leandra  nos  tiene  á  todos  suspen- 

>s  y  encantados,  esperando  sin  esperanza  y  temiendo  sin  saber  de 

^ue  tememos.  Entre  estos  disparatados,  el  que  muestra  que  menL  v 

'T;V3*r'  ""  "^^  <^-o-Petidor  Anselmo,  el  cual,  teniendo  tantal 

ubelque  admirablemente  toca,  con  versos  donde  muestra  su  buen 
itendnniento,  cantando  se  queja.  Yo  sigo  otro  camino  más  fócilv 
mi  parecer,  el  más  acertado  que  es  decir  mal  de  la  hgereza  de  las 

uujeres,  de  su  inconstancia,  de  su  doble  trato,  de  sus  promesa? incier 
t    .?    'T'^'^^"'  y  linalmente,  del  poco  discursí  que  tienen  en 

aber  colocar  los  pensamientos  é  intenciones  que  tienen-  v  estrfué  l" 
•asion,  señores,  de  las  palabras  y  razones  que  dije  á  esta'cab  a  culiií 


402 


DON    QUIJOTE    DE    LA    3IANCHA 


do  aquí  lleoué;  que,  por  ser  hembra,  la  tengo  en  poco,  aunque  es  la 
meior  de  todo  mi  apero.  Esta  es  la  historia  que  ];)rometí  contaros;  si  h€ 
sido  en  el  contarla  prohjo,  no  seré  en  serviros  corto;  cerca  de  aquí  ten 
o-o  mi  maiada,  v  en  ella  tengo  fresca  leche  y  muy  sabrosísimo  queso 
con  varias  y  saponadas  frutas,  no  menos  á  la  vista  que  al  gusto  agrá 
dables.  >> 


CAPITULO    Lll 

}ie  ia  pendencia  que  Don  Quijote  tuvo  con  el  cabrero,  con  la  rara  aventura  de 
ios  diciplinantes,  á  quien  dio  felice  fin  á  costa  de  su  sudor. 


ENERA!,  alisto  (-{UiSí)  el  cuGiito  del  cabrero  á  todos  los  que  eseii- 
nrv^  chado  le  habían;  es})ecialnieiite  le  recibió  el  canónigo,  (jue  con 
•  *    extraña  curiosidad  notó  la  manera  con  que  le  había  contado, 
jf-       tan  lejos  de  parecer  rústico  cabrero,  cuan  cerca  de  mostrarse 
lliscreto  cortesano;  y  así,  dijo  que  había  hecho  muy  bien  el  Cura  en  de- 
ir  que  los  montes  criaban  letrados. 

'iodos  se  ofrecieron  á  Eugenio;  pero  el  que  más  se  mostró  liberal  en 
•sto  fué  Don  Quijote,  que  le  dijo:    «Por  cierto,  hermano  cabrero,  que 
~\  yo  me  hallara  posibilitado  de  poder  comenzar  alguna  aventura,  que, 
nuego,  luego,  me  pusiera  en   camino  porque  vos  la  tuviérades  buena; 
[ue  yo  sacara  del  monesterio  (donde  sin   duda  alguna  debe  de  estar 
■ontra  su  voluntad)  á  Leandra,  á  pesar  de  la  abadesa  y  de  cuantos  qui- 
sieran estorbarlo,  y  os  la  pusiera  en  vuestras  manos  para  que  hiciéra- 
iles  della  á  toda  vuestra  voluntad  y  talante,  guardando  empero  las  le- 
v/es de  la  caballería,  que  mandan  que  á  ninguna  doncella  le  sea  fecho 
^iesaguisado  alguno.  Aunque  yo  espero  en  Dios,  nuestro  Señor,  que  no 
la  de  poder  tanto  la  fuerza  de  un  encantador  malicioso,  que  no  pueda 
nás  la  de  otro  encantador,  mejor  intencionado,  y  para  entonces  os  pro- 
neto  mi  favor  y  aj'uda,  como  me  obliga  mi  profesión,  que  no  es  otra 
sino  de  favorecer  á  los  desvalidos  y  menesterosos. » 

Miróle  el  cabrero;  y  como  vio  á  Don  Quijote  de  tan  mal  })elaje  y 


404  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

catadura,  admiróse,  y  preguntó  al  barbero,  que  cerca  de  sí  tenía: 
«Señor,  ¿quién  es  este  hombre,  que  tal  talle  tiene  y  de  tal  manera 
habla?» 

— ¿Quién  ha  de  ser,  respondió  el  barbero,  sino  el  famoso  Don  Quijo- 
te de  la  Mancha,  desfacedor  de  agravios,  enderezador  de  tuertos,  el 
amparo  de  las  doncellas,  el  asombro  de  los  gigantes  y  el  vencedor  de 
las  batallas? 

— Eso  me  semeja,  respondió  el  cabrero,  á  lo  que  se  lee  en  los  libros 
de  caballeros  andantes,  que  hacían  todo  eso  que  de  este  hombre  vues- 
tra merced  dice;  puesto  que  para  mí  tengo,  ó  que  vuestra  merced  se 
burla,  ó  que  este  gentil  hombre  debe  de  tener  vacíos  los  aposentos  de 
la  cabeza. 

— Sois  un  grandísimo  bellaco,  dijo  á  esta  sazón  Don  Quijote,  y  vos 
sois  el  vacío  y  el  menguado;  que  yo  estoy  más  lleno  que  jamás  lo  estu- 
vo la  muy  hideputa  puta  que  os  parió. 

Y  diciendo  y  haciendo,  arrebató  de  un  pan  que  junto  así  tenía,  y 
dio  con  él  al  cabrero  en  todo  el  rostro  con  tanta  furia,  que  le  remachó 
las  narices;  mas  el  cabrero,  que  no  sabía  de  burlas,  viendo  con  cuántas 
veras  le  maltrataban,  sin  tener  ningún  respeto  á  la  alhombra,  ni  á  los 
manteles,  ni  á  todos  aquellos  que  comiendo  estaban,  saltó  sobre  Don 
Quijote,  y  asiéndole  del  cuello  con  entrambas  manos,  no  dudara  de 
ahogalle,  si  Sancho  Panza  no  llegara  en  a(]uel  punto,  y  le  asiera  por 
las  espaldas,  y  diera  con  él  encima  de  la  mesa,  quebrando  platos,  rom- 
piendo tazas  y  derramando  y  esparciendo  cuanto  en  ella  estaba.  Don 
Quijote,  que  se  vio  libre,  acudió  á  subirse  sobre  el  cabrero,  el  cual, 
lleno  de  sangre  el  rostro,  molido  á  coces,  de  Sancho,  andaba  buscan- 
do á  gatas  algún  cuchillo  de  la  mesa  para  hacer  alguna  sanguinolenta 
venganza;  pero  estorbáronselo  el  barbero  y  el  Cura;  mas  un  cuadrille- 
ro hizo  de  suerte  que  el  cabrero  cogió  debajo  de  sí  á  Don  Quijote,  so- 
bre el  cual  llovió  tanto  número  de  mojicones,  que  del  rostro  del  polire 
caballero  llovía  tanta  sangre  como  del  suyo.  Reventaban  de  risa  el  ca- 
nónigo y  el  Cura,  saltaban  los  cuadrilleros  de  gozo,  zuzaban  los  unos 
á  los  otros  como  hacen  á  los  perros  cuando  en  pendencia  están  traba- 
dos; sólo  Sancho  Panza  se  desesperaba,  porque  no  se  podía  desasir 
de  un  criado  del  canónigo,  que  le  estorbaba  que  á  su  amo  no  ayu- 
dase. 

En  resolución,  estando  todos  en  regocijo  y  ñesta,  sino  los  dos  apo- 
rreantes, que  se  carpían,  oyeron  el  son  de  una  trompeta  tan  triste,  que 
les  hizo  volver  los  rostros  liacia  donde  les  pareció  que  sonaba;  pero  el 
que  más  se  alborotó  de  oirle  fué  Don  Quijote,  el  cual,  aunque  estaba 
debajo  del  cabrero,  harto  contra  su  voluntad  y  más  que  medianamente 
molido,  le  dijo:  «Hermano  demonio  (que  no  es  posible  que  dejes  de 
serlo,  pues  has  tenido  valor  y  fuerzas  para  sujetar  las  mías),  ruégote 
que  hagamos  treguas  no  más  de  por  una  hora,  porque  el  doloroso  son 
de  aquella  trompeta  que  á  nuestros  oídos  llega,  me  parece  que  á  alguna 
nueva  aventura  me  llama.»  El  cabrero,  que  ya  estaba  cansado  de  moler 
y  ser  molido,  le  dejó  luego;  y  Don  Quijote   se  puso  en  pie,  volviendo 


406  DON  QUIJOTE  dí:  la  mancha 

asiiíiismo  el  rostro  adonde  el  son  se  oía,  y  vio  á  deshora  que  por  un 
recuesto  bajaban  nuiclios  hombres  vestidos  de  blanco  á  modo  de  dici- 
phnantes. 

Era  el  caso  que  aquel  año  habían  las  nubes  negado  su  rocío  á  la 
tierra,  y  por  todos  los  lugares  de  aquella  comarca  se  hacían  procesio- 
nes,; rogativas  y  disciplinas,  pidiendo  á  Dios  abriese  las  manos  de  su 
misericordia  y  les  lloviese;  y  para  este  efeto,  la  gente  de  una  aldea 
que;  allí  junto  estaba,  venía  en  procesión  á  una  devota  ermita  que  en 
un  tecuesto  de  aquel  valle  había.  Don  Quijote,  que  vio  los  extraños 
trajes  de  los  diciplinantes,  sin  pasarle  por  la  memoria  las  muchas  veces 
que  los  había  de  haber  visto,  se  imaginó  que  era  cosa  de  aventura,  y 
<jue  á  él  solo  tocaba,  como  á  caballero  andante,  el  acometerla;  y  conñr- 
móle  más  esta  imaginación,  pensar  que  una  imagen  que  traían,  cubierta 
dó  luto,  fuese  alguna  principal  seííora,  que  llevaban  por  fuerza  aquellos 
follones  y  descomedidos  malandrines.  Y  como  esto  le  cayó  en  las 
niientes,  con  gran  ligereza  arremetió  á  Rocinante,  que  paciendo  andaba, 
(^üitándoJe  del  arzón  el  freno  y  el  adarga,  y  en  un  punto  le  enfrenó,  y 
pidiendo  á  Sancho  su  espada,  subió  sobre  Rocinante  }'  embrazó  su 
adarga,  y  dijo  en  alta  voz  á  todos  los  que  presentes  estaban:  «Agora, 
valerosa  compañía,  veredes  cuánto  importa  que  haya  en  el  numdo 
caballeros  que  profesen  la  Orden  de  la  andante  caballería;  agora  digo 
(^ue  veredes  en  la  libertad  de  aquella  buena  señora,  que  allí  va  cautiva, 
si  se  han  de  estimar  los  caballeros  andantes.» 

-  Y  en  diciendo  esto,  apretó  los  talones  á  Rocinante,  porque  espuelas 
no  las  tenía,  y  á  todo  galope  (porque  carrera  tirada  no  se  lee  en  toda 
esta  verdadera  historia  que  jamás  la  diese  Rocinante)  se  fué  á  encontrar 
con  los  diciplinantes;  bien  que  fueron  el  Cura  y  el  canónigo  y  barbero 
á  detenelle;  mas  no  les  fué  posible,  ni  menos  le  detuvieron  las  yoces  que 
Sancho  le  daba,  diciendo: 

— ¿Adonde  va,  señor  Don  Quijote?  ¿Qué  demonios  lleva  en  el  pecho 
que  le  incitan  á  ir  con  nuestra  fe  católica?  Advierta  ¡mal  haya  yo! 
que  aquella  es  procesión  de  diciplinantes,  y  que  aquella  señora  que 
llevan  sobre  la  peana  es  la  imagen  benditísima  de  la  Virgen  sin  manci- 
lla:' mire,  señor,  lo  que  hace;  que  por  esta  vez  se  puede  decir  que  no  se 
lo  sabe. 

Fatigóse  en  vano  Sancho,  porque  su  amo  iba  tan  puesto  en  llegar  ú 
los  ensabanados  y  en  librar  á  la  señora  enlutada,  que  no  oyó  palabra 
y  aunque  la  oyera,  no  volviera  si  el  rey  se  lo  mandara.  Llegó,  pues,  é 
la  procesión,  y  paró  á  Rocinante,  que  ya  llevaba  harto  deseo  de  quietarst 
un  poco,  y  con  turbada  y  ronca  voz  dijo:  «Vosotros,  que  quizá  por  n( 
ser  buenos  os  encubrís  los  rostros,  atended  y  escuchad  lo  que  deciros 
quiero.» 

Los  primeros  que  se  detuvieron  fueron  los  que  la  imagen  llevaban 
y  uno  de  los  cuatro  clérigos  que  cantaban  las  letanías,  viendo  la  extrañí 
catadura  de  Don  Quijote,  la  flaqueza  de  Rocinante,  y  otras  circunstan 
cias  de  risa  que  notó  y  descubrió  en  Don  Quijote,  le  respondió 
diciendo:   «Señor  hermano,   si  nos  quiere  decir  algo,   dígalo  presto 


PAUTE    PRIMERA. — CAPITULO    LII  407 

; tonque  ae  van  estos  hermanos  abriendo  las  carnes,  y  no  j)0 Jemos,  ni 
'S  razón  (lue  nos  detenuamos  á  oir  cosa  alguna,  si  ya  no  es  tan  breve, 
jue  en  dos  palabras  se  diga.:^ 

— En  una  lo  diré,  replicó  Don  (|uijote.  y  es  ésta;  que  luego  al  i)unto 
lejéis  libre  á  esa  hermosa  señora,  cuyas  lágrimas  y  triste  semblante  dan 
•laras  muestras  ((ue  la  lleváis  contra  su  voluntad  y  (jue  algún  notorio 
lesaguisado  le  habedes  fecho;  y  yo,  (jue  nací  en  el  mundo  para  desfa- 
•er  semejantes  agravios,  no  consentiré  que  un  solo  j)aso  adelante  ])ase, 
^in  darle  la  deseada  libertad  que  merece. 

(/on  estas  razones  cayeron  todos  los  «jue  las  oyeron  en  (jue  Don  Qui- 
ote debía  de  ser  algún  hombre  loco,  y  tomáronse  a  reir  muy  de  gana, 
•nyu  risa  fué  poner  j)ólvora  á  la  cólera  de  Don  Quijote,  porq-ue,  sin  de- 
ir  más  palabra,  sacando  la  espada,  arremetió  á  las  andas,  l'no  de  aque- 
los  que  las  llevaban,  dejando  la  carga  á  sus  compañeros,  salió  al  en- 
•nentro  de  Don  (¿uijote,  enarbolando  una  horquilla  ó  bastfki  con  que 
sustentaba  las  andas  en  tanto  que  descansaba;  y  recibiendo  en  ella  una 
j^viiu  cuchillada  que  le  tiró  Don  Quijote,  con  (jue  se  la  hizo  tres  partes, 
íon  el  último  tercio,  (|ue  le  (|uedó  en  la  mano,  dio  tal  golpe  á  Don  Qui- 
ote encima  de  un  hombro  (por  el  mismo  lado  de  la  espada,  que  no 
)udo  cubrir  el  adarga  contra  la  villana  fuerza),  que  el  ))obre  Don  Qui- 
iote  vino  al  suelo  muy  mal  parado. 

Sancho  Panza,  que  jadeando  le  iba  á  los  alcances,  viéndole  caído, 
lio  voces  á  su  moledor  que  no  le  diese  otro  palo,  porque  era  un  pobre 
•aballero  encantado,  que  no  había  hecho  mal  á  nadie  en  todos  los  días 
le  su  vida;  mas  lo  que  detuvo  al  villano  no  fueron  las  voces  de  Sancho, 
ñno  el  ver  que  Don  C^uijote  no  bullía  ni  pie  ni  mano;  y  así,  creyendo 
[ue  le  había  muerto,  con  priesa  se  alzó  la  túnica  á  la  cinta,  y  dio  á  huir 
)or  la  campaña  como  un  gamo. 

Ya  en  esto  llegaban  todos  los  de  la  compañía  de  D(m  Quijote  a  don 
le  él  estaba;  mas  los  de  la  procesión,  que  los  vieron  venir  corriendo,  y 
'on  ellos  los  cuadrilleros  con  sus  ballestas,  temieron  algún  mal  suceso, 
.'  hiciéronse  todos  un  remolino  alrededor  de  la  imagen;  y  alzados  los 
•apirotes,  empuñando  las  diciplinas,  y  los  clérigos  los  ciriales,  espera- 
tan  el  asalto,  con  determinación  de  defenderse,  y  aun  ofender,  si  pu- 
liesen, á  sus  acometedores;  j)ero  la  fortuna  lo  hizo  mejor  que  se  pen- 
caba, })orque  Sancho  no  hizo  otra  cosa  que  arrojarse  sobre  el  cuerpo  de 
:u  señor,  haciendo  sobre  él  el  más  doloroso  y  risueño  llanto  d(4  mundo, 
•revendo  que  estaba  muerto.  El  Cura  fué  conocido  de  otro  cura  que  en 
a  procesión  venía,  cuyo  conocimiento  puso  en  sosiego  el  concebido  te- 
nor de  los  dos  escuadrones.  P^l  primer  cura  dio  al  segundo  en  dos  ra- 
:ones  cuenta  de  (íjuién  era  D.  Quijote,  y  así  él  como  toda  la  turba  de 
os  diciplinantes  fueron  á  ver  si  estaba  muerto  el  pobre  caballero,  y  oye- 
on  que  Sancho  Panza,  con  lágrimas  en  los  ojos,  decía:  «¡Oh  ñor  de  la 
•aballería,  que  con  sólo  un  garrotazo,  acabaste  la  carrera  de  tus  tan 
)ien  gastados  años!  ¡Oh  honra  de  tu  linaje,  honor  y  gloria  de  toda  la 
vlancha  y  aun  de  todo  el  mundo,  el  cual,  faltando  tú  en  él,  quedará 
leño  de  malhechores,  sin  temor  de  ser  castigados  de  sus  malas  fecho- 


408  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

rías!  ¡Oh  liberal  sobre  todos  los  Alejandros,  pues  por  sólo  un  mes  de 
servicio  me  tenías  dada  la  mejor  ínsula  que  el  mar  cifle  y  rodea!  ¡Oh 
humilde  con  los  soberbios  y  arrogante  con  los  humildes,  acometedor  de  ► 
peligros,  sufridor  de  afrentas,  enamorado  sin  tacha,  imitador  de  lo& 
buenos,  azote  de  los  malos,  enemigo  de  los  ruines;  en  fin,  caballero  an- 
dante, que  es  todo  lo  que  decirse  puede!» 

Con  las  voces  y  gemidos  de  Sancho  revivió  Don  Quijote,  y  la  pri- 
mera palabra  que  dijo  fué:  «El  que  de  vos  vive  ausente,  dulcísima  Dul- 
cinea, á  mayores  miserias  que  ésta  está  sujeto.  Ayúdame,  Sancho  ami- 
go, á  ponerme  sobre  el  carro  encantado;  que  no  estoy  para  oprimir  la 
silla  de  Rocinante,  porque  tengo  todo  este  hombro  hecho  pedazos.» 

— Eso  haré  yo  de  muy  buena  gana,  señor  mío,  respondió  Sancho,  y 
volvamos  á  nuestra  aldea  en  compañía  destos  señores,  que  su  bien  de- 
sean, y  allí  daremos  orden  de  hacer  otra  salida  que  nos  sea  de  más  pro- 
vecho y  fama. 

— Bien  dices,  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  y  será  gran  prudencia 
dejar  pasar  el  mal  influjo  de  las  estrellas  que  agora  corre. 

El  canónigo  y  el  Cura  y  barbero  le  dijeron  que  haría  muy  bien  en 
hacer  lo  que  decía;  y  así,  liabiendo  recebido  grande  gusto  de  las  sim- 
plicidades de  Sancho  Panza,  pusieron  á  Don  Quijote  en  el  carro  como 
antes  venía;  la  procesión  volvió  á  ordenarse  y  á  proseguir  su  camino; 
el  cabrero  se  despidió  de  todos;  los  cuadrilleros  no  quisieron  pasar  ade- 
lante, y  el  Cura  les  pagó  lo  que  se  les  de))ía;  el  canónigo  pidió  al  Cura 
le  avisase  el  suceso  de  Don  Quijote,  si  sanaba  de  su  locura  ó  si  prose- 
guía en  ella;  y  con  esto  tomó  licencia  para  seguir  su  viaje.  En  fin,  to- 
dos se  dividieron  y  apartaron,  quedando  solos  el  Cura  y  barbero,  Don 
Quijote  y  Panza  y  el  bueno  de  Rocinante,  que  á  todo  lo  que  había  vis- 
to, estaba  con  tanta  paciencia  como  su  amo. 

El  boyero  unció  sus  bueyes  y  acomodó  á  Don  Quijote  sobre  un  haz 
de  heno,  y  con  su  acostumbrada  fiema  siguió  el  camino  que  el  Cura 
quiso;  y  á  cabo  de  seis  días  llegaron  á  la  aldea  de  Don  Quijote,  adonde 
entraron  en  la  mitad  del  día,  cjue  acertó  á  ser  domingo,  y  la  gente  esta- 
ba toda  en  la  plaza,  por  mitad  de  la  cual  atravesó  el  carro  de  Don  Qui- 
jote. Acudieron  todos  á  ver  lo  (jue  en  el  carro  venía;  y  cuando  conocie- 
ron á  su  compatriota  quedaron  maravillados,  y  un  muchacho  acudió 
corriendo  á  dar  las  nuevas  al  ama  y  á  la  sobrina  de  que  su  tío  y  su  se- 
ñor venía  flaco  y  amarillo,  y  tendido  sobre  un  montón  de  heno  y  sobre 
un  carro  de  bueyes.  Cosa  de  lástima  fué  oir  los  gritos  que  las  dos  bue- 
nas señoras  alzaron,  las  bofetadas  que  se  dieron,  las  maldiciones  que 
de  nuevo  echaron  á  los  malditos  libros  de  caballerías,  todo  lo  cual  se 
renovó  cuando  vieron  entrar  á  Don  Quijote  por  sus  puertas. 

A  las  nuevas  de  la  venida  de  Don  Quijote,  acudió  la  mujer  de  San- 
cho Panza,  que  ya  había  sabido  que  había  ido  con  él  sirviéndole  de  es- 
cudero; y  así  como  vio  á  Sancho,  lo  primero  que  le  preguntó  fué  que 
si  venía  bueno  el  asno:  Sancho  respondió  que  venía  mejor  que  su  amo. 

— ¡Gracias  sean  dadas  á  Dios,  replicó  ella,  ([ue  tanto  bien  me  ha  he- 
cho! Pero  contadme  agora,  amigo,  ¿qué  bien  habéis  sacado  de  vuestras. 


PARTE    PRIMERA. CAPITULO    LlI  409 


seuderíasV  ¿Qué  saboyana  me  traéis  á  mí?  ¿Qué  /-apáticos  á  vuestros 
lijos? 

—No  traigo  nada  deso,  dijo  Sancho,  mujer  nu'a;  auncjue  traigo  otras 
osas  de  más  momento  y  consideración. 

— Deso  recibo  yo  mucho  gusto,  respondió  la  mujer:  mostradme  esas 
osas  de  más  consideración  y  más  momento,  amigo  mío;  que  las  quiero 
er  para  ((ue  se  me  alegre  este  corazón,  que  tan  triste  y  descontento  ha 
stado  en  todos  los  siglos  de  vuestra  ausencia. 

— En  casa  os  las  mostraré,  mujer,  dijo  Panza;  y  por  ahora  estad  con- 
cita; que  siendo  Dios  servido  de  que  otra  vez  salgamos  en  viaje  á 
'Uscar  aventuras,  vos  me  veréis  presto  conde,  ó  gobernador  de  una  ín- 
ula, y  no  de  las  de  por  ahí,  sino  la  mejor  que  pueda  hallarse. 

—Quiéralo  así  el  cielo,  marido  mío;  que  bien  lo  liabemos  menest-er. 
las  decidme,  ¿qué  es  eso  de  ínsulas,  que  no  lo  entiendo? 

— No  es  la  miel  para  la  boca  del  asno,  respondió  Sancho:  á  su  tiem- 
•o  lo  verás,  mujer,  y  aun  te  admirarás  de  oiríe  llamar  señoría  de  todos 
US  vasallos. 

— ¿Qué  es  lo  que  decís,  Sancho,  de  señorías,  ínsulas  y  vasallos?,  res- 
•ondió  Teresa  Panza,  que  así  se  llamaba  la  mujer  de  Sancho,  aunque 
.0  eran  parientes,  sino  porque  se  usa  en  la  Mancha  tomar  las  mujere^i 
1  apellido  de  sus  maridos. 

— No  te  acucies,  Teresa,  por  saber  todo  esto  tan  aprisa:  hasta  (juc  t^^ 
uigo  verdad,  y  cose  la  boca:  sólo  te  sabré  decir,  así  de  paso,  que  no  hay 
osa  más  gustosa  en  el  niundo  que  ser  un  hombre  honrado  escudero  de 
m  caballero  andante,  buscador  de  aventuras.  Bien  es  verdad  ((ue  las 
iiás  que  se  hallan  no  salen  tan  á  gusto  como  el  hombre  querría,  porque 
le  ciento  que  se  encuentran,  las  noventa  y  nueve  suelen  salir  aviesas  y 
orcidas.  Sélo  yo  de  experiencia,  porque  de  alguna  he  salido  manteado, 
'  de  otras  molido;  pero  con  todo  eso,  es  linda  cosa  esperar  los  sucesos 
travesando  montes,  escudriñando  selvas,  pisando  peñas,  visitando  cas- 
illos, alojando  en  ventas  á  toda  discreción,  sin  pagar,  ofrecido  sea  al 
Hablo  el  maravedí. 

Todas  estas  pláticas  pasaron  entre  Sancho  Panza  y  Teresa  Panza, 
u  mujer,  en  tanto  que  el  ama  y  sobrina  de  Don  (Quijote  le  recibieron 
'  le  desnudaron,  y  le  tendieron  en  su  antiguo  lecho.  Mirábalas  él  con 
)j()s  atravesados,  y  no  acababa  de  entender  en  qué  parte  estaba.  El 
'ura  encargó  á  la  sobrina  tuviese  gran  cuenta  con  regalar  á  su  tío,  y 
[ue  estuviesen  alerta  de  que  otra  vez  no  se  les  escapase,  contando  lo 
(ue  había  sido  menester  para  traelle  á  su  caí^a.  Aquí  alzaron  las  dos  de 
luevo  los  gritos  al  cielo,  allí  se  renovaron  las  maldiciones  de  los  libros 
le  caballerías,  allí  pidieron  al  cielo  que  confundiese  en  el  centro  del 
ibismo  á  los  autores  de  tantas  mentiras  y  disparates.  Finalmente,  ellas 
(uedaron  confusas,  y  temerosas  de  que  se  habían  de  ver  sin  su  amo  y 
ío  en  el  mismo  punto  que  tuviese  alguna  mejoría,  y  así  fué  como  ellas 
^e  lo  imaginaron. 

Pero  el  autor  desta  historia,  i)uesto  que  con  curiosidad  y  diligencia 

la  buscado  los  hechos  que  Don  Quijote  hizo  en  su  tercera  salida,  no  ha 


410  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


podido  liallar  noticia  dellos,  á  lo  menos  por  escrituras  auténticas;  solo 
la  fama  ha  guardado  en  las  memorias  de  la  Mancha  que  Don  Quijote, 
la  tercera  vez  que  sahó  de  su  casa,  fué  á  Zaragoza,  donde  se  halló  en 
•  unas  famosas  justas  que  en  aquella  ciudad  hicieron,  y  allí  le  pasaron'- 
cosas  dignas  de  su  valor  y  buen  entendimiento.  Ni  de  su  fin  y  acaba- 
miento pudo  alcanzar  cosa  alguna,  ni  la  alcanzara  ni  supiera,  si  la  buena 
suerte  no  le  deparara  un  antiguo  médico  que  tenía  en  su  poder  una  caja' 
de  plomo,  que  (según  él  dijo)  se  había  hallado  en  los  cimientos  derriba- 
dos de  una  antigua  ermita  que  se  renovaba;  en  la  cual  caja  se  habían 
hallado  unos  pergaminos,  escritos  con  letras  góticas,  pero  en  versos  cas- 
tellanos, que  contenían  muchas  de  sus  hazañas,  ^  daban  noticias  de  la- 
hermosura  de  Dulcinea  dc4  Toboso,  de  la  figura  de  Rocinante,  de  la  fide- 
lidad de  Sancho  Panza  y  de  la  sepultura  del  mismo  Don  Quijote,  con 
•diferentes  epitafios  y  elogios  de  su  vida  y  costumbres;  y  los  que  se  pu-' 
■dieron  leer  y  sacar  en  lim])io  fueron  los  ((ue  aquí  pone  el  fidedigno  autor 
desta  nueva  y  jamás  vista  historia.  El  cual  autor  no  pide  á  los  que  la 
leyeren,  en  premio  del  inmenso  trabajo  que  le  costó  inquirir  y  buscar; 
todos  los  archivos  manchegos  por  sacarla  á  luz,  sino  que  le  den  el 
mismo  crédito  (jue  suelen  dar  los  discretos  á  los  libros  de  caballerías, 
((ue  tan  validos  andan  en  el  mundo;  que  con  esto  se  tendrá  por  bien 
pagado  y  satisfecho,  y  se  animará  á  sacar  ó  buscar  otros,  si  no  tan  ver- 
daderos, á  lo  menos  de  tanta  instrucción  y  pasatiempo.  Las  palabras 
primeras  que  estal:)an  escritas  en  un  })ergamino  que  se  halló  en  la  caja 
de  plomo  eran  estas: 


l.OS  ACADÉMICOS    DE  LA   ARGAMASJLLA,   LUGAR  DE  LA  MANCHA. 

EN    VIDA    Y    MUERTE    DEL    VALEROSO    DON    QUIJOTE 

DE    LA    MANCHA,    HOC    SCRIP8ERUNT 


Kl.  .MONICONGO,  A(  ADKMK'O  DK    l..\    ,VRG.\MASI1,I.A, 
Á     I,A   SEPULTURA  DE   KOX   (irlJÜTK 


Epitafio 

Kl  fiílvatrueno  que  adornó  :i  la  Manclia 
De  más  despojos  que  .Iiisón      Creta; 
El  juicio  que  tuvo  la  veleta 
.\Buda.  donde  fuera  mejor  ancha; 

Kl  brazo  que  su  fama  tanto  ensancha, 
Que  llegó  del  llalay  ha.sta  Gaeta; 
La  Musa  más  honrada  y  más  discreta 
Que  grabó  versos  en  broncínea  plancha; 

Kl  que  á  cola  d'-jó  los  Amadises, 
Y  en  muy  poquito  á  Galaores  tuvo, 
Estribando  en  su  amor  y  bizarría: 

El  que  hizo  callar  los  Belianises; 
Aquel  que  en  Rocinante  errando  anduvo 
Yace  debajo  desta  losa  fría. 


PARTE    PRIMERA. —  CAPITULO    LII  411 


DKI.  PAKIACilADU,  ACADÉMICO  DK  LA  AROAMASII.Í.A, 
IN"  LAIDEM  DII.IIXK.E  DEI.  TdHOSd 

Soneto 

Esta  qr.e  v«>l8,  dt^  rostro  amoiidonRUilo, 
Alta  de  pechos  y  ademán  lirioHO, 
Eh  Dulcinea,  reina  del  Toboso, 
De  quien  fué  el  «ran  (Quijote  alicionado, 

Pi8ó  por  ella  el  uno  y  otro  lado 
De  la  gran  Sierra  Negra,  y  el  fauíoxo 
Campo  de  Montiel,  haHta  ol  herboso 
Llano  de  Aranjllez,  á  pie  y  cani^ado. 

Culpa  de  Kociuante.  ¡Uh  dura  cHtrellal 
Que  esta  mancheija  dama  y  este  invito 
Andante  cabaUero.  en  tiernos  años 

KUa  dejíi,  muriendo,  de  ser  bella; 
•  Y  él,  aunque  queda  en  mármoles  escrito, 
No  pudo  huir  de  amor,  ira.s  y  enRailos. 


I>H.  (•  XPRICHO.-*»),   PISCKKTISIMO  ACADÉMICO  DK  IJi  ARIÍAMA.SILLA,  KN   M)()l 
DK  BOriNANTK,  CABALLO  DE  DOX  (Jl  UOTK  DK  LA  MANCHA 

Sonet !. 

En  el  soberbio  trono  diamantino. 
Que  con  sau^rieutas  plantas  huella  Marte, 
Frenético  el  Manchego,  su  estandarte 
'lYemola  con  esfuerzo  peregrino. 

Cuelga  las  armae  y  el  acero  lino. 
Con  que  destroza,  asuela,  raja  y  parte; 
; Nuevas  proezas!  pero  inventa  el  arte 
l'n  nuevo  estilo  al  nuevo  Paladino. 

Y  si  de  su  Amadí.-:  se  precia  (iaula. 
Por  ciiyos  bravos  descendientes  Grecia 
Triunfó  mil  veces,  y  ax\  fama  ensancha, 

Hoy  á  Quijote  le  corona  el  aula 
Do  Belona  preside,  y  de  él  se  precia. 
Más  qué  Grecia  ni  Gaula,  la  alta  Mancha. 

Nunca  sus  glorias  el  olvido  mancha; 
Pues  ha.sta  Rocinante,  en  ser  gallardo. 
Excedí'  á  iírillaii>>ro  v  a  Biivardo.  •, 


l>r.I.  Bl  RI.ADOI..   Al  ADKMIi  I)  .Mili  AM  V^M.I.KSII),    \   ,>iAM  lll>  l'ANZ  A 

Soneto. 

¡Sancho  Punza  es  asqueste,  en  cuerpo  chico, 
Pero  grande  en  valor;  ¡milagro  extraüol 
Escudero  el  más  simple  y  sin  engaño 
Que  tuvo  el  mundo,  os  juro  y  certitico. 

De  ser  conde  no  estuvo  en  un  tantico. 
Si  no  se  conjuraran  en  su  daño 
Insolencias  y  agi-avios  del  tacaño 
Siglo,  que  aun  no  perdonan  á  un  bonico. 

Sobre  él  anduvo  icon  perdón  se  miente) 
Este  manso  escudero,  traa  el  manso 
(•aballo  Rocinante  y  tras  su  dueño. 

;Oh  vanas  esperanzas  de  la  gente! 
¡Cómo  pasáis  con  prometer  descanso, 
Y'  al  fin  paráis  en  sombra,  en  humo,  en  sueño! 


412 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


DEL  CACHIDIABLO,   ACADÉMICO  DE  LA  ARC. AM ASILLA, 
KX  LA  SEl'lLTURA  DL  PON  ynjOTK 

Epitafio. 

Aquí  yace  el  caballero 
Bien  molido  y  mal  anclante 
Á  quien  llovó  Rocinante 
Por  uno  y  otro  sendero. 
Yace  también  junto  á  el, 
Escudero  el  más  fiel 
Que  vio  el  trato  de  escudero. 

DKL    TIQllTOC,     ACADÉMICO    DE     LA    ARGAMASILLA, 
KX  LA  .SEl'fLTf.lA  DE  DULCINEA  DEL  TOBOSO 

Epit  fio 

Keposa  aquí  Dulcinea; 

Y  aunque  de  carnes  rolliza. 
La  volvió  en  polvo  y  ceniza 
La  muerte  espantable  y  fea; 
Fue  de  castiza  ralea, 
T  tuvo  a.somo.s  de  dama, 
Liel  gran  Quijote  fué  llama: 

Y  fué  gloria  do  :ui  aldea. 

Estos  fueron  los  versos  que  se  pudieíoii  It  er;  los  demás,  por  estar 
carcomida  la  letra,  se  entregaron  á  un  académico,  para  que  i)or  conjí- 
turas  los  declarase.  Tiénese  noticia  que  lo  ha  hecho,  á  costa  de  muchas 
VIO- has  y  mucho  trabajo,  y  que  tiene  intención  de  sacallos  a  luz  con 
esperanza  de  la  tercera  salida  de  Don  Quijote. 

Fo  rse  aitri  cantera  ccn  miglior  plettro. 


EL  INGENIOSO  HIDALGO 

DON  OUIIOTE  DE  LA  MANCHA 


PARTE  SEGUNDA 


'  eO'í^ctx 


-/e^^ecf    ¿¿^    ^  yOi 


on-í/c    (^re 


-e'í^ioí}. 


i  '/ii'ui/iao  ií  J-tie.itm  C ).fi-cU-/icui  lo^  aúij-  ttii.niao,^  /ni.t  co/iii-ítiii.>,  auto 
"tt¡>/c,ui,>  iiiie.  reiircóeiitiiíUiJ,  .ti  oi'cn  me-  acuerdo,  t/iic  nue-  UON  v¿UIJOTE 
tiíicaitoii .  calí<ta<t,í  /<■^.»  c.tpiíe/a.K  para  i/-^  á  oc.ia/^^ /a.t  /na/io.t  d-  ^ndh-a  0.i'- 
cclciicio;  II  ti/iora-  aitio  iitíc  Jc-  la^  /la  ca/ínao  a  .le  na  oueAta  en  cattuno;  1/ 
.u  él  allá  lleiia,  me.  parece  nua  nal'rc  /icc/io  altnhi-  .icnncia  á  J iiofru  (b.r- 
:clencLa ,  porntic  c,t  miic/ia  la  prtc^d  aiic-  í/e  i/i/i/itt<i,i  partc.i  me-  lia/t  á  niie  le- 
f/it'ic,  para  nitititr^  el  ániaaa  11  la  náii.iea  tine-  fui  caii.uiUo  otro-  BtoD  QuijOlC, 
rjue-  con  noinl'rc-  ae  ^<?gun<lrt  I  Arte,  nc-  na  at.i/rataíio  1/  coiy¿cu>  poi-''  el 
orí'e.  //  el  trae  iná.>  na  ino,í(/\iao^  aerearle-  na  .itao  »el  iji'anae  (j/nocraaor^ 
íic  '' la  L/iina:  ono,  c/i  Ic/itiiia,  cni/toca,  nal'rá  un-  /ne.¡  truc  ^  nteJ  cJcrivn>  ii/uv 
carta  con  1111  piopLO,  pidiénJome,  ó po/'-^ /nc/'or^  tiecer^,  .it/pltcá/ictonie,  ,>e  ^  tc^  c/i  - 
ceajc,  oo/\jíí<  ''  ¡jíicria-  /ii/icíar^ u/i  co/eiiio,  do/ic/c ^  jc  '  lene.>c:>  tu  íenaua  castella- 
na; ,/  yncr/a  yne  e/  f¿/>ro  t^ue  >  se  '  /eyeJe  '/¡,e.>e  ^  e/  Je  ^ía  HlSTORIA  DE  DON 
v^UlJOTE'.  pintamente  con  oto,  me-  i/eci'a  ntce  /ne.ie  no  á  ,ie/  '  el  rector  Jet 
tal  coletpo.   .-Jiretptntéle^  al  Ptx/taJor'^  ,)e    .)//   Q/'La/e.itaí/  le  '  lialyúi     WiJo  para- 


^■<^ri. 

B.  P .— XX 


28 


mí  <iJ<uíiia  itiiiicta  ¡A-  co.itn.  <  /toooitiítóiiie  <7ua  /ii  oci-  lu-njoiiiieiiio.  .~~¿^uc.i. 
/ic///i(t'iíi,  /(■  /  {'.urt'.i.íi  I/I',  i'O.t  í;.í  i'nt/t'i.y  i'olx'or  lí  tuioíra  (  iiiitn,  cí  in.í  t/ic:, 
ó  tí  /,!■>  i'l:ii/i-,  ó  <f  la.y  (Jít&  í'c/ií',¡  <íe.,H'ac/iíi(to ,  no/uine  tío  /i<>  0/01/  con  ,ui'/iti 
nttfii  ponerme^  en  íit/i  lui'qo  nn/r  í  (vdi-iná^  otee,  ^t>í>rc  '  citti/^  ciifciitiOj  i'j/oi^ 
mtiti  .yin  ¡'i/ic/'o.) ;  1/  ciiipei'udo/'-^ pni'^  e/JiiiíTii¡/ar^  1/  nioiiarcti  i>or  nio/torcn,  en 
(.  Miípo/ci  Ic.itiio  iil  rp-.i/iae  >  K^ondc''  i'e-  .  í^e-ino.K  auc  ^  .n/i  hiiito.i  ti/iililloLk  ae  ' 
¡•o/ctiioo  /ii  reclofiii.i,  J>te-  ,Hi.>tei/i/ir,  ///.-'  iinipai\i,  11  /lacc  i)iá,i  nierceeí  atie,  /a  iiiie 
lio   íiet'c'/-/íX  á  ae-Jeiir.,,     k^oii   eJÍo   le  despedí,   11    con    c,>/o   ri-c    daoido,    ofreciendo 

ú    ''l^no/ra  (D.rcefeiiciii    I^os  Iraliajos  lie  l*ersllcs  y  Sej^isniunda,  ílAro,  d 

niiien    dixré/at    denh-o    ,/c  cicnlro  ine.n-ó,      l¡%e.O  \«\Vi\\\,^\   e/  cuoí  /ni  de  .ie.r,    ó  el 

iná.t    in:i/o,    ó  el    imyor^  ijtic  ^   en,    niie.iira    /eniiiith  ,ie  ^  Adiiít   coini'iiej/(i     fnuiero 

dcci'/^^  í/i'  '  /o.>   i/e  '  e.'ilre'eniíníeni'oj:  ip  di-no    <i:ie'inr    (irren'ento    dr  '  /i:i/>er  ^íudio 

el  lllá*«  malo,   poninn,     .¡eipí/i     la.    opinión    de  '   nn\>    nmiípi.i,    n"     de  '  llei^on^   al 

erf-i-enií»    de    />on i/ad poji/'/e.      1^:-I(Jíi     l'iíe.ylrii    (  i.ice/enei:r   con    /■t    .>ti/ud  t/tie    o 

de.tendo;   nne  '  iia    e.^hiró     I*Crs¡lf.S  pant    ¿e.xi/Ie  '    Iu.í   nnino.K    tj    1/0  /<;a  ^ue.i, 

onio     criado     niie     .u>ii     de       '"]^ uoíra     ( ).rcc/encia .     ^~dl-     O  líadrid,     ú/íiino     de 

( 'e/:i/ire     i/e     niil    .leij cie/iío.i     ip    niiince. 

Criado  cié  Vusstra  Excelencia, 


'2/c/i'/ff(/  (/(        rcch'f/íi/eú     c^aav<í/f<'( 


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PROLOdlO 


ÁLA.MK  l>i()<,  V  cDi)  cuímia  piiui  dcbt's  de  estar  c:>i)<'raiñl()  ajiora,  \w- 
tor  ilustre,  ó  (|uier  plebeyo,  este  })r()log(),  creyendo  hallar  en  él  ven- 
ganzas, riñas  y  vit.iperios  del  autor  del  segundo  Don  (Quijote!  Digo 
de  a([uel,  (jiie  dicen  que  se  engendró  en  Tordesillas  y  naci(')  en  Ta- 
rauona.  Pues  en  verdad  que  no  te  he  .de  dar  este  contento,  (jue  puesto  (jue 
os  agravios  despiertan  la  cólera  en  los  nuás  humildes  pechos,  en  o\  mío  lia  ■, 
le  padecer  excepción  esta  regla.  Quisieras  tú  (jue  le  diera  del  asno,  del  men- 
ecato  y  del  atrevido,  pero  no  me  paí?a  por  el  pensamiento:  castigúele  su  pe,^ 
•ado,  con  su  pan  se  lo  coma,  y  allá  se  lo  haya.  Lo  que  no  he  podido  dejar  de' 
entir  es,  que  me  note  de  viejo  y  de  manco,  como  si  hubiera  sido  en  mi  mano. 
lalxT  detenido  el  tiempo,  que  no  pasase  por  mí,  ó  si  mi  manquedad  hubiera 
lacido  en  alguna  taberna,  y  no  en  la  más  alta  ocasión  que  vieron  los  siglos 
)asados  y  los  presentes,  ni  esperan  ver  los  venideros.  Si  mis  heridas  no  res-, 
•landecen  á  los  ojos  de  quien  las  mira,  son  estimadas  á  lo  menos  en  la  esti-. 
iiacií'm  de  los  que  saben  dónde  se  cobraron;  que  el  soldado  mí'us  bien  parece 
iiuerto  en  la  batalla  que  libro  en  la  fuga:  y  es  esto  en  mí  de  manera,  que  si 
ihora  me  propusieran  y  facilitaran  un  imposible,  (quisiera  antes  haberme  ha- 
lado en  aí^uella  facción  {)rodigiosa,  qu(!  sano  ahora  de  mis  heridas,  sin  ha*, 
lerme  hallad(j  en  ella.  Las  que  el  soldado  muestra  en  el  rostro  y  en  los  pe- 
•hos,  estrellctó  son  que  guían  á  los  demás  al  cielo  de  la  honra,  y  á  desear  la 
usta  alabanza:  y  hase  de  advertir  tjue  no  se  escribe  con  las  canas,  sino  con 
'1  entendimiento,  el  cual  suele  mejorarse  con  los  años.  He  sentido  también 
[ue  me  llame  invidioso,  y  que,  como  á  ignorante,  me  describa  qué  cosa  sea 
a  invidia;  que  en  realidad  de  verdad,  de  dos  ([ue  hay,  yo  no  conozco  sino  á 


PROLOGO 


la  santa,  á  la  noble  y  l)ien  intencionada:  y  siendo  esto  así,  como  lo  es,  no 
tengo  yo  de  perseguir  á  ningún  sacerdote,  y  más  sí  tiene  por  añadidura  ser 
familiar  del  Santo  Oficio:  y  si  él  lo  dijo  por  quien  parece  que  lo  dijo,  enga- 
ñóse de  todo  en  todo;  que  del  tal  adoro  el  ingenio,  admiro  las  obras  y  la  ocu- 
pación continua  y  virtuosa.  Pero,  en  efeto,  le  agradezco  á  este  señor  autor  el 
decir  que  mis  novelas  son  más  satíricas  que  ejemplares,  pero  que  son  buenas: 
y  no  lo  pudieran  ser  si  no  tuvieran  de  todo. 

Paréceme  que  me  dices  ({ue  ando  muy  limitado,  y  que  me  contengo  mu- 
cho en  los  términos  de  mi  modestia,  sabiendo  que  no  se  ha  de  añadir  aflic- 
ción al  afligido,  y  que  la  que  debe  de  tener  este  señor  sin  duda  es  grande, 
pues  no  osa  parecer  á  campo  abierto  y  al  cielo  claro,  encubriendo  su  nombre, 
fingiendo  su  patria,  como  si  hubiera  hecho  alguna  traición  de  lesa  majestad. 
Si  por  ventura  llegares  á  conocerle,  dile  de  mi  parte  que  no  me  tengo  por 
agraviado;  que  bien  sé  lo  que  son  tentaciones  del  demonio,  y  que  una  de  las 
mayores  es  ponerle  á  un  hombre  en  el  entendimiento  que  puede  componer 
y  imprimir  un  libro  con  que  gane  tanta  fama  como  dinero^,  y  tantos  dinero- 
cuanta  fama:  y  para  la  confirmación  desto,  quiero  que,  en  tu  buen  donaire 
y  gracia,  le  cuentes  este  cuento. 

Había  en  Sevilla  un  loco,  que  dio  en  el  más  gracioso  disparate  y  tema 
que  dio  loco  en  el  mundo;  y  fué,  que  hizo  un  cañuto  de  caña,  puntiagudo  en 
el  fin;  y  en  cogiendo  algún  perro  en  la  calle  ó  en  cualquiera  otra  parte,  con 
el  un  pie  le  cogía  el  suyo,  y  el  otro  le  alzaba  con  la  mano,  y  como  mejor  po- 
día le  acomodaba  el  cañuto  en  la  parte  que,'  soplándole,  le  ponía  redondo 
como  una  pelota;  y  en  teniéndolo  desta  suerte,  le  daba  dos  palmaditas  en  la 
barriga,  y  le  soltaba,  diciendo  á  los  circunstantes,  que  siempre  eran  muchos: 
«¿Pensarán  vuesas  mercedes  ahora  que  es  poco  trabajo  hinchar  un  perro?» — 
¿Pensará  vuesa  merced  agora  que  es  poco  trabajo  hacer  un  libro? — Y  si  este 
cuento  no  le  cuadrare,  dirásle,  lector  amigo,  éste,  que  también  es  de  loco  y 
de  perro. 

Había  en  Córdoba  otro  loco,  que  tenía  por  costumbre  traer  encima  de  la 
cabeza  un  pedazo  de  losa  de  mármol  ó  un  canto  no  muy  liviano;  y  en  topan- 
do algún  perro  descuidado,  se  le  ponía  junto,  y  á  plomo  dejaba  caer  sobre  él 
el  peso:  amohinábase  el  perro,  y  dando  ladridos  y  aullidos,  no  paraba  en  tres 
calles.  Sucedió,  pues,  que  entre  los  perros  en  que  descargó  la  carga,  fué  uno 
un  perro  de  un  bonetero,  á  quien  quería  mucho  su  dueño.  Bajó  el  éanto, 
dióle  en  la  cabeza,  alzó  el  grito  el  molido  perro,  violo  y  sintiólo  su  amo,  asi<> 
de  una  vara  de  medir,  y  salió  al  loco,  y  no  le  dejó  hueso  sano;  y  á  cada  palo 
que  le  daba,  decía:  «¡Perro,  ladrón!  ¿A  mi  podenco?  ¿No  viste,  cruel,  que  era 
podenco  mi  perro?»  Y  repitiéndole  el  nombre  de  podenco  muchas  veces,  en- 
vió al  loco  hecho  una  alheña.  Escarmentó  el  loco,  y  retiróse,  y  en  más  de  un 
mes  no  salió  á  la  plaza,  al  cabo  del  cual  tiempo  volvió  con  su  invención  y 
con  más  carga.  Llegábase  donde  estaba  el  perro,  y  mirándole  muy  bien  de 
hito  en  hito,  y  sin  querer  ni  atreverse  á  descargar  la  piedra,  decía:  «Este  es 


PROLOGO 


xxlcnco;  ¡guarda!»  En  efeto,  todos  cuantos  peiTos  topaba,  aunque  fuesen 
llanos  ó  gozques,  decía  que  eran  podencos;  y  así  no  soltó  más  el  canto.  Quizá 
IvMa  suoríc  le  jxxlrá  acontecer  á  este  historiador:  que  no  se  atreverá  á  soltar 
I  las  la  lohta  de  «u  ingenio  en  libros,  que  en  siendo  malos,  son  más  duros  que 
a.s  peñas.  Dile  también  que  de  la  amenaza  que  me  hace,  que  me  ha  de  qui- 
ar  la  ganancia  con  su  libro,  no  se  me  da  un  ardite;  que  acomodándome  al 
ntremés  famoso  de  la  Ferendenga,  le  respondo  que  me  viva  el  Veinticuatro 
ni  señor,  y  Cristo  con  todos.  Vívame  el  gran  Conde  de  Lemos,  cuya  cris- 
iandad  y  liberalidad,  bien  conocida,  contra  todos  los  golpes  de  mi  corta 
ortuna  me  tiene  en  pie;  y  vívame  la  suma  caridad  del  ilustrísimo  de  Toledo, 
D.  Bernardo  de  Sandoval  y  Rojas;  y  siquiera  no  haya  emprentas  en  el  mun- 
lo,  y  siquiera  se  impriman  contra  mí  más  libros  que  tienen  letras  las  copla^! 
le  Mjngo  Revulgo.  Estos  dos  príncipes,  sin  que  los  solicite  adulación  mía  ni 
)tro  género  de  aplauso,  por  sola  su  bondad,  han  tomado  á  su  cargo  el  hacer- 
iie  merced  y  favorecenne,  en  lo  que  me  tengo  por  más  dichoso  y  más  rico 
\i\e  si  la  fortuna  por  camino  ordinario  me  hubiera  puesto  en  su  cumbre,  l^i 
lonra  puédela  tener  el  pobre,  pero  no  el  vicioso;  la  pobreza  puede  anublar  á 
a  nobleza,  pero  no  escurecerla  del  todo;  pues  como  la  virtud  dé  alguna  luf 
le  sí,  aunque  sea  por  los  inconvenientes  y  resquicios  de  la  estrecheza,  viene 
í  ser  estimada  de  los  altos  y  nobles  espíritus,  y  por  el  consiguiente  favoreci- 
la.  Y  no  le  digas  más,  ni  yo  quiero  decirte  más  á  ti,  sino  advertirte  que  eon- 
-id.íes  que  esta  Segunda  Parte  de  Don  Quijote,  que  te  ofrezco,  es  cortada  del 
mismo  artífice  y  del  mismo  paño  que  la  primera;  y  que  en  ella  te  doy  á  Don 
')uiiote  dilatado,  y  finalmente  muerto  y  sepultado,  poroue  ninguno  se  atre- 
.•  i  á  levantarle  nuevos  testimonios,  pues  bastan  los  pasados;  y  basta  también 
quü  un  hombre  honrado  haya  dado  noticia  destas  discretas  locuras,  sin  que- 
rer de  nuevo  entrarse  en  ellas;  que  la  abundancia  de  las  cosas,  aunque  sean 
Ijuenas,  hace  que  no  se  estimen;  y  la  carestía,  aun  de  las  malas,  se  estima  en 
algo.  Olvidábaseme  de  decirte  que  esperes  el  Persiles,  que  ya  estoy  acabando, 
y  la  Segmrla  Parte  de  G.ilatea. 


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EL  INGENIOSO   HIDALGO 

DON  QlIJOTE  DE  LA  MANCHA 

PAHTK   SEGUNDA 


CAPITILO  PRIMERO 

De  lo  que  el  Cura  y  el  barbero  pasaron  con  Don  Quljale  cerca  de 
su  enfermedad. 


>UENTA  Cide  Hamete  Benengeli,  en  la  Seounda  parte  desta  histo- 
ijCpf'  ria,  y  tercera  salida  de  Don  Quijote,  que  el  Cura  y  el  barbero 
\^^  se  estuvieron  casi  un  mes  sin  verle,  por  no  renovarle  y  traerle 
\3'  á  la  memoria  las  cosas  pasadas;  pero  no  por  esto  dejaron  de  vi- 
sitar ú  su  sobrina  y  á  su  ama,  encaríjándolas  tuviesen  cuenta  con  re- 
iialarle,  dándole  á  comer  cosas  confortativas  y  aprojtiadas  para  el  cora- 
zón y  el  cerebro,  de  donde  procedía,  según  buen  discurso,  toda  su  mala 
ventura;  las  cuales  dijeron  que  así  lo  hacían,  y  lo  harían  con  la  volun- 
tad y  cuidado  i)osible;  porque  echaban  de  ver  que  su  señor  por  momen- 
tos iba  dando  nmestras  de.  estar  en  su  entero  juicio;  de  lo  cual  recibie- 
ron los  dos  gran  contento,  por  parecerles  que  hal)ían  acertado  en  ha- 
berle traído  encantado  en  el  carro  de  los  bueyes,  como  se  contó  en  la 
Primera  parte  desta  tan  grande  como  puntual  historia,  en  sus  últimos 
capítulos;  y  así,   determinaron  de  visitarle  y  hacer  experiencia  de  su 


422  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


mejoría,  aunque  tenían  casi  por  imposible  que  la  tuviese;  y  acordaron 
de  no  tocarle  en  ningún  punto  de  la  andante  caballería,  por  no  ponerse 
á  peligro  de  descoser  los  de  la  herida,  que  tan  tiernos  estaban. 

Visitáronle,  en  fin,  y  halláronle  sentado  en  la  cama,  vestida  una 
almilla  de  bayeta  verde,  con  un  bonete  colorado  toledano;  y  estaba  tan 
seco  y  amojamado,  que  no  parecía  sino  hecho  de  carne  momia.  Fueron 
del  muy  bien  recibidos;  preguntáronle  por  su  salud,  y  él  dio  cuenta  de 
sí  y  de  ella  con  mucho  juicio  y  con  muy  elegantes  palabras,  y  en  el 
discurso  de  su  plática  vinieron  á  tratar  en  esto  que  llaman  razón  de 
Estado  y  modos  de  gobierno,  enmendando  este  abuso  y  condenando 
aquel,  reformando  una  costumbre  y  desterrando  otra,  haciéndose  cada 
uno  de  los  tres  un  nuevo  legislador,  un  Licurgo  moderno  ó  un  Solón 
flamante;  y  de  tal  manera  renovaron  la  república,  que  no  pareció  sino 
que  la  habían  puesto  en  una  fragua,  y  sacado  otra  de  la  que  pusieron; 
y  habló  Don  Quijote  con  tanta  discreción  en  todas  las  materias  c|ue  se 
tocaron,  que  los  dos  examinadores  creyeron  indubitadamente  que  esta- 
ba del  todo  bueno  y  en  su  entero  juicio. 

Halláronse  presentes  á  la  plática  la  sobrina  y  ama,  y  no  se  harta- 
ban de  dar  gracias  á  Dios  de  ver  á  su  señor  con  tan  buen  entendimien- 
to; pero  el  Cura,  mudando  el  propósito  primero,  que  era  de  no  tocarle 
en  cosa  de  caballerías,  quiso  hacer  de  todo  en  todo  experiencia  si  la 
sanidad  de  Don  Quijote  era  falsa  ó  verdadera;  y  así,  de  lance  en  lance, 
vino  á  contar  algunas  nuevas  que  habían  venido  de  la  <íorte,  y  entre 
otras,  dijo  que  se  tenía  por  cierto  que  el  turco  bajaba  con  una  pode- 
rosa armada,  y  que  no  se  sabía  su  designio,  ni  adonde  había  de  descar- 
gar tan  gran  nublado;  y  con  este  temor,  con  que  casi  cada  año  nos  tocü 
arma,  estaba  puesta  en  ella  toda  la  cristiandad,  y  su  Majestad  había 
hecho  proveer  las  costas  de  Ñapóles  y  Sicilia  y  la  isla  de  Malta. 

A  esto  respondió  Don  Quijote:  «Su  Majestad  ha  hecho  como  pru- 
dentísimo guerrero  en  proveer  sus  Estados  con  tiempo,  porque  no  1(^ 
halle  desapercibido  el  enemigo;   pero  si  se  tomara  mi  consejo,  aconsc 
járale  yo  que  usara  de  una  prevención,  de  la  cual  su  Majestad,  á  la  hora 
de  agora,  debe  estar  muy  ajeno  de  pensar  en  ella.» 

Apenas  oyó  esto  el  Cura,  cuando  dijo  entre  sí:  «Dios  te  tenga  de  su 
mano,  pobre  Don  Quijote;  que  me  parece  que  te  despeñas  de  la  alta 
cumbre  de  tu  locura  hasta  el  profundo  abismo  de  tu  simplicidad.» 

Mas  el  barbero,  que  ya  había  dado  en  el  mismo  pensamiento  que  ei 
Cura,  preguntó  á  Don  Quijote  cuál  era  la  advertencia  de  la  prevención 
que  decía  era  bien  se  hiciese;  quizá  podría  ser  tal,  que  se  pusiese  en  la 
lista  de  los  muchos  advertimientos  impertinentes  que  se  suelen  dar  á 
los  príncipes. 

— El  mío,  señor  rapador,  dijo   Don   Quijote,   no   será  impertinenti', 
sino  perteneciente. 

— No  lo  digo  por  tanto,  re})licó  el  barbero,  sino  porque  tiene  mos 
trado  la  experiencia  que  todos  ó  los  más  arbitrios  que  se  dan  á  su  Ma 
jestad,  ó  son  imposibles  ó  disparatados,  ó  en  daño  del  Rey  ó  del  reino. 
— Pues  el  mío,  respondió  Don   Quijote,   ni  es  imposible  ni  dispara 


PARTE    SEGUNDA. — CAPITULO    PRIMERO  423 

ido,  sino  el  más  fácil,  el  más  justo  y  el  más  mañero  y  breve  que  puede 
aber  en  pensamiento  de  arbitrante  alguno. 

— Ya  tarda  en  decirle  vuesa  merced,  señor  Don  Quijote,  dijo  el  Cura. 

— No  querría,  dijo  Don  Quijote,  que  le  dijese  yo  aijuí  agora,  y  ama- 
eciese  mañana  en  los  oídos  de  los  señores  consejeros,  y  se  llevase  otro 
is  gracias  y  el  premio  de  mi  trabajo. 

— Por  mí,  dijo  el  barbero,  doy  la  palabra  par»  aquí  y  pt»ra  delante 
e  Dios,  de  no  decir  lo  que  vucsa  merced  dijere,  á  rey  ni  á  Roque,  ni 

hombre  terrenal,  juramento  que  aprendí  del  romance  del  Cura  que  en 
I  prefacio  avisó  al  Rey  del  ladrón  que  le  había  robado  las  cien  doblas 

la  su  muía  andariega. 

— No  sé  historias,  dijo  Don  Quijote;  pero  sé  que  es  bueno  ese  jura- 
lento,  en  fe  de  que  sé  que  es  hombre  de  bien  el  señor  barbero. 

—Cuando  no  lo  fuera,  dijo  el  Cura,  yo  le  abono  y  salgo  por  él,  que 
n  este  caso,  no  hablará  más  que  un  mudo,  so  pena  de  pagar  lo  juzgado 

sentenciado 

— Y  á  vuesa  merced,  ¿quién  le  fía,  señor  Cura?,  dijo  Don  Quijote. 

— Mi  profesión,  respondió  el  Cura,  que  es  de  guardar  secreto. 

—¡Cuerpo  de  tal!,  dijo  á  esta  sazón  Don  Quijote;  ¿hay  más,  sino 
landar  su  Majestad  por  público  pregón  (jue  se  junten  en  la  corte,  para 
n  día  señalado,  todos  los  caballeros  andantes  que  vagan  por  España 
ue  aunque  no  viniesen  sino  medía  docena,  tal  podría  venir  entre  ellos 
ue  sólo  bastase  á  destruir  toda  la  potestad  del  Turco?  Esténme  vues- 
■as  mercedes  atentos,  y  vayan  conmigo.  ¿Por  ventura  es  cosa  nueva 
ehacer  un  solo  caballero  andante  un  ejército  de  docientos  mil  hom- 
res  como  si  to  ios  juntos  tuvieran  una  sola  garganta  ó  fueran  hechos 
e  alfeñique?  Si  no,  díganme:  ¿cuántas  historias  están  llenas  destas 
laravillas?  ¡Había,  enhoramala  para  mí  (que  no  quiero  decir  para 
tro),  de  vivir  hoy  el  famaso  don  Belianís,  ó  alguno  de  los  del  innume- 
\h\e  linaje  de  Amadís  de  (4aula!  (¿ue  si  alguno  destos  hoy  viviera,  y 
)n  el  Turco  se  afrontara,  á  fe  que  no  le  arrendara  la  ganancia.. Pero 
>ios  mirará  por  su  pueblo,  y  deparará  slguno  que,  si  no  tan  bravo 
Dmo  los  pasados  andantes  caballeros,  á  lo  menos  no  les  será  inferior 
Q  el  ánimo...  y  Dios  me  entiende,  y  no  digo  más. 

— ^¡Ay!,  dijo  á  este  punto  la  sobrina:  ¡que  me  maten,  si  no  quiere  mi 
^ñor  volver  á  ser  caballero  andante! 
A  lo  que  dijo  Don  Quijote:  «Caballero  andante  he  de  morir;  y  baje 

suba  el  Turco  cuando  él  quisiere,  y  cuan  poderosamente  pudiere; 
ue  otra  vez  digo  que  Dios  me  entiende.» 

A  esta  sazón  dijo  el  barbero:  «Suplico  á  vuesas  mercedes  que  se 
le  dé  licencia  para  contar  un  cuento  breve,  que  sucedió  en  Sevilla, 
ue,  por  venir  aquí  como  de  molde,  me  da  gana  de  contarle.» 

Dio  la  licencia  Don  Quijote,  y  el  Cura  y  los  demás  le  prestaron 
tención,  y  él  comenzó  desta  manera: 

— En  la  casa  de  los  locos  de  Sevilla  estaba  un  hombre,  á  quien  sus 
arientes  habían  puesto  allí  por  falto  de  juicio:  era  graduado  en  cáno- 
es,  por  Osuna;  pero  aunque  lo  fuera  por  Salamanca,  según  opinión  de 


424  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

muchos,  lio  dejara  de  ser  loco.  Este  tal  graduado,  al  cabo  de  algunos 
años  de  recogimiento,  se  dio  á  entender  que  estaba  cuerdo  y  en  su  en 
tero  juicio,  y  con  esta  imaginación,  escribió  al  arzobispo,  suplicáudoli 
encarecidamente  y  con  muy  concertadas  razones,  le  mandase  sacar  >\i 
■aquella  miseria  en  que  vivía;  pues,  por  la  misericordia  de  Dios,  hal»í; 
ya  cobrado  el  juicio  perdido;  jiero  que  sus  parientes,  por  gozar  de  1: 
renta  de  su  hacienda,  le  tenían  allí,  y  á  pesar  de  la  verdad,  querían  (lUt 
.fuese  loco  hasta  la  muerte.  El  arzobispo,  persuadido  de  muchos  bille 
tes  concertados  y  discretos,  mandó  á  un  capellán  suyo  se  informase  de 
retor  de  la  casa  si  era  verdad  lo  que  aquel  licenciado  le  escribía,  y  qu« 
asimismo  liablase  con  él;  y  que  si  le  pareciese  que  tenía  juicio,  le  saca  .so 
y  pusiese  en  libertad.  Hízolo  así  el  capellán,  y  el  retor  le  dijo  (¡m 
aquel  hombre  aún  se  estaba  loco;  que  puesto  que  hablaba  muchas  \e 
ees  como  persona  de  grande  entendimiento,  al  cabo  disparaba  con  tama 
necedades,  que  en  muchas  y  en  grandes  igualaban  á  sus  primeras  á'i^ 
creciones,  como  se  podía  hacer  la  experiencia  hablándole.  Quiso  hacei 
la  el  capellán;  y  poniéndole  con  el  loco,  habló  con  él  una  hora  y  más 
y  en  todo  aquel  tiempo,  jamás  el  loco  dijo  razón  torcida  ni  dis})aratada 
antes  habló  tan  atentadamente,  que  el  capellán  fué  forzado  á  creer  (\\v 
el  loco  estaba  cuerdo.  Y  entre  otras  cosas  que  el  loco  le  dijo,  fué,  que  e 
retor  le  tenía  ojeriza,  por  no  perder  los  regalos  que  sus  parientes  le  ha 
cían  porque  dijese  que  aún  estaba  loco  y  con  lúcidos  intervalos;  y  qu» 
el  mayor  contrario  que  en  su  desgracia  tenía  era  su  mucha  hacienda 
pues  por  gozar  della  sus  enemigos,  ponían  dolo  y  duda  en  la  merecí 
que  nuestro  Señor  le  había  hecho  en  volverle  de  bestia  en  hombre.  Fi 
nalmente,  él  habló  de  manera,  que  hizo  sospechoso  al  retor,  codiciciosof- 
y  desalmados  á  sus  parientes,  y  á  él  tan  discreto,  que  el  ^cai)ellán  si 
determinó  á  llevársele  consigo  á  que  el  arzobispo  le  viese,  y  tocase  eoi 
la  mano  la  verdad  de  aquel  negocio.  Con  esta  buena  fe,  el  buen  cape 
Han  pidió  al  retor  mandase  dar  los  vestidos  con  que  allí  había  entra 
do,  al  licenciado:  volvió  á  decir  el  retor  que  mirase  lo  que  hacía 
porque  sin  duda  alguna  el  licenciado  aún  se  estaba  loco.  No  sirvieroi 
de  nada  para  con  el  capellán  las  prevenciones  y  advertimientos  de 
retor,  para  que  dejase  de  llevarle;  obedeció  el  retor,  viendo  ser  ordei 
del  arzobispo;  pusieron  al  licenciado  sus  vestidos  que  eran  nuevos  > 
decentes;  y  como  él  se  vio  vestido  de  cuerdo  y  desnudo  de  loco,  sU' 
plicó  al  capellán  que  por  caridad  le  diese  licencia  para  ir  á  despedirse 
de  sus  compañeros  los  locos.  El  capellán  dijo  que  él  le  quería  aconi 
pañar,  y  ver  los  locos  que  en  la  casa  había.  Subieron,  en  efeto,  y  eci 
ellos  algunos  que  se  hallaron  presentes,  y  llegando  el  licenciado  á  uiu 
jaula  adonde  estaba  un  loco  furioso,  aunciue  entonces  sosegado  y  quieto 
le  dijo:  «Hermano  mío,  mire  si  me  manda  algo,  que  me  voy  á  mi  casa 
que  ya  Dios  ha  sido  servido,  por  su  infinita  bondad  y  misericordia 
sin  yo  merecerlo,  de  volverme  mi  juicio.  Ya  estoy  sano  y  cuerdo;  (jik 
acerca  del  poder  de  Dios  ninguna  cosa  es  imposible:  tenga  grande  es})e 
ranza  y  confianza  en  él;  que  pues  á  mí  me  ha  vuelto  á  mi  primero  es- 
tado, también  le  volverá  á  él,  si  en  él  confía.  Yo  tendré  cuidado  de  en 


PARTE  SEGUNDA. —  CAPÍTULO    PRIMERO  425 


iarle  algunos  regalos  que  coma;  y  cómalos  en  todo  caso,  que  le  hago 
iher  que  imagint>  (como  (|uien  ha  pasado  ])or  ello)  (¡ue  todas  nuestras 
>curas  proceden  de  tener  los  estómago^í  vacíos  y  los  celel>ro.s  llenos  de 
iré:  esfuércese,  esfuércese;  que  el  descaecimiento  en  los  infortunios 
l)Oca  la  salud  y  acarrea  la  muerte.» 

■Todas  estas  razones  del  licenciado  escuchó  otro  loco,  que  estaba 
11  otra  jaula,  frontero  de  In  del  furioso,  y  levantándose  de  una  estera 
ieja  donde  estaba  echado  y  desnudo  en  cueros,  j)reguntó  á  grandes 
oc-es  quién  era  el  <|ue  se  iba  sano  y  cuerdo.  El  licenciado  respondió: 
Yo  soy,  hermano,  el  que  me  voy,  que  ya  no  tengo  necesidad  de  estar 
las  aquí,  por  lo  que  doy  infinitas  gracias  á  l'«  'ulos.  que  tan  grande 
lorced  me  han  hecho.» 

» — Mirad  lo  (juc  decís,  licenciado;  no  os  engaiie  el  dial>lo,  rejilicó  el 
)Co;  sosegad  el  })ie.  y  estaos  ciuedito  en  vuestra  casa,  y  ahf)rraréis  la 
uelta. 

» — Yo  sé  ([ue  estoy  bueno,  replic(')  el  licenciado,  y  no  habrá  i)ara 
ué  tornar  á  andar  estaciones. 

» — ¿Vos,  buenoV.  dijo  el  loco;  agora  bien,  ello  dirá.  Andad  («on  Dios; 
ero  yo  os  voto  á  .lüpiter,  cuya  majestad  yo  represento  en  la  Tierra,  (|ue 
or  solo  este  pecado  (jue  hoy  comete  Sevilla  en  sacaros  desta  casa  y  en 
•ñeros  por  cuerdo,  tengo  de  hacer  uq  tal  castigo  en  ella,  que  cpede 
lemoria  del  por  todos  los  siglos  de  los  siglos,  amén.  ¿No  sabes  tú,  li- 
3nciadillo  menguado,  que  lo  podré  hacer;  pues,  como  digo,  soy  Júpiter 
'oíiante,  que  tengo  en  mis  manos  los  rayos  abrasadores  con  (]ue  puedo 

suelo  amenazar  y  destruir  el  mundo?  Pero  con  solo  una  cosa  íjuiero 
istigar  á  este  ignorante  pueblo,  y  es  con  no  llover  en  él  ni  en  todo  su 
istrito  y  contorno  por  tres  enteros  años,  que  se  han  de  contar  desde  el 
ía  y  punto  en  que  ha  sido  hecha  esta  amenaza  en  adelante.  ¡Tú  libre, 
"i  sano,  tú  cuerdo,  y  yo  loco,  y  yo  enfermo,  y  yo  atado!  Así  pienso 
over,  como  pensar  ahorcarme. 

»A  las  voces  y  á  las  razones  del  loco  estuvieron  los  circunstantes 
tentos;  pero  nuestro  licenciado,  volviéndose  •  á  nuestro  capellán  y 
siéndole  de  las  manos,  le  dijo:  <No  tenga  vuestra  merced  pena,  señor 
lío,  ni  haga  caso  de  lo  que  este  loco  ha  dicho;  que  si  él  es  Jújiiler,  y 
o  quisiere  llover,  yo,  que  soy  Neptuno,  el  padre  y  el  dios  de  las  agua?, 
overé  todas  las  veces  que  se  me  antojare  y  fuere  menester.  > 

» Rióse  el  rector  y  los  presentes,  por  cuya  risa  se  medio  corrió  y 
íspondió  el  ca])ellán:  «Con  todo  eso,  señor  Neptuno,  no  será  bien  eno- 
lY  al  señor  Júpiter:  vuesa  merced  se  quede  en  su  casa;  que  otro  día, 
jando  haya  más  comodidad  y  más  espacio,  volveremos  por  vuesa 
lerced.»  Desnudaron  al  licenciado,  quedóse  en  casa,  y  acabóse  el 
Liento.» 

— Pues  ¿éste  es  el  cuento,  señor  barbero,  dijo  Don  Quijote,  que  por 
enir  aquí  como  de  molde,  no  podía  dejar  de  cometerle?  ¡Ah,  señor  ra- 
ista,  señor  ra]^ista!  ¡Y  cuan  ciego  es  aquel  que  no  ve  por  tela  de  ceda- 
>!  ¿Y  es  posible  que  vuestra  merced  no  sepa  que  las  comparaciones 
ue  se  hacen  de  ingenio  á  ingenio,  de  valor  á  valor,   de  hermosura  á 


426  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

hermosura  y  de  linaje  á  linaje  son  siempre  odiosas  y  mal  recebidas 
Yo,  señor  barbero,  no  soy  Neptuno,  el  dios  de  las  aguas,  ni  procur 
que  nadie  me  tenga  por  discreto,  no  lo  siendo;  sólo  me  fatigo  por  dar 
entender  al  mundo  el  error  en  que  está  en  no  renovar  en  sí  el  felicísi 
mo  tiempo  donde  campeaba  la  Orden  de  la  andante  caballería;  per 
no  es  merecedora  la  depravada  edad  nuestra  de  gozar  tanto  bien  com 
el  que  gozaron  las  edades  donde  los  andantes  caballeros  tomaron  á  si 
cargo  y  echaron  sobre  sus  espaldas  la  defensa  de  los  reinos,  el  ampar 
de  las  doncellas,  el  socorro  de  los  huérfanos  y  pupilos,  el  castigo  de  lo 
soberbios  y  el  premio  de  los  humildes.  Los  más  de  los  caballeros  qu 
agora  se  usan...  antes  les  crujen  los  damascos,  los  brocados  y  otras  ri 
cas  telas  de  que  se  visten,  que  la  malla  con  que  se  arman.  Ya  no  ha; 
caballero  que  duerma  en  los  campos,  sujeto  al  rigor  del  cielo,  armad, 
de  todas  armas  desde  los  pies  á  la  cabeza;  ya  no  hay  quien,  sin  saca 
los  pies  de  los  estribos,  arrimado  á  su  lanza,  sólo  procure  descabezai 
como  dicen,  el  sueño,  como  lo  hacían  los  caballeros  andantes;  ya  n' 
hay  ninguno  que  saliendo  deste  bosque,  entre  en  aquella  montaña,  ; 
de  allí  pase  á  una  estéril  y  desierta  playa  del  mar,  las  más  veces  proce 
loso  y  alterado,  y  hallando  en  ella  y  en  su  orilla  un  pequeño  batel  si] 
remos,  vela,  mástil  ni  jarcia  alguna,  con  intrépido  corazón  se  arroje  e] 
él,  entregándose  á  las  implacables  olas  del  mar  profundo,  que  ya  le  su 
ben  al  cielo  y  ya  le  bajan  al  abismo;  y  él,  puesto  el  pecho  á  la  incon 
trastable  borrasca,  cuando  menos  se  cata  se  halla  tres  mil  y  más  legua 
distante  del  lugar  donde  se  embarcó,  y  saltando  en  tierra  remota  y  n< 
conocida,  le  suceden  cosas  dignas  de  estar  escritas,  no  en  pergaminos 
sino  en  bronces;  mas  agora  ya  triunfa  la  pereza  de  la  diligencia,  "L 
ociosidad  del  trabajo,  el  vicio  de  la  virtud,  la  arrogancia  de  la  valen 
tía,  y  la  teórica  de  la  práctica  de  las  armas,  que  sólo  vivieron  y  res 
plandecieron  en  las  edades  del  oro  de  los  andantes  caballeros.  Si  nc 
díganme,  ¿quién  más  honesto  y  más  valiente  que  el  famoso  Amadís  d' 
Gaula?  ¿Quién  más  discreto  que  Palmerín  de  Inglaterra?  ¿Quién  má 
acomodado  y  manual  que  Tirante  el  Blanco?  ¿Quién  más  galán  qU' 
Lisuarte  de  Grecia?  ¿Quién  más  acuchillado  ni  acuchillador  que  doi 
Belianís?  ¿Quién  más  intrépido  que  Perlón  de  Gaula?  ¿O  quién  má 
acometedor  de  peligros  que  Félixmarte  de  Hircania?  ¿O  quién  más  sin 
cero  que  Esplandián?  ¿Quién  más  arrojado  que  don  Cirongilio  de  Tra 
cia?  ¿Quién  más  bravo  que  Rodamonte?  ¿Quién  más  prudente  que  e 
rey  Sobrino?  ¿Quién  más  atrevido  que  Reinaldos?  ¿Quién  más  inven 
cible  que  Roldan?  ¿Y  quién  más  gallardo  y  más  cortés  que  Rugero,  d« 
quien  descienden  hoy  los  duques  de  Ferrara,  según  Turpín  en  su  Cos- 
mografía? Todos  estos  caballeros,  y  otros  muchos  que  pudiera  decir 
señor  Cura,  fueron  caballeros  andantes,  luz  y  gloria  de  la  caballería 
Destos,  ó  tales  como  estos,  quisiera  yo  que  fueran  los  de  mi  arbitrio 
que  á  serlo  su  Majestad  se  hallara  bien  servido  y  ahorrara  de  mucb 
gasto,  y  el  Turco  se  quedara  pelando  las  barbas.  Y  con  esto,  me  (juier 
quedar  en  mi  casa,  pue^  no  me  saca  el  capellán  della,  y  si  Júpiteii 
como  ha   dicho  el  barbero,   no   lloviere,   acjuí  estoy  yo,   que  llover- 


i 


l'ARTE   SEGUNDA. CAPITULO    PRIMERO  427 

lando  se  me  antojare:  digo  esto  porque  sepa  el  señor  bacía  que  le 
itieudo 
—En  verdad,  señor  Don  Quijote,  dijo  el  barbero,  que  no  lo  dije  por 
uto,  y  así  me  ayude  Dios  como  fué  buena  mi  intención,  y  que  no  debe 
aesa  merced  sentirse. 

-Si  puedo  sentirone  ó  no,  respondió  Do  a  Quijote,  yo  me  lo  sé. 

A  esto  dijo  el  Cura:  «Aun  bten-^ue  yo  casi  no  he  hablado  palabra 
istíi  ahora,  y  no  quisiera  quedar  con  un  escrúpulo  q  le  me  roe  y  escar 
i  la  conciencia,  nacido  de  lo  que  aquí  el  señor  Don  Quijote  ha  dicho.» 
— Para  otras  cosas  más  graves,  respondió  Don  Quijote,  tiene  licencia 
señor  Cura,  y  así,  puede  decir  su  esci'ü})ul(),  })or(|ue  no  es  de  gusto 
idar  con  la  conciencia  escrupulosa. 

—Pues  con  ese  beneplácito,  respondió  el  Cura,  digo  que  mi  escrúpu- 
es,  que  no  me  puedo  persuadir  en  ninguna  manera  á  que  toda  la  ca- 
rva  de  caballeros  andantes,  que  vuesa  merced,  señor  Don  Quijote, 
i  referido,  hayan  sido  real  y  verdaderamente  personas  de  carne  y 
leso  en  el  mundo,  antes  imagino  que  todo  es  ticción,  fábula  y  menti- 
,  y  sueños  contados  por  hombres  despiertos,  ó  por  mejor  decir,  me- 
0  dormidos. 

— Ese  es  otro  error,  responciió  Don  Quijote,  en  que  han  caído  muchos, 
le  no  creen  que  haya  habido  tales  caballeros  en  el  mundo;  y  yo  mu- 
ías veces,  COI  diversas  gentes  y  ocasiones,  he  procurado  sacar  á  la  luz 
'  la  verdad  este  casi  común  engaño;  pero  algunas  veces  no  he  salido 
•n  mi  intención,  y  otras  sí,  sustentándola  sobre  los  hombros  de  las^ver- 
id,  la  cual  verdad  es  tan  cierta,  que  estoy  por  decir  que  con  mis  pro- 
os  ojos  vi  á  Amadís  de  Gaula,  que  era  un  hombre  alto  de  cuerpo,  blan- 
'  de  rostro,  bien  puesto  de  barl)a,  aunque  negra,  de  vista  entre  blanda 
rigurosa,  corto  de  razones,  tardo  en  airarse  y  presto  en  de})oner  la  ira; 
del  modo  que  he  delineado  á  Amadís,  pudiera,  á  mi  parecer,  pintar 
describir  todos  cuantos  caballeros  andantes  ^ándan  en  las  historias  en 
orbe;  que  i)or  la  aprehensión  que  tengo  de  que  fueron  como  sus  his- 
riys  cuentan,  y  por  las  hazañas  que  hicieron  y  condiciones  que  tuvie- 
u,  se  pueden  sacar  por  buena  ñlosofía  sus  facciones,  sus  colores  y  es- 
turas. 

— ¿Qué,  tan  grande  le  parece  á  vuesa  merced,  mi  señor  Don  Quijote, 
eguntó  el  barbero,  debía  de  ser  el  gigante  Morgante? 
—En  esto  de  gigantes,  respondió  Don  Quijote,  hay  diferentes  opi- 
ones,  si  los  ha  habido  ó  no  en  el  m,undo;  pero  la  Santa  Escritura,  que 
>  puede  faltar  un  átomo  en  la  verdad,  nos  muestra  que  los  hubo,  coli- 
ndónos la  historia  de  aquel  filisteazo  de  Golías,  que  tenía  siete  codos 
medio  de  altura,  que  es  una  desmesurada  grandeza.  También  en  la 
a  de  Sicilia  se  han  'lallado  canillas  y  espaldas  tan  grandes,  que  su 
andeza  manifíesta  que  fueron  gigantes  sus  dueños,  y  tan  grandes 
mo  grandes  torres;  que  la  sir^étría  feaca  esta  verdad  de  duda.  Pero  con 
do  esto,  no  sabré  decir  con  certidumbre  qué  tamaño  tuviese  Morgan- 
,  aunque  inagino  que  no  debió  de  ser  muy  alto;  y  muéveme  á  ser 
'ste  parecer  hallar  en  la  historia  donde  se  liace  mención  particular 


428  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

de  SUS  hazañas,  que  muchas  veces  dormía  dehajo  de  techado;  y  pues 
hahaba  casa  donde  cupiese,  claro  está  que  no  era  desmesurada  su  gran- 
deza. 

— Así  es,  dijo  el  Cura;  el  cual  gustando  de  oirle  decir  tan  grandes  dis- 
parates, le  preguntó  ({ué  sentía  acerca  de  los  rostros  de  Heinaldos  de 
Montalbáu  y  de  don  Roldan,  y  de  los  demás  doce  pares  de  Francin, 
pues  todos  habían  sido  caballeros  andantes. 

—  De  Reinaldos,  respondió  Don  Quijote,  me  atrevo  á  decir  que  era 
ancho  de  rostro,  de  color  bermejo,  los  ojos  l)ailadores  y  algo  saltados^ 
puntoso  y  colérico  en  demasía,  amigo  de  ladrones  y  de  gente  perdida. 
De  Roldan,  ó  Rotolando,  ó  Orlando  (que  con  todos  estos  nombrf  s  le 
nombra  las  historias),  soy  de  parecer  y  afirmo  que  fué  de  mediana  esta- 
tura, ancho  de  espaldas,  algo  estevado,  moreno  de  rostro  y  barbitaheño, 
velloso  en  el  cuerpo  y  de  vista  amenazadora,  corto  de  razoaes,  pero  muy 
comedido  y  bien  criado. 

— Si  no  fuera  Roldan  más  gentil  hombre  que  vuesa  merced  ha  dicho, 
replicó  el  Cura,  no  fué  maravilla  (jue  la  señora  Angélica  la  Bella  le  des- 
deñase y  dejase  por  la  gala,  brío  y  donaire  que  debía  de  tener  el  mori- 
llo barbi})oniente  á  quien  ella  se  entregó,  y  anduvo  discreta  de  adamar! 
antes  la  blandura  de  Medoro  que  la  asperezi  de  Roldan. 

— Esa  Angélica,  respondió  Don  (Quijote,  señor  Cura,  fué  una  do! 
lia  destraída,  andariega  y  algo  antojadiza,  y  tan  lleno  dejó  el  mundo  ue 
sus  impertinencias,  como  de  la  fama  de  su  hermosura.  Despreció  mil 
señores,  mil  valientes  y  mil  discretos,  y  contentóse  con  un  pajecillo  bar- 
bilucio, sin  otra  hacienda  ni  nombre  que  el  que  le  pudo  dar  de  agrade-. 
cido  la  amistad  ((ue  guardó  á  su  amigo.  El  gran  cantor  de  su  bellezay 
el  famoso  Ariosto,  por  no  atreverse  .ó  por  no  querer  caLtar  lo  que  á  esta 
señora  le  sucedió  después  de  su  ruiii  entrega,  ^que  no  debieron  de  ser 
cosas  demasiadamente  honestas,  la  dejó  donde  dijo: 


Y  tüiiio  del  Catay  recibió  el  cetro. 
Quizá  otro  cantara  con  mejor  plctro. 

Y  sin  duda  ({ue  esto  fué  como  profecía;  que  los  poetas  también 
se  llaman  rates:  ((ue  quiere  decir  adivinos.  Vese  esta  verdad  clara,  ])(>)• 
(|ue  después  acá  un  famoso  poeta  andaluz  lloró  y  cantó  sus  Lágrimas. 
y  otro  famoso  y  único  poeta  castellano  cantó  su  Hermosura. 

—Dígame,  señor  Don  Quijote,  dijo  á  esta  sazón  el  l)arl)ero,  ¿no  ha 
habido  algún  poeta  ((ue  haya  hecho  alguna  sátira  á  esa  señora  Angéli- 
ca, entre  tantos  como  la  han  alabado? 

— Bien  creo  yo,  respondió  Don  (Quijote,  ((ue  si  Sacripante  ó  Roldan 
fueran  poetas,  que  ya  me  hubieran  jabonado  á  la  doncella;  porque  es 
propio  y  natural  de  los  jtoetas  desdeñados  y  no  admitidos  de  sus  da- 
mas, fingidas  ó  no  fúlgidas  (en  fin,  de  a((uellas  á  quien  ellos  escogieron. 
jior  señoras  de  sus  pensamientos),  vengarse  con  sátiras  y  libelos:  ven- 
ganza por  cierto  indigna  de  pechos  generosos;  pero  hasta  agora  no  ha 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    PRIMERO 


42y 


3gado  á  mi  noticia  ningún  verso  infamatorio  contra  la  señora  Aniíélí- 
S  que  trujo  i-evuelto  el  mundo. 

— ¡Mila.uro!.  dijo  el  Cura;  y  en  esto  oyeror.  (^ue  el  ama  y  la  sobrina, 
le  ya  habían  dejado  la  eonversacicni.  daban  grandes  voces  en  el  patio, 
acudienri  todos  al  ruido. 


CAPITULO   II 

Que  trata  de  la  notable  pendencia  que  Sancho  Panza  tuvo  con  la  sobrina  y  ama 
de  Don  Quijote,  con  otros  sucesos  graciosos. 


.UENTA  la  historia  que  las  voces  que  oyeron  Don  Quijote,  el  Cura 
y  el  barbero  eran  de  la  sobrina  y  ama,  que  las  daban  diciendo 
á  Sancho  Panza,  que  pugnaba  por  entrar  á  ver  á  Don  Quijote, 
y  ellis  le  defendían  la  puerta:  «¿Qué  quiere  este  mostrenco  en 
esta  casa?  Idos  á  la  vuestra,  hermano:  que  vos  sois,  y  no  otro,  el  que 
destrae  y  sonsaca  á  mi  señoí-,  y  le  lleva  por  esos  andurriales. » 

A  lo  que  Sancho  res})ondió:  «Ama  de  Satanás,  el  sonsacado  y  el  des- 
traído y  el  llevado  por  esos  andurriales  soy  yo,  que  no  tu  amo.  El  me 
llevó  por  esos  mundos,  y  vosotras  os  engañáis  en  la  mitad  del  justo 
pr(  cío;  él  me  sacó  de  mi  casa  con  engañifas,  prometiéndome  una  ínsula 
que  hasta  agora  la  espero.» 

— ¡Malas  ínsulas  te  ahoguen,  respondió  la  sobrina,  Sancho  maldito! 
¿Y  qué  son  ínsulas?  ¿Es  algua  cosa  de  comer,  golosazo,  comilón,  que 
tú  eres? 

— No  es  de  comer,  replicó  Sancho,  sino  de  gobernar  y  regir,  mejor 
que  cuatro  ciudades  y  que  cuatro  alcaldías  de  corte. 

— Con  todo  eso,  dijo  el  ama,  no  entraréis  acá,  saco  de  maldades  y  cos- 
tal de  malicias;  id  á  gobernar  vuestra  casa  y  á  labrar  vuestros  pegujares, 
y  dejaos  de  pretender  ínsulas  ni  ínsulos. 

Grande  gusto  recebían  el  Cura  y  el  barbero  de  oir  el  coloquio  de 
los  tres;  pero  Don  Quijote  temeroso  de  que  Sancho  se  descosiese,  y 
desbuchase  algún  montón  de  maliciosas  necedades,  y  tocase  en  puntos 


PABTK    HÍIOUNÜA.— CAPÍTULO    II 


4;n 


liK'  no  le  (>starian  bien  á  sn  crédito,  le  llamó,  v  hizo  á  las  dos  que  ca- 
lasen y  lo  dejasen  (;ntrar  Ent..^  Sancho,  y  el  Cura  y  el  barberole  dei.- 
uchcion  de  I),.n  Quijote,  de  cu^  a  salud  desesi)eraron,  viendo  cuan  i.ue<- 
-j  estaba  en  sus  desvanados  pensamient.-s,  y  cuan  embebido  en  la  sinV- 
. hcidad  de  sus  malandantes  .-aballerías;  y  así,  dijo  el  Cura  al  barbero- 
\  os  veréis,  compadre,  como,  cuando  menos  lo  imm.^mum^  nne<trr>  hi' 
al.íío  sale  otra  vez  a  volar  la  ribera.  >  "u  .  n  o  n, 

-No  pongo  yo  duda  en  eso,  respondió  el  barbero;  pero  no  me  mai-i- 
-llo  tanto  de  la  locura  del  caballero  como  de  la  simVlieiclad  del  ¿cu- 


A  lo  ,„e  sanoho  respou.Uó:  ^Ama  de  .Satanás,  el  .sonsacado  y  el  destraído  y  ol  Uevaa. 
por  esos  audnrriales  soy  yo  .. 

■i-o;  .|U0  tan  creido  tiene  aquello  de  la  ínsula,  que  ereo  „ue  no  .,■  1„ 
".ran  del  ca«.o  euatitos  desensa.lo.  pueda,,  i,naf;ina¿e  ' 
-Dios  los  remedie,  di,io  el  Cura,  y  estemos  a  h,  mira-  veremos  en 
c|ue  para  esta  n,a,,uina  de  disparates  de  tal  eaballe  o  v  de  ta  Tscu 

-    la    ío!.uír*d!.r  '"'  '"''^"T  '' '"'  '^"^  ^"  ""«  >"esniá  turquesa    y 
;..^las  loeuias  del  señor  sin  las  necedades  ,lel  criado  no  valían  „n 

^  ^jAsi  es,  dijo  el  harl.er,,,  y  l.oloava  mucho  .sal.ci-  ,,ué  „,„arán  ahora 

-Yo  asesiiro,  respondí,',  el  Cura,  ,|ue  la  sobrina  „  el  ama  nos  lo  cuen 

I. ,  tanto  Don  Qui.pte  se  eneerní  con  Sancho  en  su  aposento  v  están 
so  os  le  d,.,o:  ..Mucho  me  pesa,  Sancho,  que  hava    So  v  di^as  ^ 
hn  claque  te  saque  de  tus  casillas,  sahiei'ido  qiie  yo  no  me  qSedi'en 

'  •  29 


432  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


mis  casas.  Juntos  salimos,  juntos  fuimos  y  juntos  peregrinamos;  una 
misma  fortuna  y  una  misma  suerte  ha  corrido  por  los  dos;  si  á  ti  te 
mantearon  una  vez,  á  mí  me  han  molido  ciento,  y  esto  es  lo  que  te  llevo 
de  ventaja.» 

— Eso'estaba  puesto  en  razón,  respondió  Sancho;  porque,  según  vuc- 
sa  merced  dice,  más  anejas  son  á  los  caballeros  andantes  las  desgracias 
que  ú  sus  escuderos. 

— Engañaste,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  según  aquello:  quando  capnt 
dolet,  etc. 

— No  entiendo  otra  lengua  que  la  mía,  respondió  Sancho. 

— Quiero  decir,  dijo  Don  Quijote,  que  cuando  la  cabeza  duele,  todos 
los  miembros  duelen;  y  así,  siendo  yo  tu  amo  y  señor,  soy  tu  cabeza,  y 
tú  mi  parte,  pues  eres  mi  criado;  y  por  esta  razón,  el  mal  que  á  mí  me 
toca  ó  tocare,  á  ti  te  ha  de  doler,  y  á  mí  el  tuyo. 

— Así  había  de  ser,  dijo  Sancho;  pero  cuando  á  mí  me  manteaban 
como  á  miejnbro,  se  estaba  mi  cabeza  detrás  de  las  bardas  mirándome 
volar  por  los  aires,  sin  sentir  dolor  alguno;  y  pues  los  miembros  estáu 
obligados  á  dolerse  del  mal  de  la  cabeza,  había  de  estar  obligada  ella  á 
dolerse  dellos. 

— ¿Querrás  tú  decir  agora,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  que  no  me 
dolía  yo  cuando  á  ti  te  manteaban?  Y  si  lo  dices,  no  lo  digas  ni  lo  pien- 
ses, pues  más  dolor  sentía  yo  entonces  en  mi  espíritu,  que  tú  en  tu 
cuerpo.  Pero  dejemos  esto  aparte  por  agora;  que  tiempo  liabrá  dondí 
lo  ponderemos  y  pongamos  en  su  punto;  y  dime,  Sancho,  amigo 
¿qué  es  lo  que  dicen  de  mí  por  ese  lugar?  ¿En  qué  opinión  me  tiene  e 
vulgo,  en  qué  los  hidalgos  y  en  qué  los  caballeros?  ¿Qué  dicen  de  m: 
valentía?  ¿Qué  de  mis  "hazañas  y  qué  de  mi  cortesía?  ¿Qué  se  platicí 
del  asunto  que  he  tomado,  de  resucitar  y  volver  al  mundo  la  ya  olvi 
dada  Orden  caballeresca?  Finalmente,  quiero,  Sancho,  me  digas  lo  qu< 
acerca  desto  ha  llegado  á  tus  oídos,  y  esto  me  has  de  decir,  sin  añíidi 
al  bien  ni  quitar  al  mal  cosa  alguna;  que  de  los  vasallos  leales  es  <' 
la  verdad  á  sus  señores  en  su  ser  y  figura  propia,  sin  que  la  adulacioi 
la  acreciente  ú  otro  vano  respeto  la  disminuya;  y  quiero  que  sei)as 
Sancho,  que  si  á  los  oídos  de  los  príncipes  llegase  la  verdad  desnuda 
sin  los  vestidos  de  la  lisonja,  otros  siglos  correrían,  otras  edades  senai 
tenidas  por  más  de  hierro  que  la  nuestra;  que  entiendo  que,  de  las  ([Ui 
ahora  se  usan,  es  la  dorada.  Sírvate  este  advertimiento,  Sancho,  par 
que  discreta  y  bien  intencionadamente  pongas  ctj  mis  oídos  la  v^erda» 
do  las  cosas  que  supieres  de  lo  que  te  he  preguntado. 

Eso  haré  yo  de  muy  Ijuena  gana,  señor  mío,  re3pondi(3  Sanchf 

con  condición  que  vuesa"^  merced  no  se  ha  de  er  ojar  de  lo  que  di 
])ues  (quiere  ([ue  lo  diga  en  cueros,  sin  vestirlo  de  otras  ropas  de  a4ú^ 
lias  con  que  llegaron  á  mi  noticia. 

—En  ninguna  manera  me  enojaré,  respondió  Don  Quijote;  bien  pu(^ 
des,  Sancho,  hablar  libremente  y  sin  rodeo  alguno. 

—Pues  lo  primero  que  digo,  dijo,  es  que  el  vulgo  tiene  á  vuesa  me: 
ced  por  orandísimo  loco,  y  á  mí  por  no  menos  mentecato.  Los  hidal"' 


PABTE    SEGUNDA. CAPÍTULO    II  433 


icen  que  no  conteniéndose  vuesa  merced  en  los  límites  de  la  hidal- 
oía,  se  ha  puesto  don  y  se  ha  arremetido  á  caballero,  con  cuatro  cepas 
dos  yuo-adas  de  tierra,  y  con  un  trapo  atrás  v  otro  adelante.  Dicen  los 
iballeros  que  no  querrían   que   los  hidalgos  se    opusiesen   á    ellos 
ípecialmente  aquellos  hidalojos  escuderiles  que  dan  humo  á  los  zapá- 
is y  toman  los  j)untos  de  las  medias  negras  con  seda  verde. 
—Eso,  dijo  Don  Quijote,  no  tiene  que  ver  conmigo,  pues  ando  siem- 
re  bien  vestido,  y  jamás  remendado;  roto,  bien  podría  ser,  v  si  roto 
las  de  las  armas  que  del  tiempo. 

—En  lo  que  toca,  prosiguió  Sancho,  á  la  valentía,  cortesía,  ha/añas 
asunto  de  vuesa  merced,  hay  diferentes  opiniones:  unos  dicen  «loco 
.«ro  gracioso»;  otros,  «valiente,  pero  desgraciado»;  otros,  r<cortés,  pero 
ipertmente^;  y  por  aquí  van  discurriendo  en  tantas  cosas  que  ni  á 
aesa  merced  ni  á  mí  nos  dejan  hueso  sano. 

—Mira,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  donde  quiera  que  está  la  virtud  en 
mnente  grado,  es  perseguida;  pocos  ó  ninguno  de  los  famosos  varo- 
ísque  pasaron  dejó  de  ser  caluniniado  de  la  malicia;  Julio  César 
nmosisimo,  prudentísimo  y  valentísimo  capitán,  fué  notado  de  ambi- 
oso  y  algun^tanto  no  limpio  ni  en  sus  vestidos,  ni  en  sus  costumbres- 
lejandro,  a  quien  sus  hazañas  le  alcanzaron  el  renombre  de  Maono' 
cen  del  que  tuv^  sus  ciertos  puntos  de   borracho;  de  Hércules,  el  de 
s  muclios  trabajos,  se  cuenta  que  fué  lascivo  v  muelle;  de  don  Ga- 
or,  hermano  de  Amadís.  de  Gaula,  se  murmura  que  fué  más  que  de- 
asiadamente  rijoso,  y  de  su  hermano,  que  fué  llorón.  Así  que   ¡oh 
mcho!.  entre  tantas  calumnias  de  buenos,  bien  pueden  pasarlas  mías 
■mo  no  sean  mas  de  las  (jue  has  dicho. 
—Allí  está  el  toque,  ¡cuerpo  de  mi  padre!,  replicó  Sancho 
-1  ues  ¿liay  mas?,  preguntó  Don  Quijote. 

-Aún  la  cola  falta  por  desollar,  dijo  Sancho.  Lo  de  hasta  aquí  son 
rtas  y  pan  pintado;  mas  si  vuesa  merced  quiere  saber  todo  lo  que 
ty  acerca  de  las  caloñas  que  le  ponen,  yo  le  traeré  aquí,  luego  al  mo- 
ento,  quien  se  las  diga  todas,  sin  que  les  falte  una  meaja;  que  ano- 
e  llego  el  hijo  de  lomé  Carrasco,  que  viene  de  estudiar  de  Sala- 
anea,  hecho  bachiller;  y  yéndole  yo  á  dar  la  bienvenida,  me  dijo  que 
daba  ya  en  hbros  la  historia  de  vuesa  merced,  con  nombre  de  El 
GENIOSO  Hidalgo  Don  Quijote  de  la  Mancha;  y  dice  que  me 
leiitan  a  mi  en  el  a  con  mi  mesmo  nombre  de  Sancho  Panza,  v  á  la 
|iora  Dulcinea  del  Toboso,  con  otras  cosas  que  pasamos  nosotros  á 
as  que  me  hice  cruces,  de  espantado,  cómo  las  pudo  saber  el  his- 
lador  que  las  escribió. 
-Yo  te  aseguro  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  que  debe  de  ser  aloún 

;d>^"''"Í''^;'i'^  ""'"^'  ^'  ''''''''''  ^'"'^'^^^  ^1^^  ^  1^^-^  t-les  no  se  ks 
cuDie  nada  de  lo  que  quieren  escribir. 

K7.lTííf '""i  '^'•'^  ^^^^^'^^  si  era  sabio  y  encantador;  pues,  según  dice 
adiiler  Sansón  CaiTasco  (que  así  se  llama  el  que  dicho  tengo)  el 

tor  de  la  historia  se  llama  Cide  Hamete  Berenc^ena' 
-Ese  nombre  es  de  moro,  respondió  Don  Qurjote. 


434 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


—Así  será,  respondió  Sancho;  porque  por  la  mayor  parte,  he  oído 
decir  que  los  moros  son  ami.ííos  de  bereugenas. 

—Tú  debes,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  errarte  en  el  sobrenombre  <ic 
ese  Cide,  que  en  arábi,iío  quiere  decir  ^eíior. 

-Bien  podría  ser,  replicó  Sancho;  mas   si  vuesa  merced  gusta  ^lu 
vo  le  haga  venir  aquí  al  bachiller,  n-é  por  el  en  volandas. 
•    -Uarásme  mucho  placer,   amigo,  dijo   Don  Quijote;  que  me  tier. 
suspenso  lo  que  me  has  dicho,  y  no  comeré  bocado  que  bien  me  scj 

hasta  ser  hiformado  de  todo.  .   •     j      •  -,^r^-^,. 

—Pues  yo  vov  per  él,  respondió  Sancho;  y   dejando  a  su  senoi.  ~ 
lué  á  buscar  albachiner.  con  el  cual  volvió  de  allí  a  poco  espacio,  y 
juntos  los  tres,  pasaron  un  graciosísimo  coloquio. 


CAPÍTULO   IIÍ 

Del  ridículo  razonamiento  que  pasó  entre  Don  Quijote,  Sancho  Panza 
y  el  bachiller  Sansón  Carrasco. 


KNSATivo  además  quedó  Don  Quijote,  esperando  al  bachiller  Ca- 
'"       rrasco,  de  quien  esperaba  oir  las  nuevas  de  sí  mismo,  ]>uestas 
1^      en  libro,  como  había  dicho  Sancho;  y  no  se  podía  persuadir  á 
^^^       \ue  tal  historia  hubiese,  pues  aun  no  estaba  enjuta  en  la  cuchi- 
a  de  su  espada  la  sanj^re  de  los  enemigos  que  había  muerto,  y  ya  que- 
ían  que  anduviesen  en  estampa  sus  altas  caballerías.  Con  todo  eso.  ima- 
inó  que  algún  sabio,  ó  ya  amigo  ó  enemigo,  por  arte  de  encantamento 
:^s  habría  dado  á  la  estampa;  si  amigo    para  engrandecerlas  y  levan- 
arias  sobre  las  más  señaladas  de  caballero  andante;  si  enemigo,  para 
niquilarlas  y  ponerlas  debajo  de  las  más  viles  que  de  algún  vil  escu- 
ero  se  hubiesen  escrito,  «puesto  (decía  entre  sí)  que  nunca  hazañas  de 
scudf  ros  se  escribieron  ;  y  cuando  fuese  verdad  que  la  tal  historia  hu- 
dése,  siendo  de  caballero  ar  dante,  por  fuerza  había  de  ser  grandílocua, 
ülta,  insigne,  magnífica  y  verdadera.^  Con  esto  se  consoló  algún  tanto; 
•ero  desconsolóle  pensar  que  su  autor  era  moro,  según  aquel  nombre 
e  Cide;  y  de  los  moros  no  se  podía  esperar  verdad  alguna.  })orque  to- 
os  son  embelecadores,  falsarios  y  quimeristas.  Temíase  no  hubiese  tra- 
ído sus  amores  con  alguna  indecencia,  que  redundase  en  menoscabo 
perjuicio  de  la  honestidad  de  su  señora  Dulcinea  del  Toboso;  desea- 
ba que  hubiese  declarado  su  fidelidad  y  el  decoro  que  siempre  la  había 
iiardado,  menospreciando  reinas,  emperatrices  y  doncellas  de  todas 


436  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA  M 

calidades,  teniendo  á  raya  los  ímpetus  de  los  naturales  movimientos;  y 
así,  envuelto  y  revuelto  en  estas  y  otras  muchas  imaginaciones,  le  ha- 
llaron Sancho  y  Carrasco,  á  quien  Don  Quijote  recibió  con  muclia  cor- 
tesía. 

Era  el  bachiller,  aunque  se  llamaba  SaEsón,  no  muy  grande  de  cuer- 
po, aunque  muy  gran  socarrón;  de  color  macilenta,  pero  de  muy  buen 
entendimiento.  Tendría  hasta  veinticuatro  años,  carirredondo,  de  nañz 
chata  y  de  boca  grade;  señales  todas  de  ser  de  condición  mahciosa  y 
amigo  de  donaires  y  de  burlas,  como  lo  mostró  en  viendo  á  Don  Quijo- 
te, poniéndose  delante  del  de  rodillas,  diciéndole:  «Déme  vuestra  gran- 
deza las  manos  señor  Don  Quijote  de  la  Mancha;  que,  por  el  hábito  de 
San  Pedro  que  visto,  aunque  no  tengo  otras  Ordenes  que  las  cuatro  pri- 
meras, que  es  vuesa  merced  uno  dt  los  más  famosos  caballeros  andan- 
tes c{ue  ha  habido,  ni  aun  habrá,  en  toda  la  redondez  de  la  Tierra.  ¡Bien 
haya  Cide  Hamete  Benengeli,  que  la  historia  de  vuestras  grandeza-,  s 
dejó  escrita,  y  rebién  haya  el  curioso  que  tuvo  cuidado  de  hacerlas  tra- 
ducir de  arábigo  en  nuestro  vulgar  castellano,  para  universal  entreteni- 
mientc'  de  las  gentes!» 

Hízole  levantar  Don  Quijote,  y  dijo:  «Desamanera,  ¿verdad  es  que 
hay  historia  mía,  y  que  fué  moro  y  s,abio  el  que  la  compuso? 

-  Es  tan  verdad,  señor,  dijo  Sbnsón,  que  tengo  para  mí  que  el  día  de 
hoy  están  impresos  más  de  doce  mil  lil)ros  de  la  tal  historia;  si  no,  dí- 
galo Portugal,  Barcelona  y  Valencia,  donde  se  han  impreso  y  aun  liay 
fama  que  se  está-imprimiendo  en  Amberes,  y  á  mí  se  me  trasluce  que 
no  ha  de  haber  nación  ni  lengua  donde  no  se  traduzga. 

— Una  de  las  cosas,  dijo  á  esta  sazón  Don  Quijote,  que  ínás  debe  de 
dar  contento  á  un  hombre  virtuoso  y  eminente,  es  verse,  viviendo,  an 
dar  -con  buen  nombre  por  las  lenguas  de  las  gentes,  impreso  y  en  estam 
pa;  dije  con  buen  nombre,  porque  siendo  al  contrario,  ninguna  muerte 
se  le  igualara. 

— Si  [)or  buena  fama  y  si  por  l)uen  nombre  va,  dijo  el  bachiller,  sók 
vuesa  merced  lleva  la  palma  á  todos  los  caballeros  andantes;  porque  el 
moro  en  su  lengua  y  el  cristiano  en  la  suya,  tuvieron  cuidado  de  ])in 
tamos  muy  al  vivo  la  gallardía  de  vuesa  merced,  el  ánimo  grande  ti 
acometer  los  peligros',  la  paciencia  en  las  adversidades  y  el  sufrimiem» 
así  en  las  desgracias  como  en  las  heridas;  la  honestidad  y  continenci; 
en  los  amores  tan  platónicos  de  vuesa  merced  y  de  mi  señora  doña  Dul 
cinea  del  Toboso... 

— Nunca,  dijo  á  este  punto  Sancho  Panza,  he  oído  llamar  con  do»  ; 
mi  señora  Dulcinea,  sino  solamente  la  señora  Dulcinea  del  Toboso,  \ 
ya  en  esto  anda  errada  la  historia. 

—No  es  objeción  de  importancia  esa,  respondió  Carrasco. 

— No  por  cierto,  respondió  Don  Quijote;  pero  dígame  vuesa  merced 
señor  bachiller,  ¿qué  hazañas  mías  son  las  que  más  se  ponderan  en  esf  > 
historia? 

— En  eso,  respondió  el  bachiller,  hay  diferentes'  opiniones,  come  • 
hav  diferentes  i>-ustos:  uno.s  se  atienen  a  la  aventura  de  los  molinot 


PARTE    SEGUNDA. CAPÍTULO    III  437 


le  viento,  que  á  vuesa  merced  le  parecieron  Briareos  y  gigantes;  otros, 
i  la  de  los  batanes;  éste,  á  la  descripción  de  los  dos  ejércitos,  que  después 
)arecieron  ser  dos  manadas  de  carneros;  aquél  encarece  la  del  muerto 
(ue  llevaban  á  enterrar  á  Segovia;  uno  dice  que  á  todas  se  aventaja  la 
le  la  libertad  de  los  galeotes;  otro,  que  ninguna  iguala  á  la  de  los  dos 
gigantes  benitos,  con  la  pendencia  del  valeroso  vizcaíno. 

— Dígame,  señor  bachiller,  dijo  á  esta  sazón  Sancho,  ¿entra  ahí  la 
iventura  de  los  yangüeses,  cuando  á  nuestro  buen  Rocinante  se  le  añ- 
ojo pedir  cotufas  en  el  golfo? 

—No  se  le  quedó  nada,  respondió  Sansón,  al  sabio  en  el  tintero;  todo 
o  dice  y  todo  lo  apunta,  hasta  lo  de  las  cabriolas  que  el  buen  Sancho 
lizo  en  la  manta. 

— En  la  manta  no  hice  yo  cabriolas,  respondió  Sancho;  en  el  íiire  sí, 
Y  aun  más  de  las  que  yo  quisiera. 

— A  lo  que  yo  imagino,  dijo  Don  Quijote,  no  hay  historia  humana 
m  el  mundo  que  no  tenga  sus  altibajos,  especialmente  las  que  tratan 
le  caballerías,  las  cuales  nunca  pueden  estar  llenas  de  prósperos  su- 
;esos. 

— Con  todo  eso,  respondió  el  bachiller,  dicen  algunos  que  han  leído 
a  historia,  que  se  holgaran  se  les  hubieran  olvidado  á  los  autores  della 
ilgunos  de  los  infinitos  palos  que  en  diferentes  encuentros  dieron  al 
íeñor  Don  Quijote. 

— Ahí  entra  la  verdad  de  la  historia,  dijo  Sancho. 

— También  pudieran  callarlos  por  equidad,  dijo  Don  Quijote;  pues 
as  acciones  que  ni  mudan  ni  alteran  la  verdad  de  la  historia,  no  hay 
)ara  qué  escribirlas,  si  han  de  redundar  en  menosprecio  del  héroe  de 
a  historia.  A  fe  que  no  fué  tan  piadoso  Eneas  como  Virgilio  le  pinta, 
li  tan  prudente  Úlises  como  le  describe  Homero. 

— Así  es,  replicó  Sansón;  pero  uno  es  escribir  como  poeta,  y  otro 
•orno  historiador:  el  poeta  puede  contar  ó  cantar  las  cosas,  no  como 
ueron,  sino  como  debían  ser;  y  el  liistoriador  las  ha  de  escribir,  no 
tomo  debían  ser,  sino  como  fueron,  sin  añadir  ni  quitar  á  la  verdad 
.•osa  alguna. 

— Pues  si  es  que  se  anda  á  decir  verdades  ese  señor  moro,  dijo  San- 
3ho,  á  buen  seguro  que  entre  los  palos  de  mi  señor  se  hallen  los  míos, 
)orque  nunca  4  sw  merced  le  tomaron  la  medida  de  las  espaldas,  que 
lo  me  la  tomasen  á  mí  de  todo  el  cuerpo;  pero  no  hay  de  qué  maravi- 
larme;  pues,  como  dice  el  mismo  señor  mío,  del  dolor  de  la  cabeza  han 
le  participar  los  miembros. 

— Socarrón  sois,  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  á  fe  que  no  os  fal- 
a  memoria  cuando  vos  queréis  tenerla. 

— Cuando  yo  quisiese  olvidarme  de  los  garrotazos  que  me  han  dado, 
lijo  Sancho,  no  lo  consentirían  los  cardenales,  que  aún  se  están  frescps 
ín  las  costillas. 

— Callad,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  y  no  interrumpáis  al  señor  ba- 
:-hiller,  á  quien  suplico  pase  adelante  en  decirme  lo  que  se  dice  de  mí 
iw  la  referida  historia. 


438  '  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


— Y  de  mí,  dijo  Sancho;  que  también  dicen  que  soy  yo  uno  de  los 
piincipales  presonajes  della. 

— Person((jes,  que  i\o  presonajes.  Sancho  amigo,  dijo  Sansón. 

— ¡Otro  reprochador  de  voquibles  tenemos!,  dijo  Sancho;  pues  ánden- 
se á  eso,  y  no  acabaremos  en  toda  la  vida. 

—Mala  me  la  dé  Dios,  Sancho,  respondió  el  bachiller,  si  no  sois  vos 
la  segunda  persona  de  la  historia,  y  que  hay  tal  que  precia  más  oiros 
liablar  á  vos  que  al  más  pintado  de  toda  ella;  puesto  que  también  hay 
quien  diga  que  anduviste  demasiadamente  de  crédulo  en  creer  que  po- 
dría ser  verdad  el  gobierno  de  aquella  ínsula  ofrecida  por  el  señor  Don 
< Quijote,  que  está  presente. 

— -Aún  hay  sol  en  las  bardas,  dijo  Don  Quijote;  y  mientras  más  fue- 
re entrando  en  edad  Sandio,  con  la  experiencia  que  dan  los  años  estará 
más  idóneo  y  más  hábil  para  ser  gobernador,  que  no  está  a^^ora. 

— Por  Dios,  señor,  dijo  Sancho;  la  isla  que  yo  no  gobernase  con  los 
años  que  tengo,  no  la  gobernaré  con  los  años  de  Matusalén:  el  daño 
está  en  que  la  dicha  ínsula  se  entretiene  no  sé  dónde;  y  no  en  faltarme 
á  mí  el  caletre  para  gobernarla. 

— Encomendadlo  á  Dios,  Sancho,  dijo  Don  Quijote;  que  todo  se  hará 
bien  y  quizá  mejor  de  lo  que  vos  pensáis;  que  no  se  mueve  la  hoja  en 
el  árbol  sin  la  voluntad  de  Dios. 

— Así  es  verdad,  dijo  Sansón;  que  si  Dios  quiere,  no  le  faltarán  á 
Sancho  mil  ínsulas  que  gobernar,  cuanto  más  una. 

— Gobernadores  lie  visto  por  ahí,  dijo  Sancho,  que  á  mi  parecer,  no 
llegan  á  la  suela  de  mi  zapato;  y  con  todo  eso,  los  llaman  señoría  y  se 
sirven  con  plata. 

—Esos  no  son  gobernadores  de  ínsulas,  replicó  Sansón,  sino  de  otros 
gobiernos  más  manuales;  que  los  que  gobiernan  ínsulas,  por  lo  menos 
han  de  saber  gramática. 

— Con  la  grama  bien  me  avendría  yo,  dijo  Sancho;  pero  con  la  tica, 
ni  me  tiro  ni  me  pago,  porque  no  la  entiendo;  pero  dejando  esto  del 
gobierno  en  las  manos  de  Dios,  que  me  eche  á  las  partes  donde  más  de 
mí  se  sirva;  digo,  señor  bachiller  Sansón  Carrasco,  que  infinitamente 
me  ha  dado  gusto  que  el  autor  de  la  historia  haya  hablado  de  mí  de 
manera  que  no  enfaden  las  cosan  que  de  mí  se  cuentan;  que  á  fe  de 
buen  escudero,  que  si  hubiera  dicho  de  mí  cosas  que  ,no  fueran  muy 
de  cristiano  viejo  como  soy,  que  nos  habían  de  oir  los  sordos. 

— Eso  fuera  hacer  milagros,  respondió  Sansón. 

— Milagros  ó  no  milagros,  dijo  Sancho,  cada  uno  mire  cómo  habla  ó 
cómo  escribe  de  las  presonas,  y  no  ponga  á  trochemoche  lo  primero 
que  le  viene  al  magín. 

— Una  de  las  tachas  que  i)onen  á  la  tal  historia,  dijo  el  bachiller,  es 
que  su  autor  puso  en  ella  una  novela,  intitulada  M  Curioso  imperfinente; 
no  por  mala  ni  por  mal  razonada,  sino  por  no  ser  de  aquel  lugar  ni  te- 
ner que  ver  con  la  historia  de  su  merced  del  señor  Don  Quijote. 

—Yo  apostaré,  replicó  Sancho,  que  ha  mezclado  el  hideperro  berzas 
con  repollos. 


PASTE  SEGUNDA. — CAPÍTULO  III  439 


Ahora  di^o,  dijo  Don  Quijote,  que  no  lia  sido  sabio  el  autor  de  mi 
listoria,  sino  al,uün  ignorante  hablador,  (|ue,  á  tiento  y  sin  algún  dis- 
•urso,  se  puso  á  escribirla,  salga  lo  (jue  saliere,  como  hacía  Orbaneja, 
•I  pintor  de  Ubeda,  el  cual,  preguntándole  qué  })intaba,  respondía:  «Lo 
lue  saliere.»  Tal  vez  j)intaba  un  gallo,  de  tal  suerte  y  tan  mal  parecido, 
[ue  era  menester  que  con  letras  góticas  escribiese  junio  á  él:  este  es 
Hillo:  y  í\ú  debe  de  ser  di  mi  historia,  (pie  tendrá  necesidad  de  co- 
nento  })ara  entenderla. 

— Eso  no,  respondió  Sansón;  porque  es  tan  clara,  que  no  laay  cosa 
(ue  diñcultar  en  ella:  los  niños  la  manosean,  los  mozos  la  leen,  los 
lonilnes  la  entienden  y  los  viejos  la  celebran;  y  finalmente,  es  tan  tri- 
lada  y  tan  leída  y  tan  sabida  de  todo  género  de  gentes,  que  apenas  han 
\isto  algún  rocín  tiaco,  cuando  dicen:  «Allí  va  Rocinante.  Y  los  (pie 
luis  se  han  dado  á  su  lectura  son  los  pajes.  No  hay  antecámara  de  se- 
lor  donde  no  se  halle  un  Don  (Quijote:  unos  le  toman,  si  otros  le  dejan; 
ístos  le  prestan,  y  aipiéllos  le  piden.  Finalmente,  la  tal  historia  es  del 
inás  gustoso  y  menos  perjudicial  entretenimiento  que  hasta  agora  se 
liaya  visto,  })orque  en  toda  ella  no  se  descubre,  ni  por  semejas,  una  pa- 
labra deshonesta  ni  un  pensamiento  menos  que  católico. 

— A  escribir  de  otra  suerte,  dijo  Don  Quijote,  no  fuera  escribir  ver- 
dades, sino  mentiras,  y  los  historiadores  que  de  mentiras  se  valen  ha 
bían  de  ser  quemados,  como  los  que  hacen  moneda  falsa;  y  no  sé  yo 
qué  le  movió  al  autor  á  valerse  de  novelas  y  cuentos  ajenos,  habiendo 
tanto  que  escribir  en  los  míos;  sin  duda  se  debió  de  atener  al  refrán: 
<  De  paja  y  de  heno»,  etc.  Pues  en  verdad  que  en  sólo  manifestar  mis 
l)ensainientos,  mis  sos[)iros,  mis  lágrimas,  mis  buenos  deseos  y  mis 
acometimient()s,  pudiera  hacer  un  volumen,  mayor  (ó  tan  grande)  que 
el  (|ue  [)ueden  hacer  todas  las  obras  del  Tostado.  En  efeto,  lo  que  yo 
alcanzo,  señor  bachiller,  es  que  para  componer  historias  y  libros,  de 
cualquier  suerte  que  sean,  es  menester  un  gran  juicio  y  un  maduro  en- 
tendimiento; decir  gracias  y  escribir  donaires  és  de  grandes  ingenios. 
La  más  discreta  figura  de  la  comedia  es  la  del  bobo,  porque  no  lo  ha 
de  ser  el  que  quiere  dar  á  entender  que  es  simple.  La  historia  es  como 
cosa  sagrada,  porque  ha  de  ser  verdadera,  y  donde  está  la  verdad,  está 
Dios  en  cuanto  á  verdad;  pero,  no  obstante  esto,  hay  algunos  que  así 
componen  y  arrojan  libros  de  sí,  como  si  fuesen  buñuelos. 

^No  hay  libro  tan  malo,  dijo  el  bachiller,  que  no  tenga  algo 
bueno. 

— No  hay  duda  en  eso,  replicó  Don  Quijote;  pero  nmchas  veces 
acontece  que  los  que  tenían  méritamente  granjeada  y  alcanzada  gran 
fama  por  sus  escritos,  en  dándolos  á  la  estampa  la  perdieron  del  todo 
ó  la  menoscaljaron  en  algo. 

— La  causa  deso.es,  dijo  Sansón,  que  como  las  obras  impresas  se 
miran  despacio,  fácilmente  se  ven  sus  faltas;  3'  tanto  más  se  escudri- 
ñan, cuanto  es  mayor  la  fama  del  que  las  compuso.  Los  hombres  famo- 
sos por  sus  ingenios,  los  grandes  poetas,  los  ilustres  historiadores,  siem- 
[)re  ó  las  más  veces  son  envidiados  de  aquellos  que  tienen  por  gusto  y 


440  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


particular  entretenimiento  juzgar  los  escritos  ajenos,  sin  haber  dado 
algunos  propios  á  la  luz  del  mundo. 

— Eso  no  es  de  maravillar,  dijo  Don  Quijote;  porcjue  nmclios  teólo- 
gos hay,  que  no  son  buenos  para  el  pulpito,  y  son  bonísimos  i)ara  co- 
nocer las  faltas  ó  sobras  de  los  que  predican. 

— Todo  eso  es  así,  señor  Don  Quijote,  dijo  Carrasco;  pero  quisiei  a 
yo  que  los  tales  censuradores  fueran  más  misericordiosos  y  menos  c- 
crapulosos,  sin  atenerse  á  los  átomos  del  sol  clarísimo  de  la  obra  (i( 
que  muTrmuran;  que  si  oliqumido  honus  dormitat  Homerus,  consideren  lo 
mucho  que  estuvo  despierto,  por  dar  la  luz  de  su  obra  con  la  menos 
sombra  cjue  pudiese;  y  quizá  podría  ser  que  lo  que  á  ellos  les  parece 
mal,  fuesen  lunares,  que  á  las  veces  acrecientan  la  hermosura  del  ros- 
tro que  los  tiene;  y  así  digo  que  es  grandísimo  el  riesgo  á  que  se  pone 
el  que  imprime  un  libro,  siendo  de  toda  imposibilidad  imposible  com- 
ponerle tal,  que  satisfaga  y  contente  á  todos  los  que  le  leyeren. 

— El  que  de  mí  trata,  dijo  Don  Quijote,  á  pocos  habrá  contentado. 

— Antes  es  al  revés;  que  como  stidforum  mfinitus  est  fiumerus-,  infini- 
tos son  los  que  han  gustado  de  la  tal  historia;  y  algunos  han  puesto 
falta  y  dolo  en  la  memoria  del  autor,  pues  se  le  olvidó  de  contar  quién 
fué  el  ladrón  que  hurtó  el  Rucio  á  Sancho;  que  allí  no  se  declara,  y 
sólo  se  infiere  de  lo  escrito  que  se  le  hurtaron,  y  de  allí  á  poco  le  vemos 
á  caballo  sobre  el  mesmo  jumento,  sin  haber  parecido.  También  dicen 
que  se  le  olvidó  poner  lo  que  Sancho  hizo  de  aquellos  cien  escudos  que 
halló  en  la  maleta  en  Sierra  Morena,  que  nunca  más  los  nombra,  y  hay 
muchos  que  desean  saber  qué  hizo  dellos  ó  en  qué  los  gastó,  que  c" 
uno  de  los  puntos  sustanciales  que  faltan  en  la  obra. 

Sancho  respondió:  «Yo,  señor  Sansón,  no  estoy  agora  para  ponerme 
en  cuentas  ni  cuentos;  que  me  ha  tomado  un  desmayo  de  estómago, 
que  si  no  lo  reparo  con  dos  tragos  de  lo  añejo,  me  pondrá  en  la  espina 
de  Santa  Lucía.  En  casa  lo  tengo,  mi  oíslo  me  aguarda;  en  acabando  de 
comer,  daré  la  vuelta,  y  satisfaré  á  vuesa  merced  y  á  todo  el  mundo,  de 
lo  que  preguntar  c{uisieren,  así  de  la  pérdida  del  jumento,  como  del 
gasto  délos  cien  escudos»;  y  sin  esperar  respuesta  ni  decir  otra  ])ala- 
bra,  se  fué  á  su  casa. 

Don  Quijote  pidió  y  rogó  al  bachiller  se  quedase  á  hacer  peniten- 
cia con  él.  Tuvo  el  bachiller  el  envite,  quedóse,  añadióse  al  ordinario 
un  par  de  pichones,  tratóse  en  la  mesa  de  caballerías,  siguióle  el  humor 
Carrasco,  acabóse  el  banquete,  durmieron  la  siesta,  volvió  Sancho,  y 
renovóse  la  plática  pasada. 


CAPITULO  IV 

Donde  Sancho  Panza  satisface  al  bachiller  Sansón  Carrasco  de  sus  dudas 
y  preguntas,  con  otras  cosas  dignas  de  saberse  y  de  contarse. 


^)Lvió  Sancho  ú  casa  de  Don  Quijote,  y  volviendo  al  ])asado  ra- 
^M»j  zonamiento,  dijo:  «A  lo  que  el  señor  Sansón  dijo,  que  se  de- 
|r '  seaba  sai)er  quién  ó  cómo  ó  cuándo  se  me  hurtó  el  jumento, 
y'  respondiendo  dii;o,  que  la  noche  misma  que  huyendo  de  la 
Santa  Hermandad  nos  entramos  en  Sierra  Morena,  después  de  la  aven- 
tura sin  ventura  de  los  galeotes  y  de  la  del  difunto  que  llevaban  á  Se- 
2^0 via,  mi  señor  y  yo  nos  metimos  entre  una  espesura,  adonde  mi  señor 
arrimado  á  su  lanza,  y  yo  sobre  mi  Rucio,  molidos  y  cansados  de  las 
pasadas  refriegas,  nos  pusimos  á  dormir  como  si  fuera  sobre  cuatro  col- 
cliones  de  pluma;  especialmente  yo  dormí  con  tan  pesado  sueño,  que 
quien  quiera  que  fué,  tuvo  lugar  de  llegar  y  suspenderme  sobre  cuatro 
estacas,  que  puso  á  los  cuatro  lados  de  la  albarda;  de  manera  que  me 
dejó  á  caballo  sobre  ella,  y  me  sacó  debajo  de  mí  al  Rucio,  sin  que  yo 
lo  .'mintiese.  ^> 

— Eso  es  cosa  fácil,  y  no  acontecimiento  nuevo;  que  lo  mesmo  le  su- 
cedió á  Sacripante,  cuando,  estando  en  el  cerco  de  Albraca,  con  esa  mis- 
ma invención  le  sacó  el  caballo  de  entre  las  piernas  aquel  famoso  la- 
drón llamado  Brúñelo. 

— Amaneció,  pro.«iguió  Sancho,  y  apenas  me  hube  estremecido,  cuan- 
do faltando  las  estacas,  di  conmigo  en  el  suelo  una  gran  caída.  Miré 
por  el  jumento,  y  no  le  vi;  acudiéronme  lágrimas  á  los  ojos  y  hice  una 
lamentación,  que  si  no  la  puso  el  autor  de  nuestra  historia,  puede  ha- 
cer cuenta  que  no  puso  cosa  buena.  Al  cabo  de  no  sé  cuántos  días,  vi- 
niendo con  la  señora  princesa  Micomicona,  conocí  mi  asno,  y  que  ve- 


^42  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


nía  sobre  él,  en  hábito  de  .uitano,  aquel  Ginés  de  Pasamonte,  aquel  em- 
bustero y  grandísimo  maleador,  que  quitamos  mi  señor  y  yo  de  la  ca- 
dena. 

— No  está  en  eso  el  yerro,  replicó  Sansón,  sino  en  que  antes  de  lia- 
)>er  parecido  el  jumento,  dice  el  autor  que  iba  á  caballo  Sancho  en  el 
mesmo  Rucio. 

— A  eso,  dijo  Sancho,  no  sé  qué  responder,  sino  que  el  liistoriador  se 
engañó,  ó  ya  sería  descuido  del  imj)resor. 

— Así  es  sin  duda,  dijo  Sans()n;  pero  ¿qué  se  hicieron  los  cien  es- 
cudos? 

— Deshiciéronse,  respondió  Sancho.  Yo  los  gasté  en  \)yo  de  mi  per- 
sona y  de  la  de  mi  mujer  y  de  mis  hijos,  y  ellos  han  sido  causa  de  que 
mi  mujer  lleve  en  i)aciencia  los  caminos  y  carreras  que  he  andado,  sir 
viendo  á  mi  señor  Don  Quijote;  que  si,  al  cabo  de  tanto  tiempo,  volvie- 
ra sin  blanca  y  sin  el  jumento  á  mi  casa,  negra  ventura  me  esperaba. 
Y  si  hay  más  que  saber  de  mí,  aquí  estoy;  que  responderé  al  mesmc 
Rey  en  ])resona;  y  nadie  tiene  para  qué  meterse  si  truje  ó  no  truje,  si 
gasté  ó  no  gasté;  que  si  los  palos  que  me  dienm  en  estos  viajes  se  hu- 
bieran de  })agar  á  dinero,  aunque  no  se  tasaran  sino  á  cuatro  marave- 
dís cada  uno,  en  ot:ros  cien  escudos  no  había  para  pagarme  la  mitad,  y 
cada  uno  meta  la  mano  en  su  peclio.  y  no  se  ponga  á  juzgar  lo  blancc 
por  negro,  y  lo  negro  por  blanco;  que  cada  uno  es  como  Dios  le  hizo,  y 
aun  peor  muchas  veces. 

— Yo  tendré  cuidado,  dijo  Carrasco,  de  avisar  al  autor  de  la  historia, 
(pie  si  (jtra  vez  la  imprimiere,  no  se  le  olvide  esto  que  el  buen  Sanche 
ha  dicho;  que  será  realzarla  un  buen  coto  más  de  lo  que  ella  se  está. 

— ¿Hay  otra  cosa  que  enmendar  en  esa  leyenda,  señor  bachillerV. 
preguntó  Don  Quijote. 

— Sí  debe  de  haber,  respondió  él;  pero  ninguna  debe  de  ser  de  la  im 
portancia  de  las  ya  referidas. 

— ¿Y  })or  ventura,  dijo  Don  Quijote,  i)romete  el  autor  segun<l{i 
}»arteV 

— Sí  promete,  respondió  Sansón;  i)ero  dice  que  no  la  ha  hallado,  ni 
sabe  quién  la  tiene;  y  así,  estamos  en  duda  si  saldrá  ó  no;  y  así  por  este 
como  porque  algunos  dicen:  «nunca  segundas  partes  fueron  buenas»; 
y  otros:  «de  las  cosas  de  Don  Quijote,  bastan  las  escritas»,  se  duda  que 
no  ha  de  hacer  segunda  ])arte:  aunque  algunos,  que  son  más  joviales 
que  saturninos,  dicen:  «Vengan  más  quijotadas;  embista  Don  Quijo 
te  y  hable  Sancho  Panza,  y  sea  lo  que  fuere;  que  con  eso  nos  conten 
tamos. » 

— ¿Y  á  qué  se  atiene  el  autor?,  dijo  Don  (Quijote. 

— A  que,  respondió  Sansón,  en  hallando  que  lialle  la  historia,  que  él 
va  buscando  c(in  extraordinarias  diligencias,  la  dará  luego  á  la  estam- 
pa, llevado  más  del  interés  que  de  darla  se  le  sigue,  que  de  otra  alabanza 
alguna. 

A  lo  que  dijo  Sancho:  «¿Al  dinero  y  al  interés  mira  el  autor?  Mará 
villa  será  que  acierte,  porque  no  hará  sino  barbar,  barbar,  como  sastre 


spccialiiiente  yo  dormí  cou  tan  i>eHado  sueño,  que  quien  quiera  que  fué.  tuvo  lugar  tle  lleRir.- 
y  suspenderme  sobre  cuatro  estacas,  que  pu.so  íi  los  cuatro  Ia<los  de  ia  albarda. 


444  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

en  vísperas  de  Pascuas:  y  las  obras  que  se  hacen  apriesa  nunca  se 
acaban  con  la  pérfeción  que  requieren.  Atienda  ese  señor  moro,  <» 
lo  que  es,  á  mirai  lo  que  hace;  que  yo  y  mi  señor  le  daremos  tanto 
ripio  á  la  mano  en  materia  de  aventuras  y  de  sucesos  diferentes,  que 
pueda  componer,  no  sólo'segunda  parte,  sino  ciento.  Debe  de  pensar  el 
buen  hombre  sin  duda  que  nos  dormimos  aquí  en  las  pajas;  pues  tén- 
ganos el  pie  al  herrar,  y  verá  del  que  cosqueamos.  Lo  que  yo  sé  decir 
es,  C[ue  si  mi  señor  tomase  mi  consejo,  ya  habíamos  de  estar  en  esas 
campañas  deshaciendo  agravios  y  enderezando  tuertos,  como  es  uso  y 
costumbre  de  los  buenos  andantes  caballeros.» 

No  había  bien  acabado  de  decir  estas  razones  Sancho,  cuando  llega- 
ron á  sus  oídos  relinchos  de  Rocinante,  los  cuales  relinchos  tomó  Don 
Quijote  por  felicísimo  agüero,  y  determinó  de  hacer  de  allí  á  tres  ó 
cuatro  días  otra  sahda;  y  declarando  su  intento  al  bachiller,  le  pidió 
consejo  por  qué  parte  comenzaría  su  jorna  ia,  el  cual  le  respondió  que 
era  su  parecer  que  fuese  al  reino  de  Aragón  y  á  la  ciudad  de  Zaragoza, 
adonde  se  habían  de  hacer  unas  solemnísimas  justas  por  la  íiesta  de  íSaii 
Jorge,  en  las  cuales  podría  ganar  fama  sobre  todos  los  caballeros  ara- 
goneses, que  sería  ganarla  sobre  todos  los  del  mundo.  Alabóle  ser  Ik ti- 
radísima y  valentísima  su  determinación,  y  advirtióle  c^ue  anduvi* 
más  atentado  en  acometer  ios  peligros,  á  causa  que  su  vida  no  era  suya, 
sino  de  todos  aquellos  que  le  habían  de  menester  para  cpe  los  amj ta- 
rase y  socorriese  en  sus  desventuras. 

— Deso  es  de  lo  que  yo  reniego,  señor  Sansón,  dijo  á  este  punto 
Sancho;  que  así  acomete  mi  señor  á  cien  hombres  armados  como  un 
muchacho  goloso  á  media  docena  de  badeas.  ¡Cuerpo  del  mundo,  señor 
bacliiller!  Sí,  que  tiempos  hay  de  acometer  y  tiempos  de  retirar,  y  no 
ha  de  ser  todo  Santiago,  y  cierra,  España;  y  más,  que  yo  he  oído  decii' 
[y  creo  que  á  mi  señor  mismo,  si  mal  no  me  acuerdo)  que  en  los  extf 
mos  de  cobarde  y  de  temerario  está  el  medio  de  la  valentía,  y  si  esto 
así,  no  quiero  que  liuya  sin  tener  para  qué,  ni  cjue  acometa  cuando  la 
ocasión  pide  otra  cosa;  pero  sobre  todo,  aviso  á  mi  señor,  que,  si  me  lia 
de  llevar  consigo,  ha  de  ser  con  condición  que  él  se  lo  ha  de  batallar 
todo,  y  que  yo  no  he  de  estar  obligado  á  otra  cosa  que  á  mirar  por  su 
persona  en  lo  que  tocare  á  su  limpieza  y  á  su  regalo;  que  en  esto,  yo  K' 
bailaré  el  agua  delante;  pero  pensar  que  tengo  de  poner  mano  á  la  < 
pada,  aunque  sea  contra  villanos  malandrines  de  hacha  y  capeüina, 
pensar  en  lo  excusado,  Yo,  señor  Sansón,  no  pienso  granjear  fama  <!(■ 
valiente,  sino  del  mejor  y  más  leal  escudero  que  jamás  sirvió  á  caballero 
andante,  y  si  mi  señor  Don  Quijote,  obligado  de  mis  muchos  y  buenos 
servicios,  quisiere  darme  alguna  ínsula,  de  las  muchas  que  su  merced 
dice  que  se  ha  de  topar  por  ahí,  recibiré  mucha  merced  en  ello;  y 
cuando  no  me  la  diere,  nacido  como  cualqui-:!ra  soy,  y  no  ha  de  vivir  d 
hombre  en  hoto  de  otro,  sino  de  Dios:  y  más,  (¡ue  tan  bien,  y  aun  qui/.;i 
mejor,  me  sabrá  el  pan,  desgobernado,  que  siendo  gobernador;  ¿y  sé  yo 
por  ventura,  si  en  esos  gobiernos  me  tiene  aparejada  el  diablo  alguna 
zancadilla,   donde  tropiece  y  caiga  y  me  desñaga  las  muelas?  Sancho 


I 


PARTE    SEGUNDA.  —  CAPÍTULO    IV  445 


ací,  y  Sancho  pienso  morir.  Pero  si  con  todo  esto,  de  buenas  á  buenas, 
n  mucha  solicitud  y  sin  mucho  riesgo,  me  deparase  el  cielo  alguna 
isula  li  otra  cosa  semejante,  no  soy  tan  necio  que  la  desechase;  que 
imbién  se  dice:  «cuando  te  dieren  la  vaquilla,  corre  con  la  soguilla»; 

«cuando  viene  el  bien,  mételo  en  <u  casa». 

— Vos,  hermano  Sancho,  dijo  Carrasco,  habéis  hablado  como  un  ca- 
•  ídrático;  pero  con  todo  eso,  confiad  en  Dios  y  en  el  señor  Don  Quijo- 
o,  que  os  ha  de  dar  un  reino,  no  que  una  ínsula. 

— Tanto  es  lo  de  más  como  lo  de  menos;  respondió  Sancho;  auntiue 
i  decir  al  señor  Carrasco,  que  no  echara  mi  señor,  el  reino  que  me 
iera,  en  saco  roto;  que  yo  he  tomado  el  pulso  á  raí  mismo,  y  me  hallo 
an  salud  para  regir  reinos  y  gobernar  ínsulas;  y  esto  ya  otras  veces  lo 
e  dicho  á  mi  señor. 

—Mirad,  Sancho,  dijo  Sansón,  que  los  oficios  mudan  las  costumbres, 

podría  ser  que  viéndoos  gobernador,  no  conociésedes  á  la  madre  que 
s  parió. 

— Eso  allá  se  ha  de  entender,  respondió  Sancho,  con  los  que  nacie- 
)n  en  las  malvas,  y  no  con  los  que  tienen  sobre  el  alma  cuatro  dé- 
os de  enjundia   de  cristianos  viejos,  como  yo  los  tengo;  no,  sino  Ue- 
.  aos  á  mi  condición,  que  ¡sabrá  usar  de  desagradecimiento  con  alguno! 

— Dios  lo  haga,  dijo  Don  Quijote,  y  ello  dirá,  cuando  el  gobierno 
enga;  que  ya  me  parece  que  le  trayo  entre  los  ojos. 

Dicho  esto,  rogó  al  !)aciiiller  que,  si  era  jjoeta,  le  hiciese  merced  de 
imponerle  unos  versos  que  tratasen  de  la  despedida  que  pensaba  ha- 
-r  de  su  señora  Dulcinea  del  Toboso,  y  que  advirtiese  que  en  el  prin- 
ipio  de  cada  verso  había  de  poner  una  letra  de  su  nombre,  de  ma- 
era  que,  con  todos  los  versos,  juntando  las  primeras  letras,  se  leyese 
')uLCiNEA  DEL  ToBoso.  El  bachiller  respondió,  que,  puesto  que  él  no 
ra  de  los  famosos  poetas  que  había  en  España  (que  decían  que  no 
ran  sino  tres  y  medio),  que  no  dejaría  de  componer  los  tales  metros; 
uuiíue  hallaba  una  dificultad  grande  en  su  composición,  á  causa  que 
is  letras  que  contenían  el  nombre  eran  diez  y  siete;  y  que  si  hacía 
uaíro  castellanas  de  á  cuatro  versos,  sobraba  una  letra;  y  si  de  á  cin- 
j,  a  quien  llaman  décimas  ó  redondillas,  faltaban  tres  letras;  pero  con 
)do  eso,  procuraría  embeber  una  letra  lo  mejor  que  pudiese,  de  mane- 
ii  que  en  las  cuatro  castellanas  se  incluyese  el  nombre  de  Dulcinea 
el  Toboso. 

— lía  de  ser  así  en  todo  caso,  dijo  Don  Quijote;  que  si  allí  no  va  el 
orabre  patente  y  de  manifiesto,  no  hay  mujer  que  no  crea  que  para 
lia  se  hicieron  los  metros. 

Quedaron  en  esto  y  en  que  la  partida  sería  de  allí  á  tres  días.  En- 
argó  Don  Quijote  al  bachiller  la  tupiese  secreta,  especialmente  al 
ura  y  á  maese  Nicolás,  y  á  su  sobrina  y  al  ama,  porque  no  estorbasen 
a  li(.)urada  y  valerosa  determinación:  todo  lo  prometió  Carrasco.  Con 

to  se  despidió,  encargando  á  Don  Quijote  que  de  todos  sus  buenos  ó 
líalos  sucesos  le  avisase,  liabiendo  comodidad,  y  así  se  despidieron,  y 
anche»  fué  á  poner  en  orden  lo  necesario  para  su  jornada. 


Í: 


CAPITULO  V 

De  la  discreta  y  graciosa  plática  que  pasó  entre  Sancho  Panza  y  su  mujer 
Teresa  Panza,  y  otros  sucesos  dignos  de  felice  recordación. 


^  LEGANDO  á  escribir  el  traductor  desta  historia  este  quinto  ca]>i 
tulo,  dice  que  le  tiene  por  apócrifo,  porque  en  él  habla  Sancho 
,^  Panza  con  otro  estilo  del  que  se  podía  prometer  de  su  corto  in- 
genio, y  dice  cosas  tan  sutiles,  que  no  tiene  por  posible  que  <  I 
as  supiese;  pero  que  no  quiso  dejar  de  traducirlo,  por  cumplir  con  1-. 
que  á  su  oñcio  debía,  y  así  prosiguió  diciendo: 

Llegó  Sancho  á  su  casa  tan  regocijado  y  alegre,  que  su  riuijer  cono 
ció  su  alegría  á  tiro  de  ballesta,"  tanto  que  la  obligó  á  preguntar!' 
«¿Qué  traéis,  Sancho  amigo,  que  tan  alegre  venís?» 

A  lo  que  él  respondió:  «Mujer  mía.  si  Dios  (quisiera,  bien  me  holga- 
ra yo  de  no  estar  tan  contento  como  muestro.  ^ 

— No  os  entiendo,  marido,  replicó  ella,  y  no  sé  qué  queréis  decir  en 
eso  de  que  os  holgárades,  si  Dios  quisiera'  de  no  estar  contento:  (¡i' 
maguer  tonta,    no  sé  yo  quién  recibe  gusto  de  no  tenerle. 

— Mirad.  Teresa,  respondió  Sancho,  yo  estoy  alegre  porque  teng^ 
determinado  de  volver  á  servir  á  mi  amo  Don  Quijote,  el  cual  quieiv 
la  vez  tercera  salir  á  buscar  las  aventuras;  y  yo  vuelvo  á  salir  con 
él,  porque  lo  quiere  así  mi  necesidad,  juntó  con  la  esperanza,  qu<' 
me  alegra,  de  pensar  si  podré  hallar  otros  cien  escudos  como  los  ya 
gastados;  puesto  que  me  entristece  el  haberme  de  apartar  de  ti  y  de 
mis  hijos;  y  si  Dios  quisiera   darme   de   comer  á  pie   enjuto  v  en  mi 


l'ARTE    8EGUND-4..---CAFÍTULO    V  44-7 

a.sa,  sin  traerme  por  veiicuetos  y  encrucijadas,  pues  la  .podía  hacer  a 
•oca  costa  y  con  no  más  de  quererlo,  claro  está,  que  mi  alegría  fulera 
uis  lirme  y  valedera,  pues  que  lasque  tengo  va  mezclada  con  la  trisr^r 
a  del  dejarte;  así  que,  dije  l)ieii  que  holgara,  si  Dios  (juisiera,  de  ik» 
star  cí.mteuto  .  •  * . 

— Mirad,  Sancho,  replicó  Teresa;  después  que  os  hicistes  miembro  d^ 
iballero  andante,  habíais  de  tan  rodeada  manera,  que  no  hay  quien  o^ 
nlienda.  "  •!  , 

— Basta  que  me  entienda  Dios,  mujer,  respondió  Sancho;  queéletf  eí 
itendedor  de  todüs  las  cosas;  y  quédese  esto  aquí;  y  advertid,  herma- 
a.  que  os  conviene  tener  cuenta  estos  días  con  el  Rucio,  de  manera  que 
^té  para  armas  tomar;  dobladle  los  piensos,  requerid  la  albarda  y  kí; 
jmas  jarcias,  porque  no  vamos  á  bodas,  sino  á  rodear  el  nmudo,  y  íi 
•ner  dares  y  tomares  con  gigantes,  con  endriagos  y  con  vestiglos,  y  .a 
r  silbos,  rugidos.  l>ramidos  y  baladros.  y  aun  todo  esto  fuera  Hores-de 
nitue.-ío.  si  no  tuvií'ramos  <|ne  entender  cini  ViiiiL'fit  scs  v  con  moros 
icantados. 

—  Bien  cree;  yo,  marido,  re[)iieo  icii.-.><t,  4U«-  i')>  csciuieros  andantes 
)  comen  el  pan  de  balde;  y  así,  quedaré  rogando  á  nuestro  Señor  os 
.(lue  presto  de  tanta  mala  ventura.  : 

—  Vo  os  digo,  mujer,  respondió  Sancho,  que  si  no  pensase  ant^s 
•  nmclio  tiemi»o  verme  gobernador  de  una  ínsula,  aquí  me  caería 
uerto. 

—-Eso  no,,  marido  mío,  dijo  Teresa;  viva  la  gallina,  aunque  sea  con  su 
;i)ita.  Vivid  vos,  y  llévese  el  diablo  cuantos  gobiernos  hay  en  ól  mun; 
'•  ,^^^^  .iíobierno  sali.stes  del  vientre  de  vuestra  madre,  sin  gobierna 
ibéis  vivido  hasta  ahora,  y  sin  gobierno  os  iréis,  ü  os  llevarán,  á  la 
])ultura,  cuando  Dios  fuere  servido;  como  esos  hay  en  el  mundo  qu^ 
ven  sin  gobierno,  y  no  por  eso  dejan  de  vivir,  y  de  ser  contados  eu 

numero  de  las  gentes.  La  mejor  salsa  del  miindo  es  la  hambre,  y 

mo  ésta  no  falta  á  los  pobres,  siempre  comen  con  gusto.  Pero  mirad, 

..ncho,  si  por  ventura  os  vié redes  con  algún  gobierno,  no  os  olvidéis 

mí,  y  de  vuestros  hijos.  Advertid  que  Sanckico  tiene  ya  quince  años 
bales,  y  es  razón  que  vaya  á  la  escuela,  si  es  que  su  tío  el  abad  le  ha 

dejar  hecho  de  la  Iglesia.  Mirad  también' que  Mari-Sancha,  vuestra 
ja,  no  se  morirá  si  la  casamos;  que  me  van  dando  barruntos  que 
sea  tanto  tener  marido  como  vos  deseáis  veros  con  gobierne';  y  en  ñn. 

íiii,  mejor  }»arece  la  hija  mal  casada,  que  bien  abarraganada. 

—A  buena  fe,  respondió  Sancho,  que  .si  Dios  me  lleva  á  tener  algo 

é  de  gobierno,   que  tengo  de  casar,  mujer  mía,  á  Mari-Sancha  tan 

emente,  que  no  la  alcancen  sino  con  llamarla  señoría. 

—Eso  no.  Sancho,  respondió  Teresa;  casadla  con  su  igual,  que  es  lo 

ds  acertado;  que  si  de  l(js  zuecos  la  sacáis  á  chapines,  y  de  saya  parda 

catorceno  á  verdugado  y  saboyanas  de  seda,  y  de  una  Mar  ka  y  un 

á  una  doña  tal  y  señoría,  no  se  ha  de  hallo r  la  mochacha,  y  á  "cadn 
so  ha  de  caer  eu  mil  faltas,  descubriendo  la  hilaza  de  su  tela  basta  v 
osera. 


r>.  p.-xx 


30 


448  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Calla,  boba,  dijo  Sancho;  que  todo  será  usarlo  dos  ó  tres  años;  qu 
después  le  vendrá  el  señorío  y  la  gravedad  como  de  molde;  y  cuand 
no,  ¿qué  importa?  Séase  ella  señoría,  y  venga  lo  que  viniere. 

—Medios,  Sancho,  con  vuestro  estado,  respondió  Teresa;  no  os  qu( 
ráis  alzar  á  mayores,  y  advertid  al  refrán  que  dice:  «Al  hijo  de  tu  vec 
no,  limpíale  las  narices  y  métele  en  tu  casa.»  Por  cierto  que  sería  gei 
til  cosa  casar  á  nuestra  María  con  un  condazo  ó  con  un  caballerote,  qu( 
cuando  se  le  antojase,  la  pusiese  como  nueva,  llamándola  de  villaní 
hija  del  destripaterrones  y  de  la  pelarruecas.  No  en  mis  días  marid< 
¡para  eso,  por  cierto,  he  criado  yo  á  mi  hija!  Traed  vos  dineros,  Sanchí 
y  el  casarla  dejadlo  á  mi  cargo;  que  ahí  está  Lope  Tocho,  el  hijo  d 
Juan  Tocho,  mo/o  rollizo  y  sano,  y  que  le  conocemos,  y  sé  que  no  mir 
de  mal  ojo  á  la  mochadla;  y  con  éste,  que  es  nuestro  igual,  estará  bie 
casada,  y  la  tendremos  siempre  á  nuestros  ojos,  y  seremos  todos  uno! 
padres  y  hijos,  nietos  y  yernos;  y  andará  la  paz  y  la  bendición  de  Dic 
entre  todos  nosotros;  y  no  casármela  vos  ahora  en  esas  cortes  y  en  eso 
palacios  grandes,  adonde  ni  á  ella  la  entiendan,  ni  ella  se  entienda. 

— Ven  acá,  bestia  y  mujer  de  Barrabás,  replicó  Sancho;  ¿por  qu 
quieres  tú  ahora,  sin  qué  ni  para  qué,  estorbarme  que  no  case  á  n 
hija  con  quien  me  dé  nietos  que  se  llamen  señoría?  Mira,  Teresí 
siempre  he  oído  decir  á  mis  mayores  que  el  que  no  sabe  gozar  de  1 
ventura  cuando  le  viene,  que  no  se  debe  quejar  si  se  le  pasa;  y  no  serí 
bien  que  ahora,  que  está  llamando  á  nuestra  puerta,  se  la  cerremoí 
dejémonos  llevar  deste  viento  favorable  que  nos  sopla.  (Por  este  mod 
ó^  halflar,  y  por  lo  que  más  abajo  dice  Sancho,  dijo  el  triductor  dest 
historia  que  tenía  por  apócrifo  este  capítulo).  ¿No  te  parece,  anima 
prosiguió  Sancho,  que  será  bien  dar  con  mi  cuerpo  en  algún  gobiern 
provechoso,  que  nos  saque  el  pie  del  lodo,  y  casar  á  Mari-Sancha  co 
quien  yo  quisiere...  y  verás  cómo  te  llaman  á  ti  doña  Teresa  Panza, 
te  sientas  en  la  iglesia  sobre  alcatifa,  almohadas  y  arambeles,-  á  pesar 
despecho  de  las  hidalgas  del  pueblo?  ¡No,  sino  estaos  siempre  en  u 
ser  sin  crecer  ni  menguar,  como  figura  de  paramento!  Y  en  esto  n 
hablemos  más;  que  Sanchica  ha  de  ser  condesa,  aunque  tú  más  n 
digas. 

— ^^¿Veis  cuánto  decís,  marido?'  respondió  Teresa;  pues  con  todo  eS' 
temo  que  este  condado  de  mi  hija  ha  de  ser  su  perdición:  vos  liaced  J 
que  quisiéredes,  ora  la  hagáis  duquesa  ó  princesa;  pero  seos  decir  qi 
no  será  ello  con  voluntad  ni  consentimiento  mío.   Siempre,  herman 
fui  amiga-  de  la  igualdad,  y  no  puedo  ver  entonos  sin  fundament 
Teresa  me  pusieron  en  el  bautismo,  nombre  mondo  y  escueto,   s 
añadiduras  ni  cortapisas,  ni  arrequives  de  dones  ni  donas;  Cascajo 
llamó  mi  padre;  y  á  mí,  por  ser  vuestra  mujer  me  llaman  Teic' 
Panza;  que  á  buena  razón  me  habían  de  llamar  Teresa  Cascajo;  i' 
allá  van  reyes  do  jquieren  leyes;  y  con  este  nombre  me  contento 
que  me  IB^  pongan  ifn  don  encima,  que  pese  tanto,  que  no  le  puo 
llevar;  y  no  quiero  dar"  qué  decir  á  los  que  me  vierentandar  vestida  ;i   , 
condesil  ó  á  lo  de  gobernadora;  que  luego  dirán:  «¡Mirad  qué  entona' 


PARTK    SEGUNDA.     -CAPÍTULO    V  441) 


va  la  pazpuerca!  |Ayer  no  se  hartaba  de  estirar  de  un  copo  de  estopa,  y 
ha  á  misa,  cubierta  la  cabeza  con  la  falda  de  la  saya  en  lugar  de  man- 
u,  y  ya  hoy  va  con  verdugado,  con  broches  y  con  entono,  como  si  no 
a  conociésemos!»  Si  Dios  me  guarda  mis  siete  ó  mis  cinco  sentidos,  ó 
<is  que  tengo,  no  pienso  dar  ocasión  de  verme  en  tal  aprieto:  vos,  her- 
uano,  idos  á  ser  gobierno  ó  ínsulo,  y  entonaos  á  vuestro  gusto;  que  mi 
lija  ni  yo,  por  el  siglo  de  mi  madre,  que  no  nos  hemos  de  mudar  un 
•aso  de  nuestra  aldea.  La  mujer  honrada,  la  pierna  quebrada  y  en  casa; 

la  doncella  honesta,  el  hacer  algo  es  su  fiesta.  Idos  con  vuestro  Don 
^)uijotc  á  vuestras  aventuras,  y  dejadnos  á  nosotras  con  nuestras  malas 
(  aturas;  que  Dios  nos  las  mejorará,  como  seamos  buenas;  y  yo  no  sé, 
'*)]■  cierto,  quién  le  puso  á  él  don,  que  no  tuvieron  sus  padres  ni  sus 
güelos. 

— Ahora  digo,  replicó  Sancho,  que  tienes  algún  famiUar  en  ese  cuer- 
'o.  ¡Vdlate  Dios,  la  mujer,  y  qué  de  cosas  has  ensartado  unas  en  otras, 
iu  tener  pies  ni  cabeza!  ¿Qué  tienen  (]ue  ver  el  Cascajo,  los  broches,  los 
eíranes  y  el  entono  con  lo  (|ue  yo  digo?  Ven  acá,  mentecata  é  ignoran- 
i'  (que  así  te  puedo  llamar,  pues  no  entiendes  mis  razones  y  vas  huyen- 
io  de  la  dicha):  si  yo  dijera  que  mi  hija  se  arrojara  de  una  torre  abajo, 
que  se  fuera  por  esos  mundoí-,  como  se  quiso  ir  la  infanta  doña  Urra- 
a,  tenías  razón  de  no  venir  con  mi  gusto;  pero  si  en  dos  paletas,  y  en 
lenos  de  un  abrir  y  cerrar  de  ojos,  te  la  chanto  un  don  y  una  señoría 
cuestas,  y  te  la  saco  de  los  rastrojos,  y  te  la  pongo  en  toldo  y  en  pea- 
.a  y  en  un  estrado  de  más  almohadas  de  velludo  que  tuvieron  todos 
n  su  linaje  los  Almohades  de  Marruecos,  ¿por  qué  no  has  de  consen- 
ir  y  cpierer  lo  que  yo  quiero? 

—¿Sabéis  por  qué,  marido?,  respondió  Teresa.  Por  el  refrán  que  dice: 
C^uien  te  cubre  te  descubre.»  PÍí/r  el  pobre  todos  pasan  los  ojos  como 
e  corrida,  y  en  el  rico  los  detienen:  y  si  el  tal  rico  fué  un  tiempo  po- 
■re.  allí  es  el  murmurar  y  el  mal  decir  y  el  peor  pensar  de  los  maldi-- 
lentes;  que  los  hay  por  esas  calles  á  montones,  como  enjambr<>s  de 
bejas. 

—Mira,  Teresa,  respondió  Sancho,  y  escucha  lo  que  agora  (pncro 
ecirte;  quizá  no  lo  habrás  oído  en  todos  los  días  de  tu  vida;  y  yo  ago- 
a  no  hablo  de  mío;  que  todo  lo  que  pienso  decir  son  sentencias  del  i)a- 
re  predicador  que  la  cuaresma  pasada  predicó  en  este  pueblo;  el  cual, 
i  mal  no  me  acuerdo,  dijo  que  todas  las  cosas  presentes  que  los  ojos 
stán  mirando,  se  presentan,  están  y  asisten  en  nuestra  memoria  mu- 
ho  mejor  y  con  más  vehemencia  que  las  cosas  pasadas.  (Todas  estas 
;iz(mes,  que  aquí  va  diciendo  Sancho,  son  las  segundas  por  qüfeh' dice 
1  traductor,  que  tiene  por  apócrifo  este  capítulo,  que  exceden  á  la  ca- 
acidad  de  Sancho,  el  cual  prosiguió  diciendo):  De  donde  nace  que  cuan- 
o  vemos  alguna  persona  bien  aderezada,  y  con  ricos  vestidos  corapues- 
i,  y  con  pompa  de  criados,  parece  que  por  fuerza  nos  mueve  y  convi- 
a  á  que  la  tengamos  res])eto,  puesto  que  la  memoria  en  aquel  instan- 
3  nos  represente  alguna  bajeza  en  que  vimos  á  la  tal  persona,  la  cual 
^nominia.  aliora  sea  de  pobreza  ó  de  hnaje,  como  ya  pasó,  no  es,  y 


450  DON    QUIJOTE    DE    LA    l^IANCHA 


sólo  es  lo  que  vemos  presente;  y  si  éste;  á  quien  la  tortuna  saco^del  1).. 
rrador  de  su  bajeza  (que  por  estas  mesnias  razones  lo  {lijo  el  padre)  a  !a 
alteza  de  su  prosperidad,  füei'e  bien  dViado,  lilieral  y  cortes  con  todo< 

V  no  se  pusiere  en  cuentoá  con  aquellos  que  por  antigüedad  son  nobh 
ten  por  cierto  Teresa,  que  no  habrá  quien  se  acuerde  de  lo  que  tue,  siu 
quien  reverencie  lo  que  es,  si  no  fueren  los  envidiosos,  de  quien  ningu- 
na próspera'  fortuna  está  segura.  ,        i  , 

—Yo  no  os  entiendo,  marido,  replicó  Teresa;  haced  lo  que  quisiev 
des,  y  no  me  quebréis  más  la  cabeza  con  vuestras  arengas  y  retoñe:: 

V  si  estáis  revuelto  en  hacer  lo  cpie  decís... 

■    — Ilesuelto  has  de  decir,  mujer,  dijo  Sancho,  y  no  revuelta 

— Ko  os  pongáis  á  disputar,  marido,  conmigo,  respondió  ieresa;  ><> 
liablo  como  Dios  es  servido,  y  no  me  meto  en  más  dibujos;  y  digo  qu.- 
si  estáis  persuadido  en  tener  gobierno,  que  llevéis  con  vos  a  vuestro  Injo 
,Sancho  para  que  desde  agora  le  enseñéis  á  tener  gobierno;  que  h^o^^  o< 
que  los  hijos  hereden  v  aprendan  los  oñcios  de  sus  padres. 

—En  teniendo  gobierno,  dijo  Sancho,  enviaré  por  él  por  la  posta  y 
te  enviaré  dineros;  cpie  no  me  faltarán,  pues  nunca  taita  quien  se  los 
preste  á  los  gobernadores,  cuando  no  los  tienen;  y  vístele  de  modo  que. 
disimule  lo  que  es,  y  parezca  lo  que  ha  de  ser. 

-Enviad  vos  dhíero,  dijo  Teresa;  que  yo  os  lo  vestiré  como  un  ]kú- 

™!^En  efeto.  quedamos  de  acuerdo,  dijo  Sancho,  de  que  ha  de  ser  cn- 

"^""-E^Tlírque  yo  la  viere  condesa,  respondió  Teresa,  ese  haré  cue,u. 
que  la  entierro;  pero  otra  vez  os  digo  que  hagáis  lo  que  os  diere  gu. 
que  con  esta  cai^a  nacemos  las  mujeres,  de  estar  obedientes  a  los  n. 
ridos  aunque  sean  unos  porros;  y  en  esto  comenzó  a  llorar  tan  áe  ^^ 
ras,  como  si  va  viera  muerta  y  enterrada  a  Sanchica. 

Sancho  la  consoló,  diciéndole  que  ya  que  la  hubiese  de  hacei  con- 
desa, la  haría  todo  lo  más  tarde  f,ue  ser  pudiese.  Con  esto  se  acabo ^^ 
plática,  y,  al  otro  día,  Sancho  volvió  á  ver  a  Don  Quijote,  paia  dai  or 
den  en  su  partida. 


CAIMTIL*»   \l 

De  lo  que  le  pasó  á  Don  Quijote  con  su  sobrina  y  con  su  ama;  y  es  uno  de  (os 
más  importantes  capítulos  de  toda  la  historia. 


N  tanto  que  Sancho  l*auza  y  su  mujer  Teresa  Cascajo  patsanm 
L\  impertinente  reíerida  j)lática.  no  estaban  ociosas  la  sobrina  y 
el  ama  de  Don  Quijote,  que  por  mil  señales  iban  coligiendo 
que  su  tío  y  señor  quería  desgarrarse  la  vez  tercera,  y  volver 
al  ejercicio  de  su,  para  ellas,  mal  andante  caballería.  Procuraban  por 
todas  las  vías  posibles  apartarle  de  tan  mal  pensamiento;  })ero  todo  era 
j)redicar  en  desierto  y  majar  en  hierro  frío.  Con  todo  esto,  entre  otras 
nuichas  ra/ones  que  ul  otro  día  con  él  pasaron,  le  dijo  el  ama:  <Kn 
verdad,  señor  mío,  que  si  vuesa  merced  u<j  aíirma  el  pie  llano,  y  se  esta 
(juedo  en  su  casa,  y  se  deja  de  andar  por  los  montes  y  por  los  valles 
como  ánima  en  pena,  buscando  esas  que  dice  que  se  llaman  aventuras, 
á  (jjuien  yo  llamo  desdichas,  ([ue  me  tengo  de  quejar  en  voz  y  en  grito 
á  Dios  y  al  Rey,  que  pongan  remedio  en  ello.5> 

A  lo  que  respondió  Don  Quijote:  «Ama,  lo.  que  Dios  responderá  á 
tus  ([uejas,  yo  no  lo  sé,  ni  lo  que  ha  de  responder  su  Majestad,  tampo 
co;  y  sólo  sé  qiie  si  yo  fuera  rey,  me  excusara  de  responder  á  tanta  in- 
tinidad  de  memoriales  impertinentes  como  cada  día  les  dan;  que  uno 
de  los  mayores  trabajos  que  los  reyes  tienen,  entre  otros  muchos,  es  el 
estar  obligados  á  escuchar  á  todos  y  á  responder  á  todos;  y  así,  no 
querría  yo  que  cosas  mías  le  diesen  pesadumbre.  ^^ 

A  lo  que  dijo  el  ama:  v; Díganos,  señor:  en  la  Corte  de  su  Majestad, 
¿no  hay  caballeros?» 


452  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


— 8í,  respondió  Don  Quijote,  y  muchos,  y  es  razón  (|ue  los  haya  para 
adorno  de  la  grandeza  de  los  príncipes  y  para  ostentación  de  la  maje- 
taü  real. 

—Pues  ¿no  sería  vuesa  merced,  replicó  ella,  uno  de  los  Cjue  i\  pie 
quedo  sirviesen  á  su  Rey  y  señor,  estándose  en  la  Corte? 

— Mira,  amiga,  respondió  Don  Quijote:  no  todos  los  caballeros  pue- 
den ser  cortesanos,  ni  todos  los  eoi-tesanos  pueden  ni  deben  ser  caba- 
lleros andantes.  De  todos  ha  de  haber  en  el  mundo;  y  aunque  todos 
seamos  caballeros,  va  mucha  diferencia  de  los  unos  á  los  otros;  porque 
los  cortesanos,  sin  salir  de  sus  aposentos  ni  de  los  umbrales  de  la  Corte, 
se  pasean  por  todo  el  mundo,  mirando  un  mapa,  sin  costarles  blancn 
ni  padecer  calor  ni  frío,  hambre  ni  sed;  pero  nosotros,  los  caballeros 
andantes  verdaderos,  al  sol,  al  frío,  al  aire,  á  las  inclemencias  del  cielo. 
de  noche  y  de  día,  á  pie  y  a  caballo,  medimos  toda  la  tierra  con  nues- 
tros mismos  pies,  y  no  solamente  conocemos  los  enemigos  pintado-, 
sino  en  su  mismo  ser;  y  en  todo  trance  y  en  toda  ocasión  los  acometí 
mos,  sin  mirar  en  niñerías  ni  en  las  leyes  de  los  desafíos,  si  lleva  ó  \\<> 
lleva  más  corta  la  lanza  ó  la  espada,  si  trae  sobre  sí  reliquias  ó  algún 
engaño  encubierto,  si  se  hade  partiry  hacer  tajadas  el  sol  ó  no,  con  otras 
ceremonias  de  este  jaez,  que  se  usan  en  los  desafíos  particulares  de 
persona  á  persona,  que  tú  no  sabes,  y  yo  sí.  Y  has  de  saber  más:  qvic 
al  buen  Cíiballero  andante,  aunque  vea  diez  gigantes  que  con  las  calx' 
zas,  no  sólo  tocan,  sino  pasan  las  nubes,  y  que  á  cada  uno  le  sirven  dr 
piernas  dos  grandísimas  torres,  y  que  los  brazos  semejan  árboles  de 
gruesos  y  poderosos  navios,  y  cada  ojo  como  una  gran  rueda  de  moli- 
no, y  más  ardiendo  que  un  horno  de  vidrio,  no  le  han  de  espantar  en 
manera  algun.n;  antes  con  gentil  continente  y  con  intrépido  corazón  k»s 
ha  de  acometer  y  embestir,  y,  si  fuere  posible,  vencerlos  y  desbaratar- 
los en  un  j)equeño  instante,  aunque  viniesen  armados  de  unas  conchas 
de  un  cierto  pescado,  que  dicen  que  son  más  duras  que  si  fuesen  de 
diamantes,  y  en  lugar  de  espadas  trajesen  cuchillos  tajantes  de  damas- 
quino acero  ó  porras  forradas  con  puntas  asimismo  de  acero,  como  yo 
las  he  visto  más  de  dos  veces.  Todo  esto  he  dicho,  ama  mía,  porque 
veas  la  diferencia  que  hay  de  unos  caballeros  á  otros;  y  sería  razón  que 
no  hubiese  príncipe  que  no  estimase  en  más  esta  segunda,  ó  por  me- 
jor decir,  primera  especie  de  caballeros  andantes;  que,  según  leemos 
en  sus  historias,  tal  ha  habido  entre  ellos,  que  ha  sido  la  salud,  no  sólo 
de  un  reino,  sino  de  muchos. 

— ¡Ah.  señor  mío!,  dijo  á  esta  sazón  la  sobrina;  advierta  vuesa  mer- 
ced que  todo  eso  que  dice  de  los  caballeros  andantes  es  fábula  y  men- 
tira; y  sus  historias,  ya  que  no  las  quemasen,  merecían  que  á  cada  una 
se  le  echase  un  sambenito,  ó  alguna  señal  en  que  fuese  conocida  por 
infame  y  por  gastadora  de  Jas  buenas  costumbres. 

— ¡Por  el  Dios  que  me  sustenta,  dijo  Don  Quijote,  que  si  no  fueras 
mi  sobrina  derechamente,  como  hija  de  mi  misma  hermana,  que  había 
de  hacer  ud  tal  castigo  en  ti,  por  la  blasfemia  que  has  dicho,  que 
sonara  por  todo  el  mundo!  ¡Cómo!  ¿Que  es  posible  que  una  rapaza,  que 


PARTE    SEGUNDA. — CAPITULO    VI 


453 


I  penas  sabe  menear  doce  palillos  de  randas,  se  atreva  á  poner  lengua  y 
I  censurar  las  historias  de  los  caballeros  andantesV  ¿Qué  dijera  el  señor 
lUiadís,  si  lo  tal  overaV  Pero  á  ))ucn  seguro  (jue  él  te  |)erdonara,  porcjue  • 
lié  el  mas  humilde  y  cortés  caballero  de  su  tiempo,  y  demás  grande 
mparador  de  las  doncellas;  mas  tal  te  pudiera  haber  oído,  que  no  te 
aera  bien  dello;  que  no  todíjs  son  corteses  ni  bien  mirados;  algunos  hay 
ollones  y  descomedidos;  ni  todos  los  que  se  llaman  caballeros  lo  son  de 
jdo  en  todo;  que  unos  son  de  oro,  otros  de  al(.[uimia,  y  todos  parecen 
aballeros,  pero  no  todos  pueden  estar  al  to([ue  de  la  })iedra  de  la  ver- 
ad.  Hombres  bajos  hay,  ({ue  revientan  por  parecer  caballeros,  y  caba- 
leros  altos  hay,  cjue  parece  que  á  posta  mueren  por  parecer  hombres 
•ajos:  aquéllos  se  levantan  ó  con  la  ambición  ó  con  la  virtud,  éstos  se 
bajan  ó  con  la  flojedad  (>  con  el  vicio;  y  es  menester  aprovecharnos 
leí  conocimiento  <liscreto  para  distinguir  estas  dos  maneras  de  caballe- 
os,  tan  parecidos  en  los  nond>res  y  tan  distintos  en  las  acrciones. 

— ¡Válame  Dios!,  dijo  la  sol)riua;  ¡que  sepa  vuesa  merced  tanto,  señor 
ío.  (|ue  si  fuese  menester  en  una  necesidad,  podría  subir  en  un  púlpi- 
o,  é  irse  á  predicar  ]>or  esas  calles,  y  que  con  todo  esto,  dé  en  una  ce- 
guera tan  grande  y  en  una  sandez  tan  conocida,  (jue  se  dé  á  entender 
[ue  es  valiente  siendo  viejo,  cjue  tiene  fuerzas  estando  enfermo,  y  (jue 
íudereza  tuertos  estando  j)or  la  edad  agobiado,  y  sobre  todo  que  es  ca- 
)allero  no  lo  siendo,  ponjue  aunque  lo  puedan  ser  los  hidalgos,  no  lo 
;on  los  pobres! 

— Tienes  mucha  razón,  sobrina,  en  lo  ({ue  dices,  i'cspondió  Don  Qui- 
ote; y  cosas  te  pudiera  yo  decir  cerca  de  los  linajes,  (jue  te  admiraran; 
)ero,  por  no  mezclar  lo  divino  con  lo  humano,  no  las  digo.  Mirad,  ami- 
bas: á  cuatro  suertes  de  linajes  (y  estadme  atentas)  se  pueden  reducir 
odos  los  que  hay  en  el  mundo,  que  son  estos:  unos,  (jue  tuvieron  prin-. 
•ipios  humildes,  y  se  fueron  extendiendo  y  dilatando  hasta  llegar  á  una 
suma  grandeza;  otros,  que  tuvieron  })rinci})ios  grandes  y  lo  fueron  con- 
servando, y  los  conservan  y  mantienen  en  el  ser  que  comenzaron;  otros, 
|ue  aunque  tuvieron  principios  grandes,  acabaron  en  puntal  como  pirá- 
mide, habiendo  disminuido  y  aniquilado  su  principio  hasta  parar  en 
nonada,  como  lo  es  la  punta  de  la  pirámide,  que  respeto  de  su  basa  ó 
asiento  no  es  nada;  otros  hay,  y  estos  son  los  más,  que  ni  tuvieron 
principio  bueno,  ni  razonable  medio,  y  así  tendrán  el  fin  sin  nombre, 
eonio  el  linaje  de  la  gente  plebeya  y  ordinaria.  De  los  primeros,  que 
tuvieron  principio  humilde,  y  subieron  á  la  grandeza  que  agora  conser- 
van, te  sirva  de  ejemplo  la  casa  otomana,  que  de  un  humilde  y  baj(> 
l)astor,  que  le  dio  principio,  está  en  la  cumbre  que  la  vemos.  Del  segun- 
do linaje,  que  tuvo  principio  en  grandeza,  y  la  conserva  sin  aumentarla, 
serán  ejemplo  muchos  príncipes,  que  por  herencia  lo  son  y  se  conser- 
van en  ella,  sin  aumentarla  ni  diminuirla,  conteniéndose  en  los  límites 
de  sus  estados  })acííicamente.  De  los  que  comenzaron  grandes  y  acaba- 
ron en  punta,  hay  millares  de  ejemplos;  porque  todos  los  Faraones 
y  Tolomeos  de  Egipto,  los  Césares  de  Roma,  con  toda  la  caterva  (si  es 
que  se  les  puede  dar  este  nombre)  de  infinitos  príncipes,  monarcas,  se- 


454  DON    QUIJOTE    DE    LA    MxVNCHA 

ñores,  medos,  asirios,  persas,  griegos  y  bárbaros,  todos  estos  linaje- 
señoríos  han  acabado  en  punta  y  en  nonada,  así  ellos  como  los  c{ue  lu- 
dieron principio,  pues  no  será  posible  hallar  agora  ninguno  de  sus  dv- 
cendientes,  y  si  le  hallásemos,  sería  en  bajo  y  humilde  estado.  Del 
linaje  plebeyo  no  tengo  que  decir  sino  que  sirve  sólo  de  acrecentar  el 
número  de  los  que  viven,  sin  que  merezca  otra  fama  ni  otro  elogio  -m 
grandeza.  De  todo  lo  dicho  quiero  que  infiráis,  bobas  mías,  que  <  -> 
grande  la  confusión  que  hay  entre  los  linajes,  y  que  solos  aquel!  •- 
parecen  grandes  y  ilustres,  que  lo  muestran  en  la  virtud  y  en  la  ri(|iii' 
7,a  y  liberalidad  de  sus  dueños.  Dije  virtud,  riqueza  y  liberahdad,  por<n;  • 
<3l  grande  que  fuere  vicioso,  será  vicioso  grande,  y  el  rico  no  liberal  s» 
un  avaro  mendigo;  que  al  poseedor  de  las  riquezas  no  le  hace  dicho- 
el  tenerlas,  sino  el  gastarlas,  y  no  el  gastarlas  como  C[uiera,  sino  el  sa 
herías  bien  gastar.  Al  caballero  pobre  no  le  queda  otro  camino  para 
mostrar  que  es  caballero,  sino  el  de  la  virtud,  siendo  afable,  bien  criado, 
cortés,  comedido  y  oficioso  (no  soberbio,  no  arrogante,  no  murmura- 
dor), y  sobre  todo,  caritativo;  que  con  dos  maravedís  que  con  ánimo 
iilegre  dé  al  pobre,  se  mostrará  tan  liberal  como  el  que  á  caaipana  lif- 
i'ida  da  limosna;  y  no  habrá  quien  le  vea  adornado  de  las  referidas  vir- 
tudes, que  aunque  no  le  conozca,  deje  de  juzgarle  y  tenerle  por  de 
buena  casta,  y  el  no  serlo  sería  milagro;  y  siempre  la  alabanza  fué 
l^remio  de  la  virtud,  y  los  virtuosos  no  pueden  dejar  de  ser  alabados. 
Dos  caminos  ha}',  hijas,  por  donde  pueden  ir  los  hombres  y  llegar  á 
.-;er  ricos  y  honrados:  el  uno  es  el  de  las  letras,  otro  el  de  las  armas.  Yo 
tengo  más  armas  que  letras,  y  nací,  según  me  inclino  á  las  armas,  de- 
bajo de  la  influencia  del  i)laneta  Marte;  así  que,  á  mí  me  es  forzoso  se- 
guir por  su  camino,  y  por  él  tengo  de  ir  á  pesar  de  todo  el  mundo;  y 
será  en  balde  cansaros  en  persuardirme  á  que  no  quiera  yo  lo  que  los 
cielos  cjuieren:  la  fortuna  ordena  y  la  razón  pide,  y  sobre  todo,  mi  vo- 
luntad desea;  pues  con  saber,  como  sé,  los  innumerables  trabajos  que 
f^on  anejos  al  andante  caballería,  sé  también  los  infinitos  bienes  que  se 
alcanzan  con  ella,  y  sé  que  la  senda  de  la  virtud  es  mu}-  estrecha,  y  el 
icamino  del  vicio  ancho  y  espacioso,  y  sé  que  sus  fines  y  paraderos  son 
diferentes;  porque  el  del  vicio,  dilatado  y  espacioso,  acaba  en  muerte;  y 
el  de  la  virtud,  angosto  y  trabajoso,  acaba  en  vida,  y  no  en  vida  que  se 
acaba,  sino  en  la  que  no  tendrá  fin;. 3-  sé  como  dice  el  gran  poeta  castc 
llano  nuestro,  fjue 

Por  estas  asperezas  so  camina 

I)e  la  inmortalidad  al  alto  asiento. 

Do  nunca  arriba  quien  de  allí  declina. 

— ¡Ay  desdichada  de  mí!,  dijo  la  sobrina,  ¡que  también  mi  señor  es 
poeta!  Todo  lo  sabe,  todo  lo  alcanza;  yo  apostaré  que  si  quisiera  ser  al- 
bañil,  que  supiera  fabricar  una  casa  como  una  jaula. 

— Yo  te  prometo,  sobrina,  respondió  Don  (Quijote,  que  si  estos  pen- 
samientos caballerescos  no  me  llevasen  tras  sí  todos  los  sentidos,  que 
no  habría  cosa  que  yo  no  hiciese  ni  curiosidad  (|ue  no  saliese  de  mis 
manos,  especialmente  jaulas  y  palillos  de  dientes. 


l'AIM'E    SKUUNDA. CAPITULO    VI 


4a;") 


A  este  tiempo  Uiuiiaron  ú  la  puerta,  y  preguntando  (luién  llamaba, 
espondió  Sancho  l'anza  que  él  era;  y  apenas-  le  hubo  conocido  el  ama, 
uando  corrió  á  esconderse  por  no  verle:  tanto  le  aborrecía.  Abrióle  la 
obrina,  salió  á  recilárle  con  los  brazos  abiertos  su  señor  Don  Quijote, 
encerráronse  los  dos  en  su  aposento,  donde  tuvieron  otro  colofiuio, 
|ue  no  le  hace  ventnj;)  el  pasado. 


"5 


cAPrrrLO  vii 

De  lo  que  pasó  Don  Quijote  con  su  escudero,  con  otros  sucesos  famosísimos 


PENAS  vio  el  ama  que  Sancho  Tanza  se  encerraba  con  su  señor 
cuando  dio  en  la  cuenta  de  sus  tratos;  y  iniaf^inando  que  d( 
aquella  consulta  había  de  salir  la  resolución  de  su  tercera  sa 
hda,  y  tomando  su  manto,  toda  llena  de  congoja  y  pesadum 
bre,  se  fué  á  buscar  al  bachiller  Sansón  Carrasco,  jjareciéndole  que  ])0] 
ser  bien  hablado,  y  amigo  fresco  de  su  señor,  le  podría  jíersuadir  á  <  {U< 
dejase  tan  desvariado  propósito.  Hallóle  paseándose  por  el  patio  de  si 
casa,  y  en  viéndole,  se  dejó  caer  ante  sus  pies,  trasudando  y  congojosa 
(,'Uando  la  vio  Carrasco  con  ]imestras  tan  doloridas  y  sobresaltadas 
le  dijo:  «¿Qué  es  esto,  señora  ama?  ¿Qué  le  ha  acontecido,  que  parecí 
que  se  le  quiere  arrancar  el  ulma? » 

— No  es  nada,  señor  Sansón  mío,  sino  que  mi  amo  se  sale;  sálese 
sin  duda. 

— ¿Y  por  dónde  se  sale,  señora?,  preguntó  Sansón;  ¿básele  roto  algu 
na  parte  de  su  cuerpo? 

—  No  se  sale,  respondió  ella,  sino  por  la  puerta  de  su  locura;  quiere 
decir,  sefior  bachiller  de  mi  ánima,  que  quiere  salir  otra  vez  (que  coi 
ésta  será  la  tercera)  á  buscar  por  ese  mundo  lo  que  él  llama  aventuras 
que  yo  no  puedo  entender  cómo  les  da  este  nombre.  La  vez  primerí 
nos  le  volvieron  atravesado  sobre  un  jumento,  molido  á  palos;  li 
segunda  vino  en  un  carro  de  bueyes,  metido  y  encerrado  en  una  jaula 
adonde  él  se  daba  á  entender  que  estaba  encantado,  y  venía  tal   (■ 


PARTE    8EGUNDA. CAPITULO    VII  457 

ste,  que  no  le  conociera  la  madre  cjue  le  parió;    flaco,  amarillo,  los 

)S   hundidos  en  los  últimos  camaranchones  del  celebro;   que  para 

berle  de  volver  al.mín  tanto  en  sí,  o;asté  más  de  seiscientos  huevos, 

ino  lo  sabe  Dios  y  todo  el  mundo,  y  mis  í^allinas,  que  no  me  dejarán 

:-ntir. 

— Eso  creo  yo  muy  bien,  respondió  el  bachiller;  (¡ue  ellas  son  tan 

lenas,  tan  gordas  y  tan  bien  criadas,  que  no  dirán  una  cosa  por  otra, 

reventasen.  En  efeto.  señora  ama,  ¿no  hay  otra  cosa,  ni  ha  sucedido 

'O  desmán  alguno,  sino  el  que  se  teme  que  quiere  hacer  el  señor 

m  QuijoteV 

— Xo,  señor,  res})ondió  ella. 

—  Pues  no  tenga  pena,  respondió  el  l).\chiller.  sino  vayase  en  hora 
ena  á  su  casa,  y  téngame  aderezado  de  almorzar  alguna  cosa  calien- 
y  de  camino  vaya  rezando  la  oración  de  Santa  Apolonia,  si  es  que  la 

:)e;  que  yo  iré  luego  allá,  y  verá  maravillas. 

—  ¡Cuitada  de  mí!,  replicó  el  ama:  ¿la  oración  de  santa  Apolonia  dice 
esa  merced  que  receV  P^so  fuera  si  mi  amo  lo  hubiera  de  las  muelas; 
ro  no  la  ha  sino  de  los  cascos. 

— Yo  sé  lo  que  digo,  señora  ama;  vayase,  y  no  se  ponga  á  disputar 
innigo,  pues  sabe  que  soy  bachiller  por  Salamanca,  que  no  hay  más 
e  bachillear,  respondió  Carrasco;  y  con  esto  se  fué  el  ama,  y  el  l)a- 
iller  fué  luego  á  buscar  al  Cura,  á  comunicar  con  él  lo  que  se  dirá  ¡i 
tiempo. 

En  el  que  estuvieron  encerrados  Don  Quijote  y  Sancho,  pasaron  las 
'.ones  que  con  nmcha  puntualidad  y  verdadera  relación  cuenta  la 
^toria. 

Dijo  Sancho  á  su  amo:  «Señor,  ya  yo  tengo  medio  relucida  á  mi  mu- 
'  á  que  me  deje  ir  con  vuesa  merced  adonde  quisiere  llevarme. » 
— Reducida  has  de  decir,  Sancho,  dijo  Don  Quijote;  que  no  relu- 
la. 

— Una  ó  dos  veces,  respondió  SancKo,  si  mal  no  me  acuerdo,  he 
plicado  á  vuesa  merced  que  no  me  enmiende  los  vocablos,  si  es  que 
tiende  lo  que  quiero  decir  en  ellos,  y  que  cuando  no  los  entienda, 
:;a:  «Sancho,  ó  diablo,  no  te  entiendo»;  y  si  yo  no  me  declarare,  en- 
ices  podrá  enmendarme;  que  yo  soy  tan  fócil... 

— No  te  entiendo,  Sancho,  dijo  luego  Don  (Quijote;  pues  no  sé  qué 
iere  decir  «soy  tan  fócil». 

—  «Tan  fócil». quiere  decir,  respondió  Sancho,  «soy  tan  así». 
— Menos  te  entiendo  ahora,  replicó  Don  Quijote. 

— Pues  si  no  me  puede  entender,  respondió  Sancho,  no  sé  cómo  lo 
:í\;  no  sé  más,  y  Dios  sea  conmigo. 

— Ya,  ya  caigo,  respondió  Don  Quijote,  en  ello:  tú  quieres  decir  que 
^s  tan  dócil,  blando  y  mañero,  (jue  tomarás  en  cuenta  lo  ([ue  yo  te 
ere,  y  pasarás  por  lo  que  te  enseñare. 

—  Apostaré  yo,  dijo  Sancho,  que  desde  el  emprincipio  me  caló  y  me 
tendió,  sino  que  quiso  turbarme,  por  oirme  decir  otras  docientas  pa- 
•hadas. 


458  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Podría  ser,  replicó  Don  Quijote.  Y,  en  eíeto,  ¿qué  dice  Teresa.-' 

— ^Teresa  dice,  dijo  Sancho,  que  ate  bien  mi  dedo  con  vuesa  merced 
y  que  hablen  cartas  y  callen  barbas,  porque  quien  destaja  no  baraja 
})ues  más  vale  un  toma  que  dos  te  daré;  y  yo  digo  que  el  consejo  de  L 
mujer  es  poco,  y  el  que  no  le  toma  es  loco. 

— Y  yo  lo  digo  también,  respondió  Don  Quijote.  Decid  Sancho  ami 
go;  pasad  adelante;  c[ue  habláis  hoy  de  perlas. 

— Es  el  caso,  replicó  Sancho,  que,  como  vuesa  merced  mejor  sabe 
todos  estamos  sujetos  á  la  nmerte,  y  que  hoy  somos  y  mañana  no,  y  (|Ui 
tan  presto  se  va  el  cordero  como  el  Carnero,  y  que  nadie  })uede  prome 
terse  en  este  mundo  más  horas  de  vida  de  las  que  Dios  quisiere  darle 
porque  la  muerte  es  sorda,  y  cuando  llega  á  llamar  á  las  puertas  d 
nuestra  vida,  siempre  va  de  priesa,  y  no  la  harán  detener  ni  ruegos,  b 
fuerzas,  ni  cetros,  ni  mitras,  según  es  pública  voz  y  fama,  y  según  no 
lo  dicen  por  esos  pulpitos. 

— Todo  eso  es  verdad,  dijo  Don  (,^uijote;  })ero  no  sé  dónde  v¡i> 
}>arar. 

— Voy  á  parar,  dijo  Sandio,  en  que  vuesa  merced  rae  señale  sa 
lario  conocido,  de  lo  que  me  ha  de  dar  cada  mes,  el  tiempo  c^ue  1 
sirviere,  y  que  el  tal  salario  se  me  pague  de  su  hacienda;  que  n> 
quiero  estar  á  mercedes,  que  llegan  tarde  ó  mal  ó  nunca;  con  lo  mí 
me  ayude  Dios.  Kn  ñn,  yo  quiero  saber  lo  que  gano,  poco  ó  much' 
que  sea;  que  sobre  un  huevo  pone  la  gallina,  y  muchos  i)ocos  hace] 
un  mucho,  y  nnentras  se  gana  algo  no  se  pierde  nada.  Verdad  se. 
(|ue  si  sucediese  (lo  cual  ni  lo  creo  ni  lo  desespero)  que  vuesa  merce( 
me  diese  la  ínsula  que  me  tiene  prometida,  no  soy  tan  ingrato  ni  llev 
las  cosas  tan  por  los  cabos,  que  no  querré  que  se  aprecie  lo  que  mon 
tare  la  renta  de  la  tal  ínsula,  y  se  descuente  de  mi  salario,  gata  ]K) 
cantidad. 

— Sancho  amigo,  respondió  Don  (Quijote,  á  las  veces  tan  buena  siiel 
ser  una  rata  como  una  gata. 

— Ya  entiendo,  dijo  Sancho;  yo  apostaré  que  había  de  decir  ratí/, 
no  gota:  pero  no  imjjorta  nada,  pues  vuesa  merced  me  ha  entendido. 

— Y  tan  entendido,  respondió  Don  (Quijote,  que  he  penetrado  1 
último  de  tus  pensamientos  y  sé  al  blanco  que  tiras  con  las  innuinen 
bles  saetas  de  tus  refranes.  Mira,  Sancho,  yo  bien  te  señalaría  salarie 
si  hubiera  hallado  en  alguna  de  las  historias  de  los  caballeros  andante 
ejemplo  que  me  descubriese  y  mostrase  por  algún  pequeño  resquici 
qué  es  lo  que  los  escuderos  solían  ganar  cada  mes  ó  cada  año;  pero  y 
he  leído  todas  ó  las  más  de  sus  historias,  y  no  me  acuerdo  haber  Icíd 
(|ue  ningún  caballero  andante  haya  señalado  conocido  salario  a  í- 
escudero;  sólo  sé  que  todos  servían  á  merced,  y  que  cuando  mcín 
se  lo  pensaban,  si  á  sus  señores  les  había  corrido  bien  la  suerte,  í 
hallaban  premiados  con  una  ínsula  ó  con  otra  cosa  equivalente,  y  pe- 
lo menos  quedaban  con  título  y  señoría.  Si  con  estas  esperanzas 
advertimientos,  vos,  Sancho,  gustáis  de  volver  á  servirme,  sea  en  buer 
hora;  que  pensar  que  yo  he  de  sacar  de  sus  términos  y  quicio  la  anl 


PAKTE    segunda. CAPÍTULO.  TIÍ  45i> 


na  nsair/a  de  la  caballería  andante,  es  pensar  en  lo  excusado.  Así 
ue,  Sancho  uno,  volveos  á  vuestra  casa  y  deelaiad  a  vuestra  Teresa  mi 
itencion;  y  si  ella  jiustare  y  vos  «íustJirefles  de  esíar  á  merced  conmigo, 
^ne  qnidem:  y  si  uo,  tan  amigos  como  de  antes;  que  si  al  palomar  no  le 
ilta  celDo,  no  le  faltarán  palomas;  y  advertid,  hijo,  tjue  vale  más  bue- 
a  esj>eranza  ([ue  ruin  posesión,  y  buena  oferta  que  mala  paga.  Hablo 
esta  manera,  Sandio,  por  daros  á  entender  que  también,  corno  vos,  sé 
o  aiTOJar  refranes  como  llovidos;  y  tinahnente,  (quiero  decir,  y  os  digo, 
ue  si  no  queréis  venir  á  merced  conmigo' y  correr  la  suerte  que  yo  co- 
•iere,  que  Dios  (juede  cf)n  vos  y  os  liaga  un  santo;  que  á  mí  no  me  fal- 
irán  escuderos  más  obedientes,  mas  solícitos  y  no  tan  empachados  ni 
in  habladores  como  vos. 

Cuando  Sancho  oyó  la  firme  resoluci()n  de  su  amo,  se  le  anublo  el 
icio  y  se  le  cayeron  las  alas  del  corazón,  ponjue  tenía  creído  que  su  se- 
or  no  se  iría  sin  él  por  todos  los  haberes  del  mundo;  y  así  estando  sus- 
■enso  y  pensativo,  entn')  Sansón  ( 'arrasco,  y  el  ama  y  la  sobrina,  deseó- 
os de  oir  con  (jué  razones  persuadía  á  su  señor  que  no  tornase  á  hús- 
ar las  aventuras. 

Llegó  Sansón,  so(!aiTÓn  famoso,  y  abrazándole  como  la  vez  primera, 
on  voz  levantada  le  dijo:  «¡Oh  ttor  de  la  andante  caballería!  ¡Oh  luz 
esplandeciente  de  las  armas!  ¡Oh  honor  y  esjiejo  de  la  nación  española! 
*lega  á  r>ios  Todopoderoso,  donde  nicis  largamente  se  contiene,  que  la 
•ersona  ó  personas  (jue  j)usieren  impedimento  y  estorl>aren  tu  tercera 
alida,  que  no  la  hallen  en  el  lal)erinto  de  sus  deseos  ni  jamás  se  les 
umpla  lo  que  más  desearen!*  Y  volviéndose  al  ama,  le  dijo:  «Bien 
uede  la  señora  ama  no  rezar  más  la  oraci()n  de  santa  Apolonia;  que 
o  sé  que  es  determinación  precisa  de  las  esferas  que  el  señor  Don 
Quijote  vuelva  á  ejecutar  sus  antiguos  y  nuevos  pensamientos;  y  yo 
ucargaría  mucho  mi  conciencia  si  no  instigase  y  i)ers'uadiese  á  este 
aballero  que  no  tenga  más  tiempo  encogida  y  detenida  la  fuerza  de  su 
aleroso  brazo  y  la  bondad  de  su  ánimo  valentísimo,  porque  defrauda 
on  su  tardanza  el  derecho  de  los  tuertos,  el  amparo  de  los  huérfanos, 
i  honra  de  las  doncellas,  el  favor  de  las  viudas  y  el  arrimo  de  las  ca- 
adas,  y  otras  cosas  deste  jaez,  que  tocan,  atañen,  dependen  y  son  ane- 
as á  la  Orden  de  la  caballería  andante.  Ea.  señor  Don  Quijote  mío, 
lermoso  y  bravo,  antes  hoy  que  mañana,  se  ponga  vuesa  merced  y  su 
;ran  rocín,  en  camino;  y  si  alguna  cosa  faltare  \rá.vñ  ponerlo  en  ejecu- 
ión,  aquí  estoy  yo  para  suplirla  con  mi  persona  y  hacienda;  y  si  fuere 
lecesidad  servir  á  su  magnificencia  de  escudero,  lo  tendré  á  felicísima 
entura». 

A  esta  sazón  dijo  Don  Quijote,  volviéndose  á  Sancho:  «¿No  te  dije 
o,  Sancho,  que  me  habían  de  sobrar  escuderos?  ¡Mira  quién  se  ofrece 
.  serlo,  sino  el  íijíílito, bachiller  Sansón  Carrasco,  perpetuo  trastulo  y 
ogocijador  de  los  i)atios  de  las  escuelas  salmanticenses,  sano  de  su 
)ersona,  ágil  de  sus  miembros,  callado,  sufridor  así  del  calor  como  del 
río,  así  de  la  hambre  como  de  la  sed,  con  todas  aquellas  partes  que  se 
equieren  para  ser  escudero  de  un  caballero  andante!  Pero  no  permita 


460  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

el  cielo  que,  por  seguir  mi  gusto,  desbarate  y  quiebre  la  coluna  de  las 
letras  y  el  vaso  de  las  ciencias,  y  tronque  la  palma  eminente  de  las 
buenas  y  liberales  artes.  Quédese  el  nuevo  Sansón  en  su  patria,  y  hon- 
rándola, honre  juntamente  las  canas  de  sus  ancianos  padres;  que  yo 
con  cualquier  escudero  estaré  contento,  ya  que  Sancho  no  se  digna  de 
venir  conmigo.» 

— -Sí  digno,  respondió  Sancho,  enternecido  y  llenos  de  lágrimas  los 
ojos;  y  prosiguió :  No  se  dirá  por  mí,  señor  mío:  el  pan  comido  y  la 
compañía  deshecha.  Sí,  que  no  vengo  yo  de  alguna  alcurnia  desagra- 
decida; que  ya  sabe  todo  el  mundo,  y  especialmente  mi  pueblo,  quién 
fueron  los  Panzas,  de  quien  yo  deciendo;  y  más  que  tengo  conocido  y 
calado  por  muchas  buenas  obras  y  por  más  buenas  palabras,  el  deseo 
que  vuesa  merced  tiene  de  hacerme  merced;  y  si  me  he  puesto  en  cuen- 
tas de  tanto  más  cuanto  acerca  de  mi  salario,  ha  sido  por  complacer  á 
mi  mujer,  la  cual,  cuando  toma  la  mano  á  persuadir  una  cosa,  no  hay 
mazo  que  tanto  apriete  los  aros  de  una  cuba  como  ella  aprieta  á  que  se 
haga  lo  que  quiere;  pero,  en  efeto,  el  hombre  ha  de  ser  hombre,  y  la 
mujer,  mujer;  y  pues  yo  soy  hombre  donde  quiera  (que  no  lo  puedo 
negar),  también  lo  quiero  ser  en  mi  casa,  pese  á  quien  pesare;  y  así  no 
hay  más  que  hacer  sino  que  vuestra  merced  ordene  su  testamento  con 
su  codicilo,  en  modo  que  no  se  pueda  revolcar,  y  pongámonos  luego  en 
camino,  porque  no  padezca  el  alma  del  señor  Sansón,  que  dice  que  sr 
conciencia  le  lita  que  persuada  á  vuesa  merced  á  salir  vez  tercera  por 
ese  mundo;  y  yo  de  nuevo  me  ofrezco  á  servir  á  vuesa  merced  fiel  y 
legahnente,  tan  bien  y  mejor  (jue  cuantos  escuderos  han  servido  á  ca- 
balleros andantes  en  los  pasados  y  presentes  tiempos. 

Admirado  quedó  el  bachiller  de  oir  el  término  y  modo  de  hablar  de 
Sancho  Panza;  que  puesto  que  había  leído  la  primera  historia  de  su  se- 
ñor, nunca  cr&yó  que  era  tan  gracioso  como  allí  le  pintan;  pero  oyén- 
dole decir  aliora  «testamento  y  codicilo  que  no  se  pueda  revolcar  y,  en 
lugar  de  «testamento  y  codicilo  que  no  se  pueda  reroc«r»,  creyó  todo  lo 
({ue  del  había  leído,  y  confirmólo  por  uno  de  los  más  solemnes  mente- 
catos de  nuestros  siglos,  y  dijo  entre  sí  que  tales  dos  locos  como  amo  y 
mozo  no  se  habrían  visto  en  el  mundo.  Finalmente,  Don  Quijote  y 
Sancho  se  abrazaron  y  quedaron  amigos;  y  con  parecer  y  beneplácito 
del  gran  Carrasco,  que  por  entonces  era  su  oráculo,  se  ordenó  que  de 
allí  á  tres  días  fuese  su  partida,  en  los  cuales  habría  lugar  de  aderezar 
lo  necesario  para  el  viaje  y  de  buscar  una  celada  de  encaje,  que  en  to 
das  manera?,  dijo  Don  Quijote  que  la  había  de  llevar.  Ofreciósela  San- 
són, porque  sabía  no  se  la  negaría  un  amigo  suyo  que  la  tenía;  jmesto 
([ue  estaba  más  escura  por  el  orín  y  el  moho,  que  clara  y  liinpia  \)ov  el 
terso  acero. 

Los  maldiciones  que  las  dos,  ama  y  sobrina,  echaron  al  bachiller  uc 
tuvieron  cuento;  mesaron  sus  cabellos,  arañaron  sus  rostros,  y  al 
modo  de  las  endechaderas  que  se  usaban,  lamentaron  la  partida  come 
si  fuera  la  muerte  de  su  señor.  El  designio  que  tuvo  Sansón  para  per 
suadirle   á   que  otra   vez   saliese,    fué  hacer   lo   que   adelante   cuenta 


PAUTE  SEGUNDA. CAIUTULO  VH 


461 


a  historia;  todo  por  consejo  del  Cura  y  del  barbero,  con  quien  él 
ntes  lo  había  comunicado.  Fa\  resolución,  en  aquellos  tres  días  Don 
Quijote  y  Sancho  se  acomodaron  de  lo  que  les  pareció  convenirles,  y 
labiendo  aplacado  Sancho  á  su  mujer,  y  Don  Quijote  á  su  sobrina  y  á 
u  ama,  al  anochecer,  sin  que  nadie  lo  viese  sino  el  bachiller,  que  quiso 
icompañarles  media  legua  del  lugar,  se  pusieron  en  camino  del  Tobo 
o.  Don  Quijote  sobre  su  buen  Rocinante,  y  Sancho  sobre  su  antiguo 
lucio,  proveídas  las  alforjas  de  cosas  tocantes  á  la  bucólica,  y  la  bolsa 
le  dineros,  que  le  dio  Don  Quijote  para  lo,  que  se  ofreciese.  Abrazóle 
-Sansón,  y  suplicóle  le  avisase  de  su  Iniena  ó  mala  suerte,  para  alegrar- 
le con  ésta  ó  entristecerse  con  aquélla,  como  las  leyes  de  su  amistad  pe- 
lían.  Prometióselo  Don  Quijote;  dio  Sansón  la  vuelta  á  su  lugar,  y  loa 
los  tomaron  la  de  la  gran  ciudad  del  Toboso. 


X-: 


CATÍTULO    VIH 

Donde  se  cuenta  lo  que  le  sucedió  á  Don  Quijote,  yendo  á  ver  su  señora 
Dulcinea  del  Toboso. 


EXDITO  HiiA  el  poderoso  Alá!,  dice  Hameíe  Beneiigeli  al  eoinien- 
1^  zo  deste  octavo  capítulo;  ¡bendito  sea  Alá!,  repite  tres  veces;  y 
LT#  dice  que  da  estas  bendiciones .  por  ver  que  tiene  ya  en  campaña 
á  Don  Quijote  y  á  Sancho,  y  que  los  letores  de  su  agradabk 
historia  pueden  hacer  cuenta  que  desde  este  punto  comienzan  las  haza 
ñas  y  donaires  de  Don  (¿uijote  y  de  su  escudero;  persuádeles  que  se  leí- 
olviden  las  pasadas  caballerías  del  Ingenioso  Hidalgo,  y  poníjan  los  ojos 
en  las  que  están  por  venir,  que  desde  agora  en  el  camino  del  Tobóse 
comienzan,  como  las  otras  comenzaron  en  los  campos  de  Montiel;  y  nc 
es  mucho  para  lo  que  pide  para  tanto  como  él  promete,  y  así  prosioue 
diciendo: 

Solos  quedaron  Don  Quijote  y  Sancho,  y  apenas  se  hubo  apartadc 
Sansón,  cuando  comenzó  á  relinchar  Rocinante  y  á  sospirar  el  Rucio, 
que  de  entrambos,  caballero  y  escudero,  fué  tenido  á  buena  señal  y  ])0i 
felicísimo  agüero;  aunque,  si  se  ha  de  contar  la  verdad,  más  fueron 
los  sospiros  y  rebuznos  del  Rucio  qne  los  relinchos  del  ro.cín,  de  donde 
coligió  Sancho  que  su  ventura  había  de  sobrepujar  y  ponerse  encima 
de  la  de  su  señor,  fundándose  no  sé  en  qué  astrología  judiciaria  que  éi 
se  sabía,  puesto  que  la  historia  no  lo  declara;  sólo  le  oyeron  decir  que 
cuando  tropezaba  ó  caía,  se  holgara  no  haber  salido  de  casa,  porque 
del  tropezar  ó  caer  no  se  sacaba  otra  cosa  sino  el  zapato  roto  y  las. eos 
tillas  quebradas;  y  aunejue  tonto,  no  andaba  en  esto  muy  fuera  de  ca 
mino. 

Díjole  Don  Quijote:  «Sancho  amigo,  la  noche  se  nos  va  entrando  í 
más  andar  y  con  más  escuridad  de  la  que  habíamos  menester  pan 


PARTE  SEGUNDA. CAPITULO    VIII 


4()P> 


alcanzar  á  ver  con  el  día  al  Toboso,  adonde  tengo  determinado  de, ir 
wtes  que  en  otra  ventura  me  ponga,  y  allí  tomaré  la  bendic  ón  y  buena 
ucencia  de  la  sin  par  Dulcinea,  con  la  cual  licencia  pienso  y  ten^o  par 
:;ierto  de  acabar  y  dar  felice  cima  á  toda  peligrosa  aventura,  porque 
linguna  cosa  desta  vida  bace  más  valientes  á  los  caballeros  andantes^ 
|ue  verse  favorecidos  de  sus  damas.» 

— Yo  así  lo  creo,  respondió  Sandio;  pero  tengo  por  diticultoso  que 
v^uesa  merced  pueda  bablarla  ni  verse  con  ella,  en  parte  u  lo  menos  que 
pueda  recebir  su  bendición,  si  ya  no  se  la  echa  desde  las  bardas  del  co- 
rral, por  ionde  yo  la  vi  la  vez  postrera,  cuando  le  llevé  la  carta  donde 
iban  las  imovas  de  las  sandeces  y  locuras  <iue  vuesa  meived  <|uedal){i. 
haciendo  en  d  corazón  de  Sierra  Morena. 

— ¡Bardas  de  corral  se  te  antejaron  aquellas,  Sanclu»,  dijo  Don  t^ui- 
ijcte.  adonde  ó  por  donde  viste  aquella  jamás  bastantemente   :ilnbadír 


Mas  liiuiui!  los  Suspiros  y  rebuznos  del  iUuiu  .jiit  l.j.s  icIíücIioh  del  n.uiii. 

¡tileza  y  hermosura!  No  debían  de  ser  sino  galerías  ó  corredores  ó  Ion-. 

-   ()  como  las  llaman,  de  ricos  y  reales  palacios. 

— Todo  pudo  ser,  respondió  Sancho;  pero  á  mí  bardas  me  parecieron; 
í8Í  no  es  que  soy  falto  de  memoria. 

— Con  todo  eso,  vamos  allá,  Sancho.  re})licó  Don  Quijote,  que  como 
^0  la  vea,  eso  se  me  da  que  sea  por  bardas  que  por  ventanas  ó  por  res 
inicios  ó  verjas  de  jardines,  que  cualquier  rayo  que  del  sol  de  su  belie^ 
legue  á  mis  ojos  alumbrará  mi  entendimiento  y  fortalecerá  mi  cera- 
...i  de  modo,  que  quede  único  y  sin  igual  en  la  discreción  y  eu  la  \ a- 
entía. 

— Pues,  en  verdad,  señor,  respondió  Sancho,  que  cuando  yo  vi  ese  soí 
le  la  señora  Dulcinea  del  Toboso,  que  no  estaba  tan  claro,  que  pudiese 
■<har  de  sí  rayos  algunos,  y  debió  de  ser  que  como  su  merced  estaba 
lechando  aquel  trigo  que  dije,  el  mucho  polvo  que  cacaba  se  le  puso 
íomo  nube  ante  el  rostro  y  se  le  escureció. 

— ¿Que  todavía  das,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  en  decir,  en  pensar'; 

B.  P.— XX  u 


464  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

en  creer  y  en  porñar  que  mi  señora  Dulcinea  aechaba  trigo,  siendo  es( 
un  menester  y  ejerjicio  que  va  desviado  de  todo  lo  que  hacen  y  debei 
liacer  las  personas  principales  que  están  constituidas  y  guardadas  parí 
otros  ejercicios  y  entretenimientos,  que  muestran  á  tiro  de  ballesta  su 
principahdad?  Mal  se  te  acuerdan  á  ti,  ¡oh  Sanche!,  aquellos  versos  d- 
nuestro  poeta,  donde  nos  pinta  las  labores  que  hacían,  allá  en  sus  me 
radas  de  cristal,  aquellas  cuatro  ninfas  que  del  Tajo  amado  sacaron  la  i 
cabezas,  y  se  sentaron  á  labrar  en  el  prado   veide  aquellas  rica¿  tela 
que  allí  el  ingenioso  poeta  nos  describe,  que  todas  eran  de  oro,  sirgo  ;\ 
perlas  compuestas  y  tejidas,  y  desta  manera  debía  de  ser  la  de  mi  sí 
ñera  cuando  tú  la  viste;  sino  que  la  envidia  que  algún  mal  encantado 
debe  de  tener  á  mis  cosas,  todas  las  que  me  han  de  dar  gusto  trueca 
vuelve  en  diferentes  figuras  que  ellas  tienen,  y  así  temo  que  en  aquel! 
liistoria,  que  dicen  que  anda  impresa  de  mis  hazañas,  si  por  ventura  h 
sido  su  autor  algún  sabio  mi  enemigo,   habrá  puesto  unas  cosas  pe 
otras,   mezclando  con  una  verdad  mil  mentiras,   divirtiéndose  á  coEta 
otras  acciones,  fuera  de  lo  que  requiere  la  continuación  de  una  verdí 
dera  historia.  ¡Oh  envidia,  raíz  de  infinitos  males  y  carcoma  de  las  vi 
tudes!  Todos  los  vicios,  Sancho  traen  un  no  sé  qué  de  deleite  consigí 
pero  el  de  la  envidia  no  trae  sino  disgustos,  rancores  y  rabias. 

— Eso  es  lo  que  yo  digo  también,  respondió  Sancho,  y  pienso  que  e 
esa  leyenda  ó  historia  que  nos  dijo  el   bachiller  Carrasco  que  de  no 
otros  había  visto,  debe  de  andar  mi  honra  á  «coche  acá,  cinchado», 
como  dicen,  al  estricote,  aquí  y  allí,  barriendo  las  calles.  Pues  á  fe  (  i 
bueno,  que  no  he  dicho  yo  mal  de  ningún  encantador,  ni  tengo  tant( 
bienes,  que  pueda  ser  envidiado.   Bien  es  verdad  que  so}^  algo  ma] 
cioso  y  que  tengo  mis  ciertos  asomos  de  beltaco;  pero  todo  lo  cubre 
tapa  la  gran  capa  de  la  simpleza  mía,  siempre  natural  y  nunca  arti: 
ciosa,  y  cuando  otra  cosa  no  tuviese  sino  el  creer,  como  siempre  ere 
firme  y  verdaderamente  en  Dios  y  en  todo  aquello  que  tiene  y  cree 
santa  Iglesia  católica  romana,  y  el  ser  enemigo  mortal,  como  lo  soy,  ( 
los  judíos,  debían  los  historiadores  tener  misericordia  de  mí  y  tratarn 
bien  en  sus   escritos;  pero  digan  lo  que  quisieren,  que  desnudo  na( 
desnudo  me  hallo,  ni  pierdo  ni  gano;  aunque,  por  verme  puesto  en 
bros  y  andar  por  ese  mundo  de  mano  en  mano,   no  se  me  da  un  hij 
que  digan  de  mí  todo  lo  que  quisieren. 

—  Eso  me  parece,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  á  lo  que  sucedió  á  i 
famoso  poeta  destos  tiempos,  el  cual,  habiendo  hecho  una  malicio 
sátira  contra  todas  las  damas  cortesanas,  no  puso  ni  nombró  en  ella 
una  dama,  que  se  podía  dudar  si  lo  era  ó  no,  la  cual,  viendo  que  i 
estaba  en  la  lista  de  las  demás,  se  quejó  al  poeta,  diciéndole  que  q 
había  visto  en  ella  para  no  ponerla  en  el  número  de  las  otras,  y  q 
alargase  la  sátira  y  la  pusiese  en  el  ensanche;  si  no,  que  mirase  para 
que  había  nacido.  Hízolo  así  el  poeta,  y  púsola  cual  no  digan  duem 
y  ella  quedó  satisfecha  por  verse  con  fama,  aunque  infame.  Tambi  • 
viene  con  esto  lo  que  cuentan  de  a|uel  pastor  que  puso  fuego 
abrasó  el  templo  famoso  de  Diana,   contado  por  una  de  las  siete  n 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    VIH  4(55 


•avillrts  del  mundo,  sólo  porque  quedase  vivo  su  nombre  en  los  siglos 
nideros;  y  aunque  se  mandó  que  nadie  le  nombrase,  ni  hiciese  por 
¡abra  ó  por  escrito  mención  de  su  nombre,  porque  no  consiguiese  el 
in  de  su  deseo,  todavía  se  sui)o  que  se  llamaba  Eróstrato.  También 
'lnde  á  esto  lo  que  sucedió  al  grande  emperador  Carlos  Quinto  con  un 
I  callero  en  Roma.  Quiso  ver  el  Emperador  aquel  famoso  templo  de  la 
tunda,  que  en  la  antigüedad  se  llamó  el  templo  de  todos  los  dioses,  y 
ira,  con  mejor  advocación,  se  llama  de  todos  los  santos,  y  es  el  edi- 
lo  que  nvas  entero  ha  quedado  de  los  que  alzó  la  gentilidad  en  Roma, 
.  s  el  que  más  conserva  la  lama  de  la  grandiosidad  y  magnificencia 
sus  fundadores.  El  es  de  hechura  de  una  media  naranja,  grandísimo 
extremo,  y  está  muy  claro,  sin  entrarle  otra  luz  que  la  que  le  con- 
ie  una  ventana  (ó  por  mejor  decir,  claraboya)  redonda,  que  está  en 
cima,  desde  la  cual,  mirando  el  Emperador  el  edificio,  estaba  con  él 
i  su  lado  un  caballero  romano,  declarándole  los  primores  y  sutilezas 
aquella  gran  máquina  y  memorable  arquitetura,  y  habiéndose  qui- 
lo de  la  claraboya,  dijí)  al  Emperador:   <Mil  veces.  Sacra  Majestad, 
'■  vino  deseo  de  abrazarme  con  Vuestra  Majestad  y  arrojarme  de  aque 
claraboya  abajo  por  dejar  de  mí  fama  eterna  tn  el  nmndo.» 
— Yo  os  agradezco,  respondió  el  Emperador,  el  no  haber  puesto  tan 
al  pensamiento  en  efeto;  y  de  aquí  en  adelante  no  os  pondré  yo  en 
isión  que  volváis  á  hacer  prueba  de  vuestra  lealtad;  y  así,  os  mando 
IV  jamás  me  habléis  ni  estéis  donde  yo  estuviere»;  y  iras  estas  pala- 
as  le  hizo  una  gran  merced.  Quiero  decir,  Sancho,  que  el  deseo  de 
anzar  fama  es  activo  en  gran  manera.  ^.C^uién  piensas  tú  que  arrojó 
Horacio  del  puente  abajo,  armado  de  todas  armas,  en  la  profundidad 
1  Tihre?  ¿Quién  abrasó  el  brazo  y  la  mano  á  Murcio?  ¿Quién  impeUó 
»  urcio  á  lanzarse  en  la  profunda  sima  ardiente  (^ue  apareció  en  la  ini- 
'\  de  RomaV  ¿Quién,  contra  todos  los  agüeros  que  en  contra  se  le  ha- 
an  mostrado,  hizo  pasar  el  Rubicón  á  JuHo  CésarV  Y  con  ejemplos 
as  modernos,  ¿quién  barrenó  los  navios  y  dejó  en  seco  y  aislados  los 
ilerosos  españoles  guiados  por  el  cortesísimo  Cortés  en  el  Nuevo  Mun- 
'':'  Todas  estas  y  otras  grandes  y  diferentes  hazañas  son,  fueron  y  se- 
n  oleras  de  la  fama,  que  los  mortales  desean  como  [>remio  y  parte  de 
inmortalidad  que  sus  famosos  hechos  merecen;  puesto  que  los  cris- 
iiios  católicos  y  andantes  caballeros  más  habernos  de  atender  &  la  glo- 
a   de  los  siglos   venideros,   que  es  eterna  en  las  regiones  etéreas  y 
lestes,  que  a  la  vanidad  de  la  fama,  que  en  este  presente  y  acabable 
-:1o  se  alcanza;  la  cual  fama,  por  mucho  que  dure,  en  fin  se  ha  de  aca- 
ar  con  el  mesmo  mundo,  que  tiene  su  fin  señalado:  así,  ¡olí  Sancho!, 
lie  nuestras  obras  no  han  de  salir  del  límite  que  nos  tiene  puesto  la 
ligión  cristiana  que  profesamos.  Hemos  de  matar  en  los  gigantes,  á 
soberbia;  á  la  avaricia  y  envidia,  en  la  generosidad  }  buen  pecho;  á 
ira,  en  el  reposado  continente  y  quietud  del  ánimo;  á  la  gula  y  al 
leño,  en  el  poco  comer  que  comemos  y  en  el  mucho  velar  que  velamos; 
la  lujuria  y  lascivia,  en  la  lealtad  que  guardamos  á  las  que  hemos  he- 
no señoras  de  nuestros  pensamientos;  á  la  pereza,  con  andar  por  todas 


46G  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

las  partes  del  mundo  buscando  las  ocasiones  que  nos  puedan  hacer  ]^ 
llagan,  sobre  cristianos,  famosos  caballeros.  Ves  aquí,  Sancho,  los  mt 
dios  por  donde  se  alcanzan  los  extremos  de  alabanzas  que  consigo  tra 
la  buena  fama. 

— Todo  lo  que  vuesa  merced  hasta  aquí  me  ha  dicho,  dijo  Sanche 
lo  he  entendido  muy  bien;  pero,  con  todo  eso,  querría  que  vuesa  mei 
ced  me  sorbiese  una  duda,  que  agora  en  este  punto  me  lia  venido  á  1 
memoria. 

— Asolviese,  quieres  decir,  Sancho,  dijo  Don  Quijote.  Di  en  buen  hor 
que  yo  responderé  lo  que  supiere. 

—Dígame,  señor,  prosiguió  Sancho,  esos  Julios  ó  Agostos,  y  todo 
esos  caballeros  hazañosos  que  ha  dicho,  que  ya  son  muertos,  ¿dónd 
están  agora? 

— Los  gentiles,  respe  ndió  Don  Quijote,  sin  duda  están  en  el  infierne 
los  cristianos,  si  fueron  buenos  cristianos,  ó  están  en  el  purgatorio  ó  ei. 
el  cielo. 

— Está  bien,  dijo  Sancho;  pero  sepamos  agora:  esas  sepulturas  doii: 
de  están  los  cuerpos  desos  señorazos,  ¿tienen  delante  de  sí  lámparas  d 
plata  ó  están  adornadas  las  paredes  de  sus  capillas  de  muletas,  de  moi 
tajas,  de  cabelleras,  de  piernas  y  de  ojos  de  cera?  Y  si  desto  no,  ¿de  qu 
están  adornadas? 

A  lo  ciue  respondió  Don  Quijote:  «Los  sepulcros  de  los  gentiles  fut 
n  n  por  la  mayor  parte  suntuosos  templos:  las  cenizas  del  cuerpo  d 
César  se  pusieron  sobre  una  pirámide  de  piedra  de  desmesurada  grar 
deza,  á  quien  hoy  llaman  en  Roma  la  Aguja  de  San  Pedro.  Al  eniperr. 
dor  Adriano  le  sirvió  de  sepultura  un  castillo  tan  grande  como  una  bu( 
na  aldea,  á  quien  llamaron  JIoIes  Adriani,  que  agora  es  el  castillo  d 
Santángel  en  Roma.  La  reina  Artemisa  sepultó  á  su  marido  Mausol 
en  un  sepulcro  que  se  tuvo  por  una  de  las  siete  maravillas  del  muudc 
pero  ninguna  destas  sepulturas,  ni  otras  muchas  que  tuvieron  los  gen 
tiles,  se  adornaron  con  mortajas,  ni  con  otras  ofrendas  y  señales  qu 
mostrasen  ser  santos  los  que  en  ellas  estaban  sepultados. 

— A  eso  voy,  repücó  Sancho;  y  dígame  agora,  ¿cuál  es  :iiás,  resucita 
á  un  muerto  ó  matar  á  un  gigante? 

— La  respuesta  está  en  la  mano,  respondió  Don  Quijote:  más  es  re 
sucitar  á  un  muerto. 

—Cogido  le  tengo,  dijo  Sancho.  Luego  la  fama  del  que  resucita  muei 
tos,  da  vista  á  los  ciegos,  endereza  los  cojos  y  da  salud  á  los  eifermos 
y  delante  de  su  sepultura  arden  lámparas,  y  están  llenas  sus  capillas  d. 
gentes  devotas  que  de  rodillas  adoran  sus  reUquias,  mejor  fama  será, 
para  este  y  para  el  otro  siglo,  que  la  que  dejaron  y  dejaren  cuantos  em 
peradores,*^  gentiles  y  caballeros  andantes  ha  habido  en  el  mundo. 

— También  confieso  esa  verdad,  respondió  Don  Quijote. 

—Pues  esta  fama,  estas  gracias,  estas  prerogativas  (como  llaman  ■< 
esto),  respondió  Sancho,  tier  en  los  cuerpos  y  las  reliquias  de  lo^  santos 
que  con  aprobación  y  hceneia  de  nuestra  santa  madre  Iglesia  tienei 
lámparas,  velas,  mortajas,  muletas,  pinturas,  cabelleras,  ojos,  piernas 


PARTE  SEGUNDA. CAPÍTULO    VIII  467 


m  que  aumentan  la  devoción,  y  engrandecen  su  cristiana  fama.  Los 
ieri)0S  de  los  santos  ó  sus  reliquias  llevan  los  reyes  sobre  sus  hombros, 
'esan  los  pedazos  de  sus  huesos,  adornan  y  enriquecen  con  ellos  sus 
ratorios  y  sus  más  preciados  altares. 

— ¿Qué  quieres  que  inñera.  Sancho,  de  todo  lo  que  has  dichoV,  dijo 
'on  Quijote. 

— Quiero  decir,  dijo  Sandio.  t[Uf  nos  demos  á  ser  santos,  y  alcanza- 
'mos  más  brevemente  la  buena  fama  que  pretendemos;  y  adv  erta, 
'ñor,  que  ayer  ó  antes  de  iyer  (que,  según  ha  poco,  se  puede  decir 
.'sta  manera)  canonizaron  ó  beatitícaron  dos  frailecitos  descalzos,  cuyas 
idenas  de  hierro  con  que  ceñían  y  atormentaban  sus  cuerpos,  se  tiene 
j:ora  á  grfcn  ventura  el  besarlas  y  tocarlas,  y  están  en  más  veneración 
je  está,  seg:ún  dicen,  la  espada  de  Roldan  en  la  armería  del  Rey, 
jestro  seflor,  que  Dios  guarde.  Así  que,  señor  mío.  más  vale  ser  hu- 
Jlde  frailecito,  de  cualquier  Orden  que  sea,  que  valiente  y  andante 
iballero:  más  alcanzan  con  Dios  dos  docenas  de  diciplinas  que  dos 
jl  lanzadas,  ora  las  den  á  gigantes,  ora  á  vestiglos  ó  á  endriagos. 
—Todo  eso  es  así,  respondió  Don  Quijote;  ])ero  no  todos  j»odemos 
•r  frailes,  y  nmclios  son  los  caminos  por  donde  lleva  Dios  á  los  suyos 
cielo:  religión  es  la  caballería,  caballeros  santos  hay  en  la  gloria.  ' 
-  Sí,  respondió  Sancho;  pero  yo  he  oído  decir  que  hay  más  frailes 
1  el  cielo  que  caballeros  andante:. 

—Eso  es,  respondió  Don  Quijote,  porque  es  mayor  el  número  de  los 
ligiosos  que  el  de  los  caballeros. 
— Muchos  son  los  andantes,  dijo  Sancho. 

— Muchos,  respondió  Don  Quijote;  pero  pocos  los  que  merecen  nom- 
•e  de  caballeros. 

En  estas  y  otras  semejantes  i)láticas  se  les  pasó  aquella  noche  y  el 
a  siguiente,  sin  acontecerles  cosa  que  de  contar  fuese,  de  que  no  poco 
pesó  á  Don  Quijote.  En  ñn,  el  propio  día,  al  anochecer,  des-ubrieron 
gran  ciudad  del  Toboso,  con  cuya  vista  se  le  alegraron  los  espíritus 
Don  Quijote  y  se  le  entristecieron  á  Sancho,  porque  no  sabía  la  casa 

I'  Dulcinea,  ni  en  su  vida  la  había  visto,  como  casi  no  la  había  visto 
i  señor;  de  modo  que  el  uno  por  verla,  y  el  otro  por  no  haberla  visto, 

•taban  alborotados,  y  no  imaginaba  Sancho  qué  había  de  hacer  cuan- 

)  con  su  dueño  entrase  en  el  Toboso.  Finalmente,  ordenó  Don  Quijote 

itrar  en  la  ciudad  entrada  la  noche;  y  en  tanto  que  la  hora  se  llegaba, 

que  daron  entre  unas  encinas  que  cerca  del  Toboso  estaban,  y  llegado 

determinado  punto,  entraron  en  la  ciudad,  donde  no  les  sucedió  cosa 

^  le  á  cosa  llegara. 


CAPITULO  IX 
Donde  se  cuenta  lo  que  en  él  se  verá. 


I^'kdia  noche  era  por  filo,  poco  más  ó  menos,  cuando  Don  (^uijo 
y  Sandio  dejaron  el  monte  y  entraron  en  el  Toboso.  Estal 
el  pueblo  en  un  sosegado  silencio,  porque  todos  sus  veciiK 
dormían  y  reposaban  á  pierna  tendida,  como  suele  decirse 
Era  la  noche  entreclara,  puesto  que  quisiera  Sancho  que  fuera  del  toe  i 
escura,  por  hallar  en  su  escuridad  disculpa  de  sus  enredos.   No  se  o  i 
en  todo  lugar  sino  ladridos  de  perros,  que  atronaban  los  oídos  ci 
Don  Quijote  y  tiiibaban  el  corazón  de  Sancho.  De  cuándo  en  cuánci 
rebuznaba  un  jumento,  gruñían  puercos,  mayaban  gatos,  cuyas  voc«' 
de  diferentes  sonidos  se  aumentaban  con  el  silen3Ío  de  la  noche,  toci 
lo  cual  tuvo  el  enamorado  caballero  á  mal  agüero;  i)ero  con  todo   esl 
dijo  á  Sancho:  «Sbucho,  hijo,  guía  al  palacio  de  Dulcinea:  quizá  podi 
ser  que  la  hallemos  despierta. » 

— ¿Á  qué  palacio  tengo  que  guiar?  ¡Cuerpo  del  sol!,  respondió  Sanch 
que  e^n  el  que  yo  vi  á  su  grandeza  no  era  sino  casa  muy  pequeña. 

— Debía  de  estar  retirada  entonces,  respondió  Don  Quijote,  en  algú 
pequeño  apartamiento  de  su  alcázar,  solazándose  á  solas  con  sus  doi 
celias,  como  es  uso  y  costumbre  de  las  altas  señoras  y  princesas. 

— Señor,  dijo  Sancho,  ya  que  vuesa  merced  quiere,  á  pesar  mío,  qu 
sea  alcázar  líi  casa  de  mi  señora  Dulcinea,  ¿es  hora  ésta  por  ventur 
de  hallar  la  puerta  abierta?  ¿Y  será  bien  que  demos  aldabazos  paraqr^ 
nos  ovan  v  nos  abran,   metiendo  en  alboroto  y  rumor  toda  la  gente 


PAKTE    SEGUNDA. CAPITULO    IX  469 


¿\'amos  por  dicha  á  llamar  á  casa  de  nuestras  mancebas,  como  hacen 
líos  abarraganados,  (¡uc  llfuan  y  llaman,  v  cutían  á  cualquier  hora,  por 
rtarde  que  seaV 

— Hallemos  pi-imeio  una  por  una  el  aica/ai,  irplit-o  Don  Quijote,  que 
«entonces  yo  te  diré,  Sancho,  lo  que  será  bien  que  hagamos;  y  advierte, 
Sancho,  (lue,  ó  yo  veo  poco,  ó  aquel  bulto  grande  y  sombra  que  desde 
;i(iuí  se  descubre,  la  debe  de  liacer  el  palacio  de  Dulcinea. 

-Pues  guíe  vuesa  merced,  respondió  Sancho;  quizá  será  así;  aunque 
y>  lo  veré  con  los  ojos,  y  lo  tocaré  con  las  manos,  y  aer^o  creeré  yo 
(Como  creer  que  es  ahora  de  día. 

(tuíó  Don  Quijote,  y  habiendo  andado  como  docientos  })asos,  dio 
<con  el  bulto  que  hacía  la  sombra,  y  vio  una  gran  torre,  y  luego  conoció 
tque  el  tal  edificio  no  era  alcázar,  sino  la  iglesia  principal  del  pueblo,  y 
idijo:    Con  la  iglesia  hemos  dado,  Sancho.^ 

— Ya  lo  veo,  resi)ondió  Sancho,  y  plega  á  Dios  que  no  demos  con 
nuestra  se})ultura,  que  no  es  buena  señal  andar  i)or  los  cimenterios  á 
tales  horas,  y  más  Habiendo  yo  dicho  á  vuesa  merced,  si  nial  no  me 
acuerdo,  c[ue  la  casa  desta  señora  ha  de  estar  en  una  c-allejuela  sin  sa- 
ilida. 

— ¡Maldito  seas  de  Dios,  mentecato!,  dijo  Don  (Quijote:  ¿adonde  has 
tü  hallado  (¡ue  los  alcázares  y  palacios  reales  estén  ediñcados  en  calle- 
ijuelas  sin  salida? 

— Señor,  respondió  Sancho,  en  cada  tierra  su  uso;  quizá  se  usa  aquí 
«en  el  Toboso  editicar  en  callejuelas  los  palacios  y  edificios  grandes;  y 
así  suplico  á  vuesa  merced  me  deje  buscar  })or  estas  calles  ó  callejuelas 
que  se  me  ofrecen;  podría  ser  que  en  algún  rincón  topase  con  ese  alcá- 
zar (que  le  vea  vo  comido  de  perros).  (|nt'  así  nos  linc  coiTidos  y  asen- 
idereados. 

— Habla  con  repelo.  Sancho,  de  las  (•o><as  de  nn  .^cnora,  dijo  Don 
^Quijote,  y  tengamos  la  tiesta  en  paz.  y  no  arrojemos  la  soga  tras  el  cal- 
adero. 

— Yo  me  reportaré,  respondió  Sancho;  pero  ¿con  (¿ué  paciencia  po- 
dré llevar  que  quiera  vuesa  merced  que,  de  sola  una  vez  que  vi  la  casa 
de  nue.-tra  ama,  la  haya  de  saber  siempre  y  hallarla  á  media  noche,  no 
Ihallándola  vuesa  merced,  que  la  debe  de  haber  visto  millares  de  veces? 

— Tü  me  harás  desesperar,  Sancho,  dijo  Don  (¿uijote.  \'en  acá,  he- 
ireje,  ¿no  te  he  dicho  mil  veces  que  en  todos  los  días  de  mi  vida  apenas 
Ihe  visto  á  la  sin  par  Dulcinea,  ni  jamás  atravesé  los  umbrales  de  su 
ipalacio,- y  que  sólo  estoy  enamorado  de  oídas  y  de  la  gran  fama  (jue 
tiene  de  hermosa  y  discreta? 

— Ahora  lo  oigo,  respondió  Sancho,  y  digo  (jue,  pues  vuesa  merced 
iQO  la  ha  visto,  ni  yo  tampoco 

— Eso  no  puede  ser,  replicó  Don  Quijote;  que  por  lo  menos,  ya  me 
""-  dicho  tú  que  la  viste  aechando  trigo,  cuando  me  trajiste  la  respues- 
le  la  carta  que  le  envié  contigo. 

— No  se  atenga  á  eso  señor,  respondió  Sancho;  porque  le  liago  saber 
iqjue  también  fué  de  oídas  la  vista  y  la  respuesta  que  le  truje,  porque 


'470  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

así  sé  yo  quien  es  la  señora  Dulcinea,  como  dar  un  puño  en  el  cielo. 
'  — Sancho,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  tiempos  hay  de  burlar,  y 
tiempos  donde  caen  y  parecen  mal  las  burlas.  No  porque  yo  diga  que 
ni  he  visto  ni  hablado  á  la  señora  de  mi  alma,  has  tú  de  decir  también 
que  ni  la  has  hablado  ni  visto,  siendo  tan  al  revés  como  sabes. 

Estando  los  dos  en  estas  pláticas,  vieron  que  venía  á  pasar  por  don- 
de estaban  uno  con  dos  muías  (que  por  el  ruido  que  hacía  el  arado,  que 
arrastraba  por  el  suelo,  juzgaron  que  debía  de  ser  labrador),  que  había 
madrugado  antes  del  día  á  ir  á  su  labranza,  y  así  fué  la  verdad.  Venía 
el  labrador  cantando  aquel  romance  que  dice : 

Mala  la  hubiste»,  franceses, 
La  caza  de  Ronces  valles... 

— ¡Que  me  maten,  Sancho,  dijo  en  oyéndole  Don  Quijote,  si  nos  ha 
de  suceder  cosa  buena  esta  noche!  ¿No  oyes  lo  que  viene  cantando  ese 
villano? 

— Sí  oigo,  respondió  Sancho;  pero  ¿qué  hace  á  nuestro  propósito  la 
caza  de  Roncesvalles?  Así  pudiera  cantar  el  romarce  de  Calaínos,  que 
todo  fuera  uno  para  sucedemos  bien  ó  mal  en  nuestro  negocio. 

Llegó  en  esto  el  labrador,  á  quien  Don  Quijote  preguntó:  «¿Sa- 
bréisme  decir,  buen  amigo  (que  buena  ventura  os  dé  Dios),  dónde  son 
por  aquí  los  palacios  de  la  sin  par  princesa  doña  Dulcinea  del  Toboso?» 

^Seflor,  respondió  el  mozo  yo  soy  forastero,  y  ha  pocos  días  que  es- 
toy en  este  pueblo,  sirviendo  á  un  labrador  rico  en  la  labranza  del  cam- 
po; en  esa  casa  frontera  viven  el  cura  y  el  sacristán  del  lugar:  entram- 
bos ó  cualquier  dellos  sabrá  dar  á  vuesa  merced  razón  desa  señora  prin- 
cesa, jiorque  tienen  la  lista  de  todos  los  vecinos  del  Toboso;  aunque 
para  uií  tengo  que  en  todo  él  no  vive  princesa  alguna;  muchas  señoras 
.sí.  principales,  que  cada  una  en  su  casa  puede  ser  princesa. 
'  —Pues  entre  esas,  dijo  Don  Quijote,  debe  de  estar,  amigo,  ésta  poi 
quien  os  pregunto. 

— Podría  ser,  respondió  el  mozo;  y  á  Dios,  que  ya  viene  el  alba;  y 
dando  á  sus  muías,  no  atendió  á  más  preguntas. 

Sancho,  que  vio  suspenso  á  su  señor  y  asaz  mal  contento,  le  dijo: 
«Señor,  ya  se  viene  á  más  andar  el  día,  y  no  será  acertado  dejar  que 
nos  halle  el  sol  en  la  calle;  mejor  será  que  nos  salgamos  fuera  de  la  ciu 
dad,  y  que  vuesa  merced  se  embosque  en  alguna  floresta  aquí  cerca 
na,  y  yo  volveré  de  día,  y  no  dejaré  ostugo  en  todo  este  lugar  donde  nc 
busque  la  casa,  alcázar  ó  palacio  de  mi  señora,  y  asaz  sería  de  desdi- 
chado si  no  le  hallase;  y  hallándole,  hablaré  con  su  merced,  y  le  diré 
dónde  y  cómo  queda  vuesa  merced  esperando  que  le  dé  orden  y  traza 
para  verla  sin  menoscabo  de  su  honra  y  fama  » 

—Has  dicho,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  mil  sentencias,  encerradas 
en  el  círculo  de  breves  palabras:  el  consejo  que  ahora  me  has  dado,  le 
agradezco  y  recibo  de  bonísima  gana.  Ven,  hijo,  y  vamos  á  buscar 
donde  me  iembosque;  que  tú  volverás,  como  dices,  á  buscar,  á  ver  y 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    IX 


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laldcar  á  mi  señora,  de  cuya  discreción  y  cortesía  espero  más  que  mila- 
íro.-;os  favores. 

Rabiaba  Sancho  por  sacar  á  su  amo  del  pueblo,  ]>orque  no  averigua- 
la  mentira  de  la  respuesta  (pie  de  })arte  de  Dulcinea  le  liabía  llevado 
.vi'vii  Morena;  y  así,   dio  [)riesa  á  la  salida,  que  fué  luego;  y  á  dos 
nulas  del  lugar  hallaron  una  flores  "a  ó  bosque,  donde  Don  Quijote  se 
•  'mboscó  en  tanto  que  Sancho  volvía  á  la  ciudad  á  hablar  á  Dulcinea, 
r;n  cuya  embajada  le  sucedieron  cosas  que  piden  nueva  atención  y 
'  luevo  capítulo. 


CAPITULO  X 

Donde  se  cuenta  la  industria  que  Sancho  tuvo  para  encantar  á  la  señora  Dul 
cinea,  y  de  otros  sucesos  tan  ridiculos  como  verdaderos. 


t,  UENTA  la  historia  que  así  como  Don  Quijote  se  emboscó  en  li 
floresta,  encinar  ó  selva,  junto  al  oran  Toboso,  mandó  á  Sanch* 
volver  á  la  ciudad,  y  que  no  volviese  á  su  presencia  sin  habe 
^.  primero  ha1)lado  de  su  parte  á  su  señora,  pidiéndola  faese  ser 
vida  de  dejarse  ver  de  su  cautivo  caballero,  y  se  dignase  de  echarle  su 
bendición,  para  que  pudiese  esperar  por  ella  felicísimos  sucesos  d( 
todos  sus  acometimientos  y  dificultosas  empresas.  Encargóse  Sancho  d( 
hacerlo  así  como  se  le  mandaba,  y  de  traerle  tan  buena  respuesta  come 
le  trujo  la  vez  pri-nera. 

—Anda,  hijo,  rephcó  Don  (Quijote,  y  no  te  turbes  cuando  te  viere^ 
ante  la  luz  del  sol  de  hermosura  que  vas  á  buscar.  ¡Dichoso  tú  sobn 
todos  los  escuderos  del  mundo!  Ten  memoria,  y  no  se  te  pase  della 
cómo  te  recibe;  si  muda  las  colores  el  tiempo  que  la  estuvieres  dandc 
mi  embajada;  si  se  desas  siega  y  turbia,  oyendo  mi  nombre;  si  no  cab( 
en  la  almohada,  si  acaso  la  hallas  sentada  en  el  estrado  rico  de  su  au 
toridad,  y  si  está  en  pit ,  mírala  si  se  pone  ahora  sobre  el  uno,  ahon 
sobre  el  otro  pie;  si  te  repite  la  respuesta  que  te  diere  dos  ó  tres  veces 
si  la  muda  de  blanda  en  áspera,  de  aceda  en  amorosa;  si  levanta  1í 
mano  al  cabello  para  componerle,  aunque  no  esté  desordenado;  final 
mente,  liijo,  mira  todas   sus  acciones  y  movimientos;  porque  si  tú  m( 


PAETE    SEGUNDA. — CAPITULO    X  473 


los  relatores  como  ellos  fueren,  sacaré  yo  lo  que  ella  tiene  escondido 
en  lo  secreto  de  su  corazón,  acerca  de  lo  que  al  fecho  de  mis  amores 
toca;  que  has  de  saber,  Sancho,  si  no  lo  sabes,  que  entre  los  amantes 
las  acciones  y  movimientos  exteriores  (^ue  muestran,  cuando  de  sus 
amores  se  traía,  son  certísimos  correos,  que  traen  las  nuevas  de  lo  <|ue 
allá  en  lo  interior  del  alma  pasa.  Ve.  ami.iío,  y  i^uíete  otra  mejor  ventura 
que  la  mía,  y  vuélvate  otro  m'íjor  suceso  del  que  yo  (juedo  temiendo  y 
esperando  en  esta  amarina  soledad  en  que  me  dejas. 

— Yo  iré  y  volveré  presto,  dijo  Sancho;  y  ensanche  vuesa  merced, 
señor  líiío,  ese  corazoncillo,  que  le  debe  de  tener  a^ora  no  mayor  ([ue 
una  avellana;  y  considere  que  se  suele  decir  (jue  buen  corazón  quel»ran- 
ta  mala  ventura,  y  que  donde  no  hay  tocinos  }ia,y_.estacas;  y  también  se 
dice:  «donde  no, se  piensa  salta  la  liebre/'.  Dígoío  porque  si  esta  noche 
no  hallamos  los  ])alacios  ó  alcázares  <lé  mi  señoi-a,  a.uora,  que  es  de  día. 
lo  pienso  hallar  cuando  menos  lo  piense;  y  hallados,  déjeimie  á  mí 
con  ella. 

— Por  cierto,  Sandio,  dijo  Don  (¿uijote.  que  siempre  traes  tus  refra- 
nes tan  á'pelo  de  lo  que  tratamos,  cuanto  me  dé  Dios  mejor  ventura  en 
lo  que  deseo. 

Esto  dicho,  volvió  Sancho  las  espaldas  y  vareó  su  Rucio,  y  Don  (Qui- 
jote se  quedó  á  caballo,  descansando  sobre  los  estribos  y  sobre  el  arrimo 
de  su  lanza,  lleno  de  tristes  y  confusas  imaginaciones;  donde  le  dejare- 
mos, yéndonos  con  Sancho  Panza,  que,  no  menos  confuso  y  pensativo, 
se  apartó  de  su  señor  que  él  quedaba,  y  tanto,  (jue  a[)enas'hubo  salido 
del  bosque,  cuando  volviendo  la  cabeza,  y  viendo  ciue  Don  (Quijote  no 
parecía,  se  apeó  del  jumento,  y  sentándose  al  pie  de  un  árbol,  comenzó 
á  hablar  consigo  mismo  y  á  decirse:  «Sepamos  agora,  Sancho  hermano, 
adonde  va  vuesa  merced.  ¿Va  á  buscar  algún  jumento  que  se  le  haya 
perdido?  No  por  cierto.  Pues  ¿qué  va  á  buscar?  \'oy  á  buscar,  como 
quien  no  dice  nada,  á  una  princesa,  y  en  ella,  al  sol  de  la  h-^rmosura  y 
á  todo  el  cielo  junto.  ¿Y  adonde  pensáis  hallar  eso  que  decís,  Sancho? 
¿Adonde?  En  la  gran  ciudad  del  Toboso.  Y  bien,  ¿y  de  parte  de  quién  la 
vais  á  buscar?  De  parte  del  famoso  caballero  Don  Quijote  de  la  Mancha, 
que  desface  los  tuertos,  y  da  de  comer  al  que  ha  sed,  y  de  beber  al  que 
ha  hambre.  Todo  eso  está  muy  bien.  ¿Y  sabéis  su  casa,'  Sancho?  Mi  amo 
dice  que  han  de  ser  unos  reales  palacios  ó  unos  soberbios  alcázares.  Y 
¿habéisla  visto  algún  día  por  ventura?  Ni  yo  ni  mi  amo  la  hemos  visto 
jamás.  ¿Y  pareceos  que  fuera  acertado  y  bien  hecho  que,  si  los  del 
Toboso  supiesen  que  estáis  vos  aquí  con  intención  de  ir  á  sonsacarles 
sus  princesas  y  á  desasosegarles  sus  damas,  viniesen  y  os  mohesen  las 
costillas  á  puros  palos,  y  no  os  dejasen  liueso  sano?  En  verdad  que 
tendrían  mucha  razón,  cuando  no  considerasen  que  soy  mandado  y  que 
mensajero  sois,  amigo:  no  fuerecéis  culpa,  non.  No  os  fiéis  en  eso,  Sancho; 
porque  la  gente  maachega  es  tan  colérica  como  honrada,  y  no  consiente 
cosquillas  de  nadie.  ¡Vive  Dios,  que  si  os  huelen,  que  os  mando  mala 
ventura!  ¡Oxte,  puto!  allá  darás,  rayo.  No,  sino  ándeme  yo  buscando  tres 
pies  al  gato  por  el  gusto  ajeno;  y  más,  que  así  será  buscar  á  Dnlcincn 


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DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


por  el  Toboso  como  á  Marica  por  Ravena  ó  al  bachiller  en  Salamanca 
el  diablo,  el  diablo  me  ha  metido  á  mí  en  esto,  que  otro  no.» 

Este  soliloquio  pasó  consigo  Sancho,  y  lo  que  sacó  del  fué,  que  volvic 
á  decirse:  «Ahora  bien,  todas  ías  cosas  tienen  remedio,  si  no  es  la  muerte 
debajo  de  cuyo  yugo  hemos  de  pasar  todos,  mal  que  nos  pese,  al  acabaí 
de  la  vida.  Este  mi  amo,  por  mil  señales,  he  visto  que  es  un  loco  di 
atar,  y  aun  también  yo  no  le  quedo  en  zaga,  pues  soy  mas  mentecatc 
que  él,  pues  le  sigo  y  le  sirvo,  si  es  verdadero  el  refrán  que  dice:  «dime 
con  quién  andas,  decirte  he  quién  eres»;  y  el  otro  de:    no  con  quiér 


Y  (ua'ido  ol  no  1>  cri-:i,  jurare  yo    ^  '■i  ol  lu    n      to-iiiK   \o  a  )ur.ir   \  si  poríiaie, 
)iorfi.u-j  \  n  :ii.-,s. 


naces,  sino  con  quk-n  paces».  Sieiuio,  [)Ul-.-,  loco,  cuino  lo  es,  y  de  lotiii-n 
que  las  más  veces  toma  unas  cosas  por  otras,  y  juzga  lo  blanco  por 
negro,  y  lo  negro  por  blanco,  como  se  pareció  cuando  dijo  que  los  mo- 
linos de  viento  eran  gigantes,  y  las  muías  de  los  religiosos,  dromedarios, 
y  las  manadas  de  carneros,  ejércitos  de  enemigos,  y  otras  muchas  cosas 
á  este  tono,  no  será  muy  difícil  hacerle  creer  que  una  labradora,  la  pri- 
mera que  me  topare  por  aquí,  es  la  señora  Dulcinea:  y  cuando  él  no  lo 
crea,  juraré  yo;  y  si  él  jurare,  tornaré  yo  á  jurar;  y  si  porfiare,  poríiaré 
yo  más,  y  de  manera,  que  tengo  de  tener  la  mía  siempre  sobre  el  hito, 
venga  lo  que  viniere:  quizá  con  esta  porfía  acabaré  con  él  que  no  me  en- 
víe otra  vez  á  semejantes  mensajerías,  viendo  cuan  mal  recado  le  traigo 
dellas;  ó  quizá  pensará,  como  yo  imagino,  que  algún  mal  encantador, 
de  estos  que  él  dice  que  le  quieren  mal,  la  habrá  mudado  la  figura  por 
liacerle  mal  y  daño.» 


PARTE    SEGUNDA. CAPÍTULO    X  475 

(Joii  esto  que  pensó  Sancho  Panza,  quedó  sosegado  su  espíritu  y 
tuvo  por  bien   acabado  su  negocio,  y  detúvose  allí  hasta  la  tarde,  por 
lar  lugar  á  que  Don  Quijote  pensase  que  le  había  tenido  para  ir  y  vol- 
ver del  Toboso;  y  sucedióle  todo  tan  bien,  que  cuando  se  levantó  para 
-íubir  en  el  Rucio,  vio  que  del  Toboso,   hacia  donde  él  estaba,  venían 
ivs  labradoras  sobre  tres  pollinos,  ó  polHnas  (que  el  autor  no  lo  de- 
•lara),  aunque  más  se  puede  creer  que  eran  borricas,  por  ser  ordinaria 
?aballería  de  las  aldeanas;   pero,  como  no  va  mucho  en  e^to,  no  hay 
para  qué  detenernos  en  averiguarlo.  En  resolución,  así  como  Sancho 
vio  á  las  labradoras,  á  paso  tirado  volvió  á  buscar  á  su  señor  Don  Qui- 
ijote,  y  liallóle  suspirando,  y  diciendo  mil  amorosas  lamentaciones. 

Como  Don  Quijote  le  vio,  le  dijo:  «¿Qué  hay,  Sancho  amigo?  ¿Po- 
dré señalar  es-te  día  con  piedra  blanca  <)  con  negra? 

— Mejor  será,  respondió  Sancho,  que  vuesa  merced  lo  señale  con  al- 
nagre,  como  rétulcs  de  cátedras,  porque  le  echen  bien  de  ver  los  ([ue 
<e  vieren. 

— De  ese  modo,  re[)h(.H'»  Don  Quijote,  ^■•.buenas  nuevas  traes? 
—Tan  buenas,  respondió  Sancho,  que  no  tiene  más  que  hacer  vuesa 
nerced  sino  ))icar  á  Rocinante,  y  salir  á  lo  raso  á  ver  á  la  señora  Dul- 
•inea  del  Toboso,   que,   con   otras   dos  doncellas  suyas,  viene  á  ver  a 
v/uesa  merced. 

— ¡Santo  Dios!  ¿Qué  es  \o  ijue  (licer>,  Sancho  amigo?,  dijo  Don  Quijo- 
le.  Mira  no  me  engañes,  ni  quieras  con  falsas  alegrías  alegrar  mis  ver- 
laderas  tristezas. 

— ¿Qué  sacaría  yo  de  engañar  á  vuesa  merced,  respondió  Sancho,  y 
ñas  estando  tan  cerca  de  descubrir  mi  verdad?  Pique,  señor,  y  venga, 
'  verá  venir  á  la  Princesa,  nuestra  ama,  vestida  y  adornada...  en  íin. 
íomo  quien  ella  es.  Sus  doncellas  y  ella  todas  son  un  ascua  de  oro, 
I  odas  mazorcas  de  perlas,  todas  son  diamantes,  todas  rubíes,  todas  te- 
as de  brocado  de  más  de  diez  altos;  los  cabellos  sueltos  por  las  es¡»al- 
ilas,  que  son  otros  tantos  rayos  del  sol,  que  andan  jugando  con  el  vien- 
o;  y  sobre  todo,  vienen  á  caballo  sobre  tres  cananeas  remendadas,  ijue 
10  hay  más  que  ver. 

^Hacaneas  querrás  decir,  Sancho. 

— Poca  diferencia  hay,  respondió  Sancho,  de  cananeas  á  hacaneas, 
i  )ero,  vengan  sobre  lo  que  vinieren,  ellas  vienen  las  más  galanas  seño- 
as  que  se  puedan  desear,  especialmente  la  princesa  Dulcinea,  mi  se- 
lora,  que  pasma  los  sentidos. 

— Vamos,  Sancho,  hijo,  respondió  D.  Quijote;  y  en  albricias  destas 

I  an  no  esperadas  como  buenas  nuevas,  te  mando  el  mejor  despojo  (jue 

ganare  en  la  primera  aventura  que  tuviere;  y  si  esto  no  te  contenta.,  te 

nando  las  crías  que  este  año  me  dieren  las  tres  yeguas  mías,  que  tú 

aljes  que  quedan  para  parir  en  el  prado  concejil  de  nuestro  pueblo. 

— A  las  crías  me  atengo,  respondió  Sancho;  porque  lo  de  ser  buenos 
os  despojos  de  la  primera  aventura,  no  está  muy  cierto. 

Ya  en  esto  salieron  de  la  selva  y  descubrieron  cerca  á  las  tres  al- 
leanas.  Tendió  Don  Quijote  los  ojos  por  todo  el  camino  del  Toboso;  y 


476  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


como  no  vio  sino  alas  tres  labradoras,  turbóse  todo,  y  preguntó  á  San- 
cho si  las  había  dejado  fuera  de  la  ciudad. 

— ¿Cómo  fuera  de  la  ciudad?,  respondió.  ¿Por  ventura  tiene  vuesa 
merced  los  ojos  en  el  colodrillo,  que  no  ve  que  son  éstas  las  que  aquí 
vienen,  resplandecientes  como  el  mismo  sol  á  mediodía? 

— Yo  no  veo,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  sino  á  tres  labradoras  sobre 
tres  borricos. 

— Agora  me  libre  Dios  del  diablo,  respe  ndió  Sancho;  ¿y  es  posible 
que  tres  hacaneas,  ó  como  se  llaman,  blancas  como  el  ampo  de  la  nie- 
ve, le  parezcan  á  vuesa  merced  borricos?  ¡Vive  el  Señor,  que  me  pele 
estas  barbas,  si  tal  fuese  verdad! 

— Pues  yo  te  digo,  Sancho  amigo,  dijo  Don  Quijote,  que  es  tan  ver- 
dad que  son  borricos  ó  borricas,  como  yo  soy  Don  Quijc  te  v  tú  Sancho 
Panza;  á  lo  menos,  á  mí  tales  me  parecen. 

— Calle,  señor,  dijo  Sancho;  no  diga  la  tal  palabra,  sino  despabile 
esos  ojos,  y  venga  á  hacer  reverencia  á  la  señora  de  sus  pensamientos, 
que  ya  llega  cerca;  y  diciendo  esto,  se  adelantó  á  recebir  á  las  tres  al- 
deanas; y  apeándose  del  Rucio,  tuvo  del  cabestro  á  la  jumenta  de  una 
de  las  tres  labradoras,  y  hincando  ambas  rodillas  en  el  suelo,  dijo: 
<  lieina  y  princesa  y  duquesa  de  la  hermosura,  vuestra  altivez  y  gran- 
deza sea  servida  de- recebir  en  su  gracia  3  buen  talante  al  cautivo  caba- 
llero vuestro,  que  allí  está  hecho  piedra  mármol,  todo  turbado  y  sin 
pulsos,  de  verse  ante  vuesa  magnífica  presencia.  Yo  soy  Sancho  Panza, 
su  escudero,  y  él  es  el  asendereado  caballero  Dor  Quijote  de  la  Man- 
cha, Humado  por  otro  nombre  d  CaJ)aUero  de  la  Triste  Figura. ^> 

A  esta  sazón  ya  se  había  pueí-to  Don  Quijote  de  hinojos  junto  á 
Sancho,  y  miraba  con  ojos  desencajados  y  vista  turbada  á  la  que  San- 
cho llamaba  reina  y  señora;  y  como  no  descubría  en  ella  sino  una  moza 
aldeana,  y  no  de  muy  buen  rostro,  porque  era  carirredonda  y  chata,  es- 
taba suspenso  y  admirado,  sin  osar  desplegar  los  labios. 

Las  labradoras  estaban  asimismo  atónitas,  viendo  aquellos  dos  hom- 
bres tan  diferentes,  hincados  de  rodillas,  que  no  dejaban  pasar  adelan- 
te á  su  compañera;  pero  rompiendo  el  silencio  la  detenida,  toda  des- 
graciada y  mohína,  dijo:  «Apártense,  ñora  en  tal,  del  camino,  y  déjen- 
mos  pasar;  que  vamos  de  priesa.» 

A  lo  que  respondió  Sancho:  «¡Oh  princesa  y  señora  universal  del 
Toboso!  ¿Cómo  vuestro  magnánimo  corazón  no  se  enternece,  viendo 
arrodillado  ante  vuestra  sublimada  presencia  á  la  coluna  y  sustento  de 
la  andante  caballería?)  ^ 

Oyendo  lo  cual,  otra  de  las  dos  dijo:  «Mas  jo,  que  te  estregó,  burra 
de  mi  suegro:  ¡mirad  con  qué  se  vienen  los  señoritos  agora  á  hacer 
burla  de  las  aldeanas,  como  si  aquí  no  supiésemos  echar  pullas  como 
ellos!  Vayan  su  camino  y  déjenmos  hacer  el  nueso,  y  serles  ha  sano.» 

— Levántate,  Sancho,  dijo  á  este  punto  Don  Quijote;  que  ya  vec 
que  la  fortuna,  de  mi  mal  no  harta,  tiene  tomados  los  caminos  todos 
por  donde  pueda  venir  algún  contento  á  esta  ánima  mezquina  que  ten- 
go en  las  carnes.  Y  tú,  ¡oh  extremo  del  valor  que  puede  desearse,  tér- 


478  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

mino  de  la  humana  gentileza,  único  remedio  deste  afligido  corazón, 
que  te  adora,  ya  que  el  maligno  encantador  que  me  persigue  ha  puesto 
nubes  y  cataratas  en  mis  ojos,  y  para  sólo  ellos  y  no  para  otros,  ha 
mudado  y  transformado  tu  sin  igual  hermosura  y  rostro  en  el  de  una 
labradora  pobre;  si  ya.  tambiéii  el  mío  no  le  ha  cambiado  en  el  de  algún 
vestiglo,  para  hacerle  aborrecible  á  tus  ojos,  ao  dejes  de  mirarme  blan- 
da y  amorosamente,  echando  de  ver  en  esta  sumisión  y  arrodillamiento 
que  á  tu  contrahecha  hermosura  hago,  la  humildad  con  que  mi  alma  te 
adora. 

— ¡Toma  ([ué...  mi  agüelo!,  respondió  la  aldeana;  ¡amiguita  soy  yo  de 
oir  resquebrajos!  Apártense  y  déjenmos  ir,  y  agradecérselo  hemos. 

Apartóse  Sancho,  y  dejóla  ir,  contentísimo  de  haber  salido  bien  de 
su  enredo.  Apenas  se  vio  libre  la  aldeana  que  había  hecho  la  figura  de 
Dulcñiea,  cuando  picando  á  su  cananea  con  un  aguijón  que  en  un  palo 
traía,  dio  á  correr  por  el  prado  adelante;  y  como  la  borrica  sentía  la 
punta  del  aguijón,  que  le  fatigaba  más  de  lo  ordinario,  comenzó  á  dar 
corcovos,  de  manera  que  dio  con  la  señora  Dulcinea  en  tierra;  lo  cual, 
visto  por  Don  Quijote,  acudió  á  levantarla,  y  Sandio  á  componer  y  cin- 
char el  albarda,  que  también  vino  á  la  barriga  de  la  pollina. 

Acomodada,  pues,  la  albarda,  y  queriendo  Don  Quijote  levantar  á 
su  encantada  señora  eiflos  brazos  sobre  la  jumenta,  la  señora,  levan- 
tándose del  suelo,  le  quitó  de  aquel  trabajo;  porque,  haciéndose  algún 
tanto  atrás,  tomó  una  corridica,  y  puestas  ambas  manos  sobre  las  ancas 
de  la  pollina,  dio  con  su  cuerpo,  más  hgera  que  un  halcón,  sobre  la 
albarda,  y  quedó  á  horcajadas  como  si  fuera  hombre;  y  entonces 
dijo  Sancho:  «¡Vive  Roque,  que  es  la  señora  nuestra  ama  más  ligera 
que  un  alcotán,  y  que  puede  enseñar  á  subir  á  la  jineta  al  más  diestro- 
cordobés  ó  mejicano!  El  arzón  trasero  de  la  silla  pasó  de  un  salto,  y,  i 
sin  espuelas,  hace  correr  ía  hacanea  como  una  Cebra;  y  no  le  van  en 
zaga  sus  doncellas,  que  todas  corren  como  el  viento»;  y  así  era  la  ver- 
dad, porque  en  viéndose  á  caballo  Dulcinea,  todas  picaron  tras  ella  y  ; 
dispararon  á  correr,  sin  volver  la  cabeza  atrás,  por  espacio  de  más  de 
media  legua. 

Siguiólas  DoQ  (Quijote  con  la  vista,  y  cuando  vio  que  no  parecían, 
volviéndose  á  Sancho,  le  dijo:  «Sancho,  ¿qué  te  parece?  ¡Cuan  mal 
quisto  soy  de  encantadores!  Y  mira  hasta  dónde  se  extiende  su  malicia 
y  la  ojeriza  que  me  tienen,  pues  me  han  querido  privar  del  contento' 
que  pudiera  darme  ver  en  su  ser  á  mi  señora.  En  efeto,  yo  nací  para 
ejemplo  de  desdichados  y  para  ser  blanco  y  terrero  donde  tomen  la 
mira  y  asiesten  las  flechas  de  la  mala  fortuna.  Y  has  también  de 
advertir,  Sancho,  que  no  se  contentaron  estos  traidores  de  haber 
vuelto  y  transformado  á  mi  Dulcinea,  sino  que  la  transformaron  y 
volvieron  en  una  figura  tan  baja  y  tan  fea  como  la  de  aquella  aldeana; 
y  juntamente  le  quitaron  lo  que  es  tan  suyo  de  las  principales  señoras; 
que  es  el  buen  olor,  por  andar  siempre  entre  ámbares  y  entre  flores; 
porque  te  hago  saber,  Sancho,  que  cuando  llegué  á  subir  á  Dulcinea 
sobre  su  hacanea  (según  tú  dices,  que  á  mí  me  pareció  borrica),  me 


^      _^ PARTE    SEGUNDA.— CAPÍTULO    X  479 

dio  un  olor  de  ajos  crudos,  que  me  encalabrinó  y  atosigó  el  alma.  > 
-¡Oh,  canalla!,  gritó  á  esta  sazón  Sancho,  ¡oh  encantadores  aciagos  y 
mal  intencionados,  y  quién  os  viera  á  todos  ensartados  por  las  agallas, 
como  sardinas  en  lercha!  Níucho  sabéis,  mucho  podéis,  y  nniclio  más 
hacéis.  Bastaros  debiera,  bellacos,  haber  mudado  las  parías  de  los  ojos 
de  mi  señora  en  agallas  alcornoquefias,  y  sus  cabellos  de  oro  purísi- 
mo en  cerdas  de  cola  de  buey  bermejo,  y  finalmente,  todas  sus  faccio- 
nes de  buenas  en  malas,  sin  que  le  tocárades  en  el  olor;  que  por  él  si- 
quiera sacáramos  lo  que  estaba  encubierto  debajo  de  aquella  fea  C(jrtc- 
za...  aunque,  para  decir  verdad,  nunca  yo  vi  su  fealdad,  sino  su  hermo- 
sura, á  la  cual  subía  de  punto  y  (luilates  un  lunar  que  tenía  sobre  el 
labio  derecho,  á  manera  de  bigote,  con  siete  ó  ocho  cabellos' rubios 
como  hebras  de  oro.  y  largos  de  más  de  un  palmo. 

— A  ese  lunar,   dijo   Don   Quijote,   según   la   correspondencia   que 

•tienen  entre  sí  los  del  rostro  con  los  del  cuerpo,  ha  de  tener  otro  Dulci- 
nea en  la  tabla  del  muslo  que  corresponde  al  lado  donde  tiene  el  del 

¡rostro;  pero  muy  luengos   para  lunares  son  pelos  de  la  gran  ieza  que 

Ihas  significado. 

— Pues  yo  sé  decir  á  vuesa  merced,  respondió  Sancho,  que  le  pare- 
cían allí  como  naci  los. 

—Yo  lo  creo,  amigo,  replicó  Don  Quijote;  porque  ninguna  cosa  puso 

lia  naturaleza  en  Dulcinea,  que  no  fuese  perfecta  y  bien  acabada;  y  así, 
^i  tuviera  cien  lunares  como  el  que  dices,  en  ella  no  fueran  lunai-es! 
5Íno  lunas  y  estrellas  resplandecientes.  Pero  dime,  Sancho,  atiufilk  (jue 

ni  mí  me  pareció  albarda,  que  tú  aderezaste,  ¿era  silla  rasa  ó  sillón? 
— No  era,  respondió  Sancho,  sino  silla  á  la  jineta,  con  una  cubierta 

itie  campo,  que  vale  la  mitad  de  un  reino,  según  es  de  rica. 

—¿Y  que  no  viese  yo    todo  eso,  Sancho?,  dijo  Don  (Quijote;  ahora 

^■orno  á  decir,  y  diré  mil  veces,  (jue  soy  el  más  desdichado  de  los  Iiom- 

loi;es. 

Harto  tenía  que  hacer  el  socarrón  de  Sancho  en  disimular  la  risa, 

•)yendo  las  sandeces  de  su  amo,  tan  delicadamente  engañado,  l^'inalr 
nente,  después  de  otras  muchas  razones  que  entre  los  dos  pasaron, 
'olvieron  á  subir  en  sus  bestias,  para  tomar  el  camino  de  Zaragoza^ 
vdonde  pensal)an  llegar  á  tiempo  que  pudiesen  hallarse  en  unas  so- 
emnes  fiestas  que  en  aquella  insigne  ciudad  cada  año  suelen  hacerse; 
)ero  antes  que  allá  llegasen  les  sucedieron  cosas  que,  por  muchas, 
grandes  y  nuevas,  merecen  ser  escritas  y  leídas,  como  se  verá  adelante. 


li.  1'.     XX 


.'52 


-:?;¿í 


CAPITULO  XI 

De  la  extraña  aventura  que  le  sucedió  al  valeroso  Don  Quijote  con  el  carr 
ó  carreta  de  las  Cortes  de  la  Muerte. 


EN8ATIVO  además  iba  Don  Quijote  por  su  camino  adelante,  eoi 
siderando  la  mala  burla  qut  le  habían  hecho  los  encantadore 
volviendo  á  su  señora  Dulcinea  en  la  mala  figura  de  la  alde¡ 
na,  y  no  imaginaba  qué  remedio  tendría  para  volverla  á  su  s( 
primero;  y  estos  pensamientos  le  llevaban  tan  fuera  de  sí,  que,  sin  sgi  i 
tirio,  soltó  las  riendas  á  Rocinante,  el  cual,  sin  riendo  la  libertad  que  e 
le  daba,  á  cada  paso  se  detenía  á  pacer  la  verde  yerba  de  que  aquelk 
campos  abundaban. 

De  su  embelesamiento  le  volvió  Sancho  Panza,  diciéndole:  «Seño 
las  tristezas  no  se  hicieron  para  las  bestias,  sino  para  los  hombres;  peí 
si  los  hombres  las  sienten  demasiado,  se  vuelven  bestias.  Vuesa  me 
ced  se  reporte  y  vuelva  en  sí,  y  coja  las  riendas  á  Rocinante,  y  avive 
despierte,  y  muestre  aquella  gallardía  que  conviene  que  tengan  los  c 
halleros  andantes.  ¿Qué  diablos  es  esto?  ¿Qué  decaimiento  es  est( 
¿Estamos  aquí  ó  en  Francia?  Mas  que  se  lleve  Satanás  á  cuantas  Du 
cineas  hay  en  el  mundo;  pues  vale  más  la  salud  de  un  solo  caballeí 
andante  que  todos  los  encantos  y  transformaciones  de  la  tierra. » 

— Calla,  Sancho,  respondió  Don  Quijote  con  voz  ronca  y  desmayad 
calla,  digo,  y  no  digas  blasfemias  contra  aquella  encantada  señora;  qi 
de  su  desgracia  y  desventura  yo  solo  tengo  la  culpa:  de  la  invidia  qi 
me  tienen  los  malos  ha  nacido  su  mala  andanza. 


PAETE   SEGUNDA. — CAPITULO  XI  481 

Así  lo  íli<;o  yo,  respondió  Sancho;   quien  la  vido  y  la  ve  agora, 
^cLicil  es  el  corazón  que  no  llora? 

—Eso  puedes  lü  decir  l>ien,  Sancho,  replicó  Don  Quijote,  pues  la 
viste  en  la  entereza  cal)al  de  su  hermosura;  (jue  el  encanto  no  se  exten- 
dió á  turbarte  la  vista  ni  á  encubrirte  su  belleza;  contra  mí  sólo  y  contra 
mis  ojos  se  endereza  la  fuerza  de  su  veneno.  Ma*-  con  todo  esto,  he  caído, 
•Sancho,  en  una  cosa,  y  es,  que  me  }>intaste  mal  su  hermosura,  porque, 
si  mal  no  me  acuerdo,  dijiste  que  tenía  los  ojos  de  perlas,  y  los  ojos  que 
parecen  de  })erlas,  antes  son  de  besugo  que  de  dama;  y,  á  lo  que  yo 
creo,  los  de  Dulcinea  deben  ser  de  verdes  esmeraldas,  rasgados,  con  dos 
'Celestiales  arcos  que  les  sirven  de  cejas:  y  esas  perlas  quítalas  de  los 
■ojos  y  jjásalas  á  los  dientes  que  sin  duda  te  trocaste,  Sancho,  tomando 
líos  ojos  por  los  dientes. 

— Todo  puede  ser,  respondió  Sancho,  porque  también  me  turl)ó  á  mí 
su  hermosura,  como  á  vuesa  merced  su  fealdad;  pero  encomendémoslo 
'todo  á  Dios,  que  él  es  el  sabidor  de  las  cosas  que  han  de  suceder  en 
•este  valle  de  lágrimas,  en  este  mal  mundo  que  tenemos,  donde  apenas 
-se  halla  cosa  que  esté  sin  mezcla  de  maldad,  embuste  y  bellaquería.  De 
una  cosa  me  pesa,  señor  mío,  más  que  de  otra,  (pie  es  }»ensar  qué  medio 
-se  lia  de  tener  cuando  vuesa  merced  venza  aljfún  gigante  ú  otro  caba- 
llero, y  le  mande  que  se  vaya  á  presentar  ante  la  hermosura  de  la  señora 
¡Dulcinea;  ¿adonde  la  ha  de  hallar  ese  pobre  gigante,  ó  este  pobre  y 
imísero  caballero  vencido?  Paréceme  que  los  veo  andar  por  el  Toboso, 
'hechos  unos  bausanes,  buscando  á  mi  señora  Dulcinea,  y  aunque  la  en- 
cuentren en  mitad  de  las  calle,  no  la  conocerán  más  que  á  mi  padre. 

— Quizá,  Sancho,  respondió  Don  (¿uijote,  no  se  extenderá  el  encan- 
itameuto  á  quitar  el  conocimiento  de  Dulcinea  á  los  vencidos  y  presen- 
atados  gigantes  y  caballeros;  y  en  uno  ó  dos  de  los  primeros  que  yo 
venza  y  le  envíe,  haremos  la  exi)eriencia  si  la  ven  ó  no,  mandándoles 
que  vuelvan  á  darme  relación  de  lo  que  acerca  desto  les  hubiere  su 
'Cedido. 

— Digo,  señor,  replicó  Sancho,  que  me  ha  parecido  bien  lo  que  vuesa 
merced  me  ha  dicho,  y  que  con  ese  arbitrio  vendremos  en  conocimiento 
de  lo  que  deseamos,  y  si  es  que  ella  á  sólo  vuesa  merced  se  encubre,  la 
desgracia  más  será  de  vuesa  merced  que  suya;  pero,  como  la  señora 
Dulcinea  tenga  salud  y  contento,  nosotros  por  acá  nos  avendremos  y  lo 
.pasaremos  lo  mejor  que  pudiéremos,  buscando  nuestras  aventuras,  y 
dejando  al  tiempo  que  haga  de  las  suyas:  que  él  es  el  mejor  médico 
'destas  y  de  otras  mayores  enfermedades. 

Responder  quería  Don  Quijote  á  Sancho  Panza;  pero  estórbeselo 
una  carreta,  (jue  salió  al  través  del  camino,  cargada  de  los  más  diversos 
^-  í'xtraños  personajes  y  figuras  que  pudieran  imaginarse.  El  que  guiaba 
muías  y  servía  de  carretero,  era  un  feo  demonio.  \'enía  la  carreta 
1'  -cubierta,  á  cielo  abierto,  sin  toldo  ni  zarzo.  La  primera  figura  que 
-i  ofreció  á  los  ojos  de  Don  Quijote  fué  la  de  la  misma  Mué;  te,  con 
I-ostro  humano;  junto  á  ella  venía  un  ángel  con  unas  grandes  y  pinta- 
bas alas;  al  un  lado  estaba  un  emperador,  con  una  corona,  al  parecer  de 


482  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


oro,  en  la  cabeza;  á  los  pies  de  la  Muerte  estaba  el  dios  que  llaman  Cu 
pido,  sin  venda  en  los  ojos,  pero  con  su  arco,  carcaj  y  saetas;  venía  tam- 
bién un  caballero,  armado  de  punta  en  blanco,  excepto  que  no  traía 
morrión  ni  celada,  sino  un  sombrero,  lleno  de  plumas  de  diversos  coló 
res:  con  éstas  venían  otras  personas  de  diferentes  trajes  y  rostros.  Todc 
lo  cual,  visto  de  improviso,  en  alguna  manera  alborotó  á  Don  Quijote 
y  puso  miedo  en  el  corazón  de  Sancho;  mas  luego  se  alegró  Don  Qui 
jote,  creyendo  que  se  le  ofrecía  alguna  nueva  y  peligrosa  aventura;  \ 
con  este  pensamiento  y  con  ánimo  dispuesto  de  acometer  cualquier  pe 
ligro,  se  puso  delante  de  la  carreta,  y  con  voz  alta  y  amenazadora  dijo 
«Carretero,  cochero  ó  diablo,  ó  lo  que  eres,  no  tardes  en  decirme  quiéi 
eres,  á  dó  vas,  y  quién  es  la  gente  que  llevas  en  tu  carricoche,  que  máf 
parece  la  barca  de  Carón  que  carreta  de  las  que  se  usan.» 

A  lo  cual,  mansamente,  deteniendo  el  diablo  la  carreta,  respondió 

— Señor,  nosotros  somos  recitantes  de  la  compañía  de  Ángulo  el  Malo 
hemos  hecho  en  un  lugar  que  está  detrás  de  aquella  loma,  esta  mañana 
que  es  la  octava  del  Corpus,  el  auto  de  Las  Cortes  de  la  Muerte,  y  hé 
mosle  de  hacer  esta  tarde  en  aquel  lugar  que  desde  aquí  se  parecéf  )•• 
por  estar  tan  cerca  y  excusar  el  trabajo  de  desnudarnos  y  volvernos  i 
vestir,  nos  vamos  vestidos  con  los  mesmos  vestidos  que  representamos 
Aquel  mancebo  va  de  Muerte;  el  otro,  de  ángel;  aquella  mujer,  que  es 
la  del  autor,  va  de  reina;  el  otro,  de  soldado;  aquel,  de  emperador,  y  yo 
de  demonio,  y  soy  una  de  las  principales  figuras  del  auto,  porque  hag( 
en  esta  compañía  los  primeros  papeles.  Si  otra  cosa  vuesa  merced  desef 
saber  de  nosotros,  pregúntemelo;  que  yo  le  sabré  responder  con  todj 
puntualidad;  que,  como  soy  demonio,  todo  se  me  alcanza. 

—Por  la  fe  de  caballero  andante,  respondió  Don  Quijote,  que  as 
como  vi  este  carro,  imaginé  que  alguna  grande  aventura  se  me  ofrecía 
y  ahora  digo  que  es  menester  tocar  las  apariencias  con  la  mano  pan 
dar  lugar  al  desengaño.  Andad  con  Dios,  buena  gente,  y  haced  vuestn 
fiesta,  y  mirad  si  mandáis  algo  en  que  pueda  seros  de  provecho;  que  1(  > 
haré  con  buen  ánimo  y  buen  talante,  porque  desde  muchacho  fui  aficio 
nado  á  la  carátula,  y  en  mi  mocedad  se  me  iban  los  ojos  tras  la  farán 
dula. 

Estando  en  estas  pláticas  quiso  la  suerte  que  llegase  uno  de  b 
compañía,  que  venía  vestido  de  bojiganga  con  muchos  cascabeles,  ;; 
en  la  punta  de  un  palo  traía  tres  vejigas  de  va 3a  hinchadas;  el  cual 
moharracho,  llegándose  á  Don  Quijote,  comenzó  á  esgrimir  el  palo  > 
á  sacudir  el  suelo  con  las  vejigas,  y  á  dar  grandes  saltos  sonando  lo; 
cascabeles,  cuya  mala  visión  así  alborotó  á  Rocinante,  que  sin  se 
poderoso  á  detenerle  Don  Quijote,  tomando  el  freno  entre  los  dientes 
dio  á  correr  por  el  campo  con  más  ligereza  que  jamás  prometieron  lo: 
huesos  de  su  notomía.  Sancho,  que  consideró  el  peligro  en  que  iba  si 
amo  de  ser  derribado,  saltó  del  Rucio,  y  á  toda  priesa  fué  á  valerle 
pero  cuando  á  él  llegó,  ya  estaba  en  tierra,  y  junto  á  él  Rocinante,  qu< 
con  su  amo  vino  al  suelo:  ordinario  fin  y  paradero  de  las  lozanías  di 
Rocinante  y  de  sus  atrevimientos.  Mas  apenas  hubo  dejado  su  caballe 


PARTE    8EGUNDA. CAPITULO    XI 


4s; 


ría  Sancho  para  {K;udir  á  Don  Quijote,  cuando  el  demonio  bailador  de 
las  vejiiías  saltó  sobre  el  Rucio,  y  sacudiéndole  con  ellas,  el  miedo  y 
ruido,  más  que  el  dolor  de  los  golpes,  le  hizo  volar  por  la  campaña  ha- 
cia el  lugar  donde  iban  á  hacer  la  fíesta.  Miraba  Sancho  la  carrera  de  su 
Rucio  y  la  caída  de  su  amo,  y  no  sabía  á  cuál  de  las  dos  necesidades 
acudiría  primero;  pero,  en  eleto,  como  buen  escudero  y  como  buen 
'liado,  pudo  más  con  él  el  amor  de  su  señor  que  el  carifiode  su  jumen- 


Tonienzó  á  esgrimir  ol  palo  y  á  sacudir  el  s.iclo  con  las  vejigas 


o;  i)uesto  que  cada  vez  «jue  veía  levantar  las  vejigas  en  el  aire  y  caer 
sobre  las  ancas  de  su  Rucio,  eran  para  él  tártagos  y  sustos  de  muerte,  y 
tmtes  quisiera  que  aquellos  golpes  se  los  dieran  á  él  en  las  niñas  de  Íoa 
ojos,  que  en  el  más  mínimo  pelo  de  la  cola  de  su  asno  "  '7/ 

Con  esta  perpleja  tribulación  llegó  donde  estaba  Don  Quijote,  harto 
•ñas  maltrecho  de  lo  que  él  (¡uisiera,  y  ayudándole  á  subir  sobre  Roci- 
lante,  le  dijo:  «Señor,  el  Diablo  se  ha  llevado  al  Rucio.» 

—¿Qué  diablo?,  preguntó  Don  Quijote. 

— El  de  las  vejigas,  respondió  Sancho. 

—Pues  yo  le  cobraré,  respondió  Don  (Quijote,  si  bien  se  encerrase  con 
'1  en  los  más  liondos  y  escuros  calabozos  del  inñerno.  Sígneme,  Sancho; 
iiue  la  carreta  va  despacio,  y  con  las  muías  della  satisfaré  la  pérdida  dei 
llucio. 

— No  hay  para  qué  hacer  esa  dihgencia,  señor,  respondió  Sancho, 
'uesa  merced  temple  su  cólera;  que,  según  me  parece,  ya  el  Diablo  ha 
Hejado  el  Rucio,  y  vuelve  á  la  querencia. 

Y  así  era  la  verdad,  porque  habiendo  caído  el  Diablo  con  el  Rucio, 


484  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

por  imitar  á  Don  Quijote  y  á  Rocinante,  el  Diablo  se  fué  á  pie  al  pue- 
blo, y  el  jumento  se  volvió  á  su  amo. 

— Con  todo  eso,  dijo  Don  Quijote,  será  bien  castigar  el  descomedi- 
miento de  aquel  demonio  en  alguno  de  los  de  la  carreta,  aunque  sea  el 
mesmo  Emperador. 

—  Quítesele  á  vuesa  merced  eso  de  la  imaginación,  replicó  Sancho,  y 
tome  mi  consejo,  que  es  que  nunca  se  tome  con  farsantes,  que  es  gente 
favorecida:  recitante  he  visto  yo  estar  preso  por  dos  muertes,  y  salir  li- 
bre y  í-in  costas.  Sepa  vuesa  merced  que  como  son  gentes  alegres  y  de 
placer,  todos  los  favorecen,  todos  los  amparan,  ayudan  y  estiman,  y  más 
siendo  de  aquellos  de  las  compañías  reales  y  de  título,  que  todos  ó  los 
más  en  sus  trajes  y  compostura  parecen  unos  príncipes. 

— Pues  con  todo,  respondió  Don  Quijote,  ao  se  me  ha  de  ir  el  demo- 
nio farsante  alabando,  aunque  le  favorezca  todo  el  género  Immano.  Y 
diciendo  esto,  volvió  á  la  carreta,  que  ya  estaba  bien  cerca  del  pueblo, 
y  iba  dando  voces  diciendo:  ¡Deteneos,  esperad,  turba  alegre  y  regoci- 
jada; que  os  quiero  dar  á  entender  cómo  se  han  de  tratar  los  jumentos 
y  alimañas  que  sirven  de  caballería  á  los  escuderos  de  los  caballeros  an- 
dantes! 

Tan  altos  eran  los  grifos  de  Don  Quijote,  que  los  oyeron  y  enteii 
dieron  los  de  la  carreta;  y  juzgando  por  las  palabras  la  intención  de 
que  las  decía,  en  un  instante  saltó  la  Muerte  de  la  carreta;  y  tras  ella  c' 
Emperador,  el  Diablo  carretero  y  el  Ángel,  sin  quedarse  k  Reina  ni  e 
dios  Cupido;  y  todos  se  cargaron  de  piedras  y  se  pusieron  en  ala,  espc 
rando  recebir  á  Don  Quijote  en  las  puntas  de  sus  guijarros.  Don  (^uijo 
te  que  los  vio  puestos  en  tan  gallardo  escuadrón,  los  brazcs  levantado.^ 
con  ademán  de  despedir  poderosamente  las  piedras,  detuvo  las  riendas 
á  Rocinante,  y  púsose  á  pensar  de  qué  ukxIo  los  acometería  con  menoí- 
peligro  de  su  persona. 

En  e.5to  que  se  detuvo,  llegó  Sancho;  y  viéndole  en  talle  de  acometei 
al  bien  formado  escuadrón,  le  dijo:  «Asaz  de  locura  sería  intentar  ta 
empresa;  considere  vuesa  merced,  señor  mío,  que  para  sopa  de  arrovf 
y  tente  bonete  no  hay  arma  defensiva  en  el  mundo,  si  no  es  embutirse 
y  encerrarse  en  una  campana  de  bronce;  y  también  se  ha  de  considera 
que  es  más  temeridad  que  valentía  acometer  un  hombre  solo  á  un  ejér 
cito  donde  está  la  Muerte  y  pelean  en  persona  emperadores,  y  á  ciuiei 
ayudan  los  buenos  y  los  malos  ángeles;  y  si  esta  consideración  no  l< 
mueve  á  estarse  quedo,  muévale  saber  de  cierto  que  entre  todos  los  qu< 
allí  están,  aunque  parecen  reyes,  príncipes  ó  emperadores,  no  hay  nin 
gún  caballero  andante.  » 

_Ahora  sí,  dijo  Den  (Quijote,  has  dado,  Sancho,  en  el  punto  qu^ 
puede  y  debe  mudarme  de  mi  ya  determinado  intento.  Yo  no  puedo  n 
debo  sacar  la  espada,  como  otras  veces  muchas  te  he  dicho,  contra  quiei 
no  fuere  armado  caballero;  á  ti,  Sancho,  toca,  si  quieres  tomar  la  ven 
ganza  del  agravio  que  á  tu  Rucio  se  le  ha  hecho;  que  yo  desde  aquí  t 
ayudaré  con  voces  y  advertimientos  saludables. 

— No  hay  parr;  qué,    señor,   respondió  Sancho,  tomar  venganza  d 


PARTE    SEGUNDA. — CAPITULO    XI 


485 


njiílie,  pues  no  es  de  buenos  cristianos  tomarla  de  los  agravios;  cuantiv 
más,  que  yo  acabaré  con  mi  asno  que  ponga  su  ofensa  en  las  manos  de 
mi  voluntad,  la  cual  es  de  vivir  pacíficamente  los  días  que  los  cielos  me 
dieren  de  vida. 

-Pues  esa  es  tu  detennin ación,  replicó  Don  Quijote,  Sancho  bueno, 
Sancho  discreto,  Sancho  cristiano  y  Sancho  sin  pen ,  dejemos  esta« 
fantasmas  y  volvamos  á  buscar  mejores  y  más  calificadas  aventuras; 
que  yo  veo  esta  tierra  de  talle,  que  no  han  de  l'altar  en  ella  muchas  y 
muy  peligrosas. 

Volvió  las  riendas  luego,  Sancho  fué  á  tomar  su  Rucio,  la  Muerte 
V  todo  su  escuadrón  volante  volvieron  á  su  carreta  y  prosiguieron  su 
viaje,  y  este  felice  fin  tuvo  la  temerosa  aventura  de  la  carreta  de  la 
Muerte;  gracias  sean  dadas  al  saludable  consejo  que  Sancho  Panza  dio 
i  su  amo,  al  cual  el  día  siguiente  le  sucedió  otra  con  un  enamorado  y 
lúdante  caballero,  de  no  menos  suspensión  que  la  pagada. 


-'♦s^'jí*'- 


CAPÍTULO  XII 

De  la  extraña  aventura  que  le  sucedió  al  valeroso  Don  Quijote  con  el  bravo 

Caballero  de  los  Espejos. 


A  noche  que  siguió  al  día  del  encuentro  de  la  ^Muerte  la  pasaron 
hf)  Don  Quijote  y  su  escudero  debajo  de  unos  altos  y  sombrosos 
lIX  árboles,  habiendo,  á  persuasión  de  Sancho,  comido  Don  (Quijo- 
te de  lo  que  venía  en  el  repuesto  de  Rucio;  y  entre  la  cena  dijo 
vSancho  á  su  señor:  «Señor,  ¡qué  tonto  hubiera  andado  yo  si  hubiera 
escogido  en  albricias  los  despojos  de  la  primera  aventura  que  vuesa 
merced  acabara,  antes  que  las  crías  de  las  tres  yeguas!  En  efeto,  en 
efeto,  más  vale  pájaro  en  mano  que  buitre  volando.» 

— Todavía,  respondió  Don  Quijote,  si  tú,  Sancho,  me  dejaras  aco- 
meter como  yo  quería,  te  hubieran  cabido  en  despojos,  por  lo  menos, 
la  corona  de  oro  del  Emperador  y  las  pintadas  alas  de  Cupido;  que  yO' 
se  las  quitara  al  redro})elo,  y  te  las  pusiera  en  las  manos. 

— Nunca  los  cetros  y  coronas  de  los  emperadores  farsantes,  respon- 
dió Sancho  Panza,  fueron  de  oro  puro,  sino  de  oropel  ú  hoja  de  lata. 

— Así  es  verdad,  replicó  Don  Quijote;  porque  no  fuera  acertado 
que  los  atavíos  de  la  comedia  fueran  |finos,  sino  fingidos  y  aparentes, 
como  lo  es  la  mesma  comedia,  con  la  cual  quiero,  Sancho,  que  estés 
bien,  teniéndola  en  tu  gracia,  y,  por  el  mismo  consiguiente,  á  los  que 
las  representan  y  á  los  que  las  componen,  porque  todos  son  instru- 
mentos de  hacer  un  gran  bien  á  la  república,  poniéndonos  un  espejo 
á  cada  paso  delante,  donde  se  ven  al  vivo  las  acciones  de  la  vida 


PARTE    SEGUNDA. — ^JAPÍTULO    XII  487 


luiiuma;  y  ninguna  comparación  hay  que  más  al  vivo  nos  represente 

0  que  somos  y  lo  que  habemos  de  ser,  como  la  comedia  y  los  come- 
liantes.  Si  no,  dime:  ¿No  has  visto  tú  representar  alguna  comedia  adon- 
le  se  introducen  reyes,  emperadores  y  pontítíces,  caballeros,  damas  y 
)tros  diveVsos  personajes?  IJno  hace  el  rufián,  otro  el  embustero,  éste 

1  mercader,  a([uél  el  soldado,  otro  el  simple  discreto,  otro  el  enamora- 
ilo  simple;  y  acabada  la  comedia,  y  desnudándose  de  k>s  vestidos  della, 
,iuedan  todos  los  recitantes  iguales. 

— Sí  he  visto,  respondió  Sancho. 

— ^Pues  lo  mesuKj,  dijo  Ihni  Quijote,  acontece  en  la  comedia  y  trato 
leste  mundo,  donde  unos  liacen  los  emj)eradores,  otros  los  j>ontííices,  y 
inalmente,  todas  cuantas  figuras  se  pueden  introducir  en  una  comedia; 
'>ero  en  llegando  al  ñn,  que  es  cuando  se  acaba  la  vida,  ó  todos  les  qui- 
a  la  nmerte  las  ropas  que  los  diferenciaban,  y  quedan  iguales  en  la 
epultura. 

— ¡Brava  comparación!,  dijo  Sancho;  aunque  no  tan  nueva  que  yo  no 

íB,  haya  oído  muchas  y  diversas  veces,  como  aquella  del  juego  del  aje- 

llrez:  que  mientras  dura  el  juego,  cada  pieza  tiene  su  particular  oficio, 

en  acabándose  el  juego,  todas  se  mezclan,  jurtan  y  barajan,  y  dan  con 

lias  en  una  l)olsa,  que  es  como  dar  con  la  vida  en  la  sepultura. 

— Cada  día,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  te  vas  haciendo  menos  simple 

más  discreto. 

— Sí;  que  algo  se  me  ha  de  pegar  de  la  discreción  de  vuesa  merced, 

•espondió  Sancho;  ([ue  las  tierras  que  de  suyo  son  estériles  y  secas,  es 

^rcolándolas  y  cuhivándolas,  vienen  á  dar  buenos  frutos:  quiero  decir, 

ue  la  conversación  de  vuesa  merced  ha  sido  el  estiércol  que  sobre  la 

stéril  tierra  de  mi  seco  ingenio  ha  caído;  la  cultivación,  el  tiemi)0  que 

a  que  le  sirvo  y  comunico;  y  con  esto,  espero  de  dar  frutos  de  mí  que 

"Can  de  bendición,  tales,  que  no  desdigan  ni  se  deslicen  de  los  senderos 

;i  e  la  buena  crianza  que  vuesa  merced  ha  hecho  en  el  agostado  enten- 

1  imiento  mío. 

Rióse  Don  Quijote  de  las  afectadas  razones  de  Sancho,  y  parecióle 
her  verdad  lo  que  decía  de  su  enmienda,  porque  de  cuando  en  cuando 
i  ablaba  de  manera,  que  le  admiraba;  puesto  que  todas  ó  las  más  veces 
ii  ue  Sancho  quería  hablar  de  oposición  y  á  lo  cortesano,  acababa  su  ra- 
tón con  despeñarse  del  monte  de  su  simplicidad  al  profundo  de  su  ig- 
í  orancia;  y  en  lo  que  él  se  mostraba  más  elegante  y  memorioso  era  en 
■aer  refranes,  viniesen  ó  no  viniesen  á  pelo  de  lo  que  trataba,  como  se 
nahrá  visto  y  se  habrá  notado  en  el  discurso  desta  historia. 

En  estas  y  otras  pláticas  se  les  pasó  gran  parte  de  la  noche,  y  á 
'ancho  le  vino  en  voluntad  de  dejar  caer  las  compuertas  de  los  ojos, 
orno  él  decía  cuando  quería  dormir;  y  desaliñando  al  Rucio,  le  dio 
lasto  abundoso  y  libre.  Nc  quitó  la  silla  á  Rocinante,  por  ser  expreso 
landamiento  de  su  señor,  que  en  el  tiempo  que  anduviesen  en  cam- 
aña,  ó  no  durmiesen  debajo  de  techado,  no  desaliñase  á  Rocinante, 
'.ntigua  usanza,  establecida  y  guardada  de  los  andantes  caballeros, 
uitar  el  freno  y  colgarle  del  arzón  de  la  silla;  pero  ¿quitar  la  silla  al 


488 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


caballo?  ¡guarda!  Y  así  lo  hizo  Sancho,  y  le  dio  la  misma  libertad  que 
al  Rucio,  cuya  amistad  del  y  de  Rocinante  fué  tan  única  y  tan  trabada, 
que  hay  fama,  por  tradición  de  padres  á  hijos,  que  el  autor  desta  ver- 
dadera historia  hizo  pfirticulares  capítulos  della;  mas  que,  por  guardaí 
la  decencia  y  decoro  que  á  tan  heroica  historia  se  debe,  no  los  puso  en 
ella;  puesto  que  algunas  veces  se  descuida  deste  su  prosupuesto,  y  es- 
cribe que  así  como  las  dos  bestias  se  juntaban,  acudían  á  rascarse  el 
uno  al  otro,  y  que  después  de  cansados  y  satisfechos,  cruzaba  Rocinan- 
te el  pescuezo  sobre  el  cuello  del  Rucio,  que  le  sobraba  de  la  otra  parte 
más  de  media  vara;  y  mirando  los  dos  atentamente  al  suelo,  se  solían 


Y  mirivnclo  los  dos  atentamente  al  suelo,  se  solían  estar  de  aquella  manera  tres  días.. 

estar  de  aquella  manera  tres  días,  ó  á  lo  menos  todo  el  tiempo  que  lo; 
dejaban,  ó  no  les  compelía  la  hambre  á  buscar  sustento. 

Digo  que  dicen  que  dejó  el  autor  escrito  que  los  había  comparadí 
en  la  amistad  á  la  que  tuvieron  Niso  y  Euríalo,  y  Pílades  y  Orestes;  \ 
si  esto  es  así,  se  podía  echar  de  ver,  para  universal  admiración,  cuái 
firme  de  "lió  ser  la  amistad  destos  pacíficos  animales,  para  confusión  d< 
los  hombres,  que  tan  mal  saben  guardarse  amistad  los  unos  á  los  otros 
Por  esto  se  dijo: 

No  hay  amigo  liara  amigo; 
I^as  cañas  so  vuelven  lanzas; 


y  el  otro  que  cantó: 


De  amigo  ¡i  ar.iigo'_la  chinche,  etc 


PARTE  SEGUNDA. — CAPITULO  XII  489 

r  no  le  parezca  á  alguno  que  anduvo  el  autor  algo  fuera  de  camino  en 
laber  comparado  la  amistad  destos  animales  á  la  de  los  hombres;  que 
le  las  bestias  han  recebido  muchos  advertimientos  los  hombres  y 
I  prendido  muchas  cosas  de  importancia,  como  son,  de  las  cigüeñas  el 
ristel,  de  los  perros  el  vómito  y  el  agradecimiento,  de  las  grullas  la  vi- 
[  ilancia,  de  las  hormigas  la  providencia,  de  los  elefantes  la  honestidad, 

la  lealtad  del  caballo. 
Finalmente,  Sancho  se  quedó  dormido  al  pie  de  un  alcornoque,  y 
'>on  Quijote  dormitando  al  de  una  robusta  encina,  j)ero  poco  espacio 
le  tiempo  había  pasado,  cuando  le  despertó  uu  ruido  que  sintió  á  sus 
S[)aldas;  y  levantándose  con  sobresalto,  se  puso  á  mirar  y  á  escuchar 
i-e  dónde  el  ruido  procedía,  y  vio  que  eran  dos  hombres  á  caballo,  y 
I  ue  el  uno,  dejándose  derribar  de  la  silla,  dijo  al  otro:  «Apéate,  amigo, 

<:[uita  los  frenos  á  los  caballos,  que,  á  mi  parecer,  este  sitio  abunda  de 
'Crba  para  ellos,  y  del  silencio  y  soledad  que  han  menester  mis  amoro- 
'os  pensamientos.» 

El  decir  esto  y  el  tenderse  en  el  suelo  todo  fué  á  un  mismo  tiempo, 

al  arrojarse,  hicieron  ruido  las  armas  de  que  venía  armado;  maniñes- 
i  seilal  por  donde  conoció  Don  (Quijote  que  debía  de  ser  caballero  an- 
ante;  y  llegiindose  á  Sancho,  que  dormía,  le  trabó  del  brazo,  y  con  no 
■equeño  trabajo  le  volvió  en  su  acuerdo,  y  con  voz  baja  le  dijo:  «Her- 
laiio  Sancho,  aventura  tenemos.» 

—Dios  nos  la  dé  buena,  respondió  Sancho.  ¿Y  adonde  está,  señor 
lío,  su  merced  desa  señora  aventura? 

—  ¿Adonde,  SanchoV,  replicó  D  m  (Quijote;  vuelve  los  ojos  y  mira,  y 
eras  allí  tendido  un  andante  caballero,  que,  á  lo  que  á  mí  se  me  tras- 
ice,  no  debe  de  estar  demasiadamente  alegre,  porque  le  vi  arrojar  del 
aballo  y  tenderse  en  el  suelo  con  algunas  muestras  de  despecho;  y  al 
aer,  le  crujieron  las  armas. 

— Pues  ¿en  qué  halla  vuesa  merced,  dijo  Sancho,  que  ésta  sea 
•ventura? 

— No  quiero  yo  decir,  respondió  Don  (¿uijote,  (|ue  ésta  sea  aventura 
•el  todo,  sino  principio  della;  que  por  aquí  se  comienzan  las  aventuras. 
*ero  escucha;  que,  á  lo  que  parece,  temi)lando  está  un  laúd  ó  vihuela, 

según  escupe  y  se  desembaraza  el  pecho,  debe  de  prepararse  para 
antar  algo. 

— A  buena  fe  que  es  así,  respondió  Sancho,  y  que  debe  de  ser  caba- 
lero  enamorado. 

— No  hay  ninguno  de  los  andantes  que  no  lo  sea,  dijo  Don  Quijote; 
'  escuchémosle,  que  por  el  hilo  sacaremos  el  ovillo  de  sus  pensamien- 
os,  si  es  que  canta;  que  de  la  abundancia  del  corazón  habla  la  lengua. 
Replicar  quería  Sancho  á  su  amo;  pero  la  voz  del  caballero  del 
bosque,  que  no  era  muy  mala  ni  muy  buena,  lo  estorbó;  y  estando  los 
los  atentos,  oyeron  que  lo  que  cantó  fué  este 


4Í)()  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Dadme,  spfiora,  un  término  que  siga, 
Conforme  á  vuestra  voluntad  cortado. 
Que  será  de  lii  mía  así  estimado. 
Que  por  jamás  un  punto  del  desdiga. 

Si  gustáis  que  callando  mi  fatiga 
Muera,  contadme  ya  por  acabado; 
Si  queréis  qvie  os  la  cuente  en  desusado 
JIodo,  liaré  que  el  mesmo  amor  la  diga. 

A  prueba  de  contrarios  estoy  hecho. 
De  blanda  cera  y  de  diamante  duro, 
Y  á  las  leyes  de  amor  el  alma  ajusto. 

Blando  cual  es,  ó  fuerte,  ofrezco  el  pecho: 
Kntallad  ó  imprimid  lo  que  os  dé  gusto; 
Que  de  guardarlo  eternamente  juro. 

Con  un  ay,  arrancado  al  parecer  de  lo  ]ntimo  de  su  corazón,  dio  üi 
á  su  canto  el  Caballero  del  Bosque,  y  de  allí  á  un  poco,  con  voz  dolien 
te  y  lastimada  dijo:  «¡Oh  la  más  hermosa  y  la  más  ingrata  mujer  de 
orbe!  ¿Cómo?  ¿Que  será  posible,  serenísima  Casildea  de  Vandalia,  qu( 
has  de  consentir  que  se  consuma  y  acabe  en  continuas  peregrinacioneí 
y  en  ásperos  y  duros  trabajos  este  tu  cautivo  caballero?  ¿No  basta  yí 
que  he  hecho  que  te  conñesen  por  la  más  hermosa  del  mundo  todos  Ioí 
caballeros  de  Navarra,  todos  los  leoneses,  todos  los  tartesios,  todos  Ioí 
castellanos,  y  finalmente,  todos  los  caballeros  de  la  Mancha?» 

— Eso  no,  dijo  á  esta  sazón  Don  Quijote;  que  yo  soy  de  la  Mancha 
y  nunca  tal  he  confesado,  ni  ])odía  ni  debía  confesar  una  cosa  tan  ])er 
Judicial  á  la  belleza  de  mi  señora;  y  este  tal  caballero,  ya  ves  tú,  San 
c-ho,  que  desvaría.  Pero  escuchemos;  quizá  se  declarará  más. 

— Sí  hará,  replicó  Sancho;  que  término  lleva  de  quejarse  un  vam 
arreo. 

Pero  no  fué  así,  porque  habiendo  entreoído  el  Caballero  del  Bosqu( 
que  hablaban  cerca  del,  sin  pasar  adelante  en  su  lamentación,  se  [)US( 
aw  pie,  }•  dijo  con  voz  sonora  y  comedida:  «¿Quién  va  allá?  ¿Qué  gente'; 
¿Es  por  ventura  del  número  de  lo -5  contentos  ó  de  los  afligidos?» 
—De  los  afligidos,  respondió  Don  Quijote. 

— Pues  llegúese  á  mí,  respondió  el  del  Bosque,  y  hará  cuenta  que  s( 
llega  á  la  mesma  tristeza  y  á  la  aflicción  mesma. 

Don  QuiJQte  que  se  vio  responder  tan  tierna  y  comedidamente,  st 
llegó  á  él,  y  Sancho  ni  más  ni  menos. 

El  caballero  lamentador  asió  á  Don  (Quijote  del  brazo,  diciendo 
«Sentaos  aquí,  señor  caballero;  que  para  entender  que  lo  sois,  y  de  Ioí 
que  profesan  la  andante  caballería,  bástame  eb  haberos  haUado  en  est( 
lugar  donde  la  soledad  y  el  sereno  os  hacen  compañía,  naturales  lecho.' 
y  propias  estancias  de  los  caballeros  andantes. » 

A  lo  que  respondió  Don  Quijote:  «Caballero  soy  de  la  profesiói 
que  decís;  y  aunque  en  mi  alma  tienen  su  propio  asiento  las  tristezas 
las  desgracias  y  las  desventuras,  no  por  eso  se  ha  ahuyentado  delh 
la  compasión  que  tengo  de  las  ajenas  desdichas:  de  lo  que  cantaste? 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    XII  491 

ooco  ha  colegí  que  las  vuestras  son  enamoradas,  quiero  decir  del  amor 
[ue  tenéis  á  aquella  hermosa  ingrata,  que  en  vuestras  lamentaciones 
lonibrastes». 

Ya,  cuando  esto  pasaba,  estaban  sentados  juntos  sobre  la  dura  tie- 
ra  en  buena  paz  y  compañía,  como  si  al  romper  del  día  no  se  hubie- 
ran de  romper  las  cabezas. 

— ¿Por  ventura,  señor  caballero,  preguntó  el  del  Bosque  á  Don  Qui- 
'Ote,  sois  enamorado? 

— Por  desventura  lo  so}^  respondió  Don  Quijote;  aunque  los  daños 
|ue  nacen  de  los  bien  colocados  pensamientos,  antes  se  deben  tener  por 
gracias  que  por  desdichas. 

— Así  es  la  verdad,  replicó  el  del  Bosque,  si  no  nos  turbasen  la  razón 
'  el  entendimiento  los  desdenes,  que,  siendo  muchos,  parecen  ven- 
ganzas. 

— ^Nunca  fui  desdeñado  de  mi  señora,  respondió  Don  Quijote. 

— No  por  cierto,  dijo  Sancho,  que  allí  junto  estaba;  porque  es  mi 
lefiora  como  una  borrega  mansa:  es  más  blanda  (jue  una  manteca. 

— ¿Es  vuestro  escudero  éste?,  preguntó  el  del  Bosque. 

— Sí  es,  respondió  Don  Quijote. 

— Nunca  he  visto  yo  escudero,  replicó  el  del  Bosque,  que  se  atreva  á 
aablar  donde  habla  su  señor;  á  lo  menos,  ahí  está  ese  mío,  que  es  tan 
jande  como  su  padre,  y  no  se  probará  que  haya  desplegado  el  labio 
londe  yo  hablo. 

— Pues  á  fe,  dijo  Sancho,  que  he  hablado  yo,  y  j)uedo  hablar  delan- 
te de  otro  tan,  y  aun...  Quédese  aquí,  que  es  peor  meneallo. 

El  escudero  del  Bosque  asió  por  el  brazo  á  Sancho,  diciéndole:  «\'á- 
nonos  los  dos  donde  podamos  hablar  escuderilmente  todo  cuanto  (jui- 
iéremos,  y  dejemos  á  estos  señores  amos  nuestros,  que  se  den  de  las 
stas,  contándose  las  historias  de  sus  amores;  que  á  buen  seguro  que 
3S  ha  de  coger  el  día  en  ellas,  y  no  las  han  de  haber  acabado. »       '¡-i'— 

— Sea  en  buen  hora,  dijo  Sancho;  y  yo  le  diré  á  vuesa  merced  quién 
oy,  para  que  vea  si  puedo  entrar  en  docena  con  los  más  hablantes  es- 
uderos. 

Con  esto  se  apartaron  los  dos  escuderos,  entre  los  cuales  pasó  un 
an  gracioso  coloquio,  como  fué  grave  el  que  pasó  entre  sus  señores. 


^-^-^^^nf 


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CAPITULO    XIII 

Donde  se  prosigue  la  aventura  del  Caballero  del  Bosque,  con  el  discreti 
nuevo  y  suave  coloquio  que  pasó  entre  los  dos  escuderos. 

IVIDID08  estaban  caballeros  y  escuderos:  éstos  contándose  sn 
vidas,  y  aquéllos  sus  amores;  pero  la  historia  cuenta  primer 
el  razonamiento  de  los  mozos,  y  luego  prosigue  el  de  los  amut 

"^  y  así,  dice  que  apartándose  un  poco  dellos,  el  del  Bosque  dij 
á  Sancho:  «Trabajosa  vida  es  la  que  pasamos  y  vivimos,  señor  mí( 
los  que  somos  escuderos  de  caballeros  andantes;  en  verdad  que  couk 
mos  el  pan  en  el  sudor  de  nuestros  rostros,  que  es  una  de  las  maldici( 
nes  que  echó  Dios  á  nuestros  primeros  padres.» 

— También  se  puede  decir,  añadió  Sancho,  que  lo  comemos  en  ( 
hielo  de  nuestros  cuerpos;  porque,  ¿quién  más  calor  y  más  frío  que  k 
miserables  escuderos  de  la  andante  caballería?  Y  aun  menos  mal,  ; 
comiéramos,  pues  los  duelos  con  pan  son  menos;  pero  tal  vez  hay  qu 
se  nos  pasa  un  día  y  dos  sin  desayunarnos,  si  no  es  del  viento  que  S( 
pía. 

— Todo  eso  se  puede  llevar  y  conllevar,  dijo  el  del  Bosque,  con  ] 
esperanza  que  tenemos  del  premio;  porque  si  demasiadamente  no  ( 
desgraciado  el  caballero  andante  á  quien  un  escudero  sirve,  por  lo  m( 
nos,  á  pocos  lances,  se  verá  premiado  con  un  hermoso  gobierno  d 
cualque  ínsula  ó  con  un  condado  de  buen  parecer. 

— Yo,  replicó  Sancho,  3^a  he  dicho  á  mi  amo  que  me  contento  con  t 
gobierno  de  alguna  ínsula,  y  él  es  tan  noble  y  tan  liberal,  que  me  le  li 
prometido  muchas  y  diversas  veces. 


PAKTE    SKGUNDA. CAPITULO    XIII  41)3 

— Yo,  dijo  el  del  Hosque,  con  un  canonicato  quedaré  satisfecho  de 
ni.s  servicios,  y  ya  nie  le  tiene  mandado  mi  amo,  y  ¡que  tal! 

— Debe  de  ser,  dijo  Sancho,  su  amo  de  vuesa  merced  caballero  á  lo 
x-lesiástico,  y  podra  hacer  esas  mercedes  á  su  buen  escudero,  pero  ti 
uio  es  meramente  lejL»o;  aunque  yo  me  acuerdo  cuando  le  fjuerían  acon- 
sejar personas  discretas,  aunque  á  cni  ptrecer  mal  intencionadas,  que 
>rocurase  ser  arzobispo;  pero  él  no  quiso  sino  ser  emperador;  y  yo  es- 
aba  entonces  temblando  si  le  venia  en  voluntad  de  ser  de  la  Iglesia, 
lor  no  hallarme  suticiente  de  tener  beneíicios  por  ella;  porque  le  hago 
^aber  á  vuesa  merced  (pie  ainupie  parez.o  hombre,  soy  una  bestia  i)ara 
■¡cr  de  la  Iglesia. 

— Pues  en  verdad  que  lo  yerra  vuesa  merced,  dijo  el  del  Bosque,  á 
•ausa  que  los  gobiernos  insulanos  no  son  todos  de  buena  data:  algunos 
liay  torcidos,  algunos  pobres,  algunos  malencónicosy,  finalmente,  el  más 
.'rguido  y  bien  dispuesto  trae  consigo  una  pesada  carga  de  pensamien- 
tos y  de  incomodidades,  que  pone  sobre  sus  hombros  el  desdichado  que 
le  cupo  en  suerte.  Harto  mejor  sería  que  los  que  profesamos  esta  mal- 
lita  servidumbre  nos  retirásemos  á  nuestras  casas,  y  allí  nos  entretu- 
viésemos en  ejercicios  más  suaves,  como  si  dijésemos  cazando  ó  pescan 
lo;  (jue  ¿qué  escudero  hay  tan  pobre  en  el  mundo,  á  quien  le  falte  un 
locni  y  un  i>ar  de  galgos  y  una  caña  de  pescar,  con  que  entretenerse  en 
su  aldea? 

— A  mí  no  me  falta  naíla  deso,  respondió  Sancho;  verdad  es  que  no 
tengo  rocín,  pero  tengo  un  asno  que  vale  dos  veces  más  que  el  caballo 
le  mi  amo.  ¡Mala  pascua  me  dé  Dios,  y  sea  la  primera  «jue  viniere,  si 
le  trocara  por  él.  aunque  me  diesen  cuatro  fanegas  de  cebada  encima! 
A  burla  tendrá  vuesa  merced  el  valor  de  mi  Rucio;  que  rucio  es  el  color 
le  mi  jumento.  Pues  galgos  no  me  habían  de  faltar,  habiéndolos  sobra- 
ios  en  mi  pueblo;  y  más,  que  entonces  es  la  caza  más  gustosa,  cuando 
se  haceá  costa  ajena. 

— Real  y  verdaderamente,  respondió  el  del  Rosque,  señor  escudero, 
jue  tengo  propuesto  y  determinado  de  dejar  estas  borracherías  destos 
-•aballeros,  y  retirarme  á  mi  aldea  y  criar  mis  hijitos;  que  tengo  tres 
?omú  tres  orientales  perlas. 

— Dos  tengo  yo,  dijo  Sancho,  que  se  pueden  presentar  al  Papa  en  per- 
sona; especialmente  una  muchacha,  á  quien  crío  para  condesa,  si  Dios 
íuere  servido,  aunque. á  pesar  de  su  madre. 

— ¿Y  qué  edad  tiene  esa  señora  que  se  cría  para  condesa?,  preguntó 
3I  del  Bosque. 

— (¿uince  años,  dos  más  ó  menos,  respondió  Sancho;  pero  es  tan  gran- 
le  como  una  laijza  y  tan  fresca  como  una  mañana  de  Abril,  y  tiene  una 
.'uerza  de  un  ganapán. 

— Partes  son  esas,  respondió  el  del  Bosque,  no  sólo  para  ser  condesa, 
sino  para  ser  ninfa  del  verde  bosque.  ¡Oh  hideputa,  puta,  y  qué  rejo 
iebe  de  tener  la  bellaca! 

A  lo  que  respondió  SaLcho,  algo  mohíno:  «Ni  ella  es  puta,  ni  lo  fué 
su  madre,  ni  lo  será  ninguna  de  las  dos.  Dios  queriendo,  mientras  yo 


494  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

viviere;  y  háblese  más  comedidamente;  que  para  haberse  criado  vuesí 
merced  entre  caballeros  andantes,  que  son  la  mesma  cortesía,  no  me  pa 
recen  muy  concertadas  esas  palabras. » 

— ¡Oh  qué  mal  se  le  entiende  á  vuesa  merced,  replicó  el  del  Bosque 
de  achaques  de  alabanza,  señor  escudero!  ¡Cómo!  ¿Y  no  sabe  que  cuan 
do  algún  caballero  da  una  buena  lanzada  al  toro  en  la  plaza,  ó  cuand< 
alguna  persona  hace  alguna  cosa  bien  hecha,  suele  decir  el  vulgo:  i<  )1 
hideputa,  puto,  y  qué  bien  que  lo  ha  hecho!  Y  aquello  que  parece  vi 
tuperio,  en  aquel  término  es  alabanza  notable;  y  renegad  vos,  señor,  di 
los  hijos  ó  hijas  que  no  hacen  obras  que  merezcan  se  les  den  á  sus  pn 
dres  loores  semejantes. 

— Si  reniego,  respondió  Sancho,  y  dése  modo  y  por  esa  misma  razói 
podía  echar  vuesa  merced  á  mí  y  á  mis  hijos  y  á  mi  mujer  toda  un; 
putería  encima,  porque  todo  cuanto  hacen  y  dicen  son  extremos  digno 
de  semejantes  alabanzas;  y  para  volverlos  á  ver,  ruego  yo  á  Dios  me  sa 
que  de  pecado  mortal,  que  lo  mesmo  será  si  me  saca  deste  peligros' 
oficio  de  escudero,  en  el  cual  he  incurrido  segunda  vez,  cegado  y  eng« 
nado  de  una  bolsa  con  cien  escudos  que  me  hallé  un  día  en  el  corazcn 
de  Sierra  Morena;  y  el  diablo  me  pone  ante  los  ojos  aquí,  allí,  acá  n( 
sino  acullá,  un  talego  lleno  de  doblones,  que  me  parece  que  á  cada  pa^■■ 
le  toco  con  la  mano,  y  me  abrazo  con  él,  y  lo  llevo  á  mi  casa,  y  ech' 
censos,  y  fundo  rentas,  y  vivo  como  un  príncipe:  y  el  rato  que  en  est 
pienso,  se  me  hacen  fáciles  y  llevaderos  cuantos  trabajos  padezco  co) 
este  mentecato  de  mi  amo,  de  quien  sé  que  tiene  más  de  loco  que  de  cíi 
ballero. 

— Por  eso,  respondió  el  del  Bosque,  dicen  que  la  codicia  rompe  el  sacc 
y  si  va  á  tratar  de  locos,  no  hay  otro  mayor  en  el  mundo  que  mi  ame 
porque  es  de  aquellos  por  quien  dicen:  «cuidados  ajenos  matan  el  asno» 
pues  porque  cobre  otro  caballero  el  juicio  que  ha  perdido,  se  hace  é 
loco,  y  anda  buscando  lo  que  no  sé  si,  después  de  hallado,  le  ha  de  síi 
lir  á  los  hocicos. 

— ¿Y  es  enamorado  por  dicha? 

— Si,  dijo  el  del  Bosque;  de  una  tal  Casildea  de  Vandalia,  la  más  en 
da  y  la  más  asada  señora  que  en  todo  el  orbe  puede  hallarse;  pero  n 
cojea  sólo  del  pie  de  la  crudeza;  que  otros  mayores  embustes  le  bulleí 
en  las  entrañas,  y  ello  dirá  antes  de  muchas  horas. 

— No  hay  camino  tan  llano,  replicó  Sancho,  que  no  tenga  algún  tn 
jiezón  ó  barranco;  en  otras  casas  cuecen  habas,  y  en  la  mía  á  calden 
das.  Más  acompañados  y  paniguados  debe  de  tener  la  locura  que  la  di^ 
creción;  mas  si  es  verdad  lo  que  comúnmente  se  dice,  que  el  tener  con 
pañeros  en  los  trabajos  suele  servir  de  alivio  en  ellos,  con  vuesa  mei 
cei  podré  consolarme,  pues  sirve  á  otro  amo  tan  tonto  como  el  mío. 

— Tonto,  pero  valiente,  respondió  el  del  Bosque,  y  más  bellaco  qu 
tonto  y  que  valiente. 

— Eso  no  es  el  mío,  respondió  Sancho,  digo  que  no  tiene  nada  d 
bellaco;  antes  tiene  un  alma  como  un  cántaro;  no  sabe  hacer  mal 
nadie,   sino  bien  á  todos,  ni  tiene  malicia  alguna;  un  niño  le  har 


PAETE    SEGUNDA. "^capítulo    XIII  495 

MI  tender  que  es  de  noche  en  la  mitad  del  día;  y  por  esta  sencillez  le 
[iiiero  como  á  las  telas  de  mi  cora/.('>n,  y  n»  me  amaño  ti  dejarle,  por 
uás  disparates  que  haga. 

—Con  todo  eso,  hermano  y  señor,  dijo  el  del  Bosque,  si  el  cieíjo  guía 
il  ciego,  ambos  van  á  peligro  de  caer  en  el  hoyo.  Mejor  es  retirarnos 
•on  buen  compás  de  pies,  y  volvernos  á  nuestras  querencias:  que  los 
|ue  bu.^ean  aventuras  no  siempre  las  hallan  buenas. 

Escupía  Sancho  á  menudo,  al  parecer,  un  cierto  género  de  saliva  pe- 
gajosa y  algo  seca,  lo  cual  visto  y  notado  por  el  caritativo  bosqueril 
•scudero,  dijo:  «Paréceme  que,  de  lo  que  hemos  hablado,  se  nos  pegan 
il  paladar  las  lenguas;  pero  yo  traigo  un  despegador  pendiente  del  ar- 
:ón  de  mi  caballo,  que  es  tal  como  bueno.  > 

Y  levantándose,  volvió  desde  allí  á  un  poco  con  una  gran  bota  tíe 

.i no  y  una  empanada  de  media  vara,  y  no  es  encarecimiento,   porque 

M-a  de  un  conejo  albar  tan  grande,  (¡ue  Sancho,  al  tocarla,  entendió  ser 

le  algún  cabrón,  no  que  de  cabrito;  lo  cual  visto  por  Sancho,  dijo:  «^y 

'  'Sto  trae  vuesa  merced  consigo,  .señor?  ^ 

-Pues,  ¿qué  se  pensaba?,  res|)ondió  el  otro.  ¿Soy  yo  })or  ventura  al- 
quil escudero  de  agua  y  lana?  Mejor  repuesto  traigo  yo  en  las  ancas  de 
ni  caballo,  que  lleva  consigo,  cuando  va  de  camino,  un  general. 

Comió  Sancho  sin  hacerse  de  rogar,  y  tragaba  á  escuras  bocados  de 
uidos  de  suelta,  y  dijo:  Vuesa  merced  sí  que  es  escudero  fiel  y  legal, 
i  noliente  y  corriente,  magnífico  y  grande,  como  lo  muestra  este  ban- 
[uete,  que  si  no  ha  venido  aquí  por  arte  de  encantamento,  parécelo  á 
)  menos,  y  no  como  yo,  mezquino  y  malaventurado,  que  sólo  traigo 
n  mis  alforjas  un  poco  de  queso,  tan  duro,  que  pueden  descalabrar 
011  ell )  á  un  gigante;  á  quien  hacen  compañía  cuatro  docenas  de  alga- 
robas  y  otras  tantas  de  avellanas  y  nueces,  merced  á  la  estrechez  de 
ai  dueño,  y  á  la  opinión  que  titne  y  orden  que  guarda,  de  que  los 
aballeros  andantes  no  se  han  de  mantener  y  sustentar  sino  con  frutas 
ecas  y  con  las  yerbas  del  campo.  > 

— Por  mi  fe,  hermano,  replicó  el  del  Bosque,  que  yo  no  tengo  hecho 

1  estómago  á  tagarninas  ni  á  piruétanos,  ni  á  raíces  de  los  montes; 

llá  se  lo  hayan  con  sus  opiniones  y  leyes  caballerescas  nuestros  amos, 

coman  lo  que  ellas  mandaren;  fiambreras  traigo,  y  esta  bota  colgando 

•el  arzón  de  la  silla,  por  sí  ó  por  no;  y  es  tan  devota  mía  y  c[UÍérola 

mto.  que  pocos  ratos  se  pasan  sin  que  la  dé  mil  besos  y  mil  abrazos»; 

diciendo  esto,  se  la  puso  en  las  manos  á  Sancho,  el  cual  empinán- 

'  I  ola,  puesta  á  la  boca,  estuvo  mirando  á  las  estrellas  un  cuarto  de  hora, 

en  acabando  de  beber,  dejó  caer  la  cabeza  á  un  lado,  y  dando  un  gran 

•jspirc,  dijo     ¡Oh  hiieputa,  bellaco,  y  cómo  es  católico!» 

— ¿Veis  ahí,  dijo  el  del   Bosque,  en  oyendo  el  hidcpnta  de  Sancho, 

orno  habéis  alabado  este  vino,  llamándole  hideputa? 

— Digo,   respondió  Sancho,  que  confieso  y  conozco  (jue  no  es  des- 

onra  llamar  hijo  de  puta  á  nadie,  cuando  cae  debajo  del  entendi- 

liento  de  alabarle.   Pero  dígame,   .señor,   por  el  siglo  de  lo  que  más 

rjuiere,  este  vino  ¿es  de  Ciudad  Real? 

B.  P.— XX  33 


496  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


-^¡Bray.o  mojón!,  respondió  el  del  Bosque;  en  verdad  que  no  es  de 
otra  parte,  y  que  tiene  algjinos  años  de  ancianidad. 

¡A  mí  con  eso!,  dijo  Sancho:    ¡no  toméis  menos,   sino  que  se  me 

í'uera  á  mí  por  alto  dar  alcance  á  su  nacimiento!  ¿No  será  bueno,  señoi 
escudero,  que  tenga  yo  un  instinto  tan  grande  y  tan  natural  en  esto  d( 
conocer  vinos,  que  en  dándome  á  oler  cualquiera,  acierto  la  patria,  e 
linaje,  el  sabor  v  la  dura,  y  las  vueltas  que  ha  de  dar,  con  todas  lai 
circunstíincias  al  vino  atañederas?  Pero  no  hay  de  qué  maravillarse,  s 
tuve  en  mi  linaje  por  parte  de  mi  ])adre  los  dos  más  excelentes  mojone 
Ciue  en  luengos  años  conoció  la  Mancha:  para  prueba  de  lo  cual,  le 
sucedió  lo  qiie  ahora  diré:  Diéronles  á  los  dos  á  probar  del  vino  de  un: 
cuba,  pidiéndoles  su  parecer  del  estado,  cualidad,  bondad  ó  malicia  de 
vino.  El  uno  lo  probó  con  la  punta  de  la  lengua,  el  otro  no  hizo  má 
de  llegarlo  á  las  narices.  El  primero  dijo  que  aquel  vino  sabía  á  hierre 
el  segundo  dijo  que  más  sabía  á  cordobán;  el  dueño  dijo  que  la  cub 
estaba  limpia,  y  que  el  tal  vino  no  tenía  adobo  alguno  por  donde  hi 
biese  tomado  sabor  de  hierro  ni  de  cordobán.  Con  todo  eso,  los  de 
famosos  meijones  se  afirmaron  en  lo  que  habían  dicho.  Anduvo  ( 
tiempo,  vendióse  el  vino,  y  al  hm})iar  de  la  cuba,  hallaron  en  ella  un 
llave  pequeña,  pendit  nte  de  una  correa  de  cordobán;  porque  vea  yues 
merced  si  quien  viene  desta  ralea  podrá  dar  su  parecer  én  semejante 

<íausas.  j        j      i 

—Por  eso  digo,  dijo  el  del  Bosque,  que  nos  dejemos  de  andar  bu 
cando  aventuras;   y  pues  tenemos  hogazas,  no  busquemos  tortas 
volvámonos  á  nuestras  chozas;  que  allí  nos  hallará  Dios,  si  él  quier 
—Hasta  que  mi  amo  llegue  á  Zaragoza  le  serviré;  que  después,  tod( 
nos  entenderemos. 

Finalmente,  tanto  hablaron  v  tanto  bebieron  los  dos  buenos  esc 
deros  que  tuvo  necesidad  el  sueño  de  atarles  las  lenguas  y  templad 
la  sed-  que  quitársela  fuera  imposible;  y  así,  asidos  entrambos  de 
va  casi  vacía  bota,  con  los  bocados  á  medios  mascar  en  la  boca,  sequ 
daron  dormidos;  donde  los  dejaremos  por  ahora  por  contar  lo  que 
Caballero  del  Bosque  pasó  con  el  de  la  Triste  Figura. 


CAPÍTULO  XI\' 
Donde  se  prosigue  la  aventura  del  Caballero  del  Bosque. 

NTRE  muchas  razones  que  paí-aron  Don  Quijote  y  el  Caballero  de 
la  Selva,  dice  la  historia  que  el  del  Bosque  dijo  á  Don  Quijote: 
«Finalmente,  señor  caballero,  quiero  que  sepáis  que  mi  desti- 
no, ó  por  mejor  decir,  mi  elección,  me  trujo  á  enamorar  de  la 
sin  par  Casildea  de  Vandalia;  llamóla  sin  par,  porque  no  le  tiene,  así  en 
la  grandeza  del  cuerpo  como  en  el  extremo  del  estado  y  de  la  hermosu- 
ra. Esta  tal  Casildea,  pues,  que  voy  contando,  pagó  mis  buenos  pensa- 
mientos y  comedidos  deseos  con  hacerme  ocupar,  como  su  madrina  d 
Hércules,  en  muchos^  y  diversos  peligros,  prometiéndome  al  fin  de  cada 
ano  que  en  el  fin  del  otro  llegaría  el  de  mi  esperanza;  pero  así  se  han 
do  eslabonando  mis  trabajos,  que  no  tienen  cuento,  ni  yo  sé  cuál  ha  de 
ser  el  último  que  dé  principio  al  cumplimiento  de  mis  buenos  deseos. 
Tna  vez  me  mandó  que  fuese  á  desafiar  á  aquella  famosa  giganta  de  Se- 
villa, llamada  la  Giralda,  que  es  tan  valiente  y  fuerte  como  hecha  de 
-H-once;  y  sin  mudarse  de  un  lugar,  es  la  más  movible  y  voltaria  nmjer 
iol  mundo.  Llegué,  vila  y  vencíla,  y  hícela  estar  queda  y  á  raya,  porque 
iu  más  de  una  semana  no  soplaron  sino  vientos  nortes.  Vez  también 
mbo  que  me  mandó  fuese  á  tomar  en  peso  las  antiguas  i)iedras  de  los 
v-alientes  toros  de  Guisando:  empresa  más  para  encomendarse  á  gana- 
.lanes  que  á  caballeros.  Otra  vez  me  mandó  que  me  precipitase  y  su- 
miese en  la  sima  de  Cabra  (¡pehgro  inaudito  y  temeroso!),  y  que  le  trú- 
jese particular  relación  de  lo  que  en  aquella  escura  profundidad  se  en- 
3ierra.  Detuve  el  movimiento  de  la  Giralda,  pesé  los  toros  de  Guisando, 


498  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


despéñeme  en  la  sima  y  saqué  á  luz  lo  escondido  de  su  abismo;  y  nñi 
esperanzas  muertas  que  muertas,  y  sus  mandamientos  y  desdenes  vivoi 
que  vivos.  En  resolución,  últimamente  me  ha  mandado  que  discurrí 
por  todas  las  provincias  de  España,  y  haga  confesar  á  todos  los  andan 
tes  caballeros  que  por  ellas  vagaren,  que  ella  sola  es  la  más  aventajadí 
en  hermosura  de  cuantas  hoy  viven,  y  que  soy  el  más  valiente  y  el  má; 
bien  enamorado  caballero  del  orbe;  en  cuya  demanda  he  andado  ya  h 
mayor  parte  de  España,  y  en  ella  he  vencido  muchos  caballeros  f{ue  s* 
han  atrevido  á  contradecirme;  pero  de  lo  que  yo  más  me  precio  y  ufa 
no  es  de  haber  vencido  en  singular  batalla  á  aquel  tan  famoso  caballe 
ro  Don  Quijote  de  la  Mancha,  y  héchole  confesar  que  es  más  hermosj 
mi  Casildea  que  su  Dulcinea;  y  en  sólo  este  vencimiento  hago  cuentí 
que  he  vencido  todos  los  caballeros  del  mundo;  porque  el  tal  Don  C^ui 
jote  que  digo  los  ha  vencido  á  todos;  y  habiéndole  yo  vencido  á  él,  si 
gloria,  su  fama  y  su  honra  se  ha  transferido  y  pasado  á  mi  persona. 

y  tanto  el  vencedor  es  más  honrado, 
'  Cuanto  más  el  vencido  es  reputado; 

así  que,  ya  corren  por  mi  cuenta  y  son  mías  las  innumerables  hazaña» 
del  ya  referido  Don  Quijote.» 

Admirado  quedó  Don  Quijote  de  oir  al  Caballero  del  Bosque,  y  eí^ 
tuvo  mil  veces  por  decirle  ([ue  mentía,  y  ya  tuvo  el  mentís  en  el  pico  d  \ 
la  lengua;  pero  reportóse  lo  mejor  que  pudo  por  hacerle  confesar  po  i 
su  propia  boca  su  mentira,  y  así,  sosegadamente  le  dijo:  «De  que  vue- 
5-a  merced,  señor  caballero,  haya  vencido  á  los  más  caballeros  andante^ 
de  España  y  aun  de  todo  el  mundo,  no  digo  nada;  pero  de  que  hay  i 
vencido  á  Don  (Quijote  de  la  Mancha,  póngolo  en  duda;  podría  ser  qu 
fuese  otro  que  le  pareciese,  aunque  hay  pocos  que  le  parezcan.» 

—¿Cómo  no?,  replicó  el  del  Bosque.  Por  el  cielo  que  nos  cubre,  qu 
peleé  con  Don  Quijote,  y  le  vencí  y  rendí;  y  es  un  hombre  alto  de  cue 
po,  seco  de  rostro,  estirado  y  avellanado  de  miembros,  entrecano,  la  m 
riz  aguileña  y  algo  corva,  de  bigotes  grandes,  negros  y  caídos;  campe 
debajo  del  nombre  del  CahaUcro  de  Ja  Triste  Figura,  y  trae  por  escudí 
ro  á  un  labrador  llam&do  Sancho  Panza,  oprime  el  lomo  y  rige  el  fren 
de  un  famoso  caballo,  llamado  Rocinante,  y  finalmente,  tiene  por  señ( 
ra  de  su  voluntad,  á  una  tal  Dulcinea  de  Toboso,  llamada  un  tiempo  A 
donza  Lorenzo;  como  la  mía,  que  por  llamarse  Casilda  y  ser  de  la  Ai 
dalueía,  yo  la  llamo  Casildea  de  Vandalia.  Si  todas  estas  señas  no  basta 
para  acreditar  mi  verdad,  aquí  está  mi  espada,  que  le  hará  dar  crédit 
á  la  mesma  incredulidad. 

— Sosegaos,  señor  caballero,  dijo  Don  Quijote,  y  escuchad  lo  qi 
deciros  quiero.  Habéis  de  saber  que  ese  Don  Quijote  que  decís  es  ( 
mayor  amigo  que  en  este  mundo  tengo,  y  tantg,  que  podré  decir  qr 
le  tengo  en  lugar  de  mi  misma  persona;  y  que  por  las  señas  que  d« 
me  habéis  dado,  tan  puntuales  y  ciertas,  no  puedo  pensar  sino  que  se 
el  Qiismo  que  habéis  vencido;  por  otra  parte,  veo  con  los  ojos  y  toe 
con  las  manos  no  ser  posible  ser  el  mesmo;  si  ya  no  fuese  que.  como 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    XIV  4U9 

muchos  enemiíj;os  encantadores,  especialmente  uno  que  de  ordina- 

•  persigue,  no  haya  alguno  dellos  tomado  su  figura  para  dejarse 

or,  por  defraudarle  de  la  fama  que  sus  altas  caballerías  le  tienen 

I     ijeada  y  adquirida  por  todo  lo  descubierto  de  la  tierra;  y  para  con- 

in nación  desto,  quiero  también  que  sepáis  que  los  tales  encantadores 

■ontrarios,  no  ha  más  de  diez  horas  (jue  transformaron  la  figura  y 

•na  de  la  hermosa  Dulcinea  del  Toboso  en  una  aldeana  soez  y  baja, 

~ta  manera  habrán  transformado  á  Don  Quijote;  y  si  todo  esto  no 

■¡i.-ia  para  enteraros  en  esta  verdad  que  digo,  aquí  está  el  mesmo  Don 

Quijote,  que  la  sustentará  con  sus  armas  á  pie  ó  á  caballo,  ó  de  cualquie- 

i  a  suerte  (jue  os  agradare. 

Y  diciendo  esto,  se  levantó  en  pie  y  empuñó  la  espada,  esperando 
Ilué  resolución  tomaría  el  Caballero  del  Bosque,  el  cual,  con  voz  asimis- 
mo sosegada  respondió  y  dijo:  «Al  buen  j)agador  no  le  duelen  prendas. 
\\.\  (jue  una  vez,  señor  lion  (¿uijote,  pudo  venceros  transformado,  bien 
I  lodrá  tener  esperanza.'-  de  rendiros  en  vuestro  propio  ser;  mas  port^ue 
.10  es  bien  que  los  caballeros  hagan  sus  fechos  de  armas  á  escuras,  como 
40s  salteadores  y  rufianes,  esperemos  el  día,  para  que  el  Sol  vea  nuestras 
■>bras;  y  ha  de  ser  condición  de  nuestra  batalla,  fjue  el  vencido  ha  de 
,iuedar  á  la  voluntad  del  vencedor,  para  que  haga  del  todo  lo  que  quisie- 
f«e.  con  tal  que  sea  decente  á  caballero  lo  (jue  se  le  ordenare.» 

—Soy  más  que  contento  desa  condición  y  conveniencia,  respondió  Don 
.Quijote;  y  en  diciendo  esto,  se  fueron  donde  estaban  sus  escuderos,  y 
i-os  liallaron  roncando  en  la  misma  forma  que  estaban  cuando  los  salteó 
-•1  sueño.  Despertáronlos  y  mandáronles  que  tuviesen  á  punto  los  caba- 
tilos.  porque,  en  saliendo  el  sol,  habían  de  hacer  los  dos  una  sangrienta. 
■  ingular  y  desigual  batalla;  á  cuyas  nuevas  quedó  Sancho  atónito  y  pas- 
:inado,  temeroso  de  la  salud  de  su  amo,  por  las  valentías  que  había  oído 
llecir  del  suyo  al  escudero  del  Bosque;  pero,  sin  hablar  palabra,  se  fue- 
ron los  dos  escuderos  á  buscar  su  ganado;  que  ya  todos  tres  caballos  y  el 
I  lucio  se  habían  olido,  y  estaban  todos  juntos. 

En  el  camino  dijo  el  del  Bosque  á  Sancho:  «Ha  de  saber,  hermano, 
l[ue  tienen  por  costumbre  los  peleantes  de  la  Andalucía,  cuando  son 
padrinos  de  alguna  pendencia,  no  estarse  ociosos,  mano  sobre  mano,  en 
anto  que  sus  ahijados  riñen:  dígolo,  porque  esté  advertido  que  mien- 
ras  nuestnjs  dueños  riñeren,  nosotros  también  hemos  de  pelear  y  ha- 
bernos astillas.» 

— Esa  costumbre,  señor  escudero,  respondió  Sancho,  allá  puede  correr 
r^  pasar  con  los  rufianes  y  peleantes  que  dice;  pero  con  los  escuderos  de 
•os  cabaUeros  andantes,  ni  por  })ienso;  á  lo  menos  yo  no  he  oído  decir  á 
ini  amo  semejante  costumbre,  y  sabe  de  memoria  todas  las  ordenanzas  de 
a  andante  caballería;  cuanto  más,  que  yo  quiero  que  sea  verdad  y  orde- 
nanza expresa  el  pelear  los  escuderos  en  tanto  que  sus  señores  pelean; 
i'>ero  yo  no  quiero  cumplirla,  sino  pagar  la  pena  que  estuviere  puesta  á 
«os  tales  pacíficos  escuderos;  que  yo  aseguro  que  no  pase  de  dos  libras 
lie  cera;  y  más  quiero  pagar  las  tales  libras,  que  sé  cjue  me  costarán 
nenos  que  las  hilas  que  podré  gastar  en  curarme  la  cabeza,  que  ya  me 


500  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


la  cuento  por  partida  y  dividida  en  dos  partes;  hay  más,  que  me  impo- 
sibilita el  reñir  el  no  tener  espada,  pues  en  mi  vida  me  la  puse. 

— Para  eso  sé  yo  un  buen  remedio,  dijo  el  del  Bosque:  yo  traigo  aquí 
dos  talegas  de  lienzo  de  un  mesmo  tamaño;  tomaréis  vos  la  una  y  yo  la 
otra,  y  reñiremos  á  talegazos,  con  armas  iguales. 

— Desa  manera,  sea  en  buen  hora,  respondió  Sancho;  porque  antes 
servirá  la  tal  pelea  de  despolvorearnos  que  de  herirnos. 

— No  ha  de  ser  así,  replicó  el  otro,  porque  se  han  de  echar  dentro  de 
las  talegas,  porque  no  se  las  lleve  el  aire,  media  docena  de  guijarros, 
limpios  y  pelados,  que  pesen  tanto  los  unos  como  los  otros;  y  desta  ma- 
nera, nos  podremos  atalegar,  sin  hacernos  mal  ni  daño. 

— Mirad  ¡cuerpo  de  mi  padre!,  respondió  Sancho,  ¡qué  martas  cebolli- 
nas ó  qué  copos  de  algodón  cardado  pone  en  las  talegas,  para  no  quedar 
molidos  los  cascos  y  hechos  alheñas  los  huesos!  Pero  aunque  se  llenaran 
de  capullos  de  seda,  sepa,  señor  mío,  que  no  he  de  pelear;  peleen  nues- 
tros amos,  y  allá  se  lo  hayan,  y  bebamos  y  vivamos  nosotros;  que  el 
tiempo  tiene  cuidado  de  quitarnos  las  vidas,  sin  que  andemos  buscando 
arbitrios  para  que  se  acaben  antes  de  llegar  su  sazón  y  término,  y  que 
se  cayan  de  maduras. 

— Con  todo,  replicó  el  del  Bosque,  hemos  de  pelear  siquiera  media 
hora. 

— Eso  no,  respondió  Sancho;  no  seré  yo  tan  descortés  ni  tan  desagrade- 
cido, que  con  quien  he  comido  y  he  bebido  trabe  cuestión  alguna,  por 
mínima  que  sea;  cuanto  más,  que  estando  sin  cólera  y  sin  enojo,  ¿quién 
diablos  se  ha  de  amañar  á  reñir  á  secas? 

— Para  eso,  dijo  el  del  Bosque,  yo  daré  un  suficiente  remedio,  y  es, 
que  antes  que  comencemos  la  pelea,  yo  me  llegaré  bonitamente  á  vuesa 
merced  y  le  daré  tres  ó  cuatro  bofetadas,  que  dé  con  él  á  mis  pies;  con 
las  cuales  le  haré  despertar  la  cólera,  aunque  esté  con  más  sueño  que 
un  lirón. 

— Contra  ese  corte  sé  yo  otro,  respondió  Sancho,  que  no  le  va  en 
zaga:  cogeré  yo  un  garrote,  y  antes  que  vuesa  merced  llegue  á  desper- 
tarme la  cólera,  haré  yo  dormir  á  garrotazos  de  tal  suerte  la  suya,  que 
no  despierte  si  no  fuere  en  el  otro  mundo,  en  el  cual  se  sabe  que  no 
soy  yo  hombre  que  me  dejo  manosear  el  rostro  de  nadie:  y  cada  uno 
mire  por  el  virote...  aunque  lo  más  acertado  sería  dejar  dormir  su  có- 
lera á  cada  uno:  que  no  sabe  nadie  el  alma  de  nadie,  y  tal  suele  venir  por 
lana  que  vuelve  trasquilado,  y  Dios  bendijo  la  paz  y  maldijo  las  riñas; 
porque  si  un  gato  acosado,  encerrado  y  apretado,  se  vuelve  en  león,  yo, 
que  soy  hombre.  Dios  sabe  en  lo  que  podré  volverme;  y  así,  desde  agora 
intimo  á  vuesa  merced,  señor  escudero,  que  corra  por  su  cuenta  todo  el 
mal  y  daño  que  de  nuestra  pendencia  resultare. 

— Está  bien,  replicó  el  del  Bosque;  amanecerá  Dios  y  medraremos. 
En  esto  ya  comenzaban  á  gorjear  en  los  árboles  mil  suertes  de  pin- 
tados pajarillos,  y  en  sus  diversos  y  alegres  cantos  parecía  que  daban 
la  norabuena  y  saludaban  á  la  fresca  aurora,  que  ya  por  las  puertas  y 
balcones  del  Oriente  iba  descubriendo  la  hermosura  de  su  rostro  sacu- 


PAKTE  SEGUNDA. CAPITULO  XIV  501 

iendo  de  sus  cabellos  un  número  infinito  de  líquidas  perlas,  en  cuyo 
uave  licor  bañándose  las  yerbas,  parecía  asimismo  que  ellas  brotaban 
llovían  blanco  y  menudo  aljófar:  los  sauces  destilaban  ihaná  sabroso, 
eíanse  las  fuentes,  murmuraban  )os  arroyos,  alegrábanse  las  selvas  y 
nriciuecíanse  los  prados  con  su  venida. 

Mas  apenas  dio  lugar  la  claridad  del  día  para  ver  y  diferenciar  las 
-osas,  cuando  la  primera  que  se  ofreció  á  los  ojos  de  ¡Sancho  Panza  fué 
M  nariz  del  escudero  del  bosque,  que  era  tan  grande,  que  casi  le  hacía 
ombra  á  todo  el  cuerpo.  Cuéntase,  en  efeto,  que  era  de  demasiada  gran- 
iza, corva  en  la  mitad  y  toda  llena  de  verrugas,  de  color  amorata- 
l>o,  como  de  berenjena;  bajábale  dos  dedos  más  abajo  de  la  boca;  cuya 
rrandeza,  color,  verrugas  y  encorvamiento  así  le  afeaban  el  rostro,  que 
n  viéndole  Sancho,  comenzó  á  herir  de  pie  y  de  mano  como  niño  con 
ilferecía,  y  propuso  en  su  corazón  de  dejarse  dar  docientas  bofetadas 
intes  que  despertar  la  cólera  para  reñir  con  aquel  vestiglo.  Don  Quijo- 
■3  miró  á  su  contendor,  y  hallóle  ya  puesta  y  calada  la  celada,  de  modo 
l'Ue  no  le  pudo  ver  el  rostro;  pero  notó  que  era  hombre  membrudo  y 
no  muy  alto  de  cuerpo.  Sobre  las  armas  traía  una  sobrevesta  ó  casaca  de 
na  tela,  al  parecer^  de  oro  finísimo,  sembradas  por  ella  muchas  lunas 
•equeñas  de  resplandecientes  espejos,  que  le  hacían  en  grandísima  ma- 
-era  galán  y  vistoso;  volábanle  sobre  la  celada  grande  cantidad  de  ythi- 
aas  verdes,  amarillas  y  blancas;  la  lanza,  que  tenía  arrimada  á  un  árbol, 
rra  grandísima  y  gruesa,  y  de  un  hierro  acerado  de  más  de  un  palmo.. 
Todo  lo  miró  y  todo  lo  notó  Don  (Quijote;  y  juzgó  de  lo  visto  y  mi-, 
tado  que  el  ya  dicho  caballero  debía  de  ser  de  grandes  fuerzas;  pero  no 
or  eso  temió,  como  Sancho  Panza;  antes  con  gentil  denuedo  dijo  al  ca- 
allero  de  los  Espejos:  <Si  la  mucha  gana  de  pelear,  señor  caballero,  no 
^s  gasta  la  cortesía,  por  ella  os  pido  que  alcéis  la  visera  un  poco,  i)or- 
'ue  yo  vea  si  la  gallardía  de  vuestro  rostro  responde  á  la  de  vuestra? 
isposición.» 
— O  vencido  ó  vencedor  que  salgáis  desta  empresa,  señor  caballero, 
^spondió  el  de  los  Espejos,  os  quedará  tiempo  y  espacio  demasiado 
>ara  verme;  y  si  ahora  no  satisfago  á  vuestro  deseo,  es  por  parecerme 
ue  hago  notable  agravio  á  la  hermosa  Casildea  de  Vandalia  en  dilatar 
1  tiempo  que  tardare  en  alzarme  la  visera  sin  haceros  confesar  lo  que 
:a  sabéis  que  pretendo. 

-—Pues  en  tanto  que  subimos  á  caballo,  dijo  Don  Quijote,  bien  podéis 
«ecirme  si  soy  yo  aquel  Don  Quijote  que  dijistes  haber  vencido. 

— A  eso  vos  respondemos,  dijo  el  de  los  Espejos,  que  parecéis,  como 
e  parece  un  huevo  á  otro,  al  mismo  caballero  que  yo  vencí;  pero,  se- 
:ún  vos  decís  que  le  persiguen  encantadores,  no  osaré  afirmar  si  sois  el 
entendido  ó  no. 

— Eso  me  basta  á  mí,  respondió  Don  Quijote,  para  que  crea  vuestro 
•ngaño;  empero,  paia  sacaros  del  de  todo  punto,  vengan  nuestros  caba- 
les; que  en  menos  tiempo  que  el  que  tardáredes  en  alzaros  la  visera, 
i  Dios,  si  mi  señora  y  mi  brazo  me  valen,  veré  \o  vuestro  rostro,  y  vos 
eréis  que  no  soy  yo  el  vencido  Don  (Quijote  que  pensáis. 


502  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Con  esto,  acortando  razones,  subieron  á  caballo,  y  Don  (¿uijote  vol- 
vió las  riendas  á  Rocinante,  para  tomar  lo  que  convenía  del  campo 
para  volver  á  encontrar  á  su  contrario,  y  lo  mismo  hizo  el  de  los  Espe- 
jos; pero  no  se  había  apartado  Don  Quijote  veinte  pasos,  cuando  se  oyó 
llamar  del  de  los  Espej,os,  y  partiendo  los  dos  el  camino,  el  de  los  Es- 
pejos le  dijo:  «Advertid,  señor  caballero,  que  la  condición  de  nuestra 
))atalla  es,  que  el  vencido,  como  otra  vez  he  dicho,  ha  de  quedar  á  dis- 
creción del  vencedor.» 

— Ya  la  sé,  respondió  Don  Quijote,  con  tal  que  lo  que  se  le  impusie- 
re y  mandare  al  vencido  han  de  ser  cosas  que  no  salgan  de  los  límites 
de  la  caballería. 
'  — Así  se  entiende,  respondió  el  de  los  Espejos. 

Ofreciérousele  en  esto  á  la  vista  de  Don  Quijote  las  extrañas  nari- 
ces del  escudero,  y  no  se  admiró  menos  de  verlas  que  Sancho;  tanto 
que  le  juzgó  por  algún  monstruo  ó  por  hombre  nuevo  y  de  aquellos  que 
no  se  usan  en  el  mundo.  Sancho,  que  vio  partir  á  su  amo  para  tomar 
carrera,  no  quiso  quedar  solo  con  el  narigudo,  temiendo  que  con  sólo 
mi  pasagonzalo  con  aquellas  narices  en  las  suyas,  sería  acabada  la  pen- 
dencia suya,  quedando,  del  golpe  ó  del  miedo,  tendido  en  el  suelo;  y 
fuese  tras  su  amo,  asido  á  una  ación  de  Rocinante;  y  cuando  le  pareció 
que  ya  era  tiempo  que  volviese,  le  dijo:  <^Suplico  á  vuesa  merced,  señor 
ínío,  que  antes  que  vuelva  á  encontrarse,  me  ayude  á  subir  sobre  aquel 
alcornoque,  de  donde  podré  ver  más  á  mi  sabor,  mejor  que  desde  el 
suelo,  el  gallardo  encuentro  que  vuesa  merced  ha  de  hacer  con  este  ca 
l>allero.v> 

— Antes  creo,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  que  te  quieres  encaramar  y 
subir  en  andamio,  por  ver  sin  peligro  los  toros. 

—La  verdad  que  diga,  respondió  Sancho,  las  desaforadas  narices  de 
acjuel  escudero  me  tienen  atónito  y  lleno  de  espanto,  y  no  me  atrevo  é 
estar  junto  á  él. 

—Ellas  son  tales,  dijo  Don  Quijote,  que,  á  no  ser  yo  quien  soy,  tam 
hiéii  me  asombraran;  y  así,  ven,  ayudarte  he  á  subir  donde  dices. 

En  lo  que  se  detuvo  Don  Quijote  á  que  Sancho  subiese  en  el  alcor 
noque,  tomó  el  de  los  Espejos  del  campo  lo  que  le  pareció  necesario;  } 
creyendo  que  lo  mismo  habría  hecho  Don  Quijote,  sin  esperar  son  di- 
trompeta  ni  otra  señal  que  los  avisase,  volvió  las  riendas  á  su  caballo 
que  no  era  más  ligero  ni  de  mejor  parecer  que  Rocinante;  y  á  todo  si  i 
correr,  que  era  un  mediano  trote,  iba  á  encontrar  á  su  enemigc;  pen 
viéndole  ocupado  en  la  subida  de  Sancho,  detuvo  las  riendas  y  parósi 
cu  la  mitad  de  la  carrera,  de  lo  que  el  caballo  quedó  agradecidísimo 
Vi  causa  que  ya  no  podía  moverse.  Don  Quijote,  que  le  pareció  qu( 
ya  su  enemigo  venía  volando,  arrimó  reciamente  las  espuelas  á  la - 
trasijadas  ijadas  de  Rocinante,  y  le  hizo  aguijar  de  manera,  que  cueni 
ta  la  historia  que  esta  sola  vez  se  conoció  haber  corrido  algo,  porqu^ ' 
todas  las  demás  siempre  fueron  trotes  declarados;  y  con  esta  no  vist;* 
furia  llegó  donde  el  de  los  Espejos  estaba,  hincando  á  su  caballo  las  es-- 
puelas  hasta  los  botones,  sin  que  le  pudiese  mover  un  solo  dedo  del  hi 


Encontró  al  de  los  Espejos  con  tanta  fn<r/a,  qne  mal  de  un  grado  le  hizo  venir  al  suelo 
por  las  ancas  del  caballo... 


504  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

gar  donde  había  hecho  estanco  de  su  carrera.  En  esta  buena  sazón  y 
coyuntura  halló  Don  Quijote  á  su  contrario,  embarazado  con  su  caba- 
llo y  ocupado  con  su  lanza,  que  nunca  ó  no  acertó  ó  no  tuvo  lugar  de 
ponerla  en  ristre.  Don  Quijote,  que  no  miraba  en  estos  inconvenientes, 
á  salvamano  y  sin  pehgro  alguno  encontró  al  de  los  Espejos  con  tanta 
fuerza,  que  mal  de  su  grado  le  hizo  venir  al  suelo  por  las  ancas  del  ca  - 
bailo,  dando  tal  caída,  que  sin  mover  pie  ni  mano,  dio  señales  de  que 
estaba  muerto. 

Apenas  le  vio  caído  Sancho,  cuando  se  deslizó  del  alcornoque,  y  á 
toda  priesa  vino  donde  su  señor  estaba;  el  cual,  apeándose  de  Roci- 
nante, fué  sobre  el  de  los  Espejos,  y  quitándole  las  lazadas  del  yelmo, 
para  ver  si  era  muerto,  y  para  que  le  diese  el  aire  si  acaso  estaba  vivo, 
vio...  ¿Quién  podrá  decir  lo  que  vio,  sin  causar  admiración,  maravilla 
y  espanto  á  los  que  lo  oyerenV 

¡Vló,  dice  la  historia,  el  rostro  mismo,  la  misma  ñgura,  el  mismo 
aspecto,  la  misma  fisonomía,  la  misma  efigie,  la  perspectiva  misma  del 
bachiller  Sansón  Carrasco!  Y  así  como  la  vio,  en  altas  voces  dijo:  «Acu- 
de, Sancho,  y  mira  lo  que  has  de  ver  y  no  lo  has  de  creer;  aguija  hijo, 
y  advierte  lo  que  puede  la  magia,  lo  que  pueden  los  hechiceros  y  los 
encantadores.» 

Llegó  Sancho,  y  como  vio  el  rostro  del  bachiller  Carrasco,  comenzó 
á  hacerse  mil  cruces  y  á  santiguarse  otras  tantas.  En  todo  esto  no  daba 
muestras  de  estar  vivo  el  derribado  caballero,  y  Sancho  dijo  á  Don 
Quijote:  «Soy  de  parecer,  señor  mío,  que,  por  sí  ó  por  no,  vuesa  mer- 
ced hinque  y  meta  la  espada  por  la  boca  á  éste  que  parece  el  bachiller 
Sansón  Carrasco;  quizá  matará  en  él  á  alguno  de  sus  enemigos  los  en- 
cantadores.» 

— No  dices  mal,  dijo  Don  Quijote,  porque  de  los  enemigos  los  me- 
nos; y  sacando  la  espada  para  poner  en  efeto  el  aviso  y  consejo  de 
Sancho,  llegó  el  escudero  del  de  los  Espejos,  ya  sin  las  narices  que  tan 
feo  le  habían  hecho,  y  ú  grandes  voces  dijo:  «Mire  vuesa  merced  lo 
que  hace,  señor  Don  Quijote;  que  ése  que  tiene  á  los  pies  es  el  bachi- 
ller Sansón  Carrasco,  su  amigo,  y  yo  soy  su  escudero.»  Y  viéndole 
Sancho  sin  aquella  fealdad  primera,  le  dijo:  <v,Y  las  narices?» 

A  lo  que  él  respondió:  «Aquí  las  tengo  en  la  faldriquera»;  y  echan- 
do mano  á  la  derecha,  sacó  unas  narices  de  pasta  y  l)arniz,  de  máscara, 
de  la  manifatura  que  quedan  delineadas;  y  mirándole  más  y  más  San- 
cho, con  voz  admirativa  y  grande  dijo:  <  ¡Santa  María,  y  valme!  Este 
¿no  es  Tomé  Cecial,  mi  vecino  y  mi  compadre?» 

— ¡Y  cómo  si  lo  soy!,  respondió  el  ya  desnarigado  escudero:  Tomé 
Cecial  soj,  compadre  y  amigo  Sancho  Panza;  y  luego  os  diré  los  arca- 
duces, embustes  y  enredos  por  donde  soy  aquí  venido;  y  en  tanto  pedid 
y  suplicad  al  señor  vuestro  amo  c{ue  no  toque,  maltrate,  hiera  ni  mate 
al  caballero  de  los  Espejos,  que  á  sus  pies  tiene;  porque  sin  duda  al- 
guna es  el  atrevido  y  mal  aconsejado  bachiller  Sansón  Carrasco,  nues- 
tro compatriota. 

En  esto  volvió  en  sí  el  de  los  Espejos;  lo  cual  visto  por  Don  Quijote, 


PARTE    SEGUNDA. —  CAPITULO    XIV  505 


3  puso  la  punta  desnuda  de  su  espada  encima  del  rostro  y  le  dijo: 
Muerto  sois,  caballero,  si  no  confesáis  que  la  sin  parDulciaea  del  To- 
oso  se  aventaja  en  belleza  á  vuestra  C'asildea  de  Vandalia;  y  demás 
e  esto,  habéis  de  prometer,  si  de  esta  contienda  y  caída  quedáredes 
on  vida,  de  ir  á  la  ciudad  del  Toboso  y  presentaros  en  su  presencia, 
e  mi  parte,  para  que  haga  de  vos  lo  que  más  en  voluntad  le  viniere; 
si  os  dejare  en  la  vuestra,  asimismo  habéis  de  volver  á  buscarme  (que 
I  rastro  de  mis  hazañas  os  servirá  de  guía  que  os  traiga  donde  yo  es- 
iviere),  y  á  decirme  lo  (pie  con  ella  hubiéredes  i)asado:  condiciones 
ue,  conforme  á  las  que  pusimos  antes  de  nuestra  batalla,  no  salen  de 
)S  términos  de  la  andante  caballería. 
— Confieso,  dijo  el  caído  caballero,  que  vale  más  el  zapato  descosido 
sucio  de  la  sefiora  Dulcinea  del  Toboso,  que  las  barbas  mal  peinadas, 
unque  limpias,  de  Casildea;  y  |)rometo  de  ir  y  volver  de  su  presencia  á 
L  vuestra,  y  daros  entera  y  particular  cuenta  de  lo  (pie  me  pedís. 
— También  habéis  de  confesar  y  creer,  añadió  Don  Quijote,  que 
quel  caballero  que  venció  tes  no  fué  ni  pude  ser  Don  Quijote  de  la  Man- 
ía, sino  otro  que  se  le  parecía,  como  yo  conñeso  y  creo  que  vos,  aun- 
ue  parecéis  el  bachiller  Sansíjn  Carrasco,  no  lo  sois,  sino  otro  que  le 
arece,  y  que,  en  su  figura,  aquí  me  le  han  puesto  mis  enemigos,  para 
lue  detenga  y  temple  el  ímpetu  de  mi  cólera  y  para  que  use  blanda- 
iiente  de  la  gloria  del  vencimiento. 

— Todo  lo  confieso,  juzgo  y  siento  como  vos  lo  creéis,  juzgáis  y  seii- 
<s,  respondió  el  derrengado  caballero:  dejadme  levantar,  os  ruege,  si  es 
nc  lo  permite  el  golpe  de  mi  caída,  que  asaz  maltrecho  me  tiene. 

Ayudóle  b  levantar  Don  Quijote  y  Tomé  Cecial,  ó  su  escudero,  del 
lal  no  apartaba  los  ojos  Sancho,  preguntándole  cosas,  cuyas  respues- 
s  le  daban  m:mifiestas  señales  deque  verdaderamente  era  el  Tomé 
ecial  (pie  decía;  mas  la  aprensión  (|ue  en  Sandio  liabía  hecho  lo  que 
:i  amo  dijo,  de  que  los  encantadores  habí  in  mudado  la  figura  del  ca- 
ñilero de  los  Espejos  en  la  del  bachiller  Carrasco,  no  le  dejaba  dar 
^édito  á  la  verdad  que  con  los  ojos  estaba  mirando.  F'inalmente,  se 
jedaron  con  ese  engaño  amo  y  mozo;  y  el  de  los  Espejos  y  su  escu- 
'•3ro,  mollinos  y  malandantes,  se  apartaron  de  Don  Quijote  y  Sancho, 
"'  intención  aquél  de  buscar  algún  lugar  donde  bizmarse  y  entablarse 
stillas.  Don  Quijote  y  Sancho  volvieron  á  proseguir  su  camino  de 
iragoza,  donde  los  deja  la  historia,  por  dar  cuenta  de  quién  era  el  ca- 
illero  de  los  Espejos  y  su  iiarigante  escudero. 


CAPITULO    XV 

Donde  se  cuenta  y  da  noticia  de  quién  era  el  caballero  de  los  Espejos 

y  su  escudero. 


p;  N  extremo  contento,  ufano  y  vanaglorioso  iba  Don  Quijote,  poi 
haber  alcanzado  vitoria  de  tan  valiente  caballero,  como  él  st 
imaginaba  que  era  el  de  los  Espejos,  de  cuya  caballeresca  pa 
labra  es})eraba  saber  si  el  encantamento  de  su  señora  pasabí 
adelante;  pues  era  foizoso  que  el  tal  vencido  caballero  volviese,  so  peni 
<le  no  serlo,  á  darle  razón  de  lo  que  con  ella  le  hubiese  sucedido.  Pen 
uno  pensaba  Don  Quijote  y  otro  el  de  los  Espejos,  puesto  que  por  en 
tonces  no  era  otro  su  pensamiento,  sino  buscar  donde  bizmarse,  cohk 
se  ha  dicho.  Dice,  pues,  la  historia,  que  cuando  el  bachiller  Sansón  Ca 
rrasco  aconsejó  á  Don  Quijote  que  volviese  á  proseguir  sus  dejadas  cm 
ballenas,  fué  por  haber  entrado  primero  en  bureo  con  el  Cura  y  el  bai 
hero  sobre  qué  medio  se  podría  tomar  para  reducir  á  Don  Quijote  . 
<[U.e  se  estuviese  en  su  casa  quieto  y  sosegado,  sin  que  le  alborotase] 
sus  mal  buscadas  aventuras;  de  cuyo  consejo  salió,  por  voto  común  d 
todos  y  parecer  particular  de  Carrasco,  que  dejasen  salir  á  Don  Quijote 
pues  el  detenerle  parecía  imposible,  y  que  Sansón  le  saliese  al  camiu 
como  caballero  andante,  y  trabase  batalla  con  él,  pues  ]io  faltaría  sobr 
qué,  y  le  venciese,  teniéndolo  por  cosa  fácil;  y  que  fuese  pacto  y  coi 
cierto  que  el  vencido  quedase  á  merced  del  vencedor;  y  así,  ven  cid 
Don  Quijote,  le  había  de  mandar  el  bachiller  caballero  se  volviese  á  s 
pueblo  y  casa,  y  no  saliese  della  en  dos  años,  ó  hasta  tanto  que  pe 
él  le  fuese  mandada  otra  cosa;  lo  cual   era  claro  que  Don   Quijot» 
vencido,  cumpliría  indubitablemente,   per  no  coctravenir  y  faltar 
las  leyes  de  la  caballería;  y  podría  ser  que  en  el  tiempo  de  su  recli 


PARTE  SEGUNDA. CAPITULO  XV  507 


sión  se  le  olvidasen  sus  vanidades,  ó  se  diese  lugar  de  buscar  á  su  locu- 
ra alííúu  conveniente  remedio. 

Aprestóse  Carrasco,  y  ofreciósele  j)or  escudero  Tomé  Cecial,  com- 
padre y  vecino  de  Sancho  Panza,  hombre  alegre  y  de  lucios  casco;-. 
Armóse  Sansón,  como  queda  referido,  y  Tomé  Cecial  acomodó  .sobre 
sus  naturales  narices  las  falsas  y  de  máscara  ya  dichas,  porque  no  fue- 
se conocido  de  su  compadre  cuando  se  viesen;  y  así  siguieron  el  mismo 
viaje  que  llevaba  Don  Quijote,  y  llegaron  casi  á  hallarse  en  la  aventu- 
ra del  carro  de  la  Muerte;  y  hnalniente,  dieron  con  ellos  en  el  bosque, 
donde  les  sucedió  todo  lo  <)uo  el  prudente  ha  leído;  y  si  no  fuera  por 
los  pensamientos  extraordinarios  do  Don  Quijote,  que  se  dio  á  enten 
ior  que  el  bachiller  no  era  el  bachiller,  el  señor  l)achiller  quedara  im- 
posibiHtado  para  siempre  de  graduarse  de  licenciado,  por  no  haber  ha- 
lado nidos  donde  pensó  hallar  pájaros. 

Tomó  Cecial,  que  vio  cuan  mal  habían  logrado  sus  deseos,  y  el  mal 
paradero  que  había  tenido  su  camino,  dijo  al  bachiller:  «Por  cierto, 
•íoñor  Sansón  Carrasco,  que  tenemos  nuestro  merecido:  con  facihdad  se 
Mensa  y  se  acomete  una  empresa,  pero  con  diticultad  las  más  veces  se 
>ale  deíla.  Don  Quijote  loco,  nosotros  cuerdos;  él  se  va  sano  y  riendo, 
v'uesa  merced  queda  molido  y  triste.  Sepamos,  pues,  ahora  cuál  es  más 
oco:  ¿el  que  lo  es  por  no  poder  menos,  ó  el  que  lo  es  por  su  voluntad?» 

A  lo  que  respondió  Sansón:  «La  diferencia  que  hay  entre  esos  dos 
otos  es,  que  el  que  lo  es  por  fuerza  lo  será  siempre,  y  el  que  lo  es  de 
:rado  lo  dejará  de  ser  cuando  quisiere.» 

—Pues  así  es,  dijo  Tomé  Cecial,  yo  fui  por  mi  voluntad  loco  cuando 
luise  hacerme  escudero  de  vuesa  merced,  y  por  la  misma  quiero  dejar 
it'  serlo,  y  volverme  á  mi  casa. 

— Eso  os  cumple,  respondió  Sansón;  porcjue  pensar  que  yo  he  de 
.'olver  á  la  mía  hast^  haber  mohdo  á  palos  á  Don  Quijote,  es  pensar 
n  lo  excusado;  y  no  me  llevará  ahora  á  buscarle  el  deseo  de  que  cobre 
u  juicio,  sino  ei  de  la  venganza;  que  el  dolor  grande  de  mis  costillas 
10  me  deja  hacer  más  piado.sos  discursos. 

En  esto  fueron  razonando  los  dos  hasta  que  llegaron  á  un  pueblo, 
londe  fué  ventura  hallar  un  algebrista,  con  quien  se  curó  el  Sansón 
lesgraciado.  Tomé  Cecial  se  volvió  y  le  dejó,  y  él  quedó  imaginando 
ai  venganza;  y  la  historia  vuelve  á  habkr  del  á  su  tiempo,  por  no  de 
ar  de  regocijarse  ahora  con  Don  Quijote. 


CAPITULO  XVI 
De  lo  que  sucedió  á  Don  Quijote  con  un  discreto  caballero  de  la  Mancha. 


ON  la  alegría,  contento  y  ufanidad  que  se  ha  dicho,  seguía  Do 

Quijote  su  jornada,  imaginándose  por  la  pasada  vitoria  ser  ( 

%¿j^  caballero  andante  más   valiente  que  tenía  en  aquella  edad  ( 

Cs  mundo.  Daba  por  acabadas  y  á  felice  fin  conducidas  cuanta 
aventuras  pudiesen  sucederle  de  allí  adelante;  tenía  en  poco  á  los  ei 
cfcutos  y  á  los  encantadores;  no  se  acordaba  de  los  innumerables  palc 
que  en  el  discurso  de  sus  caballerías  le  habían  dado,  ni  de  la  pedrad 
que  le  derribó  la  mitad  de  los  dientes,  ni  del  desagradecimiento  de  k 
galeotes,  ni  del  atrevimiento  y  lluvia  de  estacas  de  los  yangüeses;  fina 
mente,  decía  entre  sí  que  si  él  hallara  arte,  modo  ó  manera  cómo  dei 
encantar  á  su  señora  Dulcinea,  no  envidiaría  á  la  mayor  ventura  qu 
alcanzó  ó  pudo  alcanzar  el  más  venturoso  caballero  andante  de  los  pí 
sados  siglos. 

En  estas  imaginaciones  iba  todo  ocupado,  cuando  Sancho  le  dij( 
«¿No  es  bueno,  señor,  que  aun  todavía  traigo  entre  los  ojos  las  desaf< 
radas  narices,  y  mayores  de  marca,  de  mi  compadre  Tomé  Cecial? 

— ¿Y  crees  tú,  Sancho,  por  ventura,  que  el  Caballero  de  los  Espeje 
era  el  bachiller  Carrasco,  y  su  escudero  Tomé  Cecial,  tu  compadre? 

— No  sé  qué  me  diga  á  eso,  respondió  Sancho;  sólo  sé  que  las  señ£ 
que  me  dio  de  mi  casa,  mujer  y  hijos,  no  me  las  podría  dar  otro  que  < 
mesmo;  y  la  cara,  quitadas  las  narices,  era  la  misma  de  Tomé  Cecia 
como  yo  se  la  he  visto  muchas  veces  en  mi  pueblo,  y,  pared  en  medi( 
en  mi  misma  casa;  y  el  tono  de  la  habla  era  todo  uno. 

— Estemos  á  razón,  Sancho,  rephcó  Don  Quijote.   \Qn  acáN¿en  qu 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    XVI  509 

ioiisideíacióu  [)uetle  caber  que  el  bachiller  Sansón  Carrasco  viniese 
jomo  caballero  andante,  armado  de  armas  ofensivas  y  defensivas,  á  pe- 
car conmigo?  ¿lie  sido  yo  su  enemigo  por  ventura?  ¿Hele  dado  yo  ja- 
[HcÍs  ocasión  para  tenerme  ojerizaV  ¿Soy  yo  su  rival,  ó  hace  él  profesión 
ie  las  armas,  j)ara  tener  envidia  á  la  fama  que  yo  por  ellas  he  ganadoV 

— J'ues  ¿qué  diremos,  señor,  respondió  Sandio,  á  esto  de  parecerse 
ííinto  aquel  caballero,  sea  el  que  fuere,  al  bachiller  Carrasco,  y  su  es- 
cudero á  Tomé  Cecial,  mi  compadre?  Y  si  ello  es  encantamento,  como 
vuesa  merced  ha  dicho,  ¿no  había  en  el  mundo  otros  dos  á  quien  se 
parecieran? 

— Todo  es  artificio  y  traza,  respondió  Don  Quijote,  de  los  malignos 
magos  que  me  persiguen,  los  cuales,  anteviendo  que  yo  había  de  que- 
iar  vencedor  en  la  contienda,  se  previnieron  de  que  el  caballero  ven- 
cido mostrase  el  rostro  de  mi  amigo  el  bachiller,  porque  la  amistad  que 
le  tengo  se  pusiese  ante  los  filos  de  mi  espada  y  el  rigor  de  mi  brazo,  y 
templase  la  justa  ira  de  mi  corazón,  y  desta  manera  quedase  con  vida 
si  que  con  embelecos  y  falsías  procuraba  quitarme  la  mía.  Para  prueba 
ie  lo  cual,  ya  sabes,  ¡oh  Sancho!,  por  experiencia  que  no  te  dejará  men- 
tir ni  engañar,  cuan  fácil  sea  á  los  encantadores  mudar  unos  rostros  en 
Dtros,  haciendo  de  lo  hermoso  feo  y  de  lo  feo  hermoso;  pues  no  ha  dos 
iías  que  viste  por  tus  mismos  ojos  la  hermosura  y  gallardía  de  la  sin 
par  Dulcinea,  en  toda  su  entereza  y  natural  conformidad,  y  yo  la  vi  en 
la  fealdad  y  bajeza  de  una  zafia  labradora,  con  lagañas  en  los  ojos  y 
3on  mal  olor  en  la  boca;  así  que,  el  perverso  encantador  que  se  atrevió 
á  hacer  una  transformación  tan  mala,  no  es  mucho  que  haya  hecho  la 
de  Sansón  Carrasco  y  la  de  tu  conn)adre,  por  quitarme  la  gloria  del 
vencimiento  de  las  manos;  pero,  con  todo  esto,  me  consuelo,  porque,  en 
ñn,  en  cualquiera  figura  que  haya  sido,  he  quedado  vencedor  de  mi 
enemigo. 

— Dios  sabe  la  verdad  de  todo,  respondió  Sancho;  que  como  él  sabía 
que  la  transformación  de  Dulcinea  había  sido  traza  y  embeleco  su3'o, 
no  le  satisfacían  las  quimeras  de  su  amo;  pero  no  le  quiso  replicar,  por 
QO  decir  alguna  palabra  que  descubriese  su  embuste. 

En  estas  razones  estaban,  cuando  los  alcanzó  un  hombre,  que  de- 
trás dellos  por  el  mismo  camino  venía  sobre  una  muy  hermosa  yegua 
tordilla,  vestido  un  gabán  de  paño  fino  verde,  jironado  de  terciopelo 
leonado,  con  una  montera  del  mismo  terciopelo;  el  aderezo  de  la  yegua 
era  de  campo  y  de  la  jineta,  asimismo  de  leonado  y  verde;  traía  un  al 
fanje  morisco,  pendiente  de  un  ancho  tahalí  de  verde  y  oro,  y  los  bor- 
ceguíes eran  de  la  labor  del  tahalí;  las  espuelas  no  eran  doradas,  sino 
dadas  con  un  barniz  verde,  tan  tersas  y  bruñidas,  que,  por  hacer  labor 
con  todo  el  vestido,  parecían  mejor  que  si  fueran  de  or,;  puro. 

Cuando  llegó  á  ellos  el  caminante,  los  saludó  cortésmente,  y  pican- 
do á  la  yegua,  se  pasaba  de  largo;  pero  Don  Quijote  le  dijo:  «Señor 
galán,  si  es  que  vuesa  merced  lleva  el  camino  que  nosotros,  y  no  im- 
porta el  darse  priesa,  merced  recebiría  en  que  nos  fuésemos  junios.» 

— En   verdad,  respondió  el  de  la  yegua,   que  no  me  pasara  tan  de 


510  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

largo,  si  no  fuera  por  temor  que  con  la  compañía  de  mi  yegua  no  s 
alborotara  ese  caballo. 

— Bien  puede,  señor,  respondió  á  este  sazón  Sancho,  bien  puede  U 
ner  las  riendas  á  su  yegua,  porque  nuestro  caballo  es  el  más  honesto 
bien  mirado  del  mundo;  jamás  en  semejantes  ocasiones  ha  hecho  vilez 
alguna,  y  una  vez  que  se  desmandó  á  hacerla,  la  lastamos  mi  señor 
yo  con  las  setenas.  Digo  otra  vez  que  puede  vuesa  merced  detenerse,  i- 
quisiere,  que  aunque  se  la  den  entre  dos  platos,  á  buen  seguro  que  í 
caballo  no  la  arrostre. 

Detuvo  la  rienda  el  caminante,  admirándose  de  la  apostura  y  rostr 
de  Don  Quijote,  el  cual  iba  sin  celada;  que  la  llevaba  Sancho,  com 
maleta,  en  el  arzón  delantero  de  la  albarda  del  Rucio;  y  si  mucho  m 
raba  el  de  lo  verde  á  Don  Quijote,  mucho  más  miraba  Don  Quijote  í 
de  lo  verde,  pareciéndole  hombre  de  chapa:  la  edad  mostraba  ser  d 
cincuenta  años,  las  canas  pocas  y  el  rostro  aguileno,  la  vista  entre  al( 
gre  y  grave;  finalmente,  en  el  traje  y  apostura  daba  á  entender  se 
hombre  de  buenas  prendas.  Lo  que  juzgó  de  Don  Quijote  de  la  Mai 
cha  el  de  lo  7erde  fué,  que  semejante  manera  ni  parecer  de  hombre  n 
le  había  visto  jamás;  admiróle  la  longura  de  su  cabello,  la  grandeza  d 
su  cuerpo,  la  íiaqueza  y  amarillez  de  su  rostro,  sus  armas,  su  adema 
y  compostura,  figura  y  retrato  no  visto  por  luengos  tiempos  atrás  e: 
aquella  tierra. 

Notó  bien  Don  Quijote  la  atención  con  que  el  caminante  le  mirabc 
y  leyóle  en  la  suspensión  su  deseo;  y  como  era  tan  cortés  y  tan  amig 
de  dar  gusto  á  todos,  antes  que  le  preguntase  nada,  le  salió  al  camine 
diciéndole:  «Esta  figura,  que  vuesa  merced  en  mí  ha  visto,  por  se 
tan  nueva  y  tan  fuera  de  las  que  comúnmente  s-e  usan,  no  me  marg 
villaría  yo  de  que  le  hubiese  maravillado;  pero  dejará  vuesa  merced  d 
estarlo,  cuando  le  diga,  como  le  digo,  que  soy  caballero  destos  qu 
dicen  las  gentes  que  á  sus  aventuras  van.  Salí  de  mi  patria,  empeñ 
mi  hacienda,  dejé  mi  regalo,  y  entregúeme  en  los  brazos  de  la  fortuna 
que  me  llevasen  donde  más  fuese  servida.  Quise  resucitar  la  ya  muert 
andante  caballería;  y  ha  muchos  días  que  tropezando  aquí,  cayend 
allí,  despeñándome  acá  y  levantándome  acullá,  he  cumplido  grai 
parte  de  mi  deseo,  socorriendo  viudas,  amparando  doncellas  y  favor( 
ciendo  casadas,  huérfanos  y  pupilos,  propio  y  natural  oficio  de  cabf 
lleros  andantes;  y  así,  por  mis  valerosas,  muchas  y  cristianas  hazañas 
he  merecido  andar  ya  en  estampa  en  casi  todas  ó  las  más  naciones  de 
mundo.  Treinta  mil  volúmenes  se  han  impreso  de  mi  historia,  y  llev. 
camino  de  imprimirse  treinta  mil  millares  de  veces,  si  el  cielo  no  lo  ve 
media.  Finalmente,  por  encerrarlo  todo  en  breves  palabras,  ó  en  un 
sola,  digo  que  yo  soy  Don  Quijote  de  la  Mancha,  por  otro  nombr 
llamado  el  CahaUero  de  la  Triste  Figura;  y  puesto  que  las  propia 
alabanzas  envilecen,  esme  forzoso  decir  yo  tal  vez  las  mías,  y  esto  s 
entiende  cuando  no  se  halla  presente  quien  las  diga;  así  que,  seño 
gentil  hombre,  ni  este  caballo,  ni  esta  lanza,  ni  este  escudo,  ni  est 
escudero,  ni  todas  juntas  estas  armas,  ni  la  amarillez  de  mi  rostro,  n 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    XVI  5ll 

i  i  atenuada  flaqueza,  os  podrán  admirar  de  aquí  adelante,  habiendo  ya 
^  bido  quién  soy  y  la  profesión  que  hago. » 

Calló  en  diciendo  esto  Don  Quijote,  y  el  de  lo  verde,  según  se  tar- 
;  iba  en  responderle,  parecía  que  no  ac(  rtaba  á  hacerlo;  pero  de  allí  á 
leu  espacio  le  dijo:  «Acertastes,  señor  caballero,  á  conocer  por  mi  su.s- 
1 3nsión  mi  deseo;  pero  no  habéis  acertado  a  quitarme  la  maravilla  que 
1  mí  causa  el  haberos  visto;  que  puesto  que,  como  vos,  señor,  decís 
le  el  saber  ya  quien  sois  me  la  podría  quitar,  no  ha  sido  así,  antoí 
íora  que  lo  sé,  quedo  más  suspenso  y  niara viHado.  ¡Cómo!  ¿Y  es  posi- 
e  que  hay  hoy  caballeros  andantes  en  el  mundo,  y  que  hay  historias- 
ipresas  de  verdaderas  caballerías?  No  me  puedo  persuadir  que  hay;t 
)y  en  la  tierra  quien  favorezca  viudas,  ampare  doncellas,  ni  lionre  ca- 
vdas,  ni  socorra  huérfanos;  y  no  lo  creyera,  si  en  vuesa  merced  no  lo 
.ibiera  visto  con  mis  ojos.  ¡Bendito  sea  el  cielo,  que  con  esa  historia, 
le  vuesa  merced  dice  que  está  impresa,  de  sus  altas  y  verdaderas  ca- 
ülerías,  se  habrán  puesto  en  olvido  las  innumerables  de  los  fingidos 
iballeroe  andantes,  de  que  estaba  lleno  el  mundo,  tan  en  daño  de  la;^ 
aenas  costumbres  y  tan  en  perjuicio  y  descrédito  de  las  buenas  his- 
•rias.  > 

— Hay  mucho  que  decir,  resj)()ndi(')  Don  Quijote,  en  razón  de  si  scii 
agidas  ó  no  las  historias  de  los  andantes  caballeros. 

— Pues  ¿hay  quien  dude,  respondió  el  \'erde,  <|ue  no  son  falsas  \i\^ 
les  historias? 

— Yo  lo  dudo,  respondió  Don  Quijote,  y  quédese  esto  aquí;  que  si 
uestra  jornada  dura,  espero  en  Dios  de  dar  á  entender  á  vuesa  merced 
ue  ha  hecho  mal  en  irse  con  la  corriente  de  los  que  tienen  por  cierto 
ue  no  son  verdaderas.  ' 

Desta  última  razón  de  Don  (¿uijote  tomó  barruntos  el  caminante  de 
ue  Don  (Quijote  debía  de  ser  algún  mentecato,  y  aguardaba  que  con' 
tras  lo  confirmase;  pero  antes  que  se  divirtiesen  en  otros  razonamien- 
>s,  Don  Quijote  le  rogó  le  dijese  quién  era,  pues  él  le  había  dado  par-  * 
'  de  su  condición  y  de  su  vida.  A  lo  que  respondió  el  del  Verde  Ga- 
án:   /Yo,  señor  Caballero  de  la  Triste  Figura,  soy  un  hidalgo,  natu- 
d  de  un  lugar  donde  iremos  á  comer  hoy,  si  Dios  fuere  servido;  soy- 
las  que  medianamente  rico,  j  es  mi  nombre  don  Diego  de  Miranda;' 
aso  la  vida  con  mi  mujer  y  con  mi  hijo  y  con  mis  amigos.  Mis  ejerci-. 
ios  son  el  de  la  caza  y  pesca;  pero  no  mantengo  ni  halcón  ni  galgos, 
mo  algún  perdigón  manso  ó  algún  hurón  atrevido.  Tengo  hasta  sei.4 
ocenas  de  libros,  cuáles  de  romance  y  cuáles  de  latín;  de  historia  algu- 
os,  y  de  devoción  otros;  los  de  caballerías  aún  no  han  entrado  por  los', 
mbrales  de  mis  puertas.  Hojeo  más  los  que  son  profanos  que  los  de- 
otos,  como  sean  de  honesto  entretenimiento,  que  deleiten  con  el  leu 
uaje,  y  admiren  y  suspendan  con  la  invención,  puesto  que  destos  hay. 
lu^'-  pocos  en  España.  Alguna  vez  cómo  con  mis  vecinos  y  amigos,  y 
luchas"  veces  los  convido;  son  mis  convites  limpios  y  aseados,  y  no 
ada  escasos.  Ni  gusto  de  murmurar,  ni  consiento  que  delante  de  mí  sé 
íiurmure;  no  escudriño  las  vidas  ajenas,  ni  soy  lince  de  los  hechos  (íe 

B.  P.— XX  ,34 


512  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

Jos,  otuos.,  .Oigo;  misa  cada -día;  reparto  de  mis  bienes  con  los  pobres,  sii 
liacer  alarde  de  las  buenas  obras,  por  no  dar  entrada  en  mi  corazón  á  1; 
hipocresía  y,  vanagloria,  enemigos  que  blandamente  se  apoderan  del  ce 
larón  más  recatado;  procuro  poner  en  paz  los  que  sé  que  están  desave 
nidos;  soy  devoto  de  Nuestra  Señora,  y  confío  siempre  en  la  misericoi 
diainfínita  de  Dios,  Nuestro  Señor.» 

;  Atentísimo  estuvo  Sancho  á  la  relación  de  la  vida  y  entretenimien 
tos  del  hidalgo;  y  pareciéndole  buena  y  santa,  y  que  quien  la  hacía  de 
bía  de  hacer  milagros,  se  arrojó  del  Rucio  y  con  gran  priesa  le  fué  ; 
asir  del  estribo  derecho,  y  con  devoto  corazón  y  casi  lágrimas  le  bes* 
los  pies  una  y  muchas  veces. 

Visto  lo  cual  por  el  hidalgo,  le  preguntó:  «¿Qué  hacéis,  hermano 
¿Q.tié  besos  sonestosV>. 

— Déjenme  besar,  respondió  Sancho,  porque  me  parece  vu^sa  mei 

ced  el  primer  santo  á  la  jineta  que  he  visto  en  todos  los  días  de  mi  vida 

— No  soy  santo,  respondió  el  hidalgo,  sino  gran  pecador;  vos,  sí,  hei 

mano,  que  debéis  de  ser  bueno,  como  vuestra  simplicidad  lo  .muestra 

Volvió  Sancho  á  cobrar  la  albarda,  habiendo  sacado  á  plaza  la  ris; 
de  la  profunda  malencolía  de  su  amo,  y  causado  nueva  admiración  : 
don  Diego.  Preguntóle  Don  Quijote  que  cuántos  hijos  tenía,  y  díjoL 
que  una  de  las  cosas  en  que  ponían  el  sumo  bien  los  antiguos  filósofos 
que  carecieron  del  verdadero  conocimiento  de  Dios,  fué  en  los  bienes  d' 
la  naturaleza,  en  los  de  la  fortuna,  en  tener  muchos  amigos,  y  en  teñe 
muchos  y  buenos  hijos. 

•  — Yo,  señor  Don  Quijote,  respondió  el  hidalgo,  tengo  un  hijo,  que  ; 
no  tenerle,  quizá  me  juzgara  por  más  dichoso  de  lo  que  soy,  y  no  poi 
que  él  sea  malo,  sino  porque  no  es  tan  bueno  como  yo  quisiera.  Será  d 
edad  de  diez  y  ocho  años;  los  seis  ha  estado  en  Salamanca  aprendiendo 
las  lenguas  latina  y  griega,  y  cuando  quise  que  pasase  á  estudiar  otra 
ciencias,  hállele  tan  embebido  en  la  de  la  Poesía  (si  es  que  se  puede  lia 
mar  ciencia),  que  no  es  posible  hacerle  arrostrar  la  de  las  Leyes,  que  y< 
quisiera  que  estudiara,  ni  la  reina  de  todas,  la  Teología.  Quisiera  yo  qu 
fuera  corona  de  su  linaje,  pues  vivimos  en  siglo  donde  nuestros  reye 
premian  altamente  las  virtuosas  y  buenas  letras;  porque  letras  sin  vii 
tud  son  perlas  en  el  muladar.  Todo  el  día  se  le  pasa  en  averiguar  s 
dijo  bien  ó  mal  Homero  en  tal  verso  de  la  Ilíada,  si  Marcial  anduvo  dee 
honesto  ó  no  en  tal  epigrama,  si  se  han  de  entende  r  en  una  manera  i 
otra  tales  y  tales  versos  de  Virgilio;  en  fin,  todas  sus  conversaciones  soi 
con  los  libros  de  los  referidos  poetas  y  con  los  de  Horacio,  Persio,  Ju 
venal  y  Tibulo;  que  de  los  modernos  romancistas  no  hace  mucha  cuen 
ta;  y  con  todo  el  mal  cariño  que  muestra  tener  á  la  poesía  de  romanee 
le  tiene  agora  desvanecidos  los  pensamientos  al  hacer  una  glosa  á  cua 
tro  versos  que  le  han  enviado  de  Salamanca,  y  pienso  que  son  de  just: 
literaria, 

A  todo  lo  cual  respondió  Don  Quijote:  «Los  hijos,  señor,  son  peda 
zos  de  las  entrañas  de  sus  padres,  y  así  se  han  de  querer,  ó  buenos  ( 
malos  que  sean,  como  se  quieren  las  almas  que  nos  dan  vida;  á  los  pa 


I'AKTK  SEGUNDA. CAPÍTULO    XVI  513 


Ircs  toca  el  encaminarlos  desde  pequeños  por  los  pasos  de  la  virtud,  de 
a  buena  crianza  y  de  las  buenas  y  cristianas  costumbres,  para  que 
•uando  jírandes'sean  báculo  de  la  vejez  de  sus  padres  y  gloria  de  su 
)osteridad;  y  en  lo  de  forzarles  que  estudien  esta  ó  aquella  ciencia,  no 
o  tenjío  por  acertado,  aunque  el  persuadirles  no  será  dañoso;  y  cuando 
lo  se  ha  de  estudiar  i»ara  ¡mué  hicrando,  siendo  tan  venturoso  el  estu- 
liante  que  lo  dio  el  cielo  padres  <|ue  se  lo  dejen,  sería  yo  de  i)arecer  que 
e  dejen  seguir  aquella  ciencia  á  que  más  le  vieren  inclinado:  y  aunque 
a  de  la  Poesía  es  menos  útil  que  deleitable,  no  es  de  aquellas  que  sue- 
cn  deshonrar  á  quien  las  posee.  La  Poesía,  señor  hidalgo,  á  mi  {¡arecer, 
'S  como  una  doncella  tierna  y  de  poca  edad  y  en  todo  extremo  hermo- 
sa, á  quien  tienen  cuidado  de  enriquecer,  pulir  y  adornar  otras  muchas 
loncellas,  que  son  todas  las  otras  ciencias;  y  ella  se  ha  de  servir  de  todas 
.'  todas  se  han  de  autorizar  con  ella;  pero  esta  tal  doncella  no  quiere  ser 
nanoseada,  ni  traída  por  las  calles,  ni  publicada  por  las  esquinas  de  las 
>lazas  ni  ])or  los  rincones  de  los  palacios.  P]lla  es  hecha  de  una  alqui- 
nia  de  t:d  virtud,  que  quien  la  sabe  tratar  la  volverá  en  oro  purísimo 
ie  inestimable  precio.  Hala  de  tener,  el  que  la  tuviere,  á  raya,  no  deján- 
lola  correr  en  torpes  sátiras  ni  en  desalmados  sonetos;  no  ha  de  ser  ven 
lible  en  ninguna  manera,  si  ya  no  fuere  en  poemas  heroicos,  en  lamen- 
ables  tragedias  ó  en  comedias  alegres  y  artificiosas;  no  se  ha  de  dejar 
ratar  de  los  truhanes  ni  del  ignorante  vulgo,  incapaz  de  conocer  ni 
istimar  los  tesoros  que  en  ella  se  encierran.  Y  no  penséis,  señor,  que  yo 
lamo  aquí  vulgo  solamente  á  la  gente  plebeya  y  humilde;  que  todo 
iquel  que  no  sabe,  aunque  sea  señor  y  príncipe,  puede  y  debe  entrar 
m  número  de  vulgo;  y  así,  el  que  con  los  requisitos  que  he  dicho  tra- 
are  y  tuviere  á  la  poesía,  será  famoso,  y  estimado  su  nombre  en  todas 
as  naciones  políticas  del  mundo.  Y  á  lo  que  decís,  señor,  que  vuestro 
lijo  no  estima  mucho  la  poesía  de  romance,  doyme  á  entender  que  no 
mda  muy  acertado  en  ello,  y  la  razón  es  esta:  el  grande  Homero  no  es- 
•ribió  en  latín,  porque  era  griego;  y  Virgilio  no  escribió  en  griego,  por- 
|ue  era  latino.  En  resolución,  todos  los  poetas  antiguos  escribieron  en 
a  lengua  que  mamaron  en  la  leche,  y  no  fueron  á  buscar  las  extranje- 
as  para  declarar  la  alteza  de  sus  conceptos;  y  siendo  esto  así,  razón 
•lería  se  extendiese  esta  costumbre  por  todas  las  naciones,  y  que  no  se 
lesestimase  el  poeta  alemán  porque  escribe  en  su  lengua,  ni  el  castella- 
10,  ni  aun  el  vizcaíno,  que  escribe  en  la  suya.  Pero  vuestro  hijo,  á  lo 
lue  yo,  señor,  imagino,  no  debe  de  estar  mal  con  la  poesía  de  romance, 
uno  con  los  poetas  que  son  meros  romancistas,  sin  saber  otras  lenguas 
li  otras  ciencias  que  adornen  y  despierten  y  ayuden  á  su  natural  im- 
miso; y  aun  en  esto  [)uede  haber  yerro;  porque,  según  es  opinión  ver 
ladera,  el  [)oeta  nace;  quiere  decir,  que  del  vientre  de  su  madre  el  poeta 
latural  sale  poeta,  y  con  aquella  inchnación  que  le  dio  el  cielo,  sin  más 
istudio  ni  artificio,  compone  cosas  que  hacen  verdadero  al  que  dijo:  Est 
Dpks  in  nohis,  etc.  También  digo  que  el  natural  poeta  que  se  ayudare 
leí  arte,  será  mucho  mejor,  y  se  aventajará  al  poeta  que,  sólo  por  saber 
A  arte,  quisiera  serlo.  La  razón  es,  porque  el  arte  no  se  aventaja  á  la 


514  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


naturaleza,  sino  perfeciónala;  así  que,  mezcladas  la  naturaleza  y  ei 
arte,  y  el  arte  con  la  naturaleza,  sacarán  un  perfetísimo  poeta.  Sea 
pues,  la  conclusión  de  mi  plática,  señor  hidalgo,  que  vúesa  merced  dej€ 
caminar  á  su  hijo  por  donde  su  estrella  le  llama;  que  siendo  él  tan  buei: 
estudiante  como  debe  de  ser,  y  habiendo  ya  subido  feUzmente  el  primei 
escalón  de  las  ciencias,  que  es  el  de  las  lenguas,  con  ellas  por  sí  mesmc 
subirá  á  la  cumbre  de  las  letras  humanas,  las  cuales  también  parecer 
en  un  caballero  de  capa  y  espada,  y  así  le  adornan,  honran  y  engrande 
cen,  como  las  mitras  á  los  obispos  ó  como  las  garnachas  á  los  peritof- 
jurisconsultos.  Riña  vuesa  merced  á  su  hijo,  si  hiciere  sátiras  que  per 
íjudiquen  las  honras  ajenas;  y  castigúele  y  rómpaselas;  pero  si  hiciere 
sermones  al  modo  de  Horacio,  donde  reprehenda  los  vicios  en  general 
como  tan  elegantemente  él  lo  hizo,  alábele;  porque  lícito  es  al  poeta  es 
cribir  contra  la  invidia,  y  decir  en  sus  versos  mal  de  los  invidiosos,  ^ 
asi  de  los  otros  vicios,  con  que  no  señale  persona  alguna;  pero  hay  poe 
tas  qu'e,  á  trueco  de  decir  una  malicia,  se  pondrán  á  peligro  que  los  des 
tierren  a  las  costas  del  Ponto.  Si  el  poeta  fuere  casto  en  sus  costumbres 
lo  será  también  en  sus  versos.  La  pluma  es  lengua  del  alma;  cuales 
fueren  los  conceptos  que  en  ella  se  engendraren,  tales  serán  sus  escritos 
y  cuando  los  reyes  y  príncipes  ven  la  milagrosa  ciencia  de  la  poesía  ei 
sujetos  prudentes  virtuosos  y  graves,  los  honran,  los  estiman  y  los  enri 
quecen,  y  aun  los  coronan  con  las  hojas  del  árbol  á  quien  no  ofende  e 
rayo,  como  en  señal  que  no  han  de  ser  ofendidos  de  nadie  los  que  coi 
tales  coronas  ven  honradas  y  adornadas  sus  sienes. 

Admirado  quedó  el  del  Verde  Gabán  del  razonamiento  de  Don  Qui 
jote,  y  tanto,  que  fué  perdiendo  de  la  opinión  que  con  él  tenía  de  sci 
mentecato.  Pero  á  la  mitad  desta  plática,  Sancho,  por  no  ser  muy  dt 
su  gusto,  se  había  desviado  del  camino  á  pedir  un  poco  de  leche  á  unoí 
pastores,  que  allí  junto  estajean  ordeñando  unas  ovejas;  y  en  esto  y? 
volvía  á  renovar  la  plática  el  hidalgo,  satisfecho  en  extremo  de  la  dis 
creción  y  buen  discurso  de  Don  Quijote,  cuando  alzando  Don  Quijote 
la  cabeza,  vio  que  por  el  camino  por  donde  ellos  iban,  venía  un  carre 
adornado  de  banderas  reales,  y  creyendo  que  debía  de  ser  alguna  nuevi 
aventura,  á  grandes  voces  llamó  á  Sancho  que  viniese  á  darle  la  celada 
el  cual  Sancho,  oyéndose  llamar,  dejó  los  pastores,  y  á  toda  priesa  picf 
al  rucio,  y  llegó  donde  su  amo  estaba,  á  quien  sucedió  una  espantosa  > 
desafinada  aventura. 


CAPITULO   XVII 

)onde  se  declara  el  último  punto  y  extremo  adonde  llegó  y  pudo  llegirel  inau- 
dito ánimo  de  Don  Quijote,  con  la  felicemente  acabada  aventura  de  los 
leones. 

LEGANDO  el  autor  desta  grande  historia  á  contíir  lo  que  en  este 
1^»)  capítulo  cuenta,  dice  que  quisiera  pasarle  en  silencio,  temeroso 
"^  de  que  no  había  de  ser  creído,  porque  las  locuras  de  Don  Qui- 
^  ""  jote  llegaron  aquí  al  término  y  raya  de  las  mayores  que  pueden 
maginarse,  y  aun  pasaron  dos  tiros  de  ballesta  más  allá  de  las  mayo- 
es.  Finalmente,  aunque  con  este  miedo  y  recelo,  las  escribió  de  la  mis- 
na  manera  que  él  las  hizo,  sin  añadir  ni  quitar  á  la  historia  un  átomo 
le  la  verdad,  sin  dársele  nada  por  las  objeciínes  que  podían  ponerle  de 
nentiroso;  y  tuvo  razón,  porque  la  verdad  adelgaza  y  no  quiebra,  y 
iempre  anda  sobre  la  mentira  como  el  aceite  sobre  el  agua;  y  así,  pro- 
iguiendo  su  historia,  dice  que  cuando  Don  Quijote  daba  voces  á  8an- 
•ho  que  le  trújese  el  yelmo,  estaba  él  comprando  unos  requesones  que 
os  pastores  le  vendían,  y  acosado  de  la  mucha  priesa  de  su  amo.  no 
upo  qué  hacer  dellos  ni  en  qué  traerlos;  y  por  no  perderlos  (que  ya  los 
em'a  pagados),  acordó  echarlos  en  la  celada  de  su  señor,  y  con  este  buen 
•ecado  volvió  á  ver  lo  que  le  quería;  el  cual, en  llegando,  le  dijo:  «Dame, 
nnigo,  esa  celada;  \ue  yo  sé  poco  de  aventuras,  ó  lo  que  allí  descubro 
'8  alguna  que  me  ha  de  necesitar  y  me  necesita  á  tomar  mis  armas.» 
El  del  Verde  Gabán,  que  esto  oyó,  tendió  la  vista  por  todas  partes, 
"  no  descubrió  otra  cosa  que  un  carro  que  hacia  ellos  venía  con  dos  ó 


516  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

tres  banderas  pequeñas,  que  le  dieron  á  entender  que  el  tal  carro  debía 
de  traer  hacienda  de  su  Majestad,  y  así  se  lo  dijo  á  Don  Quijote;  pero 
él  no  le  dio  crédito,  siempre  creyendo  y  pensando  que  todo  lo  que  le 
sucediese  habían  de  ser  aventuras  y  más  aventuras,  y  así  respondió  al 
hidalgo:  «Hombre  apercibido,  medio  combatido.  No  se  pierde  nada  en 
que  yo  me  aperciba;  que  sé  por  experiencia  que  tengo  enemigos  visi- 
bles é  invisibles,  y  no  sé  cuándo,  ni  adonde,  ni  en  qué  tiempo  ni  en  qué 
figuras  me  han  de  acometer»;  y  volviéndose  á  Sancho  le  pidió  la  cela- 
da; al  cual,  como  no  tuvo  lugar  de  sacar  los  requesones,  le  fué  forzoso 
dársela  como  estaba.  Tomóla  Don  Quijote, .  y  sin  que  echase  de  ver 
lo  que  dentro  venía,  con  toda  priesa  se  la  encajó  en  la  cabeza,  y  como 
los  requeiones  se  apretaron  y  exprimieron,  comenzó  á  correr  el  sue- 
ro por  todo  el  rostro  y  barbas  de  Don  Quijote,  de  lo  que  recibió  tal 
susto,  que  dijo  á  Sancho:  «¿Qué  será  esto,  Sancho,  que  parece  que  se 
me  ablandan  los  cascos,  ó  se  me  derriten  los  sesos,  ó  que  sudo  de  los 
pies  á  la  cabeza?  Y  si  es  que  sudo,  en  verdad  que  no  es  de  miedo.  Sin 
duda  creo  que  es  terrible  la  aventura  que  agora  quiere  sucederme. 
Dame,  si  tienes,  con  qué  me  limpie,  que  el  copioso  sudor  me  ciega  los 
ojos- » 

Calló  Sancho  y  dióle  un  paño,  y  dio  con  él  gracias  á  Dios  de  que  su 
señor  no  hubiese  caído  en  el  caso.  Limpióse  Don  Quijote,  y  quitóse  la 
celada  por  ver  qué  cosa  era  la  que  á  gu  parecer  le  enfriaba  la  cabeza,  y 
viendo  aquellas  gachas  blancas  dentro  de  la  celada,  las  llegó  á  las  nari- 
ces, y  en  ohéndolas,  dijo:  «¡Por  vida  de  mi  señora  Dulcinea  del  Toboso, 
que  son  requesones  los  que  aquí  me  has  puesto,  traidor,  bergante  y  mal 
mirado  escudero!» 

A  lo  que  con  gran  flema  y  disimulación  respondió  Sancho:  «Si  son 
requesones,  démelos  vuesa  merced,  que  yo  me  los  comeré...  pero  cóma- 
los el  diablo,  que  debió  de  ser  el  que  ahí  los  puso.  ¡Yo  había  de  tenei 
atrevimiento  de  ensuciar  el  yelmo  de  vuesa  merced!  ¡Hallándole  habéií- 
el  atrevido!  A  la  fe,  señor,  alo  que  Dios  me  da  á  entender,  también  debe 
yo  de  tener  encantadores  que  me  persiguen,  como  á  liechura  y  miem 
bro  de  vuesa  merced;  y  habrán  puesto  ahí  esa  inmundicia  para  moveí 
á  cólera  su  paciencia,  y  hacer  que  me  muela,  como  suele,  las  costillas. 
Pues  en  verdad  que  esta  vez  han  dado  salto  en  vago;  que  yo  confío  en 
el  buen  discurso  de  mi  señor,  que  habrá  considerado  que  ni  yo  tengo 
requesones,  ni  leche,  ni  otra  cosa  que  lo  valga:  y  que  si  h  tuviera,  antes 
la  pusiera  en  mi  estomago  que  en  la  celada.  > 

—Todo  puede  ser,  dijo  Don  Quijote.  Y  todo  lo  miraba  el  hidalgo,  y 
de  todo  se  admiraba,  especialmente  cuando,  después  de  haberse  lim- 
piado Don  (Quijote,  cabeza,  rostro  y  barbas  y  celada,  se  la  encajó,  y 
afirmándose  bien  en  los  estribos,  requiriendo  la  espada  y  asiendo  la  lan- 
za, dijo:  «Agora  venga  lo  que  viniere;  que  estoy  aqují  con  ánimo  de  to- 
marme con  el  mesmo  Satanás  en  persona.» 

Llegó  en  esto  el  carro  de  las  banderas,  en  el  cual  no  venía  ptra 
gente  que  el  carretero  en  las  muías  y  un  hombre  sentado  en  la  de 
¡antera. 


PARTE  BEGUNDA. CAPÍTULO   XVII  517' 


Púsose  Don  Quijote  delante  y  dijo:  «¿Adonde  vais,  hermanos?  ¿Qué 
rro  es  éste?  ¿Qué  lleváis  en  él,  y  qué  banderas  son  aquestos?»  . 

A  lo  que  respondió  el  carretero:  «Él  carro  es  mío;  lo  que  va  en  é^ 
'11  dos  bravos  leones  enjaulados,  que  el  íjeneral  de  Oran  envía  á  la 
lite,  presentados  á  su.  >Iajestad;  las  banderas  son  del  lley,  nuestro, 
ñor,  en  señal  que  a(juí  va  cosa  suya.»  , 

— ¿Y  son  grandes  los  leones?,  pregunto  Don  (.Quijote. 
— Tan  grandes,  respondió  el  hombre  que  iba  á  la  puerta  del  carro,, 
le  no  han  pasado  mayores  ni  tan  grandes  de  Alrica  á  España  jamásr,^ 
yo  soy  el  leonero,  y  he  pasado  otros;  pero  como  éstos  ninguno.  Hoiv, 
Mubra  y  macho:  el  macho  va  en  esta  jaula  primera,  y  la  hembra  en, 
I  de  atrás,  y  ahora  van  hambrientos,  porque  no  han  comido  hoy,  y. 
í,  vuesa  merced  se  desvíe;  que  es  menester  llegar  presto  donde  les. 
'uips  de  comer. 

A  lo  que  dijo  Don  Quijote  sonriendo  un  poco:  «¿Leoncitos  á  mí? 
V  mí  leoncitos,  y  á  tales  horas?  Pues,  por  Dios,  que  han  de  ver  esos, 
ñores  que  acá  los  envían,  si  soy  yo  hombre  que  se  espanta  de  leones, 
peaos,  buen  hombre;  y  pues  sois  el  leonero,  abrid  esas  jaulas  y  echad-. 
e  e^as  bestias  fuera;  que  en  mitad  desta  campaña  le>s  daré  á  conocer 
lien  es  Don  (¿uijotc  de  la  Mancha,  á  despecho  y  pesar  de  los  encan-, 
dores  que  á  mí  los  envían.  ^ 

—  ¡Ta,  ta!,  dijo  á  esta  sazón  entre  sí  el  hidalgo;  dado  ha  señal  de  quién 

nuestro  buen  caballero:  los  requesones  sin  duda  le  han  ablandado; 
s  cascos  y  madurado  los  sesos.  . 

Llegóse  en  esto  á  él  Sancho  y  díjole:  «Señor,  por  (juien  Dios  es, j 
10  vuesa  merced  haga  de  manera  que  mi  señor  Don  Quijote  no  se 
me  con  estos  leones:  (¡ue  si  se  toma,  aquí  nos  han  de  hacer  pedazos, 
todos.»  } 

— Pues  ¿tan  loco  es  vuestro  amo,  respondió  el  hidalgo,  (pie  teméis, 
creéis  que  se  ha  de  tomar  con  tan  fieros  animales?. 
— No  es  loco,  respondió  Sancho,  sino  atrevido. 

— Yo  haré  que  no  lo  sea,  replicó  el  hidalgo;  y  llegándose  á  Don  (¿ui-.- 
te,  que  estaba  dando  priesa  al  leonero  que  abriese  las  jaulas,  le.  dijo: ,. 
iñor  caballero,  los  caballeros  andantes  han  de  acometer  las  aventiiia-^ 
le  prometen  esperanza  de  salir  bien  dellas,  y  no  aquellas  que  de  todo, 
i  todo  la  quitan;  porque  la  valentía  que  se  entra  en  la  juridición  de  Ijy 
meridad,  más  tiene  de  locura  que  de  fortaleza;  cuanto  más  que  estos  j 
ones  no  vienen  contra  vuesa  merced,  ni  lo  sueñan;  van  presentados  d. 
i  Majestad,  y  no  será  bien  detenerlos,  ni  impedirles  su  viaje. 
— Vayase  vuesa  merced,  señor  hidalgo,  respondió  Don  Quijote,.  :i, 
itender  con  su  perdigón  manso  y  con  su  hurón  atrevido,  y  deje  a. 
:da  uno  hacer  su  oficio;  este  es  el  mío,  y  yo  sé  si  yienen  á  mí  ó  ii/> - 
tos  señores  leones:  y  volviéndose  al  leonero  le  dijo;  ¡Voto  á  tal,  don ., 
iliaco,  que  si  no  abrís  luego,  luego,  las  jaulas,  que ..cqu,  esta  lanza  ps^ 
í  de  coser  con  el  carro!;  ,.     ,:  ;    . 

Kl  carretero,  que  yió  la  determinación  de  aquella  armada  fanta,sniia-,.v 

dijo:  «Señor  mío.  vuesa  merced  sea  servido,  por, «andad,  dejarme ^ 


518  DOK    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


desuncir  las  muías,  y  ponerme  en  salvo  con  ellas  antes  que  se  desenvai- 
nen los  leones;  porque  si  me  las  matan,  quedaré  rematado  para  toda  mi 
vida;  que  no  tengo  otra  hacienda  sino  este  carro  y  estas  muías.» 

— ¡Oh  hombre  de  poca  i'c!,  respondió  Don  Quijote;  apéate  y  desunce 
y  haz  lo  que  quisieres;  que  presto  verás  que  trabajafíte  en  vano,  y  qut 
pudieras  ahorrar  desta  diligencia. 

Apeóse  el  carretero  y  desunció  á  gran  priesa,  y  el  leonero  dijo  é 
grandes  voces:  «Séanme  testigos  cuantos  aquí  están  cómo  contra  m 
Moluntad  y  forzado  abro  las  jaulas  y  suelto  los  leones,  y  de  que  protes 
to  á  este  señor  que  todo  el  mal  y  daño  que  estas  bestias  hicieren  corrí 
y  vaya  por  su  cuenta,  con  más  mis  salarios  y  derechos.  Vuestras  mer 
cedes,  señores,  se  pongan  en  cobro  antes  que  abra;  que  yo  seguro  esto} 
que  no  me  han  de  hacer  daño.» 

Otra  vez  le  propuso  el  hidalgo  que  no  hiciese  locura  semejante;  qut 
era  tentar  á  Dios  acometer  tal  disparate.  A  lo  que  respondió  Don  Qui 
jote  que  él  sabía  lo  que  hacía. 

Respondióle  el  hidalgo  que  lo  mirase  bien;  que  él  entendía  que  s( 
engañaba. 

,.  -—Agora,  señor,  replicó  Don  Quijote,  si  vuesa  merced  no  quiere  sei 
oyente  desta,  que,  á  su  parecer,  ha  de  ser  tragedia,  pique  la  tordilla  } 
póngase  en  salvo. 

Oído  lo  cual  por  Sancho,  con  lágrimas  en  los  ojos  le  suplicó  desis 
tiese  de  tal  empresa,  en  cuya  comparación  habían  sido  tortas  y  pai 
pintado  la  de  los  molinos  de  viento  y  la  temerosa  de  los  batanes,  y 
finalmente,  todas  las  hazañas  que  había  acometido  en  todo  el  discursc 
de  su  vida.  «Mire,  señor,  decía  Sancho,  que  aquí  no  hay  encanto  n 
cosa  que  lo  valga;  que  yo  he  visto  por  entre  las  verjas  y  resquicios  d( 
la  jaula  una  uña  de  león  verdadero,  y  saco  por  'ella  que  el  tal  león 
cuya  debe  ser  la  tal  uña,  es  mayor  que  una  montaña.» 

— El  miedo,  á  lo  menos,  respondió  Don  Quijote,  te  le  hará  parece 
mayor  que  la  mitad  del  mundo,  Retírate,  Sancho,  y  déjame;  y  si  aqu 
muriere,  ya  sabes  nuestro  antiguo  concierto:  acudirás  á  Dulcinea.  .  i 
no  te  digo  más. 

A  estas  añadió  otras  razones,  con  que  quitó  las  esperanzas  de  qu" 
no  había  de  dejar  de  proseguir  su  desvariado  intento.  Quisiera  el  de 
Verde  Gabán  oponérsele;  pero  vióse  desigual  en  las  armas,  y  no  1< 
pareció  cordura  tomarse  con  un  loco;  que  ya  se  lo  había  parecido  d» 
todo  punto  Don  Quijote,  el  cual,  volviendo  á  dar  priesa  al  leonero  ;« 
á  reiterar  las  amenazas,  dio  ocasión  al  hidalgo  á  que  picase  la  yegua 
y  Sancho  al  Rucio,  y  el  carretero  á  sus  muías,  procurando  todo 
apartarse  del  carro  lo  más  que  pudiesen,  antes  que  los  leones  se  des 
embanastasen.  Lloraba  Sancho  la  muerte  de  su  señor,  que,  aquella  vez 
sin  duda  creía  que  llegaba  en  las  garras  de  los  leones:  maldecía  si 
ventura,  y  llamaba  menguada  la  hora  en  que  le  vino  al  pensamientf 
volver  á  servirle;  pero  no  por  llorar  y  lamentarse,  dejaba  de  aporrea 
al  Rucio,  para  que  se  alejase  del  carro.  Viendo,  pues,  el  leonero  qm 
ya  los  que  iban  huyendo  estaban  bien  desviados,  tornó  á  requerir  y  í 


Pero  no,  por  llorar  y  lamentarse,  dejaba  de  aporrear  al  Rucio,  para  que  -ir  aU-iase  del  carro. 


020  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

intimar  ú  Don  Quijote  lo  que  ya  le  había  requerido  é  intimado;  el  cual 
respondió  que  lo  oía,  y  que  no  se  curase  de  más  intimaciones  y  reque- 
rimientos; que  todo  sería  de  poco  fruto...  y  que  se  diese  priesa. 

En  el  espacio  que  tardó  el  leonero  en  abrir  la  jaula  primera,  estuvo 
considerando  Don  Quijote  si  sería  bien  hacer  la  batalla  antes  á  pie  que 
á  caballo;  y  en  fin,  se  determinó  de  hacerla  á  pie,  temiendo  que  Roci- 
nante se  espantaría  con  la  vista  de  los  leones:  por  esto  saltó  del  caballo, 
arrojó  la  lanza  y  embrazó  el  escudo,  y  desenvainando  la  espada,  paso 
ante  paso,  con  maravilloso  denuedo  y  corazón  valiente,  se  fué  á  poner 
delante  del  carro,  encomendándose  á  Dios  de  todo  corazón,  y  lue.so  ;i 
su  señora  Dulcinea. 

Y  es  de  saber,  que  llegando  á  este  paso  el  autor  desta  verdadera 
historia,  exclama  y  dice:  «¡Oh  fuerte,  y  sobre  todo  encarecimiento  ani- 
moso, Don  Quijote  de  la  Mancha,  espejo  donde  se  pueden  mirar  todos 
los  valientes  del  mundo,  segundo  y  nuevo  don  Manuel  de  León,  que 
fué  gloria  y  honra  de  los  españoles  caballeros!  ¿Con  qué  palabras  con- 
taré esta  tan  espantosa  liazaña,  ó  con  qué  razones  la  haré  creíble  á  los 
siglos  venideros?  ¿O  qué  alabanzas  habrá  que  no  te  convengan  y  cua- 
dren, aunque  sean  hipérboles  sobre  todos  los  hipérboles?  Tú  á  pie,  tú 
solo,  tú  intrépido,  tú  magnánimo,  con  sola  una  espada,  y  no  de  las  del 
perrillo  cortadoras;  con  un  escudo,  no  de  muy  luciente  y  limpio  acero, 
estás  aguardando  y  atendiendo  los  dos  más  fieros  leones  que  jamás 
criaron  las  africanas  selvas.  Tus  mismos  hechos  sean  los  que  te  alaben, 
valeroso  manchego,  que  yo  los  dejo  aquí  en  su  punto,  por  faltarme  pa- 
labras couque  encarecerlos.» 

Aquí  cesó  la  referida  exclamación  del  autor,  y  pasó  adelante,  anu- 
dando el  hilo  de  la  historia,  diciendo  que  habiendo  visto  el  leonero  ya 
puesto  en  postura  á  Don  Quijote,  y  que  no  podía  dejar  de  soltar  al 
león  macho,  so  pena  de  caer  en  la  desgracia  del  indignado  y  atrevido 
caballero,  abrió  de  par  en  j)ar  la  primera  jaula,  donde  estaba,  como  se 
ha  dicho,  el  león,  el  cual  pareció  de  grandeza  extrciordinaria  y  de  espan- 
table y  fea  catadura.  Lo  primero  que  hizo  fué  revolverse  en  la  jaula, 
donde  venía  echado,  y  tender  la  garra  y  desperezarse  todo;  abrió  luego 
la  boca  y  bostezó  muy  despacio,  y  con  casi  dos  palmos  de  lengua,  que 
sacó  fuera,  se  despolvoreó  los  ojos  y  se  lavó  el  rostro;  hecho  esto,  sacó 
la  cabeza  fuera  de  la  jaula  y  miró  á  todas  partes  con  los  ojos  heclios 
brasas:  vista  y  ademán  para  poner  espanto  á  la  misma  temeridad,  |Sólo 
Don  Quijote  lo  miraba  atentamente^  deseando  que  saltase  ya  del 
carro  y  viniese  con  él  á  las  manos,  entre  las  cuales  pensaba  hacerle  pe- 
dazo.^. 

Hasta  aquí  llegó  el  extremo  de  su  jamás  vista  locura.  Pero  el  gene- 
roso león,  más  comedido  que  arrogante,  no  haciendo  caso  de  niñerías 
ni  de  bravatas,  después  de  haber  mirado  á  una  y  otra  parte,  como  se 
ha  dicho,  volvió  las  espaldas  y  enseñó  sus  traseras  partes  á  Don  Qui- 
jote, y  con  gran  flema  y  remanso  se  volvió  á  echar  en  la  jaula,  viendo 
lo  cual  Don  Quijote  mandó  al  leonero  que  le  diese  de  palos  y  le  irri- 
tase para  echarle  fuera. 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO  XVII  521 


— Eso  no  liaré  yo,  respondió  el  leonero;  porque  si  yo  le  instigo,  el 
)riniero  á  quien  hará  pedazos,  será  á  mí  mismo.  Vuesa  merced,  señor 
•aballero,  se  contente  con  lo  hecho,  que  es  todo  b  que  puede  decirse  en 
,^énero  de  valentía,  y  no  quiera  tentar  segunda  fortuna.  El  león  tiene 
ibiorta  la  puerta;  en  su  mano  está  salir  ó  no  salir;  pero  pues  no  ha  sali- 
lo  hasta  ahora,  no  saldrá  en  todo  el  día:  la  grandeza  del  corazón  de 
*iiesa  merced  ya  está  bien  declarada.  Ningún  bravo  peleante,  según  á 
ni  se  me  alcanza,  está  obligado  á  más  que  á  desafiar  á  su  enemigo  y 
•s{)erarle  en  campaña;  y  si  el  contrario  no  acude,  en  él  se  queda  la  in- 
aniia,  y  el  esperante  gana  la  corona  del  vencimiento. 

— Así  es  verdad,  respondió  Don  (Quijote;  cierra,  amigo,  la  puerta,  y 
lame  por  testimonio,  en  la  mejor  forma  que  pudieres,  lo  que  aquí  me 
las  visto  hacer;  conviene  á  saber  cómo  tú  abriste  al  león,  yo  le  esperé, 
1  no  salió,  volvíle  á  esperar,  volvió  á  no  salir,  y  volvióse  á  acostar.  No 
lel)o  más;  y  encantos  afuera,  y  Dios  ayude  á  la  razón  y  á  la  verdad,  y 
.  la  verdadera  caballería;  y  cierra,  como  he  dicho,  en  tanto  que  hago 
eñas  á  los  huidos  y  ausentes,  para  que  sepan  de  tu  boca  esta  hazaña. 
Hízolo  así  el  leonero,  y  Don  -(Quijote,  poniendo  en  la  punta  de  la 
uv/.n  el  henzo  con  que  se  había  limpiado  el  rostro  de  la  lluvia  do  los 
e<iuesones,  comenzó  á  llamar  á  lo.s  ([ue  no  dejaban  de  huir  ni  de  volver 
i  cabeza  á  cada  paso,  todos  en  tropa  y  antecogidos  del  hidalgo;  pero 
Icanzando  Sancho  á  ver  la  señal  del  blanco  paño,  dijo:  <^(¿ue  me  ma- 
3n  si  mi  señor  no  ha  vencido  á  las  fieras  bestias,  pues  nos  llama.» 

Detuviéronse  todos,  y  conocieron  que  el  que  hacía  las  señas  era  Don 
Quijote;  y  perdiendo  alguna  parte  del  miedo,  poco  á  poco  se  vinieron. 
cercand<i,  hasta  donde  claramente  oyeron  las  voces  de  Don  Quijote, 
ue  los  llamaba 

Finalmente,  volvieron  al  carro;  y  en  llegando,  dijo  Don  Quijote  al 
arretero:  «Volved,  hermano,  á  uncir  vuestras  nmlas  y  á  proseguir 
uestro  viaje;  y  tú.  Sancho,  dale  dos  escudos  de  oro  para  él  y  para  el 
íonero,  en  recompensa  de  lo  que  por  mí  se  han  detenido.» 
— Esos  daré  yo  de  muy  buena  gana,  respondi('>  Sandia  ikí-h  ¿(jué  se 
an  hecho  los  leonesV  ¿Son  muertos  ó  vivosV 

Entonces  el  leonero,  menudamente  y  por  sus  pausas,  c<,into  el  íin  de 
i  contienda,  exagerando  como  él  mejor  pudo  y  supo  el  valor  de  Don 
(uijote,  de  cuya  vista  el  león  acobardado  no  quiso  ni  osó  salir,  puesto 
ue  había  tenido  un  buen  espacio  abierta  la  ])uerta  de  la  jaula;  y  que 
or  haber  él  dicho  á  aquel  caballero  que  era  tentar  á  Dios  irritar  al 
'óii  para  que  por  fuerza  saliese,  como  él  quera  que  se  le  irritase,  mal 
e  su  grado  y  contra  toda  su  voluntad,  había  peimitido  que  la  puerta 
i  cerrase. 

— ¿Qué  te  parece  desto,  Sancho'?,  dijo  Don  (¿uijote:  ¿hay  encantos 
ue  valgan  contra  la  verdadera  valentía?  Bien  podrán  los  encantadores 
uitanne  la  ventura,  pero  el  esfuerzo  y*el  ánimo  será  imposible. 

Di<3  los  escudos  Sancho,  unció  el  carretero,  besó  las  manos  el  leone- 
)  á  Don  Quijote  por  la  merced  recebida,  y  prometióle  de  contar  aquella 
alerosa  hazaña  al  mismo  R.ev,  cuando  en  la  Corte  se  viese. 


522  DOK    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Pues  si  acaso  su  Majestad  preguntare  quién  la  hizo,  direisle,  que  el 
Caballero  de  los  Leones;  que  de  aquí  adelante  quiero  que  en  éste  se 
trueque,  cambie,  vuelva  y  mude  el  que  hasta  aquí  he  tenido  del  Caba- 
Uero  do  la  Triste  Figura:  y  en  esto  sigo  la  antigua  usanza  de  los  andan- 
tes caballeros,  que  se  mudaban  los  nombres  cuando  querían  ó  cuando 
les  venía  á  cuento. 

Siguió  su  camino  el  carro,  y  Don  Quijote,  Sancho  y  el  del  Verde 
<Tabán  prosiguieron  el  suyo.  En  todo  este  tiempo  no  había  hablado  pa- 
labra don  Diego  de  Miranda,  todo  atento  á  mirar  y  á  notar  los  hechos 
y  palabras  de  Don  Quijote,  pareciéndole  que  era  un  cuerdo  loco,  y  un 
loco  que  tiraba  á  cuerdo.  No  había  aún  llegado  á  su  noticia  la  primera 
l)arte  de  su  historia;  que  si  la  hubiera  leído,  cesara  la  admiración  en  que 
le  ponían  sus  hechos  y  sus  palabras,  pues  ya  supiera  el  género  de  su 
locura;  })ero,  como  no  la  sabía,  ya  le  tenía  por  cuerdo,  y  ya  por  loco; 
porque  lo  que  hablaba  era  concertado,  elegante  y  bien  dicho,  y  lo  que 
hacía,  disparatado,  temerario  y  tonto,  y  decía  entre  sí:  «¿Qué  más  locura 
puede  ser  que  ponerse  la  celada  llena  de  requesones,  y  darse  á  entendei 
<|ue  le  ablandaban  los  cascos  los  encantadores?  ¿Y  qué  mayor  temeridad 
y  disparate  que  querer  pelear  por  fuerza  con  leones?» 

Destas  imaginaciones  y  deste  soliloquio  le  sacó  Don  Quijote,  dicién 
<lole:  <;¿Quién  duda,  señor  don  Diego  de  Miranda,  que  vuesa  merced  nc 
me  tenga  en  su  opinión  por  un  hombre  disparatado  y  loco?  Y  no  sería 
mucho  que  así  fuese,  porque  mis  obras  no  pueden  dar  testimonio  de  otra 
cosa;  pues,  con  todo  esto,  quiero  que  vuesa  merced  advierta  que  no  so} 
tan  loco  ni  tan  menguado  como  debo  de  haberle  parecido.  Bien  parecí 
un  gallardo  caballero,  á  los  ojos  de  su  rey,  en  la  mitad  de  una  gran  plaza 
dar  una  lanzada  con  felice  suceso  á  un  bravo  toro;  bien  parece  un  caba 
llero,  armado  de  resplandecientes  armas,  pasear  la  tela  en  alegres  justan 
delante  de  las  damas;  y  bien  parecen  todos  aquellos  caballeros  que  ei 
ejercicios  militares,  ó  que  lo  parezcan,  entretienen  y  alegran,  y  (si  se  pue 
■<le  decir)  honran  las  Cortes  de  sus  príncipes;  pero  sobre  todos  éstos  pa 
rece  mejor  un  caballero  andante,  que  poi  los  desiertos,  por  las  soledades 
por  las  encrucijadas,  por  las  selvas  y  por  los  montes,  anda  buscandt 
peligrosas  aventuras,  con  intención  de  darles  dichosa  y  bien  afortunada 
cima,  sólo  por  alcanzar  gloriosa  fama  y  duradera.  Mejor  parece,  digo,  ui 
■caballero  andante  socorriendo  á  una  viuda  en  algún  despoblado,  que  ui 
<'ortesano  caballero  requebrando  á  una  doncella  en  las  ciudades.  Todo 
los  caballeros  tienen  sus  particulares  ejercicios:  sirva  á  las  damas  e 
cortesano,  autorice  la  Corte  de  su  rey  con  libreas,  sustente  los  caballero 
pobres  con  el  espléndido  plato  de  su  mesa,  concierte  justas,  manteng; 
torneos,   y  muéstrese   grande  liberal  y  magnífíco,  y  buen  cristian« 
sobre  todo,   y  desta  manera  cumplirá  con  sus  precisas  obligaciones 
pero  el  andante  caballero  busque  los  rincones  del  mundo,  entres 
en  los  más  intricados  laberintos,  acometa  á  cada  paso  lo  imposible 
resista  en  los  páramos  despoblados  los  ardientes  rayos  del  sol  en  la  m: 
tad  del  verano,  y  en  el  invierno  la  dura  inclemencia  de  los  vientos  y  d 
los  hielos;  no  le  asombren  leones,  ni  le  espanten  vestiglos,  ni  atemor: 


PARTE    SEGUNDA. — CAPITULO    XVII  523 

•en  eiulriajíos;  que  buscar  éstos,  acometer  aquéllos,  y  vencerlos  á  todos, 

H)n  sus  principales  y  verdaderos  ejercicios.  Yo,  ]>ues,  como  me  cu^x)  en 

alerte  ser  uno  del  número  de  la  andante  caballería,  no  puedo  dejar  de 

icometer  todo  aquello  que  á  mí  me  pareciere  que  cae  debajo  de  la  ju- 

idición  de  mis  ejercicios;  y  así  el  acometer  los  leones  (jue  ahora  acome- 

í,  derechamente  me  tocaba,   puesto  que  conocí  ser  temeridad  exorbi- 

ante;  por<iue  bien  sé  lo  (jue  es  valentía,  que  es  una  virtud  (jue  est^l 

>uesta  entre  dos  extremos  viciosos,  como  son  la  cobardía  y  la  temeri- 

lad;  perD  menos  mal  será  que  el  que  es  vaUente  toque  y  suba  al  punto 

le  temerario,  que  no  que  baje  y  toque  en  el  punto  de  cobarde;  que  así 

•orno  es  más  fácil  venir  el  pródigo  á  ser  liberal,  que  el  avaro,  así  es  más 

áeil  (jiiedar  el  temerario  en  verdadero  valiente,  cjue  no  el  cobarde  sul)ir 

la  verdadera  valentía;  y  en  esto  de  acometer  aventuras,  créame  vuesa 

nerced,  señor  don  Diego,  que  antes  se  ha  de  perder  por  carta  de  más 

ue  de  menos;  pon  pie  mejor  suena  en  las  orejas  de  los  que  lo  oyen:  •<el 

ú  caballero  es  temerario  y  atrevido  -,  (jue  no:    el  tal  caballero  es  tími- 

()  y  cobarde^'. 

— Digo,  señor  Don  Quijote,  respondió  don  Diego,  ([ue  todo  lo  que 
uesa  merced  ha  dicho  y  hecho  va  nivelado  con  el  fiel  de  la  misma  ra- 
ón,  y  que  entiendo  jue  si  las  ordenanzas  y  leyes  de  la  caballería  an- 
ante  se  perdiesen,  se  hallarían  en  el  pecho  de  vu«sa  merced  como  en 
Li  mismo  depósito  y  archivo;  y  démonos  priesa,  (jue  se  hace  tarde,  y 
eguemos  á  mi  aldea  }'  casa,  donde  descansará  vuesa  merced  del  pasa- 
0  trabajo;  que  si  no  ha  sido  del  cuerpo,  ha  sido  del  espíritu,  que  suele 
ú  vez  redundar  en  cansancio  del  cuerpo. 
— Tengo  el  ofrecimiento  á  gran  favor  y  mereed,  señor  don  Diego, 
'spondió  Don  (Quijote;  y  picando  más  de  lo  (pie  hasta  entonces,  serían 
)mo  las  dos  de  la  tarde  cuando  llegaron  á  la  aldea  y  á  la  casa  de  don 
»iego,  á  ([uien  Don  Quijote  llamaba  el  cahalleio  del  Verde  Gahím. 


C^IPITULO   XVIII 

De  le  que  sucedió  á  Don  Quijote  en  el  castillo  ó  casa  del  Caballero  del  Verd< 
Gabán,  con  otras  cosas  extravagantes. 


'alló  Don  Quijote  ser  la  casa  de  don  Diego  de  Miranda  hech 
como  de  aldea:  las  armas,  empero,  aunque  de  piedra  tosct 
encima  de  la  puerta  de  la  calle;  la  bodega  en  el  patio,  la  cuf 
va  en  el  portal,  y  muchas  tinajas  á  la  redonda,  que,  por  se 
del  Toboso,  le  renovaron  las  memorias  de  su  encantada  y  transformad 
Dulcinea,  y  sospirando  sin  mirar  lo  C|ue  decía  ni  delante  de  quien  estf 
ba,  dijo: 

•^jüh  dulces  prcudas,  por  mí  mal  halladas, 
Dulces  y  alegres  cuaudo  Dios  quería  I 

¡Oh  tobosescas  tinajas;  que  me  habéis  traído  á  la  memoria  la  dulc 
prenda,  causa  de  mi  mavor  amargura.» 

Oyóle  decir  eso  el  estudiante  poeta,  hijo  de  don  Diego,  que  con  s 
madre  había  salido  á  recebirle,  y  madre  y  hijo  quedaron  suspensos  d 
ver  la  extraña  figura  de  Don  Quijote,  el  cual,  apeándose  de  Rocinantí 
fué  con  mucha  cortesía  á  pedirles  las  manos  })ara  besárselas,  y  don  I)i( 
go  dijo:  «Recebid,  señora,  con  vuestro  sóhto  agrado  al  señor  Don  (¿n 
jote  de  la  Mancha,  que  es  el  que  tenéis  delante,  andante  caballero,  y  ( 
más  valiente  y  el  más  discreto  que  tiene  el  mundo.» 

La  señora,  que  doña  Cristina  se  llamaba,  le  recibió  con  muestras  ó 
mucho  amor  y  de  mucha  cortesía,  y  Don  Quijote  se  le  ofreció  con  asf 
de  discretas  y  comedidas  razones.  Casi  los  mismos  comedimientos  pas 
con  el  estudiante,  que,  en  oyéndole  hablar  Don  Quijote,  le  tuvo  por  di 
creto  y  agudo. 


PARTE  SEGUNDA. CAPITULO  XVIII 


525 


Aquí  pinta  el  autor  todas  las  circunstancias  de  la  casa  de  don  Die- 
^«»,  pintándonos  en  ellas  lo  que  contiene  una  casa  de  un  caballero  la- 
'lador  Y  rico;  pero  al  traductor  desta  historia  le  pareció  pasar  estas  y 
>tras  semejantes  menudencias  en  silencio,  i)orque  no  venían  bien  con 
■1  proj)ósito  principal  de  la  historia,  la  «-umI  imis  liciu-  su  \'\]i-y7t\  en  In 
^  crdad  que  en  las  frías  dijíresiones. 

Entraron  á  Don  Quijote  en  una  sala,  «Icsiinnoir  .^ancun,  (Humío  cii 
/alones  y  en  jub<')n  de  ca- 
ini/.a,  todo  bisunto  con  la 
nugre  de  las  armas;  el  cue- 
le era  valona,  áloestudian- 
il,  sin  almidón  y  sin  rau- 
tas; los  borceguíes  eran  da- 
ilados,  y  encerados  los  za- 
patos-.  Ciñóse  su  buena  es- 
>ada,  que  pendía  de  un 
ahalí  de  lobos  marinos  (que 
s  opinión  ([ue  muchos  años 
ué  enfermo  de  los  riñones): 
ubrióse  un  herreruelo  de 
uen  paño  pardo...  pero  an- 
is  de  todo,  con  cinco  calde- 
as ó  seis  de  ajíua  (que  en  la 
antidad  délos  calderos  hay 
l^uua  diferencia)  se  lavó  la 
abeza  y  rostro;  y  todavía  se 
uedó  el  aijua  de  color  de 
■^  lero,  merced  á  la  golo.sina 
•  '  Sancho  y  á  la  com¡)ra  de 
is  net^ros  requesones,  que 
m  blanco  pusieron  á  su 
Jio.  Con  los  referidos  ata- 
íos,  y  con  «gentil  donaire  y 
illardía,  salió  Don  (Quijote 
otra  sala,  donde  el  estu 
laute  le  estaba  esperando 
ira  entretenerle  en  tanto 
ie  las  mesas  se   ponían; 

je  por  la  venida  de  tan  noble  huésj)ed,  quería  la  señora  doña  Cristina 
ostrar  que  sabía  y  podía  regalar  á  los  que  á  su  casa  llegasen. 

En  tanto  que  Don  Quijote  se  estuvo  desarmando,  tuvo  lugar  don 
trenzo  (f|ue  así  se  llamaba  el  hijo  de  don  Diego)  de  decir  á  síi  ])adre: 
.(^uién  diremos,  señor,  que  es  este  caballero,  que  vuesa  mercf  d  nos 
i  traído  á  casa?  (¿ue  el  nombre,  la  figura  y  el  decir  (¡ue  es  caballero 
idante,  á  raí  y  á  mi  madre  nos  tiene  suspensos.» 
— No  sé  lo  que  te  diga,  hijo,  respondió  don  Diego;  sólo  te  sabré  de 
r  que  le  he  visto  hacer  cosas  del  mavor  loco  del  mundo,  v  decir  razo- 


;()h  tobosesca»  tinajau,  que  me  babeia  traído  á  la  memoria 
la  dulce  prenda,  caura  de  mi  mayor  amargura! 


02(3  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

lies  tan  discretas,  que  borran  y  deshacen  sus  hechos:  habíale  tú  y  toma 
el  pulso  á  lo  que  sabe;  y  pues  eres  discreto  juzgado  su  discreción  ó  ton- 
tería lo  que  más  puesto  en  razón  estuviere;  aunque,  para  decir  verdad, 
antes  le  tengo  por  loco  que  por  cuerdo. 

Con  esto  se  fué  don  Lorenzo  á  entretener  á  Don  Quijote,  como  que- 
da dicho;  y  entre  otras  pláticas  que  los  dos  pasaron,  dijo  Don  Quijote 
á  don  Lorenzo:  «El  señor  don  Diego  de  Miranda,  padre  de  vuesa  mer 
ced,  me  ha  dado  noticia  de  la  rara  ]>nbilidad  y  sutil  ingenio  que  vuesa 
merced  tiene,  y  sobre  todo,  que  es  vacsa  merced  un  gran  poeta.  > 

— Poeta,  bien  podrá  ser,  respondió  don  Lüronzo;  pero  grande,  ni  por 
pensamiento.  Verdad  es  que  yo  soy  algún  tanto  aficionado  á  la  poesía 
y  á  leer  los  buenos  poetas;  pero  no  de  manera  que  se  me  pueda  dar  el 
nombre  de  grande,  que  mi  padre  dice. 

— No  me  parece  inal  esa  humildad,  respondió  Don  Quijote;  por((ue 
no  hay  poeta  que  no  sea  arrogante  y  piense  de  sí  que  es  el  mayor  poe- 
ta del  mundo. 

— No  hay  regla  sin  excepción,  respondió  don  Lorenzo,  y  alguno  ha- 
brá* que  lo  í-.ea  y  no  lo  piense. 

— Pocos,  respondió  Don  Quijote;  pero  dígame  vuesa  merced:  ¿qm 
versos  so  a  los  que  agora  trae  entre  manos,  que  me  ha  dicho  el  señor  si 
padre  que  le  traen  algo  inquieto  y  pensativo?  Y  si  es  alguna  glosa,  í 
mí  se  me  entiende  algo  de  achaque  de  gl  )sas,  y  holgaría  saberlos;  y  s 
es  que  son  de  justa  literaria,  procure  vuesa  merced  llevar  el  segunde 
premio;  que  el  primero  siempre  se  lleva  el  favor  ó  la  gran  calidad  d' 
la  persona,  el  segundo  se  le  lleva  la  mera  justicia,  y  el  tercero  viene  ; 
ser  segundo,  y  el  primero  á  esta  cuenta  strá  el  tercero,  al  modo  de  la 
licencias  que  se  dan  en  las  universidades;  pero,  con  todo  esto,  grai 
personaje  es  ^1  nombre  de  i)riinero. 

— Hasta  ahora,  dijo  entre  sí  don  Lorenzo,  no  os  podré  yo  juzgar  po 
loco;  vamos  adelante,  y  díjole:  «Paréceme  que  vuesa  merced  ha  cursad 
las  escuelas.  ¿Que  ciencias  ha  oído?» 

— La  de  la  caballería  andante,  respondió  Don  (Quijote,  que  es  ta 
buena  como  la  de  la  poesía,  y  aun  dos  deditos  más. 

— No  sé  qué  ciencia  sea  esa,  replicó  don  Lorenzo,  y  hasta  ahora  n 
ha  llegado  á  mi  noticia. 

— Es  una  ciencia,  replicó  Don  Quijote,  que  encierra  en  sí  todas 
las  más  ciencias  del  mundo,  á  causa  que  el  que  la  profesa  ha  de  se 
jurisperito  y  saber  las  leyes  de  la  justicia  distributiva  y  conmutativi 
para  dar  á  cada  uno  lo  que  es  suyo  y  lo  que  le  conviene.  Ha  de  s( 
teólogo,  para  saber  dar  razón  de  la  cristiana  ley  que  profesa,  clara 
distintamente,  adondequiera  que  le  fuere  pedido;  ha  de  ser  médic' 
y  principalmente  herbolario,  para  conocer  en  mitad  de  los  despobl 
dos  y  desiertos  las  yerbas  que  tienen  virtud  de  sanar  las  heridas,  qi 
no  ha  de  andar  el  caballero  andante  á  cada  triquete  buscando  quien  í 
las  cure;  ha  de  ser  astrólogo,  para  conocer  por  las  estrellas  cuánti 
horas  son  pasadas  de  la  noche,  y  en  c{ué  parte  y  en  qué  clima  d 
mundo  se  halla;  ha  de  saber  las  matemáticas,  porque  á  cada  paso  se 


PARTE    SErttJNDA.— ÓÁl»ítUtO    XVIII  &¿1 


rrccerú  tener  necesidad  dellas;  y  dejando  aparte  que  ha  dd  estar  adbi'- 
ado  de  todas  las  virtudes  teolop;ales  y  cardinales,  decendiendo  á  otí'as 
lenudencias,  dio;o  que  ha  de  saher  nadar,  como  dicen  que  nadaba  fel 
eje  Nicolás  ó  Nicolao;  hade  sal)er  lierj-ar  un  caballo,  y  aderezar  la  silla 
el  freno;  y  volviendo  á  lo  de  arriba,  ha  de  guardar  la  íe  a  Dios  y  á  su 
i  aína;  ha  de  ser  casto  en  los  pensamientos,  honesto  en  las  palabras,  li- 
teral en  las  obras,  valiente  en  los  hechos,  sufrido  en  los  trabajos,  cari- 
ítivo  con  los  menesterosos,  y,  tinalmente,  mantenedor  de  la  verdad, 
ñique  le  cueste  la  vida  el  defenderla.  De  todas  estas  ojandes  y  múii 
las  partes  se  compone  un  buen  caballero  andante;  porque  vea  vuestra 
lerced,  sefior  don  Lorenzo,  si  es  ciencia  mocosa  la  que  aprende  el  caba- 
^ro  que  la  estudia  y  la  profesa,  y  si  se  puede  igualar  á  las  más  estira 
is  que  en  los  ginasios  y  escuelas  se  ensenan. 

— Si  eso  es  así,  replicó  don  Lorenzo,  yo  dig'o  (}ue  se  aventaja  e.4a 
encÍ8  á  íodas. 

— ¿C'ómo  si  es  así?,  lespondió  Don  Quijote. 

— Lo  qué  yo  quiero  decir,  «lijo  don  I.,orenzo.  es  que  dudo  que  liaya 
ibido,  ni  que  los  haya  ahora,  caballeros  andantes  y  adornados  <le  vít*-' 
des  tantas. 

-Muchas  veces  lie  dicho  lo  que  vuelvo  á  decir  agora,  res})ondió  Don 
iiijote;  que  la  mayor  parte  de  la  gente  del  mundo  está  de  parecer  de 
'  le  no  ha  habido  en  él  caballeros  andantes;  y  por  parecemie  ú  mí  que, 
el  cielo  milagrosamente  no  les  da  á  entender  la  verdad  de  que  los 
ibo  y  de  que  los  hay,  cualquier  trabajo  que  se  tome  ha  de  ser  en  vano, 
mo  muchas  veces  me  lo  ha  mostrado  la  experiencia,  no  quiero  dete- 
rme  agora  en  sacar  á  vuesa  merced  del  error  que  con  los  muchos 
ne;  lo  que  yo  pien.so  híicer  es,  rogar  al  Cielo  le  sa<iue  del,  y  le  dé  á 
tender  cuan  provechoso  y  cuan  necesarios  fueron  al  nmn(Íf)  lo.s  ca- 
lleros andantes  en  los  pasados  siglos,  y  cuan  útiles  fueran  en  el  pre- 
ñe, si  se  usaran;  pero  triunfan  aliora,  por  pecados  de  las  gentes,  la 
reza,  la  ociosidad,  la  gula  y  el  regalo. 

—Escapado  se  nos  ha  nuestro  huésped,  dijo  a  esta  sazón  entre  sí  don 
renzo;  pero  con  todo  eso,  él  es  k)co  bizarro,  y  yo  sería  mentorat.»  iio 
jo  si  así  no  lo  creyese. 

Aquí  dieron  ñn  á  su  plática,  punjuc  los  llamaron  á  com(ír.  1  i<  -miio 
II  Diego  á  su  hijo  qué  había  sacado  en  linquo  del  ingenio  delhués- 
1.  A  lo  que  él  respondií):  «Xo  le  sacarán  del  borrador  de  su  locura, 
mtos  médicos  y  buenos  escribanos  tiene  el  mundo:  él  es  un  entrcvi'- 
io  loco,  lleno  de  lúcidos  hitervalos. 

Fuéronse  á  comer,  y  la  comida  fue  tal  como  don  Diego  había  .luiío 
el  camino  que  la  solía  dar  á  sus  convidados,  limpia,  abundante  v 
•rosa;  pero  de  lo  que  más  se  contentó  Don  Quijote  fué  del  maravi- 
^o  silencio  que  en  todí^la  casa  había  (jue  semejal)a  nu  monesterio 
cartujos. 

Levantados.  ¡)ues,  los  manteles,  y  dadas  gracias  á  Dios  v  agua  a  las 
nos,  Don  Quijote  pidió  aliingadamente  á  don  Lorenzo  dijese  los 
sos  de  la  justa  literaria.  A  b  qué  él  respondic):  «Por  no  parecer  de 


POÍÍ    QriJOTE    DE    LÁ    MAKCHA 


aquellos  poetas  que  cuando  les  ruegan  digau  sus  versos  los  niegan, 
•cuando  no  se  los  piden  los  vomitan,  yo  diré  mí  glosa  de  la  cual  no  e 
pBvo  premio  alguno;  que  sólo  por  ejercitar  el  ingenio  la  he  hecho.» 
•  —Un  amigo  mío,  discreto,  respondió  Don  Quijote,  era  de  parecer  qi 
no  se  había  de  cansar  nadie  en  glosar  versos;  y  la  razón,  decía  él,  er 
que  jamás  la  glosa  podía  llegar  al  texto,  y  que  muchas  ó  las  más  veci 
iba  la  glosa  fuera  de  la  intención  y  propósito  de  lo  que  pedía  lo  i|ue  í 
glosaba;  y  más,  que  las  leyes  de  ía  glosa  eran  demasiadamente  estr 
chas,  que  no  sufrían  interrogantes,  ni  dijo,  ni  diré,  ni  hacer  nombres  c 
verbos,  ni  mudar  el  sentido,  con  otras  ata,duras  y  estrechezas  con  qi 
vxm  atados  los  (^ue  glosan,  como  vuesa  merced  debe  de  saber. 

— Verdaderamente,  señor  Don  Quijote,  dijo  don  Lorenzo,  que  des( 
coger  á  vuesa  merced  en  un  mal  latín  continuado,  y  no  puedo,  porqi 
se  me  desliza  de  entre  las  manos  como  anguila. 

— No  entiendo,  respondió  Don  Quijote,  lo  que  vuesa  merced  dice,  : 
ífuiere  decir,  en  eso  del  deslizarme. 

— Yo  me  daré  á  entender,  respondió  don  Lorenzo;  y  por  ahora  es 
vuesa  merced  atento  á  los  versos  glosados  y  á  la  glosa,  que  dicen  des 
manera: 


;.S'í  mí  fui-  toniaxf  á  es. 
Sin  esperar  más  será 
Ó  finiese  el  tiempo  ya 
De  lo  que  será  después:... 

(}  L  O  S  .\ 

Al  fin,  como  todo  pasa, 
Se  pasó  el  bien  que  me  tUó 
Fortuna,  un  tiempo  no  escasa, 

Y  nunca  me  lo  volvió, 

Ni  abundante  ni  con  *asa. 
Siglos  ha  ya  que  me  ves. 
Fortuna,  puesto  á  tus  pie.-!: 
Vuélveme  á  ser  venturoso; 
Que  será  mi  ser  dichooo. 
Si  mi  fué  tornase  ü  os. 

No  quiero  otro  gusto  ó  gloria 
Otra  palma  ó  vencimiento, 
Otro  triunfo,  otra  vitoria, 
Sino  volver  al  contento. 
Que  es  pesar  en  mi  memoria. 
Si  tú  me  vuelves  allá. 
Fortuna,  templado  está 
Todo  el  rigor  de  mi  fuego: 

Y  más  si  este  bien  es  luego, 
.Sf;i  esperar  más  será. 

Cosas  imposibles  pido, 
Pues  volver  el  tiempo  á  ser. 
Después  que  una  vez  ha  sido. 
No  hay  en  la  tierra  poder 
Que  á  tanto  se  haya  extendido. 
Corre  el  tiempo,  vuela  y  va 
Ligero,  y  no  volverá; 

Y  erraría  el  que  pidiese 

O  que  el  tiempo  ya  se  fuese, 
Ó  finiese  el  tiempo  ija. 


PAUTE    SEGUNDA. — CAPITULO    XVIII  529 

Vivfr  on  perpleja  vida, 
Ya  esperando,  ya  temiendo, 
K.s  muerde  muy  conocida, 
Y  es  mucho  mejor  muriendo 
Buscar  al  dolor  salida. 
A  mi  me  fuera  iuteron 
Acabar...  mas  no  lo  es; 
Pues,  con  discurso  mejor, 
Me  da  la  vida  el  temor 
De  lo  ntic  será  iifs;>iics 

En  iicabaiido  de  decir  su  glosa  don  Lorenzo,  se  levantó  en  pie  Don 
Quijote,  y  en  voz  levantada,  que  parecía  grito,  asiendo  con  su  mano  la 
derecha  de  don  Lorenzo,  dijo:  «¡Viven  los  cielos  donde  más  altos  están, 
numcebo  generoso,  que  sois  el  mejor  poeta  del  orbe,  y  que  merecéis  es- 
tar laureado,  no  por  Chipre  ni  ]>or  Gaeta,  como  •  dijo  un  poeta,  que 
Dios  perdone,  sino  por  las  academias  de  Atenas,  si  hoy  vivieran,  y  por 
las  que  hoy  viven  de  París,  Bolonia  y  Salamanca!.  ¡Plega  al  cielo  que 
los  jueces  que  os  quitaren  el  premio  primero...  Febo  los  a.^aetee,  y  las 
Musas  jamás  atraviesen  los  umbrales  de  sus  casas!  Decidme,  señor,  si 
sois  servido,  algunos  versos  mayores;  que  quiero  tomar  de  todo  en  todo 
<q\  pulso  á  vuestro  admirable  ingenio.» 

¿No  es  bueno  que  dicen  que  se  holgó  don  Lorenzo  de  verse  alabar 
de  Don  Quijote,  aunque  le  tenía  por  locoV  ¡Oh  fuerza  de  la  adulación, 
a  cuánto  te  extiendes,  y  cuan  dilatados  límites  son  los  de  tu  juridición 
agradable!  Esta  verdad  acreditó  don  Lorenzo;  pues  condescendió  con 
la  demanda  y  deseo  de  Don  Quijote,  diciéudole  este  soneto  á  la  fábula 
ó  historia  de  Píramo  y  Tisbe: 

Kl  muro  rompe  la  doncella  hermosa 
Que  de  Píramo  abrió  el  gallardo  pecho; 
Parte  el  amor  de  Cliipri',  y  va  derecho 
A  ver  la  quiebra  estrecli-i  y  prodigiosa. 

Habla  el  silencio  allí,  porque  n  >  osa 
La  voz  entrar  por  tan  estrecho  estrecho; 
Las  aimns  sí;  (¡ue  amor  suele  de  hecho 
Facilitar  la  má.'i  difícil  cosa. 

Salió  el  deseo  de  compás,  y  el  pa.io 
De  la  imprudente  virgen  «olicita 
Por  su  gusto  ¡iu  muerte:  ved  ¡qué  historia! 

Que  ii  entrambos  en  un  punto  ;oh  extraüo  caso' 
Los  mata,  los  encubre  y  resucita 
Fna  espada,  un  sepulcro,  nna  memoria. 

«¡Bendito  sea  Dios,  dijo  Don  Quijote,  habiendo  oído  el  soneto  á  don 
Lorenzo,  que  entre  los  infinitos  poetas  consumidos  que  ha}',  he  visto 
un  consumado  poeta,  como  lo  es  vuesa  merced,  señor  mío,  que  así  me 
lo  da  á  entender  el  artificio  de  este  soneto!» 

Cuatro  días  estuvo  Don  Quijote  regaladísimo  en  la  casa  de  don  Die- 
go, al  cal)o  de  los  cuales  le  pidió  licencia  para  irse,  diciéndole  que  le 
agradecía  la  merced  y  buen  tratamiento  que  en  su  casa  había  recebi- 
do;  pero  que,  por  no  parecer  bien  que  los  caballeros  andantes  se  den 
muchas  horas  al  ocio  y  al  regalo,  se  quería  ir  á  cumplir  con  su  oficio, 
buscando  las  aventuras,  de  quien  tenía  noticia  que  aquella  tierra  abun- 


530  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


daba,  donde  esperaba  entretener  el  tiempo  hasta  que  llegase  el  día  de 
las  justas  de  Zaragoza,  que  era  el  de  su  derecha  derrota;  y  que  primero 
había  de  entrar  en  la  cueva  de  Montesinos,  de  quien  tantas  y  tan  ad- 
mirables cosas  en  aquellos,  contornos  se  contaban,  sabiendo  é  inquirien- 
do asimismo  el  nacimiento  y  verdaderos  manantiales  de  las  siete  lagu- 
nas, llamadas  comúnmente  de  Ruidera.  Don  Diego  y  su  hijo  le  alaba- 
ron su  honrosa  determinación,  y  le  dijeron  que  tomase  de  su  casa  y  de 
su  hacienda  todo  lo  que  en  grado  le  viniese;  que  le  servirían  con  la  vo- 
luntad posible;  que  á  ello  les  obligaba  el  valor  de  su  persona  y  la  hon- 
rosa profesión  suya. 

Llegóse,  en  fin,  el  día  de  su  partida,  tan  alegre  para  Don  Quijote, 
como  triste  y  aciago  para  Sancho  Panza,  que  se  hallaba  muy  bien  con 
la  abundancia  de  la  casa  de  don  Diego,  y  rehusaba  de  volver  á  la  ham- 
In-e  que  se  usa  en  las  florestas  y  despoblados,  y  á  la  estrecheza  de  sus 
mal  proveídas  alforjas;  con  todo  esto,  las  llenó  y  colmó  de  lo  más  ne- 
cesario que  le  pareció.  Y  al  despedirse,  dijo  Don  Quijote  á  don  Loren- 
zo: «No  sé  si  he  dicho  á  mesa  merced  otra  vez,  y  si  lo  he  dicho,  lo 
vuelvo  á  decir:  que  cuando  vuesa  merced  quisiere  ahorrar  caminos  y 
trabajos  para  llegar  á  la  inacesible  cumbre  del  templo  de  la  Fama,  no 
tiene  que  hacer  otra  cosa  sino  dejar  á  una  parte  la  senda  de  la  poesía 
algo  estrecha,  y  tomar  la  estrechísima  de  la  andante  caballería,  bastan 
te  para  hacerle  emperador  en  daca  las  pajas.» 

Con  estas  razones  acabó  Don  Quijote  de  cerrar  el  proceso  de  su  k 
cura,  y  más  con  las  ([ue  añadió,  diciendo:  «Sabe  Dios  si  quisiera  llevaí 
conmigo  al  señor  don  Lorenzo,  para  enseñarle  cómo  se  han  de  perdo 
nar  los  sumisos,  y  supeditar  y  acocear  los  soberbios,  virtudes  anejas  i 
la  profesión  que  vo  profeso;  jpero  pues  no  lo  pide  su  poca  edad,  ni  1( 
querrán  consentir  sus  loables  ejercicios,  sólo  me  contento  con  advertir 
le  á  vuesa  merced,  que,  siendo  poeta,  podrá  ser  famoso,  si  se  guía  má 
por  el  i)arecer  ajeno  que  por  el  propio;  porque  no  hay  padre  ni  madr 
á  quien  sus  hijos  le  parezcan  feos,  y  en  los  que  lo  son  del  entendimien 
to  corre  más  este  engañó. » 

De  nuevo  se  admiraron  padre  y  hijo  de  las  entremetidas  razones  d 
Don  Quijote,  ya  discretas,  va  disparatadas,  y  del  tema  y  tesón  que  Ik 
vaha  de  acudir  de  todo  en  todo  á  la  busca  de  sus  desventuradas  aveí 
turas,  que  las  tenía  por  fin  y  blanco  de  sus  deseos.  Reiteráronse  k 
ofrecimientos  v  comedimientos,  y  con  la  buena  hcencia  de  la  señor 
del  castillo,  Don  Quijote  y  Sancho,  sobre  Rocinante  y  el  Rucio,  se  pa 
tieron. 


^,"--   >«»H'':fe:t.;-.  V -I''*" 


CAPITULO  XIX 

Donde  se  cuenta  la  aventura  del  pastor  enamorado,  con  otros  en  verdad 

graciosos  sucesos. 


^^  ocu  livclu)  M-  liíilna  iiluii_<;a<l<.>  Duii  (.¿uijult-  dt-l  lu^nr  <le  don  I)ie- 
j;o,  cuando  eiu-ontró  con  dos  como  clérigos  ó  como  estudian ',es. 
^  y  con  dos  labradores  tjue,  sobre  cuatro  bestias  asnales,  venían 
V  caballeros.  El  uno  de  los  estudiantes  traía  como  en  portaman- 
teo, en  un  lienzo  de  bocací  verde,  envuelto,  al  parecer,  un  poco  de  gra- 
na blanca  y  dos  pares  de  medias  de  cordellate;  el  otro  no  traía  otra  cosa 
que  dos  espadas  negras  de  esgrima,  nuevas  y  con  sus  zapatillas.  Los 
labradores  traían  otras  co.«as  (jue  daban  indicio  y  señal  ijue  venían  de 
alguna  villa  grande,  donde  las  habían  comprado,  y  las  llevaban  á  su  al 
dea;  y  así  estudiantes  como  labradores  cayeron  en  la  misma  admiración 
en  (|ue  caían  todos  aquellos  que  la  ])rimera  vez  veían  á  Don  (¿uijote,  y 
morían  por  saber  qué  hombre  fuese  aíjuel,  tan  fuera  del  uso  de  los  otro.- 
Iiombres.  Saludóles  Don  (Quijote,  y  después  de  saber  el  camino  que  lle- 
vaban, que  era  el  mesmo  que  él  hacía,  les  ofreció  su  compañía,  y  les 
pidió  detuviesen  el  paso,  porque  caminaban  más  sus  pollinas  que  su 
caballo;  y  para  obligarlos,  en  breves  razones  les  dijo  «juién  era,  y  su 
Dñcio  y  profesión,  (jue  era  de  caballero  andante,  que  iba  á  buscar  las 
-iventuras  por  todas  las  partes  del  mundo.  Díjoles  que  se  llamaba,  de 
nombre  propio,  Don  Quijote  de  la  Mancha,  y  por  el  apelativo,  el  Caba- 
'!ero  de  los  Leones. 

Todo  esto  para  los  labradores  era  hablarles  en  griego  ó  en  j erigen- 


532  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

za,  pero  no  páralos  estudiantes,' que  luego  entendieron  la  Haqueza  de 
celebro  de  Don  Quijote;  pero  con  todo  eso,  ie  mira ])an  con  admiración 
y  con  respeto,  y  uno  de  ellos  le  dijo:  «Si  vuesa  merced,  señor  caballero, 
no  lleva  camino  determinado,  como  no  le  suelen  llevar  los  que  buscan 
:las  aventuras,  vuesa  merced  se  venga  con  nosotros:  verá  una  de  las  me- 
jores l)odas  y  más  ricas  que  hasta  el  día  de  hoy  se  habrán  celebrado  en 
;la  Mancha,  ni  en  otras  muchas  leguas  á  la  redonda.» 

Preguntóle  Don  Quijote  si  eran  de  algún  príncipe,  que  así  las  pon- 
dera) ja. 

— No  son,  respondió  el  estudiante,  sino  de  un  labrador  3^  una  labra- 
dora: él  el  más  rico  de  toda  esta  tierra,  y  ella  la  más  heimosa  que  han 
visto  los  hombres.  El  aparato  con  que  se  han  de  hacer  es  extraordina- 
rio y  nuevo;  porque  se  han  de  celebrar  en  un  prado  que  está  junto  al 
pueblo  de  la  novia,  á  quien  por  excelencia  llaman  Quíteria  Ja  Hcrmoi^a. 
y  el  desposado  se  llama  Camacho  el  Rico:  ella  de  edad  de  diez  y  ocho 
afios,  y  él  de  veinte  y  dos,  ambos  para  en  uno;  aunque  algunos  curio- 
sos, que  tienen  de  memoria  los  linajes  de  todo  el  mundo,  quieren  decir 
que  el  de  la  hermosa  Quiteria  se  aventaja  al  de  Camacho;  pero  ya  no  se 
mira  en  esto;  que  las  riquezas  son  poderosas  de  soldar  muchas  quiebras. 
En  efeto,  el  tal  Camaclio  es  liberal,  y  básele  antojado  de  enramar  y  cu- 
brir todo  el  prado  por  arriba,  de  tal  suerte,  que  el  sol  se  ha  de  ver  en 
trabajo  si  quiere  entrar  á  visitar  las  yerbas  verdes  de  que  está  cubierto 
el  suelo.  Tiene  asimesmo  maheridas  danzas,  así  dé  espadas  como  de  cas- 
cabel menudo,  que  hay  en  su  pueblo  quien  los  repique  y  sacuda  por 
extremo;  de  zapateadores  no  digo  nada,  que  es  un  juicio  los  que  tiene 
muñidos;  pero  ninguna  de  las  cosas  referidas,  ni  otras  muchas  que  he 
dejado  de  referir,  ha  de  hacer  más  memorables  estas  bodas,  sino  las  que 
imagino  que  hará  en  ellas  el  despechado  Basilio.  Es  este  Basilio  un  za- 
gal, vecino  del  mesmo  lugar  de  Quiteria,  el  cual  tenía  su  casa  pared  en 
medio  de  la  de  los  padres  de  (Quiteria,  de  donde  tomó  ocasión  el  Amor 
de  renovar  al  mundo  los  ya  olvidados  amores  de  Píramo  y  Tisbe;  por- 
que Basiho  se  enamoró  de  Quiteria  desde  sus  tiernos  y  primeros  años. 
y  ella  fué  correspondiendo  á  su  deseo  con  mil  honestos  favores,  tanto, 
que  se  contaban  por  entretenimiento  en  el  pueblo,  los  amores  de  los  dot 
niños,  Basilio  y  Quiteria.  Fué  creciendo  la  edad,  y  acordó  el  padre  de 
Quiteria  de  estorbar  á  Basiho  la  ordinaria  entrada  que  en  su  casa  tenía 
y  por  quitarse  de  andar  receloso  y  lleno  de  sospechas,  ordenó  de  casai 
á  su  hija  con  el  rico  Camacho,  no  pareciéndole  ser  bien  casarla  con  Bn 
siho,  que  no  tenía  tantos  bienes  de  fortuna  como  de  naturaleza;  pues  s 
va  á  decir  las  verdades  sin  envidia,  él  es  el  más  ágil  mancebo  que  co 
nocemos,  gran  tirador  de  barra,  luchador  extremado  y  gran  jugador  dt 
pelota;  corre  como  un  gamo,  salta  más  que  una  cabra  y  birla  á  los  bolo^ 
como  por  encantamento;  canta  como  una  calandria,  y  toca  una  guitarr} 
que  la  hace  hablar,  y  sobre  todo,  juega  una  espada  como  el  más  pin 
tado. 

— Por  esa  sola  gracia,  dijo  á  esta  sazón  Don  Quijote,  merecía  est 
mancebo,  no  sólo  casarse  con  la  hermosa  Quiteria,  sino  con  la  mesmj 


PABTK  SEGUNDA. CAPÍTULO  XIX  f)33 

eina  (iinebra.  si  fuera  hoy  viva,  á  pesar  de  Lanzarote  y  de  todos  itque- 
os  que  estorbarlo  quisieran. 

— ^.-V  mi  nuijer  con  eso.  dijo  Sancho  Panza,  que  hasta  entonces  habm 
1<>  callando  y  escuchandíi,  la  cual  no  (juiere  sino  (\ue  cada  uno  ca«« 
on  su  isiual,  ateniéndose  al  reirán  ({ue  dice:  «cada  oveja  con  s-u  pareja»: 
-o  que  yo  quisiera  es,  que  ese  buen  Basilio  (que  ya  me  le  voy-  aücior 
ando)  se  casara  con  esa  señora  (^itcria;  que  ¡buen  sifilo  hayan  y  buen 
oso  (iba  á  decir  al  revés)  los  que  estorben  que  se  casen  los  <|Ue  bien  so 
nieren! 

— Si  todos  los  ({uv  bien  se  quieren  se  hubiesen  de  casar,  dijo  Don 
Hiijote,  quitaríase  la  eleción  y  juridición  á  los  padres  de  oasar  sus  lüjo.<! 
)n  (juicn  y  cuando  del)en,  y  si  á  la  voluntad  de  las  hijas  (|uedase  es- 
n«j;er  los  maridos,  tal  habría  que  esco«j;iese  al  criado  de  su  ])adre.  y  tal 
I  (jue  vio  pasar  por  la  calle,  á  fu  parecer,  bi/arro  y  entonado,  aunqtie 
lese  un  desbaratado  espadachín;  que  el  amor  y  la  afíción,  con  facilir 
;  ad  ciefian  los  ojos  del  entendimiento,  tan  necesarios  para  escoj^er  es- 
ido,  y  el  del  matrimonio  está  nuiy  á  j)cli^ro  de  errarse,  y  es  menester 
ran  tiento  y  particular  favor  del  cielo  para  acertarle.  Quiere  hacer  nn»» 
n  viaje  lar^o,  y  si  es  prudente,  antes  de  })onerse  en  camino,  busca  al' 
una  compañía  segura  y  apacible  con  quien  acompañarse;  pues'  ^.por 
ué  no  hará  lo  mesmo  el  que  ha  de  caminar  toda  la  vida  hasta  el  para- 
cro  de  la  muerte,  y  más  si  la  compañía  le  ha  de  acompañar  en  \n 
\ma,  en  la  mesa  y  en  todas  partes,  como  es  la  de  la  mujer  con  su  ma^ 
do?  La  de  la  propia  mujer  no  es  mercaduría  que,  una  vez  conq)rada, 
'  vuelve  <)  se  trueca  ó  cambia;  porque  es  accidente  inseparable,  qué 
\  ura  lo  que  dura  la  vida;  es  un  lazo  que,  si  una  vez  le  echáis  al  cuello, 

•  vuelve  en  el  nudo  gordiano,  que  si  no  le  corta  la  guadaña  de  \n 
inerte,  no  hay  desatarle.  Muchas  más  cosas  pudiera  decir  en  esta  ma- 
'ria,  si  no  lo  estorbara  el  deseo  que  tengo  de  saber  si  le  queda  más  que 
ecir  al  señor  licenciado  acerca  de  la  historia  de  Basilio. 

A  lo  que  res})ondió  el  estudiante,  bachiller  ó  licenciado,  como  k¡ 
amó  Don  (^lijóte:  «De  todo  no  me  (|ueda  más  que  decir  sino  que 
csde  el  punto  que  Basilio  supo  que  la  hermosa  Quiteria  se  casaba  con 
amacho  el  Rico,  nunca  más  le  han  visto  reir,  ni  hablar  razón  concer- 
ida,  y  siempre  anda  pensativo  y  triste,  hablando  entre  sí  mismo,  con 
ne  da  ciertas  y  claras  señales  de  que  se  le  ha  vuelto  el  juicio:  co¿ue 
oco  y  duerme  poco,  y  lo  que  come  son  frutas,  y  lo  que  duerme,  si 
uerme,  es  en  el  campo,  sobre  la  dura  tierra,  como  animal  bruto;  mira 
e  cuando  en  cuando  al  cielo,  y  otras  veces  clava  los  ojos  en.  la  tierra 
)n  tal  embelesamiento,  que  no  parece  sino  estatua  vestida,  que  el  aire 

•  mueve  la  ropa.  En  fin,  él  da  tales  muestras  de  tener  apasionado  el 
>razón.  que  tememos  todos  los  que  le  conocemos  que  el  dar  el  sí  ma» 
ana  la  hermosa  Quiteria,  ha  de  ser  la  sentencia  de  su  rnuerte.»  I 

— Dios  lo  hará  mejor,  dijo  Sancho;  que  Dios,  que  da  la  llaga,  da  la 
ledicina:  nadie  sabe  lo  que  está  por  venir;  de  aquí  ó  mañana  muchas 
oras  hay,  y  en  una,  y  aun  en  un  momento,  se  cae  la  casa;  y  yo  he  vist» 
overy  hacer  sol,  todo  á  tm  mesmo  punto;  tal  se  acuesta  sano  la  n«* 


534  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

fhe,  que  no  se  puede  mover  otro  día.  Y  díganme:  ¿por  ventura  habrá, 
quien  se  alabe  que  tiene  echado  un  clavo  á  la  rodaja  de  la  fortuna?  Nc  - 
por  cierto,  y  entre  el  sí  y  el  no  de  la  mujer,  no  me  atrevería  yo  á  ponei 
una  punta  de  alfiler,   porque  no  cabria.  Denme  á  mí  que  Quiterif 
quiera  de  buen  corazón  y  de  buena  voluntad  á  BasiHo,  que  yo  le  dan 
á  él  un  saco  de  buena  ventura;  que  el  amor,   según  yo  he  oído  decir, 
mira  con  unos  antojos  que  hacen  parecer  oro  al  cobre,  á  la  pobreza  ri 
queza,  y  á  las  lagañas  perlas.  ¡ 

— ¿Adonde  vas  á  parar,  Sancho,  que  seas  maldito?,  dijo  Don  Quijote 
que  cuando  comienzas  á  ensartar  refranes  y  cuentos,  no  te  puede  en 
tender  sino  el  mesmo  Judas,  que  te  lleve.  Dime,  animal,  ¿qué  sabes  ti 
de  clavos,  ni  de  rodajas,  ni  de  otra  cosa  ninguna? 

— ¡Oh!  Pues  si  no  me  entienden,  respondió  Sancho,  no  es  maravillí 
que  mis  sentencias  sean  tenidas  por  disparates;  pero  no  importa:  yo  m< 
entiendo,  y  sé  que  no  he  dicho  muchaí-  necedades  en  lo  que  he  dicho 
smo  que  vuesa  merced,  señor  mío,  siempre  es  friscal  de  mis  dichos,  i 
aun  de  mis  hechos. 
•  — Fiscal  has  de  decir,  dijo  Don  Quijote,  que  no  friscal,  prevaricado 
del  buen  lenguaje,  que  Dios  te  confunda. 

' .  — No  se  apunte  vuesa  merced  conmigo,  respondió  Sancho,  pues  sab' 
<:(«e  no  me  he  criado  en  la  Corte  ni  he  estudiado  en  Salamanca,  par; 
íiaber  si  añado  ó  quito  alguna  letra  á  mis  vocablos.  Sí,  que  ¡válgam. 
Dios!  no  hay  para  qué  obligar  al  sayagués  a  que  hable  como  el  toleda 
no,  y  toledanos  puede  haber  que  no  las  corten  en  el  aire  en  esío  de 
tiablar  polido. 

— Así  es,  dijo  el  licenciado;  porque  no  pueden  hablar  tan  bienio 
que  se  crían  en  las  Tenerías  y  en  Zocodover,  como  los  que  se  paseai 
casi  todo  el  día  por  el  claustro  de  la  Iglesia  mayor,  y  todos  son  toleda 
nos.  VA  lenguaje  puro,  el  propio,  el  elegante  y  claro,  está  en  los  discre 
tos  cortesanos,  aunque  hayan  nacido  en  Majalahonda:  dije  discretos 
fTiOrque  hay  muchos  que  no  lo  son,  y  la  discreción  es  la  gramática  de 
ímeD  lenguaje,  que  se  acompaña  con  el  uso.  Yo,  señores,  por  mis  peca 
dos,  he  estudiado  cánones  en  Salamanca,  y  picóme  algún  tanto  de  deei 
mi  razón  con  palabras  claras,  llanas  y  significantes. 

— Si  no  os  picara  des  más  de  saber  menear  las  negras  que  lleváis  qu 
ia  lengua,  dijo  el  otro  estudiante,  vos  llevárades  el  primero  en  licen 
cias,  como  Uevastes  cola. 

— Mirad,  bachiller  Corchuelo,  respondió  el  licenciado:  vos  estáis  ei 
la  más  errada  opinión  del  mundo  acerca  de  la  destreza  de  la  espada,  tí 
iiiéndola  por  vana. 

;  — Para  mí  no  es  opinión,  sino  verdad  asentada,  replicó  Corchuelo;  , 
8Í  queréis  que  os  la  muestre  con  la  experiencia,  espadas  traéis,  comí 
didad  hay;  yo  pulsos  y  fuerzas  tengo,  que,  acompañadas  de  mi  anime 
que  no  es  poco,  os  harán  confesar  que  yo  no  me  engaño.  Apeaos,  ; 
usad  de  vuestro  compás  de  pies,  de  vuestros  círculos  y  vuestros  ángv 
ios  y  ciencia;  que  yo  espero  de  haceros  ver  estrellas  á  mediodía,  co: 
*m.  destreza  moderna  y  zafia,  en  quien  espero,  después  de  Dios,  qu 


PAKTli    SEGUNDA. — -CAPITULO    XIX  536 


l')l 


ii) 


stá  por  nacer  homln'e  que  rae   híij^a  volver  las  espaldas,  y  que  no  le 
iiay  en  el  mundo  a  quien  yo  no  le  ha,i;a  perder  tierra. 

—En  eso  de  volver  ó  no  las  espalda"  no  me  meto,  replicó  el  diestro; 
porque  podría  ser  (pie  en  la  parte  donde  la  vez  primera  clavásedes  el 
[)ie,  allí  os  abriesen  la  sepultura,  ([uiéro  decir,  «lUc  allí  quedásedes 
muerto  |)or  la  desj)reciada  destreza. 

— Ahora  se  verá,  respondió  C'orchuelo;  y  apeándose  con  «;ran  [)reste- 
za  de  su  jumento,  tiró  con  furia  de  una  de  las  espadas  que  llevaba  el 
licenciado  en  el  suyo. 

— No  ha  de  ser  así,  dijo  á  este  instante  Don  Quijote;  que  yo  quiero 
-¡er  el  maestro  desta  esiírima,  y  el  juez  desta  nm  ;lias  veces  no  averi- 
líuada  cuestión;  y  apeándose  de  Rocinante  y  asiendo  de  su  lanza,  se 
puso  en  la  mitad  del  camino,  á  tiempo  que  ya  el  licenciado,  con  jíentil 
donaire  de  cuerpo  y  compás  de  }>ies,  se  iba  contra  Corchuelo,  que  con- 
tra v\  se  vino,  lanzando,  como  decirse  suele,  t'ue.iío  por  los  ojos. 

IjOs  otros  dos  labradores  del  acompañamiento,  sin  apearse  de  sus 
})ollinas,  sirvieron  de  aspetatores  en  la  mortal  tragedia. 

Las  cuchilladas,  estocadas,  altibajos,  reveses  y  mandobles  que  timba 
Corchuelo.  eran  sin  número,  más  espesos  que  hipado  y  más  meimdos 
<[ue  irranizo.  Arremetía  como  un  león  irritado;  pero  salíale  al  encuentro 
un  ta[)aboca  de  la  zai)atilla  de  la  espada  del  licenciado,  que  en  mitad 
de  su  furia  le  detenía,  y  se  la  hacía  besar  como  si  fuera  reliquia,  aun- 
(|ue  no  con  tanta  devoción  como  las  reliquias  deben  y  suelen  besarse. 
Finalmente},  el  licenciado  le  contó  á  estocadas  todos  los  botones  de  una 
medio  sotanilla  que  traía  vestida,  haciéndole  tiras  los  faldamentos,  como 
colas  de  [«ulpo;  derribóle  el  sombrero  dos  veces,  y  cans<')le  de  manera, 
que  de  despecho,  cólera  y  rabia,  asió  la  espada  por  la  ein})uñadura  y 
arrojóla  })or  el  aire  con  tanta  fuerza,  que  uno  de  los  labradores  asisten- 
tes, cjue  era  escribano,  y  fué  pe  r  ella,  dio  después  por  testimonio  que  la 
alon^íó  de  sí  casi  tres  cuartos  de  legua;  el  cual  testimonio  sirve  y  ha 
servido  para  que  se  conozca  y  vea  con  toda  verdad  cómo  la  fuerza  es 
vencida  del  arte. 

Sentóse,  cansado,  Corchuelo,  y  llegándose  áél  Sancho,  le  dijo:  «Mia 
fe,  señor  baclrller,  si  vuesa  merced  toma  mi  consejo,  de  aquí  adelante 
no  ha  de  desañar  á  nadie  á  esgrimir,  sino  á  luchar  ó  á  tirar  la  barra, 
pues  tiene  edad  y  fuerzas  para  ello;  que  destos  á  quien  llaman  diestros, 
he  oído  decir  que  meten  una  punta  de  una  espada  por  el  ojo  de  una 
aguja.» 

— Yo  me  contento,  respondió  Corchuelo.  de  haber  caído  de  mi  burra, 
y  de  que  me  haya  mostrado  la  experiencia  la  verdad,  de  quien  tan  lejos 
estaba. 

Y  levantándose,  abrazó  al  licenciado  y  quedaron  más  amigos  que 
de  antes,  y  no  quisieron  esperar  al  escribano,  que  había  ido  por  la  es- 
pada, por  parecerles  que  tardaría  mucho;  y  así,  determinaron"  seguir, 
por  llegar  temprano  á  la  aldea  de  Quiteria,  de  donde  todos  eran. 

En  lo  que  faltaba  del  camino  les  fué  contando  el  licenciado  la 
excelencias  de  la  espada,  con  tantas  razones  demostrativas  y  con  tanta 


536  DON  QUIJOTE  DE   LA  MANCHA 


figuras  y  demostraciones  mateniáticas,  que  todos  quedaron  enterados 
de  la  bondad  de  la  ciencia,  y  Corchuelo  reducido  de  su  pertinacia. 

Era  anochecido;  pero  antes  que  llegasen,  les  pareció  á  todos  que 
estaba  delante  del  pueblo  un  cielo  lleno  de  innumerables  y  resplande- 
cientes estrellas.  Oyeron  asimismo  confusos  y  suaves  sonidos  de  diver- 
sos instrumentos,  como  de  nautas,  tamborinos,  salterios,  albogues,  paur 
deros  y  sonajas;  y  cuando  llegaron  cerca,  vieron  que  los  árboles  de  una 
enramada  que  á  mano  habían  puesto  á  la  entrada  del  pueblo,  estaban 
todos  llenos  de  luminarias,  á  quien  no  ofendía  el  viento,  que  entonces 
no  soplaba  sino  tan  manso,  Cjue  no  tenía  fuerza  para  mover  las  hojas 
de  los  árboles.  Los  músicos  eran  los  regocijadores  de  la  boda,  que  en  di- 
versas cuadrillas  por  aquel  agradable  sitio  andaban,  unos  bailando  y 
otros  cantando,  y  otros  tocando  la  divereidad  de  los  referidos  instru- 
mentos. En  efeto,  no  parecía  sino  que  por  todo  aquel  prado  andaba 
corriendo  la  alegría  y  saltando  el  contento.  Otros  muchos  andaban  ocu- 
pados en  levantar  andamios,  de  donde  con  comodidad  pudiesen  ver 
otro  día  las  representaciones  y  danzas  que  se  habían  de  hacer  en  aquel 
lugar,  dedicado  para  solenizar  las  bodas  del  rico  Camacho  y  las  exe- 
quias de  Basiho.  No  quiso  entrar  en  el  lugar  Don  Quijote,  aunque  se  lo 
pidieron  así  el  labrador  como  el  bachiller;  pero  él  dio  por  disculpa,  bas- 
tantísima á  su  parecer,  ser  costumbre  de  los  caballeros  andantes  dor- 
mir por  los  campos  y  florestas  antes  que  en  los  poblados,  aunque  fuese 
debajo  de  dorados  techos;  y  con  esto  se  desvió  un  poco  del  cambio, 
bien  contra  la  voluntad  de  Sancho,  viniéndosele  á  la  memoria  el  buen 
alojamiento  que  había  tenido  en  el  castillo  ó  casa  de  don  Diego. 


»v 


CAPITULO    XX 

Dondo  se  cuentan  las  bodas  de  Camacho  ei  Rico,  con  el  suceso 
de  Basilio  el  Pobre. 


PENAS  la  blanca  aurora  había  dado  lugar  á  que  el  luciente  Febo, 
con  el  ardor  de  sus  calientes  rayos  las  líquidas  perlas  de  sus 
cabellos  de  oro  enjugase,  cuando  Don  C¿uijote,  sacudiendo  la 
pereza  de  sus  miembros,  se  puso  en  pie  y  llamó  á  su  escudero 
•ancho,  que  aún  todavía  roncaba;  lo  cual,  visto  por  Don  (Quijote,  antes 
ue  le  despertase  le  dijo:  «¡Oii  tú,  bienaventurado  sobre  cuantos  viven 
obre  la  haz  de  la  tierra,  pues  sin  tener  invidia,  ni  ser  invidiado,  dner- 
¡les  con  sosesjado  espíritu,  ni  te  persi^íuen  encantadores,  ni  sobresaltan 
ncantamentos!  Duerme,  digo  una  vez,  y  lo  diré  otras  ciento,  sin  que  ia 
engan  en  continua  vigilia  celos  de  tu  dama,  ni  te  desvelen  pensamien- 
:)s  de  pagar  deudas  f[ue  debas,  ni  de  lo  que  has  de  hacer  para  comer 
tro  día  tú  y  tu  pequeña  y  angustiada  familia.  Ni  la  ambición  te  in- 
(Uieta,  ni  la  pompa  vana  del  mundo  te  fatiga,  })ues  los  límites  de  tus 
leseos  no  se  extienden  á  más  que  á  pensar  tu  jumento;  que  el  de  tu 
►ersona  sobre  mis  hombros  le  tienes  puesto:  contrapeso  y  carga  que 
•uso  la  naturaleza  y  la  costumbre  á  los  señores.  Duerme  el  criado,  y 
sta  velando  el  señor,  pensando  cómo  le  ha  de  sustentar,  mejorar  y  ha- 
er  mercedes.  La  congoja  de  ver  que  el  cielo  se  hace  de  bronce,  sin  acu- 
lir  á  la  tierra  con  el  conveniente  rocío,  no  attige  al  criado,  sino  al  señor, 
(ue  ha  de  sustentar  en  la  esterilidad  y  hambre  al  que  le  sirvió  en  la 
ertilidad  y  abundancia.:» 

A  todo  esto  no  respondió  Sancho,  porque  dormía,  ni  despertara  tan 
)resto  si  Don  Quijote,  con  el  cuento  de  la  lanza,  no  le  hicieía  volveren 


538 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


SÍ.  Des{>ertó  en  fin,  soñoliento  y  perezoso,  y  volviendo  el  rostro  á  todas 
partes,  dijo:  «De  la  parte  destar  enramada,  si  no  me  engaño,  sale  un  tufe 
V  olor,  harto  más  de  torreznos  asados  que  de  juncia  y  tomillos;  bodae 
<iue  por  tales  olores  comienzan,  para  mi  santiguada  que  deben  de  sei 
abundantes  y  generosas.» 

— Acaba.  glot(3n,  dijo  Don  Quijote;  ven,  iremos  á  ver  estos  desposo 

rios,  por  ver  lo  que  hace  el  desdeña 
do  Basilio. 

—Mas  que  haga  lo  que  quisiere 
respondió  Sancho;  no  fuera  él  pobre 
y  casárase  con  Quiteria.  ¿No  hay  más 
sino  no  tener  un  cuarto,  y  querer  ca 
sarse  por  las  nubes?  A  la  fe,  señor,  ye 
soy  de  parecer  (][ue  el  pobre  debe  d( 
contentarse  con  lo  que  hallare,  y  n( 
pedir  cotufas  en  el  golfo.  Yo  apostan 
un  brazo,  que  puede  Camacho  envol 
ver  en  reales  á  Basilio;  y  si  esto  ei 
así,  como  debe  de  ser,  bien  boba  fue 
ra  Quiteria  en  desechar  las  galas  y  lai 
joyas  que  le  debe  de  haber  dado  y  1« 
})uede  dar  Camacho,  por  escoger  e 
tirar  de  la  barra  y  el  jugar  de  la  ne 
gra  de  Basilio.  Sobre  un  buen  tiro  á> 
barra,  ó  sobre  una  gentil  treta  de  ee 
pada,  no  dan  un  cuartillo  de  vino  ei 
la  taberna.  Habilidades  y  gracias  qu 
no  son  vendibles,  allá  que  las  teng; 
el  Conde  Dirlos;  pues  cuando  las  tale 
gracias  caen  sobre  quien  tiene  buei 
dinero,  tal  sea  mi  vida  como  ella 
parecen.  Sobre  un  buen  cimiento  s 
})uede  levantar  un  buen  ediftcio,  y  e 
mejor  cimiento  y  zanja  del  mundo  e 
el  dinero. 

— Por  quien  Dios  es,  Sancho,  dij 

á  esta  sazón  Don  Quijote,  que  coi 

cluyas  con  tu  arenga;  que  tengo  par 

mí  que  si  te  dejasen  seguir  en  la 

que  á  cada  paso  comienzas,  no  te  quedaría  tiempo  para  comer  ni  par 

dormir;  que  todo  le  gastarías  en  hablar. 

— Si  vuesa  merced  tuviera  buena  memoria,  replicó  Sancho,  debién 
se  acordar  de  los  capítulos  de  nuestro  concierto  antes  que  esta  últim 
vez  saliésemos  de  casa:  uno  dellos  fué,  que  me  había  de  dejar  habla 
todo  aquello  que  quisiese,  con  que  no  fuese  contra  el  prójimo,  ni  contr 
la  autoridad  de  vuesa  merced;  y  hasta  agora,  me  parece  que  no  he  coi 
tra venido  contra  el  tal  capítulo. 


Ni  clc>iM'   .iir.i  ti)]]  [iiT-,t;i  s!   D'i'.   (^iiu,i<>t(  .  ron 
el  cuento  de  la  lanza,  uo  le  hiciira  volver   tu   si 


PARTE    8EGDNDA. CAPITULO   XX  539 

— Yo  uo  me  acuerdo,  Sancho,  respondi(')  Don  Quijote,  del  tal  eajiítiilo; 

})uesto  que  sea  así,  quiero  que  calles  y  vengas;  que  ya  los  instrumen- 

»s  que  anoche  oímos,  vuelven  á  alegrar  los  valles,  y  sin  duda  los  des- 

)sorios  se  celehrarán  en  el  frescor  do  la  mañana,  y  no  en  el  calor  de 

.  tarde. 

Hizo  Sancho  lo  que  su  seí^or  le  mandaha,  y  poniendí»  la  silla  á  Ro- 
ñante y  la  albarda  al  Rucio,  subieron  los  dos,  y  paso  ante  paso  .se 
leron  entrando  por  la  enramada.  Lo  primero  c}ue  se  le  ofreció  á  la 
sta  de  Sancho  fué,  es})etado  en  un  asador  de  un  olmo  entero,  un  entero 
>vilIo,  y  en  el  fuego  donde  se  había  de  asar  ardía  un  mediano  monte 
•  leña,  y  seis  ollas  ([ue  alrededor  de  la  hoguera  e.^tal)an,  no  se  habían 
jcho  en  la  común  turquesa  de  las  demás  ollas,  porque  eran  seis  me- 
as tinajas,  que  cada  una  cabía  un  rastro  de  carne:  así  embebían  y  on- 
Traban  en  sí  carneros  enteros,  sin  echarse  de  ver  como  si  fueran  pa- 
ininos;  las  liebres  ya  sin  pellejo  y  las  gallinas  sin  pluma,  que  estaban 
•Igadas  por  los  árboles  para  sepultarlas  en  las  ollas,  no  tenían  número; 
s  pájaros  y  caza  de  divei-sos  géneros  eran  infinitos,  colgados  de  los 
boles  para  que  el  aire  los  enfriase.  Contó  Sancho  más  de  sesenta 
iques,  de  más  de  dos  arrobas  cada  uno,  y  todos  llenos,  según  des 
jés  pareció,  de  generosos  vinos;  así  había  rimeros  de  pan  blanquísimo 
>mo  los  suele  haber  de  montones  de  trigo  en  las  eras;  los  (juesos,  ]»ues- 
is  como  ladrillos  en  tejares,  formaban  una  muralla;  y  dos  calderas  de 
•eite,  mayores  que  las  de  un  tinte,  servían  de  freír  cosas  de  masa,  ((ue 
'U  dos  valientes  palas  las  sacaban  fritas  y  las  zal)ullían  en  otra  caldera 
■  preparada  miel,  que  allí  junto  estaba  Los  cocineros  y  cocineras  pa- 
lean de  cincuenta,  todos  limj)ios,  todos  diligentes  y  todos  contentos; 
i  el  dilatado  vieiitre  del  novillo  estaban  doce  tiernos  y  pequeños  le- 
:  iones,  que  cosidos  por  encima,  servían  de  darle  sabor  y  enternecerle; 
-  especias  de  diversas  suertes  no  i)arecía  hal>erla3  comprado  por  li- 
as, sino  por  arrobas,  y  todas  estaban  de  maniñesto  en  una  grande 
ea.  Final  líente,  el  aparato  de  la  boda  era  rústico,  pero  tan  abundante. 
Je  p(3día  sustentar  á  un  ejército. 

Todo  lo  miraba  Sancho  Panza,  y  todo  lo  contemplalja,  y  de  todo  se 
iüionaba. 

Primero  le  cautivaron  y  rindieron  el  deseo  las  ollas,  de  quien  <  i 
•mam  de  bonísima  gana  un  mediano  puchero;  luego  le  aficionaron  ia 
>luntad  los  zaques,  y  últimamente  las  frutas  de  taitén,  si  es  que  se 
i<lían  llamar  sartenes  las  tan  orondas  calderas;  y  así,  sin  poderlo  sufrir, 
i  ser  en  su  mano  hacer  otra  cosa,  se  llegó  á  uno  de  los  solícitos  cocine- 
)S,  y  con  corteses  y  hambrientas  razones  le  rogó  le  dciffío  mojar  un 
lendrugo  de  i)an  en  una  de  aquellas  ollas. 

A  lo  que  el  cocinero  respondió:  <'•  Hermán...  ..^.^  ,,,ci  .iu  v .-  de  aquellos 

»l>re  tiuien  tiene  juridición  la  hambre,  merced  al  rico  Camacho;  apeaos 

mirad  si  liay  ])or  ahí  un  cucharón,  y  espumad  una  gaUina  ó  dos.  y 

Lien  provecho  os  hagan.» 

— No  veo  ninguno,  respondió  Sancho. 

— P^sperad,  dijo  el  cocinero,  ¡pecador  (h-  \)\\.  y  (¡uo  míündroso  y  para 


540  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


poco  debéis  de  ser!  Y  diciendo  esto,  asió  de  un  caldero,  y  encajándole 
en  una  de  las  medias  tinajas,  sacó  en  él  tres  gallinas  y  dos  gansos,  y 
dijo  á  Sancho:  Comed,  amigo,  y  desayunaos  con  esta  espuma,  en  tanto 
que  se  llega  la  hora  del  yantar.  U 

— No  tengo  en  qué  echarla,  respondió  Sancho.  || 

— Pues  llevaos,  dijo  el  cocinero,  la  cuchara  y  todo;  que  la  riqueza  y 
el  contento  de  Camacho  todo  lo  suple. 

En  tanto,  pues,  que  esto  pasaba  Sancho,  estaba  Don  Quijote  miran 
do  cómo  por  una  parte  de  la  enramada  entraban  hasta  doce  labradores 
sobre  doce  hermosísimas  yeguas,  con  ricos  y  vistosos  jaeces  de  campe 
y  con  muchos  cascabeles  en  los  petrales,  y  todos  vestidos  de  regocijo  y 
ñesta;  los  cuales,  en  concertado  tropel,  corrieron,  no  una,  sino  muchas- 
carreras  por  el  prado,  con  regocijada  algazara  y  grita,  diciendo:  «¡Yivaii' 
Camacho  y  Quiteria:  él  tan  rico  como  ella  hermosa,  y  ella  la  más  her- 
mosa del  nmndo!» 

Oyendo  lo  cual  Don  Quijote,  dijo  entre  sí.-  «Bien  parece  que  ésto; 
no  han  visto  á  mi  Dulcinea  del  Toboso;  que  si  la  hubieran  visto,  ello? 
se  fueran  ala  mano  en  las  alabanzas  desta  su  Quiteria.» 

De  allí  á  poco  comenzaron  á  entrar  por  diversas  partes  de  la  enra 
mada  muchas  y  diferentes  danzas,  entre  las  cuales  venía  una  de  es[)a 
das,  de  hasta  veinticuatro  zagales  de  gallardo  parecer  y  brío,  todos  ves 
tidos  de  delgado  y  blanquísimo  henzo,  con  sus  paños  de  tocar,  labrador 
de  varios  colores  de  fina  seda;  y  al  que  los  guiaba,  que  era  un  ligerc « 
mancebo,  preguntó  uno  de  los  de  las  yeguas  si  se  había  herido  algunc 
de  los  danzantes.  «Por  ahora  ¡bendito  sea  Dios!  no  se  ha  herido  nadie 
todos  vamos  sanos»;  y  luego  comenzó  á  enredarse  con  los  demás  com 
pañeros,  con  tantas  vueltas  y  con  tanta  destreza,  que  aunque  Don  Qui 
jote  estaba  hecho  á  ver  semejantes  danzas,  ninguna  le  había  parecidc ' 
tan  bieu  como  aquélla. 

También  le  pareció  bien  otra  que  entró,  de  ioncellas  hermosísimas 
tan  mozas,  que,  al  parecer,  ninguna  bajaba  de  catorce  ni  llegaba  á  diei 
y  ocho  años,  vestidas  todas  de  palmilla  verde,  los  cabellos,  parte  tren 
zados  y  parte  sueltos,  pero  todos  tan  rubios,  que  con  los  del  sol  podíar» 
tener  competencia,  sobre  los  cuales  traían  guirnaldas  de  jazmines,  rosas 
amaranto  y  madreselva  compuestas.  Guiábalas  un  venerable  viejo  } 
una  anciana  matrona,  pero  más  ligeros  y  sueltos  que  sus  años  prome 
tían.  Hacíales  el  son  una  gaita  zamorana,  y  ellas,  llevando  en  los  rostro:- 
y  en  los  ojos  á  la  honestidad,  y  en  los  pies  á  la  ligereza,  se  mostrabais 
las  mejores  bailadoras  del  mundo. 

Tras  ésta  entró  otra  danza  de  artificio  de  las  que  llaman  habladas 
era  de  ocho  ninfaf',  repartidas  en  dos  hileras:  de  la  una  hilera  era  guí:  i 
el  dios  Cupido,  y  de  la  otra  el  Interés;  aquél,  adornado  de  alas,  arce 
aljaba  y  saetas;  éste,  vestido  de  ricas  y  diversas  colores  de  oro  y  seda 
Las  ninfas  que  al  amor  seguían,  traían  á  las  espaldas  en  pergamiu' 
blanco  y  letras  grandes  escritos  sus  nombres.  Poesía  era  el  título  d' 
la  primera;  el  de  la  segunda,  Discreción:  el  de  la  tercera,  Buen  linají 
el  de  la  cuarta.  Valentía.  Del  modo  mismo  venían  señaladas  las  que  í 


•  Comed,  amigo,  y  desayunaos  con  esta  espuma,  en  tanto  que  se  llega  la  hora  del  ynntar. 


542  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Interés  seguían.  Decía  LifteraJidad,  él  título  de  la  })riniera;  Dádiva,  el 
de  la  segunda;  Tesoro,  el  de  la  tercera;  y  el  de  la  cuarta,  Posesión  pací- 
p'ca.  Delante  de  todos  venía  un  castillo  de  madera,  á  quien  tiraban  cua- 
tro salvajes,  todos  vestidos  de  hiedra  y  de  cáñamo  teñido  de  verde,  tan 
al  natural,  que  por  poco  espantaran  á  Sancho.  En  la  frontera  del  casti- 
llo y  en  todas  cuatro  partes  de  sus  cuadros  traía  escrito:  Castillo  del 
Buen  Pecafn.  Hacíanles  el  son  cuatro  diestros  tañedores  de  tamboril  y 
nauta .  ; 

Comenzaba  la  danza  Cupido,  y  habiendo  hecho  dos  mudanzas,  al- 
zaba los  ojos  y  flechaba  el  arco  contra  una  doncella  que  se  ponía  entre 
las  almenas  del  castillo,  á  la  cual  desta  suerte  dijo: 


«Yo  soy  el  dios  poderoso 
l>n  el  aire  y  en  la  tierra. 

Y  en  el  anelio  mar  nndo.so. 

Y  e!i  cnanto  el  abismo  encierra 
En  su  báratro  espantoso. 

Nnnca  conocí  que  es  miedo: 
Toíio  cnanto  qnioro  puedo, 
Aunque  qniera  lo  imposible, 

Y  en  todo  lo  que  es  posible 
Mando,  quito,  pongo  y  vedo. 

Acabó  la  copla,  disparó  una  flecha  por  lo  alto  del  castillo,  y  retiróse 
á  su  puesto.  Salió  luego  el  Interés,  y  hizo  otras  dos  mudanzas;  callaron 
los  tamborinos,  y  él  dijo: 

■  Soy  quien  piiede  más  que  Annr, 

Y  es  amor  el  que  me  guia; 
.Soy  de  la  estirpe  nie.ior 
Que  el  cielo  en  la  tierra  cría. 
Más  conocida  y  mayor. 

»Soy  el  ínteres,  con  quien 
Pocos  suelen  obrar  bien, 

Y  obrar  sin  mí  e.s  gran  milagro; 

Y  cual  soy  te  me  consagi-o 
l'or  siemijre  jamás,  amén. 


Retiróse  el  Interés,  y  hízose  adela:ite  la  Poesía,  la  cual,  dtspiu-s  de 
haber  hecho  sus  mudanzas  como  los  demás,  puestos  los  ojos  en  la  don- 
cella del  castillo,  dijo: 


"Kn  dulcísimos  conceptos 
La  dulcísima  Poesía, 
Altos,  graves  y  discretrfe, 
Señora,  el  alma  te  envía. 
Kn vuelta  entre  mil  sonetos. 

-Si  acaso  no  to  importuna 
Mi  porfía,  tu  fortuna, 
Ue  otras  muchas  inviiliada. 
Será  por  mí  levantada 
Sobre  el  cerco  de  la  l.una. 


PAUTE    SEGUNDA.     -CAPÍTULO     XX  .  51^) 


Desvióse  la  Poesía,  y  de  la  parte  del  Interés  salió  la  Liberalidad,  y 
espués  (le  hechas  sus  mudanzas,  dijo: 


Maman  liboralid.n.l 
Al  (lar  que  el  extremo  luij-o 
De  la  proíiignlidad. 
y  del  contrario,  (jiie  arguye 
Tibia  y  tloja  voluntad. 

«Mas  yo,  por  tu  enf{randecer, 
Uc  boy  más  pródiga  be  de  ser; 
Que  ann<iuo  es  vicio,  ch  vicio  liouradd 
y  de  pecho  enamorado, 
1)11..  ..II  ..1  dar  se  ecba  de  ver. 


Ueste  modo  salieron  y  se  retiraron  todas  las  iiguras  de  las  dos  esciia- 

•as,  y  cada  una  hizo  sus  mudanzas  y  dijo  sus  versos,  al<;unos  elegan 

s  y  algunos  ridículos,  y  sólo  tomó  de  memoria  Don  Quijote  (que  la 

nía  grande)  los  ya  referidos;  y  luego  se  mezclaron  todos,  haciendo  y 

'shaciendo  lazos  con  gentil  donaire  y  desenvoltura;  y  cuando  pasaba 

Amor  por  delante  del  castillo,  disparaba  ])or  alto  sus  flechas,  pero  el 

teres  quebraba  en  él  alcancías  doradas.  Finalmente,  después  de  ha- 

T  Iniilado  un  l)uen  espacio,  el  Interés  sacó  un  bolsón,  que  le  formaba 

l»ellejo  de  un  gran  gato  romano,  que  parecía  estar  lleno  de  dineros; 

arrojándole  al  castillo,  con  el  golpe  se  desencajaron  las  tablas  y  se 

yt'i-on,  dejando  á  la  doncella  descubierta  y  sin  defensa  alguna.  Llegí» 

Interé'^  con  las  figuras  de  su  valía,  y  echándola  una  gran  cadena  de 

(»  al  cuello,  mostraron  prenderla,  rendirla  y  cautivarla;  lo  cual,  visto 

■r  el  Amor  y  sus  valedores,  hicieron  adenián  de  quitársela;  y  todas 

í  demostraciones  que  hacían  eran  al  son  de  los  tamborinos,  Ivülando 

lanzando  concertadamente.  Pusiéronlos  en  paz  los  .salvajes,  los  cua 

;.  con  mucha  presteza,  volvieron  á  armar  y  á  encajar  las  tablas  del 

stillo,  y  la  doncella  se  encerró  en  él  de  nuevo,  y  con  esto  se  acabó 

danza,  con  gran  contento  de  los  que  la  miraban. 

Preguntó  Don  Quijote  á  una  de  las  ninfas  que  quit'n  la  había  com- 
esto  y  ordenado.  Respondióle  que  un  beneñciado  de  aquel  pueblo, 
e  tenía  gentil  caletre  para  semejantes  invenciones. 
—Yo  a])ostaré,  dijo  Don  Quijote,  que  dt'be  de  .<?cr  más  amigo  de  Ca- 
icho  que  de  Basilio  el  tal  bachiller  ó  beneticiado,  y  que  debe  de  tenei- 
is  de  satírico  que  de  vísperas;  ¡bien  ha  encajado  en  la  danza  las  ha- 
idades  de  Basilio  y  las  riquezas  de  Camacho! 

Sancho  Panza,  que  lo  escuchaba  todo,  dijo:   «Elrey  es  mi  gallo;  a 
macho  me  atengo.» 

—En  fín,  dijo  Don  Quijote,  bien  se  parece,  Sancho,  (jue  eres  villaiK» 
le  aquellos  que  dicen:  ¡viva  cpiien  vence! 

—No  sé  de  los  que  soy,  respondió  Sancho;  i)ero  bien  sé  que  imnca 
ollas  de  Basilio  sacaré  yo  tan  elegante  espuma  como  es  ésta  que  he 
ado  de  las  de  Camacho;  y  enseñóle  el  caldero  lleno  de  gansos  y  de 
linas;  y  asiendo  de  una,  comenzó  á  comer  con  mucho  donaire  y 
la,  y  dijo:  ¡A  la  barba  de  las  habilidades  de  Basiho,  que  tanto  va- 
cuanto  tienes,  y  tanto  tienes  cuanto  vales!  Dos  linajes  solos  hay  en 
B.  P.-XX  -m 


544  ■  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

€l  mundo,  como  decía  una  agüela  mía,  que  son  el  tener  y  el  no  tener 
amique  ella  al  del  tener  se  atenía;  y  el  día  de  hoj-,  mi  señor  Don  Qui 
jote,  antes  se  toma  el  pulso  al  haber  que  al  saber:  un  asno  cubierto  d( 
oro  parece  mejor  que  un  caballo  enalbardado.  Así  que,  vuelvo  á  decii 
que  á  Camaclio  me  atengo,  de  cuyas  ollas  son  abundantes  espumas 
ji^ansos  y  gallinas,  liebres  y  conejos:  y  de  las  de  Basilio  serán,  si  viene  i 
mano,  y  aunque  no  venga  sino  al  pie,  aguachirle. 

— ¿Has  acabado  tu  arenga,  Sancho?,  dijo  Don  Quijote. 

— Habréla  acabado,  respondió  Sancho,  porque  veo  que  vuesa  mer 
ced  recibe  pesadumbre  con  ella;  que  si  esto  no  se  pusiera  de  por  medio 
í)bra  había  cortada  para  tres  días. 

— ¡Plega  á  Dios,  Sandio,  replicó  Don  Quijote,  que  yo  te  vea  mude 
antes  que  me  muera! 

— Al  paso  que  llevamos,  respondió  Sancho,  antes  que  vuesa  mercec 
se  muera  estaré  yo  mascando  barro;  y  entonces  podrá  ser  que  esté  tan 
mudo,  que  no  hable  palabra  hasta  la  fín  del  mundo,  ó  por  lo  menos 
hasta  el  día  del  Juicio. 

— Aunque  eso  así  suceda,  ¡oh  Sancho!,  respondió  Don  Quijote,  nuncí 
llegará  tu  silencio  á  do  ha  llegado  lo  que  has  hablado,  hablas  y  tieneí 
de  hablar  en  tu  vida;  y  más,  que  está  mu}'  puesto  en  razón  natural  qu< 
primero  llegue  el  día  de  mi  muerte  que  el  de  la  tuya;  y  así,  jamás  pien 
.so  verte  mudo,  ni  aun  cuando  estés  bebiendo  ó  durmiendo,  que  e?  lo  qu» 
puedo  encarecer. 

— A  buena  fe,  señor,  respondió  Sancho,  que  no  hay  que  fíar  en  1; 
descarnada,  digo,  en  la  muerte,  la  cual  tan  bien  come  cordero  coni' 
camero;  y  á  nuestro  Cura  he  oído  decir  que  con  igual  pie  pisaba  las  a 
tas  torres  de  los  reyes  como  las  humildes  chozas  de  los  pobres.  Tien 
esta  señora  más  de  poder  que  de  melindre;  no  es  nada  asquerosa,  d 
todo  come  y  á  todo  hace,  y  de  toda  suerte  de  gentes,  edades  y  preem 
nencias,  hincha  sus  alforjas.  No  es  segador  que  duerme  las  siestas;  (¡u 
á  todas  horas  siega  y  corta,  así  la  seca  como  la  verde  yerba;  y  no  ]n 
rece  que  masca,  sino  que  engulle  y  traga  cuanto  se  le  pone  <!( 
lante,  porque  tiene  hambre  canina,  que  nunca  se  harta;  y  aunque  n  | 
tiene  barriga,  da  á  entender  que  está  hidrópica  y  sedienta  de  beberé 
sola  las  vidas  de  cuantos  viven,  como  quien  se  bebe  un  jarro  de  agu 
fría. 

— No  más,  Sancho,  dijo  á  este  punto  De  n  Quijote;  tente  en  buena 
y  no  te  dejes  caer;  que  en  verdad  que  lo  que  has  dicho  de  la  nmer' 
por  tus  rústicos  términos,  es  lo  que  pudiera  decir  un  buen  predicado 
Dígote,  Sancho,  que  si  como  tienes  buen  natural,  tuvieras  discreció: 
pudieras  tomar  un  pulpito  en  la  mano  y  irte  por  ese  oQundo  predicanc 
lindezas. 

—Bien  predica  quien  bien  vive,  respondió  Sancho,  y  yo  no  sé  otr; 
tologías. 

—Ni  las  has  menester,  dijo  Don  Quijote;  pero  yo  no  acabo  de  e 
tender  ni  alcanzar  cómo  siendo  el  principio  de  la  sabiduría  el  temor  < 
Dios,  tú,  que  temes  más  á  un  lagarto  que  á  él,  sabes  tanto. 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    XX 


r)4r) 


-Juzgue  vuesa  merced,  señor,  de  sus  caballerías,  respondió  Sanche, 
V  no  se  meta  en  juzgar  de  los  temores  ó  valentías  ajenas;  que  tan  gen- 
il  temeroso  soy  yo  de  Dios  como  cada  hijo  de  vecino;  y  déjeme  vuesii 
nerced  despabilar  esta  espuma;  (jue  lo  demás  todas  soíi  palabras  ocio 
-as,  de  que  nos  han  de  pedir  cuenta  en  la  otra  vida;  y  diciendo  esto 
•omenzó  de  nuevo  á  dar  asalto  á  su  caldero,  con  tan  buenos  alientos' 
lue  despert(3  los  de  Don  Quijote,  y  sin  duda  le  avudara,  si  no  lo  iinpi' 
iicra  lo  ([ue  es  fuerza  se  digu  adelante.  "  ; 


CAPlTrLO  XX! 
Donde  so  prositiuen  las  bodas  de  Camacho,  con  otros  gustosos  sucosos. 


UANDO  e>taban  Don  Quijote  y  Sancho  en  las  razones  rel'eridas  vu 
10-^  el  ■-•apítulo  antecedente^  se  oyeron  grandes  voces  y  gran  ruido, 
^/|>=  y  dál>anle  y  causábanlas  los  de  las  yeguas,  que  con  larga  vív 
rrera  y  grita  iban  á  recebir  á  los  novios,  que,  rodeados  de  mi'i 
géneros  de  instrumentos  y  de  invenciones,  venían,  acompañados  de  ■ 
Cura  y  de  la  parentela  de  entrambos,  y  de  toda  la  gente  más  lucida  de 
los  lugares  circunvecinos,  todos  vestidos  de  fiesta.  Y  como  Sancho  vic 
á  la  novia,  dijo:  «A  buena  fe,  que  no  viene  vestida  de  labradora,  sinc 
de  garrida  palaciega.  Pardiez  que,  según  diviso,  que  las  patenas  «¡uc 
había  de  traer  son  ricos  corales,  y  la  palmilla  verde  de  Cuenca  es  ter 
ciopelo  de  treinta  pelos.  Y  ¡montas,  que  la  guarnición  es  de  tiras  dt 
lienzo  blanco!  Voto  á  mí  que  es  de  raso.  Pues  ¡tomadme  las  manos 
adornadas  con  sortijas  de  azabache!  No  medre  yo,  si  no  son  anillos  de 
oro,  y  muy  de  oro;  v  enij^edrados  con  perlas  blancas  como  una  cuajada 
que  cada  una  debe  de  valer  un  ojo  de  la  cara.  ¡Oh  hideputa,  y  qué  ca 
bellos,  que  si  no  son  postizos,  no  los  he  visto  más  luengos  ni  más  ru 
bios  en  toda  mi  vida!  ¡No,  sino  ponedla  tacha  en  el  brío  y  en  el  talle.  .^ 
no  la  comparéis  á  una  palma,  que  se  mueve,  cargada  de  racimos  d( 
dátiles!  que  lo  mesmo  parecen  los  dijes  que  trae  pendientes  de  los  ca- 
))ellos  y  de  la  garganta.  Juro  en  mi  ánima  que  ella  es  una  chapada  mo 
za,  y  que  puede  pasar  por  los  bancos  de  Flandes.  ' 

Rióse  Don  Quijote  de  las  rústicas  alabanzas  de  Sancho  Panza,  ; 
parecióle  que.  fuera  de  su  señora  Dulcinea  del  Toboso,  no  linbía  vist< 


l'ARTK    SEGUNDA. — CAPITULO    XXI  547 

mujei-  mas  hermosa  jamás.  Venía  la  hermosa  Quiteria 'algo  deseolori- 
ily.  y  debía  fie  ser  de  la  mala  noche  que  siempre  pasan  las  novias  en 
(imponerse  para  el  día  venidero  de  sus  bodas.  Ibanse  acercando  á  un 
teatro,  (jue  n  un  lado  del  prado  estaba,  adornado  de  alfombras  y  ramos, 
adonde  se  habían  de  hacer  los  desposorios,  y  de  donde  habían  de  mirar 
lis  danza.s  y  las  invenciones;  y  á  la  sazón  que  llegaban  al  puesto,  oyeron 
a  sus  espaldas  grandes  voces,  y  una  que  decía:  Ksperaos  un  })Oco, 
Líente  tan  inconsiderada  como  presurosa. ->  A  cuyas  voces  y  j)alabras 
txlos  volvieron  la  cabeza,  y  vieron  (pie  las  daba  un  hombre,  vestido, 
al  parecer,  de  un  sayo  negro,  jironado  de  carmesí  á  llamas.  \'enía 
(•(  roñado  (como  se  vio  luego)  con  una  corona  de  funesto  ciprés;  en  las 
manos  traía  un  bastón  grande.  P]n  llegando  más  cerca,  fué  conocido  de 
rulos  por  el  gallardo  Ha.^ilio,  y  todos  es.iivieron  suspensos,  esperando 
en  ([ué  habían  de  i)arar  sus  voc-es  y  sus  jjalabras;  temiendo  algún  mal 
suceso  de  su  venida  en  sazón  semejante. 

Llegó  en  ñn,  cansado  y  sin  aliento;  y  i)uesto  delante  de  los  despo- 
blados, hincando  el  bastón  en  el  .suelo,  que  teína  el  cuento  de  una  i)unta 
de  acero,  mudada  la  color,  puestos  los  ojos  en  (¿uiteria.  con  voz  tre- 
mente y  ronca  estas  razones  dijo:  Bien  sabes,  desconocida  Quiteria, 
'iue  conforme  á  la  santa  ley  (jue  profesamos,  viviendo  yo,  tú  no  puedes 
n>mar  esposo;  y  juntamente  no  ignoras  que  por  esperar  yo  que  el 
tiempo  y  mi  diligencia  mejorasen  los  bienes  de  mi  fortuna,  no  lie 
pierido  dejar  de  guardar  el  decoro  que  a  tu  hom-a  convenía;  i)ero  tú, 
■t  bando  á  las  esi)aldas  todas  las  obligaciones  que  debes  á  mi  buen  de- 
-eo,  quieres  hacer  señor  de  lo  que  es  mío  á  otro,  cuyas  riquezas  le 
sil-ven,  no  sólo  de  buena  fortuna,  sino  de  bonísima  ventura;  y  para 
|ue  la  tenga  colmada  (y  no  como  yo  pienso  (jue  la  merece,  sino  como 
^e  la  quieren  dar  los  cielos),  yo  por  mis  manos  desharé  el  inq)osible. 
)  el  inconveniente,  que  pueda  estorbársela,  quitándome  á  mí  de  ])or 
medio.  ¡Viva,  viva  el  rico  Camachí^  ccn  la  ingrata  Quiteria  largos  y 
felices  siglos;  y  muera,  muera  el  pobre  Basilio,  cuya  pobreza  cortó  las 
lias  de  su  dicha  y  le  puso  en  la  sepultura!»  Y  diciendo  esto,  asió  del 
bastón  que  tenía  hincado  en  el  suelo,  y  quedándose  la  mitad  del  en  la 
¡ierra,  mostró  que  servía  de  vaina  á  un  nudiano  estoque,  que  en  él  se 
•cuitaba;  y  puesta  la  que  se  podía  llamar  empuñadura  en  el  suelo  con 
ligero  desenfado  y  determinado  propósito  se  arrojó  sobre  él,  y  en  un 
Mimto  mostró  la  punta  sangrienta  á  las  espaldas  con  la  mitad  de,  la 
iceradíi  cuchilla,  quedando  el  triste  bañado  en  su  sangro  y  tendido  en 
A  suelo,  de  sus  mismas  armas  traspasado. 

Acudieron  luego  sus  amigos  á  favorecerle,  condolidos  de  su  mísera 
V  lastimosa  desgracia;  y  dejando  Don  Quijote  á  Rocinante,  acudió  a 
sostenerle  y  le  tomó  en  sus  brazos,  y  halló  que  aún  no  había  expirado. 
1  Quisiéronle  sacar  el  estoque;  pero  eí  Cura,  que  estaba  presente,  fué  de 
i'Mrecer  que  no  se  le  .sacasen  antes  de  confesarle,  porque  el  sacársele  v 
A  expirar  sería  todo  á  un  tiempo. 

Pero  volviendo  un  poco  en  sí  Basilio,  con  voz  doliente  y  desmayada 
lijo:    <Si   (luisiescií,   cruel   Quiteria.   darme  en   este  último  v  forzoso 


Ó4'S-  DON    QUIJOTE    DE    LÁ    MANCHA 


trance  la  mano  de  esposa,  aún  pensaría  que  mi  temeridad  tendría  di- 
culpa,  pues  en  ella  alcancé  el  bien  de  ser  tuyo. » 

El  Cura,  oyendo  lo  tal,  le  dijo  que  atendiese  á  la  salud  del  alma  an- 
tes que  á  los  gustos  del  cuerpo,  y  que  pidiese  muy  de  veras  á  Dios 
perdón  de  sus  pecados  y  de  su  desesperada  determinación.  A  lo  cual 
replicó  Basilio  que  en  ninguna  manera  se  confesaría,  si  primero  Quite- 
ria  no  le  daba  la  mano  de  ser  su  esposa;  que  aquel  contento  le  adobaría 
la  voluntad  y  le  daría  aliento  para  confesarse. 

En  oyendo  Don  (Quijote  la  petición  del  herido,  en  altas  voces  dijo 
(]ue  Basilio  pedía  una  cosa  muy  justa  y  puesta  en  razón,  y  adem;í> 
muy  hacedera;  y  que  el  señor  Camacho  quedaría  tan  honrado  r* 
hiendo  á  la  señora  Quiteria.  viuda  del  valeroso  Basilio,  como  si  la  le»  > 
hiera  del  lado  de  su  padre.  «Aquí  no  ha  de  hal)er  más  de  un  sí,  que  no 
tenga  otro  efeto  que  el  pronunciarle,  pues  el  tálamo  destas  bodas  ha  ó.r 
ser  la  sepultura.» 

Todo  lo  oía  Camacho,  y  todo  lo  tenía  suspenso  y  confuso,  sin  saber 
qué.  hacer  ni  qué  decir;  pero  las  voces  de  los  amigos  de  Basilio  fueron 
tantas,  pidiéndole'  que  consintiese  que  (Quiteria  le  diese  la  mano  de 
esposa,  porque  su  alma  no  se  ])erdiese,  partiendo  desesperado  desta 
vida,  que  le  mcjvieron,  y  aun  forzaron,  á  decir  que  si  Quiteria  quería 
dársala,  que  él  se  contentaba,  pues  todo  era  dilatar  por  un  momento  el 
cumplimiento  de  sus  deseos. 

Luego  acudieron  todos  á  (Quiteria;  y  unos  con  ruegos,  y  otros  con 
lágrimas,  y  otros  con  eficaces  razones,  la  persuadían  que  diese  la  mano 
al  pobre  BasiHo;  y  ella,  más  dura  que  un  mármol  y  más  sesga  que  una 
estatua,  mostraba  que  ni  sabía  ni  podía  ni  quería  responder  palabra, 
ni  la  respondiera,  si  el  Cura  no  la  dijera  que  se  determinase  presto  en 
lo  que  había  de  hacer,  porque  tenía  Basilio  ya  el  alma  en  los  dientes, 
y  no  daba  lugar  á  esperar  inresolutas  determinaciones. 

Entonces  la  hermosa  Quiteria,  sin  responder  palabra  alguna,  turba- 
da al  parecer,  triste  y  pesarosa,  llegó  donde  Basilio  estaba,  ya  los  ojos 
vueltos,  el  aliento  corto  y  apresurado,  murmurando  entre  los  dientes  el 
nombre  de  Quiteria,  dando  muestras  de  morir  como  gentil,  y  no  como 
cristiano. 

Llegó  en  fin  Quiteria,  y  puesta  de  rodillas,  le  pidió  la  mano  por  se- 
ñas, y  no  por  palabras. 

Desencajó  los  ojos  Basilio,  y  mirándola  atentamente,  le  dijo:  «¡Oh 
(Quiteria,  que  has  venido  á  ser  piadosa  á  tiempo  cuando  tu  piedad  ha 
de  servir  de  cuchillo  que  me  acabe  de  quitar  la  vida,  pues  ya  no  tengo 
fuerzas  para  llevar  la  gloria  que  me  das  en  escogerme  por  tuyo,  ni 
para  suspender  el  dolor  que  tan  apriesa  me  va  cubriendo  los  ojos  con 
la  espantosa  sombra  de  la  muerte!  Lo  que  te  suplico  es  ¡oh  fatal  estrella 
mía!  que  la  mano  que  me  pides,  y  quieres  darme,  no  sea  por  cumpli- 
miento ni  para  engañarme  de  nuevo,  sino  que  confieses  y  digas  que, 
sin  hacer  fuerza  á  tu  voluntad,  me  la  entregas  y  me  la  das  como  á  tu 
legítimo  esposo;  pues  no  es  razón  que  en  un  trance  como  éste  me 
engañes,  ni  uses  de  fingimientos  con  quien  tantas  verdades  ha  tratado 


PARTE    SEGUNDA. — CAPÍTULO    XXI ó4|*J 


'  oiitigo.»  Entre  estas  razones  se  desniayal)a  fie  modo  que  todos  los  pre- 
entes  pensaban  que  cada  desmayo  se  íiabía  de  llevar  el  alma  consigo, 
(¿uiteria,  toda  honesta  y  toda  vergonzosa,  asiendo  con  su  derecha 
nano  la  de  Basilio,,  le  dijo:  «Ninguna  fuerza  tueía  bastante  á  torcer  mi 
uluntad;  y  así,  con  la  nías  libre  (}ue  tengo,  te  doy  la  mano  de  legítima 
'  sposa,  y  recibo  la  tuya,  si  es  que  me  la  das,  de  tu  libre  albedrío,  sin 
(Ue  la  tiirbe  ni  contraste  la  calamidad  en  que  tu  dis(urs(»  acelerado  te 
la  puesto.» 

— Sí  doy,  respondió  Basilio,  no  turbado  ni  confuso,  sniu  cun  el  claru 
■ntendimíento  ([ue  el  cielo  quiso  darme,  y  así  me  doy  y  me  entrego  por 
u  esposo. 

— Y  yo  por  tu  esposa,  respondió  Quiteria.  ali.iiii  vivas  largos  años, 
diora  te  lleven  de  mis  brazos  á  la  sepultura 

— Para  estar  tan  herido  est«  mancebo,  dijo  a  csic  iuinio  >->anclii>  ran 
'.a,  nmclio  liabla;  háganle  que  se  deje  de  requiebros  y  ([ue  atienda  á  su 
lima;  que,  á  mi  parecer,  más  la  tiene  en  la  lengua  que  en  los  dientes. 
Estando,  pues,  asidos  de  la  mano  Basiho  y  Quiteña,  el  Cura,  tierno 
.-  lloroso,  les  echó  la  bendición,  y  pidió  al  cielo  diese  buen  poso  al  ahna 
leí  nuevo  desposado...  el  cual,  asi  como  recibió  la  bendición,  con  pres- 
a  ligereza  se  levantó  en  pie,  y  con  no  vista  desenvoltura  se  sacó  el  es- 
oque,  á  quien  servía  de  vaina  su  cuerpo.  (Quedaron  todos  los  circuns- 
antes  admirados,  y  algunos  dellos,  más  simples  que  curiosos,  en  altas 
v'oces  comenzaron  á  decir:  ^<  ¡Milagro,  milagro!  i>  Pero  Basilio  replicó: 
^< No  milagro,  milagro,  sino  industria,  industria.^ 

El  Cura,  desatentado  y  atónito,  acudió  con  ambas  manos  á  tentaiNla 
.lerida,  y  halló  que  la  cuchilla  había  pasado,  no  por  la  canie  y  costillas 
le  Basilio,  sino  por  un  cañón  hueco  de  hierro,  que  lleno  de  sangre»  en 
iquel  lugar  bitn  acomodado  tenía,  })reparada  la  sangre,  según  después 
se  supo,  de  mcdo  que  no  se  helase.  Finalmente,  eí  Cura  y  Camacho, 
•on  todos  los  mas  circunstantes,  se  tuvieron  por  burlados  y  escarnidos. 
La  esposa  no  dio  nniestras  de  pesarle  de  la  burla;  antes,  oyendo  decir 
|ue  aquel  casamiento,  por  hal)er  sido  engañoso,  no  había  de  ser  valede- 
ro, dijo  que  ella  le  confirmaba  de  nuevo,  de  lo  cual  coligieron  todos 
i[ue  de  consentimiento  y  sabiduría  de  los  dos  se  había  trazado  aquel 
;-aso,  de  lo  que  quedó  Camacho  y  sus  valedores  tan  corridos,  que  remi- 
tieron su  venganza  á  las  manos;  y  desenvainando  muchas  espadas, 
arremetieron  á  Basilio,  en  cuyo  favor  en  un  instante  se  desenvainaron 
casi  otras  tantas;  y  tomando  la  delantera  á  caballo  Don  Quijote,  con  la 
lanza  sobre  el  brazo  y  bien  cubierto  de  su  escudo,  se  hacía  dar  lugar 
de  todos.  Sancho,  á  quien  jamás  pluguieron  ni  solazaron  semejantes  fe- 
í'liurías.  se  acogió  á  las  tinajas,  donde  había  sacado  su  agradable  espu- 
ma, pareciéndole  aquel  lugar  como  sagrado  que  había  de  ser  tenido  en 
respeto. 

Don  Quijote  á  grandes  voces  decía:  «Teneos,  señores,  teneos;  que 
no  es  razón  toméis  venganza  de  los  agravios  que  el  amor  nos  hace;  y 
advertid  que  el  amor  y  la  guerra  son  una  misma  cosa,  y  así  como  en  la 
guerra  es  cosa  lícita  y  acostumbrada  usar  de  ardides  y  estratagemas 


550  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

para  vencer  al  enemigo,  así  en  las  contiendas  y  competencias  amorosas 
se  tienen  por  buenos  los  embustes  y  marañas  que  se  hacen  para  conse- 
guir el  fin  que  se  desea,  como  no  sean  en  menoscabo  y  deshonra  de  la 
cosa  amada.  Quiteria  era  de  Basilio,  y  Basilio  de  Quiteria,  por  justa  y 
favorable  disposición  de  los  cielos.  Camacho  es  rico,  y  podrá  comprar 
su  gusto  cuando,  donde  y  como  quisiere.  Basilio  no  tiene  más  desta  ove- 
ja, y  no  se  la  ha  de  quitar  alguno,  por  poderoso  que  sea;  que  á  los  dos 
que  Dios  junta,  no  podrá  separar  el  hombre,  y  el  que  lo  intentare,  pri- 
mero ha  de  pasar  por  la  punta  desta  lanza»;  y  en  esto  la  blandió  tan 
fuerte  y  tan  diestramente,  que  puso  pavor  en  todos  los  que  no  le  cono- 
cían. Y  tan  intensamente  se  fijó  en  la  imaginación  de  Camacho  el  des- 
dén de  Quiteria,  que  se  la  borró  de  la  memoria  en  un  instante;  y  así, 
tuvieron  lugar  con  él  las  persuasiones  del  ( 'ura,  que  era  varón  pruden- 
te y  bien  intencionado,  con  las  cuales  (juedó  Camaclio  y  los  de  su  par- 
cialidad pacíficos  y  sosegados,  en  señal  de  lo  cual  volvieron  las  espadas 
á  sus  lugares,  culpando  más  á  la  facilidad  de  Quiteria  que  á  la  indus- 
tria de  Basilio;  haciendo  discurso  Camacho,  que  si  Quiteria  quería  bien 
á  Basilio  doncella,  también  le  quisiera  casada,  y  que  debía  de  dar  gra- 
cias al  cielo,  más  por  habérsela  quitado  que  por  habérsela  dado. 

Consolado,  pues,  y  pacífico  Camacho  y  los  de  su  mesnada,  todos  los 
de  la  de  Basilio  se  sosegaron;  y  el  rico  Camacho,  por  mostrar  que  no 
sentía  la  burla  ni  la  estimaba  en  nada,  quiso  que  las  fiestas  pasasen  ade- 
lante, como  si  realmente  se  desposara;  pero  no  quisieron  asistir  á  ellas 
Basilio  ni  su  esposa,  ni  secuaces;  y  así,  se  fueron  á  la  aldea  de  BasiHo; 
que  también  los  pobre?  virtuosos  y  discretos  tienen  quien  los  siga,  honre 
y  ampare,  como  los  ricos  tienen  quien  los  lisonjee  y  acompañen.  Lle- 
váronse consigo  á  Don  Quijote,  estimándole  por  hombre  de  valor  y  de 
pelo  en  pecho.  A  solo  Sancho  se  le  escureció  el  alma,  por  verse  imposi- 
bilitado de  aguardar  la  espléndida  comida  y  fiestas  de  Camacho,  que 
duraron  hasta  la  noche;  y  así,  asendereado  y  triste,  siguió  á  su  señor, 
que  con  la  cuadrilla  de  Basilio  iba,  y  así  se  dejó  atrás  las  ollas  de  Egip- 
to, aunque  las  llevaba  en  el  alma,  cuya  ya  casi  consumida  y  acabada 
espuma,  que  en  el  caldero  llevaba,  le  representaba  la  gloria  y  la  abun- 
dancia del  bien  que  perdía;  y  así,  congojado  y  pensativo,  aunque  sin 
hambre,  sin  apearse  del  Rucio,  siguió  las  huellas  de  Rocinante. 


i 


(ArrrrLo  xxii 

iionde  se  da  cuenta  de  la  grande  aventura  de  la  cueva  de  Montesinos,  que 
está  en  el  corazón  de  la  Mancha,  á  quien  dio  felice  cima  el  valeroso  Don 
Quijote. 

j'WKANDEs  fueron  y  muchos  los  regalos  que  los  desposados  hicie- 
¡^^Sg>  ron  á  Don  (Quijote,  obligados  de  las  muestras  «¡ue  lialn'a  dado 
*  defendiendo  su  causa;  y  al  j)ar  de  la  valentía  le  graduaron  la 
discreción;  teniéndole  ])or  un  Cid  en  las  armas  y  i)or  un  Cicc- 
ni  en  la  elocuencia.  El  buen  Sancho  se  refociló  tres  días  á  costa  de  los 
ovios,  de  los  cuales  se  supo  (|ue  no  fué  traza  comunicada  con  la  lier- 
losa  Quiteria  el  herirse  lingidamente,  sino  industria  de  Basilio,  esi)e 
indo  della  el  mismo  suceso  (jue  se  había  visto;  bien  es  verdad  que  con- 
ísó  que  había  dado  parte  de  su  pensamiento  á  algunos  de  sus  amigos, 
ara  que  al  tiempo  necesario  favoreciesen  su  intención  y  abonasen  su 
1 1  gaño. 

'<No  se  pueden  ni  deben  llamar  engaños,  dijo  Don  (Quijote,  los  que 
onen  la  mira  en  virtuosos  fines»;  y  que  el  de  casarse  los  enamorados 
ra  el  fin  de  más  excelencia,  advirtiendo  que  el  mayor  contrario  que  el 
mor  tiene  es  la  hambre  y  la  continua  necesidad;  porque  el  amor  es 
)do  alegría,  regocijo  y  contento,  \  más  cuando  el  amante  está  en  po- 
ísión  de  la  cosa  amada,  contra  quien  son  enemigos  opuestos  y  decla- 
idos  la  necesidad  y  la  pobreza;  y  que  todo  esto  decía  con  intención  de 
ue  se  dejase  el  señor  Basilio  de  ejercitar  las  habilidades  que  sabe,  que 
unque  le  daban  fama,  no  le  daban  dineros,  y  que  atendiese  á  granjear 
acienda  por  medios  lícitos  é  industriosos,  que  nunca  faltan  á  los  pru- 
entes  y  aplicados.  «El  pobre  hoiu'ado  (si  es  que  puede  ser  honrado  el 
obre)  tiene  prenda  en  tener  mujer  hermosa,  que  cuando  se  la  quitan, 
í  ([uitan  la  honra  y  se  la  matan.  La  mujer  hermosa  y  honrada,  cuyo 
mrido  es  pobre,  merece  ser  coronada  con  laureles  y  palmas  de  venci- 


.);)1^  DON     C¿l'l,iuTE    J)K     LA     MAXOIIA 


miento  y  triunfo.  La  hermosura  por  sí  sola  atrae  las  voluntades  tle  euar 
tos  la  miran  y  conocen,  y  como  á  señuelo  gustoso,  se  le  abaten  las  ágir 
las  reales  y  los  pájaros  altaneros;  pero  si  á  la  tal  hermosura  se  le  junt 
la  necesidad  y  estrecheza,  también  la  embisten  los  cuervos,  los  milano 
y  las  otras  aves  de  rapiña;  y  la  que  está  á  tantos  encuentros  firme,  biei 
merece  llamarse  corona  de  su  marido.  Mirad,  discreto  Basilio,  añadí 
Don  Quijote;  opini(3n  fué  de  no  sé  qué  sabio,  qu-e  no  húbía  en  todo  e 
mundo  sino  una'sola  mujer  buena;  y  daba  por  consejo  que  cada  un- 
V)ensase  y  creyese  que  aquella  sola  buena  era  la  suya,  y  así  viviría  con 
ténto.  Yo  no  soy  casado,  ni  hasta  agora  me  havenido  en  pensamíent 
serlo:  y  con  todo  esto  me  atrevería  á  dar  consejo  al  que  rae  lo  pidiese 
del  modo  que  había  de  buscar  la  mujer  con  quien  se  quisiese  casar.  L 
primero  le  aconsejaría  que  mirase  más  á  la  fama  que  á  la  haciende 
porque  la  buena  mujer  no  alcanza  la  buena  fama  solamente  con  se 
buena,  sino  con  parecerlo;  que  mucho  más  dañan  á  la  honra  de  las  mi: 
jeres  las  desenvolturas  y  libertades  públicas  que  las  maldades  secretas 
Si  traes  buena  mujer  á  tu  casa,  fácil  cosa  será  conservarla,  y  aun  mt 
jorarla,  ^n  aquella  bondad;  pero  si  la  traes  mala,  en  trabajo  te  pondr; 
el  enmendarla;  que  no  es  muy  hacedero  pasar  de  un  extremo  á  otro.  Yi 
no  digo  que  sea  imposible,  pero  térigolo  por  dificultoso.» 

Oía  todo  esto  Sancho,  y  dijo  entre  sí:  «Este  mi  amo,  cuando  yo  li« 
blo  cosas  de  meollo  y  de  sustancia,  suele  decir  que  podría  yo  tomar  ui 
l)úlpito  en  las  manos  y  irme  por  ese  mundo  adelante  predicando  lindt 
zas;  y  yo  digo  del  que  cuando  comienza  á  enhilar  sentencias  y  á  da 
consejos,  íio  sólo  puede  tomar  un  pulpito  en  las  manos,  sino  dos  ei 
cada  dedo,  y  andarse  por  esas  plazas  á  qué  quieres  boca.  ¡Válate  e 
diablo  por  caballero  andante,  que  tantas  cosas  sabes!  Yo  pensaba  en  m 
ánimo  que  sólo  podía  saber  aquello  que  tocaba  á  sus  caballerías;  per* 
no  hay  cosa  donde  no  pique,  y  deje  de  meter  su  cucharada.» 

Murmural)a  esto  algo  recio  Sancho,  y  entreoyóle  su  señor,  y  pregun 
tole:  «¿Qué  murmuras.  Sancho?» 

— No  digo  Qada  ni  murmuro  de  nada,  respondió  Sancho;  sólo  estabí 
diciendo  entre  mí  que  quisiera  haber  oído  lo  que  vuesa  merced  aqu 
ha  dicho,  antes  que  me  casara;  que  quizá  dijera  yo  agora:  «El  bue> 
suelto  bien  se  lame.» 

— ¿Tan  mala  es  tu  Teresa,  Sancho'?,  dijo  Don  Quijote. 

— No  es  muy  mala,  respondió  Sancho;  pero  no  es  muy  buena;  á  1( 
inenos  no  es  tan  buena  como  yo  quisiera. 

— Mal  haces,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  en  decir  mal  de  tu  mujer 
que,  en  efeto,  es  madre  de  tus  hijos. 

— No  nos  debemos  nada,  respondió  Sancho;  que  también  ella  die( 
mal  de  mí  cuando  se  le  antoja,  especialmente  cuando  está  celosa;  qu( 
entonces  súfrala  el  mesmo  Satanás. 

Finalmente,  tres  días  estuvieron  con  los  novios;  donde  fueron  rega 
lados  y  servidos  como  cuerpos  de  rey.  Pidió  Don  Quijote  al  diestro  li 
cenciado  le  diese  una  guía  que  le  encaminase  á  la  cueva  de  Monte 
sinos,  porque  tenía  gran  deseo  de  entrar  en  ella,  y  ver  á  ojos  vistas  s 


PARTE    SEGUNDA. CAPÍTULO    XXII  r>53 

an  vc'ixladeras  las  maravillas  que  de  ella  se  decían  f)or  todos  aquellos 
)iitornos.  El  licenciado  le  dijo  que  le  daría  á  un  primo  suyo,  lamoso 
itudiaiite,  y  muy  afícionado  á  leer  libros  de  caballerías,  el  cual  con 
uclia  voluntad  le  pondría  á  la  boca  de  la  misma  cueva,  y  le  enseñaría 
s  lagunas  de  líuidera,  famosas  asimismo  en  toda  la  Mancha,  y  aun 
1  toda  España;  y  díjole  ([ue  llevaría  con  él  gustoso  entretenimiento,  a 
lUsa  que  era  mozo  i[ue  sabía  hacer  libros  ])ara  im]>rimir  y  para  diri- 
rlos  á  príncipes.  Finalmente,  el  primo  vino  con  una  ])<»llina  })reñada. 
lya  albarda  cubría  un  gayado  ta]>ete  ó  ar{)illera. 

Ensillo  Sancho  á  iiocinante  y  aderezó  al  Rucio,  j^roveyó  sus  altor- 
-S,  á  las  cuajes  acouq)añaron  las  del  })rimo,  asimismo  bien  proveídas, 
encomendándose  á  Dios  y  despidiéndose  de  todos,  se  pusieron  en 
unino,  tomando  la  derrota  de  la  famosa  cueva  de  Montesinos. 

En  el  camino  preguntó  Don  (Quijote  al  [>rimo  de  qué  tjéneVo  y  cali- 
id  eran  sus  ejercicios,  su"  profesión  y  estudios.  A  lo  (jUe-él  respondió, 
ue  SU  profesión  era   ser  liumanista,   sus  ejercicios  y  estudios  compo- 
er  libros  paní  dar  á  la  estíinq)a,  todos  de  gran  provecho  y  no  menos 
it  retenimiento  para  la  rei)ública;  que  el  lino  se  intitulaba  El  de  las- 
¡breas,  donde  pintaba  setecientas  y  tres  libreas,  con  sus  colores,  mo- 
s  y  cifras,  de  dondt-  podían  sacar  y  tomar  las  (lue  (juisietíen  en  tiem- 
()  de  ñestas  y  reíjocijos  los  caballeros  cortesanos,  sin  andarlas  niendi- 
ando  de  nadie,   ni  lambicando,   como  dicen,  el  cerbelo,.  por  sacarlas 
informes  á  sus  deseos  é  intenciones,  «porque  doy  al  celoso,  al  desde 
ado,  al  olvidado  y  al  ausente  las  que   le  convienen,  ([ue  les  vendrán 
i;is  justas  que  pecadoras.  Otro  libro  teni>o  también,  á  quien  he  de  11a- 
lar  Mi'tamoyfóscQs,  ó  Oridio  español,  de  invención   nueva  y  rara;  ])or- 
uo  en  él,  imitando  á  Ovidio  á  lo  burlesco,  pinto  quién  fué  la  Giralda 
e  Sevilla  y  el  Aní>el  de  la  Madaleua,  quién  el  Caño  de  Vecinguerra  de 
órdoba.  quiénes  los  toros  de  Guisando,  la  Sierra  Morena,  las  fuentes 
e  Leganitos  y  Lavaj)iés  en  Madrid,  no  olvidándome  de  la  del  Piojo, 
e  la  del  Gaño  Dorado  y  de  la  Priora;  y  esto  con  sus  alegorías,  metáfo- 
is  y  translaciones,  de  modo  que  alegran,   suspenden  y  enseñan  á  un 
lismo  punto.  Otro  libro  tengo,  que  le  llamo  Suplemento  á  Virgilio  Po- 
'doro,  que  trata  de  la  invención  de  las  cosas,   que  es  de  grande  erudi- 
ión  y  estudio  á  causa  que  las  cosas  que   se   dejó  de  decir  Polidoro  de 
ran  sustancia,  las  averiguo  yo  y  las  declaro   i)or  geEtil  estilo.  01vid<')- 
ele  á  Virgilio  de  declararnos  quién  fué  el  primero  que  tuvo  catarro 
n  el  mundo,  y  el  primero  que  tomó  las  unciones  para  curarse  del 
iiorbo  gálico,  y  yo  lo  declaro  al  pie  de  la  letra,  y  lo  autorizo  con  más 
e  veinticinco  autores;  porque  vea  vuesa  merced  si  he  trabajado  l)ien, 
si  ha  de  ser  útil  el  tal  libro  á  todo  el  mundo.» 

Sancho,  que  había  estado  muy  atento  á  la  narración  del  primo,  le 
lijo:  «Dígame,  señor,  así  Dios  le  dé  buena  manderecha  en  la  impresión 
te  sus  libros,  ¿sabríame  decir  (que  sí  sabrá,  pues  todo  lo  sabe)  quién 
ué  el  i)rimero  que  se  rascó  en  la  cabeza?  Que  yo  para  mí  tengo  que 
lebió  de  ser  nuestro  padre  Adán.» 

— Sí  sería,  resj)ondió  el  primo;  ])or(jue  Adán,  no  hav  duda-  sino  rpie 


554  DON    QUIJOTK    DK    LA    MANCHA 

tuvo  cabeza  y  cabellos  y  manos;  y  siendo  esto  así,  y  siendo  el  }>iinie 
hombre  del  mundo,  alguna  vez  se  rascaría. 

— -Así  lo  creo  yo,  respondió  Sancho;  pero  dígame  ahora,  ¿quién  fu 
el  primer  volteador  del  mundoV 

— En  verdad,  hermano,  respondió  el  prinu',  que  no  me  sabré  detei 
minar  por  ahora,  hasta  que  lo  estudie;  yo  lo  estudiaré,  en  volviend 
adonde  tengo  mis  libros,  y  yo  os  satisfaré  cuando  otra  ve/,  nos  veamoí 
que  no  ha  de  ser  ésta  la  postrera. 

— Pues  mire,  señor,  replicó  Sancho,  no  tome  trabajo  en  esto;  ([u 
ahora  he  caído  en  la  cuenta  de  lo  que  le  he  i)reguntado:  sepa  <|ue  ( 
l)rimer  volteador  del  mundo  fué  Lucifer,  cuando  le  echaron  ó  arrojf 
ron  del  cielo,  que  vino  volteando  hasta  los  abismos. 

— Tenéis  razón,  amigo,  dijo  el  primo. 

Y  dijo  Don  Quijote: 

— Esa  pregunta  y  resjmesta  no  es  tuya.  Sandio;  á  alguno  las  luis  oíd 
decir. 

— Calle,  señor,   replicó  Sancho;   que,   á  buena  fe,   que  si  me  doy 
l)reguntar  y  á  responder,  que  no  acabe  de  aquí  á  mañana.  Sí,  que  i)ar 
l)reguntar  necedades  y  resj>onder  disparatea,  no  he  menester  yo  anda 
buscando  ayuda  de  vecinos. 

— Más  has  dicho,  Sancho,  de  lo  que  sabes,  dijo  Don  (¿uijote;  qu 
hay  algunos  que  se  cansan  en  saber  y  averiguar  cosas,  que,  después  d 
sabidas  y  averiguadas,  no  importan  un  ardite  al  entendimiento  ni  á  li 
memoria. 

En  estas  y  otras  gustosas  pláticas  se  les  [)asó  aquel  día,  y  á  la  nocli 
se  albergaron  en  una  pequeña  aldea,  adonde  el  primo  dijo  á  Don  Qui 
jote,  que  desde  allí  á  la  cueva  de  Montesinos  no  había  más  de  dos  k 
guas,  y  que  si  llevaba  determinado  de  entrar  en  ella,  era  menester  prc 
veerse  de  sogas  para  atarse  y  descolgarse  en  su  profundidad.  Don  (^ui 
jote  dijo  que  aunque  llegase  al  abismo,  había  de  A'er  dónde  paraba;  ; 
así,  compraron  casi  cien  brazas  de  soga,  y  otro  día,  á  las  dos  de  la  tai 
de,  llegaron  á  la  cueva,  cuya  boca  es  espaciosa  y  ancha,  pero  llena  di 
cambroneras  y  cabrahigos,  de  zarzas  y  malezas,  tan  espesas  y  intrica 
das,  que  de  todo  en  todo  la  ciegan  y  encubren. 

En  viéndola,  se  ai)earon  el  primo,  Sancho  y  Don  (Quijote,  al  eua 
los  dos  le  ataron  luego  fortísima mente  con  las  sogas,  y  en  tanto  que  L 
fajaban  y  ceñían,  le  dijo  Sancho:  «Mire  vuesa  merced,  señor  mío.  1( 
que  hace,  no  se  quiera  sepultar  en  vida,  ni  se  ponga  adonde  parezcj 
frasco  que  le  ponen  á  enfriar  en  algi^n  pozo.  Sí,  que  á  vuesa  merced  n( 
le  toca  ni  atañe  ser  el  escudriñador  desta,  que  debe  de  ser  ])eor  (ju( 
mazmorra.» 

—  Ata  y  calla,  respondió  Don  (Quijote;  que  tal  enq)resa  como  aques 
ta,  Sancho  amigo,  para  mí  estaba  guardada. 

Y  entonces  dijo  la  guía:  «Suplico  á  vuesa  merced,  señor  Don  (^ui 
jote,  (jue  mire  bien  y  especule  con  cien  ojos  lo  que  hay  allá  dentro 
<|uizá  liabrá  cosas  que  las  ponga  yo  en  el  libro  de  mis  transforma 
ciones.» 


l'AKTE    SEGUNDA. 


-C  A  VÍTULO    XXII 


OOO 


—  Kü  manos  está  el  pandero,  que  le  sabrán  bien  tañer,  respondió 
>incho  Panza. 

Dicho  esto,  y  acabada  la  lijiadura  de  Don  Quijote  (que  no  fué  sobre 

I  arnés,  sino  sobre  el  jubón  de  armar),  dijo  Don  (Quijote:  «Inadverti- 

is  hemos  andado  en  no  habernos  proveído  de  ali^iin  esquilón  pequeño, 

je  fuera  atado  junto  á  nn'  en   esta  mesma   soLja,  con  cuyo  sonido  se 

itendicra  que  todavía  bajaba  y  estaba  vivo;  pero  j)ues  ya  no  es  posible, 

hi  mano  de  Dios  que  me  guíe.»  Y  luego  se  hincó  de  rodillas  y  hizo 
na  oración  en  voz  baja  al  cielo,  pidiendo  á  Dios  le  ayudase  y  le  diese 
uen  suceso  en  aquella,  al  parecer,  })el¡grosa  y  imeva  aventura,  y  en 

):'.  alta  dijo  luego:  ¡Oh  señora  de  mis  acciones  y  movimientos,  clarí- 
ima  y  sin  par  Dulcinea  del  Toboso!  Si  es  posible  (¡ue  lleguen  á  tus  oídos 
is  plegarias  y  rogaciones  deste  tu  aventurero  amante,  por  tu  hiaudita 


p,ir  .•'-,,.  rii  1  1  V  cstrnr 


infinidad  de  «rraudísimos  cHer\os  (s  «rajos. 


•elleza  te  ruego  las  escuches,  que  no  son  otras  <iue  rogarte  no  me  nie- 
ues  tu  favor  y  amparo,  ahora  <jue  tanto  le  he  menestor.  Yo  voy  á  des- 
•eñarme,  á  empozarme  y  á  hundirme  en  el  abismo  que  aquí  se  me 
ej^resenta,  sólo  porque  conozca  el  mundo  que.  si  tú  me  favoreces,  no 
labrá  imposible  á  ciuien  yo  no  acometa  y  acabe»;  y  en  diciendo  esto, 
e  acercó  á  la  sima. 

Vio  no  ser  posible  descolgarse  ni  hacer  lugar  w  la  entrada,  si  no  era 
fuerza  de  brazos  ó  á  cuchilladas;  y  así,  poniendo  mano  á  la  espada, 
•omenzó  á  derribar  y  á  cortar  de  aquellas  malezas  que  á  la  boca  de  la 
ueva  estaban,  por  cuyo  ruido  y  estruendo  s-alieron  por  ella  una  infini 
lad  de  grandísimos  cuervos  ó  grajos,  tan  espesos  y  con  tanta  priesa, 
[ue  dieron  con  Don  (¿uijote  en  el  suelo;  y  si  él  fuera  tan  agorero  como 
•atólico  cristiano,  lo  tuviera  á  mala  señal,  y  excusara  de  encerrarse  en 
ugar  semejante. 

Finalmente  se  levantó;  y  viendo  que  no  salían  más  cuervos  ni  otras 
ives  nocturnas,  como  fueron  nmrciélagos  (que  asimismo  entre  los 
•uervos  salieron),   dándole  soga  el  primo  y  Sancho,   se   dejó  calar  al 


556  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

íoudo  de  la  cueva  espantosa;  y  al  entrar,  echándote  Sancho  su  bendi- 
ción y  haciendo  sobre  él  mil  cruces,  dijo:  «Dios  te  guíe  y  la  peña  de 
Francia,  junto  con  la  Trinidad  de  Gaeta,  flor,  nata  y  espuma  de  los 
caballeros  andantes.  Allá  vas,  valentón  del  mundo,  corazón  de  acero, 
brazos  de  bronce.  Dios  te  guíe  otra  vez  y  te  vuelva  libre,  sano  y  sin 
cautela  á  la  luz  desta  vida,  que  dejas,  por  enterrarte  en  esa  escuriflad, 
(pie  buscas.»  Casi  las  mismas  plegarias  y  deprecaciones  hizo  el  ])rimo. 

Iba  Don  Quijote  dando  voces,  que  le  diesen  soga  y  más  soga,  y  ellos' 
se  la  daban  poco  á  poco;  y  cuando  las  voces,  que  acanaladas  por  la 
cueva  salían,  dejaron  de  oirse,  ya  ellos  tenían  descolgadas  las  cien 
brazas  de  soga.  Fueron  de  parecer  de  volver  á  subir  á  Don  Quijote, 
})ues  no  le  podían  dar  más  cuerda;  con  todo  eso,  se  detuvieron  como 
una  hora,  al  cabo  del  cual  espacio  volvieron  á  recoger  la  soga,  con  mu- 
clia  facihdad  y  sin  peso  alguno,  señal  que  les  hizo  imaginar  que  Don 
(Quijote  se  quedal)a  dentro,  y  creyéndolo  así  Sancho,  lloraba  amarga- 
mente, y  tiraba  con  mucha  priesa,  por  desengañarse;  pero  llegando  á 
su  parecer  á  poco  más  de  las  ochenta  brazas,  sintieron  peso,  de  que  en 
extremo  se  alegraron.  Finalmente,  á  las  diez  vieron  distintamente  á  Don 
Quijote,  á  quien  dio  voces  Sancho,  diciéndole:  «Sea  vuesa  merced  muy 
))ien  vuelto,  señor  mío;  que  ya  pensábamos  que  se  quedaba  allá  para 
casta»;  pero  no  res})ondía  palabra  Don  Quijote;  y  sacándole  del  todo, 
vieron  que  traía  cerrados  los  ojos,  con  muestras  de  estar  dormido. 

Tendiéronle  en  el  suelo  y  desliáronle;  y  con  todo  esto,  no  despertaba. 
Pero  tanto  le  volvieron  y  revolvieron,  sacudieron  y  menearon,  que  al 
cabo  de  un  buen  es[)acio  volvió  en  sí,  desperezándose,  bien  como  si  de 
algún  grave  y  profundo  sueño  despertara;  y  mirando  á  una  y  otra  parte 
coma  espantado,  dijo:  «Dios  os  lo  perdone,  amigos;  que  me  habéis  qui- 
tado de  la  más  sabrosa  y  agradable  vida  y  vista  que  ningún  humano 
ha  visto  ni  pasado.  En  efeto,  ahora  acabo  de  conocer  que  todos  los  con- 
tentos desta  vida  j)asan  como  sombra  y  sueño,  ó  se  marchitan  como 
la  flor  del  campo.  ¡Oh  desdichado  Montesinos!  ¡Oh  mal  ferido  Duran- 
darte!  ¡Oh  sin  ventura  Belerma!  ¡Oh  lloroso  Guadiana,  y  vosotras,  sin 
dicha,  hijas  de  Ruidera,  que  mostráis  en  vuestras  aguas  la  que  lloraron 
vuestros  hermosos  ojos!...» 

Con  grande  atención  escuchaban  el  primo  y  Sancho  las  palabras  de 
Don  (Quijote,  que  las  decía  como  si  con  dolor  inmenso  las  sacara  de  las 
entrañas.  Suplicáronle  les  diese  á  entender  lo  que  decía,  y  les  dijese  lo 
que  en  aquel  infierno  había  visto. 

«¿Infierno  le  llamáis?,  dijo  Don  Quijote;  ])ues  no  le  llaméis  ansí, 
porque  no  lo  merece,  como  luego  veréis  »  Pidió  que  le  diesen  algo  de 
comer;  que  traía  grandísima  hambre.  Tendieron  la  arpillera  del  primo 
sobre  la  verde  yerba,  acudieron  á  la  despensa  de  sus  alforjas,  y  senta- 
dos todos  tres,  en  buen  amor  y  compaña,  merendaron  y  cenaron  todo 
junto.  Levantada  la  arpillera,  dijo  Don  Quijote  de  la  Mancha:  «No  se 
levante  nadie,  y  estadme,  hijos,  los  dos  atentos.» 


CAPÍTULO  XXIII 

:e  las  admirables  cosas  que  el  extremado  Don  Quijote  contó  que  había 
visto  en  la  profunda  cueva  de  Montesinos,  cuya  imposibilidad  y  gran- 
deza hace  que  se  tenga  esta  aventura  por  apócrifa. 


AS  cuatro  de  la  tarde  serían  cuando  el  s^A.  entre  nubes  cubierto, 
con  luz  escasa  y  templa<ios  rayos,  dio  luuar  á  Don  (¿uijote  para 
l^^    (jue  sin  calor  \  pesadumbre  contase  á  sus  dos  carísimos  oyen- 
tes lo  que  en'  la  cueva  de  Montesinos  había  visto,  y  comen- 
zó en  el  modo  siguiente: 

«A  obra  de  doce  ó  catorce  estados  de  la  profundidad  desta  mazmo- 
rra, á  la  derecha  mano,  se  hace  una  concavidad  y  espacio,  capaz  de  po- 
<ler  caber  en  ella  un  gran  carro  con  sus  muías.  Éntrale  una  pequeña  luz 
por  unos  resquicios  o  agujeros,  que  Ujos  le  responden,  abiertos  en  la 
superficie  de  la  tiei-ra.  Esta  concavidad  y  espacio  vi  yo  á  tiempo  cuando 
va  iba  cansado  y  mohíno  de  verme,  pendiente  y  colgado  de  la  soga,  ca 
minar  por  aquella  escura  región  abajo, .sin  llevar  cierto  ni  determinado 
camino;  y  así,  determiné  entrarme  en  ella  y  descansar  un  poco.  Di  vo- 
ces, pidiéndoos  que  no  descolgásedes  más  soga  hasta  que  yo  os  lo  dije- 
se; pero  no  debistes  de  oírme.  Fui  recogiendo  la  soga  que  enviábades; 
y  haciendo  de  ella  una  rosca  ó  rimero,  me  senté  sobre  él  pensativo  ade- 
más, considerando  lo  que  hacer  debía  para  calar  al  fondo,  no  teniendo 
quien  me  sustentase;  y  estando  en  este  pensamiento  y  confusión,  de 


o58  DON    QUIJOTE    DE    LA    3IAX0HA 


repente  y  sin  procurarlo  me  salte()  un  sueño  profundísimo,  y  cuando 
menos  lo  pensaba,  sin  saber  cómo  ni  como  no,  desperté  del  y  me  hallé 
en  la  mitad  del  más  bello,  ameno  y  deleitoso  prado  que  puede  criar  la 
naturaleza  ni  imaginar  la  más  discreta  imaginación  humana.  Desi)abi- 
ló  los  ojos,  Hmpiémelos,  y  vi  que  no  dormía,  sino  que  realmente  estaba 
despierto.  Con  todo  esto,  me  tenté  la  cabeza  y  los  pechos,  por  certificar- 
me si  era  yo  mismo  el  que  allí  estaba,  ó  alguna  fantasma  vana  y  con- 
trahecha; pero  el  tacto,  el  sentimiento,  los  discursos  concertados  que 
entre  mí  hacía,  me  certiñcaron  que  yo  era  allí  entonces  el  que  soy  aquí 
agora.  Ofrecióseme  luego  á  la  vista  un  real  y  suntuoso  palacio  ó  alcá- 
zar, cuyos  muros  y  paredes  parecían  de  transparente  y  claro  cristal  fa- 
bricados; del  cual,  abriéndose  dos  grandes  puertas,  vi  que  por  ellas  sa- 
lía, y  hacia  mí  se  venía  un  venerable  anciano,  vestido  con  un  capuz  de 
bayeta  morada,  que  por  el  suelo  le  arrastraba;  ceñíale  los  hombros  y  los 
pechos  una  beca  de  colegial,  do  raso  verde;  cubríale  la  cabeza  una  go- 
rra milanesa  negra,  y  la  barba  canísima  le  pasaba  de  la  cintura.  No 
traía  arma  ninguna,  sino  un  rosario  de  cuentas  en  la  mano,  mayores 
que  medianas  nueces,  y  los  dieces  asimismo  como  huevos  medianos  de 
avestruz;  el  continente,  el  i:>aso,  la  gravedad  y  la  anchísima  presencia, 
cada  cosa  de  por  sí  y  todas  juntas,  me  suspendieron  y  admiraron. 

«Llegóse  á  mí,  y  lo  primero  que  liizo  fué  abrazarme  estrechamente, 
y  luego  decirme:  «Luengos  tiempos  ha,  valeroso  caballero  Don  Quijote 
de  la  JNIancha,  que  los  que  estamos  en  estas  soledades  encantados  espe- 
ramos verte,  para  que  des  noticia  al  mundo  de  lo  que  encierra  y  cubre 
la  profunda  cueva  por  donde  has  entrado,  llamada  la  cueva  de  Monte- 
sinos: hazaña  sólo  guardada  para  ser  acometida  de  tu  invenci)>le  cora- 
zón y  de  tu  ánimo  estupendo.  Ven  conmigo,  señor  clarísimo;  que  te 
(juiero  mostrar  las  maravillas  que  este  transjjarente  alcázar  solapa,  de 
quien  yo  soy  alcaide  y  guarda  mayor  perpetua,  porque  soy  el  mismO' 
Montesinos,  de  quien  la  cueva  toma  nombre. » 

»Apenas  me  dijo  que  era  Montesinos,  cuando  le  pregunté  si  fué  ver- 
dad lo  que  en  el  mundo  de  acá  arriba  se  contaba:  que  él  había  sacado 
de  la  mitad  del  peclio,  con  una  pequeña  daga,  el  corazón  de  su  grande 
amigo  Durandarte,  y  llevádole  á  la  señora  Belerma,  como  él  se  lo  man- 
dó al  punto  de  su  muerte.  Respondióme  que  en  todo  decían  verdad, 
si  no  en  la  daga,  porque  no  fué  daga  ni  pequeña,  sino  un  puñal  ])uído, 
más  agudo  que  una  lezna.» 

— Debía  de  ser,  dijo  á  este  punto  Sancho,  el  tal  })Uñal  de  Ramón  de 
Hoces  el  Sevillano. 

— No  sé,  prosiguió  Don  Quijote...;  pero  no  sería  dése  puñalero,  ponjue 
Ramón  de  Hoces  fué  ayer,  y  lo.  de  Roncesvalles,  donde  aconteció  esta 
desgracia,  ha  muchos  años;  y  esta  averiguación  no  es  de  importancia, 
ni  turba  ni  altera  la  verdad  y  contesto  de  la  historia. 

— Así  es,  respondió  el  primo;  prosiga  vuesa  merced,  .señor  Don  (Qui- 
jote, que  le  escucho  con  el  mayor  gusto  del  inundo. 

— No  con  menor  lo  cuento  yo,  resi)ondió  Don  Quijote;  y  así,  digo 
que  el  venerable  Montesinos  me  metió  en  el  cristalino  palacio,  donde, 


PARTE    SEGUNDA. — CAPITULO    XXIIl  551* 

I  una  sala  baja,  fresquísima  sobre  modo  y  toda  de  alabastro,  estaba 

1  sepulcro  de  mármol,  con  j^ran  maestría  fabricado,  sobre  el  cual  vi  á 

\  cal)allero  tendido  de  lar<;o  á  largo,  no  de  bronce  ni  de  mármol,  ni 

'  jaspe  hecho,   como  los  suele  haber  en  otros  sepulcros,  sino  de  pura 

irne  y  de  puros  huesos.  Tenía  la  mano  derecha  (que  á  mi  parecer  es 

go  peluda  y  nervosa,  señal  de  tener  muchas  fuerzas  su  dueño)  puesta 

)bre  el  lado  del  corazón,  y  antes  que  preguntase  nada  á  Montesinos, 

endome  suspenso,  mirando  al  del  sei)ulcro,  me  dijo:  «Este  es  mi  ami- 

•  Durandarte.  ilor  y  es{)ejo  de  los  caballeros  enamorados  y  valientes 

■  su  tiempo;   tiénele  iu\m  encanta<lo  (como  me  tiene  á  mí  y  á  otros 

lUchos  y  muchas)  Merlín,  aquel  famoso  encantador  que  dicen  que  fué 

ijo  del  diablo;  y  lo  que  yo  creo  es,   que  no  fué  hijo  del  diablo,   sino 

ue  supo,  como  dicen,  un  punto  más  que  el  diablo.  El  c(3mo  o  para  (jué 

os  encantó,  nadie'lo  sabe,  y  ello  dirá  andando  los  tiempos,  que  no  es- 

m  muy  lejos,  según   imagino.  Lo  que  a  nn'  me  admira  es,  que  sé  tan 

erto  como  ahora  es  de  día,  que  Durandarte  acaljó  los  de  su  vida  en 

I  lis  brazos,  y  que,  después  de  muerto,  le  saqué  el  corazón  con  mis  pro- 

ias  manos;  y  en  verdad  que  debía  de  pesar  dos  hbras,  porque,  según 

)S  naturales,  el  que  tiene  mayor  corazón  es  dotado  de  mayor  valentía 

el  que  le  tiene  peijueño.  Pues  siendo  esto  así,  y  que  realmente  murió 

úe  caballero,  ¿cómo  ahora  se  queja  y  sospira  de  cuando  en  cuando 

Dmo  si  estuviese  vivo?»  Esto  dicho,  el  mísero  Durandarte,  dando  una 

ran  voz.  dijo: 

•  ¡Oh  mi  primo  Moute.slnos' 
Lo  postrero  que  os  rogaba, 
Que  cuando  yo  fuere  muerto 
Y  mi  ánima  arrancada. 
Que  lIcvciK  mi  corazón 
.\donde  Bclenua  estaba. 
Sacándomele  del  pecho 
Va  con  puñal,  ya  con  daga. 

«Oyendo  lo  cual  el  venerable  Montesinos,  se  puso  de  rodillas  ante 
1  lastimado  caballero,  y  con  lágrimas  en  los  ojos  le  dijo:  '  Ya,  señor 
)urandarte,  carísimo  primo  mío,  ya  hice  lo  que  me  mandastes  en  el 
ciago  día  de  vuestra  i)érdida:  yo  os  sai[ué  el  corazón  lo  mejor  que 
ude,  sin  que  os  dejase  una  mínima  })arte  en  el  pecho;  yo  le  limpié 
nn  un  pañizuelo  de  puntas;  yo  partí  con  él  de  carrera  para  Francia, 
abiéndoos  primero  puesto  en  el  seno  de  la  tierra  con  tantas  lágrimas, 
ue  fueron  bastantes  á  lavármelas  manos  y  limpiarme  con  ellas  la  san- 
re  que  tenía  de  haberos  andado  en  las  entrañas,  y  por  más  señas, 
rimo  de  mi  alma,  en  el  primero  lugar  que  topé  saliendo  de  Ronces- 
alies,  eché  un  poco  de  sal  en  vuestro  corazón,  ponjue  no  oliese  mal,  y 
uese.  si  no  fresco,  á  lo  menos  amojamado  á  la  })resencia  de  la  señora 
ielerma,  la  cual  con  vos  y  conmigo,  y  con  Guadiana,  vuestro  escudero, 
con  la  dueña  Ruidera  y  sus  siete  hijas  y  dos  sobrinas,  y  con  otros 
Iludios  de  vuestros  conocidos  y  amigos,  nos  tiene  aquí  encantados  el 
abio  Merlín,  ha  muchos  años;  y  aunque  pasan  de  quinientos,  no  se  ha 
15.  P.-XX  37 


Ólid  DOX    QUIJOTE    ÜE    LA    MANCHA 


muerto  ninguno  de  nosotros;  solamente  faltan  Ruidera  y  sus  hijas  ; 
sobrinas,  las  cuales  llorando,  por  compasión  que  debió  de  tener  Merlíi 
(iellas,  las  convirtió  en  otras  tantas  lagunas,  que  ahora  en  el  mundo  d 
los  vivos  y  en  la  provincia  de  la  Mancha  las  llaman  las  lagunas  de  Rui 
dera;  las  siete  hijas  son  de  los  reyes  de  España,  y  las  dos  sobrinas  d 
los  cal)alleros  de  una  Orden  santísima,  que  llaman  de  San  Juan,  (tuíi 
diana,  vuestro  escudero,  plañendo  asimesmo  vuestra  desgracia,  fu 
convertido  en  un  río  llamado  de  su  mesmo  nombre,  el  cual,  cuando  llt 
gó  á  la  superficie  de  la  tierra  y  vio  el  sol  del  otro  cielo,  fué  tanto  el  pe 
sar  que  sintió  de  ver  que  os  dejaba,  que  se  sumergió  en  las  entrañas  d 
la  tierra;  pero,  como  no  es  posible  dejar  de  acudir  á  su  natural  corrien 
te,  de  cuándo  en  cuándo  sale  y  se  muestra  donde  el  sol  y  las  gentes  1( 
vean.  Vanle  administrando  de  sus  aguas  las  referidas  lagunas,  con  la: 
cuales,  y  con  otras  muchas  que  se  le  llegan,  entra  pomposo  y  grande 
en  Portugal.  Pero,  con  todo  esto,  por  donde  quiera  que  va,  muestra  si 
tristeza  y  melancolía;  y  no  se  precia  de  criar  en  sus  aguas  peces  rega 
lados  y  de  estima,  sino  burdos  y  desabridos,  bien  diferentes  de  los  de 
Tajo  dorado;  y  esto  que  agora  os  digo,  ¡oh  primo  nn'o!,  os  lo  he  dichf 
muchas  veces,  y  como  no  me  resj^ondéis,  imagino  que  no  me  dais  eré 
dito  ó  no  me  oís,  de  lo  que  yo  recibo  tanta  pena  cual  Dios  lo  sabe 
Unas  nuevas  os  quiero  dar  ahora,  las  cuales,  ya  que  no  sirvan  de  alivi* 
á  vuestro  dolor,  no  os  lo  aumentarán  en  ninguna  manera.  Sabed  (jiu 
tenéis  a(|uí  en  vuestra  presencia  (y  abrid  los  ojos  y  veréislo)  aquel  grai 
caballero  de  quien  tantas  cosas  tiene  profetizadas  el  sabio  ISÍerlín;  aquc 
Don  Quijote  de  la  Mancha,  digo,  que  de  nuevo  y  con  mayores  venta 
jas  que  en  los  pasados  siglos,  ha  resucitado  en  los  presentes  la  ya  olvi 
dada  andante  caballería,  por  cuyo  medio  y  favor  podría  ser  que  nos 
otros  fuésemos  desencantados;  que  las  grandes  hazañas  para  los  gran 
des  hombres  están  guardadas.  > 

» — Y  cuando  así  no  sea,  respondió  el  lastimado  Durandarte  con  vo> 
desmayada  y  baja;  cuando  así  no  sea,  ¡oh  primo!,  digo,  paciencia  y  \n\ 
rajar  ;  y  volviéndose  de  lado,  tornó  á  su  acostumbrado  silencio,  sii 
hablar  más  palabra.  Oyéronse  en  esto  grandes  alaridos  y  llantos,  acom 
j)añados  de  profundos  gemidos  y  angustiados  sollozos.  Volví  la  cabeza 
y  vi  por  las  paredes  de  cristal,  que  por  otra  sala  pasaba  una  procesiór 
de  dos  hileras  de  hermosísimas  doncellas,  todas  vestidas  de  luto,  cor 
turbantes  blancos  sobre  las  cabezas,  al  modo  turquesco.  Al  cabo  y  fir 
de  las  hileras  venía  una  señora,  que  en  la  gravedad  lo  parecía,  asi 
mismo  vestida  de  negro,  con  tocas  blancas,  tan  tendidas  y  largas,  qut 
besaban  la  tierra.  Su  turbante  era  mayor  dos  veces  que  el  mayor  dt 
alguna  de  las  otras;  era  cejijunta,  la  nariz  algo  chata,  la  boca  grande, 
pero  colorados  los  labios;  los  dientes,  que  tal  vez  los  descubría,  mos- 
traban ser  ralos  y  no  bien  puestos,  aunque  eran  blancos  como  una.*- 
peladas  almendras;  traía  en  las  manos  un  Henzo  delgado,  y  entre  él. 
51  lo  que  pude  divisar,  un  corazón  de  carne  momia,  según  venía  .sec(i> 
y  amojamado.  Díjome  Montesinos  cómo  toda  aquella  gente  de  la  pro- 
cesión eran  sirvientes  de  Durandarte  y  de  Belerma,  que  allí  con  sus- 


s  señores  estaban  encantados,  y  ijue  la  última,  que  traía  el  corazón  en- 
'  el  lienzo  y  en  las  manos,  eia  la  señora  Belerma,  la  cual  con  sus  don- 
lia-;,  cuatro  días  á  la  semana  hacían  a([uella  procesión,  y  cantaban,  ó 
Y  mejor  decir,  lloraban  endechas  sobre  el  cuerpo  y  sobre  el  lastimado 
razón  de  su  primo;  y  que  si  me  había  parecido  al^^o  fea,  ó  no  tan  her- 
Dsa  como  tenía  la  fama,  era  la  causa  Ins  malas  noches  y  })eores  días  (jue 
aíjuel  encantamento  pasaba,  como  lo  podía  ver  en  sus  grandes  ojc- 
isy  en  su  color  (juebradiza;   «y  no  toma  ocasión  su  amarillez  v  sus 


l'AUTK    «KlU'XÜA. CAl'lTUIiO    XXIII 


oüi 


V  vi  por  las  puredcá  di,  cristal,  qne  por  otr;i  saU  i>anul>a  una  proct-sjóii  ile  «iot  liil.-ra> 
de  hemiosisinias  done»!!*''  . 

eras  de  estar  con  el  mal  mensil,  ordinario  en  las  mujeres,  porque  h& 
uchos  meses,  y  aun  años,  que  no  le  tiene  ni  asoma  por  sus  puertas: 
no  del  dolor  que  siente  su  corazón  por  el  que  de  continuo  tiene  en  las 
anos,  que  le  renueva  y  trae  á  la  memoria  la  des.^racia  de.  su  mal  lo- 
-ado  amante;  que  si  esto  no  fuera,  apenas  la  igualara  en  hermosura. 
)naire  y  brío  la  gran  Dulcinea  del  Toboso,  tan  celebrada  en  todos  es- 
3  contornos,  y  aun  en  todo  el  mundo.»  Cepos  quedos,  dije  yo  enton- 
as, señor  don  Montesinos:  cuente  vuesa  merced  su  historia  como  debe: 
le  ya  sabe  que  toda  comparación  es  odiosa,  y  así  no  hay  para  ([uó 
)mparar  á  nadie  con  nadie:  la  sin  par  Dulcinea  del  Toboso  es  quien  es. 
la  señora  doña  Belerma  es  quien  es  y  quien  ha  sido...  y  quédese  aquí. 
»A  lo  que  él  me  respondió:  «Señor  Don  Quijote,  perdóneme  vuesa 
erced;  que  yo  confieso  que  anduve  mal  y  no  dije  bien  en  decir  que 
)enas  igualara  la  señora  Dulcinea  á  la  señora  Belerma,  pues  me  l)as 
ba  á  mí  haber  entendido,  por  no  sé  qué  l)arruntos,  que  vuesa  merce<J 
;  su  caballero,  para  que  me  mordiera  la  lengua  antes  de  compararla 


562  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


sino  con  el  mismo  cielo.»  Con  esta  satisfación  que  me  dio  el  gran  Muu 
tesinos,  se  quietó  mi  corazón  del  sobresalto  que  recebí  en  oir  que  á  mi 
señora  la  comparaban  con  Belerma. 

— Y  aun  me  maravillo  yo,  dijo  Sancho,  de  cómo  vuesa  merced  no  se 
subió  sobre  el  vejóte,  y  le  molió  á  coces  todos  los  huesos,  y  le  peló  las- 
baibas,  sin  dejarle  pelo  en  ellas. 

• — No,  Sancho  amigo,  respondió  Don  Quijote;  no  me  estaba  á  mí  bici 
hacer  eso,  porque  estamos  todos  obligados  á  tener  respeto  á  los  ancia 
nos,  aunque  no  sean  caballeros,  y  principalmente  á  los  que  lo  son  y  es 
tan  encantados :  yo  sé  bien  que  no  nos  quedamos  á  deber  nada  en  otrae- 
muchas  demandas  y  respuestas  que  entre  los  dos  pasamos. 

A  esta  sazón  dijo  el  primo:  «Yo  no  sé,  señor  Don  Quijote,  cómc^ 
vuesa  merced,  en  tan  poco  espacio  de  tiempo  como  ha  que  entró  allái 
bajo,  haya  visto  tantas  cosas  y  hablado  y  respondido  tanto.» 

— ¿Cuánto  ha  que  bajé?,  preguntó  Don  Quijote. 

— Poco  más  de  una  hora,  respondió  Sancho. 

— Eso  no  puede  ser,  replicó  Don  (¿uijote,  porque  allá  me  anochecic- 
y  amaneció,  y  tornó  á  anochecer  y  á  amanecer  otras  dos  veces;  de  modc 
que,  á  mi  cuenta,  tres  días  he  estado  en  aquellas  partes  remotas  y  es 
condidas  á  la  vista  nuestra. 

— Verdad  debe  de  decir  mi  señor,  dijo  Sancho;  que,  como  todas  laf- 
cosas  que  le  han  sucedido  son  por  encantamento,  quizá  lo  que  á  nos 
otro?  nos  parece  un  hora,  debe  de  parecer  allá  tres  días  con  sus  noches. 

— Así  será,  respondió  Don  Quijote. 

— ¿Y  ha  comido  vuesa  merced  en  todo  este  tiempo,  señor  mío?,  pre- 
guntó el  primo. 

— No  me  he  desayunado  de  bocado,  respondió  Don  Quijote,  ni  aur 
he  tenido  hambre,  ni  por  pensamiento. 

— Y  los  encantados  ¿comen?,  dijo  el  primo. 

— No  comen.  resi)ondió  Don  Quijote,  ni  tienen  excrementos  mayores, 
aunque  es  opinión  que  les  crecen  las  uñas,  las  barbas  y  los  cabellos. 

— ¿Y  duermen  por  ventura  los  encantados,  señor?,  preguntó  Sancho 

—Ño  por  cierto,  respondió  Don  Quijote;  á  lo  menos,  en  estos  tres  díae 
que  yo  he  estado  con  ellos,  ninguno  ha  pegado  el  ojo,  ni  yo  tampoco 

— Aquí  encaja  bien  el  refrán,  dijo  Sancho,  de  «dime  con  quién  an 
das,  deñrte  he  quién  eres»:  ándase  vuesa  merced  con  encantados,  ayu 
nos  y  vigilantes;  mirad  si  es  mucho  que  ni  coma  ni  duerma  raientraí- 
con  ellos  anduviere.  Pero  perdóneme  vuesa  merced,  señor  mío,  si  le  digc 
que  de  todo  cuanto  aquí  ha  dicho,  lléveme  Dios  (que  iba  á  decir  el  dia 
l)lo),  si  le  creo  cosa  alguna. 

— ¿Cómo  no?,  dijo  el  primo.  ¿Pues  había  de  mentir  el  señor  Don  (¿ui 
jote,  que,  aunque  quisiera,  no  ha  tenido  lugar  para  componer  é  imagi 
nar  tanto  millón  de  mentiras?. 

— Yo  no  creo  que  mi  señor  miente,  res])ondió  Sandio. 

—Si  no,  ¿qué  crees?,  le  preguntó  Don  (Quijote. 

— Creo,  respondió  Sancho,  que  aquel  Merlín,  ó  a([Ucllos  encanta 
res  que  encantaron  á  toda  la  chusma  que  vuca  merced  dice  que  híi 


\gi- 


PARTE    SEGUNDA. — CAPÍTULO    XXIll  r)lj¿) 

sto  y  comunicado  allá  bajo,  le  encajaron  en  el  majín  ó  la  memoria 
(líi  esa  niá<|iiina  (jue  nos  ha  contado,  y  todo  a((Ut'll(>  que  por  contar  le 
leda. 

— Todo  eso  pudiera  ser,  Sancho,  replicó  Don  (Quijote;  pero  no  es 
í,  porque  lo  que  he  contado,  lo  vi  por  mis  [)ropios  ojos  y  lo  toqué  con 
is  propias  manos.  Pero  ¿qué  dirás  cuando  te  diga  yo  ahora  cómo, 
itre  otras  inñnitas  cosas  y  maravillas  que  me  mostró  Montesinos  (las 
lales  despacio  y  á  sus  tiempos  te  las  iré  contando  en  el  discuiso  de 
u'stro  viaje,  por  no  ser  todas  deste  lu.u;ar).  me  mostró  tres  lahradoras. 
u'  por  aquellos  amenísimos  campos  iban  saltando  y  brincando  como 
l)ras,  y  apenas  las  hube  visto,  cuando  conocí  ser  la  una  la  sin  par  Dulci- 
■a  del  Toboso,  y  las  otras  dos  aquellas  mismas  labradoras  que  venían 
n  ella,  (pie  hablamos  á  la  salida  del  Tol)osoV  Preijunté  á  Montesinos 
las  conocía;  respondióme  que  no,  pero  <jue  él  imaginal)a  qu(>  debían 

ser  algunas  señoras  principales  encantadas,  que  pocos  días  había 
le  en  aquellos  prados  habían  parecido,  y  que  no  me  maravillase  desto, 
•r([ue  allí  estaban  otras  muchas  señoras  de  los  j^asados  y  presentes 
j,los,  encantadas  eñ  diferentes  y  extrañas  liguras,  entre  las  cuales 
nocía  él  á  la  reina  (TÍnel)ra  y  su  dueña  (Quintañona,  la  cjue  escan- 
il)a  el  vino  á  Lanzarote  cuando  de  Bretaña  vino. 

Cuando  Sancho  Panza  oyó  decir  esto  á  su  amo,  pensó  perder  el 
icio  (')  morirse  de  risa;  que  como  él  sabía  la  verdad  del  fingido  encanto 

Dulcinea,  de  quien  él  había  sido  el  encantador  y  el  levantador  de  tal 
-timonio,  acalx)  de  conocer  indudablemente  que  su  señor  estaba  fuera 

juicio  y  loco  de  todo  punto,  y  así  le  dijo:  «En  mala  coyuntura  y  en 
or  sazón  y  en  aciago  día  bajó  vuesa  merced,  caro  patrón  mío,  al  otro 
ando,  y  en  mal  punto  se  encontró  con  el  señor  Montesinos,  que  tal 
s  le  ha  vuelto.  Bien  se  estaba  vuesa  merced  acá  arriba  con  su  en- 
•o  juicio,  tal  cual  Dios  se  le  había  dado.  hal)lando  sentencias  y  dando 
nsejos  á  cada  paso,  y  no  agora,  contando  los  mayores  disparates  que 
leden  imaginarse.» 

—Como  te  conozco,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  no  hago  caso  de 
s  palabras. 

— Ni  yo  tampoco  de  las  de  vuesa  merced,  replicó  Sancho,  siquiera  me 
era,  siquiera  me  mate  por  las  que  he  dicho,  ó  por  las  que  le  pienso 
cir,  si  en  las  suyas  no  se  corrige  y  enmienda.  Pero  dígame  vuesa 
3rced,  agora  Ciue  estamos  en  paz,  ¿cómo  ó  en  qué  conoció  á  la  señora 
iestra  ama?  Y  si  la  liabló,  ¿qué  dijo,  y  qué  le  respondió? 
— CoDocíla,  respondió  Don  Quijote,  en  que  trae  los  mesmos  vestidos 
le  traía  cuando  tú  me  la  mostraste.  Hablóla,  pero  no  me  respondió 
labra;  antes  me  volvió  las  espaldas,  y  se  fué  huyendo  con  tanta 
iesa,  que  no  la  alcanzaría  una  jara.  Quise  seguirla;  y  lo  hiciera,  si  no 
3  aconsejara  Montesinos  que  no  me  cansase  en  ello,  porque  sería  en 
Ide,  y  más  porque  se  llegaba  la  hora  donde  me  convenía  volver  á 
hr  de  la  sima.  Díjome  asimesmo  que,  andando  el  tiempo,  se  me  daría 
iso  cómo  habían  de  ser  desencantados  él  y  Belerma  y  Durandarte, 
n  todos  los  que  allí  estaban.  Pero  lo  que  más  pena  me  dio  de  las  que 


564  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

allí  vi  y  noté,  fué  que  estándome  diciendo  Montesinos  estas  razones,  s 
llegó  á  mí  por  un  lado,  sin  que  yo  la  viese  venir,  una  de  las  dos  con 
pañeras  de  la  sin  ventura  Dulcinea,  y  llenos  los  ojos  de  lágrimas,  coi 
turbada  y  baja  voz  me  dijo:  «Mi  señora  Dulcinea  del  Toboso  besa 
vuesa  merced  las  manos,  y  suplica  á  vuesa  merced  se  la  haga  de  hacerl 
saber  cómo  está,  y  que,  por  estar  en  una  gran  necesidad,  asimismo,  si 
plica  á  vuesa  merced  cuan  encarecidamente  puede,  sea  servido  de  preí 
tarle  sobre  este  faldellín  que  aquí  traigo,  de  cotonía,  nuevo,  media  d( 
cena  de  reales,  ó  los  que  vuesa  merced  tuviere;  que  ella  da  su  palabr 
de  volvérselos  con  mucha  brevedad.»  Suspendióme  y  admiróme  el  tí 
recado:  y  volviéndome  al  señor  Montesinos,  le  pregunté: 

«¿Es  posible,  señor  Montesinos,  que  los  encantados  principales  pí 
decen  necesidad?» 

»A  lo  que  él  me  respondió:  «Créame  vuesa  merced,  señor  Don  Qu 
jote  de  la  Mancha,  que  esta  que  llaman  necesidad,  adondequiera  s 
usa  y  por  todo  se  extiende  y  á  todos  alcanza,  y  aun  hasta  los  encantí 
dos  no  perdona;  y  pues  la  señora  Dulcinea  del  Toboso  envía  á  ped 
esos  seis  reales,  y  la  prenda  es  buena  (según  parece),  no  hay  sino  dá 
selos;  que  sin  duda  debe  de  estar  puesta  en  algún  grande  aprieto.» 

» — Prenda  no  la  tomaré  yo,  le  respondí,  ni  menos  le  daré  lo  que  i)idi 
porque  no  tengo  sino  solos  cuatro  reales,  los  cuales  le  di  (que  fuero 
ios  que  tú,  Sancho,  me  diste  el  otro  día  para  dar  limosna  á  los  pobn 
que  topase  por  los  caminos),  y  le  dije:  «Decid,  amiga  mía,  á  vuesa  a< 
ñora  que  á  mí  me  pesa  en  el  alma  de  sus  trabajos,  y  que  quisiera  s( 
un  Fúcar  para  remediarlos,  y  que  le  hago  saber  que  yo  no  puedo  ] 
debo  tener  salud,  careciendo  de  su  agradable  vista  y  discreta  convers; 
ción,  y  que  le  suplico  cuan  encarecidamente  puedo,  sea  servida  s 
merced  de  dejarse  ver  y  tratar  deste  su  cautivo  servidor  y  asendereac 
caballero.  Diréisle  también  que,  cuando  menos  se  lo  piense,  oirá  dec 
cómo  yo  he  hecho  un  juramento  y  voto,  á  modo  de  aquel  que  hizo 
Marqués  de  Mantua,  de  vengar  á  su  sobrino  Baldo  vinos,  cuando 
halló  para  expirar  en  mitad  de  la  montiña,  que  fué  de  no  comer  pan 
manteles  con  las  otras  zarandajas  que  allí  añadió,  hasta  vengarle; 
así  le  haré  yo  de  no  sosegar  y  de  andar  las  siete  partidas  del  munc 
con  más  puntualidad  que  las  anduvo  el  infante  don  Pedro  de  Portuga 
hasta  desencantarla.»  «Todo  eso  y  más  debe  vuesa  merced  á  mi  señora 
me  respondió  la  doncella;  y  tomando  los  cuatro  reales,  en  lugar  de  h 
cerme  una  reverencia,  hizo  una  cabriola,  que  se  levantó  dos  varas  ( 
medir  en  el  aire. 

— ¡Oh  santo  Dios!,  dijo  á  este  tiempo,  dando  una  gran  voz  Sanch 
¿es  posible  que  tal  hay  en  el  mundo,  y  que  tengan  en  él  tanta  fuer; 
los  encantadores  y  encantamentos,  que  hayan  trocado  el  buen  juic 
de  mi  señor  en  una  tan  disparatada  locura?  ¡Oh  señor,  señor!  Porquie 
Dios  es,  que  vuesa  merced  mire  por  sí  y  vuelva  por  su  honra,  y  no  c 
crédito  á  esas  vaciedades,  que  le  tienen  menguado  y  descabalado 
sentido. 

— Como  me  quieres  bien,  Sancho,  hablas  desa  manera,  dijo  De 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    XXIII 


565 


Liijote;  y  como  no  estás  experimentado  en  las  cosas  del  mundo,  todas 
is  cosas  que  tienen  al,c;o  de  dificultad  (e  i)ai'ecen  imposibles;  pero  an- 
;ira  el  tiempo,  como  otra  vez  he  dicho,  y  yo  te  contaré  algunas  de  las 
lie   allá  abajo  he  visto,  que  te   harán   creer  las  que  ai|UÍ  he  contado, 

iy;i  xt'i'd'id  ni  admite  rt'ph'cii  ni  <h'spnt;i. 


C'APÍTrLO  XXIV 

Donde  se  cuentan  mil  zarandajas  tan  impertinentes  como  necesarias  al 
verdadero  entendimiento  desta  grande  historia. 


I 


ICE  el  que  tradujo  esta  grande  historia  del  original  de  la  quu 

escribió  su  primer  autor  Cide  Hamete  Benengeli,  que  llegand( 

al   capítulo  de  la  aventura  de  la  cueva  de  Montesinos,  en  e 

margen  del  estaban  escritas  de  mano  del  mismo  Hamete  esta:- 

mismas  razones: 

«No  me  puedo  dar  á  entender  ni  me  puedo  persudir  que  al  vale 
»roso  Don  Quijote  le  pasase  puntualmente  todo  lo  que  en  el  antecedent» 
» capítulo  queda  escrito.  La  razón  es,  que  todas  las  aventuras  hasta  af|U 
» sucedidas,  han  sido  contingibles  y  verisímiles;  pero  á  esta  de  la  cucv; 
»no  le  hallo  entrada  alguna  para  tenerla  por  verdadera,  por  ir  tan  fuer; 
»de  los  términos  razonables.  Pues  pensar  yo  que  Don  (Quijote  mintiese 
» siendo  el  más  verdadero  hidalgo  y  el  más  noble  caballero  de  sus  tiem 
»pos,  no  es  posible;  que  no  dijera  él  una  mentira  si  le  asaetaran.  Po 
»otra  parte,  considero  que  él  la  contó  y  la  dijo  con  todas  las  circuns 
»tancias  dichas,  y  que  no  pudo  fabricar  en  tan  breve  espacio  tan  grai 
» máquina  de  disparates;  y  si  esta  aventura  parece  apócrifa,  yo  no  ten 
»go  la  culpa;  y  así,  sin  afirmarla  por  falsa  ó  verdadera,  la  escribo.  Tú 
»letor,  pues  eres  prudente,  juzga  lo  que  te  pareciere;  que  yo  no  deb(  • 
»ni  puedo  más;  puesto  que  se  tiene  por  cierto  que  el  tiempo  de  su  ñi 
»y  muerte  dice  que  se  retrató  della,  y  dijo  que  él  la  había  inventado 
*por  parecerle  que  convenía  y  cuadraba  bien  con  las  aventuras  qui 
» había  leído  en  sus  historias  >  Y  luego  prosiguió  diciendo: 


l'ABTE    SEliUNDA. CAPITULO    XXIV  ;)l)í 


Espantóse  el  primo,  así  del  atrevimiento  de  Sandio  Tanza,  como 
le  la  paciencia  de  su  amo,  y  juzgó  que  del  contento  que  tenía  de  haber 
isto  á  ?u  señora  Dulcinea  del  Toboso,  auniiue  encantada,  le  nacía 
i(}uella  condición  i)landa  que  entonces  mostraba;  })orciue  si  así  no  t'ue- 
a,  [)alabras  y  razones  le  dijo  Sancho,  que  merecían  molerle  á  palos; 
•orque  realmente  le  pareció  que  había  andado  atrcvidillo  con  su  señor, 
i  ([uien  le  dijo:  «Yo,  señor  don  (Quijote  de  la  Mancha,  doy  por  bien 
■nq)leadísima  la  jornada  que  con  vuesa  merced  he  liecho,  porque  en 
■lia  he  t]jranjeado  cuatro  cosas:  la  ]>rimera,  haber  conocidi^  á  vuesa 
ncrced,  que  lo  ten<ío  á  gran  felicidad;  la  segunda,  haber  sabido  1(>  que 
-e  encierra  en  esta  cueva  de  Montesinos,  con  las  nmtaciones  de  (Uia- 
liana  y  de  la^  lagunas  de  Ruidera,  que  me  servirán  i)ara  el  Ovidio  e^-- 
xiñol.  que  traigf»  entre  manos;  la  tercera,  entender  la  antigüedad  de  los 
laipcs,  (jue  i)or  lo  menos  ya  se  usal)an  en  tienq»»  del  emperador  Cario 
Magno,  según  puede  colegirse  de  las  })alabraB  (juc  vuesa  merced  dice 
[ue  dijo  Durandarte,  cuando  al  cabo  de  aquel  grande  espacio  que  es- 
uvo  hablando  con  él  Montesinos,  él  despertó  diciendo:  ¡Kuiencia  j/  ha- 
■djar.  Y  esta  razón  y  modo  de  hablar  no  la  pudo  aprender  encantadc». 
Muo  cuando  no  lo  estaba,  en  Francia  y  en  tiempo  del  referido  empera- 
lor  ('arlo  Magno.  Y  esta  averiguación  me  viene  pinti¡)arada  }»ara  el 
»tro  libro  que  voy  componiendo,  que  es  Suplcrneuto  de  VirffiJio  Pulidora 
'H  la  invención  de  las  antitiiiedadpíi:  y  creo  <pie  en  el  suyo  no  se  acordó 
de  poner  la  de  los  naipes,  como  la  pondré  yo  ahora,  que  será  de  muclia 
importancia,  y  más  alegando  autor  tan  grave  y  tan  verdadero  como  es 
i'l  señor  Durandarte;  la  cuarta  es  haber  sabido  con  certidumbre  el  naci- 
miento del  río  Guadiana,  hasta  ahora  ignorado  de  las  gentes.» 

—Vuesa  merced  tiene  razón,  dijo  Don  Quijote;  pero  querría  yo  sa- 
l)er.  ya  (jue  Dios  le  haga  merced  de  que  se  le  dé  licencia  j)ara  imprimir 
esos  sus  libros  (que  lo  dudo),  á  quién  piensa  dirigirlos. 

— Señores  y  grandes  hay  en  Es})aña  á  quien  puedan  dirigirse,  dijo 
el  primo. 

— No  muchos,  respondió  Don  Quijote;  y  no  porque  no  lo  merezcan, 
sino  que  no  quieren  admitirlos,  por  no  obligarse  á  la  satisf ación  que 
parece  se  debe  al  trabajo  y  cortesía  de  sus  autores.  Un  príncipe  conoz- 
co yo,  que  puede  suplir  la  falta  de  los  demás  con  tantas  ventajas,  que 
si  me  atreviera  á  decirlas,  quizá  despertara  la  envidia  en  más  de  cuatro 
generosos  pechos;  pero  quédese  esto  aquí  para  otro  tiempo  más  cómodo 
y  vamos  á  buscar  adonde  recogernos  esta  noche. 

— Xo  lejos  de  aquí,  respondió  el  ]>rimo,  está  una  ermita,  donde  hace 
su  habitación  un  ermitaño,  que  dicen  ha  sido  soldado,  y  está  en  opi- 
nión de  ser  un  buen  cristiano,  y  muy  discreto  y  caritativo  además. 
Junto  con  la  ermita  tiene  una  pequeña  casa,  que  él  ha  labrado  á  su 
costa;  pero  con  todo,  aunque  chica,  es  capaz  de  recibir  huéspedes. 
— ¿Tiene  por  ventura  gallinas  el  tal  ermitaño?,  preguntó  Sancho. 
— Pocos  ermitaños  están  sin  ellas,  respondió  Don  Quijote;  porque  no 
son  los  que  agora  se  usan  como  aquellos  de  los  desiertos  de  Egipto, 
que  se  vestían  de  hojas  de  palma  y  comían  raíces  de  la  tierra  Y  no  se 


568 


DON-  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 


entienda  que,  por  decir  bien  de  aquellos,  no  lo  digo  de  aquestos,  sin( 
(¡ue  quiero  decir  que  al  rigor  y  estrecheza  de  entonces  no  llegan  lai 
])enitencias  de  los  de  agora;  pero  no  por  esto  dejan  de  ser  todos  «buenos 
A  lo  menos,  yo  por  buenos  los  juzgo,  y  cuando  todo  corra  turbio,  me 
nos  mal  hace  el  hipócrita,  que  se  finge  bueno,  que  el  público  pecador 
Estando  en  esto,  vieron  que  hacia  donde  ellos  estaban  venía  ui 
hombre  á  pie,  caminando  apriesa,  y  dando  varazos  á  un  macho  que  ve 
nía  cargado  de  lanzas  y  de  alabardas,  (-uando  llegó  á  ellos,  los  saludó 
y  pasó  de  largo.  Don  Quijote  le  dijo:  «Buen  hombre,  deteneos;  que  pa 
rece  que  vais  con  más  diligencia  que  ese  macho  ha  menester.» 

— No  me  puedo  detener,  señor,  respondió  el  hombre,  porque  las  ar 
mas,  que  veis  que  aquí  llevo,  han  de  servir  acaso  mañana;  y  así,  me  e¡ 


ridicronle  de  lo  caru.  Ke.spondiú  que  su  señor  no  lo  tenía;  i)ero  que  si  querían  agua  barata, 
que  .se  la  daría  de  muy  buena  gana. 


forzoso  el  no  detenerme;  y  á  Dios.  Pero  si  quisiéredes  saber  para  qu( 
las  llevo,  en  la  venta,  que  está  más  arriba  de  la  ermita,  pienso  aloja: 
esta  noche;  y  si  es  que  hacéis  este  mesmo  camino,  allí  me  hallaréis 
<l()nde  os  contaré  maravillas;  y  á  Dios  otra  vez;  y  de  tal  manera  aguijí 
el  macho,  que  no  tuvo  lugar  Don  Quijote  de  preguntarle  qué  maravi 
Has  eran  las  que  pensaba  decirles;  y  como  él  era  algo  curioso,  y  siem 
pre  le  fatigaban  deseos  de  saber  cosas  nuevas,  ordenó  que  al  moment( 
se  partiesen,  y  fuesen  á  pasar  la  noche  en  la  venta,  sin  tocar  en  la  er 
mita,  donde  c|uisiera  el  primo  c|ue  st-  quedaran. 

Hízose  así,  subieron  á  caballo,  y  siguieron  todos  tres  el  derecho  ca 
mino  de  la  venta  y  la  ermita,  á  la  cual  llegaron  un  poco  antes  de  ano 
checer.  Dijo  el  primo  á  Don  Quijote  cpe  llegasen  á  ella  á  beber  ur 
trago.  Apenas  oyó  esto  Sancho  Panza,  cuando  encaminó  el  Rucio  ¿ 
la  ermita,  y  lo  mismo  hicieron  Don  Quijote  y  el  primo;  pero  la  malí 
suerte  de  Sancho  parece  que  ordenó  que  el  ermitaño  no  estuviese  er 
casa;  que  así  se  lo  dijo  una  sotaermitaño  que  en  la  ermita  hallaron 


PAKTE    SEGUNDA. — CAPÍTULO    XXIV  ÓÜÍ» 


Pidiéronle  de  lo  caro.  Respondió  que  su  señor  no  lo  tenía;  pero  (jue 
q  ([uerían  agua  barata,  que  se  la  daría  de  muy  buena  gana. 

<  Si  yo  la  tuviera  de  agua,  respondió  Sancho,  pozos  hay  en  el  cami- 
no, donde  la  hubiera  satisfecho.  ¡Ah  bodas  de  ('amacho,  y  abundancia 
le  la  casa  de  don  1  )iego,  y  cuántas  veces  os  tengo  de  echar  menos! » 

Con  esto  dejaron  la  ermita  y  i)icaron  hacia  la  venta,  y  á  poco  trecho 
ro})aron  un  mancebito,  que  delante  dellos  iba  caminando  no  con  mucha 
priesa,  y  así  le  alcanzaron.  Llevaba  la  espada  sobre  el  hombro,  y  en 
olla  puesto  un  bulto  ó  envoltorio,  al  parecer,  de  sus  vestidos,  (jue  de- 
bían de  ser  los  calzones  ó  gregüescos  y  herreruelo  y  alguna  camisa; 
l)orque  traía  puesta  una  ropilla  de  terciopelo  con  algunas  vislumbres 
<le  raso,  y  la  camisa  de  fuera;  las  medias  eran  de  seda,  y  los  zaj)atos 
cuadrados,  á  uso  de  Corte;  la  edad  llegaría  á  diez  y  ocho  ó  diez  y  nueve 
.mos;  alegre  de  rostro,  y,  al  parecer,  ágil  de  su  persona:  iba  cantando 
seguidillas  i)ara  entretener  el  trabajo  del  camino.  Cuando  llegaron  á 
•^1,  acababa  de  cantar  una,  que  el  j)rimo  tomó  de  memoria,  que  dicen 
'  lue  decía: 


A  la  jíuerra  me  llc\  a 
Mi  necesidad; 
.Si  tuviera  dineros, 
No  fuera  en  verdad. 


El  primero  que  le  habló  fué  Don  (¿uijote.  diciéndole:  «Muy  á  la 
ligera  camina  vuesa  merced,  señor  galán;  y  ¿adonde  bueno?  Sepamos, 
si  es  que  gusta  decirlo.» 

A  lo  que  el  mozo  respondió:  «El  caminar  tan  á  la   ligera  lo  causa 
calor  y  la  pobreza,  y  adonde  voy  es  á  la  guerra. 

— ¿Cómo  la  pobreza?,  preguntó  Don  Quijote;  i[uv  por  el  caloi-  bien 
l»uede  ser. 

— Señor,  replicó  el  mancebo,  yo  llevo  en  este  envoltorio  unos  gre- 
güescos de  terciopelo,  compañeros  desta  ropilla:  si  los  gasto  en  el  cami- 
no, no  me  podré  honrar  con  ellos  en  la  ciudad,  y  no  tengo  con  qué 
comprar  otros;  y  así  por  esto  como  por  orearme,  voy  desta  manera 
hasta  alcanzar  unas  compañías  de  infantería,  que  no  están  doce  leguas 
de  aquí,  donde  asentaré  mi  plaza,  y  no  faltarán  bagajes  en  que  caminar 
de  allí  adelante  hasta  el  embarcadero,  que  dicen  que  ha  de  ser  en  Car- 
tagena; y  más  quiero  tenerpor  amo  y  por  señor  al  Rey,  y  servirle  en  la 
guerra,  que  no  á  un  pelón  en  la  Corte. 

— ¿Y  lleva  vuesa  merced  alguna  ventaja,  })or  ventura?,  preguntó  el 
])rimo. 

— Si  yo  hubiera  servido  á  algún  grande  de  España  ó  algún  principal 
personaje  respondió  el  mozo,  á  buen  seguro  que  yo  la  llevara;  que  eso 
tiene  el  servir  á  los  buenos;  que  del  tinelo  suele  sahr  uno  á  ser  alférez 
()  capitán,  ó  con  algún  buen  entendiiuiento;  pero  yo  ¡desventurado! 
serví  siempre  á  catariberas  y  á  gente  advenediza,  de  ración  y  quitación 
tan  mísera  y  atenuada,  que  en  pagar  el  almidonar  un  cuello  se  consu- 
mía la  mitad  della;  y  sería  tenido  á  milagro  que  un  paje  aventurero 
:ilr-anzase  alguna  siquiera  razonable  ventura. 


570  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Y  dígame  por  su  vida,  amigo,  preguntó  Don  Quijote,  ¿es  posible 
que  en  los  años  que  sirvió  no  ha  podido  alcanzar  alguna  librea? 

— Dos  me  han  dado,  respondió  el  paje;  pero  así  como  al  que  se  sale 
de  alguna  rehgión  antes  de  profesar  le  quitan  el  hábito  y  le  vuelven 
sus  vestidos,  así  me  volvían  á  mí  los  míos  mis  amos;  t{ue  acabados  los 
negocios  á  que  venían  á  la  Corte,  se  volvían  á  sus  casas  y  recogían  las 
libreas,  que  por  sola  ostentación  habían  dado. 

— ¡Notable  espilorchería!  como  dice  el  italiano,  dijo  Don  Quijote; 
pero  con  todo  eso,  tenga  á  felice  ventura  el  haber  saHdo  de  la  Corte 
con  tan  buena  intención  como  lleva;  porque  no  hay  otra  cosa  en  la 
tierra  más  honrada  ni  de  más  provecho  que  servir  á  Dios  primera- 
mente, y  luego  á  su  rey  y  señor  natural,  especialmente  en  el  ejercicio 
de  las  armas,  por  las  cuales  se  alcanza,  si  no  más  riquezas,  á  lo  menos 
más  honra  que  por  las  letras,  como  yo  tengo  dicho  muchas  veces;  que 
puesto  que  han  fundado  más  ma^'orazgos  las  letras  que  las  armas, 
todavía  llevan  un  no  sé  qué  los  de  las  armas  á  los  de  las  letras,  con  un 
sí  sé  qué  de  esplendor  que  se  halla  en  ellos,  que  los  aventaja  á  todos. 
Y  esto  que  ahora  le  quiero  decir,  llévelo  en  la  memoria,  que  le  será  de 
mucho  provecho  y  alivio  en  sus  trabajos;  y  es  que  aparte  la  imagina- 
ción de  los  sucesos  adversos  que  le  podrán  venir;  que  el  peor  de  todos 
es  la  muerte,  y  como  ésta  sea  buena,  el  mejor  de  todos  es  el  morir.  Pre- 
guntáronle á  Julio  César,  aquel  valeroso  emperador  romano,  cuál  era  la 
mejor  muerte.  Respondió  que  la  impensada,  la  de  repente  y  nt) 
prevista;  y  aunque  respondió  como  gentil  y  ajeno  del  conocimiento  del 
verdadero  Dios,  con  todo  eso,  dijo  bien,  para  ahorrarse  del  sentimiento 
Immano;  que  puesto  caso  que  os  maten  en  la  primera  facción  y  refrie- 
ga, ó  ya  de  un  tiro  de  artillería  ó  volado  de  una  mina,  ¿qué  importa?, 
todo  es  morir,  y  acabóse  la  obra;  y  se^ún  Terencio,  más  bien  parece  el 
soldado  muerto  en  la  batalla,  que  vivo  y  salvo  en  la  huida,  y  tanto  al- 
canza de  fama  el  buen  soldado,  cuanto  tiene  de  obediencia  á  sus  capi- 
tanes y  á  los  que  mandarle  pueden.  Y  advertid,  hijo,  que  al  soldado 
mejor  le  está  el  oler  á  pólvora  que  á  algalia,  y  que  si  la  vejez  os  coge  en 
este  honroso  ejercicio,  aunque  sea  lleno  de  heridas  y  estropeado  ó  cojo, 
á  lo  menos  no  os  podrá  coger  sin  honra,  y  tal  que  no  os  la  podrá  me- 
noscabar la  pobreza;  cuanto  más,  que  ya  se  va  dando  orden  como  se 
entretengan  y  remedien  los  soldados  viejos  y  estropeados,  porque  no 
es  bien  que  se  haga  con  ellos  lo  que  suelen  hacer  los  que  ahorran  y 
dan  libertad  á  sus  negros,  cuando  ya  son  viejos  y  no  pueden  servir; 
que  echándolos  de  casa  con  título  de  libres,  los  hacen  esclavos  del 
hambre,  de  quien  no  piensan  ahorrarse  sino  con  la  muerte;  y  por  aho- 
ra no  os  quiero  decir  más,  sino  que  subáis  á  las  ancas  deste  mi  caballo 
hasta  la  venta,  y  allí  cenaréis  conmigo,  y  por  la  mañana  seguiréis  el 
camino,  que  os  le  dé  Dios  tan  bueno  como  vuestros  deseos  mt  recen. 

El  paje  no  aceptó  el  convite  de  las  ancas,  aunque  sí  el  de  cenar  con 
él  en  la  venta;  y  á  esta  sazón,  dicen  que  dijo  Sancho  entre  sí:  «¡Válate 
Dios  por  señor!  ¿Y  es  posible  que  hombre  que  sabe  decir  tales,  tantas  y 
tan  buenas  cosas  como  aquí  ha  dicho,  diga  que  ha  visto  los  disparates 


PARTE    SEGUNDA. 


-CAPITULO    XXIV 


571 


ni)osibles  que  cuenta  de  la  cueva  de  Montesinos?  Ahora  bien,  ello 
irá»;  y  en  esto  llegaron  á  la  venta  á  tiempo  que  anochecía,  y  no  sin 
usto  de  Sancho,  por  ver  que  su  señor  la  juzgó  por  verdadera  venta,  y 
lO  por  castillo,  como  solía. 

No  hubieron  bien  entrado,  cuando  Don  Quijote  preguntó  al  ventero 
'or  el  hombre  de  las  lanzas  y  alaliardas,  el  cual  le  respondió  que  en  la 
aballeriza  estaba  acomodando  el  macho;  lo  mismo  lucieron  de  sus  ju- 
iientos  el  primo  y  Sancho,  dando  á  Rocinante  el  mejor  pesebre  y  el  me- 
»r  lugar  de  la  caballeriza. 


CAPITULO    XX\' 

Donde  se  apunta  la  aventura  del  rebuzno  y  la  graciosa  del  titerero,  con  las 
memorables  adivinanzas  del  mono  adivino. 


o  se  le  cocía  el  pan  á  Don  Q.uijote,  como  suele  decirse,  liasta  oír 
1^1»)  y  saber  las  maravillas  prometidas  del  hombre,  conductor  de  las 
armas.  Fuéle  á  buscar  donde  el  ventero  le  había  dicho  <|ue  es- 
taba,  y  hallóle,  y  díjole  que  en  todo  caso  le  dijese  luego  lo  que 
le  había  de  decir  después,  acerca  de  lo  que  le  había  pre.guntado  en  e' 
camino.  El  hombre  le  respondió:  «Más  despacio,  y  no  en  pie,  se  ha  de 
tomar  el  cuento  de  mis  maravillas;  déjeme  vuesa  merced,  señor  bueno, 
acabar  de  dar  recado  á  mi  bestia;  que  yo  le  diré  cosas  que  le  admiren.» 
— No  quede  por  eso,  respondió  Don  Quijote;  que  yo  os  ayudaré  á 
todo;  y  así  lo  hizo,  aechándole  la  cebada  y  limpiando  el  pesebre;  humil- 
dad que  obligó  al  hombre  á  contarle  con  buena  voluntad  lo  que  le  pedía; 
y  sentándose  en  un  poyo,  y  Don  Quijote  junto  áél,  teniendo  por  senadí^ 
y  auditorio  al  primo,  al  paje,  á  Sancho  Panza  y  al  ventero,  comenzó  a 
decir  desta  manera: 

«Sabrán  vuesas  mercedes  que  en  un  lugar  que  está  cuatro  leguas  y 
media  desta  venta,  sucedió  que  á  un  regidor  del,  por  industria  y  engañe 
de  una  muchacha,  criada  suya  (y  esto  es  largo  de  contar),  le  faltó  un 
asno;  y  aunciue  el  tal  regidor  hizo  las  dihgencias  posibles  por  hallarle, 
no  fué  posible.  Quince  días  serían  pasados,  según  es  pública  voz  y  fama, 
que  el  asno  faltaba,  cuando  estando  ( n  la  plaza  el  regidor  perdidoso, 
otro  regidor  del  mismo  pueblo  le  dijo:  Dadme  albricias,  compadre;  que 
vuestro  jumento  ha  parecido. » 


I'AUTE    SEGUNDA. C'Al'ITUl.O    XXV 


;)  <  o 


» — Yo  os  las  mando,  y  buenas,  compadre,  respondió  el  otro;  pero  so- 
•imos  dónde  ha  parecido. 

> — En  el  monte,  respondió  el  hallador,  le  vi  esta  mañana,  sin  alhai 
a  y  sin  ai)arejo  al<iuno.  y  tan  ílaco,  que  era  una  compasión  mirall» . 
uísele  antecoiíer  delante  de  mí  y  traérosle;  i)ero  está  ya  tan  montaraz 

tan  huraño,  que  cuando  llegué  á  él.  s(>  fué'  huyendo' y  se  entró  en  lo 
las  escondido  del  monte;  si  queréis 
Lie  volvamos  los  dos  á  buscarle,  de- 
idme  poner  esta  borrica  en  mi  casa; 
Lie  luego  vuelvo. 

»— Mucho  placer  me  haréis,  dijo  el 
3I  jumento;  y  yo  procuraré  pagáros- 
'  en  la  mesma  moneda. 

sCon  estas  circunstancias  todas,  y 
2  la  mesma  muñera  que  yo  lo  voy 
)ntando,  lo  cuentan  todos  aquellos 
ue  están  enterados  en  la  verdad  des- 
■  caso.  Yai  resolución,  los  dos  regido- 
;s,  á  pie  y  mano  á  mano,  se  fueron 

monte;  y  llegando  al  lugar  y  sitio 
mde  pensaron  hallar  el  asno,  no  lo 
ülaron,  ni  pareció  por  todos  aquellos 
Mitornos,  aunque  más  le  buscaron. 

'>\'iendo,  pues,  que  no  parecía,  dijo 

regidor  que  le  había  visto  al' otro: 
Mirad,  compadre:  una  traza  me  ha 
■nido  al  pensamiento,  con  la  cual  sin 
ida  alguna  podremos  descubrir  este 
limal,  aunque  esté  metido  en  las  en- 
anas de  la  tierra,  no  que  del  monte; 
es  que...  yo  sé  rebuznar  maravillo- 
. mente,  y  si  vos  sabéis  algiín  tanto, 
id  el  hecho  por  concluido. » 
» — ¿Algún  tanto  decís,  compadre?, 
jo  el  otro;  por  Dios  que  no  dé  la 
nitaja  á  nadie,  ni  aun  á  los  mesmos 
h;nos. 
»— Ahora  lo  veremos,  respondió  el 
•gidor  segundo;  porque  tengo  deter- 

inado  que  os  vais  vos  por  una  parte  del  monte,  y  yo  por  otra,  de 
Lodo  que  le  rodeemos  y  andemos  todo;  y,  de  trecho  en  trecho,  rebuz- 
iréis  vos  y  rebuznaré  yo;  y  no  podrá  ser  menos  sino  que  el  asno  nos 
,^a  y  nos  responda,  si  es  que  está  en  el  monte. 

A  lo  que  reápondió  el  dueño  del  jumento:   *Digo,   compadre,   ([ue 

traza  es  excelente  y  digna  de  vuestro  gran  ingenio»;  y  dividiéndose 
s  dos,  según  el  acuerdo,  sucedió  que  casi  á  un  mesmo  dempo  rebuz- 
naron, y,  cada  uno  engañado  del  rebuzno  del  otro,  acudieron  los*dos 


'•hr.zv.o  (1p1  nfro 


074  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

á  buscarse,  pensando  que  ya  el  jumento  había  parecido;  y  en  viéndosí 
dijo  el  perdidoso:  «¿Es  posible,  compadre,  que  no  fué  mi  asno  el  qu 
rebuznó?» 

» — No  fué,  sino  yo,  respondió  el  otro. 

» — Ahora  digo,  dijo  el  dueño  que  de  vos  á  un  asno,  compadre,  u 
hay  alguna  diferencia  en  cuanto  toca  al  rebuznar,  porque  en  mi  vid 
he  visto  ni  he  oído  cosa  más  propia. 

» — Esas  alabanzas  y  encarecimientos,  respondió  el  de  la  traza,  mejo 
os  atañen  y  tocan  á  vos  que  á  mí.  compadre;  que,  por  el  Dios  que  m 
crió,  que  podéis  dar  dos  rebuznos  de  ventaja  al  mayor  y  más  perito  n 
buznador  del  mundo;  porc{ue  el  sonido  que  tenéis  es  alto,  lo  sostenid 
de  la  voz  á  su  tiempo  y  compás,  los  dejos  muchos  y  apresurados,  y  e: 
resolución,  yo  me  doy  por  vencido  y  os  rindo  la  palma  y  doy  la  band( 
ra  desta  rara  habilidad. 

» — Ahora  digo,  respondió  el  dueño,  que  me  tendré  y  estimaré  e: 
más  de  aquí  adelante,  y  pensaré  que  sé  alguna  cosa,  pues  tengo  algún 
gracia;  que  puesto  que  pensaba  que  rebuznaba  bien,  nunca  entendí  qu 
llegaba  al  extremo  que  decís. 

» — También  diré  yo  ahora,  respondió  el  segundo,  que  hay  raras  hí 
bilidades  perdidas  en  el  mundo,  y  que  son  mal  empleadas  en  aquella 
que  no  saben  aprovecharse  dellas. 

» — Las  nuestras,  respondió  el  dueño,  si  no  es  en  casos  semejante 
como  el  que  traemos  entre  manos,  no  nos  pueden  servir  en  otros; 
aun  en  éste,  plega  á  Dios  que  nos  sean  de  provecho. 

»Es'.o  dicho  se  tornaron  á  dividir  y  á  volver  á  sus  rebuznos,  y  á  cad 
paso  se  engañaban  y  volvían  á  juntarse,  liasta  que  se  dieron  por  cor 
traseña,  que  para  entender  que  eran  ellos  y  no  el  asno,  rebuznasen  do 
veces,  una  tras  otra.  Con  esto,  doblando  á  cada  paso  los  rebuznos,  re 
dearon  todo  el  monte,  sin  que  el  perdido  jumento  respondiese,  ni  au 
por  señas.  Más  ¿cómo  había  de  responder  el  pobre  y  malogrado,  si  1 
liallaron  en  lo  más  escondido  del  bosque,  comido  de  lobos?  Y  en  viér 
dolé,  dijo  su  dueño:  «Ya  me  maravillaba  yo  de  que  éh  no  respondíí 
pues  á  no  estar  muerto,  él  rebuznara  si  nos  oyera,  ó  no  fuera  asnc 
pero  a  trueco  de  haberos  oído  rebuznar  con  tanta  gracia,  compadrt 
doy  por  bien  empleado  el  trabajo  que  he  tenido  en  buscarle,  aunque  1 
he  hallado  muerto.  > 

» — En  buena  mano  está,  compadre,  respondió  el  otro;  pues  si  bie 
canta  el  abad,  no  le  va  en  zaga  el  monacillo.  Con  esto,  desconsolado 
y  roncos,  se  volvieron  á  su  aldea,  adonde  contaron  á  sus  amigo; 
vecinos  y  conocidos  cuanto  les  había  acontencido  en  la  busca  del  asnc 
exagerando  el  uno  la  gracia  del  otro  en  el  rebuznar,  todo  lo  cual  & 
supo  y  se  extendió  por  los  lugares  circunvecinos;  y  el  diablo,  que  n 
duerme,  como  es  amigo  de  sembrar  y  derramar  rencillas  y  discordi 
por  do  quiera,  levantando  caramillos  en  el  viento  y  grandes  quimerí 
de  nonada,  or  ienó  é  hizo  que  las  gentes  de  los  otros  pueblos,  en  viend 
á  alguno  de  nuestra  aldea,  rebuznasen,  como  dándoles  en  rostro  co 
el   rebuzno  de  nuestros  regidores.  Dieron  en  ello  los  muchachos,  qi" 


TARTE    SEGUNDA, —CAPÍTULO    XXV  575 

lué  dar  en  manos  y  en  bocas  de  todos  los  demonios  del  infierno;  y  fué 
cundiendo  el  rehu/uo  de  uno  en  otro  pueblo  de  manera,  que  son  cono 
cidos  los  naturales  del  pueblo  del  rebuzno  como  son  conocidos  y  dife 
rendados  los  nebros  de  los  blancos,  y  ba  llegado  á  tanto  la  desgracia 
desta  burla,  que  nmchas  veces,  con  niano  armada  y  formado  escuadrón.^ 
han  salido  contra  los  burladores  los  burlados  á  darse  bat^alla,  sin  poder- 
lo remediar  Rey  ni  Roque,  ni  temor  ni  vergüenza.  Yo  creo  <jue  mañana 
-otro  díív  ban  de  salir  en  campaña  los  de  mi  })ueblo,  que  son  los  del 
luzno,  contra  otro  lugar  que  esta  ú  dos  leguas  del  nuestro,  que  es  uno 
(le  los  que  más  nos  jiersiguen,  y  por  salir  bien  apercibidos,  llevo  com- 
;i)radas  estas  lanzas  y  alabardas  que  habéis  visto,  Y  estas  son  las  ma- 
ravillas (jue  dije  (jueos  había  de  contar;  y  si  no  os  lo  han  {)arecido,  no 
^sé  otras»;  y  con  este  dio  íin  á  su  plática  el  buen  hombre. 

Y  en  esto  entró  por  la  puerta  de  la  venta  un  hombre,  todo  vestido 
'lie  camuza,  medias,  gregüescos  y  jubón,  y  con  una  voz  levantada  dijo: 
cSoñor  huésped,  ¿hay  posada?,  que  viene  aquí  un  mono  adivino  y  el  re 
ítablo  de  la  libertad  deMelisendra.  v 

-¡Cuerpo  de  tal!,  dijo  el  ventero:  r,<iue  aquí  está  el  señor  maese  Pe- 
.  '>':'  Buena  noche  se  nos  a{)areja.  (< )lvidábaseme  de  decir  como  el  taJ 
niaese  Redro  traía  cubierto  el  ojo  izcjuierdo  y  casi  medio  carrillo  con  un 
parche  de  tafetán  verde,  señal  que  todo  aquel  lado  debía  de  estajven- 
tVrmo.)  Y  el  ventero  prosiguió  diciendo:  Hea  bien  venido  vuesa  mei- 
1.  señor  maese  Redro;  ¿adonde  está  el  mono  y  el  retablo,  que  no 
-  veo? 

— Ya  llegan  cerca,  respondió  el  todo  camuza;  sino  que  yo  me  he  ade- 
Uantado  a  saber  si  hay  posada.  .,  . 

— Al  mismo  Duque  de  Alba  se. la  quitara,  para  dársela  al  sefior, mae- 
;:TJe  Redro,  respondió  el  ventero;  llegue  el  mono  y  el  retablo;  que  gente 
""hay  esta  noche  en  la  venta  que  j)agará  el  verle  y  las  habiliílades  del 

'■»•  •.■  ••   .  •:!    ».'.  •, 

—Sea  en  buen  hora,  respondió  el  delparche;  que  yo  moderaré  el  })re 
lo,  y  con  sola  la  costa  me  daré  por  bien  i)agado;  y  yo  vuelvo  á  hacer 
jue  camine  la  carreta  donde  viene,  el  mono  y  el  retablo.  Y  luego  se 
volvió  á  salir  de  la  venta. 

Rreguntó  luego  Don  Quijote  al  ventero  qué  maese  Pedro  era  aquél. 
\y  qué  retablo  y*qué  tnono  traía.       ... 

A  lo  que  respondió  el  ventero:  «Este  es  un  famoso  titerero,  que  ha 
faluchos. días  que  anda  ])or  esta  Mancha  de  Aragón,  enseñando  un  reta- 
o.de  la  hbertad  de  Mehsendra,  dada  por  el  famoso  don  Gaiferos,  que 
lUna  de  las  mejores  y  más  bien  representadas  historias  que  de  m.u- 
s  años  á  .esta  jiarte  en  este  rein<í  se  han  visto.  Trae  asimismo  consi- 
iin  moiKíi-de  la  más  rara  habilidad ^  que  se.  vio  entre  monos,  ni  se 
uginóientre, hombres,  porque  si  le  preguntan  algo,  está  atento  á  lo 
e  iier  ivreg\nitan,  y  luego  salta  sobre  los  hombros  de  su  amo,,  y  llegan 
-ele  0,1  oído,  le  dice  la  respuesta  de  lo  que  le  preguntan,  y  maese  Pe- 
'  la.declara  luego;.y  4e  las  cosas  pasadas  dice  mucho  masqué  de  las 
'•  están  por  venir:  y  aunque  no  todas  veces  acierta,  en  todas,  en  las 
I!,  p.-xx  .ns 


i)<()  DOX    QUIJOTE    DE     LA     MA.NC'ilV 


más  no  yerra,  de  modo  que  nos  hace  creer  ([ue  tiene  el  diablo  en  e 
cuerpo.  Dos  reales  lleva  por  cada  pregunta,  si  es  que  el  mono  responde 
quiero  decir,  si  responde  el  amo  por  él,  defepués  de  haberle  hablado  a 
oído;  y  así,  se  cree  que  el  tal  maese  Pedro  está  riquísimo;  y  es  hombr 
.galante,  como  dicen  en  Italia,  y  hon  compaño,  y  dase  la  mejor  vida  de 
mundo;  habla  más  que  seis  y  bebe  más  que  doce,  todo  á  costa  de  si 
lengua  y  de  su  mono  y  de  su  retablo. » 

En  esto  volvió  el  maese  Pedro,  y  en  una  carreta  venía  el  retablo  ; 
el  mono,  grande  y  sin  cola,  con  las  posaderas  de  fieltro,  pero  no  d 
mala  cara;  y  apenas  le  vio  Don  Quijote,  cuando  le  preguntó:  «Dígam 
vuesa  merced,  señor  adivino,  ¿qué  pexe  pillamo?  ¿Qué  ha  de  ser  de  no:- 
otros?  Y  vea  aquí  mis  dos  reales»;  y  mandó  á  Sancho  que  se  los  diese 
maese  Pedro,  el  cual  respondió  por  el  mono  y  dijo: 

— Señor,  este  animal  no  responde  ni  da  noticias  de  las  cosas  que  eí 
tan  por  venir;  de  las  pasadas  sabe  algo,  y  de  las  presentes  algún  tantc 

— ¡Voto  á  Rus!,  dijo  Sancho,  no  dé  yo  un  ardite  porque  me  digan  1 
que  por  mí  ha  pasado;  porque  ¿quién  lo  puede  saber  mejor  que  y 
mesmo?  Y  pagar  yo  porque  me  digan  lo  que  sé,  sería  una  gran  neceda( 
pero  pues  sabe  las  cosas  presentes,  he  aquí  mis  dos  reales,  y  dígame  ( 
señor  monísimo:  ¿qué  hace  aliora  mi  mujer  Teresa  Panza,  y  en  qué  s 
entretieneV 

No  quiso  tomar  maese  Pedro  el  dinero,  diciendo:    No  quiero  recebi 
adelantados  los  premios,  sin  (|ue  hayan  precedido  los  servicios  >;  ydaí 
do  con  la  mano  derecha  dos  golpes  sobre  el  hombro  izquierdo,  en  u 
brinco  se  le  puso  el  mono  en  él,  y  llegando  la  boca  al  oído,  daba  dicnt ' 
con  diente  nniy  apriesa;  y  habiendo  heclio  este  ademán  por  espacio  du 
un  credo,  de  otro  brinco  se  puso  en  el  suelo,  y  al  punto,  con  grandísim  i 
priesa,  se  fué  maese  Pedro  á  poner  de  rodillas  ante  Don  Quijote,  ' 
abrazándole  las  piernas  dijo:  «Estas  piernas  abrazo,  bien  así  como;- 
abrazara  las  dos  colunas  de  Hércules,  ¡oh   resucitador  insigne  de  la  y 
puesta  en  olvido  andante  caballería!  ¡Oh  no  jamás  como  se  debe  alab.*  ■ 
do  caballero  Don  (Quijote  de  la  Mancha,  ánimo  de  los  desmayados,  arr  i 
mo  de  los  que  van  á  caer,  brazo  de  los  caídos,  báculo  y  consuelo  de  t< ' 
dos  los  desdichados! » 

Quedó  pasmado  Don  Quijote,  absorto  Sancho,  suspenso  el  prim<  i 
atónito  el  paje,  abobado  el  del  rebuzno,  confuso  el  ventero,  y  finalmei  i 
te,  espantados  todos  los  que  oyeron  las  razones  del  titerero,  el  cual  pr<  i 
siguió  diciendo:     Y  tú  ¡oh  buen  Sancho  Panza,  el  mejor  escudero  y  d» 
mejor  caballero  del  mundo!,  alégrate;  que  tu  buena  mujer  Teresa  est 
buena,  y  esta  es  la  hora  en  que  ella  está  rastrillando  una  libra  de  lin< 
y  por  más  señas  tiene  á  su  lado  izquierdo  un  jarro  desbocado,  que  cal: 
un  buen  por  qué  de  vino,  con  que  se  entretiene  en  su  trabajo.» 

— Eso  ereo  yo  muy  bien,  respondió  Sancho,  porque  es  ella  una  biei 
aventurada,  y  á  no  ser  celosa,  no  la  trocara  yo  por  la  giganta  Andaí 
dona,  que,  según  mi  señor,  fué  una  mujer  muy  cabal  y  muy  de  pro; 
es  mi  Teresa  de  aquellas  que  no  se  dejan  mal  pasar,  aunque  sea  á  cosí 
de  sus  herederos. 


PARTE    SEGUNDA. — CAPÍTULO    XXV  577 

— Ahora  digo,  dijo  á  esta  sazón  Don  Quijote,  que  el  que  lee  mucho 
y  anda  mucho  y  ve  mucho,  sabe  muclio.  Digo  esto  porque  ¿qué  persua- 
sión fuera  bastante  ])ara  persuadirme  que  hay  monos  en  el  mundo  que 
a-divinen,  como  lo  he  visto  agora  por  mis  propios  ojos?  Ponqué  yo  soy 
ol  mesrao  Don  Quijote  de  la  Mancha,  que  este  buen  animal  ha  dicln 
( puesto  que  se  ha  extendido  algún  tanto  en  mis  alabanzas);  pero,  como 
<|uiera  que  yo  me  sea,  doy  gracias  al  cielo,  que  me  dotó  de  un  ánimo 
blando  y  compasivo,  inclinado  siempre  á  hacer  bien  á  todos,  y  mal  a 
ninguno. 

— Si  yo  tuviera  dineros,  dijo  el  })aje,  preguntara  al  señor  Tiiono  qué 
me  ha  de  suceder  en  la  peregrinación  que  llevo. 

A  lo  que  respondió  niaese  Pedro  (que  ya  se  había  levantado  de  los 
pies  de  Don  Quijote):  «Ya  he  dicho  que  esta  bsstezuela  no  responde  á 
lo  por  venir;  que  si  respondiera,  no  importara  no  haber  dineros;  que 
por  servicio  del  señor  Don  Quijote,  que  está  presente,  dejara  yo  todos 
los  intereses  del  mundo;  y  agora  (porque  se  lo  debo,  y  por  darle  gusto) 
quiero  armar  mi  retablo  y  dar  placer  á  cuantos  están  en  la  venta  sai 
paga  alguna.»  Oyendo  lo  cual  el  ventero,  alegre  sobre  manera,  señaló 
el  lugar  donde  se  podía  poner  el  retablo,  (|ue  en  un  punto  fué  hecho. 

Don  Quijote  no  estaba  muy  contento  con  las  adivinanzas  del  mono, 
por  parecerle  no  ser  á  propósito  que  un  mono  adivinase  ni  las  de  pot 
venir,  ni  las  pasadas  cosas;  y  así,  en  tanto  que  maese  Pedro  acomoda- 
ba el  retablo,  se  retiró  Don  Quijote  ccn  Sancho  á  un  rincón  de  la  caba- 
lleriza, donde  sin  ser  oídos  de  nadie,  le  dijo:  <Mira,  Sancho;  yo  he  con- 
siderado bien  la  extraña  habilidad  dcste  mono,  y  hallo  por  mi  cuenta 
que  sin  duda  este  maese  Pedro,  su  amo,  debe  de  tener  liecho  pacto,  Üí 
cito  ó  expreso,  con  el  demonio.» 

— Si  el  patio  es  espeso  y  del  demonio,  dijo  Sancho,  h\u  duda  debe  .^.t^ 
ser  muy  sucio  patio;  pero  ¿de  qué  provecho  le  es  al  tal  nuiese  Pedro  W- 
ner  esos  patios? 

— No  me  entiendes,  Sancho;  no  quiero  decir  sino  <[ue  debe  de  tentír 
hecho  algún  concierto  con  el  demonio,  de  ({ue  infunda  esa  habiUdad  eñ 
el  mono,  con  que  gane  de  comer,  y  después  que  esté  rico,  le  dará  él] 
alma,  que  es  lo  que  este  universal  enemigo  pretende;  y  háceme  créq¿ 
esto  el  ver  que  el  mono  no  responde  sino  íi  las  cosas  pasadas  ó  presen" 
tes,  y  la  sabiduría  del  diablo  no  se  puede  extender  á  más;  que  laíJ  .pox 
venir  no  las  sabe  si  no  es  por  conjeturas,  y  no  todas  veces;  que  á  S9|f' 
Dios  está  reservado  conocer  los  tiempos  y  los  momentos,  y  para  él  no 
hay  pasado  ni  por  venir;  que  todo  es  presente.  Y  siendo  esto  así,  coi^^io 
lo  es,  está  claro  que  este  mono  habla  con  el  espíritu  del  diablo;  y  est^>y 
maravillado  cómo  no  le  han  acusado  al  Santo  Oficio  y  examinádóle,  ^i' 
sacádole  de  cuajo  en  virtud  de  quién  adivina;  porí[ue  cierto  está  (jue 
este  mono  no  es  astrólogo,  ni  su  amo  ni  él  alzan,  ni  saben  alzar  cstaf 
figuras  que  llaman  judiciarias,  que  tanto  ahora  se  usan  en  España,  que 
no  hay  mujercilla,  ni  paje,  ni  zapatero  de  viejo,  que  no  presuma  de.aJ- 
zar  una  figura,  como  si  fuera  una  sota  de  naipes,  del  suelo,  echan,(^Q>^» 
l)crder  con  sus  mentiras  é  ignorancias  la  verdad  maravillosa  de  la¡(*j'e.i^- 


578  ^   Ut>N    QUIJOTE    DÉ    LA    MANCHA 


ciK  De  una  sefíobá^é'Vó- que' 'preguntó  á  uno  destos  figureros  que  si 
uña  jterrillá  de  t'aldá'^jiéquefm  que  tenía,  si  se  empreñaría  y'  pariría,  y 
ctí'áiitOs  y  de"  qu^  cblot  serían  los  perros  que  pariese.  A  lo  que  el  señoi 
judimrio,  después"  dé 'Wabér  alzado  la  figura,  respondió  que  la  perrica 
se  éñipreñaría,  y  p'ívri.ría  tres  perricos:  el  uno  verde,  el  otro  encarnadc 
y  el  otro  de  mezcla,  con  tal  condición,  que  la  tal  perra  se  cubriese  en 
tre  las  once  y  doóe  dql  día  óde  la  noche,  y  que  fuese-  en  lunes  ó  en  sá 
hado;  y  lo'  que' sucedió  fué,  que  de  allí  á  dos  días  se  murió  la  perra  d( 
aliita,  y  el  señor  levantador  (juedó  acreditado  en  el  lugar  por  acertadí 
siino  judiciario,  eomó'lo  quedan  todos  ó  los  más  levantadores. 

— Con  todo  esp,  querría,  dijo  Sancho,  que  vuesa  mei'ced  dijese  á  mae 
se  Pedro,  preguntase  á  sil  moño  si  es  verdad  lo  que  á  vuesa  merced  k 
pasó  en  la  cueva,  d^  Montesinos;  que  yo  para  mí  tengo,  con  perdón  df 
vtlesa  merced,  qué  todo  fué  embeleco  y  mentira,  ó  por  lo  menos  cosaí- 
sóñadas.  '    '   '  ,' y  '  >  .  ■''  '  ■        ■  ■  '■ 

\- — Todo  podría  ser,  respondió  Don  Quijote;  .pero  yó  liaré'  lo  que  me 
aconsejas;  puesto  que' me  ha' de  quedar  un  no  seque  de  escrúpulo. 

Estando  en;  esto,  llegó  maese  Pedro  á  buscar  áDóñ  Quijote  y  decir 
le  que  ya  estaba  en  oMen  él  retablo;  que  su  merced  vi  iñese  á  verle,  por 
que  lo  merecía.  Don' Quijote  le  comunicó  su  pensamiento,  y  le  rogó  pre 
guntase  luego  á  su' moño  le  dijese  si  ciertas  cosas  que  había  pasado  er 
fe.  cueva  de  Montesino^  habían  sido  soñadas  ó  verdaderas,  porque  á  é 
I&  parecía  que;  tendían  de' todo.  A  ló  que  maese  Pedro,  sin  responder  pa 
Ifibra,  volvió  á  tri^ér>,él  moño.,  y  puesto  delante  de  Don  Quijote  y  d( 
iSkncho,  dijo:  «Mirad,  señor  mono,  que  «ste  caballero  quiere  saber 
ciertas  cosas  que' le' pasaron  entina  cueva,  llamadai  dé  Montesinos,  s 
fueron  falsas  ó  verdaderas»;  y  haciéndole  la  acostumbrada  señal,  e 
mono  se  le  subi(^  eñéí  liorribro  izquierdo,  y  hablándole,  al  parecer,  ei 
ei  oído^  dijo  liiego'ihaése 'Pedro:  «El  mono  dice' que  parte  de  las  cosas 
que  yuesa  merced  vio  ó  pasó  en  la  dicha  cueva,  son  falsas,  y  parte  ver 
daderas;  y  qué  est6  é^'ló'qtié  sabe,'  y  no  otra  cosa  «n  cuanto  á  esta  pre 
gunta;  y  que  si'vu'esámérééd  quisiere  saber  más,  qtie'  el  ^viernes  veni 
dero  responderá  á'jbdo'lo'  que  se  le  preguntare,  que,  por  agora  se  le  hí 
acabado  la  tirtud, 'qué  ño  le  vendrá  hasta  él  viernes,  cóiño  dicho  tiene.  > 
— ¿Nó'lo  decía-yo,  idíjo  lancho,  que  no  se  mé' podía  asentar  que  tod< 
io  que  vues'a  mei'céd;  señor  rríío,  ha  dMi^  ide  los  aeqnteeimientos  de  1í.. 
cufeya;  eí-á^  verdátf,  ni  áurí'la  mitad?  '>';^^  --'!  *j  C:1í  la  aúz^  uní  on  -iííj  ; 

'  -^Los  suceso'^' ló  'dirán, ' Sancho,  résjíonáió'Doñ  QüijO-te^^^ue  (ú  tieiñ 
pp,  deScübridbi'  dé  todas  las  cosas,  no  se  deja  ninguiift' que  no  la  saqu« 
A  la  luz  del  sol,  aüriqué  esté  escondida  en  los  senos  dé  la  tierra;  y  po 
aliar^baste  e^tb,y  váiñóños  á  ver  el  retablo  del  buen  máése  Pedro;  qu( 
pé/ra  mí  téñgo'/:iU'é«.8e'be'dé'tfeñer  alguna  novedad. •->  í'.."''*^'  -  ■  >'  • 
'  '--(iCómp  atgúña*?^  respondió  maese  Pedro;  sesenta;  iiiil  encierra  en  s 
esté  mi  retablo; 'dígóíé  a  vtiésa  merced,  mi  señor  Don  Quijote,  que  e; 
rmá  dé  Jas'có^a^  ñi'á^'d'e 'ver  que  hoy  tiene  el  mundo,  y  operihus/eredit 
'^  mn  verhis;  ^^  mkiióa' á  Wlk^  tarde  y  tenemos  much( 

«^éhiacei-  y  quédécít  V  q'né'nlóstl'át<.'--'f"-"i^  •>  'ií/iijiT-^«?f  hí/^  mj  viUi . 


PAKTK    8E(UIN1)A. CAPITULO    XXV 


f)?!' 


Obedeciéronle  Don  Quijote  y  Sandio,  y  vinieron  donde  ya  estaba 
el  retablo  puesto  y  descubierto,  lleno  por  todas  ])artes  de  candelillas  de 
cera  encendidas,  que  le  hacían  vistoso  y  resplandeciente.  En  Ue^anda 
se  metió  niaese  Pedro  dentro  del,  ((ue  era  el  (pie  había  de  manejar  \Qt 
figuras  del  artittcio,  y  fuera  se  puso  un  muchacho,  criado  del  maesdí'e- 
dro,  para  servir  de  intérprete  y  declarador  de  los  misterios  del  tal  retablo; 
tema  una  varilla  en  la  mano,  con  que  señalaba  las  ñguras  que  salían. 
Puestos,  pues,  todos  cuantos  había  en  la  venta,  y  aleamos  en  pie,  fron- 
tero del  retajlo,  y  acomodados  Don  (Quijote,  Sancho,  el  paje  y  el  primo 
en  los  mejores  lugares,  el  trujamán  comenz<')  á  decir  lo  (jue  oirá  ó  vent 
el  que  leyere  ú  oyere  el  capítulo  siguiente. 


CAPITULO   XXVI 

Donde  se  prosigue  la  graciosa  aventura  del  titerero,  con  otras  cosas 
en  verdad  harto  buenas. 


,Aí-LARoy  todos,  tirios  y  troyanos:  quiero  decir,  pendientes  esta 
\\<y^'  ban,  todos  los  que  el  retablo  miraban,  de  la  boca  del  declarado! 
de  sus  maravillas,  cuando  se  oyeron  sonar  en  el  retablo  canti 
dad  de  alábeles  y  trompetas  y  dispararse  mucha  artillería,  cuyc 
rumor  pasó  en  tiempo  breve,  y  luego  alzó  la  voz  el  muchacho,  y  dijo 
•<Esta  verdadera  historia  que  aquí  á  vuesas  mercedes  se  representa,  e^ 
sacada  al  pie  de  la  letra  de  las  corónicas  francesas,  y  de  los  romances 
españoles,  que  andan  en  boca  de  las  gentes  y  de  los  muchachos  por  esae 
■;alles.  Trata  do  la  libertad  que  dio  el  señor  don  Gaiteros  á  su  esposr 
Melisendra,  que  estaba  cautiva  en  España,  en  poder  de  moros,  en  h 
'íiudad  de  Sansueña,  que  así  se  llamaba  entonces  la  que  hoy  se  llanií 
/taragoza.  Y  vean  vuesas  mercedes  allí  como  está  jugando  á  las  tablar 
don  Gaiferos,  según  aquello  que  se  canta: 

Jugando  está  á  las  tablas  don  Ciaiforos: 
Que  ya  de  Melisendra  está  olvidado. 

Y  ac|uel  personaje  que  alh  asoma,  con  corona  en  la  cabeza  y  cetro  en  la.^ 
manos,  es  el  emperador  Cario  Magno,  padre  putativo  de  la  tal  Mehsen 
dra,  el  cual,  mohíno  de  ver  el  ocio  y  descuido  de  su  yerno,  le  sak 
ri  reñir;  y  adviertan  con  la  vehemencia  y  ahinco  que  le  nñe,  qu( 
Qo  parece  sino  que  le  quiere  dar  con  el  cetro  media  docena  de  cosco 
rrones;  y  aun  hay  autores  que  dicen  que  se  los  dio,  y  muy  bien  dados 


rAUTK    SEGUNDA.  —  CAIjÍTULO    XXVI  OSl 

V  .Ic'spués  de  luil)erlo  diclio  niuflias  cosas  acerca  del  ])elií¡;r()  que  corría 
-II  iMMir.i  (>n  no  procurar  la  lilurtad  de  su  esposa,  dicen  (jiie  le  dije: 


Miren  vuesas  nici'cedes  tand)ién  c(')nio  el  enij)erador  vuelve  las  es- 
jialdas  y  deja  despechado  a  don  (ifcii'eros,  el  cual  ya  ven  cómo  arroja, 
impaciente  de  la  cólera,  lejos  de  sí  el  tablero  y  las  tablas,  y  pide  aprie- 
sa las  armas,  y  á  don  Roldan,  su  i)rimo,  i)ide  prestada  su  espada  Durin- 
daiía;  y  cómo  don  Koldán  no  se  la  quiere  i)restar,  ofreciéndole  su  com- 
pañía en  hx  difícil  empresa  en  t|ue  se  pone;  i)ero  el  valeroso  enojado  no 
lo  ([uiere  aceptar;  antes  dice  que  él  solo  es  bastante  para  sacar  a  su  es- 
I»osa,  si  bien  estuviese  metida  en  el  más  hondo  centro  de  la  tierra;  y  con 
esto  se  entra  á  armar,  para  ponerse  luejío  en  camino.  Vuelvan  vuesas 
mercedes  los  ojos  á  aquella  torre  (pie  allí  ])arece,  (jue  se  presupone  que 
es  una  de  las  torres  del  alcázar  de  Zaraiíoza,  que  ahora  llaman  la  Alja- 
IVría;  y  aquella  dama  que  en  aquel  balcón  i)arece,  vestida  a  lo  moro,  es 
la  sin  par  Melisendra,  que  desde  allí  muchas  veces  se  ponía  á  mirar  el 
camino  de  F' rancia,  y  puesta  la  ima<jjinación  en  París  y  en  su  esposo,  se 
consolaba  en  su  cautiverio.  Miren  también  un  luievo  caso  que  ahora 
sucede,  (juizá  no  visto  jamas.  ¿No  ven  acjuel  moro  <iue  callandico  y  ])a- 
sito  á  paso,  ^)uesto  el  dedo  en  la  boca,  se  lle^a  })or  las  espaldas  de  Me- 
liseudraV  Pues  miren  cómo  la  da  un  beso  en  mitad  de  los  laliios,  y  la 
priesa  que  ella  se  da  á  escupir  y  á  limpiárselos  con  la  blanca  manga  de 
su  camisa,  y  cómo  se  lamenta  y  se  arranca  de  pesar  sus  hermosos  ca- 
bellos, como  si  ellos  tuvieran  la  culpa  del  maleh  íio.  Miren  también  cómo 
a!|uel  grave  moro,  que  esta  en  aquellos  corredores,  es  el  rey  Marsilio  de 
Sansueña.  el  cual  por  haber  visto  la  insolencia  del  moro,  i)uesto  que  era 
un  pariente  y  gran  privado  suyo,  le  mandó  luego  j^render  y  que  le  den 
<locientos  azotes,  llevándole  por  las  calles  acostumbradas  de  la  ciudad. 
con  chilladores  delante  y  envaramiento  detrás;  y  veis  aquí  donde  salen 
a  ejecutar  la  sentencia,  aun  bien  apenas  no  habiendo  sido  i)uesta  en 
ejecución  la  culpa;  porque  entre  moros  no  hay  traslado  á  la  parte,  ni  á 
¡tiueba  y  estese,  como  entre  nosotros.» 

^Nifio,  niño,  dijo  con  voz  alta  á  esta  sgzón  Don  Quijote,  seguid 
vuestra  historia,  línea  recta,  y  no  os  metáis  en  las  curvas  ó  transversa- 
les; que  ])ara  sacar  una  verdad  en  limpio,  menester  son  muchas  prue- 
bas y  repruebas. 

También  dijo  maese  Pedro  desde  dentro:  «Muchacho,  no  te  metas 
cu  dibujos,  sino  haz  lo  que  ese  señor  te  manda,  que  será  lo  más  acerta- 
do; sigue  tu  canto  llano  y  no  te  metas  en  contrapuntos,  que  se  suelen 
<|uebrar  de  sotiles». 

— Yo  lo  haré  así,  respondió  el  muchacho;  y  prosiguió  diciendo:  Esta 
ligura  que  aquí  parece  á  caballo,  cubjerta  con  una  capa  gascona,  es  la 
mesma  de  don  (Taiferos,  á  quien  su  esposa,  ya  vengada  del  atrevimien- 
to del  enamorado  moro,  con  mejor  y  más  sosegado  semblante  puesta  á 
los  miradores  de  la  torre,  sin  conocerle  ha  visto,  y  habla  con  su  esposo, 


582 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


creyendo  que  es  algún  pasajero,  con  quien  pasó  todas  aquellas  razoiicr 
y  coloquios  de  aquel  romance,  que  dice: 

Caballero,  si  á  Francia  idos, 
Por  Gaiferos  preguntad. 

Las  cuales  no  digo  yo  ahora,  porque  de  la  prolijidad  se  suele  engendrai 
el  fastidio;  basta  ver  cómo  don  Gaiferos  se  iescubre,  y  que  por  los  ade 
manes  alegres  que  Melisendra  hace,  se  nos  da  á  enten  1er  que  ella  le  ha 
conocido;  y  más  ahora,  que  vemos  se  descuelga  del  balcón  para  poner- 
se en  las  ancas  del  caballo  de  su  buen  esposo.  Mas  ¡ay  sin  ventura!  que 
se  le  ha  asido  una  punta  del  faldellín  de  uno  de  los  hierros  del  balcón. 
y  está  pendiente  en  el  aire,  sin  poder  llegar  al  suelo.  Pero  veis  cómo  el 
piadoso  cielo  socorre  en  las  mayores  necesidades,  pues  llega  don  Gaife- 
ros, y  sin  mirar  si  se  rasgará  ó  no  el  rico  faldellín  ase  della,  y  mal  su 
grado,  la  hace  bajar  al  suelo,  y  luego  de  un  brinco  h  pone  sobre  las^ 
ancas  de  su  caballo  á  horcajadas,  como  hombre,  y  la  manda  que  se 
tenga  fuertemente  y  le  eche  los  brazos  por  las  espaldas,  de  modo  que 
los  cruce  en  el  pecho  porque  no  se  caiga,  á  causa  que  no  estaba  la  se- 
ñora Melisendra  acostumbrada  á  semejantes  caballerías.  Veis  también 
cómo  los  relinchos  del  caballo  dan  señahs  que  va  contento  con  la  va- 
liente y  hermosa  carga  que  lleva  en  su  señor  y  en  su  señora.  Veis  cómo 
vuelven  las  espaldas  y  salf  n  de  la  ciudad,  y  alegres  y  regocijados  toman 
de  París  la  vía.  Vais  en  paz,  ¡oh  par  sin  par  de  verdaderos  amantes!, 
lleguéis  á  salvamento  á  vuestra  deseada  patria,  sin  que  la  fortuna  pon- 
ga estorbo  en  vuestro  felice  viaje;  los  ojos  de  vuestros  atnigos  y  parien- 
tes os  vean  gozar  en  paz  tranquila  los  días  (que  los  de  Néstor  sean)  que 
os  quedan  de  la  vida. 

Aquí  alzó  otra  vez  la  voz  maese  Pedro  y  dijo:  «Llaneza,  mu  íhaclio: 
no  te  encumbres;  que  toda  afectación  es  mala». 

No  respondió  nada  el  intérprete;  antes  prosiguió  diciendo:  «No  fal- 
taron algunos  ociosos  ojos,  que  lo  suelen  ver  todo,  que  no  viesen  la  ba- 
jada y  la  subida  de  Melisendra,  de  quien  dieron  noticia  al  rey  Marsilio. 
el  cual  mandó  luego  tocar  al  arma;  ¡y  miren  con  qué  priesa,  que  ya  la 
ciudad  se  hunde  con  el  son  de  las  campanas  que  en  todas  las  torres  de 
las  mezquitas  suenan!» 

- — Eso  no,  dijo  á  esta  sazón  Don  Quijote;  en  esto  de  las  campanas 
anda  muy  impropio  maese  Pedro,  porque  entre  moros  no  se  usan  cam- 
panas, sino  atabales  y  un  género  de  dulzainas  que  parecen  nuestras  chi- 
rimías; y  esto  de  sonar  campanas  en  Sansueña,  íin  duda  que  es  un  gran 
disparate. 

Lo  cual,  oído  por  maese  Pedro,  cesó  el  tocar,  y  dijo:  «No  mire  vuesa 
merced  en  niñerías,  señor  Don  Quijote,  ni  quisiera  llevar  las  cosas  tan 
por  el  cabo,  que  no  se  le  halle.  ¿No  se  representan  por  ahí,  casi  de  or- 
dinario, mil  comedias  llenas  de  mil  impropiedades  y  disparates,  y  con 
todo  eso  correa  felicísimamente  su  carrera,  y  se  escuchan,  no  sólo  con 
aplauso,    sino  con  admiración  y  todo?  Prosigue,  muchacho,  y  deja 


PARTE    8KGUNMA. CAPITULO    XXVI  583 


(li'cir;  que  como  yo  llene  'ni  talego,  siquiera  represente  intis  impropie- 
daiies  que  tiene  átomos  el  sol. 

— Así  es  la  verdad,  replicó  Don  (¿uijote. 

Y  el  muchacho  dijo:  «¡Miren  cuánta  y  cuan  lucida  caballería  sjilc 
de  la  ciudad  en  seguimiento  de  los  dos  cat('>licos  amantes!  ¡Cuántas 
trompetas  que  suenan,  cuántas  dulzainas  que  tocan,  cuántos  atabales 
y  atambores  que  retumban!  Temóme  que  Jos  han  de  alcanzar  y  los  han 
de  volver  atados  á  la  cola  de  su  mismo  caballo,  que  sería  un  horrendo 
'Bspe  ítáculo. » 

Viendo  y  oyendo,  pues,  tanta  morisma  y  tanto  estruendo  Don  Qui- 
jote, parecióle  ser  bien  dar  ayuda  á  los  que  huían;  y  levant  uidose  en 
¡pie,  en  voz  alta  dijo:  «No  consentiré  yo  que  en  mis  días  y  en  mi  pre- 
-sencia,  se  le  haga  superchería  á  tan  famoso  caballero  y  á  tan  atrevido 
•enamorado  como  don  Gaiteros.  Detehéos,  mal  nacida  cannlla;  no  le  si- 
gáis ni  persigáis;  si  no,  conmigo  sois  en  batalla  >.  Y  diciendo  y  hacien- 
<do,  d-ísenvainó  la  espada,  y  de  un  brinco  se  puso  junto  al  retablo,  y 
'Con  acelerada  y  nunca  vista  furia  comenzó  á  llover  cuchilladas  sobre  la 
ftiterera  morisma,  derribando  á  unos,  descabezando  á  otros,  estropeandí^ 
á  éste,  destrozando  á  aquél;  \  entre  otros  muchos  tiró  un  altibajo  tal, 
que  si  maese  Pedro  no  se  abaja,  se  encoge  \  agazapa,  le  cercenara  la 
«cabeza  con  más  facilidad  que  si  fuera  hecha  de  masa  de  mazapán. 

Daba  voces  maese  Pedro,  diciendo:  «Deténgase  vuesa  merced,  señor 
IDon  Quijote,  y  advierta  que  estos  que  derriba,  destroza  y  mata  no  son 
verdaderos  moros,  sino  unas  figurillas  de  pasta:  mire  ¡pecador  de  mí! 
que  me  destruye  y  echa  á  j)erder  toda  mi  hacienda.» 

Mas  no  por  esto  dejaba  de  menudear  Don  (¿uijote  cuchilladas, 
mandobles,  tajos  y  reveses  como  llovidos.  Finalmente,  en  menos  de  dos 
«credos,  dio  con  todo  el  retablo  en  el  suelo,  hechas  pedazos  y  desmenu- 
•íadas  todas  sus  jarcias  y  figuras,  el  rey  Marsilio  mal  herido,  y  el  empe- 
rador Cario  Magno  partida  la  corona  y  la  cabeza  en  dos  partes.  Alboro- 
tóse el  senado  de  los  oyentes,  huyóse  el  mono  por  los  tejados  de  la 
venta,  temió  el  primo,  acobardóse  el  paje,  y  hasta  el  mismo  Sancho 
Panza  tuvo  pavor  grandísimo;  porque,  como  él  juró  después  de  pasada 
la  borrasca,  jamás  había  visto  á  su  señor  con  tan  desatinada  cólera. 

Hecho,  pues,  el  general  destrozo  del  retablo,  sosegóse  un  poco  Don 
Quijote,  y  dijo:  «Quisiera  yo  tener  aquí  delante  en  este  punto  todos 
aíiuellos  que  no  creen  ni  quieren  creer  de  cuánto  provecho  sean  en  el 
mundo  los  caballeros  andantes.  Miren,  si  no  me  hallara  yo  aquí  pre- 
sente, ¡qué  fuera  del  buen  don  Gaiteros  y  de  la  hermosa  Melisendra!  A 
buen  seguro  que  esta  fuera  ya  la  hora  que  los  hubieran  alcanzado  es- 
tos canes,  y  les  hubieran  hecho  algún  desaguisado;  en  resolución,  ¡viva 
la  andante  caballería  sobre  cuantas  cosas  ho}'  viven  en  la  tierra!» 

— Viva  en  hora  buena,  dijo  á  esta  sazón  con  voz  enfermiza  maeso 
Pedro,  y  muera  yo,  pues  soy  tan  desdichado,  que  puedo  decir  con  el 
rey  don  Rodrigo: 


r)H4  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Ayer  fui  señor  de  España, 


Y  hoy  no  tongo  una  almena 
Que  pueda  decir  que  es  mía. 


No  ha  media  hora,  ni  aun  mediano  momento,  que  me  vi  señor  dt 
loyes  y  de  emperadores,  llenas  mis  caballerizas  y  mis  cofres  y  sacos  de 
iníinitos  caballos  y  de  inumenibles  galas,  y  agora  me  veo  desolado  \ 
abatido,  pobre  y  mendigo,  y  sobre  todo,  sin  mi  mono;  que  á  fe  que  pri 
mero  que  le  vuelva  á  mi  poder,  me  han  de  sudar  los  dientes;  y  todc 
]  lor  la  furia  mal  considerada  deste  señor  caballero,  de  quien  se  dice  qut 
ampara  pupilos  y  endereza  tuertos,  y  hace  otras  obras  caritativas;  y  en 
mí  sólo  ha  venido  á  faltar  su  intención  generosa.  ¡Que  sean  benditos  y 
alabados  los  cielos  allá  donde  tienen  más  levantados  sus  asientos!  En 
lin,  el  Caballero  de  la  Triste  Figura  había  de  ser  aquel  que  había  dt 
<lesfigurar  las  mías. 

Enternecióse  Sancho  Fanza  con  las  razones  de  maese  Pedro,  y  dijo 
le:  «No  llores,  maese  Pedro,  ni  te  lamentes;  que  me  quiebras  el  cora- 
zón; porque  te  hago  saber  que  es  mi  señor  Don  Quijote  tan  católico  y 
escrupuloso  cristiano,  que  si  él  cae  en  la  cuenta  de  que  te  ha  hecho  al- 
gún agravio,  te  lo  sabrá  y  te  lo  querrá  pagar  y  satisfacer  con  muchas 
ventajas. » 

— ;Con  que  me  pagase  el  señor  Don  Quijote  alguna  parte  de  las  he- 
churas que  me  lia  deshecho,  quedaría  contento,  y  su  merced  aseguraría 
su  conciencia,  porque  no  se  puede  salvar  quien  tiene  lo  ajeno  contra  la 
vulutad  de  su  dueño,  y  no  lo  restituye. 

— Así  es,  dijo  Don  Quijote;  pero  hasta  ahora  yo  no  sé  que  tenga  nada 
vuestro,  maese  Pedro. 

— ¿Cómo  noV,  respondió  maese  Pedro.  Y  estas  reliquias  que  están  poi 
este  duro  y  estéril  suelo,  ¿quién  las  esparció  y  aniquiló,  sino  la  fueri-a 
invencible  dése  poderoso  brazo?  ¿Y  cÚ3'0s  eran  sus  cuerpos,  sino  míos? 
¿Y  con  quién  me  sustentaba  yo,  sino  con  ellos? 

— Ahora  acabo  de  creer,  dijo  á  este  punto  Don  Quijote,  lo  que  otras 
muchas  veces  he  creído:  que  estos  encantadores  que  me  persiguen,  no 
hacen  sino  ponerme  las  figuras  como  ellas  son  delante  de  los  ojos,  y 
luego  me  las  mudan  y  truecan  en  las  que  ellos  quieren.  Real  y  verda- 
deramente 03  digo,  señores,  que  me  oís,  que  á  mi  me  pareció,  todo  lo 
que  aquí  ha  pasado,  que  pasaba  al  pie  de  la  letra:  que  Melisendra  era 
Melisendra;  don  Gaiferos,  don  Gaiferos;  Marsilio,  Marsilio;  y  Cario 
Magno,  Cario  Magno;  por  eso  se  me  alteró  la  cólera,  y  por  cumplir 
con  mi  profesión  de  caballero  andante,  quise  dar  ayuda  y  favor  á  los 
que  huían;  y  con  este  buen  propósito  liice  lo  que  habéis  visto.  Si  me 
lia  salido  al  revés,  no  es  culpa  mía,  sino  de  los  malos  que  me  persiguen; 
y  con  todo  esto,  deste  mi  yerro,  aunque  no  ha  procedido  de  malicia, 
(juiero  yo  mismo  condenarme  en  costas:  vea  maese  Pedro  lo  que  quiere 
por  las  .figuras  deshechas;  que  yo  me  ofrezco  á  pagárselo  luego  en 
buena  y  corriente  moneda  castellana. 

Inclinósele  maese  Pedro,  diciéndole:  <  No  esperaba  yo  menos  de  la 


I'AUJ'K    HKüUXDA.  —  CAPITULO    XXVI  Í)^Ó 


inaudita  cristiandad  del  valeroso  Don  Quijote  de  la  Mancha,  verdadero 
¡íoeorredor  y  anij)aro  de  todos  los  necesitados  y  menesterosos  vauamun- 
dos;  y  aquí  el  señor  ventero  y  el  gran  Sandio  serán  medianeros  y  apre- 
ciadores, entre  vnesa  merced  y  mi.  de  lo  (|ue  valen  <)  ])odían  valer  las 
VM  deshechas  íi<j;uras. 

VA  ventero  y  Sancho  dijeron  que  así  lo  harían,  y  luesio  maese  l^edro 
;(l/.<>  del  suelo  con  la  caheza  menos  al  rey  Marsilio  <le  Zaragoza,  y  dijo: 
«Ya  se  ve  cuan  imj)osil)le  es  volver  á  este  rey  á  su  ser  primero;  y  así 
me  parece,  salvo  mejor  juicio,  (jue  se  me  dé  jior  su  muerte,  fin  y  aca- 
¡lamiento,  cuatro  reales  y  medio.  > 
-Adelante,  dijo  Don  Quijote. 

— Pues  por  esta  abertura  de  arriba  abajo,  })i»)si<iui<')  maese  Pedro, 
tomando  en  las  manos  al  partido  emperador  ('arlo  Magno,  no  sería  nni- 
clio  que  pidiese  yo  cinco  reales  y  un  cuartillo. 
-No  es  poco,  dijo  Sancho. 

-Ni  mucho,  replicó  el  ventero;  médiese  la  partida,  y  señálense  cinco 
icüles. 

—Dénsele  todos  cinco  y  cuartillo,  dijo  Don  Quijote;  que  no  esta  en 
un  cuartillo  más  ó  menos  la  monta  desta  notable  desgracia;  y  acabe 
presto  maese  Pedro,  que  se  hace  hora  de  cenar,  y  yo  tengo  ciertos  ba- 
rruntos de  hambre. 

— Por  esta  íigura,  dijo  maese  Pedro,  que  está  sin  narices  y  con  un  ojo 
menos,  que  es  de  la  hermosa  Melisendra,  quiero,  y  me  pongo  en  lo  jus- 
to, dos  reales  y  doce  maravedís. 

— ¡Aun  ahí  sería  el  diablo,  dijo  Don  Quijote,  si  ya  no  estuviese  Me- 
lisendra con  su  esposo,  por  lo  menos  en  la  raya  de  Francia!  Porque  el 
ciballo  en  que  iban,  á  mí  me  pareció  que  antes  volaba  que  corría;  y 
así,  no  hay  para  qué  venderme  á  mí  el  gato  por  liebre,  j)resentándome 
aquí  á  Melisendra,  desnarigada,  estando  la  otra,  si  viene  á  mano,  agora 
holgándose  en  Francia,  con  su  esposo,  á  pierna  tendida.  Ayude  Dios 
<'on  lo  suyo  á  cada  uno,  señor  maese  Pedro,  y  caminemos  todos  con  pie 
llano  y  con  intención  sana...  y  prosiga. 

Maese  Pedro,  que  vio  que  Don  Quijote  izquierdeaba,  y  que  volvía 
ú  su  primer  tema,  no  quiso  que  se  le  escapase;  y  así,  le  dijo:  «Esta  no 
debe  de  ser  Melisendra,  sino  alguna  de  las  doncellas  que  la  servían;  y 
así,  con  sesenta  maravedís  que  me  den  por  ella,  quedaré  contento  y 
i''on  pagado.» 

Desta' manera  fué  poniendo  precio  á  otras  muchas  destrozadas  figu- 
ra.s,  que  después  las  moderaron  los  dos  jueces  arbitros  con  satisfación 
de  las  partes,  y  llegaron  á  cuarenta  reales  y  tres  cuartillos;  y  además 
desto,  que  luego  lo  deseml)olsó  Sancho,  pidió  maese  Pedro  dos  reales 
por  el  trabajo  de  tomar  el  mono. 

— Dáselos,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  no  para  tomar  el  mono,  sino 
la  mona;  y  docieníos  diera  yo  agora  en  albricias  á  quien  me  dijera  con 
certidumbre  que  la  señora  doña  Melisendra  y  el  señor  don  Gaiferos  es- 
taban ya  en  Francia  y  entre  h.s  suyos. 

— Ninguno  nos  lo  podría  decir  mejor  que  mi  mono,  dijo  maese  Pe- 


586  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


dro;  pero  no  habrá  diablo  que  agora  le  tome;  aunque  imagino  que  el 
cariño  y  la  hambre  le  han  de  forzar  á  que  me  busque  esta  noche;  y 
amanecerá  Dios  y  verémonos. 

En  resolución,  la  borrasca  del  retablo  se  acabó,  y  todos  cenaron  en 
paz  y  en  buena  compañía  á  costa  de  Don  Quijote,  que  era  liberal  en 
todo  extremo.  Antes  que  amaneciese,  se  fué  el  que  llev&ba  las  lanzas  y 
las  alabardas,  y  ya  después  de  amanecido,  se  vinieron  á  despedir  de 
Don  Quijote  el  primo  y  el  paje,  el  uno  para  volverse  á  su  tierra,  y  el 
otro  á  proseguir  su  camino,  para  ayuda  del  cual  le  dio  Don  Quijote 
una  docena  de  reales.  Maese  Pedro  no  quiso  volver  á  entrar  en  más 
dimes  y  diretes  con  Don  Quijote,  á  quien  él  conocía  muy  bien;  y  así, 
madrugó  antes  que  el  sol,  y  cogiendo  las  reliquias  de  su  retablo  y  á  su 
mono,  se  fué  también  á  buscar  sus  aventuras.  El  ventero,  que  no  co- 
nocía á  Don  Quijote.  .  tan  admirado  le  tenían  sus  locuras  como  su  li- 
beralidad. Finalmente,  Sancho  le  pagó  muy  bien  por  orden  de  su 
señor;  y  despidiéndose  del  casi  á  las  ocho  del  día,  dejaron  la  venta  y  se 
pusieron  en  camino,  donde  los  dejaremos  ir;  que  así  conviene  para  dai 
lugar  á  contar  otras  cosas  pertenecientes  á  la  declaración  desta  famosa 
historia. 


éfe^ii^^^ 


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CAPITULO   XX  Vil 

Donde  se  dacuenta  quiénes  eran  maese  Pedro  y  su  mono,  con  el  mal  suceso 
que  Don  Quijote  tuvo  en  la  aventura  del  rebuzno,  que  no  la  acabó  como  él 
quisiera  y  como  lo  tenia  pensado. 


XTRA  Cide  Haiuete.  curonista  destíi  iíraiule  historia,  ct»u  osta.s 
palabras  en  este  capítulo:  *hiro  como c^titl ico  cristiano,..  A  lo  que 
su  traductor  dice  que  en  jurar  Cide  líamete  como  católico  cris 
tiaiio,  siendo  él  moro,  como  sin  duda  lo  era,  no  quigo  decir  otra 
cosa,  sino  que  así  como  el  católico  cristiano,  cuando  jura,  jura  ó  debe 
jurar  verdad,-  y  decirla  en  lo  que  dijere,  así  él  la  decía  como  si  jurara 
como  cristiano  católico,  en  lo  que  quería  escribir  de  Don  Quijote,  espe- 
cialmente en  decir  quién  era  maese  Pedro,  y  quién  el  mono  adivino, 
<|ue  traía  admirados  todos  aquellos  pueblos  con  sus  adivinanzas. 

Dice,  pues,,  que  bien  se  acordará  el  que  hubiere  leído  la  primera 
))arte  desta  historia,  de  aquel  (linés  de  Pasamonte,  á  quien,  entre  otros 
galeotes,  dio  libertad  Don  Quijote  en  Sierra  Morena,  bencíicio  cjue  de^- 
jvués  le  íué  mal  atíradecido  y  peor  pairado  de  aquella  ^ente  mali,ü;na  y 
mal  ncostmnbtada.  Este  Ginés  de  Pasamonte,  á  quien  Don  Quijote 
llamó  don  Ginesillo  de  Paropillo,  fué  el  que  hurtó  :á  Sandio  Panza  el 
Rucio;  que  por  no  liaberse  puesto  el  cómo  ni  el  cuándo  en  la  prime-ra 
parte,  por  culpa  de'  los  impresores,  ha  dado  en  qué  entender  á  muchos, 
que  atribuíaix  á  poca  memoria  del  autor  la  falta  de  emprenta.  Pero,  en 
resolución,  Ginés  le  imrtó,  estando  sobre  él  durmiendo  ►Sancho  Panz-a. 
usando  de  da  tr9.za  y.  modo  que  .usó  Brúñelo  cuando, -est^ando  Sacripan- 
te  sobre  Albraca,  le  sacó  el  caballo  de  entré  las  piernas;  ¿y  después  iecor 
bró  Sancho,  como: se  ha  contad<,):  i.  .   '•,?'■•.     ':•;. 


588  DOS    QUIJOTE     1)K     hA     MANCHA 


Este  Guies,  pues,  temeroso  de  uo  ser  hallado  de  la  justicia,  que  le 
buscaba  para  castigarle  de  sus  iufinitas  bellaquerías  y  delitos,  que  fue 
ron  tantos  y  tales,  que  él  mismo  compuso  un  gran  volumen  contando 
los,  determinó  pasarse  al  reino  de  Aragón  y  cubrirse  el  ojo  izquierdo 
acomodándose  al  oficio  de  titerero;  que  esto  y  el  jugar  de  manos  lo  su 
bía  hacer  por  extremo.  Sucedió,  pues,  que  de  unos  cristianos,  ya  libres 
que  venían  de  Berbería,  compró  aquel  mono,  á  quien  enseñó  que,  ei 
haciéndole  cierta  señal,  se  le  subiese  en  el  hombro,  y  le  murmurase,  ( 
lo  pareciese,  al  oído.  Hecho  esto,  antes  que  entrase  en  el  lugar  donde 
entraba  con  su  retablo  y  mono,  se  informaba  en  el  lugar  más  cercano 
ó  de  quien  él  mejor  podía,  qué  cosas  particulares  hubiesen  sucedido  ^i 
el  tal  lugar,  y  á  qué  personas;  y  llevándolas  bien  en  la  memoria,  lo  pri 
mero  que  hacía  era  mostrar  su  retablo,  el  cual  unas  veces  era  de  un; 
historia,  y  otras  de  otra;  pero  todas  alegres  y  regocijadas  y  conocidas 

Acabada  la  muestra,  proponía  las  habilidades  de  su  mono,  diciend( 
al  pueblo  que  adivinaba  todo  lo  pasado  y  lo  presente,  pero  que  en  !< 
de  por  venir  no  se  daba  maña.  Por  la  respuesta  de  cada  pregunta  pe 
día  dos  reales,  y  de  algunas  hacía  barato,  según  tomaba  el  pulso  á  lo,^ 
preguntantes;  y  como  tal  vez  llegaba  á  las  casas  de  quien  él  sabía  lo.' 
sucesos  de  los  que  en  ella  moraban,  aunque  no  le  preguntasen  nad? 
por  no  pagarle,  él  hacía  la  seña  al  mono,  y  luego  decía  que  le  había  di 
cho  tal  y  tal  cosa,  que  venía  de  molde  con  lo  sucedido.  Con  esto  cobra 
ba  crédito  inefable,  y  andábanse  todos  tras  él;  otras  veces,  como  era  tai 
discreto,  respondía  de  manera  que  las  respuestas  venían  bien  con  lah 
preguntas;  y  como  nadie  le  apuraba  ni  apretaba  á  que  dijese  cómo  adt 
vinaba  su  mono,  á  todos  hacía  mamonas,  y  llenaba  sus  esqueros.  Aí 
como  entró  en  la  venta,  conoció  á  Don  (Quijote  y  á  Sancho,  por  cuyí 
conocimiento  le  fué  fácil  poner  en  admiración  á  Don  Quijote  y  á  San 
cho  Panza  y  á  todos  los  que  en  ella  estaban;  pero  hubiérale  de  cosUu 
caro,  si  Don  Quijote  bajara  un  poco  más  la  mano,  cuando  cortó  la  ca 
beza  al  rey  Marsilio  y  destruyó  toda  su  caballería,  couk^  queda  dicho  ei 
el  antecedente  capítulo. 

Esto  es  lo  (|ue  hay  que  decir  de  maese  Pedro  y  de  su  mono;  y  vol 
viendo  á  Don  Quijote  de  la  Mancha,  digo  que  después  de  haber  salid< 
de  la  venta,  determinó  de  ver  primero  las  riberas  del  río  Ebro  y  todoí 
aquellos  contornos,  antes  de  entrar  en  la  ciudad  de  Zaragoza;  pues  1( 
daba  tiempo  para  todo  el  mucho  que  faltaba  desde  allí  á  las  justas.  Coi 
esta  intención,  siguió  su  camino,  por  el  cual  anduvo  dos  días  sin  acón 
tecerle  cosa  digna  de  ponerse  en  escritura,  hasta  que  al  tercero,  al  subii 
de  una  loma,  oyó  un  gran  rumor  de  atambores,  de  trompetas  y  arcabu 
ees.  Al  principio  pensó  que  algún  tercio  de  soldados  pasaba  por  aque 
lia  parte,  y  por  verlos,  picó  á  Rocinante  y  subió  la  loma  arriba;  y  cuan 
do  estuvo  en  la  cumbre,  vio  al  pie  della,  á  su  parecer,  más  de  docien 
tos  hombres,  armados  de  diferentes  suertes  de  armas,  como  si  dijese 
mos  lanzones,  ballestas,  partesanas,  alabardas  y  picas,  y  algunos  ar 
cabuces  y  muchas  estacas.  Bajó  del  recuesto,  y  acercóse  al  escuadrói 
tanto  que  distintamente  vio  las  banderas,  juzgó  de  los  colores  y  not< 


I'aHtk  segunda.— capitulo   .\xvii  mS'.» 


'las  empresas  qué  en  ella?*traían,  especialmente  una,  que  en  un  e>tai:- 
darte  6  jirón  de  raso  blanco  venía,  en  el  cual  estaba  pintado  muy  v.\ 
vivo  un  asno  como  un  pequeño  sardesco,  la  cabeza  levantada,  la  boca 
al)ierta  y  la  len.tj;ua  defuera,  en  acto  y  postura  como  si  estuviera  rebn/.- 
nando;  alrededor  del  estaban  escritos  d^  letras  grandes  estos  dos  versos: 


Xo  rebuznaron  oii  balde 
KI  nuü  y  el  otro  alcalde. 


Por  esta  insignia  sacó  Don  Quijote  que  aquella  gente  debía  de  ser  del 
[)Ucblo  del  rebuzno,  y  así  se  lo  dijo  á  Sancho,  declarándole  lo  que  en  el 
estandarte  venía  escrito. 

Díjolc  también  (|ue  el  que  les  había  dado  noticia  de  a({uel  caso  se 
había  errado  en  decir  que  dos  regidores  habían  sido  los  que  rebuzna- 
ron, porque,  según  los  versos  del  estandarte,  no  habían  sido  sino  alcal- 
des A  lo  que  respondió  Sancho  Panza:  ^  Señor,  en  eso  no  hay  que  re- 
parar, que  bien  puede  ser  que  los  regidores,  que  entonces  rebuznaron, 
viniesen  con  el  ticmjx)  á  ser  alcaldes  de  su  pueblo,  y  así  .se  pueden  lla- 
mar con  entrambos  títulos;  cuanto  más,  (|ue  no  hace  al  caso  á  la  verdad 
de  la  historia  ser  los  rebuznadores  alcaldes  ó  regidores,  como  ellos  una 
por  una  hayan  rebuznado,  porque  tan  á  pique  está  de  rebuznar  un  al- 
calde como  un  regidor.  >  Finalmente,  conocieron  (>  supusieron,  como  era 
cierto,  que  el  pueblo  corrido  salía  á  pelear  con  otro,  que  le  corría  más 
de  lo  justo  y  de  lo  (|ue  se  debía  á  la  buena  vecindad. 

Fuese  llegando  á  ellos  Don  Quijote,  no  con  poca  pesadumbre  de 
Sancho,  que  nunca  fué  amigo  de  hallarse  en  semejantes  jornadas;  los 
del  escuadrón  le  recogieron  en  medio,  creyendo  que  era  alguno  de  los 
<le  su  parcialidad.  Don  Quijote,  alzando  la  visera,  con  gentil  brío  y  coni- 
tinente  llegó  hasta  el  estandarte  del  asno,  y  allí  se  le  pusieron  alrededor 
todos  los  más  principales  del  ejército  por  verle,  admirados  con  la  admir 
ración  acostumbrada  en  que  caían  todos  aquellos  que  la  vez  primera  lé 
miraban.  Don  Quijote,  que  los  vio  tan  atentos  á  mirarle,  sin  que  nin 
guno  le  hg.blase  ni  le  preguntase  nada,  quiso  aprovecharse  de  aquel  si- 
lencio, y  rompiendo  el  suyo,  alzó  la  voz  y  dijo:  Buenos  señores,  cuan 
encarecidamente  puedo  os  suplico  que  no  interrumpáis  un  razonamiento 
que  quiero  haceros,  hasta  que  veáis  que  os  disgusta  y  enfada;  que  si 
esto  sucede,  con  la  más  mínima  señal  que  me  hagáis,  pondré  un  .«ello 
en  mi  boca  y  echaré  una  mordaza  á  mi  lengua.» 

Todos  le  dijeron  que  dijese  lo  que  quisiese  que  de  buena  gana  le 
escucharían. 

Don  (Quijote,  con  esta  licencia,  prosiguió  diciendo:  «Yo,  señores 
míos,  soy  caballero  andante,  cuyo  ejercicio  es  el  de  las  armas,  y  cuya 
profesión,  la  de  favorecer  á  los  necesitados  de  favor  y  acudir  á  los  me- 
nesterosos. Días  ha  que  he  sabido  vuestra  desgracia,  y  la  causa  que  os 
mueve  á  tomar  las  armas  á  cada  paso  para  vengaros  de  vuestros  ene- 
migos, y  habiendo  discurrido  una  y  muchas  veces  en  mi  entendimiento 
sobre  vuestro  negocio,  hallo,  .según  las  leyes  del  duelo,  que  estáis  enga- 


590 


PON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


fiados  en  teneros  por  afrentados;  porque  ningún  particular  puede  afren- 
tar á  un  pueblo  entero,  si  no  es  retándole  de  traidor  por  junto,  porque 
no  sabe  en  particular  quién  cometió  la  traición  por  que  le  reta.  Ejem- 
plo desto  tenemos  en  don  Diego  Ordóñez  de  Lara,  que  retó  á  todo  el 

pueblo  zamorfc  no,  porque  ig- 
noraba que  sólo  Vellido  Dol- 
fos  había  cometido  la  trai- 
ción de  matar  á  su  rey,  y 
así  retó  á  todos,  y  á  todos 
tocaba  la  venganza  y  la  res- 
puesta; aunque  también  es 
verdad  que  el  señor  don  Die- 
go anduvo  algo  demasiado, 
y  aun  i)asó  muy  ade  ante  de 
los  límites  del  reto,  porque 
no  tenía  para  qué  retar  á  los 
nuiertos,  á  las  aguas,  ni  á  los 
panes,  ni  á  los  que  estaban 
})or  nacer,  ni  á  las  otras  me- 
nudencias que  allí  se  decla- 
ran; pero  vaya,  ]jues- cuando 
la  cólera  sale  de  madre,,  no 
tiene  la  lengua  padre,  ayo 
ni  freno  que  la  corrija.  , 

«Siendo,  pues,  esto  así. 
que  uno  solo.no  puede  afren- 
tar á  reino,  provincia,  ciii- 
dadj  república  ni  pueblo  eii: 
tero,  queda  en  limpio  que 
no  hay  para  qué  salir  á  la 
venganza,  del  reto  de  la  tal 
afrenta,  })ues  no  lo  es;  por- 
que ¡bueno  sería  que  se  ma 
tasen  á  cada  paso  los  .del 
.     :        ,,  .  pueblo,  de   la   Reloja  cpn 

quien  se  lo  llaimi,  ni  los  cazoleros,  berengeneros,  ballenatos,  jaboneros, 
ni  los  de  otros  nombres  y  apellidos,  que  andan  por  ahí  en  boca  dejos 
muchachos  y  de  gente  de  poco  más  ó  uj^enos!  jÍJuenq  sería  por  cierto, 
que  to^os  estos  insignes  pueblos  se  corriesen  y  vengasen,  y. anduviesen 
contino  hechas  las  espadas  sacabuches  á  cualquier  i)endencia  por  })e- 
queña  que' fuese!  No,  no,  ni  Dios  lo  permita  ó  quiera;  los  varones  pru- 
dentes, las  repúblicas  bien  concertadas,  por. cuatro  cosas  han  de.  tomar 
las  armas -y  desenvainar  las  espadas,  y 'poner  á.  riesgosus  perscnas,  vi- 
das y^hacien  das.  La  priniera,  por  defender  la  te  católicas;  la  gegunda, 
por  defender  fu. vida,  que  es  de  ley,,na,turíU  y  divina;  la  tercera;,  en  da- 
fepsa  dPi&U'ihpnms  de  su  faraiha  y  hacienda;  lucuarta^  en  servicio  d<;  su 
reyíen.  V^ij-guCiP^a  jUííta;  y  si  le  qu%rérfl.uios  añadir  la  quinta  (que  se  i)uc.- 


T)ou  Quijotív 


1)110.  los  viü  taa  alectos  f  pjirarle,  Bin  <nu 
niüeuiio  If  hablase... 


l'AKTt;    KKUUNDA.  — CAPITULO     XXVII  591 

de  contar  por  segunda),  es  en  defensa  de  su  i)atria.  A  estas  cinco  caisas, 
como  capitales,  se  pueden  agregar  algunas  otras  (jue  sean  justas  y  razo- 
nables, y  que  obliguen  á  tomar  las  armas;  pero  ¡tomarlas  por  niñerías  y 
por  cosas  que  antes  sonde  risa  y  pasatiempo  que  de  afrenta!...  Parece  que 
quien  las  toma  carece  de  todo  razonable  discurso;  cuanto  más,  que  el  to- 
mar venganza  injusta  (que  justa  no  puede  haber  alguna  que  lo  sea),  va 
derechamente  contra  la  santa  ley  que  {)rofesamos,  en  la  cual  se  nos  man- 
da que  hagamos  biea  á  nuestros  enemigos  y  que  amemos  á  los  que  nos 
aborrecen:  mandamiento  que,  aunque  })arece  algo  diñcultoso  de  cum- 
plir, no  lo  es  sino  para  a((uellos  que  tienen  menos  de  Dios  que  del  mun- 
do, y  más  de  carne  que  de  esj)íritu;  porque  Jesucristo,  Dios  y  hombre 
verdadero,  que  nunca  mintió,  ni  pudo  ni  puede  mentir,  siendo  legisla- 
dor nuestro,  dijo  que  su  yugo  era  suave  y  su  carga  liviana;  y  así,  no 
nos  había  de  mandar  cosa  que  fuese  imj)osible  el  cumj)lirla.  Así  que, 
mis  señores,  vuesas  mercedes  están  obligados  por  leyes  divinas  y  hu 
manas  á  sosegarse.- 

—El  diablo  me  lleve,  dijo  á  esta  sazón  Sancho  entre  sí,  si  este  mi  amo 
no  es  tóiogo,  y  si  no  lo  es,  á  fe  que  lo  parece  como  un  huevo  á  otro. 

Tomó  un  poco  de  aliento  Don  Quijote,  y  viendo  que  todavía  le  pres- 
taban silencio,  quiso  pasar  adelanta?  en  su  ])lática,  como  pasara,  si  no 
se  pusiera  en  medio  la  agudeza  de  Sancho,  el  cual,  viendo  que  su  amo 
^e  detenía,  tomó  la  mano  por  él.  diciendo:  «Mi  señor  Don  Quijote  de  la 
Mancha,  que  un  tiempo  se  llamó  el  Cahalliro  de  la  Triste  Figura,  y 
ihora  se  llama  el  i'ahallero  de  los-  Leones,  es  un  hidalgo  muy  atentado. 
;pie  sabe  latín  y  romance  como  un  bachiller;  y  en  todo  cuanto  trata  y 
iconseja  procede  como  muy  buen  soldado,  y  tiene  todas  las  leyes  y  or- 
denanzas de  lo  que  llaman  el  duelo,  en  la  uña;  y  así,  no  hay  más  que 
hacer  sino  dejarse  llevar  por  lo  que  él  dijere,  y  sobre  mí  si  ) o  errare; 
•uanto  más,  que  ello  se  está  dicho  que  es  necedad  correrse  por  solo  oir 
ini  rebuzno;  que  yo  me  acuerdo,  cuando  muchacho,  que  rebuznaba  cada 
v  cuando  que  se  me  antojaba,  sin  (jue  nadie  me  fuese  á  la  mano,  y  con 
tanta  gracia  y  propiedad,  que  en  rebuznando  yo  rebuznaban  todos  los 
Asnos  del  pueblo;  y  no  por  eso  dejaba  de  ser  hijo  de  mis  ])adres,  que 
eran  honradísimos;  y  aunque  por  esta  habilidad  era  envidiado  de  más 
de  cuatro  de  los  estirados  de  mi  pueblo,  no  se  me  daba  dos  ardites;  y 
porque  se  vea  que  digo  verdad,  esperen  y  escuchen;  que  esta  ciencia  es 
'omo  la  del  nadar,  (|ue  una  vez  aprendida,  nunca  se  olvida.» 

Y  luego,  jmesta  la  mano  en  ]as  narices,  comenzó  á  rebuznar  tan  re- 
•iamente,  que  todos  los  cercanos  valles  retumbaron.  Pero  uno  de  los  que 
estaban  junto  á  él,  creyendo  que  hacía  burla  dellos.  alzó  un  varapalo 
|ue  en  la  mano  tenía,  y  dióle  tal  golj)e  con  él,  que  sin  ser  poderoso  á 
)tra  cosa,  dio  consigo  Sancho  Panza  en  el  suelo. 

Don  Quijote,  que  vio  tan  mal  parado  á  Sancho,  arremetió  al  que  le 
Había  dado,  con  la  lanza  sobre  mano;  pero  fueron  tantos  los  que  se  pu- 
dieron en  medio,  que  no  fué  posible  vengarle:  antes,  viendo  que  llovía 
■íobre  él  un  nublado  de  piedras  y  que  le  amenazaban  mil  encaradas  ba- 
llestas, y  que  algunos  cargaban  los  arcabuces,  volvió  las  riendas  á  Ro- 

P..  P.— XX  39 


r)V)2 


Don  quijote  de  la   mancha 


einante,  y  á  todo  lo  que  su  galope  pudo,  se  salió  de  entre  ellos,  éneo 
mendándosc  de  todo  corazón  d  Dios,  que  de  aquel  peligro  le  librase,  te 
miendo  á  cada  paso  no  le  entrase  alguna  bala  por  las  espaldas  y  le  sa 
liese  al  pecho;  y  á  cada  punto  recogía  el  aliento,  por  ver  si  le  faltal)a 
pero  los  del  escuadrón  se  contentaron  con  verle  huir,  sin  tirarle.  A  San 
cho  le  pusieron  sobre  su  jumento,  apenas  vuelto  en  sí,  y  le  dejaron  ii 
tras  su  amo,  no  porque  él  tuviese  sentido  para  regirle;  ])ero  el  Rucio  si 
guió  las  huellis  de  Rocinante,  sin  el  cual  no  se  hallaba  un  punto.  Alón 
gado,  pues.  Don  Quijote  buen  trecho,  volvió  la  cabeza  y  vi*')  (\ue  San 
cho  venía,  y  atendióle,  viendo  que  ninguno  le  seguía.  Los  del  escuadrói  i 
se  estuvieron  allí  hasta  la  noche,  y  por  no  haber  salido  á  la  batalla  suí- 
contrarios,  se  volvieron  á  su  ])ueblo  regocijados  y  alegres;  y  si  ellos  su 
})ieran  la  c()stum])re  antigua  de  los  griegos,  levantaran  en  aquel  luga 
V  sitio  un  trofeo. 


>pr 


'1 


CAPITULO  XX VI 11 

De  cosas  que  dice  Senengeil,  que  las  sabrá  quie::  l^s,feyere,  si  ias'fee 

cen  aíenc  ón. 


UANDO  el  valionío  huye,  la  supeiclicría  esta  descubierta,  y  ea  o^(.^ 

v>?í^     varones  prudentes  guardarse  pava  mejor  cjcasjóii.Esta  verdaxl 

►   se  verificó  en  Don  Quijote,  el  cual,  dando . legará  la  furia  (íeí 

\3       pueblo  y  á  las  malas  intenciones  de  aquel  indignado  escuadrón, 

I  ).uso  pies  en  polvorosa,  y  sin  accrdurse  de  Sancho.ni. del  peligro  en  q\]jl^^ 

le  dejaba,  se  apartó  tanto  cuanto  le. pareció  que  bí^stábn  para  estar  6(:- 

.íuro.  Seguíale  Sancho,  atravceiido.ei;  su  jumento,  pomo  queda  refera. 

lo.  Llegó,  en  tin,  ya  vuelto  en  na  acuerdo,  y  al  llegar,  se  dejó  caeri,(!léj 

lucio  á  los  pies  de  Rocin;inte,  todo  ansioso,  todo  molido  y.  todo  aim- 

«eado.  ,       ,  ,,...,,.  , . .,y ,.,.     ■» 

Apeóse  Don  Quijote  para  catarle  .las  f cridas;  pero  .cói^p'.Ip  Haílas^^ 

;ano  de  los  pies  á  la  cabeza,  con  asaz,  cólera  le  dijo:  <:<Bien,en.horaini¿ia 

upistes  vos  rebuznar,  Sancho;  ¿y  dónde  hallastes  vos ierbuemel >;iyí,y^- 

)rar  la  soga  en  casa  del  ahorcado?  A  música  de  rebu/no>s,  ¿,qué  conti-íj'- 

)unto  se  había  de  llevar,  sino  de  varapalos?  Y  dad  g'^a-ciasiá, Dios,., S^í)'- 

he,  que  ya  que  os  santiguaron  con  un  palo,  n,o  os  hi^iefOft  él  jper/¿-^o- 

lum  criicis  con  un  alfanje.»  ,  . .  ;,  }t  [   ..  '  !,,,V, 


■os  andantes  huyen,  y  dejan  á  sus  buenos  escuderos  mpli(k>s-iCpmo  al- 
iena ó  como  cibera  en  poder  de  sus  enemigos.      ,.  . -.  ,^    ,  . 't ,'-.    .,  r¡  ^ 
— No  huye  el  que  se  retira,  respondió  Don   Quijote; '  porquje  has^  & 
5aber,  Sancho,  que  la  valentía  que  no  se  funda  sobre  la  basa  de  la^p.fu- 


594  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


dencia,  se  llama  temeridad,  y  las  hazañas  del  temerario  más  se  atribi 
yen  á  la  buena  fortuna  que  á  su  ánimo;  y  así,  yo  confieso  que  me  h 
retirado,  pero  no  huido;  y  en  esto  he  imitado  á  muclios  valientes,  qu 
ie.  han  guardado  para  tiempos  mejores,  y  desto  están  las  historias  Ih 
ñas,  las  cuales,  por  no  serte  á  ti  de  provecho,  ni  á  mí  de  gusto,  no  t 
Jas  refiero  ahora. 

Erj  esto  ya  estaba  á  caballo  Sancho,  ayudado  de  Don  Quijote.  ( 
aual  asimismo  subió  en  Rocinante,  y  poco  á  poco  se  fueron  á  embosca 
en  una  alameda,  que  hasta  un  cuarto  de  legua  de  allí  se  parecía. 

De  cuando  en  cuando  daba  Sancho  unos  ayes  profundísimos  y  une 
gemidos  dolorosos;  y  preguntándole  Don  Quijote  la  causa  de  tan  amai 
i(0  sentimiento,  respondió  que  desde  la  punta  del  espinazo  hasta  la  nuc 
ílel  celebro  le  dolía  de  manera,  que  le  sacaba  de  sentido. 

— La  causa  dése  dolor  debe  de  ser  sin  duda,  dijo  Don  Quijote,  qu 
c^mo  era  el  palo,  con  que  te  dieron,  largo  y  tendido,  te  cogió  todas  la* 
espaldas,  donde  entran  todas  esas  partes  que  te  duelen;  y  si  más  te  ce 
tfiera,  más  te  doliera. 

— jPor  Dios,  dijo  Sancho,  que  vuesa  merced  me  lia  sacado   de  un 
í;ran  duda,  y  que  me  la  ha  declarado  por  hndos  términos!   ¡Cuerpo  d 
mí!  ¿Tan  cubierta  estaba  la  causa  de  mi  dolor,  que  ha  sido  meneste 
•iooirme  que  me  duele  todo  aquello  que  alcanzó  el  palo?  Si  me  doliera 
í(ts  tobillos,  aún  i)udiera  ser  que  se  anduviera  adivinando  el  por  qu 
iu(;  dolían;  pero  dclerme  lo  que  me  molieron,  no  es  mucho  adivina: 
A'  la  fe,  señor  nuestro  amo,  el  mal  ajeno  de  pelo  cuelga,  y  cada  día  vo 
descubriendo  titrra  de  lo  poco  que  puedo  esperar  de  la  compañía  qui 
(jon  vuesa  merced  tengo;  porque  si  esta  vez  me  ha  dejado  apalear,  otr 
Y  otras  ciento  volveremos  á  los  manteamientos  de  marras,   y  á  otra 
muchas  averías,  que  si  ahora  me  han  sahdo  á  \bs  espaldas,  después  m^ 
««aldrán  á  los  ojos.  Harto  mejor  haría  yo  (sino  que  soy  un  })árbaro,    ' 
lio  haré  nada  que  bueno  sea  en  toda  mi  vida);   harto  mejor  haría  y«l 
vuelvo  á  decir,  en  volverme  á  mi  casa  y  á  mi  mujer  y  á  mis  hijos,    i 
sustentarla  y  criarlos  con  lo  que  Dios  fuere  servido  de  darme;  y  no  ai' 
darme  tras  vuesa  merced  por  caminos  sin  camino,  y  por  sendas  y  ca- 
rreras que  no  las  tienen,  bebiendo  mal  y  comiendo  peor.  Pues  ¡tomac' 
me  el  dormir!  Contad,  hermano  escudero,  siete  pies  de  tierra,  y  si  qu 
siéredes  más,  tomad  otros  tantos,  que  en  vuestra  mano  está  escudilla: 
y  tendeos  á  todo  vuestro  buen  talante;  que  ¡quemado  vea  yo  y  heeh 
polvos  al  primero  que  dio  })untada  en  la  andante  caballería,  ó  á  lo  m( 
nos  al  primero  que  quiso  ser  escudero  de  tales  tontos  como  debiero 
Mer  todos  los  caballeros  andantes  pasados!  De  los  presentes  no  digo  ñadí 
que  por  ser  vuesa  merced  uno  dellosV  les  tengo  respeto,  y  porque  sé  qu.< 
sabe  vuesa  merced  un  punto  más  que  el  diablo  en  cuanto  habla  y  d 

ííuanto  piensa. 

— Haría  yo  una  buena  apuesta 'cbfi' Vos  Sancho,   dijo   Don  Quijotí- 
x^ue  ahora  que  vais  hal)lándo,''í?ín'citre  nadie  os  vaya  á  la  mano,  quen 
óa  duele  nada  en  todo  vuestro  buétpÓ.  Hablad,  hijo  mío,  todo  aquell 
que  os  viniere  al  i)ensanQÍento  y  á  Ta%'oca;  que  á  trueco  de  que  á   vo-i 


PARTE    8EUUNDA. CAPITULO    XXVIIl  595 


O  OS  duela  nada,  tendré  yo  por  uusto  el  enfado  que  me  dan  vuestras 
npertinencias;  y  si  tanto  deseáis  volveros  á  vuestra  casa  con  vuestra 
mjer  y  hijos,  no  permita  Dios  qut  yo  os  lo  impida.  Dineros  tenéit? 
nos:  mirad  cuánto  ha  que  esta  se^^unda  vez  salimos  de  nuestro  pue- 
lo,  y  mirad  lo  que  podéis  y  debéis  ganar  cada  mes,  y  pagaos  de  vues 
•a  mano. 

— Cuando  yo  servía,  respondió  Sancho,  á  Tomé  Carrasco,  el  padre 
el  hachiller  Sansón  Carrasco,  que  vuesa  merced  bien  conoce,  dos  du- 
ados  ganaba  cada  mes,  amén  de  la  comida;  con  vuesa  merced,  no  sé 
)  que  puedo  ganar,  puesto  que  sé  qu^  tiene  más  trabajo  el  escudero 
iel  caballero  andante  ((ue  el  (jue  sirve  á  un  labrador;  (jue  en  resolución. 
)S  <iu('  servimos  á  labradores,  por  mucho  que  trabajemos  de  día,  por 
lal  que  suceda,  á  la  noche  cenamos  olla  y  dormimos  en  cama,  en  Iü 
ual  no  he  dojmido  después  t^ue  esta  vez  sirvo  á  vuesa  merced,  si  no 
a  sido  el  tiempo  breve  que  estuvimos  en  casa  de  don  Diego  de  Miraiv 
a,  y  la  jira  que  tuve  con  la  espuma  que  saqué  de  las  ollas  de  Camacho, 

lo  que  comí  y  bebí  ydormí  en  casa  de  lUisilio;  todo  el  otro  tiempo  he 
.  ormido  en  la  dura  tierra,  al  cielo  abierto,  sujeto  á  lo  que  dicen  incK 
lencias  del  ciek',   sustenta ndom^í  Qou  rajas  de  queso  y  mendrugos  <le 
an,  y  bebiendo  agua,  ya  de  arroyos,  ya  de  fuentes  de  las  que  encon- 
ramos  por  esos  andurriales  donde. andamo.s.  ,       ' 

—Confieso,  dijo  Don  (Quijote,  que  todo  L(j  que  dices,  Sancho,  es  la 
erdad;  ¿cuánto  parece  (jue  (^s  debo  dftr  más  de  lo  que  os  daba  Tomé 
'arrascoV  ,,  ,      ,      ,  . 

— A  mi  parecei;,  dijo  Sancho,!  con.  ¡dos  reales  más  <(ue  vuesa  mer- 
ed  añadiese  cada  mes,  me  tendrí  i  por  bieil  pagado:  esto  es  cuanto 
1 1  salario  de  mi  trabajo;  pero  en  cuanto, á  satisfacerme  á  la  palabra  y 
•romesa  que  vuesa  merced  me  tiene  hecha  de  darme  el  gobierno  de  una 
isula,  sería  justo  que  se  me  añadiesen  otros  seis  reales,  <|iic  por  todof 
erían  treinta.         <     •<. 

— Está  muy  bien,  replicó  Don  Quijote;  y  confonne  al  salario  que  voi* 
s  habéis  señalado,  ved  cuántos  días  ha  que  salimos  de  nuestro  pueblo; 
ontad,  Sancho,  rata  por  cantidad,  y  mirad  lo  que  os  debo,  y  pagáoK, 
omo  os  tengo  dicho,  de  vuestra  mano. 

— ¡Oh  cuerpo  de  mí,  dijo  Sancho,  que  va  vuesa  merced  muy  errado 
n  esta  cuenta!  Porque,  en  lo  de  la  promesa  de  la  ínsula,  se  ha  de  con- 
ar  desde  el  día  que  vuesa  merced  me  la  prometió,  hasta  la  presente 
>ora  en  que  estamos. 

— Pues  ¿qué  tanto  ha,  Sancho,  que  os  la  prometí?,  dijo  Don  Quijote. 

— Si  yo  mal  no  me  acuerdo,  respondió  Sancho,  debe  de  haber  más 
e 'veinte  años,  tres  días  más  ó  menos. 

Dióse  Don  Quijote  una  gran  palmada  en  la  frente,  y  comenzó  a 
eir  muy  de  gana,  y  dijo:  «Pues  no  anduve  yo  en  Sierra  Morena,  ni  en 
odo  el  discurso  de  nuestras  salidas,  sino  dos  meses  apenas,  ¿y  dices, 
^^ancho,  que  ha  veinte  años  que  te  prometí  la  ínsula?  Ahora  digo  que 
[uieres  que  se  consuma  en  tus  salarios  el  dinero  que  tienes  mío;  y  si  esto 
s  así,  y  tú  gustas  dello,  desde  aquí  te  lo  doy.  y  buen  provecho  te  haga; 


:V.)G  DOX    QUIJOTE    VE    LA    MAXCÜA 

^ue  á  trueco  de  verme  sin  tan  mal  escudero,  holgaréme  de  quedarm 
pobre  y  sin  blanca:  Pero  dime,  prevaricador  de  .las  ordenanzas  escude 
Tiles  de  la  andante  caballería,  ¿dónde  has  visto  tú  ó  leído  que  ningü] 
escudero  de  caballero  andante  se  haya  puesto  con  su  señor  en  tant' 
más  cuanto  me  habéis  de  dar  cada  mes  porque  os  sirva?  Éntrate,  éii 
trate,  malandrín,  follón  y  vestiglio  (que  todo  lo  pareces);  éntrate,  digc 
por  el  ?nare  mmjmim  de  sus  historias,  y  si  hallares  que  algún  escuder' 
haya  dicho  ni  pensado  lo  que  aquí  has  dicho,  quiero  que  me  le  clave 
en' la  frente,  y  por  añadidura  me  hagas  cuatro  mamonas  selladas  en  m 
i'ostro.  Vuelve  las  riendas  ó  el  cabestro  al  Rucio,  y  vuélvete  á  tu  casa 
porque  un  solo  paso  desde  aquí  no  has  de  pasar  más  adelante  conmigc 
¡Oh  pan  mal  conocido!  ¡Oh  promesas  mal  colocadas!  ¡Oh  hombre,  qu 
tienes  más  de  bestia  que  de  persona!  ¿Agora,  cuando  yo  pensaba  ponert 
(MI  estado,  y  tal,  que  á  pesar  de  tu  mujer  te  llamaran  señoría,  te  despides 
¿A'Jora  te  vas,  cuando  yo  venía  con  intención  firme  y  valedera  de  ha 
certe  señor  de  la  mejor  ínsula  del  mundo?  En  fin,  como  tú  has  dich' 
otras  veces,  no  es  la  miel,  etc.  Asno  eres  y  asno  has  de  ser,  y  en  asm 
lias  de  parar  cuando  se  te  acabe  el  curso  de  la  vida;  que  para  mí  teng. 
<|Ue  antes  llegará  ella  á  bU  último  término,  que  tú  caigas  y  des  en  1¡ 
cuenta  de  que  eres  bestia. » 

Miraba  Sancho  á  Don  Quijote  de  liito  en  hito  en  tanto  que  los  tale 
vituperios  le  decía,  y  compungióse  de  manera,  que  le  vinieron  las  lágri 
mas  á  los  ojos,  y  con  voz  dolorida  y  enferma  le  dijo:  «Señor  mío,  y( 
confieso  que  para  ser  del  todo  asno  no  me  falta  más  de  la  cola;  si  vuesi  i 
merced  quiere  ponérmela,  yo  la  daré  por  bien  puesta,  y  le  serviré  come 
jumento  todos  los  días  que  me  quedan  de  vida.  Vuesa  merced  me  per 
done,  y  sG  duela  de  mi  necedad,  y  advierta  que  sé  poco,  y  que  si  ha 
blo  mucho,  más  procede  de  enfermedad  que  de  malicia;  mas  quiei 
yerra  y  se  enmienda,  á  Dios  se  encomienda. » 

— Maravillara  me  yo,  Sancho,  si  no  mezclaras  algún  refrancico  en  ti  \ 
coloquio.  Agora  bien,  yo  te  perdono,  con  que  te  enmiendes  y  con  qu.  | 
no  te  muestres  de  aquí  adelante  tan  amigo  de  tu  interés,  sino  que  pro  ! 
oiires  ensanchar  el  corazón,  y  te  aliente ■;  y  animes  á  esperar  el  cumi)li 
miento  de  mis  promesas,  que  aunque  se  tarda,  no  se  inq)osibilita. 
■     Sancho  respondió  que  así  liaría,  aunque  sacase  fuerzas  de  ñaqueza  ■. 
Con  esto,  se  metieron  en  la  alameda,  y  Don  Quijote  se  acomodó  al  pi(^ 
de  un  olmo,  y  Sancho  al  de  una  haya;  que  estos  tales  árboles,  y  otro;  < 
sus  semejantes,  siempu-e  tienen  pie?,  y  no  manos.  Sancho  pasó  la  noche  ■ 
penosamente,  porque  el  varapalo  se  hacía  más  sentir  con  el  sereno.  Doi 
Quijote  la  pasó  en  sus  continuas  memorias;  pero  con  todo  eso,  dieroi  ■ 
los  ojos  al  sueño,  y  al  salir  del  alba  siguieron  su  camino,  buscando  laf- 
riberas  del  famoso  Ebro,  donde  les  sucediólo  que  se  contará  en  el  capí 
ttilo  venidero. 


CAIM'rrLO  XX!X 


De  la  famosa  aventura  del  barco  encantado. 


OK  sus  pasos  contados  y  por  contar,  cuatro  días  después  que  sa- 
lieron de  la  alameda,  lle(;aron  Don  Quijote  y  Sancho  al  río 
Ebro,  y  el  verle  fué  de  ii;ran  íjusto  á  Don  (Quijote,  porque  con- 
templó y  miró  en  él  la  amenidad  de  sus  riberas,  la  claridad  de 
sus  aguas,  el  sosiego  de  su  curso  y  la  al)undancia  de  sus  líquidos  cris- 
tales, cuya  alegre  vista  renovó  en  su  memoria  mil  amorosos  pensamien- 
tos; especialmente  fué  y  vino  en  lo  que  había  visto  en  la  cueva  de  Mon- 
tesinos; que  puesto  que  el  mono  de  maesc  Pedro  le  hal)ía  dicho  que 
l>arte  de  aquellas  cosas  eran  verdad  y  parte  mentira,  él  se  atenía  más 
a  las  verdaderas  que  á  las  mentirosas;  l)ien  al  revés  de  Sancho,  que  to 
das  las  tenía  por  la  misma  mentira.  Yendo,  pues,  desta  manera,  se  le 
ofreció  á  la  vista  un  pcíiueño  barco,  sin  remos  ni  otras  jarcias  algunas, 
<iue  estal)a  atado  en  la  orilla  á  un  tronco  de  un  árbol,  que  en  la  ribera 
estaba.  Miró  Don  Quijote  á  todas  partes,  y  no  vio  persona  alguna,  y 
hiego,  sin  más  ni  más,  se  apeó  de  Rocinante,  y  mandó  á  Sancho  (|ue  lo 
mismo  hiciese  del  Rucio,  y  que  á  entrambas  bestias  las  atase  muy  bien 
juntas  al  tronco  de  un  álamo  ó  sauce  que  allí  estaba. 

Preguntóle  Sancho  la  causa  de  aquel  súbito  apeamiento  y  de  aquel 
ligamiento.  Respondió  Don  Quijote:  -Has  de  saber,  Sancho,  que  este 
barco  que  aquí  está,  derechamente,  y  sin  poder  ser  otra  cosa  en  contra- 
rio, me  está  llamando  y  convidando  á  que  entre  en  él,  y  vaya  en  él  á 
<lar  socorro  á  algún  caballero,  ó  á  otra  necesitada  y  principal  persona 
<iue  debe  de  estar  puesta  en  alguna  grande  cuita;  porque  este  es  estilo 


598  DON    (¿UIJOTE    DE    LA    MANCHA 


de  los  libros  de  las  historias  caballerescas,  y  de  los  encantadores  que  en 
ellas  se  entremeten  y  platican.  Cuando  algún  caballero  está  puesto  en 
algún  trabajo,  que  no  puede  ser  librado  del  sino  por  la  mano  de  otro 
caballero  (puesto  que  estén  distantes  el  uno  del  otro  dos  ó  tres  mil  le- 
guas, y  aún  más),  ó  le  arrebatan  en  una  nube,  ó  le  deparan  un  barco 
donde  se  entre,  y  en  menos  de  un  abrir  y  cerrar  de  ojos  le  llevan,  ó 
por  los  aires  ó  por  la  mar,  donde  quieren  y  adonde  es  menester  su 
ayuda;  así  que,  ¡oh  Sancho!,  este  barco  está  puesto  aquí  para  el  mes- 
mo  "efeto;  y  esto  es  tan  verdad  como  es  ahora  de  día,  y  antes  que 
éste  se  pase,  ata  juntos  al  Rucio  y  á  Rocinante,  y  á  la  mano  de  Dios, 
i[ue  nos  guíe;  que  no  dejaré  de  embarcarme,  si  me  lo  pidiesen  frailes 
descalzos. » 

— Pues  así  es,  respondió  Sancho,  y  vuesa  merced  (quiere  dar  á  cada 
paso  en  estos,  que  no  sé  si  los  llame  disparates,  no  hay  sino  obedecer 
y  bajar  la  cabeza,  atendiendo  al  refrán:  «haz  lo  que  tu  amo  te  manda, 
y  siéntate  con  él  á  la  mesa»;  pero,  con  todo  esto,  por  lo  que  toca  al 
descargo  de  mi  conciencia,  quiero  advertir  á  vuesa  merced  que  á  mí  me 
parece  que  este  tal  barco  no  es  de  los  encantados,  sino  de  algunos  pes- 
cadores deste  río,  ])orque  en  él  se  pescan  las  mejores  sabogas  del 
mundo. 

Esto  decía,  mientras  ataba  las  bestias,  Sancho,  dejándolas  á  la  pro- 
tección y  amparo  de  los  encantadores,  con  harto  dolor  de  su  ánima. 

Don  Quijote  le  dijo  que  no  tuviese  pena  del  desamparo  de  aquellos 
animales,  que  el  ([ue  los  llevaría  á  ellos  por  tan  longincuos  caminos  y 
regiones,  tendría  cuenta  de  sustentarlos. 

— No  entiendo  esto  de  longicuos,  dijo  Sancho,  ni  ho  oído  tal  vocal^lo 
en  todos  los  días  de  mi  vida. 

— Longincuos,  respondió  Don  Quijote,  ([uiere  decir  apartados;  y  no 
es  maravilla  que  no  lo  entiendas;  que  no  estás  tú  obligado  á  saber  latín, 
como  algunos  que  })resumen  que  lo  saben,  y  lo  ignoran. 

— Ya  están  atados,  replicó  Sancho:  ¿qué  hemos  de  hacer  agoraV 

— ¿Qué?,  respondió  Don  Quijote.  Santiguarnos  y  levar  ferro;  quiero 
decir,  embarcarnos  y  cortar  la  amarra  con  que  este  barco  está  atado. 

s  Y  dando  un  salto  en  él,  siguiéndole  Sancho,  cortó  el  cordel,  y  el  bar- 
co se  fué  apartando  poco  á  poco  de  la  ribera;  y  cuando  Sancho  se  vio 
obra  de  dos  varas  dentro  del  río,  comenzó  á  temblar,  temiendo  su  per- 
dición; pero  ninguna  cosa  le  dio  más  pena  que  el  oir  rebuznar  al  Rucio- 
y  el  ver  que  Rocinante  pugnaba  por  desatarse;  y  di  jóle  á  su  señor:  «El 
l^ucio  rebuzna,  condolido  de  nuestra  ausencia,  y  Rocinante  procura  po- 
nerse en  libertad,  para  arrojarse  tras  nosotros,  j  Oh  carísimos  amigos, 
quedaos  en  paz,  y  la  locura  que  nos  aparta  de  vosotros,  convertida  en 
desengaño,  nos  vuelva  á  vuestra  presencia!» 

Y  en  esto  comenzó  á  llorar  tan  amargamente,  que  Don  Quijote, 
mollino  y  colérico,  le  dijo:  «¿De  qué  temes,  cobarde  criatura?  ¿De 
(^ué  lloras,  corazón  de  mantequillas?  ¿Quién  te  persigue  ó  quién  te 
acosa,  ánimo  de  ratón  casero?  ¿O  qué  te  falta,  menesteroso  en  la  mitad 
de  las  entrañas  de  la  abundancia?  Por  dicha,  ¿vas  caminando  á  pie  y 


PABTü    tiJiUUÍiÜA.  —  CAPITULO    XX)  X 


591» 


U'scalzo  por  las  niontafias  riíeas,  sino  sentado  en  una  tabl  i  como  ún 
u-cliidu(iue,  por  el  segoo  curso  deste  agradable  río,  de  donde  en  breve 
'spacio  saldremos  al  mar  dilatado?  Pero  ya  liabemos  de  liaber  salido,  y 
•aminado,  por  lo  menos,  setecientas  ú  ochocientas  leguas;  y  si  yo  tii- 
riera  aquí  un  astrolabio  con  que  tomar  la  altura  del  polo,  yo  te  dijera 
as  que  hemos  caminado;  aunque,  ó  yo  sé  poco,  ó  ya  hemos  i)asado,  ó 
)a.^aremos  presto,  })or  la  línea  equinocial  que  divide  y  corta  los  doR 
•ontrapuéstos  {>o]os  en  igual  distancia. v 

—  Y  cuando  lleguemos  á  esa  leña  c[Ue  vuesa  nicn-ed  dice,  pregunt(') 
■lancho,  ¿cuánto  habremos  caminado? 

— Mucho,  rei)licó  Don  Quijote;  porque  de  trecientos  y  sesenta  grados 
lue  contiene  el  globo  del  agua  y  de  la  tierra,  según  el  com|)Uto  de  Pto- 


;Oh  carísimos  atnigosl  Quedáo"  en  paz.  y  la  locura  (juo  nos  aparta  <lf  vosotros. 


ome(j.  que  fué  el  mayor  cosmogralo  (pie  se  sabe,  la  mitad  habremos 
•aminado  llegando  á  la  línea  que  he  dicho. 

— -¡Por  Dios,  dijo  Sancho,  que  vuesa  merced  me  trae  por  testigo  de 
o  que  dice  á  una  gentil  persona!  Puto  y  gafo,  con  la  añadidura  de 
neón,  ó  meo,  ó  no  sé  cómo. 

Rióse  Don  Quijote  de  la  interpretación  <)ue  Sancho  había  dado  al 
lombre  y  al  cómputo  y  cuenta  del  cosmógrafo  Ptolomeo,  y  díjole:  «Sa- 
)rás,  Sancho,  que  los  españoles,  y  los  que  se  embarcan  en  Cádiz  para 
r  á  las  Indias  Orientales,  una  de  las  señales  que  tienen  para  entender 
[ue  han  pasado  la  línea  equinocial  que  te  he  dicho,  es  que  á  todos  los 
{ue  van  en  el  navio  se  les  mueren  los  piojos,  sin  que  les  quede  ningu- 
10,  ni  en  todo  el  bajel  le  hallarán  si  le  pesan  á  oro;  y  así,  puedes,  San- 
.'ho,  pasear  una  mano  por  un  muslo,  y  si  topares  cosa  viva,  saldremos 
iesta  duda;  y  si  no,  pasado  habemos». 

— Yo  no  creo  nada  deso,  respondió  Sancho;  pero  con  todo,  haré  lo 
\ne  vuesa  merced  me  manda;  aunque  no  sé  para  qué  hay  necesidad 
le  hacer  esas  experiencias,  pues  yo  veo  con  mis  mismos  ojos  que  no 


600  •        DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


nds  habernos  apartado  de  la  ribera  cinco  varas,  ni  hemos  decantado  de 
donde  están  las  alemanas  diez  varas,  porque  allí  están  Rocinante  y  el 
Rucio  en  el  propio  lu,ü,ar  do  los  dejamos;  y  tomada  la  mira,  como  yo  la 
tomo  ahora  ¡voto  á  tal  que  no  nos  movemos  ni  andamos  al  paso  de  una 
horraiea! 

— Haz,  Sancho,  la  averiguación  que  te  he  dicho,  y  no  te  cures  dt 
otra;  que  tú  no  sabes  qué  cosas  sean  coluros,  líneas,  paralelos,  zodíaco, 
eclíptica,  polos,  solsticios,  equinocios,  planetas,  signos,  puntos,  medidas 
de  que  se  compone  la  esfera  celeste  y  terrestre;  que  si  todas  estas  cosas- 
supieras,  ó  parte  dellas,  vieras  claramente  ¡qué  de  paralelos  hemos  cor 
tado,  qué  de  signos  visto,  y  qué  de  imágenes  hemos  dejado  atrás  y  va- 
mos dejando  ahora!  Y  tornóte  á  decir  que  te  tientes  y  pesques;  que  yo- 
l>ara  mí  tengo  que  estás  más  limpio  que  un  pliego  de  })apel  liso  v 
illanco. 

Tentóse  Sancho,  y  llegando  con  la  mano  bonitamente  y  con  tiente 
hacia  la  corva  izquierda,  alzó  la  cabeza,  y  miró  á  su  amo  y  dijo:  «O  la 
experiencia  es  falsa,  ó  no  hemos  llegado  adonde  vuesa  merced  dice,  ni 
con  muchas  leguas». 

— Pues  qué,  preguntó  Don  Quijote,  ¿has  topado  algo? 

— Y  aun  algos,  respondió  Sancho;  y,  sacudiéndose  los  dedos,  se  lave 
toda  la  mano  en  el  río,  por  el  cual  sosegadamente  se  deslizaba  el  barco 
por  mitad  de  la  corriente,  sin  que  le  moviesen  alguna  inteligencia  se 
creta  ni  algún  encantador  escondido,  sino  el  mismo  curso  del  agua, 
blando  entonces  y  suave. 

En  esto  descubrieron  unas  grandes  aceñas,  que  en  la  mitad  del  ríe 
estaban;  y  apenas  las  hubo  visto  Don  Quijote,  cuando  con  voz  alta  dije 
á  Sancho:  «¿Ves?  Allí,  ¡oh  amigo!,  se  descubre  la  ciudad,  castillo  ó  for- 
taleza donde  debe  de  estar  algún  caballero  oprimido,  ó  alguna  reina, 
infanta  ó  princesa  malparada,  para  cuyo  socorro  soy  aquí  traido.» 

—  ¿Que  diablos  de  ciudad,  fortaleza  ó  castillo  dice  vuesa  merced,  se- 
ñor?, dijo  Sancho.  ¿No*  echa  de  ver  que  aquellas  son  aceñas,  que  están 
en  el  río,  donde  se  muele  el  trigo? 

— Calla,  Sancho,  dijo  Don  Quijote;  que  aunque  i)areccn  aceñas,  no 
lo  son;  y  ya  te  he  diclio  que  todas  las  cosas  trastruecan  y  mndan  de  su' 
ser  natural  los  encantos.  No  quiero  decir  que  las  mudan  de  uno  en  otro 
.ser  realmente,  sino  que  lo  parece,  como  lo  mostró  la  experiencia  en  la 
transformación  de  Dulcinea,  único  refugio  de  mis  esperanzas. 

En  esto  el  barco,  entrado  ea  la  mitad  de  la  corriente  del  río,  comen- 
zó á  caminar  no  can  lentamente  como  hasta  allí.  Les  molineros  de  las 
aceñas,  que  vieron  venir  aquel  barco  por  el  rio,  y  que  se  iba  á  embocar 
por  el  raudal  de  las  [ruedas*,  salieron  con  presteza  muchos  dellos  con. 
varas  largas  á  detenerle;-  y  como  salían  enharinados,  y  cubiertos  Ios- 
rostros  y  los  vestidos  del  polvo  de  la  harina,  representaban  una  mala 
vista. 

Daban  voces  grandes,  diciendo:  «Demonios  de  hombres,  ¿dónde 
vais?  ¿Venís  desesperados,  que  queréis  ahogaros  y  haceros  pedazos  en 
estas  ruedas?» 


PAUTE    SEGUNDA. — CAPITULO    XXIX  tíOl 

— ¿No  te  dije  yo,  Sancho,  dijo  á  esta  sazón  Don  (Quijote,  que  había- 
nlos llegado  donde  he  de  mostrar  á  do  Ue^a  el  valor  de  mi  brazo?  ¡Mira 
<iné  de  malandrines  y  follones  me  salen  al  encueatro!  ¡Mira  cuántos 
\ cstiíjlos  se  me  oponen!  ¡Mira  cuántas  feas  cataduras  nos  hacen  cocos! 
l'ues  ahora  lo  veréis,  bellacos;  y  puesto  en  pie  en  el  l)arco,  con  grandes 
voces  comenzó  á  amenazar  á  los  molineros,  dic-iéndoles:  Canalla  mal- 
\  ada  y  pee  r  aconsejada,  dejad  en  su  libertad  y  libre  albedrío  á  la  per- 
sona que  en  esa  vuestra  fortaleza  ó  prisión  tenéis  oprimida,  alta  ó  baja, 
<lc  cualquier  suerte  ó  cahdad  que  sea;  que  yo  soy  Don  Quijote  de  la 
Mancha,  llamado  c/  CaJxtUcro  de  ¡os  Leones  por  otro  nombre,  á  quien 
cstii  reservado,  por  orden  de  los  altos  cielos,  el  dar  fin  felice  á  esta  aven- 
tura; y  diciendo  esto,  echó  mano  a  su  espada  y  comenzó  á  esgrimirla 
en  el  aire  contra  los  molineros,  los  cuales  oyendo  y  no  entendiendo 
¡ujuellas  sandeces,  se  pusieron  con  sus  varas  á  detener  el  barco,  que  ya 
iba  entrando  en  el  raudal  y  canal  de  las  ruedas. 

Púsose  Sancho  de  rodillas,  pidiendo  devotamente  al  cielo  le  librase 
<lc  tan  manifiesto  peligro,  como  lo  hizo  por  la  industria  y  presteza  de 
los  molineros,  que  oponiéndose  con  sus  palos  al  barco,  le  detuvieron; 
¡H'ro  no  de  manera  que  dejasen  de  trastornar  el  barco,  y  dar  con  Don 
<  Quijote  y  con  Sancho  al  través  en  el  agua;  pero  vínole  bien  á  Don  Qui- 
jote, que  sabía  nadar  como  un  ganso,  aunque  el  peso  de  las  armas  le 
]k'V()  al  fondo  dos  veces;  y  si  no  futra  por  los  molineros,  que  se  arroja- 
ron al  agua,  y  los  sacaron  como  en  peso  á  entrambos,  allí  habría  sido 
Tioya  para  los  dos.  Puestos,  pues,  en  tierra,  más  mojados  que  muertos 
<lc  sed,  Sancho,  puesto  de  rodillas,  las  manos  juntas  y  los  ojos  elevados 
ni  cielo,  pidió  á  Dios  con  una  larga  y  devota  plegaria  le  lil>rase  de  allí 
adelante  de  los  atrevidos  deseos  y  acometimientos  de  su  señor. 

Llegaron  en  esto  los  pescadores  dueños  del  barco,  á  quien  habían 
hecho  pedazos  las  ruedas  de  las  aceñas;  y  viéndole  roto,  acometieron  á 
<lesnudar  á  Sancho  y  á  pedir  á  Don  Quijote  se  lo  i)agase;  el  cual  con 
gran  sosiego,  como  si  no  hubiera  pasado  nada  por  él,  dijo  á  los  moline 
ros  y  pescadores  que  él  pagaría  el  barco  de  l)onísima  gane,  con  condi- 
ción que  le  diesen  libre  y  sin. cautela  á  la  persona  ó  personas  que  eij 
a<iuel  su  castillo  estaban  oprimidas. 

— ¿Qué  personas  ó  qué  castillo  dices,  respondió  uno  de  los  molineros, 
liombre  sin  juicio'?  ¿Quiéreste  llevar  pe  r  ventura  las  que  vienen  á  moler 
trigo  á  estas  aceñas? 

— Basta,  dijo  entre  sí  Don  Quijote:  ai(uí  será  predicar  en  desierto 
<iuerer  reducir  ;i  esta  canalla  á  que  i)or  ruegos  haga  virtud  alguna,  y  en 
esta  aventura  se  deben  de  haber  encontrado  dos  valientes  encantadores, 
y  el  uno  este  rba  lo  que  el  otro  intenta:  el  uno  me  deparó  el  barco,  y  el 
otro  dio  conmigo  al  través.  Dios  lo  remedie;  que  todo  este  mundo  es 
máquinas  y  trazas  contrarias  unas  de  otras;  yo  no  puedo  más.  Y  alzan- 
do la  voz,  prosiguió  diciendo,  y  mirando  á  las  aceñas:  Amigos,  cuales- 
quiera que  seáis,  que  en  esa  prisión  quedáis  encerrados,  perdonadme;  que 
})or  mi  desgracia  y  por  la  vuestra,  yo  no  os  puedo  sacar  de  vuestra  cuita; 
para  otro  caballero  debe  de  estar  guardada  v  reservada  esta  aventura. 


<)02 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


En  diciendo  esto,  se  concertó  con  los  pescadores  y  pagó  por  el  barco 
cincuenta  reales,  que  los  dio  Sancho  de  muy  mala  gana,  diciendo:  «A 
dos  barcadas  como  ésta  daremos  con  todo  el  caudal  al  fondo. » 

Los  pescadores  y  molineros  estaban  admirados,  mirando  aquellas 
dos  fíguras,  tan  faera  del  uso  al  parecer  de  los  otros  hombres,  y  no 
acababan  de  entender  á  do  se  encaminaban  las  razones  y  preguntas  que 
Don  Quijote  les  decía;  y  teniéndolos  por  locos,  los  dejaron  y  se  recogie- 
ron á  sus  aceñas,  y  los  pescadores  á  sus  ranchos.  Volvieron  á  sus  bes- 
tias y  á  ser  bestias  Don  Quijote  y  Sancho,  y  este  fin  tuvo  la  aventura 
del  encantado  barco.  . 


Fyí't%' 


CAPÍTULO   XXX 


De  lo  queie  avino  á  Don  Quijote  con  una  bella  cazadora. 


8AZ  melancólicos  y  de  mal  talante  llegaron  á  sus  animales  ca- 
r¿l\  ballero  y  escudero,  especialmente  Sancho,  á  quien  llegaba  al 
^  alma  llegar  al  caudal  del  dinero,  pareciéndole  que  todo  lo  que 
del  se  quitaba  era  quitárselo  á  él  de  las  niñas  de  sus  ojos.  Fi- 
nalmente, sin  hablarse  palabra,  se  j)Usieron  á  caballo,  y  se  apartaron 
del  famoso  río:  Don  Quijote  sepultado  en  los  pensamientos  de  sus  amo- 
res, y  Sancho  en  los  de  su  acrecentamiento,  que  por  entonces  le  parecía 
([ue  estaba  bien  lejos  de  tenerle;  porque,  maguera  tonto,  bien  se  le  al- 
canzaba que  las  acciones  de  su  amo,  todas  ó  las  más,  eran  disparates;  y 
buscaba  ocasión  de  que,  sin  entrar  en  cuentas  ni  en  despedimientos  con 
}i\i  señor,  un  día  se  desgarrase  y  se  fuese  á  su  casa;  pero  la  fortuna  or- 
denó las  cosas  muy  al  revés  de  lo  que  él  pensado  tenía. 

Sucedió,  pues,  que  otro  día,  al  poner  del  sol  y  al  salir  de  una  selva, 
tendió  Don  Quijote  la  vista  por  un  verde  prado,  y  en  lo  último  del  vio 
ücnte,  y  llegándose  cerca,  conoció  que  eran  cazadores  de  altanería.  Lle- 
góse más,  y  entre  ellos  vio  una  gallarda  señora  sobre  un  palafrén  ó  ha- 
eanea  blanquísima,  adornada  de  guarniciones  verde,"  y  con  un  sillón  de 
plata.  Venía  la  señora  asimismo  vestida  de  verde,  tan  bizarra  y  rica- 
mente, que  la  misma  bizarría  venía  trasformada  en  ella.  En  la  mano 
izquierda  traía  un  azor,  señal  que  dio  á  entender  á  Don  Quijote  ser 
aquella  alguna  gran  señora,  que  debía  serlo  de  todos  aquellos  cazado- 
res, como  era  la  verdad;  y  así  dijo  á  Sancho:  «Corre,  hijo  Sancho,  y 
ili  á  aquella  señora  del  palafrén  y  del  azor,  que  yo.  c/  ('ahallrrn  (le  los 


004  UON    (.¿ÜIJOTE    DE    LA    MANCHA 

Leones,  beso  las  manos  á  su  ^ran  fermosura;  y  que  si  su  grandeza  me  <lf 
licencia,  se  las  iré  á  besar,  y  á  servirla  en  cuanto  mis  fuerzas  pudiereí 
y  su  alteza  me  mandare;  y  mira,  Sancho,  cómo  hablas,  y  ten  cuenta  d( 
no  encajar  algún  refrán  de  los  tuyos  en  tu  embajada.  > 

—¡Hallado  os  lo  habéis  el  encajador!.  respondió  Sancho.  ¡A  mí  coi 
eso!  Sí,  €(ue  no  es  esta  la  vez  primera  que  he  llevado  embajadas  á  alta: 
y  crecidas  señoras  en  esta  vida. 

— Si  no  fué  la  que  llevaste  á  la  señora  Dulcinea,  replicó  Don  Quijn 
te,  yo  no  sé  que  hayas  llevado  otra,  á  lo  menos  en  mi  poder. 
,  ■ — Así  es  verdad,  respondió  Sancho;  pero  al  buen  pagador  no  le  duc 
len  prendas,  y  en  casa  llena  presto  se  guisa  la  cena;  quiero  decir,  que  ; 
mí  no  hay  que  decirme  ni  advertirme  de  nada;  que  i)ara  todo  tengo,  }] 
de  todo  se  me  alcanza  un  poco. 

— Yo  lo  creo,  Sancho,  dijo  Don  Quijote;  ve  en  l)uena  hora,  y  Dio: 
te  guíe. 

Partió  Sancho  de  carrera,  sacando  de  su  paso  al  Rucio,  y  llegó  don 
de  la  bella  cazadora  estaba,  y  apeándose,  puesto  ante  ella  de  hinojos,  h 
dijo:  «Hermosa  señora,  aquel  caballero  que' allí  se  i)arece,  llamado  r 
Cahallero  de  los  Leones,  es  mi  amo,  y  yo  soy  un  escudero  suyo,  á  quiei 
Haman  en  su  casa  Sancho  Panza,  Este  tal  Cahallero  de  los  Leones,  qu( 
no  ha  mucho  que  se  llamaba  el  de  la  Triste  Figura,  envía  por  mí  á  de 
cir  á  vuestra  grandeza  sea  servida  de  darle  licencia  para  que,  con  si 
permiso  y  beneplácito  y  consentimiento,  él  venga  á  poner  en  obra  si 
deseo,  que  no  es  otro,  según  él  dice  y  yo  pienso,  que  de  servir  á  vuestrj 
encumbrada  altanería  y  fermosura;  que  en  dársela  vuestra  señóríí 
hará  cosa  <|ue  redunde  en  su  pro,  y  él  recibirá  señaladísima  merced  a 
■contento.» 

—Por  cierto,  buen  escudero,  respondió  la  señora,  vos  liabéis  dado  h 
embajada  vuestra  con  todas  aquellas  circunstancias  que  las  tales  emba 
jadas  piden.  Levantaos  del  suelo;  que  escudero  de  tan  gran  caballer* 
como  es  el  de  la  Triste  Figura,  de  quien  ya  tenemos  acá  mucha  noticia 
no  es  justo  que  esté  de  hinojos;  levantaos,  amigo,  y  decid  á  vuestro  se 
ñor  que  venga  mucho  en  hora  buena  á  servirse  de  mí  y  del  Duque,  ni 
marido,  en  una  casa  de  placer  c^ue  aquí  tenemos.  . 

Levantóse  Sancho,  admirado,  así  de  la  hermosura  de  la  buena  señíj 
ra,  como  de  su  nmcha  crianza  y  cortesía,  y  más  de  lo  que  le  había  di 
cho,  que  tenía  noticia  de  su  señor,  el  Cc¡,allero  déla  Triste  Figura,  y  qu( 
si  no  le  había  llamado  el  délos  Leones,  debía  de  ser  por  habérsele  ])U('<t' 
tan  nuevamente. 

Preguntóle  la  Duquesa  (cuyo  título  aún  no  se  sabe):  «Decidme,  her 
mano  escudero:  este  vuestro  señor,  ¿no  es  uno  de  c[uien  anda  im})rest 
una  historia,  que  se  llama  del  Ingenioso  hidalgo  Don  Quijote  de  la  Man 
cha,  qué  tiene  por  señora  de  su  alma  á  una  tal  Dulcinea  del  Toboso? 

— El  mesmo  es,  señora,  respondió  Sancho;  y  aquel  escudero  suyo 
que  anda  ó  debe  de  andar  en  la  tal  historia,  á  quien  llaman  Sancho  Pan 
za,  soy  yo,  si  no  es  que  me  trocaron  en  la  cuna,  quiero  decir,  que  nu 
trocaron  en  la  estampa. 


Y  apeándose,  puesta  aute  ella  de  hinojos,  le  dijo:  -. Herniosa  señora,  aquel  caballero 
(jne  allí  se  parece... 


606  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— De  todo  eso  me  huelgo  yo  mucho,  dijo  la  Duquesa.  Id,  hermane 
Panza  y  decid  á  vuestro  señor  que  él  sea  el  bien  llegado  y  el  bien  ve 
nido  á  mis  estados,  y  que  ninguna  cosa  me  pudiera  venir  que  más  con 
tentó  me  diera. 

Sancho,  con  esta  tan  agradable  respuesta,  con  grandísimo  gusto  vol 
vio  á  su  amo,  á  quien  contó  todo  lo  que  la  gran  señora  le  había  dicho 
levantando  con  sus  rústicos  términos  á  los  cielos  su  mucha  fermosura 
su  gran  donaire  y  cortesía.  Don  Quijote  se  gallardeó  en  la  silla,  púsose 
bien  en  los  estribos,  acomodóse  la  visera,  acicateó  á  Rocinante,  y  cor 
gentil  denuedo  fué  á  besar  las  manos  á  la  Duquesa,  la  cual,  haciendí 
llamar  al  Duque,  su  marido,  le  contó,  en  tanto  que  Don  Quijote  llega 
ba,  toda  la  embajada  suya;  y  los  dos,  por  haber  leído  la  primera  partí 
desla  historia,  y  haber  cl  tendido  por  ella  el  disparatado  humor  de  Doi 
Quijote,  con  grandísimo  gusto  y  con  deseo  de  conocerle,  le  atendíai 
con  prosupuesto  de  seguirle  el  humor  y  conceder  con  él  en  cuanto  le? 
dijese,  tratándole  como  á  caballero  andante  los  días  que  con  ellos  so 
detuviese,  con  todas  las  ceremonias  acostumbradas  en  los  libros  de  ca 
ballenas  que  ellos  habían  leído,  y  aun  les  eran  muy  aficionados. 

En  esto  llegó  Don  Quijote,   alzada  la  visera;  y  dando  muestras  (1( 
apearse,  acudió  Sancho  á  tenerle  el  estribo;  pero  fué  tan  desgraciad( 
que  al  apearse  del  Rucio,  se  le  asió  un  pie  en  una  soga  del  albarda,  de 
tal  modo,  que  no  fué  posible  desenredarle;  antes  quedó  colgado  del 
con  la  boca  y  los  pechos  en  el  suelo.  Don  Quijote,  que  no  nenia  en  eos 
tumbre  a})earse  sin  que  le  tuviesen  el  estribo,  pensando  que  ya  Sanclu 
había  llegado  á  tenérsele,  descargó  de  golpe  el  cuerpo,  y  llevóse  tras  s 
la  silla  de  Rocinante,  que  debía  de  estar  mal  cinchada,  y  la  silla  y  é 
vinieron  al  suelo,  no  sin  vergüenza  suya  y  de  muchas  maldiciones  quí 
entre  dientes  echó  al  desdichado  de  Sancho,  que  aún  todavía  tenía  el 
pie  en  la  corma.  El  Duque  mandó  á  sus  cazadores  que  acudiesen  al  ca 
Ijallero  y  al  escudero,  los  cuales  levantaron  á  Don  Quijote,  maltreclici 
de  la  caída;  y,  renqueando  y  como  pudo,  fué  á  hincar  las  rodillas  ante 
los  dos  señores;  pero  el  Duque  no  lo  consintió  en  ninguna  manera;  an 
tes  apeándose  de  su  caballo,  fué  á  abrazar  á  Don  Quijote,  diciéndcle 
«A  mí  me  pesa,  señor  Caballero  de  la  Triste  Figura,  que  la  primera  qut» 
vuesa  merced  ha  hecho  en  mi  tierra  haya  sido  tan  mala  como  se  \m 
visto;  pero  descuidos  de  escuderos  suelen  ser  causa  de  otros  peores  su 
cesos.» 

— El  que  yo  he  tenido  en  veros,  valeroso  príncipe,  respondió  Doi 
Quijote,  es  imposible  ser  malo,  aunque  mi  caída  no  parara  hasta  el  pro 
fundo  de  los  abismos,  pues  de  allí  me  levantara  y  me  sacara  la  gloriíi 
de  haberos  visto.  Mi  escudero,  que  Dios  maldií?a,  mejor  desata  la  len 
gua  para  decir  malicias,  que  ata  y  cincha  una  silla  para  que  esté  firme 
pero,  como  quiera  que  yo  me  halle,  caído  ó  levantado,  á  pie  ó  á  caba 
lio,  siempre  estaré  al  servicio  vuestro  y  al  de  mi  señora  la  Duquesa 
digna  consorte  vuestra,  y  digna  señora  de  la  hermosura,  y  universa 
princesa  de  la  cortesía. 

• — Pasito,  mi  señor  Don   Quijote  de  la  Mancha,  dijo  el  Duque,  (|iu 


PAUTE    SKOUNUA. — CAPITULO    XXX 


()()7 


idonde  está  mi  señora  doña  Oiilcinea  del  Toboso,  no  es  razón  que  su 
dahen  otras  t'ermosuras. 

Ya  estaba  á  esta  sazón  libre  Sanelio  lianza  del  lazo;  y  hallándose 
dlí  cerca,  antes  que  su  amo  respondiese,  dijo:  «No  se  puede  negar,  sino 
ifirniar,  que  es  muy  hermosa  mi  señora  Dulcinea  del  Toboso;  pero 
londe  menos  se  i)iensa  se  levanta  la  liebre;  que  yo  he  oído  decir  <iue 
sto  que  llaman  naturaleza  es  como  un  alcaller  que  hace  vasos  de  barro; 
ti   (jue  hace  un  vaso  hermoso,  también  puede  hacer  dos  y  tres  y 


la   IMi.j, 


ento:  díuolo  por(|ue  mi  señora  la  Duquesa  á  te  (|ue  no  va  en  zaga  a 
li  ama,  la  señora  Dulcinea  del  Toboso.» 

Volvióse  Don  Quijote  á  la  Duquesa  y  dijo:  «Vuestra  grandeza  ima 
ne  que  no  tuvo  caballero  andante  en  el  mundo  escudero  más  hablador 
más  gracioso  del  que  yo  tengo,  y  él  me  sacará  verdadero,  si  algunos 
as  quisiere  vuestra  gran  celsitud  servirse  de  mí. » 

A  lo  que  respondió  la  Duquesa:  «El  que  Sancho  el  bueno  sea  gra- 
oso  lo  estimo  yo  en  mucho,  porque  es  señal  que  es  discreto;  (jue  las 
•acias  y  los  donaires,  señor  Don  Quijote,  como  vuesa  merced  bien 
be,  no  asientan  sobre  ingenios  torpes;  y  pues  el  buen  Sancho  es  gra- 
oso  y  donairoso,  desde  aquí  le  confirmo  por  discreto.» 
— Y  hablador,  añadió  Don  Quijote. 

— Tanto  que  mejor,  dijo  el  Duque,  porque  muchas  gracias  no  se 
leden  decir  con  pocas  palabras;  y  porque  no  se  nos  vaya  el  tienq»)  en 
las,  venga  el  gran  (kihall  ero  cicla  Triste  Figura... 
— Be  /o.y  Leones-  ha  de  decir  vuestra  alteza,  dijo  Sancho;  que  ya  no 
ly  triste  figura  ni  figurón. 


P>.  P.  -XX 


40 


()0S 


UON     QU1.IOT1';     I>K     LA     MANCHA 


—Sea  el  cielos  Leones;  prosiguió  el  Duque;  digo  que  venga  el  seño 
CahaUero  de  Ion  Leones  áoin  castillo  mío,  que  está  aquí  cerca,  donde  s 
le  hará  el  acogimiento  que  á  tan  alta  persona  se  debe  justamente,  y  t 
que  yo  y  la  Duquesa  solemos  hacer  á  todos  los  cal)alleros  andantes  qu 
á  él  llegan. 

Ya  en  esto  Sancho  había  aderezado  y  cinchado  bien  la  silla  a  Koc 
nante;  v  subiendo  en  él  Don  Quijote,  y  el  Duque  en  un  hernios 
caballo,'  pusieron  á  la  Duquesa  en  medio,  y  encaminaron  al  castilk 
Mandó  la  Duquesa  a  Sancho  que  fuese  junto  á  ella,  porque  gustab 
infinito  de  oir  sus  discreciones.  No  se  hizo  de  rogar  Sancho,  y  entrett 
jióse  entre  los  tres,  y  hizo  cuarto  en  la  conversación,  con  gran  gusto  d 
ia  Duquesa  y  del  Duque,  que  tuvieron  á  gran  ventura  acoger  en  su  caí 
iillo  tal  caballero  andante  v  tal  escudero  andado. 


le 


cAiTrrLo  XXXI 


Que  trata  de  muchas  y  grandes  cosas. 


I  ^  UMA  era  la  alegría  que  llevaba  consigo  Sancho,  viéndose,  a  su 
parecer,  en  privanza  con  la  Duquesa,  porque  se  le  íigurabfi  que 
había  de  hallar  en  su  castillo  lo  que  en  la  casa  de  don  Diego  y 
Y  en  la  de  Basilio,  siempre  aficionado  á  la  buena  vida;  y  así,  toma- 
)a  la  ocasión  por  la  melena  en  esto  del  regalarse  cada  y  cuando  que  se 
e  ofrecía.  Cuenta,  pue.«,  la  historia,  que  antes  que  á  la  casa  de  placero 
•astillo  llegasen,  se  adelantó  el  Duque,  y  dio  orden  é  todos  sus  criados 
k'l  modo  ([ue  habían  de  tratar  á  Don  Quijote;  el  cual,  como  llegó  con 
a  Duquesa  á  las  puertas  del  castillo...  al  instante  salieron  del  dos  laca- 
os  ó  palafreneros,  vestidos  hasta  los  pies  de  unas  ropas  que  llaman  de 
evantar,  de  finísimo  rasu  carmesí,  y  cogiendo  á  Don  Quijote  en  brazos, 
iii  ser  oído  ni  visto,  le  dijeron:  <:Vaya  la  vuestra  grandeza  ú  apear  a  mi 
i' Ultra  la  duquesa.» 

Don  Quijote  lo  hizo,  y  hubo  grandes  comedimientos  entre  los  dos 
obre  el  caso;  pero,  en  efeto.  venció  la  porfía  de  la  Duquesa,  y  no  quiso 
Iccender  ó  bajar  del  palafrén  sino  en  los  brazos  del  Duque,  diciendo 
iue  no  se  hallaba  digna  de  dar  á  tan  gran  caballero  tan  inútil  carga.  En 
in,  salió  el  Duque  á  apearla;  \  al,  entrar  en  un  gran  patio,  llegaron  dos 
lermosas  doncellas  y  echaron  sobie  los  hombros  á  Don  Quijote  un  gran 
üantón  de  finísima  escarlat^i,  .y  en  un  instante  se  coronaron  todos  los 
orredores  del  patio  de  criadqs  y  criadas  de  aquellos  señores,  diciendo 


()!(>  DON     (^UIJOTK    ÜK     LA    3IANCHA 

orandes  voces:  <  ¡Bien  sea  venido  la  flor  v  la  nata  de  los  caballero: 
andantes!»;  y  todos  ó  los  más  derramaban  pomos  de  aguas  olorosa: 
sobre  Don  Quijote  y  sobre  los  Duíiues;  de  todo  lo  cual  se  admiraba  Doi 
(Quijote,  y  aquel  fué  el  i)rimer  día  (jue  de  todo  en  todo  conoció  y  creví 
ser  caballero  andante  verdadero,  y  no  fantástico,  viéndose  tratar  de 
mismo  modo  que  él  babía  leído  se  trataban  los  talfs  caballeros  en  lo^ 
pasados  siglos. 

Sancho,  desamparando  al  Rucio,  se  cosió  con  la  Duquesa  y  se  entre 
en  el  castillo;  y  remordiéndole  la  conciencia  de  que  dejaba  al  jumen tr 
solo,  se  llegó  á  una  reverenda  dueña,  que  con  otras  á  recebir  á  la  Du 
quesa  había  salido,  y  con  voz  baja  la  dijo:  ^  Señora  (lonzález,  ó  cóiik 
es  su  gracia  de  vuesa  merced...» 

— Doña  Rodríguez  de  (rrijalba  me  llamo,  respondió  la  dueña:  ¿<\\.u 
es  lo  que  mandáis,  hermano? 

A  lo  que  respondió  Sandio:  «Queri-ía  que  vuesa  merced  me  la  hiciese 
de  salir  á  la  puerta  del  castillo,  donde  hallará  un  asno  rucio  mío;  vuesf 
merced  sea  servida  de  mandarle  poner  ó  })onerle  en  la  caballeriza;  por 
que  el  pobrecito  es  un  poco  medroso,  y  no  se  hallará  á  estar  solo  en  niii 
guna  de  las  maneras.  > 

— Si  tan  discreto  es  el  amo  como  el  mozo,  respondió  la  dueña,  me 
dradas  estamos.  Andad,  hermano,  mucho  de  enhoramala  para  vos  \ 
})ara  quien  acá  es  trujo,  y  tened  cuenta  con  vuestro  jumento;  f|ii( 
las  dueñas  desta  casa  no  estamos  acostumbradas  á  semejantes  ha 
ciendas. 

— Pues  en  verdad,  respondió  Sancho,  que  lie  oído  yo  decir  á  mi  señor, 
que  es  zahori  de  las  historias,  contando  aquella  de  Lanzarote  cuando  de 
Bretaña  vino,  qnc  damas-  citrahan  del,  ¡i  dueñas  de  s'k  rocino:  y  que  en  eJi, 
particular  de  mi  asno,  que  no  le  trocara  yo  con  el  rocín  del  señor  Lan 
zarote. 

— Hermano;  si  sois  juglar,  replicó  la  dueña,  guardad  vuestras  graciaí- 
para  adonde  lo  i)arezcan  y  se  os  pagen;  que  de  mí  no  podréis  llevar  siiu 
una  higa. 

— Aun  bien,  respondió  Sancho,  ({ue  será  bien  madura,  pues  no  })C'r 
derá  vuesa  merced  la  quínola  de  sus  años  por  punto  menos. 

— Hijo  de  puta,  dijo  la  dueña,  toda  ya  encendida  en  cólera;  si  soy 
vieja  ó  no,  á  Dios  le  daré  cuenta,  que  no  á  vos,  bellaco,  harto  de  ajos;  y 
esto  dijo  en  voz  tan  alta,  que  lo  oyó  la  Duquesa,  y  volviendo  y  viendo  a 
la  dueña  tan  alborotada  y  tan  encarnizados  los  ojos,  le  preguntó  con 
quién  las  había. 

— Aquí  las  he,  respondió  la  dueña,  con  este  buen  hombre,  que  me  lia 
pedido  encarecidamente  que  vaya  á  poner  en  la  caballeriza  á  un  asiu: 
suyo  que  está  á  la  puerta  del  castillo,  trayéndome  por  ejemplo  que  asi 
lo  hicieron  no  sé  dónde,  que  unas  damas  curaron  á  un  tal  Lanzarote.  y 
unas  dueñas  á  su  rocino;  y  sobre  todo,  por  l)uen  término  me  ha  llama 
do  vieja. 

— Eso  tuviera  yo  por  afrenta,  respondió  la  Duquesa,  más  que  cuan 
tas   pudieran    decirme;    y   hablando  con    Sancho,    le    dijo:    Advertid 


PAKTE    SEGUNDA.     -CAriTlLO    XXXI  ()  1  1 


Sancho  amigo,  que  doña  Rodrí«;ue7,  es  muy  moza,  y  que  aquesas  tocas, 
mas  las  trae  por  autoridad  y  por  la  usanza  que  por  los  años. 

—Malos  sean  los  que  me  quedan  ¡jor  vivir,  respondió  Sancho,  si  lo 
dije  i)or  tanto;  sólo  lo  dije  porque  es  tan  urande  el  cariño  que  tengo  a 
mi  jumento,  que  me  paiecio  que  no  podía  encomendarle  á  persona  más 
caritativa  que  á  la  señora  doña  liodrígue/. 

Don  Quijote,  ({ue  tocio  lo  oía.  le  dijo:  ¿Pláticas  son  estas,  Sancho, 
para  este  lugar? > 

— Señor,  resjjondió  Sí.ncho.  cada  uno  ha  de  hablar  de  su  menester, 
donde  quiera  que  estuviere:  aquí  se  me  acordó  del  Rucio,  y  aquí  hablé 
del:  y  si  en  la  caballeriza  se  me  acordara,  allí  hablara. 

Á  lo  que  dijo  el  Duque:  -Sancho  está  muy  en  lo  cierto,  y  no  hay 
que  culparle  en  nada;  al  Rucio  se  le  dará  recado  a  pedir  de  boca.  >• 
<lescuide  Sancho,  ((ue  se  le  tratará  como  á  su  mesma  jjersona.  > 

(  on  estos  razonamientos,  gustosos  á  todos,  sino  á  Don  Quijote,  lle- 
garon á  lo  alto,  y  ena-aron  á  Don  (Quijote  en  una  sala,  adornada  de  te 
las  riquísimas  de  oro  y  de  brocado;  seis  doncellas  le  desarmaron  y  sir- 
vieron de  pajes,  todas  industriadas  y  advertidas  del  Duque  y  de  la  Du 
qucsa  de  lo  que  liabían  de  hacer,  y  de  cómo  habían  de  tratar  á  Don 
(Quijote,  jtara  que  imaginase  y  viese  que  le  trataban  como  cal)allero  an- 
dante.  Quedó   Don   (Quijote,   después  de  desarmado,  en  sus  estrechos 
grcgüescos  y  en  su  jubón  de  cf.muza;  seco,  alto,  tendido,  con  las  quija- 
das que  por  de  dentro  se  besaban  la  una  con  la  otra,ñgura  que  á  no  te- 
ner cuenta  las  doncellas  que  le  servían  con  disimular  la  risa  (que  fué 
una  de  las  precisas  órdenes  que  sus  señores  les  habían  dadí)),  reventa- 
ran riendo.  Pidiéronle  que  se  dejase  desnudar  ¡¡ara  })onerle  una  cami 
sa;  pero  nunca  lo  consintió,  diciendo  c^ue  la  honestidad  })arecía  tan  bien 
€n  los  cal^alleros  andantes  como  la  valentía. 

Con  todo,  dijo  cpie  diesen  la  camisa  á  Sancho,  y  encerrándose  con 
•él  en  una  cuadra,  donde  estaba  un  rico  lecho,  se  desnudó  y  vistió  la  ca- 
misa; y  viéndose  solo  con  Sancho,  le  dijo:  <  Dime,  truhán  moderno  y 
majadero  antiguo,  ¿parécete  bien  deshonrar  y  afrentar  á  una  dueña  tan 
veneranda  y  tan  digna  de  respeto  como  aquella?  ¿Tiempos  eran  aque- 
llos para  acordarte  del  Rucio  ó  señores,  son  éstos  para  dejar  mal  pa- 
sar a  las  bestias,  tratando  tan  elegantemente  á  sus  dueños?  Por  quien 
Dios  es,  Sancho,  que  te  reportes,  y  que  no  descubras  la  hilaza  de  ma- 
nera que  caigan  en  la  cuenta  de  que  eres  de  villana  y  grosera  tela  teji- 
do. Mira  ¡pecador  de  ti!  que  en  tanto  más  es  tenido  el  señor,  cuanto 
ti-'ne  más  honrados  y  bien  nacidos  criados,  y  que  una  de  las  ventajas 
imayores  que  llevan  los  príncipes  á  los  demás  hombres,  es  que  se  sirven 
de  criados  tan  l)uenos  como  ellos.  ¿No  adviertes,  angustiado  de  ti  y 
malaventurado  de  mí,  que  si  ven  que  tií  eres  un  grosero  villano  ó  un 
mentecato  gracioso,  pensarán  que  yo  soy  algiin  echacuervos.  ó  algiin 
caballero  de  mohatra?  No,  no,  Sancho  amigo;  huye,  huye  destos  incon- 
venientes; c{ue  quien  tropieza  en  hablador  y  en  gracioso,  al  primer  tras- 
pié cae  y  da  en  truhán  desgraciado.  Enfrena  la  lengua,  considera  y  ru 
mia  las  palabras  antes  que  te  salgan  de  la  boca,  y  advierte  que  hemos 


()12  DOS    flUUOTE    DE    LA    MAÍnCHA 


llegado  á  parte  donde,  cou  el  favor  de  Dios  y  valor  de  Jiii  brazo,  liemos' 
de  salir  mej(  rados  en  tercio  y  quinto,  en  fama  y  en  hacienda.» 

Sancho  le  prometió  con  muchas  veras  de  coserse  la  boca  ó  morder- 
se la  lengua  antes  de  hablar  palabra  que  no  fuese  muy  á  propósito  y 
bien  considerada  como  él  se  lo  mandaba,  y  que  descuidase  acerca  de  lo 
tal;  que  nunca  p)r  él  se  descubriría  quién  ellos  eran. 

Vistióse  Don  Quijote,  púsose  su  tahalí  con  su  espada,  echóse  el 
mantón  de  escarlata  á  cuestas,  púsose  una  montera  de  raso  verde  (pie 
las  doncellas  le  dieron,  y  con  este  adorno  salió  á  la  gran  sala,  adonde 
halló  á  las  doncellas  puestas  en  ala,  tantas  á  una  parte  como  á  otra,  y 
todas  con  aderezo  de  darle  agua  á  manos,  la  cual  le  dieron  con  muchas 
reverencias  y  ceremonias.  Luego  llegaron  doce  j)ajes  con  el  maestresa- 
la, para  llevarle  á  comer;  que  ya  los  señores  le  aguardaban.  Cogiéronle 
en  medio,  y  lleno  de  pompa  y  majestad,  le  llevaron  á  otra  sala,  donde 
estaba  puesta  ura  rica  mesa  con  solos  cuatro  servicios.  La  Duquesa  y 
el  Duque  salieron  á  la  puerta  déla  sala  á  recebirle,  y  con  ellos  un  gra- 
ve eclesiástico,  destos  que  gobiernan  las  casas  de  los  príncipes;  destos 
que,  como  no  nacen  príncipes,  no  aciertan  á  enseñar  cómo  lo  han  de 
ser  los  que  lo  son;  destos  que  quieren  que  la  grandeza  de  los  grandes 
se  mida  con  la  estrecheza  de  sus  ánimos;  destos  que,  queriendo  mos- 
trar á  los  que  ellos  gobiernan  á  ser  limitados,  les  hacen  ser  miserables. 
Destos  tales,  digo  que  debía  de  ser  el  grave  religioso  que  con  los  Du- 
([ues  salió  á  r-^eebir  á  Don  Quijote. 

Hiciéronse  mil  corteses  comedimientos,  y  ñnalmente,  cogiendo  á 
Don  (¿uijote  en  medio,  se  fueron  á  sentar  á  la  me^a.  Convidó  el  Du- 
que á  Don  Quijote  con  la  cabecera  de  la  mesa,  y  aunque  él  lo  rehusó, 
las  importunaciones  del  Duque  fueron  tantas,  que  la  hubo  de  tomar. 
El  eclesiástico  se  sentó  frontero,  y  el  Du([ue  y  la  Duquesa  á  los  dos^ 
lados. 

A  todo  estaba  presente  Sancho,  embobado  y  atónito  de  ver  la  hon- 
ra que  á  su  señor  aquellos  príncipes  le  hacían;  y  viendo  las  muchas 
ceremonias  y  ruegos  que  pasaron  entre  el  Duque  y  Don  Quijote  para 
hacerle  sentar  á  la  cabecera  de  la  mesa,  dijo:  «Si  sus  mercedes  me  dan 
licencia,  les  contaré  un  cuento  qae  pasó  en  mi  pueblo  acerca  desto  de 
los  asientos. » 

Apenas  hubo  dicho  esto  Sancho,  -cuando  Don  Quijote  tembló,  cre- 
yendo sin  duda  alguna  que  había  de  decir  alguna  necedad. 

Miróle  Sancho  y  entendióle,  y  dijo:  «No  tema  vuesa  merced,  señor 
mío,  que  yo  me  desmande  ni  que  diga  cosa  que  no  venga  muy  á  pelo; 
que  no  se  me  han  olvidado  los  consejos  que  poco  ha  vuesa  merced  me 
dio  sobre  el  hablar  mucho  ó  poco,  ó  bien  ó  mal.» 

— Yo  no  me  acuerdo  de  nada,  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  di  lo 
que  quisieres,  como  lo  digas  presto. 

— Pues  lo  que  quiero  decir,  dijo  Sancho,  es  tan  verdad,  que  mi  señor 
Don  Quijote,  que  está  presente,  no  me  dejará  mentir. 

— Por  mí,  replicó  Don  Quijote,  miente  tú,  Sancho,  cuanto  quisiei-f-: 
que  yo  no  te  iré  á  la  mano;  pero  mira  lo  que  vas  á  decir. 


i 


PARTE    SEíílINDA. CAPITULO    XXXI  ♦)  1  H 


— Tan  mirado  y  remirado  lo  ten,L¡;o,  que  á  buen  salvo  está, el  que  re- 
pica, como  se  vera  por  la  obra. 

l>ien  será,  dijo  I)í)ii  Quijote,  que  vuestras  íírandezas  manden  ecbar 
le  a(|UÍ  á  este  tonto,  ([ue  dirá  mil  patocbadas. 

— Í*or  vida  del'  Duque,  dijo  la  Duquesa,  que  no  se  ba  de  apartar  de 
ni  Sandio  un  punto;  qui('role  yo  muclio,  porque  sé  (|ue  es  muy  discreto. 

—Discretos  días,  dijo  Sancbo,  viva  vuestra  santidad,  por  el  buen 
Tédito  que  de  mi  ingenio  tiene,  aunque  en  nn'  no  lo  Iiaya;  y  el  cuenti» 
[ue  (juiero  decir  es  este.  Convidó  un  tiidalgo  de  mi  pueblo,  muy  rico  y 
mncipal,  porque  venía  de  los  Alamos  de  Medina  del  Campo,  que  casó 
•on  doña  Mencía  de  Quiñones,  f[ue  fué  bija  de  don  Alonso  de  Mara- 
tón, caballero  del  bábito  de  Santiago,  (jue  se  abog()  en  la  Herradura. 
)or  quien  bubo  aquella  ])endencia  años  ba  en  nuestro  lugar  (que,  á  lo 
(ue  entiendo,  mi  señor  Don  (Quijote  se  bailó  en  ella),  de  donde  salió 
lerido  Tomasillo  el  travieso,  el  bijo  de  Balbastro  el  berrero...  ¿No  es 
'■erdad  todo  esto,  señor  nuestro  amoV  Dígalo  por  su  vida,  porque  estos 
eñores  no  me  tengan  ])or  algún  bablador  mentiroso. 

—  Hasta  abora.  dijo  el  eclesiástico,  más  os. tengo  por  bablador  <iue 
)or  mentiroso;  pero  de  aquí  adelante,  no  sé  por  lo  que  os  tendré. 

—Tú  das  tantos  testigos,  Sancbo,  y  tantas  señas,  que  no  puedo  dejar 
le  decir  (jue  debes  de  decir  verdad:  pasa  adelante  y  acorta  el  cuento, 
)orque  llevas  camino  de  uf)  acabar  en  dos  días. 

— No  ha  de  acortnr  tal,  dijo  la  Duquesa,  por  bacerme  á  mí  placer: 
mtes  le  ba  de  contar  de  la  manera  (|ue  le  sabe.  aun(|ue  no  le  acabe  en 
leis  días;  que  si  tantos  fuesen,  serían  })ara  mí  los  mejores  que  hubiese 
levado  en  mi  vida. 

— Digo,  pues,  señores  nn'os,. prosiguió  Sancbo,  que  este  tal  hidalgo, 
[ue  yo  conozco  como  á  mis  manos,  porque  no  hay  de  mi  casa  á  la  suya 
m  tiro  de  ballesta,  convidó  á  un  labrador  pobre,  pero  honrado... 

— Adelante,  hermano,  dijo  á  esta  sazón  el  religioso;  que  camino  lle- 
;'ais  de  no  parar  con  vuestro  cuento  basta  el  otro  mundo. 

—A  menos  de  la  mitad  pararé,  si  Dios  fuere  servido,  respondió  San- 
cho; y  así,  digo  que  llegando  el  tal  labrador  á  casa  del  dicho  hidalgo 
íonvidador...  que  buen  poso  haya  .su  ánima,  que  ya  es  muerto;  y  por 
lias  señas,  dicen  que  hizo  una  muerte  de  un  ángel,  que  yo  no  me  hallé 
jresente;  que  había  ido  por  aquel  tiempo  á  segar  á  Tembleque... 

— Por  vida  vuestra,  hijo,  que  volváis  presto  de  Tembleque,  y  que 
lin  enterrar  al  hidalgo,  si  no  queréis  hacer  más  exequias,  acabéis  vues- 
ro  cuento. 

— Es,  pues,  el  caso,  replicó  Sí-.ncho,  que  estando  los  dos  para  asen- 
arse  á  la  mesa...  que  parece  que  ahora  los  veo  más  que  nunca... 

Gran  gusto  recebían  los  Duques  del  disgusto  que  mostraba  tomar  el 
)uen  religioso,  de  la  dilación  y  })ausas  con  que  Sancho  contaba  su 
3uento;  y  Don  Quijote  se  estaba  consumiendo  en  cólera  y  en  rabia. 

— Digo  así,  dijo  Sancho,  que  estando,  como  he  dicho,  los  dos  para 
isentarse  í.  la  mesa,  el  labrador  porfiaba  con  el  hidalgo  que  tomase  la 
cabecera  de  la  mesa,  y  el  hidalgo  porfiaba  también  que  el  labrador  la 


614  DOX    QUIJOTE    DE    LA    3IANCHA 


tomase,  porque  en  su  casa  se  había  de  liacer  lo  que  él  mandase;  per 
ti  labrador,  que  presumía  de  cortés  y  bien  criado,  jamás  quiso,  hast 
que  el  hidalgo,  mohíno,  poniéndole  ambas  manos  sobre  los  hombros,  1 
hizo  sentar  por  fuerza,  diciéndole:  «Sentaos,  majagranzas;  que  adond 
C{uiera  que  yo  me  siente  será  vuestra  cabecera»;  y  este  es  eí  cuento, 
en  verdad  que  creo  que  no  lia  sido  aquí  traído  fuera  de  propósito. 

Púsose  Don  Quijote  de  mil  colores,  que,  sobre  lo  moreao,  le  jaspeí 
ban  y  se  le  parecían.  Los  señores  disimularon  la  risa,  porque  Don  Qu 
jote  no  acabase  de  correrse,  habiendo  entendido  la  malicia  de  Sanche 
y  ])or  mudar  de  plática  y  hacer  que  Sancho  no  prosiguiese  con  otro 
disparates,  preguntó  la  Duquesa  á  Don  Quijote  que  qué  nuevas  teñí 
de  la  señora  Dulcinea,  y  que  si  le  había  enviado  aquellos  días  alguno 
presentes  de  gigantes  ó  malandrines,  pues  no  podía  dejar  de  habe 
vencido  muchos. 

Al)  que  Don  Quijote  respondió:  «Señora  mía,  mis  desgracias,  aun 
que  tuvieron  principio,  nunca  tendrán  fín.  Gigantes  lie  vencido,  y  f( 
llones  y  malandrines  le  he  enviado;  pero  ¡adonde  la  habían  de  hallai 
si  está  encantada  y  vuelta  en  la  más  fea  labradora  que  imaginar^-' 
puede!» 

— No  sé,  dijo  Sancho  Panza;  á  mí  me  parece  la  más  hermosa  criatn 
ra  del  mundo;  á  lo  menos,  en  la  ligereza  y  en  el  brincar,  bien  sé  yo  (¡w 
TiO  dará  ella  la  ventaja  á  un  volteador.  A  buena  fe,  señora  Duquesa 
así  salta  desdé  el  suelo  sobre  una  borrica,  como  si  fuera  un  gato. 

— ¿Habéisla  visto  vos  encantada,  SanchoV,  preguntó  el  Duque. 

— ¡Y  cómo  si  la  he  visto!,  respondió  Sancho;  pues  r.quién  diablos  sim 
yo  fué  el  primero  que  cayó  en  el  achaque  del  encantorio?  Tan  encanta 
da  está  como  mi  padre. 

El  eclesiástico,  que  oyó  decir  de  gigantes,  d-í  follones  y  de  encan 
tos,  cayó  en  la  cuenta  de  que  aquel  debía  de  ser  Don  Quijote  de  1< 
Mancha,  cuya  historia  leía  el  Duque,  de  ordinario,  y  él  se  lo  había  re 
prehendido  muchas  veces,  diciéndole  que  era  disparate  leer  tales  dis 
})arates:  y  enterándose  ser  verdad  lo  que  sospechaba,  con  mucha  cólera 
liablando  con  el  Duque,  le  dijo:  «Vuestra  excelencia,  señor  mío,  tient 
i|ue  dar  cuenta  á  nuestro  Señor  de  lo  que  hace  este  buen  hombre.  Est( 
Don  Quijote,  o  Don  Tonto,  ó- como  se  llama,  imagino  yo  que  no  debt 
<lr  ser  tan  mentecato  como  vuestra  excelencia  quiere  que  sea,  dándok 
oc-asiones  á  la  mano  para  que  lleve  adelante  sus  sandeces  y  vaciedaies.> 
Y  volviendo  la  plática  á  Don  Quijote,  le  dijo:  «Y  á  vos,  alma  dt 
cántaro,  ¿quién  os  ha  encajado  en  el  cerebro  que  sois  caballero  an 
dante  y  que  vencéis  gigantes  y  prendéis  malandrines?  Andad  en  hora 
i)uena,  y  en  tal  se  os  diga:  volveos  á  vuestra  casa  y  criad  vuestros 
hijos,  si  los  tenéis,  y  curad  de  vuestra  hacienda,  y  dejad  de  andaí 
\-agando  por  el  mundo,  papando  viento,  y  dando  que  reir  á  cuantos  oí- 
conocen  y  no  conocen.  ¿En  dónde  ¡ñora  tal!  habéis  vos  hallado  que  hubo 
ni  hay  ahora  caballeros  andantes?  ¿Dónde  hay  gigantes  en  España  ó 
malandrines  en  la  Mancha,  ni  Dulcineas  encantadas,  ni  toda  la  caterva 
do  las  simplicidades  que  de  vos  se  cuentan?» 


C)\C) 


DON    QUIJOTE    DK    1-A    MANCHA 


Atento  estuvo  Don  (Quijote  li  las  razones  de  aquel  venerable  varón, 
y  viendo  que  ya  callaba,  sin  guardar  respeto  á  los  Duques,  con  sem- 
blante airado  y  alborotado  rostro,  se  puso  en  pie  y  dijo...  Pero  esta  .res- 
puesta, capítulo  por  sí  merece. 


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cA  i'i  r  r  LO  X  X  X  1 1 

De  la  respuesta  que  dio  Don  Quijote  á  su  reprensor,  con  otros  graves 
y  graciosos  sucesos. 


EVANTADO.  piics,  CU  pie  Dou  Quijotc.  temblíiiulo  dt  los  pies  á  la 
r» )  cabeza  como  azogado,  con  presurosa  y  turbada  lengua  dijo:  «El 
lugar  donde  estoy,  y  las  presencias  ante  quien  me  hallo,  y  el 
>  respeto  que  siempre  tuve  y  tengo  al  estado  que  vuesa  merced 
iorofesa,  tienen  y  atan  las  manos  de  mi  justo  enojo;  y  así  por  lo  que  be 
licho,  como  por  saber  que  saben  todos  que  las  armas  de  los  togados 

on  las  mesmas  que  las  de  la  mujer,  que  son  la  lengua,  entraré  con  la 

nía  en  igual  batalla  con  vuesa  merced,  de  quien  se  debían  esperar  an- 
■es  buenos  consejos  que  infames  vituperios.  Las  reprehensiones  sanas 

'  bien  intencionadas,  otras  circunstancias  requieren  y  otros  puntos  pi- 
len; á  lo  menos,  el  haberme  reprehendido  en  público  y  tan  áspera- 
mente ha  pasado  todos  los  límites  de  la  buena  reprehensión,  pues  las 
primeras  mejor  asientan  sobre  la  blandura  que  sobre  la  aspereza;  y  no 

•s  bien,  sin  tener  conocimiento  del  pecado  que  se  reprehende,  llamar 
rtil  pecador,  sin  más  ni  más,  mentecato  y  tonto.  Si  no,  dígame  vuesa 
inerced:  ¿por  cuál  de  las  mente  -aterías  que  en  mí  ha  visto  me  condena 
<■■'■  vitupera,  y  me  manda  que  me  vaya  á  mi  casa  á  tener  cuenta  en  el 
L^obierno  della  y  de  mi  mujer  y  de  mis  hijo?,  sin  saber  si  la  tengo  ó  los 
I  engo?  ¿No  hay  más  sino,  á  troche  moche,  entrarse  por  las  casas  ajenas 

i,  gobernar  .sus  dueños,  y  habiéndose  criado  algunos  en  la  estrecheza  de 
;  ilgún  pupilaje,  sin  haber  visto  más  mundo  que  el  que  ])uede  conte- 

^r'v^a  en  veinte  ó  treinta  leguas  de  distrito,   meterse  de  rondón  á  dar 


(318  DOX    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


leyes  á  la  caballería  y  á  juzgar  de  los  caballeros  andantes?  Por  ventura 
¿es  asunto  vano,  ó  es  tiempo  mal  gastado  el  que  se  gasta  en  vagar  poi 
el  mundo,  no  buscando  los  regalos  del,  sino  las  asperezas,  por  dond( 
los  buenos  suben  al  asiento  de  la  inmortalidad?  Si  me  tuvieran  poi 
tonto  los  caballeros,  los  magníficos,  los  generosos,  los  altamente  nacidos 
tuviéralo  por  afrenta  inrejiarable;  pero  de  que  me  tengan  por  sandi* 
los  estudiantes,  que  nunca  entraron  ni  pisaron  las  sendas  de  la  caballc 
ría,  no  se  me  da  un  ardite.  Caballero  soy  y  caballero  he  de  morir,  s 
])lace  al  Altísimo:  unos  van  por  el  ancho  campo  de  la  ambición  sober 
l)ia,  otros  por  el  de  la  adulación  servil  y  baja,  otros  por  el  de  la  hipo 
cresía  engañosa,  y  algunos  por  el  de  la  verdadera  religión;  pero  yo,  in 
diñado  de  mi  estrella,  voy  por  la  angosta  senda  de  la  caballería  andante 
por  cuyo  ejercicio  desprecio  la  hacienda,  pero  no  la  honra.  Yo  he  satis 
fecho  agravios,  enderezado  tuertos,  castigado  insoleiicias,  vencido  gi 
gantes  y  atropellado  vestiglos,  yo  soy  enamorado,  no  más  de  porque  e; 
forzoso  que  los  caballeros  andantes  lo  sean;  y  siéndolo,  no  soy  de  lu: 
enamorados  viciosos,  sino  de  los  platónicos  continentes.  Mis  intencione; 
siempre  las  enderezo  á  buenos  fines,  que  son  de  hacer  bien  á  todos,  .^ 
mal  á  ninguno;  si  el  que  en  esto  entiende,  si  el  que  esto  obra,  si  el  qu( 
desto  trata,  merece  sev  llamado  bobo,  díganlo  vuestras  grandezas,  Du 
que  y  Duquesa  excelentes.» 

— ¡Bien,  por  Dios!,  dijo  Sancho:  no  diga  mas  vuesa  merced,  señor  ; 
amo  mío,  en  su  abono,  porque  no  hay  más  (jue  decir,  ni  más  qui 
l)ensar,  ni  más  ([ue  persuadir  en  el  mundo;  y  más,  que  negando  est» 
señor,  como  ha  negado,  que  no  ha  habido  en  el  mundo,  ni  los  hay,  ea 
balleros  andantes,  ¿qué  mucho  que  no  sepa  ninguna  de  las  cosas  qn. 
lia  dicho? 

— ¿Voy  ventura,  dijo  el  eclenástico,  sois  vos,  lurmano,  aquel  Sancli< 
Panza  que  dicen,  á  quien  vuestro  amo  tiene  prometida  una  ínsula? 

— Sí  soy,  respondió  Sancho;  y  soy  quien  la  merece  tan  bien  couk 
otro  cualquiera:  soy  quien  «júntate  á  los  buenos,  y  serás  uno  de  ellos» 
y  soy  yo  de  aquellos  «no  con  quien  naces,  sino  con  quien  paces»;  y  d( 
ios  «quien  á  buen  árbol  se  arrima,  buena  sombra  le  cobija».  Yo  me  lu 
arrimado  á  buen  señor,  y  ha  muchos  meses  que  ando  en  su  compañía 
y  he  de  ser  otro  como  él.  Dios  queriendo;  y  viva  él  y  viva  yo;  que  ni  ; 
él  le  faltarán  imperios  que  mandar,  ni  á  mí  ínsulas  que  gobernar. 

— No  por  cierto,  Sancho  amigo,  dijo  á  esta  sazón  el  Duque;  que  yo 
en  nombre  del  señor  Don  Quijote,  os  mando  el  gobierno  de  una  qm 
tengo  de  nones,  ád  no  pequeña  calidad. 

—Híncate  de  rodillas,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  y  besa  los  pic:^  ; 
su  excelencia,  por  la  merced  qi:e  te  ha  hecho. 

Hízolü  así  Sancho;  lo  cual  visto  por  el  eclesiástico,  se  levantó  de  1; 
mesa,  mohíno  además,  diciendo:  «Por  el  hábito  que  tengo,  que  esto^ 
l)or  decir  que  es  tan  sandio  vuestra  excelencia  como  estos  pecadores 
¡Mirad  si  no  han  de  ser  ellos  locos,  pues  los  cuerdos  canonizan  su: 
locuras!  Quédese  vuestra  excelencia  con  ellos;  que  en  tanto  que  estu 
vieren  en  casa,  me  estaré  yo  en  la  mía,  y  me  excusaré  de  reprehende 


l'AUTE    SEGUNDA. CAPÍTULO    XXXII  (51  í» 

lo  (jiie  no  puedo  remediar»;  y  sin  decir  más  ni  comer  más,  se  fué.  sin 
.|uc  fuesen  parte  á  detenerle  los  ruej^os  de  los  l>u(pies;  aunque  el  Du- 
(jue  no  le  dijo  mucho,  impedido  de  la  risa  (juc  su  impertinente  cólera  le 
linhía  causado. 

Acabó  de  reir,  y  dijo  á  Don  Quijote:  «N'ucsa  merced,  señor  ('(iIk  • 
llera  do  los  Lrouos,  ha  respondido  por  sí  tan  altamente,  que  no  le  queda 
L'osa  jíor  satisfacer  deste,  que  aunque  parece  a;;ravio,  no  lo  es  en  nin- 
guna manera,  porque  así  como  no  a.írravian  las  mujeres,  no  agjravian 
los  eclesiásticos,  como  vuesa  merced  mejor  sabe.  > 

—  Así  es,  respondió  Don  Quijote,  y  la  causa  es.  que  el  que  no  ])uedc 
^er  at^raviado  no  puede  agraviar  á  nadie.  Las  mujeres,  los  niños  y  los 
'clesiásticos,  como  no  pueden  defenderse  aunque  sean  ofendidos,  no 
)ueden  ser  afrentados,  porque  entre  el  agravio  y  la  afrenta  hay  esta 
liferencia,  como  mejor  vuestra  excelencia  sabe.  La  afrenta  viene  de 
>arte  de  quien  la  puede  hacer  y  la  hace  y  la  sustenta;  el  agravio  puede 
'cnir  de  cualquier  parte,  sin  que  afrente.  Sea  ejemplo:  está  uno  en  la 
•alie  descuidado,  llegan  diez  con  mano  armada,  y  dándole  de  })alos, 
>one  mano  á  la  espada  y  hace  su  deber;  pero  la  muchedumbre  de  los 
•ontrarios  se  le  opone,  y  no  le  deja  salir  con  su  intención,  que  es  de 
•cngarse.  Este  tal  (|ueda  agraviado,  ])ero  no  afrentado,  y  lo  raesmo  con- 
irmará  otro  ejenq)lo.  Está  uno  vuelto  de  espaldas,  llega  otro  y  dale  de 
>nlos.  y  en  dándoselos,  huye  y  no  espera,  y  el  otro  le  sigue,  y  no  le  al 
unza.  Este,  que  recibió  los  palos,  recibió  agravio,  mas  no  afrenta,  por- 
[ue  la  afrenta  ha  de  ser  sustentada.  Si  el  que  le  dio  los  palos,  aunque 
e  los  dio  á  Viurtacordel,  pusiera  mano  á  su  espada,  y  se  estuviera  que- 
lo.  haciendo  rostro  á  su  enemigo,  quedara  el  apaleado  agraviado  y 
f rentado  juntamente:  agraviado,  porque  le  dieron  á  traición,  afrentado, 
•orque  el  que  le  dio  sustentó  lo  que  había  hecho,  sin  volver  las  espaldas 
■  á  pie  quedo;  y  así,  según  las  leyes  del  maldito  duelo,  yo  puedo  estar 
graviado,  mas  no  afrentado;  porque  los  niños  no  pueden  ni  las  muje- 
es  suelen  herir,  ni  tienen  para  qué  esperar  (y  lo  mesmo  los  constituidos 
n  la  sacra  religión),  porque  estos  tres  géneros  de  gente  carecen  de  ar- 
nas  ofensivas  y  defensivas;  y  así,  aunque  naturalmente  estén  obligados 

defenderse,  no  lo  están  para  ofender  á  nadie.  Y  aunque  poco  ha  dije 
iue  yo  podía  estar  agraviado,  agora  digo  que  no  en  ninguna  manera, 
'orque  quien  no  puede  recibir  afrenta,  menos  la  puede  dar;  por  las 
uales  razones  yo  no  debo  sentir  ni  siento  las  que  a({uel  buen  hombre 
ae  ha  dicho.  Sólo  quisiera  que  esperara  algún  poco  para  darle  á  eu- 
snder  en  el  error  en  que  está  en  pensar  y  decir  que  no  ha  habido, 
i  los  hay,  caballeros  andantes  en  el  mundo;  que  si  lo  tal  oyera  Amá- 
is, ó  uno  de  los  infinitos  de  su  linaje,  yo  sé  que  no  le  fuera  bien  á  su 
lerced. 

— Eso  juro  yo  bien,  dijo  Sancho;  cuchillada  le  hubieran  dado,  que  le 
lírieran  de  arriba  á  abajo  como  una  granada  ó  como  á  un  melón  muy 
laduro:  ¡bonitos  eran  ellos  para  sufrir  semejantes  cosquillas!  Para  mi 
antiguada,  que  tengo  por  cierto  que  si  Reinaldos  de  Montalbán  hubie- 
a  oído  estas  razones  al  hombrecito,  tapaboca  le  Imbiera  dado,  que  no 


620  DOX    tiUIJOTE    DK     I;A    3IANCHA 

hablara  más  en  tres  años.  ¡No,  sino  tomárase  con  ellos,  y  viera  cómo  es- 
capaba de  sus  manos! 

Perecía  de  risa  la  Duquesa  oyendo  hablar  á  Sancho,  y  en  su  opinión 
le  tenía  por  más  gracioso  y  por  más  loco  que  á  su  amo,  y  muchos  hubo 
en  aquel  tiempo  que  fueron  deste  mismo  pa]  ecer. 

Finalmente,  Don  Quijote  se  sosegó,  y  la  comida  se  acabó,  y  en  le- 
vantando los  manteles,  llegaron  cuatro  doncellas,  la  una  con  una  fuen- 
te de  plata,  y  la  otra  con  un  aguamanil  asimismo  de  plata,  y  la  otra 
con  dos  blanquísimas  y  riquísimas  toallas  al  hombro,  y  la  cuarta  descu- 
biertos los  brazos  hasta  la  mitad,  y  en  sus  blancas  manos  (que  sin  duda 
eran  blancas)  una  redonda  pella  de  jabón  napolitano.  Llegó  la  de  la 
l'aente,  y  con  gentil  donaire  y  desenvoltura  encajó  la  fuente  debajo  de 
U.  barba  de  Don  Quijote,  el  cual,  sin  hablar  palabra,  admirado  de  se- 
mejante ceremonia,  creyó  que  debía  ser  usanza  de  aquella  tierra,  en  lu- 
gar de  las  manos,  lavar  las  barbas;  y  así,  tendió  la  suya  todo  cuanto 
)>udo,  y  al  mismo  punto  comenzó  á  llover  el  aguamanil,  y  la  doncella 
del  jabón  le  manoseó  las  barbas  con  mucha  priesa,  levantando  copo& 
de  nieve  (que  no  eran  menos  blancas  las  jabonaduras),  no  sólo  por  las- 
barbas,  mas  poi'  todo  el  rostro  y  por  los  ojos  del  obediente  caballero; 
tanto,  que  se  los  liicieron  cerrar  por  fuerza.  El  Duque  y  la  Duquesa, 
que  de  nada  desto  eran  sabidores,  estaban  esperando  en  qué  había  de 
j)arar  tan  extraordinario  lavatorio.  La  doncella  barbera,  cuando  le  tuve 
con  un  palmo  de  jabonadura,  fingió  que  se  le  había  acabado  el  agua,  y 
mandó  á  la  del  aguam&nil  fuese  por  ella,  que  el  señor  Don  Quijote  es- 
peraría. Hízolo  así,  y  quedó  Don  Quijote  con  la  más  extraña  figura,  y 
más  para  hacer  reir,  que  se  pudiera  imaginar. 

Mirábanle  todos  los  que  presentes  estaban,  que  eran  muchos,  } 
como  le  veían  con  media  vara  de  cuello,  más  que  medianamente  more 
no,  los  ojos  cerrados,  y  las  barbas  llenas  de  jabón,  fué  gran  maravilla 
y  mucha  discreción  poder  disimular  la  risa.  Las  doncellas  de  la  burl?. 
tenían  los  ojos  bajos,  sin  osar  mirar  á  sus  señores;  á  ellos  les  retozabe 
la  cólera  y  la  risa  en  el  cuerpo,  y  no  sabían  á  qué  acudir,  si  á  castigai 
el  atrevimiento  de  las  muchachas,  ó  darles  premio  por  el  gusto  que  re 
cebían  de  ver  á  Don  Quijote  de  aquella  suerte. 

Finalmente,  la  doncella  del  aguamanil  vino,  y  acabaron  de  lavar  á 
Don  Quijote,  y  luego  la  que  traía  las  toallas  le  limpió  y  le  enjugó  mu} 
reposadamente;  y  liaciéndole  todas  cuatro  á  la  par  una  grande  y  pro 
funda  inclinación  y  reverencia,  se  querían  ir;  pero  el  Duque,  porque 
Don  Quijote  no  cayese  en  la  burla,  llamó  á  la  doncella  de  la  fuente, 
diciéndole:  Venid  y  lavadme  á  mí,  y  mirad  que  no  se  os  acabe  e] 
agua.» 

La  muchacha,  aguda  y  diligente,  llegó  y  puso  la  fuente  al  Duque 
como  á.Don  Quijote;  y  dándose  priesa,  le  lavaron  y  jabonaron  muy 
bien,  y  dejándole  enjuto  y  limpio,  haciendo  reverencias,. se  fueron.  Des 
pues  se  supo  que  había  jurado  el  Duque  que  si  á  él  no  le  lavaran  come 
;i  Don  (Quijote,  había  de  castigar  su  desenvoltura,  la  cual  habían  enmen- 
dado discretamente  con  haberle  á  él  jabonado. 


l'AUri;    SKlíUMJA. CAl'iTULO    XXXII  &21 


Estuvo  atento  Sancho  á  las  ceremonias  de  aquel  lavatorio,  y  dijo 
•entre  sí:  <'jVálanie  Dios!  ¿Si  seni  tanil)ién  usanza  en  esta  tierra  lavar  las 
barbas  á  los  escuderos  como  á  los  caballeros?  Ponjue.  en  Dios  y  en  mi 
ánima,  que  lo  he  bien  menester,  y  aun  si  me  bt  ra}>i-<i)  'i  n;.vMÍ;i  lo 
tendría  á  más  beneficio.» 

— ¿Qué  decís  entre  vos,  Sancho?,  pre^^mro  ia  DuijiiL-.sa. 

—  Diiío.  señora,  respondió  él,  que  en  las  Cortes  dv  los  otros  príncipes, 
siempre  he  oído  decir,  que,  en  levantando  los  manteles,  dan  a^ua  á  las 
manos,  pero  no  lejía  á  las  barbas;  y  que  por  eso  es  bueno  vivir  mucho 
por  ver  mucho;  auníjue  también  dicen,  que  el  que  lar^a  vida  vive,  mu- 
cho mal  ha  de  [)asar;  puesto  que  pasar  por  un  lavatorio  de  estos,  antes 
■es  líusto  (|ue  trabajo. 

— ^No  tcniiáis  pena,  amijt^o  Sancho,  dijo  la  Ducjuesa;  que  y()  haré  que 
mis  doncellas  os  laven,  y  aun  os  metan  en  colada,  si  fuere  menester. 

—Con  las  barbas  me  contento,  respondió  Sancho,  por  ahora  á  lo  me- 
nos; que  andando  el  tiempo,  Dios  dijt)  lo  que  será. 

— Mirad,  maestresala,  dijo  la  Duquesa,  lo  que  el  buen  Sancho  pide, 
y  cumplidle  su  voluntad  al  pie  de  la  letra. 

El  maestresala  respondió  que  en  todo  sería  servido  el  señor  Sancho; 
y  con  est(  se  fué  á  comer,  y  llevó  consigo  á  Sancho,  quedándose  á  la 
mesa  los  Duíjues  y  Don  Quijote,  hablando  en  nmchas  y  diversas  cosas, 
pero  todas  tocantes  al  ejercicio  de  las  armas  y  de  la  andante  caballería. 
La  Dutjuesa  rogó  á  Don  Quijote  ([ue  le  delinease  y  describiese,  pues 
parecía  tener  felice  memoria,  la  hermosura  y  facciones  de  la  señora 
Dulcinea  del  Toboso;  que,  segvín  lo  que  la  fama  pregonaba  de  su  belleza, 
tenía  i)or  entendido  que  debía  de  ser  la  más  bella  criaturr,  del  orbe,  y 
aun  de  toda  la  Mancha. 

Sospiró  Don  Quijote,  oyendo  lo  que  la  Duquesa  le  mandaba,  y  dijo: 
«Si  yo  pudiera  sacar  mi  corazón,  y  ponerle  ante  los  ojos  de  vuestra 
grandeza  aípí  sobre  esta  mesa  y  en  un  plato,  quitara  el  trabajo  á  mi  len- 
gua de  decir  lo  que  a()enas  se  i)uede  {)ensar,  porque  vuestra  excelencia 
le  viera  en  él  toda  retratada;  })ero  f,\>'dvíi  <iué  es  ponerme  yo  agora  á  de- 
Hnear  y  describir  punto  por  punto  y  parte  por  parte  la  hermosura  de  la 
sin  par  Dul  inea,  siendo  carga  digna  de  otros  hond)ros  que  de  los  míos, 
empresa  en  quien  se  debían  ocupar  los  pinceles  de  Parrasio,  de  Timan- 
tes y  de  Apeles,  y  los  buriles  de  Lisipo,  para  pintarla  y  grabarla  en  ta- 
blas, en  mármoles  y  en  bronces,  y  la  retórica  ciceroniana  y  demostina 
para  alabarla?  > 

— ¿(¿ué  quiere  decir  ilcinu.stinu.  señor  Don  (¿uijote?,  preguntó  la 
Duquesa;  que  es  vocablo  que  ncj  le  he  oído  en  todos  los  días  de 
mi  vida. 

— Retórica  í/fv//o.v////í/.  respondió  Don  Quijote,  es  lo  mismo  que  decir 
i"et(')rica  de  I)e)iiáste)tes-.  cou\o. cicfroH/fntfi  de  ('iceró)t,  que  fueron  los  dos 
mayores- retóricos  del  mundo. 

• — Así  es,  dijo  el  Duque;  y  habéis  andado  deslumbrada  en  la  tal  pre- 
gunta. 

— Pero  con ; todo  eso.  nos  daría  gran  gusto  el.  señor  Do.n  Q.uijote,  si 


()'22  DON    QUI.TOTK    DK    LA    ]\rAXCHA 

nos  la  pintase;  que  á  buen  seguro  que  aunque  sea  en  rasguño  y  bosque- 
jo, que  ella  salga  tal,  que  la  tengan  invidia  las  más  hermosas. 

— 8í  hiciera  por  cierto,  respondió  Don  Quijote,  si  no  me  la  hubieía 
borrado  de  la  idea  la  desgracia  que  poco  ha  que  le  sucedió,  que  es  tai. 
que  más  estoy  para  llorarla  que  para  describirla;  porcpie  habrán  de  sa- 
))er  vuestras  grandezas  que  yendo  los  días  pasados  á  besarle  las  manos, 
y  á  recebir  su  bendición,  beneplácito  y  licencia  para  esta  tercera  salida, 
hallé  otra  de  la  que  buscaba:  hallóla  encantada  y  convertida  de  prin- 
cesa, en  labradora;  de  hermosa,  en  fea;  de  ángel,  en  diablo;  de  olorosa, 
en  pestífera;  de  bien  hablada,  en  rústica;  de  reposada,  en  brincadora;  de 
luz,  en  tinieblas;  y  tinahnente,  de  Dulcinea  del  Toboso,  en  una  villana 
de  Sayago. 

— ¡Válame  Dios!,  dando  una  gran  voz  dijo  á  este  instante  el  Duque; 
¿quién  ha  sido  el  que  tanto  mal  ha  hecho  al  mando?  ¿Quién  ha  quitado 
del  la  belleza  que  le  alegraba,  el  donaire  que  le  entretenía,  y  la  honesti- 
dad que  le  acreditaba? 

— ¿Quién?,  respondió  Don  Quijote;  ¿quién  puede  ser  sino  algún  ma- 
ligno encantador,  de  los  muchos  invidiosos  que  me  persiguen,  estaraza 
maldita,  nacida  en  el  mundo  para  escurecer  y  aniquilar  las  hazañas  de 
los  buenos,  y  para  dar  luz  y  levantar  los  fechos  de  los  malos?  Persegui- 
do me  han  encantadores,  encantadores  me  persiguen,  y  encantadores 
me  perseguirán  hasta  dar  conmigo  y  con  mis  altas  caballerías  en  el  pro- 
fundo abismo  del  olvido;  y  en  aquella  parte  me  dañan  y  hieren,  donde 
ven  que  más  lo  siento;  porque  quitarle  á  un  caballero  andante  su  dama. 
es  quitarle  los  ojos  con  que  mira,  y  el  sol  con  que  se  alumbra,  y  el  sus 
tentó  con  que  se  mantiene.  Otras  muchas  veces  lo  he  dicho,  y  ahora  lo 
vuelvo  á  decir,  que  el  caballero  andante  sin  dama  es  como  el  árbol  sin 
hojas,  el  ediñcio  sin  cimiento  y  la  sombra  sin  cuerpo  de  quien  es  causa. 

— No  hay  más  (]ue  decir,  dijo  la  Duquesa;  pero  si  con  todo  eso  hemos 
de  dar  crédito  á  la  historia  que  del  señor  Don  Quijote,  de  pocos  días  á 
esta  parte  ha  salido  á  la  luz  del  mundo  con  general  aplauso  de  las  gen- 
tes, della  se  colige,  si  mal  no  me  acuerdo,  que  nunca  vuesa  merced  ha 
visto  á  la  señora  Dulcinea,  y  que  esta  tal  señora  no  es  en  el  mundo, 
sino  que  es  dama  fantástica,  que  vuesa  merced  la  engendró  y  parió  en 
su  entendimiento,  y  la  pintó  con  todas  aquellas  gracias  y  perfecciones 
que  quiso. 

— En  eso  hay  mucho  que  decir,  respondió  Don  (Quijote.  Dios  sabe  si 
hay  Dulcinea  ó  no  en  el  mundo,  ó  si  es  fantástica  ó  no  es  fantástica; 
y  estas  no  son  de  las  cosas  cuya  averiguación  se  ha  de  llevar  hasta  el 
cabo.  Ni  yo  engendré  ni  parí  á  mi  señora,  puesto  que  la  contem})lo 
como  conviene  que  sea,  una  dama  que  contenga  en  sí  las  partes  que 
puedan  hacerla  famosa  en  todas  las  del  mundo,  como  son:  hermosa  sin 
tacha,  grave  sin  soberbia,  amorosa  con  honestidad,  agradecida  jyor  cor- 
tés, cortés  por  bien  criada,  y  finalmente,  alta  por  linaje,  á  causa  que  so- 
l)re  la  buena  sangre  resplandece  y  campea  la  hermosura  con  más  gra- 
dos de  perfección  que  en  las  hermosas  humildemente  nacidas. 

— Así  es,  dijo  el  Duque;  pero  hame  de  dar  licencia  el  señor  Don  t^ui- 


PAKTK    SEGUNDA. CAPITULO    XXXII  62o 


Ote  para  que  diga  lo  que  me  fuerza  á  decir  la  historia  que  de  sus  ha- 
añas  he  leído,  de  donde  se  infiere  que,  puesto  que  se  conceda  que  hay 
)ulcin(a  en  el  Tohoso  ó  fuera  del,  v  que  sea  hermosa  en  el  sumo  ^Ta- 
lo  que  vuesa  merced  nos  la  pinta,  en  lo  de  la  alteza  del  linaje  no  cSrre 
.arejas  con  las  urianas,  con  las  Alastrajareas,  con  las  Madásimas  ni 
on  otras  deste  jaez,  de  quien  están  llena.s  las  liistorias,  que  vue«a  liier- 
ed  hien  sabe. 

— Á  eso  puedo  decir,  respondí.,  Don  (¿uijoke,  que  Dulcicea  es  hiia 
le  sus  obras,  y  que  las  virtudes  adoban  la  sangre,  v  que  en  más  se  ha 
le  estimar  y  tener  un  humilde  virtuoso  que  un  vicioso  levantado-  cuan- 

0  mas,  que  Dulcinea  tiene  un  jirón  que  la  puede  llevar  á  ser  reina  de 
orona  y  cetro;  que  el  merecimiento  de  una  mujer  hermosa  y  virtuosa 

hacer  mayores  milagros  se  extiende;  y  aunque  no  formalmente  vir- 
aalmente  tiene  en  sí  encerradas  mavores  venturas. 
—Digo  señor  Don  Quijote,  dijo  la  Duquesa,  que  en  todo  cuanto  vue- 

1  merced  dice  va  con  pie  de  plomo,  y  como  suele  decirse,  con  la  sonda 
u  la  mano;  y  que  yo  desde  aquí  adelante  creeré  y  liaré  creer  á  todos 
>s  demí  casa  y  aun  al  Duque,  mi  señor,  si  fuere  menester,  que  hav 
)ulcmea  en  el  Toboso,  y  que  vive  hoy  día,  y  es  hermosa,  v  i.rincinai- 
lente  nacida,  y  merece  lora  que  un  tal  caballero  como  es  e'l  señor  Don 
'uijote  la  sirva,  que  es  lo  más  que  puedo  ni  sé  encarecer.  Pero  no  pue- 
..  dejar  de  tormar  un  escrúpulo,  y  tener  algún  no  sé  qué  de  ojeriza 
.ntra  .Sancho  1  anza:  e   escrúpulo  es,  que  dice  la  historia  referida  que 

tal  Sancho  í  anza  hallo  á  la  tal  señora  Dulcinea,  cuando  de  parte  de 
uesa  merced  le  llevó  una  epístola,  aechando  un  costal  de  trigo-  v  por 
■as  senas,  dice  que  era  rubión;  cosa  que  me  hace  dudar  en  la'aíteza  de 
1  imaje. 

A  lo  que  respondió  Don  Quijote:  ^<Señora  mía,  sabrá  la  vuestra  gran- 
.•za  que  todas  o  las  más  cosas  que  á  mí  me  suceden  van  fuera  de  los 
rmmos  ordinarios  de  las  que  á  los  otros  caballeros  andantes  acontecen- 
ya  sean  encaminadas  por  el  querer  inescrutable  de  los  hados  ó  va 
ngan  encaminadas  por  la  malicia  de  algún  encantador  invidioso  'Y 
.mo  es  cosa  ya  averiguada  que  de  todos  ó  los  más  caballeros  andan- 
s  y  famosos,  uno  tenga  gracia  de  no  poder  ser  encantado,  otro  de  ser 
?  tan  impenetrables  carnes,  que  no  pueda  ser  herido,  como  lo  fué  el 
moso  Ro  dan.  uno  de  los  doce  Pares  de  Francia,  de  quien  se  cuenta 
ae  no  podía  ser  lerido  sino  por  la  planta  del  pie  izquierdo,  y  que  esto 
ibia  de  ser  con  la  punta  de  un  alfiler  gordo,  v  no  ce  n  otra  suerte  de 
•ma  alguna;  y  asi  cuando  Bernardo  del  Carpi¿  le  mató  en  Pvoncesva- 
ís,  viendo  que  no  le  podía  llagar  con  fierro,  le  levantó  delsuelo  entre  los 
•azos  y  le  ahogo,  acordándose  entonces  de  la  muerte  que  dio  Hércules 

t?.V  VrS  f '''' ^'^^^''í^'l''^  ^^"'^^  '^^^"Í«  ^e  ^^  ^i^í^*"-a;  quiero 
íenr  de  lo  dicho,  que  podría  ser  que  yo  tuviese  alguna  gracia  destas 
)  del  no  poder  ser  ierido.  porque  nmchas  veces  la  ^experiencia  me  ha 
ostrado  que  soy  de  carnes  blandas  y  no  nada  impenetrables;  ni  la  de 
' )  poder  ser  encantado,  que  ya  me  he  visto  metido  en  una  jaula,  donde 
do  el  mundo  no  tuera  poderoso  á  encerrarme,  si  no  fuera  á  fuerzas  de 
B.  P.-  XX  ^^ 


()24  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


encantamentos;  pero  pues  de  aquel  me  libré,  quiero  creer  que  no  ha  (1( 
haber  otro  alguno  que  me  empezca.  Y  así,  viendo  estos  encantadoreí 
que  con  mi  persona  no  pueden  usar  de  sus  malas  mañas,  vénganse  er 
las  cosas  que  más  quiero,  y  quieren  quitarme  la  vida,  maltratando  la  d( 
Dulcinea,  por  quien  yo  vivo;  y  así,  creo  que  cuando  mi  escudero  le  lleve 
mi  embajada  se  la  convirtieron  en  villana  y  ocupada  en  tan  bajo  ejer 
cicio  como  es  el  de  aechar  trigo;  pero  ya  tengo  yo  dicho  que  aquel  trig( 
ni  era  rubión  ni  trigo,  sifio  granos  de  perlas  orientales;  y  para  pruebj 
desta  verdad,  quiero  decir  á  vuestras  magnitudes  cómo  viniendo  poce 
ha  por  el  Toboso,  jacnás  pude  hallar  los  palacios  de  Dulcinea,  y  qu( 
otro  día,  habiéndola  visto  Sancho,  mi  escudero,  en  su  mesma  figura 
que  es  la  más  bella  del  orbe,  á  mí  me  pareció  una  labradora  tosca  y  fea 
y  no  nada  bien  razonada,  siendo  la  discreción  del  mundo;  y  pues  yo  nc 
estoy  encantado,  ni  lo  puedo  estar  según  buen  discurso,  ella  es  la  encan 
tada,  la  ofendida  y  la  mudada,  trocada  y  trastocada,  y  en  ella  se  bar 
vengado  de  mí  mis  enemigos,  y  por  ella  viviré  yo  en  perpetuas  lágri 
mas,  liasta  verla  en  su  prístino  estado.  Todo  esto  he  dicho  para  que  na 
die  repare  en  lo  que  Sancho  dijo  del  cernido  ni  del  aecho  de  Dulcinea 
que -pues  á  mí  me  la  mudaron,  no  es  maravilla  que  á  él  se  la  cambia 
sen.  Dulcinea  es  principal  y  bien  nacida,  y  de  los  hidalgos  linajes  (|U( 
hay  en  el  Toboso,  que  son  muchos,  antiguos  y  muy  buenos.  A  buen  se 
guro  que  no  le  cabe  poca  suerte  á  la  sin  par  Dulcinea,  por  quien  su  lu 
gar  será  famoso  y  nombrado  en  los  venideros  siglos,  como  lo  ha  sid( 
Troya  por  Elena,  y  España  por  la  Cava,  aunque  con  mejor  título  y  fama 
Por  otra  parte,  quiero  que  entiendan  vuestras  señorías  que  Sancho  Pan 
za  es  uno  de  los  más  graciosos  escuderos  que  jamás  sirvió  á  caballen 
andante:  tiene  á  veces  unas  simplicidades  tan  agudas,  que  el  pensar  s 
es  simple  ó  agudo  causa  no  pequeño  contento;  tiene  malicias  que  le  con 
denan  por  bellaco,  y  descuidos  que  le  confirman  por  bobo;  duda  d( 
todo,  y  créelo  todo;  cuando  pienso  que  se  va  á  despeñar  de  tonto,  sah 
con  unas  discreciones  que  levantan  al  cielo.  Finalmente,  yo  no  le  tro 
caria  con  otro  escudero,  aunque  me  diesen  de  añadidura  una  ciudad;  v 
así,  estoy  en  duda  si  será  bien  enviarle  al  gobierno  de  quien  vuestni 
grandeza  le  ha  hecho  merced;  aunque  veo  en  él  una  cierta  aptitud  par? 
esto  de  gobernar,  que  atusándole  tantico  el  entendimiento,  se  saldi-í; 
con  cualquiera  gobierno,  como  el  Rey  con  sus  alcabalas;  y  más.  que  ya 
por  muchas  experiencias,  sabemos  que  no  es  menester  ni  mucha  habi 
lidad  ni  muchas  letras  para  ser  uno  gobernador;  pues  hay  por  ahí  cien 
to  que  apenas  saben  leer,  y  gobiernan  como  unos  jirifaltes;  el  toque 
está  en  que  tengan  buena  intención  y  deseen  acertar  en  todo;  que  nun 
ca  les  faltará  quien  les  aconseje  y  encamine  en  lo  que  han  de  liaccr 
como  los  gobernadores  caballeros  y  no  letrados,  que  sentencian  con  ase 
sor.  Aconsejaríale  yo  que  ri  tome  cohecho  ni  pierda  derecho,  y  otras- 
cosillas  que  me  quedan  en  el  estómago,  que  saldrán  á  su  tiempo  pan 
utilidad  de  Sancho  y  provecho  de  la  ínsula  que  gobernare.» 

A  este  punto  llegaban  de  su  coloquio  el  Duque,  la  Duquesa  y  Doi 
Quijote,  cuando  oyeron  muchas  voces  y  gran  rumor  de  gente  en  el  j>a 


PAR-PE    SEGUNDA. — CAPITULO    XXXII  (>1\') 


lacio,  y  á  deshora  entró  Sancho  en  la  sala,  todo  asuntado,  con  un  cer- 
nadero por  babadíjr,  y  tras  él  muchos  mozos,  ó  por  mejor  decir,  pica- 
ros de  cocina  y  otra  i;ente  menuda,  y  uno  venía  con  un  artesoncillo  de 
agua,  que  en  la  color  y  poca  limpieza  mostraba  ser  de  fregar;  seguíaje" 
y  perseguíale  el  de  la  artesa,  y  ijrocuraba  con  toda  solicitud  ponérsela 
y  encajársela  debajo  de  las  barbas,  y  otro  picaro  mostraba  querérselas 
lavar. 

-¿Qué  es  ésto,  hermanos?,  preguntó  la  Duquesa.  ¿Qué  es  ésto?  ¿Q^ií^ 
queréis  hacer  á  ese  buen  hombre?  ¡Cómo!  ¿Y  no  consideráis  que  está, 
electo  gobernador? 

A  lo  (|ue  respondió  el  picaro  barbero:  «No  (|uiere  este  señor  dejarse 
lavar  como  es  usan/a,  y  como  se  lavó  el  Duque,  mi  sefior,  v  rl  <,'^.,,r■ 
su  amo.» 

— Sí  quiero,  respondió  Sancho  con  mucha  celera;  pero  (jucnia  '^ue 
¡fuese  con  toallas  más  limpias,  con  lejía  más  clara,  y  con  manos  no  tan 
sucias;  que  no  hay  tanta  diferencia  de  mí  á  mi  amo,  que  á  él  le  laven 
con  agua  de  ángeles,  y  á  mí  con  lejía  de  diablos;  Las  usanzas  de  las 
Hierras  y  de  los  palacios  de  los  príncipes  tanto  sen  buenas  cuant)  no 

•  dan  pesadumbre;  pero  la  costumbre  del  lavatorio  que  aquí  se  usa,  })eor 
-9s  que  de  dicipiinantes.  Yo  estoy  limpio  de  barbas,  y  no  tengo  necesi- 

iad  de  semejantes  refrigerios;  y  al  que  se  llegare  á  lavarme  ni  á  tocar- 

ne  á  un  pelo  de  la  cabeza,  digo  de  mi  barba,  hablando  con  el  debido 

rticatamiento,  le  daré  tal  puñada,  que  le  deje  el  puño  engastado  en  los 

-  íascos;  que  estas  tales  cirimonias  y  jabonaduras,  más  parecen  burlas 

•  i]ue  gasajos  de  huéspedes. 

Perecida  de  risa  estaba  la  Duquesa,  viendo  la  cólera  y  oyendo  las 

razones  de  Sancho;  pero  no  dio  mucho  gusto  á  Don  Quijote'verle  tan 

nnal  adeliñado  con  la  jaspeada  toalln,  y  tan  rodeado  de  tantos  entrete- 

midos  de  cocina;  y  así,  haciendo  una  profunda  reverencia  -A  los  Ducjues. 

i^omo  que  les  pedía  licencia  para  hablar,  con  voz  reposada  dijo'á  la 

•analla:  «¡Hola,  señores  caballeros!  Vuesas .mercedes  dejen  el  mancebo, 

'   vuélvanse  por  donde  vinieron,  ()  por  otra  parte  si  se  les  antojare; 

|ue  mi  escudero  es  limpio  tanto  como  otro;y  esas  artesillas  son  para  él 

strechos  y  penactes  búcaros;  tomen  mi  consejo,  y  déjenle,  pwque  ni 

1  ni  yo  sabemos  de  achaque  de  burlas.  ^^ 

(•ogióle  la  razón  déla  boca  San'cho,  y  prosiguió  diciendo:  «¡No. 
ino  llegúense  á  hacer  burla  del  mostrenco,  que  así  lo  sufriré,  com(. 
hora  es  de  noche!  Traigan  aquí  un  peine  ó  lo  que  quisieren,  y  almoha- 
emnc  estas  barbas,  y  si  sacaren  dellas  cosa  que  ofenda  á  la'^limpieza, 
ue  jnc  tra.squilen  á  cruces.» 

A  esta  sazón,  sin  dejar  la  risa,  dijo  la  Duquesa:  «Sancho  Panza 
ene  razón  en  todo  cuanto  ha  dicho,  y  la. tendrá  en  todo  cuanto  dijere: 
I  es  limpio,  y,  como  él  dice,  no  tiene  necesidad  de  lavarse;  y  si  nues- 
•a  usanza  no  le  contenta,  su  alma  en  su  palma;  cuanto  más  que  vo?- 
tros,  minié  tros  de  la  limpieza,  habéis  andado  demasiadamente  de  re- 
lisos  y  descuidados,  y  no  sé  si  diga  atrevidos,  en  traer  á  tal  personaje 
átales  barbas,  en.  lugar  de  fuentes  y  aguamaniles  de  oro  puro  y   de 


626  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


alemanas  toallas,  artesillas  y  dornajos  de  palo  y  rodillas  de  aparadores; 
pero  en  fin,  sois  malos  y  mal  nacidos,  y  no  podéis  dejar,  como  malan- 
drines que  sois,  de  mostrar  la  ojeriza  que  tenéis  con  los  escuderos  de 
los  andantes  caballeros.» 

Creyeron  los  apicarados  ministros,  y  aun  el  maestresala,  que  venía 
con  ellos,  que  la  Duquesa  hablaba  de  veras;  y  así,  quitaron  el  cerna- 
dero del  pecho  de  Sancho,  y  todos  confusos  y  casi  corridos,  se  fueron 
y  le  dejaron;  el  cual,  viéndose  fuera  de  aquel,  á  su  parecer,  sumo  peli- 
gro, se  fué  á  hincar  de  rodillas  ante  la  Duquesa,  y  dijo:  «De  grandes 
señoras  grandes  mercedes  se  esperan:  ésta  que  la  vuestra  merced  hoy 
m-e  ha  fecho  no  puede  pagarse  con  menos,  si  no  es  con  desear  Ayerme 
armado  caballero  andante,  para  ocuparme  todos  los  días  de  la  vida  en 
servir  á  tan  alta  señora.  Labrador  soy,  Sancho  Panza  me  llamo,  casado 
soy,  hijos  tengo  y  de  escudero  sirvo;  si  con  alguna  destas  sosas  puedo 
servir  á  vuestra  grandeza,  menos  tardaré  yo  en  obedecer  cjue  vuestra 
señoría  en  mandar. » 

— Bien  parece,  Sancho,  respondió  la  Duquesa,  que  habéis  aprendido 
á  ser  cortés  en  la  escuela  de  la  misma  cortesía;  bien  parece,  quiero  de- 
cir, que  os  habéis  criado  á  los  pechos  del  señor  Don  Quijote,  que  debe 
de  ser  la  nata  de  los  comedimientos  y  la  flor  de  las  ceremonias,  ó  ciri-' 
monias,  como  vos  decís.  ¡Bien  haya  tal  señor  y  tal  criado,  el  uno  por 
norte  de  la  andante  caballería,  y  el  otro  por  estrella  de  la  escuderil  fide- 
lidad! Levantaos,  Sancho  amigo;  que  3  o  satisfaré  vuestras  cortesías  con 
hacer  que  el  Duque,  mi  señor,  lo  más  presto  que  pudiere,  os  cumpla 
la  merced  prometida  del  gobierno. 

Con  esto  cesó  la  plática,  y  Don  Quijote  se  fué  á  reposar  la  siesta,  y 
la  Duquesa  pidió  á  Sancho  que,  si  no  tenía  mucha  gana  de. dormir,  vi- 
niese a  pasar  la  tarde  con  ella  y  con  sus  doncellas  en  una  muy  fresca 
sala.  Sancho  respondió,  que  aunque  era  verdad  que  tenía  por  costumbre 
dofmir  cuatro  ó  cinco  horas  las  siestas  del  verano,  que  por  servir  á  su 
bondad,  él  procuraría  con  todas  sus  fuerzas  no  dormir  aquel  día  ningu- 
na, y  vendría  obediente  á  su  mandato;  y  fuese. 

El  Duque  dio  nuevas  órdenes  cómo  se  tratase  á  Don  Quijote  como  á 
caballero  andante;  sin  sahf  un  punto  del  estilo  como  cuentan  que  se  tra-^ 
taban  los  antiu'uos  caballeros. 


CAPITULO    XXXIII 

De  la  sabrosa  plática  que  la  Duquesa  y  sus  doncellas  pasaroh  con  Sancho 
Panza,  digna  de  que  se  lea  y  de  que  se  note. 


UENTA,  pues,  la  historia  que  Sancho  no  durmió  aquella  siesta, 
sino  que,  por  cumplir  su  palabra,  yíuo  ei.icontinente  á  ver  á  la 
Duquesa;  la  cual,  con  el  gusto  que  tenía  .de  oirle,  le  hizo  sentar 
.  junto  á  sí  en  una  silla  baja,  aunque  Sancho,  de  puro  bien  criado, 
no  C[uería  sentarse;  pero  la  Duquesa-  le  dijo  que  se  sentase  como  gober- 
nador y  hablase  como  escudero,  puesto  que  por  entrambas  cosas  mere- 
cía el  mismo  escaño  del  Cid  Rui  Díaz  Campeador.  Encogió  Sancho  los 
hombros,  obedeció  y  sentóse,  y  todas  las  doncellas  y  dueñas  de  la  Du- 
quesa le  rodearon,  atentas  con  grandísimo  silencio  á  escuchar  lo  que 
diría;  pero  la  Duquesa  fué  la  que  habló  primero,  diciendo:  «-Ahora  que 
estamos  solos,  y  que  aquí  no  nos  oye  nadie,  querría  yo  que  el  señor  go- 
bernador me  asolviese  ciertas  dudas  que  tengo,  nacidas  de  la  historia 
que  del  gran  Don  Quijote  anda  ya  impresa,  l^na  de  las  cuales  dudas  es, 
que  pues  el  buen  Sancho  nunca  vio  á  Dulcinea  (digo  á  la  señora  Dulci- 
nea del  Toboso),  ni  le  llevó  la  carta  del  señor  Don  Quijote,  porque  se 
quedó  en  el  libro  de  memoria  en  Sierra  Morena,  ¿cómo  se  atrevió  á  fin- 
gir la  respuesta  y  aquello  de  que  la  halló  aechando  trigo,  siendo  todo 
burla  y  mentira,  y  tan  en  daño  de  la  buena  opinión  de  la  sin  par  Dul- 
cinea, cosas  que  no  vienen  bien  con  la  calidad  y  fidelidad  de  los  buenos 
escuderos?» 

A  estas  razones,  sin  responder  con  alguna,  se  levantó  Sancho  de  la 
silla,  y  con  pasos  quedos,  eí  cuerpo  agobiado  y  el  dedo  puesto  sobre  los 
labios,  anduvo  por  toda  la  sala,  levantando  los  doseles;  y  luego,  esto 


^)28  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


.hecho,  se  volvió  á  sentar,  y  dijo:  «Ahora,  señora  mía,  que  he  visto  que 
no  nos  escuclia  nadie  de  solapa,  fuera  de  los  circunstantes,  sin  temor  ni 
sobresalto  res[)ondei-é  á  lo  que  se  me  ha  preguntado,  y  á  todo  aqueUo 
•rae  se  me  preguntare.  Y  lo  primero  que  digo  es,  que  yo  tengo  á  mi  se 
ñor  Don  Quijote  por  loco  rematado;  puesto  que  algunas  veces  dice  co- 
sas que,  á  mi  parecer,  y  aun  de  todos  aquellos  que  le  escuchan,  son  tan 
•iiscretas  y  por  tan  buen  carril  encaminadas,  que  el  mesmo  Satanás  no 
los  podría  decir  mejores;  pero  con  todo  esto,  verdaderamente  y  sin  es- 
'3(úpulo,  á  mí  se  me  ha  asentado  que  es  un  mentecato.  Pues,  como  yo 
tengo  esto,  en  el  magín,  me  atrevo  á  hacerle  creer  lo  que  no  lleva  pies 
vi  cal )e/.ay como  fué  aquello  de  la  respuesta  de  la  carta,  y  lo  de  habrá 
diez  y  seis  ó  diez  y  ocho  días,  que  &ún  no  está  en  historia,  conviene  á 
s.'iber,  lo  del  encanto  de  mi  señora  doña  Dulcinea,  que  le  he  dado  á  en- 
Uíndet  que  está  encantada,  no  siendo  más  verdad  que  por  los  cerros  de 
U;;eda». 

Rogóle  la  Duquesa  que  le  contase  aquel  encantamento  ó  burla,  y 
Stiucho  se  lo  contó  todo  del  mesmo  modo  que  había  pasado,  de  que  no 
poco  gusto  recibieron  las  oyentes;  y  prosiguiendo  en  su  plática,  dijo  la 
I)u(|uesa:  «De  lo  que  el  buen  Sancho  me  ha  contado,  me  andaba  brin- 
<?audo  un  escrúpulo  en  el  alma,  y  un  cierto  susurro  llega  á  mis  oídos, 
que  me  dice:  «Pues  Don  Quijote  de  la  Mancha  es  loco,  m-^nguado  y 
mentecato,  y  Sancho  Panza,  su  escudero,  lo  conoce,  y  con  todo  eso,  le 
sirve  y  le  sigue,  y  va  atenido  á  las  vanas  promesa?  suyas,  sin  duda  al- 
guna debe  de  ser  él  más  loco  y  tonto  que  su  amo;  y  siendo  esto  así, 
como  lo  es,  mal  contado  te  será,  señora  Duquesa,  si  al  tal  Sancho  Panza 
le  das  ínsula  que  gobierne;  porque  el  que  no  sabe  gobernarse  á  sí, 
¿cómo  sabrá  gobernará  otros?» 

— Por  Dios,  señora,  dijo  Sancho,  que  ese  escrúpulo  viene  con  parto 
derecho;  pero  dígale  vuesa  merced,  y  hable  claro  ó  como  quisiere,  que 
yo  conozco  que  dice  verdad;  que  si  yo  fuera  discreto,  días  ha  que  había 
de  haber  dejado  á  mi  amo;  pero  ésta  fué  mi  suerte  y  ésta  mi  malan- 
dytiza.  No  puedo  más,  seguirle  tengo.  Somos  de  un  mismo  lugar,  he 
comido  su  [)an,  quiéreme  bien,  es  generoso,  dióme  sus  pollinos,  y  so- 
bre todo,  yo  soy  fiel;  y  así,  es  imposible  que  nos  pueda  apartar  otro 
suceso  que  el  de  la  pala  y  el  azadón.  Y  si  vuestra  altanería  no  quisiere 
que  se  me  dé  el  prometido  gobierno,  de  menos  me  hizo  Dios;  y  podría 
HCí  que  el  no  dárpiele  redundase  en  ;^'o  de  mi  conciencia;  que  maguera 
tonto,  se  me  entiende  aquel  refrán  de  «por  su  mal  le  nacieron  alas  á  la 
hormiga»;  y  aun  podría  ser  que  se  fuese  más  aína  Sancho  escudero  al 
cielo,  que  no  Sancho  gobernador.  Tan  buen  pan  hacen  aquí  como  en 
1^' rancia,  y  de  noche  todos  los  gatos  son  pardos,  y  asaz  de  desdichada 
es  la  persona  que  á  las  dos  de  la  tarde  no  se  ha  desayunado,  y 
no  hay  estómago  que  sea  un  palmo  mayor  que  otro,  el  cual  se  puede 
llenar,  como  suele  decirse  de  paja  y  de  heno,  y  las  avecitas  del  campo 
tienen  á  Diop  j)or  su  proveedor  y  despensero;  y  más  calientan  cuatro 
varas  de  paño  de  C-uenca  ([ue  otras  cuatro  de  limiste  de  Segovia;  y  al 
dejar  este  nmndo  y  meternos  la  tierra  adentro,  por  tan  estrecha  senda 


l'AKTK    SliCíUNDA. CAPÍTULO     XXXIII  ()2'.» 


\  a  el  príncipe  como  el  jornalero;  y  no  ocu[)a  más  pies  de  tierra  el  cuer- 
po del  pai)a  que  el  del  sacristán,  aunque  sea  más  alto  el  uno  que  el 
'tro;  (jue  al  entrar  en  el  hpyo,  todos  nos  ajustamos  y  encojemos,  ó  nos 
laccn  ajustar  y  encoger,  mal  que  nos  pese,  y  á  buenas  noches;  y  torno 
I  decir  que  si  vuestra  seíioría  no  me  quisiere  dar  la  ínsula  por  tonto, 
N  (»  sabré  no  dárseme  nada  por  discreto;  y  yo  he  oído  decir  que  detrás 
le  la  cruz  esta  el  diablo,  y  que  no  es  oro  todo  lo  que  reluce,  y  que  de 
ntre  los  bueyes,  arados  y  coyundas  sacaron  al  labrador  \'amba  para 
>or  rey  de  España,  y  de  entre  los  brocados,  pasatiempos  y  ricjuezas  sa- 
iuon  á  Rodrigo  para  ser  comido  de  ('nlel)ras.  si  es  que  las  trovas  de 
os  romances  antiguos  no  mienten. 

-¡Y  cómo  que  no  mienten!,  dijo  á  esta  sa/on  tlofia  Rodríguez,  la 
hiena,  que  era  una  de  las  escuchantes;  que  un  romance  hay  que  dice 
|ue  metieron  al  rey  Rodrigo,  vivo,  vivo,  en  una  tumba,  llena  de  sapos, 
ulebras  y  lagartos,  y  que  de  allí  á  dos  días  dijo  el  Rey  desde  dentro 
le  la  tumba  con  voz  doliente  y  baja: 

V.1  me  coiDPii.  ya  me  fumen. 
Por  lio  más  pei-ado  huhíu. 

V    según   esto,    mucha   razón   tiene   este   señor  en   decir  que    (¡uiere 
lias  ser  labrador  que  rey,  si  le  han  de  comer  sabandijas. 

Xo  pudo  la  Duquesa  tener  la  risa,  oyendo  la  simplicidad  de  su  due- 
la, ni  dejó  de  admirarse  en  oir  las  razones  y  refranes  de  KSancho,  á 
:|uien  dijo:  Ya  sabe  el  buen  Sancho  que  lo  que  una  vez  jiromete  un 
•al)allero,  procura  cuni})lirlo,  aunque  le  cueste  la  vida.  El  Duque,  mi 
cñory  marido,  aunque  no  es  de  los  andantes,  no  por  eso  deja  de  ser 
•aballero;  y  así,  cumplirá  la  palabra  de  la  jirometida  ínsula,  á  pesar  de 
a  invidia  y  de  la  malicia  del  mundo.  Esté  Sancho  de  buen  ánimo,  que, 
■naiulo  menos  lo  piense,  se  vtrá  sentach»  en  la  silla  de  su  ínsula  y  en 
a  (le  su  estado,  y  empuñará  su  gobierno,  que  con  otro  de  brocado  de 
!  es  altos  lo  deseche;  lo  que  yo  le  encargo  es  que  mire  cómo  gobierna 
•US  vasallos,  advirtiendo  que  todos  son  leales  y  bien  nacidos  > 

— Eso  de  gobernarlos  bien,  respondió  Sancho,  no  hay  })ara  qué  en- 
•aigármelo,  porque  yo  soy  caritativo  de  mío.  y  tengo  comiiasión  de  los 
iol)i-es;  y  á  quien  cuece  y  amasa  no  le  hurtes  hogaza;  y  para  mi  santi- 
guada, que  no  me  han  de  echar  dado  falso;  soy  perro  viejo,  y  entiendo 
odo  tus,  tus,  y  sé  despabilarme  á  sus  tiempos,  y  no  consieito  que  me 
iiulen  musarañas  ante  los  ojos,  i)orque  sé  donde  me  aprieta  el  zapato; 
lígíílo  porque  los  liucnos  tendrán  conmigo  mano  y  concavidad,  y  los 
líalos  ni  pie  ni  entrada.  Y  paréceme  á  mí  que  en  esto  de  los  gobiernos 
odo  es  comenzar;  y  podría  ser  qu'e  á  quince  días  de  gobernador  me 
iiduviesen  las  manos  tan  bien  en  el  oficio,  que  supiese  más  del  que  de 
a  labor  del  campo,  en  que  me  he  criado. 

— Ves  tenéis  razón,  Sancho,  dijo  la  Duquesa;  que  nadie  nace  ense- 
¡ado,  y  de  los  hombres  se  hacen  los  obispos,  que  no  de  las  piedras. 
'ero  volviendo  á  la  plática  que  poco  ha  tratábamos,  del  encanto  de  la 
efiora  Dulcinea,   tengo  por  cosa   cierta   y  más  que  averiguada,  que 


Y  i>aróceme  á  mí  qiu-  en  e;,to  de  los  gobiernos  todo  c.'!  comenzar. 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    XXXIII  631 

íUiuella  imaginación  que  Sancho  tuvo  de  burlar  á  su  señor,  y  darle  á 
entender  ([ue  la  labradora  era  Dulcinea,  y  que  si  su  señor  no  la  conocía, 
debía  de  ser  por  estar  encantada,  toda  fué  invención  de  alguno  de  los 
encantadores  que  al  señor  Don  Quijote  j)crsi,tíuen;  porcjue  real  y  verda- 
deramente yo  sé  de  buena  parte  que  la  villana  que  dio  el  brinco  sobre 
la  pollina  era  y  es  Dulcinea  del  Toboso,  y  que  el  buen  Sancho,  pensan- 
do ser  el  engañador,  es  el  engañado;  y  no  hay  poner  más  duda  en  esta 
verdad  que  en  las  cosas  que  nunca  vimos;  y  sepa  el  señor  Sancho  Pan- 
za que  también  tenemos  acá  encantadores  que  nos  quieren  bien,  y  nos 
'licen  lo  que  pasa  por  el  mundo,  pura  y  sencillamente,  sin  enredos  ni 
máquinas;  y  créame  Sancho,  que  la  villana  brincadora  era  y  es  Dulci- 
nea del  Toboso,  que  está  encantada  como  la  madre  que  la  parió;  y 
cuando  menos  nos  pensemos,  la  habemos  de  ver  en  su  propia  figura,  y 
entonces  saldrá  Sancho  del  engaño  en  (pie  vive. 

— Bien  puede  ser  todo  eso,  dijo  Sancho  Panza;  y  agora  quiero  creer 
lo  que  mi  amo  cuenta  de  lo  que  vio  en  la  cueva  de  Montesinos,  donde 
liice  que  vio  á  la  señora  Dulcinea  del  Toboso  en  el  mesmo  traje  y  há- 
bito que  yo  dije  que  la  había  visto  cuando  la  encanté  por  sólo  mi  gusto; 
V  todo  debió  do  ser  al  revés,  como  vuesa  merced,  señora  mía.  dice;  por- 
gue de  mi  ruin  ingenio  no  se  puede  ni  debe  presumir  que  fabricase  en 
-in  instante  tan  agudo  embuste,  ni  creo  yo  que  mi  amo  es  tan  loco  que, 
jon  tan  Haca  y  magra  i^ersuasión  como  la  mía,  creyese  una  cosa  tan 
fuera  de  todo  término.  Pero,  señora,  no  por  esto  será  bien  que  vuestra 
bondad  me  tenga  por  malévok ;  [¡ues  no  está  obligado  un  porro  como 
vo  á  taladrar  los  pensamientos  y  malicias  de  los  pésimos  encantadores. 
Yo  fingí  aquello  por  escaparme  de  las  riñas  de  mi  señor  Don  Quijote, 
v'  no  con  intención  de  ofenderle;  y  si  ha  salido  al  revés.  Dios  está  en  el 
'ielo,  que  juzga  los  (corazones. 

— Así  es  la  verdad,  dijo  la  Du(|uesa;  pero  dígame  agora  Sancho  qué 
'3s  esto  que  dice  de  la  cueva  de  Montesinos,  que  gustaría  saberlo. 

Entonces  Sancho  Panza  le  contó  punto  por  punto  lo  que  queda 
lidio  acerca  de  la  tal  aventura.  Oyendo  lo  cual  la  Duquesa,  dijo:  «Des- 
'  e  suceso  se  puede  inferir  que,  pues  el  gran  Don  Quijote  dice  que  vio 
dlí  á  la  mesma  labradora  que  Sancho  vio  á  la  salida  del  Toboso,  sin 
luda  es  Dulcinea,  y  que  andan  por  aquí  los  encantadores  muy  Hstos  y 
lemasiadamente  bellacos.» 

— Eso  digo  yo,  dijo  Sancho  Panza;  que  si  mi  señora  Dulcinea  del 
Toboso  está  encantada,  es  claro  que  yo  no  la  pude  encantar,  sino  los 
?nemigos  de  mi  amo,  que  deben  de  ser  muchos  y  malos;  verdad  sea 
jue  la  que  yo  vi  fué  una  labradora,  y  por  labradora  la  tuve  y  por  tal 
abradora  la  juzgué;  y  si  aquella  era  Dulcinea,  no  ha  de  estar  á  mi 
:uenta  ni  ha  de  correr  por  mí,  ó  sobre  ello  ¡morena!  No,  sino  ándense 
1  cada  tri(iuete  conmigo  á  dime  y  direte,  «Sancho  lo  dijo,  Sancho  lo 
lizo,  Sancho  tornó  y  Sane  20  volvió  >;  como  si  Sancho  fuese  algún 
pienquiera,  y  no  fuese  el  mismo  Sancho  Panza,  el  que  anda  ya  en 
libros  por  ese  mundo  adelante,  según  me  dijo  Sansón  Carrasco,  que, 
por  lo  menos,  es  persona  bachillerada  [)or  Salamanca;  y  los  tales  no 


()32  DOX    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

pueden  mentir,  si  no  es  cuando  se  Its  antoja  ó  les  viene  muy  á  cuento; 
así  que,  no  hay  para  qué  nadie  se  tome  conmigo;  y  pues  que  tengo 
buena  fama,  y  que  según  oí  decir  á  mi  señor:  «más  vale  el  buen  nom- 
bre que  las  muchas  riquezas»,  encájenme  ese  gobierno,  y  verán  mara- 
villas; que  quien  ha  sido  buen  escudero,  será  buen  gobernador. 

— Todo  cuanto  aquí  ha  dicho  el  buen  Sancho,  dijo  la  Duquesa,  son 
sentencias  catonianas,  ó  por  lo  menos  sacadas  de  las  mesmas  entrañas 
del  mismo  Micael  Acerino,  que  floreniihus  occidif  annis.  En  ñn,  en  Hn. 
hablando  á  su  modo,  debajo  de  mala  capa  suele  haber  buen  bebedor. 

—En  verdad,  señora,  respondió  Sancho,  que  en  mi  vida  he  bebido 
de  malicia;  con  sed,  bien  podría  ser,  })orque  no  tengo  nada  de  hipócrita;' 
l>ebo  cuando  tengo  gana,  y  cuando  no  la  tengo  y  me  lo  dan,  por  no 
parecer  ó  melindroso  ó  mal  criado;  que  á  un  brindis  de  un  amigo,  ¿qué 
corazón  ha  de  haber  tan  de  mármol,  que  no  haga  la  razónV  Pero  aun- 
que las  calzo,  no  las  ensucio;  cuanto  más,  que  los  escuderos  de  los 
caballeros  andantes  casi  de  ordinario  beben  agua,  porque  siempre  an- 
dan por  florestas,  selvas  y  prados,  montañas  y  riscos,  sin  hallar  una 
misericordia  de  vino,  si  dan  por  ella  un  ojo. 

— Yo  lo  creo  as),  respondió  la  Duquesa;  y  por  agora,  vayase  Sancho 
á  reposar;  que  después  hablaremos  más  largo,  y  daremos  orden  cómo 
vaya  presto  á  encajarse,  como  él  dice,  aquel  gobierno. 

De  nu3vo  le  besó  las  manos  Sancho  á  la  Duquesa,  y  le  suplicó  le 
luciese  merced  de  que  se  tuviese  buena  cuenta  con  su  Rucio,  porque 
era  la  lumbre  de  sus  ojos. 

— ¿Qué  Rucio  es  eseV,  preguntó  la  Duquesa. 

— Mi  asno,  respondió  Sancho,  que  por  no  nombrarle  con  este  nom- 
bre, h  suelo  llamar  eJ  Rucio;  y  á  esta  señora  dueña  le  rogué,  cuando 
entré  en  este  castillo,  tuviese  cuenta  con  él,  y  azoróse  de  manera  como 
si  la  hubiera  dicho  que  era  fea  ó  vieja,  debiendo  ser  más  propio  y 
natural  de  las  dueñas  pensar  jumentos  que  autorizar  las  salas.  ¡01» 
válame  Dios,  y  cuan  mal  estaba  con  estas  señoras  un  hidalgo  de  mi 
lugar! 

— Sería  algún  villano,  dijo  doña  Rodríguez  la  dueña;  que  si  él  fuera 
hidalgo  y  bien  nacido,  él  las  pusiera  sobre  el  cuerno  de  la  luna. 

— Agora  bien,  dijo  la  Duquesa,  no  haya  más;  calle  doña  Rodrí- 
guez y  sosiégúese  el  señor  Panza,  y  quédese  á  mi  cargo  el  regalo  del 
Ivucio;  que  por  ser  alhaja  de  Sancho  le  pondré  yo  sobre  las  niñas  de 
mis  ojos. 

— En  la  caballeriza  basta  que  esté,  respondió  Sancho;  que  sobre  las 
niñas  de  los  ojos  de  vuestra  grandeza,  ni  él  ni  yo  somos  dignos  de 
estar  sólo  un  momento,  y  así  lo  consentiría  yo  como  darme  de  puñala- 
das; que  auncjue  dice  mi  señor  que  en  las  cortesías  antes  se  ha  de  per- 
der por  carta  de  más  que  de  menos,  en  las  jumentiles  \  asininas  se  lui 
de  ir  con  el  compás  en  la  mano  y  con  medido  término. 

— Llévele,  dijo  la  Duquesa,  Sancho,  al  gobierno,  y  allá  le  podrá  rega- 
lar como  quisiere,  y  aun  jubilarle  del  trabajo. 

— No  pien.se  vue.sa  merced,  señora  Duquesa,  que  lia  dicho  mucho. 


l'AKTE    SEGUNDA. — CAPITULO    XXXIII 


633 


ijt)  iSaiicho;  que  yo  he  visto  ir  más  de  dos  asnos  á  los  gobicruos,  y 
lie  llevase  yo  el  mío  no  sería  cosa  nueva. 

Las  razones  de  Sancho  renovaron  en  la  Duquesa  la  risa  y  el  con- 
?ntt);  y  enviándole  á  reposar,  ella  fué  á  dar  cuenta  al  Duque  de  lo  (jue 
m  el  había  pasado,  y  eutre  los  dos  dieron  traza  y  orden  de  hacer  una 
urla  á  Don  Quijote,  que  fuese  famosa  y  viniese  bien  con  el  estilo  caba 
eresco,  en  el  cual  le  hicieron  muchas,  tan  ])ropias  y  discretas,  que  son 
is  mejores  aventuras  que  en  esta  grande  historia  se  contienen. 


CAPITULO  XXXIV 

Que  da  cuenta  de  ia  noticia  que  se  tuvo  de  cómo  se  había  de  desencanta 
la  sin  par  Dulcinea  del  Toboso,  que  es  una  de  las  aventuras  más  famosa 
deste  libro. 


EANDE  era  el  gusto  que  recebían  el  Duque  y  la  Duquesa  de  1; 
conversación  de  Don  Quijote  y  dp  la  de  Sancho  Panza;  y  con 
firmándose  e\i  la  intención  que  tenían  de  hacerles  algunas  bui 
las  que  llevasen  vislumbres  y  apariencias  de  aventuras,  toma' 
ron  motivo  de  lo  que  Sancho  ya  les  había  contado  de  la  cueva  de  Mom 
tesinos  para  hacerle  una  que  fuese  famosa;  porque  de  lo  que  más  1; 
Duquesa  se  admiraba,  era  que  la  simplicidad  de  Sancho  fuese  tanta 
que  hubiese  venido  á  creer  ser  verdad  infalible  que  Dulcinea  del  To 
boso  estuviese  encantada,  habiendo  sido  él  mismo  el  encantador  y  c 
embustero  de  aquel  negocio;  y  así,  habiendo  dado  orden  á  sus  criado 
de  todo  lo  cpe  habían  de  hacer,  de  allí  á  seis  días  lo  llevaron  á  caza  d< 
montería,  con  tanto  aparato  de  monteros  y  cazadores  como  pudiera  lie 
var  un  rey  coronado. 

Diéronle  á  Don  Quijote  un  vestido  de  monte,  y  á  Sancho  otn 
verde  de  finísimo  paño;  pero  Don  Quijote  no  se  lo  quiso  poner,  di 
ciendo  que  otro  día  liabía  de  volver  al  duro  ejercicio  de  las  armas.  ; 
que  no  podía  llevar  consigo  guardarropas  ni  reposterías.  Sanche  ^• 
tomó  el  que  le  dieron,  con  intención  de  venderle  en  la  primera  ocasin! 
que  pudiese. 

Llegado,  pues,  el  esperado  día,  armóse  Don  Quijote,  vistióse  Sandio 
y  encima  de  su  Rucio  (que  no  le  c^uiso  dejar,  aunque  le  daban  ui 
caballo)  se  metió  entre  la  tropa  de  los  monteros.  La  Duquesa   sali^ 


PARTE    SEGUNDA. CAriTUI-O    XXXIV 


(Í35 


/aiTamoiite  aderezaila,  y  Don  Quijote,  fie  puro  cortés  y  comedido, 
mó  la  rienda  de  su  palafrén,  aunque  el  Duque  no  quería  consentirlo; 
tinalmente,  lleijaron  á  un  bosque,  que  entre  dos  altísimas  montañas 
taba,  donde  tomados  los  puestos,  paranzas  y  veredas,  y  repartida  la 
•nte  i)or  diferentes  puestos,  se  comenzó  la  caza  con  grande  estruendo, 
•ita  y  vocería,  de  manera  que  unos  á  otros  no  podían  oirse,  así  por  el 
drido  de  los  perros  como  por  el  son 
'  las  bocinas. 

Apeóse  la  Duquesa,  y  con  un  a,iíu- 
)  venablo  en  las  manos  se  puso  en  un 
lesto  ])or  donde  ella  sabía  que  solían 
iuir  algunos  jabalíes.  Apeóse  asiniis- 
.0  el  Duque,  y  también  Don  Quijote, 
pusiéronse  á  sus  lados;  Sancbo  se 
jso  detrás  de  todos,  sin  apearse  del 
ucio,  á  quien  no  osaba  desamparar, 
)rque  no  le  sucediese  algún  desmán; 
apenas  habían  sentado  el  pie  y  pués- 
>se  en  ala  con  otros  nmchos  criados 
lyos,  cuando,  acosado  de  los  perros  y 
íguido  de  los  cazadores,  vieron  cjue 
icia  ellos  venía  un  desmesurado  ja- 
aIí,  crujiendo  dientes  y  colmillos  y 
Tojando  espuma  por  la  boca;  j  en 
iéndole.  embrazando  su  escudo  y 
Liesta  mano  á  su  espada,  se  adelantó 

recebirle  Don  Quijote;  lo  mismo 
izo  el  Duque  con  su  venablo;  pero  á 
)dos  se  adelantara  la  Duquesa,  si  el 
'uque  no  se  lo  estorbara. 

Sólo  Sancho,  en  viendo  al  valiente 
limal,  desamparó  al  Rucio  y  dio  á 
)rrer  cuanto  pudo;  y  procurando  su- 
irse  sobre  una  alta  encina,  no  fué 
osible;  antes,  estando  ya  á  la  mitad 
ella,'  asido  de  una  rama,  pugnando 
or  subir  á  la  cima,  fué  tan  corto  de 
entura  y  tan  desgraciado,  que  se  des- 
ajó  la  rama,  y  al  venir  al  suelo,  se 
uedó  en  el  aire,  asido  de  un  gancho  de  la  encina,  sin  poder  llegar  al 
lelo;  y  viéndose  así,  y  que  el  sayo  verde  se  le  rasgaba,  y  pareciéndole 
ue  si  aquél  fiero  animal  allí  llegaba  le  podía  alcanzar,  comenzó  á  dar 
mtos  gritos  y  á  pedir  socorro  con  tanto  ahinco,  que  todos  los  que  lo 
ían  y  no  le  veían  creyeron  que  estaba  entre  los  dientes  de  alguna  fiera, 
"inalmente,  el  colmilludo  jabalí  quedó  atravesado  de  las  cuchillas  de 
mchos  venablos  que  se  le  pusieron  delante;  y  volviendo  la  cabeza  Don 
íuijote  á  los  gritos  de  Sancho  (que  ya  por  ellos  le  había  conocido)  viole 


Y  al  venir  al  suelo,  se  quedó  en  el  aire, 
asido- dé  un  gancho  de  la  encina... 


050  DON     QUIJOTK     UE    LA    31  ANCHA 


pendiente  de  la  encina  y  la  cabeza  abajo,  y  al  Rucio  junto  á  él,  que  m 
le  'lesamparó  en  su  calamidad;  y  dice  Cide  Hamete  que  pocas  veces  vií 
á  Sancho  Panza  sin  ver  al  Rucio,  ni  al  Rucio  sin  ver  á  Sancho:  tal  en  ■ 
la  amistad  y  buena  Je  ({uc  entre  los  dos  se  guardaban. 

Llegó  Don  C^uijote  y  descolgó  á  Sancho,  el  cual,  viéndose  libre  y  ei; 
el  suelo,  miró  lo  desgarrado  del  sayo  de  monte,  y  pesóle  en  el  alma 
que  j»eiisó  que  tenía  en  el  vestido  un  mayorazgo.  En  esto  atravesaroi 
al  jabalí  poderoso  sobre  uua  acémila,  y  cubriéndole  con  matas  de  romei  < 
y  con  ranas  de  mirto,  le  llevaron,  como  en  señal  de  victoriosos  despojos. 
;i  unas  grandes  tiendas  de  campaña  que  en  la  mitad  del  bosque  estaban. 
])uestas,  donde  hallaron  las  mesas  en  orden  y  la  comida  aderezada,  tan 
suntuosa  y  ^^rande,  que  se  echaba  bien  de  ver  en  ella  la  grandeza  \ 
magniñceneia  de  quien  la  daba. 

Sancho,  mostrando  á  la  Duquesa  las  llagas  de  su  roto  vestido,  dijo: 

— Si  esta  caza  fuera  de  liebres  ó  de  paj arillos,  seguro  estuviera  mi 

sayo  de  verse  en  este  extremo;  yo  no  sé  qué  gusto  se  recibe  de  esperar 

;i  un  animal,  que  si  os  alcanza  con  un  colmillo,  os  puede  quitar  la  vida; 

yo  me  acuerdo  haber  oído  cantar  un  romance  antiguo,  que  dice: 

De  lo.s  oses  seas  comido,  9| 

Como  Favila  el  nombrado.  *■ 

— Ese  fué  un  rey  godo,  dijo  Don  Quijote,  que  yendo  á  caza  de 
montería,  le  comió  un  oso. 

— Eso  es  lo  que  yo  digo,  respondi<'>  Sancho;  ([ue  no  querría  yo  que 
los  })ríncipes  y  los  reyes  se  pusiesen  en  semejantes  peligros,  á  trueco  de 
un  gusto,  que  parece  que  no  lo  había  de  ser,  pues  consiste  en  matar  á 
un  animal  que  no  ha  cometido  delito  alguno. 

— Antes  os  engañáis,  Sancho,  respondió  el  Ducjue;  porque  el  ejercicio 
de  la  caza  de  monte  es  el  más  conveniente  y  necesario  para  los  reyes  y 
príncipes  que  otro  alguno.  La  caza  es  una  imagen  de  la  guerra:  hay  en 
ella  estratagemas,  astucias,  insidias  para  vencer  a  su  salvo  al  eneinigo; 
padécense  en  ella  fríos  grandísimos  y  calores  intolerables,  menoscábase 
el  ocio  y  el  sueño,  corrobóranse  las  fuerzas,  agilítanse  los  miembros  del 
que  la  usa,  y  en  resolución,  es  ejercicio  que  se  puede  hacer  sin  perjuicio 
de  nadie  y  con  gusto  de  muchos;  y  lo  mejor  que  él  tiene  es,  que  no  es 
pai'a  todos,  como  lo  es  el  de  los  otros  géneros  de  caza,  excepto  el  de  la 
volatería,  que  también  es  sólo  para  reyes  y  grandes  señores.  Así  que, 
¡oh  Sancho!,  mudad  de  opinión,  y  cuando  seáis  gobernador,  ocupaos  en 
la  caza,  y  veréis  cómo  os  vale  un  pan  por  ciento. 

— Eso  no,  respondió  Sancho;  el  buen  gobernador,  la  pierna  que- 
brada y  en  casa.  ¡Bueno  sería  que  viniesen  los  negociantes  á  buscarle, 
fatigados,  y  él  estuviese  en  el  monte  holgándose!  ¡Así,  enhoramala 
andaría  el  gobierno!  Mía  fe,  señor,  la  caza  y  los  pasatiempos,  más  han 
de  ser  para  los  holgazanes  que  para  los  gobernadores;  en  lo  que  yo 
pienso  entretenerme  es  en  jugar  al  triunfo  envidado,  las  pascuas,  y  á 
los  bolos,  los  domingos  y  fiestas;  que  esas  cazas  y  cazos  no  dicen  cnii 
mi  condición  ni  hacen  con  mi  conciencia. 


PAUTE    SEGUNDA.        CAl'lTULO    XXXIV  (ío7 


-  PU>«;a  á  Dios,  Sancho,  que  así  sen;  pím^ne  del  dicho  al  hecho  hay 
n;tjin  trecho. 

— llava  lo  (\ue  huhiere,  replic(')  Sandio;  (|iic  al  hueii  pagador  no  lo 
luelen  prendas;  y  más  le  vale  al  que  Dios  ayuda  (|ue  al  que  mucho  ma- 
druga; y  tripas  llevan  pies,  que  no  pies  á  tripas;  quiero  decir,  que  si 
Dios  me  ayuda,  y  yo  hago  lo  que  deho  con  buena  intención,  sin  duda 
]ue  gobernaré  mejor  que  un  jeri falte.  No,  ¡sino  i)óngame  el  dedo  en  la 
iboca,  y  verán  si  apiieto  ó  no! 

— ¡Maldito  seas  de  Dios  y  de  todos  sus  santos,  Sancho  maldito!,  dijo 
Don  Quijote;  ¿y  cuándo  será  el  día,  como  otras  muchas  veces  he  dicho, 
londe  yo  te  vea  hablar  sin  refranes  una  razón  corriente  y  concertadaV 
\'uestras  grandezas  dejen  á  este  tonto,  señores  míos,  ([ue  les  molerá  las 
limas,  no  sólo  puestas  entre  dos.  sino  entre  dos  mil  letranes,  traídos  tan 
i  sazón  y  tan  á  tiempo,  cuanto  le  dé  Dios  a  él  la  ^alud.  ó  a  mí  si  los 
[uisiera  escuchar. 

— Los  refranes  de  Sancho  Tanza,  dijo  la  Duquesa,  puesto  que  son 
nás  que  los  del  Comendador  griego,  no  por  eso  son  nienos  de  estimar 
>or  la  verdad  de  las  sentencias.  De  mí  sé  decir  que  me  dan  más  gusto 
|ue  otros,  aun«|ue  sean  mejor  traídos  y  con  nuis  sazón  acomodados. 

Con  estos  y  otros  entretenidos  razonamientos,  salieron  de  la  tienda 
\1  bosque,  y  en  requerir  algunas  paranzas  y  puestos  se  les  pasó  el  día 
»'  se  les  vino  la  noche,  y  no  tan  clara  ni  tan  sesga  como  la  sazón  <lel 
iempo  pedía,  que  era  en  la  mitad  del  verano;  pero  un  cierto  claro  es- 
•uro  que  trujo  consigo  ayudo  mucho  la  intención  de  los  Duques;  y  así 
3omo  comenzó  á  anochecer,  un  poco  más  adelante  del  crepúsculo,  ¡i 
Icshora,  pareció  que  todo  el  bcsque  por  todas  cuatro  partes  se  ardía,  y 
uego  se  oyeron  por  aquí  y  por  allí,  y  por  acá  y  por  acullá,  infinitas  cor- 
letas  y  otros  instrumentos  de  guerra,  como  de  muchas  tropas  de  caba- 
lería  que  por  el  bosque  pasaban.  La  luz  del  fuego  y  el  son  de  los  béli 
;os  instrumentos  casi  cegaron  y  atronaron  los  ojos  y  los  oídos  de  los  cir- 
•unstantes,  y  aun  de  todos  los  que  en  el  bosque  estaban.  Luego  se  oye- 
on  infinitos  lelilíes,  al  uso  de  moros  cuando  entran  en  las  V)atallas;  so- 
laron trompetas  y  clarines,  retumbaron  tand)ores,  resonaron  jtít'aros, 
•asi  todos  á  un  tiempo,  tan  continuo  y  tan  apriesa,  que  no  tuviera  sen- 
ido  el  que  no  quedara  sin  él,  al  son  confuso  de  tantos  instrumentos, 
'a.'^móse  el  Duque,  suspendióse  la  Duquesa,  admiróse  Den  Quijote, 
embló  Sancho  Panza;  y  finalmente,  aun  hasta  los  mismos  sabidores  de 
a  causa  se  espantaron. 

Con  el  temor  les  cogió  el  silencio,  y  un  postillón  que  en  traje  de  de- 
nonio les  pasó  por  delante,  tocando,  en  vez  de  corneta,  un  hueco  y  des- 
nesurado  cuerno,  que  un  ronco  y  espantoso  son  despedía. 

«Hola,  hermano  correo,  dijo  el  Du(|ue.  ¿quién  sois,  adonde  vais,  y 
|ué  gente  de  guerra  es  la  que  por  este  bosque  parece  que  atraviesa?» 

A  lo  que  respondió  el  correo  con  voz  horrísona  y  desentonada:  «Yo 
oy  el  diablo;  voy  á  buscar  á  Don  Quijote  de  la  Mancha;  la  gente  quü 
»or  aquí  vienen  son  seis  tropas  de  encantadores,  que  sobre  un  carro 
riunfante  traen  á  la  sin  par  Dulcinea  del  Toboso;  encantada  viene,  con 


638  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

el  gallardo  francés  Montesinos,  á  dar  orden  á  Don  Quijote  de  cómo  lia 
de  ser  desencantada  la  tal  señora.» 

— Si  vos  fuérades  diablo  como  decís  y  como  vuestra  figura  muestra, 
ya  hubiérades  conocido  al  tal  caballero  Don  Quijote  de  la  Mancha,  pues 
le  tenéis  delante. 

— En  Dios  y  en  mi  conciencia,  respondió  el  diablo,  que  no  miraba  en 
ello,  porque  traigo  en  tantas  cosas  divertidos  los  pensamientos,  que  de 
la  principal  á  que  venía  se  me  olvidaba. 

— Sin  duda,  dijo  Sancho,  que  este  demonio  debe  de  ser  hombre  de 
bien  y  buen  cristiano;  porque,  á  no  serlo,  no  jurara  «en  Dios  y  en  mi 
conciencia».  Ahora  yo  tengo  para  mí  que  aun  en  el  mismo  Infierno  debe 
haber  buena  gente. 

Luego  el  demonio,  sin  apearse,  encaminando  la  vista  á  Don  Quijo- 
te, dijo:  «A  ti,  el  Cahallero  de  Jos  Leones  (que  entre  las  garras  de  ellos  te 
vea  yo),  me  envía  el  desgraciado,  pero  valiente  caballero  Montesinos, 
mandándome  que  de  su  parte  te  diga  que  le  esperes  en  el  mismo  lugar 
que  te  topare,  á  causa  que  trae  consigo  á  la  que  llaman  Dulcinea  dsl 
Toboso,  con  orden  de  darte  la  que  es  menester  para  desencantarla;  y 
l)or  no  ser  para  más  mi  venida,  no  ha  de  ser  más  mi  estada:  los  demo- 
nios como  yo  queden  contigo,  y  los  ángeles  buenos  con  estos  señores»; 
y  en  diciendo  esto,  tocó  el  desaforado  cuerno  y  volvió  las  espaldas,  y 
fuese  sin  esperar  respuesta  de  ninguno. 

Renovóse  la  admiración  en  todos,  esjjecialmente  en  Sancho  y  Don 
Quijote:  en  Sancho,  de  ver  que,  á  despecho  de  la  verdad,  querían  que 
estuviese  encantada  Dulcinea;  en  Don  Quijote,  por  no  poder  asegurarse 
si  era  verdad  ó  no  lo  que  le  había  pasado  en  la  cueva  de  Montesinos, 
y  estando  elevado  en  estos  pensamientos,  el  Duque  le  dijo:  «¿Piensa 
vuesa  merced  esperar,  señor  Don  Quijote?» 

— ¡Pues  no!,  respondió  él;  aquí  esperaré  intrépido  y  fuerte,  si  me  vi- 
niese á  embestir  todo  el  infierno. 

— Pues  si  yo  veo  otro  diablo  y  oigo  otro  cuerno  como  el  pasado,  así 
esperaré  yo  aquí  como  en  Flandes,  dijo  Sancho. 

En  esto  se  cerró  más  la  noche,  y  comenzaron  á  discurrir  muchas 
luces  por  el  bosque,  bien  así  como  discurren  por  el  cielo  las  exhala- 
ciones secas  de  la  tierra,  que  parecen  á  nuestra  vista  estrellas  cjué 
corren.  Oyóse  asimismo  un  espantoso  ruido,  al  modo  de  aquel  que  se 
causa  de  las  ruedas  macizas  Cjue  suelen  traer  los  carros  de  bueyes,  de 
cuyo  chirrío  áspero  y  continuado  se  dice  que  huyen  los  lobos  y  los 
osos,  si  !os  hay  por  donde  pasan.  Añadióse  á  toda  esta  tempestad,  otra 
cjue  las  aumentó  todas,  que  fué,  que  parecía  verdaderamente  que  á  las 
cuatro  partes  del  bosque  se  estaban  dando  á  un  mismo  tiempo  cuatro 
reencuenti-DS  ó  batallas,  porque  allí  sonaba  el  duro  estruendo  de 
espantosa  artillería,  acullá  se  disparaban  infinitas  escopetas,  cerca  casi 
sonaban  las  voces  de  los  combatientes,  lejos  se  reiteraban  los  lelilíes 
agarenos.  Finalmente,  las  cornetas,  los  cuernos,  las  bocinas,'  los  clari-, 
nes,  las  trompetas,  los  tambores,  la  artillería,  los  arcabuces,  sobre  todo, 
el  temeroso  ruido  de  los  carros,  formaban  todos  juntos  un  son  tan 


I'AIÍTE    SEOUNDA. — CArÍTULO    XXXIV  C)'¿\} 


'oiü'uso  y  tan  horrendo,  que  fué  menester  que  Don  Quijote  se  valieée 
le  todo  su  corazón  para  sufrirle;  pero  el  de  Sancho  vino  á  tierra,  y  di<S 
'on  él,  desmayado,  en  las  faldas  de  la  Duquesa,  la  cual  le  recibió  en 
Has,  y  á  gran  priesa  mandó  que  le  echasen  agua  en  el  rostro.  Hízose 
isí,  y  él  volvió  en  su  acuerdo  á  tiempo  que  ya  un  carro  de  las  rechinan- 
es  ruedas  llegaba  á  aquel  puesto. 

Tirábanle  cuatro  perezosos  bueyes,  todos  cubiertos  de  paramentos 
legros;  en  cada  cuerno  traían  atada  y  encendida  una  grande  liacha  de 
era,  y  encima  del  carro  venía  hecho  un  asiento  alto,  sobre  el  cual 
enía  sentado  un  venerable  viejo  con  una  barba  más  blanca  que  la 
nisnia  nieve,  y  tan  luenga,  que  le  pasaba  de  la  cintura;  su  vestidura 
ra  una  ropa  larga  de  negro  bocací;  que  por  venir  el  carro  lleno  de 
iiñnitas  luces,  se  podía  bien  divisar  y  discernir  todo  lo  que  en  él  venía. 
Juiábanle  dos  feos  demonios,  vestidos  del  mismo  bocací,  con  tan  feos 
ostros,  ([ue  Sancho,  habiéndolos  visto  una  vez,  cerró  los  ojos  i)or  no 
erlos  otra. 

Llegando,  pues,  el  carro  á  igualar  al  puesto,  se  levantó  de  su  alto 
siento  el  viejo  venerable,  y  puesto  en  pie,  dando  una  gran  voz,  dijo: 
Yo. soy.  el  sabio  Lingaxdeo»;  y  pasó  el  carro  adelante,  sin  hablar  más 
alabra. 

Tras  éste  pasó  otro  carro  de  la  misma  manera,  con  otro  viejo  entro- 
izado,  el  cual,  haciendo  que  el  carro  se  detuviese,  con  voz  no  menos 
rave  que  el  otro  dijo:  «Yo  soy  el  sabio  Alquife,  el  grande  amigo  de 
Tganda  la  Desconocida»;  y  pasó  adelante. 

Lu6go  por  el  mismo  continente  llegó  otro  carro;  pero  el  qué  venía 
mtado  en  el  trono  no  era  viejo  como  los  demás,  sino  hotnbrón  robus- 
)  y  de  mala  catadura,  el  cual  al  llegar,  levantándose  en  pie,  como  los 
TOS,  dijo  con  voz  mas  ronca  y  más  endiablada:  <Yo  soy  Arcalaús,  el 
icantador,  enemigo  mortal  de  Amadís  de  (raula  y  de  toda  su  párente-* 
»;  y  pasó  adelante.  Poco  desviados  de  allí  hicieron  alto  estos  tres  ca- 
^os,  y  cesó  el  enfadoso  ruido  de  sus  ruedas,  y  luego  no  se  oyó  otro  rui- 
),  sino  un  son  de  una  suave  y  concertada  música  formado,  con  <pie' 
mcho  se  alegró  y  lo  tuvo  á  buena  señal;  y  así,  dijo  á  la  Duquesa,  de 
lien  un  punto  ni  un  paso  se  apartaba:  «Señora,  donde  hay  música  no 
lede  haber  cosa  mala.» 

—  Tampoco  donde  hay  luces  y  claridad,  respondió  la  Duquesa. 

A  lo  que  replicó  Sancho:  -Luz  da  el  fuego,  y  claridad  las  hogueras, 
imo  lo  vemos  en  las  que  nos  cercan,  y  bien  podría  ser  que  nos  abra- 
sen; pero  la  música  siempre  es  indicio  de  regocijos  y  de  tiestas.» 

—  Ello  dirá,  dijo  Don  Quijote,  que  todo  lo  escuchaba;  y  dijo  bien, 
ino  se  muestra  en  el  capítulo  siguiente. 


B.  r.-xx  42 


CAPITULO    XXXV 


Donde  se  prosigue  la  noticia  que  tuvo  Don  Quijote  del  desencanto  de  Dulcinea, 
con  otros  admirables  sucesos. 


I 


L  compá?  de  la  auTadal)le  música,  vieron  (|ue  hacia  ellos  vema» 
un  carro  de  los  que  llaman  triunfales,  tirado  de  seis  nuilas 
pardas,  encubertadas,  empero,  de  lienzo  blanco,  y  sobre  cada 
una    venía    un    diciplinante    de    luz ,    asimismo   vestido    de 
blanco,  con  una  hacha  de  cera  sjrande  encendida  en  la  mano.  Era  el 
carro  dos  veces,  y  aun  tres,  mayor  ([ue  los  pasados,  y  los  lados  y  frente 
del  ocupaban  otros  doce  diciphnantes,  albos  como  la  nieve,  todos  con 
sus  hachas  encendidas,  vista  que  miraba  y  espantaba  juntamente;  y  ti 
un  levantado  trono  venía  sentada  una  ninfa,  vestida  de  mil  velos  <1( 
tela  de  plata,  brillando  por  todos  ellos  infinitas  hojas  de  argentería  (K 
oro,  que  la  hacían,  si  no  rica,  á  lo  menos  vistosamente  vestida;  traía  o 
rostro  cubierto  con  un  transparente  y  delicado  cendal,  de  modo  que,  -ii 
impedirlo  sus  lizos,  por  entre  ellos  se  descubría  un  hermosísimo  rosir< 
de  doncella,  y  las  muchas  luces  daban  lugar  para  distinguir  la  bellc 
y  los  años,  que  al  parecer  no  llegaban  á  veinte  ni  bajaban  de  dic/ 
.siete;  junto  á  ella  venía  una  fígura  vestida  de  una  ropa  de  las  qm 
llaman   rozagantes,   hasta  los   pies,   cubierta  la  cabeza   con  un  vek 
negro;  pero  al  punto  que  llegó  el  carro  á  estar  frente  á  frente  de  lo? 
Duques  y  de  Don  Quijote,  cesó  la  música  de  las  chirimías,  y  luego  k 
de  las  arpas  y  laúdes  que  en  el  carro  sonaban,  y  levantándose  en  pi( 
la  figura  de  la  ropa,  la  apartó  á  entrambos  lados,  y  quitándose  el  vel( 
<iel  rostro,  descubrió  patentemente  ser  la  mesma  ñgura  de  la  Muerte 
descarnada  y  fea;  de  (pie  Don  Quijote  recibió  pesadumbre,  y  Sanch( 


PARTK    8£tíUNDA. CAPITULO    XXXV  (54 1 


luit'do,  y  los  Duques  hicieron  al«j;ini  sentiinientr)  temeroso.  Alzarla  v 
l»uesta  en  pie  esta  muerte  viva,  con  vo/  al^o  dormida  y  con  lenoua  no 
muy  despierta  comenzó  á  decir  desta  manera. 

Yo  soy  .Merli"  (ai)ii'-l  que  laH  hiatoriitu 
Jíiceu  que  tuvo  ])()r  mi  padre  al  diablo. 
Meutira  autorizada  ár  Ic»  tiemp"s.i, 
Principe  de  lu  niágic-a.  y  monarca 

Y  archivo  de  la  '■ieucia  zoroá.strica. 
Kinu'.()  á  las  eda'io»  y  á  lo.><  «íkIom. 
Qu"  solapar  pretenden  las  liszaflas 
De  los  andantes  bravos  caballeros, 

A  quien  yo  tuve  y  ten^o  «ran  cariño. 

Y  puesto  que  es  de  los  encantadore.'í. 
Délos  magos,  ó  luáx'cos,  coutino 
Dura  la  condición,  espera  y  fuerte. 
La  mía  es  tierna,  blanda  y  amorosa, 

Y  amÍK'>  de  hacer  bien  á  todas  (;entcs. 
Kn  las  cavernas  Icibrofías  de  IJite, 

Donde  estaba  mi  alma  entretenida 
Kn  formnr  ciertos  rombos  y  canitere», 
Llegó  la  voz  doliente  de  la  bella 

Y  sin  par  Dulcinea  del  Tobo.so. 
Supe  su  encantamento  y  su  desgracia, 

Y  BU  transformación  de  gentil  dama 
Kn  rústica  aldeana:  coudolíme; 

Y  encerrando  mi  espíritu  en  el  liii-i  o 
Desta  espantosa  y  fiera  notoinía. 
Después  de  haber  revuelto  ci<»n  mil  libros 
Desta  mi  ciencia  endemoniada  y  torpe. 
Vengo  á  dar  el  remedio  que  conviene 

A  tamaño  dolor,  á  mal  tamaúo. 

¡Oh  tü,  gloria  y  lionor  de  cuantos  visten 
Las  tünica.-s  de  acero  y  de  diamante; 

Luyy  farol,  sendero,  norte  y  guia  • 

De  aquellos  que  dejando  el  torpe  sueño 

Y  las  ociosas  plumas,  se  acomodan 
A  usar  e\  ejercido  intolerable 

Do  las  sangrientas  y  pesadas  armas' 

A  ti  digo,  ,oh  varón,  como  ae  debe. 

Por  janiá.s  alabado,  á  ti  valiente 

Juntamente  y  <U8creto  Don  Quijote. 

De  la  Mancha  esplendor,  de  hspaña  estrella' 

(¿ue  par^  recobrar  su  estado  i)rimo 

La  sin  par  Dulcinea  del  Toboso. 

Ks  meuesiter  que  Sancho,  tu  escudero. 

Se  dó  tres  mil  azotes  y  trecientos 

Kn  amba.s  sus  valientes  jiosaderas. 

.M  aire  descubiertas,  y  de  modo 

Que  le  escuezan,  le  amarguen  y  le  enfaden, 

Y  en  esto  se  resuelven  todos  cuantos 
De  su  desgracia  han  sido  los  autores, 

Y  á  e.sto  es  mi  venirlu    nn<  .^..r.,^v..^  . 

—  ¡\  oto  a  tal!,  dijo  a  esta  sazón  .Sancho;  no  di.i>o  vo  tres  mil  azotes, 
pero  así  me  daré  yo  tres,  como  tres  puñaladas.  "¡Vá'late  el  diahlo  por 
modo  de  desencantar!  Yo  uo  sé  qué  tienen  que  ver  mis  posas  con  los 
encantos.  Por  Dios,  que  si  el  señor  Merlín  no  ha  hallado  otra  manera 
como  desencantar  á  la  señora  Dulcinea  del  'reboso,  encantada  se  i)odrá 
ir  á  la  sepultura. 

—Tomaros  he  yo,  dijo  Don  Quijote,  don  villaiu),  harto  de  ajos,  y 


042  DON    QUIJOTE    DE    LA     MANCHA 


amarraros  he  á  un  árbol,  desnudo  como  vuestra  madre  os  parió;  y  no 
digo  yo  tres  mil  y  trecientos,  sino  seis  mil  y  seiscientos  azotes  os  daré, 
taíi  bien  pegados,  que  no  se  os  caigan  á  tres  mil  y  trecientos  tirones;  y 
no  me  repliquéis  palabra,  que  os  arrancaré  el  alma. 

Oyendo  lo  cual  Merlín,  dijo:  «No  ha  de  ser  así,  porque  los  azotes 
que  lia  de  recebir  el  buen  Sancho,  han  de  ser  por  su  voluntad,  y  no 
por  fuerza,  y  en  el  tiempo  que  él  ciuisiere,  que  no  se  le  pone  término 
señalado;  pero  permítesele  que  si  él  quisiere  redimir  su  vejación  por  la 
mitad  deste  vapulamiento,  puede  dejar  que  se  los  dé  ajena  mano,  aun- 
<[ue  sea  algo  pesada». 

Xi  ajena  ni  propia,  ni  pesada  ni  por  pesar,  re[)licó  Sancho,  á  mí 

no  me  ha  de  tocar  alguna  mano.  ¿Parí  yo  por  ventura  á  la  señora  Dul- 
cinea del  .Toboso,  para  que  paguen  mis  posas  lo  que  pecaron  sus  ojos? 
El  señor  mi  amo  sí,  que  es  parte  suya,  pues  la  llama  á  cada  paso  «mi 
vida,  mi  alma»,  sustento  y  arrimo  suyo,  se  puede  y  debe  azotar  por  ella, 
y  hacer  todas  las  diligencias  necesarias  ])ara  su  desencanto;  pero  ¿azo- 
tarme vo?  Aberimncio. 

Apenas  acabó  de  decir  esto  Sancho,  cuando  levantándose'  en  pie  la 
argentada  ninfa,  que  junto  al  espíritu  de  Merlín  vern'a,  quitándose  el 
sutil  velo  del  rostro,  le  descubrió  tal  que  á  todos  pareció  más  que  de- 
masiadamente liermoso,  y  con  un  desenfado  varonil,  y  con  una  voz  no 
muy  adamada,  hablando  derechamente  con  Sancho  Panza,  dijo:  «¡Oh 
malaventurado  escudero,  alma  de  cántaro,  ct)razón  de  alcornoque,  de 
entrañas  guijeñas  y  apedernaladas!  Si  te  mandaran,  ladrón,  desuellaca- 
ras, que  te  arrojaras  de  una  alta  torre  al  suelo;  si  te  pidieran,  enemigo 
del'  géitero  humano,  que  te  comieras  una  docena  de  sapos,  dos  de 
lauaHos  y  tres  de  culebras;  si  te  persuadieran  á  que  mataras  á  tu  nui- 
jer  y  á  tus  hijos  con  algún  truculento  y  agudo  alfanje,  no  fuera  mara- 
villa que  te  mostraras  mehndroso  y  esquivo;  pero  hacer  caso  de  tres 
mil  y  trecientos  azotes,  que  no  hay  niño  de  la  doctrina,  por  ruin  que- 
sea, Viue  no  se  les  lleve  cada  mes,  admira,  adarva,  espanta  á  todaa  las 
entrañas  piadosas  de  los  que  lo  escuchan,  y  aun  la  de  todos  aque- 
llos que  lo  vinieren  á  saber  con  el  discurso  del  tiempo.  Pon,  ¡oh  misera- 
ble y  endurecido  animal!,  pon,  digo,  esos  tus  ojos  de  mochuelo  es})an 
tadizo  en  las  niñas  destos  míos,  comparados  á  rutilantes  estrellas. 
y  veráslos  horar  hilo  á  hilo  y  madeja  á  madeja,  haciendo  surcos, 
carreras  y  sendas  por  los  hermosos  campos  de  mis  mejillas.  Muévate, 
socarróla  y  mal  nitencionado  monstro,  que  la  edad  tan  íiorida  mía 
(que  aun  se  está  todavía  en  el  ñicí  y  de  los  años,  pues  tengo  diez  y 
nueve  y  no  llego  á  veinte)  se  consume  y  marchita  debajo  de  la  corteza 
de  una\-ústica'labradora;  y  si  ahora  no'lo  parezco,  es  merced  particulai 
que  me  ha  hecho  el  señor  Merhn,  que  está  presente,  sólo  porque  te 
enternezca  mi  belleza;  que  las  lágrimas  de  una  añigida  hermosura 
vuelven  en  algodón  los  riscos,  y  los  tigres  en  ovejas.  Date,  date  en  esas 
carnazas,  bestión  indómito,  y  saca  de  harón  ese  brío,  que  á  sólo  comer 
y  más  comer  te  inclina,  y  pon  en  libertad  la  hsura  de  mis  carnes,  la 
mansedumbre  de  mi  condición  y  la  belleza  de  mi  faz;  y  si  por  mí  no 


PARTE    SEGUNDA. — CAPÍTULO    XXXV 643 

((uieres  ablandarte  ni  reducirte  á  algún  razonal)le  término,  hazlo  por 
ese  pobre  caballero,  que  á  tu  lado  tienes;  por  tu  amo,  dii^o,  de  quien  es- 
toy viendo  el  alma,  que  la  tiene  atravesada  en  la  garganta,  no  diez  de- 
dos de  los  lal)ios,  que  no  espera  sino  tu  rígida  ó  blanda  respuesta,  ó 
para  salirse  por  la  boca,  ó  para  volverse  al  estómago.» 

Tentóse,  oyendo  esto,  la  garganta  Don  Quijote,  y  dijo,  volviéndose 
al  Duque:  «Por  Dios,  señor,  que  Dulcinea  ha  dicho  la  verdad;  c[ue  aquí 
tengo  el  alma  atravesada  en  la  garganta  como  una  nuez  de  ballesta.» 

— ¿Qué  decís  vos  á  esto,  Sanc!:o'?,  preguntó  la  Duíjuesa. 

— Digo,  señora,  respondió  Sancho,  lo  que  tengo  dicho;  que  de  los  azo- 
tes, abernuncio. 

— Abrenuncio,  habéis  <le  decir,  Sancho,  y  no  como  decís,  dijo  el 
Duque. 

—Déjeme  vuestra  grandeza,  respondió  Sancho;  ([ue  no  estoy  agora 
para  mirar  en  sotilczas  ni  en  letras  más  ó  menos;  porque  me  tienen  tan 
turbado  estos  azotes  que  me  han  de  dar  ó  me  tengo  de  dar,  que,  no  sé 
lo  que  me  digo  ni  lo  que  me  hago;  pero  querría  yo  saber  de  la  señora, 
mi  señora  doña  Dulcinea  del  Toboso,  adonde  ai)rendió  el  modo  de  ro- 
gar que  tiene:  viene  á  pedirme  que  me  abra  las  carnes  á  azotes,  y  llá- 
mame alma  de  cántaro  y  bestión  indómito,  con  una  tiramira  de  malos 
nombres  que  el  diablo  los  sufra.  Por  ventura,  ¿son  mis  carnes  de  bron- 
ce, ó  váme  á  mí  algo  en  que  se  desencante  ó  no?  ¿Qué  canasta  de  ropa 
Itlanca,  de  camisas,  de  tocadores  y  de  escarpines,  aunque  no  los  gasto, 
trae  delante  de  sí  ])ara  al)landarme,  sino  un  vituperio  y  otro  sabiendo 
aquel  refrán  que  dicen  por  ahí,  que  un  asno  cargado  de  oro  sube  hgero 
por  una  montaña,  y  que  dádivas  quebrantan  j)eñas,  y  á  Dios  rogando 
y  con  el  mazo  dando,  y  que  más  vale  un  toma  que  dos  te  daréV  Pues  el 
señor  mi  amo,  que  había  de  traerme  la  mano  por  el  cerro  y  halagarine, 
para  que  yo  me  hiciese  de  lana  y  de  algodón  cardado,  dice  C{ue  si  me 
coge,  ¡me  amarrará  desnudo  á  un  árbol,  y  me  doblará  la  parada  de  los 
azotes!  Y  habían  de  considerar  estos  lastimados  señores  que  no  sola- 
mente piden  que  se  azote  un  escudero,  sino  un  gobernador;  como  quien 
dice:  «bebe  con  guindan».  Aprendan,  aprendan,  mucho  de  enhoramala, 
á  saber  rogar  y  ;i  saber  pedir,  y  á  tener  crianza;  que  no  son  todos  los 
tiempos  unos,  ni  están  los  hombres  siempre  de  tan  buen  humor.  JCstoy 
yo  ahora  reventando  de  })ena  por  ver  mi  sayo  verde  roto,  y  ¡vienen  á 
}>edirme  que  me  azote  de  mi  voluntad,  estando  ella  tan  ajena  dello 
como  yo  de  volverme  cacique! 

— Pues  en  verdad,  amigo  Sancho,  dijo  el  Duque,  que  si  no  os  ablan- 
dáis más  que  una  l)reva  madura,  que  no  habéis  de  empuñar  el  gobier- 
no. ¡Bueno  sería  que  yo  enviase  á  mis  insulanos  un  gobernador  cruel, 
de  entrañas  pedernalinas,  que  no  se  doblega  á  las  lágrimas  de  las  afli- 
gidas doncellas  ni  á  los  ruegos  de  discretos,  imperiosos  y  antiguos  en- 
cantadores y  sabios!  En  resolución,  Sancho,  ó  vos  habéis  de  ser  azotado 
por  vos,  ó  os  han  de  azotar,  ó  no  habéis  de  ser  gobernador. 

— Señor,  respondió  Sancho,  ¿no  se  me  darían  dos  días  de  térmhio 
para  pensar  lo  que  me  está  mejor? 


()44  DON  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 


— No,  en  ninguna  manera,  dijo  Merlín;  aquí  en  este  instante  y  en 
este  lugar,  ha  de  quedar  asentado  lo  que  ha  de  ser  deste  negocio.  ( ) 
Dulcinea  volverá  á  la  cueva  de  Montesinos  y  á  su  rústico  estado  de  la- 
bradora, ó  ya,  en  el  ser  que  está,  será  llevada  á  los  elíseos  campos,  don- 
de estará  esperando  se  cumpla  el  número  del  vápulo. 

— Ea,  buen  Sancho,  dijo  la  Duquesa,  buen  ánimo  y  buengí  corres 
pondencia  al  pan  que  habéis  comido  del  señor  Don  Quijote,  á  quien 
todos  debemos  servir  y  agradar  por  su  buena  condición  y  por  sus  altas 
caballerías.  Dad  el  sí,  hijo,  desta  azotaina,  y  vayase  el  diablo  para  dia- 
blo, y  el  temor  para  mezquino;  que  un  buen  corazón  quebranta  mala 
ventura,  como  vos  bien  sabéis. 

A  estas  razones  respondió  con  estas  disparatadas  Sancho,  que  ha 
blando  con  Merlín  le  preguntó:  «Dígame  vuesa  merced,  señor  Merlín, 
cuando  lle^ó  aquí  el  diablo  correo,  dio  á  mi  amo  un  recado  del  señor 
Montesinos,  mandándole  de  su  parte  que  le  esperase  aquí,  porque  venía 
á  dar  orden  de  que  la  señora  Dulcinea  del  Toboso  se  desencantase:  y 
hasta  agora,  ¿hemos  visto  á  Montesinos  ni  á  sus  semejas?» 

A  lo  cual  respondió  Merlín:  «El  diablo,  amigo  Sancho,  es  un  igno- 
rante y  un  grandísimo  bellaco;  yo  le  envié  en  busca  de  vuestro  amo; 
pero  no  con  recado  de  Montesinos,  sino  mío;  porque  Montesinos  se  est;i 
en  su  cueva  atendiendo,  ó  por  mejor  decir,  esperando  su  desencanto, 
<|ue  aún  le  falta  la  cola  por  desollar:  si  os  debe  algo,  ó  tenéis  alguna 
cosa  que  negociar  con  él,  yo  os  lo  traeré  y  pondré  donde  vos  más  qui- 
siéredes;  y  por  agora,  acabad  de  dar  el  sí  desta  diciplina;  y  creedme. 
que  os  será  de  mucho  provecho,  así  para  el  alma  como  para  el  cuerpo: 
para  el  alma,  por  la  caridad  con  que  la  haréis;  para  el  cuerpo,  porque 
yo  sé  que  sois  de  complexión  sanguínea,  y  no  os  podrá  hacer  daño  sa- 
caros un  poco  de  sangre. 

— Muchos  médicos  hay  en  el  mundo,  hasta  los  encartadores  son  mv 
dicos,  replicó  Sancho;  pero,  pues  todos  me  lo  dicen,  aunque  yo  no  me 
lo  veo,   digo  que  so}^  contento  de  darme  los  tres  mil  y  trecientos  azo- 
tes, con  condición  que  me  los  tengo  de  dar  cada  y  cuando  que  yo  qui- 
siere, sin  que  se  me  ponga  tasa  en  los  días  ni  en  el  tiempo,  y  yo  procu 
raré  salir  de  la  duda  lo  más  presto  que  sea  posible,  porque  goce  el  mun 
do  de  la  hermosura  de  la  señora  doña  Dulcinea  del  Toboso;  pues,  se- 
gún parece,  al  revés  de  lo  que  yo  pensaba,  en  efeto  es  hermosa.  Ha  áv 
ser  también  condición,  que  no  he  de  estar  obligado  á  sacarme  sangre 
con  la  diciplina,  y  que  si  algunos  azotes  fueren  de  mosqueo,  se  me  han 
de  tomar  en  cuenta.  Iten,  que  si  me  errare  en  el  número,  el  señor  Mer 
lín,  pues  lo  sabe  todo,  hade  tener  cuidado  de  contarlos,  y  de  avisarme 
los  que  me  faltan  ó  los  que  me  sobran. 

— De  las  sobras  no  habrá  que  avisar,  respondi('>  Merlín,  porque  lie 
gando  al  cabal  número,  luego  quedará  de  improviso  desencantada  la 
señora  Dulcinea,  y  vendrá  á  buscar,  como  agradecida,  al  buen  Sancho, 
y  á  darle  gracias  y  aun  premios  por  la  buena  obra.  Así  que,  no  hay  de 
qué  tener  escrúpulo  de  las  obras  ni  de  las  faltas,  ni  e'l  cielo  permita  que 
yo  engañe  á  nadie,  aunque  sea  en  un  pelo  de  la  cabeza. 


PAKTE    SEGUNDA. CAPÍTULO    XXXV  (545 

'    '  ..  "   •'■  .    ■     ■        ■■'■'■."'•.  I , 

— TGa|  pues,  á  la  mano  de  Dios,  dijo  Sancha,  yo  ieonsiento  en  nú  nmla 
ventura...  digo  que  yo  acepto 'la  penitencia,  pon  las  condiciones  a[»nn- 
íadas... 

Apenas  dijo  estas  últimas  palabras  Sancho,  cuando  volvió  á  sonar 
la  música  de  las  chirimías,  y  se  volvieron  á  disparar  infinitos  arcabu- 
ces, y  Don  Quijote  se  colgó  del  cuello  de  Sancho,  dándole  mil  besos  en 
la  frente  y  en  las  mejillas.  La  Duquesa  y  el  Duque  y  todos  los  circuns- 
tantes dieron  muestras  de  haber  recebido  grandísimo  contento,  y  el 
carro  comenzó  á  caminar;  y  al  pasar  la  hermosa  Dulcinea,  inclinó  la 
cabeza  á  los  Du({ues,  y  hizo  una  gran  reverencia  á  Sancho... 

Y  ya  en  esto  se  venía  á  más  andar  el  alba  alegre  y  risueña;  las  tic- 
lecillas  de  los  campos  descollaban  y  se  erguían',  y  los  líquidos  cristales 
de  los  arroyuelos,  murnun-ando  ])or  entre  l)lancas  y  pardas  guijas,  iban 
;i  dar  tributo  á  los  ríos,  que  los  esj)eraban.  La  tierra  alegre,  el  cielo 
claro,  el  aire  limpio,  la  luz  serena,  cada  uno  por  sí  y. todos  juntos  da- 
ban maniñestas  señales  que  el  día,  que  al  Aurora  venía  pisando  las 
faldas,  había  de  ser  sereno  y  claro.  Y  satisfechos  los  Duques  de  la  caza, 
y  de  haber  conseguido  su  intención  tan  discreta  y  Peli<íemente,  se  vol- 
vieron á  su  castillo  con  prosupuesto  de  segundar  en  sus  burlas;  (pie 
])ara  ellos  no  había  veras  que  más  gusto  les  diesen. 


CAPITULO  XXXVI 

Donde  se  cuenta  la  extraña  y  jamás  imaginada  aventura  de  la  Dueña  Dolorida, 
alias  la  Condesa  Trlfaldi,  con  una  carta  que  Sancho  Panza  escribió  á  su 
mujer  Teresa  Panza. 


ENÍA  un  mayordomo  el  Duque,  de  muy  burlesco  y  dcscnfiídado 
ingenio,  el  cual  hizo  la  figura  df  Merlín  y  acomodó  todo  el 
aparato  de  la  aventura  pasada,  compuso  los  versos,  y- hizo  que 
un  paje  hiciese  á  Dulcinea.  Finalmente,  con  intervención  de 
sus  señores,  ordenó  otra  del  más  gracioso  y  extraño  artificio  que 
])uede  imaginarse.  • 

Preguntó  la  Duquesa  á  Sancho  otro  día  si  liabía  comenzado  la  tarea 
de  la  penitencia  que  había  de  hacer  por  el  desencanto  de  Dulcinea. 
Dijo  que  sí.  y  que  aquella  noche  se  había  dado  cinco  azotes. 
Preguntóle  la  Duquesa  que  con  qué  se  los  había  dado. 
Respondió  que  co^i  la  mano. 
— Eso, replicó  la  Duquesa,  más  es  darse  de  ])almadas  r^ue  de  azotes;  yo 
tengo  para  mí  que  el  sabio  Merlín  no  estará  contento  con  tanta  blandu- 
ra. Menester  será  que  el  buen  Sancho  haga  alguna  diciplina  de  abrojos 
ó  de  las  de  canelones,  que  se  dejen  sentir,  porque  la  letra  con  sangre 
entra,  y  no  se  ha  de  dar  tan  barata  la  libertad  de  una  tan  gran  señora, 
como  lo  es  Dulcinea,  por  tan  poco  precio. 

A  lo  que  respondió  Sancho:  «Déme  vuestra  señoría  alguna  diciplina 
ó  ramal  conveniente,  que  yo  me  daré  con  él,  como  no  me  duela  dema- 
siado; porque  hago  saber  á  vuesa  merced,  que  aunque  soy  rústico,  mis 
carnes  tienen  más  de  algodón  que  de  esparto,  y  no  será  bien  f|ue  yo 
me  descríe  por  el  provecho  ajeno.» 


PARTE    SEGUNDA. CAPÍTULO   XXXVI  647 

— Sea  en  buena  hora,  respondió  la  Duquesa;  yo  os  daré  mañana  una 
lieiplina  que  os  venga  muy  al  justo,  y  se  acomode  con  la  ternura  de 
uestras  carnes,  como  si  fueran  sus  hermanas  i)ropias. 

A  lo  que  dijo  Sancho:  «Sepa  vuestra  alteza,  señora  mía  de  mi  ani- 
[Ui,  que  yo  tengo  escrita  una  carta  á  mi  mujer  Teresa  Panza,  dándole 
lienta  de  todo  lo  que  me  ha  sucedido  desj)ués  que  me  aparté  della: 
i|UÍ  la  tengo  en  el  seno,  que  no  le  falta  más  de  ponerle  el  S()))rescrito; 
uerría  que  vuestra  discreción  la  leyese,  porque  me  parece  que  va  con- 
)rme  á  lo  de  gobernador;  digo,  al  modo  que  deben  de  escribir  los  go- 
cinadores.» 

— ¿Y  quién  la  notó?,  preguntó  la  I)u(iuesa. 
-¿Quién  la  había  de  notar  sino  yo  ¡pecador  df^  mí!,  rcspondi(')  Sancho. 

— ¿Y  escribístesla  vos?,  dijo  la  Ducjuesa. 

— Ni  por  pienso,  respondió  Sancho:  purqut-  \..  ím.  .-.e  k-t-r  ui  r.Miibir, 
ucsto  que  sé  ttrmar. 

— Veámosla,  dijo  la  Duíjuesa;  que  á  buen  seguro  que  vos  mostréis 
!i  ella  la  calidad  y  suficiencia  de  vuestro  ingenio. 

Sacó  Sancho  una  carta  abierta  del  seno,  y  tomándola  la  Duquesa, 
io  que  decía  desta  manera: 

CAUTA  DE  SANCHO  PANZA  A  TERESA  PANZA,  SU  MUJER 

<  Si  buenos  azotes  me  daban,  bien  caballero  me  iba;  si  buen  gobier- 
lo  me  tengo,  buenos  azotes  me  cuesta.  Esto  no  lo  entenderás  tú,  Te- 
•esa  mía,  por  agora;  otra  vez  lo  sabrás.  Has  de  saber,  Teresa,  que 
cngo  determinado  que  andes  en  coche,  que  es  lo  que  hace  al  caso, 
)oniue  todo  otro  andar  es  andar  á  gatas.  Mujer  de  un  gobernador 
'vv^:  mira  si  te  roerá  nadie  los  zancajos.  Ahí  te  envío  un  vestido  verde 
\v  cazador,  que  me  dio  mi  señora  la  Í)uquesa;  acomódale  de  modo  que 
;irva  de  saya  y  cuerpos  á  nuestra  hija.  Don  (¿uijote,  mi  amo,  .<egún 
le  oído  decir  en  esta  tierra,  es  un  loco  cuerdo  y  un  mentecato  gracit»- 
o,  y  que  yo  no  le  voy  en  zaga.  Hemos  estado  en  la  cuevü  de  Monte- 
inos.  y  el  sabio  Merlín  ha  echado  mano  de  mí  para  el  desencanto  de 
)alcinea  del  Toboso,  que  por  allá  se  llama  Aldonza  Lorenzo.  Con  tres 
nil  y  trecientos  azotes,  menos  cinco,  que  me  he  de  dar,  quedará  des- 
iicantada  como  la  madre  que  la  parió.  No  dirás  desto  nada  á  nadie, 
•orque,  pon  lo  tuyo  en  concejo,  y  unos  dirán  que  es  blanco  y  otros 
lue  es  negro.  De  aquí  á  pocos  días  me  partiré  al  gobierno,  adonde  voy 
on  grandísimo  deseo  de  hacer  dineros,  porque  me  han  dicho  que  to- 
los los  gobernadores  nuevos  vau  con  este  mesmo  deseo;  tomaréle  el 
)ulso,  y  avisaréte  si  has  de  venir  á  estar  conmigo,  ó  no.  El  Rucio  está 
)ueno  y  se  te  encomienda  mucho,  y  no  lo  pienso  dejar,  aunque  me 
levaran  á  ser  gran  turco.  La  Duquesa,  mi  señora,  te  besa  mil  veces 
as  manos;  vuelve  el  retorno  con  dos  mil,  que  no  hay  cosa  que  menos 
ueste  ni  valga  más  barata,  según  dice  mi  amo,  que  los  buenos  come- 
limientos.  No  lia  sido  Dios  servido  de  depararme  otra  maleta  con 
tros  cien  escudo.^  como  la  de  marras;  pero  no  te  dé  pena,  Teresa  mía; 


648  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

»que  en  salvo  está  el  que  repica,  y  todo  saldrá  en  la  colada  del  gobier 
»no;  si  no  que  me  ha  dado  gran  pena  que  me  dicen  que  si  una  vez  1< 
> pruebo,  que  me  tengo  de  comer  las  manos  tras  él;  y  si  así  fuese,  n< 
»me  costaría  muy  barato;  aunque  los  estropeados  y  mancos  ya  se  tie 
»nen  su  calongía  en  la  limosna  que  piden;  así  que,  por  una  vía  ó  po  i 
>otra,  tú  has  de  ser  rica  y  de  buena  ventura.  Dios  te  la  dé,  como  pue 
»de,  y  á  mí  me  guarde  para  servirte.  Deste  castillo,  a  20  de  Juli' 
»de  1614. 

Tu    marido,   el   Gobernador, 

Sancho  Pavía. >^ 

En  acabando  la  Duquesa  de  leer  la  carta,  dijo  á  Sancho:   '  En  do  < 
cosas  anda  un  poco  descaminado  el  buen  gobernador:  la  una,  en  deci  i 
ó  dar  á  entender  que  este  gobierno  se  le  han  dado  por  los  azotes  ([U 
se  ha  de  dar,  sabiendo  él  (que  no  lo  puede  negar)  que  cuando  el  I)uqu( 
mi  señor,  se  le  prometió,  no  se  soñaba  haber  azotes  en  el  mundo;  1 
otra  es  que  se  muestra  en  ella  muy  codicioso;  y  no  querría  que  orégi 
no  fuese;  porque  la  codicia  rompe  el  saco  y  el  gobernador  codicios  < 
hace  la  justicia  desgobernada.» 

^Yo  no  lo  digo  por  tanto,   señora,   respondió  Sancho;  y  si  á  vues - 
merced  le  parece  que  la  tal  carta  no  va  como  ha  de  ir,  no  hay  sin 
rasgarla  y  hacer  otra  nueva;  y  podría  ser  que  fuese  peor,  si  me  lo  d< 
jan  á  mi  caletre. 

— No,  no,  replico  la  I)u(iuesa;  buena   está  ésta,  y  quiero  que  el  Di 
que  la  vea. 

Con  esto  se  fueron  á  un  jardín  donde  habían  de  comer  aquel  di; 
Mostró  la  Duquesa  la  carta  de  Sancho  al  Duque,  de  que  recibió  grai 
dísimo  contento.  Comieron,  y  después  de  alzados  los  manteles,  y  de 
pues  de  haberse  entretenido  un  buen  espacio  con  la  sabrosa  convers; 
ción  de  Sancho,  á  deshora  se  oyó  el  son  tristísimo  de  un  pífaro  y  el  c 
unos  roncos  y  destemplados  tambores.  Todos  mostraron  alborotara 
con  la  confusa,  marcial  y  triste  armonía,  especialmente  Don  (¿uijot 
(pie  no  cabía  en  su  asiento,  de  purf)  alborf)tado;  de  Sancho  no  hay  > 
decir,  sino  que  el  miedo  le  hevó  á  su  aeostumbrad(j  refugio,  que  ei;! 
lado  ó  faldas  de  la  Duquesa,  porque  real  y  verdaderamente  el  son  «p 
se  escuchaba  era  tristísimo  y  melancólico.  Y  estando  todos  así  sus})ei 
sos,  vieron  entrar  por  el  jardín  adelante  dos  hombres  vestidos  de  lut 
tan  luengo  y  tendido,  que  les  arrastraba  por  el  suelo;  éstos  venían  t 
cando  dos  grandes  tambores,  asimismo  cubiertos  de  negro.  A  su  lac 
venía  el  pífaro,  negro  y  pizmiento  como  los  demás.  Seguía  á  los  tres  u 
personaje  de  cuerpo  agigantado,  amantado,  no  que  vestido,  con  una  n 
grísima  loba,  cuya  falda  era  asimismo  desaforada  de  grande.  Por  encin 
de  la  loba  le  ceñía  y  atravesaba  un  anchi)  tahalí,  también  negro,  ( 
fiuien  nendía  un  desmesurado  alfanje,  de  guarniciones  y  vaina  iiegr 
Venía  cubierto  el  rostro  con  un  trasparente  velo  negro,  por  quien  ; 
entreparecía  una  longísima  barba,  blanca  como  la  nieve.  Movía  el  paí 


i'ARTE    SEGUNDA. — CAPITULO    XXXVI  649 

sop  de  los  tambores,  con  mucha  gravedad  y  reposo.  En  tin,  su  gran 
?za.  su  contoneo,  su  ne.iírura  y  su  acompañamiento  pudiera  y  })ud<' 
ispender  á  todo.-^  aquellos  que  sin  conocerle  le  miraron. 

Llegó.  [)ues.  con  el  espacio  y  prosopopeya  referida,  á  hincarse  de 
xlillas  ante  el  l)ui[ue,  <iue  en  pie,  con  los  demás  que  allí  estaban,  le 
endía.  Pero  el  Duque  en  ninguna  manera  le  consintió  hablar  hasta 
Ae  se  levantase.  IIízolo  así  el  espantajo  prodigioso,  y  puesto  en  pie. 
7.Ó  el  antifaz  del  rostro,  y  hizo  })atente  la  más  liorrenda,  la  más  larga, 
más  blanca  y  más  [¡oblada  barba  que- hasta  entonces  humanos  ojos 
ibían  visto;  y  luego  desencajó  y  arrancó  del  ancho  y  dilatado  pecho 
■Vri  voz  grave  y  sonora;  y  poniendo  los  ojos  en  el  Duque,  dijo:  «Altísi- 
:o  V  poderoso  señor:  á  raí  me  llaman  Trifaldín.  el  de  la  barba  blanca; 
>v  escudero  de  la  condesa  Trifaldi.  por  otro  nombre  llamada  la  Dueña 
olorida,  de  ])arte  de  la  cual  traigo  á  vuestra  grandeza  una  embajada, 
es.  que  la  vuestra  magniticencia  sea  servida  de  darla  facultad  y  licen 
a  para  entrar  á  decirle  su  cuita,  que  es  una  de  las  más  nuevas  y  más 
hnirables  que  el  más  cuitado  pensamiento  del  orbe  pueda  haber  pen- 
do; y  primero  quiere  saber  si  está  en  este  vuestro  castillo  el  valeroso 
jamás  vencido  caballero  Don  Quijote  de  la  Mancha,  en  cuya  busca 
ene  á  pie  y  sin  desayunarse  desde  el  reino  de  Candaya  hasta  este 
lestro  estado;  cosa  que  se  puede  y  debe  tener  á  milagro  ó  á  fuerza  de 
icantamento;  ella  queda  á  la  puerta  desta  fortaleza  ó  casa  de  campo, 
no  aguarda  para  entrar  sino  vuestro  beneplácito.  Dije.^^ 

Y  tosió  luego,  y  manoseóse  la  barba  de  arriba  abajo  con  entrand)as 
anos,  y  con  mucho  sosiego  estuvo  atendiendo  la  respuesta  del  Ducjue, 
le  fué:  «Ya,  buen  escudero,  Trifaldín  de  la  blanca  barba,  ha  muchos 
as  que  tenemos  noticia  de  la  desgracia  de  mi  señora  la  condesa  Tri- 
Idi,  á  (juien  los  encantadores  la  hacen  llamarla  Dueña  Dolorida,  i^ien 
idóis.  estupendo  escudero,  decirle  que  entre,  y  que  aquí  está  el  va- 
nte  caballero  Don  Quijote  de  la  Mancha,  de  cuya  condición  generosa 
lede  prometerse  con  seguridad  todo  amparo  y  toda  ayuda;  y  asimis 
o  le  })odréis  decir  de  mi  parte  que  si  mi  favor  le  fuere  necesario,  no 
lia  de  faltar,  pues  ya  me  tiene  obligado  á  dársele  el  ser  caballero,  a 
lien  es  anejo  y  concerniente  favorecer  á  toda  suerte  de  mujeres,  en 
pecial  á  las  dueñas  viudas,  menoscabadas  y  doloiidas.  cual  lo  debe 
tar  su  señoría.)^ 

Oyendo  lo  cual  Trifaldín,  inclinó  la  rodilla  iiasta  el  suelo,  y  hacien- 
•  al  })ífaro  y  tambores  señal  que  tocasen,  al  mismo  son  y  al  mismo 
iso  ({ue  había  entrado  se  volvió  á  salir  del  jardín,  dejando  á  todos 
[mirados  de  su  presencia  y  compostura.  Y  volviéndose  el  Duque  a 
on  Quijote,  le  dijo:  «En  fin,  famoso  caballero,  no  pueden  las  tinieblas 
■  la  malicia  ni  de  la  ignorancia  encubrir  y  escurecer  la  luz  del  valor 
de  la  virtud.  Digo  esto,  porque  apenas  ha  seis  días  que  la  vuestra 
indad  está  en  este  castillo,  cuando  ya  os  vienen  á  buscar  de  lueñas  y 
•artadas  tierras,  y  no  en  carrozas  ni  en  dromedarios,  sino  á  pie  y  en 
unas,  los  tristes,  los  afligidos,  confiados  que  han  de  hallar  en  ese  for- 
nmo  brazo  el  remedio  de  sus  cuitas  y  trabajos,  merced  á  vuestras 


050  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

grandes  hazañas,  ((ue  corren  y  rodean  todo  lo  descubierto  de  la  tierra 
— Quisiera  yo,  señor  Duque,  respondió  Don  Quijote,  que  estuvie 
aquí  presente  aquel  bendito  religioso,  que  á  la  mesa  el  otro  día  most 
tener  tan  mal  talante  y  tan  mala  ojeriza  contra  los  caballeros  andante 
para  (|ue  viera  por  vista  de  ojos  si  los  tales  caballeros  son  necesari« 
en  el  mundo;  tocara,  por  lo  menos  con  la  mano,  que  los  extradinari 
mente  afligidos  y  desconsolados,  en  casos  grandes  y  en  desdichas  inc 
mes  no  van  á  buscar  su  remedio  á  las  casas  de  los  letrados,  ni  á  las  ( 
los  sacristanes  de  las  aldeas,  ni  al  caballero  que  nunca  ha  acertado 
salir  de  los  términos  de  su  lugar,  ni  al  perezoso  cortesano,  que  ant 
busca  nuevas  para  referirlas  y  contarlas,  que  procura  hacer  obras  y  ii 
zanas  para  que  otros  las  cuenten  y  las  escriban.  El  remedio  de  las  ci 
tas,  el  socorro  de  las  necesidades,  el  amparo  de  las  doncellas,  el  consu 
lo  de  las  viudas,  en  ninguna  suerte  de  personas  se  halla  mejor  que  ( 
los  caballeros  andantes;  y  de  serlo  yo  doy  infinitas  gracias  al  cielo, 
doy  por  muy  bien  empleado  cualquier  desmán  y  trabajo  que  en  es 
tan  honroso  ejercicio  pueda  sucederme.  Venga  esta  dueña  y  pida  lo  qi 
quisiere;  que  yo  le  libraré  su  remedio  en  la  fuerza  de  mi  brazo  y  en 
intrépida  resolución  de  mi  animoso  espíritu. 


CAIMTI'IJ)   XXXVlí 


Donde  je  prosigue  la  farcsa  aventura  de  la  Dueña  Dolorida. 


r;^  N  extremo  se  holgaba  el  Duque  y  la  Duquesa  de  vt  i  >  u<ut  bien 

tór:,'    iba  respondiendo  á  su  intención   Den  (Quijote,  y  ii  esta  sazón 
^  dijo  Sancho:  «No  querría  yo  que  e^ta  señora  dueña  i)usiese  al- 

•^,~  giin  tropiezo  a  la  promesa  de  mi  «obierno;  poi-que  yo  he  oído 
■cir  á  un  boticario  toledano,  que  hablaba  como  un  silguero,  que  don- 
■  interviniesen  dueñas  no  podía  suceder  cosa  buena.  ¡Válame  Dios, 
qué  mal  estaba  con  ellas  el  tal  boticario!  De  lo  ([ue  yo  saco  que,  pues 
das  las  dueñas  son  enfadosas  é  imi)ertinentes,  de  cualquiera  calidad 
condición  que  sean,  ¿que  serán  las  que  son  doloridas,  como  han  dicho 
ic  es  esta  condesa  Tres  faldas  ó  Tres-colasV  Que  en  mi  tierra  faldas  y 
las,  colas  y  faldas,  todo  es  uno.» 
— Calla,  Sancho  amigo,  dijo  Don  Quijote;  que  i)ues  esta  señora  duc- 

,  de  tan  lueñas  tierras  viene  á  buscarme,  no  debe  ser  de  aquellas 
le  el  boticario  tenía  en  su  número;  cuanto  mas,  que  ésta  es  condesa, 
cuando  las  condesas  sirven  de  dueñas,  será  sirviendo  á  reinas  y  á 
iperatrices,  y  en  sus  casas  son  señorísimas,  que  se  sirven  de  otras 
leñas. 

A  esto  respondió  doña  Rodríguez,  que  se  halló  presente:  «Dueñas 
•ne  mi  señora  la  Duquesa  en  su  servicio,  que  pudieran  ser  condesas, 
la  fortuna  quisiera;  pero  allá  van  leyes  do  quieren  reyes.  Y  nadie 
¡;a  mal  de  las  dueñas  antiguas,  y  menos  de  las  doncellas;' que  aunque 

no  lo  soy,  bien  se  me  alcanza  y  se  me  trasluce  la  ventaja  que  he  ce 
la  dueña  doncella  á  una  dueña  viuda;  y  quien  á  nosotras  trasquiló... 
í  tijeras  le  quedaron  en  la  mano.» 


(J52  DON    QUIJOTE    1)K    LA    MANCHA 

'         "'vt.^ -^ __ ,—: __ '■_.-'    ,     ■ .    ■>         .  -.  ■.       ■       .    ;    ,  .  > 

— ^Coii  todo  eso,  ii¡0^pjicó  Sancho,  haj'  tanto  que  trasquilar  en  las.du( 
ñay,  según  mi  boticario,  que  lo  mejor  será  m^  menear  ti  at-roz,  annqji' 
se  llegue. 

-^Siempre  los  escuderos,  respondió  doña  Rodríguez,  son  enemigo 
nuestros;  que  como  son  duendes  de  las  antesalas,  y  nos  ven  á  cad 
paso,  los  ratos  que  no  rezan  (que  son  muchos)  los  gastan  en  niunnura 
<le  nosotras,  desenterrándonos  los  huesos  y  enterrándonos  la  fama.  Put 
mandóles  yo  á  los  leños  movibles,  que  mal  que  les  pese,  hemos  de  vivi 
en  el  mundo  y  en  las  casas  principales,  aunque  muramos  de  hambre,   < 
cubramos  con  un  negro  monjil  nuestras  delicadas  ó  no  dehcadas  cav 
nes,  como  qaien  cubre  ó  tapa  un  muladar  con  un  tapiz  en  día  de  pn  < 
cesión.  A  fe,  que  si  me  fuera  dado,  y  el  tiempo  lo  pidiera,  que  yo  dier 
á  entender,  no  sólo  a  los  presentes,  sino  á  todo  el  mundo,  cómo  no  ha 
virtud  que  no  se  encierre  en  una  dueña. 

— Yo  creo,  dijo  la  Duquesa,  que  mi  buena   doña  Rodríguez  tieu  ( 
razón,  y  muy  grande;  pero  conviene  que  aguarde  tiempo  para  volve  i 
por  sí  y  por  las  demás  dueñas,  para  confundir  la  mala  opinión  de  aqu( 
mal  boticario,  y  desarraigar  la  que  tiene  en   su  pecho  el  gran   Sanch 
Panza. 

A  lo  que  Sancho  respondió:  «Después  que  tengo  humos  de  gobe 
nador,  se  me  han  quitado  los  vaguidos  de  escudero,  y  no  se  me  da  jk 
cuantas  dueñas  hay  un  cabrahigo. » 

Adelante  pasaran  con  el  coloquio  dueñesco,  si  no  oyeran  que  el  p 
faro  y  los  tambores  volvían  á  sonar,  por  donde  entendieron  que  la  l)u<- 
ña  Dolorida  entraba.  Preguntó  la  Duquesa  al  Duque  si  sería  bien  ir 
recebirla,  pues  era  condesa  y  persona  principal. 

— Por  lo  que  tiene  de  condesa,  respondió  Sancho,  antes  que  el  Duqu  « 
respondiese,  bien  estoy  en  que  vuestras  grandezas  salgan  á  recebirlí^ 
pero  por  lo  de  dueña,  soy  de  parecer  que  no  se  muevan  un  paso. 

— ¿Quiéa  te  mete  á  ti  en  esto,  SanchoV,  dijo  Don  Quijote. 

— ¿Quién,  señor?,  respondió  Sancho;  yo  me  meto,  que  puedo  mete; 
me.  coQio  escudero  que  ha  aprendido  los  términos  de  la  cortesía  en  ] 
escuela  de  v.uesa  merced,  que  es  el  más  cortés  y  bien  criado  caballc: 
(jue  hay  en  toda  la  cortesanía;  y  en  estas  cosas,  según  he  oído  decir 
vuesa  merced,  tanto  se  pierde  por  carta  de  más  como  })or  carta  de  mí" 
nos;  y  al  buen  entendedor  pocas  palabras. 

— Así  es  como  Sancho  dice,  dijo  el  Duque;  veremos  el  talle  de  1 
condesa,  y  por  él  tantearemos  la  cortesía  que  se  le  debe. 

En  esto  entraron  los  tambores  y  el  pífaro  como  la  vez  primera 
aquí,  á  este  breve  capítulo,  dio  fin  el  autor,  y  comenzó  el  otro,  siguiei 
do  la  misma  aventura,  que  es  una  de  las  más  notables  de  la  histoi  i; 


I 


CAPITULO    XXX VI 11 


Donde  se  cuenta  la  que  dio  de  su  mala  andanza  la  Dueña  Dolorida. 


ETBAs  de  los  tristes  músicos  comeuzaroii  á  entrar  por  el  jardín 
)/  ^  adelante  hasta  cantidad  de  doce  dueñas,  repartidas  en  dos  hi- 
leras, todas  vestidas  de  unos  monjiles  anchos,  al  parecer,  de 
añascóte  batanado,  con  unas  tocas  blancas  de  delgado  cane- 
luí.  tan  luengas,  que  sólo  el  ribete  del  monjil  descubrían.  Tras  ellas  ve- 
lííi  la  condesa  Trit'aldi.  á  (juien  traía  de  la  mano  el  escudero  Trifaldín 
le  la  barba  blanca,  vestida  de  finísima  y  negra  bayeta  por  frisar,  (jue 
i  venir  trisada,  descubriera  cada  grano  del  grandor  de  un  garbanzo  de 
os  buenos  de  Martos;  la  cola  ó  falda,  ó  como  llamarla  quisieren,  era  de 
res  puntas,  las  cuales  se  sustentaban  en  las  manos  de  tres  pajes,  asi- 
nismo  vestidos  de  luto,  haciendo  una  vistosa  y  mateínática  tígura  con 
i((uellos  tres  ángulos  acutos  que  las  tres  jmntas  formaban;  por  lo  cual 
•ayeron  todos  los  (jue  la  falda  i)untiaguda  miraron,  que  por  ella  se  de- 
)ía  llamar  la  Condesa  Trifaldi.  como  si  dijésemos  la  (hmlesa  de  las  Tres 
Faldas:  y  así  dice  BenengeH  que  fué  verdad,  y  que  de  su  propio  apelli- 
lo  se  llamó  la  Coudesa  Lohitna.  a  causa  que  se  criaban  en  su  condado 
nuchos  l(íbo'?;  y  que  si,  como  eran  lobos,  fueran  zorras,  la  llamaran  la 
Condesa  Zorruna.  i)or  ser  costumbre  en  aquellas  pa''tes  tomar  los  seño- 
i-es  la  denominación  de  sus  nombres  de  la  cosa  ó  cosas  en  que  más  sus 
astados  abundan;  empero  esta  condesa,  por  favorecer  la  novedad  de  su 
falda,  dejó  el  Lobuna  y  tomó  el  Trifaldi. 

Venían  las  doce  dueñas  y  la  señora  á  paso  de  procesión,  cubiertos 
los  rostros  ron  míos  v(>lo<  ivxjnx,  v  no  transparentes  como  el  de  Trifal- 


,    G54  DON  QUIJOTE  DE  L4  MAXCUA 

din,  sino  tan  apretados,  que  ninguna  cosa  se  traluGÍa,  Así  como  acabó  d( 
parecer  el  dueñesco  escuadrón,  el  Duque,  la  Duquesa  y  Don  Quijote  s( 
pusieron  en  pie,  y  todos  aquellos  que  la  espaciosa  procesión  miraban 
Pararon  las  doce  dueñas,  y  hicieron  calle,  por  medio  de  la  cual  la  Do 
lorida  se  adelantó,  sin  dejarla  de  la  mano  Trifaldín.  Viendo  lo  cual,  e^ 
Duque,  la  Duquesa  y  Don  Quijote,  se  adelantaron  obra  de  doce  pasoí 
á  recebirla. 

Ella,  puestas  las  rodillas  en  el  suelo,  con  voz  antes  basta  y  ronca  que 
sutil  y  delicada,  dijo:  «Vuestras  grandezas  sean  servidas  de  no  hacei 
tanta  cortesía  á  este  su  criado...  digo  á  esta  su  criada...  porque,  según 
soy  de  dolorida,  no  acertaré  á  responder  á  lo  que  debo,  á  causa  que  mi 
extraña  y  jamás  vista  desdicha  me  ha  llevado  el  entendimiento  no  sé 
adonde;  y  debe  de  ser  muy  lejos,  pues  cuanto  más  le  busco,  menos  le 
hallo. » 

— Sin  él  estaría,  respondió  el  Duque,  señora  condesa,  el  que  no  des- 
cubriese por  vuestra  persona  vuestro  valor;  el  cual,  sin  más  ver,  es  me- 
recedor de  toda  la  nata  de  la  cortesía  y  de  toda  la  flor  de  las  bien  cria- 
das ceremonias;  y  levantándola  de  la  mano,  la  llevó  á  sentar  en  una  si- 
lla junto  á  la  Duquesa,  la  cual  la  reci))ió  asimismo  con  mucho  comedi- 
miento. Don  Quijote  callaba,  y  ¡Sancho  andaba  muerto  por  ver  el  rostro 
de  la  Trifaldi  y  de  alguna  de  sus  muchas  dueñas;  pero  no  fué  posible, 
liasta  que  ellas  de  su  grado  y  voluntad  se  descubrieron. 

Sosegados  todos  y  puestos  en  silencio,  estaban  esperando  quién  le 
liabía  de  romper,  y  fué  la  Dueña  Dolorida  con  estas  palabras:  «Confia- 
da estoy,  señor  poderosísimo,  hermosísima  señora  y  discretísimos  cir- 
cunstantes, que  ha  de  hallar  mi  cultísima  en  vuestros  valerosísimos  pe- 
chos acogimiento,  no  menos  plácido  que  generoso  y  doloroso;  porque 
ella  es  tal,  que  es  bastante  á  enternecer  los  mármoles  y  á  ablandar  los 
diamantes,  y  á  molificar  los  aceros  de  los  más  endurecidos  corazones  del 
mundo;  pero  antes  que  salga  á  la  plaza  de  vuestos  oídos,  por  no  decir 
orejas,  quisiera  que  me  lucieran  sabidora  si  está  en  este  gremio,  corro 
y  compañía,  el  acendradísimo  caballero  Don  (Quijote  de  la  Manchísima 
y  su  escuderísimo  Panza.» 

— El  Panza,  antes  que  otro  respondiese,  dijo  Sancho,  aquí  está,  y  el 
Don  (^ínijotísimo  asimismo;  y  así,  podréis,  dolorosisima  dueñísima,  de- 
cir lo  (jue  quisieredísimis;  que  todos  estamos  prontos  y  aparejadísimos 
á  ser  vuestros  servidorísimos. 

En  esto  se  levantó  Don  Quijote,  y  encaminando  sus  razones  á  la  Do- 
lorida Dueña,  dijo:  «Si  vuestras  cuitas,  angustiada  señora,  se  pueden 
prometer  alguna  esperanza  de  remedio  por  algún  valor  ó  fuerzas  de  al- 
gún andante  caballero,  aquí  están  las  mías,  que,  aunque  flacas  y  breves, 
todas  se  emplearán  en  vuestro  servicio.  Yo  soy  Don  Quijote  de  la  Man- 
cha, cuyo  asunto  es  acudir  á  toda  suerte  de  menesterosos;  y  siendo  esto 
así,' como  lo  es,  no  habéis  menester,  señora,  captar  benevolencias  ni 
buscar  preámbulos,  sino,  á  la  llana  y  sin  rodeos,  decir  vuestros  males; 
que  oídos  os  escuchan,  que  sabrán,  si  no  remediarlos,  dolerse  dellos.» 

Oyendo  lo  cual  la  Dolorida  Dueña,  hizo  señal  de  querer  arrojarse 


PAKTE    8KOUNDA. — CAPÍTULO    XXXVIII  tt55 

á  los  pies  de  Don  Quijote,  y  aun  se  arrojó,  y  pugnando  }>or  abrazárse- 
los, decía:  «Ante  estos  pies  y  piernas  me  arrojo,  ¡oh  caballero  invicto!, 
por  ser  los  que  son  basas  y  colunas  de  la  andante  caballería.  Estos  })ies 
quiero  besar,  de  cuyos  pasos  pende  y  cueljj;a  todo  el  remedio  de  mi 
desgracia,  ¡oh  valeroso  andante,  cuyas  verdaderas  t'a/añas  dejan  atrás 
y  escurecen  las  fabulosas  de  los  Amadises,  Esplandianes  y  Helianises!» 
Y  dejando  á  Don  (¿uijote,  se  volvió  á  Sancho  Panza,  y  asiéndole 
de  las  manos,  le  dijo:  ^Oh  tú,  el  más  leal  escudero  (pie  jamas  sirvió  a 
caballero  andante  en  los  presentes  ni  en  los  pasados  siglos,  más  luengo 
en  bondad  (jue  la  barba  de  Triíaldín,  mi  acompañadt^>r,  que  está  pre- 
sente! Bien  puedes  preciarte  que  en  servir  al  gran  Don  (¿uijote  sirves 
en  cifra  á  toda  la  caterva  de  caballeros  <]ue  han  tratado  las  armas  cnol 
mundo.  Conjuróte,  por  lo  que  debes  á  tu  bondad  fidelísima,  uk-  seas  buen 
intercesor  con  tu  dueño,  para  que  luego  Favorezca  á  esta  humildísima  y 
desdichadísima  condesa.» 

A  lo  que  respondió  Sancho:  «De  que  sea  mi  bondad,  señora  mía, 
tan  larga  y  grande  como  la  barba  de  vuestro  escudero,  íi  nn'  me  hace 
muy  poco  al  caso:  barbada  y  con  bigotes  tenga  yo  mi  alma  cuando  dcsta 
vida  vaya,  que  es  lo  que  inq)orta;  que  de  las  barbas  de  acji.  poco  ó  nada 
me  curo;  pero  sin  esas  socaliñas,  ni  plegarias,  yo  rogaré  á  mi  amo  (que 
^é  que.  me  quiere  bien,  y  más  agora,  que  me  ha  menester  por  cierto  ne- 
gocio) que  favorezca  y  ayude  á  vuesa  merced  en  todo  lo  que  pudiere: 
mesa  merced  desembaule  su  cuita  y  cuéntenosla,  y  deje  hacer;  que  todos 
IOS  entenderemos. 

Reventaban  de  risa  con  estas  cosas  los  Duques,  como  ax^uellos  (juc 

i  labían  tomado  el  pulso  ala  tal  aventura,  y  alababan  entre  sí  la  agudeza 

,'  disimulación  de  la  Trifaldi,  la  cual,  volviéndose"  á  sentar,  dijo:   «Del 

"amoso  reino  de  Candaya,  que  cae  entre  la  gran  Trapobana  y  el  mar 

leí  Sur,  dos  leguas  más  allá  del  cabo  ( Jomorín,  fué  señora  la  reina  doña 

'Víaguncia,  viuda  del  rey  Archipiela,  su  señor  y  marido,  de  cuyomatri- 

¡inonio  tuvieron  y  procrearon  á  la  infanta  Antonomasia,  heredera  del 

•eino;  la  cual  dicha  infanta  Antonomasia  se  crió  y  creció  debajo  de  mi 

E  utela  y  doctrina,  por  ser  yo  la  mas  antigua  y  la  más  principal  dueña 

le  su  madre.  Sucedió,  pues,  que  yendo  días  y  viniendo  días,  la  niña  An- 

onomasia  llegó  á  edad  de  catorce  años,  con  tan  gran  perfección  de  hermo- 

ura,  que  no  la  pudo  subir  más  de  punto  la  naturaleza.  Pues  ¡digamos 

Lgora  que  la  discreción  era  mocosa!  Así  era  discreta  como  bella,  y  era 

a  más  bella  del  mundo;  y  lo  es,  si  ya  los  hados  invidiosos  y  las  Parcas 

ndurecidas  no  la  han  cortado  la  estaml)re  de  la  vida.  Pero  no  habrán; 

[ue  no  han  de  permitir  los  cielos  que  se  haga  tanto  mal  á  la  tierra,  como 

ería  llevarse  en  agraz  el  racimo  del  más  hermoso  veduño  del  suelo. 

)esta  hermosura,  no  como  se  debe  encarecida  de  mi  torpe  lengua,  se 

namoró  un  número  inñnito  de  príncii)es,  así  naturales  como  extranje- 

os,  entre  los  cuales  os(>  levantar  los  pensamientos  al  cielo  de  tanta  be- 

eza  un  caballero  particular,  que  en  la  Corte  estaba,  contiado  en  su  mo- 

edad  y  en  su  bizarría,  y  en  sus  muchas  habilidades  y  gracias,  y  facili- 

ad  y  felicidad  de  ingenio;  porque  hago  saber  á  vuestras-  grandezas,  si 

B.  p.-xx  4;í 


656  DON    QUIJOTE    DE    LA    >ii;ANCHA 

no  lo  tienen  por  enojo,  que  tocaba  una  guitarra  que  la  hacía  hablar,  y 
más,  que  era  poeta  y  grau  bailarín,  y  sabía  hacer  una  jaula  de  pájaros, 
que  solamente  á  hacerlas  pudiera  ganar  la  vida  cuando  se  viera  en  f  x- 
trema  necesidad;  que  todas  estas  partes  y  gracias  son  bastantes  á  derri- 
bar una  montaña,  no  que  una  delicada  doncella.  Pero  toda  su  gentileza 
y  buen  donaire  y  todas  sus  gracias  y  habilidades  fueran  poca  ó  ningu- 
na parte  para  rendir  la  fortaleza  de  mi  niña,  si  el  ladrón  desuellacaras 
no  usara  del  remedio  de  rendirme  á  mí  primero.  Primero  quiso,  el  ma- 
landrín y  desalmado  vagamundo,  granjearme  la  voluntad  y  cohecharme 
el  gusto,  para  que  yo,  mal  alcaide,  le  entregase  las  llaves  de  la  fortaleza 
que  guardaba.  En  resolución,  él  me  aduló  el  entendimiento  y  me  rindió 
la  voluntad  con  no  sé  qué  dijes  y  brincos  que  me  dio.  Pero  lo  que  más 
me  hizo  postrar  y  dar  conmigo  por  el  suelo,  fueron  unas  coplas  que  le 
oí  cantar  una  noche  desde  una  reja  que  caía  á  una  callejuela  donde  él 
estaba,  que  si  mal  no  me  acuerdo,  decían: 

De  la  dulce  mi  enemiga 
Nace  un  mal  que  al  alma  hiere, 
Y  por  más  tormento,  quiere 
Que  se  sienta  y  no  se  dig». 

Parecióme  la  trova  de  perlas,  y  su  voz  de  almíbar;  y  después  acá  (digo 
desde  entonces,  viendo  el  mal  en  que  caí  por  estos  y  otros  semejantes 
versos)  he  considerado  que  de  las  buenas  y  concertadas  repúbhcas  se 
habían  de  desterrar  los  poetas,  como  aconsejaba  Platón,  á  lo  menos  los 
lascivos,  porque  escriben  unas  coplas,  no  como  las  del  Marqués  de  Man- 
tua, que  entretienen  y  hacen  llorar  á  los  niños  y  á  las  mujeres,  sino 
unas  agudezas,  que  á;modo  de  blandas  espmas  os  atraviesan  el  alma,  y 
como  rayos  os  hieren  en  ella,  dejando  sano  el  vestido.  Y  otra  vez  cantó: 

Ven,  muerte,  ta»  escondida, 
Que  no  te  sienta  venir, 
Porque  el  placer  del  morir 
No  me  torne  á  dar  la  vida. 

Y  deste  jaez  otras  coplitas  y  cstrambotes  que  cantados  encantan,  y 
escritos  suspenden.  Pues  ¿qué,  cuando  se  humillan  á  componer  un 
jj-énero  de  verso,  que  en  Gandaya  se  usaba  entonces,  á  quien  ellos 
ñamaban  seguidillas'?  Allí  era  el  brincar  de  las  almas,  el  retozar  de 
la"  risa,  el  desasosiego  de  los  cuerpos,  y  finalmente,  el  azogue  de  todos 
los  sentidos.  Y  así,  digo,  señores  míos,  que  los  tales  trovadores,  con 
justo  título  los  debían  de  desterrar  á  las  islas  de  los  Lagartos.  Pero 
no  tienen  ellos  la  culpa,  sino  los  simples  que  los  alaban  y  las  bobas 
qué  los  creen;  v  si  yo  fuera  la  buena  dueña  que  debía,  no  me  habían 
de  mover  sus  trasnochados  conceptos,  ni  había  de  creer  ser  verdad 
aquel  decir:  «vivo  muriendo,  ardo  en  el  hielo, " tiemblo  en  el  fuego, 
espero  sin  esperanza,  pártome  y  quedóme»,  con  otros  imposibles  desta 
ralea,  de  que  están  sus  escritos  llenos.  Pues  ¿qué,  cuando  prometen  el 
fénix  de  Arabia,  la  corona  de  Ariadna,  los  caballos  del  Sol,  del  Sur  las 
perlas,  de  Tíbar  el  oro,  v  de  Pancaya  los  aromas?  Aquí  es  donde  ellos 


PARTE    SEGUNDA. — ^CAPITULO    XXXVIII  (J57 


alargan  más  la  pluma,  como  les  cuesta  poco  prometer  lo  que  jamás 
piensan  ni  pueden  cumplir. 

»Pero  ¿d(3nde  me  divierto?  ¡Ay  de  mí,  desdichada!  ¿Qué  locura  ó 
qué  desatino  me  lleva  á  contar  las  ajenas  faltas,  teniendo  tanto  que 
decir  de  las  míasV  ¡Ay  de  mí,  otra  vez,  sin  ventura!  Que  no  me  rindieron 
los  versos,  sino  mi  simplicidad:  no  me  ablandaron  las  músicas,  sino  mi 
liviandad;  mi  nuicha  ignorancia  y  mi  poco  advertimiento  abrieron  el 
camino  y  desembarazaron  la  senda  á  los  pasos  de  don  Clavijo  (que  este 
es  el  nombre  del  referido  caballero);  y  así,  siendo  yo  la  medianera,  él 
se  halló  una  y  muy  muchas  veces  en  la  estancia  de  la,  por  mí  y  no  por 
él,  engañada  Antonomasia,  debajo  del  título  de  verdadero  esposo;  que, 
aunque  pecadora,  no  consintiera  que  sin  ser  su  marido  la  llegara  á  la 
vira  de  la  suela  de  sus  zapatillas.  No,  no,  eso  no;  el  matrimonio  ha  de 
ir  adelante  en  cualquier  negocio  destos  que  por  mí  se  tratare. 

«Solamente  hul)o  un  daño  en  este  negocio,  que  fué  el  de  la  des- 
igualdad, por  ser  don  Clavijo  un  caballero  particular,  y  la  infanta  An- 
tonomasia heredera,  como  ya  he  dicho,  del  reino.  Algunos  días  estuvo 
encubierta  y  solapada  en  la  sagacidad  de  mi  recato  esta  maraña,  hasta 
que  me  pareció  que  la  iba  descubriendo  á  más  andar  no  sé  qu('  liinMia- 
zón  del  vientre  de  Antonomasia,  cuyo  temor  nos  hizo  entrar  en  bureo 
á  los  tres,  v  salió  del,  que  antes  que  se  saliese  á  luz  el  mal  recado,  don 
Clavijo  pidiese  ante  el  Vicario  por  su  mujer  á  Antonomasia,  en  fe  de 
una  cédula  que  de  ser  su  esposa  la  infanta  le  había  liecho,  notada  por 
mi  ingenio,  con  tanta  fuerza,  que  las  de  Sansón  no  pudieran  romperla. 
Hiciéronse  las  diligencias,  vio  el  Vicario  la  cédula,  tomó  el  tal  Vicario 
la  confeíión  á  la  señora,  confesó  de  plano,  mandóla  depositar  en  casa 
de  un  alguacil  de  Corte  muy  honrado... -> 

A  esta  sazón  dijo  Sancho:  «¿También  en  Candaya  hay  alguaciles  de 

Corte,  poetas  y  seguidillas?  Por  lo  que   puedo  jurar,  que  imagino  que 

todo  el  mundo  es  uno.  Pero  dése  vuesa  merced  priesa,  señora  Trifaldi; 

que  es  tarde,  y  ya  me  muero  por  saber  el  ñn  desta  tan  larga  historia.»' 

— Sí  haré,  respondió  la  condesa. 


m'^'  Mm^fk-. 


/^W 


CAPÍTULO  XXXIX 
Donde  la  Trifaldi  prosigue  su  estupenda  y  memorable  historia. 


^^  E  cualquiera  palabra  que  Sancho  decía,  la  Duquesa  gustaba 

'"^       tanto,   como  se  desesperaba  Don  Quijote;  y  mandándole  que 
callase,  la  Dolorida  prosiguió  diciendo:  .«En  fin:   al  cabo  de 

^  muchas  demandas  y  respuestas,  como  la  infanta  se  estaba 
siempre  en  sus  trece,  sin  sah'r  ni  variar  de  la  primera  declaración,  el 
Vicario  sentenció  en  favor  de  don  Clavijo,  y  se  la  entregó  por  su  legítima 
esposa;  de  lo  que  recibió  tanto  enojo  la  reina  doña  Maguncia,  madre  de 
la  infanta  Antonomasia,  que  dentro  de  tres  días  la  enterramos.» 

— Debió  de  morir  sin  duda,  dijo  Sancho. 

—Claro  está,  respondió  Trifaldín;   que  en  Caiidaya   no  se  entierran 
las  personas  vivas,  sino  las  muertas. 

Ya  se  ha  visio,   señor  escudero,  replicó  Sancho,  enterrar  un   (h'<- 

mayado,  creyendo  ser  muerto;  y  parecíame  á  mí  que  estaba  la  reiun 
Maguncia  obligada  á  desmayarse  antes  que  á  morirse;  que  con  la  vida 
muchas  cosas  se  remedian,  y  no  fué  tan  grande  el  disparate^ de  la  in- 
fanta, que  obhgase  á  sentirle  tanto.  Cuando  se  hubiera  casado  esa  se 
ñora  con  algún  paje  suvo  ó  con  otro  criado  de  su  casa,  como  han  hecho 
otras  muchas,  según  he  oído  decir,  fuera  el  daño  sm  remedio;  pero  el 
haberse  casado  con  un  cabaUero  tan  gentil  hombre  y  tan  entendido 
como  aquí  nos  le  han  pintado,  en  verdad,  en  verdad,  que  aunque  fue 
necedad,  no  fué  tan  grande  como  se  piensa;  porque  según  las  reg  as  de 
mi  señor,  que  está  presente,  y  no  me  dejará  mentir,  asi  como  se  hacen 
de  los  hombres  letrados  los  obispos,  se  pueden  hacer  de  los  cabaliem- 
(y  más  si  son  andantes)  los  reyes  y  los  emperadores. 


PAKTE    SECUNDA. CAPITULO    XXXIX  G59 

— Razón  tienes,  Sancho,  dijo  Don  (Quijote;  {)orque  un  caballero  añ- 
ilante, como  tenga  dus  dedos  de  ventura,  esta  en  })otencia  [)ro})incua 
de  ser  el  mayor  señor  del  mundo.  Pero  pase  adelante  la  señora  l)olori 
da;  que  á  mí  se  me  trasluce  que  le  falta  por  contar  lo  amar.no  desta 
hasta  aquí  dulce  histoiia. 

— ¡Y  cómo  si  queda  lo  amaruo!,  respondió  la  Condesa;  ¡y  tan  amarm», 
<[ue  en  su  comparacicni  son  dulces  las  tueras,  y  sabrosas  las  adelfas! 
Muerta,  pues,  la  Reina,  y  no  desmayada,  la  enterramos;  y  apenas  la  cu- 
luimos  con  la  tierra,  y  apenas  le  dimos  el  ultimo  vale,  cuando  ^/juis  ta- 
1  id  Jando  temperet  a  lacrymis:'  puesto  sobre  un  caballo  de  madera,  pare- 
ció encima  de  la  sepultura  de  la  lieina  el  gigante  Maland)run(),  primo 
cormano  de  Maguncia,  que,  junto  con  ser  cruel,  era  encantador;  el  cual, 
<-on  sus  artes,  en  veng^iui/.a  de  la  nmerte  de  su  cormaua,  y  por  castigo 
<lel  atrevimiento  de  don  Clavijo,  y  por  despecho  de  la  demasía  de  An- 
tonomasia, los  dejó  encantados  sobre  la  mesma  sepultura:  á  ella  con- 
vertida en  una  jimia  de  bronce,  y  á  él  en  un  espantoso  cocodrilo,  de  un 
metal  no  conocido;  y  entre  los  dos  está  un  i)adrón,  asimismo  de  metal, 
y  en  él  escritas  en  lengua  siriaca  unas  letras,  que  habiéndose  declarado 
en  la  candayesca,  y  ahora  en  la  castellana,  encierran  esta  sentencia: 
Xo  cobrarán  su  primera  forma  estos  dos  atrevidos  amantes,  hasta  que 
el  valeroso  Manchego  venga  conmigo  á  las  manos  en  singular  batalla; 
(jue  para  sólo  su  gran  valor  guardan  los  hados  esta  nunca  vista  aven- 
tura.» 

Hecho  esto,  sacó  de  la  vaina  un  anclio  y  desmesurado  alfanje;  y 
asiéndome  á  mí  por  los  cabellos,  hizo  finta  de  querer  segarme  la  gola  y 
corlarme  á  cercén  la  cabe/a.  Túrbeme,  pegóseme  la  voz  á  la  garganta, 
(juedé  mohína  en  todo  extremo;  pero  con  todo,  me  esforcé  lo  más  que 
pude,  y  con  voz  tembladora  y  doliente  le  dije  tantas  y  tales  cosas,  que 
le  hicieron  suspender  la  ejecución  de  tan  riguroso  castigo.  Finalmente, 
hizo  traer  ante  sí  todas  las  dueñas  de  palacio,  que  fueron  éstas  que  es- 
tán i)resentes;  y  después  de  haber  exagerado  nuestra  culpa,  y  vitupera- 
do las  condiciones  de  las  dueñas,  sus  malas  mañas  y  peores  trazas,  y 
cai-gando  á  todas  la  culpa  que  yo  sola  tenía,  dijo  que  no  quería  coli 
pena  capital  castigarnos,  sino  con  otras  penas  dilatadas,  que  nos  diesen 
una  muerte  civil  y  continua;  y  en  aquel  mismo  momento  y  punto  que 
acabó  de  decir  esto,  sentimos  todas  que  se  nos  abrían  los  poros  de  la 
cara,  y  que  por  toda  ella  nos  punzaban  como  con  puntas  de  agujas. 
.Vendimos  luego  con  las  manos  á  los  rostros,  y  hallámonos  de  la  mane- 
ra que  ahora  veréis. 

Y  luego  la  Dolorida  y  las  demás  dueñas  alzaron  los  antifaces  con 
que  cubiertas  venían,  y  descubrieron  los  rostros,  todos  poblados  de 
barbas,  cuáles  rubias,  cuáles  negras,  cuáles  blancas  y  cuáles  albarraza- 
das;  de  cuya  vista  mostraron  quedar  admirados  el  Í)uque  y  la  Duque- 
sa, pasmados  Don  (Quijote  y  Sancho,  y  atónitos  todos  los  piesentes;  y 
la  Trifaldi  prosiguió:  'Desta  manera  nos  castigó  aquel  follón  y  mal  in- 
tencionado de  Malambruno,  cubriendo  la  blandura  y  morbidez  de  nues- 
tros rostros  con  la  aspereza  destas  cerdas;  que  ¡pluguiera  al  cielo  que 


660 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


antes  con  su  desmesurado  alfanje  nos  hubiera  derribado  las  testas,  que 
no  que  nos  asombrara  la  luz  de  nuestras  caras  con  esta  borra  que  nos 
cubre!  Porque,  si  entramos  en  cuenta,  señores  míos...  y  esto  que  voy  á 
decir  agora,  lo  quisiera  decir  hechos  mis  ojos  fuentes,  pero  la  conside- 
ración de  nuestra  desgracia,  y  los  mares  que  hasta  aquí  han  llovido,  los 
tienen  sin  humor  y  secos  como  aristas;  y  así  lo  diré  sin  lágrimas.  Digo, 
pues,  que  ¿adonde  podrá  ir  una  dueña  con  barbas?  ¿Qué  padre  ó  qué 
madre  se  dolerá  della?  ¿Quién  le  dará  ayuda?  Pues  aun  cuando  tiene 
la  tez  lisa  y  el  rostro  martirizado  con  mil  suertes  de  menjurjes  y  mu- 
das, apenas  halla  Cjuien  bien  la  quiera,  ¿qué  hará  cuando  descubra  he- 
cho un  bosque  su  rostro?  ¡Oh  dueñas  y  compañeras  mías;  en  desdicha- 
do punto  nacimos,  en  hora  menguada  nuestros  padres  nos  engendra- 
ron!» Y  diciendo  esto,  dio  muestras  de  desmavaree. 


CAPITULO    XL 


Da  cosas  que  atañen  y  tocan  á  esta  aventura  y  á  esta  memorable  historia. 


EAL  y  verdaderamente,  todos  los  que  gustan  de  semejantes  his- 
torias  como  ésta,  deben  de  mostrarse  agradecidos  á  Cide  Ha- 
•^  mete,  su  autor  primero,  por  la  curiosidad  que  tuvo  en  contarnos 
';vV  lí^s  seminimas  della,  sin  dejar  cosa,  por  menuda  que  fuese,  que 
10  la  sacase  á  luz  distintamente.  Pinta  ios  pensamientos,  descubre  las 
maginaciones,  responde  á  las  tácticas,  aclara  las  dudas,  resuelve  los 
irgumentos;  finalmente,  los  átomos  del  más  curioso  deseo  manifiesta. 
Oh  autor  celebérrimo!  ¡Oh  Don  Quijote  dichoso!  ¡Oh  Dulcinea  famosa! 
Oh  Sancho  Panza  gracioso!  Todos  juntos,  y  cada  uno  de  por  sí,  viváis 
iglos  infinitos,  para  gusto  y  general  pasatiempo  de  los  vivientes. 

Dice,  pues,  la  historia  que  así  como  Sancho  vio  desmayada  á  la 
dolorida,  dijo:  «Por  la  fe  de  hombre  de  bien  juro,  y  por  el  siglo  de 
odos  mis  pasados  los  Panzas,  que  jamás  he  oído  ni  visto,  ni  mi  amo 
ne  |ha  contado,  ni  en  su  pensaixdento  ha  cabido,  semejante  aventura 
orno  ésta.  ¡Válgate  mil  Satanases,  por  no  maldecirte  por  encantador 
'  gigante  Malambruno!  ¿Y  no  hallaste  otro  género  de  castigo  que  dar 
.  estas  pecadoras,  sino  el  de  barbarlas?  ¿Cómo?  ¿Y  no  fuera  mejor,  y  á 
Has  les  estuviera  más  á  cuento,  quitarles  la  mitad  de  las  narices  de 
uedio  abajo,  aunque  hablaran  gangoso,  que  no  ponerles  barbas?  Apos- 
aré  yo  que  no  tienen  hacienda  para  pagar  á  quien  las  rape.» 

—Así  es  la  verdad,  señor,  respondió  una  de  las  doce,  c[ue  no  tene- 
uos  hacienda  para  mondarnos;  y  así,  hemos  tomado,  algunas  de  nos- 


062  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

otras,  por  remedio  ahorrativo,  de  usar  de  unos  pegotes  ó  parches  pega- 
josos, y  aplicándolos  á  los  rostros  y  tirando  de  golpe,  quedamos  rasas  y 
lisas  como  fondo  de  mortero  de  piedra;  que  puesto  que  hay  en  Gandaya 
mujeres  que  andan  de  casa  en  casa  á  quitar  el  vello  y  á  pulir  las  cejas 
y  hacer  otros  menjurjes  tocantes  á  mujeres,  nosotras,  las  dueñas  de  mi 
señora,  por  jamás  quisimos  admitirlas,  porque  las  más  oliscan  á  ter- 
ceras, habiendo  dejado  de  ser  primas;  y  si  por  el  señor  Don  Quijote  no 
somos  remediadas,  con  barbas  nos  llevarán  á  la  sepultura. 

— Yo  me  pelaría  las  mías,  dijo  Don  Quijote,  en  tierra  de  moros,  si 
no  remediase  las  vuestras. 

A  este  punto  volvió  de  su  desmayo  la  Trifaldi,  y  dijo:  «El  retintín 
desa  promesa,  valeroso  caballero,  en  medio  de  mi  desmayo  llegó  á  mis 
oídos,  y  ha  sido  parte  para  que  yo  del  vuelva,  y  cobre  todos  mis  senti- 
dos; y  así,  de  nuevo  os  suplico,  andante  ínclito  y  señor  indomable: 
vuestra  graciosa  promesa  se  convierta  en  obra. 

— Por  mí  no  quedará,  respondió  Don  (Quijote;  ved,  señora,  qué  es  lo 
que' tengo  de  hacer;  que  el  ánimo  está  muy  pronto  para  serviros. 

—Es  el  caso,  respondió  la  Dolorida,  que  desde  aquí  al  reino  de  Gan- 
daya, si  se  va  por  tierra,  hay  cinco  mil  leguas,  dos  más  ó  menos;  pero 
si  se  va  por  el  aire  y  por  línea  recta,  liay  tres  mil  y  docientas  y  veinte 
y  siete.  Es  también  de  saber,  que  ^Slalí^mbruno  me  dijo  que,  cuando  la 
suerte  me  deparase  al  caballero  nuestro  libertador,  que  él  le  enviaría 
una  cabalgadura  harto  mejor  y  con  menos  malicias. que  las  que  son  de 
retorno;  porque  ha  de  ser  aquel  mesmo  caballo  de  madera  sobre  quien 
llevó  el  valeroso  Fierres  robada  á  la  linda  Magalona;  el  cual  caballo  se 
rige  por  una  clavija  que  tiene  en  el  cuello,  que  le  sirve  de  freno,  y 
vuela  por  el  aire  con  tanta  ligereza,  que  parece  que  los  mesmos  diablos 
le  llevan.  Este  tal  caballo,  según  es  tradición  antigua,  fué  compuesto 
por  aquel  sabio  Merlín.  Prestósele  á  Fierres,  que  era  su  amigo,  cor;  el 
cual  hizo  grandes  viajes,  y  robó,  como  se  ha  dicho,  á  la  linda  Maga- 
lona, llevándola  á  las  ancas  por  el  aire,  dejando  embobados  á  cuantos 
desde  la  tierra  los  miraban;  y  no  le  prestaba  sino  á  quien  él  quería,  ó 
mejor  se  lo  pagaba;  y  desde  el  gran  Fierres  hasta  agora,  no  sabemos 
qué  haya  subido  alguno  en  él.  De  allí  le  ha  sacado  I\Ialambruno  con 
sus  artes,  y  le  tiene  en  su  poder,  y  se  sirve  del  en  sus  viajes,  que  los 
hace  por  momentos  por  diversas  partes  del  mundo,  y  hoy  está  aquí  y 
mane  na  en  Francia,  y  otro  día  en  Fotosí;  y  es  lo  bueno,  que  el  tal 
caballo  ni  come  ni  duerme  ni  gasta  herraduras,  y  lleva  un  portante  por 
los  aires,  sin  tener  alas,  que  el  que  lleva  encima  puede  llevar  una  taza 
llena  de  agua  en  la  mano  sin  que  se  le  derrame  gota,  según  camina 
llano  y  reposado,  por  lo  cual  la  linda  Magalona  se  holgaba  mucho  de 
andar  caballera  en  él. 

A  esto  dijo  Sancho:  «Fara  andar  reposado  y  llano,  mi  Rucio,  puesto 
que  no  anda  por  los  aires;  pero  por  la  tierra,  yo  le  cutiré  con  cuantos 
portantes  hay  en  el  mundo.  >^ 

Riéronse  todos,  y  la  Dolorida  prosiguió:  «Y  este  tal  caballo,  si  es 
que  Malambruno  quiere  dar  hn  á  nuestra  desgracia,  antes  que  sea  me- 


i'AKTK    SKGL'MUA. CAlMl'l  Lo     M,  ()63 

diíi  hora  entrada  la  noche  estará  en  nuestra  presencia;  porque  él  me 
sií>nitic<)  (jue  la  señal  que  me  daría  por  donde  yo  entendiese  que  había 
hallado  el  cahallert)  que  buscaba,  sería  enviarme  el  caballo,  donde  fue- 
se con  comodidad  y  presteza.» 

— ¿Y  cuántos  caben  en  ese  caballoV,  preijuntó  Sancho. 
La  Dolorida  respondió:  '  Dos  personas,  la  una  en  la  silla  y  la  otra 
en  las  ancas;  y,  ])or  la  mayor  parte,  estas  tales  dos  ])ersonas  son  caba- 
llero y  escudero,  cuando  falta  aliíuna  rc'bada  doncella.» 

— (Querría  yo  sal)er,  señora  Dolorida,  dijo  Sancho,  qué  nombre  tiene 
ese  caballo. 

—El  nombre,  res})ondió  la  Dolorida,  no  es  como  el  caballo  de  Bele- 
rufonte,  que  se  llamaba  Pei^aso;  ni  como  el  del  Magano  Alejandro,  lla- 
mado Bucéfalo;  ni  como  el  del  furioso  Orlando,  cuyo  nombre  fué  Bri- 
lladoro;  ni  menos  Bayarte,  que  fué  el  de  Reinaldos  dt  Montalbán;  ni 
l'rontino,  como  el  de  Rutero;  ni  Etonte  ni  Piroente,  como  dicen  que  se 
llaman  los  .del  Sol;  ni  tampoco  se  llama  Orelia,  como  el  caballo  en  que 
el  desdichado  Rodrigo,  último  rey  de  los  jíodos,  entró  en  la  batalla  don 
<le  perdió  la  vida  y  el  reino. 

—Yo  apostaré,  dijo  Sancho,  que  pues  no  le  han  dado  nin.uuno  desos 
famosos  nombres  de  caballos  tan  conocidos,  que  tam[)OCo  le  habrán 
dado  el  de  mi  amo,  Rocinante,  que  en  ser  propio  excede  á  todos  los 
(jue  se  han  nombrado. 

— ^Así  es,  res]:»ondió  la  barbada  condesa;  pero  todavía  le  cuadra  mu- 
cho, porque  se  llama  Chivilffío  d  Alígero,  cuyo  nombre  conviene  con  el 
-^er  de  leño,  y  con  la  clavija  que  trae  en  el  cuello,  y  con  la  ligereza  con 
(ue  camina;  y  así,  en  cuanto  al   nombre,  bien   puede  competir  con  el 
lamoso  Rocinante. 

— No  me  descontenta  el  nombre,  repHcó  Sancho;  pero  ¿con  qué  freno 
•  con  qué  jáquima  se  gobierna? 

— Ya  he  dicho,  respondió  la  Trifaldi,  que  con  la  clavija;  que  vol- 
viéndola á  una  ])arte  ó  á  otra  el  caballero  que  va  encima,  le  hace  cami- 
lar  como  quiere,  ó  ya  por  los  aires,  ó  ya  rastreando  y  casi  barriendo  la 
ierra,  ó  ])or  el  medio,  que  es  el  que  se  busca  y  se  ha  de  tener  en  todas 
as  acciones  bien  ordenadas. 

— Ya  lo  querría  ver,  respondió  Sancho;  ]>ero  pensar  que  tengo  de  su- 
>ir  en  él,  ni  en  la  silla  ni  en  las  ?ancas,  es  pedir  peras  al  olmo.  ¡Bueno  es 
jue  apenas  puedo  tenerme  en  mi  Rucio  y  sobre  una  albarda  más  blan- 
la  que  la  mesma  seda,  y  querrían  ahora  cjue  me  tuviese  en  unas  aneas 
le  tabla,  sin  cojín  ni  almohada  alguna!  Pardiez,  yo  no  me  pieneo  moler 
)or  quitar  las  barbas  á  nadie.  Cada  cual  se  rape  como  más  le  viniere  á 
■ueato;  que  yo  no  pienso  acompañar  á  mi  señor  en  tan  largo  viaje; 
•uanto  más,  que  yo  no  debo  de  ser  al  caso  para  el  rapamiento  destas 
»arbas,  como  lo  soy  para  el  desencanto  de  mi  señora  Dulcinea. 

— Sí  sois,  amigo,  respondió  la  Trifaldi;  y  tanto,  que  sin  vuestra  pre- 
sencia, entiendo  que  no  haremos  nada. 

— ¡Aquí  del  Rey!,  dijo  Sancho:  ¿qué  tienen  que  ver  los  escuderos  con 
as  aventuras  de  sus  sefiorosV  ¿Hanse  de  llevar  ellos  la  fama  de  las  que 


664  DON  QUIJOTE  DE   LA  MANCHA 

acaban,  y  hemos  de  llevar  nosotros  el  trabajo?  ¡Cuerpo  de  mí!  Aun  si 
dijesen  los  historiadores:  «el  tal  caballero  acabó  la  tal  y  tal  aventura, 
pero  con  ayuda  de  Fulano,  su  escudero,  sin  el  cual  fuera  imposible  el 
acabarla»:  pero  ¡que  escriban  á  secas:  «Don  Paralipómenon  de  las  Tres 
Estrellas  acabó  la  aventura  de  los  seis  vestiglos»,  sin  nombrar  la  perso- 
na de  su  escudero,  c{ue  se  halló  presente  á  todo,  como  si  no  fuera  en  el 
mundo!  Ahora,  señores,  vuelvo  á  decir  que  mi  señor  se  puede  ir  solo,  y 
buen  provecho  le  haga;  que  yo  me  quedaré  aquí  en  compañía  de  la 
Duquesa,  mi  señora;  y  podría  ser  que  cuando  volviese,  hallase  mejora- 
da la  causa  de  la  señora  Dulcinea  en  tercio  y  quinto;  porque  pienso,  en 
los  ratos  ociosos  y  desocupados,  darme  una  tanda  de  azotes,  que  no  me 
la  cubra  pelo. 

— Con  todo  eso,  le  habéis  de  acompañar  si  fuere  necesario,  buen 
Sancho,  porque  os  lo  rogarán  buenos;  c{ue  no  han  de  quedar  por  vue-í- 
tro  inútil  temor  tan  poblados  los  rostros  destas  señoras;  que,  cierto,  se- 
ría mal  caso. 

— ¡Aquí  del  Rey  otra  vez!,  replicó  Sancho.  Cuando. esta  caridad  se 
hiciera  por  algunas  doncellas  recogidas  ó  por  algunas  niñas  de  la  doc- 
trina, pudiera  el  hombre  aventurarse  á  cualquier  trabajo;  pero  ¿que  lo 
sufra  por  quitar  las  barbas  á  dueñas?  ¡Mal  año!  Mal  que  las  viese  yo  á 
todas  con  barbas  desde  la  mayor  hasta  la  menor,  y  de  la  menos  melin- 
drosa hasta  la  más  repulgada. 

— Mal  estáis  con  las  dueñas,  Sancho  amigo,  dijo  la  Duquesa;  mucho 
os  vais  tras  la  opinión  del  boticario  toledano.  Pues  á  fe  que  no  tenéis 
razón;  que  dueñas  hay  en  mi  casa  que  pueden  ser  ejemplo  de  dueñas; 
que  aquí  está  mi  doña  Rodríguez,  que  no  me  dejará  decir  otra  cosa. 

— Mas  que  la  diga  vuestra  excelencia,  dijo  la  Rodríguez;  que  Dios 
sabe  la  verdad  de  todo;  y  buenas  ó  malas,  barbadas  ó  lampiñas,  que 
seamos  las  dueñas,  también  nos  parieron  nuestras  madres  como  á  las 
otras  mujeres;  y  pues  Dios  nos  echó  en  el  mundo,  él  sabe  para  qué,  y 
á  su  misericordia  me  atengo,  y  no  á  las  barbas  de  nadie. 

— Ahora  bien,  señora  Rodríguez,  dijo  Don  Quijote,  y  señora  Trifal- 
di  y  compañía,  yo  espero  en  el  cielo  que  mirará  con  buenos  ojos  vues- 
tras cuitas;  que  Sancho  hará  lo  que  yo  le  mandare.  Ya  viniese  Clavile- 
ño,  y  ya  me  viese  con  Malambruno;  que  yo  sé  que  no  habría  navaja 
que  con  más  facilidad  rapase  á  vuestras  mercedes,  como  mi  espada  ra- 
paría de  los  hombros  la  cabeza  de  Malambruno;  cjue  Dios  sufre  á  los 
malos,  pero.no  para  siempre. 

— ¡Ay!,  dijo  á  esta  sazón  la  Dolorida:  con  benignos  ojos  miren  á  vues- 
tra grandeza,  valeroso  caballero,  todas  las  estrellas  de  las  regiones  ce- 
lestes, é  infundan  en  vuestro  ánimo  toda  prosperidad  y  valentía,  para 
ser  escudo  y  amparo  del  vituperoso  y  abatido  género  dueñesco,  abomi- 
nado de  boticarios,  murmurado  de  escuderos  y  socaliñado  de  pajes; 
que  ¡mal  haya  la  bellaca  que  en  la  flor  de  su  edad  no  se  metió  pri- 
mero á  ser  monja  que  á  dueña!  ¡Desdichadas  de  nosotras  las  due- 
ñas, que  aunque  vengamos  por  línea  recta  de  varón  en  varón  del 
mismo  Héctor  el  troyano,  no  dejarán  de  echarnos  un  vos  nuestras  seño- 


PAKTK    SEGUNDA. 


-CAl'lTL'LO    XL 


()))5 


is,  si  pensasen  por  ello  ser  reinas.  ¡Oh  gigante  Malanibruuo,  que  aun- 
ae  eres  encantador,  eres  certísimo  en   tus  promesas!,  enviamos  ya  al 
n  parClavileño,  para  que  nuestra  desdicha  se  acabe,  que  si  entra  más 
calor,  y  estas  nuestras  bambas  duran,  ¡guay  de  nuestra  ventura! 

Dijo  esto  con  tanta  sentimiento  la  Trifaldi,  que  sacó  las  lágrimas 
'  los  ojos  de  todos  los  circunstantes,  y  aun  arrasó  los  de  Sancho;  y 
'opuso  en  »u  corazón  de  acom[)añar  á  su  señor  hasta  las  últimas  par- 
s  del  mundo,  si  es  que  en  ello  consistiese  quitar  la  lana  de  aquellos 
'nerables  rostros. 


[-4^ 


rAriTULO  XLI 
De  la  venida  d§  Clavileño,  con  el  fin  desta  dilatada  aventura. 


LEGÓ  en  esto  la  noche,  y  con  ella  el  punto  determinado  en  qi 
pj  el  famoso  caballo  Clavileño  viniese,  cuya  tardanza  fatigaba  3 
^\%  á  Don  Quijote,  pareciéndole  que,  pues  Malambruno  se  deten 
~-^"  en  enviarle,,  ó  que  él  no  era  el  caballero  para  quien  estal 
guardada  aquella  aventura,  ó  que  Malambruno  no  osaba  venir  con  él 
singular  batalla.  Pero  veis  aquí,  cuando  á  deshora  entraron  por  el  ja 
din  cuatro  salvo  jes,' vestidos  tocios  de  verde  hiedra,  que  sobre  sus  hor 
brop  traían  un  gran  caballo  de  naadera. 

Pusiéronle  de  pies  en  el  suelo,  y  uno  de  los  salvajes  dijo:  <'Suba  s 
brc  esta  máquina  el  caballero  que  tuviere  ánimo  para  ello.» 

Aciuí  dijo  Sancho:  <  Yo  no  subo,  porque  ni  tengo  ánimo  ni  soy  c 
1  tallero.  >^ 

Y  el  salvaje  i)rosiguió  diciendo:  Y  ocupe  las  anca?  el  escudero, 
es  que  lo  tiene,  y  fíese  del  valeroso  Malambruno;  que,  si  no  fuere  de  f 
espada,  de  ninguna  otia*,  ni  de  otra  malicia  será  ofendido;  y  no  hí 
más  que  torcer  esta  clavija  que  sobre  el  cuello  trae  puesta  el  caball 
i\ue  él  los  llevará  por  los  aires,  adonde  los  atiende  Malambruno;  [)er 
porque  la  alteza  y  sublimidad  del  camino  no  les  cause  vaguidos,  se  ha 
de  cubrir  los  (-jos  hasta  que  el  caballo  relinche,  que  será  señal  de  h 
ber  dado  ñn  á  su  viaje.; 

Esto  dicho,  dejando  á  Clavileño,  con  gentil  continente  se  volvierc 
por  donde  habían  venido. 

La  Dolorida,  así  como  vio  al  caballo,  casi  con  lágrimas  dijo  á  De 
(Quijote:   Y'alci'üso  caballero,  las  promesas   de   Mídambruno   han  sic 


l'AliTK    SEGUNÜA. CAVITUI-O     XJ.l  *►<>< 


eitas;  el  caballo  está  en  cusa,  nuestras  barbas  cj-ecen,  y  cada  una  <le 
jsotras,  y  con  cada  pelo  dellas,  te  sui)l¡cain()S  nos  rapes  y  tundas,  pues 
:>  está  eii  más  sino  en  (jue  subas  en  él  con  tu  escudero,  y  des  felice 
rincipio  á  vuestro  nuevo  viaje.» 

— Eso  haré  yo,  señora  condesa  Trifaldi,  <le  muy  inien  ^rado  y  de 
lejor  talante,  sin  ponerme  a  tomar  cojín  ni  calzanne  espuelas,  [»or  m. 
3tenerme:  tanta  es  la  .2;ana  que  ten.iío  de  veros  a  vos,  señora,  y  a  tttdas 
;tas  dueñas,  rasas  y  mondas. 

— Eso  no  haré  yo,  dijo  Sancho,  ni  de  malo  ni  de  buen  talante,  en 
n^íuna  manera;  y  si  es  que  este  rapamiento  no  se  puede  hacer  sin  <iue 
)  suba  a  las  ancas,  bien  puede  buscar  mi  señor  otro  escudero  que  le 
;ompañe,  y  estas  señoras  otro  modo  de  aüsarse  los  rostros;  (¡ue  yo  no 
•y  brujo,  para  gustar  de  andar  por  los  aires.  ¿Y  qué  dirán  mis  insula- 
)S  cuando  sepan  que  su  orobernador  se  anda  paseando  i)or  los  vientos? 
otra  cosa  más,  que  habiendo  tre^  mil  y  tantas  leguas  de  aquí  á  Can- 
lya,  si  el  caballo  se  cansa  ó  el  gigante  se  enoja,  tardaremos  en  dar  la 
lelta  media  dt)cena  de  años,  y  ya  ni  habni  ínsula,  ni  ínsulos  en  el 
undo  ({ue  me  conozcan;  y  pues  se  dice  comúnmente  que  en  la  tardan/.a 
i  el  peligro,  y  que  cuando  te  dieren  la  vaquilla  acudas  con  la  soguillt», 
ordénenme  las  barbas  destas  señoras;  que  Ijien  se  está  San  Pedro  en 
oma;  quiero  decir,  que  bien  me  estoy  en  esta  casa,  donde  tanta  raer- 
•d  se  me  hace,  y  de  cuyo  dueño  tan  gran  bien  espero  como  es  verme 
)bernador. 

A  lo  que  el  Duque  dijo:  «Sancho  amigo,  la  ínsula  (jue  yo  os  he  pro- 
etido  no  es  movible  ni  fugitiva;  raíces  tiene  tan  hondas,  echadas  en 
s  abismos  de  la  tierra,  que  no  la  arrancarán  ni  nmdarán  de  donde  esta 
tres  tirones,  y  pues  vos  sabéis,  y  sé  yo,  que  no  hay  ningún  género  de 
icio  destos  de  mayor  cuantía  que  no  se  granjee  con  alguna  suerte  de 
hecho,  cual  más,  cual  menos,  el  que  yo  quiero  llevar  por  este  gobier- 
),  es  que  vais  con  vuestro  señor  Don  Quijote  á  dar  cima  y  cabo  á  esta 
emorable  aventura;  que  agora  volváis  sobre  Clavilefio  con  la  brevedad 
le  su  ligereza  promete,  ora  la  contraria  íortuna  os  traiga  y  vuelva  á 
!  e,  hecho  romero,  de  mesón  en  mesón  y  de  venta  en  venta,  siempre 
le  volviéredes  hallaréis  vuestra  ínsula  donde  la  dejáis,  y  á  vuestros 
sulanos  con  el  mesmo  deseo  de  recebiros  por  su  gobernador  que 
3mpre  han  tenido,  y  mi  voluntad  será  la  mesma;  y  no  pongáis  duda 
.  esta  verdad,  señor  Sancho;  que  sería  hacer  notorio  agravio  al  deseo 
le  de  serviros  tengo.» 

— No  más,  señor,  dijo  Sancho;  yo  soy  un  pobre  escudero,  y  no  puedo 
var  á  cuestas  tantas  cortesías.  Suba  mi  amo,  tápenme  estos  ojos  y 
comiéndenme  á  Dios,  y  avísenme  si.  cuando  vamos  por  esas  altané- 
is, podré  encomendarme  á  nuestro  Señor  ó  invocar  los  ángeles,  que 
e  favorezcan. 

A  lo  que  respondió  la  Trifaldi:  «Sancho,  bien  podéis  encomendaros 
Dios,  ó  á  quien  quisiéredes;  que  Malambruno,  aunque  es  encantador, 
cristiano,  y  hace  sus  encantamentos  con  mucha  sagacidad  y  con 
ucho  tiento,  sin  meterse  con  nadie.» 


668  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Ea,  pues,  dijo  Sancho,  Dios  me  ayude  y  la  Santísima  Trinidad  d« 
Gaeta. 

— Desde  la  "memorable  aventura  de  los  batanes,  dijo  Don  Quijote 
nunca  he  visto  á  Sancho  con  tanto  temor  como  agora;  y  si  yo  fuera  tai 
agorero  como  otros,  su  pusilanimidad  me  hiciera  algunas  cosquillas  ei 
el  ánimo.  Pero  llegaos  aquí,  Sancho;  que,  con  licencia  destos  señores 
os  quiero  hablar  aparte  dos  palabras.  Y  apartando  á  Sancho  entre  uno,- 
árboles  del  jardín,  y  asiéndole  ambas  las  enanos,  le  dijo:  Ya  ves,  Sanch( 
hermano,  el  largo  viaje  c[ue  nos  espera,  y  que  sabe  Dios  cuándo  volve 
remos  del,  ni  la  comodidad  y  espacio  que  nos  darán  los  negocios;  y  así 
querría  que  ahora  te  retirases  en  tu  aposento,  como  que  vas  á  busca; 
alguna  cosa  necesaria  para  el  camino,  y  en  un  daca  las  pajas  te  dieses 
á  buena  cuenta  de  los  tres  mil  y  trecientos  azotes  á  que  estás  obligado 
siquiera  quinientos;  que  dados  te  los  tendrás;  que  el  comenzar  las  cosa; 
es  tenerlas  medio  acabadas. 

— ¡Por  Dios,  dijo  Sancho,  que  vuesa  merced  debe  de  ser  menguado 
Esto  es  como  aquello  cjuc  dicen:  «empreñada  me  ves,  y  ¡doncelled  me 
demandas!»  Agora,  que  tengo  de  ir  sentado  en  una  tabla  rasa,  ¿quiert 
vuesa  merced  que  me  lastime  las  posas?  En  verdad,  en  ver-dad,  que  nc 
tiene  vuesa  merced  razón,  ^"amos  ahora  á  rapar  estas  dueñas;  que  á  k 
vuelta,  yo  le  prometo  á  vuesa  merced,  como  quien  soy,  de  darme  tantí 
priesa  á  salir  de  mi  obligación,  que  vuesa  merced  se  contente...  y  no  It 
digo  más. 

Y  Don  Quijote  respondió:  «Pues  con  esa  promesa,  buen  Sancho,  vo} 
consolado,  y  creo  que  la  cumplirás;  porque,  en  efeto,  aunque  tonto 
eres  hombre  verídico. » 

— No  soy  verde,  sino  moreno,  dijo  Sancho;  pero,  aunque  fuera  dt 
mezcla,  cumpliera  mi  palabra. 

Y  con  esto,  se  volvieron  á  subir  en  Clavileño,  y  al  subir,  dijo  Don 
Quijote:  «Tapaos,  Sancho,  y  subid,  Sancho;  que  quien  de  tan  lueñas 
tierras  envía  por  nosotros  no  será  para  engañarnos,  por  la  poca  gloria 
c^ue  le  puede  redundar  de  engañar  á  quien  del  se  fía;  y  puesto  que  todo 
sucediese  al  revés  de  lo  que  imagino,  la  gloria  de  haber  emprendido 
esta  hazaña  no  la  podrá  escurecer  malicia  alguna. » 

—Vamos,  señor,  dijo  Sancho;  C|ue  las  barbas  y  lágrimas  destas  seño- 
ras las  tengo  clavadas  en  el  corazón,  y  no  comeré  bocado  que  bien  me 
sepa  hasta  verlas  en  su  primera  lisura.  Suba  vuesa  merced  y  tá})ese 
primero;  que  si  yo  tengo  de  ir  á  las  ancas,  claro  está  que  primero  sube 
el  de  la  silla. 

— Así  es  la  verdad,  replicó  Don  Quijote;  y  saeando  un  pañuelo  de  la 
faldriquera,  pidió  á  la  Dolorida  que  le  cubriese  muy  bien  los  ojos;  y 
habiéndoselos  cubierto,  se  voháó  á  descubrir  y  dijo:  Si  mal  no  me 
acuerdo,  yo  he  leído  en  Virgilio  aquello  del  Paladión  de  Troya,  que  fué 
un  caballo  de  madera  que  los  griegos  presentaron  á  la  diosa  Palas,  el 
cual  iba  preñado  de  caballeros  armados,  que  después  fueron  la  total 
ruina  de  Troya;  3-  así,  será  bien  ver  primero  lo  que  Clavileño  trae  en  su 
estómago. 


PARTE    SEGUNDA. CAPÍTULO    XLI  6(39 

— No  hav  \K\Ya  qué.  dijo  la  Dolorida;  que  yo  le  fío,  y  sé  que  Malam- 
runo  no  tiene  nada  de  malicioso  ni  de  traidor;  vuesa  merced,  señor 
)on  Quijote,  suba  sin  pavor  alguno,  y  ¡á  mi  daño  si  alguno  le  sucediere! 
Parecióle  á  Don  (^uijcte  que  cualquiera  cosa  que  replicase  acerca  de 
1  a  seguridad  sería  poner  en  detrimento  su  valentía;  y  así,  sin  más  alter- 
ar, subió  sobre  Clavileño  y  le  tentó  la  clavija,  que  fácilmente  se  rodea- 
a;  y  como  no  tenía  estribos,  y  le  colgaban  las  piernas,  no  i)arecía  sinf) 
\gura.  de  tapiz  flamenco,  pintada  ó  tejida,  en  algún  romano  triunfo.  De 
;,ial  talante  y  poco  á  poco  llegó  á  subir  Sancho;  y  acomodándose  lo  me- 
)r  i\UQ  pudo  en  las  ancas,  las  halló  aUo  duras  y  no  nada  blandas,  y  pi- 
^  ió  al  Duque,  que,  si  fuese  posible,  le  acomodasen  de  algún  cojín  ó  de 
ilguna  almohada,  aunque  fuese  del  estrado  de  su  señora  la  Du(iuesa  ó 
I  el  lecho  de  algún  paje,  porque  las  ancas  de  aquel  caballo  más  parecían 
íl<e  mármol  que  de  leño. 

í      A  esto  dijo  la  Trifaldi  que  ningún  jaez  ni  ningún  género  de  adorno 
I  afría  sobre  sí  Clavileño;  que  lo  que  podía  hager  era,  |)onerse  á  muje- 
lega,  y  que  así  no  sentiría  tanto  la  dureza. 

Hízolo  así  Sancho,  y  diciendo  á  Dim  se  dejó  vendar  los  ojos,  y  ya 
i  espués  de  vendados,  se  volvió  á  descubrir,  y  mirando  á  todos  los  del 
u'dín  tiernamente  y  con  lágrimas,  dijo  (jue  le  ayudasen  en  aquel  tran- 
3  con  sendos  paternostres  y  sendas  avemarias,  j)orque  Dios  deparase 
uien  por  ellos  los  dijese  cuando  en  semejantes  trances  se  viesen. 
•  A  lo  que  dijo  Don  Quijote:  «Ladrón,  ¿estás  puesto  en  la  horca  por 
entura,  ó  en  el  üitimo  término  de  la  vida,  para  usar  de  semejantes  pie- 
arias?  ¿No  estás,  desalmada  y  cobarde  criatura,  en  el  mismo  lugar  que 
cup(')  la  linda  Magalona,  del  cual  descendió,  no  á  la  sej)ultura,  sino  a 
3r  reina  de  Francia,  si  no  mienten  las  historias?  Y  yo,  que  voy  á  tu 
ido,  ¿no  puedo  ponerme  al  del  valeroso  Fierres,  que  0[>rimió  este  mis- 
10  lugar  que  yo  ahora  oprimo?  Cúbrete,  cúbrete,  animal  descorazona- 
0,  y  no  te  salga  á  la  boca  el  temor  que  tienes,  á  lo  menos  en  présen- 
la mía. 
— Tápenme,  respondió  Sancho;  y  pues  no  quieren  que  me  encomien- 
e  á  Dios  ni  que  sea  encomendado,  ¿qué  mucho  que  tema  no  ande  por 
quí  alguna  región  de  diablos  que  den  con  nosotros  en  Peralvillo? 

Cubriéronle,  y  sintiendo  Don  Quijote  que  estaba  como  había  de  es- 
u\  tentó  la  clavija,  y  apenas  hubo  puesto  los  dedos  en  ella,  cuando  to- 
as las  dueñas  y  cuantos  estaban  presentes  levantaron  la  voces,  dicien- 
o:  «¡Dios  te  guíe,  valeroso  caballero!  ¡Dios  sea  contigo,  escudero  intré- 
ido!  Ya,  ya  vais  por  esos  aires,  rompiéndolos  con  más  velocidad  que 
na  saeta,  ya  comenzáis  á  suspender  y  admirar  á  cuantos  desde  la  tie- 
•a  os  están  mirando.  Tente,  valeroso  Sancho,  que  te  bamboleas;  mira 
o  cavas;  que  será  peor  tu  caída  que  la  del  atrevido  mozo  que  quiso  re- 
ir  el  carro  del  Sol,  su  padre.» 

Oyó  Sancho  las  voces,  y  apretándose  con  su  amo  y  ciñéndole  con 
)S  brazos,  le  dijo:  «Señor,  ¿cómo  dicen  éstos  que  vamos  tan  altos  si  al- 
anzan acá  sus  voces,  y  no  parece  sino  que  están  aquí  hablando  junto 
nosotros? 


670  DON  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 

— No  repares  en  eso,  Sancho;  que  como  estas  cosas  y  estas  volatería 
van  fuera  de  los  cursos  ordinarios,  de -mil  leguas  verás  y  oirás  lo  qu 
quisieres;  y  no  me  aprietes  tanto,  que  me  derribas;  y  en  verdad  que  n( 
sé  de  qué  te  turbas  ni  te  espantas;  que  osaré  jurar  que  en  todos  los  día 
de  mi  vida  he  subido  en  cabalgadura  de  paso  más  llano:  no  parece  sin( 
que  no  nos  movemos  de  un  lugar.  Destierra,  amigo,  el  miedo;  que,  ei 
efeto,  la  cosa  va  como  ha  de  ir,  y  el  viento  llevamos  en  popa. 

— Así  es  la  verdad,  respondió  Sancho;  que  por  este  lado  me  da  ui 
viento  tan  recio,  que  parece  que  con  mil  fuelles  me  están  soplando.  1 
así  era  ello,  que  con  unos  grandes  fuelles  le  estaban  haciendo  aire;  tai 
bien  trazada  estaba  la  tal  aventura  por  el  Duque  y  la  Duquesa  y  su  ma 
yordomo,  que  no  le  faltó  requisito  que  la  dejase  de  hacer  perfecta. 

Sintiéndose,  pues,  soplar  Don  Quijote,  dijo:  «Sin  duda  alguna,  San 
cho,  que  ya  debemos  de  llegar  á  la  segunda  región  del  aire,  adonde  s( 
engendra  el  granizo  y  las  nieves;  los  truenos,  los  relámpagos  y  los  ra 
y  os  se  engendran  en  la  tercera  región;  y  si  es  que  desta  manera  vamo; 
subiendo,  presto  daremos  en  la  región  del  fuego;  y  no  sé  yo  cómo  tem 
piar  esta  clavija,  para  que  no  subamos  donde  nos  abrasemos.  >> 

En  esto,  con  unas  estopas,  ligeras  de  encenderse  y  apagarse,  pen 
dientes  de  una  caña,  les  calentaban  desde  lejos  los  rostros. 

Sancho,  que  sintió  el  calor,  dijo:  «Que  me  maten  si  no  estamos  vi 
en  el  lugar  del  fuego,  ó  bien  cerca,  porque  una  gran  parte  de  mi  barbí 
se  me  ha  chamuscado,  y  estoy,  señor,  por  descubrirme  y  ver  en  qu( 
parte  estamos.» 

— No  hagas  tal,  respondió  Don  Quijote,  y  acuérdate  del  verdaden 
cuento  del  licenciado  Torralva,  á  quien  llevaron  los  diablos  en  volandaí 
por  el  aire,  caballero  en  una  caña,  "ferrados  los  ojos;  y  en  doce  hora,' 
llegó  á  Roma,  y  se  apeó  en  Torre  de  Nona,  que  es  una  calle  de  la  ciu 
dad,  y  vio  todo  el  fracaso  y  asalto  y  muerte  de  Borbón;  y  por  la  maña 
na  ya  estaba  de  vuelta  en  Madrid,  donde  dio  cuenta  de  todo  lo  que  ha 
bía  visto;  el  cual  asimismo  dijo  que  cuando  iba  por  el  aire,  le  mandó  e 
diablo  que  abriese  los  ojos,  y  los  abrió,  y  se  vio  tan  cerca,  á  su  parecer 
del  cuerpo  de  la  luna,  que  la  pudiera  asir  con  la  mano,  y  que  no  os( 
mirar  á  la  tierra,  por  no  desvanecerse.  Así  que,  Sancho,  no  hay  })arí 
qué  descubrirnos;  que  el  que  nos  lleva  á  cargo,  él  dará  cuenta  de  nos 
otros;  y  quizá  vamos  tomando  puntas  y  subiendo  en  alto  para  dejarnof 
caer  de  una  sobre  el  reino  de  Gandaya,  como  hace  el  sacre  ó  neblí  so 
bre  la  garza,  para  cogerla,  por  más  que  se  remonte;  y  aunque  nos  pare 
ce  que  no  ha  media  hora  que  nos  partimos  del  jardín,  créeme,  que  de 
hemos  de  haber  hecho  gran  camino. 

— No  sé  lo  que  es,  respondió  Sancho  Panza;  sólo  sé  decir  que  si  la  se 
ñora  Magallanes  ó  Magalona  se  contentó  destas  ancas,  que  no  debía  d( 
ser  muy  tierna  de  carnes. 

Todas  estas  pláticas  de  los  dos  valientes  oían  el  Duc|ue  y  la  Duques? 
y  los  del  jardín,  de  que  recebían  extraordinario  contento;  y  queriendi 
dar  remate  á  la  extraña  y  bien  fabricada  aventura,  por  la  cola  de  Cía 
vileño  le  pegaron  fuego  con  unas  estopas^  y  al  punto,  por  estar  el  caba 


TA  KTK    SiXi  L;  MJ  A  .     -  C  ATIT  L"  IA> 


GTl 


ílo  lleno  de  cohetes  tronadores,  voló  por  los  aires  con  ex  traño  ruido,  y 
lió  antes  con  Don  (¿uijotc  y  con  Sancho  Panza  en  el  suelo,  medio  cha- 
nuscado?. 

En  este  tiempo  ya  se  había  desparecido  del  jardín  todo  el  barbado 
•scuadrón  de  las  dueñas  y  la  Trifaldi  y  todo,  y  los  del  jardín  quedaron 
■omo  desmayados,  tendidos. por  el  suelo.  Don  Quijote  y  Sancho  se  le- 
•antaron  maUrechos;  y  mirando  á  todas  partes,  quedaron  atónitos  de 
erse  en  el  mesmt)  jardín  de  donde  habían  partido,  y  de  ver  tendido 
)or  tierra  tanto  núinei'o  de  ícente;  v  creció  más  eu  admiración  cuandr- 


V<il<)  por  los  aires  cdu  oxtraño  mido,  y  (lió  antes  con  Don  Quijote  y  con  Sancho  Pau/.a 
vu  el  suelo,  medio  chamnscadcL; 


.  un  lado  del  jardín  vieron  hincada  una  gran  lanza  en  el  suelo,  y  pen- 
iiente  della  y  de  dos  cordones  de  seda  verde  un  pergamino  lisoy  blan- 
0,  ci\  el  cual  con  grandes  letras  de  oro  estaba  escrito  io  siguiente: 

«El  ínclito  caballero  Don  Quijote  de  la  Mancha  feneció  y  acabó  la 
aventura  de  la  condesa  Trifaldi,  por  otro  nombre  llamada  la  Dueña 
Dolorida,  y  compañía,  con  sólo  intentarla. 

»Malambruno  se  da  por  contento  y  satisfecho  a  toda  su  voluntad,  y. 
las  barbas  de  las  dueñas  ya  quedan  lisas  y  mondas,  y  los  reyes  don 
Clavijo  y  Antonomasia  en  su  prísdno  estado;  y  cuando  se  cumpliere 
el  escuderil  vápulo,  la  blanca  paloma  se  vera  libre  de  los  pestíferos  ji- 
rifaltes  <|ue  la  persiguen,  y  en  brazos  de  su  querido  arrullador;  que 
así  está  ordenado  [)or  el  sabio  Merlín,  protoencantador  de  los  encan- 
tadores. > 

Habiendo,  pues,  Don  Quijote  leído  las  letras  del  pergamino,  claro, 
iteudió  que  del  desencanto  de  Dulcinea  hablaban;  y  dando  muchas 
racias  al  cielo  de  que  con  tan  poco  peligro  hubiese  acabado  tan  gran, 
■cho.  reduciendo  á  su  pasada  tez  los  rostros  de  las  venerables  dueñas,, 
ae  ya  no  parecían,  se  fué  adonde  el  Duque  y  la  Duquesa  aún  no  hn- 
ían  vuelto  en  sí,  y  trabando  de  la  mano  al  Duque,  le  dijo:  «Ea,  gran. 
;ñor,  buen  ánimo,  buen  ánimo;  que  todo  es  nada,  la  aventura  es  ya 

B.  r.— XX  44 


672  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

acabada  sin   daño   de  barras,  como  lo  muestra  claro  el  escrito  que  en 
aquel  padrón  está  puesto. 

El  Duque,  poco  á  poco,  y  como  quien  de  un  pesado  sueño  recuerda, 
fué  volviendo  en  sí,  y  por  el  mismo  tenor  la  Duquesa  y  todos  los  que 
por  el  jardín  estaban  caídos,  con  tales  muestras  de  maravilla  y  espanto, 
que  fácilmente  podían  dar  á  entender  hq^berles  acontecido  de  veras  lo 
que  tan  bien  sabían  fingir  de  burlas.  Leyó  el  Duque  el  cartel  con  los 
ojos  medio  cerrados,  y  luego  con  los  brazos  abiertos  fué  á  abrazar  á 
Don  Quijote,  diciéndole  ser  el  más  buen  caballero  que  en  ningún  siglo 
se  hubiese  visto.  Sancho  andaba  mirando  por  la  Dolorida,  por  ver  qué 
rostro  tenía  sin  las  barbas,  y  si  era  tan  hermosa  sin  ellas  como  su  ga- 
llarda disposición  prometía;  pero  dijéronle  que  así  como  Clavileño  bajó 
ardiendo  por  los  aires  y  dio  en  el  suelo,  todo  el  escuadrón  de  las  due- 
ñas, con  la  Trit'aldi,  había  desaparecido,  y  que  ya  iban  rapadas  y  sin 
cañones. 

Preguntó  la  Duquesa  á  Sancho  que  cómo  le  había  ido  en  aquel  largo 
viaje. 

Á  lo  cual  Sancho  le  respondió:  «Yo,  señora,  sentí  que  íbamos,  según 
mi  señor  me  dijo,  volando  por  la  región  del  fuego,  y  quise  descubrirme 
un  poco  los  ojos;  pero  mi  amo,  á  quien  pedí  licencia  para  descubrirme, 
no  lo  consintió;  mas  yo,  que  tengo  no  sé  qué  briznas  de  curioso,  y  de 
desear  saber  le  que  se  me  estorba  y  impide,  bonitamente  y  sin  que  na- 
die lo  viese,  por  junto  á  las  narices,  aparté  tanto  cuanto  el  pañizuelo 
que  me  tapaba  los  ojos,  y  por  aUí  miré  hacia  la  tierra,  y  parecióme  que 
toda  ella  no  era  mayor  que  un  grano  de  mostaza,  y  los  hombres  que 
andaban  sobre  ella  poco  mayores  que  avellanas;  porque  se  vea  ¡cuan 
altos  debíamos  de  ir  entonces! 

Á  esto  dijo  la  Duquesa:  «Sancha  amigo,  mirad  lo  que  decís;  que,  á 
lo  que  parece,  vos  no  vistes  la  tierra,  sino  les  hombres  que  andaban  sobre 
ella;  y  está  claro  que  si  la  tierra  os  pareció  como  un  grano  de  mostaza, 
y  cada  hombre  como  una  avellana,  un  hombre  solo  había  de  cubrir 
toda  la  tierra.» 

— Así  es  verdad,  respondió  Sancho;  pero  con  todo  eso  la  descubrí 
pór'tin  ladito,  y  la  vi  toda. 

— Mirad,  Sancho,  dijo  la  Duquesa,  que  por  un  ladito  no  se  ve  el  todo 
de  lo  que  se  mira. 

—Yo  no  sé  esas  miradas,  replicó  Sancho;  sólo  sé  que  será  bien  que 
vuestra  señoría  entienda  que  pues  volábamos  por  encantamento,  por 
encantamento  podía  yo  ver  toda  la  tierra  y  todos  los  hombres  por  do 
quiera  que  los  mirara;  y  si  esto  no  se  me  cree,  tampoco  creerá  vuesa 
merced  cómo  descubriéndome  por  junto  á  las  cejas,  me  vi  tan  junto  al 
cielo,  que  no.  había  de  mí  á  él  palmo  y  medio,  y  por  lo  que  puedo  jurar, 
se-fiora  mía,  que  es  muy  grande  además.  Y  sucedió  que  íbanaos  por  la 
parte  donde  están  las  siete  cabrillas,  y  en  Dios  y  en  mi  ánima  que, 
como  yo  en  mi  niñez  fui  en  mi  tierra  cabrerizo,  que  así  como  las  vi. 
rae  dio  una  gana  de  entretenerme  con  ellas  un  rato,  que  si  no  la  cum- 
pliera,  me  parece  que  reventara.   Vengo,  pues,  y  tomo,  ¿y  qué  hago? 


l^AKTK    ^Si;^,l¡Nl>A. CAPITULO    XLI  673 


-^in  decir  nada  á  nadie,  ni  á  mi  seflor  tampoco,  bonita  y  pasitamente, 
ne  apeé  de  Clavileño,  y  me  entretuve  con  las  cabrillas,  que  son  como 
uios  albeli'es  y  como  unas  Hores,  casi  tres  cuartos  de  hora;  y  Clavileño 
X)  se  movió  de  un  lu<;ar  ni  pasó  adelante. 

—Y  en  tanto  que  el  buen  Sancho  se  entretenía  con  las  cabras,  pre- 
guntó el  Duque,  ¿en  qué  se  entretenía  el  señor  Don  Quijote? 

A  lo  que  Don  Quijote  respondió:  «Como  todas  estas  cosas  y  estos 
ales  sucesos  van  fuera  del  orden  natural,  no  es  mucho  que  Sancho 
liga  lo  que  dice:  de  mí  sé  decir  que  ni  me  descubrí  por  alto  ni  por  bajo, 
li  vi  el  cielo  ni  la  tierra,  ni  la  mar  ni  las  arenas.  Bien  es  verdad  que 
entí  que  pasaba  por  la  región  del  aire,  y  aun  que  tocaba  á  la  del  fuego; 
•ero  que  i)asá.sem()s  de  allí,  no  lo  puedo  creer;  j)Ues  estando  la  región 
le)  fuego  entre  el  cielo  de  la  luna,  y  la  última  región  del  aire,  no  po- 
iíanios  llegar  al  cielo  donde  están  laí-  siete  cabrillas,  que  Sancho  dice, 
in  abrasarnos;  y  pues  no  nos  asuramos,  ó  Sancho  miente,  ó  Sancho 
ueña.»  » 

—Ni  miento  ni  sueño,  respondió  Sancho;  sino,  i)regúntenme  las  se- 
las  de  las  tales  cabras,  y  por  ellas  verán  si  digo  verdad  ó  no. 

— Dígalas,  pues,  Sancho,  dijo  la  Duquesa. 

—Son,  respondió  Sancho,  las  dos  verdes,  las  dos  encarnadas,  las  dos 
/.ules,  y  la  una  de  mezcla, 

—Nueva  manera  de  cabras  es  esa,  dijo  el  Duque,  y  i)or  esta  nuestra 
<'gión  del  suelo  no  se  usan  tales  colores...  digo,  cabras  de  tales  colores. 

—Bien  claro  está  eso,  dijo  Sancho;  sí,  que  diferencia  ha  de  haber  de 
as  cabras  del  cielo  á  las  del  suelo. 

—Decidme,  Sancho,  preguntó  el  Duque,  ¿vistes  allá  entre  esas  cabras 
Igún  cabrón? 

—No,  señor,  respondió  Sancho;  pero  oí  decir  que  ninguno  pasaba  de 
)s  cuernos  de  la  luna. 

No  quisieron  preguntarle  más  de  su  viaje,  porque  les  pareció  que 
evaba  Sancho  hilo  de  pasearse  por  todos  los  cielos,  y  dar  nuevas  de 
uanto  allá  pasaba,  sin  haberse  movido  del  jardín.  En  resolución,  éste 
ué  el  fin  de  la  aventura  de  la  Dueña  Dolorida,  que  dio  que  reir  á  los, 
Juques,  lio  sólo  aquel  tiempo,  sino  el  de  toda  su  vida,  y  que  contar  á 
iancho  siglos,  si  los  viviera;  y  llegándose  Don  Quijote  á  Sancho  al 
ido,  le  dijo:  «Sancho,  pues  vos  queréis  que  se  os  crea  lo  que  habéis 
isto  en  el  cielo,  yo  quiero  que  vos  me  creáis  á  mí  lo  que  vi  en  la  cue- 
a  de  Montesinos,  y  no  os  digo  más.» 


J::^—^ 


CAPITULO  XLII 

De  los  consejos  que  dio  Don  Quijote  á  Sancho  Panza  antes  que  fuese  á 
gobernar  la  ínsula,  con  otras  cosas  bien  consideradas. 


.ON  el  felice  y  gracioso  suceso  de  la  aventura  de  la  Dolorida  que- 
daron tan  contentos  los  Duques,  que  determinaron  pasar  con 
las  burlas  adelante,   viendo  el  acomodado  sujeto  que  tenían 

v9  para  que  se  tuviesen  por  veras;  y  así,  habiendo  dado  la  traza  y 
órdenes  que  sus  criados  y  sus  vasallos  habían  de  guardar  con  Sandio 
en  el  gobierno  de  la  ínsula  prometida,  otro  día,  que  fué  el  que  sucedi(') 
al  vuelo  de  Clavileño,  dijo  el  Duque  á  Sancho  que  se  adeliñase  y  com- 
pusiese para  ir  á  ser  gobernador;  que  ya  sus  insulanos  le  estaban  espe- 
rando como  el  agua  de  Mayo. 

Sancho  se  le  humilló  y  le  dijo:  «Después  que  bajé  del  cielo,  y  des- 
pués que  desde  su  alta  cumbre  miré  la  tierra,  y  la  vi  tan  pequeña,  se 
templó  en  parte  en  mí  la  gana  que  tenía  tan  grande  de  ser  gobernador; 
porque,  ¿cpié  grandeza  es  mandar  en  un  grano  de  mostaza,  ó  qué  dig- 
nidad ó  imperio  el  gobernar  á  media  docena  de  hombres  tamaños  como 
avellanas,  que,  á  mi  parecer,  no  había  más  en  toda  la  tierra?  Si  vuestra 
señoría  fuese  servido  de  darme  una  tantica  parte  del  cielo,  aunque  no 
fuese  más  de  media  legua,  la  tomaría  de  mejor  gana  que  la  mayor  ín- 
sula del  mundo.» 

—Mirad,  amigo  Sancho,  respondió  el  Duque,  yo  no  puedo  dar  parte 
del  cielo  á  nadie,  aunque  no  sea  mayor  que  una  uña;  que  á  sólo  Dios 
están  reservadas  esas  mercedes  y  gracias;  lo  que  puedo  dar  os  doy,  que 
es  una  ínsula  hecha  y  derecha,  redonda  y  bien  proporcionada,  y  sobre 
manera  fértil  y  abundosa,  donde,  si  vos  os  sabéis  dar  maña,  podéis  con 
las  riquezas  de  la  tierra  granjear  las  del  cielo. 

_Ahora  bien,  respondió  Sancho,  venga  esa  ínsula;  que  yo  pugnaré 


I'AliTE    SEGUNDA.— CAPÍTUl-0    XMl  (hÓ 


iHii-  ser  tal  gobernador,  que  á  {)esar  de  bellacos,  me  vaya  al  eielo;  y  esto 
no  es  por  codicia  que  yo  ten^a  de  .'¡alir  de  mis  casillas  iii  de  levantarme 
:i  mayores,  sino  por  el  deseo  que  ten^-o  de  i)rol)ar  á  qué  sabe  el  ser  go- 
1  «ernador. 

— Si  una  vez  lo  ]»robáis.  Sandio,  dijo  el  Duque,  comeros  heis  las 
manos  tras  el  líobierno,  por  ser  dulcísima  cosa  el  mandar  y  ser  obede- 
cido. A  buen  seguro  que  cuando  vuestro  dueño  llegue  á  ser  emperador 
((jue  lo  será  sin  duda,  segúu  van  encaminadas  sus  cosas),  que  no  se  lo 
nnanquen  como  quiera,  y  que  le  duela  y  le  pese  en  la  mitad  del  alma 
<U'l  tienq)0  que  hubiere  dejado  de  serlo. 

^^Señor,  rcplic(')  Sancho,  yo  imagino  (pie  es  bueno  mandar,  aunque 
>t'a  a  un  hato  de  ganado. 

— Cou  vos  me  entierren,  Sancho,  que  sabéis  de  todo,  respondió  el 
1  )a(|ue;  y  yo  espero  que  seréis  tal  gobernador  como  vuestro  juicio 
1  Tómete.  Y  quédese  esto  aquí,  y  advertid  que  mañana,  en  esc  mesmo 
<hii,  habéis  de  ir  al  gobierno  de  la  ínsula,  y  esta  tarde  os  acomodarán 
<U'l  traje  conveniente  que  habéis  de  llevar,  v  de  todas  las  cosas  necesa- 
rias á  vuestra  paitids. 

— Vístanme,  dijo  Sancho,  roiim  ipuMrnii,  (jui-  de  cualquier  manera 
«¡lie  vaya  vestido,  seré  Sancho  Panza. 

— Así  es  verdad,  dijo  el  l)u(iue;  pero  los  trajes  se  han  de  acomodar 
•  •on  el  oíicio  ó  dignidad  que  se  profesa;  que  no  sería  bien  que  un  juris- 
i>erito  se  vistiese  como  un  soldado,  ni  un  soldado  como  un  sacerdote. 
\'os,  Sancho,  iréis  vestido,  ])arte  de  letrado  y  parte  de  capitán,  porque 
m  la  ínsula  que  os  doy,  tanto  son  menester  las  armas  como  las  letras, 
>  las  letras  como  las  armas. 

— ^Letras,  respondió  Sancho,  ])Ocas  tengo,  porque  aún  no  sé  el  A, 
1).  C;  pero  bástame  tener  á  Christm  en  la  memoria  i)ara  ser  buen  go- 
l>ernador  De  las  armas  manejaré  las  que  me  dieren,  hasta  caer,  y  Dios 
(Kla.ite. 

— Con  tan  buena  memoria,  replicó  el  Duque,  no  podrá  Sancho  errar 
en  nada. 

En  esto  llegó  Don  Quijote;  y  sabiendo  lo  que  pasa^ja  y  la  celeridad 
con  que  Sancho  se  había  de  partir  á  su  gobierno,  con  licencia  del 
Duque,  le  tomó  j)or  la  mano,  y  se  fué  con  él  á  su  estancia,  con  inten- 
ción de  aconsejarle  cómo  se  había  de  haber  en  su  oficio.  Entrados, 
j)ues,  en  su  aposento,  cerró  tras  sí  la  puerta,  y  hizo  casi  por  fuerza 
(|ue  Sancho  se  sentase  junto  á  él,  y  con  reposada  voz  le  dijo:  «Infinitas 
gracias  doy  al  cielo,  Sancho  amigo,  de  que,  antes  y  primero  que  yo 
haya  encontrado  con  alguna  buena  dicha,  te  haya  salido  á  ti  á  recebir 
y  á  encontrar  la  buena  ventura.  Yo,  que  en  mi  buena  suerte  te  tenía 
librada  la  paga  de  tus  servicios,  me  veo  en  los  principios  de  aventa- 
jarme; y  tú  antes  de  tiempo,  contra  la  ley  del  razonable  discurso,  te 
ves  premiado  de  tus  deseos.  Otros  cohechan,  importunan,  solicitan, 
madrugan,  ruegan,  porfían,  y  no  alcanzan  lo  que  pretenden;  y  llega 
<»tro,  y  sin  saber  cómo  ni  cómo  no,  se  halla  con  el  cargo  y  oficio  que 
otros  muchos  pretendieron;  y  aquí  entra  y  encaja  bien  el  decir  que 


'JTB  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


hay  buena  y  mala  fortuna  en  las  pretensiones.  Tú,  que  para  mí  sin 
duda  alguna  eres  un  porro,  sin  madrugar  ni  trasnochar,  y  sin  hacer 
dihgencia  alguna,  con  sólo  el  ahento  que  te  ha  tocado  de  la  andante 
caballería,  sin  más  ni  más,  te  ves  gobernador  de  una  ínsula,  como 
quien  no  dice  nada.  Todo  esto  digo,  ¡oh  Sancho!,  para  que  no  atribuyas 
á  tus  merecimientos  la  merced  recebida,  sino  que  des  gracias  al  cielo, 
que  dispone  suavemente  las  cosas,  y  después  las  darás  á  ía  grandeza  que 
en  sí  encierra  la  profesión  de  la  caballería  andante.  Dispuesto,  pues, 
el  corazón  á  creer  lo  que  te  he  dicho,  está  ¡oh  hijo!  atento  á  este  tu 
Catón,  que  quiere  aconsejarte  y  ser  norte  y  guía  que  te  encamine  y 
saque  á  seguro  puerto  deste  mar  proceloso,  donde  vas  á  engolfarte; 
que  los  oñcios  y  grandes  cargos  no  son  otra  cosa  sino  un  golfo  profun- 
do de  confusiones. 

» Primeramente  ¡oh  hijo!  has  de  temer  á  Dios,  porque  en  el  temerle 
está  la  sabiduría,  y  siendo  sabio,  no  podrás  errar  en  nada. 

»Lo  segundo,  has  de  poner  los  ojos  en  quién  eres,  procurando 
conocerte  á  ti  mismo,  que  es  el  más  difícil  conocimiento  que  puede 
imaginarse.  Del  conocerte  saldrá  el  no  hincharte,  como  la  rana  que 
quiso  igualarse  con  el  buey;  que  si  esto  haces,  vendrá  á  ser  feos  pies 
de  la  rueda  de  tu  locura  la  consideración  de  haber  guardado  puercos  en 
tu  tierra.» 

— Así  es  la  verdad,  respondió  Sancho;  pero  fué  cuando  muchacho; 
porque  después,  algo  hombrecillo,  gansos  fueron  los  que  guardé,  que 
no  puercos.  Pero  esto  paréceme  á  mí  que  no  hace  al  caso;  que  no  todo^ 
los  que  gobiernan  vienen  de  casta  de  reyes. 

—Así  es  verdad,  replicó  Don  Quijote;  por  lo  cual  los  no  de  prin 
cipios  nobles  deben  acompañar  la  gravedad  del  cargo  que  ejercitan  con 
una  blanda  suavidad,  que,  guiada  por  la  prudencia,  los  hbre  de  la 
murmuración  maliciosa,  de  quien  no  hay  estado  que  se  escape. 

»Haz  gala,  Sancho,  de  la  humildad  de  tu  linaje,  y  no  te  desprecies 
de  decir  que  vienes  de  labradores;  porque  viendo  que  no  te  corres,  nin- 
guno se  pondrá  á  cogerte;  y  precíate  más  de  ser  humilde  virtuoso  que 
pecador  soberbio.  Innumerables  son  aquellos  que,  de  baja  estirpe  na- 
cidos, han  subido  á  la  suma  dignidad  pontificia  é  imperatoria,  y  desta 
verdad  te  pudiera  traer  tantos  ejemplos,  que  te  cansaran. 

»Mira,  Sancho:  si  tomas  por  mira  á  la  virtud,  y  te  precias  de  hacer 
hechos  virtuosos,  no  hay  para  qué  tener  invidia  á  los  que  nacieron 
príncipes  y  señores,  porque  la  sangre  se  hereda  y  la  virtud  se  aquista, 
y  la  virtud  vale  por  sí  sola  lo  que  la  sangre  no  vale. 

» Siendo  esto  así,  como  lo  es,  si  acaso  viniere  á  verte,  cuando  estes 
en  tu  ínsula,  alguno  de  tus  parientes,  no  le  deseches  ni  le  afrentes; 
antes  le  has  de  acoger,  agasajar  y  regalar;  que  con  esto  satisfarás  al 
cielo,  que  gusta  que  nadie  se  desprecie  de  lo  que  él  hizo,  y  correspon- 
derás á  lo  que  debes  á  la  naturaleza  bien  concertada. 

»Si  trujeres  á  tu  mujer  contigo  (porque  no  es  bien  que  los  que 
asisten  á  gobiernos  de  mucho  tiempo  estén  sin  las  propias),  enséñala, 
doctrínala  y  desbástala  de  su  natural  rudeza;  porque  todo  lo  que  suele 


PARTE    8EGÜ]ííDA. CAPITULO    XLU  077 


ii(l([uirir  un  «íobernador  discreto,  suele  perder  y  derranuir  una  mujei- 
rústica  y  tonta. 

»Si  acaso  enviudares  (cosa  que  puede  suceder),  y  con  el  cargo  mejo- 
rares de  consorte,  no  la  tomes  tal,  que  te  sirva  de  anzuelo  y  de  caña  d*> 
pescar,  y  á  tu  no  quiero,  de  capilla;  porque  en  verdad  te  digo  que  de 
rodo  aquello  que  la  mujer  del  juez  recibiere,  ha  de  dar  cuenta  el  mari- 
;1<)  en  la  residencia  universal,  donde  pagará  con  el  cuatro  tanto  en  ia 
muerte  las  partidas  de  que  no  se  hubiere  hecho  cargo  en  la  vida. 

> Nunca  te  guíes  })or  la  ley  del  encaje,  que  suele  tener  mucha  cabi- 
la  con  los  ignorantes  que  presumen  de  agudos. 

» Hallen  en  ti  más  compasión  las  lágrimas  del  pobre,  pero  no  más 
justicia,  que  las  informaciones  del  rico. 

«Procura  descubrir  Ja  verdad  por  entre  las  promesas  y  dádivas  del 
irico,  como  por  entre  los  sollozos  é  importunidades  del  pobre. 

>Cuando  pudiere  y  debiere  tener  lugar  la  equidad,  no  cargues  todo 
}\  rigor  de  la  ley  al  delincuente;  que  no  es  mejor  la  fama  del  juez  i  igu- 
i'oso  que  la  del  compasivo. 

»Si  acaso  doblares  la  vara  de  la  justicia,  no  sea  con  el  peso  de  la  dá- 
liva.  sino  con  el  de  la  misericordia. 

>(\uindo  te  sucediere  juzgar  algún  pleito  de  algún  tu  enemigo,  apar- 
a  las  mientes  de  tu  injuria,  y  ponías  en  la  verdad  del  caso. 

»No  te  ciegue  la  pasión  proi)ia  en  la  causa  ajena;  que  los  yerros  que 
on  ella  hicieres,  las  más  veces  serán  sin  remedio,  y  si  le  tuvieren,  será 
i  costa  de  tu  crédito  y  aun  de  tu  hacienda. 

^^Si  alguna  mujer  hermosa  viniere  á  pedirte  justicia,  c^uita  los  ojos 
le  sus  lágrimas  y  tus  oídos  de  sus  gemidos,  y  considera  despacio  la. 
uistaucia  de  lo  que  pide,  si  no  quieres  que  se  anegue  tu  razón  en  su 
lanto,  y  tu  bondad  en  sus  suspiros. 

»A1  que  has  de  castigar  con  obras,  no  trates  mal  con  palabras,  put;s 
lie  basta  al  desdichado  la  pena  del  suplicio,  sin  la  añadidura  de  las  ma- 
I  as  razones. 

»A1  culpado  que  cayere  debajo  de  tu  juridición,  considérale  hombre 
niserable,  sujeto  á  las  condiciones  de  la  depravada  naturaleza  nuestra, 
/  en  todo  cuanto  fuere  de  tu  parte,  sin  hacer  agravio  á  la  contraria, 
nuestratele  piadoso  y  clemente;  porque  aunque  los  atributos  de  Dios 
odos  son  iguales,  más  resplandece  y  campea,  á  nuestro  ver,  el  de  la  mi- 
sericordia que  el  de  la  justicia. 

»Si  estos  preceptos  y  estas  reglas  sigues,  Sancho,  serán  luengos  tus 
lías,  tu  fama  será  eterna,  tus  premios  colmados,  tu  felicidad  indecible: 
íasarás  tus  hijos  como  quisieres;  títulos  tendrán  ellos  y  tus  nietos;  vivi- 
•ás  en  paz  y  beneplácito  de  las  gentes,  y  en  los  últimos  pasos  de  la  vida 
e  alcanzará  el  de  la  muerte  en  vejez  suave  y  madura,  y  cerrarán  tus 
)jos  las  tiernas  y  delicadas  manos  de  tus  terceros  netezuelos.  Esto,  que 
lasta  aquí  te  he  dicho,  son  documentos  que  han  de  adornar  tu  alma; 
I  !scucha  ahora  los  que  han  de  servir  para  adorno  del  cuerpo.» 


CAPITULO   XLÍII 


De  los  consejos  segundos  que  dio  Don  Quijote  á  Sancho  Panza. 


uiÉN  oyera  el  pasado  razonamiento  de  Don  Quijote,  que  no  le 
tuviera  por  persona  muy  cuerda  y  mejor  intencionada?  Pero, 
como  muchas  veces  en  el  progreso  dcsta  grande  historia  queda 
dicho,  solamente  disparataba  en  tocándole  en  la  caballeríü,  y  en 
los  demás  discursos  mostraba  tener  claro  y  desenfadado  entendimiento; 
de  manera  que  á  cada  paso  desacreditaban  sus  obras  su  juicio,  y  su  jui- 
cio sus  obras;  pero  en  esto  de  los  primeros  y  segundos  documentos  que 
dio  á  Sancho,  mostró  tener  gran  donaire,  y  puso  su  discreción  y  cordu- 
ra en  un  levantado  punto. 

Atentísimamente  le  escuchaba  Sancho,  y  procuraba  conservar  en  la 
memoria  sus  consejos,  como  cjuien  pensaba  guardarlos,  y  salir  por  ellos 
á  buen  parto  de  la  preñez  de  su  gobierno.  Prosiguió,  pues,  Don  Quijo- 
te, y  dijo:  «En  lo  que  toca  á  cómo  has  de  gobernar  tu  persona  y  casa, 
Sancho,  lo  primero  que  te  encargo  es  que  seas  limpio  y  que  te  cortes 
las  uñas,  sin  dejarlas  crecer,  como  algunos  hacen,  á  quien  su  ignoran- 
'cia  les  ha  dado  á  entender  que  las  uñas  largas  les  hermosean  las  ma- 
nos, como  si  aquel  excedente  y  añadidura,  que  se  dejan  de  cortar,  fue- 
se uña,  siendo  antes  garras  de  cernícalo  lagartijero:  puerco  y  extraordi- 
nario abuso. 

»No  andes,  Sancho,  desceñido  y  Hojo;  que  el  vestido  descomjraesto 
da  indicios  de  ánimo  desmazalado,  si  ya  la  descompostura  y  flojedad  no 
cae  debajo  de  socarronería,  como  se  juzgó  en  la  de  Julio  César. 

»Toma  con  discreción  el  pulso  á  lo  que  pudiere  valer  tu  oficio;  y  si 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    XLlll  Ü7V* 


.«juliiere  que  des  librea  á  tus  criadus,  dásela  honesta  y  provechosa,  más 
<iue  vistosa  y  bizarra,  y  repártela  entre  tus  criados  y  los  pobres:  quiero 
<lccir,  que  si  has  de  vestir  seis  pajes,  viste  tres  y  otros  tres  pobres,  y 
así  tendrás  pajes  para  el  cielo  y  para  el  suelo;  y  este  nuevo  modo  de 
dar  librea  no  le  alcanzan  los  vanagloriosos. 

)No  comas  ajos  ni  cebollas,  porque  no  saquen  })or  el  olor  tu  villa- 
niriu;  anda  despacio,  habla  con  reposo,  i)ero  uo  de  manera  que  paiezca 
<iuc  te  escuchas  á  ti  mismo;  que  toda  afectación  es  mala. 

»Come  poco,  y  cena  más  poco;  ([ue  la  salud  de  todo  el  cuci[h>  ^^• 
fragua  en  la  oñcina  del  estómago. 

;>Sé  templado  en  el  beber,  considerando  que  el  vino  demasiado,  ni 
^u;irda  secreto  ni  cumjjle  palabra. 

»Ten  cuenta,  Sancho,  de  no  mascar  á  dos  carrillos,  ni  de  erutar  de- 
hiiite  de  nadie.  > 

— Eso  de  erutar  no  entiendo,  dijo  Sancho. 
Y  Don  Quijote  le  dijo:  <  Erutar,  Sancho,  (luicre  decir  regoldar,  y 
c.-te  es  uno  de  los  más  torpes  vocablos  que  tiene  la  lengua  castellana, 
aui  que  es  muy  signiticativo;  y  así,  la  gente  curiosa  se  ha  acogido  al 
latín,  y  al  regoldar  dice  erutar.  y  á  lo-;  regüeldos  erutaciones;  y  cuand( 
algunos  no  entiendan  estos  términos,  importa  poco;  que  el  uso  los  irá 
introduciendo  con  el  tiempo,  que  con  facilidad  te  entiendan;  y  esto  es 
enricjuccer  la  lengua,  sobre  quien  tiene  jxxler  el  vulgo  y  el  uso.» 

— En  verdad,  señor,  dijo  Sancho,  que  uno  de  los  consejos  y  avisos 
<jue  pienso  llevar  en  la  memoria  ha  da  slt  el  de  no  regoldar,  porque 
lo  suelo  hacer  muy  á  menudo. 

— Erutar,  Sancho,  que  no  regoldar,  dijo  Don  Quijote. 

— Erutar  diré  de  acjuí  adelante,  res])oiidió  Sancho,  y  á  fe  (pie  no  .<c 
ni'j  olvide. 

— También,  Sancho,  no  has  de  mezclar  en  tus  pláticas  la  muche- 
<luinbre  de  refranes  (pie  sueles;  que  ¡)UL'sto  (iue  los  refranes  son  sen- 
tencias breves,  nmchas  veces  los  traes  tan  i)or  los  cabellos,  (jue  más 
l)a recen  disparates  (jue  sentencias. 

— Eso,  Dios  lo  puede  remediar,  respondió  Sancho;  porque  sé  más 
refranes  que  un  libro,  y  viénenseme  tantos  juntos  á  la  boca  cuando 
hablo,  que  riñen,  por  salir,  unos  con  otros;  ]»or  eso  la  lengua  va  arro- 
jando los  primeros  ([ue  encuentra,  aunque  no  vengan  á  pelo.  Mas  yo 
tendré  cuenta  de  aquí  adelante  de  decir  los  que  convengan  á  la  grave- 
dad de  mi  cargo;  que  en  casa  llena  })resto  f-e  guisa  la  cena,  y  quien 
<lestaja  no  baraja,  y  á  buen  salvo  está  el  que  repica,  y  el  dar  y  el  te- 
ner, eso  ha  menester. 

— -¡Eso  sí,  Sancho!,  dijo  Don  Quijote;  encaja,  ensarta,  enhila  refranes; 
<iue  nadie  te  va  á  la  mano:  castígame  mi  madre,  y  yo  trómpojelas.  Es- 
toy te  diciendo  que  excnises  refranes,  y  en  no  instante  has  echado  aquí 
una  letanía  dellos,  que  así  cuadran  con  lo  que- vamos  tratando,  como 
l)or  los  cerros  de  l'beda.  Mira,  Sancho,  no  te  digo  yo  que  parece  mal 
un  i'cfrán  traído  á  propósito;  pero  cargar  y  ensartar  refranes  á  troche 
moche,  hace  la  })lática  desmayada  y  baja. 


680  DON  QUIJOTE    DE  LA  MANCHA 


*  Cuando  subieres  á  caballo,  no  vayas  echando  el  cuerpo  sobre  el 
arzón  postrero,  ni  lleves  las  piernas  tiesas  y  tiradas,  y  desviadas  de  la 
barriga  del  caballo,  ni  tampoco  vayas  tan  flojo  ([ue  parezca  que  vas 
sobre  el  Rucio;  que  el  andar  á  caballo,  á  unos  hace  caballeros,  á  otros 
caballerías. 

»Sea  moderado  tu  sueño;  que  el  que  no  madruga  con  el  sol,  no  goza 
del  día;  y  advierte  ¡oh  Sancho!  que  la  dihgencia  es  madre  de  la  buena 
ventura;  la  pereza,  su  contraria,  jamás  llegó  al  término  que  pide  un 
buen  deseo. 

>>Este  último  consejo  que  agora  darte  quiero,  i)uesto  (^ue  no  sirva 
para  adorno  del  cuerpo,  quiero  que  le  lleves  muy  en  la  memoria;  que 
creo  no  te  será  de  menos  proveclio  que  los  que  hasta  aquí  te  he  dado, 
y  es,  que  jamás  te  pongas  á  dis])utar  de  linajes,  á  lo  menos  comparán- 
dolos entre  sí;  pues  por  fuerza  en  los  que  se  comparan,  uno  ha  de  ser 
el  mejor,  y  del  que  abatieres,  serás  aborrecido,  y  del  que  levantares,  en 
ninguna  manera  premiado. 

»Tu  vestido  será  calza  entera,  ropilla  larga,  herreruelo  un  poco  más 
largo;  guegüescos,  ni  por  pienso;  que  no  les  están  bien  ni  á  los  caballe- 
ros ni  á  los  gobernadores. 

»Por  agora  esto  se  me  ha  ofrecido,  Sancho,  que  aconsejarte;  anda- 
rá el  tiempo,  y  según  las  ocasiones,  así  serán  mis  documentos,  como  tú 
tengas  cuidado  de  avisarme  el  estado  en  que  te  hallares.» 

— Señor,  respondió  Sancho,  bien  veo  que  todo  cuanto  vuesa  merced 
me  ha  dicho  son  cosas  })uenas,  santas  y  provechosas;  pero  ¿de  qué  han 
de  servir,  si  de  ninguna  me  acuerdo?  Verdad  sea  que  aquello  de  no 
dejarme  crecer  las  uñas  y  de  casarme  otra  vez  si  se  ofreciere,  no  se  me 
pasará  del  magín:  pero  esotros  badulaques  y  enredes  y  revoltillos...  no 
se  me  acuerda  ni  acordará  más  dellos  que  de  las  nubes  de  antaño;  y 
así,  será  menester  que  se  rae  den  por  escrito;  que  puesto  que  no  sé  leer 
ni  escribir,  yo  se  los  daré  á  mi  confesor,  para  que  me  los  encaje  y  re- 
capacite cuando  fuere  menester. 

— ¡Ah  pecador  de  mí,  respondió  Don  Quijote,  y  qué  mal  parece  en 
los  gobernadores  el  no  saber  leer  ni  escribir!  Porque  has  de  saber  ¡oh 
Sancho!  que  no  saber  un  hombre  leer,  ó  ser  zurdo,  arguye  una  de  dos 
cosas:  ó  que  fué  hijo  de  padres  demasiado  de  humildes  y  bajos,  ó  él 
tan  travieso  y  malo,  que  no  pudo  entrar  en  él  el  buen  uso  ni  la  buena 
doctrina.  Gran  falta  es  la  que  llevas  contigo;  y  así,  querría  que  apren- 
dieses á  firmar  siquiera. 

— Bien  sé  firmar  mi  nombre,  respondió  Sancho;  que  cuando  fui 
prioste  en  mi  lugar,  aprendí  á  hacer  unas  letras  como  de  marca  de  far- 
do, que  decían  que  decían  mi  nombre.  Cuanto  más,  que  fingiré  que 
tengo  tullida  la  mano  derecha,  y  haré  que  firme  otro  por  mí;  que  para 
todo  hay  remedio,  si  no  es  para  la  muerte;  y  teniendo  yo  el  mando  y 
el  palo,  haré  lo  que  quisiere.  Cuanto  más,  que  el  que  tiene  el  padre  al- 
calde... y  siendo  yo  gobernador,  que  es  más  que  ser  alcalde...  llegaos, 
que  la  dejan  ver.  No,  sino  poptn  y  calóñenme;  que  vendrán  por  lana 
y  volverán  trasquilados;  y  á  quien  Dios  quiere  bien,  la  caza  le  sale;  y 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    XLIII  681 


las  necedades  del  rico  por  sentencias  pasan  en  el  mundo;  y  siéndolo  yo. 
V  siendo  gobernador  y  juntamente  liberal,  como  lo  pienso  ser,  no  halmi 
falta  que  se  me  parezca.  No,  sino  haceos  miel,  y  jiaparos  han  moscas. 
Tanto  vales  cuanto  tienes,  decía  una  mi  agüela,  y  del  hombre  arraiga- 
i(^  no  te  verás  vengado. 

— ¡Oh  maldito  seas  de  Dios,  Sancho!,  dijo  á  esta  sazón  Don  Quijote. 
Sesenta  mil  Satanases  te  lleven  á  ti  y  á  tus  refranes:  una  hora  ha  que 
os  estás  ensartando,  y  dándome  con  cada  uno  tragos  de  tormento.  Yo 
e  aseguro  que  estos  refranes  te  han  de  llevar  un  día  á  la  horca;  por 
3II0S  te  han  de  quitar  el  gobierno  tus  vasallos,  ó  ha  de  haber  entre  ellos 
jomunidades.  Dime:  ¿dónde  los  hallas,  ignorante,  ó  cómo  los  aplicas, 
nentecato?  Que  para  decir  yo  uno  y  aplicarle  bien,  sudo  y  trabajo  como 
ñ  cavase. 

— Por  Dios,  señor  nuestro  amo.  replicó  Sandio,  ipie  vuesa  merced  se 
ijueja  de  bien  pocas  cosas.  ¿A  qué  diablos  se  pudre  de  que  yo  me  sirva 
lie  mi  hacienda'?  (^.ue  ninguna  otra  tengo,  ni  otro  caudal  alguno,  sino 
•efranes  y  más  refranes.  Y  ahora  se  me  ofrecen  tres,  ({ue  venían  aquí 
)intiparados,  ó  como  peras  en  ta))a(iue;  pero  no  los  diré,  porque  al  buen 
'aliar  llaman  Sancho. 

— Ese  Sancho  no  eres  tú,  dijo  Don  Quijote;  })orque,  no  sólo  no  eres 
»uen  callar,  sino  mal  hablar  y  mal  portiar;  y  con  todo  eso,  querría  sa- 
•)er  qué  tres  refranes  te  ocurrían  aliora  á  la  memoria,  que  venían  aquí  á 
)ropósito,  que  yo  ando  recorriendo  la  mía.  y  ninguno  se  me  ofrece. 

— ¿Qué  mejores,  dijo  Sancho,  que  «entre  dos  muelas  cordales  nunca 

')ongas  tus  pulgares»;  y  «á  idos  de  mi  casa,  y  qué  queréis  con  mi  mu- 

l<er,  no  ha}'  responder»;  y  «si  da  el  cántaro  en  la  piedra,  ó  la  piedra 

n  el  cántaro,  mal  para  el  cántaro»,  todos  los  cuales  vienen  á  pelo?  Que 

ladie  se  tome  con  su  gobernador  ni  con  el  que  le  manda,  porque  saldrá 

astimado  como  el  que  pone  el  dedo  entre  dos  muelas  cordales;  y  aun- 

¡  ue  no  sean  cordales,  como  sean  muelas,  no  importa;  y  á  lo  que  dijere 

1  gobernador  no  hay  que  replicar,  como  al  salios  de  mi  casa,   y  qué 

ueréis  con  mi  mujer.  Pues  lo  de  la  piedra  en  el  cántaro,  un  ciego  \o 

i  era.  Así  que,  es  menester  que  el  que  ve  la  mota  en  el  ojo  ajeno,  vea 

,;ii  viga  en  el  suyo,  porque  no  se  diga  por  él:  «espantóse  la  muerta  de 

|.ti  degollada»;   y  vuesa  merced  sabe  bien  que  más  sabe  el  necio  en  su 

hasa  que  el  cuerdo  en  la  ajena. 

'  — Eso  no,  Sancho,  respondió  Don  Quijote;  que  el  necio  ni  en  su  casa 
I  i  en  la  ajena  sabe  nada,  á  causa  que  sobre  el  cimiento  de  la  necedad 
o  asienta  ningún  discreto  edificio;  y  dejemos  esto  aquí,  Sancho;  que 
i  mal  gobernares,  tuya  será  la  culpa,  y  mía  la  vergúenza;  mas  consué- 
ime  que  he  hecho  lo  que  debía  en  aconsejarte  con  las  veras  y  con  la 
iscreción  á  mí  posible;  con  esto  salgo  de  mi  obligación  y  de  mi  pro- 
lesa.  Dios  te  guíe,  Sancho,  y  te  gobierne  en  tu  gobierno,  y  á  mí  me 
aque  del  escrúpulo  que  me  queda,  que  has  de  dar  con  toda  la  ínsula 
atas  arriba,  cosa  que  pudiera  yo  excusar  con  descubrir  al  Duque  quién 
res,  diciéndole  que  toda  esa  gordura  y  esa  personilla  que  tienes,  no  es 
,  tra  cosa  que  un  costal  lleno  de  refranes  y  de  malicias. 


(382  DON    QUIJOTE    DK    I-A    MANCHA 


—Señor,  replicó  Sancho,  si  á  vuesa  merced  le  parece  que  no  soy  de 
pro  para  este  gobierno,  desde  aquí  le  suelto;  que  más  quiero  un  solo 
negro  de  la  uña  de  mi  alma,  que  á  todo  mi  cuerpo;  y  así  me  sustentaré, 
Sancho  á  secas,  con  pan  y  cebolla,  como  gobernador,  con  perdices  y 
capones;  v  más,  que  mientras  se  duerme  todos  son  iguales,  los  grandes- 
y  los  menores,  los  pobres  y  los  ricos;  y  si  vuesa  merced  mira  en  ello, 
verá  que  sólo  vuesa  merced  me  ha  puesto  en  esto  de  gobernar;  que  ye 
no  sé  más  de  gobiernos  de  ínsulas  que  un  bmtre;  y  si  se  imagina  que' 
por  ser  gobernador  me  ha  de  llevar  el  diablo,  más  me  quiero  ir  Sanche 
al  cielo  que  gobernador  al  intierno. 

—Por  Dios,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  que  por  solas  estas  últmiat- 
razones  que  has  dicho,  juzgo  que  mereces  ser  gobernador  de  mil  ínsu 
las.  Buen  natural  tienes,  sin  el  cual  no  hay  ciencia  que  valga:  en.-- 
miéndate  h  Dios,  y  procura  no  errar  en  la  primera  intención;  quiere 
ílecir,  que  siempre  tengas  intento  y  íirme  propósito  de  acertar  en  cuan 
tos  negocios  te  ocurrieren,  porque  siempre  favorece  el  cielo  los  buenos- 
deseosa  v  vamonos  á  comer:  que  creo  que  ya  estos  señores  nos  aguardan 


í 


CAPITULO   XLIV 

Cómo  Sancho  Panza  f  :é  llevado  al  gobierno,  y  de  la  extraña  aventura 
que  en  el  castillo  sucedió  á  Don  Quijote 


f^f\L  ^^'^^'  n*^^*^  ^*'  M^^^^  ^'^  ^'1  l)r<)})io  original  desta  historia  .se  lee,  lle- 
l-ym  gando  Cide  Mámete  á  escribir  este  capítulo,  no  lo  tradujo  su 
l^/j^  intérprete  como  él  lo  había  escrito,  que  fué  un  modo  de  queja 
que  tuvo  el  moro  de  sí  mismo,  por  haber  tomado  entre  manos 
ma  historia  tan  seca  y  tan  limitada  como  esta  de  Don  Quijote,  por  pa- 
ecerle  que  siempre  hal)ía  de  hablar  del  y  de  Sancho,  sin  osar  extenderse 
i  otras  disgresiones  y  episodios  nii'is  graves  y  más  entretenidos;  y  decía 
[ue  el  ir  siempre  atenido  el  entendimiento,  la  mano  y  la  ])luma,  á  escri- 
)ir  de  un  solo  sujeto,  y  hablar  por  las  bocas  de  pocas  personas,  era  un 
rabajo  incomportable,  cuyo  fruto  no  redundaba  en  el  de  su  autor;  y 
[ue,  por  huir  deste  inconveniente,  había  usado  en  la  primera  parte  del 
irtiticio  de  algunas  novelas,  como  fueron  la  del  Curio-w  impcriincntr  y 
a  del  Capitán  caiitiro,  que  están  como  separadas  de  la  historia;  jmesto 
|ue  las  demás  que  allí  se  cuentan  son  casos  sucedidos  al  mismo  Don 
Quijote,  que  no  podían  dejar  de  escribirse.  También  pensó,  como  él  dice, 
lue  muchos  llevados  de  la  atención  que  piden  las  hazañas  de  Don  (Qui- 
ote, no  la  darían  á  las  novelas,  y  pasarían  })or  ellas  ó  con  priesa  ó  con 
■nfado,  sin  advertir  la  gala  y  artificio  (jue  en  sí  contienen,  el  cual  se 
nostrara  bien  al  descubierto,  cuando  por  sí  solas,  sin  arrimarse  á  las  lo- 
•uras  de  Don  Quijote  ni  á  las  sandeces  de  Sancho,  salieran  á  luz;  y  así, 
■n  esta  segunda  parte  no  quiso  ingerir  novelas  sueltas  ni  pegadizas,  sino 
ilgunos  episodios  que  lo  pareciesen,  nacidos  délos  mismos  sucesos  que 


(584  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


la  verdad  ofrece,  y  aun  éstos  limitadamente  y  con  solas  las  palabras  que 
bastan  á  declararlos;  y  pues  se  contiene  y  cierra  en  los  estrechos  límites 
de  la  narración,  teniendo  habilidad,  suficiencia  y  entendimiento  para 
tratar  del  universo  todo,  pide  no  se  desprecie  su  trabajo,  y  se  le  den  ala- 
banzas, no  por  lo  qué  escribe,  sino  por  lo  que  ha  dejado  de  escribir;  y 
luego  prosigue  la  historia  diciendo  que  en  acabando  de  comer  Don  Qui- 
jote, el  día  que  dio  los  consejos  á  Sancho,  aquella  tarde  se  los  dio  escri- 
tos, para  que  él  buscase  quien  se  los  leyese;  pero-  apenas  se  los  hubo 
dado,  cuando  se  le  cayeron,  y  vinieron  á  manos  del  Duque,  que  los  co- 
municó con  la  Duquesa,  y  los  dos  se  admiraron  de  nuevo  de  la  locura 
y  del  ingenio  de  Don  Quijote;  y  así,  llevando  adelante  sus  burlas,  á  la 
otra  tarde  enviaron  á  Sancho  con  mucho  acompañamiento  al  lugar  que 
para  él  liabía  de  ser  ínsula. 

Acaeció,  pues,  que  el  que  le  llevaba  á  cargo  era  un  mayordomo  del 
Duque,  muy  discreto  y  muy  gracioso  (que  no  puede  haber  gracia  donde 
no  ha}^  discreción),  el  cual  había  liechola  persona  de  la  condesa  Trifaldi 
con  el  donaire  que  queda  referido;  y  con  esto,  y  con  ir  industriado  de 
sus  señores  de  cómo  se  había  de  haber  con  Sancho,  salió  con  su  intento 
maravillosamente. 

Digo,  pues,  que  acaeció  que  así  como  Sancho  vio  al  tal  mayordomo, 
se  le  figuró  en  su  rostro  el  mismo  de  la  Trifaldi;  v  volviéndose  á  su  se- 
ñor, le  dijo: 

— Señor,  ó  á  mí  me  ha  de  llevar  el  diablo  de  aquí  de  donde  estoy, 
en  justo  y  en  creyente,  ó  vuesa  merced  me  ha  de  confesar  que  el  ros- 
tro deste  mayordomo  del  Duque,  que  aquí  está,  es  el  mesmo  de  la  Dn 
lorida. 

Miró  Don  Quijote  atentamente  al  mayordomo,  y  habiéndole  mirado,, 
dijo  á  Sancho:  «No  hay  para  qué  te  lleve  el  diablo,  Sancho,  ni  en  justo 
ni  en  cre3'ente  (que  no  sé  lo  que  quieres  decir);  que  el  rostro  de  la  Do- 
lorida es  el  del  mayordomo,  pero  no  por  eso  el  mayordomo  es  la  Dolo- 
rida; que  á  serlo,  implicaría  contradición  muy  grande;  y  no  es  tiecnpo 
agora  de  hacer  esas  averiguaciones,  que  sería  entrarnos  en  intricados 
laberintos.  Créeme,  amigo,  que  es  menester  rogar  á  nuestro  Señor  muy 
de  veras  que  nos  libre  á  los  dos  de  malos  hechiceros  y  de  malos  encan- 
tadores.» 

— No  es  burla,  señor,  replicó  Sancho,  sino  que  denantes  le  oí  hablar, 
y  no  pareció  sino  que  la  voz  de  la  Trifaldi  me  sonaba  en  los  oídos, 
Agora  bien,  yo  callaré;  pero  no  dejaré  de  andar  advertido  de  aquí  ade- 
lante, á  ver  si  descubro  otra  señal  que  confirme  ó  desfaga  mi  sospecha, 
— Así  lo  has  de  hacer,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  y  darásme  aviso  dt 
todo  lo  que  en  este  caso  descubrieres  y  de  todo  aquello  que  en  el  go- 
liierno  te  sucediere. 

Salió,  en  fin,  Sancho,  acompañado  de  mucha  gente,  vestido  á  k 
letrado,  y  encima  un  gabán  muy  ancho  de  camelote  de  aguas,  leonado, 
con  una  montera  de  lo  mesmo,  sobre  un  macho  á  la  jineta,  y  detráfi 
del,  por  orden  del  Duque,  iba  el  Rucio  con  jaeces  y  oí  ñamen  tos 
jumentiles  de  seda  y   fiamantes.  Volvía  Sancho   la  cabeza  de  cuando 


l'ARTE    SEGUNDA.  —  CAPITULO    XLIV 


685 


'11  cuiiudo  á  mirar  á  su  asno,  con  cuya  compañía  iba  tan  contento,  que 
lo  se  trocara  con  el  emperador  de  Alemania. 

Al  despedirse  de  los  Duques,  les  besó  las  manos,  y  tomó  la  bendi- 
•ion  de  su  señor,  (jue  se  la  di(')  con  lágrimas,  y  Sanclio  la  recibió  con 
)Ucheritos.  Deja,  lector  amable,  ir  en  paz  y  en  hora  buena  al  buen 
•lancho,  y  espera  dos  fanegas  de  risa  que  te  ha  de  causar  el  saber  cómo 
^e  |)ortó  en  su  cargo;  y  en  tanto  atiende  á  saber  lo  que  le  pasó  á  su  amo 
i(|uella  noche;  (|ue  si  con  ello  no  rieres,  por  lo  menos  desplegarás  los 
abios  con  risa  de  jimia,  ponqué  los  sucesos  de  Don  Quijote  ó  se  han  de 
•elebrar  con  admiración  ó  con  risa.  Cuéntase^  pues,  que  apenas  se  hubo 


iaUí),  en  ün,  Sancho,  acomp.-iñado  tío  mucha  gento,  vestido  á  lo  letrado. 


)artido  Sancho,  cuando  Don  Quijote  sintió  su  soledad,  y  si   le   fuera 
i  )osible  revocarle  la  comisión  y  quitarle  el  gobierno,  lo  hiciera. 

Conoció  la  Duquesa  su  melancolía,  y  preguntóle  que  de  qué  estaba 
riste;  que  si  era  [)or  la  ausencia  de  Sancho,  que  escuderos,  dueñas  \- 
loncellas  había  en  su  casa,  que  le  servirían  muy  á  satisfación  de  su 
leseo. 

— \'erdad  es,  señora  mía,  respondió  Don  Quijote,  que  siento  la 
usencia  de  Sancho;  pero  no  es  esa  la  causa  principal  que  me  hace 
•arecer  que  estoy  triste;  y  de  los  muchos  ofrecimientos  que  vuestra 
xcelencia  me  hace,  solamente  acepto  y  escojo  el  de  la  voluntad  con  qucí 
e  me  hacen,  y  en  lo  demás  suplico  á  vuestra  excelencia  que  dentro  de 
ni  aposento  consienta  y  permita  r^ue  yo  solo  sea  el  que  me  sirva. 

— En   verdad,   dijo  la   Duquesa,  señor  Don  Quijote,  que  no  ha  de 


()8()  DON    QUI.TOTK     UK     l.A     iíAXClIA 

ser  {>sí;  que  le  han  de  servir  cuatro  doncellas  de  las  iriías,  herniosas 
como  unas  flores. 

— Para  mí,  respondió  Don  Quijote,  uo  serán  ellas  como  flores,  sino 
como  espinas,  que  rae  puncen  el  alma.  Así  entrarán  ellas  en  mi  aposen- 
to, ni  cosa  que  lo  parezca,  como  volar.  81  es  que  vuestra  grandeza  quiere 
llevar  adelante  el  hacerme  merced  sin  yo  merecerla,  déjeme  C|ue  yo  me 
las  haya  conmigo,  y  que  yo  me  sirva  de  mis  puertas  adentro;  que  y<> 
pongo  una  muralla  en  medio  de  mis  deseos  y  de  mi  honestidad,  y  no 
quiero  perder  esta  costumbre  por  la  Kberalidad  que  vuestra  alteza  (juie- 
re  mostrar  conmigo;  y  en  resolución,  antes  dormiré  vestido,  que  con- 
sentir que  nadie  me  desnude. 

—No  más,  no  más,  señor  Don  Quijote,  replicó  la  Duquesa;  por  nn' 
digo  que  daré  orden  que  ni  aun  una  mosca  entre  en  su  estancia,  no  que 
una  doncella.  No  soy  yo  persona  que  por  mí  se  ha  de  descabalar  la  de- 
cencia del  señor  Don  Quijote;  que,  según  se  me  ha  traslucido,  la  que 
más  campea  entre  sus  muchas  virtudes  es  la  de  la  honestidad.  Desnú- 
dese vuesa  merced  y  vístase  á  sus  solas  y  á  su  modo,  como  y  cuando 
quisiere;  que  no  habrá  quien  lo  impida,  pues  dentro  de  su  aposento 
hallará  los  vasos  necesarios  al  menester  del  que  duerme  á  puerta  cerra- 
da, porque  ninguna  natural  necesidad  le  obligue  á  que  la  abra.  Viva  mil 
siglos  la  gran  Dulcinea  del  Toboso,  y  sea  su  nombre  extendido  por  toda 
la  redondez  de  la  tierra,  pues  mereció  ser  amada  de  tan  vahente  y  tan 
honesto  caballero,  y  los  benignos  cielos  infundan  en  el  corazón  de  San- 
cho Panza,  nuestro  gobernador,  un  vivo  deseo  de  acabar  presto  sus 
diciphnas,  para  (pie  vuelva  á  gozar  el  mundo  de  la  belleza  de  tan  gran 
señora. 

A  lo  cual  dijo  Don  Quijote: 

— Vuestra  altitud  ha  hablado  como'  quien  es;  que  en  la  boca  de  las 
buenas  señoras  no  ha  de  haber  ninguna  que  sea  mala;  y  más  venturo- 
sa y  más  conocida  será  en  el  mundo  Dulcinea  por  haberla  alabado  vues- 
tra grandeza,  que  por  todas  las  alabanzas  ({ue  puedan  darle  los  mas 
elocuentes  de  la  tierra. 

— Agora  bien,  señor  Don  Quijote,  rephcó  la  Duquesa,  la  hora  dr 
cenar  se  llega,  y  el  Duque  debe  de  esperar;  venga  vuesa  merced  y  cene 
mos,  y  acostárase  temprano;  que  el  viaje  que  ayer  hizo  de  Gandaya  no 
fué  tan  corto,  que  no  haya  causado  algún  molimiento. 

— No  siento  ninguno,  señora,  respondió  Don  (Quijote,  porque  osaré 
jurar  á  vuestra  excelencia  que  en  mi  vida  he  subido  sobre  bestia  más 
reposada  ni  de  mejor  paso  que  Clavileño;  y  no  sé  yo  qué  le  pudo  mover 
á  Malambruno  para  deshacerse  de  tan  ligera  y  tan  gentil  cabalgadura, 
V  abrasarla  así  sin  más  ni  más. 

_A  eso  se  puede  imaginar,  respondió  la  Duquesa,  que  arrepentido 
del  mal  que  había  hecho  á  la  Trifaldi  y  compañía  y  á  otras  personas,  y 
de  las  maldades  que  como  hechicero  y  encantador  debía  de  haber  co- 
metido, quiso  concluir  con  todos  los  instrumentos  de  su  oficio;  y  conio 
á  principal,  y  que  más  le  traía  desasosegado,  vagando  de  tierra  en  tic 
rra,  abrasó  á  Clavileño;  que  con  sus  abrasadas  cenizas  y  con  el  troft"( 


.-..,..>  .\i)A.     cAiJii  i,o  xj<iv  ;>.^( 


<lel  cartel,  queda  cierno  el  valor  del  j^ran  Don  Quijote  de  la  Mandia 
De  nuevo  nuevas  m'acias  dio  Don  (Quijote  á  la  Duquesa;  y  en  cenan- 
do. Don  Quijote  se  retiró  en  su  aposento  s()lo,  sin  consentir  que  nadie 
entrase  con  él  á  servirle:  tanto  se  temía  de  encontrar  ocasiones  que  le 
moviesen  ó  forzasen  á  perder  el  honesto  decoro  que  á  su  señora  Í)ulci 
nea  guardaba,  siempre  puesta  en  la  imaginaci(')n  la  bondad  de  Amadís. 
Ilor  y  espejo  de  los  andantes  caballeros.  Cerró  tras  sí  la  puerta,  y  á  Ij^ 
luz  de  dos  velas  de  cera  se  desnudó;  y  al  descalzarse,  joli  desgracia  h\'' 
dij^na  de  tal  })ersona!,  se  le  soltaron,  no  suspiros  ni  otra  cosa  que  des-^ 
acreditasen  la  limpieza  de  su  policía,  sino  hasta  dos  docenas  de  puntos 
de  una  media,  que  quedó  hecha  celosía.  ■" 

Atliiíióse  en  extremo  el  buen  sefior,  y  diera  él  por  tener  allí  un  adar. 
me  de  seda  verde  una  onza  de  plata:  di^o  seda  verde,  porque  las  medias; 
'  lan  verdes.  Aquí  exclamó  Bcnengeli,  y  escribiendo,  dijo:  <¡0h  pobre-.. 
/.a,  pobreza!  No  sé  yo  con  que  razón  se  movió  aquel  gran  poeta  cordo-, 
i)és  á  llamarte  dádiva  santa  desagradecida.  Yo,  aunque  moro,  bien  sé.' 
por  la  connuiicación  que  he  tenido  con  cristianos,  (}ue  la  santidad  con-' 
■iiste  en  la  caridad,  humildad,  fe,  obediencia  y  pobreza;  pero,  con  tod(. 
'SO,  digo  que  ha  de  tener  mucho  de  Dios  el  que  se  viniere  á  contentar 
*on  ser  pobre,  si  no  es  de  aquel  modo  de  pobreza  de  quien  dice  uno  de 
US  mayores  santos:  <  Tened  todas  las  cosas  como  si  no  las  tuvicsedes»: 
a  esto  llaman  ]>obreza  de  espíritu;  pero  tii,  segunda  |.K)breza  (([ue  eres 
le  la  (jueyo  haldoi,  ¿por  qué  quieres  estrellarte' con  ló«  hidalgos  y  bien 
lacidos,  más  que  con  la  otra  gente?  ¿Por  qué  los  obligas  á  dar  j)antaiia 
i  los  zapatos,  y  á  que  los  botones  de  sus  ropillas,  .unos  sean  de  seda, 
itros  de  cerdas  y  otros  df!  vidrio?  ¿Por  qué  sus  cuellos,  por  la  mayor 
)arte,  han  de  ser  <iempre  escarolados  y  no  abiertos  con  moldeVv  (v  en 
sto  se  echará  de  ver  que  es  antiguo  el  u^so  del  almidón  y  de  los  cuello.-- 
biertosl.  Y  prosiguió:  '< ¡Miserable  del  bien  nacido  que  va  dando  pisto.- 
su  honra,  comiendo  mal  y  á  puerta  cerrada,  haciendo  hipócrita  al  pa- 
llo de  dientes  con  ([ue  sale  á  la  calle,  después  de  no  haber  comido  có.sa 
ue  le  obligue  á  limpiárselos!  ¡Mi'serable  de  .aquel',  digo,  que  tiene  la 
onra  es})antadiza,  y  piensa  que  desde  una  legua  se  le  descubre  el  rt- 
liendo  tel  zapato,  el  trasudor  dr-]  <onilM<>r. ,    ^^^  i>;iMy,.  ,],.i  i, ,.,•>•,. >.m-.1o  v 
i  hambre  de  su  estómago! 

Todo  esto  se  le  renovó  a  i^on  (.¿uijote  cu  i¡i  .-oluna  de  su.s  [muios. 
ero  consolóse  con  ver  que  Sandio  le  había  dejado  unas  botas  de  cami 
o,  ([ue  pensó  ponerse  otro  día.  Finalmente,  él  se  recostó  pensativo  y 
esaroso,  así  de  la  falta  que  Sancho  le  hacía,  como  de  la  inreparal)k' 
3sgracia  de  sus  medias,  á  quien  tomara  Ir-s  puntos,  aunque  fuera  con 
•da  de  otra  color,  que  es  una  de  las  mayores  señales  de  miseria  que  un 
idalgo  j)uede  dar  en  el  discurso  de  su  prolija  estrecheza.  Mató  las  vc- 
s...  hacía  calor,  y  no  podía  dormir.  Levantóse  del  lecho,  y  abrió  un 
Dco  la  ventana  de  una  reja  qué  daba  sobre  un  hermoso  jardín,  val 
orirla,  sintió  y  oyó  que  andaba  y  hablaba  gente  en  el  jardín.  Púsose  í> 
•cuchar  atentamente...  levantaron  la  voz  los  de  abajo  tanto,  que  pudo 
r  estas  razones. 

i;,  i'.   -XX  I-, 


6s,s 


DOíi    (¿LriJOTE    DE    LA    MANCHA 


— No  )no  [)orfíes,  |oli  Einerencia!,  que  eaute,  {)ues  sabes  que  desde  el 
;mnto  que  este  forastero  entró  en  este  castillo,  y  mis  ojos  le  miraron, 
yo  no  sé  cantar,  sino  llorar;  cuanto  más,  que  el  sueño  de  mi  señora  tie- 
ne más  de  ligero  que  de.  pesado,  y  uo  querría  que  nos  hallase  aq.uí,  por 
rodo  el  tesoro  del  mundo.  Y  puesto  caso  que  durmiese  y  no  despertase, 

en  vano  sería  mi  canto,  si  duerme  y 
no  despierta  para  oirle,  este  nueve» 
Eneas,  c^ue  lia  llegado  á  mis  regiones 
para  dejarme  escarnida. 

— No  des  en  eso,  Altisidora  amiga . 
respondieron;  cpie  sin  duda  la  Duciue 
sa  y  cuantos  hay  en  esta  casa  duei 
men,  si  no  es  el  señor  de  tu  corazón 
y  el  despertador  de  tu  alma;  porque 
ahora  sentí  que  abría  la  ventana  de 
la  reja  de  su  estancia,  y  sin  duda 
debe  de  estar  despierto:  canta,  lasti 
mada  mía,  en  tono  bajo  y  suave,  al 
son  de  tu  arpa;  y  cuando  la  Duquesa 
nos  sienta,  le  echaremos  la  culpa  al 
calor  que  hace. 

—No  está  en  eso  el  punto,  ¡oh  Emc- 
rencia!,  resj)ondió  la  Altisidora,  sino 
en  que  no  querría  Cjue  mi  canto  des 
cubriese  mi  corazón,  y  fuese  juzgada, 
de  los  C{ue  no  tienen  noticia  de  las 
fuerzas  poderosas  de  amor,  por  don- 
cella antojadiza  y  liviana.  Pero  veng;, 
lo  que  viniere;  que  más  vale  vergüei: 
za  en  cara  que  mancilla  en  corazón 
En  esto  sintióse  tocar  una  arpa  suü 
vísi-mamente;  oyendo  lo  cual,  queó' 
Don    Quijote    pasmado,    porque   ei; 
aquel  instante  se  le  vinieron  á  la  m( 
moria  las  infinitas  aventuras,  semc 
jantes  á  aquella,  de  ventanas,  rejas  y 
jardines,  músicas,  re(|UÍebros  y  des 
vanecimientos,  que  en  los  sus  desva- 
cidos    bros  de  caballerías  había  leído.  Luego  imaginó  que  alguna 
ioncella  de  la  Duquesa  estaba  del  enamorada,  y  que  la  honestidad  la 
forzaba  á  tener  secreta  su  voluntad.  Temió  no  le  nndiese,  y  propuso 
«n  su  })ensamiento  el  uo  dejarse  vencer;  y  encomendándose  de  tod«) 
buen  ánimo  y  buen  talante  á  sil  señora  Dulcinea  del  loboso,  determinó 
•de  escuchar  la  música;  y  i)ara  dar  á  entender  que  allí  estaba,  dio  un  íin: 
gido  estornudo,  de  que  Vio  pL»co  se  alegraron  las  doncellas,  que  otra  cosa 
«(i  deseaban  sino  (jue  Don  Quijote  las  oyese.  Recorrida,  pues,  y  afinada. 
la  arpa,  Altisidora  dio  principio  á  este  romance: 


Altisitlora  úió  piúicivio  á  este  roiuance; 


l'AIM'K    SEGUNDA. CAMTlI.o     XI.IV  ííS;) 

¡Oh  tü,  que  cstíÍH  en  tu  l»>c!ii> 
i;iitrc  sábanaM  de  holanda, 
l>uniiieu(li>  ii  jiieriia  t.iidiU» 
l>f'  lit  noi-lio  a  la  niiinma; 
t'abullcro  t-l  ning  valiriitti 
Que  ha  producido  U  Manoha, 
Más  honesto  y  n  á»  bendita 
Vino  ol  oro  lino  de  Ai'..hi»! 
Oye  á  nna  tristr  Ui^in-ilU. 
Bien  crecida  y  mal  loKrad», 
t^no  en  la  luz  df  tus  dos  soles 

Se  8ient(>  ahranar  el  alma  •  * 

Tú  busias  tus  avontnrai», 

V  ajpuPH  desdicha»  liallith; 
l>as  las  íiiiilas,  y  iiicgaa 
i;i  rcnudio  tle  «auarlaa. 
Diuíe,  valeroso  jov«p, 

<¿ue  Dios  piosi)ere  tus  onsiai;. 
Si  te  criaste  en  lii  Libia 
«)  en  las  nicntafias  de  Jaca; 
Si  Kíerpes  te  dieron  lech.  : 
Si  a  dicha  fueron  tu.s  amas 
1.a  asf-enza  dt-  Um  nlvas 

V  el  horror  de  Ihh  uiout.iila». 
Muy  bien  pueue  DuKii.ca, 
DoncilU  riiUi::a  y  ^al.B, 
Preciarse  de  que  ha  rendido 
A  una  tiíjre  ficia  y  biava. 
Por  esto  será  faiuona 
líesde  Henares  u  lataiiia, 
Desde  el  Tajo  ú  Man.-.auaro?. 
Dt'sde  1-isuerga  hasta  Crianza. 
Trocárunie  yo  \n>r  ella, 

Y  diera  encima  una  saya 
Do  las  Uiás  Kuyadas  luias, 
Que  de  oro  la  ad.Tnan  franja». 
.')h  quien  ;ie  viera  en  tus  braz  -k, 
O  si  no,  junto  á  tu  cama. 
Uascáudote  la  íuWy.st 

V  matándote  la  caspa! 
Mucho  pido,  y  no  soy  di«na 
i>e  merced  tan  señalada; 
Loa  pieN  quisiera  traerte; 

Que  á  una  humilde  esto  le  basta 

lOh  que  de  coflas  V-  diera, 

Qué  de  escarpines  de  j.lata. 

Qué  de  calzas  de  damasco, 

Qué  de  herreruelos,  de  holanda' 

,Qué  de  finísimas  jjerlas, 

<'ada  cual  como  nua  a<{allii. 

Que  á  no  tener  compañeras. 

i.as  solas  fueran  llamadas' 

Ko  mires  de  tu  Tarpeya 

ICste  incendio  que  me  abrasa. 

Ner<<n  mánchelo  di  1  mundo, 

Xi  lo  avives  con  tu  saña. 

Kii'ia  soy.  pulofla  tierna. 

Mi  edad  de  quince  no  pasa; 

<  atorce  tcu<;o  y  tres  meses, 

'l'o  juro  en  Dios  y  en  mi  ánima. 

No  soy  renca  ni  soy  coja. 

Ni  touRo  nada  do  manea; 

I.os  cabellos  como  el  oío. 

Que.  en  pie,  por  el  suelo  ar-a.-i;raü. 

Y  aunque  es  mi  bocí  a.!?ulle!ia 

Y  la  nariz  aI({o  chata. 

Ucr  mis  dirníea  <lo  topacio.^ 


(';',!( )  DON     QUIJOTE    DK     J.A     3IANCHA 

Mi  )nrllc'za  ¡il  cielo  oiisal/.a. 
Mi  voz,  ya  vea,  si  me  escncluis, 
(^uc  á  la  quo  es  más  dulce  i^aula 

Y  soy  de  disposición 
Algo  menos  que  mediana. 
Estas  y  otras  «raciiis  mías 
Son  despojos  de  tu  al.ia!)a: 
Uesta  casa  soy  doncella. 

Y  Altisidora  me  llaman. 

Aquí  dio  tín  el  amto  de  la' nial  ferida  Altisidora,  y  comenzó  a 
mayor  el  asombro  del  requerido  Don  Quijote,  el  cual,  dando  un  -r 
suspiro,  dijo  entre  sí:  «¡Que  tení>o  de  ser  tan  desdichado  andante,  (| 
no  ha  de  liaber  doncella  que  me  mire,  ([ue  de  mí  no  se  enamore!  ]ii 
tenga  de  ser  tan  corta  de  ventura  la  sin  par  üulcmea  del  Toboso,  ([ 
no  ííi  lian  de  dejar  á  solas  gozar  de  la  incomparable  firmeza  mía!  ¿M 
la  queréis,  rcinasV  cÁ  q^^^''  ^'^  perseguís,  emperatrices?  ¿Para  (pié 
acosáis,  doncellas  de  catorce  á  quince  años';'  Dejad,  dejad  a  la  mise; 
ble  que  triunfe,  se  goce  v  ufane  con  la  suerte  que  amor  quiso  darle 
rendirle  mi  corazóiiv  entregarle  mi  alma.  ISÍirad,  caterva  enamora: 
<[uc  para  sola  Dulciiiea  sov  de  masa  y  de  alfeñique,  y  para  todas  ! 
demás  sov  de  pedernal;  para  ella  soy  miel,  y  para  vosotras  acíbar,  i':; 
mí   sola  í)ulcinea  es  la  hermosa,  la  discreta,  la  honesta,  la  gallard;: 
la  bien  nacida;  v  las  demás,  las  feas,  las  necias,  las  livianas  y  las  de  [m 
linaje   Para  ser'vo  suvo,  v  no  de  otra  alguna,  me  arrojó  la  natura u 
al  mundo:  llore  ó  cante  Altisidora.  desespérese  Madama,  por  quien  : 
aporrearon  en  el  castillo  del  moro  encantado;  que  yo  tengo  de  ser 
Dulcinea   cocido  ó  asado,  hmpio,  bien  criado  y  honesto,  á  pesar  .le 
das  la^  potestades  hechiceras  de  la  tierra-.^.  Y  con  esto  cerró  de  gnli)e  .; 
ventana'  v  despechado  v  pesaroso,  como  si  le  hubiera  acontecido  al-u 
na  -rauVieso-i-acia,  se  acostó  en  su  lecho,  donde  le  dejaremos  por  ai 
ra  porque  nos  está  llamando  el  gran  >^ancho  Panza,   que  quicv.-  ,i; 
i)rincipi<'>  ;i  sn  famoso  gobierno. 


CAlM'lTLn    XI. \' 

Oe  cómo  el  gran  Sancho  Panza  tomó  la  posesión  de  su  ínsula 
y  del  modo  que  comenzó  á  gobernar. 


r.  H  perpetuo  descubridor  de  los  antípodas,  liaclia  del  nnuido,  ojo 
''l^^  del  cielo,  meneo  dulce  de  las  cantiiiij)loras!  ¡Timbrio  aipií,  Febo 


allí,  tirador  acá,  médico  acullá,  padre  de  la  poesía,  inventor  de 
la  música;  tú,  que  siemi>re  sales,  y  aunriue  lo  [tarece.  mnica  te 
tones!  A  ti  digo  ¡olí  ¡Sol!  con  cuya  ayuda  el  liombre  engendra  al  lioni 
>re;  á  ti  digo  que  me  favore/.cas  y  alumbres  la  escuiidad  de  mi  ingenio, 
•ara  que  pueda  discurrir  por  sus  ]»untos  en  la  narración  del  gobierno 
leí  gran  Sancho  Panza;  que  sin  ti.  yo  me  siento  tibio,  desmazalado  y 
•onfuso. 

Digo,  pues,  que  con  todo  su  ncomi)añamient.o  llegó  Sancho  á  un 
ugar  de  hasta  mil  vecinos,  (pie  era  de  los  mejores  que  el  Dutpic  tenía. 
)iéronle  á  entender  tiue  se  llamaba  la  ínsnJn  Barataria,  ó  ya  porque  el 
ugar  se  llamaba  Baratarlo,  ó  ya  por  el  barato  con  que  se  le  había  dado 
1  gobierno.  Al  llegar  á  las  ])uerras  de  la  villa,  (pie  era  cercada,  salió  ef 
•egimiento  del  pueblo  á  recebirle,  tocaron  las  campanas,  y  todos  los  ve- 
•inos  dieron  muestras  de  genei-al  alegría,  y  con  mucha  i)ompa  le  lleva 
un  á  la  iglesia  mayor  á  dar  gracias  á  Dios;  y  luego,  con  algunas  ridícu 
as  ceremonias,  le  entregaron  las  llaves  del  })uebÍo  y  le  admitieron  })or 
•erpetuo  gobernador  de  la  ínsula  Barataría.  I']l  traje,  las  barl)as,  la  gor- 
lura  y  pequenez  del  nuevo  gobernador  tenían  admirada  á  toda  la  gen- 
1'  que  el  busilis  del  euentf)  no  sabía,  y  aun  á  todos  los  que  lo  sal)ían, 
lue  eran  muchos. 


092 


DON    QUIJOTE    DK    LA    MANCHA 


Finalmente,  en  sacándole  de  la  iglesia,  le  llevaron  á  la  silla  del  juz- 
gado y  le  sentaron  en  ella,  y  el  mayordomo  del  Duque  le  dijo:  «Es  cos- 
tumbre antigua,  señor  gobernador,  que  el  que  viene  á  tomar  posesión 
desta  famosa  ínsula  está  obligado  á  responder  á  una  pregunta  que  se  le 
hiciere,  que  sea  algo  intricada  y  dificultosa,  de  cuya  respuesta  el  pue- 
blo toma  y  toca  el  pulso  del  ingenio  de  su  nuevo  gobernador;  y  así.  ó 
se  alegra  ó  se  entristece  con  su  venida.» 

En  tanto  que  el  mayordomo  decía  esto  á  Sancho,  estaba  él  mirando 
unas  grandes  y  muchas  letras  que  en  la  pared  frontera  de  su  silla  estri- 
ban escritas;  y  como  él  no  sabía  leer,  preguntó  por  qué  eran  aquellas 
pinturas  que  en  aíjuella  pared  estaban. 

FuélB  respondido:  «Señor;  allí  está  escrito  y  notado  el  día  en  que 
vuestra  señoría  tomó  posesión  desta  ínsula,  y  di(3e  el  epitafio:  «Hoy,  día 
» tantos  de  tal  mes  y  (le  tal  año,  tomó  la  posesión  desta  ínsula  el  señor 
3» don  Sancho  Panza,  que  muchos  años  la  goce^. 
—¿Y  á  quién  llaman  don  Sancho  Panza?,  preguntó  Sancho. 
— ^A  vuestra  señoría,  respondió  el  mayordomo;  que  en  esta  ínsula  no 
ha  entrado  otro  Panza  sino  el  que  está  sentado  en  esa  silla. 

— Pues  advertid,  hermano,  dijo  Sancho,  que  yo  no  tengo  don,  ni  en 
todo  mi  linaje  le  lia  habido:  Sancho  Panza  me  llaman  á  secas,  y  Sancho 
se  llamó  mi  })adre,  y  Sancho  mi  agüelo,  y  todos  fueron  Panzas  sin  aña- 
didura de  dones  ni  donas;  y  yo  imagino  que  en  esta  ínsula  debe  de  ha- 
ber más  dones  que  piedras;  pero  basta:  Dios  me  entiende,  y  podrá  ser 
que  si  el  gobierno  me  dura  cuatro  días,  yo  escarde  estos  dones,  que  por 
la  muchedumbre  deben  de  enfadar,  como  los  mosquitos.  Pase  adelante 
con  su  pleito  el  señor  mayordomo,  que  yo  sentenciaré  lo  mejor  que  su- 
piere, ora  se  entristezca  ó  no  se  entristezca  el  pueblo. 

A  este  instante  entraron  en  el  juzgado  dos  hombres  ancianos:  el  uno 
traía  una  cañaheja  por  báculo,  y  el  sin  báculo  dijo:-  «Señor,  á  este  buen 
hombre  le  presté  días  ha  diez  escudos  de  oro  en  oro,  por  hacerle  placer 
y  buena  obra,  con  condición  que  me  los  volviese  cuando  se  los  pidiese. 
Pasáronse  muchos  días  sin  pedírselos,  por  no  ponerle  en  mayor  necesi- 
dad de  volvérmelos,  que  la  que  él  tenía  cuando  yo  se  los  presté;  pero, 
por  parecerme  que  se  descuidaba  en  la  paga,  se  los  he  pedido  una  y 
muchas  veces;  y  no  solamente  no  me  los  vuelve,  pero  me  los  niega,  y 
dice  que  nunca  tales  diez  escudos  le  presté;  y  que  si  se  los  presté,  que 
ya  me  los  ha  vuelto.  Yo  no  tengo  testigos  ni  del  prestado  ni  de  la  vuel- 
ta, porque  no  me  los  ha  vuelto:  querría  que  vuesa  merced  le  tomare 
juramento;  y  si  jurare  que  me  los  ha  vuelto,  yo  se  los  perdono  })ara 
aquí  y  para  delante  de  Dios». 

— ;¿Qué  decís  vos  á  esto,  buen  viejo  del  báculo?,  dijo  Sancho. 

A  lo  que  dijo  el  viejo:  «Yo,  señor,  confieso  que  me  los  prestó  (y  baje 
vuesa  merced  esa  vara),  y  i)ues  él  lo  deja  en  mi  juramento,  yo  juraré 
cómo  se  los  he  vuelto  y  pagado  real  y  verdaderamente. 

l)ajó  el  gobernador  la  vara,  y  en  tanto  el  viejo  del  báculo  dio  el 
bjiculo  al  otro  viejo,  que  se  le  tuviese  en  tanto  que  juraba,  como  si 
le  embarazara  nmcho;  y  luego  puso  la  mano  fn  la  cruz  de  la  vara,  di- 


l'AlíTK    SEGUNDA. CAPITULO    XLV  l)i)3 


(iondo  que  ora  veidad  (|ue  se  le  habían  prepüido  aquellos  diez  esendoe 
(jue  se  le  pedían;  pero  que  él  se  los  había  vuelto  de  su  mano  á  la  suya, 
y  que,  por  no  caer  en  ello,  se  los  volvía  á  pedir  por  momentos. 

Viendo  lo  cual  el  gran  gobernador,  preguntó  al  acreedor  qué  i-ee- 
pondía  á  lo  <jue  decía  su  contrario;  y  dijo  que  sin  duda  alguna  su  deu- 
dor debía  de  decir  verdad,  ]>orque  le  tenía  ))or  h<»mbre  de  bien  y  buen 
cristiano,  y  que  á  él  se  le  debía  de  haber  olvidado  el  c<'>mo  y  cuándo  se 
los  había  vuelto,  y  que  desde  allí  en  adelante  jamás  le  pediría  nada. 

Tomó  á  tomar  su  báculo  el  deudor,  y  bajando  la  cabeza,  se  salió  del 
juzgado.  Visto  lo  cual  por  Sancho,  y  que  sin  más  ni  más  se  iba,  y  vien- 
do también  la  paciencia  del  demandante,  inclinó  la  cabeza  sobre  el  pe- 
cho, y  poniéndose  el  índice  de  la  mano  derecha  sobre  las  cejas  y  las 
narices,  estuvo  como  pensativo  un  pequeño  espacio,  y  luego  alzó  la  ca 
bezay  mandó  que  le  llamasen  al  viejo  del  báculo,  (jue  ya  se  hal)ía  ido. 
Trujérousele,  y  en  viéndole  Sancho,  le  dijo:  (Dadme,  buen  hombre, 
ese  báculo,  que  le  he  menester.» 

— De  nm}'  buena,  resjxmdió  el  viejo.  Hele  aquí,  señor;  y  j>úsosele  en 
la  mano. 

Tomóle  Sancho,  y  dándosele  al  otro  viejo,  le  dijo:  «Andad  con  Dios; 
que  ya  vais  pagado.» 

— ¿Yo,  señorV,  respondió  el  viejo;  pues  ¿vale  esta  cañaheja  diez  es- 
cudos de  oro? 

— Sí,  dijo  el  gobernador;  ó  si  no,  yo  soy  el  mayor  porro  del  mundo; 
y  ahora  se  verá  si  tengo  yo  caletre  para  gobernar  todo  un  reino.  Y 
mandó  que  allí  delante  de  todos  se  rompiese  y  abriese  la  caña.  Hízose 
así,  y  en  el  corazón  della  hallarqn  diez  escudos  en  oro. 

Quedanín  todos  admirados,  y  tuvieron  á  su  gobernador  por  un  nue 
vo  Salomón. 

Preguntáronle  de  d<')nde  había  colegido  e^ue  en  aquella  cañaheja  es- 
taban aquellos  diez  e.-^cudos;  y  respondic)  que,  de  haberle  visto  dar,  al 
viejo  que  jurabii,  á  su  contrario  aquel  báculo  en  tanto  que  hacía  el  ju- 
ramento, y  jurar  (]ue  se  los  había  dado  real  y  verdaderamente,  y  que 
en  acabando  de  jurar  le  tomó  á  pedir  el  báculo,  le  vino  á  la  imagina- 
ción que  dentro  dél  estíiba  la  paga  de  lo  que  el  otro  pedía;  de  donde  se 
l)()día  colegir  que  á  los  que  gobiernan,  aunque  sean  unos  tontos,  tal 
vez  los  encamina  Dios  en  sus  juicios;  y  más,  que  él  había  oído  contar 
otro  caso  como  aquel  al  Cura  de  £U  lugar,  y  (jue  él  tenía  tan  gran  me- 
moria, que  á  no  olvidársele  todo  aquello  de  que  quería  acordarse,  no 
hubiera  tal  memoria  en  toda  la  ínsula.  Finalmente,  el  un  viejo  corri- 
do y  el  otro  pagado  se  fueron,  y  ios  presentes  quedaron  admirados,  y 
el  que  escribía  las  palabras,  hechos  y  movimientos  de  Sancho,  no  aca- 
baba de  determinarse  si  le  tendría  y  pondría  por  tonto  ó  por  discreto. 

Luego,  acabado  este  pleito,  entró  en  el  juzgado  una  nmjer,  asida 
fuertemente  de  un  hombre,  vestido  de  ganadero  rico,  la  cual  venía  dan- 
d(j  grandes  voces,  diciendo:  «¡Justicia,  señor  gobernador,  justicia!  Y  si 
no  la  hallo  en  la  tierra,  la  iré  á  buscar  al  cielo.  Señor  gobernador  de 
ral  ánima,  este  mal  hombre  me  ha  cogido  en  la  mitad  dése  campo,  y 


<)í.'4  DON    (iUIJOTE    DE    LA    MAN-CIIA 


.se  ha  aproveclmdo  de  mi  cuerpo,  como  si  fuera  trapo  mal  lavado,  y 
jdesdicliada  de  mí!,  me  ha  llevado  lo  que  tenía  guardado  más  de  veinte 
y  tres  años  ha,  defendiéndolo  de  moros  }'  cristianos,  de  naturales  y  ex- 
tranjeros; y  yo  siem[)re  dura  como  un  alcornoque,  conservándome  en- 
tera como  la  salamanquesa  en  el  fuego,  ó  como  la  lana  entre  las  zar- 
zas, para  que  este  buen  hombre  llegase  ahora  con  sus  manos  Hm[)ias  á 
jnanosearme.» 

— Aún  eso  está  por  averiguar,  si  tiene  limpias  ó  no  las  manos  este 
galán,  dijo  Sancho;  y  volviéndose  al  hombre,  le  dijo  qué  decía  y  re- 
l)ondía  á  la  querella  de  aquella  mujer. 

FA  cual,  todo  turbado,  respondió:  «Señores,  yo  soy  un  pobre  gana 
dero  de  ganado  de  cerda,  y  esta  mañana  salía  deste  lugar,  de  vender 
con  perdón  sea  dicho)  cuatro  puercos...  que  me  llevaron  de  alcabalas 
y  socaliñas  poco  menos  de  lo  que  ellos  valían.  Volvíame  á  mi  aldea, 
topé  en  el  camino  á  esta  buena  dueña;  y  el  diablo,  que  todo  lo  añasca 
y  todo  lo  cuece,  hizo  que  yogásemos  juntos:  pagúele  lo  soficiente,  y 
ella,  mal  contenta,,  asió  de  mí,  y  no  me  ha  dejado  hasta  traerme'  á  este 
puesto.  Dice  que  la  forcé,  y  miente,  para  el  juramento  que  hago  ('< 
pienso  hacer;  y  esta  es  toda  la  verdad,  sin  faltar  meaja. 

Entonces  el  gobernador  le  preguntó  si  traía  consigo  algún  dinero 
en  platíi;  él  dijo  que  hasta  veinte  ducados  tenía  en  el  seno,  en  una  bol 
sa  de  cuero.  Mandó  que  la  sacase  y  se  la  entregase,  así  como  estaba,  á 
la  ([uerellante;  él  lo  hizo  temblando;  tomóla  la  mujer,  y  haciendo  mil 
zalemas  á  todos,  y  rogando  á  Dios  por  la  vida  y  salud  del  señor  gober- 
nador, que  así  miraba  por  las  huérfanas  menesterosas  y  doncellas,  con- 
tenta se  salió  del  juzgado,  llevando  la  bolsa  asida  con  entrambas  ma- 
nos... aunque  primero  miró  si  era  de  plata  la  moneda  que  llevaba  den 
tro. 

Apenas  salió,  cuando  Sancho  dijo  al  ganadero  (que  ya  se  le  saltaban 
las  lágrimas,  y  los  ojos  y  el  corazón  se  iban  tras  su  bol&a):  <'Buen  hom- 
bre, id  tras  aquella  mujer,  y  quitadle  la  bolsa,  aunque  no  quiera,  y  vol 
ved  aquí  con  ella  ;  y  no  lo  dijo  ni  á  tonto  ni  á  sordo,  porque  luego  par 
tió  como  un  rayo,  y  fué  á  lo  que  se  le  mandaba. 

Todos  los  presentes  estaban  suspensos,  esperando  el  fin  de  aquel 
pleito;  y  de  allí  á  poco  volvieron  el  hombre  y  la  mujer,  más  asidos  y 
aferrados  que  la  vez  primera:  ella,  la  saya  levantada,  y  en  el  regazo 
puesta  la  bolsa,  y  el  hombre  pugnando  por  quitársela;  mas  no  era  posi- 
ble, según  la  mujer  la  defendía,  la  cual  daba  voces,  diciendo:  <  ¡Justicia 
(le  Dios  y  del  mundo!  Mire  vuesa  merced,  señor  gobernador,  la  poca 
vergüenza  y  el  poco  temor  deste  desalmado,  que  en  mitad  de  poblado 
V  en  mitad  de  la  calle  me  lia  querido  quitar  la  bolsa  que  vuesa  merced 
mandó  darme.» 

— ¿Y  liáosla  quitado?,  preguntó  el  gobernador. 

— ¿Cómo  quitar?,  respondió  la  mujer;  antes  me  dejara  yo  quitar  la 
vida  que  me  quiten  la  bolsa.  ¡Bonita  es  la  niña!  Otros  gatos  me  han 
'le  echar  á  las  barbas,  que  no  este  desventurado  y  asqueroso.  Tenazas 
y  mai'tillos,  mazos  y  escoplos  no  serán   bastantes  á  sacármela  de  las 


!•  A  ttT K    H Kt4 U X D A , C  A FIT U LO    XI.V  {\\^i\ 

\nn\^,  ni  aun  i;nrras  de  leones;  antes  el  ánima  dé  en  mitad  en  mitad  de 
las  carnes. 

— Ella  tiene  razón,  dijo  el  hombre,  y  yo  me  doy  {kh-  rendido  v  sin 
úu'izas.  y  confieso  que  las  mías  no  son  bastantes  i)ar{i  (¡uitárséla;  v 
lcj(>la. 

Entonces  el  jíobernador  dijo  á  la  nmjer:  c Mostrad,  honrada  y  va- 
liente, esa  bolsa.  >  Ella  se  la  dio  luei^o,  y  el  gobernador  se  la  volvió  al 
liombre.  y  dijo  ala  esforzada  y  no  forzada:  <  Hermana  mía.  si  el  mis- 
ino aliento  y  valor  (¡ue  halx'is  mostrado  para  defender  esta  bolsa,  le 
uostrárades  (y  aun  la  mjtad  menos)  para  defender  vuestro  cuer[»0;  las 
fuerzas  de  Hércules  no  os  hicieran  fuerza.  Andad  con  Dios  y  mucho  de 
iduTiamala,  y  no  paréis  en  toda  esta  ínsula  ni  en  seis  lejanas  á  la  i-e- 
londa,  so  pena  de  docicntos  azotes;  andad  lue.no,  diuo.  clnnrillera.  des- 
^crudnzada  y  embaidora. 

Espantóse  la  nmjer,  y  fuese  cabizbaja  y  mal  contenta;  y  el  jiober- 
:;idor  dijo  al  hombre:  Buen  hombre,  andad  con  Dios  ú  vuestro  lugar 
■<>n  vuestro  dinero;  y  de  aquí  adelante,  si  no  le  queréis  ])erder.  ]M-ocn- 
ad  que  no  os  venga  en  voluntad  de  yogar  con  nadie.  El  hombre  le 
Ii(')  las  gracias  lo  peor  que  supo,  y  fuese,  y  los  circunstante?  (¡nedaron 
idmirados  de  nuevo  de  los  juicios  y  .sentencias  de  su  nuevo  goberna- 
ior.  ante  el  cual  se  presentaron  dos  hombíes,  el  uno  vestido  de  labra- 
lor.  y  el  otro  de  sastre,  pori|ue  traía' uhas^tijeras  en  la  mano;  y  el  sas 
le  dijo:  c' Señor  gobernador,  yo  y  este  hoíirado  labrador.  venim«»s  ante 
uesa  merced,  en  razón  que  este  buen  hombre  llegó  á  mi  tienda  ayer 
que  yo,  con  perdón  de  los  presentes,  soy  sáktxe  examina<lo,  (jne  Dios 
ri\  bendito),  y  poniéndome  un  pedazo  de  páOojen  las  manos,  me  pre- 
;untó:  Señor,  ¿habría  en  este  paño  harto  pai^Hacerme  una  caperuzaV 
i'o,  tanteando  el  paño,  le  respondí  que  sí.  El  debióse  de  imaginar,  á  lo 
lue  yo  imaginé,  é  imaginé  bien,  que  sin  duda  yo  le  (ineria  hurtar  al- 
una parte  del  paño,  fundándose  en  su  malicia  y  en  la  mala  opinión  de 
os  sastres,  y  replicóme  que  mirase  si  habría  para  dos.  Adivinóle  el 
•ensamiento  y  díjele  que  sí;  y  él,  caballero  en  su  dañada  y  primera  in- 
[•nción,  fué  añadiendo  caperuzas,  y  yo  añadiendo  síes,  ha.sta  que  lle- 
amos  ii  cinco  caperuzas;  y  ahora  en  este  punto  acal)a  de  venir  ])or 
Has.  Yo  se  las  doy,  y  no  me  quiere  pagar  la  hechura:  antes  me  ].ide 
uc  le  pague,  ó  vuelva  su  paño. 

—  ¿Es  todo  esto  así,  hermanoV,  preguntó  Sancho. 

— Sí.  señor,  respondió  el  hombre;  pero  hágale  vuesa  merced  que 
uiestre  las  cinco  caperuzas  (jue  me  ha  hecho." 

— De  buena  gana,  respondió  el  sastre;  y  sacando  encontinente  la 
lano  de  bajo  del  herreruelo,  mostró  en  ella  cinco  caperucicas,  puestas 
n  las  cinco  cabezas  de  los  dedos  de  la  mano,  y  dijo:  He  aquí  las  cinco 
•iperuzas  que  este  buen  hombre  me  pide;  y  en  Dios  y  en  mi  concien- 
ia,  que  no  me  ha  (|uedado  nada  del  paño,V  yo  daré  la  obra  a  vista  de 
eedores  del  oficio. 

Todos  los  presentes  se  rieron  de  la  multitud  de  las  ca])eruzas  v  del 
uevo  pleito. 


m6 


DON     QUIJOJ'K     1)K     l.A     MANCHA 


Sancho  se  puso  a  cmisiderar  un  poco,  y  dijo;  «Parécerae  que  en 
este  pleito  no  ha  de  haher  largas  dilaciones,  sino  juzgar  luego  á  juicio 
de  buen  varón;  y  así,  yo  doy  por  sentencia,  que  el  sastre  pierda  laír' 
hechuras,  y  el  laln-ador  el  paño,  y  las  caperuzas  se  lleven  á  los  presoí^ 
de  la  cárcel  y  no  haya  más.» 

Si  la  sentencia  pasada  de  la  bolsa  del  ganadero  movió  á  admiración 
á  los  circunstantes,  ésta  les  provocó  á  risa;  pero,  en  lin,  se  hizo  lo  qut 
mandó  el  gobernador.  Todo  lo  cual,  notado  de  su  coronista,  fué  lueg( 
escrito  al  Duque,  que  con  gran  deseo  lo  estaba  esperando .  Y  quédest 
aquí  el  buen  Sancho;  que  es  mucha  la  priesa  que  nos  da  su  amo,  albo 
rotado  con  la  música  de  Altisidora. 


^^'"it  . 


cArrrrLo  xi.vi 

Del  temeroso  espanto  cencerril  y  gatuno  que  recibió  Don  Quijote  en  el  discurso 
de  los  amores  de  la  enamorada  Altisidora. 


EJAMos  al  .i;nin  Don  Quijote  envuelto  en  los  pensamientos  que 
le  había  causado  la  música  de  la  enamorada  doncella  Altisi- 
dora. Acostóse  con  ellos,  y  como  si  fueran  pulgas,  no  le  dejaron 
dormir  ni  sosegar  un  punto,  y  juntábansele  los  que  se  le  sol 
taron  de  sus  medias;  pero,  como  es  lií^^ero  el  tiempo,  y  no  hay  barranco 
que  le  detenga,  corrió  caballero  en  las  horas,  y  con  mucha  presteza 
llegó  la  de  la  mañana;  lo  cual,  visto  por  Don  Quijote,  dejó  las  blandas 
plumas,  y  no  nada  perezoso,  se  vistió  su  acamuzado  vestido,  y  se  calz<> 
sus  botas  de  camino  por  encubrir  la  desgracia  de  .-^us  medias.  Arrojóse 
encima  su  mantón  de  escarlata  y  púsose  en  la  cabeza  una  montera  de 
terciopelo  verde,  guarnecida  de  pasamanos  de  plata;  colgó  el  tahalí  de 
sus  hombros  con  su  buena  y  tajadora  espada;  asió  un  gran  rosario  que 
consigo  contino  traía,  y  con  gran  prosopopeya  y  contoneo  salió  á  la  an- 
tesala, donde  el  Duque  y  la  Duquesa  estaban  ya  vestidos  y  como  espe- 
rándole. Y  al  })asar  por  una  galena.  estal)an  aposín  espei'ándole  Altisi- 
lora  y  la  otra  doncelbi,  su  annga;  y  así  como  Altisidora  vio  á  Don  Qui- 
jote, fingió  desmayarse,  y  su  amiga  la  recogió  en  sus  faldas,  y  con  gran 
presteza  la  iba  á  desabrochfir  el  pecho. 

Don  Quijote,  que  lo  vio.  llegándose  á  ellas,  dijo:  «Ya  sé  yo  de  qué 
proceden  estos  accidentes.» 

— No  sé  yo  de  qué.  resjjondió  la  amiga;  porque  Altisidora  es  la  don- 
i^ella  mas  sana  de  toda  esta  casa,  v  vo  nunca  la  he   sentido  un  av  en 


(J98  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


cuánto  ha  que  la  éonozeo:  ¡que  mal  hayan  cuantos  cabitlicros  andantes 
hav'  en  el  mundo,  si  es  que  todos  son  desagradecidos!  ^^íyase;  vuesa  mer- 
ced, señor  Don  (Quijote;  que  no  volverá  en  sí  esta  pobre  niña  en  tanto 
qiífe  vuésa  merced  aquí  estuviere. 

:  A  lo  que  respondió  Don  Quijote:  «Haga  vuesa  merced,  señora,  que 
se  me  ponga  un  laúd  ésta  noche  en  mi  aposento;  que  yo  consolaré  lo 
ínéjor  que  pudiere  á  esta  hfiÜimada  doncella;  que  en  los  principios 
^ijiprosos,  los  desengaños  prestos  suelen  ser  remedios  calilicados - ;  y 
4'óñ  esto,  se' fue.  jiórque  no  fuese  notado  de  los  que  allí  le  viesen. 
'r  ;.  No  se  hubo  bipii  apartado,  cuando  volviendo,  en  sí  la  desmayada  Al- 
H.sidora/dijo  á  gir-fonipañera:  v>Ienester  sefáípie  se  le  ponga  el  laúd; 
(júé  sin  duda  Don  (ínijote  (]uiere  darnos  música;  y  no  será  mala,  sien 
(lo  suya.» 

Fueron  luego  á  dar  cuenta  á  la  Duquesa  de  lo  que  pasaba,  y  del  laúd 
<|ue  pedía  Don  Quijote;  y  ella,  alegre  sobre  modo,  concertó  con  el  Duque 
y  con  sus  doncellas  de  hacerle  una  burla  que  fuese  más  risueña  que  da- 
ñosa; y  con  mucho  contento  esperaban  la  noclie,  que  se  vino  tan  aprie- 
sa como  se  había  venido  el  día,  el  cual  pasaron  los  Duques  en  sabrosas 
pláticas  con  Don  Quijote.  Llegadas  las  once  horas  de  la  noche,  hallo 
Don  Quijote  una  vihuela  en  su  aposento;  templóla,  abrió  la  reja,  y  sintió 
<iue  andaba  gente' en  el  jardín,  y  habiendo  recorrido  los  trastes  de  la 
viliuela,  y  afinádola  lo  mejor  que  su])o,  escupió  y  remondóse  el  pecho. 
\-  luego  con  una  voz  ronquilla,  aunque  entonada,  cantó  el  siguiente  ro 
manee,  que  él  mismo  aquel  día  había  compuesto: 

Suclpn  lu8  fuerzas  do  amor 
Sacar  de  (juicio  A  lus  almas. 
Tomando  por  instrumento 
J.a  ociosidad  descuidada. 
Suclií  el  coser  y  el  labrar. 

Y  el  estar  siempre  ocupada, 
fier  iiiitidotü  al  veneno 
De  las  amorosas  ansias. 
J>as  doncellas  recogidas, 
tjiic  aspiran  ¡i  ser  casadas... 
La  honestidad  es  la  doti- 
y  voz  de  sus  alabanzas, 
lyos  andantes  caballeros, 

Y  los  que  en  la  corte  andan 
Rnquiébraiise  con  las  libre.s 
i'iiit  la.s  Iionestas  se  cusan. 
Hay  amores  de  levante, 
yne  entre  huésijcdes  se  tratan 
(,)ue  llegan  presti>  al  poniente, 
Porque  en  el  partir  se  acaban 
Kl  amor  recién  venitlo. 
Que  hoy  llegó,  y  se  va  mañana 
Las  imágenes  no  de.ia 
Bien  impresas  en  el  alma. 
Pintura  i-obre  pintura 
Ni  se  muestra  ni  señala, 

Y  do  hay  primera  belíe/a. 
J.a  segunda  no  hace  baza. 
Dulcinea  del  Toboso 
Del  alma  en  la  t.ibla  rasa 
Tengo  pintada  de  modo. 
Qno  es  imposible  borrarla. 


I'VIMI.     rsKi.l   M)A. CAl'llll.o     Xi.VI  <)1>1I 

li'i  nrniozii  cu  los  aintiiiton 
\'.-i  la  pitrte  )iiá«  pi-í'iiada, 
l'o/  «H'.icii  U:i-f  aim>r  luilasros. 
Y  hasta  el  «-icio  In»  li  vaiita. 

Aquí  llegabii  Don  Quijote  de  su  canto,  a  (luieii  estaban  escuchando 
el  Duque  y  la  Dnciuesa,  Altisidora  y  casi  toda  la  <icnte  del  castillo, 
cuando  de  improviso,  desde  encima  de  un  corredor  ([ue  sobre  la  reja  de 
Don  Quijote  a  plomo  caía,  descol.iíaron  un  cordel,  donde  venían  miís  de 
cien  cencerros  asidos,  y  luego  tras  ellos  derramaron  un  gran  saco  de 
gatos,  que  asimismo  traían  cencerros  menores,  atados  á  las  colas.  Fué 
tan  grande  el  ruido  de  los  cencerros  y  el  mayar  de  los  gatos,  que  aun- 
((ue  los  Duques  habían  sido  inventores  de  la  burla,  todavía  les  sobre- 
saltó; y  temeroso  Don  Quijote,  quedó  pasmado;  y  (^uiso  la  suerte  que 
dos  ó  tres  gatos  se  entraron  ])or  la  reja  de  su  estancia,  y  dando  de  una 
parte  á  otra,  parecía  que  una  legión  de  diablos  andaba  en  ella.  Apaga- 
inn  las  velas  <|ue  en  el  aposento  ardían,  y  andaban  buscando  })or  do 
escaparse.  El  descolgar  y  subir  del  cordel  de  los  grandes  cencerros  no 
cesaba;  la  mayor  parte  de  la  gente  del  castillo,  (jue  no  sabía  la  verdad 
del  caso,  estaba  suspensa  y  admirada.  Levantóse  Don  (Quijote  en  pie. 
y  })oniendo  mano  á  la  espada,  comenzó  á  tirar  estocadas  por  la  reja  y 
a  decir  á  grandes  voces:  < ¡Afuera,  malignos  encantadores!  ¡Afuera,  ca 
nalla  hechiceresci;;  que  yo  soy  Don  Quijote  de  la  Mancha,  contra  quien 
no  valen  ni  tienen  Tuerzas  vuestras  malas  intenciones  •.  y  volviéndose 

I  los  gatos,  que  andaban  por  el  aposento,  les  tin')  muchas  cuchilladas. 
Kilos  acudieron  á  la  reja,  y  por  allí  se  salieron,  aun(|ue  uno,  viéndose 
tan  acosado  de  las  cuchilladas  de  Don  (Quijote,  le  saltó  al  rostro,  y  le 
isi(')  de  las  narices  con  las  uñas  y  los  dientes.  ))or  cuyo  dolor  Don  Qui- 
¡díe  comenzó  a  dar  los  mayores  gritos  que  pudo.  ( )yendo  lo  cual  el 
Duque  y  la  Duquesa,  y  considerando  lo  que  podía  ser,  con  mucha  pres 
eza  acudieron  á  su  estancia,  y  abriendo  con  llave  maestra,  entraron  con 
uees  y  vieron  al  pobre  caballero  pugnando  con  todas  sus  fuerzas  por 

II  ranear  el  gato  de  su  rostro.  Viendo  la  desigual  pelea,  acudió  el  Duque 
i  despartirla,  y  Don  Quijote  dijo  á  voces:  No  me  le  quite  nadie;  dé 
cmne  mano  á  mano  con  este  demonio,  con  este  hechicero,  con  este 
'iieantador;  que  yo  le  daré  a  entender,  de  mí  á  él,  quién  es  Don  Quijote 
le  la  Mancha.  Pero  el  gato,  no  curándose  destas  amenazas,  gruñía  y 
ipretaba.  Mas.  en  lin,  el  Duque  se  le  desarraigó,  y  le  echó  por  la  reja: 
juedi)  Don  Quijote  acribado  el  rostro  y  no  muy  sanas  las  narices,  aun- 
(ue  muy  des[)echado  porque  no  le  habían  dejado  fenecer  la  batalla  que 
an  trabada  tenía  con  aquel  malandrín  encantador. 

Hicieron  traer  aceite  de  Aparicio,  y  la  misma  Altisidora,  con  sus 
>lan(iuísimas  manos,  le  puso  unas  vendas  por  todo  lo  herido;  y  al  po- 
lérselas,  con  voz  baja  le  dijo:  «Todas  estas  malandanzas  te  suceden, 
nipedernido  caballero,  por  el  pecado  de  tu  dureza  y  pertinacia,  y  plega 
i  Dios  que  se  le  olvide  á  Sancho,  tu  escudero,  el  azotarse,  porque  nun- 
•a  salga  de  su  encanto  esa  tan  amada  tuya  Dulcinea,  ni  tú  la  goces  ni 
legues  á  tálamo  con  ella,  ¡i  lo  menos  viviendo  vo.  que  te  adoro!» 


DI) 


DON     ^¿ITIJOTK    DE     LA     MANCHA 


A  todo  esto  no  respondió  Don  Quijote  otra  palabra,  sino  fué  dar  un 
l)rofundo  suspiro,  y  luego  se  tendió  en  su  lecho,  agradeciendo  á  los  Du- 
<|ues  la  merced,  no  porque  él  tenía  temor  de  aquella  canalla  gatesca, 
encantadora  y  cencerruna,  sino  i)orque  ha])ía  conocido  la  buena  inten- 
ción con  que  habían  venido  á  socorrerle.  Los  Duques  le  dejaron  sosegar 
>■  se  fueron,  pesarosos  del  mal  suceso  de  la  burla;  que  no  creyeron  que 
lan  pesada  y  costosa  le  saliera  á  Don  Quijote  aquella  aventura,  que  lo 
costó  ocho  días  de  encerramiento  y  de  cama,  donde  le  sucedió  otra  aven 
tura,  más  gustosa  que  la  pasada,  la  cual  no  quiere  su  historiador  contar 
a'.iora,  por  acudir  á  Sancho  Panza,  fjue  andaba  muy  solícito  y  muy  gra 
cioso  en  su  gobierno. 


CAPITULO    XI  A' 11 


Donde  se  prosigue  cómo  se  portaba  Sancho  Panza  en  su  gobierno. 


f^y^vESTx  la  liistoria  que  desde  el  Juz.i;ado  llcvanin  á  Sancho  Panza 
/-tW  á  un  suntuoso  palacio,  adonde  en  una  gran  sala  estalni  puesta 
una  real  y  limpísima  mesa;  y  así  como  Sancho  entró  en  la  s^ila 
^"^  sonaron  chirimías,  y  salieron  cuatro  j)a.jes  á  darle  aguamanos, 
[ue  Sancho  recibió  con  muclia  gravedad,  (.'eso  la  música,  sentóse  San 
•ho'  á  la  cabecera  de  la  mesa,  ponqué  no  había  más  de  aquel  asiento,  y 
lo  otro  servicio  en  toda  ella.  Púsose  á  su  lado  en  ]»ie  un  personaje,  que 
lespués  mostró  ser  médico,  con  una  varilla  de  ballena  en  la  mano, 
l^evantaron  una  riquísima  y  blanca  toalla  con  ([ue  estaban  cubiertas  las 
r'rutas  y  mucha  diversidad  de  platos  de  diversos  manjares.  Uno,  que 
carecía  estudiante,  echó  la  bendición,  y  un  paje  puso  un  babador  ran- 
lado  á  Sancho;  otro,  que  hacía  el  oficio  de  maestresala,  llegó  un  plato 
le  fruta  adelante;  pero  apenas  hubo  coñudo  un  l)ocado  cuando,  el  de  la 
v-arilla  tocando  con  ella  en  el  plato,  se  le  quitaron  de  delante  con  gran 
lísima  celeridad;  i)ero  el  maestresala  le  llegó  otro  de  otro  manjar.  Iba 
i  probarle  Sancho;  pero  antes  que  llegase  á  él  ni  le  gustase,  ya  la  ^•ari- 
la  había  tocado  en  él,  y  un  paje  alzádole  con  tanta  presteza  como  el 
le  la  fruta.  Visto  lo  cual  })or  Sancho,  quedó  susjienso,  y  mirando  á  to- 
los, preguntó  si  se  había  de  comer  aquella  comida  como  juego  de  Mae- 
-iecoral. 

A  lo  cual  respondió  el  de  la  vara:  «No  se  ha  de  comer,  señor  gober- 
lador,  sino  como  es  uso  y  costumbre  en  las  otras  ínsulas  donde  hay  go- 
)ornadores.  Yo,  señor,  soy  médico,  y  estoy  asalariado  en  esta  ínsula  por 
-;er1o  do  los  goboi-nadores  della;  y  miro  {K)r  su  «alud  mucho  más  (pie 


7.U-  L)ON     (iUlJÜTJ-;    1)K     LA     JtANCIlA 


por  la  mía,  estudiando  de  noche  y  de  día,  y  tanteando  la  co]npiexion 
del  gobernador,  para  acertar  á  curarle  cuando  cayere  enfermo;  y  lo 
principal  que  hago  es  asistir  á  sus  comidas  y  cenas,  á  dejarle  comer  de 
lo  que  me  parece  que  le  conviene,  y  á  quitarle  lo  que  imagino  que  k? 
ha  de  hacer  daño  y  ser  nocivo  al  estómago;  y  así,  mandé  quitar  el  pla- 
to de  la  fruta  |)or  ser  demasiamente  húmeda,  y  el  plato  del  otro  manjar 
también  le  mandé  íjuitar  por  ser  demasiadamente  caliente  y  tener -nm- 
chas  especias,  que  acrecientan  la  sed;  y  el  que  mucho  bebe,  mata  y  con 
sume  el  húmedo  radical,  donde  consiste  la  vida.  > 

— Desa  manera,  aquel  plato  de  perdices,  que  están  allí  asadas,  y  a 
mi  parecer,  bien  sazonadas,  no  me  harán  algún  daño. 

A  lo  que  el  médico  respondió:  «Esas  no  comerá  el  señor  gol)ernador 
en  tanto  que  yo  tuviere  vida.» 

— Pues,  ¿por  qué?,  dijo  Sancho. 

Y  el  médico  respondió:  «Porque  nuestro  maestro  Hipócrates,  norte 
v  luz  de  la  medicina,  en  un  aforismo  suyo  dice:  Omnís  satnrnfio  mala, 
pcrdic-s  aiifcm  possima.  Quiere  decir:  <  toda  hartaza  es  mala,  pero  la  de 
las  perdices,  malísima.» 

— Si  eso  es  así,  dijo  Sancho,  ven  el  señor  doctor,  de  cuantos  manja- 
res hay  en  esta  mesa,  cuál  me  hará  más  provecho,  y  cuál  menos  daño, 
y  déjeme  comer  del,  sin  que  me  le  apalee,  porque,  por  vida  del  gober- 
nador, y  así  Dios  me  la  deje  gozar,  que  me  muero  de  hambre;  y  el  ne- 
garme la  comida,  aunque  le  pese  al  señor  doctor,  y  él  más  me  diga,  an- 
tes será  (pútarme  la  vida  que  aumentármela. 

— \'uesa  mei-ced  tiene  razón,  señor  gobernador,  res})ondió  el  médico; 
y  así.  es  mi  parecer  que  vuesa  aierced  no  coma  de  aquellos  conejos  gui- 
sados que  allí  están,  porque  es  manjar  peliagudo;  de  aquella  ternera, 
si   no  fuera  asada  y  en  adobo,  aún  se  iiudiera  probar;  pero  no  hay. 
para  qué. 

Y  Sancho  (Hjo:  «Aquel  platonazo  (pie  está  mas  adelante  vahando. 
me  parece  que  es  olla  podrida;  y  poi-  la  diversidad  de  cosas  que  en  las 
tales  ollas  podridas  hay,  no  podré  dejar  de  to])ar  con  alguna  que  \\u^ 
sea  de  gusto  y  de  provecho.» 

—Ahsit,  dijo  el  médico,  vaya  lejos  de  nosoiios  tan  mal  pen.saniiento. 
Xo  hay  cosa  en  el  mundo  de  peor  mantenimiento  (|ue  una  olla  podrida. 
Allá  las  ollas  podridas,  para  los  canónigos  ó  para  los  retores  de  colé 
gios,  ó  ])ara  las  bodas  labradorescas;  y  déjennos  libres  las  mesas  de  los 
gobernadores,  donde  ha  de  asistir  todo  primor  y  toda  atildadura;  y  la 
razón  es,  porque  siempre  y  á  doquiera  y  de  quienquiera,  son  más  es- 
timadas las  medicinas  simples  (pie  las  compuestas,  porque  en  las  sini 
pies  no  se  puede  errar,  y  en  las  conquiestas  sí,  alterando  la  cantidad  d^ 
las  cosas  de  que  son  compuestas.  Mas  lo  que  yo  sé  que  ha  de  comer  el 
señor  gobernador  ahora,  para  conservar  su  salud  y  corroborarla,  es  nu 
ciento  de  cañutillos  de  suphcaciones  y  unas  tajadicas  subtiles  de 
carne  de  membrillo,  que  le  asienten  el  estómago  y  le  ayuden  á  la  di- 
gestión. >  .  .  , 
Ovondo  c.^to  Sancho,  se  arrimi'i  sobi'C  el  espaldar  de  la. silla,  y  nnrt)^ 


Á 


Dyciulo  psto  ÍJatífho,  se  arrimú  sobre  el  espaldar  de  la  •■illa,  y  miro  de  hito  tu  lii:  > 
al  tal  luc'ilico... 


TI.  IV-   XX 


4(; 


'04  DON     QUIJOTE    1)K     KA     MANCHA 


de  hito  en  hito  al  tal  médico,  y  con  voz  üravc  le  preguntó  cómo  se  lla- 
maba y  dónde  había  estudiado. 

A  lo  que  él  nepondió:  «Yo,  señor  írol>ernador,  me  llamo  el  doctor 
Pedro^  Recio  de  Agüero,  y  soy  natural  de  un  lugar  llamado  Tirteafuera. 
que  estii  entre  Caracuel  y  Almodóvar  del  Campo,  á  la  mano  derecha,  y 
tengo  el  grado  de  doctor  por  la  universidad  de  Osuna.» 
•  A  lo  que  respondió  Sancho,  todo  encendido  en  cólera:  «Pues,  señor 
doctor  Pedro  Recio  de  mal  agüero,  natural  de  Tirteafuera,  lugar  que 
está  á  la  derecha  mano  como  vamos  de  Caracuel  á  Almodóvar  del  Cam- 
po, graduado  en  Osuna,  quíteseme  luego  de  delante;  si  no,  ¡voto  al  sol!, 
que  tome  un  garrote  y  que  á  garrotazos,  comenzando  por  él.  no  me  ha 
do  quedar  médico  en  toda  la  ínsula,  á  lo  menos  de  aquellos  que  yo  en- 
tienda que  son  ignorantes;  que  á  los  médicos  sabios,  prudentes  y  discre 
tos  los  pondré  sobre  mi  cabeza  y  los  honraré  como  á  personas  divinas. 
Y  vuelvo  á  decir  que  se  me  vaya  Pedro  Recio  de  aquí;  si  no,  tomaré 
esta  silla  donde  esto}^  sentado  v  se  la  estrellaré  en  la  cabeza:  y  pídanme- 
lo en  residencia;  que  yo  me  descargaré  con  decir  que  hice  servicio  á 
Dios  en  matar  á  un  mal  médico,  verdugo  de  la  república;  y  denme  de 
comer,  ó  si  no  tómense  su  gobierno;  (jue  otício  que  no  da  de  comer  á 
su  dueño,  no  vale  dos  habas. » 

Alborotóse  el  doctor,  viendo  tan  colérico  at  gobernador,  y  qui-o 
hacer  tirleafuera  de  la  sala,  sino  (pie  en  aquel  instante  sonó  una  corneta 
de  posta  en  la  calle;  y  asomándose  el  maestresala  á  la  ventana,  volvió 
<liciendo:  «Correo  viene  del  Dufpie,  mi  señor;  algún  despacho  debe  de 
traer  de  importancia.)^ 

Entró  el  correo,  sudando  y  asusta<l().  y  sacando  un  phego  del  seno, 
le  puso  en  las  manos  del  gobernador,  y  Sancho  le  puso  en  las  del  ma- 
\  ordomo,  á  quien  mandó  leyese  el  sobrescrito  que  decía  así:  A  don  San- 
cho Panza,  gobernador  de  la  ínsula  Baratarla,  en  su  propia  mano  ñ  ( u 
las  de  su  secretario.  Oyendo  lo  cual  Sancho,  dijo:  «Quién  es  aquí  nn 
secretario?» 

Y  uno  de  los  que  presentes  estaban  respondió:  Yo.  señor,  i)orque 
sé  leer  y  escribir,  y  soy  vizcaíno.» 

«Con  esa  añadidura,  dijo  Sancho,  bien  ])odéis  ser  secretario  del  mi.s- 
mo  emperador:  abrid  ese  pliego,  y  mirad  lo  que  dice.» 

Hízolo  así  el  recién  nacido  secretario,  y  habiendo  leído  lo  que  decía, 
<lijo  que  era  negocio  para  tratarle  á  solas.  Mandó  Sancho  despejar  la 
sala,  y  que  no  quedasen  en  ella  sino  el  mayordomo  y  el  maestresala;  y 
ic>s  demás  y  el  médico  se  fueron,  y  luego  el  secretario  leyó  la  csirta  que 
así  decía: 

«Á  mi  noticia  ha.  llegado,  señoi  don  Sancho  Panza,  que  unos  enf 
^vurigos  míos  y  desü  ínsula  la  han  de  dar  un  asalto  furioso,  no  -r 
Hjué  noche:  conviene  velar  y  estai-  alerta,  ]wrque  no  le  tomen  des 
'  ai>ercibido.  Sé  también,  por  espías  verdaderas,  que  han  entrado  en 
r  ose  lugar  cuatro  personas  disfrazadas  para  quitaros  la  vida,  porque  se 
Hemen  de  vuestro  ingenio:  abrid  el  ojo,  y  mirad  quién  llega  á  habla- 
»ros,  y  no  cf.máis  de  cosa  que  os  presentaren.  Yo  tendré  cuidado  de 


PAUTE    8EOUNDA. CAPÍTULO    XLVII  TOÓ 


í socorreros  si  os  viéredes  en  trabajo,  y  en   todo  haréis  como  se  espera 
fie  vuestro  entendimiento.  Deste  lugar,  á  veintiséis  de  Julio,  á  las  cua- 
-tro  de  la  mañana. 

\' neutro  amÍKo, 

»El  J)iu¡iir. 

Quedó  atónito  Sancho,  y  mostraron  quedarlo  asimismo  los  circuns- 
tantes, y  volviéndose  al  mayordomo,  le  dijo:  «Lo  que  agora  se  ha  de 
;i:icer,  y  ha  de  ser  luego,  es  meter  en  ún  calabozo  al  doctor  Recio;  por- 
luc  si  alguno  me  ha  de  matar,  ha  de  ser  él,  y  de  muerte  ndiniíiícnla  v 
i'sima,  como  es  la  de  la  hambre.» 

—También,  dijo  el  maestresala,  me  parece  á  mí  ^uc  mu>m  intrci-d 
lo  coma  de  todo  lo  que  está  en  esta  mesa,  porque  lo  han  i)resentado 
mas  monjas;  y  como  suele  decirse,  detrás  de  la  cruz  está  el  diablo. 

— No  lo  niego,  respondi(')  Sancho,  y  por  ahora  denme  un  pedazo  de 
i:m  y  obra  de  cuatro  libras  de  uvas;  que  en  ellas  no  podrá  venir  vene- 
u».  porque,  en  efeto,  no  i)uedf)  jiasar  sin  comer;  y  si  es  que  liemos  de 
■star  prontos  para  estas  batallas  que  nos  amenazan,  menester  será  estar 
>ion  mantenidos;  porque  tripas  llevan  corazón,  que  no  corazón  tripas. 
\  vos,  secretario,  responded  al  Ouíjue,  mi  señor,  y  decidle  que  se  cum- 
«l;rá  lo  que  manda  como  lo  manda,  sin  faltar  punto;  y  daréis  de  mi 
■arte  un  besamanos  á  mi  señora  la  Duquesa,  y  que  le  suplico  no  se  le 
>lvide  de  enviar  con  un  propio  mi  carta  y  mi  lío  á  mi  mujer  Teresa 
'anza;  que  en  ello  recibiré  mucha  merced;  y  tendré  cuidado  de  servirla 
:>!!  todo  lo  que  mis  fuerzas  alcanzaren;  y  de  camino  podéis  encajar  un 
'csamanos  á  mi  señor  Don  (Quijote  de  la  Mancha,  porque  vea  que  soy 
•a  11  agradecido;  y  vos,  como  buen  secretario  y  como  buen  vizcaíno,  po- 
li'is  añadir  todo  lo  que  (juisiéredes  y  más  viniere  á  cuento;  y  denme  á 
ni  de  comer;  y  álcen':e  estos  manteles,  que  yo  me  avendré  con  cuantas 
spías  y  matadores  y  encantadores  vinieren  sobre  mí  y  sobre  mi  ínsula. 
En  esto  entró  un  paje  y  dijo:  «Aquí  está  un  labrador  negociante, 
ue  quiere  hablar  á  vuestra  señoría  en  un  negocio,  según  él  dice,  de 
ancha  importancia." 

—Extraño  caso  es  éste,  dijo  Sancho,  destos  negociantes:  ¿es  ]>osible 
ue  sean  tan  necios,  que  no  echen  de  ver  que  semejantes  horas  como 
stas  no  son  en  las  que  han  de  venir  á  negociar?  Por  ventura  los  que 
o!iernamos,  los  que  somos  jueces,  ¿no  somos  hombres  de  carne  y  de 
ueso,  y  que  es  menester  que  nos  dejen  descansar  el  tiem^JO  que  la  ne- 
esidad  pide,  sino  que  quieren  que  seamos  hechos  de  piedra  mármol? 
"or  Dios  y  en  mi  conciencia,  que  si  me  dura  el  gobierno  (que  no  durá- 
is según  se  me  trasluce),  que  yo  ponga  en  pretina  á  más  de  un  nego- 
lante.  Agora  decid  á  ese  buen  hombre  que  entre;  pero  adviértase  pri- 
lero  no  sea  alguno  de  los  espías  ó  matador  mío. 

—No,  señor,  respondió  el  paje,  porque  })arece  una  alma  de  cántaro, 

yo  sé  poco,  ó  él  es  tan  bueno  como  el  buen  pan. 

—No  hay  que  temer,  dijo  el  mayordomo;  que  aquí  estamos  todos. 

— ¿Sería  posible,   dijo  Sancho,   maestresala,  que  agora  que  no  está 


706  DON    QUT.TCTE    DE    LA    MANCHA 

ncpí  el  doctor  Pedro  Recio,  que  comiese  yo  alguna  cosa  de  peso  y  de 
sustancia,  aunque  fuese  un  pedazo  de  pan  y  una  cebolla? 

— Esta  noche  á  la  cena  se  satisfará  la  falta  de  la  comida,  y  quedar.l 
vuesa  señoría  satisfecho  y  pagado,  dijo  el  maestresala. 

— Dios  lo  haga,   respondió  Sancho;  y  en  esto  entró  el  labrador,  (|Uí  ■ 
era  de  muy  buena  presencia,  y  de  mil  leguas  se  le  echaba  de  ver  < 
era  bueno  y  buena  alma. 

Lo  primero  (]ue  dijo  fué:  «¿Quién  es  aquí  el  señor  gobernador?) 

— ¿Quién  ha  ser,  respondió  el*secretario,  sino  el  que  está  sentado 
la  silla? 

— Hunhllome,  pues,  á  su  presencia,  dijo  el  labrador;  y  poniéuí]' 
de  rodillas,  le  pidió  la  mano  para  besársela. 

Negósela  Sancho,  y  mandó  que  se  levantase  y  dijese  lo  que  quisii 
IIízolo  así  el  labrador,  y  luego  dijo:  «Yo,  señor,  soy  labrador,  naiu- 
ral  de  Miguel  Turra,  un  lugar  que  está  dos  leguas  de  Ciudad  Real. 

— ¿Otro  Tirteafuera  tenemos?,  dijo  Sancho;  decid,  hermano;  que  lo 
(pie  yo  os  sé  decir  es,  que  sé  nuiy  bien  á  Miguel  Turra,  y  que  no  está 
muy  lejos  de  mi  pueblo, 

—Es,  pues,  el  caso,  señor,  prosiguió  el  labrador,  que  yo,  por  la  nuM  - 
ricordia  de  Dios,  soy  casado,  en  paz  y  en  haz  de  la  santa  Iglesia  catoii 
ca  romana;  tengo  dos  hijos  estudiantes,  que  el  menor  estudia  para  'n;;- 
chiller,  y  el  mayor  })ara  licenciado;  soy  viudo  porque  se  murió  mi  mu- 
jer, ó  por  mejor  decir,  me  la  mató  un  mal  médico,  que  la  purgó  estan- 
do preñada;  y  si  Dios  fuera  servido  que  saliera  á  luz  el  parto,  y  lucra 
hijo,  yo  le  pusiera  á  estudiar  para  doctor,  }>orque  no  tuviera  invidiu  li 
sus  hermanos  el  bachiller  y  el  licenciado. 

— De  modo,  dijo  Sancho,  que  si  vuestra  mujer  no  se  hubiera  muer{o¿ 
ó  la  hubieran  muerto,  vos  no  fuérades  agora  viudo. 

— No,  señor,  en  ninguna  manera,  respondió  el  labrador. 

— ¡Medrados  estamos!,  replicó  Sanchü.  Adelante,  licrmano;  que  es 
hora  de  dormir,  más  que  de  negociar. 

— Digo,   i)ues,   dijo  el  labrador,   ques  este  mi  [hijo,  que  ha  de 
l)achirier,  se  enamoró  en  el  mesmo  pueblo  de  una  doncella  11  am;: 
Clara  Perlerina,  hija  de  Andrés   Perlerino,  labrador  riquísimo...  y  ( 
nombre  de  Perlerines  no  les  viene  de  abolengo  ni  otra  alcurnia,  ^-i 
porque  todos  los  de  este  linaje  son  perláticos,  y  por  mejorar  el  nom i  ^ 
los  llaman  Perlerines;  aunque,  si  va  á  decir  la  verdad,  la  doncellü 
como  una  perla  oriental,   y  mirada  por  el  lado  derecho  parece  i; 
flor  del  canqjo;  por  el  izquierdo  no  tanto,   porque  Ta  falta  aquel  < 
que  se  le  saltó  de  viruelas;  y  aunque  los  hoyos  del  rostro  son  muc! 
V  grandes,  dicen  los  que  la  quieren  bien  que  aquellos  no  son  ho.\ 
sino  sepulturas,  donde  se   sepultan  las  almas  de  sus  amantes.  Es  ■ 
limpia,  que   por  no   ensuciar  la  cara,   trae  las  narices,  como  di( 
arremangadas,   que  no  parece  sino   que  van  huyendo  de  la  boc;; 
con  todo  esto,  parece  bien  por  extremo,   porr^ue  tiene  la  boca  grai! 
y  á  no  faltarle  diez  ó  doce  dientes  y  muelas,  pudiera  pasar  y  eci 
í-ava  entre  las  más   bien   formadas.   De  los  labios  no  tengo  que  de    . 


'  PAKTK    SKííL'NDA. CAl'lTül.U     Xl.VIl  707 

porque  son  tan  sutiles  y  delicados,  ([uo  si  se  usara  aspar  labios,  pudie- 
ran hacer  dellos  una  madeja;  peio,  como  tienen  diferente  color  de  la 
que  en  los  labios  se  usa  comúnmente,  i)arecen  milaiírosos,  porque  son 
Jíispeados  de  azul  y  verde  y  aberenjíenado...  y  perdóneme  el  señor  í^o- 
))ernador  si  por  tan  menudo  voy  pinUnido  las  partes  de  la  que,  al  fin, 
ix\  lin,  ha  de  ser  mi  hija;  que  la  quiero  bien,  no  me  parece  mal. 

— Pintad  lo  que  ([uisiéredes,  dijo  Sancho;  (jue  yo  me  voy  recreando 
en  la  pintura;  y  si  hubiera  comido,  no  hubiera  mejor  postre  i^ara  nn' 
que  vuestro  retrato. 

— Eso  tenjío  yo  i)or  servir,  respondió  el  labrador;  pero  tienq)o  ven- 
drá en  que  seamos,  si  ahora  no  somos;  y  diuo,  señor,  que  si  pudiera 
pintar  su  gentileza  y  la  altura  de  su  cuerpo,  fuera  cosa  <Íe  admiración; 
])ero  no  puede  ser,  a  causa  de  que  ella  está  ajíobiada  y  encoiiida,  \  tie- 
ne las  rodillas  con  la  boca;  y  con  todo  eso,  se  echa  bien  de  ver  (jue  si 
se  i)udiera  levantar,  diera  con  la  cabeza  €n  el  techo;  y  ya  ella  hubiera 
(Indo  la  mano  de  esposa  á  mi  bachiller,  sino  que  no  la  puede  extender, 
que  está  añudada;  y  con  todo,  en  las  uñas  larcas  y  acanaladas  se  nnies- 
lia  su  bondad  y  buena  hechura. 

— Está  bien,  dijo  Sancho;  y  haced  cuenta,  hermano,  (jue  ya  la  habéis 
pintado  de  los  j)ies  á  la  cabeza.  ¿Qué  es  lo  que  queréis  agora?  Y  venid 
al  i>unto  sin  rodeos  ni  callejuelas,  ni  retazos  ni  añadiduras. 

— Querría,  señor,  respondió  el  labrador,  ([ue  vuesa  merced  me  hicie- 
se merced  de  darme  una  carta  de  tavor  ])ara  mi  consuegro,  sui>licárido- 
le  sea  servido  de  que  este  casamiento  se  haga,  pues  no  somos  desigua 
les  en  los  bienes  de  fortuna  ni  en  los  de  la  naturaleza;  porque,  para  de- 
cir la  verdad,  señor  gobernador,  mi  hijo  es  endemoniado,  y  no  hay  día 
que,  tres  ó  cuatro  veces,  no  le  atormenten  los  malignos  espíritus;  y  de 
haber  caído  una  vez  en  el  fuego,  tiene  el  rostro  arrugado  como  perga- 
mino, y  los  ojos  algo  llorosos  y  manantiales;  jjcro  tiene  una  condición 
de  un  ángel,  y  si  no  es  que  se  aporrea  y  se  da  de  puñadas  él  mesmo  á 
sí  niesmo,  fuera  un  bendito. 

— f^.Queréis  otra  cosa,  buen  hombre?,  replicó  Sancho. 

— Otra  cosa  querría,  dijo  el  labrador,  sino  que  no  me  atrevo  á  decir 
lo.  Pero  vaya;  que,  en  fin,  no  se  me  lia  de  })odrir  en  el  pecho,  pegue  ó 
no  pegue.  Digo,  señor,  que  querría  que  vuesa  merced  me  diese  trecien- 
tos ó  seiscientos  ducados- para  ayuda  de  la  dote  de  mi  bachiller...  digo, 
l)ara  ayuda  de  poner  su  casa  (porque  en  iin  han  de  vivir  por  sí),  sin  es- 
tar sujetos  á  las  impertinencias  de  los  suegros. 

— Mirad  si  queréis  otra  co^a,  dijo  Sancho,  y  no  la  dejéis  de  decir  por 
empacho  m  por  vergüenza. 

— No  por  cierto,  respondió  el  labrador;  v  apenas  dijo  esto,  cuando 
levantándose  en  pie  el  gobernador,  asió  de  la  silla  en  que  estaba  senta- 
do, y  dijo:  <'¡Voto  á  tal,  don  patán,  rústico  y  mal  mirado,  que  si  no  os 
aj)artáis  y  ascondéis  luego  de  mi  presencia,  que  con  esta  silla  os  rompa 
y  abra  la  cabeza.  ¡Hideputa,  bellaco,  pintor  del  mesmo  demonio!  ¿Y  á 
estas  horas  te  vienes  á  pedirme  seiscientos  ducados?  ¿Y  dónde  los  ten- 
go yo,  hediondo?  ¿Y  por  qué  te  los  había  de  dar,  aunque  los  tuviera, 


7U8 


DON    QUIJOTE    DE    LA    31  ANCHA 


socarn'ni  y  mentecato?  ¿Y  qué  se  me  da  á  mí  de  Miguel  Turra  ni  de 
todo  el  linaje  de  los  Perlerines?  Va  de  mí,  digo;  si  no,  por  vida  del  Üu 
que,  mi  señor,  que  haga  lo  que  tengo  dicho.  Tú  no  debes  de  ser  de  Mi- 
guel Turra,  sino  algún  socarrón,  que  para  tentarme  te  ha  enviado  aquí 
el  intierno.  Dime,  desalmado:  aún  no  ha  medio  día  que  tengo  el  gobier 
no,  y  ¡ya  quieres  que  tenga  seiscientos  ducados!  > 

Hizo  de  señas  el  mae&tresala  al  labrador,  ((ue  se  saHese  de  la  sala; 
el  cual  lo  hizo  cabizbajo,  y,  al  parecer,  temeroso  de  que  el  gobernado]- 
no  ejecutase  su  cólera,  que  el  beJlacón  supo  hacer  muy  bien  su  oficio 
Pero  dejemos  con  su  cólera  á  Sancho,  y  ándese  la  paz  en  el  corro.  \ 
volvamos  á  Don  Quijote,  (jue  le  dejamos  vendado  el  rostro  y  curado  d( 
las  gatescas  heridas,  de  las  cuales  no  sanó  en  ocho  días,  en  uno  de  los 
cuales  le  sucedió  lo  que  Cide  Hamete  promete  de  contar  con  la  puntúa 
lidad  y  verdad  que  suele  contar  las  cosas  desta  historia,  por  mínimn- 
que  sean. 


CAPITI'LO  XLVllI 

Ce  lo  que  le  sucedió  á  Don  Quijote  con  doña  Rodríguez,  la  dueña  de  la  Du- 
quesa, con  otros  acontecimient.s  dignos  de  escritura  y  de  memoria 
eterna. 


DKMÁs  estaba  inohino  y  melancólico  el  nial  ferido  Don  (¿uijote, 

ril\      vendado  el  rostro,  y  señalado,  no  por  la  mano  de  Dios,  sino 
por  las  uñas  de  un  gato,  desdichas  anejas  á  la  andante  caba- 

f  ^  Hería.  Ocho  días  estuvo  sin  salir  en  público,  en  una  noche  de 
las  cuales,  estando  despierto  y  desvelado,  pensando  en  sus  desgracias  y 
en  el  perseguimiento  de  Altisidora,  f-intió  que  con  una  llave  abrían  la 
puerta  de  su  aposento;  y  luego  imaginó  que  la  enamorada  doncella  ve- 
nia para  sobresaltar  su  honestidad,  y  ponerle  én  condición  de  faltar  á 
la  l"e  que  guardar  debía  á  su  señora  Dulcinea  del  Toboso. 

«No  (dijo,  creyendo  á  su  imaginación,  y  esto  con  voz  que  pudiera 
ser  oída);  no  ha  de  ser  parte  la  mayor  hermosura  de  la  tierra,  para  que 
yo  deje  de  adorar  la  (pie  tengo  grabada  y  estampada  en  la  mitad  de  mi 
corazón  y  en  lo  más  escondido  de  mis  entrañas,  ora  estés,  señora  mía, 
transformada  en  cebolluda  labradora,  ora  en  ninfa  del  dorado  Tajo, 
tejiendo  telas,  de  oro  y  sirgo  compuestas,  ora  te  tenga  Merlín  ó  Monte- 
sinos donde  ellos  quisieren;  que  adonde  quiera  eres  mía,  y  á  do  quiera 
he  sido  yo  y  he  de  ser  tuyo.» 

El  acabar  estas  razones  y  el  abrir  de  la  }»uerta  fué  todo  uno.  Púsose 
en  pie  sobre  la  cama,  envuelto  de  arriba  abajo  en  una  colcha  de  "raso 
aiuarillo,  una  galocha  en  la  cabeza,  y  el  rostro  y  los  bigotes  vendados: 
el  rostro  por  los  aruños,  los  bigotes  porque  no  se  le  desmayasen  y  ca- 
yesen; en  el  cual  traje   ]):u'ecía  la  más  extraordinaria  fanta.~ma  que  se 


710 


I)!)\'     <H'1.I0I'K     Di.;    LA     MANCHA 


l>udiera  pensar.  Clavó  ios  ojos  en  la  puerta,  y  cuando  esperaba  ver  en- 
írar  por  ella  la  rendida  y  lastimada  Aitisidóra,,  vio  entrar  á  una  reve- 
rendísima dueña,  con  unas  tocas  ¡blancas,  repulgadas  y  luengas,  tanto, 
(|ue  la  Cubrían  y  emnantaban  desde  los  pies  á  ía  cabeza.  Entre  los  de- 
dos de  la  mano  izquierda  traía  in:a  media  vela  encendida,  y  con  la  de- 

i-echa  se  liíicía  sombra,  porque  no  le 
diese  la  luz  en  los  ojos,'á  quien  cu- 
brían unos  muy  grandes  antojos:  ve- 
nía pisando  ([uedito,  y  movía  los  pies 
blandamente. 

Miróla  Don  Quijote  desde  su  atala- 
ya, y  cuando  vio  su  adeliño  y  notó  su 
silencio,  pensó  que  alguna  bruja  ó 
maga  vem'a  en  aquel  traje  á  hacer  en 
él  alguna  mala  fechuría,  y  comenzó  á 
santiguarse  con  mucha  priesa.  Fuese 
llegando  la  visión;  y  cuando  llegó  á  la 
mitad  del  aposento,  alzó  los  ojos,  y 
vio  la  priesa  con  que  se  estaba  hacien- 
do cruces  Don  Quijote;  y  si  él  quedó 
medroso  en  ver  tal  figura,  ella  quedó 
esi)antada  en  ver  la  su^^a;  porque  así 
como  le  vio,  tan  alto  y  tan  amarillo, 
con  la  colcha  y  con  las  vendas,  que  le 
desfiguraban,  dio  una  gran  voz,  di- 
ciendo: «¡Jesús!  ¿Qué  es  lo  que  veo?» 
Y  con  el  sobresalto  se  le  cayó  la  vela 
de  las  manos,  y  vié adose  á  escuras, 
volvió  las  espaldas  para  irse,  y  con  el 
miedo,  tropezó  en  sus  faldas  y  dio  con- 
sigo una  gran  caída. 

Don  Quijote,  temeroso,  comenzó  á 
decir: 

— Conjuróte,   fantasma,   ó  lo    que 
eres,  que  me  digas  quién  eres,  y  que 
me  digas  qué  es  lo  c{uc  de  mí  quieres 
Si  eres  alma  en  pena,  dímelo;  que  yo 
haré  por  ti  todo  cuanto  mis  fuerzas  al- 
canzaren, porque  soy  católico  cristia- 
no, y  amigo  de  hacer  bien  á  todo  el  mundo;  que  para  esto  tomé  la  Or- 
den de  la  caballerían  andante,  C|ue  profeso,  cuyo  ejercicio  aun  hasta  á 
liacer  l)ien  á  las  ánimas  del  purgatorio  se  extiende. 

La  l)rumada  dueña,  que  oyó  conjurarse,  por  su  temor  coligió  el 
de  J)on  (¿uijote,  y  con  voz  afiigida  y  baja  lo  respondió:  «Señor 
Don  Quijote  (si  es  que  acaso  vuesa  merced  es  Don  Quijote),  yo  no 
soy  fantasma  ni  cisión  ni  alma  de  purgatorio,  como  vuesa  merced 
debe  de  liaber  pensado,  sino   doña  Rodríguez,  la  dueña  de  honor  de 


la  Don  Quijote  dcoclf  su  dtalaya, 
y  cnaudo  ViO  au  adchuv ... 


rAllTK    RKGUNDA. CAl'ÍTUl-O    XLVllI  711 


lili  señora  la  Duquesa,  que  con  una  necesidad  de  aquellas  que  vuesa 
merced  suele  remediar,  á  vuesa  merced  veuíío. 

— Dígame,  señora  doña  Rodríguez,  dijo  Don  Quijote;  ¿por  ventura 
viene  vuesa  merced  á  liacer  alguna  tercería?  Porque  le  hago  sa]>er  que 
no  ?ov  de  i)r()vecli()  para  nadie,  merced  á  la  sin  })ar  l)elle'/a  de  mi  seño- 
ra Dulcinea  del  Toboso.  Digo,  en  iin,  señora  doña  Rodríguez,  que  como 
\  nesa  merced  salve  y  deje  íi  una  parte  todo  recado  amoroso,  puede  vol- 
ver á  encender' su  vela,  y  vuelva,  y  de})artiremos  de  todo  lo  que  me 
mandare  y  más  en  gusto  le  viniere,  salvando,  como  digo,  todo  incitativo 
mensaje. 

— ¡Yo  recado  de  nadie,  señor  mío!,  respondió  la  dueña;  mal  me  cono- 
ce vuesa  merced.  Sí,  que  aún  no  estoy  en  edad  tan  prolongada,  que  me 
acoja  á  semejantes  niñerías.  Dios  loado,  mi  alma  me  tengo  en  las  car- 
nes, y  todos  mis  dientes  y  muelas  en  la  boca,  amén  de  unos  j)ocos  que 
me  han  usurpado  unos  catarros,  que  en  esta  tierra  de  Aragón  son  tan 
ordinarios.  Pero  espéreme  vuesa  merced  un  poco;  saldré  á  encender  mi 
vela,  y  volveré  en  un  instante  á  contarle  mis  cuitas,  como  á  remediador 
de  todas  las  del  mundo,  y  sin  esperar  respuesta,  se  salió  del  aposento, 
donde  cjuedi)  Don  Quijote  so.segado  y  pensativo,  es]»erándola.  Pero  lue- 
go le  sobrevinieron  mil  pensamientos  acerca  de  aquella  nueva  aventura, 
y  p.arecióle  ser  mal  hecho  y  ])eor  pensado  yumerse  en  peligro  de  rom- 
per á  su  señora  la  fe  prometida,  y  decíase  á  sí  mismo:  «¿(¿uién  sabe  si 
el  diablo,  que  es  sutil  y  mañoso,  querrá  engañarme  agora  con  una  due- 
ña, lo  que  no  ha  podi(lo  con  emperatrices,  reinas,  duquesas,  marquesas 
i!Í  condesas?  (¿ue  yo  lie  oído  decir  muchas  veces  y  á  aiuchos  discretos, 
([ue  si  él  puede,  antes  os  la  dará  roma  que  agTiileña;  ¿y  quién  sabe  si 
esta  soledad,  esta  ocasión  y  este  silencio  despertarán  mis  deseos,  que 
duermen,  y  harán  que,  al  cabo  de  mis  años,  venga  á  caer  donde  nunca 
he  tropezado?  Y  en  casos  semejantes,  mejor  es  huir  que  esperar  la  ba- 
talla. Pero  yo  no  debo  estar  en  mi  juicio,  ])ues  tales  disparates  digo 
y  pienso;  que  no  es  posible  que  una  dueña  toquiblanca,  larga  y  antoju 
na,  pueda  mover  ni  levantar  pensamiento  lascivo  en  el  más  desalmado 
l)echo  del  mundo.  Por  ventura  ¿hay  dueña  en  la  tierra  que  tenga  bue- 
n{is  carnes?  Por  ventura  ¿hay  dueña  en  el  orbe  que  deje  de  ser  imper- 
tinente, fruncida  y  melindrosa?  ¡Afuera,  pues,  caterva  dueñesca,  inútil 
para  ningún  humano  regalo!  ¡Olí  cuan  bien  hacía  aquella  señora,  de 
quien  se  dice  que  tenía  dos  dueñas  de  bulto,  con  sus  antojos  y  almoha- 
dillas, al  cabo  de  su  estrado,  como  que  estaban  labrando,  y  tanto  le  ser- 
vían para  la  autoridad  de  la  sala  aquellas  estatuas  como  la-?  dueñas  ver- 
daderas!» 

Y  diciendo  esto,  se  aiToj(')  del  lecho,  con  intención  de  cerrar  la  jiuer- 
ta,  y  no  dejar  entrar  á  la  señora  Rodríguez;  mas  cuando  la  llegó  á  ce- 
rrar, ya  la  señora  Rodríguez  volvía,  encendida  una  vela  de  cera  blanca; 
y  cuando  ella  vio  á  Don  (íuijc'te  de  más  cerca,  envuelto  en  la  colcha, 
con  las  vendas,  galocha  ó  becoquín,  temió  de  nuevo,  y  retirándose  atrás 
como  dos  pasos,  dijo:  «¿Estamos  seguras,  señor  caballero?  Porque  no 
'tengo  á  muy  honesta  señal  liaber.se  vuesa  merced  levantado  de  su  lecho.» 


i  i  i  DON    QUIJOTE    DE    EA    MANCHA 


— Eso  mesmo  es  bien  que  .yo  pregunte,  señora,  respondió  Don 
<iuijote;  y  así,  pregunto  si  estaré  yo  seguro  de  ser  acometido  y  for- 
zado. 

— ¿De  quién  ó  á  quién  pedís,  señor  caballero,  esa  seguridad?,  respon- 
dió la  dueña. 

—A  vos  y  de  vos  la  pido,  replicó  Don  Quijote;  porque  ni  soy  yo  de 
mármol  ni  vos  de  bronce,  ni  agora  son  las  diez  del  día,  sino  media  no- 
che, y  aun  un  poco  más,  según  imagino,  y  en  una  estancia  más  cerra- 
da y  secreta  que  lo  debió  de  ser  la  cueva  donde  el  traidor  y  atrevidc^ 
Eneas  gozó  á  la  hermosa  y  piadosa  Dido.  Pero  dadme,  señora,  la  ma 
no;  que  yo  no  quiero  otra  seguridad  mayor  que  la  de  mi  continencia  y 
recato,  y  la  que  ofrecen  esas  reverendísimas  toca?.  Y  diciendo  esto,  beso 
.su  derecha  mano  y  la  asió  de  la  suya,  que"  ella  le  dio  con  la  mesma  ce 
remonia.  (Aquí  hace  Cide  Píamete  un  paréntesis,  y  dice  que,  poi 
Mahozna,  que  diera,  por  ver  ir  á  los  des  así,  asidos  y  trabados,  desde  la 
f)uerta  al  lecho,  la  mejor  almalafa  de  dos  que  tenía.)  Entróse,  en  fin, 
Don  Quijote  en  su  lecho,  y  quedóse  doña  Rodríguez  sentada  en  una 
silla,  algo  desviada  de  la  cama,  no  quitándose  los  antojos  ni  soltando 
la  vela. 

Don  Quijote  se  acurrucó  y  se  cubrió  todo,  no  dejando  más  del  ros- 
tro descubierto:  y  habiéndose  los  dos  sosegado,  el  primero  que  rompió 
el  silencio  fué  Don  Quijote,  diciendo:  <  Puede  vuesa  merced  agora,  mi 
señora  doña  Rodríguez,  descoserse  y  desbuchar  todo  aquello  que  tiene 
dentro  de  su  cuitado  corazón  y  lastimadas  entrañas;  que  será  de  mí  es- 
cuchada con  castos  oídos  y  socorrida  con  piadosas  obras.» 

— Así  lo  creo  yo,  respondió  la  dueña;  que  de  la  gentil  y  agradable 
l)resencia  de  vuesa  merced  no  se  podía  esperar  sino  tan  cristiana  res- 
puesta. Es,  pues,  el  caso,  señor  Don  Quijote,  que  aunque  vuesa  merced 
me  ve  sentada  en  esta  silla  y  en  la  mitad  del  reino  de  Aragón,  y  en  há- 
bito de  dueña,  aniquilada  y  asendereada,  soy  natural  de  las  Asturias  de 
Oviedo,  y  de  linaje  que  atraviesan  por  él  muchos  de  los  mejores  de 
aquella  provincia;  pero  mi  corta  suerte  y  el  descuido  de  mis  padres,  que 
e  j^ipobrecieron  antes  de  tiempo,  sin  saber  cómo  ni  cómo  no,  me  truje 
)"on  á  la  corte  de  Madrid,  dondf ,  por  bien  de  paz  y  por  excusar  mayores 
desventuras,  mis  padres  me  acomodaron  á  servir  de  doncella  de  labor  a 
una  principal  señora;  y  quiero  hacer  sabidor  á  vuesa  merced  que  en  ha- 
cer vainillas  y  labor  blanca,  ninguna  me  ha  echado  el  pie  adelante  en  toda 
la  vida.  Mis  padres  me  dejaron  sirviendo,  y  se  volvieron  á  su  tierra,  y 
de  allí  á  pocos  años  se  debieron  de  ir  al  cielo,  porque  eran  además  bue- 
nos y  católicos  cristianos. 

» Quedé  huérfana,  y  atenida  al  miserable  salario  y  á  las  angustiadas 
mercedes  que  á  las  tales  criadas  se  suelen  dar  en  palacio;  y  en  este 
tiempo,  sin  que  diese  yo  ocasión  á  ello,  se  enamoró  de  mí  un  escudero 
de  casa,  hombre  ya  entrado  en  días,  barbudo  y  apersonado,  y  sobre 
todo  hidalgo,  como  el  Rey,  porque  era  montañés.  No  tratamos  tan 
secretamente  nuestros  amores,  que  no  viniesen  á  noticia  de  mi  señora, 
la  cual,  por  excusar  dimes  y  diretes,  nos  casó  en  paz  y  en  haz  de  la 


l'AUTE    HEUÜNUA. CAPITULO    XLVIll  713 


santa  madre  Iglesia  católica  romana,  de  cavo  matrimonio  naci()  una 
hija,  para  rematar  con  mi  ventura,  si  alguna  tenía;  no  por([ue  yo  mu- 
riese del  parto,  que  le  tuve  derecho  y  en  sazón,  sino  porque  desde  allí 
a  poco  nmrió  mi  esposo  de  un  cierto  encuentro  que  tuvo,  que  á  tener 
au'ora  lugar  para  contarle,  yo  sé  que  vuesa  merced  se  admirara»;  y  en 
esto  comenzó  á  llorar  tiernamente,  y  dijo:  ^^  l'erdóneme  vuesa  merced, 
señor  Don  Quijote;  que  no  va  más  en  mi  mano,  porque  todas  las  veces 
([ue  me  acuerdo  de  mi  mal  logrado,  se  me  arrasan  los  ojos  de  lágrimas. 

»¡Válame  Dios,  y  con  qué  autori  lad  lleval)a  á  mi  señora  á  las  ancas 
<le  una  {)oderosa  muía,  negra  como  el  mismo  azahache!  Que  entonces 
no  se  usahan  coches  ni  sillas,  como  ílgora  dicen  ([ue  se  usan,  y  las  seño- 
ras iban  á  las  ancas  de  sus  escuderos.  Esto,  á  lo  menos,  no  i)uedo  dejai- 
de  contarlo,  porque  se  note  la  crianza  y  puntualidad  de  mi  buen  marido. 
Al  entrar  de  la  calle  de  Santiago,  en  Madrid,  que  es  algo  estrecha,  venía 
á  salir  por  ella  un  alcalde  de  Corte,  con  dos  alguaciles  delante;  y  así 
como  mi  buen  escudero  le  vi('),  volvi(')  las  riendas  á  la  muía,  (lan<lo  señal 
de  volver  á  acompañarle.  Mi  señora  que  iba  á  las  ancas,  con  voz  baja, 
le  decía:  «¿Qué  hacéis,  desventurado?  ¿No  veis  «jue  voy  aquí?»  El  alcal- 
de, de  comedido,  detuvo  la  rienda  del  caballo,  y  díjole:  «Seguid,  señor, 
vuestro  camino;  que  yo  soy  el  que  debo  acompañar  á  mi  señora  doña 
Casilda',  que  así  era  el  nombre  de  mi  ama.  Todavía  porfiaba  mi  mari- 
do, con  la  gorra  en  la  mano,  á  <[uerer  ir  acomi)añando  al  alcalde;  vien- 
do lo  cual  mi  señora,  lle>ia  de  cólera  y  enojo,  sacó  un  alfiler  gordo,  ó 
creo  que  un  punzón,  del  estuche,  y  clavósele  por  los  lomos,  de  manera 
que  mi  marido  dio  una  gran  voz  y  torció  el  cuerpo  de  suerte,  que  dio 
jon  su  señora  en  el  suelo.  Acudieron  dos  lacayos  suyos  á  levantai'la,  y 
lo  mismo  liizo  el  alcalde  y  los  alguaciles.  Alborotóse  la  puerta  de  (lua- 
dalajara...  digo,  la  gente  baldía  que  en  ella  estaba.  Vínose  á  pie  mi  ama, 
V  mi  marido  acudió  en  casa  de  un  barbero,  diciendo  que  llevaba  pasa- 
das de  parte  á  })arte  las  entrañas.  Divulgóse  la  cortesía  de  mi  esposo, 
tanto,  que  los  nmchachos  le  corrían  por  las  calles;  y  por  esto,  y  por((ue 
ál  era  algún  tanto  corto  de  vista,  mi  señora  le  despidió;  de  cuyo  pesar, 
■5Ín  duda  alguna  tengo  para  mí  que  se  le  causó  el  mal  de  la  muerte. 

» Quedé  yo  viuda  y  desamparada,  y  con  mi  hija  á  cuestas,  que  iba 
'Creciendo  en  hermosura  como  la  espuma  de  la  mar. Finalmente,  como  yo 
tuviese  fama  de  gran  labrandera,  mi  señora  la  Duquesa,  que  estaba  re- 
cién casada  con  el  Duque,  mi  señor,  cpiiso  traerme  consigo  á  este  reino 
le  Aragón,  y  á  mi  hija,  ni  más  ni  menos,  adonde,  yendo  días  y  vinien- 
do días,  creció  mi  hija,  y  con  ella  todo  el  donaire  del  mundo.  Canta 
3omo  una  calandria,  danza  como  el  pensamiento,  baila  como  una  perdi- 
la,  lee  y  escribe  como  un  maestro  de  escuela,  y  cuenta  como  un  ava- 
i'iento;  de  su  limpieza  no  digo  nada,  que  el  agua  que  corre  no  es  más 
limpia;  y  debe  de  tener  agora,  si  mal  no  me  acuerdo,  diez  y  seis  años, 
:-inco  meses  y  tres  días,  uno  más  ó  menos.  En  resolución,  desta  mi  mu- 
chacha se  enamoró  un  hijo  de  un  lal)rador  riquísimo,  que  está  en  una 
ildea  del  Duque,  mi  señor,  no  muy  lejos  de  aquí.  En  efeto,  no  sé  cómo 
li  cómo  no,  ellos  se  juntaron,  y  debajo  de  la  palabra  de  ser  su  esposo. 


14  DON     QÜIJOTK     1)K     I-A     MANCHA 


burló  á  mi  hija,  y  no  se  la  quiere  cumplir;  y  aunque  el  Duque,  mi  señor, 
lo  sabe  (porque  yo  me  he  quejado  á  él,  no  una,  sino  muchas  veces,  y 
pedídole  mande  que  el  tal  labrador  se  case  con  mi  hija),  liace  orejas  do 
mercader  y  apenas  quiere  oirme;  y  es  la  causa  que  como  el  padre  del 
burlador  es  tan  rico,  y  le  presta  dineros,  y  le  sale  })or  fiador  de  sus  tram- 
pas por  momentos,  no  le  quiere  descontar  ni  dar  pesadumbre  en  nin- 
gún modo. 

» Querría,  ])ues,  señor  mío,  que  vuesa  merced  tomase  á  cargo  el 
deshacer  este  agravio,  ó  ya  por  ruegos,  ó  ya  por  armas;  ])ues,  según  todo 
el  mundo  dice,  vuesa  merced  nació  en  él  para  deshacerlos,  y  para  ende 
rezar  los  tuertos  y  amparar  los  miserables.  Y  póngasele  á  vuesa  meiced 
por  delante  la  orfandad  de  mi  hija,  su  gentileza,  su  mocedad,  con  todas 
las  buenas  partes  que  he  dicho  que  tiene;  que  en  Dios  y  en  mi  con- 
ciencia,-que  de  cuantas  doncellas  tiene  mi  señora,  que  no  hay  ninguna 
que  llegue  á  la  suela  de  su  zapato,  y  que  una  que  llaman  Altisidora,  que 
es  la  {|ue  tiene  por  más  desenvuelta  y  gallarda,  puesta  en  comparación 
de  mi  hija,  no  la  llega  con  dos  leguas;  porque  quiero  que  sepa  vuesa 
merced,  señor  mío,  que  no  es  oro  todo  lo  que  reluce,  porque  esta  Alti- 
sidorilla  tiene  más  de  presunción  que  de  hermosura,  y  más  de  des- 
envuelta ({ue  de  recogida;  además  que  no  está  muy  sana,  que  tiene  un 
cierto  aliento  cansado,  que  no  hay  sufrir  el  estar  junto  á  ella  un  momen- 
to; y  aun  mi  señora  la  Duquesa...  Quiero  callar;  que  se  suele  decir  que 
las  paredes  tienen  oídos.» 

—¿Qué  tiene  mi  señora  la  Duquesa,  por  vida  mía,  señora  doña  Ro- 
dríguez?, preguntó  Don  Quijote. 

— Con  ese  conjuro,  respondió  la  dueña,  no  puedo  dejar  de  responder 
á  lo  que  se  me  pregunta,  con  toda  verdad.  ¿Ve  vuesa  merced,  señor 
Don  Quijote,  la  hermosura  de  mi  señora  la  Duquesa?  ¿Aquella  tez  de 
rostro  que  no  parece  sino  de  una  f  spada  acicalada  y  tersa,  aquellas  dos 
mejillas  de  leche  y  carmín  que  en  la  una  tiene  el  sol  y  en  la  otra  la  luna, 
y  aquella  gallardía  con  que  va  pisando  y  aun  despreciando  el  suelo,  que 
no  parece  sino  que  va  derramando  salud  donde  pasa?  Pues  sepa  vuesa 
merced  que  lo  j^uede  agradecer,  primero  á  Dios,  y  íuego  á  dos  fuentes 
((ue  tiene  en  las  dos  piernas,  por  donde  se  desagua  todo  el  mal  humor, 
<le  quien  dicen  los  médicos  está  llena. 

— ¡Santa  María!,  dijo  Don  Quijote;  ¿y  es  i)osible  que  mi  señora  la 
Duquesa  tenga  tales  desaguaderos?  No  lo  creyera,  si  me  lo  dijeran  frai- 
les descalzos;  pero,  ¡mes  la  señora  doña  Rodríguez  lo  dice,  debe  de  ser 
así.  Pero  tales  fuentes  y  en  tales  lugares  no  deben  de  manar  humor, 
sino  ámbar  líquido.  A^'rdaderamente  que  ahora  acabo  de  creer  que  esto 
(le  hacer  fuentes  debe  de  ser  cosa  importante  para  la  salud. 

Apenas  acabó  Don  Quijote  de  decir  esta  razón,  cuando  con  un  gran 
golpe  abrieron  las  puertas  del  aposento;  y,  del  sobresalto  del  golpe, 
se  le  cayó  á  doña  Rodríguez  la  vela  de  la  mano,  y  quedó  la  estancia 
como  boca  de  lobo,  como  suele  decirse.  Luego  sintió  la  pobre  dueña  que 
la  asían  de  la  garganta  con  dos  manos  tan  fuertemente,  que  no  la  deja- 
ban gañir,  y  que  otra  persona  con  mucha  presteza,  sin  hablar  palabra, 


PAUTE    SEGUNDA. CAPITULO    XLVIH 


715 


le  alzaba  las  í'aklas,  y  con  una,  al  parecer,  chinela,  le  comenzó  á  dar 
tantos  azotes,  que  era"^  una  coni[)asión;y  aunque  Don  Quijote  se  la  tenía . 
no  se  meneabíi  del  lecho,  y  no  sabía  qué  podía  ser  aquello,  y  estábase 
»luedo  y  callando,  y  aun  temiendo  no  viniese  por  él  la  tanda  y  tunda 
azotesca;  y  no  fué  en  vano  su  temor,  porque  en  dejando  molida  á  la 
dueña,  la 'cual  no  osaba  ([uejarse,  los  calle  dos  verduiíos  acudieron  á  Don 
(¿uijote,  V  desenvolviéndole  de  la  sábana  y  de  la  cclcha,  le  ])ellizcaron 
tan  á  menudo  y  tan  reciamente,  que  no  pudo  dejar  de  defenderse  a 
1  •uñadas,  v  todo  esto  en  silencio  admirable.  Duró  la  batalla  casi  media 
hora;  saliéronse  las  fantasmas,  recooi()  doña  Kodrítíuez  sus  faldas,  y  gi 
miendo  su  desgracia,  se  salió  por  la  i)uerta  afuera,  sin  decir  palabra  á 
Don  Quijote;  el  cual,  doloroso  y  pellizcado,  confuso  y  pensativo,  se 
(piedó  soío,  donde  le  dejaremos,  deseoso  de  saber  quién  hal»ía  sido  el 
perverso  encantador  que  tal  le  había  puesto;  pero  ello  se  dirá  á  su  tiem 
po.  que  Sancho  Panza  nos  llama,  y  el  buen  concierto  de  la  historia  lo 
j»ide. 


CAPÍTLT1.0   XLIX 


De  lo  que  sucedió  á  Sancho  Panza  rondando  su  ínsula. 


EjAMOíá  al  gran  goberuadür  enojado  y  mollino  con  el  labrador- 
1^    pintor  y  socarrón,  el  cual,  industriado  del  mayordomo,  y  el  ma- 
yordomo del  Duque,  se  burlaban  de  Sancho;  pero  él  se  ías  tenía 
-f        tiesas  á  todos,   niagüera  tonto,   bronco  y  rústico;  y  dijo  á  los 
i|ue  con  él  estaban  y  al  doctor  Pedro  Recio  (que  como  se  acabó  el  se 
creto  de  la  carta  del  Duque  había  vuelto  á  entrar  en  la  sala):  «Agor;i 
\-erdaderamente  que  entiendo  que  los  jueces  y  gobernadores  deben  de 
ser  ó  han  de  ser  de  bronce,  para  no  sentir  las  importunidades  de  los  iic 
gociantes,  que  á  todas  horas  y  tiempos  quieren  que  los  escuchen  y  de- 
pachen,  atendiendo  sólo  á  su  negocio,  venga  lo  que  viniere;  y  si  el  pobre 
d(l  juez  no  los  escucha  y  despacha,  ó  porque  no  puede,  ó  porque  no  es 
aquel  el  tiempo  diputado  para  darles  audiencia,  luego  le  maldicen  y 
murmuran,  y  le  roen  los  huesos,  y  aun  le  deslindan  los  linajes.  Negó 
ciante  necio,  negociante  mentecato,   no  te  apresures;   espera  sazón  y 
coyuntura  para  negociar;   no  vengas  á  la  hora  del  comer  ni  á  la  dci 
dormir;  que  los  jueces  son  de  carne  y  de  hueso,  y  han  de  dar  á  la  na 
ruraleza  lo  que  naturalmente  les  pide,  si  no  es  yo,  que  no  le  doy  de  co- 
mer á  la  mía,  merced  al  señor  doctor  Pedro  Recio  Tirteafuera,  que  cst<i 
ílelante,  que  quiere  que  muera  de  hambre,  y  afirma  que  esta  muerte  es 
vida,  que  así  se  la  dé  Dios  á  él  y  á  tcjdos  los  de  su  ralea...  digo  á  la  de 
los  malos  médicos;  que  los  buenos,  i)almas  y  lauros  mere(,'en.» 


i 


PAUTK    SEGUNDA. CAPITULO    XLIX  717 


Todos  los  que  conocían  á  Sancho  Panza  se  admiraban  oyéndole 
hablar  tan  elegantemente,  y  no  sabían  á  qué  atrilnhrlo,  sino  á  ({ue  los 
oficios  y  cargos  graves,  ó  adoban  ó  entorpecen  los  entendimientos.  Fi- 
nalmente, el  doctor  Pedro  Recio  Agüero  de  Tirtcafuera  prometió  de 
darle  de  cenar  aquella  noche,  aunque  excediese  de  todos  los  aforismos 
de  Hipócrates.  Con  esto  quedó  contento  el  gobernador,  y  esperaba  con 
grande  ans^ia  llegase  la  noche  y  la  hora  de  cenar;  y  aunque  el  tiempo, 
al  parecer  suyo,  se  estaba  quedo,  sin  moverse  de  un  lugar,  todavía  le 
llegó  el  por  él  tanto  deseado,  donde  le  dieron  de  cenar  un  salpicón  de 
vaca  con  cebolla  y  un^s  manos  cocidas  de  ternera,  algo  entrada  en 
días. 

Entregóse  en  todo  con  más  gusto  que  si  le  hubieran  dado  franco- 
lines de  Milán,  faisanes  de  Roma,  ternera  de  Sorrento,  perdices  de 
Morón  ó  gansos  de  Lavajos;  y  entre  la  cena,  volviéndose  al  doctor. 
le  dijo: 

— Mirad,  señor  doctor,  de  aquí  adelante  no  os  curéis  de  darme  á  comer 
cosas  [regaladas  ni  manjares  exquisitos,  porque  será  sacar  á  mi  estó- 
mago de  sus  quicios;  el  cual  está  acostumbrado  á  cabra,  á  vaca,  á  toci- 
no, á  cecina,  á  n  ibos  y  á  cebollas;  3'  si  acaso  le  dan  otros  manjares  de 
[)alacio,  los  recibe  con  melindre,  y  algunas  veces  con  asco.  Lo  que  el 
maestresala  i)uede  hacer  es,  traerme  estas  cpie  llaman  ollas  podridas 
(que  mientras  más  podridas  son,  mejor  huelen),  y  en  ellas  puede  em- 
l>aular  y  encerrar  todo  lo  que  él  quisiere,  como  sea  de  comer;  que  yo  se 
lo  agradeceré,  y  se  lo  pagaré  algún  día;  y  no  se  burle  nadie  conmigo, 
[»orque,  ó  somos  ó  no  somos.  Vivamos  todos  y  comamos  en  buena  paz 
y  compaña,  pues  cuando  í>ios  amanece,  para  todos  amanece:  yo  gober- 
naré esta  ínsula  sin  perdonar  derecho  ni  llevar  cohecho;  y  todo  el  mun- 
do traiga  el  ojo  alerta  y  mire  por  el  virote;  pt)rque  les  hago  saber  que 
el'diablo  está  en  Cantillana,  y  que  si  me  dan  ocasión,  han  de  ver  ma- 
>-a villas  No,  «no  haceos  de  miel,  y  comeros  han  moscas. >> 

— Por  cierto,  señor  gol)ernador,  dijo  el  maestresaía,  que  vuesa  mer 
•ced  tiene  mucha  razón  en  cuanto  ha  dicho,  y  que  yo  ofrezco,  en  nombre 
de  todos  los  insulanos  desta  ínsula,  que  han  de  servir  á  vuesa  merced 
con  toda  puntualidad,  amor  y  benevolencia;  porque  el  suave  modo  de 
gobernar  que  en  estos  principios  vuesa  merced  ha  usado,  no  les  da  lu- 
gar de  hacer  ni  de  pensar  cosa  que  en  deservicio  de  vuesa  merced  re- 
dunde. 

— Yo  lo  creo,  respondió  Sancho;  y  serían  ellos  unos  necios  si  otra  cosa 
hiciesen  ó  pensasen;  y  vuelvo  á  decir  que  se  tenga  cuenta  con  mi  sus- 
tento y  con  el  de  mi  Rucio,  que  es  lo  que  en  este  negocio  importa,  y  hace 
más  al  caso;  y  en  siendo  hora,  vamos  á  rondar;  que  es  mi  intención  lim- 
piar esta  ínsula  de  todo  género  de  inmundicia  y  de  gente  vagamunda, 
holgazana  y  mal  entretenida;  porque  quiero  que  sepáis,  amigos,  que  la 
gente  baldía  y  perezosa  es  en  la  república  lo  mesmo  que  los  zánganos 
en  las  colmenas,  que  se  comen  la  miel  que  las  trabajadoras  abejas  ha- 
-cen.  Pienso  favorecer  á  los  labradores,  guardar  sus  preeminencias  á  los 
'hidalgos,  premiar  los  virtuosos,  y  sobre  todo,  tener  respeto  á  la  religión 


18  DON     QUIJOTE    DE    LA     MANCHA 


y  á  la  houra  de  los  religiosos.  ¿Qué  os  parece  de  esto,   amigos?   ¿Di.i:  ► 
algo,  ó  qiiiébrome  la  cabeza? 

— Dice  tanto  vuesa  merced,  señor  gobernador,  dijo  el  mayordoír 
(jue  esto}'  admirado  de  ver  que  un  hombre  tan  sin  letras  como  vue-  i 
merced  (que,  a  lo  f{ue  creo,  no  tiene  ninguna)  diga  tales  y  tantas  cos;i-. 
llenas  de  sentencias  y  de  avisos,  tan  fuera  de  todo  aquello  que  del  inu 
nio  de  vuesa  merced  esperaban  los  que  nos  enviaron  y  los  que  aquí  \ 
nimos.  Cada  día  se  ven  cosas  imevas  en  el  nmndo:  las  burlas  se  vuelve;! 
en  veras,  y  los  burladores  se  hallan  burlados. 

Aquella  noche,  ya  cenado  el  gobernador  con  licencia  del  señor  d^ 
tor  Recio,  aderezáronse  de  ronda,  y  salió  Sancho  con  el  mayordon 
secretario  y  maestresala,  y  el  coronista  que  tenía  cuidado  de  poner  • 
memoria  sus  hechos,'  y  alguaciles  y  escribanos,  tantos,  que  podían  tur 
mar  un  mediano  escuadrón.  Iba  Sancho  en  medio  con  su  vara,  que  Ji  > 
había  más  que  ver;  y  pocas  calles  andadas  del  lugar,  sintieron  ruido  <i(^ 
cuchilladas.  Acudieron  allá,  y  liallaron  que  eran  dos  solos  hombres  le- 
que  reñían,  los  cuales,  viendo  venir  á  la  justicia,  se  estuvieron  quedo-. 
y  el  uno  dellos  dijo:  «¡Aquí  de  Dios  y  del  Rey!  ¡Cómo!  ¿Y  que  se  ha 
sufrir  que  roben  en  poblado  en  este  pueblo  y  que  salgan  á  saltear  en  <  >. 
en  mitad  de  las  calles?» 

— Sosegaos,  hombre  de  bien,  dijo  Sancho,  y  contadme  qué-esla  cau~a 
desta  pendencia,  que  yo  soy  el  gobernador. 

El  otro  contrario  dijo:  «Señor  gobernador,  yo  la  diré  con  toda  bre- 
vedad. Vuesa  merced  sabrá  que  este  gentil  hombre  acaba  de  ganar 
ahora  en  esta  casa  de  juego,  c[ue  está  aquí  frontero,  más  de  mil  realt-. 
y  sabe  Dios  cómo;  y  hallándome  yo  presente,  juzgué  más  de  una  suerte 
dudosa  en  su  favor,  contra  todo  aquello  c|ue  me  dictaba  la  conciencia. 
Alzóse  con  la  ganancia;  y  cuando  esperaba  que  me  había  de  dar  algún 
escudo,  por  lo  menos,  de  barato,  como  es  uso  y  costumbre  darle  á  "ios 
hombres  principales  como  yo,  que  estamos  asistentes  para  bien  y  mal 
pasar,  y  para  apoyar  sinrazones  y  evitar  jjendencias,  él  embolsó  su  (ii 
ñero  y  se  salió  de  la  casa.  Yo  vine  despechado  tras  él,  y  con  buenas  \- 
corteses  palabras  le  he  pedido  que  me  diese  siquiera  ocho  reales,  put- 
sabe  que  yo  soy  hombre  honrado  y  (|ue  no  tengo  oficio  ni  beneficin, 
porque  mis  padres  no  me  le  enseñaron  ni  me  le  dejaron;  y  el  socarrón , 
que  es  más  ladrón  que  Caco  y  más  fullero  que  Andradilla,  no  quería 
darme  más  de  cuatro  reales;  porque  vea  vuesa  merced,  señor  goberiia 
dor,  ¡qué  poca  vergüenza  y  qué  poca  conciencia!  Pero  á  fe,  que  si  vm 
merced  no  llegara,  que  yo  le  hiciera  vomitar  la  ganancia,  y  que  hal  .. 
de  saber  con  cuántas  entraba  la  romana.» 

—¿Qué  decís  vos  á  esto?,  preguntó  Sancho. 
Y  el  otro  respondió  que  era  verdad  cuanto  su  contrario  decía;  y  un 
había  querido  darle  más  de  cuatro  reales,  porque  se  los  daba  muchas 
veces;  y  los  que  esperan  barato  han  de  ser  comedidos  y  tomar  c<'> 
rostro  alegre  lo  que  les  dieren,  sin  ponerse  en  cuentas  con  los  gan; 
ciosos;  si  ya  no  supiesen  de  cierto  que  son  fulleros  y  que  lo  que  gana  ; 
es  mal  ganado;   y  que  para  señal  que  él  era  hombre  de  bien,  y  !  <  > 


PARTE    SEGUNDA. — CAPÍTULO    XI.IX  719 

ladrón,  como  decía,  niniíuna  había  mayor  que  el  no  hal)erle  querido  dar 
nada;  que  siempre  los  fulleros  son  tributarios  dr  l(i<  mirones  que  lo!^ 
conocen. 

— Así  es,  dijo  el  mayordomo:  vea  vuesa  merced,  señor  gobernador, 
•qué  es  lo  que  se  ha  de  hacer  destos  hombres 

— Lo  que  se  ha  de  hacer  es  esto,  respondió  Huncho.  Vos,  ganancioao, 
•bueno  ó  malo  ó  indiferente,  dad  luego  á  este  vuestro  acuchillador  cien 
reales,  y  más  habéis  de  desembolsar  treinta  para  los  i)obres  de  la  cár- 
cel; y  vos,  que  no  tenéis  oficio  ni  beneficio,  y  andáis  de  nones  en  esta 
ínsula,  tomad  luego  esos  cien  reales,  y  mañana  en  todo  el  día  salid  dea- 
ta  ínsula,  desterrado  por  diez  años,  so  pena,  8Í  lo  ([uebrautáredes,  lo« 
cumpláis  en  la  otra  vida,  colgándoos  yo  de  una  picota,  ó  á  lo  menos  el 
verdugo  por  mi  mandado;  y  ninguno  me  repli<jue;  que  le  asentaré  la 
;mano. 

Desembolsó  el  uno,  recibió  el  otro,  éste  se  salió  de  la  ínsula  y  aquél 
se  fué  á  su  casa,  y  el  gobernador  quedó  diciendo:  "Agora  yo  podré 
poco,  ó  quitaré  estas  casas  de  juego;  que  á  mí  se  me  trasluce  qu'^  son 
nmy  perjudiciales.» 

— Esta,  á  lo  menos,  dijo  un  escribano,  no  la  podrá  vuesa  merced  qui- 
tar, porque  la  tiene  un  gran  personaje,  y  más  es,  sin  comparación,  lo  que 
él  pierde  al  año  que  lo  que  saca  de  los  naipes.  Contra  otros  garitos  de 
menor  cantía  podrá  vuesa  merced  mostrar  su  poder,  que  son  los  que 
más  daño  hacen  y  más  insolencias  encubren;  que  en  las  casas  de  los  tra,- 
balleros  principales  y  de  los  señores  no  se  atreven  los  famosos  fulleros 
á  usar  de  sus  tretas;  y  pues  el  vicio  del  juego  se  ha  vuelto  en  ejercici<> 
común,  mejor  es  que  se  juegue  en  casas  principales  que  no  en  ladéal.^ 
gún  oficial,  donde  cogen  á  un  desdichado  df  media  noche  abajo  y  1q 
desuellan  vivo. 

— Agora,  escribano,  dijo  Sancho,  yo  se  que  hay  mucho  que  decir 
en  eso. 

Y  en  esto  llegó  un  corchete,  que  traía  asido  á  un  mozo,  y  dijo:  «Se- 
ñor gobernador,  este  mancebo  venía  hacia  nosotros,  y  así. como  colum- 
bró la  justicia,  volvió  las  espaldas  y  comenzó  á  correr  como  un  gamo, 
señal  que  debe  de  ser  algún  delincuente;  yo  partí  tras  él,  y  si  no  fuer* 
porque  tropezó  y  cayó,  no  le  alcanzara  jamás.  ~ 

— ¿Por  qué  huías,  hombre?,  preguntó  Sancho. 
A  lo  que  el  mozo  respondió:  ^< Señor,  por  excusar  de  responderá  las 
nmchas  preguntas  que  las  justicias  hacen.*  ,  . 

— ¿Qué  oficio  tienes? 

— Tejedor. 

— ¿Y  qué  tejes? 

— Hierros  de  lanzas,  con  licencia  buena  de  vuesa  merced. 

— ¿Graciosico  me  sois?  ¿De  chocarrero  os  picáis?  Está  bien.  ¿Y  adon- 
de íbades  ahora? 

— Señor,  á  tomar  el  aire. 

— ¿Y  adonde  se  toma  el  aire  en  esta  insular 

— Adonde  sopla. 

B..P.-XX  47 


720  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


¡Bueno,  respondéis  muy  á  propósito!  Discreto  sois,  mancebo;  pero 

haced  cuenta  que  yo  soy  el  aire,  y  que  os  soplo  en  popa  y  os  encamino 
álacáicel.  Asilde,  hola,  y  llevadle;  que  yo  haré  que  duerma  ahí  sin 
aire  esta  noche. 

Par  Dios,  dijo  el  mozo;  así  me  hará  vuesa  merced  dormir  en  la 

cárcel  como  hacerme  rey. 

•■  —¿Pues  por  que  no  te  haré  yo  dormir  en  la  cárcel?,  respondió  San- 
cho. ¿No  tengo  yo  poder  para  prenderte  y  soltarte  cada  y  cuando  que 
¿l^uisiere? 

Por  más  poder  que  vuesa  merced  tenga,  dijo  el  mozo,  no  será  bas- 
tante para  hacerme  dormir  en  la  cárcel. 

•  • ¿Cómo  que  no?,  replicó  Sancho.  Llevadle  luego,  donde  verá  por  sus 

ojos  el  desengaño,  aunque  más  el  alcaide  quiera  usar  con  él  de  su  inte- 
resal liberahdad;  que  yo  le  pondré  pena  de  dos  mil  ducados,  si  te  deja 
feahr  un  paso  de  la  cárcel. 

— ^Todo  eso  es  cosa  de  risa,  respondió  el  mozo;  el  caso  es  que  no  me 
harán  dormir  en  la  cárcel  cuantos  hoy  viven. 

— Dime,  demonio,  dijo  Sancho,  ¿tienes  algún  ángel  que  te  saque,  y 
que  te  quite  los  grillos  que  te  pienso  mandar  echar? 

^Agora,  señor  gobernador,  respondió  el  mozo  con  un  buen  donaire, 
estemos  á  razón  y  vengamos  al  punto.  Prosuponga  vuesa  merced  que 
me  manda  llevar  á  la  cárcel;  y  que  en  ella  me  echan  grillos  y  cadenas, 
y  que  me  metei;i  en  un  calabozo,  y  se  le  ponen  al  alcaide  graves  penas 
si  ine  deja  sahr,  y  que  él  lo  cumple  como  se  le  manda;  con  todo  esto, 
s;  yo  no  quiero  dormir,  y  estarme  despierto  toda  la  noche,  sin  pegar 
pestaña,  ¿será  vuesa  merced  bastante,  con  todo  su  poder,  para  hacer- 
me dormir,  si  yo  no  quiero? 

—No  por  cierto,  dijo  el  secretario,  y  el  hombre  ha  salido  con  su  m- 

tención. 

—¿De  modo,  dijo  Sancho,  que  no  dejaréis  de  dormn-  por  otra  cosa 
que  por  vuestra  voluntad,  y  no  por  contravenir  á  la  mía? 
■   — No,  señor,  dijo  el  mozo,  ni  por  pienso. 

—Pues  andad  con  Dios,  dijo  Sancho:  idos  á  dormir  á  vuestra  casa,  y 
Dios  os  dé  buen  sueño;  que  yo  no  quiero  quitárosle;  pero  aconsejóos 
que  de  aquí  adelante  no  os  burléis  con  la  justicia,  porque  toparéis  con 
alguna  que  os  dé  con  la  burla  en  los  cascos. 

Fuese  el  mozo,  y  el  gobernador  prosiguió  con  su  ronda,  y  de  allí  á 
poco  vicieron  dos  corchetes,  que  traían  á  un  hombre  asido,  y  dijeron: 
^« Señor  gobernador,  éste  que  parece  hombre,  no  lo  es,  sino  mujer,   y  no 
fea,  que  viene  vestida  en  hábito  de  hombre.  >' 

Llegáronle  á  los  ojos  dos  ó  tres  lanternas,  á  cuyas  luces  descubrie- 
ron un  rostro  de  una  mujer,  al  parecer  de  diez  y  seis  ó  pocos  más  años, 
recogidos  los  cabellos  con  una  redecilla  de  oro  y  seda  verde,  hermosa 
como  mil  perlas.  Miráronla  de  arriba  abajo,  y  vieron  que  venía  con 
unas  medias  de  seda  encarnada,  con  hgas  de  tafetán  blanco  y  rapa- 
cejos  de  oro  y  aljófar,  los  gregüescoe  eran  verdes  de  tela  de  oro,  y 
una  saltaembarca  ó  ropilla  de  lo  mismo,   suelta,  debajo  de  la  cual 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    XLIX  721 

traía  un  jubón  de  tela  finísima  de  oro  y  blanco,  y  los  zapatos  eran  blan 
eos  y  de  hombre;  no  traía  espada  ceñida,  sino  una  riquísima  daga,  y  en 
los  dedos  muchos  y  muy  buenos  anillos.  Finalmente,  la  moza  j)areció 
bien  á  todos,  y  ninguno  la  conoció  de  cuantos  la  vieron;  y  los  naturales 
<lcl  lugar  dijeron  que  no  podían  pensar  quién  fuese,  y  los  consabidores 
de  las  burlas  que  se  habían  de  hacer  á  Sancho  fueron  los  que  más  se 
admiraron,  })orque  aquel  suceso  y  hallazgo  no  venía  ordenado  por  ellos; 
y  así,  estaban  dudosos,  es})erando  en  (lué  pararía  el  caso. 

Sancho  quedó  pasmado  de  la  hermosura  de  la  moza,  y  preguntóle 
(juién  era,  adonde  iba  y  qué  ocasión  le  había  movido  para  vestirse  en 
aquel  hábito. 

l'21la,  i)uestos  los  ojos  en  tierra,  con  honestísima  vergüenza,  respon- 
dió: <  No  })uedo,  señor,  decir  tan  en  {)úblico  lo  que  tanto  me  importaba 
lucra  secreto.  Una  cosa  quiero  que  se  entienda:  que  no  soy  ladrón  ni 
persona  facinorosa,  sino  una  doncella  desdichada,  á  quien  la  fuerza  de 
unos  celos  ha  hecho  romper  el  decoro  que  á  la  honestidad  se  debe». 

Oyendo  esto  el  mayordomo,  dijo  á  Sancho:  «llaga,  señor  goberna- 
<lor,  apartar  la  gente,  porque  esta  señora  con  menos  empacho  pueda 
decir  lo  que  quisiere.» 

Mandólo  así  el  gobernador;  apartáronse  todos,  sino  fueron  el  ma- 
yordomo, el  maestresala  y  el  secretario.  \^iéndose,  pues,  solos,  la  donce- 
lla prosiguió  diciendo:  «Yb,  señores,  soy  hija  de  Pedro  Pérez  Mazorca, 
arrendador  de  las  lanas  deste  lugar,  el  cual  suele  muchas  veces  ir  en 
casa  de  mi  padre...» 

-Eso  no  lleva  camino,  dijo  el  mayordomo,  señora;  porque  yo  conoz- 
( (.  nmy  bien  á  Pedro  Pérez,  y  sé  que  no  tiene  hijo  ninguno,  ni  varón  ni 
hembra;  y  más,  que  decís  que  es  vuestro  padre;  y  luego  añadís  que 
suele  ir  muchas  veces  en  casa  de  vuestro  padre. 

— Ya  yo  había  dado  en  ello,  dijo  Sancho. 

— Ahora,  señores,  yo  estoy  turbada,  y  no  sé  lo  que  me  digo,  respon- 
dió la  doncella;  pero  la  verdad  es,  que  yo  soy  hija  de  Diego  de  la  Llana, 
([ue  todas  vuesas  mercedes  deben  de  conocer. 

^Ya  eso  lleva  camino,  respondió  el  mayordomo;  que  yo  conozco  á 
Diego  de  la  Llana,  y  sé  que  es  un  hidalgo  principal  y  rico,  y  que  tiene 
un  hijo  y  una  hija,  y  que  después  que  enviudó,  no  ha  habido  nadie  en 
todo  este  lugar  que  pueda  decir  que  ha  visto  el  rostro  de  su  hija;  que 
la  tiene  tan  encerrada,  que  no  da  lugar  al  sol  que  la  vea;  y  con  todo  esto, 
la  fama  dice  que  es  en  extremo  hermosa. 

— Así  es  la  verdad,  respondió  la  doncella,  y  esa  hija  soy  yo.  Si  la 
fama  miente  ó  no  en  mi  hermosura,  ya  os  habréis  señores,  desengaña- 
do, pues  me  habéis  visto;  y  en  esto  comenzó  á  llorar  tiernamente. 

Viendo  lo  cual  el  secretario,  se  llegó  al  oído  del  maestresala  y  le 
dijo  muy  paso:  «Sin  duda  alguna  que  á  esta  pobre  doncella  le  debe  de 
haber  sucedido  algo  de  importancia,  pues  en  tal  traje  y  á  tales  horas,  y 
siendo  tan  principal,  anda  fuera  de  su  casa.» 

— No  hay  dudar  en  eso,  respondió  el  maestresala;  y  más,  que  esa  sos- 
pi'cha  la  confirman  sus  lágrimas. 


722  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

Sancho  la  consoló  con  las  mejores  razones  que  él  supo,  y  le  pidió 
que  sin  temor  alguno  les  dijese  lo  que  le  había  sucedido;  que  todos  pro- 
curarían remediarlo  con  muchas  veras  y  por  todas  las  vías  posibles. 

— Es  el  caso,  señores,  respondió  ella,  que  mi  padre  me  ha  tenido  en- 
cerrada diez  años,  que  son  los  mismos  que  á  mi,madre  come  la  tierra. 
En  casa  dicen  misa  en  un  rico  oratorio,  y  yo  en  todo  este  tiempo  no  lie 
visto  más  que  el  sol  del  cielo  de  día,  y  la  luna  y  las  estrellas  de  noche; 
ni  sé  qué  son  calles,  plazas  ni  tem])los,  ni  aun  hombres;  fuera  de  mi 
padre  y  de  un  hermano  mío,  y  de  Pedro  Pérez,  el  arrendador,  que,  por 
entrar  de  ordinario  en  mi  casa,  se  me  antojó  decir  que  era  mi  padre, 
por  no  declarar  el  mío.  Este  encerramiento  y  este  negarme  el  salir  de 
casa  siquiera  á  la  iglesia,  ha  muchos  días  y  meses  que  me  trae  muy  des- 
consolada. Quisiera  yo  ver  el  mundo,  ó  á  lo  menos  el  pueblo  donde  nací, 
pareciéndome  que  este  deseo  no  iba  contra  el  buen  decoro  que  las  don- 
cellas principales  deben  guardar  á  sí  mesmas.  Cuando  oía  decir  que  co- 
rrían toros  y  jugaban  cañas  y  se  rei)resentaban  comedias,  preguntaba  á 
mi  hermano,  que  es  un  año  menor  que  yo,  que  me  dijese  qué  cosas  eran 
aquéllas  y  otras  muchas  que  yo  no  he  visto:  él  me  lo  declaraba  por  los; 
mejores  modos  que  sabía;  pero  todo  era  encenderme  más  el  deseo  de 
verlo.  Finalmente,  por  abreviar  el  cuento  de  mi  perdición,  digo  que  yo 
rogué  y  pedí  á  mi  hermano...  ¡que  nunca  tal  pidiera  ni  tal  rogara...!»;  y 
tornó  á  renovar  el  llanto. 

El  mayordomo  le  dijo:  «Prosiga  vuesa  merced,  señora,  y  acabe  de 
decirnos  lo  que  le  ha  sucedido;  que  nos  tienen  á  todos  suspensos  sus 
palabras  y  sus  lágrimas.» 

— Pocas  rae  quedan  por  decir,  resjíondió  la  doncella,  aunque  muchas 
lágrimas  sí  que  llorar,  porque  los  mal  colocados  deseos  no  pueden  traer 
consigo  otros  descuentos  que  lo.s  semejantes. 

Habíase  sentado  en  el  alma  del  maestresala  la  belleza  de  la  doncella,. 
y  llegó  otra  vez  su  lanterna  para  verla  de  nuevo,  y  parecióle  que  no- 
eran  lágrimas  las  ((ue  lloraba,  sino  aljófar  ()  rocío  de  los  prados,  y  aun 
las  subía  de  punto,  y  las  llegaba  á  perlas  orientales,  y  estaba  deseando 
que  su  desgracia  no  fuese  tanta  como  daban  á  entender  los  indicios  de 
su  llanto  y  de  sus  suspiros.  Desesperábase  el  gobernador  de  la  tardanza 
que  tenía  la  moza  en  relatar  su  historia,  y  díjole  que  acabase  de  tener- 
los más  suspensos;  que  era  tarde  y  faltaba  muclio  que  andar  del 
pueblo. 

Eüa,  entre  interrotos  sollozos  y  mal  formados  suspiros,  dijo:  «No  es 
otra  mi  desgracia  ni  mi  infortunio  es  otro,  sino  que  yo  rogué  á  mi 
herma  no  que  me  vistiese  en  hábito  de  hombre  con  uno  de  sus' vestidos 
y  que  me  sacase  una  noche  á  ver  todo  el  pueblo,  cuando  nuestro  padre 
durmiese;  él,  importunado  de  mis  ruegos,  condescendió  con  mi  deseo; 
y  poniéndome  este  vestido,  y  él  vistiéndose  de  otro  mío,  que  le  está 
como  nacido,  porque  él  no  tiene  pelo  de  barba,  y  no  parece  sino  una 
doncella  hermosísima,  esta  noche,  debe  de  haber  una  hora,  poco  más  ó 
menos,  nos  salimos  de  casa,  y  guiados  de  nuestro  mozo  y  desbaratado 
discurso,  hemos  rodeado  todo  el  pueblo;  y  cuando  queríamos  volver  á 


PABTK    SEUUNDA. CAPÍTULO    XLIX  723 


casa,  vimos  venir  un  gran  tropel  de  gente,  y  mi  hermáname  dijo:  «Her- 
mana, ésta  debe  de  ser  la  ronda;  aligera  los  pies  y  pon  alai-  en  ellos,  y 
vente  tras  mí  corriendo,  Tporque  no  nos  conozcan;  que  nos  será  mal 
contado»;  y  diciendo  esto,  volvió  las  espaldas  y  comenzó,  no  digo  á 
i-orrer,  sino  á  volar.  Yo,  á  menos  de  seis  pasos,  caí,  con  el  sobresalto,  y 
entonces  llegó  el  ministro  de  la  justicia  que  me  trujo  ante  vuesas  mer- 
cedes, adonde,  por  mala  y  antojadiza,  me  veo  avergonzada  ante  tanta 
gente. 

—En  efeto,  señora,  dijo  Sandio,  ¿no  os  ha  sucedido  otro  desmán 
alguno,  ni  celos,  como  vos  al  principio  de  vuestro  cuento  dijistes,  no  os 
ííacaron  de  vuestra  casaV 

— No  nie  ba  sucedido  nada,  ni  me  sacaron  celos,  sino  sólo  el  deseo 
de  vtr  mundo;  que  no  se  extendía  á  más  que  á  ver  las  calles  de  estíí 
lugar.  V  acabó  de  conñrmar  ser  verdad  lo  que  la  doncella  decía,  llegar 
los  cborchetes  con  su  hermano  i)reso,  á  (|uien  alcanzó  uno  dellos  cuando 
se  huyó  de  su  hermana.  No  traía  sino  un  faldellín  rico  y  una  mantelli- 
na de  damasco  azul,  con  pasamanos  de  oro  fino;  la  cabeza  sin  toca,  ni 
con  otra  cosa  adornada  que  con  sus  mesmos  oábeUos,  que  eran  sortijas 
<lc  oro,  según  eran  rubios  y-'^;i3zadps.  Apartáronse  con  él  el  goberna 
dor,  mayordomo  y  maestres  ala,  y  sin  f^  16  oyese  su  hermana,  le  pre- 
guntaron cómo  venía  en  aquel  trajery'él,'  con  no. menos  vergüenza  y 
empacho,  contó  lo  misino  que  su  hermana  había  contado,  de  que  recibió 
gran  gusto  el  enamorado  maestresala;  pero  el' gobeíaiador  les  dijo:  «Por 
cierto,  señores,  que  ésta  ha  sido  una  gran  raj)acería;  y  para  contar  esta 
uecedad  y  atrevimiento  no  eran  menester  tantas  largas  ni  tantas  lágri- 
mas y  suspiros;  que  con  decir:  somos  Fulano  y  Fulana,  (jue  nos  sali- 
mos á  espaciar  de  casa  de  nuestros  padres  con  esta  invención,  sólo  por 
<uriosidad,  sin  otro  designio  alguno,  se  acabara  el  cuento;  y  no  gemidi- 
coá  y   lloramicos,  y  darle.» 

— Así  es  la  verdad,  respondió  la  doncella;  pero  sepan  vuesas  nierce- 
<]cs  que  la  turbación  que  he  tenido  ha  sido  tniitn,  que  no  me  ha  dejado 
guardar  el  término  que  debía. 

—No  se  ha  perdido  nada,  res[>ondió  Sancho.  Vamos,  y  dejaremos  a 
vuesas  mercedes  en  casa  de  su  padre:  quizá  no  los  habrá  echado  menos. 
Y  de  aquí  adelante  no  se  nuiestren  tan  niños  ni  tan  deseosos  de  ver 
mundo;  que  la  doncella  honrada,  la  pierna  quebrada  y  en  casa;  y  la 
mujer  y  la  gallina,  por  andar  se  pierden  aína;  y  la  que  es  deseosa  de 
ver,  también  tiene  deseo  de  ser  vista:  no  digo  más. 

El  mancebo  agradeció  al  gobernador  la  merced  que  quería  hacerles 
<le  volverlos  á  su  casa;  y  así,  se  encaminaron  hacia  ella,  que  no  estaba 
nuiy  lejos  de  allí.  Llegaron,  pues,  y  tirando  el  hermano  una  china  á 
una  reja,  al  momento  bajó  una  criada,  que  los  estaba  esperando,  y  les 
abrió  la  puerta,  y  ellos  se  entraron,  dejando  á  todos  admirados,  así  de 
su  gentileza  y  hermosura,  como  del  deseo  que  tenían  de  ver  mundo  de 
noche  y  sin  salir  del  lugar;  pero  to  io  lo  atribuyeron  á  su  poca  edad. 
<|uedó  el  maestresala  traspasado  su  corazón,  y  propuso  de,  luego,  otro 
día,  pedírsela  por  mujer  á  su  padre,  teniendo  por  cierto  que  no  se  la 


724 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


negaría,  por  ser  él  criado  del  Duque:  y  aun  á  Sancho  le  vinieron  deseos: 
y  barruntos  de  casar  al  mozo  con  Sanchica,  su  hija,  y  determinó  de  po- 
nerlo en  plática  á  su  tiempo,  dándose  á  entender  que  á  una  hija  de  un 
gobernador  ningún  marido  se  le  podía  negar,  (.'on  esto  se  acabó  la 
ronda  de  aquella  noche,  y  de  allí  á  unos  días  el  gobierno,  con  que  se 
destroncaron  y  borraron  todos  sus  designios,  como  se  verá  adelante 


I 


CAPITULO   L 

Donde  se  declara  quién  fuoron  los  encantadores  y  verdugos  que  azotaron  á 
la  Dueña  y  pellizcaron  y  arañaron  á  Don  Quijote,  con  el  suceso  que  tuvo 
el  paje  que  llevó  la  carta  á  Teresa  Panza,  mujer  de  Sancho  Panza. 


ICE  Cide  líamete,  puntualísimo  escudriñador  de  los  átomos 
desta  verdadera  historia,  que  al  tiempo  que  doña  Rodríguez 
salió,  de  su  aposento  para  ir  á  la  estancia  de  Don  Quijote,  otra 
dueña  que  con  ella  dormía  la  sintió;  y  que,  como  todas  las 
dueñas  son  amigas  de  saber,  entender  y  oler,  se  fué  tras  ella  con  tanto 
silencio,  que  la  buena  Rodríi^uez  no  lo  echó  de  ver;  y  así  como  la  dueña 
la  vio  entrar  en  la  estancia  de  Don*  Quijote,  porque  no  faltase  en  ella  la 
general  costumbre  que  todas  las  dueñas  tienen  de  ser  chismosas,  al 
momento  le  fué  á  poner  en  pico  á  su  señora  la  Duquesa  de  cómo  doña 
Rodríguez  quedaba  en  el  aposento  de  Don  Quijote.  La  Duquesa  se  lo 
dijo  al  Duque,  y  le  pidió  Hcencia  para  que  ella  y  Altisidora  viniesen  á, 
ver  lo  (^ue  aquella  dueña  quería  con  Don  Quijote.  El  Duque  se  la  dio, 
y  las  dos  con  gran  tiento  y  sosiego,  paso  ante  paso,  llegaron  á  ponerse 
junto  á  la  puerta  del  aposento,  y  tan  cerca,  que  oían  todo  lo  que  dentro 
hablaban;  y  cuando  oyó  la  Duquesa  que  la  Rodríguez  había  echado  en 
la  calle  el  Aranjuez  de  sus  fuentes,  no  lo  pudo  sufrir,  ni  menos  Altisi- 
dora; y  así,  llenas  de  cólera  y  deseosas  de  venganza,  entraron  de  golpq 
en  el  aposento,  y  acrebillaron  á  Don  Quijote  y  vapularon  á  la  dueñí^ 
del  modo  que  queda  contado;  porque  las  afrentas  que  van  derechas 
contra  la  hermosura  y  presunción  de  las  mujeres,  despiertan  en  ellas 
en  gran  manera  la  ira.  y  encienden   el  deseo  de  vengarse.  Contó  la 


72G  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


Duquesa  al  Duque  lo  que  había  pasado,  de  lo  que  se  holgó  mucho;  y  la 
f)uquesa,  prosiguiendo  con  su  intención  de  burlarse  y  'recibir  pasa- 
tiempo, aquel  día,  real  y. verdaderamente,  despachó  á  un  paje  suyo,  que 
había  hecho  en  la  selva  la  figura  de  Dulcinea  en  el  concierto  de  su  des- 
encanto (que  tenía  l)ien  olvidado  Sancho  Panza,  con  la  ocupación  de  su 
gobierno),  á  Teresa  Panza,  su  mujer,  con  la  carta  y  con  el  lío  de  ropa 
de  su  niarido,  y  con  otra  suya  y  con  una  gran  sarta  de  corales  ricos, 
presentados.  •  ,   - 

Dice,  pues,  la  historia  que  el  paje  era  muy  discreto  y  agudo;  y  con 
deseo  de  servir  á  sus  señores,  partió  de  muy  buena  gana  al  lugar  de 
ífiancho,  y  antes  de  entrar  en  él,  vio  en  un  arroyo  estar  lavando  canti- 
dad de  mujeres,  á  quien  preguntó  si  le  sabrían  decir  si  en  aquel  lugar 
vivía  una  mujer  llamada  Teresa  Panza,  mujer  de  un  cierto  Sancho 
l/íuiza,  escudero  de  un  caballero  llamado  Don  Quijote  de  la  Mancha. 

A  cuya  pregunta  se  levantó  en  pie  una  mozuela  que  estaba  lavando, 
y  dijo:  «Esa  Teresa  Panza  es  mi  madre,  y  ese  tal  Sancho,  mi  señor 
j);)dre,  y  el  tal  caballero,  nuestro  amo.» 

-Pues  venid,  doncella,  dijo  el  paje,  y  mostradme  á  vuestra  madre; 
j/orciue  le  traigo  una  carta  y  un  presente  del  tal  vuestro  padre. 

-Eso  haré  yo  dé  muy  buena  gana,  señor  mío,  respondió  la  moza, 
que  mostraba  ser  de  edad  de  catorce  años,  poco  más  ó  menos;  y  dejando 
la  vopa.  que  lavaba  á  otra  compañera,  sin  tocarse  ni  calzarse  (que  estaba 
Cii  piernas  y  desgreñarla),  saltó  delante  de  la  cabalgadura  del  paje  y 
dijo:  Venga  vuesa  merced;  que  á  la  entrada  del  pueblo  está  nuestra 
casa,  y  mi  madre  en  ella,  con  liarta  pena  por  no  haber  sabido  muchos 
días  ha  de  mi  señor  padre. 

— -Pues  yo  se  las  llevo  tan  buenas,  dijo  el  paje,  que  tiene  que  dar  bien 
gracias  á  Dios  por  ellas. 

1'inalmeute.  saltando,  corriendo  y  brincando,  llegó  al  pueblo  la  mu- 
chacha, y  antes  de  entrar  en  su  casa,  dijo  á  voces  desde  la  puerta:  «Sal- 
ga, madre  Teresa,  salga,  salga;  que  viene  aquí  un  seor  que  trae  cartas 
y  otras  cosas  de  mi  buen  padre.» 

A  cuyas  voces  salió  Teresa  Panza,  su  ma  iré,  hilando  un  copo  de 
estopa,  con  una  saya  parda  (que  parecía,  según  era  de  corta,  que  se  la 
hal)ían  cortado  por  vergonzoso  lugar),  con  un  corpezuelo  asimismo 
pardo  y  una  camisa  de  pechos.  No  era  muy  vieja,  aunque  mostraba 
{)a^ar  de  los  cuarenta,  pero  fuerte,  tiesa,  nervuda  y  avellanada;  la  cual. 
viendo  á  su  hija  y  al  paje  á  caballo,  le  dijo:  «¿Qué  es  esto,  niña?  ¿Qu(' 
8*íñor  es  éste?» 

-Es  un  servidor  de  mi  señora  doña  Teresa  Panza,  respondió  el  paje; 
y  diciendo  y  haciendo,  se  arrojó  del  caballo,  y  se  fué  con  mucha  humil- 
dad á  poner  de  hinojos  ante  la  señora  Teresa,  diciendo:  Déme  vuesa 
ínerced  sus  manos,  mi  señora  doña  Teresa,  bien  así  como  mujer  legítima 
y  [)articular  del  señor  don  Sancho  Panza,  gobernador  propio  de  la  ín- 
Siila  Barataría. 

-    ¡Ay  señor  mío!  Quítese  de  ahí,  no  haga  eso,  respondió  Teresa;  que 
yo  no  soy  nada  palaciega,  sino  una  pobre  labradora,  hija  de  un  estri- 


PARTE    SEGUNDA. — CAPÍTUI.O    L  727 

pateiTones  y   mujer  de  un  escudero  andante,  y  no  de  gobernador  al- 
guno. 

— ^\K'.sa  merced,  respondió  el  paje,  es  mujer  dignísima  de  un  gober- 
nador archidignísimo;  y  para  prueba  desta  verdad,  reciba  vuesa  merced 
esta  carta  y  este  presente;  y  sacó  al  instante  de  la  faltriquera  una  carta 
de  corales  con  extremos  de  oro,  y  se  la  echó  al  cuello  y  dijo:  Esta  carta 
es  del  señor  gobernador,  y  otra  que  traigo  y  estos  corales  son  de  mi  se- 
ñora la  Duquesa,  t[ue  á  vuesa  merced  me  envía. 

Quedó  pasmada  Teresa,  y  su  hija  ni  más  ni  menos,  y  la  muchacha 
dijo:   «Que  me  maten,  si  no' anda  por  aquí  nuestro  señor  amo,  Don 


i  su  fue  con  uiiu-lia  huuiiUluil  ú  pont-r  de  liiuojos  auto  la  scüora  Teresa... 

Quijote,  que  debe  de  haber  dado  á  padre  el  gobierno  ó  condado  ípie  tan- 
tas veces  le  había  prometido.» 

— Así  es  la  verdad,  respondió  el  paje;  (\ue  \>ov  respeto  del  señor  Don 
Quijote  es  agora  el  señor  Sancho  gobernador  de  la  ínsula  Barataría, 
como  se  verá  por  esta  carta. 

— Léamela  vuesa  merced,  señor  gentil  hombre,  dijo  Teresa;  porque, 
aunque  yo  sé  hilar,  no  sé  leer  migaja. 

— Ni  yo  tam¡)Oco,  añadió  Sanchica;  pero  espérenme  aquí;  que  yo  iré 
:\  llamar  quien  la  lea,  ora  sea  el  cura  mesmo,  ó  el  bachiller  Sansón 
('arrasco,  que  vendrán  de  muy  buena  gana  por  saber  nuevas  de  mi 
padre. 

— No  hay  para  qué  se  llame  á  nadie;  que  yo  no  sé  hilar,  pero 
sé  leer,  y  la  leeré;  y  así,  se  la  le^  ó  toda,  que  por  quedar  ya  referi- 
da, no  se  pone  aquí;  y  luego  sacó  otra  de  la  Duquesa,  que  decía  desta 
manera: 

«Amiga  Teresa:  Las  buenas  partes  de  la  bondad  y  del  ingenio  de 

vuestro  marido  Sancho  me  movieron  y  obligaron  á  pedir  á  mi  marido 

>:el  Duque  le  diese  un  gobierno  de  una  ínsula,  de  muchas  que  tiene. 

Tengo  noticia  que  gobierna  como  un  jirifalte,  de  lo  que  yo  estoy  muy 


728  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

«contenta,  y  el  Duque,  mi  señor,  por  el  consiguiente;  por  lo  que  doy 
» muchas  gracias  al  cielo  de  no  haberme  engañado  el  haberle  escogido 
»para  el  tal  gobierno;  porque  quiero  que  sepa  la  señora  Teresa  que  con 
«dificultad  se  halla  un  buen  gobernador  en  el  mundo,  y  tal  me  haga  á 
»mí  Dios  como  Sancho  gobierna.  Ahí  le  envío,  querida  mía,  una  sarta. 
» de  corales  con  extremos  de  oro;  yo  me  holgara  que  fuera  de  perlas 
«orientales;  pero  quien  te  da  el  hueso  no  te  querría  ver  muerta:  tiempo 
«vendrá  en  que  nos  conozcamos  y  nos  comuniquemos,  y  Dios  sabe  lo 
«que  será.  Encomiéndeme  á  Sanchica,  su  hija,  y  dígale  de  mi  parte  que 
«se  apareje;  que  la  tengo  de  casar  altamente,  cuando  menos  lo  piense. 
«Dícenme  que  en  ese  lugar  hay  bellotas  gordas:  envíeme  hasta  dos  do- 
» cenas;  que  las  estimaré  en  mucho,  por  ser  de  su  mano;  y  escríbame 
«largo,  avisándome  de  su  salud  y  de  su  bienestar  y  si  hubiere  menester 
«alguna  cosa,  no  tiene  que  hacer  más  que  boquear;  que  su  boca  será 
«medida;  y  Dios  me  la  guarde.  Deste  lugar: 

»Su  amÍKa,  qui-  bien  la  quiere, 

»L«  Duquesa.-» 

— ¡Ay!,  dijo  Teresa  en  oyendo  la  carta,  ¡y  qué  buena  y  qué  llana  y 
qué  humilde  señora!  Con  estas  tales  señoras  me  entierren  á  mí,  y  no  las 
hidalgas  que  en  este  pueblo  se  usan,  que  piensan  que  por  ser  hidalgas 
no  las  ha  de  tocar  el  viento,  y  van  á  la  iglesia  con  tanta  fantasía  como 
si  fuesen  las  mesmas  reinas;  que  no  parece  sino  que  tienen  á  deshonra 
el  mirar  á  una  labradora;  y  veis  aquí  donde  esta  buena  señora,  con  ser 
Duquesa,  me  llama  amiga  y  me  trata  como  si  fuera  su  igual;  que  igual 
la  veo  yo  con  el  más  alto  campanario  que  hay  en  la  Mancha;  y  en  lo 
que  toca  á  las  bellotas,  señor  mío,  yo  le  enviaré  á  su  señoría  un  cele- 
mín, que  por  gordas  las  puedan  venir  á  ver  á  la  mira  y  á  la  maravilla. 
Y  por  agora,  Sanchica,  atiende  á  que  se  regale  este  señor;  pon  en  orden 
este  caballo,  y  saca  de  la  caballeriza  huevos  y  corta  tocino  adunia,  y 
démosle  de  comer  como  á  un  príncipe;  que  las  buenas  nuevas  que  nos 
ha  traído,  y  la  buena  cara  que  él  tiene,  lo  merecen  todo;  y  en  tanto 
saldré  yo  á  dar  á  mis  vecinas  las  nuevas  de  nuestro  contento;  y  al  padre 
Cura  y  á  maese  Nicolás,  el  barbero,  que  tan  amigo  son  y  han  sido  de 
tu  padre. 

— Sí  haré,  madre,  respondió  Sanchica;  pero  mire  que  me  ha  de  dar 
la  mitad  desa  sarta;  que  no  tengo  yo  por  tan  boba  á  mi  señora  la  Du- 
quesa, que  se  la  había  de  enviar  á  ella  toda. 

— Toda  es  para  ti,  hija,  respondió  Teresa;  pero  déjamela  traer  al- 
gunos días  al  cuello;  que  verdaderamente  parece  que  me  alegra  el 
corazón. 

— También  se  alegrarán,  dijo  el  paje,  cuando  vean  el  lío  que  viene 
en  este  portamanteo,  que  es  un  vestido  de  paño  finísimo,  que  el  go- 
bernador sólo  un  día  llevó  á  caza;  el  cual  todo  lo  envía  para  la  señora 
Sanchica. 


PAKTE    SEGUNDA. CAPITULO    L  729 

— Que  me  viva  él  mil  años,  respondió  Sanchica,  y  el  que  lo  trae  ni 
más  ni  menos,  y  aun  dos  mil  si  fuera  necesidad. 

Salióse  en  esto  Teresa  fuera  de  casa,  con  las  cartas  y  con  la  sarta  al 
cuello,  y  iba  tañendo  en  las  cartas  como  si  fuera  en  un  })andero;  y  en- 
contrándose acaso  con  el  Cura  y  Sansón  Carrasco,  comenzó  á  bailar  y  á 
decir:  «A  fe,  que  agora  que  no  hay  pariente  pobre.  Gobiernito  tenemos: 
No,  sino  tómese  conmigo  la  más  pintada  hidalga;  que  yo  la  pondré  como 
nueva.» 

— ¿Qué  es  esto,  Teresa  Panza?  ¿Qué  locuras  son  éstas  y  qué  papeles 
son  esos? 

— No  es  otra  la  locura,  sino  que  estas  son  cartas  de  duquesas  y  de 
gobernadores,  y  estos  que  traigo  al  cuello  son  corales  ñnos  las  avema- 
rias, y  los  padrenuestros  son  de  oro  de  martillo,  y  yo  soy  goberna- 
dora. 

— De  Dios  en  ayuso  no  os  entendemos,  Teresa,  ni  sabemos  lo  que  os 
decís. 

— Ahí  lo  podrán  ver  ellos,  respondió  Teresa,  y  dióles  las  cartas. 
Leyólas  el  Cura  de  modo  que  las  oyó  Sansón  Carrasco,  y  Sansón  y 
el  Cura  se  miraron  el  uno  al  otro  como  admirados  de  lo  que  habían 
leído,  y  i)reguntó  el  Bachiller  quién  había  traído  aquellas  cartas.  Res- 
pondió Teresa  que  se  viniesen  con  ella  á  su  casa,  y  verían  al  mensaje- 
ro, que  era  un  mancebo  como  un  pino  de  oro,  y  que  le  traía  otro  pre- 
sente, que  valía  más  de  tanto.  Quitóle  el  Cura  los  corales  del  cuello,  y 
mirólos  y  remirólos,  y  certificándose  que  eran  ñnos,  tornó  á  admirarse 
de  nuevo,  y  dijo:  «Por  el  hábito  que  tengo,  que  no  sé  qué  me  diga  ni 
qué  me  piense  destas  cartas  y  destos  presentes:  por  una  parte  veo  y 
:oco  la  fineza  de  estos  corales,  y  por  otra  leo  que  una  duquesa  envía  á 
pedir  dos  decenas  de  bellotas.» 

— Aderézame  esas  medidas,  dijo  entonces  Carrasco.  Agora  bien,  va 
inos  á  ver  el  portador  deste  pliego;  que  del  nos  informaremos  de  las  di- 
icultades  que  se  nos  ofrecen. 

luciéronlo  así,  y  volvióse  Teresa  con  ellos.  Hallaron  al  paje  cribando 
jn  poco  de  cebada  para  su  cabalgadura,  y  á  Sanchica  cortando  un  to- 
•rezno  para  empedrarle  con  huecos  y  dar  de  comer  al  paje,  cuya  pre- 
sencia y  buen  adorno  contentó  mucho  á  los  dos;  y  después  de  haberle 
saludado  corté.-^mente,  y  él  á  ellos,  le  pidió  Sansón  les  dijese  imevas 
isi  de  Don  Quijote  como  de  Sancho  Panza;  que  puesto  que  habían  leído 
as  cartas  de  Sancho  y  de  la  señora  Duquesa,  todavía  estaban  confusos,. 
.'  no  acababnu  de  atinar  qué  sería  aquello  del  gobierno  de  Sancho,  3^ 
nás  de  una  ínsula,  siendo  todas,  ó  las  más  que  hay  en  el  mar  Medite- 
•ráneo,  de  su  Majestad. 

A  lo  que  el  paje  respondió:  «De  que  el  señor  Sancho  Panza  sea  go- 
)eniador,  no  hay  que  dudar  en  ello;  de  que  sea  ínsula  ó  no  la  que  go- 
)ierna,  en  eso  no  me  entremeto;  pero  basta  que  sea  un  lugar  de  más  de 
nil  vecinos,  Y  en  cuanto  á  lo  de  las  bellotas,  digo,  que  mi  señora  la  Du- 
quesa es  tan  llana  y  tan  humilde,  que  no  digo  yo  el  enviar  á  pedir  be 
iotas  á  una  labradora,  pero  que  le  acontece  enviar  á  pedir  un  peine 


730  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


prestado  á  una  vecina  suya;  porque  quiero  que  sepan  vuesas  mercedes 
que  las  señoras  de  Aragón,  aunque  son  tan  principales,  no  son  tan  pun 
tuosas  y  levantadas  como  las  señoras  castellanas:  con  más  llaneza  tratar 
con  las  gentes. » 

Estando  en.  la  mitad  destas  pláticas,  salió  Sanchica  con  un  halda  d( 
huevos,  y  preguntó  al  paje:  «Dígame,  señor:  mi  señor  padre  ¿trae  poi 
ventura  calzas  atacadas  después  que  es  gobernador?» 

— No  he  mirado  en  ello,  respondió  el  paje;  pero  sí  debe  de  traer. 

- — ¡Ay  Dios  mío!,  replicó  Sanchica.  ¡Y  qué  será  de  ver  á  mi  padre  cor 
pedorreras!  ¡No  es  bueno,  sino  que  desde  que  nací  tengo  deseo  de  vei 
á  mi  padre  con  calzas  atacadas! 

— Como  con  esas  cosas  le  verá  vuesa  merced  si  vive,  respondió  e 
paje.  Par  Dios,  términos  lleva  de  caminar  con  papahígo,  con  solo  dof- 
meses  que  le  dure  el  gobierno. 

Bien  echaron  de  ver  el  Cura  y  el  Bachiller  que  el  paje  hablaba  soca 
rronamente;  pero  la  fineza  de  los  corales  y  el  vestido  de  caza  que  Sanche 
enviaba,  lo  deshacía  todo  (que  ya  Teresa  les  había  mostrado  el  vestido) 
y  no  dejaron  de  reírse  del  deseo  de  Sanchica,  y  más  cuando  Teresa  dijo 
«Señor  Cura,  eche  cata  por  ahí  si  hay  alguien  que  vaya  á  Madrid  ó  é 
Toledo,  para  que  me  compre  un  verdugado  redondo,  hecho  y  derecho 
y  sea  al  uso  y  de  los  mejores  que  hubiere;  que  en  verdad,  en  verdad,  que 
tengo  de  honrar  el  gobierno  de  mi  marido  en  cuanto  yo  pudiere;  y  aun 
que  si  me  enojo,  me  tengo  de  ir  á  esa  Corte,  y  echar  un  coche  come 
todas;  que  la  que  tiene  marido  gobernador  muy  bien  le  puede  traer  y 
sustentar.» 

— ¡Y  cómo,  madre!,  dijo  Sanchica;  ¡pluguiese  á  Dios  epie  fuese  ante& 
hoy  que  mañana!  Aunque  dijesen  los  que  me  viesen  ir  sentada  con  mi 
señora  madre  en  aquel  coche:  «¡Mirad  la  tal  por  cual,  hija  del  harto  de 
ajos,  y  cómo  va  sentada  y  tendida  en  el  coche  como  si  fuera  una  pape- 
sa!»  Pero  pisen  ellos  los  lodos,  y  ándeme  yo  en  mi  coche,  levantados 
los  pies  del  suelo.  ¡Mal  año  y  mal  mes  para  cuantos  murmuradores  hay 
en  el  mundo,  y  ándeme  yo  caliente,  y  ríase  la  gente!  ¿Digo  bien,  ma- 
dre mía? 

— ¡Y  cómo  e|ue  dices  bien,  hija!,  respondió  Teresa;  y  tóelas  estas  aven- 
turas, y  aun  mayores,  me  las  tiene  profetizadas  mi  buen  Sancho;  y 
verás  tú,  hija,  cómo  no  para  hasta  hacerme  condesa;  que  todo  es  comen- 
zar á  ser  venturosa;  y  como  yo  he  oído  decir  muchas  veces  á  tu  buen 
padre  (que  así  como  lo  es  tu^'o,  lo  es  de  los  refranes):  «cuando  te  dieren 
ía  vaquilla,  corre  con  la  soguilla»;  cuando  te  elieren  un  gobierno,  cóge- 
le; cuando  te  dieren  un  condado,  agárrale,  y  cuando  te  hicieren  tus  tus, 
con  alguna  buena  dádiva,  envásala.  ¡No  sino  dormios,  y  no  respondáis 
á  las  venturas  y  buenas  dichas  que  están  llamando  á  la  puerta  de  vues- 
tra casa! 

— ¿Y  qué  se  me  da  á  mí,  añadió  Sanchica;  Cjue  diga  el  que  quisiere, 
cnando  me  vea  entonada  y  fantasiosa:  «vióse  el  perro  en  bragas  de  ce- 
rro», y  lo  demás? 

Oyendo  lo  cual  el  Cura,  ehjo:    «Yo  no  puedo  creer  sino  que  todos 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    L  731 

los  deste  linaje  de  los  Panzas  nacieron  cada  uno  con  un  costal  de  re- 
franes en  el  cuerpo;  ninguno  dellos  he  visto  que  no  los  derrame  á  todas 
horas  y  en  todas  las  pláticas  (pie  tienen.» 

— Así  es  la  verdad,  dijo  el  paje,  que  el  señor  gobernador  Sancho  á 
cada  paso  los  dice;  y  aunque  muchos  no  vienen  á  propósito,  todavía 
dan  gusto,  y  mi  señora  la.  l)u([uesa  y  el  Duque  los  celebran  mucho. 

— ¿Que  todavía  afirma  vuesa  merced,  señor  mío,  dijo  el  bachiller, 
r«t,r  verdad  esto  del  gobierno  de  Sancho,  y  de  que  hay  duquesa  en  el 
mundo  que  le  envíe  presentes  y  le  escriba?  Porque  nosotros,  aunque 
tocamos  los  presentes  y  hemos  leído  las  cartas,  no  lo  creemos,  y  pensa- 
mos que  ésta  es  una  de  las  co.sas  de  Don  (¿uijote,  nuestro  compatriota, 
que  todas  piensa  que  son  hechas  por  encantamento;  y  así,  estoy  por 
decir  que  quiero  tocar  y  palpar  á  vuesa  merced,  por  ver  si  es  embaja- 
dor fantástico,  ó  hombre  de  carne  y  hueso. 

— Señores,  yo  no  sé  más  de  mí,  respondió  el  i)aje,  sino  que  soy  em- 
bajador verdadero,  y  que  el  señor  Sancho  Panza  es  gobernador  efecti- 
vo, y  que  mis  señores  Duque  y  Duquesa  pueden  dar  y  han  dado  el  tal 
gobierno,  y  que  he  oído  decir  que  en  él  se  porta  valentísimamente  el 
tal  Sancho  Panza:  si  en  esto  hay  encantamento  ó  no,  vuesas  mercedes 
lo  disi)uten  allá  entre  ellos;  que  yo  no  sé  otra  cosa,  para  el  juramento 
que  hago,  (¿ue  es  por  vida  de  mis  padres;  que  los  tengo  vivos,  y  los 
amo  y  los  quiero  mucho. 

— Bien  podrá  ello  ser  así,   repHcó  el   bachiller;  pero  duhitat  Augus- 

f/HI<y. 

— Dude  quien  dudare,  respondió  el  paje;  la  verdad  es  la  que  he 
dicho,  y  es  la  que  ha  de  andar  siem})re  sobre  la  mentira,  como  el  aceite 
sobre  el  agua;  y  si  no,  operibus  credite,  et  non  verhis.  Véngase  alguno 
de  vuesas  mercedes  conmigo,  y  verá  con  los  ojos  lo  que  no  cree  por 
los  oídos. 

— Esa  ida  á  mí  toca,  dijo  Sanchica.  Lléveme  vuesa  merced,  señor,  á 
las  ancas  de  su  rocín;  que  yo  iré  de  muy  buena  gana  á  ver  á  mi  señor 
padre. 

— Las  hijas  de  los  gobernadores  no  han  de  ir  solas  por  los  caminos, 
sino  acompañadas  de  carrozas  y  literas  y  de  gran  número  de  sirvientes. 

— ^Par  Dios,  respondió  Sanchica.  también  me  vaya  yo  sobre  una  po- 
llina como  sobre  un  coche:  ¡hallado  la  habéis  la  melindrosa! 

—  Calla,  mochacha,  dijo  Teresa;  que  no  sabes  lo  que  te  dices,  y  este 
señor  está  en  lo  cierto;  que  tal  el  tiempo,  tal  el  tiento:  cuando  Sancho, 
Sancha;  y  cuando  gobernador,  señora;  y  no  sé  si  digo  algo. 

—Más  dice  la  señora  Teresa  de  lo  que  piensa,  dijo  el  paje;  y  denme 
de  comer  y  despáchenme  luego,  porque  pienso  volverme  esta  tarde. 

A  lo  que  dijo  el  Cura:  «Vuesa  merced  se  vendrá  á  hacer  penitencia 
conmigo;  que  la  señora  Teresa  más  tiene  voluntad  que  alhajas  para 
servir  á  tan  buen  huésped.» 

Rehusólo  el  paje;  pero  en  efeto  lo  hubo  de  conceder  por  su  mejora, 
y  el  Cura  le  llevó  consigo  de  buena  gana,  por  tener  lugar  de  preguntar- 
le de  espacio  por  Don  Quijote  y  sus  hazañas.  El  bachiller  se  ofreció 


732 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


de  escribir  á  Teresa  las  cartas  de  la  respuesta;  pero  ella  no  quiso  que 
el  bachiller  se  metiese  en  sus  cosas;  que  le  tenía  por  algo  burlón;  y  así, 
dio  un  bollo  y  dos  huevos  á  un  monacillo  que  sabía  escribir,  el  cual  le 
escribió  dos  cartas,  una  para  su  marido,  y  otra  para  la  Duquesa,  nota- 
das de  su  mismo  caletre,  que  no  son  las  peores  que  en  esta  grande  his- 
toria se  ponen,  como  se  verá  adelante. 


■^írfí;:J^;.» 


( '  A  P I T  U  LO     L  I 

Del  progreso  del  gobierno  de  Sancho  Panza,  con  otros  sucesos 
tales  como  buenos. 


M  A  NECIO  el  día  que  se  sií^uió  á  la  noche  de  la  ronda  del  «íober- 
nador,  la  cual  el  maestresala  pasó  sin  dormir,  ocupado  el  pen- 
samiento en  el  rostro,  biío  y  belleza  de  la  disfrazada  doncella, 
y  el  coronista  ocupó  lo  que  della  faltaba  en  escribir  á  sus  se- 
ñores lo  que  Sancho  Panza  hacía  y  decía,  tan  admirado  de  sus  hechos 
<  limo  de  sus  dichos,  porque  andaban  mezcladas  sus  ])alabras  y  sus  ac- 
ciones con  asomos  discretos  y  tontos  Levantóse,  en  iin,  el  señor  gober- 
nador, y  por  orden  del  doctor  Pedro  Recio  le  hicieron  desayunar  con 
un  poco  de  conserva  y  cuatro  tragos  de  agua  fría,  cosa  c^ue  la  trocara 
^Sancho  con  un  pedazo  de  pan  y  un  racimo  de  uvas;  pero  viendo  que 
a([uello  era  más  fuerza  que  voluntad,  pasó  i)or  ello,  con  harto  dolor  de 
su  alma  y  fatiga  de  su  estómago;  haciéndole  creer  Pedro  liecio  que  los 
manjares  pocos  y  delicados  avivaban  el  ingenio,  que  era  lo  que  más  con- 
venía á  las  personas  constituidas  en  mandos  y  en  oñcios  graves,  donde 
se  han  de  aprovechar  no  tanto  de  las  fuerzas  corporales,  como  de  las  del 
•entendimiento. 

Con  esta  sofistería  padecía  hambre  Sancho,  y  tal,  que  en  su  secreto 
maldecía  el  gobierno,  y  aun  á  quien  se  le  había  dado;  pero  con  su  ham- 
bre y  con  su  conserva  se  puso  á  juzgar  a^juel  día  y  otros,  y  uno  dellos, 
io  primero  Cjue  íe  le  ofreció  fue  una  pregunta  que  un  forastero  le  hizo, 
í-stando  presentes  á  todo  el  mayordomo  y  los  demás  acólitos,  que  fué: 
«Señor,  un  caudaloso  río  dividía  dos  términos  de  un  mismo  señorío... 
Y  esté  vuesa  merced  atento,  porque  el  caso  es  de  importancia  y  algo 


734  DON  QUIJOTE  DE  LA   MANCHA 

dificultoso.  Digo,  pues,  que  sobre  este  río  estaba  una  puente,  y  al  cabo 
della  una  horca  y  ui)a  como  casa  de  audiencia,  en  la  cual  de  ordinario 
había  cuatro  jueces  que  juzgaban  por  la  ley  que  puso  el  dueño  del  río. 
de  la  puente  y  del  señorío,  que  era  en  esta  forma:  «Si  alguno  pasare 
por  esta  puente  de  una  parte  á  otra,  ha  de  jurar  primero  adonde  y  á  qué 
va;  y  si  jurare  yerdad,  déjenle  pasar,  y  si  dijere  mentira,  muera  por 
ello,  ahorcado  en  la  horca  que  allí  se  muestra,  sin  remisión  alguna.»  Sa- 
bida esta  ley  y  la  rigurosa  condición  della,  pasaban  muchos,  que  luego 
en  lo  que  juraban  se  echaba  de  ver  que  decían  verdad,  y  los  jueces  ío< 
<lejaban  pasar  libremente.  Sucedió,  pues,  que  tomando  juramento  á  un 
hombre,  juró  y  dijo,  que  para  el  juramento  que  hacía,  que  iba  á  morir 
en  aquella  horca  que  allí  estaba,  y  no  á  otra  cosa.  Repararon  los  jueces 
en  el  juramento,  y  dijeron:  «Si  á  este  hombre  le  dejamos  pasar  hbrc- 
raente,  mintió  en  su  juramento,  y  conforme  á  la  ley  debe  morir;  y  si  le 
ahorcamos,  él  juró  que  iba  á  morir  en  aquella  horca,  y  habiendo  jura- 
do verdad,  por  la  misma  ley  debe  ser  libre.»  Pídese  á  vuesa  merced  se- 
ñor gobernador,  ¿qué  harán  los  jueces  del  tal  hombre?,  que  aun  hasta 
agora  están  dudosos  y  suspensos;  y  habiendo  tenido  noticia  del  agudo 
y  elevado  entendimiento  de  vuesa  merced,  me  enviaron  á  mí  á  que  su- 
plicase á  vuesa  merced  de  su  parte  diese  su  parecer  en  tan  intricado 
y  dudoso  caso.» 

A  lo  que  respondió  Sancho:  «Por  cierto  que  esos  señores  jueces,  que 
á  mí  os  envían,  lo  pudieran  haber  excusado;  porque  yo  so}^  un  hombre 
que  tengo  más  de  mostrenco  que  de  agudo;  pero,  con  todo  eso,  repetid- 
me otra  vez  el  negocio  de  modo  que  yo  le  entienda;  quizá  podría  ser  que 
diese  en  el  hito.»  Volvió  otra  y  otra  vez  el  preguntante  á  referir  lo  que 
primero  había  dicho,  y  Sancho  dijo:  «A  mi  parecer,  este  negocio  en  dos 
paletas  le  declararé  yo,  si  es  así:  el  tal  hombre  jura  que  va  á  morir  en 
la  horca;  y  si  muere  en  ella,  juró  verdad,  y  por  la  ley  puesta  merece'st  r 
libre,  y  que  pase  la  puente;  y  si  no  le  ahorcan,  juró  mentira,  y  por  la 
misma  ley  merece  que  le  ahorquen.» 

— Así  es  como  el  señor  gobernador  dice,  dijo  el  mensajero;  y  cuanto 
á  la  entereza  y  entendimiento  del  caso,  no  hay  más  que  pedir  ni  que 
dudar. 

— Digo  yo,  pues,  agora,  replicó  Sancho,  que  deste  hombre,  aquella 
parte  que  juró  verdad  la  dejen  pasar,  y  la  que  dijo  mentira  la  ahor- 
quen; y  desta  manera  se  cumplirá  al  pie  de  la  letra  la  condición  del 
pasaje. 

— Pues,  señor  gobern&dor,  replicó  el  preguntador,  será  necesario  que 
el  tal  hombre  se  divida  en  partes,  en  mentirosa  y  verdadera,  y  si  se  di- 
vide, por  fuerza  ha  de  morir;  y  así,  no  se  consigue  cosa  alguna  de  lo  que 
la  ley  pide,  y  es  de  necesidad  expresa  que  se  cumpla  con  ella. 

— Venid  acá,  señor  buen  hombre,  respondió  Sancho:  este  pasajero 
que  decís,  ó  yo  soy  un  porro,  ó  él  tiene  la  misma  razón  para  morir  que 
para  vivir  y  pasar  la  puente;  porque  si  la  verdad  le   salva,  la  men 
tira  le  condena  igualmente;  y  siendo  esto  así,   como  lo  es,   soy  de 
parecer  que  digáis  á  esos  señores  que  á  mí  os  enviaron,  que  pues  están 


I'AKTE    SKGl'XDA.        CA  i  .,;;., ,    1,1 


011  un  íil  las  razones  de  condenarle  ó  asolverle,  que  le  dejen  pasar  libre 
inente,  pues  siempre  es  aláronlo  más  el  hacer  bien  que  mal;  y  esto  lo 
diera  tirmado  de  mi  nombre,  si  supiera  mejor  íirmar;  y  yo  eií  este  caso 
no  he  hablado  de  mío,  sino  «lue  se  me  vino  á  la  memoria  un  preceptp 
entre  otros  muchos,  que  me  dio  mi  amo  Don  Quijote,  antes  que  viniese 
a  ser  ^•obernador  desta  ínsula,  (jue  fué,  que  cuando  la  justicia  estuviese 
en  duda,  me  decantase  y  acogiese  á  la  misericordia;  v'ha  querido  Dios 
(jue  agora  se  me  acordase,  por  venir  en  este  caso  coiiiio  de  molde. 

—Así  es.  respondió  el  mayordomo;  y  tengo  para  mí  que  el  misni-' 
Licurgo,  que  dió  leyes  á  los  Lacedemonios,  no  pudiera  dar  mejor  se; 
tencia  ([ue  la  que  el  gran  Panza  ha  dado;  y  acábese  con  esto  la  audien 
cía  desta  mafiana,  y  yo  daré  orden  cómo  el  señor  gobernador  coma 
muy  á  su  gusto. 

—Eso  pido,  y  barras  derechas,  dijo  Sancho;  denme  de  comer,  v  Uuc 
van  casos  y  dudas  sobre  mi;  que  yo  las  despabilaré  en  el  aire.    ' ' 

Cumplió  su  palabra  el  mayordomo,  pareciéndole  ser  cargo  de  con 
ciencia  matar  de  hambre  á  tan  discreto  gobernador;  y  más,  que  peii 
saba  concluir  con  él  una  de  aquellas  noches,  haciéndole  la  burla  última 
que  traía  en  comisión  de  hacerle.  Sucedió,  pues,  que  habiendo  comido 
aquel  día  contra  las  reglas  y  aforismos  del  doctor  Ti  rica  fuera,  al  levan 
rar  de  los  manteles  entró  un  correo  con  una  carta  de  Don  Quijote  para 
el  gobernador.  Mandó  Sancho  al  secretario  que  la  lévese  para  sí,  y  que 
SI  no  viniese  en  ella  alguna  cosa  digna  de  secreto^  la  leyese  en  vo/ 
alta.  "^ 

Ilízolo  así  el  secretario,  y  repasándola  primero,  dijo:  «Bien  se  pued( 
leer  en  voz  alta;  que  lo  que  el  señor  Don  Quijote  escribe  á  vuesa  mer 
<ed  merece  estar  estampado  y  escrito  con  letras  de  oro,  y  dice  así: 

CARTA  DP:  don  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 
Á  SANCHO  PANZA, 

GOBEKNADOK   DE  LA   ÍNSULA   BARATARÍA 

^Cuando   esperaba  oír  i uu- v cl^  u.-   tus  descuidos  c  inipcitinencia^ 

Sancho  amigo,  las  oí^de  tus  discreciones,  de  que  di,  pasmado,  gracias 

particulares  al  cielo,  el  cual  del  estiércol  sabe  levantar  los  pobres,  v 

de  los  tontos  hacer  discretos.   Dícenme  que  gobiernas  como  si  fueses 

> hombre,  y  que  eres  hombre  como  si  fueses  bestia,  según  es  la  humil- 

»dad  con  que  te  tratas;  y  quiero  que  advierta.s,  Sancho,  que  muchas 

» veces  conviene  y  es  necesario,  por  la  autoridad  del  oficio,  ir  contra  la 

:> humildad  del  corazón;  porque  el  buen  adorno  de  la  persona  que  está 

nnjesta  en  graves  cargos,  ha  de  ser  conforme  á  lo  que  ellos  piden,  y  no 

>a  la  medida  de  á  lo  que  su  humilde  condición  le  inclina.  Vístete  bien, 

-que  un  palo  compuesto  no  parece  palo:  no  digo  que  traigas  dijes  ni 

» galas,  ni  que,  siendo  juez,  te  vistas  como  soldado,  sino  que  te  adorneg 

B.  P.-  XX  jg 


lim  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

» con.  el  hábito  que  tu  oficio  requiere,  con  tal  que  sea  limpio  y  bien 
» compuesto.  Para  ganar  la  voluntad  del  pueblo  que  gobiernas,  entre 
«otras-,  has  de  hacer  dos  cosas:  la  una,  ser  bien  criado  con  todos  (aun- 
» que  esto  ya  otra  vez  te  lo  he  dicho),  y  la  otra,  procurar  la  abundancia 
»de  los  mantenimientos;  que  no  hay  cosa  que  más  fatigue  el  corazón 
»de  los  pobres  que  hi  hambre  y  la  caresi^ía. 

»No  hagas  muchas  pragmáticas;  y  si  las  hicieres,  procura  que  sean 
«buenas,  y  sobre  todo,  que  se  guarden  y  cumplan;  que  las  pragmáticas 
» que  no  se  guardan,  lo  mismo  es  que  si  no  lo  fuesen;  antes  dan  á  en- 
»tender  (¡ue  el  príncipe  que  tuvo  discreción  y  autoridad  para  hacerlas, 
»no  tuvo  valor  para  hacer  que  se  guardasen;  y  1íiS  leyes  que  atemorizan 
»y  no  se  ejecutan,  vienen  á  ser  como  la  viga,  rey  de  las  ranas,  que  al 
»principio  las  espantó,  y  con  el  tiempo  la  menospreciaron  y  se  subie- 
»ron  sobre  ella.  Sé  padre  de  las  virtudes  y  padrastro  de  los  vicios.  No 
»seas  sienqjre  rigufoso  ni  siempre  blando,  y  escoge  el  medio  entre  estos 
dos,  extremos;  que  en  esto  está  el  punto  de  la  discreción.  Visita  las  cár- 
celes, las  carnicerías  y  las  plazas;  que  la  presencia  el  gobernador  en 
»lugares  tales  es  de  mucha  importancia:  consuela  á  los  presos  que 
»esperan  la  brevedad  de  su  despacho:  sé  coco  á  los  carniceros,  que  por 
» entonces  igualan  los  presos,  y  sé  espantajo  á  las  placeras  por  la  mis 
»rpa,  razón.  No  te  muestres  (aunque  [)or  ventura  lo  seas,  lo  cual  yo  no 
>^creo)  codicioso,  mujeriego  ni  glotón;  })orque  en  sabiendo  el  pueblo  y 
»tos  que  te  tratan  tu  inclinación  determinada,  por  allí  te  darán  batería 
^>hasta  d'-rribarte  en  el  profundo  de  la  perdición.  Mira  y  remira,  pasa  y 
«repasa  los  i;onsejos  y  documentos  que  te  di  por  escrito  antes  que 
»de  afjuí  partieses  á  tu  gobierno,  y  verás  cómo  hallas  en  ellos,  si  los 
»giiardas,  un  ayuda  de  costa,  que  te  sobrelleve  los  trabajos  y  dificulta 
>des  que  á  cada  paso  á  los  gobernadores  se  les  ofrecen. 

»Escribe  á  tus  señores  y  muéstrateles  agradecido;  que  la  ingrati- 
»tud  es  hija  de  la  soberbia,  y  uno  de  los  mayores  pecados  que  se  saben; 
»la  persona  que  es  agradecida  á  los  que  bien  le  han  hecho,  da  indicio 
»que  también  lo  será  á  Dios,  que  tantos  bienes  le  hizo  y  de  continuo 
í>le  hace. 

»La  señora  Duquesa  despachó  un  propio  con  tu  vestido  y  otro  }»re- 
»pente  á  tu  mujer  Teresa  Panza;  por  momentos  esperamos  respuesta. 
»Yo  he  esrado  un  poco  mal  dispuesto  de  un  cierto  gateamiento  que 
»me  sucedió,  no  muy  á  cuento  de  mis  narices;  pero  no  fué  nada; 
»que  si  hay  enf^antadores  que  me  maltraten,  también  los  hay  que  me 
» defiendan.  Avísame  si  el  mayordomo  que  está  contigo  tuvo  que  ver 
» en  las  acciones  de  la  Trifaldi,  como  tú  sospechaste;  y  de  todo  lo  que 
» te  sucediere  me  irás  dando  aviso,  pues  es  tan  corto  el  camino,  cuanto 
»más,  que  yo  pienso  dejar  presto  esta  vida  ociosa  en  que  estoy,  pues 
» no  nací  para  ella.  Un  negocio  se  me  ha  ofrecido,  que  creo  que  me  ha 
»dí5  poner  en  desgracia  destos  señores;  pero,  aunque  se  me  da  mucho, 
>>nose  me  da  nada;  pues,  en  fin,  en  fin,  tengo  de  cumplir  antes  con 
»ini  profesión  que  con  su  gusto,  conforme  á  lo  que  suele  decirse: 
^amims  Plato,  f^ed  magls  amim  veritas.  Dígote  este  latín,  por^pie  me  doy 


l'AKTlí    SEGUNDA. CAPÍTULO    1,1  737 


>á  entender  que  después  que  eres  gobernador,  lo  habrás  aprendido.  Y 
ú  Dios,  el  cual  tt  guarde  de  que  ninguno  te  tenga  lásrima. 

•  Tu  amigo, 

»/)o«   Quijote  de  la  Mancha.» 

Oyó  Sancho  la  carta  (;on  mucha  atención,  y  fué  celebrada  y  tenida 
per  discreta  de  los  que  la  oyeron;  y  luego  Sancho  se  levantó  de  la  mesa, 
y  llamando  al  secretario,  se  encerró  con  él  en  su  estancia,  y  sin  dilatado 
más,  (juiso  rcsj)onder  luego  á  su  señor  Don  Quijote;  y  dijo  al  secretario 
<nie,  sin  añadir  ni  quitar  cosa  alguna,  fuese  escribiendo  lo  cjue  él  le  di- 
jese, y  así  lo  hizo;  y  la  carta  de  la  respuesta  fué  del  tenor  siguiente: 

CARTA  DE  SANCHO  PANZA  Á  DON  QUIJOTE  DE  LA  MANCHA 

«La  ocupación  de  mis  negocios  es  tan  grande,  que  no  tengo  lugar 
»para  rascarme  la  cabeza,  ni  aun  para  cortarme  las  uñas;  y  así,  las  traigo 
>'tan  crecidas  cual  Dios  lo  remedie.  Digo  esto,  señor  mío  de  mi  alma, 
•[íorque  vuesa  merced  no  se  espante  si  hasta  agoia  no  he  dado  aviso  de 
.>  lai  bien  ó  mal  estar  en  este  gobierno,  en  el  cual  tengo  más  hambre  que 

>  cuando  andábamos  lf)s  dos  por  las  selvas  y  por  los  despoblados. 

^> Escribióme  el  Duque,  mi  señor,  el  otro  día,  dándome  aviso  que 
«habían  entrado  en  esta  ínsula  ciertas  espías  para  matarme;  y  hasta 
:  i-.gora  yo  no  he  descubierto  otra  que  un  cierto  doctor,  (|ue  está  en  este 
;> lugar,  asalariado  i)ara  matar  á  cuantos  gobernadores  aquí  vinieren;  llá- 
mase el  doctor  Pedro  Recio,  y  es  natural  de  Tii-teaiuera;  porque  vea 
;  vuesa  merced  ¡qué  nombre,  para  no  temer  que  he  de  morir  á  sus  ma- 
nos! Este  tal  doctor  dice  él  mismo  de  sí  mismo,  que  él  no  cura  las  en- 
fermedades, cuando  las  hay,  sino  que  las  previene  para  que  no  vengan; 
.  y  las  medicinas  qlie  Uii^a  son  dieta  y  más  dieta,  hasta  poner  la  persona 
cii  los  huesos  mondos,  como  si  no  fuese  mayor  mal  la  flaqueza  que  la 
calentura.  Finalmente,  él  me  va  matando  de  hambre,  y  yo  me  voy  mu- 
riendo de  deipecho;  pues  cuando  pensé  venir  á  este  gobierno  á  comer 
:  caliente  y  á  beber  frío,  \  á  recrear  el  cuerj)0  entre  sábanas  de  holanda, 

>  sobre  colchones  de  pluma,  he  venido  á  hacer  penitencia  como  si  fuera 
ermitaño;  y  como  no  lo  liago  de  mi  voluntad,  pienso  que,  al  cabo,  al 

>cabo,  me  ha  de  llevar  el  diablo. 

«Hasta  agora  no  he  tocado  derecho  ni  llevado  cohecho,  y  no  puedo 
>>I)ensar  en  qué  va  esto;  porque  aquí'me  han  dicho  que  los  gobernado- 
»res  que  á  esta  ínsula  suelen  venir,  antes  de  entrar  en  día,  ó  les  han 
>dad),  ó  les  lian  prestado  los  del  pueblo  muchos  dineros,  y  que  ésta  es 
>•  ordinaria  usanza  en  los  demás  que  van  á  gobiernos,  no  solamente  en 
'>éste. 

»La  primera  noche  que  anduve  de  ronda,  topé  una  nmy  hermo.sa 
'doncella  en  traje  de  varón,  y  un  hermano  suyo  en  hábito  de  mujer;  de 
»la  moza  se  enamoró  mi  maestresala,  y  la  escogió  en  su  imaginación 


7;)S  BOX    i,»  U  1.3  OTE    DE     LA     MANCHA 


»para  su  mujer,  según  él  ha  dicho,  y  yo  escogí  al  tnozo  para  mi  yerno; 
»hov  los  dos  pondremos  en  pláti  ;a  nuestros  pensamientos  con  el  padrc; 
»de  entrambos,  que  es  un  tal  Diego  de  la  Llana,  hidalgo  y  cristiano 
»viejo  cuanto  se  ({uiere. 

»Yo  visito  las  plazas  como  vuesa  merced  me  lo  aconseja,  y  ayo 
>diallé  una  tendera  (pe  vendía  avellanas  nuevas,  y  averigüele  que  habui 
» mezclado  con  una  hanega  de  avellanas  nuevas  otra  de  viejas,  vanas  y 
.> podridas:  apliquelas  todas  para  los  niños  de  la  doctrina,  que  las  sabrá:  i 
»bien  distinguir,  y  sentenciéla  que  por  quince  días  no  entrase  en  la  pla- 
»za:  hanme  dicW  que  lo  hice  valerosamente.  Lo  que  sé  decir  á  vuesa 
»merced  es,  que  es  fama  en  este  i)ueblo  que  no  hay  gente  más  mala  i[Uv 
»las  placeras,  porque  todas  son- desvergonzadas,  desalmadas  y  aire 
>;das;  y  yo  así  lo  creo,  por  las  que  he  visto  en  otros  pueblos. 

»De  que  mi  señora  la  Duquesa  haya  escrito  á  mi  nmjer  Teresa  Pas: 
»za,  y  enviádole  el  presente  que  vuesa  merced  dice,  estoy  muy  sabiste 
»cho,  y  procuraré  de  mostrarme  agradecido  á  su  tiempo;  bésele  vuesíi, 
» merced  las  manos  de  mi  parte,  diciendo  que  digo  yo  que  no  lo  ha  echa 
:)do  en  saco  roto,  como  lo  verá  por  la  obra.  No  querría  que  vuesa  mer 
»ced  tuviese  trabacuentas  de  disgusto  con  esos  mis  señores;  porque  h; 
;>  vuesa  merced  se  enoja  con  ellos,  claro  está  que  ha  de  redundar  en  nii 
»daño;  y  no  será  bien  que  pues  se  me  da  á  mí  por  consejo  que  sea  agr¡; 
» decido,  que  vuesa  merced  no  lo  sea  con  quien  tantas  mercedes  le  tiene 
>  liechas,  v  con  tanto  regalo  le  trata  en  su  castillo. 

» Aquello  del  gateado  no  entiendo;  pero  imagino  que  debe  de  serai- 
»guna  de  las  malas  fechorías  que  con  vuesa  merced  suelen  usar  los  mv.- 
»Íos  encantadores:  yo  lo  sabré  cuando  nos  veamos.  Quisiera  enviarle  :; 
» vuesa  merced  alguna  cosa;  pero  no  sé  qué  envíe,  si  no  es  algunos  ca- 
/^lutos  de  jeringas,  que  para  con  vejigas  los  hacen  en  esta  ínsula  muy 
^.curiosos;  aunque,  si'me  dura  el  oficio,  yo  buscaré  que  enviar  de  haldas 
»ó  de  mangas.  Si  me  escribiere  mi  mujer  Teresa  Panza,  pague  vues:i 
» merced  el  porte,  y  envíeme  la  carta:  que  tengo  grandísimo  deseo  de 
»saber  del  estado  de  mi  casa,  de  mi  mujer  y  de  mis  hijos.  Y  con  esto. 
.)Dios  hbre  á  vuesa  merced  de  mal  intencionados  encantadores,  y  á  nv. 
»me  saque  con  bien  y  en  paz  deste  gobierno,  que  lo  du^p,  porque  Iv 
■pienso  dejar  con  la  Vida,  según  me  trata  el  doctor  Pedro  Recio. 

'Criado  de  vnesa  merced, 

¡>  Sancho  Fanza,  el  goheniadór.» 

Cerró  la  carta  el  secretario,  y  despachó  luego  al  correo;  y  juntar; 
dose  los  burladores  de  Sancho,  dieron  orden  entre  sí  cómo  despacharle 
del  gobierno;  y  aquella  tarde  la  pasó  Sancho  en  hacer  algunas  ordenan 
zas  tocantes  al  buen  gobierno  de  la  que  él  iaiaginaba  ser  ínsula,  y  or- 
<lenó  (jue  no  hubiese  "regatones  de  los  bastimentos  en  la  república,  y  que 
pudiesen  meter  en  ella  vino  de  las  partes  que  quisiesen,  con  aditamento 
que  declarasen  el  lugar  de  donde  era,  para  ponerle  el  precio  según  su 
estimación,  bondad  y  fama,  y  el  que  lo  aguase  ó  le  mudase  el  noml^re 


rAKTK    SEt-iLM^A.        CAriTUi.O    Ll 


^'rniu^t.-  a  v«iiia  [nn-  ello:  moderó  el  i>recio  de  todo  calzado,  principal- 
iin-nte  el  de  los  zapatos,  [)or  parécerle  (jue  corría  con  exorbitaii  -ia;  puso 
tíwa  en  los  salarios  de  los  criados,  que  caminaban  á  rienda  suelta  jtor  el 
c  unino  del  interés;  puso  gravísimas  penas  á  los  que  cantasen  cantares 
lascivos  y  descompuestos,  ni  de  noche  ni  de  día;  ordenó  que  nin<íún 
oici^o  cantase  milagrc)  en  coplas,  si  no  trújese  testimonio  auténtico  de 
s  r  verdadero,  por  ])arecerle  (|ue  los  más  que  los  ciegos  cantan  son  iin- 
iíidos,  en  perjuicio  de  los  verdaderos. 

Hizo  y  creó  un  aljíuacil  de  pobres,  no  para  que  los  persijíuiese,  sino 
[>ara  que  los  examinase  si  lo  eran;  porque  á  la  sombra  de  la  manque(la<l 
tiiiiijida  y  de  la  lla^^a  falsa  andan  los  brazos  ladrones  y  la  salud  borracha. 
{•A\  resolución,  él  ordenó  cosas  tan  buenas,  (|ue  hasta  hoy  se  guardan 
cu  aquel  lugar,  y  se  nombran:  las  cimstiftuinnes  íIpI qrnn  gahemador  San- 
r/in  P(i)i:a 


CAPITULO   LÍI 

Donde  se  cuenta  la  aventura  de  la  segundi  Dueña  Dolorida  ó  angustiada, 
Hastiada  por  otro  nombre  doña  Rodríguez. 


^UENTA  Cicle  Hamete  que  estando  ya  Don  Quijote  sano  de  sus 
Cí^  aruños,  le  pareció  que  la  vida  que  en  aquel  castillo  tenía  era 
contra  toda  la  Orden  de  caballería  que  profesaba;  y  así  determi- 
^9  nó  de  })edir  licencia  á  los  Duques  para  partirse  á  Zaragoza,  cu 
yas  fiestas  llegaban  cerca,  adonde  pensaba  ganar  el  aniés  que  en  las  tales 
fiestas  se  conijuista.  Y  estando  un  día  i  la  mesa  con  los  Duques,  y  co- 
menzando á  poner  en  obra  su  intención  y  pedir  la  licencia,  veis  aquí  ii 
deshora  entrar  pir  la  puerta  de  la  gran  sala  á  dos  mujeres,  como  des- 
pués pareció,  cubiertas  de  luto  de  los  pies  á  'a  cabeza;  y  la  una  dellas, 
llegándose  á  Don  Quijote,  se  le  echó  á  los  pies,  tendida  de  largo  á  largo, 
boca  cosida  con  los  pies  de  Don  Quijote,  y  daba  unos  gemidos  tan  tris- 
tes, tan  profundos  y  tan  dolorosos  que  puso  en  confusión  á  todos  los  que 
la  oían  y  miraban;  y  aunque  los  Duques  pensaron  que  sería  alguna 
burla  que  sus  criados  querían  hacer  á  Don  Quijote,  todavía  viendo  con 
el  ahinco  que  la  mujer  suspiraba,  gemía  y  lloraba,  los  tuvo  dudosos  y 
suspensos,  hasta  que  Don  Quijote,  compasivo,  la  levantó  del  suelo,  y 
hizo  que  se  descubriese  y  quitase  e)  manto  de  sobre  la  faz  llorosa.  Ella 
lo  hizo  así,  y  mostró  ser  lo  que  jamás  se  pudiera  pensar,  porque  descu 
brió  el  rostro  de  doña  Rodríguez,  la  dueña  de  casa,  y  la  otra  enlutada 
era  su  hija,  la  burlada  del  hijo  del  labrador  rico.  Admiráronse  todos 
aquellos  que  la  conocían,  y  más  los  Duques  que  ninguno;  que  puestea 
que  la  tenían  por  boba  y  de  buena  pasta,  no  por  tanto  que  viniese  a 
hacer  locuras. 

Finalmente,  doña  Rodríguez,  volviéndose  á  los  señores,  les  dijo: 
«Vuesas  excelencias  sean  servidos  de  darme  licencia  que  yo  departa  un 
poco  con  este  caballero,   porque  así  conviene  para  salir  con  bien  del 


PABTE    SEGUNDA. CAPITULO    LII 


74 


negocio  en  que  me  ha  puesto  el  atrevimiento  de  un  mal  intencionado 
villano.» 

El  Duque  dijo  que  él  se  la  daba,  v  i[ur  «k.-aitiese  con  el  sefioiI><" 
Quijote  cuanto  le  viniese  en  deseo. 

Ella,  enderezando  la  voz  y  el  rostro  á  Don  (iuijt)te,  dijo:  <;Días  li;.. 
valeroso  caballero,  que  os  tengo  dada  cuenta  de  la  sinrazón  y  alevosía 
que  un  mal  labrador  tiene  fecha  a  mi  muy  querida  y  amada  fíja,  que 
es  esta  desdichada  que  aquí  está  presenta  y  vos  me  liabedes  })rometido 
de  volver  por  ella,  enderezándole  el  tuerto  que  le  tienen  feí-ho;  y  agora 
ha  llegado  á  mi  noticia  que  os  queredes  partir  deste  castillo  en  busca 


Todavía  viendo  con  el  alxinco  que  la  mujer  suspiraba,  K^mía  y  lloraba,  los  tirvo 
dudo!ío«  y  suspensos... 


de  las  buenas  aventuras  que  Dios  os  depare;  y  así,  (jueiiía  (jue  juiíes 
que  os  escurriésedes  por  esos  caminos,  desafiásedes  á  este  rústico  indó- 
mito, y  le  hiciésedes  <iue  se  casase  con  mi  hija,  en  cumplimiento  de  la 
palabra  que  le  dio  de  ser  su  esposo,  antes  y  primero  que  yogase  <*on 
ella;  porque  i)ensar  que  el  Duque,  mi  señor,  me  ha  de  hacer  justicia^ 
es  pedir  peras  al  olmo,  por  la  ocasión  que  ya  á  vuesa  merced  en  puri- 
dad tengo  declarada;  y  con  esto,  nuestro  Señor  dé  á  vuesa  merced  mu- 
cha salud,  y  á  nosotras  no  nos  desampare.» 

A  cuyas  razones  respondió  Don  Quijote  con  mucha  gravedad  y  pro- 
sopopeya: «Buena  dueña,  templad  vuestras  lágrimas,  ó  por  mejor  de- 
cir, enjugadlas,  y  ahorrad  de  vuestros  suspiros;  que  yo  tomo  á  mi  car- 
go el  rernedio  de  vuestra  hija,  á  la  cual  le  hubiera  estado  mejor  no  ha- 
ber sido  tan  fácil  en  creer  promesas  de  enamorados,  las  cuales,  pf)r  la 


f>^  DON    t¿UIJOTE    DE    L.V     MANCHA 

'  Mtytjr  parte,  son  ligeras  de  prometer  y  muy  pesadas  de  cumplir;  y  así, 
*;on  licencia  del  Duque,  mi  señor,  yo  me  partiré  luego  en  busca  dése 
desalmado  mancebo,  y  le  hallaré,  y  le  desafiaré,  y  le  mataré  cada  y 

lando  que  se  excusare  de  cumplir  la  prometida  palabra;  que  el  princi- 
¡>iú  asunto  de  mi  profesión  es  perdonar  á  los  humildes  y  castigar  á  los 
^'!>berbios;  quiero  decir,  acorrer  á  los  miserables  y  destruir  á  los  rigii- 
'  '¡sos.»  ■ 

—No  es  menester,  respondió  el  Duque,  que  vuesa  merced  se  ponga 
en  trabajo  de  buscar  al  rústico  de  quien  esta  buena  dueña  se  queja,  ni 
es  menester  tampoco  que  vuesa  merced  me  pida  á  mí  hcencia  para  de 
«aliarle;  que  yo  le  doy  por  desafiado,  y  tomo  á  mi  cargo  de  hacerle  saber 
este  desafío,  y  que  le  acete,  y  venga  á  responder  por  sí  á  este  mi  casti- 
llo, donde  á  entrambos  daré  campo  seguro,  guardando  todas  las  cóndi- 
■eiones  que  en  tales  actos  suelen  y  deben  guardarse,  guardando  igual 
cuente  su  justicia  á  cada  uno,  como  están  obligados  á  guardarla  todos 
ni|uellos  príncipes  que  dan  campo  franco  á  los  que  se  combaten  en  los 
términos  de  sus  señoríos. 

r  -Pues  con  ese  seguro  y  con  buena  licencia  de  vuestra  grande/a, 
}ci)licó  Don  Quijote,  desde  aquí  digo  que  por  esta  vez  renuncio  mi  hi- 
dalguía, y  me  allano  y  ajusto  con  la  llaneza  del  dañador,  y  me  hago 
igual  con  él,  habilitándole  para  poder  combatir  conmigo;  y  así,  aunque 
ausente,  le  desMío  y  repto,  en  razón  de  que  hizo  mal  en  defraudar  á 
esta  pobre,  que  fué  doncella,  y  ya  por  su  culpa  no  lo  es;  y  que  le  ha  de 
cumplir  la  palabra  que  le  dio,  de  ser  su  legítimo  esposo,  ó  morir  en  la 
demanda. 

Y  luego,  descalzándose  un  guante,  le  arrojó  en  mitad  de  la  sala,  y 
el  Duque  le  alzó,  diciendo  que,  como  ya  había  dicho,  él  acetaba  el  tal 
desafío  en  nombre  de  su  vasallo,  y  señalaba  el  plazo  de  allí  á  seis  días, 
y  el  campo  en  la  plaza  de  aquel  castillo,  y  las  armas  las  acostumbradas 
de  los  caballeros:  lanza  y  escudo  y"  arnés  tranzado,  con  todas  las  demás 
piezas,  sin  engaño,  superchería  ó  superstición  alguna,  examinadas  y 
vistas  por  los  jueces  del  campo.  «Pero  ante  todas  cosas,  es  menester 
que  esta  buena  dueña  y  esta  mala  doncella  pongan  el  derecho  de  su 
.[usticia  en  manos  del  señor  Don  Quijote;  que  de  otra  manera  no  se 
iiani  nada,  ni  llegará  á  debida  ejecución  el  tal  desafío.» 
-Yo  sí  pongo,  respondió  la  dueña. 

-Y  yo  también,  añadió  la  hija,  toda  llorosa  y  toda  vergonzosa  y 
de  mal  talante. 

Tomado,  pues,  este  apuntamiento,  y  habiendo  imaginado  el  Duque 
lo  que  había  de  hacer  en  el  caso,  las  enlutadas  se  fueron,  y  ordenó  la 
Duquesa  que  de  allí  adelante  no  las  tratasen  como  á  sus  criadas,  sino 
como  á  señoras  aventureras,  que  venían  á  pedir  justicia  á  su  casa;  y 
así,  les  dieron  cuarto  aparte  y  las  sirvieron  como  á  forasteras,  no  sin 
espanto  de  las  demás  criadas,  que  no  sabían  en  qué  había  de  parar  la 
sandez  y  desenvoltura  de  doña  Rodríguez  y  de  su  malandante  hija. 

E^rtando  en  esto,  para  acabar  de  regocijar  la  fiesta  y  dar  buen  fin  á 
la  comida,  veis  aquí  dónde  entró  }  or  la  sala  el  paje  que  llevó  las  cartas 


l'AlíTE    SEGITNI>A.    — {.'AFÍTULO    7.11  74."> 


\  presentes  á  Teresa  Panza,  mujer  del  gol)ernador  Sancho,  Panza;  de 
<iiya  Holgada  recibieron  gran  contento  los  Duques,  deseosos  de  saberlo 
'[lie  le  había  sucedido  en  su  viaje;  y  preguntándoselo,  respondió  el  paje 

[ue  no  lo  podía  decir  tan  en  }>úblico  n]  con  breves  palabras;  que  sus 
t'xcelencias  fuesen  servidos  de  dejírlo  para  á  solas,  y  rpie  entretanto 
so  entretuviesen  con  aquellas  cartas;  y  sacando  dos,  las  puso  en  manos 
<lt'  la  Du(juesa.  La  una  decía  en  el  S(  brescrito:  Carta  ¡yara  mi  señora  la 

Duquesa  Tal,  de  no  sé  dónde:  y  la  otra:  A  mi  marido  Sancho  Pama,  go- 
lirrnador  de  la  ínsula  Barataria,  qiir  Dios  prospere  más  años  que  á  mi. 
No  se  le  cocía  el  pan,  como  suele  decirse,  á  la  Duquesa  hasta  leer  su 
varta;  y  abrié.ulola,  y  leída  para  sí,  y  viendo  (pie  la  podía  leer  en  voz 
iilta.  para  que  el  Duque  y  los  circuiistantes  la  oyesen,  leyó  desta  manera: 

(  AliTA  DE  TERP:sA   PANZA   Á   LA   DUQUESA 

*  Mucho  contento  me  dio,  señora  mía,  la  carta  que  vuesa  grandeza 
me  esciibió;  que  en  verdad  que  la  tenía  bien  deseada.  La  sarta  de  co- 
rales es  muy  buena,  y  el  vestido  de  caza  de  mi  marido  no  le  va  en 
zaga.   De  que  vuesa  sefioría  haya  hecho  gobernai  or  á  Sancho,   mi 
consorte,  ha  recibido  mucho  gusto  todo  este  lugar;  puesto  que  no  hay 
-  quien  lo  crea,  princi[)almente  el  Cura  y  maese  Nicolás,  el  barbero,  y 
-Sansón  (.'arrasco,  el  bachiller;  pero  á  mí  no  se  me  da  nada;  que,  como 
■ello  sea  así,  como  lo  es,  diga  cada  uno  lo  que  quisiere;  aunque,  si  va 
á  decir  verdad,  á  no  venir  los  corales  y  el  vestido,  tampoco  yo  le  ere 
yera;  porque  en  este  pueblo  todos  tienen  á  mi  marido  por  un  porro,  y 
que  tacado  de  gobernar  un  hato  de  cabras,  lo  pueden  imaginar  para 
qué  gobierno  pueda  ser  bueno.  Dios  lo  haga  y  le  encamiriC  como  ve 
que  lo  han  menester  sus  hijos.  Yo,  señora  de  mi  alma,  estoy  determi- 
nada, con  licencia  de  vuesa  merced,  de  meter  este  buen  día  en  mi 
casa,  yéndome  á  la  Corte  á  tenderme  en  un  coche,  para  quebrar  Ijs 
ojos  á  mil  envidiosos  que  ya  tengo;  y  así,  suplico  á  vuesa  excelencia 
mande  á  mi  marit'o  me  envíe  algún  dinerillo,  y  que  sea  algo  qué, 
> porque  en  la  Corte  son  les  gastos  grandes;  que  el  pan  vale  á  real,  y  la 
^^ carne  la  libra  á  treinta  maravedís,  que  es  un  juicio;  y  si  quisiere  que 
•no  vaya  que  me  lo  avise  con  tiempo,  porque  me  está.i  bullendo  los 
pies  por  [)ODerme  en  camino;  que  me  dicen  mis  amigas  y  mis  vecinas 
([ue  si  yo  y  mi  hija  andamos  orondas  y  pomposas  en  la  Corte,  vendrá 
á  ser  conocido  mi  marido  por  mí  más  que  yo  por  él,   siendo  forzoso 
que  pregunten  muchos:  «¿Quién  son  estas  señoras  deste  coche'?»,  y  un 
criado  nn'o  responder:   &La  mujer  y  la  hija  de  Sancho  Panza,  gober- 
nador de  la  ínfula  Barataría»;  y  desta  manera  será  conocido  Sancho, 
y  yo  seré  estimada,  y  á  Roma  por  todo. 

»Pésame,  cuanto  pesarme  i)uede,  que  este  año  no  se  han  cogido  be- 
llotas en  65  te  pueblo;  con  todo  eso.  envío  á  vuesa  alteza  hasta  medio 
celemín,  que  una  á  una  las  fui  yo  á  coger  y  á  escoger  al  monte,  y  no 
das  hallé   más   nuiyoi-es:   yo  quisiera   que   fuera)!    cotuo    huevos    de 
avestruz. 


744  DON  QUIJOTE  DE  LA  31AN0HA 


»No  se  le  olvide  á  vuestra  pomposidad  de  escribirme;  que  yo  tendr 
» cuidado  de  la  respuesta,  avisando  de  mi  salud  y  de  todo  lo  que  hi 
» hiere  que  avisar  deste  lugar,  donde  quedo  rogando  á  nuestro  Sefio  i 
»gu';rde  á  vuestra  grandeza  y  á  mí  no  olvide.  Sunclia,  mi  hija,  y  n: 
»hijo,  besan  á  vuesa  merced  las  ma  ios. 

»La  que  tiene  más  deseo  de  ver  á  vuesa  señoría  ciue  de  escribirk 

»Su  criada, 

» Teresa  Pama.» 

Grande  fué  el  gusto  que  todos  recibieron  de  oir  la  carta  de  Teres. , 
Panza,   principalmente  los  Duques;  y  la  Duquesa  pidió  parecer  a  Doi  i 
Quijote,  si  sería  bien  abrir  la  carta  que  venía  para  el  gober  lador;  qU' 
imaginaba  debía  de  ser  bonísima.  Don  Quijote  dijo  que  él  la  abrirí; ! 
por  darles  gusto,  y  así  lo  hizo,  y  vio  que  decía  desta  m  mera: 

CARTA  DE  TERESA  PANZA  Á  SANCHO  PANZA,  SU  MARIDCl 

«Tu  carta  recibí,  Sancho  mío  de  mi  alma,  y  yo  te  prometo  y  juro 
»como  católica  cristiana,  que  no  faltaron  dos  dedos  para  volverme  loen 
»de  contento.  Mira,  hermano:  cuando  yo  llegué  á  oir  que  eres  goberna 
»dor,   me  pensé  allí  caer  muerta,  de  puro  gozo;  que  ya  sabes  tú  qu«  i 
» dicen  que  así  mata  la  alegría  súbita  como  el  dolor  grande.  A  Sanchica  , 
»tu  liija,  se  le  fueron  las  aguas  sin  sentirlo,  de  puro  contento.  El  vestí  ■ 
'>do  que  me  enviaste  tenía  delante,  y  los  corales  que  me  envió  mi  seño 
»ra  la  Duquesa  al  cuello,  y  las  cartas  en  las  manos,  y  el  portador  dellaü 
>allí  j)rcsente;  y  con  todo  eso,  creía  y  pensaba  que  era  todo  sueño  l(i 
>--que  veía  y  lo  que  tocaba;  porque  ¿quién  podía  pensar  que  un  pasto:' 
»de  cabi'as  había  de  venir  á  ser  gobernador  de  ínsulas?  Ya  sabes  tú  , 
»amigr,   que  decía  mi  madre  que  era  menester  vivir  mucho  para  ve;:j 
» mucho:  dígolo  porque  pienso  ver  más,  si  vivo  más;  porque  no  piense  i 
»parar  hasta  verte  arrendador  ó  alcabalero,  que  son  oticios  que,  aunque! 
»lleva  el  diablo  á  quien  mal  los  usa,  en  fin,  en  fin,   siempre  tienen  ) 
» manejan  dineros.  Mi  señora  la  Duquesa  te  dirá  el  deseo  que  tengo  d(  ■ 
»ir  á  la  Corte:  mírate  en  ello,  y  avísame  de  tu  gusto;  que  yo  procuran 
«honrarte  en  ella,  andando  en  coche. 

»E1  Cura,   el  barbero  y  el  bachiller  y  aun  el  sacristán,  no  puedei, 
»creer  que  eres  gobernador,  y  dicen  que  todo  es  embeleco  ó  cosas  d( 
» encantamento,   como  son  todas  las  de  Don  Quijote,  tu  amo;  y  dice 
»Sansón  que  ha  de  ir  á  buscarte  y  á  sacarte  el  gobierno  de  la  cabeza 
»y  á  Don  Quijote  la  locura  de  los  cascos;  yo  no  hago  sino  reírme  y 
» mirar  mi  sarta,  y  dar  traza  del  vestido  que  tengo  de  hacer  del  tuyo  ét 
»nuestra  hija.  Unas  bellotas  envío  á  mi  señora  la  Duquesa;  yo  quisierí» 
»que  fueran  de  oro.  Envíame  tú  algunas  sartas  de  perlas,  si  se  usan  en 
»esa  ínsula.  Las  nuevas  de  este  lugar  son,  que  la  Berrueca  casó  á  su  hija. 
»con  un  pintor  de  mala  mano,  que  llegó  a  este  pueblo  á  pintar  lo  que 
» saliese.  Mandóle  el  Concejo  pintar  las  armas  de  su  Majestad  sóbrelas 


TAKTK    «látíüíiDA. — CAPÍTULO    LlI  745 


•puertas  del  Ayuntamiento;  pidió  dos  ducados,  diéronselos  adelantados, 
«trabajó  oelio  días,  al  cabo  de  los  cuales  no  pintó  nada,  y  dijo  que  no 
»aeertal)a  á  pintar  tantas  l)aratijas;  volvió  el  dinero,  y  con  todo  eso,  se 
»casó  á  título  de  buen  oficial;  verdad  es  que  ya  ha  dejado  el  pincel  y 
»tomado  el  azada  y  va  al  campo  como  f¡;entil  hombre.  El  liijo  de  Pedro 
»de  Lobo  se  ha  ordenado  de  grados  y  corona,  con  inteucióu  de  liacerse 
«clérigo;  súpolo  Minguilla,  la  nieta  de  Mingo  Silbato,  y  hale  puesto  de- 
smanda de  que  la  tiene  dada  ])alabra  de  casamiento:  malas  lenguas 
«quieren  decir  que  ha  estado  encinta  del;  pero  él  lo  niega  á  pies  junti- 
sllas.  Hogaño  no  hay  aceitunas,  ni  se  halla  una  gota  de  vinagre  en  todo 
«este  pueblo.  Por  aquí  pasó  una  comjíafn'a  de  soldados;  lleváronse  de 
«camino  tres  mozas  deste  ])ueblo:  no  te  quiero  decir  quién  son;  quizá 
«volverán,  y  no  faltará  <|uien  las  tttme  por  mujeres,  con  sus  tachas 
«buenas  ó  malas.  Sanchica  hace  }»untas  de  randas:  gana  cada  día  ocho 
>maravedises  horros,  Cjue  los  va  echando  en  una  alcancía  para  ayida  á 
*su  ajuar;  pero  ahora,  que  es  hija  de  un  gobernador,  tú  le  darás 
íla  dote  sin  que  ella  lo  trabaje.  La  fuente  de  la  plaza  se  secó:  un 
*rayo  cayó  en  la  picota,  y  allí  me  las  den  to  las.  Esj)ero  respuesta  desta 
^y  la  resolución  de  mi  ida  á  la  Corte;  y  cDn  esto,  Üios  te  me  guarde 
♦más  años  que  á  mí,  ó  tantos,  porque  no  queiría  dejarte  sin  mí  en  este 
inundo. 

'Tu  mujor, 

» Teresa  Panza.  :> 

Las  curtas  fueron  solenizadas,  reídas,  estimadas  y  admiradas;  y  para 
.'icabir  de  e  har  el  sello,  llegó  el  corree  que  traíala  que  Sancho  enviaba 
i  D.)n  Quijote,  que  asimis  no  se  levó  públicamente,  la  cual  puso  en 
luda  la  sandez  del  gobernador.  Retiróse  la  Duquesa,  para  saber  del 
)aje  lo  que  le  había  sucedido  en  el  lugar  de  Sancho,  el  cual  se  lo 
'  íontó  nmy  por  extenso,  sin  dejar  circunstancia  que  no  retínese;  dióle 
as  bellotas,  y  más  un  queso  que  Teresa  le  dio,  por  ser  muy  bueno, 
]ue  se  aventajaba  á  los  de  Tronchón.  Recibiólo  la  Duquesa  con  gran- 
lísimo  gusto;  con  el  cual  la  dejaremos,  por  contar  el  fin  que  tuvo  el  go- 
)ierno  del  gran  Sancho  Punza,  flor  y  espejo  de  todos  los  insulanos  go- 
)eruadores. 


CAPÍTULO  1.111 
Del  fatigado  fin  y  remate  que  tuvo  el  gobierno  de  Sancho  Panza. 


EN8AK  que  en  esta  vida  las  cosas  della  han  de  durar  siempre  ( 
un  estado,  es  pensar  en  lo  excusado;  antes  parece  que  en  el 
anda  todo  en  redondo,  digo,  á  la  redonda.  A  la  primavera  sigí 
el  verano,  al  verano  el  estío,  al  estío  el  otoño,  y  al  otoño  el  i: 
vierno,  y  al  invierno  la  primavera;  }  así  torna  á  andarse  el  tiempo  ce 
<"sta  rueda  continua.  Sola  la  vida  humana  corre  á  su  fin,  ligera  más  qi 
el  viento,  sin  esperar  renovarse,  sino  es  en  la  otra,  que  no  tiene  térn¡ 
nos  que  la  limiten.  Esto  dice  Cide  Hamete,  filósofo  mahomético;  porqi 
esto  de  entender  la  ligereza  é  instahilidad  de  la  vida  presente,  y  de  : 
duración  de  la  eterna  que  se  espera,  niuchos,  sin  lumhre  de  fe,  sinoco 
l.'i  luz  natural,  lo  han  entendido;  pero  aquí  nuestro  autor  lo  dice  por  ; 
presteza  cotí  que  se  acabó,  se  consumió,  se  deshizo,  se  fué  como  en  son 
hra  y  humo  el  gobierno  de  Sancho,  el  cual,  estando  la  décimaséptim 
noche  de  los  días  de  su  gobierno  en  su  cama,  no  harto  de  pan  ni  de  vin< 
•smo  de  juzgar  y  dar  pareceres,  y  de  hacer  estatutos  y  pragmática 
cuando  el  sueño,  á  despecho  y  pesar  de  la  hambre,  le  comenzaba  a  ci 
n-ar  las  párpados,  oyó  tan  gran  ruido  de  campanas  y  de  voces,  que  n 
l)arecía  sino  que  toda  la  ínsula  se  hundía.  Sentóse  eii  la  cama,  y  estuv 
atento  y  escuchando  por  ver  si  d&ba  en  la  cuenta  de  lo  que  podía  ser  1 
causa  de  tan  grande  alboroto;  pero,  no  sólo  no  lo  supo,  sino  que,  añí 
diéndose  al  ruido  de  voces  y  campanas  el  de  infinitas  trompetas  y  atan 
bores,  quedó  más  confuso  y  lleno  de  temor  y  espanto;  y  levantándose  ej 
I)ie,  se  puso  unas  chinelas,  por  la  humedad  del  suelo,  y  sin  ponerse  sol>rc 


l'ARTK    HEGCTNDA. —  CAPITULO    lilll  747 


de  levantar  ni  cosa  cjue  se  le  i)areeiese,  salió  li  la  puerta  de  su  apo 
>  á  tiempo  cuando  y'ió  venir  por  unos  corredores  más  de  veinte  per- 
s  con  liaciías  encendidas  en  las  manos  y  con  las  espadas  deseiivai 
s,  oritando  todos  á  ,e;randes  voces:  ¡Arma,  arma,  señor  j;obernador! 
¡a!  ¡Que  han  entrado  infinitos  enemigos  en  la  ínsula,  y  somos  per 
-  si  vuestra  industria  y  valor  no  nos  socorre! » 

Con  este  ruido,  furia  y  alboroto  llegaron  donde  Sancho  estaba,  ató- 
nito y  embelesado  de  lo  (pie  oía  y  veía;  y  cuando  llegaron  á  él,  uno  le 
Hjo:  . 

— Ármese  luego  vuestra  señoría,  si  no  (¡uiere  })erders('  y  que  toda 
líSta  ínsula  se  pierda. 

.  — ¿(^ué  me  tengo  de  ariuar.  res{)ondió  Sancho,  ni  qué  se  yo  de  armus 
1  i  de  socorrosV  Estas  cosas  mejor  será  dejarlas  para  mi  amo  Don  Qui 
ote,  que  en  dos  paletas  las  despachará  y  pondrá  en  cobro;  que  yo 
pecador  íuí  á  Dios!  no  se  me  entiende  nada  destas  priesas. 

— ¡Ah,  señor  gobernador!,  dijo  otro,  ¿qué  relente  es  ese?  Ármese 
luesa  merced;  que  aquí  le  traemos  armas  ofensivas  y  defensivas,  y  sal- 
¡¡a  á  esa  pltza,  y  sea  nuestra  guía  y  nuestro  cajñtán;  pues  de  derecho  Ir 
lOca  el  serlo,  siendo  nuestro  gobernador. 

— Ármenme  norabuena,  replicó  Sancho;  y  al  momento  le  trujeron  dos 
«aveses  (que  venían  proveídos  dellos),  y  le  pusieron  encima  de  la  eami- 
in  dejarle  tomar  otro  vestido,  un  pavés  delante  y  otro  detrás,  y  por 
concavidades  que  traían  hechas,  le  sacaron  los  brazos  y  le  liaron 
I  luy  bien  con  unos  cordeles,  de  modo  que  quedó  emjniredado  y  enta- 
íllado,  derecho  como  un  huso,  sin  poder  doblar  las  rodillas  ni  menear- 
le un  solo  paso.  Pusiéronle  en  las  manos  una  lanza,  á  la  cual  se  arrimó 
'>ara  poder  tenerse  en  pie.  Cuando  así  le  tuvieron,  le  dijeron  que  cami- 
!  ase  y  los  guiase  y  animase  á  todos;  que  siendo  él  su  norte,  su  lanternti 
su  lucero,  tendrían  buen  fin  sus  negocios. 

— ¿Cómo  tengo  de  caminar,  ¡desventurado  yo!,  respondió  Sancho,  que 
i«o  puedo  jugar  las  choquezuelas  de  las  rodillas,  porque  me  lo  im)>iden 
-stas  tablas  que  tan  cosidas  tengo  con  mis  carnes?  Lo  que  han  de  hacer 
•s  llevarme  en  l)razos,  y  ponerme  atravesado  ó  en  pie  en  algún  postigo; 
(ue  yo  le  guardaré  ó  con  esta  lanza  ó  con  mi  cuerpo. 

— Ande,  señor  gobernador,  dijo  otro;  que  más  el  miedo  (pie  las  tablas 
(•i  impide  el  paso;  acabe  y  menéese,  que  es  tarde,  y  los  enemigos  crecen, 
las  voces  se  aumentan,  y  el  peligro  carga.»  Por  cuyas  persuasiones  y 
ituperios  probó  el  })obre  gobernador  á  moverse,  y  fué  dar  consigo  en 
1  suelo  tan  gran  golpe,  que  pensó  que  se  había  hecho  pedazos.  Quedó 
orno  galápago  encerrado  y  cubierto  con  sus  conchas,  ó  como  medio  to- 
lino  metido  entre  dos  artesas,  ó  bien  así  como  barca  que  da  al  través  en 
:a  arena;  y  no  por  verle  caído  aquella  gente  burladora,  le  tuvieron  com- 
pasión alguna;  antes,  apagando  las  antorchas,  tornaron  á  reforzar  las 
oces  y  á  reiterar  el  arma  con  tan  gran  priesa,  pasando  por  encima  del 
•obre  Sancho,  dándole  infinitas  cuchilladas  sobre  los  paveses,  que  si  él 
ko  se  recogiera  y  encogiera,  metiendo  la  cabeza  entre  los  paveses, 
o  pasara  muy  mal  el  pobre  gobernador,  el  cual,  en  aquella  estrecheza 


748  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA. 


recogido,  sudaba  y  trasudaba,  y  de  todo  corazón  se  encomendaba  á  Dioí 
que  de  aquel  peligro  le  sacase. 

Unos  tropezaban  en  él,  otros  caían,  y  tal  hubo  que  se  puso  enciín 
un  buen  espacio,  y  desde  allí,  como  desde  atakya,  gobernaba  los  ejéj 
citos,  y  á  grandes  voces  decía:  «¡Aquí  de  los  nuestros,  que  por  esta  pai 
te  cargan  más  los  enemigos!  ¡Aquél  portillo  se  guarde,  aquella  puerta  s 
cierre,  aquellas  escalas  se  tranqueen!  ¡Vengan  alcancías  de  pez  y  resin 
y  calderas  de  aceite  ardiendo,  trincliéense  las  calles  con  colchones!» 

Eu  fin,  él  nombraba  con  todo  alijnco  todas  las  oaratijas  é  instru 
mentos  y  pertrechos  de  guerra  con  que  suele  defenderse  el  asalto  d 
una  ciudad;  y  el  molido  Sancho,  que  lo  escuchaba  y  sufría  todo,  decí; 
entre  sí:  «¡Oh,  si  mi  Señor  fuese  servido  que  se  acabase  ya  de  perde 
esta  ínsula,  y  me  viese  yo  ó  muerto  ó  fuera  desta  grande  angu>tia!:) 

Oyó  el  cielo  su  petición;  y  cuando  menos  lo  esperaba,  oyó  voces  qu 
decían:  «¡Vitoria,  vitoria!  Los  enemigos  van  de  vencida:  ea,  señor  ge 
bernador,  levántese  vuesa  merced,  y  venga  á  gozar  del  vencimiento  y  :  i 
repartir  los  despojos  ciue  se  han  tomado  á  los  enemigos  por  el  valo  ' 
dése  invencible  brazo.» 

— Levántenme,  dijo  con  voz  doliente  el  dolorido  Sancho.  AyudáronL 
á  levantar,  y  puesto  en  pie  dijo:  «El  enemigo  que  yo  hubiere  vencido 
quiero  que  me'  le  claven  en  la  frente;  yo  no  quiero  repartir  despojos  dt 
enemigos,  sino  pedir  y  suplicar  á  algún  amigo,  si  es  que  le  tengo,  qm 
me  dé  un  trago  de  vino,  que  me  seco,  y  me  enjugue  e.-,te  sudor,  que  m<  < 
hago  agua». 

Limpiáronle,  trujéronle  el  vino,  desliáronle  los  paveses,  sentóse  so 
bre  su  lecho,  y  desmayóse  del  temor,  del  sobresalto  y  del  trabajo.  Ya  le!- 
pesaba  á  los  de  la  burla  de  habérsela  hecho  tan  pesada;  pero  el  habe:  ■ 
vuelto  en  sí  Sancho  les  tem[>ló  la  pena  que  les  había  dado  su  desmayo 
Preguntó  qué  hora  era;  reí?[tondiéronle  que  ya  amanecía.  CVilló,  y  sil - 
decir  otra  cosa,  comenzó  á  vestirse,  todo  sepultado  en  silencio;  y  todoe- 
le  miraban,  y  esperaban  en  qué  había  de  parar  la  priesa  con  que  st 
vestía. 

A' latióse,  en  fin,  y  poco  á  poco,  porque  estaba  mohdo,  y  no  podía  ii 
mucho  á  mucho,  se  fué  á  la  caballeriza,  siguiéndole  todos  los  que  allí  se 
hallaban;  y  llegándose  al  Rucio,  le  abrazó  y  le  dio  un  beso  de  paz  en  Is 
frente,  y  no  sin  lágrimas  en  los  ojos,  le  dijo:  «¡Venid  vos  acá,  compañe- 
ro mío  y  amigo  mío  y  conllevador  de  mis  trabnjos  y  miserias:  cuan  lo  ye 
me  avenía  con  vos,  y  no  tem'a  otros  pensamientos  que  los  que  me  daban 
los  cuidados  de  remendar  vuestros  apnrejos  y  de  sustentar  vuestro  cor- 
pezuelo,  dichosas  eran  mis  horas,  mis  dí-as  y  mis  años;  pero  después  que 
os  dejé,  y  me  subí  sobre  las  torres  de  la  ambición  y  de  la  soberbia,  se 
me  han  entrado  [)or  el  alma  adentro  mil  miserias,  mil  trabajos  y  cuatro 
mil  desasosiegos!» 

Y  en  tanto  que  estas  rizones  iba  diciendo,  iba  asimismo  enalbar- 
dando el  asno,  sin  que  nadie  nada  le  dijese.  Enalbardado,  pu»  s,  el  Ru- 
cio, con  gran  pena  y  pesar  subió  sobre  él,  y  encaminando  sus  pala- 
bras y  razones  al  mayordomo,  al  secretario,  al  maestresala  y  á  Pedro 


PARTE    SEGUNDA, CAPITULO    Lili 


74Í) 


Recio  el  doctor  y  á  otros  muchos,  <|ue  allí  presentes  estaban,  dijo: 
«Abrid  camino,  señores  míos,  y  dejadme  volver  á  mi  antigua  libertad; 
dejadme  (|ue  vaya  á  buscar  ln  vida  [)asíi(la,  para  que  me  resucite  desta 
muerto  presente.  Yo  no  nací  para  ser  gobernador,  ni  para  defender  ín- 
sulas ni  ciudades  de  los  enemigos  que  ([uisieren  acometerlas.  Mejor  se 
me  entiende  á  mí  de  arar  y  cavar,  podar  y  sarmentar  las  viñas,  que  de 
dar  leyes,  ni  de  defender  provincias  ni  reinos.  Bien  se  está  .«an  l*edro 
en  Roma:  (quiero  decir,  que  bien  se  está  cada  uno  usando  el  olicio  para 
que  fué  nacido.  Mejor  me  está  á  mí  una  hoz  en  la  mano  que  un  cetro 
de  gobernabor;  más  quiero  hartarme  de  gazpachos  que  estar  sujeto  ala 


••Venid  TOS  acá,  ooinpañero  mío  y  ami^o  mío  r  conllevador  df>  mis  trabajos  y  miserias. 


miseria  de  un  médico  impertinente,  (jue  me  mate  de  hambre,  y  más 
([uiero  recostarme  á  la  sombra  de  una  encina  en  el  verano,  y  arroparme 
con  un  zamarro  de  dos  pelos  en  el  invierno  en  mi  libertad,  que  acos- 
tarme con  la  sujeción  del  gobierno  entre  sábanas  de  holanda  y  vestirme 
<le  martas  celíolliiias.  Vuesas  mercedes  se  queden  con  Dios,  y  digan  a) 
Duque,  mi  señor,  que  desnudo  nací,  desnudo  me  hallo,  ni  jñerdo  ni 
gano:  quiero  decir,  que  sin  blanca  entré  en  este  gobierno,  y  sin  ella 
salgo,  bien  al  revés  de  como  suelen  salir  los  gobernadores  de  otras  ínsu- 
las. Y  apártense:  déjenme  ir,  que  me  voy  á  bizmar;  que  creo  que 
tengo  brumadas  todas  las  costillas,  merced  á  los  enemigos  que  esta  no- 
eiie  se  han  paseado  sobre  mí.» 

— No  ha  de  ser  así,  señor  gobernador,  dijo  el  doctor  Recio;  que  yo  le 
daré  á  vuesa  merced  una  bebida  contra  caídas  y  molimientos,  que  luego 


._1PSL. I>OJS-    QUIJOTE    DE    LA    MANCHAS 

íe  vuelva  en  su  prístima  entereza  y  vigor;  y  en  lo  de  la  comida  yo  pi 
meto  a  vuesa  merced  de  enmendarme,  dejándole  comer  abundanteme 
te  de  todo  aquello  que  (quisiere. 

—Tarde  piache,  respondió  Sancho;  así  dejaré  de  irme  como  vol  ven- 
turco,  ^o  son  estas  burlas  para  dos  veces.  Por  Dios,  que  así  rae  que 
en  este,  m  admita  otro  gobierno,  aunque  me  le  diesen  entre  dos  píate 
como  volar  al  cielo  sin  alas.  Yo  soy  del  Hnaje  de  los  Panzas,  que  tod 
son  testarudos,  y  si  una  vez  dicen  nones,  nones  han  de  ser  aunque  seí 
pares  a  pesar  de  todo  el  mundo.  Quédense  en  esta  caballeriza  las  al 
de  la  hormiga,  que  me  levantaron  en  el  aire  para  que  me  comiesen  ve 
cejos  y  otros  pájaros,  y  volvámonos  á  andar  por  el  suelo  con  i)ie  lian 
que  SI  no  le  adornaren  zapatos  picados  de  cordobán,  no  le  faltarán  i 
par^atas  toscas  de  cuerda:  cada  oveja  con  su  pareja,  y  nadie  tiene 
mas  la  pierna  de  cuanto  fuere  larga  la  sábana:  y  déjenme  pasar  que  f 
me  hace  tarde.  '_ 

A  lo  que  el  mayordomo  dijo:  «Señor  gobernador,  de  muy  buei 
gana  dejáramos  ir  á  vuesa  merced,  puesto  que  nos  pesara  mucho  c 
perderle,  que  su  ingenio  y  su  cristiano  proceder  obligan  á  desearL 
pero  ya  se  sabe  que  todo  gobernador  está  obligado,  antes  que  se  auseí 
te  de  la  parte  donde  ha  gobernado, 'á  dar  primero  residencia;  déla  vm 
sa  merced  de  los  diez  y  siete  días  que  ha  que  tiene  el  gobierno  v  váví 
se  á  la  paz  de  Dios.  '  ^      . 

—Nadie  me  la  puede  pedir,  respondió  Sancho,  si  no  es  quien  orden; 
re  el  Duque,  raí  señor;  yo  voy  á  verme  con  él,  v  á  él  se  la  daré  de  moId( 
cuanto  más,  que  saliendo  yo  desnudo,  como  salgo,  no  es  menester  otr 
señal  para  dar  á  entender  que  lie  gobernado  como  un  ángel. 

—Par  Dios,  que  tiene  razón  el  gran  Sancho,  dijo  el  doctor  Recio 
que  soy  de  parecer  que  le  dejemos  ir,  porque  el  Duque  ha  de  gustn-'-' 
nnito  de  verle. 

Todos  vinieron  en  ello,  y  le  dejaron  ir,  ofreciéndole  primero  comj)<i 
ma  y  todo  aquello  que  quisiese  para  el  regalo  de  su  i)ersona  y  para  L 
'comodidad  de  su  viaje.  Sancho  dijo  que  Ao  quería  más  de  un  poco  di 
cebada  para  el  Rucio,  y  medio  queso  y  medio  pan  para  él;  que  pues  e 
camino  era  tan  corto,  no  había  menester  mayor  ni  menor  repostería 
Abrazáronle  todos,  y  él,  llorando,  abrazó  á  todos,  y  los  dejó  admirados 
asi  de  sus  razones  como  de  su  determinación  tan  resoluta  v  tan  discreta 


■rA 


CAPÍTULO  IJV 


Que  trata  de  cosas  tocantes  á  esta  historia,  y  no  á  otra  alguna. 


r^  E80LVIÉUON8E  el  Duque  y  la  Duquesa  en  que  el  desafío  que  Doii 
Quijote  iiizo  á  su  vasallo  por  la  causa  ya  releiida  pasase  ad€'- 
^       laute;  y  puesto  que  el  mozo  estaba  en  Elandes,  adonde  se  ha- 
>;^\,  bía  ido  huyendo  por  no  tener  por  suegi'a  á  doña  Rodríguez, 
ordenaron  de  poner  en  su  lugar  á  un  lacayo  gascón,  .que  se  llamaba  Tó- 
silos,  industriándole  primero  muy  bien  dé  todo  lo  que  había  de  hace^. 
De  allí  á  dos  días  dijo  el  Duque  á  Don  Quijote  cómo  desde  allí  á  cua- 
tro vendría  su  contrario,  y  se  i)rcsentaría  en  el  campo,  armado  como 
caballero,  y  sustentaría  cómo  la  doncella  mentía  por  mitad  de  la  barba, 
,y  aun  por  toda  la  barba  entera,  si  se  alirmaba  en  que  él  le  hubiese  dado 
palabra  de  casamiento.  Don  Quijote  recibió  mucho  gusto  con  las  tale's 
nuevas,  y  se  prometió  á  sí  mismo  de  hacer  maravillas  en  el  caso,  y  turó 
.á  gran  ventura  habérsele  ofrecido  ocasióíi  donde  aquellos  señores  pe- 
diesen ver  hasta  dónde  se  extendía  el  valor  dó  í-u  poderoso  brazo;  y 
'así,  con  alborozo  y  contento  esperaba  los  cuatro  días,  que  se  le  iban  ha- 
ciendo, á  la  cuenta  de  su  deseo,  cuatrocientos  siglos.  Dejémoslos  pasaV 
.nosotros,  como  dejamos  pasar  otras  cosas,  y  vamos  á  acompañar  á.Sa'ii- 
cho,  que,  entre  alegre  v  triste,  venía  caminando  sobre  el  Ilueio  á'bus- 
car  á  su  amo,  cuya  compañía  le  agradaba  más  que  sev  gobernador  & 
todas  las  ínsulas  del  mundo.  Sucedió,  pues,  que  no  habiendo  se  alonga- 
;do  mucho  de  la  ínsula  del  su  gobierno  (que  él  nunca  se  puso  áaveri- 
.guar  si,  era  ínsula,  ciudad,  villa  ó  lugar  la  que  gobernaba),  vio  que  por 
el  camino. por  donde  él  iba  venían  seis  peregrinos  con  sus  bordonea, 


iü'-i  DON    QUÍJOTK    ÜE    T,A    MANCHA 


destos  extranjeros  que  piden  la  limosna  cantando;  los  cuales,  en  lle.iían- 
do  á  él.  se  pusieron  en  ala,  y  levantando  las  voces  todos  juntos,  comen- 
zaron á  cantar  en  su  lengua  lo  que  Sancho  no  ¡mdo  entender,  si  no  fué 
una  palabra  (juu  claramente  pronunciaba  l/7uo.s}ia,  poi-  donde  entendió 
que  era  .imosna  lo  que  en  su  canto  pedían;  y  como  él,  scuún  dice  Cide 
líamete,  era  caritativo  además,  sacó  do  !-us  alforjas  el  medio  pan  y  me- 
dio queso  de  (jiie  venía  proveído,  \  diólcs  dello,  diciéndoles  por  señas 
que  no  tenía  orra  cosa  pie  darles. 

Ellos  lo  recibieron  de  muy  buena  pma  y  dijeron:  GeJd,  f/eJd. 
— No  entiendo,  Vespondió  Sancho,  (pié  es  lo  (pie  me   pedís,  byena 
gente. 

Entonces  uno  de  ellos  sacó  una  bolsa  del  seno,  y  mostrósela  á  San- 
dio, por  donde  entendió  que  le  pedían  dineros;  y  él,  poniéndose  el  dedo 
pulgar  en  la  garganta  y  extendiendo  la  mano  arriba,  les  dio  á  entender 
que  no  tenía  ostugo  de  moneda:  y  ]iicando  al  Rucio  ronqaó  ])or  ellos; 
y  al  pasar,  habiéndole  estadt)  mirando  uno  dcllos  con  mucha  atención, 
arremetió  á  él,  echándole  los  brazos  por  la  cintura,  y  en  voz  ala  y  muy 
castellana  dijo:  «¡Válame  Dios!  ¿Qué  es  lo  que  veo?  ¿l'^s  posible  que 
tengo  en  mis  brazos  al  mi  caro  amigo,  al  mi  huen  vecino.  Sancho  leni- 
za? Sí  tengo  sin  duda,  ])or(pie  yo  ni  duermo  ni  estoy  ahoi*a  borracho.» 

Admiró.se  Sancho  de  verse  nombrar  j)or  su  nombre  y  de  verse  abra- 
zar del  extranjero  peregrino;  y  después  de  haberlo  e.~tado  mirando,  sin 
hablar  palabra,  con  mucha  atención,  nunca  f)udo  conocerh  ;  pero,  vien- 
do su  suspe  isión  el  peregrino  le  dijo:  «¿Cómo?  ¿Y  es  posible,  Sancho 
Panza,  hermano,  que  no  conoces  á  tu  vecino  Ricote  el  niorisco,  tendero 
de  tu  lugar?» 

Entonces  Sancho  le  miró  con  más  atención,  y  comenzó  á  refigurar- 
le, y  finalmente  le  viiio  á  conocer  de  todo  punto;  y  sin  ai>earse  del  ju- 
mento, le  echó  los  brazos  al  cuello  y  le  dijo:  «¿Quién  diahlos  te  había 
de  conocer,  Ricote,  en  ese  traje  de  moharrachf)  (¡ue  traes?  Dime.  ¿quién 
te  ha  heclio  franchote  y  cómo  tienes  atrevimiento  de  volver  á  Espa- 
ña, donde,  si  te  cogen  y  conocen,  tendrás  harta  mala  ventura?» 

— Si  tú  no  me  descubres,  Sancho.  res])ondió  el  peregrino,  seguro  es- 
toy; que  en  este  traje  no  habrá  nadie  ([ue  me  conozca;  v  apartémonos 
del  camino  á  aquella  alameda  que  allí  {)arece,  donde  quieren  comer  y 
reposar  mis  com}>añeros,  y  allí  comerás  con  ellos,  que  son  muy  apaci- 
ble gente,  y  yo  tendré  lugar  ^e  contarte  lo  que  me  ha  sucedido  des{)ué3 
que  me  partí  de  nuestro  lugar  por  obedecer  el  bando  de  su  Majestad, 
que  con  tanto  rigor  á  los  desdichados  de  mi  nación  amenazaba,  según 
oiste. 

Hízolo  así  Sancho;  y  hablando  Ricote  á  los  demás  peregrinos  so 
apartan)!!  á  la  alameda  que  se  i)arecía,  bien  desviados  del  camino  real. 
Arrojaron  los  bordones,  quitáronse  las  mucetas  ó  esclavinas,  y  que- 
daron en  pelota,  y  todos  ellos  eran  mozos  y  muy  gentiles  hombres, 
e.\"c]tio  Ricote,  que  ya  era  hombi-e  entrado  en  a'io<i.  Todos  traían 
alforjas,  y  todas,  según  pareció,  venían  bien  proveídas,  á  lo  menos 
da  cosaa  incitativas  y  que  llaman  á  la  sed  de  dos  leguas.  Teudiéunso 


l-AUTE    SEGUNDA. — CAPÍTULO    LIV  "153 


«n  el  suelo;  y  haciendo  manteles  de  las  yerbas,  pusieron  sobre  ellas 
|ian,  sal,  ceítollaí',  nueces,  rajas  de  queso,  liuesos  mondos  de  jíimón, 
<iue,  si  no  ya  dejaban  mascar,  no  delendían  el  ser  chupados;  pusieron 
iisimismo  un  manjar  ne.i;ro,  que  dicen  (jue  se  llama  cabial,  y  es  hecho 
<ie  huevos  «le  pesca<l(js,  «irán  despertador  de  la  colambre.  No  faltaron 
jiceitunas.  auncpie  secas  y  sin  adobo  alguno,  pero  sabrosas  y  entreteni- 
da-; pero  lo  qu^'  más  cam[)eó  en  el  campo  de  a()uel  ban(|uete  fueron 
.seis  botas  de  vino,  (jue  cada  uno  sacó  la  suya  de  su  alforja;  hasta  el 
buen  líicoíe,  que  se  había  transformado  de  morisco  en  alemán  ó  en  tu- 
desco, sací)  la  suya,  (pie  en  grandeza  podía  competir  ct)n  las  'jrinco.  Co- 
menzaron á  comer  con  í^randísimo  ^usto  y  muy  de  espacio,  saboreán- 
<lose  con  cada  bocado,  (pie  le  tomaban  con  la  pntüa  del  cuchillo,  y  muy 
juapiito  de  ca(ia  cosa;  y  lue^o  al  punto,  todos  á  una,  levantaron  los  bra- 
cos V  las  botas  en  el  aire:  puestas  las  bocas  en  su  boca,  clavados  los  (ijos 
•en  el  cielo,  no  parecía  sino  (pie  pom'an  en  él  la  puntería;  y  desta  mane- 
ra, mentando  las  cabezas  á  un  lado  y  á  otro,  señales  (pie  acn  (litaban  el 
j::;usto  fpie  recebían,  se  estuvieron  un  buen  espacio,  trasegando  en  í^us 
ettómji«:;os  las  entríifias  de  las  vasijas. 

Todo  lo  miraba  Sancho,  y  de  ninguna  cosa  se  dolía;  antes,  por  cum- 
plir con  el  refrán,  (]ue  él  muy  bien  sabía,  de  «cuiuido  á  Roma  fueres, 
jiaz  como  vieres*,  pidió  á  Ricote  la  bota,  y  tomó  su  {¡untería  como  los 
demás,  y  no  con  menos  <;usto  (pie  ellos.  Cuatro  veces  dieron  lu.i;ar  las 
botas  para  ser  enqánada.-;  pero  la  quinta,  no  fué  posible,  )»or(]ne  ya  es- 
taban más  enjutas  y  secas  que  un  esparto,  fosa  ([ue  i»uso  mustia  la 
iik'irría  (pie  hasia  allí  habí;m  mostrado. 

De  cuando  en  '-liando  juntiiba  ali:uno  su  mano  derecha  con  la  do 
Sancho,  y  decía:  «E5|)añol  y  tudesqui  tuto  uno  bon  comparto»;  y  Sancho 
respondía:  «Bon  compafio,  jur  á  Di»,  y  disj)araba  con  una  risa  que  le 
duraba  una  hora,  sin  acordar.se  entonces  de  nada  de  lo  que  le  había  su- 
cedido en  su  líobierno;  ponpie  sobre  el  rato  y  tiempo  cuíuido  se  come  y 
V)ebe.  poca  jurisdición  suelen  tener  1(ís  cuidados.  Finalmente,  el  aca- 
bárseles el  vino  fué  principio  de  un  suefio  que  dio  á  todos,  quedándose 
dormidos  sobre  la-!  mismas  mesas  y  manteles;  solos  Ricote  y  Sancho 
<piedaron  alerta,  porque  habían  comido  más  y  bebido  menos;  y  apar- 
tando Ricole  á  Sancho,  se  sent  iron  al  i»ie  de  una  haya,  dejando  á  los 
])ere^rinos  sepultados  en  dulce  sueño;  y  Ricote,  sin  tro})ezar  nada  en  su 
lengua  morisca,  en  la  pura  castellana  le  dijo  las  si<;uientes  razones: 

«Bien  sabes  ¡oh  Siincho  Panza!  vecino  y  ami;:;o  mío,  cómo  el  presión 
T  bando  que  su  Majestad  mandó  publicar  contra  los  de  mi  nación  puso 
terror  y  espanto  en  todos  nosotros;  á  lo  menos  en  mí  le  puso  de  suerte, 
que  me  pareció  (jue  antes  del  tiempo  que  se  nos  concedía  para  que  hi- 
<iésemos  ausencia  de  España,  ya  tema  el  rijíor  de  la  pena  ejecutado  en 
11  i  persona  y  en  la  de  mis  hijos.  Ordené.  ])ues.  á  mi  j>arecer,  como  })ru- 
deiite  (bien  así  como  el  que  sabe  que  para  tal  tiempo  le  han  de  quitar 
la  casa  «londe  y\vo,  y  se  provee  de  f)tra  d<  nde  nuidjirsc),  f>rdené,  digo, 
de  salir  yo  solo,  sin  mi  fnniilia,  de  mi  pueblo,  y  ir  á  biHcar  donde  lle- 
varla con  Comodidad,  y  sin  la  priesa  con  que  los  demás  salieron;  porque 


754  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

bien  vi,  y  vieron  todos  nuestros  ancianos,  que  aquellos  pregones  no  eran 
sólo  amenazas,  como  algunos  decían,  sino  verdaderas  leyes,  que  se  ha- 
bían de  poner  en  ejecución  á  su  determinado  tiempo:  y  forzábame  á 
creer  esta  verdad,  saber  yo  los  ruines  y  disparatados  intentos  que  los 
nuestios  tenían,  y  tales,  que  me  parece  que  fué  inspiración  divina  la 
que  movió  á  su  Majestad  á  poLer  en  efeto  tan  gallarda  resolución;  no 
porque  todos  fuésemos  culpados;  que  algunos  había  cristianos  firmes  y 
verdaderos;  pero  eran  tan  pocos,  que  no  se  podían  oponer  á  los  que  no- 
lo  eran;  y  no  era  bien  criar  la  sierpe  en  el  seno,  tenien  lo  los  CLemigofe 
dentro  de  casa.  Finalmente,  con  justa  razón  fuimos  castigados  con  la 
pena  del  destierro,  blanda  y  suave  al  parecer  de  algunos;  pero  al  nues- 
tro la  más  terrible  que  se  nos  podía  dar. 

» Doquiera  que  estamos,  lloramos  por  España;  que,  en  fin,  nacimos 
en  ella  y  es  nuestra  patria  natural.  En  ninguna  parte  hallamos  el  aco- 
gimiento que  nuestra  desventura  desea;  y  en  Berbería,  y  en  todas  las 
partes  de  África,  donde  esperábamos  ser  recebidos,  acogidos  y  regala 
dos,  allí  es  donde  más  nos  ofenden  y  maltratan.  No  hemos  conocido  el 
bien  hasta  que  le  hemos  perdido;  y  es  el  deseo  tan  grande  que  casi  to- 
dos tenemos  de  volver  á  España,  que  los  más  de  aquellos  (y  son  mu- 
chos), que  saben  la  lengua  como  yo,  se  vuelven  á  ella,  y  dejan  allá  sus 
mujeres  y  sus  hijos  desamparados:  tanto  es  el  amor  que  la  tienen;  y 
agora  conozco  y  experimento  lo  que  suele  decirse,  que  es  dulce  el  amor 
de  la  patria.  Salí,  como  digo,  de  nuestro  pueblo,  entré  en  Francia,  y 
aunque  allí  nos  hacían  buen  acogimiento,  quise  verlo  todo. 

»Pasé  á  Italia,  llegué  á  Alemania,  y  allí  me  jmreció  que  se  podía 
vivir  con  más  libertad,  porque  sus  habitadores  no  miran  en  muchas 
delicadezas:  cada  uno  vive  como  quiere,  porque  en  la  mayor  parte  della 
se  vive  con  libertad  de  conciencia.  Dejé  tomada  casa  en  un  pueblo  junto 
á  Augusta;  júnteme  con  estos  peregrinos,  que  tienen  por  costumbre  de 
venir  á  España,  muchos  dellos,  cada  año  á  visitar  los  santuarios  della; 
que  los  tienen  por  sus  Indias,  y  por  certísima  granjeria  y  conocida  ga- 
nancia. Andanla  casi  toda,  y  no  hay  pueblo  ninguno  de  donde  no  sal- 
gan comidos  y  bebidos,  como  suele  decirse,  y  con  un  real  por  lo  menos 
en  dineros,  y  al  cabo  de  su  viaje  salen  con  más  de  cien  escudos  de  so- 
bra; que,  trocados  en  oro.  ó  ya  en  el  hueco  de  los  bordones,  ó  entre  los 
remiendos  de  las  esclavinas,  ó  con  la  industria  que  ellos  pueden.  los 
sacan  del  reino  y  los  pasan  á  sus  tierras,  á  pesar, de  las  guardas  do 
los  puestos  y  puertos  donde  se  registran.  Ahora  es  mi  intención,  San- 
cho, sacar  el  tesoro  que  dejé  enterrado  (que  por  estar  fuera  del  pueblo, 
lo  podré  hacer  sin  peligro),  y  escribir,  ó  pasar  desde  Valencia,  á  mi  hija 
y  á  mi  mujer,  que  sé  que. están  en  Argel,  y  dar  traza  cómo  traerlas  ii 

.algún  puerto  de  Francia,  y  de^de  alh  llevarlas  á  Alemania,  donde  espo- 
raremos  lo  que  Dios  quisiere  hacer  de  nosotros;  que  en  resolución, 

.Sancho,  yo  sé  cierto  que  la  Ricota,  mi  hija,  y  Francisca  Ricota,  mi  mu- 
jer, son  católicas  cristianas;  y  aunque  yo  no  lo  soy  tanto,  todavía  tengo 
más  de  cristiano  que  de  moro,  y  juego  siempre  á  Dios  me  abra  los  ojx^ 
del  entendimiento,  y  me  de  á  conocer  cómol^  tengo  de  servir;  y  lo  que 


PARTE    SEGUNDA. CIAPITÜLO    LIV  755 

me  tiene  admirado  es  no  saber  por  qué  se  fué  mi  mujer  y  mi  hija  an- 
tes a  Berbería  que  á  Francia,  adonde  podía  vivir  ccmo  cristiana.» 

A  lo  que  resi)ondió  Sancho:  «Mira,  Ricote,  eso  no  debió  estar  en  su 
mano,  porque  las  llevó  Juan  Tiopiello,  el  hermano  de  tu  mujer;  y  como 
debe  ser  íino  moro,  fuese  a  lo  más  bien  parado;  y  séte  decir  otra  cosa, 
que  creo  que  vas  en  balde  á  bu.scar  lo  que  dejaste  enterrado,  porque 
tuvimos  nuevas  que  habían  quitado  á  tu  cuñado  y  tu  mujer  muchas 
])erlas  y  mucho  dinero  en  oro  que  llevaban  por  registrar.» 

— Bien  puede  ser  eso,  replicó  Ricote;  pero  yo  sé,  Sancho,  que  no  to- 
caron á  mi  entierro,  porque  no  les  descubrí  dónde  estt  ba,  temeroso  de 
alj^ún  desmán;  y  así,  si  tú,  Sancho,  quieres  venir  con  mi  «ío  y  ayudarme 
á  sacarlo  y  á  encubrirlo,  yo  te  daré  docientos  escudos,  con  cpie  podrás 
remediar  tus  necesidades;  que  ya  sabes  que  sé  yo  que  las  tienes  mu- 
chas. 

— Yo  lo  hiciera,  respondió  Sancho;  i)ero  no  soy  nada  codicioso;  que 
á  serlo,  un  oficio  dejé  yo  esta  mafiana  de  las  manos,  donde  pudiera  ha- 
cer las  j>aredcs  de  mi  casa  de  oro,  y  comer  antes  de  seis  meses  en  pla- 
tos de  plata;  y  así  por  esto,  como  ])or  parecerme  haría  traición  á  mi  rey 
en  dar  favor  á  sus  enemigos,  no  fuera  contigo  si,  como  me  pnuncti's 
docientos  escudos,  me  dieras  aquí  de  contado  cuatrocientos. 

— ¿Y  qué  oficio  es  el  que  has  dejado,  Sancho?.  j)reguntó  Ricote. 

— He  dejado  de  ser  gobernador  de  una  ínsula,  res¡)ondio  Sancho,  y 
tal,  que  á  buena  fe,  que  no  hallen  otra  como  ella  á  tres  tirones. 

— ¿Y  dónde  está  esa  ínsnlaV,  preguntó  Ricote. 

— ¿Adonde?,  respondió  Sancho,  dos  leguas  de  aquí,  y  se  llama  la  ín- 
sula Barataría. 

— Calla,  Sancho,  dijo  Ricote;  que  las  ínsulas  están  allá  dentro  de  la 
mar;  (pie  no  hay  ínsula^  en  la  tierra  firn-'e. 

—  ¿Cómo  no?,  replicó  Sancho.  Dígote,  Ricote  amigo,  que  esta  maña- 
na me  partí  del'a,,  y  ayer  estuve  en  ella  gobernando  á  mi  placer  como 
un  sagitario;  pero,  con  todo  eso,  la  he  dejado,  por  parecerme  oficio  pe- 
ligroso el  de  los  gí'bernadoies. 

— ¿Y  qué  has  ganado  en  el  gobierno?,  preguntó  Ricote. 

— He  ganado,  respondió  Sancho,  el  haber  conocido  que  no  soy  bue- 
no ])ara  gobernar,  si  no  es  un  hato  de  ganado,  y  que  las  riquezas  que 
se  ganan  en  los  tales  gobiernos  son  á  costa  de  perder  el  descanso  y  el 
sueño,  y  aun  el  sustento;  porque  en  las  ínsulas  deben  de  comer  poco 
los  gobernadores,  especialmente  si  tienen  médicos  que  miren  por  su 
salud. 

—  Yo  no  te  entiendo,  Sancho,  dijo  Ricote;  pero  paréceme  que  todo  lo 
que  dices  es  disparate;  que  ¿quién  te  había  de  dar  á  ti  ínsulas  que  go- 
bernases? ¿Faltaban  hombres  en  el  mundo  más  hábiles  para  goberna- 
dores que  tú  eres?  Calla,  Sancho,  y  vuelve  en  ti,  y  mini  si  quieres  ve- 
nir conmigo,  como  te  he  dicho,  á  ayudarme  á  sacar  el  tesoro  que  dejé 
escondido  (que  en  verdad  que  es  tanto,  que  se  puede  llamar  tesoro),  y 
te  daré  con  qué  vivas,  como  te  he  dicho. 

— Ya  te  he  dicho  yo,  Ricote,  replicó  Sancho,  que  no  quiero;  conten- 


loíj  DON    QUIJOTE    DE    LA    MA^'CUA 


tate  que  i)or  mí  no  serás  de-icubierto,  y  prosigue  en  buena  liora  tu  ca- 
mino, y  déjame  seguir  el  mío;  que  yo  sé  que  lo  bien  ganado  se  pierde, 
y  lo  malo,  ello  y  sn  dueño. 

— No  c|uiero  porfiar,  Sandio,  dijo  Ricote;  pero  dime    ¿hallástí  te  en 
nuestro  lugar  cuando  se  j)artió  del  mi  mujer,  mi  bija  y  mi  cuñado? 

— Sí  bailé,  respondió  Sandio;  y  séte  decir  que  salió  tu  liija  tin  lier- 
mosa,  que  salieron  á  verla  cuantos  babía  en' el  j>ueblo,  y  todos  decían 
que  era  la  más  bella  criatura  del  mundo.  Iba  llorando,  y  abrazaba  á. 
todas  sus  amigas  y  conocidas  y  á  cuantos  llegaban  á  verla,  y  á  todo* 
pedía  la  encomendasen  á  Dios  y  á  nuestra  Señora,  y  esto  con  tanto> 
sentimiento,  que  á  mí  me  liizo  llorar,  que  no  suelo  ser  muy  llorón.  Y  á. 
fe,  que  muclios  tuvieron  deseo  de  seguirla,  y  quitársela  á  su  madre  en 
el  camino;  pero  el  miedo  de  ir  contra  el  mandado  del  Rey  los  detuvo. 
Principalmente  se  mostró  más  apasionado  don  Gaspar  Gregorio,  aquel 
mancebo  mayorazgo  rico,  que  tú  conoces,  que  dicen  que  la  quería  mu- 
cbo;  y  desj)ués  que  ella  se  {)artió,  nunca  más  él  lia  })arecido  en  nuestro^ 
lugar,  y  t<  dos  pensamos  que  iba  tras  ella  para  robarla;  pero  basta  ago- 
ra no  se  lia  sabido  nada. 

— Siempre  tuve  yo  mala  sospeclia,  dijo  Ricote,  de  que  ese  caballero 
adamaba  á  mi  bija;  pero,  fiado  en  el  valor  de  mi  Ricota,  nunca  me  dio 
pesadumbre  el  saber  que  la  quería  bien;  que  ya  lial)rás  oído  decir,  San 
clio,  que  las  moriscas,  pocas  ó  ninguna  vez  se  mezclaron  por  amores 
con  cristianos  viejos;  y  mi  bija,  que,  á  lo  que  yo  creo,  atendía  á  ser  más; 
cristiana  (|ue  enamorada,  no  se  curaría  de  las  solicitudes  dése  sefior 
mayorazgo. 

-  Dios  lo  baga,  replicó  Sandio;  que  á  entrambos  les  estaría  mal;  y 
déjame  {)artir  de  ixqui.  Ricote  amigo;  que  quiero  llegar  esta  iioclie  adon- 
de está*  mi  señor  Don  Quijote. 

—  Dios  vaya  contigo,  Sjnicbo  bermano;  que  ya  mis  compañeros  se 
rebullen,  y  también  es  liora  que  j>ro.'^igamo    nuestro  camino. 

Y  luego  se  abrazaron  los  dos.  y  Sancbo  subió  en  su  Ru^io,  y  Ricote^ 
se  arrimó  á  su  bordón,  y  se  apartaron. 


1^" 


CAPÍTULO  LV 

De  cosas  sucerildas  á  Sancho  en  el  camino,  y  o'.ras, 
que  no  hay  más  que  ver. 


r-^  L  baber.'e  detenido  Sonclio  con  Ricole  no  le  dio  Injinr  A  qne 
"^  '  a(]uel  día  llegase  al  castillo  del  Diujuc;  ¡.uesto  (¡ue  Ilc^ó  media 
-  -ii_  U'^aia  del.  donde  le  tomó  la  noche,  al<:o  escura  y  cenada;  i»eio, 
i,  como  eni  wrano,  no  le  dio  nmcliu  i»esadumbre:  y  así  se  apartó 
del  camino  con  intención  de  esj-erM*  lii  mañíina;  y  quiso  su  corta  y 
desventurada  suerte  que.  buscan<l()  lujiar  donde  mejor  acomodarse, 
cayeron  él  y  el  rucio  en  una  honda  y  escun'sima  sima  <|ue  entre  unos 
ediíicios  nmy  anti^aios  estaba.  Y  al  tiempo  de  caer  se  encomendó  a 
Dios  de  todo  corazón,  pensando  que  no  liabúi  de  parar  ha.-tíi  el  profundo 
de  los  abi'ímos;  y  no  fué  así,  porque,  á  poco  más  de  tres  estados,  dio 
fondo  (1  Ivucio.  y  él  se  halN)  eiciinu  del.  sin  haber  recibido  lisión  ni 
daño  alguno.  Ti-ntóse  todo  el  cuerpo  y  recogió  el  aliento,  por  ver  si 
estaba  sano  ó  agujereado  por  alguna  parte;  y  viéndose  bueno,  tntcro,  y 
•católico  de  salud,  no  se  lurtaba  de  dar  gracias  á  Dios,  nuestro  Sefx  r, 
<de  la  merced  <|Ue  le  había  hecho.  ]torquesin  duda  pensó  qne  estaba  he- 
iclio  m;l  peda/.os.  Tt-ntó  asimismo  con  las  manos  por  las  paredes  de  la 
sima,  por  ver  si  sería  posible  salir  della  sin  ayuda  de  nadie;  pero  todas 
lias  halló  rasas  y  sin  asideiN»  a  guno,  de  lo  <]ue  ¡Sancho  se  congojó  mu- 
cho, especialmente  cuando  oyó  (jue  el  Kucio  se  (juejaba  tierna  y  dolo 
irosamente,  y  no  era  mucho  ni  se  lamentaba  de  vicio;  que  á  la  verdad 
lio  estaba  nmy  bien  parado. 

«¡.Ay,   dijo    entonces  S{incho  Panza,  y  cuan  no  prn-^ados  sucesos 
suelen  suceder  á  cada  paso  á  los  tjue  viven  en  este  miserable  muudu! 


758  ÜO^'    C¿UIJOTK    DE    LA    MANCHA 


¿Quién  dijera  que  el  que  ayer  se  vio  entronizado,  gobernador  de  una 
ínsula,  mandando  á  sus  sirvientes  y  á  sus  vasalks,  hoy  se  había  de  ver 
sepultado  en  una  sima,  sin  haber  persona  alguna  que  le  remedie,  ni 
criado  ni  vasallo  que  acuda  á  su  socorro?  Aquí  habremos  de  perecer  de 
hambre  j'o  y  mi  jumento,  si  ya  no  nos  morimos  antes,  él  de  molido  y 
quebrantado,  y  yo  de  pesaroso;  á  lo  menos  no  seré  yo  tan  venturoso 
como  lo  fué  mi  señor  Don  Quijote  de  la  Mancha  cuando  decendió  y  bajó 
á  la  cueva  de  aquel  encantado  Montesinos,  donde  halló  quien  le  regalase 
mejor  que  en  su  casa;  que  no  parece  sino  que  se  fué  á  mesa  puesta  y  á 
cama  hecha.  Allí  vio  él  visiones  hermo?as  y  apacibles,  y  yo  veré  aquí, 
á  lo  que  creo,  sapos  y  culebras.  ¡Desdichado  de  mí,  y  en  qué  han  pa- 
rado mis  locuras  y  fantasías!  De  aquí  sacarán  mis  huesos,  cuando  el 
cielo  sea  servido  que  me  descubran,  monde  s,  blancos  y  raídos,  y  los  de 
mi  buen  Rucio  con  ellos,  por  donde  quizá  se  echará  de  ver  quién  somos, 
á  lo  menos  de  los  que  tuvieren  noticias  que  nunca  Sancho  Panza  se 
apartó  de  su  asno,  ni  su  asno  de  Sancho  Panza.  Otra  vez  digo,  ¡misera- 
bles le  nosotros!,  que  no  ha  querido  nuestra  corta  suerte  que  muriése- 
mos en  nuestra  patria  y  entre  los  nuestros,  donde,  ya  que  no  hallara 
remedio  nuestra  desgracia,  no  faltara  quien  della  se  c  oliera,  y  en  la  hora 
última  de  nuestro  j)ensamiento  nos  cerrara  los  ojos.  ¡Oh  compañero  y 
amigo  mío;  qué  mal  pago  te  he  dado  de  tus  buenos  servicios!  Perdóna- 
me, y  pide  á  la  fortuna,  en  el  mejor  modo  que  supieres,  que  nos  saque 
deste  miserable  trabajo  en  que  estamos  puestos  los  dos,  que  yo  prometo 
de  ponerte  una  corona  de  laurel  en  la  cabeza,  que  no  parezcas  sino  un 
laureado  poeta,  y  de  darte  los  piensos  doblados.» 

Desta  manera  se  lamentaba  Sancho  Panza,  y  su  jumento  le  escu- 
chaba sin  responderle  palabra  alguna:  tal  era  el  aprieto  y  an  j;ustia  en 
que  el  pobre  se  hallaba.  Finalmente,  habiendo  pasado  toda  aquella  no- 
die  en  miserables  quejas  y  lamentaciones,  vino  el  día,  con  cuya  clari- 
dad y  resplandor  vio  Sancho  que  era  imposible  de  toda  imposibilidad 
salir  de  aquel  pozo  sin  ser  ayudado,  y  comenzó  á  lamentarse  y  dar  vo- 
ces, por  ver  si  alguno  le  oía;  pero  todas  sus  voces  eran  dadas  en  desier 
to,  pues  por  todos  aquellos  contornos  no  había  persona  que  pudiese  es- 
cucliarle;  y  entonces  se  acabó  de  dar  por  muerto.  Estaba  el  Rucio  boca 
arriba,  y  Sancho  Panza  le  íicomodó  de  modo  que  le  puso  en  pie,  que 
apenas  se  podía  tener;  y  sacando  de  las  alforjas,  que  también  habían 
corrido  la  misma  fortuna  de  la  caída,  un  pedazo  de  pan,  lo  dio  á  su  ju 
mentó,  que  no  lo  supo  mal,  y  díjole  Sancho,  como  si  lo  entendiera: 
«Todos  los  duelos  con  pan  son  menos.» 

En  esto  descubrió  á  un  lado  de  la  sima  un  agujero,  capaz  de  caber 
por  él  una  persona,  si  se  agobiaba  y  encogía.  Acudió  á  él  Sancho 
Panza,  y  agazapándose,  se  entró  por  él,  y  vio  que  por  de  dentro  era 
es})acioso  y  largo;  y  púdolo  ver  porque,  por  lo  que  se  ]wdía  llamar 
techo,  entraba  un  rayo  de  sol,  que  lo  descubría  todo.  Vio  ta:'nbién 
que  í-e  dilataba  y  alargaba  por  otra  concavidad  espaciosa;-  viendo  lo 
cual,  volvió  á  sah'r  adonde  estaba  el  jumento,  y  con  una  piedra  comenzó 
á  desmoronar  la  tierra  del  agujero,  de  modo  que  en  poco  espacio  hizo 


PAUTE  SEGUNDA. CAPITULO  LV  759 

lugar  donde  con  facilidad  pudiese  entrar  el  asno,  como  lo  hizo;  y  eo- 
í^iéudole  del  cabestro,  comenzó  á  caminar  por  aquella  j^ruta  adelante, 
por  ver  si  hallaba  alguna  salida  por  otra  })arte;  á  veces  iba  á  escuras  y 
ii  veces  sin  luz.  p(  ro  ninguna  vez  sin  miedo. 

•  — ¡Válame  Dio.s  Tod()j)oderoso!,  decía  entre  sí:  esta,  que  psra  mí  es 
desventura,  mejor  fuera  para  aventura  de  mi  amo  Don  Quijote.  Él  sí 
que  tuviera  estas  profundidades  y  mazmorras  por  jardines  Horidos  y 
y)or  palacios  de  Galiana,  y  esperará  salir  desta  escuridad  y  estrecheza 
á  algún  florido  prado;  pero  yo,  sin  ventura,  falto  de  consejo  y  men('sca- 
bado  de  ánimo,  á  cada  paso  pienso  que  debajo  de  lo.s  |iies,  de  improvi- 
so se  ha  de  abrir  otra  sima  más  profunda  que  la  otra,  que  acabe  de  tra- 
garme: bien  vengas,  mal,  si  vienes  solo. 

'  Désta  manera,  y  con  estos  pensamientos,  le  pareció  que  habría  ca- 
tnin'ado  poco  menos  de  media  legua,  al  cabo  de  la  cual  descubrió  una 
éoiifusa  claridad,  que  parecía  ya  que  por  alguna  i)arte  baja  entraba,  y 
daba  indicio  de  tener  fin  abierto  aquel,  para  él.  camino  de  la  otra  vidíi. 

Aquí  le  deja  Cide  Hamete  Benengeli,  y  vuelve  á  tratar  de  Don  Qui- 
jote, <]ue  alborozado  y  contento  tsperaba  el  plazo  de  la  batalla  que  ha 
bía  de  hacer  con  el  robador  de  la  honra  de  la  hija  de  doña  Rodrigue/ 
á  quien  pensaba  enderezar  el  tuerto  y  desaguisado  que  malamente  1* 
tenían  fecho.  Sucedió,  juies,  que  saliéndoí^e  una  mañana  á  imponersi 
y  ensayarse  en  lo  que  había  de  hacer  en  el  trance  en  que  otro  día  pen 
saba  verse,  dando  un  repelón  ó  arremetida  á  Rocinante,  llegó  á  poner 
los  pies  tan  junto  á  una  cueva,  (pie  á  no  tirarle  fuertemente  las  rien- 
das, fuera  iiupo.sible  no  caer  en  ella.  En  íin,  le  detuvo,  y  no  cayó;  y  lle- 
gándose algo  más  cerca,  sin  apearse,  miró  aquella  hondura,  y  estándola 
mirando,  oyó  grandes  voces  dentro,  y  escuchando  atentamente,  pudo 
percibir  y  entender  que  el  que  las  daba  decía:  «¡.\h  de  arriba!  ¿Hay 
algún  cristiano  que  me  escuche,  ó  algún  caballero  caritativo  que  se 
duela  de  un  j^ecador  enterrado  en  vida,  de  un  desdichado  desgober- 
nado gobernador?» 

Parecióle  á  Don  Quijote  que  oía  la  voz  de  Sancho  Panza,  de  que 
quedó  suspenso  y  asombrado,  y  levantando  la  voz  todo  lo  que  pudo, 
dijo:  «Quién  está  allá  abajo?  /,Quién  se  queja?» 

— ¿(Juién  puede  estar  aquí,  ó  quién  se  ha  de  quejar,  respondieron, 
siró  el  asendereado  de  Sancho  Panza,  gobernador,  por  sus  pecados  y 
^or  su  mala  andanza,  de  la  ínsula  Barataría,  escudero  que  fué  del  fa- 
moso caballero  Don  Quijote  de  la  Mancha? 

Oyendo  lo  cual  Don  Quijote,  se  le  dobló  la  admiración  y  se  le  acre 
centó  el  pasmo,  viniéndosele  al  pensamiento  que  Sancho  Panza  debía 
de  ser  muerto,  y  que  estaba  allí  penando  su  alma;  y  llevado  desta  ima- 
ginación, dijo:  «Conjuróte  por  todo  aquello  que  puedo  conjurarte  como 
católico  cristiano,  que  me  digas  quien  ere?;  y  si  eres  alma  en  pena,  di- 
me  qué  quieres  que  haga  por  ti;  que  pues  es  mi  profesión  favorecer  y 
acorrer  á  los  necesitados  deste  mundo,  también  lo  será  para  acorrer  y 
ayudar  á  los  menesterosos  del  otro  mundo,  que  no  pueden  ayudarse 
por  sí  propios.» 


TOO  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


— Desa  manera,  respondieron,  vuesa  merced,  que  me  habla,  debe  de 
ser  mi  señor  Don  Quijote  de  la  Mancha,  y  aun  en  el  ór«;ano  de  .Vi  voz 
no  es  í»tro  sin  duda. 

— Don  Quijote  soy,  replicó  Don  Quijote,  el  que  profeso  socorrer  y 
ayudar  en  sus  necesidades  á  los  vivos  y  á  los  muei-tos:  por  eso  dime 
quién  eres,  que  me  tienes  atónito;  ¡¡orque,  si  eres  mi  escudero  Sancho 
Panza,  y  te  has  muerto,  como  no  le  hayan  llevado  los  dial)los  y  [)or  la 
misericordia  de  Dios  e.-^tés  en  el  pur^^atorio,  sufragios  tiene  nuestra  san- 
ta madre  la  Ij^Iesia  católica  romana  bastantes  á  sacarte  -e  las  penas  en 
que  estás,  y  yo  lo  solicitaré  con  ella  por  mi  parte  con  cuanto  mi  hacien- 
da alcanzare:  por  eso  acaba  de  declararte  y  dime  quién  eres. 

— ¡Voto  á  tal!,  respondieron;  y  por  el  nacimiento  de  quien  vuesa  mer- 
ced quisiere,  juro,  señor  Don  Quijote  de  la  Mancha,  que  yo  soy  su  es- 
cudero Sancho  Panza,  y  que  nunca  me  he  muerto  en  todos  los' días  de 
mi  vida;  sino  que  habiendo  dejado  mi  gobierno  por  cosas  y  causas  que 
es  menester  más  espacio  para  decirlas,  anoclie  caí  en  esta  sima,  donde 
yago,  el  Rucio  testigo,  que  no  me  dejará  mentir,  pues,  por  más  señas^ 
está  aquí  coimiigo. 

Y  hay  más,  que  no  parece  sino  que  el  jumento  entendió  lo  que 
Sancho  dijo,  porque  al  momento  comenzó  á  rebuznar  tan  recio,  que  toda 
la  cueva  retumbaba. 

—  ¡Famoso  testigo!,  dijo  Don  Quijote;  el  rebuzno  conozco  como  si  le 
pariera,  y  tu  voz  oigo,  Sancho  nn'o.  Espérame;  iré  al  castillo  del  Du- 
que, que  está  aquí  cerca,  y  tra(  ré  quien  te  saque  desta  sima,  donde  tus 
pecados  te  deben  haber  puesto. 

— Vaya  vuesa  merced,  dijo  Sancho,  y  vuelva  presto  por  un  rolo  Dios; 
que  ya  no  lo  puedo  llevar  el  estar  aquí  sepultado  en  vida,  y  me  estoy 
muriendo  de  miedo. 

Dejóle  Don  Quijote,  y  fué  al  castillo  á  contar  á  los  Duques  el  suce- 
so de  Sancho  Panza,  de  que  no  poco  se  maravillaron,  aun(|ue  bien  en- 
tendieron que  debía  de  haber  caído  por  la  correspondencia  de  aquella 
gruta  que  de  tiempos  iinnen"!Orables  había  allí  hecha;  \hvo  no  podían 
j)ensar  cómo  había  dejado  el  gobierno  sin  tener  ellos  aviso  de  su  veni- 
da. Finalmente,  llevaron,  como  dicen,  sogaff  y  (j ente,  y  á  costa  de  mucha 
y  de  nmcho  trabajo,  sacaron  al  Rucio  y  á  Sancho  Panza  de  atjuellas  ti- 
nieblas á  la  luz  del  sol. 

Viole  uu  estudiante,  y  dijo:  «Desta  manera  habían  de  salir  de  sus 
gobiernos  todos  los  malos  gobernantes,  como  sale  este  ]>ecador  del  [)ro- 
fundo  abismo,  muerto  de  hambre,  descolorido  y  sin  blanca,  á  lo  que 
yo  ci'eo.» 

Oyólo  Sancho,  y  dijo:  «Diez  y  seis  ó  diez  y  siete  días  lia,  hermano 
murnun-ador.  (|Ue  entré  á  gobeinar  la  ínsula  que  me  dieron,  en  los 
cuales  no  me  vi  harto  de  j>an  siquiera  una  hora;  en  ellos  me  han  per- 
seguido médicos,  y  enemigos  me  han  brumado  los  huesos;  ni  he  tenido 
lugar  de  hacer  cohechos  ni  de  cobrar  dei-echos;  y  siendo  esto  así.  como 
lo  es,  no  merecía  yo,  :í  mi  parecer,  salii"  desta  maneiii;  peio  el  hombro 
¡)one  y  Dios  dispone;  y  Dios  sabe  lo  mejor  y  lo  (¡ue  le  está  bitn  á  cada 


rAUTK    tíK(a'NUA. CAPITULO    LV  7(31 

uno;  y  cuhI  el  t¡eni|>o,  tal  el  tiento;  y  nndie  di^a  fiesta  a^ua  no  beberé; 
f|ue  adonde  se  piensa  «jue  luiy  tocinos  no  liay  estacas;  y  Dios  me  en- 
tiende, y  basta;  y  no  dii^o  mas,  aunque  pudiera». 

—No  te  eiKíjes,  Sancho,  ni  recibas  pesadumbre  de  lo  que  oyeres;  que 
seni  nuncH  acabar;  ven  tú  con  sejíuní  conciencia,  y  diíjan  lo  que  dijeren: 
es  querer  atar  las  leni^uas  de  los  maldicientes  lo  mesmo  (|ue  querer  po- 
ner puertas  al  c.nnpo.  Si  el  ;;obernador  sale  rico  de  su  jíobienio,  dicen 
del  «|ue  ha  sido  un  ladrón;  y  si  gale  pobre,  que  ha  sido  un  [tara  poco  y 
un  mentecato. 

— A  buen  se<;uro,  respondió  Sancho,  que,  por  esta  vez,  antes  me  han 
de  tener  p»)r  t<Mit<>  (pie  por  ladrón. 

En  estas  |)liiticas  licitaron,  rodeados  de  muchachos  y  de  otra  mucha 
fíente,  al  castil  o,  adonde,  en  unos  corredores,  estaban  ya  el  Duípie  y  la 
Duquesa  esperando  á  Don  (Quijote  y  á  Sancho,  el  cual  i  o  quisí-  subir  a 
ver  al  Duque  sin  (jue  primero  no  hubiese  acomo  lado  al  Rucio  en  la  ca- 
balleriza, porque  decia  que  había  |>asado  muy  nuda  noche  en  la  posa- 
da; y  hie^^o  subió  á  ver  á  sus  señores,  ante  los  cuales,  puesto  de  rodillas^ 
dijo:  «Yo,  señores,  jKJnjue  lo  quiso  así  vuestra  «írandeza,  sin  nin<íúii 
merecimiento  mío,  fui  á  jíobernar  vuestra  ínsula  Harataria,  en  la  cual 
entré  desmido,  y  <lesnudo  me  hallo,  ni  j)ierdo  ni  pnio.  Si  he  «íobernado 
bien  ó  mal,  testigos  he  tenido  delante,  que  dirán  lo  que  quisieren.  He 
dec'arado  dudas,  sentenciado  pleitos,  y  siempre  muerto  de  hambre,  por 
haberlo  querido  así  el  doctor  Pedro  Recio,  natural  de  Tirteafuera,  mé- 
dico insulado  y  ;;(»bernadoresco.  Acometiéromios  eneniiiros  de  noche;  y 
habiéndonos  |»ue>to  en  }j:rave  a|)rieto,  dicen  los  de  la  íii.-ula  (pie  salieron 
libres  y  con  vitoria  jxn-  el  valor  de  mi  brazo;  que  tal  salud  les  dé  Dios 
como  ellos  dicen  verdad.  Kn  resolución,  en  es(í  tiempo  yo  he  tanteado 
las  car«;as  y  las  obli;íac¡ones  que  trae  consijio  el  «jobernar,  y  he  hallada 
jior  mi  cuenta  que  no  las  podrán  llevar  mis  hombros,  ni  son  |)e.so  de 
mis  costillas,  ni  flerhas  de  mi  aljai)a;  y  así,  antes  que  diese  conmiiío  al 
través  el  jL;obiern<».  he  querido  yo  dar  con  el  ^nbicino  al  través;  y  ayer, 
de  mañana,  dejé  la  ínsula  como  la  hallé,  con  las  mismas  calles,  casas  y 
tejados  f|Ue  tenía  cuando  entré  en  ella.  No  he  })edid(j  prestado  á 
nadie,  ni  metídome  en  «granjerias;  y  aunque  pensaba  hacer  muchas 
ordenanzas  prove -liosas,  no  hice  casi  ninj:nna,  temeroso  (jue  no  se 
habían  de  ;:uardai';  (pie  es  lo  mesmo  entonces  hacerlas  (|ue  no  hacerlas. 
Sah,  como  di;ío,  de  la  ínsula,  sin  otro  acompañamiento  i[ue  el  de 
mi  Rucio;  caí  en  una  sima,  víncme  por  ella  afielante,  hasta  que  esta 
mañana,  con  la  luz  del  sol,  vi  la  salida;  pero  no  tan  tacil,  (|Ue  íi  no  de- 
pararme el  cielo  íi  mi  señor  Don  Quijote,  allí  me  «[uedara  hasta  la  ñn 
del  inundo.  A>í  ([ue.  mis  señores  Du(¡ue  y  Duipiesa,  aquí  tst.i  vuestro 
ííobernador  Sancho  Panza,  que  ha  íj^ranjeado  en  solos  diez  y  siete  días 
(pie  ha  tenido  el  irohierno,  conocer  que  no  se  le  ha  de  dar  nada  por  ser 
líob^-rnador,  no  de  una  ínsula,  sino  de  todo  el  mjmdo;  y  con  este  presu- 
l)uesto,  besando  á  vuesas  mercedes  los  ])ies,  imitando  el  jneuo  de  los 
niuehachos.  que  dicen:  «salta  tú,  y  dámela  tú*,  doy  un  salto  del  <;o- 
bierno,  y  me  paso  al  servicio  de  mi  señor  Don  Quijote,  que  en  íin  en  éK 


762 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


aunque  como  el  pan  con  sobresalto,  hartóme  á  lo  menos;  y  para  mí, 
como  yo  esté  harto,  eso  me  hace  que  sea  de  zanahorias  que  de  per- 
dices. » 

Con  esto  dio  fin  á  su  amarga  plática  Sancho,  temiendo  siempre  Don 
Quijote  que  había  dé  decir  en  ella  millares  de  disparates;  y  cuando  le 
vio  acabar  con  tan  pocos,  dio  en  su  corazón  gracias  al  cielo;  y  el  Duque 
abrazó  á  Sancho,  y  le  dijo* que  le  pesaba  en  el  alma  de  que  hubiese  de- 
jado tan  presto  el  gobierno;  pero  que  él  haría  de  suerte  que  se  le  diese 
en  su  estado  otro  oficio  de  menos  carga  y  de  más  provecho.  Abrazóle  la 
Duquesa  asimismo,  y  mandó  que  le  regalasen,  porque  daba  señales  de 
venir  mal  traído  y  peor  parado. 


CAPITULO  LVI 

De  la  descomunal  y  nunca  vista  batalla  que  pasó  entre  Don  Quijote  de  la 
Mancha  y  el  lacayo  Tosilos,  en  la  defensa  de  la  hija  de  la  dueña  doña 
Rodríguez. 


o  quedaron  arrepentidos  los  Duques  de  la  burla  hecha  á  Sancho 
Panza  del  gobierno  que  le  dieron;  y  más,  que  aquel  mismo  día 
I  vino  su  mayordomo,  y  les  contó  punto  por  punto  casi  todas  las 
palabras  y  acciones  que  Sancho  había  dicho  y  hecho  en  aque- 
llos días;  y,  tinalmente,  les  encareció  el  asalto  de  la  ínsula,  y  el  miedo 
de  Sancho,  y  su  salida,  de  que  no  pequeño  gusto  recibil'ron.  Después 
desto,  cuenta  la  historia  que  se  llegó  el  día  de  la  batalla  aplazada;  y 
habiendo  el  Duque  una  y  muy  muchas  veces  adveitido  á  .su  lacayo 
Tosilos  cómo  se  había  de  avenir  con  Don  Quijote  para  vencerle,  cin 
matarle  ni  horirle,  ordenó  que  se  quitasen  los  hierros  á  las  lanzas,  di- 
ciendo á  Don  Quijote  que  no  permiría  la  cristiandad,  de  que  él  se  pre- 
ciaba, que  aquella  batalla  fuese  con  tanto  riesgo  y  peligro  de  las  vidaií; 
y  que  se  contentase  con  que  le  daba  campo  franco  en  su  tierra  (puestf) 
•que  iba  contra  el  decreto  del  santo  concilio,  que  prohibe  los  tales  desa- 
fíos), y  no  quisiese  llevar  por  todo  rigor  aquel  trance  tan  fuerte.  Don 
Quijote  dijo  que  su  exceleacia  dispusiese  las  cosas  de  aquel  negocio 
como  más  fuese  servido;  que  él  le  obedecería  en  todo.  Llegado,  pues, 
el  temeroso  día,  y  habiendo  mandado  el  Duqu-)  que  delante  de  la  pla- 
,2a  del  castillo  se  hiciese  un  espacioso  cadahalso,  donde  estuviesen  Iqs 
jueces  del  campo  y  las  dueñas,  matre  v  hija,  demandantes,  había  acu- 
dido de  todos  los  lugares  y  aldeas  circunvecinos  infinita  gente  á  ver  la 
novedad  de  a'^uella  batalla;  que  nunca  otra  tal  no  habían  visto  ni.oadb 
decir  en  aquella  tierra. los  que  vivían  ni  les  que  habían  muerto. 


7ÍÍ4  DON     QUIJOTE    DK    LA     ilANCIÍA 

.  >í       ,        .         .  , ---H ^_-  ^_r-         ^  -rr- :■ — '■_  — — »■ • ^ 

Ei  i>riinor<)  que  entró  en  el  camjío  y  estacada  íüí'  el  maestro  de  las 
ceremonias, .qne  tanteó  el  campo  >  le  paseó  todo^  porque  en  él  110  bu- 
l)iev«e  aljzúíi  enjraño,  ni  coí=a  en(ubierui  don<ie.  se  tropeíiise  y  t-ayese; 
luego  entraron  las  dueñas  y  se  sentaron  en  >us  alientos,  cubiertas  con 
los  mantos  liasta  los  ^jo.*^  y  siun  basta  los  iVecbos.  con  muestras  de  no 
j)equeño  sentimiento,  jjresente  Don  Quijótrj  en  la  estacada.  De  allí  á 
}K)Co,  aconq)añado  de  muebas  trom})- tas,  asomó  por  una  parte  de  la 
]»laza,  sol)re  un  j)oieroso  cal)allo,  buñdit'n  'ola  toda,  el  jrrande  lacayo  To- 
silos,  calada  la  visera  y  todo  encambronado  con  unas  fuertes  y  lucien- 
tes armas.  El  caballo  mostraba  ser  frisón,  ancho  y  de  color  tordillo;  de 
■cada  njano  y  uie  le  pendía  mía  ni'ioba  de  lana.  A'enía  el  valeroso  com- 
batiente bien  informado  del  Duque,  f-u  señor,  de  cómo  se  babía  de  por- 
tar con  el  valero.^o  Don  Quijote  de  la  Mancluí;  advertido  que  en  ningu- 
na manera  le  matase,  sino  que  procurase  buirel  primer  encuentro,  por 
excusar  el  ])eligro  de  su  nmerte,  que  estal)a  cieito,  si  de  lleno  en  lleno 
le  encontrase.  Paseó  la  pla/.a,  y  llegando  donde  las  dueñas  estaban,  se 
puso  algiin  tanto  á  mirar  á  la  que  i)or  esposo  le  pedía;  llamó  el  maese 
de  camjto  h  Don  Quijote,  que  ya  se  babía  presentaao  en  la  plaza;  y 
junto  con  Tosilos,  babló  á  las  dueñas,  }tregunlái.d(»l(  s  si  consentían  <jUC 
volviese  por  ¡-u  dei'echo  Don  (Quijote  de  la  Mancba.  Ellas  dijeron  que 
sí,  y  (|ue  lodo  lo  que  eíi  aquel  caso  Incicí-G  \o  daban  |ior  bien  becbo, 
■|)or  íirme  y  i>or  valedero.  Ya  en  este  tiempo  estaban  el  Duque  y  la  Du- 
quesa i)uest<>s  en  una  galería  «|ue  caía  sobre  la  estacada,  toda  la  cual 
estaba  coronada  de  infinita  gente,  que  Cf-peniba  ver  el  rigurr.so  trance 
minea  visto.  Fué  condición  de  los  combatientes  que  si  Don  (Quijote  ven- 
cía, su  couTario  se  babía  íle  casar  coa  la  liija  de  doña  KcHlnguez;  y  si 
Ól  fuese  vencido,  quedaba  libre  su  contendor  de  la  palabra  que  se  le 
pedía,  sin  dar  otra  saíisfación  alguna. 

Partióles  el  mae.-tro  de  las  ceremonias  el  sol,  y  puso  á  los  dos,  cada 
uno  en  el  puesto  donde  babían  de  estar.  Sonaron  los  alambores,  llenó 
el  aire  el  son  de  las  trompetas;  temblaba  debajo  de  los  pies  la  tierra; 
estaban  suspensos  los  corazones  de  la  mirante  turba,  temiendo  unos  y 
esperando  otros,  el  bueno  ó  el  mal  suceso  de  aquel  caso.  Finalmente, 
Don  Quijote,  encomendándole  de  todo  su  coi-azón  á  Dios,  nuestro  Se- 
ñor, y  á  la  señora  Dulcinea  del  Toboso,  estaba  aguardando  que  se  le 
diese  señal  }»recisa  de  la  arremetida;  empero  imestro  lacayo  tenía  dife- 
rentes pensamientos:  no  jiensaba  él  sino  en  lo  que  agora  diré. 

Parece  ser  que  cuando  estuvo  mirando  á  su  enemiga,  le  pareció  la 
más  bermosa  mujer  que  babía  visto  en  toda  su  vida;  y  el  niño  cegue- 
zuelo.  á  í|uien  suelen  llamar  de  ordinario  Amor  por  esas  call^-s,  no  qui- 
so perder  la  ocasión  que  se  le  ofi'eció  de  triunfar  de  una  alma  lacayu- 
na, y  ponerla  en  la  lisia  de  sus  trofeos;  y  así.  llegánd  «se  á  él  bonita- 
mente, sin  que  nadie  le  viese,  le  envasó  al  jjobre  lacayo  una  flecba  de 
dos  varas  por  el  lado  i/ciU'crdo,  y  le  paí-ó  el  (oíazón  de  parle  á  parte; 
y  púdolo  bacer  bien  al  sejíuro,  ]H»rque  el  Amor  (s  invisible,  y  entra  y 
salupor  diM]UÍere,  sin  que  nadie  le  oidj^  (uenla  de  sus  becbos.  Digo, 
pues,  que  cuando  diercu  la  stñal  de  la  arremetida,  estaba  nuestio 


VARTE    SEGUNDA. — -CAPITULO    LVl  7G5 


lacayo  transjMirtado,  pensando  en  la  liernioeura  de  la  que  ya  había 
lieoho  señora  d<:  su  libertad;  y  así,  no  atendió  al  son  de  la  troni|ieta, 
come  hizo  Don  Quijote,  que  apenas  la  linbo  oído,  cuando  arremetió,  y 
á  todo  correr  ([Ue  \n  rinitía  Rocinante.  ])ai"tió  contra  su  eneinij;o;  y  vién- 
<lole  partir  su  buen  escudero  Síindio.  dijo  ií  üraiH es  voces:  «¡Dios  te 
jíuíe,  nata  y  flor  ie  los  andantes  caballerut!  ¡Dios  te  dé  la  vitori}.,  [mes 
llevas  la  razón  de  tu  parte!» 

Y  aun(|ue  Tosilos  vio  venir  contra  sí  A  Don  Quijote,  no  se  movió  un 
paso  de  i'U  jmesto;  antes  con  grandes  voces  llamó  al  niaese  de  campo, 
al  cual,  venido  {'i  ver  lo  que  (pieria,  le  dijo:  «Señor,  e^ta  batalla  ¿no  se 
hace  poríjue  yo  me  case  ó  no  me  case  con  a<piella  seiioraV» 
— Así  es,  le  l'ué  respondido. 

— Pues  yo,  dijo  el  lacayo,  soy  temeroso  de  mi  conciencia,  y  pondría- 
la  en  j,ran  caruo  si  pasase  adelante  en  esta  batalla;  y  así  (lii:(M|ueyo  mo 
doy  y»or  vencido,  y  (|Ue  <|UÍero  casarme  lueiío  ( on  atjuella  señoi-a. 

(¿uedó  admirado  el  inaese  de  canq»)  de  las  razont  s  de  To.''ilos;y  como 
era  uno  de  lossabidnrcs  de  la  mjiíiuina  de  aquel  ca.-(>,  no  le  supo  res- 
]M  nder  palabra.  Detúvose  Don  (Quijote  en  la  mitad  de  su  carrera,  vien- 
do que  su  enemigo  n()  le  acomUía 

El  Duque  no  sabía  la  ocasión  por  qué  no  se  ]iasal)a  adelante  en  la 
batalla;  pero  el  maese  de  campo  le  fué  á  declarar  lo  (]Ue  Tosilos  decía, 
de  lo  *\Ui2  quedó  suspenso  y  colérico  en  extremo. 

El  taiU"  que  esto  pasaba,  Tosilf)s  se  llej;<')  adonde  doña  Rodrí<ji;uez 
estaba,  y  dijo  á  ¡irrandes  voces:  «Yo,  señora,  (|UÍero  casainie  con  vues- 
tra bija,  y  no  (juiei-o  alcanzar  ]>or  pleitos  ni  contiendas  lo  que  puedo 
íileanzar  por  paz  y  sin  pelijirro  <le  la  muerte.» 

Oyó  esto  el  valeroso  Don  Quijote  y  dijo:  «Pues  esto  así  es,  yo  quedo 
hbre  y  suelto  de  mi  promesa:  case  )se  en  hora  buena,  y  })ues  Dios,  nues- 
tro Señor,  se  la  dio,  san  Pedro  se  la  bendi,<;a.» 

El  Duque  había  bajado  á  la  jdaza  del  castillo,  y  llegjíndose  á  Tofi- 
los,  le  dijo:  «¿Es  verda<l,  caballero,  que  os  dais  por  vencido,  y  que,  ins- 
ti/j:ado  de  vuestra  temorosa  conciencia,  os  queréis  casar  con  esta  dou- 
oella?* 

—  Sí,  señor,  respondió  Tosilos. 

— El  hace  muy  bien,  hjo  á  esta  sazón  Sancho  Panza,  porque  lo  que 
has  de  dar  al  mur,  dalo  al  í;ato,  y  sacarte  ha  de  cuidado. 

Ibase  Tosilos  deseidazando  la  celada,  y  rociaba  que  apriesa  le  ayu- 
dasen, poríjue  le  iban  faltando  los  csj>íritus  del  aliento,  y  no  podía  ver- 
se encerrado  tanto  tienq)0  en  la  estrecheza  de  aquel  aj'osento.  Quitárou- 
sela  ai)riesa,  y  quedó  descubierto  y  }>atente  f-u  rostro  de  lacayt , 

Viendo  lo  <  ual  doña  Rodríguez  y  su  hija,  dando  jirandes  voces,  dije- 
ron: «Este  es  encaño,  eiií^afio  es  éste.  A  Tosilos,  el  lacayo  del  Duque, 
mi  señor,  nos  han  })ueí-to,  en  luirar  del  verdadero  es]»osí .  ¡Justicia  de 
Dios  y  del  Rey.  y  de  tanta  malicia,  por  no  decir  bellaiiuería!» 

— \o  vos  acuitéis.  señ(»ras.  dijo  Don  Quijote;  fine  ni  ésta  es  malicia 
m  es  bellaquería;  y  si  la  es,  no  ha  sido  la  causa  el  Duque,  sino  los  ma- 
los encantadores  que  me  persiguen,  los  cuales,  iuvidiosos  de  que  yo  al- 


766  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

canzase  la  gloria  deste  vencimiento,  han  convertido  el  rostro  de  vuestro 
.esposo  en  el  de  éste,  que  decís  que  es  lacayo  del  Duque.  Tomad  mi  con- 
sejo, y  á  pesar  de  la  malicia  de  mis  enemigos,  casaos  con  él;  que  sin 
duda  es  el  mismo  que  vos  deseáis  alcanzar  por  esposo. 

El  Duque  que  esto  oyó,  estuvo  p  r  romper  en  risa  toda  su  cólera,  y 
dijo:  «Son  tan  extraordinarias  las  cosas  que  suceden  al  señor  Don  Qui- 
jote, que  estoy  por  creer  que  este  mi  lacayo  no  lo  es;  pero  usemos  deste 
ardid  y  maña;  dilatemos  el  casamiento  quince  días  siquiera,  y  tengamos 
encerrado  á  este  personaje  que  nos  tiene  dudosos,  en  los  cuales  podría 
ser  que  volviese  á  su  prístina  figura:  que  no  ha  de  durar  tanto  el  rancor 
que  los  encantadores  tienen  al  señor  Don  Quijote,  y  más  yéndoles  tan 
poco  en  usar  estos  embelecos  y  transformaciones.» 

— ¡Oh  señor!,  dijo  Sancho,  que  ya  tienen  estos  malandrines  por  uso  y 
costumbre  de  mudar  de  unas  en  otras  las  cosas  que  tocan  á  mi  amo.  Un 
caballero  que  venció  los  días  pasados,  llamado  el  de  los  Espejos,  le  vol- 
vieron en  la  figura  del  bachiller  Sansón  Carrasco,  natural  de  nuestro 
pueblo  y  grande  amigo  nuestro,  y  á  mi  señora  Dulcinea  del  Toboso  la 
han  vuelto  en  una  rústica  labradora;  y  así,  imagino  que  este  lacayo  ha 
de  morir  y  vivir  lacayo  todos  los  días  de  su  vida. » 

A  lo  que  dijo  la  hija  de  doña  Rodríguez:  «Séase  quien  fuere  éste 
que  me  pide  por  esposa,  que  yo  se  lo  agradezco;  que  más  quiero  ser  mil 
jer  legítima  de  un  lacayo,  que  no  amiga  y  burlada  de  un  caballero; 
puesto  que  el  que  á  mí  me  burló  no  lo  es. » 

Eii  resolución,  todos  estos  cuentos  y  sucesos  pararon  en  que  Tosiloí^ 
se  recogiese  hasta  ver  en  qué  paraba  su  transformación.  Aclamaron  to- 
dos la  Vitoria  por  Don  Quijote,  y  los  más  quedaron  tristes  y  melancóli- 
cos de  ver  que  no  se  habían  hecho  pedazos  los  tan  esperados  comba- 
tientes, bien  así  como  los  mochachos  quedan  tristes  cuando  no  sale  el 
ahorcado  c|ue  esperan,  porque  le  ha  perdonado  ó  la  parte  ó  la  justicia. 
Fuese  la  gente,  volviéronse  el  Duque  y  Don  Quijote  al  castillo,  encerra- 
ron á  Tosilos,  quedaron  doña  Rodríguez  y  su  hija  contentísimas  de  ver 
■  que  por  una  vía  ó  por  otra  aquel  caso  había  de  parar  en  casamiento,  y 
Tosilos  no  esperaba  menos. 


y~3m¡m 


% 


CAPÍTULO    LVTI 

Que  trata  de  cómo  Don  Quijote  se  despidió  del  Duqúp,  y  de  lo  que  sucedió 
con  la  discreta  y  desenvuelta  Altisidora,  doncella  de  la  D-quesa. 


A  le  pareció  á  Don  Quijote  que  era  bien  salir  de  tanta  ociosidad 
<|^  coino  la  que  en  aquel  castillo  tenía;  que  se  imaginaba  ser  grande 
^J^  la  falta  que  su  jiersona  bacía  en  dejarse  estar  encerrado  v  pe 
y  rezoso  entre  los  iníinitos  regalos  y  deleites  que,  como  á  cabílllerc' 
andante,  aquellos  señores  le  hacían;  y  parecíale  que  liabía  de  dar  cuentii 
estrecha  al  cielo  de  aquella  ociosidad  y  encerramiento;  y  así,  pidió  uii 
día  licencia  á  los  Duques  para  partirse.  Dicronsela,  con  niuesíras  de  qui- 
en gran  manera  les  pesaba  de  que  los  dejase. 

Dio  la  Duquesa  las  cartas  de  su  mujer  á  Sancho  Panza,  el  cual  lloró 

con  ellas,  y  dijo:  «¿Quién  pensara  que  esperanzas  tan  g'-andes  como  laí^ 

que  en  el  pecho  de  mi  mujer  Teresa  Panza  engendraron  las  nuevas  d( 

mi  gobierno,  hal)ían  de  parar  en  volverme  yo  agora  á  las  arrastradas 

aventuras  de  mi  amo  Don  Quijote  de  la  Mancha?  Con  todo  esto,  me 

contento  de  ver  que  mi  Teresa  correspondió  á  ser  quien  es,  enviando, 

lias  bellotas  á  la  Duquesa;  que,  á  no  habérselas  enviado,  quedando  y( , 

¡pesaroso,  se  mostrara  ella  desagradecida.  Lo  que  me  consuela  es,  que  a» 

osta  dádiva  no  se  le  puede  dar  nombre  de  cohecho;  porque  ya  tenía  yo. 

3l  gobierno  cuando  ella  las  envió,  y  está  puesto  en  razón  que  los  que 

•eciben  algún  beneficio,  aunque  sea  con  niñerías,  se  muestren  agrade- 

I  údo.s.  En  efeto,  yo  entré  desnudo  en  el  gobierno,  v  salgo  desnudó  déll- 

.'  así.  pothv  decir  con  segura  conciencia  (que  no  es  poco):  «desnudo' 

;iací,  desnudo  me  hallo,  ni  pierdo  ni  gano.» 

Esto  pasaba  entre  sí  Sancho  el  día  de  la  partida;  y  saliendo  Don 
B.  P.-XX  JJ0 


768  .  DON    QÜÍJOTK    DE    I,A    3IANCHA 

? ; 1 ; i  ,  ; y  ,1      .    • •r-'— — "¿'     '*'?-»;" :-^— 

Q^ijóté,  hál^éndose  despedido  la  noche  antes  de  los  Duques,  á  Ja  ma- 
fíaíia  se  presentó  armado  en  la  plaza  del  castillo.  Mirábanle  de  los  corre- 
dores toda  la  gente  del  castillo,  y  asimismo  los  Duques  salieron  a  verle. 
Estaba  Sancho  sobre  su  Rucio  con  sus  alforjas,  maleta  y  repuesto,  con- 
tentifiimo  porque  el  mayordomo  del  Duque,  el  que  fué  la  Trifaldi,  le 
había  dado  un  bolsico  con  .docientos  escudos  de  oro  para  suplir  los  me- 
nesteres del  camino,  y  esto  aún  no  lo  sabía  Don  Quijote.  Estando,  como 
queda  dicho,  mkándole  todos,  á  deshora,  entre  las  otras  dueñas  y  don- 
cellas deja  Duquesa,  que  le  miraban,- alzó  la  voz  la  desenvuelta  y  dis- 
creta •i^ltis.idora,  y  en  son  lastimero  dijo: 

i:  Escucha,  mal  cabaUcro, 
Deten  un  poco  las  rieiida.s, 
No  fatigues  las  ijadas 
.De  tu  mal  regida  bestia. 

»M'ra,  falso,  que  no  huyes 
de  alguna  serpiente  fiera, 
Sino  de  una  corderilla, 
Que  está  muy  lejos  de  oveja. 

»Xú  lias  burlado,  monstruo  horrendo. 
La  piáa  hermosa  doncella 
Que  Diana  vio  en  sus  montes. 
Que  Venus  miró  en  sus  selvas. 

Crui-l  Vircno,  fiiqit'wo  Kneax, 
HarrabÚK  le  acompañe,  olüi  te  avenqax. 

»Tú  llevas  ¡llevar  impíol 
En  las  garras  de  tus  cerras 
Las  entraüas  de  una  humilde. 
Como  enamorada,  tierna. 

.Llevaste  tres  tocadoíes 
V  unas  ligas  (de  unas  piernas 
Que  ai  mármol  puro  se  igualan 
Ku  lisas'  blancas  y  negras. 

•  Llevaste  dos  mil  suspiros. 
Que.  á  ser  de  fuego,  pudieran 
Abrasar  á  dos  mil  Troyas, 
Si  dos  mil  Xíoyas  hubiera. 

Cruel  Vireno.  ftigitwo  Eneas, 
narrabas  te  acoiiipaíie,  allá  le  avenrias. 

•  De  ese  Sancho,  tu  escudero, 
Las  entrañas  sean  tan  tercas 
Y  tan  duras,  que  no  salga 
De  su  encanto  Dulcinea. 

-De  la  culpa  que  tú  tienes. 
Llevo  la  triste  la  pena; 
•Que  justos  por  pecadores 
Tal  vez  pagan  en  mi  tierra. 

•■Tus  más  fina.i  aventuras 
En  desventuras  se  vuelvan. 
En  sueños  tus  pasatiempos. 
En  olvidos  tus  firmezas. 

Cruel  Vii-éii'o,  fugitivo  Eneas, 
narrabais  te  aeompaile.  allá  le  arengan. 

"Seas  tenido  por  falso. 
Desde  Sevilla  á  Marchena, 
Desde  Granada  hasta  Loja, 
De  Londres  á  Ingalaterra. 

"Si  jugares  al  reipado, 
»j^-       ,  r;Os  cientos  ó  la  primera. 


Si«ui.n,1.»  Sa„..l,..  .o.  re  H  Kucio,  .o  salió  rtH  .-astillo,  end.re.an.!.,  m,  ..nHr.o  á  Zarazo.. 


770  DON    QUIJOTE    1)E    LA    MANCHA 

IjOS  reyes  huyan  de  ti. 
Ases  ni  sietes  no  veas. 

jSí  te  cortar»-K  los  callos, 
Sanpre  las  heridas  viertau; 
Y  quédente  los  raigones 
Si  te  sacares  las  luueías. 

Cruel  Vlieno,  fugUiro  f-Meaa, 
Harrabús  te  iirniitiiiiñe,  allá  te  aveiKjait.^ 

En  tanto  que,  de  la  suerte  que  se  ha  dicho,  se  quejaba  la  lastimada 
Aliisidora,  1 1  estuvo  mirando  Don  Quijote;  y  sin  responderla  palabra, 
volviendo  el  rostió  á  ¡Sancho,  le  dijo:  «l'or  el  si^lo  de  tus  pasados,  Síin- 
cho  mío,  te  conjuro  que  me  di^as  una  verdad.  Dime:  ¿llevas  por  ventu- 
ra los  tres  tocadores  y  las  li^as  que  esta  enamorada  doncella  dice?» 

A  lo  que  Sancho  respondió:  <  Los  tres  tocadores  sí  llevo;  pero  las  li- 
í^as,  como  por  los  cerros  de  Ubeda». 

Quedó  la  Duquesa  admirada  de  la  desenvoltura  de  Altisidora;  que, 
aunque  la  ti  nía  por  atrevida,  graciosa  y  desenvuelta,  no  en  grado  que 
se  atreviera  á  semejantes  desenvolturas;  y  como  no  estaba  advertida 
desta  burla,  creció  más  ^^u  admiración. 

El  Duque  quiso  reforzar  el  donaire  y  dijo:  «No  rae  parece  bien,  se- 
ñor caballero,  que  habiendo  recebido  en  este  mi  castillo  el  buen  acogi- 
miento que  en  él  se  os  ha  hecho,  os  hayáis  atrevido  á  llevaros  rres  toca 
dores  por  lo  menos,  si  por  lo  más  las  ligas  de  mi  doncella.  Indicios  son 
d-í  mal  pecho,  y  muestras  que  no  corresponden  á  vuestra  fama.  Volved- 
le  las  ligas;  si  no,  yo  os  desafío  á  mortal  batalla,  sin  tener  temor  que 
malandrines  encantadores  me  vuelvan  y  muden  el  rostro,  como  han 
hecho  con  el  de  Tosilos,  mi  lacayo,  el  que  entró  con  vos  en  batalla». 

— No  quieía  Dios,  respondió  Don  Quijote,  que  yo  desenvaine  mi  es- 
pada contra  vuestra  ilustrísima  persona,  de  quien  tantas  mercedes  he 
recebido.  Los  tocadores  volveré,  porque  dice  Sancho  que  los  tiene;  la.- 
ligas  es  imposible,  j)orque  ni  yo  las  he  recebido,  ni  él  tampoco;  y  si  esta 
vuestra  doncella  quisiere  mirar  sus  escondrijof-,  á  buen  seguro  que  las 
halle.  Yo,  señor  duque,  jamás  lie  sido  ladrón,  ni  lo  ])ienso  ser  en  toda 
mi  vida,  como  Dios  no  me  deje  de  su  mano.  Esta  doncella  habla,  como 
ella  dice,  como  enamorada,  de  lo  que  yo  no  le  tengo  culpa;  y  así,  no 
tengo  de  qué  pedirle  perdón,  ni  á  ella  ni  á  vuestra  excelencia,  á  quien 
su])lico  me  tenga  en  mejor  0}>ÍDÍón,  y  me  dé  de  nuevo  licencia  para  se- 
guir mi  camino. 

— Déosle  Dios  tan  bueno,  dijo  la  Duquesa,  señor  Don  Quijote,  que 
siempre  oigamos  buenas  nuevas  de  vuestras  fechorías;  y  andad  con 
Dios;  que  mientras  más  os  detenéis,  más  aumentáis  el  fuego  en  los  pe- 
chos de  las  doncellas  que  os  miran;  y  á  la  mía  yo  la  castigaré  de  modo 
qu-í  de  aquí  adelante  no  se  desmande  con  la  vista  ni  con  las  palabras. 
— Utia  no  más  quiero  que  me  escuches,  ¡oh  valeroso  Don  Quijote!, 
dijo  entonces  Altisidora,  y  es,  que  te  pido  i)erdóu  del  latrocinio  de  la.^ 
ligas;  porque,  en  Dios  y  en  mi  ánima,  que  las  tengo  puestas,  y  he  caído 
en  el  descuido  del  que  yendo  sobre  el  asno,  le  buscaba. 

— ¿No  lo  dijo  yo?,  dijo  Sancho.  ¡Bonico  soy  yo  para  encubrir  hurtos! 


l'AKTE    BKGUNDA. CAPITULO    LVIl 


771 


l'ues  á  quererlos  hacer,  de  paleta  me  había  venido  la  ocasión  en  mi  go- 

l)ierno. 

Abajó  la  cabeza  Don  Quijote,  y  hizo  reverencia  á  los  Duques  v    d 

todos  los  circunstante?,  y  volviendo  la^  riendas  á  Rocinante,  sij^uiéndole 
-Sancho  sobre  el  Rucio,  se  salió  del  casillo,  enderezando  su  caminí)  n 
taragoza. 


CAPÍTULO  i.VlII 

Que  trata  de  cómo  menudearen  sobre  Don  Quijote  aventuras  tantas, 
que  no  se  daban  vagar  unas  á  otras. 


¡^  UANuo  Don  Quijote  se  vio  en  la  eanipafia  rasa,  libre  y  desemba- 
razado de  los  requiebros  de  Altisidora,  le  pareció  que  estaba  en 
su  centro,  y  que  los  espíritus  se  le  renovaban  para  proseguir  de 
nuevo  el  asunto  de  sus  caballerías,  y  volviéndose  á  Sancho,  le 
(lijo:  «La  libertad,  Sancho,  es  uno  de  los  más  preciosos  dones  que  á  los 
hombres  dieron  los  cielos;, con  ella  no  pueden  igualarse  los  tesoros  que 
encierra  la  tiei-j-á,  ni  el  mar  encubre:  })or  la  libertad,  así  como  por'  l:i 
honra,  se  puede  y  debe  aventurar  la  vida;  y  por  el  contrario,  el  cauíi- 
verio  es  el  mayor  mal  que  puede  venir  á  los  hombres.  Digo  esto,  San- 
cho, porque  bien  has  visto  el  regalo,  la  abundancia  que  en  este  castillo 
que  dejamos  hemos  tenido;  pues  en  mitad  de  aquellos  banquetes  sazo- 
nados y  de  aquellas  bebidas  de  nieve,  me  parecía  á  mí  que  estaba  me- 
tido entre  las  estrechezas  de  la  hambre,  porque  no  lo  gozaba  con  la  li- 
l>ertad  que  In  gozara,  si  fueran  míos;  que  las  obligaciones  de  las  recom- 
pensas de  los  beneficios  y  mercedes  recebidas  soii  ataduras  que  no  de- 
jan cainpear  al  ánimo  libre.  ¡Venturoso  aquel  á  quien  el  cielo  dio  un 
pedazo  Vle  pan,  sin  que  le  quede  obügación  de  agradecerlo  á  otro  quí 
al  mismo  cielo!)  • 

_  —Con  todo  esto,  dijo  Saiicho,  que  vuesa  merced  me  ha  dicho,  no  es 
bien  que  se  queden  sin  agradecimiento  de  nuestra  parte  docientos 
escudos  de  oro  cpie  en  una  bolsilla  me  dio  el  mayordomo  del  Duque 
<ine,  como  píiiina  y  co:!rortativo,  la  Kuvo  puesta  sobre  el  corazón  parí 


-    PARTE    SEtíUXÜA.  —  CAPITULO    JLVHI 


lo  que  se  ofreciere;  que  iib  8Íeiui)te  litMflós'áe'líállívr  pa^lillqs;  donde'']Jos 
regalen;  que  tal  vez  topareínós  co'ii  a^guíi^is  vcnitas  'donae'jiiQVii^iíJ 

En  estos  y  otros  razónániientos'ibau  los  andantes  cabáUtm.^v' escu- 
dero, cuando  vieroii,  habiendo  andado,  poco  más  de^'una  'lei^ua*,  Jue 
encima  de  la  yerba  de  un  pradillo  vcrI^,  eiicíma  de  süís  jc^ ¡Af^",  ¿stfíSin 
comiendo  hasta  una  docena  de  huinbíes,  .yestidos  4,e  l^l')rádx}|p^^ 
á  sí  tenían  unas  como  sábanas  ,l)lancáp;.<:i/iv,que/cübrj;au  algun^^  cosa. 

que  debajo  estaba;.éstaban  empin{ida¿y/,t^ndiclas/V  de  trecluí'^^^^ 
puestas.  ',.)■.;..;...!,    :...;>.|W,,        ..  i     .    ..^.  ,.,...y^^ 

Llegó  Don  Quijote  á  los  que  comíáií;|jf  salydándQl(j>s,prii»éro  w 
mente,  les  preguntó  que  qut^  era  lo  Vl^e^üéllqs•^ie:^zo's  cübnáp^^ 

Uno  dellos  le  respondió:  «^efior,  debajo  destas  lienzos  están  .'unas 
imagines  de  relieve  y  entalladura,  <jue  han.de  servir  en  uii  retab'lo  qjie 
hacemos  en  nuestra  aldea;  líeyámoslas  cubiertas  porque  no' se  déstlor^ií, 
y  en  hombros  porque  no  se  quiebren».  '.  , ". '.      \ 

—Si  sois  servidos,  respondió  Don  ^Qííí jote,  holgaría  (^e  verÍaá;'pu¿es 
nnági  lies  que  con  tanto  recato  se  lleyanjsin  duda  deben  dcj  ser -buenas. 
—¡Y  cómo  si  lo  f5Óh!,  dijo' otro;  si  no,  dígalo  lo  qiie  cuestan;^ que  er, 
verdad  que  no  hav  ninguna  que  no  esté  en  más  de  cincüejita  ducados; 
y  porque  vea  vuesa  merced  esta  verdad,  espere  vuesa  merced,' y  veüa 
ha  por  vista  de  ojos;  y  levantándose,  dejó  de  comer  y  fué  ^á  quitaría 
'•ubierta  de  la  primera  imagen,  qu«  mostró  ser  la  de  san  .Toi'gé',';piie¿to 
i  caballo,  con  una  serpiente  enroscada  á  ks  pies  y  la  lanza'  atraVesíida 
])or  la  boca,  con  la  fiereza  que  suele  pintarse.  Toda  la'  imagen  'pkrécía 
un  ascua  de  oro,  como  suele  decirse.    '  '  '         .      ' 

Viéndola  Don  Quijote,  dijo:  '«Éste, ¿abálléró  fué  uilo  dé'lókhVéjiTi'f's 
cuidantes  que  tuvo  ia  milióia  divina;  Hainóse  Don  San  Jorge,  y  fué  a c(e- 
!nás  defendedor  de  doncellas.  Veamos  esta  otra >>.  [':':     •■'"'•'  j 

Descubrióla  el  hombre,  y  páVéció  ser  la. de  San  ^fartüi,' l^úesfo'á  ca- 
ballo, que  partía  la  capá  con   el.  pobre;'.' v.  apenas  la  hu'bo  'visfó' ' Don 
Quijote,  cuando  dijo:  «Eátfe  cáímlférp  ta^iniiién''fué  de  lo's'/áveiiMnms 
^cristianos,  y  £reo  que  fué  niás  hber^'que'vTiliente,  cómq  Ío  pijédé's  ed'iar 
-;tlc;vef,  Sancho,  en  que  está  partTeñdó  laVápa^coherpo1if¿' y  Je~^^^^  la 
niitad:  y  sm  duda  debía  de  ^er  ciitóiícW 'invierno;  qué  si' uó;''¿l' 'se '"la 
diera  toda,  según  era  de  carrtíitivo;^ '.''"■''''  /  .'  "'•    '     '•' '  '.''■  '' V*^  "'^'''* 

—No  debió  de  ser  eso/ dijo  \Sati'éíig;^ sin8 .que  se'  deb^^^^       átóíier'al 
reirán  que  dice:  «que  para  dar  V  t¿n^r,  sésó  és  meiíesfer.';''''''',     '  '  "'*''' 

Rióse  Don  Quijote,  y  pidió  (tué-qüitasenótrolieuzo,  detójó'dcií'cíial 

i-  descubrió  la  imagen  del  Paíi-c5n  'de:  las 'Í:spafias,  a  ¿abálTo',' Ja  es  mi  ia 

usangrentada,  atropellando-.mtíro'á  y.'pikndo  cabe2as;  v,''eii  víencloía, 

dijo  Doi  Quijote:  «Este  sí  que  e,s  cábáíléro,' .y  de  las  escuá'árás'fíé'Uqs- 

^o;  é.ste  se  llama  Don  San  ^Diégo  MataiViorok,'^unb  de  los  más  valientes 


774  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

«espondía,  «Este,  dijo  Don  Quijote,  fué  el  mayor  enemigo  que  tuvo  la 
Iglesia  de  Dios  nuestro  Señor,  en  su  tiempo,  y  el  mayor  defensor  suyo 
que  tendrá  jamás;  caballero  andante  por  la  vida,  y  santo  á  pie  quedo 
f)or  la  muerte;  trabajador  incansable  en  la  vida  del  Señor,  doctor  de  las 
gentes,  á  quien  sirvieron  de  escuelas  los  cielos,  y  de  catedrático  y  maes- 
•tro  que  le  enseñase,  el  mismo  Jesucristo». 

No  había  más  imagines;  y  así,  mandó  Don  Quijote  que  las  volvie- 
iSen  á  cubrir,  y  dijoá  los  que  hs  llevaban:  «Por  bu»  n  agüero  he  tenido, 
liermanos,  haber  visto  lo  que  he"  visto;  porque  estos  santos  y  caballeros 
.f)rofesaron  lo  que  yo  profeso,  que  es  el  ejercicio  de  las  armas;  sino  que 
la  diferencia  (¡ue  hay  entre  mí  y  ellrs  es,  que  ellos  fueron  santos  y  pe- 
learon á  lo  divino,  y  yo  soy  ]iecador  y  peleo  á  lo  humano.  Ellos  con 
quistaron  el  citlo  á  fuerza  de  brazos,  ponjue  el  cielo  padece  fuerza;  y 
yo  hasta  agora  no  sé  lo  que  conquisto  á  fuerza  de  mis  Trabajos;  pero  si 
mi  Dulcinea  del  Toboso  saliese  de  los  que  padece,  mejorándose  mi  ven- 
tura y  adobándose  el  juicio,  podría  ser  que  encaminaí-e  mis  pasos  por 
4nejor  camino  del  que  llevo», 

— Dios  lo  oigíi,  y  el  pecado  sea  sordo,  dijo  Sancho  á  esta  ocasión. 

Aflmiráronse  los  liombres,  así  de  la  figura  como  de  las  razones  de 
Don  Quijote,  sin  entender  la  mitad  de  lo  que  en  ellas  decir  quería.  Aca- 
-baron  de  comer,  cargaron  con  sus  imagines,  y,  despidiéndose  de  Don 
Quijote,  siguieron  su  viaje. 

Quedó  Sancho  de  nuevo  como  si  jamás  hubiera  conocido  á  su  señor, 
admirado  de  lo  que  sabía,  pareciÓLdole  que  no  debía  de  haber  historia 
■en  el  mundo,  ni  suceso,  que  no  le  tuviese  cifrado  en  la  uña  y  clavado 
en  la  memoria,  y  díjole:  «En  verdad,  señor  nuestramo,  que  si  esto  que 
nos  \\b  sucedido  boy  se  puede  llamar  aventura,  ella  ha  sido  de  h.s  más 
suaves  y  dulces  que  en  todo  el  discurso  de  nuestra  peregrinación  nos 
han  sucedí' io:  della  habemos  salido  sin  palos  y  sin  sobre-^alto  alguno; 
ui  hemos  echado  mano  á  las  espadas,  ni  hemos  batido  la  tierra  con  los 
toierpos,  ni  quedamos  hambrientos.  jBendito  sea  Dios,  que  tal  me  ha 
deja<io  ver  con  mis  propios  ojos!» 

— ^Tú  dices  bien,  Sancho,  dijo  Don  Qu'jote;  pero  has  de  advertir  que 
«10  todos  los  tiempos  son  unos  ni  corren  de  una  mií-ma  suerte;  y  estos 
que  el  vulgo  suele  llamar  comúnmente  agüeros,  que  no  se  fundan  sobre 
natural  razón  a  guna.  del  que  es  discreto  han  de  ser  tenidos  y  juzgados 
por  buenos  acontecimientos.  Levántase  uno  destos  agoreros  por  la  ma- 
ñana, sale  de  su  casa,  encuéntrase  con  un  fiaile  de  la  Orden  del  bidi- 
aventurado  San  Francisco;  y  como  si  hubiera  encontrado  con  un  grifo, 
vuelve  las  espaldas  y  vuélvese  á  su  casa.  Derrámasele  al  otro  Mendoza 
la  sal  encima  de  la  mesa,  y  derrámasele  á  él  la  melancolía  por  el  corazón 
como  si  estuviese  obligada  la  naturaleza  á  dar  .  eñales  de  las  venideras 
desgracias  con  cosas  tan  de  poro  memento  como  las  referidas.  El  discre- 
to y  cristiano  no  ha  de  andar  en  |  untillos  con  lo  que  quiere  hacer 
-el  cielo.  Llega  Cipión  á  África,  tr(^])ieza  en  saltando  en  turra,  tiénenlo 
|)or  mal  agüero  sus  soldados;  pero  él,  abrazándose  con  el  suelo, 
■dije:  &Ng  te  me  podrás  huir,  África,  porque  te  tengo  asida  y  entre  mis 


PARTE    8E0ÜNDA, CAPITULO    LVIIl  i>D 


brazos.»  Así  que,  Sancho,  el  haber  encontrado  con  estas  imagines,  ha 
sido  para  mí  febeísimo  acontecimiento. 

— Yo  así  lo  creo,  respond  ó  Sancho;  y  querría  que  vuesa  merced  me 
dijese  qué  es  la  causa  por  qué  dicen  los  es{)afK)les,  cuando  quieren  dar 
alguna  batalla,  invocando  a<iucl  .san  Diego  Matamoros:  «Santingo  y  cie- 
rra Espafia.»  ¿Está  por  ventura  Es}>ana  abierta,  y  de  modo  que  es  me- 
nester cerrarla?  ¿O  i\ué  cer^ionia  es  ésta? 

— Simplicísimo  eres,  Sancho,  respondió  Don  Quijote 

y  mira  que  este  gran  caballero  de  la  cruz  bermeja  báselo  dado  Dios  á 
España  por  pjitrón  \  amparo  suyo,  esoecialniente  en  los  rigurosos  tran- 
ces que  con  los  moros  los  es{)añoles  han  tenido;  y  así  le  invocan  y  lla- 
man como  á  defensor  suyo  en  todas  las  batallas  que  acometen,  y  nmchas 
veces  le  han  visto  visiblemente  en  ellas,  derribando,  atropellando,  des- 
truyendo y  matando  los  agarenos  escuadrón»  s;  y  desla  \erdiul  te  pu- 
diera traer  nmchos  ejemplos,  que  en  las  verdaderas  hislorias  españolas 
üe  cuentan. 

Mudó  Sancho  plática,  y  dijo  á  su  amo:  «Maravillado  estoy,  señor, 
de  la  desenvoltura  de  Altisidora,  la  doncella  de  la  Duquesa.  ¡Bravamente 
la  debe  tener  de  herida  y  traspasada  aquel  (lue  llaman  Amor,  <iue  dicen 
que  es  un  rapaz  ceguezuelo,  que  con  estar  lagañoso,  ó  j)(>r  mejor  decir, 
sin  vista,  .si  toma  ])or  blanco  un  corazón,  por  pequeño  que  sea,  le  acier- 
ta y  tras[)asa  de  jiarte  a  parte  con  sus  flechas!  He  oído  decir  también 
que  en  la  vergüenza  y  recato  de  las  doncellas  .se  despuntan  y  embotan 
las  amorosas  saetas;  pero  en  esta  Altisidora  más  paiece  que  se  aguzan 
que  de>|iunlan.* 

— Advierte,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  que  el  amor  ni  mira  respetos 
ni  guardfc  térmijios  de  razón  en  sus  discursos,  y  tiene  la  mi-^ma  condi- 
ción que  la  muerte,  que  así  acomete  los  altos  alcázares  de  los  reyes, 
como  las  humildes  chozas  de  los  pastores;  y  cuando  toma  entera  pose- 
sión de  una  alma,  1«  })nmero  <iue  hace  es  quitarle  el  temor  y  la  ver- 
güenza; y  así,  sin  ella  declaró  Altisidora  sus  deseos,  que  engendraron 
en  mi  pecho  antes  confusión  que  lástima. 

— -¡Crueldad  notoria",  dijo  Sanche,  ¡desagradecimiento  inaudito!  Yo 
de  mí  sé  decir  <|ue  me  rindiera  y  avasallara  la  más  nn'nima  razón  amo- 
rosa suya.  ¡Hideputa,  y  qué  ;  orazón  de  mármol,  qué  entrañas  de  bron- 
ce, y  qué  alma  de  argamasa!  Ptro  no  puedo  pensar  qué  es  lo  (jue  vio 
esta  d<»ncella  en  vuesa  merced,  que  así  la  rindiese  y  avasallase.  ¿Qué 
gala,  qué  brío,  qué  donaire,  qué  rostro,  qué  cada  cosa  jior  sí  destas  ó 
todas  juntas  la  eiuimoraron?  Que  en  verdad,  en  verdad,  que  muchas 
veces  me  i)aro  á  mirar  á  vuesa  merced  desde  la  punta  del  jiie  hasta  el 
í'dtimo  cabello  de  la  cabeza,  y  que  veo  aiás  cosas  i»ara  esj)antar  f|ue  ¡¡ara 
enamorar;  y  habiendo  yo  tembi»  n  oído  decir  que  la  hermosi  ra  es  la 
primera  y  principal  parte  que  enamora,  no  teniendo  vuesa  merced  nin- 
guna, no  sé  yo  de  qué  se  enamoró  la  pobre, 

— Advierte,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  que  hay  dos  maneras  de 
hermosura,  una  del  alma  y  otra  del  cuerpo:  la  del  alma  campea  y  se 


770  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

muestra  en  el  entendimieiíto,  en  la;  horiestidad,  en  el  buen  proóedér,  e 
la  liberalidad  y  en  la  buena  crianza;  y  todas  estas  partes  caben  y  puede 
estar  en  un  liombre  feo;  y  cuando  ce  pone  la  mira  en  esta  bermosur; 
y  no  en  la  del  cuerpo,  suele  nacer  el  amor  con  ímpetu  y  con  vehemei 
cía.  Yo,  Sancho,  bien  veo  que  no  soy  hermoso,  pero  también  conozc 
que  no  soy  disforme;  y  bástale  á  un  hombre  de  bien  no  sermonstru 
para  ser  bien  querido,  conio  tenga  los  dotes  del  alma  que  te  he  di-^hí 

En  estas  razones  y  pláticas  se  iban  entrando  por  una  selva  que  fu( 
ra  del  camino  estaba;  y  á  deshora,  sin  pensar  en  ello,  se  halló  Don  Qu 
jote  enredado  entre  unas  redes  de  hilo  verde,  que  desde  unos  árboles 
otros  estaban  tendidas;  y  sin  poder  imaginar  qué  pudiese  ser  aquellí 
dijo  á  Sancho:  «Paréceme,  Sancho,  que  esto  destas  redes  debe  ser  un 
de  las  más  nuevas  aventuras  que  pueda  imaginar.  Que  me  maten,  í- 
los  encantadores  que  me  persiguen  no  quieren  enredarme  en  ellfsy  dt 
tener  mi  camino,  como  en  venganza  de  la  riguridad  que  co  i  Altisidor; 
he  tenido.  Pues  mandóles  yo  ([ue,  aunque  estas  redes,  así  como  soi 
hechas  de  hilo  verde,  fueran  de  durísimos  diamantes,  y  más  fuerte 
que  aquella  con  que  el  celoso  dios  de  los  herreros  enredó  á  Venus  y  ; 
Marte,  así  las  rompiera  como  si  fueran  de  juncos  marin-os  ó  de  hilacha; 
de  algodón.  ■> 

Y  queriendo  })asar  adelante  y  romperlo  todo,  al  improviso  se  le  ofre 
cieron  delante,  saliendo  de  entren  ios  árboles,  dos  hermosísimas  pasto 
ras,  á  lo  menos  vestidas  como  pastoras, sino  que  los  peí  icos  y  sayas  erar  -. 
de  fino  brocado...  digo  que  las  sayjs  er^n  riquísimos  faldellines  de  tab  '• 
de  oro.   Traían  los  cabellos  sueltos  por  las  espaldas,  que  en  rubios  pa 
dían  competir  con  los  rayos  del  mismo  sol,  los  cuales  se  coronaban  corí 
dos  guirnaldas,  de  verde  iaurjly  de  rojo  amaranto  tejidas;  la  edad,  a 
parecer,  ni  bajaba  de  los  quince,  ni  pasaba  de  los  diez  y  ocho.  Visita  fut 
ésta  que  admiró  á  Sancho;  suspendió  á  Don  Quijc  te;  y  reparando  en  éJÍ 
las  pastoras,  la  sorpresa  tuvo  en  maravilloso  silencio  á  todos  cuatro.  En 
fin,  quien  primero  habló  fué  una  de  las  dos  zagalas,  que  dijo  á  Don 
Quijote:    Detened,  señor  caballero,  el  paso,  y  no  rompáis  las  redes;  que 
no  para  d  jño  vuestro,  sino  para 'nuestro  pasatiempo,  ahí  están  tendidas: 
y  porque  sé  que  nos  habéis  de  ípreguntar  para  qué  se  han  puesta 
quién  somos,  os  lo  quiero  decir  en  breves  palabras.  En  una  ald:a  (¡nf 
está  hasta  d:;s  leguas  de  laquí,  donde  hay  niucha  geijte  principal  y  mu- 
chos hidalgos  y  ricos,  entre  nnuchos  amigos  y  parientes  se  concertó  (pie 
con  sus  hijos,  mujeres  y  hijas;  vecinos,  amigos  y  parientes,  nos  viniése- 
mos á  holgar  á  este  sitio,  que  es  uno  de  los  más  agradables  de  todos 
estos  contornos,f;rmand('  entre  todos  una  nueva  y  ]iastoril  Arcadia,  • 
tiendonos  las  doncellas  de  zagalas,  y  los  mancebos  de  })astores:  trae! 
estudiadas  dos  églogas,  una  del  famosopoetaÍTarcilaso,  y  otrii  del  e:\ 
lentísimo  Camoes,  en  su:  misma  Jongua  pe  rtuguesa,  las  cuales  hasta  ii 
ra  no  hemos  reprcE^entado.  Ayerd'ué  e\  primero  día  que  aquí  llegamos; 
nemos  entre  estos  ramos  plaaítadas  algunas  tiendas,  que  dicen  se  llar: 
de  campaña,  en  el  margen  de  ün  abundoso  arroyo  que  todos  estos  pr;; 
fertiliza;  tendimos  la  noche  ;pa<íadia  estas  redes  de  estos  írboles,  par8 


l'AÜXK-SKfiLi.NDA.-  -CATITUJ.O     UViH  .       (ti 


ñafiar  los  simples  pajarillos  que,  ojeados  con  nuestro  ruido,  vinieren  a 
«lar  en  ellas.  Si  ijustais,  señor,  de  ser  nuestro  huésped,  seréis  agasajado 
liberal  y  cortésniente,  jmrque  por  agora  en  este  sitio  no  ha  de  entrar  l;i 
pesadutnbre  ni  la  melancolía.» 

Calló,  y  no  dijo  más;  á  lo  que  respondió  Don  (Quijote:    «Por  cierto, 
hermosísima  señora,   que   no  debió  quedar  más  suspenso  ni  admirado 
.Vcteón  cuando  vio  al  improviso  bañarse  en  las  agua>í  á  Diana,  como  ye 
he  quedado  atíinito  en  ver  vuestra  belleza.  Alabo  el  asunto  de  vuestro 
entretenimientos,  y  el  de  vuestros  ofrecimientos  a<rradezco;  y  si  os  pu( 
do  servir,  con  seguridad  de  ser  obedecidas  me  lo  ])odéis  mandar,  [)oi 
<iue  no  es  otra  la  profesión  nn'a.  sino  de  mostrarme  agradecido  y  bien 
hechor  con  todo  género  de  gente,  en  especial  con  la  principal,  que  vues 
tras  personas  representan;  y  si  como  estas  redes  deben  de  ocuparalgüí 
pequeño  es])acio,   ocuparan  toda  la  redondez  de  la  Tierra,  buscara  \'< 
nuevos  mundos  }>or  do  pasar  sin^-onq)erlas;  y  ponjue  deis  fclgún  crédi 
to  á  esta  mi  exageración^  ved  que  os  lo  promete,  por  lo  menos,  Don  Qui- 
jote de  la  Mancha,  si  es  que  ha  llegado  á  vuestros  oídos  este  nombre.» 

— ¡Ay  amiga  de  mi  alma,  dijo  entonces  la  otra  zagala,  y  qué  ventn 
ra  tan  grande  nos  ha  sucedido!   ;,Ves  este  señor  que  tenemos  delante 
Pues  hágote  saber  que  es  el  más  valiente  y  el  más  enamorado  y  el  m;i 
comedido  que   tiene  el  mundo,  si  no  es  que  nos  miente  y  nos  engañ;i 
ima  historia  que  de  sus  hazañas  anda  impresa  y  yo  he  leído.  Yo  apo^^ 
taré  que  este  buen  hombre  que  viene  con  él  es  un  tal  Sancho  Panza,  su 
escudero,  á  cuyas  gracias  no  hay  ningunas  que  se  leí  igualen. 

— Así  es  la  verdad,  dijo  Sancho,  que  yo  soy  ese  gracioso  y  ese  escu- 
dero que  vuesa  merced  dice,  y  este  señor  es  mi  Emo,  el  mismo  Don 
Quijote  de  la  Mancha,  historiado  y  referido. 

— ^¡Ay!,  dijo  la  otra,  supliquémosle,  amiga,  que  se  quede;  que  nuestro 
padres  y  nuestros  hermanos  gystarán  en  infinito  dello;  que  también  li* 
oído  yo  liecir  de  su  valor  y  de  sus  gracias  lo  mismo  (pie  tú  me  has  di 
«ho;  y  sobre  todo,  dicen  del  (jue  es  el  más  lirme  y  más  leal  enamorado 
que. se  sabe,  y  que  su  dama  es  una  tal  Dulcincii  del  Toboso.  ¡í  (¡nicn  en 
toda  España  la  dan  la  palma  de  la  .hermosum 

— Con   razón  se  la  dan,  dijo  Don  Quijote,  si  ya  no  lo  pone  en  <luda 
\  uestra  sin  igual. belleza.  No  os  canséis,  señoras,  en  detenerme,  ponjue 
las  precisas  obligaciones  de  ini  profesión  no  me  dejan  reposar  en  nin 
gún  cabo. 

Llegó  en  esto  adonde  los  cuatro  estaban  un  hermano  de  una  de  h\ 
dos  pastoras,  vestido  asimismo  de  ])astor.  con  la  riqueza  y  gala  que  ; 
las  de  las  zagalas  correspondía,  (.'ontáronlo  ellas  (jue  el  que  con  ellt: 
estaba  era  el  valeroso  Don  Quijote  de  la  Mancha,  y  el  otro,  hu  escudei 
San  -lio,  de  quien  tenía  él  ya  noticia  por  haber  leído  su  hi-storia;  oñ\ 
ciósele  el  gallardo  pastor,  pidióle  que  se  viniese  con  él  á  sus  tiendas 
liúbolo  de  conceder  Don  Quijote,  y  así  lo  hizo.  .  i 

^  Jvlegó  en  esto  el  ojeo,  llenáronse  ks  redes  de  pajarillos  diferente- 
que,  engañados  de  la  color  de  las  redes,  caían  en  el  peligro  de  que  ibaí 
huvcn.ido.  Juntáron.>-o  en  ?iini(J  sifvo  jnás  de  tr^iohi  otT^cuiJis  iodn-sbi/  i 


<  íS  J)ON  QUIJOTE   DE  LA  MANCHA 

Trámente  de  pastores  y  pastoras  vestidas,  y  en  un  instante  quedaron  en 
teradas  de  quiénes  eran  Don  Quijote  y  su  escudero,  de  <iiie  no  poco 
contento  recil)iei'on,  porque  ya  tenían  del  noticia  por  su  historia.  Acu- 
dieron á  las  tiendas,  hallaron  las  mesas  puestas,  ricas,  abundantes  y 
limpias;  honraron  á  Don  Quijote,  d.ándole  el  primer  lugar  t-n  ellas:  mi- 
rábanle todos,  y  admirál)anse  de  verle. 

Finalmente,  alzados  los  manteles,  con  gran  reposo  alzó  Don  Quijote 
la  voz  y  dijo:  «Entre  los  pecados  mayores  que  los  hombres  cometen, 
aunque  algunos  dicen  que  es  la  soberbia,  yo  digo  que  es  el  desagrade- 
cimiento, ateniéndome  á  lo  oue  suele  decirse,  que  de  los  d^-sagradecidos 
está  lleno  el  infierno.  Este  pecado  en  cuanto  me  ha  sido  posible,  he  pro- 
curado yo  huir  desde  el  instante  que  tuve  uso  de  razón;  y  si  no  puedo 
pagíir  las  buenas  obras  que  me  hacen  con  otras  obras,  pongo  en  su  lu- 
gar los  deseos  de  hacerlas;  y  cuando  éstos  no  bastan,  las  publico,  por 
que  quien  di?e  y  publica  las  buenas  obras  que  recibe,  también  las  re- 
compensara con  otras  si  pudiera;  porque,  por  la  mayor  parte,  los  que 
reciben  son  inferiores  á  los  que  dan;  y  así  es  Dios  sobre  todos,  porque 
es  dador  sobre  todos,  y  no  pueden  corresponder  las  dádivas  del  hombre 
á  las  de  Dios  con  igualdad,  por  infinita  distancia;  y  esta  estreeheza  y 
cortedad,  en  cierto  modo,  la  suple  el  agradecimiento.  Yo,  pues,  agrade- 
-cido  á  la  merced  que  aquí  se  me  ha  hecho,  no  pudiendo  corresponder 
á  la  misma  medida,  coiteniéndome  en  los  estrechos  límites  de  mi  po- 
derío, ofrezco  lo  que  puedo  y  lo  que  tengo  de  mi  cosecha;  y  así,  digo 
que  sustentaré  dos  días  naturales,  en  mitad  de  ese  camino  real  que  va 
á  Zaragoza,  que  estas  señoras,  zagalas  contraliechas  que  aquí  están,  son 
las  más  hermosas  doncellas  y  más  corteses  que  hay  en  el  mundo,  exce- 
tando  sólo  á  la  sin  par  Dulcinea  del  Toboso,  vínica  señora  de  mis  pen- 
samientos, "on  paz  sea  dicho  de  cuantos  y  cuantas  me  escuchan.» 

Oyendo  lo  cual  Sancho,  que  con  grande  atención  le  había  estado 
csci'.chando,  d  indo  una  gran  voz,  dijo:  «¿Es  posible  que  haya  en  el  mun- 
d )  personas  que  se  atrevan  á  decir  y  á  jurar  que  este  mi  señor  es  loco? 
Digan  vuesas  mercedes,  señores  pastores:  ¿hay  cura  de  aldea,  por  dis- 
creto y  por  cí-tudiante  que  sea,  que  pueda  decir  lo  que  mi  amo  ha  di- 
cho, ni  hay  caballero  andante,  por  más  fama  que  tenga  de  valiente, 
que  pueda  ofrecer  lo  que  mi  amo  aquí  ha  ofrecido.» 

Volvióse  Don  Quijote  á  8  nicho,  y  encendido  el  rostro  y  colérico, 
le  dijo:  «¿Es  posible,  ¡oh  Sancho!,  que  haya  en  todo  el  orbe  alguna 
persona  que  diga  que  no  tres  tonto,  aforrado  de  lo  mismo,  con  no  sé 
qué  ribetes  de  malicioso  y  de  bellaco?  ¿Quién  te  mete  á  ti  en  mis  co- 
sas, y  en  averiguar  si  soy  discreto  ó  majadero?  Calla  y  no  me  repli- 
ques, sino  ensilla,  si  está  desensillado,  á  Rocinante.  Vamos  á  poner 
en  efeto  mi  ofrecimiento;  que  con  la  razón  que  va  de  mi  parte,  puedes 
dar  por  vencidos  á  todos  cuantos  quisieren  contradecirla»;  y  con  gran 
furia  y  nmestras  de  enojo  se  levantó  de  la  silla,  dejando  admirados  á 
los  circunstantes,  haciéndoles  dudar  si  le  podían  tener  por  loco  ó  por 
cuerdo. 

Finalmente,  habiéndole  persuadido  que  no  se  pusiese  en  tal  demau- 


PAUTE    8í:GUNDA. CAPITULO    LVIII 


779 


da,  que  ellos  daban  por  bien  conocida  su  agradecida  voluntad,  y  que  no 
eran  menester  nuevas  demostraciones  para  conocer  su  ánimo  vnleroso, 
pues  bastaban  las  que  en  la  historia  de  sus  hechos  se  referían;  con  todo 
esto,  salió  Don  (Quijote  con  su  intención,  y  puesto  sobre  Uociunnte,  em- 
brazando su  escudo  y  tomando  su  lanza,  se  puso  en  la  mitad  de  un  real 
camino  que  no  lejos  del  verde  prado  estaba.  Siijuióle  Sancho  sobre  su 
Rucio,  con  toda  la  gente  del  pastoral  rebaño,  deseosos  de  ver  en  qué 
paraba  su  arrogante  y  nunca  visto  ofrecimiento. 


Pasaron  sobn-  Don  Qnijotc  y  sobro  Sancho,  Rocinant  •  y  rl  Rucio,  dando  a n  todos  olios  e:i  tierra, 
echándolos  á  rodar  por  il  suelo. 


Puesto,  pues,  Don  Quijote  en  mitad  del  camino,  como  se  ha  dicho, 
'hirió  el  aire  con  semejantes  palnbras:  «¡Oh  vosotros  pasajeros  y  vian- 
dantes, caballeros,  escuderos,  gente  de  á  pie  y  de  á  caballo,  que  por  este 
camino  pasáis  ó  habéis  de  pasar  en  estos  días  .siguientes!  Sabed  que  Don 
Quijote  de  la  Mancha,  caballero  andante,  está  aquí  puesto  ])ara  defen- 
der que  á  todas  las  hermosuras  y  cortesías  del  mundo  ex'-ed(  n  las  (pie 
se  encierran  en  las  ninfas  hal)itadoras  destos  prados  y  bos(|Uos,  dejando 
á  un  lado  á  la  señora  de  mi  alma,  Dulcinea  del  Toboso:  por  eso,  el  (jue 
fuere  de  parecer  contiario  acuda,  que  aquí  le  espero.» 

Dos  veces  repitió  estas  mismas  razones,  aquel  día  y  otro,  y  dos  ve 
ees  no  fueron  oídas  de  ningún  aventurero;  pero  la  suerte,  que  sus  cosas 
iba  encaminando  de  mejor  en  mejor,  ordeiK)  que  el  segundo  día  se  des 
cubriese  por  el  camino  muchedumbre  de  hombres  de  á  caballo,  y  mu- 
chos dellos  con  lanzas  en  las  manos,  caminando  todos  apiñados  de  tro 
peí  y  á  gran  priesa.  Xo  los  hubieron  bien  visto  los  que  con  Don  Quijo 


1^')  DON    QUIJOTE    IJE    LÁ    MANCHA 


te  eítaban,  cuando,  volviendo  las  espaldas,  se  apartaron  bien  lejos  dfel 
camino,  porque  conocieron  que  si  esperaban,  les  podía  suceder  algún 
])eligro;  sólo  Don  Quijote,  con  intréi)ido  corazón,  se  estuvo  quedo,  y 
►Sandio  Panza  se  escudó  con  las  ancas  de  Rocinante. 

Llegó  el  tropel  de  los  lanceros,  y  uno  delios  que  venía  más  adelan- 
te, á  grandes  voces  comenzó  á  decir  á  Don  Quijote:  «Apártate,  hombre 
del  diablo,  del  camino;  que  te  harán  pedazos  estos  toros». 

— Ea,  canalla,  respondió  Don  Quijotí-,  para  mí  no  hay  toros  que  val- 
gan, aunque  sean  de  los  más  bravos  que  cría  Jarama  en  sus  riberas. 
Confesad,  malandrines,  así  á  carga  cerrada,  que  es  verdad  lo  que  yo 
aquí  he  publicado;  si  no,  conmigo  sois  en  batalla. 

No  tuvo  lugar  de  responder  el  vaquero,  ni  Don  Quijote  le  tuvo  de 
desviarse,  aunque  quisiera;  y  así,  el  tropel  de  los  toros  bravos  y  el  de 
los  mansos  cabestros,  con  la  multitud  de  los  vaqueros  y  otras  gentes 
que  á  encerrar  los  llevaban  á  un  lugar  donde  ocro  día  habían  de  correr- 
se, pasaron  sobre  Don  Quijote  y  sobre  Sancho,  Rocinante  y  el  Rucio, 
dando  con  todos  ellos  en  tierra,  echándolos  á  rodar  por  el  suelo.  Quedó 
molido  Sancho,  esi)antado  Don  Quijote,  aporreado  el  Rucio,  y  no  muy 
católico  Rocinante;  pero,  en  ñn,  se  levantaron  todos;  y  Don  Quijote  á 
gran  priesa,  tropezando  aquí  y  cayendo  allí,  comenzó  á  correr  tras  la 
vacada,  diciendo  á  voces:  «Deteneos  y  esperad,  canalla  malandrína, 
(pie  un  solo  caballero  os  espera,  el  cual  no  tiene  condición  ni  es  de  pa- 
i-ecer  de  los  ((ue  dicen  que  al  enemigo  que  huye,  hacerle  la  puente  de 
l)lata.>^ 

Pero  no  por  eso  se  detuvieron  los  apresurados  corredores,  ni  hicie- 
ron más  caso  de  sus  amenazas  que  de  las  nubes  de  antaño.  Detúvole  el 
cansancio  á  Don  Quijote,  y  más  enojado  que  vengado,  se  sentó  en  el 
camino,  esperando  á  que  Sancho,  Rocinante  y  el  Rucio  llegasen.  Lle- 
garon, volvieron  á  subir  amo  y  mozo,  y  sin  volver  á  despedirse  de  la 
Arcadia  ñngida  ó  contrahecha,  y  con  más  vergüenza  que  gusto,  siguie- 
ron su  camino. 


cAPrriLo  Lix 

onde  se  cuenta  el  extraordinario  suceso,  que  se  puede  tener  por  aventura 
que  le  sucedió  á  Don  Quijote. 


L  polvo  y  al  cansancio  que  Don  C¿uijote  y  Sancho  sacaron  del 
descomedimiento  de  los  toro?,  socorrió  una  fuente  clara  y  lim- 
pia, que  entre  una  fresca  arboleda  hallaron,  en  el  margen  de 
^^y^  la  cual,  dejando  libres,  sin  jáquima  y  freno,  al  Rucio  y  á  Ro- 
ñante, los  dos  asendereados,  amo  y  mozo,  se  sentaron.  Acudió  San- 
io á  la  repostería  de  sus  alforjas,  y  dellas  sacó  de  lo  que  él  solía  Ua- 
lar  condumio;  enjuagóse  la  boca  y  lavóse  Don  (Quijote  el  rostro,  con 
ayo  refrigerio  cobraron  aliento  los  espíritus  desalentados.  No  comía 
on  Quijote,  de  puro  pesaroso,  y  Sancho  no  osaba  tocar  á  los  raanja 
•s  que  delante  tenía,  de  puro  comedido,  y  esperaba  á  que  su  señor  hi- 
ese  la  salva;  pero  viendo  (|Uo  llevado  de  sus  imaginaciones,  no  se 
•ordaba  de  llevar  el  pan  a  la  boca,  abrió  la  suya,  y  atropellando  j)or 
'do  género  de  crianza,  comenzó  á  embaular  en  el  estómago  el  pan  y 
,ieso  que  se  le  ofrecía. 

— Come,  Sancho  amigo,  dijo  Don  Quijote;  sustenta  la  vida,  (pie  mas 
ae  á  mí  te  imi)orta,  y  déJAme  morirá  mí  a  manos  de  mis  pensamien- 
■s  y  á  fuerza  de  mis  desgracias.  Yo,  Sancho,  nací  para  vivir  nmrien- 
),  y  tú  para  morir  comiendo;  y  porque  veas  que  te  digo  verdad  en 
;to,  considérame  impreso  en  historias,  famoso  en  las  armas,  comedido 
1  mis  acciones,  respetado  de  príncipes,  solicitado  de  doncellas;  y  al 
ibo,  al  cabo,  cuando  esperaba  pahr^as,  triunfos  y  coronas,  granjeadas 
merecidas  })or  mis  valerosas  liazañas,  me  he  visto  esta  mañana  pisa- 
1  y  acoceado  y  molido  de  los  pies  de  animales  indómitos  y  feroces, 
sta  consideración  me  embota  los  dientes,  entorpece  las  muelas  y  en- 


782  .  DON  QIJIJOTE  DE   LA  MANCHA 

tomece  las  manos,  y  quita  de  todo  en  lodo  la  gana  del  comer,  de  mane 
ra  que  pienso  dejarme  morir  de  hambre,  mmrte  la  más  cruel  de  las 
muertes. 

— Desa  manera,  dijo  Sancho,  sin  dejar  de  mascar  apriesa,  no  apro 
bará  vue.-a  merced  aquel  refrán  que  dice:  «Muera  Marta,  y  muera  liar- 
la»: yo  á  lo  menoí  no  pienso  matarme  á  mí  mismo;  antes  pienso  hacer 
como  el  zapatero,  que  tira  el  cuero  con  los  dientes  hasta  f|ue  le  hace 
llegar  donde  él  quiere;  yo  tiraré  mi  vida  comiendo,  liasta  que  llegue  al 
fin  que  le  tiene  determinado  el  cielo;  y  sepa,  señor,  que  no  hay  mayor 
locura'  que  la  que  toca  en  querer  desesperarse  como  vuf  sa  merced;  y 
créame,  y  después  de  comido  échei^e  á  dormir  un  poco  sobre  los  colcho-, 
nes  verdes  destas  yerbas,  y  verá  como  cuando  dtspieite  se  halla  más 
aliviado. 

Hízolo  así  Don  Quijote,  pareciéndole  que  las  razones  de  Sancho 
más  eran  de  filósofo  que  de  mentecato,  y  díjole:  «Si  tú,  ¡oh  Sancho!,  qui- 
sieses hacer  por  mí  lo  que  yo  agora  te  diré,  serían  mis  alivios  más  cier- 
tos y  mis  pesadumbres  no  tan  grandes;  y  es,  que  mientras  yo  duermo, 
obedeciendo  tus  consejos,  tú  te  desviases  un  i)oco  lejos  de  aquí,  y  con 
las  rier  das  de  Rocinante,  echando  al  aire  tus  carnes,  te  dieses  trecien- 
tos ó  cuatrocientos  azotes  á  buena  cuenta  de  los  tres  mil  y  tantos  que 
te  has  de  dar  por  el  desencanto  de  Dulcinea;  que  es  lástima  no  pequeña 
que  aquella  [xibre  señora  esté  encantada  por  tu  descuido  y  negligencia, 

— Hay  mucho  que  decir  en  eso,  dijo  Sandio;  durmamos  por  ahora 
entrambos;  y  después.  Dios  dijo  lo  que  será.  Sepa  vuesa  merced  que 
esto  de  azotarse  un  hombre  á  sangre  fría  es  cosa  recia,  y  más  si  caen 
los  azotes  sobre  un  cuerpo  mal  sustentado  y  peor  comido.  Tenga  pa- 
ciencia mi  señora  Dulcinea;  que  cuando  menos  se  cate,  me  verá  he- 
cho una  criba  de  azotes;  y  hasta  la  muerte  todo  es  vida:  fjuiero  decir, 
que  aún  yo  la  tengo,  junto  con  el  deseo  de  cumplir  con  lo  que  he  pro- 
metido. 

Agradeciéndoselo  Don  Quijote,  comió  algo,  y  Sancho  mucho,  y 
echáronse  á  dormir  entrambos,  dejando  á  su  albedrío,  y  sin  orden  al- 
guna, pacer  de  la  abundosa  yerba,  de  que  aquel  prado  estaba  lleno,  á 
los  dos  continuos  compañeros  y  amigos,  Rocinante  y  el  Rucio.  Desper- 
taron algo  tarde,  volvieron  á  subir  y  á  seguir  su  camino,  d;ín(lose  prie- 
sa para  llegar  á  una  venta  que,  al  parecer,  una  legua  de  allí  se  descu- 
bría: digo  que  era  venta,  porque  Don  Quijote  la  llamó  así,  fuera  del 
uso  que  tenía  de  llamar  á  todas  las  ventas  castillos.  Llegaron,  pues,  a 
ella;  preguntaron  al  huésped  si  había  posada.  Fuéles  respondido  que  sí, 
con  toda  la  comodidad  y  regalo  que  i)udieran  hallar  en  Zaragoza.  Apeá- 
ronse, y  recogió  Sancho  su  repostería  en  un  aposento,  de  quien  el  hués- 
ped le  dio  la  llave.  Llevó  las  bestias  á  la  caballeriza,  echóles  sus  pien- 
sos, salió  á  ver  lo  que  Don  Quijote,  que  estaba  sentado  sobre  un  poyo, 
le  mandaba,  dando  particulares  gracias  al  cielo  de  que  á  su  amo  no  le 
hubiese  parecido  castillo  aquella  venta. 

Llegóse  la  hora  del  cenar,  recogiéronse  á  su  estancia,  preguntó  San- 
cho al  huésped  que  qué  tenía  para  darles  de  cenar. 


rAKTK    SÜ^.UííDA.^ — OArÍTUL.O    LIX  783 


A  lo  que  el  huésped  respondió  que  su  boca  sería  medida;  y  asi,,  que 
pidiese  lo  que  quisiese;  que  de  las  pajaricas  del  aire,  de  las  aves  de  la 
tierra  y  de  los  pescados  del  mar  estaba  proveída  aquella  venta, 

— No  es  menester  tanto,  respondió  Sancho;  que  con  un  par  de  pollos 
que  nos  asen  tendremos  lo  suficiente,  porque  mi  señor  es  dehcadQ  y 
come  poco,  y  yo  no  soy  tragantón  en  demasía. 

Respondióle  el  huésped  que  no  tenía  pollos,  porque  los  miónos  lot? 
tenían  asolados. 

— Pues  mande  el  señor  huésped,  dij.o, SancliQ»  tisiar  una  jiolla.  qne  sojí 

<i^"ia-  i-     ..  •    .w/,.,v-...^v. 

— ¡Polla,  mi  padre!,  respondió  el  huésped;  en  vterdad,  en  verdad,  qut 
envié  ayer  á  la  ciudad  á  vendqr  más  de  cincuenta;  pero,  í'ueva  de  [mllas.. 
pida  vuesa  merced  lo  que  quisiere. 

— Desa  manera,  dijo  Sancho,  no  faltará  ternera  ó  cabrito. 
-En  casa,  por  ahora,  respondió  el  huésped,  no  lo  hay,  porque  se  ha- 
acabado;  pero  la  semana  que  viene  lo  habrá  de  sobra. 

— ¡Medrados  estamos  con  esoJ,  respondió  Sancho;  yo  pondré  que  se- 
vienen  á  resumir  todas- estas  faltas  en  las  sobras  qu3  debe  de  haber  d^ 
tocino  y  huevos. 

— ¡Por  Dios;  respondió  el  huésped,  qtie.. es  gentil  relente  el  que  mi 
huésped  tiene;  pues  hele  dicho  que  ni  tengo  pollas  ni  gallinas,  y  quie- 
re que  tenga  huevos!  Discurra,  si  quisiere,  por  otras  delicadezas,  y  dé- 
jese de  pedir  gallinas. 

— Resolvámonos,  ¡cuerpo  de  mí!,  dijo  Sancho,  y  dígame  finalmente  le 
que  tiene,  y  déjese  de  discurrimientos.  ,..  ••    ^ 

—Señor  huésped,  dijo  el  ventero,  lo  que  real  y  verdaderamen%  tengo 
son  dos  uñas  de  vaca,  que  parecen  manos  de  ternera,  ó  dos  manos  de 
ternera  que  parecen  uñas  de  vaca:  están  cocidas  con  sus  garbanzos^,  ce- 
bollas y  tocino,  y  la  hora  de  ahora  están  diciendo:  «cómeme,  cómeme» 

— Por  mías  las  marco  desde  aquí,  dijo  Sancho;  y  nadie  las  toque;  que 
yo  las  pagaré  mejor  que  otro;  porque  para  mí  niíiguna  otra  cosa  pudie- 
ra esperar  de  más  gusto;  y  no  se  me  daría  nada  que  fuesen  manos,  como 
ni  que  fuesen  uñas.  ' 

—Nadie  las  tocará,  dijo  el  ventero;  porque  otros  huéspedes  que  ten- 
go, de  puro  principales,  traen  consigo  cocinero,  despensero  y  repostería  . 

—Si  por  principales  va,  dijo  Sancho,  ninguno  más  que.  mi  amo;  pero 
el  oficio  que  él  trae  no  permite  despensas  ni  botellerías:  ahí  nos  tende- 
mos en  mitad  de  un  [)rado,  y  nos  hartamos  de  bellotas  ó  de  nísperos.. 
Esta  fué  la  plática  que  Sancho  tuvo  con  el  ventero,  sin  querer  SaE- 
cho  pasar  adelante  en  responderle;  que.  ya  le  Ixabía  preguntado  qué  ofi- 
cio ó  qué  ejercicio  era  el  de  su  amo.  .  ..•• 

Llegóse,  pues,  la  hora  del  cenar,  recogióse  á  sa  estancia  Dort  Qui- 
jote, trujo  el  huésped  la  olla,  así  como  estaba,  y  sentóse  á  cenar  muy  d6 
propósito.  ,  .  .,  , .  '      ,' 

Parece  ser  que  en  otro  aposento  que  juntQ  ¿I  de  ÍDon  Quijote  este.- 
ba,  que  no  le  dividía  más  que  un  sutil  tabique,  .oyó- decir  Don  Quijote: 
«Por  vida  de  vuesa  merced,  señor  don  Jerónimo,  que  en  tanto  que  traéii 
B.  p.-xx  r,^" 


784  DON    QUIJOTIS    DK   LA    MANCHA 


Ijál.cena,  lea  oaos  otro  capítulo  de  la  segunda  parte  de  Don  Qttijote  de  la 
Mancha. » 

Apenas  oyó  su  nombre  Don  Quijote,  cuando  se  puso  en  pie,  y  con 
ordo  alerta  escuchó  lo  que  dél  trataban,  y  oyó  que  el  tal  don  Jerónimo 
referido  respondió:  «¿Para,  qué  qui&re  vuesa  merced,  señor  don  Juan, 
que^  leamos  estos  disparates,  si  el  que  hubiere  leído  la  primera  parte  de 
la.  historia  de  Don  Quijote  de  la  Mancha  no  es  posible  que  pueda  tener 
gusto  en  leer  esta  segunda?» 

— Con  todo  eso,  dijo  el  don  Juan,  sera  bien  leerla,  pue^  no  hay  libro 
l;an  malo  que  no  tenga  alguna  cosa  buena. 

.   —Lo  que  á  mí  en  éste  más  me  desplace,  es  que  pinta  li  Don  Quijote 
ya  desenamorado  de  Dulcinea  del  Toboso. 

Oyendo  lo  cual  Don  Quijote,  Ueno  de  ira  y  de  despecho,  alzó  la  voz 
y^dJLJo:  «Quienquiera  que  dijere  que  Don  Quijote  de  la  Mancha  ha  ol 
vfdado  ni  puede  olvidar  á  Dulcinea  del  Toboso,  yo  le  haré  entender 
con  armas  iguales  que  va  muy  lejos  de  la  verdad;  porque  la  sin  par 
Dulcinea  del  Toboso  ni  puede  ser  olvidada,  ni  en  Don  Quijote  puede 
caber  olvido:  su  blasón  es  la  íirmeza,  y  su  profesión  el  guardarla  toda 
>su  vida  y  sin  hacerle  tuerto  algimo». 

— ¿Quién  es  el  que  nos  responde?,  respondieron  del  otro  aposento. 
' — ¿Quién  ha  de  ser,  respondió  Sancho,,  sino  el  mismo  Don  Quijote 
de  la  Mancha,  que  hará  bueno  cuanto  ha  dicho,  y  aun  cuanto  dijere? 
Que  al  buen  pagador  no  le  duelen  prendas. 

Apenas  hubo  dicho  esto  Sancho,  cuando  entraron  por  la  puerta  do 
su  aposCTito  dos  caballeros  (que  tales  lo  parecían);  runo  deílos,  ecíiando 
los  brazos  al  cuello  de  Don  Quijote,  le  dijo: 

— iíi  vuestra  presencia  puede  desmentir  vuestro  nombre,  ni  vuestro 
nombre  puede  no  acreditar  vuestra  presencia.  Sin  duda,  vos,  señor,  sois 
el  verdadero  Don  Quijote  de  la  Mancha,  norte  y  lucero  de  la  andante 
caballería,  á  despecho  j.  pesar  del  que  ha  querido  usur[)ar  vuestro  nom- 
bre Y  aniquilar  vuestras  hazañas,  com.o  lo  ha  hecho  el  autor  deste  libro, 
que  aquí  os  entrego. 

Y  poniéndole  un  libro  en  las  manos,  que  traía  su  compañero,  le 
tomó  Don  Quijote;  y,  sin  responder  palabra,  comenzó  á  hojearle,  y  de 
ídií,  á  un  poco,  se  le  volvió  diciendo:  «En  esto  poco  que  he  visto,  he  ha- 
llado tres  cosas  en  este  autor  dignas  de  reprehensión.  La  primera  es  al- 
grmag  palabras  que  he  leído  en  el  prólogo;  la  otra,  que  el  lenguaje  es 
íuagonés,  porque  tal  vez  escribe  sfn  artícrdcs;  y  la  tercera,  que  más  le 
confirma  por  ignorante,  es  que  yerra  y  se  desvía  de  la  verdad  en  lo  más 
principal  de  la  historia,  porque  aquí  dice  que  la  mujer  de  Sancho  Pan- 
'£stj  nú  escudero,  se  Uama  Mari  Grutiérrez,  y  no  se  llama  tal,  sino  Teresa 
Fanza;  y  quien  en  esta  parte  tan  priiicipal  yerra,  bien  se  podrá  temer 
que  yerre  en  todas  las  demás  de  la  historia». 

A  esto  dijo  Sancho:  c ¡Donosa  traza  de  historiador,  por  cierto!  ¡Bien 
debe  de  estar  en  el  cuento  de  nuestros  sucesos,  x>^es  llama  á  Teresa 
Panza,  mi  mujer,  Mari  Gutiérrez!  Torne  á  tomar  el  libro,  señor,  y  mire 
.<í  ando  yo  por  ahí,  y  si  me  ha  mudado  el  nombre». 


VAliTE    HJSGUNOA.       CAI'ITUIjO    LIX  T^^f) 


— Por  lo  que  os  he  oído  liablar,  amigo,  dijo  don  Jerónimo,  sin  duda 
debéis  de  ser  Sancho  Panza,  el  escudero  del  señor  Don  Quijote. 
— Sí  soy.  respondió  Sancho,  \'  me  precio  dello. 

— Pues  á  fe,  dijo  el  caballero,  que  m»  o.s  trata  este  autor  moderno 
con  la  limpieza  que  en  vuestra  persona  se  muestra:  píntaos  comedor  y 
simple,  y  no  nada  gracioso,  y  muy  otro  del  Sancho  que  en. la  primera 
Parte  de  la  historia  de  vuestro  amo  se  describe. 

— Dios  se  lo  perdone,  dijo  Sancho;  dejárame  en  mi  rincón,  sin  acor- 
darse de  mí,  porque  quien  las  sabe  las  tañe,  y  bien  se  está  San  Pedro 
tu  Roma. 

Los  dos  caballeros  [)idieron  á  Don  Quijote  se  pasase  á  su  estancia  á 
<uiiar  con  ellos;  que  bien  sabían  que  en  aquella  venta  no  había  cosas 
¡)ertenecientes  para  su  persona.  Don  Quijote,  que  siempre  fué  comedi- 
do, condescendió  con  su  demanda,  y  cenó  con  ellos;  quedóse  Sancho 
con  la  olla  con  mero  mixto  imperio;  6ent<')i-e  en  cabecera  de  mesar  y 
con  él  el  ventero,  que  no  menos  que  Sancho,  estaba  de  sus  manos  y  de 
sus  uñas  aticionado. 

En  el  discurso  de  la  cena  preguntó  doii  Juan  á  Don  Quijote  qué 
nuevas  tenía  de  la  señora  Dulcinea  del  Toboso:  si  se  había  casado,  si 
testaba  parida  ó  preñada,  o  si  estando  en  su  entereza,  se  acordaba, 
guardando  su  honestidad  y  buen  decoro,  de  los  amorosos  pensamiectos 
del  señor  Don  Quijote. 

A  lo  que  él  respondió:  «Dulcinea  te  está  entera,  y  mis  pensamien- 
tos más  firmes  que  nunca;  las  correspondencias  en  su  sequedad  antigua, 
íu  hermosura  en  la  de  una  soez  labradora  transformada >s  y  luego  les 
fué  contando  punto  por  punto  el  encanto  de  la  señora  Dulcinea,  y  lo 
<]ue  le  había  sucedido  en  la  cueva  de  Montesinos,  con  la  orden  que 
el  sabio  Merhn  le  había  dado  para  desencantarla,  que  fué  la  de  los 
azotes  de  Sancho. 

Sumo  fué  el  contento  que  los  dos  caballeros  recibiercaí  de  oir  contar 
H  Don  Quijote  los  extraños  sucesos  de  su  historia;  y  así  quedaron  ad- 
mirados de  sus  disparates,  como  del  elegante  modo  con  que  los  contaba. 
Aquí  le  tenían  por  discreto,  y  allí  se  les  deslizaba  por  mentecato,  sin 
saber  determinarse  qué  grado  le  darían  entre  la  discreción  y  la  locura. 
Acabó  de  cenar  Sancho;  y  dejando  hecho  equis  al  ventero,  se  pasó 
a  la  estancia  de  su  amo,  y  en  entrando,  dijo:  «Que  me  maten,  señores, 
si  el  autor  deste  libro  que  vuesas  mercedes  tienen,  no  quiere  que  no 
hagamos  buenas  migas  juntos;  yo  querría  que  ya  que  me  llama  comi- 
lón, como  vuesas  mercedes  dicen,  no  me  llamase  también  borracho.» 
— Sí  llama,  dijo  don  Jerónimo;  pero  no  me  acuerdo  en  qué  manera, 
aunque  sé  que  son  malsonantes  las  razones,  y  además  mentirosas,  se- 
gún yo  echo  de  ver  én  la  fisonomía  del  buen  Sancho,  que  está  presente. 
— Créanme  vuesas  mercedes,  dijo  Sancho,   que  el  Sancho  y  el  Don 
Quijote  desa  historia  deben  de  ser  otros  que  los  que  andan  en  aquella 
que  compuso  Cide  líamete  Benengeli,  que  somos  nosotros:  mi  amo, 
valiente,  discreto  y  enamorado;  y  yo,  simple,  gracioso,  y  no  comedor 
mí  ))orracho. 


786  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

— Yo  así  lo  creo,  dijo  don  Juan;  y  si  fuera  posible,  se  había  de  man- 
dar que  ninguno  fuera  osado  á  tratar  de  las  cosas  del  gran  Don  Qui-, 
jote,  sino  fuese  Cide  Hamete,  su  primer  autor;  bien  así  como  mandó 
Alejandro  que  ninguno  fuese  osado  á  retratarle,  sino  Apeles. 

— Retráteme  el  que  quisiere,  dijo  Don  Quijote;  pero  no  me  maltrate; 
que  muchas  veces  suele  caerse  la  paciencia  cuando  la  cargan  de  inju- 
rias. 

— Ninguna,  dijo  don  Juan,  se  le  puede  hacer  al  señor  Don  Quijote, 
de  quien  él  no  se  pueda  vengar,  si  no  la  repara  en  el  escudo  de  su  pa- 
ciencia, que,  á  mi  parecer,  es  fuerte  y  grande. 

En  estas  y  otras  pláticas  se  pasó  gran  parte  de  la  noche;  y  aunque 
don  Juan  quisiera  que  Don  Quijote  leyera  más  del  hbro,  por  ver  lo  que 
discordaba,  no  lo  pudieron  acabar  con  él,  diciendo  que  él  lo  daba  por 
leído,  y  lo  confirmaba  por  todo  necio,  y  que  no  quería,  si  acaso  llegase 
á  noticia  de  su  autor  que  le  había  tenido  en  sus  manos,  se  alegrase  con 
pensar  que  le  había  leído:  pues  de  las  cosas  obscenas  y  torpes,  los  pen- 
samientos se  han  de  apartar,  cuanto  más  los  ojos. 

Preguntáronle  que  adonde  llevaba  determinado  su  viaje. 
Respondió  que  á  Zaragoza,  á  hallarse  en  las  justas  del  arnés,  que 
en  aquella  ciudad  suelen  hacerse  todos  los  años. 

Díjole  do  a  Juan  que  aquella  nueva  historia  contaba  cómo  Don 
Quijote,  sea  quien  se  quisiere,  se  había  hallado  en  ella  en  una  sortija, 
falta  de  invención,  pobre  de  letras,  pobrísima  de  hbreas,  aunque  rica 
de  simplicidades. 

—Por  el  mismo  caso,  respondió  Don  Quijote,  no  pondré  los  pies  en 
Zaragoza;  y  así  sacaré  á  la  plaza  del  mundo  la  mentira  de  ese  historia- 
dor moderno,  y  echarán  de  ver  las  gentes  cómo  yo  no  soy  el  Don  Qui- , 
jote  que  él  dice. 

—Hará  muy  bien,  dijo  don  Jerónimo,  y  otras  justas  hay  en  Barce- 
lona, donde  podrá  el  señor  Don  Quijote  mostrar  su  valor. 

—Así  lo  pienso  hacer,  dijo  Don  Quijote;  y  vuesas  mercedes  me  den 
licencia,  pues  ya  es  hora,  para  irme  al  lecho,  y  me  tengan  y  pongan 
en  el  número  de  sus  mayores  amigos  y  servidores. 

—Y  á  mí  también,  di"jo  Sancho;  quizá  seré  bueno  para  algo.  Con 
esto  se  despidieron,  y  Don  Quijote  y  Sancho  se  retiraron  á  su  aposento, 
dejando  á  don  Juan  y  á  don  Jerónimo  admirados  de  ver  la  mezcla  que 
habían  hecho  de  su  discreción  y  de  su  locura,  y  verdaderamente  cre- 
yeron que  éstos  eran  los  verdaderos  Don  Quijote  y  Sancho,  y  no  los 
"que  describía  el  autor  aragonés.  Madrugó  Don  Quijote,  y  dando  golpes 
al  tabique  del  otro  aposento,  se  despidió  de  sus  huéspedes.  Pagó  San- 
cho al  ventero  magníficamente,  y  aconsejóle  que  alabase  menos  la  pro- 
visión de  su  venta,  ó  la  tuviese  más  proveída. 


CAPITULO  LX 
De  lo  que  sucedió  á  Don  Quijote  yendo  á  Barcelona. 


^f  RA  fresca  la  mañana,  y  daba  muestras  de  serlo  asimismo  el  día 

en  que  Don  (Quijote  salió  de  la  venta,  informándose  primero 

^  cuál  era  el  más  derecho  camino  para  ir  á  Barcelona  sin  tocar 

-^  '  en  Zaragoza:  tal  era  el  deseo  que  tenía  de  sacar  mentiroso 
aquel  nuevo  historiador,  que  tanto  decían  que  le  vituperaba.  Sucedió, 
pues,  que  en  más  de  seis  días  no  le  sucedió  cosa  digna  de  ponerse  en 
escritura,  al  cabo  de  los  cuales,  yendo  fuera  de  camino,  le  tomó  la  no- 
<lie  entre  unas  espesas  encinas  ó  alcornoques;  que  en  esto  no  guarda 
la  puntualidad  Cide  Hamete  que  en  otras  cosas  suele. 

Apeáronse  de  sus  bestias  amo  y  mozo;  y  acomodándose  á  los  tron- 
cos de  los  árboles,  Sancho,  que  había  merendado  bien  aquel  día,  se  dejó 
entrar  de  rondón  por  las  puertas  del  sueño;  pero  Don  Quijote,  á  quien 
desvelaban  sus  imaginaciones  mucho  más  que  la  hambre,  no  podía  pe- 
gar los  ojos;  antes  iba  y  venía  con  el  pensamiento  por  mil  sucesos  y 
lugares.  Ya  le  parecía  hallarse  en  la  cueva  de  Montesinos,  ya  ver  brin- 
<ar  y  subir  sobre  su  pollina  á  la  convertida  en  labradora  Dulcinea,  ya 
<|ue  le  sonaban  en  los  oídos  las  palabras  del  sabio  Merlín,  que  le  refe- 
rían las  condiciones  y  dihgencias  que  se  habían  de  liacer  y  tener  en  el 
<lesencanto  de  Dulcinea. 

Desesperábase  de  ver  la  flojedad  y  caridad  poca  de  Sancho,  su  es- 
cudero; i)ues,  á  lo  que  creía,  solos  cinco  azotes  se  había  dado,  número 
desigual  y  pequeño  para  los  infinitos  que  le  faltaban;  y  desto  recibió 
tanta  pesadumbre  y  enojo,  que  liizo  este  discurso:  «Si  el  nudo  gordiano 
cortó  el  Magiio  Alejandro,  diciendo:  «tanto  monta  cortar  como  desatar», 
y  no  por  eso  dejó  de  ser  universal  señor  de  toda  la  Asia,  ni  más  ni  me- 


T>^^  DON  QUIJOTK    i)h  L,A  MANCHA 

nos  podría  suceder  ahora  en  el  desencanto  de  Dulcinea,  si  yo  azotase  ;i 
Sancho  á  pesar  suyo;   que  si  la  condición  deste  remedio  está  en  qu(- 
Sancho  reciba  Iqs  tres  mil  y  tantos  azotes,  ¿qué  se  me  da  á  mí  que  sí- 
Ios  dé  él,  ó  que  se  los  dé  otro?  Pues  la  substancia  está  en  que  él  los  re 
ciba,  lleguen  por  do  llegaren.-^ 

Con  esta  imaginación  se  llegó  á  Sancho,  habiendo  primero  tomado 
las  riendas  de  Rocinante,  y  acomodádolas  en  modo  que  pudiese  azc» 
tarle  con  ellas.  Comenzóle  á  quitar  las  cintas  (que  es  opinión  que  no 
tenía  más  que  la  delantera)  en  que  se  sustentaban  los  gregüescos;  pero 
apenas  hubo  llegado,  cuando  Sancho  despertó  en  todo  su  acuerdo,  y 
dijo:  «¿Qué  es  esto?  ¿Quién  me  toca  y  desencinta? 

— Yo  soy,  respondió  Don   Quijote,  que  vengo  á  suplir  tus  faltan  y  ¡1 
remediar  mis  trabajos;  vengóte  á  azotar,  Sancho,  y  á  descargar  en  par 
te  la  deuda  á  que  te  obligaste.  Dulcinea   perece,  tú  vives  en  descuido, 
yo  muero  deseando;  y  así,  desatácate  por  tu  voluntad;  que  la  mía  es  (h- 
darte  en  esta  soledad  por  lo  menos,  dos  mil  azotes. 

— Eso  no,  dijo  Sancho;  vuesa  merced  se  esté  quedo;  si  no,  por  Dios 
verdadero,  que  nos  han  de  oir  los  sordos.  Los  azotes  á  que  yo  me  obli 
gué  han  de  ser  vcluntarios,  y  no  por  fuerza,  y  ahora  no  tengo  gana  de 
azotarme;  basta  que  doy  á  vuesa  merced  mi  palabra  de  vapularme  y 
mosquearme  cuando  en  voluntad  me  viniere. 

— No  hay  dejarlo  á  tu  cortesía.  Sancho,  dijo   Don   Quijote,  poi-qut- 
eres  duro  de  corazón,  y  aunque  villano,  blando  de  carnes;  y  así,  prc> 
curaba  y  pugnaba  por  desenlazarle. 

Viendo  lo  cual  Sancho  Panza,  se  puso  en  pie,  y  arremetiendo  á  su 
amo,  se  ab-azó  con  él  á  brazo  partido,  y  echándole  una  zancadilla,  dio 
con  él  en  el  suelo  boca  arriba;  púsole  la  rodilla  derecha  sobre  el  pech»^ 
y  con  las  manos  le  tenía  las  manos,  de  modo  que  ni  le  dejaba  rodear 
ni  alentar. 

Don  Quijote  le  decía:  «¡Cómo,  traidor!  ¡Contra  tu  amo  y  señor  na 
tural  te  desmandas!  ¡Con  quien  te  da  su  pan  te  atreves!» 

— Ni  quito  rey  ni  pongo  rey,  respondió  Sancho,  sino  ayudóme  á  mí. 
((ue  soy  mi  señor:  vuesa  merced  me  prometa  que  se  estará  quedo,  y  n»» 
tratará  de  azotarme  por  agora;  que  yo  le  dejaré  libre  y  desembarazado: 
donde  no, 

■  Aquí  morirás,  traidor, 
Kuemigo  de  doña  Sancha.  ■ 

Pi-ometióselo  Don  Quijote,  y  juró  por  vida  de  sus  pensamientos  no 
.tocarle  en  el  pelo  de  la  ropa,  y  que  dejaría  en  toda  su  voluntad  y  albe 
drío  el  azotarse  cuando  quisiese. 

Levantóse  Sancho,  y  desvióse  de  aquel  lugar  un  buen  espacifj;  v 
yendo  á  arrimarse  á  otro  árbol,  sintió  que  le  tocaban  en  la  cabeza;  y  al 
zando  las  manos,  topó  con  dos  pies  de  persona  con  zapatos-  y  calzas. 
Tembló  de  miedo;  acudió  á  otro  árbol,  y  sucedióle  lo  mesmo,  dio  voces, 
llamando  á  Don  Quijote  que  le  favoreciese.  Hízolo  así  D.on  Quijote,  y 
preguntcándole  que  le  había  sucedido  y  de  que  tenía  miedo,  le  respon 


l'AltTK    SEGlMlJk. 


OAJr'lXüljO    L.X  ThÜ 


dio  í^ancho  que  todos  aquellos  árbole.s  estriban  llenos  de  pies  y  de  pier- 
nas liuniíuiüd.  , 
Tentólos  Don  (Quijote,  y  cayó  luego  en  la  cuenta  de  lo  que  podía  sei\ 
y  díjole  á  Sanclio:  «No  tienes  de  qué  t^uer  miedo,  porque  estos  pies  y 
piernas  que  tientas  y  no  ves,  sin  duda  son»de  algunos  foragidos  y  ban 
doleros  que  en  estos  árboles  están  ahorcudos;  que  por  aquí  los  suele 
ahorcar  la  justicia  cuando  los  coge,  de  veinte  en  veinte  y  de  treinta  en 
treinta;  por  donde  me  doy  á  entender  que  debo  de  estar  cerca  de  Barce 
lona-^;  y  así  era  la  verdad,  como  él  lo  había  imaginado. 

Al  primer  albor  alzaron  los  ojos,  y  váeron  los  racimos  de  aquellos 
árboles,  que  eran  cuerpos  de  bandoleros.  Ya  en  esto  amanecía,  y  si  Jos 
muertos  los  habían  espantado,  no  menos  los  atribularon  más  de  cua^ 
renta  bandoleros  vivos,  que  de  improviso  les  rodearon,  diciéndoles  éi) 
lengua  catalana  que  estuviesen  quedos  y  se  d»'iiu  icscn  liasta  (pie  lk\»i 
se  su  capitán. 

Hallóse  Don  Quijote  á  pie.  su  caballo  sin  ircnu,  ¿u  lanza  arrimaüii 
á  un  árbol,  y  tínahnente,  sin  defensa  alguna;  y  así,  tuvo  pí)r  bien  de 
cruzar  las  manos  é  mclinar  la  cabeza,  guardándose  para  mejor  sazón  y 
coyuntura,  .\cudieron  los  bandoleros  á  e.xjjulgar  al  Kucio  y  á  no  dejar 
le  ninguna  cosa  de  cuantas  en  las  alforjas  y  en  la  maleta  traía;  y  ETÍm) 
le  bien  á  8an<ho,  que  en  una  ventrera,  que  tenía  cefiida,  venían  los  e;- 
cudo?  del  Duque  y  los  que  habían  sacado  de  su  tierra;  y  con  todo  eso. 
aquella  buena  gente  le  escardara  y  le  mirara  hasta  lo  que  entre  el  cue 
ro  y  la  carne  tUNnera  escondido,  si  no  llegara  en  aquella  sazón  su  capi- 
tán, el  cual  mostró  ser  de  hasta  edad  de  treúita  y  cuatro  años,  robusto, 
más  <|ue  de  mediara  i)ro[)or(ión,  de  mirar  grave  y  color  moreno. 

Yema  sobre  un  poderoso  caballo,  vestida  la  acei"dda  cota  y  con  cua- 
tro pistoletes,  que  en  aquella  tierra  se  Uaman  pedreñales,  á  los  lados. 
Vio  que  sus  escuderos  (que  así  llaman  á  los  que  andan  en  aquel  ejerci- 
cio) iban  á  despojar  á  Sancho  Panza;  mandóles  que  no  lo  hiciesen,  y 
fué  luego  ol)edecido,  y  así  se  escapó  la  ventrera.  Admiróle  ver  lanza 
arrimada  al  árbol,  escudo  en  el  suelo,  y  á  Don  Quijote  armado  y  pei]- 
sativo  con  la  más  triste  y  melancólica  figura  que  pudiera  formar  la  mis- 
ma tiisteza.  Llegóse  á  él,  diciéndole:  «^¿No  estéis  tan  triste,  buen  hom- 
bre, i)orque  no  liabéis  caído  en  las  manos  de  algún  cruel  Busiris,  silfo 
en  las  de  Boque  ÍTuinart,  que  tienen  más  de  compasivas  que  de  riguro- 
sas.» 

— No  es  mi  tristeza,  respondió  Don  Quijote,  por  haber  caído  en  lu 
poder,  ¡oh  valeroso  Boque!,  cu\  a  fama  no  hay  límites  en  la  tierra  C[ue  la 
encierren,  sino  por  haber  sido  tal  mi  descuido,  que  me  hayan  cogido 
tus  soldados  sin  el  freno,  estando  yo  obligado,  segiin  la  Orden  déla  an- 
dante caballería,  que  profeso,  á  vivir  contino  alerta,  siendo  á  todas  ho- 
ras centinela  de  mí  mismo;  porque  te  hago  saber,  ¡oh  gran  Boque!,  qije 
si  me  hallaran  sobre  mi  caballo,  con  mi  lanza  y  con  mi  escudo,  no  les 
fuera  muy  fácil  rendirme,  porque  yo  soy  Don  Quijote  de  la  Mancbsi, 
aquel  que  de  sus  hazañas  tiene  lleno  todo  el  orbe. 

Luego  Boque  Guinart  conoció  cpie  la  confianza  de  Don   Quijote 


790  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


tocaba  más  eu  locura  que  en  valentía,  y  aunque  algunas  veces  le  habííi 
oído  nombrar,  nunca  tuvo  por  verdad  sus  hechos,  ni  se  pudo  persuadií 
á  que  semejante  humor  reinase  en  corazón  de  hombre;  y  holgóse  en  ex 
tremo  de  haberle  encontrado  para  tocar  de  cerca  lo  que  de  lejos  del  ha 
bíá  oído,  y  así,  le  dijo:  «Valeroso  caballero,  no  os  despechéis,  ni  tengáis 
á  siniestra  fortuna  ésta  en  que  os  halláis;  que  podría  ser  que  en  estoí 
tropiezos  vuestra  suerte  torcida  se  enderezase;  que  el  cielo,  por  extraños 
5'  nunca  vistos  rodeos,  de  los  hombres  no  imaginados,  suele  levantai 
los  caídos  y  enriquecer  los  pobres.» 

Ya  le  iba  á  dar  las  gracias  Don  Quijote,  cuando  sintieron  á  sus  es 
paldas  un  ruido  como  de  tropel  de  caballos;  y  no  era  sino  uno  solo,  so 
bre  el  cual  venía  á  toda  furia  un  mancebo,  al  parecer  de  hasta  de  veinte 
años,  vestido  de  damasco  verde,  con  pasamanos  de  oro,  gregüescos  > 
saltaembarca,  con  sombrero  terciado  á  la  valona,  botas  enceradas  y  jus 
tas,  espuelas,  daga  y  espada  doradas,  una  escopeta  pequeña  en  las  ma 
nos  y  dos  pistolas  á  los  lados 

Al  ruido  volvió  Roque  la  cabeza,  y  vio  esta  hermosa  figura,  la  cual 
en  llegando  á  él,  dijo:  «En  tu  busca  venía,  ¡oh  valeroso  Roque!,  para  ha 
llar  en  ti,  si  no  remedio,  á  lo  menos  alivio  en  mi  desdicha;  y  por  no  te 
nerte  suspenso,  porque  sé  que  no  me  has  conocido,  quiero  decirte  quiéi 
soy.  Yo  soy  Claudia  Jerónima,  hija  de  Simón  Forte,  tu  singular  amigo 
3^  enemigo  particular  de  Clauquel  Torrellas,  que  asimismo  lo  es  tuyo 
por  ser  uno  de  los  de  tu  contrario  bando;  y  ya  sabes  que  este  Torrellaí 
tiene  un  hijo,  que  don  Vicente  Torrellas  se  llama,  ó  á  lo  menos  se  lia 
maba  no  ha  dos  horas.  Este,  pues,  por  abreviar  el  cuento  de  mi  desven 
tura,  te  diré  en  breves  palabras  lo  que  me  ha  causado.  Vióme,  reque 
brome,  escúchele,  enamóreme  á  hurto  de  nii  padre;  porque  no  hay  mu 
jer,  por  retirada  que  esté  y  recatada  que  sea,  á  quien  no  le  sobre  e 
tiempo  para  poner  en  ejecución  y  efeto  sus  atropellados  deseos.  Final 
mente,  él  me  prometió  de  ser  mi  esposo,  y  yo  le  di  la  palabra  de  se 
suya,  sin  que  en  obras  pasásemos  adelante:  supe  ayer  que,  olvidado  d( 
lo  que  me  debía,  se  casaba  con  otra,  que  esta  mañana  iba  á  desposarse 
nueva  que  me  turbó  el  sentido  y  acabó  la  paciencia;  y  por  no  estar  m 
padre  en  el  lugar,  le  tuve  yo  de  ponerme  en  el  traje  que  ves;  y  apresu 
raudo  el  paso  á  este  caballo,  alcancé  á  don  Vicente  obra  de  una  leguf 
de  aquí;  y  sin  ponerme  á  dar  quejas  ni  á  oir  disculpas,  le  disparé  estí 
escopeta,  y  por  añadidura  estas  dos  pistolas,  y,  á  lo  que  creo,  le  debí  d( 
encerrar  más  de  dos  balas  en  el  cuerpo,  abriéndole  puertas  por  donde 
envuelta  en  su  sangre,  saliese  mi  honra.  Allí  le  dejo  entre  sus  criados 
que  no  osaron  ni  pudieron  ponerse  en  su  defensa:  vengo  á  buscarte 
para  que  me  pases  á  Francia,  donde  tengo  parientes  con  quien  viva,  } 
asimesmo  á  rogarte  defiendas  á  mi*padre,  porque  los  deudos  de  don  Vi 
"cente  no  se  atrevan  á  tomar  en  él  desaforada  venganza.  » 

Roque,  admirado  de  la  gallardía, 'bizarría,  buen  talle,  y  suceso  de  h 
hermosa  Claudia,  le  dijo:  «Ven,  señora,  y  vamos  á  ver  si  es  muerto  tr 
enemigo,  que  después  veremos  lo  que  más  te  importare.» 

Don  Quijote,  que  estaba  escuchando  atentamente  lo  que  Claudia  ha 


'¡^ 


'Ku  tu  bnsca  venia,  ;oh  valeroso  Roque' 


792  DON    QUIJOTE    DE    LA     JIANCHA 


bía  dicho,  y  lo  que  Roque  Guinart  respondió,  dijo:  «No  tiene  nadit 
para  qué  tomar  trabajo  en  defender  á  esta  señora:  que  lo  tomo  yo  á  mi 
cargo.  Denme  mi  caballo  y  mis  armas,  y  espérenme  aquí;  que  yo  iré  m 
buscar  á  ese  caballero,  y,  muerto  ó  vivo,  le  haré  cumphr  la  palabni 
prometida  á  tanta  belleza.  > 

— Nadie  dude  de  esto,  dijo  Sancho,  porque  mi  señor  tiene  muy 
buena  mano  para  casamentero,  pues  no  ha  machos  días  que  hizo  casai 
á  otro  que  también  negaba  á  otra  doncella  su  palabra;  y  si  no  fuera  poi 
que  los  encantadores  que  le  persiguen  le  mudaron  su  verdadera  fígura 
en  la  de  un  lacayo,  ésta  fuera  la  hora  que  ya  la  tal  doncella  no  lo  fuera. 

Roque,  que  atendía  más  á  pensar  en  el  suceso  de  la  hermosa  Olau 
dia  que  á  las  razones  de  amo  y  mozo,  no  las  entendió;  y  mandando  á 
sus  escuderos  que  volviesen  á  Sancho  todo  cuanto  le  habían  quitado 
del  Rucio,  mandóles  asimismo  que  se  retirasen  á  la  parte  donde  aquellíi 
nochs  habían  estado  alojados,  y  luego  se  partió  con  Claudia  á  toda  prie- 
sa á  buscar  al  herido  ó  muerto  don  Vicente.  Llegaron  al  lugar  donde 
le  encontró  Claudia,  y  no  hallaron  en  él  sino  recién  derramada  sangre: 
pero  tendiendo  la  vista  por  todas  partes,  descubrieron  por  un  recuesto 
arriba  alguna  gente,  y  diéronse  á  entender,  como  era  la  verdad,  que 
debía  de  ser  don  Vicente,  á  quien  sus  criadf)K,  ó  muerto  ó  vivo,  llevaban 
ó  para  curarle  ó  para  enterrarle;  diéronse  priesa  á  alcanzarlos;  que,  como 
iban  de  espacio,  con  facilidad  lo  hicieron.  Hallaron  á  don  Vicente  en  los 
brazos  de  sus  criados,  cá  quien,  con  cansada  y  debilitada  voz,  rogaba  que 
le  dejasen  allí  morir,  porque  el  dolor  de  las  heridas  no  consentía  que 
más  adelante  pasase. 

Arrojáronse  de  los  caballos  Claudia  y  Roque,  llegáronse  á  él;  temie 
ron  los  criados  la  presencia  de  Roque,  y  Claudia  se  turbó  en  ver  la  de 
don  Vicente;  y  así,  entre  enternecida  y  rigurosa,  se  llegó  á  él,  y  asién- 
dole de  la  mano,  le  dijo:  «Si  tú  me  diera?  ésta  conforme  á  nuestro  con 
cierto,  nunca  tú  te  vieras  en  este  paso  » 

Abrió  los  casi  cerrados  ojos  el  herido  caballero,  y  conociendo  á 
Claudia,  le  dijo:  «Bien  veo,  hermosa  y^  engañada  señora,  que  tú  has 
sido  la  que  me  has  muerto:  pena  no  merecida  ni  debida  á  mis  deseos, 
con  los  cuales,  ni  cou  mis  obras,  jamás  quise  ni  supe  ofenderte.» 

— Luego  ¿no  es  verdad,  dijo  Claudia,  que  ibas  esta  mañana  á  despo- 
sarte con  Leonora,  la  hija  del  rico  Baivastro? 

— No,  por  cierto,  respondió  don  Vicente;  mi  mala  fortuna  te  debió 
de  llevar  estas  nuevas,  para  que,  celosa,  me  quitases  ia  vida,  la  cual, 
pues  la  dejo  en  tus  manos  y  en  tus  brazos,  tengo  mi  suerte  por  ventu- 
rosa; y  para  asegurarte  desta  verdad,  aprieta  la  mano  y  recíbeme  por 
esposo,  si  quieres;  que  no  tengo  otra  mayor  satisfación  que  darte  del 
agravio  que  piensas  que  de  mí  has  recebido. 

Apretóle  la  mano  Claudia,  y  apretósela  á  ella  el  corazón  de  manera, 
que  sobre  la  sangre  y  pecho  de  don  Vicente  se  quedó  desmayada,  y  á 
él  le  tomó  un  mortal  parasismo.  Confuso  estaba  Roque,  y  no  sabía 
qué  hacerse.  Acudieron  los  criados  á  buscar  agua  que  echarles  en  los 
rostros,   y  trujéronla,  con   que  se  los  bañaron. Volvió  de  su  desmayo 


l'ARTK    SKGUNIíA. CAFITDLO    l.X  793 

( 'laudia,  pero  tío  de  su  parasismo  don  Vicente,   porque  se  le  acabó  la 
vida. 

Visto  lo  cual  de  Claudia,  habiéndose  enterado  que  ya  su  dulce  esposo 
iH)  vivía,  rompií)  los  aires  con  susfjiros,  hirió  los  cielos  con  quejas,  mal 
trat()  sus  cabellos,  cntreo;ándolos  al  viento,  afee')  su  rostro  con  sus  pro- 
pias manos,  con  todas  las  muestras  del  dolor  y  sentimiento  que  de  un 
lastimado  pecho  pudieran  imai^inarse.  «¡Ohcruelé  inconsiderada  mujer, 
decía,  con  qué  facilidad  te  moviíte  á  poner  en  ejecución  tan  mal  pen- 
samiento! ¡Oh  fuerza  rabiosa  de  los  celos,  á  qué  desesperado  fin  condn 
cís  á  quien  os  da  acorrida  en  su  pecho!  ¡Oh  esposo  mío,  cuya  desdicha 
da  suerte,  por  ser  prenda  mía,  te  ha  llevado  del  tálamo  á  la  sepultura!- 

Tales  y  tan  tristes  eran  las  quejas  de  Claudia,  que  sacaron  las  la<,ni 
mas  de  los  ojos  de  Roque,  no  acostumbrado  á  verterlas  en  niiif^una  oca 
sión.  Lloraban  los  criados,  desmayábase  á  cada  paso  Clauíi i,  y  todo 
aquel  circuito  })arecía  campo  de  tristeza  y  lugar  de  desgracia.  Final 
mente,  Roque  Guinart  ordenó  á  los  criados  de  don  Vicente  que  lleva 
sen  su  cuerpo  al  lugar  de  su  padre,  que  estaba  allí  cerca,  {)ara  que  le 
diesen  sepultura.  Claudia  dijo  á  Roque  que  quería  irse  á  un  monaste 
rio,  donde  era  abadesa  una  tía  suya,  en  el  cual  pensaba  acabar  la  vida. 
de  otro  mejor  esposo  y  más  s  .'guro  acompañada.  Alab<')le  Roque  su  buen 
propósito,  ofreciósele  de  acompañarla  hasta  londe  quisiese,  y  de  defen 
ier  á  su  padre  de  los  parientes  de  dt»n  Vicente  y  de  todo  ef  mundo,  si 
ofenderle  quisieren.  No  quiso  su  compañía  Claudia  en  ninguna  mane 
ra;  y  agiadeciendo  sus  ofrecimientos  con  las  mejores  razones  que  supo, 
se  despidió  del  llorando.  Los  criados  de  don  Vicente  llevaron  su  cuerjjo, 
v  Roque  se  volvió  á  los  suyos;  y  este  liii  t&vieron  los  amores  de  Claudia 
Terónima.  Pero  ¿qué  mucio,  si  tejieron  la  trama  de  su  lamentable  bis 
cria  las  fuerzas  invencibles  y  rigurosas  de  los  celos? 

Halló  Roque  Guinart  á  sus  escude  ros  en  la  parte  donde  les  había 
)rdenad  >,  y  á  Don  Quijote  entre  ellos  sobre  Rocinante,  haciéndoles  una 
ilática  en  que  les  persuadía  dejasen  aquel  modo  de  vivir  tan  peligroso, 
isí  para  el  alma  como  para  el  cuerpo;  pero  como  los  máí-  eran  gascones, 
^ente  rústica  y  desbaratada,  no  les  entraba  bien  la  plática  de  Don  Qui 
¡ote.  Llegado  que  fué  Roque,  preguntó  á  Sancho  Panza  si  le  habían 
^'ueho  y  restituido  las  alhajas  y  i)reseas  que  los  suyos  del  Rucio  le  ha 
)ían  quitado.  Sancho  respondió  que  sí,  sino  que  le  faltaban  tres  toca 
lores,  que  valían  tres  ciudades. 

— ¿Qué  es  lo  que  dices,  hombre?,  dijo  uno  de  los  presentes;  que  yo 
os  tengo,  y  no  valen  tres  reales, 

— Así  es,  dijo  Don  Quijote;  pero  estímalos  mi  escudero  en  lo  que 
la  dicho,  por  habérmelos  dado  quien  me  los  di(). 

Mandó.^elos  volver  al  punto  Roque  Guinart;  y  mandando  poner  lo.s 
■suj'os  en  ala,  mandó  traer  allí  delante  todos  los  vestidos,  joyas  y  dineros 
^  todo  aquello  que  desde  la  última  repartici(')n  habían  robado;  y  hacien- 
io  brevemente  el  tanteo,  volviendo  lo  no  repartible  y  reduciéndolo  a 
iineros,  lo  repartió  por  toda  su  compañía  con  tanta  legahdad  y  i)iuden- 
*ia.  que  no  pasó  un  punto  ni  defraudó  nada  de  la  justicia  distributiva. 


794  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

Hecho  esto,  con  lo  cual  todos  quedaron  contentos,  satisfechos  y  pa 
gados,  dijo  Roque  á  Don  Quijote:  «Si  no  se  guardase  esta  puntualidac 
con  éstos,  no  se  podría  vivir  con  ellos.» 

A  lo  que  dijo  Sancho:  «Según  lo  que  aquí  he  visto,  es  tan  buena  L 
justicia,  que  es  necesario  que  se  use  aun  entre  los  mesmos  ladrones.: 

Oyólo  un  escudero,  y  enarboló  el  mocho  de  un  arcabuz,  con  el  cua 
sin  duda  le  abriera  la  cabeza  á  Sancho,  si  Roque  Guinart  no  le  dien 
voces  que  se  detuviese.  Pasmóse  Sancho,  y  propuso  de  no  descoser  lo; 
labios  en  tanto  que  entre  aquella  gente  estuviese.  Llegó  en  esto  uno  d( 
aquellos  escuderos  que  estaban  puestos  por  centinelas  por  los  camino; 
para  ver  la  gente  que  por  ellos  venía,  y  dar  aviso  á  su  mayor  de  lo  qm 
pasaba,  y  éste  dijo:  «Señor,  no  lejos  de  aquí,  por  el  camino  que  va  ; 
Barcelona,  viene  un  gran  tropel  de  gente.» 

A  lo  que  respondió  Roque:  «¿Has  echado  de  ver  si  son  de  los  qui 
nos  buscan,  ó  de  los  que  nosotros  buscamos?» 

— No,  sino  de  los  que  buscamos,  respondió  el  escudero. 
— Pues  salid  todos,  replicó  Roque,  y  traédmelos  aquí  luego,  sin  qu< 
se  os  escape  ninguno. 

Hiciéronlo  así,  y  quedándose  solos  Don  Quijote,  Sancho  y  Roque 
aguardaron  á  ver  lo  que  los  escuderos  traían,  y  en  este  entretanto  dij» 
Roque  á  Don  Quijote:  «Nueva  manera  de  vida  le  debe  de  parecer  al  se 
ñor  Don  Quijote  la  nuestra,  nuevas  aventuras,  nuevos  sucesos,  y  todo 
pehgrosos;  y  no  me  maravillo  que  así  le  parezca,  porque  realmente  I 
confieso  que  no  hay  modo  de  vivir  más  inquieto  ni  más  sobresaltad<  i 
que  el  nuestro.  Á  mí  me  han  puesto  en  él  no  sé  qué  deseos  de  vengan 
y.a,  que  tienen  fuerza  de  turbar  los  más  sosegados  corazones;  3^0  de  m  1 
natural  soy  compasivo  y  bien  intencionado;  pero,  como  tengo  dicho,  e  í 
querer  vengarme  de  un  agravio  que  se  me  hizo,  así  da  con  todas  mi  -i 
buenas  inclinaciones  en  tierra,  que  persevero  en  este  estado  á  despech»  1 
y  pesar  de  lo  que  entiendo;  y  como  un  abismo  llama  á  otro  y  un  peca 
■do  á  otro  pecado,  hanse  eslabonado  las  venganzas  de  manera  que,  n<  1 
sólo  las  mías,  pero  las  ajenas  tomo  á  mi  cargo;  pero  Dios  es  servido  d< 
•fjue,  aunque  me  veo  en  la  mitad  del  laberinto  de  mis  confusiones,  m 
pierdo  la  esperanza  de  salir  del  á  puerto  seguro. 

Admirado  quedó  Don  Quijote  de  oir  hablar  á  Roque  tan  buenas  ^ 
concertadas  razones,  porque  él  se  pensaba  que  entre  los  de  oficios  se 
mejantes  de  robar,  matar  y  saltear,  no  podía  haber  alguno  que  tuvies» 
huen  discurso,  y  respondióle:  «Señor  Roque,  el  principio  de  la  salu( 
está  en  conocer  la  enfermedad  y  en  querer  tomar  el  enfermo  las  medi 
ciñas  que  el  médico  le  ordena;  vuesa  merced  está  enfermo,  conoce  si 
dolencia,  y  el  cielo  (ó  Dios,  por  mejor  decir),  que  es  nuestro  médico,  h 
aplicará  medicinas  que  le  sanen,  las  cuales  suelen  sanar  po3o  á  poco 
y  no  de  repente  y  por  milagro;  y  más,  que  los  pecadores  discreto! 
están  más  cerca  de  enmendarse  que  los  simples;  y  pues  vuesa  mercec  1 
ha  mostrado  en  sus  razones  su  prudencia,  no  hay  sino  tener  buen  ánimo 
y  esperar  mejoría  de  la  enfermedad  de  su  conciencia.  Y  si  vuesa  mercec 
quiere  ahorrar  camino,  y  ponerse  con  facilidad  en  el  de  su  salvación 


PAETE    SECiUNDA. CAPITULO    LS.  7il5 

véngase  conmigo;  que  yo  le  enseñaré  á  ser  caballero  andante,  donde  se 
pasan  tantos  trabajos  y  desventuras,  que  tomándolas  por  penitencia,  en 
dos  paletas  le  pondrán  en  el  cielo. » 

Rióse  Roque  del  consejo  de  Don  Quijote,  á  quien,  mudando  pláti- 
ca, contó  el  trágico  suceso  de  Claudia  Jerónima,  de  que  le  pesó  en  ex- 
tremo á  Sancho;  que  no  le  había  parecido  mal  la  belleza,  desenvoltura! 
y  brío  de  la  moza.  Llegaron  en  esto  los  escuderos  de  la  prese,  trayendo 
consigo  dos  caballeros  á  caballo  y  dos  peregrinos  á  pie,  y  un  coche  de 
mujeres  con  hasta  seis  criados,  que  á  pie  y  á  caballo  las  acompañaban,, 
con  otros  dos  mozos  de  muías  que  los  caballeros  traían.  Cogiéronlos  los 
escuderos  en  medio,  guardando  vencidos  y  vencedores  gran  silencio,  es- 
perando á  que  el  gran  Roque  (ruinart  hablase,  el  cual  preguntó  á  los 
caballeros  que  quién  eran  y  adonde  iban,  y  qué  dinero  llevaban. 

Uno  dellos  le  respondió:  «Señor,  nosotros  somos  dos  capitanes  de 
infantería  española;  tenemos  nuestras  compañías  en  Ñapóles,  y  vamos 
á  embarcarnos  en  cuatro  galeras  que,  dicen,  están  en  Barcelona  con  or- 
den de  pasar  á  Sicilia;  llevamos  hasta  docientos  ó  trecientos  escudos, 
con  que,  á  nuestro  parecer,  vamos  ricos  y  contentos,  pues  la  estrecheza 
ordinaria  de  los  soldados  no  permite  mayores  tesoros.» 

Preguntó  Roque  á  los  peregrinos  lo  mismo  que  á  los  capitanes; 
fuéle  respondido  que  iban  á  embarcarse  para  pasar  á  Roma,  y  que  en- 
trambos podrían  llevar  liasta  sesenta  reales. 

Quiso  saber  también  quién  iba  en  el  coche  y  adonde,  y  el  dinero 
que  llevaban;  y  uno  de  los  de  á  caballo  dijo:  «Mi  señora  doña  Guiomar 
de  Quiñones,  mujer  del  Regente  de  la  Vicaría  de  Ñapóles,  con  una  hija 
pequeña,  una  doncella  y  una  dueña,  son  las  que  van  en  el  coche;  acom- 
pañámosla  seis  criados,  y  los  dineros  son  seiscientos  escudos.» 

— De  modo,  dijo  Roque  (ruinart,  que  ya  tenemos  aquí  novecientos 
escudos  y  sesenta  reales;  mis  soldados  deben  de  ser  hasta  sesenta;  mí- 
rese á  cómo  le  cabe  á  cada  uno,  porque  yo  soy  mal  contador. 

Oyendo  decir  esto  los  salteadores,  levantaron  la  voz  diciendo:  «¡Viva 
Roque  Guinart  muchos  años,  á  pesar  de  los  lladres  que  su  perdición 


procuran 


Mostraron  afligirse  los  capitanes,  entristecióse  la  señora  Regenta,  y 
no  se  holgaron  nada  los  peregrinos  viendo  la  confíscación  de  sus  bienes. 
Túvolos  así  un  rato  suspensos  Roque;  pero  no  quiso  que  pasase  ade- 
lante su  tristeza,  que  ya  se  podía  conocer  á  tiro  de  arcabuz;  y  volvién- 
dose á  los  capitanes,  dijo:  «Vuesas  mercedes,  señores  capitanes,  por 
cortesía,  sean  servidos  de  prestarme  sesenta  escudos,  y  la  señora  Re- 
gente ochenta,  para  contentar  esta  escuadra  que  me  acompaña,  porque 
el  abad,  de  lo  que  canta  yanta;  y  luego  puédense  ir  su  camino,  libre  y 
desembarazadamente,  con  un  salvaconducto  que  yo  les  daré,  para  que  si 
toparen  otras  de  algunas  escuadras  mías,  Cj[ue  tengo  divididas  por  estos 
contornos,  no  les  hagan  daño;  que  no  es  mi  intención  de  agraviar 
á  soldados  ni  á  mujer  alguna,  especialmente  á  las  que  son  princi- 
pales. » 

Infinitas  y  bien  dichas  fueron  las  razones  con  que  los  capitanes 


79t)  DON    QUIJOTK    DK    LA    MANCHA 


agradecieron  á  Roque  su  cortesía  y  liberalidad;  que  por  tal  la  tuvieron 
en  dejarles  su  mismo  dinero.  La  señora  doña  Guiomar  de  Quiñones  se 
(|uiso  arrojar  del  coche  para  besar  los  pies  y  las  manos  del  gran  Roque; 
pero  él  no  lo  consintió  en  ninguna  manera;  antes  le  pidió  perdón  del 
agravio  que  le  hacía,  forzado  de  cumphr  con  las  obhgaciones  precisas 
(le  su  mal  oficio.  Mandó  la  señora  Regenta  á  un  criado  suyo  diese  luego 
los  ochenta  escudos  que  le  habían  repartido,  y  ya  los  capitanes  habían 
desembolsado  los  sesenta. 

Iban  los  peregrinos  á  dar  toda  su  miseria;  pero  Roque  les  dijo  que 
se  estuviesen  quedos;  y  volviéndose  á  los  suyos  les  dijo:  «Destos  escu- 
dos, dos  tocan  á  cada  uno  y  sobran  veinte;  los  diez  se  den  á  estos  pere- 
grinos, y  los  otros  diez  á  este  buen  escudero,  porque  pueda  decir  bien 
de  esta  aventura»;  y  trayéndole  aderezo  de  escribir,  de  que  siempre 
andaba  proveído  Roque,  les  dio  por  escrito  un  salvaconducto  para  los 
mayorales  de  sus  escuadras;  y  despidiéndose  dellos,  los  dejó  ir  libres  y 
admirados  de  su  nobleza,  de  su  gallarda  disposición  y  extraño  pro- 
cf  der,  teniéndole  más  por  un  Alejandro  Magno,  que  por  ladrón  co- 
nocido. 

Uno  de  los  escuderos  dijo  en  su  lengua  gascona  y  catalana:  «Este 
nuestro  capitán  más  es  para  frade  que  para  bandolero;  si  de  aquí  ade- 
lante quisiere  mostrarse  liberal,  seálo  con  su  hacienda,  y  no  con  la 
nuestra.» 

No  lo  dijo  tan  paso  el  desventurado,  que  dejase  de  oirlo  Roque, 
el  cual,  echando  mano  á  la  espada,  le  abrió  la  cabeza  casi  en  dos 
partes,  diciéndole:  «Desta  manera  castigo  yo  á  los  deslenguados  y  atre- 
vidos.» 

Pasmáronse  todos,  y  ninguno  le  osó  decir  palabra:  tanta  era  la  obe- 
diencia que  le  tenían.  Apartóse  Roque  á  una  parte,  y  escribió  una  carta 
;i  un  su  amigo  á  Barcelona,  dándole  aviso  cómo  tenía  consigo  al  famo- 
so Don  Quijote  de  la  Mancha,  aquel  caballero  andante  de  quien  tantas 
<;osas  se  decían;  y  que  le  hacía  saber  cjue  era  el  más  gracioso  y  el  más 
••ntendido  hombre  del  mundo,  y  que  de  allí  á  cuatro  días,  que  era  el  de 
la  Degollación  de  San  Juan  Bautista,  se  le  poüdría  en  mitad  de  la  pla- 
ya de  la  ciudad,  armado  de  todas  sus  armas,  sobre  Rocinante,  su  caba- 
llo, y  á  su  escudero  Sancho  sobre  un  asno;  y  que  diese  noticia  desto  á 
sus  amigos  los  Niarros,  para  que  con  él  se  solazasen;  que  él  quisiera 
que  carecieran  deste  gusto  los  Cadells,  sus  contrarios;  pero  qu3  esto  era 
i  -nposible,  á  causa  que  las  locuras  y  discreciones  de  Don  Quijote,  y  los 
donaires  de  su  escudero  Sancho  Panza,  no  [)odían  dejar  de  dar  gusto 
general  á  todo  el  mundo.  Despachó  estas  cartas  con  uno  de  sus  escude- 
ros, que  mudando  el  traje  de  bandolero  en  el  de  un  labrador,  entró  en 
Barcelona  y  la  dio  á  quien  iba. 


r^ 


CAPITUIA)    LX\ 

De  (o  que  le  sucedió  á  Don  Quijote  en  la  entrada  de  BarceU  na,  con  otras 
cosas  que  tiene  más  de  lo  verdadero  que  de  lo  discreto. 


tKEs  días  y  tres  noches  estuvo  Don  Quijote  con  Roque,  y  si  es- 
tuviera trescientoá  años,  no  le  faltara  qué  mirar  y  admirar  en 
el  modo  de  su  vida.  Aquí  amanecían,  acullá  comían;  unas  ve- 
7  ees  huían  sin  saber  de  quién,  y  otras  esperaban  sin  saber  á 
<[uién.  Dornn'an  en  pie,  intcrrompiendo  el  sueño,  mudándose  de  un  lu- 
irar  á  otro.  Toilo  era  poner  espías,  escuchar  centinelas,  soi)lar  las  cuer- 
das de  los  arcabuces,  aun(|ue  traían  pocos,  porque  casi  todos  se  servían 
de  pedreñales,  líoque  [)a?aba  las  noches  apartado  de  los  suyos,  en  par- 
tes y  lugares  donde  ellos  no  pudiesen  saber  d(  nde  estaba,  porque  los 
muchos  bandos  que  el  Visorey  de  Barcelona  había  echado  sobre  su  vida, 
le  traían  inquieto  y  temeroso,  y  no  se  osaba  rtar  de  idnguno,  temiendo 
que  los  mismos  suyos,  ó  le  habían  de  matar  ó  entregar  á  la  justicia: 
vida,  por  cieito,  miserable  y  enfadosa.  En  fín,  por  caminos  desusados, 
por  atajos  y  sendas  ent-ublei-tas.  partieron  Roque.  Don  (Juijote  y  Sandio, 
con  otros  seis  escuderos,  á  Barcelona.  Llegaron  á  su  playa  la  víspera  de 
la  Degollación  do  tían  Juan,  en  la  noche;  y  abrazando  Roque  á  Don 
Quijote  y  á  Sancho,  á  quien  dio  los  diez  escudos  prometidos  (que  hasta 
entonces  no  se  los  había  dado),  los  dejó,  con  mil  ofrecimientos  que  de 
ía  una  á  la  otra  parte  se  hicieix^u. 

Volvióse  Roque,  quedóse  Don  Quijote  esperando  el  día,  así  á  caba- 
llo como  estaba,  y  no  tardó  mucho  cuando  comenz()  á  descubrirse  por 
los  balcones  del  Oriente  la  faz  de  la  blanca  aurora,  alegrando  las  yerbas 
y  las  flores,  en  lugar  de  alegrar  el  oído,  aunque  al  mismo  instante  ale- 
braron también  el  oído  el  son  de  muchas  .'hirimías  y  atabales,  ruido  de 


798  DON    QUIJOTE    DE    1.A    MANCHA  - 

cascabeles,  «trapa,  trapa,  aparta,  aparta>  de  corredores  que,  al  parecer, 
de  la  ciudad  salían.  Dio  lugar  la  aurora  al  sol,  que  con  un  rostro  mayor 
que  el  cerco  de  una  rodela,  por  el  más  bajo  horizonte  poco  á  poco  se 
iba  levantando. 

Tendieron  Don  Quijote  y  Sancho  la  vista  por  todas  partes,  vieroD 
el  mar,  hasta  entonces  dellos  no  visto;  parecióles  espaciosísimo  y  largo,, 
harto  más  que  las  lagunas  de  Ruidera,  que  en  la  Mancha  habían  visto. 
Vieron  las  galeras  que  estaban  en  la  playa,  las  cuales,  abatiendo  las 
tiendas,  se  descubrieron  llenas  de  flámulas  y  gallardetes,  que  tremola- 
ban al  viento,  y  besaban  y  barrían'  el  agua;  dentro  sonaban  clarines, 
trompetas  y  chirimías,  que  cerca  y  lejos  llenaban  el  aire  de  suaves  y  be- 
licosos acentos;  comenzaron  á  moverse,  y  á  hacer  un  modo  de  escaramu- 
za por  las  sosegadas  aguas,  correspondiéndoles  casi  al  mismo  modo  in- 
finitos caballeros  que  de  la  ciudad,  sobre  hermosos  caballos  y  con  visto- 
sas libreas,  salían.  Los  soldados  de  las  galeras  disparaban  infinita  arti- 
llería, á  quien  respondían  los  que  estaban'  én  las  murallas  y  fuertes  de 
la  ciudad,  y  la  artillería  gruesa,  con  espantoso  estruendo,  rompía  los 
vientos,  á  quien  respondían  los  caííones  de  crujía,  de  las  galeras.  El  maf 
alegre,  lá  tierra  jocunda,  el  aire  claro,  sólo  tal  vez  turbio  del  humo  de 
la  artillería,  parece  que  reían,  infundiendo  y  engendrando  gusto  súbito 
en  todas  las  gentes.  No  podía  imaginar  Sancho  cómo  pudiesen  tener 
tantos  pies  aquellos  bultos  que  por  el  mar  se  movían. 

En  esto  llegaron  corriendo,  con  grita,  lililíes  y  algazara,  los  de  las 
libreas  adonde  Don  Quijote  suspenso  y  atónito  estaba;  y  uno  dellos,  que 
era  el  avisado  de  Roque,  dijo  en  alta  voz  á  Don  Quijote:  «¡Bien  sea  ve- 
nido á  nuestra  ciudad  el  espejo,  el  farol,  la  estrella  y  el  norte  de  toda 
la  caballería  andante,  donde  más  largamente  se  contiene!  ¡Bien  sea  ve- 
nido, digo,  el  valeroso  Don  Quijote  de  la  Mancha;  no  el  falso,  no  el  fic- 
ticio, no  el  apócrifo,  que  en  falsas  historias  estos  días  nos  han  mostrado, 
sino  el  verdadero,  el  legal  y  el  fiel,  que  nos  describió  Cide  Hamete  Be- 
nengeli,  flor  de  los  historiadores!» 

Ño  respondió  Don  Quijote  palabra,  ni  los  caballeros  esperaron  á  que 
la  respondiese,  sino  volviéndose  y  revolviéndose  con  los  demás  que  los 
seguían,  comenzaron  á  hacer  un  revuelto  caracol  al  derredor  de  Don 
Quijote,  el  cual,  volviéndose  á  Sancho,  dijo:  «Estos  bien  nos  han  cono- 
cido; yo  apostaré  que  han  leído  nuestra  historia,  y  aun  la  del  aragonés 
recién  impresa.» 

Volvió  otra  vez  el  caballero  que  habló  á  Don  Quijote,  y  díjole:  «Vue- 
sa  merced,  señor  Don  Quijote,  se  venga  con  nosotros;  que  todos  somos 
sus  servidores,  y  grandes  amigos  de  Roque  Guinart. » 

A  lo  que  Don  Quijote  respondió: 
— Si  cortesías  engendran  cortesías,  la  vuestra,  señor  caballero,  es  hija 
ó  parienta  muy  cercana  de  la  del  gran  Roque:  llevadme  do  quisiéredesj 
que  yo  no  tendré  otra  voluntad  que  la  vuestra,  y  más  si  la  queréis  ocu- 
par en  vuestro  servicio. 

Con  palabras  no  menos  comedidas  que  éstas  le  respondió  el  caba- 
llero y  encerrándole  todos  en   medio,  al   son  de  las  chirimías  y  de  los 


PARTE  SEGUNDA. CAPÍTULO  LXI  799 

atabales  se  encaminaron  con  él  á  la  ciudad,  al  entrar  de  la  cual,  el 
malo,  que  todo  lo  malo  ordena,  y  los  muchachos,  que  son  más  malos 
<]ue  el  malo...  dos  dellos.  traviesos  y  atrevidos,  se  entraron  por  toda  la 
.^ente;  y  alzando  el  uno  la  cola  del  Rucio,  y  el  otro  la  de  Rocinante,  les 
pusieron  y  encajaion  sendos  n>anojo",  de  aliai^as. 

Sintieron  los  pobres  animales  las  nuevas  espuelas,  y  apretando  las 
colas,  aumentaron  su  dis^justo  de  manera,  que  dando  mil  corcovos, 
dieron  con  sus  dueños  en  tierra.  Don  Quijote,  corrido  y  afrentado,  acu- 
i'úó  á  quitar  el  plumaje  de  la  cola  de  su  matalote,  y  Sancho  el  de  su 
Rucio.  Quisieran  los  que  gui'ibanú  Don  Quijote  castigar  el  atrevimien- 
to de  los  muchachos,  y  no  fué  posible,  porque  se  encerraron  entre  más' 
de  otros  mil  que  los  seguían.  Volvieron  á  subir  Don  Quijote  y  Sancho, 
y  con  el  mismo  aplauso  y  música  llegaron  á  la  casa  de  su  guía,  que. 
<n-a  grande  y  principal,  en  fin,  como  de  caballero  rico,  donde  le  dejare- 
imos  por  agora,  porque  así  lo  quiere  Cide  Hamete. 


B.  P.-  XX 


52 


CAPITULO   LXII 

Que  trata  de  la  aventura  de  la  cabeza  encantada,  con  otras  niñerías 
que  no  pueden  dejar  de  contarse. 


ON  Antonio  Moreno  se  llamaba  el  huésped  de  Don  Quijote,  ca- 
ballero rico  y  discreto,  y  amigo  de  h olivarse  á  lo  honesto  y  afa- 
ble; el  cual,  viendo  en  su  casa  á  Don  Quijote,  andaba  buscan- 
do modos  cómo,  sin  su  perjuicio,  sacase  á  plaza  sus  locuras; 
porque  no  son  burlas  las  que  duelen,  ni  hay  pasatiempos  que  valgan, 
si  son  con  daño  de  tercero.  Lo  primero  que  hizo  fué  hacer  desarmar  á 
Don  Quijote,  y  sacarle  á  vistas  con  aquel  su  estrecho  y  acanmzado 
vestido  (como  ya  otras  veces  le  hemos  descrito  y  pintado)  á  un  balcón 
que  salía  á  una  calle  de  las  más  principales  de  la  ciudad,  á  vista  de  las 
gentes  y  de  los  muchachos,  que  como  á  mona  le  miraban. 

Corrieron  de  nuevo  delante  del  los  de  las  libreas,  como  si  para  él 
Síulo,  no  para  alegrar  aquel  festivo  día,  se  las  hubieran  puesto;  y  Sancho 
estaba  contentísimo,  por  parecerle  que  se  había  hallado,  sin  saber  cómo 
ni  cómo  no,  otras  bodas  de  Camacho,  otra  casa  como  la  de  don  Diego 
de  Miranda  y  otro  castillo  como  el  del  Duque.  Comieron  aquel  día  con 
don  Antonio  algunos  de  sus  amigos,  honrando  todos  y  tratando  á  Don 
Quijote  como  á  caballero  andante,  de  lo  cual,  hueco  y  pomposo,  no 
cabía  en  sí  de  contento.  Los  donaires  de  Sancho  fueron  tantos,  que  de 
su  boca  andaban  como  colgados  todos  los  criados  de  casa  y  todos 
cuantos  le  oían. 

Estando  á  la  mesa,  dijo  don  Antonio  á  Sancho:  «Acá  tenemos  noti- 
cia, buen  Sancho,  que  sois  tan  amigo  de  manjar   blanco  y  de  albondi- 
guillas, que  si  os  sobran,  las  guardáis  en  el  seno  para  el  otro  día.» 
— No,   señor,  no  es  así,  respondió  Sancho,  porque  tengo  más  do 


PAKTi'    8EGUNÜA. CAPÍTULO    LXÍI  801 


limpio  que  de  jíoIoso,  y  mi  sefior  Don  (^lijóte,  que  está  delante,  sabe- 
hien  que  con  un  puño  de  bellotas  ó  de  nueces  nos  solemos  pasar  en- 
trambos ocho  días.  Verdad  es  que  si  tal  vez  me  sucede  que  me  den  la 
vaquilla,  corro  con  la  soguilla,  quiero  decir,  que  como  lo  que  me  dan, 
y  uso  de  los  tiempos  como  los  hallo;  y  quien  quiera  que  hubiere  dicho 
que  yo  soy  comedor  aventajado,  y  no  limpio,  téngase  por  dicho  que  no 
n?ierta;  y  de  otra  manera  dijorn  r-stn  si  no  mirara  á  las  barl)as  honra- 
<\as  que  están  á  la  mesa. 

—Por  cierto,  dijo  Don  (¿uijdte,  (|ue  la  par.-íimonia  v  limpieza  con 
que  Sancho  come  se  puede  escribir  y  grabar  en  láminas  de  bronce,  para 
que  quede  en  memoria  eterna  en  los  siglos  venideros.  Verdad  es  que 
<?uando  él  tiene  hambre,  parece  algo  tragón,  porque  come  apriesa  y 
masca  á  dos  carrillos;  pero  la  limpieza  siempre  la  tiene  en  su  punto;  y 
en  el  tiempo  que  fué  gobernador  aprendió  á  comer  á  lo  melindroso, 
tanto,  que  comía  con  tenedor  las  uvas,  y  aun  los  granos  de  la  granada! 

—  ¡Cómo!,  dijo  don  Antonio:  ¿gobernador  ha  sido  Sancho? 

—Sí,  respondió  Sancho,  y  de  una  ínsula  llamada  la  Harataria.  Diez 
y  siete  días  la  goberné  á  pedir  de  boca:  en  ellos  perdí  el  sosiego,  v 
íiprendí  á  despreciar  todos  los  gobiernos  del  mundo;  salí  huyendo  deíla; 
<'aí  en  una  cueva,  donde  me  tuve  por  muerto,  de  la  cual  salí  vivo  por 
milagro. 

Contó  Don  Quijote  i)ur  menudo  todo  el  suceso  del  gobierno  de  San- 
<ho,  con  que  dio  gran  gusto  á  los  oyentes. 

Levantados  los  manteles,  y  tomando  don  Antonio  por  la  mano  á 
Don  (Quijote,  se  entró  con  él  en  un  apartado  aposento,  en  el  cual  no 
había  otra  cosü  de  adorno  que  una  mesa,  al  parecer  de  jasi»o,  que  sobre 
un  pie  de  lo  mismo  se  sostenía,  sobre  la  cual  estaba  puesta,  al  modo  de 
las  cabezas  de  los  emperadores  romanos,  de  los  pechos  arriba,  una  que 
semejaba  ser  de  bronce. 

Paseóse  don  Antonio  con  Don  Quijote  por  todo  el»  aposento  ro- 
<leando  muchas  veces  la  mesa,  después  de  lo  cual  dijo:  «Agora,  señor 
Don  Quijote,  que  estoy  enterado  que  no  nos  oye  v  escucha  alguno,  y 
t'stá  cerrada  la  pueda,  quiero  contar  á  vuesa  merced  una  de  las  más 
raras  aventuras,  ó  por  mejor  decir,  novedades,  que  ima<íinarse  j)ueden, 
con  condición  que  lo  que  á  vuesa  merced  dijere  lo  ha' de  dei)ositar  en 
los  últimos  retretes  del  secreto.  > 

—Así  lo  juro,  respondió  Don  (Quijote,  y  aun  le  echaré  una  losa  en- 
<-ima  para  más  seguridad;  porque  quiero  que  sepa  vuesa  merced,  señor 
don  Antonio  (que  ya  sabía  su  nombre),  que  está  hablando  con  quien 
aunque  tiene  oídos  para  oir,  no  tiene  lengua  i)ara  hablar;  así  que,  con 
segundad,  puede  vuesa  merced  trasladar  lo  que  tiene  en  su  pecho  en  el 
mío,  y  hacer  cuenta  que  lo  ha  arrojado  en  los  abismos  del  silencio. 

—En  fe  desa  promesa,  respondió  don  Antonio,  quiero  poner  á  vuesa 
merced  en  admiración  con  lo  que  verá  y  oirá,  y  darme  á  mí  algún  ali- 
vio de  la  pena  que  me  causa  no  tener  con  quien  conumicar  mis  secre- 
tos, que  no  son  para  liarse  de  todos. 

Suspenso  estaba    Don   Quijote,  esperando  en  qué  habían  de  parar 


802  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

tantas  prevenciones.  En  esto,  tomándole  la  mano  don  Antonio,  se  la 
pasó  por  la  cabeza  de  bronce  y  por  toda  la  mesa,  y  por  el  pie  de  jaspe 
sobre  que  se  sostenía,  y  luego  dijo:  «Esta  cabeza,  señor  Don  Quijote, 
ha  sido  hecha  y  fabricada  por  uno  de  los  mayores  encantadores  y  he- 
chiceros que  ha  tenido  el  mundo,  que  creo  era  polaco  de  nación  y  dis- 
cípulo del  famoso  Escotillo,  de  quien  tantas  maravillas  se  cuentan;  el 
cual  estuvo  aquí  en  mi  casa,  y  por  precio  de  mil  escudos  que  le  di,  la- 
bró esta  cabeza,  que  tiene  propiedad  y  virtud  de  responder  á  cuantas 
cosas  al  oído  le  preguntaren.  Guardó  rumbos,  pintó  caracteres,  observó 
astros,  miró  puntos,  y  finalmente,  la  sacó  con  la  perfección  que  vere- 
mos mañana,  porque  los  viernes  está  muda,  y  hoy,  que  lo  es,  nos  ha 
de  hacer  esperar  hasta  mañana.  En  este  tiempo  podrá  vuesa  merced  pre- 
venirse de  lo  que  quiera  preguntar;  que  por  experiencia  sé  que  dice 
verdad  en  cuanto  responde.» 

Admirado  quedó  Don  Quijote  de  la  virtud  y  propiedad  de  la  cabe- 
za, y  estuvo  por  no  creer  á  don  Antonio;  pero,  por  ver  cuan  poco  tiem- 
po iiabía  que  aguardar  para  hacer  la  experiencia,  no  quiso  decirle  otra 
cosa,  sino  que  le  agradecía  el  haberle  descubierto  tan  gran  secreto.  Sa- 
lieron del  aposento,  cerró  la  puerta  don  Antonio  con  llave,  y  fuéronse 
á  la  sala  donde  los  demás  caballeros  estaban.  En  este  tiempo  les  había 
contado  Sancho  muchas  de  las  aventuras  y  sucesos  que  á  su  amo  ha- 
bían acontecido. 

Aquella  tarde  sacaron  á  pasear  á  Don  Quijote,  no  armado,  sino  de 
rúa,  vestido  un  balandrán  de  paño  leonado,  que  pudiera  hacer  sudar 
en  aquel  tiempo  al  mismo  hielo.  Ordenaron  con  sus  criados  que  entre- 
tuviesen á  Sancho,  de  modo  que  no  le  dejasen  salir  de  casa.  Iba  Don 
Quijote,  no  sobre  Rocinante,  sino  sobre  un  gran  macho  de  paso  llano. 
y  muy  bien  aderezado.  Pusiéronle  el  balandrán,  y  en  las  espaldas,  sin 
que  lo  viese,  le  cosieron  un  pergamino,  donde  le  escribieron  con  letras 
grandes:  Estofes  Don  Quijote  de  la  Mancha. 

En  comenzando  el  paseo,  llevaba  el  rétulo  los  ojos  de  cuantos  ve- 
nían á  verle,  y  como  leían:  «Este  es  Don  Quijote  de  la  Mancha»,  admi- 
rábase Don  Quijote  de  ver  que  cuantos  le  miraban  le  nombraban  y  co- 
nocían; y  volviéndose  á  don  Antonio,  que  iba  á  su  laio,  le  dijo:  «Gran- 
de es  la  prerrogativa  que  encierra  en  sí  la  andante  caballería,  pues  hace 
conocido  y  famoso  al  que  la  profesa  por  todos  los  términos  de  la  tierra; 
si  no,  mire  vuesa  merced,  señor  don  Antonio,  que  hasta  los  muchachos 
desta  ciudad,  sin  nunca  haberme  visto,  me  conocen  » 

— Así  es,  señor  Don  Quijote,  respondió  don  Antonio;  que  así  como 
el  fuego  no  puede  estar  escondido  y  encerrado,  la  virtud  no  puede  de- 
jar de  ser  conocida,  y  la  que  se  alcanza  por  la  profesión  de  las  armas, 
resplandece  y  campea  sobre  todas  las  otras. 

Acaeció,  pues,  que  yendo   Don   Quijote  con  el  aplauso  que  se  ]i;i 
dicho,  un  castellano,  que  leyó  el  rétulo  de  las  espaldas,  alzó  la  voz,  di 
ciendo:  « ¡Válgate  el  diablo 'por  Don   Quijote  de  la  Mancha!   ¿Cómo'.^ 
¿Que  hasta  aquí  has  llegado  sin  haberte  muerto  los  infinitos  palos  que 
tienes  á  cuestas?  Tú  eres  loco;  y  si  lo  fueras  á  solas  y  dentro  de  las 


PARTK    HKUUNDA. CAPÍTULO    LXII  803 

puertas  de  tu  locura,  fuera  menos  mal;  pero  tienes  propiedad  do  volver 
locos  y  mentecatos  a  cuantos  te  tratan  y  comunican;  si  no,  mírenlo  por 
estos  señores  que  te  acom})añan.  \'uélvete,  mentecato,  á  tu  casa,  y  mira 
por  tu  hacienda,  por  tu  mujer  y  tus  hijos,  y  déjate  destas  vaciedades, 
<]ue  te  carcomen  el  seso  y  te  desuatan  el  entendimiento.» 

— Hermano,  dijo  don  Antonio,  seguid  vuestro  camino,  y  no  deis 
consejos  á  quien  no  os  los  pide.  El  señor  Don  Quijote  de  la  Mancha  es 
muy  cuerdo,  y  nosotros,  que  le  íicompañamos.  no  somos  necios:  la  vir- 
tud se  ha  de  honrar  donde  quiera  que  se  liallare;  y  andad  enhoramala, 
y  no  os  metáis  donde  no  os  llaman. 

— Pardiez,  vuesa  merced  tiene  razón,  rcsi)ondió  el  castellano;  que 
aconsejar  á  este  buen  hombre  es  dar  coces  contra  el  ajíuijón;  pero,  con 
todo  eso,  me  da  muy  gran  lástima  que  el  l)uen  inp;enio,  que  dicen  que 
tiene  en  todas  las  cosas  este  mentecato,  se  le  desaj^üe  j)or  la  canal  de 
su  andante  caballería;  y  la  enhoramala  que  vuesa  merced  dijo,  sea  para 
nn'  y  para  todos  mis  descendientes,  si  de  hoy  más,  aunque  viviese 
más  años  que  Matusalén,   diere  consejo  á  nadie,   aunque  me  lo  pida. 

Apartóse  el  consejero,  sii^uió  adelante  el  paseo;  pero  fué  tanta  la 
priesa  que  los  muchachos  y  toda  la  «íente  tenía  leyendo  el  rétulo,  (pie 
se  le  hubo  de  quitar  don  Antonio  como  que  le  quitaba  otra  cosa. 

Lle<i(')  la  noche,  volviéronse  á  casa:  hubo  sarao  de  damas,  porque  la 
nuijer  de  don  Antonio,  que  era  una  señora  principal  y  alejare,  hermosa 
y  discreta,  convidó  á  otras  sus  amigas  á  que  viniesen  á  honrar  á  su 
huésped  y  á  gustar  de  sus  nunca  vistas  locuras.  Vinieron  algunas, 
cenóse  espléndidamente,  y  comenzóse  el  sarao  casi  á  las  diez  de  la 
noche. 

Entre  las  damas  había  dos  de  gusto  picaro  y  burlonas,  y  con  ser 
muy  honradas,  eran  algo  descompuestas:  por  dar  lugar  á  que  las  burlas 
alegrasen  sin  enfado  á  los  convidados,  éstas  dieron  tanta  priesa  en 
sacar  á  danzar  á  Don  Quijote,  que  le  molieron,  no  sólo  el  cuerpo,  pero 
el  ánima. 

Era  cosa  de  ver  la  hgura  de  Don  Quijote,  largo,  tendido.  Haco, 
amarillo,  estrecho  en  el  vestido,  desairado,  y  sobre  todo,  no  nada  ligero. 
Requebrábanle  como  á  hurto  las  damiselas,  y  él  también  como  á  hurto 
las  desdeñaba;  pero,  viéndose  apretar  de  requiebros,  alzó  la  voz  y  dijo: 
<  Ffigite,  parfe.'i  aárersae:  dejadme  en  mi  sosiego,  pensamientos  mal  ve- 
nidos. Allá  os  avenid,  señoras,  con  vuestros  deseos;  que  la  que  es  reina 
de  los  míos,  la  sin  par  Dulcinea  del  Toboso,  no  consiente  que  ningunos 
otros  que  los  suyos  me  avasallen  y  rindan»;  y  diciendo  esto,  se  sentó 
en  mitad  de  la  sala  en  el  suelo,  molido  y  quebrantado  de  tan  bailador 
ejercicio. 

Hizo  don  Antonio  que  le  llevasen  en  peso  á  su  lecho,  y  el  primero 
que  asió  del  fué  Sancho,  diciéndole:  «Nora  en  tal,  señor  nuestro  amo, 
lo  habéis  bailado.  ¿Pensáis  que  todos  los  valientes  son  danzadores,  y 
todo&  los  andantes  caballeros  bailarines?  Digo  que  si  lo  pensáis,  que 
estáis  engañado:  hombre  hay  que  se  atreverá  á  matar  á  un  gigante, 
antes  que  hacer  una   cabriola.  Si  hubiérades  de  zapatear,  yo  supliera 


S()4 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


vuestra- falta,  que  zapateo  como  un  jirifalte;  pero  en  lo  del  danzar  no 
doy  puntada.» 

Con  estas  y  otras  razones  dio  que  reír  Sancho  á  los  del  sarao,  y  dio 
con  su  amo  en  la  cama,  arropándole  para  que  sudase  la  frialdad  de  su 
baile. 

Otro  día  le  pareció  á  don  Antonio  ser  bien  hacer  la  experiencia  de 
la  cabeza  encantada;  y  con  Don  Quijote,  Sancho  y  otros  dos  amigos, 
con  las  dos  señoras  que  iiabían  moHdo  á  Don  Quijote  en  el  baile,  que 
aquella  propia  noche  se  habían  quedado  con  la  mujer  de  don  Antonio, 
se  encerró  en  la  estancia  donde  estaba  la  cabeza.  Contóles  la  propiedad 
que  tenía,  encargóles  el  secreto,  y  díjoles  que  aquel  era  el  primero  día 
donde  se  había  de  probar  la  virtud  de  la  tal  cabeza,  encantada;  y  si  no 
eran  los  dos  amigos  de  don  Antonio,  ninguna  otra  persona  sabía  el 
busilis  del  encanto,  y  aun,  si  don  Antonio  no  se  le  hubiera  descubierto 
primero  á  sus  amigos,  también  ellos  cayeran  en  la  admiración  en  que 
los  demás  cayeron,  sin  ser  posible  otra  cosa:  con  tal  traza  y  tal  orden 
estaba  fabricada. 

El  primero  que  se  llegó  al  oído  de  la  cabeza  fué  el  mismo  don  An- 
tonio, y  díjole  en  voz  sumisa,  pero  no  tanto  que  de  todos  no  fuese  en- 
tendida: « Dime,  cabeza,  por  la  virtud  que  en  ti  se  encierra,  ¿qué  pen- 
samientos tengo  yo  agora?» 

Y  la  cabeza  le  respondió,  sin  mover  los  labios,  con  voz  clara  y  dis- 
tinta, de  modo  que  fué  de  todos  entendida,  esta  razón:  «Yo  no  juzgo  de 
pensamientos. » 

Oyendo  lo  cual,  todos  quedaron  atónitos,  y  más  viendo  que  en  todo 
el  aposento,  ni  alrededor  de  la  mesa,  no  había  persona  humana  que 
responder  pudiese. 

«¿Cuántos  estamos  aquí?»  tornó  á  preguntar  don  Antonio. 

Y  fuéle  respondido,  por  el  propio  tenor,  paso:  «Estáis  tú  y  tu  mujer 
con  dos  amigos  tuvos  y  dos  amigas  della,  y  un  caballero  famoso, llamado- 
Don  Quijote  de  la  Mancha,  y  un  su  escudero,  que  Sancho  Panza  tiene 
por  nombre.» 

¡Aquí  sí  que  fué  el  admirarse  de  nuevo;  aquí  sí  que  fué  el  erizárse- 
los cabellos  á  todos,  de  puro  espanto! 

Y  apartándose  don  Antonio  de  la  cabeza,  dijo:  «Esto  me  basta  para 
darme  á  entender  que  no  fui  engañado  del  que  te  me  vendió,  cabeza 
sabia,  cabeza  habladora,  cabeza  respondona,  y  admirable  cabeza.  Llegue 
otro,  y  pregúntele  lo  que  quisiere.» 

Y  como  las  mujeres  de  ordinario  son  presurosas  y  amigas  de  saber. 
la  primera  que  se  llegó  fué  una  de  las  dos  amigas  de  la  mujer  de  don 
Antonio,  y  lo  c{ue  le  preguntó  fué:  «Dime,  cabeza,  ¿qué  haré  yo  para 
ser  muy  hermosa?» 

Y  fuéle  respondido:  «Sé  muy  honesta.» 
— No  te  pregunto  más,  dijo  la  preguntanta. 

Llegó  luego  la  compañera  y  dijo:  «Querría  saber,  cabeza,  si  mi  ma- 
rido me  quiere  bien  ó  no.» 

Y  respondiéronle:  «Mira  las  obras  que  te  hace,  y  echarlo  has  de  ver. » 


l'AKXE    SEGUNDA. CAPITULO    LXII  H05 

Apartóse  la  casada,  diciendo:  «Esta  respuesta  no  tenía  necesidad  de 
pregunta;  porque,  en  efeto,  las  obras  que  se  hacen  declaran  la  voluntad 
que  tiene  el  que  las  hace.» 

Luego  llegó  uno  de  los  dos  amigos  de  don  Antonio,  y  preguntóle: 
«¿Quién  soy  yo?» 

Y  fuele  respondido: '«Tú  lo  sabes». 

— No  te  pregunto  eso,  respondió  el  caballero,  sino  que  me  digas  si 
me  conoces  tú. 

—  Sí  conozco,  le  respondieron;  que  eres  don  Pedro  Nóriz. 

— No  quiero  saber  más,  pues  esto  basta  para  entender,  ¡oh  cabeza!, 
({ue  lo  sabes  todo, 

Y  ai)artándose,  llegó  el  otro  amigo  y  preguntóle:  «Dime  cabeza,  ¿qué 
deseos  tiene  mi  hijo,  el  mayorazgo?» 

— Ya  yo  he  dicho,  le  respondieron,  que  yo  no  juzgo  de  deseos;  pero, 
con  todo  eso,  te  sé  decir  que  los  que  tu  hijo  tiene  son  de  ente'rrarte. 

— Eso  es,  dijo  el  caballero,  «lo  que  veo  por  los  ojos,  con  el  dedn  lo  se- 
ñalo», y  no  pregunto  más. 

Llegóse  la  mujer  de  don  Antonio,  y  dijo:  «Yo  no  sé,  cabeza,  (|iu  pre- 
guntarte; sólo  querría  saber  de  ti  si  gozaré  muchos  años  de  mi  buen 
marido. » 

Y  respondiéronle:  «Sí  gozarás,  porque  su  salud  y  su  templanza  en 
el  vivir  prometen  muchos  años  de  vida,  la  cual  muchos  suelen  acortar 
por  su  destemplanza.» 

Llegóse  luego  Don  Quijote,  y  dijo:  «Dime  tú,  el  que  respondes,  ¿fué 
verdad  ó  fué  sueño  lo  que  yo  cuento  que  me  pasó  en  la  cueva  de  \Ion- 
tesinos?  ¿Serán  ciertos  los  azotes  de  Sancho,  mi  escudero?  ¿Tendrá  efeto 
el  desjencanto  de  Dulcinea? 

— A  lo  de  la  cueva,  respondieron,  hay  mucho  que  decir;  de  todo  tie- 
ne. Los  azotes  de  Sancho  irán  de  espacio,  el  desencanto  de  Dulcinea 
llegará  á  debida  ejecución. 

—  No  quiero  saber  más,  dijo  Don  Quijote;  que,  como  yo  vea  á  Dul- 
cinea desencantada,  hart'  cuenta  que  vienen  de  golpe  todas  las  venturas 
que  acertare  á  desear. 

El  último  preguntante  fué  Sancho,  y  lo  que  preguntó  fué:  «¿Por 
ventura,  cabeza,  tendré  otro  gobierno?  ¿Saldré  de  la  estrecheza  de  escu- 
dero? ¿Volveré  á  ver  á  mi  mujer  y  á  mis  hijos?» 

A  lo  que  le  respondieron:  «Gobernarás  en  tu  casa;  y  si  vuelves  á 
ella,  verás  á  tu  mujer  y  á  tus  hijos;  y  dejando  de  servir,  dejarás  de  ser 
escudero. » 

— ¡Bueno  par  Dios!,  dijo  Sancho  Pan/>a;  esto  yo  me  lo  dijera;  no  dije- 
ra mas  el  profeta  Perogrullo. 

— Bestia,  dijo  Don  Quijote,  ¿qué  quieres  que  te  respondan?  ¿No  bas- 
ta que  las  respuestíis  que  esta  cabeza  ha  dado  correspondan  á  lo  que  se 
le  pregunta? 

— Sí  basta,  respondió  Sancho;  pero  quisiera  yo  que  se  declarara  más 
y  me  dijera  más. 

Con  esto  se  acabaron  las  preguntas  y  las  respuestas;  pero  no  se  acá- 


SO(J  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


bó  la  admiración  en  que  todos  quedaron,  excf  pto  los  dos  amigos  de  don 
Antonio,  que  el  caso  sabían.  El  cual  quiso  Cide  Hamete  Benengeli  de- 
clarar luego,  por  no  tener  suspenso  al  mundo,  creyendo  que  algún  he- 
chicero y  extraordinario  misterio  en  la  tal  cabeza  se  encerraba;  y  así, 
dice  que  don  Antonio  Moreno,  ú  imitación  de  otra  cabeza  que  vio  en 
Madrid,  fabricada  por  un  estampero,  hizo  ésta  en  su  casa  para  entrete- 
nerse y  suspender  á  los  ignorantes;  y  la  fábrica  era  de  esta  suerte.  La 
tabla  de  la  mesa  era  de  palo,  pintada  y  barnizada  como  jaspe,  y  el  pie 
sobre  que  se  sostenía  era  de  lo  mismo,  con  cuatro  garras  de  águila  que 
del  salían  para  mayor  firmeza  del  peso.  La  cabeza,  que  parecía  medalla 
y  figura  de  emperador  romano,  y  de  color  de  bronce,  estaba  toda  hue- 
ca, y  ni  más  ni  menos  la  tabla  de  la  mesa,  en  que  se  encajaba  tan  jus- 
tamente, que  ninguna  señal  de  juntura  se  parecía.  El  pie  de  la  tabla 
era  asimismo  hueco,  que  respondía  á  la  garganta  y  pechos  de  la  cabe- 
za, y  todo  esto  venía  á  responder  á  otro  aposento  que  debajo  de  la  es- 
tancia de  la  cabeza  estaba.  Por  todo  este  hueco  de  pie,  mesa,  garganta 
y  pechos  de  la  medalla  y  figura  referida,  se  encaminaba  un  cañón  de 
hoja  de  lata  nmy  justo;  que  de  nadie  podía  ser  visto.  En  el  aposento  de 
abajo,  correspondiente  al  de  arriba,  se  ponía  el  que  había  de  responder, 
pegada  la  boca  con  el  mesmo  cañón,  de  modo  que  á  modo  de  cerbata- 
na iba  la  voz  de  arriba  abajo,  y  de  abajo  arriba,  en  palabras  articuladas 
y  claras;  y  desta  manera  no  era  posible  conocer  el  embuste.  Un  sobrino 
de  don  Antonio,  estudiante  agudo  y  discreto,  fué  el  respondiente,  el  cual, 
estando  avisado  de  su  señor  tío  de  los  que  habían  de  entrar  con  él  en 
aquel  día  en  el  aposento  de  la  cabeza,  le  fué  fácil  responder  con  pres- 
teza y  puntualidad  á  la  primera  pregunta;  á  las  demás  respondió  por 
conjeturas,  y,  como  discreto,  discretamente. 

Y  dice  más  Cide  Hamete,  que  hasta  diez  ó  doce  días  duró  esta  ma- 
ravillosa máquina;  pero  que  divulgándose  por  la  ciudad  que  don  Anto- 
nio tenía  en  su  casa  una  cabeza  encantada,  que  á  cuantos  le  pregunta- 
ban respondía;  temiendo  no  llegase  á  los  oídos  de  las  despiertas  centi- 
nela.s  do  nuestra  fe,  habiendo  declarado  el  caso  á  los  señores  inquisido- 
res, le  mandaron  que  la  deshiciese,  y  no  pasase  más  adelante,  porque 
el  vulgo  ignorante  no  se  escandalizase.  Pero  en  la  opinión  de  Don  Qui- 
jote y  de  Sancho  Panza  la  cabeza  quedó  por  encantada  y  por  respon- 
dona, más  á  satisfación  de  Don  Quijote  que  de  Sancho. 

Los  caballeros  de  la  ciudad,  por  complacer  á  don  Antonio  y  por  aga- 
sajar á  Don  Quijote,  y  dar  lugar  á  que  descubriese  sus  sandeces,  orde- 
naron de  correr  sortija  de  allí  á  seis  días,  que  no  tuvo  efeto  por  la  oca- 
sión que  se  dirá  adelante. 

Dióle  gana  á  Don  Quijote  de  ])asear  por  la  ciudad  á  la  llana  y  á  pie, 
temiendo  que  si  iba  á  caballo  le  habían  de  perseguir  los  mochadlos; 
y  así,  él  y  Sancho,  con  otros  dos  criados  que  don  Antonio  le  dio, 
salieron  á  pasearse.  Sucedió,  pues,  que  yendo  por  una  calle,  alzó  los 
ojos  Don  Quijote;  y  vio  escrito  sobre  una  puerta  con  letras  muy 
grandes:  Aqia  sr  imprimen  libros:  de  lo  que  se  contentó  mucho,  por- 
que hasta   entonces  no  había  visto  emprenta   alguna,  y  deseaba   saber 


l'ABTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXIl  807 

cómo  fuese.  Entró  dentro  con  todo  su  acompañamiento,  y  vio  tirar  en 
una  })arte,  corregir  en  otra,  componer  en  esta,  enmendar  en  aquella,  y 
íinalmente,  toda  aquella  máquina  en  que  las  emprentas  grandes  se 
muestra.  Llegábase  Don  Quijote  á  un  cajón,  y  preguntaba  qué  era 
aquello  que  allí  se  hacía;  dábanle  cuenta  los  oñciales,  admirábase,  y 
pasaba  adelante. 

Llegó,  entre  otros,  á  uno,  y  preguntóle  qué  era  lo  que  hacía. 
El  otícial  le  respondió:  «Señor,  este  caballero  que  aquí  está  (y  enseñó 
a  un  hombre  de  muy  buen  talle  y  parecer  y  de  alguna  gravedad)  ha 
traducido  un  libro  toscano  en  nuestra  lengua  castellana,  y  estoyle  yo 
componiendo  para  darle  á  la  estampa. 

— ¿Qué  título  tiene  el  libro?,  preguntó  Don  Quijote. 
A  lo  que  el  autor  respondió:  «Señor,  el  libro  en  toscano  se  llama 
Le  hngateUe. 

— ¿Y  qué  responde  Le  hagatelJe  en  nuestro  castellano?,  preguntó  Don 
Quijote. 

— Le  haqatelle,  dijo  el  autor,  es  como  si  en  castellano  dijésemos  los 
juguetes:  y  aunque  este  libro  es  en  el  nombre  humilde,  contiene  y  en- 
cierra en  sí  cosas  muy  buenas  y  sustanciales. 

--Yo,  dijo  Don  Quijote,  sé  algún  tanto  del  toscano,  y  me  precio  de 
cantar  algunas  estancias  de  Ariosto.  Pero  dígame  vuesa  merced,  señor 
mío  (y  no  digo  esto  porque  quiero  examinar  el  ingenio  de  vuesa  mer- 
ced, sino  por  curiosidad  no  más),  ¿ha  hallado  en  ese  su  libro  alguna 
vez  nombrada  la  pignataY 

-Sí,  muchas  veces,  respondió  e!  autor. 

— ¿Y  cómo  la  traduce  vuesa  merced  en  castellano?,  preguntó  Don 
Quijote. 

— ¿Cómo  la  había  de  traducir,  replicó  el  autor,  sino  diciendo  olla? 

— ¡Cuerpo  de  tal,  dijo  Don  Quijote,  y  qué  adelante  está  vuesa  mer- 
ced en  el  toscano  idioma!  Yo  apostaré  una  buena  apuesta  que  adonde 
diga  en  el  toscano  piace,  dice  vuesa  merced  en  el  castellano  place:  y 
a(ionde  diga  piu,  dice  más:  y  el  su  declara  con  arriba,  y  el  giu  con  abajo. 

—Sí  declaro,  por  cierto,  dijo  el  autor,  porque  esas  son  sus  propias 
correspondencias. 

— Osaré  yo  jurar,  dijo  Don  Quijote,  que  no  es  vuesa  merced  conocido 
en  el  mundo,  enemigo  siempre  de  premiar  los  floridos  ingenios  ni  los 
loables  trabajos.  ¡Qué  de  habihdades  hay  perdidas  por  ahí!  ¡(^ué  de  in- 
genios arrinconados!  ¡Qué  de  virtudes  menospreciadas!  Pero,  con  todo 
esto,  me  parece  que  el  traducir  de  una  lengua  en  otra,  como  sea  de  las 
reinas  de  las  lenguas,  griega  y  latina,  es  como  quien  mira  los  tapices 
Hamencos  por  el  revés;  que  aunque  se  ven  las  figuras,  son  llenas  de 
hilos,  que  las  escurecen,  y  no  se  ven  con  la  lisura  y  tez  de  la  haz;  y  el 
traducir  de  lenguas  fáciles,  ni  arguye  ingenio  ni  elocución,  como  no  le 
arguye  el  que  traslada  ni  el  que  copia  un  papel  de  otro  papel;  y  no  por 
esto  quiero  inferir  que  no  sea  loable  este  ejercicio  del  traducir,  porque 
211  otras  cosas  peores  se  podría  ocupar  el  hombre,  y  que  menos  provecho 
le  trujesen.  Fuera  desta  cuenta  van  lo?  dos  famosos  tradutorcs,  el  uno 


808  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


el  doctor  Cristóbal  de  Figueroa  en  su  Pastor  Fíelo,  y  el  otro  don  Juan 
de  Jáuregui  en  su  Amínia,  donde  felizmente  ponen  en  duda  cuál  es  la 
tradución  ó  cuál  el  original.  Pero  dígame  vuesa  merced:  este  libro  ¿im- 
prímese por  su  cuenta,  ó  tiene  ya  vendido  el  privilegio  á  algún  librero? 

— Por  mi  cuenta  lo  imprimo,  respondió  el  autor,  y  pienso  ganar  mil 
ducados,  por  lo  menos,  con  esta  primera  impresión,  que  ha  de  ser  de 
dos  mil  cuerpos,  y  se  han  de  despachar  á  diez  reales  cada  uno  en  daca 
las  pajas. 

—  ¡Bien  está  vuesa  merced  en  la  cuenta!,  respondió  Don  Quijote, 
Bien  parece  que  no  sabe  las  entradas  y  salidas  de  los  impresores,  y  lüs 
correspondencias  que  hay  de  unos  á  otros.  Yo  le  prometo  que  cuando 
se  vea  cargado  de  dos  mil  cuerpos  de  libros,  vea  tan  molido  su  cuerpo 
que  se  espante,  y  más  si  el  libro  es  un  poco  avieso  y  no  nada  picante. 

— ¿Pues  qué?,  dijo  el  autor,  ¿quere  vuesa  merced  que  se  lo  dé  á  un 
librero,  que  me  dé  por  el  privilegio  tres  maravedís,  y  aún  pienso  que 
me  hace  merced  en  dármelos?  Yo  no  imprimo  mis  libros  para  alcanzar 
fama  en  el  mundo;  que  ya  en  él  soy  conocido  por  mis  obras;  provecho 
(juiero;  que  sin  él  no  vale  un  cuatrín  la  buena  fama. 

— Dios  le  dé  á  vuesa  merced  buena  manderecha,  respondió  Don 
Quijote;  y  pasó  adelante  á  otro  cajón  donde  vio  que  estaban  corrigiendo 
un  pliego  de  un  libro  que  se  intitulaba  Luz  del  alma:  y  en  viéndole, 
dijo:  «Estos  tales  libros,  aunque  hay  muchos  deste  género,  son  los  que 
se  deben  imprimir,  porque  son  muchos  los  pecadores  que  se  usan,  y  son 
menester  infinitas  luces  para  tantos  deslumhrados.»  Pasó  adelante,  y 
vio  que  asimismo  estaban  corrigiendo  otro  libro;  y  preguntando  su  tí- 
tulo, le  respondieron  que  se  llamaba  La  Segunda  Parte  del  higenioso 
Hidalgo  Don  Quijote  de  la  Mancha,  compuesta  por  un  tal...  vecino  de 
Tordesillas. 

«Ya  yo  tengo  noticia  deste  libro,  dijo  Don  Quijote,  y  en  verdad  y 
en  mi  conciencia  que  pensé  que  ya  estaba  quemado  y  hecho  polvos  por 
impertinente;  pero  su  san  Martín  se  le  llegará  como  á  cada  puerco;  que 
las  historias  fingidas  tanto  tienen  de  buenas  y  de  deleitables,  cuanto  se 
llegan  á  la  verdad  ó  á  la  semejanza  della,  y  las  verdaderas  tanto  son 
mejores,  cuanto  son  más  verdaderas»;  y  diciendo  esto,  con  muestras  de 
algún  despecho  se  salió  de  la  emprenta;  y  aquel  mismo  día  ordenó  don 
Antonio  de  llevarle  á  ver  las  galeras  que  en  la  playa  estaban,  de  que 
Sandio  se  regocijó  mucho,  á  causa  que  en  su  vida  laS  había  visto.  Avisó 
don  Antonio  al  Cuatralvo  de  las  galeras  cómo  aquella  tarde  liabía  de  lle- 
var á  verlas  á  su  huésped,  el  famoso  Don  Quijote  de  la  Mancha,  de 
quien  ya  el  Cuatralvo  y  todos  los  vecinos  de  la  ciudad  tenían  noticia;  y 
lo  que  le  sucedió  en  ellas  so  dirá  en  el  siguiente  capítulo. 


—S?,^7í-^^^^»- 


H 


CAPiTrT.o  í.xiir 

Del  mal  que  le  avino  á  Sancho  Panza  con  la  visita  de  las  galeras,  y  la  nueva 
aventura  de  la  hermosa  Morisca. 


RANDES  eran  los  discursos  que  Don  C^uijote  hacía  sobre  la  res- 
puesta de  la  encantada  cabeza,  sin  (jue  ninguno  dellos  diese 
_  en  el  embuste,  y  todos  paraban  con  la  promesa,  que  él  tuvo  por 
■^'f^  cierta,  del  desencanto  de  Dulcinea.  Allí  iba  y  venía,  y  se  ale- 
graba entre  sí  mismo,  creyendo  que  había  de  ver  presto  su  cumpli- 
miento; y  Sancho,  aunque  aborrecía  el  ser  gobernador,  como  queda  di- 
cho, todavía  deseaba  volver  á  mandar  y  á  ser  obedecido;  que  esta  mala 
aventura  trae  consigo  el  mando,  aun:jue  sea  de  burlas.  En  resolución, 
aquella  tarde  don  Antonio  Moreno,  su  hués})ed,  y  sus  dos  amigos,  con 
Don  Quijote  y  Sancho,  fueron  á  las  galeras. 

El  Cuatralvo  estaba  alegrísimo  de  su  buena  ventura,  por  ver  á  los 
dos  tan  famosos.  Quijote  y  Sancho.  Apenas  llegaron  á  la  marina,  cuan- 
do todas  las  galeras  abatieron  tienda,  y  sonaron  las  chirimías;  arroja- 
ron luego  el  esquife  al  agua,  cubierto  de  ricos  tapetes  y  de  almohadas 
de  terciopelo  carmesí;  y  en  poniendo  que  puso  los  pies  en  él  Don  Qui- 
jote, disparó  la  capitana  el  cañón  de  crujía,  y  las  otras  galeras  hicieron 
lo  mismo;  y  al  subir  Don  Quijote  por  la  escala  derecha  toda  la  chusma 
le  saludó;  como  es  usanza  cuando  una  persona  principal  entra  en  la  ga- 
lera, diciendo:  <Hu,  bu,  hu»,  tres  veces. 

Dióle  la  mano  el  General  (que  con  este  nombre  le  llamaremos),  que 
era  un  principal  caballero  valenciano,  y  abrazó  á  Don  Quijote,  dicién- 
dole:  «Este  día  señalaré  yo  con  piedra  l)lanca,  por  ser  uno  de  los  mejo- 
res que  pienso  llevar  en  mi  vida,  habiendo  visto  al  señor  Don  Quijote 


810  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

de  la  Mancha,  tipo  y  señal  que  nos  muestra  que  en  él  se  encierra  y  ci- 
fra todo  el  valor  de  la  andante  caballería. » 

Con  otras  no  menos  corteses  razones  le  respondió  Don  Quijote,  ale- 
gre sobre  manera  de  verse  tratar  tan  á  lo  señor.  Entraron  todos  en  la 
popa,  que  estaba  muy  bien  aderezada,  y  sentáronse  por  los  bandines; 
pasóse  el  cómitre  en  crujía,  y  dio  señal  con  el  pito  que  la  chusma  hi- 
ciese fuerarropa,  que  se  hizo  en  un  instante.  Sancho,  que  vio  tanta  gente 
<^n  cueros,  quedó  pasmado;  y  más  cuando  vio  hacer  tienda  con  tanta 
priesa,  que  á  él  le  pareció  que  todos  los  diablos  andaban  allí  trabajan- 
do; pero  esto  todo  fueron  tortas  y  pan  pintado  para  lo  que  ahora  diré. 
Estaba  Sancho  sentado  sobre  el  estanterol,  junto  al  espaldar  de  la  mano 
derecha,  el  cual,  ya  avisado  de  lo  que  había  de  hacer,  asió  de  Sancho, 
y  levantándole  en  los  brazos,  toda  la  chusma,  puesta  en  pie  y  alerta, 
comenzando  de  la  derecha  banda,  le  fué  alzando  y  volteando  de  banco 
en  banco  con  tanta  priesa,  que  el  pobre  Sancho  perdió  la  vista  de  los 
ojos,  y  sin  duda  pensó  que  los  mismos  demonios  le  llevaban;  y  no  pa- 
raron con  él  hasta  volverle  por  la  siniestra  fcanda  y  ponerle  en  la  popa. 
Quedó  el  pobre  molido  y  jadeando  y  trasudando,  sin  poder  imaginar 
qué  fué  lo  que  sucedido  le  había. 

Don  Quijote,  que  vio  el  vuelo  sin  alas  de  Sancho,  preguntó  al  Gene- 
ral si  eran  ceremonias  aquellas  que  se  usaban  con  los  primeros  que  en- 
traban en  las  galeras;  porque  si  acaso  lo  fuesen,  él,  que  no  tenía  intención 
de  profesar  en  ellas,  no  quería  hacer  semejantes  ejercicios,  y  que  votaba 
á  Dios  que  si  alguno  llegaba  á  asirle  para  voltearle,  que  le  había  de  sa- 
car el  alma  á  puntillazos;  y  diciendo  esto,  se  levantó  en  pie  y  empuñó 
la  espada.  A  este  instante  abatieron  tienda,  y  con  grandísimo  ruido  de- 
jaron caer  la  entena  de  alto  abajo.  Pensó  Sancho  que  el  cielo  se  desen- 
cojaba de  sus  quicios  y  venía  á  dar  sobre  su  cabeza,  y  agobiándola,  lleno 
de  miedo,  la  puso  entre  las  piernas.  No  las  tuvo  todas  consigo  Don  Qui- 
jote, que  también  se  estremeció  y  encogió  de  hombros,  y  perdió  la  color 
del  rostro.  La  chusma  izó  la  entena  con  la  misma  priesa  y  ruido  que  la 
habían  amainado,  y  todo  esto  callando  como  si  no  tuvieran  voz  ni 
-aliento.  Hizo  señal  el  cómitre  que  zarpasen  el  ferro,  y  saltando  en  mi- 
tad de  la  crujía  con  el  corbacho  ó  rebenque,  comenzó  á  mosquear  las 
espaldas  de  la  chusina,  y  á  largarse  poco  á  poco  á  la  mar. 

Cuando  Sancho  vio  á  una  moverse  tantos  pies  colorados  (que  tales 
¡tensó  él  que  eran  los  remos),  dijo  entre  sí:  «Estas  sí  son  verdaderamen- 
te cosas  encantadas,  y  no  las  que  mi  amo  dice.  ¿Qué  han  hecho  estos 
desdichados,  que  ansí  los  azotan?  ¿Y  cómo  este  hombre  solo  que  anda 
por  aquí  silbando,  tiene  atrevimiento  para  azotar  á  tanta  gente?  Ahora 
yo  digo  que  este  es  el  infierno,  ó  por  lo  menos  el  purgatorio.» 

Don  Quijote,  que  vio  la  atención  con  que  Sancho  miraba  lo  que  pa- 
saba, le  dijo:  «¡Ah  Sancho  amigo,  y  con  qué  brevedad  y  cuan  á  poca 
costa  os  podíades  vos,  si  quisiésedes,  desnudar  de  medio  cuerpo  arriba, 
y  poneros  entre  estos  señores,  y  acabar  con  el  desencanto  de  Dul- 
cinea! Pues  con  la  miseria  y  pena  de  tantos,  no  sentiríades  vos  mu- 
cho la  vuestra;  y  más,  que  podría  ser  que  el  sabio  Merlín  tomase  en 


PARTE    SEGUNDA. 


-CAPÍTULO    LXllI  >^11 


cuenta  cada  azote  destos,  por  ser  dados  de  buena  mano,  por  diez  de  los 
que  vos  íinahnente  os  habéis  de  dar.» 

Preguntar  quería  el  General  qué  azotes  eran  aquéllos,  ó  qué  des- 
encanto el  de  Dulcinea,  cuando  dijo  el  marinero:  «Señal  hace  Monjuí 
de  que  hay  bajel  de  remos  en  la  costa  por  la  banda  del  poniente.» 

Esto  oído,  saltó  el  General  en  la  crujía  y  dijo:  «Ea,  hijos,  no  se  nos 
vaya:  algún  bergantín  de  cosarios  de  Argel  debe  de  ser  éste  que  la  ata- 
laya nos  señala.» 

Llegáronse  luego  las  otras  tres  galeras  á  la  capitana,  á  saber  lo  que 
se  les  ordenaba.  Mandó  el  General  que  las  dos  sahesen  á  la  mar,  y  él 
con  la  otra,  iría  tierra  a  tierra,  porque  ansí  el  bajei  no  se  les  escaparía. 
Apretó  la  chusma  los  remos,  impeliendo  las  galeras  con  tanta  furia,  que 
parecía  que  volaban.  Las  que  salieron  á  la  mar,  á  obra  de  dos  millas 
descubrieron  un  bajel,  que  con  la  vista  le  marcaron  por  de  hasta  catorce 
ó  quince  bancos,  y  así  era  la  verdad;  el  cual  bajel,  cuando  descubrió  las 
galeras,  se  puso  en  caza  con  intención  y  esperanza  áe  escaparse  por  su 
ligereza;  pero  avínole  mal,  porque  la  galera  capitana  era  de  los  más 
ligeros  bajeles  que  en  la  mar  navegaban,  y  así  le  fué  entrando,  que  cla- 
ramente los  del  bergantín  conocieron  que  no  podían  escaparse;  y  así,  el 
arráez  quisiera  que  dejaran  los  remos  y- se  entregaran,  por  no  incitar  á 
enojo  al  capitán  que  nuestras  galeras  regía.  Pero  la  suerte,  que  de  otra 
manera  lo  guiaba,  ordenó  que  ya  que  la  capitana  llegaba  tan  cerca,  que 
podían  los  del  bajel  oir  las  voíjes  que  desde  ella  les  decían  que  se  rin- 
diesen, dos  toraquis,  que  es  como  decir  dos  turcos  borrachos,  que  en  el 
bergantín  venían  con  otros  doce,  dispararon  dos  escopetas,  con  que 
dieron  muerte  á  dos  soldados  que  sobre  nuestras  arrumbadas  venían. 
Viendo  lo  cual,  juró  el  General  de  no  dejar  con  vida  á  todos  cuantos 
en  el  bajel  tomase;  y  llegando  á  embestir  con  toda  furia,  se  le  escap(') 
por  debajo  de  la  palamenta. 

Pasó  la  galera  adelante  un  buen  trecho:  los  del  bajel  se  vieron  per- 
didos. Hicieron  vela  en  tanto  que  la  galera  volvía,  y  de  nuevo  á  vela  y 
á  remo  se  pusieron  en  caza;  pero  no  les  aprovechó  su  diligencia  tanto 
como  les  dañó  su  atrevimiento;  porque  alcanzándoles  la  capitana  á  poco 
más  de  media  milla,  les  echó  la  palamenta  encima  y  los  cogió  vivos  á 
todos.  Llegaron  en  esto  las  otras  dos  galeras,  y  todas  cuatro  con  la  presa 
volvieron  á  la  playa,  donde  infinita  gente  los  estaba  esperando,  deseo- 
sos de  ver  lo  que  traía.  Dio  fondo  el  General  cerca  de  tierra,  y  conoció 
que  estaba  en  la  marina  el  Virrey  de  la  ciudad.  Mandó  echar  el  esquife 
para  traerle,  y  mandó  amainar  la  entena  para  ahorcar,  luego  luego,  al 
arráez  y  á  los  demás  que  en  el  bajel  había  cogido,  que  serían  hasta  diez 
Y  seis  personas,  todos  gallardos,  moros  los  más,  y  los  escopeteros  turcos. 

Preguntó  el  General  quién  era  el  arráez  del  bergantín,  y  fuéle  res- 
pondido por  uno  de  los  cautivos  en  lengua  castellana  (que  después  pa- 
reció ser  renegado  español):  «Este  mancebo,  señor,  que  aquí  ves,  es 
nuestro  arráez»;  y  mostróle  uno  de  los  más  bellos  y  gallardos  mozos 
que  pudiera  pintar  la  humana  imaginación.  La  edad,  al  parecer,  no 
á   veinte  años. 


í^l-?  DON    QUIJOTE    DE    LA    MAXCUA 

Preguntóle  el  General:  «Dime,  mal  aconsejado  perro,  ¿quién  te  mo- 
vió á  matarme  mis  soldados,  pues  veías  ser  imposible  el  escaparte? 
¿Ese  respeto  se  guarda  á  las  cai)itanas?  ¿No  sabes  tú  que  no  es  valentía 
la  temeridad?  Las  esperanzas  dudosas  lian  de  hacer  á  los  hombres  atre- 
vidos, pero  no  temerarios.» 

Responder  quería  el  arráez;  pero  no  pudo  el  (leneral  por  entonces 
oir  la  respuesta,  por  acudir  á  recebir  al  Virrey,  que  ya  entraba  en  la 
galera,  con  el  cual  entraron  algunos  de  sus  criados  y  algunas  personas 
del  pueblo. 

— ¡Buena  ha  estado  la  caza,  señor  (íeneral!,  dijo  el  Virre}'. 

— Y  tan  buena,  resj)ondió  el  ÍTcneral,  cual  la  verá  vuestra  excelencia 
agora,  .colgada  de  esta  entena. 

— ¿Cómo  ansí?,  replicó  el  Virrey. 

— Porque  me  han  muerto,  respondió  el  General,  contra  toda  ley  y 
contra  toda  razón  y  usanza  de  guerra,  dos  soldados  de  los  mejores  que 
en  estas  galeras  veaían,  y  yo  he  jurado  de  ahorcar  á  cuantos  he  cauti- 
vado, principalmente  á  este  mozo,  que  es  el  arráez  del  bergantín;  y  en- 
señóle al  que  ya  tenía  atadas  las  manos  y  echado  el  cordel  á  la  gargan- 
ta, esperando  la  muerte. 

Miróle  el  Virrey,  y  viéndole  tan  hermoso  y  tan  gallardo  y  tan  hu- 
milde, dándole  en  aquel  instante  una  carta  de  recomendación  su  her- 
mosura, le  vino  deseo  de  excusar  su  muerte,  y  así  le  preguntó:  «Dime 
arráez,  ¿eres  turco  de  nación,  ó  moro,  ó  renegado?» 

A  lo  cual  el  mozo  respondió  en  lengua  asimismo  castellana:  «Ni  soy 
turco  de  nación,  ni  moro,  ni  renegado.  > 

—-Pues  ¿qué  eres?,  replicó  el  Virrey. 

— Mujer  cristiana,  respondió  el  mancebo. 

—¡Mujer  y  cristiana,  y  en  tal  traje  y  en  tales  pasos!  Más  es  cosa  para 
admirarla  que  para  creerla. 

— Suspended,  dijo  el  mozo,  ¡oh  señores!,  la  ejecución  de  mi  muerte; 
que  no  se  perderá  mucho  en  que  se  dilate  vuestra  venganza,  en  tanto 
que  yo  os  cuente  mi  vida. 

¿Quién  fuera  el  de  corazón  tan  duro,  que  con  estas  razones  no  se 
ablandara,  á  lo  menos  hasta  oir  las  que  el  triste  y  lastimado  mancebo 
decir  quería?  El  General  le  dijo  que  dijese  lo  que  quisiese;  pero  que  no 
esperase  alcanzar  perdón  de  su  conocida  culpa. 

Con  esta  licencia,  el  mozo  comenzó  á  decir  desta  manera:  «De 
aquella  nación,  más  desdichada  que  prudente,  sobre  quien  ha  llovido 
estos  días  "un  mar  de  desgracias,  nací  yo,  de  moriscos  padres  engen- 
drada. En  la  corriente  de  su  desventura  fui  yo  por  dos  tíos  míos 
llevada  á  Berbería,  sin  \ue  me  aprovecliase  decir  que  era  cristiana, 
como  en  efeto  lo  soy,  y  no  de  las  fingidas  y  aparentes,  sino  de  las 
verdaderas  y  católicas.  No  me  valió  con  los  que  tenían  á  cargo  nues- 
tro miserable  destierro  decir  esta  verdad,  ni  mis  tíos  quisieron  creerla; 
antes  la  tuvieron  por  mentira  y  por  invención  para  quedarme  en  la  tie- 
rra donde  había  nacido;  y  así,  por  fuerza  más  que  por  grado,  me  truje- 
ron  consigo.  Tuve  una  madre  cristiana,  y  un  padre  discreto  y  cristiano 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXIII  bVÓ 

ni  más  ni  menos*,  maaié  la  fe  cat(')lica  en  la  leche,  criéme  con  buenas 
costumbres;  ni  en  la  lengua  ni  en  ellas,  jamás,  á  mi  parecer,  di  señales 
de  ser  morisca.  Al  par  y  al  paso  destas  virtudes,  que  yo  creo  que  lo  son, 
creció  mi  hermosura,  si  es  que  ten -jo  alguna;  y  aunque  mi  recato  y  mi 
encerramiento  fué  mucho,  no  debió  de  ser  tanto,  que  no  tuviese  lugar 
de  verme  un  mancebo  caballero,  llamado  don  Gaspar  Gregorio,  hijo 
mayorazgo  de  un  caballero  que  junto  á  nuestro  lugar  otro  suyo  tiene. 
Cómo  me  vio,  cómo  nos  hablamos,  cómo  se  vio  perdido  por  mí,  y  cómo 
yo  no  muy  ganada  por  él,  sería  largo  de  contar,  y  más  en  tiempo  que 
estoy  temiendo  que  entre  la  lengua  y  la  garganta  se  ha  de  atravesar  el 
riguroso  cordel  (|ue  me  amenaza;  y  así,  sólo  diré  cómo  en  nuestro  des- 
tierro quiso  acomj)añarrae  don  (xregorio. 

» Mezclóse  con  los  moriscos  que  de  otros  lugares  salieron,  porque 
sabía  muy  bien  la  lengua,  y  en  el  viaje  se  hizo  amigo  de  los  dos  tíos 
míos,  que  consigo  me  traían;  porque  mi  padre,  prudente  y  prevenido, 
así  como  oyó  el  primer  bando  de  nuestro  destierro,  se  salió  del  lugar, 
y  se  fué  á  buscar  alguno  en  los  reinos  extraños  que  nos  acogiese.  Dejó 
encerradas  y  enterradas  en  una  parte,  de  quien  yo  sola  tengo  noticia, 
muchas  perlas  y  piedras  de  gran  valor,  con  algunos  dineros  en  cruzados 
y  doblones  de  oro.  Mandóme  que  no  tocase  al  tesoro  que  dejaba  en 
ninguna  manera,  si  acaso  antes  que  él  volviese  nos  desterraban.  Hícelo 
así,  y  con  mis  tíos  como  tengo  dicho,  y  otros  parientes  y  allegados  pa- 
samos á  Berbería,  y  el  lugar  donde  hicimos  asiento  fué  en  Argel,  como 
si  le  hiciéramos  en  el  mismo  Inüerno. 

»Tuvo  noticia  el  Rey  de  mi  hermosura,  y  la  fama  se  la  dio  tle  mis 
riquezas,  que  en  parte  fué  ventura  mía.  Llamóme  ante  sí,  preguntóme 
de  qué  parte  de  España  era,  y  qué  dineros  y  qué  joyas  traía.  Díjele  el 
lugar,  y  que  las  joyas  y  dineros  quedaban  en  él  enterrados;  pero  que 
con  facilidad  se  podrían  cobrar,  si  yo  misma  volviese  por  ellos.  Todo 
esto  le  dije,  temerosa  de  que  le  cegase  mi  hermosura,  y  no  su  codicia. 
Estando  conmigo  en  estas  pláticas,  le  llegaron  á  decir  cómo  venía  con- 
migo uno  de  los  más  gallardos  y  hermosos  mancebos  que  se  podía  ima- 
ginar. Luego  entendí  que  lo  decían  por  don  Gaspar  Gregorio,  cuya  be- 
lleza se  deja  atrás  las  mayores  que  encarecerse  pueden.  Túrbeme,  con- 
siderando el  peligro  que  don  Gregorio  corría:  porque  entre  aquellos 
bárbaros  turcos  en  más  se  tiene  y  estima  un  mochacho  ó  mancebo  her- 
moso, que  una  mujer  por  bellísima  que  sea.  Mandó  luego  el  Rey  ({ue  se 
le  trujesen  allí  delante  para  verle,  y  preguntóme  si  era  verdad  lo  que  de 
aquel  mozo  le  decían. 

■/'Entonces  yo,'  casi  como  prevenida  del  cielo,  le  dije  que  sí  era;  pero 
que  le  hacía  saber  que  no  era  varón,  sino  mujer  como  yo,  y  C|ue  le  su- 
plicaba me  la  dejase  ir  á  vestir  en  su  natural  traje,  para  que  de  todo  en 
todo  mostrase  su  belleza,  y  con  menos  emi)acho  pareciese  ante  su  pre- 
sencia. Díjome  que  fuese  en  buen  hora,  y  que  otro  día  hablaríamos  en 
el  modo  que  se  podía  tener  para  que  yo  volviese  á  España  á  sacar  el 
escondido  tesoro.  Hablé  con  don  Gaspar,  contéle  el  peligro  que  corrí;i 
el  mostrar  ser  hombre;  vestíle  de  mora,  y  aquella  mesma  tarde  le  truje 


814  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


á  la  presencia  del  Rey,  el  cual,  en  viéndole,  quedó  admirado,  y  hizo  de- 
signio de  guardarla  para  hacer  presente  della  al  Gran  Señor;  y  por  huir 
del  peligro  que  en  el  serrallo  de  sus  mujeres  podía  tener  y  temer  de  sí 
mismo,  la  mandó  poner  en  casa  de  unas  principales  moras,  que  la  guar- 
dasen y  la  sirviesen,  adonde  le  llevaron  luego.  Lo  que  los  dos  sentimos 
(que  no  puedo  negar  que  lo  quiero),  se  deje  á  la  consideración  de  los 
que  se  apartan,  si  bien  se  quieren. 

»Dió  luego  traza  el  Rey  de  que  yo  volviese  á  España  en  este  bergan- 
tín, y  que  me  acompañasen  dos  turcos  de  nación,  que  fueron  los  que 
mataron  vuestros  soldados.  Mno  también  conmigo  este  renegado  espa- 
ñol (señalando  al  que  había  hablado  primero),  del  cual  sé  yo  bien  que 
es  cristiano  encubierto,  y  que  viene  con  más  deseo  de  quedarse  en  Es- 
paña que  de  volver  á  Berbería;  la  demás  chusma  del  bergantín  son  mo- 
ros y  turcos,  que  no  sirven  de  más  que  de  bogar  al  remo.  Los  dos  tur- 
cos, codiciosos  é  insolentes,  sin  guardar  el  orden  que  traíamos  de  que  a 
mí  y  á  este  renegado,  en  la  primer  parte  de  Es})aña  en  hábito  de  cris- 
tianos, de  que  venimos  proveídos,  nos  echasen  en  tierra,  primero  qui- 
sieron correr  esta  costa,  y  hacer  alguna  presa  si  pudiesen,  temiendo  que 
si  primero  nos  echaban  en  tierra  por  algún  accidente  que  á  los  dos  nos 
sucediese,  podríamos  descubrir  que  quedaba  el  bergantín  en  la  mar,  y 
si  acaso  hubiese  galeras  por  esta  costa  los  tomasen. 

» Anoche  descubrimos  esta  playa,  y  hoy,  sin  tener  noticias  destas 
cuatro  galeras,  fuimos  descubiertos,  y  nos  ha  sucedido  lo  que  habéis 
visto.  En  resolución,  don  Gregorio  queda  en  hábito  de  mujer  entre 
mujeres,  con  manifiesto  peligro  de  perderse;  y  yo  me  veo  atadas  las 
manos,  esperando,  ó  por  mejor  decir,  temiendo  perder  la  vida,  que  ya 
me  cansa.  Este  es,  señores,  el  fin  de  mi  lamentable  historia,  tan  verda- 
dera como  desdichada:  lo  que  os  ruego  es,  que  me  dejéis  morir  como 
cristiana,  pues,  como  ya  he  dicho,  en  ninguna  cosa  he  sido  causante 
de  la  culpa  en  que  los  de  mi  nación  han  caído»;  y  luego  calló,  preñados 
los  ojos  de  tiernas  lágrimas,  á  quien  acompañaron  muchas  de  los  que 
presentes  estaban. 

El  Virrey,  tierno  y  compasivo,  sin  hablarle  palabra,  se  llegó  á  ella, 
y  le  quitó  con  sus  manos  el  cordel  que  las  hermosas  de  la  moza  ligaba. 
En  tanto,  pues,  que  la  morisca  cristiana  su  peregrina  historia  trataba, 
tuvo  clavados  los  ojos  en  ella  un  anciano  peregrino,  que  entrcj  en  la 
galera  cuando  entró  el  Virrey;  y  apenas  dio  fin  á  su  plática  la  moris. -a. 
cuando  él  se  arrojó  á  sus  pies,  y  abrazados  dellos,  con  interrumpidas 
palabras  de  mil  sollozos  y  suspiros  le  dijo:  «¡Oh,  Ana  Félix,  desdicha- 
da hija  mía!  Yo  soy  tu  padre,  Ricote,  que  volvía  á  buscarte,  por  no  po- 
der vivir  sin  ti,  que  eres  mi  alma.» 

A  cuyas  palalabras  abrió  los  ojos  Sancho,  y  alzó  la  cabeza,  que  in- 
clinada tenía,  pensando  en  la  desgracia  de  su  paseo;  y  mirando  al 
peregrino,  conoció  ser  el  mismo  Ricote,  que  topó  el  día  que  salió  de  su 
gobierno,  y  confirmóse  que  aquella  era  m  hija,  la  cual,  ya  desatada, 
abrazó  á  su  padre,  mezclando  sus  lágrimas  con  las  suyas;  el  cual  dijo 
al  General  y  al  Mrrey:  «Esta,  señores,  es  mi  hija,  más  desdichada  en 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXIIl  H15 

SUS  sucesos  que  en  su  nombre:  Ana  Félix  se  llama,  con  el  sobrenombre 
de  Ricote,  famosa  tanto  por  su  liermosura  como  por  mi  riqueza.  Yo 
salí  de  mi  patria  á  buscar  en  reinos  extraños  quien  nos  albergase  y  re 
cociese;  y  habiéndolo  hallado  en  Alemania,  volví  en  este  hábito  de  pe- 
regrino, en  compañía  de  unos  alemanes,  á  buscar  á  mi  hija  y  á  desen- 
terrar muchas  riquezas  que  dejé  escondidas.  No  hallé  mi  hija,  hallé  el 
tesoro  que  conmigo  traigo;  y  agora,  por  el  extraño  rodeo  que  habéis 
visto,  he  hallado  el  tesoro  que  más  me  enriquece,  que  es  á  mi  querida 
hija:  si  nuestra  poca  culpa  y  sus  lágrinpas  y  las  nn'as  por  la  integridad 
de  vuestra  justicia  pueden  abrir  puertas  á  la  misericordia,  usadhi  con 
nosotros,  que  jamás  tuvimos  pensamiento  de  ofenderos,  ni  convenimos 
en  ningún  modo  con  la  intención  de  los  nuestros,  que  justamente  han 
sido  desterrados. » 

Entonces  dijo  Sancho:  «Bien  conozco  á  Ricote,  y  sé  que  es  verdad 
lo  que  dice  en  cuanto  á  ser  Ana  Félix  su  hija;  que  en  esotras  zaranda- 
jas de  ir  y  venir,  tener  buena  ó  mala  intención,  no  me  entremeto.» 

Admirados  del  extraño  caso  todos  los  presentes,  el  General  dijo: 
«Una  por  una  vuestras  lágrimas  no  me  dejarán  cumplir  mi  juramento: 
vivid,  hermosa  Ana  Félix,  los  años  de  vida  que  os  tiene  determinados 
el  cielo,  y  lleven  la  })ena  de  su  culpa  los  insolentes  y  atrevidos  que  la 
cometieron»;  y  mandó  luego  ahorcar  de  la  entena  á  los  dos  turcos  que 
á  sus  dos  soldados  habían  muerto;  pero  el  Virrey  le  pidió  encarecida- 
mente no  los  ahorcase,  pc^s  más  locura  que  valentía  había  sido  la  suya: 
hizo  el  General  lo  que  el  Virrey  le  pedía,  porque  no  se  ejecutan  bien 
las  venganzas  á  sangre  helada.  Procuraron  luego  dar  traza  de  sacar  á 
don  Gaspar  Gregorio  del  peligro  en  que  quedaba.  Ofreció  Ricote  para 
ello  más  de  dos  mil  ducados,  que  en  perlas  y  en  joyas  tenía;  diéronse 
muchos  medios;  pero  ninguno  fué  tal  como  el  que  dio  ti  renegado  es- 
pañol que  se  ha  dicho,  el  cual  se  ofreció  de  volver  á  Argel  en  algún 
barco  pequeño  de  hasta  seis  bancos,  armado  de  remeros  cristianos,, por- 
que él  sabía  dónde,  cómo  y  cuándo  podía  y  debía  desernbarcar,  y' asi- 
mismo no  ignoraba  la  casa  donde  don  Gaspar  quedaba.  Dudaron  ,él 
General  y  el  \'irrey  el  fiarse  del  renegado,  ni  confiar  del  los  cristianos 
que  habían  de  bogar  el  remo;  fióle  Ana  Félix,  y  Ricote,  su  padre,  dijo 
que  salía  á  dar  el  rescate  de  los  cristianos,  si  acaso  se  perdiesen.  Firma- 
dos, pues,  en  este  parecer,  se  desembarcó  el  Virrey,  y  don  Antonio  Mo- 
reno se  llevó  cojQsigo  á  la  morisca  y  á  su  padre,  encargándole  el  Virrey 
que  los  regalase  y  acariciase  cuanto  le  fuese  posible;  que  de  su  parte  ío- 
ofrecía  lo  que  en  su  casa  hubiese  para  su  regalo:  tanta  fué  la  benevo- 
lencia y  caridad  que  la  hermosura  de  Ana  Félix  infundió  en  su  pecho. 


B.  P.— XX 


53 


CAPÍTULO  LXR^ 

Que  trata  de  la  aventura  que  más  pesadumbre  dio  á  Qon  Quijote  de  cuantas 
hasta  entonces  le  hablan  sucedido. 


A  mujer  de  don  Antonio  Moreno,  cuenta  la  historia  que  recibió 
grandísimo  contento  de  ver  á  Ana  Félix  en  su  casa.  Recibióla 
^  con  mucho  agrado,  así  enamorada  de  su  belleza  como  de  su  dis- 
creción; porque  en  lo  uno  y  en  lo  otro  era  extremada  la  moris- 
oa,  y  toda  la  gente  de  la  ciudad,  como  á  campana  tañida,  venían  á 
verla. 

Dijo  Don  Quijote  á  don  Antonio  que  el  parecer  que  habían  tomado 
en  la  libertad  de  don  Gregorio  no  era  bueno,  porque  tenía  más  de  pe- 
ligroso que  de  conveniente,  y  que  sería  mejor  que  le  pusiesen  á  él  en 
Berbería  con  sus  armas  y  caballo;  que  él  le  sacaría  á  pesar  de  toda  la 
morisma,  como  había  hecho  don  (laiferos  con  su  esposa  Melisendra. 

— Advierta  vuesa  merced,  dijo  Sancho,  oyendo  esto,  que  el  señor 
<lon  Gaiferos  sacó  á  su  esposa  de  tierra  firme,  y  la  llevó  á  Francia  por 
tierra  firme;  pero  aquí,  si  acaso  sacamos  á  don  Gregorio,  no  tenemos 
por  dónde  traerle  á  España,  pues  está  la  mar  en  medio. 

— Para  todo  hay  remedio,  si  no  es  para  la  muerte,  respondió  Don 
Quijote;  pues  llegando  un  barco  á  la  marina,  nos  podremos  embarcar 
■en  él,  aunque  todo  el  mundo  lo  impida. 

— Muy  bien  lo  pinta  y  faciUta  vuesa  merced,  dijo  Sancho,  pero  del 
dicho  al  hecho  hay  gran  trecho;  y  yo  me  atengo  al  renegado,  que  me 
parece  muy  hombre  de  bien  y  de  muy  buenas  entrañas. 

Don  Antonio  dijo  que  si  el  renegado  no  saliese  bien  del  caso,  se 

tomaría  el  expediente  de  que  el  gran  Don  Quijote  pasase  en  Berbería. 

ITe  allí  á  dos  días  partió   el  renegado  en  un  ligero  barco  de  seis' 

remos  por  banda,  armado  de  valentísima  chusma,  y  de  aUí  á  otros  doí' 


l'AUTK    SKiiUNDA. CAl'lTUl.O    LXIV  SI' 


se  partieron  las  galeras  á  Levante,  habiendo  pedido  el  (leneralal  Viso- 
rey  fuese  servido  de  avisarle  de  loque  sucediese  en  \i\  lilxrfn  I  d.»  don 
<  íregorio  y  en  el  caso  de  Ana  Félix. 

Quedó  el  Visorey  de  hacerlo  así  annu  st-  lo  pedía;  y  una  mañana, 
aliendo  Don  Quijote  á  pasearse  por  la  playa,  armado  de  todas  sus  ar- 
mas (porque,  como  muchas  veces  decía,  ellas  eran  sus  arreos,  y  su  des 
vanso  el  pelear,  y  no  se  hallaba  sin  ellas  un  punto),  vio  venir  hacia  él 
un  caballero,  armado  asimismo  de  punta  en  blanco,  que  en  el  escudo 
traía  pintada  una  luna  resplandeciente,  el  cual,  llegándose  á  trecho  que 
podía  ser  oído,  en  altas  voces,  encaminando  sus  razones  a  Don  (Quijote, 
<li.Ío:  <  Insigne  caballero,  y  jamás  como  se  debe  alabado  Don  Quijote 
<le  la  Mancha,  yo  soy  el  CahaUero  de  la  Blanca  Luna,  cuyas  inauditas 
liazañas  quizá  te  le  habrán  traído  á  la  memoria;  vengo  á  contender  con- 
tigo y  á  probar  la  fuerza  de  tus  brazos,  en  razón  de  hacerte  conocer  y 
<(.nfesar  que  mi  dama,  sea  quien  fuere,  es  sin  eomj)aración más  her- 
mosa que  tu  Dulcinea  del  Toboso;  la  cual  verdad,  si  tú  la  confiesas  de 
llano  en  llano,  excusará  tu  muerte  y  el  trabajo  que  yo  he  de  tomar  en 
dártela;  y  si  tú  peleares,  y  yo  te  venciere,  no  quiero  otra  satisfación  sino 
que  dejando  las  armas,  y  absteniéndote  de  buscar  aventuras,  te  recojas 
y  retires  á  tu  lugar  por  tiempo  de  un  a  fio,  donde  has  de  vivir  sin  ecíiar 
mano  a  la  espada,  en  paz  tranquila  y  en  provechoso  sosiego,  i)orque  así 
conviene  al  aumento  de  tu  hacienda  y  á  la  salvación  de  tu  alma;  y  si  tú 
me  vencieres,  quedará  á  tu  discreción  mi  cabeza,  v  serán  tuyos  Íos  des- 
l)ojos  de  mis  armas  y  caballo,  y  pasará  á  la  tuya  la  fama  de  mis  haza- 
ñas. Mira  lo  que  te  está  mejor,  y  respóndeme"  luego,  jtorque  hov  todo 
el  día  traigo  de  término  para  despachar  este  negocio.» 

Don  Quijote  quedó  suspenso  y  atónito,  así  de  la  arrogancia  del  ca- 
ballero de  la  Blanca  Luna,  como  de  la  causa  por  que  le  desafiaba,  y  con 
re[)oso  y  ademán  severo  le  respondió:  «Caballero  de  la  Blanca  Luna, 
cuyas  hazañas  hasta  agora  no  han  llegado  á  mi  noticia,  vo  osaré  jurar 
(lue  jamás  habéis  visto  á  la  ilustre  Du'cinea;  que  si  visto  "la  hubiérades, 
yo  se  que  procurárades  no  poneros  en  esta  demanda,  porque  su  vista 
os  desengañara  de  que  no  ha  habido  ni  puede  haber  l)elleza  que  con  la 
suya  compararse  pueda;  y  así,  no  diciéndoos  que  mentís,  sino  que  no 
acertáis  en  lo  propuesto,  con  las  condiciones  que  habéis  referido,  aceto 
vuestro  desafio,  y  luego,  j^onjue  no  se  pase  el  día  que  traéis  determi- 
nado; y  solo  exceto  de  las  condiciones  la  de  que  se  i)a.se  á  mí  la  fama 
<le  vuestras  hazañas,  porque  no  sé  cuáles  ni  qué  tales  sean;  con  las  mías 
me  contento,  tales  cuales  ellas  son.  Tomad,  pyes,  la  parte  del  camr)o 
que  quisieredes;  que  yo  haré  lo  me  mo;  v  á  quien  Dios  se  la  diere  san 
redro  se  la  bendiga.»  ' 

Habían  descubierto  de  la  ciudad  al  caballero  de  la  Blanca  Luna  v 
dichoselo  al  Visorey,  y  que  estaba  hablando  con  Don  Quijote  de' la 
Mancha.  El  Visorey,  creyendo  sería  alguna  nueva  aventura  fabricada 
por  don  Antonio  Moreno  ó  por  otro  algún  caballero  de  la  ciudad,  salió 
luego  a  la  playa  con  don  Antonio  y  con  otros  machos  caballeros  que  le 
acompañaban  y  Sancho,  al  tiempo  cuando  Don  (Quijote  volvía  las  rien- 


818  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

das  á  Rocinante,  para  tomsr  del  campo  lo  necesario.  Viendo,  pues,  el 
Visorey  que  daban  los  dos  señales  de  ^'olverse  á  encontrar,  se  puso  en 
medio,  preguntándoles  qué  era  la  causa  c{ue  les  movía  á  hacer  tan  de 
improviso  batalla.  El  caballero  de  la  Blanca  Luna  respondió  que  era 
procedencia  de  hermosura;  y  en  breves  razones  le  dijo  las  mismas  que 
había  dicho  á  Don  Quijote,  con  la  acetación  de  las  condiciones  del  de- 
safío hechas  por  entrambas  partes.  Llegóse  el  Visorey  á  don  Antonio- 
y  preguntóle  paso  si  sabía  quién  era  el  tal  caballero  de  la  Blanca  Luna, 
ó  si  era  alguna  burla  que  querían  hacer  á  Don  Quijote.  Don  Antonio  le 
respondió  que  ni  sabía  quién  era,  ni  si  era  de  burlas  ni  de  veras  el  tal 
desafío.  Esta  respuesta  tuvo  perplejo  al  Visorey  en  si  les  dejaría  ó  no 
pasar  adelante  en  la  batalla;  pero  no  pudiéndose  persuadir  á  que  fuese 
sino  burla,  se  apartó,  diciendo:  «Señores  caballeros,  si  aquí  no  hay  otro- 
remedio  sino  confesar  ó  morir,  y  el  señor  Don  Quijote  está ,  en  sus 
trece,  y  vuesa  merced  el  de  la  Blanca  Luna  en  sus  catorce,  á  la  mano 
de  Dios,  y  dense.» 

Agradeció  el  de  la  Blanca  Luna  con  corteses  y  discretas  razones  al 
Visorey  la  licencia  que  se  les  daba,  y  Don  Quijote  hizo  lo  mismo;  el^ 
cual,  encomendándose  al  cielo  de  todo  corazón,  y  á  su  Dulcinea,  como 
tenía  de  costumbre  al  comenzar  de  las  batallas  que  se  le  ofrecían,  tornó 
á  tomar  otro  poco  más  del  campo,  porque  vio  que  su  contrario  hacía  lo- 
mismo;  y  sin  tocar trompetani  otro  instrumento  bélico  que  les  diese  señal 
de  arremeter,  volvieron  entrambos  á  un  mismo  punto  las  riendas  á  sus 
caballos;  y  como  era  más  ligero  el  de  la  Blanca  Luna,  llegó  á  Don 
Quijote  á  dos  tercios  andados  de  la  carrera,  y  allí  le  encontró  con  tan 
poderosa  fuerza,  sin  tocarle  con  la  lanza  (que  la  levantó,  al  parecer  de 
propósito),  que  dio  con  Rocinante  y  con  Don  Quijote  por  el  suelo  con 
una  peligrosa  caída. 

Fué  luego  sobre  él,  y  poniéndole  la  lanza  sobre  la  visera,  le  dijo: 
«Vencido  sois,  caballero,  y  aun  muerto,  si  no  confesáis  las  condiciores 
de  nuestro  desafío.» 

Don  Quijote,  molido  y  aturdido,  sin  alzarse  la  visera,  como  si  ha- 
blara dentro  de  una  tumba,  con  voz  debilitada  y  enferma  dijo:  «Dul- 
cinea del  Toboso  es  la  más  hermosa  mujer  del  mundo,  y  yo  el  más  des- 
dichado caballero  de  la  tierra,  y  no  es  biéi>  que  mi  flaqueza  defraude 
esta  verdad:  aprieta,  caballero,  la  lanza,  y  quítame  la  vida,  pues  me 
has  quitado  la  honra.» 

—Eso  no  haré  yo  por  cierto,  dijo  el  de  la  Blanca  Luna;  viva,  viva  en 
su  entereza  la  fama  de  la  hermosura  de  la  señora  Dulcinea  del  Tobo- 
so; que  sólo  me  contento  con  que  el  gran  Don  Quijote  se  retire  á  su 
lugar  un  año,  ó  hasta  el  tiempo  que  por  mí  le  fuere  mandado,  como 
concertamos  antes  de  entrar  en  esta  batalla.  ^ 

Todo  esto  03  eron  el  Visorey  y  don  Antonio,  con  otros  muchos  que 
allí  estaban,  y  oyeron  asimismo  que  Don  Quijote  respondió  que  como 
no  le  pidiese  cosa  que  fuese  en  perjuicio  de  Dulcinea,  todo  lo  demás 
cumpliría  como  caballero  puntual  y  verdadero.  Hecha  esta  confe- 
sión, volvió  las  riendas  el  de  la  I^lanca  Luna;  y  haciendo  mesura  con  la 


-  jf 


Y  allí  le  encontró  con  tan  poderosa  fuerza,  sin  tocarle  con  la  lanza. 


820 


DOX    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


cabeza  al  Visorey,  á  medio  galope  se  entró  en  la  ciudad.  Mandó  el  Vi- 
sorey  á  don  Antonio  que  fuese  tras  él,  y  que  en  todas  maneras  supiese 
quién  era.  Levantaron  á  Don  Quijote,  descubriendo  el  rostro,  y  hallá- 
ronle sin  color  y  trasudando.  Rocinante,  de  puro  malparado,  no  se  pudo 
mover  por  entonces.  Sancho,  toao  triste,  todo  apesarado,  no  sabía  qué 
decirse  ni  qué  hacerse.  Parecíale  que  todo  aquel  suceso  pasaba  en  sue- 
ños, y  que  toda  aquella  máquina  era  cosa  de  encantamento.  Veía  á  su 
señor  rendido,  y  obhgado  á  no  tomar  armas  en  un  año.  Imaginaba  la 
luz  de  la  gloria  de  sus  hazañas  escurecida,  las  esperanzas  de  sus  nuevas 
proezas  deshechas,  como  se  deshace  el  humo  con  el  viento.  Temía  si 
quedaría  ó  no  contrecho  Rocinante,  ó  deslocado  su  amo;  que  no  fuera 
poca  ventura  si  deslocado  quedara.  Finalmente,  con  una  silla  de  manos, 
que  mandó  traer  el  Visorey,  le  llevaron  á  la  ciudad,  y  el  Visorey  se 
volvió  también  á  ella,  con  deseo  de  saber  quién  fuese  el  caballero  de  la 
Blanca  Luna,  que  de  tan  mal  talante  había  dejado  á  Don  Quijote. 


CAPITULO  LX\' 

Donde  se  da  noticia  quién  era  el  de  la  Blanca  Luna,  con  la  libertad  de  don 
Gregorio  y  de  otros  sucesos. 


iGuió  don  Antonio  M(reno  al  caballero  de  la  Blanca  Luna,  y  si- 
guiéronle también,  y  aun  persiguiéronle,  muchos  muchachos, 
hasta  que  le  cerraron  en  un  mesón  dentro  de  la  ciudad.  Entró 
T  en  él  don  Antonio  con  deseo  de  conocerle;  salió  un  escudero  á 
recebirle  y  á  desarmarle;  encerróse  en  una  sala  baja,  y  con  él  don  An- 
tonio; que  no  se  le  cocía  el  pan  hasta  saber  quién  fuese. 

\'iendo,  pues,  el  de  la  Blanca  Luna  que  aquel  caballero  no  le  deja- 
ba, le  dijo:  «Bien  sé,  señor,  á  lo  que  venís,  que  es  á  saber  quién  soy;  y 
porque  no  hay  para  qué  negároslo,  en  tanto  que  este  mi  criado  me  des- 
arma, os  lo  diré,  sin  faltar  un  punto  á  la  verdad  del  caso.  Sabed,  señor, 
que  á  mí  me  llaman  el  bachiller  Sansón  Carrasco.  Soy  del  mesmo  lugar 
de  Don  (Quijote  de  la  Mancha,  cuya  locura  y  sandez  mueve  á  que  le 
tengamos  lástima  todos  cuantos  le  conocemos,  y  entre  de  los  que  más 
se  la  han  tenido,  uno  he  sido  yo;  y  creyendo  que  está  su  salud  en  su 
reposo,  y  en  que  se  esté  en  su  tierra  y  en  su  casa,  di  traza  para  hacerle 
estar  en  ella;  y  así,  habrá  tres  meses  que  le  salí  al  camino  como  caba- 
llero andante,  llamándome  el  Caballero  de  los  Espejos,  con  intención 
de  pelear  con  él  y  vencerle,  sin  hacerle  daño;  poniendo  por  condición 
de  nuestra  pelea  que  el  vencido  quedase  á  discreción  del  vencedor.  Y 
lo  que  \o  pensaba  pedirle  (porque  ya  le  juzgaba  por  vencido),  era  que 
se  volñese  á  su  lugar,  y  que  no  saliese  del  en  todo  un  año,  en  el  cual 
tiempo  podría  ser  curado;  pero  la  suerte  lo  ordenó  de  otra  manera,  por- 
que él  me  venció  á  mí  y  me  derribó  del  caballo,  y  así,  no  tuvo  efeto  mi 


822  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

pensamiento:  él  prosiguió  su  camino,  y  3'o  me  volví  vencido,  corrido,  y 
molido  de  la  caída,  que  fué  además  peligrosa;  pero  no  por  esto  se  me 
quitó  el  deseo  de  volver  á  buscarle  y  á  vencerle,  como  hoy  se  ha  visto. 
Y  como  él  es  tan  puntual  de  guardar  las  órdenes  de  la  andante  caballe 
ría,  sin  duda  alguna  guardará  la  que  le  he  dado,  en  cumplimiento  de 
su  palabra.  Esto  es,  señor,  lo  que  pasa,  sin  que  tenga  que  deciros  otra 
cosa  alguna;  suplicóos  no  me  descubráis,  ni  le  digáis  á  Don  Quijote 
quien  soy,  por  que  tengan  efeto  los  buenos  pensamientos  míos,  y  vuelva 
á  cobrar  su  juicio  un  hombre  que  le  tiene  bonísimo,  como  le  dejen  las 
sandeces  de  la  caballería.» 

— ¡Oh  señor!,  dijo  don  Antonio;  Dios  os  perdone  el  agravio  que  ha- 
béis hecho  á  todo  el  mundo  en  querer  volver  cuerdo  al  más  gracioso 
loco  que  hay  en  él.  ¿No  veis,  señor,  que  no  podrá  llegar  el  provecho 
que  cause  la  cordura  de  Don  Quijote  á  lo  que  llega  el  gusto  que  da  con 
sus  desvaríes?  Pero  yo  imagino  que  toda  la  industria  del  señor  Bachiller 
no  ha  de  ser  parte  para  volver  cuerdo  á  un  hombre  tan  rematadamente 
loco;  y  si  no  fuese  contra  caridad,  diría  que  nunca  sane  Don  Quijote, 
porque  con  su  salud,  no  solamente  perdemos  sus  gracias,  sino  las  de 
Sancho  Panza,  su  escudero,  que  cualquiera  dellas  puede  volver  á  ale- 
grar á  la  misma  melancolía.  Con  todo  esto,  callaré  y  no  le  diré  nada, 
por  ver  si  salgo  verdadero  en  sospechar  que  no  ha  de  tener  efeto  la  dili- 
gencia hecha  por  el  señor  Carrasco. 

El  cual  respondió  que  ya,  una  por  una,  estaba  en  buen  punto  aquel 
negocio,  de  quien  esperaba  feliz  suceso;  y  habiéndole  ofrecido  á  don 
Antonio  de  hacer  lo  que  más  le  mandase,  se  despidió  del;  y  hechas  liar 
sus  armas  sobre  un  macho  luego  al  mismo  punto,  sobre  el  caballo  con 
que  entró  en  la  batalla,  se  salió  de  la  ciudad  aquel  mismo  día,  y  se  vol- 
vió á  su  patria,  sin  sucederle  cosa  que  obligue  á  contarla  en  esta  verda- 
dera historia.  Contó  don  Antonio  al  Visorey  todo  lo  que  Carrasco  le 
había  contado,  de  lo  que  el  Yisorey  no  recibió  mucho  gusto,  porque  en 
el  recogimiento  de  Don  Quijote  se  perdía  el  que  podían  tener  todos 
aquellos  que  de  sus  locuras  tuviesen  noticia. 

Seis  días  estuvo  Don  Quijote  en  el  lecho,  marrido,  triste,  pensativo 
y  mal  acondicionado,  yendo  y  viniendo  con  la  imaginación  én  el  desdi- 
chado suceso  de  su  vencimiento 

Consolábale  Sancho,  y  entre  otras  razones,  le  dijo:  «Señor  mío,  alce 
vuesa  merced  la  cabeza,  y  alégrese,  si  puede,  y  dé  gracias  al  cielo,  que 
ya  que  le  derribó  en  la  tierra,  no  salió  con  alguna  costilla  quebrada;  y 
pues  sabe  que  donde  las  dan  las  toman,  y  que  no  siempre  hay  tocinos 
donde  hay  estacas,  dé  una  higa  al  médico,  pues  no  le  ha  menester  para 
que  le  cure  en  esta  enfermedad.  Volvamos  á  nuestra  casa,  y  dejémo- 
nos de  andar  buscando  aventuras  por  tierras  y  lugares  que  no  sabe- 
mos; y  si  bien  se  considera,  yo  soy  aquí  el  más  perdidoso,  aunque  es 
vuesa  merced  el  más  malparado.  Yo,  que  dejé  con  el  gobierno  los  de- 
seos de  ser  más  gobernador,  no  dejé  la  gana  de  ser  conde,  que  jamás 
tendrá  efeto  si  vuesa  merced  deja  de  ser  rey,  dejando  el  ejercicio  de  ca- 
ballería; y  así  vienen  á  volverse  en  humo  mis  esperanzas.» 


I'AKTK    HKfU'NOA. (Al'irULO    J^XIV  S2o 

—Calla,  Sancho,  pues  ves  (jue  mi  reclusión  y  retirada  no  ha  de  ]>asar 
de  un  año;  que  lucido  volveré  á  mis  honrados  ejercicios,  y  no  me  ha  de 
faltar  reino  que  gane,  y  algún  condado  que  darte. 

— Dios  lo  oiga,  dijo  Sancho,  y  el  pecado  sea  sordo;  que  siempre  he 
oído  decir  que  más  vale  buena  esperanza  que  ruin  posesión. 

En  esto  estaban,  cuando  entró  don  Antonio,  diciendo  con  muestras 
de  grandísimo  contento:  «Albricias,  señor  Don  Quijote;  que  don  Grego- 
rio, y  el  renegado  que  fué  por  él,-  están  en  la  playa;  ¿qué  digo  en  la 
playa?  Ya  está  en  casa  del  Visorey,  y  será  aquí  al  momento.» 

Alegróse  algún  tanto  Don  Quijote;  y  dijo:  «En  verdad  que  estoy  por 
decir  que  me  holgara  que  hubiera  sucedido  iodo  al  revés,  porque  me 
obligara  á  pasar  en  Berbería,  donde  con  la  fuerza  de  mi  brazo  diera  li- 
bertad, no  sólo  á  don  Gregorio,  sino  á  cuantos  cristianos  cautivos  hay 
en  Berbería.  Pero  ¿qué  digo,  miserable?  ¿No  soy  yo  el  vencido?  ¿No  soy 
yo  el  derribado?  ¿No  soy  yo  el  que  no  puede  tomar  armas  en  un  año? 
Pues  ¿qué  prometo?  ¿De  qué  me  alabo,  si  antes  me  conviene  usar  de  la 
rueca  que  de  la  espada?» 

— Déjese  deso,  señor,  dijo  Sancho:  viva  la  gallina,  aunque  con  su  pe- 
l>ita;  que  hoy  por  ti,  y  mañana  por  mí;  y  en  estas  cosas  de  encuentros 
y  porrazos,  no  hay  tomarles  tiento  alguno,  pues  el  cjue  hoy  cae  puede 
levantarse  mañana,  si  no  es  que  se  quiera  estar  en  la  cama,  (juiero  de- 
cir, ([ue  se  deje  desmayar,  sin  cobrar  nuevos  bríos  para  nuevas  penden- 
cias; y  levántese  vuesa  merced  agora,  ])ara  recebir  á  don  Gregorio;  que 
me  parece  que  anda  la  gente  alborotada,  y  ya  debe  de  estar  en  casa. 

Y  así  era  la  verdad,  porque  habiendo  ya  dado  cuenta  don  Gregorio 
y  el  renegado  al  Visorey  de  su  ida  y  vuelta,  deseoso  don  Gregorio  de 
ver  á  Ana  Félix,  vino  con  el  renegado  á  casa  de  don  Antonio;  y  aun- 
que don  Gregorio,  cuando  le  sacaron  de  Argel,  fué  con  hábitos  de  mu- 
jer, en  el  barco  los  trocó  por  los  de  un  cautivo  que  sacó  consigo;  pero 
en  cualquiera  que  viniera,  mostrara  ser  persona  para  ser  codiciada,  ser- 
vida y  estimada,  porque  era  liermoso  sobremanera,  y  la  edad,  al  pare- 
cer, de  diez  y  siete  ó  diez  y  ocho  años.  Ricote  y  su  hija  salieron  á  rece- 
birle,  el  padre  con  lágrimas,  y  la  hija  con  honestidad.  No  se  abrazaron 
unos  á  otros,  porque  donde  hay  mucho  amor  no  suele  haber  demasiada 
desenvoltura.  Las  dos  bellezas  juntas  de  don  Gregorio  y  Ana  Félix, 
admiraron  en  particular  á  todos  juntos  los  que  presentes  estaban.  El 
silencio  fué  allí  el  que  habló  por  los  dos  amantes,  y  los  ojos  fueron  las 
lenguas  que  descubrieron  sus  alegres  y  honestos  pensamientos.  Contó 
el  renegado  la  industria  y  medio  que  tuvo  para  sacar  á  don  Gregorio. 
Contó  don  Gregorio  los  peligros  y  aprietos  en  que  se  liabía  visto  con  las 
mujeres  con  quien  había  quedado,  no  con  largo  razonamiento,  sino  con 
breves  palabras,  donde  mostró  que  su  discreción  se  adelantaba  á  sus 
años.  Finalmente,  Ricote  pagó  y  satisfizo  Hberalmente,  así  al  renegado 
como  los  que  habían  bogado  al  remo.  Reincorporóse  y  reconcilióse  el 
renegado  con  la  Iglesia,  y  de  miembro  i)odrido,  volvió  hmpio  y  sano 
con  la  penitencia  y  el  arrepentimiento. 

De  allí  á  dos  días  trató  el  Visorey  con  don  Antonio  qué  modo  ten- 


^'24  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

drían  para  que  Ana  Félix  y  su  padre  quedaseu  en  España,  pareciéndo- 
les  no  ser  de  inconveniente  alguno  que  quedasen  en  ella  hija  tan  cris- 
tiana y  padre,  al  parecer,  tan  bien  intencionado.  Don  Antonio  se  ofreci(V 
venir  á  la  Corte  á  negociarlo,  donde  había  de  venir  forzosamente  á  otros 
negocios,  dando  á  entender  que  en  ella,  por  medio  del  favor  y  de  laf^ 
dádivas,  muchas  cosas  dificultosas  se  acaban. 

—  No,  dijo  Ricote,  que  se  halló  presente  á  esta  plática;  no  hay  que 
esperar  en  favores  ni  en  dádivas,  porque  con  el  gran  don  Bernardino- 
de  Velasco,  conde  de  Salazar,  á  quien  dio  su  Majestad  el  cargo  de  núes 
tra  expulsiíhi,  no  valen  ruegos,  no  promesas,  no  dádivas,  no  lástimas; 
perqué,  aunque  es  verdad  que  él  mezcla  la  misericordia  con  la  justicia, 
como  él  ve  que  todo  el  cuerpo  de  nuestra  nación  está  contaminado  y 
podrido,  usa  con  él  antes  del  cauterio  que  abrasa,  que  del  ungüento  que 
molifica;  y  así,  con  prudencia,  con  sagacidad,  con  diligencia  y  con  mie- 
dos que  pone,  ha  llevado  sobre  sus  fuertes  hombros  á  debida  ejecución 
el  peso  de  esta  gran  máquina,  sin  que  nuestras  industrias,  estratagemas, 
solicitudes  y  fraudes  hayan  podido  deslumhrar  sus  ojos  de  Argos,  que 
contino  tiene  alerta,  porque  no  se  le  quede  y  encubra  ninguno  de  los 
nuestros,  que,  como  raíz  escondida,  con  el  tiempo  venga  después  á  bro- 
tar y  echar  frutos  venenosos  en  España,  ya  limpia,  ya  desembarazada 
de  los  temores  en  que  nuestra  muchedumbre  la  tenía.  Heroica  resolu- 
ción del  gran  Filipo  Tercero,  y  inaudita  prudencia  en  haberla  encarga- 
do al  tal  don  Bernardino  de  Velasco. 

—  Una  por  una,  yo  haré,  puesto  allá,  las  diligencias  posibles,  y  haga 
el  cielo  lo  que  más  fuere  servido,  dijo  don  Antonio.  Don  Gregorio  se 
irá  conmigo  á  consolar  la  pena  que  sus  padres  deben  tener  por  su  ausen- 
cia; Ana  Félix  se  quedará  con  mi  mujer  en  mi  casa  ó  en  un  monaste- 
rio; y  yo  sé  que  el  señor  Visorey  gustará  se  quede  en  la  suya  el  buen 
Ricote  hasta  ver  cómo  yo  negocio. 

El  Visorey  consintió  en  todo  lo  propuesto;  don  Gregorio,  sabiendo 
lo  que  pasaba,  dijo  que  en  ninguna  manera  i)odía  ni  quería  dejar  á  Ana 
Félix;  pero  teniendo  intención  de  ver  á  sus  padres,  y  de  dar  traza  de 
volver  por  ella,  vino  en  el  decretado  concierto.  Quedóse  .Ana  Félix  con 
la  mujer  de  don  Antonio,  y  Ricote  en  casa  del  Visorey.  Llegóse  el  día 
de  la  partida  de  don  Antonio  y  el  de  Don  Quijote  y  Sancho,  que  fué  de 
allí  á  otros  dos;  que  la  caída  no  le  concedió  que  más  presto  se  pusiese 
en  camino.  Hubo  lágrimas,  hubo  suspiros,  desmayos  y  sollozos  al  des- 
pedirse «don  Gregorio  de  Ana  Félix.  Ofrecióle  Ricote  a  don  Gregorio  mil 
escudos,  si  los  quería,  pero  él  no  tomó  ninguno,  sino  solos  cinco  que  le 
[)restó  don  Antonio,  prometiendo  la  paga  dellos  en  la  Corte.  Con  esto, 
se  partieron  los  dos,  y  Don  Quijote  y  Sancho  después,  como  se  ha  dicho: 
Don  Quijote  desalmado  y  de  camino;  Sancho  á  pie,  por  ir  el  Rucio  car- 
gado con  las  armas. 


CAPITrLO  LXVÍ 
Que  trata  de  lo  que  verá  el  que  lo  leyere,  ó  lo  oirá  el  que  lo  escuchare  leer. 


L  salir  de  Barcelona,  volvió  Don  Quijote  á  mirar  el  sitio  donde 
había  caído,  y  dijo:  «Aquí  fué  Troya;  aquí  mi  desdicha,  y  no 
mi  cobardía,  se  llevó  mis  alcanzadas  glorias;  aquí  usó  la  for- 
tuna conmigo  de  sus  vueltas  y  revueltas;  aquí  se  escurecieron 
mis  hazañas;  aquí,  finalmente,  cayó  mi  ventura  para  jamas  levantarse.» 
Oyendo  lo  cual  Sancho,  dijo:  «Tan  de  valientes  corazones  es,  señor 
mío,  tener  sufrimiento  en  las  desgracias  como  alegría  en  las  prosperi- 
dades; y  esto  lo  juzgo  por  mí  mismo,  que  si  cuando  era  gobernador 
estaba  alegre,  agora,  cjue  soy  escudero  de  á  pie,  no  estoy  tríete;  porqué 
he  oído  decir  que  ésta  que  llaman  por  ahí  fortuna,  es  una  mujer  borra- 
cha y  antojadiza,  y  sobre  todo,  ciega;  y  así,  no  ve  lo  que  hace,  ni  sabe 
á  quién  derriba  ni  á  quién  ensalza.» 

— Muy  filósofo  estas,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  muy  á  lo  dis- 
creto hablas;  no  sé  quién  te  lo  enseña.  Lo  que  te  sé  decir  es.  que  no  hay 
fortuna  en  el  mundo,  ni  las  cosas  que  en  él  suceden,  buenas  ó  malas 
que  sean,  vienen  acaso,  sino  por  particular  providencia  de  los  cielos;  y 
de  aquí  viene  lo  que  suele  decirse,  que  cada  uno  es  artífice  de  su~ven- 
tura.  Yo  lo  he  sido  de  la  mía;  pero  no  con  la  prudencia  necesaria,  y  así 
me  han  salido  al  gallarín  mis  presunciones;  pues  debiera  pensar  '{ue  al 
poderoso  grandor  del  caballo  del  de  la  Hlanca  Luna  no  podía  resistir  la 
flaqueza  de  Rocinante.  Atrevíme  en  fin,  hice  lo  que  pude,  derribáron- 
me; y  aunque  perdí  la  honra,  no  perdí  ni  puedo  perder  la  virtud  de 
cumplir  mi  palabra.  Cuando  era  caballero  andante,  atrevido  y  valiente, 
con  mis  obras  y  mi«  manos  acreditaba  mis  hechos;  y  agora,  cuando 


826  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

«oy  escudero  pedestre,  acreditaré  mis  palabras,  cumpliendo  la  que  di  de 
mi  retirada.  Camina,  pues,  amigo  Sancho,  y  vamos  á  tener  en  nuestra 
tierra  el  año  del  noviciado,  con  cuyo  encerramiento  cobraremos  virtud 
nueva  para  volver  al  nunca  de  mí  olvidado  ejercicio  de  las  armas. 

— Señor,  respondió  Sancho,  no  es  cosa  tan  gustosa  el  caminar  á  pie. 
que  me  mueva  é  incite  á  hacer  grandes  jornadas.  Dejemos  estas  armas 
colgadas  de  algún  árbol,  en  lugar  de  un  ahorcado;  y  ocupando  yo  las 
■espaldas  del  Hucio,  levantados  los  pies  del  suelo,  haremos  las  jornadas 
•como  vuesa  merced  las  pidiere  y  midiere;  que  pensar  que  tengo  de  ca- 
minar á  pie  y  hacerlas  grandes,  es  pensar  en  lo  excusado. 

— Bien  has  dicho,  Sancho,  respondió  Don  Quijote:  cuélguense  mis 
íirmas  por  trofeo,  y  al  pie  dellas  ó  alrededor  dellas  grabaremos  en  los 
árboles  lo  que  en  el  trofeo  de  las  armas  de  Roldan  estaba  escrito: 

...Nadie  las  mueva, 
Que  estar  no  pueda  con  Roldan  á  prueba. 

— Todo  eso  me  parece  de  perlas,  respondió  Sancho;  y  si  no  fuera  por 
la  falta  que  para  el  camino  nos  había  de  hacer  Rocinante,  también 
fuera  bien  dejarle  colgado. 

— Pues  ni  él  ni  las  armas,  replicó  Don  Quijote,  quiero  que  se  ahor- 
quen, porque  no  se  diga  que  á  buen  servicio,  mal  galardón. 

— Muy  bien  dice  vuesa  merced,  respondió  Sancho;  porque,  según 
opinión  de  discretos,  la  culpa  del  asno  no  se  ha  de  echar  á  la  albarda; 
y  pues  deste  suceso  vuesa  merced  tiene  la  culpa,  castigúese  á  sí  mesmo, 
y  no  revienten  sus  iras  por  las  ya  rotas  y  sangrientas  armas,  ni  por  las 
mansedumbres  de  Rocinante,  ni  por  las  blanduras  de  mis  pies,  querien- 
do que  caminen  más  de  lo  justo. 

En  estas  razones  y  pláticas  se  les  pasó  todo  aquel  día,  y  aun  otros; 
cuatro,  sin  sucederles  cosa  que  estorbase  su  camino;  y  al  quinto  día,  á: 
la  entrada  de  un  lugar,  hallaron  á  la  puerta  de  un  mesón  mucha  gente,: 
que,  por  ser  fiesta,  se  estaba  allí  solazand ). 

Cuando  llegaba  á  ellos  Don  (Quijote,  un  labrador  alzó  la  voz,  dicien- 
do: «Alguno  destos  dos  señores  que  aquí  vienen,  que  no  conocen  las 
partes,  dirá  lo  que  se  ha  de  hacer  en  nuestra  apuesta.» 

— Sí  diré,  por  cierto,  respondió  Don  Quijote,  con  toda  rectitud,  si  es 
que  alcanzo  á  entenderla. 

—  Es,  pues,  el  caso,  dijo  el  labrador,  señor  bueno,  que  un  vecino  des- 
te  lugar,  tan  gordo,  que  pesa  once  arrobas,  desafió  á  correr  á  otro  su- 
vecino,  que  no  pesa  más  que  cinco.  Fué  la  condición  que  habían  de  co- 
rrer una  carrera  de  cien  pasos  con  pesos  iguales;  y  habiéndole  pregun- 
tado al  desafiador  cómo  se  había  de  igualar  el  peso,  dijo  que  el  desafiado,, 
que  pesa  cinco  arrobas,  se  pusiese  seis  de  hierro  á  cuestas,  y  así  se- 
igualarían  las  once  arrobas  del  fiaco  con  las  once  del  gordo. 

—  Eso  no,  dijo  á  esta  sazón  Sancho,  antes  que  Don  Quijote  respon 
•diese;  y  á  mí,  que  ha  pocos  días  que  salí  de  gobernador  y  juez  como 
todo  el  mundo  sabe,  toca  averiguar  estas  dudas  y  dar  parecer  en  todo 
pleito.  • 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXVI 


827 


— Responde  en  buena  hora,  dijo  Don  Quijote,  Sancho  amigo;  que  yo- 
no  estoy  ])ara  dar  migas  á  un  gato,  según  traigo  'alljorotado  v  trastor- 
nado el  juicio. 

Con  esta  Ucencia,  dijo  Sancho  á  los  labradores  (que  estaban  muchos 
alrededor  del,  la  boca  abierta,  esperando  la  sentencia  de  la  suya):  «Her 
manos,  lo  que  el  gordo  pide  no  lleva  camino  ni  tiene  sombra  de  justi- 
cia alí^una;  porque,  si  es  verdad  lo  que  se  dice,  que  el  desafiado  puede- 
escoger  las  armas,  no  es  bien 
que  éste  las  escoja  tales,  que 
le  impidan  ni  estorben  el  sahr 
vencedor:  y  así  es  mi  parecer 
que  el  gordo  desafiador  se  es- 
camonde,  monde,  entresaque, 
pula  y  atilde,  y  saque  seis  arro- 
bas de  sus  carnes,  de  aquí  ó 
de  allí  de  su  cuerpo,  como  me- 
jor le  pareciere  y  estuviere;  y 
desta    manera,    quedando    en 
cinco  arrobas  de  peso,  se  igua- 
lará y  ajustará  con  las  cinco  de 
su  co'ntrario,  y  así  podrán  co- 
rrer igualmente. 

—¡Voto  á  tal,  dijo  un  labra- 
dor que  escuchó  la  sentencia 
de  Sancho,  que  este  señor  ha 
hablado  como  un  bendito,  y 
sentenciado  como  un  canónigo! 
Pero  á  buen  seguro  que  no  ha 
de  querer  quitarse  el  gordo 
una  onza  de  sus  carnes,  cuanto 
más  seis  arrobas. 

— Lo  mejor  es  que  no  co- 
rran, respondió  otro,  porque  el 
íiaco  no  se  muela  con  el  peso, 
ni  el  gordo  se  descarne;  y  éche- 
se la  mitad  de  la  apuesta  en 
vino,  y  llevemos  estos  señores 
á  la  taberna  de  lo  caro,  y  sobre  mí  la  capa  cuando  llueva. 

— Yo,  señores,  respondió  Don  Quijote,  os  lo  agradezco;  pero  u 
puedo  detenerme  un  punto,  porque  pensamientos  y  sucesos  tristes  — 
hacen  parecer  descortés,  y  caminar  más  que  de  paso. 

Y  así,  dando  de  las  espuelas  a  Rocinante,  pasó  adelante,  dejándolos 
admirados  ei  liaber  visto  y  notado,  así  su  extraña  figura  como  la  discre- 
ción de  su  criado,  que  por  tal  juzgaron  á  Sancho;  y  otro  de  los  labra- 
dores dijo:  «Si  el  criado  es  tan  discreto,  ¿cuál  debe  de  ser  el  amo?  Yo 
apostaré  que  si  van  á  estudiar  á  Salamanca,  que  á  un  tris  han  de  venir 
á  ser  alcaldes  de  Corte;  que  todo  es  burla,  sino  estudiar  y  más  estudiar, 


Camina,  pues,  amigo  Sancho,  y  vamos  i  tener  en  nucHira. 
tierra  el  año  del  noviciado... 


o 
me 


82S 


DON  QUIJOTE  ÜE  EA  MANCHA 


y  tener  favor  y  ventura;  y  cuando  menos  se  piensa  el  hombre,  se  halla 
con  una  vara  en  la  ñiano  ó  con  una  mitra  en  la  cabeza.» 

Aquella  noche  la  pasaron  amo  y  mozo  en  mitad  del  campo,  al  cielo 
raso  y  descubierto;  y  otro  día,  siguiendo  su  camino,  vieron  que  hacia 
ellos  venía  un  hombre  de  á  pie,  con  unas  alforjas  al  cuello  y  una  azcona 
ó  chuzo  en  la  mano,  propio  talle  de  correo  de  á  pie;  el  cual,  como  llegó 
junto  á  Don  Quijote,  adelantó  el  paso,  y  medio  corriendo  llegó  á  él,  y 
abrazándole  por  el  muslo  derecho  (que  no  alcanzaba  á  más),  le  dijo  con 
muestras  de  mucha  alegría:  «¡Oh  mi  señor  Don  Quijote  de  la  Mancha. 
y  qué  gran   contento  ha  de  llegar  al  corazón  de  mi  señor  el  Duque, 


Y  en  bv.eiia  paz  y  compaña  despabilaron  y  dieron  fondo  cou  todo  el  repuesto  de  las  alforjas... 


cuando  sepa  que  vuesa  merced  vuelve  á  su  castillo,  que  todavía  se  está 
en  él  con  mi  señora  la  Duquesa! » 

— No  os  conozco,  amigo,  respondió  D.  Quijote,  ni  sé  quién  sois,  si 
vos  no  me  lo  decís. 

— Yo,  señor  Don  Quijote,  respondió  el  correo,  soy  Tosilos,  el  lacayo 
del  Duque,  mi  señor,  que  no  quise  pelear  con  vuesa  merced  sobre  el 
casamiento  de  la  hija  de  doña  Rodríguez. 

— ¡Válame  Dios!,  dijo  Don  Quijote:  ¿es  posible  que  sois  vos  el  que 
los  encantadores  mis  enemigos  transformaron  en  ese  lacayo  que  decís, 
l)or  defraudarme  de  la  honra  de  aquella  batalla? 

— Calle,  señor  bueno,  replicó  el  cartero;  que  no  hubo  encanto 
alguno,  ni  mudanza  de  rostro  ninguna:  tan  lacayo  Tosilos  entré  en 
la  estacada,  como  Tosilos  lacayo  salí  del  la.  Yo  pensé  catarme  sin 
pelear,  por  haberme  parecido  bien  la  moza;  pero  sucedióme  al  revés 
mi  pensamiento;  pues  así  como  vuesa  merced  se  partió  de  nuestro  cas- 
tillo, el  Duque,  mi  señor,  me  hizo  dar  cien  palos,  por  haber  contraveni- 
do á  las  ordenanzas  que  me  tenía  dadas  antes  de  entrar  en  la  batalla; 
y  todo  ha  parado  en  que  la  muchacha  es  ya  monja,  y  doña  Rodríguez 
se  ha  vuelto  á  Castilla,  y  yo  voy  ahora  á  Barcelona  á  llevar  un  pliego 


l'AKTK    SKUUMJA. CAPITULO     LXVI  S29 

<le  cartas  al  Virrey,  que  le  envía  mi  amo.  Si  vuesa  merced  quiere  un 
traguito,  aunque  caliente,  puro,  aquí  llevo  una  calabaza  llena  de  lo 
caro,  con  no  sé  cuántas  rajitas  de  queso  de  Tronchen,  que  servirán  de 
llamativo  y  despertador  de  la  sed,  si  acaso  esta  durmiendo. 

— Quiero  el  envite,  dijo  Sancho,  y  échese  el  resto  de  la  cortesía,  y 
escancie  el  buen  Tosilos,  á  despecho  y  })es8r  de  cuantos  encantadores 
liay  en  las  Indias. 

— En  fin,  dijo  Don  Quijote,  tú  eres,  Sancho,  el  mayor  glotón  del 
mundo  y  el  mayor  ignorante  de  la  tierra,  pues  no  te  persuades  que  este 
correo  es  encantado,  y  este  Tosilos  contrahecho:  quédate  con  él,  y  hár- 
tate; que  yo  me  iré  adelante  poco  á  poco,  esperando  á  que  vengas. 

Rióse  el  lacayo,  desenvainó  su  calabaza,  desalforje')  sus  rajas,  y  sa- 
cando un  panecillo,  él  y  Sancho  se  sentaron  sobre  la  yerba  verde,  y  en 
buena  paz  y  compaña  despabilaron  y  dieron  fondo  con  todo  el  repuesto 
de  las  alforjas,  con  tan  buenos  alientos,  que  lamieron  el  pliego  de  las 
■cartas,  sólo  porque  olía  á  queso. 

Dijo  Tosilos  á  Sancho:  «Sin  duda  éste  tu  amo,  Sancho  amigo,  debe 
<le  ser  un  loco. » 

— ¿Cómo,  debe?,  res})ondió  Sancho;  no  debe  nada  á  nadie;  que  todo 
lo  paga,  y  más  cuando  la  moneda  es' locura.  Bien  lo  veo  yo,  y  bien  se 
lo  digo  á  él;  pero  ¿qué  aprovecha?,  y  más  agora,  que  va  rematado,  por- 
que va  vencido  del  Caballero  de  la  Blanca  Luna. 

Rogóle  Tosilos  le  contase  lo  que  le  había  sucedido;  pero  Sancho  le 
respondió  que  era  descortesía  dejar  que  su  amo  le  esperase;  C[ue  otro 
<lía,  si  se  encontrasen,  habría  lugar  para  ello;  y  levantándose,  después 
de  haberse  sacudido  del  sayo  y  las  barbas  las  migajas,  antecogió  al  Ru- 
cio, diciendo  «á  Dios»,  dejó  á  Tosilos  y  alcanzó  á  su  amo.  que  á  la  som- 
bra de  un  árbol  le  estaba  esperando. 


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CAPÍTULO  LXVII 

De  la  resolución  que  tomó  Don  Quijote  de  hacerse  pastor  y  seguir  ia  vida  del^ 
campo,  en  tanto  que  se  pasaba  el  año  de  su  promesa,  con  otros  sucesos, 
en  verdad  gustosos  y  buenos. 


I  muchos  peusamientos  fatigaban  á  Don  Quijote  antes  de  ser 
derribado,  muchos  más  le  fatigaron  después  de  caído.  Á  la  som- 
bra del  árbol  estaba,  como  se  ha  dicho;  y  allí,  como  moscas  á  la 
miel,  le  acudían  y  picaban  pensamientos.  Unos  iban  al  desen- 
canto de  Dulcinea,  y  otros  á  la  vida  que  había  de  hacer  en  su  forzosa 
retirada.  Llegó  Sancho,  y  alabóle  la  liberal  condición  del  lacayo 
Tosilos. 

— ¿Es  posible,  le  dijo  Don  Quijote,  que  todavía,  ¡oh  Sancho!,  pienses 
que  aquél  sea  verdadero  lacayo?  Parece  que  se  te  ha  ido  de  las  mientes 
haber  visto  á  Dulcinea  convertida  y  transformada  en  labradora,  y  al 
Caballero  de  los  Espejos  en  el  bachiller  Carrasco,  obras  todas  de  los 
encantadores  que  me  persiguen.  Pero  dime  agora:  ¿preguntaste  á  eso 
Tosilos  que  dices,  qué  ha  hecho  Dios  de  AltisidoraV  ¿Si  ha  llorado  mi 
ausencia,  ó  si  ha,  dejado  ya  en  las  manos  del  olvido  los  enamorados 
pensamientos  que  en  mi  presencia  le  fatigaban? 

— No  eran,  respondió  Sancho,  los  que  yo  tenía  tales,  que  me  diesen 
lugar  á  preguntar  boberías.  ¡Cuerpo  de  mí,  señor!  ¿Está  vuesa  merced 
ahora  en  términos  de  inquirir  pensamientos  ajenos,  especialmente 
amorosos? 

— Mira,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  mucha  diferencia  hay  de  las 
obras  que  se  hacen  por  amor  á  las  que  se  hacen  por  agradecimiento. 
Bien  puede  ser  que  un, caballero  sea  desamorado;  pero  no  puede  ser, 
hablando  en  todo  rigor,  que  sea  desagradecido.  Quísome  bien,  al  pare 


PAETE    SEGUNDA. CAPITULO    LXVII  831 

cer,  Altisidora;  dióme  los  tres  tocadores  que  sabes;  lloró  en  mi  partida, 
maldíjonie,  vituperóme,  quejóse,  á  despecho  de  la  vergüenza,  pública- 
mente, señales  todas  de  que  me  adoraba;  que  las  iras  de  lor-  amantes 
suelen  parar  en  maldiciones.  Yo  no  tuve  esperanzas  que  darle,  ni  teso- 
ros que  ofrecerle,  porque  las  mías  las  tengo  entregadas  á  Dulcinea,  y 
los  tesoros  de  los  caballeros  andantes  son,  como  los  de  los  duendes,  apa- 
rentes y  falsos;  y  sólo  puedo  darle  estos  acuerdos  que  della  tengo,  sin 
perjuicio,  empero,  de  los  que  tengo  de  Dulcinea,  á  quien  tú  agravias 
con  la  remisión  que  tienes  en  azotarte  y  en  castigar  esas  carnes  (que 
vea  yo  comidas  de  lobos),  que  quieren  guardarse  antes  para  los  gusa- 
nos, que  para  el  remedio  de  aquella  pobre  señora, 

— Señor,  respondió  Sancho,  si  va  á  decir  la  verdad,  yo  no  me  puedo- 
persuadir  que  los  azotes  de  mis  posaderas  tengan  que  ver  con  los  des- 
encantos de  los  encantados;  que  es  como  si  dijésemos:  «Si  os  duele  la 
cabeza,  untaos  las  rodillas.»  A  lo  menos,  yo  osaré  jurar  que  en  cuantas- 
historias  vuesa  merced  ha  leído,  que  tratan  de  la  andante  caballería,  no- 
ha  visto  algún  desencantado  i)or  azotes;  pero  por  sí  ó  por  no,  yo  me 
los  daré  cuando  tenga  gana,  y  el  tiempo  me  dé  comodidad  para  casti- 
garme. 

— Dios  lo  haga,  respondió  Don  Quijote,  y  los  cielos  te  den  gracia 
para  que  caigas  en  la  cuenta  y  en  la  obhgación  que  te  corre  de  ayudar 
á  mi  señora,  que  es  la  tuya,  pues  tú  eres  mío. 

En  estas  pláticas  iban  siguiendo  su  camino,  cuando  llegaron  al  mis- 
mo sitio  y  lugar  donde  fueron  atropellados  de  los  toros.  Reconocióle 
Don  Quijote,  y  dijo  á  Sancho:  «Este  es  el  prado  donde  topamos  á  las 
bizarras  pastoras  y  gallardos  pastores,  que  en  él  querían  renovar  é  imi- 
tar á  la  pastoral  Arcadia,  pensamiento  tan  nuevo  como  discreto,  á  cuya 
imitación,  si  es  que  á  ti  te  parece  bien,  querría,  ¡oh  Sancho!,  que  nos 
convirtiésemos  en  pastores,  siquiera  el  tiempo  que  tengo  de  estar  reco- 
gido. Yo  compraré  algunas  ovejas  y  todas  las  demás  cosas  que  al  pas- 
toral ejercicio  son  necesarias;  y  llamándome  yo  el  pastor  Quijótiz,  y  ti^ 
el  pastor  Pancino,  nos  andaremos  por  los  montes,  por  las  selvas  y  por 
los  prados,  cantando  aquí,  endechando  allí,  bebiendo  de  los  líquidos 
cristales  de  las  fuentes,  ó  ya  de  los  limpios  arroyuelos,  ó  de  los  cauda- 
losos ríos.  Daránnos  con  abundantísima  mano  de  su  dulcísimo  fruto  las 
encinas,  asiento  los  troncos  de  los  durísimos  alcornoques,  sombra  los; 
sauces,  olor  las  rosas,  alfombras  de  mil  colores  matizadas  los  extendi- 
dos prados,  aliento  el  aire  claro  y  puro,  luz  la  luna  y  las  estrellas,  á  pe-^ 
sar  de  la  escuridad  de  la  noche,  gusto  el  canto,  alegría  el  lloro,  Apolo, 
versos,  el  amor  conceptos,  con  que  podremos  hacernos  eternos  y  famo- 
sos, no  sólo  en  los  presentes,  sino  en  los  venideros  siglos.» 

— Pardiez,  dijo  Sancho,  que  me  ha  cuadrado  y  aun  esquinado'  tal  gé- 
nero de  vida;  y  más,  que  no  la  ha  de  haber  aún  bien  visto  el  bachiDer 
Sansón  Carrasco  y  maese  Nicolás  el  barbero,  cuando  la  han  de  querer 
seguir  y  hacerse  pastores  con  nosotros,  y  aun  quiera  Dios  no  le  venga 
en  voluntad  al  Cura  de  entrar  también  en  el  aprisco,  según  es  de  ale- 
gre y  amigo  de  holgarse. 

B.  P.-  XX  54 


832  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

—Tú  has  dicho  muy  bien,  dijo  Don  Quijote;  y  podrá  llamarse  el  ba 
chiller  Sansón  Carrasco,  si  entra  en  el  pastoral  gremio,  como  entrará 
sin  duda,  el  pastor  Sansonino,  ó  ya  el  pastor  Carrascón;  el  barbero  Ni- 
colás se  podrá  llamar  Niculoso,  como  ya  el  antiguo  Boscán  se  llamó 
Nemoroso;  al  Cura,  no  sé  qué  nombre  le  pongamos,  si  no  es  algún  de- 
rivativo de  su  nombre,  llamándole  el  pastor  Curiambro.  Las  pastoras 
de  quien  hemos  de  ser  amantes...  como  entre  peras,  podremos  escoger 
sus  nombres;  y  pues  el  de  mi  señora  cuadra  así  al  de  pastora  como  al 
dé  princesa,  no  hay  para  qué  cansarme  en  buscar  otro  que  mejor  le 
Venga:  tú,  Sancho,  pondrás  á  la  tuya  el  que  quisieres. 

.  —No  pienso,  respondió  Sancho,  ponerle  otro  alguno  sino  el  de  Tere- 
sóna,  que  le  vendrá  bien  con  su  gordura  y  con  el  propio  que  tiene, 
púés  se  llama  Teresa;  y  más,  que  celebrándola  yo  en  mis  versos,  vengo 
á  descubrir  mis  castos  deseos,  pues  no  ando  á  buscar  pan  de  trastrigo 
por  las  casas  ajenas.  El  Cura  no  será  bien  que  tenga  pastora,  por  dar 
Dúén  ejemplo;  y  si  quisiere  el  bachiller  tenerla,  su  alma  en  su  palma. 

--jVálame  Dios,  dijo  Don  Quijote,  y  qué  vida  nos  hemos  de  dar, 
Saíicho  amigo!  ¡Qué  de  churumbelas  han  de  llegar  á  nuestros  oídos,  qué 
de  gaitas  zamoranas,  qué  de  tamborines,  y  qué  de  sonajas  y  qué  de  ra- 
beles! Pues  ¿qué,  si  entre  estas  diferencias  de  músicas  resuena  la  de  los 
albogues?  Allí  se  verán  casi  todos  los  instrumentos  pastorales. 

— ¿Qué  son  albogues?,  preguntó  Sancho;  que  ni  los  he  oído  nombrar, 
ái  los  he  visto  en  toda  mi  vida. 

'^—Albogues  son,  respondió  Don  Quijote,  unas  chapas  á  modo  de  can- 
délérós  de  azófar,  que  dando  una  con  otra  por  lo  vacío  y  hueco,  hacen 
ún  son,  si  no  muy  agradable  ni  armónico,  que  no  descontenta,  y  viene 
bierí  Con  la  rusticidad  de  la  gaita  y  del  tamborín;  y  este  nombre  aJho- 
gueg-  66  morisco,  como  lo  son  todos  aquellos  que  en  nuestra  lengua 
castellana  comienzan  en  al,  conviene  á  saber,  almohaza,  almorzar,  al- 
homhra,  alguacil,  alhucema,  almacén,  alcancía,  y  otros  semejantes,  que 
deben  ser  pocos  más,  y  solos  tres  tiene  nuestra  lengua,  que  son  moris- 
cos y  acaban  en  /,  y  son  borceguí,  zaquizamí  y  maravedí:  alhelí  y  alfa- 
quí,  tanto  por  el  al  primero,  como  por  el  í  en  que  acaban,  son  conoci 
dos  por  arábigos.  Esto  te  he  dicho  de  paso,  por  habérmelo  reducido  Ji 
la  memoria  la  ocasión  de  haber  nombrado  albogues;  y  hanos  de  ayudar 
mucho  á  poner  en  perfección  este  ejercicio  el  ser  yo  algún  tanto  poeta, 
como  tú  sabes,  y  el  serlo  también  en  extremo  el  bachiller  Sansón  Ca- 
rrasco. Del  Cura  no  digo  nada;  pero  yo  apostaré  que  debe  de  tener  sus 
puntas  y  collar  de  poeta,  y  que  las  tenga  también  maese  Nicolás  no 
dudo  en  ello,  porque  todos  ó  los  más  de  su  oficio  son  guitarristas  y  co- 
pleros. Yo  me  quejaré  de  ausencia;  tú  te  alabarás  de  firme  enamorado; 
el  pastor  Carrascón,  de  desdeñado;  y  el  Cura  Curiambro,  de  lo  que  él 
más  puede  servirse,  y  así  andará  la  cosa,  que  no  haya  más  que  desear. 
A  lo  que  responchó  Sancho:  «Yo  soy,  señor,' tan  desgraciado,  que 
temo  no  ha  de  llegar  el  día  en  que  en  tal  ejercicio  me  vea.  ¡Oh  qué 
polidas  cucharas  tengo  de  hacer  cuando  pastor  me  vea!  ¡Qué  de  migas, 
qué  de  natas,  qué  de  guirnaldas  y  qué  de  zarandajas  pastoriles!  Que. 


PARTS    SEGUNDA. — CAPÍTULO    WCVIl  S:'3 


puesto  que  no  me  granjeen  fama  de  discreto,  no  dejarán  de  granjearme 
la  de  ingenioso.  Sanchica,  mi  hija,  nos  llevará  la  comida  al  hato...  Pero 
¡guarda!  que  es  de  buen  parecer,  y  hay  pastores  más  maliciosos  que 
simples;  y  no  querría  que  fuese  por  lana  y  volvieee  trasquilada;  y  tan 
bien  suelen  andar  los  amoies  y  los  no  buenos  deseos  por  los  campos 
como  por  las  ciudades,  y  por  las  pastorales  chozas  como  por  los  reales 
palacios;  y  quitada  la  causa  se  quita  el  pecado,  y  ojos  que  no  ven,  co- 
r.azón  que  no  quiebra,  y  más  vale  salto  de  mata  que  ruego  de  hombres 
buenos.» 

— No  más  refranes,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  pues  cualquiera  de  los 
que  has  dicho  basta  para  dar  á' entender  tu  pensamiento;  y  muchas  ve- 
ces te  he  aconsejado  que  no  seas  tan  i)r()digo  de  rellanes,  y  que  te  va- 
yas á  la  mano  en  decirlos;  pero  paréceme  que  es  predicar  en  desierto;  y, 
castígame  mi  madre,  y  yo  trómpogelas. 

— I*aréceme,  respondió  Sancho,  que  vuesa  merced  es  como  lo  que 
<licen:  «Dijo  la  sartén  á  la  caldera:  quítate  allá  ojinegra.»  Estáme  re- 
prendiendo que  no  diga  yo  refranes,  y  ensártalos  vuesa  merced  de  dos 
en  dos. 

— Mira,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  yo  traigo  los  refranes  á  pro- 
l)ósito,  y  \nenen,  cuando  los  digo,  como  anillo  en  el  dedo;  pero  tráeslos 
tú  tan  por  los  cabellos,  que  los  arrastras,  y  no  los  guías;  y  si  no  me 
acuerdo  mal,  otra  vez  ie  he  dicho  que  los  refranes  son  sentencias  bre-. 
ves,  sacadas  de  la  experiencia  y  especulación  de  nuestros  antiguos  sa- 
bios; y  el  refrán  que  no  viene  á  propósito,  antes  es  disparate  que  sen- 
tencia. I*ero  dejémonos  desto,  y  pues  ya  viene  la  noche,  retirémonos 
del  camino  real  algún  trecho,  donde  pasaremos  esta  noche,  y  Dios  sabe 
lo  que  será  mañana. 

Retiráronse,  cenaron  tarde  y  mal,  bien  contra  la  voluntad  de  Sancho, 
a  quiea  se  le  representaban  las  estrechezas  de  la  andante  caballería 
usadas  en  las  selvas  y  en  los  montes;  si  bien  tal  vez  la  abundancia  se 
mostraba  en  los  castillos  y  casas,  así  de  don  Diego  de  Miranda,  como 
en  las  bodas  del  rico  Camacho  y  de  don  Antonio  Moreno;  pero  consi- 
deraba no  ser  posible  ser  .siempre  de  día  lú  siempre  de  noche;  y  así, 
pasó  aquella  durmiendo,  y  su  amo  velando 


-;>- 


CAPÍTULO  LXVIII 
De  la  cerdosa  aventura  que  le  aconteció  á  Don  Quijote. 


f^  RA  la  noche  algo  escura,  puesto  que  la  luna  estaba  en  el  cielo^ 
pero  no  en  parte  que  pudiese  ser  vista;  que  tal  vez  la  señora 
Diana  se  va  á  pasear  á  las  antípodas,  y  deja  los  montes  negro& 
y  los  valles  escuros.  Cumplió  Don  Quijote  con  la  naturaleza, 
durmiendo  el  primer  sueño,  sin  dar  lugar  al  segundo;  bien  al  revés  de- 
Sancho  que  nunca  tuvo  segundo,  porque  le  duraba  el  sueño  desde  la 
noche  hasta  la  mañana,  en  que  se  mostraba  su  buena  complexión  y  po 
eos  cuidado?. 

Los  de  Don  Quijote  le  desvelaron  de  manera,  que  despertó  á  San- 
cho y  le  dijo:  «Maravillado  estoy,  Sancho,  de  la  libertad  de  tu  condición. 
Yo  imagino  que  eres  hecho  de  mármol  ó  de  duro  bronce,  en  quien  no 
cabe  movimiento  ni  sentimiento  alguno.  Yo  velo  cuando  tú  duermes, 
yo  lloro  cuando  cantas,  yo  me  desmayo  de  ayuno  cuando  tú  estás  pere- 
zoso y  desalentado  de  puro  harto.  De  buenos  criados  es  conllevar  las 
penas  de  sus  señores  y  sentir  sus  sentimientos,  por  el  bien  parecer  si- 
quiera. Mira  la  serenidad  desta  noche,  la  soledad  en  que  estamos,  que 
nos  convida  á  entremeter  alguna  vigilia  entre  nuestro  sueño.  Levántate, 
por  tu  vida,  y  desvíate  algún  trecho  de  aquí,  y  con  buen  ánimo  y  de- 
nuedo agradecido  date  trecientos  ó  cuatrocientos  azotes  á  buena  cuen- 
ta de  los  del  desencanto  de  Dulcinea;  y  esto,  rogando  te  lo  suplico;  que 
no  quiero  venir  contigo  á  los  brazos  como  la  otra  vez,  porque  sé  que  los 
tienes  pesados.  Después  que  te  hayas  dado,  pasaremos  lo  que  resta 
de  la  noche,  cantando  yo  mi  ausencia,  y  tú  tu  firmeza,  daado  desde 
agora  principio  al  ejercicio  pastoral  que  hemos  de  tener  en  nuestra 
aldea.» 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO  LXVIU 


835 


— Señor,  respondió  Sancho,  no  soy  yo  reliííioso,  para  que  desde  la 
mitad  de  mi  sueño  me  levante  y  me  dicipline,  ni  menos  me  parece  que 
del  extremo  del  dolor  de  los  azotes  se  pueda  pasar  al  do  la  música. 
Vuesa  merced  me  deje  dormir,  y  no  me  apriete  en  lo  de  azotarme;  que 
me  hará  hacer  juramento  de  no  tocarme  jamás  al  pelo  del  sayo,  no 
que  al  de  mis  carnes. 

— ¡Oh  alma  endurecida!,  ¡oh  escudero  sin  piedad!,  ¡oh  pan  mal  em- 
pleado, y  mercedes  mal  consideradas,  las  que  te  he  hecho  y  pienso  de 
liacerte!  Por  nn'  te  has  visto  ojobernador,  y  por  mí  te  ves  con  esperan- 
zas propincuas  de  ser  conde  ó  tener  otro  título  equivalente,  y  no  tarda- 
i-á  el  cumplimiento  dellas  más  de  cuanto  tarde  en  pasar  este  año;  que 
yo  'post  ietu'hras  spero  liiccm. 

— No  entiendo  eso,  replicó  Sancho;  S(')lo  entiendo  que  en  tanto  que 
duermo,  ni  tengo  temor,  ni  esperanza,  ni  trabajo,  ni  gloria;  y  ¡bien  haya 
el  que  inventó  el  sueño,  capa  que  cubre  todos  los  humanos  pensamien- 
tos, manjar  que  quita  la  hambre,  agua  que  aiiuyenta  la  sed,  fuego  que 
calienta  el  frío,  frío  que  templa  el  ardor,  y  íinalmente,  moneda  gene- 
ral, con  que  todas  las  cosas  se  compran,  balanza  y  peso  que  iguala  al 
pastor  con  el  vey,  y  al  simple  con  el  discreto!  Sola  una  cosa  tiene  mala 
el  sueño,  según  he  oído  decir,  y  es,  que  se  parece  á  la  muerte,  pues  de 
un  dormido  á  un  muerto  hay  muy  poca  diferencia. 

— Nunca  te  he  oído  hablar,  Sancho,  dijo  Don  Quijote,  tan  elegante- 
mente como  ahora;  por  donde  vengo  á  conocer  ser  verdad  el  refrán 
que  tú  algunas  veces  sueles  decir:  «no  con  quien  naces,  sino  con  quien 
paces » . 

— jAh,  pesia  tal!,  replicó  Sancho:  señor  nuestro  amo,  no  soy  yo  ago- 
ra el  que  ensarta  refranes;  que  también  á  vuesa  merced  se  le  caen 
de  la  boca  de  dos  en  dos,  mejor  que  á  mí;  sino  que  debe  de  haber 
entre  los  míos  y  los  suyos  esta  diferencia:  que  los  de  vuesa  merced 
vendrán  á  tiempo,  y  los  míos  á  deshora;  pero,  en  efeto,  todos  son  re- 
franes. 

En  esto  estriban,  cuando  sintieron  un  sordo  estruendo  y  un  áspero 
ruido,  que  por  todos  aquellos  valles  se  extendía.  Levantóse  en  pie  Don 
Quijote  y  puso  mano  á  la  espada,  y  Sancho  s(  agazapó  debajo  del  Ru- 
cio, poniéndose  á  los  If  dos  el  h'o  de  las  armas  y  la  albarda  de  su  jumen- 
to, tan  temblando  de  miedo,  como  alborotado  Don  Quijote.  De  punto 
en  punto  iba  creciendo  el  rui  io  y  llegándose  cerca  á  los  dos  temerosos; 
á  lo  menos  al  uno,  que  al  otro...  ya  se  sabe  su  valentía.  Es,  pues,  el  caso, 
que  llevaban  unos  hombres  á  vender  á  una  feria  más  de  seiscientos 
puercos,  con  los  cuales  caminaban  á  aquellas  horas;  y  era  tanto  el  ruido 
que  llevaban  y  el  gruñir  y  el  bufar,  que  ensordecieron  los  oídos  de  Don 
Quijote  y  de  Sancho,  que  no  advirtieron  lo  que  ser  podía.  Llegó  de  tro- 
pel la  extendida  y  gruñidora  piara;  y  sin  tener  respeto  á  la  autoridad  de 
Don  Quijote  ni  á  la  de  Sancho,  pasaron  por  cima  de  los  dos,  deshacien- 
do las  trincheas  de  Sancho  y  derribando,  no  sólo  á  Don  Quijote,  sino 
llevando  por  añadidura  á  Rocinante.  El  tropel,  el  gruñir,  la  presteza  con 
-que  llegaron  los  animales  inmundos,  puso  en  confusión  y  por  el  suelo 


836  DON  QUIJOTE  DE   LA  MANCHA 

á  la  albarda,  á  las  armas,  al  Rucio,  á  Rocinante,  á  Sancho  y  á  Don 
Quijote. 

Levantóse  Sancho  como  mejor  pudo,  y  pidió  á  su  amo  la  espada, 
diciéndole  que  quería  matar  media  docena  de  aquellos  soeces  y  deseo- 
medidos  puercos;  que  ya  había  conocido  que  lo  eran, 

Don  Quijote  le  dijo:  «Déjalos  estar,  amigo;  que  esta  afrenta  es  pena 
de  mi  pecado;  y  justo  castigo  del  cielo  es,  que  á  un  caballero  andante 
vencido  le  coman  adivas,  y  le  piquen  avispas,  y  le  hocen  puercos.» 

— También  debe  de  ser  castigo  del  cielo,  respondió  Sancho,  que  á  los 
escuderos  de  los  caballeros  vencidos  los  puncen  moscas,  lo?  coman  pio- 
jos y  les  embista  la  hambre.  Si  los  escuderos  fuéramos  hijos  de  los  ca- 
balleros á  quien  servimos,  ó  parientes  suyos  muy  cercanos,  no  fuem 
mucho  que  nos  alcanzara  la  pena  de  sus  culp  as  hasta  la  cuarta  genera- 
ción. Pero  ¿qué  tienen  que  ver  los  Panzas  con  los  Quijotes?  Agora  bien, 
tornémonos  á  acomodar,  y  durmamos  lo  poco  que  queda  de  la  noche, 
y  amanecerá  Dios  y  medraremos. 

— Duerme  tú,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  que  naciste  para  dor- 
mir; qne  yo  nací  para  velar:  en  el  tiempo  que  falta  de  aquí  al  día  daré 
rienda  á  mis  pensamientos,  y  los  desfogaré  en  un  madrigalete  que,  sin 
que  tú  lo  sepas,  anoche  compuse  en  la  memoria. 

— A  mí  me  parece,  respondió  Sancho,  que  los  pensamientos  que  dan 
lugar  á  hacer  coplas  no  deben  de  ser  muchos:  vuesa  merced  coplee 
cuanto  quisiere;  que  yo  dormiré  cuanto  pudiere.  Y  luego,  tomando  en 
el  suelo  cuanto  quiso,  se  acurrucó,  y  durmió  á  sueño  suelto,  sin  que 
tíanzas  ni  deudas,  ni  dolor  alguno  se  lo  estorbase. 

Don  Quijote,  arrimado  á  un  tronco  de  una  haya  ó  de  un  alcornoque 
(que  Cide  Hamete  Benengeli  no  distingue  el  árbol  que  era),  al  son  de 
sus  mismos  suspiros  cantó  de  esta  suerte: 

Amor,  cuando  yo  pienso 
En  el  mal  que  me  das,  terrible  y  fuerte. 
Voy  corriendo  á  la  muerte. 
Pensando  a.sí  acabar  mi  mal  inmenso; 

Mas  en  llegando  al  paso. 
Que  en  puerto  en  este  mar  de  mi  tormento, 
Tan*a  alegría  siento, 
Que  la  vida  se  esfuerza,  y  no  le  paso. 

Así  el  vivir  me  mata, 
Y  la  muerte  me  torna  á  dar  la  vida. 
¡Oh  condición  no  oída. 
La  que  conmigo  muerte  y  vida  trata! 

Cada  verso  destos  acompañaba  con  muchos  -suspiros  y  no  pocas  lá- 
grimas, bien  como  aquel  cuyo  corazón  gemía,  traspasado  con  el  doloi^ 
del  vencimiento  y  con  la  ausencia  de  Dulcinea. 

Llegóse  en  esto  el  día,  dio  el  sol  con  sus  rayos  en  los  ojos  á  Sancho, 
despertó  y  esperezóse,  sacudiéndose  y  estirándose  los  perezosos  mieni 
bros,  miró  el  destrozo  que  habían  hecho  los  puercos  en  su  repostería 
y  maldijo  la  piara  y  aun  más  adelante.  Finalmente,  volvieron  los  do- 
á  su  comenzado   camino,  y  al  declinar  de  la  tarde,  vieron  que  hacia. 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO  LXVIII  837 

^ ^ . _ ^ : -. . .,„^^_, 

ellos  venían  hasta  diez  hombres  de  á  caballo  y  cuatro  ó  cinco  de  á  piéi 
Sobresaltóse  el  corazón  de  Don  Quijote  y  azaróse  el  de  Sancho,  porqu($ 
la  gente  que  se  les  llegaba  traía  lanzas  y  adargas,  y  venía  muy  á  punté 
de  guerra. 

\'^olvióse  Don  Quijote  á  Sancho,  y  díjole:  «Si  yo  pudiera,  Sancho j. 
ejercitar  mis  armas,  y  mi  promesa  no  me  hubiera  atado  los  brazosy 
esta  máquina  que  sobre  nosotros  viene  la  tuviera  yo  por  tortas  y  paii- 
pintado;  pero  podría  ser  fuese  otra  cosa  de  la  que  tememos.» 

Llegaron  en  esto  los  de  á  caballo,  y  arbolando  las  lanzas,  sin  hablar 
palabra  alguna  rodearon  á  Don  Quijote,  y  se  las  pusieron  á  las  espal- 
das y  pechos,  amenazándole  de  muerte,  l'^no  de  los  de  á  pie,  puesto 
un  dedo  en  la  boca  en  señal  de  que  callasen,  asi(')  del  freno  de  Rocinante 
y  le  sacó  del  camino,  y  los  demás  de  á  pie,  antecogiendo  á  Sancho  y  al 
Rucio,  guardando  todos  maravilloso  silencio,  siguieron  los  pasos  del  que 
llevaba  á  Don  Quijote,  el  cual  dos  ó  tres  veces  quiso  preguntar  adonde 
le  llevaban  ó  qué  querían;  pero  apenas  comenzaba  á  mover  los  labios, 
cuando  se  los  iban  á  cerrar  con  los  hierros  de  las  lanzas;  y  á  Sancho  le 
acontecía  lo  mismo,  porque  apenas  daba  muestras  de  hablar,  cuando 
uno  de  los  de  á  pie  con  un  aguijón  le  [)unzaba,  y  al  Rucio  ni  más  ni 
menos,  como  si  hablar  quisiera. 

Cerró  la  noche,  apresuraron  el  paso,  creció  en  los  dos  presos  el  mie- 
do, y  más  cuando  oyeron  que  de  cuando  en  cuando  les  decían:  «Cami- 
nad, trogloditas;  callad,  bárbaros;  pagad,  antropófagos;  no  os  quejéis, 
scitas,  ni  abráis  los  ojos,  Polifemos  matadores,  leones  carniceros»;  y 
otros  nombres  semejantes  á  éstos,  con  que  atormentaban  los  oídos  de 
los  miserables  amo  y  mozo. 

Sancho  iba  diciendo  entre  sí:  «¡Nosotros  tortolitasl,  ¡nosotros  bárba- 
ros ni  estropajos!,  ¡nosotros  perritas,  á  quien  dicen  cita,  cita!  No  me 
contentan  nada  estos  nombres;  á  mal  viento  va  esta  parva;  todo  el  maj 
nos  viene  junto,  como  al  perro  los  palos;  y  ¡ojalá  })arase  en  ellos  lo  que 
amenaza  esta  aventura  tan  desventurada! » 

Iba  Don  (¿uijote  embelesado,  sin  poder  atinar,  con  cuantos  discur» 
sos  hacía,  á  qué  serían  aquellos  nombres  llejios  de  vituperios  que  les 
ponían,  de  los  cuales  sacaba  en  limpio  no  esperar  ningún  bien,  y  temer 
mucho  mal.  Llegaron  en  esto,  una  liora  casi  de  la  noche,  á  un  castillo, 
que  bien  conoció  Don  Quijote  que  era  el  del  Duque,  donde  había  poco 
que  habían  estado.  "¡Válame  Dios!,  dijo,  así  como  conoció  la  estancia; 
¿y  qué  será  esto?  Sí;  que  en  esta  casa  todo  es  cortesía  y  buen  comedi- 
miento; pero  para  los  vencidos,  el  bien  se  vuelve  en  mal,  y  el  mal  en 
peor.) 

Entraron  al  patio  principal  del  castillo, y  viéronle  aderezado  y  puesto 
de  manera  que  les  acrecentó  la  admiración  y  les  dobló  el  miedo,  como 
se  verá  en  el  siguiente  capítulo. 


CAPITULO    LXIX 

Del  más  raro  y  más  nuevo  suceso  que  en  iodo  el  discurso  desta  grande  historia 

avino  á  Don  Quijote. 


PEÁRONSE  los  de  á  caballo,  y,  junto  con  los  de  á  pie,  tomando 
en  peso  y  arrebatadamente  á  Sancho  y  á  Don  Quijote,  los  en- 
traron en  el  patio,  alrededor  del  cual  ardían  casi  cien  hachas 
puestas  en  sus  blandones,  y  por  los  corredores  del  patio  más 
.de  quinientas  luminarias,  de  modo  que,  á  pesar  de  la  noche,  que  se 
mostraba  algo  escura,  no  se  echaba  de  ver  la  falta  del  día.  En  medio 
peí  patio  se  levantaba  un  túmulo  como  dos  varas  del  suelo,  cubierto 
todo  con  un  grandísimo  dosel  de  terciopelo  negro,  alrededor  del  cual, 
por  sus  gradas  ardían  velas  de  cera  blanca  sobre  más  de  cien  can  dele- 
ros  de  plata,  encima  del  cual  túmulo  se  mostraba  un  cuerpo  muerto  de 
una  tan  hermosa  doncella,  que  hacía  parecer  con  su  hermosura  hermo- 
sa á  la  misma  muerte. 

Tenía  la  cabeza  sobre  una  almohada  de  brocado,  coronada  con  una 
guirnalda,  de  diversas  y  odoríferas  flores  tejida,  las  manos  cruzadas  so- 
bre el  pecho,  y  entre  ellas  un  ramo  de  amarilla  y  vencedora  palma.  A 
un  lado  del  patio  estaba  puesto  un  teatro,  y  en  dos  sillas  sentados  dos 
personajes,  que  por  tener  coronas  en  la  cabeza  y  cetros  en  las  manos,  da- 
ban señales  de  ser  algunos  reyes,  ya  verdaderos  ó  ya  ungidos.  Al  lado 
deste  teatro,  adonde  se  subía  por  algunas  gradas,  estaban  otras  dos  sillas, 
sobre  las  cuales,  los  que  trajeron  los  presos,  sentaron  á  Don  Quijote  y 
á  Sancho,  todo  esto  callando,  y  dándoles  á  entender  con  señales  á  los 
dos  que  asimismo  callasen;  pero  sin  que  se  lo  señalaran,  callaran  ellos, 
porque  la  admiración  de  lo  que  estaban  mirando  les  tenía  atadas 
las  lenguas.   Subieron  en  esto  al  teatro  con  mucho  acompañamiento 


PAETE    SEGUNDA. CAPITULO    LXIX 


839 


•dos  principales  personajes,  que  luego  fueron  conocidos  de  Don  Quijote 
ser  el  Duque  y  la  Duquesa,  sus  huéspedes,  los  cuales  se  sentaron  en 
■dos  riquísimas  sillas  junto  á  los  dos  que  parecían  reyes.  ¿Quién  no  se 
había  de  admirar  con  esto,  añadiéndose  á  ello  haber  conocido  Don 
Quijote  que  el  cuerpo  muerto,  que  estaba  sobre  el  túmulo,  era^el  de  la 
hermosa  Altisidora? 

Al  subir  el  Duque  y  la  Duquesa  en  el  teatro,  se  levantaron  Don  (Qui- 
jote y  Sancho,  y  les  hicieron  una  profunda  humillación,  y  los  Duques 
hicieron  lo  mismo,  inclinando  algún  tanto  las  cabezas.  Salió  en  esto  de 
través  un  ministro,  y  llegándose  á  Sancho,  le  echó  una  ropa  de  bocací 
negro  encima,  toda  pintada  con  llamas  de  fuego,  y  quitándole  la  cape- 
ruza, le  puso  en  la  cabezo  una  coroza,  al  modo  de  las  que  sacan  los  pe- 
nitenciados por  el  Santo  Oficio;  y  díjole  al  oído  que  no  descosiese  los 
labios,  porque  le  echarían  una  mordaza  ó  le  quitarían  la  vida.  Mn-ábase 
Sancho  de  arriba  abajo;  veíase  ardiendo  en  llamas;  pero,  como  no  le 
quemaban,  no  las  estimaba  en  dos  ardites.  Quitóse  la  coroza,  viola  j)in- 
tada  de  diablos,  volviósela  á  poner,  diciendo  entre  sí:  «Aun  bien  que  ni 
ellas  me  abrasan  ni  ellos  me  llevan.»  Mirábale  también  Don  Quijote;  y 
aunque  el  temor  le  tenía  suspensos  los  sentidos,  no  dejó  de  reírse  de 
ver  la  figura  de  Sancho.  Comenzó  en  esto  á  salir,  al  parecer,  debajo  del 
túmulo  un  son  sumiso  y  agradable  de  fiautas,  que.  por  no  ser  impedido 
de  alguna  humana  voz,  porque  en  aquel  sitio  el  mismo  viento  guarda- 
ba silencio,  asimismo  se  mostraba  blando  y  amoroso.  Luego  hizo  de  sí 
improvisa  muestra,  junto  á  la  almohada  del,  al  parecer,  cadáver,  un  her- 
moso mancebo  vestido  á  lo  romano,  que  al  son  de  una  arpa,  que  él 
mismo  tocaba,  cantó  con  suavísima  y  clara  voz  estas  dos  estancias: 

<  En  tanto  que  eu  ai  vaelve  Altlaldora, 
Mnerta  por  la  cmeldad  de  Don  Quijote, 

V  en  tanto  que  en  la  Corte  encantadora 
Se  vistieren  las  damas  de  picote, 

Y  en  tanto  que  á  sus  dueSas  mi  señora 
Vistiere  de  bayeta  y  de  añascóte. 
Cantaré  su  belleza  y  su  desurracia 

Con  mejor  plectro  que  el  cantor  de  Traíia. 

Y  aun  no  se  me  figura  que  me  toca 
Aqueste  oficio  solamente  en  vida; 
Mas  con  la  lengua  muerta  y  fría  eu  la  boca 
Pienso  mover  la  voz  á  ti  debida: 
Libre  mi  alma  de  su  estrecha  roca, 
Por  el  Estjgio  lago  conducida. 
Celebrándote  ir»,  y  aquel  sonido 
Hará  parar  las  aguas  del  olvido  • 

— No  más,  dijo  á  esta  sazón  mío  de  los  que  parecían  reyes;  no  más, 
cantor  divino;  que  sería  proceder  en  infinito  representarnos  ahora  la 
muerte  y  la^  gracias  de  la  sin  par  Altisidora,  no  muerta,  como  el  mundo 
ignorante  piensa;  sino  viva  en  las  lenguas  de  la  fama,  y  en  la  pena  que 
para  volverla  á  la  perdida  luz  ha  de  pasar  Sancho  Panza,  que  está  pre- 
sente; y  así,  ¡oh  tú,  Radamanto,  que  conmigo  juzgas  en  las  cavernas  ló- 
bregas de  Dite!,  pues  sabes  todo  aquello  que  en  los  inescrutables  hados 


840  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

está  determinado  acerca  de  volver  en  sí  esta  doncella,  dilo  y  decláralo 
luego,  porque  no  se  nos  dilate  el  bien  que  con  su  nueva  vuelta  espe- 
ramos. » 

Apenas  hubo  dicho  esto  Minos,  juez  compañero  de  Radamanto, 
cuando  levantándose  en  pie  Radamanto,  dijo:  «Ea,  ministros  desta  casa, 
altos  y  bajos,  grandes  y  chicos,  acudid  unos  tras  otros,  y  sellad  el  rostro 
de  Sancho  con  veinte  y  cuatro  mamonas,  y  con  doce  pellizcos  y  seis  al- 
filerazos sus  brazos  y  lomos;  que  en  esta  ceremonia  consiste  la  salud  de 
Altisidora. » 

Oyendo  lo  cual  Sancho  Panza,  rompió  el  silencio  y  dijo:  «¡Voto  á 
tal!  Así  me  deje  yo  sellar  el  rostro  ni  manosearme  la  cara,  como  volver- 
me moro.  ¡Cuerpo  de  mí!  ¿Qué  tiene  que  ver  manosearme  el  rostro  con 
la  resurrección  desta  doncella?  Regostóse  la  vieja  á  los  bledos:  encantan 
á  Dulcinea,  y  azótanme  para  que  se  desencante;  muérese  Altisidora  de 
males  que  Dios  quiso  darle,  y  hala  de  resucitar  hacerme  á  mí  veinte  y 
cuatro  mamonas,  y  acribarme  el  cuerpo  á  alfilerazos,  y  acardenalarme 
los  brazos  á  pellizcos.  Esas  burlas  á  un  cuñado;  que  yo  soy  perro  viejo, 
y  no  hay  conmigo  tus  tus.» 

— Morirás,  dijo  en  alta  voz  Radamanto.  Ablándate,  tigre;  humíllate, 
Membrot  soberbio;  y  sufre  y  calla,  pues  no  te  piden  imposibles;  y  no  te 
metas  en  averiguar  las  dificultades  deste  negocio:  mamonado  has  de  ser, 
acrebillado  te  has  de  ver,  pellizcado  has  de  gemir,  ¡Ea,  digo,  ministros, 
cumplid  mi  mandamiento;  si  iio,  por  la  fe  de  hombre  de  bien,  que  ha- 
béis de  ver  para  lo  que  nacisteis! 

Parecieron  en  esto  (que  por  el  patio  venían)  hasta  seis  dueñas  en 
procesión,  una  tras  otra,  las  cuatro  con  anteojos,  y  todas  levantadas  las 
manos  derechas  en  alto,  con  cuatro  dedos  de  muñecas  de  fuera,  para 
hacer  las  manos  más  largas,  como  ahora  se  usan. 

No  las  hubo  visto  Sancho,  cuando  bramando  como  un  toro,  dijo: 
«Bien  podré  yo  dejarme  manosear  de  todo  el  mundo;  pero  consentir 
que  me  toquen  dueñas,  eso  no.  Gatéenme  el  rostro,  como  hicieron  á  mi 
amo  en  este  mesmo  castillo;  traspásenme  el  cuerpo  con  puntas  de  dagas 
buidas;  atenácenme  los  brazos  con  tenazas  de  fuego;  que  yo  lo  llevaré 
en  paciencia,  y  serviré  á  estos  señores;  pero  que  me  toquen  dueñas,  no 
lo  consentiré  si  me  llevase  el  diablo.» 

Rompió  también  el  silencio  Don  Quijote,  diciendo  á  Sancho:  «Ten 
paciencia,  hijo,  y  da  gusto  á  estos  señores,  y  muchas  gracias  al  cielo 
por  haber  puesto  tal  virtud  en  tu  persona,  que  con  el  martirio  della  des- 
encantes los  encantados  y  resucites  los  muertos.» 

Ya  estaban  las  dueñas  cerca  de  Sancho,  cuando  él,  más  blando  y 
más  persuadido,  poniéndose  bien  en  .la  silla,  dio  rostro  y  barba  á  la 
primera,  la  cual  le  hizo  una  mamona  muy  bien  sellada,  y  luego  una 
gran  reverencia. 

— Menos  cortesía  y  menos  muda,  señora  dueña,  dijo  Sancho;  que  por 
Dics,  que  traéis  las  manos  oliendo  á  vinagrillo. 

Finalmente,  .todas  las  dueñas  le  sellaron,  y  otra  mucha  gente  de  casa 
le  pellizcaron;  pero  lo  que  él  no  pudo  sufrir  fué  el  punzamiento  de  los 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXIX  841 

altileres;  y  así,  se  levantó  de  la  silla,  al  parecer  mohíno;  y  asiendo  de 
una  hacha  encendida  que  junto  á  él  estaba,  dio  tras  las  dueñas  y  tras 
todos  sus  verdugos,  diciendo:  «¡Afuera,  ministros  infernales;  que  no 
soy  yo  de  bronce,  para  no  sentir  tan  extraordinarios  martirios! » 

En  esto  Altísídora,  que  debía  de  estar  cansada,  por  haber  estado 
tanto  tiempo  supina,  se  volvió  de  un  lado;  visto  lo  cual  por  los  circuns- 
tantes, casi  todos  á  una  voz  dijeron:  «Viva  es  Altísídora,  Altísídora 
vive.»  Mandó  Iladamanto  á  Sancho  que  depusiese  la  ira,  pues  ya  se 
hacía  alcanzado  el  intento  que  se  procuraba. 

Así  como  Don  Quijote  vio  rebullir  á  Altisidora,  se  fué  á  poner  de 
rodillas  delante  de  Sancho,  diciéndole:  «Agora  es  tiempo,  hijo  de  mis 
entrañas,  no  que  escudero  mío,  que  te  des  algunos  de  los  azotes  que 
estás  obligado  á  darte  por  el  desencanto  de  Dulcinea.  Agora  digo  que 
es  el  tiempo,  donde  tienes  sazonada  la  virtud,  y  con  eficacia  de  obrar  el 
bien^que  de  ti  se  espera.» 

A  lo  que  respondió  Sancho:  «Esto  me  parece  argado  sobre  argado, 
y  no  miel  sobre  liojuelas.  ¡Bueno  sería  que  tras  pellizcos,  mamonas  y 
alfilerazos,  viniesen  ahora  los  azotes!  No  tienen  más  que  hacer,  sino 
tomar  una  gran  piedra  y  atármela  al  cuello,  y  dar  conmigo  en  un  pozo, 
de  lo  que  á  mí  no  i)esaría  mucho,  si  es  que  para  curar  los  males  ajenos 
tengo  yo  de  ser  la  vaca  de  la  boda.  Déjenme;  si  no,  por  Dios  que  lo 
arroje  y  lo  eche  todo  á  trece,  aunque  no  se  venda.» 

Ya  en  est )  se  había  sentado  en  el  túmulo  Altisidora,  y  al  mismo 
instante  sonaron  las  chirimías,  á  quien  acompañaron  las  fiautas  y  las 
voces  de  todos,  que  aclamaban:  «Viva  Altisidora,  Altisidora  viva.» 

Levantáronse  los  Duques  y  los  reyes  Minos  y  Radamanto,  y  todos 
juntos,  con  Don  Quijote  y  Sancho,  fueron  á  recebir  á  Altisidora  y  á 
bajarla  del  túmulo,  la  cual,  haciendo  de  la  desmayada,  se  inclinó  á  los 
Duques  y  á  los  reyes;  y  mirando  de  través  á  Don  Quijote,  le  dijo:  «Dios 
te  lo  perdone,  desamorado  caballero,  pues  por  tu  crueldad  he  estado  en 
el  otro  mundo,  á  mi  parecer,  más  de  mil  años;  y  á  ti  ¡oh  el  más  compa- 
sivo escudero  que  contiene  el  orbe!  te  agradezco  la  vida  que  poseo. 
Dispon  desde  hoy  más,  amigo  Sancho,  de  seis  camisas  mías  que  te 
mando,  para  que  hagas  otras  seis  para  ti,  que  si  no  son  todas  sanas,  á 
lo  menos  son  todas  limpias.» 

Besóle  por  ello  las  manos  Sancho  con  la  coroza  en  la  mano  y  las 
rodillas  en  el  suelo.  Mandó  el  Duque  que  se  la  quitasen,  y  le  volviesen 
su  caperuza,  y  le  quitasen  la  ropa  de  las  llamas.  SupHcó  Sancho  al  Du- 
que que  le  dejasen  la  ropa  y  mitra;  que  las  quería  llevar  á  su  tierra  por 
señal  y  memoria  de  aquel  nunca  visto  suceso.  La  Duquesa  respondió 
que  sí  dejarían;  que  ya  sabía  él  cuan  grande  amiga  suya  era.  Mandó  el 
Duque  despejar  el  patio  y  que  todos  se  recogiesen  á  sus  estancias,  y 
que  á  Don  Quijote  y  á  Sancho  los  llevasen  á  la  que  ellos  ya  se  sabían. 


CAPITULO  LXX 

'Que  sigue  al  de  sesenta  y  nueve,  y  trata  de  cosas  no  excusadas  para  la  claridad 

desta  historia. 


uRMió  Sancho  aquella  noche  en  una  carriola  en  el  mismo  apo- 
[ppm  sentó  de  Don  Quijote,  cosa  que  él  quisiera  excusarla  si  pudie 
vi'W  ra,  porque  bien  sabía  que  su  amo  no  le  había  de  dejar  dormir 
á  preguntas  y  á  respuestas,  y  no  se  hallaba  en  disposición  de 
■hablar  mucho,  porque  los  dolores  de  los  martirios  pasados  los  tenía 
presentes,  y  no  le  dejaban  libre  la  lengua;  y  viniérale  más  á  cuento 
dormir  en  una  choza  solo,  que  no  en  aquella  rica  estancia  acompañado. 
Sahóle  su  temor  tan  verdadero  y  su  sospecha  tan  cierta,  que  ape- 
nas hubo  entrado  su  señor  en  el  lecho,  cuando  dijo:  «¿Qué  te  parece, 
•Sancho,  del  suceso  desta  noche?  Grande  y  poderosa  es  la  fuerza  del 
desdén  desamorado,  cuando  por  tus  mismos  ojos  has  visto  muerta  á 
Altisidora,  no  con  otras  saetas,  ni  con  otra  espada,  ni  con  otro  instru- 
mento bélico,  ni  con  venenos  mortíferos,  sino  con  la  consideración  del 
.rigor  y  el  desdén  con  que  yo  siempre  la  he  tratado.» 

— Muriérase  ella  en  hora  buena  cuando  quisiera  y  como  quisiera, 
respondió  Sancho;  y  dejárame  á  mí  en  mi  casa,  pues  ni  yo  la  enamoré, 
ni  la  desdeñé  en  mi  vida.  Yo  no  sé,  ni  puedo  pensar  cómo  sea  que  la 
rsalud  de  Altisidora,  doncella  más  antojadiza  que  discreta,  tenga  que 
ver,  como  otra  vez  he  dicho,  con  los  martirios  de  Sancho  Panza.  Agora 
•sí  que  vengo  á  conocer  clara  y  distintamente  que  hay  encantadores  y 
•encantos  en  el  mundo,  de  quien  Dios  me  libre,  pues  yo  no  me  sé 
librar;  con  todo  esto,  suplico  á  vuesa  merced  me  deje  dormir,  y  no 
me  pregunte  más,  si  no  quiere  que  me  arroje  por  una  ventana  abajo. 
— Duerme,  Sancho  amigo,  respondió  Don  Quijote,  si  es  que  te  dan 


PAKTE  SEGUNDA. CAPÍTULO  LXX  843 

lugar   los   alfilerazos   y   pellizcos   recibidos   y   las    mamonas    hechas. 

— Ningún  dolor,  replicó  Sancho,  llegó  á  la  afrenta  de  las  mamonas,, 
no  por  otra  cosa  que  por  habérmelas  hecho  dueñas,  que  confundidas 
sean;  y  torno  á  suplicar  á  vuesa  merced  me  deje  dormir,  porque  el  sueño 
es  alivio  de  las  miserias  de  los  que  las  tienen  despiertos. 

— Sea  así,  dijo  Don  Quijote,  y  Dios  te  acompañe. 
Durmiéronse  los  dos,  y  en  este  tiempo  quiso  escribir  y  dar  cuenta. 
Cide  Hamete,  autor  desta  grande  historia,  qué  les  movió  á  los  Duques, 
á  levantar  el  ediñcio  de  la  máquina  referida;  y  dice  que  no  habiéndosele 
olvidado  al  bachiller  Sansón  Carrasco  cuando  el  Caballero  de  los  Espe- 
jos fué  vencido  y  derribado  i)or  Don  Quijote,  cuyo  vencimiento  y  caída 
borró  y  deshizo  todos  sus  designios,  quiso  volver  á  probar  la  mano,  es- 
perando mejor  suceso  que  el  pasado;  y  así,  informándose  del  paje  que 
llevó  la  carta  y  presente  á  Teresa  Panza,  mujer  de  Sancho,  adonde  Don 
Quijote  quedaba,  buscó  nuevas  fcrmas  y  caballo,  y  puso  en  el  escudo  la 
blanca  luna,  llevándolo  todo  sobre  un  macho,  á  quien  guiaba  un  labra- 
dor, y  no  Tomé  Cecial,  su  antiguo  escudero,  porque  no  fuese  conocido 
de  Sancho  ni  de  Don  Quijote.  Llegó,  pues,  al  castillo  del  Duque,  que  le^ 
informó  del  camino  y  derrota  que  Don  Quijote  llevaba,  con  intento  de 
hallarse  en  las  justas  de  Zaragoza.  Díjole  asimismo  las  burlas  que  le  ha- 
bía hecho,  con  la  traza  del  desencanto  de  Dulcinea,  que  había  de  ser  á 
costa  de  las  posaderas  de  Sancho.  En  fin,  le  dio  cuenta  de  la  burla  que 
Sancho  había  hecho  de  su  amo  dándole  á  entender  que  Dulcinea  estaba, 
encantada  y  transformada  en  labradora,  y  cómo  la  Duquesa,  su  mujer, 
había  dado  á  entender  á  Sancho  que  él  era  el  que  se  engañaba,  porque 
verdaderamente  estaba  encantada  Dulcinea;  de  que  no  poco  se  rió  y  ad- 
miró el  bachiller,  considerando  la  agudeza  y  simplicidad  de  Sancho, 
como  el  extremo  de  la  locura  de  Don  Quijote.  Pidióle  el  Duque  que  si  le 
hallase  (que  le  venciege  ó  no),  se  volviese  por  allí  á  darle  cuenta  del  su- 
ceso. Hízolo  así  el  bachiller;  partióse  en  su  busca,  no  le  halló  en  Zara- 
goza, pasó  adelante,  y  sucedióle  lo  que  queda  referido.  Volvióse  por  el 
castillo  del  Duque,  y  contóselo  todo,  con  las  condiciones  de  la  batalla,  y 
que  ya  Don  Quijote  volvía  á  cumplir,  como  buen  caballero  andante,  la 
palabra  de  retirarse  un  año  en  su  aldea,  en  el  cual  tiempo  podía  ser,  dijo- 
el  bachiller,  que  sanase  de  su  locura;  que  esta  era  la  intención  que  le 
había  movido  á  hacer  aquellas  transformaciones,  por  ser  cosa  de  lástima 
que  un  hidalgo  tan  bien  entendido  como  Don  Quijote  fuese  loco.  Con 
esto,  se  despidió  del  Duque,  y  se  volvió  á  su  lugar,  esperando  en  él  á 
Don  Quijote,  que  tras  él  venía  De  aquí  tomó  ocasión  el  Duque  de  ha- 
cerle aquella  burla:  tanto  era  lo  que  gustaba  de  las  cosas  de  Sancho  y  de 
Don  Quijote;  y  haciendo  tomar  los  caminos  (cerca  y  lejos  del  castillo) . 
por  todas  las  partes  que  imaginó  que  podría  volver  Don  Quijote,  con 
muchos  criados  suyos  de  á  pie  y  de  á  caballo,  para  que  por  fuerza  ó  de 
grado  le  trajesen  al  castillo,  si  le  hallasen,  halláronle  y  dieron  aviso  al 
Duque,  el  cual,  ya  prevenido  de  todo  lo  que  había  de  hacer,  así  como- 
tuvo  noticia  de  su  llegada,  mandó  encender  las  hachas  y  las  luminarias  - 
del  patio,  y  poner  á  Altisidora  sobre  el  túmulo,  con  todos  los  aparatos- 


844 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


que  se  han  contado,  tan  al  vivo  y  tan  bien  hechos,  que  de  la  verdad  á 
ellos  había  bien  poca  diferencia.  Y  dice  más  Cide  Hamete:  que  tiene 
para  sí  ser  tan  locos  los  burladores  como  los  burlados,  y  que  no  estaban 
los  Duques  dos  dedos  de  parecer  tontos,  pues  tanto  ahinco  ponían  en 
burlarse  de  dos;  los  cuales,  el  uno  durmiendo  á  sueño  suelto,  y  el  otro 

velando  á  pensamientos  des- 
atados, les  tomó  el  día,  y  no 
la  uaná  de  levantarse;  aun- 
c|ue  las  ociosas  plumas,  ni 
vencido  ni  vencedor,  jamás 
dieron  gusto  á  Don  Quijote. 
Altisidora,  en  la  opinión 
de  Don  Quijote  vuelta  de 
muerte  á  vida,  siguiendo  el 
humor  de  sus  señores,  coro 
nada  con  la  misma  guirnalda 
que  en  el  túmulo  tenía,  y  ves  - 
tida  una  tunicela  de  tafetán 
blanco,  sembrada  de  flores 
de  oro,  y  sueltos  los  cabellos 
})or  las  espaldas,  arrimada  á 
un  báculo  de  negro  y  finísi- 
mo ébano,  entró  en  el  apo- 
sento de  Don  Quijote,  con 
cuya  presencia  turbado  y 
con  tuso,  se  encogió  y  cubrió 
casi  todo  con  las  sábanas  y 
colchas  déla  cama,  muda  la 
lengua,  sin  que  acertase  á 
liacerle  cortesía  ninguna. 

Sentóse  Altisidora  en  una 
silla  junto  á  su  cabecera, 
y  después  de  haber  dado  un 
gran  suspiro,  con  voz  tierna 
y  de))ilitada  le  dijo:  «Cuan- 
do las  mujeres  principales  y  las  recatadas  doncellas  atropellan  por  la 
honra,  y  dan  licencia  á  la  lengua  que  rompa  por  todo  inconveniente, 
dando  noticia  en  púbhco  de  los  secretos  que  su  corazón  encierra,  en  es- 
treclio  término  se  hallan.  Yo,  señor  Don  Quijote  de  la  Mancha,  soy 
una  déstas;  apretada,  vencida  y  enamorada,  pero  con  todo  esto,  sufrida 
y  honesta,  tanto,  que  por  serlo  tanto,  reventó  mi  alma  por  mi  senti- 
miento, y  perdí  la  vida.  Dos  días  ha  que  por  la  consideración  del  rigor 
con  que  me  has  tratado,  ¡oh  más  duro  que  mármol  á  mis  quejas,  empe- 
dernido caballero!,  he  estado  muerta,  ó  á  io  menos  juzgada  por  ta]  de 
los  que  me  han  visto;  y  si  no  fuera  porque  el  amor,  condoliéndose  de 
mí,  depositó  mi  remedio  en  los  martirios  deste  buen  escudero,  allá  me 
quedara  en  el  otro  mundo.» 


Sentóse  Altisidora  en  nna  silla  j\into  á  su  cabecera. 


PARTE    SEGUNDA. CAPÍTULO    LXX  845 

— Bien  pudiera  el  amor,  dijo  Sancho,  depositarlos  en  los  de  mi  asno; 
que  yo  se  lo  agradeciera.  Pero  dígame,  señora,  así  el  cielo  la  acomode 
con  otro  más  blando  amante  que  mi  amo,  ¿qué  es  lo  que  vio  en  el  otro 
mundo?  ¿Qué  hay  en  el  infierno?  Porque  quien  muere  desesperado,  por 
fuerza  ha  de  tener  aquel  paradero. 

— La  verdad  que  os  diga,  respondió  Altifeidora,  yo  no  debí  de  morir 
del  todo,  pues  no  entré  en  el  infierno;  que  si  allá  entrara  una  por  una, 
no  pudiera  salir  del,  aunque  quisiera.  La  verdad  es  que  llegué  á  la 
puerta,  adonde  estaban  jugando  hasta  una  docena  de  diablos  á  la  pelo- 
ta, todos  en  calzas  y  en  jub(jn,  con  valonas  guarnecidas  con  puntas  de 
randas  tlamencas  y  con  unas  vueltas  de  lo  mismo,  que  les  servían  de 
pufios,  con  cuatro  dedos  de  brazo  de  fuera,  porque  pareciesen  las  ma- 
nos más  largas,  en  las  cuales  tenían  unas  palas  de  fuego.  Y  lo  que  más 
me  admiró  fué  que  les  servían,  en  lugar  de  pelotas,  libros,  al  parecer 
llenos  de  viento  y  de  borra,  cosa  maravillosa  y  nueva;  pero  esto  no  me 
iidmiró  tanto  como  el  ver  que  siendo  natural  de  los  jugadores  el  ale- 
grarse los  gananciosos  y  entristecerse  los  que  pierden,  allí  en  aquel  jue- 
go todos  gruñían,  todos  regañaban  y  todos  se  maldecían. 

— Eso  no  es  maravilla,  respondió  Sancho;  porque  los  diablos,  jue- 
guen ó  no  jueguen,  nunca  pueden  estar  contentos,  ganen  ó  no  ganen. 

— Así  debe  de  ser,  respondió  Altisidora;  mas  hay  otra  cosa  que  tam- 
bién me  admira  (quiero  decir  me  admiró  entonces),  y  fué,  que  al  pri- 
mer voleo  no  quedaba  pelota  en  pie,  ni  de  provecho  para  servir  otra 
vez,  y  así  menudeaban  libros  nuevos  y  viejos,  que  era  una  maravilla. 
A  uno  dellos,  nuevo,  flamante  y  bien  encuadernado,  le  dieron  un  papi- 
rotazo, que  le  sacaron  las  tripas  y  le  esparcieron  las  hojas.  Dijo  un  dia- 
blo á  otro:  «Mirad  qué  libro  es  ese.» 

.  » Y  el  diablo  le  respondió:  «Esta  es  la  Segunda  parte  de  la  Historia  de 
Don  Quijote  de  la  Mancha,  no  compuesta  por  Cide  Hamete,  su  primer 
autor,  sino  ])or  un  aragonés,  que  él  dice  ser  natural  de  Tordesillas.» 

» — Quitádmele  de  ahí,  respondió  el  otro  diablo,  y  metedle  en  los  abis- 
mos del  infierno;  no  le  vean  más  mis  ojos. 

« — ¿Tan  malo  es?,  respondió  el  otro. 

» — Tan  malo,  replicó  el  primero,  que  si,  de  propósito,  yo  mismo  me 
pusiera  á  hacerle  peor,  no  acertara. 

» Prosiguieron  su  juego,  p-iloteando  otros  Hbros;  y  yo,  por  haber  oído 
nombrar  á  Don  (Quijote,  á  quien  tanto  adamo  y  quiero,  procuré  que 
se  me  quedase  en  la  memoria  esta  visión. 

— Msión  debió  de  ser  verdadera  sin  duda,  dijo  Don  (Quijote,  porque 
lio  hay  otro  yo  en  el  mundo;  y  ya  esa  historia  anda  por  acá  de  mano 
en  mano,  pero  no  para  en  ninguna,  porque  todos  la  dan  del  pie.  Yo  no 
me  he  alterado  en  oir  que  ando,  como  cuerpo  fantástico,  por  las  tinie- 
blas del  abismo,  ni  por  la  claridad  de  la  tierra,  porque  no  soy  aquél  de 
quien  esa  historia  trata.  Si  ella  fuera  buena,  fiel  y  verdadera,  tendrá 
siglos  de  vida;  pero  si  fuere  mala,  de  su  parto  á  la  sepultura  no  será 
muy  largo  el  camino. 

Iba  Altisidora  á  proseguir  en  quejarse  de  Don  Quijote,  cuando  le 


846  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

dijo  Don  Quijote:  «Muchas  veces  os  he  dicho,  señora,  que  á  mí  me  pesa 
de  que  hayáis  colocado  en  mí  vuestros  pensamientos,  pues  de  los  míos, 
•antes  pueden  ser  agradecidos  que  remediados.  Yo  nací  para  ser  de  Dul- 
cinea del  Toboso,  y  los  hados,  si  los  hubiera  me  dedicaron  para  ella;  y 
pensar  que  otra  alguna  hermosura  ha  de  ocupar  el  lugar  que  en  mí 
alma  tiene,  es  pensar  lo  imposible.  Suficiente  desengaño  es  este  para 
que  os  retiréis  en  los  límites  de  vuestra  honestidad,  pues  nadie  se  pue- 
de obligar  á  lo  imposible » . 

Oyendo  lo  cual  Altisidora,  mostrando  enojarse  y  alterarse,  le  dijo:' 
«¡Vive  el  Señor,  don  bacallao,  alma  de  almirez,  cuesco  de  dátil,  más 
terco  y  duro  que  villano  rogado  cuando  tiene  la  suya  sobre  el  hito,  que 
si  arremeto  á  vos,  que  os  tengo  de  sacar  los  ojos!  ¿Pensáis,  por  ventura, 
don  vencido  y  don  molido  á  palos,  que  yo  me  he  muerto  por  vos?  Todo 
lo  que  habéis  visto  esta  noche  ha  sido  fingido;  que  no  soy  yo  mujer  que 
por  semejante  camello  había  de  dejar  que  me  doliese  un  negro  de  la 
uña,  cuanto  más  morirme.» 

— Eso  creo  yo  muy  bien,  dijo  Sancho;  que  esto  del  morirse  los 
enamorados  es  cosa  de  risa.  Bien  lo  pueden  ellos  decir,  pero  ¡hacer!, 
créalo  Judas. 

Estando  en  estas  pláticas,  entró  el  músico,  cantor  y  poeta,  que  había 
cantado  las  dos  ya  referidas  estancias,  el  cual,  haciendo  una  gran 
reverencia  á  Don  Quijote,  dijo:  «Vuesa  merced,  señor  caballero,  me 
cuente  3'^  tenga  en  el  número  de  sus  mayores  servidores,  porque  ha  mu- 
chos días  que  le  soy  muy  aficionado,  así  por  su  fama  como  por  sus 
hazañas.» 

Don  Quijote  le  respondió:  «Vuesa  merced  me  diga  quién  es,  porque 
mi  cortesía  responda  á  sus  merecimientos.» 

El  mozo  respondió  que  era  el  músico  y  panegírico  de  la  noche  antes. 

— Por  cierto,  replicó  Don  Quijote,  que  vuesa  merced  tiene  extremada 

voz;  pero  lo  que  cantó  no  me  parece  que  fué  muy  á  propósito,  porque, 

¿qué  tienen   que  ver  las  estancias  de  Garcilaso  con  la  muerte  desta 

señora? 

— No  se  maraville  vuesa  merced  deso,  respondió  el  músico;  que  ya 
entre  los  intensos  poetas  de  nuestra  edad  se  usa  que  cada  uno  escriba 
como  quisiere  y  hurte  de  quien  quisiere,  venga  ó  no  venga  á  pelo  de  su 
intento,  y  ya  no  hay  necedad  que  canten  ó  escriban  que  no  se  atribuya 
á  licencia  poética. 

Responder  quisiera  Don  Quijote,  pero  estorbáronlo  el  Duque  y  la 
Duquesa,  que  entraron  á  verlos;  entre  los  cuales  pasaron  una  larga  \ 
dulce  plática,  en  la  cual  dijo  Sancho  tantos  donaires  y  tantas  malicias, 
que  dejaron  de  nuevo  admirados  á  los  Duques,  así  con  su  simplicidad 
como  con  su  agudeza.  Don  Quijote  les  suplicó  le  diesen  licencia  para 
partirse  aquel  mismo  día,  pues  á  los  vencidos  caballeros  como  él,  más 
les  convenía  habitar  una  zahúrda  que  no  reales  palacios.  Diéronsela  de 
muy  buena  gana,  y  la  Duquesa  le  preguntó  si  quedaba  en  su  gracia 
Altisidora. 

El  le  respondió:  «Señora  mía,  sepa  vuestra  señoría  que  todo  el  mal 


PAKTE    SEGUNDA. CAPITULO    I.XX  847 


desta  doncella  nace  de  ociosidad,  cuyo  remedio  es  la  ocupación  honesta 
y  continua.  Ella  me  ha  dicho  aquí  que  se  usan  randas  en  el  intierno;  y 
pues  ella  las  debe  de^saber  hacer,  no  las  deje  de  la  mano;  que  ocupada 
en  menear  los  palillos,  no  se  menearán  en  su  imaginación  la  imagen  ó 
imagines  de  lo  que  bien  quiere;  y  ésta  es  la  verdad,  éste  mi  parecer,  y 
éste  es  mi  consejo.» 

—  Y  el  mío,  añadió  Sancho;  pues  no  he  visto  en  toda  mi  vida  randera 
que  por  amor  se  haya  muerto;  que  las  doncellas  ocupadas...  más  ponen 
sus  pensamientos  en  acabar  sus  tareas  que  en  i)ensar  en  sus  amores.  Por 
mí  lo  digo;  pues  mientras  estoy  cavando,  no  me  acuerdo  de  mi  oíslo; 
digo  de  mi  Teresa  Panza,  a  quien  quiero  más  que  á  las  pestañas  de  mis 

ojos. 

—Vos  decís  muy  bien,  Sancho,  dijo  la  Duquesa,  y  yo  haré  que  mi 
Altisidora  se  ocupe  de  aquí  adelante  en  hacer  alguna  labor  blanca;  quQ 
la  sabe  hacer  por  extremo. 

— No  hay  para  qué,  señora,  respondió  Altisidora,  usar  dése  remedios 
pues  la  consideración  de  las  crueldades  que  conmigo  ha  usado  este  ma- 
landrín mostrenco,  me  le  borrarán  de  la  memoria  sin  otro  artificio  al' 
guno;  y,  con  licencia  de  vuestra  grandeza,  me  quiero  quitar  de  aqni. 
por  no  ver  delante  de  mis  ojos,  ya  no  su  triste  figura,  sino  su  fea  y  abo- 
minable catadura. 

— Eso  me  parece,  dijo  el  Duque,  á  lo  que  suele  decirse,  que  aquel  que 
dice  injurias,  cerca  está  de  perdonar. 

Hizo  Altisidora  muestras  de  limpiarse  las  lágrimas  con  un  pañuelo, 
y  haciendo  reverencia  á  sus  señores,  se  salió  del  aposento. 

—  Mandóte  yo,  dijo  Sancho,  pobre  doncella,  mandóte,  digo,  mala  ven- 
tura, Dues  las  has  habido  con  un  alma  de  esparto  y  con  un  corazón  de 
encina:  á  fe  que  si  las  hubieras  conmigo,  otro  gallo  te  cantara. 

Acabóse  la  plática,  vistióse  Don  Quijote,  comió  con  los  Duques,  y 
partióse  aquella  tarde. 


B.  P.-XX 


CAPÍTULO    LXXI 

De  lo  que  á  Don  Quijote  le  sucedió  con  su  escudero  Sancho, 
yendo  á  su  aldea. 


!BA  el  vencido  y  asendereado  Don  Quijote  pensativo  además  por 
^  una  parte  y  muy  alegre  por  otra.  Causaba  su  tristeza  el  venci- 
miento, y  la  alegría  el  considerar  en  la  virtud  de  Sancho,  como  lo 

V"  había  mostrado  en  la  resurrección  de  Altisidora;  aunque  con  algún 
escrúpulo  se  persuadía  a  que  la  enamorada  doncella  fuese  muerta  de 
veras.  No  iba  nada  alegre  Sancho,  porque  le  entristecía  ver  que  Altisi- 
dora no  le  había  cumplido  la  palabra  de  darle  las  camisas;  y  yendo  y 
viniendo  en  esto,  dijo  un  día  á  su  amo:  «En  verdad,  señor,  que  soy  el 
más  desgraciado  médico  que  se  debe  hallar  en  el  mundo,  en  el  cual  hay 
físico  que,  con  matar  al  enfermo  que  cura,  quiere  ser  pagado  de  su  tra- 
bajo, que  no  es  otro  sino  firmar  una  cedulilla  de  algunas  medicinas,  que 
no  las  hace  él,  sino  el  boticario,  y  cátalo  cantusado;  y  á  mí,  que  la  salud 
ajena  me  cuesta  §otas  de  sangre,  mamonas,  pellizcos,  alfilerazos  y  azo- 
tes, no  me  dan  un  ardite.  Pues  yo  les  voto  á  tal,  que  si  me  traen  á  las 
manos  otro  algún  enfermo,  que  antes  que  le  cure  me  han  de  untar  las 
mías;  que  el  abad^  de  donde  canta  yanta;  y  no  quieio  creer  que  me  haya 
dado  el  cielo  la  vítfcud  que  tengo,  para  que  yo  la  comunique  con  otros 
de  bóbilis,  bóbilis. 

— Tú  tienes  razón,  Sancho  amigo,  respondió  Don  Quijote,  y  halo  \ 
hecho  muy  mal  Altisidora  en  no  habeite  dado  las  prometidas  camisas; 
}'■  puesto  que  tu  virtud  es  gratís  data,  que  no  te  ha  costado  estudio 
alguno,  más  que  estudio  es  recebir  martirios  en  tu  persona.  De  mí  te 
sé  decir  que  si  quisieras  paga  por  los  azotes  del  desencanto  de  Dulci- 
nea, ya  te  la  hubiera  dado  tal  como  buena;  pero  no  sé  si  vendrá  bien 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXXI  849 

€on  la  cura  la  paga,  y  no  querría  que  impidiese  el  premio  á  la  medicina. 
Con  todo  eso,  me  parece  que  no  se  }>erderá  nada  en  probarlo:  mira, 
¿Sancho,  el  que  quieres,  y  azótate  luego,  y  págate  de  contado  y  de  tu 
propia  mano,  pues  tienes  dineros  míos. 

A  cuyos  ofrecimientos  abrió  Sancho  los  ojos  y  las  orejas  de  un 
palmo,  y  dio  consentimiento  en  su  corazón  á  azotarse  de  buena  gana,  y 
dijo  á  su  amo:  «Agora  bien,  señor,  yo  quiero  disponerme  á  dar  gusto  á 
vuesa  merced  en  lo  que  desea,  con  provecho  mío;  que  el  amor  de  mis 
hijos  y  de  mi  mujer  me  hace  que  me  muestre  interesado.  Dígame  vuesa 
merced  cuánto  me  dará  por  cada  azote  que  me  diere.» 

— Si  yo  te  hubiera  de  pagar,  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  confor- 
me lo  merece  la  grandeza  y  calidad  deste  remedio,  el  tesoro  de  Venecia, 
las  minas  del  Potosí  fueran  poco  para  pagarte:  toma  tú  el  tiento  á  lo 
(|uc  llevas  mío.  y  pon  el  precio  á  cada  azote. 

— Ellos,  respondió  Sancho,  son  tres  mil  y  trecientos  azotes;  de  ellos 
me  he  dado  hasta  cinco,  quedan  los  demás:  entren  en  la  cuenta  estos 
cinco,  y  vengamos  á  los  tres  mil  y  trecientos,  que  á  cuartillo  cada  uno 
{que  no  llevaré  menos,  si  todo  el  mundo  me  lo  mandase),  montan  tres 
mil  y  trecientos  cuartillos;  que  son  los  tres  mil,  mil  y  quinientos  medios 
reales,  que  hacen  setecientos  y  cincuenta  reales;  y  los  trecientos  hacen 
ciento  y  cincuenta  medios  reales,  que  vienen  á  hacer  setenta  y  cinco 
reales,  que  juntándose  á  los  setecientos  y  cincuenta,  son  por  todos  ocho- 
cientos y  veinte  y  cinco  reales.  Estos  desfalcaré  yo  de  los  que  tengo  de 
vuesa  merced,  y  entraré  en  mi  casa  rico  y  contento,  auque  bien  azota- 
do, porque  no  se  toman  truchas...  y  no  digo  más. 

— ¡Oh  Sancho  bendito!  ¡Oh  Sancho  amable!,  respondió  Don  Quijote, 
¡y  cuan  obligados  hemos  de  quedar  Dulcinea  y  yo  á  servirte  todos  los 
días  que  el  cielo  nos  diere  de  vida!  Si  ella  vuelve  al  ser  perdido  (que  no 
es  posible  sino  que  vuelva),  su  desdicha  habrá  sido  dicha,  y  mi  venci- 
miento felicísimo  triunfo:  y  mira,  Sancho,  cuándo  quieres  comenzar  la 
diciplina;  que  porque  la  abrevies,  te  añado  cien  reales. 

—  ¡Cuándo!,  replicó  Sancho:  esta  noche  sin  falta.  Procure  vuesa  mer- 
ced que  la  tengamos  en  el  campo  á  cielo  abierto;  que  yo  me  abriré  mis 
carnes. 

Llegó  la  noche,  esperada  de  Don  Quijote  con  la  mayor  ansia  del 
mundo,  pareciéndole  que  las  ruedas  del  carro  de  Apolo  se  habían  que- 
brado y  que  el  día  se  alargaba  más  de  lo  acostumbrado;  bien  así  como 
acontece  á  los  enamorados,  que  jamás  ajustan  con  el  tiempo  la  cuenta 
de  sus  deseos.  Finalmente,  se  entraron  entre  unos  lozanos  árboles,  que 
poco  desviados  del  camino  estaban,  donde,  dejando  vacías  la  silla  y 
albarda  de  Rocinante  y  el  Rucio,  se  tendieron  scbre  la  verde  yerba,  y 
cenaron  del  repuesto  de  Sandio,  el  cual,  haciendo  del  cabestro^  y  de  ía 
jáquima  del  Rucio  un  poderoso  y  flexible  azote,  se  retiró  hasta  veinte 
pasos  de  su  amo  entre  unas  hayas. 

Don  Quijote  que  le  vio  ir  con  denuedo  y  con  brío,  le  dijo:  «Mira, 
amigo,  que  no  te  hagas  pedazos;  da  lugar  que  unos  azotes  aguarden  á 
otros;  no  quieras  apresurarte  tanto  en  la  carrera,  que  en  la  mitad  della 


850 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


te  falte  el  aliento;  quiero  decir,  que  no  te  des  tan  recio,  que  te  falte  Lí- 
vida antes  de  llegar  al  número  deseado;  y  porque  no  pierdas  por  carta 
de  más  ni  de  menos,  yo  estaré  desde  aparte  contando  por  este  mi  rosa- 
rio los  azotes  que  te  dieres.  Favorézcate  el  cielo  conforme  tu  buena  in- 
tención merece.» 

— Al  buen  pagador  no  le  duelen  prendas,  respondió  Sancho:  yo  pien- 
so darme  de  manera,  que  sin  matarme  me  duela;  que  en  esto  debe  de 

consistir  la  sustancia  deste 
milagro. 

Desnudóse  luego  de  medio 
cuerpo  arriba,  y  arrebatan- 
do el  cordel,  comenzó  á  dar- 
se, y  comenzó  Don  Quijote  á 
contar  los  azotes. 

Hasta  seis  ú  ocho  se  ha- 
bía dado  Sancho,  cuando  le 
pareció  ser  pesada  la  burla  y 
muy  barfcto  el  precio  della;  y 
deteniéndose  un  poco,  dijo  á 
su  amo  que  se  llamaba  á  en- 
gaño, porc|ue  merecía  cada 
azoto  de  aquellos  ser  pagado 
á  medio  real,  no  que  á  cuar- 
tillo. 

— Prosigue,  Sancho  ami- 
go, y  no  desmayes,  le  dijo 
Don  Quijote,  que  yo  doblo 
la  parada  del  precio. 

— Dése  modo,  dijo  San- 
cho, á  la  mano  de  Dios,  y 
lluevan  azotes.  Pero  el  soca- 
rrón dejó  de  dárselos  en  las 
espaldas,  y  daba  en  los  ár- 
boles, con  unos  suspiros  de 
cuando  en  cuando,  que  pare- 
cía que  con  cada  uno  dellos 
se  le  arrrancaba  el  alma. 
Tierna  la  de  Don  Quijote, 
temeroso  de  cpie  se  le  acabase  la  vida,  y  no  consiguiese  su  deseo  por  la 
imprudencia  de  Sancho,  le  dijo:  «Por  tu  vida,  amigo,  que  se  quede  en 
este  punto  este  negocio;  que  me  parece  muy  áspera  esta  medicina,  y 
será  bien  dar  tiempo  al  tiempo;  que  no  se  ganó  Zamora  en  una  hora. 
Más  de  mil  azotes,  si  yo  no  he  contado  mal,  te  has  dado:  bastan  por 
agora;  que  el  asno,  hablando  á  lo  grosero,  sufre  la  carga,  mas  no  la  so- 
brecarga. » 

— No,  no,  señor,  respondió  Sancho.  No  se  ha  de  decir  por  mí:  «á~di- 
neros  pagados,  brazos  quebrados».  Apártese  vuesa  merced  otro  poco, 


Pero  el  socarrdH  dejó  ele  dárselos  en  las  espaldas, 
y  daba  en  los  árboles... 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXXI Hí)l 

y    déjeme  <lar  otros   mil  azotes  siquiera;   que   ú  dos  levadas  destas 
iiabreuios  cumplido  con  esta  partida,  y  aun  nos  sobrará  ropa. 

— Pues  tú  te  hallas  con  tan  buena  disposición,  dijo  Don  Quijote,  el 
cielo  te  ayude,  y  pégate;  que  yo  me  aparto. 

Volvió  Sancho  á  su  tarea  con  tanto  denuedo,  que  ya  había  quitado 
las  cortezas  á  muchos  árboles:  tal  era  la  riguridad  con  que  se  azotaba; 
y  alzando  una  vez  la  voz,  y  dando  un  desalorado  azote  en  una  haya, 
■dijo:  «Aquí  morirá  Sansón  y  cuantos  con  él  son.» 

Acudió  Don  Quijote  luego  al  son  de  la  lastimada  voz  y  del  golpí 
del  riguroso  azote,  y  asiendo  del  toicido  cabestro  que  le  servía  de  cor- 
hacho  á  Sandio,  le  dijo:  «No  permita  la  suerte,  Sancho  amig(j,  que  por 
el  gusto  mío  pierdas  tú  la  vida,  que  ha  de  servir  para  sustentar  á  tu 
mujer  y  á  tus  hijos.  Espere  Dulcinea  mejor  coyuntura;  que  yo  me  con- 
tendré en  los  límites  de  la  esperanza  propincua,  y  esperaré  que  cobres 
fuerzas  nuevas,  i)ara  que  se  concluya   este  negocio  a  gusto  de  todos.» 

— Pues  vuesa  merced,  señor  mío,  lo  <|uiere  así,  respondió  Sancho, 
sea  en  buena  hora;  y  écheme  su  ferreruelo  sobre  estas  espaldas;  que  es 
toy  sudando,  y  no  querría  resfriarme;  que  los  nuevos  dicii)linantes  co- 
rren este  peligro. 

Hízolo  así  Don  Quijote;  y  quedándose  en  pelota,  abrigó  á  Sancho, 
el  cual  se  durmió  hasta  que  le  desi)ertó  el  sol;  y  luego  volvieron  á  ])ro- 
spguir  sú  camino,  á  quien  dieron  iin  por  entonces  en  un  lugar  que  tres 
leguas  de  allí  estaba.  Apeáronse  en  un  mesón,  que  por  tal  le  reconoció 
Don  Quijote,  y  no  por  castillo  de  cava  honda,  torres,  rastrillos  y  puente 
levadiza;  que  después  que  le  vencieron,  con  más  juicio  en  todas  las  co- 
sas discurría,  como  agora  se  dirá.  Alojáronle  en  una  sala  baja,  á  quien 
servían  de  guadameciles  unas  sargas  viejas  })intadas,  como  se  usa  en 
las  aldeas.  Eu  una  dellas  estaba  pintado  de  malísima  mano  el  robo  de 
Elena,  cuando  el  atrevido  huésped  se  la  robó  á  Menelao.  y  en  otra  es- 
taba la  historia  de  Dido  y  de  Eneas:  ella  sobre  una  alta  torre,  como  que 
hacía  de  señas  con  una  media  sábana  al  fugitivo  huésped,  que  por  el 
mar,  sobre  una  fragata  ó  bergantín,  se  iba  huyendo.  Notó  en  las  dos 
historias  que  Elena  do  iba  de  muy  mala  gana,  porque  se  reía  á  socapa 
y  á  lo  socarrón;  pero  la  hermosa  Dido  mostraba  verter  lágrimas  del  ta- 
maño de  nueces  por  lo.^  ojos. 

Viendo  lo  cual  Don  Quijote,  dijo:  «Estas  dos  sñoras  fueron  desdi- 
chadísimas por  no  haber  nacido  en  esta  edad,  y  yo  sobre  todos  desdi- 
chado en  no  haber  nacido  en  la  suya.  Encontrara  á  aquestos  señores 
yo,  y  ni  fuera  abrasada  Troya,  ni  Cartago  destruida,  pues  con  sólo  que 
matara  á  Paris,  se  excusaran  tantas  desgracias.» 

— Yo  apostaré,  dijo  Sancho,  que  antes  de  mucho  tiempo  no  ha  de 
haber  bodegón,  venta  ni  mesón  ó  tienda  do  barbero  donde  no  ande 
pintada  la  historia  de  nuestras  hazañas;  pero  querría  yo  que  la  pinta 
sen  menos  de  otro  mejor  pintor  que  el  que  ha  pintado  á  éstas. 

— Tienes  raz.ón,  Sancho,  dijo  Don  Quijote;  porque  este  pintor  es 
-como  Orbaneja,  un  pintor  que  estaba  en  übeda,  que  cuando  le  pregun- 
taban qué  pintaba,  respondía-    T  o  «mo  iínlípi-o  ,;  v  -i  Jir.r  v-'^hiiM  pinta- 


852  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

ba  un  gallo,  escribía  debajo:  Este  es  gallo,  porque  no  pensasen  que  era 
zorra.  Desta  manera  me  parece  á  mí,  Sancho,  que  debe  de  ser  el  pintor 
(ó  escritor,  que  todo  es  uno),  que  sacó  á  luz  la  historia  deste  nuevo  Don 
Quijote  que  ha  salido,  que  pintó  ó  escribió  á  lo  que  saliere;  ó  habrá 
sido  como  un  poeta  que  andaba  los  años  pasados  en  la  Corte,  llamado 
Mauleón,  el  cual  respondía  de  repente  á  cuanto  le  preguntaban;  y  pre- 
guntándole uno  qué  quería  decir  Deun  de  Deo,  respondió:  Dé  donde  die- 
re. Pero,  dejando  esto  aparte,  dime  si  piensas,  Sancho,  darte  otra  tanda 
esta  noche,  y  si  quieres  que  sea  debajo  de  techado  ó  al  cielo  abierto. 

— Pardiez,  señor,  respondió  Sancho,  que  para  lo  que  yo  pienso  dar- 
me, eso  se  me  da  en  casa  que  en  el  campo;  pero,  con  todo  eso,  querría 
que  fuese  entre  árboles;  que  parece  que  me  acompañan  y  me  ayudan  ú 
llevar  mi  trabajo  maravillosamente. 

— Pues  no  ha  de  ser  así,  Sancho  amigo,  respondió  Don  Quijote,  sino- 
que,  para  que  tomes  fuerza,  lo  hemos  de  guardar  para  nuestra  aldea; 
que,  á  lo  más  tarde,  llegaremos  allá  después  de  mañana. 

Sancho  respondió  que  hiciese  su  gusto;  pero  que  él  quisiera  con- 
cluir con  brevedad  aquel  negocio  á  sangre  caliente  y  cuando  estaba  pi- 
cado el  molino,  porque  en  la  tardanza  suele  estar  muchas  veces  el  pe- 
ligro, y  á  Dios  rogando  y  con  el  mazo  dando,  y  que  más  valía  un  toma 
que  dos  te  daré,  y  el  pájaro  en  la  mano  que  el  buitre  volando. 

— No  más  refranes,  Sancho,  por  un  solo  Dios,  dijo  Don  Quijote;  que 
parece  que  te  vuelves  al  sicut  crat:  habla  á  lo  llano,  á  lo  liso,  á  lo  no 
intricado  como  muchas  veces  te  he  dicho,  y  verás  cómo  te  vale  un  pan 
por  ciento. 

— No  sé  qué  mala  ventura  es  esta  mía,  respondió  Sancho,  que  no  sé 
decir  razón  sin  refrán,  ni  refrán  que  no  me  parezca  razón;  pero  yo  mc: 
enmendaré,  si  pudiere;  y  con  esto,  cesó  por  entonces  su  plática. 


CAPÍTULO  LXXII 
De  cómo  Don  Quijote  y  Sancho  llegaron  á  su  aldea. 


—  ASI  todo  aquel  día,  esperando  la  noche,  estuvieron  en  aquel  lugar 
l^r  ^  ^^són  Don  Quijote  y  Sancho,  el  uno  para  acabar  en  la  campa- 
%¿^  fia  rasa  la  tanda  de  su  disciplina,  y  el  otro  para  ver  el  fin  della, 
^  en  el  cual  consistía  el  de  su  deseo.  Llegó  en  esto  al  mesón  un 
caminante  á  caballo,  con  tres  ó  cuatro  criados,  uno  de  los  cuales  dijo  al 
que  el  señor  dellos  parecía:  «Aquí  puede  vuesa  merced,  señor  don  Al- 
varo Tarfe,  pasar  hoy  la  siesta:  la  posada  parece  liaipia  y  fresca.» 

Oyendo  esto  Don  Quijote,  le  dijo  á  Sancho:  «Mira,  Sancho,  cuando 
yo  iiojcé  aquel  libro  de  la  segunda  Parte  de  mi  historia,  me  parece  que 
de  pasada  topé  allí  este  nombre  de  don  Alvaro  Tarfe.» 

— Hien  podrá  ser,  respondió  Sancho:  dejémosle  apear;  que  después 
í^p  lo  preguntaremos. 

El  caballero  se  apeó,  y  frontero  del  aposento  de  Don  Quijote,  la 
Huéspeda  le  dio  una  sala  baja,  enjaezada  con  otras  pintadas  sargas  como 
las  que  tenía  la  estancia  de  Don  Quijote.  Púsose  al  recién  venido  caba- 
llero á  lo  de  verano;  y  saliéndose  al  portal  del  mesón,  que  era  espacioso 
y  fresco,  por  el  cual  se  paseaba  Don  Quijote,  le  preguntó:  «¿Adonde 
bueno  camina  vuesa  merced,  señor  gentilhombre?» 

Y  Don  Quijote  le  respondi('):  «A  una  aldea  que  está  aquí  cerca,  de 
donde  soy  natural.  Y  vuesa  merced  ¿dónde  cf  mina?» 

— Yo,  señor,  respondió  el  caballero,    voy  á  Granada,   que  es  mi 
patria. 

— Y  buena  patria,  replicó  Don  Quijote;  pero  dígame  vuesa  merced 


854  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


por  cortesía  sti  nombre,  porque  me  parece  que  me  ha  de  importar  sa- 
berlo más  de  lo  que  buenamente  podré  decir. 

^ Mi  nombre  es  don  Alvaro  Tarfe,  respondió  el  huésped. 

Alo  que  rephcó  Don  Quijote:  «Sin  duda  alguna  pienso  que  vuesa 
merced  debe  de  ser  aquel  don  Alvaro  Tarfe. que  anda  impreso  en  la 
segunda  .Parte  de  la  historia  de  Don  Quijote  de  la  Mancha,  recién  im- 
presa y  dada  á  luz  del  mundo  por  un  autor  moderno. 
•  ~E1  mismo  soy,  respondió  el  caballero;  y  el  tal  Don  Quijote,  sujeto, 
principal  de  la  tal  historia,  fué  grandísimo  amigo  mío,  y  yo  fui  el  que 
le  sacó  de  su  tierra,  ó  á  lo  menos  le -moví  á  que  viniese'  á  unas  justas 
que  se  hacían  en  Zaragoza,  adonde  yo  iba;  y  en  verdad,  en  verdad,  que 
le  hice  muchas  amistades,  y  que  le  quité  dé  que  no  le  palmease  las  es- 
paldas el  verdugo,  por  ser  demasiadamente  atrevido. 

— Y  dígame  vuesa  merced,  señor  don  Alvaro,  ¿parezco  yo  en  algo  á 
ese  tal  Don  Quijote  que  vuesa  merced  dice? 

— No  por  cierto,  respondió  el  huésped,  en  ninguna  manera. 

— Y  ese  Don  Quijote,  dijo. el  nuestro,  ¿traía  consigo  á  un  escudero 
llamado  Sancho  Pq^nza? 
_  —Sí  traía,  respondió  don  Alvaro;  y  aunque  tenía  fama  de  muv  gra- 
cioso, nunca  le  oí  decir  gracia  que  la  tuviese. 

—Eso  creo  yo  muy  bien,  dijo  á  esta  sazón  Sancho,  porque  el  decir 
gracias  no  es  para  todos;  y  ese  Sancho  que  vuesa  merced  dice,  señor 
gentil  hombre,  debe  de  ser  algún  grandísimo  bellaco,  frión  y  ladrón 
juntamente;  que  el  verdadero  Sancho  Panza  soy  yo,  que  tengo  más 
gracias  que  llovidas;  y  si  no,  haga  vuesa  mercedla  experiencia, y  ándese 
tras  de  mí  por  lo  menos  un  año,  y  verá  que  se  me  caen  á  cada  paso,  y 
tales  y  tantas,  que  sin  saber  \o  las  más  veces  lo  que  me  digo,  hago  reír 
a  cuantos  me  escuchan.  Y  el  verdadero  Don  Quijote  de  la  Mancha,  el 
famoso,  el  valiente  y  el  discreto,  el  enamorado,  el  desfacedor  de  agra- 
vios, el  tutor  de  i)upilos  y  huérfanos,  el  amparo  de  las  viudas,  el  mata- 
dor de  las  doncellas,  el  que  tiene  por  única  señora  á  la  sin  par  Dulcinea 
del  Toboso,  es  este  señor  que  está  presente,  que  es  mi  amo;  todo  cual- 
<|uier  otro  Don  Quijote  y  cualquier  otro  Sancho  Panza  es  bui'lería  y 
cosa  de  sueño. 

—Por  Dios,  que  lo  creo,  respondió  don  Alvaro;  porque  más  gracias 
habéis  dicho  vos,  amigo,  en  cuatro  razones  que  habéis  hablado,  que  el 
otro  Sancho  Panza  en  cuantas  yo  le  oía  hablar,  que  fueron  muchas: 
niás  tenía  de  comilón  que  de  bien  hablado,  y  más  de  tonto  que  de  gra- 
cioso; y  tengo  por  sin  duda  que  los  encantadores  que  persiguen  á  Don 
Quijote  el  bueno,  han  querido  perseguirme  á  mí  con  Don  Quijote  el 
malo.  Pero  no  sé  qué  me  diga;  que  osaré  yo  jurar  que  le  dejo  metido  en 
la  casa  del  Nuncio  en  Toledo,  para  que  le  curen,  y  agora  i-emanece  aquí 
otro  Don  Quijote,  aunque  bien  diferente  del  mío. 

— Yo,  dijo  Don  Quijote,  no  sé  si  soy  bueno;  pero  sé  decir  que  no 
toy  el  malo,  para  prueba  de  lo  cual,  quiero  que  sepa  vuesa  merced, 
mi  señor  don  Alvaro  Tarfe,  que  en  todos  los  días  de  mi  vida  no  he 
estado  €n  Zaragoza;  antes,  por  haberme  dicho  que  ese  Don   Quijote 


856  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 

fantástico  se  había  hallado  en  las  justas  de  esta  ciudad,  no  quise  y. 
entrar  en  ella,  por  sacar  á  las  barbas  del  mundo  su  mentira;  y  así,  m 
pasé  de  largo  á  Barcelona,  archivo  de  la  cortesía,  albergue  de  los  ex- 
tranjeros, hospital  de  los  pobres,  patria  de  los  valientes,  venganza  de 
los  ofendidos  y  correspondencia  grata  de  hrmes  amistades,  y  en  sitio  y 
en  belleza,  única.  Y  aunque  los  sucesos  que  en  ella  me  han  sucedido  no 
son  de  mu?ho  gusto,  sino  de  mucha  pesadumbre,  los  llevo  sin  ella,  sólo 
por  haberla  visto.  Finalmente,  señor  don  Alvaro  Tarfe,  yo  soy  Don 
Quijote  de  la  Mancha,  el  mismo  que  dice  la  fama,  y  no  ese  desventura- 
do, que  ha  querido  usurpar  mi  nombre  y  honrarse  con  mis  pensamien- 
tos. A  vuesa  merced  suplico,  por  lo  que  debe  á  ser  caballero,  sea  servido 
de  hacer  una  declaración  ante  el  alcalde  deste  lugar,  de  que  vuesa  mer- 
ced no  me  ha  visto  en  todos  los  días  de  su  vida  hasta  agora,  y  de  que 
yo  no  soy  el  Don  Quijote  impreso  en  la  segunda  Parte,  ni  este  Sancho 
Panza,  mi  escudero,  es  aquel  que  vuesa  merced  conoció. 

— Eso  haré  yo  de  muy  buena  gana,  respondió  don  Alvaro;  puesto  que 
cause  admiración  ver  dos  Don  Quijotes  y  dos  Sanchos  á  un  mismo 
tiempo,  tan  conformes  en  los  nombres  como  diferentes  en  las  acciones; 
y  vuelvo  á  decir,  y  me  afirmo,  que  no  he  visto  lo  que  he  visto,  ni  ha 
pasado  por  mí  lo  que  ha  pasado. 

-  -Sin  duda,  dijo  Sancho,  que  vuesa  merced  debe  de  estar  encantado,, 
como  mi  señora  Dulcinea  del  Toboso;  y  ¡pluguiera  al  cielo  que  tuviera 
su  desencanto  de  vuesa  merced  en  darme  otros  tres  mil  y  tantos  azotes 
como  me  doy  por  ella,  que  yo  me  los  diera  sin  interés  alguno! 

— No  entiendo  eso  de  azotes,  dijo  don  Alvaro;  y  Sancho  le  respondió 
que  era  largo  de  contar;  pero  que  él  se  lo  contaría  si  acaso  iban  un  mis- 
mo camino. 

Llegóse  en  esto  la  hora  de  comer:  comieron  juntos  Don  Quijote  y 
don  Alvaro.  Entró  acaso  el  alcalde  del  pueblo  en  el  mesón  con  un  escri- 
bano, ante  el  cual  alcalde  pidió  Don  Quijote  por  una  petición,  de  que  á 
su  derecho  convenía  de  que  don  Alvaro  Tarfe,  aquel  caballero  que  allí 
estaba  presente,  declarase  ame  su  merced  cómo  no  conocía  á  Don  Qui- 
jote de  la  Mancha,  que  asimismo  estaba  allí  presente,  y  que  no  era  aquel 
que  andaba  impreso  en  una  historia  íl titulada:  Segunda  parte  de  Don 
Quijote  de  Ja  Mancha,  compuesta  por  un  tal  de  Avellaneda,  naturcd  dr 
Tordesillas.  Finalmente,  el  alcalde  proveyó  jurídicamente;  la  declaración 
se  hizo  con  todas  las  fuerzas  que  en  tales  casos  debía  hacerse,  con  lo 
que  quedaron  Don  Quijote  y  Sancho  muy  alegres,  como  si  les  importara 
mucho  semejante  declaración,  y  no  mostraran  claro  la  diferencia  de  lo.- 
dos  Don  Quijotes  y  las  de  los  dos  Sanchos,  sus  obras  y  sus  palabras. 
Muchas  de  cortesías  y  ofrecimientos  pasaron  entre  don  Alvaro  y  Don 
Quijote,  en  las  cuales  mostró  el  gran  manchego  su  discreción,  de  modo 
que  desengañó  á  Don  Alvaro  Tarfe  del  error  en  que  estaba;  el  cual  se 
dio  á  entender  que  debía  de  estar  encantado,  pues  tocaba  con  la  mano 
dos  tan  contrarios  Don  Quijotes. 

Llegó  la  tarde,  partiéronse  de  aquel  lugar,  y  á  obra  de  media  legua 
se  apartaban  dos  caminos  diferentes,  el  uno  que  guiaba  á  la  aldea  de 


l'ABTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXXII     .  857 

iOn  Quijote,  y  el  otro  el  que  había  de  llevar  don  Alvaro.  En  este  poco 
dpacio  le  contó  Don  Quijote  la  desgracia  de  su  vencimiento,  y  el  en- 
canto y  el  remedio  de  Dulcinea,  que  todo  puso  en  nueva  admiración  á 
don  Alvaro,  el  cual  abrazando  á  Don  (Quijote  y  á  Sancho,  siguió  su  ca- 
mino, y  Don  Quijote  el  suyo,  que  aquella  noche  la  pasó  entre  otros  ár- 
boles, por  dar  lugar  á  Sancho  de  cumphr  su  penitencia,  que  la  cumplió- 
del  mismo  modo  que  la  pasada  noche,  á  costa  de  las  cortezas  de  las 
hayas,  harto  más  que  de  sus  espaldas;  que  las  guardó  tanto,  que  no  pu- 
dieran quitar  los  azotes  una  mosca,  aunque  la  tuviera  encima.  No  per- 
dió el  engañado  Don  Quijote  un  solo  golpe  de  la  cuenta,  y  halló  que 
con  los  de  la  noche  pasada  eran  tres  mil  y  veinte  y  nueve.  Parece  que^ 
había  madrugado  el  sol  á  ver  el  sacrificio,  con  cuya  luz  volvieron  á  pro 
seguir  su  camino,  tratando  entre  los  dos  del  engaño  de  don  Alvaro,  y 
de  cuan  bien  acordado  había  sido  tomar  su  declaración  ante  la  justicia,. 
y  tan  auténticamente.  Aquel  día  y  aquella  noche  caminaron  sin  suce- 
derles  cosa  digna  de  contarse,  sino  fué  que  en  ella  acabó  Sancho  su  ta 
rea,  de  que  quedó  Don  Quijote  contento  sobre  modo;  y  esperaba  el  día, 
por  ver  si  en  el  camino  topaba  ya  desencantada  á  Dulcinea,  su  señora; 
y  siguiendo  su  camino,  no  topaba  mujer  ninguna  que  no  iba  á  recono- 
cer si  era  Dulcinea  del  Toboso,  teniendo  por  infalible  no  poder  mentir 
las  promesas  de  Merlín. 

Con  estos  pensamientos  y  deseos,  subieron  una  cuesta  arriba,'desde- 
la  cual  descubrieron  su  aldea,  la  cual  vista  de  Sancho,  se  hincó  de  ro- 
dillas y  dijo:  «Abre  los  ojos,  deseada  patria,  y  mira  que  vuelve  á  ti 
Sancho  Panza,  tu  hijo,  si  no  muy  rico,  muy  bien  azotado.  xVbre  los  bra- 
zos, y  recibe  también  á  tu  hijo  Don  Quijote;  que,  si  viene  vencido  de 
los  brazos  ajenos,  viene  vencedor  de  sí  mismo,  que.  según  él  me  ha 
dicho,  es  el  mayor  vencimiento  que  desearse  puede.  Dineros  llevo,  por- 
que si  buenos  azotes  me  daban,  bien  caballero  me  iba.» 

—  Déjate  desas  sandeces,  dijo  Don  Quijote,  y  vamos  con  pie  dere- 
cho á  entrar  en  nuestro  lugar,  donde  daremos  vado  á  nuestras  imagi: 
naciones,  y  la  traza  que  en  la  pastoral  vida  pensamos  ejercitar. 

Con  esto,  bajaron  de  la  cuesta  y  se  fueron  á  su  pueblo. 


CAPITULO  LXXIII 

Da  los  agüeros  que  tuvo  Don  Quijote  al  entrar  de  su  aldea,  con  otros  sucesos 
que  adornan  y  acreditan  esta  grande  historia. 


la  entrada  del  cual,  según  dice  Cide  líamete,  vio  Don  Quijote 
|,      que  en  las  eras  del  lugar  estaban  riñendo  dos  mochadlos,  y  el 

tJjL   ^^'^*^  ^^J^  ^^  otro:  «No  te  canses,  Periquillo;  que  no  la  has  de 
^-'T^       ver  en  todos  los  días  de  tu  vida.» 

Oyólo  Don  Quijote,  y  dijo  á  Sancho:  «¿No  adviertes,  amigo,  lo  que 
íiquel  mochadlo  ha  dicho,  «no  la  has  de  ver  en  todos  los  días  de  tu  vida?» 

— Pues  bien,  ¿qué  importa,  respondió  Sancho,  que  haya  dicho  eso 
■<i\  mochadlo? 

— ¿Qué?,  replicó  Don  Quijote:  ¿no  ves  tú  que  aplicando  aquella  pa- 
labra á  mi  intención,  quiere  significar  que  no  tengo  de  ver  más  á 
Dulcinea? 

Queríale  responder  Sancho,  cuando  se  lo  estorbó  ver  que  por  aque- 
lla cam])afia  venía  huyendo  una  liebre,  seguida  de  muchos  galgos  y  ca- 
zadores, la  cual,  temerosa,  se  vino  á  recoger  y  á  agazapar  debajo  de  los 
pies  del  Rucio.  Cogióla  SaEcho  á  mano  salva,  y  presentósela  á  Don 
Quijote,  el  cual  estaba  diciendo:  «Maltón  signum,  maJiim  si gnum;  liebre 
huye,  galgos  la  siguen,  Dulcinea  no  parece.» 

—  Extraño  es  vuesa  merced,  dijo  Sancho:  in-esupoiigamos  que  c- 
liebre  es  Dulcinea  del  Toboso,  y  estos  galgos  que  la  persiguen  son  i^ 
malandrines  encantadores  c^ue   la  transformaron  en  labradora;   ella 


PAliTÜ    SEGUNDA. CAPITULO    LXXIII  859 

liUN^e,  yo  líi  cojo  y  la  pon^o  en  j>üder  de  vuesa  merced,  (jue  la  tiene  en. 
sus  brazos  y  la  regala:  ¿qué  mala  señal  es  ésta,  ni  qué  mal  agüero  se- 
puede  tomar  de  aquí? 

Los  dos  mochadlos  de  la  pendencia  se  llegaron  á  ver  la  liebre,  y  al 
uno  dellos  preguntó  Sancho  que  por  qué  reñían.  Y  fuéle  respondida 
por  el  que  había  dicho  <'no  la  verás  mas  en  toda  tu  vida»  que  él  había, 
tomado  al  otro  mochadlo  una  jaula  de  gri'los,  la  cual  no  pensaba  vol- 
vérsela en  toda  su  vida. 

Sacó  Sancho  cuatro  cuarto.s  de  la  faltriquera,  y  dióselos  al  mochacho- 
por  la  jaula,  y  púsosela  en  las  manos  á  Don  Quijote,  diciendo:  «He 
aquí,  señor,  rompidos  y  desbaratados  estos  agüeros,  que  no  tienen  que 
ver  más  con  nuestros  sucesos  (según  que  yo  imagino,  aunque  tonto)  que 
con  las  nubes  de  antaño;  y  si  no  me  acuerdo  mal,  he  oído  decir  al  Cura 
de  nuestro  j^ueblo  que  no  es  de  personas  cristianas  ni  discretas  mirar 
en  estas  niñerías;  y  aun  vuesa  merced  mismo  me  lo  dijo  los  días  pasa- 
dos, dándome  á  entender  que  eran  tontos  todos  aquellos  cristianos  que 
miraban  en  agüeros;  y  no  es  menester  hacer  hincapié  en  esto,  sino  pa- 
semos adelante  y  entremos  en  nuestra  aldea.» 

Llegáronlos  cazadores,  pidieron  su  liebre,  y  diósela  Don  Quijote;, 
pasaron  adelante,  y  á  la  entrada  del  })ueblo  toparon  en  un  })radecillo, 
rezando,  al  Cura  y  al  bachiller  Carrasco.  Y  es  de  saber  que  SanchO' 
Panza  había  echado  sobre  el  Rucio  y  sobre  el  lío  de  las  armas,  para  que 
sirviese  de  repostero,  la  túnica  del  bocací,  pintada  de  llamas  de  fuego,, 
que  le  vistieron  en  el  castillo  del  Duque  la  noche  que  volvió  en  sí  Alti- 
sidora.  Acomodóle  también  la  coroza  en  la  cabeza,  que  fué  la  más  nueva 
transformación  y  adorno  con  que  se  vio  jamás  jumento  en  el  mundo. 
Fueron  luego  conocidos  los  dos  del  Cura  y  del  bachiller,  que  se  vinieron 
á  ellos  con  los  brazos  abiertos.  Apeóse  Don  Quijote  y  abrazóles  estre- 
chamente, y  los  mochadlos,  que  son  linces  no  excusados,  divisaron  la 
coroza  del  jumento  y  acudieron  á  verle,  y  decían  unos  á  otros:  «Venid, 
mochadlos,  y  veréis  el  asno  de  Sancho  Panza  más  galán  que  Mingo,  y 
la  bestia  de  Don  Quijote  más  ñaca  hoy  que  el  primer  día.»  Finalmente,, 
rodeados  de  mochadlos  y  acompañados  del  Cura  y  del  bachiller,  entra- 
ron en  el  pueblo,  y  se  fueron  á  casa  de  Don  Quijote,  y  hallaron  á  la 
puerta  della  al  ama  y  á  la  sobrina,  á  quien  ya  habían  llegado  las  nue- 
vas de  su  venida. 

Ni  más  ni  menos  se  las  habían  dado  á  Teresa  Panza,  mujer  de 
Sancho,  la  cual,  desgreñada  y  medio  desnuda,  trayendo  de  la  mano  á 
Sanchica,  su  hija,  acudió  á  ver  á  su  marido;  y  viéndole  no  tan  bien 
adeliñado  como  ella  se  pensaba  que  había  de  estar  un  gobernador,  le 
dijo:  «¿Cómo  venís  así,  marido  mío,  que  me  parece  que  venís  á  pie 
y  despeado,  y  más  traéis  semejanza  de  desgobernado  que  de  gober- 
nador?» 

— Calla,  Teresa,  respondió  Sancho;  que  muchas  veces  donde  hay  es- 
tacas no  hay  tocinos;  y  vamonos  á  nuestra  casa;  que  allá  oirás  maravi- 
llas. Dineros  traigo,  que  es  lo  que  importa,  ganados  por  mi  industria  y 
sin  daño  de  nadie. 


860 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


— Traed  vos  dineros,  mi  buen  aiarido,  dijo  Teresa,  y  sean  ganados 
por  aquí  ó  por  allí;  que  como  quiera  que  los  halláis  ganado,  no  habréis 
hecho  usanza  nueva  en  el  mundo. 

Abrazó  Sanchica  á  su  padre,  y  preguntóle  si  traía  algo;  que  le  estaba 
esperando  como  el  agua  de  Mayo;  y  asiéndole  de  un  lado  del  cinto,  y 
su   mujer  de  la  mano,  tirando'  su  hija  al  Rucio,   se  fueron  á  su  casa, 

dejando  á  Don  Quijote  en 
la  feuya,  en  poder  de  tu  so- 
brina y  de  su  ama  y  en 
compañía  del  Cura  y  del 
bachiller. 

Don  Quijote,  sin  aguar- 
dar términos  ni  horas,  en 
aquel  mismo  punto  se 
apartó  á  solas  con  el  ba- 
chiller y  el  Cura,  y  en  bre- 
ves razones  les  contó  su 
vencimiento,  y  la  obliga- 
ción en  que  había  quedado 
de  no  salir  de  su  aldea  en 
un  año,  la  cual  pensaba 
guardar  al  pie  de  la  letra, 
sin  traspasarla  en  un  áto- 
mo, bien  así  como  caballe- 
ro andante,  obligado  por  la 
puntualidad  y  Orden  de  la 
andante  caballería;  y  que 
tenía  pensado  de  hacerse 
aquel  año  pastor  y  entrete- 
nerse en  la  soledad  de  los 
campos,  donde  á  rienda 
suelta  podía  dar  vado  á  sus 
amorosos  pensamientos, 
ejercitándose  en  el  pasto- 
ral y  virtuoso  ejercicio; 
y  que  les  suplicaba,  si 
no  tenían  mucho  que  hacer,  y  no  estaban  impedidos  en  negocios 
más  importantes,  quisiesen  ser  sus  compañeros;  que  él  compraría  ove- 
jas y  ganado  suficiente,  que  les  diese  nombre  de  pastores;  y  que  les  ha- 
cía saber  que  lo  más  principal  de  aquel  negocio  estaba  hecho,  porque 
les  tenía  puestos  los  nombres,  que  les  vendrían  como  de  molde. 
Díjole  el  Cura  que  los  dijese. 

Respondió  Don  (Quijote  que  él  se  había  de  llamar  el  pastor  Quijótiz: 
y  el  bachiller,  el  pastor  Carrascón;  y  el  Cura,  el  pastor  Curiambro;  y 
Sancho  Panza,  el  pastor  Pancino. 

Pasmáronse  todos  de  ver  la  nueva  locura  de  Don  Quijote;  pero 
porque  no  se  les  fuese  otra  vez  del  pueblo  á  sus  caballerías,  esperando, 


Y  asiéndole  de  un  lado  del  cinto,  y  su  mujer  do  la  mano 
tirando  su  hiia  al  llucio,  se  fueron  ásu  casa.. 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXXIII  661 

que  en  aquel  año  podría  ser  curado,  concedieron  con  su  nueva  inven- 
ción y  apro))aron  por  discreta  su  locura,  ofreciéndosele  por  compañeros 
«n  su  ejercicio.  «Y  más,  dijo  Sansón  Carrasco,  que  (como  ya  todo  el 
mundo  sabe)  yo  so}'  celebérrimo  poeta,  y  á  cada  paso  compondré  ver- 
sos pastoriles,  ó  cortesanos  ó  como  más  me  viniere  á  cuento,  j)ara  que 
nos  entretengamos  por  esos  andurriales  donde  habernos  de  andar;  y  lo 
que  más  es  menester,  señores  míos,  es  que  cada  uno  escoja  el  nombre 
de  la  pastora  que  piensa  celebrar  en  sus  versos,  y  que  no  dejemos  ár- 
bol, por  duro  que  sea,  donde  no  se  retule  y  grabe  su  nombre,  como  es 
uso  y  costumbre  de  los  enamorados  pastores.» 

— Eso  está  de  molde,  respondió  Don  Quijote;  puesto  que  yo  estoy 
libre  de  buscar  nombre  de  pastora  fingida,  ])ues  está  ahí  la  sin  par  Dul- 
cinea del  Toboso,  gloria  de  estas  riberas,  adorno  de  estos  prados,  sus- 
tento de  la  hermosura,  nata  de  los  donaires,  y  finalmente,  sujeto  sobre 
({uien  puede  asentar  bien  toda  alabanza,  por  hipérbole  que  sea. 

—  Así  es  verdad,  dijo  el  Cura;  pero  nosotros  buscaremos  por  ahí  pas- 
toras mañeruelas,  que  si  no  nos  cuadraren,  nos  esquinen. 

A  lo  que  añadió  Sansón  Carrasco:  «Y  cuando  faltaren,  daréraosles 
los  nombres  de  las  estampadas  é  impresas,  de  quien  está  lleno  el  mun- 
do, Fílidas,  Amarilis,  Dianas,  Fléridas,  Calateas  y  Belisardas;  que  pues 
las  venden  en  las  plazas,  bien  las  podemos  comprar  nosotros  y  tenerlas 
por  nuestras.  Si  mi  dama,  ó  por  mejor  decir,  mi  pastora,  por  ventura, 
se  llamare  Ana,  la  celebraré  debajo  del  nombre  de  Anarda;  y  si  Fran- 
cisca, la  llamaré  yo  Francenia;  y  si  Lucía,  Lucinda;  que  todo  se  sale  allá; 
y  Sancho  Panza,  si  es  que  ha  de  entrar  en  esta  cofradía,  podrá  celebrar 
á  su  mujer  Teresa  Panza  con  nombre  de  Teresaina. 

Rióse  Don  Quijote  de  la  aplicación  del  nombre,  y  el  Cura  le  alabó 
infinito  su  lionesta  y  honrada  resolución,  y  se  ofreció  de  nuevo  á  hacer- 
le compañía  todo  el  tiempo  que  le  vacase  de  atender  á  sus  forzosas 
obligaciones.  Con  esto,  se  despidieron  dél,  y  le  rogaron  y  aconsejaron 
tuviese  cuenta  con  su  salud  y  con  regalarse  lo  que  fuese  bueno. 

Quiso  la  suerte  que  su  sobrina  y  el  ama  oyeron  la  plática  de  los 
tres;  y  así  como  se  fueron,  se  entraron  entrambas  con  Don  Quijote,  y 
la  sobrina  le  dijo:  «¿Qué  es  esto,  señor  tío?  Ahora  que  pensábamos  nos- 
otras que  vuesa  merced  volvía  á  reducirse  en  su  casa,  y  pasar  en  ella 
una  vida  quieta  y  honrada,  ¿se  quiere  meter  en  nuevos  laberintos,  ha- 
ciéndose pastorcillo  tú  que  vienes,  pastorcito  tú  que  vas?  Pkcs  en  ver- 
dad que  ya  está  duro  el  alcacer  para  zamjxJñas.» 

A  lo  que  añadió  el  ama:  «Y  ¿podrá  vucsa  merced  pasar  en  el  cam- 
po las  siestas  del  verano,  los  serenos  del  invierno,  el  aire,  la  lluvia  y 
los  lodos?  No,  por  cierto;  que  este  es  ejercicio  y  oficio  de  hombres  ro- 
bustos, curtidos,  y  criados  para  tal  ministerio  casi  desde  las  fajas  y 
mantillas:  aun  mal  por  mal,  mejor  es  ser  caballero  andante  que  pastor. 
Mire,  señor,  tome  mi  consejo,  que  no  se  le  doy  sobre  estar  harta  de  pan 
y  vino,  sino  en  ayunas,  y  sobre  cuarenta  años  quf  tengo  de  edad:  estése 
en  su  casa,  atienda  á  su  hacienda,  confiese  á  menudo,  favorezca  á  los 
pobres,  y  sobre  mi  ánima,  si  mal  le  fuere.» 


862 


DON    QUIJOTE    UE    LA    MANCHA 


—  ¡Callad,  Ilijas.  les  respondió  Don  Quijote;  que  yo  sé  bien  lo  que 
me  cumj^le.  Llevadme  al  lecho;  que  me  parece  que  no  estoy  muy  bue- 
no; y  tencf)  por  cierto  que,  ahora  sea  caballero  andante  ó  pastor  por 
andar,  no  dejaré  siempre  de  acudir  á  lo  que  hubiéredes  menester,  coma 
lo  veréis  por  la  obra. 

Y  las  buenas  hijas  (que  lo  eran  sin  duda),  ama  y  sobrina,  le  lleva- 
ron á  la  cama,  donde  le  dieron  de  comer  y  regalaron  lo  posible. 


f      V  .,  .— >^'.  -     ., 


CAPITULO  LXXIV 
De  cómo  Don  Quijote  cayó  malo,  y  del  testamento  que  hizo,  y  su  muerte. 


ti/t 
jj^%r.  OMO  las  cosas  humanas  no  sean  eternas,  yendo  siempre  en  decli- 
í\r  nación  de  sus  principios  hasta  llegar  á  su  último  fin,  especial^ 
j^  mente  las  vidas  de  los  hombres;  y  como  la  de  Don  Quijote  no 
tuviese  privilegio  del  cielo  para  detener  el  curso  de  la  suya,  llegó 
su  fin  y  acabamiento  cuando  él  menos  lo  pensaba;  porque,  ó  ya  fuese 
de  la  melancolía  que  le  causaba  el  verse  vencido,  ó  ya  por  la  disposi- 
ción del  cielo,  que  así  lo  ordenaba,  se  le  arraigó  una  calentura  que  le 
tuvo  seis  días  en  la  cama,  en  los  cuales  fué  visitado  muchas  veces  del: 
Cura,  del  bachiller  y  del  barbero,  sus  amigos,  sin  quitársele  de  la  ca- 
becera  Sancho  Panza,  su  buen  escudero.  Estos,  creyendo  que  la  pesa- 
dumbre de  verse  vencido  y  de  no  ver  cumplido  su  deseo  en  la  libertad 
y  desencanto  de  Dulcinea  le  tenía  de  aquella  suerte,  por  todas  las  vías 
posibles  procuraban  alegrarle,  diciéndole  el  bachiller  que  se  animase  y 
levantase  para  comenzar  su  pastoral  ejercicio,  para  el  cual  tenía  ya 
compuesta  una  égloga,  que  ¡mal  año  para  cuantas  Sanázaro  había  com- 
puesto!  y  que  ya  tenía  comprados  de  su  propio  dinero  dos  famosos  pe-' 
rros  para  guardar  el  ganado,  el  uno  llamado  Barcino  y  el  otro  Butrón» 
que  se  los  había  vendido  un  ganadero  del  Quintanar.  Pero  no  por  esto 
dejaba  Don  Quijote  sus  tristezas. 

Llamaron   sus  amigos  al  médico,  tomóle  el  pulso,  y  no  le  contentó 

mucho,   y  dijo  que,   por  sí  ó  por  no,  atendiese  á  la  salud  de  su  alma, 

porque  la  del  cuerpo  corría  pehgro.   Oyólo  Don  Quijote   con  ánimo 

sosegado;  pero  no  lo  oyeron  así  su  ama,  su  sobrina  y  su  escudero,  los 

B.  r.-xx  56 


^64  DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


cuales  comenzaron  á  llorar  tiernamente,  como  si  ya  le  tuvieran  muerto 
delante.  Fué  el  parecer  del  médico  que  melancolías  y  desabrimientos 
le  acababan.  Rogó  Don  Quijote  que  le  dejasen  solo,  porque  quería  dor- 
iuir  un  poco.  Hiciéronlo  así,  y  durmió  de  un  tirón,  como  dicen,  más  de 
eeis  horas,  tanto,  que  pensaron  el  ama  y  la  sobrina  que  se  había  de 
quedar  en  el  sueño. 

Despertó  al  cabo  del  tiempo  dicho,  y  dando  una  gran  voz,  dijo: 
«¡Bendito  sea  el  poderoso  Dios,  que  tanto  bien  me  ha  hecho!  En  fin,  sus 
fnisericordias  no  tienen  límite,  ni  las  abrevian  ni  impiden  k>s  pecados 
de  los  hombres.» 

Estuvo  atenta  la  sobrina  á  las  razones  del  tío,  y  apareciéronle  más 
concertadas  que  él  solía  decirlas,  á  lo  menos  en  aquella  enfermedad,  y 
preguntóle:  «¿Qué  es  lo  que  vuesa  merced  dice,  señor?  ¿Tenemos  algo 
de  nuevo?  ¿Qué  misericordias  son  éstas,  ó  qué  pecados  de  los  hom- 
bres?» 

— Las  misericordias,  respondió  Don  (Quijote,  sobrina,  son  las  que  en 
este  instante  ha  usado  Dios  conmigo,  á  quien,  como  dije,  no  las  impi- 
den mis  pecados.  Yo  tengo  juicio  ya  libre  y  claro;  sin  las  sombras  cali- 
ginosas de  la  ignorancia,  que  sobre  él  me  pusieron,  por  mi  amarga  afi- 
ción y  continua  leyenda,  los  detestables  libros  de  las  caballerías.  Ya 
conozco  sus  disparates  y  sus  embelecos,  y  no  me  pesa  sino  que  este 
desengaño  ha  llegado  tan  tarde,  que  no  me  deja  tiempo  para  hacer  al- 
guna recompensa,  leyendo  otros  que  sean  luz  del  alma.  Yo  me  siento, 
sobrina,  á  punto  de  muerte;  querría  hacerla  de  tal  modo,  que  diese  á 
entender  que  no  había  sido  mi  vida  tan  mala,  que  dejase  renombre  de 
loco;  que  puesto  que  lo  he  sido,  no  querría  confirmar  esta  verdad  en  mi 
muerte.  Llámame,  amiga,  a  mis  buenos  amigos  el  Cura,  el  bachiller 
Sansón  Carrasco  y  maese  Nicolás  el  barbero;  que  quiero  confesarme  y 
hacer  mi  testamento:'  Pero  de  este  trabajo  se  excusó  la  sobrina  con  la 
entrada  de  los  tres.  Apenas  los  vio  Don  Quijote,  cuando  dijo:  «Dadme 
albricias,  buenos  señores,  de  que  ya  yo  no  soy  Don  Quijote  de  la  Plan- 
cha, sino  Alonso  Quijano,  á  quien  mis  costumbres  me  dieron  renombre 
de  Bueno.  Ya  soy  enemigo  de  Amadís  de  Gaula  y  de  toda  la  infinita 
•caterva  de  su  linaje;  ya  me  son  odiosas  todas  las  historias  profanas  de 
ta  andante  caballería-  ya  conozco  mi  necedad,  y  el  peligro  en  que  me 
puse  con  haberlas  leído;  ya,  por  misericordia  de  Dios,  escarmentando 
•en  cabeza  propia,  Jas  abomino.)^ 

Cuando  esto  le  oyeron  decir  los  tres,  creyeron  sin  duda  que  alguna 
nueva  locura  le  había  tomado.  Y  Sansón  le  dijo:  «Agora,  señor  Don 
Quijote,  qu(-  tenemos  nueva  que  está  desencantada  la  señora  Dulcinea, 
.  ,aíe  vuesa  merced  con  eso?  Y  agora  que  estamos  tan  á  pique  de  ser 
^•'"^  stores,  para  pasar  cantando  la  vida  como  unos  príncipes,  ¿quiere 
^^^esa  merced  hacerse  ermitaño?  Calle  por  su  vida,  vuelva  en  sí  y  déje- 
^    de  cuentos  .» 

^^  —Los  de  hasta  aquí,  repUcó  Don  Quijote,  que  han  sido  verdaderos  en 

.  daño,  los  ha  de  volver  mi  muerte,  con  ayuda  del  cielo,  en  mi  pro-j 

"¿Mío.  Yo,  señores,  siento  que  me  voy  muriendo  á  toda  priesa:  déjense 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXXIV  865 

burlas  aparte,  y  óiganme  un  confesor  que  me  confiese  y  un  escribano 
que  haga  mi  testamento;  que  en  tales  trances  como  éste  no  se  ha  de 
burlar  el  hombre  con  el  alma;  y  así,  suplico  que,  en  tanto  que  el  señor 
Cura  me  confiesa,  vayan  por  el  escribano. 

Miráronse  unos  á  otros,  adcnirados  de  las  razones  de  Don  Quijote, 
y  aunque  en  duda,  le  quisieron  creer;  y  una  de  las  señales  por  donde 
conjeturaron  se  moría,  fué  el  haber  vuelto  con  tanta  facilidad  de  loco 
á  cuerdo;  porque  á  las  ya  dichas  razones  añadió  otras  muchas,  tan  bien 
dichas,  tan  cristianas  y  con  tanto  concierto,  que  del  todo  les  vino  á  qui- 
tar la  duda,  y  á  creer  que  estaba  cuerdo.  Hizo  salir  la  gente  el  Cura,  y 
(juedóse  sólo  con  él  y  confesóle.  El  bachiller  fué  por  el  escribano,  y  de 
allí  á  poco  volvió  con  él  y  con  Sancho  Panza,  el  cual  Sancho  (que  ya 
sabía  por  nuevas  del  bachiller  en  qué  estado  estaba  su  señor),  hallando 
á  la  ama  y  á  la  sobrina  llorosas,  comenzó  á  hiicer  pucheros  y  á  derra- 
mar lágrimas. 

Acabóse  la  confesión,  v  salió  el  Cura,  diciendo:  *\'erdaderamente  se 
muere,  y  verdaderamente  está  cuerdo  Alonso  Quijano  el  IJueno;  bien 
l)odemos  entrar  para  que  haga  su  testamento.» 

Estas  nuevas  dieron  un  terrible  empujón  á  los  ojo^  preñados  de 
ama  y  sobrina  y  de  Sancho  Panza,  su  buen  escudero,  de  tal  manera, 
(jue  les  hicieron  reventar  las  lágrimas  de  los  ojos  y  mil  profundos  sus- 
])iros  del  pecho;  porque  verdaderamente,  como  alguna  vez  se  ha  dicho, 
en  tanto  que  Don  Quijote  fué  Alonso  Quijano  el  Bueno  á  secas,  y  en 
tanto  que  fué  Don  (¿uijote  de  la  Mancha,  fué  siempre  de  apacible  con- 
dición y  de  agradable  trato;  y  por  este,  no  sólo  era  bien  querido  de  los 
de  su  casa,  sino  de  todos  cuantos  le  conocían. 

Entró  el  escribano  con  los  demás;  y  después  de  haber  hecho  la  ca- 
beza del  testamento,  y  ordenado  su  alma  Don  Quijote,  con  todas  aque- 
llas circunstancias  cristianas  que  se  requieren,  llegando  á  las  mandas, 
dijo:  «ítem,  es  mi  voluntad  que....  de  ciertos  dineros  que  Sancho  Panza, 
á  quien  en  mi  locura  hice  mi  escudero,  tiene...  que,  porque  ha  habido 
entre  él  y  mí  ciertas  cuentas  y  dares  y  tomares...  quiero  que  no  se  le 
haga  cargo  dellos,  ni  se  le  pida  cuenta  alguna,  sino  que  si  sobraren 
algunos,  después  de  haberse  pagado  de  lo  que  le  debo,  el  restante  sea 
suyo,  que  será  bien  poco,  y  buen  provecho  le  haga.  Y  si  como,  estando 
yo  loco,  fui  parte  para  darle  el  gobierno  de  la  ínsula,  pudiera  agora,  es- 
tando cuerdo,  darle  el  de  un  reino,  .se  le  diera,  porque  la  sencillez  de  su 
condición  y  fidelidad  de  su  trato  lo  merece.»  Y  volviéndose  á  Sancho, 
le  dijo:  «Perdóname,  amigo,  la  ocasión  que  te  he  dado  de  parecer  loco 
como  yo,  haciéndote  caer  en  el  error  en  que  yo  he  caído  de  que  hubo  y 
hay  caballeros  andantes  en  el  mundo.» 

— ¡Ay!,  respondió  Sancho  llorando,  no  se  muera  vuesa  merced,  señor 
mío,  sino  tome  mi  consejo,  y  viva  muchos  años;  porque  la  mayor  locura 
que  puede  hacer  un  hombre  en  esta  vida  es  dejarse  morir  sin  más  ni 
más,  sin  que  nadie  le  mate,  ni  otras  manos  le  acaben  que  las  de  la  me- 
lancolía. Mire,  10  sea  perezoso,  sino  levántese  desa  cama,  y  vamonos  al 
campo,  vestidos  de  pastores,  como  tenemos  concertado:  quizás  tras  de 


HCyó  DON    QUIJOTE    DK    LA    3IANCHA 

alguna  mata  hallaremos  á  la  señora  doña  Dulcinea  desencantada,  qui 
no  haya  más  que  ver.  Si  es  que  se  muere  de  pesar  de  verse  vencido, 
écheme  á  mí  la  culpa,  diciendo  que  por  haber  yo  cinchado  mal  á  Ro- 
cinante le  derribaron:  cuanto  más,  que  vuesa  merced  habrá  visto  en  su 
libros  de  caballerías  ser  cosa  ordinaria  derribarse  unos  caballeros  a 
otros,  y  el  que  es  vencido  ho}^,  ser  vencedor  mañana. 

— Así  es,  dijo  Sansón,  y  el  buen  Sancho  Panza  está  muy  en  la  ver- 
dad destos  casos. 

— Señores,  dijo  Don  Quijote,  vamonos  poco  á  poco,  pues  ya  en  1< 
nidos  de  antaño  no  hay  pájaros  hogaño.  Yo  fui  loco,  y  ya  soy  cuerdo; 
fui  Don  Quijote  de  la  Mancha,  y  soy  agora,  como  he  dicho,  Alonso 
Quijano  el  Bueno:  pueda  con  vuesas  mercedes  mi  arrepentimiento  y  mi 
verdad  volverme  á  la  estimación  que  de  mí  se  tenía,  y  prosiga  adelan- 
te el  señor  escribano. 

«ítem,  mando  toda  mi  hacienda,  á  puerta  cerrada,  á  Antonia  Qui- 
jana,  mi  sobrina,  que  está  presente,  habiendo  sacado  primero  de  lo  más 
bien  parado  della  lo  que  fuere  menester  para  cumplir  las  mandas  que 
dejo  hechas;  y  la  primera  satisfación  que  se  haga,  quiero  que  sea  pa- 
gar el  salario  que  debo  del  tiempo  que  mi  ama  me  ha  servido,  y  má^- 
veinte  ducados  para  un  vestido. 

»Dejo  por  mis  albaceas  al  señor  Cura  y  al  señor  bachiller  Sansón 
Carrasco,  que  están  presentes. 

»Item,  es  mi  voluntad  que  si  Antonia  Quijana,  mi  sobrina,  quisiere 
casarse,  se  case  con  hombre  de  quien  primero  se  haya  hecho  informa- 
ción que  no  sabe  qué  cosa'  sean  libros  de  caballerías;  y  en  caso  que  se 
averiguare  que  lo  sabe,  y  con  todo  eso,  mi  sobrina  quisiere  casarse  con 
él  y  se  casare,  pierda  todo  lo  que  le  he  mandado,  lo  cual  puedan  mis 
albaceas  distribuir  en  obras  pías  á  su  voluntad. 

»Item,  suplico  á  los  dichos  señores  mis  albaceas  que  si  la  buena  suer- 
te les  trajere  á  conocer  al  autor  que  dicen  que  compuso  una  historia 
que  anda  por  ahí  con  el  título  de  Segunda  Parte  de  ¡as  hazañas  de  Don 
Quijote  de  la  Mancha,  de  mi  parte  le  pidan,  cuan  encarecidamente  ser 
pueda,  perdone  la  ocasión  que,  sin  yo  pensarlo,  le  di  de  haber  escrito 
tantos  y  tan  grandes  disparates  como  en  ella  escribe;  porque  parto  des- 
ta  vida  con  escrúpulo  de  haberle  dado  motivo  para  escribirlos.» 

Cerró  con  esto  el  testamento;  y  tomándole  un  desmayo,  se  tendió 
de  largo  á  largo  en  la  cama.  Alborotáronse  todos  y  acudieron  á  su  reme- 
dio, y  en  tres  días,  que  vivió  después  déste  donde  hizo  el  testamento, 
se  desmayaba  muy  á  menudo.  Andaba  la  casa  alborotada;  pero,  con 
todo,  comía  la  sobrina,  brindaba  el  ama  y  se  regocijaba  Sancho  Panza; 
que  esto  del  heredar  algo  borra  ó  templa  en  el  heredero  la  memoria  de 
la  pena  que  es  razón  que  deje  el  muerto. 

En  fin,  llegó  el  último  de  Don  Quijote,  después  de  recebidos  todos 
los  sacramentos,  y  después  de  haber  abominado  con  muchas  y  eficaces 
razones  de  los  libros  de  caballerías.  Hallóse  el  escribano  presente,  y 
dijo  que  nunca  había  leído  en  ningún  libro  de  caballerías  que  algún 
caballero  andante  hubiese  muerto  en  su  lecho  tan  sosegadamente  y  tan 


PARTE    SEGUNDA. CAPITULO    LXXIV 


867 


<;ristiauo  como  Dou  Quijote,  el  cual,  entre  compasiones  y  lágrimas  de 
1  vs  que  allí  se  hallaron,  dio  su  espíritu...  quiero  decir  que  se  murió. 

Adiendo  lo  cual  el  Cura,  pidió  al  escribano  le  diese  por  testimonio 

<;ómo  Alonso  Quijano  el  Bueno,  llamado  comúnmente  Don  Quijote  de 

la  Mancha,  había  pasado  desta  presente  vida,  y  muerto  naturalmente, 

que  el  tal  testimonio  pedía  i>ara  quitar  la  ocasión  de  que  algún  otro 

iitor  que  Cide  llámete  BeuengeU  le  v.-n-itM-..'  IVil^.nucnte  y  hiciese 

uicabables  historias  de  sus  hazañas. 

Este  tin  tuvo  el  Ingenio.so  Hidalgo  dk  la  mancha,  cuyo  lugar  no 

iiiso  poner  Cide  Hamete  puntualmente,  por  dejar  que  todas  las  villas 

lugares  de  la  :Mancha  contendiesen  entre  sí  por  alujársele  y  tenérsele 

•rsuvo,  como  contendiéronlas  siete  ciudades  de  Grecia  por  Homero. 

Déjense  de  poner  aquí  1(  s  llantos  de  Sancho,  sobrina  y  ama  de 

1  )<)a  Quijote,  y  los  nuevos  epitíifios  de  su  sepultura,  aunque  Hansón 

I  'arrasco  le  puso  este: 


Yace  aquí  el  hidalgo  Inerte, 
Qne  á  tanto  extremo  llegó 
De  valiente,  que  se  advierte 
Que  la  muerte  no  triunfó 
De  8U  vida  con  eu  muerte. 

Tuvo  á  todo  el  mundo  en  poco; 
Fué  el  espantajo  y  el  coco 
Del  mundo  en  tal  coyuntura, 
Que  acreditó  su  ventura 

■\r..rir  rniril  >  V    vivir  loOO. 


Y  el  prudentísimo  Cide  Hamete  dijo  á  su  pluma:  «Aquí  quedarás 
^•olgada  desta  espetera  y  deste  hilo  de  alambre,  ni  sé  si  bien  cortada  ó 
mal  tajada,  péñola  mía]  adonde  vivirás,  luengos  siglos,  si  presuntuosos 
V  malandrines  historiadoras  no  te  descuelgan  para  profanarte.  Pero 
Imtes  que  á  ti  lleguen,  les  puedes  advertir  y  decirles  en  el  mejor  modo 
(lUe  pudieres: 


Tato,  tate,  folloncicos, 
De  ninguno  sea  tocada; 
Porjuo  esta  empresa,  buen  Rey, 
Para  mí  estaba  guardada. 


l'ara  mí  sola  nació  Don  Quijote,  y  yo  para  él;  él  supo  obrar,  y  yo  escri- 
bir; solos  los  dos  somos  para  en  uno,  á  despecho  y  pesar  del  escritor 
ungido  y  tordesillesco,  que  se  atrevió,  ó  se  ha  de  atrever,  á  escribir  con 
pluma  de  avestruz  grosera  y  mal  adeliñada  las  hazañas  de  mi  valeroso 
caballero;  porque  no  es  carga  de  sus  hombros  ni  asunto  de  su  resfria- 
do ingenio:  á  quien  advertirás,  si  acaso  llegas  á  conocerle,  que  deje  re- 
posar en  la  sepultura  los  cansados  y  ya  podridos  huesos  de  Don  Qui- 
jote, y  no  le  quiera  llevar,  contra  todos  los  fueros  de  la  muerte,  á  Cas- 
tilla la  Vieja,  haciéndole  salir  de  la  fuesa  donde  real  y  verdaderamente 
yace,  tendido  de  largo  á  largo,  imposibilitado  de  hacer  tercera  Parte  y 


868 


DON    QUIJOTE    DE    LA    MANCHA 


salida  nueva;  que  para  hacer  burla  de  tantas  como  hicieron  tantos  an- 
dantes caballeros,  bastan  las  dos  que  él  hizo  tan  á  gusto  y  beneplácito 
de  las  gentes  á  cu3^a  noticia  llegaron,  así  en  éstos  como  en  los  extraños, 
reinos;  y  con  esto  cumplirás  con  tu  cristiana  profesión,  aconsejando 
bien  á  quien  mal  te  quiere.»  Y  yo  quedaré  satisfecho  y  ufano  de  haber 
sido  el  primero  que  gozó  el  fruto  de  sus  escritos  enteramente,  como  de- 
seaba; pues  no  ha  sido  otro  mi  deseo  que  poner  en  aborrecimiento  de 
los  hombres  las  fingidas  y  disparatadas  historias  de  los  libros  de  caba- 
llerías, que  por  las  de  mi  verdadero  Don  Quijote  van  ya  tropezando,  y 
han  de  caer  del  todo  sin  duda  alguna.  Vale. 


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'¡íSi¿¿i:--¿:'):-:¿SiSí^Tiy 


ÍNDICE 


Al  Duque  (le  Héjur. 

Tróiogo 

Kl()o:ios 


Página». 

vil 
IX 
XV 


PAUTE    PRIMERA 


(,'apítitu)  pki mero. —Que  trata  de  la  condición  y  ejercicio  del  íainoso  hi- 
dalgo Don  Quijote  de  la  Mancha 1 

Cap.  II.  — (^ne  trata  de  la  primera  salida  que  de  su  tierra  hizo  el  ingenio- 
so Don  Quijote 6 

Cap.  IIL— Donde  se  cuenta  la  graciosa  manera  que  tuvo  Don  Quijote  en 

armarse  caballero 12 

C.vp.  IV.  — De  lo  que  le  sucedió  á  nuestro  caballero  cuando  salió  de  la 

venta 18 

Cap.  V.  Donde  se  prosigue  la  narración  de  la  desgracia  de  nuesti'o  caba- 
llero   24 

Cap.  VI. — Del  donoso  y  grande  escrutinio  que  el  Cura  y  el  barbero  hicie- 

i'on  en  la  librería  de  nuestro  ingenioso  hidalgo 29 

Cap.  VII.  — De  la  segunda  salida  de  nuestro  buen  caballero  Don  Quijote 

<le  la  Mancha ' 35 

Cap.  VIII.  Del  liuen  suceso  que  el  valeroso  Don  t^uijote  tuvo  en  la  es- 
pantable y  jamás  imaginada  aventura  de  los  molinos  de  viento,  con 
otros  sucesos  dignos  de  felice  recordación 40 

Cap.  IX.  —  Donde  se  concluye  y  da  fin  á  la  estupenda  batalla  que  el  ga- 
llardo vizcaíno  y  el  valiente  manchego  tuvieron 48 

Cap.  X.  — De  los  graciosos  razonamientos  que  pasaron  entre  Don  Quijote 

y  Sancho  Panza,  su  escudero 53 

Cap.  XI.-  De  lo  que  sucedió  á  Don  Quijote  con  unos  cabreros 58 

Cap.  XII. — De  lo  que  contó  un  cabrero  á  los  que  estaban  con  Don  Quijote.  64 


870 


índice 


P^e'irn?. 


.•:.€ap.  XIII.— Donde  se  da  fin  al  cuento  de  la  pastora  Marcela,  con  otros 

'.:     sucesos 70 

Cap.  XIV.— Donde  se  ponen  los  versos  desesperados  del  difunto  pastor, 

.;     con  otros  no  esperados  sucesos : 77 

Cap.  XV.— Donde  se  cuenta  la  desgraciada  aventura  que  se  topó  Don 

■  Quijote  en  topar  con  unos  desalmados  yangüeses SI 

Cap.  XVI.— De  lo  que  le  sucedió  al  ingenioso  hidalgo  en  la  venta  que  él 

imaginaba  ser  castillo 91 

Cap.  XVII.— -Donde  se  prosiguen  los  innumerables  trabajos  que  el  bravo 
Don  Quijote  y  su  buen  escudero  Sancho  Panza  pusiron  en  la  venta, 
que  por  sn  mal  Don  Quijote  pensó  que  era  castillo 97 

Caf.  XVIIL  — Donde  se  cuentan  las  razones  que  pasó  Sancho  Panza  con 

su  señor  Don  Quijote,  con  otras  aventuras  dignas  de,  ser  contadas..  .  .         105 

Cap.  XIX. — De  las  discretas  razones  que  Sancho  pasó  con  su  amo,  y  de 
la  aventura  que  le  sucedió  con  un  cuerpo  muerto,  con  otros  aconteci- 
mientos famosos 115 

Cap.  XX. — De  la  jamás  vista  ni  oída  aventura  que  con  más  poco  peligro 
fué  acabada  de  famoso  caballero  en  el  mundo,  como  la  que  acabó  el 
valeroso  Don  Quijote  de  la  Mancha 122 

Cap.  XXl.— (¿ue  trata  de  la  alta  aventura  y  rica  ganancia  del  yelmo  de 

Mambrino,  con  otras  cosas  sucedidas  á  nuestro  invencible  caballero.  .         133 

Cap.  XXII.  — De  la  libertad  que  dio  Don  Quijote  á  muchos  desdichados 

que  mal  de  su  grado  los  llevaban  donde  no  quisieran  ir 142 

Cap.  XXIII. — De  lo  que  le  ac;onteció  al  famoso  Don  Quijote  en  Sierra 
Morena,  que  fué  una  de  las  más  raras  aventuras  que  en  Bsta  verdade- 
ra historia  se  cuentan 151 

Cap.  XXIV. —Donde  se  prosigue  la  aventura  de  Sierra  Morena IGi 

Cap.  XXV. — Que  trata  de  las  extrañas  cosas  que  en  Sierra  INIorena  suce- 
dieron a!  valiente  caballero  de  la  Mancha,  y  de  la  imitación  que  hizo 
de  la  penitencia  de  Beltenebros 1(39 

Cap.  XXVI. —Donde  se  prosiguen  las  finezas  que  de  enamorado  hizo 

Don  Quijote  en  Sierra  Morena 183 

Cap.  XXVII. — De  cómo  salieron  con  su  intención  el  Cura  y  el  barbero, 

con  otras  cosas  dignas  de  que  se  cuenten  en  esta  grande  historia.  .  .  .         190 

Cap.  XXVIII. — Que  trata  de  la  nueva  y  agradable  aventura  que  al  Cura 

y  liarbero  sucedió  en  la  misma  sierra 203 

Cap.  XXIX.— Que  trata  del  gracioso  artificio  y  orden  que  se  tuvo  en 
sacar  á  nuestro  enamorado  caballero  de  la  asperísima  penitencia  en 
que  se  había  puesto 215 

Cap.  XXX.  —  Que  trata  de  la  discreción  de  la  hermosa  Dorotea,  con  otras 

cosas  de  mucho  gusto  y  pasatiempo 225 

.1*.  XXXI.     De  los   sabrosos    razonamientos    que  pasaron  entre    Don 
Quijote  y  Sancho  Panza,  su  escudero,  con  otros  sucesos 231 

Cap.  XXXII. — Que  trata  de  lo  que  sucedió  en  la  venta  á  toda  la  cuadrilla 

de  Don  Quijote 212 

Cap.  XXXIII. — Donde  se  cuenta  la  novela  del  Curioso  impertinente. .  .  .         218 

Cap.  XXXIV, — Donde  se  prosigue  la  novela  del  Curioso  impertinente. .  .         282 

Cap.  XXXV.- — Que  trata  de  la  brava  y  descomunal  batalia  que  Don  Qui- 
jote tuvo  con  unos  cueros  de  vino  tinto,  y  se  da  fin  á  la  novela  del 
Curioso  imi)ertinente 27G 

Cap.  XXX^'I.— Que  trata  de  otros  raros  sucesos  que  en  la  venta  suce- 
dieron  , 284 

Cap.  XXXVII. — Donde  se  prosigue   la   historia   de   la    famosa   infanta 

Micomicona,  con  otras  graciosas  aventuras 293 

Cap.  XXX VIH.  — Que  trata- del  curioso  discurso  que  hizo  Don  Quijote  de 

■las  armas  y  las  letras 303 

Cap.  XXXIX.  -  Donde  eJ  cautivo  cuenta  su  vida  V  sucesos 307 


ÍNDICE    ^?n 

PáRioos. 

(AP.  XL.— Donde  se  prosijíue  lu  historia  del  cautivo 313 

<'\p.  XLl.— Donde  todavía  iirosigue  el  oautivo  su  suceso 322 

Cap.  XLII.— Que  trata  de  lo  que  además  sucedió  en  la  venta,  y  de  otras 

muchas  cosas  diííuas  de  saberse 337 

Cap.  XLIIL— Donde  se  cuenta  la  a^radal)le  historia  del  mozo  de  muías, 

iMjn  otros  extraños  acaecimientos  en  la  venta  suceditlos 313 

<"ap.  XLIV.— Donde  se  prosiguen  los  inauditos  sucesos  de  la  venta.  .  .  .         351 
i'.w.  XLV. — Donde  se  acaba  «le  averiguar  la  duda  del  yelmo  de  >h\mbri- 

no  y  de  la  albarda,  y  otras  aventuras  suce<lidas  con  toda  verdad.  .  .  .         3i)S 
<"ap.  XLVI.  -Del  fin  de  la  notal)le  aventura  de  los  cuadrilleros,  y  la  gran 

ferocidad  de  nuestro  buen  caballero  Don  Quijote 3();) 

(AP.  XLVII.- Del  extraño  modo  con  que  fué  conducido  encantado  Don 

(¿aijote  de  la  Mancha,  con  otros  famosos  sucesos 372 

ÍAP.  XLVÍII.— D«»nde  prosigue  el  Canónigo  la  materia  de  los  libros  ile 

caballerías,  con  otras  cosas  dignas  de  su  ingenio 380 

1'ap,  XLIX.— Donde  se  tratti  del   discreto  coloquio  que  Sancho  Panza 

tuvo  con  su  señor  Don  (¿uijote ,'  .*  • 

Cap.  L.— De  las  discretas  altercaciones  que  Don  (Quijote  y  el  Canónigo 

tuNneron,  con  otros  sucesos 

íAP.  LI.  -  Que  trata  de  lo  que  contó  el  cabrero  á  todos  los  que  llevaban  á 

Don  Quijote. •'^''^ 

Cap.  LII.— De  la  pendencia  que  Don  Quijote  tuvo  con  el  cabrero,  con  la 

rara  aventurado  los  diciiiünantes,  á  quien  dio  felice  fin  á  costa  de  su 

sudiir 


PARTE  SEGUNDA 


38») 
3I>2 


103 


410 


l>e:lnali'ri:i  ai  ^.  ••une  «ie  ia-iiids 

Prólogo ^^ ' 

Capítilo  prijiero.     De  lo  que  el  Cura  y  el   l)arbero  pasaron  con  Don 

Quijote  cerca  de  su  enfermedad 121 

Cap.  II.     Que  trata  de  la  notable   pendencia  que  Sancho  Panza  tuvo  con 

la  sobrina  y  ama  de  Don  Quijote,  con  otros  sucesos  graciosos 430 

Cap.  III.— Del  ridículo  razonamiento  que  pasó  entre  Don  Quijote,  Sancho 

Panza  y  el  bachiller  Sansón  Carrasco 435 

Cap.  IV.—Donde  Sancho  Panza  satisface  al  bachiller  Sansón  Carrasco  de 

sus  dudas  y  preguntas,  con  otras  cosas  dignas  de  saberse  y  de  contarse.         411 
Cap.  V.  — De  ia  discreta  y  graciosa  i)lática  que  pasó  entre  Sancho  Panza 

y  su  mujer  Teresa  Panza,  y  otros  sucesos  dignos  de  felice  recordación.        44G 
Cap.  VI.— De  lo  que  le  pasó  á  Don  Quijote  con  su  sobrina  y  con  su  ama;  y 

es  uno  de  los  más  importantes  capítulos  de  toda  la  historia 451 

í'ap.  VII.— De  lo  que  pasó  Don  Quijote  con  su  escudero,  con  otros  suce- 
sos famosísimos -. • _•         4y6 

Cap.  VIII. — Donde  se  cuenta  lo  que  le  sucedió  á  Don  Quijote  yendo  á 

ver  su  señora  Dulcinea  del  Toboso ;';- 

<'ap.  IX.— Donde  se  cuenta  lo  que  en  él  se  verá i'>"^ 

<'ap.  X.  —Donde  se  cuenta  la  industria  que  Sancho  tuvo  para  encantar  á 

la  señora  Dulcinea,  y  de  otros  sucesos  tan  ridículos  como  verdaderos.         472 
Cap.  XI. — De  la  extraña  aventura  que  le  sucedió  al  valeroso  Don  Quijote 

con  el  carro  ó  carreta  de  las  Cortes  de  la  3Iuerte •  •         480 

<.'ap.  XII.— De  la  extraña  aventura  que  le  sucedió  al  valeroso  Don  Quijote 

con  el  bravo  Caballero  de  los  Espejos r  •  •  •         '^^^ 

Cap. — XIII.— Donde  se  prosigue  la  aventura  del   Caballero  del  Bosque, 

con  el  discreto,  nuevo  v  suave  coloquio  que  pasó  entre  los  dos  escu- 

.1,.,.,,.  .  ' 492 


872  ÍNDICE 


Páírinas. 


Cav.  XIV.  — Donde  se  prosigue  la  aventura  del  Caballero  del  Bosque.  .  .         497 

Cap.  XV. — Donde  se  cuenta  y  da  noticia  de  quién  era  el  caballero  de  los 

Espejos  y  su  escudero 5(>(> 

Cáv.  XVI. — De  lo  que    sucedió  á  Don  (Quijote  con  un  discreto  caballero 

de  la  Mancha óOS^ 

Cap.  XVII.  — Donde  se  declara  el  último  punto  y  extremo  adonde  llegó  y 
pudo  llegar  el  inaudito  ánimo  de  Don  íjuijote,  con  la  felicemente  aca- 
bada aventura  de  los  leones T)!,") 

C.\.p.  XVIII. — De  lo  que  sucedió  á  Don  Quijote  en  el  castillo  ó  casa  del 

Caballero  del  Verde  (íabán,  con  otras  cosas  extravagantes 524 

Cap.  XIX. —  Donde  se  cuenta  la  aventura  del  pastor  enamorado,  con  otros 

en  verdad  graciosos  sucesos 53 1 

Cap.  XX. — Donde  se  cuentan  las  bodas  de  Camacbo  el  Rico,  con  el  suce- 
so de  Basilio  el  Pobre 537 

Cap.  XXI. — Donde  se  prosiguen  las  bodas  de  Camacbo,  con  otros  gusto- 
sos  sucesos biú 

Cap.  XXII. —  Donde  se  da  cuenta  de  la  grande  aventura  de  la  cueva  de 
Montesinos,  que  está  en  el  corazón  de  la  ]Mancha,  á  quien  dio  felice 
cima  el  valeroso  Don  Quijote 551 

Cap.  XXIII. — De  las  admirables  cosas  que  el  extremado  Don  Quijote  con- 
tó que  había  visto  en  la  profunda  cueva  de  Montesinos,  cuya  imposibi- 
lidad y  grandeza  hace  que  se  tenga  esta  aventura  por  apócrifa 557 

Cap.  XXIV.  —Donde  se  cuentan  mil  zarandajas  tan  impertinentes  como 

necesarias  al  verdadero  entendimiento  desta  grande  historia 566 

Cap.  XXV. — Donde  se  apunta  la  aventura  del  rebuzno  y  la  graciosa  del 

titerero,  con  las  memorables  adivinanzas  tlel  mono  adivino 572 

Cap.  XXVI.  -  Donde  se  prosigue  la  graciosa  aventura  del  titerero,  con 

otras  cosas  en  verdad  harto  buenas 5S(> 

Cap.  XXVII. — Donde  se  da  cuenta  quiénes  eran  niaese  Pedro  y  su  mono, 
con  el  mal  suceso  que  Don  Quijote  tuvo  en  la  aventura  del  rebuzno, 
que  no  la  acabó  como  él  quisiera  y  como  lo  tenía  pensado 587 

Cap.  XXVIII. — De  cosas  que  dice  Benengeli,  que  las  sabrá  quien  le  leye- 
re, si  las  lee  con  atención 59íJ 

Cap.  XXIX. — De  la  famosa  aventura  del  bairo  encantado 597 

Cap.  XXX. — De  lo  que  le  avino  á  Don  Quijote  con  una  bella  cazadora    .         60íJ 

Cap.  XXXI.  — (¿ue  trata  de  muclias  y  grandes  cosas 60Í)' 

Cap.  XXXII. — De  la  respuesta  que  dio   Don  (Quijote  á  su  reprehensor, 

con  otros  graves  y  graciosos  sucesos 617 

Cap.  XXXIII. — De  la  sabrosa  plática  que  la  Duíjuesa  y  sus  doncellas  pa- 
saron con  8anch(j  Panza,  digna  ile  que  se  lea  y  de  que  se  note 627 

í 'AP.  XXXIV.  (¿ue  da  cuenta  de  la  noticia  (lue  se  tuvo  de  cómo  se  había 
de  desencantar  la  sin  par  Dulcinea  del  Toboso,  que  es  una  de  las  aven- 
turas más  famosas  deste  libro 634 

Cap.  XXXV. — Donde  se  prosigue   la   noticia  que  tuvo  Don  Quijote  del 

desencanto  de  Dulcinea,  <-on  otros  admirables  sucesos 640 

Cap.  XXX V'I.  — Donde  se  cuenta  la  extraña  y  jamás  imaginada  aventura 
de  la  dueña  Dolorida,  alias  la  Condesa  Trifaldi,  con  una  carta  que 
Sancho  Panza  escriljió  á  su  mujer,  Teresa  Panza 64(> 

Cap.  XXXVII.  —  Donde  se  prosigue  la  famosa  aventura  de  la  dueña  Do- 
lorida          651 

Cap.  XXXVÍII. — D(jnde  se  cuenta  la  cjue  dio  de  su  mala  andanza  la  áne- 

ña  Dolorida 653 

Cap.  XXXIX. — Donde  la  Trifaldi   i)rosigue  su  estujjenda  y  memorable 

historia , 65S 

Cap.  XL. — De  cosas  (pie  atañen  y  tocan  á  esta  aventura  y  á  esta  memora- 
ble  historia 661 

Cap.  XLI. — De  la  venida  de  Clavilefio,  con  el  fin  desta  dilatada  aventura.         666 


ÍNDICE  873 

Págioas. 

l'.vr.  Xí>II. — De  los  «•itiisejo»  (jue  dio  Don  t^uijote  á  Sancho  Panza  antes 

(jue  fuese  á  frobernar  la  ínsula,  con  otras  cosas  bien  consideradas..  .  .         t)7  J 

i"ap.  XMII.-  De  los  consejos  segundos  que  dio   Don  Quijote  á  Sancho 

Panza tiT^ 

Cap.  XldV.-  Ouno  Sancho  Panza  fué  llevado  al  jrobierno,  y  <le  la  extra- 
ña aventura  (|ue  en  el  castillo  sucedió  á  Don  Quijote ♦iS.'i 

C\v.  XI.\'.  — De  cómo  el  gran  Sancho  Panza  tomó  la  posesión  de  su  ínsu- 
la, y  del  modo  que  comenzó  á  gobernar lüM 

Cai'.  XLN'I.— Del  temeroso  espanto  cencerril   y  gatuno  que  recibió  Don 

(¿uijotc  en  el  discurso  <le  los  amores  de  la  enamorada  Altisidora.  .  .  .         ti!*7 

('ai».  XIA'II.— Donde  se  prosigue  cómo  se  portaba  Sancho  Panza  en  su 

gobierno 701 

Cap.  XLVIII.-  De  lo  que  le  sucedió  á  Don  Quijote  con  doña  Rodríguez, 
la  dueña  de  la  l>uquesa,  ccju  otros  acontecimientos  dignos  de  escritura 
y  de  meníoria  eterna 70t» 

Cap.  XLIX.— De  lo  ijue  le  sucedió  á  Sancho  Panza  rondando  su  ínsula..  .         71(> 

('ap.  L.  —  Donde  .se  declara  quién  fueron  los  encantadores  y  verdugos  que 
azotaron  á  la  <Iueña  y  pellizcaron  y  arañaron  á  Don  (¿uijote,  con  el  su- 
ceso que  t.ivo  el  paje  que  llevó  la  carta  á  Teresa  Panza,  mujer  de  San- 
cho Panza 12í> 

Cap.  \A. — Del  progreso  del  gobierno  de  Sancho  Panza,  con  otros  sucesos 

tales  como  buenos 738- 

Cap.  LII. — Donde  se  cuenta  la  aventura  de  la  segunda  dueña   Dolorida  ó 

angustiada,  llamada  por  otro  nombre  doña  Rodríguez 74()- 

Cap.  Lili. — Del  fatigado  fin  y  remate  que  tuvo  el  gobierno  de  Sancho 

Panza 74«)- 

Cap.  LIV.- Que  trata  de  cosas  tocantes  á  esta  historia,  y  no  á  otra  al- 
guna          751 

Cap.  LV.—  De  cosas  sucedidas  á  Sancho  en  el  camino,  y  otras,  que  no  hay 

más  que  ver 7ó7 

Cap.  LVI.  -De  la  descomunal  y  nunca  vista  batalla  que  pasó  entre  Don 
(Quijote  de  la  Mancha  y  el  lacayo  Tosilos,  en  la  defensa  de  la  hija  de 
la  <lueña  doña  Rodríguez 76ii^ 

C\p.  LVII. — (¿ue  trata  de  cómo  Don  Quijote  se  despidió  del  Duque,  y  de 
lo  que  le  sucedió  t-on  hi  discreta  y  desenvuelta  Altisidora,  doncella  de 
la  Dutjuesa 7<i7 

Cap.  LVIII.  Que  trata  de  cómo  menudearon  sobre  Don  Quijote  aventu- 
ras tantas,  que  no  se  daban  vagar  unas  á  otras 772 

Cap.  LIX.  — Donde  se  cuenta  el  extraordinario  suceso,  que  se  puede  tener 

por  aventura,  que  le  sucedió  á  Don  (Juijote 7Sl 

Cap.  LX. — De  lo  que  le  sucedió  a  Don  Quijote  yendo  á  Barcelona 787 

Cap.  LXI.  De  lo  que  le  sucedió  á  Don  (¿uijote  en  la  entrada  de  Barcelo- 
na, con  otras  cosas  que  tienen  más  de  lo  verdadero  que  de  lo  discreto.         7í)7 

Cap.  LXIL  — Que  trata  de  la  aventura  de  la  cabeza  encantada,  con  otras 

niñerías  que  no  pueden  dejar  <le  contarse 800 

('ap.  LXIII.  —  Del  mal  que  le  avino  á  Sancho  Panza  con  la  visita  de  las 

galeras,  y  la  nueva  aventura  de  la  hermosa  morisca SO'.l 

Cap.  LXIV.     (¿ue  trata  de  la  aventura  que  más  pesadumbre  dio  á  Don 

(¿uijote  de  cuantas  hasta  entonces  le  habían  sut-edido SlC» 

Cap.  LXV.     Donde  se  da  noticia  quién  era  el  de  la  Blanca  Luna,  con  la 

libertad  de  don  (iregorio,  y  de  otros  sucesos S*21 

Cap.  LXVI. — Que  trata  de  lo  <iue  verá  el  que  lo  leyere,  ó  lo  oirá  el  que  lo 

escuchare  leer .•       S25 

Cap.  LXVII.-  De  la  resolución  que  tomó  Don  (7"' jote  <^le  hacerse  pastor 
y  seguir  la  vida  del  campo  en  tanto  que  se  pasaba  el  año  de  su  prome- 
sa, con  otros  sucesos,  en  verdad  gustosos  y  buenos S30 

Cap.  LXVIII.  —  De  la  cerdosa  aventura  que  le  aconteció  á  Don  Quijote. .  .         s;J4 


874  ÍNDICE 

Páginas. 

«Cap.  LXIX.  —  Del  más  raro  y  más  nuevo  suceso  que  en  todo  el  discurso 

desta  grande  historia  avino  á  Don  Quijote 838 

Cap.  LXX.  —Que  sigue  al  de  sesenta  y  nueve,  y  trata  de  cosas  no  excusa- 
das para  la  claridad  desta  historia 842 

Cap.  LXXI.  —  De  lo  que  á  Don  Quijote  le  sucedió  con  su  escudero  Sancho, 

yendo  á  su  aldea 848 

Cap.  LXXII.— De  cómo  Don  Quijote  y  Sancho  llegaron  á  su  aldea 853 

Cap.  LXXIII.  —  De  los  agüeros  que  tuvo  Don  Quijote  al  entrar  de  su  al- 
dea, con  otros  sucesos  que  adornan  y  acreditan  esta  grande  historia.  .         858 
Oap.  LXXIV. — De  cómo  Don  Quijote  cayó  malo,  y  del  testamento  que 

hizo,  y  su  muerte 8G3 


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Don  Quijote.  .Al