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O ID E. R N O
L.EIRALT y L.LAPDEVILA
"UlpmODEíMNE
Ixxxm
EL ÍDOLO DE CARNE
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in 2012 with funding from
University of North Carolina at Chapel Hill
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Núm. 337
PERSONAJES
Julia Valcárcel, veinticinco años ; Amelia Ardavín, treinta y
dos ; Carmina, treinta ; Eugenio Moral, cuarenta y dos ;
Pablo Ardavín, cincuenta y cinco ; Martín Sagredo, vein-
tiocho ; Antonio de Bielsa, cincuenta ; Fernando de Bielsa,
diecinueve ; Una doncella, veintidós.
En Madrid, en Barcelona, en una gran ciudad cualquiera, hoy.
ACTO PRIMERO
Un rincón íntimo del taller del escultor Eugenio Moral. En este rincón,
sobriamente elegante, se refugia el glorioso artista en sus horas de
tedio, de soledad, de tristeza.
De una barra de bronce, que dibuja una curva, truncada por un ángulo
a derecha e izquierda, colocada a unos dos metros de altura, penden
unas cortinas de terciopelo color musgo. Estas cortinas se abren en el
fondo, en el centro de la curva, y en los lados rectos, en aberturas
sabiamente disimuladas por los elegantes pliegues.
A los lados, en los muros revestidos por altos zócalos de terciopelo,
igual al de las cortinas, dos puertas de madera esculpida. La de la dere-
cha se abre a las habitaciones interiores de la casa ; la de la izquierda,
a un pasillo que conduce' a la escalera particular.
A la derecha, en el rincón y al lado de la puerta, hay un bargueño.
Sobre el bargueño, y en una sajonia, unas rosas negras. En el rincón
de la izquierda, un diván muelle y profundo como un lecho, con algu-
nos almohadones de sedas policromas. Al lado del diván, en el ángulo,
como un pénate protector, una estatuilla de Antinóo tallada en jaspe.
En el ángulo de la izquierda, y sobre un pie de madera esculpida, una
lámpara con pantalla de seda malva.
Tras las cortinas, los anchos ventanales, las blancas paredes del taller.
En éste, visibles al abrirse las cortinas, una tarima, un caballete, una
estatua sin terminar y una estufa.
Son las cinco de la tarde de un día último de otoño. En el taller hay
la dorada claridad del día que va a morir. En la camareta, una amable
penumbra.
(Después de un momento, y por la puerta de la
derecha, aparece Amelia Ardavín. Amelia Ardavín
es la esposa de Eugenio Moral. Es una mujer me-
nuda, pálida, de aspecto enfermizo, con grandes
ojos negros, llenos de tristeza. Emana de ella una
bondad inefable y una gran simpatía. Peina el ca-
bello, negro, anudándolo en un rodete sobre la
nuca. Viste un traje claro, sencillo y elegante, de
casa. Duda un instante y avanza, trémula, sobre
las puntas de los pies, sigilosa, llena de susto, ha-
cia el fondo. Se detiene anhelante, conteniendo los
latidos del corazón con la mano, y escucha. Se
oye la risa fría, metálica, de Julia y la voz de
Eugenio Moral llena de indulgencia: «¡Eres una
.}..£..U¡-Í-*
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mala mujer, Julia; lo que se dice una mala mu-
jer!» Y nuevamente la risa de Julia.)
AMELIA (Muy pálida.) ¡ Dios mío ! (Ha suspirado las dos
palabras imploradoras con la voz llena de lágri-
mas, y se abandona en el sofá escondiendo el
rostro marchito entre las manos. Un momento,
tras el que vuelve a triunfar en el taller la cíni-
ca, clara, magnífica risa de Julia. Apaga esa risa
un nuevo suspiro de la dolorosa.) ¡ D;os mío !
(El bolso de azabaches de Julia Valcárcel, aban-
donado sobre el tablero de la mesita, excita la
curiosidad de la pobre mujer: Alcanza el bolso.
Lo abre; se queda dudando unos momentos con
el bolso en la mano. Después lo deja donde an-
tes. Pero, al retirarse, se apercibe de un billete
caído del bolso. Lo recoge, lo lee, casi involun-
tariamente. En sus labios pálidos hay una con-
tracción dolorosa. Entra Carmina; elegante, son-
riente, treinta años. Amelia Ardavín no la oyó lle-
gar. Así es que se, estremece apocadamente, enco-
giéndose como un chiquillo temeroso del casti-
go, cuando Carmina la toca, cariñosa, en el hom-
bro, para avisarla su llegada.)
AMELIA ¡ Ay !... ¡Eres tú!
CARM. ¿Te asusté? ¡ Pobrecilla mía! ¡Claro; estabas
aquí tan abstraída, tan lejos de este mundo ! En-
contré todas las puertas de tu casa abiertas ; na-
die a recibirme. Y me he colado hasta aquí. ¡ Si
parece la casa de los duendes!... ¿De veras te
asustaste? (Carmina habla alocadamente, de la
misma manera que gorjean los pájaros de las pri-
meras horas mañaneras. Se mueve, se ríe por
nada. Es la mujer que de la vida supo rechazar
todo lo feo, todo lo triste, todo lo grave, todo lo
desagradable. Besa a Amelia ruidosamente, con
muchos dengues y monerías. Amelia, inerte, fría,
entre los brazos de su amiga, murmura:)
AMELIA ; La casa de los duendes ! (Carmina, sin soltarla,
se aparta un poco, la mira a los ojos y exclama,
extrañadísima, en el colmo del asombro:)
CARM. ¡ Pero, chiquilla ! ¡ Tú estabas llorando !
AMELIA (Asustada, volviéndose a mirar al taller, con mié-
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do de que su marido pueda oírlas.) ¡Chist!...
¡Calla!... ¡No, no lloraba! ¿A santo de qué
iba a llorar?
CARM. (Que observó el movimiento de Amelia y su an-
gustia.) ¿Está aquí tu marido? (En este mo-
mento, como respondiendo a la interrogación de
Carmina, se oye en el interior del taller la voz
fuerte y poderosa de Eugenio Moral.) ¿Te llama?
(A las palabras de Moral ha respondido en el ta-
ller la risa fría, aguda, de Julia Valcárcel.)
AMELIA (Estallando, retorciéndose las manos, con los ojos
llenos de lágrimas, con la voz tempestuosa, ora
ronca y opaca, ora metálica y brillante.) ; No ; es
a ella a quien llama ! ¡ Siempre a ella !
CARM. ¿A Julia, su modelo?
AMELIA No es su modelo ; es su vida, lo es todo para él.
¡ Ha hecho de él un desdichado !
CARM. (Más asustada que compasiva. ) ¡ Amelia, por
Dios !
AMELIA Hoy, Eugenio Moral, el artista glorioso, es el ju-
guete de esa mujerzuela.
CARM. ¡ Figuraciones tuyas !
AMELIA No, no lo creas. Nadie mejor que yo conoce a
él y a ella. Ella es una mujer de instintos avie-
sos y crueles. A mí me da miedo. ¡ La veo tan
fuerte, tan segura de su poder !
CARM. Pero de mujer a mujer...
AMELIA (Siguiendo el curso de su pensamiento atormen-
tado.) El, con su robusta complexión de Hércu-
les, es un chiquillo, una criatura. Eugenio siem-
pre ha sido..., ¿cómo te diría yo?..., .n poco hijo
mío. ¡ El hijo que yo esperaba que me diera, para
consolar mis horas de tristeza y de abandono, y
que no ha venido !
CARM. ¡ Pobre Amelia ! (Así que ha pronunciado las dos
I* palabras consoladoras, que apenan más aún a la
pobre mujer, añade con tono frivolo y ligero :)
¡ Pero quién sabe ! . . . Acaso todo sean fantasías
tuyas... Los artistas son así, mujer: un poco ra-
ros... ¿No estarás celosa?
AMELIA ¡ No ! ¡No son celos lo que siento ! (Exaltándo-
se dolorosamente con sus palabras.) Podría sen-
8 CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
tirios, porque son el alma y la carne y los ner-
vios los que se rebelan a la idea de que otra mu-
jer pueda robarnos el cariño del hombre al que
dimos lo mejor de nuestra vida... (Se crispan sus
manos sobre el pecho, se aprieta las sienes, es-
truja él pañuelo que recogió sus lágrimas.) ¿Ce-
los?... ¡ No, no!... ¡He pasado ya por ellos!...
(Con hondo dolor, alzando los ojos llenos de lá-
grimas.) ¡ Es la pasión de Eugenio por esa mujer
la que me da miedo !
CARM. ¡ Calla ! Van a oírte.
AMELIA ¡ No ! Hace ya mucho que Eugenio no me oye...
(Transición.) No sé si me creerás ; pero te ase-
guro que en la maldad de esa mujer reside toda
mi fortaleza, mi valor de mujer herida en lo más
íntimo y en lo más querido.
CARM. (Curiosa.) ¿Y ella le quiere?
AMELIA Ella no quiere a nadie ; no tiene corazón. Lee
esto. (Sacando del bolso de Julia el billete que
leyó antes, y dándoselo a leer a Carmina.) Un
hombre, que no es Eugenio, la cita para dentro
de unas horas. La cita en la terraza de un café,
junto al arroyo, de donde no debiera haber salido.
CARM. ¡ Cuánto habrás sufrido !
AMELIA Ni una queja asomó jamás a mis labios. El si-
lencio, que es una tortura, es, al fin, un consue-
lo. He devorado mis penas, mis lágrimas, mis
protestas, y así acabé por sentirme como ampa-
rada y fortalecida por mi silencio, por mi soledad.
CARM. ; PobreciJla mía !
AMELIA (Con la voz como un suspiro, bajando la cabeza
sobre el pecho, avergonzada de sus palabras.) ¡ Si
te dijera que este perfume..., (Alzando, tembloro-
sa, el bolso de Julia Valcárcel.) este odioso per-
fume, he llegado a conocerlo besando a mi ma-
rido !... (Un sollozo no la deja terminar.)
CARM. (Muy alarmada.) ¡ Por Dios, Amelia, que te pue-
den oír !
AMELIA (Levantándose rápida, súbitamente temerosa.) Sí ;
tienes razón. Vamonos, vamonos...
CARM. (Levantándose también, abrazándola consoladora,
EL ÍDOLO DE CARNE
besándola en la cara.) ¡ Pobrecilla mía ! ¡ Esto pa-
sará ! Muy pronto volverás a ser feliz.
AMELIA No. Hoy ya no sabría serlo. Un instante de ale-
gría me da en el pecho como una sensación de
ahogo... Hoy, la felicidad me mataría, Carmina...
CARM. (Algo conmovida.) ' ¡ Bah ! ¡Mujer!... No exa-
geres... (La coge del brazo y se la lleva por la
puerta de la derecha, casi al mismo tiempo que
se separan las cortinas del fondo y aparece Julia
Valcárcel. Se la adivina desnuda bajo un albor-
noz niveo que la cubre de los pies a la cabeza.
Es una mujer magnífica, un poco matrona, como
conviene a su hermética condición de estatua car-
nal. Hay en su boca y en sus ojos una cálida sen-
sualidad dominadora y maléfica. A la poderosa y
autoritaria voz de Eugenio Moral, se detiene en
el centro de la camareta.)
EUGE. ¡Julia! ¡No seas terca!... ¡Es cuestión de un
momento !
JULIA (Ya separando la cortina del tocador de los mo-
delos, a la izquierda.) ¡ Quita, hombre, emita !
EUGE. ¡Julia!...
JULIA (Desapareciendo tras la cortina.) ¡ Que no, Euge-
nio, que no ! ¡ No seas pesado ! (Entra por el
fondo Martin Sagredo, el discípulo predilecto. Vis-
te un blusón manchado de barro y se seca las
manos con una toalla, roja de barro también. )
MART. Que no, maestro ; le entraron las prisas de cada
tarde.
EUGE. (Entrando, en mangas de camisa.) ¡ Qué le va-
mos a hacer ! ¡ Si está por domesticar !... Segui-
remos mañana, a primera hora, a no ser que la
señorita se empeñe en no dejar la cama hasta la
tarde. (Levantando la voz.) ¿Has oído, Julia?
JULIA (Desde el interior.) ¡ No !
EUGE. Pues que te necesito aquí temprano, -j compren-
des?
JULIA ¡ No !
EUGE. ¡ Pues va a ser que sí ! Mañana tengo que traba-
jar sin falta en la cabeza.
JULIA (Riendo ) Di que tu modelo no tiene cabeza,
MART. ¡ Y no será mucho exagerar !
10 CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
EUGE. (Se vuelve rápido hacia el tocador. Va a respon-
der alguna brutalidad. Después se encoge de hom-
bros, irritado y despectivo.) ¡ Estúpida ! (Martín,
que desapareció un momento por el fondo, vuelve
a entrar ahora, ya vestido de calle, aunque sin
sombrero.)
MART. ¿Manda usted algo, maestro?
EUGE. (Distraído, paseando de un lado a otro.) Nada...
(Deteniéndose de pronto ante Martín.) Es decir,
sí ; que te pases por casa de Isidoro a decirle
que mañana me manda el mármol o no se presen-
ta más aquí. Si quieres y puedes volver a decir-
me lo que haya, yo estaré en casa todavía.
MART. Hasta luego, maestro. (Vase por la puerta de la
izquierda. Eugenio Moral se ha quedado solo. En-
ciende un cigarrillo. A la dorada claridad de la
tarde otoñal ha sucedido una roja llamarada que
incendia los cristales del fondo. Eugenio se di-
rige al tocador, donde se supone está Julia vis-
tiéndose.)
EUGE. ¿Aun no?
JULIA (Desde dentro.) ¡ Ya ! (Aparece Julia. Tira el
sombrero y los guantes sobre el sofá. Lleva el
traje desabrochado en la espalda.)
JULIA ¿Me quieres abrochar esto? (A Eugenio, después
de un momento de contemplarla extático, en que
le dice ella, impaciente :) ¿Qué te pasa, que po-
nes esa cara de bobo? ¿Quieres o no quieres?
(Va a ella con los ojos deslumhrados ; pero heri-
do como un potro bravo por la repulsa, murmura:)
EUGE. ¡ Fierecilla !
JULIA (Vuelta de espaldas al hombre glorioso aue, incli-
nado, le abrocha el traje.) ¿Aun no? (Golpeando
el suelo con el pie.) ¡ Ay ! ¡Me pones nerviosa,
furiosa !
EUGE. (Sin dejar su tarea.) Hija, que yo no soy tu don-
cella.
JULIA Ya, ya. (De pronto, y con tono indiferente, como
se enteraría del tiempo.) ¿Y Martín?
EUGE. Salió. (Se endereza, apartándose de ella.) ¿Te in-
teresa mucho Martín? (Se le han escapado estas
palabras, y eso le molesta. Tiene el ceño fruncí-
EL ÍDOLO DE CARNE
do, la boca crispada. A pesar suyo, devora a Julia
con la mirada, queriendo sorprender en ella la
traición que él espera a cada momento.)
JULIA (Muy tranquila, poniéndose el sombrero.) Como
todo el mundo.
EUGE. Es eme acaso te interese todo el mundo. ¡ Tenéis
tanto corazón las mujeres !... (Julia se vuelve, rá-
pida, a él, irguiéndose sobre sí misma como una
serpiente, con un gesto fiero, rajado. Después dice,
llena de insolencia y desprecio, todopoderosa :)
JULIA ¡ No seas tonto ! ¡ No me molestes ! (Y vuelve a
arreglarse el sombrero, con sus dos agujas como
puñales en la boca, sobre la cabeza gentil.)
EUGE. (Pálido, avanzando hacia ella.) Eso no es res-
ponder. ¡ Responde, responde ! (La coge violenta-
mente por las muñecas.) ¿Te interesa mucho
Martín?
JULIA ¡ Suelta ! ¡ Suéltame, bruto, que me haces daño !
¡ Que me haces daño !
EUGE. (Soltándola y arrancándole el sombrero de una
manotada.) Y quítate el sombrero ; tenemos que
hablar. (Como arrepentido de su arrebato, de su
brutalidad, dice con la voz más tranquila, casi
humilde :) ¡ No tendrás tanta prisa, mujer !... Anda,
siéntate ; charlaremos. (Se ha sentado en el di-
ván e intenta atraerla hacia sí.)
JULIA (Victoriosa, una chispa de alegría triunfal en los
ojos, de pie en medio de la escena.) Pues te equi-
vocas ; sí tengo mucha prisa.
EUGE. (Procurando calmar su irritación, una mano cris-
pada sobre la rodilla, la otra en el mentón, mirán-
dola fijo a los ojos.) ¿Quién te espera? (Ella se
encoge de hombros. El se levanta, arqueándose, y.
lentamente, se acerca a ella, y con la voz ronca,
mordiendo las palabras, prosigue :) Es que, si al-
guien te espera, esperará en vano. Tengo que
hablar contigo ; quiero hablarte ; quiero sentirte
aquí, conmigo, ¡ y primero soy yo que nadie en
el mundo! ¡Yo! ¡Yo! ¿Entiendes? (Ha dicho
las últimas palabras más ronco, golpeándose el
pecho poderoso, su rostro desencajado pegado al
de ella.)
12 CASIMIRO GIRALT y LUIS CA^DEVILA
JULIA (Resignándose, va a echarse sobre el diván, es-
trujando los guantes con mal contenida rabia, y
murmurando:) ¡Qué mala sombra tengo! (Des-
pués de un momento, y en alta voz.) Pero no te
alegres mucho de que, al fin, te hayas salido con
la tuya. ¡ Un día me marcharé y no volverás a
verme el pelo !
EUGE. (Con los brazos cruzados, sonriendo.) Sí, ¿eh?
(Se acerca y, plantándose delante de la mujer,
que está con la cabeza apoyada en las palmas de
las manos, iracunda y huraña, dice:) ¿Sabes lo
que pasaría entonces? (Se sienta a su lado, le se-
para de las manos la cabeza, que acerca a su pe-
cho, mientras ella se debate y grita: «¡Suelta!
¡ Suéltame h , y le dice, con la voz empañada por
pena, por los celos, por la ternura:) ¡Te buscaría,
te buscaría y sabría encontrarte, porque nunca po-
drás esconderte de mí ! (La suelta. Ella, muy páli-
da, derribada sobre el sofá, de espaldas a Eugenio
Moral, esconde la cabeza en uno de los policromos
almohadones.) ¡ Y es que te quiero ! ; Si tú supie-
ras, Julia, cómo te quiero ! (Se ha inclinado a ella
y ha dejado sobre sus cabellos un beso tímido y
fervoroso que ella ha contestado con un respingo.)
¡ Pero tú qué vas a saber !... ¡ Mujeres, mujeres !
¡ Qué solos nos sentimos los hombres a vuestro
lado ! (Hay una pausa. Ella, que no quiere ser
vencida de ninguna manera, amparándose en su
condición femenina, suspira :)
JULIA ¡ Sí ; quéjate encima, laméntate ! ¡ Hipócrita ! No
me quieres, no. ¿Cómo es que nadie me ha tra-
tado como tú, di? (Se vuelve a él. siempre ten-
dida en el sofá, para que sea mayor su seducción.)
EUGE. (Violento, apasionado.) ¡Porque nadie te ha que-
rido como yo !' ¡ Tú qué sabías del amor antes de
tropezar conmigo, ni qué sabía yo ! (Otra pausa.
Hay en el estudio una misteriosa penumbra violá-
cea que hace más pálidos los mármoles y los ac-
tores.)
JULIA (Siempre con voz quejumbrosa.) ¡Sí; palabras
no te faltan ! Abusas de mí, como todos, porque
soy débil, porque soy mujer.
EL ÍDOLO DE CARNE
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EUGE. (Amargamente. ¡ Ah, canalla ; cómo mientes ! ¡ Dé-
bil ! ¡ La infeliz criatura ! ¡ Débil, y de un zarpazo
te ha destrozado para siempre ! No eres débil, no.
Das miedo, ¿entiendes? Das miedo, porque nada
podemos los hombres contra ti, y tú, en cambio,
lo puedes todo, todo, todo. (Con desesperación.
Julia, extrañada, sorprendida, levanta la cabeza.
Una corta pausa.)
JULIA Tú sí me das miedo, Eugenio, a veces, porque
no sé..., no te comprendo...
EUGE. ¡No me comprendas! ¿Para qué? Pero quiére-
me, quiéreme, porque lo necesito, porque no pue-
do vivir sin tu cariño o sin la sombra de tu cariño.
JULIA (Llena de seducción, de mimosería, abrazándole
al verle vencido.) ¡ Pero si yo te quiero ! ¡ Si eres
tú el malo, el que me hace sufrir ! Si yo te quie-
ro mucho, mucho... (Se ha sentado sobre sus ro-
dillas y alisa los cabellos del mártir con un gesto
suave.)
EUGE. (Sonriendo, ganado por el hechizo de la mujer.)
Entonces, esta noche... (Con brusca transición.)
Entonces, ¿quién te esperaba, que llevabas tanta
prisa ?
JULIA Nadie, tonto. (Sonríe cruelmente, burlando el ros-
tro a los ojos del enamorado.)
EUGE. Y esta noche, ¿saldremos, cenaremos juntos?
JULIA ¡ Sí ; como quieras ; lo que tú quieras !
EUGE. ¿Me aguardarás en el café? ■
JULIA (Levantándose, contenta de haber terminado la
escena tan fácilmente.) ¡ Eso ! Dentro de una
hora. (Mientras se coloca el sombrero y se abro-
cha los guantes, dice con suave ironía, volviéndose
a él:) ¡Pero tú faltas a tus deberes, Eugenio!
¡ Tu mujer va a sospechar y me perseguirá con
su odio !
EUGE. Amelia no sospecha nada, ni puede odiar a na-
die. Ella es buena. Además, ¿qué es eso de mi
mujer? ¡ Mi mujer, mi mujer ! Mi mujer eres tú.
(Julia se inclina en una pulida reverencia llena
de gracia, aunque no exenta de burla. Se dispone
a salir.) ¿De manera que hasta ahora?
JULIA Hasta ahora. (Vuelve a aparecer en su boca la
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cruel sonrisa irónica de antes. Empuja con una
mano la puerta de la izquierda y con la otra le
manda un beso. Después desaparece.)
EUGE. (Alcanzándola de un salto.) \ No ! ¡ Así, no ! (Se
adivina el beso y la risa de ella, que se aleja.
Después, al reaparecer Moral, enciende su pipa,
murmurando :) ¡ Chiquilla ! (Y se sienta en el
sofá, sonriendo. Coge el almohadón en que ella
ha descansado la cabeza y lo huele ansiosamente.
Es ya noche oscura en el taller. De pronto deja
el almohadón en su sitio. Aparece Amelia por la
puerta de la derecha.)
AMELIA Eugenio, hijo... (Se detiene un momento, du-
dando.)
EUGE. (Saliendo a su encuentro y cogiéndole una mano.)
Por aquí, por aquí...
AMELIA No comprendo por qué estás a oscuras... (Con
miedo al posible exabrupto.) Si tuvieras penas...
La oscuridad es buena compañera de ellas.
EUGE. Mira, déjalo. Y no, no tengo penas. (Después de
un momento, en el que enciende la lámpara de
pie.) Y tú, ¿sales?
AMELIA A recoger a papá en su despacho. El luego me
volverá a casa. ¿Me dejas?
EUGE. ¿Cómo que si te dejo? ¡Pero tú eres tonta, tonta
de remate, mujer !
AMELIA (Tímidamente.) Eugenio, yo...
EUGE. ¡ Tú, claro, tú ! Anda, ve. No hagas esperar a tu
padre.
AMELIA (Después de dudar un momento, más tímida y
cariñosa que nunca.) ¿Y por qué no me acom-
pañas? Vas a salir, ¿no? Yo te dejaré en el ca-
sino.
EUGE. Sí, mujer ; muy bien. Y no creas que no me sa-
crifico. Este trabajo último me abruma. Me abru-
ma al extremo de que esta noche debiera que-
darme a trabajar.
AMELIA En seguida estoy lista. Con ponerme el sombrero...
EUGE. (Bondadosamente , acariciándola como a una niña.)
Anda, ve ; no tardes... (Cuando ya ha salido Ame-
lia por la puerta de la derecha, respira ruidosa-
mente.) \ Uf ! (Da vuelta al conmutador de la
EL ÍDOLO DE CARNE
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luz eléctrica y se enciende una lámpara situada
en el tocador donde antes se ha vestido Julia.
Penetra en el tocador canturreando entre dientes.
Por la puerta de la derecha aparece una doncella.)
DONC. (Desde la puerta, tímidamente.) Señorito...
EUGE. (Desde dentro.) ¿Qué hay?
DONC. Están los señores de Bielsa.
EUGE. ¡ No estoy en casa !
DONC. Es que, señorito...
EUGE. (Reapareciendo con chaleco, en mangas de cami-
sa y anudándose la corbata.) ¿Qué?... Les ha-
brás dicho que sí estoy, ¿no?...
DONC. Perdone ei señorito... Pero como no sabía...
EUGE. (Irritado.) ¡Ya! ¡Nunca sabéis nada.., y sabéis
demasiado ! . . . ¡ Pues diles que no estoy para vi-
sitas, que voy a salir ; lo que quieras ! (Cuando
la doncella inicia un movimiento de retirada, casi
tropieza con don Antonio de Bielsa y su hijo Fer-
nando, que entran. Don Antonio de Bielsa es un
viejo señor de aire elegante, de aspecto crapulo-
so. El rostro rasurado, el pelo casi blanco, es-
pejuelos de oro, la boca un poco caída y temblo-
na. Bajo el traje — un chaquet gris — se le adivi-
na fofo e inerte como una marioneta. Tiene esa
discreción y esa impertinencia que tan sólo se
■ consiguen después de rodar mucho por el mun-
do con la cartera repleta de billetes y al atisbo
de la aventura. Su hijo Fernando es un mozo
de apenas diecinueve años. Tiene un aire equí-
voco y un poco afeminado. Una constitución en-
fermiza, delicada. Viste con una elegancia exa-
gerada. Está muy pálido, con una palidez vicio-
sa, malsana. En sus ojos orlados de profundos
cercos violáceos arde una luz inquietadora. Sus
ojos y sus manos pálidas y afiladas son lo más
vivo que hay en su persona. No habla, apenas
despega los labios. Tan sólo mira, mira con sus
grandes ojos atormentados.)
ANTO. (Adelantándose hacia Eugenio, muy amable.)
¡ Querido Moral ! (Ha cogido entre las dos suyas
una de las manos de Eugenio, que éste le aban-
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CASIMIRO GlRALT y LUIS CAPDEVILA
dona indiferente, resignado.) ¿Cómo va, queri-
do maestro, cómo va?
EUGE. (Dominando un poco su malhumor, pero muy
poco.) Iba a salir con mi mujer en este preciso
momento. Así es que... (Soltándose del empala-
goso apretón de manos.) ya me perdonará usted.
ANTO. ¡ Oh, de ninguna manera! Usted a nosotros...
FERN. (Como un eco, con una voz tenue.) Sí ; usted a
nosotros.
EUGE. ¡Hola, pequeño! ¿Estabas ahí? (Fernando son-
ríe. Esboza un gesto tímido.)
ANTO. Es tan sólo un momento.
EUGE. Siéntense, entonces. ¿Me permitirán que entre
tanto me vista?...
ANTO. Sí, hombre ; naturalmente. (Se sientan, don An-
tonio en una de las sillas y Fernando en el diván
del fondo. Eugenio Moral, que salió un momento,
reaparece ahora, ya puesto de americana, se plan-
ta ante don Antonio y le dice:)
EUGE. ¿Usted dirá en qué puedo servirle?
ANTO. Se trata del pequeño, de Joujou. (Señalando a
Fernando.)
EUGE. (Muy extrañado, mirando a Fernando como a un
bicho raro.) ¿joujou? ¿Se llama Joujou el chico?
ANTO. (Sonsiendo y acariciando con la mirada a Fernan-
do.) No, no... ¡ Es un nombre íntimo, familiar,
un cariño !
EUGE. (Sin dejar de contemplar al muchacho, como para
sí, murmura :) ¡ Vaya con el muñeco !
ANTO. Pues, sí, como le decía... ¿Un cigarrillo?
EUGE. No ; gracias.
ANTO. (Después de encender el cigarrillo.) Como usted
quiera. Pues, sí ; se trata del pequeño. Una ver-
dadera excepción entre los jóvenes aristócratas.
Usted sabe bien cómo todos ellos se pirran por el
sport...
EUGE. (Que desea concluir, echar a sus visitantes como
sea.) No sabía una palabra. Además, tampoco me
importa gran cosa.
ANTO. (Que ha comprendido la repulsa.) Sí, ya, natural-
mente... Pues hoy en que toda nuestra juventud
se dedica a los sports más violentos y brutales...
ÍDOLO DE CARNE 17
» (Eugenio le escucha muy atento, mirándole fijo
a los ojos, esperando descubrir el fin que se pro-
pone el aristócrata.) Ahí tiene usted a Joujou, to-
do delicadeza, todo..., ¿como diría yo?..., todo
sentimiento, enamorado locamente del arte. (Eu-
genio Moral se vuelve al lindo muñeco, sorpren-
dido, asombrado.) ¡ El arte es su sola ilusión !
¡ Es toda su vida !
GE. ¿Esta criatura? (Con un poco de desprecio en
la voz, en la mirada.) ¿Y qué desea usted de mí?
TO. Que lo acepte usted en su compañía. ¡ Quién
sabe si a su lado puede llegar a ser un artista
glorioso como usted !
GE. (Que aún no salió de su asombro.) ¡ No, no ; de
ningún modo !
TO. ¿Por qué no?
GE. Porque no. Si tiene alma de gran escultor, lo
será sin mí, lo sería en la cumbre de la mon-
taña más solitaria. Yo a usted no tengo porqué
engañarle. Su hijo a mi lado poco habría de
aprender.
TO. ¡ Hombre, sí !
GE. Le digo a usted que no.
TO. Es que usted no sabe que en mi Fernando hay
un verdadero artista.
GE. ¿Usted cree? (Volviéndose a Fernando.) ¿A ti
qué te parece?
RN. ¡ Ah, no sé!... Cuando papá lo dice...
GE. Debieras desmentirle si una pasión irresistible
no te lleva aquí... (Nuevamente a don Antonio.)
Mire usted, con franqueza, yo nunca he creído
en el talento o en la disposición de un muchacho
cuando me lo han dicho sus padres. El verdadero
artista es aquel que se hizo luchando, precisa-
mente contra sus padres.
[TO. Pero pueden darse casos...
!GE. Es que no se dan..., o se dan raramente. Créalo
usted... A mí no me importa que su hijo venga
o deje de venir. Es tan delicado su Joujou, tan,
como usted ha dicho antes..., que no puede mo-
lestarme... Pero creo que cometería una tonte-
' ría viniendo a perder aquí las horas. (A Fer-
CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVI
nando.) ¿Es que no tienes novia o novias, m
chacho? (Fernando, casi asustado, mira títnit
mente a Moral y a su padre, y sonríe con u
extraña mueca.)
ANTO. ¡ Oh, pobrecillo !
EUGE. (A Fernando.) ¡ Vaya, hombre ! Pues debes
nerlas, y cuantas más, mejor ! En la juventud
debe pasar por todas estas tonterías. (Como dan
por terminada la visita. A don Antonio.)
manera que ya lo sabe usted. A mí no me m
lesta que su hijo venga cada tarde, o cuan
quiera. Nadie más que él es dueño de su tiemp
ANTO. Agradecidísimo, mi querido Moral ; agradecic
simo. (Ya de pie.) Además que, con mi hijo
su lado de usted, siempre tendré el pretexto
venir a fumar un cigarrillo en su compañía,
taller, don Eugenio, es para mí un rincón d
paraíso. (Eugenio no ha podido evitar una mué
de cómica desolación al oír estas palabras.)
EUGE. Sí, sí..., gracias...
ANTO. Y a propósito : ¿qué es de Julia? Creí enco
trarla aquí. Le suponía a usted trabajando, i
cluso de noche, para poder entregar la nue1
obra esta semana.
EUGE. Pues salió. (Rápido, se ha vuelto a él con
ceño fruncido, mirándole a los ojos.)
ANTO. ¿Sigue tan guapa como siempre?
EUGE. (Casi empujándole hacia la puerta. Con una á
pera sonrisa.) Sigue, sigue...
ANTO. Le dará usted mis- más afectuosos recuerdos
EUGE. (Cada vez más molesto, más nervioso.) Los m
afectuosos, sí, señor...
ANTO. (A Fernando, ya en la puerta.) Y tú ya sabes
mañana...
EUGE. ¡ Oh, que no se dé prisa ! Mañana, pasado, cuaí
do quiera... (Desaparecen por la izquierda. Me
ral, al quedar solo, no puede evitar un gesto a
ira. Murmura, mordiendo las palabras. Despuc
suspira ruidosamente, y avanza hacia el tocado¡
Se detiene de pronto, nervioso, contrariado.) ¡ Al
sí, Amelia! Se me había olvidado... ¡Amelia
Lí
EL ÍDOLO DE CARNE
10
EUGE.
MART.
EUGE.
MART.
EUGE.
MART.
EUGE.
MART.
EUGE.
MART.
EUGE.
¡ Date prisa, mujer ! (A la puerta de la izquierda.
Aparece Martín Sagredo por la derecha.)
(Volviéndose a Martín.) ¿Qué hay?
Que nos quedamos sin el bloque, maestro.
(Con un respingo.) ¿Cómo es eso?
Isidoro dice que no se compromete a entregarnos
el mármol.
¿Pero por qué?
Yo qué sé. Cómo es tan cazurro no he podido
sacarle de ahí.
Un bestia es, un bestia que debiera sustituir a
los mulos de sus carros.
Acaso, efectivamente, no pueda...
Para mí hay que poder siempre, aun cuando no
se pueda. (Ha pronunciado estas palabras, de-
jándose llevar de su soberbia indómita. A ellas
no responde Martín más que con un gesto de
vago asentimiento. Eugenio Moral, mientras, pe-
netró en el tocador y reapareció en seguida con
su sombrero.)
(De pronto.) Me olvidaba, maestro. En la por-
tería me dieron esta carta para usted.
(Abrochándose los guantes.) Déjala ahí, sobre
el sofá, sobre el bargueño, donde quieras... ¿Pero
aún no, Amelia? (Con un gesto impaciente. Des-
aparece un instante por la izquierda. Al volver,
como atraído por la carta que Martín dejó sobre
el sofá, la coge y, al fijar en ella su mirada, se
contrae su rostro en una mueca de extrañeza.
Da vueltas al blanco sobre. Murmura.) ¡ Pero si
es de Julia !
(Inquieto.) ¿Qué le pasa a usted, maestro?
No sé..., no sé... (Cada vez mira con mayor
espanto la carta, que tiembla en sus manos. Con
la voz más ronca, más ahogada, vuelve a mur-
murar :) ¡ Pero si es de Julia !
¿Y qué? (Extrañado de la angustia de Moral.)
¿Qué tiene que ver eso?
(Palidísimo, descompuesto, casi con un rugido.)
¡Calla!... (Martín, humillado, dolorido, baja la
cabeza. Da unos pasos hacia el fondo. Eugenio
20
CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
murmura:) No seas chiquillo, quédate. Quédate
y hazte cargo, hombre.
MART. (Con sincera emoción.) Es que yo, maestro...
EUGE. (Arrebatado nuevamente.) ¡ Ni una palabra, ni
una palabra ! (Rasga el sobre que estrujó antes
en sus manos. Paudece horriblemente. Se tam-
balea. Martín, sin comprender la angustia de
Moral, corre a él. Pero éste le detiene con un
gesto. Ha ido a caer sobre el sofá; continúa le-
yendo. Después, estruja rabioso la carta con
sus manos poderosas, que han domado el már-
mol y el jaspe. Se queda mirando al discípulo
con una fijeza alucinante. Martín está seriamente
asustado. Moral, lívido, espantoso, murmura pa-
labras incomprensibles.)
MART. Pero maestro... ¿Qué le pasa a usted? (Se ha
acercado a él, lleno de piedad y de angustia.)
EUGE. (Estallando.) ¡Que se ha escapado!... ¡Que ha
huido 1... ¡Que se ha burlado de mí!... ¡ Ca-
nalla 1... ¡Canalla!... (Se ha levantado, abalan-
zándose sobre el discípulo, sacudiéndole cogido
por las solapas. Ahora esconde su cabeza en el
hombro del joven y solloza.) ¡Que se fué!...
¡Que no volverá!... ¡Que no volverá!... (En
umbral de la puerta de la derecha, vestida ya
con un traje de calle. Al ver la escena lamen-
table, al oír las lamentables palabras de Eugenio,
su rostro se contrae aún más que de ordinario en
un rictus de dolor; su pequeña figura se hace
más pequeña, más insignificante. En sus ojos hay
una tristeza, una piedad infinitas. De pronto, con
un brusco movimiento, retrocede, desaparece del
marco de la puerta. Ni Eugenio ni Martín se die-
ron cuenta de la presencia de la pobre mujer.)
MART. ¡ Pero, maestro ! ¡ Usted ! ¡ Usted !
EUGE. ¡ Yo, yo ; ya ves ! (Deshaciéndose del discípulo.)
¡ Yo, que no podré ya vivir sin ella ! ¡ Yo, que
después de haber creído en ella, no podré creer
en nada ni en nadie ! (La pena trunca su voz de
una manera lamentable.) Y es que no tiene co-
razón, Martín. La pureza de sus sentimientos, la
bondad de su alma..., ¡mentira ! Ni sentimientos,
«L ÍDOLO de carne
21
MART.
EUGE.
MART.
EUGE.
MART.
EUGE.
MART.
EUGE.
MART.
EUGE.
ni bondad, ni nada, ¡ nada ! (Golpeándose la frente
desesperado.) Soy yo quien la hizo buena, ena-
morada, sensible. Yo he creado una realidad que
no ha existido, que no ha existido más que en
mi corazón. (Después de un momento.) ¡ Qué des-
preciable voy a sentirme, Martín ! ¡ Qué despre-
ciable !
; No, no !
Sí, soy un pingo, una cosa cualquiera ; todo ha
muerto en mí... Pues a la basura conmigo...
No diga usted eso, ¡por Dios!...
Pero si tú supieras que también hay un placer
en encanallarse, en pensar : eres un hombre dig-
no, un hombre bueno, un hombre admirado, y,
sin embargo, tienes el valor de perderlo todo, de
tirarlo todo, de hundirte en la charca hasta aquí,
¡ hasta aquí ! (Apretándose el cuello con la mano
abarrotada.)
Esto pasará...
¡ Tú qué sabes ! ¡ Tú qué sabes ! ¡ Qué sabéis
vosotros los jóvenes ! \ Los jóvenes ! ¡ No sabéis
vosotros porque no sabéis sufrir, porque vuestra
juventud es vuestra fuerza, porque no conocéis
el tormento de un amor que puede ser el último !
(Horriblemente apenado.) ; Maestro !
; No ; gestos, no ! ¡ Hipocresías, no !
No son gestos, don Eugenio ; yo no soy un hi-
pócrita. Yo le quiero a usted y me duele que
sufra.
(Dejándole, yendo de un lado a otro, tembloroso,
como preso de un aura epiléptica. ) ¡ Sí, perdó-
name, hijo; perdóname!... ¡Saberse atado, en-
cadenado como un perro, a una cosa tan vil, tan
miserable ! (Golpeándose con ira cada vez mayor
su pecho de atleta.) ¡ Yo, yo ! ¡ Un hombre como
yo, caído desde su gloria al muladar ! ¡ Es para
desesperarse ! (Con un sollozo.) Hay que estar
muy enamorado de una mujer, estar ciego, loco
por ella, y sentirse envejecer, es decir : sentirme
morir, sentir que se acaba todo, todo, ¡ y el co-
razón aún vive! ¡Qué pena entonces!...
22 CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
MART. No, maestro ; no es para desesperarse. El hombre
debe vencer al hombre.
EUGE. No entiendo, hazme el favor. Palabras, tonterías...
Yo sólo sé que sufro, que sufro como un pobre
diablo para salvarme... Sufren mi orgullo, que es
mi alma y mi carne.
MART. (Titubeando.) ¿Pero y ella?... ¿Julia?...
EUGE. ¿Ella? Me dio la gloria con su belleza y ahora
me la arranca a zarpazos.
MART. Pero...
EUGE. ¡ Nada ! ¡ Como todas las mujeres ! No sabe nada,
ni que yo esté a su lado, ni que me hundo de
hora en hora, que me muero... Cree, en el fon-
do, si es que se lo ha preguntado alguna vez,
que me hace un gran favor dejándome morir.
(Con creciente desesperación, golpeándose el co-
razón y la frente.) Porque esto se acaba, ¿sabes?
Esto se acaba. Aquí no queda nada. ¡ NI aquí !
i En el naufragio lo habré perdido todo ! (Es-
conde el rostro, crispado por el llanto.) Sin esta
muier, que fué toda la belleza de mis mármoles,
todo mi genio, Eugenio Moral no será ya Eugenio
Moral, porque ella es mi arte, lo es todo para mí.
(Un tremendo sollozo trunca sus palabras.)
MART. ¡ Maestro, maestro !... ¡ Por favor !... Pueden oírle,
puede entrar alguien...
EUGE. No, que nadie sepa nada, que nadie adivine nada.
Sobre todo... (Lleno de angustia.), ¡que nadie
sepa nada por ti !
MART. ¡ Don Eugenio !...
EUGE. Para el mundo, para todo el mundo... (Ir guián-
dose con arrogancia, pero no sin dificultad, pa-
sándose la mano trémula por el rostro.) debo
seguir siendo Eugenio Moral, el triunfador ! (Por
la puerta de la derecha aparecen Julia Valcárcel,
Amelia y el padre de ésta, Pablo Ardavín. Eu-
genio Moral, cuyo primer movimiento fué de ins-
tintiva, de irrazonada alegría, ha palidecido des-
pués intensamente, ha tenido que buscar apoyo
en la mesilla. Sus ojos, llenos de asombro, de
extrañeza, van de Julia a Amelia, sin comprender
lo que pasa.)
» ¡i ÍDOLO DE CARNE 23
6 ;IELIA (Con su voz dulce y acariciadora de siempre, pero
más opaca, más triste que siempre.) Sabía la
mucha falta que te hacía Julia para terminar tu
trabajo..., la encontré..., la rogué que viniera...
y aquí la tienes... (Amelia ha pronunciado estas
palabras con hondo y terrible esfuerzo.)
JGE. (Con los ojos desorbitados, con un miedo te-
rrible a comprender, con la voz extrangulada.)
i Ah, sí, sí!... ¡ Gracias, Amelia!
1ELIA (Mirándole con sus ojos húmedos de tristeza, des-
fallecida.) A ella, Eugenio, las gracias por aten-
der a mis ruegos... (Volviéndose a Pablo Arda-
vín.) ¿Vamos, padre?
1.BLO (Extrañadísimo, con sus ojos que parecen adivi-
nar la tragedia, fijos ora en su hija, ora en la mo-
delo, ora en Eugenio, murmura para si.) ¿Qué
pasa aquí? ¿Qué es esto?
/IELIA (Cada vez con mayor angustia.) Vamos, padre...
(Ha pronunciado estas palabras desde el umbral
de la puerta de la derecha. Pablo Ardavín, sin
dejar su aire de extrañeza, mirando a Moral y
a Julia, da unos pasos en dirección a su hija.
Martín, atónito, mudo, contempla a unos y a otros,
sobrecogido de pena. Moral, lívido, murmura unas
palabras entrecortadas, incoherentes. Julia, triun-
fante, arroja su sombrero y su bolso sobre el
sofá, y, sonriendo cruelmente, dice:)
ÍLIA ¡ A su disposición, don Eugenio ! (Se cierran rá-
pidamente las cortinas.)
TELÓN
ACTO SEGUNDO
LA DOLOROSA PASIÓN
El taller del escultor Eugenio Moral. Lleno de luz, inundado de 1
esa luz cruda de cuando va entrada la mañana. Al fondo, cerrando t
el fondo, y suspendida de una barra dorada, una cortina de color ¡
ceniza, de elegantes pliegues, que dibuja en su centro un medio círc
convexo hacia el proscenio, y se trunca en dos paños paralelos a
batería en sus extremos. En los ángulos de esos paños, dos soportes
manera oscura coronados por unos jarros de mayólica con plantas ac
ticas desmayadas como cabelleras.
En el centro, esta cortina está abierta y muestra el interior de la ti
camareta, que hemos conocido en el primer acto, donde se refugia
glorioso escultor en sus horas de desaliento. Se adivinan en la su:
penumbra la mesilla, los sillones que ocupan su interior. Detrás,
pared, de un claro tono de manteca, con su alto zócalo de terciop
color musgo.
A la izquierda y a la derecha se corre, del primer término al fondo, i
estantería a la altura de metro y medio, atestada de volúmenes,
carpetas de apuntes. Sobre esta estantería, unos cartones manchados
color, unas estatuillas de Tanasra, de Délos.
A la derecha, y en primer término, la tarima de los modeTos. A
ella, y más hacia el centro, un caballete con espátulas cinceles, etc..
una enorme masa de barro ligeramente trabajada y envuelta en un p:-
húmedo, sobre una plataforma. En el fondo, una estufa. A la izquier
un diván, alguna silla, una mesita.
Y nada más. Pero en todo esto debe dominar una elegante severid
(Han transcurrido unos días. Son las once de
mañana. En escena, Julia V alear cel, Martín í
gredo, Antonio de Bielsa y su hijo Fernando. >
lia Valcárcel, desnuda bajo una especie de albe
noz de tela cruda de un color desvaído, sentada
una banqueta, los codos sobre las rodillas, las m
nos sosteniendo la cabeza gentilmente peinaa
partida en raya la mata oscura de su pelo, m
aplastado al cráneo y trenzado como una coro,
sobre las orejas, sobre la nuca. En sus labios
crispa una mueca de tedio infinito. Martín Sagr
do, con blusón, va y viene, trastea por el talle
Bielsa, sentado, fuma cigarrillos. Fernando, te
dido de bruces en el diván, devora con los op
a Julia Valcárcel, que, de cuando en cuando, ai
biguá y cruel, se vuelve y le sonríe.)
EL ÍDOLO DE CARNE
25
ANTO. (Encendiendo un cigarrillo.) Nada, no viene.
MART. (Consultando su reloj.) Es raro que tarde tanto.
JULIA ¿Oué hora es?
MAF?T. Las once ya.
ANTO, (Malignamente.) ¡ Oué lástima haber perdido la
mañana !, ¿no? (Julia, nerviosa, ceñuda, finge
no haber oído.)
MART. No cabe dudar de la puntualidad de don Eu-
genio. Cada mañana llega al taller antes que
nosotros.
ANTO. (Siempre con aviesa intención, a Julia.) Lleva-
mos ya un par de horas de espera. Y espera*-
nunca es agradable, ¿verdad, Julia? Sobre todo
cuando podía uno quedarse en cama tan rica-
mente.
JULIA i Bah !...
ANTO. Pero ¡ qué le vamos a hacer ! Los artistas son
los artistas ! (Ha dicho estas palabras con un
ligero tono de zumba. Martín Sagredo va y viene
preparando los bártulos de trabajo.)
FERN. (S;n dejar el diván.) ¿Y para eso me hiciste ma-
drugar, papá?
ANTO. (Siempre un poco zumbón.) ¿Y el arte? El arte
es una cosa muy' seria, hijo.
FERN. (Bostezando.) No bromees, papá.
MART. (Riendo.) Su hijo de usted, don Antonio, siente
por el arte una verdadera devoción. Mire usted,
sino : a la segunda sesión aprendió ya a mol-
dear el diván
ANTO. ¿Oyes, Joujou ? ¿No te da pena la mala opi-
nión que puedan. tener de ti?
MART. ¡ No, don Antonio, por Dios ! Yo tengo la mejor
opinión de Fernando. Además, tampoco soy yo
quien...
FERN. Estoy cansado, papá.
JULTA (Con una ojeada burlona.) ¡ Criaturita !
ANTO. ¿Cansado a las once de la mañana? ¡Pero si no
has hecho más que levantarte, subir al auto y
echarte ahí! (Señalando el sofá.)
FERN. Sí, papá, como quieras, pero estoy cansado. (La
doncella asoma por las cortinas del fondo.)
2S
CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
DONC.
MART.
DONC.
ANTO.
TULIA
FERN.
TULTA
FERN.
ANTO.
ÍULÍA
ANTO.
1ULIA
ANTO.
¿Llegó el señorito, Martín?
No.
(Pervlefa, visiblemente 'contrariada-) Entonces...
ustedes perdonen. (Desnués de mirar con cierra
hostilidad a Julia, se retira.)
(A Julia.) ¿Se ha fijado, Julia, cómo la miró
esa chica al salir?
(Levantándose y paseando, nerviosa e irritada.)
¡ Que tensa una, por estópida. que aguantar es-
tas perrerías ! ¡ Ay, Señor, qué vida ! (Se detiene
ante Fernando, como atraída por la mirada febril
del mozo, y acariciándole la cabeza, como si se
tratara de un chiquillo, murmura:) ¿Te duermes,
muñeco? ¿Tienes sueño, pobre Joujou?
(Con la voz tomada, con los ojos brillantes.) No ;
no, señora.
(Cínica, riendo con el rostro vuelto a don An-
tonio.) ¡ Ay, aué gracia! ¡Señora!... ; Oué lin-
do muñeco ! (A Fernando, un poco válido y con
los ojos cada vez más brillantes.) ¿Te gusta que
te acaricien, que te mimen, Joujou ?
Usted, sí.
(Sonriendo.) Sin embargo, Julia, ándese con cui-
dado.
(Por Fernando, riendo.) ¿Por él? ¡Si es un chi-
quillo ! (Un gesto ambiguo en don Antonio Una
sonrisa equívoca en Fernando. Martín contempla
la escena con extraña y recelosa atención. Julia
deja tranquilo a Fernando, avanza unos pasos y
se detiene, ante la estantería jugueteando distraí-
damente con una de las estatuillas.)
(Acercándose a ella, fingiendo indiferencia.) ¡Qué
gracia, y qué línea, y qué... tiene esta ñgura.
¿no es cierto?
(Encogiéndose de hombros.) Si usted lo cree...
(Cogiendo la estatuilla y fingiendo examinarla con
curiosidad, mientras la muestra a Julia, en voz
muy baja.) Usted no tiene que esperar a nadie.
Usted ha nacido para que los demás esperen,
para mandar y dominar. (Julia le escucha son-
ZL ÍDOLO de carne
27
riendo. El sigue, con voz trémula:) ¡Si usted
quisiera, Julia...
Si yo quisiera, ¿qué?...
Con una sola palabra suya...
(Levantando la voz y abandonando la estatuilla,
que tomó de don Antonio, sobre el estante.) No.
No me convence. (Le vuelve la espalda, riendo, y
va a sentarse de nuevo en la tarima.)
(Cada vez más impaciente, más nervioso.) j Y el
maestro sin venir !
(Agresiva.) ¡ Qué manera de tomarnos el pelo !
(Martín se vuelve a ella extrañado. Aparecen de
nuevo la doncella.)
A No ha venido el señorito?
Ño ; no ha venido.
(Sin poder ocultar su. contrariedad, con un poco
de angustia.) Es que a mi señorita...
¿Qué le pasa a tu señorita?
(Después de una mirada insolente, casi agresi-
va.) No, nada.
Yo avisaré a don Eugenio en cuanto llegue.
Bien, señorito. Gracias. (Sale-)
(Herida por el desprecio de la muchacha. ) ¡ Vaya
oreullc el de esas pingos de cocina !
¿Vamonos, papá?
Esperemos un poco. (Entra Eugenio Moral, ves-
tido de calle.)
Buenos días.
Buenos días, maestro.
(Jovialmente.) ¡ Caramba, Moral, cómo se hizo
usted esperar !
¿También de usted? No sabe cuánto lo siento.
Pero es que, francamente, no podía suponer que
mi arte le interesara a tal extremo.
¡Hombre! Yo... (Eugenio Moral le ha vuelto la
espalda para encararse con el discípulo.)
La muchacha entró dos veces a preguntar si
usted había llegado.
¿Y qué quería?
Le mandaba la señora.
¿La señora? Voy a ver... (Al pasar se detiene
28 CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVH
ante lulia, aue no se ha movido, ni le ha mirarl
siquiera.) ¡Perdona, mujer !... Creí que sería co^
de un momento.
JULIA (Huraña, sin mirarle.) No te canses... Es igua
ANTO. ¿Va usted a tardar mucho, mi querido Moral?
EUGE. (Desde el fondo.) No sé... ; pero como si tai
dará. Llévese a su hijo. Hoy trabajo solo. (
sale.)
ANTO. Malhumorado llegó el maestro.
MART. (Sonriendo-) Un poco menos que de costumbre
ANTO. (Disimulando su despecho con la ironía.) ¡ Lo
artistas ! (Acercándose a Julia, que sigue con
cabeza apoyada en la palma de las manos, in
ferente a todo.) ¿Qué? ¿Se queda usted? ¿Njuí
le teme al humor de don Eugenio?
MART. No sea usted irónico, señor de Bielsa. Julia njflj
le teme a nada.
JULIA (Con la voz opaca, enconada.) A nada. ju
ANTO. (Aparte, en voz baja a Julia, con ira reconcentre^
da, mirando al fondo, por donde acaba de sál\m
Eugenio.) ¿Ha visto usted? No me crea ustej
un memo, Julia. Todo eso, las originalidades, di
ría mejor las coces del maestro, las aguanto pq
usted. Por usted, que si quisiera..., sería conl
migo respetada, querida, feliz. (Fernando, por fin
se decide a abandonar el diván. Se levanta. Bos
teza. Se acerca a su padre, a Julia, a quien mir
con ojos profundos, ardientes, un momento. Juli
le acaricia.)
JULIA <J Te vas tú también, Joujou ?
FERN. Sí.
ANTO. Me le llevo a que le dé el sol, que bien lo ne
cesita.
FERN. No lo crea usted, Julia.
ANTO. Pasa, pasa. (Sale por el fondo, después de son
reír con un aire cínico y cómplice a la mujer
empujando a Fernando.)
JULIA (Por don Antonio.) ¡ Qué tío más pelma !
MART. (Satisfecho.) ¿Te parece? Mejor.
JULIA ¿Mejor, por qué?
í ídolo de carne
29
Por nada, mujer ; por afinidad de ideas ; a mi
me revienta también.
¡ Me carga ; me pone nerviosa !
Pues contigo está muy amable. (Martín se ha
sentado en el diván.)
Porque rne busca ; porque me quiere para él.
(Sorprendido de la sincenaad de Julia-) ¡ Ah !
{Descendiendo de la tarima, yenao a sentarse en
el diván J ¿Qué te pareced ( Martín hace un
gesto como para levamarse.) Ño, quédate ; no
te vayas. (Martín se sienta. Debe observarse en
él un asomo de angustia, de recelo, de miedo.)
¿Qué te parece?
¿A mí? ¡ hija, eso allá tú !
¿Tan poco interés te merezco? (Mirándole a ¡os
ojos.)
(Rehuyendo su mirada.) ¡Mujer, no es eso i...
Pero yo...
¿Me crees tú capaz de irme con ese viejo ?
Es él quien sí te cree capaz.
(Arrebatadamente.) Pues se equivoca. ¡ Que se
guarde su dinero ! ¡ Qué me importa su dinero !
¡ Ni el de nadie! (Martín, con creciente angus-
tia, esboza un gesto de indiferencia.)
Entonces...
(Acercándose mucho a él, pegando su cuerpo se-
midesnudo al cuerpo tembloroso del muchacho.)
¡ Vivir ! ¡ Vivir ! ¡ Ser joven, ser querida con un
amor igual al mío, que no sé cómo es, pero que
debe ser ioco, malo, impetuoso corno una tor-
menta ! (Con la cara pegada a la cara pálida de
Martín, la boca casi sobre la boca del muchacho.)
¿ Comprendes, comprendes ?
(Después de un momento, apartándola suavemen-
te.) Puede entrar don Eugenio...
(Apartándose con un respingo de bestia castigada,
la faz duramente contraída por la cólera.) ¿Es
que tienes miedo? ¿Es que todavía te dura el
miedo del otro día, de cada día? (Acercándose
nuevamente al atribulado, emendóse materialmen-
te a él, llena de encanto, de perfidia y de seduc-
30
MART.
JULIA
MART.
JULIA
MART.
JULIA
MART.
JULIA
MART.
JULIA
CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
te
ción.) ¡ Y si te dijera que te quiero, que
quiero mío !...
(Con la voz estrangulada por la emoción.) ¡Julia,
Julia ! . . . ¡Tú sabes que eso no puede ser i . . .
¿Por qué no, si yo lo quiero? ¡Sé fuerte, sé
osado ; atrévete !
(Lleno de pena, de deseo, de angustia.) ¡Eres
mala, Julia !
¿Mala? ¡ Ah, Dios mío! ¡Cállate, cállate; no
me digas eso tú también, que no tienes derecho,
que no lo tiene nadie ! (Habla arrebatadamente,
apretándose las manos, estrujando el ancho ropón
que la cubre, presa de una desesperación te-
rrible.) ¡ Tú qué sabes, tú qué sabes, Martín !
Una mala mujer que se atraviesa en tu camino
puede salvarte. Una mujer buena puede perderte
de una manera miserable.
No levantes la voz, no grites.
¡ Déjame ! Quiero gritar, quiero gritar. ¡ Llorar
quisiera, pero no puedo, no puedo ! ¡ Ay, Dios
mío, Martín, una mala mujer ! ¡ Si no hice daño
nunca a nadie, si to di todo, mi juventud, mi
belleza, todo ! ¡ Si fui la felicidad de tantos y
y nadie fué la mía !
Calla, mujer, calía!...
Si todo el mundo me ha tratado como una bestia !
Los hombres todos, qué asco ! (Con un gesto
de repugnancia infinito.) Ni uno se acercó a mí
con un amor verdadero en el corazón. Venían a
mí como lobos hambrientos, y se iban después.
Yo no he conocido, desde los trece años que
mi padre llevó a perderme... Mi padre fué, para
que al renegar de los hombres pudiera renegar
hasta de él !... Yo no he conocido de eilos más
que su miseria, su ruindad, su bestialidad...
(Seriamente asustado, con angustia.) ¡ Julia, por
Dios y todos los santos, cállate!... Puede oírte
el maestro...
¡ Y ése ! ¡ Ni ése ! ¡ Ni tu maestro ! ¡ Artista !
¡ Artista ! ¡ Puah ! (Escupe con asco, con des-
precio.) Yo no he sido su amor, sino su gloria,
EL ÍDOLO DE CARNE
31
su orgullo. ¡ Qué solo se va a quedar cuando yo
me marche !
MARX. ¡Calla, calla, calla!...
JULIA Mira, Martín, yo no sé si soy una mala mujer.
Pero sí sé que nadie, nadie, ¿entiendes?, ha
sido bueno conmigo. (Hay una pausa. Julia se
ha levantado del diván. De pie en el centro del
taller, llena de claridad gloriosa de la mañana, y
llena de su orgullo y ae su pena, añade :) Los
hombres todos sois unos canallas. ¡ Unos cana-
llas, sí ! ¡ Tú entre ellos ! Pero tú, además, eres
cobarde... (Martín, en el diván, derrumbado, como
un pelele lamentable, hunde la cabeza en las
manos.) ¡ Sí ! Eres como su perro, tú recibes sus
desprecios y sus regaños como su perro, y asi-
mismo sus sobras : las de su genio, las de su
dinero, como recibirías las de su amor el día
que se cansara de mí.
MART. (Con la voz ronca, sin levantar el rostro.) ¡Ju-
lia, Julia !...
JULIA Has sido bueno hasta hoy por cobardía. (Da unos
pasos por el taller, se pasa una mano por el
rostro para serenarse. Después va a colocarse de-
trás del sofá. Un momento. Martín sigue con
el rostro escondido en las manos, con la espalda
hundida, como agobiado por un dolor irreparable.
Julia le mira apenada y maligna a la vez. S,e en-
cienden de pronto sus ojos triunfalmente, se quie-
bra su boca en una sonrisa aviesa y cruel. Da unos
golpes con los nudillos en el respaldo del diván.
Martín alza a ella, extrañado, inquieto, la cabeza.
Ella se inclina, y aprisionándole en sus brazos le
besa en los labios.) ¡ Así ! ¡ Así ! (Después pasa
al centro de la estancia rápidamente. Entra Eu-
genio.)
EUGE. Hoy no se trabaja. (A Julia.) Puedes vestirte. (A
Martín.) Y tú puedes marcharte. (Julia, que le
ha mirado ceñudamente, váse rezongando por el
fondo. Eugenio, colérico, se vuelve a ella.) ¿Qué
pasa?
JULIA (Desapareciendo.) ¡ Nada, nada ! (Martín, que se
ha levantado del sofá, transido de pena, avergon-
CASIMIRO GIRALT y LUIS CA°DEVILA
MART.
EUGE.
MART.
EUGE.
MART.
EUGE.
JULIA
EUGE.
JULIA
EUGE.
JULIA
EUGE.
zado, duda un momento, mientras Eugenio en-
ciende un cigarro, y, ai fin, se acerca a ei.)
Yo, maestro, desearla haDiarie... (No se atreve a
levantar la voz por mieao a que Julia le Oiga, ni
a mirar a Moral. Está muy pando.)
(Desaondamente.) Después, después...
Es que...
Déjame con ella. (Martin duda un momento. Des-
pués va al fondo, aesaparece tras de la cortina y
a poco reaparece con americana y el sombrero
en la mano.)
Adiós, maestro.
Adiós, hijo mío. Martín sale. Un momento. Eu-
genio Moral se ha sentado en el borde de la ta-
rima. Una mano en la frente, otra, crispada, en
la rodilla. Chupetea el cigarro. Murmura :) \ Qué
contrariedad!... (Un momento.) ¡Vivir!... (Sus-
pira*.) ¡Qué pena!... (Entra Julia Valcárcel ya
vestida de calle : un traje de chaqueta oscuro, con
chaleco blanco, un sombrero con un airón de ai-
grettes, un manguito y unas pieles de zibelina.
Al entrar ve a bugenio con una ojeada, pero, sin
embargo, muda, esquiva, se acerca al estante,
coge su bolso y retrocede hacia el fondo para
salir. En este momento, Eugenio la detiene con
un grito.) ¡ Eh ! ¡Julia!...
(Deteniéndose ante las cortinas del fondo y vol-
viéndose a él.) ¿Qué?
Que no se marcna uno así de mi casa. (Se le-
vanta. Dulcifica un poco su voz.) Mujer, ¿te vas
sin saludarme? (Ella le mira de pies a cabeza y
sonríe malignamente.)
Bueno, pues... ¡adiós!
(Agarrándola por un brazo.) ¡ No, ven aquí, ven
aquí ! ¡ Ya saldrás luego, mujer !
¿Es que tienes gana de pelea? Me he pasado aquí
la mañana esperándote, ¿entiendes?, y quiero sa-
lir, quiero marcharme, andar, respirar.
De todas maneras no te habrás aburrido mucho.
(Insidioso, celoso.) Con Bielsa, con Joujou... Jue-
gas con él como con un gato... Sabes que no
tiene uñas, ¡ el pobre ! Conmigo es otra cosa.
ÍDOLO DE CARNE 33
LIA ¡ Estúpido 1
I GE. ¡ Qué vileza de criatura ! No puedo sufrir que
le acaricies. A veces me ha dado la tentación
de derribarle de un manotazo y de aplastarle el
cráneo con mi bota ; pero no lo he hecho por
miedo al ¡ crac ! que produce el pisar un bicha-
rraco. ¡ Qué asco ! (Arroja con repugnancia el
cigarro y se limpia los labios con el pañuelo.)
(Cruel y burlona.) ¡ Pobre Joujou !
¿Le compadeces?
¡ Qué desgraciado debes ser con tus celos y tus
arrebatos, Moral ! ¿No te da vergüenza estar
celoso tú, un hombre como tú, de un chiquillo
tonto y degenerado como Fernando?
(Furioso por verse descubierto.) ¡ A otra cosa, a
otra cosa !
A otra cosa entonces... Me marcho.
¡ Qué vengativa eres, Julia ! Anda, siéntate un
momento... Cierto que te hice esperar toda la
mañana, pero ya podías pensar que me moría de
impaciencia, de angustia, por no poder venir...
¿Por no poder?
¡ Por no poder, sí ! Me retenía el médico que me
llamó a su casa para hablarme de Amelia, que,
según él, está cada día peor... Esta mañana,
poco antes de llegar yo, la dio un síncope, un
ahogo..., no sé. (Un momento. Eugenio, repen-
tinamente grave, muy serio, pálido, murmura :)
¿Qué pasó el día que vino a buscarte? Desde
entonces está así.
(Encogiéndose de hombros.) ¿Qué pasó? En-
tre nosotras, nada. Tú sabrás, tú debes saberlo...
Ella me suplicó que viniera, insistió, me rogó
de ( tal modo, que no supe, no pude negarme...
(Sombrío.) Sin ella no hubieras vuelto. La ver-
dad es ésta.
¡ Bah ! ¡Quién sabe!... Me dio por no volver
porque...
(Agresivo, terrible.) ¿Por qué, por qué?...
¿Por qué?... Por esto..., por tus palabras de
siempre, por tu brutalidad... (Estallando, hosca,
ceñuda.) Y por que no soy una bestia, ¡ vaya !
34 CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVIL/
(Levantándose.) ¡Porque estoy harta de que se
me trate a latigazos !
EUGE. ¡ Julia !
JULIA ¡ Vamos, hombre ! ¡ Después de llevar la vida má^
perra, venirme con celos, con cóleras, con gro
serías !...
EUGE. ¿Pero tú no sabes, canalla, que te quiero, que
te necesito, que no me importa nada sino túV
¡ Yo te quiero aquí, a mi lado, pegada a mi vida
para poder vivir ! (La coge en sus brazos, apre
tándola sobre su pecho.) Yo no sé, Julia, lo que
ha sido de mí, lo que has hecho de mi, si un
hombre glorioso y magníñco, o un lamentaba
muñeco ; pero sé que la poca felicidad que hay,
en mi vida te la debo a ti, porque tú para mi
lo eres todo, todo, todo. Mi amor por ti es un
pasión dolorosa que me consume la vida, pero
¿para qué vivir de otra manera sin ti?
JULIA (Vagamente, con la voz lejana, la mirada perdida,
sin corresponder a los besos febriles de Moral.)
Tu amor...
EUGE. Mi amor es mi desesperación, mi tormento y mi
gloria. Padezco horriblemente con tu amor, Julia,
pero ¡ ay de mí el día que me falte ! Te quiero,
¿comprendes? Te quiero como eres, con todo tu
encanallamiento, con toda tu maldad. Te quiero
sabiendo que me has engañado, que me engañas,
que me engañarás. (Julia le mira a los ojos, un
poco asombrada de las palabras del hombre glo-
rioso.) ¡ Ya ves tú si seré desgraciado al pensar,
al saber, que tú, tú !... (Con asco, con horror,
con infinito amor.) ¡ Eres toda mi vida !
JULIA (Rehuyendo los besos del amante, llena de amar-
gura, de sarcasmo.) ¡ Toda tu vida ! (Ríe nervio-
samente.) ¡ Ja, ja, ja ! ¡ Toda tu vida !
EUGE. ¡Ríete, ríete! ¡Ríete... (Con honda pena.), pero
compadéceme ! Me ves tan fuerte, ¿verdad? Me
ves con tanta fuerza, que a puñetazos podría des-
truir todos estos mármoles (Con un amplio gesto,
señalando los mármoles que hay en el taller.),
que a puñetazos podría matarte a ti. ¡ Pues ¿ú
me has convertido en una criatura, en un trasto,
El
EL ÍDOLO DE CARNE
AMELIA
EUGE.
en una cosa ! (La deja. Un sollozo asfixiante no
le permite seguir. Ella se arregla las ropas, el
sombrero. Tras un nuevo sollozo, prosigue Mo-
ral con voz estrangulada.) ¿No te da lástima de
mí, no te da pena?
(Con el mismo sarcasmo de antes.) ¿Y tu or-
gullo? ¿Y tu soberbia? ¿Qué se han hecho?
(Mirándola a los ojos, con odio.) ¿Pero qué tie-
nes en las entrañas, víbora, que tan mala te
hizo Dios? (Ella se yergue, al fustazo de esas
palabras, altiva y terrible. Eugenio, añade :) ¡ No,
nada ; perdóname, Julia ! (Julia recoge el man-
guito, las pieles. Eugenio, que habla entrecorta-
damente, presa de una terrible excitación nervio-
sa, la sigue humilde y rastrero.) ¡ No te marches
así !... ¡ Yo no quise ofenderte !... (Julia, soberbia,
triunfante, se dirige al fondo.) ¿Te veo esta no-
che? (Ha formulado la pregunta pálido, temblo-
roso, anhelante.)
(Desde el fondo, volviéndose a él.) Sí. Porque
me das pena, porque eres más infame, más des-
graciado que yo. (Sale. Un momento. Eugenio
Moral se ha quedado de cara al fondo por donde
salió ella. Se vuelve y murmura, con la mano
crispada sobre el pecho;)
¡ Eugenio Moral, eres un miserable ! (Saca una
pipa de su bolsillo, va a cargarla, nervioso, tré-
mulo. De pronto, arrebatadamente, rabioso, tira
la pipa con violencia a un rincón. Con un pa-
ñuelo se enjuga el sudor de la frente, pálida y
tempestuosa, contraída por un hondo dolor. Su
angustia se exacerba y muerde el pañuelo con
desesperación. Entra Amelia Ardavín. Se cubre
con una bata de tonos claros. Está muy pálida,
enflaquecida. Profundos livores ornan sus ojos.
Tiene la boca sumida de los que van a morir. Ella
se detiene, agarrándose a las cortinas del fondo,
desfallecida.)
¿Estás solo, Eugenio?
(Corriendo a ella, llevándola al diván casi en
brazos.) ¿Cómo? ¿Tú?
36 CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA,
AMELIA (Dejándose caer inerte, como un cuerpo sin vida,
en el sofá.) No te molesto, ¿verdad?
EUGE. ¡ Mujer !
AMELIA Sí, claro, ahora ya no te molesto... Pero estaba
tan sola en mi alcoba, le tengo tanto miedo a laj
soledad...
EUGE. ¿Cómo sola? No tenías más que llamarme. Ade-
más, vamos, no seas niña : si hace un momento
estuve contigo. Merecías que te riñera, ¿sabes
¿Qué es eso de levantarte de la cama sin mi
permiso? (Bondadoso, apenado.)
AMELIA Sí ; hace un momento, sí. Pero no eras tú, Eu
genio ; no eras tú quién estabas conmigo.
EUGE. (Temeroso, extrañado.) ¿Qué es lo que dices,
criatura ?
AMELIA No debes fingir, Eugenio ; no tienes que enga
ñarme. Mi marido no se ha acercado a mi lecho,
sino ese otro hombre inquieto y atormentado qut
hay en ti...
EUGE. (Queriendo disimular su turbación, su congoja.)
Anda, cállate ya. No digas tonterías... (Ella k
mira con sus ojos llenos de ternura y de tristeza,
brillantes de fiebre.) ¿Ya qué has venido? ¡Ton
tuela, chiquilla !... Cuando no tenías más que lia
marme... (Habla con tierno afecto a Amelia, come
si en realidad se tratara de una criatura.) Pero
si te estás cayendo, si no puedes tenerte en pie...
Y estás con fiebre, mujer... Vaya, se acabó... Te
acompañaré a tu cuarto... (A una mirada de ar
diente súplica que ella le dirige.) cogida a m
brazo como una novia...
AMELIA ¿Tienes que salir?
EUGE. (Turbado de nuevo.) Sí, pequeña, yo bien qui-
siera... ¡Pero, por Dios, no pongas esa cara d«
lástima, mujer ! Al momento seré contigo...
AMELIA (Con una infinita amargura.) ¡ Cuánto sufres, Eu-
genio ! ¡ Qué vida la tuya !
EUGE. (Queriendo aparecer despreocupado.) Qué le va-
mos a hacer. Es preciso luchar ; no se triunfe
así como así... (Habla sin mirar a Amelia. Dt
pronto, se vuelve a ella y le sorprende, angus-
tiándole de nuevo, la mirada tristísima de la
■l ídolo de carne «r
pobre mujer, que empañan unas lágrimas silen-
ciosas.) ¿Lloras?...
, AMELIA Es por ti, Eugenio, pobre Eugenio, porque sufres
más que yo.
'" EUGE. Vamos, vamos ya, chiquilla... Ven...
ÉH. AMELIA ¡ Chiquilla ! ¿Chiquilla? No, Eugenio, no. Mírame
bien, estoy ya vieja, no soy una niña. ¿A qué
ese empeño tuyo en desconocerme, en ignorar-
me, en cerrar ios ojos ante mí?
EUGE. Pero ¿qué estás diciendo?
jj AMELIA Nada; déjame, dejemos eso... (De pronto.) Tan
sólo una cosa. Pero no me engañes, no me
mientas, sé sincero, sé fuerte... (Eugenio la
mira amedrentado, temiéndolo todo de sus pala-
bras.) Siéntate aquí, a mi lado, como en otro
tiempo... (Eugenio se sienta.) Piensa que tus
palabras pueden hacer más por mi salud que todo
lo que por mí haga el médico.
EUGE. Habla, di...
á AMELIA Fíjate bien, Eugenio... (Un momento. Vuelta a él,
cogiéndole las manos.) Yo estoy vieja, cansada ;
lo que no han podido hacer los años, lo han
hecho unos meses de sufrimiento... Acaso pronto
te veas libre de mí, solo...
x EUGE. ¡ Mujer ! ¡ Amelia !
ll AMELIA (Que se ha repuesto de la emoción con que pro-
i¡ nuncio las anteriores palabras.) Atiende, atién-
deme... Si e} desengaño destruye algún día tu
vida, si de tu gloria y de tu fuerza no te queda
entonces más que un mísero y lejano recuerdo,
si llegan para ti momentos de abandono y so-
ledad y yo no estoy aquí para consolarte, ¿acu-
dirás a mi memoria, Eugenio? ¿Acudirás a mi
memoria para buscar en ella la fortaleza que
te falte, el consuelo que sólo saben dar ias ma-
dres? (Eugenio ha escuchado las palabras de
Amelia, que ella ha suspirado doloridamente, pá-
lido, sosteniéndose apenas, con una emoción que
sacude todo su cuerpo. Ahora dice horrorizado.)
f. EUGE. ¡ Calla ! ¡ Calla, por Dios, Amelia ! ¡ Calla ! (Se
$ tapa el rostro con las manos convulsas.)
38 CASIMIRO GIRALT y LUIS C*PDEVILA
AMELIA Tengo miedo, Eugenio ; tengo miedo por ti al
pensar que puedo faltarte.
EUGE. ¡Calla! ¡Calla! ¡Sé buena, no te atormentes!...
(Un momento. Eugenio se levanta nervioso, in-
quieto, sin saber qué hacer. Amelia, en el di-
ván, con las manos cruzadas sobre el regazo en
actitud de orar, tiene alta la cabeza como las do-
lorosas-, y los ojos llenos de lágrimas En este
momento, la doncella de antes, apareciendo por
el fondo, anuncia.)
DONC. Su papá, señorita.
EUGE. Hazle pasar.
AMELIA No, no quiero que me encuentre llorando... ; su-
friría el pobre... (Con inquietud.) Hazme el fa-
vor, Eugenio. Charla con él unos momentos.
(Vase con la doncella, que la sostiene, muerta,
desfallecida. A poco entra Pablo Ardavín.)
POBLÓ ¿ Tienes unos momentos que dedicarme?
EUGE. (Mirándole a los ojos, curado ya de toda emo-
ción.) Los que usted quiera.
PABLO Vamos a hablar un rato, pero serenamente, fría-
mente, de hombre a hombre... (Eugenio Moral,
que paseaba a grandes zancadas por la estancia,
se vuelve a Pablo.)
EUGE. (Un poco agresivo, pero tan sólo un poco y a
pesar suyo.) Esto es Imposible. Nosotros no po-
demos hablar nunca de nombre a hombre.
PABLO No sé por qué. (A un gesto de Eugenio.) Pero
no te canses, que tampoco me importa. Allá tú
con tus genialidades de artista. No he venido a
eso.
EUGE. Usted dirá entonces qué es lo que quiere, en qué
puedo servirle. (Eugenio se ha parado en seco
delante de Pablo Ardavín y le ha espetado las
anteriores palabras con una fría cortesía y con
un mal disimulado desprecio. Se ha de notar en
el escultor, durante toda esta escena, una gran
nervosidad, una gran impaciencia casi angustiosa.)
PABLO ¿En qué puedes servirme? En mucho. Vengo a
hablarte de mi hija.
EUGE. (Extrañado, inquieto.) ¿Qué le pasa a Amelia?
L ÍDOLO de carne
¿Y cómo es usted quien viene a enterarme ; cómo
no he sido yo quien...?
Porque tú estás ciego, porque tú no ves nada,
ni a la pobre Amelia...
(Protestando.) ; Que es mi mujer !
Tu pobre mujer que sufre, que se consume en
silencio, que se muere a tu lado sin que tú te
enteres.
(Irritado.) ¡ Bah ! ¿Una escena de familia? Le
advierto que tengo mucho trabajo y no puedo
perder un minuto.
(Muy tranquilo y dolorido.) Yo creo, porque no
tengo aún tan mal concepto de ti, que, por el
contrario, lo aprovecharás. (Con el acento duro,
rencoroso.) Y ya te digo : nada de genialidades,
de gestos de artistas. Yo, ya sabes..., tampoco
te comprendería. (Eugenio Moral ha tirado el
cigarrillo que fumaba, se ha cruzado de brazos
ante su suegro, que se sienta.)
¿Y es ella quien le manda a mí?
(Conteniéndose a duras penas^) ¡ No ! ¡ Bien sa-
bes tú que no ! Amelia es incapaz de lo que tú su-
pones. Vengo a otra cosa. Tú sabrás que Amelia
está enferma.
Sí.
Amelia está enferma y el día menos pensado se
muere sin .que te des cuenta. (Eugenio va a ha-
blar, pero se contiene; se muerde los labios ner-
viosamente, humilla la fiera cabeza.) Y es que
tú, Eugenio, has olvidado por completo a tu mu-
jer. Y eso, ni es digno, ni es noble, ni es hu-
mano.
Le prohibo a usted las apreciaciones. Mi con-
ciencia no me reprocha nada.
(Irritado, levantando la voz.) ¡ Porque no la tie-
nes ya, como no tienes corazón !
(Muy pálido.) ¡Señor mío!
¿Qué?
Usted no tiene derecho a insultarme. No estoy
dispuesto a tolerárselo, porque no se lo he tole-
rado nunca a nadie.
(Conteniéndose.) Tienes razón. No es cosa de
40 CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVIL.'
que riñamos tú y yo como dos albañiles. Pero de
todos modos, depon un poco tu orgullo, porque!
cuando un hombre se ha encanallado como tú cocí
una zorra de la peor laya, no tiene derecho a ser
orgulloso.
EUGE. ; Es aue no todo el mundo puede llamarse Euge-
nio Moral ! (Con mucha dignidad.)
PABLO Puedes reírte de e?o, y así te curarás del engaño.
Has» arrojado tu gloria al arroyo, y todo el mundc
que no puede llamarse Eugenio Moral la está pi-
soteando.
EUGE. (Con un gesto.) ¡ Ardavín ! (Pablo Ardavín, sin
asustarse, sin retroceder, sonríe apenado.) No ol-
vide usted sus palabras de antes : estamos hablan-
do de hombre a hombre.
PABLO No lo olvido. Por eso creo que no debo enga-
ñarte. Hoy sabe todo el mundo que un hombre
tan glorioso, tan alto como tú, vive encanallado
con las caricias mentidas de una muier tan baja
como Julia Valcárcel. (A un gesto de Eugenio.)
No, no te canses, es inútil. Sé muy bien lo que
me digo y lo que me dicen.
EUGE. (Pálido, tembloroso, acercando el rostro convulso
al de Pablo.) a. Usted no sabe que al que se atreva
a hablarme así de Julia le rompo la cara?
PABLO (Apartándole suavemente; muy sereno.) No, no
lo sabía. Y lo siento por ti. ¡ Tendrás que rom-
pérsela a tantos !
EUGE. ; Le prohibo a usted!...
PABLO ; Pero no seas bruto ! ¡ No seas infeliz ! ¿Por qué
empeñarte en defender precisamente lo que esa
muier no tiene : su dignidad? Piensa que hay mu-
chos que se creen con tantos derechos como tú y
no lo hacen. Piensa. que no es tampoco tu deber.
EUGE. i Aquí no se trata del deber ! ¡ Me río yo del de-
ber ! . . .
PABLO Pues no lo hagas. Yo he sido pobre, he ganado
mi sustento sobre el andamio, con el sudor de mi
frente v la fuerza de mis puños, y no- olvidé mi
deber. He reunido después, a fuerza de saciificios,
unas pesetas, con las que empecé a trabajar por
mi cuenta, ¡ y no olvidé mi deber ! Me metí des-
EL ÍDOLO DE CARNE
41
PABLO
EUGE.
PABLO
EUGE.
pues en contratas y en negocios que me han pro-
porcionado un capital..., ¡y no he olvidado mi
deber. !
EUGE. Yo no debo sujetarme a la estupidez común. ¡ La
sociedad ! ¡ La familia ! ¡ Oh ! (Llenándose la boca
de despreciativa admiración, irguiéndose después
soberbiamente, rebelde y magnífico.) ¡ Pues no !
¡La sociedad, la familia, todo, que se lo lleve el
diablo ! Yo debo pasar por sobre todas esas mi-
serias tan respetables. Es a mí a quien se debe
respetar siempre, siempre, ¿comprende usted? Na-
die tiene derecho a discutir mis actos. ¡ Ni usted !
(Con un gesto de impaciencia.) No pretendo tal
cosa. No pretendo más que abrirte los ojos para
que puedas ver que se ríen de ti, que con esa
mujer estás haciendo el ridículo.
(Encogiéndose de hombros.) ¡ Bah !
i Pero reflexiona que esa mujer no te conviene !
¡ Piensa que esa mujer ! . . .
(Más apenado que indignado.) ¡ Cállese, cállese !
¡ Qué sabe usted de esas cosas ! ¿ Qué sabe usted
de esa mujer? Lo que todo el mundo : que es
una perdida, una golfa a merced del primero que
llega. Pero es que yo no soy todo el mundo, ¿en-
tiende? Usted no puede comprender mi pasión
por esa mujer. (Pablo Ardavín le escucha muy
atento, un poco receloso, mirándole a los ojos.)
Sin Julia Valcárcel yo no sería nada. De su be-
- lleba hice mi genio. Con su cuerpo maravilloso
me hizo ella triunfar. El gran escultor que hoy
soy, el único, se lo debo a ella. Y todo lo" debo a
ella : mi gloria, mi fortuna...
PABLO (Bruscamente.) ¡No, no, no!... Eso de la gloria,
del genio..., ¡paparruchas! Te engañas, quieres
engañarte... A esa mujer no la debes nada, sino
tu amargura de hoy, tu tormento... El arte, hijo
mío, no tiene que ver con esas cosas... Quieres a
la mujer, te gusta la mujer, su carne, su miseria,
como le gustaría al último de mis jornaleros.
EUGE. (Revolviéndose furioso, herido en lo más vivo.)
¡ No ! ¡ No ! Usted no sabe nada, usted habla por
hablar... ¡Pero esto no es verdad, no es verdad,
42
CASIMIRO GIRALT y LUIS CArDEVILA
PABLO
EUGE.
PABLO
EUGE.
PABLO
no es verdad ! (Con la voz ronca, estrangulada
por el furor que le domina.) Yo no puedo caer
jamás en esa vileza, en ese pozo de vileza. Mi dig-
nidad me salva de caer como los demás,
No como caería un mozo de cuerda ; pero de más
alto, sí, y así es más dolorosa tu caída. Y no te
salva nada, nada. Ni tu gloria, ni esa dignidad
de que alardeas, ni tu orgullo. Lo has perdido
todo con esa mujer, con esa mujer que no es
tuya, además, porque es de todo el mundo,
¡ Ardavín !
Tan sólo podría salvarte la piedad, y también la
perdiste. La piedad por tu mujer, que es mi hija.
Tú, ni te das cuenta de que vive a tu lado. ¡ Qué
le vamos a hacer ! (Con un hondo suspiro.) Ha-
blaríamos, hablaríamos sin llegar a un acuerdo. Tú
eres como eres ; yo soy como soy : un hombre
sencillo que no puede comprender, según tú, tu
tormento. Es mejor que acabemos.
(Sombrío.) Sí, es mejor.
Me marcho de tu casa para no volver a poner
los pies en ella. No quiero reprocharte nada, y
podría hacerlo. Te dejo mi hija porque ella tam-
poco me seguiría. Piensa, si puedes, que ella es
buena, que te quiere como no te querrá nadie
nunca..., ¡y que se muere! (Mordiendo las pa-
labras para contener los sollozos que convulsionan
su pecho.) ; Piedad, piedad... por ella!... ¡Hija
mía ! (Con un supremo esfuerzo para seguir.)
; De todas maneras, aun volveremos a vernos...
(Ya en el fondo, entreabriendo las cortinas.) el
día que venga por Amelia, enferma o muerta !...
(Sale arrebatadamente para que Eugenio no le
vea llorar. Moral se queda un momento inquie-
to, nervioso-, titubeando, con los ojos clavados
en el fondo por donde ha desaparecido Ardavín.
De pronto se decide, con un gesto violento, a.
irse también. En este momento le sale al paso
Martín. Tiene el joven ese aire roto y lamen-
table del que está condenado a confesar la ver-
dad más horrenda.)
EL ÍDOLO DE CARNE
43
Maestro...
¡ Ah ! ¿Eres tú? Pasa, pasa... (Martín adelanta
unos pasos.) ¿Qué te ocurre? (Martín esboza un
gesto como para romper a hablar, pero se calla-
Ante este silencio, el maestro, que, meditativo y
preocupado, paseaba a grandes zancadas por el
taller, se detiene ante Martín, asombrado de sn
mutismo.) ¿Qué te ocurre, se puede saber?
Se puede saber, sí... Cuando antes le dije que
tenía que hablarle y usted no quiso atenderme...
Sí, es que tendrías algo que decirme, ya me lo
figuro. ¿Qué es?
Pues que... He recibido carta del pueblo.,. Madre
está enferma... (Baja la cabeza avergonzado, re-
huyendo la mirada escrutadora de Eugenio. )
¿Y...?
Y..., y yo, maestro..., ya usted ve..., desearía
marcharme...
¿ Por unos días? Me parece muy natural.
(Cada vez más pálido, más confuso.) No sé maes-
tro, si será por unos días... La pobre vieja está
ya muy achacosa... No tiene a nadie más que a
mí... Quizá no vuelva...
(Asombrado, en el colmo del asombro.) ¿No vol-
ver? ¿Quedarte tú en el pueblo? ¿Y ahora,
cuando empiezas a triunfar precisamente? (Un
momento, hay una gran angustia en los dos hom-
bres. Martín tiene al pecho humillada la cabe-
za. Eugenio le mira, lleno de temores, de rece-
los.) ¿Y qué vas a hacer en el pueblo tú, un
hombre de genio, un artista?
(Con la voz tomada por la emoción que le es-
trangula.) Maestro, yo... (Se calla de nuevo. No
puede seguir.)
(De pronto, abalanzándose a Martín, sujetándole
por las solapas y sacudiéndole violentamente.)
¡ Mientes ! ¡ Mientes, imbécil, canalla ! (El dis-
cípulo, sin intentar defenderse, alza la cabeza
doloridamente. Dos lágrimas ruedan por sus me-
jillas.)
¡ Maestro !...
44
CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
EUGE. (Soltándole.) ¡ No llores, no llores, que te dela-
tas ! ¡ Cobarde ! ¡ Huyes de mi lado y yo sé por
qué : por cobardía, porque tienes miedo a trai-
cionarme ! ¡ Porque no puedes resistir más, por-
que te vencieron como a mí, porque te han con-
vertido, como a mí, en un guiñapo miserable !
(Acercando mucho el rostro al de Martín, mor-
diendo sañudamente las palabras.) ¡ Huyes de
mi lado porque tienes miedo de Julia, tiene?;
miedo de traicionarme con ella ! ¡ Porque se te
ha ofrecido ! (Gritando de nuevo, desarticulada
mente, lívido, espantoso.) ¡ No niegues ! ¡ No
lo niegues !
MART. (Con la voz dolorida, ahogada.) No..., no niego..
EUGE. ; Es terrible, terrible!... (Desesperadamente.) ¡Es
mala, cruel, fría como esas piedras que yo do-
mino : yo, que no he podido dominarla a ella !
(Habla exaltadamente , atropelladamente.) ¡ Se:
ríe de ti, de mí, de todos, de todo ! ¡ Qué in-
fierno el estar sujetos a ella, a su maléfico en-
canto ! ¡ Tú, que eres joven, que eres fuerte
huyes de ella !
MART. Por usted, maestro ; porque le quiero a usted, por
que le respeto. Yo no debo olvidar todo lo que,
usted ha hecho por mí. ¡ Ni debo olvidar que
gracias a usted, me queda todavía el cariño de
la pobre vieja ! (Eugenio pasea, rabioso, por la
estancia. Las palabras de Martín llegan, a él co
mo las voces lejanas de otro mundo.) Con mi
huida destruyo mi porvenir, todo mi porvenir.
Pero con esto no hago más que cumpir con mi
deber. Me marcharé, maestro.
EUGE. (De pie en el centro de la habitación, avanzando
hacia Martín, después de las primeras palabras. }
¡No, no te marcharás, no permitiré que te mar
ches ! ¡ Aquí ! (Cogiéndole por el brazo.) ¡ Aquí
¡ Conmigo ! ¡ A mi lado ! Tú serás a fuerza que
yo no tengo para dominar a esa mujer, para te-
nerla sujeta, ¡ porque yo ya soy viejo ! Ni mi
dinero ni mi gloria podrían retenerla. (Con hon
da angustia.) ¡Huiría, Martín, huiría!... ¡No!
EL ÍDOLO DE CARNE
MART.
EUGE.
EUGE.
} CARM.
EUGE.
DONC.
AMELIA
EUGE.
|{ AMELIA
.;, EUGE.
CARM.
i No te marcharás ! ¡ Seguirás aquí, conmigo, pa-
ra que no me abandone !
¡ Don Eugenio !...
¿Qué? ¿No me creías tan encanallado, verdad?
¿No me creías tan vil, verdad? De bajeza en ba-
jeza, he llegado a ser un miserable. Ya, ¡ qué
me importa todo ! ¡ Sólo quiero una cosa, sólo
tengo fuerzas para querer una cosa : ella, Julia,
con su crueldad, con su desprecio, con su enga-
ño ! ¡ Ella, que es mi martirio y mi condena-
ción ! (Le ha vuelto la espalda. Un sollozo asfi-
xiante, tempestuoso, desgarra su pecho. De pron-
to se vuelve a Martín, con un respingo, le su-
jeta por las solapas como hizo antes y, amena-
zador e implorante, acercando el rostro al del
discípulo, le dice :) ¡ No te marcharás ! ¡ Júrame
que no te marcharás ! ¡ Júralo ! (Se oyen unas
voces atribuladas en el fondo y aparecen Amelia.
Carmina y la doncella. Carmina lleva en bra-
zos, desfallecida, lívida, a Amelia. Eugenio co-
rre a ellas para recoger a su mujer sobre su
pecho.)
¡Amelia ! ¿Qué es eso?
La repitió el ahogo de esta mañana, quiso venir
aquí, a su lado de usted !...
(Que mientras hablaba Carmina se ha vuelto re-
petidas veces a Martin, pálido y dolorido.) ¡ Pe-
ro, mujer, por Dios !
¡ Ay, mi señorita ! ¡ Mi pobre señorita ! (La lle-
van hasta el diván.)
No me riñas, Eugenio, no me riñas... Temí mo-
rirme sola, sin verte...
Pero ¿qué dices, qué tonterías son ésas?
¿Qué ha pasado entre mi padre y tú, Eugenio?
¿Qué ha pasado?...
¡ Amelia, por Dios ! ¡ Nada 1 (Amelia, mirándole
a tos ojos, profundamente tristes, va a hablar,
pero, de pronto, resbala de entre sus brazos, pre-
sa de un nuevo ataque. Carmina y la doncella
acuden en su socorro, la acomodan en el diván._2
(Llena de susto y de angustia.) ¡ Amelia l/\ Ame-
lia ! ¡ Ay, Señor, qué pena ! ¡ Amelia !
46
CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
EUGE. (Inclinado sobre el cuerpo de su mujer.) ¡ Pe-
queña !... ¡Que estoy yo aquí!... ¡Yo!...
CARM. {Frotándola las sienes con un pañuelo húmedo,
haciéndole aspirar un frasco de sales.) ¡ Amelia !
¡ Amelia !
DONC. ¡ Señorita ! (Eugenio, enloquecido, corre a Mar-
tín y, en voz baja, ahogada por la ansiedad, le
amenaza.)
EUGE. ¡No te marcharás! ¡Di que no te marcharás!
(Martín, sobrecogido de espanto, deniega con la
cabeza.)
CARM. ¡Eugenio!... ¡Parece que vuelve en sí! (Euge-
nio, lívido, espantoso, con los ojos fuera de las
órbitas, corre hacia su mujer abofeteándose y
murmurando con odio, con desprecio, con asco:)
EUGE. ¡ Ah, canalla ! ¡ Canalla ! ¡ Canalla ! (Se cierran
rápidamente las cortinas.)
TELÓN
AGIO TERCERO
LA DOLOROSA PASIÓN
Un salón en casa del escultor Eugenio Moral. Se quiebra la estructura
de este salón con una manera de vestíbulo en el fondo izquierda. En
el vestíbulo, que es como un rincón en la saleta íntima y confortable,
hay un banco monumental del Renacimiento, con brocados rojos y ma-
deras esculpidas, con unas fayenzas primitivas en lo alto. Las paredes,
cubiertas con cuadros de mérito. Una lámpara persa, con armazón de
laca y vestida de seda y pasamanerías, pende del techo. Una puerta a
¡a izquierda. Unas cortinas de terciopelo color tabaco, caídas a ios lados
de la puerta que se abre al salón. Tras de las cortinas se supone una
puerta vidriera, blanca, practicable.
En ei salón, en el fondo, un bargueño del siglo xyii. Sobre este mueble,
unos juguetes, unas estatuillas, unos puñales chinos de marfil, unas espan-
tables máscaras de samurayes japoneses. En las paredes, sobre un alto
zócalo de cuero de Córdoba claveteado de oro, cuadros de mérito del
.. siglo xviii : Goya, Creuze, madama Vigée Lebrun.
A la derecha, una ancha y blanca vidriera da paso al taller de', escultor,
Ll ídolo de carne
47
lleno de luz. A primer término de este mismo paño, otra puerta : la de
la camareta.
A la izquierda, en primer término, un sofá muy bajo tapizado de pana
oscura. Un sillón.
A la derecha, una mesita, con unos libros, con un manojo de flores,
con una caja de cigarrillos ; unas sillas. Una puerta, a la izquierda,
que guía a las habitaciones interiores de la casa.
(En el vestíbulo, Carmina y la doncella hablan
sin que lleguen a oírse sus palabras. Después de
un momento avanzan. Carmina, que viene de la
calle, viste abrigo y sombrero.)
CARM. Entonces, ¿es que está mejor?
DONC. No sé, no sé. Mucho me temo que no Pero se
empeñó en levantarse y no supe, no pude evi-
tarlo.
CARM. ¿Pero y Eugenio?
DONC. ¿El señorito? No estaba en casa. Salió y no ha
vuelto todavía. Desde hace unos días el señorito
apenas para en casa ni en su taller.
CARM. (Tristemente, con un suspiro.) ¡Pobre Amelia!
Vamos, vamos. (Sale Carmina por la izquierda.
Al ir a seguirla ia doncella, la detiene Martín, que
aparece por la derecha con aire aburrido, el blu-
són abierto, las manos en los bolsillos del pan-
talón.)
¡Rosa! ¿Llegó don Eugenio?
No.
(Consultando con su reloj.) Es raro.
¿Raro? ¿Por qué? Hace unos días que ei seño-
rito vive más en la calle que en casa. (Da unos
pasos para marcharse. Martín la detiene con un
gesto.)
No te vayas, mujer. ¡ Estoy tan aburrido !
(Sonriendo.) ¿Y quiere usted mi compañía?
No me disgustaría, no.
(Un poco chula.) ¡ Vamos, hombre !
(Reteniéndola de nuevo.) Aguarda, mujer .. (Saca
un cigarrillo, rebusca en los bolsillos después.)
No te marches. (Después de un momento.) ¿Tú
no tendrías a mano unas cerillas?
DONC. Todas las que usted quiera. (Vase la doncella por
el vestíbulo. Martín ha cogido una de las estatuí-
48
CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
lias chinas del bargueño. La curiosea, la deja des-
pués para alcanzar uno de los puñales. Lo desnu-
da de su labrada vaina de marfil, juguetea un mo-
mento con él. Silba entre dientes un motivo cual-
quiera. Después examina con mayor atención el
mango del puñalito. La doncella reaparece.)
DONC. Tome usted. (Le ofrece una caja de cerillas.)
MART. (Sin dejar el puñal, rechazando la caja de cerillas.)
Encendida, mujer... (La muchacha enciende la ce-
rilla.)
DONC. (La ofrece a Martín, sonriendo.) Encienda su ma-
jestad.
MART. (Después de encender el cigarrillo.) Gracias. (La
doncella se dispone a retirarse; pero un gestO'de
Martín, súbitamente interesado por el examen del
puñalito, la detiene.) Oye... ¿Quién habrá roto
esta figura del puñal?
DONC. (Un poco atribulada.) Fui yo, señorito Martín ;
pero fué sin querer...
MART. Ya, ya me figuro que no lo harías adrede. ¡ Qué
lástima ! ¿Tú no sabes que esto es una joya?
(Mostrando el puñal, lindo como un juguete, a
la muchacha.)
DONC. (Ya respuesta del susto.) ¡ Bah ! ¡ El señorito tie-
ne tantos !
MART. (Dejando el puñal donde estaba.) ¡ Sí ! ¡ Claro !
¡ Tiene tantos que no es muy grave romperle la
cabeza a un chino de esos ! (Del interior de la
izquierda llega la voz de Carmina : «/ Rosa l»)
DONC. (Yéndose por la izquierda.) Perdone usted, Mar-
tín... (Sale. Martín, al quedarse solo, después de
un momento, consulta su reloj, se encoge de hom-
bros, murmura.)
MART. ¡ Qué le vamos a hacer ! (Cuando se dispone a
volverse al taller, le detiene la voz de Eugenio
Moral, que aparece por el vestíbulo del fondo qui-
tándose el abrigo y el sombrero, que tira sobre el
sofá así que penetra en el salón. Está descom-
puesto, febril, jadeante, enjugándose el sudor de
la frente.)
EUGE. ¿Ha venido?
MART. ¿Julia? No.
iL ÍDOLO DE CARNE
49
Ya me lo esperaba. (Se deja caer en el sofá des-
alentado.) Y es que no tengo ya poder para rete-
nerla. Aprendió a burlarse de mí y esto es cosa
perdida... Anteayer prometió que volvería; lo
juró. Y, efectivamente, ayer no vino, y hoy ya lo
estás viendo. (A un gesto de vaga esperanza con
que Martín intenta mitigar la pena del maestro.)
¡ Esto se acabó! ¡Se acabó! Lo sé bien... Sé
que ella se me escapa, 6e escurre de mis manos
como una serpiente...
Pero ella, maestro, sea como sea, buscándola usted
o por su propia voluntad, viene, sigue viniendo.
¡ Porque me teme, no porque me quiera ' Porque
tiene miedo a negarse. Porque la he buscado y la
he traído aquí arrastrándola... (Con amargo sar-
casmo.) Yo que llegué a pensar contigo, yo que
pensé que tu juventud podría atarla a mi lado...
¡ Y ya lo viste, ni te hizo el menor caso ni se
acuerda de ti ! (Desrrumbado en el sofá, murmu-
ra, solloza casi.) ¡ En qué cosa tan despreciable
me ha convertido !
(Compadecido.) No, maestro, no. Usteü es un
hombre fuerte, usted supo vencer siempre. Venza
ahora también, acabe usted con esa mujer, déjela
que se marche y no vuelva.
(Levantándose, yendo hacia el discípulo con re-
pentino furor.) Pero ¿qué dices? ¿Qué es lo que
dices? ¡Que se marche! ¡Que yo la deje! ¡Tú
estás loco ! ¡ No ! (Con el puño cerrado, amena-
zador.) ¡ No ! La encontraré, la encontraTé aun-
que se esconda en el infierno; porque nadie cono-
ce mejor el infierno, porque vivo en él, Martín,
hijo mío, ¡ porque vivo en él ! (Recogiendo su
abrigo, su sombrero.) Sé donde encontrarla y voy
por ella. Puedes marcharte si quieres ; no te ne-
cesito. (Eugenio, terriblemente agitado, se dirige
hacia el fondo.)
(Tímidamente.) ¿Por qué no entra usted a ver
a doña Amelia?
(Deteniéndose, vacilante.) Tienes razón. Voy a
ver... (Reacciona.) Pero, no. Después, después...
(Sale por el vestíbulo. Martín le ve marchar con
50 CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
aire apenado. Después de un momento suspira.)
MART. ¡Qué pena!... (Vase hacia el taller. Un momen-
to. Por la izquierda aparece Amelia, sostenida por
Carmina y la doncella, que avanzan con infinitas
precauciones. Amelia está muy pálida, con una,
palidez terrosa que contrasta con la blancura del
«pegnoir» que la cubre. En sus ojos hay un brilló
febril y malsano. Se han afilado sus manos» sus\
pómulos y su nariz. La sientan en un sillón. Lá,
doncella acerca una silla a Carmina.)
CARM. (A Amelia.) Anda, siéntate.
DONC. (A Carmina. Aquí tiene usted una silla, señorita
Carmina. (Vase la doncella por el vestíbulo, al
mismo tiempo que aparece Martín por la puerta
del taller, ya vestido de calle. Al ver a Amelia
avanza hacia ella sonriendo.)
MART. ¡ Qué alegría me da, doña Amelia, verla levan-
tada ! (Con una afectuosa inclinación a Carmina.)
Señora. . .
AMELIA Gracias, Martín. Ya me lo figuro, porque sé que
es usted muy bueno. (De pronto, cambiando de
tono.) ¿Va usted a salir?
MART. Sí, señora.
AMELIA ¡ Si quisiera usted hacerme un favor ! Sí quisie
ra llegarse a casa de mi padre y decirle que ven-
ga en seguida. (Con un poco de angustia en la
voz débil.) ¡ En seguida !
MART. ¡ Pues no he de querer ! Volveré con él. Hasta
pronto, doña Amelia. Señora... (Una ligera in-
clinación a Carmina. Sale.)
CARM. ¿Por qué le llamas? ¿Le necesitas?
AMELIA No; es decir, no sé... (Súbitamente temblorosa,
abrazándose desfallecida a Carmina.) ¡Porque
tengo miedo, Carmina !... Miedo a morirme allí
en mi alcoba, sola... (Mirando con instintivo te-
rror a la puerta de la habitación.) Tú no conoces
el horror de morir así como yo... ¿Sabes lo que
es el miedo a la muerte sintiéndote sola? Es el
frío de la carne, las alucinaciones... ¡Es abrir los
ojos y no ver nada, como si la alcoba estuviera
a oscuras ! (Lívida, desencajada, con los ojos fue-
ra de las órbitas, abraza a Carmina con angustia,
EL ÍDOLO DE CARNE 51
cada vez con mayor angustia.) ¡ Es sentir que te
falta el aire, que te ahogas!... ¡Que te estalla
el corazón en el pecho !... ¡Qué miedo, Carmina,
el miedo a morir ! (Escondiendo la cabeza en el
seno de la amiga, rompe a llorar convulsivamente.)
CARM. ¡ Amelia, por Dios ! ¡ Mujer ! Vamos, anda, no
digas tonterías.
AMELIA ¡ Si es que me muero, Carmina !
CARM. ¡ Vaya, 6e acabó ! ; Tonta ! ¡ Si estás hoy más
buena y más rica ! (La deja llorar, acariciando su
rostro, sus cabellos maternalmente. En el silencio
agorero del salón óyese solamente el hipar con-
vulso de la enferma, que se convierte a poco en
silencioso llanto.) Debes ser un poco juiciosa,
hija, y evitar esos arrebatos. ¡ Precisamente hoy
que has dejado k cama, hoy que te decides a
pedirle a tu marido que te lleve al campo !...
¡ Vamos, vamos, mujer 1 (La acaricia como a una
niña.)
5 AMELIA (Levantando los ojos.) Sí, tienes razón. (Habla
febrilmente, incoherente.) Eugenio es bueno, el
pobre, y me acompañará y no se moverá de mi
lado si sabe que puedo morirme... Allí recobrará
él su alegría perdida... ¡Porque él también está
enfermo, Carmina !... (Exaltándose, con un brillo
de calentura en los ojos.) ¡ Sí ! Quiero vivir, Car-
mina, quiero vivir por él... (Con la coz como un
murmullo.) ¡ Por él, que tanto me echaría en fal-
ta después ! (Exaltándose de nuevo.) ¡ Qué sería
de él sin mí, abandonado a esa pasión dolorosa
que le atormenta y le mata !
CARM.
AMELIA
CARM.
■; AMELIA
Amelia, mujer !
Y él me ha querido ! ¡ Me ha querido mucho ! . . .
Chiquilla! ¿Quién no te va a querer?
Me ha querido con toda su alma ! ¡ No lo sabes
tú !... Papá se opuso a que Eugenio se casara con-
migo. El quería para mí un hombre de su con-
dición, no un artista... Me prohibió que ¡e viera,
llegó a encerrarme en nuestra casa de campo...
Pero él venía todas las noches, y para llegar hasta
mi ventana se destrozaba las manos y el cuerpo
con las espinas de los rosales que se encaramaban
52 CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
por la tapia... (Después de un momento suspira.)
¡ Cómo me ha querido ! (Con la voz más baja,
como un susurro.) ¡Cómo me ha olvidado ! (Des-
maya la cabeza sobre el pecho exhausto. Se cubre
su rostro de una palidez terrible.)
(Alarmada.) ¡ Amelia ! ¡ Amelia ! (Aparecen por
el vestíbulo don Pablo Ardavín, Martín y la don-
cella.)
(Corriendo a su hija.) ¡ Hija, Amelia !
(Abriendo los ojos.) ¡Padre! No te asustes...
No es nada...
(Estrechándola en sus brazos con una gran emo-
ción.) ¡ Hija mía ! (Un momento.)
¡ Virgen Santísima í
(Enjugándose furtivamente una lágrima.) ¡ Mi po-
bre señorita !
(A Pablo.) ¡ Vamos a llevada a la cama, don Pa-
blo ! Ha sido una imprudencia el que se levan-
tara...
Tiene usted razón... ¡Anda, Amelia!
(Con un hilo de voz.) Sí, como quieras... (Mar-
tín, Pablo y Carmina la levantan exánime del sofá
y vanse con ella por la izquierda. La doncella des-
aparece por el fondo. Ardavín, ya en el umbral de
la puerta, se detiene un momento, abriendo paso
a su hija. Enjuga sus lágrimas, estalla súbitamen-
te en un sollozo la emoción que le domina.)
PABLO ¡ Se muere, Señor, se muere ! (Desaparece. En-
tran de la calle, por el vestíbulo, Julia Vorcárcel
y Eugenio Moral. Julia se ha adelantado, sin cuidar
de su acompañante, hasta el centro del saloncillo.
Eugenio, después de cerciorarse con una mirada
febril de que están solos, va a ella y, despojándola
de la pelerina de chinchilla, la abraza.)
EUGE. ¡ Por fin te tengo de nuevo aquí conmigo, Julia !
(Así, abrazada, con una ternura infinita, obliga a
Julia a reclinar la cabeza sobre su pecho. Julia le
mira con sus ojos terribles, crueles, en los que, sin
embargo, se enciende de cuando en cuando una
chispa de compasión. Eugenio la besa en los la-
bios con un beso sediento, extenuante. Después
dice.) ¡ Si supieras cuánto y de qué manera he
CARM.
PABLO
AMELIA
PABLO
CARM.
DONC.
CARM.
PABLO
AMELIA
EL ÍDOLO DE CARNE
53
sufrido con tu desaparición ! (Julia, sin responder-
le, le mira a los ojos.) ¡ Cuánto mal me has he-
cho ! (Ha suspirado estas palabras con el más
hondo dolor de su corazón. Pero en seguida, te-
miendo irritarla, agrega) : No es que te reproche
nada, no ; ¿comprendes? Es verdad que me hi-
ciste sufrir, pero es verdad también que... (Trun-
ca la frase un transporte amoroso.) ¡ Qué alegría
la de tenerte aquí, en mis brazos, sobre mi co-
razón ! (Julia vuelve a alzar a los ojos apasiona-
dos del amante sus ojos compasivos. Eugenio, sin
soltarla, llevándola como muerta en sus brazos, la
conduce al sofá.) Tú no puedes figurarte, durante
tu ausencia... ¡qué tristeza en la casa, en el ta-
ller ! Todo me hablaba de ti, en todo estaba tu
recuerdo... ¡Julia! ¡Julia!...
(Con la voz apagada, lejana.) ¡ En todo estaba
mi recuerdo !...
Pero hoy, por fin, todo ha cambiado. Vuelvo a
ser yo el de antes : el vencedor. (Con un arran-
que de soberbia, de orgullo.) ¡ Porque estás tú
aquí !
(Queriendo atajarle.) Recuerda que si he venido
ha sido, por hoy, por mañana, para que termines
la obra.
¡ Para siempre !
(Sin mirarle.) No, no ; eso terminó, no puede
seguir.
(Tembloroso, súbitamente exasperado.) ¡ No !
¿Por qué vas a abandonarme tú? No puede ser.
Será. Será hoy, mañana, pasado, cuando menos
lo esperes tú, cuando menos lo espere yo. Sólo
así nos salvaremos los dos.
(Levantándose arrebatado.) ¡ Y a eso le llamas tú
salvarse, tú ! ¿Pero es que no sabes que me pier-
do miserablemente si te pierdo a ti? ¡ No, no, no !
¡ De ninguna manera ! ¡ Jamás eso, jamás ! (Pasea-
ba furioso ante el diván y ahora se detiene.) Tú
debes quedarte. En mí hay todo lo que puedes
desear : son tuyos mi amor, mi gloria, mi felici-
dad, mi dinero...
(Irguiéndose en el diván.) Tu dinero no puede
54
CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
atarme a mí. Nunca quise aceptarlo, bien io 6abes.
EUGE. (Sombrío.) Lo sé y me desespera. Tus lujos, tus
joyas, tus perfumes, ¡qué sucia y terrible proce-
dencia tendrán ! ¡ Porque con tu trabajo de mo-
delo no vives tú !
JULIA Eso no te importa. Puedes figurarte lo que quie-
ras. Pero mi dinero es mío, mío ; no tuyo, porque
el que tú me das me lo gano con mi trabajo.
EUGE. ¿Pero es que tú crees que sólo puede retenerte
a mi lado el dinero?
JULIA (Con un profundo desprecio.) ¡ Estúpido !
EUGE. (Arrebatado, delirante, agarrándola por las muñe-
cas y acercándola a sí.) ¿Y mi amor? ¿Y m; carne
y mi alma destrozadas por el amor tuyo? ¡ Lo que
yo he sufrido ! (Julia se encoge de hombros. Des-
pués, furiosa, arremete contra él.)
JULIA ¿Y lo que yo he sufrido por ti, por tus brutalida-
des, por tus arrebatos? ¿Y la vida que he llevado
durante estos años que estoy contigo?
EUGE. (Retrocediendo ante la furia de la mujer.) ¡ Julia !
¡ Julia !
JULIA ¡ Me has atormentado con tus zarpazos y con tus
caricias ! ¡ Te has llevado lo mejor de mi vida :
mi juventud ! Yo era alegre, buena... Tú me has
convertido en una mujer triste, mala, odiosa...
Tu amor no ha sido el refugio que yo necesitaba,
sino una llamarada de celos y exasperación que
me ha consumido, que me ha deshecho. (Se deja
caer, desesperada, en el sofá. Eugenio se acerca
a ella.) Sí. Quiero rehacer mi vida, quiero vivir
de verdad.
EUGE. Dondequiera que vayas hallarás las mismas mise-
rias y no hallarás nunca, en parte alguna, un amor
como el mío.
JULIA Te engañas. ¿No te dije que me iba a vivir? Vi-
vir no es ser modelo.
EUGE. (Pálido, amedrentado, acercándose a ella implo-
rante.) ¡ Julia ! (Cuando su voz es más trémula y
más triste que nunca; cuando sus manos ya esbo-
zan la caricia, se detiene, la agarra con sus manos,
convertidas en zarpas, y venciéndola sobre el sofá,
L ÍDOLO DE CARNE 55
inclinándose sobre su rostro, ruge) : ¡ Peto no te
irás, canalla, no te irás ! ¡ No te soltaré i ¡ No te
soltaré ! ¡ Conmigo ! ¡ Conmigo ! ¡ Aquí ! (Julia,
debatiéndose del amante, ha gritado: «¡Si! ¡Sí!
¡Me iré! ¡Sí!» Eugenio, de pronto, volviéndose
al vestíbulo del fondo, suelta a Julia. Ha visto apa-
recer a la doncella. El artista, furioso, se dirige a
ella y le pregunta con un exabrupto.) ¿Qué...,
qué hay?
ONC. (Nada tranquila.) El señor de Bielsa.
UGE. Que no estoy en casa. ¡ Que no quiero recibirle !
¡ Largo ! (La doncella se va. Eugenio se quedó es-
cuchando, con angustiosa atención, hacia el fondo.
De pronto, alarmado, corre a Julia, la coge y casi
a empujones la obliga a entrar en el saloicillo del
taller, entornando después la puerta.) ¡Pronto!
¡ Pronto ! ¡ Métete ahí dentro ! (Un instante. En-
tra don Antonio de Bielsa. Eugenio le recibe aira-
do, agresivo.) ¿Cómo usted aquí?...
NTO. (Interrumpiéndole con cínica cortesía.) La mu-
chacha me ha dicho que no estaba usted en casa.
Me felicito de no haberla creído, porque tengo ab-
soluta precisión de hablar con usted.
(Sin invitarle a que se siente.) Usted dirá.
(Enérgico, seguro.) ¿Está aquí Julia?
(Con un poco de extráñela, mirándole fijo a los
ojos.) No. No está. (Don Antonio, ya al entrar,
ha visto la pelerina de la modelo sobre el sofá.
Sonríe.)
Es igual o, cuando menos, no es eso lo más im-
portante. Yo vengo a hablarle a usted, Moral, como
amigo y como caballero. Como amigo, porque,
aunque usted" no lo crea, le profeso una buena
amistad. Como caballero, porque, a pesar de todo,
lo es usted. Vengo a hablarle de esa mujer, de
Julia. (Eugenio le mira más extrañado que antes.
Va a hablar. El otro le contiene con un gesto.) Un
momento, permítame usted. Como amigo, vengo
a decirle que no le conviene seguir por más tiem-
po con esa mujer. Le hace a usted desgraciado y
ella no es tampoco feliz. Si ella no le quiere, si
56 CASIMIRO GIRALT y LUIS C^PDEVILA
ha dejado ya de quererle, ¿por qué empeñarse en
retenerla usted a su lado a viva fuerza? Me he
enterado de que tres o cuatro veces la fué usted
a buscar a su casa y la sacó de ella con amenazas,
violentamente, abusando de su condición de mu-
jer. Y eso no está bien ni es digno de un hombre
como usted. (Eugenio Moral le escucha con una
atención angustiosa, una sonrisa crispada en la
boca, los ojos fijos en los del otro, las manos en
los bolsillos del pantalón.) Como caballero, ven-
go a decirle : ¿qué derechos tiene usfed sobre
ella? Si ella quiere marcharse, no es usted nadie
para impedirlo.
EUGE. ¿Ya usted que le importa que ella se marche o
se quede, que yo la obligue a quedarse o la deje
escapar? ¿Es acaso usted quien se la lleva? (Acer-
cándose r\n poco a don Antonio, pero sin descom-
poner su actitud.)
ANTO. No se trata ahora de eso. Sea yo, sea otro cual-
quiera, usted debe dejarla. Ella es libre, libre,
¿entiende usted? (Eugenio se pasa la mano por
el rostro con un gesto de horror instintivo, retro-
cediendo unos pasos.)
EUGE. ¡ Cállese ! ¡ Cállese ! (Se arquea como un jaguar,
con los músculos contraídos por la cólera, presto
a saltar sobre el aristócrata.) ¡ Es con usted ! ¡Es
con usted con quien se va ! ¡Es usted quien se la'
lleva, quien me la roba ! (Don Antonio quiere ha-
blar, pero el otro no le deja.) ¡ Ladrón ! ¡ Bella-
co ! (Con desprecio infinito.) ¿Y es usted, mise-
rable, quien se atreve a hablarme a mí de caba-
llerosidad? ¿Usted, que para entrar en mi casa
como un ladrón, pero sin la valentía del ladrón, se
ampara hipócritamente en mi amistad, me admira
y me adula como un lacayo? ¿Es esta su noble-
za, su caballerosidad? ¡Usted es un canalla, un
rufián! Usted se ha portado...
ANTO. (Cuadrándose.) ¡ Señor mío !
EUGE. ¡ Como un ladrón ! ¡ Amparándose en mi bondad,
en la de mi discípulo ; amparándose en la estupi-
dez del monigote de su hijo, aprovechándolo todo
EL ÍDOLO DE CARNE
S7
para burlarme, para traicionarme, bandido ! (Habla
entrecortadamente, arrebatadamente.) Sí, claro.
¡Ahora, ahora... por fin ! Su ausencia, su actitud,
su despego... ¡ Ciego de mí ! ¡ Ciego de mi ! (Vol-
viéndose al viejo señor.) ¡Y ha sido con esto!
¡ Con este viejo asqueroso y repugnante, con este
amasijo de miseria y de lascivia ! (Pasándose la
mano por la boca, como el que se ha tragado un
bicho repugnante.) ¡ Qué asco ! ¡ Qué asco !
ANTO. (Con dignidad, pero con una dignidad no muy
agresiva, poco arrogante.) Señor mío, le prohi-
bo a usted que siga por este camino. Yo he ve-
nido a buscar a Julia, y Julia está aquí, en su
taller. Me consta. (Con un gesto indica a Euge-
nio la pelerina de la modelo abandonada sobre
el sofá.) ¡ Ha mentido usted, como no miente
un caballero !... Y no estoy dispuesto a salir sin
ella. (Avanza unos pasos hacia el taller.)
EUGE. (Deteniéndole con un amplio gesto del brazo,
que le cierra el paso.) ¿Qué es eso? ¿Qué es
eso?
ANTO. ¡ Que me la llevo ! Y que quedo a la disposición
de usted, ¿entendido?
EUGE. ¡Que se la lleva! ¡Canalla!... (Le coge por el
cuello de la americana con un zarpazo y, a ras-
tras y a empellones, se lo lleva por el fondo, gri-
tando :) ¡ Largo de aquí ! ¡ A la calle ! ¡ A la ca-
lle ! ¡Perro! ¡Granuja! ¡Caballero!... (Desapa-
recen por Ja puerta del vestíbulo que guía al reci-
bidor de la casa. El viejo señor se ha debatido
inútilmente, sin ¡fuerzas, ante la agresión del ar-
tista. Un momento. Suena en el interior un fuer-
te portazo. Cuando Eugenio entra de nuevo, apa-
rece en la puerta de la derecha Julia Válcárcel,
ceñuda, un poco más pálida que de ordinario. Eu-
genio avanza hacia ella. Tiene un tic epiléptico
que le descompone el noble rostro y anda un
poco a sacudidas.) Has visto, ¿verdad? ¿Has
oído? (Casi escupiéndole las palabras al rostro.)
¡ Lo sé todo ! ¡ Pero ahora vas a ver ; espera ! . . .
(Va a las puertas y las cierra, echando la llave.
58
CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
JULIA
EUGE.
Julia no se ha movido del dintel de la puerta y se
apoya en ella con las manos. Eugenio la coge por
los hombros y, de un empellón terrible, la tumba
sobre el sofá. Ella no grita, no protesta, coma
aceptando de antemano todos los castigos, resig-
nándose a todo; se limita a componerse un poco
el desorden del traje, del pelo. Eugenio se incli-
na sobre ella.) ¡ Solos ! ¡ Solos ! ¡ Todo el mun-
do, para nosotros, son estas cuatro paredes ! (Se
aparta de su lado, se pasa por la frente la mano,
que tiembla, agitada por la terrible tempestad in-
terior.) ¡ Espera ! (De pronto, echa a correr ha-
cia la puerta por donde desapareció el amante.
A poco se oye en el interior del taller tres o cua-
tro martillazos y el estruendo de una mole que
se derrumba. Én el rostro de Julia se pinta un
gesto de terror infinito. Eugenio Moral aparece,
descompuesto, con los ojos desorbitados, con la
boca torcida siniestramente, con el cabello en
desorden. Julia, al verle, da un grito de horror
y se refugia en el sofá, hurtando el rostro a la
mirada vesánica del amante. Este la persigue
hasta allí, la sacude, le dice :) No es nada, no
ha sido nada : mi gloria, que era mi obra últi-
ma y que acabo de destruir. (Ella se vuelve a
él con los ojos espantosamente abiertos, muda,
trémula, loca de pánico.) He acabado con la
obra, y así puedo acabar contigo también, que
fuiste el modelo, ¡ Así puedo destruirte también !
(Julia quiere hablar; no puede. Se agarra a las
solapas de Moral.) ¡ Habla ! ¡ Habla ! ¡ Víbora,
loba, habla ! ¡ Miénteme ahora si puedes ! ¡ En-
gáñame ahora si te atreves ! (Julia se escurre del
sofá y cae deshecha, tronchada, de rodillas, a
los pies de Eugenio. Tiembla, y la voz es un
silbo ronco y entrecortado.)
¡ No, Eugenio, no ! ¡No te mentiré ! ¡ No te en-
gañaré ! ¡ Perdóname ! ¡ Acuérdate de que he
sido, buena o mala, tu felicidad !
(Con los ojos altos, las manos aleteantes sobre
la cabeza de la mujer transida.) ¡No, no, no!...
L ÍDOLO de carne
59
; Acuérdate de los tiempos felices ! ¡ Acuérdate
de la dicha que te di !
¡Calla, calla!... ¡Que te mata el miedo!
¡Sé bueno! (Abrazándose a sus rodillas.) ¡Pien-
sa que soy una débil mujer ! (Eugenio la aparta
a un lado y se deja caer junto a una silla, des-
esperado, desmayando sobre el asiento tos bra-
zos, y en los brazos, la cabeza.)
¡ Una débil mujer ! (Julia, casi tendida en el so-
fá, rompe a llorar silenciosamente. Un momen-
to. De pronto, el llanto de Julia se convierte en
un sollozar cruento. Eugenio se vuelve, asombra-
do del milagro.) ¡Cómo! ¿Lloras? Pero, Dios
mío, ¿tú también puedes llorar? ¿También tie-
nes lágrimas tú? (Y loco, frenético, corre a ella,
de rodillas, arrastrándose por el suelo, y se abra-
za al cuerpo de la mujer.) ¿Y es por mí? ¿Pava.
mí estas lágrimas primeras tuyas? ¿Para mí es-
tas lágrimas que nunca supieron bañar tus ojos?
(Se sienta a su lado, la acaricia con una ternura
entrañable. Sus palabras tienen una emoción do-
lor osa.) ¡ Julia ! ¡ Julia ! ¡ No ! ¡No llores ! ¡ Pe-
ro sí : llora, llora ; pero de alegría, porque te
quiero, porque te querré siempre ! (La besa en
los ojos, en la boca, le enjuga las lágrimas. Abra-
zado a ella, después, se levanta y levanta a ella,
dejándola sobre el sofá, sentándose a su lado.)
¡ Corazón mío! ¡Perdóname, perdóname! ¿Qué
sería de mí sin ti? (Julia, casi a pesar suyo, son-
ríe. Resurge en ella la mujer triunfante de antes,
de siempre, aviesa, cruel, terrible. Prosigue él,
loco, apasionado, meciéndola en sus brazos.) ¡ Tú
no sabes, Julia, tú no sabrás nunca cómo te
quiero : con toda mi alma y todas mis entrañas !
Si te estorba mi mujer, la dejaré. Si mi arte te
enoja, lo abandonaré. ¡ Lo abandonaré todo, todo
por ti! ¡Todo!... (En un transporte.) ¡Pide.
Julia ! (Julia sonríe cada vez más segura, más
fuerte. Moral, murmura:) ¿Tuviste miedo?
¿Miedo?
De mí...
CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
JULIA ¿De ti? Ni de nadie. ¿Por qué? (Fría, impa-
sible, se ha desligado de los brazos de Moral y
ha avanzado hacia el otro lado, alisando con la
mano el pelo en desorden.)
EUGE. (Dolido.) ¡ Mujer !
JULIA (Sacando del bolso ana polvera y pasándose la
borla por el rostro, más atenta a mirarse en el
espefito que a lo que dice.) ¿Por qué iba a te-
ner miedo? ¿Por tus gestos, por tus gritos?
Conozco mucho a los hombres y sé que eso,
vuestros gritos, sólo os sirven para que volváis
a nosotras vencidos.
EUGE. (D olorosamente sorprendido.) ¡ Pero qué dices,
mujer !
JULIA A los hombres se les amansa con una caricia
o con un latigazo.
EUGE. ¡ Cálljate, cállate ; estás loca ! (Con un débil
grito dolorido, al ver que Julia recoge su som-
brero.) ¿Cómo? ¿Te marchas?
JULIA (Fría, resuelta, poniéndose el sombrero.) No
voy a quedarme aquí todo el santo día. Te pro-
metí venir para acabar la obra y nada más.
Acuérdate. Volveré..., volveré, a no ser que te
empeñes de nuevo en exigirme que siga conti-
go. (Eugenio la mira alocado, con ojos estúpi-
dos, no acertando a explicarse la audacia de la
mujer. Julia prosigue, cruel, pero inconsciente
de la crueldad de sus palabras.) Es ya un he-
cho, Eugenio... No volvamos a las andadas, si
quieres conservar algo de mí : mi amistad.
EUGE. ¡ Julia, por favor !
JULIA (Sin hacerle caso, insensatamente.) Entre ami-
gos, entre buenos amigos, no se riñe por estas
cosas. Se tiene juicio, se comprende, ¡ y en
paz !...
EUGE. ¿Qué es eso? ¿Qué es eso?
JULIA ¿Pero no lo sabes? ¿No te lo ha dicho él?
EUGE. (Con un respingo, acercándose a ella, mirándo-
la con locura en los ojos.) ¿Pero qué dices?
¿Qué dices? ¡Marcharte tú con esa miseria de
el ídolo de carne
61
viejo ! ¿Marcharte tú? ¿Tú? ¿Y que yo esté
conforme ?
JULIA (Riendo.) Anda, déjame.
EUGE. (Enloquecido, apretándose las sienes con las
manos, temblando.) ¡ Pero qué es lo que dice
esta mujer!... Pero..., pero..., ¡ ay, Dios mío!
(Con un gesto de dolor, de desesperación, de
angustia infinita.) ¿Pero cómo hablas, mujer,
cómo hablas? (Julia, que ha cogido ya su peleri-
na y su bolso, impaciente por terminar cuanto
antes, le dice:)
JULIA ¡ Pues muy en serio, hijo !
EUGE. (Agarrándose al sofá, lívido, convulso.) Enton-
ces..., ¿te vas?
(Volviéndose a él, disponiéndose a salir.) ¡ Pues
claro !
(Con un rugido.) ¡ No ! (De un salto cae sobre
ella y, a rastras, la lleva al sofá.)
¡ Suéltame ! ¡ Déjame ! ¡ Tú no mandas en mí !
¡ Soy libre !
¡ Tú qué vas a ser ! (Forcejean y luchan los
dos.)
¡ Yo hago lo que me da la gana ! ¡ Y me mar-
cho, sí, me marcho ! Antes que quedarme aquí
contigo, ¡ con cualquiera, con un hombre de la
calle me iría !
EUGE. (Sujetándola, con la voz ronca.) ¡ Así te conocí,
fiera, dominadora ! ¡ Así te quise ! ¡ Así te quie-
ro ! ¡ Así ! ¡ Así ! ¡ Yo sabré domar para siem-
pre tu poder, tu maldad !
¡ Cuando sepas que me río de ti y soy feliz con
otros, te morirás de rabia y de pena !
(Derribándola sobre el sofá, una pierna sobre
sus rodillas, tapándole la boca.) ¡ Demonio !
¡ Demonio ! ¡ No me pierdas ! ¡ Calla ! ¡ Cálla-
te ya !
¡ Te aborrezco !
(Tapándole la boca.) ¡ Calla !
No te he querido nunca, no !
Calla, demonio !
Te odio !
62 CASIMIRO GIRALT y LUIS CAPDEVILA
EUGE. (Con honda, con desgarrada angustia.)_ ¡Ten
piedad de mí !
JULIA ¡Te he engañado con todo el mundo !
EUGE. ¡ Calla !
JULIA ¡Me dabas asco! ¡Cobarde! ¡Suéltame!
EUGE. (Con un rugido.) ¡ Cállate ! ¡ Demonio ! (Sus
manos, que tapaban la boca de la pecadora, se
han deslizado hasta el cuello y aprietan, aprie-
tan terribles y vengadoras, asesinas. De la gar-
ganta de Julia no salen más que gritos inarticu-
lados, un estertor después. Se debaten sus pier-
nas un momento. Eugenio grita :) ¡ A callar ! ¡ A
callar ! (La suelta. La cabeza de la infeliz se
troncha sobre el pecho. Eugenio, que se apartó
de un salto, ahora, desde primer término, mur-
mura, vuelto de cara al sofá, donde yace la mu-
jer muerta:) ¡Julia!... (Un momento: Eugenio
vuelve a gritar, más fuerte:) ¡Julia!... (Des-
pués de otro momento, temblando como un epi-
léptico, guareciéndose en un, mueble, da un gri-
to estentórep, inarticulado:) ¡Julia!... (Lívido I
espantoso, con una mano apretándose las sienas,
con la otra el corazón, avanza muy lento hasta el
sofá y cae desplomado, sobre sus rodillas, ante
el cuerpo de Julia, abrazándose a él y sollozan-
do.) ¡Muerta! ¡Muerta! ¿Pero es verdad, Dios
mío? ¿Es verdad?... (Con honda desesperación.
Levanta las manos a la altura de sus ojos y las
contempla horrorizado.) ¡ Y han sido mis manos
que te acariciaron!... ¡Mis manos, que te aca-
riciaron, han podido matarte !... (Estrujando con-
vulsivamente con la mano derecha la mano asesi-
na.) ¡Maldita! ¡Maldita!... ¡Asesina! (Se ha
levantado con un gran esfuerzo, agarrándose al
sofá, del que se aparta horrorizado. Se vuelve a
mirar por la habitación, se fijan sus ojos en las
armas del bargueño. Coge un puñal después.
Murmura palabras entrecortadas. Contempla un
instante el puñalito. De pronto, con una mueca
de extraña alegría que irradia en su faz, tiende
sobre la mesa la mano izquierda y, blandiendo
EL ÍDOLO DE CARNE . 63
el arma con la derecha, la apuñala cruel, loco,
desesperado, gritando:) ¡Maldita! ¡Maldita!...
(Se contrae su rostro, se nublan sus ojos, se.
tambalea. Grita a la mano, herida sin piedad:)
i Maldita ! ¡ Maldita ! (Al primer grito del toco
ha seguido un tumulto de voces en el interior y
golpes en la puerta de la izquierda. Eugenio calla
un instante. Los golpes son ya en la puerta po-
rrazos desesperados. Cede la puerta, por fin, e
irrumpen en la habitación: Pablo Ardavín, Car-
mina, Martín y la doncella. Ante el cuadro que
se ofrece a sus ojos quedan horrorizados. Eu-
genio, al verlos, con un gesto de espanto en el
rostro desfigurado por el horror, tiende hacia
ellos la mano ensangrentada y retrocede hacia
el sofá para amparar con su cuerpo el cuerpo de
Julia Valcárcel. Sonríe estúpidamente. En sus
ojos brilla una llamarada de alegría. Sus labios
se abren para decir, con voz como un suspiro,
con el aliento:) ¡ Chist ! ¡Duerme!... ¡No la
despertéis !... (Suplicante, implorador, angustia-
do, cayendo de rodillas ante el sofá, el rQStm
vuelto a los presentes.) ¡ No la despertéis ! Que-
ría marcharse... ¡Ahora duerme!... ¡Duerme!...
(Se corren las cortinas.)
TELÓN
jCIUDADANOS
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EL PINGÜINO
Semanario satírico
ZO etm.