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Full text of "El jugador de manos : drama en tres actos y en prosa"

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ÍJb 


6017 


EL   TEATRO. 


OBRAS    DRAMÁTICAS    Y    LÍRICAS. 


I      ! 


EL   JUGADOR  DE  MANOS, 


DRAMA  EN  TRES  ACTOS  T  EN  PROSA. 


í    ! 


MADRID: 

IMPRENTA  DE  JOSÉ  RODRÍGUEZ,  CALVARIO, 

1867. 


t~ 


CATALOGO 

DE   LAS   OBRAS    DRAMÁTICAS   Y   LÍRICAS    DE   LA    GALERÍA 
EL  TEATRO. 


Al  cubo  de  los  años  mil... 
Amor  di;  antesala. 
Abelardo  y  Eloisa. 
Abnegación  y  nobleza. 
Augeia. 

Afectos  de  odio  y  amor. 
Arcanos  del  alma. 
Amar  después  de  la  muerte. 
ai  mejor  cazador... 
Achaque  quieren  las  cosas. 
Amor  es  sueno. 
A  caza  de  cuervos. 
A  caza  de  herencias. 
Amor,  poder  v  pelucas. 
Amar  por  senas. 
A  falta  de  pan... 
Artículo  por  articulo. 
Aventuras  imperiales. 
Achaques  matrimoniales. 
Andarse  por  las  ramas. 
A  pan  y  agua. 
Al  África, 
i.onito  viaje, 
fioadieea,  drama  heroico. 
Batalla  de  reinas. 
Berta  la  flamonca. 
Barómetro  conyugal. 
Bienes  mal  adquiridos, 
bien  vengas  mal  si  vienes  solo. 
Bondades  y  desventuras. 
Coiiegiá  aí  que  vena. 
Cañizares  y  (¡nevara. 
Cosas  suyas. 
Calamidades. 
Como  dos  gotas  de  agua. 
Cuatro  agravios  y  ninguno. 
¡Como  se  empeñe  un  marido! 
üou  razón  j  sin  razón. 
Como  se  rompen  palabras. 
Conspirar  con  buena  suerte. 
Chismes,  parientes  y  amigos. 
Con  el  diablo  á  cuchilladas. 
Costumbres  políticas. 
Contrastes. 
calilina. 

Carlos  IX  y  los  Hugonotes. 
Carnioli. 
Can  didito. 

Caprichos  del  corazón. 
Con  canas  y   polieando. 
culpa  y  castigo. 
Crisis  matrimonial. 
Cristóbal  Colon. 
Corregir  al  que  yerra. 
Ciem  entina, 

Con  la  música  á  otra  parte. 
Gara  y  cruz. 

dos  sobrinos  contra  un  tio. 
í>.  Primo  .Segundo  v  Quinto. 
Deudas  de  la  conciencia. 
Ooi)  Sancho  el  tsravo. 
Don  Bernardo  de  Cabrera. 
Dos  o '.listas. 
Diana  de  >an  Román. 
D.  'lomas. 

De  audaces  es  la  fortuna. 
Dos  hijos  sin  padre. 
Doñee  menos  se  piensa... 
O,  Jose.l'epc  y  Pepito, 
ü   smirlosblancos 
Deudas  de  la  honra. 
De  la  mano  á  la  boca. 
Doble  emboscada. 
El  amor  y  a  moda. 
I  lista  loca 


En  mangas  de  camisa. 

El  que  no  cae...  resbala. 

El  niño  perdido. 

El  querer  y  el  rascar... 

El  hombre  negro. 

t'.l  lin  de  la  novela. 

El  filántropo. 

El  hijo  de  tres  padres. 

El  último  vals  uc  Weber. 

El  hongo  y  el  miriñaque. 

lEs  una  malva! 

Echar  por  el  «talo. 

El  clavo  de  los  maridos. 

El  onceno  no  estorbar. 

El  anillo  del  Rey. 

El  caballero  feudal. 

]Es  un  ángel! 

El  5  de  agosto. 

El  escondido  y  la  tapada. 

El  licenciada  Vidriera. 

|En  crisis! 

El  Justicia  de  Aragón. 

El  Monarca  y  el  .ludio. 

El  rico  y  el  pobre. 

El  beso  de  Judas. 

El  alma  del  Rey  García. 

El  afaa  de  tener  novio. 

El  juicio  público. 

El  sitio  de  Sebastopol. 

El  todo  por  el  todo. 

El  gitano,  ó  el  hijo  de  las  Alpu 
jarras. 

El  que  las  da  las  toma. 

El  camino  de  presidio 

El  honor  y  el  dinero. 

El  payaso. a 

Este  cuarto  se  alquila. 

Esposa  y  mártir. 

El  pan  de  cada  dia. 

El  mestizo. 

El  diablo  en  Amberes. 

El  ciego. 

El  protegido  de  las  nubes. 

El  marqués  y  el  marquesita. 

El  reloj  de  San  Placido. 

El  bello  ideal. 

El  castigo  de  una  falta. 

El  estandarte  español  en  las  ces- 
tas africanas. 

El  conde  de  Montccristo. 

Elena,  ó  hermana  y  rival. 

Esperanza. 

El   grito  de  la  conciencia. 

lEl  autor!  ¡ El  autor! 

El  enemigo  en  casa. 

El  último  pichón. 

El  literato  por  fuerza. 

£1  alma  en  un  hilo. 

El  alcalde  de  ladroneras. 

Egoísmo  y  honradez. 

El  honor  de  la  familia. 

El  hijo  del  ahorcado. 

El  dinero. 

El  jorobado. 

El  Diablo. 

El  Arte  de  ser  feliz. 

El  que  no  la  corre  antes... 

El  loco  por  tuerza. 

El  soplo  del  diablo. 

El  pastelero  de  París. 

Furor  parlamentario. 

Faltas  juveniles. 

Francisco  Pizarro. 

Fe  eu  Dios. 

Gaspar,  Alelchor  y  Baltasar,  6  el 


ahijado  de  todo  el  n 
Genio  v  ligura. 
Historia  china. 
Hacer  cuenta  sin  la  hv 
Herencia  de  lagrimas. 
Instintos  de  Alarcon. 
Indicios  vehementes* 
Isabel  de  Mediéis. 
Ilusiones  de  la  vida. 
Imperfecciones. 
Intrigas  de  tocador. 
Ilusiones  cíe  la  vida. 
Jaime  ej  liHibuiio. 
Juan  Sin   Tierra. 
Juan  sin  Pena. 
Jorge  el  artesano. 
Juan  Diente. 
Los  nerviosos. 
Los  amantes  de  Chine 
Lo  mejor  de  los  dados, 
Los  dos  sargentos  espa 
Los  dos  inseparablí 
La  pesadilla  de  un  casi 
La  hija  del  rey  llene. 
Los  extremos. 
Los  dedos  huespedes. 
Los  éxtasis. 
La  posdata  de  una  carü 
La  mosquita  muerta 
La  hidrofobia. 
La  cuenta  del  zapatero/ 
Los  quid  pro  quos. 
La  Torre  de  Londres. 
Los  amantes  de  Teruel 
La  verdad  en  el  espejo 
La  banda  de  la  Condes* 
La  esposa  de  Sancho  el 
La  boda  de  Quevedo. 
La  Creación  y  el  Diluvfr 
La  gloria  dei  arte. 
La  Gitanilla  de  Madrid 
La  Madre  de  San  Kenu 
Las  flores  de  Don  Juan 
Las  aparencias. 
Las  guerras  civiles. 
Lecciones  de  amor. 
Los  maridos. 
L?  lápida  mortuoria. 
La  bolsa  v  el  bolsillo. 
La  libertad  de  Elorenc 
La  Archiduquesita. 
La  escuela  de  los  amigt, 
La  escuela  de  los  perdí 

La  escala  del  poder. 
Las  cuatro  estaciones. 

La  Providencia. 

Los  tres  banqueros. 

Las  huérfanas  de  la  Caí 

La  ninfa  ¡ris. 

La  dicha  en  el  bien  ajen 

La  mujer  del  pueblo. 

Las  bodas  de  Ca macho* 

La  cruz  del  misterio. 

Los  pobres  de  Madrid. 

La  planta  exótica. 

Las  mujeres. 

La  unión  enAfrica. 

Las  dos  Reinas. 

La  piedra  lilosofal. 

La  corona  de  Castlla  la 

La  calle  de  la  Montera 

Los  pecados  de  los  padr> 

Los  infieles. 

Los  moros  del  Rift. 


EL  JUGADOR  DE  MANOS, 


EL  JUGADOR  DE  MANOS. 


DRAMA    EN    TRES    ACTOS    Y    EN    PROSA. 


írreglado    hel   trances    por 


SON  ENRIQUE    GASPAR 


Estrenado    en    el    teatro    del    Principe    el    12    de    Enere    de    1867. 


MADRID. 

HíPKKffTA    ÍJE   JOSÉ   RODRÍGUEZ,    CALVARIO,   i'Ó. 

«se?. 


AL  SEÑOR  DON  FEDERICO  PASCUAL  Y  PEDRO , 


En  testimonio  de  acendrada  amistad,  dedica  esta  obra 


C:  ilwauc     C¿Ctápa%>. 


Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2012  with  funding  from 

University  of  North  Carolina  at  Chapel  Hill 


http://archive.org/details/eljugadordemanos21912gasp 


DOS  PALABRAS  Á  LOS  ACTORES. 


Todos  han  rivalizado  Vds.  en  talento  en  la  interpreta- 
ción de  este  drama,  y  al  cariño  con  que  le  han  acogido 
debo  su  éxito  indudablemente. 

V.,  Sr.  Delgado,  en  especial,  ha  sobrepujado  las  es- 
peranzas que  en  V.  tenia  fundadas,  y  siento  que  la  íntima 
amistad  que  nos  une  no  me  permita  decir  cuanto  siento,, 
por  temor  de  lastimar  su  modestia  ó  de  que  alguien  dé 
torcida  interpretación  á  mis  palabras. 

Reciban,  pues,  todos  este  público  testimonio  de  mi  gra- 
titud. 


¿nmqrue. 


PERSONAJES. 


ACTORES. 


LUISA Doña  Feupa  Díaz. 

ELENA Cándida  Dardalla. 

ALDEANA Luisa  Alvarez 

VENANCIO Don  Pedro  Delgado. 

EL  CONDE Antonio  Pizarroso. 

ALVARO Jorge  Pardiñas. 

LUCIANO Ramón  Mariscal. 

SARDANÁPALO José  García. 

JORGE Antonio  Riquelme. 

AGUADOR...  . Manuel  Córcoles. 

LUIS Luis  Ponzano. 

CRIADO Pedro  Díaz. 

ALDEANO. Juan  López  Ruiz. 

VENDEDOR Emilio  Rciz. 


La  propiedad  de  esta  obra  pertenece  á  su  autor,  y  nadie  po- 
dm  sin  su  permiso  reimprimirla  ni  representarla  en  España  y  sus 
posesiones,  ni  en  los  paises  con  que  haya  ó  se  celebren  en  adelante 
contratos  internacionales,  reservándose  el  autor  el  derecho  de  tra- 
ducción. 

Los  comisionados  de  la  Galería  dramática  y  lírica  titulada  El  Tea- 
tro, son  los   exclusivos  encargados  de  la  venta  de  ejemplares 
y  del  cobro  de  derechos  de  representación  en  todos  los  puntos. 
Queda  hecho  el  depósito  que  marca  la  ley. 


ACTO  PRIMERO, 


Plaza  pública  en  Aranjuez.  Á  la  izquierda,  en  primer  término,  la 
fachada  de  una  taberna.  En  segundo  de  la  izquierda,  un  árbol 
corpulento  rodeado  de  maleza,   con  un  banco  rústico  al  pie. 


ESCENA  PRIMERA. 

SARDANÁPALO,    un    AGUADOR,     curiosos    y    VENDEDORES. 

Vend.  1. "(Pregonando.)  Á  la  buena  rosquilla! 

Vend.  2.°  ¡Barquillero! 

Aguador.  Agua  y  azucarillos.  ¿Quién  quiere  agua? 

Sard.        Eche  usted  un  vaso,  tio  Mateo. 

Aguador.  ¡Hola¡  ¡Tú  por  aquí,  Sandanápalo! 

Sard.  ¿Qué  hemos  de  hacer!  He  venido  con  mi  patrón  para 
ver  de  ganar  algunos  cuartos. 

Aguador.  ¿Quieres  merengues?  (sirviéndole oí  agua.) 

Sard.       Gracias,  tio  Mateo;  el  dulce  me  empalaga  el  bolsillo. 

Aguador.  ¿Y  tenéis  esperanzas  de  hacer  buen  negocio? 

Sard.  La  permanencia  de  la  corte  en  Aranjuez  favorece  nues- 
tra empresa.  Por  otra  parte,  la  fortuna  no  me  abando- 
na jamás...  Todo  es  placer  y  contento  al  lado  mió:  con 
razón  me  npellidan  el  niño  de  la  casualidad. 

Aguador.  Y  por  qué  te  apellidan  así? 


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—  40  — 

Sard.       Porque  mi  vida  es  una  prolongada  serie  de  equivoca- 
ciones siempre  favorables.   Como  dice  mi  patrón,  be 
nacido  bajo  la  influencia  del  más  protector  de  los  sig- 
nos del  Zodiaco:  el  signo  de  Capricornio. 
Aguador.  ¿Y  tanta  es  tu  suerte? 

Sahd.  Juzgúelo  usted  mismo.  En  primer  lugar  vine  al  mundo 
burlando  las  esperanzas  de  mis  padres,  que  deseaban 
una  niña.  Ya  es  una  casualidad  entrar  en  él  pertene- 
ciendo al  número  de  los  Adanes  contra  la  voluntad 
paterna. 
Aguador.  Efectivamente. 

Sard.        P asemos  por  alto  los  primeros  favores  de  la  fortuna,  y 
trasportémonos  á  la  época   de  la  conclusión   de  mi 
aprendizaje. 
Aguador.  ¿Qué  oíicio  tenias? 
Sard.       El  de  mi  madre.  Planchadora  de  fino. 
Aguador.  ¿Tú  planchadora? 

Sard.       Sí,  tio  Mateo:   al  ver   mi  aptitud  para  el  trabajo,  mi 
madre  me  agregó  á  su  cohorte  de  oficialas;    pero  tuve 
la  desgracia  de  enamorarme  de  una  de  mis  colegas,  ry 
la  ingrata  me  despreció. 
Aguador.  Y  la  casualidad? 

Sard.       La  casualidad  me  libró  de  ella   casándola.   La  noticia 
de  este  casamiento  sumióme  en  la  mas  profunda  de- 
sesperación. Caí  enfermo,  y  no  pudiendo  dominar  mi 
melancolía,  determinó  suicidarme. 
Aguador.  Tú? 

Sard.       Precisamente.   Corro  al  campo,  me  encaramo  á  una 
encina,  alo  la  cuerda,  meto  el  pescuezo  en  el  lazo  es- 
curridizo, y  allá  va  mi  cuerpo  columpiándose  como  el 
péndulo  de  un  reloj. 
Aguador.  ¿Pero  no  te  moriste? 

Sard.  Creo  que  no.  La  casualidad  había  conducido  á  mi  pa- 
trón á  aquellos  lugares  á  celebrar  su  natalicio  con  al- 
gunos camaradas,  y  al  ruido  que  produjo  mi  cuerpo  al 
desprenderse,  voló  en  mi  ayuda  dando  con  su  navaja  á 
mi   cuerda  el  golpe  que  estaba  reservado  á  una  exce- 


— 11  — 

lente  magra  de  solomillo. 

Aguador.  Bien  por  Venancio! 

Sard.  Entre  los  circunstantes  se  encontraba  un  médico,  un 
dentista  ambulante ,  quien  al  reconocerme  me  dijo: 
«Muchacho,  acabas  de  salvarte  la  vida:  á  no  habeite 
apretado  el  gaznate  hubieras  muerto  indefectiblemente 
de  una  angina  pustulante  que  padecías,  y  que  la  soga 
se  ha  encargado  de  resolver  » 

Aguador.  ¡Qué  casualidad!  ¿Y  desde  entonces  te  hallas  á  las  ór- 
denes de  Venancio? 

Sard.      Justo.  En  calidad  de  ayudante. 

Aguador.  Pero  por  dónde  anda  tu  patrón? 

Sard.       En  la  taberna,  dando  academia  gratis  á  los  criados. 

Aguador.  ¿Á  los  criados? 

Sard.  Sí.  Les  dice  la  buenaventura.  Es  un  recurso  para  que 
hablen  y  le  pongan  al  corriente  de  las  interioridades  de 
sus  amos. 

Aguador.  Pues  qué,  ¿los  ricos  también  se  dejan  echar  las  cartas? 

Sard.  En  Madrid  no;  pero  en  el  campo  sucede  con  frecuen- 
cia; y  si  puede  uno  pillar  al  vuelo  su  nombre,  se  les 
encaja  en  tono  de  predicción  cuanto  acaba  de  revelar 
la  charlatanería  de  sus  criados.  Tio  Mateo,  voy  á  pre- 
pararlo todo  para  «1  espectáculo.  (Se  dirige  á  la  mesa.) 

Aguador.  Pues  buena  suerte,  (pregouando.)  Agua  y  azucarillos!  (Se 

confunde  entre  la  multitud.) 

ESCENA  II. 

DICHOS,  ALVARO,   LUIS  y  JORGE. 

Alv.  Por  aquí,  Jorge,  por  aquí. 

Jorge.  No  será  fácil  vernos  libres  de  la  turba. 

Luis.  Sin  embargo,  aquí  se  respira  mejor. 

Alv.  Y  qué  ocurrencia  ha  sido  la  de  veniros  á  Aranjuez? 

Jorge.  La  de  honrar  los  funerales  de  tu  vida  de  soltero. 

Luis.  (á  Áu-aro.)  ¿Pero  positivamente  te  casas? 

Alv.  Croo  que  sí,  aunque  no  me  atrevo  á  asegurarlo. 


—  42  — 

Luis.       ¿Y  quién  es  ella? 

Jorge.      Nada  menos  que  su  prima,  la  incomparable  hija  del 

Conde  de  Solibar.  Un  millón  de  dote  y  un  par  de  ellos1 

en  perspectiva. 
Alt.        Es  todo  lo  que  se  llama  un  buen  partido.  Ya  era  tiempo 

de  que  la  reconciliación  entre  mi  tio  y  yo  se  llevase 

á  cabo. 
Sari».       Ya  está  todo  dispuesto.  Vamos  á  recibir  órdenes.  (Enu-a 

en  la  taberna.) 

ESCENA   III. 

ALVARO,  JORGE,   LUIS,  y    al  final  8ARDAIÚPAL0. 

Luis.  ¿Una  reconciliación!  ¿Luego  estabais  desunidos?  ¿Y  que 
causa... 

Alv.  El  orgullo.  Mi  madre,  hermana  del  Conde,  casó  con  un 
hombre  de  oscura  cuna  y  su  matrimonio  le  granjeo  la 
enemistad,  el  odio,  y  hasta  la  persecución  de  su  fami- 
lia. Á  su  muerte  mi  tio  mostróse  menos  severo,  y  hace 
diez  y  ocho  meses,  al  perder  á  mi  padre  me  escribió 
ofreciéndome  su  amistad  no  desmentida  hasta  entonces. 
Careciendo  de  heredero  en  quien  perpetuar  su  nombre, 
podría  concediéndome  la  mano  de  Elena,  obtener  la 
autorización  para  trasmitírmele,  y  entonces  siempre  os 
honraría  mas  la  amistad  del  Conde  de  Solibar  que  la  de 
Alvaro  Paredes,  y  tres  millones  de  capital  sonarían 
mejor  que  treinta  mil  duros  de  deudas. 

Jorge.      ¿Pero  el  Conde,  si  mal  no  recuerdo,  tiene  otro  sobrino! 

Alv.  Sí;  Luciano  de  Vargas,  un  aprendiz  de  diplomátícc 
agregado  á  la  embajada  de  Rusia.  No  temáis,  es  poco 
afecto  al  matrimonio,  rara  vez  se  ocupa  de  él  su  familia. 

Luis.  Ademas  que  si  Alvaro  consagra  á  Elena  su  amor  ser,'- 
indudablemente  porque  creerá  ser  correspondido. 

Alv.         Sin  que  esto  arguya  presunción,  creo  que  sí. 

Jorge.  ¿Y  piensas  que  el  consentimiento  de  tu  prima  será  su- 
ficiente para  contrarestar  las  discordias  pasadas? 

Ai.v.        Sin  duda.  Tú  no  puedes  formar  idea  exacta  del  delirk 


—  lo- 
que la  condesa  tiene  por  su  hija.  No  sosiega,  no  vive 
sino  para  ella.  No  hay  título,  fortuna  ni  dicha  en  el 
mundo  que  no  esté  dispuesta  á  sacrificar  por  Elena.  ¿De 
qué,  pues,  depende  mi  bienestar?  del  consentimiento 
de  mi  prima?  Le  obtendré  espontáneamente,  ó  sabré 
arrancársele  á  viva  fuerza. 

Luis.        ¡Demonio!  Me  asustas. 

Jorge.      ¿Qué  harías? 

Alv.  Lo  que  vosotros,  loque  cualquier  hombre  enérgico  co- 
locado entre  la  fortuna  y  la  ruina,  entre  la  considera- 
ción y  la  vergüenza.  Acostumbrado  á  vivir  en  el  lujo  y 
los  placeres,  no  puedo  someter  mi  carácter  al  trabajo  y 
la  miseria.  Ellos  me  han  llamado  cuando  me  encontra- 
ba al  borde  de  un  abismo,  me  han  dejado  asirme  á  una 
rama  salvadora,  y  ahora  me  encuentro  como  el  náufra- 
go á  quien  un  hombre  tiende  su  mano,  que  se  salva  ó 
sumerje  consigo  al  que  le  auxilia. 

Sard.      Ya  viene  mi  amo.   Convoquemos  la  asamblea.  (Coge  u 

trompeta  y  toca  con  fuerza.) 

Jorge  y  Luis.  Eh!  ¿Qué  es  eso? 

ALV.  Calla,  imbécil.  (Á  Sardanápalo.) 

Sard.  ¡Imbécil!  Sí,  señor;  callaré  cuando  concluya, 

Alv.  ¿Se  burla  de  mí  este  tuno? 

Jorge.  Déjale  en  paz. 

Luis.  Sí,  Alvaro;  huyamos  de  este  bullicio. 

LOS  TRES.  VamOS.  (Vánse.) 

Sard.  ¡Hola!  Don  Alvaro;  no  le  gusta  á  usted  la  música  y  me 
llama  imbécil?  Pues  allá  vá  eso.  (Da  un  punto  agudo  eon  la 

trompeta,  y  termina  con  un  desentono.)  Lst&moS  en  paz.  (La 
plaza  se  llena  de  gente,  y  Sardanápalo,  agitando  una  bola  atada 
al  extremo  de  un  bramante,  obliga  á  los  curiosos  á  formar  en  dos 
filas,  dejando  á   la  vista  del  público  en  el  fondo,  la  mesa  de  pres— 

tidigitacion.)  Atrás,  señores;  que  es  muy  fácil  desnucar 
á  alguno.  Orden  y  compostura  y  silencio;  que  van  á 
verse  cosas  sorprendentes.  Sentarse,  pero  cuidado  con 
romperme  las  butacas,  porque  mi  amo  me  hará  pagar 

la  Compostura  COn  las  COStillaS.  (EL  pueblo    se    rie  y  mani- 


—  14  — 

fiesta  gran  curiosidad,  que  Sardanápalo  reprime  agitando  la 
bola.) 

ESCENA  IV. 

DICHOS  y  VENANCIO,  que  sale  de  la  taberna  vestido  de  titiritero,  y  va  á  co- 
locarse detrás  de  la  mesa,    adoptando  en    toda  la  escena    la  entonación   y  el 
gesto  de  un  charlatán. 

VEN.  Insolente!  (Pegándote  un  puntapié.) 

SARD.  ¡Ay!  (Huyendo.) 

Ven.  Aquí,  Sardanápalo.  Hé  aquí  la  segunda  edición  corre- 
gida y  aumentada  del  célebre  emperador  romano.  Sar- 
danápalo es  su  nombre;  nació  sin  padres,  visitó  La 
Picardía,  recibió  un  curso  de  merodeo,  bachilleróse  en 
las  almadrabas,  es  doctor  en  latrocinio  y  pillologia,  y 
y  está  condecorado  con  la  cruz  de  la  legión  de  Ceuta. 

(El  pueblo  rie  siempre  que    cree  entrever    alguna    gracia    en    las 

palabras  de  Venancio.)  No  nos  pararemos  por  mas  tiempo 
á  considerar  los  títulos  que  le  adornan,  y  bagamos 
constar  que  si  me  presento  aquí  ante  ustedes,  no  es 
para  que  contemplen  en  mí  á  uno  de  los  infinitos  char- 
latanes que  ofrecen  curar  callos  y  ojos  de  pollo,  arran- 
car toda  clase  de  muelas  sin  dolor,  sean  mulares,  ca- 
ninas ó  incisivas,  bacer  desaparecerlas  arrugas  ni  ven- 
der el  bálsamo  que  conserva  la  juventud,  y  á  quienes 
podría  decírseles  con  el  sabio  de  la  antigüedad:  «Medi- 
ce  sana  te  ipsu?n.» 

Sard.  El  amo  sabe  griego  y  yo  le  traduzco:  «Medice,  sana  te 
ipsum,»  Médico,  cómete  un  pisto. 

Ven.  Ahora,  señores,  voy  á  dar  á  ustedes  una  pequeña  prue- 
ba de  mi  habilidad  como  prestidigitador,  escamoteador 
ó  jugador  de  manos,  y  con  la  sola  ayuda  de  estos  cubi- 
letes, de  los  cuales  el  primero,  se  llama  pasa;  el  segun- 
do, contrapasa,  y  el  tercero,  invisible.  (Juega  con  los  cubi- 
letes.) Escamotearé  delante  de  ustedes,  motas  microscó- 
picas, pelotas  de  baqueta,  y  basta  al  mas  borrico  de  la 

reunión.  (Risas.) 


—  15  — 

Una  Ald.  Vamonos,  Antonio. 

Ald.        Déjame  ver  á  quién  escamotea. 

Ven.  Reconozcan  ustedes  bien  estos  cubiletes  de  plata  maci- 
za, acabados  de  salir  de  la  fábrica  de  Martínez.  (lo«  agi- 
ta con  la  vara   quo  tiene    en    la   mano.)    Nada  en  el    primero, 

Dada  en  el  segundo  y  el  tercero  vacio.  Pero  tomo  unos 
polvos  de  perlimpHmplim  chisve  catalami,  y  aquí  está  la 
madre,  (Sacando  pelotas.)  aquí  está  la  hija  y  aquí  la  tata- 
ranieta.  (Saca  una  pelota  enorme.)  Y  si  aun  queremos  mas, 
sin  necesidad  de  cubiletes  y  con  solo  tomar  una  por 

aquí,  Otra  por  allá,  (Fingiendo  engerías  en  el  espacio.)  J'O  les 

diré:  Parafaragaramus,  creced  y  multiplicaos,  y  llove- 
rán sobre  vosotros  mas  pelotas  que  maná  sobre  los  is- 
raelitas. (Se  lleva  las  manos  á  la  cabeza  y  deja  escapar  infinidad 
de  ellas:  el  pueblo  aplaude.) 

A4.D.        (Gritando.)  ¿Y  el  mas  borrico  de  la  reunión? 

Ven.  No  impacientarse :  soy  al  momento  con  usted.  Pero 
mientras  llega  este  último  golpe,  que  reservo  para  el  fin 
del  espectáculo,  bueno  será  que  sepan  ustedes  quién 
soy  yo.  Me  llamo  Venancio  Garcia,  y  soy  el  único  en  el 
mundo  de  este  apellido.  Deseoso  de  ensanchar  el 
círculo  de  mis  relaciones,  he  recorrido  el  globo,  traba- 
jando delante  del  tamborlan  de  Persia,  del  czar  de  Ru- 
sia y  del  rey  de  Túnez,  obteniendo  de  este  el  favor  de 
una  sonrisa. 

Sabd.  Sí,  señores;  mi  amo  ha  obtenido  una  sonrisa  del  buey 
Atunez, 

Ven.  Desde  allí  he  partido  para  Pequin,  la  China,  donde  los 
habitantes  andan  boca  abajo  por  razón  de  la  redondez 
de  la  tierra,  y,  gracias  á  mis  viajes,  he  adquirido  de 
un  célebre  zahori  el  secreto  que  poseía  Faraón  prime- 
ro, rey  de  Egipto,  para  leer  el  destino  con  la  ayuda  de 
cuarenta  cartas.  Yo  quiero  darles  á  ustedes  lo  que  vale 
mas  que  el  oro  y  la  plata,  el  conocimiento  del  porvenir 
o,  lo  que  es  lo  mismo,  la  ciencia  de  la  quiromancia,  la 
nigromancia  y  la  carrr...tomancia.  Yo  diré  á  todos 
juntos,  y  á  cada  uno  en  particular,  su  pasado,  su  pre- 


—  IG- 
sente  y  su  porvenir;  cuanto  tenga  relación  con  sus 
asuntos,  la  dicha  que  le  espera,  la  emboscada  que  se  le 
tiende,  el  amigo  que  le  engaña,  la  herencia  que  ha  de 
percibir.  Yo  diré  á  los  mozos  el  número  de  la  quinta; 
á  los  militares,  la  época  de  su  licencia;  á  las  solteras, 
si  su  marido  será  rubio  ó  moreno;  los  hijos  que  ten- 
drán á  las  casadas,  y  á  los  maridos... 

Ald."       Vamonos,  Antonio. 

Ald.        Calla,  mujer,  que  esto  me  interesa. 

Ven.  Ya  oigo  á  mas  de  uno  preguntar  el  precio  á  que  vendo 
mi  ciencia.  Voy  á  decirlo.  En  mi  casa,  calle  del  Turco, 
se  pagan  las  consultas  á  onza  de  oro;  pero  aquí  quiero 
ponerme  á  tiro  de  todas  las  fortunas,  y  no  será  una 
onza,  ni  media,  ni  cuatro  duros  lo  que  tengan  ustedes 
que  desembolsar.  Venderé  mi  talento  por  dos  cuartos. 

Sabd.  Por  dos  cuartos,  señores.  Aquí  se  da  la  sabiduría  por 
una  caja  de  fósforos. 

VEN.  (Cogiendo  una  baraja  y  avanzando  al  público.)  Quién  quiere  la 

primera  carta? 
Sard.       ¿Quién  la  segunda? 

ESCENA  V. 

DICHOS,    ALVARO,    JORGE    y    LUIS. 

Alv.        Hola,  un  titiritero!  Me  distraen  estas  cosas. 

Jorge  y  Luis.  Y  á  mí. 

Alv.        (Riendo.)  Estoy  porque  me  digan  la  buenaventura. 

LülS.  ¡Qué  Ocurrencia!  (Forman  parte  del  grupo.) 

Ven.  Ánimo;  señores:  por  dos  cuartos  nadie  puede  adquirir 
una  casa  de  campo,  y  menos  un  palacio  en  la  corte;  pero 
en  cambio  se  halla  en  posesión  de  un  consejo  saludable;  y 
como  dice  el  proverbio,  «hombre  prevenido  vale  por  dos; 
y  mas  vale  un  toma  que  dos  te  daré.»  Sométanme  us- 
tedes á  la  prueba,  y  si  no  les  digo  cuanto  han  dicho  y 
hecho  desde  su  venida  al  mundo,  palabra  por  palabra, 
hora  por  hora,  minuto  por  minuto,  rompan  la  valla, 


—  17  — 

lleguen  hasta  raí,  cólmenme  de  dicterios,  llámenme 
impostor,  hagan  añicos  mis  cartas,  y  arrójenme  á  la 
cara  los  pedazos.  Yo  perderé  mi  honor,  mi  único  tesoro, 
pero  en  cambio  harán  ustedes  un  bien  á  la  sociedad; 
librándola  de  un  embaucador,  indigno  hasta  del  aire 
que  respira. 

Ai.v.        (Á  sus  amigos.)  Tiene  aplomo  el  truhán. 

Ven.        ¿Á  quién  la  primera? 

Alv.         Á  mí.   (a p.  á  sus  amigos.)  Consultemos  á  este  sublime 

Oráculo.   (Toma  una  carta.) 

Ven.  (ap.)  ¡Malo!  Estos  quídam  me  van  á  comprometer. 
(Alto.)  Ustedes  por  lo  visto  desearán  que  les  releve  los 
secretos  del  destino  por  el  sistema  caro,  y  este  compli- 
cado juego,  exige  que  pasemos  á  esa  taberna,  teatro  de 
mis  sesiones  al  por  mayor. 

Alv.  No,  no  te  molestes.  Es  aquí  mismo,  en  voz  alta  y  por 
el  sistema  económico  como  quiero  conocerlos. 

Ven.        (Maldito  sea!)  ¿Pero  en  voz  alta? 

Alv.         (tuendo.)  Tienes  miedo  de  equivocarte? 

Luis  y  Jorge.  Sin  duda. 

Ven.        ¿Miedo  yo?  (Bajo  á  Sardánapaio.)  Los  conoces? 

Sard.       Sí. 

Ven.  Quiénes  SOn?  (Ap.  á  Sardánapalo.) 

Alv.         Vamos,  señor  agorero. 

Sard.       (ap.  á  Venancio. )  Este  se  llama  Alvaro  de  Paredes. 

Ven.  (Ap.)  Magnífico!  Conozco  sus  mañas  por  su  criado. 
(aüo  y  con  charlatanismo.)  Señores,  si  me  han  visto  uste- 
des  titubear  un  momento  ante  tal  proposición,  es  por- 
que no  entra  en  mi  sistema  divulgar  los  secretos  de 
familia  en  público,  ó  Coram  populo,  como  decia  Cicerón; 
pero  babiendo  herido  mi  susceptibilidad... 

Alv.         Basta;  yo  te  autorizo. 

Ven.  Él  me  autoriza.  Páseme  usted  su  carta,  (Tomándosela.) 
y  elija  usted  otras  dos.  Esta  es  para  el  pasado,  la  se- 
gunda será  para  el  presente,  y  la  tercera  para  el  por- 
venir. 

ALV.  (Después  de  eleg-ir  dos  cartas  y  presentándoselas  á  Venancio.) 


—  18  — 

Habla;  ya  escucho. 

Ven.        Caballo  de/CÓpas.  El  mejor  naipe  de  la  baraja.  Nos  dice 

que  el  sujeto  es  joven  y  no  mal  parecido. 
Ai.v.        No  es  poco  decir. 
Ven.         Espiritual. 

ALV.  Gracias.  (Riendo.) 

Ven.        Aunque  no  tanto  como  él  se  figura. 

Sahd.       (Chúpate  esa!) 

Ven.        Este  joven  tiene  parientes  muy  opulentos. 

Alv  .  Pero  todo  cuanto  me  predices,  no  es  muy  difr  .  el 
acertar,  pues  está  á  la  vista. 

Ven.  Electivamente.  Pero  de  fijo  le  causará  a  usted,  .rpresa 
el  que  el  mancebo  encontrándose  guapo  y,r  .se  haya 
vuelto  muy  fatuo. 

Alv.         ¡Insolente! 

Ven.        No  soy  yo,  es  la  carta  quien  lo  dicf  nade  que  ha- 

ciéndosele muy  penible  el  trab  ha  echado  en 

brazos  de  la  pereza,  adoptand'  propios  á  sus  hi- 

jos el  vicio  y  los  placeres.  A'  j  le  gusta  el  jue- 

go, le  seduce  un  buen  pal  ¡  un  sublime  adora- 

dor de  los  sátiros  y  las  ' 

Alv.        Este  ganapán  tiene  '  rrencias.  (Reprimiendo  su 

disgusto.) 

Ven.  Gracias.  Reasumiendo  el  yM  do.  Don  Alvaro  se  ha  co- 
mido todo  su  patrimonio.  (Risas.)  Veamos  el  presente.- 
Sola  de  espadas.  Carta  fatídica!  No  me  atrevo. 

Ai.v.        Habla;  te  lo  mando! 

Ven.         Es  que... 

Alv.         Lo  exijo. 

Ven.  (Ap.  á  d.  Áuaro.)  Y  si  las  cartas  dijesen  que  para  reha- 
cer su  fortuna  el  señorito  quiere  entrar  en  una  respe- 
table familia,  uniendo  su  mano  á  la  de  su  prima,  ric- 
heredera  del  Conde  de  Solibar... 

Alv.         (Ofuscado.)  ¿Cómo!  Basta:  necesito  que  me  digas... 

Ven.  (auo.)  ¿El  porvenir?  ¿Y  si  el  matrimonio  tendrá  efecto? 
Es  verdad;  hasta  ahora  solo  tenemos  noticia  del  pasado 
y  del  presente;  pero  el  futuro  pertenece  al  dominio  de 


—  19  — 

juego  caro...  y  solo  puede  leerse  por  el  diámetro  de  la 
diez  y  seisava  parte  de  una  libra  de  oro. 

Alv.  (Ap.  á  Veiiancic.)  La  tendrás:  aleja  de  aquí  á  esta  gente, 
y  dentro  de  una  hora  ven  á  buscarme. 

Ven.        No  faltaré. 

Jorge.      ¿Le  das  una  cita? 

Alv.  Sí;  necesito  saber  quién  le  ha  hecho  dueño  de  mis  se- 
cretos. (Preocupado.) 

Ven.  Levad  anclas;  largad  velas.  Levanto  mis  reales  y  me 
traslado  á  la  puerta  de  los  jardines  de  mi  alcázar." 
(Sardaiiápaio  recoge  los  bártulos.)  Vengan  todos  á  admirar 
las  maravillas  de  mi  sublime  ciencia.  Paso  al  disipador 
de  las  nieblas  del  porvenir.  ¡Marchen!  Arrr...  (sardaná- 

palo  toca  marcha  con  la  trompeta,  y  haciendo  piruetas  y  contor- 
siones se  aleja  Venancio  con  la  multitud  que  aplaude  sus  ridicu- 
las ocurrencias.) 

ESCENA  Vi. 

ALVARO,    JORGE,    LUIS,    LUISA,    ELENA  y  el  CONDE. 

Alv.        ¿Cómo  ha  podido  averiguar?... 
Conde.     Mirad,  aquí  hay  un  banco. 
Elena.     Siéntate,  mamá. 

LUiSA.         Y  tú  juntO  á  mí.  (Se  sientan.) 

Luis.        (Ap.)  Hermosa  niña. 

Jorge.      (ap.  á  Luis.)  Es  ella!  Elena!  la  futura  de  Alvaro. 

Luis.        (ap.)  Ah!  Bribón!  Recibe  mi  enhorabuena. 

ALV.  ¡Queridos  tíos!   (Acercándose  a  ellos.) 

Conde.     ¡Alvaro! 

Alv.  El  mismo  que  se  despide  de  estos  señores  para  consa- 
grarse á  ustedes.  (ap.  á  Joige  y  á  Luis.)  Dejadme;  luego 
nos  veremos,  (jorge  y  Luis  saludan  y  se  vau.)  Se  halla  us- 
ted indispuesta?  (Á  Luisa,) 

Luisa.      No. 

Elena.  Sí,  Alvaro;  se  ha  empeñado  en  venir  á  Aran/juez  para 
darme  mía  sorpresa,  según  dice,  y  mamá  necesita  de 
mucho  reposo.  Cso  es  no  tener  juicio,  y  si  lo  repites  me 


—  20  — 


Lu:sa. 
Conde . 
Alv. 
Luisa. 


Todos. 
Luisa. 

Alv. 
Conde . 
Elena . 
Luisa. 

Todos. 
Luisa. 

Alv, 

Conde. 

Luisa. 


Elena. 


Luisa. 


Elena. 
Luisa. 


veré  en  la  precisión  de  reñirte  y  retirarte  mi  cariño. 
¡Hija  mía! 
Elena  tiene  razón. 

No  es  prudente  con  este  sol  canicular. 
Reñidme  todos.  No  temáis  por  mi  salud.   Soy  tan  feliz 
con  vuestros  cariñosos  halagos,  que  nada  turba  mi  cal- 
ma, nada...  mas  que  mi  sueño... 
Un  sueño! 

Mal  dije:  no  es  solo  durante  la  noche  cuando  esa  idea 
se  apodera  de  mí... 
(Ap.)  ¿Qué  querrá  decir? 
Explícate. 
¡Ay!  me  das  miedo. 

Pues  bien,  hay  momentos  en  que  me  parece  ver  á  mi 
hija  inanimada,  muerta  delante  de  mí. 
¡Muerta! 

Sí;  creo  verla  exánime  en  los  primeros  meses  de  su 
existencia,  tendida  sobre  su  cuna  de  mimbre. 
Es  raro! 

No  es  sueño...  no  ¡recuerdo  triste! 
Entonces  mi  sangre  se  agolpa  violentamente  á  mi  ce- 
rebro; mil  ideas  confusas  se  agitan  en  mi  mente,  deli- 
rante, loca,  corro  al  cuarto  de  mi  Elena,  me  abalanzo 
á  su  cama,  y  al  verla  dormir  tranquilamente  con  la 
sonrisa  en  los  labios,  bendigo  á  la  Providencia  que  me 
deja  colmarla  de  caricias. 

¡Oh!  De  hoy  en  adelante  no  sufrirás  semejante  tortura. 
Mi  cuarto  será  el  tuyo;  me  dormiré  entre  tus  brazos,  y 
cuando  el  insomnio  se  apodere  de  tí,  yo  estaré  á  tu  la- 
do para  devolver  con  un  boso  la  calma  á  tu  espíritu. 
Sí,  sí;  y  en  el  silencio  de  la  noche  me  dirás  tus  pensa- 
mientos mas  íntimos,  y  acaso  te  resuelvas  á  confiarme 
el  secreto  de  tu  corazón.  ¿Su  secreto? 
No  adivino... 

Mejor  dicho,  nada  tienes  que  revelarme,  porque  du- 
rante tu  sueño  me  has  abierto  tu  alma.  Tus  labios  han 
arrojado  una  confesión  que  yo  he  recogido,  y  no  hay 


—  21  — 

para  qué  repetirme  «Le  amo,  le  amo.» 

Eleva.     ¿Yo,  yo  he  dicho...  No,  no  es  posible. 

Alv.         ¡Elena! 

Conde.    ¿Ama  en  secreto? 

Luisa.      Á  uno  de  nuestra  familia. 

Elena.     ¿Cómo?  Le  he  nombrado  también? 

Alv.        (con  alegría.)  ¿Conque  es  mi  pariente? 

Luisa,  (á  Elena.)  Sí;  hace  mas  de  un  mes  que  me  dijiste  su 
nombre,  confidente  también  de  sus  amorosos  secretos, 
he  abusado  de  vuestra  confianza;  y  si  me  he  decidido  á 
contrarestar  las  fatigas  de  este  pequeño  viaje,  ha  sido 
porque  tenia  la  seguridad  de  encontrar  aquí  á  tu  que- 
rido primo. 

Elena.     Él  aquí? 

ALV.  (Ap.)  ¡Sil  primo!  (Con  alegría  marcada.) 

Luisa.      Yo  misma  le  escribí  á  Rusia. 
Cosde.     ¿Cómo?  Es  Luciano? 
Luisa.      Sí,  Luciano. 

ALV.  (Ap.  con  furor.)  Él! 

Luisa.      Ama  á  Elena  y  le  protejo.  Perdóname,  Arturo;  y  tú 

también,  hija  mía,  si  hice  mal... 
Elena.     ¡Qué  buena  eres! 
Alv.        (Necio  de  mí!) 
Conde.    (¡Casarla!  ¿Cómo  sin  revelarle  á  Luisa  el  secreto  de  su 

nacimiento?) 
Elena.     Pero  tú  decias  que  debíamos  encontrale  aquí,  y  no... 
Luisa.     No  temas;  ayer  se  hallaba  en  Alicante  y  no  se  habrá 

detenido. 
Elena.     No,  no  es  posible  que  venga  tan  pronto. 
Luisa.      ¿No?  Mírale. 


Todos. 
Luc. 


ESCENA  VII. 

DICHOS  y  LUCIANO. 

¡Luciano! 

¡Tios!  ¡Elena!  ¡Dios  mió!  ¡Qué  pálida  estás! 


20  

El.ENA.       La  alegría,  Ja  Sorpresa...  (Echándose  en  brazos  de  su  marine.) 

¡Bendita  seas! 
Luc.        (Abracándole.)  ¡Alvaro!  Perdóneme  usted,  querido  fio, 

esta  repentina  vuelta  sin  previo  aviso;  pero  un  asunto 

de  estado... 
Conde      Es  inútil  el  fingimiento.  Sé  que  Luisa  te  ha  mandado 

venir,  y  conozco  también  la  causa. 
Luc.        Y  bien.  ¿Puedo  esperar? 
Luisa.     Sí,  consentirá...   ¿Qué  digo?    Consiente    en    vuestra 

unión.  ¿Verdad,  Arturo? 
Alv.        (Ap.)  (¡Todo  lia  acabado  para  mi!) 
I. lisa,      (ai  Conde.)  ¿No  respondes?  ¿Dudas? 
Luc.        (ap.)  ¡Dios  mió! 
Conde.     Escucha,  Luisa,  escucha,  hija  mia;  bien  sabéis  que   mi 

mas  ardiente  deseo  es  labrar  vuestra  ventura;  pero  ese 

matrimonio... 
Elena.     ¿Y  bien? 

Luisa.      Acaba:  me  pones  en  tortura. 

Conde.     Un  obstáculo,  que  creo  desaparecerá,   se  opone  á  reali- 
zarlo por  ahora. 
Todos.     ¿Un  obstáculo? 
Luisa.      Tu  sola  voluntad  es  suficiente  para  disponer  de  la  mano 

de  tu  hija. 
Conde.     Es   preciso  consultar  con  Luciano,  él  mejor   que  yo 

podrá  decidir  en  este  asunto. 
Luc.        ¿Yo? 

Alv.        (ap.)  Es  extraño.  Fuerza  será  inquirir... 
Luc.        No  teman  ustedes.  Sí,  como  dice  el  Conde,  depende  de 

mí  esta  unión,  estoy  dispuesto  á  cualquier  sacrificio. 

Elena  será  mía. 
Elena.     Mamá,  vamos  á  recorrer  los  jardines.  Acaso  el  paseo 

te  sea  provechoso. 
Luisa.      Te  entiendo.  Vamos. 
Alv.        (ap.)   ¿Un  obstáculo?  En  mi  pecho  brota   de  nuevo  la 

esperanza. 
Luisa.      Vienes,  Alvaro? 
Alv.        Lo  siento;  pero  un  asunto  perentorio  me  lo  impide. 


—  2o  — 
Luisa.      Ven,  Elena. 

ELENA.       AfJiOs!   (Vánse  Luisa  y  Elena.) 

Alv.         Señoras!  (Saindando )  Yo  rasgaré  ese  veló,  (váse.) 
ESCENA  VIII. 

El    CONDE    y    LUCIANO. 

Lúe.        Solos  eslamos:  hable  usted. 

Conde.     Mas  tarde;  luego;  en  mi  casa. 

Luc.         Nadie  nos  oye.  Mi  impaciencia...  (Se  sientan  en  el  tonco  y 

miran    alrededor.! 

Conde  .  Pues  lo  quieres,  sea.  Luciano,  no  soy  yo  quien  se  opone 
á  tu  enlace  con  mi  luja;  es  el  respeto  debido  á  lu  nom- 
bre, las  severas  tradiciones  de  familia,  la  voluntad,  en 
fin,  de  tn  padre,  quien  levanta  entre  ambos  una  insupe- 
rable valla. 
Luc.  No  comprendo... 

Conde.     «Hijo  del  marqués  de  Elorza,»  te  diría  tu  padre,  «lú  no 
puedes  unirte  á  una  mujer  cuya  nobleza  no  sea  iguai 
á  la  luya.» 
Luc.  Á  la  cual  podría  contestarle  que  Elena  lleva  su  apellido, 

y  que  la  misma  sangre  circula  por  nuestras  venas. 
Conde.     ¿Y  si  Elena  no  fuese  mi  hija? 
Luc         ¿Cómo?  no  es... 

Conde.     No:  se  llama  Juana  Vidal,  y  su  madre  fué  una  desven- 
turada mujer  recogida  caritativamente  en  mi  quinta  de 
Zuera.  Allí  llegó  hambrienta,  combatiendo  el  frió  y  su 
enfermedad,  con  esa  niña  de  tres  meses  entre  los  bra- 
zos.  Entregóme  sus  documentos,  y  por  ellos  supe  que 
venia  de   Huesca,  que  se  llamaba  Juana  Ruiz,  y  que 
era  esposa  de  Santiago  Vidal.  Esforzóse  en  persuadir- 
me que  acababa  de   perder  á  su  esposo.  Poco   después 
mi  mayordomo  me  reveló  su  secreto,  y  comprendí  que 
aquella  desdichada  iba  huyendo  con   un   ángel  de   la 
vandálica  tiranía  de  su  marido. 
Luc.         ¿Pero  cómo  ha  podido  la  condesa  tributar  ese  delirante 


24  

cariño  á  una  persona  que  no  es  su  luja? 
Con  de.     Porque  Luisa  lo  ignora  todo. 
Lie.         ¿Cómo  es  posible? 

Conde.     Tres  meses  antes  de  los  acontecimientos  de  mil  ocho- 
cientos cuarenta  y  ocho,   vino  al  mundo   mi    Elena. 
Aquellas   revueltas  políticas,  que  ocasionaron  mi  pri- 
sión,  y  el  verme  sometido  á   un    consejo   de  guerra, 
trastornaron  la  razón  de  mi  pobre  esposa,  que  al  dar  el 
pecho  á  su  hija  se  convirtió  sin  saberlo  en  instrumento 
de  su  muerte.  Libre  al  íin  de  mis  cadenas,  y  cuando  me 
disponía   á  estrechar  entre   mis  brazos  á  aquellos  dos 
seres  tan  queridos,  me  vi  separado  del  uno  para  siem- 
pre y  privado  de  las  caricias  del  otro.   Un  recurso  há- 
bilmente empleado  por  nuestro  médico  volvió  la  razón 
á  Luisa,  que  al  despertar  de  su  letargo  solo   tuvo  un 
pensamiento  lijo:  su  hija  Elena.  Temerosos  de  que  la 
fatal  noticia   de  su  pérdida  destruyese   nuestra  obra, 
apenas  sabíamos  qué  resolver,  cuando  la  Providencia 
vino  en  nuestra  ayuda.   Juana  con   su  niña   discurría 
por  el  jardin;  mi  esposa  al  verla  lanzó  un  grito,  corrió 
hacia  ella  y  arrebatándosela  de  entre  los  brazos  empezó 
á  besarla,  llamándola  cariñosamente  Elena.  Juana  qui- 
so hablar;  pero  compré  su  silencio  á  trueque  de  la  for- 
tuna de  su  hija;  y  á  los  pocos  días  dejaba  de  existir 
aquella  mártir,  encargándome  por  única  condición   de 
la  custodia  de  un  cofrecillo  que   entregaré  religiosa- 
mente á  Elena  en  su  dia.  Al  momento  vendí  mi  quinta; 
despedí  á  mis  criados  y  me  trasladé  á   la  corte  sin 
dejar  en  Zuera  mas  que  dos  cómplices  de  mi  secreto, 
el  doctor  y  mi  mayordomo,  de  los  que  ninguno  existe 
ya.  Dios  no   me  ha  concedido  otro  hijo  para  reparar 
mi  falta,  y  la  salud  de  Luisa  me  ha  obligado  á  presen- 
tar á  Elena  en  el   mundo  como   ia  única  heredera  de 
los  Condes  de  Solibar. 
Lee.        Pero  su  padre,  ese   Santiago  Vidal,  puede  reclamarla 

algún  dia. 
Cois-de.    No;  porque  al  separarse  de  su  mujer  ignoraba  que  pu- 


—  25  — 

diera  ser  padre.  Ahora  ya  conoces  el  obstáculo  que  te 
separa  de  ella. 

Llc.  ¿Y  qué  me  importa  su  familia?  Yo  no  amo  á  Elena  ni 
por  su  rango  ni  por  su  nombre. 

Conde.  Y  si  la  doy  el  que  la  pertenece,  el  de  Juana  Vidal, 
¿permitirá  tu  padre  semejante  alianza?  No. 

Li'c.  Acaba  usted  de  decirme  que  este  secreto  solo  á  nosotros 
nos  pertenece.  Pues  bien;  concédame  usted  la  mano  de 
Elena,  de  su  hija  iilena,  y  ni  el  orgullo  de  mi  padre  se 
sublevará,  ni  correrá  peligro  la  vida  de  la  condesa;  por- 
que yo  juro,  por  la  santa  memoria  de  mi  madre,  que 
esta  revelación  morirá  conmigo. 

Conde.  ¡Oh!  No  esperaba  menos  de  tí,  Luciano.  Gracias.  Com- 
prende que  á  tí  era  el  único  á  quien  no  podía  engañar. 
He  cumplido  con  mi  deber;  nuestros  corazones  se  en- 
tienden. Yo  acepto  ante  Dios  la  responsabilidad  del  acto 
que  va  á  verificarse.  Serás  el  esposo  de  Elena  de  Var- 
gas. La  ley  reprueba  esta  mentira;  pero  si  el  derecho 
me  condena,  la  conciencia  me  absuelve.  Vamos  á  abra- 
zar á  tu  madre,  corre  á  abrazar  á  tu  esposa,  (vánse.) 

ESCENA  IX. 

ALVARO,  saliendo  de  los  matorrales  después  de  mirar  á  todas  partes. 

Alv.  Bien  hice  yo  en  no  perder  toda  esperanza.  Conque  (Es- 
cribe en  un  papel  con  lápiz.)  Juana  Vidal,  nacida  en  Huesca 
en  mil  ochocientos  cuarenta  y|ocho!...  Elena  de  Vargas, 
muerta  en  Zuera  pocos  meses  después;  y  ningún  testi- 
go viviente  de  aquella  escena!  Bien,  me  basta.  Una  ex- 
traña, una  advenediza  á  quien  llaman  su  hija,  heredera 
de  una  inmensa  fortuna  que  compartiría  con  Luciano 
robándomela  á  mí!  Nunca.  Yo  sabré  impedirlo.  ¿Pero 
cómo?  Publicar  la  noticia  yo  mismo,  sería  conquistar- 
me el  odio  de  toda  la  familia.  Seria  preciso  buscar  á 
ese  Vidal.  ¡Él  ignora  que  es  padre!...  Yo  le  instruiría, 
y...  Según  dicen  es  un  hombre  depravado,  sin  oficio  ni 


—  26  — 

beneficio;  y  fácil  por  consiguiente  de  comprar.  Él  re- 
clamaba á  su  bija,  y  yo  recobraba  mis  derechos  á  la 
fortuna  del  conde.  Pero  estoy  delirando.  Cualquier  in- 
truso se  pondría  á  mis  órdenes  por  dinero.  Comprar 
un  hombre  es  cosa  corriente;  pero  por  malo  que  sea  un 
padre  no  se  vende  nunca.  Con  todo,  es  preciso  hacer 
algo;  semejante  mina  no  puede  quedarse  sin  explotar. 
Los  dos  están  muy  seguros  de  que  este  secreto  solo  á 
ellos  les  pertenece,  de  modo  que  si  un  hombre  hábil, 
bien  ensayado  por  mí,  se  presentase  bajo  el  nombre  de 
Santiago  Vidal,  no  despertaría  sospecha  alguna.  No, 
pero  esto  exige  ingenio,  audacia,  y  una  conciencia 
muy  negra.  ¿Dónde  encontrar  el  hombre  que  nece- 
sito? 

ESCENA  X. 

ÁLVAIiO  y  VENANCIO. 

Ven.        Presente. 

A  lv.         Ah!  ¿Eres  tú? 

Ven.  Yo  mismo,  provisto  de  mis  cuarentas  cartas,  que  re- 
presentan fases  de  la  vida  del  hombre.  Empecemos  á 
doscerrer  el  velo  al  porvenir. 

A  lv.  Basta,  basta;  te  he  mandado  venir  para  que  me  digas 
quién  te  ha  instruido  sobre  mi  conducta. 

Ven.         ¡Toma!  mis  cartas. 

Ai.v.  Creo  tanto  en  ellas  como  en  tu  sabiduría.  Acabemos  : 
antes  te  lie  ofrecido  una  onza,  dos  te  doy  si  hablas. 

Ven.  No  puedo,  señor,  no  entra  en  mi  sistema  el  vender  á  los 
criados  de  mis  clientes. 

Alv.        ¿Luego  fué  el  mió... 

Ven.  ¡Ah!  ¿Se  me  escapó!...  Pues  sí;  le  dije  la  buenaventu- 
ra, y  como  el  pobre  es  tan  hablador,  con  un  poco  de 
imaginación  por  mi  parte,  me  ha  ayudado  á  ganarme 
seiscientos  cuarenta  reales. 

Alv.        (Miráoiioie  atAntamtnte  )  Comprendo;  eres  hábil. 


Á  falta  de  cuartos,  bueno  es  el  ingenio. 
Algo  apostaría  á  que  en  un  caso  dado  no  carecerías  de 
audacia  ni  de  talento. 
No  seré  yo  quien  apueste  en  contra. 
(Ap.)  Acaso  este  es  el  hombre  que  me  falta.  Explo- 
remos su  conciencia.  (Alto.)  Traes  la  baraja? 

PreSSntS.   (Extendiendo  los  naipes  que  le  présenla  para  que  to- 
me ven.) 
NO  es  así  COmO  la  quiero.  (Se    los   toma  y    se   los    présenla.) 

Toma  una. 

¿Qué? 

Que  lomes  una  carta. 

¿Va  usted  á  darle  lecciones  á  papá? 

Tal  vez. 

Yo  las  doy,  pero  no  las  recibo. 

¿No  crees  en  el  juego  porque  posees  el  quid? 

No;  sino  porque... 

Pues  yo  voy  á  probarte  que  en  manos  expertas  sirven 

las  cartas  para  predecir  el  futuro. 
Ven.        Eso  es  muy  fácil.  Uno  dice  cuanto  se  le  antoja  sin  te- 
mor de  que  le  contradigan. 
Alv.        Para  que  creas  en  mi  predicción,  voy  á   revelarte  el 

pasado  diciéndote  quién  eres  y  lo  que  has  sido. 

Divirtámonos  un  rato. 

Toma. 

¿De  la  derecha  ó  de  la  izquierda? 

Me  es  indiferente. 

Pues  de  la  izquierda.  Y  dígame  usted.   ¿Tendré  que 

pagar  luego?  (La  toma.) 

Alv.         Al  contrario. 

Ven.        Ah!  Pues  si  es  usted  el  pagano,  me  alquilo.  Hé  aquí  la 

Carta.   (Se  la  da.) 

Alv.  Por  ella  veo  que  tienes  cuarenta  años. 

Ven.  Me  planto  en  cuarenta  y  seis,  sirven? 

Alv.  Has  nacido  en  Aragón. 

Ven.  Exactamente;  en  Madrid,  en  la  calle  de!  Burro. 

Alv.  Has  sido  casado  con  Juana  Ruiz. 


—  28  — 

Ven.  Ó  con  Maria  de  la  Paz,  que  da  lo  mismo.  , 

Alv.  Tu  mujer  murió  en  Zuera,  dejándote  una  niña. 

Ven.  Admirable...  Yo  no  he  fructificado  nunca. 

Alv.  ¿Cómo? 

Ven.  Que  he  sido  absolutamente  estéril. 

Alv.  Por  último,  tu  nombre  es  Santiago  Vidal. 

Ven.  Venancio  García,  muy  servidor  del  que  nos  paga. 

Alv.  Lo  siento;  porque  una  fortuna  brillante  le  está  reserva- 
da á  ese  bribón. 

Ven.  ¿De  veras? 

Alv.  Tanto,  que  á  buena  cueuta  no  titubearía  yo  en  antici- 
parle eStOS  mil  reales.  (Sacando  un  billete.) 

VEN.  (Queriendo  cogerle.)  ¡Ull  billete! 

Alv.        Poco  á  poco:  no  es  para  tí,  tú  te  llamas  García. 

Ven.  García  yo?  ¿Yo  García?  Miente  quien  tal  diga.  Mi 
nombre  es  Santiago  Vidal,  y  perdí  á  mí  mujer  en 
Zuera,  y  tengo  una  niña,  ó  todo  un  hospicio  si  es  nece- 
sario. 

Alv.        En  ese  caso,  te  pertenece.  (Le  da  el  billete.) 

Ven.  ¡Ylil  realazos!  ¡Cincuenta  duros!  Esto  trasciende  á  ri- 
quezas, placeres  y  vino  de  Champagne. 

Alv.        Pues  aun  quedan  veinte  mas  por  adquirir. 

Ven.        ¡Una  talega!  ¿Qué  tengo  que  bacer? 

Alv.         ¿Te  llamas  Vidal? 

Ven.        ¿Cómo  si  me  llamo?  Soy  el  fundador  de  la  raza. 

Alv.         Pues  necesito  que  acredites  tu  identidad. 

Ven.  Por  hecho.  Yo  tengo  amigos  que  jurarán  conocerme 
por  este  nombre,  y  obtendré  cuantos  documentos  ates- 
güen  mi  procedencia. 

Alv.  Marcharás  á  Huesca,  donde  te  procurarás  tu  partida  de 
bautismo  y  la  de  tu  casamiento  con  Juana,  tu  mujer. 

Ven.         ¿Y  qué  mas? 

Alv.  De  allí  te  trasladarás  á  Zuera,  y  pedirás  que  te  libren 
acta  de  defunción  de  Elena  de  Vargas,  hija  del  Conde 
de  Solibar,  en  cuya  casa  te  presentarás  después  recla- 
mando á  tu  hija,  con  quien  secretamente  ha  sustituido 
la  suya. 


—  29  — 

Ven.        Pero  este  asunto  es  grave. 

Alv.        Doblo  la  suma. 

Ven.  Entonces,  no  he  visto  cosa  mas  sencilla.  Y  dígame  us- 
ted, puedo  contar  con  garantías? 

Alv.  Te  firmaré  un  pagaré  de  la  suma  convenida  para  den- 
tro de  un  mas;  y  tú  en  cambio,  me  dejarás  elegir  mis 
armas  de  defensa  para  el  caso  de  que  trataras  de  ven- 
derme. 

Ven.  Pero,  poco  á  poco.  Ya  que  nos  hemos  quitado  la  másca- 
ra, bueno  será  que  usted  me  diga  el  interés  que  liene 
en  este  negocio. 

Alv.  El  Conde  es  mi  tío,  y  al  sustituir  con  una  extraña  á  su 
difunta  hija,  me  hace  perder  todo  derecho  á  su  herencia. 
Yo  bien  quisiera  llamarla  esposa  mía;  pero  comprendo 
que  toda  lucha  fuera  inútil,  y  elijo  el  camino  mas 
corto. 

Ven.        Comprendo:  se  trata  de  reponer  á  usted  en  su  legítima 
condición  de  heredero:  abogamos  por  una  causa  alta- 
mente moral:  mi  conciencia  está  satisfecha. 
¿Cuándo  partes? 

Al  momento.  (Da  un  agudo  silbido  y  sale  Sardanápalo.) 

¿Qué  haces? 
Pido  mi  librea. 
¿Llama  el  patrón? 

Sí;  preven  nuestro  equipaje.  Nos  dirigimos  á  Aragón, 
mi  bella  patria. 

Pues  yo  le  hacia  á  usted  de  Madrid,  señor  Venancio. 
Vidal;  llámame  Santiago  Vidal.  Entro  desde  este  instan- 
te en  posesión  de  mis  bienes,  títulos  y  cualidades;  y  to- 
mo de  nuevo  el  nombre  de  mis  antepasados,  que  no  he 
querido  profanar  en  las  plazas  públicas. 
Y  yo,  patrón? 

Tú  le   metamorfoseas:  te  elevo  á  la  categoría  de  ma- 
yordomo. 
¡Yo  mayordomo!  ¡Qué  gusto! 

Vuela.  (Váse  Sardanápalo.  ) 

(Dándole  una  tarjeta.)  Toma  rnis  señas,  mañana  recibirás 


—  30  — 

mis  últimas  instrucciones. 

Ven.  Cuente  usted  conmigo:  emprendo  la  marcha,  y  uno,  dos, 
tres,  pasa,  caigo  sobre  el  Barón;  le  presento  mi  vara 
mágica,  ie  echo  en  los  ojos  unos  polvos  de  pertimpimpim, 
le  asombro,  se  anonada,  le  magnetizo:  por  a  f aran  ara- 
mus...  Le  escamoteo  la  niña,  y  el  público  entonces... 

Alv.        Aplaude... 

Ven.        Y  paga. 

Alv.        Entendido:  tienes  talento. 

VEN.  No;  hambre.  (Con  sentimiento.   Alvaro   le   mira  con  extrañeza, 

Venancio  prorumpe  en  una  carcajada.) 

Alv         Hasta  mañana. 

VEN.  Flauta  mañana.  (Váse.    Silba     'le  nuevo.  Sale  Sardanapalo    con 

los  bártulos,   y  desaparece  con   Venancio  por  el  foro.) 


FIN    DEL     ACTO    PRIMERO, 


ACTO   SEGUNDO- 


Salón  en  casa  del  Conde.  A  un  lado  de  la  escena  una  mesa  con 
escribanía  de  plata. 


ESCENA    PPJMERA. 

LUISA,  ELENA  y  LUCIANO,  contemplando  varias  joyas. 

Elena.     Mira,  mamá,  qué  linda  es  esta! 

Luisa.  (Melancólica.)  Hija  mía,  Luciano  te  hace  un  presente  re- 
gio. (Suspira.) 

Luc.        Por  qué  suspira  usted? 

Luisa.      Por  nada. 

Luc.  No  es  cierto.  Desde  hace  quince  dias  que  todo  se  apres- 
ta para  nuestra  boda,  parece  que  está  usted  mas  triste 
que  de  costumbre. 

Luisa.      Luciano! 

Luc.  ¿Teme  usted  por  ventura  que  Elena  no  sea  feliz  con- 
migo? 

Luisa.  Nada  de  eso.  Tú,  el  mejor  de  los  hombres,  por  fuerza 
serás  el  mejor  de  los  maridos;  pero  como  tu  carrera  te 
obliga  á  vivir  lejos  de  España  y  de  nosotros... 

Luc.        No  me  había  equivocado. 


-  52  — 

Elena.     ¿Qué  dices?  (Á  Luisa.) 

Luisa.  ¿No  has  pensado  nunca  en  que  tendremos  que  separar- 
nos, Elena? 

Elena.  Sí,  mamá;  pero  Luciano  y  yo  liemos  convenido  en  que 
pasaremos  largas  temporadas  juntos  en  donde  la  suerte 
nos  conduzca. 

Lusa.  Y  ¿podré  soportar  aquellas  en  que  deje  de  estrecharle 
entre  mis  brazos?  No  sé;  pero  por  una  rara  contradic- 
ción me  siento  con  valor  para  dar  mi  vida  por  evitarte 
el  menor  disgusto,  y  no  le  tengo  para  sacrificar  á  la 
tuya  mi  ventura.  Luciano,  acabarás  por  aborrecer  á  es- 
ta pobre  madre  que  quiere  á  la  vez  entregarte  á  su  hija 
y  conservarla;  pero  debes  compadecerme,  porque  soy 
muy  digna  de  lástima! 

Ll'C  Esta  es  mi  respuesta.  (Dando  á  Luisa  una  carta.) 

Luisa.      ¿Cómo?  ¿Me  escribes? 

Luc.        Á  usted...  precisamente,  no. 

Luisa.      (Leyendo  el  sobre.)  Al  ministro. 

Elena.     ¡Mi!  ¡tu  dimisión!  (Con  alegría) 

Luc.        No  nos  separemos  nunca. 

Luisa.      Pero... 

Elena.     Gracias  por  ella,  Luciano;  gracias  por  mí! 

Luisa.  Yo  no  puedo  aceptar  este  sacrificio.  Tienes  un  nombre 
ilustre,  una  fortuna  inmensa...  ¿Quién  me  asegura  que 
mañana  no  deplorarás  el  verte  privado  de  las  altas  fun- 
ciones á  que  sin  duda  te  reserva  tu  posición?  (Luciano  ia 
toma  la  carta.)  Olvida  las  palabras  que  demasiado  expan- 
siva tal  vez  he  dejado  escapar  de  mi  corazón,  y  piensa 
que  yo  sola  puedo  sufrir,  porque  estoy  habituada  al  do- 
lor; pero  hacerte  infeliz  á  tí,  hacerla  á  ella... 

Elena,  ¿Á  mí?  Todo  lo  contrarío.  No  ambiciono  ser  embajado- 
ra; y  si  te  preocupa  el  uso  que  pudiera  dar  á  mi  ajuar, 
yo  te  prometo  ponerme  mis  mejores  joyas  y  los  encajes 
mas  costosos,  para  pasar  las  veladas  al  amor  de  la  lum- 
bre entre  mis  padres  y  Luciano. 

Luisa.  Hijos  mios,  hijos  mios;  ¡qué  feliz  me  hacéis!  En  este 
momento  no  sé  á  quién  quiero  mas  de  los  dos. 


Luc.        Quiérame  usted  tanto  como  yo  á  ella,  y  me  basta. 

Luisa.      ¿Quién  viene? 

Elena.     Es  papá.  ¡Un  abrazo!  (Yendo  á  recibirle.) 

ESCENA  II. 

DICHOS,  el  CONDE  y  ALVARO. 


Conde. 
Luisa. 
Conde. 
Todos. 
Alv. 

Elena 
Luisa. 
Conde 
Elena 

Conde 


Luc.  y 
Alv. 

Elena 

Alv. 


¡Hija  mia!   (Abrazándola.) 

¿Y  bien,  Arturo? 

Ya  están  las  dispensas  en  nuestro  poder. 
¿Sí? 

De  modo  que  cuando  gusten  pueden  los  dos  primos  dar- 
se un  título  mas  cariñoso. 
¡Luciano! 
¡Hijos  míos! 

Dentro  de  cuatro  dias  los  exponsales. 
¡Dentro  de  cuatro  dias! 

Dadle  las  gracias  á  Alvaro,  porque  él  lia  sido  quien  me 
lia  aconsejado  la  supresión  de  algunas  formalidades  inú- 
tiles. 

Elena.  ¡Querido  primo! 
Me  doy  por  satisfecho  con  haber  contribuido,  aunque 
insignificantemente,  á  vuestra  dicha. 

,    Con  todo,  mereces  nuestra  eterna  gratitud. 

¡Me  avergüenzas!  no  he  hecho  cuanto  quisiera  todavía. 

(Con  doblez. ) 


ESCENA  III. 


DICHOS   y  un  CRIADO. 


Criado  Señor  Conde. 

Conde.  ¿Qué  hay? 

Criado.  Un  hombre  pregunta  si  usía  está  visible. 

Conde.  ;A!guno  de  mis  colonos? 


—  oí  — 

Criado.    No,  señor;  es  un  hombre...  original. 

Ai.v.        (Ap.)  ¡Ali!  ¡Venancio! 

Conde.     ;.Su  nombre? 

Criado.    No  lia  querido  decirle. 

Conde.     Contéstale  que  estoy  ocupado;  que  vuelva  á  la   tarde. 

(f.i  criado  sale.)  ¿Qué  ser  misterioso  será  ese  que  quiere 

que  le  reciba  sin  darse  á  conocer? 
Luisa.     Acaso  su  nombre  te  sea  extraño. 
Conde.     No  importa;  sepa  yo  al   menos  á  quién   admito   en  m 

casa. 
Criado.    (Entrando.)  Ese  hombre  suplica   al  señor  Conde  que  Je 

reciba,  pues  es  urgente,  á  lo  que  dice,  su  comisión. 
Luisa,       Vamos,  boy  es  dia   de  gracias.  Concédele  lo  que  so- 
licita. 
Conde.     Bien,  que  entre.  (Sale  el  Criado.) 
Luisa.      Mientras  tú  hablas  con  él,  nosotros  daremos  una  vuelta 

por  el  jardín.  Tu  brazo,  Alvaro. 
Luc.        (Dando  ci  suyo  á  Elena.)  Dentro  de  cuatro  días  estaremos 

unidos  para  siempre. 
Atv.        (ap.)  Hoy  mismo  dejará  Elena  para  siempre  esta  casa. 

ESCENA  IV. 

El  CONDE  y  VENANCIO. 

Ven.        (Ap.)  Seamos  corteses.  Es  de  rigor  en  el  buen  tono. 

Conde.     (Admirado.)  Puedo  saber... 

Ven.        ¿Lo  que  me  trae  á  Madrid  y  á  esta  casa?  Sí  señor.  Es 

un  negocio  de  la  mayor  importancia  que  es  preciso  que 

resolvamos  juntos. 
Conde.     ¿Juntos? 

VEN.  JuntOS.  (Se  sienla  ) 

Conde.     ¿Eli?  (con  disgusto.) 

Ven.         Dispénseme  usted;  pero  vengo  molido   y  estos  muebles 

convidan  á  descansar. 
Conde,     (sentándose)  Acabemos. 
Ven.        Querrá  usted  decir,  empecemos. 


—  35  — 

(Ap )  ¡Qué  audaz! 

Allá  voy.  No  me  andaré  con  circunloquios,  y  le  diré  á 
usted  lisa  y  llanamente  el  objeto  de  mi  visita. 
Ya  escucho. 

Vengo  en  busca  de  una  niña. 
¿De  una  niña? 

No  tema  usted  :  mi  demanda  es  absolutamente  legíti- 
ma. Aunque  saltimbanqui,  no  soy  uno  de  esos  hombres 
desnaturalizados  que  se  apoderan  de  las  criaturitas  pa- 
ra dislocarlas  y  exhibirlas  en  las  calles,  para  mayor 
esplendor  de  sus  espectáculos. 
No  comprendo  en  verdad... 

Permítame  usted  que  piense  lo  contrario,  toda  vez  que 
la  niña  que  yo  busco  se  encuentra  en  esta  casa. 
¿En  mi  casa?  (confoso.)  Aquí  no  hay  mas  que  mi  hija. 

(Levantándose.) 

(Levantándose.)  Querrá  usted  decir...  la  que  lleva  ese  tí- 
tulo. 

¡Cómo!  Supondría  usted  que  Elena... 
Tengo  mucha  educación  para  atreverme  á  desmentirle 
á  usted;  pero  usted  sabe  tan  bien  como  yo,  que  la  se- 
ñorita Elena  de  Vargas,  nacida  el  veintidós  de  enero 
del  año  mil  ochocientos  cuarenta  y  ocho,  murió  el 
veintiséis  de  marzo  siguiente,  según  lo  indica  y  com- 
prueba la  partida  de  defunción  que  tengo  la  honra  de 

presentarle  á  USted.  (Saca  un  documento.) 

(cou  espanto.)  ¿Ese  documento  en  sus  manos! 
Auténtico  y  legalizado  por  las  autoridades  de  Zuera, 
donde  falleció. 

¡Oh!  ¡Cállese  usted,  cállese  usted!...  Mi  mujer  y  mi  hi- 
ja ignoran... 

¡Ah!  si  lo  ignoran  hablaré  mas  bajo.  (Esforzando  la  voz/ 
Pero  es  preciso  que  el  padre  de  la  niña... 
¡Su  padre!  ¿Luego  vive? 
Del  todo. 

¿Vive  ese  hombre  que  lan  infamemente  abandonó  á  su 
mujer?  Y  usted  se  eoiíoce? 


Ven. 

Conde. 
Ven. 

Conde. 
Ven. 
Conde. 
Ven. 


Conde. 


Ven. 
Conde. 


Ven. 


Conde. 

Ven. 


Conde. 

Ven. 


—  56  — 

Á  fondo. 

¿Es  usted  su  amigo? 

El  mas  acendrado,  si  es  verdad  que  el  mejor  amigo  de 

uno  es  uno  mismo. 

(Anonadado.)  ¡Usted! 

Santiago  Vidal. 

¡El!  (Se  deja  caer  en  un  sillón.) 

He  sido  un  bribón,  un  ganapán,  un  desalmado,  en  fin. 
Separado  de  mi  mujer,  de  aquella  santa,  y  de  mi  hija, 
por  los  desbordamientos  de  una  vida  borrascosa,  hasta 
el  dia  en  que  el  arrepentimiento  y  la  vergüenza  han 
nublado  mi  frente...  (ap.)  ¡Qué  bien  escribe  don  Alva- 
ro y  qué  buena  memoria  tengo! 
¡Todo  ha  concluido  para  mí!  ¡Pe'rder  en  un  dia  el  fruto 
de  tantos  afanes,  de  tan  incesantes  desvelos,  de  diez  y 
ocho  años  de  amargura!...  ¡Y  tú,  Luisa,  pobre  esposa 
mia!...  Pero  si  esto  fuese  un  lazo... 
(Desconcertado.)  ¡Cómo!  ¿Qué  dice  usted? 
Digo  que  en  un  asunto  de  tantas  consecuencias,  en  el 
que  se  trata  de  la  felicidad  de  toda  una  familia,  de  la 
vida  tal  vez  de  una  pobre  madre... 
Poco  á  poco,  caballero.  No  crea  usted  que  va  á  entre- 
gar su  hija  en  manos  de  cualquier  advenedizo.  Es  muy 
justo  que  presente  mis  pruebas.  ¡Oh!  tengo  los  papeles 
muy  en  orden. 
Veamos. 

(Sacando  documentos.)  Partida  de  bautismo  de  Santiago 
Vidal,  nacido  en  Huesca  el  quince  de  junio  de  mil 
ochocientos  veinticuatro.  La  de  mi  mujer,  Juana  Ruiz, 
paisana  mia  y  cuatro  años  menor  que  yo;  acta  matri- 
monial... 

¡Sí,  sí!  ¡Horrible  realidad! 

Ademas,  la  certificación  de  mi  identidad,  librada  en 
debida  forma  por  escribano  ante  José  Perales,  carbo- 
nero, y  Atanasio  Cancela,  pescadero.  Como  usted  com- 
prenderá, un  pobre  diablo  como  yo  no  puede  tener  per- 
fumistas por  testigos.  El  último  documento  ya  le  ha 


—  37  — 


Conde. 
Ven. 
Conde. 
Ven. 

Conde. 

Ven. 


Conde. 
Ven. 

Conde. 
Ven. 


Conde. 

Ven. 

Conde. 

Ven. 

CoUDE. 

Ven. 

Conde. 
Ven. 


Conde. 


visto  uted;  es  el  mortuorio  de  Elena  de  Vargas,  (Le- 
vanta la  voz.)  que  falleció  en  Zuera  el... 
Por  piedad,  cállese  usted. 
Es  verdad,  la  condesa  ignora... 
Y  Elena  también. 
Elena,  es  decir,  Juana. 

Sí,  Juana,  su  hija  de  usted;  lo  confieso,  es  ella.  Pero, 
¿quién  lia  podido  enterarle  á  usted... 
Aquí  donde  usted  me  ve,  soy  todo  un  nigromante,  y, 
podría  contestar  que  con  ayuda  de  mis  cartas,  he  descu- 
bierto el  asilo  de...  la  niña;  pero  abusar  así  de  la  cre- 
dulidad de  usted,  seria  indigno  de  mi  nombre  y... 
Acabe  usted. 

Pues  bien,  el  que  me  ha  guiado  en  mis  pesquisas,  ha 
sido  Ignacio,  el  mayordomo  de  la  quinta  de  Zuera. 
¿Ignacio?  Ignacio  ha  muerto:  eso  no  es  verdad. 
Poco  á  poco;  yo  no  sé  mentir.  Su  mayordomo  de  usted, 
hace  siete  semanas  que  pasó  á  mejor  vida;  pero  ocho 
dias  antes  recogí  de  sus  labios  moribundos  la  confesión 
de  su  alma  timorata;  y  si  hasta  ahora  no  me  he  presen- 
tado á  usted,  ha  sido  por  esperar  á  poderlo  hacer  pro- 
visto de  todas  las  pruebas  de  mi  paternidad. 
Todo  lo  comprendo.  En  vano  seria  resistirme,  ¡Ah,  ca- 
ballero! 

(¡Me  llama  caballero!) 

Usted  puede  con  solo  una  sola  palabra  causar  la  de- 
sesperación de  toda  una  familia. 
¡Cuánto  lo  siento!  ¡cuánto! 

Por  comprar  su   silencio,   daria...    la   mitad    de  m¡ 
fortuna. 

(¡Demonio!  ¡Yes  millonario!  Pero  el  sobrinito  luego... 
¡Tateü) 

¿No  responde  usted? 

Señor  Conde,  puede  usted  creer  que  aceptaria  de  mejor 
gana  que  lo  digo;   pero  me  es   absolutamente  impo- 
sible. 
¿Exige  usted... 


—  38  — 


Ven. 


Conde. 

Ven.' 

Conde. 

Ven. 


Conde. 

Ven. 

Conde. 

Ven. 

Conde. 

Ven. 


Y  es  claro  qué  exijo.  Exijo  el  reconocimiento  de 
mis  derechos,  títulos  y  cualidades  en  presencia  de  mi 
hija. 

Pues  bien,  Elena  sabrá  la  verdad;   pero  al  menos  deje 
usted  en  su  error  á  la  pobre  madre. 
Imposible,  imposible. 
P®   qué? 

¡Toma!  porque...  porque  media  un  compromiso  formal» 
una  promesa,  un  juramento  sagrado  que...  me  lie  hech  o 
á  mí  mismo.  Es  necesario  que  la  niña  se  llame  Juana 
Vidal  para  todo  el  mundo.  Por  lo  demás,  yo  no  soy  un 
tirano  que  exija  las  cosas  al  vapor.  Le  daré  á  usted 
tiempo. 
¡Oh! 

Vendré  por  ella  dentro  de  quince  minutos. 
¡Silencio!  ¡helas  aquí! 
¿La  señora  condesa  y  su...  digo,  y  mi  hija? 
(¡Ni  una  palabra!) 
Tranquilícese  usted,  (viéndolas.)  ¡Oh!  ¡divina  criatura! 

(Las  saluda  amaneradamente.) 


ESCENA  V. 


DICHOS,    LUISA    y    ELENA. 


Elena. 
Ven. 


Luisa. 

Conde. 
Ven. 


Caballero...  (saludando.)  Creíamos  que  estabas  solo.  (Á 

so  padre.)  Si  estorbamos.. . 

Al  contrario:  yo  soy  quien  se  relira,   señorita  Elena. 

(Mirándola  de  hito  en  hito.)  Estábamos  tratando  el   señor 

Conde  y  yo  de  cierto  objeto,  de  un  precioso  objeto  que 

necesito  que  me  ceda. 

(ap.)  ¡Qué  querrá  decir? 

(Vivamente  á  Venancio.)  NOS  Veremos  mas  tarde. 

(ap.)  Traducción:    fuera  de   aquí,   (ai   Conde.)   Hasta 

dentro  de  un    CUartO  de  llora.    (Saluda  con  embarazo    á    las 

señoras.)  Señora,   señorita,  á  los  pies  de  ustedes...   soy 
su  servidor..,   manden  ustedes.,.' con  el   mayor  respe- 


10...  (Las   señoras  reprimen  una  sonrisa.)  TeilgO  el     llOllOT  de 

ser...  (Anda,  bárbaro,  cuanto  mas  quieres  pulirle,  mas 
descubres  la  hilaza.  Te  sobra  corteza,  y  al  que  no  está 
hecho  á  bragas...)  Abur.  (váse.) 

ESCENA  VI. 

El    CONDE,    LUISA    v    ELENA. 


LUISA.         (Dirigiéndose  al    Conde,  que  Se    halla  abstraído.)  ¿Qüü    eS    eSO  ' 

¿qué  te  pasa,  Arturo? 
Conde.     Nada,  no  tengo  nada. 

Luisa.      Algo  extraordinario  ocurre  entre  ese  hombre  y  tú. 
Conde.     (Ap.)   Nunca  me  atreveré  á  revelarle  tan   terrible   se- 
creto. 
Luisa.      ¿Es  la  presencia  de  nuestra  hija   la  que  te  impide  ha- 
cerme partícipe  de  tu  pesadumbre?  Elena,  déjanos. 
Conde.     No,  no  la  alejes.  La  queda  poco  tiempo  de  estar  entre 

nosotros. 
Luisa.      ¿Seria  esa  la  eausa?  No  temas;  Luciano   y  Elena  no  se 

separarán  de  nuestro  lado. 
Conde.     ¡Quién  sabe! 
Luisa.      ¡Cómo! 

Conde.  Desde  el  momento  en  que  se  casan  los  hijos,  dejan  de 
pertenecemos.  La  sana  razón  nos  aconseja,  que  desde 
este  momento  vayamos  acostumbrándonos  á  la  idea  de 
no  volverla  á  ver  por  mucho  tiempo,  aun  cuando  fuera 
para  siempre. 
Luisa.  ¡Qué  dices!  Preferiría  morir  mil  veces. 
Elena.     Mamá... 

Conde.     ¿Es  decir,  que  si  Dios  en  sus  juicios  inescrutables  nos 
privase  de  ella,   ninguna  influencia  ejercería  yo  sobre 
tu  cariño? 
Luisa.      Sí;  pero... 

Conde.  Si  ese  sueño  que  incesantemente  te  atosiga,  se  trocase 
de  pronto  en  realidad:  ¿no  tendrías  valor  para  soportar 
tu  pena,  tú,  la  esposa  amante  y  fiel,  tú,   la  madre,   la 


40  — 


Luisa. 

Conde. 


Luisa.. 

Conde. 


Luisa. 
Conde. 


Luisa. 
Conde. 


Luisa. 
Conde. 
Elena. 
Luisa. 


creyente? 

Sí,  Dios  permitiría  que  viviese  para  tí.  ¿Pero  á  qué 
complacerte  en  malirizarme  con  tales  suposiciones? 
Porque  quisiera  verle  luchar  enérgicamente  con  el  sa- 
crificio que  te  impone  el  destino  de  Elena,  y  que  para 
evitar  el  dolor  que  ha  de  causarte  una  probable  sepa- 
ración, empezases  desde  ahora  a  acostumbrarte  á  la 
idea  de  que  ella  y  tú  no  habéis  de  vivir  juntas.  Deseo 
que  puedas  decirte:  Elena  no  me  pertenece,  yo  no  ten- 
go tal  hija,  esa  visión  que  me  persigue  es  mas  que 
un  sueño,  es  un  presentimiento...  un  recuerdo  tal 
vez. 

¡Un  recuerdo! 

Sí,  Luisa;  tú  has  sufrido  una  grave  dolencia  en  otro 
tiempo;  has  tenido  largos  días  de  delirio,  durante  los 
cuales,  has  permanecido  extraña  á  cuanto  tenia  lugar 
en  torno  tuyo.  ¿Quién  te  dice  que  en  esa  época  no  ha 
podido  Elena  ser  sustraída  á  tu  ternura,  sin  que  tu  ra- 
zón se  diese  cuenta  de  ello?  ¿Quién  te  asegura  que  esta 
niña,  de  quien  los  acontecimientos  van  á  privarte,  es 
realmente  tuya? 
¡Arturo!  (Atónita.) 

¿Quién  te  prueba  que  por  ocultarte  su  muerte  la  per- 
sona encargada  de  velar  por  ella   no  la  ha  sustituido 
con  la  suya? 

(Aterrada.)  ¡Arturo!  ¡Arturo!  ¿Eso  que  dices.  . 
(Temblando.)  Es  lo  que  inventaría  en  tu  lugar,  á   fin  de 
buscar  un  paliativo  cá  tu  dolor  en  el  caso  de  una  larga 
ausencia. 

Pero...  eso  es  lo...  lo  que  inventarías,  ¿eh? 
Si. 

¡Pero  por  Dios! 

¡Impía  é  insensata  invención!  Quieres  que  yo  me  ima- 
gine á  mi  hija  muerta  cuando  la  tengo  delante  de  mí, 
cuando  la  veo,  cuando  la  hablo,  la  oigo  y  la  estrecho 
entre  mis  brazos,  contra  mi  corazón?  (La  abraza  con  fre- 
nesí.) Arturo,  note  comprendo,  no  te  comprendo. 


—  41  — 

Conde.  Pues  bien;  permanece  en  sus  brazos,  bija,  (Á  Ei«na.) 
acaricíala,  pero  dile:  «No,  no;  tu  Elena  no  ba  muerto; 
pues  que  Dios  permite  que  me  ames  hace  diez  y  ocho 
años  con  toda  la  efusión  reservada  para  ella;  tu  Elena 
vive  porque  renace  en  mí...»  (Conmovido.) 

Luisa.     ¡Dios  mió!  (Atemorizada.) 

Elena.     ¡Cómo! 

Conde,  (á  Luisa.)  ¿La  ves?  Está  animada  delante  de  tí;  ella,  por 
quien  dieras  mil  veces  tu  vida.  ¿Sientes  sus  besos  pal- 
pitar en  tus  labios?  ¿el  contacto  de  su  aliento?  Pues 
bien,  Luisa;  tu  hija  lia  muerto.  (Llorando.) 

Luisa.      Conque  ¿era  verdad?  ¿Con  que  tú...  no  eres  mi  hija? 

(Cae  en  un  sillón.) 
El.ENA.      ¡Horrible  realidad!  (Cae  en  brazos  de  su  madre.) 

Conde.  Esperaba  sepultar  conmigo  este  secreto,  y  casarla  bajo 
el  nombre  de  la  que  solo  vivió  algunos  dias;  pero  mis 
esperanzas  se  han  desvanecido;  no  me  ha  sido  posible 
callar  mas  tiempo. 

LUISA.       (Teniendo  la  cabeza  de   su  hija  sobre  ¡as    rodillas.)     ¡Ah,  Cruel! 

¿por  qué  no  habérmelo  revelado  á  mí  sola?  Sea  ó  no  su 
madre,  Elena  no  puede  temer  que  yo  le  robe  mi  carina 
para  dárselo  á  otra...  porque  no  existe.  Pero  ¿no  debo 
yo  temer  que  ella  me  prive  del  suyo  para  tributárselo 
á  la  única  que  tiene  derecho  á  llamarse  su  madre?  (mo- 

vinuenlo  de  Elena.) 

Conde.  No  lo  esperes.  Su  madre  murió  en  mi  quinta  el  mismo 
día  en  que  al  verme  libre  de  mis  cadenas  volviste  á  la 
razón. 

Luisa.      ¡Cómo!  ¿Aquella  pobre  mujer... 

Conde.     Sí. 

Luisa.  Arrodíllate  y  ruega  á  Dios  por  la  gloria  de  aquella 
santa. 

Elena.  Madre  mia,  bendice  desde  el  cielo  á  la  que  te  ha  reem- 
plazado junto  á  mí,  y  permíteme  que  la  ame  como  á  tí 
le  hubiera  amado 

Conde.  (Ap.)  ¡Dios  mió!  tú  que  has  sabido  atenuar  su  dolor  con 
un  destello  de  esperanza,  dame  fuerza  para  ocultarles 


—  42  — 

mi  llanto  y  terminar  mi  obra. 

Luisa.  (Rocobrándose.)  Arturo,  la  necesidad  de  osla  revelación, 
á  que  sin  duda  te  han  conducido  las  formalidades  de| 
acto  que  se  prepara,  ha  podido  trastornar  nuestra  ca- 
beza, pero  no  lastimar  nuestro  corazón,  Elena  seguirí 
siendo  nuestra  hija  como  hasta  hoy,  ¿no  es  cierto? 

Conde.  (Ap.)  ¡Valor!  (Alto.)  Su  madre  no  puede  venir  á  robarte 
tu  cariño;  pero  ¿qué  me  quedaría  de  él  á  mí  si  su  pa- 
dre se  presentara? 

Luisa.  ¿Su  padre?  No;  yo  te  he  oído  decir  mil  veces  que  aque- 
lla desventurada  que  murió  delante  de  mí...  era  viuda. 

Conde.  Era  solo  un  pretexto  suyo  para  explicar  su  abandono. 
Santiago  Vidal  existe,  le  he  visto. 

Luisa.      ¿Qué?¿Tú  has  visto  á  Santiago  Vidal? 

ESCENA  VII. 

.      DICHOS    y    VENANCIO. 

Ven.        ¿Quién  me  llama? 

LUISA.        ¡Él!    (Huyendo.) 

Ven.        Sí,  yo;  Santiago  Vidal. 

ELENA.       ¡Mi  padre!  (Arrojándose  en  brazos  de  Luisa.) 

Ven.        (La  acogida  no  puede  ser  menos  lisonjera!) 

Luisa.      ¿Usted...  usted...  el  marido  de...  su  madre?  ¡Mentira! 

Ven.        ¡Señora! 

Luisa.  Repito  que  es  mentira.  Mire  usted  cómo  en  lugar  de 
arrojarse  en  sus  brazos  Elena,  parece  pedirme  protec- 
ción contra  usted.  ¿Permitiría  Dios  esto  si  usted  fuese 
su  padre? 

Ven.        (¡Demonio!  ¡la  leona  se  defiende!) 

Luisa.      ¿No  responde  usted? 

Ven.  ¿Y  qué  quiere  usted  que  responda?  La  niña  no  se  ar- 
roja en  mis  brazos,  es  verdad;  pero  eso  no  prueba  que 
no  sea  mi  hija;  porque  en  cambio  se  precipita  en  los  de 
usted,  y  usted  debe  estar  bien  segura  de  que  no  es  su 
madre. 


43  — 


Luisa.      ¡Ah! 

Ven.  Ademas,  tengo  mis  pruebas.  Pregúnteselo  usted  al  Se- 
ñor Cprjde.  (Queda  VenaEcio  á  un  extremo  y  los  demás  se 
agrupan  al  oteo.) 

Luisa.      (Ap.  ai  Conde..)  Esas  pruebas  ¿las  Iras  visto? 

Conde.  (ap.  á  Luisa.)  Sí;  la  prudencia  eos  aconseja  que  le  obe- 
dezcamos. 

Luisa.  (ap.  ai  Conde.)  ¡Obedecerle!  Pero  ¿y  si  intentara  llevar- 
se á  Eleua? 

Conde  }     (ap  .  á  Luisa.)  Puede  bacerlo. 

Luisa.      ¡Cielos' 

Ven.        (¡Hablan  bajo!  ¡se  consultan!) 

Luisa.  (¡Arrebatárnosla!)  El  dolor  ha  trastornado  mis  senti- 
dos; he  procedido  mal,  lo  conozco.  Perdóneme  usted, 
perdóneme  usted,  caballero.  (Á  Venancio.) 

Ven.        ¿Cómo,  señora  condesa!  Usted  me  pide  que  la... 

Luisa.  Olvide  usted  mis  palabras;  no  sé  lo  que  he  dicho;  es- 
taba loca.  (Llorando.) 

Ven.  (conmovido  y  aparte.)  (¡Pues  no  se  pone  á  llorar  ahora! 
¡Esto  si  que  no  me  lo  esperaba  yo!) 

Luisa.  ¿No  me  contesta  usted?  (Á  Elena.)  Ven,  hija  mia,  ayú- 
dame á  suplicarle  que  me  perdone  lo  que  en  un  mo- 
mento de  delirio  haya  podido  ofender  á...  tu  padre.  Ya 
lo  ve  usted:  no  pongo  en  duda  sus  palabras;  reconozco 
todos  sus  derechos.  ¿Me  negará  usted  aun  la  gracia 
que  le  pido? 

Ves  (Mas  y  mas  conmovido.)  Señora,  ¿negarle  yo  á  usted  m 
perdón  porque  adora  usted  á  la  niña  con  toda  su  alma, 
porque  siente  naturalmente  el  saber  que  Elena  es 
mi...  que  no  es  su  hija  de  usted?  Seria  preciso  no  tener 
entrañas;  y  por  mas  que  yo  no  sea  un  santo,  no  me 
considero  tan  bribón.  , 

Elena.  ¿Y  habrá  también  gracia  para  mí,  caballero?  ¿Me  per- 
donará USted,  padre  mió?  (Arrodillándose  á  sus  pies.) 

Ven.  (Lloroso.)  (¿Qué  es,  lo  que  hace?  ¿Pues  no  se  arrodilla  á 
mis  pies  y  cruza  sus  manecitas  en  tona  de  súplica? 
Esto  va  muy  allá.  No  me  gusta  esto.) 


Elena.     ¿Guarda  usted  silencio? 

Ven.  (ap.  procurando  calmarse.)  (¡Vaya,  vaya!  ¿qué  majadería 
es  esta  de  enternecerse  por  cualquier  cosa?  ¿Qué  diría 
don  Alvaro  si  lo  supiese?)  Levántese  usted,  señorita. 
(La  levanta.)  Su  conducta  no  puede  ser  mas  natural.  Us- 
ted ha  tenido  en  la  señora  condesa  Una  madre,  una  ex- 
celente, una  santa  madre,  que  ha  velado  su  sueño  por 
muchos  años,  y  no  es  posible  olvidarla  sin  mas  ni  mas 
por  un  padre  que  la  llueve  á  usted  del  cielo. 

Lüi¿a.  Es  usted  un  hombre  honrado.  Gracias,  caballero,  gra- 
cias. Se  venga  usted  noblemente. 

Ven.  (conmovido.)  Señora,  hágame  usted  el  favor  de  no  decir- 
me esas  cosas.  (¡Demonio  de  gente!  Con  tanto  llamar- 
me hombre  de  bien,  honrado  y  buen  corazón,  acabarán 
por  hacerme  creer  que  soy  su  padre  de  veras.) 

Luisa.      Ahora  olvidemos  lo  pasado. 

Ven.        No  deseo  otra  cosa;  sí,  olvidémoslo. 

Luisa.  Ocupémonos  solo  del  porvenir.  Desde  este  momento  no 
se  separará  usted  de  nuestro  lado;  vivirá  usted  con  no- 
sotros, ¿no  es  cierto? 

Ven.        (Aturdido.)  ¡Cómo!  ¿Con  ustedes,  en  esta  casa?  ¿yo? 

Luisa.  Sin  duda:  y  al  efecto,  voy  á  ocuparme  de  la  instalación 
de  usted. 

Ven.  ¡Un  momento,  un  momento!  (Y  bien  mirado,  ¿qué  es 
lo  que  don  Alvaro  exige?  ¡qué  Elena  no  pase  por  bija 
del  Conde  para  conservar  sus  derechos!  pues  ya  lo 
tiene.) 

Luisa  .      ¿Decia  usted? 

Ven.  Yo  no...  sino  que,  naturalmente,  para  aceptar  lo  que 
usted  me  propone,  exijo  como  primera  condición  el 
pasar  á  los  ojos  del  mundo  por...  en  fin,  por  lo  que 
soy...  por  el  padre  deja  señorita  condesa. 

Luisa.      Aceptado.  ¿Y  ahora  se  resuelve  usted? 

Ven.  Ciertamente,  recibo  un  honor  inmerecido,  porque  en- 
contrarme así  de  un  salto  trasformado  de  ganapán  en 
persona  decente...  Pero  piense  usted  que  si  algún  día, 
mientras  me  estuviera'  paseando  por  el  jardín  envuelto 


en  mi  bata  y  con  mi  gorro  griego  calado,  me  sorpren- 
diera alguno  de  los...  tertulios  de  usted,  y  recordara 
haberme  visto  hacer  cabriolas  por  las  calles... 

Luisa.  Elena  es  toda  nuestra  felicidad,  nuestra  vida,  y  aunque 
Fuese  usted  un  mendigo,  compartiría  cien  veces  mi 
fortuna  antes  que  separarme  de  ella. 

Ven.        Sí,  sí;  todo  eso  es  muy  bonito;  pero... 

Luisa.      Ruégale  tú,  hija  mía. 

Elena.     Yo... 

Luisa.  Arturo,  sal  de  tu  abatimiento;  préstame  también  tu 
ayuda. 

Conde.    Es  que... 

Luisa.      Te  lo  suplico. 

Conde.  Caballero,  ratifico  cuanto  mi  esposa  acaba  de  decir. 
Dígnese  usted  aceptar  nuestra  casa  y  con  ella  nuestra 
amistad. 

Ven.  (conmovido.)  ¡Su  amistad!  ¡su  casa!  ¿Y  aun  hay  quien 
dice  si  los  ricos  son  ó  dejan  de  ser... 

Luisa,  (á  Arto™.)  Ven.  (Á  Venancio.)  Le  dejamos  á  usted  solo 
con  ella...  con  su  hija.  Piense  usted  en  su  felicidad,  en 
la  nuestra,  y  deje  hablar   á  su  corazón.  Adiós,   amigo 

mió.  (Le  da  la  mano.) 

Conde.  (Estrechándole  la  mano.)  De  usted  depende  nuestra  ventu- 
ra.  (Vánse  Laisa  y  el  Conde.) 

Ven.  Señora  condesa...  Señor  Conde...  (Enternecido.)  Estas 
gentes  tienen  una  manera  de  tocarle  á  uno  el  alma,  y 
luego  una  generosidad...  un...  Los  calumnian,  sí,  señor; 
los  ricos  tienen  buen  corazón,  muy  buen  fondo. 

ESCENA  VIH. 

VENANCIO    y    ELENA. 

Elena.     (ap.)  Nos  dejan  solos.  Apenas  puedo  sostenerme. 

Ven.        (Ap.)  (¡Vamos  á  ver  qué  la  digo  yo!)   (ofreciéndole  una 

silla.)  Siéntese  usted,  senori...  hija  mia. 
Elena.     (Ap.)  Luciano,  todo  acabó  para  nosotros. 


—  46  — 

Ven.  (Suspira!...  Se  comprende.  Tener  aun  individuo  de 
mis  circunstancias  por  autor  de  sus  dias,  no  es  lo  mas 
agradable.)  ¿Pero  qué  es  eso?  ¿No  se  atreve  usted  á  mi- 
rarme? ¿Le  causo  á  usted  miedo? 

Elena.     No,  pero... 

Ven.  Pero  está  usted  temblando?  Esta  situación  no  puede 
durar  mucho  tiempo. 

Elena.     Así  lo  creo. 

Ven.  (¡Si  es  un  cargo  de  conciencia  causarle  el  menor  dis- 
gusto!) Vamos,  hija  mia,  dígame  usted  lo  que  hacer 
me  toca  para  destruir  el  horror  que  la...  que  te  inspi- 
ro... Ya  lo  ves...  te  tuteo  y  dulcilico  mi  voz  cuanto  me 
es  posible. 

Elena.     No,  no  es  la  voz  lo  que  me  asusta. 

Ven.  Ya;  es  mi  conjunto.  La  voz  me  es  fácil  corregirla;  pero 
lo  que  es  mi  facha... 

Elena.     Tampoco  es  eso. 

Ye».  ¿Acaso  es  mi  profesión  de  saltimbanquis  lo  que  no  te 
cuadra?  Puedo  prescindir  de  ella  mañana  mismo. 

Elena.  Tendrá  usted  que  hacerlo  toda  vez  que  ha  de  permane- 
cer entre  nosotros. 

Ven.         ¿Permanecer  aquí?  Y  ¿quiéu  lo  ha  decidido? 

ELENA.  Usted  mismo  y  yo.  (Movimiento  de  Venancio.  Elena  se  apoya 
en  su  brazo.) 

Ven.  (ap.)  ¡Se  apoya  en  mi  brazo!  ¡Malo!  el  edificio  falsea 
por  la  base. 

Elena.     ¿Verdad  que  sí? 

Ven.  (Luchando  consto  mismo.)  Sin  embargo,  señorita,  ¿y  si  yo 
me  empeñase  en  conducirla  á  usted  á  su  casa  paterna? 

Elena.     Los  haria  usted  muy  desgraciados,  pero  le  seguiría. 

Ven.  (¡Diantre  de  chiquilla!  Tiene  una  dulzura  y  una  resig- 
nación capaces  de  conmover  á  un  chacal.) 

Elena.     ¿Nos  quedaremos?  (Con  mucho  mimo.) 

Ven.        (ap.)  ¡Pobrecita! — Bien,  nos  quedaremos. 

Elena.     ¡Ah!  gracias...  (Suspirando.) 

Ven.  Me  das  las  gracias  de  un  modo  que  no  parece  sino  que 
no  hago  cuanto  se  te  antoja. 


Elena.    Hay  una  cosa  que  no  puede  usted  remediar. 

Ven.  Lo  veremos:  dímelo.  Para  un  buen  eacamoteador  no 
hay  nada  imposible.  ¿De  qué  se  trata? 

Elena.     (Ruborizada.)  De  Luciano  de  Vargas. 

Ven.         Muy  señor  mío;  no  lo  conozco. 

Elena.     Es  mi  primo;  es  decir,  le  he  dado  este  nombre  hasta... 

Ven.  Sí;  hasta  la  llegada  del  agua-fiestas.  ¿Y  qué  tal?  ¿Será 
un  buen  mozo? 

Elena.    Tiene  el  corazón  mas  noble,  mas  desinteresado... 

Ven.        Comprendido;  te  ama. 

Elena.     Sí. 

Ven.        ¿Y  tú  á  él? 

Elena.     Mucho. 

Ven.  ¡Mucho!  ¡oh,  qué  hermosa  es  la  juventud!  Yo  también 
he  amado  á  tu  edad  mucho,  apasionadamente... 

Elena.     ¿Á  mi  pobre  madre? 

Ven.  ¡Ah!  sí;  á...  tu  madre.  (Héteme  condenado  á  hacer  pa- 
sar á  mi  mujer  por  su...  No  vuelvo  á  despegar  mis  la- 
bios; me  hacen  daño  estas  cosas.) 

Elena.  Luciano,  el  hijo  del  marqués  de  Elorza,  me  entregó  su 
corazón  cuando  aun  ignoraba  que  yo  era  la  hija  de... 

Ven.  ¿De  un  titiritero?  ¿Y  temes  que  al  saberlo  se  arrepien- 
ta! ¡Valiente  amor  será  el  suyo!  La  historia  nos  habla 
de  un  Pedro  el  Grande  enamorado  de  una  cantinera,  y 
no  creo  que  tu  marqués  tenga  el  paladar  mas  delicado 
que  el  czar  de  Rusia. 

Elena.  Y  aun  cuando  él  accediese  á  llamarme  su  esposa,  ¿cree 
usted  que  su  padre  daria  su  consentimiento? 

Ven.        Bueno  está  esto.  ¿Pues  no  doy  yo  el  mió? 

Elena.  Es  que  á  los  ojos  del  marqués,  un  matrimonio  desigua!, 
equivale  á  un  crimen.  Luciano  no  se  atreverá  á  opo- 
nerse á  la  voluntad  de  su  padre,  y  yo  le  habré  perdido 
para  siempre. 


-_  48  ~ 
ESCENA  IX. 

DICHOS  y  LUCIANO,  que  ha  estado  oyendo  las  últimas  palabras. 

Lie  ¡Caballero!  Yo,  Luciano  de  Vargas,  le  pido  á  usted  so- 
lemnemente la  mano  de  su  liija  Juana  Vidal. 

Elena.     ¡Él! 

Ven.  (ap.)  Vamos,  aquí  parece  que  todos  tratan  de  sobrepu- 
jarme en  nobleza  de  sentimientos.  (Dándole  la  mano.) 
Apriete  usted,  joven,  apriete  usted. 

Elena.     Padre  mió,  es... 

Ven.  Ya  me  lo  lia  dicho,  hija  mia;  y  ademas  no  soy  yo  tan 
torpe.  Señor  don  Luciano,  su  conducta  de  usted  es 
digna,  grande,  sublime,  porque  usted  no  ignora  que  yo 
soy... 

Luc.        Acaba  de  enterarme  de  todo  el  Conde. 

Elena.    Pero  tu  padre... 

Luc.  Accederá  cuando  sepa  que  su  negativa  seria  mi  muer- 
te. Sí,  Elena,  imitará  la  conducta  del  tuyo  consintiendo 
en  nuestra  unión. 

Ven.  ¡Cómo!  yo  consentir...  Poco  á  poco;  eso  es  muy  grave; 
necesito  reflexionar... 

Elena.  Sí,  sí;  medítelo  usted,  padre  mió;  pero  antes  déme  us- 
ted un  abrazo. 

Ven.        Si  andamos  abrazándonos  ya  no  lo  medito. 

LOS  DOS.   ¿Consiente  USted?    (Acariciándole.) 

Ven.  Sí,  hijos  mios,  sí;  consiento  (Ya  temia  yo  que  me  vol- 
verían del  revés  como  un  guante.) 

Lie  Ven,  Elena,  hagamos  partícipes  de  nuestra  dicha  á  los 
que  tanto  les  debes.  ¡Ah!  señor,  gracias,  gracias.  (Elena 

besa  las  manos  de  Venancio,  Luciano  se  las  estrecha  y  ambos  des- 
aparecen en  el  colmo  de  la  alegría.) 

ESCENA  X. 

VENANCIO. 

¡Besos,  apretones  de  mano!  Cada  una  de  sus  caricisa 


-  49  — 

me  parece  un  nuevo  robo  que  les  hago.  Y  ¡qué  dianlre! 
aunque  yo  consienta  en  hacer  la  felicidad  de  esas  dos 
criaturas,  ningún  perjuicio  se  le  sigue  con  ello  á  don 
Alvaro.  Le  diré  al  marqués  que  yo  no  puedo  dotar  á  mi 
hija... — ¡Vaya!  ¡pues  no  la  llamo  mi  hija  hasta  cuando 
hablo  solo!  Qué  hermoso  debe  ser  el  que  le  digan  á  uno 
padre,  de  veras.  ¡Llegar  uno  á  viejo  y  encontrarse  co- 
mo yo  solo  en  el  mundo...  ¡Es  horrible! 

ESCENA  «fVT 

VENANCIO    -¡    ALVARO. 

Alv.        ¿Y  bien? 

Ven.        ¡Ah!  ¿es  usted,  don  Alvaro? 

Alv.        ¿Cómo  va  nuestro  asunto? 

Ven.        Á  las  mil   maravillas.   Elena   ha  sid-o  reconocida  por 

Juana  Vidal  y  yo  por  su  padre. 
Alv.         Y  ¿cuándo  te  la  llevas? 
Ven.        ¿Que  cuándo  me  la...  Mire  usted...   á  eso  sí  que  no  sé 

qué  contestarle.   Tienen   una  educación   tan  esquisita 

estos  señores  de  Solibar!...   ¡No  sabe  usted...  Me  han 

convidado  á  comer. 

ALV.  ¿A  ti?  (Sorprendido.) 

Ven.  Sí,  señor,  á  mí;  y  no  crea  usted  que  por  hoy  ó  mañana, 
sino  para  siempre  y  á  su  propia  mesa. 

Alv.        ¿Pero  qué  sandeces  estás  ahí  ensartando? 

Ven.         ¡Toma!  Ensarto  la  verdad. 

Alv.        Invitarte  á  tí,  sabiendo  que  eres... 

Ven.  ¿Un  saltimbanquis?  ¡Si  usted  no  se  puede  figurar  lo 
sencillas,  lo  francas  que  son  estas  gentes!  Á  mí  me  han 
conmovido.  La  condesa  me  adora,  me  ha  dado  la  ma- 
no; el  Conde  me  ha#  llamado  su  amigo;  la  niña  no  ha 
cesado  de  abrazarme,  y  mi  yerno  me  ha  dicho  que  á 
mí  me  debia  su  felicidad. 

Alv.         ¿Tu  yerno?  ¿de  quién  hablas? 

Ven.        ¡Ah!  es  verdad:  usted  debe  iírnorarlo  supuesto  que  nada 

A 


—  50  — 

me  ha  dicho  acerca  del  asunto.  Pues  sí,  su  primo  de 
usled,  Luciano,  se  casa  con  ella.  Solo  esperaban  mi 
consentimiento  y  acabo  de  dárselo. 

Alv.         ¡Casarla!  ¡tú! 

Ven.  Yo,  casarla.  ¿No'me  ha  dado  usted  una  hija?  Pues  na- 
da mas  natural  que  el  que  yo  ejerza  mis  funciones  de 
padre. 

Alv.        Y  ¿bajo  qué  nombre  la  llevarás  al  altar? 

Ven.        Es  muy  sencillo;  bajo  el  de  Juana  Vidal. 

Alv.         ¿Y  lú  firmarás  los  contratos? 

Ven.        Si  los  padre.-;  firman,  sí  señor. 

Alv.        Y  ¿lo  harás  llamándote  Santiago  Vidal? 

Ven.        ¿Eil?  ¡cómo!  (confeso.) 

Alv.        ¿Pondrás  una  firma  falsa? 

Ven.         ¡Demonio! 

Alv.        ¿Te  seduce  sin  duda  la  idea  del  presidio? 

Ven.        ¡Por  vida  de!...  Basta,  basta;  no  quiero... 

Alv.        ¿Le  tienes  miedo,  eh? 

Ven.        Puede  que  crea  usted  que  me  gusta. 

Alv.  Pues  obedece;  porque  una  sola  palabra  mía,  puede 
abrirte  sus  puertas. 

VEN.  ¡Oh!  (Consternado  ) 

Alv.  ¿Imaginabas  por  ventura  que  te  iba  á  franquear  esta 
casa  para  que  te  tomases  el  derecho  de  instalarte  en 
ella,  y  vivir  apaciblemente  al  abrigo  de  un  título  usur- 
pado? ¿Habia  yo  de  dejarle  en  libertad  de  faltar  á  nues- 
tro pacto  para  que  me  vendieras  miserablemente  y  te 
dejases  enternecer  por  las  lágrimas  de  Elena  ó  seducir 
por  e)  oro  del  Conde?  No,  Venancio;  no  tratas  con  un 
niño  á  quien  es  fácil  engañar.  Tengo  muy  bien  toma- 
das mis  medidas,  y  no  debes  olvidar  que  obran  en  mi 
poder  compromisos  firmados  por  tí;  compromisos  cuya 
sola  presentación  bastará  para  denunciarle  como  usur- 
pador de  estado  civil,  toda  vez  que  te  has  hecho  librar 
documentos  legalizados  najo  un  nombre  supuesto,  y  te 
has  presentado  con  ellos  en  esta  casa  para  cometer  un 
rapto. 


—  51  — 

Ven.        ¡Un  rapto!  (¡Oh!  ¡qué  infame  es  este  hombre!) 

Alv.         Elige  entre  la  cárcel  ó  la  suma  que  te  ofrecí. 

Ven.  ¿Qué  he  de  elegir?...  cualquier  cosa  menos  lo  pri- 
mera-. 

Alv.        ¿Te  llevarás  á  Elena"/ 

Ven.        (contrariado.)  Me  la  llevaré.  ¡Pobrecita! 

Alv.         Hoy  mismo. 

Ven.        Cuando  usted  diga. 

Alv.        Al  momento. 

Ven.  Sea,  sí.  Convengo  en  que  me  he  dejado  llevar  del  ca- 
riño estúpidamente;  pero  como  estas  personas  tienen 
unos  modales  á  los  que  no  estoy  acostumbrado,  los  pa- 
dres con  sus  generosos  sentimientos,  el  primo  con  su 
amor,  y  la  niña  con  sus  lágrimas  y  su  vocecita  de  án- 
gel... le  digo  á  usted  que  es  preciso  ser  de  piedra 
para... 

Alv.  Pues  para  que  no  vuelva  á  suceder,  es  por  lo  que  Elena 
dejará  al  instante  esta  casa. 

Ven.  Y  ¿con  qué  cara  les  digo  yo  que  me  la  llevo  después  de 
lo  que  ha  pasado? 

Alv.  No  te  apures  por  eso.  Lo  que  no  se  tiene  valor  de  de- 
cir se  escribe. 

Ven.        Menos  mal. 

ALV.  Siéntate    aquí  y  llama.     Venancio  se   sienta  á  la  escribanía  y 

da  un  golpe  en  el  timbre.)  El  criado  hará  acercar  el  car- 
ruaje que  te  ha  traído  y  entregará  la  carta.  ¡Ah!...  dile 
que  avise  á  tu  hija. 

Crudo.    (Entrando.)  ¿Llama  el  señor? 

Ven.  Diga  usted  á  la  señorita  Elena  que  la  espero,  y  haga  us- 
ted que  me  acerquen  un  carruaje.. (Váse  el  Criado.) 

Alv.        Ahora  escribe. 

Ven.        Escribo.  ¿Pero  qué  he  de  docir? 

Alv.         Que  has  reflexionado... 

Ven.         Buenti:  «He  reflexionado...» 

Alv.        Quo  quieres  conservar  tu  independencia. 

Ven.         «Mi  independencia.» 

ALV.  Y  que  te  llevas    á  tu  hija.   (Se  pone    á    leer  distraído    qd  pe- 


—  52  — 

riódieo.) 

Ven.        Y  la  firma. 

Criado.    La  señorita  Elena.  (Anunciándola.) 

Ven.        ¡Ella!  (Dándole  la  carta  al  Criado.)  Esta  carta  para  la  seíio- 

ra  Condesa.  (Váse  el  Criado.) 

ESCENA  XII. 

DICHOS  y  ELENA. 

Elena.    ¿Me  llamaba  usted?  ¡Ah!  ¡Alvaro  aun  aquí! 

Alv.        Sí,  prima  mia;  yo  mismo  á  quien  tu  padre  (Señalando  á 

Venancio.)  acaba  de  revelar  á  la  vez  el  misterio  de  tu 

nacimiento   y   la  terrible   determinación    que  piensa 

tomar. 
Elena.  ¿Cuál? 
Ven.        (ap.)  ¡Cómo  me  encierra  el  malvado  en  un  círculo   de 

de  hierro! 
Elena.     ¿De  qué  se  trata,  padre  mió? 

ALV.  Dígaselo  USted.  (Con  fingido  sentimiento.) 

Ven.  (Infame!)  Se  trata  de...  Pero  ¡qué  demonio!  puesto  que 
usted  lo  sabe  también  y  tiene  mas  confianza  con  ella 
que  yo,  déle  usted  mismo  la  noticia.  (Compóntelas  como 
puedas.) 

Elena.      ¡Por  Dios!  expliqúense  ustedes.  ¿Qué  sucede? 

ESCENA  XIII. 

DICHOS,  LUISA  por  el  lado,  el  CONDE  y    LUCIANO  por    el    foro.     La   primera 
cod  la  carta  de  Venancio   en  la  mano. 


Luisa.      Sucede  que  ese  hombre  quiere  separarnos. 
Luc.        ¡Oh!  Elena... 
Elena.     No,  no:  imposible. 

Conde.     ¡Separarnos!  ¿"Seria  usted  capaz  después  de  las  esperan- 
zas que  nos  ha  hecho  concebir? 
Luisa.      Sí,  sí;  se  la  lleva;  toma  y  convéncete.  (Le  da  la  carta.) 


—  53  — 

Hoy  mismo,  al  instante... 

Es  muy  duro,   señor  Conde,  convengo  en  ellos...  (casi 

llorando.)  Pero  es  preCÍSO...  me  Obligan   á  ello...  (Mirando 

á  Alvaro.)  poderosas  razones. 
¿Arrebatarme  á  mi  Elena?  ¡Oh!  nunca. 
¡Madre  mia! 
(Á  Luisa.)  ¡Por  Dios! 

Estoy  en  mi  casa,  ¿lo  entiende  usted,  en  mi  casa...  (Á 
Venancio.)  Salga  usted  de  ella. 
No  le  trates  tan  duramente;  es  mi  padre. 
¿Y  yo?  ¿no  soy  nadie?  ¿Quién  ha  pasado  noches  enteras 
espiando  tu  sueño  ,  reanimándote  con  sus  caricias 
cuando  la  muerte  pugnaba  por  asirte?  ¿Él?  No,  no  ha 
sido  él  quien  te  ha  consagrado  la  vida,  quien  solo  desea 
tu  ventura.  Ese  hombre  sólo  quiere  tus  lágrimas  y  tu 
desesperación.  ¿Y  se  atreve  á  llamarse  tu  padre?  Men- 
tira: no  lo  es.  Que  lo  pruebe  delante  de  los  tribunales! 
solo  á  la  fuerza  cederé;  y  aun  dudo  que  la  de  la  justicia 
pueda  arrancarte  de  mis  brazos. 
(Bajo  á  Luisa.)  No  invoques  la  ley;  se  pronunciaría  con- 
tra nosotros,  y  nos  condenaría  por  haber  usurpado  su 
nombre  á  nuestra  verdadera  hija  ,  y  sus  títulos  á 
Alvaro. 

¡Qué  dices!  (Espantada.) 

Que  ese  hombre  tiene  pruebas  inequívocas  de  sus  dere- 
chos sobre  Elena. 

(En  e!    colmo  de    la    desesperación.)   ¡Oh!    ¡qilé    desgraciada 

soy!  Pero  es  imposible  arrebatármela  tan  inhumana- 
mente. (Á  Venancio.)  ¡Oh!  ¡por  piedad!  si  es  mi  cariño 
hacia  ella  lo  que  le  contraría  á  usted,  si  son  los  celos 
de  su  amor  paternal  lo  que  le  impele  á  dar  este  paso, 
yo  le  juro  á  usted  no  volverla  á  llamar  mi  hija;  habré 
pronunciado  por  última  vez  tan  dulce  nombre;  será  pa- 
ra todos  Juana  Vidal;  pero  déjela  usted  que  viva  bajo 
este  techo;  concédame  usted  la  dicha  de  respirar  el  aire 

que  respire.  (Cae    en  un  sillón.) 

(Llorando,  aparte  á  Alvaro.)  ¿Ve  usted  esto?  Hombre,  ceda 


—  54 


Alv. 
Elena 

Ven. 
Conde. 
Luc. 
Ven. 

Conde. 

Luisa. 
Ven. 

Todos. 

Alv. 

Ven. 


Luisa. 

Conde, 
Elena 
Ven. 


LUC.  y 

Alv. 


usted,  tenga  usted  entrañas... 

(Á  Venancio.)    ¡Silencio! 

.     Es  su  vida  lo  que  le  pide  á  usted,  la  nuestra,  pa- 
dre mió. 

(Mirando  á  Alvaro.)  ¡Oh!  si  ese  pillo  no  estuviese  allí... 
Es  usted  de  roca. 
Piedad  para  esas  infelices. 

(Pero  ¿están  ciegos  que  no  me  ven  llorar?  ¡Oh!  si  no 
fuera  por  lo  del  presidio...) 

Tome  usted  cuanto  poseo,  mi  fortuna,  mi  vida  entera; 
pero  tenga  usted  compasión  de  mi  pobre  Luisa. 

¡Qué!  ¿Decide  USted?...   (Levantándose.) 

(Ahogándose  en  sollozos.)  Pues  bien,  sí,  no  puedo  más;  de- 
cido.,. (Alvaro  le  amenaza  con  una  mirada.) 
¿Qllé?  (Con  ansiedad.) 

Calme  usted  nuestra  ansiedad. 

(ap.)  ¡Miserable!  Conde,  señora  Condesa,  vivo  junto  al 
Saladero.  Las  puertas  de  mí  casa  estarán  abiertas  para 
ustedes  todos  los  dias,  á  todas  horas.  Verán  ustedes  á  la 
niña  siempre  que  les  plazca;  pero  es  preciso  que  me  la 
lleve,  no  puedo  dejarla  aquí...   eréanme  ustedes;  no 

puedo...  porque...  (Nueva    mirada    de    Alvaro.)     En    fin... 

porque  no  quiero;  porque  es  mi  hija...  y  no  preguntar- 
me mas.  (Asiendo  á  Elena  por  un  brazo  ) 

¡Ah!  i  i'ae  desmayada  en  un  sillón.  Elena  corre  á  auxiliarla:  el 
Conde  se  arroja  á  sus  pies.) 

¡Luisa!  Ese  infame  me  la  ha  matado. 
¡Madre  mia! 

(ap.  á  Alvaro,)  ¡Y  bien!  ¿Le  parece  á  usted  que  estoy 
suficientemente  envilecido?  Yo  mismo  me  inspiro  hor- 
ror. ¡Oh!  ¡aquí  me  ahogo!   Ven,  hija,  ven.  (No  puedo 
más.) 
Conde,  (siguiéndolos.)  ¡Elena!  ¡Elena! 

(Deteniéndoles  y  con  fing-ido  aire  de  compasión.)    Resignación, 

amigos!  Es  su  padre.  (Telón  rápido.) 


FIN    DEL   ACTO     SEGUNDO. 


AGIO  TERCERO. 


Un  cuarto  de  humilde  apariencia  en  casa  de  Venancio.  Puertas 
laterales,  y  otra  grande  en  el  foro.  En  primer  término  de  la  de- 
recha una  gran  ventana  practicable.  En  el  foro  reloj  de  caja. 
Sobre  la  mesa  una  linterna  sorda  abierta  y  encendida. 


ESCENA  PRIMERA. 

S.VRDANÁPALO   limpiando  los  muebles;  ELENA  bordando  en  cañamazo  al  lado 
de  una  mesa. 

Sard.  Y  con  esta  son  eiento  las  veces  que  he  quitado  hoy  el 
polvo  á  los  muebles. 

Elena.     (¡Cinco  dias  sin  verlos!) 

Sard.  (ap.)  ¿Qué  linda!  qué  afable  y  qué  buena  es  la  hija  de 
mi  patrón!  ¡Es  rara  la  simpatía  que  ha  despertado  en 
mí  esta  criatura!  La  quiero  lo  mismo  que  si  fuese...  su 
madre. 

Elena.    (ap.)  ¡Cinco  dias!  ¡Oh,  Dios  mió! 

Sard.  (ap.)  ¡Suspira!  ¿Qué  apostamos  á  que  tengo  yo  la  culpa? 
(Alto.)  ¿Verdad,  señorita,  que  no  es  ese  el  estambre  que 
usted  me  encargó?  ¿Le  he  traído  demasiado  gordo? 

Elena.     No  tal. 

Sard.       Entonces   es  que  le  he  traído  muy  delgado.   Pero  no 


—  56  — 

importa,  le  cambiaré.  Iré  en  dos  trancos  á  la  tienda  y 
con  eso  se  me  rebajarán  un  poco  las  pantorrillas. 

Elena.  ¿Cómo!  ¿desde  la  calle  de  la  Palma,  ir  nada  menos  que 
á  la  de  Carretas  por  una  cosa  tan  insignilicante? 

Sard.  ¡Si  está  un  paso!  No  hay  mas  que  bajar  al  hospicio,  y 
todo  derecho...  lodo  derecho... 

Elena.  ¿No  es  la  calle  de  Carretas  k  que  mi  padre  habitaba 
antes  de  conocerle? 

Sard.       ¡Quiá,  señoiila!  vivíamos  junto  al  Saladero. 

Elena.  En  vano  les  he  escrito  las  señas  en  todas  mis  cartas; 
nadie  ha  venido. 

Sard.  Solo  el  señorito  don  Alvaro  se  acuerda  de  que  usted 
era  su  prima;  pero  los  otros...  ¡ya,  ya!  se  portan  bien. 
No  me  hable  usted  de  la  ingratitud  de  los  padres.  Yo 
creo  que  si  los  obedecemos  desde  niños,  es  porque  tie- 
nen mas  fuerza  que  nosotros  y  nos  pegan. 

Elena.    No  diga  usted  esas  cosas. 

Sard-,  ¡Pues  si  es  verdad!  ¿No  les  ha  llevado  don  Alvaro  todas 
las  cartas  que  usted  les  ha  escrito?  ¡Pues  á  ver  si  han 
contestado  una  palabra  ni  aun  por  cortesía. 

Elena.     ¡Es  verdad!  ¡Luciano  tampoco! 

Sard.  (¡Luciano!  ¡Ah!  ¡ja  caigo!  es  el  amor  quien  la  hace 
suspirar  por  la  plazuela  del  Ángel!)  ¿No  es  en  la  pla- 
zuela del  Ángel  donde  usted  vivía  antes? 

F.lena.     ¡Ah!  sí:  cuando  era  menos  desgraciada... 

Sard.  ¡Pobrecita!  Es  preciso  distraerla.  Vamos,  tenga  usted 
caima. 

Elena.     ¡Si  usted  supiera! 

Sard.      ¿Que  el  estambre  es  malo?  Sí,  ya  lo  sé. 

Elena.     No... 

Sard.       Sí. 

Elena.     Hace  diez  y  oeho  años... 

Sard.  Hace  diez  y  ocho  años  que  está  usted  acostumbrada  á 
bordar  con  mejores  elementos. 

Elena.     Quiero  decir... 

Sard.  Tengo  mi  plan,  señorita.  Bien  sé  lo  que  le  hace  á  usted 
falta.  Voy  volando  á  la  plazuela...  Digo,   á  la  calléele 


—  57  — 

Carretas,  y  si  no  traigo  el  mejor  estambre  de  Madrid, 
del  mundo  para  usted:  no  vuelvo  á  esta  casa. 

Elena.    No  entiendo... 

Sard.      ¡El  amo!  Cállese  usted,  y  adiós.  (Váse.) 

ESCENA  II. 


ELENA    y    VENANCIO. 

Elena.     (ap.)  Ocultárnosle  mis  lágrimas. 

Ven.        ¡Y  Sardanápalo? 

Elena.     Se  fué. 

Ven.  ¿Sin  mi  permiso?  Ya  le  ajustaré  yo  las  cuentas.  (¡Irse 
precisamente  cuando  tengo  que  marcharme!  El  burlóte 
empieza  á  las  ocho  y  ya  han  dado.  ¡Es  tan  poco  diver- 
tido vigilar  á  esta  chica!  (viéndola  llorar.)  Ahí  la  tienen 
ustedes;  llora  que  te  llora,  sin  que  la  consuele  nada. 
Vaya,  vaya,  yo  desfilo.) 

Elena.    ¿Se  marcha  usted? 

Ven.        (Me  atrapó.)  Sí;  voy  á  ver  si  encuentro  á  ese  truhán. 

Elen*.  No  es  fácil;  ya  estará  muy  lejos.  Ademas,  que  como 
me  cuidaba  tanto  mi...  la  que  fué  mi  madre;  como 
nunca  se  separaba  de  mí,  cuando  estoy  sola  tengo  un 
miedo... 

Ven.        ¡Ah!  sí...  tienes  miedo.. . 

Elena.    ¿Se  quedará  usted,  verdad? 

VEN.  BuenO.    (Contrariado.) 

Elena.     Hasta  que  vuelva  Sardanápalo. 

Ven.        Sí;  pero  cuando  vuelva,  se  habrá  acabado  el  burlóte. 

Elena.     ¿El  burlóte? 

Ven.        (¡Diantre!  ¿Qué  he  dicho?)  Sí,  el  burlóte,  una  academia 

nocturna  de  prestidigitacion...  Volveré  pronto. 
Elena.     (Res¡g-nada.)  Como  usted  quiera;  pero  preferiría  que  se 

quedase  usted  conmigo. 
Ven.        (Yendo  a  sentarse  á  su  lado.)  Bien,  me  quedaré;  hablaremos 

juntos,   estaremos  juntos  y  bordaremos  junios.    (Mas 

que  de  padre  lleno  la  misión  de  una  criada  decente.) 


—  58  — 

Elena.  Le  encuentro  á  usted  triste  y  preocupado.  ¿En  qué 
piensa  usted? 

Ven.  Pienso  en  que  esta  vida  no  puede  seguir  así.  Necesito 
arreglar  cierto  asunto  con...  una  persona,  y  en  cuanto 
esté  dilucidado,  te  buscaremos  un  marido  fuera  de  Es- 
paño,  donde  nadie  sepa... 

Elena.     ¿El  qué,  padre  mió? 

Ven.  Él...  ¡Toma!  que  has  sido  la  hija  de  un  Conde,  antes 
que  la  de  un  titiritero. 

Elena.     No  me  casaré  nunca. 

Ven.  (¡Pues  bonito  porvenir  se  me  presenta,  si  la  he  de 
guardar  mientras  viva!  Hacer  sin  vocación  el  papel   de 

anacoreta.)  (Saca  un  cigarro  y  le  enciende.) 

Elena.     ¿Va  usted  á  fumar? 

Ven.         Sí. 

Elena.     Pero... 

Ven.        No  temas;  no  me  hace  mal;  ya  estoy  acostumbrado. 

Elena.     Yo  también  procuraré  acostumbrarme.  (Tose.) 

Ven.        ¿Ya  te  has  constipado? 

Eiena.    No,  no  es  nada;  fume  usted,  fume  usted. 

Ven.        ¡Qué!  ¿es  el  cigarro  lo... 

Elena.     Me  acostumbraré  con  el  tiempo. 

Ven.  (Apagando  el  cigarro.)  (¡Ni  fumar!  ¡Demonio!  ¡qué  educ  a- 
cion  la  han  dado!) 

Elena.     Alguien  sube. 

Ven.        No  puede  ser  otro  que  don  Alvaro. 

Elena.     ¿Me  traerá  noticias  suyas?  ¿alguna  carta? 

Ven.  Pues  señor,  es  preciso  que  arregle  con  él  mis  cuenta  s 
y  que  se  encargue  de  establecer  á  la  niña  :  tengo 
de  sobra  con  los  cinco  dias  de  mi  paternidad  de  al- 
quiler. 

ESCENA  III. 

DICHOS  y   D.    ALVARO. 

Elena.     ¿Y  bien,  Alvaro? 


Alv. 
Elena. 


Alv. 

Ven. 

Elena. 

Alv. 

Elena. 

Alv. 

Elena. 
Alv. 

Elena. 
Ven. 

Elena. 
Ven. 


Alv. 
Ven. 


Alv. 
Ven. 


Nada,  prima  mia. 

¿Es  decir  que  mi  madre...  digo,  la  señora  condesa,  no 
se  digna  contestar  á  ninguna  de  las  cartas  que  por  con- 
ducto tuyo  la  he  mandado? 
Así  parece. 
(¡Cosa  mas  rara!) 

¿Pero  no  lia  dicho  si  vendrá  á  verme? 
No. 

¡Todos  me  abandonan! 

Comprendiendo  sin  duda  que  te  han  perdido  para  siem- 
pre, buscarán  su  consuelo  en  el  olvido. 
¡Olvidarme!  ¡nunca,  no!  Pero  Luciano... 
Luciano  ha  conocido  que  vuestro  matrimonio  es  impo- 
sible, y  hace  dos  días  que  partió  para  Rusia. 
¿Cómo!  ¡Irse  sin  darme  su  último  adiós! 
¡Qué  picaros!  No,  no  morirán  esos  señores  de  empacho 
de  sensibilidad. 

(Llorando.)  ¡Qué  desgraciada  soy! 
(¡Vuelta  á  las  lágrimas!)  (ap.  á  d.  Alvaro.)  Señor  don 
Alvaro,  necesito  hablar  con  usted,  pero  al  momento;  es 
un  asunto  muy  grave.  Si   quiere  usted  que  pasemos  á 
mi  cuarto... 

Ya.  te  sigo;  déjame  prestarla  algún  consuelo. 
(Ap.  á  Alvaro.)  Bueno;  pero  es  preciso  tomar  una  deter- 
minación. La  naturaleza  me  ha  negado  las  circunstan- 
cias necesarias  para  ser  padre  de  veras;  pero  me  ha 
dado  un  corazón  que  se  impresiona  fácilmente,  y  temo 
no  poder  llenar  la  misión  que  usted  me  ha  impuesto  de 
llamarla  mi  hija,  y  no  quererla  como  tal.) 
(Vete.) 

(Mirando  á  Elena.)  (¡Pobrecita!) 


ESCENA  IV. 


ELENA   y  ALVARO. 

Elena.     ¡Alvaro!  ¡Todo  ha  concluido  para  mí!  Ya  no  me  queda 


—  60  — 

esperanza  alguna. 

Alv.  Créeme  Elena,  es  preciso  olvidar  á  los  que  así  te  olvi- 
dan. 

Elena.  No,  Luciano  no  es  capaz  de  semejante  cosa.  Si  ha  par- 
tido, habrá  sido  por  obedecer  las  órdenes  de  su  padre. 

Alv.  Te  hubiera  escrito  en  tal  caso  confiando  la  carta  á  mi 
custodia. 

Elena.  ¡Es  verdad!  Me  encuentro  abandonada  de  los  que  mas 
he  amado  en  este  mundo. 

Alv.  También  yo  tengo  derecho  á  tu  cariño,  y  con  todo  no 
me  he  separado  de  lí. 

Elena.     ¡Perdóname!  Gracias,  Alvaro,  gracias. 

Alv.  Tus  penas  tendrán  fin  algún  diaj  )a  calma  renacerá  en 
tu  espíritu,  y  tus  ojos,  no  anublados  ya  por  el  llanto, 
podrán  ver  junto  á  tí  á  un  amigo  fiel,  á  un  pariente 
desinteresado  que  te  quiere...  como  solo  sabemos  que- 
rer los  que  hemos  sido  muy  desgraciados. 

Elena.  Volveré  á  escribir  á  la  condesa.  Quiero  decirla  que  su 
ausencia  me  mata,  y  si  bo  responde,  si  nadie  viene  á 
consolarme,  no  suplicaré  mas:  sufriré  resignada  su  ol- 
vido ó  la  muerte. 

Alv.        (Tomándole  la  mano.)  ¡Elena!  ¡Elena  mia! 

Elena.     (Retirándola  con  dignidad.)  ¡Ah!... — Mi  padre  te  espera. 

Alv.  (con  hipocresía.)  Perdóname,  Elena.  Yo  no  soy...  no  as- 
piro á  ser  mas...  que  tu  hermano:  concédeme  esta  gra- 
cia, y  escribe  á  tu  madre.  Yo  interpondré  con  ella  todo 
mi  influjo.  (Váse.) 

ESCENA  V. 

ELENA,    SARDANÁPALO,  con  nn  cofrecillo,  y  al  fin  de  la  escena,    LL'CIANO. 


Elena , 


Sard. 
Elena  . 


Sin  duda  lie  visto  mal.  La  escribiré  por  última  vez.  (se 
sienta  áu  mesa.)  ¿La  habré  perdido  como  perdí  á  mi  ma- 
dre? ¡Luciano!  ¡no  volver  á  verte!  ¡Es  horrible! 
(De  puntillas.)  ¡Señorita,  señorita  Juaua! 
¿Quién? 


—  61  — 

Sard.      Soy  yo,  yo  que  vengo  de  buscar  e¡  estambre. 

Elena.     ¡Ah!  sí. 

Sard.  He  estado  en  la  calle  de  Carretas,  y  como  no  le  liabia  á 
mi  gusto,  me  he  pasado  á  la  plazuela  del  Ángel...  (Siem- 
pre con  jovialidad.) 

Elena.     ¡Cómo! 

Sard.       He  recordado  que  por  allí  hay  otra  lonja... 

Elena.     Acabe  usted. 

Sard.  Pero  temiendo  equivocarme  y  estando  tan  cerca  de 
casa  del  Conde,  he  dicho:  déjame  subir  y  la  señora 
condesa  me  dirá  qué  estambre  es  el  que  gasta  la  seño- 
rita Juana. 

Elena.  Comprendo:  ha  visto  usted  mi  tristeza,  ha  conocido  la 
causa  de  mi  llanto  y...  ¡gracias,  gracias!  le  estaré  á 
usted  eternamente  reconocida. 

Sard.  Pues  ahora  verá  usted.  Entro  en  la  portería  y  no  esta- 
ba el  portero,  pero  estaba  la  portera.  Pregunto  por  la 
señora,  y  antes  de  terminar  la  frase,  veo  delante  de  raí 
á  un  caballero  que,  conmovido  y  jadeante,  excla- 
ma.- «¿Hay  carta?  No  lo  sé,  responde  la  portera;  pero 
este  muchacho  va  arriba  y  podrá  preguntarlo  si  usted 
quiere.» — Entonces,  el  señor  aquel  se  vuelve  hacia  mí, 
me  mira  de  arriba  á  abajo,  y  dice  dando  un  grito  de 
alegría:  «No  me  engaño,  yo  te  he  visto  en  Aranjuez,  tú 
estás  á  las  órdenes  del  señor  Vidal.» 

Elena  .     Mi  padre,  era  mi  padre? 

Sard.  Tal  vez  fuera  su  padre  de  usted.  ¿El  señor  conde  tiene 
unos  veinticinco  años  y  se  llama  Luciano? 

Elena.  ¡Luciano!  ¡No  es  posible!  ¡Si  hace  dos  dias  que  partió 
para  Rusia! 

Sard.  Puede  ser  que  se  haya  marchado  á  Rusia  hace  dos  dias 
y  que  haya  vuelto  hoy. 

Elena.     Acabe  usted. 

Sard.  Me  mandó  esperarle,  y  subiendo  los  escalones  de  cua- 
tro en  cuatro,  volvió  á  bajar  con  este  cofrecillo  en  las 
manos.  «Es  un  recuerdo  de  su  madre,  me  dijo,  de  su 
verdadera  madre.   Mi  tio  lo  ha  conservado  religiosa- 


—  62  — 
mente  durante  diez  y  ocho  años,  (se  lo  da.) 

ELEVA.       (Tomándole  y  poniéndole  sobre  la  mesa.)    ¡Madre  mia!     ¡Pei'0 

está  cerrado!  ¿Y  la  llave? 
Saud.  La  llave  me  la  lie  dejado  abajo,  en  el  coche,  y  he  subi- 
do para  explorar  el  terreno.  Le  he  dicho:  «llavecita, 
espérese  usted  un  poco  mientras  preparo  á  la  señorita. 
Suba  usted  después  muy  quedito  la  escalera;  espérese 
usted  en  el  dintel  de  la  puerta,  y  cuando  conozca  usted 
que  ya  ha  habido  tiempo  de  prevenirla  haga  usted  tve, 

tOC.  »  (imitando  la  acción  de  llamar.  Se  oyen  golpes  en  la  puer- 
ta.) ¿Eh?  ya  está  ahí.  Entre  usted,  llavecita,  entre  us- 
ted. (Se  presenta  Luciano,  á  quien  abraza  Elena.  Saidanápalo  da 
brincos  de  alegría.) 

Elena.     ¡Luciano! 

Luc.        ¡Elena!  ¡mi  querida  Elena! 

Saud.  Ahora  ya  no  me  necesitan  ustedes  y  me  marcho;  pero 
cuando  le  haga  á  usted  falla  estambre,  no  olvide  usted 
que  sé  donde  le  venden  bueno.  [Sí  tengo  mas  suerte 
que  un  ahorcado!  (váse.) 

ESCENA  VI. 

ELENA  y  LUCIANO. 

Ele.na.  ¡Luciano  mió!  Mis  lágrimas,  mi  desesperación,  todo  lo 
olvido  al  lado  tuyo. 

Lee.        ¡Qué  buena  eres! 

Elena.     Habíame  de  ellos,  de  mis  padres. 

Luc.  Hemos  temido  que  tu  pobre  madre  no  pudiese  soportar 
estos  cinco  dias  de  ausencia. 

Elena.     ¿Pero  cómo  no  ha  venido  á  verme? 

Luc.  ¿Piensas  por  ventura  que  al  día  siguiente  de  tu  partida 
no  corrimos  en  tu  busca  á  la  casa  indicada  por  tu  pa- 
dre? Sí,  Elena;  pero  nadie  la  habitaba,  y  en  vano  tra- 
tamos de  inquirir  dónde  podia  tenerte  oculta. 

Elena.     ¿Pero  mis  cartas... 

Luc.        ¡Tus  cartas!  ¿Nos  has  escrito? 


—  65  — 


Elena.     ¡Y  lo  preguntas!  todos  los  dias. 

Luc.        Ninguna  ha  llegado  á  nuestro  poder. 

Elena.  (Mirando  al  cuarto.)  ¡Ah!  ese  hombre  me  ha  engañado 
miserablemente.  Pero  no  importa;  ahora  ya  sé  que  su 
silencio  no  era  el  del  olvido,  que  su  ausencia  no  era  la 
del  abandono.  ¡Soy  feliz!  ¡me  aman!  ¡me  amáis  to- 
davía! 

Luc.        ¿Pero  dices  que  te  han  engañado? 

Elena.     Sí. 

Luc.        ¿Han  interceptado  tus  cartas? 

Elena.     Sí. 

Luc  ¿Y  quién  ha  sido  el  autor  de  tan  inicua  conducta?  (in- 
dignado.) 

ELENA.       (Mirando  al  cuarto.)  El... 
LUC.  ¡Til  padre!...  (Fuera  de  sí.) 

Elena.     ¡Cómo!... 

Luc.  ¿Nu  le  bastaba  el  sustraerte  á  nuestro  cariño!...  Ni  aun 
el  consuelo  me  queda  de  vengarme  de  tantos  sufrimien- 
tos, porque  te  Damas  su  hija! 

Elena.  (ap.)  ¡Oh!  ¡si  supiese  que  es  Alvaro,  le  provocaría!  (Al- 
to.) Sí,  mi  padre,  mí  padre  ha  sido. 

Luc.        Es  una  infamia. 

Elena.  Habla  bajo,  está  ahí,  puede  vernos:  vete,  Luciano, 
vete. 

Luc.        ¡Separarme  de  tí  cuando  apenas  he  podido  hablarte! 

Elena.     ¡Si  nos  sorprendiera! 

Luc.        No  me  es  tan  fácil  renunciar  á  la  idea  de  tenerte  junto 
á  mí. 

Elena.  Vete;  nos  veremos  á  menudo,  yo  obtendré  de  mi  padre 
el  consentimiento;  pero  tu  presencia  aquí  ahora  podría 
tener  resultados  funestos.  Ancla  á  consolar  á  mi  pobre 
madre. 

Luc.  Sea,  pues  lo  quieres.  Torna  esta  carta  suya  y  la  llave  de 
ese  cofrecillo. 

Elena.     Sí,  ya  sé. 

Luc.  Desea  verte;  pero  quiere  hacerlo  autorizada  por  tu 
padre. 


—    64   — 

Elena.  Lo  será,  sí;  se  lo  pediré  de  rodillas;  pero  vete,  vete 
pronto,  y  hasta  mañana,  Luciano  mió;  hasta  mañana» 
con  ellos. 

Lee.        Vendrán,  te  lo  juro.  Adiós.  (vá8e.) 

Elena.  Respiro.  (Abriendo  la  carta.)  ¡Su  letra!  se  queja  de  mi  si- 
lencio, pero  siempre  con  dulzura.  ¡Cómo  me  ha  vendi- 
do ese  miserable! 

ESCENA  VIL 

ELENA,  VENANCIO  y  ÁLVAKO. 

Alv.        ¿Conque  estamos  conformes? 

Ven.        (irónicamente.)  Mucho,  mucho,  señor  don  Alvaro. 

\l\.        Entonces  me  retiro,  y  si  mi  prima  ha  concluido  ya  su 

carta... 
Elena.     Sí,  ya  está  escrita.  Tú  te  encargarás  de  llevarla,  ¿no  es 

cierto? 
Alv.        Sin  duda. 
Elena.     (Mirándole  de  hito  en  hito.)  Y  se  la  entregarás  á  mi  madre 

como  le  has  entregado  las  otras. 
Alv.         (Desconcertado.)  Natural  mente. 
Elena.     Pues  bien;   lómala,  está  abierta.  Esta  vez  te  permito 

que  la  leas. 
Alv.         Que  yo  ..  la... 

Ven.        (Ap.)  Cualquiera  diria  que  sucede  algo  que  no  es  na- 
tural. 
Elena.     Ábrela,  lo  exijo. 
Alv.        (Haciéndolo.)  ¡Qué  veo!  ¡la  firma  de  la  condesa!  ¿Quién 

lia  podido  decirla... 
Elena.    No  ha  sido  por  lo  visto  el  que  ha  interceptado  todas  mis 

carias. 
Alv.  ¡Elena! 
Elena.    No  se  trata  aquí  de  Elena,  habla  usted  con  Juana  Vida!, 

á  quien  ha  engañado  de  una  manera  indigna. 
Ven.         ¡Cómo!  ¿Ha  osado  él... 
Elena.     Usted  me  ha  dicho  que  mi  familia  me  abandonaba,  que 


' —  6o  — 

Luciano  desistia  de  mi  amor,  que  mi  padre  se  negaba 
á  tributarme  sus  caricias,  y  esta  carta  escrita  por  ella 
viene  á  responderle  á  usted  conmigo:  miente  usted,  es 
usted  un  miserable. 

Alv.         ¡Elena! 

Elena.     Sí;  ¡un  miserable! 

Alv.  Pues  bien;  lo  confieso;  te  be  engañado,  he  querido  con- 
vertirme en  tu  solo  refugio,  en  tu  única  esperanza, 
porque...  porque  te  amo. 

Ven.        ¿Usted  amarla? 

Elena.      Mentira. 

Alv.  Ya  sé  que  esta  confesión  no  despertará  en  tu  alma  m;:s 
que  el  despecho  ó  la  cólera;  pero  tu  porvenir,  sábelo  de 
una  vez,  me  pertenece  á  mí  solo,  á  mí,  de  quien  nin- 
gún obstáculo  te  separa  como  de  Luciano.  «Tu  padre 
no  será  inflexible;»  te  ha  dicho  el  iluso;  pero  yo  puedo 
asegurarte  que  tu  padre  no  se  dejará  vencer  ni  por  tus 
súplicas  ni  por  tus  lágrimas. 

Ven.  Poco  á  poco,  señor  mió;  yo  no  soy  ningún  tirano  que 
tenga  entrañas  de  tigre. 

Elena.     ¿Oye  usted  bien? 

Alv.  Pues  habla;  pronuncia  una  palabra;  dile  á  tu  bija  que 
tú,  Santiago  Vidal,  estás  dispuesto  á  poner  tu  firma  en 
su  contrato  de  boda,  y... 

Ven.        ¿Firmar...  yo?  ¡no...  nunca! 

Elen».     ¡Padre  mió! 

Alv.         ¿Oyes  bien?  nunca. 

Elena.     ¡Oh! 

Alv.  Y  como  tu  odio  no  será  eterno,  llegará  un  día,  no  dis- 
tante, en  que  pienses  que  no  te  queda  nadie  sino  yo  á 
quien  acogerte  y  me  amarás. 

Elena.  Le  he  despreciado  á  usted  cuando  me  era  indiferente, 
¿qué  no  haré  ahora  que  le  aborrezco? 

Alv.  Pues  bien,  niña  orgullosa,  ya  que  no  quieres  que  te 
llame  mia  porque  te  amo,  lo  serás  porque  lo  quiero. 

Elena.  Defiéndame  usted,  padre  mió.  ¿No  ve  usted  que  me  in- 
sulta? 

D 


—  66  — 

Ven.  ¡Oh!  tome  usted  mi  vida  entera  á  trueque  de  verme  li- 
bre en  este  instante  de  los  compromisos  que  á  usted  me 
ligan. 

Elena.     ¡Cómo! 

Alv.         ¿No  lo  eres  acaso,  buen  Vidal? 

Ven.  Harto  sabe  usted  que  con  solo  una  palabra  puede  per- 
derme cuando  con  ese  cinismo  insulta  usted  á  esta  po- 
bre niña  delante  de  mí. 

Elena.  ¡Qué  puede  perderle!  ¡Pero  Dios  mió!  ¿en  qué  abismo 
me  bailo  sumida!  (Aterrada  )  ¿Quién  me  salvará?  ¿quién 

llie  prestará  SU  amparo?  (Viendo  el  cofrecillo   y  dejando   caer 
sobre  él  la  cabeza  túmida  en  el  mayor  dolor.)  ¡Ay,  madre  mía, 

madre  mia!  Ruega  por  mí  desde  el  cielo. 

Alv.  (ap.)  Es  preciso.  (Alto  á  Venancio.)  Pues  bien,  escucha. 
Serás  libre:  pronto  romperás  los  lazos  que  te  encade- 
nan á  mí. 

Ven.        ¿De  veras?  (con  alegría.) 

Alv.        Te  espero  en  mi  casa  esta  noche  á  las  diez. 

Ven.        ¿Esta  noche? 

Alv.  Sí;  quiero  devolverte  todos  los  documentos  que  te  com- 
prometen; entregarte  la  suma  pactada  ,  y  dar  por  ter- 
minado nuestro  asunto. 

Ven.         ¿Y  después? 

Alv.         Después  saldrás  de  Madrid. 

VEN.  Pero...  (Señalándole  á  Elena.) 

Alv.         ¿Elena?  Volverá  de  nuevo  á  poder  de  su  familia. 

Ven.        No  me  atrevo  á  creerlo. 

Alv.  Desde  mañana,  te  lo  juro.  (Mirando  a  Elena.)  Veremos 
entonces  si  hay  una  sola  voz  que  se  levante  para  pro- 
testar de  nuestro  matrimonio.  Á  las  diez,  en  mi  casa. 

Ven.        Pronto  darán.  Podemos  irnos  juntos. 

Alv.        No.  Te  aguardo  luego. 

VEN.  ¡Olí!  no  faltare.    (Váse    Alvaro  lanzando    una  nueva    mirada  á 

Elena.) 


—  6", 


ESCENA  VIII. 


ELENA   y  VENANCIO. 


Ven. 


Elena. 

Ven. 
Elena. 
Ven. 
Elena. 

Ven. 

Elena. 

Ven. 

Elena. 

Ven. 

Elena  . 


Ven. 

Elena. 

Vkn. 

Elena. 
Ven. 
Elena. 
Ven. 


Elena. 


(Ap.)  ¡Pobrecita!  ¡Vaya  un  estado  en  que  la  lia  puesto 
ese  bribón!  (Alto.)  Vamos,  hija,  no  te  abandones  al  do- 
lor, que  el  tiempo  se  encargará  de  devolverte  la  ale- 
gría. 

¿La    alegría?    no    la    espero.   (Estrechando  el  cofrecillo.)  Iré 

pronto  á  encontrarla  al  lado  de  mi  madre. 

¿Eli!  ¿qué  es  eSO?  (Reparando  en  él.) 

Una  santa  reliquia  que  me  ha  mandado  la  condesa. 
¿Ese  cofrecillo? 

Es  todo  lo  que  poseo  de  mi  madre,  de  mi  verdadera 
madre.  ¿Quiere  usted  que  le  abramos  juntos? 

(Dudando.)  ¿JuntOS? 

Sí,  aquí  está  la  llave.  (se  la  da.) 

¡La...  ia  llave!  (Prueba  á  introducirla  y  tiembla.) 

¿Tiembla  usted,  padre  mió? 

No...  no.  (Me  parece  una  profanación  lo  que  estoy  ha- 
ciendo. (Déjale  abierto  delante  de  Elena.) 

(Socando  objetos  según  se  citan.)  ¡Una  medallita  de  la  Vir- 
gen, suspendida  de  un  cordón  de  seda!  ¡La  llevaría  so- 
bre su  pecho!  ¡Oh!  no  se  separará  del  mío.   (se  la  pone 

después  de  besarla.) 

(¡ES  Un  ángel!)  (De  pie  al  lado  de  Elena   ) 

¡Un  papel  impreso!  (Se  lo  da.) 

(Leyéndolo.)  Juana  Kuiz,  esposa  de  Santiago  Vidal.  Es 

un  pasaporte. 

El  suyo.  ¿Viajaba  con  usted  cuando... 

¿Cuando  la  sorprendió  la  muerte?  no;  sula. 

¡Infeliz!  Y  cómo  es  que  usted  no  la  acompañaba? 

Porque...  tenia...  Mira,  no   me  preguntes  esas  cosas, 

porque  no  sabria  qué  decirte,  y  me  veria  precisado  á 

meDtir. 

¡Oh!  no,  padre  mió;  los  secretos  de  usted    solo  á  usted 


—   68  — 

le  pertenecen.  Una  carta  cerrada  con  lacre  negro. 
Ven.        ¿Una  carta? 
Elena.     (Leyendo.)  «Para   mi  hija  cuando   se  halle  en  edad  de 

casarse.»  Ya  debia  llamarme  esposa  de  Luciano:  puedo 

abrirla,  ¿Verdad?  (Mientras  Venancio    dice  el  aparte  la   abre.) 

Ven.  (ap.)  Si  en  ella  le  habla  de  su  padre,  si  la  dice  quién 
era  y  le  describe  su  persona,  me  quita  la  máscara,  y.. 
(aho.)    Creo  quesería  mejor...  ¡Ah!  ¡la  has  abierto! 

Elena.     Sí;  leámosla  juntos. 

VEN.  Te  eSCUCho.  (Se  sienta  al  lado  de  la  mesa.) 

Elena.  (Leyendo.)  «Quinta  de  Solibar,  en  Zuera,  á  quince  de 
«abril  de  mil  ochocientos  cuarenta  y  ocho.  Hija  mía,  la 
«vida  me  abandona;  mañana  tal  vez  descansará  tu  po- 
»bre  madre  en  el  cementerio,  y  tú  serás  recogida  en  el 
»asilo  de  huérfanos  de  Zaragoza.  Cuando  leas  esta  car- 
eta, te  preguntarás  sin  duda  cómo  no  he  tomado  nin- 
«guna  disposición  para  que  tu  padre  conozca  tu  resi- 
dencia. ¡Pobre  hija  mia!  Á  estas  horas  tal  vez  esté  sin 
«pan,  sin  hogar,  muerto  de  frió;  sabe,  pero  no  quiere 

«trabajar. J)  (Mira  á  su  padre  y  se  enjuga  las  lágrimas.) 

Ves.  (ap.)  ¡Valiente  truhán  seria  el  tal  íio  para  abandonar 
de  ese  modo  á  su  mujer  y  á  su  niña. 

Elena.  (Leyendo.)  «¿Qué  podría  hacer  por  tí,  pues  yo  sola  sabia 
»qué  pudiera  ser  madre,  cuando  me  vi  precisada  á 
«separarme  de  él?» 

Ven.        (ap.)  Vamos;  no  sabiéndolo... 

Elena.  (Leyendo.)  «Yo  no  debo  sin  embargo  exponerte  á  que  le 
«halles  en  tu  camino  y  no  le  reconozcas.  Por  malo  que 
«sea  un  padre,  es  muy  duro  que  al  tenderle  á  su  hija 
«la  mano  le  niegue  esta  su  apoyo.  Por  lo  tanto  voy  á 
«decirte  quién  soy  y  quién  eres.  Hasta  la  edad  de  diez 
«y  nueve  años  viví  con  una  hermana  de  mi  madre,  cu- 
»ya  módica  herencia  me  permitió  establecer  una  pe- 
«queña  tienda  asociándome  á  una  mujer  tan  desgra- 
«ciada  como  yo.  Esta  infeliz  tenia  un  hermano  que  á 
«poco  fué  mi  marido...» 

Ven.        (¡Es  particular!) 


—  69  — 

Elena.  (Leyendo.)  «Por  desgracia  no  pude  adquirir  sobre  él  el 
«ascendiente  necesario  para  evitar  nuestra  ruina.  A  los 
»seis  meses,  la  herencia  se  habia  disipado.  El  estableci- 
«miento  vendido;  y  tu  padre  y  yo  estábamos  sumidos  en 
«la  mayor  miseria.»  (Mirando  á  Venancio.)  ¡Padre! 

Ven.        (Temblando.)  ¡Sigue,  sigue! 

Elena.  (Leyendo.)  «Indignada  contra  el  autor  de  mi  desgracia,  á 
»quien  la  embriaguez  no  le  abandonaba  un  momento,  su 
«cólera  no  reconoció  límites,  y  me  vi  precisada  á  huir 
»de  él  en  medio  de  la  noche,  á  través  de  los  campos,  y 
«temiendo  morir  á  cada  instante,  porque  en  su  delirio 
«llegó  á  maltratarme  á  mí,  que  ya  presentía  que  no  era 
«solo  mi  existencia  la  que  debia  conservar.» 

Ven.  (á  sí  mismo,  pero  frenético.)  (Es  verdad,  es  verdad;  yo  la 
maltraté;  pero  ignoraba  que  pudiera  ser  madre,  (vol- 
viendo en  sí.)  Vamos,  deliro.  Si  se  llama  Juana  Paiiz, 
no  puede  ser  mi  mujer;  y  es  que  el  que  obra  mal.. .) 

Elena.  Acabe  usted:  hubiera  preferido  no  conocer  unas  faltas 
que  ella  ya  no  puede  perdonar. 

Ven.        ¡Cómo!  ¿quieres  que  yo... 

Elena.    Sí.  Entre  tanto,  yo  rogaré  á  Dios  por  ella  y  por  usted. 

(Se  arrodilla.) 

Ven.  (Leyendo.  ap.)  «Muerta  de  cansancio  llegué  por  fin  á 
«Gurrea,  donde  una  caritativa  mujer  que  imprimió  en 
»tus  mejillas  el  primer  beso,  me  retuvo  algunos  meses, 
"procurándome  después  un  pasaporte  á  nombre  suyo, 
ȇ  fin  de  que  tu  padre  perdiese  por  completo  mis  hue- 
llas. Este  documento  es  el  solo  legado  que  puedo  ha- 
»certe.  Serás  por  lo  tanto  educada  bajo  el  nombre  de 
»Juana  Vidal;  pero  al  casarte  lo  harás  con  el  que  te  per- 
tenece, de  María  Juana,  hija  legitima  de...  Venancio 

«García.»  (Deja  caer    la  carta.)  ¡Justicia    de    DÍOs!  ¡pues... 

si  es...  mi  hija,  mi  hija!... 

ELENA.  (Levantándose.)  ¿Qué  tiene  USled,  padre  m'lO?  (Venancio  co- 
ge otra  vez  la  carta  y  la  deja  sobre  la  mesa.) 

Ven.  Sí,  tu  padre,  tu  padre;  repítelo.  ¡Ah!  déjame  que  te 
colme  de  caricias  y  te  estreche  entre  mis  brazos,  que 


—  70  — 

me  convenza  de  que  no  es  un  sueño.  ¡Es  mi  hija,  Dios 
mió,  es  mi  hija!  ¡Y  yo  lie  podido  urdir  contra  ella  se- 
mejante crimen!  ¿La  desgracia,  la  fatalidad,  lian  pesa- 
do sobre  mí?  No,  no  es  la  fatalidad  ni  la  desgracia.  Es 
que  cuando  un  hombre  lia  cometido  tan  infame  acción, 
Dios  castiga  al  culpable,  le  pone  frente  á  frente  de  su 
víctima  y  exclama  con  voz  aterradora:  Dobla  la  cabeza, 
arrepiéntete,  llora  y  contempla  cómo  has  hecho  añicos 
el  corazón  de  tu  pobre  hija. 

Elena.     ¡Qué  veo!  ¡lágrimas  en  sus  ojos! 

Ven.  Sí,  lloro  mi  vida  pasada,  mi  conducta  para  con  tu  ma- 
dre, para  contigo  Pero  yo  ignoraba  que  pudiera  llevar. 
te  en  su  seno;  no  lo  sabia,  Juana,  te  lo  juro.  Una  pala- 
bra suya  hubiera  bastado  para  que  cayese  á  sus  pies- 
¡l'ios  mió!  ¡Dios  mió!  ¡tuvo  miedo  de  raí!  ¡huyó  de  mi 
lado!  ¡Qué  criminal  he  sido!  Pero  hoy  me  arrepiento, 
hija  mia,  me  arrepiento,  y  no  creeré  la  vida  posible,  sin 
que  el  perdón  de  tu  madre,  de  aquella  santa,  caiga  so- 
bre mi  cabeza  vertido  por  tus  angelicales  labios.    (Se 

arrodilla  á  los  pies  do    Elena.) 

Elena.  En  nombre  del  Señor  que  me  aconseja,  de  ella  que  me 
ve,  yo  le  perdono  á usted,  padre  mió.  (Llorando.) 

"Ven.        ¡Y  mis  faltas  para  contigo? 

Elena.  (Llorando.)  También,  también  las  perdono,  y  por  su  re- 
dención, por  sus  lágrimas,  le  juro  á  usted  que  le  amo. 

(Abrazándole.) 

Ven.  ¡Ah!  gracias,  hija  mia.  Yo  haré  porque  mas  tarde  me 
perdone  Dios  como  tú  me  has  perdonado. 

Elena.  Un  carruaje  ha  parado  á  la  puerta  de  esta  casa,  que  solo 
nosotros  habitamos.  ¡Si  fuese!  ¡Oh!   ¡no  puede  ser  mi 

madre!   (Dirigiéndose  á  la  ventana.) 

Ven.        (Contemplándola.)  ¡Mi  hija!  ¡es  mi  hija! 

Elena.  ¿Quién  podrá  ser? 

Ven.         Lo  ignoro. 

Elena.  Un  hombre  baja  del  coche,  se  dirige  á  la  puerta. 

Ven.  (Contemplándola  estasíado.)  ¡Que  hermosa  es  mi  hija! 

Elena.  ¡La  puerta  cede!  (Asustada.)  ¡Ese  hombre  tiene  la  llave. 


—  71  — 

VEX.  ¿Qué  dices?  (Sobre  sí.) 

Elena.     ¡Ah!  ¡he  reconocido  sus  facciones!  es  Alvaro. 

VlCN.  ¡Alvaro!    (Suenan  las  diez  en  el  reloj.)    ¡Las  diez!    ¡Olll     ¡la 

hora  en  que  quería  tenerme  lejos  de  ella!  Juana,  entra 
en  tu  cuarto,  quiero  recibirle. 

Elena.     Pero... 

Ven.  Entra,  hija  mia,  que  creo  que  Dios  empieza  á  perdo- 
narme. Ven,  Ven.  (La  acompaña  a  su  cuarto,  toma  la  linterna 
sorda,  la  cierra,  y  se  queda  á  la  puerta  esperando  á  Alvaro.) 

ESCENA  IX. 

VENANCIO   y    ALVARO. 

ALV.  (Entrando    á    tientas.)    Es  preciso    Concluir    de    UDU     VC'Z. 

¡Qllé  OSCUridad!  (Al  llegar    á    la    puerta  del  euailo,    Venancio 
abre   la  linterna  iluminando  con  ella  á  Alvaro.)  ¡V'eíianClO'   ¿tú 

aquí? 
Ven.        ¿Le  pesa  á  usted  el  encuentro? 
Alv.         ¡Silencio! 

"Ven.         ¿Silencio?   ¡Miserable!  ¿Quieres  imponer  silencio  á  un 
padre  que  te  sorprende  por  la  noche  á  la  puerta  del 
cuarto  de  su  hija? 
Alv.        ¿Tratas  de  distraerme  con  alguna  escena? 
Ven.        Es  verdad,  no  me  acordaba  de  que  es  una  coinedia  lo 
que  estamos  representando;  pero  en  ella  me  ha  reparti- 
do usted   un  papel;  el  papel  de  padre,  y  tanto  me   be 
poseído   de  él,  le   he  aprendido  tan  de  corazón,    que 
le  juro  á  usted  interpretarle   con  una  verdad  asom- 
brosa. 
Alv.        ¿Qué  significa... 

Ven.        Dígame  usted:  ¿cuando  un  padre  se  encuentra  con  el 
hombre  que  quiere  perder  á  su  hija,  ¿no  debe  asesinarle 
ó  arrojarle  de  su  casa  como  á  un  ladrón? 
Alv.         ¿Me  amenazas? 

Ven.        Sí;  déjenos  usted  para  siempre,  ó  por  mi  nombre... 
Alv.         ¿Osarías... 
Ven.        ¿Matarle  á  usted?  sin  duda:  estoy  representando  el  pape 


—  72  — 

que  me  corresponde. 

Ai.v.        ¿Olvidas  nuestro  pacto? 

Ven.  No,  no  le  olvido;  sino  que  yo  creí  asociarme  á  los  planes 
de  un  hombre  que  defendía  sus  derechos,  y  veo  que  me 
he  convertido  en  el  cómplice  de  un  infame  que  solo 
trataba  de  deshonrar  á  una  pobre  niña. 

Alv.  Para  llamarla  mi  esposa.  Pie-nsa  que  tu  fortuna  depende 
de  este  matrimonio. 

Ven.  Esa  furtuna  ofrecida  en  estos  momentos,  solo  me  servi- 
ría para  arrojársela  á  usted  á  la  cara. 

Alv.         ¿Tú? 

Ven.  Yo,  sí:  desempeño  mi  parte.  ¿Le  admira  á  usted  que  lo 
tome  tan  por  lo  serio?  Pues  á  usted  se  lo  debo,  señor 
don  Alvaro,  á  usted,  que  me  ha  enseñado  á  ser  el  padre 
de  mi  hija, 

Alv.  ¡Comprendo!  ¡Me  haces  traición!  Pues  bien,  antes  de 
que  amanezca  sabré  deshacerme  de  tí. 

Ven,  ¿Por  medio  de  la  justicia,  y  gracias  á  los  documentos 
que  tiene  usted  íirmados  por  mí?  Bien  hace  usted  en 
prevenírmelo.  No  esperaré.  Partiremos  de  aquí. 

Alv.         Falla  que  yo  lo  permita. 

Ves.        ¿Y  cómo  podrá  usted  impedirlo? 

Alv.         Mírame  bien. 

Ven.  Sí,  es  usted  joven  y  nervudo;  pero  nosotros  los  saltim- 
banquis poseemos  recursos  secretos  para  no  temer  á 
nadie,  así  sea  un  Alcídes. 

Alv.        Concluyamos.  Elena  está  aquí,  en  mi  casa,  y  no  saldrá 

de   ella    Sin    mi  permiso.  (Se    dirige     al     foro  para  cerrar     la 

puerta  con  llave.) 
VEN.  Eso  lo   veremos.    (Corre  detr4s  de  él,  y  cogiéndole  Ir*    brazos, 

se    les  vuelve  á    la  espalda   sujetándole    con    una   mano    por    las 

muñecas.)  « 

ALV.  ¡All!  (Quejándose  honiblemente  )  ¡Por  favor! 

Ven.         ¿No  se  lo  decia  á  usted?  Hé  aquí  uno  de  nuestros   re- 
cursos, lo  que  llamamos  nosotros  el  quebrantahuesos.  • 
Alv.         ¡Qué  suplicio!  suelta. 
Ven.         ¡Jamás!  ¡Sardanápalo!  ¡Sardanápalo! 


¡o 


ESCENA  X. 

DICHOS    y    SARDANÁPALO. 

Sard.      ¿Qué  ocurre,  patrón? 

Ven.  Llévate  á  Juana;  cierra  la  puerta  por  fuera,  y  marchaos 
en  un  coche  que  encontrareis  abajo. 

Sard.       ¿Pero  y  usted? 

Ven.  Vo  bajaré  por  la  ventana;  y  si  este  señor  quiere  seguir- 
me, conocerá  el  otro  recurso  que  llamamos  el  rompe- 
cabezas. 

Al.V.  ¡Infames!  (Queriendo  desasirse.) 

Ven.  Horre,  que  lucha  como  un  condenado,  y  temo  que  las 
fuerzas  me  abandonen,  (váse  Sardanápaio.) 

Sard.       Señorita,  señorita  Juana.  (Váse.) 

Alv.  ¡Oh!  no  partiréis,  yo  sabré  impedirlo  (Resistiéndose.)  ¿No 
he  de  vencerte  yo,  viejo  caduco? 

Ven.        ¡Pronto,  Sardanápalo!  (n0  pudiendo  lesistírie.) 

ALV.  ¡Ah.   Vencí.    (Soltándose    y    corriendo    hacia  !a    puerta,    á  cuyo 

tiempo  se  presenta  en  ella  Luciano  y  le  detiene.) 

Ven.         ¡Dios  mió!  ¡Detcnedle!  (Gritando.) 
ESCENA  Xí. 

DICHOS,    LUCIANO,    el    CONDE    y    LUISA    por  el  foro,    ELENA    y   SARDANA- 
PALO  por  la  puerta  lateral. 

LlC.  ¡Atrás!  (Deteniéndole.) 

Conde.     ¡Hija  mia! 

Elena.     ¡Cielos!  ¡El  Conde!  ¡Mi  madre!  (Echándose  en  sus  brazos.) 

Luisa.      Tu  madre,  si;  que  no  pudiendo  soportar  tu   ausencia, 

viene  á  tiempo  de  impedir  una  nueva  desgracia. 
Elena,     (señalando  á  Alvaro.)  Ese  hombre,  ese  hombre  es  nuesli'G 

odioso  enemigo. 
Todos.      ¡Alvaro! 
Conde.     ¡Él!  explícate. 


74  — 


Elena. 

Llc. 

Elena. 

Ye?!. 


$.\RD. 

Ven. 
Alv. 

V'EN. 

Alv. 


Todos. 
Ven. 
Elena. 
Ven. 

Todos. 

Llc. 

Ven. 


Conde, 
Elena. 
Ven. 

Conde. 

Ven. 
Conde. 


Es  inútil.  (Á  Alvaro.)  Salga  usted  al  instante  de  esta 
casa. 

Nunca,  sin  darme  primero  cumplida  satisfacción. 
¡Luciano! 

No  temas,  hija  mia.  Luciano  no  se  batirá  con  ese  mise- 
rable. Cuando  una  víbora  se  cruza  en  nuestro  camino, 
ó  se  la  mira  con  desprecio,  ó  se  le  aplasta  la  cabeza  con 
el  tacón. 

Yo  los  gasto  claveteados,  patrón;  y  si  usted  quiere... 
(Á  Alvaro.)  Ahora  nada  puede  usted  ya  contra  mí,  nada 
contra  ellos. 

Pero  sabré  desbaratar  esa  unión;  y  ya  que  Elena  no  sea 
mi  esposa,  no  lo  será  de  nadie. 
¿Por  qué? 

Porque  el  marqués  de  Elorza  preferirá  cien  veces  la 
muerte  á  que  Luciano  se  case  con  la  hija  de  un  titiri- 
tero. 

¡Oh!   (Consternados.) 

(¡Dios  mió!  acepta  mi  último  sacrificio!) 
Ya  no  hay  esperanza,  Luciano. 

¿Y  dónde  está  ese  hombre?  ¿quién  es  ese  saltimban- 
quis que  así  se  abroga  el  derecho  de  llamarla  su  hija? 
¿Cómo? 

¿Qué  dices  desventurado? 

La  verdad.  Que  usted  me  ha  adquirido  por  sorpresa  en 
medio  de  una  plaza  pública,  que  me  ha  provisto  de  do- 
cumentos falsos,  obligándome  á  llamarme  Santiago  Vi- 
dal en  vez  de  Venancio  Garcia,  que  me  ha  suscrito  un 
documento  garantizando  el  pago  de  mi  mentira,  y  que 
sabe  usted,  en  íin,  que  Elena  no  es  mi  hija. 
Luisa  $  Luciano.  ¿Qué  dice? 
¡Cómo!  ¿usted... 
(Llorando.)  No,  no  soy  tu  padre. 
¿Y  ese  documento... 
Hele  aquí,  (dándoselo.) 

(leyéndole.)  No  cr.be  duda.  (Á  Alvaro.)  Hoy   mismo  saldrá 
usted  de  España. 


—  75  — 

Ai.v.        No  saldré. 

Ven.  Perdone  usted,  pero  se  irá,  porque  yo  lo  exijo.  Si  Usted 
no  tiene  conciencia,  yo  la  tengo;  y  estoy  decidido,  si  no 
me  obedece,  á  declarar  ante  los  tribunales  nuestro  in- 
fame complot,  el  rapto,  la  usurpación  de  estado  ci- 
vil, y  á  hacer  que  nos  juzguen  juntos,  que  nos  conde- 
nen juntos,  y  que  nos  ahorquen  juntos,  si  es  preciso» 
lo  cual  seria  para  mí  un  alto  honor. 

Alv.        Pero  eso  es  perderte. 

Ven.        Esto  es  salvarla.  (Por  Elena.)  Ahora,  elija  usted. 

Alv.         ¡Oh!  partiré,  (váse.) 

Sard.  ¡Y  cuidado  con  encontrarse  conmigo!  Voy  á  alumbrar- 
le á  usted. 

ESCENA  ULTIMA. 

DICHOS,  msnos  ALVARO    y  SARDANÁPALO. 

Ven.  Ahora,  Elena,  vuelve  al  seno  de  tu  familia,  llámate  do 
nuevo  su  hija,  y  no  temas-  que  nadie  descorra  el  velo 
que  encubre  tu  origen. 

Conde  y  Luisa.  Gracias,  gracias. 

Ven.  Santiago  Vidal  dejó  de  existir  hace  diez  años.  Ninguno 
vendrá  á  reclamarles  á  ustedes  su  hija;  nadie,  lo  juro, 
porque...  su  padre...  su  padre...  ha  muerto.  (Llorando  ) 
¿Y  ahora  puedo  esperar  que  ustedes  me  perdonen? 

Conde.  La  reparación  ha  sido  mayor  que  la  falta,  y  el  arrepen- 
timiento le  absuelve  á  USted.   (Dándole  la  mano.) 

Ven.        Y  tú,  bija  tnia,  ¿no  maldecirás  mi  nombre? 

Ll'C.  (Ap.)  ¡Cielos!   ¡qué  Veo!  (Reparando  en  la  carta  que  está  so- 

bre la  mesa.) 

Elena.      ¿Qué  dice  usted?  ¡maldecirle!  nunca. 

VEN.  (Tomándole  la  mano  y  besándosela.)   ¡Bendita  Seas!   (Ap.  á  Ele" 

na.)  Es  el  último  beso  que  te  da  tu  padre. 
Elena,      (á  Luciano.)  Si  no  soy  su  hija,  ¿por  qué  desgarra  su  pe- 
cho el  llanto? 

LL'C.  (Ap.  Comprendiendo    lo    que   pasa.)    ¡Infeliz!  (Alto    á    Elena.] 


—  76  — 

Cuando  seas  mi  esposa,  yo  te  devolveré  á  tu  verdadero 
padre. 

VEN.  (Haciendo  un  esfueizo  y  llamando.)  ¡Sanlailápalo!  lista   ll)ÍS- 

ma  noclie  saldremos  de  Madrid  para  no  volver  jamás. 
Prevenlo  todo. 
Conde.      ¡Cómo!  ¿Rehusará  usted  compartir  con  nosotros  nuestra 
casa,  nuestra  amistad? 

VEN.  (Luchando  hasta  el  final.)  Sí,  rellUSO. 

Todos.     ¿Por  qué? 

LlX.  (Ap.  Dándole  la  carta  al  Conde  )  Admire  USted  SU  sacrificio. 

Ven.  Porque...  porque  ya  son  ustedes  felices  ..  y  esto  me 
basta.  Yo  necesito  borrar  de  mi  imaginación  recuerdos 
muy  dolorosos...  mi  vida  errante,  nómada,  me  procu- 
rará el  consuelo  porque  me  afano;  y  las  carcajadas  de 
la  muchedumbre  me  obligarán  á  reprimir  el  llanto  que 
asome  á  mis  ojos.  Señor  Conde,  señora  condesa,  ámen- 
la ustedes  por  los  tres...  (Llorando.)  Luciano,  hágala  us- 
ted muy  dichosa,  tan  dichosa  como  desgraciado... 
fué...  su  padre.  Tú,  Jua...  usted,  señorita...  consá- 
grele un  recuerdo  al  pobre  viejo...  que  la  llamó...  su 
hija,  y  que  no  ha  de  volver  á  pronunciar  tan  dulce 
nombre.  Y  cuando  la  muerte  me  arrebate...  derrame 
usted  una  lágrima  siquiera  por  mi  memoria...  Adiós, 
adiós  para  siempre. 

CONDE.  (Ap.  á  Venancio  enseñándole  la  carta.)  A  falta  de  esta  prue- 
ba, el  llanto  que  usted  derrama  me  diria  á  gritos  que 
es  usted  su... 

Ven.         (ap.  ai  conde.)  ¿No  ve  usted  que  me  estoy  muriendo? 

Conde.  ¡Elena!  (Dando  un  gritode  alegría.)  Abraza  á  tu  verdadero 
padre. 

Todos.      ¡Ah! 

Ven.        (Abrazándola.)  ¡Hija  mia!  ¡Gracias!  ¡gracias!  (ai  Conde.) 

Conde.     Hoy  renace  para  tí.  (Á  Elena.) 

Ven,        Sí;  pero  para  el  mundo  ha  muerto. 


FIN, 


Habiendo  examinado  este  drama  en  tres  actos,  que 
lleva  por  título  El  jugador  de  manos,  no  hallo  inconve- 
niente en  que  se  autorice  su  representación. 

Madrid  4  de  Enero  de  1867. 

El  Censor  interino, 
Luis  Fernandez  Guerra. 


POST  SCRIPTÜM. 


Los  directores  de  escena  de  los  teatros  de  provincia, 
pueden  hacer  en  este  ejemplar  las  supresiones  que  crean 
convenientes  para  la  representación,  dado  caso  que  resul- 
tara larga  en  situaciones  dadas,  por  ejemplo,  en  el  final 
del  acto  segundo  y  algunas  escenas  del  tercero.  El  autor 
hace  esta  indicación  que  pueie  ser  útil  y  que  él  no  ha 
realizado  por  no  tocar  ciertas  escenas  que  en  la  lectura 
no  parecerán  largas,  lo  cual  acaso  no  sucederá  al  poner  la 
obra  en  escena. 

E.  G. 


la  cenicienta, 
uña- 

del  almadreno. 
otas, 
del  vicio, 
nos  de  viento. 
la  de  Correlargo. 
ie  oro. 

leí  regimiento. 
;  de  nú  mujer, 
hijos, 
madres, 
leí  Rey  Rene, 
enios. 

t-a  de  Murillo. 
uera. 

inza  de  Catana, 
uesita. 
a  de  la  vida. 
dcGaran. 
sin  piloto. 

I  en  el  campamento,  ó 

de  África. 

los. 

tlleros  de  la  niebla. 

i  de  matrimonio. 

de  Babel, 
del  gallo.i 
nediencia. 
a  alliaia. 
Mimada, 
idos  (refundida.) 
i. 

Í°-     .    . 

mi  sobrina. 

urbnno. 

Mana. 

;n  1818. 

i  vista  de  pájaro. 

re  hojuelas. 

de  l'olonia. 

ó  la  Emparedada. 


y  Medoro. 

le  buena  ley. 

)as  feo. 
v  cuchilladas 
ü  la  Gitana. 

y  Marte. 

Flora. 

ando. 

inquita. 


santo,  ó  el  Alcalde  pro- 

r, 

cual, 

11er, 

ino. 

o  de  una  ópera. 

>ro  v  la  maja. 

del  hortelano, 
ly  en  Marruecos. 
en  la  ratonera. 

de  carnaval, 
io  (drama  lírico.) 
,Uon  de  la  Rioja  (Música.) 
nde  de  Letorieres. 
do  á  escape, 
an  español. 
eta 

bre  feliz.' 
lio  blanco. 
ial. 

ao  mono. 

er  vuelo  de  un  pollo, 
inio  y  \aldemoro. 
netismo...   (animal! 
a  de  la  calle  Mayor, 
stasdel  toro. 


Miserias  de  aldea: 

Mi  mujer  y  el  primo. 

Ivegro  y  Blanco. 

Ninguno  se  entiende,  o  un  nom 
bre  tímido. 

Nobleza  contra  nobleza. 

]\¡o  es  todo  oro  lo  que  reluce. 

]So  lo  quiero  saber. 

Nativa 

Olimpia. 

Propósito  de  enmienda. 

Pescar  á  rio  revuelto. 

por  ella  y  por  él. 

Para  heridas  las  de  honor,  o  el 
desagravio  dei  Cid. 

Por  la  puerta  del  jardín. 

Poderoso  caballero  es  D.  Pinero. 

Pecados  veniales. 

Premio  y  castigo,  ó  la  conquis- 
ta de  Honda. 

Poruña  pensión. 

Para  dos  perdices,  dos. 

Préstamos  sobre  la  honra. 

Para  mentir  las  mujeres. 

¡Que  convido  al  Coronel!..;! 

Quien  mucho  abarca. 

¡Qué  suerte  la  mía!       . 

¿Quién  es  el  autor.' 

¿Quién  isel  padre? 

P.ebeca. 

Rihal  y  amigo. 

Rosita. 

Su  imagen. 

Se  salvó  el  honor. 

Santo v peana.  „,„.,, 

San  Isidro  (Patrón  de  Madrid.) 

Sueños  de  auna-  >  ambición. 

Sin  prueba  plena. 

Sobresaltos  de  un  marido. 

Si  la  muía  tuera  buena. 

Tales  padres,  tales  hijos. 

Traidor,  inconfeso  y  mártir. 


Z  AMUELAS. 

El  mundo  nuevo.' 

El  hijo  de  I).  José. 

Entre  mi  mujer  y  el  primo. 

El  noveno  mandamiento. 

El  juicio  final. 

El  gorro  negro. 

El  hijo  del  Lavapies. 

E!  amor  por  los  cabellos. 

El  mudo.  . 

El  Paraíso  en  Madrid. 

El  elixir  de  amor. 

El  sueño  del  pescador. 

Giralda. 

Harry  el  Diablo. 

Juan' Lanas.  [Música.) 

Jacinto. 

La  litera  del  Oidor. 

La  noche  de  ánimas. 

La  familia  nerviosa,  ó  el  suegro 

ómnibus.  . 

Las  bodas  de  Juanita.  (Música.) 
Los  dos  llamantes. 
La  modista. 
La  colegiala. 
Los  conspiradores. 
La  espada  de  Bernardo. 
La  bija  de  la  Providencia. 
La  roca  negra. 
La  estatua  encantada. 
Los  jardines  del  Buen  retiro. 
Loco  de  amor  y  en  la  corte. 
La  venta  encantada. 
La  loca  de  amor,  ó  las  prisiones 

de  Edimburgo. 


Trabajar  por  cuenta  ajena. 

Todos  unos. 

Torbellino. 

Un  amor  á  la  moda. 

Una  conjuración  femenina. 

Un  dómine  como  hay  pocos. 

L;n  pollito  en  calzas  prietas. 

Un  huésped  del  otro  mundo. 

Una  venganza  leal. 

Una  coincidencia  alfabética. 

LTna  noche  en  blauco. 

Uno  de  tantos. 

t'n  marido  en  suerte. 

Una  lección  reservada. 

Un  marido  sustituto. 

Una  equivocación. 

Un  retrato  á  quemaropa. 

¡Un  Tiberio! 

Un  lobo  y  una  raposa.- 

Una  renta  vitalicia. 

Una  llave  y  un  sombrerd. 

Una  mentira  inocente. 

Una  mujer  inisloriosa. 

Una  lección  de  corte. 

Una  falla. 

Un  paje  v  un  caballero. 

Un  si  y  un  no. 

Una  lágrima  y  un  beso. 

Una  lección  de  mundo. 

Una  mujer  de  historia. 

Una  herencia  completa. 

Un  hombre  fino. 

Una  poetisa  y  su  marido. 

(Un  regicida! 

Un  mando  cogido  por  los  cabe- 
llos. 

Un  estudiante  novel. 

Un  hombre  del  siglo. 

Un  viejo  pollo. 

Aer  y  no  ver. 

Zamarrilla,  ó  los  bandidos  de  la 
Serranía  de  Ronda. 


La  Jardinera.  [Música,] 

La  toma  deTeluan. 

La  cruz  del  valle. 

La  cruz  de  los  Humeros. 

La  Pastora  déla  Alcarria. 

Los  herederos. 

La  pupila. 

Los  pecados  capitales. 

La  gitanilla. 

La  artista. 

La  casa  roja. 

Los  piratas. 

La  señora  del  sombrero. 

La  mina  de  oro. 

Maleo  y  Matea. 

Moreto.  (Música.) 

Matilde  y  Halek-Adnel. 

Nadie  se  muere  hasta  que  Dios 

quiere. 
Nadie  toque  ala  Reina. 
Pedro  y  catalina. 
Por  sorpresa.     , 
Por  amor  al  prójimo. 
Peluquere  y  marqués. 
Pablo  v  Virginia. 
Retrató  y  original. 
Tal  para  cual. 
Un  primo. 

Una  guerra  de  familia. 
Un  cocinero. 
Un  sobrino. 

Un  rival  del  otro  mundo, 
ünmari.io  por  apuesta. 
Un  quinto  y  un  sustituto. 


Dirección  de  El  Teatro  se  halla  establecida  en  Madrid,  calle  del  Pez,  núm.  40, 
segundo  de  la  izquierda. 


PUNTOS  DE  VENTA. 


Madrid:  Librería  de  Cuesta,  calle  de  Carretas,  oúm.  9. 
PROVINCIAS. 


Adra Manzano. 

Albacete Ruiz. 

Alcoy Martí. 

Algeciras Muro. 

Alicante Viuda  de  Ibarra. 

Almería Alvarez. 

Avila López. 

Badajoz Coronado. 

Barcelona Cerda. 

Ídem V.  de  Bartumens. 

Bejar López  Coron. 

Bilbao Astuy. 

Burgos Hervías, 

Cáceres =  Valiente. 

Cádiz Verdugo  Morillas 

y  compañía. 

Cartagena Pedreño. 

Castellón J.  María  de  Soto. 

Ceuta M.  G.  de  la  Torre. 

Ciudad-Real Accsta. 

Ciudad-Rodrigo..  Tejeda. 

Córdoba Lozano. 

Cor  uña . .  Lago. 

Cuenca Mariana, 

Ecija Giuli. 

Ferrol Taxonera. 

Figueras Viuda  de  Bosch. 

Gerona Dorca. 

(]¡jon Crespo  y  Cruz. 

Granada.,  o Zamora'. 

Guadalajara ......  Oñana. 

Habana Charlain  y  Feraz. 

Haro Quintana. 

Huelva Osorno  ó  hijo. 

Huesca Guillen. 

1.  de  Puerto-Rico.  J.  Mestre. 

Jaén Idalgo. 

jerez Alvarez. 

¡jeon • .  Viuda  de  Miñón. 

Lérida Sol. 

Logroño Brieba. 

^orca Gómez. 

Lucevia Cabeza. 


Lugo 

Mahon  

Málaga 

ídem 

Matar-é 

Murcia 

Orense , 

Oribuela.. . . , 

Osuna 

Oviedo 

Patencia. 

Palma , 

Pamplona.. ., 
Pontevedra... 


Pto.  de  Sta.  María. 

Reus 

Ronda 

Salamanca 

San  Fernando . . . 

Sanlúcar 

Sta.C.  de  Tenerife 
Santander.  ..... 

Santiago 

San  Sebastian . . . 

Segorbe 

Segovia 

Sevilla 

Soria 

Talavera 

Tarragona  

Teruel 

Toledo 

Toro.. 

Valencia 

ídem 

Valladolid 

Vigo 

Villan."  y  Geltrú. 

Vitoria 

Uheda 

Zamora 

Zaragoza 


Viuda  de  Pujol. 

Vinent. 

Taboadela. 

Moya.  ' 

Clave!. 

ílered.deAndrion 

Pérez. 

Martínez  Alvarez. 

Montero. 

Martínez. 

Hijos  de  Gutiérrez 

Gelabert. 

Ríos. 

Buceía     Solía    y 

compañía. 
Valderrama. 
Prius. 
V.a  de  Gutiérrez. 
Huebra. 
Martínez. 
Oña. 
Poggi. 
Hernández. 
Escribano. 
Garralda. 
Gra.  Campos. 
Salcedo. 

Alvarez  y  comp. 
Rioja. 
Castro. 
Font. 

Baquedano. 
Hernández. 
Tejedor. 
I.  García, 
j.  Mariana  y  Sanz. 
H.  de  Rodríguez. 
Fernandez  Dios. 
Creus. 
A.  Juan. 
Pérez. 
Fuertes. 
V.  de  Híredía.