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Full text of "El ídolo de carne : drama en tres actos"

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5702 


O  ID  E.  R  N  O 


L.EIRALT  y  L.LAPDEVILA 

"UlpmODEíMNE 


Ixxxm 


EL   ÍDOLO  DE  CARNE 


Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2012  with  funding  from 

University  of  North  Carolina  at  Chapel  Hill 


http://archive.org/details/eldolodecarnedra22914gira 


Núm.  337 


PERSONAJES 

Julia  Valcárcel,  veinticinco  años  ;  Amelia  Ardavín,  treinta  y 
dos  ;  Carmina,  treinta  ;  Eugenio  Moral,  cuarenta  y  dos  ; 
Pablo  Ardavín,  cincuenta  y  cinco  ;  Martín  Sagredo,  vein- 
tiocho ;  Antonio  de  Bielsa,  cincuenta  ;  Fernando  de  Bielsa, 
diecinueve  ;   Una  doncella,  veintidós. 

En   Madrid,    en   Barcelona,    en   una    gran   ciudad    cualquiera,    hoy. 


ACTO  PRIMERO 


Un  rincón  íntimo  del  taller  del  escultor  Eugenio  Moral.   En  este  rincón, 
sobriamente    elegante,    se    refugia    el    glorioso    artista    en    sus    horas    de 

tedio,    de   soledad,    de   tristeza. 
De  una  barra   de   bronce,   que   dibuja   una   curva,   truncada   por   un   ángulo 
a    derecha    e    izquierda,    colocada    a    unos    dos    metros    de    altura,    penden 
unas   cortinas   de   terciopelo    color   musgo.    Estas   cortinas   se    abren   en   el 
fondo,    en    el    centro    de    la    curva,    y    en    los    lados    rectos,    en    aberturas 

sabiamente   disimuladas    por    los    elegantes    pliegues. 
A    los    lados,    en    los    muros    revestidos    por    altos    zócalos    de    terciopelo, 
igual  al  de  las  cortinas,  dos  puertas  de  madera  esculpida.   La  de  la  dere- 
cha se  abre  a  las   habitaciones   interiores   de   la   casa  ;    la  de  la   izquierda, 

a  un  pasillo  que  conduce'  a  la  escalera  particular. 
A  la  derecha,  en  el  rincón  y  al  lado  de  la  puerta,  hay  un  bargueño. 
Sobre  el  bargueño,  y  en  una  sajonia,  unas  rosas  negras.  En  el  rincón 
de  la  izquierda,  un  diván  muelle  y  profundo  como  un  lecho,  con  algu- 
nos almohadones  de  sedas  policromas.  Al  lado  del  diván,  en  el  ángulo, 
como  un  pénate  protector,  una  estatuilla  de  Antinóo  tallada  en  jaspe. 
En  el   ángulo  de   la   izquierda,   y  sobre   un   pie   de   madera   esculpida,   una 

lámpara   con   pantalla   de   seda   malva. 
Tras   las   cortinas,    los   anchos    ventanales,    las    blancas    paredes    del    taller. 
En    éste,    visibles    al    abrirse    las    cortinas,    una    tarima,    un    caballete,    una 

estatua   sin   terminar   y   una    estufa. 

Son  las  cinco  de   la   tarde  de   un  día   último  de   otoño.   En   el   taller   hay 

la  dorada   claridad   del   día   que   va   a   morir.   En   la   camareta,    una   amable 

penumbra. 

(Después  de  un  momento,  y  por  la  puerta  de  la 
derecha,  aparece  Amelia  Ardavín.  Amelia  Ardavín 
es  la  esposa  de  Eugenio  Moral.  Es  una  mujer  me- 
nuda, pálida,  de  aspecto  enfermizo,  con  grandes 
ojos  negros,  llenos  de  tristeza.  Emana  de  ella  una 
bondad  inefable  y  una  gran  simpatía.  Peina  el  ca- 
bello, negro,  anudándolo  en  un  rodete  sobre  la 
nuca.  Viste  un  traje  claro,  sencillo  y  elegante,  de 
casa.  Duda  un  instante  y  avanza,  trémula,  sobre 
las  puntas  de  los  pies,  sigilosa,  llena  de  susto,  ha- 
cia el  fondo.  Se  detiene  anhelante,  conteniendo  los 
latidos  del  corazón  con  la  mano,  y  escucha.  Se 
oye  la  risa  fría,  metálica,  de  Julia  y  la  voz  de 
Eugenio  Moral  llena  de  indulgencia:  «¡Eres  una 


.}..£..U¡-Í-* 


6  CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 

mala  mujer,  Julia;  lo  que  se  dice  una  mala  mu- 
jer!» Y  nuevamente  la  risa  de  Julia.) 

AMELIA  (Muy  pálida.)  ¡  Dios  mío  !  (Ha  suspirado  las  dos 
palabras  imploradoras  con  la  voz  llena  de  lágri- 
mas, y  se  abandona  en  el  sofá  escondiendo  el 
rostro  marchito  entre  las  manos.  Un  momento, 
tras  el  que  vuelve  a  triunfar  en  el  taller  la  cíni- 
ca, clara,  magnífica  risa  de  Julia.  Apaga  esa  risa 
un  nuevo  suspiro  de  la  dolorosa.)  ¡  D;os  mío  ! 
(El  bolso  de  azabaches  de  Julia  Valcárcel,  aban- 
donado sobre  el  tablero  de  la  mesita,  excita  la 
curiosidad  de  la  pobre  mujer:  Alcanza  el  bolso. 
Lo  abre;  se  queda  dudando  unos  momentos  con 
el  bolso  en  la  mano.  Después  lo  deja  donde  an- 
tes. Pero,  al  retirarse,  se  apercibe  de  un  billete 
caído  del  bolso.  Lo  recoge,  lo  lee,  casi  involun- 
tariamente. En  sus  labios  pálidos  hay  una  con- 
tracción dolorosa.  Entra  Carmina;  elegante,  son- 
riente, treinta  años.  Amelia  Ardavín  no  la  oyó  lle- 
gar. Así  es  que  se,  estremece  apocadamente,  enco- 
giéndose como  un  chiquillo  temeroso  del  casti- 
go, cuando  Carmina  la  toca,  cariñosa,  en  el  hom- 
bro, para  avisarla  su  llegada.) 

AMELIA  ¡  Ay  !...   ¡Eres  tú! 

CARM.  ¿Te  asusté?  ¡  Pobrecilla  mía!  ¡Claro;  estabas 
aquí  tan  abstraída,  tan  lejos  de  este  mundo  !  En- 
contré todas  las  puertas  de  tu  casa  abiertas  ;  na- 
die a  recibirme.  Y  me  he  colado  hasta  aquí.  ¡  Si 
parece  la  casa  de  los  duendes!...  ¿De  veras  te 
asustaste?  (Carmina  habla  alocadamente,  de  la 
misma  manera  que  gorjean  los  pájaros  de  las  pri- 
meras horas  mañaneras.  Se  mueve,  se  ríe  por 
nada.  Es  la  mujer  que  de  la  vida  supo  rechazar 
todo  lo  feo,  todo  lo  triste,  todo  lo  grave,  todo  lo 
desagradable.  Besa  a  Amelia  ruidosamente,  con 
muchos  dengues  y  monerías.  Amelia,  inerte,  fría, 
entre  los  brazos  de  su  amiga,  murmura:) 

AMELIA  ;  La  casa  de  los  duendes  !  (Carmina,  sin  soltarla, 
se  aparta  un  poco,  la  mira  a  los  ojos  y  exclama, 
extrañadísima,  en  el  colmo  del  asombro:) 

CARM.     ¡  Pero,  chiquilla  !   ¡  Tú  estabas  llorando  ! 

AMELIA  (Asustada,  volviéndose  a  mirar  al  taller,  con  mié- 


EL  ÍDOLO   DE   CARNE  7 

do  de  que  su  marido  pueda  oírlas.)  ¡Chist!... 
¡Calla!...  ¡No,  no  lloraba!  ¿A  santo  de  qué 
iba  a  llorar? 

CARM.  (Que  observó  el  movimiento  de  Amelia  y  su  an- 
gustia.) ¿Está  aquí  tu  marido?  (En  este  mo- 
mento, como  respondiendo  a  la  interrogación  de 
Carmina,  se  oye  en  el  interior  del  taller  la  voz 
fuerte  y  poderosa  de  Eugenio  Moral.)  ¿Te  llama? 
(A  las  palabras  de  Moral  ha  respondido  en  el  ta- 
ller la  risa  fría,  aguda,  de  Julia  Valcárcel.) 

AMELIA  (Estallando,  retorciéndose  las  manos,  con  los  ojos 
llenos  de  lágrimas,  con  la  voz  tempestuosa,  ora 
ronca  y  opaca,  ora  metálica  y  brillante.)  ;  No  ;  es 
a  ella  a  quien  llama  !   ¡  Siempre  a  ella  ! 

CARM.     ¿A  Julia,  su  modelo? 

AMELIA  No  es  su  modelo  ;  es  su  vida,  lo  es  todo  para  él. 
¡  Ha  hecho  de  él  un  desdichado  ! 

CARM.  (Más  asustada  que  compasiva. )  ¡  Amelia,  por 
Dios  ! 

AMELIA  Hoy,  Eugenio  Moral,  el  artista  glorioso,  es  el  ju- 
guete de  esa  mujerzuela. 

CARM.     ¡  Figuraciones  tuyas  ! 

AMELIA  No,  no  lo  creas.  Nadie  mejor  que  yo  conoce  a 
él  y  a  ella.  Ella  es  una  mujer  de  instintos  avie- 
sos y  crueles.  A  mí  me  da  miedo.  ¡  La  veo  tan 
fuerte,  tan  segura  de  su  poder  ! 

CARM.     Pero  de  mujer  a  mujer... 

AMELIA  (Siguiendo  el  curso  de  su  pensamiento  atormen- 
tado.) El,  con  su  robusta  complexión  de  Hércu- 
les, es  un  chiquillo,  una  criatura.  Eugenio  siem- 
pre ha  sido...,  ¿cómo  te  diría  yo?...,  .n  poco  hijo 
mío.  ¡  El  hijo  que  yo  esperaba  que  me  diera,  para 
consolar  mis  horas  de  tristeza  y  de  abandono,  y 
que  no  ha  venido  ! 

CARM.      ¡  Pobre  Amelia  !  (Así  que  ha  pronunciado  las  dos 

I*  palabras  consoladoras,  que  apenan  más  aún  a  la 

pobre  mujer,  añade  con  tono  frivolo  y  ligero :) 
¡  Pero  quién  sabe  ! . . .  Acaso  todo  sean  fantasías 
tuyas...  Los  artistas  son  así,  mujer:  un  poco  ra- 
ros... ¿No  estarás  celosa? 

AMELIA  ¡  No  !  ¡No  son  celos  lo  que  siento  !  (Exaltándo- 
se dolorosamente  con  sus  palabras.)  Podría  sen- 


8  CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 

tirios,  porque  son  el  alma  y  la  carne  y  los  ner- 
vios los  que  se  rebelan  a  la  idea  de  que  otra  mu- 
jer pueda  robarnos  el  cariño  del  hombre  al  que 
dimos  lo  mejor  de  nuestra  vida...  (Se  crispan  sus 
manos  sobre  el  pecho,  se  aprieta  las  sienes,  es- 
truja él  pañuelo  que  recogió  sus  lágrimas.)  ¿Ce- 
los?... ¡  No,  no!...  ¡He  pasado  ya  por  ellos!... 
(Con  hondo  dolor,  alzando  los  ojos  llenos  de  lá- 
grimas.) ¡  Es  la  pasión  de  Eugenio  por  esa  mujer 
la  que  me  da  miedo  ! 

CARM.     ¡  Calla  !   Van  a  oírte. 

AMELIA  ¡  No  !  Hace  ya  mucho  que  Eugenio  no  me  oye... 
(Transición.)  No  sé  si  me  creerás  ;  pero  te  ase- 
guro que  en  la  maldad  de  esa  mujer  reside  toda 
mi  fortaleza,  mi  valor  de  mujer  herida  en  lo  más 
íntimo  y  en  lo  más  querido. 

CARM.     (Curiosa.)  ¿Y  ella  le  quiere? 

AMELIA  Ella  no  quiere  a  nadie  ;  no  tiene  corazón.  Lee 
esto.  (Sacando  del  bolso  de  Julia  el  billete  que 
leyó  antes,  y  dándoselo  a  leer  a  Carmina.)  Un 
hombre,  que  no  es  Eugenio,  la  cita  para  dentro 
de  unas  horas.  La  cita  en  la  terraza  de  un  café, 
junto  al  arroyo,  de  donde  no  debiera  haber  salido. 

CARM.     ¡  Cuánto  habrás  sufrido  ! 

AMELIA  Ni  una  queja  asomó  jamás  a  mis  labios.  El  si- 
lencio, que  es  una  tortura,  es,  al  fin,  un  consue- 
lo. He  devorado  mis  penas,  mis  lágrimas,  mis 
protestas,  y  así  acabé  por  sentirme  como  ampa- 
rada y  fortalecida  por  mi  silencio,  por  mi  soledad. 

CARM.     ;  PobreciJla  mía  ! 

AMELIA  (Con  la  voz  como  un  suspiro,  bajando  la  cabeza 
sobre  el  pecho,  avergonzada  de  sus  palabras.)  ¡  Si 
te  dijera  que  este  perfume...,  (Alzando,  tembloro- 
sa, el  bolso  de  Julia  Valcárcel.)  este  odioso  per- 
fume, he  llegado  a  conocerlo  besando  a  mi  ma- 
rido !...   (Un  sollozo  no  la  deja  terminar.) 

CARM.  (Muy  alarmada.)  ¡  Por  Dios,  Amelia,  que  te  pue- 
den oír  ! 

AMELIA  (Levantándose  rápida,  súbitamente  temerosa.)  Sí  ; 
tienes  razón.   Vamonos,   vamonos... 

CARM.     (Levantándose   también,   abrazándola   consoladora, 


EL  ÍDOLO   DE  CARNE 


besándola  en  la  cara.)  ¡  Pobrecilla  mía  !  ¡  Esto  pa- 
sará !  Muy  pronto  volverás  a  ser  feliz. 

AMELIA  No.  Hoy  ya  no  sabría  serlo.  Un  instante  de  ale- 
gría me  da  en  el  pecho  como  una  sensación  de 
ahogo...  Hoy,  la  felicidad  me  mataría,  Carmina... 

CARM.  (Algo  conmovida.)  '  ¡  Bah  !  ¡Mujer!...  No  exa- 
geres... (La  coge  del  brazo  y  se  la  lleva  por  la 
puerta  de  la  derecha,  casi  al  mismo  tiempo  que 
se  separan  las  cortinas  del  fondo  y  aparece  Julia 
Valcárcel.  Se  la  adivina  desnuda  bajo  un  albor- 
noz niveo  que  la  cubre  de  los  pies  a  la  cabeza. 
Es  una  mujer  magnífica,  un  poco  matrona,  como 
conviene  a  su  hermética  condición  de  estatua  car- 
nal. Hay  en  su  boca  y  en  sus  ojos  una  cálida  sen- 
sualidad dominadora  y  maléfica.  A  la  poderosa  y 
autoritaria  voz  de  Eugenio  Moral,  se  detiene  en 
el  centro  de  la  camareta.) 

EUGE.  ¡Julia!  ¡No  seas  terca!...  ¡Es  cuestión  de  un 
momento  ! 

JULIA  (Ya  separando  la  cortina  del  tocador  de  los  mo- 
delos, a  la  izquierda.)   ¡  Quita,   hombre,   emita  ! 

EUGE.      ¡Julia!... 

JULIA  (Desapareciendo  tras  la  cortina.)  ¡  Que  no,  Euge- 
nio, que  no  !  ¡  No  seas  pesado  !  (Entra  por  el 
fondo  Martin  Sagredo,  el  discípulo  predilecto.  Vis- 
te un  blusón  manchado  de  barro  y  se  seca  las 
manos  con  una  toalla,  roja  de  barro  también. ) 

MART.  Que  no,  maestro  ;  le  entraron  las  prisas  de  cada 
tarde. 

EUGE.  (Entrando,  en  mangas  de  camisa.)  ¡  Qué  le  va- 
mos a  hacer  !  ¡  Si  está  por  domesticar  !...  Segui- 
remos mañana,  a  primera  hora,  a  no  ser  que  la 
señorita  se  empeñe  en  no  dejar  la  cama  hasta  la 
tarde.   (Levantando  la  voz.)  ¿Has  oído,  Julia? 

JULIA      (Desde  el  interior.)  ¡  No  ! 

EUGE.  Pues  que  te  necesito  aquí  temprano,  -j  compren- 
des? 

JULIA       ¡  No  ! 

EUGE.  ¡  Pues  va  a  ser  que  sí  !  Mañana  tengo  que  traba- 
jar sin  falta  en  la  cabeza. 

JULIA      (Riendo  )  Di  que  tu  modelo  no  tiene  cabeza, 

MART.     ¡  Y  no  será  mucho  exagerar  ! 


10  CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 

EUGE.  (Se  vuelve  rápido  hacia  el  tocador.  Va  a  respon- 
der alguna  brutalidad.  Después  se  encoge  de  hom- 
bros, irritado  y  despectivo.)  ¡  Estúpida  !  (Martín, 
que  desapareció  un  momento  por  el  fondo,  vuelve 
a  entrar  ahora,  ya  vestido  de  calle,  aunque  sin 
sombrero.) 

MART.     ¿Manda  usted  algo,  maestro? 

EUGE.  (Distraído,  paseando  de  un  lado  a  otro.)  Nada... 
(Deteniéndose  de  pronto  ante  Martín.)  Es  decir, 
sí ;  que  te  pases  por  casa  de  Isidoro  a  decirle 
que  mañana  me  manda  el  mármol  o  no  se  presen- 
ta más  aquí.  Si  quieres  y  puedes  volver  a  decir- 
me lo  que  haya,  yo  estaré  en  casa  todavía. 

MART.  Hasta  luego,  maestro.  (Vase  por  la  puerta  de  la 
izquierda.  Eugenio  Moral  se  ha  quedado  solo.  En- 
ciende un  cigarrillo.  A  la  dorada  claridad  de  la 
tarde  otoñal  ha  sucedido  una  roja  llamarada  que 
incendia  los  cristales  del  fondo.  Eugenio  se  di- 
rige al  tocador,  donde  se  supone  está  Julia  vis- 
tiéndose.) 

EUGE.     ¿Aun  no? 

JULIA  (Desde  dentro.)  ¡  Ya  !  (Aparece  Julia.  Tira  el 
sombrero  y  los  guantes  sobre  el  sofá.  Lleva  el 
traje  desabrochado  en  la  espalda.) 

JULIA  ¿Me  quieres  abrochar  esto?  (A  Eugenio,  después 
de  un  momento  de  contemplarla  extático,  en  que 
le  dice  ella,  impaciente :)  ¿Qué  te  pasa,  que  po- 
nes esa  cara  de  bobo?  ¿Quieres  o  no  quieres? 
(Va  a  ella  con  los  ojos  deslumhrados ;  pero  heri- 
do como  un  potro  bravo  por  la  repulsa,  murmura:) 

EUGE.     ¡  Fierecilla  ! 

JULIA  (Vuelta  de  espaldas  al  hombre  glorioso  aue,  incli- 
nado, le  abrocha  el  traje.)  ¿Aun  no?  (Golpeando 
el  suelo  con  el  pie.)  ¡  Ay  !  ¡Me  pones  nerviosa, 
furiosa  ! 

EUGE.  (Sin  dejar  su  tarea.)  Hija,  que  yo  no  soy  tu  don- 
cella. 

JULIA  Ya,  ya.  (De  pronto,  y  con  tono  indiferente,  como 
se  enteraría  del  tiempo.)  ¿Y  Martín? 

EUGE.  Salió.  (Se  endereza,  apartándose  de  ella.)  ¿Te  in- 
teresa mucho  Martín?  (Se  le  han  escapado  estas 
palabras,  y  eso  le  molesta.  Tiene  el  ceño  fruncí- 


EL  ÍDOLO   DE   CARNE 


do,  la  boca  crispada.  A  pesar  suyo,  devora  a  Julia 
con  la  mirada,  queriendo  sorprender  en  ella  la 
traición  que  él  espera  a  cada  momento.) 

JULIA  (Muy  tranquila,  poniéndose  el  sombrero.)  Como 
todo  el  mundo. 

EUGE.  Es  eme  acaso  te  interese  todo  el  mundo.  ¡  Tenéis 
tanto  corazón  las  mujeres  !...  (Julia  se  vuelve,  rá- 
pida, a  él,  irguiéndose  sobre  sí  misma  como  una 
serpiente,  con  un  gesto  fiero,  rajado.  Después  dice, 
llena  de  insolencia  y  desprecio,  todopoderosa :) 

JULIA  ¡  No  seas  tonto  !  ¡  No  me  molestes  !  (Y  vuelve  a 
arreglarse  el  sombrero,  con  sus  dos  agujas  como 
puñales  en  la  boca,  sobre  la  cabeza  gentil.) 

EUGE.  (Pálido,  avanzando  hacia  ella.)  Eso  no  es  res- 
ponder. ¡  Responde,  responde  !  (La  coge  violenta- 
mente por  las  muñecas.)  ¿Te  interesa  mucho 
Martín? 

JULIA  ¡  Suelta  !  ¡  Suéltame,  bruto,  que  me  haces  daño  ! 
¡  Que  me  haces  daño  ! 

EUGE.  (Soltándola  y  arrancándole  el  sombrero  de  una 
manotada.)  Y  quítate  el  sombrero  ;  tenemos  que 
hablar.  (Como  arrepentido  de  su  arrebato,  de  su 
brutalidad,  dice  con  la  voz  más  tranquila,  casi 
humilde  :)  ¡  No  tendrás  tanta  prisa,  mujer  !...  Anda, 
siéntate  ;  charlaremos.  (Se  ha  sentado  en  el  di- 
ván e  intenta  atraerla  hacia  sí.) 

JULIA  (Victoriosa,  una  chispa  de  alegría  triunfal  en  los 
ojos,  de  pie  en  medio  de  la  escena.)  Pues  te  equi- 
vocas ;  sí  tengo  mucha  prisa. 

EUGE.  (Procurando  calmar  su  irritación,  una  mano  cris- 
pada sobre  la  rodilla,  la  otra  en  el  mentón,  mirán- 
dola fijo  a  los  ojos.)  ¿Quién  te  espera?  (Ella  se 
encoge  de  hombros.  El  se  levanta,  arqueándose,  y. 
lentamente,  se  acerca  a  ella,  y  con  la  voz  ronca, 
mordiendo  las  palabras,  prosigue :)  Es  que,  si  al- 
guien te  espera,  esperará  en  vano.  Tengo  que 
hablar  contigo  ;  quiero  hablarte  ;  quiero  sentirte 
aquí,  conmigo,  ¡  y  primero  soy  yo  que  nadie  en 
el  mundo!  ¡Yo!  ¡Yo!  ¿Entiendes?  (Ha  dicho 
las  últimas  palabras  más  ronco,  golpeándose  el 
pecho  poderoso,  su  rostro  desencajado  pegado  al 
de   ella.) 


12  CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CA^DEVILA 

JULIA  (Resignándose,  va  a  echarse  sobre  el  diván,  es- 
trujando los  guantes  con  mal  contenida  rabia,  y 
murmurando:)  ¡Qué  mala  sombra  tengo!  (Des- 
pués de  un  momento,  y  en  alta  voz.)  Pero  no  te 
alegres  mucho  de  que,  al  fin,  te  hayas  salido  con 
la  tuya.  ¡  Un  día  me  marcharé  y  no  volverás  a 
verme  el  pelo  ! 

EUGE.  (Con  los  brazos  cruzados,  sonriendo.)  Sí,  ¿eh? 
(Se  acerca  y,  plantándose  delante  de  la  mujer, 
que  está  con  la  cabeza  apoyada  en  las  palmas  de 
las  manos,  iracunda  y  huraña,  dice:)  ¿Sabes  lo 
que  pasaría  entonces?  (Se  sienta  a  su  lado,  le  se- 
para de  las  manos  la  cabeza,  que  acerca  a  su  pe- 
cho, mientras  ella  se  debate  y  grita:  «¡Suelta! 
¡ Suéltame  h ,  y  le  dice,  con  la  voz  empañada  por 
pena,  por  los  celos,  por  la  ternura:)  ¡Te  buscaría, 
te  buscaría  y  sabría  encontrarte,  porque  nunca  po- 
drás esconderte  de  mí !  (La  suelta.  Ella,  muy  páli- 
da, derribada  sobre  el  sofá,  de  espaldas  a  Eugenio 
Moral,  esconde  la  cabeza  en  uno  de  los  policromos 
almohadones.)  ¡  Y  es  que  te  quiero  !  ;  Si  tú  supie- 
ras, Julia,  cómo  te  quiero  !  (Se  ha  inclinado  a  ella 
y  ha  dejado  sobre  sus  cabellos  un  beso  tímido  y 
fervoroso  que  ella  ha  contestado  con  un  respingo.) 
¡  Pero  tú  qué  vas  a  saber  !...  ¡  Mujeres,  mujeres  ! 
¡  Qué  solos  nos  sentimos  los  hombres  a  vuestro 
lado  !  (Hay  una  pausa.  Ella,  que  no  quiere  ser 
vencida  de  ninguna  manera,  amparándose  en  su 
condición  femenina,  suspira :) 

JULIA  ¡  Sí ;  quéjate  encima,  laméntate  !  ¡  Hipócrita  !  No 
me  quieres,  no.  ¿Cómo  es  que  nadie  me  ha  tra- 
tado como  tú,  di?  (Se  vuelve  a  él.  siempre  ten- 
dida en  el  sofá,  para  que  sea  mayor  su  seducción.) 

EUGE.  (Violento,  apasionado.)  ¡Porque  nadie  te  ha  que- 
rido como  yo  !'  ¡  Tú  qué  sabías  del  amor  antes  de 
tropezar  conmigo,  ni  qué  sabía  yo  !  (Otra  pausa. 
Hay  en  el  estudio  una  misteriosa  penumbra  violá- 
cea que  hace  más  pálidos  los  mármoles  y  los  ac- 
tores.) 

JULIA  (Siempre  con  voz  quejumbrosa.)  ¡Sí;  palabras 
no  te  faltan  !  Abusas  de  mí,  como  todos,  porque 
soy  débil,  porque  soy  mujer. 


EL   ÍDOLO   DE   CARNE 


13 


EUGE.  (Amargamente.  ¡  Ah,  canalla  ;  cómo  mientes  !  ¡  Dé- 
bil !  ¡  La  infeliz  criatura  !  ¡  Débil,  y  de  un  zarpazo 
te  ha  destrozado  para  siempre  !  No  eres  débil,  no. 
Das  miedo,  ¿entiendes?  Das  miedo,  porque  nada 
podemos  los  hombres  contra  ti,  y  tú,  en  cambio, 
lo  puedes  todo,  todo,  todo.  (Con  desesperación. 
Julia,  extrañada,  sorprendida,  levanta  la  cabeza. 
Una  corta  pausa.) 

JULIA  Tú  sí  me  das  miedo,  Eugenio,  a  veces,  porque 
no  sé...,  no  te  comprendo... 

EUGE.  ¡No  me  comprendas!  ¿Para  qué?  Pero  quiére- 
me, quiéreme,  porque  lo  necesito,  porque  no  pue- 
do vivir  sin  tu  cariño  o  sin  la  sombra  de  tu  cariño. 

JULIA  (Llena  de  seducción,  de  mimosería,  abrazándole 
al  verle  vencido.)  ¡  Pero  si  yo  te  quiero  !  ¡  Si  eres 
tú  el  malo,  el  que  me  hace  sufrir  !  Si  yo  te  quie- 
ro mucho,  mucho...  (Se  ha  sentado  sobre  sus  ro- 
dillas y  alisa  los  cabellos  del  mártir  con  un  gesto 
suave.) 

EUGE.  (Sonriendo,  ganado  por  el  hechizo  de  la  mujer.) 
Entonces,  esta  noche...  (Con  brusca  transición.) 
Entonces,  ¿quién  te  esperaba,  que  llevabas  tanta 
prisa  ? 

JULIA  Nadie,  tonto.  (Sonríe  cruelmente,  burlando  el  ros- 
tro a  los  ojos  del  enamorado.) 

EUGE.     Y  esta  noche,  ¿saldremos,  cenaremos  juntos? 

JULIA       ¡  Sí  ;  como  quieras  ;  lo  que  tú  quieras  ! 

EUGE.     ¿Me  aguardarás  en  el  café?  ■ 

JULIA  (Levantándose,  contenta  de  haber  terminado  la 
escena  tan  fácilmente.)  ¡  Eso  !  Dentro  de  una 
hora.  (Mientras  se  coloca  el  sombrero  y  se  abro- 
cha los  guantes,  dice  con  suave  ironía,  volviéndose 
a  él:)  ¡Pero  tú  faltas  a  tus  deberes,  Eugenio! 
¡  Tu  mujer  va  a  sospechar  y  me  perseguirá  con 
su  odio  ! 

EUGE.  Amelia  no  sospecha  nada,  ni  puede  odiar  a  na- 
die. Ella  es  buena.  Además,  ¿qué  es  eso  de  mi 
mujer?  ¡  Mi  mujer,  mi  mujer  !  Mi  mujer  eres  tú. 
(Julia  se  inclina  en  una  pulida  reverencia  llena 
de  gracia,  aunque  no  exenta  de  burla.  Se  dispone 
a  salir.)  ¿De  manera  que  hasta  ahora? 

JULIA      Hasta  ahora.   (Vuelve  a  aparecer  en  su  boca  la 


14  CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 

cruel  sonrisa  irónica  de  antes.  Empuja  con  una 
mano  la  puerta  de  la  izquierda  y  con  la  otra  le 
manda  un  beso.   Después  desaparece.) 

EUGE.  (Alcanzándola  de  un  salto.)  \  No  !  ¡  Así,  no  !  (Se 
adivina  el  beso  y  la  risa  de  ella,  que  se  aleja. 
Después,  al  reaparecer  Moral,  enciende  su  pipa, 
murmurando :)  ¡  Chiquilla !  (Y  se  sienta  en  el 
sofá,  sonriendo.  Coge  el  almohadón  en  que  ella 
ha  descansado  la  cabeza  y  lo  huele  ansiosamente. 
Es  ya  noche  oscura  en  el  taller.  De  pronto  deja 
el  almohadón  en  su  sitio.  Aparece  Amelia  por  la 
puerta  de  la  derecha.) 

AMELIA  Eugenio,  hijo...  (Se  detiene  un  momento,  du- 
dando.) 

EUGE.  (Saliendo  a  su  encuentro  y  cogiéndole  una  mano.) 
Por  aquí,  por  aquí... 

AMELIA  No  comprendo  por  qué  estás  a  oscuras...  (Con 
miedo  al  posible  exabrupto.)  Si  tuvieras  penas... 
La  oscuridad  es  buena  compañera  de  ellas. 

EUGE.  Mira,  déjalo.  Y  no,  no  tengo  penas.  (Después  de 
un  momento,  en  el  que  enciende  la  lámpara  de 
pie.)  Y  tú,   ¿sales? 

AMELIA  A  recoger  a  papá  en  su  despacho.  El  luego  me 
volverá  a  casa.  ¿Me  dejas? 

EUGE.  ¿Cómo  que  si  te  dejo?  ¡Pero  tú  eres  tonta,  tonta 
de  remate,  mujer  ! 

AMELIA  (Tímidamente.)  Eugenio,   yo... 

EUGE.  ¡  Tú,  claro,  tú  !  Anda,  ve.  No  hagas  esperar  a  tu 
padre. 

AMELIA  (Después  de  dudar  un  momento,  más  tímida  y 
cariñosa  que  nunca.)  ¿Y  por  qué  no  me  acom- 
pañas? Vas  a  salir,  ¿no?  Yo  te  dejaré  en  el  ca- 
sino. 

EUGE.  Sí,  mujer  ;  muy  bien.  Y  no  creas  que  no  me  sa- 
crifico. Este  trabajo  último  me  abruma.  Me  abru- 
ma al  extremo  de  que  esta  noche  debiera  que- 
darme a  trabajar. 

AMELIA  En  seguida  estoy  lista.  Con  ponerme  el  sombrero... 

EUGE.  (Bondadosamente ,  acariciándola  como  a  una  niña.) 
Anda,  ve  ;  no  tardes...  (Cuando  ya  ha  salido  Ame- 
lia por  la  puerta  de  la  derecha,  respira  ruidosa- 
mente.)   \  Uf !   (Da  vuelta   al   conmutador  de   la 


EL  ÍDOLO   DE  CARNE 


15 


luz  eléctrica  y  se  enciende  una  lámpara  situada 
en  el  tocador  donde  antes  se  ha  vestido  Julia. 
Penetra  en  el  tocador  canturreando  entre  dientes. 
Por  la  puerta  de  la  derecha  aparece  una  doncella.) 

DONC.     (Desde  la  puerta,  tímidamente.)  Señorito... 

EUGE.     (Desde  dentro.)  ¿Qué  hay? 

DONC.     Están  los  señores  de  Bielsa. 

EUGE.     ¡  No  estoy  en  casa  ! 

DONC.     Es  que,  señorito... 

EUGE.  (Reapareciendo  con  chaleco,  en  mangas  de  cami- 
sa y  anudándose  la  corbata.)  ¿Qué?...  Les  ha- 
brás dicho  que  sí  estoy,  ¿no?... 

DONC.     Perdone  ei  señorito...  Pero  como  no  sabía... 

EUGE.  (Irritado.)  ¡Ya!  ¡Nunca  sabéis  nada..,  y  sabéis 
demasiado  ! . . .  ¡  Pues  diles  que  no  estoy  para  vi- 
sitas, que  voy  a  salir  ;  lo  que  quieras  !  (Cuando 
la  doncella  inicia  un  movimiento  de  retirada,  casi 
tropieza  con  don  Antonio  de  Bielsa  y  su  hijo  Fer- 
nando, que  entran.  Don  Antonio  de  Bielsa  es  un 
viejo  señor  de  aire  elegante,  de  aspecto  crapulo- 
so. El  rostro  rasurado,  el  pelo  casi  blanco,  es- 
pejuelos de  oro,  la  boca  un  poco  caída  y  temblo- 
na. Bajo  el  traje — un  chaquet  gris — se  le  adivi- 
na fofo  e  inerte  como  una  marioneta.  Tiene  esa 
discreción  y  esa  impertinencia  que  tan  sólo  se 
■  consiguen  después  de  rodar  mucho  por  el  mun- 
do con  la  cartera  repleta  de  billetes  y  al  atisbo 
de  la  aventura.  Su  hijo  Fernando  es  un  mozo 
de  apenas  diecinueve  años.  Tiene  un  aire  equí- 
voco y  un  poco  afeminado.  Una  constitución  en- 
fermiza, delicada.  Viste  con  una  elegancia  exa- 
gerada. Está  muy  pálido,  con  una  palidez  vicio- 
sa, malsana.  En  sus  ojos  orlados  de  profundos 
cercos  violáceos  arde  una  luz  inquietadora.  Sus 
ojos  y  sus  manos  pálidas  y  afiladas  son  lo  más 
vivo  que  hay  en  su  persona.  No  habla,  apenas 
despega  los  labios.  Tan  sólo  mira,  mira  con  sus 
grandes   ojos  atormentados.) 

ANTO.  (Adelantándose  hacia  Eugenio,  muy  amable.) 
¡  Querido  Moral  !  (Ha  cogido  entre  las  dos  suyas 
una  de  las  manos  de  Eugenio,  que  éste  le  aban- 


16 


CASIMIRO  GlRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 


dona  indiferente,  resignado.)  ¿Cómo  va,  queri- 
do maestro,  cómo  va? 

EUGE.  (Dominando  un  poco  su  malhumor,  pero  muy 
poco.)  Iba  a  salir  con  mi  mujer  en  este  preciso 
momento.  Así  es  que...  (Soltándose  del  empala- 
goso apretón  de  manos.)  ya  me  perdonará  usted. 

ANTO.     ¡  Oh,  de  ninguna  manera!   Usted  a  nosotros... 

FERN.  (Como  un  eco,  con  una  voz  tenue.)  Sí ;  usted  a 
nosotros. 

EUGE.  ¡Hola,  pequeño!  ¿Estabas  ahí?  (Fernando  son- 
ríe. Esboza  un  gesto  tímido.) 

ANTO.     Es  tan  sólo  un  momento. 

EUGE.  Siéntense,  entonces.  ¿Me  permitirán  que  entre 
tanto  me  vista?... 

ANTO.  Sí,  hombre  ;  naturalmente.  (Se  sientan,  don  An- 
tonio en  una  de  las  sillas  y  Fernando  en  el  diván 
del  fondo.  Eugenio  Moral,  que  salió  un  momento, 
reaparece  ahora,  ya  puesto  de  americana,  se  plan- 
ta ante  don  Antonio  y  le  dice:) 

EUGE.     ¿Usted  dirá  en  qué  puedo  servirle? 

ANTO.  Se  trata  del  pequeño,  de  Joujou.  (Señalando  a 
Fernando.) 

EUGE.  (Muy  extrañado,  mirando  a  Fernando  como  a  un 
bicho  raro.)  ¿joujou?  ¿Se  llama  Joujou  el  chico? 

ANTO.  (Sonsiendo  y  acariciando  con  la  mirada  a  Fernan- 
do.) No,  no...  ¡  Es  un  nombre  íntimo,  familiar, 
un  cariño  ! 

EUGE.  (Sin  dejar  de  contemplar  al  muchacho,  como  para 
sí,  murmura :)  ¡  Vaya  con  el  muñeco  ! 

ANTO.     Pues,  sí,  como  le  decía...  ¿Un  cigarrillo? 

EUGE.     No  ;   gracias. 

ANTO.  (Después  de  encender  el  cigarrillo.)  Como  usted 
quiera.  Pues,  sí ;  se  trata  del  pequeño.  Una  ver- 
dadera excepción  entre  los  jóvenes  aristócratas. 
Usted  sabe  bien  cómo  todos  ellos  se  pirran  por  el 
sport... 

EUGE.  (Que  desea  concluir,  echar  a  sus  visitantes  como 
sea.)  No  sabía  una  palabra.  Además,  tampoco  me 
importa  gran  cosa. 

ANTO.  (Que  ha  comprendido  la  repulsa.)  Sí,  ya,  natural- 
mente... Pues  hoy  en  que  toda  nuestra  juventud 
se  dedica  a  los  sports  más  violentos  y  brutales... 


ÍDOLO   DE   CARNE  17 

»  (Eugenio  le  escucha  muy  atento,  mirándole  fijo 
a  los  ojos,  esperando  descubrir  el  fin  que  se  pro- 
pone el  aristócrata.)  Ahí  tiene  usted  a  Joujou,  to- 
do delicadeza,  todo...,  ¿como  diría  yo?...,  todo 
sentimiento,  enamorado  locamente  del  arte.  (Eu- 
genio Moral  se  vuelve  al  lindo  muñeco,  sorpren- 
dido, asombrado.)  ¡  El  arte  es  su  sola  ilusión  ! 
¡  Es  toda  su  vida  ! 

GE.  ¿Esta  criatura?  (Con  un  poco  de  desprecio  en 
la  voz,  en  la  mirada.)  ¿Y  qué  desea  usted  de  mí? 

TO.  Que  lo  acepte  usted  en  su  compañía.  ¡  Quién 
sabe  si  a  su  lado  puede  llegar  a  ser  un  artista 
glorioso  como  usted  ! 

GE.  (Que  aún  no  salió  de  su  asombro.)  ¡  No,  no  ;  de 
ningún  modo  ! 

TO.     ¿Por  qué  no? 

GE.  Porque  no.  Si  tiene  alma  de  gran  escultor,  lo 
será  sin  mí,  lo  sería  en  la  cumbre  de  la  mon- 
taña más  solitaria.  Yo  a  usted  no  tengo  porqué 
engañarle.  Su  hijo  a  mi  lado  poco  habría  de 
aprender. 

TO.      ¡  Hombre,  sí  ! 

GE.     Le  digo  a  usted  que  no. 

TO.  Es  que  usted  no  sabe  que  en  mi  Fernando  hay 
un  verdadero  artista. 

GE.  ¿Usted  cree?  (Volviéndose  a  Fernando.)  ¿A  ti 
qué  te  parece? 

RN.      ¡  Ah,   no  sé!...   Cuando  papá  lo  dice... 

GE.  Debieras  desmentirle  si  una  pasión  irresistible 
no  te  lleva  aquí...  (Nuevamente  a  don  Antonio.) 
Mire  usted,  con  franqueza,  yo  nunca  he  creído 
en  el  talento  o  en  la  disposición  de  un  muchacho 
cuando  me  lo  han  dicho  sus  padres.  El  verdadero 
artista  es  aquel  que  se  hizo  luchando,  precisa- 
mente contra  sus  padres. 

[TO.     Pero  pueden  darse  casos... 

!GE.  Es  que  no  se  dan...,  o  se  dan  raramente.  Créalo 
usted...  A  mí  no  me  importa  que  su  hijo  venga 
o  deje  de  venir.  Es  tan  delicado  su  Joujou,  tan, 
como  usted  ha  dicho  antes...,  que  no  puede  mo- 
lestarme... Pero  creo  que  cometería  una  tonte- 
'  ría   viniendo  a  perder  aquí   las   horas.    (A   Fer- 


CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVI 


nando.)  ¿Es  que  no  tienes  novia  o  novias,  m 
chacho?  (Fernando,  casi  asustado,  mira  títnit 
mente  a  Moral  y  a  su  padre,  y  sonríe  con  u 
extraña  mueca.) 

ANTO.     ¡  Oh,  pobrecillo  ! 

EUGE.     (A  Fernando.)    ¡  Vaya,   hombre !   Pues  debes 
nerlas,  y  cuantas  más,  mejor  !  En  la  juventud 
debe  pasar  por  todas  estas  tonterías.  (Como  dan 
por    terminada    la    visita.    A    don    Antonio.) 
manera  que  ya  lo  sabe  usted.  A  mí  no  me  m 
lesta   que   su   hijo   venga   cada   tarde,    o   cuan 
quiera.  Nadie  más  que  él  es  dueño  de  su  tiemp 

ANTO.  Agradecidísimo,  mi  querido  Moral ;  agradecic 
simo.  (Ya  de  pie.)  Además  que,  con  mi  hijo 
su  lado  de  usted,  siempre  tendré  el  pretexto 
venir  a  fumar  un  cigarrillo  en  su  compañía, 
taller,  don  Eugenio,  es  para  mí  un  rincón  d 
paraíso.  (Eugenio  no  ha  podido  evitar  una  mué 
de    cómica    desolación    al    oír   estas   palabras.) 

EUGE.     Sí,   sí...,   gracias... 

ANTO.  Y  a  propósito  :  ¿qué  es  de  Julia?  Creí  enco 
trarla  aquí.  Le  suponía  a  usted  trabajando,  i 
cluso  de  noche,  para  poder  entregar  la  nue1 
obra  esta  semana. 

EUGE.     Pues   salió.    (Rápido,   se   ha  vuelto   a   él   con 
ceño  fruncido,   mirándole  a  los  ojos.) 

ANTO.     ¿Sigue   tan   guapa  como  siempre? 

EUGE.  (Casi  empujándole  hacia  la  puerta.  Con  una  á 
pera  sonrisa.)    Sigue,   sigue... 

ANTO.     Le   dará   usted   mis-  más   afectuosos   recuerdos 

EUGE.  (Cada  vez  más  molesto,  más  nervioso.)  Los  m 
afectuosos,   sí,   señor... 

ANTO.  (A  Fernando,  ya  en  la  puerta.)  Y  tú  ya  sabes 
mañana... 

EUGE.  ¡  Oh,  que  no  se  dé  prisa  !  Mañana,  pasado,  cuaí 
do  quiera...  (Desaparecen  por  la  izquierda.  Me 
ral,  al  quedar  solo,  no  puede  evitar  un  gesto  a 
ira.  Murmura,  mordiendo  las  palabras.  Despuc 
suspira  ruidosamente,  y  avanza  hacia  el  tocado¡ 
Se  detiene  de  pronto,  nervioso,  contrariado.)  ¡  Al 
sí,   Amelia!    Se   me   había  olvidado...    ¡Amelia 


Lí 


EL  ÍDOLO   DE   CARNE 


10 


EUGE. 
MART. 
EUGE. 
MART. 

EUGE. 
MART. 

EUGE. 

MART. 
EUGE. 


MART. 
EUGE. 


¡  Date  prisa,  mujer  !  (A  la  puerta  de  la  izquierda. 
Aparece  Martín  Sagredo  por  la  derecha.) 
(Volviéndose  a  Martín.)  ¿Qué  hay? 
Que  nos  quedamos  sin  el  bloque,  maestro. 
(Con  un  respingo.)  ¿Cómo  es  eso? 
Isidoro  dice  que  no  se  compromete  a  entregarnos 
el  mármol. 
¿Pero  por  qué? 

Yo  qué  sé.  Cómo  es  tan  cazurro  no  he  podido 
sacarle  de  ahí. 

Un  bestia  es,  un  bestia  que  debiera  sustituir  a 
los  mulos  de  sus  carros. 
Acaso,  efectivamente,  no  pueda... 
Para  mí  hay  que  poder  siempre,  aun  cuando  no 
se  pueda.  (Ha  pronunciado  estas  palabras,  de- 
jándose llevar  de  su  soberbia  indómita.  A  ellas 
no  responde  Martín  más  que  con  un  gesto  de 
vago  asentimiento.  Eugenio  Moral,  mientras,  pe- 
netró en  el  tocador  y  reapareció  en  seguida  con 
su  sombrero.) 

(De  pronto.)  Me  olvidaba,  maestro.  En  la  por- 
tería me  dieron  esta  carta  para  usted. 
(Abrochándose  los  guantes.)  Déjala  ahí,  sobre 
el  sofá,  sobre  el  bargueño,  donde  quieras...  ¿Pero 
aún  no,  Amelia?  (Con  un  gesto  impaciente.  Des- 
aparece un  instante  por  la  izquierda.  Al  volver, 
como  atraído  por  la  carta  que  Martín  dejó  sobre 
el  sofá,  la  coge  y,  al  fijar  en  ella  su  mirada,  se 
contrae  su  rostro  en  una  mueca  de  extrañeza. 
Da  vueltas  al  blanco  sobre.  Murmura.)  ¡  Pero  si 
es  de  Julia  ! 

(Inquieto.)  ¿Qué  le  pasa  a  usted,  maestro? 
No  sé...,  no  sé...  (Cada  vez  mira  con  mayor 
espanto  la  carta,  que  tiembla  en  sus  manos.  Con 
la  voz  más  ronca,  más  ahogada,  vuelve  a  mur- 
murar :)  ¡  Pero  si  es  de  Julia  ! 
¿Y  qué?  (Extrañado  de  la  angustia  de  Moral.) 
¿Qué  tiene  que  ver  eso? 

(Palidísimo,  descompuesto,  casi  con  un  rugido.) 
¡Calla!...  (Martín,  humillado,  dolorido,  baja  la 
cabeza.   Da  unos  pasos  hacia  el  fondo.  Eugenio 


20 


CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 


murmura:)  No  seas  chiquillo,  quédate.  Quédate 
y   hazte   cargo,    hombre. 

MART.     (Con   sincera   emoción.)    Es   que   yo,    maestro... 

EUGE.  (Arrebatado  nuevamente.)  ¡  Ni  una  palabra,  ni 
una  palabra  !  (Rasga  el  sobre  que  estrujó  antes 
en  sus  manos.  Paudece  horriblemente.  Se  tam- 
balea. Martín,  sin  comprender  la  angustia  de 
Moral,  corre  a  él.  Pero  éste  le  detiene  con  un 
gesto.  Ha  ido  a  caer  sobre  el  sofá;  continúa  le- 
yendo. Después,  estruja  rabioso  la  carta  con 
sus  manos  poderosas,  que  han  domado  el  már- 
mol y  el  jaspe.  Se  queda  mirando  al  discípulo 
con  una  fijeza  alucinante.  Martín  está  seriamente 
asustado.  Moral,  lívido,  espantoso,  murmura  pa- 
labras incomprensibles.) 

MART.  Pero  maestro...  ¿Qué  le  pasa  a  usted?  (Se  ha 
acercado  a  él,  lleno  de  piedad  y  de  angustia.) 

EUGE.  (Estallando.)  ¡Que  se  ha  escapado!...  ¡Que  ha 
huido  1...  ¡Que  se  ha  burlado  de  mí!...  ¡  Ca- 
nalla 1...  ¡Canalla!...  (Se  ha  levantado,  abalan- 
zándose sobre  el  discípulo,  sacudiéndole  cogido 
por  las  solapas.  Ahora  esconde  su  cabeza  en  el 
hombro  del  joven  y  solloza.)  ¡Que  se  fué!... 
¡Que  no  volverá!...  ¡Que  no  volverá!...  (En 
umbral  de  la  puerta  de  la  derecha,  vestida  ya 
con  un  traje  de  calle.  Al  ver  la  escena  lamen- 
table, al  oír  las  lamentables  palabras  de  Eugenio, 
su  rostro  se  contrae  aún  más  que  de  ordinario  en 
un  rictus  de  dolor;  su  pequeña  figura  se  hace 
más  pequeña,  más  insignificante.  En  sus  ojos  hay 
una  tristeza,  una  piedad  infinitas.  De  pronto,  con 
un  brusco  movimiento,  retrocede,  desaparece  del 
marco  de  la  puerta.  Ni  Eugenio  ni  Martín  se  die- 
ron cuenta  de  la  presencia  de  la  pobre  mujer.) 

MART.     ¡  Pero,   maestro  !    ¡  Usted  !    ¡  Usted  ! 

EUGE.  ¡  Yo,  yo  ;  ya  ves  !  (Deshaciéndose  del  discípulo.) 
¡  Yo,  que  no  podré  ya  vivir  sin  ella  !  ¡  Yo,  que 
después  de  haber  creído  en  ella,  no  podré  creer 
en  nada  ni  en  nadie  !  (La  pena  trunca  su  voz  de 
una  manera  lamentable.)  Y  es  que  no  tiene  co- 
razón, Martín.  La  pureza  de  sus  sentimientos,  la 
bondad  de  su  alma...,  ¡mentira  !  Ni  sentimientos, 


«L  ÍDOLO  de  carne 


21 


MART. 
EUGE. 

MART. 
EUGE. 


MART. 
EUGE. 


MART. 
EUGE. 
MART. 


EUGE. 


ni  bondad,  ni  nada,  ¡  nada  !  (Golpeándose  la  frente 
desesperado.)  Soy  yo  quien  la  hizo  buena,  ena- 
morada, sensible.  Yo  he  creado  una  realidad  que 
no  ha  existido,  que  no  ha  existido  más  que  en 
mi  corazón.  (Después  de  un  momento.)  ¡  Qué  des- 
preciable voy  a  sentirme,  Martín  !  ¡  Qué  despre- 
ciable ! 
;  No,   no  ! 

Sí,  soy  un  pingo,  una  cosa  cualquiera  ;  todo  ha 
muerto  en  mí...  Pues  a  la  basura  conmigo... 
No  diga  usted  eso,    ¡por   Dios!... 
Pero  si  tú  supieras  que  también  hay  un  placer 
en  encanallarse,  en  pensar  :  eres  un  hombre  dig- 
no, un  hombre  bueno,  un  hombre  admirado,   y, 
sin  embargo,  tienes  el  valor  de  perderlo  todo,  de 
tirarlo  todo,  de  hundirte  en  la  charca  hasta  aquí, 
¡  hasta  aquí !  (Apretándose  el  cuello  con  la  mano 
abarrotada.) 
Esto  pasará... 

¡  Tú  qué  sabes  !  ¡  Tú  qué  sabes  !  ¡  Qué  sabéis 
vosotros  los  jóvenes  !  \  Los  jóvenes  !  ¡  No  sabéis 
vosotros  porque  no  sabéis  sufrir,  porque  vuestra 
juventud  es  vuestra  fuerza,  porque  no  conocéis 
el  tormento  de  un  amor  que  puede  ser  el  último  ! 
(Horriblemente  apenado.)  ;  Maestro  ! 
;  No  ;  gestos,  no  !  ¡  Hipocresías,  no  ! 
No  son  gestos,  don  Eugenio  ;  yo  no  soy  un  hi- 
pócrita. Yo  le  quiero  a  usted  y  me  duele  que 
sufra. 

(Dejándole,  yendo  de  un  lado  a  otro,  tembloroso, 
como  preso  de  un  aura  epiléptica. )  ¡  Sí,  perdó- 
name, hijo;  perdóname!...  ¡Saberse  atado,  en- 
cadenado como  un  perro,  a  una  cosa  tan  vil,  tan 
miserable  !  (Golpeándose  con  ira  cada  vez  mayor 
su  pecho  de  atleta.)  ¡  Yo,  yo  !  ¡  Un  hombre  como 
yo,  caído  desde  su  gloria  al  muladar  !  ¡  Es  para 
desesperarse  !  (Con  un  sollozo.)  Hay  que  estar 
muy  enamorado  de  una  mujer,  estar  ciego,  loco 
por  ella,  y  sentirse  envejecer,  es  decir  :  sentirme 
morir,  sentir  que  se  acaba  todo,  todo,  ¡  y  el  co- 
razón aún  vive!  ¡Qué  pena  entonces!... 


22  CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 

MART.  No,  maestro  ;  no  es  para  desesperarse.  El  hombre 
debe  vencer  al  hombre. 

EUGE.  No  entiendo,  hazme  el  favor.  Palabras,  tonterías... 
Yo  sólo  sé  que  sufro,  que  sufro  como  un  pobre 
diablo  para  salvarme...  Sufren  mi  orgullo,  que  es 
mi  alma  y  mi  carne. 

MART.     (Titubeando.)   ¿Pero  y  ella?...   ¿Julia?... 

EUGE.  ¿Ella?  Me  dio  la  gloria  con  su  belleza  y  ahora 
me  la  arranca  a  zarpazos. 

MART.     Pero... 

EUGE.  ¡  Nada  !  ¡  Como  todas  las  mujeres  !  No  sabe  nada, 
ni  que  yo  esté  a  su  lado,  ni  que  me  hundo  de 
hora  en  hora,  que  me  muero...  Cree,  en  el  fon- 
do, si  es  que  se  lo  ha  preguntado  alguna  vez, 
que  me  hace  un  gran  favor  dejándome  morir. 
(Con  creciente  desesperación,  golpeándose  el  co- 
razón y  la  frente.)  Porque  esto  se  acaba,  ¿sabes? 
Esto  se  acaba.  Aquí  no  queda  nada.  ¡  NI  aquí ! 
i  En  el  naufragio  lo  habré  perdido  todo  !  (Es- 
conde el  rostro,  crispado  por  el  llanto.)  Sin  esta 
muier,  que  fué  toda  la  belleza  de  mis  mármoles, 
todo  mi  genio,  Eugenio  Moral  no  será  ya  Eugenio 
Moral,  porque  ella  es  mi  arte,  lo  es  todo  para  mí. 
(Un  tremendo  sollozo  trunca  sus  palabras.) 

MART.  ¡  Maestro,  maestro  !...  ¡  Por  favor  !...  Pueden  oírle, 
puede  entrar  alguien... 

EUGE.  No,  que  nadie  sepa  nada,  que  nadie  adivine  nada. 
Sobre  todo...  (Lleno  de  angustia.),  ¡que  nadie 
sepa  nada  por  ti  ! 

MART.     ¡  Don  Eugenio  !... 

EUGE.  Para  el  mundo,  para  todo  el  mundo...  (Ir guián- 
dose con  arrogancia,  pero  no  sin  dificultad,  pa- 
sándose la  mano  trémula  por  el  rostro.)  debo 
seguir  siendo  Eugenio  Moral,  el  triunfador  !  (Por 
la  puerta  de  la  derecha  aparecen  Julia  Valcárcel, 
Amelia  y  el  padre  de  ésta,  Pablo  Ardavín.  Eu- 
genio Moral,  cuyo  primer  movimiento  fué  de  ins- 
tintiva, de  irrazonada  alegría,  ha  palidecido  des- 
pués intensamente,  ha  tenido  que  buscar  apoyo 
en  la  mesilla.  Sus  ojos,  llenos  de  asombro,  de 
extrañeza,  van  de  Julia  a  Amelia,  sin  comprender 
lo  que  pasa.) 


»  ¡i  ÍDOLO   DE   CARNE  23 

6  ;IELIA  (Con  su  voz  dulce  y  acariciadora  de  siempre,  pero 
más  opaca,  más  triste  que  siempre.)  Sabía  la 
mucha  falta  que  te  hacía  Julia  para  terminar  tu 
trabajo...,  la  encontré...,  la  rogué  que  viniera... 
y  aquí  la  tienes...  (Amelia  ha  pronunciado  estas 
palabras  con  hondo  y  terrible  esfuerzo.) 

JGE.  (Con  los  ojos  desorbitados,  con  un  miedo  te- 
rrible a  comprender,  con  la  voz  extrangulada.) 
i  Ah,  sí,   sí!...    ¡  Gracias,   Amelia! 

1ELIA  (Mirándole  con  sus  ojos  húmedos  de  tristeza,  des- 
fallecida.) A  ella,  Eugenio,  las  gracias  por  aten- 
der a  mis  ruegos...  (Volviéndose  a  Pablo  Arda- 
vín.)  ¿Vamos,  padre? 

1.BLO  (Extrañadísimo,  con  sus  ojos  que  parecen  adivi- 
nar la  tragedia,  fijos  ora  en  su  hija,  ora  en  la  mo- 
delo, ora  en  Eugenio,  murmura  para  si.)  ¿Qué 
pasa  aquí?  ¿Qué  es  esto? 

/IELIA  (Cada  vez  con  mayor  angustia.)  Vamos,  padre... 
(Ha  pronunciado  estas  palabras  desde  el  umbral 
de  la  puerta  de  la  derecha.  Pablo  Ardavín,  sin 
dejar  su  aire  de  extrañeza,  mirando  a  Moral  y 
a  Julia,  da  unos  pasos  en  dirección  a  su  hija. 
Martín,  atónito,  mudo,  contempla  a  unos  y  a  otros, 
sobrecogido  de  pena.  Moral,  lívido,  murmura  unas 
palabras  entrecortadas,  incoherentes.  Julia,  triun- 
fante, arroja  su  sombrero  y  su  bolso  sobre  el 
sofá,  y,  sonriendo  cruelmente,  dice:) 

ÍLIA  ¡  A  su  disposición,  don  Eugenio  !  (Se  cierran  rá- 
pidamente las  cortinas.) 


TELÓN 


ACTO  SEGUNDO 


LA   DOLOROSA  PASIÓN 

El  taller  del  escultor  Eugenio  Moral.  Lleno  de  luz,  inundado  de  1 
esa  luz  cruda  de  cuando  va  entrada  la  mañana.  Al  fondo,  cerrando  t 
el  fondo,  y  suspendida  de  una  barra  dorada,  una  cortina  de  color  ¡ 
ceniza,  de  elegantes  pliegues,  que  dibuja  en  su  centro  un  medio  círc 
convexo  hacia  el  proscenio,  y  se  trunca  en  dos  paños  paralelos  a 
batería  en  sus  extremos.  En  los  ángulos  de  esos  paños,  dos  soportes 
manera   oscura   coronados   por   unos   jarros   de   mayólica   con   plantas   ac 

ticas  desmayadas  como  cabelleras. 
En  el  centro,  esta  cortina  está  abierta  y  muestra  el  interior  de  la  ti 
camareta,  que  hemos  conocido  en  el  primer  acto,  donde  se  refugia 
glorioso  escultor  en  sus  horas  de  desaliento.  Se  adivinan  en  la  su: 
penumbra  la  mesilla,  los  sillones  que  ocupan  su  interior.  Detrás, 
pared,    de    un    claro    tono    de    manteca,    con    su    alto    zócalo    de    terciop 

color   musgo. 
A  la  izquierda  y  a  la  derecha  se  corre,   del  primer  término  al  fondo,   i 
estantería    a    la    altura    de    metro    y    medio,    atestada    de    volúmenes, 
carpetas   de   apuntes.    Sobre   esta   estantería,    unos    cartones   manchados 

color,    unas    estatuillas    de   Tanasra,    de    Délos. 
A    la    derecha,    y    en    primer    término,    la    tarima    de    los    modeTos.    A 
ella,   y   más   hacia   el   centro,    un    caballete   con   espátulas     cinceles,    etc.. 
una   enorme   masa   de   barro   ligeramente   trabajada   y   envuelta   en   un   p:- 
húmedo,   sobre   una   plataforma.   En   el    fondo,    una   estufa.   A   la   izquier 

un    diván,    alguna    silla,    una    mesita. 
Y   nada    más.    Pero    en    todo    esto    debe    dominar    una    elegante    severid 

(Han  transcurrido  unos  días.  Son  las  once  de 
mañana.  En  escena,  Julia  V alear cel,  Martín  í 
gredo,  Antonio  de  Bielsa  y  su  hijo  Fernando.  > 
lia  Valcárcel,  desnuda  bajo  una  especie  de  albe 
noz  de  tela  cruda  de  un  color  desvaído,  sentada 
una  banqueta,  los  codos  sobre  las  rodillas,  las  m 
nos  sosteniendo  la  cabeza  gentilmente  peinaa 
partida  en  raya  la  mata  oscura  de  su  pelo,  m 
aplastado  al  cráneo  y  trenzado  como  una  coro, 
sobre  las  orejas,  sobre  la  nuca.  En  sus  labios 
crispa  una  mueca  de  tedio  infinito.  Martín  Sagr 
do,  con  blusón,  va  y  viene,  trastea  por  el  talle 
Bielsa,  sentado,  fuma  cigarrillos.  Fernando,  te 
dido  de  bruces  en  el  diván,  devora  con  los  op 
a  Julia  Valcárcel,  que,  de  cuando  en  cuando,  ai 
biguá  y  cruel,  se  vuelve  y  le  sonríe.) 


EL  ÍDOLO   DE  CARNE 


25 


ANTO.     (Encendiendo  un  cigarrillo.)  Nada,  no  viene. 

MART.     (Consultando  su  reloj.)  Es  raro  que  tarde  tanto. 

JULIA      ¿Oué  hora  es? 

MAF?T.     Las  once  ya. 

ANTO,  (Malignamente.)  ¡  Oué  lástima  haber  perdido  la 
mañana  !,  ¿no?  (Julia,  nerviosa,  ceñuda,  finge 
no  haber  oído.) 

MART.  No  cabe  dudar  de  la  puntualidad  de  don  Eu- 
genio. Cada  mañana  llega  al  taller  antes  que 
nosotros. 

ANTO.  (Siempre  con  aviesa  intención,  a  Julia.)  Lleva- 
mos ya  un  par  de  horas  de  espera.  Y  espera*- 
nunca  es  agradable,  ¿verdad,  Julia?  Sobre  todo 
cuando  podía  uno  quedarse  en  cama  tan  rica- 
mente. 

JULIA       i  Bah  !... 

ANTO.  Pero  ¡  qué  le  vamos  a  hacer !  Los  artistas  son 
los  artistas  !  (Ha  dicho  estas  palabras  con  un 
ligero  tono  de  zumba.  Martín  Sagredo  va  y  viene 
preparando  los  bártulos  de  trabajo.) 

FERN.  (S;n  dejar  el  diván.)  ¿Y  para  eso  me  hiciste  ma- 
drugar,  papá? 

ANTO.  (Siempre  un  poco  zumbón.)  ¿Y  el  arte?  El  arte 
es  una  cosa  muy'  seria,  hijo. 

FERN.      (Bostezando.)  No  bromees,  papá. 

MART.  (Riendo.)  Su  hijo  de  usted,  don  Antonio,  siente 
por  el  arte  una  verdadera  devoción.  Mire  usted, 
sino  :  a  la  segunda  sesión  aprendió  ya  a  mol- 
dear el  diván 

ANTO.  ¿Oyes,  Joujou  ?  ¿No  te  da  pena  la  mala  opi- 
nión que  puedan. tener  de  ti? 

MART.  ¡  No,  don  Antonio,  por  Dios  !  Yo  tengo  la  mejor 
opinión  de  Fernando.  Además,  tampoco  soy  yo 
quien... 

FERN.       Estoy  cansado,   papá. 

JULTA      (Con  una  ojeada  burlona.)   ¡  Criaturita  ! 

ANTO.  ¿Cansado  a  las  once  de  la  mañana?  ¡Pero  si  no 
has  hecho  más  que  levantarte,  subir  al  auto  y 
echarte    ahí!    (Señalando   el  sofá.) 

FERN.  Sí,  papá,  como  quieras,  pero  estoy  cansado.  (La 
doncella  asoma  por  las  cortinas  del  fondo.) 


2S 


CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 


DONC. 

MART. 
DONC. 


ANTO. 
TULIA 


FERN. 
TULTA 


FERN. 
ANTO. 

ÍULÍA 


ANTO. 


1ULIA 

ANTO. 


¿Llegó  el  señorito,   Martín? 
No. 

(Pervlefa,    visiblemente  'contrariada-)    Entonces... 
ustedes  perdonen.   (Desnués  de  mirar  con  cierra 
hostilidad  a  Julia,  se  retira.) 
(A    Julia.)    ¿Se   ha   fijado,    Julia,   cómo   la   miró 
esa  chica  al  salir? 

(Levantándose  y  paseando,  nerviosa  e  irritada.) 
¡  Que  tensa  una,  por  estópida.  que  aguantar  es- 
tas perrerías  !  ¡  Ay,  Señor,  qué  vida  !  (Se  detiene 
ante  Fernando,  como  atraída  por  la  mirada  febril 
del  mozo,  y  acariciándole  la  cabeza,  como  si  se 
tratara  de  un  chiquillo,  murmura:)  ¿Te  duermes, 
muñeco?  ¿Tienes  sueño,  pobre  Joujou? 
(Con  la  voz  tomada,  con  los  ojos  brillantes.)  No  ; 
no,  señora. 

(Cínica,  riendo  con  el  rostro  vuelto  a  don  An- 
tonio.) ¡  Ay,  aué  gracia!  ¡Señora!...  ;  Oué  lin- 
do muñeco  !  (A  Fernando,  un  poco  válido  y  con 
los  ojos  cada  vez  más  brillantes.)  ¿Te  gusta  que 
te  acaricien,  que  te  mimen,  Joujou  ? 
Usted,  sí. 

(Sonriendo.)  Sin  embargo,  Julia,  ándese  con  cui- 
dado. 

(Por  Fernando,  riendo.)  ¿Por  él?  ¡Si  es  un  chi- 
quillo !  (Un  gesto  ambiguo  en  don  Antonio  Una 
sonrisa  equívoca  en  Fernando.  Martín  contempla 
la  escena  con  extraña  y  recelosa  atención.  Julia 
deja  tranquilo  a  Fernando,  avanza  unos  pasos  y 
se  detiene,  ante  la  estantería  jugueteando  distraí- 
damente con  una  de  las  estatuillas.) 
(Acercándose  a  ella,  fingiendo  indiferencia.)  ¡Qué 
gracia,  y  qué  línea,  y  qué...  tiene  esta  ñgura. 
¿no  es  cierto? 

(Encogiéndose  de  hombros.)  Si  usted  lo  cree... 
(Cogiendo  la  estatuilla  y  fingiendo  examinarla  con 
curiosidad,  mientras  la  muestra  a  Julia,  en  voz 
muy  baja.)  Usted  no  tiene  que  esperar  a  nadie. 
Usted  ha  nacido  para  que  los  demás  esperen, 
para  mandar  y   dominar.   (Julia  le   escucha   son- 


ZL  ÍDOLO  de  carne 


27 


riendo.   El   sigue,    con   voz   trémula:)    ¡Si    usted 
quisiera,   Julia... 
Si  yo   quisiera,   ¿qué?... 
Con  una  sola  palabra  suya... 
(Levantando  la  voz  y   abandonando   la   estatuilla, 
que  tomó  de  don  Antonio,  sobre  el  estante.)  No. 
No  me  convence.  (Le  vuelve  la  espalda,  riendo,  y 
va  a  sentarse  de  nuevo  en  la  tarima.) 
(Cada  vez  más  impaciente,  más  nervioso.)  j  Y  el 
maestro  sin  venir  ! 

(Agresiva.)    ¡  Qué  manera   de  tomarnos  el  pelo  ! 
(Martín  se  vuelve  a  ella  extrañado.  Aparecen  de 
nuevo  la  doncella.) 
A  No  ha  venido  el  señorito? 
Ño  ;  no  ha  venido. 

(Sin  poder  ocultar  su.  contrariedad,  con  un  poco 
de  angustia.)  Es  que  a  mi  señorita... 
¿Qué  le  pasa  a  tu  señorita? 
(Después   de    una   mirada   insolente,    casi   agresi- 
va.) No,  nada. 

Yo  avisaré  a  don  Eugenio  en  cuanto  llegue. 
Bien,   señorito.   Gracias.  (Sale-) 
(Herida  por  el  desprecio  de  la  muchacha. )   ¡  Vaya 
oreullc  el  de  esas  pingos  de  cocina  ! 
¿Vamonos,  papá? 

Esperemos  un  poco.  (Entra  Eugenio  Moral,  ves- 
tido de  calle.) 
Buenos  días. 
Buenos  días,   maestro. 

(Jovialmente.)    ¡  Caramba,   Moral,   cómo  se   hizo 
usted  esperar  ! 

¿También  de  usted?  No  sabe  cuánto  lo  siento. 
Pero  es  que,  francamente,  no  podía  suponer  que 
mi  arte  le  interesara  a  tal  extremo. 
¡Hombre!  Yo...   (Eugenio  Moral  le  ha  vuelto  la 
espalda  para  encararse  con  el  discípulo.) 
La    muchacha    entró   dos    veces    a    preguntar    si 
usted  había  llegado. 
¿Y  qué  quería? 
Le  mandaba  la  señora. 
¿La  señora?  Voy  a  ver...   (Al  pasar  se  detiene 


28  CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CAPDEVH 

ante  lulia,  aue  no  se  ha  movido,  ni  le  ha  mirarl 
siquiera.)  ¡Perdona,  mujer  !...  Creí  que  sería  co^ 
de  un  momento. 

JULIA      (Huraña,  sin  mirarle.)  No  te  canses...   Es  igua 

ANTO.     ¿Va  usted  a  tardar  mucho,  mi  querido  Moral? 

EUGE.  (Desde  el  fondo.)  No  sé...  ;  pero  como  si  tai 
dará.  Llévese  a  su  hijo.  Hoy  trabajo  solo.  ( 
sale.) 

ANTO.     Malhumorado  llegó  el  maestro. 

MART.     (Sonriendo-)  Un  poco  menos  que  de  costumbre 

ANTO.     (Disimulando  su   despecho   con   la  ironía.)    ¡  Lo 
artistas  !   (Acercándose  a  Julia,   que  sigue  con 
cabeza  apoyada  en  la  palma  de  las  manos,  in 
ferente  a  todo.)  ¿Qué?  ¿Se  queda  usted?  ¿Njuí 
le  teme  al  humor  de  don  Eugenio? 

MART.     No  sea  usted  irónico,  señor  de  Bielsa.  Julia  njflj 
le  teme  a  nada. 

JULIA      (Con   la  voz  opaca,   enconada.)   A  nada.  ju 

ANTO.     (Aparte,  en  voz  baja  a  Julia,  con  ira  reconcentre^ 
da,   mirando  al  fondo,   por  donde  acaba  de  sál\m 
Eugenio.)   ¿Ha  visto  usted?   No  me  crea  ustej 
un  memo,  Julia.  Todo  eso,  las  originalidades,  di 
ría  mejor  las  coces  del  maestro,  las  aguanto  pq 
usted.    Por   usted,   que   si   quisiera...,   sería  conl 
migo  respetada,  querida,  feliz.  (Fernando,  por  fin 
se  decide  a  abandonar  el  diván.  Se  levanta.  Bos 
teza.  Se  acerca  a  su  padre,  a  Julia,  a  quien  mir 
con  ojos  profundos,  ardientes,  un  momento.  Juli 
le  acaricia.) 

JULIA      <J  Te  vas  tú  también,   Joujou  ? 

FERN.      Sí. 

ANTO.  Me  le  llevo  a  que  le  dé  el  sol,  que  bien  lo  ne 
cesita. 

FERN.      No  lo  crea  usted,  Julia. 

ANTO.  Pasa,  pasa.  (Sale  por  el  fondo,  después  de  son 
reír  con  un  aire  cínico  y  cómplice  a  la  mujer 
empujando  a  Fernando.) 

JULIA      (Por  don  Antonio.)  ¡  Qué  tío  más  pelma  ! 

MART.     (Satisfecho.)  ¿Te  parece?  Mejor. 

JULIA      ¿Mejor,  por  qué? 


í  ídolo  de  carne 


29 


Por  nada,   mujer  ;   por  afinidad  de   ideas  ;   a  mi 
me  revienta  también. 
¡  Me    carga  ;    me   pone    nerviosa  ! 
Pues   contigo   está   muy   amable.    (Martín   se    ha 
sentado  en  el  diván.) 

Porque  rne  busca  ;  porque  me  quiere  para  él. 
(Sorprendido  de  la  sincenaad  de  Julia-)    ¡  Ah  ! 
{Descendiendo  de  la  tarima,  yenao  a  sentarse  en 
el    diván J    ¿Qué    te    pareced    ( Martín    hace    un 
gesto   como  para   levamarse.)    Ño,    quédate  ;    no 
te  vayas.   (Martín  se  sienta.  Debe  observarse  en 
él  un  asomo  de  angustia,  de  recelo,  de  miedo.) 
¿Qué  te  parece? 
¿A  mí?  ¡  hija,  eso  allá  tú  ! 
¿Tan  poco  interés  te  merezco?  (Mirándole  a  ¡os 
ojos.) 

(Rehuyendo  su  mirada.)  ¡Mujer,  no  es  eso  i... 
Pero  yo... 

¿Me  crees  tú  capaz  de  irme  con  ese  viejo  ? 
Es  él  quien  sí  te  cree  capaz. 
(Arrebatadamente.)    Pues   se   equivoca.    ¡  Que   se 
guarde  su  dinero  !    ¡  Qué  me  importa  su  dinero  ! 
¡  Ni  el  de  nadie!   (Martín,   con  creciente  angus- 
tia, esboza  un  gesto  de  indiferencia.) 
Entonces... 

(Acercándose  mucho  a  él,  pegando  su  cuerpo  se- 
midesnudo  al  cuerpo  tembloroso  del  muchacho.) 
¡  Vivir  !  ¡  Vivir  !  ¡  Ser  joven,  ser  querida  con  un 
amor  igual  al  mío,  que  no  sé  cómo  es,  pero  que 
debe  ser  ioco,  malo,  impetuoso  corno  una  tor- 
menta !  (Con  la  cara  pegada  a  la  cara  pálida  de 
Martín,  la  boca  casi  sobre  la  boca  del  muchacho.) 
¿  Comprendes,  comprendes  ? 

(Después  de  un  momento,  apartándola  suavemen- 
te.) Puede  entrar  don  Eugenio... 
(Apartándose  con  un  respingo  de  bestia  castigada, 
la  faz  duramente  contraída  por  la  cólera.)  ¿Es 
que  tienes  miedo?  ¿Es  que  todavía  te  dura  el 
miedo  del  otro  día,  de  cada  día?  (Acercándose 
nuevamente  al  atribulado,  emendóse  materialmen- 
te a  él,  llena  de  encanto,  de  perfidia  y  de  seduc- 


30 

MART. 
JULIA 

MART. 
JULIA 


MART. 
JULIA 


MART. 
JULIA 


MART. 
JULIA 


CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 


te 


ción.)    ¡  Y   si   te   dijera   que   te    quiero,    que 
quiero  mío  !... 
(Con  la  voz  estrangulada  por  la  emoción.)  ¡Julia, 
Julia  ! . . .  ¡Tú  sabes  que  eso  no  puede  ser  i . . . 
¿Por  qué  no,   si   yo   lo   quiero?   ¡Sé  fuerte,   sé 
osado  ;    atrévete ! 
(Lleno  de  pena,   de   deseo,   de  angustia.)    ¡Eres 
mala,  Julia  ! 

¿Mala?  ¡  Ah,  Dios  mío!  ¡Cállate,  cállate;  no 
me  digas  eso  tú  también,  que  no  tienes  derecho, 
que  no  lo  tiene  nadie  !  (Habla  arrebatadamente, 
apretándose  las  manos,  estrujando  el  ancho  ropón 
que  la  cubre,  presa  de  una  desesperación  te- 
rrible.) ¡  Tú  qué  sabes,  tú  qué  sabes,  Martín  ! 
Una  mala  mujer  que  se  atraviesa  en  tu  camino 
puede  salvarte.  Una  mujer  buena  puede  perderte 
de  una  manera  miserable. 
No  levantes  la  voz,  no  grites. 
¡  Déjame !  Quiero  gritar,  quiero  gritar.  ¡  Llorar 
quisiera,  pero  no  puedo,  no  puedo  !  ¡  Ay,  Dios 
mío,  Martín,  una  mala  mujer  !  ¡  Si  no  hice  daño 
nunca  a  nadie,  si  to  di  todo,  mi  juventud,  mi 
belleza,  todo  !  ¡  Si  fui  la  felicidad  de  tantos  y 
y  nadie  fué  la  mía  ! 

Calla,  mujer,  calía!... 

Si  todo  el  mundo  me  ha  tratado  como  una  bestia  ! 

Los  hombres  todos,  qué  asco  !  (Con  un  gesto 
de  repugnancia  infinito.)  Ni  uno  se  acercó  a  mí 
con  un  amor  verdadero  en  el  corazón.  Venían  a 
mí  como  lobos  hambrientos,  y  se  iban  después. 
Yo  no  he  conocido,  desde  los  trece  años  que 
mi  padre  llevó  a  perderme...  Mi  padre  fué,  para 
que  al  renegar  de  los  hombres  pudiera  renegar 
hasta  de  él !...  Yo  no  he  conocido  de  eilos  más 
que  su  miseria,  su  ruindad,  su  bestialidad... 
(Seriamente  asustado,  con  angustia.)  ¡  Julia,  por 
Dios  y  todos  los  santos,  cállate!...  Puede  oírte 
el  maestro... 

¡  Y  ése  !  ¡  Ni  ése  !  ¡  Ni  tu  maestro  !  ¡  Artista  ! 
¡  Artista  !  ¡  Puah  !  (Escupe  con  asco,  con  des- 
precio.) Yo  no  he  sido  su  amor,  sino  su  gloria, 


EL  ÍDOLO   DE  CARNE 


31 


su  orgullo.  ¡  Qué  solo  se  va  a  quedar  cuando  yo 
me  marche  ! 

MARX.     ¡Calla,  calla,  calla!... 

JULIA  Mira,  Martín,  yo  no  sé  si  soy  una  mala  mujer. 
Pero  sí  sé  que  nadie,  nadie,  ¿entiendes?,  ha 
sido  bueno  conmigo.  (Hay  una  pausa.  Julia  se 
ha  levantado  del  diván.  De  pie  en  el  centro  del 
taller,  llena  de  claridad  gloriosa  de  la  mañana,  y 
llena  de  su  orgullo  y  ae  su  pena,  añade :)  Los 
hombres  todos  sois  unos  canallas.  ¡  Unos  cana- 
llas, sí !  ¡  Tú  entre  ellos  !  Pero  tú,  además,  eres 
cobarde...  (Martín,  en  el  diván,  derrumbado,  como 
un  pelele  lamentable,  hunde  la  cabeza  en  las 
manos.)  ¡  Sí !  Eres  como  su  perro,  tú  recibes  sus 
desprecios  y  sus  regaños  como  su  perro,  y  asi- 
mismo sus  sobras  :  las  de  su  genio,  las  de  su 
dinero,  como  recibirías  las  de  su  amor  el  día 
que  se  cansara  de  mí. 

MART.  (Con  la  voz  ronca,  sin  levantar  el  rostro.)  ¡Ju- 
lia,  Julia  !... 

JULIA  Has  sido  bueno  hasta  hoy  por  cobardía.  (Da  unos 
pasos  por  el  taller,  se  pasa  una  mano  por  el 
rostro  para  serenarse.  Después  va  a  colocarse  de- 
trás del  sofá.  Un  momento.  Martín  sigue  con 
el  rostro  escondido  en  las  manos,  con  la  espalda 
hundida,  como  agobiado  por  un  dolor  irreparable. 
Julia  le  mira  apenada  y  maligna  a  la  vez.  S,e  en- 
cienden de  pronto  sus  ojos  triunfalmente,  se  quie- 
bra su  boca  en  una  sonrisa  aviesa  y  cruel.  Da  unos 
golpes  con  los  nudillos  en  el  respaldo  del  diván. 
Martín  alza  a  ella,  extrañado,  inquieto,  la  cabeza. 
Ella  se  inclina,  y  aprisionándole  en  sus  brazos  le 
besa  en  los  labios.)  ¡  Así  !  ¡  Así  !  (Después  pasa 
al  centro  de  la  estancia  rápidamente.  Entra  Eu- 
genio.) 

EUGE.  Hoy  no  se  trabaja.  (A  Julia.)  Puedes  vestirte.  (A 
Martín.)  Y  tú  puedes  marcharte.  (Julia,  que  le 
ha  mirado  ceñudamente,  váse  rezongando  por  el 
fondo.  Eugenio,  colérico,  se  vuelve  a  ella.)  ¿Qué 
pasa? 

JULIA  (Desapareciendo.)  ¡  Nada,  nada  !  (Martín,  que  se 
ha  levantado  del  sofá,  transido  de  pena,  avergon- 


CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CA°DEVILA 


MART. 


EUGE. 
MART. 
EUGE. 


MART. 
EUGE. 


JULIA 
EUGE. 


JULIA 
EUGE. 

JULIA 


EUGE. 


zado,   duda   un   momento,    mientras   Eugenio   en- 
ciende un  cigarro,  y,  ai  fin,  se  acerca  a  ei.) 
Yo,  maestro,  desearla  haDiarie...  (No  se  atreve  a 
levantar  la  voz  por  mieao  a  que  Julia  le  Oiga,  ni 
a  mirar  a  Moral.  Está  muy  pando.) 
(Desaondamente.)   Después,   después... 
Es  que... 

Déjame  con  ella.  (Martin  duda  un  momento.  Des- 
pués va  al  fondo,  aesaparece  tras  de  la  cortina  y 
a  poco   reaparece   con   americana  y   el   sombrero 
en   la  mano.) 
Adiós,  maestro. 

Adiós,  hijo  mío.  Martín  sale.  Un  momento.  Eu- 
genio Moral  se  ha  sentado  en  el  borde  de  la  ta- 
rima. Una  mano  en  la  frente,  otra,  crispada,  en 
la  rodilla.  Chupetea  el  cigarro.  Murmura :)  \  Qué 
contrariedad!...  (Un  momento.)  ¡Vivir!...  (Sus- 
pira*.) ¡Qué  pena!...  (Entra  Julia  Valcárcel  ya 
vestida  de  calle :  un  traje  de  chaqueta  oscuro,  con 
chaleco  blanco,  un  sombrero  con  un  airón  de  ai- 
grettes,  un  manguito  y  unas  pieles  de  zibelina. 
Al  entrar  ve  a  bugenio  con  una  ojeada,  pero,  sin 
embargo,  muda,  esquiva,  se  acerca  al  estante, 
coge  su  bolso  y  retrocede  hacia  el  fondo  para 
salir.  En  este  momento,  Eugenio  la  detiene  con 
un  grito.)   ¡  Eh  !    ¡Julia!... 

(Deteniéndose  ante  las  cortinas  del  fondo  y  vol- 
viéndose a  él.)  ¿Qué? 

Que  no  se  marcna  uno  así  de  mi  casa.  (Se  le- 
vanta. Dulcifica  un  poco  su  voz.)  Mujer,  ¿te  vas 
sin  saludarme?  (Ella  le  mira  de  pies  a  cabeza  y 
sonríe  malignamente.) 
Bueno,  pues...   ¡adiós! 

(Agarrándola  por  un  brazo.)  ¡  No,  ven  aquí,  ven 
aquí  !  ¡  Ya  saldrás  luego,  mujer  ! 
¿Es  que  tienes  gana  de  pelea?  Me  he  pasado  aquí 
la  mañana  esperándote,  ¿entiendes?,  y  quiero  sa- 
lir, quiero  marcharme,  andar,  respirar. 
De  todas  maneras  no  te  habrás  aburrido  mucho. 
(Insidioso,  celoso.)  Con  Bielsa,  con  Joujou...  Jue- 
gas con  él  como  con  un  gato...  Sabes  que  no 
tiene  uñas,   ¡  el  pobre  !   Conmigo  es  otra  cosa. 


ÍDOLO   DE  CARNE  33 

LIA      ¡  Estúpido  1 

I  GE.  ¡  Qué  vileza  de  criatura  !  No  puedo  sufrir  que 
le  acaricies.  A  veces  me  ha  dado  la  tentación 
de  derribarle  de  un  manotazo  y  de  aplastarle  el 
cráneo  con  mi  bota  ;  pero  no  lo  he  hecho  por 
miedo  al  ¡  crac  !  que  produce  el  pisar  un  bicha- 
rraco.  ¡  Qué  asco !  (Arroja  con  repugnancia  el 
cigarro  y  se  limpia  los  labios  con  el  pañuelo.) 
(Cruel  y  burlona.)  ¡  Pobre  Joujou ! 
¿Le  compadeces? 

¡  Qué  desgraciado  debes  ser  con  tus  celos  y  tus 
arrebatos,  Moral !  ¿No  te  da  vergüenza  estar 
celoso  tú,  un  hombre  como  tú,  de  un  chiquillo 
tonto  y  degenerado  como  Fernando? 
(Furioso  por  verse  descubierto.)  ¡  A  otra  cosa,  a 
otra  cosa ! 

A  otra  cosa  entonces...  Me  marcho. 
¡  Qué  vengativa  eres,  Julia  !  Anda,  siéntate  un 
momento...  Cierto  que  te  hice  esperar  toda  la 
mañana,  pero  ya  podías  pensar  que  me  moría  de 
impaciencia,  de  angustia,  por  no  poder  venir... 
¿Por  no  poder? 

¡  Por  no  poder,  sí !  Me  retenía  el  médico  que  me 
llamó  a  su  casa  para  hablarme  de  Amelia,  que, 
según  él,  está  cada  día  peor...  Esta  mañana, 
poco  antes  de  llegar  yo,  la  dio  un  síncope,  un 
ahogo...,  no  sé.  (Un  momento.  Eugenio,  repen- 
tinamente grave,  muy  serio,  pálido,  murmura :) 
¿Qué  pasó  el  día  que  vino  a  buscarte?  Desde 
entonces  está  así. 

(Encogiéndose  de  hombros.)  ¿Qué  pasó?  En- 
tre nosotras,  nada.  Tú  sabrás,  tú  debes  saberlo... 
Ella  me  suplicó  que  viniera,  insistió,  me  rogó 
de ( tal  modo,  que  no  supe,  no  pude  negarme... 
(Sombrío.)  Sin  ella  no  hubieras  vuelto.  La  ver- 
dad es  ésta. 

¡  Bah !  ¡Quién  sabe!...  Me  dio  por  no  volver 
porque... 

(Agresivo,  terrible.)  ¿Por  qué,  por  qué?... 
¿Por    qué?...    Por   esto...,    por   tus   palabras   de 
siempre,  por  tu  brutalidad...   (Estallando,   hosca, 
ceñuda.)  Y  por  que  no  soy  una  bestia,   ¡  vaya  ! 


34  CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CAPDEVIL/ 

(Levantándose.)    ¡Porque  estoy  harta  de  que  se 
me  trate  a  latigazos  ! 

EUGE.      ¡  Julia  ! 

JULIA  ¡  Vamos,  hombre  !  ¡  Después  de  llevar  la  vida  má^ 
perra,  venirme  con  celos,  con  cóleras,  con  gro 
serías  !... 

EUGE.     ¿Pero  tú  no  sabes,  canalla,   que  te   quiero,   que 
te  necesito,    que  no   me   importa  nada  sino  túV 
¡  Yo  te  quiero  aquí,  a  mi  lado,  pegada  a  mi  vida 
para  poder  vivir  !  (La  coge  en  sus  brazos,  apre 
tándola  sobre  su  pecho.)  Yo  no  sé,  Julia,  lo  que 
ha  sido  de  mí,  lo  que  has  hecho  de  mi,  si  un 
hombre    glorioso    y   magníñco,    o    un   lamentaba 
muñeco  ;  pero  sé  que  la  poca  felicidad  que  hay, 
en  mi  vida  te  la  debo  a  ti,  porque  tú  para  mi 
lo  eres  todo,  todo,  todo.  Mi  amor  por  ti  es  un 
pasión   dolorosa  que  me  consume   la   vida,   pero 
¿para  qué  vivir  de  otra  manera  sin  ti? 

JULIA  (Vagamente,  con  la  voz  lejana,  la  mirada  perdida, 
sin  corresponder  a  los  besos  febriles  de  Moral.) 
Tu  amor... 

EUGE.  Mi  amor  es  mi  desesperación,  mi  tormento  y  mi 
gloria.  Padezco  horriblemente  con  tu  amor,  Julia, 
pero  ¡  ay  de  mí  el  día  que  me  falte  !  Te  quiero, 
¿comprendes?  Te  quiero  como  eres,  con  todo  tu 
encanallamiento,  con  toda  tu  maldad.  Te  quiero 
sabiendo  que  me  has  engañado,  que  me  engañas, 
que  me  engañarás.  (Julia  le  mira  a  los  ojos,  un 
poco  asombrada  de  las  palabras  del  hombre  glo- 
rioso.) ¡  Ya  ves  tú  si  seré  desgraciado  al  pensar, 
al  saber,  que  tú,  tú  !...  (Con  asco,  con  horror, 
con  infinito  amor.)   ¡  Eres  toda  mi  vida  ! 

JULIA  (Rehuyendo  los  besos  del  amante,  llena  de  amar- 
gura, de  sarcasmo.)  ¡  Toda  tu  vida  !  (Ríe  nervio- 
samente.) ¡  Ja,  ja,  ja  !  ¡  Toda  tu  vida  ! 

EUGE.  ¡Ríete,  ríete!  ¡Ríete...  (Con  honda  pena.),  pero 
compadéceme  !  Me  ves  tan  fuerte,  ¿verdad?  Me 
ves  con  tanta  fuerza,  que  a  puñetazos  podría  des- 
truir todos  estos  mármoles  (Con  un  amplio  gesto, 
señalando  los  mármoles  que  hay  en  el  taller.), 
que  a  puñetazos  podría  matarte  a  ti.  ¡  Pues  ¿ú 
me  has  convertido  en  una  criatura,  en  un  trasto, 


El 


EL   ÍDOLO   DE  CARNE 


AMELIA 

EUGE. 


en  una  cosa  !  (La  deja.  Un  sollozo  asfixiante  no 
le  permite  seguir.  Ella  se  arregla  las  ropas,  el 
sombrero.  Tras  un  nuevo  sollozo,  prosigue  Mo- 
ral con  voz  estrangulada.)  ¿No  te  da  lástima  de 
mí,  no  te  da  pena? 

(Con  el  mismo  sarcasmo  de  antes.)  ¿Y  tu  or- 
gullo? ¿Y  tu  soberbia?  ¿Qué  se  han  hecho? 
(Mirándola  a  los  ojos,  con  odio.)  ¿Pero  qué  tie- 
nes en  las  entrañas,  víbora,  que  tan  mala  te 
hizo  Dios?  (Ella  se  yergue,  al  fustazo  de  esas 
palabras,  altiva  y  terrible.  Eugenio,  añade :)  ¡  No, 
nada  ;  perdóname,  Julia !  (Julia  recoge  el  man- 
guito, las  pieles.  Eugenio,  que  habla  entrecorta- 
damente, presa  de  una  terrible  excitación  nervio- 
sa, la  sigue  humilde  y  rastrero.)  ¡  No  te  marches 
así  !...  ¡  Yo  no  quise  ofenderte  !...  (Julia,  soberbia, 
triunfante,  se  dirige  al  fondo.)  ¿Te  veo  esta  no- 
che? (Ha  formulado  la  pregunta  pálido,  temblo- 
roso, anhelante.) 

(Desde  el  fondo,  volviéndose  a  él.)  Sí.  Porque 
me  das  pena,  porque  eres  más  infame,  más  des- 
graciado que  yo.  (Sale.  Un  momento.  Eugenio 
Moral  se  ha  quedado  de  cara  al  fondo  por  donde 
salió  ella.  Se  vuelve  y  murmura,  con  la  mano 
crispada  sobre  el  pecho;) 

¡  Eugenio  Moral,  eres  un  miserable  !  (Saca  una 
pipa  de  su  bolsillo,  va  a  cargarla,  nervioso,  tré- 
mulo. De  pronto,  arrebatadamente,  rabioso,  tira 
la  pipa  con  violencia  a  un  rincón.  Con  un  pa- 
ñuelo se  enjuga  el  sudor  de  la  frente,  pálida  y 
tempestuosa,  contraída  por  un  hondo  dolor.  Su 
angustia  se  exacerba  y  muerde  el  pañuelo  con 
desesperación.  Entra  Amelia  Ardavín.  Se  cubre 
con  una  bata  de  tonos  claros.  Está  muy  pálida, 
enflaquecida.  Profundos  livores  ornan  sus  ojos. 
Tiene  la  boca  sumida  de  los  que  van  a  morir.  Ella 
se  detiene,  agarrándose  a  las  cortinas  del  fondo, 
desfallecida.) 
¿Estás  solo,   Eugenio? 

(Corriendo  a  ella,  llevándola  al  diván  casi  en 
brazos.)  ¿Cómo?  ¿Tú? 


36  CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA, 

AMELIA  (Dejándose  caer  inerte,  como  un  cuerpo  sin  vida, 
en  el  sofá.)  No  te  molesto,  ¿verdad? 

EUGE.     ¡  Mujer ! 

AMELIA  Sí,  claro,  ahora  ya  no  te  molesto...  Pero  estaba 
tan  sola  en  mi  alcoba,  le  tengo  tanto  miedo  a  laj 
soledad... 

EUGE.     ¿Cómo  sola?  No  tenías  más  que  llamarme.  Ade- 
más, vamos,  no  seas  niña  :  si  hace  un  momento 
estuve  contigo.  Merecías  que  te  riñera,  ¿sabes 
¿Qué  es  eso  de   levantarte   de   la   cama  sin  mi 
permiso?  (Bondadoso,  apenado.) 

AMELIA  Sí  ;  hace  un  momento,  sí.  Pero  no  eras  tú,  Eu 
genio  ;  no  eras  tú  quién  estabas  conmigo. 

EUGE.  (Temeroso,  extrañado.)  ¿Qué  es  lo  que  dices, 
criatura  ? 

AMELIA  No  debes  fingir,  Eugenio  ;  no  tienes  que  enga 
ñarme.  Mi  marido  no  se  ha  acercado  a  mi  lecho, 
sino  ese  otro  hombre  inquieto  y  atormentado  qut 
hay  en  ti... 

EUGE.  (Queriendo  disimular  su  turbación,  su  congoja.) 
Anda,  cállate  ya.  No  digas  tonterías...  (Ella  k 
mira  con  sus  ojos  llenos  de  ternura  y  de  tristeza, 
brillantes  de  fiebre.)  ¿Ya  qué  has  venido?  ¡Ton 
tuela,  chiquilla  !...  Cuando  no  tenías  más  que  lia 
marme...  (Habla  con  tierno  afecto  a  Amelia,  come 
si  en  realidad  se  tratara  de  una  criatura.)  Pero 
si  te  estás  cayendo,  si  no  puedes  tenerte  en  pie... 
Y  estás  con  fiebre,  mujer...  Vaya,  se  acabó...  Te 
acompañaré  a  tu  cuarto...  (A  una  mirada  de  ar 
diente  súplica  que  ella  le  dirige.)  cogida  a  m 
brazo  como  una  novia... 

AMELIA  ¿Tienes  que  salir? 

EUGE.  (Turbado  de  nuevo.)  Sí,  pequeña,  yo  bien  qui- 
siera... ¡Pero,  por  Dios,  no  pongas  esa  cara  d« 
lástima,   mujer  !    Al  momento  seré  contigo... 

AMELIA  (Con  una  infinita  amargura.)  ¡  Cuánto  sufres,  Eu- 
genio !    ¡  Qué  vida  la  tuya  ! 

EUGE.  (Queriendo  aparecer  despreocupado.)  Qué  le  va- 
mos a  hacer.  Es  preciso  luchar ;  no  se  triunfe 
así  como  así...  (Habla  sin  mirar  a  Amelia.  Dt 
pronto,  se  vuelve  a  ella  y  le  sorprende,  angus- 
tiándole   de    nuevo,    la    mirada    tristísima    de    la 


■l  ídolo  de  carne  «r 

pobre  mujer,  que  empañan  unas  lágrimas  silen- 
ciosas.) ¿Lloras?... 

,  AMELIA  Es  por  ti,  Eugenio,  pobre  Eugenio,  porque  sufres 
más  que  yo. 

'"  EUGE.     Vamos,  vamos  ya,  chiquilla...  Ven... 

ÉH. AMELIA  ¡  Chiquilla  !  ¿Chiquilla?  No,  Eugenio,  no.  Mírame 
bien,  estoy  ya  vieja,  no  soy  una  niña.  ¿A  qué 
ese  empeño  tuyo  en  desconocerme,  en  ignorar- 
me, en  cerrar  ios  ojos  ante  mí? 
EUGE.     Pero  ¿qué  estás  diciendo? 

jj  AMELIA  Nada;  déjame,  dejemos  eso...  (De  pronto.)  Tan 
sólo  una  cosa.  Pero  no  me  engañes,  no  me 
mientas,  sé  sincero,  sé  fuerte...  (Eugenio  la 
mira  amedrentado,  temiéndolo  todo  de  sus  pala- 
bras.) Siéntate  aquí,  a  mi  lado,  como  en  otro 
tiempo...  (Eugenio  se  sienta.)  Piensa  que  tus 
palabras  pueden  hacer  más  por  mi  salud  que  todo 
lo  que  por  mí  haga  el  médico. 
EUGE.     Habla,  di... 

á  AMELIA  Fíjate  bien,  Eugenio...  (Un  momento.  Vuelta  a  él, 
cogiéndole  las  manos.)  Yo  estoy  vieja,  cansada  ; 
lo  que  no  han  podido  hacer  los  años,  lo  han 
hecho  unos  meses  de  sufrimiento...  Acaso  pronto 
te  veas  libre  de  mí,  solo... 

x  EUGE.     ¡  Mujer  !   ¡  Amelia  ! 

ll  AMELIA  (Que  se  ha  repuesto  de  la  emoción  con  que  pro- 

i¡  nuncio   las   anteriores   palabras.)    Atiende,    atién- 

deme... Si  e}  desengaño  destruye  algún  día  tu 
vida,  si  de  tu  gloria  y  de  tu  fuerza  no  te  queda 
entonces  más  que  un  mísero  y  lejano  recuerdo, 
si  llegan  para  ti  momentos  de  abandono  y  so- 
ledad y  yo  no  estoy  aquí  para  consolarte,  ¿acu- 
dirás a  mi  memoria,  Eugenio?  ¿Acudirás  a  mi 
memoria  para  buscar  en  ella  la  fortaleza  que 
te  falte,  el  consuelo  que  sólo  saben  dar  ias  ma- 
dres? (Eugenio  ha  escuchado  las  palabras  de 
Amelia,  que  ella  ha  suspirado  doloridamente,  pá- 
lido, sosteniéndose  apenas,  con  una  emoción  que 
sacude  todo  su  cuerpo.  Ahora  dice  horrorizado.) 

f.  EUGE.     ¡  Calla  !    ¡  Calla,  por  Dios,  Amelia  !   ¡  Calla  !   (Se 

$  tapa  el  rostro  con  las  manos  convulsas.) 


38  CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  C*PDEVILA 

AMELIA  Tengo  miedo,  Eugenio  ;  tengo  miedo  por  ti  al 
pensar  que  puedo  faltarte. 

EUGE.  ¡Calla!  ¡Calla!  ¡Sé  buena,  no  te  atormentes!... 
(Un  momento.  Eugenio  se  levanta  nervioso,  in- 
quieto, sin  saber  qué  hacer.  Amelia,  en  el  di- 
ván, con  las  manos  cruzadas  sobre  el  regazo  en 
actitud  de  orar,  tiene  alta  la  cabeza  como  las  do- 
lorosas-,  y  los  ojos  llenos  de  lágrimas  En  este 
momento,  la  doncella  de  antes,  apareciendo  por 
el   fondo,    anuncia.) 

DONC.     Su  papá,  señorita. 

EUGE.     Hazle  pasar. 

AMELIA  No,  no  quiero  que  me  encuentre  llorando...  ;  su- 
friría el  pobre...  (Con  inquietud.)  Hazme  el  fa- 
vor, Eugenio.  Charla  con  él  unos  momentos. 
(Vase  con  la  doncella,  que  la  sostiene,  muerta, 
desfallecida.  A  poco  entra  Pablo  Ardavín.) 

POBLÓ    ¿  Tienes  unos  momentos  que  dedicarme? 

EUGE.  (Mirándole  a  los  ojos,  curado  ya  de  toda  emo- 
ción.) Los  que  usted  quiera. 

PABLO  Vamos  a  hablar  un  rato,  pero  serenamente,  fría- 
mente, de  hombre  a  hombre...  (Eugenio  Moral, 
que  paseaba  a  grandes  zancadas  por  la  estancia, 
se  vuelve  a  Pablo.) 

EUGE.  (Un  poco  agresivo,  pero  tan  sólo  un  poco  y  a 
pesar  suyo.)  Esto  es  Imposible.  Nosotros  no  po- 
demos hablar  nunca  de  nombre  a  hombre. 

PABLO  No  sé  por  qué.  (A  un  gesto  de  Eugenio.)  Pero 
no  te  canses,  que  tampoco  me  importa.  Allá  tú 
con  tus  genialidades  de  artista.  No  he  venido  a 
eso. 

EUGE.  Usted  dirá  entonces  qué  es  lo  que  quiere,  en  qué 
puedo  servirle.  (Eugenio  se  ha  parado  en  seco 
delante  de  Pablo  Ardavín  y  le  ha  espetado  las 
anteriores  palabras  con  una  fría  cortesía  y  con 
un  mal  disimulado  desprecio.  Se  ha  de  notar  en 
el  escultor,  durante  toda  esta  escena,  una  gran 
nervosidad,  una  gran  impaciencia  casi  angustiosa.) 

PABLO  ¿En  qué  puedes  servirme?  En  mucho.  Vengo  a 
hablarte  de  mi  hija. 

EUGE.     (Extrañado,  inquieto.)  ¿Qué  le  pasa  a  Amelia? 


L  ÍDOLO  de  carne 


¿Y  cómo  es  usted  quien  viene  a  enterarme  ;  cómo 
no  he  sido  yo  quien...? 

Porque  tú  estás  ciego,   porque  tú  no  ves  nada, 
ni  a  la  pobre  Amelia... 
(Protestando.)   ;  Que  es  mi  mujer  ! 
Tu  pobre  mujer  que  sufre,   que  se  consume  en 
silencio,   que  se  muere  a  tu  lado  sin  que  tú  te 
enteres. 

(Irritado.)  ¡  Bah  !  ¿Una  escena  de  familia?  Le 
advierto  que  tengo  mucho  trabajo  y  no  puedo 
perder  un  minuto. 

(Muy  tranquilo  y  dolorido.)  Yo  creo,   porque  no 
tengo  aún  tan  mal  concepto  de  ti,   que,   por  el 
contrario,  lo  aprovecharás.  (Con  el  acento  duro, 
rencoroso.)  Y  ya  te  digo  :   nada  de  genialidades, 
de   gestos  de  artistas.   Yo,   ya   sabes...,   tampoco 
te    comprendería.    (Eugenio    Moral    ha    tirado    el 
cigarrillo   que  fumaba,   se   ha   cruzado   de   brazos 
ante  su  suegro,  que  se  sienta.) 
¿Y  es  ella  quien  le  manda  a  mí? 
(Conteniéndose  a  duras  penas^)   ¡  No  !   ¡  Bien  sa- 
bes tú  que  no  !  Amelia  es  incapaz  de  lo  que  tú  su- 
pones. Vengo  a  otra  cosa.  Tú  sabrás  que  Amelia 
está  enferma. 
Sí. 

Amelia  está  enferma  y  el  día  menos  pensado  se 
muere  sin  .que  te  des  cuenta.  (Eugenio  va  a  ha- 
blar, pero  se  contiene;  se  muerde  los  labios  ner- 
viosamente, humilla  la  fiera  cabeza.)  Y  es  que 
tú,  Eugenio,  has  olvidado  por  completo  a  tu  mu- 
jer. Y  eso,  ni  es  digno,  ni  es  noble,  ni  es  hu- 
mano. 

Le   prohibo   a  usted   las   apreciaciones.    Mi   con- 
ciencia no  me  reprocha  nada. 
(Irritado,   levantando  la  voz.)   ¡  Porque  no  la  tie- 
nes ya,  como  no  tienes  corazón  ! 
(Muy  pálido.)  ¡Señor  mío! 
¿Qué? 

Usted  no  tiene  derecho  a  insultarme.    No  estoy 
dispuesto  a  tolerárselo,  porque  no  se  lo  he  tole- 
rado nunca  a  nadie. 
(Conteniéndose.)   Tienes  razón.    No  es  cosa  de 


40  CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CAPDEVIL.' 

que  riñamos  tú  y  yo  como  dos  albañiles.  Pero  de 
todos  modos,  depon  un  poco  tu  orgullo,  porque! 
cuando  un  hombre  se  ha  encanallado  como  tú  cocí 
una  zorra  de  la  peor  laya,  no  tiene  derecho  a  ser 
orgulloso. 

EUGE.  ;  Es  aue  no  todo  el  mundo  puede  llamarse  Euge- 
nio Moral  !   (Con  mucha  dignidad.) 

PABLO  Puedes  reírte  de  e?o,  y  así  te  curarás  del  engaño. 
Has»  arrojado  tu  gloria  al  arroyo,  y  todo  el  mundc 
que  no  puede  llamarse  Eugenio  Moral  la  está  pi- 
soteando. 

EUGE.  (Con  un  gesto.)  ¡  Ardavín  !  (Pablo  Ardavín,  sin 
asustarse,  sin  retroceder,  sonríe  apenado.)  No  ol- 
vide usted  sus  palabras  de  antes  :  estamos  hablan- 
do de  hombre  a  hombre. 

PABLO  No  lo  olvido.  Por  eso  creo  que  no  debo  enga- 
ñarte. Hoy  sabe  todo  el  mundo  que  un  hombre 
tan  glorioso,  tan  alto  como  tú,  vive  encanallado 
con  las  caricias  mentidas  de  una  muier  tan  baja 
como  Julia  Valcárcel.  (A  un  gesto  de  Eugenio.) 
No,  no  te  canses,  es  inútil.  Sé  muy  bien  lo  que 
me  digo  y  lo  que  me  dicen. 

EUGE.  (Pálido,  tembloroso,  acercando  el  rostro  convulso 
al  de  Pablo.)  a. Usted  no  sabe  que  al  que  se  atreva 
a  hablarme  así  de  Julia  le  rompo  la  cara? 

PABLO  (Apartándole  suavemente;  muy  sereno.)  No,  no 
lo  sabía.  Y  lo  siento  por  ti.  ¡  Tendrás  que  rom- 
pérsela a  tantos  ! 

EUGE.     ;  Le  prohibo  a  usted!... 

PABLO  ;  Pero  no  seas  bruto  !  ¡  No  seas  infeliz  !  ¿Por  qué 
empeñarte  en  defender  precisamente  lo  que  esa 
muier  no  tiene  :  su  dignidad?  Piensa  que  hay  mu- 
chos que  se  creen  con  tantos  derechos  como  tú  y 
no  lo  hacen.  Piensa. que  no  es  tampoco  tu  deber. 

EUGE.  i  Aquí  no  se  trata  del  deber  !  ¡  Me  río  yo  del  de- 
ber ! . . . 

PABLO  Pues  no  lo  hagas.  Yo  he  sido  pobre,  he  ganado 
mi  sustento  sobre  el  andamio,  con  el  sudor  de  mi 
frente  v  la  fuerza  de  mis  puños,  y  no-  olvidé  mi 
deber.  He  reunido  después,  a  fuerza  de  saciificios, 
unas  pesetas,  con  las  que  empecé  a  trabajar  por 
mi  cuenta,  ¡  y  no  olvidé  mi  deber  !  Me  metí  des- 


EL   ÍDOLO   DE  CARNE 


41 


PABLO 


EUGE. 
PABLO 

EUGE. 


pues  en  contratas  y  en  negocios  que  me  han  pro- 
porcionado un  capital...,  ¡y  no  he  olvidado  mi 
deber. ! 

EUGE.  Yo  no  debo  sujetarme  a  la  estupidez  común.  ¡  La 
sociedad  !  ¡  La  familia  !  ¡  Oh  !  (Llenándose  la  boca 
de  despreciativa  admiración,  irguiéndose  después 
soberbiamente,  rebelde  y  magnífico.)  ¡  Pues  no  ! 
¡La  sociedad,  la  familia,  todo,  que  se  lo  lleve  el 
diablo  !  Yo  debo  pasar  por  sobre  todas  esas  mi- 
serias tan  respetables.  Es  a  mí  a  quien  se  debe 
respetar  siempre,  siempre,  ¿comprende  usted?  Na- 
die tiene  derecho  a  discutir  mis  actos.  ¡  Ni  usted  ! 
(Con  un  gesto  de  impaciencia.)  No  pretendo  tal 
cosa.  No  pretendo  más  que  abrirte  los  ojos  para 
que  puedas  ver  que  se  ríen  de  ti,  que  con  esa 
mujer  estás  haciendo  el  ridículo. 
(Encogiéndose  de  hombros.)  ¡  Bah  ! 
i  Pero  reflexiona  que  esa  mujer  no  te  conviene  ! 
¡  Piensa  que  esa  mujer  ! . . . 

(Más  apenado  que  indignado.)  ¡  Cállese,  cállese  ! 
¡  Qué  sabe  usted  de  esas  cosas  !  ¿  Qué  sabe  usted 
de  esa  mujer?  Lo  que  todo  el  mundo  :  que  es 
una  perdida,  una  golfa  a  merced  del  primero  que 
llega.  Pero  es  que  yo  no  soy  todo  el  mundo,  ¿en- 
tiende? Usted  no  puede  comprender  mi  pasión 
por  esa  mujer.  (Pablo  Ardavín  le  escucha  muy 
atento,  un  poco  receloso,  mirándole  a  los  ojos.) 
Sin  Julia  Valcárcel  yo  no  sería  nada.  De  su  be- 
-  lleba  hice  mi  genio.  Con  su  cuerpo  maravilloso 
me  hizo  ella  triunfar.  El  gran  escultor  que  hoy 
soy,  el  único,  se  lo  debo  a  ella.  Y  todo  lo"  debo  a 
ella  :  mi  gloria,  mi  fortuna... 

PABLO  (Bruscamente.)  ¡No,  no,  no!...  Eso  de  la  gloria, 
del  genio...,  ¡paparruchas!  Te  engañas,  quieres 
engañarte...  A  esa  mujer  no  la  debes  nada,  sino 
tu  amargura  de  hoy,  tu  tormento...  El  arte,  hijo 
mío,  no  tiene  que  ver  con  esas  cosas...  Quieres  a 
la  mujer,  te  gusta  la  mujer,  su  carne,  su  miseria, 
como  le  gustaría  al  último  de  mis  jornaleros. 

EUGE.  (Revolviéndose  furioso,  herido  en  lo  más  vivo.) 
¡  No  !  ¡  No  !  Usted  no  sabe  nada,  usted  habla  por 
hablar...  ¡Pero  esto  no  es  verdad,  no  es  verdad, 


42 


CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CArDEVILA 


PABLO 


EUGE. 
PABLO 


EUGE. 
PABLO 


no  es  verdad  !  (Con  la  voz  ronca,  estrangulada 
por  el  furor  que  le  domina.)  Yo  no  puedo  caer 
jamás  en  esa  vileza,  en  ese  pozo  de  vileza.  Mi  dig- 
nidad me  salva  de  caer  como  los  demás, 
No  como  caería  un  mozo  de  cuerda  ;  pero  de  más 
alto,  sí,  y  así  es  más  dolorosa  tu  caída.  Y  no  te 
salva  nada,  nada.  Ni  tu  gloria,  ni  esa  dignidad 
de  que  alardeas,  ni  tu  orgullo.  Lo  has  perdido 
todo  con  esa  mujer,  con  esa  mujer  que  no  es 
tuya,  además,  porque  es  de  todo  el  mundo, 
¡  Ardavín  ! 

Tan  sólo  podría  salvarte  la  piedad,  y  también  la 
perdiste.  La  piedad  por  tu  mujer,  que  es  mi  hija. 
Tú,  ni  te  das  cuenta  de  que  vive  a  tu  lado.  ¡  Qué 
le  vamos  a  hacer  !  (Con  un  hondo  suspiro.)  Ha- 
blaríamos, hablaríamos  sin  llegar  a  un  acuerdo.  Tú 
eres  como  eres  ;  yo  soy  como  soy  :  un  hombre 
sencillo  que  no  puede  comprender,  según  tú,  tu 
tormento.  Es  mejor  que  acabemos. 
(Sombrío.)  Sí,  es  mejor. 

Me  marcho  de  tu  casa  para  no  volver  a  poner 
los  pies  en  ella.  No  quiero  reprocharte  nada,  y 
podría  hacerlo.  Te  dejo  mi  hija  porque  ella  tam- 
poco me  seguiría.  Piensa,  si  puedes,  que  ella  es 
buena,  que  te  quiere  como  no  te  querrá  nadie 
nunca...,  ¡y  que  se  muere!  (Mordiendo  las  pa- 
labras para  contener  los  sollozos  que  convulsionan 
su  pecho.)  ;  Piedad,  piedad...  por  ella!...  ¡Hija 
mía  !  (Con  un  supremo  esfuerzo  para  seguir.) 
;  De  todas  maneras,  aun  volveremos  a  vernos... 
(Ya  en  el  fondo,  entreabriendo  las  cortinas.)  el 
día  que  venga  por  Amelia,  enferma  o  muerta  !... 
(Sale  arrebatadamente  para  que  Eugenio  no  le 
vea  llorar.  Moral  se  queda  un  momento  inquie- 
to, nervioso-,  titubeando,  con  los  ojos  clavados 
en  el  fondo  por  donde  ha  desaparecido  Ardavín. 
De  pronto  se  decide,  con  un  gesto  violento,  a. 
irse  también.  En  este  momento  le  sale  al  paso 
Martín.  Tiene  el  joven  ese  aire  roto  y  lamen- 
table del  que  está  condenado  a  confesar  la  ver- 
dad más  horrenda.) 


EL   ÍDOLO    DE   CARNE 


43 


Maestro... 

¡  Ah  !  ¿Eres  tú?  Pasa,  pasa...  (Martín  adelanta 
unos  pasos.)  ¿Qué  te  ocurre?  (Martín  esboza  un 
gesto  como  para  romper  a  hablar,  pero  se  calla- 
Ante  este  silencio,  el  maestro,  que,  meditativo  y 
preocupado,  paseaba  a  grandes  zancadas  por  el 
taller,  se  detiene  ante  Martín,  asombrado  de  sn 
mutismo.)  ¿Qué  te  ocurre,  se  puede  saber? 
Se  puede  saber,  sí...  Cuando  antes  le  dije  que 
tenía  que  hablarle  y  usted  no  quiso  atenderme... 
Sí,  es  que  tendrías  algo  que  decirme,  ya  me  lo 
figuro.  ¿Qué  es? 

Pues  que...  He  recibido  carta  del  pueblo.,.  Madre 
está  enferma...   (Baja  la  cabeza  avergonzado,   re- 
huyendo  la  mirada  escrutadora  de  Eugenio. ) 
¿Y...? 

Y...,    y   yo,   maestro...,    ya  usted   ve...,   desearía 
marcharme... 

¿ Por  unos  días?  Me  parece  muy  natural. 
(Cada  vez  más  pálido,  más  confuso.)  No  sé  maes- 
tro, si  será  por  unos  días...  La  pobre  vieja  está 
ya  muy  achacosa...  No  tiene  a  nadie  más  que  a 
mí...   Quizá  no  vuelva... 

(Asombrado,  en  el  colmo  del  asombro.)  ¿No  vol- 
ver? ¿Quedarte  tú  en  el  pueblo?  ¿Y  ahora, 
cuando  empiezas  a  triunfar  precisamente?  (Un 
momento,  hay  una  gran  angustia  en  los  dos  hom- 
bres. Martín  tiene  al  pecho  humillada  la  cabe- 
za. Eugenio  le  mira,  lleno  de  temores,  de  rece- 
los.) ¿Y  qué  vas  a  hacer  en  el  pueblo  tú,  un 
hombre  de  genio,  un  artista? 
(Con  la  voz  tomada  por  la  emoción  que  le  es- 
trangula.) Maestro,  yo...  (Se  calla  de  nuevo.  No 
puede  seguir.) 

(De  pronto,  abalanzándose  a  Martín,  sujetándole 
por  las  solapas  y  sacudiéndole  violentamente.) 
¡  Mientes  !  ¡  Mientes,  imbécil,  canalla  !  (El  dis- 
cípulo, sin  intentar  defenderse,  alza  la  cabeza 
doloridamente.  Dos  lágrimas  ruedan  por  sus  me- 
jillas.) 
¡  Maestro  !... 


44 


CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 


EUGE.  (Soltándole.)  ¡  No  llores,  no  llores,  que  te  dela- 
tas !  ¡  Cobarde  !  ¡  Huyes  de  mi  lado  y  yo  sé  por 
qué  :  por  cobardía,  porque  tienes  miedo  a  trai- 
cionarme !  ¡  Porque  no  puedes  resistir  más,  por- 
que te  vencieron  como  a  mí,  porque  te  han  con- 
vertido, como  a  mí,  en  un  guiñapo  miserable  ! 
(Acercando  mucho  el  rostro  al  de  Martín,  mor- 
diendo sañudamente  las  palabras.)  ¡  Huyes  de 
mi  lado  porque  tienes  miedo  de  Julia,  tiene?; 
miedo  de  traicionarme  con  ella  !  ¡  Porque  se  te 
ha  ofrecido  !  (Gritando  de  nuevo,  desarticulada 
mente,  lívido,  espantoso.)  ¡  No  niegues !  ¡  No 
lo  niegues  ! 

MART.     (Con  la  voz  dolorida,  ahogada.)  No...,  no  niego.. 

EUGE.  ;  Es  terrible,  terrible!...  (Desesperadamente.)  ¡Es 
mala,  cruel,  fría  como  esas  piedras  que  yo  do- 
mino :  yo,  que  no  he  podido  dominarla  a  ella  ! 
(Habla  exaltadamente ,  atropelladamente.)  ¡  Se: 
ríe  de  ti,  de  mí,  de  todos,  de  todo  !  ¡  Qué  in- 
fierno el  estar  sujetos  a  ella,  a  su  maléfico  en- 
canto !  ¡  Tú,  que  eres  joven,  que  eres  fuerte 
huyes  de  ella  ! 

MART.  Por  usted,  maestro  ;  porque  le  quiero  a  usted,  por 
que  le  respeto.  Yo  no  debo  olvidar  todo  lo  que, 
usted  ha  hecho  por  mí.  ¡  Ni  debo  olvidar  que 
gracias  a  usted,  me  queda  todavía  el  cariño  de 
la  pobre  vieja  !  (Eugenio  pasea,  rabioso,  por  la 
estancia.  Las  palabras  de  Martín  llegan,  a  él  co 
mo  las  voces  lejanas  de  otro  mundo.)  Con  mi 
huida  destruyo  mi  porvenir,  todo  mi  porvenir. 
Pero  con  esto  no  hago  más  que  cumpir  con  mi 
deber.   Me  marcharé,   maestro. 

EUGE.  (De  pie  en  el  centro  de  la  habitación,  avanzando 
hacia  Martín,  después  de  las  primeras  palabras. } 
¡No,  no  te  marcharás,  no  permitiré  que  te  mar 
ches  !  ¡  Aquí !  (Cogiéndole  por  el  brazo.)  ¡  Aquí 
¡  Conmigo  !  ¡  A  mi  lado  !  Tú  serás  a  fuerza  que 
yo  no  tengo  para  dominar  a  esa  mujer,  para  te- 
nerla sujeta,  ¡  porque  yo  ya  soy  viejo !  Ni  mi 
dinero  ni  mi  gloria  podrían  retenerla.  (Con  hon 
da  angustia.)    ¡Huiría,    Martín,   huiría!...    ¡No! 


EL  ÍDOLO   DE  CARNE 


MART. 
EUGE. 


EUGE. 
}  CARM. 

EUGE. 


DONC. 

AMELIA 

EUGE. 
|{  AMELIA 

.;,  EUGE. 


CARM. 


i  No  te  marcharás  !   ¡  Seguirás  aquí,  conmigo,  pa- 
ra que  no  me  abandone  ! 
¡  Don  Eugenio  !... 

¿Qué?  ¿No  me  creías  tan  encanallado,  verdad? 
¿No  me  creías  tan  vil,  verdad?  De  bajeza  en  ba- 
jeza, he  llegado  a  ser  un  miserable.  Ya,  ¡  qué 
me  importa  todo  !  ¡  Sólo  quiero  una  cosa,  sólo 
tengo  fuerzas  para  querer  una  cosa  :  ella,  Julia, 
con  su  crueldad,  con  su  desprecio,  con  su  enga- 
ño !  ¡  Ella,  que  es  mi  martirio  y  mi  condena- 
ción !  (Le  ha  vuelto  la  espalda.  Un  sollozo  asfi- 
xiante, tempestuoso,  desgarra  su  pecho.  De  pron- 
to se  vuelve  a  Martín,  con  un  respingo,  le  su- 
jeta por  las  solapas  como  hizo  antes  y,  amena- 
zador e  implorante,  acercando  el  rostro  al  del 
discípulo,  le  dice :)  ¡  No  te  marcharás  !  ¡  Júrame 
que  no  te  marcharás !  ¡  Júralo  !  (Se  oyen  unas 
voces  atribuladas  en  el  fondo  y  aparecen  Amelia. 
Carmina  y  la  doncella.  Carmina  lleva  en  bra- 
zos, desfallecida,  lívida,  a  Amelia.  Eugenio  co- 
rre a  ellas  para  recoger  a  su  mujer  sobre  su 
pecho.) 

¡Amelia  !  ¿Qué  es  eso? 

La  repitió  el  ahogo  de  esta  mañana,  quiso  venir 
aquí,  a  su  lado  de  usted  !... 
(Que  mientras  hablaba  Carmina  se  ha  vuelto  re- 
petidas veces  a  Martin,  pálido  y  dolorido.)   ¡  Pe- 
ro, mujer,  por  Dios  ! 

¡  Ay,  mi  señorita  !  ¡  Mi  pobre  señorita  !  (La  lle- 
van hasta  el  diván.) 

No  me  riñas,  Eugenio,  no  me  riñas...  Temí  mo- 
rirme sola,  sin  verte... 
Pero  ¿qué  dices,  qué  tonterías  son  ésas? 
¿Qué  ha  pasado  entre  mi  padre  y  tú,  Eugenio? 
¿Qué  ha  pasado?... 

¡  Amelia,  por  Dios  !  ¡  Nada  1  (Amelia,  mirándole 
a  tos  ojos,  profundamente  tristes,  va  a  hablar, 
pero,  de  pronto,  resbala  de  entre  sus  brazos,  pre- 
sa de  un  nuevo  ataque.  Carmina  y  la  doncella 
acuden  en  su  socorro,  la  acomodan  en  el  diván._2 
(Llena  de  susto  y  de  angustia.)  ¡  Amelia  l/\  Ame- 
lia !   ¡  Ay,  Señor,  qué  pena  !   ¡  Amelia  ! 


46 


CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 


EUGE.  (Inclinado  sobre  el  cuerpo  de  su  mujer.)  ¡  Pe- 
queña !...    ¡Que  estoy  yo  aquí!...    ¡Yo!... 

CARM.  {Frotándola  las  sienes  con  un  pañuelo  húmedo, 
haciéndole  aspirar  un  frasco  de  sales.)  ¡  Amelia  ! 
¡  Amelia  ! 

DONC.  ¡  Señorita  !  (Eugenio,  enloquecido,  corre  a  Mar- 
tín y,  en  voz  baja,  ahogada  por  la  ansiedad,  le 
amenaza.) 

EUGE.  ¡No  te  marcharás!  ¡Di  que  no  te  marcharás! 
(Martín,  sobrecogido  de  espanto,  deniega  con  la 
cabeza.) 

CARM.  ¡Eugenio!...  ¡Parece  que  vuelve  en  sí!  (Euge- 
nio, lívido,  espantoso,  con  los  ojos  fuera  de  las 
órbitas,  corre  hacia  su  mujer  abofeteándose  y 
murmurando  con  odio,  con  desprecio,  con  asco:) 

EUGE.  ¡  Ah,  canalla  !  ¡  Canalla  !  ¡  Canalla  !  (Se  cierran 
rápidamente  las  cortinas.) 


TELÓN 


AGIO  TERCERO 


LA  DOLOROSA  PASIÓN 


Un  salón  en  casa  del  escultor  Eugenio  Moral.  Se  quiebra  la  estructura 
de  este  salón  con  una  manera  de  vestíbulo  en  el  fondo  izquierda.  En 
el  vestíbulo,  que  es  como  un  rincón  en  la  saleta  íntima  y  confortable, 
hay  un  banco  monumental  del  Renacimiento,  con  brocados  rojos  y  ma- 
deras esculpidas,  con  unas  fayenzas  primitivas  en  lo  alto.  Las  paredes, 
cubiertas  con  cuadros  de  mérito.  Una  lámpara  persa,  con  armazón  de 
laca  y  vestida  de  seda  y  pasamanerías,  pende  del  techo.  Una  puerta  a 
¡a  izquierda.  Unas  cortinas  de  terciopelo  color  tabaco,  caídas  a  ios  lados 
de  la  puerta  que  se  abre  al  salón.   Tras  de   las  cortinas  se   supone  una 

puerta    vidriera,    blanca,    practicable. 
En  ei  salón,  en  el  fondo,  un  bargueño  del  siglo  xyii.  Sobre  este  mueble, 
unos  juguetes,  unas  estatuillas,  unos  puñales  chinos  de  marfil,  unas  espan- 
tables  máscaras   de   samurayes   japoneses.    En   las   paredes,    sobre   un   alto 
zócalo   de   cuero   de   Córdoba   claveteado   de   oro,    cuadros    de   mérito   del 

..   siglo   xviii  :    Goya,    Creuze,    madama   Vigée    Lebrun. 
A  la  derecha,  una  ancha  y  blanca  vidriera  da  paso  al  taller  de',  escultor, 


Ll  ídolo  de  carne 


47 


lleno  de  luz.  A  primer  término  de  este  mismo  paño,  otra  puerta  :   la  de 

la    camareta. 
A   la  izquierda,    en   primer   término,    un   sofá   muy   bajo   tapizado   de   pana 

oscura.    Un    sillón. 

A   la   derecha,    una   mesita,    con   unos    libros,    con   un   manojo   de    flores, 

con    una    caja    de    cigarrillos  ;    unas    sillas.    Una    puerta,    a    la    izquierda, 

que  guía  a  las   habitaciones  interiores   de   la   casa. 

(En  el  vestíbulo,  Carmina  y  la  doncella  hablan 
sin  que  lleguen  a  oírse  sus  palabras.  Después  de 
un  momento  avanzan.  Carmina,  que  viene  de  la 
calle,  viste  abrigo  y  sombrero.) 

CARM.     Entonces,  ¿es  que  está  mejor? 

DONC.  No  sé,  no  sé.  Mucho  me  temo  que  no  Pero  se 
empeñó  en  levantarse  y  no  supe,  no  pude  evi- 
tarlo. 

CARM.     ¿Pero  y  Eugenio? 

DONC.  ¿El  señorito?  No  estaba  en  casa.  Salió  y  no  ha 
vuelto  todavía.  Desde  hace  unos  días  el  señorito 
apenas  para  en  casa  ni  en  su  taller. 

CARM.  (Tristemente,  con  un  suspiro.)  ¡Pobre  Amelia! 
Vamos,  vamos.  (Sale  Carmina  por  la  izquierda. 
Al  ir  a  seguirla  ia  doncella,  la  detiene  Martín,  que 
aparece  por  la  derecha  con  aire  aburrido,  el  blu- 
són abierto,  las  manos  en  los  bolsillos  del  pan- 
talón.) 

¡Rosa!  ¿Llegó  don  Eugenio? 
No. 

(Consultando  con  su  reloj.)  Es  raro. 
¿Raro?  ¿Por  qué?  Hace  unos  días  que  ei  seño- 
rito vive  más  en  la  calle  que  en  casa.  (Da  unos 
pasos  para  marcharse.  Martín  la  detiene  con  un 
gesto.) 

No  te  vayas,  mujer.  ¡  Estoy  tan  aburrido  ! 
(Sonriendo.)  ¿Y  quiere  usted  mi  compañía? 
No  me  disgustaría,  no. 
(Un  poco  chula.)   ¡  Vamos,  hombre  ! 
(Reteniéndola  de  nuevo.)  Aguarda,  mujer  ..  (Saca 
un   cigarrillo,   rebusca  en  los   bolsillos   después.) 
No  te  marches.  (Después  de  un  momento.)  ¿Tú 
no  tendrías  a  mano  unas  cerillas? 

DONC.  Todas  las  que  usted  quiera.  (Vase  la  doncella  por 
el  vestíbulo.  Martín  ha  cogido  una  de  las  estatuí- 


48 


CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 


lias  chinas  del  bargueño.  La  curiosea,  la  deja  des- 
pués para  alcanzar  uno  de  los  puñales.  Lo  desnu- 
da de  su  labrada  vaina  de  marfil,  juguetea  un  mo- 
mento con  él.  Silba  entre  dientes  un  motivo  cual- 
quiera. Después  examina  con  mayor  atención  el 
mango  del  puñalito.  La  doncella  reaparece.) 

DONC.    Tome  usted.  (Le  ofrece  una  caja  de  cerillas.) 

MART.  (Sin  dejar  el  puñal,  rechazando  la  caja  de  cerillas.) 
Encendida,  mujer...  (La  muchacha  enciende  la  ce- 
rilla.) 

DONC.  (La  ofrece  a  Martín,  sonriendo.)  Encienda  su  ma- 
jestad. 

MART.  (Después  de  encender  el  cigarrillo.)  Gracias.  (La 
doncella  se  dispone  a  retirarse;  pero  un  gestO'de 
Martín,  súbitamente  interesado  por  el  examen  del 
puñalito,  la  detiene.)  Oye...  ¿Quién  habrá  roto 
esta  figura  del  puñal? 

DONC.  (Un  poco  atribulada.)  Fui  yo,  señorito  Martín  ; 
pero  fué  sin  querer... 

MART.  Ya,  ya  me  figuro  que  no  lo  harías  adrede.  ¡  Qué 
lástima  !  ¿Tú  no  sabes  que  esto  es  una  joya? 
(Mostrando  el  puñal,  lindo  como  un  juguete,  a 
la  muchacha.) 

DONC.  (Ya  respuesta  del  susto.)  ¡  Bah  !  ¡  El  señorito  tie- 
ne tantos  ! 

MART.  (Dejando  el  puñal  donde  estaba.)  ¡  Sí !  ¡  Claro  ! 
¡  Tiene  tantos  que  no  es  muy  grave  romperle  la 
cabeza  a  un  chino  de  esos  !  (Del  interior  de  la 
izquierda  llega  la  voz  de  Carmina :  «/  Rosa  l») 

DONC.  (Yéndose  por  la  izquierda.)  Perdone  usted,  Mar- 
tín... (Sale.  Martín,  al  quedarse  solo,  después  de 
un  momento,  consulta  su  reloj,  se  encoge  de  hom- 
bros, murmura.) 

MART.  ¡  Qué  le  vamos  a  hacer  !  (Cuando  se  dispone  a 
volverse  al  taller,  le  detiene  la  voz  de  Eugenio 
Moral,  que  aparece  por  el  vestíbulo  del  fondo  qui- 
tándose el  abrigo  y  el  sombrero,  que  tira  sobre  el 
sofá  así  que  penetra  en  el  salón.  Está  descom- 
puesto, febril,  jadeante,  enjugándose  el  sudor  de 
la  frente.) 

EUGE.     ¿Ha  venido? 

MART.     ¿Julia?  No. 


iL  ÍDOLO   DE  CARNE 


49 


Ya  me  lo  esperaba.  (Se  deja  caer  en  el  sofá  des- 
alentado.) Y  es  que  no  tengo  ya  poder  para  rete- 
nerla. Aprendió  a  burlarse  de  mí  y  esto  es  cosa 
perdida...  Anteayer  prometió  que  volvería;  lo 
juró.  Y,  efectivamente,  ayer  no  vino,  y  hoy  ya  lo 
estás  viendo.  (A  un  gesto  de  vaga  esperanza  con 
que  Martín  intenta  mitigar  la  pena  del  maestro.) 
¡  Esto  se  acabó!  ¡Se  acabó!  Lo  sé  bien...  Sé 
que  ella  se  me  escapa,  6e  escurre  de  mis  manos 
como  una  serpiente... 

Pero  ella,  maestro,  sea  como  sea,  buscándola  usted 
o  por  su  propia  voluntad,  viene,  sigue  viniendo. 
¡  Porque  me  teme,  no  porque  me  quiera  '  Porque 
tiene  miedo  a  negarse.  Porque  la  he  buscado  y  la 
he  traído  aquí  arrastrándola...  (Con  amargo  sar- 
casmo.) Yo  que  llegué  a  pensar  contigo,  yo  que 
pensé  que  tu  juventud  podría  atarla  a  mi  lado... 
¡  Y  ya  lo  viste,  ni  te  hizo  el  menor  caso  ni  se 
acuerda  de  ti  !  (Desrrumbado  en  el  sofá,  murmu- 
ra, solloza  casi.)  ¡  En  qué  cosa  tan  despreciable 
me  ha  convertido  ! 

(Compadecido.)  No,  maestro,  no.  Usteü  es  un 
hombre  fuerte,  usted  supo  vencer  siempre.  Venza 
ahora  también,  acabe  usted  con  esa  mujer,  déjela 
que  se  marche  y  no  vuelva. 
(Levantándose,  yendo  hacia  el  discípulo  con  re- 
pentino furor.)  Pero  ¿qué  dices?  ¿Qué  es  lo  que 
dices?  ¡Que  se  marche!  ¡Que  yo  la  deje!  ¡Tú 
estás  loco  !  ¡  No  !  (Con  el  puño  cerrado,  amena- 
zador.) ¡  No  !  La  encontraré,  la  encontraTé  aun- 
que se  esconda  en  el  infierno;  porque  nadie  cono- 
ce mejor  el  infierno,  porque  vivo  en  él,  Martín, 
hijo  mío,  ¡  porque  vivo  en  él  !  (Recogiendo  su 
abrigo,  su  sombrero.)  Sé  donde  encontrarla  y  voy 
por  ella.  Puedes  marcharte  si  quieres  ;  no  te  ne- 
cesito. (Eugenio,  terriblemente  agitado,  se  dirige 
hacia  el  fondo.) 

(Tímidamente.)  ¿Por  qué  no  entra  usted  a  ver 
a  doña  Amelia? 

(Deteniéndose,  vacilante.)  Tienes  razón.  Voy  a 
ver...  (Reacciona.)  Pero,  no.  Después,  después... 
(Sale  por  el  vestíbulo.  Martín  le  ve  marchar  con 


50  CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 

aire  apenado.  Después  de  un  momento  suspira.) 

MART.  ¡Qué  pena!...  (Vase  hacia  el  taller.  Un  momen- 
to. Por  la  izquierda  aparece  Amelia,  sostenida  por 
Carmina  y  la  doncella,  que  avanzan  con  infinitas 
precauciones.  Amelia  está  muy  pálida,  con  una, 
palidez  terrosa  que  contrasta  con  la  blancura  del 
«pegnoir»  que  la  cubre.  En  sus  ojos  hay  un  brilló 
febril  y  malsano.  Se  han  afilado  sus  manos»  sus\ 
pómulos  y  su  nariz.  La  sientan  en  un  sillón.  Lá, 
doncella  acerca  una  silla  a  Carmina.) 

CARM.     (A  Amelia.)  Anda,  siéntate. 

DONC.  (A  Carmina.  Aquí  tiene  usted  una  silla,  señorita 
Carmina.  (Vase  la  doncella  por  el  vestíbulo,  al 
mismo  tiempo  que  aparece  Martín  por  la  puerta 
del  taller,  ya  vestido  de  calle.  Al  ver  a  Amelia 
avanza  hacia  ella  sonriendo.) 

MART.  ¡  Qué  alegría  me  da,  doña  Amelia,  verla  levan- 
tada !  (Con  una  afectuosa  inclinación  a  Carmina.) 
Señora. . . 

AMELIA  Gracias,  Martín.  Ya  me  lo  figuro,  porque  sé  que 
es  usted  muy  bueno.  (De  pronto,  cambiando  de 
tono.)  ¿Va  usted  a  salir? 

MART.     Sí,  señora. 

AMELIA  ¡  Si  quisiera  usted  hacerme  un  favor  !  Sí  quisie 
ra  llegarse  a  casa  de  mi  padre  y  decirle  que  ven- 
ga en  seguida.  (Con  un  poco  de  angustia  en  la 
voz  débil.)   ¡  En  seguida  ! 

MART.  ¡  Pues  no  he  de  querer  !  Volveré  con  él.  Hasta 
pronto,  doña  Amelia.  Señora...  (Una  ligera  in- 
clinación a  Carmina.  Sale.) 

CARM.     ¿Por  qué  le  llamas?  ¿Le  necesitas? 

AMELIA  No;  es  decir,  no  sé...  (Súbitamente  temblorosa, 
abrazándose  desfallecida  a  Carmina.)  ¡Porque 
tengo  miedo,  Carmina  !...  Miedo  a  morirme  allí 
en  mi  alcoba,  sola...  (Mirando  con  instintivo  te- 
rror a  la  puerta  de  la  habitación.)  Tú  no  conoces 
el  horror  de  morir  así  como  yo...  ¿Sabes  lo  que 
es  el  miedo  a  la  muerte  sintiéndote  sola?  Es  el 
frío  de  la  carne,  las  alucinaciones...  ¡Es  abrir  los 
ojos  y  no  ver  nada,  como  si  la  alcoba  estuviera 
a  oscuras  !  (Lívida,  desencajada,  con  los  ojos  fue- 
ra de  las  órbitas,  abraza  a  Carmina  con  angustia, 


EL   ÍDOLO   DE  CARNE  51 

cada  vez  con  mayor  angustia.)  ¡  Es  sentir  que  te 
falta  el  aire,  que  te  ahogas!...  ¡Que  te  estalla 
el  corazón  en  el  pecho  !...  ¡Qué  miedo,  Carmina, 
el  miedo  a  morir !  (Escondiendo  la  cabeza  en  el 
seno  de  la  amiga,  rompe  a  llorar  convulsivamente.) 

CARM.     ¡  Amelia,   por  Dios  !    ¡  Mujer  !   Vamos,   anda,   no 
digas  tonterías. 

AMELIA  ¡  Si  es  que  me  muero,  Carmina  ! 

CARM.  ¡  Vaya,  6e  acabó  !  ;  Tonta  !  ¡  Si  estás  hoy  más 
buena  y  más  rica  !  (La  deja  llorar,  acariciando  su 
rostro,  sus  cabellos  maternalmente.  En  el  silencio 
agorero  del  salón  óyese  solamente  el  hipar  con- 
vulso de  la  enferma,  que  se  convierte  a  poco  en 
silencioso  llanto.)  Debes  ser  un  poco  juiciosa, 
hija,  y  evitar  esos  arrebatos.  ¡  Precisamente  hoy 
que  has  dejado  k  cama,  hoy  que  te  decides  a 
pedirle  a  tu  marido  que  te  lleve  al  campo  !... 
¡  Vamos,  vamos,  mujer  1  (La  acaricia  como  a  una 
niña.) 
5  AMELIA  (Levantando  los  ojos.)  Sí,  tienes  razón.  (Habla 
febrilmente,  incoherente.)  Eugenio  es  bueno,  el 
pobre,  y  me  acompañará  y  no  se  moverá  de  mi 
lado  si  sabe  que  puedo  morirme...  Allí  recobrará 
él  su  alegría  perdida...  ¡Porque  él  también  está 
enfermo,  Carmina  !...  (Exaltándose,  con  un  brillo 
de  calentura  en  los  ojos.)  ¡  Sí !  Quiero  vivir,  Car- 
mina, quiero  vivir  por  él...  (Con  la  coz  como  un 
murmullo.)  ¡  Por  él,  que  tanto  me  echaría  en  fal- 
ta después  !  (Exaltándose  de  nuevo.)  ¡  Qué  sería 
de  él  sin  mí,  abandonado  a  esa  pasión  dolorosa 
que  le  atormenta  y  le  mata  ! 


CARM. 
AMELIA 
CARM. 
■;  AMELIA 


Amelia,  mujer  ! 

Y  él  me  ha  querido  !  ¡  Me  ha  querido  mucho  ! . . . 

Chiquilla!  ¿Quién  no  te  va  a  querer? 

Me  ha  querido  con  toda  su  alma  !  ¡  No  lo  sabes 
tú  !...  Papá  se  opuso  a  que  Eugenio  se  casara  con- 
migo. El  quería  para  mí  un  hombre  de  su  con- 
dición, no  un  artista...  Me  prohibió  que  ¡e  viera, 
llegó  a  encerrarme  en  nuestra  casa  de  campo... 
Pero  él  venía  todas  las  noches,  y  para  llegar  hasta 
mi  ventana  se  destrozaba  las  manos  y  el  cuerpo 
con  las  espinas  de  los  rosales  que  se  encaramaban 


52  CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 

por  la  tapia...  (Después  de  un  momento  suspira.) 
¡  Cómo  me  ha  querido  !  (Con  la  voz  más  baja, 
como  un  susurro.)  ¡Cómo  me  ha  olvidado  !  (Des- 
maya la  cabeza  sobre  el  pecho  exhausto.  Se  cubre 
su  rostro  de  una  palidez  terrible.) 
(Alarmada.)  ¡  Amelia  !  ¡  Amelia  !  (Aparecen  por 
el  vestíbulo  don  Pablo  Ardavín,  Martín  y  la  don- 
cella.) 

(Corriendo  a  su  hija.)   ¡  Hija,  Amelia  ! 
(Abriendo   los   ojos.)    ¡Padre!    No  te   asustes... 
No  es  nada... 

(Estrechándola  en  sus  brazos  con  una  gran  emo- 
ción.)  ¡  Hija  mía  !   (Un  momento.) 
¡  Virgen  Santísima  í 

(Enjugándose  furtivamente  una  lágrima.)  ¡  Mi  po- 
bre señorita  ! 

(A  Pablo.)  ¡  Vamos  a  llevada  a  la  cama,  don  Pa- 
blo !  Ha  sido  una  imprudencia  el  que  se  levan- 
tara... 

Tiene  usted  razón...  ¡Anda,  Amelia! 
(Con  un  hilo  de  voz.)  Sí,  como  quieras...  (Mar- 
tín, Pablo  y  Carmina  la  levantan  exánime  del  sofá 
y  vanse  con  ella  por  la  izquierda.  La  doncella  des- 
aparece por  el  fondo.  Ardavín,  ya  en  el  umbral  de 
la  puerta,  se  detiene  un  momento,  abriendo  paso 
a  su  hija.  Enjuga  sus  lágrimas,  estalla  súbitamen- 
te en  un  sollozo  la  emoción  que  le  domina.) 

PABLO  ¡  Se  muere,  Señor,  se  muere  !  (Desaparece.  En- 
tran de  la  calle,  por  el  vestíbulo,  Julia  Vorcárcel 
y  Eugenio  Moral.  Julia  se  ha  adelantado,  sin  cuidar 
de  su  acompañante,  hasta  el  centro  del  saloncillo. 
Eugenio,  después  de  cerciorarse  con  una  mirada 
febril  de  que  están  solos,  va  a  ella  y,  despojándola 
de  la  pelerina  de  chinchilla,  la  abraza.) 

EUGE.  ¡  Por  fin  te  tengo  de  nuevo  aquí  conmigo,  Julia  ! 
(Así,  abrazada,  con  una  ternura  infinita,  obliga  a 
Julia  a  reclinar  la  cabeza  sobre  su  pecho.  Julia  le 
mira  con  sus  ojos  terribles,  crueles,  en  los  que,  sin 
embargo,  se  enciende  de  cuando  en  cuando  una 
chispa  de  compasión.  Eugenio  la  besa  en  los  la- 
bios con  un  beso  sediento,  extenuante.  Después 
dice.)   ¡  Si  supieras  cuánto  y  de  qué  manera  he 


CARM. 


PABLO 
AMELIA 

PABLO 

CARM. 
DONC. 

CARM. 


PABLO 
AMELIA 


EL  ÍDOLO   DE   CARNE 


53 


sufrido  con  tu  desaparición  !  (Julia,  sin  responder- 
le, le  mira  a  los  ojos.)  ¡  Cuánto  mal  me  has  he- 
cho !  (Ha  suspirado  estas  palabras  con  el  más 
hondo  dolor  de  su  corazón.  Pero  en  seguida,  te- 
miendo irritarla,  agrega)  :  No  es  que  te  reproche 
nada,  no  ;  ¿comprendes?  Es  verdad  que  me  hi- 
ciste sufrir,  pero  es  verdad  también  que...  (Trun- 
ca la  frase  un  transporte  amoroso.)  ¡  Qué  alegría 
la  de  tenerte  aquí,  en  mis  brazos,  sobre  mi  co- 
razón !  (Julia  vuelve  a  alzar  a  los  ojos  apasiona- 
dos del  amante  sus  ojos  compasivos.  Eugenio,  sin 
soltarla,  llevándola  como  muerta  en  sus  brazos,  la 
conduce  al  sofá.)  Tú  no  puedes  figurarte,  durante 
tu  ausencia...  ¡qué  tristeza  en  la  casa,  en  el  ta- 
ller !  Todo  me  hablaba  de  ti,  en  todo  estaba  tu 
recuerdo...  ¡Julia!  ¡Julia!... 
(Con  la  voz  apagada,  lejana.)  ¡  En  todo  estaba 
mi  recuerdo  !... 

Pero  hoy,  por  fin,  todo  ha  cambiado.  Vuelvo  a 
ser  yo  el  de  antes  :  el  vencedor.  (Con  un  arran- 
que de  soberbia,  de  orgullo.)  ¡  Porque  estás  tú 
aquí ! 

(Queriendo  atajarle.)  Recuerda  que  si  he  venido 
ha  sido,  por  hoy,  por  mañana,  para  que  termines 
la  obra. 

¡  Para  siempre  ! 

(Sin  mirarle.)  No,  no  ;  eso  terminó,  no  puede 
seguir. 

(Tembloroso,  súbitamente  exasperado.)  ¡  No  ! 
¿Por  qué  vas  a  abandonarme  tú?  No  puede  ser. 
Será.  Será  hoy,  mañana,  pasado,  cuando  menos 
lo  esperes  tú,  cuando  menos  lo  espere  yo.  Sólo 
así  nos  salvaremos  los  dos. 

(Levantándose  arrebatado.)  ¡  Y  a  eso  le  llamas  tú 
salvarse,  tú  !  ¿Pero  es  que  no  sabes  que  me  pier- 
do miserablemente  si  te  pierdo  a  ti?  ¡  No,  no,  no  ! 
¡  De  ninguna  manera  !  ¡  Jamás  eso,  jamás  !  (Pasea- 
ba furioso  ante  el  diván  y  ahora  se  detiene.)  Tú 
debes  quedarte.  En  mí  hay  todo  lo  que  puedes 
desear  :  son  tuyos  mi  amor,  mi  gloria,  mi  felici- 
dad, mi  dinero... 
(Irguiéndose  en  el  diván.)   Tu  dinero  no  puede 


54 


CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 


atarme  a  mí.  Nunca  quise  aceptarlo,  bien  io  6abes. 

EUGE.  (Sombrío.)  Lo  sé  y  me  desespera.  Tus  lujos,  tus 
joyas,  tus  perfumes,  ¡qué  sucia  y  terrible  proce- 
dencia tendrán  !  ¡  Porque  con  tu  trabajo  de  mo- 
delo no  vives  tú  ! 

JULIA  Eso  no  te  importa.  Puedes  figurarte  lo  que  quie- 
ras. Pero  mi  dinero  es  mío,  mío  ;  no  tuyo,  porque 
el  que  tú  me  das  me  lo  gano  con  mi  trabajo. 

EUGE.  ¿Pero  es  que  tú  crees  que  sólo  puede  retenerte 
a  mi  lado  el  dinero? 

JULIA      (Con  un  profundo  desprecio.)   ¡  Estúpido  ! 

EUGE.  (Arrebatado,  delirante,  agarrándola  por  las  muñe- 
cas y  acercándola  a  sí.)  ¿Y  mi  amor?  ¿Y  m;  carne 
y  mi  alma  destrozadas  por  el  amor  tuyo?  ¡  Lo  que 
yo  he  sufrido  !  (Julia  se  encoge  de  hombros.  Des- 
pués, furiosa,  arremete  contra  él.) 

JULIA  ¿Y  lo  que  yo  he  sufrido  por  ti,  por  tus  brutalida- 
des, por  tus  arrebatos?  ¿Y  la  vida  que  he  llevado 
durante  estos  años  que  estoy  contigo? 

EUGE.  (Retrocediendo  ante  la  furia  de  la  mujer.)  ¡  Julia  ! 
¡  Julia  ! 

JULIA  ¡  Me  has  atormentado  con  tus  zarpazos  y  con  tus 
caricias  !  ¡  Te  has  llevado  lo  mejor  de  mi  vida  : 
mi  juventud  !  Yo  era  alegre,  buena...  Tú  me  has 
convertido  en  una  mujer  triste,  mala,  odiosa... 
Tu  amor  no  ha  sido  el  refugio  que  yo  necesitaba, 
sino  una  llamarada  de  celos  y  exasperación  que 
me  ha  consumido,  que  me  ha  deshecho.  (Se  deja 
caer,  desesperada,  en  el  sofá.  Eugenio  se  acerca 
a  ella.)  Sí.  Quiero  rehacer  mi  vida,  quiero  vivir 
de  verdad. 

EUGE.  Dondequiera  que  vayas  hallarás  las  mismas  mise- 
rias y  no  hallarás  nunca,  en  parte  alguna,  un  amor 
como  el  mío. 

JULIA  Te  engañas.  ¿No  te  dije  que  me  iba  a  vivir?  Vi- 
vir no  es  ser  modelo. 

EUGE.  (Pálido,  amedrentado,  acercándose  a  ella  implo- 
rante.) ¡  Julia  !  (Cuando  su  voz  es  más  trémula  y 
más  triste  que  nunca;  cuando  sus  manos  ya  esbo- 
zan la  caricia,  se  detiene,  la  agarra  con  sus  manos, 
convertidas  en  zarpas,  y  venciéndola  sobre  el  sofá, 


L  ÍDOLO   DE   CARNE  55 

inclinándose  sobre  su  rostro,  ruge) :  ¡  Peto  no  te 
irás,  canalla,  no  te  irás  !  ¡  No  te  soltaré  i  ¡  No  te 
soltaré  !  ¡  Conmigo  !  ¡  Conmigo  !  ¡  Aquí !  (Julia, 
debatiéndose  del  amante,  ha  gritado:  «¡Si!  ¡Sí! 
¡Me  iré!  ¡Sí!»  Eugenio,  de  pronto,  volviéndose 
al  vestíbulo  del  fondo,  suelta  a  Julia.  Ha  visto  apa- 
recer a  la  doncella.  El  artista,  furioso,  se  dirige  a 
ella  y  le  pregunta  con  un  exabrupto.)  ¿Qué..., 
qué  hay? 

ONC.     (Nada  tranquila.)  El  señor  de  Bielsa. 

UGE.  Que  no  estoy  en  casa.  ¡  Que  no  quiero  recibirle  ! 
¡  Largo  !  (La  doncella  se  va.  Eugenio  se  quedó  es- 
cuchando, con  angustiosa  atención,  hacia  el  fondo. 
De  pronto,  alarmado,  corre  a  Julia,  la  coge  y  casi 
a  empujones  la  obliga  a  entrar  en  el  saloicillo  del 
taller,  entornando  después  la  puerta.)  ¡Pronto! 
¡  Pronto  !  ¡  Métete  ahí  dentro  !  (Un  instante.  En- 
tra don  Antonio  de  Bielsa.  Eugenio  le  recibe  aira- 
do,  agresivo.)   ¿Cómo  usted  aquí?... 

NTO.     (Interrumpiéndole   con   cínica   cortesía.)    La   mu- 
chacha me  ha  dicho  que  no  estaba  usted  en  casa. 
Me  felicito  de  no  haberla  creído,  porque  tengo  ab- 
soluta precisión  de  hablar  con  usted. 
(Sin  invitarle  a  que  se  siente.)  Usted  dirá. 
(Enérgico,   seguro.)   ¿Está  aquí  Julia? 
(Con  un  poco  de  extráñela,  mirándole  fijo  a  los 
ojos.)  No.  No  está.  (Don  Antonio,  ya  al  entrar, 
ha  visto  la  pelerina  de  la  modelo  sobre  el  sofá. 
Sonríe.) 

Es  igual  o,  cuando  menos,  no  es  eso  lo  más  im- 
portante. Yo  vengo  a  hablarle  a  usted,  Moral,  como 
amigo  y  como  caballero.  Como  amigo,  porque, 
aunque  usted"  no  lo  crea,  le  profeso  una  buena 
amistad.  Como  caballero,  porque,  a  pesar  de  todo, 
lo  es  usted.  Vengo  a  hablarle  de  esa  mujer,  de 
Julia.  (Eugenio  le  mira  más  extrañado  que  antes. 
Va  a  hablar.  El  otro  le  contiene  con  un  gesto.)  Un 
momento,  permítame  usted.  Como  amigo,  vengo 
a  decirle  que  no  le  conviene  seguir  por  más  tiem- 
po con  esa  mujer.  Le  hace  a  usted  desgraciado  y 
ella  no  es  tampoco  feliz.  Si  ella  no  le  quiere,  si 


56  CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  C^PDEVILA 

ha  dejado  ya  de  quererle,  ¿por  qué  empeñarse  en 
retenerla  usted  a  su  lado  a  viva  fuerza?  Me  he 
enterado  de  que  tres  o  cuatro  veces  la  fué  usted 
a  buscar  a  su  casa  y  la  sacó  de  ella  con  amenazas, 
violentamente,  abusando  de  su  condición  de  mu- 
jer. Y  eso  no  está  bien  ni  es  digno  de  un  hombre 
como  usted.  (Eugenio  Moral  le  escucha  con  una 
atención  angustiosa,  una  sonrisa  crispada  en  la 
boca,  los  ojos  fijos  en  los  del  otro,  las  manos  en 
los  bolsillos  del  pantalón.)  Como  caballero,  ven- 
go a  decirle  :  ¿qué  derechos  tiene  usfed  sobre 
ella?  Si  ella  quiere  marcharse,  no  es  usted  nadie 
para  impedirlo. 

EUGE.  ¿Ya  usted  que  le  importa  que  ella  se  marche  o 
se  quede,  que  yo  la  obligue  a  quedarse  o  la  deje 
escapar?  ¿Es  acaso  usted  quien  se  la  lleva?  (Acer- 
cándose r\n  poco  a  don  Antonio,  pero  sin  descom- 
poner su  actitud.) 

ANTO.  No  se  trata  ahora  de  eso.  Sea  yo,  sea  otro  cual- 
quiera, usted  debe  dejarla.  Ella  es  libre,  libre, 
¿entiende  usted?  (Eugenio  se  pasa  la  mano  por 
el  rostro  con  un  gesto  de  horror  instintivo,  retro- 
cediendo unos  pasos.) 

EUGE.  ¡  Cállese  !  ¡  Cállese  !  (Se  arquea  como  un  jaguar, 
con  los  músculos  contraídos  por  la  cólera,  presto 
a  saltar  sobre  el  aristócrata.)  ¡  Es  con  usted  !  ¡Es 
con  usted  con  quien  se  va  !  ¡Es  usted  quien  se  la' 
lleva,  quien  me  la  roba  !  (Don  Antonio  quiere  ha- 
blar, pero  el  otro  no  le  deja.)  ¡  Ladrón  !  ¡  Bella- 
co !  (Con  desprecio  infinito.)  ¿Y  es  usted,  mise- 
rable, quien  se  atreve  a  hablarme  a  mí  de  caba- 
llerosidad? ¿Usted,  que  para  entrar  en  mi  casa 
como  un  ladrón,  pero  sin  la  valentía  del  ladrón,  se 
ampara  hipócritamente  en  mi  amistad,  me  admira 
y  me  adula  como  un  lacayo?  ¿Es  esta  su  noble- 
za, su  caballerosidad?  ¡Usted  es  un  canalla,  un 
rufián!  Usted  se  ha  portado... 

ANTO.     (Cuadrándose.)  ¡  Señor  mío  ! 

EUGE.  ¡  Como  un  ladrón  !  ¡  Amparándose  en  mi  bondad, 
en  la  de  mi  discípulo  ;  amparándose  en  la  estupi- 
dez del  monigote  de  su  hijo,  aprovechándolo  todo 


EL  ÍDOLO   DE   CARNE 


S7 


para  burlarme,  para  traicionarme,  bandido  !  (Habla 
entrecortadamente,  arrebatadamente.)  Sí,  claro. 
¡Ahora,  ahora...  por  fin  !  Su  ausencia,  su  actitud, 
su  despego...  ¡  Ciego  de  mí  !  ¡  Ciego  de  mi  !  (Vol- 
viéndose al  viejo  señor.)  ¡Y  ha  sido  con  esto! 
¡  Con  este  viejo  asqueroso  y  repugnante,  con  este 
amasijo  de  miseria  y  de  lascivia  !  (Pasándose  la 
mano  por  la  boca,  como  el  que  se  ha  tragado  un 
bicho  repugnante.)   ¡  Qué  asco  !    ¡  Qué  asco  ! 

ANTO.  (Con  dignidad,  pero  con  una  dignidad  no  muy 
agresiva,  poco  arrogante.)  Señor  mío,  le  prohi- 
bo a  usted  que  siga  por  este  camino.  Yo  he  ve- 
nido a  buscar  a  Julia,  y  Julia  está  aquí,  en  su 
taller.  Me  consta.  (Con  un  gesto  indica  a  Euge- 
nio la  pelerina  de  la  modelo  abandonada  sobre 
el  sofá.)  ¡  Ha  mentido  usted,  como  no  miente 
un  caballero  !...  Y  no  estoy  dispuesto  a  salir  sin 
ella.  (Avanza  unos  pasos  hacia  el  taller.) 

EUGE.  (Deteniéndole  con  un  amplio  gesto  del  brazo, 
que  le  cierra  el  paso.)  ¿Qué  es  eso?  ¿Qué  es 
eso? 

ANTO.  ¡  Que  me  la  llevo  !  Y  que  quedo  a  la  disposición 
de  usted,  ¿entendido? 

EUGE.  ¡Que  se  la  lleva!  ¡Canalla!...  (Le  coge  por  el 
cuello  de  la  americana  con  un  zarpazo  y,  a  ras- 
tras y  a  empellones,  se  lo  lleva  por  el  fondo,  gri- 
tando :)  ¡  Largo  de  aquí !  ¡  A  la  calle  !  ¡  A  la  ca- 
lle !  ¡Perro!  ¡Granuja!  ¡Caballero!...  (Desapa- 
recen por  Ja  puerta  del  vestíbulo  que  guía  al  reci- 
bidor de  la  casa.  El  viejo  señor  se  ha  debatido 
inútilmente,  sin  ¡fuerzas,  ante  la  agresión  del  ar- 
tista. Un  momento.  Suena  en  el  interior  un  fuer- 
te portazo.  Cuando  Eugenio  entra  de  nuevo,  apa- 
rece en  la  puerta  de  la  derecha  Julia  Válcárcel, 
ceñuda,  un  poco  más  pálida  que  de  ordinario.  Eu- 
genio avanza  hacia  ella.  Tiene  un  tic  epiléptico 
que  le  descompone  el  noble  rostro  y  anda  un 
poco  a  sacudidas.)  Has  visto,  ¿verdad?  ¿Has 
oído?  (Casi  escupiéndole  las  palabras  al  rostro.) 
¡  Lo  sé  todo  !  ¡  Pero  ahora  vas  a  ver  ;  espera  ! . . . 
(Va  a  las  puertas  y  las  cierra,  echando  la  llave. 


58 


CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 


JULIA 


EUGE. 


Julia  no  se  ha  movido  del  dintel  de  la  puerta  y  se 
apoya  en  ella  con  las  manos.  Eugenio  la  coge  por 
los  hombros  y,  de  un  empellón  terrible,  la  tumba 
sobre  el  sofá.  Ella  no  grita,  no  protesta,  coma 
aceptando  de  antemano  todos  los  castigos,  resig- 
nándose a  todo;  se  limita  a  componerse  un  poco 
el  desorden  del  traje,  del  pelo.  Eugenio  se  incli- 
na sobre  ella.)  ¡  Solos  !  ¡  Solos  !  ¡  Todo  el  mun- 
do, para  nosotros,  son  estas  cuatro  paredes  !  (Se 
aparta  de  su  lado,  se  pasa  por  la  frente  la  mano, 
que  tiembla,  agitada  por  la  terrible  tempestad  in- 
terior.) ¡  Espera  !  (De  pronto,  echa  a  correr  ha- 
cia la  puerta  por  donde  desapareció  el  amante. 
A  poco  se  oye  en  el  interior  del  taller  tres  o  cua- 
tro martillazos  y  el  estruendo  de  una  mole  que 
se  derrumba.  Én  el  rostro  de  Julia  se  pinta  un 
gesto  de  terror  infinito.  Eugenio  Moral  aparece, 
descompuesto,  con  los  ojos  desorbitados,  con  la 
boca  torcida  siniestramente,  con  el  cabello  en 
desorden.  Julia,  al  verle,  da  un  grito  de  horror 
y  se  refugia  en  el  sofá,  hurtando  el  rostro  a  la 
mirada  vesánica  del  amante.  Este  la  persigue 
hasta  allí,  la  sacude,  le  dice :)  No  es  nada,  no 
ha  sido  nada  :  mi  gloria,  que  era  mi  obra  últi- 
ma y  que  acabo  de  destruir.  (Ella  se  vuelve  a 
él  con  los  ojos  espantosamente  abiertos,  muda, 
trémula,  loca  de  pánico.)  He  acabado  con  la 
obra,  y  así  puedo  acabar  contigo  también,  que 
fuiste  el  modelo,  ¡  Así  puedo  destruirte  también  ! 
(Julia  quiere  hablar;  no  puede.  Se  agarra  a  las 
solapas  de  Moral.)  ¡  Habla  !  ¡  Habla  !  ¡  Víbora, 
loba,  habla  !  ¡  Miénteme  ahora  si  puedes  !  ¡  En- 
gáñame ahora  si  te  atreves  !  (Julia  se  escurre  del 
sofá  y  cae  deshecha,  tronchada,  de  rodillas,  a 
los  pies  de  Eugenio.  Tiembla,  y  la  voz  es  un 
silbo  ronco  y  entrecortado.) 
¡  No,  Eugenio,  no  !  ¡No  te  mentiré  !  ¡  No  te  en- 
gañaré !  ¡  Perdóname !  ¡  Acuérdate  de  que  he 
sido,  buena  o  mala,  tu  felicidad  ! 
(Con  los  ojos  altos,  las  manos  aleteantes  sobre 
la  cabeza  de  la  mujer  transida.)  ¡No,  no,  no!... 


L  ÍDOLO  de  carne 


59 


;  Acuérdate  de  los  tiempos  felices  !  ¡  Acuérdate 
de  la  dicha  que  te  di  ! 
¡Calla,  calla!...  ¡Que  te  mata  el  miedo! 
¡Sé  bueno!  (Abrazándose  a  sus  rodillas.)  ¡Pien- 
sa que  soy  una  débil  mujer  !  (Eugenio  la  aparta 
a  un  lado  y  se  deja  caer  junto  a  una  silla,  des- 
esperado, desmayando  sobre  el  asiento  tos  bra- 
zos, y  en  los  brazos,  la  cabeza.) 
¡  Una  débil  mujer  !  (Julia,  casi  tendida  en  el  so- 
fá, rompe  a  llorar  silenciosamente.  Un  momen- 
to. De  pronto,  el  llanto  de  Julia  se  convierte  en 
un  sollozar  cruento.  Eugenio  se  vuelve,  asombra- 
do del  milagro.)  ¡Cómo!  ¿Lloras?  Pero,  Dios 
mío,  ¿tú  también  puedes  llorar?  ¿También  tie- 
nes lágrimas  tú?  (Y  loco,  frenético,  corre  a  ella, 
de  rodillas,  arrastrándose  por  el  suelo,  y  se  abra- 
za al  cuerpo  de  la  mujer.)  ¿Y  es  por  mí?  ¿Pava. 
mí  estas  lágrimas  primeras  tuyas?  ¿Para  mí  es- 
tas lágrimas  que  nunca  supieron  bañar  tus  ojos? 
(Se  sienta  a  su  lado,  la  acaricia  con  una  ternura 
entrañable.  Sus  palabras  tienen  una  emoción  do- 
lor osa.)  ¡  Julia  !  ¡  Julia  !  ¡  No  !  ¡No  llores  !  ¡  Pe- 
ro sí :  llora,  llora  ;  pero  de  alegría,  porque  te 
quiero,  porque  te  querré  siempre  !  (La  besa  en 
los  ojos,  en  la  boca,  le  enjuga  las  lágrimas.  Abra- 
zado a  ella,  después,  se  levanta  y  levanta  a  ella, 
dejándola  sobre  el  sofá,  sentándose  a  su  lado.) 
¡  Corazón  mío!  ¡Perdóname,  perdóname!  ¿Qué 
sería  de  mí  sin  ti?  (Julia,  casi  a  pesar  suyo,  son- 
ríe. Resurge  en  ella  la  mujer  triunfante  de  antes, 
de  siempre,  aviesa,  cruel,  terrible.  Prosigue  él, 
loco,  apasionado,  meciéndola  en  sus  brazos.)  ¡  Tú 
no  sabes,  Julia,  tú  no  sabrás  nunca  cómo  te 
quiero  :  con  toda  mi  alma  y  todas  mis  entrañas  ! 
Si  te  estorba  mi  mujer,  la  dejaré.  Si  mi  arte  te 
enoja,  lo  abandonaré.  ¡  Lo  abandonaré  todo,  todo 
por  ti!  ¡Todo!...  (En  un  transporte.)  ¡Pide. 
Julia  !  (Julia  sonríe  cada  vez  más  segura,  más 
fuerte.  Moral,  murmura:)  ¿Tuviste  miedo? 
¿Miedo? 
De  mí... 


CASIMIRO  GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 


JULIA  ¿De  ti?  Ni  de  nadie.  ¿Por  qué?  (Fría,  impa- 
sible, se  ha  desligado  de  los  brazos  de  Moral  y 
ha  avanzado  hacia  el  otro  lado,  alisando  con  la 
mano  el  pelo  en  desorden.) 

EUGE.     (Dolido.)    ¡  Mujer  ! 

JULIA  (Sacando  del  bolso  ana  polvera  y  pasándose  la 
borla  por  el  rostro,  más  atenta  a  mirarse  en  el 
espefito  que  a  lo  que  dice.)  ¿Por  qué  iba  a  te- 
ner miedo?  ¿Por  tus  gestos,  por  tus  gritos? 
Conozco  mucho  a  los  hombres  y  sé  que  eso, 
vuestros  gritos,  sólo  os  sirven  para  que  volváis 
a    nosotras   vencidos. 

EUGE.  (D olorosamente  sorprendido.)  ¡  Pero  qué  dices, 
mujer  ! 

JULIA  A  los  hombres  se  les  amansa  con  una  caricia 
o  con  un  latigazo. 

EUGE.  ¡  Cálljate,  cállate  ;  estás  loca !  (Con  un  débil 
grito  dolorido,  al  ver  que  Julia  recoge  su  som- 
brero.)   ¿Cómo?   ¿Te   marchas? 

JULIA  (Fría,  resuelta,  poniéndose  el  sombrero.)  No 
voy  a  quedarme  aquí  todo  el  santo  día.  Te  pro- 
metí venir  para  acabar  la  obra  y  nada  más. 
Acuérdate.  Volveré...,  volveré,  a  no  ser  que  te 
empeñes  de  nuevo  en  exigirme  que  siga  conti- 
go. (Eugenio  la  mira  alocado,  con  ojos  estúpi- 
dos, no  acertando  a  explicarse  la  audacia  de  la 
mujer.  Julia  prosigue,  cruel,  pero  inconsciente 
de  la  crueldad  de  sus  palabras.)  Es  ya  un  he- 
cho, Eugenio...  No  volvamos  a  las  andadas,  si 
quieres  conservar  algo  de  mí  :   mi  amistad. 

EUGE.     ¡  Julia,   por  favor  ! 

JULIA  (Sin  hacerle  caso,  insensatamente.)  Entre  ami- 
gos, entre  buenos  amigos,  no  se  riñe  por  estas 
cosas.  Se  tiene  juicio,  se  comprende,  ¡  y  en 
paz  !... 

EUGE.     ¿Qué  es  eso?  ¿Qué  es  eso? 

JULIA      ¿Pero  no  lo  sabes?  ¿No  te  lo  ha  dicho  él? 

EUGE.  (Con  un  respingo,  acercándose  a  ella,  mirándo- 
la con  locura  en  los  ojos.)  ¿Pero  qué  dices? 
¿Qué  dices?  ¡Marcharte  tú  con  esa  miseria  de 


el  ídolo  de  carne 


61 


viejo !  ¿Marcharte  tú?  ¿Tú?  ¿Y  que  yo  esté 
conforme  ? 

JULIA      (Riendo.)   Anda,    déjame. 

EUGE.  (Enloquecido,  apretándose  las  sienes  con  las 
manos,  temblando.)  ¡  Pero  qué  es  lo  que  dice 
esta  mujer!...  Pero...,  pero...,  ¡  ay,  Dios  mío! 
(Con  un  gesto  de  dolor,  de  desesperación,  de 
angustia  infinita.)  ¿Pero  cómo  hablas,  mujer, 
cómo  hablas?  (Julia,  que  ha  cogido  ya  su  peleri- 
na y  su  bolso,  impaciente  por  terminar  cuanto 
antes,   le  dice:) 

JULIA      ¡  Pues  muy  en  serio,   hijo  ! 

EUGE.  (Agarrándose  al  sofá,  lívido,  convulso.)  Enton- 
ces..., ¿te  vas? 

(Volviéndose  a  él,  disponiéndose  a  salir.)  ¡  Pues 
claro  ! 

(Con  un  rugido.)   ¡  No  !  (De  un  salto  cae  sobre 
ella  y,  a  rastras,  la  lleva  al  sofá.) 
¡  Suéltame  !    ¡  Déjame  !    ¡  Tú  no  mandas  en   mí ! 
¡  Soy  libre  ! 

¡  Tú  qué  vas  a  ser !  (Forcejean  y  luchan  los 
dos.) 

¡  Yo  hago  lo  que  me  da  la  gana  !  ¡  Y  me  mar- 
cho, sí,  me  marcho  !  Antes  que  quedarme  aquí 
contigo,  ¡  con  cualquiera,  con  un  hombre  de  la 
calle  me  iría  ! 

EUGE.  (Sujetándola,  con  la  voz  ronca.)  ¡  Así  te  conocí, 
fiera,  dominadora  !  ¡  Así  te  quise  !  ¡  Así  te  quie- 
ro !  ¡  Así !  ¡  Así !  ¡  Yo  sabré  domar  para  siem- 
pre tu  poder,  tu  maldad  ! 

¡  Cuando  sepas  que  me  río  de  ti  y  soy  feliz  con 
otros,  te  morirás  de  rabia  y  de  pena  ! 
(Derribándola  sobre  el  sofá,  una  pierna  sobre 
sus  rodillas,  tapándole  la  boca.)  ¡  Demonio  ! 
¡  Demonio  !  ¡  No  me  pierdas  !  ¡  Calla  !  ¡  Cálla- 
te ya  ! 

¡  Te   aborrezco  ! 
(Tapándole   la   boca.)    ¡  Calla  ! 
No  te  he  querido  nunca,  no  ! 
Calla,    demonio  ! 
Te  odio  ! 


62  CASIMIRO   GIRALT  y  LUIS  CAPDEVILA 

EUGE.     (Con    honda,    con    desgarrada    angustia.)_    ¡Ten 
piedad  de  mí ! 

JULIA      ¡Te  he  engañado  con  todo  el  mundo  ! 

EUGE.     ¡  Calla  ! 

JULIA      ¡Me   dabas   asco!    ¡Cobarde!    ¡Suéltame! 

EUGE.  (Con  un  rugido.)  ¡  Cállate !  ¡  Demonio !  (Sus 
manos,  que  tapaban  la  boca  de  la  pecadora,  se 
han  deslizado  hasta  el  cuello  y  aprietan,  aprie- 
tan terribles  y  vengadoras,  asesinas.  De  la  gar- 
ganta de  Julia  no  salen  más  que  gritos  inarticu- 
lados, un  estertor  después.  Se  debaten  sus  pier- 
nas un  momento.  Eugenio  grita :)  ¡  A  callar  !  ¡  A 
callar !  (La  suelta.  La  cabeza  de  la  infeliz  se 
troncha  sobre  el  pecho.  Eugenio,  que  se  apartó 
de  un  salto,  ahora,  desde  primer  término,  mur- 
mura, vuelto  de  cara  al  sofá,  donde  yace  la  mu- 
jer muerta:)  ¡Julia!...  (Un  momento:  Eugenio 
vuelve  a  gritar,  más  fuerte:)  ¡Julia!...  (Des- 
pués de  otro  momento,  temblando  como  un  epi- 
léptico, guareciéndose  en  un,  mueble,  da  un  gri- 
to estentórep,  inarticulado:)  ¡Julia!...  (Lívido I 
espantoso,  con  una  mano  apretándose  las  sienas, 
con  la  otra  el  corazón,  avanza  muy  lento  hasta  el 
sofá  y  cae  desplomado,  sobre  sus  rodillas,  ante 
el  cuerpo  de  Julia,  abrazándose  a  él  y  sollozan- 
do.) ¡Muerta!  ¡Muerta!  ¿Pero  es  verdad,  Dios 
mío?  ¿Es  verdad?...  (Con  honda  desesperación. 
Levanta  las  manos  a  la  altura  de  sus  ojos  y  las 
contempla  horrorizado.)  ¡  Y  han  sido  mis  manos 
que  te  acariciaron!...  ¡Mis  manos,  que  te  aca- 
riciaron, han  podido  matarte  !...  (Estrujando  con- 
vulsivamente con  la  mano  derecha  la  mano  asesi- 
na.) ¡Maldita!  ¡Maldita!...  ¡Asesina!  (Se  ha 
levantado  con  un  gran  esfuerzo,  agarrándose  al 
sofá,  del  que  se  aparta  horrorizado.  Se  vuelve  a 
mirar  por  la  habitación,  se  fijan  sus  ojos  en  las 
armas  del  bargueño.  Coge  un  puñal  después. 
Murmura  palabras  entrecortadas.  Contempla  un 
instante  el  puñalito.  De  pronto,  con  una  mueca 
de  extraña  alegría  que  irradia  en  su  faz,  tiende 
sobre  la  mesa   la  mano  izquierda  y,   blandiendo 


EL  ÍDOLO  DE  CARNE  .  63 

el  arma  con  la  derecha,  la  apuñala  cruel,  loco, 
desesperado,  gritando:)  ¡Maldita!  ¡Maldita!... 
(Se  contrae  su  rostro,  se  nublan  sus  ojos,  se. 
tambalea.  Grita  a  la  mano,  herida  sin  piedad:) 
i  Maldita  !  ¡  Maldita  !  (Al  primer  grito  del  toco 
ha  seguido  un  tumulto  de  voces  en  el  interior  y 
golpes  en  la  puerta  de  la  izquierda.  Eugenio  calla 
un  instante.  Los  golpes  son  ya  en  la  puerta  po- 
rrazos desesperados.  Cede  la  puerta,  por  fin,  e 
irrumpen  en  la  habitación:  Pablo  Ardavín,  Car- 
mina, Martín  y  la  doncella.  Ante  el  cuadro  que 
se  ofrece  a  sus  ojos  quedan  horrorizados.  Eu- 
genio, al  verlos,  con  un  gesto  de  espanto  en  el 
rostro  desfigurado  por  el  horror,  tiende  hacia 
ellos  la  mano  ensangrentada  y  retrocede  hacia 
el  sofá  para  amparar  con  su  cuerpo  el  cuerpo  de 
Julia  Valcárcel.  Sonríe  estúpidamente.  En  sus 
ojos  brilla  una  llamarada  de  alegría.  Sus  labios 
se  abren  para  decir,  con  voz  como  un  suspiro, 
con  el  aliento:)  ¡  Chist  !  ¡Duerme!...  ¡No  la 
despertéis  !...  (Suplicante,  implorador,  angustia- 
do, cayendo  de  rodillas  ante  el  sofá,  el  rQStm 
vuelto  a  los  presentes.)  ¡  No  la  despertéis  !  Que- 
ría marcharse...  ¡Ahora  duerme!...  ¡Duerme!... 
(Se  corren  las  cortinas.) 


TELÓN 


jCIUDADANOS 
Preparadse  a  leer 


EL   PINGÜINO 

Semanario    satírico 

ZO  etm.