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Full text of "El rigor de la corneta : recuerdos de la vida de campaña : novela histórica"

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fgarbaríi dollege l.ííiraro 



Ttftfe^í^wí/ 



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EL 



^mox DE l:^ (íomm%, 



(KSCnEUDDS DE U WL SE C¿mH) 



NOVELA HISTÓaiCA 



POS 



ARTURO GIVOVICH. 



■ '■^ » -t »*<a^^W^^:j>-*<^*^^ 



VALPARAÍSO 

IMPRENTA Y LITOGRAPIA EXCELSIOE 

14j CaU/K Seeeano, lá 

1887 



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k 



Harvard OoUeer* Library 
May 26, 1909. 
Gift of 
Kational Lit^rary of Chile 






i 



I 



BOIMD NUV Ib i»i4 



I 



^ 



A MIS COMPANEROS 



LO» 0Biei;3LES ded B;iir;5LiiOii "Híi^jiblo^e»' 



JBn las páginas que siguen leerán tistedes muchas escenas 
de la vida de campana que les son conocidas y que no creo 
se hayan horrado ya de su memoria. 

Corno verán^ la base histórica de esta impela es la expe* 
dicion de Ayacucho en que tomó parte nuestro batallón^ aquélla 
empresa tan llena de peripecias como de penurias, donde tantoi. 
de nuestros soldadm perdieron la vida, ya bajo las armas del 
enemigo, ya uliiínados por los rigores del clima ^ ora helados 
en las cordilleras y ora arrebatados por los ríos, 

JVb dudo qtie ustedes reconocerán que los hechos históricos 
a que me refiero son relatados con exactitud y verdad^ exentm 
de exajeracioftes que si bien pudieran dar interés fm'\!^elescG ñf 
libro j en cambio contraria rian el Jin que me propuse, la nart^ 
cion fiel de los sucesos. 

Abrigo la confianza de que la dedicatoria de este trábajik 
$erá aceptada por ustedes como una muestra del afecto de su 
compañero y amigo 

ARTUMO GIVOVJCH, 



lA 



r-tSt^^^ ^* 



EL RiaOR DE LA CORNETA. 



El rigor Ó9 la corntta. 

Lima, la ciudad de los Santos Rejea, se 
hallaba entónceB ocupada por fnerzaa clii- 
lenu. Corría el mes de jumo de 1883. 

Como a las once y media de la mañana 
de un domingo, el sol eou todo él brillo 
que ostenta en laa rej iones tropicales lan- 
zaba Sobre la ciudad ardí en te» rajos, a 
poaar d^ ser aquel un día del mea en que 
Hegun loa almanaques concluye el otoño j 
entra el invierno para iodo el hemisferio 
meridional- 

El comercio naturalmente^ siendo dia 
festivo, había cerrado sus puertas y el trá- 
fico de jente por laa callee era menor que 
en los demás dias. 

, Á la hora citada iba por la (»Ile de Be- 
jarano un oficial cayo uniforme e insig- 
níaa anunciaban que era xm capitán del 
batallón que Humaremos Setimnhrey no que- 
riendo darle su verdadero nombre para po- 
der eseribir coe mayor libertad nuestra 
narración. Algunos paeoa delante de é! ca- 
minaba un niño de unos diez o doce 
añofl. 

Al llegar a la calle de Baquijano el chi- 
co se detuvo. El oficial se acercó a él y le 
preguntó; ' 

—¿Cuál eu la casa? 

— Esa de balconj — respondió el nifio de- 
aignüido una cosa distante veinte o treitt* 
ta metros de donde ellos estaban. 

^Eitát s^un)? 



<— Muí segnro; vi entrar en ella a la mo-* 
renita y me quedé esperando; a poco salió 
al balcón sin manta ya» por lo que presu« 
mo que debe vivir ahí, 

^Eetá bien; eso era todo lo que qnena 
yo saber. 

Diciendo esto el capitán sacó del bolsillo 
de su pantalón un billete de diez soles; tal 
vez iba a dárselo al chico, cuando éste Je 
dijo conpreatesa: 

«^iCatail véala usted; ahí salió la more* 
nita al balcón. 

Volvió rápidamente el oficial la vista y 
en el balcón indicado divisó una negra jo- 
ven de pura raza africana. 

Ahogando una exclamación de c61cr% 
pregante al niño: 

— ¿Conque ^a era la morenita? 

— Sí, pues; esa fué la que usted me in- 
dicó. 

— |Ah, trompeta! esa ea una negra máa 
negraque la pólvora. 

Y entre colérico y risueño, el capitán 
echó a andar dejando plantado y perplejo 
al chico. 

Durante algún tiempo continuó bu mar- 
cha mostrando en su físonomía señales de 
disgusto que de cuando en cuando eran 
ahuyentadas por una fina sonrisa. 

Poco más de una cuadra habria andado, 
cuando oyó detrás de él una voz que lla- 
maba: 

— ¿Lostan? 

Volvió la cara y vio a otro oficial de bu 
mismo grado y batallón. 

^Me has hecho marchar al paso jimnás- 
ticopara alcanzarte, — dijo éste; — lo que 



^« w 



no ei mui refrcseauto con el calor que 

-^No me hftblea de calor, porque estoi 
ardiendo de rabia en tanto extremo qne 
fliento íresco el boL 

— ¿Qaé te hft pasftdo? No lerá raro ande 
en €Ua alguna mujercita. 

.-^ngtamente. 

^-Y% lo Buponia. 

— Celebro mucho haberme encontrado 
contigo para desahogarme nn poco contán« 
dote mis cuitas. 

—Pero aquí en k calle el sol está mni 
braTo y corremos peligro de derretirnos 
antes de que terminea tu historia. Entre- 
mos a ese café a tomar una copa de cerve- 
la con hielo y ahí hablarás. 

— Corriente- 
Ambos capitanes entraron allugarde- 
■ignada, se sentaron junto a nna mesita de 
mármol 7 se hicieron servir cerveza con 
hielo. 

Después de haber encendido sendos ci- 

Krrillos^ aquel a quien hemos oido llamar 
^stan, que era electivamente su nombre, 
dijo a su compañero: 

— Héaqui el hecho. Cierto domingo, 
hace cosa de un mes, estaba nuestro bata- 
llen en la iglesia de Santo Domingo; como 
de costumbre había asistido a oir misa. Yo 
me encontraba a la cabeza de mi compañía, 
jcomo a cuatro o cinco pasos más adelan- 
te, entre las devotas^ divisé una morenita 
de ojos negros j más linda que un án- 
jel.., 

— ¡Hombre I loa ánjeles tienen el cabello 
mbio ylosoJDi azules ^ al menos asilos 
pintan, 

—Precisamente por eso te digo que ella 
es más Linda que im áujel... si la vieras 
no me contradirias. Tenia su libro de ora- 
ciones en las manos, leía moviendo rápida- 
mente los labios 7 de cuando en cuando 
Tolvia la hoja del libro; todo esto lo hacia 
con tanta gracia j jentileza, con tanto do- 
naire^ que me tenia el alma en un hilo. 
For ñn akó una rez sus ojos negros j los 
fijó en loB núos... me ^ató... Desde ese 
instante ja no su^e lo que pasaba por mi j 
lelo i^nsé en espiar las miradas de aque- 
llos ojos que me fascinaban, las que para 
major encanto siguieron repitiéiuiose con 
pequeños intervalos. En meoio de tan dul- 
císima tarea, apenas si noté que la misa 
había concluido. Vino a advertírmelo la 
cometa atronando los ámbitos de la iglesia 
con el pa9& redobladé. 



—¡Y adiós ojos negros!— exclam¿ el 
compofiero de Lostan, a quien desde luego 
llamaremos Galvez. 

— Habia bramado nuestra tirana, lacor^^ 
neta; mis piernas tomaron maquiualmeuLo 
el compás redoblado de la marcha; pero mi 
alma se quedó allí contemplando el brillo 
de aquel par de ojos negros, presa de su 
hechizo. Después de llegar al cuartel, apé* 
ñas se hubo dado puerta franca, tomé un 
coche 7 volé a la iglesia; pero ni señales lo- 
gré encontrar de la morenita. En el sitio 
que eUa ocupaba se habia colocado una 
zamba sesentona que ae partía tanto a mi 
morena como un murciélago a un canario. 
Me eché entonces a recorrer a la ventura 
las calles más próximas; dos horas gasté en 
este afán y sajué por todo resultado lo de 
que casi me cocí al sol. 

— Si ella va a misa a esa iglesia es segn* 
ramente porque vive en las cercanías* 

— ^Así lo supuse. 

-—Aunque bien podía haber ido esa ves 
por excepción. 

— Tono eso lo penaé, j al cabo de una 
semana me afirme en la idea de que debía 
vivir no muí lejos de Santo Domingo» £1 
siguiente domingo volví a encontrarla en el 
mismo lugar j en la» mismas cÍTcunstan* 
cias. Inútil me parece decirte que esta vex 
la encontré aun más encantadora. Las mi- 
radas se repitieron con mayor frecuencia j 
mayor fuego hasta que, como una semana 
antes, el toque abrumador de la corneta 
vino a interrumpir tan delicioso idilio. 

-«Hubiste de marchar con el batallón, 

— ^Al compás redoblado, a ra^on de cien- 
to veinte pasos por minuto, me alejé de mi 
morenita; pensando que quizás no volvería 
a verla nunca mas. 

— ¿Y se han realizado tus temores? 

— ^No; todos los siguientes di as festivos 
he seraido encontrándola y el comercio de 
las miradas ha seguido en aumento 

— Supongo que ya habrás averiguado 
quién es, dónde vive, cómo se llama, etcé* 
tera. 

—Nada; en valde he taloneado por to- 
das las calles circunvecinas con la esperan- 
za de encontrarla; desde la de Aumente 
hast£^ la de Espaderos y desde \m del Pala- 
cio hasta la de Comesebo, todas me las be 
paseado doscientas veces sin lograr ver a 
mi morenita en algún bakon o Tcntana. 
Convencido de que con los tales paseos nc 
conseguía otra cosa que gastar paciencia y 
eapatos; resolví tomar otra determinaci^ifr 



^. 



'1*^^^ 



1? 



— 7 — 



Me t1 con no nifío que me pareció muí dea* 

pierto y deapnea de ofrecerle una buena 
propina^ le dije que fuera a miBa a la Tez 
que el batallón y se colocara cerca de mí; y 
agregná: 

€ — Disimuladamente te indicaré con la 
eapada una joven morena; cuando ella sal* 
ga de la iglesia la seguíráa basta bu casa y 
en Begniida sin perder un minuto me iráa a 
dar cuenta de tu comisión al cuartel*» 

«Esto sucedió ayer. £ata mañana estaba 
ella como de costumbre en misa y ponia cu 
juego BU par de negros ojos como dos ame- 
traliadoraa que lanzaran proyectiles de 
amor, y de vez eu cuando acompañaba bus 
miradas con una finísima y diaimulada son- 
risa tau dulce, que Be me nublaba la vista 
de placer- El niño, cumpliendo con lo con- 
certado, estaba abí. En varios momentos 
oportunos le señalé a mi morenifca con la 
espada; él me bacía un signo para darme a 
saber qoe me babia comprendido* Por fin 
se oyó el tremendo paso redobladú de la 
corneta. Lancé una mirada de despedida a 
loa ojos negros y marcbé contento por la 
primera vez al moverme, de ahí, pensando 
que mediante el uifio iba a lograr conocer 
m domicilio de la hecbicera joven, 

jA la bora y media después de haber lle- 
gado el batallón al cnailel se me apareció 
el niño* 

» — ¿Qué ha3 averiguado? — le pregunté. 

» — Sa nombre y su casa- 

1 — ¿Cómo se llama? 

1— A otra que iba con ella la oi llamarla 
Olarita. 

» — I Clara! lindo nombre I 

>Y sin que me contuviera el ardiente aol 
que hacia, añadí; 

t-^Yé a señalarme la casa al instante; 
en marcha* 

lAl cabo de andar algunas cuadras, du- 
rante cuyo trayecto murEnuraba yo el dulce 
nombre de Clara, el niño me mostró una 
caea de balcón diciéndome: 

j> — ^Esa es* 

*Y luego añadió; 

» — ICataii véala ufited; abl salió la mo- 
renita al balcón* 

iMiré... y ví una negra, negra comr» 
il betún de las cartucheras* 

» Al momento lo comprendí todo**. Yo 
labia hablado al niño de una morenita, sin 
fijarme en que es usanza en lima llamar 
murenas a las negruB. n 

— Seguramente, — dijoGalvez riendo de 



la aTéntnra de au compañero; — tqmbíen 
estaria aquella negra boi en la igleaia, 

— Habían otras varias de bu color» lo 
que no es raro en esta tierra, y cuando jo 
con mi eapada indicaba al niño mi moreni- 
ta» debia encontrarse en la misma direc- 
ción aquella infernal negra, Clara de nom- 
bre y oscura de picL 

— De manera que has perdido una sema* 
na por ese quid pro quo, 

— Y con éstas son cinco las que he paaa- 
do snapirando de amor por esa desconocida 
que me ba clavado una espada en et cora- 
zón. 

— No serán tantos loa Buspiroa, — replicó 
Calvez; — porque yo te estol viendo a cada 
instante y siempre alegre y contento- 

— lias apariencias engañan, 

— Así aeni; pero tus penas no te han im- 
pdido acudir a las tertulias de X'** y 
bailar media docena de yalaes cada noche. 

— Las dístraccicmea en mis ctrcunatan- 
ciaa BOU necesarios, — contestó Loa tau con 
cómica gravedad, 

— También por distracción seria que el 
último domingo durante el paseo que hiei- 
mo8 al Cercado no te Beparaste del lado de 
cierta jovencita,.. 

— Eso fué por cortesía; ea fuerza ser ha- 
lagüeño con una niña bonita, so pena de 
pasar por un majadero, 

— Por eso serí que a esa vecinita del 
cuartel que también es preciosa... 

— i Qué diantreí no porque esté enamo- 
rado de una he de ser indiferente con la 
hermosura y gracia de las demia mujeres; 
esa cá la pr ¡Íctica de la jente pusilánime y 
apocada; loa hombres de espíritu esforzado 
y de sentimientos varoniles, aunque lleven 
en el corazón la mUs dolo rosa herida, siem- 
pre conservan la serenidad necesaria para 
apreciar en su justo valor la belleza y el 
donaire donde quiera que se encuentren,*., 

— I Alto la marcha í — exclamó Calvez in- 
terrumpiendo a su compañero,— ya esto va 
pareciendo discurso* 

— Eíete cuanto quietaa, — prosiguió di- 
ciendo Lostan cou seriedad cómica; — pero 
es lo cierto que yo esto i atrozmente enamo- 
rado y lo que más arraiga en mí pecho tan 
extremado sentimiento es.^* el imperio 
de ia Ordenanza Militar, la fuerza de la 
obligación, la voz de la cometa, que me 
mandan formar a la cabeza de mi compa- 
ñía, ir a misa, ver a mi morenita y regre- 
sar al cuartel sin poder disponer libremen* 
te de mi persona, sin poder hacer otra cosa 



— 8 — 



que lo ^ne ordena la cameta; obL'gándome, 
por último, a. ^tar enamorado de un modo 
exclusivamente platónicQ, sin lograr conse- 
guir míia favores que tiernas miradas, aisLe- 
ma homeopiitico que detesto*,. Todos 
eatoa cantratiempos redoblan el ngor de mi 
pasión en ta! grado, que si así coutináan, 
fuego llegará el dia que uno de mis compa- 
fierofl tenga t^ue mandar la descarga de or- 
denanza al pió de mi sepultura 

(rülTez imitando la cómica seriedad de 
BU amigo le replicó: 

^ — Desecha, Lostan, esos lúgubres pensa- 
mientos; ea precíflo que sigas viviendo para 
la patria 7 para tus compailerosp 

— Me comnueven tus sencillas palabras 
y te prometo poner de mí parte cuanto pue- 
da para prolongai" mi cuitada oxistencia, 

— Para que la promesa revista Tuayor for- 
malidad, sellémosla concluyendo nuestras 
üopaa de cerveza» 

— Aceptado. 

Ambos jóvenes bebieron, y después de 
haber convenido en ir a dar un paseo por 
los portales, Balieroo del café. 



m 

Dos estrellas que se confunden 
con otras. 

Cuando los dos capitanes se encontraban 
ya cerca de la Merced, comeüzó a salir por 
¡a puerta de esta iglcaía una multitud de 
fieles entre los que predominaban en nú- 
mero los del bello sexo. 

En ese instante salía la misa de doce. 

No faltaba, por cierto, al rededor de la 
puerta del templo un par de docenas de 
mozos elegantes, que con sus trajes domin- 
gueros hablan acudido ahí, (|uíéii sabe si 
por devoción o por otro motivo; aunque 
parece mni dudoso lo de que la devoción 
fuera el móvil que los conducía, pues en 
tai caso no se habrian contentado con que- 
darse a! lado de aftiera de la puerta mien- 
tras se celebraba el incruento sacrificio de 
de la misa. También hablan algunos oficia- 
les chilenos. 

Al salir del templo, como un rio que se 
divide en dos brazos, aquella concurrencia, 
compuesta en su mayor parte de mtijercs, 
se dividia toniando ana parte la calle hacia 
la derecha y la otra híícia la izquierda. El 
niwto y v^tidos uegix)s era entre ellas el 



traje que domínalia; puede decirse qme era 
el único; lo cmü le daba a todas cierto 
aspecto nuiforme. Pero en realidad, pocas 
reuniouos tan heterojéneas como eaa. Di- 
versas clíiaes sot;iales, diversos tipos, diver- 
sas edades, tenian ahí representantes. 

Se víiijin ncíTLiis, cuja piel rivalizaba eo 
color con sus trajes; mulatas, ténnino me* 
dio entre la luz y la oscuridad: cholas de 
faz cobriza^ cunio la de Huáscar y Ata- 
hnalpa: zambas, promedio entre el Inca y 
el Slandinga; pero (y esto por ser lo mejor 
lo dejamos para el postre) entre todos 
aquellos astros más o menos opaco», lucian 
como fiiljentea estrellas una cantidad rela- 
tivamente numerosa de jóvenes limeñas de 
tez d}gQ pálida, ojos negros y dientes blan- 
quiaimos, ccm el manto prendido a la espal- 
do, el talle jentíl, donaire en todos sua 
movimientos y gnicia especial en el andar 
con sus pies notables por la forma jr pe- 

Fácil es adivinar a quienes se dirijia k 
vista de loa elegantes y la de los militareí 
qne ahí habían. 

Un Quimüdo cambio de saludos, un nu- 
trido fuego de miradas, algunas espresivas 
sonrisas y tal cual palabra más o ménoa 
decidora según el salero de quien la pro- 
nunciaba; he ahí lo que durante algnnoa 
minutos habria podido notar un obser- 
vador. 

Pero era menester que ese observador 
fuera sobra danieTi te impasible para no de- 
jarse arrebatar por la afluencia de belleza 
que allí se lucia encantadora y natural, ala 
mas adoiTio que el sencillo manto 

Lostan y Gal vez hablan seguido avan- 
zando hasUi tomar lugar entre los mirones- 

— lllombrel-nlijo Lostan apretándole 
un brazo a sn compañero— cuánta hermo- 
sura! qué de caras bonitas! qué de gracia y 
donosura! i Todos los áujeles y serafines 
lian bajado de los nueve coros, se han 
puesto manto y basquiüa y se están salien- 
do por la puerta de la Merced! 

— Modera un poco tu entusiasmo — re^ 
plicó Gralvez, — y acniirdate de lamoucnita. 

— Déjame, que este es un momento de 
tregua para mis penas amorosas..- Mira 
esas dos que vienen hiícía acá».p Qué 
perlas I 

Eran éstas dos hermosas jóvenes que 
traían sua devocionarios en las manos. 

De pronto a una de ellas se le escurrió 
casualmente el libro y cayó al suelo. 

Lostan haciendo un rápido movimiento 



_ 9 — 



lo cojió y of ixició gülantemeute a la nifia* 

Esta lo recibió contestando brevemente: 

— Gracias 

— Tiene usted liasta para dariaaj — rcB- 
pondió Lostan. 

EUa se aonriá lijeranxente j siguió an- 
dando con su compañera. 

Ambos capitanea las miraron alejarse. 

^ — ¡Cuánto donaire! — excUraó Galvoa. 

— iiou bndísimast yo no sé lo que me 

Easa.-. me muero ..*me nmcro... — - dijo 
oatan repitiendo este modismo que íia- 
bia apreudido en Lima. 

— Ko las perdamos de vista. Han toma- 
do la calle de Lescano. 

— Pigáraoslas. 

— Fero sin acercarnos miicho a ellas; 
ncJ& haríamos notar. 

Ambos jóvenes cebaron a andar cou 
paso mesurado. 

— Han mirado bácia ati-aa... noa han 
visto,-, lian sonreido,' — tsx clamó Lostau*— 
esta aventura promete... hai que seguir de 
frente 

—Pero, hombre» acuérdate de tu more- 
nita, — l(i di^jo Galvez sonriendo con cierta 
soma, 

^Déjame en paz y ten presente que yo 
tengo bastante pecho para aíoar a medio 
mundo..*. 

— -Al medio mundo femenino,.*. 

Al concluir la cuadra, las dos ninas tor- 
cieron a la derecha, no siu que una de ellas 
al hacerlo volviera la cara y divisara a los 
oficiales. 

Estos sigTtieron el mismo camino man- 
teniéndose a unos treinta o cuarenta pascfs 
de distancia y ma re bando por la acera 
opuesta, pero sin perderlas de vista. 

Una circunstancia imprevista vino a 
desorientarlos. 

Cuando ellas Herraban a S^m Afíuatin, 
aalia de esta iglesia una multitud de jente. 

Así como dos *^olondrinii5í quQ van volan- 
do y se mezclan en una bandada so hacüu 
difíciles do reconocer, aquellas dos niñas 
al jantarse cou las que saliau del templo, 
vestidas del mismo traje j color, se con- 
fundieron con ellas. 

—^Apresurémonos, que se nos pierden, — 
dijo Lostan. 

Iban a poner en planta esta idea, cuando 

a pasar junto a ellos un jefe del 

' o, el comandante X. 

ooa capitanes le saludaron cediéndo- 

aso sin parar su marcha. Pero he ahi 

-^'oa del amor, quien no siempre está 



dispuesto a mostrai-se propicio con loa 
enamorados, suele divertirse en hacerles 
al^runa travesura. 

El comanckute contestando el saludo de 
los oñciales, les dirijió esta frasüí 

— Oi^nme ustedes una palabra. 

Los dos jóvenes hubieron 'de detenerse, 
por Imla que comprendieron el riesgo en 
que ee ponían de perder la pista seguida. 

No es posílílc entre militares ser deseo r- 
tes con un superior; ahi está la Ordenanza 
([ue ha previsto el caso recomendando las 
debielas oou sí deraciones tJhasta en los actos 
miíB familiarea,» 

— ¿De su cuartel vienen ust<ídes? — les 
prog"Untó el comandante, 

^Hace como una hora que salimos de 
éb — cautesti> Lostan. 

— ¿EsUba el coronel allá? 

— *Sí, señor. - 

— Pues entonces voi a hacerle una vi- 
sita. 

Tra.s de esto el coujandante se despidió 
de ellos dejándolos libre.^. Poro esta corta 
demora habia durado el tiempo suficiente 
para que las dos desconocidas se confun- 
dieran con las que salían del templo vesti- 
das, como hemos dicím, con un traje 
semejante al de ellas. 

^Este diablo de comandante nos lia 
embromado,^— dijo Galvez ;^ — creo que las 
hemos perdido, 

— l^é; ahi van, — contato Lostan. 

—Acentuémonos a ellas; es mui fácil 
que se nos pierdan en medio de tanta jente 
que está saliendo de San Agustín* 

Avanzaron algunos pasos, pero no pu- 
dieron hacerlo tan de prisa como deseaban 
por no atroptíllar h muchedumbre de fie- 
les, que anntjue no mui compacta, lo era 
bastante para impedir una marcha apre- 
surada. 

De pronto exclamó Gal vez: 

— Teecjuivocaste; ^no vesPno son éstas. 

— Ah, díantre^l tienes razón.. - hai tan- 
ta jente que solo se ven cabe/.as y con esos 
malvatbs mantos todas las caberas se pare- 
cen ¡wr deti'as. 

Galvez y Lostan se pusieron a mirar en 
todas direcciones; donde quiera que tendie- 
sen sus miradas veian personas que al 
parecer bien pudian ser las que buscaban* 
Se dirijian liácia unas y después hacia 
otras, teniendo que hacerlo con cierto disi- 
mulo para no llamar la ateneion ; peto todo 
fué infructuoso, 

Al cabo de alanos minutos, la concn- 



— 10 



treiicíft m habia diaperaado y la plazoleta 
se encontraba caai desierta. 

LoB dos capitaaes acaitaron por couven- 
oení6 de que lea era forsíoso abandonar la 
eaperanza que iibrigaran- 

— Hé ahí las consecuenciag de la carrera 
militar, — dijo Lostan con unuire senten- 
cioso, 

— ¡Qué tiene que ver la can-era militar 
ooD todo esto!— replicó Galvez algo uial- 
humorado, 

— ¿No comprendes? si hnbiémmoa eido 
paisanos, cuando el comandante nos babló 
para detenernos, le hubiéramos contestado 
que íbamos mni de prisa y ú quería nos 
siguiera para hablarnos sobre andatido; 
pero como somos capitanea y él es tocio un 
comandante, hubimos de pararnos justa- 
mente el tiempo necesario para perder de 
vista a ese par de preciosas perlas. . . que, 
ta lo digo de veras» ya ine habian inflama- 
do el coraaon., ► 

— ¡Tanta pasión solo en el ti'avecto de 
dos cnadraa^ la de Lescauo y la Ai Lur- 
tig»! 

— Mis pies habían andado dos cuadras, 
pero mi corazón dos leguas- . . 

— En fin; todo esto no será motivo para 
que nos quedemos aquí tomando uu solazo. 

— Lleguemos basta los portales, 

— En marcha, — contestó Gal vez, y agre- 
gó una vez que ambos m pusieron en movi- 
miento i—Hoi no ha i toros ni divírsiou 
alguna, ¿tienen ya hecho tu itinerario para 
gastar este día ííe fiesta? 

— No sé qué hacer. 

—¿Y tá? 

Tampoco; pero no nos faltará; ya lo 
pensaremos. 

Un momento después se eucoiitraban 
ambos compañeros en el portal de Escrí- 
banos. 



in 

CKarla interrumpida. 

Como domingo que era aquel dia, los 
portales presentaban un aspecto mui dife- 
rente del que ofrecían los dias de trabajo. 

No se veía esa multitud de individuos 
de diversas edades que sin la menor com- 
paaiou por los tímpanos de los transeúntes 
fritaban con voz ya de tiple, ya de tenor 
o bvltono. 



— ¡Dos mil soles para mafiana! 

— ¡Plata para lue^l 

Ni tamj>oco aíjuellos cambistas ambulan- 
tes, con una docríua de soles de plata que 
echan consLantemeuLe de una mano a otra, 
como hace un mono con un huevo caliente, 
y están horas de horas haciendo sonar su 
dinero para advertir a los viandantes cual 
es su oficio. 

' Hacia couío un cuarto de hora que Loa- 
tan y Calvez estaban en el portal» cuando 
se acercaron a ellos otros dos oficiales, tam- 
bién capitanes, nno del Buin y el otro de 
Carpbineroe, 

El del Buin dijo a aquellos a la vej que 
los saludaba con un apretón de tnanos: 

— ¿Y ^[^^ hacen ustedes acjuí?-,, ¿nen- 
do pasar a las buenas mozas? 

— ¿ Hombre, — contestó Lostaa»— ¿ t^uó 
mejor ocupación puede uno darle a loa ojos 
que la de mirar a las hermosas? 

— La' tarea es agradable, pero poco re- 
frescante, con el calor que hace; no fieria 
malo aaspendcrla para ir a tomar una copa 
de helados. 

— 8i no bai alguno í]ue se oponga, se da 
la idea por aprobada, 

— Aprobada. 

Los cuatro oficiales se dirijeron a la fti- 
laderln de Capel la. 

Un momento después se encontraban 
sentados ul rededor de una mesa de mar* 
mol y cada nnO se bacía servir la clase de 
helados que eran más de su gusto, escoji- 
dos en la larga lista que el mozo recitaba 
de un tirón como un niño que reza los do- 
nes del Espíritu Santo. 

— Traerás también ñu poco de pisco, — 
dijo uno de ellos al mozo. 

— ¿Para echarle a los helados ? — pregun* 
tó otro, 

— Por supuesto; los helados son dema- 
siado fríos, y así pierden la cnideza. 

— Y se con\ierLen disimuladamente en 
ponche» 

— Y aun sin disimulo. 

En ese instante se oyó la voz atiplada del 
niño que hacía de mozo j^ritar: 

— i Dos de pina, uno de hmon y nn huan- 
cayo, dobles! 

De esta manera pedia él a su vez los he* 
lados que debía servir a los oficiales* 

Uno de estos al oirlo dijo; 

— Ese chico debe habernos visto tra 
de andar mui acalorados, pues pide pa , 
nosotros helados con el agregado de dobV . 
es decir, en dobla cantidad* 




— 11 — 



-*£s una ateDcion que aquí Biempre nos 
hacen a los chilenos, sin duda los signori 
dueños de este establecimiento quieren que 
estemoa frescos, 

Laego regresó el mozo trayendo en una 
bandeja los refreacos pedidos. Cada uno 
pnio frente a sí la copa que le correspondía. 

El qu« había 'pedido pisco echó ua poco 
de «te licor en sus helados y ae puBO a i'e- 
Tolverlos con una cucharita. Otro de ellos 
le dijo al Terlo: 

— ^Héte ahí hacieudo una bebida atem- 
perante que no seria admitida en k gocie- 
de temperancia. 

— SI, peiT» que será admitida en mi ea- 
Üma^o, que m lo que a mí me importa. 

*-Ia razón e3 de peso. 

—Y por último, te contaré que habían 
doe frailea mui eacrupolosos, de los cualea 
nna Tes uno pecó por haber tomado un 
tiago y el otro al verlo pecó de envidia. 

^]!on esto me has convencido; más vale 

r»rlpor beber que por envidiar; pásame 
botella del piaco para ponerle un po- 
to a mÍB helados. 

— y tú, en seguidaj me lo cederás para 
hftcerlo mismo; no quiero dar aospechaade 
envidiar. 

—Ni yo tampoco, agregó el coarto. 

— Henos ya a todos con el mismo arma- 
mento* 

— Todos con ríSes dd mismo sistema. 

— Esto es usar un lenguaje como el de 
loe maaones^ que según dicen llaman ca- 
flon^ a las botellas. 

—¡Qué egtán ahí hablando de cafiones 
Ir» infantes y un carabinero I 

Este apostrofe fué lanzado por un oficial 
de artillería que entraba eo ese iust'ci^nte. 

— ^Acerqúese y siéntese aquí ese artille- 
rOp»— 4ÍJ0 Gal vea dirijiéiidoBe al recien 
Uegado; — estamos hablando de cañones del 
antiguo sistema, de cargar por la baca» 

— *De cañones de vidrio, — añadió Loatan, 

—Comprendo, — contestó el de artillería 
lentindoae; — oon esos cañones lo mismo 
n^be apuntar un infante i;jue uu artillero. 

«-*Y ningún tiro queda corto miéntraa 
na se acaba la pólvora. 

La conversación continuó con ese aire 

de alegría y llaneza peculiar de las reunio- 

de militares qne tienen lugar en laa 

"aa francas. Las chanzas y palabras chis- 

intea se cruzaban con viveza, los dichos 
ilusiones picantes, los chascarrillos, laa 
lirectas que provocao una pronta réplica, 
feaaca cortadas: todo eso en medio da 



risaa y buen humor le daba animación al 

diálogo y hacia paaar el tiempo agradable* 
mente. 

Durante la clmrla liabiau llegado otros 
oficiales que también fueron invitados & 
tomar asiento entre ellos, y nuevos helad» 
n otra cosa, al gusto de cada cual, fueron 
pedidoi. 

Frente a Lostan había un gran eapajo 
en el cual ae reflejaba una buena parte del 
salón próiimo y mediante el cual habia 
visto entrar y salir a varios visitantes del 
establecimiento. 

Esto lo hacia distraídamente. 

El espejo es uno de los ntensilioa que 
más usa el amor; puede decirse que es nno 
de sus instrumentos, una de sua herra- 
mientas. Bara será k enamorada que no 
ocm^ra ante él a estudiar los encantos de 
su propia fisonomía» como un jeneral que 
en tiempo de guerra pasa revista a sus tro- 
pas. El espejo se ha hecho para el amor, j 
como exacto y leal servidor, le au:£Ílift y 
ayuda en cuanto puede en todos sus lances. 

En uno de los instantes en que más ani- 
mada era la conversación de los oficialesi 
Lostan notó algo como el ¡)a30 de una som- 
bra por la luna del espejo que tenía al 
frente. Miró maquiaalmenfce hicia él y des- 
pués de mantener fija la mirada por algu- 
nos sañudos, pudo apenas retener una 
exclamación pi*oducída tal vez por una mez* 
ola de sorpresa y placer. 

La sombra que habia visto en el espejo 
no era otra cosa que el reflejo de dos per- 
sonas que venian entrando al salón vecino. 
Eran estaa dos jóvenea damas en laa cua- 
les Lostan reconoció a las mismas que un 
par de horas ¿ates perdiera de vista frente 
a San Agustín. 

El capitán del Setiembre las vio sentarse 
y hablar al moao, seguramente para hacer» 
se servir helados. 

Al cabo de un instante una de ellaa dtrí- 
jió la vista al espejo que miraba Lostan. 
Sus ojoa naturalmente ae encontraron con 
los joven. Hizo entonces un lijero movi- 
miento de sorpresa y volviendo rápidamen- 
te la cabeza dijo algunas palabrds a su 
compañera- A su vea ésta lanzó una furti- 
va mirada al espejo. Ambaá se hablaron 
en seguida j con sendas mal disimuladas 
sonrisas dejaron ver las bien alineada!^ filaa 
de sus albos dientes. 

Lostan tocó lijeramente con la rodilla % 
Gal vez que estaba a su lado, y le dijo en 
voz baja: 



— 12 — 



— Mira con diaimnlo al espejo. 

Obedeció éste j al punto h contestó en 
el mismo tono: 

— BllaB Boii. 

Desde ese momento el cristal azoado, 
ejerciendo su impasible oficio de reflejarla 
lü2, recibió y devolvió con toda flu infali- 
ble fidelidad las expresivas miradas qiie 
por an intermedio se dirijian. 

— Sígneme dentro de im minnto más, — 
dijo Lostan a sn compaucro levantándose 
de BU asiento y dii'ijiéndoBe al mesón, 

Galvea se le juntó al instante, 

— Esta veK iio es posible perderlas, — 
exclamó Lostan, 

— Ya lo creo, — contestó Galvez manifes- 
taudp nn entusiasmo semejante al que 
mostraba su compañero; — son lindísimas, 

— Son dos perlas. 

— Es preciso no perderlas otra vez de 
vista* En cuanto conelnjan los lieladaa 
que están tomaúdo saldrán de sej^uro.., 

— Ir a hablarlas, no es prudente { tal vez 
no lea gustaria y nos espond:^anl(^s a un 
rechazo, 

— Es natural que eu un lugaL' público 
tal como éste no les agrade ni convenga 
que las hablcTaos. 

— Y ademiSs, dado caso que nos admi- 
tieran sentarnos a su lado, seria a nosotros 
a quienes no les convendría; aquí entran 
a menudo jefes y oficiales, y al vernos no 
formarían mui buen juicio de nosotros ni 
de ellas, 

— Bs claro. 

— No hai que pensar mis en eso, porque 
al fin y al cabo por más lindas que sean 
no sabemos quiénes son. 

—Esperaremos que salgan y las eeguiré- 
moi. 

— Pero antes,— replicó Lostan, — hare- 
mos otra cosa, 

T dirijíéudose al dependiente mesonero 
le pidió dos cambuchos de confites. 

En seguida llamó al mozo y hab laudóle 
a un lado le dijo: 

— ^Vas a llevarles estos dos cambuchos a 
esas dos señoritas que están en el primer 
salón. 

— ¿De parte de usted F^ — ^preguntó el 
nifio, 

— Nó; lea dirás que unas dos personas 
que estuvieron aquí esta mañana te encar- 
garon de dárselos coando vinieran. 

El chico ae sonrió y fué a cumplir su 
oomisioD, 



Lostan y Calvez volvieron a seotarie 
donde antea ci^taban. 

El espejo, continnando ea prestar sofl 
mudos servicios, lea permitió observar que 
las dos desconocidas vacilaban en tomar 
los cambiiehoB de confites, 

— ¡ Primer combate parcial , está ganado ! 
-^ijo Lostan con entusiasmo al oido de 
Galvez, al ver qne al ñn los confites que^ 
daban en las delicadas manos de aqnollaa a 
quienes se habian enviado. 

— I Los primeros tiros se han aprove- 
chado! hiiena puntería! ^replicó Glalvez 
en el mismo tono que su amigo. 

Un par de miradas en dulce consorcio 
con un par de sonrisas vino a manifestar- 
les que las jM^enes habían adivinado la 
procedencia del rej^alo que acababan de 
iietptar; enigma menos rudo por cierto qne 
el de la esfinje. 

Un momento después se levantaron y 
una vez que arreglaron bus trajes más por 
gracioEsa coquetería que por lo que hubie- 
Teíu podido descomponerse mientras estu- 
vieron sentadas, salieron lanzando una úl- 
tima mirada al complaciente espejo. 

Lostan y Galvez dejaron sus asientos 
diciendc^ a sus compañeros de tertulia í 

— Vamos aquí cerca, luego volveremos» 

Y dando cualquier disculpa ante las eñ- 
jencias que éstos les hacían de permanecer 
entre ellos, saheron del establecimiento* 



IV 

Aventura que marcha al troie. 

Cuando ambos capitanes llegaroa ala 
puerta, ya las dos jóvenes caminaban por 
el portal. 

Al llegar a la esquina de las Mantas, se 
detuvieron en circunstancias f^ue pasaba 
un carro de la tranvía hitcía la Exposi- 
ción. 

Lo hicieron parar y subieron en él. Era 
éste nno de esos cari'os descubiertos que 
tienen techo pero qne carecen de paredes, 
dejando que el aire pase libremente de un 
lado a otro y durante la marcha produzca 
un agradable freaco; teniendo además 1 
pasajeros la gran ventaja de ir divirtiend 
la vista durante el viaje y la no menor d 
ser vistos, sobre todo si pertenecen a aquf 
lia encantadora parte del jénero humai 
que se llama el bello sexo, j aún más 



— 13 - 



perteneciendo a éste, como loa escojídoB 
entre loa cscojidoSj se kaUan además figu- 
rando en el rol de la cofradía de las her- 
mosaB, 

Lostan y GaWex BUbieron a uno de loa 
coches que como es costumbre se csfcacio- 
nao frente a los portales, 

— Vas a seguir ese carro de la tranvía 
que va por Murcaderee^— dijeron al coche* 
roque era un negro, al parecer vi 70 de 
injenio. 

—Bien, mis capitanes, — coutestó el co- 
cliero haciendo andar sus caballos. 

El coche siguió la dirección indicada. 

Las dos jóvenes damas habían obsen^a- 
do todo ^to y no demostraban dísguat» 
por verse perseguidas, a juzgar, a] menos, 
por sus semblantes que de cuando en cuan- 
do se iluminaban con alguna sonrisa. 

El cocbe, por disposición de los que lo 
ooapaban, apresúrala o retardaba su mar- 
cha aegnn convenia a éstoB para disimular 
flUB fines ante los demás paaajaroa del 
carro. 

Toda esta maniobra continuó por algu- 
nos minutos. 

— ^Míralas, como se sonrien. — decía Gal- 
vez a BU compañero, — han tomado confites 
de los obsequiados y los comen. 

— Eb una cortesía de su parte, — agregó 
Lostan, — nos halagan endiüzandose el pa- 
ladar p 

— ¡ Y con cuiinta gracia los mascanl 

— 1 Felices confites I debe ser muí grato 
sentirse morder por esos afilados y enfila- 
dos dieotecibos. 

Al llegar a la eaquioa de Matajudios las 
dea conocidas hicieron parar el carro y des- 
cendieron, echando en seguida a andar por 
esa caile, 

— [Retarda la marcha! — ^gritó Gal vez 
ú cochero,— y escncha* 

El auriga obedeció. 

' — Tas a seguir a esa a dos ninas, pero 
conservando una prudinte distancia y dis- 
creción, — añfidió Gal vez, 

— Déjeme usted a mí, — replicó el negro 
haciendo un jegto malicioso C|ue quería de- 
cir «comprendo.» 

Después de andar algunos pasos, las 
jÓTenes entraron en una casa de altos 
sobre el dintel de cuya puerta de calle se 
veía el número 114. 

— jSigue de frentel — gritó Galvez al 
Gochero, — y al concluir la cuadra de Iba- 
rola regresarás por esta misma calle. 

31 cochero ejecutó lo ordenado. 



Cuando de regreso volvió a pasar el ca- 
che frente a la casa indicada, los dos capi- 
tanes pudieron ver al través de ios vidrios 
del balcón y medio ocultas por una oortí- 
oa, las ñsonomías de sns desconocidas máa 
risueñas que líntes* 

—¡Magnífico ! exclamó Lostan; viven en 
los altos y se han dejado ver de nosotros; 
ésta es señal de que no les ha desagradado 
que las sigamos. 

— Claro está,— observó su compañero;— 
si no hubieran querido dejarse ver nos ha- 
brían mirado al través de las persianas, 

— Con esto nos dan a entender que quie- 
ren q¡ue llevemos adelante la aventura. 

—Y nos encuentran listos. Por ahora lo 
primero es ponernos en comunicación coa 
ellas, 

— ¿Deque manera? 

— Ya lo resolveremos. Volvamos donde 
Oapella y discutiremos nuestro plan de ata- 
que. 

Dieron la indicada dirección al cochero 
y durante el camino ^e pusieron de acuer- 
do eu lo que debian hacer > 

Una \ez llegadOBj Lostan interrogó al 
auriga en esta forma: 

—¿Te fijaste en dónde entraron aquellas 
dos personas? 

— Por supuesto, mi capitaUj — contestó 
el negro con su aire mahcioso, 

— ^¿ Las conoces? sabes quiénes son? 

— No, mi capitán. 

— Eso habla en favor de ellas, 

— ¿Por que, pues, mi capitán? un co- 
chero puede cx>noccr toda clase de j entes, 
personas de altas consideraciones.. < 

— No te pregunto nada de eso. ¿Podrias 
llevar una esqnelita a esas personas, pero 
con mucha discreción y?,,* 

^No me diga más, mi capitán; démela 
esqnelita y no pase usted cuidado. 

— Espéranos un momento. 

Los dos capitanes entraron a la helade- 
TMí. Loa oficiales con quienes ahí estuvie- 
ran poco antes se hablan ido ya. 

Pidieron al moa o recado de escribir y 
ana vez que lo tuvieron escribió uno de 
ellos, consultándose con su compañero, lo 
BÍguiente: 

<i Señoritas: 
lE' Hemos tenido la dicha de ver a ustedes 
dos veces en un día* 

-B¿ íierán estas las primeras y las últimas? 
» ¿Volveremos a gozar de tanta felici- 
Idad? 



— 14 



lEetaa preguntas nos hacemos, pero la 
respuesta que podemos darnos sólo es la 
duaa. 

luna amistad nacida en las simpatías 
del primer momento, de la primera vista; 
he ahí lo que les ofrecemos. 

iLa idea puede parecer extraña^ pero es 
sincera. 

i¿Será aceptable? 

i^Ustedea lo juzgarán. 

iDe todas maneras no nos gnarden ren- 
cor por nEeatro atrevimiento en escribir- 
les, como no ee lo guardarán a ustedes, 
annqiiQ nos rechacen, 

Luis y Alfredo, 1^ 

Doblaron el pliego en que esto hablan 
escritoj y después de ponerlo dentro de un 
Bobre se dirijieron donde estaba el cochero. 

-—Este es la esquela,— dijo Lostan al 
negro. 

— Bien, mi capitán,— contestó aquel. 

— ^Matajudíos, 114... 

— En loB altos, a la derecha.. * 

—Ahí pillo; tú las viste en el baleon. 

— Sí, pues, mi capitán: un buen coche- 
ro debe verlo todo. Entraré a la casa y 
daré en mano propia la cartita a una de 
ellas observaado que no haya padre o ma- 
rido a la vista porque... estas dilijencias 
ion mui delicadas... Vea usted... 

Y diciendo esto el negro se quitó el 
sombrero y bajando la cabeza dejó ver 
entre su lanudo pelo una regular cicatriz. 

—Comprendo, — dijo Lostan lanzando 
tma carcajada, la qua fué imitada por 6al- 
vei;— ejecutando alguna de esas dilijencias 
te dejaron ese recuerdo. 

—Sí, ijues; un señor mui colérico... La 
experiencia enseña. 

— ^A nn hombre tan experimentado como 
tú no hai que hacerle más recomendacio- 
nes... Yete; aquí te esperamos 

El cochera partió azotando ios caballos. 

Galvez y Lostan se pusieron a pasearse 
a lo largo del portal divagando sobre el 
leBultado que tendría su misiva. 

—Me parece,— decia acjuel,— que hemos 
obrado con macha precipitación escribién- 
doles tan pronto. 

-^No lo creas, — ^repliqaba Lostan; — así 
está bien hecho: aceptaron sin mucho vaci- 
lar el obsequio de dulces y no pusieron 
mala cara porque las seguíamos; esto hace 
suponer que también sin vacilar mucho 
Bi poner mala cara recibirán la cartita 



aquella y, aún^ es de esperar que U ooitoi* 
taran. 

—En fin, pronto saldremos de dudai. 

Lostan sacó su reloj y dijo después de 
consultarlo: 

— Y^ fion más de las dos y medía..* Cog 
tal que regrese pronto el negro para saber 
desde luego a qué atenemos. . . Ál fin y al 
cabo, si nos va mal en esta aventura, poco 
se ha perdido: nn par de cambuchos de 
confites; pero en cambio nos hemos diver- 
tido un par de horas en tratar y ajilar este 
negocio. De todos modos seria sensible 
que nos fuera mal por cuanto nuca- 
tras desconocidas son lindísimas; pero, 
aué diantres, no nos habríamos, por eso» 
e dar por muertos; ya nos cousolaríamoe 
emprendiendo desde lu^o otra aventura: 
€un clavo eaca a otro clavo, i 

Ambos compañeros continuaron discu- 
rriendo más o menos de esa misma suerte 
durante sus paseos. 

Ya comenzabíin a impacientarBe cuando 
divisaron venir por la calle de Mercaderes 
el coche esperado. 

Fueron a colocarse en un intercolumnio 
del portal, y un minuto después el carnia- 
je se detenia frente a ellos, 

Traia el negro nn aire de importancia y 
seguridad como demostrando que se halla- 
ba satisfecho de sí mismo. 

—Hablé con ellas, — dijo a los jóvenes, 
-—y les di la cartita. 

—¿Y qné dijeron? — preguntaron ellos ft 
un tiempo. 

— Después de hacerme esperar largo rato 
me dijeron que no habia contestación; pero 
yo les hice ver que no era posible hacer tal 
descortesía a unoe señores tan cumpMoB, 
y al fin logré convencerlas y escribieron 
esta nota. 

Al decir esto sacó el negro de un bolsillo 
un billete cerrado, 

Galvc2i lo cojió y con su compañero 
entraron en ia heladería ya mencionada 
para leerlo tranquilamente. 

Hé aquí lo que decia: 

f Señores Luis y Alfredo: 

3>La amistad es un afecto de mucho pre- 
cio para que sea prudente concederlo solo 
por la impresión del primer momento, de 
la primera vista, como ustedes dicen, y máí 
aún cuando no se sabe a quién. 

3>8uponGinos que ustedes son discretos ^ 
lejos de ofenderse por esto último que li» 
decimos, nos encontrarán razón. 



— 15 — 



1 



í) Nosotras no podemos recibir visitas en 
casa y salimos de elJa miii vnrim veces. 

]»Paede eer que la casuíilídad liaga que 
ajgun día nos encontremos, y entonces 
logremos nosótraa conocer mejor a unos 
amigoa que se noa ofrecen cou tunta vehe- 
mencia. 

Blmim y Olimpia^j^ . 

Después de esta lectura, Calvez y Loa- 
tíin se miraron las caras como preguntán- 
dose mutuamente su opinión. 

^Poco dicen,— exclamó al fin Galvez 
rompiendo el sileucio. 

— ¿Poco te parece? — replicó su compa- 
fiero con un tono firme que inspiraba alien- 
tos—pues, hombre, ¿qué máa íj ni eres? 

— Pero... ello es que noa dictan nones. 

— No tal... cada una de sus frases es un 
si mas claro que los da el ilautin de la 
banda. 

— Á ver, explícate. 

— Seria una gran majadería |)reteiider 
que a la primera palabra que les díríjíamos 
Be rindieran a discreción sin disparar un 
tiro siquiera. Esta carta que aqs han escri- 
to no es un nltimatiun, sino una nota 
diplomática que pide i-éplica; y la tendrá 
ein perder un minuto. . , vas a ver- 
Acto continuo, como lo habia hecho poc 
antes, pidió al mozo recado de escribir ^ 
trazó en un pliego de papel las aiguíent y 
palabras: ^^ 

(cSefioritas Blanca y Olimpia: 

»Nos abandonan ustedes a h. casualidadj 
esto es cruel. 

^Esperar de la casualidad y desesperar, 
son hermanos jemelos. 

» Renos ahí como marinos que navegan- 
do sin brújula quieren hallar el puerto quo 
bxiscan. 

íY todavía agregan ustedes que salen 
jnui raras veces de su casa. Si supiéramos 
siquiera cuándo suceden estas y adóude se 
dirijen ustedes, ya seria eso como un faro 
Imninoso^ 

3>¿Les iuispiraremos tan poca confianza 
que no quieran ustedes comunicárnoslo? 
¿Serán ustedes tan recelosas que nos lo 
oculten? 

3>Esto ea lo que nos atrevemos a pregun- 
tarles. 

Luis i/ Alfrcilún-í^ 

jQué te parece? — preguntó Lostan a 
-joigo cuando hubo concluido de ea- 
■ir. 



—Se da por aprobado,— contestó éste- 

— Pues entonces, no hai que perder 
tiempo. 

Y diciendo esto puso Lostan en un sobre 
el papel, escribió encima la dirección cSe- 
iioritas Blanca y Olimpia,» y fué en busca 
del cochero acompañado de su amigo, 

— Yas a llevar allá esta otra carta^— dijo 
al negro. 

— Está bien, mi capitau- 

— Te esperaremos aqni haata cinco mi» 
ñutos antes de las cuatro; si no nos en* 
cneutras nos irás a buscar al cuartel del 
Betiembre; preguntarás por el capitán... ^ 

— Lostan o por el capitán Galvez,^— dijo 
el negro interrumpiendo a ése- 

^¡Áh, pifio! sabes nuestros nombres. 

— Un buen cochero lo sabe todo, mi 
capitán. 

—En fin, vamos; en marcha* 

El coche partió. 

— H;is hecho bien previniéndole al negro 
que si no nos encuentra aquí nos busqne 
en el cuartel, — dijo G alvez mirando su reloj, 
—porque ya son miis de las tres y la 11^ 
mada es a las cuatro. 

— Felizmente por ser hoi domingo la 
llamada se toca a esa hora y además con la 
banda de música, lo que nos da alguno» 
minutos más de tiempo para esperar la con- 
testación de nuestras perlas. 

— Si ea que la dan- 

—La darán, citielo; y nos será propicias 
— contestó Lostan con entusiasmo,'— me lo 
dice el corazón, que siento arder por esas 
bellas desconocidBs; si, querido compañero, 
ya «stoí conociendo que me muero de amor 
por ellas. 

— ^Por las dos?-, cómo ea eso?.* y yo? 
— replicó Gal vez riéndose. 

— iQué diantres! ¿no ves que hablo en 
ailépflis? 

^Mientras tanto, ea lo cierto que hemos 
consumido al sign^e Capella papel y sobres; 
bueno serta consumirle un par copas para 
que haya compensación, ya que por el 
papel no cobra nada. 

— Aceptado; las tomaremos brindando 
por la prosperidad de nuestra presente 
aventura. 

—Eso es; pronunciando los nombres de 
ellas p Blanca, Olimpia. 

— Di Blanca y Oümpia, porque ain la y 
parece que dijereis blanca o Utíipiai siendo 
que ambas son blancas y limpias como la 
plata. 

Los dos capitanes entraron donde Oa* 



— 16 — 



pella continuando bu cliarlade buen hmnor 
y humedeciéndola coo sendas copas de 
oporto. 

No perdían entre tanto do vista la puerta. 

Faltaba un cuarto de hora para ¡aa ctia- 
tro cuando vit;roti aparecer el coche espe- 
rado. 

Pagaron sus copas y flalieron. 

Como lo esperaba Lostan, el negro traia 
contestación escrita. 

Rompieron rápidamente el sobre y leje- 
ron: 

fBeSorea: 

»Son ustedes mui curiosoB. 

»(í Quieren ustedes saber cuándo salimos 
y adonde vamos? Como no es un secreto 
mo tenemoB por qiió ocultarlo, Lob dias 
Idnes entre la una j las dos de la tarde 
aojemos ir a la huerta del CamaL 

»^» p 0.y> 

-—lío te lo decia yol — exclamó Lostan 
dirijiéndoee a su compañero,— ya ves como 
han contestado... esta aventura, marcha al 
trote* 

— Oiga usted, mi capitán, — dijo d negro, 

—¿Qué? 

— Me dijeron que do les llevara máa 
cartas porque podia llamar la atención de 
la vecindad yendo otra vez hoi, 

— ^Lo que es por hoi ya ha terminado la 
correspondencia epistolar. 

— Pero Bi mañana, mi capitán me nece- 
sita, me tiene a su eervicio; ya ve usted 
que yo, mi capitán... 

— ¡Dale con mi capitán, mi capitán!*-- 
yo no soi capitán de^ . . cocheros. . . exclamó 
Loatan riendo. 

— ;Quá mozón es mi capitán*., 

— ¡Otra!.*. En fin; nos vas a llevar al 
cuartel. 

—En efecto, agregó Gal vez,— ya se acer- 
ca la hora de la llamada. 

Los dos capitanes subieron en el coche 
y se hicieron conducir a su cuarteL 



Una frase a través de una rejilla. 

A esa misma hora máa o méjios cami Da- 
ba por otro barrio de la ciudad, por la 
calle de Zamudio, un gallardo oficial i|ue 
aparentaba tener unos veintitrés o veinti- 
caatra años de edad. 



El par de trencíllafl que circnndab&n ru 
kepis anunciaban su grado, que era e! de 
teniente. 

Caminaba con cierto aire marcial y de- 
senvuelto que estaba en perfecta armonía 
con su arrogante apostura, 

Sn cabello era castaño y un fino bigote 
del inísnio color sombreaba bus labios* La 
miratla de bus ojüíj verdes era altiva sin ser 
altanera, 8u tez era blanca, aunque li jera- 
mente tostada; esto sin duda era sólo un 
accidente; a él tal vez como a la jenera- 
lidad de los chilenos que hicieron la cam- 
paña del Pera, loa rigores del clima, el sol 
tropical y la intemperie en los campameatoa 
y en las marchas, le habían broiic¿do leve- 
mente la piel. 

Este joven teniente figuraba en el rol de 
oficicialcs del batalion Setiembre coü el 
nombre de Víctor Alvar. 

Iba, decíamos, este oficial por la calle de 
Zamodio* 

Su paso era mensurado y mientras cami- 
naba sus verdes ojos dírí jian continnaa mi- 
radaíj hacia una ventana de la misma acera 
déla que todavía distaba unos veinte metros, 
y delante de la cual i>asaria en pocos se- 
gundos más siguiendo el mismo p¿o* 

Aquella ventaba estaba cubierta hasta la 
mitad de su altura por una rejilla, como !o 
están en Lima, con^pocas excepciones, todaá 
las ventanas del piso bajo que dan a la 
calle. 

Esas rejillas son como unos bastido- 
res que sostienen un fino tejido de alambra 
o una hoja de lata acribillada con menudos 
agujeros de diversas formas; se colocan de* 
lante de las ventanas y tienen por lo comnn 
la altura conveniente para alcanzar bastan- 
te mas arriba de los ojos, de los curiosos tran- 
seunteíí. Al través de ellas, las personas que 
están en el interior do las habitaciones ven 
perfectamente bien a los que van por ia ca- 
lle; pero éstos no di visan ni las sombras de 
los que eatiín adentro. 

Cuántas veces suele verse algún galán tal 
vez amartelado dírijir interrogadoi'as mira- 
das hacia nna rejilla, como preguntando si 
estará tras de ella el ser amado; y cuántas 
veces aquellas expresivas miradas habrán 
sido recibidas por los ojos Iití ranos de algún 
marido, lo que puede llegar a ser trájico, o 
lo que es cómico desde luego, por algí i 
criada negra o algnn chino cocinerOi 

Esas rejillas tienen la forma del segnu • 
to de un cilindro o sea la del lomo de i 
libro, y Bobresden de lu pared, permitie'' i 



17 



wn «ito (jne loa que m hallan adentro pue- 
dan dírijir la vista no solamente al frente, 
ÚUQ también hacía los lados. Cuando son 
planas, también el bastidor qne la Hubten- 
de está un poco afaera de la pared, y Iob 
espacios que quedan entre ése y el marco 
de la ventana a ambos lados se cubren con 
otras pequeñas rejillas que soeleu tener vi- 
nagras para poder abrirse. 

Alvar seguia su marcha. 

Al pasar frente a la ventana que ánbes 
indicamos, clavó la vista en la rejilla; pero 
nada mea qne el empolvado y menudo 
tejido de alambre pudo ver. Mtts afortuna- 
dos que sus ojos fueron sus oidos : uua voz 
arjentinade una purea» notable y melodio- 
Bft pronunció claramente aunque [en bajo 
tODo eatas palabras t 

— A las ocho y media: 

Alvar hizo un pequeño movimiento de 
cabeza que habría pasado desapercibido por 
cualquiera que no lo esperara, pero que un 
atento observador habria tomado por señal 
de asentimiento, y siguió andando al mismo 
paso a la vez que se llevaba una mano a la 
cara como para atusarse el bigote; mas, 
tal Te£ en realidad para ocultar una lijera 
fionrisa da placer o de satisfacción. 

Si en ese momento se hubiera alzado o 
desapftreddo aquella rejilla como por obra 
de mBJia, o cual íauelc verse en la apoteosis 
¿nal de algún drama de efecto, es induda- 
ble que como en nn cuadro vivoaehabria 
podido contemplar la faz de la persona que 
ODB tan dulce voz habia pronunciado las 
palabras que oyó el teniente Alvar. Pero, 
Cumpliendo con su deber, permaneció in- 
móril la rejilla, aquella solapada invención 
de algún celoso moro tan crédulo ante la 
Terciad del Coran, como descreído ante la 
fidelidad de las mujeres^ 

Sin embargo, es menester que veamos a 
la pereona que había hablado; no nos basta 
haber oído su voz, ea necesario ver su ñso* 
ñoiDÍa. 

Aun corriendo el riesgo de que alguna 

Ímlida limeña nos llame lisos e indiscretos, 
evantáremos con mano fírmo la rejilla j la 
réremos* 
Hola ahí. 

|£r& una personita que basta entonces 
habría aspirado el tibio y perfumado am* 
1 ute de diez y siete floridas primaveras. 
Su su rostro lijeramente pálido brillaban 
c ttegroay rasgados ojos que atraían las 
1 rodad. El que ^ miraba ese rostro tenia 
t -^ detenei k vista en ésos ojos, como el 
I 



que mira al cielo se siente forzado a dete- 
nerla en los luceros. La luz atrae a la vista. 

Su nariz era recta^ de una forma map 
graciosa que artística. Sus labios delgados 
y no del color encendido de la amapola, 
pero sí del oue luce el clavel rosado, j cuan^ 
do se abrian para dar paso a nna sonrisa, 
dejaban ver dos hileras de parejoa dientes 
notables por su blancura. Todas sns faccio- 
nes eran dehcadas, como lo eran sus manoSi 
BU talle, sn cuerpo, como lo era toda ella. 

Era hemosísma, y la gracia era en ella 
un don natural que la acompañaba hasta 
en sus más mínimos movimientos. 

Era un perfecto tipo de limeña* 

Ba£ta ya de indiscreciones; colocarémoi 
nuevamente la rejilla en bu lugar, y desapa- 
recerá del alcance de nuestra vista aquella 
linda jovencita, como al sol cuando den- 
sas nubes se extienden delante de su lami- 
nosa faz. Pero como un recuerdo del bien 
perdido con esa ocultación, con ese eclipse, 
diremos que se llamaba Lucía, 

El teniente Alvar después de mirar sa 
reloj había apurado el paso. Como ya lo 
sabemos, se aproximaba la hora de la lla- 
mada. 

Si mientras andaba le hubiera encontra- 
do en su camino un ser semejante a los 
que Flammarion soñó haber visto eanl 
rojizo planeta Marte, uno de esos seres 
para nosotros maravillosos que por las pal- 
pitacionca o vibraciones de la pulpa cere- 
bral percihian el pensamiento presente, y 
tal vea el pretérito» de los que se ponían al 
alcance de sus numerosos sentidos, nn ser 
de aquellos habría visto en el cerebro de 
Alvar la imájen de Lucía, y también en 
imájen habría visto conservarse aUí tstaiu- 
padas varias escenas, por las que en resu- 
men se sabría lo siguiente; 

Alvar tenia amistad con nna señora ve- 
nezolana, esposa de un comerciante fran*" 
ees, y solía visitarla. 

En casa de esta señora habia visto por 
primera vez a Lucía. Fué allá donde cam- 
biií con ella las primeras miradas t lai 
primeras palabras, que fueron el jérmea 
de un sentimiento que no tard6 en deía^ 
rrollarse, 

iincía ei^ demasiado hermosa para no 
hacer una profunda impresión desde 1a 
priniera vista, y Alvar era demasiado im- 
presionable para no haber sentido m in- 
ñuencía desde el primer momento. 

La amó desde luego. 

¿El amor será contajíoio? 




I 



— 18 — 



Lft ciencia, que en egtoH tiempos todo lo 
investiga y todo lo dem;ubre» adn no se ha 
pronunciado en esta materia. Pero tal vez 
no está léjoa el dia en que un nuevo doctor 
Ferran ayudado de poderosa lente dt^cu- 
bra los microbioa y vírgulas (^ue lo produ- 
cen^ que producen el amor; y Tendrá en- 
tonces a oírecer a la humanidad eenaible 
esta nueva yactmacíon como preservativo 
contra las asechaazaa del liijo de Yénus, 
Se verá en aquellos días a los padres seve- 
ros forjados a la antigua española, condu- 
cir sus tiernas hijas, qnienea mostrando 
denudo el mórbido brazo se dejarán ino- 
cular el nnevo virus que amortíg^iará para 
siempre los arranques del corazón. 

Pero como hasta ahora no ha dado la 
ciencia tan adelantado paso, Lucía no ha- 
bía podido recibir aquella vacunación, de 
manera que si el amor es contajioso, ella 
era susceptible de aor alcanzada por el con- 
tajio. 

Y lo fué. 

Aunque, para decir verdad, no sabemos 
si contajiada por el amor de Alvar o <^- 
díendo a los naturaleB ímpetus de su propio 
corazón; pero ello es que amó al joven y 
gallardo oficial 

Dulces y amorosos coloquios tuvieron 
lugar entre ellos, siempre en la casa donde 
ambos se encontraban como visitas. 

Una predisposición muí corriente en 
Lima durante la ocupación de aquella pla- 
za por las fuerzas chilenas, vino a inte- 
rrumpir aquellas gratas entrevistas- 
Sucedió que í3 cabo de algunos días 
Lucía dejó de ir a casa de la señora vene- 
zolana. Esto alarmó a Alvar, pero no se 
atrevió a dirí jir preguntas sobre ella a la 
dueña de casa. Pero, al fin un dia, tratan- 
do de disimular sus verdaderos sentimien- 
tos y aparentando solamente urbanidad, 
tii^o a aquella señora esta pregunta: 

— Hace dias que no he visto aquí a la 
señorita Lucia» ¿estará enferma? 

'—No tal, — contestó la señora, y dejan- 
do pasar un instante añadió : — y no creo 
que vuelva a visitarme... a lo menos mui 
píonto. 

— ¿Por qué? — balbució Alvar pudiendo 
apenas dominar su emoción. 

La señora no respondió de pronto, que- 
dó como vacilandoí al fia dijor 

—Tea usted lo que ha pasado: el papií 
de Lucía ha sabido que yo recibo en casa 
algunos cluleiios y le ha prohibido venir a 
verme. 



Estas palabras aturdieron al joven ofi- 
cial; sin darse cuenta de lo que decia repÜ* 
có tartamudeando: 

—Cuánto siento ser en parte causa... de 
que usted pierda bus amistades... 

— 'No diga u^d tal cosa; mi marido y 
yo somoa atjui extranjeros y no tenemos 
ningún motivo para rehusar las visitas de 
ust^ies, los chilenos, ni la de lofi peruanos 
que nos honren con su amistad; compren- 
do que el papá de Lucía como peruano no 
quiera que su familia tenga relaciones con 
los chilenos, con los enemigos de su país; 
pero como ya se lo he dicho a usted, aquí 
somos extranjeros, neutrales*». 

La señora se sonrió diciendo esto último. 

Todo eso no tenia nada de novedad para 
Alvar que sabía mui bien la especie de 
entredicho en que se mantenía gran núme- 
ro de famihas penianas con los miembros 
del ejército chileno- Mas, no por conocer 
la mzoD, dejó de sentirse anonadado por la 
noticia que le dio la señora. 

Desde aquel dia^ no pudiendo hablarse, 
ambos enamorados hubieron de recurrir a 
otro expedientep 

La caligrafía entró en escena* 

lío falto un niño sirviente de la vecin- 
dad que quisiera desempeñar el oficio de 
correo amhtilaute, previo el correspondien- 
te franqueo de algunas propine jas. 

Las cartas fueron ardientes; habia en 
ellas todo ese fuego que irradiaban los ne- 
gros ojos de Lucía y el fogoso corazón de 
Alvar; todo eí fuego de ese sol de los Incas 
que hace madurar los plátanos y las grana- 
dillas; de ese sol que dos veces al ano, tra- 
sitando -por los signos de Escorpiou y 
Acuario, desde el cénit alumbra y abrasa 
la ciudad del Kimac. 

Al período de las cartas sucedió otro : el 
de las citas. 

Hubo citas. 

Eso sí que fueron rápidas, breves, llenas 
de interrupciones y Eobreaaltoa. 

La casa en que yivia Lucía era habitada 
por diversas familias y personas; ella con 
sus padres ocupaban un departamento en 
los nltos. 

La escalera que hasta ellos conducía, 
quedaba en ese tiempo en una completa 
oscuridad. Había ahí, es verdad, una lam- 
para ; pero no se encendía. Por ese tiempo 
el papel monedaj el billete, habia bajado 
mucho; mas, no habia bajado la paraiiim 
necesaria para cebar la lámpara, y además 
como consecuencia natural de la gaerra el 



— 19 ^ 



pago de loB arriendos no era mtti exacto, de 
manera que el propietario de aquella casa 
y de a(juella lámpara creyó jnsto no alnm- 
Wr bien a los que le pagaban mal. 

Mediante aqnella oscuridad, pndo Alvar 
introducirse a menudo en la casa sin ser 
vigtc. Subia la eecakra y esperaba un ins- 
tante hasta que Lucía, advertida de ante- 
mano, ocurría al sitio convenido. Pero 
solamente podía ella permanecer un instan- 
te ahí, pues tenia qne entrar a cada mo- 
mento a sns habitaciones para evitar qne 
notaran sn ausencia; además constante- 
mente estaban entrando y saliendo personas 
de la vecindad; Alvar se eseoudía entonces 
detrafl de nna puerteciUa qne Labia al fin 
de la escalera, y Lucia, lijera y medroaica 
como llama de La Sierra, con-ieudü se en- 
traba en su departamento. 

Estas citas con todas sus intermpcíoües 
y continjenciaa, y quién sabe si por esto 
mismo, tenían un gran encanto para ambos 
enamorados. 

En este estado estaban las relaciones de 
la enamorada pareja unos pocos dias ¡intea 
del domingo en que vimos a Alvar pasan- 
do por la calle de Zamudio, cuando una 
Boche, durante una de aquellas citas, Lucía 
en medio de tristes sollozos le refirió a su 
amado una resolución de sub padrí^: qnc- 
rian que volviera al Colejio de Belén, de 
donde hubiera ella salido hacia mú8 de un 
año, y que entrara allí a pupila para no salir 
sino una vea al mes. El motivo que les su- 
jiriera esta idea no se lo iiabian comimi- 
cado. 

Lucía y Alvar encontraron que aquello 
era un acto de despotismo, de atroz tiranía- 
Bajo tal amenaza quedaron anonadados 
como Dámodes bajo la espada de Dionisio, 

Pero mas osados qn^b Dám ocles, creyeron 
que ellos también debian tomar alguna 
reaoiucion para contrarestar la tiranía* 

Ta los veremos en la obra 



Alvar, en coy os oidos repercutían como 
los últimos ecoe de una melodiosa música 
aquellas palabras, íia las ocho y media, i& 
continuaba su marcha bácia el cuartel 
apresurando el paso- 

VI 

Una comida út\ el cuartel. 

En el momento en qne el teniente llega- 
a la puerta del cuartel se oyeron los tres 



golpea dados al parche del tambor qu», 
conforme a lo dispuesto por la táctica, sir- 
ven para íjue los eornetas y tamborea pro- 
cedan a ejecutar el toque correspondiente 
ala hora, Otros tres golpea más roncos y 
sonoros retumbaron; eran estos dados al 
bombo, lo que indicaba que también la 
banda de música debía tomar parte «tt el 
toque alternándose con la de tamborea y 
cometas. 

Se iba a tocar la llamada, 

A juzgar por el nombre que se le da, 
cualquiera puede pensar que la llamada 
sirve para llamar a los soldados a su cuar- 
tel; pero no es asi en realidad: la llamada 
sirve para anunciarles que ya debían estar 
en su cuartel, del mismo modo que cuando 
un individuo atraviesa distraídamente una 
caDe y es atropellado por un coche, el gol- 
pe sirve para anunciarle que no debia ha- 
ber pasado por ahí. 

Al oír aquellos tres goIpeSj algunos sol- 
dados que iban dirijiéndose a su cuartel 
redoblaron el paao^ apresurándose tanto 
múE cuanto más lejos estaban de la puerta 
del cuartel. 

Cada uno iba diciéndose en sus adentros 
sí alcanzaría a llegar a tiempo; es decir, ai 
alcanzaría a entrar al cuartel, llegar a su 
cuadra, ponerse sa fornitura, cojer su rifle 
y entiar en las ñlasde su compañía; si 
alean zaria a hacer todo efito de manera que 
cuando el sarjento primero pronunciara su 
nombre, pudiera el contestar al firme» y 
terciar su rifle. 

Si no alcanzaba a hacerlo a tiempo, se la 
consideraría como atrasado y no seria raro 
que se llevara su arresto. Dar en el instan- 
te preciso la Cüntestacion de «firme,» hé 
aquí lo que se trataba de lograr. 

La banda habia comenzado ya a tocar la 
llamada, y mientras hacia oír algún valsa 
o mazurca, todavía eolia venae venir algon 
soldado de quien las gruesas gotaa da sudor 
que le sui^caban el ajitado rostro anuncia- 
ban claramente el apuion que se había 
dado en el camino, y sin embargo iba a ser 
de los atrasmlMf él lo sabia, pues el eater 
ya la banda tocando a una cuadra del cuar- 
tel era una señal segura, pero de todaa 
maneras se apresuraba, tal vea abrigaba la 
esperanza de que el sarjento primero hu- 
biera pasado la lista mas despacio que de 
costumbre, o cualquiera otra feliz caaualí-' 
dad inesperada* Pensaba que ai echara a 
correr qoizúB llegaria a tiempo; pero un 
soldado no puede correr por la callt, m 



— 20 — 



menos Uegar corriendo al cuartel» pues esto 
seria lo Buficicute para qae cayem al cala- 
bozo con más lijereza que la de una piedra 
al caer en un pozo. 

La banda uabia comenzado a tocar la 
se^nda pieza y algunos capitaueH del ba- 
tallou, entre ellos Lcstau y Gahez, que 
íormando un pequeño corrillo babian esta- 
do oyendo la música, cM}nieiizaron a diri- 
jiree a sus compañías. 

En estas debian ya estar loh> oficiales su- 
baltemoa de elloa. Es una regla fija que el 
inferior debe hallarse ya en su puesto cuan- 
do llega el superior. De modo que cuando 
tm capitán se presenta a su compañía a la 
hora de diana, llamaíla, retreta u otra dis- 
tribución, toda ella debe encontrarse ya 
lista y completa. 

Este es nno de los grandes temores que 
trae el soldado que viene atrasado: si babni 
llegado ya su capitán a la cütEpañia. Esto 
agrava el atraso, es un término medio en- 
ti'e el üirasach y el falfú. 

Por fin entro la banda al cuartel y se 
tocó ¡ida, 

Siendo aquel un día festivo, no se hizo 
ejercicio de armas ni otro trabajo ; así es 
que se dio puerta franca nuevamente, 

Galvez y Loatan m habían juntado con 
otros dos de los capitanes, 

*— ¿Que hacemos mientras llegB la hora 
de comer? — dijo nno. 

— Yo tengo un coche descubierto en la 
puerta del cuartel, — contestó otro, — vamos 
a dar una vuelta por las calles,,- 

^ — Aceptado,— exclamó Lostan, — a esta 
hora los balcones se convierten en jardines 
de flores vi vas*,. Yo designaré loa barrios 
por donde pasaremos.,, 

— i Alto ahí! — cada nno designará a su 
tiempo una calle, 

*— Convenidop*, Ya te comprendo,,, tú 
querrás paaar por Rauta Teresa «..Yo les in- 
dicaré un barrio donde bai un balconcito 
notable en que aparecen tres beldades que 
son Las Tres Gracias, por no decir las tres 
estrellafi lucientes de Orion, 

— En marcha, en marcha. 

Los cuatro capitanes subieron en el co- 
che mencionado. 

Razón habia tenido Lostan al decir que 
a esa hora los balcones se convertian en 
jardines de flores vivas. 

Si no en todos, en gran parte de ellos 
aparecían lindas jóveneSt que como una 
iciina en su trono, ellas, reinas también de 



la hermosura, se presentaban a recibir á 
homenaje debido a la beíleza, 

Lo« aleones se lian hecho para ka h^ 
mosas. 

La hermosura se ha hecho para ser vista 
y no ])ara tenerla escondida entre cuatro 
paredes como hacen los avaros con sus lu- 
cientes doblones. Dios ha dotado a loe pbi- 
netas de un movimiento de rotación puara 
{]ue todos BUS habitantes puedan coutíem- 
plar la bollez» del soL 

Durante una hora recorrieron los cuatro 
capitanes diversas calles , y después de to- 
mar de pasada un bitters donde Broggi, 
regresaron al cuartel. Era la hora de comer. 

Todos los capitanes del cuerpo csonnan 
reunidos: tenian juntos sti rancho- 

Cuando entraron al comedor ya la mesa 
estaba lista. Se hallaba ahí otro capitán a 
quien desde luego Hamaremos Aliaga, Este 
recibió a los recien llegados diciéndoles: 

— ^Al fin llegaron^ 

— Al fin llegamos, — contestó Lostan; — 
pero me ptircce que aun estoi eo el coche 
porque todavía veo en la i maji nación tan- 
ta bella como divisamos, 

— ^Ya era hora de comer; son más de h& 
seiB. 

— ;Cuáudo será el día que no te oiga 
pronunciar la palabra comer! Comer y co- 
mer; eso ca lo único que te preocupa; tú 
perteneces a la categoría de aquellos que 
viven para comer, . . i 

— De todü me gusta un pocoj pero lo 
primero es el estómago,,- 

— Lo primero es el coraron, que m d 
que sabe amar. 

— Así será; |>ero el amor con el ayuno 
es como una ensalada sin asado; — esto con- 
testó Aliaga, y dirijiéndose a un asistente 
añadió: — que sirvan la comida al momento. 

Se sentaron todos y fueron servidos, 

Al cüucluir la sopa apareció otro capi- 
tán. Era Robert, 

— Otro atrasado,— dijo Aliaga, 

El recien llegado colgó en una percha 
su espada y su kepis y pasó a sentarse, 

—Qué risueña traes la cara, — le dijo 
Gal vez ¡-^ri te ha ido bien por ahí? 

fíobert se sonreía con un aire satisfecho 
poniéndole sal y pimienta a sn sopa< 

Al fin de un rato dijo haciendo un jeato 
expresivo: 

— ¡Si yo les contara I 

— A ver, anda contando, 

— Vacíate porque estás que revientan por 
hablan 



} 

4 



-21 — 



— PerOf hombre"?, — replicó Aliagn,, — dé- 

oomer. 
—Ya salió Aliaga hablando del comer, 
— «iclamó Lostan. 

Entre cucharada y cucharada coineaaó a 
decir Bobert; 

—[Si yo lea contara!... Una chica de 
ám y aeis abriles..- un par de manos 
ariafcocráticas*.. j I qué ojos!... qné ta- 
He!... qué píea!*^. ¡de lujo!... Un pase i- 
to en coche al Cercado-., un rato de con- 
TersacioD en uu huerto tomando una copa 
de cerveza.*. 
—¿Y que más? 

—Aceptación para mañana de una inTi- 
tman para ira comer en un hotel... Loi, 
imposible ... i las conveniencias sociales í . . . 
;De lujo!..» qué perfumea!-.. Afckinson 
kjídmo.-. 

— Hombre^ — le dijo Aliaga interrum- 
piéndole, — come tu estofado... se te en- 
fria... el eatoftidofriono... 

— Déjame de estofados... si tú estu- 
TÍer&9 como yo bajo la impresión de aquel 
roatro dinno que lie estado contemplando 
durante una hora... todavía me parece 
Bfintir una manecita en la mia. . . 

En físe momento hizo sn entrada otro 
oficial; era el único que faltaba del rancho. 
Entregó su espada y su kepis a nu asisten- 
te y fué a sentarse. 
Al ver a Eobert esclamó: 
^No esperaba encontrarte aquí... co- 
mo estabas allá en el vJercado tomando cer- 
veza en compañía de una ma)icarrmia de 
más de cuarenta... 

— i Cómo í — gritó Lostau;¿ — no era una 
niña de diez y seis abriles? 

— ¿Qué?... una vieja-.i hubiera sido 
do siquiera buena moza, pero llegaba a dar 
pena de verla tan fea... 

Uua carcajada jeueml acojió estas pala- 
bm^ y ae oyeron entre las risas preguntas 
GOoao éatas: 

— ¿Conque aflí era la de diez y seis abri- 
les? 
— j De lujoí 
— iQuó encanto! 

— I Qué tallo! 

Robert no se coitaba y gritó: 

— ¡Qué! le hacen juicio ustedes a este 
^Wíuv de Orrego... la equivoca con la 
daefja del hotel... 

— No Ja ecjnivoco,.. llegaste en coche 
ion ella... tomaron cerveza.,, más de 
iQéd;! horai*. Yo cataba ahí y no quise 



ir a hablarte porque no me gusta ni acer- 
carme a las viejas*,. 

Las risas se repitieron con más fuerza- 
Pero Robert, como buen militar, no quena 
rendirse y dtri jiéudose a Orrego gritaba : 

— ¡Qué entiendes tú de hermosura h.. 
tu eres un giiafio que no sabe más que sem- 
brar papas y sobar látigos... 

—Con todo,— contestó el aludido,^ — ni 
para hacer un látigo sirve el pellejo arru* 
gado de esa vieja... 

— ¡Ah, ja, ja! ¿Conque ya tiene el cue- 
ro arrufado? — gritaron otros riendo, 

— Como una manzana seca. 

— ¡Áh, ja, ja! Y ya tendrá también lar- 
gos los colmillos... 

— Más largos que los de un chamho. 

— Cállate, ^uaso remoto, que no has po- 
dido todavía acostumbrarte a ver jente ni 
a saber apreciarla.,. 

— [Áeaa basural ...¿cómo quieres que 
ia aprerée?..^ 

— jÁh, guaso í aprende siquiera a hablar: ' 
queia tqwme... 

Esta corrección fué acojida con nuevaa 
carcajadas. Orrego queriendo enmendar su 
error, gritó; 

— Asi he dicho: que la aprime.., 

Nuevas risas» 

—Que la aprese... 

— Que la apriete... 

— Que la aprense... 

— ^Todüs esos cariños merece aquella 
vieja. 

^?En qué quedamos? ¿aprtck o aprw' 
m? 

Orrego había pasado ahora en vez de 
Eobert a ser el blanco de las palabras y 
dichos zumbones. Pero el se defendia como - 
podía y tmtaba de hacer caer sobre otro el 
peso de las bromas. 

Por fin lo consiguió- En un momento eo 
c|ue eutre bocado y bocado dejó Aliaga sa- 
lir algunas palabras picantes, le gritó: 

—¡También tenes túí... ya estás con- 
tento y todavía no te has comido máa que 
cinco platos* 

— No le levantes ese falso testimonio a 
Aliaga... si aun no se han servido más 
que cuatro... 

— Sí, pero él repitió del pescado. •. 

— Y también del estofado* . . 

— IJel estofado no, no he repetido,,. 

En ese instante un asistente vino a po- 
ner delante de Aliaga un plato de este últi- 
mo guiso. 
Grrandes risas acojieron este acto» * 



_22^ 



^-Yo no había pedido mú& estofado, — 
dijo Aliaga al asiateatü* 

Efite no se atrevió, por Bupueato, a con- 
tradecirle, e hiao ademan de Uevarae el 
plato. 
Aliaga lo detuTo diciendo: 
— ^Ya quo eatá aquí, déjelo;— y aííadió 
dirijiéndose a ens compafieroa;— no soi tan 
tonto qne por Imeer juicio de los dispara- 
tea de nstedes me qa¿ie sin comer.» 

— ¡Sin comer!,.* y ya te has comido 
más de doB libras... 
— Df, sin llenarte.*- 
<— Sin hartarte.,. 
— Sin repletarte... 

— Entro el responder y el comerj estoi 
por el comer.,* 

Y cumpliendo con lo que decia, Aliaga 

se puflo a comer dejando sin respuesta las 

bromas. 

Can esto hubo un momento de silencio. 

Lostan lo rompió haciendo a Galvez in- 

* sinuacion de tomar su copa a la vez que le 

decia: 

— Por elías, por aquellas dos perlas de 
hoi; porque tengamos ventura en nuestra 
aventura. 
Ambos bebieron. 

— ¿Y qaiénes son ellas? — preguntó 
OrregOp 

—Dos solee; el que las mira queda 
ciego. 

— ¿Dos Boles de papel o dos soles de 
plata? 

— Dos solea de fuego y luz. 
— [Cuidado con tantos soles I no les vaya 
a dar una exhalación.^. 

— Una insolflcionj querríis decir; no seas 
guaso.., 

— ^No será raro que las dos perlas, los dos 
Boles de qne hablan sean un par de ^imíica- 
rronas como la vieja de Robert,., 

—Si llegaras a conocerlas algún día lea 
pediriaa perdón por tos malos pensamientos. 
— Prefíéntamelas y veré si tienes i"azon, 
Lostan y Galvez ae rieron. Estó dijo: 
—Todavía no nos hemos presentado lioa- 
otros a ellas y ya quieres que te presente- 
moB a tí. 

— jHum!... están por conocer la pla- 
za y ya cantan victoria como si hubieran 
iomñáo posición de ella... 

— ¡DÍ posesión!..- — gritó Lostan; — 
más vale que te callea, porque cada ves 
qae abres la boca se te cae un disparate. 

—Mejor para mí; menos me quedan 
adentro. 



— Te aplaudo la respn^ta; ea mni filo- 
sófica; merece que la celebremoe con lina 
copa... ¡salud! 

Todos bebieron un trago de vino. 

La comida continuó en medio de las 
chanzas y bromas de palabras oon que la 
amenizaban, teniendo todos el buen crite- 
rio do no enfadarse, con lo cual al fin y al 
cabo solo habrían conseguido hacerse em- 
bromar con miis inclemencia. 

Las anécdotas y chascarrillos se interca- 
laban con los recuerdos de las campañas y 
de los memorables episodios que venian 
sucediéndoae desde hacia cuatro años, 

A cada instánta se oían los nombres de 
algunos que hablan caido ya en loa campos 
de batalla, ya en las ambulancias, pero que 
vívian, como vivirán siempre, en la memo- 
ria dtí sus compañeros. Se oían sus nom- 
bres ya recordando sus caracteres, ya recor- 
dando sus aventuras, jeneralmentc las que 
habían tenido algo de jocoso. Todos ellos 
habian sido por lo común, como éstos, jó- 
Yenes, alegres, buenos camaradas, aiempre 
dispuestos a decir alguna chanza o hacer 
algún !* broma. 

A las siete y media el tambor de la guar- 
dia animció con tres golpes que se iba a 
tocar la retreta. 

Esto puso fin a la conversación de sobre- 
mesa. 

Algunos de los oficiales se dirijieron por 
un momcinto a sus habtaciones y otros a U 
puerta del cuartel a oir la retreta. 

Ei"an ya más de las ocho, cuando des- 
pués de haber concluido de tocar la banda y 
después de haberse pasado lista, se toc6 ú- 
leyício. 

A esta hora podían salir loa oñcialea que 
no estnbieran ocupados. 

El primero que se aprovechó de esta h- 
cencia fué uu oficial a quien ya conocemos: 
el ieniente Víctor Alvar, 

Aun vi binaba la última nota moremh de 
la cometa, cuando él salía por la puerta del 
cuartel. 

En ese mismo instante se detenia unco- 
che frente a esa puerta y bajaba de él una 
persona en quien Alvar reconoció al coro- 
nel del cuerpo. 

El oficial de la guardia salió a recibirlo 
con el proverbial: 

— Sin novedad, 

— Que no salga nadie del cuartel hasta 
segunda orden,— dijo el coronel. 

Alvar DO alcanzó a oir estas palabras^ 



-23 — 



Til 

Un paso hacia las tinieblas. 

A unos cuarenta paaos de k puerta del 
cuartel estaba catacionado na coche. El co- 
ehero al divisar al oficial se bajó del pea- 
caod y abrió la puertecilla. Seguramente b 
esperaba* 

Alvar entró en el coche diciendo al au- 
riga: 

—Calle de Llanos, 

El vehículo rodó. 

Ooando hubo llegado a la calle indicada 
j faltaban unos veinte metros para entrar 
en la de San Diego, el joven gritó: 

— Fíira, 

Se detuvo el coche j aquél añadió: 

— Me eaperaráa aquí; tal vez demoraré 
cerca de una hora, pero no te vayas. 

El cochero, a quien iban dirijldaa estas 
palabras, contestó afirmativamente. 

Alvar descendió. 

Su traje había sufrido cierta metamor- 
fosis. En Tía de kepis llevaba un sombrero 
de paño negro 7 un capote, sin ningún bo- 
tón amarillo que pudiera anunciar la con- 
dición de su dueño, le cubría por completo 
el onifoime. 

A pesar de la luz del gas que ahí había, 
nadie habría podido sospechar en vista del 
traje que aquel joven era un oficial del 
ejército chileno. 

Alvar echó a andar* 

Al llegar a la calle de Zamudio Bi^ió 
por ella. 

Cuando estuvo frente a la puerta de la 
casa de Lucía, eoti^ó resueltamente, y como 
conocedor del camino, apesar de la oscuri- 
dad trepó sin vacilar por la escalera, pero 
también sin hacer ruido. 

Una vez llegado al fin de ella, esperó. 

A pocos pasos de distancia se veía la 
puerta del departamento ocupado por la 
familia de la niña. Una tenue vislumbre 
permitía divisar las sombras de los que pa- 
saran por ella* 

Así sucedió al cabo de dos o tres minu- 
t06: nua sombra pasó por delante de la 
puerta. 

Alvar hizo un líjero mido restregando 
un pié en un tramo de la escalera. 



La sombí^ araazó hasta Gmysk de él. 

Era Lucía* 

— Acerqúese sin temor, aoi jo,— dijo 

Alvar en voz baja< 

— A cada instante he estado llegando 
haata la puerta,— couteató ella en el miimo 
tono, — aunque todavía faltan carca de cua* 
tro minutos para las ocho j media. 

— ¿Si? vo creía que fuera ya la hon; j» 
se ve que las hot^s en que espero verla a 
usted no las cuento por el reloj, sino por 
loa latidos del corazón,— re pücó Alvar co- 
jiendo laa manos de la nifía y atrayéndola 
hacia si* 

Ella se dejó arrastrar con dulce aban^ 
dono, 

—¿Y qué ha dicho hoi su papá? — le 
preguntó Alvar, 

—Está más resuelto que nunca, 
—¿A que vuelva ust^l a Belén? 
—Sí, pues,— contestó ella con entono 
impregnado de tristeza. 

—Pero eso es atroz, no puede ser*. - 
—Hoi apenas anocheció estuvo en casa 
un señor a quien no conozco; papá perma-* 
necio como una media hora a solas con él 
en su habitación, y luego que se hubo ido, 
me liamó para decirme que tuviera lista 
mi ropa y mis libros porque njafíana vol- 
vería al colejio* . * 

—¿Mañana?..* tan pronto? — dijo el ti- 
men te a quien esta noticia causó la máft 
penosa impresión. 

—Sí, mañana temprano, ., 
—Pero, ¿no le dijo usted qne ese era un 
sacrificio que le imponía? 

— Sí, como ae lo he dicho tantas veces, 
—respondió la nifía lanzando uno de esos 
suspiros trémulos que se escapan de un pe* 
cho oprimido por algún doloroso praar;^ 
ya estol demasiado grande para volver al 
colejio... hace más de un año que sáli de 
éL « , todas las qne eran mis amigas y com- 
pañeras de clase ya se han salido; algunas 
están ya casadas. . . Voi a eueoutr&rme 
allá solo con las que llamábamos las chi^ 
cas.., Al verme regresar me harán zumba, 
seré el objeto de sos burlas, y como tengo 
más edad que ellas me llamarán la vieja... 
bien recuerdo que cuando yo estaba en el 
colejio a una grande que había la llamába- 
mos Dona Pavona; vea usted qué feo nom- 
bre.. > a mí también querrán ponerme al* 
g;un sobrenombre.*. Pasar la vida encerra- 
da sin ver mM que a las Tumim^ las mon* 
jas, y a las oolejialas¡ sin salir a la calla mái 
que una vez almas... 



— M — 



^Ei una locum lo que pretende bü p&pá* 
¿T qné ^ contestado cuando tisUd le h» 
bdcbo Ter todos eios ineonvürnentesF 

^-Su respuesta es siempre la misma: 
cEspreciao... et neceBario hacerlo así».. . 
me oice. 

—Pero usted ya no neoesita volver al 
cclejio; su instrucción es suprior a lo que 
requiere una niña en la sociedad,*, To no 
veo en esa pretencion otra cosa que un ca- 
pricho que es una demenpia, 

-^Onaudo esta noche me anunció que 
mafSana debia partir^ me eché a llorar.,. 
ht llorado mucho,., tengo los ojos enroje- 
cidos^ * . £1 me abrasó cariñoiamente j me 
dijo :*^ Para mí también es un gran sentí- 
miento separarme de tí; pero, eB preciso. 

— ¿Y no lupone nated que motivos ten- 
drá BU papá para hacer ésto ? 

— No sé quó pensar. Esta noche me ha 
dicho que su reBotucioa es irrevocable, 

— De manera que ya no hai esperanaaa 
de que ceda 
— No, pues. 

Alvar estrechó a la hermosa ñifla en sus 
totazos como si temiera que se la arrebata- 
lany le dijo; 

^—Entonces ha llegado ya la hora de que 
usted me cumpla su promesa. 

—I Ai! no me atrevo... — contestó ella 
tod& temblorosa* 

—¿Vacila usted cuando ha llegado el mo 
mentó ? Quiere usted que nos separemos, 
que no nos veamos tal vez nunca más ; quiere 
usted ler encerrada en un oolejio que es un 
convento, y que yo quede sin poder hablar- 
la, verla^ ni escribirle siquiera; sin que aun 
■epa qué es de usted,», esto es imposible* 
Si usted me ama como yo la amo compren- 
deri que no podemos vivir completamente 
separados. Me habla hecho usted la prome- 
sa de que si ]a obligaban a irse al colejio 
huiría conmigo, meló había jurado- Con- 
fiando en su palabra y en bu juramento, 
ya no temia yo que pudiera efectuarse la 
separación y continuaba amándola cada 
vez más y creyendo en que era correspon- 
dido, V ahora que llega el momento de 
cumphr^ vacila usted* 

—SI,— balbució ella titubeando, — no me 
atrevo. . . dar esc paso, me asusta... 

— Lucía, — dijo el joven con apasionado 
acento y estrechando las manos de la niña, 
— ¿Tiene usted desconfianza de mf ? 

— jOhl Bó, — contestó ella con vehemen- 
cia «^o amo mucho para eso, 
— jEntónces, que le asusta? 



—No sé,,, abandonar esta cosa, abm- 
donar a papá»,. 

—Es él quien lo quiere, ' quien qiier» 
separarse de usted, 

— Se lo diré con franqueza; he pensado 
mucho en estoj varias noches no he dormí* 
do, he seutido fiebre pensando en ello, y 
siempre he quedado indecisa. Escuchandí) 
a mi corazón debo seg'uírlo a usted, irme 
con usted donde me lleve, porque conozco 
que solo a su lado puedo ser feliz,,» por- 
que lo amo,,, pero al mismo tiempo sien- 
to un temor que me embarga.., yo no 
sé,., es algo que me atormenta,*. Yo 
no conozco el mundo sino por los libros 
que he leído, y en ellos he visto !a historia 
de tantas ñiflas que han abandonado im 
casa y han sido tan desgraciadas. . * 

— Los libros pintan las cosas a tu man»*- 

ra habrán sido desgraciadas las que no 

hayan sido amadas de veras, . . 
— *Eb verdad* 

— Las que hayan amado a un hombre 
sin corazón, sin conciencia, . , 
— Sí, — murmuró Lucía. 
Alvar guardó un instante de silencio j 
luego estrechando en sus brazos a ta nifia 
la dijo con un acento de súplica a la ves 
que resuelto: 

—Esto es todo.,, dígamelo con fran- 
queza , . . no tema ofenderme, , . | qué 
piensa usted de mí, Lucía? 

Ella, como si arrancara sus palabras de 
lo mas íntimo de su corazón amante, con- 
testó con dulzura: 
— Yo tengo fé en usted, 
líacer esta confesión equivalía a dar sn 
consentimiento; así lo comprendió Alvar j 
cediendo aun trasporte de la pasión, impri* 
mió sus ardientes labios en toa de la ena- 
morada niña. 

—Esas palabras,— la dijo, — han salido 
de su corazón. . . crea usted en él, siga 
sus impulsos, , , La suerte nos ha puesto 
en el mismo camino y el amor nos tm uni- 
do; ya no podemos separarnos í somos el 
uno del otro. Quieren alejarnos mutuamen- 
te cuando ya nuestras almas forman una 
sola, esto no puede ser; es preciso huir, , , , 
vamos, - . 

Y diciendo esto Alvar trataba de arras- 
trar suavemente consigo a Lucía, 

Ella haciendo un líjero movimiento se 
soltó de sus brazos, 

— Sí, — contestó con voz entrecortada, — 
estoi resuelta a todo, ,. pero ánto^, ,, nH 
momento.., una última prueba. ,, 



— 25 - 



Y le ^aiirri<^ prestamente dirijiéndose 
hacia la puerta por donde habiP. venido. 

— í Lucí» I Lucía I Vuelva usted. - .¡ —ex- 
clamó implorando ol joven. 
— Sí, sí; espéreme,— coüfcestó ella, 

Y entró por la paerta d^igtiada. 
Atravesó ana habitación y paaó a otra. 
Eq é«ta Be encontraba un caballero como 

de cuarenta j cinco a cincuenta año». Es- 
taba sentado junto a una mesa j leia unos 
papelea manuscritos que parecían preocu- 
parlo profundamente. En otro extremo de 
aquella pleza^ una e«ñora arrellcnada en un 
sillón iota un libro. 

Aquel era el padre de Lucía, 7 la señora 
ma hermana de él. 

Ninguno de los do3 pareció notar la en- 
trada de la niña. 

^ Esta buíicaba en su acalorada imajina- 
eion alguna palabra que dirijir a au padre; 
pero no la encontraba. Sin darse cueuta de 
lo que hacia se puso a hojear algunos pape- 
les de música que ahí ihabia encima de 
nn piano- 
Al cabo de un instante el caballero dejó 
im papl sobre la mesa para tomar otro, y 
en el intervalo fijó su vista en la niña. 

— ¿Estáá escojiendo los papeles de músi- 
ca que vas a llevar al colejio? — le dijo; 
— haces bien; que todo quede preparado 
para mañana. 

— Papá, — balbuceó ella con la voz im- 
pregnada de llanto y acerc-<&ndose a él, — 
^persisttnsfccd en esa determinación? 

— No me hables miás de ello ; es preciso 
haoerlo asi,*. 

Esto lo dijo con una entonación que no 
admitía réplica. Lucía sintió un hielo en el 
•orazoo; por instinto conoció que aquella 
respuesta había decidido su suerte. 

La señora levantó en ese momento la 
cabeza para decir; 

-^ Ya ves; pápalo quiere; ahora prepa- 
raremos tn baúl... 

— Preñero acostarme temprano y levan- 
tarme también temprano mañana para ha- 
cer eso. 

—Bien, — contesto la señora volviendo a 
bU lectura que parecia interesarla mucho. 

Lucía se diríjió a so alcoba. 

Habla tentado lo que ella llamaba una 
última prueba 



Alvar había quedado esperando lleno de 
Sudas. 

Yariíw veces tuvo qu» oeultarae porque 



algnnoa vecinos habían lobidg o bajado 
por la escalera. 

Habrían trascurrido nnos veinte minu- 
tos, cuando divisó nna sombra en quien 
reconoció a Lucía, más por intnícion que 
por lo que podia distin^ir en la oscu- 
ridad. 

Alvar extendió los brazos y recibió en 
ellos el cuerpo lánguido de su amada. 

Una circunstancia le explicó la resoln- 
üíou de Lucía, 

Sintió que la niña traía ahora la cabem 
envuelta en nn manto. Esto hablaba ciará- 
mente; estaba determinada ahnir. 

— YamoH,— muL-muTÓ Alvar. 

—Víctor, — balbuceó la niña con nna 
voz qne partía del alma y echando sus bra- 
zos al cuello del joven;— Víctor, desde este 
momento, desde que yo avance un paso en 
esta escalera, ya no Imi pra mí máñ í^ue 
usted en el mundo.-, mí casa, mi familia^ 
todo lo pierdo; si presiente que al^n día 
me ha de olvidar^ por lo más sagrado se lo 
suplico, no me obligue ahora a abandonar 
mi casa..* no quiera usted que algún di a 
esta pobre niña qne lo ama tanto llegue a 
verse en medio de la calle sin tener a quien 
volver loa ojoa-.p 

Estas tiernas palabras hicieron la más 
profunda impresión en d joven, que con- 
testó sin titubear: 

—Eso nnnca mientras yo viva; le doi mi 
palabra de honor, 

Lucía se dejó conducir por Alvar, 

Un momento después subían ambos al 
coche qne había quedado esperando en la 
calle de Llanos .*..•»• 

Aunque Alvar, como lo dijo él, tenia la 
promesa de Lucía de que si su padie per- 
BÍstia en enviarla al colejio se saldría de aa 
casa, no había creído que lli^am ese (^so 
y, por consiguiente, no había tomado la 
nreeaucion de tener un lugar preparado 
donde llevarla. Dejándose arrastrar por su 
amor y por sn carácter impetuoso no vaci- 
ló. BÍn embargo, en emprender aquella 
aventura, sin reflexionar, sin pensar en las 
tremendas consecuencias qne podia tener . 

Amaba y era amado; bé ahí todo lo que 
veia. 

Comprendía í|ue en entrando Lucía al 
colejio la perdería tal vez para siemjpre. 
Esto le pareció ler un tremendo sacriñcio 
que era pi-eciso evitar. Para ello lo primero 
era que Lucía abandonara au hogar esa 
misma noche; mas tarde ya no seria tiem* 



'¿_ 



— 26 — 



po. Una Tez que ella se encontrara libre de 
lo que él llamaba la opresión paternal, Be 
pensaría en lo demdis. 

La prudencia y el amor no pueden mar- 
char mycbo tiempo unidos: el uno es hielo 
y el otro es fuego. El udo mcn^a cuanto 
el oti'o crece, como la nieve se deshace a 
medida que calienta el roL 

Guando se tío Alvar con Lucia en el 
coche, pensó que era preciso dirijiree a 
alguna parte. No teniendo él mis casa qtie 
el ouartel, no le quedaba otro recureo que 
dirijirse a un hotel Así lo hizo: dio al 
cochero el nombre del hotel X. 

Lucia estaba toda llena de fiobresalio y 
temor* El coraron le latia con tal violencia 
que le hacia dificultosa la respiración. 
Viéndola Alvar en ese estado, trató de re- 
ponerla a fuerza de caricias y ardientes 
palabi'aa con que le expresaba su amor. 

A pesar de su poca experiencia ella pre- 
sentía la gravedad de su situación, aunque 
tal vez no alcanzaba a tomarle todo el peso, 
a apreciarla en todo su valor. El pas^j que 
acababa de dar era de íiíihí^'Aoü <.íUú ejercen 
la influencia miis trascendental en la vida 
de una nifia, de los qne deciden de un solo 
golpe su porvenir, su suerte, bu existencia 
entera: es como jugar su fortuna, su felici- 
dad, eu una sola partida, en una lotería 
donde para mío que gana ha i mil que 
pierden* 

Cuando llegaron al hotel designado por 
Alvar, éste entro en él y pidió un departa- 
mento que constaba de dos piezas. Una vez 
que se lo hubieron preparado, vohió en 
busca de Lucia. 

El cochero fue despedido yambos aman- 
tes entraron en el hotel 

Lucía se habia cubierto el rostro con su 
manto; pero esta precaución fué inútil por- 
que no hallaron a nadie en el trayecto que 
recorrieron hasta entrar al departamento 
que loa esperaba, 

Alvar cerró con llave la puerta e hizo 
sentarse a !a niña en un sofá. 

—Estaremos aquí, — la dijo, colocándose 
al lado de ella,^ — ha^ta mañana que yo bus- 
caré un lugar más escondido y retirado 
donde podamos estar con mayor seguridad, 

-—Si, — contestó ella, — donde no pueda 
encontrarme papá, porqae yo ro puedo 
volver a verlo, me moriría de vergüenza, 

— No tenga usted cuidado ; estaremos en 
una casita donde no podrá hallarnos por 
más que nos busque. 



— Seguramente él me ha de buscar; pero 
solo d^e mañana. 

— ¿Por qué? 

— Antes de salir dije a mi tia que iba a 
retirarme a mi alcoba, a dormir, 

— Asi es que creerán que está nstcd aún 
allá y solamente mañana la echarán de 
menos. 

—Es naturaL 

— ¿Se acordó usted de hacer lo que ha- 
bíamos concertado anteriormente? 

— ¿ Qué era ello ? 

— Que si llegaba el cafio de dejar usted 
su casa escribiría. ,, 

— Si me acordé; dejé sobre mí velador 
un papel escrito a papá diciéndole que me 
iba fuera de Lima> 

— De manera que pensará en buscarla 
fuera de la ciudad, 

— Sí, si acaso cree en lo que le he escrita. 

—Por lo ménoH eso le hará entrar en 
dudas y nosotros tendremos tiempo para 
escondernos mejor. Estaremos en una casi- 
ta sin mantener por algún tiempo relacio- 
nes con nadie,*, 

— Yo no quiero ver a nadie, — le replicó 
Lucía con rapidez interrumpiéndole, — a 
usted no más.,. 

— Tiene usted razón, — contestó él estre- 
chando tiernamente en las snyaa las suaves 
manos de la niña; — ^yo tampoco quiero ver 
a nadie más que a usted. ¿Qué nos impor- 
ta el mundo a nosotros? ¿ Qué más compa- 
ñía neeesi tamos que la de nuestro amor ? 
Y yo, Lucía, la amaré tanto que la haré 
olvidar su soledad, 

— Sí; ámeme usted, — replicó ella con un 
acento de súplica y saturado de pasión que 
el joven no pudo oir sin enternecerse,^ 
ámeme usted mucho, ámeme siempre; su 
amor es todo para mí, es lo único que 
aiíhelo; por ¿1 me he dejado arrebatar, lo 
he abandonado todo ; lo que me ha impul- 
sado a dejar mi casa no ha sido el temor 
devolver al colejio, sino el de no poder 
verlo más a usted; ámeme siempre; no ha- 
cerlo seria la mayor ingratitud para con 
esta pobre niña que no sabe sino amarlo, 
que no sabe sino vivir para usted. Si deja- 
ra de amarme, iqué seria de mJ, sola en el 
mundo ! , , 

^ I Dejar de amarla! Si pudiera usted 
leer en mi cora^n no pensaría en eso. Tal 
cosa no sucederá nunca. La suerte j el 
amor nos han unido para siempre, 

Alvar, preciso es reconocerlo, hablaba de 
buena fé; decia lo qm tentía. Per«¿qüé 



— 27 — 



mortal puede leer en el libro del porvenir? 
¿Quién puede saber lo futuro? T en amo- 
res ¿quién es bastante duefio de su corazón 
para gobernarlo en cnal(^uier momento, y 
mucho menos para impnmirle un rumbo 
fijo en lo venidero? 

Dejemos a Lucia j a Alvar entregados a 
BU dulce coloquio y trasladémonos con la 
imajinacion a otro lugar. 



vm 

Orden inesperada. 

Ta hemos dicho que al tiempo de salir 
esa noche Alvar del cuartel entraba el co- 
ronel y ordenaba que nadie saliera. 

Acto continuo, dirijiéndose a un soldado 
de la guardia, le dijo: 

— Llámeme al mayor. 

Diciendo ésto anduvo hacia el interior 
del cuartel. 

No habia trascurrido más de un minuto 
cuando acudió el mayor. 

Sin esperar que éste le diera parte de las 
novedades ocurridas, le preguntó: 

— ¿Cuántos faltos han habido a la re- 
treta? 

— Nueve, señor. 

— ¡Caramba I será preciso mandar comi- 
siones a buscarlos. 

— Muí bien, señor. 

— Pero, antes, óigame: mañana a prime- 
ra hora sale el 1:¿,tallon para el interior. 

— ^Mu¡ bien, señor. — contestó el mayor, 
quien sorprendido por la inesperada noti 
cia no halló más que decir, sino aquella 
frase rutinaria con que entre militares se 
da por bueno todo lo que viene de orden 
superior. 

— ¿Cuántos hombres tenemos disponi- 
bles? 

— Setecientos cuarenta y uno. 

— .Para una espedicion al interior es 
preciso llevar solo a los que se hallen ente- 
ramente sanos y buenos. 

— ^Es cierto, señor. 

— Un individuo medianamente enfermo 
no solo es inútil, sino que es un estorbo 
tremendo. 

— ^Es verdad, señor. 

— El tren en que partirá el batallón sal- 
drá a las ocho de la mañana. 

— ¿Entonces se tocará diana a las cua- 
tro? 

•-Si, a las cuatro. 



—¿Qué equipó llevará la tropa? * 

— El capote, una f rasada, morral y cara- 
mayola. 

— ¿Municiones?.. 

— Cien cápsulas cada hombre, 

El mayor, haciendo ademan de retirarse, 
dijo: 

— ^Voi a dar las órdenes; con su permiso, 
señor, 

— Bien. .. Aunque, espérese. Haga lla- 
mar a los capitanes de compañía y déles 
aquí la orden. 

—¿Cometa de la guardia?— gritó lla- 
mando el mayor. 

El cometa acudió. 

— Llamada de capitanes, — le dijo el ma- 
yor, io que equivalía a ordenarle ejecutar 
ese toque. 

El cometa obedeció y el toque indicado 
resonó en todo el cuartel 

Los oficiales estaban cavilosos con aque- 
lla orden de no salir nadie del cuartel, y lo 
mismo la tropa de la guardia que había 
oido al coronel darla. 

Se hacían mil conjeturas. 

La llamada de capitanes acabó de in- 
quietarlos: ese toque era poco acostumbra- 
do, y mucho menos a esa ñora. 

Los llamados se apresuraron a acudir. 

En el camino se encontraron Galvez y 
Lostan. 

—¿Para qué será esta llamada? — pre- 
guntó éste. 

— Esa es precisamente la pregunta que 
vengo haciéndome. 

— De seguro que no es para cosa bue- 
na .. . nunca estas llamadas son para hacer- 
le a uno un regalo. •• 

Cuando estuvieron los capitanes reunidos 
y formando <cla meda,» un semicírculo en 
rededor del mayor, éste les dijo: 

— La diana se tocará mañaíoa a las cua- 
tro; a las seis y media se tocará tropa y las 
compañías formarán equipadas y listas 
para marchar. 

En seguida les comunicó las demás ótde- 
nes que acababa de recibir del coronel. 

Este, que se hallaba a un lado, agregó: 

— Los oficiales no llevarán más equipaje 
que el que puedan cargar ellos mismos. 
Las compañías deben de quedar listas esta 
noche. 

El mayor repitió esta orden, y después 
de algunas otras recomendaciones, hizo un 
saludo con su kepis, el que fué devuelto 
por los capitanes. Esta era la señal para 
que se retiraran a cumplir lo ordenado. 



— 28 — 



Oftda espitan se dirijió a la cuadra de au 
Qompñfa, 

El cuartel, que un momento antea ae 
enoantmba completamente tranquilo, cam- 
bió de aspecto repentinameiite» Laa órde- 
nes trasmitiéndose de superior a inferior 
en las múltiples jerarquías militares, puede 
decirse que inundaron el batallón. 

Llegando el capitán a su compañía, de- 
cía llamando: 

— Que venga el primero (nombre abre- 
viado que se da al sarjento de primera 
clase), — El sarjento de semana que vaya a 
llamar a los oficiales de la compañia. — 
Primero, que forme la tropa con todo au 
equipo, armamento y municiones. 

El movimiento se hacia jeneral; era un 
ir y venir que a un extraño le habría pare- 
cido la confusión mas espantosa; pero en 
realidad aquel movimiento no era el de la 
mar tempestuosa en que las olas ae atro- 
pellan y rompeu unas con otras, sino el de 
una mílquina an que cada piesa tiene uua 
acción ñja. 

La tropa que ya estalKi -I^ -nuíUiidose, 
se vefitia nuevamente y acudía a formar 
armada y equipada. 

Por mui listo que ae encuentre un bata- 
llón, siempre una partida da lugar a una 
multitud de preparativos y pormenores, y 
de ahí la multitud de órdenes. 

— Ayudante, — decia el mayor dirijién- 
dose a un capitán ayudante,— pida una 
relación de las faltas de equipo y arma- 
mento a lajs compañías. 

— Bien, señor, — contestaba aquel, y aña- 
día, gritando:— ¡cometa! llamada desar- 
jentos. 

Tocaba el cometa, 

— ¿Ayudante? — llamaba el coronel. 

— ¿Señor? 

— El café de la tropa debe estar listo a 
las cuatro y media. 

— Bien, señor. 

Y el ayudante volaba a diaponer lo nece- 
sario para que se cumpliera esta orden. 

— I Ordenanza I (nombre que se le da a 
uu soldado de la guardia que se destina a 
hacer mandados;) ¡ ordenanza 1 

~¿Mi mayor? 

— Que venga el ayudante. 

Luego llegaba el ayudante jadeando y 
preguntaba; 

-^¿Me ha llamado, señor? 

— Sí; que salgan los oficiales de semana 
de las ocmpañías en que hai faltoa con una 
^íomíflion a buscarlos. 



—I Cometa I llamada de sarjentos. 

Pronto venian loe sarjentos, a quienes el 
ayudante trasmitía la orden. 

Todavía estaba en ésto cuando se le apa- 
recía nn soldado diciéndole: 

^Mí ayudante, lo llama mi mayor. 

Se apresuraba a ocurrir, y en el camino 
lo alcanzaba otro soldado para decirle: 

— Mi ayudante, lo llama mi coronel, 

Y he aquí que el ayudante hubiera que- 
rido volverse dos o partirse por la mitad 
realizando la idea de Salomón oon el niño 
disputado. 

En cada compañía sucedía algo pare- 
cido. 

La tropa se encontraba ya formada. 

— Teniente, que cada cabo reviste su 
escuadra con mucha exactitud, — decia el 
capitán. 

— Bien, senor> 

— Lo más pronto posible, para revistar 
yo la compañía; y que tome nota de las 
faltas. 

— Bien, señor, 

—Mucho cuidado con las caramayolas, 
que no salgamos después con que van algu- 
nas rotas... lo mismo con las correas de los 
portacapotes... 

En esto llegaba el sarjento de semana 
diciendo al capitán: 

— La llamada de sarjentos fué para pe- 
dir una lelacioa de la fuerza que pueda 
marchar. 

' — ¡Primero I — ^llamaba el capitán, 

— ¿Mi capitán? 

— Hágame una relación de loa indivi- 
duos que estén completamente sanos.., 
— Subteniente, ¿todavía no ha salido con 
la comisión para los faltos? — Teniente, 
apure la revista. — El sarjento de aemana 
que vaya a buscar los arrestados que estén 
en el calabozo para que pasen revista... 

— Bien, mi capitán. — Ya voi a salir. — 
Ya están aquí... — contestaban respectiva- 
mente loa interpelados. 

Por fin llegaba el momento en que la 
compañía estaba lista para que la revistara 
el capitán. 

A pesar de que constantemente se están 
haciendo esas revistas, y por más escrupu- 
losidad que se gasta en ellas, nunca falta 
cada vez algo que reparar. Entre tantas 
como tiene el equipo de una compañía, 
nunca íalta alguna correa descosida, algu- 
na hebilla quebrada, y en jeneral, alguna 
prenda en mal estado. Aquí viene el rabiar 
del capitán, como ya lo habia hecho el 



V 



— 29 — 



teniente^ el BQbteniente, el pTimero, etc., 
HiiceBÍvame0be, por escala. 

Mientras tanto en otro lagar el coronel 
preguntaba al mayor: 

— ¿Han traido ya las relacioncB pedidas? 

— Todavía no están todas; Yoi a mandar 
apararias, 

— Bueno. Es preciso que todo quede Ha- 
to eeta noche para que mañana no tenga- 
mos atraao. Habrá que lleTar las caldei as 
del rancho. La banda quedará aquí, en 
Lima. LleTaremos solamente Iob cornetas, 
i Cuántos pares de botas hai en el almacén? 

— Ciento cincuenta. 

— Que se repartan a loa que tengan máa 
osadas sus botas. 

El mayor recibía todo este cúmulo de 
órdenes y ya con la cabeza caliente, se 
apresuraba a llamar al ayudante para que 
las trasmitiera. 

Y era un ir y venir de los ayudantes y 
un correr de los sarjentos de semana y un 
moverse de todos en jeneral para dar cum- 
plimiento a aquella serie de órdenes que se 
Hncedian con tanta prodigalidad. 

El coronel entretanto se paseaba a lo 
largo de la mayoría, repasando en su íma- 
]inacion todos los preparativos que había 
de liacerse al emprender una expedición, 
para evitar olvidos qtic podrían acarrear, 
una vez puesto el batallón en marcha, 
i iiíxín venientes j dificultades irreparables. 

De esas meditaciones era de donde na- 
ciaa las órdenes qne tenian en continuo 
movimiento todo ei cuartel, 

Al cabo de hora y media comentaron a 
estar listas las companias. Los soldados 
prooedian a acostarse discurriendo y ha- 
ciendo mil comentarios sobre el objeto y 
dírecxiion de la marcha que iban a empren- 
der; pero sin que esto les quitara el sueño, 
^ooetumbrados como estaban a la vida de 
campaña y, por de contado, a los marchas 
j £X)ntínuas expediciones. 

Los oficiales, apenas se desocupaban de 
BUS compañías, se dirijian a sus piezas con 
el objeto de preparar su equipaje, o mas 
bien dicho, con el de guardar el que iba a 

auedar en el cuartel, pues el que iban a 
evor necesitaba mui poco preparativo; se 
redticía a un par de frazadas, una o dos 
modas de ropa blanca, un morral en que 
66 echaban cigarrillos, papel, sobres^ pa- 
ñuelos y algunos pequeños objetos de los 
más necesarios. 

Cada oñcial llamaba a su asistente y se 
oían diálogos como éstos; 



—Toda la ropa al bauL 

— ¿Y la cama, mi teniente? 

— Meterla en un saco ; eso se hará mañft 
na. Dame el uniforme de cuartel, que será 
con el que marche, 

— Aquí estíl. 

En cada pieza vivían varios oficiales, y 
como el espacio solia no ser mui eitenso, 
los asistentes se codeaban unos con otros y 
las V0C6S se conf midian 

— Además de la llave será bueno ponerle 
al baúl unos cuatro clavos. 

—Se le pondrán, mi teniente, 

— Así no podrán meterse en él manos 
extrañas, 

— ¡Ai I hombre!-- dijo otro oficial, — 
seis clavos le hice poner a mi baúl cuando 
lo dejé para hacer la expedición a Lima, y 
después clavado lo encontré... pero vacio, 

— Tuvistes míla suerte que yo, — gritó 
otro, — que no encontré ni noticias del mió, 

— ¡Qué estás haciendol 
— ^Engacando la cama, mi subteniente, 
— ¿Y dónde quieres que duerma esta 
noche? Guarda la ropa solamente. 
—¿Y el lavatorio? 
— Se envolverá en el colchón « , . 

En una piez;a habian dos oficiales y trea 
asistentes. Uno de éstos, a quien desde lue- 
go llamaremos Peralta, se acercó a un 
teniente y le dijo: 

— Mi teniente Alvar no está en el cuar* 
teL 

— Salió apenas tocaron silencio, de modo 
qne debe de ignorar que estamos de mar* 
cha* ¿No sabes dónde habrá ido? 

— No sé. 

— Ni yo tampoco. De todag maneras será 
bueno que le tengas todo hato para cuando 
llegue. Si puedo salir esta noche trataré de 
buscarlo. 

El que habia dicho ésto era el teniente 
Martel, el más íntimo amigo que tenia 
Alvar entre sus compañeros. Vivían en Una 
misma habitación. 

El soldado Peralta, el asistente de Al- 
var, era un muchacho moi despierto a quien 
tendremoa ocasión de conocer mejor. • . . « 



— Dame mi uniforme de cuartel ,-h1íío 
el capitán Lostan a sn asistente, entrando 
en su pieza y comenzando a desnudarse. 

El soldado obedeció. 



r 



rWÍ9 



— 30 — 



— Anda guardando este que me estol 
quitando. 

En e^ pieza por todo niueblaje habia 
dos cati^St doB sillas, una meea, no lavato- 
rio, una especie de ropero, unos aparatos 
proWaionales al lado de loa catres para 

Kner el candelero, y algunos baúles y ma- 
as. 

De aquellos catres pertenecía uno a Los- 
tan y el otro a Gal vez. 

Este entró cuando aqudi estaba acabando 
de vestirse con su uniforme de cuartel en 
cambio del (^ue antea llevaba, el usado en 
loa dias festivos. 

— ¿Vaaa cambiar de unifonne?^ — pre- 
guntó Lostan a su compañero, 

— Por supuesto, — contestó él; — ^tengo 
que aalir ^ta noclie, y si llego a demorar- 
me por ahí, tendré que andar mañana apu- 
rado para cambiar de uniforme y guardar 
éste; no he de Mcer la expedición con el de 
parada. 

—Pero, ¿es expedición la que vamos a 
liacer? 

— Tal vez; aunque el miamo coronel no 
lo sabe todavía; tiene solamente orden de 
tomar mafiaua el tren y llegar hasta Chi- 
da» donde recibirá segunda orden. 

— Me está dando en el coraron que no 
vamoa a parar hasta La Sierra, 

— Quiéu sabe* 

— ^Ya está guardado el uniforme, mi 
capitán. 

— Ahora guarda toda la ropa, los pape- 
les, todo; enrolla la cama. 

— ¿Y dónde vas a dormir? 

— Eso ae verá; quiero que todo quede 
Hato para no tener que andar con apuros 
mañana. 

— ¿Vas a salir esta noche? 

--—Naturalmente p 

— Tú y yo oontamoB sin la orden que 
hai de que no salga nadie del cuartel, 

— Esa orden ha de dnrar solamente 
haata que estén listas las compañías; la 
suspenderá el coronel. 

En ese momento entraron a la pieza los 
capitanes Aliaga y Orrego. 

— ¿Qué piensan hacer ustedes esta no- 
che ?^ — preguntó Orrego, 

-^Aun no lo tenemos resueltOi — contes- 
tó Lostan* 

—¿Tienen algún compromiso? 

— ¿A qué viene esta pregunta? 

— Efl para invitarlos a pasar la noche 
juntos* 

—¡Dónde? 



— ^En casa de unas dos amigas. 

—¿Solas? 

— Con otras amigas. 

— ¿ Habrá canto ? 

— Con piano y vihuela. 

—¿Y baile? 

— Serio y jocoso. 

—Y también, — anadió Aliaga, — alguna 
cosiUa que echar por la boca ... su sevkhe 
de camaronea, aos buenas butifarras, etc. * « 
yo me encargo de eño* 

—Es preciso, para k despedida, pasar 
un rato alegre, — agregó Orrego- 

— Comprendido y aceptado por mi parte. 

— ¿YGahxsi? 

— No Bc si pueda ir,— contestó éstej — 
tengo un compromiso. 

Todos se sonrieron. 

— Te diremos donde es la (^sa, y ai te 
dejan tiempo irás a buscamos, 

— ¿Dóude es? 

— Calle de Ibarola, número 104. 

— ¿Quienes son los de la partida? 

—Nosotros cuatro y Soler. 

— Corriente, — dijo Lostan y añadió: — 
yo también tengo algo que hacer, pero 
¿ntea de las doce eetaré con ustedea* 

—Convenido* Lo mismo me dijo Soler, 
quien quedó de juntársenos a esa hora mia 
o ménoa. 

Después de esto Aliaga y Orrego sedie- 



ron. 



Cuando el mayor dio parte al coronel de 
que las compañías se encontraban IJstaa, 
éste dijo: 

— En fin, ya está lo principal Lo rela- 
tivo al rancho y otras pequeneces lo arre-- 
glaremos mañana. 

— ^Ea poco lo que queda por hacer. 

•^Ya se puede suspender la orden que 
di al entrar. 

— ¿La de que no aahera nadie? 

— Sí, lo hice paxa que se aliatamn las 
compaíiías; ahora ya pueden salir los ofi- 
ciales en la misma forma que las demá¿ 
noches,., tal vez algunos tendrán que des- 
pedirse de alguien, . . — añadió aonriéadose 
el coronel 

Razón tenia el coronel en decir esto últi' 
mo. Era natural que al emprender una 
marcha inpensada, que no se sabia cuánto 
podria durar, no les faltara a los oñeiales 
de qnien despedirse ni tampoco algunos 
asnntillos que arreglar antes de partir* 



— 31 — 



mío ee qne casi todos los que tenian dere- 
cho para ello aalieron del cuartel. 

Como Bo podemos seguirlos a todoa, 
porque ^0 seria una tarea mui lar^ y pe- 
Bada, sin contar con que sería también una 
tremenda indiscreción, los dejaremos saKr 
del cuartel, ya de a uno solo, ja en grupos 
de dos o tr«8. 



IX 

Herida misteriosa. 

Xíostan j Galvez olieron juntos del 
cnartcL 

— La hemos hecho de oros,— decia Gal- 
vez mí entras caminaban, — ¿ qué van a pen- 
sar de nosotros aquellas Blanca y Olimpia? 

— Todo se lo na llevado la trampa,-^ 
replicó Lostan; — noaotroa que esperábamos 
encontramos y hacer mañana amistad con 
aquel par de deidades, a la hora de La cita 
nos hallaremos en la empinada línea de la 
Oroya alejiindonos de ellas a todo vapor, 

— Si pudiéramos hacerlfta saber nuestra 
partida... 

— Para eso seria menester encontrar al 
negro que 1^ llevó hoi las cartas... 

— Poede ser que lo encontremos. 

—Di tú; ir a cortar en el principio esta 
aventura que prometía tanto... yo me sen- 
tía ya perdidamente enamor^o de aquellas 
preciosas desconocidas, - . 

— ¿T la morenita de Santo Domingo? — 
pregunto Galvez chanceando. 

— También muerto de amor por cDa, por 
todas ellas. Tá bien sabes t^^ue yo tengo 
bastante corasion para repartir amor a to- 
dai>.. Paaando a otra cosa, piensas asistir 
al convite de Aliaga y Orrego, 

— Tal vez... cuando regrese al cuartel 
pasará por allá.*, ahora voi a hacer um 
viiita,.- 

— ^Ya lo Buponíaj — rephcd Lostan son- 
riendo, — vas a tu visita y según la hora 
en que te dejen libre irás o no al convite, 
Yo también tengo que ver a nn amigo y 
cnmplix ciertos encargosí tan pronto como 
me desocupe iré a juntarme con ellos, con 
Aliaga» Orrego j Soler, que son los de la 
partida. 

— Quedamos entonces en qiae sí alguno 
de nosotros encuentra al negro de hoi le 
encargo de ir mañana temprano a avifiar a 
nuestraa desconocidas que nos será im|iú- 
sible ir al jardín indicado, 



— Corriente, lAi, hombre! tan lindas y 
perderlas... esta es la vida del militar en 
campaña: sonó la corneta, y abur*,. 

Cuando los dos capitanes hubieron lle- 
gado a cierta eaqniua^ se deipidieron, y 
tomó cada uno distinta calle 

Lostan se dirijíó al hotel Maury donde 
teuia que ver a un amigo. 

Estuvo con éste algún tiempo y en se- 
guida se dedicó a cumplir ciertos encargos 
y pequeños compromisos que no quería 
dejar pendientes a su partí cfit. 

Para andar más lijero había tomado un 
coche* 

Como a las once se encontró desocupado 
y dispuesto a ocurrir a! lugar donde lo ha- 
bían invitado sus compañeros Aliaga y 
Orrego, 

— Calle de Ibarola» número 104, dijo al 
cochero. 

Este hizo correr a ana cabaos en la 
dirección dada. 

Miénti-ag rodaba el coche Lostan fimuí' 
ba un cigarrillo y se iba diciendo: 

— Hé ahí la instabíUdad de lac cosaa 
mundanas, como dicen los filósofos; hace 
pocas horas me sonreía yo ante la idea de 
encontrarme mañana en dulce cita con un 
par de hermosas niñas, y hé ahí que en Tea 
de eso iré en un tren sin saber a punto fijo 
hasta dónde, o habiendo llegado ya, no será 
raro que a la hora de la cita me halle tre- 
pando cerros como una cabra, en persecu- 
ción de montoneros y dándome de balazos 
con ellos,.. Y la morenita de Banto Do^ 
mingo a quien no he hecho más que divi- 
sar con svL par de brillantes ojos y sn dulce 
sonrisa.., iquién sabe cuándo volveré a 
verla!..* El convite de Ahaga y Orrego ^ 
a casa de sus queridas, sí están ellas dos 
solas me despido apenas llegue, inconti-^ 
nenti.,. pero han dicho que habrá algu- 
naa amigas; asi la tertulia seria mas entre* 
tenida.,. 

Una voz interrumpió el soliloquio de 
Lostan, Era una voz de mujer que gritaba: 

— [Cochero! cochero! 

— Ya ocupado, — contestó el cochero, 

Lostan le asomó por la ventanilla y vio 
en el medio de la c^dle ana mujer vfitidft 
de negro que corría como si quisiera alcan- 
zar el coche. Por su ajílidod revelaba ser 
joven 

— Para,— gritó Lostan al cochero, 

El coche se detuvo. 

La desconocida avanzó, y al ver a Lófr- 



-32- 



tftn dijo como ti expretara lentír miEi gran 
contr&ríed&d. 

— ¡Ahí eatá ocupado. 

Su voi era arjentina y éflto impresionó 
» LoBtan que no alcanzaba a dÍBbingiiJr su 
roetro en 1a oscuridad^ ademíU ella mos- 
traba e«mero en cübrlreelo con ao manto. 

— Senor¡tft,*y^ijo el capitán abriendo !a 
pnertecillft, — si usted gusta subir tendré 
un gran placer en hacerla llegar a donde 
desee ir, 

— G recias-.. le aceptaré porque me pre- 
cisa mucho llegar.*. 

Esto contestó la deRconocida con voz 
entrecortada y mirando hacía atraa como 
sí temiera Ter venir a alguien. Subió en 
seguida al coche j se sentó en la testera. 

—¿A quó calle quiere usted señorita que 
1a conduzca? — preguntó Lostan* 

— A k de Banta Tere«a, al námero 70, 

£1 capitán repitió estas señas dirijiéndo- 
se al cochero. 

— Es larga la carrera, — dijo éste, — esta- 
mos en Galonje... 

—Galla y tira. 

El coche partió. 
^ El hecho de haber aceptado la descono- 
cida con tanta facilidad la oferta díó lugar 
a que Loetan ee dijera interiormente: 

— Debe ser una aventurera, de esas que 
aquí llaman «tde la cuerda». Me ha visto 
venir eolo en el coche y ha querido enta- 
blar amistad conmigo: hé ahi todo. 

y anadió en voz alta: 

—Parece que está usted mui de prisa. 

—Sí...— contestó ella como trepidando. 

-*-Y también algo sobresaltada. 

— Nó... 

—Tal re» teme algo, la he visto mirar 
ton susto háiia atrás. 

t— Kada«.. 

—¿Nada de qué ? — preguntó Lostan por 
hacer hablar a so compañera de coche. 

Esta ^ardó silencio por un instante j 
ú fin dijo como haciendo un esfuerzo para 
hablar* 

— Miraba hacia atrás para ver si venia 
algnti otro coche que estuviera desocupa- 
do* «- no hubiera querido molestara usted*.. 
y deseaba impedir que al verme aceptar 
tan sin vacilación su ofrecimiento se for- 
mara usted al^na mala idea de mí.... 

— Eso de nmgun modo,.* 

— Tengo absoluta necesidad de llegar 
pronto a Santa Teresa, j es ésto lo que me 
Ea hecho andar sola por la calle a esta 
bom. 



^^omprendo*-* algtina dilijeiicia ui- 

jente... 

La voz de la desconocida era dnlce y la 
alteración de bu acento al hablar le presta- 
ba un nuevo encanto. Lostan, emprendedor 
por naturaleza, estaba deseoso de lanzar 
algunas palabras galantea; pero temeroso 
de darse algún chasco quiso ver el rostro 
de eUa ¿ntá de arriesgar su galantería, 

— Puede ser alguna vieja ridicula^ — 
pensó,— y perderia yo mi pólvora en galli- 
nazoB. 

El interior del coche estaba completa- 
mente a oscuras . 

Dejó extinguirse el fuego de su dgarri* 
lio y, como para encenderlo nuevamente, 
sacó de lu bolsillo una cajita de fósforos y 
frotó uno. 

A la luz que produjo el fósforo pudo ver 
Loitan rápidamente la fisonomía de la des- 
conocida: era la de una joven hermosa, 

Híeo ella ademan de cubrirse con m 
manto. Al llevarse una mano a la cara, 
Lostan notó con sorpresa que esamano 
estaba llena de manchas rojas. 

Ella también debió ver esto^ porque lau- 
zando un grito» exclamó: 

— ¡Sangre!... estoi herida! 

Y dejó caer pesadamente la cabeza hácí* 
atrás. 

— j Vamos! — exclamó Lostan con más 
mal humor que sorpresa, — ¿qué comedia 
viene usted a representar aquí ? Dice que 
está herida j no lo sabia uited misma..* 
¿me oree usted tonto?... 

La joven no contestó ni una palabra* 

Raspó entonces el capitán otro fósforo j 
a la luz pudo ver que la desconocida tenia 
los ojos cerrados y el semblante sumamen-' 
te p¿ido» Por su mano izquierda, como 
viniendo del brazo^ resbalaban algunas go- 
tas de sangre. 

— ¡Diablos! — exclamó Loatan, — la oo- 
aa era de veras. ^. Es preciso ver^to^^* 
í Cochero, para!., i 

Este obedeció. 

— Baja y trae para acá uno de los faro- 
les del coche; quiero ver una cosa >.*-<' aña" 
díó el capitán. 

El coenero ejecutó lo ordenado J entró 
en el coche. 

Lostan se apresuró a quitar el manto a 
la joven, j pudo observar su semblante a 
la luz del íaroK 

— Está desmayada, — dijo* 

—Sí; se ha insultado,— afiadió el oo- 
chepo. 



E 



'51 






B 
^ 



— 33 — 



En seguida trató de recojerle híkia arrí- 
T3a la míinga del brazo iaiiuierdo; al liacer- 
lo, alguna sangre f|ue debía estar sujeta 
por la manga corrió a lo largo del brazo, 

— I Por la Vlrjeu Saiitiainia, mi capitán í 
¿qué es lo que ha hecLo?— -exclamó el co- 
chero demostrando un terror pinico; — no 
me comprometa usted. ., déjeme usted mar- 
charme... le juro por los claros de Jesu- 
cristo que nunca diré nada... 

Lostan BÍntió deseos de darle un par de 
golpes al aurigaj pero conteniéndose le 
gritó: 

— ¡ Qué es lo que estás pensando, badu- 
laque í 

— Yo-., nada, mi capitancito... — con- 
testó el cochero temblando ? — eata niña,,, 
está muerta,.. 

—No está muerta, sino desmayada j 
herida, y tVi crees que be sido yo ^uien la 
ha herido.,, 

— Yo-., no creo nada.., 

— Cómo puedes imajinarte que yo haya 
ierido a una jóren a quien ní siquiera 
conozco.., ella se explicará en cuanto pue- 
da hablar... dübía venir herida cuando 
subió al coche,,- ¿No com prendes Jmbécil^ 
que ei yo la hubiera herido no te habria 
llamado a tí para que pudieras servir de 
testigo en contra mía?.,. 

Este razonamieoto tranquiUzó un poco 
al cochero, que dijo tartamudeando; 

— ¿Y qué vamos a hacer ahora? 

—Lo primero es tratar de prestarle algún 
socorro... ¿en qué calle estamos? 

— ^En la Pregonena, 

— Dista solo tres cuadras el lugar desig- 
nado por ellan.. debemos conducirla prime- 
ra mente allá..* aquí no podemos hacer nada 
en su favor,.. En marcha, a toda prisa... 

El cochero salió y subió al pescante. 
Lros cabalkís duramente azotados empren- 
dieron uua veloz carveiu, 

— ¡ Maldita aventura, — murmuraba Los- 
tan, y todas ^tas preguntas se agolpaban 
en su imajinaciou:—'¿ Quién ha herido a 
esta joven? por qué no conoció que estaba 
herida sino al ver su sangre? quién es ella? 
por qué motivo la han herido? qué misterio 
hai en todo ésto?.,, Pero lo más notable es 
que yo sin comerlo ni be be rio me encuentro 
mezclado en esta aventura, y lo que es 
peor, el cochero ha comenasafio por creer 
que era yo quién la habia herido, y como 
él pensarán tal vez otros mientras ella no 
pueda hablar y explicarlo todo*.. ¿Y ai ella 
muriera sin poder hacerlo?.,- 



Al dirijií-ae eata áltima pregunta sintió 
helársele la sangre en las venan. El era un 
valiente mozo, pero ante la idea de quedar 
bajo el peso de una acusación de aflesinato, 
se sintió estremecer. 

—Pero eso no puede aer, — añadió tra- 
tando de reponerse, — su herida es levo 
puesto que ella pudo llegar hasta este co- 
che sin sentirla... 

Luego le vino al pensamiento un recuer- 
do atorinentador que expresó de este modo: 

— Sin embargo... yo he visto en las ba- 
tallas soldados que después de ser heridos 
han continuado avanzando algunos pasos y 
luego han caido para no levantarse más.-. 
En fin, lo que sea tronará; por ahora lo 
esencial es prestarle algún auxiho a esta 
niña. 

Para que con el movimiento del coche 
no ae golpeara la cabeza de la joven, Los- 
tan la sos tenia eu sus brazos. De cuando 
en cuando la dirijia alguna palabra; pero 
ella per ma necia muda. 

Por fiu el coche se detuvo. 

— Aquí está el número 70, — dijo el co- 
chero. 

Lostan descendió con presteza del ca- 
rruaje y llamó a la puerta que tenia ese 
número. Como nadie acudiera, repitió y 
volvió a repetir el llamiulo. 

A la tercera vess se abrió un postigo de 
una ventana que habia al lado de la puer- 
ta, y al través de la rejilla preguntó una 
voz de mujer: 

— ¿Quién llama? 

— Yo, ípie vengo trayendo a una señori- 
ta de esta casa, 

' — íío puede ser; laa personas de esta 
casa esüin todas adentro. 

Tras de esto el postigo crujió como si 
lo cerraran. 

— Señora,^se apresuró a decir Lostan, 
—óigame u.sted uua palabra; esa señorita 
ha dado el número de esta casa.-, 

^8e ha equivocado, — contesto la voz* 

— No lo sé.., ella no puede decirlo por- 
que está.,, enferma y sin habla, 

— Kada tenemos aquí que ver con eso. 

Esto respondieron de adentro y el posti- 
go ae cerró. 

— I Señora, — exclamó el capitán con im- 
paciencias—veo que usted cree que la estol 
engañando ! Esa señorita ha pedido que la 
conduzcan a esta casa^ por consiguiente 
nsted debe conocerla.., de todas maneras, 
aunque no la conozca, hará usted una 
obra de caridad admitiéndola en su cas& 

3 



— 34 — 



un momento míéntraa Be le proporcionan 
algunos auxilios. 

El cochero tuvo una bueua idea. Hizo 
avanzar el coche h^ta enfi'entar la venta- 
na, cojió uno de loe faroles, j alumbrando 
con él ala joven desmayada, dijo : 

— Oiga usted, señora; asómese por la 
rejilla j verá usted a la niña, puede ser 
que la conozca. 

La voz del cochero que tenia nu recar- 
gado acento limefio, pareció inspirar con- 
fianza a la persona que habla hablado desde 
adentro. El postigo vohió a abrirse. 

Una doble eiclamacion lanzada por dos 
voces femeniles se dejó oir; 

— ¡Es Luisa! 

Al instante se abrió la puerta de calle y 
saheron atropelladamente dos mujeres, de 
las cuales nna, a juzgar por la edad que 
ambas representaban j bien podría ser la 
madre de la otra, qne era una niña. 

—¿Qué es lo que tiene mi hija, mi Lui- 
sa? — preguntaba anhelante la señora, 

—No hai que alarmarse... está algo en- 
ferma... no es cosa grave.*.^ — respondió 
Lostan no atreviéndose a decir desde luego 
que estaba herida por no abastar a aque- 
lias personas, j agrego:— Será preciso lle- 
varla en peso para adejitro... 

Y sin contestar a las preguntas que le 
dirigieron, levantó en sus brazos a la joven 
herida j entró con ella a la casa. 

La señora lo guió hasta una alcoba en la 
qtje 1j ahí a un catre. Sobre éste depositó a 
la desmaYada» quien tenia el vestido salpi- 
cado de sangre. 

Xatural mente, pronto la señora se aper- 
cibió de esto> 

' — ¡Está manchada de sangre! — exclamó, 
■ — ¡mi hija está herida ! * * está muerta!... 

—Serénese usted, señora, — le dijo Los- 
tau tratando de calmarla, — solamente esUi 
herida... 

— ¿Y quién la ha herido? que significa 
esto?-* ¡Oh, los chilenos 1... — gritó ella 
lanzando una terrible mirada al uniforme 
del oficial, 

—Antes de arrojar una acusación iii jus- 
ta j óigame usted.,. Ue encontrado a esta 
señorita en la calle; me ha rogado que la 
conduzca en mi coche hasta aquí, y en el 
camino se ha desmayado; sólo entonces he 
venido jo a saber que estaba herida... 
cuando ella vuelva en si podrá decir la ver- 
dad... Lo más apremiante por ahora es 
socorrerla de algún modo... jo iré volando 
en busca de tin médico,.* 



Mientras tanto, la nifia que acompm fiaba 
a la stñora habia desabrochado el traje de 
la herida j le echaba algunas gotas de 
agua en el rostro, Al oir las áltimaa pala- 
bras de Lostan, exclamó con acento supli- 
cante: 

— Háganos ese servicio, señor... uu mé- 
dico,., eso es lo que necesítamoH.., 

— En Corcovado vive el doctor X., — 
dijo el cochero que también habia entrado 
a la casa. 

— Vamoe alM a! punto,— replicó Lostan. 

Ambos salieron. 

El trayecto que tenían que recorrer era 
corto : dos cuadras. 

Por fortuna encontraron al doctor en pié 
todavía, Lostan lo impnao de que ee tra- 
taba de prestar los primeros cuidados & 
una joven herida recientemente. 

El médico se pro ve jó de los instmmeu- 
toB y accesorioa necesarios para hacer la 
primera curación de una herida, j salió 
con el capitán. 

—Aquí tenemos al doctor X., — dijo 
Lostan entrando en la casa donde habia 
dejado a la herida hacía a lo más unos 
quince mi nutim. 

La joven permanecia en la cama; pero 
ahora tenia los cjos abiertos: habia vuelto 
en si. 

— Será preciso, — dijo el módico a la se^ 
ñora, — desnudar la parte herida. 

La joven lanzó al capitán nna expresiva 
mirada. Este la comprendió v salió de la 
alcoba pasando a la pieza contigua que era 
una sala regularmente amueblada. 

Se propuso esperar ahi el resultado de la 
piimcra curación, después de la cual supo- 
nía que tendria lugar alguna esplicacioa 
que disipara todas las dudas. Por de pron- 
to se alegraba de í:[ue la joven hubiem re- 
cobrado el sentido, tanto por el bien de 
ella, cuanto porque con nna sola palabra 
podia desvanecer las sospechas que contra 
él ae hablan levantado. 

La sala en que se encontraba tenia una 
puerta qne daba al zaguán. Allí estaba el 
cochero, quien habiendo visto a la joven 
con los ojos abiertos habia recobrado la 
tranquiUdad. 

— Ya viste, — le dijo Lostan, — como ha 
vuelto del des majo j no me ha acusado de 
ser su asesino. 

—Yo no creí nunca tal cosa, señor. 

— Sin embargo... bien claro me deja 
conocer tu pensamiento; creiste que jo b 



35 — 



mát acá ni múA alUle había dado una etto- 
cada o una puñalada a esa señorita... 

El auriga, oon la locuacidad propia de 
loa cocheroa límefioa, m deshizo en profces- 
iafl que hadan reír al capitán. 

Pior fin, al cabo de media liora, Be abrió 
la puerta que comuaieaba aquella eala con 
la alcoba vecina j apareció el doctor BOgni- 
do de la señoril qtie aparentaba ahora me- 
nos i^urbacion, 

l/ostan interrogó a aquel con una mi- 
rada. 

— No es cosa graTe,~dijo el médico;— 
lina herida de cnchilb en el brazo izquier- 
do; el golpe parece que faédirijído al cora- 
zón, pero afortunadamente se erró, 

—¿Será de consecuencias? . . 

^Nó; en quince di an estará completa- 
mente bien. El desmayo fué sin duda pro- 
ducido sólo por la impresión del susto. 

— Me alegro infinito de que no baya 
sido cosa grave... ¿Y no le ba revelado ella 
quien la hirió? 

— En cuanto a eso, — contesto el doctor 
liando con calma nii cigarrillo que encen- 
dió en una vela que alumbraba la sala,— 
en cucinto a eso, no es de mí incumbencia 
averiguarlo. 

— YOí^replicó Lostan^ — ^tíugo interés 
en eso porque en el primer momento esta 
señora, como ya lo había hecho el cochero, 
pareció creer que era yo el delincuente. 

— ^Yo, señor,— se apresuró a decir la se- 
fiora,^no he abrigado tal sospecha. . . 

— Ya lo ve usted,,, —dijo el doctor in- 
terrumpiendo a aquello j y añadió; ^maña- 
na volveré a ver a la enferma. 

Tvm de esto se despidió. 

Parecía natural que Loa tan saliera 
acompafiaudo al doctor y se rotiiara con 
él; pero haciendo ejsto iba a quedarse en- 
vuelto en las duda^ que le había sujerido 
aquella extraña aventura; qnim aclarar el 
misterio y tomó una rcísolucion. Vol-* 
viéüdose hacia el cochero le dijo^ 

— Yé a dejar a sn casa al señor doctor j 
te esperaré aquí, pues yo tengo que ir en 
dirección opuesta. 

Onando el capitán quedó sólo con la 
señora, la dijo: 

^Antes de refciranne desea ria saludar a 
la señorita herida. 

Esta petición em tan natural después de 
servicios prestados por el oficial, que no 
posible ne^rse a acceder a ella, 
ja señora abrió la puerta de la alcoba y 

hoi entraron allá. " 



La herida estaba siempre Bobre el kcho. 
A su lado se encontraba la niña a qnien 
ya había Wsto Lostan. 

El capitán dirijiéndose cortesmente a 
aquella, dijo: 

— Con mucho placer he oído decir al 
médico que su herida no es de gravedad. 

--Ha sido mui poca cosa felizmente para 
mi, — contestó ella tratando de sonreír. 

— ¿ Sufre usted mucho? 

— No siento casi nada. 

— Aunque por fortciía no logró su inten- 
to, parece que el que la hirió quiso dar el 
golpe al corazón. 

— Talvez,.. murmuró ella bajando la 
vista. 

— Xo por haber errado deja de ser un 
asesino y es preciso que caiga sobre él el 
peso de la justicia. 

La joven fijó una mirada temerosa en el 
oficial y bajó en seguida la vista tartamu- 
deando: 

—Pero;., si yo no sé quién fué,-. 

— ^Podnt^ Bin embaigo, dar algunos indi- 
cios. 

Guardó silencio la joven y al fin dijo 
balbuciente; 

"¿Qué indicios?.., yo no sé... recibí un 
golpe que me pareció dado con la mano.,- 
y solamente al venne, ya dentro del coche, 
la sangre.... conocí que estaba herida.,., y 
no sé más.... 

Lostan no necesitaba haber sido tan pe- 
netrante de i mají nación como era para co- 
nocer 411P la joven ocultaba la verdad y 
trataba de dejar aquella aventura envuelta 
en el misterio. 

Queriendo asegurarse mejor de ésto, dijo 
insistiendo: 

— ^Con los datos que usted dé se podrá 
seguir la pista del asesino; si usted guüta 
puedo ir a llora mismo a dar parte a la poli- 
cia de lo sucedido para que se ponga desdo 
luego en movimiento. 

La joven vaciló antes de contestar, y lo 
liizo tartamudeando; 

— Ya ve usted..,, que no tenírn datos.... 

— Veo,— dijo Lostan s.)nrifudo, — que 
usted quiere que no m trate míis de este 
asunto y sería una majadería de raí parte 
iegnir insistiendo. 

La joven herida inclinó la cabeza como 
si no encontrara que responder. 

Como lo expresó, conoció Lostan que 
seria casi una impertinencia continuar ins- 
tando para descubrir la verdad de lo ocu- 
rrido? por lo menos estaba ya seguro de 



— 86 — 






que allí ae ocultaba un drama misterioBo. 

— Señorita, — di jo,^ — usted debe necesitar 
de reposo; vüi a rctiraitue* No le pido a 
iisted permiso para pasar a i üf armarme de 
su salud porque mañana mismo voi a salir 
de Lima y no podre hacerlo. Por si acaso 
llega usted a necesitar de mi teatímouio a 
prctpoaito de los snceeos ocnrridos esta tio- 
che, \ú diré que aoi el capitán Lostan del 
batallón Setiembre. 

— ^^ Del Setiembi-e?— pregunto ella mos- 
trando cierta emoción. 

— Si, señorita, — contestó el oficial para 
quien uo pasó desapercibida esa emoción, 

Se despidió en seguiría con algunas pala- 
bras corteses y sali<> de la alcoba. 

Estíiba ya en la sala cuando lo alcanzó 
la niña a quien hemos ya visto y le dijo 
expresándose congracia y dulzura: 

—Mamá y mi hermana en su tribula- 
ción se han olvidado de dar a usted los 
agradecimientos que merece su atención; 
yo lo hago cu nombre de ellas y en el mió. 

Al oiría, Lostan se fijo por primera veií 
atentamente en ella: era una linda joven- 
cita llena de donaire y jentileza- 

— Lo que he hecho, —contestó amable- 
mente,^ — no vale la pena de agradecerlo, es 
mni poc^a cosa, y aoi el verdadero deudor 
al recibir de usted una palabra de grati- 
tud. 

En ese momento apareció el cochero en 
la puerta que daba al zaguán diciendo: 

— Ya estoi de regreso, 

Lostan, a quien el dulce acento de la 
niña habia producido la mas ^rata impre- 
sión, la hizo un amable saludo y salió diri- 
jíéndole una última mirada que ella recibió 
ruborizándose y bajando la vista. 

— ¡Qnc lástima ¡^ — murmuró el capitán 
subiendo al coche, — que tenga (|Ue mar- 
charme mañana sin poder ver otra vez a 
esta linda chica I... Soi un gran majadero..» 
¡no liaberme fijado en ella sino solamente 
al salir! 

Y alzando la voz grito al cochero: 

^ Calle de Ibarola, a la casa donde íba- 
mos hace una hora. 

Mientras rodabíi el coche acndian al 
pensamiento de Lostan mil dudas que él 
expresíiba haciendo a e otras tantas pregun- 
tas nuts o monos como éstas ; 

— ¿Qnc puede significar toda esa aven- 
tura? quien ha herido a esa joven? porqué 
quiere ella guardar silencio sobre el snce* 
fio? qué misterio haí en todo esto?.... Lo 
que yo veo claramente es que eUa no quie- 



re denunciar al asesino, a quien ai n dada 
conoce; si no fuera así, en el momento de 
sentirse o verse acometida habría dado 
voces, pedido socorro»,. Nada de eso lia 
sucedido; mni al contrario, no lia querido 
dar sicjuiera indicios que puedan servir 
par» encontrar al delincuente, ni detalles 
del acontecí mi ento." - ¿ Qué misterio habrá 
en este negocio?*... ¡ Otra ! ¿ por qué le lla- 
mó la atención que yo perteneciera al bata- 
llón Setiembre? No abrigo duda de que se 
conmovió al oir este nombre*,,. 

Mientras hacia Lostan estas reflexiones, 
sus ojos se fijaban distraídamente en las 
calles [Xír donde pasaba el coche- 
De pronto divisó el bulto de una perso- 
na en quien reconoció a un militar por el 
brillo que despediazi los botones de su tra- 
je a la Inz del gas. 

Sacó la cabeza por la ventanilla para ver 
mejor, y el t musen ute por el modo de an- 
dar le pareció ser Oalvez. 

— ¿ (laí vez P-^ gritó llamando. 

Yülvió el desconocido la cara j Lostan 
pudo ver que no se habia equivoí^o. 

Hizo parar el coche. 

"¿A donde vas? 

— A la calle de Iliarola, al convite que 
allá tenemos, — contestó (luí vez. — ¿Y tá? 

— También para alU„„ Sube al coche.-^ 
Ha sido una feliz casualidad que nos halla- 
mos encontrado.,.. 

—Nq es tan casual nuestro encuentro 
pues que llevamos el mismo camino, — re- 
phcó Oalvez ífuliíendo al carruaje. — ¿Por 
que te bag demorado tanto en acudir a la 
cita?.,., ya son como las doce y media. 

— jllna famosa aventura me ha ocultado 
por más de una horaí.. ya te la contaré* 

El coche continuó su intorrumpida mar- 
cha> 



Los cocheros 

En este siglo que bien pudiera llamarse 
«el siglo de la locomoción j> por cuanto ya 
todo se está haciendo locomovible i enor- 
mes moles de hierro se deslizan sol>rc las 
aguas, inconmensurables rosarios de vago- 
nes son arrastrados por encima de acerados 
rieles, montañas de granito pierden su ce 
tro de ^a vedad a impulsos de la diñan 
ta; proyectiles de media tonelada aurc 
los aires trasladándose al distante cam 




■♦^ 



— 37 — 



del enemigo^ y ]ia5ta U toí humaaa reco- 
rre leguas por el alambre electrizado..,. 

En este siglo de locomoción, decíamoa, 
loa coches, y en consecneucií* los coclieros, 
están llamados a desempeñar un papel im- 
portimte ÉD la sociedad. 

El hombre moderno ha ericontrado qne 
es una gran majaderia esto de que siempre 
que desee traslada lüe a alguna parte lo haga 
por el antiguo sistema de ir poDiendo nn 
pié delante del otro hasta llegar al sitio 
requerido. El ejercicio de la ¡mlestra era 
necesario para el espartano que se prepara- 
ba a comer ftla sopa negra;» pero tal ape- 
ritivo es inútil para un hombre moderno 
que prefiere una sopa de miva^ o de tortti- 
ga» Las costumbres antiguas pierden tcrre-' 
no ; la de andar a pie data desde Adán, 
para el hombre de hoi dia ea nua antigua* 
fk que quiere echar en olvido, y ha inven- 
tado el coche, o más bien, ha jenemlixado 
su liso. 

En años pasados los cochea eran privile- 
jio de los qne tenían a muchas campaui- 
ílasí qne poner en ellos, pero ahora cjue 
las cosas han cambiado tanto, loa coches m 
han hecho populares j se encuentran bajo 
el dominio de cualquier mortal que pue- 
da disponer de una pequeña moneda de 
plata. 

Como la panacea sirve para toda clase 
de enfermedades, el coche sirve para toda 
clase de dilijeneías. 

Por la mañana va a nn entierro» por la 
noche va a nn bailej tanto sirve para llevar 
a nn enfermo al hospital, como a nn ele- 
gante al teatro; en coche va el juez al tri- 
bunal y en coche el reo a la cárcel; en él 
anda el atareado negociante y también d 
paseante oeiosí*; el devoto qne va a oír su 
misa y el enamorado que acude a dulce 
cita; unos tnstes, otros alegres; unos llo- 
rando, otros riendo ; unos a trabajar, otros 
a divertirse : el coche los arrastra a todos. 

El cochero sentado en su pa^ícante con 
su fusta en la mano es la cabeza del coche, 
como los caballos con sus píes. 

El cochero recorre cien veces al dia Jas 
calles de la ciudad y conoce de vista a la 
mitad de sus habitantes, y de nombre y 
aun de costumbres a la mayor parte do 
ellos. Pegado en el pescante como el bau- 
res en nn buque, permanece inmóvil en 

edio del movimieuto continuo de su ve- 

onlo; está inmóvil en el movimiento, del 

■smo modo que está ocioso y trabajando: 



la ociosidad y el trabajo de dirijir an coche 
son hermanos jemeba. 

El ocio y el vicio (buena pareja para 
Ürar un coche) se dan la mano. El coche- 
ro (sea dicho con perdón de los de au espe- 
cie) acaba por hacerse un grandísimo 
bellaco. Llevando y trayendo mortales 
constantemente, concluye por ponerse al 
cabo de una multitud de intrigas y secrc - 
tillos de los que sabe sacar el mejor partí- 
do posible, 

Pam ésto el cochero limeño no creemos 
que le vara en zaga a ninguno, 

Eí qne'habia servido aquel dia domingo 
a Lostan y Gal vez de intermediario entre 
ello* y aqnellaR dos desconocidas qne firma- 
ron una misiva con los nombres de IManca 
y Olimpia, habia quedado revohíendo en 
su negm cabeza la idea de sacar una buena 
coima de k comenzada aventura. 

En la noche de ese dia, como a las diez, 
iba con su carruaje por la calle de Merca- 
der es» cuando divisó nn oficial en quien 
creyó ver a Galvez. 

— Mi capitán, aquí está el coche, ^e dijo 
deteniendo los caballos. 

Mirólo el oficial, y conociendo el negro 
que se habia equivocado, añadió: 

— Dispénseme usted, creí que era mi 
capitán Gal vez... me pareció por el uni- 
forme. 

— Te equivocaste^ — contestó el oficial 
que era el capitán Aliaga i — pero ya que 
estás a la mano te ocuparé. . ven a espe- 
rarme a la puerta del Hotel Cardinal, 

Bste hotel eitaba a pocos pasos de dia* 
taneia. 

Aliaga entró eo él y después de nn cuar- 
to de hora salió acompañado de un mozo 
que traia un gran paquete. 

Hizo poner el paquete dentro del coche 
y subió en seguida dándole al tochero por 
seña.í el núuiero de una casa de la calle de 
I barcia. 

Cuando hubo llegado y llamó a la puer- 
ta de aquella casa, salió a abrir una simpá- 
tica niña viva como una ardilla. 

Al ver a Aliaga le echó los bracos al 
cuello y se colgó de él como un saltimban- 
co del trapiício volante. 

— ¡Cuidado, loca!^gritó el Joven tra- 
tando de afirmarse en el marco de la puer- 
ta; — suéltame*., vas a aplastarme lo que 
traigo eu este paquete... 

— ¿Qué cosa es ?— preguntó ella sol tan 
dose. 

— Comistrajo. 



— 38 — 



— ¡RiquíflimoL* qué buen olor!-, esto 
tiene tnifaB... No despidas el coche porque 
lo necesitamos para ir en busca de unas ami- 
gas que vamos a convidar. - . Yoi a buscar 
mi manta... 

Y la ni fia entró corriendo. 

Aliaga avanzó hasta una puerta f^ue daba 
al zaguán j se encontró en nna sahta don- 
de estaba Orrego conversando con otras 
dos jóvenea. 

—Apuesto, — gritó Orrego al verlo, — a 
que es cosa de comer lo que traes en ese 
paquete. 

— To también apuesto lo mismo,^ — con- 
testó Aliaga,— y gano de seguro. 

— Este hombre no piensa miU que en 
comer, — dijo una de las niñas. 

— ¿Quieren entonces que me lleve pen- 
sando en la inmortalidad del alma? 

—¿Y Oármen? — le preguntó la otra 
nifia. 

— Fué a buscar su manta para salir* 

— ¿A qué parte? 

—A ver a las amigas que va a con vi* 
dar. 

En ese momento acjuella Ciivmen por 
quien se preguntaba, que era la misma a 
quien vimos recibir tan amablemente a 
Aliaga, salía a la puerta de calle, 

—Salud, señorita, — la dijo el negro del 
coche. 

—; Eres tú, zambito? — replicó ella que 
sin dnda conocía ya al cochero, 

— Yo que traje al capitán. Hoi mo ha 
ocado andar con los capitanea del Setiem- 
bre. 

— ¿ Si ? ¿ C o n c uííl es de ellos ? 

— Mi capitán Lostan y mi capitán Gal- 
Tez. 

— ¿Dónde fueron? 

^¡Ah! — contestó el negro dándose im- 
portan cia, — ea on s e creto . . . 
—Era lo Euficiente pronunciar la palabra 
Becreto para avivar la curiosidad de la 
niña. 

— A rní no rae gusta que me dejen con 
la curiosidad, — dijo vivamente; — ai no me 
lo ctientaa todo no te doi ni nna copa de 
cerveza.,. 

~Es un asunto reservado * * . 

— Yo no entiendo de reservas ni de con- 
servas.,* í habla!,., si quierea tomar cer- 
Teza . . . 

— Por ser a usted, Carmencita . . , con- 
testó el neefro que en realidad, habituado 
por oficio y afición a los chismes, reventa- 
ba de ganas de hablar. 



En un momento la puso al comente de 
todo lo que é\ »ibia de la aventura de Tjoe- 
tan y Calvee con laa dos desconocidas: de 
como las habían seguido y mandado des- 
pués doB cartas que habían tenido contes- 
tación, 

— ¿Dices que virea en la calle de Mata- 
judíos número 114?— preguntó Oármen al 
cochero cuando hubo terminado su relato, 

— iSí, — respondió él- 

— Una es flaqnita, de ojos negros, gran- 
des, y la oti-a un poco mds bajita y de múñ 
carnes, trigueña... 

—Sí, 

— ¿Viven en el balcón de la derecha? 

— Justamente. 

— ;Son ellas! ellas mismas!... unas ami- 
g!ks miaa... [Ah, ja, ja! 

Y riéndose como una loca entró de ca- 
rrera en la salita. 

— ¿Qué tiene ésta? — dijo una de laa ni* 
fias ai verla. 

^Es ana cosa muí graciosa... — respon- 
dió ella en medio de sus risotadas. 

— ¿Qué es ello? 

— Oime, Aliaba, ¿van a venir a casa esta 
noche Lostati y Galvea?., .dijiste que los 
habías invitado í 

— Sí; quedaron de venir más tarde. 

— Pues les voi a hacez* ¡una pasada . . , 
nos divertiremos.. - 

Y poniendo a Aliaga ru kepis que habia 
él dejado sobre una silla, lo cojió de tía 
nn brazo arrastrando lo en seguida hacia 
afuera, 

— Anda, hombre, anda, — le decía. 
— ^Pero... ¿dónde? 

—Tamos en busca de mis amigas.. . mué- 
vete, hombre, 

Y a tironea lo llevó hasta el coche. 

— A Matajtidíos, zambitOj a la casa que 
tú sabes,— o^ritó, 

^rlQ^ió vamos a hacer a esa calle? — 
preguntó Aliagíi. 

— A convidEír a unas amicífts... no a las 
que te habia dicho, sino aotrat... en el 
camino te lo explioaré todo,,. 

Mientras rodaba el coclie puso a Alia^ 
al corriente de la idea que tanto la habia 
hecho reír, 

XI 

Baile, cena y despedida* 

Maa de dos horas habían trascurrido d 
de q\ie sucedió lo que acabamos de refí 



~ 39 — 



hasta el momento en que habiendo encon- 
tratedo Lostan a Galvcz en su camino lo 
hizo subir al coche que ocupaba. 

Una de las primeras palabras que éste 
dirijió a' su compañero fué la siguiente: 

— ¿Has encontiado al negro cochero de 
hoi? 

— No he podido verlo; ¿y tú? 

— Tampoco; lo busqué en la plaza, pero 
no logré hallarlo. 

- De manera que las bellas Blanca y 
Olimpia no han sido advertidas de nuestra 
partida. 

— No, pues; así es que si asisten a la cita 
rabiarán de no encontrarnos. 

— Todo bien considerado, vale más que 
rabien por nosotros; así no nos olvidarán 
tan pronto... 

Aínbos compañeros rieron de ésto y con- 
tinuaron conversando. 



Cuando el coche que los conducía se de- 
tuvo en la calle de Ibarola frente a la casa 
que ya conocemos, los dos capitanes pudie- 
ron oír un alegre estrépito producido por 
un piano y voces que cantaba q unas y ha- 
blaban y reian otras. ' 

— ¡Buena está la cosa!— dijo Lostan sal- 
tando fuera del carruaje; — hai animación 
y entusiasmo. 

— Canto y baile, — replicó Galvez bajan- 
do a su vez; — llama fuerte a la puerta, 
porque con la bulla que tienen no te 
oirían... 

La puerta se abrió y apareció Aliaga 
diciendo: 

— ¡Caramba! ya estábamos temiendo que 
no vinieran... y habrían perdido una cosa 
buena... supónganse que a esta locuela de 
Carmen se le antojó que habíamos de tener 
nn baile de máscaras, y me ha hecho correr 
en busca de caretas... ahí están todas ellas 
enmascaradas... 

— ¡Magnífico!— exclamó Lostan con en- 
tusiasmo; — a mí me agrada siempre lo 
inesperado... pero nosotros no tenemos 
máscaras. 

— ^Ni nosotros, los hombres, tampoco... 
son ellas solamente las disfrazadas... en 
fin allá lo verán... De frente, paso redo- 
blado, mar!... 

Lostan pagó y despidió al cochero, y los 

compañeros entraron en la sahta que 

lemos visto. 

ta presentaba ahora un aspecto mucho 

mimado. Habían ahí hasta cinco ni- 



ñas todas ellas disfrazadas y con caretas. 
Aunque improvisados, como lo habia dicho 
Aliaga, BUS disfraces no dejaban 'de tener 
gracia, y quizás les mismas faltas que so . 
notaban en ellos, seguramente debidas a la 
premura del tiempo, contribuían a hacer- 
los más fantásticos y variados. Eran sin 
duda restos incompletos de algún car- 
naval. 

Sin entrar en pormenores detallando sus 
trajes, para poder distinguirlas, diremos 
que las disfrazadas representaban más o 
menos lo siguiente: una jardinera, una tar- 
ca, una ñguranta, una india y una cole- 
jiala. 

Los hombres eran Orrego y otro capi- 
tán a quien también vimos aquel dia en el 
cuartel durante la comida, y cuyo nombre 
le oímos pronunciar a Orrego: era el capi- 
tán Soler. 

Además habia ahí un paisano, tómese 
esta palabra en su segunda acepción, que 
así nos servirá para indicar que aquel no 
era militar. Estaba este individuo sentado 
al piano. 

La mesa que antes se hallaba en el cen- 
tro de la pieza habia sido colocada en un 
ríncon y sobre ella se veian vasos, copas y 
botellas en alegre desorden. 

En todos los que ahí habían, tanto en 
los hombres como en las mujeres, se nota- 
ba un gran entusiasmo que sin duda tenia 
estrecha relación con lo que habia, o más 
bien, con lo que ya no habia dentro de las 
botellas. 

Al aparecer Lostan y Galvez, fueron re- 
cibidos por una salva de aplausos y excla- 
maciones. 

— ¡Pare el baile! — gritó Orrego, — y todo 
el mundo a tomar una copa con los recien 
llegados. 

No se hicieron repetir esta orden. Todos 
y todas acudieron y cojiendo sendas copas, 
ya de cerveza, ya de ponche que habia en 
una sopera, las levantaron en actitud de 
bríndar. 

— ¡Salud, hermosa concurrencia! — ex- 
clamó Lostan que necesitaba mucho menos 
todavía que aquella bulla y animación para 
sentirse entusiasmado; — ¡salud, jentiles 
enmascaradas ! no veo vuestros bellos sem- 
blantes, pero sí el brillo de vuestros ojos 
que me incendia el corazón... ¡bebo por 
ellos! 

— ¡Bravo! ¡arriba I 

— ¡Toda la copa los recien llegados!... 
Ellos vienen mui frescos ! ... 



— iO — 



— ¡El primer trago ha de ser largóla», 

— '¡Y los demáfi lo mismo! 

Todas estas palabras oran prOQUnciadafl 
unas por vocea de hombree j otras por vo- 
ces femeniles» 

— Y tn también Gasparito, — dijo Orre- 
go di rij 'endose al paíaanOj—haa entrado 
en fila para tomar la copa... vas a acabar 
por emborracharte j no poder tocar el 
piano, 

— ¡Oh, capitán!— contestóle el interpe- 
lado; — todo lo contrario; la copa me hace 
tocar con miía gusto, me da míls inspira- 
ción... 

Era este sujeto uu individao enteco» 
macilento, iine tenia por oficio toí^r el pia- 
no para divertir al prójimo que le suminis- 
traba alguna propina; personaje mui útil 
en una tertulia como aquella. 

— ¡Un vals Impidió una voz. 

— ;S1; un valsl 

Gaspar, que así se llamaba el paisano, 
corrió al piano y el vals ae dejó oir. 

Lostan y Oalvez paseaban la ^-isfca por 
las enmascaradas para elejilr compañeras 
de baile. 

Dos parejas se hablan ya formado. 

La colejiala, pasando por delante de 
LoBtaHi le dijo rápidamente: 

— Baile usted ^ capitán Lostan, enamora- 
do inconstante, volante, vagante y flo- 
tante... 

— Donosa colejiala, ha aprendido usted 
mucha retorica, — replicó Loatan;^-déme 
ahora una kccion de baile. 

—Yo no.^. estol pedida... 

Y corrió a juntarse con Soler. 

Sólo quedaban disponibles la turca y la 
jardinera. 

LoBtan se dirijió a aquella y Galvez a 
asta. 

Ambas aceptaron la invitación. 

La sala no era mu i es tensa y las cinco 
parejas tenían que codearse y atrope! larse 
para ejecutar el baile, lo que si bien era 
incómodo, en cambio contribuía a redoblar 
la animación. 

Lostan no dejó de notar que su compa- 
ñera tenia linas mauos suaves y finas, nn 
talle lánguido y unos brillantes ojos que se 
veian por los agujeros de sn careta, y tam- 
ben que se entregaba con dulce abandono 
al baile. 

Por BU parte Gal ves ejecutaba los conti- 
nuados jiros del vals llevando casi en peso 
a la jardinera que pirecia tener gran afi- 
ción a ese ejercicio, y se deleitaba mirán- 



dola el bien torneado cuello, rolliio y ater- 
ciopelado, y stts orejas pe^iueñas y adorna- 
das coa doa botoaea de oro esmaltador. 

Esta pareja fué una de las di ti mas eu 
abandonar el baile. GalveK condujo a la 
jardinera hasta una silla y se sentó a sa 
lado. 

— Estaría usted ya cansada, — la dijo, 

— No mucho, — contestó ella. 

— Si no del baile..* tal vez del compa- 
ñero... 

—Se hace usted mni poco favor, 

— Lo digo porque usted, acostumbrada, 
como jardinera, a estar entre las fíores... 

— Podria tomarlo a usted por un jai- 
min..- 

—0 por un zjlngano metido entre ellaa. 

—¿Hñ apoca usted para que yo lo en- 
grandezca? 

— Parece usted tan amable qne la creo 
capaz de hacerlo..- 

— Y yo a usted de toleiurlo, 

— Yo no me atrevería nunca a contra- 
decirle a usted. 

— Gracias í es usted mui atento* 

— Por carácter. 

— ¿\}c nacimiento? 

—Y por costumbre í eoi dócil, blando, 
sumiso. 

— Buenas cualid:ides para monje, para 
novicio... 

—Y losoi. 

— ¿Monje? 

— Novicio,** novicio en amor, 

— ¡Qué tall Áh! ja, ja.., ¿NoYicío ea 
amor?-* 

— lloi he hecho mis primeros votos. 

' — ¿líñ amor? 

—Eterno. 

— ¿Hoi? ¿a qué horas?— preguntó la 
jardinera clavando una mirada en Gal vez. 

— En este mismo imtaute, 

— ¿Estamos acaso en carnavales? 

— Su traje de usted está en caraavaU 
pero mi corazón no. 

—¿Y en cjué está? 

— En un incendio. 

— ¿ Quién lo ha incendiado? 

—Usted. 

La niña se levantó con presteza, y son- 
riendo exclamó: 

-^Es usted un grandísimo líao Yo soi- — 
jardioera y no me gustan los picafloree 
meriaan mi mercancía.,. 

E hizo un gracioso borneo y ae alejo 
dejarle a Gal vez tiempo para contestar. 



1 



— 41 — 



Cíiaiido dejó de bailar, Lostan ee senfca 
al ladü de la turca^ diciendo: 

— I Quién faera aultanl 

— ^;8íífiorde un serrallo í—replic o ella 
Tiendo. 

^Señor de una turca que conozco yo, 

^Las tnrcas fuera de la Tui'quía no 
qoierea señores, sino yasalloB. 

— ¿Vasallo? pues yo lo soi* 

— ¿De! reí... o de la reina? 

— Dü la reina. 

— ¿Y GB tirana? 

— ^Aun no me atrero a juzgarla* 

—¿Tan poco la conoce? 

—Mi esclavitud ea reciente. 

— De todos modos, nn esclayo puede 
cambiar de amo ai lo encuentra malo. 

— ¿Cambiar?-, no lo pretendo ni lo 
para eso soÍ mui lea!.., 

—¿Leal?.,, pues la colejiala acaba de 
llamarlo inconstante, 

^Una colejiala es persona mui inexper- 
ta para juzgar... 

— Juz^fá por la fama- 

— La fama engaña mucho. 

—O dice mucha verdad* 

— Es injusta, 

— O justiciera. 

—Conmigo no, 

— ¿Quien lo asegura? 

— Yo; 7 ai mi palabra no basta, ala 
pmebft me remito* 

—¿Cómo probar su constancia? 

— Experi m entándol a. 

— ¿De qué manera? 

— ^Dejindose amar por mí. 

— lío me guata jugar con el amor..* eso 

—Pues no lo tome usted como un juego, 
sino a lo serio. 

— Ira posible.., estoi impedida— 
— ^¿ Del corazón ? 
—Justamente... ya tiene dueño, 
— Ser:! una historia antigua.,, oso Be 
olvida, * , 

—No; es moderna. 
—¿De cuándo data? 
—De hoi miiimo. 

—Es planta nueva que no ha alcanzado 
aechar raices..- se puede arrancar fácil- 
mente. 

—Si la arranco queda vacío el corazón. 
' e le Uena nuevamente. 
Con qué? 
Jon amor. 
^ero ¿dónde encontrarlo? 



— En mi., < y así pondrá usted a prueba 
raí constancia. 

— Ah! ja ja! Ya la estoi probando.*.— 
replicó la turca riendo, y luego levantán- 
dose de su asiento, añadid :^ — 
Las moras a la Meca 

Bailando van, 

Tres paaoa adelanto 

Y dos atrás,.* 

Y dando saltítos acKsmpaaados se alejó 
hacia otro extremo de la sala. 

Mientras tanto la música habia conti- 
nuado. Unos bailaban, otros se acercaban 
a la mesa a dar nn beso a las copas, y otros 
conversaban o reian, todo en medio de una 
animada alegría j dichos y palabras pi-, 
cantea^ 

— ; Oasparito, una marinera! — grito 
Orre^o al concluir de tomar una copa con 
la colejiala, 

— ¡Eso es, marinera! — gritaron en coro 
varias voces. 

Gaspar ejecutó el preludio del baile pe- 
pido. La jardinera se acercó al piano para 
cantar a dúo con el músico que era a la vez 
cantante. 

Orrego y la colejiala ae colocaron frente 
a frente en el medio áB la sala y comenza- 
ron el baile con las primeras vocea del 
canto. 

Los demás formaron un circulo en rede- 
'dor de los bailadores y con palabras anima- 
doras j estrepitosos palmoteos acompasados 
los alentaban j aplandian. Orrego hacia 
piruetas y cabrioleaba con pródiga soltura; 
la colejiala le acompañaba con nn contoneo 
y un vaivén lleno de saL 

— ¡Haro!— e:iGlamó de pronto Aliaga 
apareciendo con un par de vasos ett las 
manos. 

Canto y baile pararon. 

Se bebió un trago, y en seguida con ma- 
yor brío se continuó el canto y la danza. 

Las marineras se sucedieron ocurriendo 
cada ves a la palestra nuevas parejas. 

Allí hician su ajilidad, gracia y destreza 
las que las tenían, y las que no, también 
eran aplaudidas, porque los espectadores 
eran jente que estaba de mui buen humor, 
y el que eatí de buen humor se encuentra 
dispuesto a encontrarlo todo bueno. 

El entusiasmo crecía, snbia en medida 
que las botellas bajaliau. 

La bulla se hacia cada vez mayor y el 
que quería hacerse oír gritaba como un 
orador público en una borrasca electoral, 

Al concluir una marinera, gritó Orrego; 

4 



^ 42 ^ 



— [ Qae la india baile cachaaparc! 

— ¡Sí, que la chola baile cachaspare! 

'—¡Arriba! 

^¡ Que baile con Soler que ha sido su 
pareja 1 

— ¡Pero yo no eé ese baile ! ^gritaba 
Soler. 

— No importa..- 

— Lo que no 90 sabe se aprende.-, 

Y anos empujando a la india y otroa 
arrastmnílo a Soler, acabaron por ponerlos 
en baile. 

^l A ver un cachas pare, Gaaparito ! 

Este, que era un gran conocedor de toda 
clase de baile ^ ejecutó en el piano el que 
se le pedia. 

Soler, que apenas conocía de nombre 
aquella danza, trataba de imitar loa movi- 
mientos do su compañera y zapateaba, como 
ella duro y parejo. Su falta de destreza 
contribuía a hacer más divertida aquella 
escena que todoa celebraban y aplaudían 
con grandes risas y estruendosos palmo- 
teos. 

Entre baile y taile y en medio de la ja- 
rana cada uno obraba cou entera indepen- 
dencia. Se sentaba o levantaba, iba y venia, 
conversaba o reía, invitalm a alguna de las 
enmascaradas a tomar una copi, dírí jia a 
una un requiebro, a otra un piropo* 

En un momento en que Ürrego estaba 
sentado en el sofá, se dejo caer a bu lado la 
figuranta, y cojiéndole una mano, le dijo: 

—Conque se van mañana, cbolíto, 

— Así lo manda la orden ^^ — contestó él, 

— ¿Y no saben cuándo se regresarán? 

— ^Nada sabemos. 

— ¡Marcharse tan impensadamente!. 
Tamos a quedar tan solas... mientras estés 
fuera no voi a poner un pié en la calle... 
Cuidadíto con apasionarte por alU de al- 
guna serrana... ¿Llevas mi retrato? 

— Aquí lo tengo... en el bolsillo.,. 

— A verlo.,. 

Orrego sacó del bolsillo de bu dolman 
una tarjeta fotográfica. La figuranta, de 
quien diremos que se llamaba Elvira, se 
sonrió debajo de su careta al ver] a. 

— ¿Lo mirarás a menudo ?^ — ^dí jo. 

— Para eso lo llevo* 

Tanto Gal vea como Lostan haljian man- 
tenido ^^arioá diálogos respectivamente con 
la jardinera y la turca. 

En un ínstanti^ en que O al vez tstaba 
afirmado cu el marco de la puertaj Lostan 
se acercó a él diciéndole: 



— ¿Muí adcíantc estiSs con la jardinera? 

— No mucho, contestó Gal vez,- — pero 
se avanza un poco, ¿Y tú con la turca? 

^Esa muchacha tiene gancho, pero es 
esquiva como el azogue. 

^Por lo que se les ve de lacam en con- 
tomo de la máscara, parecen ser buena» 
mozas. 

^Ad lo sospecho, -, Ahí va a sentarse 
mi turca . . corro a su lado, 

I)ic¡eudo y haciendo fué a sentarse en 
una silla junto a ella. 

— Estoi por cre^r,— le dijo la nina al 
oido,-— que se engañaba la colejiala al lla- 
marlo a usted incouatante. 

—Gran dicha ea para mí, — replico Los- 
tan, — que al fin me haga justicia. 

— Se la hago porque ya hace como dos 
horas que estamos aquí y todavía usted no 
ha dirijido sus galanterías a otra, 

— Y como en estas dos horas, lo mismo 
sucede i'á en dos años, en dos siglos. , . 

— Efite plazo es mui largo... si en do& 
horas más todavía se mostrara ustíd cons- 
tante ya-.. 

— ¿Ya qué?, . concluya usted..- no me 
deje en suspenso.., 

^Ya comenzarla a creerle, 

— ¿Me da usted osa esperanza? 

— Se la estoi dando. 

— La esperanza de creerme, y..» ¿nada 

— Cuando una persona se cree amada, 
no corresponder es uíia ingratitud. 

^¡Me colma nsteá de felícidadl — excla- 
mó Lostan queriendo cojer una mano de 
la turca. 

— íGuáL. quieto í.,. replicó ella reti- 
rando su mano y haciendo un gracioso mo- 
hín. 

La colejiala acertó a pasar delante de 
ellos en ese momento y dijo : 

— Señora turca, no le creas a ese cris- 
tiano, que es un turco en el amor. 

— Cállese la colejiala, — esclamó Lostan, 
^vaya a estudiar y no pretenda dar lec- 
ciones, 

— Ando estudiando j pienso tomarte 
por maestro de inconstancia,., 

— No lo ofendas, colejiala, — dijo la tor- 
ca, — ^qnc lo estoi sometiendo a prueba... 

— ¿Lo defiendes? 

Uefeuüer moi a aun cristiano 
Es olvidar el Coran. 

Y traa de ésto se retiró la colejial 
riendo. 



— 43 — 



Galvea no había dejado de bnfcar la 
compaSía fie la jardíntíra qtie por su parte 
Labia perdido mucho de su equivez y se 
m03tr'al>a cada vez más accesible. 

-^Yo eoi mui esijerite,— decia al capi- 
tán, 

— ¡Qué me podrá exijír que jo no lo 
baga por usted I — contestaba Galvea. 

— A mí me gusta que me amen a mí 
sola,.* 

—Eso ya lo tiene en mí. 

— Olga usted; íiuiero (pie me den el co- 
raaon euterito, 

—El mío es de usted, entero, com- 
pleto. 

— Xo quiero ni sonibras de tmíci^on, 

—Ni soapechaa le daré. 

^^PuG3 hien, a la primera que me haga, 
tionamos, 

— rjT míéutras tanto?.,, 

— Tenf^nt usted un porinito de pacien- 
cia*., déJL'íiie conocerlo mejor, — dijo la. 
jardinera con nn acento que llenó de espe- 
ranza a Cialvez, 

Loa bailes se habían estado alternando 
íXin algunas canciones, y la bulla y el mo- 
vimiento jeucral no ha bi a sido interrumpi- 
do. A cada momento los díálotíoa eran 
tiortadcs, ya porque iiuo de los interlocu- 
tores salía a bailar, ya por aplaudir y 
animar a loa danzantes o tacnchar las can- 
ciones, 

Al concluir una marinera^ Aliaga gritó 
con voz militar; 

^1 Atención L.. Ya los estómagos re- 
claman algo de positivo... 

— No será el tuyo, ^exclamó Orrego, — 
porque te he visto ir varias veces al come- 
dor y volver masca ndo.,- 

— ; Silencio en las filag!.,. ¡Aten- 
ción!,.. Ya los estómagos piden que se 
acuerden de ellos, y la mesa ilo:^ espera... 
Confío en que mis palabras serán recibi- 
<Jas con entusiasmo. He dicho. 

^¡ Bravo! 

— ¡Sacó tra^o [.,, pásenle un vaso... 

— ^ Acepto el homenaje... Y en mar- 
tjha... 

Todos se pusieron en monniiento. 

^ — Que se queden todavía un momento 
aqní los hombres,— pidió la colejíala. 

— Oornento^ — respondió Ori'ego, — es de 
iponer que las masca ritas antes de sentar- 
í a la me.^ querrán arreglar sus trajes. 

Loatan y Gal ve ^ encontraron ésto mui 

itural, y por más deseos que tenían de 



dar el brazo a las que habían e simado cor- 
tejando, aceptai'OTí la aprobación de Orre- 
gOj a quien, por otra parte, lo mismo que a 
Aiiag-a cousidemban como duefio de casa, 

—Veamos a tomar mientras tanto una 
copa, — añadió Orrcgo 

Todos se sirvioriin. 

— Es de esperar, — dijo Lostan,— que 
para comer se sacarán las caretas. 

— Ya lo ej"eo,""Coutcstó Allaf,^a, — para 
comer se necesita completa libertad. 

— ¡Por la turca !^ — dijo Lostan levantan- 
do su copíi. 

— iPnr la jardinera!— agregó Gal vez, 

— ¡Por la india! — añadió í^oler. 

— ¡Por mi licruranta! --exclamó Orrego. 

— ;Por mi cohjiala !^ gritó A haga, 

^Uno^ decimos la y otros dicen mi,^ 
observó Soler, 

— Las dos fion notas masieales,^ — añadió 
Lostan,— pero en distinto tono. 

— Puüde ser íjue los que hoi cantan en. 
la mañana canten en mi. 

Todo3 rieron alegremente y vaciaron ana 
copas. 

Voi a disponer los asientos para que to- 
dos este m os as í ., , — di j o A 1 iaga j u nt ando 
las manos e intercalando los cinco dedos 
de la derecha entre los de k izquierda, — 
cada uno con su cada una, 

Y salió de la sala seguido de Soler. 

Orrego detuvo un momento más a Los- 
tan y a Gal vez quedando los tres solamen- 
te en la sala. 

Al calx) de un rato oyeron la voz de 
Aliaga que loa llamaba. 

Los tres se dirijieron a otra pieza que 
era el comedor. 

Una mesa no mui grande, o hablando 
m!Í3 exactamente dos mesas pequeñas pues- 
ti\s una junto a otra estaban cubiertas con 
nn mantel sobre el cual, en algunas fuen- 
tes y platos, no faltaba con qné contentar 
el estómago. 

Al rededor de la mesa habían colocado 
diez sillas, siete de las cuales estaban ocu- 
padas ^ dos por Altaica y Soler, y las obras 
cinco por las disfrazadas, 

Estíis se habiaii sacado las caretas y de- 
jaban ver sus semblantes ajítados por el 
baile y animados |X)r sonrisas picarescas. 

lina lámpara y cuatro bujías ilumina- 
ban perfectamente el aposento. 

Cuando aparecieron Gal vez y Loatan 
conducidos por Orrego, todas las miradas 
se fijaron cu ellos. 

Naturalmente Lostan y Gal vez pasearon 



— 44 — 



con atendon la ^ist^ por \(m semblantes 
Abom dííscubiertoa de las qae hasta tnUm- 
cea habían mto eamascaradas. Coma era 
de esperarlo, aqnet büBCÓ el da latnrca y 
^e el de la jardinera. 

Ambos lanzaron de súbito una excla- 
madori de sorpresa: 

— i Son ellast^grító G al vez volví endo- 
ne hacia Lostan, — ¡ellas! nuestras d^co- 
nocída» de Ijot í Blanca y Olimpíal 

— ¡ElJafl mismas!— exclamó Lo^^tan co- 
rríendo a colocarse al lado de la turca. 

Grandes aclamaciones^ riaotadas, ^ítos^ 
palmoteos y bulla jeneral fué el efecto qne 
produjo la sorpr^ade los capitanes Galvez 
y Loatati. 

— ¡Bravo ! — ¡Golpe teatral! — ; Agrd- 
cion! — Irrita batí todoa en medio de gran 
estruendo. 

— ¡ Bien me advertía el corazón ! — decia 
LiOBtan con f negó aU turca,— ¡ana irre- 
sistible simpatía me arrastraba hacia usted 
aunque no veía su hermosa físonomía**. 
ahora lo comprendo todo: era usted la mis- 
ma que había ocupado mi pensamiento 
durante todo este día! 

La turca reia, pero sin decir ni una pa- 
labra. 

Al mismo tiempo Galvez sentado junto 
a la jardíiiera le decia entusiasmado : 

— ¡No podía ser de otra manera I ¡Era 
usted la misma de hoi I 

La jardinera, como la turca, reía de 
buena gana tíiu contestar nada< 

La colejiala golpeando con un cuchillo 
en uua oopa, reclamó silencio. 

Todos callaron. 

Entonces ella, la colejiala, que era la 
sagaz j graciosa niña a quien llamamos 
Cirmen, se puso de pies y afectando un 
aire de cómica gmvcdad, pronimció esta 
especie de discurso: 

— Antes de comenzar la cena, esta mesa 
va a con vertirse en un tribunal, y yo he si- 
do nombrada presidenta de él. Nadie podrá 
tisar de la palabra sin que yo se la conce- 
da iLiites; podrá, eso sí, manifestar cual- 
quiera flu aprobación por medio de aplausos, 

— ¡ B ra vo I b ra vo 1 — í^ ri ta ro n al gunoa , 
a la vez que todos aplaudian con las manos 
como para aproveeíiar desde luego el per- 
miso de aplaudir. 

— Aquí se va juzgar y sentenciar a dos 
iüdividüDs acusados del feo vicio de in- 
coE>3taueia y veleidad* Los reos se encuen- 
tran prese ti tea; son loa capitanes Lo&tan y 
OalTüz.,. 



^ I Pido la palabra !— ^ló Lotítan, 
— ¡Pido la palabra!— exclamó ííalveí. 

Carmen, golpeando )a copa coa el cu- 
chillo, gritó: 

— ¡Orden I Loa acosados hablarán a 
eu tiempo,,, Pa&o a exponer los hechoi. 
Por Lina casuahdad, cainahdad que 
tomo la figura de un cochero negro, 
supe que los citadlos capitanes se ha- 
bían ocupado hoi en el dia en dirijir 
requisitorias amorosas a dos amigas mías. 
Corrí entonces a casa de ésLaa y las invité 
a que vinieran aquí esta misma noche para 
11 ue pudieran conocer y apreciar en su ver- 
dadero Talor a sus galanteadores de hoi 
dia. Viniendo ellas a cara d^cubierta, loa 
dos acusados al verlas habrían continuado 
cortejándolas como en el dia: esto era na- 
ral; pero mis amigas querían poner a 
prueba su constancia, querían saber sí era 
solamente una impresión pasajera la que 
habían producido en ellos. Para qne pu* 
dieran cerciorarse de tkto yo les indiqué 
un medio; fué el de qae a esta reunión que 
íbamos a teuer concurriéramos todas las 
mujeres disfrazadas y con miisearas. Esto 
fué aceptado. Trabajillo nos costó encon- 
trar disfraces tan de súbito; pero revol- 
viendo baúles encontramos algunos resto* 
de carnavales y nos vestimos como cata- 
mos,, - yo no hallé otra cosa más qne el 
uniforme que usaba en el colejio, y me lo 
puse; Aliaga fué en busca de caretas, y 
por ^u todo estaba Hsto cuando llegaron 
los acusados Lostany (íalvez, 

— ¡Protesto contraía palabra cacusa- 
dos^! — gritó Lostan. 

— ¡Silencio!.., orden! — exclamaron va- 
rías voces. 

Restablecida la calma, Carmen prosiguió 
diciendo; 

— Los capitanes Lostan y Galvez apé* 
ñas llegaron, olvidando por completo a las 
desconocidas galanteadas en el dia, ae de- 
dicaron a cortejar el primero a la turca y 
el segundo a la jardinera, sin sospechar ni 
remotamente que ellas eran las mismas 
Blanca y Olimpia, cuyas voces no conocian^ 
pues nunca las habían oido hablar. Al re^ 
quebrar a la turca y la jardinera enmas- 
caradas, eran infieles con Blanca y Olimpia; 
han sido, pues^ pillados por ellas mismas 
infraganti , cometiendo los delitos de in- 
constancia y veleidad. 

(Humores de aprobación. — Protestas 
loa acusados.) 

Carmen ajita el cuchillo contra k ce 



— 45 — 



Se obtiene silencio, 

— El acusado LostaHj — di ce la presiden- 
tas—puede hacer uso de k palabra en tér- 
minos moderados y concretíindose a su 
defensa ; 

— ^Pido la palabra,— dice Soler,— para 
una cuestión previa. 

—La tiene, — contesta la presidenta. 

--Hago indicación para que eti este in- 
tervalo tomeniofi utia copa. 

(Aplausos de aprolmcion, 8e apnieba 
por aclamación lo indicado. Todos se sir- 
ven j beben-) 

— El acusado Lostaa tiene la palabra, — 
repita la presidenta. 

Ijostan se pone de pies y habla: 

— Señora presidenta, señoraíi vomlas j 
señoría vocalfcs de este ilustrado Consejo; 

No me presento ante este augusto tri- 
bunal con la cerviz inclinada, doblegada 
bajo el peso de la tremenda acusación de 
inconstancia 7 veleidad, sino con la fren- 
te alta, seguro como estoi de que mi ino- 
cencia resplandecerá cual resplandecen los 
brillanteB ojos de esta encantadora turca, 
pjor cuyo fulgor me encuentro ahora aome- 
ti do a juicio. Hoi en el di a, tan solamente 
de verla, me enamoré de una hechicera 
joven i esta noche la suerte, o máa bien 
dicho cierta intrignilla, me lia conducido 
al lado de una turca enmascarada* Tenia 
yo estampada, grabada, en lo más íntimo 
del pensamiento y del corazón la imájeu 
de la hechicera jóTen que habia visto en 
el dia j a quien amaba ya locamente^ y 
gin enibargo sentí esta noche una fuerza, 
nn ünpnlao miaterioao, que me impelia ha- 
cia la tarca enmascarada. ¿Qué era aqué- 
llo? ¿qué sucedía en mí? Yo no me lo 
explicaba: amar a una y sentirse impelido 
hacia otra: yo no lo comprendía; pero 
ahora to comprendo todo. Mis ojos no 
veian el Bcmblantc cubierto de la turca; 
pero mi corazón sí» él no se engañaba, y 
por éso me impulsaba hilGia ella: ella lo 
atraía como el imán al acero, como la tie- 
rra a los aereolitos, como el sol a los 
cometas. 

(Aprobación departe de los honibrea* — 
Silencio de parte de ías mujeres- ) 

Lostan prosiguió; 

— La joven de hoi y la turca de €sta no- 
che eran una misma persona. Los paatoi-es 

^elen adorando a Jehovíi y al niño Je- 
no íaltai'on al monoteísmo, porque 
H dos eran uno solo. Lo mismo yo, 
odo a una misma persona bajo dos , 



formas distintas, no he podido dar prueba 
de incoustancia ni de veleidad. Por eleon- 
trariOj he probado con tantaclaridadcomo 
la \ui del cielo que amo a esa joven doble- 
mente, no solo jxír su hermoso semblante, 
sino que aun oculto í^te por el antifaz, 
sigo amándola por su donaire y natural 
encanto, porque la amo no con los ojos, 
sino con el corazón. He dicho, 

(Aplausos.) 

Gaspar, el músico, que desde un rincón 
escucha todo ésto, aplaude con entusiasmo 
y grita: 

— El capitán Lostan ha dado esplendí* 
das mzoncs y debe ser abauelto. 

— ¡Silencio en la barra! — exclama So* 
1er. 

La presidenta hace sonar la copa con el 
cuchillo y dice: 

— A la seguüda amonestación se despe- 
jará la barra, — El acusado Galvez tiene la 
palabra. 

Galvez se para y habla: 

—Siendo la acusación que pesa sobre wú 
en todo igual a aquella de que tan brillan- 
temente se ha defendido mi compañero 
Lostan, su defensa es también la mía. A 
mí me ha sucedido con la jardinera lo mis- 
mo exactamente que a él con la turca. Ño 
quiero extenderme hablando para no retar- 
dar el fallo de este ilustre tribunal, qua 
estoi iegurísimo ha de ser la más completa 
absolución para nosotros y un aplauso para 
nuestros corazones que no se lian dejado 
engañar por las caretas. He dicho. 

(Muestras de aprobación.) 

— Oídas las defensasj-^ice Carmen, la 
presidenta,— se procederá a la votación, 

— Hago indicación, — dice Soler,— para 
que se vote en esta forma: los que opinen 
porque loa acusados sean absueltos, toma- 
rán uo trago de su copa, y loa que estén 
por lo contrario, nada, 

(Se da por aprobada la indicación») 

— En votación,— 4i ce la presidenta. 

Todos toman sendos tragos, 

Gaspar tambieu empina una copa. 

— ¡ Graapari to ! — le gr i ta Orrcgo , — tá 
no tienes voto... y estás votando--. 

— No botando,., sino tragando,-. — con- 
testa el, y concluye su copa, 

—Ya lo ve usted, — dijo Lostan con en- 
tusiasmo a la turca que estaba coiirvo he- 
mos dicho sentada a su lado^ — el^ tribunal 
ha tenido que reconocer la verdad. Es 
usted aquella de quien me enamoró hoi y la 
misma de quien volví a cuamorarme esta 



— u — 



noche y de quien sigo y continuaré ena- 
morado tüdiilíi vida 

Y miéi)tr;is habliibiv trataba de tomarle 
una mano. L:^ turca reia sín oont^^tnr uaa 
palabra. 

La jardinera estaba sentada frente a ella 
y también rcia estuchando los re:|mebrofl 
de Galvez. 

Las risas se hadan jeuemles y lodoñ 
reían , hombre!^ y mujeres, a cual mái?. 

Por fin Carmen Q^olpL-aiido otra vez con 
el cuchillo la copa» pidió silencio. 

— LoB capitanea Lostan y (lalyez, — dijo» 
— han sido absnc'ltoíí de una de las acusa* 
clones de inconstancia, pero todavía hai 
otm contra elíos, y es menester juz^íarlos, 

— ¿ Otra aeusaf^ion, de íjué ?-— pregunta* 
ron a un tiempo Lostau y Gal vez. 

— De lo mismo, de inconstancia. Ambos 
han dirijido gahnteos y decíaraciuneH de 
amor a otras esta misma noche y en esta 
misma casa. 

— [No es esacto! exclamó Lostan, — 
yo no he requiebrado múE que a la turca. 

— I Ni yo tampoco, más que a la jardi- 
nera I — í^^ritó Gülvez. 

— No be \'isto en esta casa mú^ mujeres 
que las que hai acjuí en la mcsa^ — aíiadió 
Loa tan,— y apelo a la palabra de ellas para 
probar ![ue la acusación es falsa. 

Otro tauto expresé Galvea. 

— Pues bi cu , ^di jo 1 a presi de u ta , —se va 
a oír a los testigos. Primeramente raí ami- 
ga Olimpia que está vestida de turca, y en 
seguida mi amiga Tí lauca, que se hulla en 
traje de jardinera, prestarán sus declara- 
c iones. 

La turca, que como sabemos tenia a 
Los tan a su lado, habló de este modo: 

— Yo declaro que el capitán Lostau aca- 
ba de estar enamorándome y aun opri- 
miéndome la mano* 

Al oiría, Lostan la miró espantado. Su 
voz no era la de la turca a fiuicn habia 
estado cortejando toda la noche. 

— Y yo,— dijo la jardinera en seguida^ 
—declaro que el capitán Gal vez me ha 
eitado requebrando en este mismo ins- 
tante. 

Gal vez la miró atónito j le sucedió loque 
a Lostan. Esa voz no era la do la jardinera 
que estaba un momento áutes en la sala. 

Una salva estrepitosa de risas se dejó 
o ir. Todos reían como locos hasta saltárse- 
les las lágrimas. 

Tiostan y Gal vez comprendieron al ^ la 
broma y acabaron por reír también. 



LGStau reconoció en la jardinera la voz 
de la turca que ^taba en la sala, y Galvez 
viceversa. 

La t^xplif^acion era muí sencilla: mien- 
tras habían quedado los hombree solos en 
la sala t^^miindo una copa, a indicación de 
la vivaracha Oiirmetu ía turca y la jardi- 
nera babian cambiado matuamente de tra- 
je, tomando la una el de la otra. 

— ¡Celebro y aplaTido ía broma! — gritú 
Lostan baciéudose oir a fíesar de la bibiri- 
dad, — pero no me dcjodeiTotar por ella.,. 
Ven, Galvez, este es tu asiento... yo voia 
ocupar el tuyo al lado de Blanca que ahora 
está de jardinera, pero que para mí ea 
siempre k turca.,. 

Ambos cambiaron de asiento, 

^Sc atreve usted a venir a sentarse a 
mi lado, — tlijo Blanca, riendo siempre, a 
Lostan cuando é^^Le se eolocí) junto a eUa. 
—cuando a mí vista acaba de estar galan- 
teando a Olimpiaí 

— No es posible, — replico Lostan,— que 
por un momento de vaeiltKiion me coadene 
ust^d a una eternidad de penas, 

— ¡Pido nua copa, — gritó Soler, — por 
CariTiencita (jue hit sido el vilma de toda 
esta broma í 

— ¡Bien! mui bien! 

— ¡Bravo 1 

Cuando hubieron bebido. Aliaga, que no 
se olvidaba nunca de las exijeuciaa del es- 
toma í^o, dijo: 

— 'Ahora ya es tíempfj de trabajar con 
los dientes. . . Este se viche de camarones 
estáírritando: \ comed m e ! 

— A ti toda la mesa te grita ¡comedmel 

— Come y calla, este es el mas sabio de 
todos los dicbos. 

La cena comenzó, Oaíla uno se apresuró 
a servir y ati^nder a la dama que tenia al 
latió. 

Dos negras de qnieues aun no bemos 
hecho meuiííon, servian a la mesa. 

IKirante un rato se o cuajaron todos en 
comer, humedeciendo los bocados con sus 
correspondientes tratros de vino. No por 
esto dejaban de cruzarse, entretanto, bre- 
ves diálogos y palabras tan picantes como 
los comestibles que en esa mesa se servian, 
condimentados al gusto limeño, prodiga- 
mente impregnados de ají. 

El buen bumor inundaba todos los cora- 
zones; de consíguientt^, la alegría reinal 
tauto entre los aufitrioues como entre h 
comensales. 

Ahaga era el que menos hablaba, pnt 



— 47 — 



prefería abrir la Loca para echarse algo 
nutritivo, y na par» rlerramíir palabras. 

— Aliaga,— gritó Soler,— ten compasión 
de tna dietites; no los hagas trabajar tanto. 

— Ácüérdatíi, — agregó OiTe^rOj — que an- 
tes de sentarte a la mesa te habías tragado 
Kiedia docena de butifarras,., 

— Cállense, — exclamó Aliaba; —hasta 
ahora no he hecho más que entretenenne 
en escaramuzas, en pequeños tiroteos j falta 
el ataque a la fortíileza principal. 

— ^Cómo es es<j? 

— Ya lo verán. 

Y dirij i endose a uua de las ncgiras, hizo 
una señal 

Esa trajo al momento una fuente en la 
qoe un rolh'zo pavo dejaba ver su desplu- 
mado cuerpo. 

— ¡Píivo tenemosl 

— Y trufado. 

— \ Hola ! esto va pareciendo banquete ! 

— ¡Dichoso pavo rjuc va a tener el honor 
de ser comido por tan amable compañía! 

— nSi por milagro resucitara ínstanUínea- 
mente, al verse tan honrado se moriría 
otra vesí dt¿ gusto. 

— ¡ Qué buen olor despide! 

— Gasparito, — dijo Orrego a éste qne se 
habia aproximado, — tú también vienes a 
olfatear el pavo. 

— i Oh! capitán, tiene un aroma exqui- 
sito. 

— No te sucederá a tí lo mismo cuando 
mueras* 

— Ki te harán tampoco el honor de tru- 
farte. 

— -Gaspíintü no aspira a los honores 
postnmos- prefiere ser trufado en vida. 

Aliaga, mientras tanto, después de afi- 
lar un cuchillo restregitndolo con otro, se 
puso a descuartizar el pavo, 

^í; Quién quiere un muslo? 

— ¿Quién UQ cuadril? 

— A mí un pcdacito de pechuga. 

— Muslo... eso le viene a la tiguranta. 

—Un zancarrón para la turca en lecuer- 
do del zancarrón de Mahoma, 

Luego estuvieron todos servidos* 

De cuaudo mi cuando las ninas ensartan- 
do con el trinchante un pedazo de pavo se 
lo ofrecian a su vecino o a otro, diciéndole: 

—Este bocadito. 

Aliaga encontraba pre^ñosa e^ta cos- 

mbre, 

A medidíi que iban quedando satisfechos 

1 estomago!, la converaacíou se hacia miia 



bulliciosa y jeueraU Los brindis no ei?ca- 
eeaban y la auimacion crecía. 

-i8aludl 

— ¡Provecho! 

— Por nsLed. 

^Correspondido, 

— Porque tengau una feliz marclia. 

— Porque al re^^resar las encontremos 
tan hermosas como ahüra. 

— Por la constancia. 

fíe brindó por los presentes j pc^r los 
ausetitcSj por todos j por todo. Hasta se 
oyó que Aliaga saboreando aún el gusto 
del ave trufada, pidió: 

— ¡Una copa por el inventor de loa pa^s 
truf íulüs ! 

Lostan no cesaba de requebrar a Blanca 
tratando de convencerla a fuerza de elo- 
cuentes j expresivas palabras de que era 
ella a quién únicamente amaba. Y por res- 
peto a la verdad, diremos que elhi poco a 
poco se iba mostrando convencida, ora 
fuese que lo creyeri, o hien qne solamente 
tuviese el deseo de creerlo. En fin, sea por 
fas o por nefas, ello es que no se mostraba 
mui cruel con su galán. Es verdad que en 
una cena que Wene siendo la continuación 
de un baile, el araor marcha al cpaso lijero 
o trote,» como habria diclio Lostan ha- 
blando militarmente. 

— lío me diga usted más — replicaba ella 
lanzando a Lostan una Unguida mirada 
que revocaba esta orden; — ahora que va a 
partir,.. 

^Es verdad que mauana parto; pero no 
para la eternidad, j he de regresar. . . 

— iQuiéiisabe cuándo! 

— No losé; pero ha de ser pronto... déje- 
me llevar una palabra suya que me haga 
desear el regreso. .- 

Y Lostan le cojia una mano para dar 
más fuerza a su pütieion. Blanca no solta- 
ba la pal abra i ni Lostan soltaba la mano.-- 

De liis conversaciones en alta vok y de 
laa iutcrrupcioncs a gritos, se pasó gradual- 
mente a las canciones. La alegría y la músi- 
ca si no son hermanas, son por lo menos 
amigas íntimas; se buscan, se encuentran, se 
abrazan, y se divierten juntas. 

— Una canción! — pidió una voz. 

— Si ; Elisa, una canción. 

— Que cante ! que cante ! 

Elisa, que era la di af rabuda do figuranta, 
no se hizo rogar y apéníia llegí^ la vihuela 
traída por una de las negras, cantó; 



48 — 



La que vive en lii cocino. 

Kti nrúirríU'! cbamiizgufna 
Tiene áit^]ji]>L% Eíl (;drtizait. 

Puro 'los ojeutes qne habían UegadD a 
eso grado de cntuslastno un que el indivi- 
dúo no estil dispuesto a ser parte pasiva, 
sino activa: en iitie ninguüo quiere ser es- 
pectador, sino actor; de oyentes pasaron a 
cíiDt antes, y la canción se continuo en coro, 
coro que dejaba mucho que desear como 
arte^ pero no como fuego para mantener 
ardiente la animación- 
Concluida una caución ae comenzaba 
otra, o dos a lui tieoijio, lo ciml %i no era 
más melodioso era en cambio máa divertido, 
j ellos creian salir ganando con ésto, 

Al mismo tiempo con la más completa 
libertad cadaiuuo eonvei-saba, reía o cantaba; 
hsbia interpelaciones, réplicas, coloquios, 
interrupciones, y en jeneral las bocas no 
descansaban, ya conversando, ya cautaado; 
jft riendo, ya bebiendo. 

— ;Orrego! cstiÍB desafiando mucho.-, 
cierra loa labios por compasión. , . 

— Y Aliaga está cantando con un pedazo 
de pavo en la baca... traga y después cán- 
tanos... 

— Déjenme comer ahora, que mañana 
andaremos trepando cerros y quizíis a esta 
misma hora estaremos todavía en ayunas* 

— íAi, cbohto, no me acuerdea de que 
te marchas!... 

— No te aflijas todavía. -.al tiempo de 
despedirnos lo haremos juntos, 

— iOidoI^gritaba Soter,^-esto ea hndo: 

Ando borracho. 
Por tina inujej, 
Ton^ tan, ton* tan»,,. 

Que DO me qul6r« 
Como yo le aUoro, 
rían» ñon, fian, flan. 

— ¡Hombre!. -.que me pone sorda, 

— Blanca, ha sido para mi una desgracia 
haberla conocido solamente noi, cuando iba 
a partir... pero la consideré siempre como 
nna dicha si usted me promete no olvidar- 
se mui pronto de que me ha conocido,., 
digame siquiera qne no le soi del todo in- 
diferente... 

—Si me fuera del todo indiferente no le 
eficucharia,.. 

— Escuchándome usted me colma de pla- 
cer... pero... ¿eso no máa es todo lo que me 
concede? 

Como se ve, Lostan que era qnien habla- 



ba a Blanca^ ae iba pontendo mal conten- 
tadizo, 

— ¿ Qué máa quiere usted ífwe le diga?— 
replicó la nina, y dírijíéndok on mínida 
que hablaba m^U que au boca, añadió: — 
acuérdense que solo de^de hoi nos conoce- 
mos. . . poco tiempo para que ja pueda exis- 
tir etitre nosotros un sentimiento tniii fir- 
me.-. 

— Por parte de usted, si; pero por parte 
mia.*. 

—Menos... 

^Blanca, ae hace usted poco favor... ea 
usted bastaute linda para inspirar amor 
desde la primera vista,.. 

— Xo me diga nada más... qué saco con 
oírlo ahora que va a marcharse... 

— Pero pira regresar. 

— Cnando regrese^ entóneeSí conversa- 
remos de tmlo ésto... 

—Entonces continuaremos la conversa- 
ción : pero mientras tanto dejémosla tan 
avanzada como podamos,.. rephcó Lostan 
Boni^iendo. 

Gal vez habia permanecido firme al lado 
de Olimpia, la amiga de Blanca, 

— Estaba justamente hablando de usted 
y de sil compañero con Blanca,— le decía 
la niña, — caando esta noche fué Carmen 
a invitamos para venir aci. 

—Ya ve usted como la suerte porfía por 
juntarnos; tres veces nos ha hecho encon- 
trarnos hoi dia-.. 

— No digata Buerte, sinola casualidad--, 

— No tal; es la suerte... que quiere qne 
nos amemos, y es preciso obedecerle... 

—Una candida seria yo si me pusiera a 
quererlo ahora qae 6stít por partir,.. 

En ese momento cantaba Orrego a toda 

voz: 

Bl amor del ¡soldado 
I>ura mtdia liora, 
En tocando la caja? 
Adiós, üñfiora... 

— ¿Oye usted lo qne canta uno de sus 
compañeros ? 

— ¡Quién hace juicio de lo que dicen los 
versos ! 

No porque Lostan y Gal vez trataran de 
hacer prog^resar sus nacientes amores* de- 
jaban de tomar parte en la animación joT\n- 
ral; tanto ellos como ellas, Blanca y O 
pía, también entre coloquio y coloquio 
contaban, reiau y cambiaban palabras 
todos. 



-tí- 



— iQüé cante Gaaparítol — gñtó uno, 

— jQue cante en chino I 

— ¿Que cante?.-, ¿en chino?.,, ¡ah, ja, 
jaL,.— tartaBindeó Gaspar y m eotióamr 
como nii demente. 

Es lo cierto que no teniendo él dama a 
qnien galantear Labia entablado sus colo- 
quios con laa copas, y tratando con eataa 
señoras se había desmemoriado de tal ma- 
nera, que ya no sabia donde tenia la cabeza 
ni se acordaba de las reglas empíricas de 
física que enseñan al hombre a mantener- 
se^ de piés. Estaba él como antes dijimos 
sentado en un riucon junto a una mesa 
sobt-e la cual se poniau platos, botellas y 
vasos para qne estuvieran próximos a la 
mesa principal, cuando oyó que lo llama- 
ban quiso levantarse de un asiento, pero 
no logró ejecutarlo: estaba tan borracho 
que no supo cómo hacerlo. 

-^¡Gasparito, te has emborrachado í— le 
gritó Orrego. 

— No, mi capitán,., no eatoi mareado... 

— Si no puedes ni enderezarte... 

—Es que-.- tengo las pieraas dormi- 
das,.. 

— Pero el gaznate no lo tienes dormi- 
do*,, te has despachado dos botellas de 
vino. 

—Son ellas, capitán, las que me han 
despachado a mí,.. ; Ah, ja ja! . . 

Y Gaspar reía, y también todos al verlo. 

—Para qué necesitamos de Gaspar cuan- 
do yo lo hago tan bien cantando,..— gritó 
Soler entoiiiindosé: — escuchen; 



De las aves <iue Tuelan 
Me gusta el cLancba, 

Andar, andaí*,,. 
Poroue C.3 XI a aviuitiucho 
Quo vuO'la tanto, 

lAí,caramb&t ^f^^ 



andar, 



— ¡ Andarj andar! 

—Así iremos mañana nosotros- 
audar... ¡ai, caramba, siL * 

— ¡ Oido ! cato es lindo! —exclamó Loa- 
tan y .cantó siendo acomjiañudo por los 
demás tanto con la voí^. cuant-o con palmo- 
teos y gol[>e3 en la mesa para llevar el eom- 



El pulpf^vn e la esquina 
Dü MonsciTatü 

So oonqiiJAtó una zamba 
Con ohocolaUj; 
SiL f-óino no... 



— ;Sí, cómo no I - 



— iOtial 

Elpnlpcro elacsqulnii 

De Gündalape 
Se eonquiscd uxift chSna 
Po nn plati> tj úhupe, 
iSíiCómouof.. 

— ¡ Síj cómo no L . 

M pulpero e la eAíjuliia 

De MaLajnbltOt 
Se oonqultító unft chola 

Con pesciiu frito. 
Síf cúDí^o no»„ 

— Si, cómo no... 

Ai, ai^ al, cmirutaco. 

Que víetie el i>aco,.. 

Al, mamita, ifíL. 

— Mamitíta, sí.., 

— Si, !i<aai, ai. ai..< 

Todos cantaban, reían y aplaudían. El 
entusiasmo habia alcanzado un alto grado 
de elevación. T^a alegría estaba en todos los 
corazones, y los corazones alegres son más 
expansivos y aceesibles. Lostan y Gralvez 
habían aprovechado esta circunstancia en 
pro de sus empresas amorosas, y ya habian 
avanzado hasta hacerse dar dulces y expre- 
sivas coutestaciones. 

Lostan habia oído respuestas como ésta: 

— Si cuando este usted de receso se 
acuerda todavía de mí, tenga la se^rurídad 
de que será correspondido. 

Y Galvez oia decir a Olimpia: 

—Más vale que b haya conocido sola* 
mente hoi*** a tiempo que usted va a par- 
tir*., si hubiera sido antes, habría tenido 
que sufrir mucho mas con la Beparacion.., 
ca tan triste separarse.. .^.- 

Hai circunstancias en que el tiempo 
pasa para algunoi .^iin sentir; pero pasa 
Bierapre* Josuc pudo, según la Biblia, de- 
tener el sol; mtis no el tiempo. Este mar- 
chó entóuces como ahora siguiendo la lei 
más inalterable de que se da cuenta el 
bombín. 

Para aquellas cinco ponxíjas las horas de 
eaa noche habian trascurrido aleí^'res y lijO" 
raK 

Por fin, Soler mirando su-reloj, exclamó; 

—lia llegado el triste momento de to- 
mar la nltiiua copa en la agradable compa- 
ñía de nuestras encantadoras amigas. 

—¿Qué hora es? 

— Las cuatro y medía- 

— Es preciso cine a las cinco estemos en 
el coarteb 



_ 60 _ 



Áfii como echanáo do sTibito un balde 
de a^ua hirviente se RUEpeiide ínstíiiitaupa- 
meote el mido de la ebullición, aq odias 
palabras coilaroD de nu ^olpe la Uilla de 
esa reuüion tíui animada» 

LiíS diálogoB y colotjnio» dejaron de ser 
jeiKíííUea; Htí hioierijn prticularea ea cada 
pareja. 

— ChoUto,^ — dma Ciirmcn a Aliaga;-— 
enidudo con enamorarte por allá, desdguna 
serrana,., ¡ai! bí Uef^aa enceder tal cosa, 
me mncro de la cólerí*. 

Aliaga la tran!.]ui]Í2aba como mejor po- 
di a haciéndole mil promesas. 

Orreí^, miéntma tanto, Ufieguraba a Eli* 
fia que no dejaría de mirar y besar el retra- 
to que de ella llevaba, como si fuera el 
orijiual y do la imájen- 

Blanca habia acabado por decir a Loetan 
que esperaría con ansias su regreso, y el le 
estrechaba calinosamente las manos, y aun 
creemos que en un trasporte de entusiasmo 
alcanzó a estamparle un beso en la mejilla 
izquierda. 

No se mostraba Olimpia más cruel que 
aquella cotí Galvez, j suspiraba cuando 
éflte le hablaba de cuánto iba a pensar en 
ella durante su ausencia. 

Soler y la india, sin saber eómo, habian 
llegado a decirse mui dulcesy tiernas pala- 
bras, j parecian mui entretenidos en repe- 
tírselas, 

Pero con todo, pasado que hubieron 
algunos minutos, repitió: 

— ¡Vamos! arriba la liliima copa! 

Las copas se siiTÍerou, 

— ¿Felicidad! 

— ¡Porque sea feliz la marcba! 

— 'I Por el pronto regreso ! 

—Por que luego nos volvamos a ver 
juntos los que estamos aquí reunidos I 

Después que Imbicroo bebido, comenza- 
ron a levantarse de sus asientos y a diri- 
jirse a I a sala donde habían dejado sus 
kepis y sus espadas los oficial es - 

En la sala la despedida se hizo con pala- 
bras y demoatraeionca más expresivas. Has- 
ta algunos lagrimones se desprendieron de 
los ojos de Carmen y Elisa que abrazaban 
estrechamente a sus queridos haciéndoles 
mil recomendaciones. 

— No olvidéis, chohto, tu mauta de vicu- 
ña... dicen (jue por allá es terrible el frío-.. 

— No dejes de escri birme. . . 

— Abrígate mucho... no sea que cojas 
esas fiebres malignas de la Omya*.- 



Y con éstas, otras muchas advertencias 
y encaríTOS. 

V('T fin fíe dieron el último abrazo, y al 
verlos, tanto Lostan como Oah ez y Soler, 
se dejaron contajiar por ti ejemplo j con 
un Hipido pero tierno abr?zo sfj despidieron 
1 es pee tí vam en te d e a q ue I las a q u i enes ha- 
bian galanteado durante el imile y la cena. 

Esto tenia ya higar eu ia puerta de 
calle. 

Emprendieron ellos la marcba y avanza- 
ron por la calle volviendo a cada instante 
la cara para contesfcir a las últimas pala- 
bras de despedida que ellas defide la puerta 
lesdirijían. 



Listo para marchar 

Cuando al torcer una esquina dejaron 
los cinco capitanes de |>ercib]r las voces de 
las qne habían sido sus compañeras de 
baile y tertulia, Soler dijo: 

— liemos pasado un precioso rato, 

— Como no io esperábamos, — observo 
otro, 

— Esta Carmen tiene unas ocurre ncí as..- 
lo del baile de máscaras ha sido notable,.. 

—Esa chica vale un tesoro. 

— Todas ellas. 

— A todo esto... ^qué hora es?. . 

— Las cinco y diez mi un tos... ya estí 
comenzando a aclarar... 

— Tenemos tiempo sobrado. 

Todo esto lo decían naiéntras caminaban. 

Gal vez iba al lado de Lostau, 

■ — ¿Qué te parece,— le decía éste, — mar- 
charnos precisamente cuando comenzaba* 
raos nuestras relaciones con ellas^ con 
Blanca y Olimpia... cortar en el principio 
esta aventura que tanto prometía..., 

—Así es... no hace veíntlctiatro horas 
que las conocemos y ya ha habido cartas^ 
encuentros, baile, declaraciones y hasta 
tierna despedida... esto marchaba al va- 
por... 

— Y al vapor ha concluido. 

— ¿Concluido?*, ¿por qué?,- a nuestro 
regreso... 

—Tú hablas de regreso como im tnriste 
que viaja por su propio recreo, ¿Acaso 
nosotros sabemos cuándo re gre.sa remos, n 
siquiera si llegaremos a regresar?.. Per* 
ann dando por un hecho que prontament 
estaremos de vuelta en ^ta ciudad, ¿ere" 



i 



r 



— 51 — 



tú que Blanca j Olimpia par habernos tra- 
tado durante aígunas lioras liayan queda- 
do tan üuatüonidas quü ee tapeii líu orejas 
cuando otros les haülcn de amor, y todo 
por esperarno?; con el corazón en la mano ? 

— Hombre, eres mui escéptico. 

— Y tú mui crédulo, 

— Db loa creyentes será el reino de los 
cielos. 

^Pero no el de la tierra, que es donde 
están ellas. 

Ya habían andado alt^unEis cuadran, 
cuando Orrego dijo; 

— Par¿i :io llegar todos juntos al cuartel 
noB separaremos aquí y mar-^haremos por 
distinta calles. 

Así lo hicieron, de nmiiera que f nerón 
llegando uno en pos de otro al cnarLtjl. 
Aunque no tenían neecsidad de ocultar su 
llegadu a tí^ Hora, puesto que no hablan 
faltado a sus obligaciones ni a ninguna 
orden, no querían llamar la atención apa- 
reciéndose todos ellos a an mismo tiempo; 
sabiau demasiado bien que siempre es con- 
Tenlente g narda r ci e rtas apari enci as 

Cuando llegaron los cinco compañeros, 
ya las oompaüias habían tomado café, 

A peaar de que la noche anterior habia 
quedado listo el batalion, no faltaban nuc- 
Tas órdenes a última hora. 

El ayudante de semana no pai-aba un 
minuto yendo y viniendo de un lado a 

OtT0> 

- ¿Ayudante ?~lkmaba el mayor. 

— ¿Señor? 

— Apure el rancho.*, alas seis y media 
debe estar el almuerzo, 

— Estará a esa hora. 

—¿Ha hecho repartir las botas? 

— Estoi esperando que esté bien claro. 

— Pida a las compañías una relación de 
todos los individuos qae quedarán en Lima- 

— Bien, seiior. 

Y el ayudante gritaba: 

—¡ Corneta 1 llamada de sarjentos. 

Tocaba el corneta; acudían los llamados 
y recibian la orden para comunicarla a su 
vez. 

No bien concbia el ayudante de hacer 
ésto, cuando ya kc le acercaba un soldado 
a llamarlo de p;^rtc del mayor. 

—A las seis y media se tocará asamblea, 

le decía éste al verlo acudir, — que la 
aardia entrante Heve todo su equipo. 

— Yoi a dar la orden, 

l^QBYamente sonaba la corneta, corrían 



los sarjentos y la orden segnia su curso.... 

En las cuadras de las compañías no fal- 
taba animación ni faltaba qué hacen 

El capitán^ a quién desde la mayoría 
nrjian con órdenes sobre órdenes, a su tur- 
no apuraba a los tenientes, subtenientes, 
etcétera, 

—Teniente, ¿está ya la relación pedid»? 
— El sarjento de senrnna tenga cuidado de 
que los que van a enti-ar de guardia lleven 
su equipo completo y las botas en buen 
estado. 

— Ca]íJtEm,^docia el teniente,- -un sol- 
dado da parte de enfermo. 

--[A última honil ¿qué diablo tiene? 

— Un |^>ié la5t¡ mado, no puede marchar. 

—Y yu está hecha la lista de los que se 
quedan ^xir enfermos. 

— Pero todavia no ha sido entregada*., 
se puede agregar su nombre al fin. 

—Hágalo, pues. 

~¿Mi capitán? 

— ¿Qué dice, mi sarjento? 

— 8e ha ordenado ir al almacén a recibir 
las botas. 

— Bien; iré yo mismo, venga usted con- 
migo y con dos soldados para traer las bo- 
tas. — ^Teniente, haga formar la compañía 
para repartirlas... 

Un momento después regresaba trayen- 
do hiB botas. 

Se repartían entre los que tenian laa 
suyas más usadas. 

Comenzaba en seguida otra jarana entro 
los soldados. 

—A mí me aprietan las botas. 

—A mí me tjuedan largas. 

— Cambiemos. 

— A ver... éstas están pilonas... no tie* 
nen de donde tirarlas. 

— Estas si que me quedan buenas-. - 
pero no me las puedo entrar 

El coronel ya estaba en pié j llamaba al 
mayor. 

Luego comenzaba la afluencia de órde- 
nes, 

— Mayor, llevaremos las calderas del 
rancho. . . con cuatro grandes y cnatro chi- 
cas tendremos suficiente, — (jae no vaya 
ningún individuo enfermo; eso sirve sólo 
pam estorbo. — Mande buscar una carreta 
para conducir a la esstacion el equipo de los 
oñciales. — A las siete saldremos del cuar- 
tel. 

El mayor se apresuraba a llamar al aya- 



\ 



— 58 — 



dante para deBcartarse de aqud cúmiilo de 
órdenee.. * 

Loa oficiales en los momentos de que 
podían disponer acndian a sus habitaciones 
j daban ia última mano a sn lijero equi- 
paje. 

£n nn instante que el teniente Martel, 
de quien antes hemos hecho mención, eo- 
tralja a su pieza donde también vivía, como 
ya io referimos, el teniente Alvar, nn sol- 
dado le dijo: 

— ^Ta BOU Isá seía y mi teniente Alvar 
no ha llegndo. 

— Yo lo bnsqné miicho anoche, ^replicó 
el teniente, — para aviaaiie que hoi inwchá- 
bamóB: pero no pude encontrarle; iquién 
sabe dónde m ba metido! 

—Todo BU equipo lo tengo listo.» he 
guardado su ropa, menos el uniforme de 
cuartel, para que en llegando se !o ponga, 
puea anda con el de parada. 

— Haa hecho hien, Peralta.., Con tal 
que llegae a tiempo.-. 

Peralta, como ñabemoa, era ol asistente 
del teniente Alvar, del oficial a quien deja- 
mos con Lucia en el hotel X .** 



A las seis y media, como se habia orde- 
nado, se toco rancho. 

Aquella Lora no era muí adecuada para 
almorzar, pero aun bíu ganas los soldados 
comían o nacian esfuerzos por comer par- 
tiendo del prudente principio que aconaeja 
al soldado en campaña llevar siempre que 
pueda una comida adelantada. Los que no 
alcanzaban a come rae au presa de carne, o 
su tumba como ellos la so lian llamar, la 
echaban al moiTal. 

Lne^o en las cuadras j patios del cuar- 
tel se vio a los soldados con sus cananas al 
pecho y su morral j caramayola colgados 
. al cuello , -.,.- -... 

— Dime,— decía Aliaga a su asistente, 
— ¿está listo aquello? 
, — Sí, mi capitán. 

—¿Lo echaste a un morral? 

— SI, mi capitán. 

— ¿De qué se compone el cocaví? 

— Una gallina fiambre, un pedazo de 
salchichón, una docena de huevos duros, 
una hbra de queso y cinco solea de pan* 

— Ko está malo-.. 

Como se ye. Aliaga no se olvidaba del 
estómago 



— Por fin estoi ya desocnpado,— decía 

Orrego juntándose en el patio con Loetaa 
y Soler, 

— Pues nosotros hace rato que conclui- 
mos. 

—Pero yo he tenido que hacerlo casi 
todo; supónganse que me falta el primer 
teniente de la compañía. 

— ¿Quién? Alvar? 

—Sí; él. Anoche tampoco estuvo mien- 
tras se revistaba la compañía. 

— ¿Faltó a la retrata?-- Me ertraña 
porque ea on oficial mui cnmphdor^ — dijo 
Soler. 

— No faltó a la retreta; pero apenas to- 
caron silencio, debió salir; pues no lo he 
visto desde entónela. 

— Seguramente no sabrá que estamos de 
marcha. 

—Tal vez,,, pei'o de todas maneras ds 
una harbaridud.,. Por estar tan atareado 
no he ido aún a darle parte al mayor... 
voi en seguida. 

Ya iba Orrego a ejecutar ésto cuando le 
alcanzó tm oficial de su compañía para 
decirle que un soldado Je había dado un 
ataque de terciana, 

— ¡A buena hora! a tiempo de partir!..- 
vamos a verlo - --.- 

La tropa estaba ya lista, y los soldados 
en au mayor parte fumaban un cigarrillo 
esperando el toque de tropa. Pero no por 
esto dejaban de sobrevenir peíjueños in- 
convenientes, lijeroa tropiezos, de esos que 
es imposible prever, j que ateíidido el gran 
número de individuos qne componen un 
batallón, deben naturalmente estar suce- 
diendo a cada instante. Ya a uno se le cor- 
taba un botón de la canana, a otro se le 
torcía una hebilla, al de mes alhi se le caía 
el tapón de la caramayola y no tal ja que era 
mui delgado, y asi en fin hasta el último 
momento no faltaba algo en que entender- 

Por fin la corneta resonó haciendo oír 
el toque de tropa. 

Este es uno de los toques que producen 
el eíecto mas vistoso en un cuartel. 

Todo el mundo acude pream'oso a sn 
puesto* 

Se deshacen loa corrilloap se cortan las 
con versaciones, ol que estaba fumando le 
da el último chupetón a su cigarrillo y 
arroja, y todos se dírijen a su compa 
andaudo tauto mas lijero cuanto menoi 
su graduacionj de manera que el aup^ 



— sa- 



lo encuentre ya eo su pacato al llegar; aaf 
en apareciendo el capitán, no tiene m^ que 
dar laa voces de mando para que aquélla 
Be ponga en marcha* 

Las compañías fperon saliendo de lus 
cuadras 7 eeíorinaraii en el patio una acón- 
tínuacioü de otra, de derecha a izquierda 
por órdeu numérico. 

El coronel con sna ayudantes j sus cor- 
netas estaba en el medio del patio, solamen- 
te tenia que hacer una sefial a su corneta 
de órdenes para que el batallón sa pusiera 
en marcha. 

El teniente Martel tenia verdadero cari- 
ño a su amigo j compañero Alvar, Caaudo 
vio qae el batallón iba a ponerse ea marcha 
y 8n amigo no ílegaba, sintió una mortal 
desazón. Faltar a ud ejercicio u otro acto 
análogo, ya ei-a considerado como una gi'a- 
ve falta: ahora tratan doae de una marcha, 
de una eipedicíon, el caso era mucho mas 
serlo y tendría irremediablemente funestas 
consecuencias. 

Orrego paseando una miivnda por sa com- 
pañía vio al teniente Martel ocupando el 
lugar en que debia estar Alvar, Al instante 
recordó que aun no le habia dado parte al 
mayor de la ausencia de a^iuel, pnes había 
estado preocupado por la mil atenciones 
que le habia ocasionado su compañía^ y 
cuando iba a hacerlo, como lo vimos, fné 
interrumpido. Eabiando por tener que ir a 
dar a última hora un parte que debia ha- 
ber dado mucho dntee, llamó al teniente 
Martel. 

Este acudió. 

— Dígame, teniente, ¿no sabe usted qué 
es del teniente Alvar? 

— No sé, capitán; tal vea citará enfer- 
mo,.. 

— ¿Enfermo?,., habría avisado... ¡Es 
una barbarídad!,.. faltar nn oñeíal a tiem- 
po de marchar... jesto no tiene nombre!... 
Y yo que todavía no he dado parte al ma- 
yor... va atener nn disgusto conmigo al 
ver que a última hora le voi con esa nueva. , . 

Martel no halló qué contestar; veía que 
tenia sebrada raaon el capitán. Este rabian- 
do títnta por la ausencia de Alvar cnanto 
por haberse olvidado de dar parte de esa 
falta anteriormentL", salió de las filas din- 
J! endose hacia donde estaba el mayor j 
pensando en el modo con que este jefe iba 
eeeuramente a replicar: "Y ahora no más 
e usted a darme parte de éso.*' 
artel quedó por su parte pensando con 
.miento cuánto iba a costar aquella 



falta a su amigo. Conociendo la estrictez 
de la disciplina tenia la seguridad de que 
si no llegaba a tiempo para marchar, seria 
separado del batallón, lo que equivalía a 
ser expulsado 7 perder de nn solo golpe 
todos los méritos obtenidos ea cmdaB cam-- 
pañas y g I oríosaa batallas. 



xm 

Daticia primero; desesperación 
después. 

Muí lejos se encontraba Alvar de ima- 
jinarae lo que sucedía en su cuartel. 

Como a las seis de esa mañana se encon- 
traba frente al espejo de un tocador j con 
uu peine ea la mano se disponía a compo- 
nerse el cabello. 

Esto sucedía en el departamento del 
hotel donde le dejamos la noche anterior. 

Lucía estaba ahí* Miraba la imájen de 
BU amante reflejada en el espejo y le son* 
reía concaríño. 

De pronto cojíó una silla y colocándose 
detrás de Alvar le dijo: 

— Siéntate. 

Y al mismo tiempo poniéndole sus sua- 
ves j delicadas manecitas sobre los hom- 
bros le cargaba. 

Alvar se dejó caer en la silla, impelido 
seguramente más bien por la dulce emo- 
ción que le producía aqnel lijero contacto 
que por las fuerzas físicas de la débil 
niña. 

— Dame el peine, — añadió ella qnitáu- 
dolé ese instrnmcnto con prontitud j gra- 
cia j— verás que bien lo hago..^ ni en la 
peluquería de Mercaderes.-, 

Y comenzó a alisar los cabellos del jo- 
ven. 

— ¿Qué hora es? 

Alvar miró su reloj- 

—Las seia j diez minutos,— contestó 
él. 

— Dices que a laa siete debes estar en tu 
cuartel* 

—Irremisiblemente; a esa hora tenemos 
ejercicio de armas. 

— Y me has dicho que a loa que no asis- 
ten les ponen arrestados.-, yo quiero que 
no faltes, no, no... ai te pusieran arresta- 
do, ¿qué haría yo, sola?..* y ¿dónde les 
ponen? ¿les encierran?... a nosotras en el 
coléjio por cualquier candidez nos eacerra- 



— bA 



ban en un cuartito chíqnito, oscuro, míii 
oscuro.*, había pericote^..- ye» jio les te- 
níív miedij... ctmiulo bentifi nli^ano le daba 
duro, duro, cou ei libro,., poríjnt' me daba 
'cólera siümpje qno me eueerraliau. , . ¿A 
ustedes, los oficiales, tambit^a loa eucie* 
rrati? 

Alvar se rio al oir eata pregunta, 

— ¿Por í[iié te rieB? 

— A nosotros no noa encierran. 

— En tunees pueden salirse cuando están 
arrestados. 

— Tam|X)CO. 

— ¿Quién les detiene? 

— La mzon. 

—¿Qué? ¿cómo ee entiende éso? 

— Basta que a un oficial le diga uíi su- 
perior: f Usted queda arrestado,» para que 
él no He mueva del cuarto de bandera. 

— ¡Qué caudideü!.., pues a nosotras la 
superiora tenia qüc mandar nos poner bajo 
llave para que no uob saliéramof** 

— Pero ya snpondríis que el jefe do un 
batallón posee medios mas enérjicos que 
una supenora de colejio para hacer i^espe- 
tar BUS órdenes. 

— Pero también ustedes son hombres... 
ai yo fuera hombre seria mui brava, mni 
liravo diré*., yo en el colejio no le tenia 
miedo a ninguna niña, ni a otras múB 
grandes qne yo... 

Alvar escachaba con encanto la locuaci- 
dad de la niña que al hablar daba donosas 
inflexiones a su acento aegnn con venia a la 
idea qne deseaba expresar; al mismo tiem- 
po segnia peinándolo. 

— Te dejaré esta ondí ta en el pelo, sobre 
la frente... 

— Eso ea mucho adorno para mi,— repli- 
có Alvar mirándose en el espejo; — mejor 
será dejar los cabellos como caigan natu- 
ralmente. 

— ¡Quéí ¿qué cosa?..< Bo, sefior... aai 
está bonito,.. Y por dltimo así me gusta a 
mí... y tn no tienes que parecerle bien & 
nadie más que a mi... ¿ cierto ?,.« 

Alvar contestó con una caricia a esta 
pregunta. 

— Estii conclmdo, — dijo ella aludiendo 
al peinado. 

Y yendo en busca de nu maletín o bol- 
són de mano que habia traído de su caea, 
sacó de él nu f i-aaquito de esencia de/raw- 
gipann$ de Atkinson. 

— Esto es para el pañuelo \ pero también 
se le puede poner al pelo a íalta de aceiti- 
llo.,. 



— Bnsta.., me perfnmas demasiado.** 

— Eswi olor me gusta mucho,,- yo he 
leído en m% íibro que el olor ejerce influen- 
cia en la memoria... un perfume hace re- 
cordar a ía pei*bona que lo usa... fué enan 
libro de Víctor Hugo... ¡tn nombre, Víc- 
tor!... lo leí en francés.,, yo sé francés, lo 
aprendí en el colejio.., ¿y tú.?,.. 

— Un fjoco» 

— Er muí cansado eso del ac^ient grat% 
atcent aigu,., yo siempre confundo esos dos 
acentos... Sí, pues; un perfume hace recor- 
dar a la persona que lo asa... mientras 
sientas el olor de esta esencia te acordarás 
de mí... 

—No necesito de eso para tenerte siem* 
pre en la memoi-ía» pues que te tengo en 
el corazón. 

— Zalamero. 

Alvar volvió a mirar su reloj. 

—Son ias seis y veinte minutos, — 
dijo. 

Y levantándose de la silla oojió a la niña 
de las manos y la arrastró suavemente has- 
ta un sofá, donde la hizo sentarse a su 
lado. 

— ¿Cuánto vas a demorar por allá? — 
preguntó ella. 

—Tres horas y media. 

—¿Tanto? ¿qué vas a haoer? dimelo 
todo. 

—A las siete saldremos del caartel a ha- 
cer ejercicio con las compañías; el ejercicio 
durará hasta las nueve ; después ha i que 
permanecer en el cuartel hasta que toqnen 
fajina..* 

— ¿Fajina? ¿qué eso? iqnó feo nom- 
brre!... 

— Es un toque de corneta para dar pner- 
ta franca. 

—¡Otra! yo na entiendo.., 

— Eb para anunciar que podemos salir a 
la calle. 

— ^¿Y a qué horas tocan esa cometa? 

— ^A las diez* 

— ¿Quévoi a hacer sola a(|UÍ hasta esa 
hora?... ¿Regresarás cu cnanto te desocu- 
pes? 

— Sin perder un minuto. 

— ^Ven mui lijero... en un coche.,. Es- 
tando a tu lado no tengo miedo; pero cuan- 
do quede sola voi a estar temiendo... Si 
viniera papá... 

— Tendría que ser adivino pai^ sab 
que estás aquí* Antea de las diez y med 
me encontraré do vuelta, permaneceré w 
rato contigo y en seguida iré a disponer 



— 55 - 



necei^ario pauíi qne íioi mi sino podamos 
trasladarnos a otra pane; eiitéiices qiiedfi- 
remos mus tranquilos, 

Lucía se había pneeto iiepeii ti ñámente 

Í)enaativa. Habia bajado la cabera j tenia 
a vista fija en la alfombra del piso. 

— Te estás entristeciéndomela dijo tier- 
namente el oficial rodeándole con el brazo 
en flexible talle: — acuérdate qne me has 
prometido no entrÍBtetx.íi te m^U, 

— Nopuedo,, cnando me acuerdo de 
mi casa-., de lo qne he hecho... fiíeutoqi^e 
se ine parte el corazón... no sé... no p nodo 
dominarme.,, me asalta eae pensamiento, „ 
Te arao mncho, muellísimo, no quiero mrta 
qne teneite a ti en la imajínacion; pero a 
pesar mió se me presenta d reci:erdo de 
papii. de mí tía.., de mi casa... de todo, , . 
Alvar a fuerza de caricias tmtó de disi- 
par las sombras que acudían al semblante 
de la niña. 

— YesmoB, — la dijo trata rulo de diatraer- 
la de sus ideas y dirijieudo una mirada 
hacía UDa silla sobre la cual habia quedado 
e! maletín de Lucia r — veamos qué es lo que 
tienes en este maletín. 

— ¡Cnrinso! — replicó ella arrebatándole 
vivamente de la mano el bolsón que ya él 
habia cojido. 

—¿Tienes algún secreto en él? 
— Nada. 

—Déjame verlo* entonces, 
—Espera.,, jote mostraré. 
Abrió ella el bolsón y sacó una cajita 
con polvos de arroz y el frasquito de esen- 
cia que ya hemos visto. 

—Perfumes, —dijo Alvar sonriendo, se 
conoce qne eres limeña. 

— í Cómo! qué í ¿las chilenas no usan 
perfumes? 

— Loa usan, pero con menos profusión. 
Sacó ella en seguida un pequefío estuche 
forrado en terciopelo dentro del cual se 
vieron nnas tijeras, un dedal de plata y 
otros utensilios semejantes. Lucía miró 
sonriendo a su amante; éste reconoció el 
estuche; era un obsequio suyo. 

Después vino un paüuelo, algunas alha- 
jitas j otros objetos del mismo estilo. 

— No hai m:Í3j — dijo ella cerrando el 
maletin. pero dejando Incir en sus labios 
una sonrisa que desmentía esa asevera- 

var haciendo nu lijero movimiento 
^. el bolsón v lo sacudió sin arrancarlo 
manos de Lucia. Uu ruido se ojo den- 



— Sí hüi más,— dijo el joven riendo,^ 
sí hai otra cosita que ha sonado, 

^íCurioso! 

—Ese es el secreto* 

—Pero DO lo es para tí..." tu lo cono- 
ees.,. Adivina,,, 

— Si pudiem «divinar no necesitaria 
verlo. 

— No quiero dejarte con la curiosidad..- 

Abrió Lucía el maletin y Alvar divisó 
en el fondo de él uu paiuetíto de papeles 
manuscritos, Fiicil le fue reconocerlos a la 
primera mirada : eran las cartas que él la 
había escrito en diversas ocasiones. 

—Siempre las llevo conmiíro,— dijoelk; 
— ahora cuando quede sola te esperaré le- 
yéndolas. 

Alvar pa^ó con una espontánea caricia 
aquella sencilla muestra de amor. 

Las últimas palabras de la niña le hicie- 
ron recordar su obligación de ir al cuai-tel. 
Miró nuevamente su reloj. 

— Dos minutos más de las seis y media, 
— dijo, — es preciso qne me vaya. 

Se lc^'antó de au asiento j se puso el 
kepis y la espada* 

— ¡No demores!— exclamó ella tomán- 
dolo de un brazo;— ; qué largas van a ser 
para rní estas horas! Voi a estar temiendo 
que vaya a sucederte algo y no puedas re- 
gresar^,. 

— No seas loca,,, a las diez y media a 
más tardar estaré aquí.,, voi a dejar mi 
reloj para que veas en él labora.,,— repli- 
plico Alvar dejando su reloj sobre una 
mesa. 

— Yoi a estar contando las horas... 

— ^Para que crean los que están alojados 
en este hotel que va a quedar solo este de- 
partamento y nadie venga a molestarte, 
voi a dejar con llave la puerta y a llevar- 
me la llave en e! bolsillo. No creas, — aña- 
dió él riendo, — í^ue vas a quedar encerrada 
como en el colejio, pues estando adentro 
con descorrer los cerrojos puedes abrir la 
puerta sin necesidad de llave, 

— Laia diez y media, — dijo ella, y con- 
tando con los <ledos añadió: — una, dos^ 
tres, cuatro.,, ¡cuatro horas! 

— A lo sumo. 

Lucia había acompafiado a au amante 
hasta la puerta tCTiíéndole el cuello rodea- 
do con sus Uíiifí nidos brazos, Al llegar 
ahí Alvar la tomó la cal>eza entre sus ma- 
nos y dándola repetidos y apasionados 
besos, la dijo; 
— Hasta luego. 



— 56 — 



— ¡Ai, uo sé por que estoi toda ternero- 
fia!... 

— No seaa aprensiva, — replicxi él repi- 
tiendo sm caricias. 
— Mientras estés por allá no dejes de 

EBBar en mi,..— ^le dijo ella Tiétidolo abrir 
puerta, 

Alvar salió y antea de volver a cerrar 
la puerta dirijíó una última mirada a la 
niña. 

— Ácrtérdate de que yo qoedo aqoí espe- 
rándote,., sola,.. 

Al decir esto fijó ella bus n^roa ojoa en 
los de su amante- 

E&a mirada produjo en Alvar la más 
profunda impresión. Aquellos ojoa habla- 
ban nn lenguaje mudo pero ekjcuentísimo 
qne el oficial comprendió, su mirada era 
amorosa y a la vez suplicante í pedia amor 
j al mismo tiempo proteocion. 

Bajo laiaflueucia de aquella muda súpli- 
ca, Alvar cerro maqni nal mente la piierLaj 
torció la llave y sacándola de la cerradura 
la guardó en el bolsillo de so pantalón. 

En seguida echó a andar hjlcia la esca- 
lera llevando estampada en la i mají nación, 
creyendo ver todavía la mirada de aquellos 
ojos tan queridos, 

— Es, — pensaba, — la primera vez que 
me mira asi,., y es la primera vez que me 
separo de ella siendo sa amante... Yo soí 
ahora para ella todo... su uoico amparo,., 
todo, todo,.. 

Un momento después fie encontraba en 
la calle y tendia la vista a todos lados espe- 
rando divisar algún coche. No hiendo nin- 
guno, se pnso a andat- apresnrando el 
paso. 

— Me conviene, — se decía,— estar en el 
cuartel antes de la sií^te para cambiar de 
uniforme, pues ando con e] de parada y no 
he de ir con éste al ejercicio... pero tengo 
tiempo sobrado. 

Mientras caminaba le venían a la me- 
moria todos los acontecimientos sucedidos 
desde la noche anterior, A pesar de sentir- 
se embriagado de felicidad al considerarse 
daeno de la linda niña a quien amaba, no 
dejaba de pensar en la parte menos poética 
de toda aquella aventura y conocía toda la 
gravedad del paso que había dado. 

No abrigaba temores respecto a que el 
padre de Lucía descubriera el lugar en qne 
estaba la niña. Esto le parecía muL difícil 
por la misma circunstancia de estar ella en 
un sitio casi público como era el hotel, 



donde seguramente no pensariaen ira hin- 
carla, 

Pero de ninguna manera podia ella con- 
tinuar en el hotel; eso Uamaria indudable* 
mente la atención de todos los huéspedes, 
de los mozos, etcétera; no había ni que 
pnsar mas en eílo. Era necesario buscar 
lo más pronto p>t:»sible, ese mismo dia, una 
casita, algún sitio seguro, qne se convir- 
tiera en nido de amores, 

Encvoiitrar alguna casita qne arrendar 
no era cosa mni difícil; en cuanto al mue- 
blaje, Alvar poco se preocapaba: como 
militar eu campaña desde hacia algunos 
afios había oonoluido por convencerse de 
que los muebles que adornan una casa son 
en su mayor parte superfinos, inútiles, y 
que con una cama, un baúl y un lavatorio 
hai lo suficiente,,. 

Sin embarga, no pensando hacer que 
Lucía llevara también la vída de campaña, 
se buscar i a algunos muebles de loa mas 
necesarios, ya comprándolos, ya alqailáu* 
dolos y poco a poco se iria euriqueciendo 
el ajuar. 

Para Alvar era de poca imjxjrtancia todo 
esto, es decir lo que llamaremos la parte 
material del porvenir; todo se redncia a 
cierto gasto de dinero. Lo qne más le preo- 
cupaba era la otra, la parte moraL 

Lucía era üiia tierna joven tan pora 
como inexperta que vivia al lado de su 
padre. El la habia hecho abandonar su 
hogar y su familia, la habia hecho perder 
bienes tan preciosos. Desde ese dia era 
dueño no sólo de su amante corazón, sino 
de toda ella, de su porvenir, de su vida. 
Aquella niña tan linda como enamorada, 
lo habia abandonado todo por él; ahora él 
debia ser todo para ella, su amor y su sos- 
ten. 

Asi díscurria Alvar mientras seguia ca- 
minando hdcia el cnai-tel. 

Por instanttjs, a pesar suyo, se le presen- 
taba a la imajiuaciuu Lucía abandonada 
por el y ¡siguiendo las huellas de tantas 
niñas que incapaces de resistir a la miseria 
se habían dejado arrastrar por la deprava- 
ción, Lucía tan tierna y tan bella, esa mis- 
ma niña a quien amaba tanto y cuyas 
caricias Lenian pura él tan precioso valor, 
ella, cayendo de bra^o eu l>razO;, sirviendo 
de juguete para las bajas pasiones, de" la 
por uno, toncada por otro, despreci a, 
abyecta, envilecida, depravada,- ^ ba 
idea le horrorizaba. 



ogl. 



— 57 



— Abandonarla a&ri a una infamia* «i. ¡no 
lo haré nnoeal 

Esto iiiurmural:>a Alvar. 

Y lo decia con fé. 

EnTiielta en todoa estos peneamíentoe se 
encontraba bo mente cuando llegó al cuar- 

Entró distraídamente hallándose seguro 
de que aun no eva la liora del ejercicio. 

Pasó el zaguán j a] llegar al patío que- 
dó atónito contemplando el cuadro rjue se 
ofrecía a bu vista. El batallón estaba for- 
mado, toda la tropa armada y equipada, J 
el coronel en el medio del patio. 

Siendo él militar, fiicil le fué sospechar 
al insta ij te <]né significaba aquéllo: el eEtar 
la tropa equipada y en esii formación sólo 
podia explicarse de una manera: el baLillon 
iba a partir. 

Por instinto, siguiendo el primer impnl* 
so, se dirí jió a su compañía, ejecntando un 
acto que todo militar hace al fin maqni- 
nalmeute por la fuerza de la costumbre^ 
pnes conduje por considerarse como una 
parte, como un pedazo de bu compañía; 7 
lo ^ en realidad. 

Para llegar basta ella Alvar pasó natu- 
ralmente por retaguardia de la tropa que 
circundaba el patio; atravc&ar éíite habría 
sido mostrarse ante los Jefes, eosa que se 
halla mui lejos de querer hacer un militar 
que llega atrasado. 

Era precisamente aquel el mnmento ea 
que el capitán O r regó se dirijia doude el 
mayor a darle paite de la auseucía del te- 
niente. Como sabemos, Orrego iba disgus- 
tado por haber demorado en dar esc paite 
hasta nltima hora. C/on nna vaga esperanza 
echó una mirada a la puerta d^ calle. Ali- 
viado de nn g-ran peso se sintió al divisar 
que venia entrando Alvar, Volvió enton- 
ces sobre sus pisíís y * atravesando las ñlas 
de soldados salió a! encuentro del teniente* 

— I A esta hora se viene aparee i cndo, te* 
jiiente! — le dijo con aspereza y lanzándole 
nna severa mirada. 

—Yo no sabia, capitán,-. — contestó Al- 
igar balbuciente. 

—Debía haber sabido.*. Vaya a tomar 
su colocación- 

El joven no halló qué replicar y fué 
liácia su puesto que estaba ocupado como 
— lo dijimos por el teniente M artel. 

— ?Quó significa esto? ¿dónde va el ha- 

'lon ? — preguntó con ansiedad a sn ami* 

en Toz baja. 

—Vamos a marchar,-, al interior.*. 



—¿Hasta dónde? 

— íío se sabe, 

— I Por cuílnto tiempo?,.. 

—No se sabe nada, nada,.. 

Estaa palabras se cambiaron con rapi- 
dez. 

En ese instante volvió a aproximarse ft 
Alvar el capitán Orregodiciéndole: 

—Vestido de parada-.* está usted de 
lunar... vaya a cambiarse de uniforme*,, 
apárese,,, ya vamos a salir... 

Alvar oía todas estas palabras sin oom- 
prenderlaa. Estaba anapeiiso, alelado, em- 
bobecido. Toda sn imají nación la ocupaba 
una sola idea traducida por estas frases 
qtie él promindaba interior mente; 

-j Vamos a partir!... ¿Y Lucía?.., 

Sa asistente. Peralta, se acercó a él di- 
ciéndolé: 

~Mi teniente, aquí tengo su uniforme 
de cuartel,., esti listo,-, lo tengo en ese 
cuarto.., 

Y designalja uno cuya puerta estaba a 
cuatro pasos detnis de efloí. 

Todas estas palabras se habían cambia- 
do con gran rapidez, pues sólo se c imperaba 
la voz del coronel, o más bien el sonido do 
la corneta, para emprender la marcha. Era 
preoiso aprovechar el tiempo* 

Afortunatlamente pata Alv^ar en ese mo- 
mento el coronel 01 denó que se viera por 
última vez si en las tilas no había algún 
soldado (]ue no estuviera en perfecto esta- 
do para marchar. Esto proporcionó algu- 
nos minutos de espera. 

Alvar se dirijió al cuarto que le aeftalabá 
su asistente, Al hacerlo se encontró con 
Martel que había pasado a la íila exterior 
cuando le cedió el puesto. 
. -^Oyeme una palabra... ven.,- — le dijo 
Alvar. 

Kti compafiOTO le siguió, 

O u and o estuvieron dentro del cuarto, 
Alvar le dijo: 

— Me encuentro en el trance müa apu- 
rado. 

— ¿Qué te sncede? — preguntó Martel 
alarmado por el acento de su amigo, 

"*Te lo explicaré en dos palabras; ano- 
che saqué de sn casa a mía niña y Ja he 
dejado en un hotel creyendo volver dentro 
de pocas boras. 

— íBah! por eso no más te apuras tan- 
to. «. ella conocerá el camino y se volverá 
por donde mismo,.. — 'Contestó Martel Bon- 
riendo. 

—Te equiYocaa,*. no es una persona 

6 



— 58 — 



1 



como te íraajíuas.-. no puede regresar máa 
asucaüa... es una niBa ÍDexperta... 

— Entóncta el asunto es... formal... 

«-Para mi ea de lo máa formal qne haí 
«n el mundo... Dejarla ahí abandonada 
seria k mayor infamia... no puedo hacer 
semejante oosa.-. 

— (jY qué partido piensas tomar? 

— No lo &ó... la cabeza me arde... nada 
se me ocurre... 

—Puedes dar parte de enfermo y que- 
darte en Lima. 

— Ebo seria una baja acción.,, esa men- 
tira en el momento de partir a una expedi- 
ción en que puede haber peligro... podría 
aer interpretada hasta de cx>bardía... no se 
pncde... prcfüriria hacer mi renuücia del 
batallón... 

—Hombre, tomas muí a pechos el asun- 
to... ten un poco de calma y tratemos de 
Arreglarlo. . . Puedes mandar a alguien don- 
de tu Dulcinea para que ie advierta de lo 
que pasa y que te espere en el hotel.. - 

^Imposible!,, es una niña de diez y 
seis años que nunca se ha visto libre... qué 
va a hacer sola en un lioteL.* sin saber 
hasta cuándo... 

—Podemos hacer otra cosa... tú conoces 
a Josefina... 

— Tn querida. 

— Si; puedes dejarla en casa de ella. 

Alvar movió la cabeza demostrando que 
no le satisfacía la propuesta- 

—No te ofendas,— ndi jo; — tú bien sabes 
que Josefina es una muchacha; . - de mun* 
do... no puedo dejar eu an poder la niña 
de que te hablo... 

Aunque quiari;^ no le gustó a Martel la 
manera como calificaba a su querida, no 
hizo alto cu ello considerando la desespe- 
racíoE de su amigo. 

—Si yo hubiera podido imajinarme que 
hoi partíamos» de uiuguu modo la habría 
hecho sahr de su casa... Si la dejo ahi, qué 
va a ser de ella... estol desesperado..- no 
sé qué hacer. . . pero antes de dejarla aban- 
donada a su suerte, tomaré cualquier par- 
tido... haré mi renuneia del batallón... 

— Ni digas tal cosa... ¡a tiempo de salir 
a una expedición! 

— Seria feísimo... 
¿qué hacer?. • 

— ¡Con qué cara te 
última hora haciendo 
aun ereo que te la aceptarían hasta después 
de regresar... 



indecoroso. 



pero 



iriajs a presentar a 
tu renuncia! . . ni 



— Me saldré entonces de laa £laa y me 
quedaré aquí. . , 

— ^No digas semejante disparate..* 

En ese momento apareció en la puerta 
del cuarto el capitán Soler. 

—¿ Teniente Alvar? — dijo llamando:— 
óigame una palabra. 

Alvar se acercó a él obedeciendo maqni- 
nalmente. 

— Sin quererlo,— le dijo Soler,^ — he oído 
todas sus palabras; estaba ahi, al lado de 
de afuera, afirmado en el marco de la ven- 
tana escribiendo los nombra de dos solda- 
dos que van a quedar en Lima por enfer- 
mos... estoi al corriente de loque le sucede; 
me ha agradado mucho su delicadeaüa para 
no permitir que ella quede en poder de esa 
Josefina a quien usted reputa de... mala 
cabeza.-. Voi a ofrecerle un modo de salir 
del conflicto. 

Alvar le dirijió nna mirada suplicante. 

—Yo conozco una persona... dig:na, en 
cuya casa puede usted dejarla sin temor, 
confíe en mi palabra.. - 

— Basta que usted me lo diga, capitán, 
— replicó Alvar que se sintió renacer coa 
aquella oferta, 

— No tenemos tiempo que perder... voi 
a escribir cuatro letras a aquella persona... 

Diciendo esto sacó Soler del maletín que 
llevaba colgado al cuello uq pliego pequeño 
de papel y afirmiíndolo en la pared^ escri- 
bió en ól con lápiz lo siguiente, que Alvar 
iba leyendo a medida que se escribía: 

4t Luisa: 
]& Atienda y hospede en su casa a la nífia 
que le entregue este papel. Sera uno de los 
f avoríB más grandes que me haya hecho- 
Ella se lo explicará todo. — Suyo, 

Soler ^ » 

En seguida cacribió ea un sobre esta 
dirección: 

ífSeñoi-a doña Luisa L. v» de Monte* 
mar, — Calle de Calón je, númeio 7.» 

Y puso el pliego dentro del sobre, di- 
ciendo a Alvar: 

— Que se presente ella con esta cartíta 
allá donde indican estas señas; estoi sognro 
de que Luisa la i-ecibirá y atenderá lo me* 
jor que pueda. 

— ¿Y con quién voi a remitírsela?— í 
el teniente pensando en ello. 



i 



-< 59 



— Coa Peral ta» — replicó Martel que ae 
había acercado a ellos. 

— Peralta tiene también qne marchar. 

— No; temiendo que tú te quedaras en 
Lima, lo puse en la lista de los enfermoH; 
da conaignicnte no marchará. Ahora es 
preciso que para remitirle la carta que ha 
escrito el capitán Soler, tú la escribtia otra 
explicándole lo qne sucede. 

Al mismo tiempo daba Martel a Alvar 
nn pliego de papel y un lápiz. 

Alvar escribió afirmado en la pared: 

«Lucía; 

íAl llegar al cuartel me he encontrado 
oon qne vamos a partir para el interior. 
Ha sido una cosa impensada; te juix) que 
nada sabia ?oí créemelo, no me jusígnea 
antes de oirme. 

sTe incluyo nna carta para qne vayas 
donde indican las señas h Esa señora te 
stenderíi y cuidará; aunqne yo no hi conoz- 
co, me lo ha asegurado el compañero que 
firma esa caita, quien merece completa fe- 
Ten confian aa. 

>íío tengo tiempo para cácribirte más. 

iTe amo siempre; crét;Io por lo más 
sagrado. 

Peralta estaba ahí a un lado; b habia 
oido todo. Tenia en sus manos el uniforme 
de cuartel de su teniente. 

Cuando vio que éste concluía de escri- 
bir, le dijo : 

—Mi teni(!nte, aquí tengo au uniforme. 

Alvar comenzó a cambiarse de ropa. 

El capitán 8oler habia salido al p^tío, 

— Hombre,~dijo Martel a su amigo í|ne 
continuaba mudfijidose de roj>a,— con tu 
atolondramiento quiaás has olvidado una 
cosa. 

—¿Qué? 

' — Supongo que tu dulcinea no tendrd, 
dinero, y esto es tan necesario en todo 
líaso... 

— Pensando estaba en ello.- tampoco 
tengo yo gran cosa... y a última hora de 
dónde voi a sacar... a ver... aquí tengo 
trescientos cincuenta soles... y tii... ¿pue- 
des prestíirme algo?, . 

— Yeinte pesos..* tómalos... 

'^ "do esto ei poco.., ¡quién sabe cuán- 

js a demorar por allá ! . . 

e todas maneras, mándale aunque 

..o... cambiando los pesos por papel 

— '*" hará aquello un total de seiscien- 



tos soles... peor es nada... Dale ahora tus 
instrucciones a Peralta. 

El asistente ayudaba a vestirse a Alvar. 

— Ya sabes de lo que se trata, — ^le dijo 



— Sí, mi teniente. 

— ¿ Has comprendido ? 

— Déjeme a mí, mi teniente, — contestó 
el soldado que era un muchacho mui des- 
pierto y habla tomado cariño a su oficial, 
a quien servia desde mucho tiempo atrás, 
— déme las cartas y los soles, y no pase 
cuidado. 

— Tómalos... 

— ¿Dónde está la señorita? 

— En el hotel X,. ¿lo conoces ? 

—Sí. 

— En la pieza número 16... No tendrás 
necesidad de preguntar nada a nadie... 
Toma esta llave... con ella abrirás la puer- 
ta... 

El sonido de la corneta interrumpió a 
Alvar. 

— Nos vamos... — dijo Martel saliendo a 
toda prisa... 

Alvar lo siguió, diciendo a Peralta: 

— Ve a ponerte a mi lado mientras mar- 
chamos; tengo algo más que decirte.. . 

Aun iba Alvar concluyendo de aboto- 
narse su dolman, cuando volvió a sonar la 
corneta tocando «atención, derecha y paso 
redoblado.» 

Todo el batallón como si fuera un solo 
individuo se puso en marcha. 

Peralta corrió a colocarse al lado del 
teniente Alvar que ya, por supuesto, iba 
marchando. 

— Muchas pruebas me has dado ya de tu 
intelijenoia y buena voluntad, —le dijo el 
joven; — ahora necesito de ambas más que 
nunca... Con la llave que te di abrirás la 
puerta... ella ha de creer que soi yo. i. le 
darás las dos cartas... y le explicarás loque 
ha sucedido, que repentinamente han dado 
la orden de marcha... en fin, confío en tu 
intelijenoia. . , 

— ^No pase cuidado, mi teniente, lo haré 
lo mejor que pueda. . . 

— Harás todo eso con prontitud e irás a 
la estación donde se diri je el batallón para 
darme cuenta del resultado... sin falta, te 
espero. . . 

— Voi a guardar en el baúl el uniforme 
de parada que usted se quitó... y corro en 
seguida al hotel. . . 

—La dirás también que tú eres mi asis- 



— 60 - 



I 



tente*.* que Tas a quedarte en Lima j la 
atenderiis, ^ * 

PeraJta regresó al cuartel j el batallón 
coütmuó su marcha. 

xry 

Peralta recurre a ta elocuencia. 

Al tíiitmr al cuartel, Peralta se dírijió al 
cabo dií la guardia, dicíéudole: 

—Mi ciilüHü, ven^o mandado por mi te- 
niente a biiacLvr bu equipo para UeTárselo a 
la estación. 

Estaa' palabras tcnian por objeto adver- 
tir al cabo qne iba a aalir pronto nueva- 
mente, puea sin esa advertencia se e^ix^uta 
a que no le permitieran la salida del cuar- 
tel una vez que hubiera piardado el uni- 
forme de Alvar, 

Peralta era un mozo de veintiocho años, 
pelinegro, de mirada ex^^resiva y ademan 
resuelto. 

Hacia míís de doa años que era aaiatente 
de Alvar. Este lo habia tratado siempre 
COD deferencia y se habia mostrado tole- 
rante con el dispeuSílndole en muchas oca- 
siones pigunas faltillaa, ya algún exceso en 
el culto de Baco, ja algún olvido en la 
asistencia a lista. 

Uu dia le dijo Alvar; 

— A mi DO me gustan loa borrachos; 
cuando bayas bebido trata de que yo no te 
vea. 

Dos semanas después faltó Peralta del 
cuartel dnmnte todo uu dia y íina noche, 

Al verlo de regreso, el oficial le pregunto 
con enojo; 

— ¿Por qué has faltado? 

— llabia tomado un trago, mí tenictite, 
— ^replicó Peralta cuadrándose. 

—¡Y tienes la insolencia de decírmelo í 

— Mi teniente, usttd me ordenó que 
cuando tomara do me píisiera a su vista. 

Viendo la seriedad cou qnu hablaba el 
asistente, Alvar estuvo a punto de reírse. 

—Pues bien, — contestó; — anoche tuve 
qne hacerme yo mismo i a cama, y esta ma- 
ñana no tuve ni agua para lavarme; todo 
por estar esperando que tú vinieras; será 
pi-eciso qne cuando quieras beber me lo 
avises con tiempo para tomar mis medidas. 

— Muí bien, mi teniente; pero..- 

— Pero... ¿qué? 

Peralta hiao un jesto de vacilación y res- 
pondió: 

— Ahí es el caso - . . que uno muchas ve- 



ces no sabe cuándo va a tomar... como e«o 
no está a lo que manda la voluntad, sino a 
lo qne manda el bolsillo..- j a veces bai 
led y no hai plata „, j si a uno le sale algnn 
amigo que lo convida... y uno no puLsie 
adivinar cuándo le va a salir esc amigo.-, 

—Suficiente; para que no estés sujeto a 
la vaguedad del acaso, siempre que te ballea 
en aquella ciR^unstaucia, la de tener sed y 
no plata, avísamelo; yo te daré dinero con 
la condición de qne no aceptes esos impen- 
sados convites.-, y por último, no quiero 
que mi asistente ande bebiendo de gorra, 
de bolsa, de mogollón. 

Peralta no echó en saco roto esta adver- 
tencia. De cuando en cuando, miéntraa 
cepilkba la ropa de su teniente, solía des- 
cirlc; 

— ¡ Qué calor ha hecho boi, mi teniente ! 
La saliva se le hace a uno engrudo.,* 

Alvar se sonrcia; sacaba del bolsillo unos 
diez o veinte solea y dándoselos, le daba 
también permiso para pasear hasta el día 
sígniente. 

Otras veces Peralta se expresaba de otras 
maneras; 

— ]Ai! mi teniente; hoi al ranchero se 
le pasó la mano con el ají.. . ¡estaba tan pi- 
cante el rancho ! - . la boca me arde como 
si me hubiera comido un sinapismo* . . 

O bien: 

"No sé lo qne tengo, mi teniente... una 
fiebre, el pelo tieso como cerda, los nervios 
ño jos como ffüiros y la boca seca*-* como 
la yesca..- 

Aivar comprendia que esa boca necesi- 
taba remojo, y se lo proporcionaba. 

Peralta habia concluido por tener na 
verdaílero cariño a su teniente. Por este 
motivo habia escuchado cou sumo int-ürea 
las palabras que esa mañana cambiara el 
oficial con Soler y con Martel. 

Viéndolo tan acongojado, se habia pro- 
puesto poner de su parte cuanto le fuera 
posible para remediar todo aqutil asunto. 

Una vez dentro del cuartel, corrió a 
gtiardaí" en un baul el utiifonne de parada 
que acababa de sacarse Alvar. En seí^'uida 
cojió oi equipo de este» que aunque lo tenia 
listo no lo habia remitido a la estación por 
no saber si su teniente marcharia con el 
batallón. 

Peralta estaba desarmado, pues com-^ 
sabemos no iba a marcliaí', 8e colgó al cue 
lio un morral, un maletín, una caramayola 
y un rollo formado por un dos frazadas *^ 
un capote: era eso el e<iuipaje de Alvar. 



i 



— 61 — 



Hecho esto Éialió del cuartel a todaprisíi 
y se dirijiü al hottíl X, 

— Mi teniente no tiene un pelo de ton- 
to, — se decía camínando,^ha dejado a su 
prenda con llave... bien (jne hace... las 
mujeres tienen el ojo tan yívo y la volun- 
tad tan deBpiert a... y luego andan tantos 
interesados. . . Cuando sepa tjUe mi tenien- 
te eetd, de mfirolia va querer agarrar el cielo 
üOü las nianofl,,. ¿cómo me las voí a coui* 
■poner para sosegarla?... aquí te quiero ver, 
Ptíralta... Y el tiempo apura... tyn^o que 
hablar con la nina y alcünKar a mi tenien- 
te en k estación.*, a liía ocho sale d tren... 
Si encontrara un aichc para andar mú8 
lijero... pero no se te ninguno... 

Pensando en esto alargaba el paao* 

Por Un llego al hotel X. vSubió la esca- 
lera ein vacilar j una vez en los altos an- 
duvo al acaso por un pasadizo basta encon- 
trar el número 16. 

La puerta estaba cerrada. Sacó la llave 
que llevaba en el hokillo y con ella la 
abrió. 

A su vista se presentó una nina que al 
verlo retrocedió demostrando fcsorpresa y 
temor. Era Lucía que había acudido cre- 
yendo era Alvar el que venia. 

— No se asuste usted, señorita, vengo 
mandado por mi teniente Alvar. 

Estas palabras tranquilizaron a Lu- 
cia. 

Peralta entró y cerró tras sí la puerta. 

— Soi su asisttnte, — dijo, 

— ¿Víctor lo envia a usted? — preguntó 
ella deseosa de conocer el objeto del men- 
saje, 

— ^Yíc?... i Ahí eso es: Yictor Alvar... 
Como alU en el cuartel sólo se le llama el 
teniente Alvar, no le habia entendido a 
nfited, . . 

Peralta se quedó nu instante indeciso. 
Habia venido preparando un discui-^o en 
el caniinoí pero al ver a Lucía tan joven y 
hermo8í\, p^f.siñ^ en el dolor que iba a can- 
earle dándole la noticia de golpe o ccín 
poca preparación, y encontró que su dis- 
curso era muí corto y descarnado. Era pre- 
ciso improvisar otro, cálamo eurreute. 

— ¿Con qué objeto le CQVía él a usted? 
— tornó a prt^gnutar la niña, más por cu- 
riosidad qne porque sospechase algo de la 

-Eso es al justo lo qne voi a decirle... 
« decírselo a usted cb para lo que me 
mandado mi teniente; y yo como buen 
itar tengo que obedecer.,* la obedien- 



cia, eso sale en la Ordenanza... todo mili- 
tar, desde el tambar hmíí\ el coronel, todos 
tienen quien los mande; ninguno se mane- 
ja por su cuenta, siempre tiene alguno 
encima... y icnidadito! que no le dicen a 
uno «hágame el servicio, i> íí^hágarae el fa- 
vor^p «hágalo ix>r hu mamita».., ¡nadaí 
sino, aha^a ésto,» «haga esto otro,:» calla- 
dito la boca, tuerto o derecho y san-se- 
acabó... ¡redoblado, marchen!»,,, y mar- 
cha, no unís... — «Que, señor, que me 
duele un pié.— No importa ande con el 
otro,,i> Y no hai que darle suelta... no 
hai consideración alguna que valga... AM 
tiene usted lo qne fjüsaí ahí tiene usted la 
que le ha pasado hoi a mi teniente... llega 
al cuartel y le dicen íi marchéis y tiene <]ue 
marchar... 

—¿Marchar?... él ha ido al ejercicio, 
según me dije 

— Sí; al ejercicio.., pero el ejercicio va 
a ser un poquito mas lejos... 

— ¡Cómol ¿más lejos? — exclamó Lucía 
sobresaltada. 

Peralta pensó : eya llegamos a lo bueno, u 
y tratando de mostrar calma, añiuiió: 

—Es aqui... cerca... nn paaeito en 
tren,,, 

— [Por el ferrocarril! — exclamó Lucia 
palideciendo;^ — es an viaje entonces,,. 

— Xo tanto,,, no se asuste, senorita..- 
es cosa de ir y volver... mañana mismo 
piensa estar de vuelta... 

— I Mañana ! . . . peVo él me ha dicho que 
1 negó . , . a 1 as di ez y mcd ia i b ¡ i regresar . . - 

— Es que mi teniente no sabia lo que iba 
a suceder... solameute al lle;:;^ar al cuartel 
se encontró con que el batallón iba a mar- 
char . . , y t u vo ü u e m archar tam bi en . . . 

— I Ha marchado ! - . ¡y me ha dejado 
sola ! , , , 

Lanzando estas palabi"as como una qse- 
ja, como un alarido, TjUcia se dejó caer en 
un sofá llevándose ambas manos a la cara. 
Quiso hablar, pero el llanto la ahogaba^ y 
solo pudo e.\iialar un sonido gutural a la 
vez que su semblante ee bañaba en lágri- 
mas- 
Peralta se apresuró a acercarse a ella, 
pero sin hallar que hacer. El esperaba, 
recordando lo fjae habian hecho algunas 
camaftxdds al ser dejadas por sus amantes, 
que Lucía se hubiera encolerizado. Cuan- 
do vio que la niña se eutregaba muda a su 
dolor, quedó desconcertado, Al fin pudo 
decirla: 

— ¿Sola?... no, señorita,,, no la ha deja- 



— tí2 _ 



do aok.,, no ee aflija osted tanto y óiga- 
me... me ha dado nun carta para ueted.., 

— ¿Uua carta?,,, a verla,., ^di jo ella 
€ngai¡íiidose los ojoa coa las manos* 

Peralta se la dio, 

Cojtüla ella vivamente j volviendo^ se- 
carse los ojos para poder ver, leyó lo que 
habia escrito Alvar. 

— ¡Me dice que se va para el interior I.,. 
;no podnl regresar tan j)ronto ! . . 

— No llore más, señorita. . . mire usted,., 
lea la otra carta . . , aquí esta, . . 

Leyó Lucía la otra carta que era la es- 
crita por Soler, y seguramente sin com- 
prender lo que decía, exclamó: 

— Esta üo está escrita por él. 

— No, pues; la escribió mi ca|)itan Soler 
para esa aeñorita doudo debe ir usted a 
esperar a ini teniente. . , es una señorita 
mui respetable, mui buena.,, la cuidará 
mucho a usted... basta i^ue mi capitán So* 
1er la recomiende, . , Además yo también la 
atenderé a usted, . , para eso me quedo cu 
Lima, .. ya lo ve usted, *, no tieüe usted 
porque tener cuidado,.- No llore, no se 
desespere.,. Mi teniente ha de volver 
pronto... auTiíjue no se venga el Imtailon 
él pedirá permiso y vendrá para acá.*. Si 
lo hubiera visto usted-... qué confundido 
so quedó cuando vio que el batallón estaba 
formado para marchar.... apenitas tuvo 
tiempo para escribirle a usted..,, tíido su 
pensamiento era ustod..,, no halla l>a que 
hacerse, eatíiba como loco.., yo le tenia 
todo su equijK) listo.-, no le alcanzó el 
tiempo ni pañi ir a su pieza a buscar pla- 
ta.., lo que andaba trayendo en el bolsillo 
no más pudo darme para entregarle a us- 
ted..* estos soles; voi a dejarlos aquí enci- 
ma de la mesa..* Ya venia marchando el 
batallón y todavía seguia habhíndomc de 
usted. 

Lucía continuaba llorando y oyendo 
apenas las palabras de Peralta que trataba 
de consolarla ponderando y contando las 
cosas a su manera. 

— ^No ci^a que mi teniente se olvida de 
usted... i eso nunca !.,, él es mui caballero 
y mui bueno.., yo lo digo porque lo conoz- 
co tanto.,. El estará ahora ansioso esjie- 
rindome para que le diga cómo la he de- 
jado... 

— ¿ Entonces no ha partido todavía? — 
preguntó ella vii^mente. 

— Un batallón demora siempre en embar- 
oai'se en un tren. . , 



— ¡No se ha ido aún!,,, pues qoiero iber- 
io... voi a verlo,** 

Y diciendo esto Lucía se enderezó vira- 
mcnte. 

Peralta se quedó cortado, Al instante ee 
le vinieron a k imajinacion los inconve- 
nientes de que la niña asistiera a la parti- 
da del batallón. 

— Ni piense en tal cosa, señorita, ^repli- 
có; — una señorita como usted oo puede 
hacer eso..* ni siquiera podria hablar con 
él... él está ocupado en la compañía.,, y 
ust^ ahí. . . sola, ni diga tal cosa. ., se pon- 
dría en una vergüenza... qué pensarían de 
usted... 

— Pero yo quiero verlo antea de que m 
vaya. 

Peralta para hacerla desistir de an |> ■>- 
pósito no vaciló ante ponderar y mentir m 
poco. 

^Eso no es posible... él está dentro de 
un carro con su compañía... a usted no la 
dejarían entrar... ni él podria saün** y 
luego si mi coronel la vela..* que la tendría 
que ver,,, se pondría furioso... usted no 
sabe de lo que es capaz mi coronel cuando 
se enoja... mi teniente sería el que la paga- 
ra ^ lo pondrían preso y nada se habría ga- 
nado... 

Lucía se dejó caer con desaliento en el 
sofÁ, 

Peralta, temeroso de que volviera ella a 
insistir en su deseo y calculando al mismo 
tiempo que la hora era avanzada, dijo: 

— 'Yoi a ir corriendo para alcanzar a ver- 
me con mi teniente* . él ha de estar ansioso 
de saber lo que usted le contesta**, 

— ;Que le puedo contestar yol — respon- 
dió entre sollozos, — ^quc, sino que cstoi 
deses]>crada,.. que no sé que hacer... 

— ^El, para estar tranquilo, ha de querer 
saber si usted consiente en ir a esperar bu 
vuelta en la casa de esa señorita que nom- 
bra la carta., * 

— ^Pues bien; dígale que haré todo lo que 
él quiera..- 

— Perfectamente... voi a hablar con él^ 
y de la estación me vengo para acá... no 
pase usted cuidado... yo la atenderé lo 
mejor que pueda*., iré a ver a esa señorita 
Luisa donde ha de ir usted,,, buscaré na 
coche para que usted se vaya en él y todo 
se hará sin i ncon veniente... no se ai!"'" 
tanto..* yo voi y vuelvo sobre la march 

Diciendo e.sto. Peralta dio una mea 
vuelta y se dirijió hacía la puerta. 

Lncía se levantó de su asiento y and' 



— 03 — 



detrás del asistente dicíéüdole con voz en- 
trecortada por el llanto: 

— Dígale que regrese pronto... ¡qué va 
a ser de mí ! .. . dígale que estoí deaeapera- 
da,.. que he quedado llorando.., que sufro 
mucho..- 

Peralta se apresum a salir porque la de- 
sesperación y el llanto de la niña lo tenían 
desasioaegado, no sabía que cara poner ni 
qué actitud tomar ante ese dolor tan justo 
y tan profundo. 

Cuando ^ encontró en la calle echó a 
andar a toda prisa murmurando: 

— ¡Por todos los diablos de este mundo 
y del otro! como dice mí sarjentoCarriou, 
yo no sirvo para ver llorar mujeres.-, todo 
quieren componerlo con llorar,., y uno no 
sabe que hacer. . . ahora cuando vuelva de 
la estación volverá a comenaar la jarana; 
pero lo que ya la deje en casa de caá seño- 
rita Luisa, allií se las compondrá con ella», 
entre ellas las mujeres se entienden.., la 
otra la acompañará a llorar- - . Jas mujeres 
tienen las Idgrímas listas. . . a la menor, 
las largan - • . 

Discurriendo de esta maneiiv se díríjia 
Peralta a la eataciou de Desamparadoíí que 
era donde el batallón Setiembre debía esitar 
subiendo al treu. 

XV 

En marcha. 

El SetiembiTí había hecho el trayecto 
hasta la estación al son de los (i pasos do- 
bles ^ tocados por su banda de mikica y la 
de otro batallón que como una muestra de 
confraternidad había enviado la suya para 
acompañarlo. 

Un tren compuesto de un vagón de pri- 
mera clase, siete de segunda y uno de car- 
ga lo esperaba. 

A las si e Le y veinte minutos descendía 
el Setiembre por la rampa que une el 
Puente Viejo con la estaciou. Estaba ya 
dentro de é.sta todo el batallón cuando la 
corneta se hizo oír tocando caito la mar- 
cha.» 

Decir que el Setiembre se detuvo, nos 
parece inátíL Un baLallou puede compa- 
rarse eu cierto modo con uno de esos auto- 
as que en algunas exhibiciones eonsti- 
3n las delicias de los niños, ua autómata 
nal sí se le toca uu resorte levanta un 
"* si se le toca otro mueve una pierna 



y con un tercero hace una cabriola; y todo 
eso lo ejecuta irremisiblemente. Así en un 
batallón el resorte es la corneta: toca ésta 
un toque, aquel hace un movimiento; toca 
ella otro, ól también hace otro: todo como 
por medio de !>* mecánica. Hai un refrán 
que a nadie le viene tan bíen como a nn 
batallón, y es el que dice: «Al son que lo 
tocan baila.» 

Apenas la cometa ejecutó el toque que 
dejamos consí cenado, el mayor se apróiimó 
al coronel en solicitud de órdenes, 

— Tenemos siete carros para la tropa^ 
mayor, — dijo el jefe;^la primera compa- 
ñía irii en el primer carro, y la parte de 
ella que no quepa en él pasará al secando; 
la segunda compañía al segundo carro, pa- 
sando la tropa sobrante al tercero, y ast 
las demás 

— Está bien, aeñor. ^jSe comienza ya el 
fímbaiqtce? 

— Sí, pues. 

El mayor daba el nombre de (sembar- 
que* al acto de entrar la tropa en los vago- 
nes, con lo cual daba también un pellizco 
al Diccionario de la Lengua que quiere 
reservar ese sustanti^^o para cuando se tra* 
te de barcos y no de trenes; pero con esto 
el mayor no hacia más que seguir la cos- 
tumbre, y esta señora, aunque le duela al 
mundo ilusLi-adü y erudito, tiene más fuer- 
za y poder que todas las Academias C|ue 
han existido desde los tiempos de Platón 
hasta la fecha actual: deplorable es ésto; 
pero es la verdad. 

Llamó el mayor al capitán de la prime- 
ra compañía y le ordenó que instalara tía 
snya>f en el tren en la forma dispuesta. 

Ese «:1a suya* que ponemos entre comi- 
llas, din jido a un capitán sí guiñeaba en 
lenguaje mihtar dsu compañía.» 

Comenzó a hacerse sin inconvenienteH 
el íiembarque^ de la tropa. 

El ttoñcial de semana» de cada compañia 
gubia al mismo vagón que ella. 

Cada compañía tenia por oficiales un 
capitán, que era su jefe, dos tenientes y tres 
subtenientes. Estos últimos se turnaban 
constan te mente y cada uno de ellos, de un 
sábado a otro, era el ^t oficial de semana,» 
teniendo ciertas obligaciones especiales 
durante siete dias. 

Cada vagón de d enfunda clase tenia rapa- 
cidad para eonteuLT ochenta pei^sonas, y 
por couáígníente en siete podían instalarse 
quinientos sesenta individuos. El Setiem- 
bre marchaba con seiscientos quince. Era 



i 



— 64 - 



por con BÍ guíente preciso ajustarsi*, oprimir- 
se, estrecliarse, para que cnpieran todos. 
La tropa t^^ndría íjue nacer el viaje íncó* 
modaí pero no paraba en ello la atención 
acostumbrada como estaba a esas oüntiü- 
jenciaB. 

A medida í^ue iban dejando ¡nstíiladaa 
BUB compañías, los oficiales t[nedaban deso- 
cupados. Algunos se dirijian a tomar 
asiento en el carro de primera clase j otros 
permanecian en el andén conversando o 
despidiéndose de algnnos ami^OB, qne no 
eran muchos por hak^r sido repentina la 
marcha del b^ittillou- 

A pesar de esto último no faltaba un 
Taueu uúmcro de curiosos que habiendo 
visto i}üsar por laíi calles al batallón equi- 
pado había acudíalo a la estación. 

Nunca falta jente para aprovechar de 
loa eepectacnlos que puedan diatnver nn 
rato, j se encontraba ahí ocai^iou para en- 
tretener la vista, 7 aún el o ido, puesto que 
babia bandas de musicfi. 

Los soldados una vez colocados en los 
carros se asomaban por la^ ventanillas, j 
vendeiiores de aniboB sexos recorrían el 
andén ofreciéndoles en venta pan de Gua- 
temala, bizcochos, tamalea, butifarras j 
otras e.^peoíes de comestibles, v también 
hekdüs, cigarrillos j hasta periódicos. No 
faltaban aljt^nnas mujeres que acudían a 
despedirse de sus maridos o enmaradas y 
con disimulo trataban de deBlizarles algu- 
na botella, viffhf o (Ufra de pisco burlando 
la TÍjilancia de los sarjentos. 

Treíí oficíales habían formado un corri- 
llo. Eran los capitanes Lostan, O r regó j 
Soler, 

— Deieando eetoi,— decia Orrcgo,— -que 
nos pongamos en marcha, que ande el tren ; 
me parece que me voi a ir durmiendo de 
nn tirón hasta La Chosica,,. con la tras- 
nochada tengo nn sueño bárbaro, 

— Por ahora no nos faltaríi tiempo para 
dormir, — replicó Lostan;— yo pienso ha- 
cerlo soñando con la linda Blanca, 

Orrego iba a contestar algo; pero no lo 
hizo y fijó la vista hiícia nn lado. Lo que 
miró fué un individuo regidar mente vesti- 
do y con la cabeza cubierta por un sombre- 
ro de pita. Estaba este sujeto afirmado en 
la pared y dirijia frecuentes y penetrantes 
miradas a Iob tres oficiales. 

Al ñn dijo Orrego: 

—Han reparado ustedes en qne ese indi - 
Tiado nos está mirando con mucha aten- 
ción desde hace rato* 



^¿Qué individuo? — pregiintó Soler, 

— 'Ese de sombrero de pita qne está 
afirmíido en la pared cerca de la ventana, 
a tu derecha, 

^ Ya lo veo, 

— No lo mires mucho para qne no soa- 
pcclie.., hace nn rato que noa lanza mira- 
das j al mismo tiempo se fija en un papel 
que tiene cu la mano.., parece un sarjento 
que con la filiación a la vista anduviera 
buscando algún desertar, 

Ijoatan j Soler movieron los homhroa 
con indiferencia, 

A petíar de esto Orrego anadió: 

— Me ha dado curiosidad,., quiero eaher 
qué es lo que tiene en la mano... voi a 1m- 
cer que un soldado pase con disimnlü A 
lado de él 

Orrego ec retiró del corrillo. 

Loíítan y Soler continuaron conversando 
y haciendo recuerdos de la noche ante* 
rior. 

Al cabo de un momento dijo Lostan in- 
terrnra]jiendo la conversación: 

— Es a tí, Solej", a quien mira tanto ese 
individuo. 

— ¿A mi? — replicó Holer volviéndose 
para verlo ; — yo no cono acó a ese sujeto, 

Y lo miró fijamenfce. 

Kl del sombrero de pita soporto &sa mi- 
ravla por algunos segundos y volvió en 
seguida la cabeza. 

— Esa canino me ea enteramente desco- 
nocida, —dijo Soler; — pero no puedo recor- 
dar donde la he visto. Me están dando 
ganas de apersonárnjele para preguntarle 
qué quiere conmigo. 

El individuo en cuestión como si hubie- 
ra adivinado el pensamiento de Soler y no 
quisiera conferenciar con él, se altsjo del 
sitio en qne estaba. 

Luego i'egresó Círrego diciendo: 

— ííh^aben ustedes lo que miraba el del 
sombrero de pita?-.. Mandé a nn soldado 
que pasara junto a él para ver aquello,. - 
era un retrato,.. ¿Do qué te rieSj Los- 
tan? 

—Be tu curiosidad, 

— Yo queria saber por qué nos miraba 
tanto; con qué fin... 

~'Ñ<j habías de ser (jfuaso para qne no 
fueras receloso. 

Soler como si de pronto recordara c^~o 
qne le hiciera olvidar el incidente del r" - 
to desconocido, dijo; 

— ^Voi a Ter una cosa, 

Y se puso a andar dirijiéndose a nn 



»•?!■■ 



— es- 



pito formado por el teniente Alvar y el 
teniente Msrtel. 

El semblante de aquel denioatríiba la 
anguÉtia de que estaba poseído, y dirijía 
con impaciencia frecaentes minidas hacia 
la rampa j liácia la puerta de entrada. 

— ¿ Ha sabido algo de bu cprendaí*? — 
le dijo Boler apersondndosele. 

—Nada, — contestó él ; — mi aaietente fué 
a verse con ella; pero todavia no ha venido 
a trat;nn& noticias. 

El teniente Martel que miraba en ese 
instante hílela la rampa, exclamó: 

— Ahí viene, justamente. 

En efecto, Peralta venia bajando a toda 
priaa j buscando con la vÍBta a su tenien- 
te entre la mnchednmbie, Maitel le llamó, 
y al oirlo el «c-ldado apresuró aun miis el 
paso. 

— ¿La vist<}?— preguntóle ansioso Ahur 
ein esperar que él hablai'a y saliéndole al 
encuentro 

— Sí, mi teniente, 

— íiQué dijo? québizoPseaflijió mucho? 

— jAi! mi teniente, más bien no quisie- 
ra acordarme; casi me ha hecho llorar..- 
ahí la dejé Lecha una Magdaleua, 

^¡ Pobre Lucial—murmuró Alvar sin- 
tiendo oprimírsele el pecho. 

— Pero vamos a lo principal,— dijo So- 
ler que como menos interesado tenia más 
sangre fria; "¿qué dice ella? ; consiente en 
ir a la casa que le indique y quedarse ahí ? 

— Dijo que haría todo lo que quisiera 
mi teniente. 

— Eao es lo esencial por de pronto; que- 
dará ella en un sitio seguro; ya puede us- 
ted, Alvar, estar tranquilo^ añora sólo 
quedan las penas del corazón, y esas se 
borrarán con el gusto do volverse a ver al 
regreso. Aunque con las cuatro letras que 
escribí hai lo suficiente, voi sin embargo a 
eecribir algo más a la persona que va a 
hospedar a su paloiaita- 

Sacó Soler papel de su maletin y se puso 
a escribir con Upiz, afirmándose en un 
vagón, 

x\lvar comenzó a pedir detalles a Peral- 
ta del modo cómo había recibido Lucía la 
noticia de su partida, y bego le hizo mil 
recomendaciones a propósito de la atención 
que debia tener con ella; le dió también 
algún dinero que habia logrado juntar ahí 

la estación pidiéndolo prestado a algu- 
compa ñeros, Diciéndole y repitiéndole 
> i^sto acompañó a sti asistente hasta el 



carro de los oficiales donde dejó Peralta el 
equipo de su teaiente. 

Mientras tauto, estando ya la tropa «n 
el treu como hemos dicho, se habia proce- 
dido a colocar en el carro de carga las cal- 
deras, hachas, cuchillos y demás accesorios 
del rancho. 

El mayor fué a dar parte al coronel de 
qne ya todo estaba listo. 

— Pues entonces, cuánto más pronto par- 
tamos tanto mejor. Faltan cinco minutos 
para las ocho. Seria bueno que le avisara 
al encargado de los trenes que podemos 
partir de nua vez. 

—Voi allá, señor. 

DirijiViso andando apresuradamente a la 
oficina de la estación, y al regresar se en- 
contró con un capitán que acompañado de 
un sol d El do armado y equipado, le dijo: 

^ — Este soldado se tía enfermado en este 
momeuto; no puede marchar, 

— ¿Qné tiene? 

— ITn ataque de terciana. 

— i Caramba í a última hora.-, y ya ee 
dió parte al Estado Mayor que llevábamos 
seiscientos quince individuos de tropa... j 
luego es de tan mal efecto que un indivi- 
duo armado se vueU'a al cuartel... 

A ese tiempo iba saliendo de la estación 
Peralta y llevando una carta que le acababa 
de dar el capitán Soler, El mayor lo vio. 

— Venga usted acá, — íe dijo. 

Peralta obedeció. 

— ¿üónáe va usted? 

— Al cuartel, mi mayor. 

— ¿ Y por qué moti vo uo marcha usted 
con el batallón? 

— Estoi enfermo, mi mayor. 

— ¿Enfermo? ¿qué es lo que tiene? 

— Estot enfermo del pecho, no puedo 
marchar,— respondió Peralta sin vacilar. 

—¿Enfermo del pecho? ¿no puede mar- 
char ?' — repitió el mayor con severidad y 
mal humor, y anadió con creciente eferves- 
cencia ^^hace un momento lo he visto lle- 
gar aqní casi corriendo... usted no tiene 
nada... está bueno y snno.., es nn camas- 
trón*., tome el armamento y el equipo de 
este soldado enfermo y vaya a embarcarse 
al momento... 

— Pero, mi mayor... 

— i No me replique!*- y obedezca Uj e- 
ro... T usted, capitán, véase con el capitán 
de la compañía de este soldado para que se 
dé por recibido de este armamento y 
equipo. 

No habia más qne obedecer. 



1 



— 6tí — 



Un Earjento estaba ahí también con el 
enfermo de terciana, j fué encargado de 
hacer ¡ij^reaar a Peralta en su compañía- 
Esto se ejecutó a toda prisíi porque el tiem- 
po lU'jía. 

Peralta aflijidísimo por este eontratiem- 
po^ quiso avisar a su teniente lo que suce- 
día: pero en ese mismo instante se oyó la 
Toa del coronel, diciendo: 

—Embarqúense loa oíicíalefi.*- ya nos 
yamos. 

El sarjento cojió con tí roza una parte 
del armamento y del equipo que no había 
alcanzado a ponerse Peralta y corrió hacia 
el vagón donde estaba su compañía, ha- 
ciendo marchar delante de él al asistente. 

Alanos segundos deapuea de que ¡ímbos 
estuvieron en el tren, a una seña de! con- 
ductor sonó el silbato de la locomotora y 
los vagones suavemente arrastrados se pu- 
sieron en movimiento* 

Al mismo tiempo las bandas de música 
que hablan quedado en el andén entonaron 
el Himno Nacional, que era la más patrió- 
tica despedida que podían hacer al ba- 
tallón. 

El mayor del detall que, como hemo& 
dicho, quedaba en Lima a cargo delabtin- 
da de música y de los enfermos, marchaba 
por ol andén siguiendo frente a una venta- 
nilla del carro do primera clase, desde don- 
de el coronel le daba sus últimas instruc- 
ciones. 

Al oír los soldados el Himno Nacional 
prorrumpieron en vivas a Ohíle y batieron 
al aire sus kepis. 

Los espectadores, compuestos casi en su 
totalidafl de extranjeros y peruanos, no se 
mezclaban naturalmente en esas manifesta- 
ciones y observaban aquello con la simple 
curiosidad de mirones indiferentes. 

El andar del tren aumentaba progresi- 
vamente y el eco de la música llegaba cada 
vez más apagado al oido de la tropa del 
Setiembre. 

Las {íasaa que tienen ^^ista al Rímac por 
cuja mar jen izquierda se deslizaba el tren, 
fueron desapareciendo sucesivamente ante 
las miradas de los soldados que en su mayor 
parte se asomaban por Jas ventanillas de 
los vagones. Primero quedaron atrás las 
casas de la población urbana; el puente de 
Balta^ la plaza de Acho, lugar de diversio- 
nes, y por último, el Panteón, la mansión 
de los muertos, con lo cual Lima parecía 
despedí i-se y hacer una muda advertencia a 
los que marchaban hacia el interior. 



Al pasar frente a aquel cementerio loi 
soldados no podían menos que recordar a 
muchos de sus coraf^ñeros ahí sepultados, 
en tierra extraña j enemiga, lejos de su 
|)ütria, de su familia, donde nunca una 
hermana o una madre cariñosa vendría a 
depositar un ramo de flores o una I ligrima* 
Muertos unos después de heridos en Cho- 
rrillos o Míraflores, y otros^ muchos nuís, 
por las enfermedades* 

A pesar de que la tropa sabía mui bíen 
que las penurias y fatigas eran el acompa- 
ñamiento inseparable de las expediciones 
que se hacían saliendo de Lima por el 
ferrocarril de la Oroya, Íl>a contenta, ale- 
gre y risueña, como si se tratara de nn 
paseo. Se con versa lia, se reía, se cruzaban 
palabi-aa y dichos picantes que eran rnido- 
sameiitc celebrados, y todo con el mejor 
hmnor y sin parar mucho la atención en k 
incomoclidad con que hacían el viaje, pu^ 
muchos ni aun tcnian asiento, y todos en 
jeneral iban estrechos y apretados, y tenían 
que ponerse sus morrales, rollos y carama- 
yolas sobre las rodillas cuando no alcanza- 
ban a ponerlos debajo de los liancos, donde 
a lo sumo cabria la mitad de ellos p 

El caiTo de los oficíales era, como todos 
los de esa línea, del sistema americano. 
Formaba un salón oblougo, tenÍL^ndo a cada 
lado una hilera de sillones para dos perso- 
nas, colocados uno en pos de otro, como las 
lunetas de un teatro; y al medio, entre csíia 
dos hileras, nu pasadizo. El respaldo de los 
sillones era j i rato rio, de modo que los via- 
jeros podían a su elección sentarse dando 
frente a uno n otro extremo del carro, 

Lostan y Gal vez ocuparon uno de esos 
sillones. Orrego y Aliaga, haciendo jirar el 
respaldo del que estaba freute a aquel, se 
sentaron de iQanen\ que los cuatro compa- 
ñeros quedaron dándose las caras como si 
estuvieran en un coche de plaza. 

— Henos ya en marchaj^-dijo Gal vez 
encendiendo un cigarrillo. 

— Dame el fósforo,^ — dijo Lostan a su 
compañero í — voí a fumar también mión- 
tras se pierden de vista las últimas casas 
de Lima, y en seguida me ríudo a dÍBCre- 
cion en los brazos de Morfco, 

— íío SfiTúñ tú el único; el sueño me está 
venciendo ya. 

— Yo abrigo la esperanza de soñar co" 
Blancaí nuestras almas se juntarán durai 
te el sueño, paes presumo que a esta hur. 
ha de estar ella durmiendo a pierna suelta 



— 67 — 



— Así me parece : ella j las otras no esta- 
rán por cierto hablando de nosotros. 

— Eso no impide que nosotros nos ocu- 
pemos de ellas... 

Loft cnatro compaBeros ee pusieron a 
hacer recuerdos de sus compañeras de baile 
y cena, y de todos los incidentes ocurridos 
en aquella fiesta, hasta que uno a uno fue- 
ron quedándose dormidos, fatigados con la 
trasnochada. 

En otro sillón estaban sentados codo con 
codo el capitán Soler y el teniente Alvar. 

— Tenga usted la se^ridadj — decía So- 
ler,-- de que Lnitsa recibirá en m caeay 
atenderii a esa nifia.. . . ¿cómo se llama ella ? 

— Lncía, — ^murmuró Alvar sintiendo un 
grato placer en pronunciar aquellas tres 
Bilabas, 

—Lindo nombre... Siento decirselo; pero 
no dejaré do expresarle que do aprULt>o 
absolutamente en nada el hecho de que us- 
ted haya sacado de eti casa a esa niña. Ha- 
cer que una hija de familia abandone su 
hogar, es un acto muí serio, es un acto que 
acarrea la más p^ve responsabilidad. 

Ahar bajó la cabeza compi'endiendo 
cuánta razón tenia Soler, y dijo balbu- 
ciente: 

— Yea usted, capitán? qnerian hacerla 
entrar a un colejio donde yo no podria 
verla nunca... 

No me diga más... ¡Qué podrá usted 
decirme que no lo baja adivinado yo ! . » 
Le gustó la niña y-., y voló con ella sin 
pensar, sin reflexionar má^».. hé ahi el 
caso,., después vienen los apuros, las aflíc- 
cionea y todo lo demiís... Si yo me he me- 
tido en este asunto indicándole la casa de 
Xuisa para que se guarezca en ella, no ha 
sido, créamelo, por protejer sus amores; 
mui lejos de eso; ha sido por evitar un mal 
mayor: por evitar fjue esa niña, una hija 
de familia como usted ha dicho, se encou- 
trara sola, aislada, sin tener a quien volver 
los ojos y expuesta en su desamparo a caer 
en cualquier precipicio fácil de adivinar, 

— Lo comprendo, capitán, y por ello tie* 
ne usted mi eterno agradecimiento, — re- 
plicó Alvar confuso con aquellas palabras. 

Ea ese momento se acercó el teniente 
Martel diciendo con viveza: 

— Peralta está aquí ; viene en el tren con 
"^ batallón, 

—i Cómo es ésto! — exclamó Alvar pah- 

^iendo. 

—El capitán me lo ha dicho para que 

■'egue su nombre a la lista de la tropa 



que marcha perteneciente a la compañía; 
se ha venido pr orden del mayor. 

Y en seguida relató Martel lo que ya 
sabemos: de qué manera el mayor híao 
hizo armarse y tomar el tren a Peralta* 

Soler oyó toda esta narración, y cuando 
Martel hubo concluido, dijo a Alvar; 

— Esta es otra cosa que tengo que repro- 
barle; ese soldado no estaba enfermo y us- 
ted lo hacia pasar por tal: eso está malo. 

Yicudo ei capitán Soler que el teniente 
Alvar habia <j[uedado anonadado con la 
noticia, no quiso prolongar la reprensión y 
añadió: 

— Además, la permanencia en Lima de 
Peralta no era absolutamente nada necesa- 
ria, pues Jjucia ya tiene la earta que le ser- 
virá para diríjtrse a casa de Luisa. 

Soler continuo tratando de tranquilizar 
al enamorado teniente. Pero luego comen- 
zó a producir en él su natural efecto la 
trasnochada; sus ojos se cerraron a impul- 
sos del sueño, y reclinándose en el respaldo 
del sillón se entregó al reposo que ya se 
hacia mui necesario. 

El tren habia tomado gran velocidad y 
Alvar añrmado en el mareo de la ventani- 
lla que tenia a su lado, veia deslizarse rápi- 
damente los árboles, los maizales y loa 
plantíos de cana que habla a un lado del 
camino; con la sangre afiebrada y el cerebro 
dominado por una idea fija, le parecia que 
todos ellos se lanzaban con un Ímpetu ver- 
tijinoso híkia allá, hacia donde quedaba su 
amante, y con ellos hubiera querido enviar- 
la una palabra de amor y de aliento. 



XVI 

La quebrada de la Oroya. 

El rio Rimac, sobre el cual fundó Piza- 
rro la ciudad de los Eeyes, nace en la Cor- 
dillera de los .\ndes y se precipita hacia el 
occidente por una profundísima quebrada 
hasta diez o doce leguas áutes de llegar al 
Océano Pacífico en donde deposita sus 
cerrentosas aguas. 

El ferrocarril de la Oroya o Trasandino, 
puede considerarse como un compañero del 
Riinac desde la calurosa ciudad de Lima 
hasta el helado pueblo de Chicla. 

Como aquellos sabios tjue en la ti erra de 
los Faraones remontan el curso del Nilo 
para buscar sus vertientes, así el ferroca* 



— 66 — 



Un sarjento estaba ahí también con el 
enfermo de terciana, y fué encargado de 
hacer ingresar a Peralta en su compañía. 
Esto se ejecutó a toda prisa porque el tiem- 
po urjía. 

Peralta afligidísimo por este contratiem- 
po, quiso avisar a su teniente lo que suce- 
día ; pero en ese mismo instante se oyó la 
voz del coronel, diciendo: 

—Embarqúense los oficiales... ya nos 
vamos. 

El sarjento cojió con viveza una parte 
del armamento y del equipo que no había 
alcanzado a ponerse Peralta y corrió hacia 
el vagón donde estaba su compañía, ha- 
ciendo marchar delante de él al asistente. 

Algunos segundos después de que ambos 
estuvieron en el tren, a una seña del con- 
ductor sonó el silbato de la locomotora y 
los vagones suavemente arrastrados se pu- 
sieron en movimiento. 

Al mismo tiempo las bandas de música 
que habían quedado en el andén entonaron 
el Himno Nacional, que era la más patrió- 
tica despedida que podían hacer al ba- 
tallón. 

El mayor del detall que, como hemos 
dicho, quedaba en Lima a cargo déla ban- 
da de música y de los enfermos, marchaba 
por el andén siguiendo frente a una venta- 
nilla del carro de primera clase, desde don- 
de el coronel le daba sus últimas instruc- 
ciones. 

Al oir los soldados el Himno Nacional 
prorrumpieron en vivas a Chile y batieron 
al aire sus kepis. 

Los espectadores, compuestos casi en su 
totalidad de extranjeros y peruanos, no se 
mezclaban naturalmente en esas manifesta- 
ciones y observaban aquello con la simple 
curiosidad de mirones indiferentes. 

El andar del tren aumentaba progresi- 
vamente y el eco de la música llegaba cada 
vez más apagado al oído de la tropa del 
Setiembre. 

Las casas que tienen vista al Eimac por 
cuya márjen izquierda se deslizaba el tren, 
fueron desapareciendo sucesivamente ante 
las miradas de los soldados que en su mayor 
parte se asomaban por las ventanillas de 
los vagones. Primero quedaron atrás las 
casas de la población urbana; el puente de 
Balta; la plaza de Acho, lugar de diversio- 
nes, y por último, el Panteón, la mansión 
de los muertos, con lo cual Lima parecía 
despedirse y hacer una muda advertencia a 
los que marchaban hacia el interior. 



Al pasar frente a aquel cementerio loa 
soldados no podían menos que recordar a 
muchos de sus compañeros alii sepultados, 
en tierra extraña y enemiga, léjt^ de su 
patria, de su familia, donde nunca una 
hermana o una madre cariñosíi vendría a 
depositar un ramo de flores o una lágrima* 
Muertos unos después de hürídos en CUo* 
rrillos o Miraflores, y otros, muchos m;ia, 
por las enfermedades. 

A pesar de que la tropa sabia muí bion 
que las penurias y fatigas eran el acompa- 
ñamiento inseparable de laa expüdicíones 
que se hacían saUendo de Lima por el 
ferrocarril de la Oroya, iba contenta, ale- 
gre y risueña, como si se tratara de an 
paseo. Se conversaba, se reia, se cruzaban 
palabras y dichos picantes que eran ruido- 
samente celebrados, y todo cou el mejor 
humor y sin parar mucho la atención en la 
incomodidad con que hacían el %iaje, pues 
muchos ni aun tenían asiento, y todos en 
jeneral iban estrechos y apretados, y tenian 
que ponerse sus morrales, rollos y carama- 
yolas sobre las rodillas cuando uo alcanza- 
ban a ponerlos debajo de los bancos, donde 
a lo sumo cabria la mitad de ellos. 

El carro de los oficiales era, como todos 
los de esa línea, del sistema americano. 
Formaba un salón oblongo, tenicuíio a cada 
lado una hilera de sillones para dos perso- 
nas, colocados uno en pos de otro, como las 
limetas de un teatro; y al medio, tiutre esas 
dos hileras, un pasadizo. El respaldo de loa 
sillones era jiratorio, de modo q^ie los via- 
jeros podían a su elección aentai-se dando 
frente a uno u otro extremo del carro. 

Lostan y Gal vez ocuparen utio de esos 
sillones. Orrego y Aliaga, haciendo jirar el 
respaldo del que estaba frente a aquel, se 
sentaron de manera que los cuatro compa- 
ñeros quedaron dándose las caras como ai 
estuvieran en un coche de plaza. 

— Henos ya en marcha, ^di jo Gal vez 
encendiendo un cigarrillo. 

— Dame el fósforo, — dijo Lostan a su 
compañero; — voi a fumar también mien- 
tras se pierden de vista las úítimíis casas 
de Lima, y en seguida me rindo a discre- 
ción en los brazos de Morfeo. 

— No serás tú el único; el sueño me está 
venciendo ya. 

— Yo abrigo la esperanza de soñar con 
Blanca; nuestras almas se juntarán duian- 
te el sueño, pues presumo que a esta hoia 
ha de estar ella durmiendo a pierna suelta. 




~ 67 — 



—Así me parece: ella y las otras no esta- 
ráu por cierto hablando de nosotros. 

—Eso no impide que nosotros nos ocu- 
pemos de ellas... 

Los cuatro compañeros se pusieron a 
hacer recuerdos de sus compañeras de baile 
y cena, y de todos los incidentes ocurridos 
en aquella fiesta, hasta que uno a uno fue- 
ron quedándose dormidos, fatigados con la 
trasnochada. 

En otro sillón estaban sentados codo con 
K)do el capitán Soler y el teniente Alvar. 

— Tenga usted la seguridad, — decia So- 
ler,— de que Luisa recibirá en su casa y 
atenderá a esa niña.. . . ¿cómo se llama ella ? 

—Lucía, — murmuró Alvar sintiendo un 
grato placer en pronunciar aquellas tres 



—Lindo nombre... Siento decirselo; pero 
no dejaré de expresarle que no apruebo 
absolutamente en nada el hecho de que us- 
ted haya sacado de su casa a esa niña. Ha- 
cer que una hija de familia abandone su 
hogar, es un acto mui serio, es un acto que 
acarrea la más grave responsabilidad. 

Alvar bajó la cabeza comprendiendo 
cnáata razón tenia Soler, y dijo balbu- 
ciente: 

—Vea usted, capitán; querian hacerla 
entrar a un colejio donde yo no podría 
verla nunca... 

Xo me diga más... ¡Qué podrá usted 
decirme que no lo haya adivinado yo!.. 
Le gustó la niña y... y voló con ella sin 
pensar, sin reflexionar más... hé ahí el 
caso... después vienen los apuros, las aflic- 
ciones y todo lo demás... Si yo me he me- 
tido en este asunto indicándole la casa de 
Luisa para que se guarezca en ella, no ha 
sido, créamelo, por protejer sus amores; 
mui lejos de eso; ha sido por evitar un mal 
mayor: por evitar que esa niña, una hija 
de familia como usted ha dicho, se encon- 
trara sola, aislada, sin tener a quien volver 
los ojos y expuesta en su desamparo a caer 
en cualquier precipicio fácil de adivinar. 

— ^Lo comprendo, capitán, y por ello tie- 
ne usted mi eterno agradecimiento, — ^re- 
plicó Alvar confuso con aquellas palabras. 

En ese momento se acercó el teniente 
Martel diciendo con viveza: 

^Peralta está aquí; viene en el tren con 
el batallón. ^1¿^ . 

—i Cómo es ésto! — exclsk^íó 'mfKki^<i. 
deciendo. T^ X '-í. 

—El capitán me lo ha di^ 
agregue su nombre a la lif 




que marcha perteneciente a la compañía; 
se ha venido por orden del mayor. 

Y en seguida relató Marte! lo que ya 
sabemos: de qué manera el mayor hizo 
hizo armarse y tomar el tren a Peralta. 

Soler oyó toda esta narración, y cuando 
Martel hubo concluido, dijo a Alvar: 

— Esta es otra cosa que tengo que repro- 
barle; ese soldado no estaba enfermo y us- 
ted lo hacia pasar por tal: eso está malo. 

Viendo el capitán Soler que el teniente 
Alvar habia (juedado anonadado con la 
noticia, no quiso prolongar la reprensión y 
añadió: 

— Además, la permanencia en Lima de 
Peralta no era absolutamente nada necesa- 
ria, pues Lucía ya tiene la carta que le ser- 
virá para dirijiree a casa de Luisa. 

Soler continuó tratando de tranquilizar 
al enamorado teniente. Pero luego comen- 
zó a producir en él su natural efecto la 
trasnochada; sus ojos se cerraron a impul- 
sos del sueño, y reclinándose en el respaldo 
del sillón se entregó al reposo que ya se 
hacia mui necesario. 

El tren habia tomado gran velocidad y 
Alvar afirmado en el marco de la ventani- 
lla que tenia a su lado, veia deslizarse rápi- 
damente los árboles, los maizales y los 
plantíos de caña que habia a un lado del 
camino; con la sangre afiebrada y el cerebro 
dominado por una idea fija, le parecia que 
todos ellos se lanzaban con un ímpetu ver- 
tijinoso hacia allá, hacia donde quedaba su 
amante, y con ellos hubiera querido enviar- 
la una palabra de amor y de aliento. 



XVI 

La quebrada de la Oroya. 

El rio Rimac, sobre el cual fundó Pixa- 
rro la ciudad de los Eeyes, nace en la Cor* 
dillera de los Andes y se precipita hjí««* <^í 
occidente por una profundísima qm^l^r^i* 
hasta diez o doce leguas antes do iky^r *^ 
Océano Pacífico en donde dop^'»KíA í!í«< 
cerrentosas aguas. 

El ferrocarril de la Owya o 7>*^n*v^\ 

Íuede considerarse como nr A>'^r>»<^* ^''^ 
bimac desde la cakin**sí» t>«»'^*»>» •'^ '-* 
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— 66 — 



Ue Ftarjento estaba ahí también con el 
enfermo de terciana, v fué encargado de 
hacer iugresar a Peralta en su compañía. 
Esto se ejecutó a toda prisa porque el tiem- 
po urjía. 

Peralta aflijidísimo por este contratiem- 
po, quiso avisar a su teniente lo que suce- 
día; pero en ese mismo instante se oyó la 
TOí del coronel, diciendo: 

-^Embarqúense los oficiales... ya nos 
vamos. 

El sárjente cojió con viveza una parte 
del armamento y del equipo que no habia 
alcanzado a ponerse Peralta y corrió hacia 
el vagón donde estaba su compañía, ha- 
ciendo marchar delante de él al asistente. 

Algunos segundos después de que ambos 
estuvieran en el tren, a una seña del con- 
ductor sonó el silbato de la locomotora y 
los vagones suavemente arrastrados se pu- 
sieríin en movimiento. 

Al mismo tiempo las bandas de música 
que habían quedado en el andén entonaron 
el Himno Nacional, que era la más patrió- 
tica despedida que podían hacer al ba- 
tallón. 

El mayor del detall que, como hemos 
dicho, cjuedaba en Lima a cargo déla ban- 
da de música y de los enfermos, marchaba 
por el aüdén siguiendo frente a una venta- 
nilla dol carro de primera clase, desde don- 
de el coi'onel le daba sus últimas instruc- 
ciones, 

Al oir los soldados el Himno Nacional 
prorrumpieron en vivas a Chile y batieron 
al aire sus kepis. 

Los espectadores, compuestos casi en su 
totalidad de extranjeros y peruanos, no se 
mezclaban naturalmente en esas manifesta- 
ciones y observaban aquello con la simple 
curiosidad de mirones indiferentes. 

El andar del tren aumentaba progresi- 
vamente y el eco de la música llegaba cada 
vez más apagado al oido de la tropa del 
Setiembre. 

Las casas que tienen vista al Eimac por 
cuya márjen izquierda se deslizaba el tren, 
fueron desapareciendo sucesivamente ante 
las miradas de los soldados que en su mayor 
paite ae asomaban por las ventanillas de 
loa vagones. Primero quedaron atrás las 
casas do la población urbana; el puente de 
Balta ; la plaza de Acho, lugar de diversio- 
nes, y por último, el Panteón, la mansión 
de los muertos, con lo cual Lima parecía 
despedirse y hacer una muda advertencia a 
los que marchaban hacia el interior. 



Al pasar frente a aquel d^menterio !oi 
soldados no podían menos que recordar a 
muchos de sos compañeros ahí sepultados, 
en tierra extraña y enemiga, léjoa de m 
patria, de su familia, doude nunca una 
hermana o una madre cariñosa vendría a 
depositar un ramo dtí flores o una lágrima. 
Muertos unos después de heridos eti Cho- 
rrillos o Mirafíores, y otros, muchos máa, 
por las cnfei'mtídades. 

A pesar de rjue la tropa Había mui bien 
que las penurias y fatigas eran el acompa- 
ñamiento inseparable de las expediciones 
que se hacían saliendo de Lima por el 
ferrocari'il do la Oroya, itia contenta, ale- 
gre y risueña, como sí se tratara de un 
paseo. Se conversaba, se reía, se cruzaliaa 
palabi'as y dichos picantes íjue eran ruido- 
samente celebindoa, y todo coa el mejor 
humor y sin parar mucho la atención en la 
incomodidad con que haoian el viaje, pues 
muchos ni aun tenían asiento, y todos eo 
jeneral iban estrechos v apretados, y tenían 
que ponerse sus morrales, rollos y carama- 
yolas sobre las rodillas cuando no alcanza- 
ban a ponerlos debajo délos bancos, donde 
a lo sumo cabria la mitad de elloa, 

El carro de los oñeialcs era, como todos 
los de esa línea, del sistema americano. 
Formaba un salón oblongo, teniendo a cada 
lado una hilera de sillones para doa perso- 
nas, colocados nno en pos de otro, como las 
lunetas de un teatro; y al medio, entre esas 
dos hileras, un pasadizo. Kl respaldo de loa 
sillones era j i rato rio, de modo que los via- 
jeros podían a su elección sentarse dando 
frente a uno u otro extremo del carro. 

Lostau y Gal vea ocuparon uno de esos 
sillones. Orrego y Aliaga, haciendo jirar el 
respaldo del que estaba f rtrute a aquel, se 
sentaron de manera que los cuatro compa- 
ñeros quedaron dííndí.iae las caras como si 
estuvieran en un coehí: de plaza. 

— Henos ya en marcIia,^HÍijo Gal vez 
encendiendo un cigarrillo, 

— Dame el fósforo, — dijo Lostan a su 
compañero; — voi a fumar también mien- 
tras se pierden de vista las últimas casas 
de Lima, y en set^uida luc rindo a discre- 
ción en los brazos de Morfeo, 

— No stiFiíá tú el ™ico; el sueño me está 
venciendo ya, 

— Yo abrigo la esperanza de soñar con 
Blanca; nuestras almas se juntarán durai 
te el sueño, pues presumo qne a esta hon 
ha de estar ella durmiendo apierna suelta 



— 67 — 



—Asi me parece: ella y las otras no esta- 
rán por cierto liablando de noaotroH, 

—Eso no impide que nosotros nos ocu- 
pemos de ellas... 

Los cuatro compañeros se pusieron b- 
hacer recuerdos de sus compañeras de baile 
y cena, j de todos los incidentes ocurridos 
en aquella fiesta, basta que uno a uno fue- 
ron quedándose dormidos, f^itigadoe con la 
trasncchada. 

En otro aiDon estaban sentados codo con 
codo el capitán Soler y el teuícnte Alvar. 

— Tenga usted la sej^uridad, — decia So- 
ler, — de que Luisa recibirá en su casa y 
atenderá a e^ niña. . . . ¿ cómo se llama ella ? 

—Lucia,— murmuró Alvar sintiendo un 
grato placer en pronunciar aquellas ti-ea 
sílabas. 

—Lindo nombre... Siento dccirselo; pero 
no dejaré de expresarle que no apruebo 
absolotamente tu nada el lieclio de que us- 
ted liaya sacado de su casa a e&a niña. Ha- 
cer que una hija de familia abandone su 
hogar, es uíi acto mui serio, es nn actoque 
acan'ea la más grave responsabilidad. 

Alvar bajó la cabeza comprendiendo 
cnáuta razón tenia ¡Soler, y dijo balbu- 
ciente: 

— Vea usted, capitana qoerian hacerla 
entrar a nn colejio donde yo no podria 
verla nunca.,. 

No me diga más.,, ¡Que podrá usted 
decirme que no lo baya adivinado yo!.* 
Le gustó la nina y..* y voló con ella sin 
pensar^ sin refiexionar múAn^^ hé ahí el 
caso.*, después vienen los apuros^ las aflic- 
cíonee y todo lo demíSs*.. Si yo me he me* 
tido en este asunto indicilndole la casa de 
Xinisa para que se guarezca en ella, no ha 
sido, créamelo, por protejcr sus amores; 
mui lejos de eso; ha sido por evitar un mal 
mayor: por evitar que esa niña, una hija 
de famiUa como usted ha dicho, se encon- 
trara aohi, aislada, sin tener a quien volver 
los ojos y expuesta en su desamparo a caer 
en cualquier precipicio fácil de adivinar. 

— Lo comprendo, capitán, y por ello tie- 
ne usted mi eterno agradecimiento. — re- 
plicó Alvar confuso con Eiqnclks palabras. 

Eo esc momento se acercó el teniente 
Marte! diciendo coa viveza : 

— Peralta está aquí; viene en el tren con 
**! batallón. 

— ;Oómo es esto!— exclamó Alvar pali- 

cicndo. 

— El capitán me lo ha dicho para que 

regué su nombre a la lista de la tropa 



que marcha perteneciente a la compañía; 
Be ha venido por orden del mayor. 

Y en seguida relató Marte! !o que ya 
sabemos; de qué manera el mayor hizo 
hizo armarse y tomar el tren a Peralta. 

Soler oyó toda esta narración, y cuando 
Martel hubo concluido, dijo a Alvar: 

— Esta es otra cosa que tengo que repro- 
barle; esc soldado no estaba enfermo y us- 
ted lo hacia pasar por tal: eso esta malo. 

Viendo el capitán Soler que el teniente 
Alvar había quedado anonadado con la 
noticia, no quiso prolongar la reprensión y 
añadió: 

— Adcmii^, la permanencia en Lima de 
Peralta no era absolutamente nada necesa- 
ria, pues Lucía ya tiene la carta que le ser- 
virá para dirijirsc a casa de Luisa. 

Soler continuó tratando de tranquilizar 
al enamoi-ado teniente, Pero luego comen- 
zó a prcnlticir en él su natural efecto la 
trasD ochada; sus ojos ee cerra i'on a impul- 
sos del sueño, y reclinándose en el respaldo 
del sillón se entregó al reposo que ya se 
hacia mui necesario* 

El tren Libia tomado ^au velocidad y 
Alvar afirmado en el marco de la ventani- 
lla que tenia a su lado, veia deslizarse rápi- 
damente los árboles, los maizales y los 
plantíos de caña que habia a un lado del 
camino; con la sanare afiebrada y el cerebro 
dominado por una idea fija, le parecía que 
todos ellos se lanzaban con un ímpetu ver- 
tijinoso híicia allá, hacia donde qnedaba su 
amante, y con ellos hubiera querido enviar- 
la una palabra de amor y de aliento» 



La quebrada de la Oroya. 

El río Riniac, sobre el cual fundó Piza- 
rro la ciudad de los Reyes, nace en la Cor- 
dillera de los Andes y se precipita hacía el 
occidente por uua profundísima quebrada 
hasta diez o dom leguas lítitcs de Uct^r al 
Océano Pacífico en donde deposita sus 
cerrentosas aguas. 

El ferrocarril de la Oroya o Trasandino, 
puede confiiderarse como un compañero del 
Rimac deede la calurosa ciudad de Lima 
hasta el helado pueblo de Cbicla. 

Como aquellos sabios que en k tierra de 
los Faraones remontan el curso del Ni lo 
para buscar sus vertientes, aal el ferroca- 



— 66 — 



Un sariento estaba ahí también con el 
enfermo de terciana, y fué encargado de 
hacer iu^esar a Peralta en su compañía. 
Esto se ejecutó a toda prisa porque el tiem- 
po urjía. 

Peralta aflijidísimo por este contratiem- 
po, quiso avisar a su teniente lo que suce- 
día; pero en ese mismo instante se oyó la 
voz del coronel, diciendo: 

—Embarqúense los oficiales... ya nos 
vamos. 

El sárjente cojió con viveza una parte 
del armamento y del equipo que no habia 
alcanzado a ponerse Peralta y corrió hacia 
el vagón donde estaba su compañía, ha- 
ciendo marchar delante de él al asistente. 

Algunos segundos después de que ambos 
estuvieron en el tren, a una seña del con- 
ductor sonó el silbato de la locomotora y 
los vagones suavemente arrastrados se pu- 
sieron en movimiento. 

Al mismo tiempo las bandas de música 
que habian quedado en el andén entonaron 
el Himno Nacional, que era la más patrió- 
tica despedida que podían hacer al ba- 
tallón. 

El mayor del detall que, como hemos 
dicho, quedaba en Lima a cargo déla ban- 
da de música y de los enfermos, marchaba 
por el andén siguiendo frente a una venta- 
nilla del carro de primera clase, desde don- 
de el coronel le daba sus últimas instruc- 
ciones. 

Al oir los soldados el Himno Nacional 
prorrumpieron en vivas a Chile y batieron 
al aire sus kepis. 

Los espectadores, compuestos casi en su 
totalidad de extranjeros y peruanos, no se 
mezclaban naturalmente en esas manifesta- 
ciones y observaban aquello con la simple 
curiosidad de mirones indiferentes. 

El andar del tren au'nentaba progresi- 
vamente y el eco de la música llegaba cada 
vez más apagado al oido de la tropa del 
Setiembre. 

Las casas que tienen vista al Eimac por 
cuya márjen izquierda se deslizaba el tren, 
fueron desapareciendo sucesivamente ante 
las miradas de los soldados que en su mayor 
parte se asomaban por las ventanillas de 
los vagones. Primero quedaron atrás las 
casas de la población urbana; el puente de 
Balta; la plaza de Acho, lugar de diversio- 
nes, y por último, el Panteón, la mansión 
de los muertos, con lo cual Lima parecía 
despedirse y hacer una muda advertencia a 
los que marchaban hacia el interior. 



Al pasar frente a aquel comenterin \\jg 
soldados no podían menos que re< idar a 
muchos de sus com^mñeroa ahí sepiiltadoa, 
en tierra extraña y enemiga, léj tis de sq 
patria, de su familia^ donde nunca naa 
hermana o una madre cariñosa vendría a 
depositar un ramo áa flores o una lágrima. 
Muertos unos después de hondos en Clio* 
rrillos o Mirañores, y otros, muchos imis, 
por las enfermedades. 

A pesar de que la tropa sabía mui bien 
que las penurias y fatigas eran el acompa- 
ñamiento inseparable de las expediciones 
que se hacían saliendo de Lima por el 
ferrocarril de la Oroya, ilja contenta, ale- 
gre y risueña, como a¡ ge tratara de im 
paseo. Se conversaba, se reia, se cruzalnn 
palabras y dichos picantes que eran ruido- 
sámente celebrados, y todo con el mejor 
humor y sin parar mucho la atención en la 
incomodidad con que hacían el viaje, pues 
muchos ni aun tenian asieuto, y todos en 
jeneral iban estrechos y apretados, y tenian 
que ponerse sus morrales, rollos y carama- 
yolas sobre las rodillas cuando no alcanza- 
ban a ponerlos debajo délos bancos, donde 
a lo sumo cabria la mitad de ellos* 

El caiTo de los oficiales era, como todos 
los de esa línea, del sistema americano. 
Formaba un salón oblongo, teniendo a oida 
lado una hilera de sillones para dos perso 
ñas, colocados uno en pos de otro, como las 
lunetas de un teatro: y al medio, entre esaa 
dos hileras, un pasadizo. El respaldo de loa 
sillones era jiratorio, de modo que los via- 
jeros podían a su ek'ccion sentarse dando 
frente a uno u otro extremo del c^rro. 

Lostan y Galvez ocuparon uqo de esos 
sillones. Orrego y Aliaba, haciendo jirar el 
respaldo del que estalm frente a a([uel, se 
sentaron de manera que los cuatro compa- 
ñeros quedaron dándose las caras como bí 
estuvieran en un coche de plaza, 

— Henos ya en marcha, ^ — dijo Galvez 
encendiendo un cigarrillo. 

— Dame el fósforo, — dijo Lostan a su 
compañero; — voi a famar también mien- 
tras se pierden de vista las últimas cosqe 
de Lima, y en seguida me rindo a discre- 
ción en los brazos de iíorfeo. 

— No serás tú el imico; el sueño me está 
venciendo ya. 

— Yo abrigo la esperanza de soñar con 
Blanca; nuestras almas se juntarán dura] 
te el sueño, pues presumo que a esta hur 
ha de estar ella durmiendo a pierna suelta 



r^T 



— 67 — 



— Así me parüoe; ella j las otras no esta- 
rtlu por cierto hablando de nosotroií. 

^-Eso no impide que noBotroH nos oce- 
pemos de ellaa.., 

Ijos cnatro compaBeros m pusieron a 
liaoer recuerdos de sus compafierae de baile 
y cena, y de todos los incidenteB ocurridos 
en aíiuella fiesta, hasta que uno a uno fue- 
ron qaedándosíi dormidos, fitigadoa con la 
trasnochada. 

En otro sillón estaban sentados codo con 
codo el capitán Soler y el teniente AlTar, 

—Tenga usted la seguridad, — decía 8o- 
ler,^de qne Lniaa recibirá en su casa j 
atenderá a esa niña., , . ¿cómo se llama ella ? 

—Lucía, — murmuró Alvar sintiendo uo 
grato placer en pronunciar aquellas tres 
Bilabaií. 

—Lindo nombre».. Siento decírselo; pero 
no dejaré de expresarle r]ue no aprtRbo 
absolutamente en nada el liccho de que us- 
ted haya sacado de su casa a esa niña. Ha- 
cer que una hija de familia abandone su 
hogar, es nn acto mui serio, es un acto que 
acarrea la más graye responsabilidad. 

Alvar bajó la cabera comprendiendo 
cuánta razón tenia Soler, y dijo balbu- 
ciente: 

— Yea usted, capitán; querian hacerla 
entrar a nn colejio donde yo no podria 
verla nunca.. - 

No me diga más--. ¡Qué podrá usted 
decirme que no lo haya adivinado yo!,- 
Le gustó la niña y,., y voló con ella sin 
pensiir, sin reflexionar más,.- hé ahí e^ 
caso*., después vienen los apuros, las aflic- 
ciones y todo lo demí^... Si yo me he me- 
tido en este asunto indicándole la casa de 
XiUÍaa para que se guarezca en ella, no ha 
BidOj créamelo, por protejer sus amores; 
muí lejos de eso; ha sido por evitar un mal 
mayor: por evitíir íjne esa niña, una hija 
de familia como usted ha dicho, se encon- 
trara sola, aislada, sin tener a quien volver 
los ojos y expuesta eu su desamparo a caer 
en cualíjuier precipicio fácil de adivinar* 

—Lo comprendo, capitán, y por ello tie- 
ne usted mi eterno agradecimiento,— re- 
plicó Alvar confuso con aquellas palabras. 

En ese momento se acercó el teniente 
Martel diciendo con viveza : 

— Peralta está aquí? viene en el trencen 
í^i bíitaUon, 

—¡Cómo es ^to! — esclamó Alvar pali- 

iiendo. 

—El capitán me lo ha dicho pora que 
erregue m nombre a la lista de la tropa 



que marcha perteneciente a la compañía; 
ee ha venido por orden del mayor. 

y eu seguida relató Marte! lo que ya 
sabemos; de qué manera el mayor hizo 
hizo armarse j tomar el tren a Peralta. 

Soler oyó toda esta narración, y cuando 
Martel hubo concluido, dijo a Alvar; 

— Esta es otra cosa que tengo qne repro- 
barle; ese soldado no estaba enfermo y us- 
ted lo hacia pasar por taheso está malo- 
Viendo el capitán Soler que el teniente 
Alvar habia quedado anonadado con la 
noticia, no qnieo prolongar la reprensión y 
añadió: 

— Además, la permanencia en Lima de 
Peralta no era absolutamente nada necesa- 
ria, pues Lucía ya tiene la carta qne le ser- 
virá para dirijirse a casa de Lnisa. 

Soler continuó tratando de tranquilizar 
al enamorado teniente. Pero luego comen- 
zó a prodncir en él bu natural efecto la 
trasnochada; sus ojos se cerraron a impul- 
sos del sueño, y reclinándose en el respaldo 
del sillón ae entregó al reposo que ya se 
hacia mui necesario. 

EL tren habia tomado gran velocidad ^ 
Alvar afirmado en el marco de la ventani- 
lla que tenia a sn lado, vei a deslizarse rápi- 
damente los árboles, los maizales y los 
plantíos de caña que habia a un lado del 
camino; con la sangre afiebrada y el cerebro 
dominado por una idea fija, le parecía que 
todos ellos se lanzaban con un ímpetu ver- 
tijínoBO hacia allá, hacia donde quedaba sn 
amante, y con ellos hubiera querido enviar- 
la una palabra de amor y de aliento. 



XVI 

La quebrada de la Oroya. 

El rio Rimac, sobre el cual fundó Piza- 
rro la ciudiui de los RejeS; nace en la Cor- 
dillera de los .ludes y ee precipita hacia el 
occidente por una profundísima quebrada 
hasta diez o doce legnaa ántfis de llegar al 
Océano Pacifico en donde deposita sus 
correntosas aguas. 

El ferrocarril de la Oroya o Trasandino, 
puede considerarse como un compañero del 
Híinac desde la calurosa ciudad de Lima 
hasta el helada pneblode Chicla, 

Como aquellos sabios íjuc en la tierra de 
los Famones remontan el curso del Ni lo 
para buscar mis vertientes, asi el ferroca- 



— 66 — 



Un sarjento estaba ahí también con el 
enfermo de terciana, y fué encargado de 
hacer ingresar a Peralta en sn compañía. 
Esto se ejecutó a toda prisa porque el tiem- 
po urjía. 

Peralta aflijidísimo por este contratiem- 
po, quiso avisar a su teniente lo que suce- 
día; pero en ese mismo instante se oyó la 
voz del coronel, diciendo: 

—Embarqúense los oficiales... ya nos 
vamos. 

El sarjento cojió con viveza una parte 
del armamento y del equipo que no habia 
alcanzado a ponerse Peralta y corrió hacia 
el vagón donde estaba su compañía, ha- 
ciendo marchar delante de él al asistente. 

Algunos segundos después de que ambos 
estuvieron en el tren, a una seña del con- 
ductor sonó el silbato de la locomotora y 
los vagones suavemente arrastrados se pu- 
sieron en movimiento. 

Al mismo tiempo las bandas de música 
que habian quedado en el andén entonaron 
el Himno Nacional, que era la más patrió- 
tica despedida que podian hacer al ba- 
tallón. 

El mayor del detall que, como hemos 
dicho, quedaba en Lima a cargo déla ban- 
da de música y de los enfermos, marchaba 
por el andén siguiendo frente a una venta- 
nilla del carro de primera clase, desde don- 
de el coronel le daba sus últimas instruc- 
ciones. 

Al oir los soldados el Himno Nacional 
prorrumpieron en vivas a Chile y batieron 
al aire sus kepis. 

Los espectadores, compuestos casi en su 
totalidad de extranjeros y peruanos, no se 
mezclaban naturalmente en esas manifesta- 
ciones y observaban aquello con la simple 
curiosidad de mirones indiferentes. 

El andar del tren aumentaba progresi- 
vamente y el eco de la música llegaba cada 
vez más apagado al oido de la tropa del 
Setiembre. 

Las casas que tienen vista al Eimac por 
cuya márjen izquierda se deslizaba el tren, 
fueron desapareciendo sucesivamente ante 
las miradas de los soldados que en su mayor 

Í)arte se asomaban por las ventanillas de 
os vagones. Primero quedaron atrás las 
casas de la población urbana; el puente de 
Balta; la plaza de Acho, lugar de diversio- 
nes, y por último, el Panteón, la mansión 
de los muertos, con lo cual Lima parecía 
despedirse y hacer una muda advertencia a 
los que marchaban hacia el interior. 



Al pasar frente a aquel cementerio l^Ji 
soldados no podian mdnos ijiie recoi'dar ^ 
muchos de sus compañeros abí sepultados, 
en tierra extraña y eiiemiga, lejos de sn 
patria, de su familia, donde nunca noa 
hermana o una madre cariñosa vendría a 
depositar un ramo de flores o una lágrima. 
Muertos unos después de heiidos en Cho- 
rrillos o Mirañores, y otros, muclioa múñ^ 
por las enfermedades. 

A pesar de que la tropa sabia miu bien 
que las penurias y fatigíis eran el acompa- 
ñamiento inseparable de las expediciones 
que se hacian saliendo de Lima por el 
ferrocarril de la Oroya, iha contenta, ale- 
gre y risueña, como si se tratíira de un 
paseo. Se conversaba, se reia, se cnizal>aa 
palabras y dichos picantes í|ae eran ruido- 
samente celebrados, y todo con el mejor 
humor y sin parar mucho la ateucion en la 
incomodidad con que hadan el viaje, pues 
muchos ni aun tenian asiento, y todos en 
jeneral iban estrechos y apretados, y tenian 
que ponerse sus morrales, rollos y caramar- 
yolas sobre las rodillas cuando no alcanza- 
ban a ponerlos debajo de loa bancos, donde 
a lo sumo cabria la mitad de ellos. 

El caiTo de los oficiales era, como todos 
los de esa línea, del sistema americano. 
Formaba un salón oblongo, teniendo a cada 
lado una hilera de sillones pai-a dos pei*so- 
ñas, colocados uno en pos de otro, como las 
lunetas de un teatro; y al medio, entre esas 
dos hileras, un pasadizo. El respaldo de loa 
sillones era jiratorio, de modo íjue los via- 
jeros podian a su elección sentarse dando 
frente a uno u otro extremo del carro. 

Lostan y Gal vez ocuparon ano de esos 
sillones. Orrego y Aliaga, haciendo jíi-ar el 
respaldo del que estaba frente a aípel, se 
sentaron de manera que los cuatro compa- 
ñeros quedaron dándose las caras como ai 
estuvieran en un coche de plaaa. 

— Henos ya en marcha, — dijo Galvez 
encendiendo un cigarrillo. 

— Dame el fósforo, ^ — dijo Lostan a au 
compañero; — voi a fumar también mien- 
tras se pierden de vista las últimas casas 
de Lima, y en seguida me rindo a discre- 
ción en los brazos de Morfeo. 

— No serás tú el único; el sueño me está 
venciendo ya. 

— Yo abrigo la esperanza de sonar con 
Blanca; nuestras almas se juntarán dnrai 
te el sueño, pues presumo í^ue a esta hijit 
ha de estar ella durmiendo a pierna suelta 



^^v 



_ 67 — 



— Así me párete: ella j las otras no esta- 
rán por cierto hablando de nosotroR, 

—Eso no impide que noBotroB nos ocu- 
pemos de ellas. . . 

Los cnatro oompafíeroa se pusieron a 
hacer recnerdoB de sus compañeras de baile 
y cena, y de todos los incidentes ocurridos 
en aquella fiesta, hasta que uno a uno fue- 
ron quedándose dormidos, fUigados con la 
trasnochada. 

En otro sillón estaban sentados codo con 
codo el capitán Soler y el teniente Alvar- 

— Tenga usted la Beg-oridad, — decía So- 
ler, — dü que Lnisa recibirá en sn casa y 
atenderJt a esa niña.. .- ¿cómo se llama ella ? 

—Lucía,— mormuró Alvar sintiendo un 
grato placer en pronunciar aquellas tres 
silabas, 

— Lindo liombre.-. Siento decírselo; pero 
no dejaré de expresarle que do apniíbo 
absolutamente en nada el he^ho de que us- 
ted haya sacado de su casa a esa níüa. Ha- 
cer que una hija de familia abandone su 
hogar, es un acto muí serio, es nn acto que 
acarrea la más grave responsabilidad. 

Alvar bajó la cabeaa comprendiendo 
cuánta razón tenia Soler» y dijo balbu- 
ciente; 

— Tea usted, capitán; querían hacerla 
entrar a un colejio donde jo no podría 
Trei'la nunca.,- 

No lue diga más.,, ¡Que podrá usted 
decirme que no lo haya adivinado yo!., 
Le gnstó la niña y... y voló con ella sin 
pensar, sin reflexionar máñ... hé ahí el 
caso-., después vienen los apuros, las aflic- 
ciones y todo lo demás.,. Si yo me he me- 
tido en este asunto indicándole la casa de 
Luisa para que se guarezca en ella, no ha 
BÍd0j créamelo, por protejcr sus amores; 
muí lejos de eso; ha sido por evitar un mal 
mayor: por evitar qoe esa niña, una hija 
de familia como usted ha dicho, se encon- 
trara sola, aislada, sin tener a quien volver 
los ojos y expnesta en su desamparo a caer 
en cualquier precipicio fácil de adivinar. 

— Lo compi'endo, capitán, y por ello tie- 
ne usted mi eterno a^rradeci miento, — re- 
plicó Alvar confnso con aquellas palabras. 

En ese momento se acercó el teniente 
Martel diciendo con viveza: 

— Peralta está acjui; viene en el tren con 
''"' batallón. 

—¡Cómo es ésto!— exclamó Alvar pali- 

iciendo. 

— El capitán me lo ha dicho para que 

regué su nombre a la lista de la tropa 



que marcha perteneciente a la compañía; 
se ha venido por orden del mayor. 

Y en seguida relató Martel lo que ya 
sabemos: de qné manera el mayor hizo 
hizo armarse j tomar el tren a Peralta, 

Soler oyó toda esta narración, y cuando 
Martel hubo concluido, dijo a Alvar: 

— Esta es otra cosa que tengo que repro- 
barle; esc soldado no estaba enfermo y us- 
ted lo hacía pasar por tal: eso está malo. 

Viendo el capitán Soler que el teniente 
Alvar habia quedado anonadado con la 
noticia, no quiso prolongar la reprensión y 
añadió: 

— Ademiís, la permanencia en Lima de 
Peralta no era absolutamente nada necesa- 
ria, pues Lucia ya tiene la carta que le ser- 
viní para dirijirse a casa de Luisa. 

Soler continuó tratando de tranqnüixar 
al enamorado teniente. Pero Inego comen- 
zó a producir en él su natural efecto la 
trasnochEida; sus ojos se cerraron a impul- 
sos del sueño, y reclinándose en el respaldo 
del sillón se entregó al repoao qne ya se 
hacia mni necesario* 

El tren habia tomado gran velocidad y 
Alvar afirmado en el marco de la ventani- 
lla que tenia a su lado, veia dttslizarse rápi- 
damente bs árbolíís, los maizal^ y los 
plantíos de caña que habia a un lado del 
cíimino; con la sang^re afiebrada y el cerebro 
dominado por una idea ñja, le parecía que 
todos eUos se lanzaban con un ímpetu ver- 
tí jinoso hacía allá^ hacia donde quedaba sn 
amante, y coa ellos hubiera querido enviar- 
la una palabra de amor y de aliento. 



XVI 

La quebrada de la Oroya. 

El río RimaCj sobre el cual fundó Piza- 
rro la ciudad de los Reyes, nace en la Cor- 
dillera de los Andes y se precipita hacia el 
occidente por una profundísima quebrada 
hasta diez o doce leguas dutes de llegar al 
Océano Pacifico eu donde deposita sus 
corren tosas agnas. 

El ferrocarril de la Oroya o Trasandino, 
puede considerai^se como uu compañero del 
Kimac desde la caluro,? a ciudad de Lima 
hasta eí helado pueblo de Chicla. 

Como aqnellos sabios que en la tierra de 
los Faraones remontan el curso del Ni lo 
para buscar sus vertientes, asi el ferroca- 



^- 76 — 



Peralta, ménoa preocupado de las penas del 
espíritu que de laa í&ti^m del cuerpo, y 
disciirrieudo que por luui aflijido que se 
encuentre un prójimo a cnuea de algnn pe- 
sar, siempre le es necesario comer a sus 
toras y tener cama en qué dormir, hizo 
cuanto pudo para remediar la dejadez de 
BU teniente. 

Encontrábase Alvar fumando uo cigar- 
rillo y mirando distraídamente los altos 
cerros qne tenia a su frente, cuando se 
aproximó a él Peralta j le dijo con cierta 
énfasis que acostumbraba usar cuando te- 
nia seguridad de que sus palabras produci- 
rían buen efecto: 

— Mi teniente, ya estií lista su cama. 

Alvar lo miró coo ajgtma sorpresa, pero 
conociendo cuan activo y despierto era, le 
contentó sonriendo : 

— Tamos a ver qué laya de cama me haf 
hecho. 

Estas palabras babian sido cambiadas 
en la puerta de la casita en que estaban las 
piezas destinadas para los oficiales de laa 
tres compañías del Setiembre. 

PeralUí condujo a su teniente a Una de 
esas piezas. Se encontraban en ella los 
equipos de algunos oficiales, y varios de 
éstos acostados en el suelo sobre una fraza- 
da y cubiertos con otra, en tan poco mulli- 
do lecbo se guarecían acosados por el exce- 
sivo frío. El único catre que habia en 
aqnella habitación era uno de tijeras ; sobre 
él vio Alvar extendida ana frazada que re- 
conoció como suya. Esto quería decir cla- 
ramente que ahí estaba su cama. 

Echóse Alvar con satisfacción encima 
del catre porque a pesar de los pensamien- 
tos que le tenian embargado el espíritu, no 
dejaba de sentT un penetrante frió. 

— ¿ Dónde has logrado encontrar catre? 
— preguntó uno de los oficiales que estaban 
acostados en el suelo dírijiéndose a Alvar. 

— Es Peralta quien lo lia buscado^ — res- 
pondió el teniente. 

— Este Peralta tiene un olfato de perro 
perdiguero... yo uo he podido conseguir ni 
un colchón y estol en este suelo tan duro 
qne ae me quiebran los huesos... 

Peralta, no sin cierta satisfacción de 
amor propio, contó que tenia en el pueblo 
un amigo a quien conociera el año ante- 
rior, y el cual le debia algo nos servicios, 
y en virtud de esto le habia prestado ese 
catre para su teniente, 

~TA tienes la Providencia en \í\ figura 



de Peralta,— dijo el oficial a Alvar cuando 
aquel hubo mido de la pieza. 

Echado encima del catre pndo entre^r- 
se el amante de Lucía con msia tranquilidad 
a sus pensamientos. 

Cuando fnó hora de comer, volvió a a¡»- 
recerse Peralta diciendo: 

— Mi teniente, ya está la comida- 

Y en efecto, traía nn plato en una mano 
y un cnbierto en la otra. 

Peralta sabia qne su teniente habia de* 
jado en Lima todo su dinero y que por 
consiguiente no podía irse a comer al ho- 
tel. Yiéndolo a pesar de esto tan poco 
preocupado de su estómago, resolvió sub- 
sanar aquel olvido por su cuenta. 

Pidió en el rancho la ración en crudo 
correspondiente a Alvar, y buscando una 
olla por aqní y un pedazo de leña por allá, 
puso en juego todos sus conocimientos en 
el arte de cocinar, y aderezóla comida 
que vino a ofrecerle. 



xvín 

Buscarse cabalgaduras.- 
ne quien fué la dama 



■S« supo- 
herida* 



I 



El dia siguiente como a las dos de la 
tarde, se encontraban en el departamento 
del hotel que habia seguido ocupando el 
coronel, éste y el mayor. 

— Estoi deseoso de saber, — decía el co- 
ronel. — si quedará el batallón guarnecien- 
do la línea por algún tiempo, pues en tal 
caso mandaré traer de Lima los colchones 
de la tropa y también el equipaje de Ic^ 
oficiales, porque sin esto se nos va a enfer- 
mar mucna jente. 

—Es verdad, señor; aquí el frió es ter- 
rible y la tropa no tiene más que una fra- 
zada y su capote para abrigarse, 

— Ño quise que trajeran más abrigo 
pensando qne Íbamos a pasar la Cordillera 
y que en tal caso el soldado debe llevar el 
menor peso posible. En laa na archas el can- 
sancio es mis temible que el frió. 

En ese momento apareció un individuo 
diciendo al coronel que pedían de Lima 
que acudiera a la oficina del telégrafo para 
conferenciar. 

Apresuróse el coronel a ir al Ingar h 
cado, en el cual por medio del telégr* 
eléctrico se puso al habla con los que 
llamaban desde Lima 



_ 77 _ 



Media hora mas terde regresó d coronel 
a la pieza donde había quedado el mayor y 
le dijo apenas entró r 

— No3 vamos para Tarma. 

— ¿Caándo, señor?— preguntó el mayor 
qne no se mostró admirado por la noticia, 

— Mañnna comenzaremos a marchar, 

-^Por fortuna en el tren que llegará es- 
ta tarde viene su caballo y el inio. 

— Detíian haberlos mandado anteayer en 
un tren i]ue iba a salir de Lima algunas 
horaa más tarde que nosotros; pero como 
fie resolvió que nos quedáramos en la linea, 
no vino ese tren* Avise a las compañías 
que vamos a marchar, para que los oficia- 
les traten de buscarse algún caballo o nui- 
la; pasar la cordillera a pié es asunto serio, 

— Difícil será que encuentren oabal^- 
duras, al inénos todoBt este pueblo es tan 
escaso de recursos y los oficiales son tan- 
tos que a lo sumo la miUid podrá acomo- 
darse, 

—Así es. La compañía que está en Ma- 
tucaiia y la que está en San Mateo llega- 
rán aquí por el ferrocarril mañana a pri- 
mera hora. Avíseles por telégrafo para qae 
sepan que marchamoa y traten de conse- 
guir bestias. 

Un momento después las tres compa- 
ñías sabían que al dia siguiente saldrían 
para Tarma. 

En todo el pnftblo no habría m:^ de una 
docena de bestias, entre caballos y muías, 
que pudieran ser adquiridas por compra* 
Todas laa que se veían, en su niajor parte, 
erai) ya del bagaje, ya délos pequeños des- 
tacamentos de artillería y caballería que 
ahí estaban de guarnición. 

De aquella docena de bestias la mitad 
Be componía de animales casi completa- 
naente inútiles, llegados recientemente de 
La Sierra y fatigados por el viaje, los cua- 
les seria muí difícil que pudieran volver a 
pasar los Andes sin quedarse en el ca- 
mino- 

En cnanto a la otra mitad, sus dneñoa 
tenían aquellas bestias para sn servicio y 
no querían deshacerse de ellas; o bien, ai 
consentían en venderlas era haciéndoselas 
pagar en más de su valor, 

Apenas tuvíeroD los oficiales noticia de 
la próxima partida comenzaron sus apnroa 

^. proporcionarse cabalgaduras* 

esde luego los que no tenían dinero 
.an ir preparando loa talones para tre- 
la Cordillera. 

demás, que no formaban el mayor 



número, corrían de un lugar a otro exami- 
nando algún caballo o unda, pero resulta- 
ba, ya que la bestia estaba lastimada, ya 
que se encontraba tan flaca j extenuada 
que se caía sola, o ya que pedían por ella 
más díuero do! di sponi ble- 
Cortaba uno el trato de nn caballo por 
encontrarlo lastimado, e ilm a tratar una 
muía y la hallaba renca; corría entonces a 
ver un macho de que le habían dado noti- 
cias^ pero lo querían vender muí caro o 
bien, lo habían vendido ya o no querían 
venderlo. 

Después de muchas idas y venidas, car- 
reras, afanes y trajines, algunos conse- 
guían tener cabalgadura. 

Se ofrecía otra cuestión entóneos: pro- 
porcionarse silla y freno. 

Nuevos apuros, nuevas carreras, nue- 
vos pasos, 

A varios les había alcanzado el dinero 
exactamente para pagar la bestia, de suer- 
te que no les quedaba para loa aperos, y 
con correas que buscaban por aquí y por 
allá y con fraaadaa trataban de acomodar 
la bestia de manera que pudiesen montar- 
se en ella. 

Los que tenían ya líato su animal se 
sonreían con satisfacción^ j loa otros se- 
guían dando vueltas y revueltas. 

Soler después de mucho disputar había 
conacgüído que un pal pero le vendiera en 
cuatrocientos soles una yegua tordilla en- 
sillada con una *'silla de cajón"; era ésta 
un suerte de silla en la cual loa muslos del 
jinete iban como en un cepo. 

Soler de pies en el umbral de la puerta 
de la casa que estaba habitando, dirijia 
escudriñadoras miradas a su yegua, y lue- 
go se acercaba a ella, le tocaba el pecho, 
le palpaba las piernas, la hacia dar algunos 
pasos, y despuci^ de su prolijo eximen que- 
daba siempre abrigando mil dudas sobre 
fii aquel cuadrúpedo seria capaz de cargar 
con su humanidad a traites de los Andes. 

Un fuerte BÍlbido que se dejó oír llamó 
la atención del capitán Soler, Lanzó ana 
postrera mirada escrutadora a su bestia y 
echó a andar hacía la eatacíon del ferro- 
carril fjue se encontraba a pocos pasos de 
distancia. 

Aquel silbido anunciaba la llegada del 
tren de Lima por el cual esperaba Soler 
que le viniera la contestación de la carta 
que había escrito dos días antea. 

Cuando el tren entró en la estación, el 
capitán ae hallaba en el andén y fijaba !a 



1 



— 78 - 



vista stcntíuneüte en loa j^anqaevfis r^ue 
veniaTi cu el tocho de lo.^ vagones. Entre 
ellos descubrió a su ensisario. 

Se aproximo a el tan pronto como se 
detuvo la Irkcomotora, j le prüDgautó : 

— ríKntregó usted la carta? 

— Si, señor, — contestó el mozo bajan- 
do del tren; — pero no eu \ñ calle de Ca- 
lonje, 

—¿Cómo es cao? 

—No estaba en Calón je la señora a 
qnien iba dinjida la eartn. Una sirvienta 
que liabia en la casa me dio laa seüas cIíí 
donde poihia eucoutiurla: era en Santa 
Teresa número 70, Fní ívlliL, y una niña 
que salió a recibirme dijo que la aeñíjni 
estaba enferma en c-ama y qne eila le en- 
tregaría la carU, í^e la di, y espere la con- 
testación. Al cabo de un i-ato regresó y me 
dio ésto.., 

Al decir lo último el mozo sacó del bol- 
sillo de su blusa nn sobre cerrado. 

Cojiólo el capitán prontíimente y se 
apresuró a abiirlo. 

El teniente Alvar había ocurrido tam- 
bién a la tstaciüu j se en cneontralia a nn 
paso de tras ríe Soler. Cuando vio í[Ue éste 
abria el sobre^ clavó en el sus ojos espe- 
rando que saliera de su interior otro con 
la contestación de Lucía; pero sintió opri- 
mírsele el pecho al divisar que de él sal i a 
solamente un pequeño pliego de papel que 
el capitán se puso a leer con atención. 

Apenas vi ó que coüoluia su lectura le 
preguntó con ansiedad : 

— ¿Qué le dicen» capitán? 

íSoler volvió la cara y divisando al te- 
niente pareció vacilar antes de dar la res- 
puesta. Por fin, como si tomara por fuerza 
una resolución, contestó designando con 
un dedo nna parte de lo escrito en el pUe- 
go de papel : 

— Lea usted ésto, teniente. 

Alvar levó a media voz lo siguiente; 

'*Sin poderlo coiaprender he leido repe- 
tidas veces el pilrrafo de su carta en que 
me habla de una pcrsooa llamada Lucía. 
No sé a quién se refiera usted. Por lo que 
me dice he vislumbrado se trata de ana 
persona que debe solicitar de mí algún 
servicio y aun venir a mi casa. Hasta aho- 
ra nada de esto ha sucedido; pero si ella 
acude a mí, tenga la seguridad de que 
haré cuanto me sea posible por ser a^- 
dable a usted cumphendo su encargo* ^ 



Estas líneas s ibrecojíeron al teniente 
f^ne al concluir de leerlaá »do pudo bal- 
bucir: 

— I Lucia no está en casa de Luisa! 

Sfjíer se sintió conmovido al ver la an- 
gustia que revelaba el semblante de Ah-ar, 
y buscó en su iraaji nación algunas pala- 
bras con que reanimarlo. 

— Ko ha ido a casa de Ijuísa, — le dijo; 
— eso lo dice claramente í}sta carta; pero 
por esta circunstancia no düt>e desespemr* 
se nsted; qnizd Lucia tiene alguna amiga 
a cuya casa se ha ido a refujiar, o bien 
habrá regrt^do a la de su familia dando 
alguna dÍHcul^ia por su ausencia ; cuando 
elia no M ido eu busca úq Luisa, es segu- 
ramente porque ha tomado alguna deter- 
minación que le ha parecido convenirle 
más. 

Alvar oia las conjeturas de Soler; pero 
sin jxíder dejarse tranquiUzar por ellas. 

--Usted, nipitan, — replicó, — vé las co- 
sas a travc6 de un prisma mni distinto del 
mior quién ni qné me asegura que I^ucia 
no se naja creido engañada y abandona- 
da por raí, y al verse sola, siiitiéud<JS0 de- 
sespci-ada, na haya tornada alguna terrible 
resolución... O bien tal vez su débil com- 
plesLon no ha podido resistir tan tremendo 
golpe moral y ha perdido el conocimiento, 
y se encuentra enferma y sola o en medio 
de jente extraña,,, 

Alvar se dejó caer sobre un banco de 
madera que habia en la estación y se en- 
tregó a una profunda desesperación mién- 
tnis las ideas más negras cruzalan su nien- 
te presentándole con sombríos céleres la 
suerte de Lucía, 

Algunas horas uiús tarde, siendo ya de 
noche y cosa de las nue^e o nueve j me- 
dia, en la habitación ocupada por los tres 
capitanes de las compañías del Setiembre 
que estaban en Ghicla, se encontraban ellos 
tres sentados al rededor de la mesa en unos 
cajones que les servian de sillas, 

— Hoi, — dccia Orre^o^^poco antea de 
saber que mañana partíamos, compré una 
botella de oparto en el hotel con la inten- 
ción de tomar nna o dos cepitas cada ma- 
ña ua. 

— Pero con el viaje se ha frustrado tu 
saludable proyecto , ^-d ijo Los tan; — puef 
supongo que no pensanis cargar con nuk 
botella de vino durante la marcha. 

— Claro estil que no ; llevaré para el f ri' 
una de piflco que hace el miamo bulto 



/ 



— 79 ^ 



calienta m;u^. En cnanto a la de oporto^ ho 
pensado con vellida en nn poncbij caliente 
que nos tomaremos esta noche con di raen- 
tado con n^.ba naditas de este par de limo- 
nos que acabo de comprai' con tal ñn, 

—Este Orrego suele tentar unas ideas 
mui íicepUblcs, — dijo Holcr, — Solo nos 
falta el agun, caliente- 

—A e£ita liortí ha de estar lii mondo jaj 
lia ce rato miindé calentar un jan^o al 
rancho, 

— ¡Querido Orrego! — csclaDió Lostan^*— 
tú te has propuesto nonijuistar nuestras 
jsimpatias j lo estáíi ccnsi guien do; no vaci- 
lamos en leconoeertG como el nub ex Láclen- 
te compañürü de campaña. 

Orrogo manilo en seguida traer el a^fua 
caliente y un momento despiies los tres 
jarros de lo 7.a (¡ue el día anterior compra- 
ra aquel capitán con el objeta de que 
bieíeran las veces de taxas, ee encontraron 
lltínos de ponctlie. 

Con e&te aliciente la conversación se 
hizo hugo sostenida, y n^itii ral mente vi^ 
jíieron lnes:o los recuerdos de la líltima no* 
che que habían pasado jtmtos en Lima, 

Orre^o habló de Elisa, aquella que esta- 
ba esít ncíche disfmzada de figuran La J que 
era su cjnerida* y Lostan pondei'ó la her- 
mosura de Blanca, de qnien ee deci^ ena- 
morad íh i mo auuque solamente un dia la 
babia risto y hablado* 

— Nosofcr<.ís, Lostan y yo, — dijo O r regó, 
dinjiéndüive í\ Soler, — hacemos recuerdos 
de n neutras compti ñeras de la noche de la 
despedida y tú nada dices de la india, que 
fué la Luya. 

— Es que yo, — - couteetó Soler, — estoi 
ocupándome de otra persona cuya salud 
me interesa mucho y de qaien hoÍ he teni- 
do malas noLicias : se cncueatra enferma. 

— Tal vex de melancolía por la ausencia. 

— Esta suposición, — replicó Soler son- 
riendo, — C8 lo que me puede consolar- A 
propósito; ^;sabe alguno de ustedes bicia 
qué lado se encuentra cu Lima la calle de 
Santa Teresa? 

—Esta cerca del cuartel de Santa Cata- 
lina, — eontestó Lostan, y anadió: — esa 
calle me hace recoixlar una arcntnra ípie 
no les he contado y qne me aconteció eu 
Ib misma noche de íjue estamos habí and o, 
precisamente cuando me dírijía a la casa 
'^"'^de tuvimos el baile de máscaras. Fué 

. aventura con sus ribetes de novelesca^ 

lance en que hubo dama desconocida, 
das, misterio y mucha quisicosa. 



Lostan notando la cunosíd.id que liabia 
dospei'tado eou su preáüibulo en sus dos 
compañeros, eojió su jarro de ponche y 
después de t^imar un Uago, comenzó a re- 
latitr lo que ya liemos contado anterior- 
mente; de como yendo él aquella noche 
por la calle de Calouje en un cairuaje, una 
dama dcsc;anocída llamó al cochero y ha- 
biendo admitido la oferta di I capitán pi- 
dió que la condujeran a la callo de Santa 
Tei'csaj y de como eu el trayecto se liabia 
desmayado al verse herida y, por fin, de 
como después de halK^r vuelto en sí y ha- 
ber sido atendida por tm médico , se obsti- 
nó en decir que no sabía quien la había 
herido. Todo esto lo refirió Lostan con 
todos sus detalles y ] normen ores. 

Cuatjdo hubo concluido sn relación, dijo 
Soler tratando de sonreír; nms, haciéndolo 
de una maneni mui forzada: 

^Veo, Lostan, que quieres hacerme 
una broman seí^nramentc es en cam)>io de 
la que aquella noche te hicimos con el dis- 
fraz de Blanca. 

— ;Yo, broma, a tí! — ^e^íelamó Lostan. 
con aso m Viro. 

— No te hagas el admirado; no has lo- 
gi'ado jugármela. 

~Tú eres el (]ue me estiís embromando 
a mí, pues no te comprendo. 

— Sabes finjir muí bien la sorpresa,^ 
replicó Soler sonriendo siempre; — ^pero no 
me la pegas; quien sabe de qué manera 
has logrado saber algo relativo a esa dama 
por quien me intereso y quieres hacerme 
una chanza. 

— Pues ahora te entiendo menos,., Sii 
poríjae la joven herida se llama Luisa y la 
persona a quien te refieres también lleve 
ese nombre crees que yo pretenda hacer de 
las dos una sola, te equivocas. . , ademíia yo 
no conozco a aquélla por qnién dices inte- 
resarte, ni sé su nombre, ni aun sabia que 
existiera antes de lo que acal>as de de- 
cirmc, 

—No es solamente por lo del nombre, 
sino también por otras cireunstanciasí lo 
de la hora y el sitio: aquello de comenzar 
la aventura eti la calle de Calón je y con- 
einir eu la de Santa Teresa... En fin, ha 
estado mui bien urdida la broma, te la 
aplaudo; pero no la trago... Lo que ahora 
te pido es que me digas cómo has podido 
ponerte al corriente de mis asuntos, ape- 
aar de que he guardado siempre la mayor 
reserva; ni siquiera babia pronunciado el 
nombre de Luisa en presencia de ustedes,-* 



1 



_ 80 — 



Bien díctin que nada se puede tener oculto 
«n este mundo.-- set^uramente eael tenien- 
te Alvar quien te ha contado al^o.„ aun- 
que é! tampoco sabe gran cosa,.. 

— No hables más,*- le dijo Lostan inte- 
rrumpiéndole; ^mientras más hablas miU 
en ayunas me quedo; lo único que puedo 
decirte C3 que cuanto te he contado es la 
pura verdtid; j como barrunto ljUc mi 
aventura puede ser de importancia para ti\ 
te doi mi palabra de que no te encaño, 

Reparando Soler en el aire Berio vU 
formalidad con que hablaba Lostan, cono- 
ció que no bromaba. 

— ¡ Entóncefl es ella, m Luisa la que eski 
herida!— exclamó como ai tratara de con- 
vencerse a ei mi amo- — ^No puede (siber 
duda, es ella; la hora, el sitio del suceso, el 
encontrarse ahora en la calle de Santa Te- 
resa número 70, el hecho de escribirme 
que eatii enferma en camu, todo hace creer 
que es ella misma; no puede ser otiu. Ádc:- 
mÚB la circunstancia de no querer dar 
parte a la policía de aquel crimen estiL de 
acuerdo con lo de ocultármelo a mí mismo, 
pues me dice que se halla enferma y no 
q«e está herida. 

Orrego y Lostan oian hablar a su com- 
I)afiero j sentiao vivamente picada ^n cu- 
rioflidad por saber qué clase de relaciones 
existían entre la dama lierida y Soler, 

— Comprendo,— dijo Lostan» — que mi 
joven desconocida y la Luisa que te inte- 
resa son una misma persona, y siento en el 
alma haberte dado esa desagradable noti- 
cia; poro al referirte mi aventíira no me 
imajinaba que iba a causaite un pesar* 

—Natural mente, además yo uo tengo 
sino motivos de agradecimiento para tí, 
pues mediante tu atención tu^^o ella médi- 
co y medicinas con prontitud. 

— Te muestras tan agradecido, — dijo 
Orrego qneriendo chajicear, — como si se 
tratara de tí mismo. 

^Mits aún. Ya que la casualidad les ha 
hecho conocer a ustedes una parte de mis 
relaciones con Luisa, prefiero que lo aepau 
todo, pues de esa manera se formariin us- 
tedes de ella mejor idea que la que indu- 
dablemente se estarán formando. Hace 
cosa de cuatro meses vi a Luisa por pri- 
mera vez: fué eu loe portales. Su vista 
produjo en mí la míis grata impresión. 
Desde entonces tomé la costumbre de ir a 
pasearme por los portales todos loa dias 
después de almuerzo hasta la hora de la 
llamada. Continuamente la encontraba; la 



veia ir de una tienda en otra, entrar y sa- 
lir, y yo trataba de cnizarme con eila 
cuantas veces podía. Cuando me i^roció 
que habia reparado en mí y que no me 
miraba con malos ojos, me resoíví a escri- 
birle. Yo sabia donde vivía ella, porque 
la babia seguido hasta su casa, y ^>or un 
muchacho de la vecindad supe su nombre 
y ijne vivía solamente en compañía con ku 
sirviente. Dos di as anduve trayendo en el 
bolsillo una carta escrita por mí; pero no 
encontraba oportunidad de dársela a Luisa. 
Fácil me hubiera sido remitírsela a su casa, 
pero temía comprometerla y enfadarla, 
porque habría sido necesario tener algún 
confidente y tal vez esto podria desagra- 
darla y echar por tierra mis esperanzas. 
Me decidí entonces » enviarle mi carta por 
medio del correo^ comunicándole en ella 
mi nombre y dirección para el caso de que 
contestara. Al cabo de dos di as de dudas 

Ír dubitaciones, recibí una contestación en 
a que ella me pedia que no la eiguiera¿por 
la calle ni pasara muí a menudo frente a 
su casa porque eso podria comprometerla* 
Naturalmente volví jo a escribirle, y man- 
tuvimos algún tiempo correspondencia por 
escrito solamente, hasta que despnes de 
mucho lidiar conseguí que me diera nn:i 
cita. Se efectuó ésta; nojB vimos y nos ha- 
blamos; pero no en casa de ella, sino en k 
calle, en im barrio apartado. Desde enton- 
ces continuamos hablándonos en diversos 
lugares para donde nos citábamos, porque 
en su casa, aunque ella es viuda y entera- 
mente libre, no podia recibinne por evíÉar 
chismes que no habrían escaseado, sobreto- 
do siendo yo militar chileno. Cuando nues- 
tras citas tenían lugar de noche, acostum- 
braba yo ir de regreso a acompañarla 
hasta una de las esí[uiuas próximas a su 
casa, sin entrar nunca con ella en la calle 
de Calón je, que era donde vivía, 

— ^En esa calle, — dijo Lostan mientras 
Soler hacia una pausa; — fué donde la en- 
contré yo, donde subió al coche yendo ya 
herida. 

— Aquella noche estuve yo con ella en 
un hotel hasta las once; nos des pedía moi 
por cnanto al día siguiente me venia yo 
para acá con el batallón. A esa hora nos 
fué pi^eciflo separarnos porque debía ella 
regresar a su Ciisa, pues no quería que ni 
aun su sirviente sospechara nada de nt - 
tros amores. La acompañé hasta la esqn i 
de la calle de Concha: ahí nos despcdiir , 
Yo la vi doblar la esquina y recuerdo s 



— 8Í- 



encendí nn cig^n-íllo, y peimanecí aLi 
cerca de mi minuto; tiempo sobrado para 
que ella llegam ü m casa. Eti sognidn me 
eché a andar liácia abajo dinjícndümc dca- 
pnes a la calle de 1 barcia qne fué donde 
tuvimos la fiesta j la cena. Ahom pueden 
ustedes adivinar fácilmente cuánta zozobra 
me causa la historia que lia contado Los- 
tan. La joven herida es Lnísa; b que me 
confirma aún mas en ejíta creencia ea que 
hoi acabo de recibir una carta de ella en 
qnc me dice que está euferma en casa de su 
madre j tjue vire precisamente en la misma 
calle j en la misma casa donde Lostan 
«ondujo a la herida, y en compañía de otra 
hija suya, que es sin dnda la nifia que vié 
Lostan, 

—Pero, — dijo On-e^o,— no debes afii- 
jirte mucho, puesto que la lierida ha sído 
íeve, j pronto so encontrará ella restable- 
cida. 

— De todas maneras, bien comprenderás 
cuan penoso es saber qne la mnjer a qnien 
uno ama ha sido maltratada, que se ha 
querido asesinarla sin que uno ae encon- 
trara ahí para protejeila y casLi^^ar al 
asesino, y sin pc*der acndir en su defensa 
cuando el. peligro qnizáa ann no cesado del 
todo. 

— Eaciocínemos un poco, — dijoLostau: 
- — ^¿qnién liitbrá sido el agresor? Si lográ- 
ramos saber esto podríamos fácilmente 
calcular si Luisa corre uñn algún peligro. 
Yo no creo que haya sido un bandido cual- 
quiera que quisiese robarle dinero o alha- 
jas: asaltos a mano armada con ese fin no 
se ven en las calles de Lima en estos tiem- 
pos- 

- — Yo tampoco creo tal cosa: el asesino 
debe haber sido instigado por otro mó- 
vil. 

— Por odio o por veuganza. 
—Tal vez. 

— ¿No sabes si ella tiene algún ene- 
migo? 

— Nunca me ha dicho nada a ese res- 
pecto , 

— Y^ sin enfadarte por lo que te voi a 
preguntar^ ¿ no has sospechado que tengas 
algún rival? 

—No lo creo, ni pienso qne ella fuera 
capaz de engañarme. 

-No es esa la cuestión; jo hablo de 
un rival desdeñado j celoso; loa celos 
■^en conducir a muchos extremos. 
-Recuerdo qne una vezhablaudo como 
una cosa sin importancia me contó 



Luisa qne un pariente suyo la había pre- 
tendido pr esposa poco después de haber 
enviudadoj pero que ella no habia admi- 
tido- Esto habia pasado mucho antes de 
qne yo la conociera, y parece que ese indi- 
viduo estaba ausente, y aun creo que me 
dijo que habia muerto i ello es que me ha- 
bló de él como de una persona qne no ha- 
bía vuelto a ver. 

— Hai nna cirCTinstancia qne llama la 
atención en todo esto,— dijo Lostan ha- 
blando con calma,— La mano del asesino 
no debió ser movida por un deseo de Incro, 
iino por odio, vengansia o celos. En cnal- 
qiiiera o cualesquiera de estos tres casos, 
Luisa debe saber quien fué el agi'esor, sí 
no pudo ver sn semblante en la oscuridad, 
debe por lo méuos haber adivinado quién 
es él Ahom bien: ¿por que no gritó pi- 
diendo socorro? ¿por qué no me lo pidió & 
mí así como me pidió qnc la condujera en 
el coche? ¿por qné estíindo sn casa a un 
piío de distancia se hizo llevar léjo^, a la 
de sn madre? ¿por qné no quiHO darme in- 
cicioíí para buscar al asaltador? 

— Torlas esas preguntas me las hago yo 
y no encuentro i^ué respuesta darme. Lo 
único que veo es qne el asesino ha quedado 
impune y en libertad para repetir su aten- 
tado; lo que indudablemente ha ri habiendo 
visto qne se frustró su primera tentativa. 
No encontrarme yo en Lima^ cerca de 
Tjuisai para de f tenderla y prott^jerla; esto es 
lo qne me desespera^ 

— íSin emlxirgo; no debes de temer que 
el hecho se repita, pues Luisa tendrá cui- 
dado de hallarse prevenida. La circunstan- 
cia de haberse ido a casa de su madre 
indica quizá que trata de ponera en segu- 
ridad. 

— Mientras tanto voi a quedarme con 
mis temores quién sabe por cuanto tiempo. 
Mañana partimos para La Sierra y durante 
la es pedición ni aun tendré noticias de 
Luisa : esa jncertidnmbre es la que mú£ m6 



Orrego que hasta entonces habia tomado 
poca parte en la conversación, limitándose 
aescncharj dijo; 

— ¿Eecncrdan ustedes qnc cuando está- 
bamos en la estación de Desamparados en 
Lima, mientras subía la tropa al tren nn 
individuo de sombrero de pita mii-aba mn* 
cho a Soler, y yo reparé en ello? 

— ¿A qné viene ese recuerdo? 

— Aquel sujeto bien pudiera tener al- 



9 



— 82 — 



goiia relación can g1 hecho de que s€ 
tratii. 

^i Siempre receloso como ffimso quo ea! 
— hIíjo Lo3tai2 por Orre^o. 

—A mí iDñ gnata fijarme en todo. 

Los tres capitanea continnaron haciendo 
deducciones y coujtturtis; pero siempre 
quedaban envueltos ea la duda- Xo tenien- 
do nnn base fija ea qné fundarse» todo no 
pasaba de meras auposiíciones con mayores 
o meiiorea vísofl de verdad: imposible lesera 
adivinar d mÓTil del asesino, ni menos 3n 
nombre. 

XIX 

En Casapalca. 

El di a siguiente, que era jnévca, debía 
comeuaar la marcha del batallón hacia I ja 
Sierra í decimos que debía comenzar por 
cuanto el viaje deade Lima hasta Obícla lo 
babia hecho por el íerrocarril, y sólo de 
este pueblo iba a principiar la niarclia a 
pié, 

Poi' la maáana llegaron en un tren las 
compañías que habían quedado en Matu- 
caua y Háu Mateo. 

LüS doce del día era la hora fijada pitra 
la partida. 

A liis nueve y media tomo so almuerzo 
la tropíi, y apenas estuvieron desocupados 
loa calderos y demás utensilios del rancho, 
fueron colocados en los lomos de dos mu- 
ías que con ese objeto había proporcionado 
el bagaje , y conducidas por los rancheros 
salieron aquellas bestias en dirección a Ca- 
sapalca, 

Partían ¿3os a esta hora para poder te- 
ner hecha la comida cuando llegáis la tro- 
pa, que saldría miis tarde. 

Esta primera jomada iba a ser has^ 
Casapalca, y puede decirse qne seria algo 
como un preámbulo, como un prefacio de 
las que t'^^udriau que hacerse los días sí* 
í^uientes. El ci Tonel la Iiabii llamado 
upreparatirajn al hacer el ítiucnirio en esta 
forma: 

Ij* jomaila (preparativa) de Chicla a 
Casapnlna, 

2.^ id- de Casapalca a Pachii chaca* 

3** id, de Pu chachaca a La Oroya- 

4."^ id. de La Oroya a Tarma, 

Antes de ks once de la mañana los po- 
cos oficiales que tenían cabalgaduras esta- 
ban ya prepar cuidólas. A unos les faltaba 



silla, a otros cíucha o nendíki: la silla le 
suplía con frazndas, alg-Uiias correas repre- 
sentaban el papel de cincha y algunoa li- 
lij^s o cordeles tomaban el carácter de 
riendas, 

Y a fe qne no merecian mejores jaece* 
aquellius desgraciadas bestias, pues caii 
tridas ellas terdan tan triste aspecto y tan 
descarnado cuerpo, que Rocinaote al fren- 
te de ellas habría parecido un cerdo ce- 
bado. 

También había en Chicla tinos poco* 
burros <|ue podían comprarse. Algunos de 
los oficíala que no tenian cabiillo los com- 
praron, no ¡«ira hacer el viaje en ellos, 
puei aquellos orejudos cuadrúpedos care- 
cía u por completo de fuerzas y resistencia 
para atnivesar los Andes con un cristiano 
encima del espinazo; siuo para echar sobre 
ellos el \)Gño de sus equipos. 

Los soldados tenían muí pocos prepara- 
tivos que hacer: pouerse la canana con sus- 
cien Cií]Tsnlas» colgarse al cuello el morral 
y la caramayola, y a la espalda el rollo he- 
cho déla frazEvln, o simf>lemeiitc <Eel rollo» 
como acostumbra llamarlo la tropa. 

Poco áütes de las doce se tocó tropa, y 
las compañías formaron. 

Algunos soldados que se había u enfer- 
mado eu esos tres dias fueron entregados 
al í]ue quedaba de jefe de la plaza para 
quf fueran remitidos a Lima- 

A las doce sonó la cometa, y las cinco 
conq>añfas del Setiembre que ahí CHtobsa 
formadas, oyeron los toques de <t atención, 
derecha y paso redoblado í^. 

E^^ta era la señal para ^romper la 
marchan), 

Y era la se ñu I para comenzar otra \'ida,. 
{}tru existencia llena de fatigas^ penalida- 
des y miserias. Era comentar la lucha del 
l>ié contra los inlpidoa desfiladeros, de! pnl- 
mon coutra el Horoche^ del estomago contra 
la;i ]nivaciünes; la lucha contiu ía lluvia* 
la nieve, el hielo, las tempestades... 

Las com]mñías emprendieron la marcha 
ni npaso de camiuü* siguiend<f una en pos 
de oti-a. 

Cuino lo hemos dichí^ antes, la jornada 
do e.se dia no iba a ser mui larga; doa o 
tres leguas de camino; en un teri'cno llano, 
aquéllo habría ti do un paseo; pero esta- 
ba muí lejos de ser llano el terreno ^"e 
se debía recorrer pmra salvar aquella 
taricia. 

üe Chicla parte híícia arriba un sene > 
qtiu va serpenteando por la quebrada ^^ y 



— 83 — 



si bascara el nacimiento de ella» y signe 
ja por su foado, ya por las faldas de los 
cerros que la fíjnnan, haciendo mil reco- 
dos y sabidas y bajadas, y atravesaudo 
varias veces el rio que corre por ella, el 
Eimac, qac en aquellas alturas uo trae to- 
davía mrfa que un redncido Cíxudal de 
:aguas. 

El pifio de aquel sendero estit constíuite- 
mente hiimedo y barroso, pues eu aquellos 
parajes llueve a cada momento y además 
vierte el agua por todas partes, ya sea por 
venas interiores, ya por lo que destila la 
nieve que cae a menudo. 

La mano del hombre La tmbajado ni ai 
poco en aquella via qtic eijtrue pacicu te- 
men te todas las siimosidadea del terreno: 
-a cada instante el viajero tíeue que subir 
para volver a bajar; estas con tín Lias subi- 
das y bajadas hacen doblemente ¡xísíwIü el 
camino. Sin esta circunstancia hai ya bas- 
tante que sabir para llegar desde'Chiela 
hasta Oasapalca ; ahora con esos repetidos 
Beños y hondonadas en que es preciso des- 
cender para volver a ascender, la subida fíe 
mnltiphca, y bien se sabe qne el reiX!char, 
el ir cuesta arriba, es lo que hace máñ fati* 
;goBO un camino. 

Uomo se vé, la marcha que ese di a iba 
a hacer el batallen Setiembre, aunque cor- 
ta debia ser molesta. Pero había un factor 
con el cual las molestias de ese viaje se 
convertían eu fatigas abrumadoras- era el 
sorocha. 

Aquellos parajes se encuentrau situados 
a má.s (!e cuatro mil metros, algo como 
o na legua sobre c\ nivel, sobre la sapcrti- 
cié del mar. Como cuanto máa arriba, me- 
nor es lü ]>resioii del aire, y éííte se hace 
más ralo» más flojo, más tenue, en la enor- 
me altura indicada, donde se encuentra el 
caminí^ de Chicla a Gasapalca, la raridad o 
rarefacción del aire es tanta, que apenas 
tiene la densidad necesaria para la vida 
■del hombre, quien respirando a todo pecho 
con gmn dificultad puede aspirar escasa- 
mente el oiíjeuo que necesitan sus pul- 
mones. 

Si un individuo se encuentra quieto eu 
■esoB lugares, no siente mitó que alguna 
molestia para respirar, cierta falta de aire 
que le fastidia un poco- Pero cuando hace 
movimientos, cuando se ajita, siente que 
€ le falta por completo^ que ie aho- 

I ene entonces que detenerse y respirar 
<: oda la fuerza de sus pulmones varias 
S " ^*^secutivas para proporcionarse ]a 



mayor cantidad de oxíjeno qne se le hace 
necesaria por el desarrollo de calor que le 
ha producido la ajítacion. 

Le basta aun hombre andar unos pocos 
pasos por aquel laa alturas para sentir este 
fenómenos le es forzoso detenerse para 
respirar < 

Esa rarefacción del aire es lo que llaman 
por allá el soroche. 

Eu los repoíhos es cuando sus efectos 
se sienten con mayor fuerza. 

A veces produce no solamente sofoca- 
ción siuo tai» bien agudísimos dolores de 
cabeza y fatigosos vómitos; hai ot^asioues 
en que hace caer al suelo a las personas, 
desvanecidas y arrojando sangre por las 
naricea y por loa oídos. 

Saliendo de Cbiela las compañías del 
Setiembre comentaron a marchar pansa- 
damente en dos illas* 

La guardia de prevención compuesta de 
vciuticinco hombres al mando de tm ofi- 
cio I, iba a algunos pasos detras, llevando 
por principal obligación velar porque nin- 
gún soldi\do se quedara en el camino. 

A poco aüdar la formación en dos filas 
se deshizo, pues pronto ae presentaron des- 
filaderos por donde la tropa tenia que pa- 
sar a la deshilada, uno por uno. Ademái 
los pulmones de todos los soldados no tie- 
nen como es natural igual resistencia, y 
aqnellos en quienes el soroche hacía mayor 
efecto retardaban el paso ni¡is qne loa 
otros. 

Cuando im individuo va solo por esos 
senderos, cada vez que le falta el aliento 
se detiene a respirar; pero yendo en un 
batallón no puede hacer ésto; le es forzoso 
marchar h^ista (pie se dé un descanso jene- 
ral, vSi se pwra un soldado en un desfilade- 
ro, impide el paso a todos los que van de- 
tras de él í de esa manera seria imposible 
que hiciera su marcha una tropa, puesto 
que siempre habría algún soldado cansado 
y nunca se podría avanzar. Por con si - 
giente todo el (jue se encuentra fatigado, 
que le falta el resuello, sintiendo que se 
asfixia, qne el pecho se le oprime y que la 
cabeza se le desvanece, saca vigor dcí fon- 
do de su alma, hace un esfuerzo supremo 
y llega a algún recodo del camino donde 
puede pararse algunos segundos a resollar. 

En laa marchas que hace un batalloii 
por cualquiera parte que no sea aquella u 
otras alturas semejantes, en las primeraa 
hora» todo va perfectamente bien, y es sólo 
al cabo de largo tiempo cuando comienza 



— 84 — 



la trofrt* a mostrar caiisancto j a quedarse 
en parte reza^mda; pero en aquellos sitios 
que recorria el Siitíenibre, como no ea el 
cansancio natura!, sino el soroche lo que fa- 
tiga a la jeiite, desde los primeros momea- 
tas la fatiga ae pintaba en el semblante de 
los soldados. 

Luego empezaron a aftcarae el rollo de la 
frazada que llevaban a la espalda para col- 
gárselo al cuello, y a cada momento el 
morral y la caramayola <]ue llevaban al la- 
do derecho, los cambiaban al izqixierdo o 
viceversa, dejando descansar un hombro 
para cansar el otro. 

El coronel iba a la cabera del batallón 
y cada media hora daba nn pequeño des- 
canso a la tropa. Los soldados se sentaban 
en el snelo o 8e añnnaban en el cerro que 
en casi todo el camino hacia el efecto de 
una enorme pared, y respirabati crjn fuerza 
como sí quisieran almacenar aire eu sus 
pulmones para continuar la marcha. 

A menudo miénti^as caminaban el coro- 
nel al encontranie en algún lugar alto toU 
via la cabeza hacia atrás y podía ver uua 
larguísima hilcm de soldados q«e lano en 
pos de otro trepaban por el desfiladero con 
el cuerpo encorvado por la fatiga, la boca 
entreabierta para resollar con menos difi- 
cultad, la mirada sin brillo por el cansan- 
cio y demostrando en sus semblantes la 
mayor extenuación, y que avanzalían con 
grjín trabajo adelantando pausadamente 
8U3 piernas. 

Hemos dicho esto de los soldados; pero 
debemos agregnr que los oficíales, salvo 
unos pocos, se hallaijnu en iguales circuns- 
tancias. Era corto el número de los que 
habían conse^ido cabalgadura. 

Continuamente se oían las voces de los 
oficiales diciendo a algún soldado: 

—Avance, 

— No corte las ñlas. 

Y los soldados jadeante avanzaban co- 
mo podían. 

Afortunadamente la Jornada de aquel 
día era corta- 
Una parte de la tropa conocía aquel ca- 
mino por haberlo recorrido el año anteriorí 
los que la componían j eran interrogados 
por loa otros con frecuencia desde cuando 
aun iban por la mitad : 

— ¿Pilucho nos falta para llegar? 

— -Bastante ; vaEiios en la mitad. 

O bien, más tíirde: 

— ; Muchas puntas de cerro tenemos que 
pasar? 



— Algunas; en llegando a una puntilla 
colorada estamoi cerca de Casapalca. 

Y los soldados al doblar cada seno de 
cerro tendían la vista esperando colnmbmr 
la puntilla colorada i|ue para eUoi veuía a 
ser no faro. 

E^ias eran hu únicas palabras qae se 
pronunciaban, pues la marcha se hacia en 
medio del silencio oblz^do por el soroche 
que hace fatigoso el hablar. 

Por fin sü divisó la puntilla colorada; 
pero auti faltaba un buen trecho para lie- 
^ar a Casapalca. 

Poco después de las cinco de la tarde 
arribo a ese lugar 3a cabeza del bata- 
llón. 

Mas, esta vez el batallón se había con- 
vertido en una serpiente de fenomenal lar- 
gura. La calieza llegó a Casapalca; pero 
la üola... venia lejos todatia. 

Los soldados en qnienes el soroche lia- 
f^ía hecho más efecto no fueron capaces de 
marchar al paso del batalloa. Teman que 
venir haciendo continuas pamdillas y para 
ello se hablan metido en algún recodo del 
camino hasta que pasara el batallón. 

La guardia de prevención que caminaba 
a retaguardia era la encarí^^ada de hacer 
avanzar a aquellos rezagados. El olicñil que 
la mandaba tenia órdeu terminante de no 
dejar ninguno atrás* 

Aquellos infelices completamente exte- 
nuados pOT el soroche apenas podían andar 
con mucha lentitud: a los mis fatigados 
era preciso muchas veces aliviarlcR del peso 
que llevaban consigo: un soldado de la 
guardia les tomaba el morral, otro el tollo, 
a pesar de que éstos ya tenían bastante 
divefsiím con cargar sus propios equipos; 
pero lo hacían de buena voluntad por de- 
sahogar a uu compañero y también por 
conveniencia, queriendo llegar al aloja- 
miento antes de que se hiciera de noche, 
pues con la oscuridad se hacía mucho más 
pesado andar por esos desfiladeros, j 
hasta peligroso por cuaiito era fácil despe- 
ñarse. 

Por más que el oficial de la guardia ra- 
bió y gritó como un energúmeno para 
aguijar a los rezagados, sólo después de las 
siete y estando ya completamente oscm^o 
pudo llegar a Casapalca, 

No se crea que Casapalca es alguua vi- 
lla, pueblo o villorrio; nada de ésto; - 
simplemente un lugar donde se ensancl 
un poco la quebrada y en el cual hai ui 



i 



~ 65 ^ 



posada qne mre de alojainieiito a Iüs que 
van a jtasar la Cordillem, 

Eaa posada a la qae aii duefio le da pom- 
poBauíeute el nombre máa modeino y ex- 
tmnjtiro de hotel, es una pequeña casita de 
madera con pieziía pvU^ el hospedaje de 
di es o dcK:e ^' i ajeros. 

El clima de Casapalca es mucho idíís 
crudo que el átt Chicla; es nmjor el frío 
y el Hüroche, lo que ea mui uatuml puesfeo 
que Be eucaentra máa próxima a la Cordi- 
llera, y que puede decirse que está dentro 
de ella misma* 

No ee ve por ahí otra i^ejetaoion que 
una planta del rails meug^uado aspecto, 8e- ^ 
niejante al ramaje de uua escoba, que por ' 
allá sueleu llamar ^^íz/iT! y ^lue los chilenos 
coüocian por coirath 

Cuando llegó el Setiembre el rancho 
estaba ja listo. Los rancheros que habían 
venido adelante lo tenian preparado. 

Después que llegó la guardia se pasó 
lista píira ver si faltaba al^un moldado. En 
seguida quedó la troj^a libre para dop 
luir. 

Esta era la gran cuestión del mo* 
mentó. 

En unas piezas contíguaa al hotel y al- 
gún otro lugar techado podían caber a lo 
sumo ciento cincuenta bombrtü, acomo- 
dándose como saben hacerlo los soldados 
coando lee es necesario; esto es acostán- 
dose allegados unos a otros y apretándose, 
efitrujáudtpse, v recojíeudo ks piernas para 
ocupar ei menor espacio posible, j aun 
sentándose en el snelo a piernas cruza* 
das como las mujeres en la iglesia, 

Quedalian por consignienti; cuatrocien- 
tos cincuenta hombres que tenian por le- 
cho el suelo barroso j por techado las 
negras nubes que constantemente dejaban 
caer sobre ellos una menuda llovizna j al- 
gunos copos de nieve. 

En tales condiciones debían soportar el 
intensísimo frió de la noche y crear fuer- 
zas para la marcha del dia aitruiente, que 
era cruzar las cumbres de los Andes, la 
máa rcicia de las jomadas para llegíkr a 
TaiTUQ. 



TjOS jefes y los oficiales se encontraban 

el hotel; lo llamaremos así por seguir 

ostumbre de su dueño, 

■as ocho o diez camas disponibles f ue- 

ocupadas por los que anduvieron más 



vivos, Toa demás ae alojaron en la pieza, 
que servia de comedor. 

Al lado de ésta habia otra más pequeña^ 
en el fond<i de la cual se veia un reducido 
mesón y un estimte con algunas botellas; 
en el medio se hallaba una chimenea. 

— ¡ Panuíatitas! hace un frío mui regu- 
lar, mi coronel,— deeia a cae jefe el posa- 
dero, un austríaco que parecía mui eatís- 
feeho al ver su establecimiento lleno de 
pasajeros, y poniendo una silla a! lado de* 
la chimenea, anadia:— siéntese aquí junto 
a la candela,., cerraré la puerta por el 
frió,., 

— Xo haga tal, — ^replícd el coronel sen- 
tándose;— si cíeri-a usted la puerta nos so- 
focamos con el soroche; es preferible so- 
portar un poco más de fiio. 

Esto tenia lugar después de !a coEnida, 
que fué corta, pt'imemmente porque llegó 
a su fin con el segundo guiso, y en segui- 
da porque el coronel se apresuró a levan- 
tai^ de la mí^i para dejar a otro sa aitio^ 
pues por híi dimensiones de la me.sa sólo 
una tercera p^ríe de los oficiales podía sen* 
tai"se a la vez en su rededor*. 

— Echaré más chamiza a la chi minea, — 
dijo el posadero, 

— Échele toda la que pueda. 

Crece en Lis cercanías un pasto que 
apenas llega a tener dos o tres ceutí metros 
de altura ; sus raices son un poco mas lar- 
gas y se enredan y amalgaman con la^ 
tierra, fonnando algo como una f^ruejia 
coatra, E.-^o se corta en pedazos semejante* 
a nn ladrillo y se dejan secar pai'a servirse 
de ellos como de im combuBtible al cual 
dan el nombre de vhamjMt. 

— Acerqúense al fnegOT^^i¡jo el cxiro- 
nel dirijiéndose al mayor y a algunos ca- 
pitanes que estaban ahí í^-aproximen sus 
sillas. 

El mayor y dos o tres capitanes se sen- 
taron al rededor de la chemiuea, 

— íja tirada de mañana es la más respe- 
table, — dijo el coronel rompiendo con un 
fierro los pedazos de champa que demora- 
ban en arder, 

— Siete leguas, — contesto el mayor, 

— No es nada la distancia, sí no la clase 
de camino, 

— ¿A qué hora saldremos, señor? 

—A las cinco de la mañana. Es preciso 
pasar la parte más alta de la Cordillera 
antes de las doce, porque a esa hora hai 
jeueralmeiite tormenta, o por lo mcnoa 
fuerte nevada. 



— 86 — 



— Asi, mi co ron ül,— dijo el ¡xisadero 
que cstalm. ea el mesón;— liai que llep^ar 
temprano a Momcocha-,. a medio día cae 
mucha nieve y ipamcatítaB! no hai que 
jugarse con ella. 

— ^¿A quó distancia cata de aqní Moro- 
üocha? 

— Tres legnae. 

— ^De subida? 

—La mator parte, 

—Y habrá luils soroche que aquí, paca- 
to quü hai mayor alturap 

— 8i, pues, 

— Ya tendremos diversión mañana. 

El comuel dijo ésto ([neádudose nu 
momento pensativo, como ai ya estuviera 
viendo en su imajimiclou la larga hiJera 
de soldados tiue rendidos por la fati^s^a se 
ari'aatraban penosamente por las montañas 
cubieitsts de nieve. 

Tan pronto como terminó la comida, 
los ofieialeíi comenzaron a hacer tender en 
eJ piso del comedor, y algunos encima de 
3a mesa^ las frazadas que debían servirles 
de c^ma. 

El lecho era duro y el abrigo poco; pero 
eon la caminata del dia no faltaba sueño. 

Ki tampoco faltaba eutre Jos oficiales el 
bnen humor para hacer bramas a pro- 
pósito de las mismas molestias que sa- 
inan. 

Todos se acostaban vestidos o a lo máa 
se saeaban los zapatos, pues el frió que 
Hacia DO era para desnudarse sin tener uii 
buen lecho* 

— ¡ Paracatitas ! — decia un oficial reme- 
dando la entonación con que el posadero 
decia a cada instante aquella pdabra,— -- 
€Ómo aprieta el frió ! 

— Tcügo los pies que no los siento de 
helados, — replicaba otro. 

— Menos los siento yo, que creía estar 
restregándomelos cíui las manos para calen- 
tarlos... y ahora vengo a apercibirme de 
que loe que sobajaba erau los pies de 
I)iaz..* 

— ¡Paracatitas! con la mentira gran- 
del 

Todo esto era motivo de risas- 

— Muí mal servido está el hotel de 
Paracatitas; acabo de preguntar si han he- 
cho helados... y no hai*., 

— He encontrado un buen remedio para 
BO hallar la cama dura. 
—¿Cuál? 
— ^No acostarse. 



E! teniente Alvar era uno de los que 
ahí estaban. Tendido sobre una frazada, 
tapado con oti^a y a^yando la taibeza en 
Hu iQüí'ral que le servia do almohada, oia 
las vo0^ de sus compiañeros y aunque no 
tomaba pirte en la charla, aquella bulla 
le distraia un poco de sus pensamien- 
tos. 

En una peqtieña habitación que estaba 
casi totalmente octipada por dos catres 
entre los cuales ai>énas liabia espacio para 
que pasara una persona, que tales eran los 
alojamientos del hotel de Casapalca, estar 
han los capitanes l/ostau y Soler. 

Anilíos se habían acostado ya, cada uno 
en una cama. 

— Todavía te veo taciturno,— decia Los- 
tau; — no tienes motivo; Luisa estará casi 
enteramente sana de su herida. 

—No es eso lo que me aÜíje, sino el te- 
mor de que sea otra vez agredida. 

— iBahlyatelo he dicho; ella tendrá 
bneiL cuidado de ponerse a salvo < No ha- 
blemos más de eso; pensemos en lo que 
hemos andado y en lo que nos í|iieda que 
andar. Piensa en tu jegaa tordilla, que la 
he visto con mui pocas ganas de trepar la 
Cordillera. 

—Efectivamente, contestó Soler dan- 
do crcgua a sus penosos pensamientos,-— 
creo tjue ese animal va a dejarme en la 
mit^d* 

— Bi^eno será que alcance hasta la mi- 
tad y no te deje tn el principio. Yu estoi 
pasando ¿sustos con mi ínula, y te aseguro, 
sin ofender con ello a Blanca ní a ninguna 
otra, que en este momento m;ís me preocu- 
pa mi mnla que todos loa amores habidos 
y por haber: cada cosa a su tiempo--. 

— ; Al fin te oigo hablar razón ablemen- 
te! — exclamó entrando a la habitación 
otro oficial que ei*a el capitán Aliaga; — 
cada cosa a su tiempo: me alegro de en- 
contrarte en tan buenas disposiciones para 
el objeto de mi venida aqní, que es el 
de hacerles una pregunta y una adver- 
tencia. 

— Vamos a ver; comienza por hacer la 
prengunta- 

— Es ésta: ^qué eoeavi^ qué comestibles 
van ustedes a llevar para el viaje? 

— La pregunta es como tuya. Llevi*. 
mos carne cocida o asada, que ea lo liní- 
que se puede tener por aquí. 

—Corneóte. 



— 87 — 



— Sepamofl la advertencia ahora. 

— Es la BÍgTiientG : yo voi a llevar en mi 
morral exclusivamente laa mtiniciotití» de 
booa necesarias para la miü, v durante la 
marcha jo dejo de ser el capitán Aliaga 
para convertí ruie en iJnan OroKOO, cnau- 
do como no conozco. s Esta es la adverten- 
cia; supongo que ngtedcs la babriín com- 
prendido. 

Aliü^b había dicho todo esto can nn 
acento de cómica gravedad, j viendo que 
sns compafierofl reian, río también y aña- 
dió tratando de ponerse sérío: 

— Aíini todos noa conocemos perfecta- 
mente bien y salvemos lo que somos en los 
viojes; no es estala primera marcha qtic 
baoemos con el liatallon* Hai muchos ofi- 
ciales que pumiuente por dejadez no llevan 
nada pam mascar por el camino, y una 
"Vez andando, en ando el estómagn tjomíen- 
za a gritarles, principian ellos aalleí^arse a 
los que se lian dado la pena de llevar al* 
gnn comistrajo, y el iufelin por no ser mal 
compañero tiene que poner a ración su 
bocíi y Tiiciar su morral para repartiim; 
con ellos. 

— No necesitaba haberte oido este dís- 
enrso para sainar íjue eres un tragaldabas- 
pero te cn^nentro razón ; es cierto lo ijne 
dices. 

Ya eiTin como las diez de la Jioche y a 
pesar del frió y de la nieve qne estaba ca- 
yendo, Aliacra Sídió del hotel y se dirijió 
al rancho donde estaban cociendo Jiun 
cantidad de carne qne debía repartirse a 
la tropa al tiempo de marchar para qne la 
llevara en sníi morrales L-omo ab mentó 
dnrante la caminata. 

El objeto de su visita era ^er si sl^ ha- 
llaban preparados ya los fiambres que c! 
liabia encargado y con los cuales espera- 
ba entretener el diente en la próxiiim jor- 
nada. 

Algunas horas después todos dormían; 
pero de cuando en cuando algunos des[>er- 
taban mortiñeados por agudísimos dolares 
de cabeza producidos por la rarefacción 
del aire, y düsafiando el frío tenían que 
levantarse y salir de la habitación en que 
se encontraban pam respirar el aire libre, 
único modo de alivíai^se un poco, sino del 

tropa que dormía o, para hablar con 
^1' exactitud, que estaba acostada a 
' descubierto, pudia respirar con me- 
^"^ cuitad í pero por g^recerse del frió 



y de la nieve 8e ponían algún pañuelo so- 
bre la cara, y entóncea comenzaban a so- 
focarse coa el soroche; se lo quitaban: 
sentían nuevamente los efectos del frió y 
la nieve; volvían a cubrirse la faí!;yea 
ese ejercicio pasaban la mayor parte de 1^ 
noche, de aquella noclie en la cual mií* 
que nunca lea habría convenido nu tran- 
quilo sueño qae les diera vígor para la 
próxima jornada. 



XX 

El paso da los Andes, 

A las cuatro de la mañana ac tocó diana 
y los soldados se levantaban sacudiendo 
sus capotes y frazadas blancos de nieve, lo 
cual en medio de la oscuridail dal>a un as* 
pecto fantílatíco a a^ncl movimiento. 

Las compañías formaban y loa sarjen- 
tos primeros de ellas pasaban listií (ide me- 
moria w por falta de luz para leer en el Ü- 
bro en que tenían anotados los nombre» 
de los soldados . 

Como era de esperarlo, varíoa individuo* 
de tropa amanecieron enfermos: fueran 
estos como treinta, y también dos oficiales- 
Hablamos sólo de los que se encontra- 
ban completamente imposibilitados para 
proseguir la marcha, pues si todcís hubie- 
ran sido sometidos a un examen medico 
ni la mitad habría reanimado brillarse eu 
tan buen estado de salud como pocos día* 
lintüs. 

— Dejaremos aqní a los enfermos para 
que rejíresen a Lima, —dijo el coronel di- 
rijiéndose al mayor;— y é¿itoa serstu loa úl- 
timos que se queden, pues mis adelante 
no tenemos donde dejar a los qne se en- 
fermen y halirá qne marchar con ellos, la 
ctial m nua de las mayares molestias para 
una expedición. 

Dentro del botel los oficiales hacían que 
sus asistentes formaran un rollo de sus 
frazadas, y los que tenían cabalgadura la 
mandaban ensillar. 

El posadero iba y venia, ya recibiendo 
el pago que le hacia cada oficial que habia 
recibido hospedaje, ya sirviendo café a loa 
que lo pedían ; todo en medio de nn dilu- 
vio de ¡ paracatitasl qne le brotaba de la 
boca* 

Uíi practicante que marebaba con el 
batallón tenia su botiquín abierto y varios 



i 



— 88 — 



4>fi cíales acudían n el pidíáiidole un poco 
de álcali voUtil para llevar diimute k tra- 
vesía do la cordíllem oon el objeto de aspi- 
rar su olor en caso de sentirse atacados por 
el soroche. 

Tfxlo esto dabíi Itigítr a muchas idas y 
venidas, y siendo tan reducido el espacio 
que había en el hotel y tarttos los oficíales 
y asisí^ntes, se daban con los ornios y se 
topaban nnoa con otras al hacer cualquier 
movimiento. 

Tan pronto como se pasó lista la tropa 
acudió al mucho a tomar el cafe y el cal- 
do en que habíat) cocido la ración dti car- 
ne de aquel día; un [Xídazo de ésta se le 
daba a cada individuo pam que la gnaráa- 
ra en su raorrah 

—Apure, mayor, que se nos va la ma* 
llana,— decía el coronel, 

Y el mayor llamando al ayudante le 
decia; 

^Quc se apresure la tropa en tomar m 
ranchcf, y avise ustcid en cuanto concluya. 

Pocos minutos antes de las cinco, el 
ayuílant* dió parte de que el rancho esta- 
ba ya repartido. 

—Haga tocar tropa, — le dijo el co> 
roneb 

A este toque las compañías formaron. 

Los que tenían caballos u otros cuadra* 
pedos que hicieran las yeces de tales, mon- 
taron en ellos, y cada uno tomó su colo- 
cación. 

Yeinticinco hombres al mando de un 
oficial partieron desde luego a la descu- 
bierta llevando orden de marchar tres o 
cuatro cuadras a vanguardia de la cabeza 
del batallón. 

Un número igual de jcnte tpie compo- 
nía la guardia de prevención, como el día 
anterior, debía ir a retaguardia. 

El coronel seguido de sus cornetas pasó 
a colocarse a la cabera del batallón e hizo 
tocar marcha. 

Todavía no comenKaba a aclarar; pero 
en las primeras cuadras no era el camino 
muí malo y se podía caminar a pesar de la 
oscuridad siguiendo cada cual tras de la 
sombra del due iba delante de él, que al- 
canzaba a columbrarla merced a cierto dé- 
bil reflejo producido por la nieve. Dos iru- 
chachos cornetas que iban a la cabeza 
seguían las huellas impresas por la descu- 
bierta, y ésta había marchado como Dios 
le ayudara, encontrando el camino a fuer- 
za de dar traspiés y ttí)pezones. Pero llegó 



un momento en que comenzaba un desfila- 
dero y no podía atinar con el paso. Hubo 
de (juedarse ahí ha&tsk que fué alcanzada 
por la cabeza del batallón- 

í.íyendo el oficial de la descubierta que 
el batallen se acei-cal^a, quíao bacer uaa 
nne\Ti tentíitiva para hallar el camino; dió 
algunos pasos en una dilección que le pa- 
reció conveniente; pero reuní tó no serlo, 
pues pisó en un lugar resbaladizo y resba- 
lando fué sin bailar de qué pescarse hasta 
que llegó a un cbarcOt pantano o cosa pa- 
recida donde quedó sumerjido hasta las 
rodillas. 

Jba a lanzar nna exclamación de cólera, 
cuando sintió que uno de sus soldkdos que 
siguió sus huellas cmyjó a su lado. A pesar 
del di Sitúate sintió ganas de reír y gritó: 

—¡Basta! no se vengan todos para acá... 
no crean que estoi nani bien. 

En ese momento oyó la voz del coronel 
que preguntaba; 

—¿Porqué no avanza la descubierta? 

— No podemos bailar el camino, señor; 
— contestó el oficial. 

El coronel no se mostró disgustado por- 
que ya esperaba ífueesto sucediera y había 
logrado mientras tanto avtujzar algunas 
cuadrfls. Ademfis una débil claridad co- 
menzaba a anunciar la venida del día. 

Al cabo de unos diez minutos hubo la 
luz suficiente para ver que en ese lugar 
principiaba un desfiladero de repecho , y 
continuó la marcha. 

A medida que crecía la luz se aparecía 
ante los ojos de los soldados del Setiembre 
la enorme mole de los Andes, blanca de 
nieve, maje&tnosa, inmensa, i m perturba* 
ble, y a la vez tremenda, formidable, ame- 
nazante; parecía querer infundir pavor y 
espanto a los que osaran hollar bu nieve 
eterna con sus propios pies, no con el cas- 
co herrado del caballo, sino con la sencilla 
bota del soldado- 
Alzaban todos la cabeza para admirar 
aquel grandioso espectáculo, aquellas mon- 
tañas blancas como una visión fantástica 
que se elevaban casi encima de ellos y cu- 
yas empinadas cumbres se peidian entre 
las nubes. Las contemplaban todos y tal 
vez cada cual sintiéndose ya angustiado 
por el cansancio se preguntaba interior- 
mente si tendría suficiente vigor para 11^^ 
^ar hasta la cima, para subir, para ascei 
der hasta internarse como ellas ea h 
nubes que ocultaban sus picos* 

¡Y era preciso hacerlol era necesario e: 



~ 89 — 



contrar fuerzas I era necesario llegar haata 
Ja metal 

CoE la luz del dia se pudo ver también 
el aspecto que presetitaba Iii tropa. 

Casi todos los soldados haliian liecLo en 
aus fr^vzadas que erau rojas un corte de 
una media varaj y se las ponian al cuello 
como una. manta o pouchoí de esa ma- 
nera sentían menos su peso, y se abrigaban 
a la vez. La mayor parte llevaba sus rifles 
a discreción sobre un hombro, y otros co- 
jíaulo de la mitad con una mano que de- 
jaban colgar. 

Una buena porción de los oficiales iba 
con mantas. Entre éstas habia gran va- 
riedad: de vicuña, de pmo, de algodón, de 
lana, de baveta, y dtí toda clase de colores 
y dimeEsioucH. Algunos habian sustituido 
el kepis por un sombrero, prenda mas ade^ 
cuada pimías lluvias y nevadas, 

Ea muí común oír contar las penurias 
de su viaje a los pasajeros que atraviesan 
los Andes montados en sus buenas muías 
y llevando el abrigo y demás accesorios 
convenientes; hablan muí largo de sus fa- 
tigea y penalidades, y no les falta razón. 

Ahora bien; entre pasar la Cordillera en 
esas condiciones y pasarla a pié» hai íiiénoa 
diferencia que entre cruzar una bahía en 
una embarcación y cruzarla a nado; e! uno 
\3^ muelle mente sentado en la popa de un 
bote y el otj'o tiene que fatigarse para 
mantenerse a flote, tiene que luchar coa 
las olas para avanzar y corre el peligro de 
que si le faltan las fuerzas se sumerjirá en 
las agaas y perdei"á la vida. 

Además los soldados del Setiembre al 
tRtsmontar a pié loa Andes tenian en su 
contra la desventaja de llevar coosigo el 
gran peso de su equipo y armamento: la 
[^ramayola^ el morral, el rifle y la canana 
con cien cápsulí^ a bala. 

Durante las primei^as boinas la marcha 
del batallón faé parecida a la del día an- 
terior, teniendo en cuenta que hallándose 
a mayor altura el soroche era Ut ai bien ma- 
yor y lo mismo el frío. 

Los deañladeros se hacían cada ves mdiS 
p«ndientes y escabrosos. 

Estaban ya en el nacimieuto de la que- 
brada. Ahí ésta se reducía a unas grandes 
he^'^eduras las cuales iban disminuyendo 
hi \ cumbre de las montañas j que unidas 
y tinuadas semejaban una colosal mu- 
ra 

' el fondo de esas hendeduras baja- 



ban precipitííndose y formando capricho- 
sas cascadas alguuos arroyos de agua cris- 
t:dina recientemente destilada de la nieve, 
Ei'an ellos el oríjen del Himac. 

En esa parte el estrechísimo camino te- 
nia í|ue ascender con mayor rapidez que 
hasta entonces para elevarse hasta la cima, 
pues como lo dejamos dicho ahí los Andes 
forman la muralla que divide las aguas 
que vienen hacia el océano Pacífico y las 
qne van al Atlántico* El sendero snbia 
formando língulos., y a veces casi perpen- 
dicularmente, buscaudo las sinuosidades 
de las rocas y hallando paso por los linéeos 
y rasgaduras que habia heono en ellas la 
naturaleza. 

Aquella era tal vez la parte más pesada 
del camino. 

El soroche se hacia cada vez más inao- 
portahlo. 

La tn>pa mi rebaba a la deshilada, 

Era verdaderamente triste, conmovedor, 
volver Li cabeza atrás y ver hacía abajo 
una larguísima hilera de soldados en vncU 
tos en sus frazadas rojas, encorvados, ago- 
biados por el cansancio, dejando una dis- 
tancia de una o dos varas uno de otro, 
moviendo trabajosamente las piernas y 
deteniéndose a cada instante para respirar 
con fuerza el aire enrarívoído de aqneliaa 
alturas qne no alcanzaba a satisfacer laB 
necesidades de sus oprimidos pulmones- 

Con el cuerpo entumido por el frió, in- 
cierta la mirada, la boca entreabierta, el 
pecho resollando aceleradamente con el 
estertor déla agonía, el aliento convirtién- 
dose en pámpanos de hielo al tocar los bi- 
gotes, y todo el semblante demostrando la 
mayor extenuación; empuñando el rifle 
con la mano crispada y afirmándose en ¿I 
como en un báculo, avanzando unos pocos 
pasos, deteniéndose para respirar y vol- 
viendo a avanzar nuevamente con áusiaa, 
como sí quisiera devorar el camino, 

TjOS más vigorosos y esforzadas pasando 
delante de sua compañeros, y éstos hacien- 
do inauditos esfuerzos para no dejarse 
adelantar. Algunos, los más abatidos, de- 
jándose caer en un recodo del sendero; 
oífos desvautcidoB por el soroche, con náu- 
seas y arcadas o arrojando sangre por las 
narices. 

En medio de sus fatigas su principal 
anhelo era mirar hacia adelante, hácta ar- 
riba, ver cuánto faltaba para llegar a la 
cima; pero aquellos rocallosos montes son 
mni engañadores ; cuando se ha llegado a 

10 



— 90 — 



la cnmbre de uno, se divisa otro que pare- 
ce surjir repentinamente y que también 
hai que trasmontar. 

Los df^síiladeroíi tienen ahí con frecaen- 
cia a su IskIo precipicios insondables. Hai 
que íifirmíir el cansado pie on la nieve con 
muclio tino para no realmiar* 

La inuyor paite de loa oficiales que no 
teninu cabalgaduras, méti03 acostumbrados 
ellos j poi" su condición, a las fati^^a que la 
tropa, no eran tiuienea menos sufrían con 
la marcha. 

De los qne iban a caballo varios habían 
tenido que apearse porque ai en do bus bes- 
tias débiles y gasta da a, no podían resistir 
el poso de un jinete por aquellos despeña- 
deros. Otros se desmontaban por interva- 
los de aus caballos paia presta i-^los a aque- 
llos de sus compañeros que veian más 
extenuados. 

Como a las nueve de ia inañíina comen- 
zó a llegíir la cabeza del l}atallon a cierta 
altura que podia decirse estaba ja en la 
cumbre de los Andes. 

Se extendia en la cima una especie de 
meseta liaataiite accidentada y llena de 
hondonadas í pero que, al menos en el ca- 
mino, no ofre<-'ia grandes repechadas- 

En ese sitio el coronel se apeó de su ca- 
ballo j di6 descanso a la tropa* 

— iJeacanaa remos aquí una media hora, 
— dijo, — para que se junte algo la jente, 
pues i^ene muí disijersa. 

En efecto, desde ahí se vela hacia abajo 
la larga hilera de soldados cortada en mu- 
chos trechos. Aunque alcaiizalKi a divisar- 
se como un kilómetro del camino, la guar- 
dia de prevención no se veía en él, lo cual 
ai guiñeaba qne aun miis allá veniau algu- 
nos rezagados. 

Los acidados iban llegando uno a uno y 
se dejaban caer al suelo aprovechando con 
delicias aquel descanso j dando resoplidos 
de desahogo. 

A medida que llegaban los oficiales v|ue 
venían montados, se apealjan, tanto para 
descansar ellos, cttanto para aliviar por un 
momento a aus gastados caballos, fatiga- 
dos no solamente con el peso de su jinete, 
lino también con el de algún soldado que 
se lea había colgado de la cola en las repe- 
cháis as. 

El soldado que marchaba tras de una 
bestia, aprovechaba esa circunstancia para 
cojei^e de la cola del animal durante laa 
subidas, pro^xircíonándoBe cou esto un gran 



alivio a costillas del pobre bruto que p 
tenia bastante trabajo con cargar a sa ji- 
nete. 

El capitán Lostan fué uno de loa que sfi 
apeíí; venia montado en una muía oscura, 
Sentí'ise en una piedra y saco tin cigarrillo 
de fiu maletín. 

Hacia cuatro o cinco minutos qne fu- 
maba cambiando algnuag palabras coa 
oti-oB oficiales íjno estaban próximos a él, 
cuando vio llegar al capitán Soler qae 
veTiía a pié, y jadeando se sentó a un 
lado. 

— ¿A pié?— díjole Loatan: — ¿y tu ye- 
gua? 

— ¡Maldito anima] í — contesto Soler con 
voz entrecortada }if:>r ul cansancio;— se me 
cansó „, me dejó en la mitad del camino... 
ya lo calcnlaba... desde que salí de Chi- 
cía... 

— No es usted el úiiíco que ha corrido 
esa suerte, capitán, — dijo otro oficial; — a 
mí me iumó lo mismo con mi caballo- 

— Ya mí, ideni ;-;-agregó su tercero. 

— Yo he andado "mOs feliz; mí caballo 
ha aguantado basta aquí? pero no la cin- 
cha, que se cortó y tuve que apearme;— 
anadió otro de más allá. 

Y en jcneral raro fué el que no tuvo 
que contar algnn percance acaecido a su 
cabalgadura, lo que ein muí natural puesto 
que casi tod^is ellas eran bestias inútilea, 
y los jaeces improvisados de caalquier 
modo. 

— Desde ahora, — dijo Lostan, ^ya no 
tenemos taotas repechadas; los caballos 
que no estén tjiuí gastados podrán caminar 
con sus jinetes. Te queda, Soler, esa espe- 
ranza. 

— Veremos. 

Lostan se levantó de la piedra en que 
estaba sentado, anduvo hasta donde estaba 
su muía oue tenia colgada de la silla uDa 
caramayola con pisco, vació en el cachucho 
de olla tin poco de ese licor y se acercó a 
Soler diciéndole; 

— Toma un trago para el cansancio. 

Bebió ídoler y en seguida el cachucho 
pasó de mano en mano hasta quedar va- 
cio. 

Cuando estuvieron nu poco descansados, 
comenzaron a fijar sus miradas ea el im- 
ponente espectáculo que ofrecía ahí la na- 
turaleza, y principalmente en el Moo í 
Meiggi^, distante pocaa cuadras de dloB- 

Ese coloso de piedra rojiza pai'ece ni t 
torre jigantesca colocada en la cima de h i 



— 91 — 



Andes í tan empinado es que la nieve no 
alcanza a Bujetaratf en él. Ostenta en m 
cumbre, en su cápujfi, que se eleva 22,000 
pies tiobi'e el nivel del mar, dos postes con 
banderolas de hierro endavadoa ahí por la 
mano del hombre, bieiido tal vez ía obra 
de hiern> labrado que se encuentra a nm- 
jor altura en toda la tierra; estíln coloca- 
dos ahí como hcriildoa que anuncian la 
venida de la civilización, el ferrocarril 
cuja via está ya trazada, aunque íneon- 
clnsa. 

Al cabo de tina media hora de descanso, 
se divisó venir a mucha distancia la guar- 
dia de prevención, 

— Continuaremos la marcha, — dijo el 
coronel dirijíéndose a un capitán que esta- 
ba a su lado,— todavía viene mucha jente 
atrás; pero no podemos esperar mú&i en 
otro desea. uso uoa alcanzarán. 

Diciendo esto se levantó de una piedra 
€n que se había sentado y montó a ca- 
ballo, 

Al verlo todos se pararon y se continuó 
la marcha. 

Como el cansancio de la tropa en esas 
alturas no provenia tanto del ejercicio do 
las piernas cuanto del soroche, sucedía j^ue 
apianas se poma cu movimiento, volvía a 
sentir pronamente el efecto de la rarefao- 
cioü del aire y la fatiga eonsigniente. 

Sin embargo, el camino que empezaron 
a recon-er no era tan pesado como el an- 
terior por no tener tan n&pidae pendien- 
tes. 

Era la cima de los Andes completamen- 
mente nevada. Los altos picos que se divi- 
san desde la costa algunas veces, se veían 
ahí, sobre la meseta, Imjos, chatos, exten* 
didos, parecían pabellones o tiendas de 
campaña hechas^ de blanco lienzo. 

La tropa al marchar iba dejando un 
snrco en la nieve- Fero constantemente te- 
nian qae salirse de esa huella loi cjue ve- 
nían múB atraSt porque la nieve al ser 
aprensada se endurecía y se pouia resbalosa. 

Fijando la vista ae veían en algunos 
parajes delgados hilos de agua que corría 
indecisa a un lado n otro, como si vacilara 
entre inelinanie al occidente e ir a formar 
el Eimac para arrojarse en el océano Pací- 
^ " 'í, o cargarse al oriente y ecbarae en el 

ali pai'a recorrer centenares de leguas 

>ta entrar al Amazonas y llegar al océa- 

Athintico, 

'lil espectáculos grandiosos se presenta- 



ban a los ojos. La naturaleza se mostraba 
ahí sevcm e imponente como en uingiina 
j)arte. Enormes roca^ oscuras elevándose 
atrevidamente y a veces iuclinadas hacia 
afuera, parecían centinel;is amenazantes 
a[x»atados para impedir que algún osado 
llegara a descubrir los secretos con que la 
Coi^ii llera se haee madre de los riof qne 
riegan todo un continente. 

La tropa del batallón Setiembre doble- 
gada por el cansancio no tenia ánimos 
para distraerse contemplando tantas gran- 
dezas. AvanzaUa midiendo pausadamente 
con sus cansadas piernas el nevado piso y 
anhelando oír el toqne de 4alto la marcha* 
para reposar nn instante. 

Pero ese tDí|nc se hacía mucho esperan 
La jorn:u]rL de esc dia era mu i larga y era 
imposiiíle dur repetidos descansos. Además 
podía Sobrevenir una tormenta de un mo- 
mento a otro y sus efectos en aquella tro- 
pa desiiiírigada y a pié hubieran sido de- 
sastros ^js. 

El coronel quería a toda costa concluir 
de atravesar la eima para comenzar el dea- 
censo hacia el oriente. 

El hecho de ver que terminan Ifis subi- 
das infunde mucho aliento a la tropa. Pro- 
duce un gran efecto moral que da brioa al 
laás extenutMÍo. 

Cerca de las once de la mafiana eran 
cuando los que marchaban tnás adelante 
vieron hacia abajo el lugar llamado Moro- 
cocha, que es una gran hondonada rodeada 
de ^"entisq ñeros y en euyo fondo reposan 
las tranquilas y heladas aguas de una la- 
guna de forma ovalada* Próxima a m 
ribera existe una casa con techumbre de 
zinc pertenecientes a las faenas de unas 
minas de plata; sólo el afán de encontrar 
el codiciado metal arj entino puede inducir 
al hombi-e a construir habitaciones en 
aquellas elevadas soledades. 

La tropa comenzó a bajar, y era tan rá- 
pida la pendiente que a veces se sentía 
forzada a correr, lo cual no era muí con- 
veniente por cuanto aceleraba la respira- 
ción y hacia eon esto sentir más intcnaoa 
los ahogos producidos por el soroche. 

Al cabo de una hora llegaban los pri- 
meros al fondo de la hondonada y en nn 
lugar cercano ala laguna ordenó el coronel 
hacer alto, 

— Aqui, — dijo dirijíéndose al capitán de 
la primera compañía que venia pmximo a 
él, — descausemos un rato largo pam que 



— 92 - 



B8 junte UQ poco la tropa; ¡qué disperm 
viene! 

Y mirando hacía atnia una Tez apeado 
de BU caballo, repitió: 

— iQué dispema rienel 

En efecto se ^eia bajar por la empinada 
cuestíi una gran cantidad de soldados, ja 
en pequeños grupos, ya aisladamente. 

De continuo en la cnmbre nevada de la 
Cordillera aparecían unos puntos oscuros 
qae eran rezagantes que en ese momento 
Bolamente iban a comenzar el descenso, 

—Ni medio batallón tenemos a la vista, 
y son máa de las once y media j nos que- 
dan todavía cuatro leguas de camino,^ 
exclamó el coronel con un disgusto tanto 
mayor cuanto que no encontraba qae re- 
medio ponerle al mab 

La tropa marchaba disi>ersa porque le 
era físicamente imposible marchar unida. 
Los empeños, enojos y amenazas de los 
oficiales se est reí t aban contra el ngota- 
miento Cíisí cümplet/> de las fuerzas de 
algunos soldados. Ninguno se atrasaba por 
deseo o por eapricbo; todos al contrario 
hubieran queridu ser de los primeros; pero 
la voluntad no era siempre capaz de ven- 
cer el cansancio j el so roche. 

Los ofi cíales lo comprendían mui bien, 
puesto que lo estaban sintiendo el ios mis- 
mos; sin embarco gritaban y rabiaban 
apurando a la tropa, miis bien por de real- 
eo de conciencia, como vulgarmente se 
ice, que porque esperaran obtener buen 
resultado, 

8i el coronel hubiera podido ver a tra- 
vés las cumbre.^ nevadas como a través de 
un cristal, habría divisado que allende la 
cima ann y^nm la gn ardía de prevención, 
lidiando por hacer avanzar a Jos más atra- 
sados. 

A medida que i I jan llegando al lugar 
del descanso, los oficiales a un lado y los 
individuos de tropa a otro, se ecihaban o 
ae sentaban en el suelo liúmedo y barroso, 
pero ya sin nieve, y se despojaban de sus 
morrales y demás atavíos, dejándolos a un 
lado por un momento para respirar con 
mas d esabogo > 

Luego sacaban el trozo de carne fiam- 
bre que traían, y un poco de sai y ají que 
je ñera 1 mente llevaban guardado en un ata- 
ditOí para deshacer el nudo de éste, no 
pu<liendo valerse de sus dedos tiis< is y ate- 
ridos por el frió se servían de los dientes. 

La yegua tordilla de Soler prestó a éste 



sos Bervicíos nuevamente tu k cima de la 
Cordilleí-a;pcro otra vez tuvo que deamcm- 
tarse al descender de Jaa alturas, pueslai 
endebles piernas de la consumida bestia 
apenas podían bajar la cuesta sin doblarse 
con el peso de su propio cuerpo, y macko 
menos podrían haberío hecho llevandü en- 
cima de éfite el de su dueño. 

Sentt^ Soler al lado de Jjoatan, y am- 
bos después de tomar nn trago de pisco 3e 
pusieron a comer un pedazo de canií fría, 
almuerzo en el que los cochilos eran loa 
dientes y los teneaorea las manos- 

En esto estalmn cuando divisaron venir 
al capitán Aliaga a pié y mostrando en aú 
semblante un mal humear notable a pesar 
de que entre ti^dos los que venían llegan- 
do no se veían, por cierto, caras riaueáas 
ni contentas. 

Dejóse Aliaga caer al kdo de loa doe 
eapi tañes y después de tomar resuello, ei- 
clamo; 

—¡Maldita suerte 1 ¿no saben ntóedes 
lo que me ha pasado? 

— Nó; ¿qué? — pregfnntaron a nu tiem- 
po aquellos dos, 

— Al pasar por uno de esos desfiladeros 
qne bai al fin de la subida, en una ladera, 
y que m halla encima de un tremendo pre- 
cipicio, me había apeado de mí caballo y 
venía tinlndolo délas riendas, cuando dio 
el animal una pisada en falso y se despe- 
ñó.,, yo tuve que andar muí vívo en soltar 
las riendaa para no ser arrasti*ado por él. 

— La bestia se hizo pedazos, por su- 
puesto- 

^jQüo podría suceder le cuando cayó 
casi \'eiti cálmente, j golpeándose en las 
rocas, como doscientos metros I 
— ^Y llevaba todo tu equipo? 
— Todo, todo; no be quedado nías que 
con lo encapillado. 
— Embromado aso uto* 
— Lo que m^s siento, —dijo Aliaga con 
aire compunjido^— es que con el cabaJIo se 
fué mi njornii, en el cual traía una lengua 
cocida y un trozo de lomo asado taa oo- 
nito,.. 

Al oír esto los dos capitanes no pudie- 
ron retener una carcajada de rísa, a pesar 
de qne deploraban naturalmente la pérdi- 
da de la cabalgadura y equipo de su com- 
pañero, lo cuai en aquellas círcnustancí-^" 
era una verdadera desgracia. 

— [Pero, hombres, — esclamó AUaga c 
si con enojo í — ae ríen ustedes de vern 
embromado! 



— 93 - 



— No3 reimos solamente de la pérdida 
del comistrajo, auriíjue fientímos grande- 
mente la de tu bestia j equipo. En ún, en 
cnanto a aquéllo podemos ayudarte en al- 
go; at|ui tienes un pedazo de carne. 

Aliaga miró el pedaao ofrecido, j lia- 
ciendo un jeato de mal humor, dijo: 

—Tengo rabia; no q^uiero comer* 

Sin embargo lo cojió, j un momento 
después se puso a darle mordí scones* 

Al cabo de un rato se le habia compues- 
to un poco el humor y contestaba a las 
palabras de eu3 compañeros, 

— ^Mui grande^— <ltícia Lostan,^ — debia 
ser tu riibia cuando casi se te qnita el ape- 
tito eterno que te acompaña, 

— Ni me bagas recordar aquéllo; me 
parece que todavía estoi viendo cuando se 
despeñaba mi pobre caballo; n poco trecho 
ya la silla iba saltando por L;a lado y el 
morral por o tro,,, todo destrozándose, 

— Yo hubiem querido ver la cara de 
Aliaga, cuando snimba tjue sus fiambres 
iban cayendo a b ¡'incoa por las piedras, 

— Ustedasse ríen; pero yo todavía no 
tengo gauas de hacer otro tanto, ]H)rque 
pienso que por fortuna mi a acababa de 
des montarme; sin eso habría rodado tam- 
bién coíi la bestia y a estas honts no esta- 
ría contando el cuento. 

Lost'iin y Soler dejaron de reír, porque 
habiendo visto aquel precipicio compren- 
dían el peligro de que liabía escapado ru 
compañero* 

Cuando hubieron axjabado de hacer bu 
frugal y poco variado almuerzo, encendie- 
ron sendos cigarrillos. 

Los tan dio un atado de éstos a algunos 
soldados que estaban inmediatos a él, des- 
pués de ver a muchos de el loa qne trayen- 
do papel y tabaco hacían esfuerzos por en- 
volver un cigariilloj pero sin conseguirlo a 
cansa de tener los dedos envarados con 
el frió. 

La tropa Bcguia llegando pof^o a poco. 
Había trascurrido una hora y t ra prc- 
CT60 continuar la marcha porque faltaba 
mucho camino que andar. 

De orden del coronel un corneta tocó 
''atención*', y los soldadoa empezaron a le- 
vantarse y a ponerse al cuello sus morrales 
" '^^.ramayolas que poco íintes se sacaran 
descansar. 

jefe echó ima última mirada a los 
todavía venían descolgándose de kíi 
^"es, o hizo tocar marcha. 



Desde ahí el camino tenia pocas repe- 
chadas grandes, pero siempre era comun- 
mente un angosLo sendero por encima de 
las rocas I carrosas y empapadas con el agua 
qtie manaba de todas partes, resbaladizas 
y llenas de filos. 

Á menudo se encontraban atolladeros, 
para atravesar los cuales habían sido co- 
locadas ahí hileras de piedras anga losas. 

La tropa marchaba con menos fatiga 
que a la subida de la Cordillera, pero sín- 
siendo atempre el efecto del soroche, aun- 
que uu menor grado* 

Hasta Morococha habían hecho la parte 
mtis dura de la jornada; pero aun les que- 
daban cuatro leguas i jue recorrer; si bien el 
camino ya no era tan pesado, en cambio 
la distancia era mayor y la jente estaba ya 
abj'umada por la fatiga de la marcha que 
llevaba hecha. 

Andar por desfiladeros se hace tanto 
mita difícil cuanto mayor es el número de 
personas que marchan a la vez. Las difi- 
cultades y tropiezos se multiplican y en- 
torpecen y atrasan la marcha- Si en un 
\mBQ trabajoso un individuo que fuera solo 
perdería tres o cuatro segandos, yendo un 
centenar de personas, la pérdida de tiem- 
po, la demora, se centuplica- Supongamos 
que el camino se halla cortado por un arro- 
yo bastante ancbo para que no lo pueda 
pasar un hombre de un solo salto; en el 
medio de el liaí una piedni, se salta sobre 
csti^ y de ahí a la otra orilla. El primero 
que pasa gasta en salivar esa distancia un 
instante más que si no existí era el arroyo; 
el secundo, que no puede pasar hasta que 
lo haya el hecho el primero, pierde doble 
cantidad de tiempo; el tercero qae tiene 
que esperar rpie huyan saltado dos antes 
de éh pierde triple; de manera que com* 
poniéndose im batallón de centenares de 
personas» es notable el tiempo que sa pier- 
de en cada paso difícil, 

Y de éstos, tales como arroyos, atolla- 
deros, trozos del sendero derrumbados, 
partes i'esbaladizas y escabrosas en que ha- 
bía «jue hacer uso de las manos para afir- 
marse, eran muclitis 1o?í que encontraba el 
Setiembre en af[ncllos parajes. 

El coronel trataba de apresurar cnanto 
fuera ].k>sí ble por temor de que llegara la 
noche. 8L a 1p luz del día la marcha era 
ixíuoíííi, con la oscuridad llegaría a ser pe- 
ligrosísima, Unto porqne aumentarían las 
dificultades para caminar cuanto porque 
crecería el frío. 



\ 



^- 94 — 



Después de cada hora o poco más de 
marchfir, se daba algtmas miauto:? de des- 
cansa. Los 3Qldado3 que iban a la cabeza 
se Beata baa en el suelo, y loa que venían 
máí atrás se ja uta han a ésos j también ae 
sentaban a medida que lletíabau; pero ter- 
minaba el tiempo destinado para i-epa.mr, 
continuaba ta marcha, y aun machos indi- 
viduas venían marchando; éstos no podiau 
descansar y prasaguian caminando. 

Durante uno de estos descansos el jefe 
oMenó que las muías del rancho y seís u 
ocho mila que formaban el bagaje adjunto 
al batallón, tomaron la delantera, custo- 
diadas por los veinticinco hombres que 
marchaban a va n^^u ardía, hasta llegar a 
Pachiichitca, donde debiau ser descargadas 
al momento para i-egresar en busca de los 
soldados que mtís fatigados se encon- 
ti-araa. 

La tropa continuaba bu marcha jadean- 
te y silenciosa, abrumada no solamente por 
d soroche, sino también por el cansancio 
natural de la luenga distancia que había 
ya recorrido por pésimos senderos. 

El jefe miraba a menudo ui reloj. Cuan- 
do las saetas de cate señalabiin las cuatro 
menos cuarto, faltaban todavía dos leguas 
de camino. 

Era necesario apuráis. Sin embargo no 
era posible hacerlo síno con mucho tino. 
Mientras nüís se al i jera el paso, mayor es 
el námero de rezagantes que ^ii qned.ando, 
mayor es la dispersión, 

A medida que declinaba la tarde la tro- 
pa hacia mayores esfuerzos por avaiiz.ar. 
Los oficiales que iban montados a toeimdo 
se apeaban para prestar sus caballos a al- 
güu compafiero o a algún soldado que ve- 
nia uiui extenuado^ 

Hacía ya bastante tiempo que habían 
pasado las lagunas que se encuentran al 
lado del camino, la vista de cuyas tranqui- 
las ^nas aumenta el frío de los que pasan 
junto a ellas en esas glaciales alturas; se 
hallaban en nna parte Dn que el terreno 
forma una continuación de bajas colínas 
flemejanteií a las ondas que los marinos 
suelen nombrar mar bobar, cuando comen- 
zó a entrar la noche. 

Á medida que ci^ecia la oscuridad se re- 
tardaba la marcha y aumentaba la segre- 
gación, 

lío viéndose el piso, las malas pisadas, 
los traspiés y tropezones contribuían a ello 
y también acrecentaban el cansancio. 

La jente hendía la oscuridad guiándose 




cada cual i^or el ruido de loa pasos del qtie 
iba mili adelante, con el cuerpo encorvado 
bajo e! peso del equipo, los brazos caídos^ 
las piernas eitenuadas y los piéa adolori- 
dos y lastimados cu Ifis riscos; yerto.^ por 
el frió, transidos por el cansancio, augua- 
tiados por el soroche y afiebrados por la 
marcha. 

Ninguno hablalm, ni pensaba tal vez, te- 
miendo iutaitívamentc quizá que las vi* 
b raciones de sn cerebro gastaran algo de 
su fuerza vital hortiíndoaela a sus cansa- 
dos músculos* 

El pueblo de Pachachaca se encuentra 
situado al pié de la serranía por donde 
marchaba el batallón Setiembre. Viniendo 
por Cíite lado solamente se le divisa cuan - 
do se está casi eucima de él y mui pró- 
ximo. 

Al doblar la punta de nn cerro la trop i 
que uiarchal>a a la cabeza divisó paedtí 
decirse que de improviso una gran fogata 
como a trescientos metros de distancia en 
nna dilección oblicua hicía abajo. 

Eito le did gran aliento. Conoció que 
aquel era el alojamiento y que ese fuego 
era del rancho que se les estaba prepa- 
rando. 

Como el árabe en el desierto al divisar 
un oasis, los soldados recobraban brioa y 
descendían a regalar paso hasta Hegar al 
pueblo. 

El pueblo de Pachachaca se encontraba 
completamente destruido y deshabitado. 
De las casas, o mds propiamente, de los 
ranchos, solo quedaban algunas paredes, 
faltando los techos que era lo mas es o acial. 

El campamento se instaló en la plaza, al 
aire libre. 

Entre las paredes que aun quedaban de 
los ranchos, la tropa habría tenido algún 
abrigo contra el viento ya que no contra 
la lluvitt, i^w estaba todo aquello Heno de 
escombros y era jxír consiguiente imposi- 
ble alojarse ahí. Hubo que optar por la 
plaza. 

El ayudante mandado por el coronel 
designaba el lagar que debía ocupar cada 
compañía^ colocándose paralelamente nna 
en pos de otra* 

Eran las siete y media de la noche, ha- 
cia veinte minutos que la cabeza del bata- 
llón había llegado a la plaza, y todavía no 
se veía en ella síno poco mas de la mitad 
de la jente. 

Esto tenia grandemente disgustado al 



— 95 — 



coronel; pero no dejaba de coDsidemr rjue 
el cansino había sido pesiidíaícno» la jorna- 
da tremenda^ y que con ésto la tropa tenia 
poderosos motivos para atrasarse en la 
marcha. 

Hubo órdenes y rabietas qi]e sería 
largo detallar. Y a fe (pe había motivo 
para alterar la paciencia del mismo Job, 
La tropa rezagada podia extraviarse en la 
oscuridad, pasar la noche en completo de- 
samparo, 9Íu abrigo, sin alimento, expues- 
ta al rigor del hielo de las alturas y do al- 
^na tempestad que podia sobrevenir de 
un momento a otro. 

Ellíí es que el ayudante y algunos ofi- 
ciales tuvieron que desandar parte del ca- 
mino con el fin de liacer avanzar a la 
tropa. Para ti-aer a los más extenuados lle- 
varon todas las bestias que hnbia^ las del 
rancho, del bagaje y de los oí] cíales. Pero 
éstas apóna?i alcanzaban a veinte, y tan 
cascadas, qne múB solía ser el trabajo de 
liacGrlaa caminar q«e los servicicts íiue po- 
dían hacer. 

Tan pronto como el ayudante perdió de 
vista la fogata del rancho se encontró en 
medio de la oscnrídad miis completa, sin 
embart^o hincaba con fuo'za las espuelas 
en loa hi jares de su caballo y avanzaba, 
lío veia a nadie, pero a menudo oia voces 
de soldados que preguntaban por el ca- 
mino. 

— I Por acá! vengan h^cia donde oyen 
m.i VOS! ! —gritaba el ayudante. 

Y a cada momento repetía esas pa- 
labras . 

Guiándose por ellas los rezagantes ade- 
lantaban cayendo y tropezando, golpeán- 
dose aijní, masillándose allá. 

También el caballo del ayudante hí^bia 
dado sus resbalones en uno de los cuales 
el jinete habia alcanzado a tocar el suelo 
con el cuerpo, recibiendo en aí[uel acto 
una riispetable peladura en un hombro. 
Con esto, el frió penetrante, el desagrado 
de haber tenido que desandar parte del 
camino, el encontrarse en medio de pro- 
fundas tinieblas, no es menester ponderar 
el buen humor que tendria el ayudante. 

Las bestias conducidas por dos arrieros 
hablan sido montadas por jen te reza<rada 
j regresado hasta el lugai desde donde &e 
— ^i a el fuego del rancho. Abi dejaban a 

j y volvian a buscar otra jente. 

Dejipnea de mucho andar se encontró el 

udante con ei oficial de la guardia de 

a vención, a quien conoció por la voa, y 



el cnal^ como hemos dicho, tenia orden de 
no permitir que ningún individuo de tro- 
pa quedara atrios- 

—^; Viene jente mas a retaguardia? — 
pregunto el ayudante. 

— No he dejado a nadie, — contestó el 
oficial. 

— Apnrc la marcha, cutóncea; ya queda 
poco camino. 

Eso era lo qne el oficial de la guardia 
Labia venido naciendo desde qne salió de 
Casapalca. 

Este ü8 el puesto m:is enf^uloso que pue- 
de tt'tier un oficial en una marcha difícil, 
ilacer andar a iudi^idno^ que están ago- 
biadosj agotados, extenuados, que no pue- 
den más; y le es forzoso cumplir sin ex- 
cepción la orden estricta qne ha recibídoí 
esos individuos deben coutiiumr marchan- 
do; su vigor está exhausto, sus másculo& 
gastados, su pecho oprimido, y sin embar- 
go deben eucontnu" fuerzas para seguir 
andando; qh preciso, no hai remisión. Con- 
tra el cansancio del rezagante esta el deber 
del oficial. 

Esto da continuamente lugar a t^cenaa 
tristes y a veces terribles. 

—Avance,— dice el oficial a un soldado 
que fatigado se ha tildado al suelo, 

— íío puedo, mi teniente. 

— Yo tampoco puedo dejarlo aquí; ya 
ha descansado un rato : avance* 

— No tengo fuerzas, 

— Tiene que tener; ai|uí no se ha d^ 
qneílar; amanecería helado, 

— Aunque me hiele, aunque me muera, 
déjeme at^uí, mi teniente, se lo ruego • 

— [Ya se lo he dicho y usted lo saber 
no puedo dejarlo^ marche ! *~ exehima el 
oficial encolerizado miis contra las circuns- 
tancias que contra el soldado; — ^si no mar- 
cha por bien marchará por mal ! 

Y el infeliz tiene que encontrar fuerzas 
mientras le quede un soplo de vida. 

O si no, en medio de sus angustias se 
le infrinjirá un caatígo y el dolor le hará 
marchar. 

El oiicial que se ve obligado a llegar % 
este estremo qae seria bárbai^a mente cruel 
si no fuera ab¿?oIutítmente necesario, rabia^ 
vocifera, porque moml mente siente el cas- 
tigo tanto como el que lo ha recibido. 

Estas escenas se repiten a menudo, el 
disgusto, el enfado del oficial crecen y lie- 
ga a ser poseído de una fiebre qne le im- 
pide sentir su propio cansancio, su propia 
fatiga. 



— 96 — 



LoB demás oficíales de ua batallón cpe 
Imce nna marcha peQosa se liallau también 
en na t:¿i,so imrecído; pero cuando ven al- 
^mu soldado muí abatido lea resta el re- 
curso de permitirle quedarse descansando; 
j aei-á la guardia al fin la que tenga qne 
hacerlo avanaar. 

En ese estado ae encontraba el oficiaí de 
k guardia del 8etiembm ctrnndo en medio 
de la oscuridad se halló cun el ayudante, 

— ¿Falta mucho, ayuda ii te p^pre^^ un to- 
le después de haber dicho las palabi-as que 
dejamos consignadas mis arriba. 

— Como diez cuadras,— contestó el aju- 
dantGj aunque en realidad faltaba mayor 
distancia^ pero quericrido alentar con eso 
a la tropa que le oia. 

Con esta noticia cobró un poco de vi- 
gor la tropa que la oyó, y se continuó la 
marcha. 

A cada trecho iban encontrando solda- 
dos dispersos; muchos de ellos exhaustos 
de fuerzas y echados en el camino. La 
^ardia arrastraba con ellos como podía. 

El ayudante se había apeado y su que- 
brantado caliallo cargaba con dos de los 
más extenuados. 

Después de muchos tropezones y golpea, 
de sumerjirse hasta las rodillas en los ato- 
lladores de barro 3 y de los mil [percances 
consiguientes al hecho de marchai' por 
senderos escabrosos en medio de la oscuri- 
dad, llevando por guia el instinto del ca- 
ballo ci^tado, a cuyos jinetes se les hacia 
fumar pira guiarse por el bnllo del fnego 
de sus cigarriUosi después de todo eso que 
duró todavia nna hora, lograron llegar al 
punto desde donde se divisaba la fogata 
del rancho. 

La tropa, como dijimos, habia acampa- 
do en la plaza al aire libre. Luego que de- 
jaron 8118 anuas y eq nipos, los soldados 
que estaban menos cansados fueron a bus- 
car entre las ruinas del pueblo algunos pe- 
dazos de madera para hacer fuego, y un 
momento después se veia en medio del 
campamento una multitud de lumbres a 
las cuales se arrimaban los entumecidos 
soldados, extendiendo sobre ellas las ma- 
nos entorpecidas j>or el frío. 

El renegador sárjente Carrion en ciieli- 
lias al lado de nna fogata y teniendo sus 
bota» suspendidas sobre la lumbre, decía: 

—Aquí quisiera yo tener todo el fuego 
de los infiernos para secar estas malditas 
botas»,, debieron ser los grandes diablos 



los que me empujaron paní echarme en un 
couaeaado pantano... Bueno que es mal- 
dicioü bien regrande pasar esta endiablada 
cordillera... mds antes quisiera reconde- 
narme que no pasarla otra vez... 

Micnti-as juraba el sarjento eeguia lle- 
gando más jente poco a poco e ingresaba 
en sus respetivas compañías. 

Serta cosa de las nueve cuando se toco 
rancho. La tropa acudió a recibir su 
ración* 

Después de comer regreso al sitio donde 
estaban sus armas y eqnipog, y se acostó 
sobre el suelo húmedo. 

El frió era terrible. 

Los soldados no tcnian mas abrigo que 
lo encapillado. Se acunnicaban y estrecha i- 
fjan unos a otros. 

Muchos traiau la ropa mojada por hab * 
caido en algún pantano o arroyo cnaníii 
marchalmn en las tinieblas. De éstos íi.- 
guiioa no se acostaban aüu por secar sus 
ropas a la lumbre, y otros miís eitennadoa 
no se hallaban con fuerzas para ello y se 
acostaban empapados. 

De toda la población solamente quedaba 
un pe(juefio rancho con techo. El coronel 
se alojó ahí con unos seis oficiales, qne 
eran cuantos cabían* 

Los demás oficiales babian tendido sus 
fra7.adas junto a las paredes que circunda^ 
ban la plaza y se acostaron eu ellas tan 
pronto como estuvieron desocupados. 

Los capitanes Lostan, Soler y Aliaga 
formaban un grupo, tendidos uno ai lado 
del otro. 

— Mi pobre yegna tordilla, —decía Soler, 
— (jue ayjénaH pudo llegar hasta aquí, anda 
ahor'a otra vez cu viaje en busca de reza- 
gados. 

—y también ini mn la,— añadió Lostan, 
^se han embromado las pobres bestias. 

— Por lo que hace a mi cabal lo j— dijo 
Ahaga? — se ha librado de esta jai"ana el 
infeliz. 

Como se recordará, aquel animal se ha- 
bia destrejado cayendo en un despeñadero. 

— Allá estará el picaro, — contestó LoP- 
tan^^ahri gando se a estas horas con tus dos 
frazadas y comiéndose tus fiambres* 

— Dejemos en paz a los difuntos y pen- 
semos en nosotros mismos, todavía no está 
el rancho, y es tan tarde. 

— ¡Ya esUÍ pensimdo en comer Aliag 

— ¿ En qué quieres que piense ahora, v 
estas circunstancias, con frió y hambn 



— 97 — 



^en la cuadratura del círculo? en la piedra 
5lo6ofal?„, Voi a ir al rancho a ver-.- 

Aliaga fie enderezó para kvant^rseí pero 
Lostan lo anjetó de un brazo diciéndole: 

— ¡Alto ahí-,- no irás.,. Si Ueg^as ha^ta 
allá vas a volver liclado, y a acostarte j tin- 
to a mí que medio lue estoi entibiando... 
¡No me hace cuenta!..* acuéstate... 

Lostan tenia mncha razón. Había con- 
vidado con cama (si cama puede llamarse 
"un par de frazadas) a Aliaga que con su 
ííaballo había perdido todo su ©inipo, y no 
le convenia que su huésped saliera a enfriar- 
se por ir hasta el rancho y volviera a acos- 
társele al lado. 

Un momento después aparecían los svsis- 
tentes trayeadales platos de caramayolas 
llenos de caldo del rancho hecho para la 
tropa. 

Comiendo estabau cuando un aeístente 
dijo; 

— Ya llegaron laa dos, la yegua y la 
muía. 

— Amarrarlas ahí, y que coman,— ^lijo 
Lostíiu designando nn hi^ar próximo en 
que habia amontonados algunos manojos 
de cüirmí mandados buscar por él y dejadas 
ahí expresamente para que las bestias estu- 
vieran comiendo a su vista durante la no- 
che* 

Entre los asistentes í^ne llevaban "platea 
de rancho" a ius oficiales iba Peralta, el 
asistente de Alvar* 

El teniente habia tenido que hacer toda 
la jornada a pié y muerto de cansancio se 
habia acostado en un poyo arrimado a una 
pared que habia descubierto Peralta con su 
vista de lince. 

— A<]uí eatíi la comida, mi tementej — 
di] ole Peralta. 

Alvar se enderezó para recibir el plato 
y se puso a comer. 

— Mientras (H>me usted ésto voi a bus- 
car el asado, mi teniente. 

— Conque tenemos asado ^ -^replicó Al- 
var aonriéndcfie. 

—Ya sabe, mi teniente, que a Peralta 
nunca le falta, — contestó el soldado con 
cierta énfasis que le gustaba usar en aque- 
llas circunstancias y para lo cual tenia 
gracia. 

Un rato después aparecióse con un trozo 
íl*^ carne asada. 

—¿Ahora, mí teniente, tomará café? 
—¡Café también!... tráelo, pues, hom- 

-•{Eñ un banquete el que te está dando 



Peralta! — exclamó un oficial que estaba 
junto a Aivar. 

—El vino falta no mis.., — respondió 
el asistente; — pero no he querido traerlo 
por falta de vasos. 

— Pues, hombre, trdelo, — gritó el ofi^ 
cial, — que lo beberemos en uu cachucho 
de caramayola, 

— En tiesto de hoja de lata toma muí 
mal gusto... un vino tan rico, seria per- 
derlo, mi subteniente; más vale no desta- 
parlo, — contestó Peralta sin vacilar, y jen- 
do en busca del cafa. 

Los oficiales se rieron parque sabían 
muí bien que lo del vino era solamente 
una fábula. 

Como a U^ diez de la noche el ayudante 
entraba al campamento y se dirijia al ran- 
cho ocupado por el coronel a dar parte a 
éste de lo ocurrido duraute la caminata 
que hizo en busca de loa rezagantes. 

— Es decir que nadie se ha quedado en 
ei camino, — preguntó el jefe después de 
oírle. 

— Así lo presumo,... a no ser que algu- 
no se ocultara o guardara silencio, pues la 
oscuridad no permitia ver nada. 

— No podemos tener seguridad de que 
estén todos aquí basta que se haya pa.?ado 
lista. lií\ jen te está ya acostada y seria pe- 
noso d tí s injertarla para eso... habrá que es- 
perar lin^ta mañana. Haga tocar diana a 
las cinco y medía de la madrugada para 
pasar lista y saber a qué atenernos. 

Por otra parte, aunque en ese mismo 
instante se hubiera sabido que faltalmn al* 
gunos individuos, poco se habria avau?^- 
do, puesto que con la oscuridad no se les 
podría encontrar, siendo que, como lo vi- 
mos, el ayudante y la guardia habían 
arrastrado con cuantos hallaron. 

Con esto se habí» hecho t¿)do lo po- 
sible. 



XXI 

Agua y DieV9. 

Apenas una débil claridad se vislumbra^ 
ba a travGB de las espesas nubes la maña- 
na siguiente, cuando se pasaba lista a la 
tropa del Setiembre, 

Al tomar los partes de los oficiales de 
semana, el ayudante casi se fué de espal- 

11 



— 98 — 



das sabiendo que faltaban díezioclio indi- 
TÍduoa de tropa. 

— ¡ DiezioGho faltos! — exclamó; — ; capaz 
que Be mueta de rnlÁa el corouel al sa- 
berlo! 

TemeroBO del disgusto que iba a tener 
el jefe, 3e didjió a dirle parte- 
No cfi nuinester poudei-ar el desagrado 
del coronel. 

Hi^o llamar al ofícial de la guardia y 
eate se díscnlpó diciendo: 

— Hasta llegar un poco maa acii de la 
áltima lafjuna estoi negnro de que uo que- 
dó ni ngu a resüi^-ado; pero ahí coinen^óa 
OBCurecersc j no se pudo ver nada, abao- 
lutamcute nada; desde cntóncea fue posi- 
ble que algunos se rjuednran más atráa de 
uoBotrofl, sin que loe viéramosp 

Estas rabones a |>esar de ser justas no 
h ahorraron al oñcíal bu i^príineuda, ni 
tampoco iú avudante, qnit^nea salieron del 

C recibiendo la orden de regresar en 
a de loa rcza^ntes con las mulaa j loa 
arrieros al momento mismo, hasta el lu- 
gar donde el dia anteiior anocheció a la 
guardia* 

La noche había sido tan fria coiíjo era 
, de esperarlo en aquellas rcj iones situadas 
en las faldas de los Andes o mas bien eD 
medio de ellos. 

Sin embargo, el pueblo de Facbachaca 
se encuentra un poco resguardado por ha- 
llarse si toado cu nri valle algo bajo respec* 
to a los montea que lo circundan. Poro no 
por esto arjuella noclic habia dejado de 
hacer un frió suficiente para con j ciar el 
a^ua de los charcos j también la que ha- 
bían dejado en al gnu tiesto dentro del tíni- 
co rancho techado. 

De oousiguíonte, tanto los individuos 
de tropa como los oh cíales que hablan dar- 
mido a la intemperie, amanecieron entu- 
mecidos. 

íío faltaron, como era de esperarlo, al- 
gunos nuevos enfermos. 

Como en la noche anterior, los soldados 
hacían fogatas para calentarse, y dirijian 
miradas hacía el cerro por donde bajaba el 
sendero que habían recorrido y por el cual 
acabaha de partir el ayudante cnmpUendo 
la urden de su jefe. 

Una hora despacio de LalKíi" amanecido, 
comenzaron a Eq>arecer aí^muos scíldados 
de los que habiaij quedado rezíigadüs. 

Estos infe'ice-^ habían tenido que pasar 
la noche en las altums; por f o rama esa 



noche no habia sido tempestuosa, que a 
serlo, muchos de ellos habrían encontradf> 
allí el reposo eterno para sus fatigados 
míembrjs. 

El ayudante j el oñcíal de la gaardia. 
que liabia sido relevado para acompifiArle, 
iban hallando a aquellos desgraciados a los 
lados del sendero, algunos tendidos y casi 
helados. Los hacían montar en una de las 
muías del bagaje que iban con ellos y los 
mandaban seguir hlicía Pachachaca. 

Todos ellos se habían quedado ahí por 
descansar un rato, y cuando quisieron pro- 
segnir su marcha se encontraron solos y 
fat:ilmente se extraviaron en la oscuridad. 

El ayudante y su C(jmpañero subían a 
algunas colinas y miraban hacia bis que- 
bradas próximas con la esperanza de des- 
cubrir algún soldado. 

Habían recorrido mus de una legua eti 
sui menguadas bestias, cuando el oficial 
dijo; 

—Por aqní fué donde principió a ano- 
checer me; mus allá estoí seguro de que no 
ha quedado ningún individuo» 

— Pero hemos encontrado solamcEte ca* 
torce; nos faltan cuatro. 

— Puede ser <iue esos hayan tomado por 
algún atajo ^mra caer a Pacliachjvca y no 
los hayamos encontrado por ese motivo. 

El ayudante permaneció indeciso. 

— Avancemos otro poco más, — dijo 
al fin. 

Así lo hicieron. 

Al cabo de unos diez minutos di^'ÍBa^on 
unas nuÍK^ muí densas que Teuíau del 
occidente. 

Un estampido que retumbó en las cavi- 
dades de las montíifias les hizo compren- 
der que aquellas nubes eran el jdrmeu de^ 
una tormenta. 

Esto decidió al ayudante a regresar , te- 
niendo principalmente en cuenta que ya. 
habían Ihgado íüjís allá del lugar donde 
era prestimíble encontrar rezagantes. 

Torcieron bridas, pero por más que apu- 
raron a sus gastadas cabalgaduras, la tem- 
pestad loa alcanzó. 

Una copiosa lluvia de agua y gramao 
lo3 empapó en un minuto. 

Por aquellos desfiladeros era ímposíbk 
galopar, y hubieron de resignarse a sopor- 
tar el agua y la gramíiada al paso d ' . 
marcha de sus caballos. 



En el campamento la tropa contini 



— 99 --- 



haciendo fogatas para cakotarae mientras 
Jlef^aba la bom de la partida. 

Alguno que otro rezagante se^tiia lle- 
gando. Uno de elloB que venia en una mu- 
ía había sido recojldo de entre nnaa rocas 
donde habia caido dt^spefiáüdose. El pi-ac- 
ticante habia acnrÜdo a reconocerlo y noto 
que ae habia desconcertíido un brazo y un 
pié, habiéndose hecho además varias katí- 
madnras. 

— Ya tenemos que andar con una cami- 
lla, ^di jo el cuitinel. 

Un momento) después la tempestad que 
había cojudo al ayudante y su cotupaüei-o, 
apareció encima de los derruidos maros de 
Pachatíhüca, 

Los que capieron se metieron dentro del 
rancho techado í pero ésos no pasaron de 
dos docenas- 
La lluvia y la granizada comenzaron a 
cutr con tal ímpetu, que baató un instante 
pai-a íjue todas las fo^^tas ae apagamn y 
los soldados (¡uedaran calados. 

Las dtjtoua<.'ionea del trueno espintalwn 
a las muías del hagujc, j los relámpngoa y 
rayos hacian pestañar a los soldados ejug 
se ponian de pies para mojáis mi píx^^o 
menos. 

Veinte minutos duro la tempestad. 

— ¿Qué haremos? — dijo el coronel diri- 
jiéndose al mayor; ^ — ^sí esperamos (ju^ h\ 
jen te se;[ue su ropa tendremos que acam* 
par aquí hasta mañana, porque la jornada 
de hoi no es mui corta, cinco leguas.., Y 
mauanti, quién uos asegura que no haya 
otra tormenta. 

— Es la verdad, señor; creo qiio no hai 
que vacilar; conviene se^ir la marcha. 

— Además debo encontrarme coíi el ba- 
tallón eu Tarma a la brevedad posible. 

El corono 1 quedó un momento pensati- 
vo y al fin dijo: 

— No hai que titubear; marcharemos. 
Ya son las ocho menos diez minutos, - — 
afiadió míi'ando su reloj; — mande tocar 
tropa. La jornada de hoi no es tan dura; 
cinco leguas, pero camino llano. 

Luego Bc hizo oír el toque de tropa. 

]lastó un in.stantc para que la jente es- 
tur iem formívda y dispuesta a partir. 

Los que tenian axballos ya los hahian 

hecho ensillar, puesto que estaba dada la 

- "^:n de partir a las ocho. Igualmente las 

as del rancho y del bagaje estaban lís- 

ménos las que ann andaban con t\ 

dante. 



Cuando estuvo formada la tropa se toc¿ 
lista. 

Concluida ésta, el mayor despnes de to- 
mar los partea de los capitanes, se acercó 
al coronel diciéndolet 

^-Faltan dos individuos. 

—Puede ser qne vengan con el ayudan- 
te que todavía no llega. 

El mayor mirando hiicia e! sendero re- 
phcóí 

— ^Viene ahí* 

Efectivamente; el ayudante con el ofi- 
cial que le acompañaba venia descendien- 
do por el sendero» -^ 

— Ha¡£>a que armen una camilla para 
conducir al individuo qne se despeñó, — 
dijo el coronel al mayor. 

— Bien, señor. líai además un soldado 
mili enfermo (ine no puede marchar, 

—Y ser^lu dos camillas, — dijo el coro- 
nel haciendo un jesto como para expresar 
cuan desagradable y molesto era aquéllo- 
— Ordene que pirta la tropa de la descu- 
bierta, y con ella los que se encuentren 
algo enfermos para que tomen algnna de- 
laíif/cra y no estorl»en la marcha. 

El mayor fué a hacer ejecutar esíns ór- 
denes. 

El ayudante ]hg6 lueijo, y apeándftse de 
su cab:iíllo fué a dar cuenta de lo que le 
habia incurrido en su rebusca de refa- 
ga titts, 

— 'Me dice usted, — exclamó el coronel 
despnea d« oirle, — que no ha encontrado 
lUils jente, y sin embargo, faltan dos indi- 
viduos. 

Eí ayudante replicó repitiendo la rela- 
ción de ciiauto había hecho por hallar m^ 
soldados rezagados, que era lo linico que 
podia contestar. 

Era forzoso contar desde luego a aque- 
llos dos infelices eíi el número de los {km- 
jtarirido^ en las marchas, epíteto que en 
las campañas hechas por los chilenos en 
La í? i erra del Perú ha sido aplicado a tan- 
tos deagracíadofl, de cuya suerte nunca se 
ha tenido noticias, 

¿Qué habia sido de ellos? ¿Se despeña- 
ron y cayeron destrozados en alr^nn preci- 
picio? ^;Sc snmerjieron en al^riin atollade- 
ro o pantano? ¿Se helaron y la nieve 
f>ciiltó sus cuerpos? Difícil será saberlo 
jamiLs. 

El biüdlon e.«taba ya sobre las armas y 
sólo esperaba el so u i do de la cometa para 
emprender la marcha. 



~ 100 — 



El í^orouel montó a caballo y a una se- 
ñal suya ae liizo oír el toque esperado» 

El Setiembre tenía por jornada aquel 
dia recorrer el camino de Pachachaca a La 
Oroya* 

La vi a es llana y no ofrece dificnltndes. 
Sigue & la orilla del rio Yauli UaEta llegar 
a pocos pasos de La Oroya. 

Eli í^rau parte del trayecto el batallón 
marchó por los terraplenes del ferrocarril, 
que üStiin formados, |K!ro sin vielcá natu- 
ral me nte^ dado que la iinüa férrea aun so- 
lamente alcanza basta Chicla. 

Cada bora y media se daba al^^nm des- 
canso a la tropa, y al fin de aígunos minu- 
tos ae proseguía la marcba. 

Grandes bellezas iiatnrales de aspecto 
sombrío c ímpoucntc babia que observar 
en el camino. Pero la tropa no tenia alien- 
to para preocuparse sino de su cauaaucio 
7 del soroübe íjue aun abrumaba sus pul- 
mones, y también del frío y de sus labios 
rasgados por la intemperie y la fiebre, 

Sin embargo, a pesar de su fatiga no 
dejó de llamarle la atención un curioso 
capricbo de la naturaleza que abí ae osten- 
ta. El rio Yanli corre por una anclia íiuc- 
brada que cas! parece uu valle muí prolon- 
gado; el curso dti las aguas es rápido í en 
cierto lugar el rio deati parece sumerjí endo- 
se en las rocas, y dui'ante varias cuadras 
deja de ser el compíiuero del camino. Al 
fin aparece nuevamente brontando de en- 
tre un US peñas. 

La tropa marcha t)a con menor dificul- 
tad que el dia anterior, pero siempre ba- 
jo la influencia del frió glacial y de! so- 
roche. 

Poco después de las dos de la tarde se 
encontraban a la vista de La Gravar más, 
para llegar hasta ella había que pasar uu 
gran rio^ el Oroya. 

Para iitra^Tsurlo había existido abí un 
puente colgante, pero poco antes habia 
sido cortado por las fuema.^ del caudillo 
Cáceres píu'a dificultar la marcha de los 
chilenos. 

Ei Oroya ae deshza cu aquel lugar ma- 
jestuosamente por una profunda hendedu- 
ra del terreno, y es de todo punto imposi- 
ble vadear! (j, pues tienen varios metros de 
hondura sus agua^. 

Poco más arribii do ese sitio el río Tau- 
li y el Junin, que viene del norte, se jun- 
tan formando una Y, y de su crnifiíiencia 
resulta el Oroya, 



El batallón Setiembre para continuar 
flu marcha debía pasar al lado opuesto de 
la corriente. Faltando el puente y siendo 
invadeable el Oroya, no le quedaba otro 
recurso que vadear sepaiudamente el Yau- 
li y el Junin, o s^ los brazos de la Y, 

No había que vacilar, 

iSe buscó el Ingar más aparente, y nao 
de los que iban a utbiillo Tadeó el Yauli 
llevando un lazo, cada uno de cuyos extre- 
mos se ató fuertemente de unas piedras a 
cada orilla del río, quedando eí lazo de 
una a ctra mar jen como la virgulilla qa& 
une las dos líneas paralelas á^ una H, 

La corriente era mui violenta, y el a^ua 
helada como que acababa de nacer de la 
uiove. 

A pesar del frío que los tenia entumeci- 
dos, los soldados hubieron de desnudarse 
y atravesar la corriente con el agua hasta 
la cintura y cojiéndose con firmeza del lazo 
para no ser arrastrados, 

A dos o tres cua^lra^ de distancia había 
que hacer lo mismo con el Junin; pero 
este río era más ancho j correntoso. Las- 
dificultades se multiplicaron» 

Trafíajo costó hallar un vado. 

Por fin pudo pasaron caballo. 

Tres lazos hubo que añadir para alcan- 
zar de una a otra orilla. 

No nos detendremos haciendo la des- 
cripción del paso del rio; porque es fácil 
suponer loa tropiezos que ofrecía* 

La jcntc tuvo que diisnu darse por com- 
pleto, y no era el traje de Adán v¡\ ma* 
adecuado para soportiiL' el frió de la cordi* 
llera, 

Hncia cada uno uu atado de en ropa y 
equipo y ae lo ponía a la cabeza; el rifie 
iba a la espalda* 

Y coiuenzalja la tra\^esía con el agua a 
veces basta el pecho, sujetando con una 
mano el atado de su ropa y con la otra 
üsi ondoso fuertemente del lazo puesto es- 
profeso con tal fin. 

La corriente era poderosa y los soldados 
arauzidmu con mucha dificultad. El piso 
era pedregoso y difícil, por consiguieute, 
afi miarse en él. 

Algunos soldados diestros para manejar 
el lazo estaban en las mtirjenes listos para 
lacear al que fuera arrastrado por las a^n&s. 
Tam bie ti otros , moi t tados , a t rax^esaban c 
río con igual objeto. 

De cuando en cuando algunos que s 
sentían impelidos pur el torbeUiuo del \i 
quido elemento tenían que soltar el atac 



- 101 — 



para aferrarse a dofi manos del lazo. De 
esta manerii se salvaban» pero perdiendo su 
ropa y equip. Oíros eran arrebatados por 
las atinas no teniendo bast¡v!ite fuerza en 
sus ateridas manos para aujetai-se del lilti- 
go; mas, afortau adámente todos ellos al- 
eanaaron a ser laceados por los individuos 
apostados con ese propósito, y escaparon, 
eso sí que sin atado j medio ríes vanee í dos. 

Una vez que ganaban la ríL-era opuesta, 
procedían a secarse el cuerpo con aas fra- 
zadas, mojadas ya por la lluvia, y se ves- 
tían; pero los que liabian perdido su atado 

de ropa y equipo quedab:m y ahí no 

había hojas de M^^aera como en el Paraí- 
so De eaa situíicíonque huíaera pare- 
cido ridicula a no hacerse terrible por el 
excesivo frío, tenían que librarlos sus com- 
pañeros despojándose de alo-ijQa paite de 
sn escaso ahriüfo para cnhrir m desnuden. 

Algunos de los asnos y de las mits aba- 
tidas bestias que iban con el batallón fue- 
ron más destrraeíados. El río ae los llevó y 
pusieron entre sus ondas punto final a su 
aporreada vida. 

Loa oficialea atravesaron montados; en 
sus cabalgaduras los que las tenían, y loa 
que lio, en las qtie sus compañeros les pres- 
ta l>ün- De igual modo pasarou los enfer- 
mo3> 

Con todas eí^aa dificultadea el paao del 
Tauli y del Jum'n demoró mus de tres 
horas. 

Era cerca do las seis de la tarde cuando 
lle^ó el Setiembre al pueblo de La Oroya. 

Este, como Pacliachaca, se lialhi ba des- 
traído, habítndo solamente un miserable 
casuehü con techumbre. 

De consiofuicnte se repitieron las esce- 
nas de la nof^he anterior, supuesto que el 
alojamiento era semejante. 

Hubo de luénofl csíi noche d inconve- 
niente de los reza^if antes í todo el batallón 
llegó a un tiempo al alojamiento, debido 
a ser el camino niéno.-; pesado ymáa corto. 

En cambio tuvieron en íiu Cínitra la fal- 
ta de combustible para híK:er fogatas en 
que hubieran podido calentarse y secar sus 
ropas, pues muchos que no habían perdido 
sus atados los habían mojado, como es fa- 
cí r de adivinarlo, al dar algún tríiíjpié o 
"pezón durante el paso de loa rios. 

Tanjlíen algunos oficiales habían perdí - 

loa eqnípoí! que traían en algunas de las 

Simias arrebatadas por la corriente. 

así como el hospedaje, el frío corrió pa- 



rejas coD el de la pasada noche í decir cateó- 
nos baatarii para no tener que entrar en, 
detalles y pormenores. 

La jornada del di a siguiente em larga j' 
el examino nada bueno. 

Se di<> la í3rdcii de partir a las cuatro de^ 
la madrugada. 

A la hora prevenida se emprendió la* 
marcha* 

La oscuridad era completa; ni una es- 
trella se divisaba en el oielo encapotado. 

Desde el primer paao había que ir ascen- 
diendo por el fondo de una quebrada. 

Comenzaba de nuevo la lucha contra 
el soroche. 

Ln tropa avanzaba lentamente sin saber 
dónde pisaba. 

El frió era glacial, y cuanto máa se au- 
biii tanto mas sensible ae iba haciendo; era^ 
tai que a pesar del soroche la tropa prefería 
a nda r sí n 1 lacer desean sos . 

Loa hombres j las bestias resbalaban a 
menudo en la escarclia. 

Cuando principió a clarear se divisaron 
los arroyos que cruaaban en diferentes di- 
recciouea completamente helados; y el agua 
que manaba de las rocas st; Imbia con j el a- 
do formando estalactitas semejantes a ka 
que hace la espenna derretida de una vela 
que ha corrido a lo largo de ella. 

La jonte nrjida por el soroche se veía 
obligada a respirar con celeridad: el aire 
helado entrando en sus pulmones era mal- 
sano y producía la mú^ desagradable sen- 
sación. 

Por fin las nul;)e3 comenaaron a dividir- 
se en grandes jirones, y loa soldados divi- 
sa roo algunos rayos de sol bañando las 
cumbres de las montañas que iban repe^ 
chande. 

La tropa hacia esfuerzos supremos por 
avanzar hasta alhl pira recibir la grata in- 
fínencia del luminar. 

Sería las ocho de la mañaua cuando 
llegó a una cima desde donde podía con- 
templar la augusta faz de Febo» Era de 
ver como loa soldados se regocijaban expo- 
niendo sus ateridos cuerdos a ia espléndida 
lumbre del astro. 

Ahí se dio un largo descanso. 

No faltaron individuoa rezagados qne 
fuen^n llegando paulatinamente. 

Las camillas de loa que no podían mar- 
chas por hallarse enfermos erp.n traídas a 
hombro, cadit una por cuatro soldados* Es- 
tos, tjne bastante pena tenían con arrastrar 



— 102 — 



sn propio cuerpo en aquellos desfiladerosj 
avanzabun uomo podían jadeantes ^ abru- 
mados bap el peso del compañero imposi- 
bilitado. 

Desde el lagar donde había llegado -el 
batallón emi>eaaba a hacerse menos duro el 
camiua 

llabia que cruzar una extensa puna, j 
luego se dütscendia por uua lat^uíaima que* 
brada hojita caer a un valle. 

Desde aquel paraje se podiia decir que 
comenzaba una nueva vidn; eonclnia el 
frío intenso y el soroche, los pisos nnebra- 
dos, los dceliladeros, y principiaba la veje- 
tacion y el camino llano. 

El batallón Setiembre hizo ahí un largo 
descanso qne la jente apruvechó para co- 
mer la carne fría que traía en sue mo- 
rrales. 

Al toque de atención formó la tropa en 
dos ftlaa y continuó la marcha conserván- 
dose este orden con cierta regularidad aho- 
ra LjUG lo permitía el terreuo. 

A medida que loa soldadoa avanzaban 
se internaban en una nueva zona, de otro 
clima y otro aspecto enteramente opuesto 
al de las alturna que dejaban a su retaguar- 
<lia. 

Deigpuea de las punas y despeñaderos es- 
tériles, se veia mneatraB de vejetacion que 
tanto más medraban cnanto a mayor dia- 
tancia iban estando de la cordillem. Prime- 
ro algunos solitarios y espinosos quiaroH, 
lae^o algunos bajos y reoojidos arbustos 
(jne parecian arrebujarse para guareeeníC 
del frío, míífi allá pefjneñoa senibrados de 
cebada, después alfalfales, maizal ea, y al 
abrirse el valle, que hasta entonces era so- 
lamente el fondo de una ancha quebrada, 
preseTitaba el más pintoi^ísco aspecto con 
sus siembras y plantíos eti fincas bien de- 
lineadas que daban a aquel ]mis5ije la apa- 
riencia de un tablero de ajedrez cuyos esca- 
ques tuvieran los diversos tonos dt.'l color 
verde. 

Aunque hacia duí Cismen te uiía R^nana 
que el batallón Setiembre habia salido de 
Lima, cun las penurias de la marcha an 
jente había encontrado muí largo aquel 
lapso r]c tiempo, y al ver nuevamente la 
Yejet!H."ion creía encontrarse después de 
luenga ausencia con un amiga querida. 

TtjdüS aspiraban con ansias el aire fjer- 
fumado por las plantas como tpie riendo re- 
compensar a sus inilmones las angustias 
sufridas con el soroche. 

Los caballos y las muías que tan largos 



ayunos venian haciendo, no eran los ménoa 
contentos, como lo demostraban con Hua 
resoplidos; trabajo costaba retenerlos pam 
que no se lanzaran con carga y jinetes a 
devorar el esplendido banquete de verde 
mantel qne les brindaba la natnmleza. Pa- 
ra dar descanso a la tropa se olejian lúa 
lugares próximos a, algún alfalfar, y mien- 
tras la jente reposaba, las acémilas hacían 
crujir los débiles tallos de la alfalfa tritu- 
níndoloa en el molino de sub mandíbulas, 

A ambos Iadt>a del cajnino ae encontra- 
ban ranchos, deshabitados en su mayor 
parte; de cuando en cuando solamente, ae 
veia algún cholo a quien los soldados pre- 
guntaban si aun quedaba mucho que andar 
para llegar aTarma, el fin de la jomada. 

— Estás llegando, ñiño^ — conU^staba el 
cholo. 

Pero lo cierto era qne la tropa seguía 
marchando a buen paso, y corrían honuí 
sin que llegara a Tarma, a pesar de la con- 
soladom noticia del cholo. 

La yegua tordilla del capitán Soler ha- 
bía cobrado alientos cuando cesaron las 
repechadas; caminaba regularmente con- 
duciendo a cuestas la persona de dueño. 

La niula de Lostan iba a su lado con sa 
jinete. 

Los dos capitanes se habían saCEido su* 
ponehüS porque el sol qne al salir en la 
mañana les causara placer, estaba aiiora 
calentando con tal fuerza que parecía que- 
rer dar por junto al batallón todo el calor 
que habia dejado de percibir en los pasados 
días, 

— Hace como dos hoitis que nos dijeron 
que faltaba una legua para llegar, y toda- 
vía no se le ve el hn al camino, — dijo el 
capitán Soler, 

^Kstas leguas de Las Sierras son pa- 
rientes con las semanas de la profecía de 
Daniel, — replicó Lostan. — ^Pcro cu fin, de 
todiis maueras hemos de llegar este di a a 
Tarma; mientras Umto no podemos quejar- 
nos de monotcmías en la marcha de hoi : 
esta mañana helííndonos de friOj y ahora 
asiindoTios de calor» 

— Maldita la gracia qne le encuentro a 
la alternativa, 

— Sin cmbai^go, tanto ésto como todos 
los aporreos de la man;ha te han hecho un 
gran beneficio, 

— Te regi\lo el beneficio, quciido Lostai 

— í^o tomes como bromas mis palabr" 
que son mui razonable, Sin todas las 
nurias pasadas, habrías estado constanti 



— 103 — 



raente preocupado de la snerte de Liaisa, 
cün lo cual &íii remediar uada te habriaa 
quebrado inútilmente la cabeza. Cou el flo- 
rocbe, el causando y las mil y una moles- 
tias, no 9tí enenentra uno capaz de sentir 
otra- cofia íjne fatif^a; las pomas corporales 
adormecen el eapítiru: no bai pasión que 
resístii. Yo me comprometería a curar el 
amor miía acendrado de yn p-.-ilar, sin fil- 
tros iii obraj de majia, sino hticiendo qne 
el amartelado mozo tomara parte en una 
expedición como la imcFifcra; marclie el se- 
ñor enamorado, recorra sendaí, pase dpsfi- 
ladcros, salte rocas, soporte el aor(X;he, y 
snba 7 baje, resUde, cai^a, levitntesii, tro- 
piece, magúllese, rcnie^ie, camine, lluéva- 
se, pase la bícvo, pise la escarcha, pise el 
hielo, sufra ol hambre, aguante el frió, no 
iXJma, no beba, no dnerma, y al cabo de 
nn par de díaa de e:5ta jnraiia, prosif^rji nsted 
pensando en s« amor... si hc^so puede. Si 
el cuitado Werther de Goethe se hubiera 
encontrado con nosotroe, en el fíistijio de 
los Andes liabria olvidado el recuerdo de 
iüB fatales amores. El amor, como las fío- 
íes, no sabe virir a diez y siete mil pies 
sobre el nivel del mar. Así, compañero So- 
ler, estos dins de penalidades han sido una 
tregua para tus penaamíentos í aliora naii'a- 
riis las cosas con mis calma; comprenderán 
qne Luisa no c:)rre' ^mn peligro, í|ue sn 
herida fnd leve y í^ue tendrá ella buen cui- 
dado de poner^íe a ealvo para r]iic no le 
ftcontesíca al,eun lance parecido otra tgk. 
— No es tanto el temor qne abrigo de 

ane ella se encuentre en peligro, cuanto el 
eseo de de^enmaiañar el misterio que pa- 
rece rodear ai piel asunto, j el de 3al)er 
qnién fué el agresor. 

— Quisieras conocerlo; sos^xícho que tie- 
nes intenciones bélicas. 

— ¿Te pareie r|nG me faltan motivos? 

— ^No te digo tal cosa; hago solamente 
una observación. 

Loa dos capitanes tuvieron que separar- 
se en ese momento pura atender a la tropa 
de sus compañías- 

Poco más délas cuatro de la tarde era 
cuando el batallón Sctiembiií pasaba delia- 
jo del arco de ma repostería sito a la entra- 
da de Tarma. 

Atravesando las estrechas calles de la 
dad lle^ó hasta la plaza. 
Jna partG del batallón fué alojado en la 
.zíiy en nn edificio piibl ico, y la otra par- 
ín otro qne se hallaba a corta distancia. 



T^a ciudad de Tarnia eé una de las más 
comerciales de La Sierra, Hai hoteles, tien- 
das y pulperías, y aunque Im aíliculoa ei- 
tranjeros son caros por la dificnltad para 
conducirlos desde 1» costa, los naturales no 
lo Bon ni tampoco escasean. 

Pronto acudieron a la puerta de los coar» 
teles una multitud de cholas vendiendo 
frutas j pan y tros comestibles que compra- 
ban los soldados a quienes el bolsillo les 
daba permiso para ello. 

Loa ojicialca estaban alojados en unai 
pocas piezas qne se íes había desij^nado en 
los mismos cuarteles de sus respectivas 
compañías. Ahí tenían techo pam hbrar- 
se de la Ihnia y piso para acostarse en él. 
La ausencia de muebles era completa: nin- '. 
guna silla o mesa podía quejarse de que la 
habían dejado sola, n¡ tampoco los ladri- 
llos del ptvvímeuto de que se les cargara 
con el peso de al^^tiu trasto- 

Después de pasar lista y dejar instala- 
das sus compañías, los oficíales pudieron 
salir. Los que tenian cumquibus se diri- - 
jieron al hotel, pues la hora de comer ba- 
cía tiempo qtie estaba sonando para ellos ^ 
los deraiis, qíie era la gran mayoría, íueron 
a dar un vistazo a las calles, mientras sus 
asistentes les preparaban algnna comidilla, 
o mu i cansados p^ra andar, se quedaron 
es perito dola en el cuartel. 



XXII 

Prontitud de Peralta para 
tirar el lazo. 

El teniente Alvar fué uno de los one 
sintiéndose mui fatigado con la marcna, 
prefirió permanecer reposando en la pieza 
que le servía de alojamiento, 

Híko entender en un rincón una fraza- 
da y se acostó sobre ella, reclinando la ca- 
beza en su morral, que previamente había 
puesto alleííado a la pared. 

Sobre el pu i mentó solado con ladrillos, 
sin nna misera estera que cubriese sus ro- 
jizos cuadriláteros, se vetan los equipos de 
varios oñcíales; pero en ose instante sns 
dueños estaban ausentes^ excepto Alvar, 
como hemos dicho. 

De pies a ku lado se haljaba Peralta. 

— Muí cansado cstoi, hombre, — deci^ 
aquéh 



— 104 — 



^Cómo no ha de estarlo pues, mi te- 
niente, si ha hecho toda la marcha a pié. 

— Voi a hii^íiv todo lo posible por con* 
seguir lili cab:tlIo o una muía..- C3 ende* 
moniado eete asunto de vmjar a pié..- 

— Así 69, ia verdad. 

— Oi decir al mayor eme aipií se los 
prestaría probablemente ai üero a loa ofi- 
ciales que f¡uÍBÍerau com^prar caballo, 

— Eata población es bastaute grande; 
ha de haber bestias que comprar, 

— Tal vesi no híiya mucha<ií habrá arras- 
trado con caai todas el ejéreíto de Cáceres; 
en cambio hai bastantes oficiales qoe se 
encuentran en circunatancias iguales a las 
miaa, j sucedent que el que no ande mui 
listo se quede sin hallar cabalgadura que 
comprar» 

— La cuestan está en tomar ]a delante- 
ra, mi teniente. 

— Para eso seria preciso tener desde lue- 
go el dinero. 

— Miéntnuj viene la plata se hace la di- 
lijencia. Ahora, sobre ía marcha me voi a 
buscar una bestia para dejarla tratada, 
cosa que nonos ganen el quien vive- Ptiro, 
— añadió Peralta raacándoic la cabeza ^ 
como si tropezara con algún inconvenien- 
te;— pero, y la comida... 

— No tengas cuidado, el asistente de 
Martel está haciendo de comer para no- 
sotros. 

— Entonces, voi al negocio de nna vez; 
le pediré prestado un lazo a uno de los 
(ínifios», por 65Í hai que traer la bestia para 
que usted k vea. 

Peralta anduvo hácra la puerta de la 
habitación algunos pasos; ántcft de salir 
regresó rascándose nuevamente la cabeza. 

— ¿Qué dificultad se te ofccee? — pre- 
guntó Alvar tjne por aquel ademan de su 
asistente adivinó que algim tropiezo se 
presentaba, 

— KstoH serranos, mi teniente, son mui 
desconfiados; si no se les muestra la plata 
en la mano, no se hace ningún negocio 
con ellos; si a falta de plata, tuviésemos 
una prenda que dejar en seña... 

—Explícate, 

— 8i encuentro nna bestia y la dejo tra- 
tada con su dueño, él seria mui capaz de 
venderla sí se ie presentase otro compra- 
dor, por desconfianza de que el trato no se 
llevam a a^ho; pero habiendo recibido 
algo de plata o alguna prenda en señase 
veri a obhgsdo a cumplir. 

—Ya te comprendo; más, de dinero no 



hai que hablar; sabes que no tengo, y en 
cnanto a prenda.,, ¿de dónde sac.ioaos? 

Alvar se quedó pensativo, miRindo a 
todos lados, 

—Aquí hai una, — dijo extendiendo nna 
mano y sacándose con la otra un anillo 
que tenia en uno de sus dedos; — :ista ar- 
golla es de oro y me casto ocho soles de 
plata. 

—Con esto tenemos para hacer la para- 
da, — rephcó Peralta cojiendo el anillo, 

Y saUó de la habitación. 

Un tnomento después salia del cuartel 
llevando un lazo hecho de un látigo colga- 
do al bra^o. 

No era tarea muí sencilla la de encon- 
trar cabalgidura de venta en Tarma por 
aquellos días* Casi tf>das habían sido ocu- 
padas por los ejércitos que habían pasado 
por ahí poco antes. Las pocas que aun 
quedaban emn si ji lesamente ocultadas por 
ííQs dueños, quienes las necesitaban para 
su propio servicio. 

Mucho anduvo Peralta preguntando por 
aípif, averiguando por allá, %m obtener el 
menor rcanltado satisfactorio. 

Cansado de recorrer calles, se dijo: 

— A mí no rae la pegan estos cholos: 
han de tener bestiaa, pero las tienen mAi 
encondidas que la muela jo ní^i^. Andando 
hilcia el campo puede ser que logre hallar 
algo. 

Y echó a andar por el camino que con- 
dnce a Acó bamba. 

Varias cuadras anduvo noticiándose de 
los habitíintes que encontraba y subiéndo- 
se a veces a laa murallas para ver los po- 
treros, todo infructuosamente. 

A lo sumo logró hallar algún animal 
deslomado o con más lacras que el burro 
adornado de la fábula de Iriarte. 

Pensando estaba ya en regresar, cuando 
a unos veinte o treinta pasos más adelante 
del camino vio salir por la puerta de un 
rancho un paisano montado en un caballo 
alazán, y tráa de éste otro jinete que lle- 
vaba en una mano un cordel con el cual 
timba a una muía que iba desensillada. 

El primer jinete vestía un sombrero de 
pita y un largo poncho A^paco. El segun- 
do ei'a nn cholo que parecía ira las órde- 
nes de aquél. 

— ¡ Eh! miren, oigan una palabra,—! 
gritó Peralta carriendo hacia ellos. 

El primer jinete pareció disgustado c 
verse retenido. Echó miradas a lo lai^ 



— 105 — 



del camino que acalmba de recorrer el sol- 
dada y vio qne Tiitdíe m;ls venia por éL 
Esto qiiizíi k> tmiKjuiltzÁ pi^tís decavo mi 
caballo a la vez ([ue se repoiiia su aem- 
l>laute- 

— ríQué necesitri usted ?^ preguntó a Pe- 
ralta í]ue ya bu había aproximado, 

— Quisiera compniríe esa mulitii que 
lleva ahí desuiirgaiia. 

El jinete pareció refleiionar, y al fin 
eludiendo una contestación, preiruntó: 

— ¿ Pei'tenece usted al batallón Se- 
tiembre? 

— Claro está; ¿no vé usted mi iini- 
formt? 

— Xo Éé distinguir los uniformes. 

^ — Y dijjjame, ¿ podríamos tratar la mii> 
lita? 

— Esa muía no está de venta. Sin em- 
bargo, — añadió el deseonoeido sacündo un 
cigarrillo y tucendiéndolo concierta calma 
«orno Sí [quisiera gi^nar tiempo para reí¡o!- 
ver alguna eosa; — sin embarco, podemos 
tratar, y si aoaso me conviene... ^íFara us- 
ted quiere la muía, o 3e han encargado 
comprar una? 

— \^s para un oficial: yo soi su asisten tíí, 
— Cüiiiestó Peralta haciendo valer ésto 
para in;spira^ confianza» y coIlu^ le pareció 
que tí-la sería tanto mayor cnanto más 
alto fuera el grafio del fifi ci al, arriesgó 
una ni en ti rula» dicie¡jdo: — es un catatan . 

— ¿ Un capitán del Setiembí"e? 

— Es claro. 

— ¿Cómo se llama él? ^preguntó el ji- 
nete con nna emoción que trataba de di- 
simular, 

— Orrego, — respondió Peralta sin vaci- 
lar nombrando al capitán de su compañía, 
pues quería a t^jda eo^ta infundir confian- 
za para llevar a efecto la compra de la 
mnla. Por lo demás todas esas interroga- 
ciones lo ].Tarecian naturales de parte de un 
vendedor receloso. 

Quizás también por su cuenta el del 
sombrero de pita quería evitar sospechas, 
pnes dejando de Lacer preguntas, dijo: 

— Esta mnla es un excelente animal, de 
muclio aguante- 

Peralta se puso a examinar las patas del 
cnadrúpedo como un conocedor en la ma- 
teria. 

— ¿Y cBíil seria el precio? — preguntó al 
abo de un instante- 

— No la do i por menos de cuarenta soles 
ie plata, al contado^ 



— Antes de ofrecerle yo algo, necesitív 
probar la bestia, ensillarla- 

— Pero es el caso que yo estoi de viaje 
j no puedo perder tiempo, 

— Cotí todo, tendrá nsted aquí en 1& 
ciudad alguna fiersona de su confianza a 
qnicn le pue^a dejar la mnla para cerrar 
el trato, 

— No me faltan conocidos, en realidad, 

— No tentfa usted desconfianza ; no en- 
tregará el animal hasta que no reciba la 
plata. Lo que quiero es que se comprome- 
ta a vendérmelo a mí. Déjelo en una casa 
conocida de usted, y yo en seña de trato 
dejaré este anillo. Ii-é a dar parte a mi 
capitán esta noche, y mañana queda el ne- 
gocio terminado. 

El desconocido cojió el anillo que íe 
motitRiba Peralta, y mirándolo COD di&- 
tracción ae lo puso en un dedo. 

— Este anillo será sin duda del capitán 
Orrego,— dijo, 

—D^ él es. 

— Yo conozco a varios capitanes del Se- 
tiembre; pero no por d nombre. Y prin- 
ci pal mente a uno de ellus cuyo retinto 
audíí trayendo aqní casuahuente, 

E! jinete se echó al hombro el l-ido de- 
re clin de su poncho, sacó de nn bjjlsilllo de 
su ch iqneta una tarj ti cnn un retrato fo- 
togry-fico y señalándosela al soldailo sin sol- 
tarla, le dijo: 

— ¿Será éste el capitán Orrego? 

A i a primera mirada exclamó Peralta: 

— Ese es mi capitán Soler. 

— ¿ Soler ? — re])itió el desconocido como 
si qnisiei'a grabarse afjnel nombre en la 
memoria. 

— ¿ Y de dónde ha sacado usted ese re- 
trato? 

El jinete no contestó. Habia alzado la 
cabeza y dirirjianna escndnñadora mirada 
hacia el camino por encima de una mura- 
lla y veia avanzar por él un grupo de solda- 
dos armados cuyos rifles apenas ae colum- 
braban por estar ya declinando la tarde. 

Dijo algunas palabas en Umjua^ mezcla 
de quichua y castellano, al cholo que le 
acompañal>a, y dii i jicadose al soldado aña- 
dió; 

— Todo bien considerado no me convie* 
ne vender la muía; no la vendo. Tome us- 
ted su anillo. 

Esta negativa tan repentina dejó casi 

pasmado a Peralta y mirando al jinete 

I que trataba de sacarse del dedo el anillo, 

' pero que no lo conseguía, ya fuera por lib 

12 



— 1Ü6 — 



prisít ürin íjuí^ líj lii^eia o por qm; le queda- 
ra éste imii tísti-echii. 

^ ¡ Y íleapnos ile Lfstar tratandü nií* mile 
tietíjil dtí un iv.fMíiiU' <;oti LstiA!-~üsclíimü Pti- 
rulta etico kiif^ntlo :ii¡iLÍentlo ñu^x^tus de ir- 
so a pufRí txiiTddfí Hiíbie sn íuterloüiitor, 
pero ubritüiiíiiriLlináe por U\h e^tnctas orde- 
hl^h í|iic tenia la Lixipa d^ eviuir ijiUírelJíts 
con los liabjt;inti:,s dij o^ns pnoblos. 

Y no haikíido oííu modo de venerarse^ 
gritó: 

— ¡Me dará mi iitiiilo j también ei^e re- 
trato dt; mi cii [titán <fne uBted deW haber- 
se ent'ontrndo f>Lrdidu cu la mardiii! 

~El auillu BÍ, perú cí retiiitu... ¡tib, ja, 
ja! — exülíiuui ul jijujLe ix>mQ üstallaudo dü 
ira;— [di le al capiUm rioler que se lo mari- 
daré envolviendo eii él una bala! 

Y dio ^lu violento azote a cafla lado de 
las ancaíj de su cal ai iu que piirtió a encape 
BCíTiiidü por el del chok^ y la muía. 

— ;Y te llevas el anillo! — gritó Peralta, 

Y'' sin cortarse ]xir la brusca partida, bor- 
neó sol>re m caljt^Kael lazo qne tenia eti la*, 
manos, lanzólo con fuerza hikia adelante 
y afirmó los píes tu el hucIo» 

El lazo liendieudo el aire fué a caer eo- 
hia la ai buza da la muía que iba ya ai ^n- 
lope. 

La tirada fué recia* La muía dio un 
brinco y quedó corno clavada en el suelo 
al mismo tiempo que el cholo exbalaba uu 
grito al sentir que el cordel de que la [leva- 
ba se I c cscuma quemándole la mano 

Pero los dos caballos no ínterr;;-"^ mí ron 
su carrera acosados p<:>r el azote ) l.^ ^ o- 
ces del primer jinete que gritaba a s*. 
couipañero . 

— Chnmui^ t-hfwwij {Vüii^ vcu, cl ! tf~ 

Todo esto había sucedido con gi aii ra- 
pidez, haljíau bastado cuatro o cinco se- 
gundos para ello. 

Pe ral La se apresuró a aproximarse a la 
muía para aflojarle cl lazo que eBtrech lin- 
dóle el pescuezo podia cstraugularLt. 

— ¡Se me fué con el anillo ; pero uo ae 

lo lleva tan barato la mnlíla vale mas 

íii no es que ando tau vivo me duja 

con la lx>ca abierta. 

Esto decía el as i atente acariciando con 
la mano al cuadnipedo. 

— Y cómo es que no vuelve a buscar su 
muía.., será porque teiidria «jue explicarse 
sobre esa amenaza que hizo a mi capitán 
Solé r, — agregó c i \ísm r \ando que 1 os d < w ca- 
ballos se perdiau ya de vista eu una uulx^ 



de fHJvo. — Eu Hn, ya t^nemas bestia para 
la mítrcha... prolK^-iUíBla... 

De un salto moiitj en pelo sobre el lomo 
de la muía. 

Al hnri.íí'hi divisó el ífí-uj-Xí de jen te ar- 
mada qtie un uiunK'nto ánti."?i viera el jiue- 
te del sianbrero dv pitíi; venía como a mía 
cuadra dedisUiucía. 

— ^Es alguna avauzada^^murmnrf). 

No se equivocaba. Eran veintieínco 
hombres á\A Setiembre al mando de un ofi- 
cial qiic iban a coIfH^arse de avanzarla du- 
rante la ufjche, 

— ¿Qué anda usted liíU.?¡eudo |>oraquí? 
¿de dónde ha sacado e«t: animal? — pregun- 
tóle el ofií^ial cuando estuvo al habla con 
Peralta. 

— Se lo lie cambalacheado jx)r un aidllo 
de oro a uiuis paisfuios que van allá galo- 
pando... ¿no los ve, mi subteniente? 

— Sl; se vé una fxilvareda. 

— La muía es para mi teniente Alvar; 
de cl era el anillo* 

^¡ Era uno que andaba trayendo puesto 
en un dedo? 

— Si, mi subteniente. 

— Entonces ha cstiidn bueno el e*atoba- 
1 ache, po n f iie I a m u la t i e uü bu e n a t raza . . . 
Con tal que no baya hecho usted H.li(uua 
diablura y venga algún reclamo al cuar- 
tel... 

— Nada hai ; eso ae verá, mi subtenieiite,- 
puesto que si sale algún i'CHilamo, al cuartel 
' na de ir. 

'-Mejor si es así. Siga su camino para 
al ., ]Kiique ya está haciéndose nini tarde. 

Peralta azotó su ninla son riéndose de 
contento y deseoso de 1 legar cuanto antea, 
a dar la noticia a su teniente. 

En una pieza contigua a a juella en que 
tetaba hoBixdudo el teniente Alvar Imbian 
sentado los reales los capitanes Lostíui» \So- 
ler y (.)rrego. 

Sns ]:kh;o mullidas camas estallan tendi* 
das en el snclo, y al lado de cada una de 
ellas se dt^ jaban ver los mor ralas de sus 
dueños. En uji rincón sehallabau las mon- 
to raK, 

Una íiotella desempeñando provisoria- 
mente el emplüO de cande lero^ sustentaba 
el prolongado cilindro de una vela cuya 
niaeílenta luz ahmi braba la habitación. 

Era crtsii de las ochu de la noche. L 
tres ttqñtanes, que recien tu uieutc babi; 
llegadü del hotel donde ae dirijieron a ce 



— 107 — 



mer» se encímtnib iii echados en sna respec- 
tivas cauía-s. 

Ijí>k tres cotivcmiLaii fnmarKlo BeudoK 
■cigarrillos. 

— [ DiauLrt?s! — txcliiiuó de pronto Los- 

— ¿Que ha ha tii do?— preguntó On'e^o 
endeiezáiidow* 

— ; Esta maldita cama tiene un lobani- 
llo qne sü me cstíi iiicrustandü en las coa- 

— ; Q u é d ] s¡>a va te cstiis di u i cu dt i ! 

— No es la cama, e:^ el snelo el í|ne tieoe 
el loíaíiilo,— ivplicó LosLuü levaiitaudo 
una píi te de k f i-aisadíi que le servia d<e 
colebon; — ¿Qolodetia? ¡aíjuí está d pi- 
caral 

Y eou la mano señalaba un pídalo *Ie 
piedra íjnc estalla eno;i4stridt> en un ladrillo 
como un brillauLe en nna sortija. 

— ¡Qué linda riórhe ib;i y^» a pa?:ar diir- 
iniendo en eííte embeh^co debí jo del uucr- 
po ! — t'Xclamó Ijostan trotando de aventar 
el trozo de piedra cou la ^nainiciou de su 
sable. 

Lnej^o añadió: 

—Ya esta é^Lo. Pnedea continuar, Orre- 
go, baí'ieudo tuseomeiitariofi. 

— (Vmo les ílja dieieiidi>,— dijo Oitüijo 
cual ííi continuara una convfrfiatuon inter- 
rumpida;— ti individuo i\\m hoi divisé, 
cuando éntrala el ííatalíon en la ciudad, 
de piéa en la |jnerta de un almacén y mi- 
nindoiio^ con tamaños ojos» es el mismo 
qne estafja en la estación de Desamparados 
en Lima, el di a rjne nos vi ni moa, mirando 
nn retrato- 

^¿ Y C]ué consecuencia r[nierea sacar de 
esto ? — preguntó Woler, 

— ,J Co □ see lien ííí a ? . . . ni ngnua . H ago 
simplemente una obeen-acion, 

—Ya te lo he dicho, Orrego,— dijo Los- 
tan; — eres suspicaz como un perfecto pn^aao. 

— Me llama la atención el hecho de ha- 
ber visto a ese sujeto allá y volver a eucon- 
■trarlo tan prouto aquí. 

Ja\ conversaciou continuó un momento 
más, y fué deí*pues interrumpada por la 
entrada a la liíibitaeion de un soldado. 

Era Peralta, 

Adelantóse hasta el medio de la pieza j 
dijo dirijiéndose al capitán Boler: 

—Mi teniente Alvar me manda hablar 

i usted, mi eapitan. 
- ¿ A proposito de qué?— preguntó Soler. 
-Para qne le cuente una mano que me 
asado con el trato de una muía. 



^A ver, n ¡izamos esa historia, — dijo So- 
ler sonriéudr>se al oir la frase de Peralta. 

Este, con su [K^cnliar lenguaje comenzó 
a referir punto por punto ío que le había 
sucedido con el jinete desconocido un par 
de horas antes. 

Apenas hubo concluido su narración, 
Orregrt le jn'cgnntó con viveza: 

— ¿El paisano aquel llevaba sombrero 
de pita? 

— Sí, mi capitán, 

— ^¿Y jKHií'ho de paco listado, blanco y 
color uhucolate? 

^AJ justo, mi capitán, 

— ^Eia un mozo chnpíado de cara y da 
pocos bigotes? 

--Eso es, un bigote casUiño, ralo, a mo- 
do de alas de chicharra, 

— ¡Es el misino que viste y calza!— ex- 
clamó Orrego d i riji endose a sus compí ine- 
rva;— es el mismo individuo de la estación 
de I)esanipantdfts en Lima y de! almacén 
aquí en TtiHua. Lo del rctmto lo esta di- 
ciendo clarito,.. por la hebra se saca el 
ovillo, 

—A pii no se trata de un ovillo.— repli- 
có LosDin riendo, — am} de una bala que 
quieren introducir en la per-sona de nuestra 
eo mi añero St^lcr. Ese individuo mi^tmoso 
debe ser un <.'orso que. lia jurado la rendtt^ 

— Déjenme hacerle una pregimtíi a Pe- 
ral ta.^di jo Soler.- -Dígaiüfí Peralta^ ¿en. 
el nitrato que le mostró ese desconocido 
estol con kepis o a calveza dcíienbierta? 

— Con kepis, mi capitán. 

— ¿En cuanto pronnució el aí|uella ame- 
naza eontm mí, picó el caballo sin esperar 
más? 

— Disparó comrj un volador; suerte fué 
para ó I andar tan vivo, porque ai no, le 
alcanzo a echar el laKO j lo traigo caballo 
abajo. 

—¿Y DO le sorprendió usted alguna pala- 
bra que le dejara adivinar por qué me te- 
nia mala voluntad? 

^Nada; pero el odio se le conocía por* 
(pie cuando nombraba su ai.>elativo Soler 
parecía mascar la pialabra, y con la rabia 
no atinaba a sacarse el anillo del dedo 
hasta que se le sahó la amenaza y prendió 
la carrera Ahí fué donde anduve yo listo 
para echarle el lazo a la mola, que ai no 
es por eso quién sabe lo que habria pensada 
mi teniente; él esmui bueno conmigo y me 
habria creído; pero otros serian capaces de 



^- 108 ~ 



decir iiiie yo nie bn.b!'ia fundido con d ani- 
llo.., ¡lindo hiibría í^atdado joU*. 

— Celebro que ito lo lucieran tonto lle- 
víindole el anillo. Ahora déjeme solo cou 
Lüstan y Orre^o porque ttiigo tjiie hablar 
con ellos. 

— Con su permiso, mi capitüD,— contes- 
tó Peralta 

Y salió de la pie^a, 

Bus dos cüuipímeroíi mii-arou a Soler de 
uua manera i ntor rogativa cuando queda- 
ron solos con éi, 

— Díme, Lostau, — - preguntó aquél, — 
¿cuando encontrastt; a Luiaa huridk repa- 
raste si lleva l>4^ algo eu las manos? 

— Nada llevaba; eetoi seguro de ello, 
pueft como ella se desraajó tuve especial 
cuidado de mimr dentro del coche para 
ver si quediibji alj^o perteneciente a ella 
para entregárselo a la que decía ser bu ma- 
dre j en cuja casa la dejé. 

— Poeshieii; aquella noche al separar- 
me de ella le di un- retrato mió que rae ha- 
biai>edido; no quiso guardarlo en su bol- 
sillo por temor de que se ajara y lo llevó 
en la mano. 

En ese retrato e^^toi jo con kepis pues- 
to, pertenece a una docena que mandd ha- 
cer i:>oco ha en esa furma: en otros que 
tenia anteriormente estíiba jo con la cabe- 
za de^scubierta. De er>a dottena be obse- 
quiado solamente uno, que es el que te 
digo que di a Luisa. 

— De consiofuiente^ aquel retrato j el 
que hoi vio Peralta en manos del descono- 
cido deben ser uno solo. 

— Es uno mismo; pirece indudable. 

~ -La cosíx es clara, — dijo ürre^^o alean- 
do la voz y sentándose en su cama como 
para hablar con más facilidad; no hai 
donde equivocarse; este es el ciíao: el corso, 
oorao dice Loatan por el sujeto del som- 
bret'o de pita, el corso, diré, fué el que le 
díó la puñalada a Luisa por celos, le quitó 
el retrato y por éste conoció la cara de su 
amante. Con el retrato a la vista ha ido 
en busca tuya prímeixj a la estación de 
Desamparados, y después ha lle^^do hasta 
aquí queriendo vengarse; este es el caso, y 
nadie me lo quita de la cabeza, 

— Quizíis tus suposiciones no sean del 
todo erróneas,— observó Lostan. — De mil 
casosj el que hiere a una mujer lo hace por 
celos. 

— Todo eso p uede ser muí bien, — di jo 
Soler pensativo;- — pero lo que mu pivgunto 
8in hallar qué responderme es por qué mo- 



tivo Luisa no ha querido denunciar a hW 
agj'esor, j al escribirme me ha ocultado el 
hecho. 

— Ya esto es más difícil de adivinar. Se 
me ocurre otra observación: el desconocido 
de Peralta huyó en circunstancia de que 
apa recia por el camino tropa armada nues- 
tra, j bien sabes que aquí soiameute loa. 
montoneros o los que están relacionados 
con ellos huyen de nosotros. 

— Es la verdad. 

— Lnego ese individuo tal vezaení mon- 
tonero, 

— Lo es, no eaí>e duda, — gritó Orrego 
a quieu le gusttilia marchar siempre a la 
cal)es5a en lo de hacer conjeturas.— Si aca- 
so no lo fuera no liabria venido de Lima 
eu las círcuíiatancias presentes, cuando to- 
dos eiítos piíeblíjtí de La Síen-a se encnen- 
tran en gresca. Yaya» Sfíler, estás conver- 
tido en un personaje de novela ; tienes por 
rival eu amores y por enemigo en la guerra 
a un mismo individuo; si el corso logra 
acei-tartc un balazo mata dos pajar os de 
una pedrada, un rival j un enemigo. 

— Y me lleva uua pArte guiada, — dijo 
Soler riendo; — y es que yo no tengo revol- 
ver, de manera que si llega el caso tendré 
qne cruzarme a s.ible con éU 

— El sable es más seguro que el revólver. 

— Ade m iia, — agregó Lostan ; — m i é ntras 
el corso pam cumphr su pala I ira se pone a 
envolver la l>ala en el retrato, tienes tn 
tiempo para llegar y pararle la obra de nn 
sablazo. 

Los ti-es compañeros continuaron un 
rato aún bficiendo broma sobre el apunto 
y afirmándose cada vez mils eu dar por 
ciertas las cunjeturtis que habían hecho. 

Pero luego el cansancio del viaje hecho 
aquel día los rindió, j un pesado sueño se^ 
apoderó de ellos. 

El último en dormirse fué Boler, preo- 
cupado con la idea de haber tenido un ri- 
val en sus amores sin haberlo sospechado 
siquiera; pero abn gando siempre algnoaa 
dudas, pues se le hacia difícil pensar mal 
de Luisa. 

Por lo que hace a la amenaza el desco- 
nocido, le era indiferente; tanto más que 
encontrándose en La Sierra en aquellos 
tiempos estaba de bocho amenazado de 
igual manera por cada montonero, ' ^ 
modo que carecía de novedad el pelig ► 
que le anunciai'a uno de ellos. 



— 109 — 



XXIII 
Lucía. 

Trangmontjivemos los ÁTiJea, poro con 
menos pimliiiíifkg íjne Inaque sufrió el ba- 
talbn í^etiírinbie al pisarlos, y con icüLs ve- 
locidad tjue lu dtíl fluido eléctrico al correr 
por d alambre del telégrafo. Será nut^stro 
T?ehící]lo. ^'El ímpetu veloa dd ucínsa míe ri- 
to," como dijo el cantor de El Diablo 
Mmido. 

Rápido modo de viajar con que la Pro- 
videncia ha obsequiado a la faatíwía linma- 
na, median tL' ul cnal pnede el hombre ver 
todos los m w 1 1 dos wi i oci dos e i ^^no tos , n o 
con los OJOS de la cam, que polvos aon y 
en piílvo se couvcitirán, sino ci^n lo8 del 
alma, que son loa í]iie h;in dü ver la cara 
de i^io"^,., o la del diahlo... 

De esta violenta manera volaremos di^ 
Tnima a Lima. 

Y como el pensamiento e:^; un vehículo 
tan eíqíiiaíto que no solamente pnc^Ie ha- 
cer un viaje demorando "nada", sino tam- 
bién ''m¿m>8 que nada,'' a seínejanza de 
aquüllos müllomiaí^ aijebráico.i precedidos 
del sii^no méno¡i, hai eino.i el viaje í^-astan- 
do ''menos kcÍs dit^s/' o sea, lleíjando soifsi 
dias ilutes de hibjr partido, i Si aní pudie- 
ra hacerse el viüje de la vida! ^faltarla al- 
guna hermoSíi que al contar ti-einta anos 
emprendiera una instantánea viajata para 
llegar con qtjinee méno?5? 

Estáiiíos. ]mus, oTi Lima j seis días líntes 
de f^iíe ocunieía lo jue relauunos en el an- 
terior capitulo. 

Liioia, la linda niña a qnien dejamos 
sumerjida en amargo llanto cuando Peral- 
ta sahó del de paita mentó del hotel en que 
ella estaba, al (jnedar otra ve^ sola se dejó 
caer sobre un aofií abatida por el dolor. 

No dudó que el soldado regresaría pron- 
to como se lo había prometido, y lo espera- 
ha ansiosa pam saber algo más de la mar- 
cha de Alvar. 

Su oprimido pecho dejaba e3ca|.^r la 
respiración envuelta en tristes sollozos j 
sua ojos se bañaban en inagotables lágri- 
mBS. 

Largo rato pennaneció en ese doloroso 
estado. 

Sin embargo, en medio de su angustia 

^taha atento oído acnal(|uier ruido de 

íos que venía del pasadizo por donde 

>ía partido Peralta. Siendo aqnclla ca>ia 
hotel, mucliaa personas pasaban por 



ahí; pero todas seguían sin detenei-ae junta^ 
a la puerta del dcjíartamento ocupado por^ 
Lucía, 

— ;Cuilíito demoni! — murmuraba de- 
cuando en cuando. 

De pronto recordó que Alvar había de- 
jado su reloj sobre una müSi*. 

Se levantó del sofá j f ué a verlo. 

—Las 0(^ho j mediano más, — balbnció;- 
— creía que era más tarde. 

Rregresó al sofá y se echó nuevamente 
sobre éb 

Mil ideas se íígrujiaban en su imaj i na- 
ción, todas nacidas de Ij^s escenas qne acá- 
bU>an de ocurrir. Lri ímpen.sada raai-cha 
de Alvar era eu ese momento !o qne más 
la aflijia: e^tandíi a su lado no abi igaba 
ningún tetnor; pero al verse sola todo lo^ 
veía con sombtioa coiores. Per-dta le inspi- 
raba confiiínza poi-qui? era enviudo por Al- 
var: altando él ídií cobijaría ella algún .l;u- 
mo; mas, aun no regrei^aba. 

Ei tiem]v> tmsí Mirria pai-a la desgi"acía- 
da niña con una lentitud abrumadora. 

Esperar causa siempre de^^ajcon; pero 
para el que está bajo la presión de un do- 
Ion, eíí un martirio. 

Lucía a cíida ínstantíj acudía a ver el 
reloj qne no habia qnerido mover de la 
mesa donde estaba, y ctvda vez volvía al 
so f á con m ayo v a b ii 1. 1 m i en to : co m en ?,aba a 
ser asal tilda pfjr punzantes dudas con 
la demora del soldado. 

í^us lágrimas vertidas con tanta profu- 
sión i^recian agüitadas; pero su llanto con- 
tinuaba en el ],>ei'ho. (Cuando en una de 
sus idas vio í:jne el reloj marcaba las diez 
y media, sintió una conmocíoQ que la aho- 
gaba: a esa hoia le había dicho Alvar que 
estaña de regreso junto a ella, y en vez de 
esa dicha que espera ¡>a con tanto anbeloj 
se veia sola, abrumada por el j^sar y sin 
saber siquiera cuándo volvería a verlo, 
Nueva 8 lágrimué t^ne parecían manadas por 
lo más íntimo del corazón acudieron a sus 
ojos, y se dejó caer sobi'e una silla que se 
hallaba a su lado. 

E^ta explosión del sentimiento la ano- 
nadó pi>r algunos momentos. 

Luego su dolor cumepzó a tomar otro 
carácter. 

Pensó en la tribulación que sentiria sa 
padre eu aquel mismo instante por la hui- 
da de ella. Recordó su cusa, su habitación, 
los objetos que eu ella la rodeaban, sias 
muebles, el piano en que pasal^a una parte 
del di a tocando mientras su padre escribí» 



— lio — 



í'Mtiit sentnrln en un sillón lum alefuijos 
líbrosí eKa vida tmíií^iiik m\ sobres iltíts 
ni E!g!itl[i^ peiiLiH, uüiLiiisiid'i con hia vi^ítms 
que imcisi ü Hlj?^nnt(s íudIífíis o retíihiü de 
ellaíi; sQ fOsL^f^o, fin alL^grin; todo eso lo 
poseía wn diíL antes, y tntío lohíibía perdt* 
du pul" st g ; 1 3 r a u n u Til a ! I te i\m déí^ pu e^ d^í 
Algunas horas de cuiioíad m eiicoutnjbv 
léjoí? de ella. 

Si aun A^ hiWíini en el día tmterior, en 
sn ho.Zíir i^l lado de sli familia^ a.ilu^iíi abo* 
gar i < 38 i m j >^^ Ln a d e s n co i^az o n , o b 'dc'f'cr 
a eti padie áuten ijiiti aüCudtíT a b>s ratiíííís 
de sn amíoue: a^i penstiiniL ella ahom, l-lrsi 
nu nneVL> dolur t]ne \K'íú^% a aGoiígojnrli*, 
erau loa sinLuiuaa del arrepeuLi miento qne 
comenzaba en ella üm prontOn eorao pron* 
to lia [lili comenzado a snfrir las conree nün-- 
cías dei funesto exuin io de abrindotiar In 
cajíü de su pcidre. 

Pero esto era nn hech^i cíinsumudo y ha- 
bia que dable^arse ante Ú\; anu^jUí} el 
arrepentimiento le royera ún de:i|ü:arradi> 
corazón conocía qne peitenüíjía a au aman- 
te y solamente de él á^hÍA esperarlo tfdo. 
En adelante sn hogar j sn familia serian 
nada más qne nn triste recnerdo para ella. 

La demora de Peralta que al principio 
le había catuí^ido desasosiegOj comenzaba a 
prod aei !*1 e ao b resa Iti^ . 

— ¿ Por q ne t a r da tanto? — miir mnr a ba ; 
— el tren debe haber paitido hace largo 
tiempo. 

A medida que avanzaba la honv su so- 
bresalto iba trasformiiodose en temor, 

Cnarido vio qne las dos immt^ cillas del 
reloj juntándose marcaron las doee^ sintió 
nn estremecimiento, 

— Es imposible qne el tren no haya par- 
tido,— nli jo.— Kl soldado qnedó en regre- 
sar a|.>énas partíeraj y aún no llega. 

Tras de esto eomeiiió a hacer miJ re- 
fleiioneSi pero todas la dejaban sunierjída 
en inciertas dndas. 

Jja desesperación no tardó en apoderar- 
se de ella. Comenzó a dar ajitados paseos; 
iba de una a otra de las habitaciones que 
compon i an aquel departamento, se deja- 
ba caer ya sobre el sofá ya sobre alguna 
sillar a veces se dirijia hada una venfcma 
qne daba a la calle y abriendo nn p^íco el 
postigo miraba ocnltándoee recelosa de 
ser vista, pero lograba sólo divisar los 
altosjde la casa que había al frente ^ para 
Ter e! pavimento de la calle y la jen te qne 
pasara por ella le habria sido preciso abrir 



comíilt'tam :nte la vcTitana y sa^^r la cabe- 
za afut-ra, y n esto no se atrevía. 

(.■on loR <>}m *ínn^jwíidos íK)r el llanto, 
estrujando tn las mauíts su pañnido empa- 
pado en Ijlí^iinias^ yendo y viniendo desa- 
t i nnda po r la h a b i taci o n , y a so ¡ I ozando , ya 
díijíiíido escapar dolorosos jcmidas; al ver- 
ía, el má« Mi espectador át^ habría encon- 
trado conmovido. 

; i'an joven y entre^^ idi a tanta d.scspe- 
ración» en una ijdaden que la vida se pre- 
senta con hia más risueños colores! 

A menudo tíojia l^a bre^'e8 cartas escri- 
tas esiv mañana por Alvar y por Soler; Ism 
li:ía; pero no piidíendo eoürdinar sus ideas 
sólo veía en ellaá que su amante había par- 
tido dejándola sola, aislada, 

Ti-atabji de calmarle ^am formar un 
juicio eabaí de su situación. Sus pensa- 
mientos, atro peí laudóse en su afi .bradc* c^ 
lebra, no se lo permitían. 

Hubo un momento en que sin darse 
quizás cuenta de lo qne hacia, y con mo- 
vimientos maiuinales, se dirijló hacía el 
1 a V atoi ío y d u ra m te un ra to est u v o colín ti- 
dose agua a la cara que la sentía aidtfr. 

La acción del agua fría le produjo nn 
cfeeto benéfico. Tranquilizó algo su ají ra- 
da i !naji nación y pudo por un momento 
raciocinar con cierta claridad. 

Peleyó las cartaíi que le trajera Peralta 
y logró dirse cuenta de su contenido* 

Higuiendo las instrucciones de Alvar, 
debía dirijírse a la calle de Calonje a cf sa 
de la persona indicada en una de las car- 
tas. Ahí esperaría el regreso de su amante. 

Pero ir en bnsca de una pei'sona entera- 
mente desconocida, hacerla al momento 
confidente del secreto de sus amores, vivir 
en su compañía; todo eso desazonaba a 
Lucía. Había almndonado sn casa por estar 
con su amante; encontrándose a su lado ea 
c u alí [ uicr pa rte se senti r i a conten ta : pero 
faltando él, falta tta todo para ella. 

Pronto volvió la desesfjeracion a apode- 
rarse de la hermosa y aflijida niña. Nuevafi 
higrin^as inundaban sus negros ojos, y atur- 
dida iba de un lado a otro sídlozando. 

Echóse al fin de bruces sobre el sofá. 

El recuerdo de sn casa, de su familia, 
su arrepentimiento, la í majen de Alvar, 
aquella señora desconocida a eaya easa de- 
bía ir, regresar a su bogar abandona'"" 
hn plorar el perdón de su padre, impet 
la intercesión de su tía, el semblante aira 
de su padre rechazándola, el desprecio, 
vilipendio; todas estas ideas desfílaban 



- 111 — 



coiifuao tropel por la tíirbiKla mí^iiLt; ih 
Lucía. Pero la qtie uu'iá k atoriTH^iitaljii, k 
que [íiils fie prese ütabü a hu cekbi-u como 
nn sOLubríü y ainL^niiEüiite fdiitasnii, era 
la ídtía de ser alíandouíida por Ah nr, Re- 
clmuaba con ttirror ese ptusaiiiiuito f itídi- 
<jo tiue le vaticinaba la angustia, el des- 
precio, la vertríknisia. 

— [Xo, no ! — nuumuraba como si ([ui- 
Bieni oirse fi si misma;— í eso lio puode ser I 
lio lo hará Vírtoi- ! 

Este nombre le traía a la memoria dul- 
ces recuerdos, y esperaiiziu y alivio al co- 
nizoiK A la edíid de Lucía las ilusiones í^^a 
giatafi comjmñeraR dt; la vidí^ anti el frió 
de la experiencia no lia extinjí^uido su con- 
Rolado m lumbre. Por inataní/os las pers- 
pectiva de al^j^nnas balat(üefiaR híu-as en lo 
porvenir desaho^alía sn pi^bo: el ruido de 
pasas í|ue solía süiitir en d t^i^s^diao le ha- 
cia palpitar con violencia ei cornisón; ^>en- 
Btiba í[ne tal vez no se babria llevado a 
efecto la marcha del batallón y era Alvar 
mismo quien veniaí )iero el ruido no se de- 
tenia jnufco a la puerta y la, efií>ei^nsia se 
desvanecía. 

Pronto aijuellas ilusiones se derrumlm- 
ban con la tniauía presteza íjne se habían 
levantado, y la realiditd de au situación se 
l€ pres4;uta£a aún m¿is triste j descíoiiso- 
ladora. 

Todas ejitas alternativas de su i is ajina - 
Clon le producían fiebre, 

Largíi tiempo duró ésto, Stis ideas se 
hicieron confusas, y fueron oscnrecíéndoae 
los tintes de sus inuljenes gradualmente l 
a la vez cierta insenüibiJidail iba apode- 
rándose dtí todufiQ enerpix 

Un momento de&pues su acorapas¡^da 
respiración anunciaba que donnhu 

En el estado de exeítaeíou liajo cuyo 
dominio se encontraba Lucía, su sueño no 
podía ser sencillamente nn tramjnilo rtífioso. 
Mi entras dormía se representaban en su 
fantasía una multitud de sucesos incohe- 
rentes de íjue ella misma ^K>stej"íor]nenie 
no conservó sino nn vaf^o recuerdo. 

Esos sueños pasaron por su memoria co- 
mo una brisa que lame la suyierfieie de nn 
lago produciendo oudulacion en el agua 
mientras dura; pero no dejando para des- 
*^""s huellas de su paso. 

n embargo, asi como el último son de 
, campana es el íjne fjueda repercutíen* 
en el eco, ol último de aquellos saeíios 



Sé conservó en sn oiemoiía, segíui Lucia 
lü refirió después* 

Era aquella hui-a cu qie habiendo llet^a- 
do el sol a su ocjisd ¡a luz meii ¿ruante del 
crepúsculo vespertíau alumbra débilmente 
la tierra. 

Luda se encontraba en nn sitio po Til mi o 
de i^randes árlK>Je5 cuyas hojas ostcntaímn 
uu color verde de nn tuno mni oscuro. Ella 
caminaba pausadamente mirando a todos 
lados y viendo inataa eaigtwlas de flores; 
eojia al^inai y cortando sns tiernos tallos 
la^ acería b a a sus narices: pe^f todas ellas 
carecían de iierfume; las arrojalía al suelo 
y cojia otras: mas, niui^nna despedía el m^ 
mínimo olor- 

A veces hallaba a sn ptiso angfjstos arro- 
yofi cristalinos i pie corrían precipiúindose; 
pero RUS ntíuaa no produeiiiU el menor rui* 
do al con-er. 

De los árboles peudían frutos maduros 
que hula^dbiiu la vista e ínvíuiban a co- 
merlos, emn chin moyas, ^mnadillas» du- 
raznos y otros muchos. Cojia algunos y loa 
llevttlm a sn boca; comia de ellos, comió- 
vari os de diversas clases; pero todos care- 
cían de sabor completamente. 

Todo eso le cansiiba eKtrañezft. La nata- 
raleza le parecía ahí nmeita y deseaba en- 
contrar altfnna prsona que explicara a {ue- 
lio. 

Con este fin anduvo en diferentes direc- 
ciones y repíirando con sorpresa í]ue sus 
pisadas no prc*duciaii uingun ruido en el 
suelo. 

Al cabo de haber recorrido varios Jsen- 
deros se vio en una especie de plazoleta 
eiroundada de altos lírboles, y afirmada en 
el tronco de uno de éstos divisó a una se- 
ñora (]ne parecía euteramente distraida, 

Lucía se aproximó a ella; pero la señora 
permaneció indi ícreí ate y i^hi dar muestras 
de haberse a|>ercíhído de su llegada. 

Esa indiferencia le produjo una onda 
pena, le pareció una crueldad, 

ÍJ u i 3 u hí ibl a r r ;o u voz su pl icante ; pe m 
su garjí inta se n^i^ó a pn.idueir ningún so- 
nido, ti ató entonces de exhalar un grito, 
uias no lo consiguió; pai'a lograrlo hacia 
inútilmente esfuerzos supremos: sentía que 
la sangre se le agolpaba al pecho, y le auin- 
Imban los oídos. 

De pronto oyó nn ruido seco [jue le pa- 
reció terrible: el gritó anhelado logró eaca- 
parse de su garganta, 

Y desapareciendo súbitamente el cuadro 
qne tenia a su vista, se halló en la habita- 



— 112 — 




don y sobre el sofá dond<a als^ua tiempo 
áiJtea fie Imbiii cjucdudo doraiida. 

Eespií'aiido ají tuda mente y con los ojos 
esptintados miraba bíü diirse aún cuenta 
del lucrar donde se encontraba, alumbrado 
nhiívn escüsiimeute por ía Inz crepuscular, 
cuiíndo OJO repetirle el ruido que percibie- 
ra al despertar. 

Ltioía Bintíó helársele la mugre. 

Sin emímr^o, wjuíA mido uada tenia de 
«straordhmrio; era síhici llámente produci- 
do ]x}r unos lije ros golpes dados a ia puer- 
ta; pero a la excitada niña le parecieron 
tremenda s. 

M:iquíriuhn'jnte se endei'ezó hasta que- 
dar seTitadíi en el aofiL 

Oon este movnmieuto se despejó la uien- 
,te d^ Lncía. Do stibito sg le representó la 
realidad de su hÍmiücíou. Tndo lo compren- 
dió; £e había doruiilo, y tal vez por largo 
rato, pues ja estaba düüiiuanrlo el día. 

Loa g lipes se repitien>u, 

— EBtán llamando a la puerta,— mur- 
muró;— -¿luién será? 

Y movida par la curiosidad y quizils por 
una débil esperanza, fué híicia la puerta y 
la abrió nn poco. 

Un individuo estaba al lado de afuera^ 

~8ui mozo del liotel,^4Íjo, — y veugo 
a ver si se le ofrece a unted algo. 

— NadcK — <;outest(> Lucía, 

— He venido a llamar ii la puerta te- 
miendo que se hubiera uRt.-d eufermado; 
como no Bc lia hecho servir de almorzar ni 

hii pedido nada cu todo el diü y es ya 

la hora de comer. Ell este hotel se da ha- 
bítaeiou solamente o taiubien comida se- 

gnn lo deseen lo3 pasaj er os si gns ta 

puedo servirle... 

Lucía recordó que efectivamente no ha- 
bía comido nada en todo el dia; sin em- 
bargo contestó: 

— No tengo ganas; no me traiga nada, 

— EfJtti biídu, 8i desea algo más tarde, 
toque usted la campanilla que hai sobre i a 
mesa y vendré yo. 

El mozo se retiró. 

Lucía ceiTÓ la puerta. 

Las pocas palabras del mozo la hicieron 
volver por completo a lá vida real. 

Conoció que le era preciso tomar algu- 
na resolución definitiva, 

Se sentó junto a la mesa y por centési- 
ma vez leyó las cartas escritas por Alvar y 
Soler 

Apoyó los codos en la mesa, y la cabeza 



CD Isa mamofi; permaneció en ena medita- 
banda ptwii'iüu un momento, 

Eátaffa ya auochecíendo. hm muebles 
de la habitacifm peinlian ya su a colores j 
líia sombraí^ lo envolvían todo. 

r>e pronto se representó a la ¡majiíiíiciofl 
de Tiucía el sueño último que había ttui- 
d{). Alzó la cabeza^ y viéndolo todo som- 
brío eu su rededor, se levantó sobresal- 
tada. 

Aquella oacnridad le daba üiíedo. 

Andando cou pre^iteza se díHjió ala 
oti-a pieza del departamento. 

Encima de un vehidor había un cande- 
lew con una buji» y una cajita de íós- 
foron. 

Lucía raspó un fosfuro y encendió la 
bnjía. 

Goii esta claridad se repn-=^ algo; pero 
uo del todo. 

Regresó tJTiyendo el candelero y tomó 
uiK'Vamente su colocación al lado de la 
mesa. 

Las lágrimas que durante al^^^iín tiempo 
habían estado ausentes de sus ojos no tar- 
daron en correr de nuevo copiosamente. 

— Ese soldado, — murmuraba;— que de- 
bía conducínne a casa de aquella seno jü qo 
ha regresado, no regresará,., ¿por qu¿ me 
ha engañado?,., y ya es de noche,.. ¡ ^ué 
vo¡ a ha(;er yo I 

Y Lucia se entresraba nuevamente a 
aquellos arranques de desesperar ion que 
tanto la habían atormentado durante el 
dia, 

1 ba de una pieza a otra retorciéndose 
las manos y lanzando so11í>zo3. Andaba des- 
atinada alzando a veces los ojos ai cielo y 
dejando escapar je mí dos. Ya se echaba so- 
bre el sofá, ya sobre una silla, y si lograba 
calmarse un instante^ era para comenzar 
nnevamente con mayor desconsuelo. 

Hacia bastante tiempo que duraba la 
cfervesceucia de la augustiada niña, cnao- 
dü en una de sus Ídi\s tropezó con la mesa 
que sustentaba el candelero. Por efecto del 
chíjquc cayó éste j se estinguió la luz. 

La repentina oscuridad sobrecojio a 
Lucía. 

Lanzó un grito apagado, y al verse ro- 
deada de tinieblas tuvo miedo. 

Quiso buscar a tientas la campanilla 
paia llamar al mozo; pero no logró ha^ 
liarla. 

Trató de encontrar la puerta; andü > 
al acaso sin saber que dirección tomar, p - 
dída en la oscuridad. 



— 113 — 



Palpando los muebles que encontraba al 
alcance de hüb manos, conodó éjug liabia 
pasado a la otra pieza. 

Por fortuna topó con el velador j recor- 
■dó que Bobre él iiabia quedado la cajíta de 
fósforos. 

Tendió las manos y logró encontrarla. 

Can suB dedos trémulos por el miedo 
frotó mi fí)sforo, y sólo al vqv la luz pudo 
^acar su respiración comprimida. 

Temiendo apagar el fósforo con su alien- 
to, no resolló hasta que hnLo encendido la 
bujía que vio caída en el enelo. 

— Yo no puedo paBav aí]uí esta noche, — 
se dijo sintiendo palpitar violentamente 
su corazón. 

Un pavor mui comprensible eu n na ni- 
ña de su edad se liabia apoderado de ella, 
^ixaltada por BUS pesares y debilitada por 
el ayuno, 

Ijív soledad y la noelie [e daban miedo. 

Estaba pálida y miraba a todos lados 
con recelo. Las sombras producidas por loa 
muebles la asustaban. Todos los cuentos 
de fantasmas que había oido cuando pe- 
quena le acudían de golpe a la mente- 
Can un nipído movimiento cojióla cam- 
panilla j corrió hacia la puerta. Abrió és- 
ta y sacndió aquella con fuerza. 

I^esde el pasadizo vio las puertas de 
otros de par tí ime utos con luz. Esto le dio 
al^un aliento; pero no se atrevió a entrar 
al suyo toda%'ía, sino cuando divisó venir 
al mozo que aeudia al llamado. 

Anduvo hasta la mesa y dejó en ella la 
campanilla, mientras el mozo que entraba 
en la habitación la preguntaba ; 

—¿Me necesita usted? 

—Sí. 

—¿Desea que le traiga alguna cosa? 

— Nada. Le he llamado porcino voi a 
irme de este hotel, 

— ^Mui bien; iré a buscar la cuenta,., 
aunque, no hai necesidad; lo qne debe no 
es más que el alojamiento. 

Esto hizo recordar a Lucia el dinero 
que le había dejado Peralta sobre la mesa. 

— ¿ C uánto es ?— pregun 1 6, 

^Cuarenta soles. 

— ^Espérese u q m ornen t o,— a ñad í ó Lucí a . 

Y eojiendo el eandelero se diríjíó a la 
alcoba con ti ^a. 

Dejó la Ifiz sobre el lavatorio y emplean- 
do prontitud en sus movimientos, se puso 
a manto que habia dejado encima de una 
illa, Cüjió su maletín, y trayendo el can- 
elero regresó a la piesa donde estaba el 



mozo y cuya presencia quería ella segura- 
mente aprovechar pai-a disponerse a partir 
sin quedar sola y entregada a su pánica 
temor. 

Guardó en el maletín el reloj y las do« 
cartas que estaban sobre la mesa, y cojicn- 
do luego el manojo de billetes, entregó al 
moRO la cantidad pedida, 

Y en seiíuída salió echando una postre- 
ra mirada a aquella habitación donde tan 
alegre y tan feliz se sentía en la mañana y 
de la cual tan triste y desconsolada salia 
ahora. 

Un momento después salia del hotel, 
y murmnró una vez que ife bailó al aire 
libre: 

—Calle de Calonjc número 7; es alJa 
donde qniere Víctor que yo vaya. 

Y echó a andar con paso vacilante de- 
bilitada por la fatiga y por la fiebre, 

Al pa¿iíU" frente a una botica vio un re- 
loj que mareaba las ocho y cinco minutos- 

Ocultándose la cara con su manto por 
temor de ser reconocida avanzó resuelta- 
mente sin fijarse en lai personas que encon- 
traba eu su camino, que por lo demás no 
eran mnehas. 

Después de al £^ unos minutos do andar 
se halló eu la calle de Calonje y frente a 
la c;isa qne buscaba, la tpic reconoció por 
el número. 

Llamó a la puerta y esperó, 

Lucero vino a abrir una negra, 

—¿La süúora Luisa? — pre^^untó Lucía,. 

— ílo está en casa, — contestó la negra. 

La niña no esperaba este eontratietnpo; 
sin embargo replicó: 

— Deseo esperarla un momento. 

—Seria inútil; la señora no rei^resari 
esta noche. 

Lucía se sintió estremecerse. 

— ¿No regresará esta noche? — replicó 
con vos entrecortada y añadió balbuciente: 
— pero yo necesito hablarla... necesito ver- 
la,., tengo una carta mui urjente para 
ella,,. 

La negra se sintió impresionada por d 
acento coumo\^edor de ia niña. 

— La señora í — dijo,— está enferma en 
casa de sti mamá; si es mui urjente que 
usted la vea puede btiscarla allá. 

' — ¿Dónde es eso? 

- — Bn Santa Teresa uámero 70. 

— L*é,— contestó Lncía como si le coa- 
tara trabajo pronunciar esa palabra, 

13 



— 114 - 



La negra la vio alejarse diciendo para 
—Creo que va llorando. 

XXIV 

La causa del silencio de Luisa. 

Eecientemeiite entrada 1a noche de aquel 
mismo día, cimndü la hiz án gas comen- 
zaba a sustituir coa parsimonia a la del 
8ol en las calks de la ciudiid, un individiao 
de aspecto dccüute entmbji en la cíiUe de 
Santa Teresa. Su ptiBo cm i i jiro, y si acaso 
alguna persona a lii Iiik de uno de los fa- 
rolee del f^aa hubiera vifito bu semblante 
habria notado en él el reflejo de nim peno- 
sa meditación. 

Al llegar frente a la casa donde días ¡ín- 
tes había conducido el capitán Lostan a 
una jóveu herida y desmayada, el indivi- 
duo fie detuvo y llamó a la pnertn, 

I'mnto le abrieron y entró basta la sala 
que ya conocemos, en compañía de una se- 
ñora (jne era quien le liabia abierto, 

A nna insinuaciou de ella tomo asiento 
jdijo: 

— H üi be es tado e syierando i ndti Imente 
A Narboua; no lo he visto. 

La sonora ípie acabi>ba de sentarle en- 
derezóse y exclamó levantando una mano 
j sacudiéndola con ira: 

— ^iNaibotia ea un picaro I 

Su ijiterloüutor pareció mui admirado al 
oirlü, 

— ; Anod.e hacfiUietido un crimen! — con- 
tinuó la Sí.' ñora con vdieuieucía creciente; 
— dice usted que nu le ha visto hoi, y vie- 
ne ííeguramente a buscarlo en casa... ;ai de 
él ú viuierrt iu\ml 

—Me admira, señora, lo que nated di- 
ce; no ^é (¿ue pen,4ar... no puíxio coiiiprcn- 
der.,. 

— Tiene usted raeon; es imposible que 
adíviue la picíirdia de ese mozo,.* 

Y como gi no pndieía contenerse, ana» 
dio la señora: 

— Óigame usted... Xarbona ha preten- 
dido anoche asesinar a mí hija Luisa. 

El desconocido dio un salto en su asieu- 
to exclamando : 

— í Señora... qué me dice usted! 

— La vei-dad. Pretendió matarla; j;ero 
por fortuna solamente consiguió herirla, 

— I Herirla 1 ¿está berida? 

—SU 



— ^;De ^avedad? 

—Ño; pero no por falta de volnnUd d^ 
él, pues tiró el golpe al corazón. 

—¿Y erró? 

— Dio en el brazo. 

— Fué una felicidad-.- pero tamaña lo- 
cura... no comprendo, y niénoa en las pre- 
seutes circunstancias. . , . qué móvil puede 
haberlo guiado..- 

— Se lo diré a usted en cuatro palabraa. 
Yo tenia mucho cariño a Narbona, prime- 
ramente jxjr ser pariente tnio y conocerla 
desde pequeño; después por haberlo viBto- 
oliatinada en pelear por su patria baáta el 
último instante, retirarse a La Sierra y 
abaudouarlo todo por continuar la guerra 
contra los chilumm. Cuando hatu? dos diaa^ 
vino a Lima ocultamente trayendo corau- 
nicacíoues para los amigos decididos de 
nuestra causa, le recibí con cuantas aten- 
ciones pude. 

— Asi me lo reíirió él mismo ayer ha- 
ciendo ala bausas de usted, 

— Pero mtii mal ha sabido agradecerme; 
vea usted los híjtdios. Hace algún tiempo, 
ííarbona poco después de Jiaber enviudado 
Luisa, demostró baliai-se apasionado de ella 
Y solicitalía ser sil esposo; yo miraba con 
kienos ojos sus deseos y los apoyaba; mas 
mi hija no correspüudia sus afectos, y como 
elía es viuda y cuteramente libre, yo solo 
podía interponer en favor de él mí influen- 
cia moral. Asi estaban las coi^as^ coando 
anoche no sé por qué ridiculos celos, a 
tiempo que Luisíi regresaba a su casa la 
esperaba en la calle, y después de diríjirk 
algu ñas | >al a bni,H 1 e d í ó de puñal iidas . . . 

— i Q u ó bar bar i dad 1 — ex el amó e 1 deseo - 
nocido demostrando desíisosiego : — ¿ y qné 
es de él ? dónde está ? le habrá cojido la 
policía chilena?... en tal caso nos ha be- 
cho im daño terrible.-, ¡todas las comnni- 
ciicioues secretas (pie é) tiene caeriin en 
poder de los chilenoíí!».. 

— Tranquilícese usted, Melgar; no m le 
ha tomado preso,., ni st le tomará por sn 
crimen... 

El i ntfíi locutor, a quien llamuremos Mel* 
gar como le llaii\ó la señora, respiró con 
desahogo. 

— ^¡Qué imprudencia! qué locura! — dijo 
con nnis quietud; — exponerse a ser apre- 
hendido en las presentes circumstancias, 
■cuando se encuentra desempeí^ando t 
importante comisión* 

— Eso es lo que lo ha salvado; por f 
es que ha quedado impune su alevoso at 



I 



_ 115 ~ 



iado. PQes dando por cierto que Luisa hu- 
biera ocasionado naotivoa para tcuer ceba, 
lo cuiíl Tío puedo creer, ¿(^né derechos le 
«sifitian a él para tenerlos? ¿es acaso su es- 
poBO? 

Luiga es cuteramente libre, ¿qnc facul- 
tad tiene ¿1 para querer matarla? 

— En efecto; únicamente en un cerebí-o 
■del todo trastornada podía caber semejan- 
te resolución. 

—Oiga usted; permítame referirle los 
hechos,— dijo la señora. 

T en brcvea palabras le relato como Lui- 
sa liabia subido en un coche en el cual iba 
nn oficial chileno, y éste la había conduci- 
do a aquella casa desmayada, suceaos que 
ja conocemos. 

—Mientras el oficial chileno,— concluyó 
diciendo la señora,— iba en busca de un 
medico, volvió Luisa de su desmajo j me 
reveló c[ue Xarboua em uuíen la había he- 
rido. Furiosa yo al verla nerida <iuise dar 
parte a la policía para que Narbona fueni 
aprehendido y castigado. ¡Qué importaba 
que esa policía fuera chilena! La jiLSticia 
para castitrar los crímenes no tiene patría 
determinada. Ahora vea iiated la enerjía j 
patriotismo de mi hija, de nu quet jd¡í Lui- 
sa. Al oinnc hacer amenai^as, me dijo;- — 
No bai'Eís tal cosa mamá; si Narbona fuera 
prendido por la justicia que en Lima está 
ahora en poder de los chilenos, las comu- 
nicaciones que él tendrá consigo caerían en 
las manos de aquellos y la comisión que 
le hnn mandado desempeñar se desbara- 
tan a, 

— La acción de su hija es una hermosa 
prueba de patriotismo,-— dijo Melgar con 
emoción r — cjuisiera hablar con ella para 
demostrarle mi aplauso. 

— ^Está en cama; pero eso no será un 
inconvenieate para qtte la vea? venga iia- 
ted. 

La señora coiidujo a Melgar a la alcoba 
contiirua. 

Luisa estaba sentada on el lecho sobre 
el cual la depositara Lostan la riacho an- 
terior, 

A su lado estaba su hei^mana sentada 
en una silla. 

Al ver entrar a Melí^ar, Luisa, valién- 
dose sólo de su mano derecha pues la iz- 
'"' ^rda estaba coleada al cuello, arregló el 
2rtor de su cama y la parte visible de 
mje, 

elgar dcspucs de hacer uu saludo a las 
íc venes, dijo a Luisa: 



—Por su mamá he eabido el triste su* 
eeso que la tiene a usted postrada, y al 
mismo tiempo la bella i-esolucion de no de- 
nunciar al agresor por no perjudicar nues- 
tra cansa; en nombre de nuestros amigos 
y en el mió felicito a usted por esa prueba 
de patriotismo. 

La joven herida mostrando una amable 
sonrisa, contestó: 

— No dilicultar el progreso de nuestra 
causa es lo ménoi nue puedo hacer, yaque 
como mujer no me es dable tomar una 
parte activa eu ella, 

Dui'aute un momento se entabló entre 
el caballero y las tres mujeres que ahí es- 
taban una conversación que veraó princi- 
palmente sobre la herida de Luisa y las 
predicciones tranquilizadoras del medico, 

— YolvieudoaNarbona, — dijo Mel^ral 
ca]>o de un rato,— es para mí nn desagra- 
dable contratiemqo no halxirlo visto lioí- 

— Probablemente ha huido por temor 
de que se le haga kimar preso,— replicó la 
señora. 

— Es de suponerlo. Yo debía habsiT par 
ti do esta noche con él 

— ¿Y no puede usted, Melgar, partir 
sin su compañía? 

— Lo podria; teniíi hechoíi todos inis pre- 
parativos para ia partiOEi; pero un suceso 
i inesperado ha venido a dce baratar mis 
plaue.^. 

— ; Cómo!— exclamó la señora alarmada» 

— No se inquiete usted, ha sido un asun- 
to mió, particular, pci^onaL 

El caballero bajó la cabeza como ajío- 
biado por uu gran pesar y guardó silenc'0> 

Al ñn dijo con amargura: 

™ Aún no estol resuelto; quiziis parta 
de todas manen\á; la vida en Lima con la 
dniniu ación extranjera se me hace pesada. 
Mi venida a su cuseí de usted esta noche 
tenia por objeto hallar noticias de ííarbona 
para ir a verme con él en caso de no en- 
contrarlo a él mismo aíjuí. 

Melgar permaneció iiuu un corto instan- 
te ahL Despidióse cu seguida y salió. 

La señora le acompañó hasta la puerta 
de la sala que daba al zagnau, 

xxy 

Dolor de padre. 

Partiendo de la calle de Calonjej Lucía 
echó a andar con paso vacilante^ abatida 



- 116 — 



Loa mus tristes pensamicntog le veuian 
a Jtt imajiuacioni al verse Btila en h noche 
caminando por las calles en bnsciv de un 
«rilo qne no estaba segara de eiicontrarj 
Bcntia oprimírsele en tiürno corazón, sentia 
dolor y suato a la vez. 

Si no encontraba a k penaona a quien 
debia tíntie^^arle la carta» ¿qné Bevía de 
ella? que haría r dónde ee guarecería? 

Y ann encontrándola, ¿querrían hoíipe- 
darla? querrían atenderla? querrían de- 
mostrarle algnn ínteres? En todo caso 
tendría que sufrir la vcrt^üenza de revelar- 
la EU situación. 

Todas estas ideas la atormentabau. 

La de&graüia hace desconfiadas a las per- 
sonas< Lucía dominada por su reciente 
desdicha desconfiaba de todo. 

Queriendo conocer pronto hasta dónde 
alcanzaría la magnitud de su desventura, 
api"esurai>íi su marcha a pesar de su estado 
de debilidad. 

Al llegar a la calle de Santa Teresa fija- 
ba sus llorosos ojos en los números de las 
casas. 

Por fin divisó el que bnscaba. 

La puerta de calle estaba cerrada. Se de- 
tuvo junto a olla, y lanzando un suspiro 
que se encapó trémulo de su pecho, alzó nn 
poco el borde de eu manto para sacar su 
fina mano j se dispuso a llamar. 

Vaciló nu instante» 

Era la segunda vez que aquella uoche 
iba a llamar a una puerta desconocida: 
¿seria también infructuosamente? 

8e hacia preciso resolverse* 

Ya iba a golpear el tablero de la puerta 
con BU delicada mano, cuando al través de 
aquella sintió un mido de pasos. 

Esto la retrajoj y se hizo a un lado. 

La puerta se abrió para dejar plisar a un 
individuo y tomó a cerrarse. 

Lucía a través de las hí^rimas que em- 
pañaban sns ojos echó nna mirada a la 
cara de aquella persona y no pudo conte- 
ner un grito involuntario. 

Aquello le pareció una cosa sobrenatu- 
ral ; casi con espanto se escapó esta palabra 
de su pecho : 

— iPapíil 

El que venia saliendo volvió vivamente 
la cara y viendo apenas el bulto que hacia 
la niña en la oscuridad, reconociéndola sin 
duda por la vos, exclamó : 

— i Tú aquí 1 ¿qué significa esto? ¿qué 
liacea? 



Lucía al oír a bu padre conoció qae 
aquello era la realidad, y sin poderse con- 
tener rompió a llorar. 

—Pero, ¿de dónde vienes? por qué está» 
aqní? vamos.,, habla, dimelo... 

Aunque hubiera querido responder no 
lo habría podido la desgraciada niña: el 
llanto la ahogaba. 

Su padre miró a todos lados y compren- 
diendo seguramente que si esa escena du- 
raba más llamaría la atención de los que 
pasaran, con un movn' miento de ira mú 
contenida cojíó rudamente de un brazo a 
Lucía dicióndole con tono seco; 

— Camina. 

Y la arrastró consigo. 

El padre de la niña, o sea Melgar, pues 
era el mismo a quien hemos visto en casa 
de la familia de Luisa, anduvo con acele- 
rado paso. 

Conio se recordara vina en la cal!e de 
Zamudío» Dos cuadras nada más tenia que 
recorrer para llegar a su casa. 

En un par de minutos las anduvo. 

Subió rápidamente la escalera y entran- 
do en BU habitación sin soltar el brazo de 
su hija, cmpujú a ésta haciéndola caer 
sobre una silla. 

Una señora, (|ue era la tía de Lucía 
a quien ya liemos visto otra vez, se encon- 
traba ahi. 

Habiendo soltado a la nina. Melgar se 
retiró dos pasos de ella y mirándola seve- 
ramente ejsclamó: 

— i Vamos 1 ¿dirás por fin dónde haa es- 
tado? ¿que liacias ahíP ¿de dónde veníaa? 
¿qué has hecho? habla,,, di lo todo. 

La voz de Melgar era temblorosa y ame- 
nazante, Lucía la escuchaba estremecién- 
dose y ahogada por el lloro. 

— i Lloras!..- y para huir de tu casa no 
has llorado!*.- para dejar a tu padre e ir 
quién sabe dónde no has horado!.,. Y yo 
he andado todo el día como un loco bus- 
cándote!... sin atreverme a hablar por no 
cspo norme a la vergüeña... estrujando la 
maldita carta en que me anuncias que te 
vas fuera de Lima, indagando por aquí,, 
averiguando por allá... sin osar preguntar 
claramente por no hacerme objeto de es- 
carnio,,. \l^o quiero mas llanto I i quiero 
que hables! ¡quiero saberlo todo!... 

Lucía no Italia ba palabras para eontt 
tar ni se atrevía a hacerlo. Solo tenia ] 
grimas y sollozos. 

— [Eaata de llantol^gritó Melgar 
zando los brazos y dando un golpe coa . 



— 117 — 



pié en el suelo;— habí íi, contesta a mis 
preguiitíis,,. i 8i iio me respondes yo te 
taré hablar de otra manera ! 

Y ae abalaiizó sobre la desdicliada cria- 
tura. 

Lueía se dejó caer al suelo gritando: 

—1 Perdón! 

Melgar retrocedió al«Tnnoa pasofi y con 
creciente ira exclamó: 

— ¡Perdón de ijné!--. ¡eso es lo que jo 
quiero saber I ¡ quiero conocer pul" comple- 
to la gravedad de tu faltaL.. Labia... con- 
téstame.,, ¡miriime siquiera !... 

Lucía casi de rodillas sobre el pavimen- 
to había arrojudo su manto para extender 
los braKOS eu actitnd suplicante, j no se 
atrovia a alzar los ojos hasta el semblante 
de su padre. 

Melgar la contempló un instante, t lue- 
go lanzando un rujido m eoLó aobi^' ella, 
loco» desatinado, ctiai si (quisiera despeda- 
zarla. 

La señora qne Labia sido un mudo tes- 
tigo do aíjuel la escena se precipito ante él 
exclamando; 

— I Déjala!... no puede hablar... ¡ten 
calma, por Dio.s!... 

Y cojiendo entre sus bi'azos a Lucía la 
levantó casi en peso diciéndola; 

— ¡Ten, desgraciada, ven! 

Arrastróla hacia la pieza contigua y ce- 
rró tras sí la puerta de comunicación. 

Melgar quedó uu momento vacilaute e 
iba ya a correr en pos de au hermana, 
caando ésta apareció y le dijo; 

— Yo la haré hablar.-, todo me lo reve- 
lará- . ten compasión de ella^ déjame a 
mi... tíído lo sabrás luego. 

Y se retiró dn e.sperar la oontestacioii 
de Melgar que abrumado se dejó caer so- 
bre una silla. 

Ai cabo de una hora y media regresó la 
señora. 

Viendo a su hermano inmóvil en la silla, 
creyó cjue se j^hubiera quedado dormido y 
pensaba ya en retirarse nuevamente deseo- 
sa tal vea interior mente dejiostergar aque- 
lla eutre vista cuanto le fuera posible, 
caando notó que los ojos de él la miraban 
iate rroga t i v am<.^ ntc- 

Toda temerosa se acercó a él diciéndole; 

— Me lo ha revelado todo. 

Efectivamente; Lucía interrogada con 

ilznra por bu ti a, ajitada por la fiebre y 

acida por la debilidad, no había tenido 

lor do ocultarle nada. 



La señora se sentó al lado de Melgar ba- 
jando la vista y temblorosa como si ella 
misma fuera la culpable. Tomando por 
calma del eapirítu la inmovilidad de su 
hermano, comenzó a buscar palabras con 
que repetir la relación de su desgracia que 
acababa de hacerle Lucía, 

Poco a poco fué repitiéndolo todo y cla- 
vando miradas de tauteo en la íisouomia 
de Mel^íar, t]UÍen la oia'impa^ibley conti- 
nuó escuchándola sin hacer el menor mo- 
vimiento, como si aquello que le relataba 
Imbiera sido ya adivinado por él. 

Solamente al ñu del relato hizo explo- 
sión la tempestad de ideas que atolondra- 
ban el celebro del padre de Lucia. 

— ; Infames! — esclamó con trémulo 
acento y haciendo rechinar los dientes; — 
; infame él, que la ha perdido para alian- 
donarla al dia siguiente!... infame ella que 
lo ha seguido 1... 

Y arrebatado por un arranque de ira se 
puso a andar por la Imbítaciou haciendo 
movimientos desordenados con los brazos 
y pronunciando frases cortadas y amena- 
zaiitas. 

La señora no osaba decir ni una palabra, 
y se aproximó a la pueita pr donde aca- 
baba de entrar cual si quisiera interponer- 
se nuevamente entre el padre y la hija. 

Por fin Melgar lanzó una tí^rríble mira- 
da a la puerta y corrió hacia ella. 

8a hermana le cortó el paso colgándose- 
le del cuello» 

— Qué vas hacer con esa ínfeUz criatura I 
— exclamó rompiendo en lái^ rimas* 

— ¡ Déjame, mujer I — gritó él tratanda 
de desasirse. 

Pero ella no lo soltó, 

— No te dejaré... estas mui alterado, es- 
táa loco... Tu eres su padre, justa es tu 
indignación, derecho tienes para castigar- 
la como quieras..* pero es preciso que an- 
tes te repongas, que te calmes,,. Si te deja- 
ra, tu mismo tendrías qne arrepentirte de 
lo que hicieras . , en esta gran desgracia 
que nos aflije necesitamos calma para to- 
mar una resolución... 

Melgar forcejeaba por librarse de los 
brazoa de su hermana y exclamaba: 

— ¡Déjame!-- yo quiero arrojar a esa 
muclñcha de mi cusa!... arrojarla a laca- 
lie!,,, suéltame!.,. 

—í A la calle!... ¡pobre hermano! el do- 
lor te ofusca la i'azon.,, ¡Lucía en la calle 
como una muchacha perdida ! , -eso es pre- 
cisamem^e lo que debemos ¿evitar,... 



^- U8 — 



— So quiero que esté ni un miniito más 

€0 estíi casa! ¿lo o jes? 

— Puüs biea,— replicó la señora con fir- 
meza? — me iré yo con ella. 

— ¿Tambieu tú te poues en contra inia? 
—exclamó el lacerado padre desploiuándo- 
ac Hobve nu Bofá hacia al cual lo empujaba 
lu hemiana, 

— ¿ Querrías que la dcjam Bola^ abaudo- 
nada en medio de la calle, bíu hogar, ún 
familia, sin ariipavo, para r^ue cu poct> 
tiempo se cüüvii tiera cu una uuijcr ptíi-di- 
da, vergüeoza para au padre y pam su fa- 
milia?... Ni lo pieme&... Ya que pí>r mi- 
Bericordia de Di es utiestrn dea^-racia no se 
Jia hecho pública, uo ercí* tú quien dt;l>c 
propalarla. Debemos devorar c cuítame ate 
nuestro dclor. 

La suñoL-a cttiitLíiuó hablando largamen- 
te en tí,sc mismo sjcotído, y su hermano la 
escuchaba sin rebatirle habiendo caído 
después de sn ímpetu de cólera cu una 
grau postracicu moral. 

Solamente de cuando en cuando la in- 
tormmpia para decir le como expresando 
una Tcaoluciun inquebrantable: 

—Yo no quiero que esté más a nú lado. 

Su hermana no le contradecía eíL este 
punto; pero le explicaba ([uc todo podía 
hacerse sin escándalo. 

Por fin Melgar logró doininai"Be algo y 
reflexionar con alguna claridad. 

Después do una discusión que daró al- 
gunas horas, se convino en un plari que 
debía ponei'se prontamente en ejecución. 

Mostrándose Melgar completamente de- 
cidido a no volver a ve rae con su hija, es- 
ta saldría de Líma. 

Sn tía iría con ella a tma provincia de 
donde era orijinaria. Esa proviucia se en- 
contraba en el departamento de Ayacu- 
chü. 

Ahí se esperaría el curso de loa sucesos. 

XXVI 



Una conversación intima. 

Dos días desptieíi se hallaban en la sala 
de la casa quü ya conocemos en la calle de 
Santa Teresa doi hermosas jóvenes. 

Una de ella tenía el braiío izquierdo col- 
gado al cuello de un pañuelo de seda j es- 
taba reclinada en un sillón. 

La otra, sentada frente a aquélla, la mi- 
raba con esa ternura que ee demuestra a 



una peraona querida que &e ve enferma. 

Kran I^uisa y gu hermana* 

La luz del sol pasaba suavemente a tra- 
ves de la rejilla de la veiiUina. 

Seguramente Luisa había hxho a la ni- 
ña confidencias, a juzgar por la converaa^ 
cion que ambas tenían* 

Como ya te Ifi he contado, — decia Luisa 
en el momento en que indiscretamente lor- 
prendcmos el íntimo colfíquio de las dos 
hermanas; — acababa de despedirme de So- 
ler y llevaU m retraLo en la mano-.. 

— Y en el corazón,^ di jo la niña inter- 
rninpiémlola. 

Ijnisa ao sonrió y prosiguió: 

— Habia andado un cuarto de cuadra 
por la calk de Ualonje y estaba cerca de 
casa, cuando de relíente 'veo acercarse un 
individuo. 

—Era Narboiia. 

— Sí. — "¿De dónde viene usted?"' me 
prcf^untó bruscamente, A mí rae impacien- 
tó su tono y le repliqué; — **Nada le im- 
porta a usted/' — "Lo sé todo,*' — me dijo; 
**ha estado usted con un chileno, tiene us- 
ted amores con cl.'^* Ardiendo en cólera, le 
conteste; — *^Ka usted un insolente--- nin- 
guna explicación tengo yo que darle... dé^ 
jeme el paso libre." Entóuces él lamió 
una imprecación contra los cbileuos y le- 
vantó tina mano como para pegarme; ex- 
tendí yo los brazos para defenderme, y él, 
aii'ebatíindome el retrato con la izquierda, 
me dio con la mano derecha un gran golpe 
que reei bí en el hra?.í> y me hizo caer al sutjlo. 

— Picaro, — dijo lu niña* 

— Yo creí que iba a seguir pegándonae; 
pero no lo hizo. Al verme caer huyó. 

— PetLSÓ que habrías muerto. 

— Tal vez. En ese momento fué cuando 
vi venir el coehe, 

— Tú no viste la daga o puñal con que 
te hirió, 

— ^Nada. Creí f[ue me había pegado sola- 
mente con el puño. No quise irme a casa 
temiendo que, como vivo sola con la cría- 
da, Narbana volviera a molestarme allá, 

— Hiciste muí bien tn querer venirte 
litara ac;i. ^:Y no sentiste nada al ser herida? 

— El golpe no niáí^, que mepaiiició una 
bofetada. Solamente cuando el oficial que 
iba en el coche encendió un fósforo y me 
vi la sangre, conocí que estaba herida ^ 
qne el dolor que estaba sintiendo no prc 
venia de un simple í^olpe* 

— Así es que Nal bona se quedó con 
retrato- 



— 1L9 — 



— Si, pues* 

—De modo que por el retrato ta a co- 
nocer al oficial. 

— Es de creer c^ne ya había visto a So- 
ler; presumo que esa noche me sijrmó j 
me vio cuando estaba con éL Sí yo bübie- 
ra gritado cuando fui herida, quiza iSoler 
habría acndído, pues aun debia estar a la 
vuelta de la esquina; pero al punto recor- 
dé que Karbona debia tener consigo pape- 
lea compromitentea para varios áti nuestros 
amigos. 

— Es la verdad; entre esto se cuenta ese 
señor Melgar tjue parece un buen caballe- 
ro, aunque no le conocemos sino por las 
veces (|ue ha venido a casa a consecuencia 
de estos asuntos de ía guerra. No convenia 
que Soler hubiera ocurrido, 

^Ya lo creo. No ha sabido nada de to- 
do esto ni lo sabrá. En la carta qite le es- 
cribí ayer, como ín lo viste, le di^o que 
estoi enferma, y esio lo hice pímjnc el íd- 
di vi dúo que rae trajo su carta lo supo por 
tí y naturalmente habrá de decírselo. 

^-¿ Quién será esa niña llamada Lucía 
de quien te habla V 

—No lo he podido adivinar; nc hecom- 
prendido esa parte de su carta. 

— Parece que esa niña debia buscarte. 

— rVsi lo he comprendido ; pero no ha 
sucedido eso. 

—A no ser que hubiera ido a la calle de 
Caloujü..» 

— Qui?;á*.. eso Ío ¡lodriamos saber por 
la criada, 

— Y casualmente la morena está aquí 
ahc í ra . . . ¿ prcgun te mos I e ? 

— Bieti; llámala. 

La niña salió de la sala j regreso pron- 
to segijída de una ne^^ra. 

—¿Ha ido alguna persona a buscarme 
a casa? 

— ¡ Ai, señora [^contestó la descendien- 
te de la antigua Libia kiciendo aspavien- 
tos; — eomo una loca me Labia olvidado.-, 
pero ^H tanta la pena de verla herida que 
no tengo memoria para nada,,, antenoche, 
Dü, a noche... antenoche fué.,, llegó a la ca- 
sa una niña triste^ muí triste, preguntan- 
do por la ieñoia.-. yole tli las señas de 
esta casa.,, decia que tenia una carta para 
usted,., se vino llorando, ¿no estuvo aquí? 

^Ko, respondió Luisa, 

después de hacer retirarse a la negra, 
^aedó un inataute mirando a su herma- 



— Esa debe de eer la persona a qnien ae 
refiei'e 8oier,~dijo. 

^Seguramente. 

— Siento no haberme encontrado en ca- 
sa. Por lo que cuenta la morena esa niña 
parecía sufrir. 

— La conversación de las dos jóvenea 
fué intcrrnmpi^da por la entrada de la ma- 
dre de ellas. 

— ¿ Cómo te sientes?— preguntó la seño- 
ra cariñoaaraente a Luisa, 

— ^Me molesta poco el brazo ^ es en las 
curaciones cuando sufro dolor, o bien cuan- 
do hago algún movimiento. 

La señora lanzó un suspiro y se puso a 
acomodar una almohada en que reposaba 
la cLibeza de su hija, y en seguida dispuso 
algunas otras cosas para proporción íirle 
mayor comodidad. 

í)espues de esto la hÍKO tomar una bebi- 
da fresca y se sentó a su lado. 
*" • • - - »***»»*i,.>.íi»»,t,,*. * . * 

El pi'on<'>stíco del medico su cumphó ea 
Luisa. 

L'4 curauion de su herida no ofreció di- 
ficultades. 

Al cabo de quince dias estaba cerrada 
y le per mi ti a mover libremente el brazo. 

Esttmdo ya sana, la joven viuda regresó 
a su cíLBu de la calle de Calonje y continuó 
Tiviendo en ella. 

XXVTI 
Dudas y recelos. 

Como lo hemos dicho anteriormente, la 
banda de másica y la tropa enferma del 
ba tal 1 on Seti e m bre ha bi a q u edad o en Li - 
ma a cargo del mayor dtd detall , 

Esto no tenia nada de extj^aordíuario, 
pues raro fué el batallón que llevó sus mú- 
si eos a las expediciones de La Sierra* Pa- 
ra ello habían motivos poderosos, y no era 
el menor que con el soroche en muchos lu- 
gares apenas podía la jente aspirar el aire 
necesario para la vida y mucho menos pa- 
ra darle viento a nn requinto o a un trom- 
bón ; además los labios, jeneralmente ras- 
gados por la intemperie en aquellas alturas, 
no se aveuian ,con la boquilla de los ioa- 
trnmentos. Por otra parte, entre los expe- 
dí cionarioa todo el t]ue no era individuo 
armado y listo para el ataque y la defensa 
era un gran estorbo. 

En cuanto a loa eufermoa y los que no 



_ 120 ~ 



teniau la robustez necesaria, ja Babemos 

Íneeran incapaces de trasmontar a pié la 
ordillera de los Andes. 

Por este motivo se veia en Lima dumn- 
te las eipedieiojies a La Sierra ima canti- 
dad de tropa perteneciente a loa batallones 
expedicionarios, lo cual hacia prc^í untarse 
a muchos: **¿Cómo es que tal batallón 
anda en el interior y está en Lima?" 

A medida que iban saliendo del hospi- 
tal los enfermos, hacían su servido en el 
cuartel, stis L^jtrcicios j demás tarcas mili- 
tares. I^nal Cüi^a sucedía con los oficia- 
les que se hallaban en el mismo caso en la 
capital. 

Un dia del mes de agosto recibií^ el ma- 
yor del detall del Setiembre un telegrama 
de Chiela en que le anunciaban que vcaia 
del i ti tenor un capitán conduciendo enfer- 
mos del batalloQ. 

A la hora conveniente se dirijió a la es- 
tación de Desamparados con alguna tropa 
y algunas camillas. 

Paseándose por el andén esperó la llega- 
da del tren en que venia el capitán anun- 
ciado* 

La locomotora se dejó ver a la hora de- 
signada por su itinerario. 

"Tan pronto como hubo detenido su ca- 
rrera, descendió de un vagón un oficial 
cuyo aspecto contrastaba con el de otros 
oficiales que so encontraban esparando la 
llegada del tren , tanto por su traje cuanto 
por su fisonomía. 

Con el cutis {quemado por la intemperie, 
la barba intonsa, el kepis deshormado y 
las trensillas sin brillo, eídolman raido, las 
botas deslustradas; todo él así en su cara 
como en su uniforme dejaba conocer que 
venia de un largo y penoso viaje. 

El major se acercó a él saludándolo afa- 
blemente. 

Después de cambiar con él algunas pala- 
bras amistosas, le preguntó: 

— ¿Cuéinta jcnte enferma trae? 

^^uarcnta y cinco individuos. 

— ¿Cuántos de camillas? 

— Beis: los demás podrán ir al hospital 
en coche. También vienen dos oficiales en- 
f ermoSj pero (jue se hallan en estado de po- 
der ii'se en coche. 

El mayor llamó a un subteniente que le 
acompañaba, y le ordenó hacerse car^o de 
conducir al hospital aquella tropa. 

Tomadas estas disposicioneSj el mayor 
dijo al capitán: 



— Ya por ahorn está usted desocupado 
de ésto, 

Y guardando en el bolsillo una listíi de 
los enfermos y unas cartas (jue le habia da- 
do el capitán, agregó cambiando de tono: 

— Pero, hombre, toda su peí-no na viene 
en tal estado que a no saberlo de antema- 
no, jam;lG hnbíera podido reconocer en us- 
ted al capitán Suler. 

— Ya lo creo» mayor; he mudado ti*es o 
cuatro veces el cuero alU cu La Sierra; 
no me ba sucíjdido lo miümo con el pívño 
de mi uniforme. 

—Bien se ve. En fin, vamos andando. 
Supongo que tpierrá usted ir al cuartel a 
cambiarse de de ropa. 

—Naturalmente; pero antes debo ir al 
Estado Mayor a dejar unas ct)m única*: io- 
nes que traigo. 

-'Ya moa allil. 

^Eu seguida iré a mudarme; despussa 
una peluí pieria para que con navaja y ti- 
jeras disipen un poco mi a'^pecto selvático, 
Y lúe OJO me echaré a cumplir ima multitud 
de eticargos que me biu hecho los compa- 
ñeros. 

Ambos salieron de la estación y se diri- 
jieroii al Estado Mayor. De ahí tomaron 
el camino del cuartel en un coche. 

Como era natural j el mayor hacia mien- 
tras tanto mil preguntas a Soler sobre la 
expedición y el estado en que se hallaban 
sus compañeros. 

— El batallón estd ahora en Huancayo, 
—Híon testaba el caT^itau; — entre esta ciu- 
dad y Cerro de Pasco hemos estado en 
cüutLiuio movimiento durante todo este 
tiempo. Marchan apresuradas, fatigas, en- 
fermedades, correrías^ encuentros con mon- 
toneras, tiroteos, de todo e^to ha habido 
en abundancia- por fortuna nuestras ba- 
jas^ nuestros muertos y heridos, han sido 
pocos respecto a los del enemigo. 

Llegando al ctiartel Soler procedió a 
mudarse de ropa y el mayor continuaba en 
su compañía haciéndole mil preguntas. 

— Muchas hambres habrá tenido que 
pasar por allá Aliut^a que es tan comedor. 

^Algunas- pero cuando logra una co- 
yuntura favorable se da unos hartazgos 
que no se cómo no revienta. 

^¿ Y Lostan? 

— JJice que se ha convertido en filósofo 
por que no hai por allá ninfas a quie ?a 
galantear. 

— ¿ Y el ayudante ? 

— Eahiando como un pagano por t* o 



— 121 — 



lo qtie tiene que trabajar en las marolias 
con el rancho, alojamiento j lo demás. 

— ^No será él el único que rabie con tan- 
tas penurias. 

— ^Ya lo creo; con una expedición como 
la nuestra, el mismo santo Job habría per- 
dido muchas veces la paciencia. 

Después de dar algunas noticias más al 
mayor y habiendo cambiado de uniforme, 
Soler salió del cuartel y montó en un co- 
«he que lo condujo a una peluquería acom- 
pañado de un asistente. 

Ya afeitado y peinado, sacó de su dol- 
man un librito de memorias y pasó la vista 
por una larga lista de encargos hechos por 
sus compañeros. Compras, recados, cartas 
qtie entregar, noticias que inquirir, etcéte- 
ra; todo eso se leia en ella. 

Soler miró su reloj e hizo un jesto di- 
ciendo: 

— Son las cuatro de la tarde; desde aho- 
ra hasta mañana a las ocho de la mañana, 
¿como voi a alcanzar a cumplir con tanto 
«ncargo? En fin, vamos andando; se hará 
lo que se pueda. 

Y echó a caminar por las calles para 
desempeñar las dilijencias que le habian 
encomendado. Mui luego el asistente se 
encontró con una cantidad de paquetes que 
llevar al cuartel. 

No seguiremos paso a paso a Soler en 
J3US negocios; de dos de estos solo haremos 
mención. 

Fué uno mandar con un cochero una 
<^tta a Luisa, y el otro enviar a un mu- 
chacho, a quien anteriormente conocía, a 
la calle de Zamudio para hacer discreta- 
mente algunas averiguaciones por encargo 
del teniente Alvar, 

Pocos minutos después de las ocho de la 
noche una dama vestida de negro y con la 
faz cubierta por su manto iba por la calle 
de Bodegones. 

Al llegar a la plaza avanzó hasta las gra- 
das de la Catedral dirijiendo miradas in- 
vestigadoras a un coche que estaba deteni- 
do frente a ellas. 

L»a puertecilla del coche se abrió en ese 
instante, y la dama anduvo hacia él y su- 
bió resueltamente. 

— ¿Luisa? — murmuró apasionadamente 
1" Toz de un individuo en cuyos brazos 
< "^ la dama al entrar en el carruaje. 

puertecilla se cerró y el cochero hizo 
4 __r los caballos como si cumpliera órde- 
1 ' ""'*'*ibidas. 



— Tanto tiempo Bin saber de usted... 
estaba llena de temores... ¿ha sufrido usted 
muchas penurias?... ¿ha estado enfermo? 
cuénteme... 

Soler, pues era el capitán recien llegado 
quien estaba en el coche, contestó con al- 
gunas palabras a esas y otras preguntas 
análogas que le hacia su amante. 

Después de rodar algunos minutos, el 
coche se detuvo. Había llegado a la plaza 
de Santa Ana. 

Soler saltó del carruaje y dio la mano a 
Luisa para ayudarla a descender. Luego 
ambos amantes fueron a sentarse en uno 
de los bancos que ix)dean el jardin. 

La plaza estaba desierta. 

— Aquí podemos conversar con más tran-' 
quilidad; el ruido del coche nos interrum- 
pía, — dijo Soler. 

— A ver si con el ambiente del jardin se 
pone usted mas expansivo, pues estoi no- 
tándolo mui retraído para contestar ¿Qué 
es lo que tiene? 

— Justamente es eso lo que deseo decir- 
le, sin hallar cómo ni por donde empe- 
zar. 

— ¡Vamos! me está dando usted sobre- 
salto. ¿Qué le sucede? 

— Me ha hecho usted tantas preguntas 
— dijo el capitán tratando de sonreír, 
que apenas he tenido tiempo para contes- 
tarlas sin poder, a mí vez, hacerle algu- 
nas. 

— Hágalas usted, pues. 

—Por su carta supe que al partir yo de 
Lima se habia enfermado usted... 

S i; estuve un poco enferma y me fui 
a casa de mamá; pero eso ya pasó comple- 
tamente. 

— Así lo he presumido al ver su sem- 
blante: ¿y que fué lo que tuvo? 

— Fiebres,— replicó Luisa sin vacilar, 
como sí hubiera estado esperando esa pre- 
gunta. 

— Con estos meses de ruda campaña, — 
replicó Soler queriendo darle a su entona- 
ción un aire de chanza, — alejado del trato 
de las ciudades me he puesto algo brusco, 
asi es que le pido no extrañe si le contes- 
to de esta manera poco urbana: usted, Lui- 
sa, no me dice la verdad. 

— ¡Cómo que no!— exclamó Luisa algo 
turbada. 

— No ha sido la fiebre, sino otra la cau7 
sa de sil mal; usted ha estado herida. 

La joven hizo un movimiento de sorpre- 

14 



^ 



— 122 — 



sa y gnardó silencio pareciendo reflcxio- 
iiür. 

— Ya lo comprendo, — dijo al fin,— el 
4;apitaii Lostan le ba referido bu aventura 
y uHted por conaecuencíiig^ teniendo en 
cuenta el In*:jar del buccso y otrna circuns- 
tancias^ La dcacubierto que fni yo la perso- 
na herida. 

— Eh la verdad; ¿por qné me ocultó us- 
ted eso? 

— Temí causarle temores por mi sa- 
lud,,. 

— Bien; pero ahora que está fuera de 
peligro, ¿por qaé ae^nia ocnltándomelo? 

— Se lo iba a contar todo,— replicó Lui- 
sa con una prontitud que hablaba mucho 
en favor de su facilidad de inventiva; — 
pero para hacerlo quería estar en alj^nn 
lugar donde pudiera mostrarle mi brazo 
completamente sano de modo que le sacara 
de cuidado al mismo tiempo que le referia 
él hecho» 

La joven cojió ]aa manos de su amante 
y le miró con cariño y fijeza, como si de- 
íieara adivinar el efecto que le hablan pro- 
ducido sus palabras. 

— Pnea bien, Luisa; ya ve usted qtie sé 
una parte del anceao; ahora cuénteme usted 
éí resto, 

— Apenas me separé de usted aquella 
noche, fui acometida por un individuo que 
BÍn decirme una palabra me hirió* 

— ¿Sin decirle una palabra? ¿Qné móvil 
podia arrastrarlo? 

— Se^ramentc pensó que yo lie vari a 
dinero o alhajas,., 

— ¿Un ladrón a mano armada?... eso es 
mui raro en las callea de Lima en eete 
tiempo; no lie oido hablar de un caso ae- 
me i ante ... ¿ Y po r qué no gr i tó usted ? , ♦ , 
yo nabria a eludido a socorrerla, 

— ^El susto me cortó la voz. 

- --Pero su agresor no debió ser uu la- 
drón, puesto que nada le robó... ¿a no ser 
mi retrattj?,.. 

— pFusta mente lo llevaba en la mano, y 
con la trihnlaeion se me perdió. 

— Tal vez él lo cojeria. 

— Bien puede ser, 

— Supongo que usted vería la cara del 
ji6esino> 

— Estaba tan oaonra la calle qne nada 
pude ver. 

— Cuando se encontró usted con Los tan, 
así como le pidió que la condujera a la 
calle de Santa Teresa bien pudo haberle 
dicho lo que le ocurría; él la nabria dejado 



a usted libre en el coche para correr tra& 
del agresor, 

— No lo hice porque pensé une solamen- 
te había recibido una bofetada y que no 
valia la pena armar un escándalo y que se 
supiera que j:o andaba a esas lioraa ^n la 
calle, 

— Pero siquiera al dia sij^niente debtá^ 
usted dar parte a la policía para qoe ae 
bascara y castigara al asinino. 

—Ya que con esto nada aventajaba yo^ 
preferí sufrir en 8Í leu ció los dolores de mi 
herida antes de dar lugar a que se hicieran 
conjeturas--. Una mujer que anda sola. 
|H)r la calle tarde en Ifc noche, orijina La- 
bhüas y chismes; quise evitar ésto. 

—Luisa, tiene usted nninjenio nmi des- 
pejado, — ^replicó Soler coi) amarina soma^ 
—me liabria dejado completamente satis- 
fecho con sus respuestas, ano ser por cier- 
ta circunstancia. 

— ¿Qné circunstancia?— prei^u litó lajó- 
ven viuda reteniendo el aliento con inquie- 
tad, 

— Segi3rameute la ignora usted; a saber- 
la, no se hubiera tomado el tral^jo de^ 
ejercitaren inventiva dándome coüteata- 
cionea erradas. 

Luisa ae eatremeció. Permaneció un 
instante en silencio, y luego como sí to- 
mara una resolución, rodeó con un brazo 
el cuello de su amante y hablan do le con el 
acento más tierno de su pecho le dijo; 

— ¿Qué es lo que piensas Soler?... qué- 
dndas tienes de raí?... tu sabes que te amo» 
que por tí lo he olvidado todo... tus dudas 
me ofenden... ese tono que ahora empleas 
me hace daño... 

El capitán la rechazó suavemente. 

—Es preciso, Luisa, — dijo con calma 
pero con firmeza, — que haya una explica^ 
ciou entre nosotros. Yo quiero saber quién 
es su agresor, y por qné motivo quiere us- 
ted que su crimen quede impune? qnien> 
saber qné derechos tiene ese individuo- 
sobre usted. 

— Xadie tiene derechos sobre mí, soí 
enteramente libre, 

— ¿Y entonces? 

Luisa calló. 

— Ambos permanecieron en silencío- 

Por fin ella como impulsada por mi 
arranque, exclamó : 

— Pues bieij ; dígalo todo , , hable usted 
claramente, ¿qué es lo que cree?... 

— SerA el camino más corto para enten- 
dernos. Esto ea lo que creo: el individuo 



— 123 — 



^nc líi hirió a usted la hizo por celos. Em 
r^ujtíto me ha dtmostrtwio, 8Ín conocerme, 
na odio profmido; ur odio a mtierte: esto 
no se explica de otra manera que siendo él 
mi rival y ere jéndoBíí desdeñado,,* 

Cnal movida por una inspiración snbíta, 
la joven dÍjo: 

^Uated lo estíi expresando... un rival 
desdeñado... 

Soler movió negíitivamente la cabeza 
reí^pondiendoí 

— No, no; por un honibre a t|uien so 
desdeña uo Be deja una mujer dar de puña- 
ladas BUi qaerer que se castigue al ci i mi- 
na 1_ Miéutras usted no me explique todo 
«sto, mientras usted no me reñera í^ué rela- 
cionéis tenia o tiene con esa persona, me 
deja en libertad para peusar cualquier cosa, 
para creer que.,. 

El capitán se contuvo y añadió, dáudo- 
le qui2^ un jiro más suave a lo t[ue ilm a 
decir: 

—Si ese individuo está celoso, yo tam- 
bién lo estoi. 

Luisa, con una voz que partía del cora- 
zón, exclamó: 

— ^l Soler^ te lo juro, yo no arao a nadie 
fliaoati!... No he tenido relaciones de 
.amor cfiu ese individuo, 

— ¿Y entonces^, por qué tanto misterio ? 
por (pié tantas respuestas evasivas? por 
qué no decirme desde el principio toda la 
verdad? 

La joven viuda prorrumpiendo en sollo- 
sos lialbució; 

— Es un secreto.-, que no me perte- 
nece-.. 

Soler se puso de pies replicando; 

— Mis dudas tampoco me pertenecen.,, 
no puedo jo dominarlas.** 

Lui^a también se levantó para decir: 

— Pero, Soler, por Dios, qué piensa us- 
ted de mil..* lo adivino.,, cree que lie 
estado amando a dos hombres a un mismo 
tiempo . . - 

—Mientras usted persista en ocultarme 
la verdad guardando secretos, tengo dere- 
cho para creer todo,., 

— Luí fea dejóse caer abatida sobre el 
banco. 

Le pareció que revelar toda la verdad a 
su amante era como denunciar a sus ami* 

OE. Soler como militar cliikno tendría el 
eber de dar parte a sus superiores de lo 
OG se tramaba para el sostenimiento de la 

ntrra de La Sierra, y a(|uellos serian se- 



guramente apresados o desterrados, todo 
por su indiserecíon. 

Esto pensaba la joven y continuaba llo- 
rando en silencio. 

— La prolongación de esta entrevista, — 
dijo Soler,^ — veo que es desagradable pam 
usted. Seguramente deseará ya regi^esar a 
su casa. 

—Pues bien; á tiene usted prisa en ir, 
déjeme sola, 

— De ningún modo» No porque haya un 
desacuerdo entre nosotros consentiré en de- 
jarla a usted de noche en la calle, lejos de 
su habí tací 011 í seria una gi'ave falta de 
cortesía con una señora. El coche nos ea- 
peía . . . 

Luisa se levantó de su asiento, y segui- 
da de Soler se dirijíó al coche sin decir una 
palabra. 

Amlxis montaron j el vehículo se puso 
en movimiento. 

Durante el trayecto los dos amantes abrí- 
gal >an tal vez la esperanza de <]Ue algan 
acontecimieuto fortuito los recoiieihana; 
pero tío f né lusí. 

Un continuado mutisuio se apoderó de 
ellos. 

Poco miLS abajo de la Iglesia de San 
Agusdu, Soler mandó parar al cochero. 

Eq ese lugar acostumbraban amlx)S 
amantes separarse, pero siempre había sido 
después de entrevistas de mu i diverso ca- 
rácter al de esta dltima. 

Luisa se preparó para descender del 
vehículo, 

— Una palabra antea... —la dijo el ca- 
pitán. 

La joven ^'olvió la cabeza para escn- 
cbar, 

- — Las palabras de usted,^ — añadió él, — 
me han dado a entender la existencia de 
un secreto que disiparía todas mis dudas, 

— Es la verdad. 

—¿Desconfía usted de mi discreción?.*, 
ÍTucstras relaciones han llegado a un estre- 
mo en que nada debe habür oculto entre 
usted j yo,.. Si quiere usted evitar una 
ruptura entre nosotros dos, ¿por qué no 
me revela aquel secretor 

—Es imposible, — balbució Luisa con. 
voz ahogada, — ^tal vez otro día... 

— ^Es que mañana vuelvo a La Sieri'a, j 
ausentarme llevando mis dudas será coma 
afirmarme en ella^. De usted depende tran^ 
quiíisarmt:... 

—Es imposible.., — repitió la joven ca_ 
el mismo tono» 



124 — 



— El tal secreto,— dijo Soler con un 
acento que trataba de liacer Batcáaticoj 
pero qne era amargo, — el tal «ecreto ea 
como HDO de esos cuentos con que se en- 
tretiene a loa niños í donde bai deacon* 
fianza no puedo caber el amor; bü ha 
ievantftdo entre uoaotroa iinii muralla que 
Doa atrpara para siempre. 

Luisa quiso replicar; pero conoció qne 
nada podía agregar que no fuera la repe- 
ticion de cuanto ya babb dicho, 

Vacild un instante, y tomando lue^o 
nna resolución, bajó del coche sin pronun- 
ciar una pala tira. 

Soler al verla alejarse por la acera, mur- 
muró: 

— Se acabó todo. 

Encendió en seguida nn cigarrillo, y 
batiendo una mano delante de su cara 
como para aventar el humo y quizás para 
echar nn poco de aire sobre sn acalorada 
frente, añadió: 

— No hai que pensar más en ésto. 

Dejó pasar un par de minutos y en se- 
guida dijo en voz alta al cochero: 

— Vamos a la calle de Ibarola. 

Y a^egó para sí; 

— Cumpliré con los encargos de Aliaga 
y Orrego, y me distraeré un rato conver- 
sando. 

El coche partió, y al llegar a la calle de 
Calón je tora ó por ella. Aqnel era el cami- 
no mas corto. 

Esto desagradó a Solen pero cuaüdo lo 
notó ya no era tiempo de tomar otra vía 
sin hacer retroceder el carruaje. Prefirió 
dejarlo continuar su marcha. 

Por un movimiento natural se fijó su 
vista en el camino que dííbia haber segui- 
do Luisa y en la casa de ella. 

Nadie se veia en la calle, y la ventana 
de la casa estaba a oscui'as. 

Precisamente al pasar frente a éstaj nn 
repentino rayo de luz se hizo ver a tra^^es 
de la rejilla. 

Era eiu duda que Luisa acababa de lie- 
gar y encendía un fósforo. Así pensó el 
oficial. 

El carruaje siguió rodando hasta la ca- 
lle de Ibarola. 

Al entrar en ella, preguntó el cochero: 

— ¿Qué número, mi capitán? 

^No sé... para. 

Tiró el auriga las riendas de les caba- 
llos, y Soler saltó sobre el pavimento. 

Pagó y despidió el vehículo; luego 



echó a andar fijándose en las casas para. 
CDcontrar una cuyo número habia olvidado^ 
j fjne era la misma donde estuviera la via* 
pera del di a de su partida. 

A medida que avanzaba percibia má& 
dístiiitameiite un ruido de músiet y canto 
acompañado de palmoteos y voces. 

El orí jen de aqtiel ruido no era dudoso^ 
bastalía oirlo para decirse: he ahí jente que 
se divierte alegremente. 

Al llegar jnnto a la ciisa de donde partía 
la festiva buKa, Soler reconoció qne era 
justamente la que buscaba. 

— Rtreoe que Canneucita y Elisa espe- 
ran gozosamente el regreso de sus queridos, 
— murmuró el capitán Bonriéndose,— Aun- 
que puede ser que se hayan mudado de 
casa y éata sea otra jente,,. veamos,,. 

Soler llamó a la puerta. 

Una negra acudió a abrir. 

Al reconocer al oficial hizo un moTí^ 
miento de sorpresa, 

— Vol a avisar a las ninas, — dijo, 

— No aAise nada, — replicó Saler; — yo 
me presentaré sin tantas formalidades- 

Y entró por el zaguán hasta la puerta de 
la salita, a pesar de ([uc la negra trataba de 
impedirle la entrada^ a lo cual él contesta- 
ba riéndose. 

Desde ahí pudo ver unas ocho o dies 
personas que ocupadas unafi en tocar, otra* 
en bailar y las demds en aplaudir, no se 
apercibieron de sn llegada. 

El capitán reconoció a Elisa en una jo- 
ven que estaba sentada al piano, y a Car* 
meneíta en otra que bailaba una mari- 
nera. 

—Yaya,— se dijo sonri endose al ver ósto, 
— es UD modo mtii agradable de pasar la& 
penas de la ausencia. 

En ese momento una de las personas que 
pal moteaban volvió la cara y lo divisó» Era 
la niña que algún tiempo antes vimos dis- 
frazada de india. 

Corrió hílcia él gritando: 

— ¡Usted aqníL.. qué es ésto!.,, ¿de 
dónde se aparece? 

— He brotado de la tierra,— contestó 
Soler estrechando las manos qne le tendía 
la niña, 

A los gritos de ésta se suspendió el can- 
to y el baile y todos fueron al encuentro 
del capitán, 

Elisa parecía un poco desconcertada, 

—¿Han llegado todos o ha venido ust 
solo del interior?— pregimtó. 

— Yo solo. 



— 125 - 



Dos militares 7 tres paisanos qne había 
ahí, casi todos conocidos de Soler, y las 
mujeres, hRciaii una multitud de preguntas 
al capitán que contestaba atropelladamen- 
te a todos, 

Pur fin Elisa le cojió de an brazo y lo 
arrastró hacia otra píe^a diciéndole: 

— Vengíi.,, tengo m n chas preg^un tas qae 
hacerle. 

Carmen y Zoila, aquella qne primero ad- 
virtió la presencia de Soler, los siguieron, 

— ¿Qué noticias me da de Orrego?— 
preguntó Elisa cuando estuvieron los cua- 
tro solos. 

— ¿Qué me dice de Aliaga? — añadió 
Carmen . 

— Están buenos ambos, — contestó Soler 
sin poder sujetar una sonrisa al ver la con- 
fusión que se pi ataba en la fisonomía de 
Elisa; — ^me encargaroii qne pasara a ha- 
cerles una visita a ustedes y por eso me 
ven aquí, 

— ¿Por qué se rie nsted? 

— ¿Me estoi riendo?... pues yo creía 
qne estaba mui serio, 

—Se rie porque nos ha encontrado en 
diversión,., vea usted,., es una casuali- 
dad.-, vinieron esas dos amí»^as que están 
allá adentro con unos conocidos, y luego 
quisieron cantar y,., 

— Por mi parte celebro haber llegado en 
este momento, para mí es mucho mé.% 
agorada ble que haberlas hallado bañadas en 
ligrimas,,, 

Y la sonrisa del capitán se cambió en 
una gran carcajada* 

Carmen se dejó contajiar por la hilari- 
dad y rió como una loca. 

Elisa no tardó en imitarla^ y luego rie- 
ron los cuatro a un tiempo con la mayor 
expansión. 

Era lo mejor que podian hacer, ninguno 
de ellos era bastante inocente para dejarse 
engañar por el otro. 

Por fin , serenándose un poco pudo decir 
Soler: 

—No quiero representar el papel del 
Conafindador en Dojí Jim ti Tenorio; no 
quiero aguarles la fiesta, voi a retirarme, 

— i Eso no ! — exclamó Carmen ; — se rá 
preciso que antes tome una copa y baile 
ima marinera. 

:sde luego lo pongo en baile con Zoila, 

regó Elisa; — también quiero que se 

, £naa usted de qne ésto no es más que 

< di verdón entre amigos... nada más... 

^ más*.. 



Y cojíéndolo una de un brazo y otra 
del otro le hicieron prometer que tomaría 
parte en la jarana. 

Soler acc¿Íió teniendo en cuenta que 
después de la escena ocurrida dnti-e él y 
Luisa, aquella diversión le scrviria para 
disti-aerle y hacerle aliuyentar por el mo- 
mento las ideas qne le mortificabim. 

Luego qne hubo cambiado al|>unas pala- 
bras más con las jóvenes, entró en la saUta 
y tomó parte en la fiesta. 

Viendo el capitán a Zoila a su lado, no 
dejó de reparar que la niña con su traje 
habitual tenia más gracia y se veia mejor 
que con el de india qne llevaba la última 
vez que la había visto. 

XXVIII 

Noticias de Lima en Huancayo. 

Como lo habia anunciado Soler, el día 
siguiente por la mañana partió de Lima* 

Llevaba como cincuenta individuos de 
tropa de su batallón de los qne habieudo 
sanado de sus enfermedades se hallaban en 
estado de mareliar. También dos oficiales 
le acompañaban. 

No le seguiremos pa^o a paso porque 
bcria repetir en su mayor parte lo que rela- 
tamos anteriormente. 

Diremos sin embargo que la marcha de 
esta corta cantidad de jente no fué tan 
penosa como la del batallón porque en 
Chiola &e les proporcionó unos pocos ani- 
males para llevar los equipos de la tro^. 

ÁdemáSj cuanto menor es el número de 
nna tropa qne marcha, menores son las 
dificultades que se ofrecen en el camino: 
hai menos paradillas, menos tropiezos y 
es menos difícil hallar alojamiento. 

Diez días después de haber salido da 
Lima, y habiendo dejado de marchar sola- 
mente uno, que sirvió para descansar en 
Tarín a, llegó Soler al fin de su viaje, a la 
población de Huancayo* 

En esta ciudad de La Sierra estaba el 
batallón Setiembre. 

Ahí, sin tener noticia de la costa, o sea 
del resto del mundo, sino de tarde en 
tarde, la llegada de alguien que fuera 
de Lima era un acontecimiento. Cada cual 
esperaba recibir cartas de su familia o amí-* 
gos, y diarios, o por lo menos saber qué fiu- 
cedia en la tierra cruzada por ferrocarri- 
les y telégrafos, allá en el concierto de la 



\ 




— 126 — 



jente civilizada» el ruido de cíiya resonante 
0Tqiiestí4 BolíiiuetLtü tmi^moutaba Iob Atides 
ilI paso tardío de la muía de carga. 

Aptsnas entró ea Huatica}'0 sa vio Sülcr 
rodeado de gus compañeros Ljue acudieron 
& saludarlo. 

Siü apearse de su caballa se diríjió a la 
casa ocupada mr el coronel pivni darle 
cuenta del resulLado de su comisión y dejar 
ahí la correspondencia que traía para el 
cuerpo- 

Cuando un batallón chileno se encontra- 
ba expedicioíiandü por Ija Sierra, la correa- 
pondeucia que le iba de Chile se aeumnla- 
l>a jenendmente en Lima basta que se 

Í]rDÉientaba una oportunidad para hacerla 
legar a su destino. De esta manera suce- 
día que la tío pa recibía al mismo tiempo 
Jas cartas que de Chile habiau partido en 
cuatro j sets o más vapores distintos. 

El capitán Soler babia llevado uu gran 
saco de cartas. Pronto fueron éí^tas entre- 
gadas a sua duüfios, y aunque en su mtiyor 
parte eran de fecha algo atrasada, la tropa 
j loa oficiales las leían con el ínteres que 
inspira la familia ausente, 

Miéutras el capitán recién llegado cnin- 
plia los quehaceres que le correspondian, 
tales como los que dejamos dicho y los de 
entregar con sus respectivas lístasela tropa 
que traia, eteétei'a, decía a los cora pañeros 
que lo rodeaban ; 

— Cumplí Éáu encargo.^ — Arreglé tu asun- 
to, — Vi a la persona.— No se pudo hacer 
nada,,,— Te traigo ima carta* 

Eat-hs frases iban dirijidas a diferentes 
oficiales* 

Cuando estovo desocupado se dinjió a 
una pieza habitada por Lostan y Orrego 
con quienes iba a seguir viviendo. 

Ahí fué dando cuenta del resultado de 
ms dilijencias a cada uno de los que le 
habian encargado algo. Sentado en un han- 
co, sacaba de una bolsa varios objetos y 
pequeños paquetes que daha a los oficiales 
para quienes los traia. 

ínterin decia: 

— Déjenle, teniente Alvar, desocupar» 
me de estos pololos,,, hablaremos en segui- 
da. — Con ustedes, Aliaga y Orrego, tengo 
que hablar largo... muchas cosas que con- 
tarles... 

El batallón estal>a dividido en dos par- 
tes cada una de las cuales oííupaba distinto 
cuartel; los oficiales habitaban en casas 
próximas a bus compañías. Así como en 
Tarma, las de Soler, Lostan j OrregOj esta- 



ban juntas y también lo estaban sua oficfalefi. 

IIüsLa el di a tle partir para Lima, Soler 
hiihía estado arranchado coa esti js dos ca- 
pitanes* .A sn regido naturalmente conti- 
nua ría con ellos» 

—Desocúpate pronto. Soler,— dijo Lofi- 
taa que era uno de Ips oficíales que estaba 
con el comp'Uiero roqicn llegado; — el al- 
muerzo te espera, y y^ han dado las doce. 

— Yoi allá, — coíjteító Soler levantándose 
del banco:— ya he coisduído.,. solamente 
quiero antea lublar mm palabra con el te- 
niente MvñT. 

Y ctijieiido a este de un brazo lo llevó 
hasta una pieza contigua 4'índe estuvieron 
soloa. 

—'^0 me be olvidado de bu encargo, te- 
niente,— le dijo. 

— (Iracias, capitán: ¿qué logró saber? — 
preguntó Ah-ar con emoción. 

—Envié un muchacho % quien conozco 
para que fuera a noticiarae en la calie Z*- 
mudío. 

— ¿ Y que aTerigüó? 

^Que Lucía j su familia ealieron de 
Lima hace más de dos meaes. 

— ¡ Entonces Lucia volvió a casa d£ sn 
padre! 

— Así parece. Por los veciuoa supo mí 
enviado que el padre^ la tía y la nííia ha- 
bían paitido, sedéela que para Piteo. Ann- 
tpie no su]JÍeron decir la fecha precisít en 
que sucedió aquello , es de creer que fué a 
los pocos di as después (¡ue el btitallon se 
vino para acá. De lo que no hai duda ea 
de que Lucia volvió a caso de sus padres y 
marchó con ellos. Una vecina le dijo al 
muchacho a quien yo emic que ella les lía- 
bia acompañado hasta la estación del ferro- 
carril, 

— Se^mramente su padre logró encon- 
trarla en el hotel donde yo la dejé. 

—No; fui a ese hotel y hablé con el mo- 
zo. Ayudándole a hacer memoria por lo 
que usteíl me había contado, recordó que 
la niña estuvo en el hotel hasta la uoche, 
pagó el ^■alor del alojamiento y sahó sola 
a la calle. 

— A casa de su padre, tal ve k. 

— Ea de presumirá i. Las noticias que le 
traigo me parece que no son malas. Lo 
que m<ís temia usted era que encontrándo- 
se Lucia sola fuera arrastrada háíjia algu^ 
precipicio fácil de adivinar.., una niñ 
hermosa abandonada en medio de la calli 
8131 dinero, siü aiDparo, no es menester se 



-^ 127 — 



mili ttialicioao para Sfmpechar los peligros 
que corre j la suerte qne le espera, 

— Eela verdad; eso ei-a lo que yo ilaás 
tcinia. Ahora puedo eiitar mda tranquiio, 
aunque qn iza no volreró ja averia*.. — 
ccnttstó el teiiiuiite aLo|?ivndo uu BiiKpirOt 

— También era aquélto b que yo temia, 
y por eso liy tomado cartas en ente asunto. 
ÁBí^ t<;nietite, cüiqo se lo he dicho, se lo 
repito con k rudeza del soldado en campa- 
ña; no he querido protejer sus amores^ sino 
evitai' para esa desgmciada niña im mal 
major. Aunque no rae creo eon derecho 
para recideuciar la conducta de usted, como 
compañero piitído hacerle algunas observa- 
ciones. Saca wated a una níEla que vive 
tranquila en sn hogar; haí algunas horas 
de placer; luego queda ahí sola en un ho- 
tel; pasa uu dia de martirio como es de 
suponerlo, sin comer 8¡quiei*a... así me lo 
dijo el mozo del hofsel; sale en seguida a la 
calle entregada a su suerte, deshonrada, 
abatida, calenturienta, desengañada del 
mundo cuando se halla en la primavera de 
la vida en que todo sonríe, como le son- 
reía el dia anterior*., y ahora todo lo ha 
perdido.., si regresa a bu ho^r, ¿podnlser 
tan feliz como lo em ánteíí de su desgra- 
cia? ¿no tcndrd siempre encima la mirada 
severa de su padre cujas canas ha deshon- 
rado ? ¿ las caricias paternales no se cam- 
hi anín en aer i mon i a perpctu a ? ... y I uego 
los semLlantes ásperos, las miradas ceñu- 
das, los malos tratos, las palabras acres,., 
en fin, el hogar con vertido en una prisión,,, 
¡es mucha desdicha para una uinaque era- 
pieza a vivir! 

— Todo eso lo comprendo. Bien sabe ns' 
ted qne sí las cosas tomaron tal rnmho no 
fué por culpa raía; si yo hubiera sabido qne 
Íbamos a partir de Lima, mu i lejos hubiera 
estado de sacar a Lucía de su casa. 

— Lo creo. Pero, usted recordará lo que 
a menudo dice Lostan ; "Un militar en 
campaña no debe tener deudas ni compro- 
misos, de manera que esté siempre üeto 
para recibir unfcalazo sin dejar nada ati'as,'* 
Ko era difícil prever lo qne le sucedió a 
usted: una marcha ím.pen@ada es cosa cor- 
riente eu la vida que llevamos. Por eso 
nosotros, expuestos constantemente a tales 
emerjencias, no debemos contraer compro- 
misos serios de los cuales dependa, si no 

vida, la suerte de nna persona que no 

. coraetido otro delito que amarnos dema- 
ddo. Tal vez estaj'á usted pensando que 

y Boi el diablo predicador, No pretendo 



pasar por un santo, pero no me guata mor- 
tificar a los que nunca me han hecho daño. 
En ññ, espero qne no tome a mal cnanto 
tfe he dicho; es la opinión de un compa- 
ñero. 

*— Lo reconozco. .- —balbució Alvar que* 
dando pensativo. 

La voz de Lostan se dejó oír desde ]& 
habitación vecina giitando: 

—Soler, ya está listo el almuerzo, 

"Yol alU, — contestó el capítaru 

Un momento después se hallaba en una 
piessa que servia de comedor. 

Una mesa y un par de bancas allegadas 
a ella era el mueblaje. 

Solamente un cubierto habia en la mesa^ 
pues todos hablan almorzado nn par de 
horas átitt^s* 

Soler, Lostan, Orrego j Aliaga se sen- 
taron en las bancas, 

— ^Bonita cara tiene la cazuela,— dijo 
Soler mirando el plato qne le habrá aido^ 
servido, 

^La ^Uina mas gotÚB. que se encon- 
tró en el pueblo peTdíó la vida j cajo a la 
olla en celebración de tu feliz arribo, — res- 
pondió Lostan. 

— Entonces esto tiene seraejanza con la 
parábola del Hijo Pródigo,.... - Pero voi a 
tenor que comer yo solo a lo que veo. 

—Como no sabíamos que venias, almor- 
zamos hace poco... te acompañaremos con 
una copa de vino. 

— A no ser qne Aliaga qnisiera hacerte 
compañía en lo sóhdo. 

—Vamos Aliaga, acomplñame, mira qna 
esta cazuela estJ^como de mano de monja- 

— Hombre haz un empenito,,, 

— Ko me estén embromando. 

En ese instante apareció nn asi atento 
trayendo otro cnbieito y otro plato de ca- 
zuela que colocó delante de Aliaga. 

Todrtó su reian* 

— UstedoB quieren embromarme, ^-^dijo? 
Aliaga ;^ — pues no les desairaré la broma.,- 

T se puso a comer añadiendo; 

— Ni les diré que es broma de mal gas- 
to... sino moi sabrosíi... está de chuparse 
los dedos,-. 

La charla continuó mientras almorzaba 
Soler y roiénti'as Aliaga reforzaba el al- 
muerzo que había tomado en la mañana^ 

Cuando lle^ó el momento de tomar el 
café, Soler dijo sonriendo: 

— Aunqne Lostan está presente, creo 



— 128 — 



qae podre dar cuenta de la visita que hice 
ala calle de JbiFolB. 

— Si hai secreto dü por medio, me reti- 
ro,^ expuso LoBtaD, 

— Los interesados resol verán. 

— ; Qué ocun-eucia! — dijo Orrego. 

— Habla no rnáa^ — añ^idió Aliaga,— 
aqut estamos en familia. 

— Me YÍ con las dos níafa» trataban 

-de conaolarae de la ausencia: a Elisa la 
hallé cantando, 

—¿Y a Ciirmeu? 

—Bailando. 

— ¿Quiénes estabsm con ellas? 

— Amigas. 

— lAh! 

— Y amigos* 

— jÜf!— exclamó Lostan. 

— Pero eran amigos de mucha confian- 
za; uno de ellos tuteaba a Eliaa. Tuve oca- 
sión de observar cao porque permanecí en 
la casa basta Jas cinco de la mañana^ hora 
-en que me retiré; pero la jarana continua- 
ba an su punto aún. No reparé que a Car- 
men la tuteara alguno de loa presentes; 
pero a uno le oí quejarse de que aquella 
locuela le babia mordido loa labioa... 

— Seria por equivocación^ — dijo Lostan 
mui serio, 

Orrego estaba un poco amoscado. 

Aliaga parecia vacilar, pero luego soltó 
una carcmjada y exclamó: 

— [Suficiente con lo que md Las conta- 
do l.>. eu eso la conozco^^- también esa 
diablilla me loa mordió a mí nna vez y me 
tuvo dos diaa ain poder fumar. 

Todos rieron de la mejor gana, incluso 
Orrego que tomó el partido de hacer io 
mismo. 

Mil chanzas se cruzaban,. 

Lostan decía: 

— Dos meaes de ausencia era un plazo 
muí largo para unas niñas tan senaibles 
como aquéllas. El tiempo de la juventud 
pasa muí iijcro para perderlo auapirando 
por un ausente. El corazón ai'dient€ de 
una joven necesita otro que esté latiendo 
junto a él y no a sesenta leguas de distan- 
cia y con la Cordillera de los Andes de por 
medio*,- Pasauílo a otra cosa, ¿qué se di- 
ce» Soler, dft nosotros eu Lima? 

— Que haremos una expedición a Aya- 
cncho> 

— ¿Ea un hecho? 

- Así se corre, 

•^Hasta allá no ha llegado todavía nin- 
guna fuerza chilena. 



— Seremos los primeros, 

— Ya se habla de que los montoneros 
nos pondrán obstáculos en todo el camino, 

— Apropósito, — dijo Orrego alzando la 
voz;— te contaré que hemos tenido noti- 
cian del Coreo, del individuo del retrato. 

— ¿Qué han sabido? 

—Kn dias pasados fuí a La Banda con 
mi couipafiía porque habia o parecido una 
montonera. Hubo su tiroteo. La mayor 
parte de los montüueroa liuyeron. Entre 
toa que corrian, Peral ti* dice que reconoció 
al Corso por el caballo y la manta. Muchos 
cayeron, pero él se salvó por el caballo. 

— Bueno será que no ande exponiendo 
mucho el pellejo en sus correrías si es que 
pretende cumplir aii amenaza de darme un 
balazo. 

*— Asi es; estuvo en un tria que lo pillá- 
ramos, y como ni los montoneros con nos- 
otros ni nosotros con ellos entendemos de 
pdabrassino de obras, no habría podido 
contar el cuento. ¿Y lograste averiguar al- 
go en Lima relativo a a^quel sujeto? 

— Les contaré el resultado de mi entre- 
vista con Luisa ya que ustedes saben par- 
te de la historia. 

Soler se puso a hacer la narración de lo 
que habia hablado con la joven viudA. 

Concluida que fué, los cuatro compa- 
ñeros se entregaron a diversas conjeturaa; 
pero sin acertar con la verdad, y continua- 
ron conversando hasta h hora de la llama- 
da que ae hizo esperar poco. 

XXIX 

I Eatadía en Huancayo. 

Pocos diaa después se hacian íoa prepa- 
rativos para emprender la expedición áé 
Ayacucbo* 

Dos meses iutea, en el mes de julio, el 
caudillo Cáceres babta sido derrotado en 
Huamachuco, y del desastre de tu ejército 
habia logrado escapar él en el lomo de su 
caballo corriendo hacia el sur de La Sierra, 
basta múB al sur de Huancayo que era el 
mita meridional de los pueblos ocupados 
por fuerzaíí chilenas en La Sierra. 

La Sierra, como se sabe, ea el nombre 
que se da en el Peni a una gran parte da 
su territorio que está al oriente de la Coi 
dlllera de los Andes. 

La presencia del tenaz caudillo bÍ2 
cundir las revueltas y montonera» que t' 



129 — 



i^^n iafeRtadaa lai poblaciones de aquella 
parbe de La Sitírra. 

Hasta uitídia jornada áñ distancia de la^ 
j^UíirnÉciones chileriFis llegaban las gaerci- 
Íla3 en bus correrlas. A menudo había qn^ 
€fitar mandando peíjiMfma fnicdones de 
niiestrafí fiierzu:^ pura dispersavlaíi, lo ciiul 
siempre %12 cüuírej^^uia^ poro nüní:a con nii 
resultado definitivo, pues pronto volvían a 
aparecer, sí no lag miomas, otras nuevas, 
ya por ün lívio, jh por utro. 

QaTeue^ \mí¿ ¡enfrían con las mouton^ras 
eran los IcibitautL's tríiuquilíiTi dü los puo- 
bloSj pue-iLO que se veía ti o b] i piídos íi üíí- 
tenerlas di:Htolas recursos j ko.^ped.aji.^^ v 
^spaQiculosc a ser fTiielaiente tintados 
cuando n.> éü apresura bim a sati refacer su 
cxijcncla- 

El ejercito chileno sólo teuía qne sufrir 
las molesLiiL:^ de bacer marchar algunas 
compañías o fraccioíJ de tropa fiíeoiprc que 
las g'tierríLlas sl^ aproximaban mucno. 8in 
euabargOj en los coutinuos encuentros y ti- 
roteos, ora resultaba un soldado híbrido, 
ora uno muerto, y aunque las pérdidas de 
líia moutüiTcroií eran dobles, triples y íi ve- 
céis décuplas o ]n;Í4 todavía; guta a gotAi 
iiuesstraa merinas ibaii ya formando una 
regular suma, ya la lar^a aipiüllo debía 
bacerí^e seiiírir. 

Xucstro ejército podía mni bien Imber 
permanecido en sus guarniciones siu mo- 
lestarse ^ los enemigos no se ati'c^nan a lle- 
gar hñBta éb Pero como su misión era pa- 
cificar íiquellos puebloí^, se veia cu Ia 
necesidad de hacei; repetidas exctirsioneí^* 
Se tcuian noticir-s de que entre Huan- 
cayo y Áyacncho Ciiceres hivbía en contra- 
nuevos adepto.^, lograudo formar un ejer- 
cito 00 n a-^pecto regular además de las 
montoneras. 

Una expüdicion a Ayacücbo poília tener 
por objeto paciíicar loa pueblos por donde 
pasara, y atacar a O áceres, si es que éste 
Be decidla a presentar combate. Ademas 
en aquel tiempo otro ejéreíto chileno iba 
a mareliar sobre la ciudad de Arequipa: la 
existencia de fuerzas nuestras cu A y aca- 
cho era conveniente para cortar la retirada 
al enemigo hacia el norte» 

Sin querer entrar en explieacioues que 
cenecen a la liistoria, hacemo.=i sólo es- 
obáervaeiones, necesarias para la clari- 
á de nuestro relato* 

Los preparativos para emprender la ex- 
Jicíon eran principalmente conseguir el 
kyor número posible de bestias de carga 



para aliviar id soldado del peso de su equi- 
po en la marcha, y para conducir a los tjue 
se fueran enfermando y los que resultaraa 
heridos. 

Ya el Setiembre en sus excursiones ha- 
bía Ioí>'rado juntar algunos animales quita- 
dos eu 6U mayor parte a los montoneros; 
a la reunión do ajuellos cnadrúpedoí se le 
dal)a pamposaniente el nombre de caballa- 
do. Al Cuidado de un oíiiiíial y nlgana tro- 
pa se la mund iba pastar en los potreros 
cercanos, 

I.a t:d cabíJIada era nua asatnblea de 
humi 1(1^3 borricos entre los cuales fiobre- 
aalian hs cubezns de al^'un:^:^ nmlas y de 
unos pocos ciU>alloe que relinchaban de 
pena al verse en tan Tuala compailía, 

Huancayo es una ciudad de poca exten- 
sión, .^us habitantes &on Cüsi en su totali- 
drid de raza indíjena o mestizos, pío do- 
mina en ellos la san f^ re de los incas; sn 
c litis cobrizo lo dejo notar a primera vista. 

Las mujeres usan souibrcros de píLa o 
de Icario, y líi'lifíf, especie de mantilla de 
bayetit que so ponen en la espalda, dos de 
cuym piHita'? [líisan por los liombros para 
juntarse y ser prendidas sobre el pe olio; 
nua saya tic una tela tejida por ellas mis- 
mas completa el traje, que no es Ixistiinte 
largo pE^ra ntoltai" sus pies descalzos. 

Eu caml>io los hombres que por allá de- 
ben ser unís delicados de piés que las mn- 
jeres, usan no solíutieute calzado, sino 
también medias; su calzado que llaman 
shiícni es una suürte de sandalias. Loí* 
rkoíoíi son Hombres; que han puesto eu plan- 
ta el arte dúl buen vivir; bus mujei^^es tejen 
medías y idlos se las ponen, ellas hacen 
chicha y ellos se la líeben, ellas ^ranan di- 
nero trfibajando y ellos se lo gastan áí r ir- 
tic udose: ellas son aman tea y tieli^s, y ellos 
les coiTesponden administrándoles de cuan- 
do en cuando al u: unas respetables tundas.,, 
(I Ellas los odiariín al veíase aporreadas? — 
¡ Xada de eso 1 es pam ellíis ki mejor |>rne- 
ba del cariño marital, y la pagan con mie- 
vas atenciones, obsequios y caricias.,* 

(■hohs se llama a loa mestizos de indio 
y blanco. 

También se ve en las calles de Huanca- 
yo algunas indias o cholas de capuz, espe- 
cie de camisa de jerga ne^ra que se ponen 
a raíz de las carnes y que les cubre desde 
e! cuello hasta las rodillas, dejando ver la 
piel cardada de sus brazos y piernas; aquel 
sencillo tmje que no tiene una pulgada 

15 



— 130 — 



miis de lo estrictamente necesario, se suje- 
ta por uu aiícho cinturon de cuero lleno 
de dibujos. J)jcen que aquel capuz es luto 
que llevan [wr la muerte de... Atahualpa; 
más de tJ'escieutos años, ¡ es llorar a un 
muerto! Pero al fin y al cabo aquellas ¡nfe- 
lícca al Wümv el horrible sacrificio de su 
inca lloran su dicha perdida, arrebatada 
por la ''civilización", que se presentó a 
auB ojos con un garrote en la mano... 

La jcEte blanca de la población forma 
corto número, y es compuesta principal- 
mente por los comerciantes, dueños de 
tiendas y pulperías. 

Los tttríictivos que of recia aquella socie- 
dad a loB del batallón Setiembre, eran mu i 
reducidos, Lus familias se encerraban en 
fiua casas sin querer mantener relaciones 
con los chileuos, para lo cual no les faltabii 
razón, puesto que cuando estos partieran 
Yolveriün los montoneros y les harían pa- 
gar su amabilidad con cupos y otras ga- 
t)eia3. 

Pal a matar el tiempo los oficiales no te- 
nian otra cosa, que conversar entre ellos o 
ir í* tomar licíados a mediodía, mientras 
calentaba el sol, porque fuera de esa hora 
no necesitíiban más refresco que el que 
pródigamente les proporcionaba el aire. 

Los que lograban conseguir libros, leian ; 
pero éstos no eran mui abundantes, y en 
los niosti'adoies del comercio a los suma 
podia comprarse algún silabario o cate- 
cismo.., 

YaríoB solían reunirse en una especie át 
café que tenía, además de un mediano sur- 
tido (le botellas, un billar. Ahí a la luz de 
una lámpara no mui clara se hacian algu- 
nas carambolas por los pocos que podian 
}ugar a la vez; los demás miraban senta- 
dos en un banco hasta que se aburrían y 
se iban a sns habitaciones. 

Desde que positivamente se supo que 
pronto se marcharia sobre Ayacucho, al- 
gunos oficiales hicieron traer sus caballos 
del potrero donde pacia la caballada para 
Cuidarlos en sus casas, y principalmente 
para estar seguros de tenerlos el dia de la 
marciia: no era raro que a última hora al 
moverse toda la pandilla cuadrúpeda se 
extraviara alguna bestia en medio de la 
conftision, y para evitar ésto con venia to- 
mar aquella precaución. 

Uno de los precavidos fué el capitán 
Loatan que era ahora dueño de un caballo 
overo comprado por él en Jauja, pues la 
muía que traia desde Chicla habia decaido 



mucho con la marcha, tanto en pujanza 
como en gordura, y el capitán hubo de 
despojarla del honor de cargar su persona 
dándole la tarea menos hoaoríiica, pero 
más liviaua, de soportar solamente el peso 
de su equipo y el de su asistente en los^ 
viajes* 

Teniendo ya su caballo en la casa don- 
de vi vi a, pensó LoJítan tjuc seria mui can- 
to tener también ahí la muía, Fádl le era 
hacerla venir, pero quiso ir él mismo a 
buscarla al potrero, lo cual le serviria de 
paseo. 

Hizo ensillar su caballo y pidió otro 
prestado ¡^ un com panero para hacerse 
acompañar de su aaisteute. 

Para llegar al potrero habia qiie aalír 
como una uiilla f ae[^ de Huancayo en di- 
rección a Concepción, 

Loítaíi faé allá y después de buscar [su 
mu la un largo ratíf áuLcs de encontrarla en- 
tre kis demás Ijcstias, la envió a la pobla- 
ción con su asistente. 

Quedóse uua hora miís conversando con 
el oficial de la caballada y tomando algu- 
nos tragos de chicha de maiz, bebida a la 
que como casi todos sus compañeros se ha- 
bia acostumbrado en La Sierra. 

En seguida montó a caballo y tomó el 
camino de Huancayo. 

Tuvo que andar por un sendero algunas 
cuadras hastia salir a la vía principal de- 
marcada por largas hileras de matas de 
pita* 

XXX 

El capitán Lostan encuentra 
afgo qua le gusta^ 

Ap(.ba.s Lostan hubo llegado al camino 
divisó venir dos jinetes. Fijó en ellos una 
mirada y detu^'o su cabalgadursi. 

Aunque se hallaban aún bastante lejos, 
pudo uotar que el jinete de la derecha ve- 
nia montado a horcajadas y el de la iz- 
quierda llevaba las dos piernas a un lado* 

Esto pai^ cualquiera queiria simple- 
jncnte decir que el de la derecha era 
un hombre, y el de la izquierda una mu- 
jer: pero Loíi-tau que estaba al cabo de las 
costumbres de La fiierra pensó de este 
modo: 

— Aquella mujer no es rma chola: las 
cholas montan a cal>allo como los hombres, 
abriendo ] ají piernas miLs que uua tijera: 
es una dama eivihísada, fruta no mui 



— 131 — 



%abiiíidtmte por estos mandcw; vale la pena 
ÚG esperar pava verla. 

Se puso a encender un cigarrillo y aguar- 
dó- 

Como soliítn hacerlo en los YÍ»jca por 
La Sierra los militarte chilenos, Lostau se 
Labia pncsto una manta y un sombrero de 
paño, así es que mostraba el aspecto do 
un paisano. 

Poco a poco, a medida que ae acercaban 
los dos jinetea, el capitán notó (]ue la da- 
ma triia uji sombrero negro de paja y de 
¿1 peudia un ve!o qíie le cubría complüt^^- 
mente el rostro ^ 

— Uur, chola ro tiene miedo de [|ue d 
sol le [¡urm::! el cútiií,"- pen,^[>:^?dU ao 
deVje de ^jvlo.*. ::ení tú ves alguna hermo- 
sa jóvjo v-je t'jine por au epidónnií.,. con 
tal que no sea alguna ríe ja que se pone 
velo par miedo de que en el camino se le 
rellenen con tierra Jas aiTuga^^... ea Un, 
tratarenios de saberlo. . . en toda caso poco 
se perdenL, , 

El compañero de la dama era mi indi* 
vi dúo que representaba unos ciiieiienta 
años: vestía sombrero de pita j manta de 
vicuña, lo cual dejaba ver qne era persona 
acomodada. 

Cuando pasaron frente a eb Lostau les 
hizo un saludo, j hacienda mover sn ca- 
ballo fué a colocarle al lado del jinete ma.'i- 
ciilino. 

Éste acto em muí natural do parte de 
una persona que pai'ccia eiicootmt viajei*oa 
que ííLguiau su mismo camino, 

— ¿Va ur,ted para HuaiicajOj señor? — 
preguntó el c^pitaju 

— Sí, vamos para alkl. 

— Yendr:iu ustL^düs de Concepción, 

^TTeraoa pasado por ahí, pi.ro venimos 
de más lejos, de Jauja, 

—Se couoce, efectivamente, por los ca- 
ballos; parecen alpo cansíidos* 

- — Es que (levan dos días de viaje; ayer 
salimí^s de Tanna, 

Abierta la coaveríjí^cioii^ contiiiu:> ver- 
sando sobre Í08 eanjínoa, el tiempo, los 
alojamieufcos, y cpsaa semejantes. Jja da* 
ma también tomó parte en ella, j el capi- 
tan reparó íjue tenia una vok clara, voz de 
jóveu í ]iE3ro siempre le quedd la duda de 
que debajo dú su velo podía ocultarse la 
cara de Ufi endriatro. 

Ella iba a la izquierda de su compañe- 
ro y Lostan a la derecha, lanzándola con- 
^tínuas mimdaa. 

Seguramente adivinaba loa peuBamien* 



toa poco favorablíís para ella qae jíraban 
en el celebro del capitán, ¿A qué mujer le 
gustará que hagan falsos juicios en menofi- 
calx) de su herjnosui-a? ¿Y cuál querrá 
quedar bajo el peso de ellos si fulmente 
puede desvanecerlos? Ello es que fuera por 
un motivo o por otro, la dama al cabo de 
un mcímento alzó el ^^elo y ee jniso a al>a- 
nicarse con nn pañuelo, diciendo; 

—Hace Cíilor. 

Entonces imdo Lostan oosorvar que el 
roatro de Va jóreu, si n:) hermoso, ei'a por 
lo meno;^ bic^ji parecido y simpático. 

Jjuego tornó olla a bajfir su velo* pero 
ya el capitán lialña vÍBto lo sulicicnta para 
mostrarse más atento y amable aún. 

EKtaba ei>uiíi a dos cuadrií; nada TUá*í de 
distan ;i a del sóíido puuiite de piedra t]no 
hai a la entrada de Hnanoi^yo» cuando 
LoHtaii al ofrecer un cigarrillo a su inter- 
locntiír dejó ver alíennos botones de su 
uniforme, 

— ¿Ks usted militar? — preguntó éste 
con cierta sorpresa. 

— Sí, perfeiueKCO al batallón Si-tiembre, 
— C!ontcsLó el oficial. 

Los viajeros g^n arda ron silencio. 

Lostau miró a la dama para ver r]ué efec- 
to le producía a:]ueila declai-aciün, jiem 
nada pudo leer en su semblante puesto que 
k> 11 e va I ^a c u 1 li e i^ to , 8 i n e m bar lí o n o se le 
ocultó que tal vez no le gustaría entrar ea 
la pohl Lcion en compañía de un militar 
chileno, que aunque no tenia visible su 
iuiforeie debia ser conocido fn>r lo menos 
de vista en la ciudad, 

Ik'jó pasar un instinto y luego dijo: 

—Y\x estoi cfTca de mi cuartel que ee 
eneuentra al lado de acá del puente, junto 
a él; voi a adelontrirnie jorque tengo algo 
c|ue hacer. 

Lostau se despidió del viajero d índole 
la mano. J'hi pe;^^uida baeiendo pasar í?u ca- 
b:illo al lado en que astabí la dama la ten- 
dió también la mano dieiendola; 

— De BÚbití} me siento impulsado a en- 
trar en la población para averiguar alojo 
míe me interesa muüio; perocnnio no pue- 
do hac^^rlo con este traje de paisano, voi 
a adelantarme par^ cambiarlo. 

Estrechó suavemente la mano euguan- 
tilda de la dama y partió espoleando su ca^ 
bailo mientras ella quedó eeí^'ummcnt^ tra- 
tando de interpretar aquellas palabras. 

Freutií al cuartel donde estaba ta com- 
pañía de Lostan se hallaba su casíi. El ca- 
pitán entró en ésta sin apearse. 



— 132 - 



En el píitió Imbía al^iiuos asistentes de 
los oíicia]ts qae ahí habitabíiih 

Dit'ijíciidfjse a uua de ellos^ dijo: 

— Ti rLigame mi kt^pis j dejt; tíu mi pie- 
za esta manta j este sonibioro. 

y se sacó tstíu prendas dándoselas al 
soldado. 

Pronto regresó éste travendo lo pedido, 

Lostan se encontró de mi i forme y en da- 
tado dy andar por las calles de la pobla- 
ción, ]]ues no era permitiilo a im militar 
pasearse por la cindad vesLidü de paisano. 

Dtsde el patio do la casa donde eataba 
veia por la piierta de calle a los qne pnea- 
tían por afnera. 

C-oii la vií^ta ñja esperó divisar a los ji- 
netes (pie debían venir mni cerca. 

En efecto; Incg-o pasaron. 

La dama volviendo la cabeaadejó cono- 
t*r qne miraba hacía adentro. 

— [Malvado velo ^ne lio me deja ver 
qné cara mtí pone! — mnrmnró Lostan. 

E! marco de hi puerta ocultó pronto a 
los viajero:^. 

líEíjó coriTr el capitán nn par de niinn- 
tos. En se^niida salió ha^ta la calle. 

Aquellos hablan pasado yn el pneute j 
sus cabalgaduras sei^niían camimindo rec- 
tamente. 

El oficial esperó que hubieran avíinza^ 
do más de nna cuadra, y dándole una sua- 
ve palmarla en el pescuezo a su caballo, lo 
hizo andíir al paso. 

ínterin .se decía: 

— Por la conversación he sabido qne son 
padre e hija, qne pasado mañana continua- 
rán su marcha hasta Hnanca vélica y (¡ne 
aquí se alojaran en casa de nna vieja. Es- 
ta sení aljama de las qne viven en í^ste 
pneljlo a puerta cerrada, de manera «¡ue 
pnedo contar como seguro que no lo^^raié 
vcrine con la del velo.,, j es tan simpáti- 
ca.,- la única persona que me ha llamado 
la atención en estas alturas... En íin, ve- 
remos lo qne se pueda hacer < 

Los viajeros ooutinnaban su marcha, y 
la dama de cuando en en ando volvía la 
cabeza para abras. 

— Es indudable qne me ha visto... me 
mira. , , esto no i a estando tan malo. . . Ya 
prontamente han de llegar a la casa donde 
ñc di r i jen t pues la cindad no es tan gran- 
de... 

Efectivamente, algujios minutos des- 
pués se detuvieron ambos freutc a nna 
pncrüa que lueE^o se abrió. 

Lostan apnró sn caballo. 



Alí^nnas personas salieron a recibir con 
mnestrasde cariño a los viajeros. 

El capitán vio ijue la dama voh ia la ca- 
ra hacia el, sin velo ahora j y le pareció di- 
visar nna sonrisa, 

— ¿Esta sonrisa será para mí o para las 
pcrsouas qne salen a recibirla ? — se pregun- 
tó Lostan, 

Y tras de ésto vio qne el padre y la hi- 
ja entraban por la puerta y ésta se cerrat® 
en seguida. 

Prosiguió andando, y al pasar frente a 
ella murmuró; 

— He ahi una puerta más tirana qne el 
velo r el velo me ocultaba solo sn fax; la 
puiuta me la oculta de cuerpo entero. 

Después de lo anterior, varias veces pa- 
so el capitán Lostan pc»r frente a la casa 
qne fiervia de hospedaje a los viajeros. 

LíLs hojas (le la pnerta permanecian ee- 
rnuias y lo mismo los postigos de las ven- 
tauas. Esto no era raro; jnnchas c^sas ob- 
servaban ig^nal sistema durante la caladLa 
del ejército chileno. 

En balde el oficial gustó sus zapitos en 
las nial sohidas acer¿ts; en balde gastó su 
paí.'icncía consersando nna hora con nn 
ittiliano, en la tienda de ¿ste, destle donde 
pod i a contemplar el mntisma y la oís tina- 
eion de aipieila pnerta y aquel ka ventanas* 
Kada vró. 

Por fin, para no hacerse notar paseáudo- 
se por una misma calle, se puso a andar aí 
rededor de la manzana en que se hallaba la 
casíi poi' CU}' a puerta habia entrado la da- 
ma del ^■elo. 

— I Cansado estoi de ver ias paredes i>or 
fuera í yolas quisiera ver por dentro I 

Asi murmuraba ¿1 discurriendo algún 
modo de cunrplir este deseo. 

En uua de sus vueltas se fijó eu tres o- 
cuatro casas qne se haüjiban deshabitadas. 

Empezó a echar sus cuentas- Una de 
aquéllas debía juntarse por los pies con la 
que le tenia preocupado: estaba situada en 
la calle opuesta. 

Entrar en ella no era difícil : era una ca- 
sa medio destruida cuya pnerta tenia por 
candado un coi del de pita. 

Desató el cordel y entró 

Esto no podía llamar la ateuciou de los 
vecinos poríjne era cosa corriente que l^i 
oficiales visitaran las casas desocupadas ■ 
busca de alojamiento para la tropa o pa 
ellos mismos. 



— 133 — 



Anduvo hacia el fondo do la casa, doude 
Ilep:ó despiiea de cruzar variotí patios, 

UíiamimiUa bastante alta írupedia vei.' 
Ifljs casas vecinas. 

Miró a ttxlos ladoíj tratando de díBCubríi" 
alg-una escala o madero n utro objuto (jue 
le sirviera para asceudor: nada hallo. 

Se Íij6 euttinces en un cuarto desde cuyo 
tocho también podria verse para la vecín- 
dad; pero para subir a él m le presentaban 
las misuDa^í dilicnlfcadeg. 

Examinando aquel trozo de edificio que 
pai'ecia f>er un granero, notó que en uno de 
BUS costados había una escala de adobes pa- 
ra dar fiLibid¿t a Liii ííobrado. 

Siu vacilar trepó por ella, 

E\ sobrado estaba oscuro. 

¡Sacó de m bolsillo una caja de fósforos, 
encendió uno y a la hiss de él entró, 

Dcspufjs de ^j.<ií-^T ^■arÍ03 rósfuros pudo 
descubrir que eii el fondo del sobrado ha- 
bía una especie de ventanilla í:riangukr. 

lupeccioiiFUidoIa pudo saber que estaba 
sujeta por n;i ]je.stillo oxidado, Yahéndose 
de su sable loE^^ró mover elpes.Mlo- 

La ventanilla se abrió y uu rayo de luz 
inundó el sobrado. ^ 

Mirando hacia afuei'a^ Los tan pudo ver 
el patio de una ea^a que quedaba a sus 
pies. Habla alü a!í¡:uQaH plantas y unos po- 
cos arbolecí- aqBelio parecía uii jardín* 

tacando uu ]iocc> la cabeza divisó a sus 
lados otros patios o liuertos y algunas per- 
sonas que se entregaban a faenas domé.'jti- 
cas. 

Se puso a echar cálculos y rCí^olvíó para 
sí que ú la que deseaba vor no era la casa 
que tenia a suü pié::i, seria sin duda alguna 
de las vecinas* 

Procurando no ser visto permaneció lar- 
^0 rato observando a las di\'ersas personas 
que trajinaban por lo interior de las casas; 
pero en niji^^una de eÜíyi reconoció a los via- 
jeros de aquel di a, 

Ta comenzaba a anochecer cuaíido tomó 
el partido de lí^tírarse no mui satisfecho 
del resultado de su pesquisa, 

8ídió de la casa atando la puerta con el 
cordt'l que hemos mencionado y anduvo 
Iiasta la esquina contando los pasos. 

— Sesenta, — murmuró al Uijgar a ella, 

Fudse entonces a la calle opuesta y desde 
in esquina andnvo llevándola cuenta délos 

os otra vez, 

Al contar sesenta se hallaba frente a la 

ta donde entrara la dama cubierta con el 

10, 



— No mo he equivocado^pensó i— aun- 
que los únjanlos de las esquinas no sean 
rectos^ mi híi de halxir tanta diferencia que 
esta casa no se corresponda con la otra. 

Tnvo deseas de regresar al sobrado; pero 
estaba ya anochuoiendo y comprendió í[ue 
era preciso espurar el dia siguiente, 

£u la mañana próxima apenas se oyó el 
primer redoble del toque de diana, Los tan 
se le \ auto de un salto, 

^Qué tiene Lostan que anda tan listo 
paiTi levantarse í— exclamó Orrego £^1 verlo. 

— Me he clavado unii espina en el pecho, 

— (jCómo se entiende éso? 

— Ño doí explicaciones. 

Se vistió y fnése en seguida a la cuadra 
de su compüijía ai>asLir lista, y luego al 
ejercicio de armaa. 

Poco dííspucs de hu nueve estuvo deso- 
cupado y sin perder un minuto voló a la 
casa desludiitiuia, pasando antes frente a la 
otra cuya puerta y ventanas coutiunaban 
cerrada.-!. 

Abrió la ventanilla del sobrado y con el 
pecho palpitante se asomó, 

A dm-a^ penas pudo contener una excla- 
mación. 

En el patio, jardin o hnerti> que tenia a 
sus pies divisó dos personas, dos mujeres. 

Una de ellas percKíia ir mostrando a la 
otra las plantas y flores que allí crecían ; su 
traje y aspecto jeiicral deuiostraban clara- 
mente que era una moza choli, que sindn* 
da en aquel hi casa desempeñaba ese papel 
indüciso de la criada sin salario, mui en 
voííu por aquellas alturas. 

La otra \ estidaa la europea, era una sim- 
pática joven qae podria cuntar veinticua- 
tro o veinticinco años. Sus ojos eran g-ran- 
des y de expresivas miradas; sus faceionea 
sin ser de una perfección irreprochable for- 
maban un ap^radable conjunto. En ese mo- 
mento llevaba snelta su abundante cabelle- 
ra, y un peine prendido en el! a. 

Ijüstan DO tuvo que mi rar dos veces su 
rostro para reconocer el que el dia anterior 
había visto sólo dos instantes en que se lo 
permitiera un denso velo. 

La chola hablaba lar^^amentc en su len- 
gua, y por los ademanes (pie hacía se nota- 
ba que sus palabras vcrsabaa sobre bis 
plantas del jardín, 

— La pi'csencia de la chola me embro- 
ma^ — se decia el capitán; — si me ve aquí 
lo liara saber en toda la casa, no üai dnda^ 



— 134 — 



y yo me qnedarííi en las mismas.,, mejor 
será tiíuer un pfHjo de paciencia. 

La dama CüntiiiUEiba yecorríendo el jar- 
diri pilada por la miirhHcim. 

Por fin líe[íó a imsitiíj eu que liabia dos 
sillas. Vil ixiño de uiíiTios eolgak^ del rea* 

{jaldo de una de ellns y solare el íisiento de 
a misma leposíilm una paltiat^aua de Icfza, 

La joven se sentó ea h oUi\. Lnego eo- 
ji en ti II manojos de en neíi;Ta caliclL^ra co- 
menzó a desenredar ana hebras con el peine. 

La diola de piéa junto a ella segtiia ha- 
blando, y unn'ine Lostaii la oía peifecLa- 
mente piieato que distaba de él a lo mLis seis 
n ocho meti-oá, no podía comprender sus 
frasea portjiie eran diehas en lengua. 

La dama lerepHeaba decuH,iLdoen cimn- 
do en el mi&mo idiomti. 

Por íiii la nineliaeba pareció decir su úl- 
tima pal.ibra y ae cmjaminó hacia la ca^a 
dejando a la dama ocupada en la tarca de 
ordenar sns cabellos. 

Apenas Loatím la vio E]uedarí>e eola^ 
murmuró ; 

— So hai tiempo rjue perder, 

I dio nn lÉjeio gjlpe en ei tn-irco de la 
Tentauilla, 

AI mida la dama yolvió la cabe^sa. 

La v'i:>La del capitán parecí ^V Kíjrpreníler- 
la, a la vez que se ]>onía colorada irustau- 
tánea mente, 

Lo3tan 1:1 Uizo un cortes saludo qne ella 
conte^t6 bajando la cabeza, 

— ¿ ííab!"4 amanecido nstcíl muí fatií2;ada 
con el viaje?— la prcíTuntó. 

Ella vadlo antes de eontastar, ]\Iiró a 
a todoií líidos como ai temiera ver a aignieii 
y al ñu respondió; 

—No mucho. 

— ti Y 311 papá? 

— Tampoco. 

■ — En él no es raro; quir/is estará acos- 
tumbrado a hacer viajes; pero para usted 
debedc^ h^ibar sido mu i molesta una cami- 
nata de veintij leguas a caballo en dos 
días... 

La dama parecía toda indecisa y cortada; 
nada contestó. 

' — S 3 iru ra me n te ,— di j o L o^ ta n to mando 
una pronta resolución,— le h.i desaj^radiido 
a usted la indiscreción que he cometido 
sorprendiéndola y diríjiéndole la palal>;'a 
en momentos en que ui3ted se ocupa de su 
tocado. Pero la vi a usted aquí y no pude 
resistir al desi'O de la saludarla, sobre todo 
teniendo en cuenta que no me se fia fácil 
verla en otra parte. 



TíOstan snpo dar a m frase nn acento 
adecuado a las circunstancias. La joven íe 
contestó COK una expi-esiva mirada balbu- 
ciendo: 

— Xo me lia dpftai^ínidado, pero,-, 

Y dejando interrumpida la frase levan- 
tose de su asiento como quenendo retirar- 
se. 

El capitán se apresuró a decir: 

— Ese pero me indica que no qnicre us- 
ted oirrae mila* 

La joven pareció resoiTense a dar mía 
expíioicion. 

^Sí las personas de ei^ta c:u^a me vea 
hablando con usted me lo teudrán a raah.. 

— Lo creo, señorita; en esta ciudad las 
familias poco gustan de tener relaciones coa 
los chileno a. 

— Aun-jue no le fuera nsted.,. este es 
ai i I u jra r casi sol i ta ri o y n o c ncon t rarian 
propio que yo 

— Nada veo de impropio en que conver- 
s;u"amos un in.^tante* Eu todo caso si lo que 
tome usb^d es ípie alguien juzííue mal^ sa 
temor es vano, puesto que nadie no?; oye. 

— Pero también las persont^^ que haya 
len la casa donde e^til u^t^ quién sabe qué 
peiLsarian, 

— Nada pensarían puesto que aquí no 
ha: íuidie, nadie más <pie yo, 

—] CJiíc! ¿vive uí^ted ahí solo? 

^Lediré a usted con Framjueza lo que 
hai en c^to. Eíta ea^a se encULaitca desha- 
bitada y caí!Í eu ruina;. Ayer al despedir- 
me de usted la dije ,}ne deseaba averiguar 
cierta cosa, 

—Síínohj pidído adivinar que es lo 
que (juiso usted dvvme a Gntend:?r. 

E.-?to dijo la joven con prontitud, y al 
inst mttí bajó la vi.'^ta abochirnada y como 
arix^pentida de haber contentado esa ffaj^e, 
la cual dojaha entender qna liabia estado 
preucupuda por las palabras de Lostan. 

Al capitán no se le es3:^ipó nada deajue- 
lio, 

—Lo qiij d leseaba averiguar era el lugar 
donde sc'hospediria u^ted. Deseaba poder 
verla aún otra vez. Com:> 1 1 puerta y ven- 
tanas de sa casa pi^rmanaciisran obstinada- 
mente eerradaí?» me puse a diacnrrir alga a 
modo de satisfacer e^e deii^o que cada vex 
süutia mlí imperioso. 

En sega i da le refirió cuanto había hí - 
cho: su;^ pa^fíi>3 por la calle, el deacabri - 
miento de la cam d^íiliabitada, su lar^ i 
permanencia en la ventanilla el dtaanteríoip 



— 135 — 



y todo lo que ya sabemoSt pouderaudo su 
empeño y sus ^eu ti mi en tos. 

La jóv^n poco a poco ibft mosti*É^ndo ma- 
jor interés ea el relato y lo escuchaba bou- 
rriendo. 

Cuando se couelojó, dijo: 

— Pnes ja lia cumplido usted su deseo, 
ya me ha visto, ja me ha hablado, 

~Es la verdad, y por eso me siento tan 
feliz como un iLnjel en el cielo. 

— Qué ponderativo había sabido ser 
D&ted. 

— Ko pondero; al contrarío, no cncueiiti'o 
palabras con que expresar a usted lo que 
siento, la impresión que usted me ha cau- 
sado, 

—Si apenas me vio un ínstatkte,^ — mplico 
ella casi riendo; — -todavía jo le vi a uated 
múA tiempo, a través del velo 

^Comprendo; v no sintió usted impre- 
sión uíugmiiK t^BO lo muestra que en el 
mnudo no siempre se corresponden los sen- 
timientos. Bsistó ese í^alo instante, una sola 
do 3US mimda¿, para que iistni ocupara por 
completo mi pensamiento» 

— Una Cándida seria yo si le creyera, 

— Ni diga tal cosa, ¿ Por qué duda de mis 
palabras? 

— ^¿ Sabe (pie me gusta la pregunta ? Pa- 
ñi sentir todo eso que usted dice os preciso 
conocer al^un tiempo a una persona. 

— Kao sucede cou los afectos tibios; pero 
las grandes pasiones, las vei-daderas pasio- 
nes, nacen y se desarroUí'iu de súbito. 

El diiilago continuó por un rato en tér- 
minos análogos. 

Al fin dijo ella; 

—Por último; no me hable más de eso; 
usted sabe que mañana me voi de Huau- 
cajo, 

T le díríjió una mirada que estaba pal- 
mariamente en oontradiccion con ese man- 
dato. 

Los tan no era tan ílóoil que obedeciera 
a la primera orden, j replicó: 

— Imposible me seria cumplirlo queme 

Íjide; no podría hablar de otra cosa quede 
o que me tiene lleno el pecho, 

— Entonces me retimré de este sitio, 

^[Eso no! estaré.., callado todo el 
día. 

— [Qué cosa!..* usted habla como si yo 
fuera a quedarme aquí todo el di a... — dijo 
la joven hacieudo un mohiii muí gra- 
-íioso. 

— No pretendo tal cosa; pero en el cm'- 



80 del día dará nsted alguna vuelta por el 
jardín, 

— A mí me ^iista ver las florea por la 
mañana; por eso quise venir a peinarme 
aquí, Pero en el día xi o vendré para acá» 

Y añadió la jé ven lanzando al cii pitan 
una mirada llena de travesura: 

— Nú tengo a qné venir. 

—¿Quiere nsted matarme a pesadum- 
bres? Ya adivino lo que usted siente; pero 
sea bastante compasiva para no decírmelo. 
Es la verdad; a usted nada le importa que 
esté JO en este sobrado todo el dia espe- 
rando como una ánima del purgatorio, 

— Con irse para su cuartel se libra de 
estar ahí, 

— No lo podría hacen 

— ¿Quién se lo impide? 

— -Una cadena misteriosa que me tiene 
aprisionado aquí mientras ten^^a la espe- 
peranza de poderla ver a usted cu este 
sitio, 

—Pero estando ahí jxjdráu verle las per- 
sonas de la casa v quién sabe qué pensa- 
rían. 

—No tonga usted cuidado ; no siendo 
usted sola, al aparecer cualquiera persona 
me ocultaría- 

En ese iustante se o jó una voz que 11a- 
m^iba ^ 

^— ¿NiuaEüSa? 

Y luego algunas palabras en lengua. 

— Me llaman para ir a almor:gar,^dijo 
la joven j agrego gritando :^Yoí allá. 

— i Se va usted ja ! — exclamó Lostau con 
apagado acento. 

—Si, pues . . . déjeme irme ... 

— Pero regresará, 

— No sé. . . quién sabe, .< 

—Se lo ruego-, - no sea cruel conmigo... 
la espero aquí... 

— Más tardCj más barde.-- déjeme irme,., 
adiós... 

—¿Me promete regresar? 

—Sí, sí, — contestó ella echando a andar 
rápidamente, 

Al llegar a un corredor desde donde iba 
a perder de vista la ventanillaj volvió la 
cabeza, j Los tan pudo ver una sonrisa en 
su rostro encendido. 

— Es jeatil,^ — murmuró el capitán víéa- 
dola desaparecer entre el follaje. — Ese 
^déjeme irmei) que me repitió dos veces 
significa muchoi si jo encaramado en este 
granero sólo podia sujetarla con palabras, 
ella me ha dejado entender (|ue mi volun- 
tad algo podia en sn persona, puesto qua 



— 136 



me pedia qae la rlejnra irse. Ha^^ámonoa 
tuentas alegres {jue nadt* se pierck. 

Miró su reloj y comenzó a mVn- de aquel 
desván. 

Andando lijU;ia lii pncrta de calle se sa- 
cudiü la i'ops que Lalna atramdo alirnii 
polvo y telarañas en el granero. 

— Su nombre ci* liosa; así llüLiiarou, — 
se deí;ia Ínterin.— Ya es horade aljnnrzar; 
el amor no alcíiaza a matíir el apetito, y 
que lo diga Aliaga pjira quien es un mag- 
nífico aperitivo. Mientras ella almuerza 
haremosí lo mismo. 

T salió a la calle. 



Un amorío interrumpido por una 
orden. 

Tan pronto como concluyó de almorzar, 
el capitán Lostaií tornó al sobrado. 

lío liabiéndolí' indicado la jóreii la hom 
a qne vendria al jardiri, se veia obligado a 
esperar sin certidumbre. 

Paso una hora, y alíiinido eíitaba pro- 
metiéndo.se no admitir nnnca miLs eita5^ sin 
hora íija, cnando apreció ella. 

— Temiendo estaba que novinÍLTa usted, 
— la dijo, 

^^;No le habia prometido regresar? 

— ¿í, ñero temía.,, cuando nno está en 
mi situación se ve lleno de temores. 

La convCTsacion íie entabló siendo esta 
vez más expansiva naturalmente que en la 
mañana. 

De íiuando en cuando Rosa decía í 

— ^Pero yo no puedo llevarme todt> el día 
en el jardíti. 

T sonreía; pero no se iba. 

Con lo.^ colores más vívos que le ofrecía 
la pak'ti de su i maji nación, Lostanle pin- 
taba el rápido desarrollo de su amar, 

— ¿ Para qué me dice todo eso si maña- 
na me voi de aquí? 

Esta frase la decía ella a menudo y el 
capitán contestaba de diversos modos ^ ya 
asegurándole que eso no impediría que 
continuara a mando [a siempre, ya esperando 
qne se volverían a ver o bien pidiéndole 
que no partiera. 

Pero a esto ella respondía: 

—Tengo a la fuerza que partir con 
papá. 

Habia cojido algunas flores del jardín y 
se las babía tirado al oñcial. Esto 3es ha- 



bia proporcionado eíerta diversión porque 
mnchas de las tentativas de Rosa para 
arríijar las florea a la ventanilla salí fin fa- 
llidas: chocaban en la pared y caian al sue- 
lo; volvía ella a cojerias y tirarlas riéndose 
de BU mala puntería, y sólo al cabo de mu- 
cho trabajar lleojaban a su destino. 

Lostan tirándole íin clavel de los que 
acababa de recibir le pidió que lo colocara 
en su cabellera. Klla accedió sonriendo. 

Corao se ve no se mostraba muí den- 
gosa * 

Le había revelado su nombre, que aun- 
qne el capitin lo sabia por halierla oido 
llamar con él en la mañana, quiso cercio- 
rarse y oírlo de su boca. 

Lostan le habia da<lo una tarjeta suya 
pidicndííie que le escribiera si se presen Da- 
ba ali^nna oportunidad. 

Ctiando se acercó la hora de la llamada, 
él la dijo que se veía obligado a ir al cuar- 
tel; pero que pronto volvería otra Vi*z, 

—y^o^ despediremos ya,— contestó ella. 

^ I Ya!- -exclamó T justan suplicante;— 
¿por íjné? todavía podíamos vemos nn mo- 
mento después de las cinco de la tarde. 

— Si es verdad todo lo qne usted me ha 
dicho, cuanto más tiempK) nie vea, más 
sentirá la despedida, 

Loíitan con gran elocuencia le probó que 
seria todo lo contrario. 

— Pero no quierOj — -dijo ella con gran 
elocuencia y bajando la vísta,^ — no C|niero 
hablar tanto, tanto, crhU usted... Pienso 
en que me voi mañana y ya no le veré 
más^.. 

— Todo esn le seri indiferente a usted. 

— Si me fnera indiferente todo eso-.- no 
estaría yo aquí* 

Al dci^ii" esto Rosa sonreía y Lostan hu- 
biera querido pagarle con una dulce caricia 
aqnellaa palabras. 

No p adiendo hacerlo desde el desván en 
que se hallaba, se contentó con decir: 

—Si algún interés le inspiro, d emú éatre- 
melo viniendo para acá después de hia 
cinco. 

^Yendi"é un momento... 

Por ñu se ojo el toe pie de las cometan 
que hacían oír la llamada y Lostan des- 
pués de hacer repetir su promesa a la joven 
marchóse a paso largo al cuartel* 

Mientras Lostan esperaba las cinco de 1 
tarde deseni penando las atenciones qne 1 
imponían sus deberes militares, so lia mw 
murar; 



— 137 — 



— Xo me serta difíeil, valiéndome de uti 
«ordel, descí^lgarme ]>oi' la ventíimilJa y catr 
eI jardín í pero... poro apénaa divisam el 
<i^censü de mi persona algnn;i ehola desde 
los patios vecinos, arremangándose la saya 
<;orrena hasta el cnaitel gritando: «¡ Soldao 
está eiitraíid alascíisb lo cual no seria 
mní conveniente para mí. 

Con efeeto, ^i a un ofieial se le hubiera 
sorprendido en nn acto semejante habria 
sido ñeveramente castigado, además del 
natnial bochorno, 

A la hora designada para continuar, pue- 
ble decirse, la cita, Lostau se halló libre de 
sus compromisos. 

Un momoiito después estaba en el des- 
ván nai raudo por la ventanilla. 

Eosa no tardó en aparecer. 

— Venido solamente por un momento 
muí corLÍto-^ — dijo ella al estar cerca del 
'Capitán. 

— Pero, ^;por qué tanta prisa? 

— ITai unas visití\s en la casa. 

— Visita por %isita^ yo también lo soi- 

Rosa so rió contestando; 

— Lo mismo puedo decir yo: ¿me nene 
usted a ver a mí, o vengo yo a verlo a 
^■usted? 

Y como arrepintiéndose de haber dicho 
esto, agregó incontinenti: 

— Vengo sólo pi^i'a darle el adros, 

—Pero, esto no puede ser; usted me ha- 
bia prometido estar un rato cerca de mi, 

— Ya ve que no puedo- 

— ¡Si tengo aún tantas cosas que de- 
*cirle- 

— Hable nsted- 

Lostan se puso a hacer, como dicen los 
TQÚsicos, variaciones sobi'e el mismo tema. 
Habló del afecta que había nacido en él, 
del sentimiento de la separación y del re- 
cnerdo que j^uardaria eternamente, 

Rosa le respondia con mayor expansión 
cada vez y le prometía acordarse de él ; llegó 
hasta decirle: 

— Míts 1 aliera qne no lo hubiera conocí - 
-do a usted, 

Y también algunas otras palabritas tan 
significativas como ésas. 

El capitán sentía de veras que fuera a 
partir tan pronto aquella joven cuyo bnen 
talante para oír j aun para contestar sus 
ílw^l^racíones le dejaba muchas eííperan- 

pmnto dijo Eosa: 
'Ya he tardado mueliOí es preciso des- 
.rnos- 



— ¿Tan luego? 
-^Me esperan, 

— Entonces regrese cuando se vayan sus 
visitas. 

— No se irán hasta la noche. 

— A cualquier hora que sea, yo la espe^ 
raro aquí. 

--No, no; mejor será despedirnos ja; 
adiós, adioSj—dijoella haciendo un saludo 
con la mano y retrocediendo, como fami- 
liarmente se dice, a reculones. 

— ¡Un minuto m;ls todavía! óigame^ 
Eosal 

Habia tal ücento de súplica en la voz de 
Lostan, que la joven se detuvo y aun s» 
acercó algunos pasos. 

El capitán aprovechó esta buena dispo- 
sición para rogíirle con el tnno tuíSíí tierno 
salido de an pecho que reí^resara todavía 
tiíYü vuíi Lu la noche para decirle adiós. La 
hizo ver que era nua noche de luna y que 
nada tenia qne temer, y acumuló mil elo- 
cnente.3 arg:imentos, 

Al fin de mucho implorar logró sonsa- 
carle V.i promesa de que vcudria otra vez 
más iil i irdin por un breve instante. 

Quedó convenido qne esto seria después 
de (pie se oyera el Eoqtie de retreta ejecn- 
tado por la*i cornetas que repecurtia en 
toda la población, 

Rosa se alejó volvieiidi"^ repetida*^ veces 
la oara y dejando ver a Lorian tíernüs mi- 
radlas y sonrisas. 

En el comedor de los tres capitanes que 
ya hemos mencionado se ve i a puesta la 
mesa. 

Soler y Orrego se hallaban ahí. 

— Ya estií servida la comida, y aun no 
viene Lostan,^ — dccia Orrego, 

-—En el segundo patio estíi^ — replica 
Soler, 

-^Estará viendo su ranla; hoí se la tra- 
jeron del potrero, Pero ese no es motivo 
para íjue deje enfriarse la sopa- 

y asoniLÍndoso a la puerta del comedor 
que daba a nn patio, ^ritó; 

—^¡Lostan, la comida está en la mesa! 

IJíia yoz lejana se oyó respondiendo: 

— Yoi. 

Esa voa venia de otro patio. 

Ahí estaba Lostan con su asistente. 

Tenia en sus manos un lazo de látigo a 
lo largo del cual habia estado haciendo pe- 
queñas lazadas distantes medio metro unas 
üc otras. Una de las p antas del látigo esta- 
ba sólidamente atada en la mitad de na 

16 



K 



— 138 — 



palo cuya loDjítnd era la de nn buston 
retrular. Sí se hubiera levíintado aquel palo 
honzüTitalnientti a cierta altura* re n d liti- 
go que üD él estiibu amanado li:ibi'ia for- 
mado 1l^ lig^ura dü una T, aioiido la raya 
Tertical de ústn el 1 atiero coa luzadas, cu 
cada una de las cuales podia caber el pie 
de uü hombre. 

Lostan miraba 8U obra y se decía: 

— El palo, atravesado por dentro de la 
ventanilla... el hltig-o eo I gando,,* y yo ba- 
jando por éL.. 

Y ¡se le rc^ia la cara. 

En est-i situaeion se encontraba cnando 
oyó d llamado de Orrego. 

Envolvió el lazo en el palo, mandó a 3n 
asistente dejarlo en nn rineon de íaii pieza, 
y se fué al comedm\ 

— ^¿Qué liacias?-,, tanto demorarte en 
venir a comer...— le píxjgnntó Orrego. 

— Repíisaki mis bártuktíi, — contestó 
Lostan con ^ravt^dad. 

—¿Para qué? 

— La curiosidad en la boca du nn mili- 
tar viene tan bien como na í:i<^arro pnro 
entre los labios de uua colejíalri. <j Curiosi- 
dad, tn nombre eiv mujer, j> bli-n se puede 
parodiar de esta sneitea lo ni Byrou, 

Orrego ítlzó los hombros y se puso a co- 
mer eontestaudoí 

— ^Vtte al diautre con tu ñlo.^f^^fia. 

Durante Ja comida se charlaba entre 
plato j plato, paia lo cual no faltaba tiem- 
po a cau^a de la vajilla,- halkLndose ésta 
reducida a su m*is simple cxprcaion. coiíiu 
dicen loB estudiantes de niatemútieaSj ha- 
bía de esperarse ^]ue se lavaran los platus 
entrtí guiso y ^^uE^íO. 

En medio de k conversación, dijo 
Orrego ; 

— Koi he recibido un regalo» 

— ¿ En qué coníiiste ? 

' — En dus baldes de leche, 

— i JuíToso regalo! 

— ^Ya lo creo. 

-^¿Qii^ ^^^ '^ liacer con ellos? 

— ^Los mandé a casa de una cliola que 
conozco para que los eoa vierta en nn g^rau 
ponche de esos que llaman en Chile «padi'c 

— Mercenario» querrás decir, Orrego. 

— ¿Maestrito?..- lo que quiero decir es 
ponel le e n leelie . . . ^j cuten di a te ? 

— Mucho mejor qüc antes. 

Aquí es de advertir ({ne todavía no se 
liabía publicado la duodécima edición del 
Diccionario de la Real Academia que en su 



suplemento acepta e! adjetivo mi^rredaiio. 

— Esa chola sal>e cantar en la vílmelar 
podemos pasar allá un rato esta noche, — 
agregó Drrego. 

—Lo pasarán ustedes,— contestó Loa- 
tan^— l>cro yo no les haré compañía. 

— ¿ Por que 't 

— luengo cierto asnutillo que rae lo im- 
pide... sin embargo, puede ser ípie si me 
encuentro libre a tit mpo vaya a probar un 
vaso de tu ponche, 

— A projKDsíto ; en todo el dia poco se te 
ha visto, ¿dónde has estado? 

Lostan respondió scutencioíwiineQte: 

—A la curiosidad, con el silencio, 

— Estoi sospechando í I ue tienes alguna 
Intriga entre manos. .> alguna chola... 

— iQné horror I ¿cómo puedes imajinar- 
te tal coüa uñando Ka boa que cada chola 
con su gran sombrero redondo, síi desgra- 
ciada licída y sus sayas puestas unas sobre 
otras como las hojas de un repollo, m me 
figura nn lio mal hecho, una caricatura 
grosera de la mujer ? Aquellas cholas con 
el ]x;eho descubierto, desaseadas ha%ta k 
exajeracion y ca^i todas ellas con í;iia, con 
uu hijo que llevan a la espalda como una 
mochila y a quien amamantan cebándose 
al hombro uno de esos grandes odres que 
tienen en vez de seno. Todo eso en la calle, 
sin que les im]}orte an bledo las miradas 
del públicj. 

— Xo todas ellas son ignalcs. 

— Pero se parecen. 

" AdeunLs, también hai aíjUí algunas de 
raza blanca. 

— Pero ésas se esconden en sus casas y 
poco se dejan ver de nosotrtis. 

—En fin, ya estamos para irnos a Aya- 
cucho í allá será otra cosa; dicen que haí 
otra clase de habitantes. 

— Mucho lo dudo. En cada ciudad de 
La Sierra por donde hemos pasado he oido 
ponderar lu qne sncedc en otras, y a medi- 
da qne L^ he conocido me liu ido conven^ 
ciendo de que todíis son iguales o ¡jare- 
cidas* 

— Es la verdad. 

Los capitanes guardaron silencio por un 
momento mientras comian. 

Al cabo de un rato dijo Orrego: 

— Muí pensi^.tivo estol viendo a Lostan* 

— En efecto; estol pensando... 

— ¿En quér 

— En algo i I TÍO a cada uno de nusotro 
nos ha ocurrido desde que somos mili- 
tares. 



_ 139 ^^ 



~Fa\ Ins amorfos ÍEterrniTi pidos, 

— Sohfc y Oi'j'cgo solLíiroü una ctircajada 
íil ver la foiinalidad de su Cüiii|nácro para 
decir aquello, 

— Xo hii vida mus propensa a esa espe- 
cie de inte [Tupcianes ¡[Uüla militar,— coü- 
ti mió Lostan:— sia ir imls lójos» nuestra 
venida iioa praporcioaó un r<asri. La vidi 
del militar en campafia puede llamarse 
artificial. Eu la vida cinl, en lavidiL natu- 
ral del lujmljrc sucede que las amoiloo tie- 
nen sti principio j an desarrollo habita 
llegar a un ñu dctcmiínada, eoncínyüiido 
on un iiiatrinioniOjíQij nna (juerellH, en nnas 
calabaza-Sj o eu a^go que pongu de acuür- 
do o de-ítierLerdü a las interesados; cuando 
éstos encínafcrilmlose en la mejor concordia 
y armonía ^^on violentamente separ^idoí^ uno 
de otro, y qnedan sin poderse ver, Jiabtar, 
ni comnnícarse, llamo al ca^o amorío inte- 
rrumpido. El militar eu cainpaüa está 
co listan tomeníiG amen izado por esa e::i.^3 
de jnterrupoiones: e,stá uno tejiendo con la 
mejor enrjrte SLi telifca; haí miradas, sonri- 
sas, palabras que dan aliento, j cuando 
m¡Í3 esperanzas se tienen, cuando máa ena- 
rado se encuentra uno, suena la corneta... 
j adiós : marche usted sin mirar para atrás r 
hé ahí un amorío interrnmpidu, interrum- 
pido por el rigor de la corneta- Ya saben 
ustedes lo c[ne me aconteció con Blanca al 
salir de Lima; en aquella aventura iba yo 
navegando con viento fresco^ iba al vapor; 
pero sonó la corneta, j marchamas para 
Xa Sierra, y aquel asun tillo quedó corta- 
do, des baratad o y interrumpido ; me acuerdo 
de ese caso porque ha sido el último, no 
porque haya sido el único, bien me lo sé yo, 
y hku lo saben nstedes que mil veces les 
habrá sucedido lo mismo..- Mi suerte ba 
sido siempre desde que soi militar fatalisi- 
III a para esto, j por io tanto siempre estai 
receloBO... 

Lostan cortó su discurso por la llegada 
de nna persona. 

Era el majur del cuerpo quien venia. 

Los capitanes ofrecieron asiento al ma- 
yor; pero este rehusó dicieudo: 

— Vengo solo por un instante. Capitán 

Ijoatan, va a salir nated inmediatamente 

con su compañía para ir al pueblo de La 

^UTitaj donde ha aparecido una monto- 

3ra, 

— ^Voi al momento, — ^eontcató Lostau 
vantándose j poniéndose sn espada. 

— Sin perder na minuto. Las instruccto- 



nes son las de costumbre en estas circuns- 
tancias. Acabo de recibir la orden del 
coronel y recomienda prontitud; cataba yo 
comiendo, voi a concluir, 

Y tras de o^to el mayor salió, 

— ¡Qué a tiempo!— exclamó Lostau rien- 
do, pero con mui pocas gamií, y avanzan- 
do hasta la puerta para llamar a an asis- 
tente. 

~¿ Q u é te ha s u ced irlo? ¿Al gun amorío 
interrumpido;-^ — dijo O r regó que era mm 
suspíca?, como sabemos» 

~[ Me estaba avisando el corazón ! 

O r regó soltó una carcajada, diciendo; 

' — Dame laií ¿ícñaa, iré yo en tn nombre^ 

— GraciaSí no entiendo inglés. 

El asistente acudió, 

^Ensille al punta mi cakillo y prepá- 
rese; vamos a Falir con la compaúiaj— le 
dijo Lostau, 

Y a trxla prt^a se dirijió a la cuadra de 
esta que se Iialluba a na paso. 

Estaba ya anocheciendo. 

La trcp^i s- encontraba desocupada; al- 
gunos soldadas echados en sus frazadas; 
otros en el píitio conversando o fumando; 
varios en una especie de hueí'to í[ue tenia 
el cuarto!, dispersos o en cortos gi^niíos 
haciendo alguna c^nidilla en pequeña» 
fogatas que habian encendido. 

Entrando a Ja cuadra, Lostan halló al 
sárjente primero y le ordenó: 

— Que forme la campauíti con armas y 
equipo..- El sárjente de semana que avise 
a los oficiales-.- ¡Vivo!.,. 

El primero, golpeando las manas unas 
con otras, gritó; 

—¡A formar con armas y equipo !.. - 
arriba!,,. El cabo de cuartel llame a loa 
que anden en el patia,.. 

Como si un reinarte los moviera a todos, 
los soldados se levantaban, enrollaban sus 
frazadas, cojian ana armas; los que se ha- 
llaban afuera cortaban sus conversaciones, 
botaban sus cigarrillos, aljandonaban sus 
fogatas lanzando una mirada de adiós asas 
comistrajos aun no cocidos, y todos cor Han 
a armarse, equiparse y tomar su puesto ea 
las ülas. 

Los oficiales de la compañía acudían, 
mascando todavía, pues todos se hallaban 
eu la mesa y liabiau interrumpido su ■la- 
mida, 

Ann no habian pasado tres minutos y 
sólo estaba formada b mitad de la tropa* 
cuando Lostan empezó a dar las voces da 
mando. 



140 



— Compafífa, nteiicicni. — Tercien, ai\— 
Planeo derecLo, a la deré*— Eiler^s a la 
izquierda, paso redoLIado*.. 

Al oir es^taa Toces los que atin do esta- 
llan formad os doblaljan en prisa eu poner- 
se su aniiumeTito y equipo. 

Ecliü d capitán una mirada y viendo 
que sólo muí pocos quedaba q por for-mar, 
ció la v^jz ejecutiva: 

—[Mari 

Y la compama ímpreiidió la marcha. 

Los í[ue todavía no estaban listos se- 
guían la marcha ari'egláiidose v andando a 
la vez. 

No liacia cmitro minutes que Lostati 
recibiera la orden del mayor, cuando toda 
esa jcnte, cérea de dtiu hombres, que se 
hallaba tranquila j sin i m ajinarse lo que 
iba a suceder, marchaba en perfecto órdeu 
armada y equipada. 

Al salir del cuartel el capitán se encon- 
tró con Soler y Orrego a quienes sin dete- 
nerse, les dijo: 

— A mi a fci siente díganle que me alcan- 
ce con mi caballo. 

El mayor también Labia acudido a ver 
desfilar la ct>mpaüía y a dar algunas breves 
instrucciones al capiUin sobre lo que debía 
hacer, 

Lostan, acompañado de un oonieta que 
acababa de juntársele, marchaba al frente 
de SQ compañía, dicicudüí-e: 

— ;Me quedé cou el trabajo de haber 
pispara do mi escala de látigo! 

XXXII 
Una excursión inútil. 

Estaba comenzando a clamar. 

Los cornetas en las puertas de los cuája- 
teles íiueiau oir kis aleg/es tüiiues de la 
diana- 

Por las calley de Hnancajo se veian 
trau sitar algunas cholas que de prisa se 
dirijian a la plaza con el cuerpo encorva- 
do llevando a Ja espalda su chiquillo j 
algún atad(j de legumbres o frutas, j en lag 
manos cestos, ollas u otros utensilios se- 
mejantes; cargadas como accniilas. 

La plam se convertí a en mercado a ciclo 
descubierto. 

Las cholas se iban sentando en el suelo, 
y poniendo al rededor de ellas sus frutas, 
legumbres, carnes, aves, etcétera, espora- 
han que los gastrónomos de Huancayo 



ocurrieran en busca de provisionee para 
el di a, 

A e^a hora se abrió la pueita de una 
cfisa íjue ya conocemos, para dar paso a dos 
personas. 

Ambas eiítaban a caballo. 

Al gnu a 3 mujeres aLumf ja ñándolas basta 
el umbral de la puerta, se desffedian d& 
ellfls con frases cari ñcsas. 

Aquellas dos personas, o sea dos jinetes, 
cían nu hombre y una mujer; ésta llevaba 
el rostro cubierto por un velo. Pero a pe- 
sar de eso el capitán Lustan hal>ria recono^ 
cido en ella a Ktisa. 

En efecto, era ella y su padre. 

Al encontrarse en la calle Hosa volvió la 
cabeza mirando a todos lados; tal vez espe- 
ran a ver a alguien. 

Tías cholas comerciantes Bolamente se 
díviaiiban. 

Un suspiro ee escapó del pecho de la 
jóvem 

8u padre dirijió su caballo calle arriba 
y el de ella si<(aio al lado de éste. 

Rom parecía distraída a ju^i^ar por la 
vaguedad con que respundia a las palabras 
de su compañero. 

Aunque sus cabalgaduras caminaban 
pausadamente, pronto estuvierrui fuera de 
la ciudad y continuaron avanzando por la 
via que conduce a PniiíanL 

A esa misma hora el capitán Lostan se 
enconti^ba en La Punta con su compañía, 

Al llegar alia la noche anteiior había 
tomado sus precauciones haciendo que la 
tropa rodeara el jíueblo para enceirar a los 
montoneros, si es que éstos aun estabas 
alu, lo eual no era de esperar puesto que su 
ÜLctica era rehuir el combate siempre que 
no se presentara en condiciones muí favo* 
rabies para ellos, o batirse en retirada. 

El plan preparado por Lostan se ejecu- 
tó con la mayor exactitud, Sn compañía, 
dividida en cuatro fracciones entró al pue- 
blo por diversos lados, y la montonera 
debía liaber sido encerrada; perú... no es- 
taba ya en el pueblo. 

8eí;^un lo averiguó Lostan entre los ha- 
bí tintes, habia huido de ahí mds o menos 
a la misma hora en que él salía de ITuan* 
cayo con su compañía, de modo que debía 
estar ya muí lejos. 

Esto no lü caniíó extrañeza porque 
lo esperaba. 

Era ya la media noche. 

— Permaneceremos aquí hasta qne an 



— 141 



íiitzcsí, — dijo Loatan a uno da snsteiiíent&ií 
--los montoneros se han retirado temiendo 
Begnrameiite qx\ñ vi ni oramos nosotros, Ko 
podemos sogjuirlos porque tíos llevan mu- 
cha delantera y van a caballo. 

Puede ser qne al aclarar vuelvan por 
aquí; así suelen hacerlo. 

— -Mncho lo dudo, pero ojaU lo Iiiciei'an 
I^ra íjue no hubiéramos venido en balde. 

[>e sajines de tomar las precauciones nece- 
aarias para evitíir una sorpresa, dejó el 
capit-an qtte su tropa se entregara al i'epoao 
y echóse él minino sobre un poncho en el 
sucio. 

Apenas principió a clarecer fueron man- 
dado =1 algunos grupos de soldudos ft recono- 
cer las cercanías. 

Nada de sospechoso se encontró. 

Foco después de las seis de la mañana 
Lostan hizo emprender la marcha de i^e- 
greEí3 a su comjiariían ajustándose a hia 
instrucciones qu^í había recibido. 

Montado en su caballo overo ilm rene- 
gando de la montonei'a qne a tan mala 
hora le babia hecho abandonar a Huan ca- 
yo, y que ni si qt riera lo es peralta ]>s\ra pro- 
porcionarle la satisfaceion de tener un 
tiroteo con ella. 

Por BU parte la ti'Ofja pensaba de ij^ual 
manera : halior andado la mitad de la noche 
para desíindar eí mismo camino sin haber 
hallado enemitro con quien batirse, no era 
excursión muí halagüeña. 

Llevaban ya más de una hora de mai*- 
clia cuando l^osLan divisó a lo lejos venir 
en dirección opuesta, dos jinetes. 

Como es natural, en nna compafiía al- 
gún soldado ha de tener la vista más pene- 
trante (jue los otros. Esta cualidad era 
mni apreciada y útil en las campañas de 
La Sierra, imes coustantemente se necesi- 
taba ver a lar^a distancia; el que habia 
sido más pro tejido por la uatinrale^a en esa 
facultad, era reconocido por tcídoa y a 
me liado prestaba servicios di? catalejfí. 

En la compañía de Lostan e?'ann solda- 
do llamado Muñoa el que sedístinguia por 
BU poder visual. 

Apenas se divisaron los bultos de los dos 
jinetes, la tropa se fijó en ellos. Enemigos 
no podían ser porque veuiau aproximán- 
dose al parecer traíiquilauíeute. 

Bfcan habia sentido latir sn corazón, 
.raba encontrar a Rosa y su padre, 
I aquei era el camiuo para Iluanca- 
n. 
■ijiéndosQ a un soldado, preguntó: 



— ¿ Muñoz, qué jenté es esa ? 

El catalejo v mí en te se llevó una mauo 
a la cara que puso de pantalla sobre loa 
ojos, y contestó sin vacilar: 

— ^Un hombre y una mujer; la mujer 
viene en silla de señora. 

Ei capitán pensó: 

— Ellos son. 

Poco apoco, a medida que se aproxima- 
ban, pudo convencerse de que no se había 
engañado. 

Lostan espoleó su calxillo y se acercó a 
los jinetea. 

— Qué casual ida d,---- dijo saludándolos, 
—que nos hayamos vneltu a encontrar en 
un camino» 

— Efectivamente, — contestó el padre de 
Ro5a,^¿ Viene u^tcd de Purgará? 

—1^0, vengo de La PuuLa, Inpensada- 
mciite recibí í'>rdeu ayer cojno a his seis y 
media de salir con mi cojnpafifa en per- 
secución de una montonera- Mucho fas- 
tidian estos señores montoneros con sus 
correrías, y aunque suelen pagar caro sus 
travesuras, siempre le incomodan a uno. 
Anoche, verbi gracia, tuve que echarme a 
correr caminos en ci reunsLancias que debia 
haber pasado un rato con. . » . ,mi compa- 
ñero que hoi ¡xirte para Ijima ; no me al- 
canzó el tiempo ni para avisarle que salia 
con mi com parda. 

Diciendo esto tiltímo Lostan dirijió una 
expresiva mirada a liosa. 

— De modo,— dijo é&ta,— que su amif^^o 
le habrá estado esperando inútilmente. 

— ¡Quién sabe! 

—Pero es temprano aun; quizás alcance 
a verlo. 

— Dando un galope no me seria difícil en- 
contrarlo en el camino; pero tendría que 
despedirme de él asi. . , *a la lijeni: y me 
quedaban \" arlos euairgos cjue hacerle, o 
más bien dicho, me faltaba recordarle los 
que le habia hecho. 

—Si es un buen amigo, se acordará de 
todo. 

— Hm embarco, como no se cuando vol- 
veremos a enconfcraruo.i yo hubiera querido 
verh para despedirme. 

El capitán acentuó dulcemente la yqz 

Rosa haciendo retroceder un paso a su 
caballo, sirviéndose de una fusta que lleva- 
ba en la mano alzó una ]}Unta de su yq\o, 
Lostan pudo ver su rf>stro : habia una triste 
sonrisa en su boca, y en sus ojoá un brillo 



142 — 



que pa^retílti provenir dtí unn lá;^rinia. Esto 
duró Tiu secundo: til velo volvió a ca^jr- 

El píidi'íi de la jóvQii para r^uióa pasó 
desapercibido e.^te íncideuUí, dijo a ese 
tiempo: 

—¿Y ^ncontn^ usted a los montotteroa? 

— Hal^iaii partida ajer mismo; f»erdí mi 
viaje. 

Ksta entrevia til no p;xlia dudar mticlio. 
Baspneí de cambiar a];;miíis palabra,^ más, 
dijo el v¡;ijero tendiendo U mano al capi- 
tán: 

— Xo E I n i L' ro da morar] o. 

Era prtícirto dc^íi^edírne. 

Un apretón di- niriuos al p:idre j otro a 
la hija cm lo qr.e ic quediibá que liac^r a 
Lostan. 

Kosa con sn mftuecit[i enguantada snpo 
corresponder tiernamente a la presión dt^ la 
mano del capitán, 

Llih cib.i!¿;fiduras de los viajeros ecliaron 
a andar. 

Loí^tan caminando en dirección opuesta 
para jnní.arí;'^ con su eompiulla que kabia 
seguido la marcha íntoriTi^ se volvia sobre 
!a silla p:i,r;i ver el talle de la joven que a 
ficnbtidílUü en su caballo se alejaba con sit 
padre, 

XXXIII, 

En marcha hacía Ayacucho* 

En la mañana del 13 de Setiembre de 
1S83 se cuí^outniba formada en la calle 
principal de Kuaneayo la tropa que debía 
faecer la ex[>Ejdieiün a Ay acudió, 

EL di a anterior en la tarde se habiau he- 
cho venir de los ptreros las bcL^tiaa de car- 
ga que debian aliviar a la tropa del peso de 
su equipo. Casi todas ellas erau de largas 
orejas y pelo ceuícieuto, lo que vale tanto 
como decir que eran asnos. 

A cada compañía se le dio doce o quin- 
ce de esto^ suf ndos cuadrúpedos j también 
Tinos cuatro o einco caballejos entecos y de 
intonsa crin. 

Sobre el lomo de cada nno de estos ani- 
males ponían los soldados una media doce- 
na de rollos y morrales que sujetaban eon 
pedazos de cordeles, de correaa o de látigos, 
según lograban encontrar. 

Cada compañía destinaba algunos aol- 
dado3 para cuidar sus burros. 

Todo esto se liacia en la mañana a tiem- 
po de partir. 



Las dificultades coa que se tropezaba mn 
f iici íes de ad i v i n ar : caree i e udo de arneseá^ 
de enjalma, al barda n otro aparejo, ja una 
carg^a su í*dojaba< ya otra se caia, a la de 
más allá se le escurría un rollo, y aquello 
era una larga 1 listona. 

La tropa ex [> j di c io na r i a q u e estaba f o r- 
mada eu la caite y esperaudj el flonído de 
la co nieta p;vra romper Ja marchü^ sl^ com- 
ponía de fuerzíis de las tres armas; seis pic- 
áis de artillüha del rej i miento número 2; 
ciento cincuenta o doaeicntoa hoiubres de 
caballería, una parte de Granaderos y la 
ütm de CarabinerííS, y los batallones de in- 
fantería 3." de línea y Mr rail o res. 

Para proseguir con libertad nuestra no- 
%ela, liaremos que el batallón Setiembre de 
quu venimos habla aüo sea uno de los dos 
ex].)GJicionaríos» y al otro lo llamaremos 
li'f>li¡l¡apz^^n recuerdo de uno de los dos 
mcLs puros y aiLÍs queridos héroes de nuestra 
í lide jjL^nd tu ci a nació nah 

Cíammcntc comprendenl el íntelijenfce 
lecLor que esta aiteracion nos es necesaria 
al tratar de escrifji runa nivela en que fi- 
gunm hechos lüatóricQs y naciente», cayoa 
actores se encuentran vivos en su mayor 
parte. 

Para amalgamar la liistoria con el ro- 
ía a ucü nos ve reinos a menudo obligados a 
achacar a nuestros personajes de nombre 
supuesto acciijiies verídicas que siempi-e na- 
rra i^m os tí il cual acontecieron, pero a fuer 
de discretos, cumpliendo con el refrán que 
í^ioe '*coutar el milagro pero no el santo-" 
También sucederá a veces que le achaque- 
mos a un santo los mi I agros de otro o vice- 
versa; mas, el milagro se contará tal como 
pasó, sin entrar en esajeracíoues que le da- 
rían mayor interés, pero que le quitarían el 
mérito de la verdad. 

Fácil nos seria hacer depender el éxito de 
las marchas, asaltos, tiroteos, etcétera, da 
alguna intrígiiilla romántica o cosa por el 
estilo, aquello seria muí novelesco j tal vez 
le daría eici'to atractivo a esta narración; 
pero tendríamos que falsear los hechos, y 
esto es justamente lo que no quereaios. 
Auuíjue con püua hayatnoa visto y sigamos 
viendo en este libro' hmgnídecer el arga- 
niento y faltar la unídrid de acción, no nos 
separaremos del camino que nos hemn» 
trazador continuaremos avanzando baj 
el peso de la historia, asi como los soldado 
del Setiembre trasmontaron los Andes ag( 



— 143 — 



biadoBbajoel peso de ru ai^mamento sin 
separarse ele cL 

Forzoso no es declarar cpe nncstro pro- 
pósito no es eticriUr la hiritoria de ]as ope- 
raciones iti i U ta res q u e fi^^urau cu estas pá- 
jiuasj sino relatar de esas operaciones lo 
referente a la vida de campaña en sus de- 
talles Íntimos, cosa qoe no cabe ni puede 
cnl>er en la misión del hiíátüriador; pero 
q«e se amolda pürfcotaincTite a h\ novela. 

Hi^'chus estas advertencias, se^ii remos 
adehiiite. 

Las fuerzas exp<^dicÍonarÍa6 estaba!) for- 
madas a lo lar^^o de la calle eu batalla. 

La tropa de^üansaba sobre las armas, y 
los ofieialee casi todos se encoutraban mon- 
tados a caKallo. Por de pronto suíJ calxalga- 
dura a deja batí lüuciio que desear por el as- 
pee to ; e ran ca ba 1 1 üs o ni ul as de t ri ^ t í ? i ui a 
figrutii; sin embargo, estando reciente me u te 
fiíilídosd 1:1 potrero, se hallaban en regular 
estado de pujanza. 

Como a las diez comenzó el desñle. 

Tía descubierta eia üoni puerta por algu- 
na tropa de caballo ría. 

Iba en seguida una compañía de inftiu- 
tcdiij qne se llamaba compañía de vanguar- 
dia. 

J)eapuüsdos piezas de artillería. 

Estas fuerzas marcliabau adelante para 
despejar el camino. 

Iky^ o trca cuadras más atrás venia el 
grueso de la dinsion. 

A retaguardia de cíida batallo;! tenían 
BUS puestos los burros cargados con Jos 
equipajes, arreados por solrladoa. 

En seguiL^a de la diviíííon se vela el ba- 
gaje, compuesto de una tropa de muías 
que cargaban las provisión es, camillas y 
cajones de c;lpsulas. 

Cerca de éste, unos cuatro o seis solda- 
dos de caballería arreaban un pequeño 
ganado vacuno para el ratuílio de ía tropa. 

Cerraba la marcha una compañía de 
infanteiía, designada con el nombre de 
compañía de retaguardia. 

En esta forma salió de la ciudad de 
Huaucajo la fuerza íjuo marchaba soTire 
Ayacuc£o. Mil quinientos era próx i mam en- 
te el número de hombres que la con» po- 
nían, 

Al mando de la dí\ision iba el coronel 
lOn Marti niano Urriola. 

Cerca de medio siglo antes, en 16íS8. las 
tuestes chilenas habiiin pascado la bande- 

trfcolor por las elevadas alturas de La 



SieiTa, Si la nieve de los Andes censervara 
las huellas que en ella imprime la planta 
del hombre, los soldados de JSí>;^ en su 
marcha hubieran ido re corrí en do las pisa- 
das de los que hacía nnevc lastros por 
ahí pasaron para ir a cubrirse de gloria en 
Yung-ai. 

Uno de ellos, uno solo, hul>iera recono- 
cido la huella de su propio pié: em el coro- 
nel Urriola. 

Fué el único que trascurrido un inter- 
valo de müdio siglo volvía a trasmontar 
los Andes llevando al cinto la e-ioada con 
que se segara los laureles de Yuagaí- 

La primera jornada iba a ser corta j la 
división pernoctan a en Pucari. 

El camino era llano y ancho, atravesan- 
do el este uso valle en que se eneuentra 
Huancayo, 

La llaneza y anchura d^.i la vía no sola- 
mente hacia de.^ansada la niaicha, siao 
que además evitaba que las giii^rrillas ene- 
migíis pndíeran molestar a la división en 
el trayecto. 

Desde algunos días autos se tenia noti- 
cia de que los montoneros cstorUriau con 
cuantos medios les fueran posibles el paso 
de lo expedición. 

Los vecinos de Huaneayo ponderaban 
las dificultades que habría para Lomar el 
puente de Izcuchaca reputado como inex- 
pugnable, y también los peligros que ofre- 
cían los desñladeros en los cuales las 
guerrillas fastidiaría n tenazmente y con 
multiplicadas ventajas a la di vi t= ion. 

La marcha de la primera jornada se hizo 
sin más iuconvcuícntt:!S que el natural 
cansancio de la tropa, ¡.i reducido no tanta 
por la distancia reeoriida, tres leguas, 
cuanto por el soroche que, aunque leve- 
mente, también se deja sentir en a^uel 
paraje puesto que como toda La Siena se 
encuentra a gran altura sobre el nivel del 
mar. 

Fueron los burros quienes más dieron 
que hacer aque! día. 8i mui buenoii servi- 
cios prestaban, mejores moiestias ocasiona- 
ban a sus conductores . Ya a unos se les 
cortaban las correas, ya a otio se le dése tu - 
parejaba la carga, ora este quería salirse 
del camino que estaba sin cercar, ora aquel 
corría tras de una pollina dejando en el 
suelo sembrados los morrales y rollos. 

Los ccíuductores tenían que sudar para 
poner orden en el ganado orejudo. 

El pueblo de Pucará se encuentra sitúa- 



— 144 — 



do en los confines del ralle, sobre la falda 
de una colina. Sus cíisasi amonto nadas sin 
orden ni concierto, forman callejones tor- 
taosoB qne signen las sinuosidades del ter- 
reno» 

Aquellas casas, o mt-jor dicho, aquellm 
Tanclios, se reian en su mayor paite dtjgiia- 
bitndos. 

Los alcaldes dol pueblo con sombrero 
cónico de ^paaza de bnrro>>, mauta indije- 
na, calzón corto, medías largas y ^htirtñ^ 
empuíiando en la diestra el bastoiij insig- 
nia de BU majistratura, ftcndÍEin a recibir 
la flívííion designando los ranchos en que 
pedia alojarse, 

A medida que los oficiales dejalmn insta- 
lada la tropa de su compañía en algún 
ranclio, buscaban en la vecindad de ella 
nna choza o cutirto pequeño donde pasar 
la noche. 

Tan pronto como teuian alojamiento 
hai.ian desensillar sus cabalgaduras y luego 
enviaban a buscarles pienso. Cada uno se 
preocupaba miH de cuidar sn lícatia que de 
su propia ]iersona. Era preciso atenderla 
con esmero para que pudiera alcanzar 
hasta el iin del viaje o que por lo menos 
resistiera mayor trecho. No fué difícil hallar 
alfalfa y cebada i los cuadii'ipedos aquel día 
no debieron quedar descontentos. 

Una vez atendidas las bestias, los asis- 
tentes ocuri'ian al rancho en buaca de las 
raciones de sus oficiales- En el de cada ha- 
taUon se habia descuartizado nn buei. 

Regresaban los asistentes trayendo las 
pro\'is!onea y se procedia a aderezar la co- 
mida que se reducía a una carbon^wia o 
cosa seuiejante* 

Para esto se juntaban en rancho tres o 
-cnatro oficiales. De tal suerte mientras un 
asistente hacia fuego, otro coi taba la carne 
y las papas, y nn tercero ib^i a traer el 
agua u otra cosa. 

Como a las ocho de lanodie las comidas 
iban estando listas, y los oficiales a falta 
de mesiis comian poniendo el plato en un 
poyo o simplemente en el sinuoso pavi- 
mento. 

A esa hora más o menos la corneta 
anunciaba qnc el rancho para la tropa es- 
taba a pnnto. 

Poco más tarde se dió la orden de partir 
a la madrugada y todo el mundo se echó 
a dormir. 

Que la cama de la tropa era una fmzada 
y el suela debajo de ella, será inútil decir- 
lo, pues ya de esto hemos hablado antes; 



i Igualmente respecto a los ofimles no ten- 
dríamos sino que repetir lo dicho auterior- 
meute. 

Al decir que todo el mundo se echó a 
dormir, nos referimos naturalmente a ka 
rjne tenían derecho para iiacerlo. En f>ié 
quedaliaii: el jefe tle día, nombrado i>or 
turno entre los jefes y capitanes; las guar- 
dias de prevención de ííada ctierpo, y laa 
avanzadas que se colocaron en lagares con- 
venientes püm impedir una sorpresa noc* 
turua. 

Los rancheros también tenían qne velar 
preparando el café de la tropa, 

xxxiy 

Tiroteo de Acostambo. 

La diana se tocó ¿ates de las tres de la 
mafiana. 

Sucedió este adelanto en la hora a cansa 
dé nu accidente casual que mencionamos 
por ser nua de las infinitas gabelas qne 
suelen paí!;ai^e en la vida de campaña» 

Per descompostura o sobrada prisa del 
reloj de un oficial de gnardia, se tocó la 
diana en nn cuerpo; imitaron esto los otroa, 
y el resultado fué que todo el mundo se 
levantó sin que nadie sospechara la verdad 
y creyendo (jue se habia ordenado hacerlo 
asi, casa mm natnral. 

Cuando se conoi^ió el error pudo la jente 
acostarse de nncvo después de haber estado 
en pié una media hora y liaí>cr enrollado 
sus frazadas; no eni eslo jjor cierto mui 
divertido para individuos que descansaban 
de una rnda jornada y en el reposo tomaban 
fuerzas para emprender otra más pesada. 

Cada compañía tenia sus burros en un 
lugar separado, y ¡íntea de que amanecie- 
ra los pollinos recibieron el peso de loa 
equipos, 

Al toíjne de ranclio ocurrió la tropa a 
tomar su café, del cual también tomaban 
los oficiales. 

Luego partió la descubierta de caballe- 
ría y la compañía de vanguardia, que por 
turno fué la del capitán Soler. 

Como lo dijimos, en Pucará termina d 
valle. 

Desde allí comienzan los cerros, los a^n- 
deros estrechos, las subidas y bajadas; 
una palabra, el camino trabajoso para 
tropa. 

El capitán Soler montaba un caballos 



— 145 



un. La jegua tordilla en que salió de Chi- 
fla se había gastado en las marchas más de 
lo que estaba y había coaclüido por ser 
apéttas capaz de cargar el equipaje de sa 
amo y marchar condueida por el asistente 
del capitán. 

Yendo a la cabeza de sii compañía, a 
menudo miraba hacia atrás para conservar 
la conveniente distancia déla división. Y 
cuando las vueltas del camino le hacíian 
perderla de vista se guiaba por el sonido 
de la corneta que ordenaba descauso para 
detener también la marcha de su tropa. 

Altos cerros se elevaban a uno y otro 
lado. 

Como cuatro horas llevaba de camino 
cuando se oyerou algunos disparos de fusil 
por los cerros de la izquierda. 

Esto no causó extrañe za porque era espe- 
rado; a nadie le cabia duda de que los 
montoneros espiarían el paso de la división 
en 1 u gares co aven i e ntes , 

Los que disparaban dcbian hallarse a 
^gran distancia: no se divisaba el humo de 
ios tiros ni se habia oido el silbido de las 



Sin hacer detenerse a su compañía Soler 
4e un trote subió a una colina desde donde 
se podia observar mejor, 

Mni a lo lejos, quedando por medio una 
ancha quebrada, divisó un grupo de jente 
que parecia huir. Seguramente de ahí ha- 
bían partido las detonaciones- 
Conociendo que uo vaha la pena ocu- 
parse de eso, continuó av^inaando. 

Luego le alcanzó el jefe de estado ma- 
yor pregiintiindole: 

— ¿Qué tiros han sido ac^nellos? 

— Algunos digprados desde muí lejos. 

Y Soler le refirió lo que habia visto. 

— No hai cuidado, entonces ; siga avan- 
líando. 

El capitán continuó andando. 

El jefe de estado mayor seguido de sus 
ayudantes paso adelante hasta juntarse con 
la descubierta de caballería. 

Habia pasado como una hora de ésto. 

La compañía de vanguai-dia descendía y 
-entraba en un valle no mni anchoen cuyo 
conün opuesto se divisaba un caserío, 

Alpunos disparos se ojeron hacia ese ex- 
tremo» 

Luego im ayadante viniendo al galope 
4 i caballo se aproximó a Soler comuni- 
c ole esta orden; 

Que avance al trote- 

- Trote ! — dijo el capitán a su coraefca. 



El toque se dejó oír y la compañía toma 
ose paso, 

Aunr|ue el terreno en ese sitio era algo 
pantanoso y los soldados tenían los pié3 
perdidos en el barro, se avanzó con lije- 

Luego se llegó a un piso seco y Soler 
estuvo al habla con el jefe de estado ma- 
yor* 

— Hai enemigos en el pueblo; suba 
usted con !a mitad de su compañía por los 
cerros de la derecha; su teniente con la 
otra mitad ataca ni por aqm abajo. 

Esta orden recibió el capitán y al mo- 
mentó se puso a cumplirla. 

Con la primera mitad de su compañía 
empezó a subir a los cerros que ijuodabaa 
a la derecha del valle. 

Esto, que se llamaba tomar las alturas, 
era UTia de las partes más pegadas de laa 
expediciones hechas en La Sierra; pero a 
la vea era indispensable. 

Si la mitad que quedó con el teniente 
avanzaba por el plan, los enemigos hacien- 
do fuego sobre ella desde los cerros cir* 
cnn vecinos la diezmarían impunemente^ 
agazapados tms de algunas piedras. 

Para atacar sin exponer inútilmente la 
jente, era preciso esperar que la altura es- 
tuviera dominada. 

Soler trepaba con su jente empleando el 
menor tiempo posible; pero el soroche im- 
pedía a loa soldados ascender con la velo- 
cidad que deseaban. 

Algunos montoneros qne había en el 
cerro se retiraban híicia otros montes más 
lejanos hr.ciendo onos pocos disparos. El 
capitán les hieia contestar sólo con \mo 
qne otro tiro para oo gastar sns municio- 
nes. Pronto aquellos se perdieron de 
vista, 

AI cabo de una media hora Soler con au 
tropa se hallaba en las alturas que domi- 
naban el valle. 

Este se preusentaba a su vista como una 
plaza al que la mira desde un balcón. 

ííoler vio que toda la división habia lle^ 
gado ya al valle y estaba en descanso. 

La mitad de su compañía que mandaba 
sn teniente^ desplegada en guerrilla avan- 
zaba hacia el caserío, o sea el pueblo de 
Acostambo, que se veía en el fondo del 
valle. 

Desde el pueblo, parapetados tras de al- 
gunas murallas, los montoneros hacían un 
regalar fuego sobre la guerrilla chilena, 
pero ésta seguía avanzando coa el mejor 

17 



í 



— 146 -^ 



orden y alineaciou como bI estuviera en un 
ejercicio. 

Soler desde la altura observaba con ea- 
tififacc^on la disciplina de aquella tropa de 
BU compañía, era la segunda mitad de ella 
y contaba unos cuarenta liombrea, Al mis- 
mo tiempo avanzaba él también con su 
jente por la cima de Jos cerros. 

Guando la guerrilla estuvo a la distancia 
conveuiente del pueblo, ti teniente hizo 
romper el fncgo. Los EoMados, acostum- 
brados ya a esa clase de combates, no dis- 
par al jan a ciegas mal^^^astando sus muni- 
ciones, sino solamente cuando velan algún 
enemigo y tenían probabilidades de apro- 
vechar sus cápsulas, 

A la izquierda de la guerrilla marchaban 
los veinticinco hombres de cal>allería de 
Granaileros, listos para cargar en el mo- 
mento preciso. 

D esde su y en taj osa posi ci ou , cubi e rtos 
por la mnrr-lia, los moutoueros sostcuian 
el fuego sobre los asaltadores que adelanta- 
ban por el plan y también sobre los que 
mandaba Holer cu la altura. 

El capitán, contestando con algunos 
tiros sueltos, avanzaba con la mayor pron- 
titud posible. Bu intento era tomar una 
posición desde donde pudiera cortar la re- 
tirada al enemigo. 

Por laderas, desfiladeros, senos j hondo- 
nadas se acercaba como podia al pueblo 
con su tropa. 

Una segunda guerrilla chigua Labia 
marchado desplegada a retaguardia de la 
otra para p reteje ría en caso mjt:esario. 

La primera guerrilla estaba ya a míos 
ochenta o cien metros del enemigo cuando 
i^ste cou)enzó a mermar sns fntgos. El ca- 
pitán ¡Soler desde el cerro pudo ver como 
los montoneros iban abandonando sns ba- 
luartes y corrían huyendo. 

Por ese momento la caballería, sable en 
mano, emprendió el galope por nn camino 
qvie daba entrada al pueblo- Los montone- 
ros miís tenaces o que no habían andado 
mni vivos para huir a tiempo y los que no 
habían sido hallados por el plomo de la 
ínfanteria, cayeron bajo el afilado acero de 
loe jinetes o bajo el herrado casco de los 
caballos, y los que de estos libraron, no 
escaparon de las bayonetas de los infantca 
qne corriendo llegaban en pos de la caba- 
llería. 

El pueblo de Acostambo estaba to- 
mado. 

El asalto habia aido perfectamente dirí- 



jído, y las disposiciones tomadas con él 
mejor acierto. Aunque aquello cm una 
acción sin gran importancia por ser peqae- 
lio el numero de los combati untes, lo» 
jefes que la habian ordenado y loa pocos 
oficíales j soldados que habian tomado par- 
te en ella habian dado pruebas de pericia 
y disciplina ejecutando a tiempo lo día- 
puesto y cumpliendo cada cual su cometida 
con acierto y perfecto orden. 

La división esperaba que el pueblo fue- 
ra tomado para entrar en éh 

Entre tanto los que la componían per- 
manecían de espectadores observando el 
ataf[ue, y con placer demostraban su apro- 
bación por los compañeros que tomaban 
parte en la acción. Cada uno sentía entre 
si, y lo dt'jaba entender a veces con ¡pala- 
bras, el desíeo de ser de af|uéllo3» 

Acoatambo estií situado en el fondo del 
valle. 

Los f 11 j i ti vos trepaban los cerros para 
escapar 

Estos eran demasiado empinados y rtxía- 
II osos para que la caballería tratitra de 
subirlos. 

Soler seguía corriendo por las alturas con 
su jente y esperaba cortar ]a retirada a lo» 
montoneros. Cuando creía que ya lo ilm a 
conseguir, una circunstancia mni común en 
loa combates de La Sierra vino a impedír- 
selo» 

ñc encontró con una profunda hendidura 
del terrenOj una quebrada cuyas paredes 
aparecían cortadas a pique; era imposible 
pasar de ahí. Para hacerlo ei'a preciso dar 
un gj-un rodeo, y éste demoraría mucho 
rnás dul tiempo necesario para que los fuji- 
tivos escaparan. 

Lo más acertado era esperar ahí la pasa- 
da de los montoneros por ei lado opuesto 
de la quebrada y hacerles fuego. 

Tjuego empezaron a pasar. Una cresta 
de rocas tras de la cual se deslizaban» les 
guarecía. Pero a intervalos la cresta dejaba 
algunos claros. 

Los deiTotados al atravesarlos recibían 
los disparos de Soler y los contestaban sin 
parar sti fuga. 

LTno de esos claros distaba apenas del 
capitán y su tropa cincuenta metros, qne 
t^ue era el ancho de la hendedura o que- 
brada. 

Ke alcanzaba a distinguir mediaciamenl 
la fi&onomia de los qne hnian. 

Yaríos habían caído heridos o mnertos t 



— Ul — 



sns cuei'pos se divisaban tendidos en el 
snclo. 

De; pronto apareció en e! hueco un mon- 
tonero cjon su fusil preparado j disparó* 

Al mismo tiempo, nn soldado que tenía 
listo sn rifle, tiró sobre el. 

El montonero cayó de bruces, 

— i Otro £il aaeol — gritó un Boldtido, 

— No, — dijo el que habia hecho fuc^o, 
— cayó antes..- lo vi a punto que apretaba 
el disparador... se está hacieudocl muerto. 

Como paríi confirmar este acertó, se oyó 
una voz que f^rítaba: 

— I Capitán Soler K. , 

Y algo miífi que no se alcanzó a percibir. 
Alavense vio junto al recren caído el 
humo de una e,\ plosión, y el silbido de una 
bala hirió los oidoe de los soldados. 

— A mi capitán están llamando, — dijo 
nn sarjento. 

— ;Qué es lo que lian dicho? — preguntó 
SoIerJ 

— No se entendió, — respondió el sarjen ^ 
to apuntando atentamente con bu rifle al 
que tiraba echado do bruces. 

La bala partí ó , pero no debió dar en el 
blanco porque el individuo echado tornó a 
hacer fuego. 

—Es de pmhodf/, ^Qh^evvó el sarjento 
ojendo el agudo silbido del proyectil , 

Al mismo tiempo nn soldado que estaba 
junto a Soler so arremangó vivamente una 
manga de su chaqueta. 

En el brazo tenia un i-asguño del que 
vertían algunas gotas de sangre. 

— No ha sido nada, — dijo mirándose, — 
me rozó el cuero no más. 

Mientras tanto otro soldado había des- 
cargado BU arma. 

En ese instante aparecieron en el hueeo 
de la cresta tres f ají ti vos corriendo hacia 
arriba. 

El que eetaba echado se juntó con ellos. 
Al enderezarse dejó ver rápidamente su 
cara. 

Soler creyó reconocer al indívídno que 
un día viera en la estación do Uesampa- 
rados. 

Cuatro soldados dispararon a la vez so- 
bre el grupo enemigo. Un montonera cayó. 
Los otros tres se perdieron de vista tras 
de las rocas y entre éstos el que había esta- 
'■j de bruces. 

—Debe ser él, — murmuró el capitán;— 

TO esta vez no ha logrado cumplir su 

omesa, 

Desjjues de estOj (jue no habia tardado 



más de dos minnfcos en suceder, pasaron 
todavía algunos derrotados, 

Al cabo de un cuarto de hora no habia 
ya nada q^ue esperar. 

La división marchaba por el valle en 
dirección al pueblo. 

El capitán Soler tuvo que desandar par- 
te del camino hecho en el cerro para 
encontrar bajada. Cuando la halló hizo qne 
sn jejite se sentara a descausar y aguardó 
que la división entrara al pueblo para 
efectuar el descenso; pues ei'a preciso no 
ser muí confiado ; bajando antes los monto- 
neros podian tomar la altura que él aban- 
donaba y hacer fuego sobre la división, 
como solía suceder; y unos dos o tres ene- 
migos, aunque mis no fucmn, disparando 
balas sobre una multitud de jente, tenien- 
do tanto blanco, podrian fácilmente acertar 
sus tiras, quedando ellos impunes por ha- 
llarse parapetados tras de algunas piedras. 

El pueblo de A costa rabo estaba desierLo. 
Sus habitantes lo babian abandonado con 
anticipación, quedando solamente aquellos 
que debran tomar parte en la defensa. 

A la entrada se veian cRparcidoa por el 
suelo los cadáveres ensangrentados de loa 
ene mi oros para quienes aquella jornada ha- 
bia sido la última de su vida. 

LiB ic^lesia de la población y alguaos de 
los ranchos, que no er<m otra cosa Iot edi- 
ficios tiue ahí se levantabaDj sirvieron de 
alojamiento. 

Encumbrados cerros cercaban el pueblo 
y desde sus cumbres algunos tenaces mon- 
toneros hacían fuego í pero la distancia eiu 
mucha j las balas no alcanzaban a lle- 
gar. 

Lostan y Orrego estaban ya alojados eu 
un mncho a la llegada de 8oler, quien ln&- 
go filó a juntarse con ellos. 

Eran las siete y media de la noche cuan- 
do los asistentes entraron al rancho ocu- 
pado por los tres capitanea llevando unaa 
ollas de barro. 

Una vela pegada en la pared alumbraba 
aquella rústica y desmantelada habita- 
ción. 

— ¡Al finí — dijo Soler reoibiendo de sa 
asistente un plato de caramayola lleno de 
comida; — tengo una hambre digna de 
Aliaga; no he comido nada desde ayer; ha- 
biendo subido a los cerros no me junté con. 
los comestibles que traia mi asistente en la 
yegua; quedaron abajo, y yo me he dada 




148 — 



hoi un aynno de liennitaño*,. ¿Qoé ^iso 
€8 éste? 

— Cazuela de rooa,— coatestó seriamen- 
te el soldado. 

— Me guata tu pren;iiutíi. Soler, — díjo 
Loafcm que reclinado en hli cama tenia 
también un plato en el snelo frente a el j 
lo examinaba moviendo el comistrajo con 
una cQcliajaí— ¿qué gm'so quieres sea, sino 
el de todos loe diati? caldo con carne y 
papas, la diferencia puede solament4s con- 
sistir en que las papas estén en majoria o 
en minoría respecto a la eanie. 

- — Sea por fas o por nefas, ello efi que 
es til espléndida la dichosa ca^^uela. 

— Con buena hambre no hai pan malo, 
— replicó Orrego. 

— Eso.-. — dijo Loatan moviendo nega- 
tivamente la cabeza; — eso no es mni cier- 
to: aquí tenemos buena hambre, pero 
pan,,, ni malo ni mni bueno... 

En verdad, el pan no tomaba parte en 
las expediciones liechas por los chilenos en 
La Hierra ; solajneute de tarde en tarde en 
al^iíu pueblo habitado se vcian alcemos 
ejemplarejs del alimento cuyo nombre figu- 
ra en la oración dominical. 

La charla coutinnó entre loa tres com- 
pafieros mientras comían su sencillo guiso. 
Hubo nn momento en que Orrcgo dijo a 
Soler: 

— Con que te has puesto al habla con el 
Corso. 

—Me pareció que el de los tiros era el 
pájaro en cuestión. 

~No puede ser otro,., te queria man- 
ducar por lo visto, 

—Pero hoi se ha mostrado mni cham- 
bón. 

— ¿PorqnéP 

— Tenia yo cuarenta soldados, si !e ha- 
biem bocho hacer nna descarga cerrada.,, 
habría quedado ahí, 

^¿Y por qué no se la mandaste? 

— Por no gastar mumcíoDes. 

^Tü creo, — dijo Lostan riendo,— que 
Soler como los paladines de la edad medía 
quiere medirse bm^o a bmzo con el Corso, 
en singular y descomunal batalla. Pero el 
combate La de ser a lanza. 

— ^A propósito j hoi se han encontrado 
unas cuantas lanzas de los indios, — dijo 
Orrcgo:— note faltarán armas.*. 

La caída de la vela que estaba pegada 
en la pared vino a poner punto final a la 
convei-sacíon, 

— La Tela al caer nos aconseja dormir... 



acordémonoi! de que al amanecer rolamoav 
de aquí. 

A esa hora el teniente Alvar estaba con 
veinticinco hombres a algunas cuadras del 
pueblo. Por turno le habia tocado salir de- 
avanzada durante la noche. 

Sentado junto a nna pequeña fogata 
extendía sobre ella manos para calentárse- 
las, cuando apareció Peralta, su asistente» 
a quien ja conocemos. 

Traía éste eu las maoos tin objeto que 
no alcanzaba a distinguirse en la oscu- 
ridad. 

~[ Ai! mi teniente, — díjo CM?n nna voz 
mni melancólica,— he tenido nn sentimien- 
to muí grande, 

— < Por qué hombre,— preguntó el te- 
niente. 

Haciendo ver a la lumbre que lo que 
traía era nn pollo de regular tamaño. Pe- 
ralta reapoiuíió: 

— ^Este pobre animalito andaba por alii 
solo en un rancho gritando pió pío, lloran- 
do por an mamita.., ¡pobrecito!... medió 
tanta pena el verlo tan triste, que lo aga- 
rré j para que no sufriera máá, . , le torcí 
el pescuezo... 

Inútil nos parece decir que un rato des- 
pués el compadecido pollo estaba hirviendo 
en una olla. 

xxxy 

Toma del puente y del pueblo 
de Izcuchaca. 

Una espesa neblina imptclia ver los cer- 
ros circnnvencinos al día siguiente por la 
mañana, 

A\ salir del pueblo la división se encon- 
tró eu nuos desfiladeros de fatal piso, por 
los cuales se avanzaba con grandes dificnl- 
tades. Una mennda lluvia completaba la 
la obra poniendo resbaloso el rocalloso 
snelo. 

Las hostias caían a cada momento, 7 
siendo el sendero mui angosto, mientras se 
levantaban y se les acomodaba la carga, 
interrumpían la marcha, resultando menu- 
das paraílillas. 

Re iba de repechada y el soroche moles- 
taba natni-alraente a la tropa. 

Como era de esperarlo, los montonc: 
espiaban k pasada de la división desde 
cerros vecinos, Pero la neblina los ch 
queó. 




— 149 — 



Sin embarco, Bospechando sin duda que 
los chilenos iban jb. pasando por los deHÍi- 
laderos, tiraban sus balazos a la ventara a 
tr&Tes de las iitib<ís. 

Las balas pasaban silbando pero sin ha- 
cer daño. 

Los soldados que arreaban los burros 
eran quienes más tenían que trabajar; los 
testarudos brutos se hacian rogar mucho 
para repechar. 

Con todafl esas dificultades la división 
avanzaba > 

Calados por la lluvia, yertos por el frío, 
3adeando con el soroche, reslmlando, ca- 
yendo y levantando, los soldados seguían 
Cuesta timba* 

El ñu de esa jo ruada debía ser el pueblo 
de Izcü chaca, o STia cercanías^ dado caso 
que la división Ikgara m\ü tarde y hubie- 
ra que esperar el día siguiente para ata- 
carlo • 

El río Oroya, de que ya h eraos hablado, 
después de correr medio centenar de leguas 
eugrosauílo sus at^uab, se dealissa majestuo* 
sámente por el fondo de una profunda y 
sombría quebrada. 

Las pai'^des de ¿stas son encumbrados 
ceitos cortados a plomo, 

Ca^i podna decii^se que el rio en esos 
parajes parece im enorme canal cuyos cos- 
tados Be elevan múñ de mil plé^ sobre Ja 
superficie de sns aguas. 

Así encajonado corre largo trecho^ pero 
en cierto lut^ar, a su derecha, se ensancha 
el fondo de la quebrada formando uu pe- 
queño valle con la íig^ura de uua D, siendo 
la raya recta el rio y la cur^ a unos cerros. 

En ese pequeño valle están situadas las 
blanqueadas fóisas de Tsciichaca, 

Uo pequeño puente de piedra, de senci- 
lla pero sólida construcción, atraviesa el 
rio frente al pueblo. Tres metros de ancho 
7 unos veinte de largo tiene aquella obra 
que no carece de interés. 

En uno de sus extremos, el quo está del 
lado de i pueblo^ so eleva una torree i lia eu 
cuya base veíase una gran puerta de fierro 
quedaba entrada al pueblo. 

Era irremisible pasar por ese puente y 
por esa puerta para entrar al pueblo vi- 
ido por la miiígen izquierda del rio. 
1 caudal de este ticue ahí unos quince 
['OS de anchura y la mitad qm¿is de 
undidad. á falta de pueiíte sólo en bar* 
Podría cruzarse, pero ena^j^uellos mun- 



dos ni de nombre ae conoce una embarca- 
ción. 

El uso del puente se Lace pues indispen- 
sable. 

En la ribera izquierda a lo largo del río 
signe im angosto camino que es el ánico- 

En la derecha se ve una muralla que se- 
guramente se ha construido jjara que sirva 
de trinchera permatieute. Parapetándose 
tras de ella se puede fusilar con la mayor 
impunidad a los que a pecho descubierto 
tienen que venir por el estrecho camino de 
la ribera opuesta desfilando a veinfí} me- 
tros de la boca de sus fusiles. 

Esta defensa casi natural del pueblo es^ 
lo que le ha dado el nombre de inejspugna- 
bíe. y en realidad tal cahficativo no es in- 
merecido. 

Muchos hombres tendrían que caer bajo 
el fuego de los defensores aLrinclierados de 
Izcuchaca antes de llegar al puente. Al 
fin alcanzarían hasta él los invasores si eran 
numerosos y decididos; ]Xjro una vez en él, 
uua vez en el puente, faltaba todavía que 
luchar contra la puerta de fierro y echarla 
abajo recibiendo mientras tanto a quema 
ropa el fuego de los defensores. 

Si el invasor tenia balitante jente para 
reponer a los que iban cayendo, al fin lo- 
graría abrii-sepaso; mas, sus perdidas ha- 
brían sido tremendas. 

El jefe déla expedición chilena sabía to- 
do esto y convino un plan de ataque con el 
cual obtendría la victoria economizando la 
sangre de sus soldados cuanto fuera posi- 
ble. 

Su plan era marcliar por sendas extravia- 
das y subir a los elevadas cerí os que esta— 
ban frente a Izcuchaca r dejarse caer por la 
ladera, y llegar hasta el puente sin haber 
pasado por el peligroso comino de que he- 
mos hablado. De esta manera, los chilenos 
atacando el pueblo de arriba a abajo Be ve- 
rían en una situación relativamente venta* 



La neblina había pasado, y luego tam- 
bicnla lluvia- 
La división continuaba repechando por 
interminables quebradas, laderas y desfila- 
deros. 

Para subir a las alturas de.^de donde se 
debía poner en ejecución el plan del jefe, 
no había camino y era preciso ir recono cien* 
do el terreno. 

La subida era penosísima. 

El soroche que desde la mañana produ- 



— 150 - 



cía sus efectos, m híicia ya insoportable. 
Hasta ks bestias apenas podían avan- 
zar; algnnaí? completamente exteniis^as se 
echaban al sneloy era forzoso quitarles la 
car^a y, para que no eortamn el püso en los 
desfiladerosi, liabia que despeñarlas- Aque- 
llos infeÜL^ca Uní tos cíiiu,ii en loa precipicios 
destrozándose contra las rocas..- Y no era 
posible hacerlo de otra manera. 

No referiremos las fatít^as de la fcrcpa 
porque seria repetición de lo qne hemos (ís- 
crÍLo fn antüriorca capítulos al hablar del 
cansancio y del soroche en las repechadas. 

Si se les hnbiei'a tomado su parecer a loa 
soldados, todos hubieran preferido atacar 
el pueblo por el fondo d¿ la tpi obrada; míis 
bien querian correr el albur de atrapar un 
balazo que soportar la opresión del soro- 
che. 

El jefe de la división n^cíocinaba con 
más cordura: las fatigas al ñn pasan; pero 
la muerte... 

Cada soldado pensaba por sí mismo; pero 
el jefe pensaba por todos, cualesquiera qne 
cayesen eran pérdidas para la división. 

Después de mil agonías llegó la tropa a 
Los punas* 

Era más de las tres de la tarde y se ha- 
bia marchado como cinco leguas. 

Para coronamieuto de la obra el agua ha- 
bía faltado temprano, a ¡leaar de que pocas 
horas antes llovia. ¡ Así andan las cosas por 
esos mundos! 

En las puüas encontraron UQagran poza 
de agua. Trabajo costaba sujetar a las bes- 
tias para que no se lanzaran a beber prime* 
roí^ue jente. Ouaudo ésta apgó su sed, se 
dio suelta a los sedientos animales. 

Corrían éstos a cierto lado de la poza so- 
lamente, porque el opuesto era nu atolla- 
dero o pantano, objeto de terror para los 
prudentes brutos, 

íío faltó un borrico que no hallando hue- 
co en el terreno ñrme, olvidando noramala 
sn nata ral filosofía en circunstancias que 
acababan de (juitarle la carga para arreglár- 
sela, corrió acosado por la sed a saciarla en 
la orilla peligrosa. 

Bebia con ansias y se apuraba sintien- 
do que sus patas se hundían en el barro. 
Por fin levantó la cabeza y quiso salir: pero 
ya era tarde. En balde hacia movimientos 
desespemdos, quería saltar, queria brincar j 
todo fué en vano; se sumerjieron primero 
sus patas y después su cuerpo; estiraba el 
pescuezo hacia el cielo como implorando en 
su desdicha; su largo hocico fué lo últbio 



qne desapareció aspirando por vez postrera 
el aire ralo de las punas- 

Mucho hicieron los soldados por aaívar^o 
tirándole lazos; pero fué imposible porque 
estaLiíi a mucha distancia del terreno firme, 
y además se carecía de lazos sólido^í; el úni- 
co que lo alcanzó a pescar se cortó con el 
peso del jumento. 

Después de un corto descauso que los je- 
fes aprovecharon para reconí>cer el terreno, 
la tropa avanzó un poco más y ae encontró 
en el borde teniendo a sus pies la prof anda 
quebrada por donde corría el Oroya. 

A otro lado de ésta, encima de los cerros, 
se veía uti pueblo y jeiite que corría bajan- 
do a Izcncbaca. 

Jll eco de la quebrada repercutía los to- 
fjues marciales con que los def tensores del 
pueblo se preparaban a la defensa. El ronoo 
sonido del bombo era el dominante. 

Durante todo el día desde los C€rros ve- 
cinos bahian hecho disparos al paso de 'a 
divisirm. Ahora también continuaban, pero 
a tanta distancia los hacían que no valia la 
pena de responderles. 

Poco a poco se venían acercando los ene- 
migos, y ya se oia silbar algunas desusba^ 
las. 

Aunque era cerca de las cuatro de la tar- 
de, con venia atacar ese mismo di a para no 
tener que pernoctar en las punas a la in- 
temperie. 

Se montaron la piezas de aitillería en nn 
lugar conveniente para impedir a los del 
pueblo de Izcuchaca la retirada a ios ce- 
rros, 

Hlste pueblo, que como sabemos estaba 
en el fondo de la quebrada, no se alcanzaba 
adi visar todavía. 

demandó descender un batallón de iu- 
fantería por cierta parte y el otro por otra, 
de manera que el puente quedara entre loa 
dos. 

La artillería rompió el fuego sobre Io3 
que en el lado opuesto bajaban al pueblo- 

La infantería comenzó a descolgare por 
la falda del cerro. 

Grande fué sin dada la consternación de 
los defensores del pueblo cuando viei'on las 
enormes alturas que tenían a su frente co- 
ronadas por los chilenos que dominaban 
con BUS tiros la población y el puente. Sia 
cmoargOj ocultándose tms de las i^rcdes j 
deut^ro de las casas hacían fuego hiicia arn- 
ba. 

La bajada era dificilísima. La falda del 



— 151 — 



ce^TO er& casi tan pendiente como una pa- 
red j cual ya lo dijimoB* Para descendcL' se 
hacia necesario ir agarrándose con lii§ ma- 
nos. Ademila, inirar hiiycia abajo caustiba 
TÓrtígoB: aquella altura de mil pies era para 
liacer bambolear la cal>&za más sólida. 

Inútil ea decir que laa l>eatiaB no pfjdian 
bijar por ahí. 

Poniendo un pié aquí, otroalbi, sídtando 
uu poco, resbalando mucho, magulláudo- 
Be, y raapiLTidose, la jentc iba dcíicendiendo. 

Loa BoMadoB teniendo que guardar el 
equilibrio, rara vtz podiai:i diaparar aus ri- 
flea, puei constantemente teiiian que ir afir- 
mándose con las manoB» 

Para colmo de* . * molestias, habia una 
■cantidad de qvhros de aguzadas espinas, 
duras como si fueran de acero , que paBaliaii 
a travea de la E^iuela de las botas como a 
través de un i>apeK 

Pmocupados eu no desjiefiarse, los solda- 
dos poco paraban la atención en loa eílbi- 
doa de laa balas enemigaa. 

Naturalmente en su descenso hacian ro- 
dar una multitud de píedrecillas que loi 
que iban miía abajo recibí a u en la cabeza. 

El que llegaba a algún hueco o lugar 
donde podia afirmarse convenientemejite, 
di aparaba su rifle si veia enemigos, y stí- 
guia bajando. 

Solamente en la mitad del desc.enso ae 
les presentaban a la l^ista el pueblo y el 
puente de Izcucbaca. 

Esto aumentaba sus deseos dé llegar al 
íin. 

Un oficial fué el primero en llegar al fon- 
do de la qnebraday sin vacilar corrió hitcia 
el puente htista llegar a la puerta de fierro. 
Esta era de reja y loa defensores tras de 
ella hacian fuego para barrer el puente. 

La reja hasta un metro de altura eatiiba 
atrancada con una trinchera de piedras. 

Esto favoreció al oficial que quedó acu- 
rrucado en el ángulo formado por el suelo 
y la trinchera mientras loa tiroa de los de 
adentro pasaban a doa cuartas encima de su 
cabeza. No tenia mas armas que su sable: 
imposible le era luchar en ese momento; au 
sable nada podia hacer a través de la reja, 
y loa enemígoa lo habrían fusilado a que- 
ma ropa. 

Los aoldados oue iban más cerca del fon- 

'í o de la quebrada ansiosos buscaban donde 

isar para ir a juntarse con el oficial que ya 

acia un rato ce encontraba al pié de la 

>uerta de fierro. Por temor de herirlo no se 



atrevían a tirar sobre los montoneros que 
disparaban sus fusiles por encima de éh 

Al fin saltaron al camino doa o tre:í, y 
de ahí corrieron al puente. Lueo;o ae junta- 
ron otros, y con esa propensión naiural 
que tiene el soldado chileno de buscar la 
pelea con su enemigo cuerpo a cuerpo, se 
arrojaron sobre la reja sin que les intimi- 
daran ]&s balas que les saüan al encuentro. 

Allí se hallaron con lob defensor ea de la 
puerta como doa amantes que hablan a tra- 
vés de una verja, 

Esa situación no podia durar más de ua 
segundo. 

Ahí fué. Al chocarse di a pararon sus ri- 
fles loa que los tenían cargados; cayéronlo» 
heridos, y los montoneros que íml>ian sal- 
vado, conociendo que ya no podíau resistir 
unís, corrieroB h/icia adentro. 

La reja impedia a los chilenos seguir traa 
de ellos. 

Desde algunos metros máa adentro los 
más tenaces de losdefensores gu a rtici endose 
tras de alguna esquina o pared persistíaa 
disparando sua armas. 

Pero la mayor parte se había declarado 
en derrota y huía hacia lod cerros segnm 
de que mucho tiempo haVu a de pasar antes 
que loa chilenos dcnibaran la puerta de re- 
ja, que era de fierro. 

Una cruel decepción esperaba a los fuji- 
tives que creían salvar. 

Desde laa altura.^ del lado opuesto del 
no los chilenos dominaban con ana fuegos 
cl pueblo y los cerros por donde podían 
huir. El mortífero plomólos alcanzaba y 
cortdudülea an carrera los hacia caer rodan- 
do por el suelo. 

En el puente se iba juntando cada vez 
mayor BÚnioro de chílenoa. 

Con furor remecían la reja que era de 
barras con más de cinco centímetros de 
grueso. Sin otra fuerza que el vigor de los 
bracos era imposible derribarla. 

Adem;j5 la triuchera de piedras que ha- 
bía por dentro era otro impedimento para 
abrir la puerta. 

Alguien divisó que en la parte alta de 
ésta faltaba un barrote, dejando un regu- 
lar hueco. 

Por ahí entraron tres o cuatro y se pu- 
cícron a deshacer la trinchera, lo que en un 
instante consiguieron. 

Xotóae entonces que un gnieso cerrojo 
con llave sujetaba la puerta. Era preciso 
forzar la cerradura. 



\ 



— 152 — 



Algunos balüZDH disparados contra ella 
fueron impotentes. 

Eato impaeíeTitaba naturalmente al jefe 
de ía división qn^ habia sido de los prime- 
ros en llegar al puente. 

— Golpeándola con estas piedras tal vez 
se logre.., — flijo el capitán Lostan que ahí 
se hallaba, mofitrando doa grandes piedras 
que babia mandado buscar coa dos solda- 
dos. 

— Haga la prueba,- — coutestó el jefe- 
Si rvicndose de aquellas piedras como de 
mazos, dos fornidos soldados consiguieron 
a poco afectuar la a}iertura de la puerta. 

Como una ola ae precipitó la jente por 
ella tropezando en ios cadiíveres de los mon- 
toneros que ahí habia o sucumbido. 

Sesenta u oclieuta chilenos que eran los 
qne ya habían llegado se derramaron por 
el pueblo. 

Aun quedaban muchoa montoneros que 
no habían huido, tal vez por temor a ios 
fnegos que lanzaban los soldados de las al- 
turas a los ftijítívos, 7 conñabaa en la so- 
lidez de la puerta de fierro, que quizás re* 
siatiria hasta la noche, cuyas sombras ya 
comenzaban a extenderse sobre el pueblo ; 
con la oscuridi^^ habrían podido huir sin 
peligro* 

Corriendo por las calles, entrando a las 
casas y esparciéndose por todas partes, 
pronto los soldados hallaban a los enemi- 
gos, uno por aquí, dos por allá. Scguia una 
breve lucha cuerpo a cuerpo, de individuo 
a individuo; elóxito no era dudoso; el der- 
rotado se deíiende mal ; en pelea mano a 
mano, los montoneros carecían de fuerza 
física y de fuerm moral para resistir el vi- 
goroso brazo del vencedor. 

La noche, como sucede en esos parajes, 
habia caído casi repentinamente, y pronto 
no quedó enemigo con vida en todo el pue- 
Uo. 

La guerra qne se hacia en La Sierra era 
sin cuartel, a muerte. De ambos bandos, 
los enemigos no poilian esperar piedad. 

Los soldados continuaban desccndíeíido 
por el deí5if)eñadero. Con los píes saeteados 
por las espinas y la cabeza abrumada por 
el ruido atronador de las detonaciones que 
repecurtian en la quebrada ensordeciendo, 
b&jaban poco a poco buscando donde asen- 
tar el pié* 

Asi como al detenerse el péndulo de un 
reloj todas las ruedas de la máquina de- 
jan de moverse y las manecillas quedan 



marcando una hora y sin andar para ade> 
lant^ ni para atrás, asi al entrar repenti- 
namente la noche los soldados descendentes 
quedaron siu poder avauzar ni retroceder» 
bajar ni subir. Si a la luz del dia era difí- 
cil hallar dónde apoyar la punta de la bota, 
en la noche se hacia imposible. Era nece- 
sario no solamente desechar la preteusion 
de seguir adelante, sino permanecer quieto; 
con el menor movimiento se despeñaría, j 
una caida de centenares de pies es el medio 
más rápido y seguro que la naturaleza pro- 
porciona para romperse todos los lineaos. 

Era forzoso resolverse a (|uedar ahí como 
un mono estampado en una pared. Sopor- 
tar ahí el frió terrible de la noche, la falta 
de alimento y la sed consiguiente produci- 
da por la fiebre de la pesada jornada, j 
todo eso cuidando de no dormirse ni cabe- 
cefir siquiera para no perder el equi- 
librio, 

¡ Qué noche para aquella jente I 

Diae después alguaos soldados reidor da- 
ban íjuc uno de bs que quedaron en taa 
plájatica situación fué el renegador sarjenU> 
Garrí on* 

Aquel hombre con un pié en una piedra 
y el otro en otra, abierto de piernas como 
el coloso de Rodas, blasfemaba más que 
los fabricantes de esta maravilla* 

— [ Maldición i —vociferaba,— ¡aquí es- 
tol con un pié en el purgatorio y otro en el 
infierno 1 ... ¡cómo demonios voí a pasar la 
noche condenado vivo!... ;máa que me tiro 
de cabeza para i^ue me lleven de una vea loa 
grandes diablos!.*, 

— No haga tal, mi sárjente, — gritaba na 
soldado de lUiís abajo; — si se tira pasa a 
llevarme y caemos revaeltos,-. 

Los montoneros que habían logrado huir 
por los cerros de la derecha del rio echaban 
sobre el pueblo enormes galgas que al caer 
hundían el techo de los ranchos próximos 
al pié de la empinadísima pendiente, y dia- 
paraban algunos tiros sobre la población 
í|ue estaba llena de soldados. 

A pesbr de la oscuridad hubo que man- 
dar una compañía para ahuyentarlos a 
balazos y quedar de avanzada con el fi.n de 
impedir que durante toda la noche estuvie- 
ran aquellos molestando. Dando cierto 
rodeo y marchando a tientas logró la com- 
pañía ejecutar esto; los montoneros se al* 
jaron batiéndose en retirada. 

Las bestias con los equipos y el rancl" 



— 153 - 



^le la tropa habían quedado en laa punas- 
IjO que vale tíinto como decir que aijuella 
noche no tabria abrigo m alimmita, cir- 
^innstancia que tiene escasísima fcracia 
deapuüs de una penosa jornada j de haber 
caminado lo suficiente para dijerir veinti- 
cuatro veces la coQiída tomada veinticua- 
tro horas antes. 

El pueblo estaba deshabitado y falto de 
recursos* Todo lo comestible que se halló 
fué un medio saco de jxan y uríiíi cuatro o 
sei B jL!f al 1 i uaa , . . ¡Qué seria aquel I o pa ra q ui - 
nientos o teíís Itouibres cu vo apetito se es- 
taba acumulando desde la noche a n te- 
nor L.. I Feliz el que lo^j^ró siqíiíerti ti^Tier 
noticia de tan fausto acontecimiento,! 

La i íí lea i a y laa casi^ sirvieron de aloja- 
miento a la tropa. 

Después de haber Cistado al^runua horas 
en la plaza del pueblo conversando sobre 
los sucesos del día con sus compañeros, 
Soler y Los tan se metieron ea un cuarto 
para pasar ahí la noche. 

En el cuarto baVjia uua mesa y un poyo 
de adobes; era todo el ajuar. 

Lostan sacó de su maletín un cabo de 
vela envuelto en un papel y lo encendió. 

Una mirada bastó a los dos capitanes 
para comprender que el mejor partido que 
podían tomar era acostai'se en el poyo bus- 
cando previamente un adobe ijiie les sirvie- 
ra de almohada. 

Así lo hicieron. 

Sus oalmlloscüu loa equipos habían qne- 
düdo en las punas y de cousíg-mcnte no 
íeniau mus abnVo Cjue lo puesto^ como en 
jeneral todos los que estaban en el pueblo. 

Acostados se encontraban ya cuaado en- 
¡tró el capitán Aliaga. 

— ;Han logrado hallar algo? 

Estas fueron sus primeras palabras. 

— ^Un poyo,— contestó Lostan. 

— I Un pollo!— e:[c!amó Alia^ con aire 
Toraz. 

— SU tin poyo>.. ¿sbe en que estamos 
acostados... el apetito te hatíe confundir la 
y griega con la elle, y ves un pollo de pico 
y plumas donde haí un ix>yo de barro y 
adobes. 

— ¡Quédiantrel me has embromado... 
T qué vamos a hacer. Tengo tanta hambre 
'f esfcoi tan vacio que ya se me junta el 
aero de la barriga con el del espinazo. 

— Lo mejor que podemos hacer,— dijo 
"oler,— es buscar eo el sueño el olvido del 
petitou 



— Ti'atü remos de soBar, — anadió Los- 
tan,— que nos encontramos en Yalpamiso; 
hoi es 1 5 de setiembre y ademíiSi sábado; 
segurameote habrií allá esta noche baile de 
milpearas para comenzar las fiestas del 18. 
Creeremos estar en él y que salimos un rato 
para cenar un ají rada ble francachela,,, naa 
cazuela, un valdiviano, una tortilla de eri- 
zos, una... 

— I Basta í— tiritó Aliaga tragando la sa- 
liva j — se me está liquidando hasta la len- 
gua.,. 

Lo?^ halíitantes al desampamr el pueblo 
se habiau llevado naturalmente todos los 
víveres. 

La,s cuatro o seis galHíias que encontra- 
ron los soldados debieron qnedai^se clandea- 
ti ñámente escondidas. 

Un gallo, más cauto que las dama^s de 
su ficrjallo, trepado en un techo escapíjiba 
del jeneral retorcimiento do pescuezos ga- 
llináceos. 

Era tarde de la noche; la tropa echada 
en el suelo dormia con ese sueño indeciso 
del que tiene exhausto el estómago* 

Reinaba el silencio niiU completo* 

A esa hora que ¿utes Uamalxin el galicí- 
nio, siguiendo por instinto la costumbre de 
los de su casta, sobre el tedio enderezóse el 
bien librado gallo, batió las alas, estiró el 
cuello y exhaló el lUii^ souoro ¡qukpuríqui! 

Como al oir la trompeta del juicio ñnal 
se levant:irán de un golpe todos los muer- 
tos, asi al oir aquel espléndido /^íííJ^mrí^M»/ 
se levantaron de un brinco cien soldados,-. 

¿ Alcanmría ar^uel gallo a lanzar otro 
(¡¡uif^mñquí? — No lo creáis lector. 

Antes de que tuviera tiempo de tomar 
resuello para hacerlo, ya estaba despl ama- 
do, destripado y descuartizado adentro dft 
una olla.-. 

Cuando apareció la luz del día, desdo la 
plaza miraban los chilenos el empinado 
cerro por donde habían bajado. 

Echando la cabeza atrás para alcanzar a 
ver la cumbre-, se admiraban ellos miamos 
de haber podido bajar por ahí. 

Se veian pegiulos en la pendiente mu- 
chos soldados de los que ahí tuvieron que 
pasar la noche ; parecían moscas que ae haa 
parado" en una pared. 

Aunque habia luna casi llena, la melan- 
cólica luz del satélite no habia alcanzado a 
traspasar los esjKJSOS nublados que cubrían 
el cielo. Ami ain nubes, solo poco ¡íntea de 

18 



tu 



amanecer su Iue Iiabn a penetrado en la pro- 
funda quebrada. 

Poco a poco fué llegando la jeiite* 

Luego también comenzaron a arribar las 
bestias que desde las punas tuvieron que 
dar ñu rodeo para tomar el camino. Lo 9 
conductores de ellas habían tenido que 
pasar miii malos ratos. Muertas de liambre 
querían lanzarse en busca de alimento. 
Era entonces el trabajar por contenerlas 
en medio de la oscuridad de la noche j en 
campo abierto. Por fortuna muí pocas se 
extraviaron llevándose sobre el lomo los 
equipos que cargaban. 

Como era de esperarlo, entre loa Que 
pasaron la noche de plantón, muchos se 
enfermaron gravemente. Algunos amane- 
cieron casi helados, entumecidos, y con 
grandes difieultatíes hubo que bajarlos 
amarrados como quien echa un balde a iin. 
poKO,*, 

Ejecutando esta operación, entre los 
floMadüs que la llevaban a cabo solia algu- 
no de buen humor decir: 

— Esto me hace acordarme de una \ez 
que bajamos a un San Antonio de un ni- 
cno. 

Y otro agregaba dirijicudose al infeliz a 
quien arriaban: 

— Padre mió San Antonio, Memos el 
milagro de sacarnos do tantas pellejerías. 

Desde que apareció el dia oficiales y sol- 
dados se afanaban al estar desocupados en 
sacai^e de loa pies las espinas clavadas en 
el descenso. 

Algunas de estas picaras se habían res- 
balado tan adentro que los mcílicos de la 
división tuvieron cpe hacer tajos para ex- 
traerlas. 

¡y marche usted por aquellos andunia- 
les con un tajo en un pié! 

Estos no podían por lo menos negar que 
aquel paraje merecía bien sn nombre de 
Izcuebaca, que en la lengua de los que se 
lo pusieron quiere decir sr puente de las 
espiuasí. 

Ese dia em preciso descansar en el pue- 
blo ', se tenia que esperar que Ja tropa se 
juntara j que comiera. 

Los montoneros iban siempre tras de loa 
talones de la división. 

Pronto aparecieron en las cumbres de 
los cerros que dominaban cl pueblo lanzan- 
do galgas y bahis. 

Tirando ellos de arriba para abajo, sus 



proyectiles alcanzaban perfectamente; pero- 
Ios nuestroa^ de abajo para arriba^ avo ¡lec- 
han hasta la mitad ; tan altos eran ai:jUello$ 
montes* 

llulw que mandar piquetes en diversas 
direcciones píira poner orden en aquello. 

Lfüs montoneros tenían la ventaja de 
conocer ol terreno í pero nuestra jente can 
la práctica se hahia hecho mui diestra en 
esa clase de guerra : arrastrándose y agaza- 
pftndose, solia llegar a alcanzarlos j les ju- 
gaba bromas mui pesadas. IVfüs de treinta 
pagaron ese dia con la vida su temeraria 
tenacidad en molestar a Ui división. 

D« esa manera se les alejó para que no 
pndieran lanzar s( fbre el pueblo sus balas 
t|ne viniendo de arriba para abajo taladra- 
ban los techos T se aparecían de visita en 
los ranchos donde estábala tropa, ni tam- 
poco sus galgas que entorpecían las vi as de 
com unieron. 

La puerta de fierro en qtie tantas espe- 
ranzas fundaban los defensores del pueblo^ 
fué arrancada y arrojada al rio ea ciei'to 
lugar de donde difícilmente podrá ser ex- 
traída. Así se evitaba que al regreso de la 
divÍBÍon pudiera servir nuevamente de es- 
torbo* 

Los fusiles que so tomaron fueron des- 
truidos, conservándoac solo los de sistema 
dePeabody para armar con ellos a los arríe- 
ros. Igual suerte corrieron los bombos que 
tanta bulla metieron el dia anterior. 



XXXVI- 

Subir hasta Huando. 

De Izcuchaca hacía el oriente sale un ca- 
mino por la márjen derecha del rio. 

Por ahí debía continuar su marcha la 
división. 

La via signe por el fondo de la quebra- 
da, A ambos lados se ven prolcn|J'arse los 
elevados cordones de cerros que la forman* 

Desde sus cumbres los enemigos podían 
prosejíuir en su tarea de molestar el paso 
de la tropa expedicionaria con galgas y con 
tiros. 

Para evitarlo el único medio era hacer 
tomar previamente esas alturae por tro] 
nuestra. 

Así se hizo* 
. Se tomó también otra medida muí cor 
' veniente: salir antes de amanecer. En ' 



— 155 — 



oscuridad los montoneros no podrían fijar 
«US punterías. 

A las cuatro msta o menos de la mañana 
flG emprendió la marcha. 

Ánnque había Inua, su luz no alcanzaba 
hasta el profundo fondo de la quebrada. 

La tropa marchaba en medio déla osen- 
rídad haciendo el menor ruidcj posible jai n 
fnmar, pai'a no ser oi^la ui vista. 

La avanzadas chilenas de retaguardia y 
de la izquierda del rio se habían juiítíido 
recientemente a la división. 

Con antelación se habia mandado dos 
compañías para tomar las alturas de la d'> 
rechae init^edir las galgas, Pero tomarlas 
todíi,^era Q-áú imposible a consecuencia de 
algumis i[uebradas que noí permití remos 
llamar afluentes üe la principal. 

Para explicar esto supongamos que la 
divirtion marcha por una larguísima calle 
en una ciudad. Desde los techos de las tía- 
sas los montoneros echan galgas y tmlas. 
Se manda una compañía que marche por 
encima de los techos e impedida esto, 

La couipañía lo ejecuta y todo anda mui 
bien durante uua cuadra... ahí se encutn- 
tra con una calle traviesa; los soldados ca- 
recen de alas para volar como los pichones 
de los techos de una cera a los de la otra; 
tienen que bajar hasta el pavimento de la 
ealle y volver a subir: esto se repite cada 
cnadra y va dejando tiempo a los aiouto- 
neros paní qne guardando una distancia de 
dos o tres manzanas hagan sus tnwesuras 
contra la división cajo krgo es de varias 
cuadras. 

Lüfl quel>rad¡is que hemos llamado aflu- 
entes desempeñaban el oficio de calles tra- 
viesas. 

Los montoneros, que como los ratones 
en sus cuevas debían estar con el hocico de 
fuera observando si se alejalja el gato, sin 
duda sospecharon que la división se ponía 
en movimiento. 

Luego sintieron los soldados el ruido 
atronador de las galgas hilcia ar retaguar- 
dia: loa enemigos venían algo atrasados y 
ans piedms no caian sobre la división. Sin 
embargo la compañía de retaguardia tenia 
que tomar algunas precauciones. 

Aquel paraje era como hecho expresad- 
mente para las galgas. Una piedra del ta- 
maño de un hombro arrojada desde la eum- 
caía arrastrando una multitud de pe- 

^ que se chocaban y rompían como gra- 

las. Áqnello formaba un estrépito ensor- 

ledor ^ue atronaba ei ámbito de la q^ue- 



brada. La galga que al principio partiera 
so [a, llegaba al fondo trayendo en a a séqui- 
to cincuenta o cten quintales de piedras 
destrozadas y cayendo con la velocidad de 
las balas. 

Las compañías que ibin por las alturas 
tiraban sobre loa que arrojaban galgas. 
Aunque eu la oscuridad no veían a aquellos, 
por el ruido de óitas adivinaban su posi- 
ción. 

Luego los Tuontoneros contestaron los 
fuegos. 

Era un bello espectáculo el que í^f recia 
a la vista de la división el centelleü dL^ los 
disparos. Sus luces rápidas y fugaces pare- 
cían fuegos fatuos. Arguello tenia algo de 
fantilstíco: en la oacnrukd y a la altura en 
qne se hallaban los tiradores, era de itnaji- 
narse ver una cantidad de estrellas «fUe ae 
enccudian y apagaban si multiinea mente. 

Algua soldado solía decir: 

— ¡ Buen dar I qué cholos tan arrevesíi- 
dos.,, encienden los fuegos del 17 eo 1% 
mañana, 

A que i soldado recordaba que ese día era 
el 17 de setiembre, cuya nocUe es de fue- 
gos artificíales en Chile. 

Algunas balas llegaban silbando hasta 
la división; pero no se contestaban: habría 
sido ofrecer a los enemigos fijeza para sna 
pTinterías sin provecho, pues ellos debían 
estar atrincherados tras de algunas piedras 
y a tanta altura que no recibí rian daño. 

Cuando empezó a amanecer, la división 
habia pasado la parte miU peligrosa* 

Para evitar las galgas se habia resuelto 
hacer la martíha por laa alturas. 

Se iba subí cado por nn desfiladero ctiyo 
piso era tan escabroso que costaba enorme 
trabajo h:icer pasar las bestias. 

A veces angostaba tanto el paso, tenien- 
do el CLTro a un lado y el vacío al otro, 
que era necesario de.<icargar los anímales 
para que pudieran pasar. Todo cao ocasio- 
naba paradinas y demoráis capaces de abar- 
rí r a todos los santos de la corte ccíestiaL 

Mientras tanto los montoneros desde laa 
cumbres vixinas seguían a la división ha- 
ciendo disparos. 

Es una cosa verdaderamente desagrada- 
ble esto de ir por un camino o desfiladero 
a pecho descubierto mientras íudivldnoa 
desde arriba de un cerro, escondido» traa 
de piedras, estén tirándoos una, otra y otra 
bala, xK}co a poco, *a pansa y dui-ante horas 
y días j semanas,-- Cada uno de los indi- 



— 156 — 



Tiduos qne en mm división m enciientmQ 
en ese cuso, puede considerar como uua ra- 
ra caaualídad eer el elejido pof utia de esas 
talas aUladas; ptro tampoco eetá ftegiiro 
de lü contrario; aL oír el agudo silbo de un 
proyectil, bien podrá decir9e:jj¿Si será pa- 
ra iní?„ 

En una lotería baí ti)il individaos que 
coKiprí*n su boleto; lio cabe duda de ijue 
cada uno tiene la esperan:£a de ganar el 
preniio. 

Al^^o semejan te.., pero al revés, bien po- 
día suceder a cada cual de los soldados bk- 
pedícíonarios. 

En uua gran ba Dalla Imi lluvia de balas; 
pero hai entusiasmo, estruendoj uiovimieu- 
to, se ataca, se pelea; a tí hace mucho j se 
reflexiona poco. 

Eu uua marcha como la de qiie tratamos 
lio hai nada de esto: se camina paulatina- 
mente con toda calma al paso tardío del 
can^aucío; no hai baila ni entusiasmo; se 
liace poco y hai tiempo para reflexionar. 

¡Sin que merezca el nombre de cobarde 
un hombre puede sentir, no diremos miedo, 
pero si un molesto desagrado de que cuan- 
do va caminando trauíiui lamen te, a cada 
pocos minutos le estén hacieudo silbar una 
bala por las orejas, así, a sangre fría. 

Diversos piquetes de tropa iban toroaiido 
las alturas vecinas para mauteuer alejados 
a los montoneros. 

Pero en aquellas serranías tan quebra- 
das los picos eran tantos qne hacían impo- 
BLbie ocuparlos todos. 

Sin embargo, los oficiales con la constan- 
te práctica se habían hecho diestros, y los 
qne con una compañía o uo pif[uete iban 
a dominar uua altura, solían situarse de 
manera de abarcar con sus fuegos el mayor 
espacio y protejer del mejor modo la pasa- 
da de la división; 

Inútil será advertir que lo de trepar a 
ks cumbres fatigaba horriblemente a las 
compañías o piquetes* Marchando por loa 
escabrosos senderos ya la división iba ex- 
tenuada por el cau&aucio j el soroche; aho- 
ra a loa qne se les mandaba tomar alturas, 
era como darles miel sobre hojuelas... al 
reve^. 

Diremos desde luugo, para jjo estarlo 
repi tiendo j que esta jarana era la historia 
de todos los dias. 

En beneficio del buen orden, se alterna- 
ban diariamente los dos bíitallones de in- 
fantería: cada día entraba nno de ellos de 



servicio, j a él le tocaba dar las compañías 
de vanguardia j retaguardia, las avauKa* 
das, los piquetes para dominar altuíns, 
etcétera. Igualmente ía cabtvllería se turna- 
ba en los servicios de su msorte, un día 
Grauiuleros y otro Carabineros. 

Las camillas il>an auuientaudo de dia 
eu dia con los enfermos y heridos. Esta 
em algo de lo que mayor mortificación 
ocasión aijíu Los soldados que con tanta 
fatiga arrastraban su propio cuerpo, tenían 
tine soportar sobre sua hombros el peso de 
sus comí (añeros imposibilitados. 

Entre cuatro hombres llevaban una ca- 
milla, v era preciso destinar diez y seis por 
lo menos para cada uaa de ellas, de mane- 
ra que aquellos pudienia rcmudai'Se. 

Mucho era el trabajo, j^ro cómo no 
hacerlo; cómo dejar en el tránsito abando- 
nados a aíjuellüs infelices enfermos o heri- 
dos para íjue f nemn atrozmente asesinados 
por los enemigos. 

Gomo a las dos o tres de la tarde üegá 
la división a Isia cercanías del pueblo de 
Huando que se encuentra en uua planicie 
poco accidentada. 

Desde un collado se divisaba todo d 

Í>ueblo y se veía gran número de jcnt-e en 
a plaza. 

íío se sabia sí aquella jeute estar i a ahí 
reunida para resistirse al paso de la divi- 
sión o si señan Iiabitautesá tranquilos- 

Siendo nuestra división una expedición 
pacificadora, no se atacaba ni se hacia el 
menor daño a ningún pueblo qne no se 
mostraba hostil. 

Prcuto se sahó de dudas. 

Desde el puebio tiraron algunos fusila- 
zos a la tropa que iba mú^ a vanguardia* 

Se ordenó montar un canon y se les 
mandó nn cañonazo a los del pueblo _ 

Luego huyeron los hiiaudinos sin hacer- 
se mucho rogar. 

Perdiéronse por las quebradas y se Iiíko 
imposible perseguirlos. 

Poco después la división entró en Huan- 
do y alojó ahí. 



xxxvn 

Un 18 de setiembre poco divertidle 

El dia siguiente era el 18 de seticmbD 
Antes de que clareara ya estaban 1- 



— 157 — 



ic] dados carg^aiido loa borros; este ei"a el 
principal y único preparativ^o para conti- 
nuar la marcha* 

Por sil parte loe oficíales haciau ensillar 
sua caballoH o muías. 

Varios m encontrabaa ya a pié. Con las 
marchas sqh cabalgaduras se habian j^rasta- 
do de tal manera que uf> podian cuu sus 
amos, j estos se daban por satisfeclioa lo- 
grando que continuaran con las sillas para 
no perderlo todo- 

El capitán Lostau era de los que se en- 
eontniba en este caso, 

^-Monta en mi yegua, — le dijo Soler. 

-^Pero, ¿podrá con mi humanidad? 

— Seguramente; ha venido descansada 
todo el camino trayendo solamente los 
equipos; pondremos estos en tu caballo, 
¿te paroce? 

Losbkn aceptó. 

A|)énas estuvo claro, partió la di\ision. 

Annqne no con tanto ahinco cual lo hi- 
cieron el di a anterior, luego se dejaron oir 
los montoneros. 

El ñn de la jornada de ese di a era la 
ciudad de Huaneayclica. 

En las primeras horas el terreno que se 
recorría favorecía poco las miras de los 
montoneros, 

A cgo de medio dia 3a división se en- 
conti^ba en un valle de pintoresco as- 
pecto. 

Concluido el valle, el camino segnia por 
una qnebi'ada cuyos costados eran altas 
montunas. 

Saltal^a a la vista el peligro de internar- 
se en olla siin que con antelación se toma- 
ran las alturas. 

Se dio descanso a la división e Ínterin se 
mandó subir una compañía a la izquierda 
y otra a la derecha. 

La de Lostau fué a la izquierda; 

Un guia acompañaba aí capitán: era un 
paisano montado en una muía* 

— ¿Va usted a trepar el cerro monta* 
do?— preguntó Lostau al guia viendo ^[ue 
no se apeaba. 

— Sí. pues; — contestó el guia. 

— Pero, ¿habrá camino para bestias? 

— Cómo no. 

— ilagnifico; subiré también con mi ye- 
gna,^ — respondió el capitán animado con la 
respneRta del paisano. 

La ascensión comenzó luego que en 
un minuto el capitán hubo tomado todas 
las medidas convenientes que Labia ido 



aprendiendo con la pntctica. Habia nna 
m altitud de pequeñas precauciones sin las 
cuales 80 breve ni an después mui graves di- 
ficultíides: ilenar de agua las caramayolas, 
para no ser acosado pur la sed ; no llevar en 
la compañía los individuos de más dchil 
complexión porque retardariau la marcha 
de los deniiis ; hacer que cada uno sólo He- 
vara sobre su cuerpo lo indispensable para 
que el peso no le cansara; llevar cuenta 
exacta del número de jeuto que le acompa- 
ñaba de maneía (jue al llegar a la cima su- 
piera si alguno f litaba para hacerle buscar, 
pues pedia haberse despeñado o haber sido 
herido sin que nadie le viera. Estas y otras 
muchas previsiones largas de enumerar se 
hacían indispensables; el oficial veterano, 
aguerrido, no olvidaba ninguna i con despe- 
ja y rapidez tomaba sus mediílas sabiendo 
que un olvido podía ocasionarle mil tropie- 
zos y otros tantos sermones... o algo peor, 

A medida que la compañía trepaba j la 
pendiente se iba haciendo miís rápida. 

La yegua que montaba Lostan res pi ra- 
ba con fuerza urjida por el soroche i anda- 
ba algunos pasos, se detenía para respirar; 
adelantaba otio ¡toco tropezando y volvía 
a pararse ¡íara resollar; tan abatida se moa- 
traUi, que ya el capitán pensaba en apear- 
se... pero no tuvo tiempo de hacerlo. La 
bestia allá entre sn deprimido ángulo facial 
debió resolver mostrar de un modo tan elo- 
cuente como lacónico su cansancio; se echó 
al suelo, 

Lostan estaba hsto y pudo libi-arsus 
piemas. 

— "Maldita yegua!— exclamó;— ¡ahora 
sobre subir a pié he de ir tirando a este 
animal de las riendas],,. 

No habia tiempo para vacilar. 

Cojió las riendas de lü bestia que alivia- 
da del peso de su jinete pudo levimtai'se, 
y echó a andar. 

Poniéndose cada vez más empinada la 
falda del cerro, la tropa tenia que repechar 
arañando. 

Llegó un momento en que ni la yegua 
de Ijostan ni la mnla del guia podían avan- 
zar. 

—Y usted me habia dicho que habia ca- 
mino para las bestias ^ — dijo Lostan apos- 
trofando al paisano con mal humor. 

— íSi haí camino, capitán... dando un 
rodeo por ahí, 

—No se trata de dar rodeos sino de su- 
bir rectamente... en dar vueltas perdería- 
mos una hora y la división tendría que ce- 



— 158 



tar esperando... ;cümo sg le ocurre!, • . 

y Lostan ahogó una intcrjeíxíion. 

lío le faltaba motivo para n?negar. 

Abanflonar la y<^gtia era perder bestia j 
montuní , lo que no era un liado negocio 
en aquellas circunstancias. 

Kefie^íionaudo un poco, añadió: 

—En fin: ja no hai otro remedio; váya- 
Be usted por el rodeo y llÓYemti la jegna.. . 

Y soltando las riendas siguió repechan- 
do. 

Lo cierto era que el guía con ocia bien 
los caminoHí jiero no los cerros, a los cua- 
les nadie tenia para que sabir. De la mis- 
ma maniera que algún individuo conoce 
perfectamente bien las calles de una ciu- 
dad ; pero no los fceclios de las casas. 

Con el reí?nello cortado por los jadeos 
llegaron por fin lossoldüdos a la cima. 

Los cerros, y especialmente los de La 
Sierra del Perú, son mui engañosos mira- 
dos desde abajo ; se ve una cumbre, (jue 
parece la m;ís alta; pero naa vez en ella se 
encuentran nuevas altunus sucesivas y es- 
calonadas, sieoipre ascendentes. 

Diremos, pues, que la compañía llegó a 
la cima del primer cordón, o sea al primer 
peldaño de la colosal escalera. Alanos 
montoneros se retiraban a la segunda dis- 
parando fusilazos. Iban mui lejos y era inú- 
til perseguirlos. Se le contestó con tres o 
cuatro tiros y lue^^ose perdieron de vista. 

Sentóse Lostan en una piedra y pudo 
contemplar a sus pies el precioso panora- 
ma que presentaba el valle. La división 
aparecía como una mancha os*mn\ cit el 
césped. En los cerros que tenia a su frente 
divisaba a la otra compañía que había to- 
mado esa altura, 

Repartió el capitán reducidos piquetes 
en diversos puntos dominantes y luego pu- 
do esperar tranquilamente que sin riesgo 
pasara la división, 

Al cabo de un rato se apareció el guia 
que dando rodeos había logrado llegar con 
la muía y la yegua. 

Prendido en la silla de esta traía el ca- 
pitán su morral. Sacó de él un pedazo de 
carnej y sentándose a la natural en el sue- 
lo, se puso a comer teniendo por trinchan- 
te sus dedos, sin que lo preocupara lo mas 
mínimo que sus manos estaban llenas de 
tierra,.* los melindres es de b primero que 
se olvida en la \ñda de campaña... 

Algo repuesto del cansancio con lo que 
había reposado y comido, Lostan miraba 
hacía el fondo de la quebrada* 



La división pasaba. Paree i a un cordón 
de hormigas. 

El soldado Muñoz que como sabemos era 
el lince de ¡a compañía de Lostan clavaba 
sus penetrantej ojos en aquel hormiguero- 

— AIl:i va raí coronel,— -dec i a a otro sol- 
dado, — lo conozco en la manta de victiDa 
y el cabillo negro- . . esos dos puntitos que 
van detrás y que parecen liendres son los 
cornetas--. Eso que viene al último a modo 
de gallina con polios, son Las camillas con 
los cargad oi*ea de remuda. 

Muñoz, como el mono de la linterna má- 
jica, iba cxph cando a su manera lo que 
veia. 

Lucgi I Lostan empezó a mover su com- 
pañía por la cima en la misma dirección 
que lo hacia ia división. 

Tropezando con mil dificultades habia 
avanzado un btietj trecho cuando mni a lo 
lejos se divisó algo que parecía nn grupo 
de jente. 

ílEmoz fué el llamado a descifrar ese 
enigma, 

— Efí jente de a caballo,— dijo. 

Y un poco despuea; 

— Son como diez. 

Al cabo de un rato, añadió: 

— Vienen eaminaiido para aeií y traeír 
banderas blancas. 

Pronto pudieron ver todos que esto e^ 
cierto. 

Los montoneros acostumbraban llevar 
baiíderas blancas ; pero aquel grupo no de- 
bía ser una montonera, pues venia aproxi- 
msíndose. 

Mil conjetui-as hacían los soldadas coa 
su pecuUar lenguaje. El resultado de ellas 
fué que aquellos individuos eran par lamen» 
tari 03 j pues ^e habían juntado con la divi- 
sión sin disparar nn tiro y seguían ahoraj 
^ olviendo sobre sus pasos, en compañía de 
ella. 

Como a las tres de la tarde la dínsioa 
había llegado al fin de la quebrada y sa- 
bia a unos cerros. 

Lostan conoció que ja su permanencia 
en las alturas era innecesaria y pensó ea 
descender por cierto lugar conveniente que 
se hallaba a miis de una Juí^a del sitio que 
le había servido pra la ascensión. 

Comenzó a bajar. 

A su paso encontró algunas bestias per- 
tenecientes a los fujitívoSj las cuales fue- 
ron arreadas para reponer las muertaa 
perdidas en la marcha, que no eran poca 

Pasando ya por atolladeros en las puiaai 



— 159 — 



ya por dGsJiíad<;roa en las laderas^ al fia se 
juntó con la división. 

Ábi supo que los de las banderas blan- 
cas habla sido enviados por la cindad de 
Huancavelicíi parn anunciar que uo se ha- 
ría resistencia a la expedición. 

La mareha se continuó si a inií^ tropie- 
zos que los ofrecidos pi-odigamente por el 
camino coi3 bus pantanos v desfiladeros es- 
cabrosos, 

Al bajñr Lostan había preguntado a uno 
de los parlamentarios: 

— ¿ Cuánto nos falta de camino? 

— Una kgiia,^ — contestó el interpelado. 

Un largo rato después tomó a repetir su 
preguntíi. Como si aí^uel sujeto no supiera 
otras palabras, repitió: 

— Una le^ua, 

— Pero hiice íiiáa de una hora me dijo 
usted lo mismo, y desde entonces habremos 
andado con esa distancia. 

— Es que em entonces una legua larga. 

— ¿Y ahora? 

— ^Una legua. 

A pesar de lo fastidiado que iba con el 
cansancio, uo pudo Lostan retener una soíj- 
risa. 

Dejó pasar mucho tiempo; estaba ya en- 
trando la noche y el molimioüto de las ea* 
torce horas continuas de pesada marcba le 
cstabí molestando mueko cuando se \ olvió 
a interrogar al paisano nuevamente, 

— ¿Desde aquí cmlnto nos f al tañí? 

El interrogado abnó la boca y dejó caer 
el vocablo fatal; 

— Una legua, 

Lostan sintió deseos de levantar la mano 
y cruzar con las riendas el lomo de aquel 
sujeto. 

— Usted debe de ser kieuo para rezar 
las letanías y contestar siempre JK^rajfro 
jiQhis^—áijo. 

— Ahom nua falta una legoa corta. 

— iMisP7y' 7whm/ , , , tiene variantes ; pe- 
ro siempre queda el noH^ de <tla legua. t> 

Hnancavelica está situada en un valle 
para bajar al uual partiendo de Izcuclnica 
hai que afectuar el descenso por una espe- 
cie de escalera de piedra de varias cuadras 
de largo que tiene fama en La■í^ierra por 
scobrosa» Considei-arse por esos míindoa 
.lamino con fama de malc, ca tan espre- 
> como aquel titulo bíblico ffEl cautar 
os cantares", 
^m ya de noche cuando pasój o mejor 



dicho, cuando rodó por él la jente eipedi- 
cionaría. 

En medio de una completa oscuridad^ 
era aquello un tropezar j Jin caer, una de 
costaladas y porrazos que ni dun Quijote 
se llevó tantos en tfdas sus a^'eiituras. 

Entre los reniegos que íialiiin de las bo- 
cas como sale la cliieha de un odre cuando 
se le golpea, no faltaban algunas bromas 
de los soldados. 

— Parece que andn He ramos curados, — 
decía alguno, 

— Es que andamos vmiimoehados^~oon- 
teataba otro rccordíuido que aquel día era 
el 18 de setiembre, 

^El agua de estas í^uebmdas debe tener 
maluki y nos ha ernb- Trachido- 
Sin embargo, luego pasai'ou las bromas, 
porque aquel camino se iba hacieudo mui 
largo y el humor se había descompuesto 
por completo. 

En un momento de silencio se oye una 
voz tan lastimera como Ja de una beata 
que llora sus pecados; 

— ¡Bíeíi me decía mí mamita: «¿Niño 
pa f[né vais a p^vdecer al norte ? 

Era aquella salida tan csLemporánea en- 
tre esa jente dispuesta no para suspirar sino 
l^ara mbiar, i|ue una carcajada acojíó 
aíjuellíis palabras dicha }X}r uu soldado que 
tenia fatua de zumbón. 

Alentada por el efecto, continaó la voz 
en tono de lamento: 

—Eso rae piaa por ser hijo desobedien- 
te: a estas horas estaria yo en Yalpaiuíso 
celebrando el diez y ocho eu las fondas, 
bailando la cueca con mi peor es nada.-, y 
listo el potrillo de ponche en ron, la hoi'- 
chata bien helada.,. 

Entre las nueve y las clica de la noche 
entró la división en rínaucavelica. 

La ciudad estaba habitada ^ pero todas 
las puertas cenadas, y raro tra el habitan- 
te que se veia en I si calle fuora de los que 
iban a designar los lugares en que debía alo- 
jarse la tropa, que fueron principalmente 
loa conventos» 

Después de los trajines adherentes al alo- 
jamiento de la jen te y de las bcstiiis, Los- 
tan, Soler y Orrcgo sentaron los reales en 
una pie^a próxima a su cuartel; dejaron 
¡xlií sus equipos y monturas y fueron en 
busca de alguna posada o cosa parecida 
donde pudieran comer algo- 
Las calles estaban desiertas y oscuras, 
Al fin de mucho andar y de haber en- 



£ 



— 160 — 



contmdo solamente chüloa cjiíe no enten- 
dian castellano, se hallaron con iin ayudan- 
te del Estado Mayor quien lea dio las señas 
de un caf¿ de chinos, que era el único de la 
ciodad. 

Allá se ditijierún. 

Aquellos hijos del celeste imperio qne 
tabian dndo nicidia vuelta al f^lobo terres- 
tre para ir aguisar el arroz en esa sierra 
de la cual fuerau antípodas, sirvieron una 
comida para cuyos guisos uo habrá abier- 
to la boca ningún gastrónomo. Pero los 
tres capitanes que hablan hecho aquel dia 
un ejercicio algo mayor quo el de la pales- 
tra, la comieron con la mejor voluntad. 

Lostan decía: 

— Con el gusto de ^'crme después de tan- 
tos días que parecen siglos comiendo en 
una tnesa can mantel, platos, tí abiertos et- 
cétera, no me impartan los guiaos y seria 
capaz de coi inerme a'^iií aunque fuera la 
cabeza de este horroroso chino que nos 
está sirviendo. 

Luego añadió: 

— No quiero hablar nada en el mal de 
estos asiáticos; merced a su comercio, a su 
industiraj hemos tenido hoi mesa y vino pa- 
ra tomar una copa en nombre de la patria. 
Es fama que donde (| ti i era que se encuen- 
tre un cbileno el 1 8 de setiembre hace un 
recuerdo de tan glorioso dia; no faltaremos 
nasotros a lo que va haciéndose una tradi- 
ción; en esta elevada sierra, separados do 
Chile por los Andes j un océano, pongá- 
monoii de píe para beber una copa i>or el 
aniversario de su independencia. 

Los tres capitanes lo hicieron asi. 

Luego aparecieron otros oficiales y la 
charla se hizo máíj animada. 

Sin embargo, pronto empezaron a reti- 
rarse : el molimiento del viaje estaba pi- 
diendo a gritos reposo. 

XSXYITI 

El capitán Lostan encuentra una 
rosa en Huancavelica. 

Lostan, Soler y Orrcgo estaban acosta- 
dos en la pieza donde se hallaban sus equi- 
pos. 

Tendidos en el suelo se preparaban a dor- 
mir rendidos de cansancio. 

— ¡Lindo die3 ij ocho hemos pasado!^ 
dijo Orrcgo estirándose en su poco mullido 
lecho y dando su voz acento de ironía. 



— ¡Cómo uó! — exclamó Lostan; — 
•cuántos diez y ochon nos hemos aci:>stado 
cansados de lial>er baihido zamacnecasí 
ahora e!=itíimo9 tensados por haber miircha- 
do prestando algún servicio... prefiero esto 
último. 

— listiía mni filósofo. 

En ese instante entró en la pieza un sol- 
dado, y dtrijiéndose a Lostan le dio una 
carta. 

— ¿ De dón(3e víeae ésto?— preguntó le- 
yendo el sobre. 

—Lo trajo al cuartel hace como una 
hora un cholo. 

— ^;De parte de qnién? 

—No supo decir; no hablaba castellano; 
dejó la carta y se fué. 

Una idea iriuo al pensamiento del capi- 
tán. Rompió el sobre y leyó: 

* Unti pei'sona a quien usted conoce an 
poco desevi vti'lo esta misma noche pai"a 
pedirle un servicio. 

«Si usted por curiosidad o por otro mo- 
tivo quiere verse con quien le escribe, vaya 
a la calle de X..- y como a media cuadra 
de la plaza verá un pañuelo atado en un 
barrote de una ventana* Aunque encuentre 
la ventana cerrada, ten^a seguridad de que 
si junto a ella pronuncia usted no mui alto 
h palabra ^n'ecuerdo,^ se le reconocerá por 
la voz y Bc le abrirá." 

Cnando hubo coBcluido la lectui-a, Los- 
tan murmuró: 

—Es de Rosa, 

—¿Quién te escriba? — preguntó Orre- 

—Un oficial del Rodríguez. 

Orrego pudo encontrar raro que un ofi- 
cial mandara esa noche su carta con un 
cholo; pero, muerto de sueño, tenía más 
deseos de dormir que de averiguar cosa al- 
guna. El y Soler se durmieron con esa pron- 
"titnd peculiar de la vida de campaña, en 
que siendo escasas las horas de reposo no ee 
quiere perder de ella.s ni un segundo, así 
como el borracho a quien le miden el vino 
seca el vaso sin dejar una gota, 

Lostan de espaldas, con la cabeza apoya- 
da en su morral, reflexionaba profnnda- 
mente. 

^Me pone Rosa en un trance bien fuer- 
te. Necesario es confesar qne después de 
estarse algunos dias trepando cerros, ce 
rriendo tras de montoneros, durmiendo tna 
y comiendo peor, calado por la lluvia, eu 
túmido por el frío, lángnido por al hambre 
y rendido por la fatiga, el corazón está mú 



' 



— Itíl 



-diepuesto a liitir de tíanfiancioquedeainor: 
■este es el caso, Rosa es una encautíidora jo- 
ven; pero eon las penurias deestoe di as nü 
lie tenido tiempo para pensar en ella,. Ella 
es nna flor; rais penuriaa, un Luracan; el 
soplo dtíl liuracau arrebata las hojas de ka 
flores;. el viento de mispeminaa ha arreba- 
tado a mi pensamiento k i majen de Rosa, 

Estíi Bc dijo LoBtan, y quedó pen&ntivo. 
Luego afiadiór 

^— jNo ea exacta mi retórica!... El liuní' 
can levauta una i^rau polvareda e impide 
ver los paisajes vecinos ; pero al serenarse 
el tícDipo, el polvo cae y vuelven a divisarse 
los paisajes.,. írríT/fí ^m!... e^^ta es la cosa: 
con el reposo volveré a recordar <pie KosíIi 
es una hechicera ¡oven y tornaré ík vcila 
grabada en mi mente. Ella seguramente 
no piensa en todo esto: se imajina que un 
enamorfkdo es un ser a quien nada le impor- 
tá[nada, fnerji de su amor ■ un ser de corazón 
blando j de cuerpo duro; pero no, un cna- 
in orado es un individuo de carne y de hue- 
sos, y yo soi uno de elloa, qne por m¿s se- 
ñas tiene tanto la ctirnc como los huesos, 
magullados, m oh dos, extenuados, y que se 
encuentra eou mu i pocos deseos de aban- 
donar el lecho donde yace muerto de snefio 
y cansancio para ir a correr aventuras por 
las calles. . . í Ai! Rosa, sí tu heruiosura me- 
rece mil consíderacioneSj también mi estro- 
peada humanidad \m merece de mí izarte í 
harás el favor de esperarme hasta mañana. 

Muí maltrado debía hallarse Lostan con 
las marchas para que raciocinara de esta 
manera. Abandonar una aventura que lo 
llamaba como el alegre choerir de las copas 
al buen bebedor... i aquello em exorbitan- 
te! 

Cerró los ojos y quiso donnír. 

Pero un ruido sordo se lo impidió. 

Esc mido no hacía vibrar el aire; mas, 
Lostan lo sentía atronador dentro de si mis- 
mo: era un diálago nuido entre el corazón 
y el cerebro. 

— ¿Lostaíi, es imposible que infieras tal 
-desaire a una dama? 

— Estoi cansado, 

—¿Es posible que la dejes ahí plantada 
esperándote ? 

^Estoi extenuado. 

—¡Tamaña descoil^esía! eso no lo hace 
iiu hombre galante. 

— Pero lo hace un hombre molido. 

— ^iQae de tal manera se coudusica el ca- 

,tan Lostan que siempre corrió veloz tras 
enn par de bellos ojos! 



— El capitán Lostan no puede ahora co- 
rrer; todavía quedan 'en sus pies lagunas 
puntas de las espinas de Izcuchaca. 

— Abandonar una aventura a media no- 
che, en calles solitarias... 

— ¡No te oigo! estoi muerto de sueño j 
de cansancio. 

— En calles oscuras y desiertas, una ven- 
tana que se abre y luego el dulce acento de 
una voz... 

— ¡Huye demonio tentador! 

— Una voz dulce y tierna como un sus- 
piro que murmura amor... 

—¡Vade retro! 

— Una mano fina y aterciopelada... 

— ¡Abrenuncio! 

— ¡ Ai ! algún transeúnte que pasando a 
lo lejos alcanza a oir un ruido suave, algo 
semejante al chasquido de un beso... 

Lostan sentóse de un salto y se pasó la 
mano por la cabeza. Al cabo de un rato 
murmuró: 

— Pero yo no sé siquiera cuál es la calle 
de X..., ni tengo a quién preguntárselo... 
hai ocho calles que dan a la plaza,... ten- 
dría que recorrer la primera cuadra de cada 
una de ellas... ocho de ida y ocho de regre- 
so hacen diez y seis... ¡Cristo me valga!... 
;diez y seis cuadras cuando apenas puedo 
moverme!... 

Después de cavilar un minuto, añadió: 

— Bien pudiera dar con la ventana en la 
primera calle que recorriera: ya serian so- 
lamente dos cuadras. 

Extendió una mano y cojióla cartita que 
habia dejado junto a su cabecera. Leyén- 
dola nuevamente, se dijo: 

—"Para pedirle un servicio"... bien pu- 
íliera ser cierto que necesita un servicio de 
mí... Para no asistir a una cita amorosa, 
uno es mui dueño de su propia suerte; pero 
para negarse a acudir cuando solicita un. 
servicio una dama a quien se ha galantea- 
do . . esta es otra cosa . . . 

Moviéndose con dificultad, comenzó a 
ponerse las botas y luego se puso de pies 
exclamando: 

— ¡Pobre mi cuerpo ! 

Cojió su espada y se encasquetó el kepis. 

Con esto se hallaba listo, pues estaba ves- 
tido en la cama. 



TJn momento después se encontraba en 
la plaza. 

¿Habia sacudido el cansancio y el sueño 
por oir al corazón, por servir a una dama, 

19 



1 



— 162 — 



o por ambas causas a larez? Esü no sabre- 
mos decirlo^ 

Miraba Los tan las o olios osctims bocas 
de las calles que daban a la plaza^ y no sa^ 
bia por cuál eomeuzar. 

ProDto optó por i a que tetaba más pró- 
xima. 

Maitíbó \yüv ima acera mi raudo atenta- 
meate para düsciibrir cu la oscuridad el pa^ 
ñuelo blanco atado a un barrote que era su 
atalaya. 

Fué j volvió sin baber visto aquel pnn- 
to blanco. 

— Vamos a la otra, — se dijo. 

Asi lo bízo. 

Igual resultado, 

— i A la tercera! — exclamó con impa- 
ctencia;— estando eu el macho no tmi más 
que domarlo. 

Kada. 

Por fin en la cuartíi diviso un p^iqncfio 
bulto blauco en las condiciones requeridas. 

Be acerco a él palpitante j vio que era ^n 
pañuelo amarrado en una de las barras de 
fienx) que servían de reja a una gran ven- 
tana. 

Lostan se sonrió en la oscuridad. 

— Ya di con el tu .í'a ///tí,— pensó;— aho- 
ra demos el sauto, 

I sin esperar miia pi'onunció en voz baja 
pero clara esta palabra; 

— Recuerdo, 

Sin duda álfruítn esperaba tras de la ven- 
tana, pues un posti<ro de ésta ae euti'eabrió 
en silencio j «na voz arjeutina hirió el oido 
atento dü Lostan murmuraudo: 

— ¿Ea usted? 

-^¿ Qtic otro po(3riíi ser? 

— Temiendo estaba que mi carta se hu- 
biera extiaviüdOí que hubiera caido en otras 
mauos; temiendo eso le pedí que pronun- 
ciara aljLTuna palabra para reconocerlo antes 
de abrir la a eutaua, 

Rosa; que era (pien hablaba, dejaba no- 
tar en sn voz una tícnia conmoción. 

— Ya ve usted {^ue sus temores fueron 
infundados : acabo de recibir sn piecíosa es- 
quela y me he apresurado a ven ir.. - 

— Gracias. 

— Yo süi quien debe dárselas a usted. 

—No, no, — dijo !a joven con un tono 
muí exprcíjivo;— vo le doí las gracias por- 
que usted ha acudido cuando le he llamado 
^'para pedirle no servicio," 

I acentuó estas cuatro ultimas palabras, 
añadiendo: 



— Espero que usted no habrá pensado 
otra cosa, 

Lostan pensó: 

— jEs hábil esta chit.^ ! 

I añadió en voz alta: 

— Yo sólo lie pensado que es mocha fe- 
licidad })ara mi que usted me pida le sea 
útil en algo. Furo hiílíkme de usted misma; 
cuénteme si hizo cojí felicidad el viaje des* 
de Huancajo hasta acá? sí se ha acordado 
deque alguien queda ha suspirando... en fin, 
h^Lblcme, 

-^ Papá y yo hicimos el viaje sin mas 
coutratiem^ws que el mal estado de ¡os ca- 
minos, 

— Los conozco. 

— Síj pues; ustedes han venido por ahí^. 
¿mucho hau sufrido? 

— No lo crea; es uu pasco que venimos 
haciendo, 

— Dicen que les ímn echado ^Igae y ba- 
las y han muerto a muchos chilenos, a mu- 
chísimos, a más de (a mit^id, 

— Milagro es que no liaj-an dicho haber- 
nos muerto a todos, j (juelos que aquí ^- 
tamos somos solamente las ánimas de loa 
difuntos, 

— íío se ria usted, muchos muertos ha- 
brán tenido, pem los ocultan... Yo estaba 
temiendo. . . 

—¿Qué cosa? — pregimtó Lostan viea- 
do que Rosa dejaba trunca la frase, 

—Nada. 

— ¿Qué es lo que tenia? 

— ^¡Tch! qué curioso ha bia Babido ser 
usted... Aquí en Huauca vélica no conocí au 
a los chilenos todavía. Algmios montone- 
ros querían hacer resistencia, pero al fin 
se resolvió que no.-, las mujeies tenían 
un susto,,, creían que los clüleuoa íban a 
entrar matando a todo el mimdo. La se- 
ñora dueña de esta casa ha tenido un mie- 
do... todos estos días ha estado de rodillas 
rezando im padre nuestro para los muertos 
en estos últimos combates y otro para ella 
que ya también se creia muerta... 

— Pero, ¿no le decía usted que loa chi- 
lenos no venimos matando mujeres? — 
preguntó Lostan sonriendo. 

— Al verla tan aflijida le decía que en. 
Taima, linancayo j todas esas ciudades 
ocupadas ].x>r los chilenos a la jeuLe pacífi- 
ca nada se le hacia. Con todo, no se le 
pasaba ni se le ha pasado el temor, 

— Y barí continuado los ressos, 

— 8í, pues. 

— Usted le habrá ayudado* 



— 163 — 



— C<imo 11(1 í por los muertos- 

— fi De loa montoneros ? 

— Cada uno reza para los suyos, pai'a 
sub paisanos. 

— De manera que si a mí me hubieran 
muerto no li abría tocado de usted ni un 
glorin pütvL 

— Dio se esté riendo ; hablemos de otm 
«osa. Voi a expresarle el sencido que quie- 
ro pedirle. Una hermana de papá ha lle- 
gado a Ayacuclio acompañada de una ho« 
brina; han venido de Lima pasando por 
lea. El deseo <jue tiene papá de verse eoii 
su hermana hLi sido el motivo de nne^ítra 
venida a f I nunca vélica. Con todos e.stos 
trasto iucjS de gueniis y montoneras es para 
zozobras continuar el viaje. Papá ha re- 
suelto esperar que esto se tiunquihce, ]jero 
desea escribir a su hermana. Fácil seria 
esto en otras eitcimstancias : ahora no hai 
correos ni viajeros. 

— No so tros J-- se apresuró a decir Los- 
tan,— ^'amos en marcha para Ayacucho, y 
si usted me confiara el encargo de entrefi^ar 
una ofirta a esa señora, lo haria con sumo 
placer, 

— Gracias. Justamente le dije a papEÍ 
que solicitara ese servicio de usted. El no 
se iitreve a hacerlo en uteneion a que sola- 
mente conoce a usted por haberlo encon- 
trado dos veces en un camino. 

— Pues déme nsted la carta y.-, 

— ^; Vaya I no me ha comprendido nsted; 
es preciso fjue sea pip¿i finien se la de; ni 
él ni mi tía saben ui deben saber que yo 
me he \isto con usted. 

— ¡Verdad!— rcq}otidió Lostan adivi- 
nando que Eosa no debia íjuerer figurar 
en todo eso. 

— To le diré a papá: *^ Véase eon.., ese 
capitán, salúdelo, hable con él; seguramen- 
te al des¡>edirse le preguntaríi por cortesía 
nattiral si m le ofrece algnn encar^^o para 
Ayacucho.'' 

— Bien pensado; trate usted de qne Re 
yea él conmigo y tenga la seguridad de 
que sabré inspirarle confian?ía para qne 
113 e encargue de entregar esa carta. 

—Este era el servicio qne (jueria pedir* 
le; para eso me tomé la libertad de Oa- 
ínarlo, 

— ¿Pai^a eso uo más?— jeplicó Lostan 
ítirando la diestra a través de la reja y 
ijiendo una manecita a la joven ;--de 
lanera qne sin esta circunstancia casual 
o me habria hablado usted, 

— ¿Para qué, pues? 



— Eosa, ¿quiere usted martirizarme? ¿no 
se acuerda de sus promesas ? 

— ^¿Qué le he prometido que no lo haya 
eomphdo? 

— -Me ha prometido acordarse de mi. 

— ¿Y por íjué cree q^ne no lo he hecho? 

— Por su de apego. 

— ¿Cómo entiende usted eso? 

— De una manera muí seuciHá, — drp 
Lostan estrechando tiernamente la mano 
de la jé A- en que no había soltado í — yo la 
amo, nsted !<.> sabe bien, y no corresponde 
absolutamente a mi afecto. 

— 'Xo me hable más de cbo, — dijo la jo- 
ven con im aeeubo débil y haciendo un 
movimiento aiin máfldclíil i>ara desprender 
su mano, 

^iCómo no hablarle! ^;le fastidia a us- 
ted fjue le hable de mi amor? 

— Óigame: he pensado mucho en todo 
lo que ha ocurrido entre nosotros, y me 
he arrepentido de haber tenido clirtaü con- 
vei'saciones con usteti, 

- — ¿Se ha arrepentido? — replicó Los tan 
con nna entonación bastante adecuada 
para darle expresión a su frase. 

—Sí; yo no debia haber escuchado sus 
palabras. Nos encontramos una vea por 
1113 ü ca.snalidad; por otra easaalídad hemos 
vuelto a encontrarnos, y ¿siempre solamente 
de paso, para separarnos luego. Ya lo ve 
nsted; entre nosotros dos solo debe haber 
un afecto sencillo, la amistad; de otm ma- 
néis la separación seria mni tnstu, y esto 
ocurriría a cada momento. 

— (i Esta serraníta es mui h:ibil!) — pensó 
Lostan, y añadió dialogando: 

— Pero usted j Eosa, me da a \m mismo 
tiempo la vida y la muerte; me deja entre- 
ver ijue podría corres pender me y me dice 
que no quiere hacerlo. 

—Así es preciso; voi a decirle una co- 
sa.,, la última vez que e^ituvím os hablando 
en llnaneayo, le ofrecí yo regresar al jar- 
din en la noche para despedirme de usted; 
así lo hice.-, estaba ac|nello solitario y os- 
euro; esperaba qne nsted estuviera en la 
ventanilla para decirle adiós y retirarme... 
llegue, y viendo qne nsted no daba aefiales 
de hallarse ahí, le llamé, .. permanecí en 
el jardín largo rato, j como usted no apa- 
reciera, creí que se había oh- ; dado de la 
cita, que estaría divirtiéndose con sus ami- 
gos... con alguna otra persona... aquello 
hirió mi amor propio, sufrí niucKo,,* yo 
no me croia tan i nsigni ficante para que me 
hicieran mm desaire,., este es otro punta 



— 164 — 



del amor propio.,, y sufrí mucho... Al 
otro din cuaudo le enconti-é a usted en La 
Punta y supe la causa por qué no había 
ocurrido a la cita, st^ntí nn gran alivio; 
u^ted no había asistido a la cita por ba- 
béreclo impedido a ti deber; pero al mismo 
tiempo comprendí que una no debe-., no 
debe... ¿cómo le diré?... no debe escuchar 
las palabras de hombrea que no pueden 
disponer de b i mismos. 

-— ( i Es discretísima cata ecrranita ! j me 
muero por ella!) — raciocinó nlpidamente 
el capitán y agregó respondiendo: 

— Es decir qne uno por ser militar está 
condenado a no deber amar porque se ha- 
lla bajo el peso de obligaciones imperiosas. 

— Al ménoÉ?, ¿ para qué hacer entreve i* a 
las personas felicidades que no han de du- 
rar? 

— Eoaa, usted reflexiona mucho; el amor 
no sabe reflexionar y yo la amo a usted. 

I>a joven i^ardó silencio por un instan- 
te y luego dijo: 

— Le voi a decir una cosa; pero antes, 
suélteme usted. 

E hizo esfuerzos para qne Loetan le sol- 
tara la mano. 

Al ññ lo consiguióp y entonces mur- 
muró: 

— L^sted va a irse de aquí mañana tem- 
prano, o sea dentro de pocas horas; y no 
TOl veremos tal vea a vernos m¿s; mi des- 
pedida será decirle que... yo también lo 
quiero a nated..- 

Y cerm el postigo de la ventana con 
prontitud, 

Lostan impresionado verdaderamente, 
exclamó; 

^-Eosa, Kosa, no voÍ a partir mañana; 
óigame una palabra m^is. 

El postigo permaneció cerrado. 

—Prométame que todavía mañana vol- 
veré a oír áti voz. 

La mano que sujetaba el postigo no de- 
bía ser mui tenaz, pues aquel volvió a 
abrirse y tornó a escucharse la voa de 
liosa. 

^¿Ko parten maSana? 

— Nó, 1 íespues de lo qne acaba de de- 
cirme sería una enieldad no querer oírme. 

Y Logtun, alentada con la confesión qne 
a caballa de recibir, empleando grandes fm- 
Bes y arüTumentos trato de probar a la jo- 
ven que puesto que se íimabíui debían de- 
círselo y repetíriselo mil veces, para lo cual 
era preciso ^erse y haUai^e el mayor tiem- 
po posible. 



Rosa replicaba que lo mas prudente em 
olvidarlo todo, pues que no podia durar. 

No faltaban razones al capitán piara re- 
batirla. Si hasta entonces solamente se 
hablan encontrado de paso, llega rian diaa 
mejores; ahora el hado se empeñaba en 
hacerlos sufrir separándolos, pero ya se 
eansaiia de mostrarse impío; mientras tan- 
to ellos no debian dejarse doblegar por su 
funesto influjo, sino al contrario mostrarse 
esforzados y constantes. 

Largo rato duró aquella discusión, Y fue- 
ra por mucha elocuencia de parte de Loa- 
tan, o por mui buena voí untad para dejar- 
se convencer, de parte Rosa, ello es que acá- - 
barón por pcmerse de acuerdo* 

Así parecia porque fué con un acento- 
impregnado de tristeza como eila anunció 
qne el dia siguiente no podrían hablai'se ahí 
o ni zas; afinella ventana era del dormitorio 
üe la dueña de casa, qtiien temiendo corrie- 
ran balas a la entrada de los chilenos se ha- 
bía ido adormir en otra pieza (¡ue no esta- 
ba junto a la calle; pero seguramente en la 
próxima noche, viendo que todo se hallaba 
tranquilo, volverla a su dormí torio. 

Si ocurriera este inconveniente, acorda- 
ron que hablarían aunque fuera a través de - 
la puerta de calle; oyéndose al méuos, si no- 
podían verse. 

XXXIX 

Por huir de una patrulla. 

Focos atractivos ofrecía la ciudad de - 
Huancavelica a la jente de la división* 

Aunque en tamaño y edificios tiene cier- 
ta semejanza con Tarma, su comercio es- 
menor. 

Durante el día que siguió a su llegada, 
los oficiales salían a andíir por las calles; 
pero pronto se aburrían y regi'esaban a su 
cuartel. Las puertas de las casas permane- 
cían cerradas í las familias blancas se obs- 
tinaban en no dejarse ver, y por la calle sola- 
mente se encontraban chulos y cholas, que 
forman casi la totalidad de lo,'^ habitantes, . 
y muchos indios. 

El comercio tenia abiertas sus puertas, 
pero era tan reducido que pocos recursos 
prestaba. 

Algunos bodegoncillos o pequeñas pul- 
perías, tan pobres como el traje de sus due- 
ños, proporcionaban algunos comestibles* 
Esto no era nna gran ventaja para la tropa 



J 



— 165 — 



porque en la ciudad sólo corría la moneda 
de plata, j loe boI dados si algo de dinero 
tenían era en billetes. 

El Boroche hacia fastidioso el paseo por 
las calles; esto unido al molimiento de la 
marcha contri b ni a a que loa chilenoa ae 
abanicmn más pronto de andar por ellas» 

Poco despnesd^l medio día Lostan iba 
con dos oficiales por la plaza. Caminaban 
paso a paso, para 16 cual obedecían a dos 
razones: no tener prisa y catar molidos, 

Al pasar frente a una peluquería, pidie- 
ron prestado un banco para sentarse al lado 
de afuera y luego compraron un poco de 
chicha de Jara que se pusieron a tomar en 
nna media calabaza. 

Hacia un momento qne abí estaban, cu- 
ando Lostan se levantó de su asiento y fué 
a hablar a un paisano que pasaba cerca de 
«líos. 

Era el padre de Rosa* 

Sucedió lo que los dos jím enes habían 
previsto la nocíie anterior. Después de con- 
versar con él un rato, le ofreció con la ma- 
yor amabilidad serle útil en algo pidiéndole 
órdenes, como se dice, pam Áyacncho, tér- 
mino de la expedición. 

Gomess, qne así durante la conversación 
había dicho llamarse el padre de Rosa, acep- 
tó la oferta dando al capitán una carta en 
cnyo sobre se leia este nombre. *'Manuela 
Melgar." 

— Mi hermana debe estai- alejada en ca* 
Ba del señor X, persona mui conocida en 
esa ciudad. 

— Está miu bien? el misino dia qne lle- 
gue a Áyacucho estará la carta cu su des- 
tino, 

Continnaron conversando un momento, 
y al tiempo de despedirse dijo Gómez; 

— Debe usted disculpar que no lo invite 
a casa, pues a^pií me encuentro de alojado, 
y las señoras que me hospedan abrigan 
cieitos temores; no se atreverian a recibir 
a uno de ustedes por no ser llamadas chile- 
nasas y exponerse a malos tratamientos de 
parte de Jos montoneros que no dejarán de 
regresar tan pronto como ustedes se reti- 
ren. 

— Ya sabemos eso,^ replicó Lostan son- 
riendo; — 'lo mismo ha sucedido en las de- 
más ciudades de La Sierra que hemos visi- 

lo. 

Miéntms hablaban, naturalmente el ca- 
tan se informó de la salud de Rosa. Ha- 

mdo relación a ella^ Gumez dijo: 



— Mi hija es viuda; su esposa murió of 
año pasado on Fncai'á. 

— ¿ En el combate que ahí hubo? 

— ISí. 

Ya Lostan sabia esto porque Rosa se lo 
habiacontado; pero le con venia aparentar 
que lo ignoraba. 



. Tanto la tropa como los oficíalet qne no- 
estaban ocupados en las avanzadas, patru- 
llas o guardias, habiau concluido por con-- 
vencerse de ciue lo miis acertado era apro-- 
vechar ese dia de descanso descansando, y 
descansando en toda la extensión de aquel 
verlxí: tendidos sobre sus camas o lo qne pa- 
ra ellos hacia las veces de tal, esperaban 
reponei'se algo de sus fatigas y criar fuer-- 
zas para la continuación del viaje. 

En la noche apenas se hubo tocado re— 
treta todos se acostaron definitivamente^ 
Aunque el dia siguiente iba también a ser 
de reposo, los cuerpos tenían cansancio y 
sneño para ambos días con las noches adya- 
centes. 

Pero en realidatl no todos iban a esperar 
en BUS camaa el toque de diana» Tres o cua- 
tro horas después de ^ haberse echado sobre 
su lecho, el capitán Lostan volvía a levan- 
tarse. 



La calle de X . * * estaba tan oscura coma 
la noche anterior. 

Ni el menor ruido interrumpía el silen- 
cio. 

Sin embargo, si algnna lechuza hubiera 
volado de la torre vecina, penetrando sn 
poderosa vista en las tinieblas, habría lo- 
grado ver la sombra de mi indíviduQ para- 
do jnnto una puerta. 

Era de pensar que aquel individuo estu- 
viera llamando a la puerta; pero no; nin- 
gún golpe se había oído. 

jíQue hacia ahí? 

ISi algún curioso se hubiera acercado mu- 
cho, con admiración habria escuchado que 
aquel sujeto biblaba, al parecer con la puer- 
ta. 

Pero esta debía ser una puerta encanta- 
da, porque respondia, y era lo más notable 
que siendo tan grande como la de un templo 
tenia una voctísita ])ropía máe bien de la 
pnerteeilla de un tabernáculo de plata; tan 
ar jen tina era. 

Oigamos como dialogaban hombre y 
puerta. 



— 166 —. 



— Ha sido tm contratiempo como una 
desg^racía que no híljamoa podido leernos 
por la ventana, Ajiénas alcanzo a oír su vea. 

—No puedo hablar mas fueite; me oírian. 

— 'Si abriera mi pajuíto la puerta; lo su- 
ficiente para dejar un rendijitü.,, 

— Imposible; tiene mnchoa cerrojos j 
traneaB. 

^Los cerrojos se corren ; ka trancas ae 
levantan, 

— 8i Tiera nafced... esto parece ivua for- 
taleza-.. Loa cerrojofl tal vuz alcanaanu a 
moverlos; pero lae tranctis, * * 

— ¿Por fjuéuo? 

— Son mili grandes.,, una sobretodo ea 
de un gran madero, es mui peaada^ no la 
puedo... 

— Haga tifltcd un esfuerKo, Rosa; hágalo 
por nuestro anKfr, — decía la voz del hom- 
bre implorando. 

Y las a ú plicas continuaban. 

Se oia un íijero rnido sordo como m se 
i'eatregai'an doa maderos. 

^Ya he lo Lanado moverlo un poij\iito. 

"^ i Otro esfuerzo, Kosa í 

Esta frase era dicha con un acento tan 
BUpiicante como no lograra exhalarlo la due- 
ña de tíiSL ca^a en and o el día auLeríor rega- 
ta a todos los santas ix>r la salvación de su 
cobrizo pellejo. 

— He logi'ado correr algo esa bárbai'a üm 
pesada; ya pnetle abrirse un poquito... 

Con efecto, la puerta se abrió como un 
decímetro. 

Una mano salió por la abertura. El in- 
dividuo se api'esuró a eojerla lanza [ido una 
ahogada eselam ación de ^^ozo. Al mismo 
tiempo se apoyó cu ia puerta con todo el 
peso de su eueipoi quizás distraídamente, o 
... pero u o queremos juzgar intenciones 
ajenas... En verdad, la tmnea de que esta- 
ba hablando debía ser mui íirme: la hoja 
de la puerta no jiro miís. 

Si el capitán Losfcan hubiera sido testigo 
de aquella escena, es de creer que habria 
tenido unos celos furiosos: aí]iiella mano 
que aalia por la rendija de quién podría aer 
m no de Rosa, de Eosa que tenia cita con 
«Iguno... 

Pero no; fue testigo y no tunéelos. 
Loatan no podia tener celos de Lostau. El 
individuo en cueation y el capitán era uno 
mismo, lo cual no será iina novedad para 
los que hayan leído lo anterior. 



1 



— Ahora ya podemos conversar sin ecliar 
de menos la ventana. He hecho muchas 
fuerzas; me ha dolido la mano. 

Lostan creyó opoitnno gratificar aquella 
dolorida manecita con un beso- 

^Lilstima que sea tan angosta la aber- 
turiL> 

— ¿ Para cjué más ? 

—Alinas cabe su manoi la mia no pue- 
de pasar > 

— No tiene nada que hacer su mano aquí 
adentro, — contestó Rosa con una picaresca 
sonrisa, 

— ^¿Teme usted que quisiera probar sise- 
ría luíis fuerte que Ja suya para levantar la 
tranca? 

— Xo temo..- digo mal, cstoi toda jnner- 
ta de miedo ... si nos sorprendieran aquí, 
qué diria la dueña de casa. . . y usted qni- 
zús no aprecia todo lo que hago por nstüd- 

Lostan se deshizo en protestasj y luego 
el diálogo tomó otro jiro. Aunque en la no- 
che anterior ambos se habían estado dicien- 
do pí>r largo tiempo que se amaban, ahora 
encontraron oportuno repetírselo nueva- 
mente. 

ün nito llevaban de tarea tan grata 
cuando so oyó un mido de muchos pasos. 

— ^¿Quéeseso? — preguntó Kosa nsua- 
tada, 

— Una patrulla. 

— ¡Retírese! que uo le vean aquíj — ex- 
clamó la jtisen <jueriendo cerrar la puerta. 

Lostan con un pi¿ puesto de cuña lo im- 
pidió^ diciendo a la vez: 

— Ya me han visto, o si no, me verán al 
moverme; darán el 'Vjuién vive''' y tendré 
que responder . , . eso llamará la aten- 
ción. 

— ¡Qué hacer! — exclamó ella eonfnsa, 
pues por haber estado en ciudades militar- 
mente! ocupadas sídiia el significado del 
"quién vive." 

—Ábrame la puerta; estaré adentro hafi- 
ta que pase la patrulla... le doi mi palabra 
que saldré en cuanto usted me lo ordene. 

— Pero.*- 

—No hai tiempo que perder. 

Tjas pisadas de la patrulla se oian mni 
próximas. 

La puerta ae abrió. 

1 )Íez aegnndoa después pasó aquella tm 
za y no halló nadie a quien darle el ''quii 
vive/' 



— 167 - 



Todavía en Huancavelíca, 

El] capitán Orve^o de x>iés delante de Iri 
camaeii quu dormía un compañero suyo, 
giitaba para despertarlo : 

—Ya estií el almuerzo servido . . . 8on las 
once de la mañana y todavía uo puede le- 
vantarte. 

Como fin coiGpaüero no diera muestra de 
oirle, se acacho, cojiólo de un hombro, j 
remeciéndolo repitió las palabras anterio- 
res con mayor sonoridad o más bien ^ mayor 
estrépito. 

El durmiente hubo de despertar, &i no 
con las voces, con loa remezones; csaa o 
éstos bastaban por sí soloi para sacar de su 
letargo a un lirón. 

— iQnc!.,. tíinta bulla!... 

—¿Todavía te queda sueño?... 8on más 
de laa once, el almncrzo está... jalzaK., 

El que despertaba paseó nna mirada so- 
ñolienta en su rededor y como para sacu- 
dir de un golpe la modorra, ^•\^ paró de un 
brinco. 

Era éste el capitán Lostan. Al verlo cu 
pié, su asistente aciidió trayendo una cara* 
mayóla con agua. 

Lüstan salió de la habitación al patio. 
Allí abriendo un poco las piernas^ doblan- 
do el cuei'po y estí raudo las manos, esperó 
<ine el aoldado le fuera ^-aciando a^^ua en 
lae palmafl pi^m irse lavando de esa mane- 
ra tan sencilla y natural- 

Un momento después se sentalja a una 
pequeña mesa donde ya estaban Soler y 
Ori'ego. 

— ¡Dormirse basta el mediodial,.. esas 
Bon las consecuencias de andar pieos par- 
dos.,. — dijo Orrego en son de chanza. 

—¿Yo?... 

— Saliste anoche después que Soler y yo 
1103 habíamos dormido, y te sentí \oh er 
poco antea de la diana, 

— Estar i as soñando. 

— iNo estes haciéndote ! ... todo es para 
que no te pidamos ijue nos convidcfi. . , tú 
has descubierto alg^una parte doTule pasar 
la uoclie sin aburrirte... ;([uc suerte la tu- 
ya!,.. ÍSolcr y yo nos hemos gastado los 
talones andando pora ai riba y pam abajo 
' lograr hallar dunde matar un rato... 

'ja charla continucí mientras los ti'es 
3 pañeros almorzaban; pero Los tan se 
stró reservado contestando con chanzas 



a las preguntas, sin dejar que consiguieran 
sonsacarle el empleo que babia hecho de la 
noche anterior. 

Cuando estaban ya tomando el café, ha* 
blando de asuntos concernientes al servicia 
de los batallones, se trató de las avanzadas^ 
y patrullas, 

^¡Laa patrullas! — exclamó Lostan con* 
una expi'esiva sonrisa; — he ahí un servicio 
de campana que puede contribuir a la di- 
cha de algunos mortales. La^í patrullas, a 
sea diez, <|uince o Veinte hombres manda- 
dos por un oficial recorren en la noche la 
ciudad- gritando a cnanto individuo en- ^ 
cuentran : 

'' — ¿Quién vive? 

" — Chile, — hai que responder. . 

" — íQué rejí miento? 

"^ — Tal o cual, — se debe ccutí'star nom- 
brando uno el cuerpo a qrie pertenece. Y 
es preciso contestar y dejarse reconocer, so 
pena de que si no lo hace puedan mandar- 
le a uno un balazo. 

— (¡Y que tiene que ver todo eso con la 
dicha de algunos mortales? 

Lostan soltó una carcajada replicando; 

— Mediante la víjilancía que ejercen las 
patrullas todos podemos dormir ti^an^juilos 
sin t^mor de una sorpresa que nos quisiera 
hacer el enemigo. 

— ¡No es esa la cuestión í — respondió^ 
Orrego que siempre era mui suspicaz; — 
tú has sacado alguna ventaja de las patru- 
llas... a mi no me la pegas, 

^C ál la te ffi írfso mal i e í oso. 

Por mas que hicieron los compañeros dü 
Lostan, no lograron que éste les contara 
que Jiabia hecho de su persona en la no- 
che pasada. 

Aquel dia era el secundo cine la división 
descansalja cu Huancaveliwi, dudad que. 
seguu cnenttm debe si; nombre a la hunnm 
Veíira o sea la huanm Isahü, y sustituyen* 
do la palabra Imanm por otra equivalente 
hasta cierto punto y mas usada en la costa 
del Pero, tendríamos chola I^ahd.^^ Así^ 
poes, la /f minea Vdira^ una posadera, le 
dio el nombre a la ciudad, y ésta lo lleva 
hoi dia a pesar de que al fundarla el virei 
Toledo le diera, en recuerdo tlcl título pa- 
terno, el más sonoro nombre de VíUarím 
de Oropesa. 

Corao el anterior, los chilenos aprove- 
chaban el dia descausiiudo; y sí por nn 
momento arrostrando la opresión del soro- 
che iban paso a paso a ver los puentes de 



— 168 — 



i 



piedra de la ciudad, re^resabíin pronto y 
prefinan contemplar iseiitadoB la empinada 
jaontaüj* de Santa Bárbara en cuyo seno se 
€ncn entra la famosa mina de aEO^ae ffue 
dui"aute eigloe enríqueciá a tantos españo- 
lea j cüfitó la vida a millare& de iudijenas 
forztidoB al trubajo por el látigo de- - p la 
civiliaacion.. * . 

Como el di a, la noche fué para la división 
chilena sí^ me jante a la anterior, salvo que 
esta noche tenia en perspectiva que al i ol- 
ver la luz del dia se continuariak marcha. 

Un buen sueño venia de molde. 
. Í5in embargo, el capitán Lostan que tan 
amodorrido había estado en la mañana j en 
el dia, 6ü hallaba muí despierto ahora (.jue 
eran las once de la noche. 

Con paso firme hendía la oscuridad de 
las calles y sin eqiñvccai'se llegó hasta la de 
X,.,, no deteniendo la marcha sino al veíase 
frente a una puerta que no nos es descono- 
oída. 

La tranca que sujetaba oqiiella puerta, 
de cuyo peso se quejó Robíi la pasada noche 
debía ser de esoa largos madei'os crecidos 
por La Sierm en el centro de las matas de 
pita, los cuales al principio son pesados y 
se vun poniendo 1 i ríanos de dia en dia; así 
aquella t ni rica debía estar ahora más livia- 
na, pues apéuaa llegó Loa tan la puerta se 
abrió como medio metro. 

Galamente un segundo permaneció abier- 
ta; volvió a cerrarse incontinenti; pero ya 
el capitán no estaba en la calle. 

H nanea vélica se encuentra a 4. T 8 :í varas 
sobre el nivel del mar^ a esta altura el aire 
es muí ralo y, como lo explica la física, la 
vibración es muí débil, de consiguiente la 
voz humana es menos sonora. Sí a esto se 
agrega que Lostan hablaba Ejuedo, no es 
raro que su voz se hiciera casi impercepti- 

8in embargo, si alguien hubiera estado 
mui próximo a ól, habria creído que el ca- 
pitán He oeupuba con otra persona en repa- 
sar una lección de gramática castellana y 
estaban amiMs en el capítulo de los verbos 
ejercitándose en conjugar el que sirve de 
modelo para la primera conjugación; el 
verbo amar. 

Habría oído, ya en voz do barítono, cla- 
ve de fa; ya en voz de tiple, clave de sol: 

Presente ■ — Amo, amas . - . amamos. . . 

Pretéritos:— Amó, amaste, amaba, ama- 
tas. . etc. (^€0/1 enpressioíie^y 



Futuro; — limaré, amarás., • amaremcs. 
{ron/mro*) 

Presente: — Amo.- etc...(íyrt cajm^^^ri- 
petando. y 

El tiempo presente, aunque es el mils sen* 
cilio de conjugar, era el (jue ambas voces 
re¡)etian mayor unmero de veces. 

XII. 

Una noche terrible^ 

A \m seis de la mañana del 21 de setiem- 
bre, ya la dimisión iba saliendo de la eleva- 
ciudad de Huíuicaveliea. 

Coiitínimbí aquella via crúcis. 

El frió, el soroche el causaucio, las pri- 
vaeionea, los pcsimos camino.s, el tomar al- 
turas, el espantar a los montoneros etcéte- 
ra. - . No haremos la relación de esta jor- 
nada, contentándonos condet^ir, como poco 
antes, empleando términos ni as leales, 
fia afpf}-, esto es, se repite lo que hemos na- 
rrado en capítulos anteriores. 

Todo el camino era a repecho, liabía que 
marchar subiendo miís de seis o stete le- 
guas. 

El fin de la jornada eia Pac bacila, una 
hacienda situada en la falda de un ramal 
de la cordillera. 

Aunque la tropa, veterana ya en !aa mar- 
chas, caminaba muí bien, no se pudo llegar 
antes de que entrara la noche. 

La oscuridad pilló a la división en un 
desfiladero tan angosto que apenas dejaba 
paso. 

El piso era fangoso y resbalosísimo. 

Como era inevitable^ pronto empezaron 
a despeñarse algunos, principalmente los 
que ibnil a caballo, y también bestias de 
carga y muías de la artillería. 

La oscurid^id era completa; una espesa 
neblina lo envolvía todo. Lo de la nebhna 
se conocía únicamente cuando alguno en- 
cendía un fósforo cuya luz apenas formaba 
en rededor una esfera luminosa de una va- 
ra de díame tt'o, que no ahimbi-aba nada. 

Los que iban montados hubieran queri- 
do apearse; pero el cerro a un lado y el 
vacío al otro, no se los pe nní ti a absoluta- 
mente. 

No es de arrendarle e! placer qne Je da- 
ría a aquel que en znedio de las tinieblj 
sentía resbalar a su caballo y se despe&al 
con él qiiión sabe hasta dónde... 



— 169 — 



Ko era preciso ser el sarjento Carrioo 
para renegar en aquellas circunstaEcias, 

Al oír el rnido que alguno hacia al caer, 
gritaban los veciDüs : 

— Cay ó uno... ¿quién fué? 

Afortun aclámente Bolia sentirse una voz 
que TÍníendo de abajo contestaba; 

^Fuí yo. 

— ¿Eatií herido? 

—¡lío... pero estoi... embromado..- ca- 
ramba L,. 

Con exactitud no eran éstas laa palabras 
de la contestación; haí voces que pueden 
disculparse proferidas en ciertas ocasiones, 
pero que no son para escritas. 

Por Buerte el que liabia caído, rodando 
nnos cuatro mttroSj llegaba a un terreno 
pantanoso y no sufria graves heridas; pero 
el susto se lo había llevado de mui señor 
mió, pues con la oscuridad, mientras iba 
cayendo, no sabía si seria aquello algtm 
abismo rocalloso como los que se veninu 
viendo en todo el camino. 

Muchos rodaron, muchos se magullaron^ 
pero al fin los denms pasaron. 

Loe que se despeñaban, al sentir la blan* 
dura del piso que los libraba, se apresura- 
ban a quitarse de ahí» Aquello debia ser 
un atolladero, un pantano, como hai en 
abundancia por eaas alturas, 

MoTiéndose a la ventura lograban hallar 
terreno firme. 

Pachaolla es una pequeña hacienda de 
cordillera. 

Estrechándose lo miis posible podían út- 
contrar ahí alojamiento bajo techo unas 
cnatrocieotas personas: el resto de la di\i- 
fiion tendría que hospedarse al aire libre 
^gozando de la neblina y de una ilovisna' 
qtie no tardó en caer* 

El frió era intenso. 

A falta de leña, hubo que deshacer al- 
gunos ranchos para hacer la comida de la 
tropa. 

Esto no podia divertir mucho a los que 
se habían guarecido en ellos. 

Es mucha historia esto de qtie le quiten 
^ uno la casa como quien quita un para- 
;gTias abierto y lo dejen a la llavia... 

La fajina í[ue servía de techo a los ran- 
chos derribados, pasó a ser alimento de las 
líestías, que sin haber comido m todo el 
día la tragaban mal que mal, 

A la media noche vino a estar lista la 
mida de la tropa: pero por no levantarse 
arroBtrar el tremendo f rio de la noche. 



muchos soldados preferían continuar el 
ajuuo, 

Aim lio amanecía cuando ya se estaba 
ensillando los caballos y cargando los bu- 
rros. 

Casi todas estas bestias en la noche con 
el hambre habían cortado sus amarras y 
vagabam revueltas queriendo subirse a h% 
ranchos o estirando el largo pescuezo para 
comerse los techos que eran de fajina. 

Hubo animales perdidos y cambiados en 
la oscuridad, y hubo confusión y reniegos. 

Por fin una vergonzante luz matinal en- 
vuelta en nubes permitió ponerse en mar- 
cha a la división, que estando ya lista sol 
esperaba eso. 

Había qiiü desandar algunas cuadras >'^ 
camino hecho en la noche anterior. T* a 
alojar en PaohacUa la división se habif ; 
viado ojítí trecho. 

Al pasar por el sitio en que la nof H' , 
tecedente algunos se habían despen ü.. ■( ^ 
soldados se sonreían. Conocieror h < - 
traviados en las tinieblas habiaL í .:>!'; 
sin nece^íidad aquel desfiladero. 

Al pie de éste, sobre el barro, se véia lüi 
látigo. Un soldado quiso cojerlo; un láti- 
go es prenda mui apreciada y útil en una 
marcha; tiró de él y pudo entonces notar 
que una de sus puntas estaba sumerjida y 
presa en el pantano. Pronto tuvo la exph- 
cacion de at^uello: una muía estaba atada 
con el látigo, aquella bestia había encon- 
trado fangosa sepultura en ese sitio. 

Los qne molidos con la caída de la no- 
che precedente vieron eso, no dejaron de 
pensar en el peligro que habían corrído de 
quedar alií haciendo eterna compañía a la 
pobre muía. 

^'2 empezó a trepar el ramal de cordille- 
ra que se debia trasmontar ese día. 

El soroche sofocaba a la jente. 

Con el cuerpo encorvado y jadeando se 
arrastraban penosamente los soldados ca- 
minando a la deshilada. 

Volvieron a repetirse las escenas de que 
hemos hablado al tratar del paso de los 
Andes. 

Desde temprano comenzó a nevar. 

Con la faz pálida por la fatiga y la ropa 
blanqneada por la nieve, aquellos hombres . 
parecían espectros envueltos en blancos 
sudarios. 

Las bestias urjidas por el soroche reso- 
plaban con fuerza y tenían que ir parán- 
dose a cada pocos nasos para resollar. Mu- 

20 



— 170 — 



chas ae cchfibnn ni suelo y era imposible 
liaceriiiH anclar: (^ousnmidiis por el Lanibre 
j el cansancio estaljan completamuüKi aí^o- 
tñdafl y Ln'ii forzoso des carga vi aa i abánelo- 

La conipañía do retaf^uardía tenia que 
venir luchando para haoer a"\'tiiizar a los 
cansados: Jio se podia dtíjar que quedaran 
soldados re nardos ni rani separados do la 
división, pues loh montoneros nenian a cor- 
ta distíincia j el rozíi gante aislado <;|ue en* 
contraran seria ultimada sin remiEaíífn. 

Mientras caia nieve, la jente sacudía sua 
mantas o capotes de cuando en cuando y 
se libraba en parte de ella. Pero al cabo 
de pocas horas la nevada dejeneró en co- 
piosa lluvia; esto era mucho \^qt\ el as^ua 
empapaba la ropa j la ]X)UÍa pesíída; cual- 
quier aa mentó en el peso se hacia sentir 
penosamente con los repechos y el soroche í 
además con el frió glacial de la cordillera 
aquello ei'a insoportat>le. 

La temperatura cu esas cordilleras si- 
tuadas en la zona tórrida es tma gran co- 
queta. Tiene algo de los polos por la enor- 
me altura, y del Ecuador por su latitud. 

Cosa de mcdiodia la lluvia tí^rminó; las 
liubes corrieron a inundar otras punas y 
el cielo se dejó ver con ese color azul os- 
curo íj|ue niíis oscuro se va haciendo cuanto 
más se snhc. 

En el centro de los cielos apareció el 
disco solar laminoso y fuljente. Ni la más 
leve nubecilla empañaba su faa de oro y 
plata. 

Sus rayos caian perpcndicularmente so- 
bre la cabei'ja de los soldados. 

En el primer instante aquello fué nii 
dulce coasnelo. 

En aqutilía altura las capas atmosféricas 
eran mni débiles y el calor del sol las tras- 
minaría sin pei^der casi su fuerza. 

Espesas nubes de vapor se elevabíiu de 
los kepis que en im minuto estuvieron se- 
cos. 

Igualmente el agua absorbida por la ro- 
pa se evaporizabíi velozmente. 

Hasta ahí todo iba niui bien. Una vea 
seca la ropa el íi io dcbia ahuyentarse y 
todo marcharia a pedir de boca. 

Pero sucede que, como lo decían con 
mucha exactitud los soldados, aquel sol de 
la cordillera quema pero no calienta. 

En efecto, a caasa de la rarefacción del 
aire, sucede ahi un fenómeno que explica 
la cosmografía. EL sol donde asienta sus 



rayos, quema, pero lo que queda a la som- 
bra permanece helado; el aire ralo es mal 
cou ductor del calor. 

Asi, extendiendo la mano con la palma 
liácia abajo, el dorso se quema al sol, y la 
palma queda fi'ia, 

3 )e tal suerte el astra del d!a si bien pro- 
dueJEi algún bienestar, en cambio ocasio- 
naba mía gran molestia, y por ahí se iba 
lo uno ^m lo otro. 

Además el sol reflejado por la nieve pro- 
duce un esplendor hiriente pam la vista,. 

Chorno a las dos de la tarde se comenzó 
a descender deapuetí de haber ti-asmontado 
las cumbres. 

A medida que se 1 ja jaba se iban hallan- 
do señales de vejetacíoii, y al cabo de al- 
gunas horas la diviíííoii ¡xiuetro en iiua 
anclia via formada por dos hileras de ma- 
tas de pita. 

Era ya tarde. 

I ja üoche se acercaba í pero el alojamien- 
to no G^^taba lejos según decian. 

Un espeso nublado cjiíe venia del orien- 
te api'csujó la entrada de la oscuridad. 

Alguuas gruesas gotas de agua empeza- 
ron a caer como palabi'as de funestos au- 
gures. 

El vaticinio se cumplió mui pi-onto. 

Rodeándolo todo una oscuridad como la 
que puede hallarse en el fondo de una mi- 
na de carbón de piedra, estalló una tem- 
].Tcstad perfecta, completa. 

Agua, granizo^ Iiuraean, truenos, relám- 
pagos, rayos; una tempestad con todos sus 
requisitos. 

En aquellos escabrosos terrenos, como 
era inevitable, la división se cortó, y la ma- 
yor parte de la jente perdió el rumbo- 

Los senderos se convirtieron en nn ins- 
tante en arroyos. 

— ¿Dónde estamos? — ¿Por dónde V2. el 
camino?— gritaban muchos. 

El huracán y los truenos ahogaban las 
contestaciones de los c[tie iban más adelan- 
te. 

Las bestias se encabritaban, la jente tro- 
pezaba y caia; todos calados hasta los hue- 
sos avanzaban sin saber en qué dirección; 
algunos se chocaban marchando en sentido 
contrarío y creyendo ambos llevar bnen 
rumbo: era aquello una confusión, nn caos. 

La jente vagaba con el agua hasta las 
rodillas. 

Pretender encender luz era nna locura: 
la lluvia y el vitnto lo ímpediao. 



— 171 — 



Los relámpagos y los rayos no ofrecían 
"ningim Eorvido para ver: la tempestad, co- 
mo sugIg acontecer en eaas alturas, tenia 
-lEgar allí mismo, encima de las cabezas de 
la jente, la Inz de las centellas era tan vi- 
va que podía <x^ar, pero no permitía des- 
tlnguir los objetos poríjne deslumhraba. 

Si alg-nno lograba hallar el camino del 
alojamiento, nada ]Xídia hacer por los de- 
mék í|ue no le veian ni oian. 

Además cada cual, c cada pequeño gru- 
,po, llegaba a imajiíiarae ser el único que 
íG htillaba tdñ tan angustiada situación; 
creía halK^rse extraviado mientras la divi- 
.aion habia pasado, 

; Que noche aquella I Xo la olvidarán fá- 
cümente los íjue a la intemperie tuviiuou 
que süpí>rtar la teiTÍble tempestad después 
■ de un día do inumerabícr! fatigas. 

El pueblo de Acó bamba no estaba lejos 
y ofr(?ciíL un rcj^ulai- alojamiento. 

Loa que lo<jraban Ikgar hasta allá en- 
contraban en los cuarteles improvisados 
lumbre para secíxr sus uniformes y equi- 
.poi. 

Desde la camisa haata el capote, era pre- 
-ciso secarlo todo. Teniendo que permane- 
cer en cueros mientras tanto, el alba sor- 
prendió a loB soldados en la tarea de secar 
ial fuego sn ropa. 

Inútil será decir que los oficiales se ha- 
llaban en ií^^ual situación. 

Aunque durante toda la noche estuvie- 
ron llegando iudividuoa dispersos, no alcan- 
:zó a juntarse u! la mitad de la división. 



Luego que amaneció fueron entrando por 
-co a poco en el pueblo los que durante to- 
da la noche habían soportado la tempestad 
sin techo ni alimento. 

Aquellos individuos se movían penosa- 
mente, muertos de fatiga, y calados y ate- 
ridos> 

Estos eran los mus bien librados. 

Otros Jio pudieiido mover sus piernas 
engarrotadas cnm conducidos en el lomo 
ide las bestias. 

Quedaban todavía muchos que incapa- 
ces para mantenerse montados tuvieron que 
ser traídos en camillas ; varios de ellos sin 
habla ni acción. 

Por fortuna faeron solamente dos los 
oldados que no pudiendo resistir tan ruda 
iraeba perdieron la vida con el rigor de la 
empeatad. 

Esta era una elocuente demostración del 



vigor y robustez de nuestra jente, que a 
pesar de las mil penalidades sufridas en la 
marcha tenia todavía fuerte resistencia, 
siendo que eü circunstancias análogas otro» 
ejércitos enemigos habian tenido propor- 
cionalmente un número mucho mayor de 
bajas. 



Ante los sufrimientos de la jente no lla- 
maban la atención los de las bestias. 

Los infelices cuadrúpedos 'con dos diaa 
de atraso en sus piensos y doblegados bajo 
su carga, sufrieron mucho más. 

Bastantes faeron los que amanecieron 
muertos y mayor la cantidad de ellos ani- i 
qui lados en tal manera que se hacían inú- 
tiles: echados en el suelo con sus cargas de 
las que por causa de la oscuridad no habían 
sido aliviados, apenas daban señales de vida. 

Los más animosos se habian puesto a 
andar en busca de alimento durante la no- 
che, y grnn trabajo costó a la jente dar con 
ellos al otro día. Muchos se perdieron.5 



Las provisiones también tuvieron su par- 
te en los sufrimientos. 

Pero como sucede que cuando se rompe 
una levita, no es la levita sino el dueño de 
ella quien sufre: no fueron las provisiones 
sino los hombres que debían alimentarse 
con ellas quienes sufrieron. 

Con la lluvia el azúcar y la sal se liqui- 
daron y escurrieron por entre las mallas de 
los sacos: el café se convirtió en una espe- 
cie de barro de feo color... 

Esto era un grave contratiempo porque 
Acobamba carecía de recursos con que re- 
poner esas provisiones tan uecesarias para 
la división. 

¿ Habrá que decir que para los de las ca- 
millas, los enfermos o heridos, aquella no- 
che fué tremenda? 

A la intemperie, a la lluvia, ^1 granizo; 
sin abrigo, sin techo, sin alimento, sin me- 
dicinas, sin curaciones, sin ningún socorro. 

No intentaremos describir sus padeci- 
mientos. 



Algunos encontraron para guarecerse uno 
que otro ranchito; ahí se agrupaban, se ha- 
cinaban; pero pronto sobrevenía un terri- 
ble inconveniente: el soroche. 

Con el aire ralo de esas alturas en loses- 



— 172 — 



trechos áml>itos de luia reducida cabana no 
habia el oxíjeno necesiirío para los pulmo- 
nes de la jente amontoimdíi alií; los liom- 
\nvs so iihoü^abaiJY se aaíixiabaTi material- 
mente: quedindoae adtiiitro moririaii como 
loa qne ]iermanefon nlgim tiempo vivos en 
la Ijodegíi de un bnijue ido a pimie. 

PreferiiUi los soMíitloa salir del nuiclio: 
red bi Han la lluviúy el granizo toda la no- 
che; ]K!ro al menos tendrían aire para sus 
pnlmoneg; la üítiina muestra de vida que 
da el hombre es respirar: d aire es la vida. 

XLII 

** En Acobamba. 

Como so supondruj aquol día no se con- 
tinuij la marcha. Un descanso era forzoso, 

Et pueblo de Acobamhii no es mu i pe- 
qneño: tiene casas para dos, tres o cuatro 
mil habitantes. 

Al acercarse la divls^iíoii chilena muclios 
de los pobladores se habian marchado a las 
cercanías, tal vez por ser partidarios de los 
montoneros o por temor que los chilenos 
les hícioruii algún dañoseg^un los montone* 
ros lo predecian por convi;nir a sus fines; 
poro los miis cuerdos se quedaron en la po- 
blación alentados por las noticias que W 
biaii tenido de Hriancavehca y convenci- 
dos de que la división no hostilizaba de 
ningún modo a la jente pacíñea; al coatra- 
ñi\ le compraba y pairaba a buen precio 
cuanto necesitaba píira continuar su mar- 
cha. 

La principial ocupación que tuvo la tropa 
aquel dia fué, después de ti^er a los enfer- 
mos y heridos, buscar las batías que se ha- 
bian extraviado. 

Los que no se ocupaban en esto o en las 
guardias, tcnian libertad para reposar o 
prepíirarse algún comistrajo, En el pueblo 
podían comprar trigo y harina y chan- 
caca, así es que no faltó algunos que peia- 
rart mote o hicieran sopaipas, etcétera. 

LostaUj Soler y Orrego continuaban alo- 
jándose y comiendo juntos, Ksas pequeñas 
Bociedas fonnadas por unos pilcos oficiales 
aonmuí convenientes en una expedición; 
para la comida, para el cuidado de las bes- 
tías, para hallar alojamiento, presenta mu- 
chas \'en tajas fáciles de adivinar. 
^ Los tres capitanes se hablan hospedado 
€n un cuarto que debía haber sido un bo- 



degón cito, pnea tenia un mostrador y un 
estante, eso ai que en triste estado- 
Era como las dos de la tarde. 

♦Soler y Orrogo estaíjantíu el cuaito. Los- 
tau babia salido a charlar con otros com- 
pañerosí i)cro antes había exteürlido sobre 
el mostrador algunos papeles que traía en 
el bolsillo la noche anterior, loa cuahüí con 
la lluria se habiau empapado. Un rayo de 
sol cala soLire ellos. 

El teniente Alvar, de quien hace tiempo 
no hemos hablado particnlaroiente, porque 
nada de extraordinario habríamos podido 
decir de él, envuelto como estaba en ose tor- 
bellino que se llama nua eipodicion en mar*^ 
cha, corría la misma suerte que sus demás 
compañeros, loa oficíalos de su Ijatallon, de 
quienes nos hemos ocupado en jeneral. EIl 
teniente Alvar, llevado por asuütos del ser- 
vicio, fué a hablar con Orrego, el capitán 
de su compañía. 

Eutró al cuarto ocupado por ¿^te y des- 
pula do darle cuenta de algunas ocurre Q- 
cías de la compañía, fijó distraídamente la 
vista ca los papeles que estalniu seoíLndose 
en el mostrador. Entre esto había una car- 
ta cerrada* El teniente, con una curiosidad 
propia do aquel dia de reposo t:n que nada 
había <jUe hacer ni en qué distraerse, leyó 
el nombro que estaba escrito en el sobre de 
la carta. 

Af^uel nombre pareció producirle al gnu 
efecto. 

— ¿De usted» capitán, son estos papeles? 
—preguntó a Ontigo. 

— Xo. 

— Son de Lostan; los puso allí al sol pa- 
ra que se secaran, — agregó Soler. 

Alvar quedó un momento j)ensativOj y 
luego dijo como msolviéndose a hacer al^o ; 

— Capitán Soler, hágame el favor de oír- 
me una palabrita. 

Por la mirada con que acompañó sus pa- 
labras comprendió el capitán que algo re- 
servado quería decirle y sahó al lado afuera 
do la puoita. 

Ahiir lo siguió y piH^guntóle: 

—¿Se Via ííjado en el sobre de la cai^a 
que entre otros papeles está sobre el mos- 
trador? 

— Ni sé... creo que si... 

—Aquella carta es para 'VDoña Manuela 
Melgar." 

— ííQuc tiene eso de particular? 

— ^Kso es el nombre de la tía de Luda» 

—¿Sí? 



173 



— Preciísiimente, L9. direcciou dice ** Aja- 
cucho/' 

— Eato indica que aquella señora se en- 
cueutm alia. Pero ¿está usted seguro que 
fleaella misma, la ti a de la niña? ¿no será 
otm de igual iiombt-e? 

— Bien pudiera ser... El capitán Lostau 
en cují) poder viene esa carta debe saberlo 
quizáa* 

^Segm-a mente; ahora él no está aquí, 
pero cuando vnelva trataré de averiguar... 

— Seííun lo supo usted, capitán, Lucía y 
BU familia habiau salido de Lima... 

— Sería uu^i nira tx)incidencia que hubie- 
ran ido H pantr a Ayacucho... En fip, qui- 
zas por Lostau lograremos saberlo... yo lo 
interrogare. 

Después de eambiar algunas palabras 
jnás el teniente se retiró. 

Media hora miis tarde el capitán Lostan 
entraba en el cuartíi. 

Pronto Soler le hizo algunas preguntas 
A propósito de la earta. 

—Un caballero a quien conocí en Huan- 
cayo me suplicó ser el portador de ella, — 
fué la contestíiciotí de Lostan que ensegui- 
da afladió:— Coií la maldita lluvia de ano- 
che se mojó y está toda arrugada y borra- 
da,,,; que diantresl van acreer que he teni- 
do poco cuidado,,, 

— Pero, di me; ¿no sabes quién es esa se- 
fiora? 

— Qué curioso te h^s puesto...— replicó 
Lostan sonri endose y mcojiendo sus papeles 
que ya estaban secos y guardándolos en el 
bolsillo de su clia^uetív 

—Ko ea por uwíra curiosidad... He cono- 
cido eu Ijíma una persona de ese nombre y 
queríii Síiber sí e3 la imsma. 

Lostan se habia mostrado mui discreto 
en todo lo relativo a su aventura con Rosa, 
y creyendo cpie Soler por chanza quería ha- 
cerlo hablar de aquel asunto qne medio ha- 
bría vislumbrado por las ausensias noctur- 
nas del capitán en Huancavelica, se con- 
tentó con responder: 

^Dame lae señas de tu *'Doña Manue- 
la, para ver ai se parece a la mia. 

— La señora de (|uien te hablo del>e ha- 
ber salido de Lima con su familia. 

— ;Y qué nm? , 

—Su íamiLia es un hermanp y una so- 
>riüa. 

— Continúa, — ti ijo Lostan a quien inte- 
."€fió e&fca respuesta ;—á cómo se llaman es- 
os dos? 



— No sé e] nombre del hermano; la so- 
brina se llama Lucía. 

Lostan quedó un instante en silencio y 
luego dijo:. 

'. — Has adivinado... la tuya y la mia soa 
una misma Doña Manuela o Manonga, co- 
mo se dice en Lima, o Mañusca, cual di- 
cen por aqní. 

' — i Qué casualidad ! 

— ¡Cómo! ¿por casualidad has adivina- 
do el nombre de la sobrina? 

— Digo que es una gran casualidad lo de 
haber veo ido ellas a Ayacucho cuando no- 
sotros vamos para allá. 

— ¡Ya caigo en ello! tú conoces a la so- 
brinita... ¿hura? 

— Nó; pero hai alguien... en fin, es un 
secreto que no me pertenece. 

Siendo aquellas dos personas párientes^ 
de Rosa, era natural que Lostan quisiera 
saber algo de ellas;' pero Soler que sola- 
mente de nombre las conocía, no pudo dar- 
le muchas noticias; por discreción no habla 
ni una palabra de los amores del teniente 
Alvar. 

Tampoco Lostan sabia mucho de las dos 
viajantes. Con Rosa, corto se les hacia el 
tiempo a ambos amantes para hablar de 
ellos mismos, y solamente de paso se ha- 
bían ocupado de esas dos personas. A ve- 
ces la joven serrana le habia dicho: "Dé 
usted la carta a mi tía y ni trate siquiera 
de ver a Lucía... yo tengo miedo de las 
limeñas... lo quieren todo para ellas." Los- 
tan- la habia prometido cumplir este man- 
dato; pero alhl en el fondo de su conciencia 
¡quién sabe!... El capitán habia confesado- 
muchas veces a sus compañeros que él es- 
taba previamente enamorado de toda niña 
bonita... aún lintes de conocerla. El hecho 
es que Lostan no estaba mui dispuesto a 
dar noticias de Lucía a sus colegas: ¿temia 
que una vez llegados a Ayacucho se pre- 
sentaran muchos candidatos? Eso debia 
saberlo él... 

Se limitó a. decir a Soler: • 

—Tengo encargo de entregar esta carta, 
a, esa señora que hace poco ha venido de 
Lima con su sobrina; no sé nada más. 

, Poco más tarde Soler y el teniente Al- 
var caminaba^n mesuradamente por ama de 
las calles del pueblo. 

: El capitán referia a éste todo lo que ha- 
bía sabido por Lostan. 

' -^Son ellasj indudablemente: Lucía y 
su tía, — decía Alvar. 



174 



y luego veúian los coíijctunis cousí- 
patentes, ¿Por qnn sb hallaban cu Ayacíi- 
chor cmll hiibria sido el niotÍTO del viaje? 
tendría ti en ello parte sns amores con Ln- 
cía ? por qné no estaba bu ¡xidre con ella ?.. . 
etcétera. 

Fuerza Eéra, decir que el tiempo trascur- 
rido y las i^enalidades snfridas en las ma in- 
dias Imbiait cambÍEido mucho los pensa- 
mientoy de Alvar. 

La desesperación que al principio le cau- 
só el verse violentamente su parado de Ln- 
cía a qnien dejaba ftljandünada a sí misma, 
se Labia eonvertida en un trirXe rcenerdo, 

¥A amor en la ausoDcia pam segnir man* 
teuiéíidoBe necesita de los i-ecnerdos; si és- 
tos faltan í el tunor se va apngaudo como 
el fuego en ando le falbi el aire. 

En esa vida que estaba llevando Alvar 
en las marchas tan llenas de penalidades^ 
las inñnitas peiinrias del cncrpo impedían 
que el alma pudiera entregai^e c^n sosiego 
u dulces medÍLacioJies: en el día nrjido por 
las obligaciones qjie imponía e\: puerto, 
atai'cado con ellas, j en la noche abrumado 
por el sncño j el causancio: faltando el aire 
de los reciierdüs, el fuego del amor se iba 
extíugu leudo, 

Pero ijuedaba siempre una chispa, y la 
esperanza que el teniente tnvo de' encon- 
trar a Lucía, fné un ai reculo que reanimó 
aquella chispa falta de oxíjeno; pero no de 
combustible. 

Como dijimos, la división descansó en 
Aeokimba aquel día y también el si- 
guiente. 

Aquel reposo de dos días vino mni bien 
a la jcntc y a las bestias. 

Los soldados se repusieron algo; Hinem- 
bargo el oúmerode enfermos hitbi a aumen- 
tado p(ír causa de la terrible noche de tem- 
pestad. 

Entre éstos se presentó un caso que en 
las e i reu usencias porque atravesaba la di- 
visión era un suceso gravísimo. 

A un soldado se le declaró la viruela. 

Esto era mas grave que la muerte misma 
de un individuo. 

A los que movían en la marcha se les en- 
teiTaba en mi lugíU" próximo al de de su 
fallct^i miento ocultando la solitaria sepul- 
tura del mejor modo para que los enemi- 
gos no !a descubrieran y profanaran el 
cadáver; sus compañeros cumplían este 
piadoso doher pensíindo que ja aquel habia 
cesado de sufrir. 



Con un ajieatado, ¿qué hacer? 

Condncirlo, como a los detuiía enfermos^ 
en camilla, era evponcr al contíxjio toda la 
división. Las consecuencias podían ser de^ 
sastresas. 

Dejarlo en el pueblo era entregarlo a k 
saña de los montoneros que sin duda lo 
ultimarían sin piediid entrando en el pue- 
blo tan pronto como pirLíira la división. 

¡Triste díayuntival 

y era preciso tomar una resol ncion. 

Primero est:í la sah^íicion de todí.ís que 
la de uno solo. En casos como e^e no se 
puede vacilar. 

El apestailü debía quedar en el pueblo j 
los habitantes responderían por sn \ida, 
bajo apercibimiento de recibir im terrible 
castigo. 

Eli favor de esta decisión obralm aún 
otra circunstancia: el apestado conducido 
en camilla, expuesto al aire y a la lluvia, j 
sin r eci bi r 1 os soe o rros nec L^sar i os, morí ri a 
seguramente en el camino. 

Para los acobambinos aquel era un duro 
trance: ^'end^ian los montoneros armados 
y ellos no tendrían fuerzas para oponerse 
a siis desiguiofi, de manem que se encon- 
trarían, como acostumbra decirse, entre la 
espada y la pared, ha^ quedaba solamente 
el recurso de ocnltar al enfeimo lo mejor 
posible, j esta era la esperanza de los chi- 
lenos. 

XLIII. 



De Acobamba a Cajas, y de Cajas 
a Marcas. 

La próxima jomada debía ser liasta el 
pueblecíto o caserío de Cajas. 

Como de costumbre, con la luz del alba 
se emprendió la marcha. 

El número de camillas con enfermes ha- 
bia aumentado. Esto era mní penoso para 
los soldados que tenían que soportar sobre 
sus hombrotí el peso de ellos. 

Algunos montoneros que se habían to- 
mado prisioneros prestaban alguna ayuda 
para la conducción de los enfermos. 

La guerra (jue se hatda cotí los monto- 
neros ei-a a muerte, de ambos bandos, el 
indívidno ^lue Cída en poder del enemigo, 
debía morir; no se daba ni se pedia cuar- 
tel. Sabido es que en todo el mundo la» 
hostilidades han tomado ese tremendo ca- 



— 175 



nlcter síempí^ que li^ii aparecido guer- 
rillas. 

Cuando los soldados vieiim que losraou- 
toneroa tomados podían aliviarlos en parte 
del peso de las caní illas, comenzaron a ha- 
cer pri si o lluros, y cliolos hubo muchos que 
debieron su ^ida a las camillas. 

Ooíuo a las dos de ¡a tarde se divisó en 
nna hondonada d caserío de Cajas. 

Ahí encontró la división un^i novedad, 
la de ver arbustos. En todas las alturas 
que había venido pasando solamente se 
liallaban pobres muestras de vejetacion. 

En los Ingai'es más elevados la tempera- 
tiim lio pí^rniítía ía existencia de ninguna 
planta. A medida que se descendia se iba 
encontrando coirón, luego champa^ más aba- 
jo kAí^, cüUidA, paíjtoí después maiz y pita; 
era preciso bajar mucho para encontrar 
arbustos, 

Eifia joríiada fue una de las menos peno- 
sas qne tuvo la expedición. Los montone- 
ros pndieron molestar poco porque no siem- 
pre el terreno se prestaba a sus correrías; 
sin embargo, no dejaron de disparar sus 
tiros y fue preciso marciiar tomando las 
alturas como en los di as anteriores. 

Algunos de los habitantes del pueblo 
acudieron con baudeias bl nucas a recibir, 
a la división: esto aigiiiücaba que no ha- 
rían resistencia. 

Cosa de las tres sena cuando la fuerza 
expedicionaria entró en las sinuosas calles 
j vericuetos del pueblo* 

Jja tropa tuvo qne hos|}edarse muí divi- 
dida en los pe<[ueiios ranchos que forma- 
ban ese caserío. 

Escasísimos eran los recursos que ofrecía 
aquel pueblecito; no pasaban de un poco 
de chancaca y otro de chicha de jora, lo 
cual fué prontamente coui¡>rado por los que 
primero tuvieron noticias de ello. 

Tal era el pueblo de Caj^^ del Espíritu 
Hanto, nombre (jne arregladlo conforme a 
la índole de la lengua hablada en él pasa 
a ser Espíritu í?anto Cajas, y luego, abre- 
viándolo: Espíritu Cajas; en seguida, acor- 
tándolo aím, Pitu-Cajas, que es como lo 
llaman sus habitantes. 

Tan pronto coiüo se yíú la luz del dia 
fiiguientc, se eontinuó marchando. 

Al salir del pneblo comenzaba un largo 

pesado repecho, Annque Labia camino 

lOr el fondo de quebrtida, se marchaba por 

os cumbres de los cerros: esto era más fa- 



tigoso; pero así la división no se veia tan 
expuesta a las galgas. 

Los prisioneros que cargaban camillas 
iban naturalmente custodiados; pero en 
tantos desfiladeros, vueltas y revueltal, la 
vijilancia no podia ser mui estricta. En 
pasos difíciles algunos solían escabullirse 
por entre las rocas tomando las de Villa- 
diego. 

Ese no era el convenio. Se les había 
perdonado la vida para que prestaran ser*- 
vicios. 

Conocedores del terreno y yendo sin ar- 
mas ni peso alguno, tenian ventaja sobre 
los soldados para correr. Se les perseguía 
un poco, y si tomaban mucha distancia se 
les mandaba uno o dos tiros. Algunos es- 
capaban como el ratón que se sale de la 
trampa y se mete en su cueva. 

Para resolverse a correr el riesgo de ser 
alcanzados por un balazo, debia influir en 
los cholos prisioneros el temor de que al 
fin de la marcha se ies ajustaran las cuentas 
por sus anteriores pecados; eran desconfia- 
dos como gatos monteses. 

Pero su temor era infundado. Pasado el 
calor de la pelea, por la cabeza de ningún 
chileno vagaba la idea de ultimar a esos 
infelices, quienes al fin y al cabo prestaban 
un buen servicio ayudando a cargar las 
camillas: también es cierto que si ellos no 
hubieran tirado galgas y balas no habría 
habido heridos que líevar en camillas; pero 
el chileno no es rencoroso. 

Cuando algún soldado de las custodias 
lograba alcanzar a un prisionero que buia, 
lo traia riéndose y por todo castigo se con- 
tentaba con darle unos tirones de oreja, 
diciéndole: 

— ¡Qué chucaro habís salido I ... agrade- 
ce que no te arrimo un buen palo por na 
descomponerte y que no podáis ponerle el 
hombro a la camilla... 

El cholo que no entendía ni una pala- 
bra de ese castellano ni tampoco de otro 
más castizo, se llevaba una mano a la ore- 
ja zamarreada, y al notar que estaba en su 
puesto quedaba más tranquilo y seguía la 
marcha dándose por satisfecho de haber 
salvado a tan poca costa, o tal vez cavi- 
lando en que se las harían pagar todas por 
junto. ^ 

El término do la jornada de acjuel día 
debia ser Marcas, pequeña hacienda sin 
recursos. 

Durante el trayecto los montoneros no 



— 176 — 



dejaron de molestar; pero, como ül día an- 
terior, poco daño pudítn'on hacer. 

A las cnatro o r^inco de la tarde estaba 
la división en Miircaa. 

En loB pocos ranchos {[ne ahí habia ape- 
nas cupo nn poco más de la mitad de la 
jente. 

El capitán Orrego había hecho cla^^ar 
nnos cuatro palos en el stielo formando nn 
cnadr i latero- debían servir de pilaree ]>ara 
improvisar nua choza; de techo y paredes 
sirvieron algunas mantas o fnizadas. 

Ahí se alojaron los tres capitanes, Orre- 
^, Loatan y Soler. 

Aquel ediñcio no era muí empinado^ y 
sus tres moradores tenian qne entrar en el 
a gatas. Esto importaba poco a sus dneüoSj 
pnes no lo qnerian para dar mi baile den- 
tro de ól, sino para dormir. 

— Parece qne la jornada de mañana aeni 
sakdita, — decia Orrego a sus com peineros 
euiVndo habia aíiocheeido y los tres se dis- 
ponían a dejarse abatir jvor Morfeo» 

— -Siete leguas, — dijo Soler. 

—Y nn rio qne pasar- Alojaremos en 
Huanta. 

— Dicen que esta es una ciudad, una 
.gran ciudad, 

— ¡Hum! ya lo veremos? siempre en La 
Sierra hablan de grandes ciudades. . . pero 
deben ser ciudades encantadas, pnes cuan- 
do llegamos a ellas se i^educen a pueblos 
que no valen tres caracoles. 

— Los Luantinos han mandado una nota 
fá coronel diciendo que no harán resisten- 
cia, qne son jjartidaríos de la paz. 

—No dudo, querido Soler,— dijo Lostan 
poniéndose de lado en el lecho para fnroar 
uu cigarrillo,— no dudo cjne los habitantes 
tengan el deseo de no hacer resistencia; 
pero tampoco dudo que a los montoneros 
les importa un bledo lo que piense aquella 
pacífica jen te. Esta quiere la paz, j aque- 
llos la guerra; nosotros para ser obsecuen- 
tes les diiremos gusto a la una y a los 

Otl'OS, 

--El servicio, como de costumbre; pa- 
labras de la orden del dia. 

—No habrá faltado algún cabecilla de 
montoneros que se haya adelantado para 
perorar a los indios y oliólos comarcanos 
para que sals:an a recibirnos con galgas y 
balas. No será raro qne por aquí an.de el 
Corso de Soler entusiasmando a los indios 
7 ávido de ejercer la v€)id^Ua. 

—Hace tiempo que no se deja ver, — 



dijo Orrego riendoí — pero yo ereo que 
no debe andar lejos de nosotiioa. £1 otro 
dia mont¿ en la ye^na de Boler, y a 
cada bala que senti a silbar, me decia; c Esía 
es del Corio que por la yegua cree que soí 
Soler. » 

Este capitán sl^iendo la broma, replicó: 

— Esa es otra que me debe el Coreo: 
confundirme contigo. 

—A mí es a quien le debe esta,,. 

DespuíB de chancear nn rato, dejaron 
las bromas para mejor oportunidad y se 
dispusieron a dormir teniendo en cuenta 
que a las dos de la mañana debía conti- 
imai^ la marcha. 

Muí buena noche habriau pasado los 
tres capitanea en su improvisada cabana^ 
si no es por cierta Ofjurrencía que no era 
mu i rara en esa clase de expediciones. 

Un paciente jumento de los de la divi- 
sión debia estar si ntíeudo en el lomo algu- 
na comezón, producida qui^^is por el roce 
de los aperos rjue habia llevado todo el dia. 

Sería cosa de media noche cuando el 
dicbo animal se acercó mesuradamente a 
la cabana aquella, y se puso a restregarse 
el lomo en uno de loa postes. 

Este apenas estaba enclavado en el guelo 
y, se balanceaba; el burro se cai-gaba más 
y seguía frotáTidose. Por fin el paío perdió 
el equilibrio y cayó arrastrando a los otros 
tres con frazadas y amarras. 

De nn salto despertaron los capitanes al 
sentir que se les venia encima el edificio. 

XLiy 

El bosque de Huanta* 

Eran las tres de la mañana y la débil 
luz de una luna menguante alnmbraba 
apenas la serranía cuando la división iba 
ya marcl Lando. 

La jornada era larga y bastantes loa 
tropiezos: habia sido preciso partir a tan 
temprana hora para alcanzar a llegar ai 
alojamiento con el dia. 

Aunque trabajosamente, se avanzaba en 
aquella media oscuridad, 

Ouaudo sobre la cumbre de nn cordón 
de negras montañas que columbraban en 
lontananza, apareció la claridad del ere* 
pÚBCub matutino, la división iba descen- 
diendo a la deshilada por unos áspero» 
desfiladeros. 



177 



Hacía abajo, a enorme distancia, como 
m amiello estuviera en la tierra de loa an- 
típodaSí sü percibía tin exteíiao valle, 

A medida que crccia la luz, se pudo ver 
que a lo largo del valle se exteudia una 
anoha faja plateada. Era el rio Hiiarpa. 

Allende el lio y del lado del sur yacia 
una dilatada mancha opaca que pronto se 
supo em un gran boaque deutro del cual 
^taba Huanta, 

La pera|>ectiva era encantadora y los 
soldados llegaban a olvidar por un minuto 
sti cansancio para contemplar aquel her- 
moso cuadro de la uaturalcza. 

—¿Para dónde corre el rio?— se pre- 
gunta baii miK'bos. 

Rabia diversas opíuiouea y ae cruzaban 
«puestas. 

— Corre para la derecha . 

— No; para ]a izquierda. 

'—Apuesto un real, 

— Apuesto dos, 

— Yo no tengo plata j pero apuesto la 
primera gallina que encuentre alhi abajo. 

Al que esto decia le replicó al punto im 
eoldado: 

— Apuesto esa ]>erdiz que va pasando. 

Se referia al silbido de una bala que 
hendia en cae momento el aire cerca de 
ellos produciendo un ruido semejante al 
Yuelo de esa ave. 

En la cumbre de una altura separaba 
por una quebrada se divisaba ima nnbeci- 
11a de hnmtí, y como ann no cataba mui 
claro, se distini^uían los fogonazos de loa 
disparos que desde- ahí bíiciau los monto- 
neros. 

Aunque la comi>añia de vanguardia es- 
taba más próxima a elloSj disparaban sus 
tiros principalmente sobre la división, te- 
nieudo sin duda en vista que esta presen- 
taba mayor blanco para aceitar sus pun- 
terías. 

No debian ser mui pocos los montoneroa 
a juzgívr por lo nutrido de sn fnego- 

La compañía de vanguardia avanzó rá- 
pidamente y los hizo retroceder. 

Al mismo tiempo por todits las eminen- 
cias cecinas aparecían enemigoft. 

Los soldados contestaban con algunos 
tiros siempre que lo ordenaban sns oíicia- 
IcB, y la marcha continuaba. 

A la división en sn paso le sucedía lo 
que al viajero en algunos caminos de nnes- 
i^roa campos cuando le sale al encuentro 
ana jauría do perros 1 adrándole; si ee des- 
miñsk le moerden Jas ancas de! cabalb; 



pero el levanta el rebenque y los peiToa se 
mantienen a respetable distíincía, Isidrando 
siempre y siguiéndole por algunas cua* 
dras... ahí sale otra jauría y se repite k 
canción... 

Se mandaban pique Les de tropa en di- 
versas direcciones para mantener alejados 
a los recalcitrantes guerrilleros, pero a ve- 
ces se interponían profundísimas quebradas 
y era forzoso contentarse con responder 
sus f negos a través de c^tas. 

Las enemigos tcnian en su favor la ven- 
taja de estar cjuietos y agazapados detras 
de piedras mientras la división tenia que 
ir desfilando a pecbo descubierto al frente 
de ellos. 

Se continuaba la marcha dcscendiendOj 
y como a las siete se llegó a una parte a la 
cual no alcanzaban los fuegos enemigos, 

Desde allí se envió la artillería y el ba- 
gaje por cierto sendero para bajar al valle 
junto a un lugar del rio en que los guias 
deciau haber vado. Se les mandó reguar- 
dados por una compañía de infantería. 

Luego se prosiguió el descenso. 

La altura a que se encontraba la divi- 
sión no s^ria menor de cinco o seis mil 
piéa sobre el lecho del rio. 

Esto no parecerá una ex;ajeracion si se 
tiene en cuenta que La Sierra del Pera ea 
notable en todo el mundo por su altura y 
los precipicios que hai en ella. Basta con- 
sultar las obras de jeognifia para conven- 
cerse de esto. 

Aunque impulsados por la rapidez de la 
pendiente los^ soldados bajaban de carrera, 
demoraron más de cuatro o cinco horas 
para llegar al valle. 

A loa montoneros no les convenia én- 
eo ntrai-se en el llano con fuerzas chilenas; 
naturalmente la mayor parte de ellos se 
había retirado allende el rio y los demás 
permanecían trepados en bs cerros que 
iban quedando % retaguardia de la divi- 
sión. 

El Ilnarpa es un rio bastante caudaloso, 
pero en algunos trechos Lai vado para las 
bestias. 

En cierta parte pasa lamiendo los cer- 
ros íjue limitan el valle por el orienti*. Ilai 
ahí un puente colgante de cuarenta o cin- 
cuenta metros de lonjitud transitable sola- 
mente para la jente de a pié. 

Las miras de los montoneros era impe- 
dir el paso del Huarpa, o por menos difi- 
cultarlo, aprovechando lo trabajoso de la. 

21 



L 



— 178 - 



^tuftcion para hacer gran número de bajas 
a loa chilenos* 

Con i^te ñn Be habian posesionado, al 
lado opiiesDo del rio, de las alturas que do- 
minaban el puente y los vados. 

Loa hnantinos eran quienes pretendían 
llevar a cabo es>ta empresa. Se habiaa reu- 
nido en g^ran número armados con fu siles ^ 
honda» y lanzas. 

La compañía de vanguaiiiia 7 la que 
resguardaba la artillería, ésa pasando por 
el puente y esta por el vado, y también la 
oaballería, cargaron sobre los enemigos* 

Estos trataban siempre de conservar una 
prudente distancia y retrocedían ya su- 
biéndose a loa. cerros ya corriendo hacia el 
bosque, y disparando sus fusiles taiito en 
la i-etirada cuíinto luego que hallaban don- 
dejparapetarse. 

Mientras tanto el grueso de la división 
^ae había acercado al puente col^Tfirite. 

Este puente era formado por tres grosí- 
simos cables de pita tendidos paralelamen* 
te de una ribera a otra como las cnerda» 
de una guitarra; sobre los cables se habían 
puesto ramas y maderos atravesados* Sien- 
do aquéllos de unos cincuentíi metros de lar- 
go, naturalmente con au propio peso hacia 
el puente una gran comba^ casi un semi- 
oírcolo* Dos cordeles puestos a los lados 
servían de barandilla. 

Las bestias no podían pasar por ahí. 

La jen te sí; pero no toda unida cómo si 
transitara por un puente sólido. Para ha- 
cerlo así había un grave inconveniente; 
el puente se cimbraba como una varilla de 
^uneo. 

¿Ko ha visto el lector bailar en la maro- 
ma o en la cnerda a nn volatinero? Pues 
bien, si dos volatineros quieren bailar a 
un tiempo en la misma cuerda, con lo que 
ésta se cimbra, a la primera cabriola ea se- 
guro que uno o los dos van al suelo. 

Igual cosa sucedería en aquel puente 
colgante a los soldados chilenos que debían 
convertirse para el caso en volatines. Era 
preciso que pasaran ono a uno, o a lo más 
tres o cuatro a la vez yendo muí juntos y 
pisando a un mismo tiempo. 

Como se corapreuderá, todo esto causaba 
gran demora y fastidio. 

Una media cuadra más abajo del puente 
el rio se abría y habia vado* Por ahí pasa- 
lan las bestias í esto es, las que tenían fuer- 
zas pai'a hacerlo; aquellas que carecían de 
vigor, principalmente algunos burros muí 



eitenuadoa cx)n las marchas, eran arrastra- 
das por la corriente del Huarpa y arreba- 
tados por ella Be^aian hasta ir a servir de 
alimenLo a los lagartos o cocodrilos del 
Amazonas* 

Los cuadrúpedos que tantos servicios 
prestaban a la división con sus lomos, se 
veiau también obligados a soportar las pe- 
nurias y hasta las brdas: muchos de ellos 
habian caído como buenos atravesados por 
el plomo enemigo; también entre ellos W- 
bía heridos, pero no habiendo camillas para 
BUS pesados cuerpos, debían sanar caminan- 
do, y BÍ la herida era grave^ esperar tendi- 
dos en algún sendero el fin de su aporreada 
existencia. 

La com¡^nia de retaguardia había teni- 
do que venir tiroteándose con los monto- 
neros marqtiinos (de Marcíis). En pos de 
la división veniau estos pisándole los talo- 
nes, o más bien dicho pretendiendo pisilr- 
selüs, pues la compañía de i-etaguardia los 
mantenía a raya. 

Luego que esta compañía dio principio 
al descenso de la enorme cuesta, los mar- 
quinos aparecieron en la cumbre descar- 
gando sus fusiles. Que la compañía hubiera 
tornado a subir para ahuyentarlos, habría 
sido una gran bisoñada o reclutwla^ y 
nuestra jente era ya mni veterana eu esa 
clase de guerra para caer en bal ten- 
tación* A medida que subieran los solda- 
dos se retirarían los marquinos, y no se 
habría sacado otra cosa que cansar inútil- 
mente a la ti'opa* 

Mientras el grueso de la división pasaba 
el rio, obra que duro algunas horas, las 
compañías que iban a vanguardia y la ca- 
ballería hacían retroceder a los indios y 
montoneros hnantinos. 

Muchos de estos pagaron con su vida 
el deseo de atajar en su paso a las fuerzas 
chilenas. En las faldas de las colinas y a 
la entrada de los bostones sus enaang iluta- 
dos cadáveres probaban cuan temeraria fué 
su preteusíon. 

Desde el puente se anduvo como una 
legua por las cuestas que ahí hai, y luego 
entro la división en el espeso bosque divi- 
sado por la mafiaua desde las alturas de 
Marcas. 

Eazon tienen los jeógrafos en ponderal 
la variedad de climas de La Sierra* Hai 
un lugar con frío y nieve eterna donde ja- 



— 179 



maa se ye la hoja de una planta, y a dos o 
tres legiiBS de distaEcia ac extiendo im va- 
lle en qne se cultiva el algodón y el café. 
Aquello parece fantástico, es juntar el hie- 
lo de los polos con el «ol del ecuador. 

La división chilena que en la mañana 
estaba en Marcas donde apenas se ven al- 
gunas matas de coirón y algunos quiscas 
que pueden resistir el frió, y donde el in- 
Tierno parece perdurable, entraba poco 
después del mediodia en un bosque de ár- 
iDoles tropicales, y un sol abrasador obliga- 
ba a la jente a despojarse de los abrigos 
qne horas antes encontrara livianos. 

El bosque favorecía a los enemigos; ellos 
lo conocían, mientras que los chilenos lo 
veian por vez primera. 

No se puede negar que los montoneros 
eran tenaces y que no les faltaba atrevi- 
miento para no desalentarse por la mueite 
de muchos compañeros. 

Los más pertinaces se guarecían detras 
de los árboles y hacian fuego sobre la divi- 
sión, ya veces a cuatro pasos de distancia 
se sentia el estampido de un balazo. 

Piquetes de soldados desplegados en gue- 
rrilla Jos batian; pero no siempre la espe- 
sura de la floresta lo permitía. 

Rabiaban los soldados cuando un mon- 
tonero al ser alcanzado, ya a dos varas de 
distancia, se les escondía entre las matas 
como una perdiz. 

Los oficiales tenían que guardar vi jilan- 
cia para que la tropa en la persecución no 
80 internara en la floresta y se extraviara 
dentro de ella. 

Un camino de regular anchura surcaba 
el bosque serpenteando; era aquello una 
calle de árboles. Por él marchaba la divi- 
sión. 

Melles, guayabos, lúcumos, limones, pal- 
tos y chirimoyos, cruzaban sus ramajes 
formando arcos sobre la via. A pesar del 
cansancio y de los montoneros que no ce- 
saban de molestar con sus tiros, los chile- 
nos contemplaban con placer tan frondosa 
vejetacion y respiraban con avidez el aire 
dulce de la floresta después de haber esta- 
do tanto tiempo aspirando el soroche de 
las montañas. 

A menudo se encontraban chozas, caba- 
as o ranchos deshabitados de indios y 

oíos. No faltaban gallinas por centena- 

3, y no fueron pocas las que cantaron 

? do ai sentir en su pescuezo la vigorosa 

mo de un soldado. También se encon- 

iha al paso una cantidad de cerdos que 



hacian reír a los chilenos por ciei*to adorno* 
que llevaban en el cuello; era un triángu- 
lo de madera que a modo de collar sus- 
amos les habían puesto para que no pudie- 
ran internarse en los matorrales. 

El capitán Soler había montado en su 
yegua tordilla porque su caballo estaba 
muí causado y el camino era ahora bastan- 
te bueno para ella, para la Cenicienta, 
nombre que el capitán le había puesto por 
el color de su pelo. 

La via estaba muí asendereada y a ambos 
lados se habían hecho lomos que con algu- 
nas piedras extraídas del pavimento y echa- 
das sobre ellos formaban unas murallas dc: 
la altura de un hombre. 

Il)a Soler atendiShdo a que sus soldados: 
no comieran limones, lúcumas u otras fru- 
tas de las que ahí abundaban, siempre que 
no estuvieran maduras. 

De pronto sintió a dos metros de su oído 
izquierdo la detonación de un tiro de rifle 

Volvió rápidamente la cara y a través; 
de una nubecilla azuleja de humo. Vio el 
cañón de un rifle apoyado encima del lomo^ 
de piedras, y al extremo opuesto de él una 
cara que creyó reconocer. 

De un salto se apeó de la yegua y quiso, 
brincar sobre las piedras. 

Al mismo tiempo un soldado que iba 
tras de Soler saltó también y se trepó en 
ellas. 

Pero aunque esto bahía sido ejecutada 
con la rapidez del rayo, el montonero ha- 
bía logrado huir internándose Sin duda en 
el bosque cuya espesura llegaba hasta las^ 
piedras. 

Pasando al otro lado el capitán quisa 
seguir la pista al que huía; anduvo algunos 
pasos apaii^ando las ramas con las manos r 
mas, pronto conoció que aquello era inútil, 
pues no sabía la dirección tomada por el 
fujitivo que se había emboscado. 

— ¿Se divisa alguien? — preguntó al: 
soldado que trataba de abrirse paso por 
otro lado. 

— ^Nada, mí capitán; el cholo se ha he* 
cho humo... ya debía tener estudiada la 
retirada cuando se atrevió a acercarse 
tanto... 

Soler comprendió que el soldado debía 
tener razón y le ordenó regresar con él al 
camino. 

Ahí divisó que varios soldados observa- 
ban el pescuezo de la Cenicienta. 

Se aproximó a ellos y vio que examina- 
ban una herida de bala que tenia la yegua 



— 180 _ 




■€11 la parte superior del cuello* El proyec- 
til habla paR^o al otro lado dejando un 
agujero cu el pescuezo de la bestia, 

— La heridíi no ts fea, — ^sananí, dccia uu 
*floldado- 

Á medida que la divi&ion ae acensaba a 
la ciudad de Huanta Bedejal^an de percibir 
los tiros (le los montoneros. 

Una mulbitüd de jente trayendo bande- 
ras blancas salió a recibir a los chilenos. 

Como a laa cinco de la tarde entraba la 
fuensa expedicionaria en Hnanta. 

Esta ciudad estaba habitada; pero las 
puertas derribadas de la^^ casas, los muebles 
hec]ios pedazos, loa papeles y destrozos 
sembrados en \\i% call(*f, denioítraban c[ue 
un gran trastorno o un saqueo había teni- 
do ahílugar recientemente. 

Pronto so supo el significado de esto. 

Como lo había dicho en una conversa- 
ción el capitau Mer la noche anterior, loa 
vecinos de Huanta liabían mandado una 
nota al jefe de la división chilena comuni- 
cándole que la ciudad era partidaria de la 
paz y que por consiguiente no baria resis- 
tencia contra el paso de la expedicon paci- 
ficad ora, sino E|ue al contrario la recibirian 
amͣt05amente. 

los partidarios de Oácerca que había 
en la ciudad no eran de la misma opinión 
Juntaron a los indios comarcanos y les 
percraron en su lengua diciendo que los 
nuantínoe de la pblacion eran nuos arr/o- 
ilutas y unos cküenosos a quienes se debia 
castigar ejemplarmente. 

Reunieron tres o cuatro mil indios ar* 
mados de lanzaos, hondas, fusiles, escopetas 
j aignnos rifles. Ese tropel de hombres 
salvajes cayó como una plaga de langastas 
sobre el pueblo. Los vecinos, seguu lo 
Oímos contar a ellos, se atrincheraron en 
las calles próximas al centro y trataron de 
resistir la invasión armados con veinticiii- 
X50 rifles que era todo el armamento exis- 
tente en Ja ciudad. 

Las mnjercs y los niños se habían rcfu- 
jiado en la iglesia. 

Los vecinos se defendieron hasta agotar 
todas SUS municiones. Cuando se hubieron 
quemado todas las csípsuía^, se retiraron a 
la iglefiia, dejando la ciudad abandonada 
a los vencedores. 

Los indios llegaron hasta la puerta del 
templo; pero no osaron entrar por ser mui 
faxuiticos. Ante la profanación retrocediau 



ya que no ante lc6 crímeues a que se en- 
tregaron mni pronto. 

Trae de loa indios venían sus mujeres 
conduciendo con sus respectivos aparejos 
stLS burros, muías j cal>aÍloa, 

Al vei-se dueños de la ciudad, loa indios 
dieron principio al saqueo mas prolijo, 
comenzando por las tiendas y pulperías 
donde uo dejaron botella eon gollete. 

Reforzados con la ebriedad sus instintos 
salvajes, se entregaron a la ejecocion de 
actos horrorosos y repugnantes» Todos los 
habitantes que no habian alc^inzado a re^ 
fujiarse eu la iglesia, hombres, mujeres, 
niños y viejos, fueron bárbaramente aáesi- 
nadüs y descuartizados, ííns troncos arraa- 
tradoB por el suelo y sus cabezas ensartadas 
en las puntas de las lanzas y paseadas por 
las calles en medio de vociferaciones. 

Mientras tanto las indias Ueval>an a 
calKí el saqueo de las casas con una minu- 
ciosidad exclusivamente femenil, no deja- 
ban ni los alfileres. Todo lo L[ue podia ir 
en el lomo de las bestias y en el de las in- 
dias caminaba para la montaüa habitada 
por los saqueadores. 

Esto sucedió el 25 de setiembre, o más 
bien comenzó ese dia y duró hasta el ¿7 
que fué cuando entró la división chilena. 

Durante esos dos dias los habitantes 
permanecieron sitiados eu la iglesia; ahí 
pretendiau los invasores hacerlos morir de 
hambre y sed, y esperaban el trájico fin de 
los huantinos en medio de la crápula más 
desordenada. 

Sabido es que por lo jcuei'al para los eal- 
vapes que entran a saco a una ciudad la 
hermosum femenil es el botin mas precio- 
so: un indio que galopa llevando en la gru- 
pa de su caballo una lirada joven desma- 
yada, ha sido escena repetida mil vecea eu 
mil épocas distintas. 

Pero los indios que se apoderaron de 
Huanta eran una excepción de la reglar a 
pesar de su desenfreno, no ejecutaron actos 
de viokciou. Mas, no podremos decir que 
no lo hicieran por respeto a la>s mujeres, 
puesto f^ne si no les usurpaljan sus gracias 
y hechizos, cu cambio les quitaban la vida 
sin piedad. 

Aquellos indios eran poco galantes. 

El dia 27 al saber que ¡a división chile 
na se aproximaba, abíiudonaron la ciíidac 
y corrieron hasta el puente del Huarpa 
pretendiendo detener a los chilenos. 

Ya hemos visto el resultado de sus pre- 
tensiones: los que no íueron al otro mundo 



— lai — 



^a dar cuenta de sne crímenes, tn vieron tnie 
"huir a refujiarae en los bosques j en las 
moutañfu. 

XLV. 

Huania. 

I5a división alojó en algunas casa» de la 
ciudad, elijiendo hia pertenecientes a indi- 
viduos que ftTidabau con los montoneros, y 
es de advertir (jue en el calor del saqueo 
los indio.s no reconocían propiedades de 
amibos; todos los muebles^ todas lafi mer- 
caderías, todos los objetos eran eousidera- 
dos como fhi Ion osos y se les tomaba. Así 
los que babinn' instigado el ataque tuvie- 
ron su merecido castigo siendo robados por 
laa mismas bordan a quienes azuzaban. 

Los babitantes de la ciudad miraban a 
los chilenos como sus salvadores, y sin em- 
bargo los chilenos estaban eu guerra con 
su ptria, Pero bs enemigos de su patria 
no les bacian niut^un daño, y sus compa- 
triotas se convcrtian para eUos en crueles 
verdugos. 

En las cercanías de sits respectivos cuar- 
teles los oficíales se babían acomodado 
como mejor habiaii podido. 

El capitán Ortigo se había alojado en 
una caGÍta de altos que estaba désbabi* 
tada. 

Los muebles destrozados y los pedazos 
de trapos y papeles revueltos y esparcidos 
por el suelo denunciaban el paso de los 
indios, 

Lostan y Boler se instalaron con BU com- 
pañero. Los tres bicieron tender sus aimas 
en la misma pieza. 

Sus asistentes, buscando por aquí y por 
allií, habían logrado encontrar nn par de 
ollas escapadas a los indios y eu ellas se 
pusieron a hacer la sencilla comida de cos- 
tumbre í atiuqiio esta vez no estuvo tan 
mala la cosa, pues no falfcci una Líallíua y 
algunas verduras cíkjidas en el camino, de 
lo cual venían careciendo desde algunos 
dias. 

Sentados al rededor de una mesa coja 
tabian hecho los honores a una comida 
ne parecía opípara comparada con his de 
)s días prec¿ientes; pero que con todo no 
paso de una cazuela y un troKO de asado 
m un jarro, una taza o nn plato de caíc, 
ígan el utensilio eu que era servido el 

timulante liquido. 



Estaban concluyendo su modesta comida 
los tr^jH capitanea cnaudo entró en la habi- 
tación el capitán Aliajo^a exclamando: 

— ¡Buen pais! excelente país!..- qué lú- 
cumas, qué chirimoyas, qué paltas y qué 
gallinas 1 

Una vela alumbniba la estancia, Lostan 
la cojió con una mano miénti^s con la otra 
alzaba el faldón de la chaqueta de Aliaga, 
y alumbrando el cinturon ne é^te gritó: 

— ¡Que panzada te has dado! has tenido 
que alargar cuatro ptdgadas los tiros de 
tn espada! Lúe u lo, líebogiíbalo, confiésa- 
nos que has ti^ií^ado lo necesario para ha- 
cer estirarse cuatro pulgadas la circnnfc- 
reacia de tn btirriga, 

— Déjate de bromas porque vengo de 
duelo, líe subido hasta aquí para darle uii 
pésauíe a Soler por la herida que boi ha 
recibido lá Cenicienta. ¡Pobre Ceiiicieüta! 
a mí también me hizo el favor de llevarme 
a cuestas algunos trechos al pasar ¡a Cor- 
dilíera, ¿T es grave la herida? 

— Según la opinión del médico de ciibe- 
ceni, soldado de mi compañía que tiene sus 
puntas de vetenuario, sanará si se la cura, 
■—contestó Soler. 

^Merece que se la atienda r ha prestado 
buenos semcíos, 

— Y sobre todo. Soler, — agregó Orrego^ 
— debes tener en cuenta que la yegua ha 
recibido la bala que te mandaban a ti, el 
regalo del corso... Pero ese diautre debe 
haber estado ahí más de una hora esperan- 
do que pasaras para cumplir su anieuíiza, 

— Si antes no se ejercita un poco eu el 
tiro al blanco, dudo mucho que llegue a 
cumplirla con la puntería de que boi ha 
dado muestras errando nn tiro a cuatro 



— No lo erró del todo puesto que hírio 
a tn bestia, y en una marcha el jinete y 
su cabidlo foi^mau, puede decirse, un solo 
individuo, 

- -También a mí, — dijo Lostan, — la Ce- 
nicienta me ha prestado sus lomos, pero 
recuerdo que me hizo pasar una ruda mbia 
ilutes de líej^ar a Huanca vélica por haberse 
echado al suelo cuando montado en ellar 
subía yo a tomar unss alturas. Ese dia 
también me hizo rabiar un individuo que 
boi ha corrido una saerte mas triste qué la 
yegna Cenicienta. 

— ííQuicn fué él? 

— El guia que llevaba. 

— ¿Y qué le ha sucedido? — preguntA 
Aliagtt. 



— 182 _ 



— ¿No baei sabido? El y ese italiano que 
Labift aUjuiludo algunas béEtías a la dívi* 
síon, Be adelanüvron para Degar máñ pron- 
to a H nauta, aburrido» de venir al paso de 
la tropa y deseosos de descansar a su gua- 
to. Pero cjontabfin sin la huéspeda. Aquí 
se encontraron con loe indios, quienca sin 
enti"ai" en pormonores Jes cortaron el pes- 
cnezo, y tanto el guia como el italiuno han 
tenido el honor postumo de aus cabezas 
hayan sido ensartadas en las puntas de las 
lanzas y paseadas por lag calles de la ciu- 
dad, 

— Bien había extrañado yo no ver al 
italiano juntando sus bestias a la llegada. 

— Si ahora el pobre pudiera juntar algo, 
juntaría su cuerpo con su cubeza... Por lo 
demás, lo t]|tie han hecho los indios con 
esos dos individuos es mui lójico; venian 
ambos al servicio do la división y los in- 
dios los ban tratado como a enemigos: al 
fin y al cabo nosotros somos sus enemigos 
y es natuml que nos ha^^au todo el mal po- 
sible, están eu su perfecto derecho, Pero 
lo verdaderamente abominable es lo que 
han hecho con los habitantes de esta ciu- 
dad que son sus compatriotas; saquearlos 
y asesinarlos jxírque no querían lia^er la 
temeraria locura de oponene a nuestra en- 
trada en la dudad eaiocicndo de los ele- 
mentos necesarios para la resistencia; esto 
es lo que me parece abominable, una obra 
de biírbaros malvados. Y no son tanto de 
culpar los indios como loa blancos qne los 
han instigado a ejecutar la sangrienta de- 
vastación. Desde los tiempos de Golon^ los 
liombres blancos, loa civilizados, han sido 
para los de piel cobriza, para los salvajes, 
maestros de la maldad y del vicio ^ la liis- 
toria nos cuenta mil ejemplos, y aquí se 
presenta hoi uño: los indios vecinos esta- 
ban tranquilos en la montaña cuidando sus 
maizales y sus gauados, cuando he ahí que 
se les aparecen algunos blancos habiéndo- 
les de crápula y pillaje, y dándoles rifles y 
municiones; avivan sus pasiones; con el 
aliciente del saqueo que les muestran como 
una cosa licita, santa y buen», los salvajes 
no vacilan, sacuden au habitual pereza y 
empuñando rifles y lanzas caen sobre loa 
habitantes de Iluanta como una partida 
de salteadores más bien que de guerreros. 
Una vez ebrios de licor y de sangre, roban 
y matan sín qne nadie pueda contenerlos, 
6US mismos instigadoj-ea si pretenden en- 
tonces anjctarlos, pueden quemarse en el 
fuego que ellos mismos han encendido. 



— Yes la verdad,— observó Orrego, — 
es la verdad lo qite dice Loatan, pues lag' 
casas de muchos cacer tatas incitadores de- 
los Indiosi han ai do también sarjueadaa. 

— Naturalmente; ahora los salvaje por 
instinto hacen la guerra de razas: conside- 
ran como enemigos a todos los blancoa^. 
chilenos o peruanos, y adn a loe meztizoBr 
los cholos. 

— De todas maneras» a pesar de que baii 
obrado por instigación ajeoo, los indioS' 
merecen ser castigadas, — dijo Aliaga. 

— Esto es clarísimo, — replicó Lostan; — 
si un individno aauza sobre mi a una jau- 
ría de perros, yo comienzo por dar de pa— 
los a los perros, sin perjuicio de adminis- 
trarle una paliza al dueño, reconociendo 
que éste es mi verdadero enemigo. 

Los cuatro comisan eros siguí erou dis* 
curriendo un rato sobre cata materia. 

Al cabo de algún tiempo. Aliaga dijo 
sonriendo, 

— ^Me estoi riendo de nna cosa, 

—¿Y es ella?... 

— [Estos üinoa son mui vivos!... no 
pierden tiempo,,, í^upónganae que al ve- 
nir para acá vi una puerta de calle abierta, 
y creyendo que seria alguna casíi deshabi- 
tada, entré con la intención de ver si me^^ 
con venia para alojarme en ella; a los pocos 
pasos diviso a mi buen teniente Martel 
mui sentado en nn sofá al lado de una 
serranita y en grandes couvei'P-aciones con^ 
ella, y ella le ponia la oi-eja cerca de la 
boca para escucnarle mejor. 

— Y no hace má^ de dos horas qne he- 
mos llegado; de veras que, como dices, 
estos niños son mui vivos. 

Los cuatro capitanes continuaron ha- 
ciendo algimas bromas sobre el caso. 

Como se recordará, el teniente MarteL 
era de la misma compañía e íntimo amigo 
de Alvar, y ya de él nos, hemos ocupado 
a la lijera. 

Luego que entró la división en Huanta- 
y so hubo pasado lista, ol teniente salió a 
andar por las calles distraídamente. 

En una puerta divisó a una joven nada^ 
mal parecida, y habiéndola enc^íutrado 
muí adecuada a sn gusto, se acerco a ell% 
pregnutándole cortésmente si había teñid" 
mucho que sufrir con el asalto de los in 
dios: no faltaba materia de conversación 
ésta se alargó, y la joven invitó a entrr 
al oficial para moatrarle los destrozos hi 
choB en la casa por loa saqneadoi-ea. 



— 183 — 



Ahí se Imlld el oñcial con nna eeñora 
liermana mayor de la joven j dueña d(i 
-casa, que estaba algo enferma con las pri- 
vaciones sufridas en los dos dias que estu- 
TO entre los eítifwlos ca la iglesia, 

Líft conversación se animó. Martel de- 

^mostró mucho ínteres por la enferma j 

ofreció traerle algunos remedios del boti- 

-quin de la ambulancia, para lo cual salió 

j regresó mu i pronto. 

Después de liacer durar bu visita nn par 
-de horas, se retiro prometiendo volver al 
di a siguiente para i uf orinarse de la salud 
-de la enferma. 

Supo qne la joven se llamaba María, y 
aunque uo pudo saber qué impresión lo 
Iiabrian causado ciertas palabras dulces 
'COino las pinas de la montaña vecina, liai 
-<;osas que se adivinan..- ahí están los ojos 
que sabeu dar miradas.,- y la boca que 
salje sonreír..* 

El próximo día fué de descanso, 
Como de costumbre, se pusieron avan- 
zadas cliíleufls en las afueras de la ciudad. 
Los montoneros desde las montañas y des- 
43e los bosques hacían disparos sobre ellas. 
Hasta durante ]a noche se habían oído 
tiros. 

También los indios habían cortado en 
loB cerros el agua que corría por líis ace- 
quiafl, que era la del consumo. Varías veces 
tnvo que mandarse jente de caballería para 
-destruirlos tacos. Los indios la recibían 
-a balazos, había su tí roteo ^ muchos de ellos 
pagaban muí caro bus hostilidades; pero 
-el resultado era que se hacia correr el 

La tropa que estaba desocupada, como 
lo hacía siempre que habia nn día de des- 
■ canso, con lo que compraba en el pueblo 
a las cholas j con las verduras que había 
«ojidoenel camino, se preparaba algún 
' comistrajo. Los que al pasar por el bosque 
"■ habían logrado poner la mano encima del 
cogote de una gallina, se saboreaban co- 
miendo su buena cazuela. 

T mientras hacían la díje^tion se ocu- 
paban en zurcir su ropa destrozada en !as 
marchas^ y principalmente en hacerle ojo- 
tas o sandalias del cuero de las reses cuar- 
^teadas para el rancho, porque de las botas 
solo quedaban las cañas... Esa primitiva 
Bpecie de calzado era llamada chalala. 
Aqne! soldado zumbón de quien antes 
irnos hablado, soUa decir exhalando un 
imico suspiro: 



— ¡Cómo lloraría mí mamita si me viem 
andar con rMlalas!^^^ elJa que desde chi- 
quito rae cuidaba tanto los pi^... 

No faltaba en la cíodad chicha de maía 
y chicha de molle. Tanto la tropa como 
los oñcii*lea bebían de ellas largos tragos, 
en La Sierra se hablan acostumbrado a 
beber de esos líquidos. Esto uo estaba pro- 
hibido, porque aquellas chichas no produ- 
cen embriaguez, son algo como aloja; si 
loa indios y cholos se emborrachan con 
ellas, es por la sencilla razón de que a ve- 
ces les ponen aguardiente... con tal n^qui- 
quito bien podrían embriagarse con el agua 
cnstalina que corre por sus profundas que- 
bradas. 

Durante e! día la tropa franca y loa 
oficíales daban algunas vueltas por las ca- 
lles vieudo los destrozos hechos por loa 
indios, y encontrando una multitud de 
cholas ({tie no se cansaban de llorar con- 
templando el desbarajuste hecho en sus 
miserables bienes. 

Como era de esperarlo, el teniente Mar- 
tel no se olvidó de hacer la visita prome- 
tida en la noche antecedente, 

María tuvo una encantadoi'a sonrisa 
para recibirlo, Coi^sn sombrero de pita 7 
sa rebozo de lana, no carecía la joven de 
cierta gracia. 

Asi lo pensó Martel j no tardó en ma- 
nifestárselo a ella con las mejores palabras 
gue encontró en el diccionario de su ima- 
ji nación. 

Y como palabras saca¿i palabras y razo- 
nes sacan razones, las frases del teniente 
sacaban respuesta de la serrana y la cou- 
versación se animaba. 

Teniendo el oficial que regresar pronto 
a su cnartel, por asuntos del servicio, su 
visita quedó cortada; pero en cuanto se 
vio desocupado, la añadió. 

Esto se repitió en todo e! día, de manera 
que sus compañeros decían a Martel en los 
ratos que lo veían: 

— Td te nos pierdes a cada instante. 

En la noche se ordenó que el día siguien- 
te por la mañana salieran cuatro compa- 
ñías de infantería, cada una por distinta 
lado, hacia los cuatro puntos cardinales» 

Veinte o treinta hombres de caballería 
debían acompañar a cada una de ellas. 

Estas fuerzas habían de buscar a los in- 
dios eu BUS mismos ranchos y castigarloa 



— 184 — 



Sor su ataque a h divisiou y por el saqueo 
e la ciudad, 

XLYI. 

Castigo impuesto a los saquea- 
dores. 

A las seis de la maBana se encontrabau 
formadas en la plaza de la ciudad las cua- 
tro eompafiías autedicliaa. Eran dos de ca- 
da batallón de ¡uf asteria. 

Bien podría decirse tpie Hiianta cstd en 
el centro de nn bosque, Pero éste uo es 
una selva inculta, Hai en él YÍñaSj m ai 7.a' 
lee, cañaverales, alfalfares y mucUos otros 
plantíoB y sembrados cultivados por el 
iombre, 

Al oriente un alto cordón de njontanas 
, limita la planicie. 

Las faldas de esas montañas ofrecen un 
aspecto de los más pintorescos; son habi- 
tadas y cultivadas por los indios; cada tino 
posee su peqtieña estancia en la cual planta 
o siembra lo que conviene. Vistas desde 
la ciudad, las faldas parecen un enorme 
escudo de armas con mil escaques de di- 
versos colores. 

Las compañías se pusieron pronto en 
marcha cada una con 11 rumbo que le fué 
designado- 
La del capitán Lostan debía subir a las 
montatías. 

Para ejecutar esto marcha Lostan hacia 
el norte por el plan como una legua hasta 
llegar a cierto pueblecito cuyo nombre no 
recordamos. En su camino iba divisando 
muchedumbre de indios en las montañas 
que tiraban algunos fusilazos. Las balas 
pasaban de rn bando las hojas de los árbo- 
les; poro Lostan no contestaba esos tiros 
por ser miii grande la distancia a que se 
encontraban los enemigos; sus balas vi- 
niendo de arriba reconian bien todo ese 
trayecto; mas, de abajo para arriba, los 
proyectiles de los chilenos no alcanzaban 
a llegar; osto debían saberlo muí bien los 
indios y por eso se dejaban ver en grandes 
grupos. 

Cuando hubo llegado la compañía al 
pueblecito antedicho^ cambió de rumbo, 
marchó al oriente para subir a las monta- 
ñas por nna quebrada* 

Era esta quebrada un paisaje lindísimo. 
Bajaba por ella despenándose un torrente 
de agua tan cristalina que los soldados la 
bebian sin tener sed. Multitud de árboles 



extendían sus frondosas ramas recibiendo 
los rayos del sol naciente; ni la más leve 
brisa sacndia sus hojas, y entre éstas se 
dejaba oir un chirrido destemplado cada 
vez que alguna bala las rompia abiicndoae 
paso. 

— ;Qdó hermosa mañana y qué bello pa- 
raje !^di jo Lostan dirijiéndose a su te* 
niente; — miífi propio stíría venir aquí con 
un pincel y una paleta qce con nn rifie j 
una canana. 

La compañía comenzó la ascensión. 

Los soldados iban uno en pos de otro y 
conservando cierta distancia de manera de 
uo presentar mucho blanco a loa ene- 
migos, 

A medida que los chilenos subían, loa 
indios y montoneros también ascendían a 
las partea más alUis de la montaña. Por fía 
aparecieron en la cima de un gran promon- 
torio que hacia el lado por donde venían 
los chilenos parecía cortado a pique; era 
imposible subir a el de frente. 

Ahí se detuvieron los enemigos, y en 
medio de un atmnador vocerío se pusieron 
a echar galgas y a tirar balazos y honda- 
zos. 

La compañía seguía marchando en el 
mejor orden. Ningún soldado disparaba 
nn tiro mientras no se lo ordenaban. 

Las mnniciones estaban escaseando mu- 
cho en la división y por este motivo Los- 
tan uo ordenaba hacer fuego sino cuando 
babia probabilidad de no perder el plomo. 

Viendo los indios que se les tiraba poco, 
no vacilaban en mostrarse sobre la cumbre 
lanzando grandes gritos, entre los cual^ 
se oía principalmente; 

— iJílmui! jámuil 

Esto sígnifíca, u venid, venid, j 

De cuando en cuando Lostan mandaba 
descargar sus rifles a cuatro o seis soldados. 
Come si nn resorte los moviera, todos los 
indios desapax^ecian echándose al suelo. 
Pronto volvían a mostrarse con mayor^ 

glltüS. 

De esta manera prosiguió avanzando la 
tropa. Cuando estuvo a una cuadra de dis- 
tancia del promontorio, marchó hacía la 
derecha describiendo un cuarto de círeulo 
hasta quedar a la izquierda de los enemi- 
gos. Por este lado había una subida menos 
difícil 

jVI llegar a una estancia cercada de m - 
rallas, Lostan hizo que su tropa se senta , 
a descansar guai'ecida por ellaa- Muí caí - 
sada venia la jente, pues había subido f . 



— 185 — 



^ét8Tierfl«, porque toda la Gubídu esUba 
-dominada por las galgas y los fuegos del 
enemigo, 

Miéutras tanto LoBtau se pnfw a exami- 
nar el terreno. 

Los indtoB estaban tan entusiasmado^ 
-con el alboroto y la bulla que tenían, que 
-^eguiaa echando galgas, aunqoe ja no po- 
dían ha(.*er daño con ellas. 

Tres o cnatro de lo* mejores tiradores 
-de la compañía sostenían el fuego de los 
enemigos apuntando con toda caluia para 
DO despej'diciar sus ciípsulas. Con el hecho 
►de estar día a di a en esa clase de combates, 
lo8 soldados ^ habían acostumbrado a elloí^, 
-de tal modo que aj verlos ahí cualquiera 
hnbiera pensado que estaban en un ejer- 
cicio de tiro al blanco. Todos los eoMadoa 
en el mayor orden* ningnuo se atrevía a 
-descargar su rifle sin que previamente se 
la ordenaran, ni tampoco, aunque con el 
impulso natural del moldado chileno siutie^ 
ra deseos de atacar de f rente j osaba mover- 
:se de su puesto sabiendo que por ello en 
vez de ser aplaudido podía ser castigado, 
pues que con su arrojo desbarataría quizás 
«1 plan de su capitán* 

Lfostan para no hacer un nutrido fuego 
sobre los enemigos tenía dos poderosos mo* 
íivos. Era uno la escasez de municiones 
que se bacía sentir ya en la divieion; éstas 
■con tan continuos tiroteos habían merma- 
do mncho. El otro era. que los indios con 
el estraendo de cien rifles disparando a !a 
vez, podían amedrentarse y huir a otras 
altarais mayores y más lejanas donde esca- 
parían. 

Mientras deíicansaba la tropa, el capitau 
-legnia examinando con la vista el terreno. 

Al cabo de diez mínatoa llamó al oficial 
■qoe mandaba la fuerza de caballería, vein- 
ticinco hombres de Carabineros, y^cñalán- 
*dole eon la mano cierta prominencia, le 
■dijo: 

— Vayase usted con su jente por esa 
loma para cortar la retirada o perstfguir al 
^enemigo, según el caso. Voi a mandar 
también a retaguardia de usted veinticinco 
hombres de infantería. Yo atacaré por 
nnestra izouierda. 

La caballería desñló y la siguió la fuerza 
-do infantería mencionada por el capitán, 

''as galgas, hondazos y balazos aumen- 
úi ju considerablemente y también la vo- 
c a, 

uando fué tiempo, Loatan con el grue- 
¡A ,e k compañía te diríjió a trepar sobre 



el promontorio ocupado por los enemigos. 

La tropa marchaba díspei'sa en guerrilla. 
Era de ver la pericia de aquella jcntc tan 
habituada ya a esa especie de asaltos. Apro- 
vechando las escabrosidades del terreno 
para esquivar las galgas, uo descargando 
su rifle sin tener blanco seguro, escurrién- 
dose por aquí j deslizándose por allá, snbia 
con gran lijereza- 

Los indios envalentonados por su núme- 
ro y su posición, se sostuvieron rancho 
tiempo; dos de ellos apurados por echar 
galgas ae despeñaron con ellas? galgas, ba- 
lazos, hondazos y hasta tierra,,, lanzaban 
sobi-e los asaltadores. 

Sin embargo, a medida que loe chilenos 
subían, muchos se iban dispersando, puea 
conocían que no eran capaces de pelear 
cuerpo a cuerpo con los soldados. Sola- 
mente nuoB pocos de los más tenaces per- 
manecí un ahí cuando llegaron a la cumbre 
los primeros soldados, y éstos trae una 
breve lucha tenían seguramente el éxito 
favorable. 

Desde la cima se veía una estensa ban- 
dada de indios fujitivos perseguida por los 
carabineros y los veinticinco infantes que 
habían dado con antelación un rodeo para 
coi-tarles la retirada. El indio que era al- 
canzado, al ver el sable o el yatagán, ex- 
clamaba con voz suplicante: 

De ahí que los soldados llamaran taifcLcm 
a aqnellos indíjenas. 

En la cima del promontorio pudo ver 
Lüstan que los indios no carecían de cs- 
tratejia. Tenían sus parapetos mui bien 
dispuestos con dos órdenes de trincheras; 
grandes peñascos socavados y listos para 
arrojarlos como galgas sobre los asaltado- 
res; montones de piedras, cada una del 
tamaño del puño, para arrojarlas con la 
honda, y muchas otras medidas de guerra. 

Esa especie de fortaleza debían tenerla 
preparada deade dias antes temiendo un 
ataque. 

Varios cadáveres esparcidos por el suelo 
y con heridas en la cabeza o en el pecho 
demostraban qne habían sido certcraa la« 
punterías de ios soldados. 

En el centro de la meseta liabía un Hin- 
cho que parecia servir de cuartel para 
avanzadas; deiitro de él se hallaron algunos 
cancos de chícba que vino muí bien a los 
soldados para la sed. 

La caballería persiguió a los derrotado» 

22 



_ 18fi — 



hssta donde fué posible, hasta llegar a im 
lugar tan escabroso que era intransitable 
para los cabnllo»^ 

Después dti destruir las armas que m 
habían tomado a loa enemigos, Lostan mar- 
chó hacia arriba por Ja cima del promon- 
torio para llegar hasta un sendero que por 
aliase divisaba. 

A su paso iba encoaitrando mus cadáve- 
res d: mon tonel os. También tuvo ocasión 
do com templar un luctuoso cuadro inespe- 
rado, 

En las faldas septentrionales del pío- 
Bioutorío una mujer y algunos niños hor- 
rosamenee despedazados yacían entre las 
piedras y la tierra, Fíicilmeate se oom- 
prepdía la causa de acjucl sangriento des- 
^ trozo. En el lomo del cerro los indios ha- 
bian querido precipitar un peñasco hacia 
el sur por donde venían los chilenos, pero 
t la pesada mole se inchiió hacia ei norte y 
se despeñó aplastando a su paw a aquella 
india que con sus hijos se había puesto al 
lado contrario del ceiro para li binarse de las 
balas. Eso debía haber sucedido algunas 
horas antes a juzgar por el color negruzco 
de la sanare. 

No siendo ya posible perseguir más a 
ios fiijiiivos que corriendo como gamos 
habían tomado mucha distancia, Lostan 
hizo tocar retirada a los que miis lejos an- 
daban tras de los indios, y se dispuso a 
descender. 

Cincuenta o sesenta indios o montoneros 
habían pagado con la vida los crímenes 
cometidos en Hnanta y los ataques hecho^ 
a [a divisíom 

Al bajar de la montaña Lostan según 
las órdenes que tenía iba haciendo destruir 
los ranchos donde se hallaban armas u ob- 
jetos de los robados en Huanta- También 
hacia arrear algunas bestias de carga para 
reponer las que venia perdiendo la divi- 
eion. 

Por la mitad de la bajada Lostau se en- 
contró con Soler que venia con ku compa- 
ñía. Habiéndose visto desde la ciudad las 
galgas y el gran niimcro de enemigos que 
se defendía do Lostan, enviaron otra com- 
pañía para reforzarle. 

Todos los indios mnertos tenían colgado 
al cuello un bolsón y dentro de ól, cancha, 
maíz tostado; los soldados se aprovechaban 
- de esto para distraer el apetito, 

Al encontmr uno do esos teudido exáni- 
me en e3 suelo, al^n sold^ido metiéndole 
, k mano en el bolsón solía decir: 



— Carifioso el tai taco; aquí me ed^b^ 
esperando con cancha,,. 

Centena rea de gallinas había en la mon- 
taña y turieroQ aquel dia su San Baitolo- 
mc: buena fué la reoojida que hicieroD lo» 
soldados. 

El descenso no pudo ser muí rápido por 
que veníau dos caballos de los carabineros 
heridos que sólo podían andar mui lenta* 
mente y cuyas heridas no eran bastante 
g[ aves para matiirlos como se hacia en tales 
casos con el objeto de que si samiban no^ 
sirvieran a log enemigos; eran caímllos chi- 
lenos y en aquellas alturas teman un pre- 
cio inestimable* Como a las tres y medía 
de la tarde llegó la sompañía de Lostan y 
la de Soler a laciudí^d. 

Las otras tres compañías de infantería 
qne hablan síilido en diversas direcciones 
ya estaban en la ciudad después de haber 
tenido sus tiroteo» y haber castigado a los 
indios hostiles que encontraron. 

En uua de catas compañías qne anda- 
vieron por el bosque iba el teniente Mai'- 
tel. Tan pronto como se hubo desocupado 
y comido algo a la lijera, se lavó para sa-^ 
carse de la cara el polvo del camino y siu 
perder tiempo se dirijió... 

¿Adonde? 

¿Adonde había de ser sino a casa de 
María? 

. Y María al verlo no demostró ninguna, 
especie de pena; al contrario puso una cara^ 
de aleluya. 

\ Dichoso el teniente Martel que al re- 
gresar de ifna excursión tenia quien lepu-^ 
siera cara de aleluya I 



XLVII 

De Huantá á Pohgora, y de Pon- 
gora a Ayacucho. 

Gran sentimiento demostraban los huan- 
tinos el dia siguiente por la mañana al ver: 
partir la división chilena. Se velan expues- 
tos a ser nuevamente atacados por los in*- 
dios. Jluchos $er prepararon. a seguir a los 
chilenos hasta Ayacucho qne. distaba ocha- 
leguas. 

. En las pri^I^^aé horas de la marcha i )S^ 
montoneros dispararon algunos tiros, p( ro- 
luego se les alejó. ',,.,., ' , . 

A poco an^ar terminó el bosque y < )- 



, .\ 



187- 



'latQíá el mal camino, pero por fortuna sin 
grandes repechos, 

Al medí odiar llegó la división al pueblo 
^e Pacaicasft. 

Loa habitantes de esto pueblecíto, indios 
pacíficoB, salieron a recibirla con banderas 
blancas y gran entnalasmo- Hubo repiques 
de campanas j aclamaciones amistosas. 

Rodeando los Tecinoe ^\ coronel Urriola 
griíaban: ^ 

— ¡Vira el señor Cliíleí 

Este era todo el castellano que saWan. 

A! mismo tiempo invitaban cOn chicha 
* de maÍ2 a los chilenos. 

También demoatrabm su regocijo con 
saltos, brincos y carreras que eran para la 
riaa. 

Aquellos remotos indios crcian de buena 
fe que Chile era na caballero que después 
de haber STidudo por muchas ¡>arbes les ha- 
cia el honor de pasar por su pueblo. 

A los fioldíidoH no Íes ^^ustaban mucho 
esta& recepciones amistosas ; apenas veian 
las banderas blancas en un pueblo decian: 

— Hoi no tendremos gallinas- 

Con efecto, en los lugares donde se re- 
cibía pacíficamente a la división les estaba 
prohibido tocar ni las plumas de un pollo; 
así es que preferian algunos balazos a trne- 
qii« de comer camela... 

El sol estaba íjuemando con mucha fuer- 
za, y siendo i>oco lo que faltaba para llegar 
al alojamiento, la hacieüda de Pongora, se 
' deacanso en el pueblo dos o tres horas, 

A ka cinco de la tarde la división llega- 
ba a la mencionada hacienda. Era Un pre- 

- eioso lugar cruzado por nn rio^ 

Aunque no había Lecho para la tropa, 
no se hacia sentir esta falta porque la tem- 
peratura era benigna. 

Como había árboles, algunos, mas bien 
por placer qne por necesidad se fabricaban 
una ramada para pasar la noche. 

El cielo estaba des|jejado y por primera 
-^rez se fijaron los que componian la divi- 
sión en aquella luz rojiza que poresetiem-^ 
po apareció cu los ciclos y que tanto preo- 

- cupo a loa astrónomos, 

— ^Por fin estamos a las puertas de Aya- 

— Por fin vamos a llegar, 

— Sólo tres leí^uas nos faltan. 

— Saldremos antes de las cnatro de la 

anana y estallemos allá a melodía. 



Todas estas fijases y otras semejantes se 
oian aquella n,oche. 

Poco después de las tres de la mañana 
se puso en marcha la división. 

Estaba oscuro y bastante trabajó costó" 
trepar una cuesta infernal de piedra que 
era: [a primera parte del camino. 

Pasada ésta, la cosa no era tan mala, y 
además vino la luz del día. 

Cosa de las siete y media seria cuando 
se divisó a la distancia, tendida muelle- 
mente en una planicie, la ciudad de Aya- 
cucho con sus veinticuatro o veintiocho 
iglesias. 

Un calor tropical se desprendía del sol 
y esto hacia comprender cuan prudente 
había sido partir tan de madrugada. 

A la entrada de la ciudad se detuvo la 
división un momento para qíie la tropa 
arreglara sus rollos y se acomodara el traje 
lo íaejor posible con el objeto de no pre- 
sentar muí triste aspecto, 

El capitán Lostan se había apeado de 
su caballo y lavándose la cara con el agi|a 
de unfe caramayola decía a Soler: 

— Con tal que no mé esté acicalando de 
balde, que la ponderada ciudad de Ayacu- 
cho no sea una estampa de las demás de 
La Sierra. 

— No parece... ¿no ves tantas casas, tan- 
tas iglesias?... 

— En honor de ellas me estoi lavando... 
El cuello de la camisa no me lo veo; pero 
a juzgar por el de la tuya, adivino que ne- 
cesita un pan de jabón. 

— ^Con un pañuelo so arregla esto... ¿no 
ves?... así... 

— All rigJit... voi a hacer otro tanto... 
Ahora una pasada de escobilla.. , tengo una 
en mi morral... Eso es. i. 

Y haciendo lo que decian, trataban de 
darse un aspecto medianamente decente; 
pero no era fácil conseguirlo: con las mar- 
chas su ropa dejaba mucho que desear 
respecto a limpieza y cohesión... 

La división se unió, la tropa formó en 
orden, los oficíales de infantería se apearon 
y colocaron en sus compañías conforme a 
la táctica, y luego se marchó en esta forma 
para entrar a la ciudad como si la división 
regresara de un ejercicio. 

Oficiales y soldados miraban natural- 
mente con curiosidad las calles y edificios 
de aquélla ciudad, ya que yara llegar a ella 
tantas penurias habían tenido que sufrir. 

Una multitud de habitantes en las ace- 
itas, en las boáacalles y en las ventanas y 



i 



— 188 - 



balcoDea obserraba la entrada de la di vi- 
si ou. 

Lo qut; miÍB llamaba la atención de loe 
cliilenos tira el gran número de clürigoíi j 
frailes que se diviBaba entre lo^ paisanos, 
y la shucvpa de laa ajaeiiehaii^s. 

Es la íthiicupa un peíjueño rebozo de 
baje ha, una Iwlita como dicen en Huaoca- 
yo, de lo cual ya hemos hablado ; ka aya- 
cuchanas doblan ese pedazo de bajete 
dándole una forma triangular y se lo po- 
nen sobre la cabeza, do eneas quet^ido, sino 
tendido encima p Esto lo hacen las indias 
j laa cholas. 

Gaai la totalidad de la jente que se reia 
era de la raza cobriza. 

El teniente Alvar marchando en su com- 
pañía lanzaba a todos lados escudriñadoras 
miradas esperando ver una cara cjue le em 
mui conocida; pero no lo consigmó. 

En diversas casas j conventos fiio aljo- 
jada la división; los vecinos, que dias an- 
tea habían manifestado no hacer resisten- 
cia^ tenían listo el alojamiento, y era éste 
mejor sin comparación que los que hasta 
entonces habla ve]iido teniendo en el tra- 
yecto- 

Tan pronto como se encontraron deso- 
cupados, después de haber dejado instalada 
la tropa en su cuartel, varios oficiales sa- 
lieron en busca de algún hotel donde poder 
almorzar, pnes ja era tiempo. Todo lo que 
para el caso eucontrarou, por no haber 
más en laciudad, fué una fonda de chinos- 
Ahí comieron algo quedando dispuestos a 
no regresar. 

El capitán Lostan no se olvidaba del 
encargo que tenia de entregar cierta carta 
en Ajacucho. Después de almorzar pensó 
que lo primero era tener alojamiento. 

Frente a su cuartel se habia designado 
una casa deshabitada para hospedaje de los 
oficiales del batallón; las piezas no eran 
muchas y por consiguiente varios debían 
ocapar una misma habitación. Como lo ha- 
bia hecho durante toda la marcha, Lostan 
se acomodó en compañía de Orrego y So- 
ler. Tan pronto como llegó su caballo y su 
muía que habían quedado en poder de su 
asistente afuera de la ciudad, pues las bes- 
tias debían entrar después de la división, 
hizo colocar su cama en un rincón de la 
pieza, y tras de tan sencillo preparativo 
<iuedó ya instalado. 

La casa carecía de toda especie de mne- 
blaje, de consiguiente^ pai» lavarse nueva- 



mente, Lostan tuvo |que mandar buscar a 
la pila un poco de agua en una caramayo- 
la. Cuando la tuvo, a falta de palangana se 
lavó "a pulso" y a falta de espejo se peía ó 
"de memorLi." 

En seguida se cepilló la ropa largo rato, 
j aunque al fin de todp reconoció qae no 
estaba mui galano, se resolvió a salir. 

La plaza principal de Ayacucho está ro- 
deada de portales y en estos hai tiendas. 
Allíi se dirijió Lost^u, y preguntando pron- 
to supo donde estaba la casa del aeñor X,.» 

Ahí debía encontrarse alojada la señora 
Melgar, según se lo habia indicado Gomes 
al darle la carta en Huancavelica. ' 

Es de sospechar que si el capitán se apre- 
suraba tanto por cumplir el encargo de en- 
tregar aquella carta, parte en su prisa de- 
bía tener el deseo de conocer a la sobrina, 
a esa Lucía de quien Bosa le habia habla- 
do. 

En la casa del señor X..>, Lostan se ha- 
lló con criados iudíjenas que hablaban so- 
lamente fpiirhíta. Yaliéndose de un intér- 
prete logró saber que el dueño de casa no 
estaba en Ayacucho, sí no en otra ciudad 
lijan a f j en cuanto a doña M^iuela Mel- 
gar, no se laoonocia- 

—¿Y dónde voi a encontrar esa señora? 
— se preguntó el capitán* 

Andando por el comercio y noticiítndofifr 
de varias personas, todo lo que logró saber 
fué que dos o tres meses antes habia veni- 
do efectivamente de Lima esa señora con 
una niña; pero que bolo de paso estti?o en ^ 
Ayacucho, pues pronto partió no se sabia 
para dónde. 

Por su parte el teniente Alvar había re- 
corrido muchas calles con la espemnxa de^ 
divisar en alguna ventana o balcón a Lu- 
cía. Todo fué inútil. 

Habiendo divisado en los portales a Los- 
tan, se resolvió a apersonarse le í era para él 
el medio más corto de salir de dudas. 

— Capitán, dispénseme que le híiga una 
pregunta. 

— Hágame, teniente, las que guste, con 
tal de que no quiera preguntarme en qué^ 
se puede aquí matar el tiempo, pues no lo 
sé^ hace unas pocas horas c^ue me encuen- 
tro en Ayacucho, en la antigua Huaman-^ 
ga, y ya estoi aburrido por no saber qné= 
hacer. 

—Es otrfi cosa lo que deseo que ustt I 
me diga, — replicó, Alvar sonriendo. 

— ^Veamos, pues. 



— 189 — 



— Só qne usted trae nna cnrta para doña 
Mantietíi Melgar, y qnísient saber si ha vis- 
to usted d eaa señora y en qué casa vive. 

Con DI u cha calma sacó LoatQn nn par 
de ci garrí lloB y ofreciendo nno al teniente 
]e dija jm usadamente con acento de chan- 
ca: 

— Este asunto liaí que tratarlo nnií des- 
pacio. Usted debe conocer a esa señora y 
qnizaa tanjbien a,*41gnieii qnc la acompa- 
ña. 

— En efecto: las conozco, 

— I Hum í ya jxireció aqnello, . - pues yo 
no Ifls cxjüozco, y sin embargo me intere- 
saría saber alj^o de ellas porque he trabado 
amistad con personas de su familia^ y no 
está lejos íjue lle^^ne a tener relaciones con 
ellas mi SI u as p 

Ya que la casualidad u otro motivo ilm 
a poner a Lostan en relacioiies coo la ti a 
de Lucía, Alvar comprendió que por varias 
causas convenia que el capítaa estuviera al 
corriente de ans asuntos, y sin vacilar se 
pufio a referirle la historia de sus amores. 

Cuando hul>o concluido, ya Lostan sen- 
tia mucho meiror deseo de apurarse pai-a 
entregar la nirta de que em portador. 

— Pues, teniente, — le dijo, — tal vea lo- 
gre usted ser más afortunado que yo en sa- 
ber el paradero de la ti a y la sobrina; a raí 
no me hi\,sido posible averíí^uar más qtic 
«ato: hace dos o tres meses ambas estuvie- 
ron en esta ciudad, pero muí pronto par- 
tieron no se sabe para donde. 

XLYIII 

En Ayacucho. 

La ciudad de Ayacucho, o Hnamanga, 
como persisten en llamarla los indíjenas a 
pesar de que en 1825 en recuerdo de la vic- 
toria obtenida el año precedente por loa pa- 
triotas en un In^ar vecino llamado Ayacn- 
clio [''rincón de muertos"] se le di ó este 
nombre; aquella ciudad encierra unos vein- 
te o veinticinco mil habitantes y es una de 
las u)¿B grandes y poWadas de La Sierra. 

Sus casas sou de piedra y es de notar el 
gran número de iglesias que se elevan en 
eu recinto, llegan ellas hasta veinticuatro o 
"ids. 

Su comercio tiene regular movimiento* 
jos artículos extranjeros' son mni caros» pe- 
3 en cambio loa del pais son baratos. La 
sgada de la división chilena hizo uua do^ 



table alteración en el pi-ecío de eatoa últí— 
mos, las indias, que son princi pálmente 
quienes comercian con el los, se apresuraron 
a duplicar bu valor como Bucedia siempre 
en tales casos en La Sierra; para esto no 
había di v^erjencía de opiniones, indios, cho- 
los y blancos, nacionales y eíir^jeros, to^ 
dos ios comerciantes eíi taba n acordes en es- 
trujar el bolsillo de los chilenos. 

Ño faltan industriales en Ayacucho, A 
la mayor parte de los soldados chilenos ac 
les mandó hacer pantalones de cordellatCr 
que aunqne no mni durübleSí buenos servi- 
cios prestaron, pues los de paño que traian 
ya no resistían míis aureidos. También se 
surtió la tropa de zapatos que se compra- 
ban poco a poco en los tendales de la pla- 
za, porque a pesar de que alii se vendía cal- 
zado en abundancia, Jas dimensiones no 
siempre correspondian con los robustos pies 
del soldado i 

Por el feo aspecto que ofrtician, no ae le» 
daba pnerta franca a los soldados de chaia^ 
las. En píirtidas dí^díez o doce los llevaban 
los ofícíajps a la plaza a comprar zapatos;- 
los que tenian el píe chico se calzaban pron- 
tamente, pero los ctros.,. teoian que rene- 
gar contra las pequeñas hormas usadas ei* 
Ajacucho» y regresal>an de mal humor at 
cuartel donde debían quedar en reclusión, 
hasta que ae **encontrara la horma de su 
zapato.'' 

Esto sucedía en las mañanas* A esas 
horas la plaza se convertía en un mercado 
o feria. Comestibles^ calzado, ropa, de todo» 
se vendia ahí por las indias que no sabían 
de castellano nicís que dos palabras, rmJ j 
liudio. Los chilenos se eutendiau con ellas- 
por señas para comprarles algo, y aquello 
daba naturalmente lugar a mil cómicas es- 
cenas. 

— Ojta real, — decía una india a un sol- 
dado. 

T este debía entender *'sei& reales/' o st 
no, designar con una mano el objeto qne- 
quena comprar y con la otra ir agrnpando 
real sobre real hasta qne la india se mes- 
tizara satisfecha. 

Todo eso en los primeros días era motivo- 
de di\*crsion, pero después se iba haciendo 
fastidioso. 

No solamente la ropa y el calzado de los^ 
chilenos expedicionarios había llegado en 
nn estado deplorable; el traje natural, el 
pellejo propio, no había sido mejor tratado 
por la intemperie en las marchas; bien cla- 
ramente lo denunciaban las caras con el 



— 190 — 



cutis í[n obrado y sol 1ji ruado, los labios ras- 
gadoa y las nances desollé judas» 

Debajo de la piel la cosa no andaba mii- 
cUo mejor. Comidas a destiempo y menu- 
deados aynnos en medio de pesadas mar* 
chas e i numerables fatigas, no es e) sistema 
más propicio para engordar lu para t-ener 
buena salnÜ. Si el c lí ti s sollamado impedía 
notar la palidez de los semblantííi, no ocul- 
taba las grandes ojeras, como tampoco las 
cbaq netas ahora amplias escoudian la flacu- 
ra de loíi cuerpos. No era raro por consi- 
guiente ver en las ambulancias un gran nú- 
mero de enfermos. 

El ranclio de la ti'opa que en las marcliujs 
no había pasado jeneralmente de ü^wn, car- 
ne y ííal, pasó en a Ayacucho a recibir pre- 
ciosas alteración es: en bs calderos, con la 
carne herviaii ahora zapallos, papas, co- 
les, repollos y otras vordui'as y adherentes 
que elevaban la pitanza al rango de una 
suculenta olla podrida; <^sto sucedía dos ve- 
ces ñj día, en i a mañana y en la tarde, e 
iba en compafjia de una ración de ]>an; ade- 
más por la madrngada se repartía café. 

Con todo, los soldados no se atenían ex- 
clpsivamente a la olla oficial; se daban sus 
hartazgos de frutas y otras golosinas que 
compraban en la ciudad mostrando gran 
preferencia por k^s pinas que en aquella 
tierra se encontr alian al alcance de sus bol- 
sillos: un real o real y medio costa Im cada 
una, de modo que con poco gasto podían 
goaar el placer de llenarse la tripa con tan 
delicada fruta. 

Cierto es que muclios de ellos bubíeran 
querido apurar la dijestian con unos bue- 
nos tragos de pisco de lea que bueno y ba> 
rato se expendía en las tiendi^s y pulpe- 
rías de Ayacucho; pero a los comerciantes 
les fué absolutamente prohibido vender a 
la tropa licores espirituosos, y los soldados 
hubieron de contentarse con la chira [ra- 
ción de pisco que se les daba por la maña- 
na] y con la chicha o el vino, bebida que 
se les toleraba sicmpi-e que no abusaran de 
ella» 

También los oficiales trataban de recu- 
perar el tiempo perdido haciendo jugar el 
diente, E^to lea servia para contentar el es- 
tómago y para matar el tiempo a falta de 
otras entretenciones. 

Lostau solia decir: 

—Me he puesto comedor de puro abu- 
rrimiento; no hallo qué hacer y estoi siem- 
pre deseando que llegue la hora de almor- 
zar o de comer pam pasar el rato- 



En efecto, la vida i}ara los chilenos, co- 
mo en las otras ciudades de La Sierra don- 
de habí a a est^ido, era monótona y fastidio- 
sa. Las familias se retraían de tener rela- 
ciones con ellos por temor a los moíitone- 
ros, y no les faltaba razón, pues posterior- 
mente las que hubieron abíertfj sus salones 
a loi oficiales eipedicionaríos sufrieron te- 
rribles jaques a ans personas y a sus bie- 
nes. 

Una de las pocas eutretencíones em ob- 
servar las costumbres de los habitantes, al- 
gunas de las euale<i llamaban la atcnoion 
de los chilenos, principalmente las relati- 
vas al fanatismo de los ayacuchanos. A las- 
diez de la mañana se tocaban algunas cam^ 
panadas en la catedral, y al oirías, todos loa 
transeúntes en las calles, en la plaaa y en 
los portales caían de rodillas y rezaban; es- 
to se repetía ctra vez a las cinco de la tar- 
de* Cuando se llevaba el viítico a un en* 
fermo, el sacerdote iba debajo de un palio 
y tms de él marchaban al g irnos músicos, 
uno con una flauta y otro con un flímtín, 
otro con un víolin y otro más con uu vio- 
1 vu ^ aquellos cuatro tocaba» y una muche- 
dumbre de mujeres seguía en pos cantando í 
pai'a el caso las devotas se sacabanja ^hu- 
cíqm de la cabeza, y desenvolviéndola se la 
ponían como mant:). 

No continuaremos hablando de^ la^ cos- 
tumbres ayacuchanas por¿jne seria tarea 
muí Jarg^ para esta narración; solo mea- 
cionürenios cuando sea preciso aquellas que 
tengan alguna relación con nuestro relato. 
Gruesos vohimenes se necesitanan Henar 
para describir los nsj:^, trajes y lenguas de 
los pueblos que hallaba en su trayecto la 
división expediciouaria chilena; tenieudo 
casi cada población diferente clima y di- 
versas produceíopes, sus costumbres y ves- 
tidos eran distintos, como lo eran sus dia- 
lectos; todos caos pueblos podía decirse qae 
eran pequeñas naciones distintas, aunque 
la constitución poniana las reunía en una 
sola, cosa que por lo demás sus habitantes 
parecían ignorar por completo. 

Aquellos indíjenas eran peruanos por la 
lei; pero tenían tantas noticias de la exis- 
tencia del Peni como de la salud del bei 
de Tunes, Cada uno se consideraba nacio- 
nal de su pueblo, y una prueba muí revé* 
ladora de esto e^ que sü batían con bastan- 
te valor para defender su cojuarca, y no es- 
taban dispuestos a enrolarse en los batallo- 
nes para marchar a Ja costa en defensa de 
la república peruana- Ya hemos visto que 



— 191 — 



p^autacar la división chileiia cada mon- 
tonera o indiada peleaba en bu comarca. 

Los caballos y las l)estias de carga de la 
dimisión faeron mandados a los potreros 
vecinos. 

Pero eran tantos los animales que mui 
luego concinián.los alfalfales cercamos v se 
hacia preciso llevarlos a otros más retira- 
dos. 

Esta circunstancia podia infundir a los 
montoneros la idea de atacar la caballada, 
y en previsión se dispuso que dos compa- 
ñías de infantería fueran destacadas para 
custodiarla. 

Con este fin partiaf de la ciudad una com- 
pañía de cada batallón y durante una se- 
mana permanecia'dcBtacada, sin regresar 
hasta que otra compañía iba a relevarla. 



El teniente Alvar habia tratado en va- 
no de inquirir noticias de Lucía; nada ha- 
bia logrado saber de ella ni de su tia. 

Poco a poco fué perdiendo la esperanza 
que abrigara de encontrarla en la ciudad, 
y concluyó por aguardar tranquilamente 
que alguna casualidad imprevista lo sacara 
de dudas. 

Alvar era el teniente más antiguo de su 
batallón; con este motivo al llegar a Aya- 
oucho se le dio' accidentalmente el mando 
de una compañía q\m no tenia capitán; es- 
to era Ínterin llegaban de Chile sus despa- 
chos, pues habia sido propuesto pira as- 
cender a capitán. 

Encontnüidoso en otra compañía, Alvar 
se vio obligado a dejar a su asistente, pues- 
to que todo oficial sólo podia tener por asis- 
tente un soldado de la compañía en que él 
mismo servia* 

Peralta sintió mucho separarse de su te- 
niente a quien tenia cariño; Alvar también 
sintió esta separación tanto porque también 
habia cobrado afecto al soldado, cuanto 
porque ya éste con el lai^o tiempo que le 
servia se habia :hecho mui conocedor de stts 
gustos y sabia, como suele decirse, adivi** 
narle el pensamiento, además era muí lits-^ 
to y también un excelente buscavidas, cua- 
lidades de alto precio para un asistente en 
campaña. 

' —Guando lleguen mis despachos de ca- 
pitán solicitaré que te pasen a mi compa- 
ñía, lo cual estoi seguro de conseguir, y en^ 
tónces continuarás siendo mi asistente. 

Con estaft piJabras de su teniente, Peral- 



ta se puáo a esperar con paciencia que lle- 
gara Bquel caso, pensando resarcirse del 
disgusto pi*eáente con ser dentro de poco 
asistente de un capitán, lo que al fin era 
tnejor que serlo de un teniente, y conside- 
raba que ól iba a éener su parte en el próxi- 
mo ascenso de Alvar. 

Pero esto debia demorar algún tiempo; 
en Ayacucho la división chilena no recibía 
ninguna especie de correspondencia; los 
montoneros teniaii cortada las comunica- 
ciones; ni una carta ni un diario se recibía; 
podia decirse que al salir de Huaüdayo la 
división se habia retirado del mundo; se 
habia apartado del concierto de la jente ci- 
vilizada porio menos. 

Entre tanto Alvar h^bia tomado otro 
asistente de la compañía que ahora man- 
daba; sin embargo Fei*alta en las horas 
francas acudía a la pieza del teniente y aun- 
que mui pooo habia que hacer en su redu- 
cido equipaje, lo observaba y examinaba 
todo haciendo advertencias al nuevo asis- 
tente con cierto aire majistral; este lo mi- 
i-aba de reojo, pero lo, escuchaba como un 
recluta a un veterano. 
• Llegó un día en que Peralta no pudo 
continuar desempeñando su puesto de viji- 
lante censor; su compañía entraba de deí^ 
tacamente en la hacienda*donde se hallaba^ 
la caballada. 

Como se recordará esa compañía era la 
que mandaba el capitán Orrego. 

XLIX 
Una calaverada. 

Hacia tres o cuatro semanas que la di vi' 
sion chilena estaba en Ayacucho cuando le 
llegó al capitán Orrego el turno de ser des- 
tacado con su compañía a la hacienda de 
San Martin. 

— ^ dia fijado al amanecer partió de la 
ciudad. Después de andar unas tres o cua- 
tro leguas llegó a la hacienda mencionada 
que estaba cerca dé Llamojtachi, entre Aya- 
cucho y Huanta. 

Una semana debia estar destacada, aun*^ 
que no en el mismo lugar, pues no tarda- 
ban más de dos o tres días en agotarse los 
pastos dentina de esas pequeñas haciendas, 
y era preciso trasladar a otta la Caballada 
y naturalmente la tropa que la custodiaba. 

La hacienda estaba completamente des- 
habitada. 



— 193 — 



Losodifícios de clU que ie reducían a una 
casa que fué ocupada por \m oticiales j áoñ 
o tres bodegaa en que alojó la tropa. 

La vida que ahí llevaban los chilenos em 
baatímte abuiridora. Los soldados de caba- 
llería di semi nados por los potreros cuida- 
ban de los caballos* Los de infantei^fa se 
ocupaban en buscar horbatíza^ para prepa- 
mise algún, comistrajo, cu examinar loe ar- 
bolea por si descubrían alguna frata madu- 
ra o que lo estuviera a medíaB, pues en es- 
to lio ge mostraban mui meliud rosos, y los 
que eu contraban harina oe poníait a ama- 
sar para hacer sopaipas o tortas. Los oH- 
dales pasaban la mayor parte del tiempo 
^ü los corredores esperando que se desliza- 
ra aquella semana. 

En la noche gran parte de la infantería 
*e repartía en pequeños piruetea rodeando 
la hacienda para evitar las sorpresas de los 
montoneros, <|uieiies favorecidos por la os- 
curidad bien podían llegar haeta donde es- 
taban los caballos y alborotarlos asustan* 
4olos para que huyeran en todas direccio- 
nes j se pei^áieran cu los montes causando 
un tremendo perjuicio a la división. 



^ El teniente Martel, como se recordara, 
pertenecía a la compañía de Orre^o y por 
^consiguiente era uno de los oficiales aloja- 
dos en San Martin. 

Al extremo de un corredor había una 
pieza a la cual se entraba por una puerta 
de una hoja. El mueblaje de esta habita- 
ción se componía de un catre de fierro y 
una ventana por la cual penetraba el aire 
perfumado por las plantas y árboles de un 
huerto colindante. Ahí se habia instalado 
MartcL 

Desde que llegó a la hacienda no podía 
apartarse de su mente [la idea de que mío 
tres o cuatro leguas de camino lo sepam- 
,ban de Huanta. En aquella ciudaid estaba 
MarÍJi, aquella scrranita que tan amable se 
iiabia mostrado con él 

— De un galope podría ponerme allá, — 
solía decirse pensando en la dulce sonrisa 
j el armonioso acento pecnliar de la niña 
que tanto encanto le daba a su voa. 

Sin embargo, la distancia era pequeña, 
pero los peligros eran grandes para reco- 
rrerla, todos loa alrededores estaban cuaja- 
4os de enemigos y aventurarse solo entre 
icUos era una temeridad; mas, no era esto 
lo qne retenia a Martel, sino que llevaba a 



cabo esa calaverada y lo sabia el capitán, 

podia cmtarle un serio castigo. 

Con todo, la idea segnia brincándole en 
la cabeza. 

Una mañana oyó que al pié de bu venta- 
tana decia la voz de un soldado qne halla- 
l^n con otro : 

— Por ese camino se llega hasta Huanta; 
la semana pasada fuimos unos cuantos a 
buscar potreros y llegamos cerquita (leí 
pueblo- 

Martel Be asomó a la ventana y vio que 
que el que hablaba era un carabinero; se 
njó en sn cara. 

Al gimas horas wáA tarde se echó a an* 
dar por los alrededores de la casa y no tar- 
dó en volver a divisar al carabinero ; le hi- 
zo utia seña a la cual obedeció ese acu- 
diendo al punto, 

—¿ Usted conoce ese camino que va a 
Huanta ! — le preguntó. 

^Sí, mi teniente, 

— ^¿ Podría andarlo en la noche sin per- 
derse ? 

—Como no, pues, mí teniente: cuando 
yo he pasado por un camino no se me ol- 
vida nunca; ¿no ve que ya estoi viejo en 
esto?... 

— Pues bien; yo quisiera ir esta noche a 
Huanta ; pero como no he andado por estos 
lugares, sino por el otro lado, por donde ae 
vino la división, en ta noche me extravia- 
da. V 

— Pídele a mi alférez qne me mande a 
mí de raqueano y lo llevo derechifco* 

Martel miró al soldado aonriéndose de un 
modo exprecifio y contestó: 

— Es el caso que no quiero que ni él ni 
nadie sepa nada de esto viajecito hasta des- 
pués.,. 

El carabinero no neceaitftba qne se le 
dijera una palabra mita para comprender de 
qué se trataba. Aquella calaverada que po- 
dría calificarse de locura le entusiasmó de 
golpe. Salir&e del campamento eu la noche 
y galopar por los lugares ocupados por el 
enemigo era una a ventum demasiado agra- 
dable para rehusarla» sobre todo siendo a 
escondidas de sus superiores. 

— Se hace la arrancada, pues, mí tenien- 
te, — contestó sin vacilar. 

— Necesitamos dos caballos buenos. 

— Eso déjelo a nñ cnidado; ¿a qué ho- 
ras le parece que montemos? 

— A eso de las nueve, que ya estará to- 
do el mundo durmiendo. 

— A esa hora estarán ensillados dos ani- 



— 193 — 



males de lo qué liai de bueno, . * ya lea ten- 
^0 ecbado el ojo- 

— Serií preciso íjiie oated lleve sn cara- 
bina por lo que pndiera suceder..- 

— Esa no nití abandoíia nunca. 

El teniente 7 el carabinero siguieron 
concertando sn plan liaata dejar U>do acor- 
dado. 



Martel al decir qoe nndic debia tener no- 
ticia de la escapada quti iba a liEicer^ biso 
sin duda excepción en favor de nno de ^m 
compañcroí^, nn subteniente, Annqne no 
ei"a probable, bíuii podía suceder qnc micn- 
tras anduviera ausente el capitán lo nece- 
sitara para algún asunto del servicio y le 
con'^enia que alguien pudiera dar una dis- 
CQJpa. 

Él subteniente que no era m:ís cuerdo 
que el teniente, ea vea de disuadirlo, le do- 
cia con a tí uti miento; 

— i Qué diantre I estar yo de semana ! 
siu esto, te liabrít^ acomimñado, aunque 
fuera sólo por el gusto de liaoer una enca- 
pada.-. 

Estas palabras no eran por cierto para 
desalentar al teniente. 

Luego que se oscureció, k tropa se reti- 
ró a sus cuadras y los oficialea después de 
charlar un rato fueron yendo cu busca de 
SQS camas. 

Martel fué de loa primeros en irse a su 
habitación. 

Una vez ahí se puso un sombrero de pa- 
ño que usaba en las marchas y un largo 
poncho de lana. Con este traje tenia un 
aspecto de paisano. 

Encima de la mesa había un revólver de 
seis tiros que había pedido prestado al sub- 
teniente. Lo eojió y guarda en el bolsillo 
de sus pantalones. En otro bolsillo se uehó 
una cajíta con algunas c^ipsulas. 

Al cinto llevaba también su espida, que 
130 se veía, oculta por el amplio poncho. 

Después de haecr estos preparatÍ\^os, 
apagó i a vela que alumbraba la estancia y 
al>rió la ^ entana< Luego de un salto salió 
por ella, 

Baliendo por la puerta habría sido visto 
por vario,>i oficialeSj y entre ellos Orrego, 
que estaban en el corredor. 

La ventana, como hemoa dicho, daba a 
un huerto. 

Martel anduvo algunos pasos hasta salir 
'de éb 



Apoca distancia columbró unae som- 
bras* Se acercó a ellas preguntando: 

— jEs usted? 

— Sí, mi teniente, — contestó una voz. 

Luego reconoció Martel al carabinero, 
qaien tenia de las riendas dos caballos* 

— Son doíí liestias de lo me joreito... ca- 
paces de ir a IT nauta y volver de un galope. 

— Magnífico, para que alcancemos a es* 
tar de vuelta iinties de que rompa el all>a. 

Un. minuto después los dos caballos mar- 
chaban con sus jinetes* 

Luego se oyó el grito de la centinela de 
una avanzada que daba el ''quién vive/* 
Murtel se dio a reconocer y pudo conti- 
nuar su camino, pues las avanzadas tenian 
ói'dtíu de no dejar salir del campamento a 
la tropa, pero aquello no rejia con los ofí- 
dales. 

Es verdad que si Orrego hubiera sospe- 
chado la calaverada de su teniente, la or- 
den se habiía hecho extensiva a todo el 
mando. 

La luz rojiza de ese fenómeno vesperti- 
no de que ya hemos hablado, y después la 
de las estrellas, alumbraban el camino lo 
suíiciente para hacerlo transitable. 

Aunque no era de presumir que los moa- 
tí>ueros o los íudíos tms ñocha ran asechan- 
do el camino, no dejaba de ser probable 
que tuvieran sus avanzadas. 

La vía por largo trecbo seguía a k orilla 
de un rio poco caudaloso. A veces cruzaba 
arboledas y a veces terrenas e^itóriies, hasta 
que por fin se internaba en el bosque de 
que áutes hemos hablado en cuyo centro 
miLí5 o menos esta Iluanta, pero no por los 
lados recorridos por la división chilena que 
había pasado de norte a sur, sino por el 
costado occidentíiL 

Aunque la noche no estaba mui oscum, 
Miu'tel y el carabinero no podían apurar 
mucho a sus cabalgaduras porque el piso 
no era mui parejo. 

Muchos ranchos y casitas hallaban a su 
paso; mas, debían estar deshabitados o 
bien sus moradores dormían tramjuilamen- 
te, pu6S a ningún ser humano se veia ni 
oía. 

81 n tropiezos llegaron hasta los afusilas 
de la ciudad. 

Ahí se detuvieron un instante. 

— ¡^i entnimos a caballo eu la cíud.iíi 
nossentirán quízilíí,— dijo Martel a su com- 
pañero de escursion. 

23 



L 



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— jQaé nos han de &eTitír! todito el mun- 
do a estttB horas estarcidiinoíendo. 

— No tal; hai algnncs vecinos que hacen 
guardia temiendo qne de nn rato a otro se 
destcuelg^uen otra vez los indios, naí lo lie 
Babido en Áyaccuho. 

— Esos Tecinos no son jente enemiga j 
nos recibirán bien. 

— Tal vez í pero a minóme conviene 
que me vean; ciial<]nÍGra de ellos podía co- 
nocerme y de sepjuro contaría a ofcroa i|ne 
me f labia visto aquí, j de boca en boca no 
tardaría la noticia en llegar a oidos del co- 
ronel, portjue constantemente est¡üi yendo 
huantinoB para Ayacucho. 

— Tambicn es cierto esto* 

— Entrando a pié, se desliza uno por lae 
paredes, j ai llegan a verlo así con sombre^ 
ro y ponebo^ creer¿tn qne es cualquier pai- 
sano que va por la calle, 

— Pero, ¿j los caballos donde los deja- 
moB? 

—Por aquí entre loa árboles, fuera del 
camino* 

— ^; Sol os?.., no tcndrian raáa que encon* 
trai'los los indios así ensillad! tos j montar- 
Be en ellos... j adiós mí plata... 

— No, pnesí la cosa seria f|ue se queda- 
ra usted con los caballos mientras yo voi 
a la ciadad. 

— Bueno, pues, mi teniente; entre a la 
ciudad y yo lo esj^xjro aquí, a nn lado del 
camino. 

Ambos se apearon y tirando de las rien- 
das a los animales se internaron nn poco 
en la floresta. 

Cambiaron algmms palabras múE j que- 
dó convenido que M artel entraría en H nau- 
ta, y a sn regreso, ai por la oscuridad no 
podía llegar exactamente al sitio donde le 
esperaba el canibinero, silbaría entonando 
el toque de atención para anunciar su 
vuelta» 

Martel desanduvo algunos pasos y se en- 
contró nuevamente en el camino caliendo 
de la floresta que se veia envuelta en com- 
pletas tinieblas. 

Resueltamente y a paso largo se echó a 
andar hacia la poblacioo. 

Como cuatro o seis cuadras tenía que 
recorrer para entrar en el recinto propia- 
mente urbano, y desde luego el camino se 
iba con virtiendo en ima calle de casas y 
huertas, 

Martel reconoció aquella parte de la vía 
por baberla transitado anteriormente el día 



en que salió con su compañía a bacer una 
esciirsíon por las oercíinií^s de Huanta. 

Esto le dio mayor segiuridad para cami- 
nar. 

Poco a poco laíí casas se vcian más agru- 
padas, y al cabo de nn<^ pocos minutos 
Marte] ee encontró en las cailef» de la ciu- 
dad. 

Ni una Inz se divisaba, y el agua al an- 
aurrar deslizándose por los arroyos era lo 
único que Ínt-errnmpia el silencio- 

Ksta soledad agradó aí teniente que no^ 
deseaba encontrarse con nadie. 

Avanzaba sin vacilación, cruzó la ^laza 
y sin haber hallado a ningún ser viviente 
llegó hasta una calle que ya debia conocer 
muí bien hasta en ana detalles, puesto que 
ni aun miraba a sus lados para orientarse. 

Junto a una ventana se detuvo. 

El ruido de unos golpecitos débilea y 
acompasados se dejó oir alterando por nn 
segundo el silencio profundo. 

Se repitió dos o tres veces con algunoa 
intervalos, y los ojos de Martel habituadoB 
a la oscuridad de aquella noche, pudieron 
ver íjne una hoja de la ventana se abría. 

— ¿Es usted? — preguntó una voz que 
trataba de abogar un expresión de sorpresa, 
y esl^ voz tenia el dejo particular de María 
que tanto agradaba a Slartel, 

— Ya ve bien que soi el mismo,^con- 
tcató el oficial. 

—¿Y cómo está usted aquí? ¿Acaso han 
regresado los chilenos? ¿Qué significa 
esto?... 

Estas y oti*as preguntas hacia la voz;, y 
al mismo tíem|>o la otra hoja de la ventana 
se abría. 

No había reja ni rejillaj ni barrotes de 
fierro ni de madera; parecía la boca de una 
cueva aquella ventana abierta en la oscuri- 
dad. Pero ai era cueva no había de haber 
dentro de ella ningún monstruo, pues Mar- 
tel entra sin demotrar el menor suato- 



El teniente Martel en un trance 
apurado. 

Era de suponer que Martel queiia regre- 
sar a sti campamento en la misma nof*hp 
llegar allá antes que amaneciera, de 
modo podía pasar desapercibida su es 
padíi, y adcmiís, cu la noche era menos 
ligroso transitar por un cainíno lleno 



/ 



— 195 — 



'enemigos, quienes no le verían en la oscu- 
ridad, pero que a la luz del dia lo divisa- 
rían i rre mi si ble méate . 

No fcodas hñ liaras aon del mismo largo; 
esta es una meutira que parece verdad. Pa- 
rece verdad para el hombre que mide el 
iiempo de su ^ída por hoi'as de placer y 
por horas de pesar; acuellas son cortas j 
éstSiE son largas, aunriiie el reloj a todas las 
'halle iguales. 

Algo de esto debií^ Bueeder a Marttíl 
a.qnclla noeiieí tai ^ ez le pareció que las ho- 
ras perdÍHU gran parte de siis minutos, así 
-como el i.|ue hnye se despoja de en carga 
para correr más líjero. 

El cielo estaba perdiendo parte de su os- 
curidad y las estiellas píirte de su brillo, 
•cuando el teniente iba caminando a baen 
paso por la plaza de Huimta- 

— ííe me ha hecho tarde; está comen- 
zando a amanecer, -^murmuraba; — con tal 
que llegue aiitcis de que el capitán se haya 
levantado-., ahora con la clan dad se puede 
galopar por el camino, y en una hora n 
hora j media,.. 

Un ruido confuso que llegó hasta sus 
oidos le hÍK0 interrumpir gn monólogo. 

Aquel ruido se sentía h?ieia retaguardíaj 
-como diría él en términos militares. 

Tornó rápidaineiiLe la cabeza, y a lo 
lejos, cosa de dos o tres cuadra^^ divisó una 
. masa sombría encajonada en la calle. La 
luz naciente del dia no alcanztiha a ahim- 
brar aquello. Pero el raído, anmentaudOj 
-<lejó conocer qcie pi'ocedia de una gran vo- 
cería. 

—¿Qué es esto?— ^ preguntó. 

Casi a ese mismo tíernpo, cual si fuera 
una rcspuestfi a su pregunta, oyó el teniente 
^Toces agndas f[ue gritaban con espanto; 

— ;L€S indios! los indios! 

Como ]>or instinto Jilr.rtel se llevó una 
mano al bolsillo en que tenia un revólver y 
,1a otra a la empuñadura de su espada. 

Los gritos de terror cundían. 

^Qnc diablos voi a hacer aquí yo solo,,, 
no hai ni que pensarlo, buscar mi caballo 
es lo primero... vamos andando.., vienen 
lejos todavía* 

Raciocinando de este modo siguió camí- 
. Bando el oficial. 

Algo como ocho cuadi-as le faltaban para 
'' »ar al sitio en que debía estar eft|Tcrán- 

el carabinero, 

ja voz de alarma cundió con nna rapi- 

s admirable entre los habitantes ya pre- 



venidos; por todas partes pcrcibia el oficial 
que gritaban; 

— ;Los indios I los indios! 

Las pueitas se abriau y bultos blancos 
corrían hi^ia la pla^za : eran sin duda jeate 
que eu camisa buscaba el refujio de la igle- 
sia, 

lilartel contíu\;aba avanzando en direc- 
ción opuesta, hiicia la parte occidental. La 
masa opaca con su vocería venia por el 
oriente, seguramente de la montaña. 

La cíaridiid de la aurora aumentaba con 
esa prontitud ixicnliar de los crepúsculos 
en la zona tórrida. 

Ya habia salido el teniente del recinto 
urbano y se encontraba en aquella parte 
del camino en que, antes de entrar en el 
bosque, se pasaba entre casas y huertos. 

La gritería ae ilm haciendo menos sen.* 
si ble. 

— Los indios se han repartido por la ciu- 
Aixá y se hau quedado en ella; si supieran 
que por aquí anda uu chileno solo, como 
perros se veudrian sobre mí con qué gus- 
to.,. Ya se divisa el bosque; en cinco mi- 
nutos msís estaré a caballo; el cai-abinero 
no debe haber sentido nada de la bulla de 
los indios, 

EsLo ibii pensando el teniente cuando 
sintió otra algi^zara hacia su frente ¿Seria 
un eco de la grita que la caterva salvaje 
tenia en la ciudad? íío era de creerlo; no 
habia cerros ni quebradas por ese lado 
donde pudieran reix^rcutir las voces ¿Seria 
otra turba que veuía del bosque? Esto pa- 
recía la verdad. 

Con el oidü atento y mirando a todos 
lados para reconocer el terreno. Marte I no 
detuvo su marcha. 

Los gritos se hacían cada vez más per- 
ceptibles; ya no podía caljer duda de que 
otra mncbedumbre venía por ese lado. 

De pronto vio el teniente f[ue saliendo 
del bosque nn enjambre de indios entraba 
eu el camino como entmn las aga^is fluvia- 
les en el lecho de un rio. 

—¡Estol encerrado! — murmuró, 

Pero no se turbó por esto ; comprendió 
perfectamente bien su situación. 

Con su revólver y su espada podría de- 
fenderse nn momento; mas al fin lo abru- 
maría el número de los enemigos, quienes 
adtímáa de sus lanzas y hondas tenían al- 
gunos rifles. Quedándose en el camino fá- 
cilmente seria ultimado de nn balazo. Le 
convenia colocarse en algún lugar donde al 
menos pudiera hacerse pagar cara la vida. 



— 196 - 



Ko había tiempo qne pei-der. 

Be un salto &e tfepó Kobre una tapia qiie 
delineaba el camino; paaó al otro lado y se 
encontró eu un huerto. A ].>ooos posos ac 
veia una ctisa a la cual debía pertenecer el 
huerto; era im edificio bajo de regulara 
dimenaionea cuyaa puertas estaban cerra- 
das; E\ tenia moradores, éstos debí a u dor- 
mir y en su sueño nada hablan sentido de 
la f^ritería que preaajiaba un saqueo. 

Martel pensó en entrar a aquella casa; 
en una casa hEii diver^'is habitaciooes, 
puertas y mueblca y puede uno con un re- 
vólver defcndL^rse por lar^o i^ato cotí ve ti' 
taja* Pero si esa casa estaba habitada en- 
contrada en ellas nuevos enemit?os, porque 
al fin y al cabo loa dos bandos, loa i odios y 
los blancos, eran enemigos do el como chi- 
leno; y aunque estos últimoa se habían 
BQOStrado amistosos con la división expedi- 
cionaria, no era de esperar que se mostra- 
ran tan afables con un chileno solo, aislado 
y mucho menos que se eucoatrarau dis- 
puestos a guarecerlo con peligro de sus pro- 
pias vidas, pues si entraban atí loa indios* 
¿qué mayor prueba de ser r7u7eíií)sos que 
tener en una casa a un oficial chileno? con 
esto Bi los iudiüs cataban ánteü dispuestos 
a dejar ccn vida a los moradores, los asesi- 
narian sin remisión, Ademiís la casa p>áia 
estar habitada por caceristns o montoneros 
y entrando en ella el teniente no habla ga- 
nado sino encontrar nuevos eiiemif^os. 

Todas estas reflexiones se hizo Martcl en 
un segundo. 

Quedarse en el huerto uo era prudente; 
el primer indio que asomara por ahí lo 
descubrirla y darla la voz de alarma tras 
do la cual una horda de salvajes inundaría 
aquel sitio. 

Pascó una mirada en contorno buscando 
nn lugar mus seguro 

En La Sierra es costumbre que las casas 
tengan nn Hobrado o desván el cual sirve 
de granero; para subir a él hí\i por el es- 
teríor una escalera de piedras o adobes* 
Ya hemos hablado de uno de estos, que fué 
aquel desde donde el capitán Los tan sos- 
tuvo sabrosos dícílogos con Rosa eu Huan- 
cayo. 

Pegada a una de las paredes de la casa 
que tenia a la vista^ Mar t el divisó una es- 
calera de adobes que daba subida al desvau* 

Be dirijió hilcia ella apresiu'ada rúente y 
subió. Una puertecilla cerrada y sujeta por 
por un pestillo era la entrada al sobrado. 
El teniente corrió el pestillo y empujó la 



puertecilla; ésta se abrió fácilmente y aquél 
pudo entrar, lo que hizo cerrando nueva- 
mente la entrada. 

Todo esto fué Lecho en breves instan- 
tes. 

Dos ventanillas alumbraban el desván 
que era bastante grande. 1 labia ahí trojes^ 
cancos y porongos llenos de maiz, cebada 
o trigo, y habas y arvejas y otras legum- 
bres secas; trastos viejos y otras cüaas por 
el estilo. 

El ámbito del desván tenia la forma de 
un prisma tri angular y estaba dividido en 
dos departamentos (píese comunicaban por 
un hueco hecho como para colocar en él 
una puerta, 

Martcl examinando el sitio en que se en- 
contraba se asomó por aquel hueco y vio 
que el departamento contiguo era seme- 
jante al primero que habia visto en la for- 
ma y tíimbien en los objetos que lo ocu- 
pabíin. 

Miéntrivs tanto el ruido de la vocería se 
acei"caba. 

El tenientefué a asomarse cautelosamente 
por una rendija de la puertecilla, y por ea- 
cima de la tapia uue separaba el huerto del 
camino pudo ver las puntas de algunas laa- 
zas {jue se moviau avanzando hacia la ciu- 
dad; era claro que los indio» se dirijian 
para allá. 

Wimndo ya por la rendija, ya por la 
ventanilla, veía el desfile de aquellas armas 
oyendo a la vez una gritería de palabraa 
qtic no comprendía porque eran del qai- 
chucu 

A \'eGe8 en la pauta de alguna de las 
lanzas se veia como pendón de guerra na 
bulto que el teniente no alcanzaba a dis- 
tiuguir; pero que fácilmente adivinaba en 
el la cabeza o un alguu trozo humano, 
pues ya contícia las costumbres de los sal- 
vajes, 

— Con tal que estos bárbíiros no hayan 
encontrado al carabinero; pero nó, el cara- 
binero no es niño que se deje poner la rnaao 
encima como un cordero de corral; habría 
hecho fuego con eu carabina y aquí se ha- 
brían sentido los disparos... Con tal que ft 
estos demonios no se les antoje venir para 
acií...algnn trabajo les habia de costar, 
pero al lin acabañan conmigo,^, 

Y murmurando esto, el oficial sacaba |1 
su bolsillo la cajita de cápsulas que traia 
las contaba. 

— Yeintiuna, y con las seis que tiene ' 
revólver son veintisiete cápsiilas..- aqi 



— 197 — 



tengo donde parapets^nne-, , pero estos dia- 
blos ai me descubren son mni capaces de 
prenderle fuego a la casa,... 

De pronto ^ ió que an ser humano sal- 
taba por la tapia: era un indio Sacó bu re- 
TÓlver y estuvo a panto de disparar j mas 
aquello solo serviría paní dar la alarma 
a la turba salvaje, pues el indio se hallaba 
fiíera del alcance del revólver. 

Tras de aqiael saltó otro, y lucj^o otros 
y otros; en un momento el huerto estuvo 
ifeno de iudíjenas armados con lanzas, gu.- 
Ttotes, hondas y arraas de fuego, No mé- 
BOfl de «escuta rentan aproximtlndose a k 
casa. 

íío pretendemos hacer de Maiiel un lié- 
roe épico ni siquiera uno de uno de roman- 
ce, un Juan Sin- miedo, un hombre exen- 
to de las debilidades humanas; nada de es- 
to; estaraos escribiendo una novela en que 
Be halian amalgamados una multitud de 
hechos históricos j los personajes que fi- 
guran en ella no son enteramente fabulo- 
Boae i m ajina ríos; por eonsicjuiente, no le 
daremos libre expansión a la fantasía, im- 
ra encerrarnos en los estrechos límites de 
la verdad. Con fiddidad y nencillamente 
diremos que M artel al ver la turba salva- 
je encaminándose a la casa donde él esta- 
ba, tuvo miedo, 

Pero no se crea que aquel miedo del co- 
barde que se amilana y pierde el tino; no 
tah Fué aquel miedo traminilo que quizils 
es el valor del filósofo í en sus venas la san- 
gre no se heíój sino que circuló por ellas 
esa sangre fria que da prudencia y discre- 
ción. 

—Aquí la largamos,— nun-m^iró. 

Y sin atolondrarse acumuló algunos cwt- 
fü»y trastos cargando la puertecilla. 

Mientras ejecutaba esto se agolpaban a 
su mente las ideas que construían su ver- 
dadero temor. Hacia tres o cuatro años que 
llevaba la vida de campaña; en varias 
grandes batallas y en muchas escara musías 
se habían encontrado mirando de frente a 
la muerte; :1a muerte ya no le espantaba; 
quedar tendido en un campo de batalla 
donde al dia siguiente sus compañeros re- 
cojerian en cadáver y piadosamente le da- 
rían sepultura con los honores prescritos 
por la Ordenanza, era un fin natural y hon- 
roso para un militaren campaña, y desde 
el primer dia que se puso espada al cinto 
estaba preparado a él; morir a manos del 
enemigo era lójico. Pero que su cuerpo 
fuera descuartizado y qne los trozos san- 



grientos fueran revolcados en el suelo y 
luego enclavados en las lanzas y es carnee i- 
dos por una horda ebria y salvaje,., aque- 
llo le horripilaba, h(.ria su amor propio, su 
orgullo, cae sentimiento peculiar del mili- 
tar pundonoroso que aun para después de 
muerto se siente ávido de honores. 

Cuando Martel hubo amontonado bas- 
tantes objetos para impedirla aiKirtura de^ 
la püertceilla, se dírijió a! desván contiguo* 
que también tenia una puertecilla, la cual 
pensaba atrancar de la raiama manera* 

Iba ya a penetrar en el seguudo desván» 
cuando vio que la puertecilla de óste se- 
abrift, Al punto echó mano a su espada y 
se hizo a un lado sin pasar por la puerta 
de comunicación. 

Clavó la vista y divisó que entraban al 
sobrado dos personas. Eran dos mujeres. 

Una de estas parecía ser madre de la otra 
a juzgar por la edad que representaban. 

Por la prisa que traían y la tribulación 
de que daban muestras se conocía que hu- 
ían y trataban de escondei'se. 

—Cerrar la puerta y asegurarla con mue- 
bles,,, con cancos.*. con todo lo qne pue- 
da... — ^decia la mayor tratando de conte- 
ner la voz. 

— ^Ayñdeme, ti a... este canco que es pe- 
sado. ..eso es.. .este palo también... 

Y diciendo esto las dos mujeres agrupa- 
ban objetos cargíindo la puertecilla, 

— Ahora la puerta del otix> sobrado... 

— ^(iDíablos! vienen para acá,)— pensó' 
el teniente, 

y se ocultó con prontitud tras de unos 
trojes. 

Las dos mujeres entraron corriendo en 
el primer desván. 

— Esta puerta está con barricada, niña, 

—¿Quién la habrá puesto? 

—Seguramente está desde la otra vez 
que pasaron los indios; las cholas de la casa 
la pondrían* 

—Así debe de ser.,, está firme,,. 

— Pero no nos quedemos en este sobra- 
do.. .los indios vienen por este lado y si 
echan bala»s penetrarán hasta aquí . . .al otro, 
al otro,,, ^di jo la mayor empujando a la 
otra hacia el segundo desván. 

— Acá estamos más seguras... 

— ¿Seguras?...; ai nimíl.,,qué seguras 
hemos de estar si no nos ampara la Vírjen 
Santísima! . . . I Válganos Nuestra Señora de 
los Milagros!.,, con tal que estos bárbaros 
no echen candela a la casa y nos quemen 
vivas,.*! iDJOB nos asista!... 



— 198 — 



Y la señora que esto dccia segaia lamen- 
táudose ü invocando a toda la corte celes- 
tial al mismo tiempo que se enjugaba al- 
gunas lágrimas. 

La otra, qne era una ni ñu, auüfjue con 
menores aspavientos, no dejaba de mostrar 
un grau temor. 

—¡Ai, niña, con la carrera se me olvi- 
dó traer la estampa de Nneati'a Scñom del 
Carmen que nos hubiera favorecido. 

— PerOj tia, tiene usted el escapulario- 

—Sí.. -^contestó !a señora extrayéndo- 
se áel seno la piadoE?a insignia que h\i^ú re- 
petidas veces con unción. 

A pemr de lo aerio de las circunstancias, 
Martil que oia todo eeta se sonrió dicién- 
dose: 

— EstiLs tienen máa miedo que yo* 

La gritería y bnlla de los indios se sen- 
tía cada vez más próxima; ya se les oia al 
pié del desván. 

Luego hirieron los oidoa los detonacio- 
nes de algunos fusilazos. 

La tribulación de las dos mujeres crecía 
natural mente. 

Por instantes Martel sentía deseos de 
preseutaráe a ellas tratando de calmarlas e 
infundirles algún ánimo, pero se decia: 

— Kste par de lloronas.*, al verme son 
capaces de asustarse aún más y dar gritos 
que llamen la atención délos indios.. .Ade- 
máñf ¿qnién me aaegura que no digan: 
"^^Entregando a este nos salvamos noso- 
tras*\..y luego rjuieran con voees llamara 
los indios para qne se desfoguen conmigo?.. 
Loque conviene es esperare! curso de los 
«oonteeimientos, a ver si logro salir de es- 
la ratonera en que estoi metido. 

Tratando de no ser visto por las dos mu- 
jeres^ Slartel se acerco a una de las venta- 
nillas del granero y miró con cautela por 

Loa indios en el mayor desorden y con- 
fusión entraban a la casa unos, y otros sa- 
han sacando objetos o rompiendo muebles 
^n medio de una batahola infernal y exha- 
lando vociferaciones en qulrkua^ Algunos 
disparaban balazos al acaso. No eran me- 
nos de cien o ciento cincuenta loa qae se 
veían entregados al sarjueo. 

La señora cual si adivinara lo qne esta- 
ba eucedieudo, deciar 

— ¡Que lo lleven todo, que lo roben todo, 
pero que nos dejen con la vida; esto no 
más te pido Dios mió! 

— No grite j tia... no sea que la oigan..* 

— Síj nifia..* no grito-, cato es horri- 



ble-, en este pais uo se puede vivir... esto 
no es vida,., 

Y la señora segnia clamando» 

De proDto lanzó un grito de espanto j 
se abrazó de la niña. 

Acalmba de sentir que daban golpes a la 
puertecilla del desván. 

— (¡DiantresI ahom la co.m es seria-..) 
— pensó el teniente sintiendo que loa gol- 
pes redoblaban y que se trataba de derri- 
bar la puertecilía. 

Ya iba a lanzarse para comenzar desde 
luego la defensa dasesperada qne e?ítaba 
dispuesto a emprender, cuando la puerta 
cedió y aparecieron dos indios. 

Uno tmía una lanza y el otix> na rifle. 

— Si no fueran mtis f^ue e.stos dos, no se 
i ri an riendo, *^ pe usó Ma rtel . 

Un drama en \xx\ desván. 

Las dos mujeres cayeron al suelo alzan* 
do las manos en actitud de implorar. 

Martsl habia desenvainado su sable y lo 
tenia empuñado con una mano; con la otra 
estrechaba la culata de su revólver. 

El indio de la lanza levantó su arma coa 
ademan umenazante j dírijió a las mujeres 
algunas palabras en quirhni. 

La soñoni temblando de aüsto contestó 
eu el mismo idioma* 

Uno de lo.^ indios cerró entonces la puer- 
tecilla. Parecía que quisieran qutidarse ahí 
los dos salvajes sin que sus comí)añeros lo 
supierau: tal vea deseaban repartirse solos 
el botín que encontraran. 

Tornó el de lanza a liablar a la señora j 
ésta le respondió con voz trémula. 

Después, de un breve diálogo durante el 
cual los dos salteadores no cesaban de ha- 
cer amenazas con siH armas, la señora se 
sacó de los dedos algunos anillos que lle- 
vaba y se los díó diciendo al mismo tiempo 
a la niña. 

— Dales tus anillos..* tus pendientes... 
todo... nos dejarán con %nda. 

— (Parece que la tia sabe ptichiia y la 
niña nó; con tal que esos badulaques se 
contenten con las alhajas y se manden mn- 
dar, la escapada seríí buena). 

Esto pensó Martel viendo que la niña se 
apresuraba a sacarse sus anillos y sus peí 
dientes. 

Los i odios recibieron estas prendas, per 
no parecieron contentos. 



< 



— 199 — 



TJn nuevo di ¿logo se entabló. 

La aflicción de la señora crecia, 

— (i Qué tjuiereu?^ — preguntaba la joven 
tembloroBa. 

— Que les deraoa mú8. 

—Pero Bi no tenemos. 

— Dicen que debemos tener. 

Beguramente loa indios tenían poca fé 
en las palabrns de la señora, pues sin nui- 
chos miramicQtoa ee pusieron a rebuscar 
entre sus ropag. No hacia ella niuguna re- 
BiBtencia a esto; pero la niña caando se vio 
víctima fie igual pesquisa quiso pudorosa- 
mente opouerse; ni sus débiles fnerzas ni 
su conmovedor llanto pudo nada contra la 
codicia brutal de los salvajes. 

Poco satisfechos debieron quedar éstos, 
poiT)ue no hallaron en aí] aellas ninguna 
alhaja eu que pudieran ejercer su rapiña. 

Hasta entonces con dificultad había po- 
dido contenerse ei teniente^ esperando qae 
nna vez sacíiida sn codicia los salteadores 
(nombre íjac bitn mcrecian aquellos sal- 
vajes) se irían. 

Una üscona mucho mus btlrbara que las 
anteriores comenzó. 

Los indios apoyaban sus armas eu el pe- 
cbo de las iufehces mnjcrcs y.i mnertas de 
terror y continuaban nrjiéndolas con pala- 
bras y amenazas. * 

— ^¿Qué quieren ahora? — clamaba la 
niña. 

--Que les domos plata... y si no que nos 
matarán, dicen... — contestaba la sonora 
en el colmo de la dése s]3e ración, 

— ¡ Pero, por Dios, sino tenemos nada, 

Y la niña al decir esto se dírijia a loa 
indios, como si pudieran entender su idio- 
ma, alzando las manos con angustiü; su pá- 
lido y hermcBo semblante, sus lágrimas, sn 
acento suplicante, ernn incapaces de con- 
mover a esos jaguai'es escapados de la mon- 
taña o del bosque. 

La señora apartaba con sus manos la 
punta de la lanza que nn indio le apoyaba 
en el pecho. Enfurecido con esa débil re* 
sistencía natural, el salvaje la cojió ruda- 
mente con nna mano de las muñecas y con 
la otra debió cargar con fuerza la lanza so- 
bre el pecho de su víctima, porque ésta 
eilialó nn alarido de dolor. 

La jüvcn quiso abalanzarse a rechazar el 
arma fatal, pero el otro indio la cojió bru- 

imento del cuello. 

— ¡Que nie mata I... í piedad, por Dios! 

-eaclamrj la señora yéndose do espaldas. 

Martel no pudo contenerse más. Con el 



sable levantado cayó como un rayo sobre 
el indio, y de «n terrible golpe que lo dio 
cu la cabeza lo derribó al sucio. 

Al ver esto el otro indio brincó hacia 
atrás j apuntó con su rifle. 

Pero Marte I que seguramente había pre- 
visto esto, no le dio tiempo de disparar, 
BUndió con ímpetu el revólver que tenía 
en la mano izquierda y cíju la culata de 
éste rompió la frente del salvaje que cayó' 
de bruces al recibir tan rudo ataque* 

El techo del desván siendo mni bajo im- 
pedía al oñcíal descargar sablazos sobre loa 
cuerpos de aquellos miserables. Podía dar- 
leíi de estocadas; |)ero le repugnó herirá 
seres que ae hallaban examines. Oojieudo 
un palo que divisó entre Iüíí trastos que 
ahí hablan, descargó un garrotazo en la ca- 
beza del indio caído el segundo que haeiEt 
algunos movimientos en el rucIo. 

Todo esto fué obra de dos aegnndos. 

Ambas mujeres habían quedado extáti- 
cas, atóuitas, 8in comprender casi lo que 
sucedía, sin saber ai el joven era nn salva- 
dor o un nuevo enemigo oue se presentaba 
a disputar el botíu a los dos indios. 

Por fin la señora hizo ademtin de hablar; 
pero Martel le impuso silencio dícíéndole 
con voz seca: 

— Cállese nsted, señora, o hable en voz 



Tembló ella y murmuró sin poderse con- 
tener paia dÍBÍpar una duda: 

^-Pero usted habla en castellano... no 
es indio... 

—Ya ve usted qno nó... silencio y no 
moverse de ahí... no tengan miedo que- 
ningnn daño pretendo hacerles... 

Las dos mujeres se miraron sin com- 
pren<lei*se, pero un poco respuestas con esas 
palabras. Sin atreverse a hablar ni a mo- 
vei'se veían que el recientemente apareci- 
do amalgamaba objetos para asegurar la 
puerta. 

Guando pareció satisfecho de la firmeza 
de aquella barricada, se acercó a ellas y Íes- 
dijo r 

—Hace un largo rato que estoí aquí; yo 
fui quien puso obstáculos en la otra puerta 
de este granero; yo las vi a ustedes enti-ar 
aquí y he sido testigo de todas las Císüenas 
ocurridíis en este recinto- Creyendo que los 
indios se contentaran con llevarse las alha- 
jan que ustedes les dieron no qiieiia mo- 
verme del otro desván desde donde lo ob- 
servaba todo. Guando vi que uno de ellos 



2Ü0 — 



-fttentaba conbra la vida de usted, señora, 
de uu salto mtí puse rvquí, ., 

La señora 4110 aaano podía diirae caeutft 
de dónde tenia ru tilma, pi"e^tmt6: 

— ¿Y cüu que objeto? 

— Mü guata la pregunta. 

— Segui'aiJieuU;,— ¿i jo la jiiña que pare- 
cía catar más eu sus sentidos qtie su cona- 
poñei'a de suato, — jon el de sal vara 03 la 
vida. 

— La señorita lo ha adivinado mu i bien, 
— replict* Marte 1 

Muí léjo3 de encontrarse tranquila es- 
taba todavía la aejlora ; miiühdS dudas se lo 
ocnrríaUj pero no sabia cómo expresarlas, al 
fin dijo, ávida de saber qué debia espei-ar: 

— ¿Es HHted un amigo?... ¿o viene us- 
ted con loa indios?.-» 

— Veo scííüi'a que aun no se le pasa el 
susto f estí creyendo que jo vengo en com- 
pañía de losindio3-.. 

—Yo no se nada... no sé dónde tengo ]a 
cabeza... Usted parece clii leño por el acen- 
to*. . 

— Lo aoi... 

— ¡ Entonces los oliilenos andan con los 
indios I ^^cxcl amó la aflijida mujer alar- 
mándose nae^'amente, 

—Señora, no diga tal di smrate, ^con- 
testó el teuíeote con desagrado; — tensiva un 
poco de calma j cseúcbemc, pues será pre- 
ciso que le dé una osplicacion para que se 
tranquilice. Yo me eticontiaba solo en 
Huanta al amanecer cuando entraron los 
indios de la montaíla; me vine hacia acá 
para irme donde está mi alojamiento y me 
encontré con los indios del bosque. Yo solo 
no podía batirme con una caterva, 7 apar- 
tándome del camino llegué hasta este des- 
ván y me oeuk¿ en él esperando que los 
indios pasáis n; pero estos salvajes en vez 
de seguir andando hasta Huanta» han en- 
trado a saquear esta casa. 

— Ahora lo comprendo todo,— dijo la 
señora respirando con desahogo; — ustedes 
un compañero en el peligro que aquí corre- 
mos nosotras, 

— Algo parecido; eon diferencia que a 
ustedes podrían tal vez los indios perdo- 
narles la vida, líHéntras que a mí como chi- 
leno jamas consistirían en dejarme vivo; 
eso sí que no les seiia tan fácil matarme a 
mí como matarlas a ustedes que son dos 
personas débiles por su sexo; pero al fin 
logra rian vencerme pneato que son muchí- 
simos contra uno. 

— Es verdad; ellos son tantos... 



— Por ese motivo me conviene estarme 
aquí en lilencio y lea he pedido a ustedes 
que no hagan ruido; cualqaier grito podría 
llamar la atención de los indios que suhi- 
riaa haata aquí, y no es prudente esperar 
qíie siempre fuera yo tan afortunado coma 
con estos dos miserables que yacen ahí. 

La señora tembló nuevamente de soato 
tartamudeando : 

— Sí..* es preciso no hacer baUa... estar 
quietas,,, 

— Es lo esencial , . . Ahrjra voi yo a ob- 
servar por ks ventaniliaa qué hacen loa in- 
dios. 

Martel iba a pasar al desván contiguo, y 
la señoi'a lo detuvo dicíéndole a la ves que 
designaba los cuerpos inertes de loa saltea- 
dores: 

— ¿N'o estarán vivos estos? ¿íío irán a 
venirse otra vez sobre nosotras? 

El teniente se agachó pFira examinarlos, 

^No dan señales de vida, de lo que me 
alegro, pues si algunos de ellos estuviera 
resollando siquiera, me vería obligado a 
ultimarlo para evitar que dando un grito 
llamara a sus compañeros. 

El teniente Martel se puso a atísbar coa 
síjíio por las ventanillas. 

Loa indios continuftban entregados al 
saqueo de la casa con gran alboroto; pero 
ya algunos comenzaban a diri jíasü hacia el 
camino. 

Mténti'as el oficial asechaba, las dos rau- 
jeres estaban pendientes de uu hilo; ya les 
parecía oír que trataban de derribar la 
puertecilla del sobrado. La señora se cneo- 
inendaba a todos los santos del calendario, 
pero no conseguía rezar oración alguna, 
pues hasta el Padre Nuestro se le había ol- 
vidado de goli>e cou el pavor. 

De cuando en cuando el teniente se acer- 
caba a ellas y con algunas palabras les co- 
municaba nn poco de su calma. Pero al 
retirarse aqael o al sentir que los indios 
alzaban el di afosen de su biitahola torna- 
ban a aTigustíarse* 

Por fin empezó a aumentar el número de 
les salvajes que salían de la casa y mar- 
chaban hacia la ciudad. • . 

Poco a poco fue disminuyendo la alga- 
zara y alejándose. 

Un instante de?;pueT M -ir tal se acerca a 
las acongojadas mujeres diciendo: 

—Parece que se han uiarcliado ya todos 
no se divisa ninguno. 

— Wi se oye ru^do,— respondió la nim 



— 201 — 



— Ooíi tal q^ue no regfesen, agregó k se- 
ñora jimieiidí). 

No cf* de presumirlo ; han sacjn^do la 
caaa, se han llevado c na tito han podido, así 
es que no tienen más {¡x\t hacer aquí, 

— ^Que se lo 11 eren todo dejándonos la 
vida! 

— 1^0 seni todo eutar amenté — replicó 
Marttl m n ñ e n d o ; — s i t| u i era se han 1 i bra- 
do las alhajas qne este par de pillos habían 
arrebatado a nsLedes- 

Y rejistrando el holson qne cada lUJo de 
los indios llcvabíi al cuello, encontró las 
prendas mencionadas, 

— Áí^uí tstan SUR anillos j pendí untes de 
ustedes: ¿suu estos todos? 

— Si, — coDti'SUiron ambas recibiendo 
aqnellos objetos de mano del teniente. 

Y la mayor afíadió; 

^¡Qne escapada hemos hecho í,.. A mí 
ja este hombre me estaba asesi nando ; nae 
clavaba la pnnta de la lanza en el pecho y 
la estaba cargando... me ha dejado una 
gran magulladura.-. Si no es por cl ausilio 
de usted me mata, nos matan... usted nos 
ha salvado; con la tribulación nos hemos 
puesto sosas y no hemos sido capaces de 
mostrar a ustt'd nuestro agradecimiento. 

Como f>ara i'eparar este olvido con ^^en- 
taja, la señora enhebró un discurso de elo- 
jios que Martel trataba de cortar contes- 
tando: 

—Todo esto era mui natural; habría 
6Ído una ruindad dejar asesinar a dos mu- 
jeres indefensas. 

Luego aquella, dando otro jiro a sus ala- 
banzas decia: 

^¡Qué buenos golpes dio usted a estos 
pfcarosl,.. cayó ustod aquí como una bom- 
ba y ¡pif ! ¡pafl. - no alcanzaron ni a de- 
cir Jesús... 

— A decir verdad respondió el oficial 
soniitiudü,— al primera le pegué a la mñhi 
esto es, a tmieiou; pero ellos eran dos y te- 
nia yo qne comenzar por anulara uoo; 
ademas con nn par de salteadores como esos 
no hai necesidad de gastar ranchas corte- 
sías. 

— Claro está...¿iria a proponérseles un 
desafío caballeresco a dos salvajes asesinos 
que están matando a la jente Indefensa?-.. 
iQué susto hemos pasado ! .. . en este paia 
no se pnede vivir,.- Nosotras no somos de 
aquí, sino de Lima; aunque yo nací en 
Ayacucho, desde pefjnefia he vivido en la 
capital; pera esta niña, sobrina mÍEj ea li- 



me&a. Hace doü meses qne vinimos de allá. 
Si yo hubiera podido imajinarme lo qne 
teníamos que euf lir, no habría habido po- 
der humano capaz de sacarme de Lima- 

— No vale la pena dejar a Lima porve- 
nir a La 8íerra. 

—Ya lo creo. Ustedes, los chilenoSj es- 
tarcí n ya aburridos. 

— ^TenemoB de La Sierra hasta k frente, 
— (í Desde cuándo andan por aquí? 
— ^Yo o mas bien dicho, mi batallón^ 
desde el mes de junio. 

— ¿Desde junio?— preguntó la niña con 
ínteres; — ¿cuál es su batallón? 
— El Setiembre. 

Las doB mujerce se miraron y la jó ven 
bajó tímidamente la vista. 

—Pero nsted anda vestido de paisano, 
— obííervó la tie flora. 

— Naturalmente; pai*a venir a Hitan ta 
me puse este traje. 

Y echándose sobre el hombro un costa- 
do de su pouíího, dejó el teniente ver sn 
chaqueta militar. 

— Es usttHl oficial, — dijo la niña, 
— Sí, señorita; teniente. 
La tía y la sobrina volvieron a mirarse* 
— ^Mi batallón^ — continuó diciendo 
Maitel, — está en Ayticucho; pero mi com- 
pañía se encuentra destacada más cerca de 
Hnauta. Anoche hice una travesura vinién* 
domo para acá y debo regresar lo más pron- 
to posible; solamente espero que se alejen 
un poco mm los indios ijara partir. 

^\ Y vamos a qnedar solas nosotras! — 
exclamó la señora paHdeciendo. 

—No ea probable que vuelvan pam acá 
otra vez los indios; ademíta mi compañía 
de muí poco pnede servirles. 

—¡Qué dice nst(jd! si ya nos ha salvado 
ana vez, 

— Eííto fné nna gran casualidad que 
mni difícilmente volvería a repetirse. Sí 
los indios regresaran tendrían que veucer- 
uie por el número; yo no podría hacer na- 
da cu favor de ustedes, y al conti'ario, mi 
presencia las perjudicaría: hallando aquí 
a nn chileno, ya los indios no querrían te- 
ner piedad de nstedcs. 

^¡Qué terrible situación! — exclamóla 
señora estremeciéndose. 

Martel trató de serenarla asegurándole 
que loa indios no pensarían en regresar tv 
una casa saqueada ya, donde no encontra-- 
rian el botin qne buscaban* 

24 



— 202 — 



Al cabo de uu rato la niña dirijiéndose 
ala señora» dijo: 

— Óigame nsted, tia, uua palabrita. 

E hizo iudicacíou de que pasara al des- 
Tan CODtigUO, 

El teniente ae apresuró a replicar: 

—Si usted deaea hablar con la señora, 
TOi a dejarlas solas en este departamento. 

— No se moleste usted, — balbució la 
niña. 

Pero con discreción j el teniente salió 
para el sobrado vecino. 

Desde ahí oyó que tas dos a quienes aca- 
baba de dejar hablaban en voz baja j pa- 
recían discutir, o más bien que una trata- 
ba de impetrar algo de la otra. El acento 
de la más joven era suplicante. 

—Parece qae la niña implora algo, y 
hasta creo que está sollozando. *. Es nna 
lioda chica a pesar de la palidez qne le pro- 
ducía el susto, y a pesar del pelo y del tra- 
je descompuesto se veia bonita... y mfis que 
María»., 

Esto pensaba Marte! mirando por una 
ventanilla y ¡viendo que ^el huerto estaba 
despejado de indios. 

Al cabo de algunas minutos sintió unos 
pasos lijeros detras de él y volvió la cara. 

Muí próxima divisó a la niña que bajan- 
do la vista y estrujando uu paíiuelo que 
tenia en las manos parecía querer decir algo 
fiin saber como hncerlo 

Al fin murmuró: 

— Biapénseme usted que le haga una 
pregunta. 

— Cuantas guste. 

— ^Conoce usted a un teniente de su ba- 
tallón?.., 

— Los conozco a todos^ — contestó el ofi- 
cial sonriendo disimuladamente al ver que 
la joven se interrumpía como vacilando 
para pronunciar un nombre ;^ — dígame cómo 
BC llama aquel a quien usted se refiere. 

— Víctor... Alvar,— balbució la niña, 

— ^A ese lo conozco más que a ning-ano; 
es de mi compañía e íntimo amigo mió, 

— ¿Estd él en Ayacucho? 

-Sí. 

— Ommdo usted lo vea seguramente le 
contará todo lo qne ha sucedido esta ma- 
ñaua. 

--Sin duda; tendremos con ello motivo 
de lartra charla.] 

— Y también le contará qne una de las 
personas a quien ha salvado la vida usted 
hoi, há prog tintado por él. 

— ^Ea natural. 



—Pues hágame usted el servicio de agre- 
gar que esa persona se llama... 

—Lucía,— -dijo apresuradamente el ofi- 
cial, en quien el corto diálogo habia inspi- 
rado ciertas sospechas. 

— ;Cómo sabe usted mi nombre I — escla- 
mó con sorpresa la niña- 

—Lo he adivinado. 

Y viendo tiue ella se ponía encendida^ 
añadió Martel: 

—Tal vez ha sido una indiscreción mia 
pronunciar su nombre: pero Atvar escomo 
uu hermano mió y no tiene stKiretoa para mí. 

—¿Le ha hablado de mí? 

— Bí; mucho. Ya a tener uu gran placer 
cuando yo le dé noticins de usted, pues 
nada sabe; lo üníco que ha logrado averi- 
guar es que usted habia partido de Lima 
con su familia, por lo cual presumía que 
usted habría regresado a casa de su papá, 

— Asi fué; todo eso sucedió; pero antea ^ 
tuve y he tenido qne Bufrír muchísimo. 

— Así lo adivinaba Alvar, y lo que más 
le aflijia era el temor de que usted pensara 
mal de él. 

— Yo no lo he culpado de nada; todos^ 
mis pesares los he atribuido a la fatalidad,, 
a mi desgracia, 

—^Nuestra salida de Lima fué impen- 
sada; nada sabíamos ni sospechábamos bí- 
quíera hastti la noche anterior, o sea hasta 
poeas horas antes de partir, 

— ^Así lo he ereido siempre. 

—La vida del militar en campaña tiene - 
de esas alternativas. Así también el soldado 
que debía haber prestado algunas atencio- 
nes a usted^ se vio compelido a marchar 
con el batallón sin poder regresar a vei"se 
cou usted. 

—Aquel día fué terrible para mí, — dijo 
la niña exhalando uu trémulo suspiro ante 
su recuerdo ;-^esde entonces todo ha sido 
pesares y sufrimientos, y todos han tenido 
la misma causa; mi partida de Lima, mi 
venida para acá, los sobresaltos y loa peli- 
gros, incluso el de ahora mismo del eual 
me ha salvado usted, todos tienen el mismo 
orijen. 

— Lo comprendo. 

— Si algún dia logro hablar con Víctor,, 
se lo contaré todo y él no podrá menos que 
conmoverse. 

— Esto téngalo usted segura* Permite"^" 
que le pregunte por qué cuando hace d 
eatunmos en Huanta no trató usted 
hablar con él; ¿no sabia usted que estt 
él ahí? 



^1^ 



— 203 — 



— Lo presumía; pues supe que el Se- 
tierabre andaba eu la expedición. Quise 
mandarlo llamar, quise escribirle; pero mi 
ti a se opuso. 

— ¿No quiere que Be vea usted con Al- 
var? 

- -Kó, pues; dice que jo no debo hablar 
-con él, y menos aquí en La Sierra Biendo 
'él militar cMleno, porque noB acarrearía- 
mos el odio de esta jente y nos espondn'a- 
Tuos a mayores peligros: ella tiene muclio 
miedo a loa indios y a los montoneros, 

—Pero siquiera podia usted haberle ea- 

— Lo lie hecho; pero no he hallado con. 
quien en darle una carta que tengo desde 
hace días, 

y eacaudo del bolsillo de ¡su vestido nna 
carta un poco ajada par el roce que debia 
liaber ten i do, Lncia añadió: 

— ¿ La ve usted ? Los dos días que per- 
maneció la expedición chilena en Hnanta, 
nos estuvimos aquí a puertas cerradas, a 
pesar de que esta casa se halla retirada de 
la ciudad. Solamente habría ix>dido man- 
dar la carta con alguna de las cholas que 
nos sirven, pero ninguna quería acercat^e 
a los chilenoB: les tienen tanto miedo--, 

— Y sin embargo (ningún dañóles hemos 
■techo. 

— Ks la verdad, 

—En la ciudad no nos han mirado mah 

— Así lo hemos sabido después, pero las 
^cholas de esta casa como están fíiera de la 
cindad son más desconfiadas, y aunque han 
Tisto que los chilenos han protejído a los 
habitantes, los miran siempre con recelo. 
Un dia corrieron a esconderse porque pasó 
por el camino una fuerza de chilenos. 

— Precisamente era mi compañía que 
iba a hacer una excursión por el bosque. 

— Yo me subí a este granero para verla 
pasar; también mi tía vino conrüigo. Si 
iubiera estado sola habría llegado hasta la 
muralla del huerto; desde aquí con la pol- 
vareda do se distinguía la cara de los que 
iDarchaban, 

—Alvar iba entre ellos, 

— ¡Sí lo hubiera sabido jo!.,, lo habría 
llamado a gritos eí no me dejaban correr 
hasta allá. 

— Y de un salto él se hubiera puesto 

aauí sin que nadie pudiera contenerlo. Así 

lo dirá fíl cuando jo le cuente que ha 

sado tan cerca de usted ein sospecharlo, 

— ¿Y le dará usted mí carta en cnanto 

vea? 



— Sin perder un minuto 

Y añadió el joven sonríe ndose; 

— Si es que lle^^^o a verlo, pues para jua- 
tarme con raí batallón tengo todavía que 
pasar por alj^unas pruebas. En primer la- 
gar necesito encontrar mi caballo qne dejé 
anoche en el bosque a unas dos cuadras de 
aquí y fortuna será que lo consiga, 

<— ¿Quedó solo? 

— TJu soldado lo cuidaba y la pasada de 
los indios tal vez lo habríi obligado a cam- 
biar de lugar 

— ¿Si lo habrán encontrado ar^u ellos? 

— Me parece que nó- 

^¿Por nuc? 

— El soklado se hubiem resistido a ba- 
lazos y yo hubiera oído aquí las detonacio- 
nes- 

—Sí se han sentido muchos tiros, 

^Eu efecto; pero han sido de fusil o de 
rifle y mi soldado tenía carabina; loa estam- 
pidos de estas armas son diferentes j noso- 
tros los reconocemos mni bien, 

— Paia mayor seguridad seria prudente 
que no partiera ust^ hasta la noche; pue- 
den los indios s crio en el camino- 

— Es cierto; pero me es forzoso regresar 
Inego j correr el albur. , . Es de suponer 
que los salvajes se hallarán entretenidos 
saqueaudo^la ciudad, y el camino estará de- 
sierto, de manera que podré llegar hasta 
mi campamento I y aunque Alvar está en 
Ajacncbo, le lemitiré su carta de usted cou 
otra mía contándole lo ocmrido, 

— Que mí tía no sepa que le he dado a 
usted una carta para él, pues me ha cos- 
tado muchas súplicas conseguir que me de- 
jara preguntarle a usted por Víctor, 

— Así me ]>arecia oír ruegos de usted 
desde aquí.-- 

La aparición de la tia de Lucia, o sea 
dofia Manuela Melgar, interrumpió aquel 
diálogo, 

Yeuia la señora despavorida y apenas 
pudo balbucir; 

— Se oyen paos,., suben. - 

Y deeignaba la puertecilla del próximo 
desván. 

Lucia palideció. 

El teniente andando de puntillas se acer- 
có a la pequeña trinchera improvisada em- 
puñando su revólver y prestando oido 
atento. 

Sintió que empujaban sin mucha fuerza 
la puertecilla, j luego daban nnos lijeroa 
golpes en ella diciendo al míemo tiempa 
una TÜ2; 



— 204 — 



— ¿ Mauonga ? - . . Lvic ía ? . . - están ahí ? . . - 

— Bou elloa- - . — dijo la Benom cual si 

sintiera fv la Tez desvanecerse sus temores. 

Y abrió la boca como para contestar eu 
Toz alta, pero Martel le impuso silencio 
con un jesto y le preguntó; 

— ¿Quiénes son ellos? 

— UnoB parientes nuestros que sin doda 
Tienen a socorrernos, 

— Eso3 pueden ser amigos de ustedes, 
pero quizás no Ío acau mioa; usted sabe qne 
no todos los blanuosque hai en Huanta son 
partidarios de la pa^. 

—Pero nuestros parientes bou jente pa- 
cíñca. 

— Está bien, ábrales; nias^ antes oculta- 
remos los cadáveres de los indios por sí 
SiCaso no vienen solos... 

^— Es prudente hacerlo así- - . 

Y contestando esto la señora se puso a 
ayudar a Martel que cubria con unas este- 
ras los cuerpos de los salvajes. 

Los de afuera repetian sus golpea y lla- 
mados: 

— Si están aM, abian la puerta,., somos 
nosotros dos solos. . . no tengan temor. . . 

— iVamo3 allál esperen un iustant**.,, 
estamos quitando unos trastos ^ con que Ra- 
biamos atrancado la puerta, — respondió la 
sefLora eu voz alta. 

Martel dijo a ésta; 

— To voi a meterme en el otro granero 
porque no me conviene que llegue a saber 
el jefe déla división qne be venido de es- 
caldada hasta Huanta y a UBtedes les pido 
que me guarden el secreto, 

— Haremos cuanto usted nos pida; nada 
diremos».* 

Tras de esta promesa pasó el tenieute al 
sobrado vecino. 

La tia y la sobrina se pusieron a desha- 
cer la bíui'icada. 

Un minuto después dos hombres de som- 
brero de pita y de manta entraban en el 
desván. 

LII. 

Una buena escapada. 

— Tremendo susto habrán pnsndo uste- 
deSt—dijo uno de los recien llegados. 

—¡Horrible! 

— ¿Nada han sufrido personalmente? 

— Nada, — ^coutesti) la señora^ que aun- 
que ardía en deseos de relatar su aventura 
Ja calló por la promesa hecha a MartcL 



— ^Los indios lian saqueado la casa por 
completo. 

—De aquí los hemos sentido, 

' — Pero no hai que temer vuelvan otra 
vez aeá; están en la ciudad eu el mayor 
desfreno, » , Parece que han encontrado tm 
soldado chileno eu el bosque y lo han des- 
cuartizado, 

Martel qne oÍa esto desde su escondite, 
sintió que toda la sangra se le agolpaba al 
pecho; aquel sería indudablemente ¿1 cara' 
bínero. 

—Han anustrado los trozos por el suelo, - 
—prosiguió diciendo el que hablaba, — ^lofl 
han paseado eu las lanzas... la chaqueta 
del soldado era llevada en triunfo. Pero el 
f^rupo que conduma esa prenda entró a nn 
tambo donde habla un poco de hcor y se 
olvidó por un momento de ella. Aproveché 
yo el caso para cojcrla y esconderla debajo 
de mi poncho: aquí la traigo. 

Y mostró una pieza de uniforme militar 
llena de ¡íolvo y sangre. 

— Conviene esconder esta chaqueta pa- 
ra que los chilenos no lleguen a saber que 
con uno de sus soldados han hecho tal atro- 
cidad y quiemn tomar alguna venganza. 

Las dos mujeres hacian un jesto de ho- 
rror contemplando aquel traje ensangren- 
tado, 

— ¿Y cómo es que nstedes dos no los han 
asesinado también?— preguntó la señora. 

— Saben r|Ue ncsotros no somos de la 
ciudad, y a demiU nos acompañaba uu jo- 
ven Narboua amigo nuestro que andaba 
con ellos y al cual le pedimos íiue nos escol- 
tara para venir eu busca de ustedes a í|uie- 
nes suponíamos eu peligro. 

Martel oia todo esto dominado por la 
emoción más violenta. 

^(illan muerto al carabinero!) — pen- 
saba. 

De pronto oyó que uno de los recien ve* 
nidos decia examinando la chaqueta en- 
contrada: 

—Parece de caballería. 

No pudo contenerse más, y se abalanzó 
hasta el desván donde esto se decia. 

Los dos hombres que ahí estaban hicie- 
ron un movimiento de sorpresa, ]iero doña 
Manuela, aunque algo admirada de que el 
joven se descubriera voluntariamente, los 
calmó cíí clamando: 

— No tengan cuidado: es un amig' 
nuestro. 

Esta frase los serenó. 



— Permítame usted, atjñor, üxaininür use 
uniforme, — ^diju el teniente al último que 
había kablado, quien le alargó d €bjeto 
pedido* 

Lue^o añadi ó m nrm u van do ; 

— Eíí de carabineros... no puede haber 
sido otro í.pe él... 

Loa pLiiieutea de dona Manuela miraban 
atónitos a esta señora inteiTOgándola con 
la vista. 

— ¿Qíii¿n es eBtc señor? — preguntó por 
fin uno de ellos. 

Doña Manuela sin atreverse aún a ha- 
Llar miró a Marte 1. 

—Ya []Uc estos señores me han visto, no 
haí ÍH con veniente para íjue lo sepan todo; 
puede usted, señora, si g^iista, referirle lo 
oeurrido. Pero antea, señores, háganme us- 
tedes el servicio de decirme si no lie varían 
loa indios también dos caballos chilenos, 

— Xd: caballos no deben hab^r eneon- 
trado, puea se habrian aprej^nrado a mon* 
tar en ellos para Inciree por la eiíidadí san 
fanfarrones y lc¡3 i^uatala farsa... ademáis 
nada oímos decir de caballos... 

Mientras la señora con grandes aspa- 
vientos contaba las escenas de la mañana 
a BUS parientes, él pensaba: 

— (El carabinero debió dejar escondidos 
en el bosque los animales y salió tal vez a 
buscarme... — ahilo soiprenderiaii los in- 
dios... ¡pobre carabinero !,,,[ ha sido una 
locura mui grande la mia! . . . ) 

Y Martel sesi nía atormentado por todos 
estos peiisamieiitoa. 

Cuando la señora mostró a sus oyentes 
los cuerpos exánimea de los dos indios, 
aquellos no pudieron dndaí- de su i ciato y 
dirijieron algnuos extremados cumplidos 
al olícial poj' los buenos golpes que habia 
dado a lo^ sal ni jes. 

Y luego dijeron a doña Manuela y a 
Lucía; 

-^Pero ustedes han Lecho una gmu 
chambonada metiéndose eu este granero. 

— ¿Dónde eBCondcmos mejor? 

— Se conoce que las limeñas no están al 
cabo de las costnmbres de los indios, debe- 
rían haberse encerrado eo el oratorio que 
hai en esta casa, 

— Ahí nos habrían encontrado facil- 
ítente. 

— Pero no se habrían atrevido a entrar: 
os indios son muí fanáticos y a una ígle- 
ia o capilla u oratorio no son capaces de 
itrar en son de combate» 



— 205 — 



— Había oido deeir esto, pei'o no lo 
creia, 

— Las cholas criadas de la casa están 
ahí, acabamos de verlas y nada les ha su* 
cedido; los ludios uo han osado penetrar al 
sitio sagrado. 

— Pues entonces vamos allá por si regre- 
san esos bárbaros. 

Todos se dispusieron a bajar para diri- 
jirse al lugar menciouado, menos Martel, 
quien por miís que ambas mujeres le dije- 
ron insistió en que puesto qne los indios so 
hallaban en la ciudad, el iba a emprendet 
BU partida para su campamento, 

Cojió el ritie y las cápsulas pertenecien- 
tes a uno de loa indios, pues ea^i arma po- 
día aervirle mucho en el camino, y despueSr 
de recibir nuevas demostraciones de agra- 
decimiento de doña Manuela y Lucía y 
también de los dos parientes, todos los coa- 
lea, esas y éstos, les? comunicaron sus nom- 
bres, Martel se dirijió al hnerto. 

Un momento después saltaba la muralla 
que seguia a hilo del camino y se encon- 
traba en éste mirando a todos lados sin di- 
visar a nadie. 



Se puso a caminar a toda prisa. 

Iba ansioso de saber si estarían aún los 
caballos donde habían quedado la noche 
anterior. Miñ poca esperanza tenia de ha- 
llarlos. 

—¡Qué locara tan grande ha sido la 
mia!... pero ya no tiene remedio.., todo 
habría sido nada sin la muerte del carabi- 
nero-., ¡qué raaon ^^oi a dar de esto!... si 
hubiera muertí^ éu alguu asunto del servi- 
cio, seria la cosa mas natural, eso sucede 
todos los dias* . . pero ixsi por una calave- 
rada. , . ]qué diablos!. , - este negocio me 
va a costar caro . . - 

Y pensando en el justo enojo que ten* 
drian sus jefes, Martel olvidaba el peligra 
que aun corría de ser descubieito por al- 
guna partida de indios o montoneros. 

Luego reconoció el lugar donde 3a noche 
precedente se había separado del soldado; 
estaba frente a él 

Se internó en la ñore&sta y recordó la se- 
ñal con que debia anunciar su llegada al 
carabi ne ro , ~l O ómo pod rá o i rme el pobre 
muchacho hecho pedamos por los salvajes ! 
--pensó. 

Y a\Tinzó por entre los árboles y matas 
echando a todos lados miradas es endrina- 
doras. 



— 206 — 



El suelo eatalm tapizado de ho|aa eecas y 
*ra imposible distinguir las huellas de los 
caballos- 
Largo rato anduvo vagímdo presa de 
mortal ansiedad, y temia ya perderse eu el 
bosque si más se internaba* 

Quiso acercarse un poco al camino deses- 
perando ya de hallar los animales y creyen- 
do que habrían sido cojidoa por los indioSt 
pero no le fué fácil hacerlo. 

Por la posición del sol lograba orientar* 
eeí mas, luego daudo vueltas y revueltas 
volvía a extraviarse. 

Deseoso estaba de tropezar son un del- 
gado arroyo que venia del camino según lo 
habia observ^o nn momento antes. 
' Por fin logró divisar aciuclla eegnra 
guia. 

Andando por las orillas del arroyuelo y 
metiendo a veces los pies en loa charcos 
que fonuabao sus derrames, se puso a ca- 
minar háycia arriba. 

Como era natural el agua corriente ha- 
cia muchas curvas, 

T)e repente se detuvo. 

Entre unas matas babia percibido nn 
bulto que le pareció ser un hombre. 

Yaciló entre poner tina cápsnla al rifle 
que llevaba en las manos o desenvainar su 
espada, Obtó por lo último. El acero ofre- 
cía 'sobre el plomo la ventaja de no Imcer 
ruido que cansara alarma. 

Con la espada desnada avanzó de punt!- 
IIe^ y cautelosamente. 

Luego se convenció de que lo que lla- 
maba sn atención era nn hombre en cncli- 
llas. Estaba inclinado sobre el arroyo y p- 
recia lavar nn objeto casi esférico que bien 
podria ser una pina de las qne se producen 
en las montanas vecinas por la fignra, ann- 
que era demasiado grande. 

Se acercó con si jilo hasta tener al alcance 
jde su sable a ese individuo cuyas espaldas 
veía y que vcstia un poncho de indio y nn 
.sombrero plomo de paño de forma cónica. 

— Es nn indio, — pensó el teniente» 

Y al mismo tiempo notó con repulsión 
que lo que lavaba en el agua era una ca- 
beza humana horrorosamente desíigui-ada. 

Martcl levantó su fiable en actitud ame- 
nazante, pero no para descargar un golpe 
sobre aquel snjeto que bien podía ser un 
cholo pacífico, sino con el objeto de tenerlo 
dominado desde luego dado caso que fuera 
un enemigo y evitar que diera voces Ua- 
imando ^ otros. 



Un lijero ruido que el oficial produjo 
expresamente con el ]!Íé, en el suelo, hizo 
volver col prontitud la cara al descono- 
cido. 

Dos gritos de sorpresa se oyeron a nu 
tiempo: 

— i Es ustc*d, carabinero! 

— ¡Es usted, mi teniente! 

— ¡Yole creía mueilrOl — exclamó Mar- 
tel 

— i Y yo, mi teniente, creía que esta ca- 
beza que esLoi lavando ora la suya í 



Estas últimas palabras del carabinero 
revelaban una escena en que había una 
mezcla de lo horrible con lo gi'otesco ; esce- 
na que parecerá inverosímil. Sin embargo, 
entre afiuellos desbordes de una horda sal- 
vaje que descuartizaba a sus enemigos o a 
los que tenia por tales, las esceiKia mafi hor- 
rorosas habían llegado a ser vulgares: 
cnántíVB veces después de las orjias san- 
grientas que presenció por esos tiempos la 
ciudad de Huanta, muchos se dedicaban 
piadosamente a recojer del suelo, entre el 
polvo y el barro, trozos de cadáveres hu- 
manos, y limpiándoles la sangre y el lodo 
trataban de reconocer los restos de algún 
amigo o a-lgun deudo I 

Así, pnesj la escena qne acabamos da 
describir no debe considerarse como nn 
parto grotesco do la imajinacion del que 
esto escribe, sino como la estampa fiel de 
nn cuadro que en aquellos selváticos para- 
jes se observó por esa época con deplorable 
frecuencia. 



— Pero, hombre, ¿como ha escapado us- 
ted?,. .yo he oído contar su muerte.. -hasta 
he visto prnebas^.ri Entonces, los indios no 
le han encontrado a usted? 
— Si me han encontrado.-, 
— ¿Y cómo ha logrado librarse ?-.- 
— Eso es, mi teniente^ lo que tengo que 
contarle- Anoche cnando me quedé aquí 
con los caballos, tendí mi poncho en el sue- 
lo sobre el pastito y me puse a pitar un ci- 
garro, y así seguí dejando correr la noche 
de cigarro en cigarro hasta que me pilló el 
sueño, ..Cuando vine a despertar ya tama- 
ña na estaba a medías luces. « Amanecí ^ti- 
do ya y mi teniente no aparece todavi 
me decía para entre mí, cuando en esto 
sentido un bochiaclie de gritos. 



— 207 — 



— * 'Estos no pneden ser sino loa taita- 
eos, — pensé. 

"Por la bulla que ti-aían aaqué la cuenta 
que era una nube de indios, de mncíiíai- 
moiL 

**¿Qué Iiacer? Lo primero era mirar por 
loH caballos. Los llevé tirando hasta una es- 
pesura tan escondí da, que habría que po- 
nerles la mano encima a los animiiles para 
enconti-arlos, y ahí me quedé con ellos. 

''Loa indios pasaron para el pueblo, 

"Mi susto eni por usted, mi teniente, 

— ''Se lo yan a zorz alear a mi teniente, 
— pensaba jo. 

**Cnando estuvo esto en silencio, salí d« 
la espesura liaííta cerca del camino dejando 
siempre escondidas a ks vestías. Me daban 
ganas de montar a caballo j hacer una en- 
trada a galope al pueblo, pero mo sujetaba 
el pensar cjue usted podría venir para acií 
y no encontrar a nadie. ¿Que hacer? 

'*En esto estaba cuando kc me han apa- 
recido de no sé donde como seis para ocho 
taitacoH con lanza, Yerlos jo 7 pelar el sa- 
ble fné todo nno: al que tenia más cerca 
del primer hachado lo tmje al suelo, . -los 
otros que vieron esto apretaron a correr a 
perderse, se hicieron hnmo---dealo lejos 
lea sentía yo los gritos que llevaban.., 

— "A mí no Qie la pegan; van a juntar- 
se más para dejarse caer aquí, 

'*Y así no más fué; lueguito se sintió la 
gritadera.! Me tenían rodeado como un zor- 
ro. Los caballos era lo que me daba cui- 
dado de ]:ierderlos, y yo qué sacaba cou 
montar, si aquí los árboles cuando estuvie- 
ra montado no me dejarían dar un sabla- 
zo ai se ofrecía.., no había ni que pensar,,. 
*'Aqní te quiero ver escopeta mal carga- 
da''... Cuando de repente se me vino una 
idea.. -El taitaco que había botado yo esta- 
ba ahí tendido.-, me le fiií encima; le qui- 
té el sombrertí y el poncho, y me saque el 
dolman, j en dos por tras se lo puse al in- 
dio; después le saqué a tirones los calzones 
y las chalalas, y con barro le revolqué la 
cara y todo el cuerpo. . . 

— "Tu, taitaco, habís de aguantar por 
mi,-Hlecia yo. 

"Lo que lo dejé listo, prendí una carre- 

m y me trepé en ese molle que está ahí, 

coposo. Sí rjo me salía bien la treta, 

ie arriba del árbol con mí carabina es- 

ja seguro de botar mut.hos indios antes 

me agarraran a mí. 

-''Habís sentado plaza de carabinero 



después de muerto, — decía yo mirando al 
taitaco dasde el molle, 

**La bnlla de los indios venia creciendo. 
Poco tuve que esperar, cuando se ha apa- 
recido un piño de indios, unos con lanaaa 
y otros con fusiles. ¡La hervlcion de esoa 
diablos gritando en su lengua ! .,.yo no lea 
entendía miís que **¡ chileño! [chileño!" 

''Ganas me daban de empezar a jugarles 
bala y cazarlos como pichones, pero eso era 
denunciarme, y eran tantos, más de dos- 
cientos todos ellos, 

^'Olfateando andaban en busca miaj 
cuando unos pocos han divisado al taitaco 
teüdído, T han plantado un grito, y lo han 
oído los demás, y todos se le Iiati ido enci- 
ma como moscas. . -iQué fué aqnelloI.,,ie 

10 peleaban.. -uno le metía la lanza, otro 
un cuchi lio... En menos de lo que canta un 
gallo lo habían hecho tiritas... El que lo- 
graba quedarse con una presa del tívítaco- 

1 1 cga ba a zapatear de g usto . . . ; Ave María 
cou la jente 1 . . .Como quien ensarta un po- 
llo para asai'lo e asaltaban loa pedazos del 
cuerpo^^en las lanzas. . ,el que le echó mano 
al dolman fullereaba levantándolo en un 
chuzo... 

**A1 cabo de un rato aquellos condena- 
dos cortaron para el pueblo dejando esto 
solo. 

''Yo me quedé en el molle haciéndome- 
chiquitito y acordándome de usted, mi te- 
niente. ¿Qué habría sido de usted? Sí lo 
habrían pillado los indios? 

'* Guando ya habían pasado como dos ho- 
ras y todo estaba en silencio, me daban 
ganas de montar a caballo para irme al 
campamento, pero me sujetaba el pensar 
que usted podía llegar, podía haberse es- 
capado así como yo de ios indios. ¿Qué ha- 
cer? 

** Yo habia visto que cuando llegaron lo» 
indios uno traía en la punta de su lanza 
nna cosa como la cabeza de un cristiano, 
y después en la pelotera se le caería por- 
que no la vi más. 

"Me bajé del árbol y me acerqué por 
donde habiau andado los indios. Buscando 
buscando, logré fiar con esLo, con esta ca- 
beza; pero estaba tan llena de sangre y ba- 
rro que casi ni se conocía cual era la cara 
ni cual era la nuca. 

— ''¿Sí será que han pillado a mí tenien- 
te y lo han degollado? No seria mucho que 
fuera así.. .cuando él no ha llegado hasta 
ahora... Por sí o por no voi a reconocer es- 
ta cabeza. 



L 



— 208 — 



"Arí pensé, j hi agarré y la traje paiii 
:Wd, y en eatC! hilo de a^iia me piiae ti ía^ 
varia... Pero esta tan hocíia püdazosqiie ni 
señales de minees uí ojos le quedan, j al 
pelo no sti le ve el color con la sangre y el 
Wro,*. 

^-Dudando estaba cuando se me ha apa- 
recído osted, mi teniente. 

— Lo que es de ahora j^ dijo Maitd des- 
pués de haber oído la narracioTí qtie a su 
manera le habla hecho el caL-abiuuro,— no 
le puede caber duda de rjue no es eaa mi 
cabeza, sino esta otra que tengo encima 
del pescuezo. 

— ¿Y cómo es, mi teniente^ tj^ue no han 
dado con usted los indios ? 

— Ya le contaré lo que me ha pasado; 
pero antea díj^amc dónde están los caballos. 

— Ahí, a veinte pasos, 

— Pues montemos ahora que está todo 
en silencio, 

— Vüt por los animales. 

Un momento después ambos estaban a 
caballo y se diri jian al camino. 

- — ^¿ Y ese ride qut trae usted, mí teniente? 

— Este rifle estaba esta mañana en otras 
manos. 

^¿ Y quizás su dueño estará a estas ho- 
ras dándola cuenta a Dios de sus pecados ? 

—Así me parece. Salgamos al camino y 
Bobre la marcha le contare todo lo que me 
lia pasado, 

— ^Ya vamos a salir a él. No tenemos 
más t[ue andar con et ojo vivo para que no 
nos düu un malón los tai tactos. Ahora me 
esUi ardiendo un poco el muslo izqniei-do, 
porque el indio me alí^anzó a picar con la 
lanza. 

— Entonces está usted herido, 

—No es nada; un rasgufíito: ío que más 
siento es la pérdida de mi dolman, porque 
no sé que cuenta voi a dar de él y por su 
falta me van a pillar, 

—'No será por eso, — contesté Martel sa- 
cando de bajo de su poncho un objeto que 
tiró sobre el arzón de la silla del carabi- 
nero. 

— ¡ Es mi dolman I— exclamó el soldado 
atónito al reconocer aquella prenda que ya 
se adivinará de donde habia traido el te- 
niente. 

Lili- 

Justo enfado del capitán Orrego, 

Aquella mañana tan pronto como se to- 
có diana en la hacienda de San Martin, el 



subteniente a quien ^fartel la noche ante* 
rior había f íomunicado la calaverada q ue 
iba El hacer, se d/rijíó a la pieza habitadii 
por el teniente esperando hallarJo ahí y de- 
seoso de saber cómo le habia ido eu sn co- 
rrería, 

— Se ha demorado por allá,^ — ^pensó el 
ofícial habiendo halUdo intticta la cama 
del dueño de la pieza. 

En seguida fue a verse con un alférez de 
Carabineros que era el oficial de caballada 
a cuyo cargo estaban la jente y los caba- 
líos de su rej i miento que se encontraban 
en San Martin. 

En el corredor ae topó con el alférez que 
parecía muí alarmado. 

Este, antes que aquel le dijera nada, le 
hablo en estos téiTüinos; 

— Puesliombre, ¿sabe lo que me pafla? 
me falta un soldado y dos ciballos^-.iqué 
diantrcs se habrán hecho!,,, Voi adarle 
parte al capitán, a ver sí se manda jente 
por todos lados para busc;arlos. 

El subteniente vio que era preciso tran- 
quilizar al alférez rev^elándole lo que él sa- 
bia para evitar que el asunto llegara a co- 
nocimiento del capitán Orrego. 

— I Grande la colé jí alada de Martel! — 
dijo eí alférea cuando estuvo acabo de lo 
ocurrido; — pero ya podia haber llegado- 

— Puede ser que haya esperado el a)ba 
para volverse, por ser tan malos los cami- 
nos. Luego ha de estar aquí. 

— Es[>eraremos, pues. 

Los dos oficiales continuaron conversan- 
do un rato sobre el asunto y haciendo con- 
jeLuraa y desüando que Martel regresara 
ííntefí de que el capitán Orrego se hubiera 
levantado y pudiera notar la ausencia del 
teniente. 

Cuando dieron las ocho de la mañana j 
loa dos oñeialcs antes mencionados vieron 
que aun no llegaba Martel, comenzaron a 
alarmarse, 

^Esto se va poniendo sospechoso, 

— De veras. Ya es tiempo de que estu- 
vieran de vuelta. 

— Si les habrán salido los indios al ata- 
jo; aunque andan bien montados y con 
dar uu galope se pondiianen salvo,.. 

—A no ser que los hubieran cortado..* 

Así discurrieron ambos durante nu m^^* 
mentó, y al fin dijo el alférez; 

—Puede sei' que estén aftijidos por al 
ya es tiempo de ir pausando euir a bu 
Carlos* 



— 209 — 



— Pero la cosa había de ser de modo que , 
aio no lo supiera el capitán. 

— Esa es la cuestión. 

— El capitán O ruego no entiende dü bu- 
fonadas; de seguro pasaba nn parte al eo- 
lonel y Mailel ealia embromado- 

— -Ya lo creo. Pero ai por librarlo de las 
llamas lo cohanioa £nlas brasas; si porque 
la cosa quede oculta dejamos al teniente 
tal vea en alí^un apuro, eu algnn peligro, 
poco saldría ganando. 

—Es cierto; pero, ¿cómo mandar jen te 
fnera del campamento sin qnc lo ordene el 
capitán? 

~Alií esta la cosa. 

El alférez quedó un rato pensativo, j 
al fin dijo: 

— Lo primero ca lo primero: ka i {[uc ir 
en busca de ellos que qiiizils están por aiií 
acormladosporlos indios. Yoi a hacer mon- 
tar diez hoinbí^es y yo mismo iré con estos, 

— Es poca jente, 

— Pero no puedo llevar más, pues Yoi a 
ir con el disfraz de salir en bnsca de otroa 
potreros porqne ya en estos lados los pastos 
se están acabando. 

— De veras que está buena la disculpa. 

— Y no hai que perder tiempo- 

— Cuánto siento estar de semana y no 
poder ir yo también. 

El alférez fué a dar las órdenes necesa- 
riaíi para llevar a cabo su excursión. 

El capitán Orrego a quien varias veces 
hemos oido llamar ¿/uaiio por sus compa- 
ñeros, era mni afecto a las partidas o pa- 
seos campestres, 

Eecor dando la vida de campo que en 
otros tiempos liabia llevado en Chile, aho- 
ra que se cticoiiti-aba destacado en uiia lux- 
cienda, gustábale montar a cabiillo y dar 
nna vuelta por los contornos como un ha- 
cendado que visita sus tierras. 

Aquella mañana líutes de que se tocara 
diana había ordenado a su asistente que 
ensillara su caballo, y saltando de ia cama, 
apenas se vistió, halló la bestia Hsta y mon- 
tó en ella. 

Sin alejarse del campamento, anduvo 
dando sus paseos, ya cruzando los potreros, 
ya subiendo a los collados vecinos. 

Más de dos horas llevaba de aquella dis- 
Lccion, cuando divisó a poca distancia 
i grupo de diez o doce jinetes en quienes 
Gilmente recouocíó tropa de caballería. 
Picó espuelas y en un instante estuvo 
nto a ellos. 



Era el alféiez de Cai-abi ñeros quien iba 
al mando de aquella jen te, j al ver al ca- 
pitán le salió al encuentro diciéndok: 

— Creí que todavía estada en cam.a, ca- 
pitán ; por eso sin pedirle permiso sali con 
esta jeute para ir a buscar por ahí, otros 
potreros : los pastos ya van mui a menos 
por aquí. 

— Está bicn,^ — contestó Orrego porqne 
aquello era cosa que se rcpetia cada dos o 
tres di as y no tenia novedad. 

Luei^o agregó : 

— Yoi a ir yo también; a mí me servini 
do pasco, me divierte recorrer estos campos. 

Con esto no se esperaba el al f ó res, a pe- 
sar de íjue era la cosa más nataraU Si el 
capitán iba coa él, no podría llevar a caW 
su excursión, que no era^ como se sabe^ 
buscar pastos, sino llegar hii-^ta H nauta. 
Para hacer desistir a Orrego de su deseo 
solo se le ocurrió decirle: 

— Tal vez se nos x^ a hacer tarde, y ya 
se acerca la hora del al mué izo. 

—No importa; una hora más o menos 
no quiba ni pone reí. 

El alférez conoció que era imposible ir 
eu busca de los ausentes, siendo rjue qui- 
zás estos se hallarían eu peligro. Dejarlos 
abandonados era una barbaridad y mucho 
peor que revelar sencillamente al capitán 
lo que sucedía, para que él toman^ las pro- 
videncias del caso. Así lo pensó el oficial y 
cu consecuencia comunicó a Orrego el ver- 
dadero objeto de su expedición. 

Grande fué el juramento que echó el ca- 
pitán Orrego, y no le faltaba razón, pues al 
fin y al cabo cf como jefe del destacameuto 
era el responsable de todo lo que ahí a con- 
tecicra, tuviera o no la culpa: e.^to era co- 
sa lar^a de averiguar. 

— ; Usted, alférez, debía haberme dado 
antes parte de todo esto!... ¡cómo se en- 
tiende que aquí sucedan ccíSas tiin gravea 
sin que yo tenga couocimieuto de el las I.., 
i es intolerable!. . - 

Después de exclamar lo anterior con ira 
reconcentrada, el capitán añadió: 

— Por de pronto lo primero es que siga 
usted hasta lluanta y averigüe lo que pue- 
da. . -sí en cnentra al teniente y al soldado 
los trae para acá en calidad de presos.-. ¿me 
entiende? 

— Sí^ capitán, 

- — Es poca la jente lleva; voi de nn ga- 
lope hasta el campamento para mandarle 
quince hombres más... Siga marchando al 
paso mientras se le juntan estos. 

25 



— 210 — 



En cinco minutos llegó Orrcs^o al cam- 
pamento j a toda prisa hizo salir los quince 
nombres de tpe había hablado. 

Mientras toda aqnclla tropa andaba en 
excursión, el capitán se paseaba por el co- 
rredor de la casa de la liacieüda con nn hu- 
mor que le tenia la sangre birvieudo. 

Lian: ó al subteniente que ya conocemos 
j después de echarle un sermón de a folio, 
le mandó arrestado por haberse hecho cóm- 
plice ocultando la escapada de MarteL 

¿ Qnó lial>ri a gu ced í do ? ¿ H a b ri a n salí do 
los indios al encuentro del teniente ? ¿ La 
fuerza que acababa de mandar tendría que 
sostener tiroteos con loe indios? ¿Resulta- 
ri a n b aj as ? - . - Y tod o cll o si n n ecesi dad ni 
beneficio alguno. Podría haber pérdidas de 
jente, de caballos, de municiones, y todo 
sin má^ motivo que por habérsele ocurrido 
al teniente hacer una calaverada. 

Así pensaba Ori^go, y preciso es recono- 
cer que le sobraba razón para rabiar. 

Poseyéndole por completo bu justo eno- 
jo, ni aun tuvo ganas de almorzar. Gritan- 
do a unos y sermoneando a otros, tedo lo 
encontraba malo, todo le parecía mal he- 
cho, en todo % cía motivos de reprensión. 

En un cuartel o cualquier recinto ocupa- 
do exclusivamente por militares, el hmnor 
del jefe principal es ua accidenta de mucha 
importancia, 

8i el Jefe está enfadado, todas las fiso- 
nomías toman un aire seco j cada cual se 
apresura a concluir con lo que tiene qíie 
hacer y trata sobre todo de no ponerse a la 
Tísta de él, escabul leudóse cual si huyei'a de 
un tigre de Bengala, pues esta seguro de 
que cnando un superior quiere sermonear 
a un indivipo de su dependencia, nunca 
áeja de encontrar moti\'os, y sean estos 
fundados o no, siempre tendrá que escuchar 
el sermón sin chistar. - -como si estuviera 
en la iglesia.*. 

Esto era lo que sucedía aquella mañana 
en la hacienda de Han Martin, 

— Como un toro está mi capí tan,— de- 
cían los soldados en voa baja, 

Y trataban de hacer poco ruido y mover- 
se poco, y principalmente de huir el bulto, 
ü bien se entregaban con mucho tesón y 
silencio a algmia tarea propia de m profe- 
fiion. 

Por lo que el subteniente contara a otros 
oficiales y por lo que oyeran los asistentes, 
poco a poco se había difundido en el cam- 
pamento ia noticia del día, y todos se con- 



fesaban {[ue ei"a mu i justo el enfado dei 
capitán. 

Ortego había hecho poner un «loro*^ na 
soldado, en una colina cercana para que mi- 
rando el camino pudiera annuciar el re- 
greso de ía fuerza de cabal lena. 

Era múE de las diez de la mañana cuan- 
do el «loro* llegó jadeando y dijoaOrregor 

— Ya vienen, mi capitán, 

—Vamos a ver el resultado, — murrauró^ 
éste, cuya ansiedad no mermaba,' — ¿ víenea 
mui iéjos? 

—Por el otro lado del río* 

— ^Hai más de m,edia legua. Monte usted 
en mi caballo que está ahí y de un galope 
vaya a encontrarlos y pre^runte al alférez 
si hai alguna novedad. Tráigame la contes- 
tación de carrera. 

El soldado partió. 
"•**'"""'*"'* í" ■ ■'- . *-*»*, *í-*---- 

A los pocos minutos recesó diciendo: 

— No ha habido novedad, mi capitam 
encontraron en el camino a mi teniente y 
al carabinero; vienen con ellos, 

Orrego respiró. 

Su ausíedad^habia concluido; pero no bu 
fundado enojo. 

Kntró a su pieza y ahí esperó la llegada 
de Isi fuerza de caballería. 

No tardó en ver que el alférez acompa- 
ñado del teniente Martel se apeaban de sus 
caballos en el patio. 

El alférez se adelantó a dar parte al ca- 
pitán del resultado de m corta correría. 

Entrando en la pieza le dijo; 

— Encontré en la mitad del camino al 
teniente y al soldado; se habían demorado- 
porque , 

— EstU bien, no quiero saber mas,— re- 
plicó Orrego pensando que el oficial enhc* 
braba una disculpa j—fj se ha perdido alga 
del armamento o de las monturas? 

^Nada, 

— Estií bien; tenga la bondad de llamar- - 
me al teniente MarteL 

El alférez salió. 

Un instante después entró Martel, 

Aparentando una calma que estaba mni 
distante de sentir, Orrego lo interrogó de 
esta manera; 

— ¿ Con qné objeto, teniente, salió usted, 
anoche del campamento? 

— Fué por andar un rato por los alrede- 
dores, contestó el teniente con poca se^ 
ridad, 

— ¿Y por qué no me advirtió antes 
hacerlo? 



— 211 — 



— Creí volver müi pronto: pero... 

— ¿Pero no sabe usted í^ue nadie se delic 
Toovcr del cíimpamento sia mi permiso r— 
replicó Orrego inUjrmmpiendo y dando po- 
co a poco rienda suelta a au mal contenido 
enfado. ^ — ¿QtiG sígfnifica esto! ¿soi yo aquí 
acaso un cero a ía i;!qnierda para que se 
hagan tales cosas sin mí conocimiento? Se 
va usted llevándose a escondidas uu solda- 
^do que ni si t quiera es do su compañía y se 
aparece al día aiguient*, y mientras tanto 
estáuiio aqui síq saber que pensíir, expues- 
to a cargar con graves responsabilidacles por 
faltas ajenas.,, Si por allá le hubieran sali- 
do enemigos, si lo hubieran muerto a usted 
o al soldado, yo habría tenido que respon- 
der aunque no tuviera culpa en el 1 o. -.ust^^d 
sabe como se entienden las cosas militar- 
jaén te, Vistea snbc lo estricto que es el coro- 
nel jefe de la división; a mí me habría ta- 
chado de descuido, quizás me habría hecho 
sumariar . * - y esto no es nada, dejo aun 
lado lo mi o.., ¿Qué derecho tiene usted, na- 
da más que por dai^e el gusto de hacer una 
calaverada 1 para arriesgar la sida de un 
soldado, cuando ni aun tíeue dereclio para 
amesgíir la eiiya propia miénti^as sea mili- 
tar, y mucho méiios en campaña, pues per- 
tenece por complcttya la nación a cuyo ser- 
T icio se encuentra?*.. 

Orrego continuó su arenga en estos tér- 
minoa eucolerizándose progresivamente, y 
por fin concluyó exclamando: 

—Esto no puede quedar así; yo no pue- 
do convertirme en disimulador de las fal- 
tas de ios qne están bajo mis órdenes... Re- 
tírese usted a su pieza y prinanezca alií 
arrestado hasta segunda orden. 

Maitel viendo el grado de exaltación en 
que estaba el capitán conoció que lo mitó 
prudente era callar. 

AfiL lo hizo y salió. 



Ün momento d^pues Martel estaba en 
su pieza rodeado de los oficíales del campa- 
mento a quienes había contado su aventu- 
ra con todos los detalles de que yVk hemos 
hablado. 

^;Qué hnda aventura! — exclamaba un 
subteniente, y agregaha con envidia: — no 
haber sido a mí a quien le ocurriera. 

Entre aquellos oyentes más impetuosos 

e cantos, menos difícil era encontrar 

.lansoa que vituperio para el lance en 

^tion. 

—Todo habría salido a pedir de boca si 



la cosa no hubiera llegado a oidos del capi- 
tán, — 4eeia MarteL 

— Así no más es* 

— W capitán está furioso como un qui- 
que y de seguro va a pasar parte al coronel; 
ahí voi a salir embromado.*. 

—De veras; el coronel es más de temer 
qne todos los iudios juntos. 

— Recibiendo ú parte me va a tener en 
el rhioir/w quién sabe hasta cuando; oso ea 
si no pide mi separación.*. 

— De temerlo es; la tolejmlada ha sido 
tan grande... la cosa era ver modo de que 
el capitán no pase parte. 

— ¿X cómo impedirlo? 

— El capitán Orrego no es reucorc^o: 
quitándosele la rabia se olvida de todo, 

— Pero es que ya está escribiendo el 
parte, 

— Así debe ser, --dijo otro oficial; — aca- 
bo de pasar por frente de su pieza y lo he 
visto .stjntado a la mesa con la pluma en la 
mano. Voí a ir a hublarlo con cualquier 
pretexto y ^'eré si es el parte lo í[ue liace. 

El oficial que esto habla dicho salió y 
ItiDgo regresó dicíeudo: 

— Es el parte; me ha pedido que le envíe 
na soldado para mandarlo a Ayacucho. 

— i Diantres í 

^Si pudiéramos demorar el envío del 
parte por algunashoras, quizás todo podría 
arreglarse, pues ya se le habría pasado el 
mal humor. 

Había en la habitación además de los ofi- 
ciales nn soldado a quien ya conocemos; 
era el Peralta. Como anteriormente io he* 
mos dicho. Peralta era un factótum, uno 
de esos soldados de inapreciable valor en lü 
vida de campaña, que entienden de todo un 
poco; él tenia algo de cocinero, sus puntas 
de sastre, su barniK de mecánico,Ínn recor- 
te de cigíirrcro, un poquillode talabartero > 
en. fin, de todo oficio entendía algOj o según 
la expresión de éí mismo: ítatf>flo le metía.* 
Aqnel día había sido llamado por Martel 
para que le liieiera algunos cigarnllos, y 
con ese motivo estaba en la habitación de 
este sentado en un banco y teniendo en sus 
faldas nna caja con tabaco y papel. Ahí es- 
cuchaba la conversación deba oficiales. 

Cuando oyó de bocii del último oficial 
que había hablado que sí se lograba re- 
tardar el envío del parte Martel podría es- 
capar, dejó a un lado la caja del tabaco y 
acercándose a aquél, le dijo: 

— Mi subteniente, si ha de mandarlo na 
saldado a mi capitau, mándeme a nal* 



— 312 — 



— ¿Para qué íiiiíere ir usted? 

— Eb que llevando jo el parte puede ser 
que no llegue a las man oe de mi coronel. 

Martel interviú o diciendo cou seriíjdad: 

—Si el capitán lo manda a usted espre- 
ciso que obedezca; lo primero es la obe- 
diencia, 

— Por cierto* mí teniente í pero ya Babe 
que a Fe ral ti nunca le faltan industi-ias 
para dejarlos a todoa conten tos. 

TjOs oficiales sabian uiui bien que Peral- 
ta era hombre de mnclioa recm-sos y mu- 
chas tretas que Re le oonrríau a bu despier- 
ta imajinacion. Se miraron unos con otros^ 
y despuca de sonrei rse, el snbttnicnte que 
ya babia hablado, dijo al soldado ; 

— Está bien; venga contnií!;o* 

Un cuarto de hom después. Peralta, ar- 
mado con su rifle, montaba a caballo y sa- 
lía de las casas de la bacicuda llevando el 
parte que babia cserito Orrego, 

Como a dos cuadras de distancia tenia 
que pasar \m rio; era éste el mismo que 
habia atra^H^sado M artel la noche anterior. 

Desde las ca^as se divisaba perfecta- 
mente el rio. 

Cuando Orrego vio partir al soldado sin- 
tió esa especie de calma que sobreviene a un 
individuo cuando ba terminado la obra que 
hacia de mal humor. Ya no le quedaba sino 
esperar el resaltado^ es decir, esperar la re- 
solución que tomaría el jefe de la expedi- 
ción. 

El sTibLciiieiite que ¡e había llevado a 
Peralta, se quedó disimuladamente cerca 
del capitán cuando partió el soldado. 

Con la calma le vinieron a O r regó deseos 
de comentar con alguien el Buoeso deí dia 
después de haber rabiado a solas- Aprove- 
chó la presencia del subteniente para d<í- 
cir; 

— Los oficiales me hacen rabiar mu- 
chas veces miis que toda la tropa de la com* 
pañia. 

— Cierto, capitán, que alioi^ ha tenido 
nsted mucha rajion para d i sgurtarse,— con- 
testó el oficial con diplomacia. 

— t-;Le parece que teugopoco motivo? 

—Por eso no le digo lo contrario; aunque 
86 trate do im compañero, no puedo negar 
que ba sido mui grande la loema de 
Martel ; exponerse él y esponer a un soldado 
inútilmente a tantos peligros de los que ha 
escapado en una tabla, porque contra esa 
caterva de indios que le salió qué podían 
hacer dos hombrea solos. 



— ¿Acaso vienen contando que ka han- 
salido los indica? 

— Si, pues; les salieron, 

— 8erán bromaSj— replico Orrego, que, 
aunrjne más tranquilo, uo eistaba repuesto- 
det todo* 

— Xo, capitanía? la verdad; traen prue- 
bas de ello í Martel quitó un rifle, y ya 
sabe usted que lo indios no dejan sus rifles 
donde s^ los puedau quitar sin pelear áutes 
con ellos, 

— ¿Conque trae un rifle? — dijo el capi- 
tán prestando ínteres a este hecho. 

— ^Sí, y con muchas cápsulas. 

— ¿Y cómo j dónde se hizo de el? 

El subteniente se paso a referirle lo (¡ae 
un moment^j antes habia oído a Martel, laa 
diversas peripecias que le habían ocurrida 
en línanta. 

Orrego le escuchaba con atención cre- 
ciente. Encontrándose en campaña, siendo 
él mismo militar y tratándose de Tin oficial 
de su comida nía, aquella aventura le inte- 
resaba vivamente. 

Cou SíUisíaccion notaba el oficial qtic el 
semblante del caí>itan perdia i>oco a poco 
su aire colérico. Parecía indudable que a 
juicio de Orrego los peligros corridos por 
Martel eran cansa .atenuante para su falta. 
Aquellos lances apurados, aquel riesgo gra- 
vísimo» eran bocados exquisitos para sa 
paladar; escuchando la relación de ellos 
puede decirse que bs saboréala, y es de 
asegurar tjue Martel le paieeia mucho me- 
nos culpable habiéndose visto en trances 
angustiosos que sí hubiera llevado a ei*bo 
su calaverada sin inconveniente alguno. 

Deseosísimo estaba de oír la narración 
de boca de! mismo teniente; pero des[>ues 
del disgusto qne había tenido coa el no 
quería hablarle, al menos tan pronto- 

El subteniente adivinaba lo que sucedía 
en la mente de Orrego, y se deciai 

--TjO malo es que ya el parte va cu ca- 
mino y no hai remedio; ahora quizás el ca- 
pitán estaría dispuesto a no mandarlo; 
pero hacerlo regresar es otra cosa mui dis- 
tinta. 

íío le faltaba razón al oficial para pensar 
pe este modo. Es una cesa mui conocida 
entre mí Atares que un superior puede 
vacilar entre hacer o no hacer algo; pei'o 
una vez que ha dado el primer paso» no 
vuelve atrás, seria ''sentar un mal p: 
ceden te." Era un disparate pensar q 
Orrego mandara alcanzar a Peralta y a } 
cerlo volver con el p^rte; solamente alg 



213 — 



caio inesperado píxlííi iinpedir que éste lle- 
gara a su destino, 

Xü pudo resistir Orrego a 8U3 deseos de 
tener luús detalles de lo ocurrido aquella 
mañana, y f>ara oirlo;^ de la voz de uno de 
Jos mismos actores, mandó llamar al cara- 
binero. 

El di;tlotro anterior había tenido lugar 
en !a piiei tíi de la pieza de Orrego, o sea en 
el corredor de lii casa, que era donde se en- 
contraban el espitan y el subteniente. 

Esperando ef^t^ban la llegada del carabi- 
nero cuando se notó un movimiento en el 
patio que tenían al fi'íinte. Yarios soldados 
acudínn a cierta } arte de ese patio desde 
donde se divisaba ú rio y mirando hacia 
hIU decian; 

— ^El fjae iba para Ayacucho se ha caído 
al agua. 

— El caballo lia de haber tropezado. 

—El rio es mui pedregoso. 

— Siempre tropiezan las bestias. 

Ánnque el rio no era mui c audaloso, bien 
podia haijei" peligro para un soldado que 
cayera en él llevando a la cintura el peso 
de la canana UcTia de cápsulas. Orrego se 
apre^iró a mandar unos cuatro hombres 
que corL'iendo íueran a ver si era preciso 
prestar algnn auxilio. 

Mientras corrían estos, desde el corre- 
dor se rió íjue algunos carabineros que al 
cuidado de loa caballos estaban en un po- 
trero próximo íil rio, se acercaban de ca- 
rrera y ayudaban a salir del agua al sol- 
dado, el euül como se supondrá, era Pe- 
ralta. 

Pocos minutos raiis tarde Peralta se en- 
cotitmba frente al capitán. De pies a ca- 
beza CBtJiba completamente calado de agua. 

— ¡Cómo di a n tres fué usted a caerse al 
rio! — le preguntó Orrego. 

— 'Haí tantaa piedras, mi capitán, el ca- 
ballo resbaló y se fné de punta: ahí caí 
yo... Así mojado y todo iba a seguir para 
Ajaciieho, pero nomo llevaba el parte que 
usted me dio en la canana... 

— Se lo llevó el lio. 

—No, mi capitán; lo tenia bien seguro 
*.* pero estií erajiapado y me dio no se qué 
lleva rseío así a mí coronel... podía pare- 
cerle mal... Aquí está. 

Y diciendo esto Peralta sacó de su ca- 
nana cí i>aite hecho una sopa y con la tinta 
reveuida. 

~j Dübia usted haberlo llevado así como 
3»tál — exclamó Orrego. 



— Como estaba yo aquí tan cerca, me 
pareció que debía venir a tomar su parecer 
antes de llevárselo en ese estado a mi coro- 
nel... pero ya que así la dispone usted, mi 
capitán, monto otra vez a caballo y sobre 
la marcha voi con el parte. 

Si Peralta saliendo del agua hubiera con 
tinuado su camino hasfc a entregar el oficio 
mojado y borrado como estaba, nada podia 
decir el jefe contra Orrego que ignoraba 
aquel caso fortuito; pero ya que el capitán 
tenia conocimiento del hecho, cometía una 
grave falta de respeto enviando a un su- 
perior un parte ajado y lleno de borrones. 
Es de advertir que militarmente tal falta 
es considerada como punible. 

Tuvo Orrego ganas de echar un buen 
sermón a Peralta; pero al verlo ahí empa- 
pado y considerando que la caída enel río- 
era una cosa mui natural y hasta un caso 
que frecuentemente sucedía, se contentó 
con decirle: 

— Usted debía haber continuado su ca- 
mino sin venir a consultarme nada... Va- 
yase a su cudara a secarse la ropa. 

Y volviendo las espaldas se entró a su 
pieza. 

Tiró el malogrado parte sobre la mesa y 
haciaando entrar al carabinero que ya ha- 
bía acudido al llamado, le pidió hacer una 
relación de lo que le había ocurrido. 

Entre tanto en la habitación del te- 
niente Martel los oficiales reían comentan- 
do la travesura de Peralta, o la «industrial), 
como él decía. 

Luego apareció el subteniente de quien, 
hemos estado hablando. 

— Al capí tan, -di jo, — ^se le ha compuesto 
el humor; está oyéndole contarla historia 
al carabinero, y cuando no se ha puesto a 
escribir otro parte sobre la marcha, es seña 
de que ya se le ha pasado la idea. 

En efecto el enfado de Orrego se había 
calmado, y después de oír al carabinero 
pensaba que bastante castigada estaría 
quizás la calaverada del teniente con los 
apuros porque había tenido que pasar. 

Un par de horas después del mediodía 
hizo llamar a Martel, y cuando le hubo he- 
cho referir en detalle sus aventuras, cuya 
relación le encantaba porque los lances lle- 
nos de riesgos y peligros tenían gran he- 
chizo para Orrego, concluyó por decirle 
con severidad, pero sin enojo : 

— Ya ve usted, teniente, a todo lo que 
se ha expuesto con su locura; ha escapado- 



— 2U - 



por 13 na ptiripa; y por otra chiripa ee ha 
Jibrado de quu el hecho estuviera ya en co- 
nocimieuto de! coronel; íjuíeii si no pedía 
su separación le pasíiba raspando,.. Vayase 
a su pie?.a y ahí permanecerá arrcBtadíj 
hasta que vuelva la corapafíia a Ayacncho 
para que no le vendan nuevas tentaciones 
de ir otra vez a Huanta, 

Mas tarde sus coo pane roa dccian a Mar- 
tel: 

— Te Ims librado de buena, gracias a la 
industria de Peraltjt, 

LIV. 

Salida de Ayacucho< 

El grueso de la diviíiion expedicionaria 
continuaba en Ayacncho sin que le hubiera 
ocurrido nada de interesante para la narra- 
ción qne estamos haciendo. 

Poco a poco la permanencia en la ciudad 
se iba haciendo difícil a causa, principal- 
mente, de que el pasto para los anímales 
iba mermando en las cercanías y ya, corno 
hemos visto^ era preciso tener las caballa- 
das a cuatro o cinco leguas de la división. 

Tampoco el estado simitario de la tropa 
era mui halagüeño : las ambulancias esta- 
ban llenas de enfermos. 

Cual lo dejamos dicho en otro capítidOj 
no se tenían comunicaciones con la costa, 
pues los indios y Itjs montoneros las inter- 
rumpian. Sin embargo, por algunos paisa- 
nos so habia sabido la capitulación de Are- 
quipa, y por consiguiente con esta circuns- 
tancia la permanencia de la división en 
Ayacucho no era ya tan necesaria. 

Muí a tiempo se tuvo aquella noticia, 
pues ya se estaba haciendo mui trabajoso 
conseguir los víveres necesarios para el 
mantenimiento de la jente. Siendo hostiles 
a los chilenos todos los indios de los alre- 
dedores, arreaban sns ganados para escon- 
derlos por las montañas a ¡Tesar de que la 
división los pagaba a buen precio j era pre- 
ciso estar haciendo continuas excursiones 
para obtener algunas reses, lo cual no siem- 
pre se lograba, llegando a veces a escasear 
la carne hasta para la dieta de los soldados 
enfermos y heridos. 

Por estos y otros motivos que no es del 
4^so entrar a detallar en esta narración, so 
resolvió el regreso de la dívisio-n* 
^ *»*,,«,-*,**,,*É,»É», *,,,,■♦»•*• ****** 

lío entraremos en pormenores sobre los 



preparativos para la marcha, pues seria hñ- 
oer una repetición de lo que en otros pni- 
rrafoB anteriores hemos referido. 

Ei 1 2 de novlemtíre al amanecer estaba 
formada la división en la plaza de Ayacn- 
cho j esperando loi toques de las cometas 
para emprender la marcha. 

Iba a comenzar nuevamente la lucha con- 
tra los malos caminos, los desfiladeros, el 
cansancio, las fatigas, ei soroche, las pri- 
vaciones; contra los ríos, la lluvia, la nieve, 
el hielo, y en fin, contra las mil penurias 
qne ya hemos enumerado y contra otras 
nuevas que no dejarían de presentarle, 

A las seis de la mañana salió la división 
de la "piadosa ciudad ayacuchana,"' como 
con iL'tras de resalte estií escrito en el fron- 
tispicio de una de las principales iglesias 
de Ayacucho; salió ]k^v el íuismo camino 
que le sirviera para hacer su entrada seis 
semanas antes. 

La jornada fue hasta Pacaicasa, aquel 
pucblccito de que ya heme a hablado* 

Ahí alojó la expedición. 

En la hacienda de Llamojtauhi se halla- 
ban dos compañías de infantería cuidando 
las caballadas. Aunque los caballos fueron 
remitidos a Ayacucho para que partieran 
con la división, las dos compañías se que- 
daron CTL k hacienda^ pues desde ahi sólo 
tenían tina corta jornada que hacer para 
llegar a Huanta, donde so resolvió qne se 
juntara con el grueso de la expedicíoiu 

El camino que tenían que seguir aque- 
llas coniijañías era ni mismo qne habia to- 
mado el teniente Martel cierta noche; en 
nnas pocas horas podian llegar a Huautn. 

Desde el instante en que la división salió 
de Ayacucho, los indios vecinos se alboro- 
taron como los niños de una escuela cuan- 
se ausenta el maestro. Sin emlmrga, el pri- 
mer di a uo molestaron a la división y se 
contentaron muchos de ellos con atacar a 
dos oñciales y dos soldados a quienes ha- 
llaron aislados. 

Al dia sig^nientc i>or la mañana se levan- 
tó el campamento de Llamo] tachi ; poco 
después de las ocho ya iban en marcha laa 
dos compañías, 

A poco andar se ofreció el caso de vadear 
el rio de que ya hemos hablado. Esto para 
la tropa no presentaba más dificulta/l<^B 
que el fastidio de tener que descalzan 
sacárselos pantalones. 

Así lo hicieron los soldados^ y comí 
cede naturalmente en tales circinstar^ 



— 215 — 



tan pronto como se hallaban en la vil" era 
opuesta, se sentalian en el suelo pam cal- 
zarse nncvamente y vestirse. En aquella 
tarea estaban, y formaban un grneso gru- 
po, cuando por encinaa de sus cabezas oye- 
ron los agudos silbidos de algunas balas. 

Proato se pudo conocer que los proyec- 
tiles veiiian de retaguardia y disparados 
desdes unos eerros. 

Esto no extrañó a ninguno de loa chile- 
nos, pues ya snponian fjue ios enemigos no 
los dejariau pasaj' sin molestarlos. 

FA fuego de inontonenis recibido por re- 
taguardia es mui fastidioso. Desandar ca- 
mino para ir a sofocarlo es triplicar inútil- 
mente la fati^^i de la marcha : regresando 
la tropa 1 retroceden los montoneros í vuel- 
ve aquella a caminar a vniiguardía, y tor- 
nan los montoneros a repetir la fiesta : aqne- 
11o seria uu cuento sin hn. 

Lo mas cuerdo era seguir camino ade- 
lante tomando a la vez ciertas precauciones. 
Asi se hizo. 

Las compañias continuaron avanzando a 
la deshilada evitando formar grupos pai'a 
no presentar un blanco seguro al enemigo. 

Algunos paisanos venían con la tropa; 
eran habitantes pacíficos que huían de la 
ciudad por temor a ataques de las indiadas. 
Entre ellos andaba un comerciante extran- 
jero quien al oir el silbido délas balas pre- 
guntó tranquilamente: 

— ¿Y esto? 

— Son balas,— contestó uno de sus com- 
pañeros. 

No debió ser mui graudc el gusto que le 
causó la respuesta, a juzgar por el aspecto 
que tomó sii semblante. 

Prontamente se apercibieron de todo esto 
algunos soldados que iban cerca de él, y les 
pareció uua excelente coyuntura para reírse 
de nn prójimo acongojado, 

— Ko tenga cnidado; agáchese no mÚÁ 
cuando sienta venir uua. — No mire para 
atrás, — Póngase las alforjas cu la espalda* 

Todo esto le decian los soldados, y el po- 
bre comerciante, que iba a caballo, ejecu- 
taba lo indicado: se doblaba, se encorvaba, 
sacaba las alforjas de la silla y se las ponía 
a la espalda bhndándose con ellas^ en fin, 
hacia cuanto le recomendaban sin tomarse 
el tra]>ftjo de calcular que era burla y preo- 
""'^ado solamente de cuidar que su pellejo 

'ñera agujereado por alguno de aLiUellos 
idores proyectiles, 

uanto más ang-nstiado lo veían mayo- 
üromas le hacian los soldados, y hasta 



había algunos que deti'as de él ímitabanp 
con la boca el silbido de lasbal;is; tan bue- 
nas enin las imitaciones que el infeliz co- 
merciante temblaba al oirías. Uno más tra- 
vieso que sus compañeros llegó al extremo 
de lanzar un si Ibo i mi tatí vo y al mismo tiem- 
po punzó con un palo la espalda del pai- 
sano, 

—[Ai! me han muerto I ^^gritó éste atíí- 
rror izado. 

— Póngase la mano en la herida, — 
Apriétese para que no se vaya de sangie, 
— No se suelte hasta que lleguemos a un 
descanso para vendarlo. 

El desgraciado obedecía y con la mejor' 
fe del mundo creía que sí se quitaba la 
maíio de donde se la había puesto, por la 
presunta herida se le saldría no solamente 
la sangre» síuo hasta los huesos,*. 

Las compañías con ti uñando su marcha- 
se habían puesto fuera del alcance de lo^ 
disparos que Íes hacian por retaguardia 
desde un cerro. 

Pero DuevoB enemigos habían aparecido 
por el costado derecho y también píjr van- 
guardia en algunas eminencias. 

Al llegar a cierta ensenada donde podía 
descansar quedando resguardada, la tropa 
hizo alto por orden del que la mandaba^ 
quien envió un piquete para que fuera 
mientras tanto por las alturas limpiándolas- 
de individuos bostiles. 

El comerciante extranjero aprovectió 
aquel descanso para aproximarse a un ca- 
pitán, y con la cara compunjida y tapán- 
dose siempre con la mano la boca de la su- 
puesta herida, le pidió jimiendo que le 
hiciera vendar. 

Ya se comprenderá cuanta no sería lar 
risa de los soldados a quienes el capitán, 
que no sospechaba la verdad, ordenó pres- 
tar algún auxilio al comerciante. Por úl- 
timo, éste no quería creer que su cuero se 
encontraba intacto. 

Al cabo de unos quince minutos, cuando* 
el piquete hubo tomado la altura latei-al^ 
prosiguió su marcha la tropa, 

A medida qne ésta avaumba, los monto- 
neros de vanguardia se iban retirando, pero 
sin cesar de hacer fuego, fuego que los ^sol- 
dados contestaban con parsimonia por no 
desperdiciar sus escasas cápsulas. 

Varios de los enemigos perdieron la vida 
en ei tiroteo por haber osado descender de- 
masiado sin tomar en cuenta o ignorando 



_ 216 — 



que un piquete iba ¡xu' las alta ras, con lo 
caal f^uedarou el loa encerrados. 

El capitán que mandaba las dos oompa- 
fdas teuui orden de hallarse a las tres j me- 
dia a la eii tralla de H na tita por d puniente 
y esperar allí que el groeso de la división 
eatrara en la ■:;iudad por el camino de Pa- 
cüicasa o sea por el sur. 

Cuado llegó con su tropa al bosque los 
indios y moiitoueros habían cesado de mo- 
lestarlos. 

Desde ahí se oia un estruendo de deto- 
DacioneSj j aun sedivisal>au nubéculas de 
humo por e! lado del sur. No podía caber 
duda de qne la división era atacada j qae 
los enemii^os debían ser na me rosos puesto 
que les había sobrado jen te para ataear la 
tropa que venia de Llamojtaclií. 

LV. 

Sangrientas escenas en el bosque. 

liemos diího en el capítulo anterior que 
el grueso de la división pemoeto ea Paca i - 
casa. 

A las eíneo de la madrugada emprendió 
la marcha para lluanta. 

Se sabia que los indios estaban mni en- 
tusiasmados para estorbar la pasada a los 
chilenos^ dísti aguí endose entre ello^ los 
"hbres iaquichanos'' o sea los ciudadanos 
de la repiiblica de iKquicha, una tribu que 
se da los aires de nación independiente j 
que ha conquistado fama de bravura. 

En las prirnems horas no se tropezó con 
inconvenientes extraordinarios; pero como 
al mediodía se notó que la descubierta j la 
oompañía de vani^uardía se detenían. 

Pronto se averiguó la causa de au pa- 
rada. 

El camino iba por una ladera y estaba 
recientemente cortado por los enemigos, 
quienes como era nata ral liabian escojido 
para cortarlo un lugar donde el i-epara- 
miento fuera trabajoso, 

Sin perder un momento el jefe de la ex- 
pedición ordenó componer la senda valién- 
dose de los pocos recursos de que ahí po- 
día disponerse. Teniendo por herramientas 
los yataganes y por material ramas de ár- 
boles y cascajo, dos compañi as se dedica- 
ron con asombrosa actividad a ejecatar 
aquella obra. 

Entre tanto otras dos compañías toma- 
ron nna colocación conveniente para evífcar 



que los eneraijofos molt^taran cojí ans foe- 
gos a loa que trabajaban. 

Al cabo de dos horas quedó repuesto el 
camino j se pudo proseguir la marcha- 

FA capitán Soler iba a la cabeza de su 
compañía, pero no a caballo en la yegua 
Cenicienta. La infeliz bestia era ahora in» 
capaz de llevar encima el peso de su amo- 
De i a herida que recibiera mes y medio 
tintes de atjuel dia habia sanado merced a 
los solícitos cuidados de su dueño, pero 
qjuedando en tal estado de debilidad y fla* 
cura que apenas podía condaci r un costal 
con la batería de cocina del capitán, lo qae 
no era mucba c^rí^a, pues aq tí el la batería 
salo tenia dos..- cañones: una olla y nna 
sartén..- 

Soler montaba el caballo colorado f[iie ja 
le conocíamos, y al paso de él seguía la 
marcha, cuando se comenzaron a oír por 
adelante muchos tiros disparados sin dada 
sobre la compañía de vanguardia. 

Luego se divisaron por diversos lados 
numerosos grupos de iudios armados y coa 
banderas, quienes se movían en son de g\i^ 
rra atronando los ámbitos de lae qaebradas 
con sus bombas y pitos alternados j con- 
fundidos con la irriteria bélica que les es 
peculiar. 

demando avanzar otra coaipañíaj para 
que se inclinase a la ízqnierda mientras la 
de vaní^nardia se carga ki a ]a derecha. 

El grueso de la división continuó mar- 
chando, 

Oada vez iba arreciando más el fuego, 
principal mente por la derecha. Se hacia 
conveniente reforzar ese costado, y hacia 
allá fuó enviada la compañía de Soler, 

Doblando el paso avanzó éste. 

La compañía de vaugaardía mandada 
por Orrego sostenía un vivo f aego con los 
índica y estaba desplegada cu gucrrilla- 
Los enemigos eran muchos, y envalentona- 
dos por su superioridad numérica dejaban 
acercarse bastante a la tropa» Siendo el te- 
rreno muí accidentado y habiendo tapias y 
árboles que impedían a los soldados obser- 
varse unos con o tros ^ había el peligro de 
que alguno cayera en manos de un grupo 
de indios y aislado tuviera que sucumbir 
peleando eíi combate desiy^uah Esto tenia 
que s acede t*j y con efecto se vieron aquc 
dia varios casos de soldados que corrieron 
tal suerte por su noble afán de cargar so- 
bre el enemigo sin contar su número, y 
después de muertos fueron bárbaramente 



I 



— 217 — 



:mutilados por \m salvajes; pero no se crea i 
que sG dejaron degolinr con la mansedum- 
bre dt un cordero, pnea más tarde pudimos 
obHervar que al lado dü cada cadáver des* 
-cuar tizado habia uno o do6 indios muertos 
a bala o yatagán, lo cual era una prueba 
de qne la victimase habia kecho pagar an- 
ticipadamente el precio de su vida. 

La coínpañía de Soler prestó una eficaz 
ayuda a la de vanguardia* 

Al verla aproximarse los enemigos dobla- 
ron sus fuegos; pero Inego se declararon eu 
'derrota huyendo por el bosque hiíycia la 
montaña. 

Soler sin detenerse emprendió la pci-se- 
cucion de elloíí atendiendo a que su trnpa 
no se dispersara mucho, 

Sin apearse de su caballo el capitán ^e 
interné en el bosque tomando por un an- 
gosto sendero. 

Los derrotados en su retirada hacían bas- 
tantes disparos prevaliéndose de las venta- 
jas que con sus árboles les presentaba la 
selva. 

A su paso liabia ^isto Soler el cadáver 
destnmcado de un soldado; ese acto de 
barbarie encendió sn indignaron y con f a- 
ror se entregó a la persecución de los sal* 
vajea para que el mayor numero posible de 
de éstos recibiera su merecido castigo. 

A pesar del cansancio i^ue les cxírtaba el 
aliento, los chilenos corrían en pos de los 
fujitivos haciéndoles tremendas bajas. 

De pronto oyó el capitán que \m soldado 
con la voz entrecortada por los jadeos le 
gritaba^ 

— jPor ahí va... el del anillo... el del 
retrato!.-. 

Volvió la cara y vio a Peralta qne corria 
por entre los árboles- 

—Correr a ver si se los quitamos,— con- 
testó Soíer apurando a su caballo. 

El sendero lleno de recodos impedía apre- 
Burarsc mucho, j también eran un gran es- 
torbo las ramas que azotaban la cara del 
' capitán. 

lío obstante, avanzaban- 
Al cabo de recon-er como una cuadra, 
llegaron a nn sitio en qne la senda se en- 
sanchaba y era recta por algún trecho, 

A unos cuarenta pasos dekntc de ellos 
dÍTisaron un jinete y unos cuatro indios a 
'^ié huyendo velozmente. 

— ¡Ése es!— e^Eckmó Peralta, 

Al mismo tiempo %\ jinete tornó la ca- 

\2Á y Soler pudo reconocer en él al que 

abia herido a ¡a Cenicienta. 



Desenvainó el capitán su sable j danda 
un fuerte cintarazo a su caballo en las au- 
cas para apurarlo, ^ritó: 

— No te escapareis ahora. 

El jinete o montonero echó atrás la ma- 
no izüuierda en la cual tenia un revólver y 
soltó dos tiros sin cesar do correr y gritan- 
do en quechua algunas palalífas a los in- 
dios cual si los exhortara a detenci'Se. 

A su ve7> Peralta descargó su rifle logran- 
do derribar a uno de los salvajes. 

Todo esto pasó en nu breve instante* 
Los fujitivóa volvieron a perderse de vista 
cubiertos por los árboles. 

No amainaron sin embargo los persegui- 
dores ; continuaron con mayor afán su tarea. 

— I Que se nos pierden! — ilamó el solda- 
do saltando por encima del ludio derribado. 

—Van mm cerca,., loa alcanzaremos,,- 
— replicó Soler* 

Un momento después volvieron a encon- 
tráis ensanchado y recto el sendero. 

En medio de ¿ste estalmn los persegui- 
dos: ya no corrían: dos de los indios apun- 
taban cou sus ritles y el jinete con su re- 
vólver* 

Al aparecer el cíipitau y el soldado, aque- 
llos tres a la vez hicieron f uego> 

Peralta avanzó aún unos seis pasos y ca- 
yó de bruces lanzando cou su arma un ba- 
lazo que uno de los indica recibió en el 
pecho, 

Roler, sin ver nada de esto, clavó su ca- 
ballo a toda fuerza con las espuelas, y como 
un rayo cayó sobre el jinete enarbolando el 
sable* 

Tenia éste su revólver en la mano iz- 
rjuierda y un espada en la derecha. Dispa- 
ró cou la primer arma y quiso defenderse 
con la segunda. 

Pero ni su bala consiguió herir a Soler, 
ni su espada logró quitar un terrible sablazo 
que ül capitán le asestó en el hombro iz- 
(juierdo haciéndole soltar el revólver qu& 
cayó a algunos pasos de distancia. 

El montonero con tenacidad se defendía 
un instante, y aun de una estocada i'asgu- 
ñó hi piel de su adversario; pero éste de un 
imevo sablazo le hendió la cabeza j lo hizo 
desplomarse resbalando por las ancas de su 
caballo hasta caer al suelo. 

Los dos indios que quedaban en pié ha- 
blan retrocedido kasta ponerse entr^ 
nnos troncos de árboles y ^cargaban sus 
awnas- 

Dando una rápida mirada vio el capitán. 



— 218 — 



a Pemlta tendido eu tierra y a loa dos sal- 
vajes en su actitud hostil- 

Hasta estos no podia llegar a caballo. 

Dü un salto ati apeó j se abalanzó sobre 
ellos. 

Uno tenia ja preparado sn riñe y guare* 
cido tras de un tronco le apuntó. Soler al- 
canzó con su mano izquierda adesriar la 
punta del cañen a tiempo que pailia la ba- 
la, y ésta fué a traspasar el cuerix) del jine- 
te herido o muerto ya. 

El otro indio teniendo ya liiita bu arma 
se alejaba pausadamente a reculones diri- 
jiendo sn puntería al capitán, quien sin sol- 
tar el cañón del rifle que tenia cojído j que 
8ü dueño habia abandonado por temor al 
sal)Ie, se escudaba con el tronco mencio- 
nado. 

Esto duraba un instante, cuando el in* 
dio desarmado empuñó una lanza de su 
compañero muerto que tenia a la mano y 
diciendo una palabra en quichua a su pai- 
sano, ambos se echaron sobre el capitán. 

AI verlos venir, Soler abandonó resuel- 
tamente d sitio guarecido en tjue estaba, 
pava sal irles al encuentro esgrimiendo su 
sable. 

La lucha iba a ser desi^al; para el ca- 
pitán solamente habia la esperanza de que 
el indio del rifle errara su tíro; cosa difícil 
por ser tan reducida la distancia que los se- 
párala. 

-Tugando el todo por el todo se abalanzó 
sobre éL ICI indio apuntó, mientras sn pai- 
sano bajando la lanza se echaba sobre el 
el costado izquierdo del capitán. 

El instante era decisivo, de vida o muer- 
te para los contendores. Si el del rifle erra- 
ba, caería fnlminante sobre su cabeza el 
Bable del oficial; pero el indio dejaba acer- 
carse a su adversario para no luarvar. 

Ya iba a disparar casi a quema ropa, 
cuando un ruido violento, una detonad on 
inesperada y un golpe recibido en nn bra- 
zo le hizo temblar el pulso y variar la pun- 
tena a tiempo que partía el tiror el fogo- 
nazo alcanzó a sollamar la cara de iSoíer, 
pero la bala no lo tocó. 

El sable hendiendo el aire cayó como una 
centella sobre el cráneo del salvaje. 

Tornóse Soler rápidamente para defen- 
derse del indio de la lanza, y vio que éste 
tirando al suelo su arma huía despavorido. 

— j Que a tiempo! — gritó una voz. 

Era la de Peralta, quien herido de una 
pierna, sin poder levantai'se, se Imbia arras- 
irado hasta alcanzar el revólver que botara 



el derribado Jinete, y asestando un balazo 
al indio que sin duda iba a ultimar a Soler, 
le hizo perder la pnntería. 

De una mirada el capitán lo adivinó to- 
do: Peralta en tierra, tenía extendida una 
mano y en ella el revólver todavía hume- 
ante- 

Viéndose ya libre de enemigos, se acercó^ 
al soldado pí-egnn tan dolé: 

— ^Estu herido usted? 

^Si, mi capitán... pero no í^ cosa.-, ea- 
en una pierna. 

— ; Podrá sostenerse a cabaUo? 

— -Tal vez* 

— Ojalá, porque no conviene que esté en 
el suelo*.* no sea que vengan nuevos eae- 
miiJ^os,,. 

Y diciendo esto Soler levantaba suave- 
mente en peso al soldado herido. MíéntraSr- 
lo conducía hacía su caballo, añadía: 

— De buena me ha salvado usted. 

—También sin usted, mi capitán, loa in- 
dios me pillan aquí tendido j me hacen 
charquican.** 

En ese momento se oyó un estrépito de 
gritos y bulla de jente que se acercaba. 

-^¿Qué es eso?— murmuró el ofieíaL 

—Jente que viene corriendo..- son mu- 
chos. . . — respondió Peralta j— antes que lie* 
guennovaa alcanzar a ponerme encima 
del caballo... mejor es que me deje junto a 
ese árbol y me pase el revólver... aquí nos 
defenderemes... 

Con efecto; era larga la tarea de colocar 
en la silla al herido, y no habia tiempo que 
perder. Hizo Soler lo que aquel leÍJidicaba 
y se puso a su lado sable en mano* 

Todo esto, como las escenas anteriores 
ocurría en menos tiempo que el necesario 
para leer el relato de ello. 

Trascurrieron breves segundos y el ca- 
pitán y el soldado aimíjue eran de probada 
enerjia, sintieron cierto frío en la sangre 
al ver venir hacia ellos una caterva de in- 
dios que corrian precipitándose. 

Soler alzó su sable; Pei^alta preparó su 
revólver. Pero aquellos salvajes pareció que 
ni aún los divisaban : con el cuerpo hacia 
adelante y los codos hacia atrás, en vcrtiji- 
nosa caircra, no miraban nada, no veían 
nada^ poseídos del mayor espanto, do tenían 
ojos y sólo tenían piernas para escapar coa 
la velocidad de los derrotados. 

Al¡,ninos tropezaban en los cadáveres í 
jinete y del indio que yacían en el sende 
caían, rodaban, eran pisados y tropel lai 
por otros; ninguno se dolía de los suj 



— 219 — 



mientus ajenos; ningUTio auxilíaha ni com- 
padero, al hermano ijuiícás ; cada uno eólo 
atendía a fsí mismo ; cada niio miraba por 
sn propia salvación^ que era lü i^uga. 

Y así lo era, puea los soldadoa ve ni a n 
persi poniéndolos de mui cerca, y justamente 
irritados por los bárbaros descuartizamien- 
tos de alanos de los snyos, daban furibuD- 
doa golpes. 

Los dos cada, ve res y los dos ci*ballos sir- 
viendo de tropiezo, hicieron f[ue en ese si- 
tio se formara un agolpamientorde fujitivos 
qne fueron alci^nzados por la tropa. 

Y allí el brazo venerador del soldado, ya 
esgrimiendo el yatagán, ya blandiendo la 
culata del rifle, cobró a doblado precio las 
sangrientas mutilaciones de sus com pio- 
neros. 

Los indios CTí sn desesperación al verse 
atrapados trataban de defenderse; pero pa- 
ra esto carecían de vigor y no conseguían 
ni aun dilatar su fin. 

Ninguno de los enemigos que en ese sitio 
^estaban hubieran escapado con ^ida, a no 
ser por la voz del capitán &>oler que ordenó 
suspender la sangrienta escena haciendo 
que los que aun queda baü vivos fueran 
hechos prisioneros para cargar liis camillas 
de loa eafermos y heridos. 

Diez o doce cadáveres yacían ahí sobre 
el suelo, y solamente uno era de chileno. 

Este c^rupo de indios pertenecía a los que 
antes dijimos estaban batiéndose por el la- 
do izquierdo de la división, o sea al occi- 
dente, AI ser derrotados buian hacia la 
montaña, y por tal tu o tí v o se encontraron 
en el Instar donde hacia un minuto que el 
capitán Soler y Peralta habían sido actores 
en una escena propia de aquellos parajes y 
aquellos tiempos. 

Cuatro o seis soldados quedaban ahí; los 
otros de los que habian venido seguían en 
persecución de ios fujitivos que lograran 
p^ar adelante. 

Cuando hubo nn poco de calma, 8oler 
hizo examinar la herida de Peralta. Era 
esta en el muslo izquierdo y parecía no ser 
de gravedad. 

Levantándolo en el ].xíso, sus compañe- 
ros pusieron al herido en la silla del caba- 
llo del montonero muerto. 

Xo por su herida olvidaba Peralta algo 

" "■ tenia muí presente en la memoria des- 

neses atras: era el anillo *^con que se le 

iaido el montoneros*' según él decía. 

ijícndose a uno de sus compañeros le 

íó que viera si el montonero muerto con- 



servaba la alhaja que le preocupaba. 

El compañero accedió, y examinando las 
manos del cadáver, eontestci: 

— ^Sí; tiene un anillo. 

—Pásalo para verlo, — ^le dijo Peralta, 

—No se puede sacar. 

Hizo aproximarse su caballo Peralta y 
viendo de cerca la alhaja exclamó: 

— \No me había engañado, mi capitán! 
es el mismo individuo.-- todavía tiene la 
sortija de mi teniente Alvar,., 

— Yo también lo he reconocido, con- 
testó el capitán. 

— ]}ü seguro debe andar trayendo el re* 
trato do usted- 

— Eso vamos a ver- 

— En el bolsillo de la chaqueta lo ha de 
tener. 

Oyendo esto, el soldado que examinaba 
el cathlver sacó un fajo de píspeles d(^l bíjl- 
sillo indicado, y mirándolos exclamó con 
sorpresa; 

■ — ¡ Aqui liai un retrato de mi capitán ! 

Al momento se levantó para dar los pa* 
peles a Soler* 

Miró éste su efijie y con velocidad acudió 
a su memoria el recuerdo de los trastornos 
que habia ocasionado aquella estampa foto- 
gráfica: el la había regalado como una prue- 
ba de canño; pero la i majen cambiando de 
posesor le habia proporcionado un odio a 
muerte que sólo acababa de terminar ha- 
cia un instante con el ultimo aliento del 
pecho que lo abrigara. 

Repasando a la lijera los pa[>eles que es- 
taban en ul mismo fajo, halló varías cartas 
abiertas dirí jidas a ''Evaristo Narbona", y 
entre ellas una en que al punto reconoció 
la escritura de Luisa, 

Fácilmente comprendió el capitán que 
esa carta le revelaría algo de lo que para él 
era nn misterio; pero el momento no era 
oportuno^ ante todo tenia que atender a su 
tropa. 

Guardó los papeles en el bolsillo y mon- 
tó a caballo. 

— Recojan las armas de los muertos y 
sigamos marchando, — ^dijo a los soldados» 

El que había estado examinando el cuer- 
po del montonero, hacia esfuerzos para sa- 
carle la sortija quePeraitLi, le pedia con ins- 
ta nei a repitiendo: 

^Yo quiero llevarle el anillo a mi te- 
niente para que vea que no lo había enga- 
ñado... yo sé que él me ha creído todo; pe- 
ro más seguro estará cuando vea la prue- 
ba; lo mismo otros que podían haber peii- 



— 220 — 



sado qnc yo me liabfa achatado con k 

Por fio coüsiguíó el aoldñdo ej[ traer la 
sortija, 

— Al cíibo te tengo en mis jimnos des- 
pués dtí haberte deseado tanto, — exclamó 
Peralta red bien do el anillo. 

8e liabian recojido las armas de ba muer- 
tos j era tiempo de seguir andando- 

Abí se hizo. 

Al andar, Soler echó nna últiraa mirada 
sin rencor sobre el cncTpo exánime de aquel 
individuo que tanto odio le habia de moa* 
trado, que tanto habia hecho por quitarle 
la vida, y con quien jamase habia tenido 
nua eiplicacion ni cambiado siquíeía una 
palabra, llegando hasta Íp"norar la verdade- 
ra causa de ese aborrecimiento tan pro- 
fundo. 

Mientras acontecía lo que acabamos de 
narrar, escenas semejantes, al menos ea el 
resultado, tcnian lugar en las cercanías. 

Los enemigos habiau sido completamen- 
te derrotados y perseguidos de una manera 
dura por algunas compafiías de infantería 
y una partida de caWlcria. 

Poco a poco el fue;^o fué cesando hasta 
concluir. 

Entre las cinco y las seis de la tarde la 
división entró en la ciudad de Huanta, 
siendo pre- cedida por las compañías qiie 
se habían desprendido para atacar a los 
indios y montoneros. También a esa hora 
entró por el occidente la tropa qne venia 
de Llamojtachi. 

Con esta jeiite venía el comerciante ex- 
tranjero que todavía se palpaba no hallán- 
dose aún bien sef^iiro de no estar iierido. 



La tropa se alojó en los mismos edificioa 
que lo hiciera mes y medio antes cuando a 
la ida pasó por esa ciudad. 

Una de las primeras atenciones de los 
soldados fué tratar de secar su ropa qne se 
habia mojado bíistaute con una lluvia que 
cayó a la hora del combate, pero i^ue por 
fortnna pasó pronto. 

Esto lo hacían aquellos que no fueron 
enviados en busca de los compañeros muer- 
tos, cuyos cadáveres trajeron para darles 
sepultura ocultamente de manera qne no 
fuesen fácilmente hallados Dor los indios 
cuando liubiera partido la división, y evi- 
tar así que los despojos mortales fueran 
^rofanadiifi- 



LVI. 

El capitán Soler descubre un 
secreto. 

El capitán Soler se había hospedado eiv 
la niisuia casita de altos y con los mismos 
compañeros que darán te su anterior per- 
manencia en Huanta. 

La noche del día de su llegada estaba él 
sentado junto a uua mesa, y a la modesta 
luK de una vela leia por tercera o cuarta 
vez una de la^ cartas encontradas cu poder 
de su pertinaz enemigo. 

Fácilmente ee adivinará qm af^neJla era 
la escrita [H>r Luisa. 

Decía así; 

írSeñor Narbona: 

«La acción que usted ha cometido con- 
tm mí no es sino una gran maldad. Si yo 
alguna vez le hubiera dado siquiera espe- 
ranzas de corresponder el afecto í[ue usted 
me decía sentir por mi, le habría encontra- 
do una disculpa a su atentado; pero nunca 
ka sucedido esto; siempre le he repetido 
que de mí parte solo tendrá usted la esti- 
maciou natural de nuestras relaciones de 
amistad y de parentesco, nada uiás. 

í^Sin embargo, se ha tomado el derecha 
de tener celos hasta el extremo de atentar 
contra mi vida. Eso ha sido simplemente 
un crímeiu Y sí no he puesto el hecho ea 
conocimiento de la justicia para que usted 
fuera justamente castigado, se lo debea^rra- 
decer a la circunstancia de hallarse enton- 
ces usted ocultamente en Lima como por- 
tador de ciertas comunicaciones secretaSí 
que el ser usted aprehendido habrían caído 
en poder de los chilenos con perjuicio de 
nuestros amigos. 

íLe escribo esta carta para prevenirle 
que sí flc repitiera semejante atentado, nin- 
guna cousideracion me detendría para de- 
nunciar a usted; además mi madre y otras 
personas están al cabo de lo ocurrido y si 
me sucediera algún accidente íuesperado, 
ya sabrían ^uíeu ei'a el culpable y no vaci- 
larían en pedir justicia. 

«En íin, espero que nada de esto aconte- 
cej'á, pups supongo que usted habrá refie:cir 
nado y estará arrepentido de lo qne deí 
considerar en adelante como un extrav: 
momentáneo. 



— 221 — 



Esta carta rebelaba a Soler claramente 
la verdad de lo ocurrido; la leía con satis- 
facción y eentia cierto pesar por hLibtiVsc 
mostrado duro j receloso con Luisa en la 
última entrevista que con ella tuvo en 
Ijima. 

Pen&andü estaba el capitán cti todo tsto, 
cuando entraron en la habitadon sus dos 
compañeros, Lostan y Orrego. 

Este último se adelantó hacía el di- 
ciendo; 

— He coimefínido tener noticias del Oor- 
BO o sea de Evaristo Narbona. 

— Qnc mas noticias que la de que se en- 
cuentra desean Bando por los siglos de los 
si 0^1 03,^ con tostó Soler. 

—Digo noticias anteriores... Con pre- 
guntar por él nombrándolo, varios habitan- 
tes de la ciudad me han contado haberlo 
conocido: era uno de los cabecillas que en- 
tn si asneaba a los indios para dar asaltos a 
la ciudad, y para salir a molestarnos a no- 
Botros; desde que salimos de H nanea) o ha 
venido levantando los puel^^;3 por donde 
liemos pasado... me han babiado mucho de 
él, era militar desde el principio de la guer- 
ra y después de la toma do Lima se hizo 
montonero; tenia ^an partido entre los in- 
dios y los entusiasmaba prometiéndoles que 
ninguno de los chilenos de la división sal- 
dría vivode estos mundos. 

— ^Trazag quiere la gTierra^^ — ^respondió 
Lostan; — razón le encuentro al naontonero 
Karbona en ser largo pan; jirometer la vic- 
toria: sí un prójimo busca soldados para 
combatir y empieza por decirles que es para 
ser derrotado, no le será mui fácil ha- 
llarlos. 

Soler Labia contado a sua dos compañe- 
ros lo ocurrido en el dia y también les ha- 
bía dado a leer la carta de Luisa, Aludien- 
do a todo esto, Lostan continuó diciendo; 

— ^Por fin, Soler T has salido de azarosas 
dudas? hi lectura de esa carta ha sido como 
descorrer el velo que ocultaba el misterio, 

—Nunca habría yo logrado adivinar la 
verdad de este asunto» 

— íío era nmi sencillo. 

—Fundamento tenia Luisa para decirme 
que había de por medio un seci eto ajeno. 

— Y tu no le ereiste, coti lo cual te mos- 
traste mni canto i bastante tarea tiene uno 
^on creei' en lo que ve, para que todavía 
a recargue la conciencia creyendo en lo 
ue íe cuentan. 

—Sin embargo, ja ves que pomo creer 
je engañé. 



— Para que una vez te engañes por in— 
crédulo, doscientas te engafianís por cré- 
dulo. En fin, ja puedes estar contento y 
saborear desde luego el placer de hacer las 
paces con Luisa cuando la vuelvas a ver* 

— í^o estoi del todo contento porque 
pienso que ella biun podia haber tenido- 
confianza en mí y no ocultarme nada. 

— Paea, hombre, uo estancos actn'des ea 
estoí precisamente lo que más aplaudo a 
tu Luisa es bu discreción. Por su carta se- 
comprende con claridad ([ue lo que ella ha 
querido ocultar ea la existencia de comuni- 
caciones entre jente de Lima j los monto- 
neros; en ellas sin duda se trwtaba del en- 
vió de recursos a éstos \ aijncllo era una 
especie de complot indudablemente para 
perjudicarnos a nosotros los chilenos. Si 
Luisa por probarte su fidelidad contigo te 
hubiera le velado todo eso, te habria metido' 
en un gran berenjenal : por hidalguía te 
hubierps visto obligado a guardar silencio 
sobre ello, y como militar era tn deber dar 
parte a tne jefes de lo que hablas sabi- 
do.-. 

— Cierto, — exclamó O r regó interrum- 
piendo j*^ porque todos los recursos que de 
Lima presten a lo.s montoneros, sea dinero, 
armas, municiones o dinamita, aon para 
embi'obaraos a nosotros, y tú Soler, como 
militar, tendrins que considerar qne vale 
más la vida de un soldado que el amor de 
todas las Luisas de Lima por miis bonitas 
que sean,., más vale que no hayas sabido 
nada, pues entre el amor de la níua y el 
deber hacia tus compañeros te hubieras 
visto como un burro entre dos atados de 
pasto,., 

—Muí bien, hombre, — replicó í^oler 
riéndose í — te he coinpi^endído, o mus bien 
diré que te habia comprendido sin necesi- 
dad de que al ultimo salieras comparán- 
dome 3 mí con un burro,., j a Luisa con 
un atado de pasto,.. 

I^ofttan que también reia agregó: 

— ^Tampocü a mí por lo que me toca, me 
ha gustado que compares a tus compañeros 
con el otro atado-.- 

O r regó se apresuró a contestar: 

—¿No están ustedes siempre di cien dome 
que soi guaso? pues jo bago mis compara- 
ciones a lo í^uaso. 

Los tres compañeros siguieron charlando 
y comentando los sucesos del dia. 



— 222 — 



LVII. 

Los sufrimientos da Lucía. 

El téDientíi Alvar estando eo AyacucLo 
Tiatiia rodbido una carta de m iiniigo Mar* 
tel, quien lo refería en detal su arriesgada 
aventura por las cercanías de lluauta y a! 
mismo tiempo le incluía la cartíta de cuya 
T^miaiüu lo babia encargado Lucía. 

Grande fué el placer de Alvar que ya ba- 
bia desesperado de eneoutrar a su amada 
por atiucllos apartados lugares. 

No olistaiLtc, con aquella noticia aola- 
meute lü^^^aba saber el paradero de la níñ;i, 
quedando atormentado por el sentimiento 
de no píxlcrla ver a pesar de encontrai'se 
tan próxima y ni poder sifpiiera eüurl birle, 
pues como ae sal>e, laa comnnÍcacicne& tes- 
taban interrumpidas. 

For/osole fue resolverse a esporar lo que 
dispusiera la anorte. En medio de mil ilu- 
gionea que forjaba en su i m pac i e ote imia- 
jinacion, la única qne aparecía en lonta- 
nanza como lina cosa real y no como un 
miraje, era la posibilidad de que la divi- 
sión regresara pasando nuevamente por 
Hnanta; en tal caso no le seria difícil verse 
con Lucía, o por lo menos él sabria vencer 
toda^ kí? dificultades que se presentasen 
hasta lograr verla y lialjUrla. 

Cuando M artel regresó con su compañía 
de h hacienda donde estaba destacado, Al- 
var que lo acosó a pregunta?!, cincuenta ve- 
ces le hiüo repetir las escemiss del desván 
que ya conocemos pidiéndole los uiíís mí- 
nimos detalles en todo referente a Lucía. 

—Ya sabes tanto como yo.^solia con- 
testarle Martel sonriendo, 

Pero siempre Alvar tíucoutraba algún 
nuevo pormenor qne hacerle referir sobre 
el (semblante, las Ugrimas, la desespera- 
ción o la actitud de la niña en tal o cual 
instante de las peripecias de af^uella terri- 
ble mañana. 

La caita de Lucía era nna relación tier- 
na y sencilla de sus desventuras desde el 
momento en que sn amante se separara de 
ella en Lima. Contaba sus pesares y sufri- 
mientos con tan delicada naturalidad, con 
ínjennidad tan candorosa, que sn narración 
se hacia doblemente triste y Alvar se en- 
teruücia leyéndola; pero lo que más le con- 
moTia era que la sincera niña no le dirijia 
el menor reproche en medio de sus penase 
^1 contrario, le repetía que nunca había 



dudado, que siempre había tenido y tenia, 
fe en él. 

La \n:ielta de la división expedicionaria 
pasando por Huanta otra vez, fué Tootívo 
de profunda alegría para el teniente que 
veía acercarse el momento en que tomara 
a encontrarse con su amante. 

Apenas se encontró cu la rííoien saquea- 
da ciudad y estuvo desocupado de sus obli- 
gaciones, Alvar fue en busca de AlarteL 

Ambos, como la vez precedente qae ahí 
estuvieron, se habían hospedado ea una 
misma habitación, o mas bien dicho, ha- 
bían ordenado a stis asistentes dejar en ella 
sus monturas y equipos, pues ellos aún es- 
taban oeupados en atender sus compañías» 
í^da uno en la snya, pues ya sabemos que 
Alvar estal>a al mando de otra. 

Por el cuartel y en la Iribitacion, qae 
estaba al frente, busí^^ó el teniente Alvar a 
su amiízo; pero no logró encontrarlo. Pre- 
gan tando por el, ya a algunos soldados, ya 
a al gnu es oíi cíales, supo que liabia echada 
u andar por una calle. 

8e resignó a esperar, y al cabo de un 
cuarto de hom, estando en la puerta de six 
pieza, vio aparecer a Martel 

—Te me escurriste,— le dijo al tenerío 
cerca. 

—Que quieres, pues, hombre, — contestó 
el recién llegado, — yo también tengo mis 
intereses en este pueblo y fui a echarles uq 
vistazo. 

—Ya comprendo; fuistcs a ver a María. 

— Fui a verla, y encontré a mi cholita 
dudando de que yo fuera yo, pues aquí to- 
davía están creyendo que aquella memora- 
ble mañana fué efectivamente el cuerpo del 
carabinero el que pastea rcm descuartizado, 
y además han corrido í]ue no fué ese el 
único chileno que pillaron los indios, sino 
también varios otros, y entre éstos me con- 
taba María. 

—Pero ya la habrás dejado convencida 
de que tú eres tú. 

'—Sí, y de qUG vengo de Ayacucho y uo 
del otro mundo. Me apresure en ir a verla 
para quedar pronto libre y poder dedicarnae 
contigo a tus apuntos. 

— Entonces ya podemos ponernos en 
marcha. 

— ¿Para dónde? 

— ¡Qué pregunta! ¿Para dónde hades 
sino para la casa de ella? 

— i Hombre, qué de prisa vas! eaoh 
que tratarlo con calmil* 



/ 



— 223 — 



— ¿No habíamos convenido que llegando 
me lie vari as allá? 

Martd sin contristar de pronto, fiacó un 
cígaurillo, lo encendió con tninquilídaíl, y 
luego dijo 1 

— YamoB andando hacia la plaza y en el 
camino conversaremos. 

Asi lo hicieronj j entre tanto ése aña- 
dió: 

— En efecto, habíamos convenido en ir 
ala casa de Lucía; pero concibamos sin la 
gran batahola de indios que Loi ha ha- 
bido. 

— ¿Y esto qnc tiene qne ver con lo 
otro? 

—La casa estii como a ocho cuadras de 
la población y p^ira llegar hasta alJá teu- 
dríamos que pasar por encima de loa in- 
dios. 

\ — No lo creas; con Ja refriega han de es- 
tar lé}oe;|han de ir corriendo todavía. 

— ¡ Hum! ja sabes qne esf s diablos Bon 
como lasmcseas: se espantan, hnjen, pero 
Tuelven al momento. Para ir alhí será pre- 
ciso que llevemos nna caiabina cada uno 
de nosotros. 

— Podemos ir a pedir presta<las esas ar- 
naas a algún amigo de cabal 1er ia o de arti- 
llería 

—Bien; pero tñ sabes que nos está pro- 
hibido salir del campamento; ahom qne 
aunes de dia llamaría la atención vernos 
salir de la ciudad con carabinas; cualquier 
jefe podria sorprendernos, o si no, cual- 
quier huantino podria ir a soplarle el cuen- 
to al coronel 

— ^Entonces qué varaos a hacer? 

—Esperar la noche, j a lo somorgujo 
nos largamos para alUu 

— Pero míLs tarde puede sobrevenir cual- 
quier inconveniente, como ser qnc te nom- 
bren pam algún servicio; bai tantas avan- 
zadas j guardias. 

— Además ten presente otra cosa: yendo 
a casa de doña Manuela y su sobrina de 
dia, les hacemos un flaco servicio; los que 
nos vean enerar all:i las tomarán por rhilf- 
nomü y esto las puede per jutbear, sobre 
todo viviendo lejos de la ciudad j en medio 
de ios indios. 

Esta razón produjo m:Í3 efecto en Alvar 
que las anteriores y convino en esperar la 

he, la que jxir otra parte no tardarla más 

ina hora en llef^ar. 
iéntraa tanto hablan llegado a la 

pronto Martcl diviscj venir a corta 



distancia íin paisano en quien se fijó di- 
ciendo: 

—Ese es uno de los individuos qne lle- 
garon al desván aquella mañaua: por él 
podemos tener noticias de ellas. 

— ^Sal a hablarlo,— con t<¿stá vivamente 
Alvar. 

Este al i^conocer a Martel lo saludó con 
afectuosas demostnveiones. 

— De su cuartel vengo, — le dijo, — estuve 
a buscarlo por encargo de Manuela f[ue está 
ansiosa de saber si le ocurrió a usted alguna 
desgracia en su regreso a la hacienda aquel 
dia* 

El teniente contestó agradeciendo la 
atención y refiriendo que habia ejecutado 
el regreso sin novedad* En seguida pre*' 
guntó, como era natural, por la salud de la 
señora. 

— Manuela está bien, — ^can testó el pai- 
sano, — aquel mismo día tan pronto como 
se retiraron los indios se vino para la ciu- 
dad; vive en mi casa, 

— ¿Y la señorita sobrina de ella? 

--También está aquí; la niña se encuen- 
tra algo enferam; todos estos trastornos 
han alterado su salud. 

Alvar con sobresalto hizo ademan de ha- 
blar; pero Martel lo contuvo con una mi' 
rada, pues indudablemente no couveuia 
(jne mostrara interés por una persona a 
qnien era preciso aparentar qne no co- 
nocía. 

— ¿Y esgmve su enfermedad? — se apre- 
Buró a preguntar MarteL 

-Ko es cosa... unas li jeras fiebres que 
la obligan a guardar cama por algunos 
días, pero sin peligro. 

Con esta contestación Alvar se repuso ^ 
algo. 

El paisano a su ves interrogó a los ofi- 
cíales sobre los sucesos del dia, Despnes de 
un rato de conversacíoü, Martel dijo a ése 
en ini momento oportuno: 

— Muchos deseos traigo de pasar a salu- 
dar a doña Manuela^ 

— También ella tendrá un gran placer 
en ver a usted; pues continuamente está 
baciüudo recuerdos del inmenso senicio 
que usted le biso. 

Y como si do antemano tuviera pensado 
lo que iba a decirle, agregó el huantino: 

^8í usted gusta, esta noche le buscaré 
a usted en su cuartel para que vamos a 
casa. 

Aceptó el teniente y qnedó convenido 



L 



— 224 - 



que a Ifis ocho de la uoclie le esperaría, no 
^n el cuartel T sino ahí rnísmo, tu la plaza, 
para aliüntirle la molestia de llegar hasta 
allá. 

llespiiea de cambiar algunas palabras 
más, se despidieron. 

Era Rolamíínte las siete j media cnando 
ya Alvar instaba a Martel para que se di- 
rijieran a la plaza* 

— En estos puebloa, — dccia aquel para 
disculpar su apuramientOt — la jeute no se 
rije por uin^jun crouómetro, asi es tjue bien 
puede aquel individao ocurrir a la cita an- 
tes de la hora y marcharse si no te encucu- 
tra, creyendo qu6 tú no habrás querido 
asistir. 

^ir- — Vamos andando; al fin j al cabo lo 
mismo EOS da estar en esta pieza que estar 
en la plaza. 

Ambos compañeros se dirijieron al men- 
►Clonado lugar. 

Eu el centro de la plaza había un pila de 
piedni í en sus bordes se sentaron ambos 
vueltos hacia el oriente para contemplar la 
lua de la luna llena que se elevaba sobre la 
montaña. 

— Ha sido buena mí idea de preferir en- 
contrarme aquí en la plaza con el paisano, 
— decía Martel a su amigo í^ sí me hubie- 
ra ido a buscar a mi pieza, habría sido im- 
propio que yo te iüvitara a tí a venir con- 
migo, mientras que halldndonos en la plaza 
es la cosa más natural que por no dejarte 
aqní plantado te convide a que me acom- 
pañes enliv visita, 

— Es cierto. 

— Tu sabes que aquí la jente ge recela de 
tener relaciones con los chilenos; que a mí 
me recibí! doña Manuela es muil ójico pues- 
to que al tin y al cabo le he hecho un buen 
servicio; pero tú para ella eres tin extraño 
y es preciso usar de todas esas tretas para 
llevarle allá. 

—Tienes razón; pero estoi pensando en 
una cosa: Lucía está enferma en cama y 
por esto tal vez no lograremos verla. 

— La veremos; te garantizo qne yo me 
daré trazas para que la veamos; pero lo que 
no puedo asegurarte es que logres hablar con 
^ sin testigos; esto tendremos qne arre- 
glarlo una vez allá, sobre el terreno. Pase- 
mos a otra cc^a: la señora te conoce de 
nombre. 

— 8i ; Lucía en su carta me dice que to- 
do ae lo reveló a su tia. 

— ^Y la tía no quiere vuelvas a verte con 



la sobrina; de consiguiente con\^e^e que te 
presente con otro nombre; te llamaré el te- 
niente llamirez; este es tu apellido mater- 
no y así la mentira no será tan grande, 

— -Será medía mentira^ puea quee^e es la 
mitad de m i apcl! í do, ^contestó Alvar son- 
rieodo. 

— Hí comenzara por decir tu verdadero 
nombre es seguro que la señora te pondría 
mala cara y no nos dejaria ver a la niña. 
Por lo demás no será extraño que barrunte 
algo; pero yo tomaré mis medidas paradis- 
cipar sus sospeclins; eso coitc a mi cargo. 

Siguieron conversando los dos oficíales 
un momento y admirando la belleza de la 
luna en un cielo completamente despejado 
después de la lluvia caida pocas boras antes. 

A poco rato divisaron venir el buantino 
a quien esperaban. 

Como a dos cuadras de la plaxa kabia 
una casa semejante a mucbaji5 de la ciudad- 
Tenía una gran puerta de calle y por ella 
se entraba cu un ancho zaguán \ la desem- 
bocadura de éste daba a un patio bastante 
extenso y rodeado de liabitaciones. 

Una de estas habitaciones estaba débil- 
mente alumbriMia por una vela cuya luz de- 
jaba ver algunos escasos muebles de forma 
sencilla y estropeados, pero que en sus que- 
braduras mostraban limpias astillas, por lo 
cual se conocía fácilmente (jue sw destrozo 
era reciente y no por efecto del uso* 

Como ákz minutos después de haberse 
encontrado en la plaza, entraron en aquella 
sala los dos tenientes conducidos por ei 
huautinOj el dueño de casa, 

El huantino con cortesía ofreció asiento 
a los jóvenes oficiala y dirijiéndose en se- 
guida a una pieza vecina por nna putalia 
de comunicación, volvió pronto acompaña- 
do de una señora que era doña Manuela 
Melgar* 

La señora se acercó prestamente a Mar- 
tel y le estrechó con efusión las manos di- 
ciéndole: 

— Caánto gnsto tengo de volver a verlo; 
no he estado tranquila desde aquel di a has- 
ta hace una hora que Mariano me dijo: «Lo 
he visto; he hablado con él*J> No pedia creer 
que no le hubiera sucedido alguna desgra- 
cia al regresar a su campamento, 

— Ya ve usted que fui y estoi de vuelt^ 

Eeparaudo la señora en Al varíe hizo ■ 
lijero saludo^ y la expansión que se pin 
ba en su semblante pareció contraerse i 
tanto. 



^^ 



— 225 — 



—Es un üompafiero mió, el teniente Ea- 
^mirez, a f|uien tengo el honor de presentar 
■a usted, 

E&to dijo Martel, y añadió mientras Iíl 
señora y el joven se saludaban : 

— Ahora cuando me encontró don Ma- 
riano; cataba yo charlando coa Ramírez, 
j aiinrjiíü éste quena irse ya a la cama, fa- 
tigado con la marchíi de hoi, no pudo re- 
husar la a-nable invitación de don Mariano 
y vino con nosotros. 

Esta explicación pareció tranquilizar a 
la señora (jnc con amabiHdad invitó a los 
dos oficiales a tomar asíitiuto, 

líuego comentó a hacerles una serie de 
preguntas relativas a ios encuentros y tiro- 
teos de a^uel día, con lo cual había baatin- 
te tela paia vestir la conversación. 

En media de é.^ta, doña Manuela dijo 
respondiendo a ana interrogación de Mar- 
^tel: 

— ^ Aquel misma dia, en cuanto los indios 
se fueron nos trajo Mariano para acit, para 
su casa; allá no podíamos segiiir viviendo, 
era como estar perennemente con la soga 
al cuello, ; Jesús I.., además todo lo habían 
eafjueado, todo lo habian hecho pedazos 
siempre que no habian podido alzar con 
eUo. En esta casa también estuvieron? pero 
aquí siquiera han dejado algunas sillas en 
que sentarse, eso sí que en el estado que 
nstedes las ven, truncas, cojas, dadas a la 
trampa... ¡Qué días tan amargos!... sin 
poder ni doimir con sosiego, hemos llegado 
a enfermar, sobretodo Lucia; tengo a la 
pobre niña en cama... 

— Según me lo notició don Mariano,^ 
dijo Martel interrumpiendo; — no es grave 
su enfermedad. 

- — No parece grave; pero tema que em- 
peore, pnes aquí no se encuentran auxihos; 
la botica ha sido también saqneada y no se 
halla de dónde sacar nu remedio. 

—Azarosa situación; cuánto lo siento 
por la señorita; hubiera deseado saludarla 
antes de partir. 

^Ella también tiene muchos deseos de 
ver a usted; estamos tan agradecidas por el 
socorro que usted nos prestó, sin el cual ha- 
bríamos sido atrozmente asesinadas; apenas 
snpa que nsted iba a venir, me pidió que 
le hiciera entrar un (tomento a su alcoba, 

— Tendré tm gran ¡placer. 
-Está en la habitación contigua; si gus- 
tsted pasar allá... 

)iciendo esto la señora se levantó de au 
mto y Martel la imitó. 



Nada tenia de disonante que Martel fue- 
ra invitado a entrar en el dormitorio de Íb, 
niña enferma, pues entre él y ella esistia 
uno de esos la^og que acercan a dos perso- 
nas lo snficieute para poder pasar por enci- 
ma de ciertos miramientos sociales: Maitel 
Labia salvado la vida a esa niña, y ademáa 
estaba en la ciudad solamente de paso: era 
par cansiguiente muí natural que fueni í^ 
saludarla antes de partir. Pero no aucedia lo 
mismo respecto a Alvar, quien para daña 
Manuela era un extraño; en conseeuencia 
la señora invitó particularmente a Martel, 

Este comprendió fáe i luiente la cosa; pe- 
ro para él lo principal era que se viera con 
Lucía sti amigo, quien le dirijía una expre- 
siva miradíi. 

Tratando do dar a su voz el maj'or acen- 
to de naturalidad, dijo a Alvar: 

— Tas a conacer a mi otra compiíñera de 
pelip'os, 

K"o esperó Alvar que le repitiei^ el con- 
vite para levantarse también de su silla. 

Seguramente a la señora no le pareció 
correcta la libertad que se tomaba Martel; 
pem disimuló porque estaba dispuesta a dis- 
culpar al que consideraba como su salva- 
dor, y se adelantó hacia la puerta por don- 
de babia venido, seguida de los dos ofi- 
ciales. 

Lucía estaba sentada en su lecho ; tenia 
1 a espald a r ecl i nada so bre un al ui obadon , 
Vuv^pijh^'t cubria su enerpo hasta el talle, 
quedando el resto bajo las coberturas de sn 
cama. Par el lijera arreglo que babia hecho 
en BUS cabellos a pesar de hallarse enfer- 
ma , se conocía qne esperaba alguna visita. 

Sn fisonomía estaba piilida, pera no dea- 
mejorada por la enfermedad; a! contrano, 
su palidez le prestaba cierto aire melancó- 
lico que la hacia más interesante. 

Al lado del lecho babia una mesita y en 
ella nua vela que alumbraba escasamente 
la alcoba. 

Una chola sentada en el suelo a algunos 
pasos de distancia parecía hacer compañía 
a la enferma. 

La habitación era bastante espaciosa^ de 
modo que giiin parte de ella quedaba ea 
una especie de penumbra o de sombra par- 
cial. 

Jlartel al entrar se adelantó con viveza 
hasta acercarse ala niña diciéndola: 

— Señorita, cuiínto he sentido saber que 
nsted esta enferma;— y añadió en voz ba- 

m 



I 



i 



— 226 — 



ja:— Ko demuestre Borpresa porque su tia 
no silbe qiñén es el que me acompaña. 

Por el acento con que el teniente pro- 
nunció GBtiía últimas paíabi'aa adivino ella 
al pnnto la presencia de su amante. Hizo 
lili movimiento de hombros como para aho- 
gar uiia exclamación ; pero no pudo conté* 
ner asi mismo sna ojos qne con rapidez eléc- 
trica buscai'on en la aombra a aquel cuya 
venida se le anunciaba. 

Alumbrado débilmente por la escaria luz, 
divisó el semblante de Alntr quien ñjaba 
en ella una mirada con la cual le decia lo 
que sus labias se vcian obligados a callar, 

Lucía se estremeció y dos hlgrimafi bri- 
llaron sobre sus negras pupi las í sintiéndose 
obligada a niostrai'se impasible cuando en 
flu pecho retozaban mil emocionea, tuvo 
que dejar caer la cabeza hacia atrás pai-a 
sacar la respiración que la ahogaba. 

Notando M artel la ajitacion de la niña, 
se apresuró a colocorse entre elk y la vela 
para dejar su rostro a la sombra, y querien- 
do al mismo tiempo disimular el gilencio 
que podia hacerse embarazoso, se pn&o a 
hablar eon soltura, 

— Felizmente su enfermedad no debe ser 
grave porque tiene usted mui buen sem- 
blante; pero yo hubiera querido encontrar- 
la enteramente bien para reimos un poco 
recordando la aventura del desván. Justa- 
mente ahora habia venido yo con un com- 
pañero mío y nos habríamos entretenido 
contándole los detalles de aquellas peripe- 
cias, es el teniente Eamirez, a quien toí 
a tener el honor de presentar a usted. 

Alvar avan7.ó algunos pasos para salu- 
dar a Lucia. Era un verdadero suplicio pa- 
ra los dos amantes estar compelidos a sahi- 
darse con helada cortesía cuando apenas 
podían contener los impulsos de sus cora* 
zones. 

El conoció que le era forzoso pronunciar 
algunas palabras porque su silencio podía 
causar extrañeza, y dominando su emociODj 
dijo con voz pausada. 

—Por mi compañero he sabido las tri- 
bulaciones que han tenido que sufrir usted 
y su tia, . . aunque no tenia el honor de co- 
nocer a ustedes j oir la relación me ha can- 
ftadü un vivo pesar, 

—Sí, hemos sufrido mucho... desde que 
salimos de Lima todo ha sido contrarie- 
dades,., 

Lucía tuvo que hacer un gran esfuerzo 
para decir estas palabras sin íjue su acento 
revelara su ajitacion* 



Afortunadamente doña Manuela tomó al 
hdo de la conversación añadiendo: 

— En efecto, ha sido todo penalidades; 
d viaje, la cordillera, los indios, y ahora 
enfermarse esta niña en circunstancias qne 
no bai módico ni botica en la cindad. 

— De manera (jue no habrá podido ser 
debidamente atendida, — pregüutó Alv^ 
sintiendo un amargo dolor por h incuria 
en que estaba la amada niña, 

—Aquí le hemos suministrado algunos 
remedios caseros.,, no ac ha podido ma-s.-. 

— Si usted lo permite, señora, — 4ijí^ el 
teniente con entonación casi suplicante, — 
puedo solicitar de alguno de los médicos de 
la división que vengíi a visitarla* 

—Seria un gran servicio que nos haría, 
— contestó la señora sin vacilar, 

— Voi al momento .. 

Y diciendo esto Alvar hizo ademan de 
salir. 

Lucía aceptaba con vivo placer la solici- 
tud del joven oficial, no tanto porque iba 
en busca de socorros para su salud, cuanto 
por ver en ella una prueba del interés que 
le inspiraba í sin embargo, balbució: 

— Mi enfermedades lijcra.., los m Micos 
estarán ocupados con los heridos... 

— A esta hora habnin concluido ya sus 
tareas^ — se apresuró a decir Martel, 

Alvar se despidió de la enferma con ana 
tierna mirada, y salió. 

Doña Manuela le acompañó hasta la sala 
contigua en la cual estaba Don Mariano, 

Apenas hubieron salido de la alcoba aque- 
llos. Lucia dijo con viveza a Martel: 

—¿Le dio uated mi carta? Hable sin 
cuidado; — y añadió designando a la mujer 
que permanecía sentada en el sucio:— la 
choU no entiende nada de castellano. 

^Sí le di la carta. Ahoi'a para traerlo a 
esta casa me he visto obligado a cambiar 
su nombre t-emiendo que su tía de usted sfi 
negara a recibirlo. 

— Ha hecho mui bien; mi ti a no quiere 
que yo me vea con él; y es necesario, es 
preciso que yo le hable... 

La vuelta de doña üflanuela hizo callar 
a la niña. 

En dos trancos se puso Alvar en la am- 
bulancia. 

El joven doctor X era un intelijentc y 
aplicado médico que habiendo interrumpi- 
do momentáneamente sus estudios escolares 
para tomar parte en la guerra, después de 
la toma de Lima habia vuelto a las aulas; 



— 227 — 



j al calió de im par de años regresaba tra- 
yendo BU diploma profesional y continuaba 
prestando nueva mente sus servicios en la 
ruda y larga campaña. Su carácter afable 
y su amistoso trato lo hacían ser un amigo 
querido de los oficíales. 

Aé\ se dirijió Alvar. 

Lo encontró diapcDÍéndose a echarse a 
la cama cansado de las fatigas del dia que 
para él concluiíin en ese momento, pues re* 
cientemente había termÍDado de pasar su 
visita a los numerosos enfermos y a los he- 
ridos de la división, 

— A tiempo he llegado, doctor : vengo a 
molestarlo y no se me enoje hasta que me 
haya hecho el se i- vi ció que vengo a pedirle. 

— ¿ De que se trata? 

— De <|ne vaya a ver un enfermo, 

— ¿Algim herido?..* he esUado siatiendo 
tiroteos en las avanzadas. 

— No; es un enfermo, o mejor dicho, una 
enferma, una mujer, una niñaj qne reclama 
sus servicios. 

— Pero, ¿QS caso de gravedad? 

'—No lo sé. 

— Mire, teniente, que estoí muerto de 
cansancio y si no es cosa que apure lo po- 
demos dejar para mañana. 

— No, doctor,— replicó Alvar chancean- 
do; — me he comprometido a llevarlo esta 
misma jiochcjsi no lo consii^o voÍ a quedar 
como un negro y me enfermo de bochorno j 
de manera que tendrá usted que irme aten- 
diendo en todo el camino; miis le conviene 
hacer el sacrificio de andar un par de cua- 
dras y robarle un cuarto de hora al sueño... 
Aquí está su poncho; póngaselo y andemos. 

Aunque el doctor no tenia obligación da 
atender a otros enfermos que a los de ladi- 
TÍsion, escucho los ruegas del oficial y obe- 
deciendo a su propio impulso, se decidió a 
acceder, como ya lo bíibia hecho anterior- 
mente en la ciudad de 11 u anta visitando a 
enfermos y lieridos de Icm habitantes. 

A pesar de k fatiga que lo rendía, se puso 
su poncho de paco y su sombrero de Ti- 
cuna, y echó a andar guiado por el te- 
niente. 

Un momento más tarde ambos se encon- 
traban en la alcoba de Lucia. 

Despees de cambiar algunos saludos y 
ilgunas palabras con las personas que ahí 
^staban, el doctor se puso a examinar a la 
nferma, tomándole el pulso. 

— ^Es una lijera fiebre que no ofrece ^- 
gro, — dijo al cabo de un instante, — sin 



embargo, será preciso que ^arde cama un 
par de di as y tome algunos medicamento» 
que le haré preparar en el botiquín nues- 
tro. 

Este dictamen tranrinilijsó a todos. 

Hizo el doctor algunas preguntas a la 
niña relativas a su enfermedad, y en se- 
guida señaló el réjimen quedcbia observar 
é indicó la forma en que había de tomar 
las medicinas qnc le enviaría aquella misma 
noche para que desde luego comenzara a 
usarlas. 

Después de esto, cansado como estaba, el 
médico se dispuso a retirarse prometiendo 
volver al dia si^^uiente a Tisitar otra vüz a 
la enferma. 

— ^Yo iré con usted, doctor, para ti*aer 
los remedios, — 4lijo Alvar* 

—Está bien, — contestó el médico. 

Y luego que hubo respondido cortes- 
mente a los agradecimientos que le mani- 
festaba doña Manuela, se ídirijió al ena- 
morado oficial, diciéüdole; 

— Entonces, vamos au dando, teniente 
Alvar. 

Este nombre pronunciado en voz natu- 
ral, hizo volver rápidamente la cabeza a la 
señora, 

Lucía y los dos oficiales quedaron mu- 
dos. 

El joven doctor aín haber reparado en 
todo esto salió de la habitación. 

Alvar aprovechó esta circnutancia para 
seguir tras de él sin mirar el rostro de la 
señora. 

r>oúa Manuela permaneció un instante 
en silencio; luego hizo una seña a Martcl y 
pasó a la sala contigua, 

Don Mariano no estaba ahí; tan pronto 
como cononoció la opinión del médico res- 
pecto a la salud de Lucía habia salido de 
la casa para ir a encontrarse con un anñgo 
con quien le urjia verse. 

Una VCK eii la sala la señora y el oficial» 
aquélla dijo a éste sin enfado pero con se- 
riedad: 

— El compañero de usted se llama Alvar 
y no Eamirez. 

Martel esperaba estas n otras palabras 
semejantes; no se atrevió a negar; pero 
para no hacer un papel tan desairado des- 
pués de haber sido descubierto, contesto: 

— Se llama Alvar Eamirez; ambos son 
apellidos suyos. 

—Si usted no me lo hubiera presentado 
solamente con el ultimo de estos, lo habría 



— 228 - 



recibido aqtii por deferencia hiícia iiBted; 
pero de iiíngnii modo habría pcrruitido qwe 
entrara a esn alcoba. 

Y la señora designó eon la mano la ha- 
bitad oü de donde acababan de salir. Sus 
palabras emolvian una delicada reconven- 
ción por el engaño qne se le babia hecho. 

Martel se sintió abochornado, pero to* 
mando nna resolución propia de su carác- 
ter, replicó decididamente : 

— Yoj señora, no sé disimnlar; si qxá- 
siera hacerlo me enredaría todo; permítame 
nsted que le hable cou franqueza: be dado 
a mi amigo eoio su segundo aj^ehido jus- 
tamente para que usted no lo reconociera 
y no le impidiera la entrada a esíj alcoba 
como acaba usted de decirlo. Alvar ea ín- 
timo amigo mío, es para mí casi un her- 
mano, y yo estoi al eorríentc de sus secre- 
tos. Ya usted comprenderá lo demás. 

— Asimismo comprenderá usted que no 
puedo consentir en que ese joven se vea 
con Lucia; su padre no lo quiere. Debe us- 
ted saber que he hecho todo lo posible para 
evitar que se comunique con él; ya cuando 
hace uno o dos meses estuvo la división aquí, 
ya cuando se encontraba en Ayucucho, man- 
tuve la mayor vijilancia para impedirlo; 
mmea accedí a los ruegos de mi sobrina» 
Aquel terrible di a en que fuimofi amena- 
zadas por los indios en el desván que us- 
ted conoce, no sé yo dónde tenia la cabeza, 
era yo entonces una débil mujer muerta de 
terror ante el tremendo peligro que corría- 
moa y no tenia enerjía para nada; no pude 
resistir a las súplicas y Ugrimas de Lucía, 
consentí en que le pidiera a usted noticiaa 
de ese joven. Posteriormente me he arre- 
pentido de mi debilidad, y ahora mucho 
mile, pues sin eso no habria sucedido lo de 
esta noche. 

— Yo creo, señora, qne a lo ocurrido 
esta noche usted le da nn alcance que no 
tiene. ¿Qué es lo que ha habido? Mi ami- 
go ha acudido a ver una pei-sona a quien 
ama y que está enferma, que sufre, 

^Después de todos los acontecimientos 
que usted no ignora, su amigo no debe 
volver a vei^sc con Lucía ; él ha sido cansa 
de la desdicha de esa desgraciada criatura, 
y lo menos que puede Eacei'se es cortar 
toda eapecie de i^elaciones entre ellos y 
echarlo todo al olvido. Y asi es que voi a 
solicitar de usted un gran servicio que no 
será el primero que le deba: su amigo ha de 
regresar luego a esta casa; dígale que es 
necesario se retire y no vuelva a pretender 



hablar ni verse con Lucía; yo no puedo 
penui Lirio* 

Un jemido ahogado qne se oyó hizo vol- 
ver la cabeza a doña Manuela. 

De pié, afiíTüada cu nna jamba de la 
puerta de comunicación y envuelta con el 
cobertor de su cama, divisó a Lucía, qmen 
sospechando de qué se trataba en la pieza 
vecina no había ti tu lujado en saltar del le- 
cho para ir a escueliar. 

La señora corrió hacia ella exclamando: 

— ¡Qué has hecho, niña, por Díosl... 
así, descalza, en el suelo.,, vas a enfer- 
marte más... 

Y cojiéndola de un hombro la empajó 
hasta el lecho, 

Martel por discreción se habia quedado 
en la sída. 

Lucía se dejó arrastrar sin oponer resis- 
tencia, y lanzando comprimidos sollozos se 
echo a la cama quedando como estaba un 
momento antes. 

Entre severa y quejosa, añadió la ti a; 

^Pero, bija, qué locura la tuya... le- 
vantarte desabrigada, con los pies desnu- 
dos... ¿noves que puedes empeorarte?... 

La niña haciendo esfuerzos por conte- 
ner el llanto, contestó con voz entrecor- 
tada: 

—Me he levantado para oír lo que usted 
hablaba, y lo he oido todo,,, nsted no quie- 
re que Víctor me vea más..- eso es com- 
pletar mi desgracia... si él no me vé rae ol- 
vidará,,, y yo deberé perder toda esperanza 
de que algún dia cesen mis sufrimientos... 
Su amor es para mí más que la vida misma^ 
pues solo el en el mundo me puede devol- 
ver la dicha perdida... y si eso también lo 
pierdo, ¿qué me quedará ya.,* 

La infehz niña cojia aml>as manos a la 
señora y sacando de su angiístiado pecho 
el acento más tierno y suplicante, anadia: 

—^ Yo se que usted me quiere, queme 
considera como nna hija suya.-- le he can- 
sado muchos pesares, la he hecho sufrir 
mucho... jjero usted molo perdona tedo 
porque es muí buena... es mui buena con- 
migo y no querrá que yo pierda la única 
esperanza que me queda.. Usted creía que 
Víctor me habia abandonado para siempre, 
que no hacia juicio de mí. , , pero ya ha 
visto cómo se ha apresurado a venir Mcia 
mi.,, cómo se ha entristecido al verme* 
ferma. . . cómo ha corrido a buscarme 
medios... todo eso no se hace cuando 
hai amor.,, él me ama todavía, me a 
siempre,.. Déjeme usted hablar un ^ 



— 229 — 



mentó con él, áéjeinc referirle todo lo rjue 
he sufrido por él... yo sabré enteruecerio.-. 
él lio es malo, tendní piedad de mí, , . y 
yo soí mía desdichada que necesito implo- 
rar piedad,., se la pediré a é!,-, como se 
la pido ahora a usted . . - 

Y Lucía no logrando conseguir con sus 
razones una palabra de asenso de la señora, 
la colmaba de caricias y le daba mil nom- 
bre tiernos meaclíiudo con ellos sus súplicas- 

Los inauditos extremos de la niña le par- 
tiau el alma a la buena señora que ante tati 
profundo dolor se sentía vacÜar j apenas 
podía balbucir: 

— Niña, por Dios, esta ajitacíon aumen- 
ta tu fiebre-,- te mata.., ten calma,., ya 
hemos sufrido bastante, y ai tu enfermedad 
se agrava, ¿riué vamos a hacer? iYírjen 
BantLsimal.,. 

Pero la emoción de la desventurada niña 
crecía hasta asemejarse al delirio. 

El teniente Martel pasean di >se en la sala 
alcanzaba a percibir sus palabras converti- 
das en j émidos, 

Alvar no se había separado del doctor 
hasta que éste le hubo dado las recetas, con 
las cuales se dirijió adonde estaba el boti- 
quín de la división. 

Algunos minutos miis tarde entraba en 
Ja casa de don Mariano llevando dos fras- 
cos con las medicinas prescritas. 

Martel que estaba solo en la sala lo reci- 
bió diciéndole; 

—La señora lo ha adivinado todo. 

— Ya lo suponía yo desíle que mi nom- 
bre fué pronunciado en su presencia.,. ¿Y 
qné ha dicho?— preguntó Alvar anhelante. 

En breves palabras su compañero le con- 
tó io ocurrido y concluyó di eiendo: 

— ¿No oyes como Lncía continiia abo- 
gando? 

Ambos oficiales alcanzaban a percibir 
como un munnullola voz llorosa de la níña. 

— ^¿Qué haremos? — balbució Alvar. 

—Me parece lo mas acertado que entre- 
mos a la alcohi: tá harás como que ignoras 
lo que ha pasado,., ya sabes que bai que 
obrar con mucha cautela, pero también con 
cierta resolución y pnidencía a la ve¿;... 

Los dos áulicos se dirijieron decidida* 
ment€ a la habitación contigua. 

artel para nó sorprender en medio de 
ijitacion a la señora y sobrina y darles 
ipo de que se repusieran un tarto, dijo 
ie la puerta en voz alta y natural; 
-Ya están aquí los remedios. 



Y tras de esto entro seguido de Alvar, 

La señora se había desprendido pronta- 
mente dela.s manos de Lucía, y esta mira- 
ha liácia la puerta con ansiedad enjugán- 
dose los ojos con el dorso de sus manos por 
que las lágrimas le impedían ver, Al divi- 
sar a m amante su angustiada fisonomia 
se iluminó í pero su boca no pudo articular 
ni una voz. 

lilartel se acercó a doña Manuela y co- 
jiéndole una manóla tiró hacia la sala di- 
ciéndole con acento rogativo: 

— Hágame nsied el favor de oírme una 
palabra. 

La conturbada señora se dejó conducir < 

Vna vez en la otra pieza, Martel añadió' 
en el mismo tono : 

— Señora, si no por otra cosa, hágalo us- 
ted por compasión de la salud de su sobri- 
na,., vea que la pobi'e níña está enferma j 
contrariarla es agi'avar su mal, es provocar 
uü accidente que puede arrastrar fatal es^ 
consecuencias,., ¿Ño se conmueve usted?.,. 
Le aseguro que yo siendo un extraño en to- 
do esto me siento alterado.,, estoí arrepen- 
tido de hal>erme mezclado en ello^ porque 
estas tristes escenas me desazonan en ex- 
tierno... pero ya está hecho-.. Déjelos ha- 
blar un momento ; mayor mal liaí en impe-^ 
dírlo-.^ además está usted aquí a un paso, 
y ellos no están solos; se encuentra también 
en la alcoba esa chola que atiende a la en- 
ferma: ya ve usted que no se falta a las 
conveniencias,.. 

La señora abatida por tantas conmocio- 
nes, de dejó caer sobre una silla y rompió- 
a llorar. 

Lncía al ver que su tía y Martel saliaa 
dejando ahí a Alvar, teadieudo hacia él sus 
brazos solo pudo exhalar una palabra, un. 
nombre: 

—i Tíctor ! 

Era tan impresionado el acento de la ni- 
ña, que AJvar con sobresalto se abalanzó 
hacia ella y tomándola una mano le suplicó; 

^Lueía, ten calma, por Dios, no te al- 
teres tanto,,, tu salud está delicada,.. 

La joven respiró con fuerza y logró ex- 
clamar: 

— [ Al fin puedo hablarte ! . . . yo creía ya 
que esto no sucederia nunca... i^ero estás 
aquí, te tengo a mi lado.,, siéntate en esa 
silla junto a mi cabecera, bien junto... eso 
es.,, habíame ahora; no temas que la chola 
entienda tus palabras, pues no sabe caste- 
llano.,, díraelo todo, díme si me has olvida-- 



\ 



— 230 - 




do, díme si rvnu me umae, pero díme la ver- 
dad, no tengas temor de matarme, porque 
si no mi^ amas para qué quiero yo vivir,.. 

Era tal h emoción de la uiila que Alvar 
se vio obligado a dedrle: 

— Tu ajitacion me desespem..* ¿norcB 
que te estiÍB matando ?. . . eeriinate un poco- . . 
Bin eso no podré decirte una palabra..- sólo 
podré sufrir de verte así, , . 

Lucía 3e pasó las manos por la cara y 
tratando de sonreí i", dijo sin exalüíeion: 

— ¿Lo ves?.*, ya estoi calmada,,, no 
tenias por mi salud, porque me siento me- 
jor con verte aquí... He peneado mií ve- 
ces en este momento y mil cosas tenia pre- 
paradas pitTi^ decirte la primera vez que te 
viene; pero abora que ha llegado el caso no 
s6 lo que me pasa; todo lo bcclvidado... no 
sé cómo comenzar, no sé qué decirte... solo 
nna cosa no más; ¿me has olvidEido? ¿me 
amas todavía? 

— Siempre, y ahora mucho mis por lo 
que te lie hecho sufrir . , . 

—No, Yíctor; tú no me has hecho sufrir; 
todo ha sido obra de la casualidad, de mi 
desgraciada suerte que lo ha querido,,, 

— ¡Qué jenerosa eres I , , , — murmuró Al- 
var a qiñeu la magnanimidad de su amada 
eonmo^'ia más que lo que pudiemn haberlo 
hecho sus recriminaciones. 

—Es la verdad lo que ]e digo,., yo lo 
comprendo todo... tú no quisiste abando- 
narme ^ tu deber, tu honor te obligó a par- 
tir; tii no podías quedarte allá cuando tu 
batallón iba a correr peligros, a entrar en 
combates; habrían dicho qne eras un co- 
barde; para disculparte nadie habría teni- 
do en cuenta el dolor de una pobre niña.., 
toílo eso lo he adivinado, . , hai algunos pun- 
tos qne no he podido comprender: ese sol- 
dado que debía diríjíriae y que no regresó; 
esa señora en cuya casa dcbia ir a esperarte 
y a quien no encontré*- en fin, tú me ex- 
pheanís todo eso; yo esfcoi segura de qtie en 
nada hai culpa tuya... 

^Ejíc soldado no pudo volver al hotel 
porque fué obligado a marchar con noso- 
tros; sucedió eso a tiempo de partir el tren, 
cuando me era imposible comunicártelo.,. 

^Ya ves como tenia yo razón en no cul- 
parte; ese hombre parecía mui bueno, yo 
tenía confianza en él, me consoló mucho; 
me dijo que era tu asistente, 

—Sí; es \m buen muchacho que me ha 
servido muchísimo con sus atenciones; por 
desgracia hoi ha tenido mala suerte, ha sí- 
do herido. 



— ¿Sí?... ¡pobre!.., ; cuánto lo siento!..* 
¿y está de gravedad? 

—No; es una herida en una pierna; sa- 
nará enteramente, 

— Míis vale así..* Aquel díase mostró 
muí bueno conmigo: yo lo esperaba con an- 
siaíí, * , ¡qué recuerdo ! ¡qué día tan amar- 
go?.,, después he sufrido muchísimo; pero 
creo qne no tanto como entonces: aquella 
soledad, aquella íncertidumbre, aquel de- 
samparo, me mataban: es cierto que todavía 
no estaba acostumbrada a los padecimien- 
tos: auu me parece ver esa habitación, la 
puerta por donde saliste, la mesa en qae es- 
taban tus cartaSj el sofá en que me echaba 
a llorar desesperada, y luego el ruido de las 
pisadas de los que andaban por el pasadizo 
que me cortaban la respiración creyendo 
fueran del soldado, pero pasaban sin dete- 
nerse y quedaba todo en silencio; sin em- 
bargo, lo más tremendo para mí fué aquel 
sueño horrible , , . te lo he contado en mi 
carta . , , ¿lo recuerdas ? , , , 

— Sí; ¡lo he leido tantns veces!.,, 

--Constantemente se me representaba 
en la imajiuacion: esas flores sin olor, esos 
frutos sin sabor, esos arroyos cuyas aguas 
saltaban sin producir ningún sonido, todo 
eso es una copia de mí viaa desfle aquel dia 
acá, desde entonces no ha habido panimí 
ni perfumea, ni s^ustos, ni armonías; como 
aquella naturaleza muerta, así ha sido mí 
existencia; solo he vivido dentro de mí mis- 
ma qne es donde están mis pesares. Y des- 
pués aquella desconocida tan indifei-ente 
que encontré al ñu de mi camino y que ni 
aun se fijó en mí, me paivcc que es el mun- 
do, la sociedad, que para mi no tiene ni 
una palabra, ni una mirada; donde no bai 
nadie que vuelva hacia jni los ojos.,- 

— ÍTo digas tal cosa, Lucía; ¿no me tie- 
nes a mí , qne te amo ? i no tienes a tu tía ?. - 

— Sí; ahora los tengo; pero fija te ^ Víc- 
tor ; el jardín de mi sueño se me figura qne 
es mi vida, y fué en los fines de ese jardín 
donde hallé a la indiferente mujer. íío 
quiero hablar nnls de esto que es muí triste 
para mi ; con la desgracia me he puesto su- 
pe rti ci osa : la desdi c ha en se ñ a m uch o ; yo 
antes no hablaba como ahora, ¿ no es cier- 
to, Víctor? ¿no lo has reparado?,,, 

^Es verdad, y tienes razón para hablar 
así; has sufrido tanto. 

—Me compadeces; esto cá el mayor al 
vio para mí. Si tú me hubieras visto aqn 
día; si más tarde, en la noche, bubier 
visto a tu pobre Lucía vagando sola por h 



— 231 — 



■calles sni tener nii asilo seguro, ajKgada en 
llanto, muerta de pena y batata de miedo, 
entonces te hubiera causado mayor lástima 
-,. ¡Cuáuto padecer!. , * Y luego encontrar 
a mi padre donde méüos lo esperaba ; me 
pareció una co^a sobre natural, perdí la ca- 
beza j apenas se cómo me a rastró hasta 
la caaa; bu ira^ eus palabras^ sus amenazas, 
son cosas que no logro recordar bieu, sólo 
tengo memoria de que él, siempre amable 
aunque inflexible coíiniíf^Oj me parecía 
aquella noche un hombre terrible cuyo as- 
pecto me sobrecojio . Únicamente cuando 
mi tía me cctidnjo a su alcoba pude reco- 
brar la razón que tenia perdida, Al día si - 
gnientc amanecí con una fuerte fiebre; pero 
cuando mi tía fue a hablarme do la dije ni 
una palabra; yo comprendía que en ade- 
lante 8 ó lo tenia el derecho de padecer en 
silencio y sin iniportnnar a nadie con mis 
quejas j me ^\h6 (|ue íbamos a salir de Li- 
ma, y yo incliué la cabeza sin atreverme a 
prono nciar una réplica ni aun a pregunliir 
adóude nos dirij i riamos i habí a yo caído tan 
abajo qne no osaba ni levautar la vista, 
mucho méuos la voz. Llegó el momento de 
partir y me dejé conducir como unapeí'so- 
iia muerta ya; ¡qné resistencia podía opo- 
ner 1 Mi padre no me dirij ia ni una mirada 
y yo no chista bi siendo todo mi anhelo pa- 
sar desapercibida, 

Alvar escuchaba enternecido aquella ar- 
jcEtína voz qne tan alegre había oído otras 
veces y que ahora estaba impregnada de la 
lüós profunda melancolía. La infeliz niña 
sabia dar a su acento tal entonación y tal 
expresión a su fisonomía recordando la his* 
toría de s^is pesares, que el más indiferente 
se habria conmovido oyéndola, 

—Cuando estuvimos en el Callao, — con- 
tí nnó diciendo,— y entramos en un bote, 
yo tuve susto, se me imajinó que me iban 
a mandara tierras muí lejanas, no sé qne 
locura pensé, creí que me íLian a dejar aban- 
donada; temblando me atreví a inclinarme 
hacia el oído de mí tia para preguntarle : — 
*'¿ Dónde vamns? ¿No me dejanín sola?" 
Mí tia me miró y al verme tan aflíjida me 
tuvo compasión y respondió:— íí¿Nq ves 
qne voi contiguo ?íj Esto me tranquilizó al- 
go. Subimos a un vapor y mí padre nos 
llevó hasta un camarote donde nos instaló; 
enseguida salió con mí tia dejándome a 
'ai sola; al cabo de un rato re^'esó ella úni- 
amente : mi padre ee había ido a tierra sin 
espedirse de mí.,. En mi carta te he con- 
vido todo eso: lejos de tí y rechazada por 



raí padre; tú comprenderás la amargura de 
mí situación. Durante la navegación mí tia 
se mareó y esto fué una fortuna para mí 
porque me esmeré tanto en atenderla que 
logré qne me mirara con mejores ojos y qne 
me dijera cual era el fin de nuestro viaje. 
Desde entonces he hecho cuanto me ha sí- 
do posible por captarme su voluntad, sin 
replicarle jamas, obedeciéndole con pronti- 
tud en todo, adivinándole el deseo hasta en 
lo máíj mínimo; ella me quiere y me trata 
bien ; pero yo angustiada, llena de recelos, 
temiendo que algún día por cualquier dis- 
gusto que involuntariamente le cause lle- 
gue a echarme en cara mi falta: ese díame 
moría yo de vergüenza. 

Lucía se detuvo para exhalar un comprí- 
do suspiro, y luego prosiguió: 

— En Pisco desembarcamos y pronto hi- 
cimos ese viaje terrible a través de las cor- 
dilleras: el frió, las tempestades, la nieve, 
los precipicios, los peligros; pero yo casi no 
atendía a mí misma, lo único que me preo- 
cupaba eran las quejas de mi tía, temerosa 
de qne atormentada por sus penalidades 
llegara a decirme: — "Tú tienes }a culpa de 
todo." Pero se ha portado mui noblemen- 
te y jamas me ha dirijido un reproche; 
pero no por eso dejo de estar atormentada, 
porqne lo que no me dice lo sentirá, y en 
los trances difíciles no me atrevo a mirarle 
la cara por miedo de ver la reconvención en 
sus ojos- Y cuánta justicia tendría para 
ello cuando ha estado a punto de ser ase- 
sinada por los indios, como tú lo sabes, y 
todo a consecuencia de mi falta; sín eso 
viviría ella tranquilamente en Lima. 

—Lo que tú dices de tu tia lo puedo yo 
decir de tí; soi yo la causa de todos tus pa- 
decimientos; pero créeme que si yo hnhiem 
sabido que el dia siguiente iba a salir de 
Lima, no te habria heoho abandonar tu 
casa; habría sido una infamia de mí par- 
te... 

—Te lo creo, te juro que lo creo^ — ^re- 
plicó la niña con viveza; — no pienses que 
yo intento hacerte recriminaciones; si te 
cuento las penas de mi corazón es poi'm;e 
quiero desahogarme refiriéndotehis,.* En 
fin ya he logrado esto y me he aliviado al 
contártelo pasado... 

Y haciendo una pausa para respirar en 
m^io de sollozos, agregó: 

— Solo me falta lo futuro. 

— Pero, Lucía, tú misma te apesadum- 
bras aún más forjándote penas para lo por- 
venir; ya has apurado lo más amargo del 



— 232 — 



-cáliz í he oído repetir a tu tm íjiiü pronto 
regresará a Lima &ín que nadie la rettíiig^a. 

—Eñ verdad; tiene esa lir me resolución: 
ya no pnede íioportar más su permanencia 
aquí. 

— Ya vea que tus temores son infunda- 
dos. 

—No, Yíctüt; mis temoreB tienen otra 
causa.*, que será la de mis mayores sufrí- 
míeutos... de eso nada eabc mí tia ui ua- 
die... solamente yo lo w^.<. 7 tú lo puedes 
adivinar,.. 

Cubrióse Lucía el rostro con ambas ma- 
nos, y dando t re srua por un instante a su 
llanto, acercó la boca al oído de Alvar y 
murmuró eíi voz baja y temblorosa í 

— ¡Víctor, pronto tendré un lujo tuyo í 

Alvar sintió un hielo mortal en su aan- 
^e. 

Aquello que on cualquiera circunstancia 
era una gran desventura para la desdicha- 
da niña, se conveitia ahora en una terrible 
desg^racía. 

El joven quedó anonadado. Lo que mas 
le abrumaba era considerar que él no po- 
día prestarle socorro alg-niio, ni hacer nada 
por ella; al contrario^ pronto se veri a obli- 
gado a partir j a dejarla sola con su do Ion 
¡Qnó iba a ser de ella I Rechazada por bu 
padi'e, separada de su amante. Y él ¿qué 
podía hacer en su favor? Nada^ absoluta- 
mente nada; tenia por la fuerza que dejar 
correr los acontecimientos ent reinados al 
acaso. Todas est<)s pensamientos la vinie- 
ron de golpe en la mente y murmuró; 

— I Qué desdicha tan grande Lucía. 

— Ya ves cuál es mi situación» Cuando 
mí tía lo sepa voi a morirme de vergüen- 
za... ¿Y que va a hacer ella conmigo? 
¿dónde me va a llevar?. , , aquí no querrá 
ella sufrir una afrenta ante sus parien- 
tes.^- 

— Pero ustedes van a regresar pronto a 
liima; yo también voi para allá; allá me 
encontraré contigo y no nos separaremos 
más. 

— Bien conoces el estado en que se en- 
cuentran estos países; con las montoneras 
y revueltas están interceptados los caminos 
y quien sabe cuándo podremos ma reliar- 
nos... y ^luizás entonces... ya no será 
tiempo. 

AJvar no halló qué responder, 

Lucía le cojió una mano y la estrechó 
con vehemencia a la vez que mirándolo 
tiernamente le dijo: 

— Bi tú deseas, como dices, no separarte 



^ más de mí, puedo yo hacer una cosa*.- 
irmc de aquí contigo cuando tu te mar- 
ches... 

El joven oficial la dirijío una mirada de 
compasión, y ahogando un suspiro con- 
testó: 

— ¡Pobm mi Lucía!, . , venirte conmigo, 
marchar tú con la división. .. eso eí^ impo- 
sible... A ninguna mujer se le permite,,. 
Tú habrás visto u oído dí.eir que en al- 
gunos batallones ha habido cantineras y 
gran número de mujeres que andaban con 
ellos; eso ha tí do en la costa: aquí en Ija 
Sierra íns marchas son terribles; muchos 
soldados, hombi'es fornidos, no pueden re- 
sistirlas y mueren en elbs; la débil com- 
plexión de la mujer es incapaz de tolerar 
sus penalidades^ con nosotros no %an per- 
sonas de tu sexo. Ahora a tí tan dcücada y 
en el estado en que estás, i>ermitirte tallo- 
cura sería para que mu li eras desampara- 
damente en la mitad del camino. 

— Prefiero correr toda clase de peligros 
y estar a tu lado. 

—Tío me desespereSj Lucía, pidiéndome 
lo q;ie no puedo coucederte. Auüquc lo qui- 
siera Imeer, los jefes lo impedirían. 

— Pero* * . yendo ocultamente. . , 

— En una división que marcha como la 
nuestra hai muchos ojos para que algo pue- 
da existir oculto. Adeuuis con una pahibra 
que doña Manuela dijese al coronel se im- 
jxídiria tu marcha y solo se habría logrado 
darun>scándalo* Xo hai ni que pensaren 
eso; no es posible ejecutarlo; no lo seria 
aun si estuvieras en pej'fecto estado de sa- 
lud; ahora, enferma..* ¡qué podre de- 
cirte ! 

E] acento y las razonen de Alvar coa* 
vencieron a Lucía que contestó bajando la 
cabezal 

— Es jiLsto loque me dices; tendremos 
que separamos nuevamente, 

—Pero también nuevamcnta nos encon- 
traremos, y en círcuntancias miLs felices, 
TJn mes nos demoraremos en llegar a Lima 
allá te encontrare yo, puesto que tú yéu-, 
dote por lea llegaríLs más pronto. Por 
ahora la separación imestra es forzosa r tú 
no puedes venir conmigo, y yo puedo que- 
darme aquí... 

— ¡Tú quedarte aquí^ — exclamó Lucía 
con espanto; — [ eso nunca ! te matíu'íau. . - 
¡que harías tú solo entre tantos enemiga 
me haces temblar cou decir tal cosa, . . 

— Xo niego que esa es la verdad, y a 
mas, ¿qué favor podría yo prosU^rte qucd 



— 333 — 



«dome?.*. ninf^uBO; al contrario j te expon- 
'CUia inútilmente a sufrir mi misma suerte, 

— Kü me hables de ta! cosa: me causa 
terror; es preciso íiue tú te ^'ayas con tu 
l:>atal]on . . , yo te he visto, te he hablado, 
te he contado mis penas y con cato tendré 
paciencia, y contando laa horas esperará el 
di a en que vuelva a encontrarte.* . Yo no 
quiero ser contigo una persona exi jentc que 
"te fastidie; mi deseo es agradarte y por ello 
^diera la vída^ mi único anhelo, mi único 
afaii es que me qnicras; mientras tú me ames 
tendré la esperanza de que algún día con- 
*<!luyan mia desdichas... Si ahom te he 
abrumado i-efi riéndote mis desventuras ha 
gido porfjue ellas me ahogaban ocalt;Índo- 
Ibs en mi pecbo... tú al oirías has mostra- 
ndo la compasión en tu semblante; esto me 
Im aliviado**, ya note hablaré mas de 
^ellas.,. Quisiera estar buena para presen- 
tarme risueña j alegre ante ti; pero esta 
fiebre no rae deja, siento pesada la cabe- 
za.., Quidera que me hubieras encontra- 
-do eis pié V bien puesta; el aspecto de una 
-enferma, pahda y desaliñarla produce mala 
impresión,,. Tn has conocido a otra La- 
cía que la que abora ves. 

Y dejándose arrastrar por a^inel sentí - 
roiento iimatoeu una niña de su edad, que 
BÍempre aspira a aparecer bien, sentimiento 
que se trasluce aun en las circunstancias 
mas apremiante de la vida, Lucía se son- 
rió dulcemente y pasiindose una mano por 
la cabeza para alisar sus cabellos, preguntó 
a su amante: 

— Ko es verdad que estoi horrorosa? 

— EatiSs encantadora,— contestó Alvar 
con pasión. 

Lucía trató de sonreír con esa gracia que 
tanto hechizo le daba a su lindo rostro; 
más sus labios ac contrajeron sna ve mente 
y en su semblante no lució la gracia que 
Alvar le había conocido; pero sí una dulce 
melancolía que bíen merecia el epíteto de 
encantadora pronunciado por su amante. 

La aparición del teniente Martel vino a 
interrumpir el diálogo. 

La chola, que permanecía en la habita- 
ción, lo miró con esa indiferencia c inmo- 
yilidad propias de las de su raza. Ahí 
había estado sentada, quieta^ indolente, 
masticando algunas hojas de coca y sin 
ííniTiprender lo mm pasaba a su alrededor 
ratar tal vez^de comprenderlo, 
■'artel so aproximó al lecho dicieudo; 
Aun no ha tomado la señorita sus re- 

lÍOB. 



Mírrt Lucía híícia la mesa donde estaban 
loe medicamentos, y contato: 

— No ; pero hai tiempo para eso. 

— Sin embargo seguramente le conven- 
dria tomarlos luego, y en seguida entregarse 
al reposo; ¿no te parece Alvaí'? 

—Es verdad, — respondió el teniente que 
aunque hubiera querido prolongar el colo- 
quio, conoció que era necesario cortarlo 
mirando por la salud de su amada. 

Y se levantó de su asiento. 

— ^¿ Ya?— exclamó la niña. 

Martel contestó por su amigo ; 

— La conversación puede aumentarle la 
fiebre; es menester suspenderla. Mañana le 
haremos otra visita. 

Doña Manuela acababa de entrar y oyó 
estas palabras. Lucía la miró y vio que sa 
semblante no demostraba asentimiento; 
pero tampoco reprobación: permaneció im- 
pasible, 

Dcspties de cambiarse algunas palabras 
entre todos, durante las cuales la señora es- 
quivó dirijirse al teniente Alvar, éste se 
despidió de Lnda dándole la mano. 

— Hasta mañana^^díjo ella. 

— Hasta mañana, — balbució él temero- 
so de que la señora le impídiei'a repetir sa 
visita, 

Loí^ dos oficiales salieron de la alcoba 
seguidos de doña Manuela. 

Alvar estaba demasiado conmovido coa 
lo que acababa de oír a Lucía para que le 
cansara temor tener una explicación con la 
señora. 

Cuando estuvieron en la sala, doña Ma- 
nuela se áirijió a él y sin eitaltacion, pero 
con seca serenidad, le dijo: 

— Señor, usted ha Jieeho mni mal en 
vem'r a esta ca.^a; Lucía estaba ya tran- 
quila? poco a poco había yo ido logrando 
que olvidara lo pasado, y su presencia ha 
venido a trastornarla nuevamente. Gomo 
usted lo ve, ahora se encuentra enferma, 
se encuentra en un triste estado, y yo por 
evitar un accidente me he \isto obligada a 
consentir en que usted la vea y la hablo 
después de ser ésto lo í|UC con miis cuidado 
lie tratado yo de evitar. Si ust-ed hubiera 
tenido siquiera compasión de esa pobre 
niña, no íiabria venido por acá a remover 
sus pesares. 

-^Tíene usted razon, señora, para mi- 
rar con desagrado la manera algo irregular 
como be venido yo aquíí pero bai en mi 
favor una gran disculj^: yo necesitaba ver 

2% 



— §34 — 



a Lucia, me era preciso hablar con ella, 
me era menester darle niÍ8 explicacionea de 
viva voz para couveucerla de que yo no 
iftbia tenido k intención de abandonarla, 
que Labia estado mui lejos de pensar en 
í^ infamia y que todo liiibia sido la obra 
de nna fatal caBualldad. 8i estando yo 
aqni, en Ifuanta, donde ella eatá, no lin- 
biera tratado de verla, Lucía habría creído 
indudablemente de mí todo !o rniía malo 
posible ; <^ue jo era un miserable ; que la 
había arrancado de su hogar pai"» abando- 
narla al di a siguiente; que con la mayor 
vileza la había dejado ahí en medio de la 
calle sin socorro, sin asilo y entre^da a la 
ventura: todo eso habría creído ella pare- 
ciéndole una prueba el hecho de que yo no 
pusiera empeño en verla. Yo avaláo mui 
alto el aprecio de Lucía para que quÍBÍera 
perderlo sin tentar nada en tni favor. Este 
es el caso, señora, 

— Con disculparse usted ante ella cree 
haber enmendado su falta; pues yo pienso 
de otra manera. Lo que ha hecho usted es 
solamente avivar el fuego de su tor- 
mento, 

— Pues yo creo por el contrarío que mi 
pr^eEcia le ba traído algun alivio, algún 
consuelo, 

—Esto es momentáneo; lo esencial es lo 

Eorvenlr. Yo tengo órdenes de su padre y 
(5 querido y debo impedir¿étíto. 

— Al oir el modo como usted dice 
**esto/* cualquiera podria pensar que se 
trataba de alguna aeeion ruin; ¿j qvté es lo 
que hai ? que yo he venido a ver a una eii- 
ferma y a decirle alguuas palabras de 
abe uto, 

-^ Es lo que no quiero consentir y me 
asiste derecho para ello. 

Alvar replicó cou calma, pero con fir- 
meza, 

— Yo también me creo con derecho y 
hasta con obligación de ver a esa niña y 
atenderla como me sea posible. 

La señora tuvo un arranque y eielamó 
con ira mal contenida : 

— lAl íin de todo yo no soi su madre I 
isi usted se cree cou derecho sobre ella, 
sáq líela al instante de esta casa, llévesela 
usted!,,. 

El amante de Lucía enmudeció. 

Su amigo contesto por él 

— Señora usted se enalta demasiado, di- 
C6 lo que no piensa; propone hacer lo que 
está más dispuesta a impedir,,. Tenga un 
poco de sosiego. 



Doña Manuela se dejó caer desplomada 
sobre una silla y pasándose la mano por k 
frente murmtiró: 

-*Es verdad ; no sé lo que digo, 

Marfcel prosiguió; 

— Estos asuntos tao delicados y de loe 
cuales puede depender Ja díeha de una 
persona querida, es necesario tratarlos coa 
toda serenidad. Mañana estará Dsted más 
sosegada y podrá hablar con mayor tran- 
quilidaí!. Oreo que por ahora lo más acer- 
tado será suspender esta entrevista, 

La voz de Martel ejercía gran influencia 
en la señora que Ir miraba como su salva- 
dor- Nada contestó, y tomaudo el teniente 
su silencio por aquiescencia, la dijo dáti- 
dolé la mauo: 

^ Hasta mañana, 

Alvar hizo un saludo con Ja cabeza y 
ambos o'fíciales salieron de la sala. 



Cuando estuvieron en la calle Alvar res- 
piró cou fuerza diciendo: 

— Yeugo que no sé donde piso, con la 
cabeza atolondrada, 

— De veras que la señora se ha mostra* 
do muí pertinaz. 

— No es eso lo que me preocupa; es ella, 
es Lucía; su desdicha, y su angustiada si- 
tuación me ti cu en abrumado, 

— En verdad esa pobre niña es mui des- 
graciada, ba sufrido mucho. 

— Y tú no lo sabes todo. Lo más duro 
para míes no poder hacer nada por ella; 
esto me mortifica,,. Por cod cede ríe la paz^ 
si posible fíxera, ahora mismo me casaría 
cou ella* 

Martel ¡mgé que debía hallarse muí 
conturbado su comptrnero para cj^ue tal de- 
seo expresara. Le pareció una cosa tan es- 
tiam botica, tan esorbitaute, hablar de 
matrimonio en aquellas circnosUmcias, en 
medio de la campaña activa, de las mar- 
chas, de los continuos combates, que miró 
a su amigo con sorpresa, y dijo: 

— Hombre, para tal cosa, sin contar con 
los otros mil inconvenientes que se pre- 
sentan, hai tino que lo impide de hecho, y 
es que no existe aquí ningún sacer- 
dote. 

— Ya lo se, y aunque lo hubiera, falta- 
rían muchos requisitos que llenar,,, seña 
imposible. 

Tras de esto Alvar quedó silencioso ; 
ambos compañeros siguieron andando há 
cia au cnarteb 



*f 



m^ 



— 385 — 



LYin, 

El capitán Lostan cumple su 
encarE^c. 

El día sigDiente la división permaneció 
^n Hnanta; pera aquel dia no fué de des- 
* can 90 para toda la tropa, pues alonas 
csompafiias de infantería y fuerzas de ca* 
ballena salierou a dar una corrida a los 
indi US. Como ya en otro capítulo hemos 
hablado de otra excui-síon semejante por 
awjuellos miamos parajes, el bosque y la 
montaña, nos contentaremos con decir cata 
Tez fjue muchos enemigos fue roi^ruda men- 
te castigados. 

Alvar y Marte! no tuvieron que tomar 
parte en la correría, y hallándose desocu- 
pados, en la mañana se dirljieroQ a la am- 
bulancia a ver a Peralta 

Era natural que Alvar fuera a ver al 
herido que tan buenos servicios le había 
prestado siendo s¿ asistente. Maitel lo 
acompañó con [(iiato, pues recordaba que 
gracias a su "indaUría" se había eecíipado 
de un t^ ^uce pesíido. 

Estab:t el soldado tendido de espalda.^ cu 
su camílln, posición que le obligaba a guar- 
dar su pierna herida. Aunque después de 
recibido el balazo había con.servado entera 
sn razón por alguuas horas, en la noche 
tn%^o una fuerte fiebre y delirio; sin em- 
bargOj no babia amanecido mui mal j 
tenia la cabeza req;ularmente despejada, 

Alvar le hizo alguüaá preguntas, y vien- 
do ijue la herida no ofracia gravedad, le 
dijo sonriendo: 

^Pero, hombre, a tí que nunca te fal- 
tan imhístrias no se Le ocurrió ninguna 
p&fa aacarle el cuerpo a la bala. 

— Se lo saqué, pues, mi teniente, y le 
puse la pierna: así siquiera lo más que me 
pnede pasar es quedar como los loros cuan- 
do tienen frió, parado ea uua pata,-. 

En eae momento apareció el capitán So- 
ler que también venia a ver al berido con 
quien el dia anterior se Labia visto en tan 
críticos lances. Lostan lo acompaOaba, 

Pespaes de cambiaralganas palabras con 
Peralta, loa dos capitanes se retiraron, y 

retan pasando por entre las camillas de 

f euf erraos y heridos que ahí estaban alí- 

idas, decía: 

—Cómo vamos a vernos para marchar 

i tantas camillas, siu contar con que 



ii'iln aumentando en el camino, , • Annqna 
tambieu es cierto que muchos de eatoá in- 
felices irán encontrando en las viaa y en 
las punas la gran cama, la tierra, donde ycb 
no tendrán que pasar penurias ni que ha- 
cérselas pasar a los otros infelices que tie- 
nen que cargarlos en sus hombros, 

Los dos tenientes alcanzaron en la puer- 
ta de la ambulancia a los capitanes, 

Alvar ae acercó a Lostau diciéndole a na 
lador 

— Ta se dónde está !a persona para quien 
tiene usted una carta. 

El capitán se sonrió contestando ; 

— ^Lo que usted sabe^ teniente, es dónde 
está la otra persona, la otra personita. 

Le pidió en seguida que le diera las se- 
ñas de la casa y concluyó diciéndole; 

— Yo iré solo a ver a esa señora y entre- 
garle ! a carta de que soi portador; no lo in- 
vito a venir conmigo porque aquellas per- 
sonas podían creer que yo me valia del 
pretexto de la carta para introducirlo a us- 
ted allá, y con franqueza le diré que a mí 
no me gusta meterme en los asuntos aje- 
nos, tiiueho menos tratándose de amoríos.*, 
aunque ]x>r otra parte presnmo que ya us- 
ted se habrá dado sus trazas . * . como su 
cara me lo está diciendo.,. En fin, de to- 
da3 maneras preñero ir solo, 

' Queriendo cumplir su encargo, Lostan se 
dirí jió a casa de doña Manuela. 

La señora lo recibió con cierta reserva; 
pero cuaudo supo el objeto de su visita j 
hubo leido la carta, cambió de ñsonomía, 
Le dio las gracias por su atención y le hizo 
algnuLig preguntas a propósito de la salud 
de su hermano, y luego anadió cuan conve- 
niente habria sido para ella que éste hubie- 
ra alcanzado hasta Huanta, 

En seguida la señora hizo rotlar la con- 
vei-sacioQ sobre las penurias que había te- 
nido í[ue sufrir en esos tiempos, sin olvidar 
la apurada aventura del desvalí y los in- 
dios. 

— Ya ve usted, — concluyó diciendo, — 
como sin ese oíxeial Iiabriamos sido asesi- 
nadas. Lo estamos mui agradecidas. 

Lostun se sonrió contestando: 

— Me parece <jue el mejor modo de moB- 
trar su gratitud sería silenciando el hecho, 
pue.1 ¡íuede llegar a o idos de los jefes j ten- 
dria malas consecuencias para el teniente, 

— De vóms que así me lo había reco- 
mendf^do él; pero yo por hablar eu su ala- 
banza.,. 



wr 



5!36 



, — Comprendo, señora. 

. *— Espeio que usted no lo dívulgai-á. 

"No tema ust^d. Yo conocía ya el tran- 
ce aquel, j aunque le aplaudía el castigo 
que dio al par de iodioa, le vituperaba el 
acto de aalír fuera de su campamento. De 
todas maneras, celebro iufiíiito que haya 
prestado a ustedes tm buen servicio. Si sabe 
el teniente que están ustides en la ciudad 
Tendrá seg^uramente a liacerles una visita. 
Doña Manuela miró con fijeza a Lostan 
j contestó; 

—Anoche estuvo aqui, 

— ¿ Sí ? — dijo el capitán, que en realidad 
ignoraba esa eiiTiunstancia» 

— Estuvo con otro oficial. 

Tornó la señora a mirar a su interlocu- 
tor; pero éste auuque supuso quien era el 
otro oficial, permaneció impasible, pues 
como lo í labia expresado no qutíria mez- 
clai'se en asuntos ajenos- 

— Mucho nos Birvieron^ — coutímió doña 
Manuelr, — pues trajerou médico j medi- 
cinas para mi sobrina que está enferma, 

Y tras de esto eontó las escenas de la 
noche anterior que ya conocemos, pero ca* 
liando por supuesto lo relativo a los amores 
de Alvar j Lucía. 

Desde el lugar donde estaba sentado 
Lostau alcanzaba a dÍ8tisfcing;uir nna parte 
del lecho de la niña enferma en la habita- 
ción contigua. 

Lucía que había sentido entrar a nn cs- 
traño y también conocido que era militar 
por el ruido que Imcia su sable, no pudo 
resistir a su natural curiosidad y se inclinó 
en su cama lo suficiente para divisar a hi 
visita. 

Yió Lostau la cara de la niña j cou se- 
renidad preguntó a doña Manuela: 

— ^Eb esa señorita su sobrina? . 

— ^éi, — contesü) aquella volví ende la cara 
y agregó en voz alta dtrijiéndosea la niña: 
^Es una carta de ta tic; y viene también, 
adentro una cartita de tu pnma para tí^ voi 
a llevártelas para que las leas, 

Y así lo hizo levantándose de su asiento. 
Lostau tornó a mirar a la niña murmn- 

tando en su interior: 

— ^lío tiene mal gusto el teniente Alvar. 

La señora regresó al punto. Después de 
conversar un momento más Lostau se ofre- 
ció para ser portador de las contestaciones 
y la señora aceptó 

Se despedía ya el espitan, cuando llegó 
otra persona* Era el doctor X., quien como 



lo había prometido venia a visitar la en- 
ferma. 

Saludó el doctor, y viendo que Lostaa 
cojia su kepis pora irse, le dijo: 

^Espéreme un instante, capí tan » y nos 
iremos juntos. 

— Corríeiitej--eon testó el oficial 

El médico y la señora entraron a la al- 
coba. 

Lostau se puso a pasearse por la sala 
acercándose disimuladamente a la puerta 
de comunicación, deseoso de oir la voz de 
Lucía, pues la niña le inspiraba interés^ 
tanto por sus aventuras cuanto por ser pri- 
ma de Rosa. 

El doctor encontró en mejor estado la 
salud de la enferma. Hizo algunas indica- 
ciones sobre el réjimeu que debia seguir y 
después de cambiar las palabras del caso 
salió de la alcoba con la señora: 

Lostau se adelantó hasta ellos para dea- 
[.Kídirse nuevamente de la señora. 

Oyóse entonces la armoniosa voz de Lu- 
cia diciendo un poco alto; 

^Tia, de usted las graciasi a ese señor 
que nos ha traído las cartas, y pídale que 
si ve a mi prima le diga que estoi enferma 
y por tanto solo le he contestado con unas 
cuatro letras que es lo que pienso hacer. 

Sin esperar que respondiera doria Ma- 
nuela, Lostan replico eu voz alta: 

— Lo haré, señorita^ si logro ver a sa 
prima o a su tio; aunque con el sentimiento 
de darles una mala noticia; mas, espero 
que ya en ese dia estará usted bieu de 
salud* 

— Gracias, Siento Jiaber estado enferma 
porque hubíei-a deseado hacerle alírnoas 
preguntas a propósito de mi prima Rosa, 
pues yo no la conozco. 

— Poco habría yo podido decirle, puesto 
que apenas la he visto un piír de veces a la 
1 i jera, sin eml>argo ha sido lo suficiente 
para que me pai^ezca una amable y hermo- 
sa joven. 

Lostan oia a su interlocutora sin verla; 
pero era él demasiado veterano para no 
satisfacer el deseo que tenia de cambiar 
algunas palabras cíira a cara con la niña; 
y del modo más natural, haciendo como 
que no cscuchalia bien su voa, fué acercán- 
dose a la puerta hastu que desde el umbral 
pudo ver su dulce y mt^lancólico ros tro - 

El diálogo continuó durante tres o ce 
tro minutos versando sobre el mismo asu 
to mÚE o menos. 



\ 



— 237 — 



Eae corto coloquio bastó para que Lob- 
tan, ademils de bella, encoutram dulce j 
discreta a la nifm, y para que fiintíevit sim- 
patía por ella. 

Despidióse cu seguida y salió de la casa 
con el doctor. 

— ¡Pobre niña! — pensaba Loataní — tan 
jÓTen, tan linda, tan aguda, y sufriendo 
tantas desagracias, sufriendo tanto cuando 
la vida debía presentarse para ella como 
nn jardin de flores para una mariposa. 

Desde temprano Airar habia estado ins- 
tando a su compañero Martel para que 
fueran a casa de Lucía, Trabajo le babia 
<¡ostadc a éste hacerle Ter que era faltar a 
\m conveniencias y llamar la atención apa- 
recerse allá mui de mañana. 

Poco después del mediodía se pusieron 
en camÍDO- 

— ^To creía, —iba dicieudo ilartel, — cjue 
las cholas sólo servían j^ara vender comes- 
ti bles y tejer ponchos ; pero veo que tam- 
bién pueden ser útiles para otras cosas. 
Áhi tienes qre si no hubiera sido por usa 
chola que acompañaba a Lucia, tú no ha- 
brías podido hablar tranquilamente con la 
niña. No era posible ni propio que te de- 
jaran solo con ella; doña it aúnela habría 
estado escuchando el diálogo y ustedes no 
habrían podido hablar a ftua anclias. Esa 
chola estando allí de estafermo te ha veni- 
do a las mil maravillas, ella con su !|ui- 
chua que tú no hablas, y tú con tu caste- 
llano que tila no en ti ende j la cosa ha mar- 
chado divinamente, 

— De veras qne ha sido suelte. 

—Y grande. 

Los dos amigos llegaron a la casa y en- 
traron, 

LIX, 

Despedida. 

Doña Manuela bahía reflexionado mu- 
cho sobre la situación. 

Más que los ruegos de su sobrina y más 

que las razones de MarLel, la había obli* 

gado a conceder la noche presente nn rato 

de expansión a los dos amantes el temor 

de que Lucía sintiéndose contrariada se 

^^■^'íeorara de salud, lo en al &e hacia tanto 

5 temible cuanto que allí se carecía de 

irsos para atender una enfermedad. 

lO qne la señora había deseado ante- 

Ti^ente era impedir qne ellos se habla- 



ran, esperando qne con la ausencia vendría 
la calma j la tranquilidad para Lucia. Así 
es pue cuando ambos amanttií se hnbíerou 
visto, cuando se hubieron comunicado, ya 
no consideraba tan importante seguir lu- 
chando por oponerse a ello y mucho más 
cuando Alvar se vería pronto obligado a 
l>artir y la separación se efüctuaria natu- 
ralmente. 

En ^-ista de todo esto se resolvió a con- 
sentir de que el joven volviera a la casa. 

Por otra parte pensó nue tener una ex- 
plicación con Alvar a nada conduciría. Lo 
único que pedia imponer al joven era una 
promesíi de reparar su falta lejitiniando 
sos amores, Pero esa prouie-ía la obl libaría 
a hacer ciertas concesioneíi tales como la 
de permitir mayor expansión a las relacio- 
nes entre los düs jóvenes, consentir en qne 
mantuvieran correspondencia por escrito 
y comprometerse a regresar ella a Li ma 
llevando a \a niña para dar un tranquilo 
desenlance a aquel drama. La señora no se 
atm^ia a tomar bajo su cargo tamaña rea- 
ponsabilidad- ella no era madre do Lncía 
y no podía tomar tan grave determinación 
sin consultar antes la voluntad de sn pa- 
dre. 

Además consideraba que Alvar, instado 
por el deseo de verse con su amante, otor- 
garía fácilmente la promesa, p^ro sin pen- 
sar en cumplirla, y se aprovecharía mién- 
tms tanto de las concegiones que por ella 
se le hicieran, las cuales ^ aunque en nin- 
gún caso traspasarían los limites del deco- 
ro, vendrían a ennegrecer el borrón que 
manchaba la vida de Lucia, 

En consecuencia, doña Manuela decidió 
no tener una entrevista con Alvar y diri- 
j irle a lo sumo unas pocas ]>aiabras para 
explicar su conducta* 

Tal era la dis]]osicion cu íjue se hallalm 
cuando llegaran lus dos jóvenes oficiales. 

La señora los recibió en la sala y diri- 
jiéndose a Alvar le dijo con serenidad: 

—En vista del estado di; la salud de 
Lncia, y bajo el temor de qne contrariando 
su voluntad pueda agravarse su enfciTne- 
dad, me he resuelto a consentir en qne us- 
ted hable con ella unos cortos momentos^ 
Puede usted pasar a verla. De paso me veo 
tambieu precisada a decirle que esta situa- 
ción es en esti'cmo desagradable para mí; 
tan pronto como me sea posible regresaré 
a Lima pai-a dejar a la nina en poder de 
sn padre; yo no quiero cargar ]:or más 
tiempo con tremendas responsabilidades- 



— 338 — 



tratándose de una persona eobre quien no 
tengo di;recho para tomar nna reeolucion 
definitiva. 



Álvíir encontró a Lncía como la noche 
anterior, sentada en sn lecho- 
La luz del día entraba por una ventana: 
mas una cortina dejaba a la alcoba entre- 
clara. 

El joven teniente hubitira querida de- 
jarse arnistrar por sus ímpetus c imprimir 
un tierno beso en la piílida frente de la 
niña; pero la presencia de la inmóvil chola 
lo contuvo. 

La conversación de los dos amantes fué 
parecida a la de la noche antecedente. 

La niña hacia alg^unas ahisiones a sus 
desgracias, pero con delicado tino para que 
sus quejas no se convirtieran en cargos y 
acusaciones contra Alvar. 

Lo que más preocupaba al teniente era 
aquel secreto que Lucia le habia revelado. 
Aunque todavía faltaba mucho tiempo para 
que se reahzura lo temido, era preciso que 
la nina partiera para la costa lo más pron- 
to posiblej pues cuanto miis tarde fuera, 
uiajores peligros le ofrecería en sn estado 
el paso de las cordilleras. Su deseo princi- 
pal era que para entóneos la niña se eu- 
contraííe en Lima y en sn ]x>der, de mane- 
ra que él pndicse prestarle los auxilios ne- 
cesarios. 

Para teto convinieron ambos en que por 
medio de cartas ella noticiaria a su amante 
del lugar de su residencia en la capital , Sí 
ella lle^^aba antes, fácilmente tendría cono- 
cimiento del üuihi} del batallón, lo cual 
seria un hecho miii publico, y si llegaba 
después, la cosa se hacia aun más sen- 
cilla, 

— ¿Y si tú te ves obligado a permane- 
cer en la Sierra? — preguntó Lucía teme- 
rosa. 

— Eso no sucederá; aunque el batallón 
sí quedara por acá algún tiempo, después 
de la expedición qnc concluirá con nnestra 
llegada a lluancayo^ no rne seria difícil 
obtener permiso para ir a Lima. 
^¿Y si aci yo quien se queda acá? 
— Ese no sucederá j por muchos motivos 
fcn tia está ansiosa de partir, ja lo sabes. 
Luego que nosotros nos hayamos ido cesa- 
rán lüs revueltas eu estas comarcas y no 
habrá incon\^cnientes para el viaje. 

La niña se ti-aníjuilizaba algo con las 
palabras de Alvar; pero siempre cu sn pe- 
cliose abrigaban punzantes dudas, pues 



con las advcrsídadea los corazones se ponen. 
tan recelosos, 

Dcspuea de muchas frases tiernas, j de 
momentos en que dando tregua a las tris- 
tes ideas hacían dulces recuerdos de otrofl 
días, con lo que templaban la amargura de 
los BucesGS presentes, los dos amantes se 
sepamron, prometiendo Alvar volver antea 
de BU partida. 

La división iba a partir al di a eigQÍente, 

Se sabía que los iarííos esUvbau dispues- 
tos a bíicer cuanto estuviera en au poder 
para molestar d únante lamarch:!. 

Esto se iba haciendo cada vea mas fas- 
f idioso porque con los continuos tiroteos j 
pequeños combates las municiones habían 
meimado rancho j era preciso economizar- 
\m con gran parsimonia, 

Pam una ¿¡visión rodeada de numerosos 
enemigos y sin poder recibir ninguna es- 
pecie de recursos, ni tener esperanzas de 
recibirlos» puesto que se hallaba a tanta 
distancia y separada por enormes cordille- 
ras del Cuartel Jeneral con el cual era im- 
posible comunicarse con seguridad, el ago- 
to miento completo délas municiones ha- 
bría sido uu caso terrible^ si no desespe- 
rado. 

Para que esto no fuera sospechado por 
el enemigo, se habia usado la treta de no 
destruir los cajones vacíos en que a la ve- 
nida se habían traído las cápsulas, y car- 
g-ar con ellos una recua de muías, ponien- 
do cuatro sobre loa lomos de cada bestia, 
como si estuvieran llenos y pesador. Tanto 
en Ayacucho como en TI u tinta los paisanos 
habían visto con silencioso respeto desfilar 
aquella ciífila de cajones dentro de cada 
cual sn ponían la existencia de quinientos 
tiros a bala. Los miiltiples espías délos 
montoneros contaban dos mil por muía, 
docenas de miles en toda la recua y corrían 
a dar los datos a sus amigos. 

Los oficíales se reían cuando al cargar 
las bestias delante de los mirones cada sol- 
dado para levantar uqo de los exhaustos 
cajones hacia mni formalmeute el aparato 
de poder apenas cou su peso. 

Las muías eran las ganauciosas con este 
juego, pues que se las iiacia marchar con 
solo cuatro tablas acuestas. 

También se tomaba la precaución de no 
auuneiar el día de la partida; pero esto no 
producía tan buen resultado como lo otro, 
porque los enemigos estaban alerta y siem- 
pre listos para haoer sus ataques. 




— 230 — 



Sólo en la noche, deapuea de la retreta, 
supo Alvar que áiites del alba ee continua* 
ria la marcha el próximo dift< 

Con esto resolvió hacer a Lacia su últi- 
ma vitjitiu 

También M artel tenía de quien despe- 
dirse; sin embargo, por acompañar a su 
amigo postergó su despedida para segunda 
hora, como dicen en el congreeo- 

Alvar halló a Lucía un ptsf:o más alivia- 
da con lüs medicamentos qiiu hahia toma- 
do. El doctor X. le había mandado otros 
más qne le duraran por algunos dias. 

Aunque la esperaba por momentos, la 
noticia de la partida la eoüsterDÓ, y sola* 
mente por las súplicas del joven trataba de 
aparentar firme aa. 

— Cuentan j — deeia,^qne bai milee de 
indios listos para atacarlos a ustcdts; ¡si te 
tocará ser muertoo herid ííÍ..- tengomiL'do, 

— No seas loca ; ese es un caso tan re- 
moto, 

— No tanto; dicen que lian muerto a mu- 
chísimos de UÉStedes, pero que ustedes es- 
conden o entierran ocultamente a sus 
muertos para disimular sus pérdidas. 

— No creas ni en la centésima parte de 
lo que oigas; esas son voces que tiacen co- 
rrer los caceristas para alentar a sus prosé- 
litos. 

— Tú también puedes hablanne así para 
tranqnilizarme* Ya ves como Peralta está 
herido*-* 

— [Qué quieres I habiendo balas de por 
medio algunos han de caer; pero de ahí a 
lo que dicen nuestros enemigos hai mucha 
distancia. A propósito de Peralta te con- 
taré una historia- 

Y aacintamLnte Alvar para distraerla le 
contó lo relativo al anillo. 

-^Esta es la sortija, — ^lijo al concluir, 
extendiendo una mano y designando la al- 
haja que au asistente le había devuelto j 
ahora llevaba de nuevo en el dedo meñi- 
que, — voi a obsequiártela como un recuer- 
do de los momentos que hemos logrado ha- 
hlarnos en estas retiradas tierras, 

— Dámelo, — dijo Lucía sonriendo con 
dnlzuj'a;— dámelo que lo guardaré como 
una reliquia; porque así como "este anillo 
después de tantas peripecias ha vuelto a tu 
poder, espero yo también, después de tan- 
s contrariedades, volverá tu lado, 

Cojiü la sortija y se !a ensayó en varios 

sdoa: pero como le quedara mui ancha no 

le soatenia en ninguno; al fin la dejó en 

dedo del corazón, diciendo: 



— Creo qne este anillo tiene la virtad de 
buscarte y juntarse contigo; por eso no me 
separaré de él para que rae lleve hacia tí^ y 
con el íiu de que no vaya él solo, ¿ves lo 
que Lago..-? 

Y Lucía llevándose el dedo a la boca, 
con sus albos y sólidos dienti2s de limeña 
apretó el anillo hasta darle una forma lije- 
ra mente oblonga, 

— ¿Yes, Víctor? ya está segaro; no se 
me puede salir del dedo aunque baga fuer- 
zas. 

Alvar se sonrcia con placer porque en 
ese instante veiaa su amada tal coraoíiütes 
la hubia conocido i aguda y graciosa* 

Lucía se puso sería de repente, y luego 
dijo con voa pausada : 

— Aquel individuo también tenia esta 
sortija sujeta en un dedo, y tú no la reco- 
braste hasta después que él murió... 

Alvar sintió una penosa seui^acion al oir 
los lúgubres pensamientos de la niña. Sin 
embnrgo se esforzó por sonreír, repli- 
cando í 

— ¡No seas loca y supertíciosa!... ¿aqué^ 
vienes comparándote con aquel individuo 
que se hallaba en unas circunstaucins cute- 
ramente opuestas a las tuyas?.,. A aquel in- 
dividuo se le buscaba para quitarle la vida 
a la ves que el anillo; mientras que a tí au 
dueño te buscará, no para (mítártekí sino 
para darte su propia vida... Ya ves que no 
hai parauf^on posible. 

Y luego acentuando m¿is su sonrisa y 
chanceando, añadió: 

— Si como tú lo supones ese anillo pose& 
la propensión de venir a mis niaiios, en él 
tendré uii potleroso ájente que te acercará 
a mi. pues si no viniera contigo yo no lo 
redbiria por ningt-iu motivo, 

— Esta explicación me gusta ma^,— dijo 
ella soriendo también, y añadió dando mioa 
tirones a ia sortija:— Está firme no se irá 
sola. 

El teniente para variar de conversación, 
pues notaba que en el cerebro de la afie- 
brada niña hacian impresión aquellas tris- 
tes ideas, dijo: 

— Tengo que pedirte una cosa, y es que 
miéutras estemos ausentes tengas entereza 
de ánimo, que no te aflijas, porque tu me- 
lancolía influirá de una manera lamentable 
en tu salud- Ahora cuando me despida de 
tí quiero ver tu ojos hmpios, sin una lágri- 
ma que los empañcí el llanto darla pábulo 
a tu fiebre y yo me iria desconsolado te- 
miendo que empeoraras. 



240 — 



Ellfl prometió Imccr lo que su amante la 
peftia, aunque f]{ihÁs con taba píira cumplir 
flu promesa con fuerzas que uo tenía. 

Durante un momento mtU Oüutmuamn 
hablando» y auiií^ue se repetían lo que ya se 
babian dicbo, no faltaba en recuerdos délo 
pasado o en tos proyectos para lo porvenir 
algún lijero detalle que les parecía haber 
olvidado* 

Por ftn la voz dü Mattel se dejó oir deade 
la puerta: 

— Ya ea tarde, Alvar; na olvides que el 
repaso es ana nccüsidíid para la enferma* 

El jóvon se levantó de la silla en que es- 
taba sentado, 

— ¿Ya? ^balbució Lucía- 

— Bien ves qne es preciso. 

— ¡Un müraouto miia! 

^Lucía..- tu salud lo impide; debia 
haber permanecido aquí a tu lado mucho 
menos tiempo; no me obligues a hacer en 
contra tnya más de lo que he hecho,,, 

Y cojiendo una mano a su amada, agre- 
gó Alvar haciendo poderíos por disimular 
su emociona 

— Ya sabes que es solamente por un 
mes.., por algunos días no más, 

Y llevó a sus labios la mano que tenia 
entre las suyas- Al mismo tiempo la diríjió 
una mirada y vio que ella para cumplir su 
promesa clavaba en ól con fijeza sus ne- 
gras pupilas, eiii "que una lágrima las em- 
pañara, pero das í^aUís cristalinas como las 
del rocío al resbalar por las liajaa de árbol, 
Be deslizaban miidas y elocuentes por las 
piÜidas y aterciopeladas mejillas de Lucia. 

Yol vi ó la cara Alvar y salió de la alcoba 
sin poder murmurar una palabra. 

LX. 

Una ruda jornada- Vadear un rio 
invadeable. 

Ya anteriormente hemos hablado del ca- 
mino (|ue hai entre Hnanta y el puente del 
rio Haurpa; por consiga i ente, para recor- 
dar esa via sólo diremos ahora que saliendo 
de Tluanta se entraba a un basque jr que- 
dalm un cordón de montañas al oriente; 
terminado el bosque comenzaba una serie 
de cuestas y hondonadas hasta llegar al 
puente. 

En la pasada del puente podian los ene- 
migoa causar muchos perjuicios a la divi- 
sión. 



El coronel jefe de ella, veterano cauto y 
reflexivo, siempre avaro con la sangre de 
sus soldados y conocedor de aquella claee 
de guerra en que mils provechosa era la as- 
tucia que la fuerza, mandó con algunas ho- 
ras de anticipacíoQ cien hombres de ca- 
ballería y una compafiía de infantería a 
tomar el puente, y otra compañía a enci - 
mar un morro dominante del puente y del 
vado del Huarpa< 

Todas estas precauciones ahorraban mu- 
chas i>értiidas a la división. 

Dos o tres horas antes de que amane- 
ciera ya la jente se ponía en pié y ae alis- 
taba. 

Los enemigos no se dormían: por la 
montaña se divisaban luces en movimien- 
to ; era claro que ellos también se prepa- 
raban. 

La luna cerca de un ocaso y velada por 
jirones de niíbes alambraba apenas la plaza 
de Huanta, cuando ya la división se en- 
contraba formada ahí. 

Las fuerzas que debían tomar el puente 
y el morro vecino de éste habían partido 
ya, y también la compuüía de vanguardia. 

Los enemigos en la montaña eaUíban 
sin duda listos para disparar sobre la divi^ 
sion de arriba a abajo cuando ésta pasara 
por el bosque; pero sus esperanzas fueron 
frustradas. 

Luego que amaneció, la división empren- 
dió la marcha, y para caminar retinada de 
la montaña^ tomó una via que se hallaba 
mils al poniente de aquella por doudp ha- 
bía pasado en el viaje de ida. Las balas de 
los indios no alcanzaban hasta ella. 

Con la tenacidad de que hablan dado 
constantes pruebas loa indios huantínoa, 
unos por la cima de la montana, o más 
bien del cordón de montañas, currian a to- 
mar posiciones desde donde teudrian a la 
división bajo sus fuegos, ya fuera porque 
el bosque antíostaba frente a ellos o por 
existir algunos claros exhautos de vejeta* 
cion; otros indios bajaban de las alturas 
hacia el bosfiue para atacarla düade entre 
los iírbolcs. 

Estos últimos se encontraron con nn tro- 
piezo para ejecutar su intento, y fué que la 
compañía que se dínjia tomar el morro «"- 
terror mente mencionado, marchaba po 
senda del viaje de ida, es decir, entr< 
grueso de la división y las montañas. 

Fueron por consiguiente detenidos 



— 241 — 



vT^^-^i^; 



-cata fuerza j tuvieron con ella bu tiroteo de 
«mboacada. 

El te ni e ote Alvar que mandaba eaa 
^jompañía, de baena gana les hubiera dado 
una corrida a los indios par el bcsaque basta 
la misma montaña; pero en eso perderla 
tiempo, j tenia otra mis'on más importante 

3ue cumplir, cual era la de ejecutar lo or- 
enado: tomar el morro a hora oportuna, 
Sara no obstruir las combinaciones del jefe 
e la expedición, y sobretodo para satisfa- 
cer militarmente lo mandado. Se contentó 
con ir batiéndose sin interrumpir la mar- 
cha. 

Siendo la compañía muchísimo más corta 
que el grueso de la fuerza expedicionaria, 
ocupaba naturalmente menor extensión, y 
asimismo no podía cubrir todo su flanco ; en 
consecuencia los indios que eran mui nume- 
rosos y conocedores del terreno, tan pronto 
<íomo pasaba la compañía se escurrían por 
^ntre los árboles y alcanzaban a atacar la 
retaguardia de la división, y aun corriendo 
emboscados por el espacio comprendido en- 
tre las dos fuerzas chilenas llegaban hasta 
h^cer fuego sobre el centro y la cabeza de 
■aquélla. 

En su mayor parte las balas enemigas 
perdieron su efecto chocándose con las ra- 
mas de los árboles, y los soldados contesta- 
ban con uno que otro tiro cuando veían 
algún indio y tenían seguridad de no per- 
der su cápsula. 

Bueno era el servicio que la compañía de 
Alvar prestaba a la división, pues si bien 
no lograba evitar por completo que algu- 
nos enemigos llegaran hasta ella, eran estos 
pocos comparativamente con los que ha- 
brían llegado si no se hubieran encontrado 
K?on aquella respetable valla, , 

Fácil les hubiera sido a los chilenos que 
marchaban con el grueso de la división 
internarse en el bosque y estrechar a los 
más adelantados de los indios contra la 
<K)mpafiía de Alvar; pero eran demasiado 
veteranos para caer en esa tentación: no 
•decimos esto por el peligro que pudieran 
■correr, pues nuestros soldados con la prác- 
tica constante se habían hecho mui dies- 
la^os guerrilleros y en el bosijue podían ba- 
tirse con grandísima ventaja sobre los in- 
dios; sino porque la división tenia una 
larga jornada que hacer y no podía perder 
d upo en escaramuzas que le impidieran 
J ar con la luz del día a su alojamiento. 
:)S indios que no cargaban más que su 
^ ^«^ y su bolsón con cancha y coca, les 



era indiferente pernoctar en cnalqaier par- 
te, mientras que la di\^sion llevando ca- 
ballería y bagaje tenia imprescindible ne- 
cesidad de dormir en un lugar donde hu- 
biera foiTajc imra las bestias* 

Por encima de todas estas consideracio- 
nes se hubiera pasado, como otras veces 
había sucedido, si el ataque hubiera ofre- 
cido provecho; por ejemplo, si todos los 
enemigos hubieran estado ahí, pero por 
unos pocos no valia la pena retardar la 
marcha. 

Gran trabajo tenían los soldados que 
venían arreando los burros, pues los dicho- 
sos animales con más hambre que ganas 
de seguir marchando con los rollos, a toda 
costa querían entrar en el bosque donde 
veían algo que ramonear. Cada uno lleva- 
ba su conductor, quien para dominar el 
importuno apetito tenía que usar las razo- 
nes convincentes del látigo. 

No era mui divertida tarea por cierto 
para aquellos soldados convertidos en bur- 
reros que cansados con la marcha tenían 
además que lidiar con la proverbial testar- 
ronería de sus pupilos. 

A veces uno de esos soldados divisaba a 
un enemigo; soltaba al burro para dispa- 
rar un balazo, y luego tenia que correr 
tras del animal que al verse libre había 
aprovechado al trote de su manumisión. 

También solía suceder que algún borri- 
co errante por el bosque, al ver tantos de 
sus semejantes en recua, venia hacia ellos 
saludándolos con rebuznos de contento. 

— ¡Aquí viene un voluntario! — gritaban 
los soldados riéndose. 

En un minuto el amistoso jumento era 
aparejado convenientemente y recibía el 
peso de algunos rollos pensando de seguro 
allá en el fondo de su cabeza de asno que 
el cariñoso arranque de confraternidad le 
había acarreado fatales consecuencias. 

Mediante las precauciones de marchar 
lejos de la montaña, de llevar una compa- 
ñía suelta por el flanco, y algunas otras, se 
cruzó el bosque en una extensión de dos o 
tres leguas sin mayores inconvenientes. 

Se entró en seguida a la serie de cuestas 
y hondonadas de que hemos tratado an- 
tes. 

Los indios corriendo por la cima de las 
montañas habían venido a ocupar las cum- 
bres de una multitud de cerros que domi- 
naban las cuestas por donde iban a pasar 

29 



— 242 — 



los cTiíkiioa. Ahi se les veía en pequeños 
grupos. 

Aquellos cerros estaban scpai'íiclos unos 
de otroa por grandes quebradas y en tal 
condición que pam aliuyentar a los enemi- 
gos que los coronaban habría sido preciso 
enviar diferentes piquetes de tropa. No 
valia la pena bacer esto porque pronto pa- 
saba el camino tras de una colina quedan- 
do a cubierto del peligro. Lo úuico que 
se hizo fué contestar con algunas disparos, 
y tuvieron éstos a pesar de la gran distan- 
cia tan buena dirección, enviados por el 
iimie pulso de nuestros aguerridos solda- 
dos ^ que varios de los grupos deaaparecie- 
TOn, 

Pasada la colina se llegó a una hondo- 
nada donde se descansó un momento para 
dar tiempo que una compañía subiera unas 
altnras anieu asantes y por encima de ellas 
marcbam protejiendo a la división. 

Hecho esto se siguió andando. 

Cual fli no fueran bastante las moles- 
tias que se habían pairado y bis mayores 
que tenían cpie sufrirse aí^ucl memorable 
dia, sucedió nn hecho casual que anotare- 
mos por lo extravagante y como una mues- 
tra de las infinitas miserias pequeñas que 
ac soportaban por esos m nudos. 

En cierta parte de la vi a, por donde 
irremisiblemente habia que pasar, un 
chwgue babia hecho...... nna grarla derra- 
mando ahí su pestilente líi]UÍdo... aquello 
era tan fétido que ni con el olor de la pól- 
Tor a se disimulaba.,. Pasar corriendo va- 
lia más que taparse las narices ; el tal olor 
penetraba hasta por las orejas» Muchos es- 
tómagos bailaron... 

En fiu; no oliscaremos mita este asunto 
entrando en detalles ni refiriendo las bro- 
mas de los soldados, , . 

Merced a que la compañía que iba por 
las alturas contenia la aproximación de 
los indios, se siguió marchando con más 
facilidad. Aquella jent^ se encontró de 
pronto inteiTumpida por una grao quebra- 
da j cosa fpie era nmi frecuente en tales 
casos: se mandó otra compañía y se conti- 
nuó caminando Iiasta el puente colgante 
del Huarpa que ja conoc*emos. 

Mientras tanto la compañía de retaguar- 
dia y los granaderos que ve ni a n con ella, 
tenían que estar en continuo tiroteo con 
los indios que seguían tras de la expedi- 
ción. 

El puente y el morro vecino estaban ya 



tomados como se había dispuesto, cuando 
llegó la división. 

í ^a compañía qne había tomado el puen- 
te habia pasado por el y estaba ya en el 
lado opuesto; también los carabineros que 
la a compaña lian habían atravesado el riO| 
por el vado. 

Tan pronto como hubo llegado, empezó 
el grueso de la fuerza espedicíonnria a pa- 
sar por el puente colgante. Esta operación 
era la rifa y no había tiempo que perder. 
De en airo en cuatro iban los soldados cím- 
bnlndüse por el combado puente tal como 
lo babian hecho la vez anterior. No entra- 
remos en detalles mhrt la demora, el fas^ 
tí dio y demás inconvenientes porque esto 
fué la repetición de lo que ya describimos 
a] hablar del viaje de ida. 

Los burros y las otras bestias pasaron 
por el vado y varios de estos servicíales 
cuadniíxídos fueron también envueltos y 
arrastrados por la corriente vertijinosa de 
las aguas como la vez precedente. 

El morro a cuyo pié se haUalja el puen- 
te estaba ocupado por la compañía de Al- 
V ar . Esa poíií ci on e ra i ra portan t ísi mu , pues 
habiendo abi enemigos podría ejecutar ter- 
ribles pei^juieios durante la travesía del 
rio* Estos que conocían mui bien el valor 
de aquella altura se dirijian a ella por las 
cumbres vecinas; pero se encontraron con 
que Alvar les habia ganado la dL4an- 
tera. 

tíuccde JLmeml mente cu La SÉen-a que 
los cerros colindantes con kts ríos tienen 
tras de ellos otros y otros cjuc van en pro- 
gresión ascendente; esto sucedía al morro 
donde estaba Alvar. Los enemigos venían 
húcía él por alturas mayores. Hizo que m 
compañía se atriuclieraKc del mejor modo 
posible y los mantuvo a raya tiroteándose 
con ellos, que estando en numero mui su- 
perior se accrcabau» pero sin llegar a !a3 
manos. Muchas balas pasalmn por encima 
de la cabeza de los soldados e iban a caer 
al rio donde podían hacer daño a los que 
•lo cruzaban. 

Notando esto, el teniente hizo avanzar 
un poco a su tropa y rechazó a los monto- 
neros e indios^ lo suBciente para dejar el 
rio a salvo. 

La división debia llegar ese dia a MÜ- 
Uoco, y para eso había que atravesar t ) 
río y otro puente 

Apenas se principió el paso del Hnai , 
se ordenó que los carabineros y la com - 



— 248 — 



.nía qnc venia con ellos sfi adelantara a to- 
mar posesión del puente ele Málloco sobre 
el rio Groja. 

Al mííiJio tiempo el ^^►itaia Lostan fué 
mandado al morro con su compañía a rele- 
var a Alvar. 

Bajo éííte con an jen te y allá quedó Los- 
tan esperando que toda lu división pasara 
el rio Huarpa., 

Eütre tanto que esto se llevaba a cabo 
Be empezaron a oír muchos tiros por van- 
guardia donde iban los carabineros j una 
compañía de infantería marchando hacia 
Mal loco. 

Al moLuento Alvar y Griego cou sus res- 
pectivas compañías fueron enviados a re- 
forzar a aquella jente* 

Al mismo tiempo los granaderos y la 
compañía de rcta^mardia tenian que venir 
sosteniendo a los indios huaiiLiuos que se- 
guían los í 1^1 sos de loa chilenos. 

Los míirquinos (de llárcas), que ya co- 
nocemos, tambicn habían tocado jenerala 
para obrar en combinación cou los huímti- 
nos, y estaban apareciendo por las monta- 
ñas del occidente, ai^uende d rio. Fué asi- 
mismo necesario ahuyentarlos y se les 
mandó otra compañía» la del capitán Soler, 
que era la que a la salida de Huauta llama- 
mos de vanguardia. 

Como se vé había que atender a cuatro 
puntos distintos a la vez: la retaguardia, 
el morro, a vanguardia j hikña Mal loco. 

Si el lector sabe jugar al ajedrez le dire- 
mos que el reí eia el grueso de la división 
(con la artillería, el bagaje, los enfermos y 
heridos); los enemigos jaqueaban sin cesar 
y era preciso estar; que avance nua torre, 
que salte un caballo, que adelante mi alñl; 
teniendo siempre vijÜante cuidando en no 

rrder ninguna piezaj y esta vijilaiicía era 
qne estaba a cargo del juj^ador de la par- 
tida, o sea el coronel, quien no movía un 
peón sin dejarlo convenientemente defen- 
dido. 

Por fin al cabo de dos o tres horas toda 
la división pasó el lluarpa. 

Los enemigos de retaguardia no podían 
llegar hasta el puente porcjue estaba Lostan 
en el morro y además otra compañía se ha- 
llaba del lado de acá del rio para protejer 
el descenso de la del morro. 

Llegó el momento en qne Lostan debia 
lajar. 

Llamó el capitán a un teniente de su 
ompañia y le dijo: 
—Se quedará usted aquí con treinta 



hombres mientras yo con la compañía des- 
ciendo; cuando haya pasado yo e! pnentít, 
bajará usted con su tropa. 

Así se efectuó. 

Lostan con su jen te y la compañía men- 
cionada en la ribera de acá del rio estaban 
listos para protejer la bajada del teniente 
y su piquete. 

El tiroteo en el mori-o no cesaba. 

Cuando el teniente se movió para des- 
cender, los indios \1endo que sólo iba con 
un puñado de hojnbrea* ae fueron so- 
bre él. 

El piquete bajaba haciendo fuego a re- 
taguardia. 

Los enemigos en gran número lo seguí aa 
tenaz y ciegamente; pero no contaban con 
lo que los esperaba en el descenso- 
La tropa que estíd^a con Lostan les hizo 
tan terrible fuego que muchos bajaron más 
lijero que lo (pie presumían rodaudo atra- 
vesados por el certero plomo. 

Sin embargo, ello.'5 no se arredraban con- 
testando con sus armas; y hubo soldado 
que al cruzar el rio herido o nmeito fué 
arrebatado por la impetuosa coniente de 
las aguas. 

Cuando hubo pasado el piquete de loa 
treinta hombres, la compañía de Lostan y 
la otra siguieron en pos? de la división con- 
teniendo a balazos los iudios que con su no 
desmentida pertinacia pasaban el puente y 
continuaban su obra de molestar la rata- 
guardia. 

Cerno se recordará, al ir, la división dea- 
de Marcas se habia dirijido a Huanta. Poro 
en su regreso no iba a seguir el mismo ca- 
mino; desde el puente del Fluarpa se iba 
cambiar de dirección; en vez de volver a 
pasar por Marcas se continuai^ia la marcha 
por Málloco, pueblo que está en el fondo 
de una quebrada por donde pasa el Oroya* 

Ya sabemos que Marcas se encontraba 
en la cima de aquellas elevadiaimas monta- 
ñas que nuestra tropa habia demorado 
cinco o seis horas en descender casi vertr- 
calmente. Si en la bajada había demorado 
ese tiempo, en la subida debía por lo me- 
nos emplear el triple. Los marq niños sa- 
bían esto y con gran contento y reunidoa 
por millares, esperaban hacer destrozos ea 
la división dominándolas por las alturas^ 
desde donde con balaa y galgas la ataca- 
ría a mansalva. 

Acongojados debieron quedar loa mar- 
quinos cuando vieron que la división na 



— 144 — 



flubia la enorme cuesta, stno que por el pié 

de ella ^n íjiternulm en la quebrada que 
conducía a Míilloco- 

Sin embargo, lo« que mis habían descen- 
dido para estar más prósimoa a los índíoB, 
Be corrían por las faldas y laderas a medi- 
da que éstos avanzaban y hacían diaparoB. 

Ya hemos dicho que la compañía de van- 
guardia había salido a alejar a loa señores 
marqninos, quienes al ver a loa soldados 
que se aproximaban, se iban subiendo más 
arriba de donde estaban sin dejar bu acti- 
tud amenazante. Ahí se les iba manteaien- 
do a una díataucia conveniente para que no 
pudieran cansar mucho daño a la divi^ 
BÍon. 

El grueso de la división se hallaba a ve- 
ces reducido a muí poca cosa comparativa- 
mente, puea de los dos batallones de infan- 
tería, o sea doce compañías en todo» hasta 
seis o BÍete de éstas, como lo hemos visto 
en alamos momentos, eran enviadas a 
cumphr diversas comisiones con el objeto 
de rechazar a los enemigos que por tiiios 
lados aparecían. 

Habiéndose internado por la quebrada 
que conduce a Málloco, el camino que 
ahora seguía era un laberinto inexplicable 
de desfiladeros, angosturas, colinas y hon- 
donadas que por lo malo de su piso oblíga- 
bau a hacer desagradables paradillas, du- 
rante las cuales desde las alturas de Marcas 
los enemigos marquínos lanzaban balas. 

Por íin se llegó a la orilla del Oroya frente 
a nn lugar llamado Chulpa. 

Ahí se descansó aprovechando la cir- 
cimstaucia de que en ese instante la posi- 
ción era favorable. 

Faltaba como una legua para llegar al 
puente de Málloco. 

Pocas cuadras miás abajo del puente del 
Huarpa se junta este río con el Oroya y 
forman el caudaloso Mantaro. 

Desde esta confluencia remoutando un 

fiar de leguas el curso del Oroya se llega al 
ugar llamado Chulpa que era donde esta- 
ba descansando la división. 

Este rio, como se recordará, es el mismo 
que pasa encajonado por Izcuchaca ; pero 
en su carrera de muchas leguas ha recibi- 
do numerosos afluentes que han engrosa- 
do mocho más sus aguas. 

Mientras se descansaba, nn ayudante de 
estado mayor fué mandado a averiguar sí 
ja estaba tomado el puente de JMálloco, 
A poco andar se encontró con que unos 



carabineros venían a avisar que el puente 
había sido cortado anticipadamente por el 
enemigo. 

Esto era gravísimo, 

I Qué hacer ! 

Volver atrás pañi seguir la marcha por 
Marcas era un caso extremo. Desandar el 
camino hecho deadelas mar j enes del Hnar- 
pa y subir la enorme y conocida cuesta era 
obra de dos días durante Iob cuales no ha- 
bría pa^to para las bestÍEks. Además era 
casi seguro que los marqninos habrían cor- 
tado en varias partea los desñ laderos, se- 
gún se tenían vagas noticias* Y Jue^ 
quedaba todavía que en el trascurso de 
las quince o veinte hoi'as que debia durar 
la asccusion era preciso estar recibiendo 
las galgas que los marquínos harían rodar 
impunemente. 

Para mandar tomar la cuesta por ud» 
guerrilla habría que perder nn día más y 
faltando el forraje aquello era inaceptable. 

Por otra parte se hacía preciso tomar 
pronto una determi nación, pues ya eran 
las cuatro y media o cinco de la tarde y la 
noche se acercaba. 

Vadear el rio parecía una cosa imposi- 
ble: los guias y algunos paisanos de loa 
que iban con los chilenos decían que no 
había vado j que no se tenia noticia de 
que se hubierajpasado por otra parte que 
por el puente. 

Frente a Chulpa la caja del rio se en- 
sanchaba y sus aguas se dividiau en tres 
braKos. 

El primero de estos era el mas dilatado 
y rápido; tenia como treinta o cuarenta 
metros de ribera a ribera. Aquella inmen- 
sa mole de agua que se precipitaba for* 
mando un pavoroso estrépito era pura in- 
fundir espanto a cualquiera. 

La tropa rendida de cansancio y fatiga 
con la ruda jornada de siete leguas recor- 
ridas ya y sin má^ alimento que la carne 
fiambre conducida en el morral, miraba 
con temor tener que desandar camino. 

Todos loa ojos deslizaban sus miradas 
sobre las aguas contemplando aquella tre- 
menda valla que oponía la naturaleza. 

Nuestros soldados qne en medio de los 
mayores contratiempos y penalidades en- 
contraban siempre alguna broma o chusca- 
da que decir, permaneciau ahora mudor ^ 
hoscos. Eso de desandar camino en u 
penosa marcha es algo que irrita; ejei 
aún mus influencia en lo moral que en 
físico. 



— 245 — 



Antea de retroceder, el jefe de la divi- 
sión deseaba estar completamente conven- 
cido de que vadear é rio era una empresa 
de todo punto imposible, para lo cual era 
preciso hacer irn eximen. A\ capitán Or- 
r^o fué encomendada esta atrevida obra. 

Orrego, a quien sus compañeros solian 
en chanza llamar gtcasa, era hombre ave- 
zado a las tareas campestres que sabia 
mantenerse firme en la silla de su caballo 
sin que le arredraran los escollos de la na- 
turaleza bravia. 

Picó espuelas y se dirijió a la orilla del 
rio. 

Anduvo un rato a lo largo; luego con 
8U ojo de perito escojió un punto adecuado 
Y entró osadamente hendiendo las podero- 
sas^' aguas con el pecho de su caballo. 

Todas las miradas se fijaban en él. 

A veces se veia que la cabalgadura era 
arrastrada por uno o dos metros, pero el 
eiBpeñoso animal lograba afirmar sus her- 
radas uñas en el lecho del rio y continuaba 
luchando por avanzar. En otros instantes 
echando atrás la cabeza como si fuera a 
hacer ima corveta, se lanzí>íba a nado. 

Todos los pechos estaban pendientes de 
un hilo ante el peligro que corria el com- 
pañero y sin poder contener algunas ex- 
clamaciones cada vez que el corcel cedia 
un paso. Pero el jinete firme en la silla 
con su sombrero negi'o y su manta de vi- 
cuña, seguia avanzando. 

Por fin al cabo de algunos minutos de 
atrevida lucha, se le vio llegar a la orilla 
opuesta y pisar las piedras secas sacudién- 
dose la manta cuyas puntas se habian mo- 
jado. 

Orrego anduvo un par de cuadras obli- 
cuamente hacia arriba y se halló en la 
mar jen del segundo brazo: este era menor 
que el precedente y lo pasó sin tanta difi- 
cultad. 

Luego se dirijió al tercero que arrastra- 
ba menos agua que los otros y también lo 
atravesó. 

Tornó en seguida a deshacer lo hecho, 
pues era necesario que volviera a dar de- 
talles para según eso ver si podría pasar la 
división, porque no era la misma cosa el 
acto de pasar un individuo solo que el de 
hacerlo un ejército con enfermos, heridos, 

^-iiería, bagaje, burros, etcétera. 

El primer brazo es trabajoso, pero 

que a caballo la tropa podrá pasarlo; 

sí que con algún riesgo. El segundo es 

tejante al rio Junin, que ya vadeamos 



antes de llegar a La Oroya. El tercero es 
poca cosa, algo como el Pongora: 

Esta fué la opinión emitida por Or- 
rego. 

Y el coronel jefe áü la división al expe- 
dir la orden se internó en el torrente para 
dar un ejemplo que i uh pirara aliento. 

En otra parte hemos hablado del acto 
de vadear el Junin y de los poliedros que 
aquello ofreció. Esta ve^ los riesgos eran 
incomparablemente mayores: lan atinas te- 
nían aquí más volumen y más velocidad. 

Como en el Junin, se tendieron lazos 
añadidos desde una a otra orilla, Pero loa 
soldados no iban ahora a pasar par sus 
pies: ninguno habría resistido al ímpetu de 
la corriente. 

Los caballos eran quienes iban a repre- 
sentar en ese drama el papel más impor- 
tante; el jinete debia eucoraeadarse a la 
solidez de sus piernas j al mismo tiempo 
asegurarse en la silla. 

Y ¡ai! del que se desprendiera. ¡Ai! del 
que fuera arrebatado por el bravio ele- 
mento. 

La caballería comenzó la pasada llevan- 
do infantes a la grupa. Dejaba a Tinos en 
el lado opuesto y volvía por otros; pero al 
volver cada soldado de caballería traía de 
las riendas un caballo sin jinete para no 
cansar aún más a las bestias. Los arrieros 
del bagaje también hacían una operación 
semejante con bus mnlas trasportando in- 
fantes. Este fué el mecanismo empleado. 

Era un espect¿cu!o imponente el que se 
ofrecía a la vista. 

Los caballos, atiafcidos bajo el peso de sus 
jinetes, luchando por abrirse paso entre 
las furiosas aguas, ya hundiéndose al dar 
una mala pisada en las resbaladizas pie- 
dras del fondOj ya dando un envión para 
echarse a nado; las ondas del rio pasando 
sobre sus ancas» y haciendo ellos esfuerzos 
hercúleos por ganar la ribera opuesta. 

Los jinetes aferrándose de las sillas pa- 
ra no ser derribados con los movimientos 
del caballo o con la fuerza del agua que en 
algunos casos les llegaba a la cintura ; su- 
jetándose con afán seguros de íjtie su vida 
pendía de su resistencia para afirmarse. 

Pero con todo, no siempre era posible re- 
sistir: ora por un tropezón de lü cabalga- 
dura, ora porque el infeliz bruto estaba ya 
agotado y no pudiendo sostenerse mas se 
dejaba arrastrar, el jinete era arrebatado 
por la corriente- 



— 246 — 



Lograba cojerse del lazo extendido, y 
bHí se le \'eid aguantándose algunos segun- 
dos, un minuto, esperando un socorro que 
nadie poditularle» Luego sus manos no po- 
dian mits contra la violencia del agua, se 
sol til Im una, al instante la otra, y el desdi- 
chado era envuelto, arrebatado, perdido a 
la vista de suií compañeros que nada po- 
dían liEicer por él. Era llevado con tan ver- 
tí jinosa rapidez, que los soldados puestos a 
lo largo de ambas riberas con lazos para 
tirar uo logi-aban sino rara vez enlazar y 
salvar a alguuo, 

Aquííl era un cuadro de desolación. 

Aunque uo queremos alargar este relato 
entrando en detalles, no dejaremos de refe- 
rir cierto episodio. 

Venia un soldado joven en un regular 
caballo cortando las aguas y estaba ya a 
cuatro tneti os de la orilla, pero sea por al- 
gún tropezón o por falta de fuerzas, el 
animal se sumerjió. El muchacho fué arras- 
trado, j extendiendo las manos logró pes- 
carle del líiKO extendido. 

Las ondas en su violencia le pasaban por 
encima de la cabeza, pero sus manos con 
las ansias del que se ahoga apretaban firme 
y no soltaban. 

Era imposible lacearlo. 

Ábí a cuatro metros de la ribera se le 
veía morir, 

¡ Qué hacer ! ¡ Qué auxilio prestarle ! 

¿ Habría alguno tan osado que fuera a 
tenderle uua maoo, o mas bien a morir con 
¿1? Quien tal hiciese cometeria una teme- 
raria locura; locura que no se le permitiría 
para evitar que hubieran dos muertes en 
vez de una. 

Pero ilutes de que nadie pudiera estor- 
bárselo ^ con la rapidez propia de los arran- 
ques jenerosos del corazón, hubo un sol- 
dado que de un salto se tiró al agua y 
cojido del látigo tenso avanzó hasta el jo- 
ven compañero. Este ya se había soltado de 
Tina mano y en pocos segundos más se sol- 
taría de la otra perdiendo toda esperanza. 

El instante era supremo. 

Loa que observaban esa escena vieron 
desprenderse al joven y ser arrebatado por 
la corriente ; pero al mismo tiempo la mano 
de] intrépido soldado, como si fuera un re- 
sorte de acero, c2íj6 empuñando un brazo 
del infeliz. 

La escena había cambiado de aspecto. 

El soldaio cojido del látigo con la dies- 
tra, sostenía con la izquierda al compañero 



cuyo cuerpo inerte ln fuerza del agna man- 
tenia horizontal. 

Sobrehumauoíi eran los esfuerzos que ha- 
cia por regresar a la orilla- CSanar un paso 
era la obra de un titán. iSalvarse él solo ya 
era difícil; sin embargo, no soltaba su pre- 
sa; tal vez iba a perecer con elía* 

En tan crítico momento, un lazo tíi'ado 
de la orilla cayo sobre el robusto brazo del 
soldado; pescóse de él y pudo con esta ayu- 
da llegar a la márjen sin dejar a sn compa* 
ñero hasta que lo vio en Síilvo, 

Aquel magnánima soldado era un hom- 
bre de edad míidura, sus cabellos y sa bi- 
gote estaban ya grises; quizás era el solda- 
do más viejo de la división. 

El joven salvado aturdido aún miraba a 
todos lados sin darse cuenta de lo que ha- 
bía sucedido y mu. comprender a algu- 
nos soldados que sonriendo conmovidos le 
decían: 

— ¡ Buena cosa^ hombre! los viejos sal- 
vando a los jóvenes,.. 

Aunque, como antes lo hemos dicho, te- 
nemos el propósito de contar en esta narra- 
ción los hechos sin mencionar por sus ver- 
daderos nombres a los que los ejecutaron, 
haremos esta vez una excepción, ya que 
éste puede decirse [(ue no es un acto de 
guerra sino una obm humanitaria de las 
más nobles y jenerosas: arriesgar la vida 
por salvar la de un semejante. Aquel sol- 
dado pertenecía a la 1 .* compañía del ba- 
tallón MirqfloTfs y figuraba en las listaa 
con el nombre de Segundo García, 

Es de advertir que este buen hombre 
antes de ser militar había tenido el oficio 
de pescador que ejercía cerca de Valpa- 
raíso, en Concern, ya cu la mar, ya en el río 
que ahí desemboca. Sin duda por esta cir- 
cunstancia conBiguió llevar a cabo su ab- 
negada empresa í cualquier otro sin práctica 
y costumbre de luchar con el agua habría 
seguramente perecido en ella. 

Aquella noble acción pasí» casi desaper- 
cibida porque ese dia hablan ocurrido tan- 
tos sucesos notables que todo lo extraordi- 
nario llegaba a parecer natural y pagaba 
envuelto en la vorájine de loa aconteci- 
mientos. 

Mientras esto sucedía en una orilla, on 
el pasaje del río se lepetianloa hechos des- 
graciados. Venciendo las trcinendatí dificul- 
tades continuaba la pasada de la división, 
y para hacerla más fastidiosa, algunos ene 
migos desde una Icjuna altura lanzaba 



■t*"^» 



247 — 



Eatas eran pocíis porque algnnas compa- 
ñías colocadas coiivünientüincute mante- 
nga a raja a los indios. 

La noche m aproximaba. 



A medida ijue hahian cruzado d primer 
braso del rio, Iub soldadoÉs se din jian al se- 
cundo. 

Aunque muchísíaio uaeuor no dejaba 
éí^ta de ofrecer peli^os. 

También se Labííin puesto ahí lazos 
de ribera a rilx?ra, y la jentc pasaba a itíé 
desnudándose casi completamente eomo lo 
Labia hecho varíes meses antes al pasar el 
rio píonín. 

ITabicndíí hecho una relación detallada 
cnaiido referimos aquello, no entraremos 
en la descripeion de é?to. 

La junte con el a^^ua hasta el pecho atra* 
vesaba sujetándose en los lawís. Llevaba la 
ropa heclia un atado a la cab.v^a j avanzaba 
pmusadíi mente. 

El tt-Tcer brazo no prcatmtaba peligro, 
sino molestia simplemente* 

La noche se aproximaba, deciamoa. La 
oscuridad iba naturalmente a suspender 
toda minella tarca. 

Aunque se apuraba lo más que era po- 
sible, el pasaje de la tropa tenia que ser 
demoroso. 

Estaban ya de míe lado la artillería, el 
baí^ajc y los enfermos y heridos que habían 
tenido que ser sacados de las camillají y 
atasajados sohre alí^nna bestia* 

Muchos fueron los animales que eon síUa 
o carga se llevó ei rio. Esa cantidad de ja- 
cos y rocines o sea pingo^i y ^nfmcfí,^, cual 
deciau los soldados, esas malaventuradas 
bestias fiaeas, hambrientas, extenuadas y 
llenas de mataduras, no eran capaces di; re- 
sistir tan tremenda prueba: igual cosa su- 
cpdia c::in los burros í y fueron más de cíen 
los infelices cnadnipedos que desde allí 
emprendieron una velocísima viajata al 
océano Atlántico, donde después de correr 
seiscientas o siL-tedcnitas legiias llegarían 
sin que nada detuviera sus examines e hin- 
chados cuerpos.*, a no ser la tarascada de 
algún cocodrilo del caudaloso Auiaaonas..- 

Quedaba todavía por pasar la mitad de 
la infantería, cuando con la entrada de la 
noche se cortó la pasada. 

La tropa que se hallaba aquende el rio 
tenia aún que andar algunas cuadras para 
llegar al punto elejido por alojamiento. 



En éste no babia techo ni recursos; pe* 
ro fué elejido por estar un poco alto y te- 
ner el terreno seco. 

Los soldados tenían sus ropas mojadas^ 
y no encontraban leña con que hacer fo- 
gatas para secarlas. Eran moneda corrien- 
te en aquella tremenda marcha los con- 
trastes: en la mañana se había cstitdo en 
un espeso y grande bosque, y en la noelie 
no se hallaba una rama que encender. 

Raros eran los que tenían sus equipos; 
pues muchos se habían perdido en el rio, 
otros con las bestias que los trinan no ha- 
bían alcanzado a pasar o se habían que- 
dado entre el primero y el segimdo brazo 
del rio. 

Por fortuna no hacia frío. 

En el lugar designado como can^pamen- 
to, los soldados rendidos de cansancio se 
ccliaban al suelo, a cielo descubierto. Tal 
era el hospedaje que encontrabim después 
de un dia de terribles penurias: quince o 
veinte horas de marcha, tiroteos y paso de 
ríos; sin más alimento que un pedazo de 
carne fiambre, y al último, sin uilIs abrigo 
qoe su ropa empapada. 

Mencionamos a los soldados por ser lo« 
más numerosos; pero debe de entenderse 
que los oficiales se hallaban en iguales oir- 
eunstancias, como sucedía siempre en esos 
casos. 

Sin embargo, no todos podiau lograr 
siquiera ese miserable reposo: varios pí- 
(|nctes tenian que salir de avanzada y tam- 
bién varios soldados tenian (pie dedicarse 
a preparar el rancho. 

Unos tres o cuatro ranchitos tlt.'sh a bita- 
dos de indios pastores había por ahí. 

En uno de ellos entró el capitim Lostan 
y esperó que aparecieran sus cckmpañeros 
Orrego y Soler para que se instalaran 
en él. 

Así sucedió. 

Se acomodaron como pudieron para pa- 
sar la noche. 

—Buena escapada, — decía Soler,— hizo 
la Cenicienta; viene que no pm:de más co- 
mo ustedes saben; yo la estaba njlrando 
cuando pasaba la pobre el rio; ya me pare- 
cía verla arrastrada; pero ella sí^^oia avan- 
zando. Estaba ya cerca de la orí Ha, cuando 
la corriente la venció. 

— ¿Y se la llevó? — preguntó íh regó. 

— Nó; por fortuna un carabinero alcan- 
zó ar echarle el lazo y la sacamos como 
quien pesca un pez. Se libró ella y se li- 



_,. 248 — 



brd mi equipo, pero todo mojado, de ma- 
nera cjUtó esfcoi con lo puesto... y no muí 
seco. 

— Yo no estol mcjoi' parado,— coatcst ó 
Loataa, — la muía que trae mi equipo quiéu 
sabe qué ac ha hecho; si se ha quedado en 
el otro lado o ú va navegando rio ahajo. 

— ¿Y qué diré yo?— agi'egó Orrego que 
estaba envuelto eu una manta y bajo de 
ella completamente desnudo; — yo queme 
caí al agua y tuve que salir aferrado de la 
cola del caballo. 

—Y diLte por contento coo que la cosa 
fué cerca de la orilla y pudiste eacapar. 
También hai que tener en cuenta que tú 
atravesaste tres ^"eces el rio, y tanto va el 
cántaro al agua que al ñn se rompe. 

—En fin, — exclamó Lostan bostezando, 
— ya podemos tendernos a dormir, que 
aunque es cu el suelo, con el cansancio me 
parece que estoi en un colchón de plumas 
-- jQuédia este I... tratemos de dormir 
para dejar correr las pocas horas que le 
quedan... 

Diálogos Cuino el do los tres capitanes, 
ti otros parecidos j se pudieron haber oido 
muchos aquella noche* 

LXI- 

Subir y bajar* 

Tan pronto como amaneció^ la parte de 
la infantería que aun no habia vadeado «1 
rio, comenzó la penosa tarea, que fue una 
copia de lo referido anteriortneut^j como 
debia de ser. 

Ya se ha dicho que con el fia de inipe- 
dir a los enemigos tirar balas sobre la jante 
que cruzaba ha aguas se habia mandado 
tropa a diversas alturas vecinas» 

Loa indios estaban en gran número y 
ocultos en los accidenten de las serranías, 
desde donde cambiaban algunos tiros con 
los nuestros. 

Pero debía llegar el momento en que la 
tropa tendria que abandonar las alturas 

Íiara pasar a su vez a la ribera opuesta, 
üsto habia de suceder tan luego como to- 
dos los de abajo estuvieran allá* 

Ese intante era sin dada esperado por 
los indios, pues ya se les conocía sos tretas. 
Llegarían ellos a las alturai recien abando- 
náíks y harian un mortífero fuego sobre 
los ultimoa de los soldados de la división. 



Pero este negocio se tr^tó de cierto 
modo. 

Montáronse cuatro piezas de artillería, j 
varios piquetes de tropa que ja estaban 
aqueude el rio se colocaron en puntos con- 
venientes. 

Cuando llegó la hora oportuna, a uo 
tiempo bajaron de las alturas al trote Ic^ 
chilenos que ahí se encontraban. 

Pocos minutos tardaron en aparecer oett- 
tenares de iuáioa sobre aquellas mismas 
cumbres disparando fusilazos. 

Pero la artillería y los piquetes citados 
que c&taljan listos loa recibieron con utüa 
salva tan inesperada para ellos, que retro- 
cedieron al instante. 

Con esta previsora medida se pudo ter- 
minar menos difícilmente el paso del rio a 
eso de las once de la mañana. 

Los indios o montoneros de Mal loco de- 
bían tener la completa seguridad de que la 
división no podría pasar una ves cortado 
el puente, pues sí se hubieran íniajinado 
que el río podía ser vadeado, no habrían 
hecho el sacrificio de destruir bu puente, 
que para ellos era valiosíaimo. 

Así los indios huantinos no coitarou el 
puente del Huarpa sabiendo cjue este rio 
era vadeable. 

Los paisanos que venían con la división 
huyendo de loa indios, decían en voz baja; 

— Esto no es vado... por aquí uo se pue- 
de pasar..* nunca se ha pasado... 

Sin embargo, so pena de caer en l^is ma- 
nos de los indios, hubieron de aventurauBe 
ellos mismos; eso si que perdiendo a dos de 
los suyos que fueron arrastrados por las in- 
clementes ondas. 

Sensibles pérdidas de jeate, animales y 
cquíj:>os costó la atrevida empresa; pero se 
llevo a cabo* 

Además de las i"a?:ones que ¿ntes hemos 
expuesto, convenia ejecutarla para demos- 
trar a aquellos pueblos que ni con sus tretaa 
podían interrumpir el tránsito de la expe- 
dición ni tampoco desviarla del camino que 
se habia propuesto seguir. 



MuL bien habría venido un día de des- 
canso deapuea de la pesada jornada ante- 
rior; pero no era posible permanecer en ese 
lugar falto de recursos y donde ni techo se 
tenia para guarecerse de un sol abrasad, 
como que era tropical, ni de la lluvia qi 
podía caer de un momento a otro a pes 
de no divisarse una sola nube, pues p 




— 249 — 



aquellos parajes sin andarse con muclioa 
preámbulos cambia en nu instante la tí?m- 
peratura. 

Poco después de las once de la mañana 
comenzó a moverse lt\ divisioo. 

Marchaba hacia Chur pampa, lA pue- 
blo trepado eti una altui'a poco menor que 
la de MarcfiS. 

Había mucho que repechar. 

Luego comenzó a hucer sa efecto el te- 
rrible soroche qua aumentaba cuanto más 
se subía. 

Cuestas fera"? cuestas, laderas, desfilade- 
roSj cerros y montañas: todo eso luibia que 
ir ti^smotitando con el rifle sobre el hom- 
bro y jadeando de cansancio y por el soro- 
che: era i.ntrar de nuevo en la clase de ca- 
minos que ya hemos mencionado- 
Las horas pasaban; pero las subidas no 
conclnian. 

Mirando bácia abajo se divisaban desde 
algunas algunas alturas tres fajas brillan- 
tes que emn loa tres bracos del Oroya. 

En la . mar jen derecha, que era la del 
lado de Marcas, se' veia una multitud de 
pequeños puntos en movimiento, algo como 
un hormiguero* Eran lo 3 indios y monto- 
neros huantínos y marquinos que ahí se 
habían quedado con un palmo de narices. 

Algímos entraban al agua, pero a poco 
andar regresaban. Solamente unos pocos, 
diez o veinte, alentados efn duda por el 
ejemplo de la divisjon, llegaron a la ribera 
izquierda. 

Estaban tan diatantes que se hallaban 
fuera del alcance de los rifles. 

Los buantinoa y marquinos habian que- 
dado, pues, en sus lares. Pero sus comarca- 
nos, ios de Málloco, Cburpampa y otros 
pueblos vecinos se hallaban de este lado y 
ya demostraban su entusiasmo con algunos 
tiros. Era preciso ir mandando compañías 
Sueltas por las alturas dominantes para co- 
rrerlos o espantarlos. Con el soroche esto 
se hacia mni pesado. 

Llegó la tarde y el aire refrescó, esto era 
un desahogo porque ú calor se bacía inso- 
portable. Pero pronto entró la noche y el 
frió hizo echar de Eiénos el fuego solar del 
día. 

Cuando se hizo oscura la división iba 
T>rir una tremenda cuesta cuyo íi» no se di- 

taba aiín al huir loa últimos reaplando- 
del crcpúfjculo vespertino. 

Qué largas se hicieron aquellas boras de 

^UTÍdad repechando por un desfiladero 
I í tenia a un lado una enorme monta&a, y 



al otro uu profandísímo precipicio; y había 
que marchar por ahí luchando con el can- 
sancio y el soroche. 

Las guardias de prcTencíon y la compa- 
ñía de retaguardia tenían que venir empe- 
ñando la abrumadora lid de hacer avau7^r 
a loa soldados rezagados. ¡ Ta sabemos lo 
que era eso ! 

Por ññ, sería coaa de las diez de la ñocha 
cuando se llegó, o mejor dicho, se empezd 
a llegar a una cima donde estaba el pueblo 
de Churpampa. 

Las fosfatas encendidas por los primeros 
en arri bar y las de los ranchos de la tropa 
daban con sus rojizas luces aliento a los 
soldados para avanzar hasta allá. 

El pueblo estaba deshabitado; pero aun- 
que no otros recursos, ofi'ecia siquiera el de 
tener ranchos bajo cuyos techos se alojó la 
tropa. 

También en los ranchos se encontró un 
poco de cebada y maiz para los animales 
fjue venían tal vez en más triste estado qne 
la jente. 

Se supo que el di a siguiente seria de des- 
canso y en consecuencia los que no estaban 
de servicio en guardias o avanzadas ¡jodian 
desr[iiitarae cxiu un buen sueño después de 
esperar hasta la una de la mañana, hora ea 
que estuvo listo el rancho. 



El próximo dia mucho madrugaron los 
churpampinos o churpampanos para ensa- 
yar sus punterías desde unos cerros veci- 
nos: pero no lograron interrumpir el sueño 
de la tropa que no estaba de servicio, pues 
se les mandó un poco de la caballería e in- 
fantería que estaban de turno, y fueron 
rechazados. 

Algunos rezagantes que se habian extra- 
viado en la oscuridad tuvieron que andar a 
tiros; pero por fortuna para ellos al ama- 
necer que fué cuando los enemigos los vie- 
ron, estaban ya cerca del campamento y no 
corrieron gran riesgo. 

Fuera de estos accidentes el día no fuá 
malo. Se durmió largo... hastiiquelos hue- 
sos se aburrieron de estar en contacto con 
el suelo, y se comió bastante,., eso sí qne 
del mismo guiso r agua, carne, grasa v sal 
con su poco de ají; aquello, con los ayunos 
del día anterior, estaba de chuparse Jos 
dedos» 

Los soldados aprovecharon el tiempo en 
hacerse chalalas u ojotas, pues a muchos dfr 
ellos las que traian puestas se les habian^ 



— 250 — 



quedado en troxoa por los roqueños desfila- 
deros. 

Eu el ranclvo donde alojaron los tres ca- 
pitanes de que hemos venido hablando en- 
contraron,,, un violiu. Pero no se crea que 
un Stradivarins, de estos no es de suponer 
que algunos se haya elevado a la altnra de 
doce mil pies sobre ol nivel del mar pRra 
meterse en uu rancho de Churpampa; era 
un violin de madera blaacaj sin barnizar^ 
liecho ahi mismo desde la caja hasta las 
cuerdas, obra de los indios que aou moi 
aficionados a este instrumento. Algunos 
oficiales que entendían algo de ello lo toca- 
ban, y salla la solfa muL acorde-.- con la 
categoría del violin. 

Para !os enfermos y heridos el de3canfio 
fué nna suerte, pues loa udos pudieron to- 
mar remedios y los otros recibir curacio- 
nes, cosa que como se comprenderá, en los 
dias de marcha no se podian ejecutar a no 
ser una vez, en la noche a! alojar. 

La jornada que habiaen perapectiva era 
r^petable: ocho leguas de La Sierra, que 
es como decir de goma elMicü, porque 
como esta sustancia, tienen aquellas la 
propiedad de estirarí^ej ocho leguas de cues- 
tas, desfiladeros, etc. Y era preciso andar- 
las de un tirón, pues en todo ese trecho no 
habia alojamiento posible para la divi- 
eíoru 

Á la nna de la mañana los chilenos aban- 
donaban sus pocos mullidos lechos y se pre- 
paraban para marchar. 

Estos preparativos, como de costumbre, 
consistian principalmente en cargar loa 
asendereados borricos. 

Dos horas mits tarde, a las tres, se ponía 
en marcha merced a la lúa de la luna men- 
guante que a esa hora alnmí)raba; sin eaa 
débil claridad babria sido im.posiblc avan- 
zar uu paso por aquellos abominables sen- 
deros. 

Necesario se hacia caminar desde tan 
temprano para que se alcanzara a llegar 
antes de la noche a Paucarbamba, fin de la 
jornada. 

Luego empezó a hacer su' efecto el soro- 
che? sin embargo, la tropa avanzaba a muí 
bnen paso. 

Cuando salió el sol ya se habían vencido 
dos leguas: era un buen principio. 

A veces las cuestas conclaian y se entra- 
l)a en gi-andes hondonadas donde habia que 
descender, pero para subir nuevamente. 

Durante las bajadas el que marcha se 



alivia mucho; siu embargo, los soldados 
no deseaban encontrarlas, y al presentarae 
una en vez de alegrarse, murmuraban; 

—Todo lo que bajemos tenemos qne su- 
birlo después. 

Y tenian razón; así debia suceder y su* 
cedía. 

Ese bajar y subir es lo que hace más 
penosos los caminos de La Sierra. Por esb 
motivo si uno mira el mapa de aquellos 
paraje, ve qtie un pueblo qbUÍ a un paso de 
otro; pero en la obra es otra cosa: una le- 
gua se convierte en cinco o seis a fuerza de 
ascender, descender y dar rodeos. 

A lai nueve y media de la mañana la di* 
visión iubía andado la mitad del camino 
al decinde los guías. Los soldados sabían 
que la jornada era ruda y habian hecho ue 
esfuerzo supremo. Es cierto que aquella tro- 
pa estaba avczaíla a eüa clase *de marchas^ 
sin lo cual en todo un día no habría hecho 
tal avance luchando con el soroche. 

No habian faltado pat tidas de montone- 
ros que salieran por los flancos, vanguardia 
y rctíiguardia; pero seles habia di apenado 
con compañíaB enviadas por las alturas. 

Después de un buen descanso para que 
la tropa se uniera bien, se empezó a comer- 
le trechos a la segunda mitad de !a joraa* 
da, que era de suponer fuera mas trabajosa 
puesto que ya la jente llevaba seis o siete 
horas de fatigas. 

Pidiendo a la voluntad las fuerzas de 
que los cuerpos iban careciendo, se conti- 
nuó con las subidas y bajadas, hallando 
despeñaderos en las alturas j arroyos y pan- 
tanos en las liondonadas. 

Sabido es que en algunos días el homhra 
se encuentra stn conocer la causa, en mejor 
disposición que cu otros para hacer tai o 
cual cosíi. Así un jugador de billar suele 
decin «Hoi estoi mui bueno para hacer 
carambolas. D Aquel día se podia haber di- 
cho de la tropa que estaba muí buena para 
marchar. 

A pesar de los ntimcroaos tropiezos y de 
la loiijitud de la tirada, éntrelas seis y las 
siete de la tarde la división llegó a Paucar- 
bamba. 

La jente habia marchado con la mayor 
unión y rapidez que podia pedirse en aque- 
llos infernales caminos; a pesar del cansan- 
cio los semblantes mostraban esa expresión 
del que está satisfecho de su obra. Se oia 
díálagos tranquilos en vez de las mil rabi( 
tas y reniegos que ei-an compañeros iosepa 



.1 



r 



261 — 



viables de las marchas difíciles j de los tro- 
piezos. 

Paticarliamba es una poblacioa eítaada a 
menor (elevación que Chnrpampa. Se ven en 
ella alguüos arbolea. 

En La Sierra a falta de barómetro se 
pnede calcular la altura por la vejetacion 
que se encuentra. Desde el coirón y \b, cham- 
pa en las punas hasta los árboles en el fon- 
do de las quebradas hai una escala cono- 
cida. 

La población estaba sin bahitautes; es- 
tos habían huido temiendo niiis a la ira de 
loa montoneros qne si se quedaban en sus 
hogares podiau tomarlos ^r chümmos, que 
a ios chilenos miamos, cmienes ningún da- 
ño hacían a la jente pacifica como &e vio en 
mnchos pueblos, 

Paucarbamba con bu plasa, sn iglesia, 
(edificio qne nunca falta ni en el menor ca- 
serío de iiquellas provincias) con su ran- 
chos, V dentro de éstos sus mmoSy botijas 
Ír parongo& , llenos de arvejas, habas u otras 
egnmbres secas, aiis trojes con maií, ceba- 
da o trigo; era una población vaciada en el 
mismo molde que la mayor parte de las qne 
hallaba la división en su camino. 

Los anímales veniart en nn estado lamen- 
table. Desde que salieron de Hnantalos in- 
felices habiau tenido poco para el est^Jmago 
y mucho para las patas^ peco qne comer y 
mucho que caniinar. 

La snerte de los enfermos y heridos que 
Tenían en camillas so era por cierto envi- 
diable; pero aun lo era menos las de los que 
tenían que cargarlos sobre sns hombros en 
drcnnstancias que para nno cargar con sus 
propios huesos era una hazaña,,. 

La notrable jornada de ar|uel día habla 
sido una espléndida victoria ganada al so- 
roche 7 a laa í^ücbradüs peñas de las serra- 
nías. Aquella era una jornada de chasqui, 
de carreo, de un indio nacido en esos para- 
jes y cuyos pulmones se han formado res- 
pirando el aire enrarecido de las alturas, y 
quien además no lleva el peso del rifle y las 
municiones, sino nn lí jero atado compara- 
ble con el morral qne cargaba el soldado. 

Balas y galgas; frió y soroche. 

AI clarear del próximo dia se continuó 
* marcha. 



Era igual la clase de camino, pero la lou- 
jitud de la tirada fué la mitad de la aa- 
terior. 

Muchos eran los animales que habían ve* 
nido muriendo en los senderos por las fati- 
gas y escaso alimento, y muchos tambiea 
los que había sido preciso abandonar por- 
que su extenuación los haciíi ¡nntileSp Ca- 
minar todo el día, y dia sobre dia, toman- 
do solamente en la noche un reducido 
pienso... cuando lo había, era una penuria 
que no todas las bestias podían resistir. 

Aquellos pobres brutos iban tan abatí - 
dos, que por aM andaban los servicios qne 
ofrecían con las molestias qne daban a sus 
conductores. Hacerlos avau^ar costaba nn 
triunfo; más se movia el brazo del conduc- 
tor enarbokndo el Mtigo, que las pierna» 
de las malaventuradas bestias ganando te- 
rreno. 

Si en esas elevadas cumbres se ímbíese 
hallado algún miembro correspondiente de 
la Sociedad Protectora de Animales, se ha- 
bría ido de espaldas viendo aquello. Pero 
¿qué habría podido exijir? Entre un hom- 
bre y un animal, ambos igualmente exte- 
nuados y rendidos, ¿ se pediría al hombre 
tomar solare sus doblegados hombros la car- 
ga de la bestia ? Esto no podía ser, tanto 
más cuanto tjue ann habiéndolo querido ha- 
cer su abatimiento físico no se lo habría 
permitido. Era, pnes, preciso que el animal 
soportara su ruda suerte y caminara hasta 
llegar o hasta dejar su pellejo y sus huesos 
en las escabrosas sendas. 

Poco lugar quedaba en los pechos para 
tener compasión de los irracionales cuan- 
do se veía a seres humanos que enfermos o 
heridos tenían qne continuar en aquella pe- 
nosa marcha careciendo de los cuidados ne- 
cesarios y hasta del alimento, no pudieudo 
dijerir la carne fría, única cosa que podía 
proporcionárseles, j se les veía consumirse 
en tantas [venalidades hasta que la muerte 
les ponia termino antes que la salud, y a 
sus cuerpos aun tibios, ser sepultados en al- 
guna ladera a un lado do la vía. 

Poco después del mediodía se llegó a 
Huancho, pueblo situado en una meseta. 

Muí «.tiempo se arribó, pues en aquel 
momento se desprendió de las nubes una 
copiosa lluvia acompañada de nieve i gra- 
nizo. La tempestad se desencadenaba ahí 
mismo, encima y a un paso del pueblo a 
juzgar porque el brillo del relámpago y el 
estampido del trueno se percibían simultá- 
neamente. 



252 — 



Hubo ropas y efjuipos mojados; pero co- 
mo se encontró techo en que gua recelase, la 
cosa no fué tan j^t'iive. 

También estaba diisbabitaílo Hnancho, 
cooio asimismo otros pueblos que se ha- 
bían hallado al paso j qne no bema*; men- 
cionado por reducimos a nombra^i' sol amen* 
te acjuelios qne servían de alojamiento a la 
división. 

Es admirable lamultitnd íle pnebledtos 
y TÍliorrios que bai en La Sierra; por eso 
no es de estrfiñar que entre Berranos e in- 
dios se cuenten millones, 

f^i todas tsas poblaciones formaran en 
realidad una sola nación como aparece en 
la constitución del Pcrá, y unidoá hubieran 
levan lado un solo ejército en vez de limi* 
feírae a [>elear cada nua por separado en su 
propio terreno, la división thilena com- 
puesta de mil qainiejitos hombres no habría 
podido tal voz llevar a cabo la expedición 
y transitar por el centro de un pais donde 
todo le era hostil: los hombres y la natura- 
leza, A miles de indi] cuas tuvo que recha- 
zar en detalle; si todos ellos se hubieran 
presentado juntos y ej^cojiendo posiciones 
estratéjieas, lo que en aquellas serraniaa 
abunda, la división se habría \isto en un 
duro lance; por mucho que fuera el empu* 
je de sus soldados, batiéndose coutra un 
número de onemi^^os veinte o treinta veces 
mayor o más quizás, al flu habt*Ía tenido que 
sucumbir. De esa abundancia de habitantes 
proviene sin duda la facilidad con que el 
jeneral Cáoeres levantaba ejércitos en cual- 
quiera parte. 

hoB haijítantes al abandonar un pueblo 
se llevaban todo lo que era portátil, y loque 
no, siempre que valiera algo, b enterraban. 

Cuando al hospedaiae en un pueblo se 
hallaban los trojes vacíos, era precisíO echar- 
se en busca de los entierros para dar pienso 
a los animales. 

Por mas que hacían los serranos por es- 
conder sus guacas, no siempre lo conse- 
gniau. Los soldados eran muí ladinos para 
descubrirlas. Un poco de tierra eí^paroida 
cuidadosamente en alg^uua ladera o cíícou- 
didacü Ixflsas dentro de un granero, indi- 
caba la proximidad de un entierro, y aun- 
que éste se ballaj'a lejos, la punta del yata- 
gán hundiéndose en el suelo lo descubría. 
Donde el yatagán se introducía con poca 
dificultad, haí estaba la bolada. 

Ante la idea aparecen como hermanos 
jemelos un entierro y un tesoro. Pero no se 



crea que los soldados en los hoyos sijíloea- 
mente encubiertos hallaban onzas de oro,. 
ni pat'ticones de plata con la cara del reí, ni 
siquiera corbatones con una mitad d« plato 
y otnide cobre; nada de eso, sino simple- 
mente sacos o trojes de maiz, trigo o ceba- 
da» y áltennos trebejos y cachivaches del uso 
de aquella pobre jente. 8e sacaba el grano 
para los animales, y se dejaban las otras 
menudeueias que oo pasaban de ser ona 
bazofia. 

Sí no hubiera sido por la tormenta, qae 
dnró como cinco horaá mojando a muchos^ 
puea aunque se babia alojado en los ran- 
chos, eran bastantes loa soldados qne tenían 
andar a cielo descubierto para atender a los 
animales, al rancho, a las avanzadas, etcé- 
tera; ú no hubiera sido por la tormenta, 
decíamos, se habría pasado regularmente el 
resto del di a. 

Pero en fin, hubo siquiera combustible 
para hacer faego y secar la ropa: aquello 
no estaba tan malo para las cireunstancias. 

Antes de que se vienv la luz del nuevo 
dia, ya los maltratados talones de los solda- 
dos iban midiendo iinevamente las peñas- 
cosas sendas de La Sierra. 

A ppeo andar babia que pasar por \m 
faldas de unas altas montañas donde habia 
gran peligro de galgas. Se mandó a una 
compañía subir a la cumbre para evitar i^ 
nesgo. 

Una densa neblina impedía ver ano a 
corta distancia. 

Tan espesa era que algunos enemigos 
trepados en la cumijre no alca nzii ron a di- 
visar la compañía que ascendía. 

La división iba pasando por la senda ci- 
tada^ cuando se sintió el estrépito de gran- 
des galgas que venían despefiáudose. 

Fué preciso hacer alto porque las piedras 
arrojadas en partes olistruían el paso. La 
jento se allegó al lado de la moiitaüa, que 
cayendo vertí cal mente venia a ser como una 
muntlia/del mismo modo que se allega a la 
pared en una calle algún individuo para no 
mojarse en las horas de lluvia. A ^lesar de 
todo esto hnbo jente herida y caballoi 
muertos. 

Los enemigos aunque con la neblina no 
veiau a los chilenos» debían presumir oue 
iban pisando u oír el ruido que inevital 
mente hace una división al marchar y q 
ahí era repercutido por el eco de una gi ■^. 
quebi-ada. 



— 253 — 



Lft misma uebÜaa. favorecía a la corapa- 
Cía que estaba subiendo por otro lado* 

De repente los lanzadores de giügaa die- 
ron un grito de alarma al verse sorprendi- 
dos y huyeron en todas direcciones. 

Aquellas cumbres ei"au altísimas y esta- 
ban completamente nevadas. Los soldados 
llegaban a la cima rendidos por el soroche. 
Sin embarrjo^ al ver a los enemigos enoon- 
trarou aliento para irse sobre ellos que co- 
man en todíis direcciones y se perdían en 
la neblina. 

Merced a ésta mnchos pudieron escapar; 
pero también una docena pagó con su vida 
el afán do precipitar peñascos* 

Casualmente luego se disipó la neblina, 
y entonces pudo verse qtie algunos de loa 
fujitivoji se hallaban en las faldas de la 
montaña, entre la cumbre 7 la diviiion. La 
blancura de la nieve no les peroaitía ocul- 
tarse. Fácil es adivinar el gusto que les da- 
ría al verse cortados, 

¿No ha visto el lector quo jiara destruir 
las hormigas se les suele tirar na pedazo de 
melón? So van a él, y cuando hai algunas 
juntas se tira el trozo al agua; y es enton- 
ces el apuro de las hormigas qne van y vie- 
nen corriendo por aquella i^la flotante, sin 
hallar el camino de su cueva. 

Así cüiTian los fujitivoa espantados, yen- 
do y viniendo, subiendo y bajando, encon- 
trando siempre soldados y nunca escapa- 
toria. 

Hacian señas implorando misericordia; 
pero no mui seguros de conseguirla, pues 
elloH mismos habían declarado la goerrasin 
cuartel ejercitando bu saña liaata con los 
cadáveres, 

Pero les favoreció una circunstancia que 
ya conocemos: la necesidad de jeute que 
ayudara a conducir las camillas. 

A fuerza de señales se les hizo bajar. 

Traian no a cara tan compunjída que ha- 
cia reir a Ioh soldados. 

Fueron agregados a los otros prisioneros 
que veiiian ejecutando la Lará^de cargar a 
I0.H imposibilitados para marchar a pié o a 
caballo. 



Se echaron a rodar las galgas rjue inter- 
ceptaban el paso, y se continuo andando de 
anhida. 

íío dejaron los indios de seguir moles- 
do desde otras alturas, y habia que es- 
mandando piquetes para despejar esos 
itos. 



T/as fatijL^as de la marcha duraron hasta 
ias cinco de la tarde; móü de doce horas; 
esto basta para indicar cuáu penosas serian 
puesto qiíe se iba por la íiutíma clase de ca- 
minos peñascosos que ya conocemos. 

Además eu aquella elevación el frió se 
hacia ínsoportahleí y con la íran cantidad 
de rollos que se habiaa perdido en los nos, 
muchos soldridos carecían de ese abrigo al 
cruzar por aquellas montañas que eran una 
cordillera nevada sin uiuguu pueblo ni ha- 
bitación. 

A la hora indicada se llegó a la hacienda 
de Tocas. 

Ya hemos visto lo ípie eran esas hacien* 
das de cordillífra: unas cuantas casas, un 
pocij de pasto, arroyos, pantanos y todo eso 
circundado por cumbres cubiertas de nieve, 
cuyo aspecto acababa de helar los entume- 
oidos cuerpos. 

El techo no alcanzó para toda la división 
y la mitad de la jente tuvo que dormir al 
descubierto. 

Esa noche fué parecida a la que dos me- 
ses antes se habia pasado en PachacUa, 

Con decir esto nos ahorramos de entrar 
en detalles de las penurias sufridas a la in- 
temperie con el frió y una llovizna qiie 
empapaba el escaso abrigo de la jente. 



La siguiente jomada principiaba con el 
día. 

Saliendo de Tocas .se entraba en una 
gran quebrada formada por altos cerros, 
Habia de consiguiente peligro de galgas y 
balas tii-adas a mansalva. 

Se mandaron dos compañías de infante- 
ría a los cerros de la izquierda j una a los 
de la derecha. 

Pronto empezaron a cruzar el ámbito de 
la qaebrada algunas balas. 

Las compañías segnian ascendiendo a 
pesitr de las galgas y los dis^mros con que 
pretendían detenerlas, Al mismo tiempo los 
enemigos retrocedían alejándose hacia ma* 
y[>res alturas, como de costumbre, y hacien- 
do fuego en retirada. 

También la compañía de vanguardia 
tuvo que subir a desalojar a un grupo que 
tenia una dominante posición cu una ele- 
vada punta. 

Mientras tanto la división marchaba 
pausadamente para dar tiempo a las com- 
pañías adelantadas que librai'an de enemi- 
gos la pasada. 



— 254 - 



Con eate motivo la marcha no se hacia 
mui peuosa. Pero es de advertir que la ti- 
rada de aquel dia era coita compai-ada con 
lus iiüttriores, y de consiguiente se pedia 
aranaar poco a poco sin grave perjuicio; 
cosa quíí otras veces, el dia anterior por 
ejemplo, no fué posible efectuar por no 
perder tiempo hiendo, al contrario, preciso 
apura i'se para llegar al hospedaje con el dia, 
aún a riesgo de los dafíos que desde las al- 
ttints pudiera hacer el enemigo. 

También esta vez algunos indios se en- 
contraron c-ercados, y quisieron ponerse a 
salvo con un acto de audacia. 

La cabeza dü la división iba por el pié 
del cerro ocupado por la compañía de van- 
guardia, que como dijimos habia subido a 
él. Era un pequeño y fértil valle poblado 
de árboles j cruzado por un torrente de 
agua cristalina que corría precipitándose. 
Aquellos anda ees indios al ver chilenos 
arriba de ellos, habían bajado ocultándose 
«n gi'ietas y hendeduras del cerro, hasta 
llegar al valle. Ahí se encontraron con la 
división qne marchaba yendo la jente 
en dos filas. Sin vacilar tomaron una 
atrevida resolución: emprendieron una de- 
senfrenada carrera atravesando por entre 
los soldados; uno de ellos pasó rozando la 
cabeza áv] calillo que montaba el jefe de 
la expedición. Pasaron como una exhala- 
ción y se perdieron por entre los árboles; 
fué ésto cosa de segundos. 

Pero los soldados más próximos y un 
oficial montado corrieron tras de ellos, que 
eran tres. 

l>oí^ de los atrevidos indíjenas fueron 
tomados; el tercero sin vacilar, al ser al- 
canzado, se tiró de cabeza al torrente y no 
ee le volvió a ver más... 

Los dos prisioneros fueron agregados al 
servicio de las camillas. Pero mostrándose 
ahora tan tercos como acababan de mos- 
trarse osados, no querían poner el hombro 
para recibir el peso de los enfermos. Sin 
embargOj sus compañeros tomados antes les 
hablaron en quichua y concluyeron por ha- 
cer lo rj^ue se les pedia. 

Y en esto anduvieron acertados, pues 
como se comprenderá aquel servicio no se 
les pedia por favor, sino en cambio de la 
pena de muerte que se les perdonaba, 
y si no se sometían a prestarlo, concluía el 
trato... Lómenos que se les podía exijir 
era que lleva^sen a cuestas a los que ellos 
miamos habían herido. 



Como a las dos de la tarde se entró en 
el pueblo de Colcabamba, 

Las compañías que estallan en los cerroa 
habían estado tiroteándose con los enemj- 
gos y loa habían obligado a retirarse a ma- 
yores eminencias. 

Desde el pueblo se les mandó orden de 
bajar. 

Colcabamba está rodeado de altas mon- 
tañas. Desde la pla^ de la población se 
veía en ellas gran multitud de jente hostiL 

Apenas estaba la troja dejando las ar- 
mas en sus alojamieutos, cuando aquella 
multitud comenzó a aproximarse disparan- 
do balazos. 

Sus balas no llegaban hasta el pueblo r 
pero no con venia dejarlos tranquilos en 
esa tarea. 

Se mandó montar en la plaza un par de 
cañones y se hizo fuego. Las granadas fue- 
ron a estillar en medio de! grupo que ofre- 
cía un magnífico blanco por estar las moa- 
tañas cubiertas de ni ere. 

Ante aquel saludo tan estrepitoso, los 
enemigos se despidieron a tcMia prisa per- 
diéndose de vista. 

Después de esto pudo la jente dedicarBe 
a las tareas de costumbre en las primeras 
horas de la llegada a ud alojamiento: bus- 
car forraje para las bestia y preparar el 
rancho. 

Más tarde fué necesario hacer avanzar 
algunas compañías para tener la posesión 
de algunas alturas, de mauera que al día 
siguiente no hubiera demora para conti- 
nuar la marcha. 

Con el fíu de evitar pasaje peligrosos y 
desfiladeros de dond(ü los encmií^os pudie- 
ran a mansalva arrojar balas y galgas so- 
bre la división, el jefe resolvió marchar por 
las alturas tomando el cumino qnc en si- 
glos pasados hicieron construir los incas* 

LXin. 

El camino del Inca. 

En la historia del Perú y aun en la de 
América, fis^ura como una de las obras más 
notables que los europeos encontraron en el 
mundo descubieito por Colon, los caminos 
o calzadas hechos por los incas. Hiimboldt 
ha dicho qne pueden compararse con lo» 
mejores caminos de los romanos. 

Aquellas célebres vias solad^is de piedras 
sillares, recien comstruídas bien pudieron . 



265 — 



ser cómodas y hasta snaves para el calloso 
talón de los chasquis; jtóro las lluvias y el 
abandono ha hecho en el I as durante siglos 
el más desrviorable efecto. 

El ag:ua del tiempo movieíido la tierra 
ha liecho Cjue las piedras se inclinen dejando 
hacía ñrriba bus í\nguloa en vez de sus 
superficies planas, o bien las ha obligado a 
rodar, de maocva que los adoquines sirven 
más hien de tropiezo que de seguro piso al 
viajero. 

Además esos caminos fueron hechos pa- 
ra jeute de a pié, y en consecuencia ofre- 
cen mil inconvenientea a las caballerías. 

Por aquella via llamada el camino del 
Inca iba a marchar la división ; por aque- 
lla vía que quizás no había sido transitada 
por jente armada desde los tiempos en que 
el inca Pachacutec fué a conquistar a 
Jauja. 

Colcabamba está situado 'en un valle 
que tiene eu euE contornos montanas mui 
altas, principalmente al sur, y es justamen- 
te por este lado y por la cima de las más 
empinadas eminencias por donde pasa el 
canjííiodd Inca. Para llegar a él saliendo 
de esta población ha i que subir por una in- 
terminable quebrada- 
Como era de suponer que los enemigos 
aprovechar] an esta posición para mulestar 
en la marcha, a la una o dos de la mañana 
m mandó a\ anzar un par de compañías a 
tomar las eminencias de la izquierda y otra 
a las de la derecha, débi luientes alumbra- 
das por la luna menguante y velada por 
nubes. 

Coaa de las cuatro y media seria cuando 
k división se puso en marcha. 

La jornada de aíjuel dia no tenia térmi- 
no fijo. Faltaban catorce o diez y seis le- 
guas para llegar a Pampas y en el ititerme- 
dío no habia ningún pueblo ni lugar abri- 
gado; de consiguiente el primer día se an- 
daría todo lo posible hastn la proximidad 
de la noche, y a esta hora se alojaría al ra- 
so dondequiera que se estuviese, 

Lnego que comenzó a amanecer loa ene- 
migos trepados! en las mayores alturas de 
hi izquierda se dieron a lanzar balas y 
galgas. 

La tropa que se habia mandado tomar 
«sos puestos dominant<i3 iba subiendo; a 
posar del soroche y los precipicios por don- 
de los soldados tenian que ir cojiéndüse de 
'as rocas, ya estaban cerca de loa empina- 
os indios, Pero estos con gran tenacidad 



no retrocedían ni cesaban de tirar balazos 
y arrojar galgas. 

Sin embargo, al fin tuvieron que ceder 
la posición a los chilenos y se retiraron a 
alguna distancia. 

Mientras tanto otra cantidad de indios 
con gran temeridad habia aparecido en ac- 
titud amenazante por otras eminencias si- 
tuadas entre las cumbres coronadas ya por 
las compañías antedichas y el fondo de la 
quebrada que pasaba la división. Desde ahí 
atacaban con balas y galgas. 

Se les mandaron unos cincuentas carabi- 
neros para ponerlos en sosiego. A poco an- 
dar estos tuvieron que echar pié a tierra 
por no permitir el terreno el paso de caba- 
llerías, y a pié continuaron avanzando en 
unión de alguna tropa de infantería que 
también luego se envió por ese lado. Esta 
jente en combinación con la que estaba en 
las cumbres, tomó a los temerarios indios 
entre dos fuegos, y luego atacándolos a sa- 
ble y yatagán les hizo tremendas bajas. A 
la vez les tomó armas y prisioneros para la 
conducción de las camillas, y también bom- 
bos y cuernos a cuyo bélico son se alenta- 
ban aquellos para la contienda. 

Con esto la división pudo seguir mar- 
chando libre de ataques. 

Entró a la larguísima quebrada que con- 
ducía al camino de Inca. El fondo de ésta 
era de roca viva, y corría por él un arroyo 
de agua cenagosa; no habla mas sendero 
que el trazado por el agua. 

Las montañas que formaban los lados de 
la quebrada, empinadas como dos enormes 
murallas, se elevaban tanto que apenas per- 
mitían entrar la luz del dia. 

El agua vertiendo por todas partes, nin- 
gún vestijio de vida ni de vejetacion, un 
frío glacial, y todo en medio de sombras: 
aquella colosal hendidura hecha en las os- 
curas rocas de inmensas montañas tenia un 
aspecto tétrico. 

El roqueño fondo era transitable sólo 
para el agua que por él se despeñaba; sin 
embargo por ahí debía pasar subiendo la 
división. 

Los hombres venciendo el cansancio y el 
soroche podían ascender ayudándose de las 
manos; pero para las bestias aquello era 
una cosa terrible: resbalaban, caían, se ma- 
gullaban, y solamente a fuerza de sacrifi- 
cios podían avanzar con lentitud. El ruid o 
de las herraduras al escurrirse rozando las 
peñas formaba un estrépito constante. 
Los conductores tenían que mantener 



— 256 — 



ruda y cruel lucha para lograr que los ani- 
males adelantaran por aquel infernal des- 
peñadero. 

Seis mortales horas duró aquello. 

Al fin se llegó al nacimiento de la horri- 
ble quebrada; desde ahí comenzaban las 
punas o sea las ciñas de las montañas. 

Pero para subir allá faltaba todavía un 
trecho de unos cincuenta metros ante el 
cual lo anterior habia sido un juguete. 

Era un espacio de piedras planas como 
graudes baldosas, inclinadas y haciendo es- 
calones. 

¿Cómo pasar por ahí las caballerías? 

Y sin embargo era preciso hacerlo so pe- 
na de desandar el terrible camino ya hecho 
para llegar hasta ahí, y perder tantos sacri- 
ficios cuando a sesenta pasos se veian las 
cimas en las cuales ya estaban muchos sol- 
dados, pues para el pasaje de la jente no 
habia mucha dificultad. 

No habia que vacilar. 

Antes que retroceder era necesario por 
lo menos probar la imposibilidad material 
de seguir adelante. 

Se ensayó primeramente con algunos ca- 
ballos sin jinete. Los cascos de los brutos 
se escurrían por las resbaladizas piedras; 
caían estos y se magullaban haciendo es- 
fuerzos por levantarse, y uno o dos soldados 
ayudaban a cada uno sosteniéndolo con un 
lazo que le habían anudado al pescuezo. De 
esta manera podia llevarse a cabo aquella 
empresa. 

Las muías de la artillería fueron descar- 
gadas; cañones, armones, ruedas y cajas se 
pasaron a pulso. 

Libres de su carga, las bestias tenían 
mayor facilidad de movimiento., 

Ruda era la tarea para los pobres brutos 
que al ver el precipicio que tenían hacia 
abajo y al sentirse resbalar, querían clavar 
sus cascos en la roca con tal fuerza que sus 
herraduras le arrancaban aristas de piedra. 

A pesar de las precauciones tomadas, no 
faltaron bestias que se despeñaran, y mu- 
chas fueron las que sufrieron grandes con- 
tusiones. 

Las más extenuadas no pudiendo poner 
fuerzas de su parte, hubieron de ser aban- 
donadas e inutilizadas para que no pudieran 
servir a los enemigos. 

Poco después de aquel tremendo paso, 
la división se hallaba en el famoso camino 
del Inca. 

Mientras tanto las compañías que ha- 



bían subido a Ims cumbres nevadas Cünü- 
nuaban tiroteándose con los indím quelia- 
bian desalojado, pero para detenerse a 
corta distancia. 

También se ka fué a buscar allá, y nue- 
vamente ellos se retiraron para volver apa- 
rarse otra vez con gran pertiDacía* 

No era conveniente continuar persi- 
guiéndolos y cansar con ello inátilmenfce a 
la tropa. Como la división hubiera posado 
ya la parte peligrosa, ae ordenó replegarse 
a las dos compaíiías que ahora veniau que- 
dando a retaguardia. 

Apenas las vieron moverse, siguieron 
tras de ellas los tenaces colcabambi nos; pero 
con mala inerte, pues el capitán que man- 
daba la tropa chilena, dejó traa de un mo- 
rro un piquete de veinte o treinta hombres 
con el cual se encontraron cuíindo menos 
lo pensaban. 

Esta sorpresa en que perdieron muchos 
de los suyos, los puso recelosos y no qui- 
sieron pro¿3cguir tras de la dlviaioa. 

Algunos soldados de esas dos compañí as 
con el reflejo de la nieve Imbian cegado» 
¡Terrible emerjencia, y más aún en aque- 
llas circuustanciai! 

Se marchaba por el camino del Inoa. 
Ahí no habia peligro de galgas puesto 
que era la cima de la cordillera; pero había 
un frió tei'L'ibk y un soroche abrumador. 
Ya hemos dicho el estado en que se ha- 
llaba la célebre calzada de los h\Ím del soL 
Lo mejor que se podia hacer era no cami- 
nar por ella sino a su lado» siempre que lo 
permitiera el ten-eno, ¡mra no ir tropezan- 
do en sus piedras remüvidas por la lluvias. 
A veces era preciso andar sobre ellas, 
en las angosturas o bien cuando se daba 
con un pantanos entonces no habia mes 
recurso que ir cayendo y levantando por el 
inolvidable camino del tnca. 

Muchos años debía hacer que no m vía- 
jaba por ahí, pues no se veían vestijíos de 
que algún ser humano hubiera andado por 
aquellas remotas punas en todo el siglo, y 
mucho menos caballerías^ si es que alguna 
vez habia recorrido la notable calzada 
desde que fué abanduiiada de todo cuidado- 
Aquellas estísüsas punas &in vejetacion 
eran mi desierto helado; su filíelo entera- 
mente húmedo y aún vertiendo agua, atia 
laderas escabrosas, sus mantícaloa motea 
dos de nieve y sus atolladeros, if^do ea 
cercado por nieblas que i minian ver su 
confines, era un cuadro de desolación. 



— 257 — 



Los soldados almtidos por las fatigas, 
'^ntumeciilos por el frío y angustiados por 
ei soroche, manchaban ]?eiiosameute cu- 
vweltos en sus ponchos o frazadas j encor- 
Tadoíi bajo a\ peiso de tantas penalidades. 

Las be¿;tiañ, aún las más robustas, iban 
con las orejas caídas y respirando con fuer- 
za para t^ue no las sofocara el soroclie. 

De esta manera se anduvo intermina- 
bles lloras hasta que comenzó a oscurecer. 

Como ya lo hemos iudic^adOj era lo que 
se esperaba pj^ra hacer alto. 

Cuando reloj se para, todas las ruedas de 
BU niáqntna quedan en el mismo sitio con 
la diferencia que ahora se liallan sin movi- 
miento. Del mismo modo al hacer alto la. 
división til el cfnnino del Inca los soldados 
quedaron donde mismo se hablan detoni- 
áo, sin !nrr verse. 

Cuando se llegaba a unalojamknto^ nnos 
entraban en las chozas donde se iban a 
hospedar, otros iban en busca de leña, 
aqndbs a traer forrajea, los de mas alia a 
preparar el i'ancho. Pero ahora nada de 
esto había que hacer, pues no habia ni 
choza donde alojí^rse, in lefia que buscar, 
ni forraje (juc traer, ni rancho que prepa- 
rar; no habia nada, nada más que suelo y 
cielo suelo húmedo y barroso, cielo opaco 
j nnbludo. 

El frió ei'a horribJe y no habiíi- una as- 
tilla qnc encender para entibiarse siqniera 
los dedos entumecidos e inertes. 

Lo único que se podía hacer era echarse 
al suelo y esperar la luz del nuevo día. 

Se descargaron las bestias y se les dejó 
ahí sueltas. 

En seguida cada uno se envolvió lo me- 
jor qne pudo en sn frazada y se tiró al 
suelo, 

No habia techo ni lumbre para nadie: 
desde el último corneta bnsta el mismo jefe 
de la división, todo el mundo se hallaba en 
iguales circunstancias. 

Sin embargo, habia algunos cuya suerte 
era aún más triste: aquellos cuyos equipos 
se habían perdido en los ríos. 

Los soldados se atracaban unos a otros 
y se encojian para que sus pies descalzos 
no salieran fuera de las no mui largas fra- 



En un instante todos estaban acostados 

n el extenso y helado lecho que les ofre- 

ian las fríjidas y desiertas punas. 

De pronto la jente comenzó a sentir 

lOB li jeros golpes en la cara, y luego estos 

ü fueron haciendo más repetidos. Era una 



gmnisada; parecía uua lluvia de cuentas 
de vidrio í el granizo saltaba al caer sobre 
las personas y rodaba por el suelo. 

Todos esperaban con temor que aquello 
se trocara en lluvia liquida que los empa- 
pase; pero por fortuna la naturaleza se 
mostró piadosa: hubo sus truenos y relám- 
pagos; mas, la tormenta pasó pronto, a 
tiempo que entraba la noche. 

¡Que no elle aquella para esos hombres 
que después de nn día de insuperables fa- 
tigas, solo encontraban un pedazo de tierra 
húmeda donde reposar I * . . y esto ala in- 
temperie en las punas, sin techo para gua- 
recerse de las lluvias, sin fuego para tem- 
plar el fvio, sin tener siquiera el frugal 
rancho de otras noches para confortar el 
estómago- 
Tras las fatigas del día, las penalidades 
de la noche, y tras de éstas las penurias de 
un nuevo día de marcha era lo qne se es- 
peraba, con m:i^ frío, msis cansancio y m:is 
hambre, puesto que seria maa prolougado 
el ayuno. 

Los capitanea Lostan y Soler tendidos 
uno al lado del otro, tapados con sus fraza- 
das y teniendo por almohiidas las sillas de 
sus eaballos, hacían mneta^ ennio llamaban 
los soldados el acto de juntarse dos compa- 
ñeros para compartir su abrigo. 

Orrego no estaba con ellos porque se 
hallaba de avanzada con su compañía, la 
cual con otras tres miU formaba un gran 
círculo en rededor del improvisado campa- 
mento, tanto para evitar alguna sorpresa 
de los enemigos como para impedir que los 
animales so alejaran en busca de alimento. 

— ¡Que noche tan graciosa la que va- 
mos a pasar I — deoia Lostan, encasquetán- 
dose un pañuelo que a modo de bonete se 
había puesto en la cabeza. 

^— Por fortuna el granizo ha pasado sin 
trocarse en lluvia, ^contestó Soler, 

—Suerte ha sído^ pero quién nos ase- 
gura que más tarde no se nos venga enci- 
ma el cíelo convertido en agua: aqui el 
tiempo es una coqueta con más veleidades 
que aquellas Oítrmen y Eiise- cuyos trapí- 
á\eos descubristes en tu último viaje a 
Lima. Con todo, aunque no llueva no nos 
faltan moliendas, ;Qué oscuridad ! es de no 
verse las manos, como dice el refrán. 

— Y con el frío están de no sentí rbs. 

— Este otro refrán si que no viene ^ 
pelo; pues yo las tengo heladas y me due- 
len y me punzan con el mismo frió. 

SI 



— 258 



— No es lo peor el frío, sino el hambre, 
*-dijo una voz a pocos pasos de distancia. 

— ¿Eres tú, Aliaga? 

—Sí; aquí estol alojad/) con Galvez. 

— Aunque no te hubiera conocido por la 
voz, te habría conocido por las ideas. Si se 

Sudiera te ofrecerla hacer un cambalache: 
arte mi ración de frió por tu ración de 
hambre. 

— Lo aceptaría. 

— Yo que te conozco te comprendo: tú 
querrías encontrarte al frente de una hu- 
meante cazuela, y luego una gran taza de 
espumajoso chocolate, tal como saben pre- 
pararlo las negras en los mercados de 
Lima. 

—¡Qué diantres! no me estes abriendo 
el apetito más de lo que está. 

— O bien un pocilio de aquel bebistrajo 
con leche caliente, huevos y canela, que sa- 
bia aderazarte Carmencita y al cual lla- 
maba caspiroleta', ¿qué tal te vendría 
ahora?... Pero es el caso que a estas horas 
Carmencita le estará haciendo caspiroletas 
a algún otro prójimo... 

— Déjate de bromas, que no tengo alien- 
tos para contestarte... ni reírme puedo, con 
los labios rasgados como los tengo... 

— Así estamos todos. Pero lo que tú to- 
mas por chanzas es una seria reflexión que 
te hago; es una comparación entre la vida 
de allá abajo, al nivel del mar, y la de aquí 
a diez y seis mil pies de altura, hasta donde 
ni los buitres suben, ni subirán siquiera a 
comerse las entrañas de las bestias que hoi 
se nos han muerto en el camino. 

— Creo que ésta ha sido la madre de to- 
das las malas noches que hemos pasado en 
La Sierra,— dijo Soler. 

—¿Y la de Pacheuchaca? 

— Allá siquiera hubo rancho que comer. 

— ¿Y la de Acobanlba para los que no 
alcanzaron a entrar en la población? 

— Ahí llovía a cántaros; pero el frió no 
era tan terrible. 

— ^Y luego había el consuelo de estar 
cerca de una población; mientras que aquí 
tenemos en perspectiva para mañana otra 
jornada como la de hoi. 

— De veras que ahora se nos ha juntado 
todo. 

— En fin, vamos viendo modo de dor- 
mir, que la noche ésta no vale la pena de 
amanecerse para gozar de ella... ¡ Dichoso 
camino del Inca, no te olvidaremos fácil- 
mente!... 



Tms exclamar estas palabras, Lostau 
lanz6 uu grito diciendo : 

— ¡Quórdiablo anda arjuíl...casi me han 
quebrado una piema de ULia pisada. 

Con dificultad pudieron sus áeám at€ri- 
dos raspar un fósforo. 

A 6U luz pudo ver la figura de un bo- 
rrico qufi por ahí vagaba en busca del pien* 
so que no podia encontrar. 

No todos tuvieron la suerte de poder es- 
perar Bumerjidos en el euüño que ti'ascn- 
rrieran aquellas horas de oscund^d y frió. 

llucliüs sti hallaban asorochado^ aintieu- 
do un punzante dolor de cabem que les- 
impedia dormí rsti a pesar del canean cío que 
los tenia al a ti dos. 

LXIV. 
Por las alturas. 

A las tres de la maüana las espesas uu~ 
bes dejaban pasar una débil claridad que 
nacía de l¡\lutia menguante, la cual por esos 
días Bal i a deapnea de media noche. 

Goñ esta tenue \wt ie cargaron las bes- 
tias a costa de mucho trabajo, pues la ¡ente 
tenia las manos envaradas por el frió. 

La marcha comenzó de unevo siguiéu- 
doae el miaino iíiol vi dable camino de! 
Inca, 

Con la prolouf^acioü de las fatigas v pri- 
vaciouea, las penurias eran natnralínente 
mayores que las del día antürior. 

Pero lo que más mortificaba a la jente 
era el terrible frío de la mañana que hacía 
doler loa pies, las pieriiae y las manos, 

liOñ enfermos y loa heridos \euiau en uu 
estado lainenLablc, sin remedios ni curacic- 
ne& deade hacia dos días, y lo que era peor, 
sin tomar alimenta desde entonces ^ su si- 
tuación era de lo mjís triste. 

La mayor paite de ellos teniau enfera:ie- 
dades del vientre, y por coiisít(uieiite la 
carne fiambre, luiíca comida que |>odia ha- 
llarse, era un veneno para ellos. Se veían, 
pués^ obli piados a comer solamente una vez 
cada veinticuatro horas, cuando se llegaba 
a uu alojamiento y se hacia caldo. Ya sa- 
bemos ((ue en la noche anterior no liabia 
habido fuego ; ¡ cómo tístarian aquellos * - 
felices con un ayuno de dos días caandí i 
debilidad requería las mayores atencio: I 

Para esa clase de enfermedades la c. ■ 
cía y basta simplemente la mzon, acouj \ 



— 259 — 



<!oiner varias vects al dia en pequeñas por- 
ciones; echarle de un golpe mucho ali- 
mento al BEtómago, es fatal. Los soldados 
■enfermos so veían obligados a comer una 
vez al dia ; fácil es adivinar las consecuen- 
cias de tal sistema. 

Urjidü por el hambre, muchas veces un 
enfermo pedia a bus compañeros un pedazo 
de carne fria j la comia. 

Si algún oficial lo sorprendía solia de- 
cirle : 

—Hombre, r:no ve usted que eso le hace 
mal? ¿no ha vi ato cuántos han muerto en 
el camino pttr comer lo que no les con- 
viene? 

— Pero, mi teniente, — contestaba el sol- 
dado co!i voK puisiada, — peor es morirse de 
hambre. 

Y no le faltaba razón; si no se moría 
matcrialment-e de hambre, la falta de nu- 
trición lo iba consumiendo hasta concluir 
con él. 

Loa heridos qn« eran conducidos en ca- 
millaB sufrían nii martirio constante. El 
movimiento y los tropezones que daban 
sus conductoLüs, nenian a ser para ellos do- 
lorosos golpes qne recibían en sus heridas. 
No una yeg, sino muchas, habiendo resba- 
lado los que lo cargaban, cayeron al suelo 
y allí quedaron exánimes de dolor. 

Los eolcabaml)ínos se hablan vuelto se- 
guramente a sn pneblo; pero los pampinos 
(de Pampas) habían trasnochado para salir 
al encuentro de los chilenos. 

Poco después de haber amanecido, la di- 
visión, pisando la nieve, llegó cerca de un 
collado partido por una hendedura por la 
en al había que paliar. 

Vn grueso ^rupo de enemigos habia en 
las cnmbres. Apenas estos divisaron a la 
co rapa nía de vanguardia, con gran alboro- 
to hiciüron fnc^^o sobre ella. No obstante el 
cansancio y el soroche, los soldados al tro- 
te avanzaron y a balazos les hicieron soltar 
sn haena posición. 

Por oti'o lado otro grupo subiendo a una 
-altura separada por una gran quebrada em- 
pezó a tirar sobre la división que cruzaba 
un boquete. La artillería fué encargada de 
ahuyentarlo, cosa que consiguió pronto con 
algunos diííparos?. 

Como llalli a sucedido los[dias anteriores, 
le loH promontorios vecinos a la via que 
levaba la expedición, se le hacia fuego; pe- 
•0 poco daño podían los enemigos producir 
thoraj pues si bien el camino del Inca era 



pródigo en fatigas para la marcha, en cam- 
bio carecía de alturas dominantes desde 
donde agazapados enemigos pudieran per-^ 
judicar a mansalva con balas y galgas. 

Varios pampinos cayeron en esos tiro- 
teos, y otros fueron hechos prisioneros. 

Cosa del mediodía seria cuando la divi- 
sión llegó a una parte del camino que esta- 
ba puede decirae encima de la ciudad de 
Pampas, que era el fín de la jornada. 

Se comenzó a descender. 



A poco andar se entró en quebradas, y 
de consiguiente habían pasos peligrosos- con 
cerros a ambos lados. 

Se hizo un descanso y'mandóse una com- 
pañía por las alturas de la derecha y otra 
por la de la izquierda. 

Las dos tuvieron que subir a balazos, 
pues encontraban enemigos que pretendían 
detenerlas. 

No entraremos en detalles, de estos tiro- 
teos por haber ya referidos otros con inci- 
dentes semejantes. 

Cuando estuvieron tomadas ambas altu- 
ras, la división continuó descendiendo a 
buen paso. Se divisaba al pié el extenso y 
pintoresco valle de Pampas; esto daba vi- 
gor a la jente y los animales que endereza- 
ban las caídas orejas viendo verdeguear el 
pasto. 

Los indios que estaban en las punas, que 
eran los que hasta entonces habían estado 
molestando, a medida que pasaba la divi- 
sión se juntaban y venían a retaguardia; 
pero a gran distancia. 

Cuando la cabeza de la división estaba 
llegando al valle, el capitán que mandaba 
la compañía de retaguardia resolvió jugar 
una travesura a los tenaces enemigos que 
venían tras de la tropa. Con este objeto, al 
doblar una punta de cerro hizo alto y es- 
per<j. 

Los indios pampinos seguían las huellas 
de los chilenos y diseminados por la que- 
brada y por distantes senderos hacían al- 
gunos disparos con mucho entusiasmo. 

El capitán Soler era el que con su com- 
pañía estaba en la cima de los cerros de la 
izouierda. Desde ahí observaba lo que su- 
ceaia abajo. 

La compañía de retaguardia oculta tras 
de la punta estaba lista. Cuando había pa- 
sado una cantidad de enemigos e iba segu- 
ramente a ser descubierta por ellos, hizo 
un nutrido fuego y se fué a la carga. 



— 260 — 



La sorpresa aterrorizó a los indios: Unos 
corrieron hacia atrás y otros se treparon 
como cabras por los cerros de la izquierda; 
miicliú!» marieron 7 los mas adelantados 
fueron lieehoa prisioneros «para las cami- 
llas, x> como se decia. 

gtí persiguió un poco a los que retroce- 
diaD y se lanzó algunos tiros a los que su- 
bían por la izquierda, con el objeto de ha- 
cerlos avanzar hacia artiba, cosa que ellos 
hacían con toda la lijereza de sus piernas 
sin scjsp echar que por huir de las llamas 
iban n caur en las brasas. 

Así fue. Soler andando por la cima de 
los cerros se habia colocado en un lugar 
conveniente. Los fujitivos que por la con- 
figunicion del terreno nada veian de esto, 
m Acercaban a él, e iban ya tomando brios 
al verse eltvados y disparaban algunos fu- 
BÍlazos para abajo. 

De pronto el capitán Soler hizo una se- 
ñal, y uQa descarga atronó. Muchos monto- 
neros atravesados por las balas cayeron ro- 
dando haeta el fondo de la quebrada. 

Desde ese momento los demás se declara- 
i'Oii en completa derrota huyendo hacia re- 
ta^nardííi por las laderas. 

La multitud de quebradas y hendeduras 
impidió perseguirlos. 

Es de notar que jeneralmente los indios 
no contabün con que los chilenos subieran 
a ka grandes alturas, pues sabían cuan de- 
ficnltüso es para la jente de la costa lidiar 
con el soroche. Pero con esa creencia se lle- 
vaban a voces, como aquel dia, solemnes 
chascos^ pues nuestros soldados, aun- 
que cou mil fatigas y jadeos, sabían obli- 
gar a sus pulmones a satisfacerse con el aire 
enrarecido de esas elevadísimas re j iones. 



La compañía de vanguardia también ha- 
bia tenido que ir batiéndose con algunos 
enemÍE^os (¡ue le salieron al frente. Con el 
concurso de unos pocos granaderos los arro- 
lló. Hasta en el puente que da entrada a la 
ciudad se vieron sus cadáveres. 

La ciudad de Pampas estaba desierta. 

En muchas casas se veian banderas blan- 
cas; pero jáus habitantes las habían abando- 
nado. Las banderas blancas significaban 
paK; pííro el hecho de salir de la ciudad 
qaería decir hostilidad, pues se entendía 
que el que salía lo hacia para subirse a las 
montañas j molestar a la división como lo 
hemos estado viendo. 



En fin, se habia llegiido a una población 
donde habia techo. 

Los habitantes se habían ido; niaa, no 
habia tenido el cuidado de llevarse todas 
sus gallinas, y habían tantas de estas tími- 
das aves, que hasta por laa calles salían al 
paso de la tropa. 

¡Habráse visto osadía igual! ¡salir al en- 
cuentro de jente que traía cuarenta y ocho 
horas de abstinencia ! Foco les faltaba para 
decir en castellano claror 

— ¡Queremos que nos echen a la cazuela! 

Si gallinas no faltaban, la abundancia de 
huevos era aún mus notable: había mi- 
llares. 

En un santiamén los soldadoa prepara- 
ron fritadas de docenas, y los eng^nlleron 
en tal cantidad, que L-uando estuvo iisto el 
i*ancho, raro fué el que quiso comerlo. 

También encontruron chancaca y hari- 
na, de manera que las sopaipillas con miel 
fueron a juntarse con los ^huevos tu aque^ 
líos estómagos que durante dos días halaan 
estado haciendo vacío... como una máqui- 
na neumática... 

LXY. 
En Pampas. 

Es Pampas una ciudad un poco menor 
que Huanta y con menos comercio; pero 
en ella no faltaba donde alojarse, y había 
techo para un número de jt^nte diez veces 
mayor que el de la división chilena. 

El teniente Alvar y su amigo il artel ha- 
bían sentado los reales en una casita dentro 
de la cual hallaron una pieza con estera: 
esto significaba un ^ran lujo ]}am indivi- 
duos que venían teniendo por piso y ann 
por cama en sus alojamientos el suelo des- 
nudo. 

Y todavía lo de encontrarlo desnudo era 
una suerte, pues los indios acostumbran te- 
ner dentro de sus reducidos ranchos galli- 
nas, cuyes y chivatos o corderitos pequeños 
que a la intemperie podrían morir de frío. 
Decir que hospedaban a todos eeoa anima- 
les y agregar que sus dueños ignoran el uso 
y hasta la existencia, quizás, de las esco- 
bas, es suficiente para que se comprenda..- 
lo que preferimos callar. En laa alturas los 
chilenos acosados por el frío se veian obV 
gados a hacer la vista gorda-., al fin y í 
cabo peor era acostarse al raso y amanece 
helados. 



261 — 



Alvar y Martel ístabau^piiüSj id ni satis- 
fechos de ver una estera debajo de sns ca- 
mas j habían pasado la iioclie como dos 
príncipes í [ínn cierto es í[ue los bienes de 
la tierra se aprecian por con^paracion! 
ÁqnellíH pieaia blanqueada sobre \m ladrillo, 
de Cüvo piso se extendia la dichosa esteras 
les parecí ti un palacio (comparada con los 
alojamientos prccedentca. 

Luego que se levantaron fueron hacer 
una visita al soldado Peralta, 

Encontraron al pobre herido de espaldas 
en su c^^ mi lia, flaca, pálido, demacrado; 
aunque su herida no era de gravedad, la 
falta de ateuciones y reposo que no había 
podido Leuev durante la marchít, le habían 
reducido a un triste estado. 

—Aquí me tiene, pues, mi teniente, — 
decia rentltaj contíUKlo sus penas;— el que 
antes no se cansaba trepando cerros por 
ahí, ahora está que no pnedo ni eudere- 
zarse. . . Lo que más me mo, tífica es que 
cada tropezón que dau los que llevan la 
camilla lo síeuto vo en la pierna.,. He per- 
dido la cuenta de las veces qne me he ido 
camilla abajo,,. Tantos dolores me tienen 
ya tonto,,, MtíB valiera tjue me hubiesen 
apuntado en la i'^tl^e^a, así habría 8Ído más 
descanso para uií j tambicu para los que 
me traen en pcíio, que cada vez que dejan 
la camilla cu el suelo para remudarse, me 
mirau con unos ojos,,, como diciendo: 
'V]Cu¿íikIo se moriríL este diablo ¡xira no 
tener que andar con él al hombro?'"... 

Los dos oficiales trataron de alentarlo, 
liaciéndole ver que solo faltaban dos Jorna- 
das para llegar a H nanea jo, y qne allá 
cambiarian las cosas de aspecto. 

Ambos regresaron a su habitacicu y allá 
tuvieron un almuerzo opíparo: Cíizatíla de 
gallina, huevos cocidos, cmpauaditas fritas 
y café enduijíado con chancaca; aquello so- 
brepujaba, íi los festines de Lúcido después 
de los hambres pasados. En cnanto a la ca- 
rencia del pan poco so notaba, pues ja las 
bocas se habían acostumbrado a comer 
sin 61, 

— íloi tenemos uíi día de completo des- 
canso,— decia Martel cuando terminaban 
el almuerzo; — ni tú ni yo tenemos servicio 
qne hacer, 

— Ko deja de ser ventaja pam aprove- 
char a nuestras anchas de este día de re- 
poso, 

—¿Cuándo continuaremos la marcha? 

— Aun nft se sabe sí mañana o el día 
Bubsíguieute. 



— En fin, con dos jorj jadas mil^ estare- 
mos en Huancayo. 

— ^Pero desde ahí aun nos quedarán siete 
ocho o nueve más para llegar a Lima. En 
ningún caso nos haharejiios allá antes de 
dos semanas. 

— ^Te comprendor^'J*> Martel son rién- 
dose; — allá está el punto interesante para 
tí; mientras no estés en la ca]jítal difícil 
será que tengas alguna noticia de Lncfa, 

— Es claro. ¿Qué habrá sido de ella? ^isi 
habrá partido de Huanta? ¿sí habrá podi- 
do llegar a la costa? ¡Pobre niüal |tanta^ 
sufrir. 

— De veras que es de compadecerla. 

— En todos estos días ccni las marchas^ 
los tiroteos, los ríos y las mi I bromas, no he 
tenido tiempo de pensar en nada, 

— Es cierto que al tener un dia de so- 
siego se pone uno a hacer uu resumen de 
lo que le ha pasado, 

— A propósito; aun no me ha.4 contado 
en qué quedaron tus asuntos. 

—¿Cuáles? 

— Aquellos con la serranita María. 

— ^Hombre... poco tengo que contarte... 
Nos despedimos coq gran ternura; elía se 
aflijió algo... pero no mucho; luego yo me 
vine dejándola donde misino la había ha- 
bía hallado. Ella no píensii en salir nunca 
de Huanta, y yo no pienso en regresar ja- 
mas allá. Ese fué el fin de la historia; tuvo 
el desenlace común y cortiente entre noso- 
tros; ya sabes lo que díco la copla. 

£1 amor dM aoldAda 
Dura media liorai 

En tocanílo li; caja, 
Adiós, señora- . . . 



Ese día el jefe de Estado lilayor hizo con 
algunos oficiales una excursión para reco- 
nocer el camino que se debía seguir. Andu- 
vieron bastante por el vallo y llegaron a 
un punto donde éste angostaba hasta con- 
cluir en la boca de una quebrada. 

Algunos fusilazos que les tiraron desde 
los cerros les hicieron conipreuder que los 
enemigos estaban nlertii y que la división 
tendría molestias p:ira la marcha, 

Pero no fué infrnctuuga su excumon, 
pues vieron los puntos co uve in entes paia 
ser ocupados por fuerKas chilenas 7 domi- 
nar el pasaje. 

Ya hemos dicho qne ios habitantes ha- 
bian abandonado la ciudad 1 pero uo faltó 



_ 262 — 



un individuo que ménoa recelosa que sus 
paisanos, se quedarík ahi 

Por aquel sujetóse tu vieron algunas no- 
ticias. 

PoCTS días há una moatonem había lle- 
gado a Pampas perornudo a los vecinos 
para que se resistieran a la pasada de la 
expedición. Abandonar hs Logares ^ empu- 
ñar el fusil, subir í\ la montaüa y pelear, 
esa era la obra del patriotismo. 

Algunos vecinos opinaban quc la jen te 
de armas bien podía salir a batirse, sin per- 
juicio de que las familias quedaran en sus 
casaa. 

Pero no; los montoneros decian que 
quienes permanecieran en la cíudsid pres- 
tarían recnrsos a Ioí chilenos, y para evi- 
tarlo era preciso que todos se fueran» so 
pena de ser considerados como chi leñosos j 
tener que vc^reelas can ellos mismas. 

Fácil es adivinar el sacrificio que impo- 
nían a aquella desgraciada jente, la cual , 
entre otros motivos, no q noria dejar sus la- 
res porque ja anteriormente dos veces había 
cundido la alarma de que los clií leños iban 
para allá y en ambaa oaislones todo el 
mundo se habia subido a las montañas, y 
después de pasar amargos días había re- 
gresado sin que loa chilenos hubieran apa- 
recido. 

Por tercera vea hul)ieroti de ceder los 
pampinos a los deseos da los montoneros^ 
raiís por temor a estos mismos que a la ex- 
pedición chilena. 

Obligar a las familias a sufrir la intem- 
perie y las pri\'aciones de la*? desoladas 
alturas era., a la vez que cruel inútil, pues 
ya muí bien sabían que en las poblaciones 
cercanas de Zapayanga, La PuntEv, Huan- 
cayo, ete*, los chilenos jamas habían hecho 
daño a los habitantes pacíñcos. 

Af^ncl di a de descanso fué nn gran ali- 
vio para la tropaj y quizás el dia siguiente 
también se hubiera dedicado al reposo a no 
ser porque estaban escapeando las reses 
para el consumo de la di visión. 

Se resolvió, pues, que en la mañana 
próxima se continuaría oaminando. 

LXYI, 

Últimos tiroteos. 

Las tres de la mañana era cuando sa- 
lian de Pampas tres compañías de i rifante - 
ría para tomar alturas desde donde pudie- 



ran protejer el paso de la división tal como 
se habia dispuesto en el reconocimiento he- 
cho el di a anterior. Dos de ellas ee dirijie- 
ron al cordón de eerrofi de la izijuierda y 
la otm al de la derecha* 

Grande fue el trabajo que costó la ascen- 
ción en medio do la oscuridad por laderas 
roqueñas y escabrosas; pero se llevó a cabo 
con las dificultadea de que en otras ocasio- 
nes hemos hablado. Al venir día va se te- 
nian tomadas las posiciones eminentes. 



Al mismo tiempo que salían de k ciudad 
aquelhis fuerzas, el grueso de la división se 
prcpai'aba para marchar* 

tTacer los rollos, cargar las bestias, ce- 
ñirse la fornitura y la canana, cojer el riñe 
y foiinar cada uno en su compañía; ya sa- 
bemos que esto era la príncipal parte y casi 
el total de los preparativos, a lo cual no 
faltaba el inseparable acompañamiento de 
rabietas y reniegos, porque en medio de las 
tinieblas, ya era que nn borrico se extra- 
viaba» ya que algún soldado no podía en- 
contrar alguna pieza de su e<|uipo, ora a 
otro se le cortaba una correa y no veía 
como componerla, tira el de más allá daba 
un tropezón y concluía de brnces el renie- 
go que empezara de piés: a pesar JLjue eso 
era la obra de todos los dias, nunca deja- 
ban de sobrevenir pequeños inconvenientes 
imposibles de evitar, Pero con todo, en 
menos de una hora ya no híibia nada que 
hacer y la división podía marchar- seís- 
cieutos animales, unos con su carga y otros 
con BU sil la, estaban listos; diestros con la 
práctica, en una hora los soldados hacían 
lo que sin ella habría demorado medie 
dia. 

Antes de la cinco de la mañana la divi- 
sión salía de Pampas y cruzaba el vnlle. 

En los primeros momentos, >1 camino 
llano y la ttyegna madrina* del bagaje ha- 
ciendo sonar su cencerro, traía a la memo- 
ria los cumpos de Chile; pero en los contor- 
nos no se divisaban árboles, ni en el cami- 
no se voia rcTolotear a las madrugadoras 
diucas, y si el recuerdo de la patria ausente 
hacia lanzar uu suspiro a los soldados, el 
aire enrarecido de La Sien-a entrando en 
sus pulmones disipaba por completo !a íin- 
sion: aquel aire pobre^ débil, exhausto, no 
era el que habían respirado al venir 
mundo. 

A este propósito recordamos haber oi<. 
decir a un 3o]d?.do por aquellos parajes: 



— 2tí3 — 



—"Yo no sé por qué encuentro que efite 
aire no es Laa macizo como el de Cliile o el 
de la costa. 

Ese soldado no tenia de la física los co- 
nocimientos E0C€Bario3 para esprefsai^ae de 
una manera cientiíicn ; pero no por eso 6U 
expresión dejal>a de ser exacta. Eso de la 
macicez explicaba perfectameiite bien el 
caso. 

La dinsioií avanzaba por el valle que 
iba ang:oítaudo cual jñ antes lo dijimos. 

En las alturas tanto de la derecha como 
de la izquierda, las compañíaB allí coloca- 
das divisaban enemigos y oian los bombos 
y pitos con que se alentíiban a la pelea. 

Luego se trabaron combates semejantes 
a aquellos de que ya hemos Lecho men- 
ción. Los niotoiieros eran numerosos y te- 
nían cabnlkría; tocaban cornetas y se da- 
ban aires de ei^prendor una lucha formal. 

La división había llegado a los confines 
del valle y cnti'aba en la quebrada oyendo 
silbar las balas de los enemigos que llega- 
Iban baista ella. 

Las compañías corriendo |^or las cum- 
bres de aml>oslados y man ti ando piqaetos 
ya por aquí, va por allá, ejecutaban la obra 
de protejer la pasada de la división. 

Por momentos la división hacia descan- 
sos jjara dar tiempo a los de arriba que to- 
maran laíi posiciones convenientes, o bien 
se ordenaba que la compañía de languar- 
día y algunos grana de i'os se es tendieran 
Mcia las eminencias. 

Por tin la división ascendiendo por la 
quebrada llegó a las punas, a la parte alta, 
lo que pudo hacer sin gran peligro merced 
íi la protección prestada por la^ compañías 
mandadas previamente por loe cordones de 
los cerros. Estas habían tenido que soste- 
ner rudos tiroteos, en cuyo detalle no en- 
traremos por ser una repetición de otras 
empresas análogas yii referidas con algunos 
pormenores. Hubo piquetes hábilmente 
ocultados para dar sorpresas a los monto- 
neros r|ne seguían tras de la fuerzas expe- 
dicionarias; se tomaron armas y se hicie- 
ron prisioneros. 

La compañía de retaguardia no habií* 
salido de la ciudad sino medía bora des 
pues que la división, y como gran cantidad 
de enemigos hubiera estado esperando que 
.1 grueso de las fuerzas se moviera para 
mtrar en la ciudad, aquella compañía se 
había visto obligada a venir tiroteándose 
;on los que desde atrás venian haciendo 
.liego sobre la di\ ision* 



Algunos soldíidos conductores de bestias 
que por algún desarreglo en laa cargas se 
quedaban un instante atrnsadoa, al punto 
eran hostilizados [lor enemigos. Se hacia 
necesano a la compañía de retaguardia de- 
jar piquetes para prole jerlos. Esto fué en 
las primeras horas, pUí^^s el que mandaba 
lu componía tomo prouLi^ laíi providencias 
necesarias para que ningún soldado que- 
dara ti-as de ella. 

Pasando por todas aquellas peripecias la 
división llegó a Páaos. 

Pazos es un caserío, o más bien dicho, 
una ranchería mu i pequeña y abandonada, 
de manera que los ranchos, con excepción 
de cuatro o cinco, carecen de techos, pues 
los viajeros se han servido de ellos como 
del único combustible Jque podían eucon' 
trar. 

Aquel lugar está en laa punas y por coa- 
si guie ute hai eu él frío, soroche y carencia 
de recursos. 

Estaba ya anocheciendo cuando la divi- 
sión arribó a aquel desolado paraje, donde 
hubo de alojar a la intempei'ie como en el 
camino del Inca, pero aqui el frió no era 
tan excesivo ni tampoco el soroche tan 
abrumador; además se pudo tener lumbre 
para preparar el rancho destruyendo el te- 
cho de alguna choza y haciendo fnego con 
los palos que en ella servían para sujetar 
la pija. 

Lo que hizo más píisajeras las penurias 
de esa noche fué la esperanza de llegar a 
Huancayo el dia sií^micnte. 

El trayecto era largo para recorrerlo en 
un solo dia; pero valia más hacer un esfuer- 
zo que tener aun otra noche de penalidades* 

Lxvri- 

Llegada a Huancayo- 

T oda vía no estaba bien claro cuando la 
división salia de Pazos. 

Al fin j al cabo poco perdía con dejar 
aquel alojamiento donde al raso liabia so- 
portado el frío de las punas, como poco ha- 
bía perdido dejando tantos otros anterio- 
res entre los cuales descollaba el memorable 
del camino del inca. 

Los senderos eran de la misma ralea que 
la jeneralidad en arjnellas alturas; pero ato- 
ra se venia de bajada, lo cual proporciona- 
ba alguu alivio. 



-- S64 — 



Sin embargo, ío ^jiie máñ [ilií^ubí> daliti a 
la ti'opa am el deseo de Iiegar ese dia u 
Huanoayo, Conoeida es la ínflnenda liue 
1q mural ejerce en las fuerzas físicas; aque» 
líos soldados alentados por la espera Jjza de 
arribar a una ciudad que ya couocian y 
donde hallarían uini^os puesto que estaba 
ocupada por tropa chi lena, encontraban en 
sus agotados miembros vigor para avanzar 
a bucQ paso. 

Cosa de las nueve o diez de h mafíana 
sería caaudo se llegó a un trivio que ya co- 
nocitm los soldador. Alii se bifurcaba en 
dos brazo e el cíuuino que iba de Pucará; 
al de la derecha se dirijia a Acostambo, por 
donde a la ida habia seguido la expedíciou; 
el otro era el de Pazos. 

— Por ahí fué por donde nos fuimos, — 
decían los soldados* 

Y en BUS roBtroa dem clorados se dibujaba 
una plácida sonrisa como si aquel trivio 
fuera un amigo a quien volvían a encontrar 
después de larga ausencia. 

Es necesario darse una cuenta cabal de 
las circunstancias en que se hallaban esos 
hombrea pam ooiuprcíider sti alegría. 

Marchar por caminoa desconocidos con 
mil fatigas y tro pitazos, sin saber con segu- 
ridad dónde esta el alojamiento ní las difi- 
cultades que habiáu de vénceme para lle- 
gar a él, es algo que Lace doblemente peno 
sa la vía. 

— Una o dos Icgnas faltan y el camino 
es llano, — habían solido decir ios guias en 
muchas ocasionas. 

Y se habia marchado horas de horas sin 
que esc par de leguas türniinara, y el cami- 
no anunciado como llano era una continua- 
ción de horribles desfiladeros. 

Por esto la jen te estaba recelosa j no 
creia, tratándose del camino^ sino en lo 
que veia. 

Así es qne al llegar al punto antedicho 
sentía un gran placer ^ pcies ya sabia positi- 
vamente cuanto tenia que andar y cuales 
eran los inconvenientes que le quedaban 
por superar. 

Salir de lo desconocido era un gran con- 
suelo j tal lo manifestábanlos semblautes 
con su contento. 

íío eran los enfermos los menos satisfe- 
chos. Estos venían ei^ su mayor parte a ea- 
ballOj pues como anteriormente lo hemos 
dicho, sólo aquellos del todo imposibilita- 
dos y que no tenían fuerza para mantenerse 
en el lomo de una tiestia eran quienes ve- 
nían en camillas, Si estar doce o catorce 



horas diarias cabalgando es fatigosa para 
un individuo sano, ^qiie seríi pai"» uu en- 
fermo ? I A cuántos sorprendió la muerte 
montados en sus erctennadas cabalgad aras I 
Conociendo ya el terreno qoe pisaba, la 
tropa sentía bríos para caminar y avanza- 
ba a paso largo. 



Cuesta trascuesta se bajaba por donde 
mismo se habia subido dos meses y medio 
antes. 

Por fin comenzaron a di\'imtr9e verde- 
guear los alfalfares y maizales do Pucará- 
Las beíitias que llevaban dos días de abs- 
tinencia, pues demle Pampas sólo se habían 
alimentado con el recuerdo de lo que allá 
comieran, adelantaban sus gastadas uñas 
con la mayor lij treza de que eran capaces, 
lo en al formaba contraste con lo sucedido 
en las primeras horas de la mañana cuan- 
do sus conductores para hacerlas andar 
tenían que apelar a la dureza del látigo... 
menos cuL'tído que el pelk jo de aquellas 
infelices. 

Entre ellas venia la yegua tordilla de Bo- 
ler, la Cenicienta; la marcha, su herida y 
BUS aynnos, la habían reducido al más mi- 
sero estado de congoja y amargura: Ro- 
ñante, el de don Quijote, delante de ella 
habi'ia parecido un cofdo cebado, ¡ Pobre 
Ceuideutal las carnes se le habían ido; no 
se sabe por donde, pero lo cierto es que 
dentro del cuero sólo le qnedaban los huesos. 
LHa a día durante la marchase le liabía 
ido disnií un vendo la í^arga para aU vi arla, 
j ella día a dia también Iialmi id» merman- 
do en fuerzas y en cuerpo* Guando estaba 
a la vista de Pucará, hacia ademan de que - 
j'er apurar el paso, y al tropezar en las bre- 
ñas, miraba los lejanos potreros y bajando 
la umstíu cabem parecía decir: ^No alcan- 
zare hasta allá.» 8us enjutas piernas se do- 
blaban como ngobiadaspor un enorme peso, 
y sin embargo, toda la carga que conducía 
la Cenicienta era... un víolin, aquel tosco 
y ]icqueño instrumento fabricado por los 
indioEi qtie ya mencionamos anteriormente: 
los asistentes se lo hablan colocado e]icima 
por travesura. 

Ya sabemos cjue Pucará ñc encuentra si- 
tuado en las faldas de uuíí cohna y que 
hasta el pié de ésta llega el extenso valle en 
que se encuentra Huancayo. 

La divÍRÍon atravesó el pueblo sin dete- 
nerse hasta líegar al plan; ahí tuvo un lar- 



265 



.go defícanso para esperar que se juntara y 
uniera toda !a tropa. 

Desde pIií se iba a marchar en otras con- 
diciones. Y& no Labia subidas ni bajadas 
ni desfiladeros, por consiguiente la tropa 
caminüna en correcta formación de dos 
filas. 

Ademáis nobabria necesidad de estar con- 
tinuamente distrayeudo jente para tomar 
alturas, pues ya el peligro de encontrar ene- 
migos tuiboscados había concluido, puesto 
que en esos terrenos no habia puntos do- 
minantes que pudieran ocupar. 

Los combates j tiroteos habían cesado. 
Quizás los cuatro o cinco soldados que pe- 
recieron el dia anterior entre Pampas y Pá- 
^OB fueron los últimos chilenos muertos por 
las armas de los enemigos en la luctuosa y 
larga ^aerra de cinco años. 



Con antieipixcion se mandó jente de a 
caballo que adelantándose fuera a Huan- 
cftjo para anunciar el arribo de la división 
con el objeto de que se tuviera listo el alo- 
jamiento que detiia ser el mismo que se 
tenia al tiempo de la partida. 

En buena formación y a buen paso avan- 
zaba la tropa por la ancha y llana via que 
cruzaba el valle, i Qué comparación con los 
ííftminoB que habia venido recorriendo los 
dias precedentes! 

ün regular trecho después de haber pa- 
sado el pneblo de La Punta, Lostan recono- 
ció el sitio donde se habia encontrado con 
Rosa y su padre hacia tres meses. Dulces 
recuerdos conmovieron el pecho del capitán 
y naturalmente le acudió a la imajinacion 
la pregunta de si la volvería a encontrar en 
Huancayo. 

Faltaba todavía mas de una hora de ca- 
mino cuando en dirección opuesta a la que 
traía la división se vio venir algunos ji- 
netes. 

Eran oficiales de la guarnición chilena 
que habia cu lí nanea jo, quienes venian a 
recibir a sus compañeros. Cada uno de ellos 
traia una botella de cerveza o de vermouth 
para agasajar con una copa a los que lle- 
gaban. 

Los afectuosos saludos, y tras de estos 
las prega utas y respuestas que se cruzaban 
I on fáciles de adivinar. 

Pero lo que tal vez más satisfacción cau- 
I -tba a los de la fuerza expedicionaria era 
^ ue les traían la correspondencia de Chile 



que se les habia estado acumulando en todo 
el tiempo transcurrido. 

Desde principio de setiembre, o mas 
bien desde agosto, hasta ese dia que era el 
26 de noviembre, toda esa jente no habia re- 
cibido la menor noticia de sus familias. Ya 
se comprenderá con cuanta ansiedad se 
abrian las cartas y se devoralían sus paji- 
nas. 

Los oficiales iban con manojos de ellas 
repartiéndolas a sus dueños en las compa- 
ñías. Tenian constantemente que echar 
algunas a un lado porque en el sobre se 
leia el nombre de algún soldado que habia 
perdido la vida durante la expedición. 



Hacia las dos o tres de la tarde entraba 
la división en Huancayo con su je je a la 
cabeza. Hacia un quemante sol; pero el 
coronel no habia querido adelantarse con 
sus ayudantes, deseando sin duda compar- 
tir con sus soldados hasta las últimas pe- 
nurias de la marcha, como las habia com- 
partido en los espesos bosques, en los cau- 
dalosos rios, en los peligrosos desfiladeros y 
en las elevadas punas. Los riesgos y pena- 
lidades habian sido para todos: las balas y 
las galgas, los torrentes y los desfiladeros, 
las privaciones, el soroche, el frío, la lluvia 
y las tormen&as, los habian igualado a to- 
dos, como la nieve por las cordilleras ca- 
yendo sobre sus cabezas habian dejado 
igualmente blancos todos los kepis, ya tu- 
viera el cordoncillo de lana del soldado o 
la trencilla de oro del jefe u oficial. 

Triste era el aspecto que presentaba la 
tropa entrando en la ciudad, con las chála- 
las que solo cubrían la planta del pié, con 
la ropa poluta y hecha jirones, el rostro 
pálido y demacrado, las narices desolladas, 
los labios partidos, la barba y el pelo in- 
tonsos; con el cuerpo encorvado y enflaque- 
cido por las fatigas y privaciones, y reve- 
lando a primera vista los sufrimientos que 
habia tenido que sobrellevar en aquella 
expedición, una de las más penosas de toda 
la guerra 

Como estaba 'dispuesto, la jente se dis- 
tribuyó en los mismos cuarteles que tenia 
antes de su partida. 

El batallón Maule que estaba de guar- 
nición en Huancayo fué enviado a Jauja y 
con esto hubo más espacio para los reciea 
llegados. 



32 



— 266 — 



I 



La expedición a Ay tucucho habia termí- 
uadí). 

Una división dü mil quinientos hombres 
babia Uugado bajita €sa apartada ciudad y 
liabia regitísado. Venciendo toda clase de 
ÍDCOveni cutes, superando toda clase de obs- 
táciüoa, habia llegado hasta el centro de la 
naoíon contraria sin que nada pudiera con- 
teoecrla en bu propósito, atravesando co- 
maivns pobladas por miles de enemigos 
donde todo le era hostil ; los hombres y la 
naturaleza: at]udlos con kus armas, sus gal- 
gas y sus emboscadas; esta con todos sus 
elementos desencadenados y bravios: el 
agua con sus lluvias y sus rios; el sol con 
su abrasadores rayos en las hondonadas; la 
tierra con siis punas, desfiladeros y preci- 
picios; el aire con sus toímentas y soroche: 
todos loe elementos la íiabian combatido y 
habían ttnido asechanzas para con ella: el 
agua que unas veces faltaba para humede- 
cer los labios, otras se precipitaba en to- 
rrentes arrebatando preciosas vidas; el 
fuego que en uims ocasiones faltó para en- 
tibiar los entumecidos cuerpos y hasta para 
cocer la dieta de los enfermos, en otras ca- 
yendo en rayos del sol quemaba las encor- 
vadas espaldas de la tropa; la tierra que 
je aer al 0:1 en te ofrecia al pié la dura roca, 
otras veces disimulaba t)érfidos pantanos o 
cascajo mal prendido al borde de los preci- 
picios; el aij'e C|ue era pesado durante las 
tempestades, ae enrarecia en las punas y re- 
pechos hasta negar ia respiración a los 
angustiados pulmones. A la división, lo re- 
petimos, en aqut^llas comarcas, todo le ha- 
bia sido hüstih los pueblos y la naturaleza; 
con todo habia combatido, con todo habia 
luchado, dia a dia, hora a hora, sin reposo, 
íiin descanso, y i^gresaka tranquila por ha- 
ber cumplido con su misión sin haber en- 
contrado una valh que no consiguiera 
salvar. 

Los sacrificios hablan sido grandes pero 
Ja obra se habia consumado. 

Desde el principio de la guerra la nación 
vencida habia visto que no podia resistir 
el avance de las huestes enemigas, ni con 
SUR cañones en el mar^ ni con sus rifles en 
la costa. Le quedaba La Sierra, defendida 
por el baluarte de granito más poderoso 

Sue existe en la faz de la tierra: ¡la Cordi- 
era de los Andes! 

— «Aqní no vendrán, í) — se dijo; — sólo 
el shurtti del serrano encuentra seguro pi- 
so en los despeñaderos de La Sierra; sólo 
fius pulmones pueden resistir el soroche.» 



Ante este desafío, el soldado chileno em- 
puñó su rifle, subió montañas tras monta- 
ñas aquellas iiue son laa gradas de esa colr^sal 
escala cuyo último tramo es la blanca cima 
de la Cordillera, y angustiado por el can* 
sancio, destrozado por la breñas y oyendo 
a la vez el zumbido de las balas y el silbo 
de su pecho urjido por el soroche, en su pa- 
triotismo encontró fuerzas para llegar a la 
meta; y tiñemlo la nieve con la sangre de 
sus desgarrados, pléa en la cumbre más alta 
de los Andes clavó el asta con la 1 «indura 
tricolor. 

Roja la sanare vertida, blanca la nii.ve 
acopiada en las montañas, azul el cíelo con 
que éstas confinaban: he ahí simbolizado el 
tricolor en el fastrjio, dominando hacía el 
poniente los arenales de la costa y háeía el 
levante las punas y Ion bosrjues. 

Era preciso convencer al enemigo de su 
impotencia, eiB menester probarle que ai 
con los favores de la imturalcza, ni con las 
balas de sus rifles, ni con las galgas des* 
prendidas de los despeñaderos, podrian po- 
ner un óbice a la hueste chilena. 

Esta íüé la obra emprendida por la ex- 
pedición que marchó sobre Ajacncho: ya 
hemos visto cómo la cumplió. 

En los es Ilesos bosques y en las dnaiertas 
punas, en las profundas quebradas y en las 
elevadas CLimbi-es, siempre fueron arrolla* 
dos los enemigos. 

Y estos con desesperación contemplaban 
que así como los vencía a ellos, superaba 
igualmente los obstiiculos que le ofrecia la 
naturaleza. 

LXYIII. 

El capitán Lostan reconoce 

que ya habia tenido lugar la 

despedida. 

Cual ya lo dejamos dicho, la tropa recien 
llegada había ocupado en Huancayo los 
mismos cuarteles que tenia al tiempo de 
partir. 

Los oficiales, saho pocas excepciones, se 
instalaron también en las misniíis piezas 
que antes tenían, 

Lostan, Soler y Orrego se Ijosixidaron en 
lahabiLaeiou que ya conocemos. 

Luego que dejaron instaladas sus c< - 
pañías en'sus respecti vas cuadras acudie 1 
a su alojamiento* Su prímcr cuidado & 
hacer atender sus caballos; que los dése * 






— 267 — 



Haranj qne loa llevaran a bc4>er y que les 
Í3iiscaraii pasto. Cuidar pLÚmcro de las ca- 
balgaduras que de sí mismos era la costum- 
bre adquirida en las raarchfis; en ellas bien 
ee puííde decir que los caballos son las pier- 
ims de kis jinetes, y para caminar lo esen- 
cial es que las piernas estén firmes. 

DespucH de tomar las disposícioues con- 
Teni cutes para la bienandanza de sus bea^ 
tías, se sacaron los ponchos y maletines que 
echaron a un lado, y se hicieron cepillar un 
poco la ropa, que no necesitaba ¿into del 
oepillo como del l>atan, y aun del telar. Con 
<slla puesta sus dueños babian dormido, se 
habian echado mil veces en el sucio a des- 
cansar^ habían hendido enmarañados hos- 
queá, y luc^o el sol» la lluvia y el polvo; to- 
dos esos vaivenes no eran píira conservarle 
^1 color y el pelo a la ropa. 

Lostan viendo que su chuqueta blanque- 
aba por aleninas partes, e:ctendia sus manos 
qnemadas por la intemperie, y decía; 

— Yo me miro la ropa y me miro la piel; 
las eiamino y pienso que o el blanco de mi 
enero se ha pasado al paño, o el ncjc^ro del 
paño se ha pusado a mi cuero; sea una o 
otra cosa, reniego del cíimbalache. 

Concluido el somero aseo del cepillo, ae 
hicieron e€har un poco de agua en las ma- 
nos, y después de lavárselas ahuecándolaB, 
convirtiéronlas en lavatorios mammles para 
mojarse la cara* 

Tras de esta operación salieron ala calle, 

Se dírijieron al hotel; pero allá se encon- 
traron con que a consecuencia de la parali- 
zación del comercio y escalo movimiento 
de viajeros, no se habia echado lefia al fo- 
gón de la cecina desde dias há. 

No quedaba otro recurso qiie irse a nn 
café chinesco donde algunos hijos del gran 
imperio hacían chirriar las sartenes. 

Asi lo ejecutaron, ]>ues el hambre apu- 
raba demasiado para esperar qne los asisten- 
tea hicieran de comer; además eia justo 
dejar a éstos descansar. 

Hen tildes junto a nna mesa de no muí 
limpio mantel aguardaron que los vompiiks 
fueran trayendo sus manjares. 

Los estómaf^roe hambrícntos son poco me- 
lindrosos; asínuestros tres capitanes que 
desde el día anterior sólo habían comido 
algún pedazo de carne fiambre, se saborea- 
ban con lo que les servían. 

— En fin, — decía Lostan,— sea bueno o 
ica malo lo que hai en los platos, lo cóme- 
nos con cuchara, cuchillo y tenedor, y sen- 
dos a la mesa; este es un paso que damos 



híicia la civilización, nn paso de regreso há-- 
cía nuestras antiguan costumbres que deja- 
moa allende ífw Andes. Del mismo moda 
qne habiendo llegado hasta acá nos eocon- 
tramos en uu término medio, entre la vida 
salvaje de las mou tañas y la que ac lleva en 
las ciudades de hi jonte blanca. 

— De veras, — observó Orrego,— que aqoí, 
\n ni en do de m^ts a lo interior, nos encon- 
tramos en el purgatorio, entre el infierno y 
el cíelo, éste esttt en la costa y ése en las 
montanas. 

— Mientras tanto, — añadió Soler, — noa 
estamos alegrando de hallarnos en Huan- 
cayo sin acordar ntjs de que aún nos faltan 
nueve jorníidaa para llegar a la costa j en* 
tre ellas las de atravesar los Andes. 

— Que no es la mits lisonjera perspectiva- 
Pero llcííando aquí le heraos dada fin y re- 
mate a la expedición a Ayacucho. 

— ^Sólo no.í falta dar otro empellón para 
llegar a Lima. 

— Di a sus cercanías. 
— Es cierto que aqni nos hemos hallado 
con la noticia de que el ejército chileno ae 
ha retirado de Lima. 

—Lo siento por 8olcr, — dijo Orrego son- 
riendo, — que ya no podrá verse con aque- 
lla dama llamada Luisa a quien le debe una 
explicación, y por Lostan que no podi"á 
continuar la aven tu m que dejó comenzada 
con Blanca. 

— ^Hombre, aquello no fué más que nii 
conato de aventura, una canción que so 
c^rtó en las primeras notas del preludio, y 
ya comprenderás que habiendo transcurrida 
cinco o seis meses^ no era cosa de ir a con- 
tinuar la misma solfa. 

^-Entre tanto, — i'eplícó Orrego con sor- 
na, — ya Blanca liabril estado cantando otras 
canciones,., a diio,,, 

— Lo ci'co, y sobretodo cuando sé qne 
tiene a la vista el tentador ejemplo de su 
amiga Elisa, quien hace tres meses ya se 
tntealm con otro prójimo., - 

Eüte recuerdo no debió agradar macho a 
Orrcflfo, 

Líkstan se interrumpió para lanzar ona 
exclamación: 

— ¡Estos endemoniados chinos le han 
echado a destajo el ají a su comida!... es 
como ponerse un sinapismo en la boca..- 
bendito el provecho que le hace a los labios, 
rasgados como los traemos-- 

Los tres amigos siguieron conversando 
durantó la coinidií, y cuando ésta concluy<^ 



— 268 - 



Balierüii a la calle, donde encontraron otros 
cíHiipttiieros con qnienes charlar. 



Lost'ni traia una carta de Contestación 
que doña Manuela Melgar le habia dado 
pttíiv el pudre de Rosa. 

El canutan conocía muí bien la casa 
donde el señor Gómez se habia alojado con 
m hija tres meses antes en la ciudad y te- 
nia la intención de ir allá; pero no habia 
querido hacerlo en el dia con el fin de evi- 
tar que algunos de sus compañeros lo vie- 
ran y le hicieran preguntas indiscretas. 
Esperó la noche. 

Después de la retreta las calles estaban 
débilmente alumbradas por escasos faroles 
que cdlgados frente a alg'unas puertas os- 
tentaban la luz de raquíticas velas. 

Jjosfcan salió de su habitación en la cual 
dejó acostándose a sus compañeros rendi- 
dos de sueño, y se hecho a andar. 

Mientras caminaba mil dudas se le ocu- 
rrian; ¿estaña Rosa en Huancayo? no es- 
tiiria aún en Huancavelica? ¿iría a verse 
con ella esa misma noche? ¿habría pasado 
yapara Tarma? ¿iria en viaje para Aya- 
cucho? 

Pensaudo en todo esto llegó a la casa 
consabida y llamó a la puerta sin vacilar. 

Una chola vino a abrir. 

— KsLá aquí el señor Gómez, — preguntó 
Lostau. 

— Gómez, no conoceré, — contestó la 
chola con la entonación peculiar de la 
jentc de su raza y mirando con recelo al 
oficial. 

Este comprendió que difícil seria obte- 
ner de ella las noticias que deseaba inqui- 
lir, y replicó: 

—Deseo hablar con la señora dueña de 
esta casa. 

La voz de una persona que seguramente 
debía c^tar tras de la chola, se dejó oir 
en la oscuridad, diciendo: 

— Aquí rae tiene usted. 

La que habia hablado era una señora 
que asomó la nariz por el angosto hueco que 
dejaba la puerta medio abierta. Para ahu- 
jr-entai la desconfianza de aquella jente, el 
capitán contestó: 

^Traigo de Huanta una carta para el 
fleñor Gómez; se la envia su hermana; sa- 
biendo que ese caballero ha estado otras 
veces alojado en esta casa, he venido a 
buscarle aquí. 

—Ha hecho usted mui bien; pero ahora 



Gómez no está en casa, ni tampoco ea 
Huancayo. 

— ¿No habrá vuelto aún de Huancare- 
lica? 

— Sí regresó hace mas de una semana; 
estuvo aquí dos días y eigiiiú para Tarma, 

Por tener alguna noticia de Rosa, Los- 
tan añadió: 

— Si estuviera la señorita hija de él po- 
dría entregar a ella la carta: seria la misma 
cosa. 

— Pero es el caso ijue la niñíi está coii 
él; vino y se fué con 3>i j^adre. 

Lostan habia echiido a andar rcü^resiin- 
do a su habitación después de oir aLjuellas 
noticias, y de despedirse de la señora. 

— Cuando volvamos a In costa, — ^^pensaba 
mientras seguia su camino pausadamente^ 
— pasaremos por Tívrma y allá entregaré la 
carta y tendré ocasión de vera Rosa; como 
es probable que en esa ciudad descanse- 
mos un dia, habrá lugar de despedirse con 
calma. 

El encuentro de un compañero que ve- 
nia en dirección opuesta cortó el hilo de sns^ 
pensamientos. Era el capitán Gahez. 

Este se detuvo diciemlo: 

—¿Sabes que nos vamos pasado ma- 
ñana? 

— ¿ Es cosa resuelta, 

—Sí. 

— Es decir que dentro de uua semana 
estaremos en Tarma,— replicó Lostaa d& 
cuya imajinacion aun no se habían desva- 
necido ciertas ideas, 

—No tal. 

—¿Cómo? 

— Llevaremos otra ruta; nos vamos por 
Cachicachi ahorrando nna jornada; Tarma 
quedará lejos. 

Lostan no contestó nada, y Gal vez aña* 
dio: 

— En fin, mañana conversaremos.-- roí 
a acostarme porque estoi rendido de sneno. 
Hasta mañana. 

Tras de esto se marchó. 

El capitán Lostan se quedó un momento 
pensativo y al cabo miirnuiró: 

—Nos vamos por Gaüíiicaclti ahorrando 
una jornada... justamente la jornada quG 
no hubiera querido ahorrar.. . j Mui bien ! .., 
esto quiere decir que mi definitiva des- 
pedida de Kosa no tendrá lugar, sino que 
ya lo tuvo; no será en Tarma, sino que j: 
lo fué en Huancavelica, 



i 



269 — 



LXIX. 

El campamento de ChorrilloSi 

Al desocupar h Lima el ejército chileno 
ge había retimdo a Chorrillos. 

Esta ciiiditd tstnbu casi totalmente des- 
truida y ]os Uitñ] Iones para tener aloja- 
miento se luibiuii xhto en la necesidad de 
i m pro vi sa r c u a rteles. 

En los pctieros vecinos se habian cons- 
truido gran des ramadas que servian de 
cuadras j'ara la tropa y habitaciones para 
loa ofícíales. 

Los piiés derechos y las vigas eran de 
madera labrada; pero las pan: des y el techo 
estaban formadas por caña^, paja o totora. 
Ei^tos materiales se colocaban a medida 
que PC les traían de los campos veclnoaí 
mientras estaban verdes ofrecían un bonito 
aspecto; pero tan pronto como se secaban 
cambiaba por completo la apariencia, 

Y no hubiera sido nada ejüto, sino ijuc al 
mismo tiempo de perder el color pcrdian una 
parte de sus dimensiones, de manera r^ne 
dejaban unmcrosas rendijas por donde se 
colara el polvo fino y seco que en espesas 
nubes venia de^^de lofi cumiiios próximos. 

Además de la jen te, también había en- 
contrado hospedaje en las ramadas una 
pasmoi^a cantidad de insectos: habíamos- 
(juitos, ;íítiicudos, titiras, pulgas y otras es- 
pecits de bebedores de sanare humana, en 
tal abuíidüiicia que es difícil imajinársela 
siqídera. Los soldados por librarse de ellos 
fialíau a doimir Juera de aquellos techos, 
al rasoj pero haeta allá los pe rst guian los 
pertinaces bichos, unos con sus lancetas y 
otros con sus trompetillas; aquellos pi- 
cando en silencio, y éstos celebrando el fes- 
tín con !a aguda y tremebunda música de 
sus ^-unibídos. 

Baettada la piel por los aguijones y he- 
rido el tímpano del oído por el monétomo 
concierto, muchos no logra Um dormir, j 
a veces algún soldado afiebrado por todo 
aquello, solía exclamar en medio do su in- 
somnio: 

— [Píquenme pero no me canten! 

Era de ver durante el dia a los soldados 
espulgándose como nnos macacos y desean- 
do ser cuadrumanos como éstos para dai'sc 
abasto. 

Hacia lít tarde solían venir de los caña- 
verales enormes bandadas de zancudos ha- 
ciendo sonar sus infansLaa trompetillas en 



so n de gue i'ra ; f or ma hvi iva) íes, eran ver- 
daderas invaciones. Los si.rldados corrían á 
cojersus frazadas y blaudíéudolas tras de 
ellos, los derrotaban en medio de ]fts risas 
a que se prestaba aquel combate 

Todo este negocio de los bichos punaa- 
dores no habría pasadlo de producir algu- 
nos lances í|ne tenían de lo molesto y de lo 
cómico a la vez, a no ser porque entre 
aquellos había unos a!<^o ponzoñosos, puea 
sus picaduras ocasionaban a veces irrita- 
ción y muchos soldadoíí a consecuencia de 
ellas tenían que ir a parar al hospital. 

Enera de los insectos de batalla, habia 
muchos inofensivos, pero de no mni agra- 
dable compañía, tales como arañas, bara- 
tas, grillóte, cucarachas y otros pelagatos 
por el estilo, que ni nombre tenían. 

En aquellos rústicos cdiíicioscl calor era 
sofocante. Para ir de una cuadra de com- 
pañía a otm, había c[«ie cruzar trechos de 
potreros bajo los rayos de nu sol tropical. 
8alir del ca[npameuto y díiijirse a la po- 
blación era tomar un tremendo solazo c 
irse derritiendo en el camino, de manera 
([ue la jen te en las horas francas prefería 
(luedarse l>ajo sus techos de totora. 

Por otra ¡)arte la población ofrecía pocos 
a t r ac t i \'o s : ra ras era n las casas q u o < pi ed a- 
ban en pié. La numerosa cantidad de per- 
sonas que había acompañado al ejército 
en su traslación a ChorrilloF?, vivía en los 
edificios a medio destrnir; los liabia arre- 
glado provisionalmente, ya pxmiéndoles te- 
chumbre, ja acomodándoles paredes, puer- 
tas o ventanas. 

El ¡.vríncipal polaz de los chilenos consis- 
tía en ir a los baños j mientras estaban sa- 
inerjidos en el agua del mar cesaba el calor 
y las picaduras de los insectos, io que no 
em poco conseguir. En tos baños se veiau 
algunas personas que diariamente venían 
de Lima por el ferrocarril para regresarse 
tac pronto c<?mo se liubioran refrescado CQ 
las aguas de las playas chorrillanas. 

Fuera del establecí míenlo btilneario, 
donde ye notaba alguna eoncurrtncía de 
jenteera en la estación del ferrocarril; allá 
acudían algunos oficiales a la llegada y 
partida de los trenes. 

Esto y los baños podían considerarse 
como los únicos paseos públicos; aunque 
también algunas tardes se tocaban frente 
a la casa del Estado Mayor Jeneral uetre- 
tas donde los militares qne estaban francos 
podían ocurrir a escuchar las mismas píe- 



270 — 



zas que hablan estado oyendo estudiar en 
sus campamentos a las bandas. 

Las ramadas con su insectos, los cami- 
nos con su polvo, la población con sus rui- 
nas, y todo eso bajo un sol ardiente que 
mantepía a las personas en transpiración 
constante, no era por cieito para hacer muí 
agradable la vida que ahí se llevaba. 

Conseguir permiso para ir a Lima era 
asunto difícil para los oficiales, y si llega- 
ban a impetrarlo era solamente por reau- 
cido tiempo: ir y regresar el mismo dia, o 
a lo sumo el dia siguiente. 

Largo se podría hablar sobre el nuevo 
rumbo que tomó la vida de campaña para 
el ejército chileno durante los nueve meses 
que. permaneció en Chorrillos, los cuales 
fueron el epílogo de la guerra terrestre, 
como al principio otros nueves meses pasa- 
dos en Antofagasta, habían sido el prólogo. 
Largo,'decíamos, se podría hablar de aque- 
lla vida que quizás no era de campaña, pero 
tampoco era de guarnición; mas, solo lo 
haremos someramente tocando apenas los 
puntos necesarios para terminar esta na- 
rración. 

El batallón Setiembre era uno de los que 
se hallaban acampados en los alrededores 
de Chorrillos. 

Habia regresado de Huancayo. 

Si bien libre de montoneros que moles- 
taran durante el camino, en nueve jorna- 
das habia tenido que superar nuevamente 
las fatigas y privaciones de la marcha. En- 
tre aquellas se contaban las empleadas en 
la ardua empresa de trasmontar los Andes 
por los mismos desfiladeros y precipicios 
recorridos seis meses antes cuando partió 
de Lima para La Sierra, y cuya relación 
no hacemos por no repetir lo referido ya: 
las terribles escenas producidas por el hielo, 
el cansancio y el soroche, sobre la nieve 
eterna de los Andes que los soldados yol- 
vieron hollar con la planta de sus pies. 

Al acamparse en Chorrillos el Setiembre 
tropezó con más dificultades que otros ba- 
tallones por no haberse encontrado en Lima 
en el acto de la desocupación. Ya sabemos 
que los del Setiembre habían partido para 
La Sierra con lo encapillado, como fami- 
liarmente se dice, dejando en Lima todos 
sus equipajes y reducidos ajuares. A la sa- 
lida del ejército encontrándose aquellos 
objetos sin dueños que velaran por ellos, 
fácilmente se comprenderá que algún me- 
noscabo les pudo ocurrir, ce Al ojo del amo I 



engorda el asno,» dice el refi-an, lo cual 
deja entender el am mente que sí u aquel ojo 
vijilante el asno eIlflaqu^J(;^e: alt^o seme- 
jante bieu pudo acó n te ce r a los antedichos 
equipajes y ajuares... 

Cierto dia poco después de las doce Be 
hallaba listo el tren que según su itinera- 
rio debia partir a las doce y medía para 
Lima. 

Varias personas Pe díríjian a tomar eq 
asiento en los vagones y otras ae paseaban 
por el andén cuyo piso ae veía salpicado 
por pequeños puntos luminosos; eran éstos 
producidos por rayos de sol que pasaban 
al tra\'es de una multitud de agujeros he- 
chos en la techumbre de zíuc: las delgadas 
planchas de metal no habí a u podido con- 
tener la lluvia de balas que en un dia no 
lejano cayera sobre ellas desde el vecino 
Morro Solar. 

Entre los que se paseaban por el andén 
se dívÍKaba tm Joven que lanzaba a cada 
vuelta rápidas miradas al reloj de la bole- 
tería y parecia disgustado de que no an- 
duviera tan lijero como él lo descatm. 
Cuando en sus paseos no tenia a la vista la 
muestra del reloj, se echaba miradas a su 
propio ti aje mostrándose como receloso de 
que su chaqué no le viniera bien. 

Do pronto entró en la estación nn ofi- 
cial, a quien conocemos, era el capitán 
Lostan, Volvió la cara a ambos lados y 
distinguiendo al citado joven, se dirijid 
hacía él a paso largo. 

Al aproximarse di jóle sonriendo: 
— Tienes el aspecto de un verdadero cu- 
calón. 

El Joven contestó; 

— Ando todo empachado con este chaqné; 
me parees que por alií van a conocer que 
no es mío, qnc me lo han prestado. 

— Eso no es nada; peor seria que cre- 
yeran que te lo habías robado. Pero no 
tengas cuidado; te queda perfectamente 
bien. 

— Mucho lo dudo, pues su dueSo, Orre- 
go, es más grueso de cuerpo que yo^ 

— Es corta la diferencia para que se note 
en la ropa. Sí tú te pusieras el cuero de él 
tal vez te quedaría suelto y arrugado como 
el de una vieja; pero en el traje no alcanza 
a percibirse la discrepancia. 

— No dejará de notarse pues tu venii 
riéndote de veruie. 

— Me reia porque me extrañaba divisa 
tu persona vestida de paisano, de lo cui 






— 271 — 



no teu^o costumbre. En fiUj lie ahí que tin- 
tes de iiua Lora te hallarás en la Ciudad de 
loa Rey £8, querido Büler, 

El iuterloentor de Lostaii era efectiva- 
mente KU compañero >Soler míe habiendo 
conae^üido permiso para ir a Lima se ha- 
bía vestido de paisa no , puea desde la deso- 
cupación de la capital, solamente con este 
traje podían ir alU los militares chilenos. 
Como era natural nt» todos los oficíales te- 
niuü ropa civil í Soler era uuo de los que 
careda de ella, j por tal motivo ae habia 
visto oblif^ido a pedir prestadlo el chagüen 
Orrüj[^o j el sombrero a otro de sus com- 
pañerrjs, 

— Tu primei'a dilijenciaj^ — será tratar de 
verte con Luisa. 

— Le mandai'é una caita que llevo escri- 
ta tan pronto como lle^^ne. 

— Eu ella sin dnáa le dices que los pape- 
les que hallaste eii poder del difunto Cor- 
so, o sea Xarbüua, como parece que se lla- 
maba, te han hecho descubrir la verdad. 

— ^Nat u ra I n) e n te. 

— Y que deseas verla y hablarla para ha- 
certe perdonar a fuerKa de cxpheaciont's 
verbales, hálateos, etcétera. 

— Claro está; Ir^ pido una cita para esta 
noche* . . como antes . . , 

— Como ánte?^ de la tormenta, de la tem- 
pestad,., muí bien; y tras de eso comenza- 
Tú una nueva era que f^reeerá más bella 
que la anterior ptirque viene deapucs de la 
intcrruixíiou hecha por la {juerella, como 
parece mils hermoso el sol después de uti 
dia de Ihivía, Con tal que ella nohaj^a tra- 
tado de cmisolarse j.,. 
^ Lostan no concluyó la frase y miró son- 
riéndose a su compañero. 

Boler también se sonrió para responder, 

—Ya te veo venir; siempre escéptico tm- 
tándose de la fidelidad de las mujeres en el 
amor, tu sospechas que Liiíj^ despnes de 
nuestra ruptura habrá dicho: a A reí muer- 
to re i puesto- D 

— Hombre... al fin y al cabo til fuiste 
quien provocó la querella y te marcLaste 
lójos,., ¿quién pcKlria culpar a Luisa si con 
las dulzuras de un nuevo amorcito hubiera 
querido disipar las amarguras del otro? 

— lío creas que yo he dejado de pensar 
:ii todo eso, — rei>iícó Soler tratarído de 
hancear;— por tal motivo no be querido 
scribiríe desde aquí y he preferido esperar 
asta hoi que tengo permiso para ir a Lima, 
[e manera que ella me de la contestación 



de mi carta a viva y<m: estas cosas se ^- 
tan mejor de palabraí* qne por escrito» 

— Ya lo creo. 

— Sí ha sucedido lo qíie tú sospechas, no 
acudirá ella a la cita. 

— Es de suponerlo, pueato que el único 
lazo que la ligaba contigo era el amor* Si 
habías con ella le dír¿a de pirte mia que 
aún no se me pasa el susto que tuve cuan- 
do se desmayó en el coche, temiendo que 
me achacaran a mi el crimen. 

—A otra persona mita bien r¡ue a Luisa 
querrías tú mandarle algún recuerdo. 

— I Rah! ¿Lo dices por Blancíi? 

—Tal vez». 

— Ya te he dicho que eso fue un conato 
de aventura y nada más 8i yo fuera a re- 
cordarle que hace seis o siete meses nos di- 
jimofi als^unas palabras el único dia que he- 
mos visto en la vida, so me reiría en la ca- 
ra pre^untííndome si me había convertido 
en profesor de íiíatoria antigria, y yo mis- 
mo mecncontraria pcrfectaraenteridículo. 

— Pero es que aquel asunto quedó pen- 
diente, 

—También quedan |)endí entes los ahor- 
ca do 3 T no resti cí ta n n ti i ica . 

— Es decir que ai i a vieras no la ha- 
blarías, 

—¡ Oh! esa es otra cosa; si lle^o a en- 
contrarla alguna vez, fjpor qué no habré de 
fiablarlay conversar alet^ix^mente con ella? 
Pero de ahí a que vo pretenda hacerle creer 
que durante los siete meses corndos lo he 
pasado suspirñudo por su im^íjen, Imi rau* 
cha distancia. Si consigo ira T-iirna no pien- 
ses que voi a beberme los vientos por bus- 
carla. Por quien únicamente baria tal cosa 
seria por aqoella more ni ta de qnicn te he 
hablado, 

— ^Áquellaa quieu veias cuando íbamos a 
misa con el batallón- 

—Justamente; arinella linda morenita 
desconocida que sabia sonreír con tanta 
gracia detms de su libro de devociones, y 
de quien nunca logre saljcr el nombre ni el 
domicilio siquiera. 

—Eso es romántico,— dijo Soler con 
acento burlesco, 

— No tal ; no te imajines que yo me ha- 
bia vuelto un Petrarca; la verdad del caso 
es que viéndome obligado a divisarla 
una vesía la semana y a dejarla tan pronto 
como la corncLi tocalia el funesto paso re- 
doblado, ton)é a porfía, a capricho, llegar 
a verla fuera de la igleaia^ aimque fuera en 



— 272 — 



f 



nn balcón. "Rra ima lueha sorda entre mi 
deseo y la tiranía o el rigor de la corneta. 

— En fin, liütul>re, si vas uno de estos 
dias a Lima, pütliás diríjirte a oír una mi- 
sa en Santo íí^jniingo, y si ella esta ahí, ya 
no habrá üoi-netti i^ue te haga marchar y po- 
drás esperarla hfista qne salga y descubrir 
lo (|uu anhelas. 

Ei silbo de la locomotora anunció a So- 
ler qne era tiempo de que subiese al tren. 

Así lo hizo. 

Tomó su a=iiento en un vagón, y asomán- 
dose por una de laa \'Qntanillas de éste, con- 
tinuó dialogando con Lostan que se habia 
acercado a la orí lía de andén, 

— Espero que Lruerás de Lima muchas 
noticias, oomo aquella vez que viniste de 
La Siena y nos llevaste allá un buen cau- 
dal de novedades, 

—Ahora la distancia es más corta y hora 
a hora estamos aquí sabiendo lo que allá 
pasa, 

— También es cierto. Puesto que tienes 
permiso hasta mañana, supongo que no te 
apresurarás para regresar hoi mismo a san- 
cocharte en las ramadas del campamento. 

—Mañana en el tren de las. doce estoi 
aquí. 

— Tendré a recibirte si no carga mucho 
el soL.. Ya parte la máquina... Que te so- 
ple buen viento por esos mundos... 

— Hasta mañana, — contestó Soler despi- 
diéndose de su compañero. 

El tren se movió aumentando progresi- 
vamente BU andar, 

LXX. 

Encuentro inesperado del capitán 

Soler. 

Embebecido en mil pensamientos iba So- 
ler en su vagón; repasaba en su mente las 
diversas soluciones que podían tener sus 
asuntos amorosos. 

Sin embargo, a pesar de lo preocupado 
que iba su espirito, el capitán dio tregua a 
sus ideas poco dntes de llegar a la estación 
de Miraflorea, y otra ciase de pensamien- 
tos, o míS^ bien recuerdos, acudieron a su 
imajiuacion. 

El tren cruzaba en ese momento al cam- 
po donde tres años antes se habia dado la 
gi'an batalla qne abrió las puertas de Lima, 
la batalla de Miraflores. 



Aquel terreno pedregoso próximo a la lí- 
nea férrea j limitado por el camino carre- 
tero; más allá los potreros, cañaverales y 
maizales vecinos, las bajíis murallas que los 
dividían donde aún se notaban vestí j ios de 
las aspilleras; todo eso contemplaba Soler 
y a su memoria de golpe se presentaban las 
épicas escenas de que habia sido él testigo 
en esos campos. Aun le parecía ver por 
aquel suelo la muchedumbre de soldados 
que corrían jadeando al asalto; unos cayen- 
do al ser encontrados por el plomo enemi- 
go, y los más felices avanzando siempre, y 
siempre tendiendo sus rifles para hacer fue- 
go sobre su atrincherados contendores. Aun 
le parecía oir el constante estrépito de la 
pólvora al estallaren el ánima de los caño- 
nes, semejante a un trueno que se prolon- 
gara indefinidamente. 

Soler, conmovido por sus recuerdos, res- 
piraba con fuerza, y aun creía sentir pene- 
trar hasta sus pulmones el humo sulfúreo 
déla pólvora como un memorable día, no 
mui lejano, en aquellos mismos parajes. 

De una mirada reconocía a menudo el 
sitio donde algún querido compañero habia 
espirado legando a los suyos su ensangren- 
tado cadáver mientras su nombre penetra- 
ba en las inmortales rejíones de la gloria. 

Todo el panorama que se ofrecía a su 
vista se hallaba para Soler revestido de un 
tinte de grandeza: solemne, por la gran ac- 
ción consumada ahí; sagrado, por ser la 
tumba de tantos compatriotas. 

Su ánimo quedó suspenso y abismado en 
grandiosos recuerdos mientras el tren sur- 
caba velozmente aquel espacio. 

A la una de la tarde descendía Soler del 
carro y caminaba por el andén de la esta- 
ción de la Encarnación Se hallaba a seis 
cuadras de la plaza principal de Lima. 

Varios encargos le habían hecho algunos 
de sus compañeros, cosa que sucedía siem- 
pre al oficial que iba a la Ciudad de los Re- 
yes, y para poder dedicarse con sosiego a 
sus propios asuntos, empezó por desocupar- 
se de los ajenos. No eran estos mui largos 
ni difíciles: comprar algunas cosillas; apu- 
rar al sastre y urjir al zapatero, quienes si- 
guiendo la inveterada costumbre de los de 
su estirpe no concluían en el tiempo con- 
venido las obras que les habían sido en- 
comendadas; cambiar billetes chilenos poi 
los billetes peruanos que los judíos de los 
portales tenían en manojos de a cíen soles 
mui prendidos con un alfiler o atados con 



— 273 — 



i 



tma hebra de pitaj a éitos y otros parecidoa 
se reducían bs encargos que llevaba Soler 

Al cabo de una hora de andar para acd 
y para al Id, había cumplido con todoíi, 

— Ya eatoi libre; ahora a mis ne^'ociOíí 
perBüiiaks, — dijoae el oíipitan saliendo dül 
tugurio de un cambista eu el ]>ortal de Es- 
cribanos donde había ejecutado la última 
<K)inision ajena. 

Por sus negocios personales entendía So- 
ler en primer lugar remitir a Luisa la car- 
ta que llevaba escrita, y en segundo ver de 
pasar el día del mejor modo posible, mien- 
tras llegaba la hora de la cita, pues para 
él aquel día era como de paseo, y de consi- 
guiente era preciso entretenerse en algo. 

Anduvo hasta el extremo del portal (fue 
forma esquina con la calle de las Mantas, y 
ahí se quedó mirando a los transeúntes y 
esperando que pasara alguna persona a 
quien encargar de ir a casa de Luisa llevan- 
do la carta que la tenia escrita. 

Pronto divisó transitar por ahí un mu- 
chacho aparente para aquel mandado. 

Llamólo y entabló con él este diálago: 

— ¿Estás desocupado? ¿puedes llevar una 
xjarta a una casa no mui distante? 

—Sí, señor. 

—¿Sabes leer? 

— Sí, señor. 

— Pues bien ; aquí tienes la carta con las 
señas de la casa escritas en el sobre. 

— Ya las veo. 

— Preguntarás por la señora a quien va 
•dirijida y se la entregarás en sus manos. 

— ¿Tendré que esperar contestación? 

— Precisamente, 

— ¿Y si la señora no está en la casa? 

— Eegresarás trayéndorae la carta; yo 
te aguardo aquí de todas maneras, y si me 
aburro plantado en esta esquina, te espera- 
ré en la heladería de Capella; ¿sabes dón- 
de es? 

— Cómo no, señor. 

— Anda, pues, caminando y no tardes 
mucho. Toma este par de solea para que 
vayas con gusto; al regreso tendrás otros. 

El manee bete emprendió a buen paso la 
marcha por la calle de las Mantas condu- 
ciendo la citada carta. 

Soler sacó un cigarrillo y lo encendió 
con calma echando cuentas sobre lo que 
podría demorar su mensajero en ir y vol- 
ver, y pensando a la vez en la respuesta 
que le traería. 

Unos pocos minutos llevaba de plantón 
cuando sintió un golpecito en un brazo. 



Volvió la cam y vi(^ a síi lado la gra- 
ciosa fisonomía de una niña que ¡o salu- 
daba sonriendo* 

— Casi no lo había reconocido así^ ves- 
tido de paisano, 

— ¡Es usted Zoila I^respondió el capi- 
tán contestando afectuosamente el saludo 
de la niña. 

— Ya lo ve. Yo sabía que había regre- 
sado su batallón del interior y que estaba 
en Chorrillos; pero no esperaba verlo por 
aquí. 

— Acabo de llegar de Chorrillos. 

—¿Ha venido par algunos días? 

— No; para volverme mañana mismo> 

— ¡ Tan pronto ! 

— Así lo manda el impcriü de la leí. 

— Yo esperaba que fuera a permanecer 
aquí algún tiempo \ tenia deseos de oírle 
contar lo que le habnl pasado por allí4, 

—Muí grato habría sido para mí; pero 
ya que no es posible^ celebro mucho más 
la feliz casualidíid que me ha hecho encoa- 
trarme con usted. 

La interlocutora de Soler era aquella 
joven que se hallaba disfrazada de indi a en 
esa especie de mascarada donde se hal>ia 
encontrado el capitán con cuatro de sua 
compañeros la noche precedente al día en 
que partieron de Lima para La Sierra. Era 
Zoila; la misrau Zoila con quien Soler m 
había visto después de aquella vez en la 
misma casa de la calle de Jbarola, cuando 
notó que un prójimo se tutciiba con Elisa 
y otro se quejaba de que Carmencita le 
había mordido los labios. 

Zoila con sn manta prendida a la espal- 
da, sus ojos pai^doB y an gracioso semblan- 
te, no carecía de atractivos. 

Soler conversaba con ella aín el menor 
desagrado. 

A continuación del tliálogo ([ue hemos 
anotado, siguier(m hablando eu terminoa 
semejantes un momento. 

Por fin dijo ella interrumpiendo el co- 
loquio: 

— Le veo mirar mucho híícñi las Man- 
tas; quizás está esperando a áí guíen o tiene 
algo que hacer y vo estoi deteniéndolo. 

— No tal; es cierto que estoi esperando 
a un individuo: pero la compañía de usted 
me hace pasar dulcemente el tiempo de k 
espera. Al contrario, soí yo quien la de- 
tiene a usted, cjue tal vez irá de prisa. 

— Nada de vmi había venido a las tien- 
das y me regresaba a casa. 

— Pues entonces, para no estar arjuí pa- 

33 



— 274 — 



rados, lleguemos hasta la heladería ; hace 
mucho calor y ahí podremos tomar algún 
refresco. 

— Pero si usted está aquí aguardando a 
alguien.... 

— El individuo a quien espero me bus- 
cará allá; así lo hemos convenido. 

Aceptó Zoila a la segunda insinuación, 
y ambos se dirijieron al lugar designado. 

Algunos meses antes Soler por ningún 
motivo se hubiera atrevido a entrar en un 
lugar tan público y concurrido acompa- 
ñado de una niña; pero ahora habían cam- 
biado mucho las circunstancias: se encon- 
tmba vestido de paisano, que era para él 
como estar disfrazado, y en una ciudad 
donde con ese traje era completamente des- 
conocido. Además, que un joven y una niña 
entraran a un café a tomar una copa de 
helados no era cosa para llamar la atención 
de nadie. 

Dos razones habían impulsado a Soler 
para hacer esa invitación. Era una que de- 
seaba saber por Zoila noticias de sus ami- 
gas para comunicárselas a sus compañeros 
y tener motivo de charla en el campamen- 
to. Y la otra que él había venido con áni- 
mo de distraerse del aburrimiento produ- 
cido por la vida monótona de Chorrillos; 
¿Y qué mejor modo de distraerse que es- 
tando en compañía de una buena moza? 
No esperaba verse con Luisa hasta las ocho 
de la noche y, ¿qué iba a hacer durante las 
horas que faltaban para ese momento? no 
había fiestas ni paseos en que matar el 
tiempo. 

Soler y Zoila entraron a la heladería y 
en la primera sala tomaron asiento junto a 
una mesa. 

Pidió el capitán al mozo helados y dul- 
ces, los cuales pronto fueron traídos. 

Al sentarse habia tomado él la precau- 
ción de quedar a la vista de un espejo en 
cuya luna se veia reflejar la puerta de 
calle. De esa manera veri a cuando llegara 
el muchacho con la contestación de la 
carta y podría salirle al encuentro, porque, 
dígase lo que se quiera, es poco galante 
recibir recados de una dama en presencia 
de otra, y nadie negará que Soler obraba 
con finura. . . 

El muchacho mensajero habia llegado a 
la calle de Calonje y habia dado la carta 
a la misma persona a quien iba dirijida. 

Luisa habia reconocido la letra de Soler 
y rompió rápidamente el sobre, extrayendo 



el pliego que se puso a leer con el sem- 
blante alterado por la emoción* 

A medida que recorriii con los ojos la» 
líneas escritas, su sembla u ti;! se Hoiirojaba 
y dejaba lucir una plácida sonrisa. 

—Lo sabe todo. . . se ha cou vencido de 
que eran infundadas bus sospechas-,- 
vuelve hacia mí... quiere verme para dar- 
me mil excusas de palí\bras..< dudada 
que yo quiera perdonarle sus ofensas- - * 
Hace mal en dudar... las doi todas al ol- 
vido ... él tenia razón para abrigar sospe- 
chas ante mi silencio. . . 

Todo esto murmuraba Luisa al concluir 
su lectura. 

Y sin disimular-la alejaría que inunda- 
ba su corazón, se dirijió al muchaclio pre- 
guntándole: 

— ¿ Dónde viste al señor que fce dio esta 
carta? 

—En la esquina de las Í^Iantas; ahí que- 
dó esperando la contestaciiou. 

— Pues la contestación se la voi a llevar 
yo misma. 

— Iré a decírselo así. 

—No; vas a ir tú conmigo. Vé a la ca- 
lle a buscar un coche que tenga cortinillas 
en él iremos. . 

El niño salió, y mientras volvia, Luisa 
entró a su alcoba y con lijereza se puso a 
cambiar de traje y arreglar el peinado- 

Un momento después la joven subía en 
un coche que habia sido buscado por el 
muchacho. 

Hizo que éste subiera tras de ella y 
luego que fueran corridas las cortinas de 
las ventanillas, de manera qtie ningún 
viandante podía ver quienes iban dentro 
del carruaje. 

Luisa no pudo resolverse a tener pacien- 
cia de esperar la noche para verse con su 
amante y, lo que nunca Imbia hecho ante- 
riormente, se decidió a híiccrlo ahora* Es 
cierto que las cosas habían cambiado de 
aspecto: ya no se trataba de ir a encon- 
trarse a la luz del día con uu oficial chi- 
leno, cuyo uniforme habria llamado la 
atención y hecho que muchos ojos se fija- 
ran en ella; sino de andar con un individuo 
vestido civilmente que no tenia por qué 
atraer las miradas de los curiosos* Sin esta 
circunstancia, por mucha que fuera so im- 
paciencia no se habría resuelto a dar c"^ 



A indicación de Luisa, el coche se hab 
puesto en movimiento para entrar a la p] 
za por la calle de las Mantas. 



— 275 



Mientras tanto Luisa hacia al niño al- 
:^nafi preguntas sobre el color del traje que 
llevaba el que le habia dado la carta, y al 
oír las respuestas de él, alzaba un tantico 
lina de las cortinas esperando reoouocer de 
léjoa a gti amante por las señas de su ropa. 

El trj^yecto era corto y pronto el coclie 
corria por la calle citada. 

El muchacho también miraba hacia afue- 
ra alzando un poco otra de las cortinas. 
Llegó un instante en que dijo: 

— jCatai! ahí está; ese señor es. 

Al inismo tiempo Luisa habia reconoci- 
do a Soler; pero su fisonomía que hasta ese 
momento habia brillado de alegría, en vez 
de mostrar mayor júbilo a la vista de su 
amante, se contrajo de súbito. 

Luisa habia visto que Soler no estaba 
solo, sino que departia amablemente con 
una joven y, caso aun más serio, aquella 
jóveu era tína buena moza. 

El coche pasó a dos metros del capitán. 

— tí Hago parar? — preguntó el niño. 

— No ; más allá... — replicó vivamente la 
hermosa viuda. 

T luego, alzando la voz, ella misma gritó 
al cochero que detuviera el vehículo y es- 
pemra. 

Quedó éste frente al portal de Botoneros 
T como a veinte metros de la esquina de las 
Mantas. 

Mirando por una especie de tragaluz con 
Tidrio que tenia el coche sobre la testera; 
podia Luisa divisar perfectamente a Soler 
y su compañera. 

Ambos parecian conversar mui amiga- 
blemente y a veces sonreían y hasta reían. 

Esto mortificaba a la joven viuda; pero 
trataba de tranquilizarse diciéndose que 
bien podía ser aquella alguna amiga de So- 
ler que casualmente habria encontrado en 
el portal, pues el muchacho le habia dicho 
que Soler se habia quedado solo; siendo así, 
luego la niña seguiría su camino. 

Pero los minutos pasaban y Luisa se 
alarmaba notando que la conversación de 
aquellos a quienes espiaba parecía animar- 
se cada vez miís. 

Clavaba con tesón la vista en ambos; ya 
en sus ojos, como si quisiera adivinar sus 
pensamientos; ya en sus labios, cual si por 
sus movimientos pudiera inferir sus pala- 
bras: pero siempre quedaba atormentada 
por las mismas dudas. 

Sin embargo, Luisa no em una niña 
inexperta y supo armarse de cierta calma 
para esperar alguna circunstancia que o 



bien disipara sus sospechas o bien las arrai- 
gara^ antes de formar un juicio de lo que 
veía. 

Pronto ocurrió un incidente que la hizo 
contener el resuello: Soler y su compañera 
echaron a andar por el portal. 

Luisa los siguió con la vista y pudo rer 

aue luego ambos entraban a la heladería 
e Capella. 

—En ese establecimiento habia quedado 
de esperar mi contestación; luego, ya él su- 
ponia que debía ir allá porque estaba espe- 
rando a la vez a esa otra persona. 

Esto peasó la joven. 

Con todo, como un consuelo le acudió a 
la mente el raciocinio de que bien puede 
un individuo invitar a una amiga a tomar 
una copa de helados en la mitad del día y 
en un lagar publico y decente sin que el 
amor ande mezclado en el asunto. 

Aguardó un momento largo con la mi- 
rada fija en la puerta por donde entrara su 
amante y al fin, no viéndolo salir aún, hizo 
un movimiento de impaciencia y tomó una 
resolución que veremos ejecutar. 

— ^Vas a ir a la heladería, — dijo al mu- 
chacho, — ^y dirás al señor que te envió que 
me diste la carta y que mi contestación es 
que haré lo que me pide. 

—Está bien. 

— Pero te guardarás de decirle que yo 
salí de casa ni que estoi en este coche: ¿me 
comprendes? 

—Perfectamente; le diré que usted que- 
dó en la casa. 

— Eso es; si lo haces así te daré estas 
monedas. 

— El muchacho se sonrió viendo un par 
de relucientes pesetas que le mostraba la 
joven y partió mui dispuesto a ejecutar lo 
mandado. 

Se dirijió al establecimiento de Capella, 
y entró. 

Soler salió a su encuentro: ya sabemos 
que mirando el cristal de un espejo aguar- 
daba su llegada. 

— ¿La viste? — preguntó el capitán sia. 
esperar que el mancebete abriei'a la boca. 

— Sí, señor. 

— Traes contestación. 

— De palabra. 

— ¿Qué te dijo? 

—Que haria lo que usted le pedia. 

Este era jeneralmente el modo como 
Luisa acostumbraba contestarle cuando él 
por medio de una misiva le pedia cita. 

Contento con esta respuesta que le hacia. 



— 276 



entrever las dulzuras de una reconciliación, 
replicó: 
— Bien, chico. 

Y SfOcando de bu bolsillo un billete de 
cinco Bules, se lo dio diciéndole: 

—lías cumplido cou tu misión; toma pa- 
ra que ^'aJa3 a pasearte eu las tranvías. 

Tras de esto Soler le volvió las espaldas 
j regresó a la sala donde Zoila le esperaba. 

LXXI- 

El capitán Sol^r pierda mas que lo 
que encuentra. 

— [Era ese mucliaclio el individuo ar 
quien aguardaba usted? 

— plnstamente; ¿lo vio usted? 

— SI ; por el misino espejo que usted mi- 
raba con tanto ahinco^ — replicó Xoila que 
era quien habia hecbo la primera pregun- 
ta; — -lo be estado observando desde que en- 
tramos aquí. 

— Ese niño debía traerme una noticia, 
— respondió Soler aentíindoae nuevamente 
en^sü silla; — y lo esperaba para quedar com- 
pletamente desocupado. 

Y cambiando de conversación añadió: 
—Ha sido una feliz casualidad que me 

haya encontrado con usted en el portal; sin 
eao no habria podido verla, 

— ¡Vaya!... con ir otra vez a la calle de 
Ibarola, rí hubiese querido verme fácil le 
hubiera sido. 

— ^¡A ]a casa de Carmencita? 

— Pues. 

— Yo no puedo volver allá ni vestido de 
fraile, — contestó Soler riendo . 

— De veras que usted fué causa de que 
cortaran Carmen y Elisa sus amistades con 
Aliaga y Or regó,— replicó Zoila riendo 
también. 

—Ya lo ve usted, 

— Peix>, ¿para que fué usted tan habla- 
dor? 

—Me pareció chistoso el coento y no lo 
pude callar; sobretodo aquello de ese su- 
jeto que se quejaba de que Carmencita le 
habia mordido los labios. 

Zoila eihaló una explosión de risa que 
la hizo toser, y llevándose el pañuelo a la 
boca, exclamó: 

— Es tan loca. 

— Estos helados están muí helados; la 
liacen toser; será preciso templarlos con un 



pioco de pisco, así como lo he hecho con lo» 
mios. 

Unió Soler la acción a la palabra y va* 
ció un poco de licor eu la copa de ia niña. 
Ella no se hizo rogar para tomar aquella 
combinación. 

—Ya ve usted, — ^añadió Soler, reatando 
la conversación; — no puedo pues volver a 
esa casa; me recibirían con la tranca en la 
mano. 

—Al principio estuvieron ellas nn poo» 
enojadas; pero ya se les ha de haber pa- 
sado. 

— De véi'as que en esas niñas parece que 
los sentimientos no echan profundas mi- 
ces. 

— ^No sea usted mordaz. 

— No es mordacidad, es una observar- 
cion. A propósito de ellas, recuerdo que esa 
noche del famoso baile de máHearas esta- 
ban con ustedes otras dos jóvenes. 

— ¿Blanca y Olimpia? 

— Precisamente; ¿qné es de ellas? 

— Están bien; las veo frecuentemente y 
a menudo nos reimoa acordándonos de 
aquella pasada que lea jugaron a los capi- 
tanes Lostan y Galvez. 

— ¿'Aun se acuerdan de eso? 

— Como no; ¿cree usted que tenemoa 
tan mala memoria? Ellos sí que debon ha- 
berse olvidado de todo eso, paes ni siquie- 
ra han dado noticias de su regreso después 
de tanto... ¡así son los hombres I 

— ¡ Cuidado I mire usted que con esa pe- 
drada mata muchos pájaros. 

— ¡Qué!... ¡ buenas alhajas son todos! 

— Pero, — dijo Soler riendo,— déjeme a 
mí a un ladj, aunque sea solo para estar 
presente. 

— ¡Qué puede importarle a usted mi 
opinión! 

— Es justamente la más importante de 
todas para mí. 

— ¡Guá!... me hace usted reír,,. 

—Qué suerte la mía. . . la hago reir cuan- 
do le hablo con formalidad* 

— Es cabalmente de esa formalidad con 
que me lo dice de lo qtie me rio. ¿Se ima- 
jina usted que aun estamos de máscaras 
como aquella noche que me dijo tantaa 
cosas?... Allá en medio de la función, 
pase... pero aquí qi;e estamos conversando 
tranquilamente... 

Y Zoila cortó su frase haciendo un jesto 
expresivo y decidor. 

— Pues ahora que se encuentra usted sin 



— 277 — 



careta tengo más motivo para repetirle 
esas «Untas cosas. jp 

— ¡Qué es eso!-*, ¿galanterias teñe- 
moa ? 

— Sotí razones que le doi, 

— ¡Cuidado !,.- vea quo usted tal Tez ni 
m acuerda de todo lo que me decia en- 
tonces, 

— Lo tengo muí presente, j tampoco se 
ha borrado de mí memoria lo que usted 
me conteataba. 

— ¿ Sí ? — replicó Zoila con graciosa 
sorna. 

— Entonces creo que ao ae moF^traba us- 
ted tan recelosa conmigo como ahora. 

— Le he diclio ja que en medio de la 
jarana todo pa^sabaí pero aquí estamos con 
toda tmnquilidad, — contestó la niña con 
un acento j una sonrisa que no eran pai'a 
desalentar a Soler, 

— Usted estarii tranquila; pero yo no,» 

— ^jCómo-.. ¿estíl usted con tercianas? 

— Estoi al lado de usted. 

— ^¿y eso lo tiene intranquilo? ¿me tic* 
oé usted miedo P 

Soler Ja miró fijamente y respondió son- 
ríéndose : 

— Otra cosa es lo que le tengo-.. 

— ;Qué talí... óiganlo!,., croo que se me 
va a declarar enamorado... — esclamó 
Zoila prorrumpiendo en risa, 

—¿Tan chistoso le parece el caso que se 
ríe usted con tautaa ganas ? 

— Naturalmente; usted ni aun se habiia 
acordado de mí, si no es por la casualidad 
de haberlo encontrado en el portal; ni aun 
se habría preocupado de dar un paso para 
verme. 

— ¿Por íjué se imajina tal cosa? 

— A la vista está* 

— Acababa de llegar cuando me hallé 
íx>n usted, y ¿qué podría haber hecho an- 
tes para verla ? 

— Buscarme. 

— Pero anduve tan feliz que antes de 
que pudiera hacerlo la encontré. - 

—Sin haberlo pensado» 

— No píidiendo ir a cosa de Carmencita, 
estaba jo discurriendo algún modo de po- 
der verme con usted. 

— No me cuente ese cuento. 

— No es cuento, es historia. Aunque su- 
ponía que después de tanto tiempo usted 

dTVá olvidado to<lo, tenia deseos de verla 

hablarla aun cuando fuera solamente 
ira recordaí^ lo pasado. 

Soler continuo tratando de convencer a 



Zoila de cuan veraces ei'í^n sus palabi'as, y 
ella sí, no se iba convenciendo, por lo me- 
nos le escuchaba cada vea con mejor vo- 
luntad, y con sonrisas y miradas picares- 
cas lo alentaba en su tarca. 

Después de recibir el roteado de Luisa, 
el capiUm se encontraba sin saber cómo 
matar el tiempo hasta la hora do la cita, j 
no le parecía absolutamente nada demigra- 
dable gastar el cuarto de día que faltaba 
para esa hora en sabrosa plática con una 
agradable niña, quien de un modo mui 
gachón le i^cordaba que ya otra vez le ha- 
bia dicho trtantas cosas j»... 

Pero no em posible permanecer mucho 
tiempo en la helmima porque no era pro- 
pio. Así lo notó Zoila diciendo: 

—Ya hemos estado aquí mucho tiempo* 

— ¿Tanto le pitrece? 

— He oido dar las dos en la Municipa- 
lidad, y entramos a la una. 

— Aun podemos tomar otra copa de he- 
lados. 

—Ya hemos tomado dos; yo no puedo 
mú^..* me dolerán los dientes. 

— Yeo que ya quiere irse. 

— Nos vamos a hacer notar quedilndo- 
nos aquí más tiempo. 

— De vóras que este establecimiento no 
es para permanecer largo rato.*. Pero po- 
demos hacer una cosa. 

-¿Y es? 

—Ir al Cercado. 

'-¿Qué vamos a hacer allá? 

— Tomar una copa de cerveza y hacer 
laá oncej no es posible que después de ver- 
nos al cabo de tanto tiempo nos separemos 
tan pronto. 

Preciso es decir que Zoila em persona 
de mui buen humor y todo b que era 
fiesta o paseo tenia para ella tanto atrac- 
tivo como loa jardines para las mariposas. 
Oyó sonrióndose la propuesta de Soler j 
tardó mui poco en aceptarla. 

Un momento después ambos subían a 
un ooehe y al correr de los caballos partían 
para el Cercado. 

Si el espitan hubiera tenido durante el 
trayecto la curiosidad de sacar la cabeza 
por la ventanilla y mirar hiícia atraSj ha- 
bría visto que otro coche a media cuadra 
de distancia venia con la misma dirección 
que el suyo. Pero Soler no se divertía en 
mirar para afuera puesto que adentro del 
carruaje tenia bastante entretención* 

La amistosa pareja llegó a un huerto 



— 278 — 



que ya el capitán conocía y entraron en él. 
Se instalaron en una glorieta y se hicie- 
ron servir cerveza, y luego, mientras les 
preparaban unas lijeras once, salieron a 
aar algunos paseos bajo el emparrado que 
ahí habia. 

En aquel huerto se veían árboles, flores, 
angostas avenidas formadas por plantas, 
un estanque o baño de ladrillo en el cual 
se vaciaba un caño de agua, y se respiraba 
un ambiente suave impregnado de gratos 
perfumes. 

Hacia un fuerte sol; pero las hojas de 
la vid y las ramas de los árboles ofrecían 
una sombra protectora a nuestros jóvenes 
paseantes. 

Todo aquello unido a algunas copas de 
cerveza que se tomaban para dominar el 
calor, hacia que los corazones se pusieran 
más expansivos. 

Zoila hablaba con mayor verbosidad y 
se reía con la mejor voluntad del mundo. 

Cuando llegó el momento de tomar las 
once entraron a sentarse en la glorieta. 

Aquel refrijerio compuesto de jamón, 
camarones, aceitunas y otras cosilías por 
estilo, todo ello remojado con algunos tra- 
gos de cerveza y vino, coronó la obra co- 
menzada por el aspecto de la vejetacion y 
el perfume de las flores. 

Zoila se habia sacado el manto para co- 
mer y su gracioso semblante brillaba de 
contento; Soler la miraba sin el más mí- 
nimo disgusto y cada vez se sentía menos 
dispuesto a arrepentirse de tenerla en su 
compañía. 

Ya ella no trataba de mostrarse incré- 
dula hacia las galanterías de Soler y sabia 
contestar divinamente. 

— ^Yo creía que usted ni se habia acor- 
dado más de mí. 

— Ya ve que estaba equivocada. 

— Si yo lo hubiera sabido... 

— ¿Qué habría hecho? dígamelo. 

— Le habría escrito a Chorrillos cuando 
supe su llegada. 

— Hubiera sido para mí un placer in- 
menso. 

— Pero, ¿por qué no me escribió usted? 

— Esperaba venir acá de un momento a 
otro, 

■—Sin embargo, usted me había prome- 
tido escribirme en cuanto pudiera ¿No re- 
cuerda? 

Esto sin duda entraba entre las «tantas 
cosas» que le habia dicho Soler 



— Lo recuerdo y siempre lo he recor- 
dado; pero de La Sierra no se pí>dia escri- 
bir para acá. Desde que llegué a Chorri- 
llos no he tenido otro deseo que venir a 
Lima para ver a usted. 

— Y yo todos estos días me he llevado 
pensando en ir a Chorrillos con el protes- 
to de los baños; pero nada más que por 
verlo a usted. 

Soler no decía la verdad; esto lo aabe- 
mos perfectamente bien; pero tampoco nos 
atrevemos a salir garantes de la veracidad 
que pudiera contener la respue^ita de 
Zoila. . . 

El diálogo continuó, y cada vea iba 
animándose más. 

Hubo nuevos paseos por el emparra- 
do y por entre los árboles. 

El sol estaba declinando y ya se hacía 
agradable sentarse en algunas bancas dis- 
tribuidas por el huerto. 

La niña se tomaba del braao del joven 
y se apoyaba con fuerza; pero él no pare- 
cía encontrar pesada esa carga, y conti- 
nuaban los paseos, deteniéndose cada vez 
que pasaban frente a la glorieta para entrar 
en ella y hacerle un li jero saludo a los 
vasos de espumosa cerveza, 

Largo rato duró esto; aunque ellos no 
debieron encontrarlo tan largo, pues en 
un momento que Soler vio su reloj, ambos 
lanzaron una exclamación de sorpresa al 
ver que ya marcaba las seis, 

— ¡Tan tarde! — dijo Zoila; — en caaame 
estará esperando la chola para comer. 

— ¿Quién es ella? 

—Una sirvienta que tengo; vivo yo sola 
con ella. 

— Déjela esperando para qtie ae acos- 
tumbre a tener paciencia y vamonos n co- 
mer nosotros a otra parte. ' 

Zoila era condescendiente , , . sobretodo 
tratándose de convites. 

Un momento después el coche que ha- 
bía estado esperándolos frente a la paetta 
de calle partía con ellos y no paró su car- 
rera hasta llegar al hotel de París, 

Ahí en un gabinete separado bizo Soler 
que les sirvieran la comida. 

El buen humor llama al apetito, y como 
la joven pareja traía aquel, fáGÍlmení>e vi- 
no este otro, y el dueño del liotel no pudo 
quejarse de que le desairaran sus maii ja- 
res. 

Muerto el apetito, quedii reinando i 
buen humor, y tras de él viene la alegría 



279 



la alegría trae la expansión, la expansión 
^ el ensanche de los corazones. 

Por todas estas alternativas debieron 
pasar Soler y Zoila; pero con todo, el ca- 
pitán no olvidaba la cita que tenia para 
esa noche. 

El cochero permanecia en la puerta del 
hotel con su vehículo. De orden del que lo 
ocupaba habia recibido comida y algunas 
copas, de modo que no debió parecerle mui 
fastidiosa la espera. 

Alanos minutos antes de las ocho saltó 
del pescante para abrir la puertecilla del 
carruaje al ver que salia del hotel la pare- 
ja esperada. 

El auriga como ladino y veterano en 
esos lances, de una mirada conoció que el 
vino no habia escaseado en la comida. No 
sacó tal consecuencia tanto por Soler cuan- 
to por Zoila. 

El capitán le dio las señas de una casa 
de la calle de Ibarola; pero que no era la 
que ya conocemos, sino otra vecina donde 
vivía au compañera de aquella jornada. 

El coche rodó. 

Al cabo de un momento después de ha- 
ber recorrido varias calles; se detuvo, y el 
cochero quizás alcanzó a percibir este diá- 
logo: 

— Pero ¿es posible que se vaya sin en- 
trar un instante a mi casa? 

— Ya le he dicho que tengo un encargo 
impreíMíindible que cumplir. 

— Bien; pero vuelva a prometerme que 
en cuanto se desocupe viene para acá. 

— ííi puedo hacerlo; pues ya sabe que 
tal vez tenga que irme para el Callao esta 
misma noche. 

— Dé alguna disculpa y véngase para 
acá... voi a ver a Blanca y Olimpia para 
que vengan y pasemos un rato. . . nos va- 
mos a reir mucho . . . 

—No vaya a buscarlas, pues quizás no 
logi'e regresar esta noche. .. 

— ^Bieti; pero yo de todas maneras lo es- 
pei-o... y si no pudiera venir ahora, maña- 
na por la mañana antes irse a Chorrillos, 
sin falta... 

—Eso sí que le aseguro. 

8¡ el cochero alcanzó a escuchar lo ante- 
rior, no logró percibir algunas pocas pa- 
labras confusas que siguieron tras las otras, 
pero vio que luego la m'ña descendía del 
vehículo, y entonces sí que oyó esta frase 
dicha con expresivo acento: 



—Acuérdese, cholito, que lo espero. 

— ¡ A la plaza I — gritó la voz de Soler. 

El auriga quiso hacerjirara su vehícu- 
lo; pero un coche que habia al lado y cuyo 
cochero se habia bajado del pescante a aco- 
modar tranquilamente h"^ velas de sus fa- 
roles, se lo impidió, y tuvo (|U3 avanzar 
algunos pasos para poder dar la vuelta. 

— ¡Apúrate! — exclamó el capitán. 

El auriga hizo chasquear su chicote y 
los caballos estimulados de la manera más 
prosaica, tomaron el galope. 

Frente al portal de Botoneros hizo So- 
ler detenerse el coche, y después de pagar 
a su conductor, se encaminó a paso lijero 
hacia las gradas de la Catedral. 

— No me conviene quedarme con el mis- 
mo carruaje, — murmuraba; — y ya no es 
tiempo de tomar otro; pero no es eso lo 
que falta aquí en la plaza. 

Llegó frente a la iglesia metropolitana 
y se puso a pasearse después de encender 
un cigarrillo. 

Estaba en el lugar de la cita qu^ diera a 
Luisa; en el mismo sitio donde la habia 
esperado cierta noche hacia ya algunos 
meses, como lo vimos. Pero entonces él 
tenia graves quejas contra ella, mientras 
que ahora, al contrario, ocurria él para dar 
satisfacci^es y quizás con la conciencia 
no mui tranquila... por lo del dia, . 

Poco tuvo que esperar; al cabo de cor- 
tos minutos vio venir hacia él una persona 
en quien creyó reconocer a Luisa. 

Era ella; en efecto. 

Luisa traia casi todo el rostro tapado 
con su manto, y las facciones de él que 
quedaban descubiertas apenas se distin- 
guían a la débil claridad que proporcionaba 
una lejana luz de gas. 

— Luisa, — dijo Soler acercándose a ella, 
—cuánta ha sido su bondad en acudir a es- 
ta cita. 

— No es bondad, sino el deseo natural 
de oir sincerar mi conducta por la misma 
boca que hace algún tiempo demostró sos- 
pecha, — contestó Luisa con acento tran- 
quilo y sin denotar la menor alteración de 
ánimo. 

— Usted ha leido mi carta; ya sabe que 
se ha rasgado el velo que me hacia verlo 
todo con tan sombríos colores. Una pajina 
escrita por usted que yo encontré en poder 
de Narbona me lo reveló todo. Ahora sé el 
significado de aquel silencio de usted que 



280 — 



me partía d aloia j me liacia perder el jui- 
cio; era qiiG osfccd se sacrificaba por sus 
amigas, y aun por mi mismo, no queriendo 
comprometerme en nii asunto delicado. 
; Tanta jenerosídad en usted y tanta des- 
conñanza en mi ! eato es lo que más me con- 
funde al darlt! mis satisfacciones. Sólo una 
excusa teago para atunuar mi proceder: el 
amor es receloso- esta es mi única defensa. 
¿Conseguiré disipar su justo rencor? díga- 
melo, Luisa. 

— Dcidc que leí sn carta lo olvidé todo. 

— No esperaba otra cosa de la hidalguía 
siempre manífesLacb por nsted, —-exclamó 
Soler con expansión, y quiso estrechar una 
mano a la joven viuda; pero ella la retiró 
suave mentL\ 

— Las dudas de usted me mortificaron 
mucho; asi QA que sits explicaciones me cau- 
san un verdadero placer. 

— Y son tantos las que le debo, — contestó 
el capitán algo cortado porque el tono de 
Luisa aunque político, era frió. 

Atríbayó esto a que la joven en el primer 
momento querria mostrar alguna reserva, 
consecuencia natural de la ruptura que am- 
bos habían tenido. Coa taba poder a fuerza 
de halagos^ y prototas disipar esa nube; 
pero en aquel luirar donde continuamente 
eatakui pasando transeúntes no era posi- 
ble motíbrarse mui expansivo. ^* 

— Tengo tanto que decirle, tanto que ro- 
garle,— añadió BoJer;— pero eñ este sitio no 
se puede hablar con libertad; voi a llamar 
un coche para que vamos a alguna parte 
donde podamos estar tranquilos... 

Luíf^a lo d^^tuvo dicióndole: 

~ÍÍ0i no llame; esta entrevista debe ser 
mui corta, uo tenemos necesidad de mover- 
nos de aqui. 

—Pero.-. Luisa, — balbució el capitán 
vacilante; — con esto me demuestra usted 
que aun me conserva rencor. 

— No tal, y la prueba es que estoi aquí, 
qufihc reñido }iai'a asegurarle personalmen- 
te que he olvidado todas sus ofensas al leer 
su carta, y para que luego podamos separar- 
nos conservando siempre un mutuo aprecio. 

-^¿Aprecio?,,, pero, ¿que significa esa 
pala b ra en tre nos otros ? 

— ^Sigoifica lo que uie parece que usted 
desea- usted mebabia hecho una ofensa; 
a] conocer que era injustíi, ha venido a dar- 
me una satisfacción, lo cual es de su parte 
tma delicadeza que le agradezco: con esto, 
si antes había algana desestimación entre 



nosotros, ahora |)odemos separarnos apre- 
ciándonos mutuamente- 

— ^Pero, Luisa, para Dosotros hai un sen- 
timiento superior al aprecio* 
• — Lo hubo. 

Soler quedó mudo, y luego conteniéndo- 
se respondió: 

— Le comprendo..- ha olvidado usted 
mis ofensas; pero también me ha olvidado 
a mí mismo* 

— Seria aplicar la pena del talion. 

— ¡Cómo puede usted decirme eso cuan- 
do yo siempre la,.. 

— No concluya uited esa frase,— 4i jo 
Luisa interniínpiendo divamente; — quiero 
conservar de usted para siempre un grato 
recuerdo: quiero creer que me ha olvidado 
usted en la ausencia o por nim fatal so»* 
pecha; pero no que conmigo se haya mos- 
trado falso . . . 

—¿Seré falso si le digo que siempre la 
amo? 

— ün dia dudó nsted de mí por una sim- 
ple sospech'a í ahora bien puedo yo dudar 
de usted teniendo pruebas de las cuales he 
sido testigo. 

— ¿ A qué se refiere usted ?— -pregnntó te- 
meroso el joven. 

— Sé en qué compaSía esperaba nated 
mi contestación* 

De súbito asaltó a Soler un pensamien- 
to, y lo expresó diciendo: 

— El muchacho que le entregó mí carta 
le dijo que yo estaba con una persona. 

— ^No, lo vi yo uiisrna qne me apresura- 
ba a traerle penionalmente la contesta- 
ción. 

— Aquella persona eni ana amiga con 
quien estuve un momento. -, 

— ün momento que ha darado hasta es- 
te instante; corto le Ixabrá parecido a us- 
ted porque debía estar mui entretenido, 
tanto que ni aun reparó en nn coche rpe 
le seguía por todas partes. Yo no quería 
imitarle a usted que por una vaga sospe- 
cha armó un juicio í quise tener una certi- 
dumbre, y ahora que la tengo bien com- 
prenderá usted que solamente me queda 
que desearle felicidad y decirle adiós. ., 

Y Luisa echó a andar vilmente hacia 
la calle de Bodegones por donde habia 
venido. 

Soler siguió tras de ella algunos pasop 
diciendo con voz supHeaitte: 

— Le da usted a eso una importandi 
que no tiene. 



— 281 — 



— Onaato me diga es inútil, — contestó 
1h joven deteniéndose un instante; — todo 
€sto ha concluido para siempre, j así co- 
mo f ai <;onstante en mi afecto lo seré en 
mi palabra* - - 

Había t^n ú acento de Luisa tal sereni- 
dad, quti Sokr conoció que aquella reso- 
lución era inciuebrantable y sólo pudo mur- 
murar; 

— Pero . . . 

La joven continuó andando, y volvien- 
do la earaj d t jo r 

— ^No me siga í acuérdese que lo espe- 
jan, 

Lxxn. 

Se continúa algo que habia sido 
interrunnpido. 

Soler quedóse un instante inmóvil vien- 
do alejarse a la qne habia sido su amante. 
<?onocia el caraefcr de ella y sabia mui bien 
qae coa cualíjiiicra tentativa que hiciese 
nada conseguitia. 

—¿y qué podría yo decirle, — murmura- 
ba,— cuando ella lu sabe todo? hasta ha oido 
las últiioria palabras de Zoila; de ahí que 
me dijera: íí Acuérdese que lo esperan.» 

Quedóse un momento pensativo, y luego 
i'espirandü con fuerza exclamó: 

■ — Se acabó todo. 

T como queriendo desechar sus ideas, se 

f)U80 a andar atravesando la plaza ha,sta 
legar al portal de Escribanos. 

Largo rato eati^vo ahí dando paseos de 
uno a otro extremo y embebecido en sus 
pea^amieutcs. 

De pronto oyó una voz que le decia: 

—Aquí eita d coche, señor. 

Tonió la vista y reconoció al cochero 
que una gran parte del dia habia tenido a 
fiu servíciü. 

Una idea súbita le vino, y como si qui- 
siera ponerla en ejecución antes de que pu- 
diera reflexionar, contestó: 

^Bien; subü al pescante y vamos. 

El coche estaba a un paso y Soler mon- 
tó en él 

Un euat'tü de hora más tarde se detenia 
tin carruaje en la calle de Ibarola frente a 
lu casado Zoila. 

Esta m~M debió sentir la llegada del ve- 
iiículo, pues viniendo a todo correrse aba- 
lanzó ala puevtecilla, la abrió y de un sal- 
to subió a él. 



— Lo ha hecho divinamente; me habría 
muerto de cólera si no hubiera regresado. 

Esto decia Zoila al capitán Soler qne es^ 
taba dentro del coche, y riendo añadió: 

— Vea quienes están ahí. 

Miró Soler hacia la puerta de la casa y 
vio a dos personas a quienes al punto reoo* 
noció: eran Blanca y Olimpia. 

— A pesar de lo que usted me dijo kíi 
mandé llamar porque el corazón me avisaba 
que pronto iba usted a regresar. 

Y Zoila saltó fuera del carruaje arras- 
trando de un brazo a Soler. 

Durante aquella noche algunos viandan- 
tes que pasaban por la calle de Ibarola 
oian un alegre ruido producido por ins mar- 
tinetes de un piano y aumentado esti-e pito- 
samen te, por voces humanas y palmol/jos, 
sin que faltara en medio de toda esa sala- 
garda unos sonidos enteramente i, tí nales a 
los que hacen los vasos al chocarle nnoa 
con otros. 

Si el que pasaba era por casualidad algún 
adivino y ponia en ejercicio su don sobre- 
natural, adivinaría que ahí habia jetóte qae 
se divertía; pero si no lo era... también lo- 
graría adivinar la misma cosa, a no ser que 
fuera un bendito... 

Así como el que tuerce la llave de nii ca- 
ño y deja correr el agua hasta que le con- 
viene, y en aquel instante volviendo a mo- 
ver la llave corta la corriente, así lo hare- 
mos nosotros con las horas de aquella noche 
y aún algunas del dia que le siguió; las de- 
jaremos correr una en pos de otra hasta 
que veamos el sol en el cénit. 

A esa hora entraba en la estación de Cho- 
rrillos un tren compuesto de tres o cuatro 
carros. 

Yarias personas, como siempre sucedía, 
esperaban su llegada, y entre ellas habia 
muchas que por pertenecer al ejército reco- 
nocieron la fisonomía del capitán i^oler en 
un joven que tan pronto como el íma se 
detuvo brincó sobre el andén. 

Era Soler que regresaba de Lima. 

Miró a todos lados, sin duda esperando 
ver a su compañero Lostan que el dia an- 
terior habia quedado en venir a esa hora a 
la estación dado caso que no lo-ai^redrara 
el sol. 

No lo divisó; pero esto lejos de disgus- 
tarle pareció producirle cierta satisíaecíoii^ 
pues murmuró sonriéndose: 

— Me alegro de que no haya venido. 

04 



— 282 — 



Y en seguida se dírijíó a la calle a paso 
largo. 

De ahí tomó el camÍDO de su campa- 
mento. 

Tan pronto como estuvo en él entró a sn 
habitación y se puso a cambiar de ropa, a 
ponerse su uniforme militar. 

Hecho esto escribió unas cuatro letras en 
un papel que dio a su asistente diciéndole: 

— ^Llévaselo al capitán Lostan. 

Y abrochjíndose los tiros de la espada sa- 
lió nuevamente del campamento. 

Lostan con una blusa de brin puesta so- 
bre la camisa, estaba reclinado sobre unos 
baúles en su ramada. 

Tenia en una mano un palo en un ex- 
tremo del cual se veia un gran manojo de 
tiras de papel atadas como las plumas en 
un plumero. Aquel instrumento le servia 
para estar batallando con la cantidad enor- 
me de moscas y mosquitos que se le iban 
encima. 

En esa posición y en esa tarea lo encon- 
tró el asistente de Soler que le llevaba el 
papel recien escrito. 

El capitán leyó: 

«Lostan: 
«Estoi en un fuerte compromiso; me ha- 
rás el favor de venir inmediatamente con 
Galvez al hotel de la plaza. 

Soler.» 

Aunque disgustado por tener que salir 
con el terrible calor que hacia, Lostan se 
resolvió a vestirse y fué en busca del capi- 
tán Galvez. 

— ¡Hombre ! tienes cara de haber pasado 
una noche mui tempestuosa... — exclamó 
Lostan viendo a Soler que en el corredor 
del hotel salia a su encuentro y al de Gal- 
vez que venia con él. 

— I Qué diantre! — añadió Galvez; — nos 
has hecho venir con este sol que nos derri- 
te: ¿qué es lo que hai?... 

— ^Hai que yo estoi solo y no puedo en- 
tenderme con tres personas, — contestó So- 
ler con un acento mui serio como si se tra- 
tara de dlgun pleito; — viniendo ustedes en 
mi ayuda, ya será otra cosa. 

— Yo creo que has tomado algunas co- 
yas en Lima y te has metido en un beren- 
jenal. 

— Así no más es; pero estando ustedes 
la cosa cambiará; vengan para acá. 



Y Soler los condujo a una pieza del hoteL 

Entró él primero, y sus dos amigos lo 
siguieron* 

Un estrepitoao coro de voces humanas es- 
talló en risaa, gritos y exclamaciones. 

En aquella pieza habta tres personaa^ 
sin nada en su a^^pecto qne juatificara eí 
temor afjarentado por Soler, 

Emn treís jóvenes. . . pero tres Jóvenes 
del otro sexo... 

Zoila, Blanca y Olimpia eran reapecti- 
vaniente sua nombroB. 

Difícil fué oír entre las risas las prime- 
ras palabras y saludoa que ahí m cambia- 
ron; pero fiíycilmtínte los adivinará el lector, 

Por fia después de aquellos padieron 
oirse estas frases: 

— [ Preciosa sorpresa ! 

— Soler, te has portado como an héroe. 

— Como un Hércules; te has traído las 
manzanas de oro del jardín de las Hespé* 
rides. 

— ¿ Qué cosa? [ gua ! .. . nosotras no so- 
mos ni manzanas, ni de oro, ní no^ han 
traído, sino que hemos venido a bañar- 
nos... 

— Calle usted, B I auca; vea queme siento 
inspirado al verla y hablo en el lenguaje 
de los dioses; déjeme figuranne siquiera 
que son ustedes las tres Gracias, compañe- 
ras de Venus, que han descendido del 
Olimpo para visitar a estos tres asenderea- 
dos émulos de Marte, 

— Tlé aquí el néctar, — exclamó Soler lie* 
na 1 ido algnnos ^'asos de cerveza. 

— llagamos las libaciones; pero no como 
los paséanos que solo probaban el conteni- 
do de ana vasos 7 derramaban el resto, sino 
como buenos cristianos, diciendo]: <íHasta 
verte Cristo mÍo.í> 

El cristal tocó los labios, y la cerveza se 
escurrió por las gargantas. 

La confianza gauaba terreno a pasos ji* 
ganfcescos. Se conversaba, se chancea t>a y 
se reía conforme al código del más expan- 
sivo buen humor. 

Ruda tarea seria estampar los dÍLÜogos 
que en aquella t)ieza se oían, pues tres bo- 
cas hablaban a la vezj pero no se formaba 
confusión, pues cada boca tenía un par de 
orejas qne las escuchara. Esto vale tanto 
como decir que se habían organizado tre« 
parejas y cada cual dialogaba por su 
cuenta. 

Lostan interpelaba a Blanca; Galv 
disentía con Olimpia^ y Soler se entend 
con Zoila di\ÍDamente. 



— 2é3 — 



Para üscnbir todo lo qne ellas y elba 
'decifln. Be habtia necesitado tres tiiqnígm- 
foa, de consiguiente nos contentaremos eon 
-trasladar al papel una que Dti*a fi'ase suelta 
pillada al vuelo, 

— No me diga mÚ3, cuando ha sido tan 
ingrato que uí siquiera rae ha escrito, 

— Pero Olimpia, ja se lo he dicho: de 
sllá del interior no había cómo mandar 
una carta. 

—¿Y desde que llegó a Chorrillos? 

— £spí.*i*aba qtie llegase el momento un 
que pudiera ver a usted para pedirle per- 
fíonalmeute el cumplimiento de su promesa, 

— ¡Promesal ¿qué promesa? 

— La de corresponder me. 

— ¡ Qué talL , , yo no me comprometí a 
tanto,— contestó Olimpia riendo; — le dije 
solamente que a su regreso lo seriamos, 

— Pues bien, veámoslo, 

—No, Blanca; eso no puede ser; usted 
pretende retroceder en el camino de nues- 
•tros amores- 

— ¡ GuiU . - . ¿qné amores son esos? . . - 
no los conozco* 

— Son loa que dejamos pendientes al 
partir JO para La Sierra, 

— Nada. 

— En ia novela de noestros amores ha- 
.biamos lleudo al capítulo donde el galán 
y la dama ae juran amor eterno. - • 

— No td-.. solo íbamos en la priaíera 
pajina, donde él y día m hablan por la 
primera vez.,, 

— ¡ Áli memoria de pajarito ! . . , acuér- 
dese que ya habíamos posado todo el pró- 
logo y quedábamos en la mitad del cupi- 
tuTo citado: desde alii del>emos continuar 
la lectura. 

— ;0h! si usted se ha saltado muchas 
pajinas, 

— Ninpíuua, nin^aua; continúo la lec- 
tura y digo: aHa hecho usted de mi el 
hombre más feliz díciéndome que me ama; 
al darme su amor me ha dado el cíelo en 
%ída*-. 

— ¡ Párese ! párese ! que se ha saltado un 
-manojo de fojas. 

—Ni una. 

— Estamos en el párrafo en que usted 
me decia cosas y yo no las creia* , - 

^Xo me este releyendo las hojas dobla- 
das ya.,- Prosigo: Repítame, Blanca, mil 
veces esas dulces palabras; continúe dicien- 
dome que me quiere» que me ama. . . 



^Cuánto te eatoi queriendo, choUto; 
pero a veces me parece que te poues triste, 

— No seas loca, Zoila; ¿no ves í|ue eatoi 
contento» 

— Sí» ahora lo estás; así me gusta. Acer- 
ca una copa; vamos a tomar los dos ea 
ella. 

Todos est^ft diálogos se oian. 

Como por encanto los vasos se veían jar 
llenos y ya vacíos, y la conversación coa 
ti nimba y avanzaba. 

Gah\jE había conseguido que Olimpia 
resolviese que vieran aquello de la corres- 
pondencia. 

T Lostan habia logrado que Blanca se 
decidiera a continuar la lectnra de la no- 
vela desde el punto que ¿1 señalaba. 

En cuanto a Soler y Zoila seguían be- 
biendo en un solo vaso con uoa unidad 
envidiable. 

En estas circunstancias se oyeron la^ 
tres de la tarde. 

Ei'a la hom de la llamada* 

—Mientras vamos al campamento,- dijo 
Solera las ni ñas ;^ — ustedes, como está coü- 
venido, pueden ir a los baños; a las cíoco 
nos eu contraremos at^uí mismo, 

— Apurémonos, — -decia Gal vez a sus doB 
compañeros, saliendo del hotel ;— vamos a 
llegar atrasados. 

—No temas, — contesto Soler; — para que 
no nos sorpreudiera ¡a hora tuve la precau- 
ción de adelantar diez minutos el reloj del 
hotel. 

El plan pmpuesto se cumplió. 

Ellas se dinjieron a los baños j ellos a 
su campamento, 

Al cabo de dos horas volvían a enoon- 
trai-se en alegre compañía. 

Se acercaba la hora de comer, y luego 
las tres pai-ejas se sentaron a la mesa, 

Blí^nca y Olimpia pretendían regresar 
a Lima en un treu que partía a las seis y 
media de la tarde, Zoila habia dt^larado 
positivamente que el aire de ChoiTÍllos le 
sentaba muí bien, y que pennancceria ahí 
dos o tres días respiraudo las brisas ma- 
riñas, 

Pero durante la comida en medio do 
una loca alegría, hubo tantas risas y voc^ 
en tono alto, que no se oyó sonar el reloj 
y ni aun se percibió el silbido con que lík 
locomütora desde la estación anunciaba su 
partida* 



— 284 — 



A las siete los oficiales tuvieron que le- 
vantarse de la mesa para asistir a la retre- 
ta. Sólo entonces Blanca y Olimpia vinie- 
ron a darse cuenta de que el tren debia 
haber partido... 

Pero no se crea que este contratiempo 
las aflijió mucho, pues cuando al cabo de 
media hora regresaron del campamento los 
tres oficiales después de haber pasado lista 
de retreta, las encontraron mui resignadas 
a esperar el próximo tren, que no saldría 
de Chorrillos hasta la mañana siguiente. 



LXXIII. 

Pasa el tiempo. 

El teniente Víctor Alvar, como es de 
suponerlo, se encontraba también en Cho- 
rrillos puesto que ahí estaba acampado su 
batallón. 

Ya hemos visto que durante las marchas 
las penalidades y fatigas por una parte, y 
las continuas atenciones y preocupaciones 
que le proporcionaban sus deberes milita- 
res, por la otra, habian mantenido domi- 
nados o a lo menos apaciguados sus pensa- 
mientos. 

Cuando se encontró en Chorrillos lle- 
vando una vida más tranquila y libre de 
tan crudas alternativas, naturalmente el 
reposo permitió que se representaran a su 
imaginación con todo su triste colorido las 
escenas de Huanta en que habia figurado 
la tierna y desgraciada Lucía. 

Tenia la esperanza de que la niña estu- 
viera ya en Lima, puesto que ella debia 
haber hecho su viaje por una via -.miís cor- 
ta y sobretodo mucho más Hjero, ya que 
los viajeros yendo a caballo por aquellos 
pasajes no tropiezan con las dificultades 
de una división que marcha a pié, y sin 
gran fatiga pueden llevar una velocidad 
tripla o cuadrupla. 

Desde el primer momento de su llegada 
al puerto de Chorrillos esperó con ansias 
recibir alguna carta de Lucía que le anun- 
ciara el lugar de su domicilio en Lima y 
las novedades que le hubieran ocurrido 
desde el instante en que se separó de ella. 

Pero pasaron varios dias sin que la carta 
aguardada llegara. 

A menudo hablaba de sus asuntos con 
BU amigo y compañero Martel. 

— Tal vez han tenido algunos inconve- 



nientes y no han podido regrcaír todavía^ 
— ^solia decirle éste; — estando Lucía eu 
Lima le será sumamente fácil saber que el 
batallón está aquí, y te cBcribirá como te 
lo prometió; si no lo ha hecho, e.s prueba 
de que aun no ha llegado a la ca)iítíií. 

Alvar le encontraba mzon y se resolvía 
a seguir esperando. 

ün dia dijo a su amigo; 

— Se me ha ocunido una coaa para Balír 
de dudas, 

— ¿Y es?* --^e preguntó Martel. 
Que me hagas el favor de escribir una 
carta a doña Mí^nuela y dirijiria a Lima, 

— -¿Diciéndole qué? 

— Saludándola simplemente j tú tiene a 
motivo para hacerlo puesto que existen re- 
laciones amistoRivi entre esa señora y tú, 
Ella te estima demasiado para no contes- 
tarte si recibe la curta, líe e^a nninera sa- 
bremos si está tn Lima, pites bien podría 
ser que vi jihiraíi a Lucía para que no me 
escriba. 

— Fácil es hacer lo qne qiu eres, -^ coa* 
testó Martel. 

La carta fué escrita y conducida por el 
correo sin llevar señas de domicilio, oomo 
es de suponerlo. 

Nuevos dias de espera trascurrieron sin 
que la respuesta llegara. 

—No están eu Lima,^ — ^repetía constan- 
temente MarteL 

— ¡Quiénsabe!— murmuraba Alvar du- 
dando. 

— Es seguro ; doña Manuela me habna 
contestado, 

— Puede ser que quiera ocultarte tu lle- 
gada para que yo no la sepa. 

Martel no hallaba nada que contestar a 
esto. 

Grande era ol deseo que tenia Alvar de 
ir a Lima para hacer persaualmcuLe algu- 
nas dili jencias con el tin de averiguar algo 
de lo que tanto le interesaba. 

Por fin se decidió un día a inventar cual- 
quier pretexto ? solicitar permiso para d¡- 
rijirse a la ciudad del Eimac. 

Lo consiguió. 

Vistióse de paisano y tomó un asiento en 
el tren que lo condujo a Lima. 

Luego que se encontró eu la capital, su 
primer acto fué investigar si en la casa de 
la calle de Zamudio donde antes vivía Lu- 
cía sabrían al^^o de ella. Con este objeto 
buscó un muchacho despierto, cosa que no 
le fué difíci], y lo envió a preguntar si aun 
viviría ahí la señora Melgar, pues aven- 



— 285 



guar dírecbameobi algo de Lticín habría 
dado hi^^T n hablillas de los vecinoa. 

El niensajero regresó diciendo fjUtí desde 
que aquella señora babia partido de Lima 
nada Be sabia de ella ni de su familia y ffup 
el departa mentó qne antes ocnpam se ha- 
llaba ahora habitado por otras personas. 

Después de esto Alvar se di riji ó a visitar 
a aquella señora extranjera en cuja casa 
habia visto por primera vez a Lucía. De ella 
espei'oba ccnseguir qnizás algunas noticias. 
Con discreción en medio de difereníeís co- 
BftB de qtie trataron, pregnDtóla el oficial 
por la niña j su familia, tratando de ocul- 
tar su emccion. 

—Hace mucho tiempo que salieron de 
Lima ; creo que se fueron para A yac ocho y 
«upoijgo que no deben haber rc;í;rcsado, 
pues arnqne habían cH>rtado sns relaciones 
conmigo, como usted lo sabe, yo habría te- 
nido conocimiento de su regreso por algu- 
nas amigas. 

Esta filé la conteetacton d * la señora. 

Alvar aaiió de aquella caj^a casi conven- 
cido de que Lucia ann estaba lejos. 

Ya no le quedaba lugar donde hacer uue- 
yas investi^cione.-J!. 

8e echó a andar por laacalks sin nimbo 
fijo esperando qne la casnnlidad le hiciera 
encontrarse con el padre o la tia de sn andan- 
te o con eba misma, si os que estaban en la 
ciudad» 

Todo el dia lo empleó en mirar a los bal- 
cones y fijante cu [as fisonomía de los tran- 
seúntes, Pero este medio no era por cierto 
el miis seguro; casualidad muí grande seria 
qne íograra hallarse con algunas de aque- 
llas peleonas en la calle durante las pocas 
horas qne iba a permanecer en la ciudad. 

Alvar regí eso a su campamento sin ha- 
U^r sabido más ]iotÍcias que las indicndas. 
Ellas le daban casi una seguridad completa 
de que Liieía ann no liabia vuelto; mas sin 
embargo, conservaba siempre li jeras dudas. 

íío le quedaba sino resignarse a cspemr. 

Días tras ditvs y semanas tras semanas 
transcurrían sin que llegara la esperada 
carta. 

Con avidez leia en los diarios limeños 
las noticias de La Sierra qne solían pubH- 
car y temblaba cuando referían alííunos he- 
chos sanguinarios ocurridos en las cerca - 
lias de donde dejara a Lucía. 

Mientras tanto, habían llegado de Chile 
los despachos que convirtieron al teniente 
Alvar en capitán. 



El liombi'e en la vida va insensiblemen- 
te haciéndose niño, púber, adolescente etcé- 
tera, sin que ningún accidente instantáneo 
revele el tránsito de una edad a otra; pero 
en la milicia va a enviones y los tránsitos 
están perfectamente biei> demarcados. 

En la vida se desliza; en la milicia se va 
a saltos. 

Alvar no habia sabido el instante preciso 
en que de adolescente pasó a joven, ningún 
incidente se lo hizo conocer; pero si supo 
el momento justo en que de teniente paisó 
a capitán: fué cabalmente en el rápido mi- 
nuto que S. E. el presidente de la república 
trazó en nn pliego de papel una plumada 
con tinta de alquimisto. 

¿Por que de alquimista? 

Porque aquel rasgo de negra tinta se 
convirtió en una trencilla de oro que cir- 
cundó el kepis de Alvar, paralelamente a las 
otras dos que ya tenia. 

Es de advertir que antes de que el alto 
majistrado estampara la consabida pluma- 
da, Alvar habia oido zumbar muchas balas, 
trepado muchas montañas, sufrido muchos 
ayunos y cambiado ranchas veces el color 
de la epidermis al sol de los campamento» 
y la epidermis ella misma ea la cima de las 
cordilleras. 

Pura un militar el cambio de grado trae 
cambios en su vida, en su traje y hasta en 
su nombre: el teniente Alvar habia pasado 
de un golpe a llamarse el capitán Alvar. 

Desde su nuevo ascenso habia entrado 
en intimidad con los demás cíipitanes de su 
batallón. Estos lo habian recibido mui bien,^ 
y él se juntaba con ellos, ya para charlar^ 
ya para salir a dar un paseo por las calles^ 
de la población o pam ir a los baños, o pa- 
ra alguna otra entretención que buscaban 
a la medida de las circunstancias. 

Aliaga y Orrego habian roto completa^ 
mente con Carmen y Elisa. 

Parece que ellas no se aflijieron mucho 
por esto; ni tampoco ellos. 

— Me alegro, — solia decir Aliaga, — de 
haber cortado esas amistades; el dia menos 
pensado aquella locuela podia haberme 
mordido la lengua y haberme dejado tres o 
cuatro dias sin poder comer. 

Cuando Lostan oyó contar a Soler sus 
aventuras de aquel dia en que fué a Lima, 
la manera como se habia encontrado con 
Luisa y las palabras de ella, le dijo : 

— Hombre, has perdido un tesoro; una 



— S86 — 



dama como esa vale nn Potosí. Una mn- 
jer vulgar, a ^nitos t^ habría llamado em- 
bustero, pérfido, picaro, traidor, apostata, 
y habría (jnerido pasarte las «fia:i por el 
rostro. Luijsa hn tenido k enerjia de domi- 
nar so ira j de conservar su dignidad para 
despedirte oon delicada cortesía. ¡Esa mu- 
jer vale uia mundo! 

— Bien conozco lo que he perdido,,, y 
para siempre... 

— Así Uie i.mrece que ea pam séctiia sin 
fin. 8i te humera llenado de improperios, 
si te hubiera arañado, si te hubiera dado 
nn insulto, ixídíaa ciperar que se pasam la 
ventolina; pero cuando con tanta sereui- 
dad te ha expresado' su reBolncion, es de 
temer qtie sea irrevocable. 

— Yo crmüzco su carúeter y también 
creo lo mismo que tá* 

— ^Te compadezco por lo que has perdi- 
do; pero al mismo tiempo te felicito por- 
que ha& sabido portarte como un filósofo 
en tu desventura: la vida tis mui coita pa- 
ra gastarla en suspiros rechazados: por 
Luisa, de rebote caiste en brazos de Zoila; 
te aplaudo. 

— ¡Qué quieres, hombre! estaba fasti- 
diado con iiqnú asunto 7 quise distraer- 
me. 

— Wo te pido discalpae, pues <]ue por el 
contrario te apruebo; además Zoila ea una 
agmdable personita con cuyos halagos bien 
se puede mutar una pena. " 

Aquel dia cu que Soler dio tan grata 
sorpresa a Lostan j Calvez, Zoila habia 
anunciado quti permaneceria dos o tres 
dias en Chorrillos porque el aire del mar 
le hacia mnoho provecho; pero callaudito 
le habia dicho a Soler en confidencia que 
no se iba porque lo veia entristecei-se de 
cuando en cuando y estaba resuelta a no 
moverse de ahí hasta vtrlo bien cansolado 
de la pesadumbre qiie parecía aflijirlo. 

Ya sabtímns que ese mismo dia a Blan- 
ca y Olimpia las habia dejado el tren de 
la tarde; i^ero el dia siguiente... ; fué peor! 
las dejaron todos los trenes. . . y eso t|ue 
eran cuatro o cinco los que pattian dia- 
riamente para Lima: el primero de la ma- 
ñana, porque aun no se levantaban ; el se- 
gando, porque concluido el almuerzo se 
habian quedado de sobremesa en un dia- 
logo tan intei^esaute con Lostan y Gal vez, 
que se lea ptisó la hora sin sentir? el terce- 
ro, porque la coíivei-saciou no se cortaba 
todavía; el cuarto, por los baños, y el últi- 



mo, porque la dichosa coüvers&cíou habia 
vuelto a anudarle. 

Por Jin en la mañana próxima ambas, 
acompañadas de Zoila que ya habia visto 
consolado a Soler, tomaron asiento en un 
vago o del tren. 

Loa tres consabidos capitanes egtaban 
haciendo ejercicio con su batallón en nn 
potrero próximo a la linea férr^ cuando 
las vieron pasar conducidas con la veloci- 
dad de la locojüotora. 

Se iban.,, pt^-o como ka golondrina», 
para volver. 

Así lo demostró la eiperiencia. 

Volvían de cuando en cuando, ya las 
tres juntas, como las tres brillantes estre- 
llas de Orion en las tardes de la primave- 
ra ; ya solamente dos, como la aurora y el 
sol al despertar el dia¡ ya únasela, cual el 
lucero del alba. 

El capitán Orrego notaba a veces que 
Lostan, Soler y Gal vez, desaparecían del 
campa Diento y y solia decirles: 

— ^Ajer no aportaron ustedes por aquí 
sino a las horas de Usta... entretenciott 
tendrían por allá... 



Asi continuaron las eosaa por algún 
tiempo. 

LXXIV. 

El capitán Lostan en Lima. 

Habia llegado el mes de marzo, cuando 
cierto dia el capitán Lostan tuvo permiau 
pam ir a Lima. 

Blanca debia teuer conocimiento do esta 
viajata, pues apenas Lostan descendió del 
tren eu la estación de la Encarnaeion y sa- 
lió hasta la calle, la divisó que asomada eu 
la ventanilla de nn ceehe le hacia sefias- 

Lostan subió en él, y el carruaje partió. 

Blanca son riéndose le dijo; 

^Tiemblo cada vez que vienes a Lima, 
porque tú et-efí tan... Si veí4 una carita.-, 
corres tras de ella y no hai quien te al- 
cance. . . 

— Veo que te sublevas contra mis ins- 
tintos naturales, — replicó LosLan riendo* 

— i Y te atreves a contestarme esoí 

— ¡Qué quieres! es el sentimiento 
nato de mi corazón que me gusten te 
las muchachas bonitas; por eso es que 
quiero a ti- 



— 287 — 



— Sí; pero teñólo que ^star con cuatro 
ojoa: si me descuido te me vneías*.. 

Continuando el coloquio en términos 
Beme jantes, liegfirou basta la casa dtí 
Blanca, 

Bajarou amlxis del coche y entraron. 



Algunas boraa mita tarde^ eería cosa de 
las tres, iba Lostau por la calle de Lesea- 
no dirijiéndoae a la plaza. Escudriñado ras 
miradas fijaba eu el rostro de los tran- 
seúntes,., siempre que estos vistieran traje 
femenil, pues patí^ce que el capitán tenia 
poco ínteres en eiaminar caras de bombre? 
ea verdad que en el campameuto estaba dia 
& dia viendo por centenares fisonomías 
barbuda», y ya que venia a la ciudad, era 
mui natural que por cambiar de perspecti- 
va quisiera clavar bus ojos en caritas bien 
mondadas, sin ning^im pelito fuera de las 
eleg^autea cejas y de las crespas pestafiae» 

Además del sentimiento innato que él 
decía tener, babía otra circunstt\ncia que 
le hacia ñ jarse atentamente en las lipUaa 
vi amia n tes que bailaba a su paso: Lo^ítan 
abrigaba la esperanza de divisar en 1 1*6 ellas 
el lindo semblante de aquella morenita a 
quien yarioa domingos viera el aüo ante- 
rior en la iglesia de Bauto Domingo, y nuu* 
ca fuera de ahi 

De pronto el capitán pareció sufrir una 
alteración a jnzgar por un jesto expresivo 
que hizo: había divisado venir eu direc- 
ción opuesta a una dama de hennoso as- 
pecto, y la miró con insistencia. No debia 
ella ser la morenita de Santo Domingo, 
porque eu cutis era blanca* 

Coiitmuó avanzando imas pasos, y al 
encontrarse con ella, La detuvo di cien dolé 
cortésmcnte: 

— Dispénseme tisted, sefioritaj que la 
importune un instante, pero no puedo re- 
sistir al deseo de saludarla. 

La daraa se paró y contestó con ima íu* 
clinaciou de cabeza y nua mirada interro- 
gativa qae decían claramente : aíí o sé quién 
es usted,» 

— Veo que no rao reconoce,— anadió 
Loatan; — y es natural, pue* la única vez 
que usted me ha visto estaba mui pretKíu- 
pada con un desgraciado «iiceso para que 
se fijara mucho en mí. 

Mirándolo con mayor atención, replicó 
a joven; 

— Usted parece chileno por el acento, 

— Parezco lo que soi. 



— ;Ahí ya le recuet^o; ea usted el capi- 
tán Lostan. 

— Así me llaman en mi batallón* 

— El mismo que cierta noche me prestó 
atentos servicios, — ^contestó ella sonriendo 
con amabilidad. 

— [ n siguí ficantca, 

^No diga usted eso; le estoi mui agrá» 
decida por sus atenciones; merced a nated 
tuve auxilios oportunos... 

— ¿Y fueron eficaces? ¿saüó usted com- 
pletamente? 

— Fue todo cosa de uuus quince dias- 

Ya se habrá adivinado que la i uter loen- 
tora de Lostan era Luisa. 

Después de las anteriores palabras COB- 
tiuuó la joven viuda haciendo un lijero 
relato de la curación de su herida. 

Cuando concluyó, Lostan con mucha a«- 
riedad le hizo esta pregunta: 

— ¿ Y no ha logrado usted saber qniéa 
seria el asesino? 

Luisa lo oairó con cierta sorpresa, se 
sonrojó y contestó vacilando: 

— Nó. 

Una fina sonrisa que dilató \m labios 
del capitán aumento el sonrojo de la 
joven. 

— Yo, — añadió él,— como no vi en aquel 
hecho ningún secreto, conté la historia y.-- 
prestimia qtie con loa pocos datos que pude 
dar bien podía haberse llegado.,, casual- 
mente..* a descubrir al agresor*.. Tal vez 
fué una grave indiscreción de mi parte.-* 

Luisa eiB mui per-spicaz para no conocer 
que Lostan estaba afeabo de todo lo ocu- 
rrido, tanto más cuaufco qiit; Soler le ha- 
bía comunicado una vez que por él había 
tenido conocimiento de su herida. 

— ¿Indiscreción? ¿por qué?— dijo eíla, 
serenándose con alguna dificultad;— ora 
mui natural que usted refiriera aquella 
aventara. 

— Sin embargo, me arrejíentí de haberla 
hecho, porque a consecuencia de haber 
oído mi historia, un compañero mío tuvo 
mucho que sufrir por dudas y penas. 

Luisa bajó la vista y disimulando con 
una sonrisa un nuevo sonrojo, dijo: 

— Creo que usted sabe de todas estas 
cosas... raíis que yo misma. , , 

— ^Pudlera ser que la casualidad por una 
parte y por otra la íntima amistad me hu- 
bieran hecho conocer el argumento de cier- 
tos sucesos.,. 

Quedó la dama un instante pensativa, j 



^ 



— 288 — 



al fín bülbació como tomando una re^la- 
cioa: 

— Tengo desloa de pedir a usted un ser- 
vicio. 

— Mu lionríiiií tisted con ello. 

— Pero soi'iív prccíao qae 8ü molestara 
usted vinii^íid'j un momento a mi casa, j 
quizás cstú ocupado--. 

— Xü tal ; ando por Jas calles en com- 
pleta vagancia, 

—Mi va^ istá cerca; a doa cuadras; 
tívo en CaloDJG, 

— Keciierdo esa calle, — couLeptó Los tan 
cülocáricl(íse al lado de Luisa j caminando 
a la par con ella, 

EntaEs pLil abras hicieron rodar la conver- 
^cion a obre íos hech{j3 que en ese sitio tu- 
vieron lng(sr cierta noche conocida del 
lector. 

Llegando a su ca.^ Luisa introílujo a 
Lostan en una f>alita adornada sin lujo, 
pero con íjiücia y buen gusto. 
Invit.indoío a turnar adeiito, le dijo: 
— ^Antüí? de que lo exprea^ el servicio 
que voí a ptídirk^ perinítiime le niegue í.jne 
cuente la innuera como su compañero llego 
a salir ile las dudas que según usted le 
ato rm e nt^i 1 >a n . . . las m u j e res so raos c iiri o- 

J lístame Lite era It^ tjue Lostan desealja, 
entrar en una conversación si f^e quiere 
confideneÍLtl C!"tü a^piella joven de quien 
tanto bahía hablado con Soler, y hacia k 
cuali sentía sirapatÍEis por su caríicter je- 
neroso. 

Contóla cuanto sabía: las vacilaciones 
de Soler y sus temores; las correrías del 
Corso, sus asechanzas y sn muerte, las con- 
versacioues habidas cutre los eompafieroa; 
en fin todo lo que ya sabemos. 

Luisa por la carta de su amante ya tenia 
conocimíeiíto do aquellos sucesos, pero sin 
los detalles que Lostan le dio- 

— Yt^o que su amit^o ha tenido míicha 
confianza cu usted,— dijo la joven cuando 
fil capitán condujo* 

—Es naUíral; estábamos viviendo en la 
mayor iiitimidad y siempre es grato reve- 
lar a un amigo sus sentimientos, 

— Le ha contado todo; pero quizás ha 
callado lo último,., lo relativo a !a última 
vez que me vio. 

Lostaii no hahia í[uerído expresamente 
hacer mención de lo ocurndo en la pos- 
trera entrevista que Soler había tenido con 
BU ainada, a pesar de que no lo ignoraba; 



pero ya que el Ja lo interrogaba directa- 
mentas re8].H>ndÍó: 

— También me Jo ha contado, Tavo us- 
ted un diíít^usto por ciertas soipechag,,, 

—[Nada de sospeclias! — exclamó vi%^a- 
mente Luisa;— f aero n hechos de qne íaí 
testigo. 

— Pero quizás les dio nsted noa impor- 
tancia que no tenían. 

— Hace tisted bien en defender a sn 
compañero^ mas, usted debe saber que en 
cierta circuntancias los ojos de una mujer 
no Bc engauau ; yo lo vi varias veces a^jiiel 
dia con esa señorita en cuya compañía es- 
tuvo paseándose y a quien dejó solamente 
uu instaute. para ira verse conmigo.., eu 
fin, no hablemos mas de eso; usted lo sabe 
lo mismo o mejor que yo.. » ademiis ya todo 
conelayó. 

— Pero si aquello hubiera sido una apa- 
riencia ení^Liñosa.,. 

--No diga usted tal; si yo hubiaae po- 
dido abrigLir siquiera una débil duda» otro 
habría sido ini proceder. Ya entonces tuve 
la cei^tiduiubre, y ahom mucho mú.^. Hu 
compañero estaba en su derecho para hacer 
lo f[ne mejor le pareciera; pero lo que me 
ha causado un verdadero sentimiento ha 
sido que él le haya hablado de mi a esa se- 
ñorita... 

— No ei*eü usted tal cosa; — eí^clamó 
L o sLa a i nte rrum pi e odo la \^ i vame nte ; — So- 
ler no puede haber hecho eso; lo conozco 
mucho para creerlo capaz de tal,,- mi- 
seria. 

—Sin embargo; voí a mostrar a usted 
una prueba. 

La hermosa viuda pasó a nna pieza con- 
tigua y re^fresó trayendo unos papeles en 
las roanos. 

—Esa señorita rae ha escrito esto ; \m 
usted. 

Los tan leyó : 
*t Señorita: 
iiíUi:game usted el servicio de entregar 
n sn dueño la carta que va dentro de ésta; 
mees imposible escribirle directamente a 
él y por eso le pido a usted esto favor que 
es inmenso para mí.» 

— Pues bien, añaili ó L u c ia — vea usted 
para quien es la carta que viene adentro. 
Y mostró a TjOKtan un sobio cu el cual 
se leia: 

fíí^eñor Síiler, capitán del Batallón Se- 
tiembre.» 

— No comprendo todo esto, — murmura 
Lostan. 



— 289 



— ^Pues yo, — replicó Luisa con una risa 
forzada, — lo comprendo perfectamente 
t)ien; aquella señorita ha querido hacer 
una travesura que le parecerá chistosa pi- 
diéndome que yo le sirva de mensajera 
para tener correspondencia con su amante. 

— ^No puede ser eso, — balbució el ca- 
pitán. 

— Está a la vista que ella ha querido 
jugarme una pasada mui chusca imajinán- 
5[ose que yo, naturalmente, por curiosidad 
u otra cosa, abriría la carta incluida y me 
impondría de lo que liai escrito en ella, 
que será un calendario de palabras dulces 
y halagos; esa lectura, al parecer de la se- 
ííorita en cuestión, me baria rabiar, y habrá 
estado ella gozándose al pensar en Id cólera 
que debo haber pasado. 

Lostan no hallaba que pensar. 

— ^Pero le han salido fallidas sus espe- 
ranzas; pues, como usted lo ve, no he 
abierto esa carta. 

El capitán. Lostan pensaba que Zoila era 
mui capaz de haber hecho esa broma; pero 
para llevarla a efecto debia haber estado 
al cabo de los amores de Soler y Luisa. 
^Cómo podia haber sabido algo de esto? 
Solamente si Soler se lo hubiese revelado; 
pero bien sabia él que Soler era demasiado 
galante para cometer tal villanía. 

Después de cavilar un instante, dijo: 

— No le puedo asegurar que esté usted 
equivocada; pero le puedo garantir que So- 
ler jamás ha hablado de usted con ninguna 
mujer. 

— ¿Y entonces?... ¿será alguna adivina 
la persona que escribió esta carta? 

— Tan seguro estoi de lo que le digo, 
que voi a proponerle una cosa: advertiré a 
Soler de lo que ocurrre; él vendrá aquí; en 
presencia de usted abrirá este pliego, y co- 
nocerá usted la verdad . . . 
. — ¡Eso nó! — exclamó Luisa con pron- 
titud; — yo no volveré jamas a verme con 
su amigo. 

— ¿Por qué? él lograría disipar estas 
sospechas... y quizás también las otras... 
j. . . la reconciliación es tan dulce. . . 

— Esto... nunca; hai muchas cosas de 
por medio. 

— Sospechas ... 

— Y ciertas visitas recibidas en Chorri- 
llos... todo suele saberse, y mucho más 
aquello para lo cual no se toma siquiera la 
precaución de hacerlo en secreto. 

Por el tono con que la joven pronunció 
3Stas palabras, conoció Lostan que la causa 



de su amigo estaba del todo perdida. Le 
quedaba únicamente defenderlo de la falta 
de hidalguía de que se le acusaba. 

— Convengo en cuanto usted quiera, 
pero vuelvo a asegurarle que Soler jama» 
h^ pronunciado su nombre en presencia de 
mujer alguna; habría sido una ruindad 
mui ajena a su proceder. "Esa señorita'' 
debe ignorar todo lo concerniente a él y a 
usted, pues yo la conozco mucho y puedo 
aseverar lo que digo. Si ella, o sea Zoila, 
tal es su nombre; si Zoila algo hubiese sa- 
bido de eso, ya se lo habría oído yo repetir 
muchas veces. Además Soler conserva de 
usted un recuerdo que puede llamarse res- 
petuoso y creería ajar su. memoria hablan- 
do con esa niña de usted. 

—¿Y cómo se explica, pues, todo esto? 

— Raciocinemos con calma: ¿cuando re- 
cibió usted esta carta? 

—Hace tres o cuatro días. 

— ¿ Por qué conducto ? 

— Por el correo. 

■^Tiene usted la cubierta exterior? 

— Aquí está. 

— Veamos el timbre. Viene del Callao* 

— En efecto; habrá hecho un paseo para 
allá y la dejó en el correo. 

— Para saber si es Zoila quien la ha es- 
crito, me seria fácil diríjirle unas cuatroa 
letras con cualquier pretexto y por la con- 
testación que me diera se podría hacer una 
comparación de la forma de letra... 

— ¡Oh! no haga usted tal cosa; parece- 
ría que yo me preocupaba de este asunta 
más de lo conveniente. El servicio que le 
anuncié iba a pedirle y para lo cual rogué 
a usted que viniese a casa, era que usted 
llevara estos papeles a su dueño. 

— Lo haré como usoed me lo pide. 

— Sí alguna vez viene usted a Lima y 
me honra con una visita, saldré yo de la 
curiosidad, que, por lo demás, no es muí 
grande. 

Lostan permaneció un momento más en 
casa de la joven viuda, y luego se despidid 
llevando en su bolsillo las cartas. 



Algunas horas más tarde estaba el capi- 
tán en casa de Blanca. 

— Nos vamos esta noche a Chorrillos. 

— Nada. 

— Sí; tengo miedo de que estés en Lima; 
hai tantas tentaciones para tí. 

— Continúa teniendo miedo hasta ma- 
ñana» 

35 



— 200 — 




Y así hubíj de ser. 



Eu la mañana HÍguieute poco düspuea de 
laa üclifi Lostause ponia su sombrero, 

— ¿Donde ras?— le decía Blanca. 

— A cierta parte. 

— Si no me dices dónile, tevoí asegmr, 

Blanca dijo eatü sonnéndose; pero aun- 
que vio partir al capitán no lo sí^^uíó. Tal 
vez recordó que éste varias veces le había 
dicbü que el día que lo siguiera a escondi- 
ám seria t-l mismo eo que tronaran. 

A paso largo i'^corrió L oslan varías ca- 
lUís liasta llegar a i a igíesia de Bauto Do- 
mingo. 

Entró en el templo. 

Un sacerdote eatíiba celebrando la misa. 

Lostan avanzo por la nave de la derecha 
hasta colocarse 6n un lugar desde donde 
pudiera fácilmente ver las caras de un re- 
gular mimero de devotas ahí reunidas. 

Muchos lindos rostros divisó; pero entre 
ellos no ae eneontraba el de cierta morenita 
que él t€uía s^rabido en la ¡maj i nación, 

Itespues de terminada la misa, retiróse 
hacía la puerta y saliendo fuera de la verja 
que hai frente a la iglesia, murmuró; 

— ¿ Estará escrito que no la haya de en- 
contrar ? 

Lxxy, 

La carta. 

Poco después de las doce de aquel día 
Lostitn entraba en la ramada di:; Soler. 

Esta en ei tiempo trascurrido desde que 
la habitaba el capitán habla Bufiido nota- 
bles alteracionüs. Distrayendo algunos een- 
tenares de soles de su propio bolsillo, el 
capitán le habia hecho poner papeles en las 
paredes, ladrillos y estera en el píao y lien- 
zo en el techo; de manera que ya no tenia 
el aspecto pastoril que le conocimos, sino 
otro ménoií poético, pero más limpio y de- 
cente. 

En pocas palabras Lostan puso a Soler 
al cünierite de lo hablado éu su entrevista 
con Luisa» 

— De modo que tienes ahí las cartas, — 
dijo éstcí después de oír a aquel. 

— Helas aquí-^ 

Boler eon precipitación hj6 la primera 
carta que le dio su compañero. 

"No es letra de Zoila, — dijo apenas la 
miró; — ya lo presumía pues Zoila no sabe 



ni una palabra de eso; ya su pondrías que 
jamas he hablado de tal cosa con elk. vea- 
mos la otra. 

Lostan le pasó la carta que había veni* 
do incluida en la primera y cuyo sobres* 
crito decía como se sabe: "BeOor Soler, 
capitán del batallón Setiembie.^* 

Soler rompió la cubierta. 

Dentro de ella, cu vez de un plieo^o, en- 
contró un nuevo sobre cerrado* En él se 
leían estas palabras: 

'^Beñor Don 

Víctor Alvar, 
Teniente <t«Lljatftlloii Seticmbí e.*'' 

— ; Hol a ! — csel am ó Losta u ; — esta otra 
carta también estaba en cinta, 

8oler quedó un instante perplejo, y dijo 
de pronto : 

— Ya lo adivino todo; esta carta debe 
ser de esa jo\ encita a iiuieu Alvar sacó de 
su casa, 

—¿De esa linda niña que conocí en 
Ha anta; quien si mal no me acuerdo se 
llaiua Lucía? 

— De esa misma; ella sabia el nombre 
de Luisa y también que era amiga mía. 

— ^¿ Y por qué se habrá dirijido a Luisa 
y no a tí o al mismo Alvar directatuente? 

—El DOS lo podm decir; vamos a verlo 
a su pieaa. 

El capitán Alvar se hallaba solo eo sa 
habitación hojeando los libros de su com* 
pañía, cuando entraron sus doa compa- 
ñeros, 

Al saber el objeto de su visita sintió una 
violenta emoción, 

llecibió la carta de manos de Soler y 
mirando el sobrescrito murmuró al punto: 

— Es de ella, 

Al fin tenia cu su poder aquella carta 
que tanto había esperado. 

Ftasgó la c:ibierta sin poder dominar un 
líjeio temblor nervioso y sacó de ella nn 
pliego de papeh Lo desdobló, y leyó pa- 
ra sí: 

■'Querido Víctor: 

"Te escribo sin saber sí estas líneas lle- 
garán al poder tuyo, pues no sé cómo en- 
viarte mi carta; pero quiero tenerla escrí 
por si se me presenta alguna oportunid 
de remitírtela. Aquí no hai correos ni te 
go yo de quiéti valerme para que esta I 
gue a su destino. Ya otra vez te había 



I 



— 2ÍÍ1 — 



CTÍfco en iguales circunstancias y üua feliz 
casualidad hizo que me encontram con tu 
compañero MavteU Puede ser que ahora la 
enerte quiera favorecerme nnevamcntü y 
fie me presente alguna oportunidad que no 
diviso, 

"Después que tú partiste de ITuanta 
continué algunos di as enfenna, pero me- 
jorando, j al cabo de una semana estaba 
ja bien, 

'^Mi tía desde que ni o tío repuesta tiiao 
el mayor empeño por emjjrcBder el viaje 
de regreso a la costa; mas, no se podían 
hallar arrieros T^i caballos para llevarlo a 
afecto. Todo era dificultades porque aque- 
llos pueblos segnian llenas de montoneros, 
de indios y de toda esia confusión que co- 
noces. 

*Tor fin al calío de un mes se vencieron 
los inconvenientes y nos pusimos en ca- 
mino, 

"[Penoso vi aje 1 al través de esas mon- 
tanas de nieve donde una se biela y de 
aquellas quebradas en que mirando hiíeia 
abajo se desvaneció la cabeza: tii sabes lo 
que es eso- Yo sufría infinito, pero guar- 
daba silencio porque todo mi anhelo era 
llegar a la costa, 

'*Nada sabia mi tía del secreto que te 
comunique; mas, durante el viaje llegó el 
momento que Jo sospechó y yo no pude 
ocultárselo m^is tiempo. 

í>Triste día fué aquel para mí. Tañía de- 
bió ser mi afiíccion y mi vergüenza, que la 
buena señora me tuvo Utstíma i no me r i fió. 
Solamente me dijo con calma: <i Debías ha- 
berme revelado esto antes y nos habríamos 
quedado de todas maneras en ITuanta; aho- 
ra hemos pasíulo ya la Cordillera y seria 
una locura peligrosa pai^a tí regresar allá 
pasando otra vez los Andes, Tampoco en 
tn estado puedes llegara Lima ni afina 
lea donde pueden haber personas que nos 
conozcan. Será preciso que nos quedemos 
por aquí* 

«¿Que podría contestarle cuando no me 
atrevía ni a levantar la vista^ y cuando vcia 
que ella tenia razón y se sacrificaba por 
mí? 

«Estábamos en el pueblo de XX, y cnól 
nos quedamos y estamos aún. iíra preciso 
esperar aquí más de tres meses para que yo 
pudiera llegar a Lima n otra ciudad sin ser 
objeto de vergüenza para mí familia. Y to* 
davía después de este plazo habría que re- 
solver lo que se hada de mí,.. 

**XX, es un pueblo de cholos como mu- 



chos que tú habréis ^ isto en Las Sierras, 
casi sin comunicación con el resto delpais» 
Aquí nadie nos conoce, j mi ti a tomó ade- 
más la precaución de cambiar de nombre- 
Está a veinte leguas de P'sco, 

'Kiuóvida tan trístehemosl I evado aquí; 
no quiero refenrtelacon sus pormenores por 
que no creas ([ue qmero hacer llegar quejas 
a tus oídos. Todo lo he soportado lesí gua- 
da Miónos dos cosas que bou las que uiílsmc 
hacen sufrir: es una no hallar cójno ni por 
qué conducto escribirte, y la otra ver cnan- 
to se sacrifica mi tía por mí vivic^ndo cu 
este destierro, 

"Por fiu hace algunos días llegó el mo- 
mento esperado. . . Síi buena tía me atendió 
con el cariño de tnia madre, puedo llamar- 
lo así ahora que yo mííímasé lo que es ese 
carino, ahora que b siento con todas laa 
fuerzas de mi alma, 

**íSi lo vieras, como lo quisieras! lüs nn 
niño lindísimo. Mí tía quería hacerlo criar 
por una chola; pero este ha sido el único 
caso en que me he atrevido a oponerme a se 
vohíutad; no he consentido en que se sepa- 
re de mis brazos, 

'*JMi padre lo híi sabido todo porque mi 
tía se lo escribió, teniendo que enviar ex- 
presamente un cholo para que llevara la 
carta a Pisco, Yo no se <iué determinación 
habrá tomado el; mi tía recibió contesta- 
don, pero nada me ha dicho- 

'\SÍn embargo, yo he sospechado algo: 
por ciertas palabras indecisas y ciertas pe- 
queñas demosti-acíones cuyo sígniñcado me 
desvelo por comprender, me parece rjue tie- 
nen la intención de separarme de mí niño, 
de mi lujo. De ir yo a Lima querrían que 
fuera sola dejjlnrlolo a él abandonado a ma- 
nm extrañas; mi padre preferí ria que no 
regresara yo a\\i\ y ^lermaneeíera oculta en 
estos remotos lugares; f>cro mí tía desea 
volver cuanto antes a Lima, pues en esta 
población casi salvaje sufre mil pr i vacionea 
y fastidios Esto es lo que sospecho. 

^'Ya veSj amado Víctor, cual es la situa- 
ción de tu pobre Lucía. Las expectatívaa 
(|ue se me prescutau son a cuál más triste- 
8i voi a Lima me acerco a tí; pero tengo 
que separarme de mi chiquito- si me quedo 
aquí estoi con él, pero no podré verte, ni 
siquiera escribirte nunca quíziís. Cualquie- 
ra de estas dos resoluciones que tomen rcB- 
l>ecto de mi será para destrojsarme el co- 
razón, 

* ^Constantemente me asalta el deseo de 
tomar en brazos a mi niño^ huir con él 



— 292 



para la costa y correr escondida en busca tu- 
ya; ya lo habría hecho si supiera dónde es- 
tás tú; maa, aquí todo se ignora. Apenas 
como un rumor lia llegado la noticia de que 
ya no están los cljileuos en Lima, que unos 
ee han ido a Chorrillos y otros a Arequipa, 
y ni nna palabra he oido decir de tu bata- 
llón, ni a quien preguntárselo he tenido. No 
me he atreyido, pnes, a dar ese paso; sepa- 
rándome ílel lado de mi tia, ¿qué iria yo a 
hacer sola coa mi anjelito vagando por to- 
das partes sin saber donde encontrarte? 

*'¿HaB sufrido macho en tu regreso de 
Ayacíicho? ¿Te has acordado de mí? 
¿Híis deseado tener noticias mias? ¿Me 
has biiseudo si has estado en Lima? To- 
das estas preguutaa me hago y las escribo 
sin saber si podrán llegar hasta tí; a pesar 
de todo, escribiéndote hallo un consuelo, 
me parece que estoi hablando contigo. 
Para hacerlo me escondo de mi tia, y de 
temor qnti me sorprenda siento palpitar el 
ooi'azon como en otros tiempos mas felices 
cuando ocultamente iba un instante a ha- 
blar contigo. 

*'¿Me amas aun? ¡Ai! Víctor, no dejes 
de amar nunca a tu pobre Lucía que te 
quiere tanto. 

"Yo i a esperar que alguna feliz casuali- 
dad me proporcione la dicha de poder re- 
mitirte esta carta; lo espero sólo de la suer- 
te... y ésta se ha mostrado tan dura para 
mí desde hace tiempo. 

"Si llep:^xs a recibir estas líneas y pue- 
d^ escribirme, hazlo diciéndome lo que 
debo hacer. Cualquiera cosa que me indi- 
ques, sea lo que sea, la ejecutaré sin va- 
cilar. 

''Antes de concluir déjame decirte una 
palabra de mi hijito: en este instante está 
n mi lado, lo tengo en una cunita de caña 
hecha en este pueblo; está calladito como 
si adivinan! que eetoi escribiéndote y no 
quisiera interrumpirme; me mira con sus 
bellos ojos verdes: son tus ojos, Víctor. 

'*Te ama como siempre tu pobre 

Lucía." 

"Di as há tenia cerrada esta carta; ahora 
la abro para decirte que hoi se halla aquí 
de paso un viajero, es un señor que va pa- 
ra Paita. Le lie pedido (jue al pasar por el 
Callao dejo una carta mia en el correo, y 
h2k accedido con amabilidad. Pero si ve 
que esa n>isiva va dirijida a un oficial chi- 
leno, se negará indudablemente; además 



yo no sé dónde estás tú y no podría dar 
una dirección acertada a mi carta. En tal 
emerjencia se me ha acorrida cernir ésta 
y ponerla dentro de un sobre dirijido al 
capitán Soler de tu baU\llon, y como aé 
que este caballero, se^n unas hneas qnc 
cierto dia escribió él, es amigo de la seño- 
ra doña Luisa L. v. de Montemar, manda- 
ré mi carta bajo una cubierta dirijida a 
ella pidiéndole que me haga el servicio de 
entregársela al señor Soler, quien al ha- 
llarse con un sobre en que verá tu nombre, 
te la dará a tí. OjaU no salgan crradoa 
mis cálculos." 

Mientras el capitán Alvar leia, ocultan- 
do su emoción ante sus dos compañeros, 
éstos se habían sentado en un baúl a espe- 
rar, fumando sendos cigaiTilloa. 

Viéndolo concluir su lectura, Lostan l& 
preguntó: 

— ¿Qué hai? ¿esplica con qué fio se di- 
rijió a Luisa? 

Por contestación, Alvar leyó en voz alta 
la posdata de Lucía. 

— ^Ya me lo imajinaba yo, — dijo Sol en 

—No han salido errados los cálculos de 
la niña, — añadió Lostan. — ^Yo la conocí 
en Huanta, y aunque estaba enferma en 
cama y poco pude hablar con ella, me 
pareció intelijente; a propósito, ¿le dice sí 
mejoró ? 

— Sí; está completamente bien,— con- 
testó Alvar. 

— Fuera de esto no debe darle mui bue* 
ñas noticias, pues que quedado usted ca- 
riacontecido con la lectura de esa carta, de 
esa contenciosa carta que ha preocupado 
gravemente a dos mujeres hermosas y a 
tres hombres... que no llamaré hermosos 
por ser yo uno de ellos y no faltar a la mo- 
destia... 

Cual antes lo hemos dicho, desde au as- 
censo a capitán Alvar había entrado ea 
intimidad con los que tenían su nuevo 
grado, como es uso corriente entro mili- 
tares. Además tanto Soler como Lostan 
estaban ya en conocimiento de sus amores 
con Lucía. Todo esto y el deseo de que 
alguien le ayudara a discurrir sobre el 
partido que debiera tomar le indujo a 
confiar a estos dos la parte de aquella his- 
toria que aun lignoraban. 

Así lo hizo y les di ó a leer la carta que 
acababa de recibir. 

Largo rato estuvieron los tres tratando 
sobre la resolución a que se podía arribar^ 



-* 2^d — 



pero siempre se tropezaljü cou la di 11 en I - 
tari de coMunicavfíe con la uifia. 

Por fin Los tan dijo a Alvar Cütuo rean- 
miendo! 

— A lo qnc veo» su deseo principal es 
que Lucía este aquí, a su lado, 

— Natuml mente, así todo so allanaría, 

—Sobre la conveniencia de esito híu 
mticlio que hablar; mas, dejéuioíílo para 
después y sismos adelante. Para llevarlo 
B cabo lo primero ea ponerse en comuuí- 
<»cíou con ella, 

^8in eso no se puede hacer nada* 

— Para conseguirlo el único medio es 
mandar uu propio a XX. llevando niia 
carta, 

—En efecto, aení eso lo qiie haga, 

— ¿Y qué le di ni usted? 

—Le diré que estol en Cliorrillos y que 
se veu^a con el niño a jnutaí'se conmigo, 

— I ] > i V í nam en te I — excl amó Lostan cou 
cierta sorna, — Lucia es una liúda chica 
en ciiya compañía se puede pasar delicio- 
Boa ratos; usted piensa en esto, pero no 
piensa en los peligros que cure una linda 
niña de díezi siete afíos viajuudo sola por 
íugarea medio e^üvaje.^ y con un niño en 
brazos, sin tener quien vele por ella. 

— Puede venirse con el mismo propio. 

— [Ponf^rla en poder de uu g:ñüdul!.*. 
no ái^ii tal cosa.,. 

— Puedo buscar una persona fórmala 
quien mandar allá. 

— ¡ Hombre ¡...no sea usted níñu... ¿có- 
mo se imajiua que una p^rsouíir formal 
quiera encargarse de sacar a una nina clan- 
destinamente del poder de en tía que hace 
las veeeí^ de madre? 

—Cierto, — dijo 8oler. 

Alvar fmlló. 

Pasado un instante Losfcan anadió: 

— E¿a m*fía ha tenido tanto que sufrir, 
ha pasado por pruebas tan dnms, que es 
de interesar a cualquiera, yo aunque sólo 
k he visto una vez, le tengo cariño al 
mismo tiempo que compasión. vSi Lucía 
continúa al lado de au familia, llegará un 
di a en que se hayan borrado de la memo- 
ria los sucesos y su padre la mirará con 
mejoren ojos; entonces, ai no en completa 
dicha, podm ella al menos vivir honesta y 
tranquilamente. Este es un caso; vamos 
al otro, Si Lucíase viene con nsied, o en 
i rminosmas claros, si usted hace de ella 
I blicamente su querida^ ¿qué ganará esa 
I sgraciada? no somos niños para no com- 
] ¿nderlo: en los primeros tiempos el amor 



lo acomoda todo; pero cuando este se en- 
frie, cnarido Lucía caiga del poder de us- 
ted en otras manos y luego en otras j 
otnis, como el fruto que eí^tá en la copa 
del árbol y al caer va tropeaaudo de rama 
en rama hasta lleí^^ar al suelo y confundir- 
se con otros que habian caído antes, así 
ella para entóneos lleguivi hasta confun- 
dirse con aquellíts condescendientes pei'so- 
nitas que en Lima se llaman erde Ja cuer- 
da, kj caerá hasta el último í^i-ado de abyec- 
ción y miseria- Estas son las dos perspec- 
tivas que la suerte ofrece a Lucía para !o 
porvenir: por una parte, una vida, amar- 
gada por un pesar, eso sí, pero tranquila; 
por la oti-a, el envilecimiento. 

— Pero esto, — dijo Alvar con expansión, 
— sucedería sí teniéndola en mi |>oíler yo la 
abandonara, j tal cosa no la ha^é nunca. 

^Eso se dice fácihnente. 

— Mi prouíisito es firme. 

— Pues, hombre, — replicó Lostan con 
calma y sacando un nuevo cigarrillo que 
encendió, — ^pues, hombre, yo estoi conven- 
cido de que el que pasa toda su existencia 
con una querida concluye por casarse con 
ella, por casarse cou una mujer que duran- 
te largos años ha estado sufriendo el des- 
precio de la sociedad*., más cuerdo y con- 
veniente hubiese sido haberío Lecho al prin- 
cipio; así habría tenido por esposa una 
mujer más joven y menos humillada, 

Alvar guardó silencio. 

Soler que poca parte bahía tomado en 
el di alago, murmuró con voz pausada: 

— Eso de casarse,,, es asunto serio... 

El sileucio se prolongó un instante más. 

Lostan se levantó de su asiento como 
para «ahr de la habitación y dijo: 

—Si en el mundo hubiera algún ser so- 
brenatural encargado de distribuir por 
iguales partea los pesares a las personas, 
creo que le diría a Lucia i *Ta usted ha re- 
cibido completa la ración de toda an vida; 
sea usted fchz, y abur.i 

Haciendo una pausa ^ añadió en se- 
guida. 

— En fin, lo dejaremos cavilando en sus 
asuntos. Todo lo que le he dicho no lo tome 
como con se jos I sino como simples aprecia- 
ciones mi as, como emisiones de mi parecer 
en un sentido jeneral; lo único que me atre- 
vo a aconsejarle es que iiutes de tomar cual- 
quiera determinación, la reflexione con 
calma. 

Después doestOj Lostan y Soler salieroni 



— 294 



Mientras cruzaban el gran patio, o más 
bien potrero, del campamento para dirijirse 
a la habitación de Lostan, éste dijo a su 
compañero: 

— Tú diriis que yo soi el diablo predi- 
cador. 

—Yo no digo nada,-— contestó Soler son- 
riendo. 

— Pero lo pensarás, que viene a ser lo 
mismo. Es verdad que a mi me gustan gran- 
demente las diversiones y sobretodo ha- 
biendo amores de por medio, sin lo cual 
todas me parecen flores sin olor; pero no 
me gusta mortificar a nadie y mucho me- 
nos a una niña bonita; en consecuencia 
con mis ideas, siempre a mis queridas más 
las he hecho reir que llorar. 

Y luego agregó: 

— Pasando a otra cosa, siento haberte 
traido de Lima la confirmación de que tu 
ruptura con Luisa es... como una ruptura 
de la espina dorsal, que no sana nunca. 
Pero en cambio para consolarte te diré que 
me traje a Blanca y Zoila; esta viene con 
un sombrerete de paja que la hace verse 
mui mona. Están en el hotel; voi a poner- 
me mi espada e iremos allá en seguida. 



LXXYI. 
Vacilaciones y dudas. 

Yarios dias permaneció Alvar irresoluto. 
No hallaba por qué partido decidirse. 

Por fin se derminó a escribir una carta 
a Lucía y buscar una persona que hiciera 
un viaje expresamente para el caso. 

— Si no le escribo creerá que la he olvi- 
dado, — se decia. 

Ahora le faltaba resc>er qué le diría en 
su misiva. Pedirle que hujera del lado de 
su tia y que sola emprendiera rn peligroso 
viaje, le pareció una locura tal cerno lo ha- 
bla expresado Lostan. 

Después de pensarlo detenidamante se 
decidió a escribirle noticiándole que se ha- 
llaba en Chorrillos y que ahí habia recibido 
su carta, y pidiéndole al mismo tiempo que 
no se arriesgara a venirse sola sino eu caso 
que lo considerara indispensable, ya fuera 
porque quisieran separarla del niño o ya 
porque se propusieran dejarla allá desterra- 
da indefinidamente. En este sentido escribió 
largas pajinas llenándolas de palabras cari- 
ñosa? ^ de tiernos consuelos. 



Luego era preciso buscar un individuo 
aparente para haceilo su lutnsajerp. 

Esto tenia algunas dificultades, y prove- 
nían ellas de que Ah'av no quería compro- 
meter a Lucía diríjiéndole una tarta por 
medio del primer venido; era nect:sario ha- 
llar una persona en cuya discreción se pu- 
diera confiar. El conocia mui pocas perso- 
nas que parecieran convenir para i4 cííso j 
no quería ponerse al babla con unn y eou 
otra hasta encontrar al^^una que aceptara: 
eso seria llamar la ateTicion. AmaiTado es- 
taba con esto, cuando se acordó de alguien 
que ya conocemos, de Peralfca. 

Peralta se encontraba en Chorrillos ; p- 
sando mil penurias en su camilla había lle- 
gado hasta Chicla, y desde ñhU con menos 
trabajo se le habia traído por el ferrocarril 
hasta el mencionado puerto. 

Después de dos meses d^ hospital ya po- 
día ir con un par de muletas liasta el cam- 
pamento a distraerse hablando cviu sus 
compañeros. No por e^to lial^ia perdido su 
buen humor, pues solía decíi: 

— Si me quedo cojo, ijué Liicerlc; apren- 
deré a bailar en un pié. lo m.ismo qne los 
trompos. 

Otras veces raciocinaba expresándose 
así: 

— Si para siempre quedo de estíi .suerte, 
¡buen dar!... antes, cuando t^uiíx mis doa 
pies, si se me pasaba la mano en la copa, 
apenas me podía tener ]>arado ; ahora que- 
dando con uno solo, ¡ cómo sería la cosa!-.. 

Un mes más tarde Pemlta había ya tira- 
do las muletas y salia únicamente con la 
ayuda de un bastón. 

Se encontraba ya de alta cu el campa- 
mento, aunque con dcscfiiiso por no poder 
todavía hacer su servicio, cuando fué man- 
dado llamar por Alvar. 

Llevaba ya en el bra^sr) üii jineta amari- 
lla; era cabo, y como tal habia ingresado 
en la compañía de este capitán. 

Alvar en pocas pal abráis lo impuso de lo 
que necesitaba: un individuo, im paisano 
seguro a quien poder enviar al pueblo de 
XX. y al mismo tiempo le comunicó el ob- 
jeto de su viaje. 

— He pensado en tí para salir de este 
apuro, — le dijo Alvar coriolDyendn; no te 
pares en ofrecer unu bnena gratificación 
además de los gastos del viiíje. 

— Déjeme a mino más, mi capitán, — 
pondió el cabo Peralta con ese tono ( 
sabia emplear siempre que se le confi) 
alguna comisión cuyo cumplimiento p' 



— 295 — 



cia compulsado;— ^ cojeando, cojeando, iró a 
buscar por fihí^ j no ha de pasar de hoi o 
mañana qne la carta vaya caminando con 
algüüíi persona que ni se figure a lo fiuf 
va, de mcxlo que no pueda andar con ma- 
los pensamientüs* 

Peralta cumplió su promesa. 

Al camp mentó ocurría una multitud de 
cholas, ní'gn^s, mubitas, zambas, zambas- 
clima ís, cu artero na ft, quinferonas, etcétera, 
que vendian frescos, fruta, chocolate, tama- 
les, batífarra.<i, etcétera. Entre aquellas el 
cabo Peralta encontró una chola iqueña que 
conocía el pueblo de XX.; le propuso el ne- 
gocio consabido de cierta manera y ella lo 
aceptó. 

Después de darle cuenta de esto a su ca- 
pitán, se expresó eu estos términos: 

— Le Le contado un cuento largo a la 
chola; le he dicho que traigo de Ayacucho 
tina carta para esa señorita y que es preciso 
que lleve la carta y se la entiegue mui por 
lo bajo de modo que nadie la vea y que cu 
todo hai que guarda i" mucho secreto por- 
que se trata de un entierro mui grande : 
dos petacas, una de plata sellada y otra de 
plata labrada, . , le be ofrecido que si sale 
bien la cosa la convidaré con un zahuma- 
dor de platH, el mm macizo que salga en 
la petaca, y que de todos modos tendrá 
ciento cincuenta aoles trayendo contesta- 
ción de la carta... La chola está que salta 
ÍDor ir y volver.,. Para los gastos si que 
labrá que darle; ella lia estado ya por alU 
cerca otras vece* y dice que los gastos se- 
nin cuatrocientos soles porque hai que pa- 
gar el vapor... 

—Pues bien,' se los darás, — contestó Al- 
var. 

Y entregó al cabo el dinero y la carta. 

La chola partió después que Peralta le 
hubo eJí pilcado detenidamente lo que de- 
bia hacer, dándole a la vez el nombre de 
Lucía y de doña Manuela, y también ha- 
ciéndole verbal mente el retrato de ambas. 
Alvar quedó mientras tanto contando 
los días y refloxionandc! en las palabras con 
que Lostan habia expresado sus ideas res- 
pecto al asauto que le preocupaba. 

Alvar era joven y emprendedor. Sus 
oom pañeros le conocian muchas aventuras 
tmo rosas; él las había llevado a cabo, pero 
in ninguna de ellas se habia encontrado en 
ma circunstancia semejante a la que lo 
abían conducido siia amores con Lucía. 



Aquella dulce y bella niu:i que tanbo ha- 
bia sufiido por haberlo amarlo, la colocaba 
6\ en una cíifera mucho mis alta qne otraa 
a quiene.s habia conocida t ánt'is. 

Las ideas euiíLídas p >r Lostíui lo preo- 
cupaban profuiidauíeute. Umi de ellas {xí- 
di a resumirse así: «Lucía ha sufrido ya lo 
bastante para tener derecho a ser feliz. & X 
era él quien habia labrado su desgracia^ y 
era él Lambieu qnien podía devolverle el 
bien perdido, 

Eííto pensaba Alvar, y se decia que es- 
tando ella siempre a su lado, siempre se 
oreena feliz. 

Pero entonces le venia a la imajinacion 
otra de las ideas de LoBran: «El que tiene 
largo tiempo una (luerída acaba pur ca- 
fi^wse con ella; más cuerdo serisi hacerlo 
desde luego, i» 

Era esto lo que má^ desazón le caiisaba. 
Casarse, dejar la vida de soltero, la liber- 
tad, la alegría, y todo eso en medio de la 
vida de campaña, en r medio de esc bullicio, 
de ese vaivén, de esa efervescencia, que no 
dejan reposar los sentidos y mucho menos 
el corazón; casarse es una cosa enteramente 
civil que se hace en el bo^íar, en medio de 
la familia, en la trauquilidad, y no en la 
instabilidad de los campamentos, entre las 
marchas y las expediciones- 

Hacia cuatro años que lleviiba esa vida 
de campana, esa vida que esuilta listo para 
entregar a la primera bala que le saliera al 
encuentro í sin tener por su persona máa 
preocupaciones que cuidar su liviano equi- 
po, sin pensar jaurías en lo que sncederia 
rüañana: esa vida de indiferencia cambiarla 
repentinamente por la del hombre casado 
que debe pensar constantemente en su ho- 
gar y en su familia, era una cosa fuera del 
sentido común, 

Y luego, quedaba aún otra considera- 
ción mils grave; cj\9ar3e con la que podía 
decir que habia sido su puerida: ¡cuántas 
veces al tratarse de casos semejantes se lia- 
bian reído sus compañeros, y él mismo ha- 
bia hecho burlas ! Casarse con su querida 
era cosa de un necio, de un infeliz, de un 
bienaventurado; era cosa para la risa; así 
lo habia él oido expresar y asi lo habia ex- 
presado él mismo. 

Todos estos pensamientos l)nllian en la 
mente de Alvar y h dominaban. 

Una vez en Huanta él habia dicho a su 
compañero ^lajtel que sí hubiera sido po- 
sible en ese mismo instante se habría ca- 
Éñdo con Lucia; pero aquella vez veía ame- 

\ 



— 29G — 



nazada la vida de su amante y optaba 
por aqnel medio como un caso extremo, 
como por el único que pudiera salvarla en 
un morneuto preciso. 

Ea uiedio do todos sus pensamientos, 
Alvar entreveía la triste faz de Lucía 
tal como ja luibia visto la última vez en 
Huanta^ apenada y sumisa, sin que le pi- 
diera nada más que un poco de amor. 

Esto b cüuf imdia. 

Se pasaba la mano por la frente como 
deseando disipar sus ideas y murmuraba: 

— Dejemos rodar los acontecimientos. 



Con ansiediid estuvo Alvar esperando el 
regreso de la mensajera; la contestación 
que trajese de Lucia podía aclarar mucho 
el estado de las cosas. 

Al cabo de dos semanas vio frustrada la 
esperauíía de 'recibir tal contestación. La 
chola volvió RÍn haber encontrado a las 
personas i]Ue i ba a buscar. 

Estuvo en XX., y siendo éste un pueblo 
pequeño, mtii fiicilmente supo que habían 
residido en él algunos meses las dos muje- 
res cuyas señas le habiadado Peralta; pero 
pocos "diaií ¡inteshabian partido sin que se 
supiera íí jámente para dónde. 

Volvió otra ;\'ez Alvar a quedar sumer- 
jido en la iuLcitidumbre, tal como se en- 
contrara antes de haber recibido la carta 
de Lucía. 

liXXVII. 
Noticias. 

Había pasado el verano con sus dias ar- 
dientes pero alegres. Ya no se veía en Chor- 
rillos pergtinas !|ue, ora en la mañana, ora 
en la tarde, cruzaran sus derruidas calles 
para bajar a los baños; éstos se hallaban 
casi desiertos, no eran ahora el punto de re- 
unión, el más concurrido, como en meses 
pasados í sólo Be divisaba ahí alguna con- 
currencia cuando se embarcaba algún bata- 
llón de regreso a Chile. 

El cielo permanecía constantemente en- 
capotado 1 raro era el dia en que se columbra- 
ba tin rayo desoí Las mañanas, si no frías, 
eran destempladas y húmedas; una neblina 
espesa o ui)a íinisima llovizna lo humede- 
cía todo. 

Los fnosquitoe, zancudos y demás menu- 
da ralea volátil de aguijón o trompetilla, 
habían desaparecido casi por completo de 



los campamentos: pero en cambio de elle» 
se presentó otra visita mucho menos dése* 
able: fué la terciana* 

Violentamente se dilato el mal por loa 
improvisados cuai teles. Centeaarea de sol- 
dados fueron ataca doí? por él. 

El extenso hospital que teoía el ejército 
fué incapaz para cod tener a todos los en- 
fermos. Las enfermerías de ios batallones se 
convirtieron en hospitales y las cuadras en 
enfermerías. 

Sin duda el poco abrigo que ofrecían las 
ramadas daba mayor inci*einento u la epi- 
demia entre la tropa. 

Durante dos o tres meses fue mueho ma- 
yor el número de los soldados enfermoa que 
el de los aptos paia el servicio, y as tos úf ti- 
mos eran convaleciente a hi vez que d^- 
tinados a sufrir nuevamente aquel malqoe 
sólo dejaba a un individuo pt^r alguiiOí^ diaa 
para cojerlo nue\ amenté. 

Earo, rarísimo fué el rjue ?e escapó, des- 
de los primeros jefes hasta los últimos cor- 
netas. 

Los médicos de los batallones demora- 
ban largas horas en pasar sus visitas, cuan- 
do ellos mismos no eran también atacado» 
y tenían que guardar cama encomendando 
su tarea a otro colega* 

Triste era el aspecto que ofrecía Chorri- 
llos; poca jente se divisaba en las cídles, 
en losxíafées y en la estación, y entre ella 
lo más común era ver loa rostros de lo» 
militares pálidos y deruacrados por la ter- 
ciana. 

Las diversiones que hubieran habido en 
meses anteriores, decayeron como era na- 
tural. El batallón Esmeralda en aquella 
estación había construido un elegante y 
espacioso pabellón que bien merecía el 
nombre de teatro, en él se daban funcio- 
nes dramáticas y uítqs. También en un 
café se había arre^^dado una sala no muí 
espaciosa con igual ñn, pnro étít^i era una 
empresa particular: m dueño le daba pom- 
posamente el título de Teatro de Chorri- 
llos. Ambos lugares habían proporcionado 
ratos de solaz al ejéix^itOj princí pálmente 
el primero por ser mas extenso y tener es- 
pacio para la tropa. Con la t^írciana la 
concurrencia a esos ííspectáciilos hubo na- 
turalmente de disminuir: el teatro de Cho- 
rrillos cerró sus puertas y el del Eameral* 
da fué menos frecuentado. 

Las retretas de que antes hablamos, tu- 
vieron asimismo que sufrir alteraciones, 
pues las bandas de música tenían la ma- 



— 297 — 



yor parte de su personal en la enfer- 

También la epidemia había prodncido 
alteraciones en las \nsitas de aquellas **tres 
gracias*' qne ya conocemofi j.,, tal vea dtí 
otras que no figuran en esta narración.,, 

Hai unos amores que viven entre los 
finspiroB j las penas, j otros que sólo se 
alientan entre laa risas j la alegría. No 
corresix>ridían por cierto a la primera de 
estas ca tejí orlas aquellas jucjuetonas pasio- 
nes en que tau a solaz tomaran parte Zoila 
y sus dos amigas, Soler y sus dos eom pa- 
ñeros. 

Esos amores para estar en su elemento 
necesiiabaD un poco de risa, un poco í?e 
canto, tiu poco de baile y una regular ra- 
ción de cerrería o cosa parecida que azuza- 
ra el ánimo í en íin, necesitaban de todo 
eso que anda en consorcio con la alegría. 

Pero la alügría huye de la mala salud 
como las manposas del humo. 

Los tres capitanes habían sido y seguían 
siendo atacados por la terciana periódica- 
mente, de manera que se hallaban mui 
poco dispuestos para el júhilo, 

Olimpia había dicho a Gal vez: 

— La terciana te pone rrfsondron; mo da 
pena verte así. 

Y por [10 pasar esa pena esperaba que 
Galvez le anunciara estar ya bueno para 
venir ella a Chorrillos. Pero él, cuando ía 
terciana lo dejaba por algunos dias, no se 
apresuraba a noticiárselo. El resultado fué 
<jueera muí rara la vez que Olimpia toma- 
ba asiento en el tren de Chorrillos. 

En el verano Zoila había encontrado que 
€lairc chorrillano le probaba muí bien; 
pero Soler le hacia explicado que en el in- 
vierno ese aire era mui tercianario y de 
consiguiente no le convenia respirarlo mui 
a menudo. Ella parece que se convenció 
dócilmente de esto, pues sus visitas dismi- 
nuyeron de un modo notable. 

El capitán Lostan era uno de los que 
más fuertes ataques habia sufrido de la 
terciana. 

Hallándose mui mal, solicitó permiso 
para ir a medicinarse a Lima, cuyo tem- 
peramento era propicio para los enfermos 
^^ ese mal. Lo consiguió por quince días 

partió para aquella ciudad. 

Tampoco Alvar se habia librado; se 
ia obligado a pasar un dia en cama y 



otro en pié siguiendo los caprichos de la 
infernal enfermedad que ?a y vuelve coiDo 
loa sombríos inviernos en que medra. 

Cada vez qne era atacado, el cabo Pe- 
ralta acudía a atenderlo eon la mayor so- 
licitud preparándole alguno de los mil 
remedios que se usaban para el caso. Esto 
sucedía siempre que Peralta éH mismo no 
se encontraba tiritando en una camilla de 
la enfermería, pues la impertinente visita 
no dejaba a ninguno sin saludar. 

El cabo estaba ya completamente sano 
de su herida y podía correr en busca del 
módico cada vez que veía muí mal a su 
capitán^ 

Mientras tanto Alvar ninguna noticia 
habia tenido de Lucía, 

Cuando lo encontraba pensativo, Peral- 
ta adíviuaba el motivo de su preoenpacion 
y solía decirle: 

— Así como pudo mandarle una carta, 
el dia menos pensado le podrá mandar otra* 

Pero los días pasaban sin que sucediera 
tal cosa, 

Alvar tenía un soldado que le servia de 
asistente, pero Peralta no dejaba de dar 
sus vueltas por la habitación de su capitán 
aunque ¿éste no estuviera enfermo. De 
motn propio se convertía en una especie 
de mayordomo, y a pesar de que en la re- 
ducida vivienda no había muchos qtieha- 
cereSí no le faltaba a él en qué mayordo- 
mear, y como el maestro que pule la obra 
de su anrendiz, estiraba un poco la colcha 
de la cama recien hecha o revisaba esco- 
billa en mano la ropa recien escobillada 
de su capitán. 

Siempre que el oficial encargado de la 
correspondencia del batallón repartia laa 
cartas,^ acudía él en busca de las que per- 
tenecieran a su capitán; miraba el sobres- 
crito y fácilmente conocía que eran escri- 
tas por algún amigo de Alvar o por algua 
miembro de su familia. 

Cierto dia el oficial antes citado le entre- 
gó una carta diciéndole: 

— Para el capitán Alvar. 

Cojióla Peralta, y se puso en camina 
mirando el sobre. 

Una circunstancia le llamó desde luego 
la atención: aquel sobre tenia una estam- 
pilla de franqueo, cosa rara porque las 
cartas dirijidas a los militares eran librea 
de porte. 

Apresuró el paso y llegó a la habitación 
de Alvar. 



36 



— 298 — 



Elate ee hallaba reclinado en sn cama. 
El dift precedente habia tenido un inerte 
ataqne de terciana y se sentia aún fati- 
gado, 

— ÍTo B¿ qué le estoi encontrando a es- 
ta cartita, ^murmuró Peralta entrando; — 
este sello q^e ti«ne da mucho que pen- 
sar... 

—A ver,— dijo Alvar enderezándose. 

Le bastó dar una mirada al sobrescrito 
para adi\Hnar que habia sido trazado por 
1^ mano de Lucia. 

^De ella La de ser cuando se apura tan- 
to nú capitán en abrirla, — pensó el cabo. 

Alvar entí-G tanto recorria con la vista 
1ú& íinoB i'enf^lones de la misiva que decia 
esto: 

^Querido Víctor: 

ftHace algunos días que me encuentro 
en Lima. 

aMi ti a me tmjo porque estaba 70 algo 
enferma j por allá no habia recursos co- 
mo atenderme. El viaje se hizo t)or volun- 
tad de mi padre. 

tf No te habia escrito áates potque esta- 
ba en cama j no tenia a quien confiar el 
envío dii mí carta. Ahora que Jra puedo 
levantarme no mo será difícil hacerla lle- 
gar al conreo. 

«Desde XX, te mandé una larg;a carta, 
pero como oo sé sí habrás recibido, voi a 
repetirte brevemente lo que «n ella te de- 
cía,* 

En efecto, Lucía, aunque algo menos 
extenRamcute, referia lo que sabemos por 
haberlo leido en bu anterior misiva. Des- 
pués concluía de este modo: 

«A los pocos dias, mi tía se trasladó 
conmigo a un pu«blo vecino, porque XX. 
era un lugar por donde traficaban viajeros 
y tema ella que pasara algún conocido que 
descubriera parte de mi historia. 

«Ese liifrar era semejante a XX. j su 
temperatura fria me hizo daño, luego en- 
ferme; tal vez contribuyó a esto las aten- 
ciones que me ocasionaba el niño. 

«Como empeorara, mi tia escribió a mi 
padre, y el resolvió que viniéramos a Lima 
porque allii no se encontraba, como te he 
dicbü, niñísima clase de auxihos, ni médi- 
ec^ ni medicinas. Pero el viaje debíamos 
hacerlo noaotiaa dos solas, sin traer al ni- 
ño í ésta era una orden terminante de él. 

cYo reconocía que mi padre tenia razón; 
pero dejar a mi niño en brazos extraños 
era para mí un mal mucho mayor que 
cuanto pudiera decir el mundo de mí y que 



cuanto pudiera yo sufrir en mi enferme- 
dad. Me resistí a venir alegando que me 
sentia má^ bicUf que iba mejorando. 

«Pero esto no era cierto y mi tía pronto 
lo conoció. Enternecida sin dada por el 
cariño que mostnilm yo a mí híjito, me 
prometió que regresaríamos tan pronta 
como yo sanara y me hizo comprender que 

Sor no (jucrer separarme un corto tiempo 
e él quiz¿U tendría que abandonarlo para 
siempre, pues mi salud iba cada día a me- 
nos. 

«Al fin hube do acceder y partimos de- 
jando al niño en poder de una chola que 
lo estaba criando a mi vista desde que 
caí enferma. 

«Lo que me consolaba mil% de separar- 
me de él era que me acercaba a tí. 

«En Lima pronto fni mejoitindo y aho- 
ra me encuentro bien después de haber 
pasado muchos dias eu cama. 

«Por algunas amigas que han venido a 
verme he logrado Haber que tu batallón 
está en Chorrillos ; pero hasta ahora, coma 
te lo he expresado» no me ha sido }>osib]e 
escribirte* 

«Vivo en la calle de Argnndoña numera 
5 con mi padre y mí tía» pero es impoii- 
ble que nos veamos en casa como tá lo 
comprenderás. 

«Mi tia va todos los dias a misa por la 
mañana y mi padre no bc levanta tempra- 
no; de modo que podré salir un momento 
sin que me vean. El miércoles a las ocho 
de la mañana llegaré basta la esquí ua del 
Espíritu Santo esperando que tú hayas re- 
cibido éstpi y puedas venir a Lima para que 
nos vemos un momento. j> 

Lucía terminaba su carta con algunas 
frases cariñosas y haciendo algunos tier- 
nos recuerdos de su niño. 

— ¿Es de ella, de U señorita, mi capi- 
tán? — preguntó PeralUí viendo que éste 
levantaba !a vista de la lectura. 

—Sí 

— ¿Dónde estii? 

— En Lima. 

— ¡Ya ganamos la partida ¡ — exclamó 
alegremente Peralta y empleando el plural 
como acostumbraba hacerlo cuando se tra- 
taba de algo concerní en te a Ah^r; — de un 
tranco se va a Lima y otro se vuelve. 

— Pero ese ti-anco no lo puedo dar yo, — 
replicó Alvar con deaconfianza, 

— ¿Por que no, mi capitán? 

— Ya sabes que no podemos ir allá muí 
fácilmente. 



A 



— 299 — 



— Se pide permiso, pues: ya ve como 
mí capitán Los tan esLá allá desde buce 
tiempo. 

— Esta como enfermo. 

— Usted tainbíeti so encncntra enfermo, 
pues, 

Alvar reflexionó un instantes, y luego 
dijo al cabor 

— Anda a buscar al capitán Soler y di le 
que me haga el favor de venir un mo- 
mento. 

Peralta obedeció* 

Poco tardó en aparecer Soler. 

-^¿ Cómo va de terciana ? — dijo al en- 
trar. 

— Hoi no me toca, — respondió Alvar;— 
pero la de ayer me ha dejado a mal 
traer, 

— En cambio yo descansé ayer y me 
toca hoi; esto va por turno como las guar- 
dias ; y ya la es^toí sintiendo venir. Aquí 
me tiene; ¿me necesita para algo? 

La contestación de Alvar fué alargarle 
la carta que acababa de de recibir! 

Boler se puao a leerla. 

Cuando la terminó dejóla sobre la mesa 
diciendo: 

— Aliora lo esencial para usted ea ir a 
Lima, 

— ¿Consegmré permiso, pues?— replicó 
Alvar con aire de dada. 

— De veras que eso no es segnro; sin 
embargo usted tiene una buena razón que 
alegar, 

—¿Cuál? 

— La de estar enfermo. 

— Ea que todos, coal más cimi menos, lo 
estamos. 

— Con todo; usted es de loe que se ba- 
ilan en peor estado. 

—Es verdad que alegando esto no 
miento. 

— Pues bien; ya que se encuentra en 
este apuro, para asegurar que le den lienn- 
ciapor n¡i dia, preséotese pidiendo una se- 
mana; pedir mucho aunque se necesite poco 
ea cosa de hombre cauto: al que pide una 
semana no se le puede ne^ar un día, 

— tíerá lo que haga. Entonces voi a ir 
aíiora mismo al Editado Mayor. 

— Sí, puesi hoi es martes y la cosa 'es 
para mañana. Si no le conceden la semana 
pida como per tmnsaccion el dia para con- 
sultar a un uiédieo de por allá, y ptira no 
mentir hágalo en realidad; vea al doctor 
X. pues eetii usted mui mak 



—Lo haré. 

— Pero he notado.., — dijo Soler, y se 
intermmpíó para restregarse his manos j 
dar unas patadas eu el snelo con eí objeto 
de calentarse el cuerpo.— Me e^^toi helando 
desde los pies hasta la cabera; en un cimrtf* 
de hora más voi a estar saltando en la ca- 
ma.,. Pero he notado que Lucía le habla 
de verse un momento con usted. 

—En efecto; lo había rejarado yo taja- 
bien, 

— t Q^^^ puede significar eso ? 

— ^No compreudo* 

—En fin, ¿ cuáles son las intenciones de 
usted? 

— Precisamente sobre ello quería hablar 
con usted y con tíil fin lo liabia llauíado- 

— Adivino que usted querrá, tenerla a sa 
lado, a pesar de lo qne le ha dicho Lostan, 

— Ya ve usted que se hace necesario; la 
obligan a separarse de su niíio y eso la 
martiriza como ]o demuestra. 

—Y si está usted resuelto a sacarla de 
su casa, ¿qué es lo que desea raciocinar? 

— Si la traeré a Chorrillos o la dejaré 
oculta en Lima. 

Soler moviendo pausadamente la cabeza 
mormuró: 

—La cosa requiere pensarse; si la trae a 
Chorrillos y su padre viene a buscarla lo 
puede poner a usted en nn aprieto arman- 
do una cuestión. 

—Eso es lo que temo, tanto por mi como 
por Lucía; en tal caso todo se desbara,- 
taria, 

— Katuralmeute. Pero también el otro 
partido, el de dejarla escondida en Lima 
tiene sns inconvenientes. Tendría usted 
que dejarla sola alhl, puesto que le es for- 
zoso vivir en Chorrillos. 

— Esta consideración es justamente lo 
que me tiene indeciso; pero ea preciso re- 
solverse por una u otra cosa, ¿qtié hacer? 
¿por cuiíl de ambas decidirse?... ^ 

^Hombre, me pai-ece lo más acertado 
que no se caliente la cabeza en discurrir 
hasta que liaya hablado con Lucía y ella le 
explique lo que significa eso de salir para 
verse con usted ifn mommfo. 

— Creo que ha de haber escrito tal cosa 
siu fijarse; pues ya estamos convenidos ea 
que tan pronto como nos eucontremos se 
vendrá ella conmigo. 

— i H um T — m u i^mu ró Soler c orno du- 
da ndo; — Lucía demijestra mucha discre- 
ción en toda su carta para que haya puesta 
esa palabra iuarvertidamente. Quién sabe 



«• 



— 300 — 



si con la desgracia lia reflexíonndo cu sn si- 
tuación y adivioa la suerte que la capera 
abandonando a au familia por venirse con 
usted, tal como lo ha pre\isto Loetan, Y al 
fin y al cabo mejor seria así, tanto para 
usted como pura ella; usted bc librarla de 
cai'^OB y Gompromiaoa, y ella al lado de bu 
padre contmmma una existencia que si 
bien es amarga aliora, puede dulcifi caíase 
con el tiempo. Bastante ha sufrido ella y 
¿ para qué hacerle perder este último bien 
que le tjueda ya que usted no puede pro- 
porcionarle otro superior; en uua palabra, 
ya que uatcd no se ha de casar con ella?-,, 
Ko se me oculta que sobre todas a^tas con- 
sideraciones hai para usted otra que las su- 
pera: el amor; y ese Diño no entiende de 
laciocinios ni prudencia. 

Un acceso de escalofrío que le acometió, 
interrumpió a Soler. 

— ¿Ya llegó estol — exclamó, castañe- 
teando con los dientes y tintando; — me voi 
a zapatear a mi cama. . . 

Y agregó dírijíéndose a la pueita; 

— Si consigue permiso... alUi se verá íx>n 
Los tan..* hable con él de sus asuntos-.- 

Tras de esto salió sin que el ataque de 
terciana de que presa llamase la atención 
de Airar, pues en aquel tiempo era cosa 
que se veia a cada instante. 

Cuando el amante de Lucía quedó solo 
en su habitación, kUbució i-epi tiendo una 
frase de Soler: 

— ^<iYa que usted no se ha de casar con 
ella...^ 

La entonación y la naturalidad con que 
Soler habia pronunciado í^tas palabras, ha- 
cia que Alvar \b^ interpretara así: «Yaque 
üstcd no ha de cometer tal disparate;» <íya 
que lo creo a usted suficientemente cuerdo 
para no hacer tallocurai.,. «Casarse estan- 
do en campaña; es uua enormidad; casarse 
con una persona cuya familia apenas se co- 
noce, es uua insensatez; casanse con la que 
ha sido su querida, es una tontería. <i 

Todas estas ideas entreveía Alvar en las 
palabras de Soler, y luego le acudían los 
pensamientos de que en otro capítulo he- 
mos hablado. 

Lxxyin. 

El capitán Lostan conoce a una 
amiga de su amiga. 

Desde que llegó a Lima con licencia, 
Lostan vivia en una casa de ia calle de B..* 



donde m arrendaban piezas y departa- 
mentos amueblados. 

Los arrendatarios eran en su mayor parte- 
hombres solos; pero también habia entr& 
ellos algunas señoras con reducida familia. 

Lostan ocupaba una pieza. Cuando la 
terciana se lo permítia iba a comer a ua 
hotel o café» y cuando no.., entonces no 
tenía necesidad de comer, pues uno de los 
efectos de ar|uella enfermedad es cortar 
el apetito. Sin embargo» bien podia enviar 
por un poc^ de caldo u otra cosa al mozo 
Cjuc le servia, pues habia cafées a un paso 
de distancia. 

Una tarde estaba en su habitación pre- 
pre parándose para salir, cuando sintió' 
abrir la puerta que sólo estaba entornada. 

Alzó la vista y divisó a ñu. compañero el 
capitán Alvar. 

— I Hola, usted por aquí! — exclamó yon- 
do a su encuentro. 

— Ya lo ve usted,- — contestó Alvar, es- 
trechando la mano de su compañero. 

—Trae usted uua maleta; ¿viene enton- 
ces por algunos días? 

— Por dos semauaa, 

— Me alegro? porque aquí, solo, me aba- 
rría. Asiento, pues; ;y cómo va de ma- 
les? 

— ^Así..- cayendo y levantando,-, —con- 
testó Alvar sentándose en una silla que le 
ofrecía su interlocutor. 

— Esa es la condición de la terciana; un 
dia blanco y otro negro, como los escaque» 
de un tablero de ajedrez.,. Supongo que no 
tendrá aún alojamiento, 

— No lo tengo; pero pienso venirme a 
esta casa. 

— Magnífico. . . casualmente la pieza con- 
tigua, que como ve usted se comunica con 
ésta, fué desocupada hoi por un ingles que 
la habitaba. El tal era uu insigne borracho; 
a media noche llegaba con una mona estre- 
pitosa llevándose los muebles por delante y 
con má£^ ruido qae una carga de caballería; 
con su estruendo me despertaba y aun dt^- 
pues de echarse al lecho y dorn^iirse no me 
dejaba a mi hacer otro tatito, pues aquel 
bárbaro era bebedor de wiskey y este licor 
le secaba de tal modo la campanilla que 
daba unos ronquidos como terremotos.-^ 
¿Ve usted ese frascrito con aceite y ese 
pincel que estiLn sobre la cómoda? Pues 
bien, muchas noches he tenido que levan- 
tanne, cojer esos bártulos, entrar a la pieza 
de mí hombre, abrirle la boca y untarle 



— 301 



aceite en e] gallillo para que no roncara 
tanto . . . 

— Espero,— replicó AIv^t liéndosü que 
si yo ronco no liará nsted la misma opera^ 
don conmigo. 

— No tai cnídado; voi a llamar al mozo 
para qne le aliste esa pieza antes de que 
otro la tome. 

Y Jlet^ndo haata lapnerta, Lostan llamó 
al fámulo. 

Acudió éste y pronto quedó dispuesto 
que la pieza contigua &cria dedicada al re- 
cién llegado. 

— Ahora puedes llevarte ese pomo y eie 
pincel, ^-di jo Lostan ai mozo en seguí da. 

Ejecutada esta orden, volvió el capitán 
al lado de Alvar, añadiendo : 

— Ya puede usted estar sin temor res- 
pecto a la unción de aceite ¿ Y cómo han 
quedado por allá los compañeros ? 

— Cual miís, cual meaos; embromados 
todos con la dichosa terciaüa. 

Esto contestó Alvar y siguió dándole 
alguooH pormenores de cada uno en parti- 
cular. 

Por ñn llegó el momento de referir el 
verdadero objeto de su viaje, que como sa- 
bemos no era solamente sn enfermedad. 
Como lo habia hecho con Soler, díó a leer 
a Lostan la carta de Lucía. 

— No me ha estrañado su llegada, — dijo 
Lostan después de leer la misiva, — ponqué 
la esperaba. 

— ^¿La llegada de Lucía? 

—No; la de nsted; la de ella la sabia ya. 

— ;Cómol 

—Se lo diré; yo, por ciertos aaunti- 
Uos personales que más tarde le revelaré, 
acostumbro ir de cuando en cuando a 
la iglesia de Santo Domingo por la ma- 
iiana; ahí he visto a doña Manuela varias 
veces, aunque no la he hablado; ella no 
debe haberme reconocido a consecuencia 
del traje de paisano que llevo ahora. 

— ¡La había visto usted L.. 

— Sí; y sin duda usted se i-esentirá por 
no habérselo comunicado yo; pero ya co- 
noce rai opinicn respecto a sus relaciones 
con Lucía y no dei)c extrañar ([ue no haya 
querido mezclarme eu nada de todo eso. - - 
A mi entender es una desgracia para esa 
niña que vnelva a encontrarse con usted, 
' habria obrado contra mis ideas dando 
ma noticia que apresurarla el instante de 
ra encuentro. 

_ — Pero ya ve nsted, — dijo Alvar elu- 
Iteado en parte una respuesta;— ella me ha 



dado una cita y yo debo acudir; si no lo 
hiciera Lucía pensaría que yo quena 
abandonarla. 

— Hombre I los enamorados tienen siem- 
pre razón, porque la buscan en las leyes del 
amor; pero los que los íuirnn tienen otros 
códigos y juzgan las cosas de otra muñera. 
En este caso osted es el enamorado y jo 
soi el mirón. Discutiendo con distintas le- 
yes difícil será que lleguemos a entender- 
nos; por lo demás ya conoce usted mi pa- 
recer. 

Y cambiando de tema de conversación, 
agregó 5 

—Vamos a estar aquí perfectamente 
bien, pues esta pieza se comunica con la 
suya y cuando alguno de nosotros este con 
la terciana el otro podrá atenderlo. ¿Pase- 
mos a ver su habitación? 

— Tamos j — contestó Alvar, levantán- 
dose. 

Ambos se dirijieron a ver la pieza con- 
tigua que ya estaba lista. 

La puerta de comunicación fue abierta y 
ambos cuartos quedaron unidos. 

— Ya estil usted instalado; ¿qué tal le 
parece la pieza? 

— Excelente. 

—Pues, entonces, creo qne podremos ir 
a comer- ya es hora. 

— Pocas ganas tengo, 

— Pues yo me siento con un apetito dig- 
no de nuestro colega Aliaga. Hace dos dia3 
que no me da la terciana, y me sucede que 
cuando esa señora me deja por algún tiempo, 
me vienen ansias de comer de un golpe 
como para resarcirme de los ayunos hechos 
mientras he estado con ella. 

—A mi me sucede algo parecido tam- 
bién; pero como solamente ayer me dio el 
ultimo ataque, aun no vuelve el apetito. 

—De todas maneras; vamos andando; 
tomará aunque sea un poco de caldo. En 
marcha; iremos a l^ Maiso/i Dorée y du- 
rante la comida seguiremos conversando, 

Alvar aceptó y ambos salieron. 

Un momento después estaban sentados 
junto a una mesa del establecimiento indi- 
cado y se hacían servir. 

— Tea usted con qué furia ataco los pla- 
tos, — decia Lostan a su amigo mientras 
comía;— esto me hace recordar aquellos 
memorables meses que pasadnos en La 
Sierra, cuando en una asentada nos tenía- 
mos que tragar toda la ración de un dia 
7 a veces de dos: allá ayunos por falta de 



— 802 



ooniídít, acá ayunos por falta de apetitx); 
todo ha sido cuaresma. Llega el instante 
en que los eatótnagos claman por las pi- 
tanzas atrasadas, es preciso dárselas de 
golpí, lo qne equivale a forzar la marcha 
como decimos nosotros, 7 forzar la marcha 
quiere decir gaatarst; las piernas: algo pa- 
parecído Lea ha de suceder a nuestros estó- 
magos ; lo que es el mió, bien reconozco 
que no tiene ya aquella fuerza dijestiva 
que ostentaba antea de partir de Chile... No 
han salido mejor librados nuestros cueros: 
en cada paso de cordillera, en cada puna, 
hemos mudado uno, y el que ha salido a 
reemplazarlo, el cuero nuevo, ha resultado 
más ajado, mÚA sobajado, más ultrajado y 
mfls resquebrajado <[ue el otro, que el cuero 
viejo. Yo tengo para mí que el hombre 
nace con todas sus pieles una sobre otra 
como las hojas de un cuaderno: la de más 
encima oí! la mas tei'sa y lozana, es la de 
la infancia í la de más abajo, las más ruin 
y floja» es la de la decrepitud: de ahí que 
tras de cada cutis que hemos perdido haya 
salido a luz otro peor. Esto no me halaga 
un ápice por cuanto nuestros prójimos 
del otro sexo se pagan mucho de la apa- 
riencia, de lo que ven; a uno no le divisan 
más que la epidermis y si la encuentran 
estropeada, se imajiuan que todo uno está 
de igual suerte.. .;Mal negocio!. 

Loetan hizo una pausa, y luego añadió: 

—Pasando a otra cosa; ¿qué piensa ha- 
cer usted esta noche? 

— Acostarme temprano, — contestó Al- 
var, — me siento al^^o mal. 

— Comprendo; además no querrá usted 
andar mucho por la calle, donde podría 
tropezar con doña Manuela, ¿ah?... y que 
se frustrara la cita de mañana.. .¿no es 
eso?.,. 

— Pudiera ser, — respondió el amante de 
Lucía sonnendo, 

— Pero como yo no me encuentro en 
iguales circunstancias lo dejaré a usted 
cuando teriuinemos la comida, pues tengo 
oierfco asuntillo entre mano?... es una his 
toríeta que le voí a contar mientras toma- 
mos el café. Usted conoce a mi amiga 
Blanca. 

—Sí. 

—Efectivamente, pues dos o tres veces 
ha estado usted con nosotros bebiendo una 
copa de cerveza allá en Chorrillos. 

—Lo recuerdo. 

—Corriente. Aquí en Lima me veo a 
menudo con ella cu su casa. Sucedía que 



Blanca tenia una amignita, linda cliics 
que la visita a menudo, y como se dice 
que los amigos de nuestr<^ amigos son 
amigos nuestros, he ahí que fácilmente la 
amiguita de Blanca lo fué mía; teníamos 
nuestros párrafos de conversación y uoa 
agradable confianza se habia declarado en- 
tre nosotros dos. Croo que Blanca no mi- 
raba con muí buenos ojos esUi amistad; 
pero nada decia; eso si quQ había dado en 
varias tretas, como la de dejarnos solos cm 
instante pasando a una pieza contigua, y 
luego regresar repentinamente mirándonos 
con tamaños ojos cual si pretendiera des- 
cubrir algo. Catita, así se lIanL'\ la amí* 
guita en cuestión, Catíta j yo nos roíamos 
de esa táctica. Por fin, hace tres o cuatro 
di as, me presento en casa de Blanca y no 
la encuentro; me siento a esperarla, y 
pronto veo entrar a Catíta: viendo que no 
está la dueña de cosa quiere ii'se, pero yo 
la detengo haciéndole ver que podremos 
esperarla juntos charlando un i'ato para 
matar el tiempo. 

— Y ella accedería... 

— ¡Cómo no! si es tan amable, tan con- 
descendiente. Nos sentamos a charlar; pero 
poco tiempo duró esto, por que de súbito 
se nos apareció Blanca y nos interrumpió 
la conversación en el punto más interesan- 
te. Venia con un humor diabólico; se 8ac6 
el manto y lo tiró por allá; en seguida ee 

Suso a refunfuñar sobre esto j estotro sin 
ecir claramente la cansa de su regafio, 
Me estaba fastidiando aquello, y por evi- 
tar un mal rato, tomé el pfirtido de cojer 
mi sombrero y marcharme. 

— Era lo mas acertado. 

— Ya lo creo; aquello estaba por esta- 
llar, pues tampoco yo, desde que ando con 
terciana tengo un humor de aauto. En la 
noche regresé allá, 

— ¿La encontró calmada? 

— Sí. A poco hablar me coutíi que había 
tenido una ruda discusión con Catita a 
propósito de unos ti'ajes, de una vecina, 
de unjchisme y de no aé cuantas eosas más; 
que se hablan dicho «una fuerza de lisu- 
ras», y que habían concluido por reñir j 
cortar las amistades. 

— Era de esperarlo. 

— Mientras tanto nü conversación coa 
Catita habia quedado interrumpida, y era 
una convereacion suiíiainente interesante^ 
como lo he dicho, para no querer reatarla; 
así se lo manifesté a ella por míidio de una 
esquela. Me contestó, yj convinimos en 




— 303 — 



continuarla; pero la tercina me ha tenido 
amarrado eatos dmsy no he podido mover- 
me. 

— De manera que estando ahora mejor, 
irá UBtüd allá. 

" Justo. 

Prosiguieron ambos capitanes dialogan- 
do uu momento m;iaj y luego se levanta- 
ron de la mesa. 

Era ya de noche. 

Alvar se dirijió a su habitación, j Los* 
tan caminando en dirección opuesta segu- 
ramente iría a termioar la conversación 
que habla dejado pendiente. 



LXXIX. 

La cita. 

Al día siguí eu te áutes de las siete y me- 
dia de la mañana ya se encontraba Alvar 
en la eBrjuiua del Espinta Banto. 

El cielo estaba entoldado íIü espesas nu- 
bes y el aii'e destemplado y hiimedo. 

No habia aún mnclio tráfico de jente. 
Algunas devotas ostentando por delante de 
la sencilla falda la correa de San Agustín 
u otra so diríjiau a alguna iglesia vecina 
y algunas negras vohian del mercado de la 
Aurora fumando su cigarro puro y con un 
cesto al bi-azo* 

Alvar fijaba la vista en la calle de Gre- 
mios y contaba los minutos; ese ei'a el ca- 
mino que a su ]jarecer debía traer Lucía. 
Sin embargo» también edmba miradas ha- 
cía las otras calles, Teíiia a au izquierda la 
de la Manita que era poco traficada y se 

{)restíiba miis que las otras para dos inter- 
ocnlrores que no necesitaban de testigos. 

A cadií instante consultaba la muestra 
de sp reloj. Formaban las dos mauccílla^ 
de éste un ángulo recto señalando las ocho 
menos cinco minutos, cuando Alvar divisó 
venir por la cíille de Grremíos una persona 
vestida de manto y traje negro. Aunque 
no alcanzaba a distinguir su rostro, sintió 
tal impresión al aspecto de esa persona, 
que adivinó era su amante. 

La estatura, el modo de andar con pasos 
breves y airosos, eran los de ella. 

Con la mirada ñja la contemplíj acercar- 
se í poco a poco fué reconociendo las finas 
j pulidas facciones de Lucía. Una franja 
de crespón que pendía del borde superior 
de su manto le cubría la frente y los ojos; 
pero al través de aquel tejido vio él brillar 



las negras pupilas de la niña. Estaba ya a 
pocos pasos. 

Una sonrisa dulce y uielaucóltca le 
aimncíó a Alvar que había sido recono- 
cido. 

Se íutcrno unos seis u oeho metros en 
la calle de la Manita, y L¿;^uró, 

Viendo aproximarse a su amante sentía 
íjue toda la sangro se le agolpaba al cora- 
zón; hubiera querido abrir loa braaos para 
recibirla eu elfos; pero eso no era posible 
en aquel sitio. 

deprimiendo sus Ímpetus, tendió una 
mano y sintió posarse en ella la manecita 
de Lucía, suave, tibia y cariñosa. 

La niña tenia la cara un poco más llena 
qne eu H nauta ; pero siempre piüida. Sin 
embargo, eu aquel instante nu Itjero son- 
roseo la teñía débi luiente. 

Sin murmurar una palabra contempló 
Alvar el amado rostro, y al cabo de tinos 
breves segundos balbució con c! acento 
miis tierno de su vozi 

^¡ Pobre mí Lucía, cuánto has sufrido; 
pero estás siempre lindísima! 

Lucía contesto con una dulce sonrisa y 
murmuró con voz entrecortada por la emo- 
ción: 

— ¿Y tu, Víctor... habnls sufrido tam* 
bien en esos lugares... te noto descolori- 
do...? Ni una palabra he sabido de tí des- 
de qu« nos separamos en Iluanta. . 

— Yo sí que había sabido de ti; había 
recibo tu carta escrita en XX. 

^ La recibíate? 

— Síí y la contesté; pero la persona con 
quien envié la contestación llegó a XX. 
después de qne tu habíaa partido* 

—Cuánto consuelo habría sido para mi 
recibir nua letra tuya. Sin tener ninguna 
noticia, en todo encontraba dudas; ahora 
mismo venia sin esperanza de hallarte. 

^-¿Porque desconfiar? ¿Xo sabias que 
a tu llamado debía yo de acudir presuroso? 

— Pero temía í|ue no estuvieras on Chor- 
rillos, qne no recibieras mi carta, que no 
pudieras venir a Lima... 

— Mas, — replicó ¡Alvar apasionadamen- 
te, — no temerías que yo te hubiera olvida- 
do, ¿no es cierto? 

Lucía respondió sin vacilar ; 

— No, Víctor, no; yo creo en tu amor y 
es eso lo único que me ha hecho vivir has- 
ta ahora. 

— En fin, Lucia, ya nos hemos vuelto a 
cnconti-ar, y me parece que esta es la pri- 
mera vez después de 'habernos separado 



— 304 — 



aquí etj Lima, porque nnístras entrevistas 
en Huanta se me n^íuran un sueño triste 
que quisiera borrar de mi memoria: haber- 
te encontrado en esa remota ciudad enfer- 
ma, rodeada peligros, sin poder liacer nada 
por tí, j teniendo que dejarte ahí nueva- 
mente, fue para mf la más aguda desespe- 
ración*-* En]^fin nos hemos vuelto a reunir 
y será parii no separarnos nunca, ¿no es 
verdad Lucía? 

La niña pareció vacilar antes de respon- 
der. 

8in esperar su contestación, Alvar aña- 
dió^ 

—Estando aquí parados podemos lla- 
mar la atención de los que j pasan j ¿ande- 
mos un poco? 

— Yamoí?, — contestó la nífia. 

Y ambos ecl jaron a andar pausadamen- 
te por la calle de la Manita, 

Alvar conoció que aun no había hecho 
a Lucía cierta pregunta y este olvido po- 
día herir el intenso amor maternal que ella 
Labia mostrado en sus cartas. Reparando 
esto se apuró a decir; 

— Antes de seguir hablando de nosotros, 
hablemos de cierta personita a quien quere- 
mos ambos. 

— ¿ Lo quieres tú ? dijo la joven volvien- 
do- rápidamente la cabeza j sonriendo ca- 
riñosamente al adivinar de quien se trata- 
ba; — si lo conocieras lo querrías aún más? 
¡es tan bonito I 

— Desde luego lo quiero como todo lo 
que es tuyo. 

— Y el pobi^cito se encuentra ahora en 
brazos extraños í me liabT'á echado menos y 
quizás se habrá enfermado. 

— Pero pronto lo tendremos a nuestro 
lado para no separarnos mis de él. 

— ^Eso no podrá ser, — murmuró Lucía 
con una entonación trémula e impregnada 
de dolor. 

Sohi'esaltado tornó Alvar la cara y vio 
dos lágrimas que rodaban por las mejillas 
de su amante. Lleno de zozobra la pre- 
gunto: 

— ¿Qué tieneSs Lucía? ¿por qué dudas? 
¿por qué dices eso? 

— Porque tú no verás nunca al niño. 

— No te comprendo, puesto que hacerlo 
venir será nuestro primer cuidado tan lue- 
go como estemos juntos tú y yo ; nos pon- 
dremos a ello hoi mismo. 

— Eso no podrá ser, — ^replicó la niña 
con el mismo acento dolorido, 

—¿Qué ea lo que no te parece posible? 



— Qué tú V yo permanezcamos jautos. 

Alvar quedó suspenso. Recordó de sú- 
bito u n a ci rcu nstai i c i a q ue le habí a hecha 
notar Soler, y pregimtó balbuciente: 

— ¿ Ea por eso que en tu carta me dioes 
que nos veremos ofun momento»? 

— ^Por eso, precisamente- 

Atóaito quedó Alvar al oir esta respues- 
ta. No esperaba éí que níngnoa dificultad 
viniera a impedirle desde luego llevarse 
consigo a BU amante. 

Tan pronto como la había visto hacía 
nnos pocos minutos venir hacia él, tan 
pronto como habia divisado su cuerpo 
flexible y su hermoso rostro, tan pronta 
como Kabia oído su dulcG voz, Imbia senti- 
do conmovérsele el coiuzon con todos Jos 
ímpetus de su combatido amor. Para el 
joven capitán, las desgracias y loa sufri- 
mientos habían formado una aureola en 
torno de Lucía que la hacían adorable; y 
el verla siempre bella, y esta belleza dulci- 
ñcada por la melaucolíai sintióse aún más 
enamorado de eila que cuando un ano an- 
tes la hiciera abandonar la casa paterna. 

^Es deci r, — -mu rm uro , — q ueíah ora^sola- 
mente nos veremos iiu momento y volvere- 
mos a separarnos,.. 

Y afiadió exaltándose: 

— Pero Lucia, yo he venido a buscarte 
para cjue nos reunamos, no por un mo- 
mentOi sino para siempre... ¿no lo había- 
mos convenido así? ¿no era esto lo que ha* 
bíamos dispuesto en Huanta? ¿no es lo 
mismo que escribiste desde XX? ¿Que sig- 
nifica lo que dices? ¿acaso no quieres ve- 
nirte conmigo porque ya no me amas? 

— íío es tal cosa^ Víctor; yo te amo 
siempre; — rephcó la joven con pasión, 

— ¿Y entonces?,., no te comprendo™ 

^Para que me comprendas es preciso 
que oigas lo que tengo que contarte j oo- 
noz^;as lo terrible de mi situación.,, td me 
hallarás justicia... 

Revelaba tal desesperación el acento de 
Lucía, que Alvar la miró temeroso. ¿Qué 
otra desgracia habría sobrevenido ? No se 
atrevió a interrogarla precipitadamente. 

Habían llegado caminando con lentitud 
hasta la esquiua de la calle del Santaario. 
Para evitar que los transeúntes lijaran la 
atención en ellos se veían obligados a do- 
minar sus emociones* Alvar miró a todos 
lados y se acordó que a un paso de ahí es- 
taba &nta Rosa de los Padres. Había al lado 
nn sitio en el cual se construía una iglesia; 
el trabajo estaba paralizado y el sitio solí 



r 



— 305 — 



tiaño bÍu más ha.bitfi.ntcs qne el encargado 
*de cuidarlo, 

Desiiiimndo aquel recinto, el capitán di]o 
a la niíiíi: 

^Ijk^ucmos hnFta allá; en ese rccioto 
podremos hablar con más libertad. 

Accedió Lncía y ae encaminaron al lugar 
señalado. 

El guardián citado no se negó a permi- 
tirles entrar en aquel sitio donde a menudo 
ocurrían dcTotos y curiosos por ver los re- 
cuerdos de Santa Rosa de T/ima conserva- 
floB nlii, y mucho menos después de recibir 
alguuíjs solea que Alvar le dio para tenerlo 
máñ solicito. 

Aquel Ritió podia considerarse como un 
gran patío. 

Los jóvenes amantes se dirijieron bacía 
un banco rá-stico de madera que divisEiron. 
Allí Bo hallariuu libres díi miradas cnrioBas. 

Alvar hizo sentarse a Lucía sobrecojido 
de verla trémula y llorosa. 

— ¿Qué nueva dcsdiclia ocurre?— la dijo; 
— ¿qué es lo qoe tienes que contarme? 

La niña respiró con fuerza como si qui* 
síera tomar aliento para hablar, y con- 
testó: 

— Tá sabes la cansa de mi venida a Lima, 
la sabes por mi carta 

—Se que te trajeron acá por que estabas 
enferma. 

—Llegando a Lima tuye que permane- 
cer en cama. 

— También lo be sabido por tu carta. 

— Estaba en casa de mi padre. Los pri- 
meros dias él entraba un momento a mi 
alcoba y sin duda compadecido de verme 
sufrir, me dirijia al^T^una palabra pregun- 
tándome por mi salud. Cuando estuve me- 
jor se acercó una mañana a mi lado, y ha- 
blándome con vok grave, pero sin enojo, 
me dijo; — <Sé que para traerte a Lima, 
Manuela te ba prometido regresar otra vez 
contigo cuando estés sana, al lugar donde 
ha quedado tu liijo. Esto se efectuará? irás 
allá, porque él no puede venir para aci; ese 
niño no puede entrar a mí cíisa: antes de 
que partas se esperará 4ne tu salud esté 
completamente repuesta. Ahora tengo que 
advertirte una cosa: si tii vuelves a huir de 
aqní con tu amante» si me haces sufrir tal 
afrenta, te aseguro que jamas volverás a 
ver a tu hijo." Al conchnr estas palabras 
je retiró dejándome muda de espanto, 

Alvar adivinó los sentimientos que do- 
nina ban a Lucía ; nn frió que le atormen- 
taba recorrió bus vcnaSr 



— Pero ese niño es nuestro, — exclamó» 
— y él no puede impedir qne esté con no- 
sotros. 

— Sí puede, y lo baria; yo conozco su 
inflexible carácter. 

—No lo creas; nosotros traei"emos el niña 
a nuestro lado. 

—Sería imposible; tú eres chileno y no 
puedes llegfir hasta esas montañas donde él 
está, bien lo sabes; yo sola nada podría 
kacer. 

— Slaudaremofi alguna persona a bus- 
carlo. 

—Nada lograríamos; no se lo entrega* 
rian; sé por ti a que han tomado ciertas 
precauciones. Ya ves, Víctor, cuál es mí 
situación» 8i cediendo a los impulsos de mi 
coraKon te sigo a tí, tengo que abandonar a 
mi niño. 

Y sin poder contener siis lágrimas, Lu- 
cía prosiguió diciendo entre sollozos: 

— Abandonar a esa infeliz criatura a 
quien quiero tanto ; dejarla cjue ahí quede 
sin amparo ninguno.,, moriría sin duda 
por falta de cuidado; y si vivía, crecería 
como un huérfano, despreciado por todo el 
mundo, aun por aquella jen te casi salvaje 
entre la cual está. , . sin conocer a sus pa- 
dresv.. pobrecito jqué sería de éll.-. 

— Tti Lucía, ves las cosas con los colores 
miis tristes, te esfuerzas por verlas asi. Tn 
papa te ha hecho ena amenaza para impedir 
que te vengas conmigo; pero una vea que 
estes a mi lado ya ningún interés puede te- 
ner en separarnos de nuestro liijo, y con- 
sentirá en que lo traigamos con nosotros. 

—^0 lo consentirá nunca. 

—Pero, ¿por qué? 

— Porque Labra encontrado mi castigo 
en mi misma falta; me castigará privándo- 
me de mi niíio, 

Alvar estaba horriblemente mortificíida 
por todos estos escollos que eaumeraba Lu- 
cía; deseando conocer la resolución de sa 
amada la prcí^nntór 

— En fin, Lucía, ¿qué piensas hacer en 
esta emerjcucia? 

— ^Ir donde me llama mi deber de Tna- 
dre* 

— Eso qnierc decir qne estás dispuesta a 
separarte de mí nuevamente..* Pero, ¿no 
ves, Lacia, que yo te amo, que necesito te* 
nerte a mi lado? ¿acaso no sabes lo que es 
amor? ¿acaso lo has olvidado ya? 

—Cómo puedes decirme tal cosa, — ex- 
clamó Lucía con amargura j— ¿no compren- 
des mi dolor? ¿no ves cnanto sufro? j por 

37 



— 306 — 



^ué será sino porque me veo obligada a se- 
pararme de tí cuando te amo aún más que 
antes.-, Pero ¡qué puedo hacer!... si te 
BÍgü pierdo a mi hijo, a nuestro hijo, lo 
pierdo para siempre ¡Entre él y tú!... ¡te- 
rrible lucha para mi pobre corazón !... Con 
todo, no debo vacilar: él es el más débil y 
el qnc más necesita de mí. . . 

Alvar guardó silencio. Comprendía los 
eentímientos de su amante, comprendía que 
ella ante su hijo hacia el sacrificio de su 
amor, veía sus lágrimas y adivinaba su do- 
lor; pero al mismo tiempo sentía acrecen- 
tai^se lu pasión; la jenerosidad y belleza de 
de Lucía, y los obstáculos mismos que se 

Íjreseubaba eran un poderoso incentivo, 
ja píLHÍon lo ofuscaba; sin embargo, no al- 
canzaba a cegarlo de modo que no pudiera 
avaluar la tortura de la joven. 

—Entonces, — mufmuró con un tono que 
su amor contrariado hacia algo seco, — ¿es 
€Síi tu resolución? 

Lucía alzó la cabeza, y mirándolo con 
indecible ternura, exclamó: 

— Te pones serio... ¿por qué me hablas 

Bfií?^.. 

Y cojiéndole una mano añadió con ma- 
yor expresión. 

— Yo adivino tu pena por la misma que 
yo siento al separarme de tí... pero ¡qué 
quieres! ¡cómo abandonar a mi niño !... Ni 
las aves que tienen la libertad del aire aban- 
donan a sus hijitos... Si yo lo tuviera en 
mis brazos, no vacilaría en seguirte donde 
tú quimeras... nada me impoitaria lo que 
dijera el mundo; para mí en toda la tierra 
no hai nada más que tú y él... Yo iré al 
lugar en que él está, y si tú siempre me 
amas, esperaré un momento oportuno, hui- 
ré con él en brazos y volaré a buscarte don- 
deqniera que estés... ¿Qué te parece?... 

Alvar moviendo pausadamente la cabeza 
contestó: 

—Eso está expuesto a muchas contijen- 
cias y dificultades; ya sabes cuanto nos ha 
costado encontramos después de un año de 
separación. 

— Pero ahora más que nunca es necesario 
arriesgar algo; de ella pende la suerte de 
nuestro hijo. 

Durante .un momento Alvar movido por 
los impulsos de su pecho estuvo pintando 
con los colores más vivos su amor, la deses- 
peración que le causaría la ausencia y el te- 
mor de no volver jamas a encontrarse con 
BU amante. Lucía le contestaba con ternu- 



ra; pero permanecía inquebrantable en su 
propósito. 

Por fin el joven, cediendo a un movi- 
miento involuntario, bc levantó de su asien- 
to diciendo: 

— Si en tu caita me hubieras explicado 
tu resolución, me habrías ahorrado la pena 
de verte para dejarte en sej^ida. 

Lucía 10 miró un instante como si qui- 
siera leer en su fisonomía sus pensamientos 
y luego tirándolo de un brazo lo hizo sen- 
tarse nuevamente en el banco, 

— Es decir que no liabí ¡as venido a ver- 
me, — murmuró con un acento en que ape- 
nas se percibía la reconvención entre la 
dulzura; — ^pues bien, piensa tuque has he- 
cho ese sacrificio por mí, verte aunque sea 
un instante es una felicidad» Desde hace un 
año sólo he tenido unos cortos momentos 
de dicha: cuando te vi en HuanUí y ahora 
que estoi junto a tí. Este placer me es tan 
grato, que no vacilé eo pt^dirte vinieras a 
verme. 

Alvar sintió una conmoción profnnda,y 
en un arranque murmuró cojiendo las ma- 
nos de la joven y llevándolas a sus labios, 

— Yo no sé lo que dígo, Lucía, el dolor 
me ofusca; de todas manei-aa habría yo ve- 
nido aunque sólo fuera para divisarte un 
segundo. Y la prueba es que vendré cuan- 
tas veces quieras, y soi yo quien te pide que 
nos veamos todos los días como ahora. 

— Así me gusta que me hables. Yo tra- 
taré de salir mañana otra vez y lo conseguiré 
como hoi, espero; mientras mi tia nnáa en 
misa, vendré para acá. 

— Yo he obtenido licencia para estar dos 
semanas en Lima. Te diré donde vivo por 
si se ofreciera que me escribieses : estoi alo- 
jado en la calle de B- número 21. Mañana 
te esperaré otra vez. 

— Bien; pero seria conveniente que nos 
viéramos en otra partea paes viniendo dos 
días seguidos a este recinto se fijaría en no- 
sotros el portero. 

—Es verdad; pero en la calle no pode- 
mos hablar tranquilamente. Se me ocnrre 
una cosa: mañana a esta misma hora pue- 
des pasar por la calle de B. que no está le- 
jos; yo te esperaré en la puerta de la casa 
donde vivo; esa casa es habitada por mu- 
chas personas y entre el las algunas señoras, 
de modo que nadie reparará en ti si en- 
tras allá, 

Lucía convino en que aquel seria el £ 
de la próxima cita. 



— S07 — 



Siguieron hablando un momento mes, 
gfepi tiendo los diálagos anteriores; peroLu- 
x^a, annqiie dulce y tierna, se mostró siem- 
pre inflexible en aa decisión. 

Por fin ella dijo: 

— ^Ya mi ti a debe regresar pronto a casa 
T es necesario que me encuentre allá. ¿Qué 
hora ea? 

Miró Alvar su reloj, j respondió: 

— Las ntieve y cinco minutos. 

— ¡ Ai ] qne tarde es ya: no demoraní mi 
tia en estar en casa. 

Diciendo esto Lncía se levantó. Su amante 
no hizo ademan de retenerla porque oom- 
prendia que una tardanza podia impedir 
las futui'a!^ citas. 

Salieron ambos a la calle y llegaron Iias- 
ia la esquina del Santuario? ahí era preciso 
Bepararse, 

—No te olvides de las senas, calle de B. 
número 21. 

—No tengas cuidado. 

— Desde las siete de la mañana estaré en 
la puerta de calle. 

— Luego que salga mi tia saldré yo 
también. 

Y Alvar mirándola con intenso amor 
la dijo: 

— Reflexiona en todo lo que hemos ha- 
blado; piensa en ello... 

— Lo he pensado tanto... — ^muimuró 
Lucía, y tendiendo su pulida manecita, es- 
trechó la diestra de Alvar diciendo: — Has- 
ta mañana. 

— Hasta mañana, — respondió el joven. 

Y de pies en la esquina, permaneció in- 
móvil viendo alejarse a la hennosa niña que 
de cuando en cuando volvia la cara hacia 
Atrás mientras caminaba. 

LXXX. 

A reí muerto rei puesto. 

Algunas horas después de lo que acaba- 
mos de referir, el capitán Lostan se encon- 
traba en su pieza. 

Tenia ésta una ventana que daba a la 
calle. El capitán habia puesto una silla jun- 
to a ella y sentado estaba mirando hacia 
afuera. 

En esa posición lo encontró su compa- 
Alvar entrando en la habitación. 
-¡Hola! es usted, — esclamó Lostan, y 
dio:— 'Acerque una silla y siéntese aquí 
a que conversemos un rato distrayendo 



al mismo tiempo loa ojos con lo que 
por la calle, 

Alvar ejecuto lo indicado. 

— Lo veo mui cariacontecido, — conti- 
nuó diciendo su amigo, — ¿que ha sucedido? 
¿no acudió ella a la cita? 

^Sí acudió. 

—Entonces ya la tendrá usted bien es- 
condida. 

— No, — dijo Alvar con mi movimiento 
de (Sibeza negativo, 

— Lo celebro infinito, y le doi por ello a 
usted un voto de aplauso. 

— No lo mereKco,— replicó el enamora- 
do joven tratando de sonreír;— ella no ha 
qnerído venirle conmigo. 

^¡llola! pues entonces para ella es mí 
Toto de aplauso. Pero cuénteme usted eso^ 
que debe ser interesante. 

Alvar hizo ima relación circunstanciada 
de su entrevista con Lucía. 

Lostan le escuchó con atención, y cuan- 
do hubo concluido aquel, dijo tranquila- 
mente: 

— Todo eso es mui claro y sencillo: una 
madre que quiere a su hijo má« que sa 
padre. 

— Pero, hombre,— replicó Alvar; — lo 
dice usted de cierto modo... que parece un 
vitupjerio... Yo también me intereso por 
ese niño. 

— Está bien; pero esto no desbarata mí 
opinión, y si le parece vamos a cuentas: 
¿Qué hace Lucía por el chico? Sacríñcan- 
do el amor de su corazón, su ju\'entnd, sa 
belleza y cuanto hai de halagüeño en la 
vida para una niña como ella; sacnficiín- 
dolo todo, se va voluntariamente desterra^ 
da a un pueblo remoto, a vivir entre polu- 
tos e intonsos cholos. ¿Y ufited qué hace 
por el mismo chico? Desde aquí, , de todo 
corazón le desea felicidad. . 

— Pero, ¿qué puedo hacer yo por ól? 

— Eso no lo sé . . No crea usted que yo 
pretendo indicarle tal o cual rombo, que 
pretendo convertirme en guia; no tal. Cier- 
ta vez entre Huando y Hiianca vélica na 
malogrado guia me hizo meterme en unos 
pantanos por las punas: no sea que fuese 
yo a hacer algo semejante con usted... Mis 
palabras se reducen meramente a una ob- 
servación; nacen ellas de la manía de filo- 
sofar que adquirí en el aburrimiento de 
La Sierra. De todas maneras, lo felicito por 
el desenlace que han tenido sus enredados 
amores. 



— ao8 - 



La voz de LoBtan tenia algo de sarcj^ti- 
€0 que desazüuaba i\ su interlocutor. No 
halló éste qué cautcístar sin mostrar disgus- 
to j replicó cual bí repitiera un pensa- 
miento: 

— Pues yo no rae felicito por ello. 

— ^Yo lo comprendo: usted hubiera que- 
rido que ella olvidándolo todo se hubiera 
echado nuevamente en sus brazos para 
volai" no importíí. adonde: usted esperaba 
dulcía horüs de placer ; el amor, las caricias, 
los halagos; con todo eso hai para pasar 
mili buenos ratos; y luego la satisfacción 
de tener un aquerida joven y bella y des- 
conocida de todos, que lo haga a uno en- 
vidiable a lo 3 ojos del prójimo: en la pér- 
dida de todo esto no ve usted motivo 
alguno de felicitación; está mui bien. Pero 
yo que en este asunto soi un simple mirón, 
observo las cosas con más sangre fria: veo 
venir el momento en que, pasados los pri- 
meros tiempos durante los cuales el amor 
todo lo dulcífíca, llegararian los dias de 
hastío y Eibtirrimiento, cuando parecería 
vulgar lo ^uc antes se apreció como una 
delicia; y entonces usted se encontrarla 
amarrado con una querida de quien no po- 
día desprenderse, a quien sin cometer una 
ruindad no podia usted dejar en la calle, 
puesto íjue no la habia encontrado en la 
calle sino en su casa. Ahora lo veo libre de 
todo esto con el desenlace que han tenido 
BUS amores, y por ello lo felicito; éste es el 
caso. 

Alvar inclinó la cabeza sin contestar 
una palabra. 

Después de una pansa prosiguió dicien- 
do Lostan ; 

—Con mucho mayor entusiasmo que a 
usted daría yo mis parabienes a Lucía: se 
ba sacrificado, pero se ha salvado de la 
abyección; su amor de madre la ha guiado, 
la La desviado de la senda de que otra 
vez Ic he hablado a usted. 

— Usted hablaba en el sentido de que 
con el tienapo yo me cansaría y la abando- 
naría; pero tal cosa no habría sucedido 
nunca. 

— Estos Hon sus propósitos de ahora, así 
lo piensa y así lo dice; mas, andando el 
tiempo, on esta vida ansiosa de noveda- 
des... ¡quién puede estar seguro de sus 
sentimientos para el porvenir cuando ape- 
nas podría responder de lo presente. 

—Alvar tnvo un arranque de expansión 
jezclamú: 



— Veo que tiene usted razón en todo 
cuanto dice; pero hai... que yo la fjuiero^ 
que yo la amo, que quiero tenerla a mi 
lado... 

— ¡ Hola ! — repli có Lo stan ri e ndo ; — * 
¡qué noticia me da usted í Ya lo estaba 
viendo... ahora la quiere usted más que 
antes; los obstáculos, la jenerosidad de Lu- 
cía, su noble conducta, se han convertido 
en combustible para avivar su llama amo- 
rosa; ¡es natural! Aplaudo a su conuciti 
porque se dilata ante algo que me pareoa 
mui hermoso. 

— Ya ve usted,— añadió Alvar dcícnten- 
tiéndose de la exclamación de su compa- 
ñero, — ^si Lucía se va de Lima la perderé 
para siempre. 

— Ya lo veo; usted quiere que haya 
amor con caricias y todos sos acceso ríos; 
fuera de esto lo demiis es pamplina; el 
porvenir de Lucía y la suerte del niño, es 
un embeleco. 

Esto dijo Lostan con cierta ironía, y lue- 
go agregó: 

— Pero, hombre, resuélvase por fin a de* 
jar a esa pobre jente en paz. Ya bastante 
desgraciada ha hecho a la niña con su amor 
y al chico con darle el ser. 

—Todo eso ha sido por un cúmulo 
de circunstancias fatales. 

— ¿Y cree usted enmendar la obm ha- 
ciendo de ella páblicaraente su querida, y 
dejándolo a él abandonado? 

— Yo no quiero tal cosa, — se apreanró a 
decir Alvar. 

— ¿Y que es loque quiere, entonces? 

— Hallar alguna sol a cien de manera de 
tener conmigo a Lucía y al niño. 

— Pero esto no es posible, puesto que el 
padre de Lucía ha tomado sus precauciones 
para evitarlo. Parece íjue aquel caballero 
rehusa el honor de tener por hija a hx que- 
rida de otro; tal vez durante los diez y 
siete años que tiene Lucía habrá el estada 
soñando con entregársela a un yerno ver* 
dadero, y como usted no ha de serlo... 

Alvar miró fijamente a su interlocator 
y le preguntó. 

— ¿ Por qué dice usted que yo no he de 
serlo ? 

— ^Por lo que estoi viendo, — respondió 
Lostan riéndose; — no es extraño que lo 
diga cuando a la vista está que usted Tif> 
hace ni amago de querer casarse t i 
Lucía. 

—Ya Soler ayer me habia dicho a ► 



«.. 809 — 



Bemejante; f aeran sus palabras: «Ya que 
natcd no híi de coniütur tal locurai». 

— No&é ciiiil Btíriii la inteacion de Soler; 
pei"o en cuüüto a mía palabras provienen 
únicamente de £{iie le veo a usted con muí 
poco ánimo de entrar a la hermandad de 
los casados. 

Alvar íjuedó un instante pensativo y al 
eabo murmuró como hablando consigo 
mismo: 

—Seria en efecto una tremenda locura. 

— No seré yo (juien se lo contradiga ni 
quien se lo afirme, 

— ¿Porqué? 

— Yo soi un célibe empedernido que mira 
el matiimonio como una calamidad, que 
aconsejaria a todo el mundo seguir mi 
ejemplo, y siu embirgo, en el caso 4® us- 
ted temeria cambiar,., 

— ¿ De modo que si yo le preguntara su 
opinión?.*. 

— No le contestfiria ni una palabra. 

— Pero, — tlijü Alvar insistiendo, — si us- 
ted se encontrara en mí caso, ¿qué haria? 

— Hombre, no se enfade si le hablo con 
Iranqueza; para qqy yo me encontrara en 
las circnnstítucifis de usted, habria sido pre- 
ciso que hubiera tenido otras ideas, sin lo 
cual no habría hecho a nua niña abandonar 
su hogar líntes de tener un asilo seguro don- 
de colocarla: habiendo tenido pues yo otras 
ideas respecto al modo de conducirme en el 
amor, no sería extraño que también hubiera 
tenido otras opínmues respecto al matrimo- 
nio. Ya ve «pie sólo podría contestarle en 
hipótesi s^ lo que viene a dar el mismo re- 
flultado que no decir nada. 

Alvar gualdo EÍlyncio conociendo que 
no le seria posible obtener una respuesta 
categórica de sii compañero. 

Este, durante e! diálogo, no habia dejado 
de mínir a menndo hacía afuera por la ven- 
tana. Estaba haciendo esto después de ha- 
ber dicho lo anterior^ cuando soltó una 
carcajada de risa. 

— (JÜe qué se ríe?— le preguntó Alvar. 

— Para explicárselo necesito contarle an- 
tee lo que toe aconteció anoche. 

— ¿Qué fué ellü? 

— Ya salle uí^ted i]ne fui a casa de esa 
Oatíta ami^a de Blanca con quien habia 
dejado interrumpida una interesante con- 
vei^acioiu 

—Así me lo contó usted anoche. 

— ^Pues bieu; fui allá* Me recibió ella con 
una gracia cucan tadom, contándome con 
todos sus pelos y señales la disputa que ha- 



bia tenido con Blanca. Estábamos blanda- 
mente sentados en un sofá y habíamos rea- 
tado la plácida 'conversación cortada: todo 
eso en dulce calma. De pronto, así como 
esas tormentas repentinas que estallan en 
La Sierra, se abre de s ibito estrepitosa- 
naente una puerta y aparee j.... 

— ¿Blanca? 

— Ella misma convertida en una verda- 
dera tempestad, lanzando rayos con los ojos 
y truenos con la boca. Usted creerá que 
Oatita se arredró; pero no; al contrario, se 
enderezó, se empinó y se apercibió a la con- 
tienda. Primero hubo gritos en un diapasón 
ensordecedor, y luego... aquellas dos nin- 
fas se convirtieron en dos amazonas, se em- 
bistieron como dos toros bravios. Yo estaba 
listo y me puse en medio de ambas; recibí 
puñetes por la derecha y puñetes por la iz- 
quierda y vi trastornarse la mesa, rodar un 
florero, quebrarse dos vidrios y observé 
también otros varios despropósitos. Que- 
riendo poner fin a ese desconcierto, tomé el 
partido de cojer a mi buena Blanca de la 
cintura y salir con ella en peso hasta la 
calle. Catita tuvo siquiera el buen sentido 
de cerrar la puerta tras de nosotros. Una 
vez en la calle quiso continuar la cuestión 
conmigo; pero yo le corté la palabra recor- 
dándole cierta advertencia que antes le ha- 
bia hecho, de que el día (jue me siguiera 
seria el último que nos viéramos, y eché a 
caminar de prisa, que aun [uo ella quiso al- 
canzarme, no se lo permitieron los tacones 
de sus zapatos «ala Luis XV.» 

Alvar se reia de la aventura de su com- 
pañero, y este prosiguió diciendo: 

— Como usted lo comprenderá, era ne- 
cesario que yo diese un desagravio a Catita. 
Para esto hoi en la mañana la mandé in- 
vitar a que fuéramos a almorzar a cierto 
café. Aceptó ella, fuimos a aquel estableci- 
miento y nos hicimos servir en un gabinete 
especial. En la mitad del almuerzo senti- 
mos venir de la pieza contigua una voz que 
hablaba recio como para hacerse oir a tra- 
vés de la pared; esa voz era de mujer y 
mui conocida nuestra. 

— ¿Era la de Blanca? 

— JiLsto. Alternaba con otra voz de otro 
tono que anunciaba la larinje de un hom- 
bre. Catita y yo nos reimos alegremente 
del caso. Terminado el almuerzo, isalimos 
del café. Un coche nos esperaba en la 
puerta. Al subir a él, sentimos de nuevo 
la voz de Blanca; pero expresamente ni 
Catita ni yo la miramos, y el coche partió 



— ÍSIO — 



mientras Blanca esforzaba cada vez ruiís la 
Toz. Sin i m barga, Catita Be di 6 trazan pañi 
aguaitar coíi disimulo por entre las cor t i ni - 
Ilaa del carruaje j me dijo que su amiga 
estaba ahí can un Bcñor cambista del 
porta], 

— Blauca habr¡i dicLo; «A rei muerto, 
rei puesto,]» — dijo Alvar riendo de la aven- 
tura de su amigo. 

— 01 aro; <cEl rei ha muerto, viva el rei.> 
Pero ella quiere a toda costa que el rei 
muerto vea la cara del rei vivo. Luego que 
me separé de Catita me vine para acá, y he 
estado entretenido viendo pasar por la calle 
un coche con ía que fué mi Blanca y el di- 
choso cambista al lado. Ya me he fijado ea 
el cochero, y cada vez fjue pasa me pongo 
a mirar al techo de la casa del frente. 

— Y mientras usted hC divierte en <^to, 
las horas de coche corren para el bolsillo 
del cambista. 

— Véalo usted, — dijo Lostan, señalando 
a su compafiero un carruaje que venia como 
a media cuadra de distancia; — ese es. Pero 
ahora voi a mostraime galante con Blanca, 
Toí a darle el gusto do que sepa que he 
visto al mequetrefe de mí sucesor. 

Con efecto ; luego pasó el coche desig* 
nado fi^ente a la Yent£ina< En su testera 
venia sentada Blanca con un sujeto a gu 
lado. 

Lofitan sonriéndose la hizo un amable 
saludo que [ella contestó con un borneo de 
cabeza* 

— j Pobre cambista!— exclamó Lostan 
con soma;— Blanca tiene au magnílico es- 
tómago capaz de di jcrir todos tus raugríen- 
toa billetes. 



Kn esjos mismos momentos^ más o menos, 
un caballero a quien ya conectamos iba por 
la calle de Árgandoña. Era el señor Mel- 
gar, c] padre de Lucia* 

Llegó hasta una casa cuya puerta de 
calle tenia el número 5, y entró en ella. 

Un instante después se hallaba en una 
de las habitaciones de la casa en la cual ha- 
bla también otra persomu Esta persona era 
doña JManuela, su hermana. 

El caballero dejó su sombrero sobre una 
meaaj y en seguida sacando un papel do- 
blado del bolsillo de su levita, dijo a la se- 
ñora: 

— Lee esto. 

Ella cojió el papel y leyóí 



€ Chorrillos, Junio..* do 1884* 
^ Señor Melgar; 

^Cumpliendo coi?, el encargo de comuni- 
carle a usted cuando vea o sepa que el ca- 
pitán Alvar va a Lima, le escribo para 
anunciarle que ayer en la tarde este oficial 
partió para esa, Segan be sabido ha obte- 
nido permiso por algunos díaü para ir a me- 
dicinarse allá porf^ue está enfei-mo de ter- 
ciana. 

»Sti atento y seguro servidor 

P.,. V...1 

—¿Quién te escribe esto ? preguntó doña 
Manuela. 

— Ese empleado de la estación de Chorri- 
llos de quien te habia hablado. Es pen- 
sionista de un cafó donde comen tambiea 
algunos oficiales del Setiembre, y fácil le e» 
saber cuando alguno de estos consigue li- 
cencia para venir a Lima. Por tal motivo 
me había fijado yo en él pía hacerle el en- 
cargo que hoi ha cumplido* 

— líe manera que ese oficial está ahora 
aquí en la ciudad- 

— Sí, pues; ya sé dónde vive; no me ha 
sido difícil averiguarlo porque son conoci- 
dos los lugares donde alojan los mihtarea 
chilenos que suelen venir de Chorrillos por 
enfermos. Hace un momento lo he visto en 
nca ventana de la casa donde está hospe- 
dado. 

— ¿A qué habi-á venido? ¿será que efec- 
tivamente e&tá enfei'mo, o vendrá en busca 
de Lucía? 

— Xo es sencillo adivinarlo. He visto sa 
semblante y a la primera mirada he cono- 
cido que en verdad se halla enfermo. 

— Entonces no ha venido por Lucia, 

— Eso no podemos saberlo; puede ser que 
su viaje haya tenido descansas... 

— Pero él debe ignorar que Lucia está 
aquí. 

— Quién sabe. Así como yo he tenido en 
Chorrillos una persona encargada de avi- 
sarme si él venia para acá, tal vez él tam- 
bién ha comisioníido a alguien en Lima de 
participarle la llegada de ustedes* 

—fia niña creo que no sabrá nada del 
arribo del oficial. 

— Así lo creo yo también. 

— Sin embargo, — dijo la seíiora, — preci- 
so será tener mucha vijílancia. 

—No basta eso, — contestó el caballero 
moviendo negativamente la cabeza; — 



— 311 — 



mientras estén ambos en nria misma ciu- 
dad no podré yo tener tranquilidad. Sí Lu- 
cía llegara a nablarse con eaa persona tal 
vez se lía capaz de olvidar la amenaza que 
le he hecho de no volver a ver a eu hijo y 
ternaria a huir de casa: tendiía yo que su- 
frir h ignominia de verla convertida en la 
querida de un individuo, y de un oficial 
chileno, cuando ni avm por esposa hubiera 
consentido en dárstílaa uno de ellos. 

— ^Bs verdad; no obstante, lo qTie en otros 
tiempos no hubieras consentido seria ahora 
ima felicidad para nosotros. 

— Seria... 6í, seria por lo menos una gran 
satisf acción j — murmnró Melgar con amar- 
gura; — pero es una necedad pensar en tal 
cosa ; para eso sujeto ha sido todo caestion 
de nn pasatiempo, de una calaverada ; ja- 
mas ha tenido el la intención de hacer su 
espo.^a de Lacia; si tal hubiera pensado, 
tiempo de sobra lia habido para qne lo hu- 
biese demos ti'ado. 

—Tal vez hablándole ►. .— balbució la se- 
ñora como sin atreverse a explicarse iná« 
claramente. 

—No seas sencilla, Marsnela; conoces 
muí poco a los hombrea: un iudivídno no se 
casa con la que ha sido su amante porque 
el padre de ella va ja a supliaírselo.., lo- 
graría yo solamente alguna burla, algún 
sarcasmo í mayor vergüenza, mayor afren- 
ta 

—Yo podria ira verlo.,, — replicó ía 
señora siempre temerosa, 

— Igual seria el resultado..* no hablemos 
más de esto,.. El único partido posible es 
qué Lucía salga nuevamente de Limaí ya 
se encnentra ella completamente sana y 
puede partir mañana mismo para SanM,,.^ 
el pueblo donde estií su niño. Querida her- 
mana, este es un nuevo sacrificio que te pi- 
do; mucho te has mortificado ya sufriendo 
mil penalidades en los viajes lieehos ix)r es- 
ta misma causa; pero ésta será la última 
vez. Los batallones chilenos están ya reti- 
rándose de Chorrillos, regresan a Chile; 
pronto íio quedará ninguno: entonces po- 
dvúJA volverá Lima y sólo entonces tendre- 
mos algún sosiego, 

— Se hará como tú lo quieras, — respon- 
dió ella con resignación;— partiremos ma- 
ñana. Espero que Lucía no pondrá obstá- 
culos, y al contrarío, se alegrará, pues cons- 
tantemente está pensando en iu hijo,,- lo 
quiere tanto, -, eso es lo que me hace tenerle 
mayor lástima. 

Después de cambiar los dos hermanos al- 



gunas palabras rclativits a las disposiciones 
concernientes al viaje, la señora dijo: 

— Yoi a advertir a Lucía para qne pre- 
pare su ropa. 

Y salió de la habitación, 

LXXXI. 

¡Al finí 

El di a siguiente am^meció también nu- 
blado, sombrío y húmedo, Eu aijiiel mes 
todas las mañanas se pareeeu en Lima. 

A. las siete ya el capitán Alvar se encon- 
traba de pies cu la puerta de la casa donde 
estaba hosix;dado. 

El aire d^tcmplado de aqíiella temprana 
hora no podía hacer bien a su salad que- 
brantada; pero ahí le tenia una causa que 
ál consideraba miis importante que el cui- 
dado de su salud. 

La mayor parte de la noche haHa estado 
desvelado y su me rj ido en profundas medi- 
taciones, y ahora nuevamente en el umbral 
de la puerta, continuaba entregado a sus 
pensamientos. 

Perder a Lucía ahora que la amaba más 
que nunca, cuando la \'eLa uiiis bella que 
antes j cuando conocía el precit)so valor de 
su corazón: era para desesperarse, 

Y sin eml^rgo era forzoso qne esto su- 
cediese: ella no abandonaiia a su hijo; ya 
le habiademostradti'su voluntad inquebran- 
table. 

Su amor, alejándole de su amante; su 
juventnd, dasterrándose a un lugar remoto; 
todo, todo lo sacriñcaba ella por su hijo? y 
aquel hijo también lo era de él, y él no ha- 
cia nada por aquella criatura a quien habla 
dado el ser; al contrario, ciego por su amor, 
pretendia que su madre también lo aban- 
donara. 

Esto pensaba Alvar y sentía cierto ru- 
bor, cierto bochorno que le quemaba la cara. 

El único medio de salvar todas las difi- 
cultades consistía en casarsti con ella: daria 
un nombre a su hijo y seria dueño de Lu- 
cía; la triste y desventurada niña vendría 
a sus brazos contenta y feliz, engraudecída 
por sus desgracias, y por la jenei'osidad de 
su corazón. La veri a como un año bá en 
una mañana semejante a esa cuando se se- 
paro de ella creyendo poder volver a su lado 
al cabo de pocas horas; ¡estaba entonces 
tan alegre y risueña, tan amante y cariñosa; 
habia tanto donaire en sus movimientos, 
tanta gracia en su expresión ! tornaría a ver 



— 312 — 



en fiíi Sümblanto lüs placen Uiras sonrisa; 
JE lio contíMiiplavía en sna ojos Ugrimas de 
pesar, sino miradas de amor y dicha; vol- 
vería el! íi a ser la niña jen ti 1 7 vivaraclia 
qne tanto lo encanta bii con sn ligudem. 

Todo cato se representaba a la ítnají na- 
ción de Alvar y le producía fiebre. Dejaba 
yagar por bu mente aquella mezcla de re- 
cuerdos e iinsionesí perol negó se disipaban 
éstos í eran bíjrrados por otras ideas ijne lo 
acometían. 

j Casarse! Perder lalibei^tad, la alegí^ 
indiferencia, la vida descuidada; todo lo 
que hacia encantadora su existencia do sol- 
tero, sin cargos, sin compromisos, sin aten- 
ciones, siempre dispuesta a cualquier aven- 
tura, siempre libre para disponer de sí 
mismo. CasLirse era perder todo eso ; era 
perder lo que hasta entonces había consi- 
derado como sn mayor felicidad. 

Y perder todo eso en la vida de campa- 
ña; allí donde nada hai firme, donde todo 
es vacilante j movible; ahí donde más que 
en ninguna otra parte necesitaba de du 
completa libertad de cuidados, 

T luego perderlo porcasarse con unaper- 
sona que le había pertenecido enteramen- 
te * .. . i qué dirían sus compañeros I se rei- 
rían de éi como el mismo lo habría hecho 
tratándose de otro.,. 

Pensando así, Alvar se pasaba la mano 
por su acalorada frente j respiraba con 
faerza. 

Separarse de Lucía o casarse con ella. 
Terrilíle disyuntiva era para él atendiendo 
a loa encontrados sentimientos que lo em- 
bargaban. 

Queriendo distraer sus pensamientos 
lanzaba continuas miradas hacia ambos ex- 
tremos de la calle. 

Medía hora hacía que estaba ahí, cuando 
i-econociü de lejos a una persona que con 
meuíidos pasos se aproximaba al sitio don- 
de se encontraba él- 

Era Lucía que acudía a la cita. 

De súbito desechó Alvar todos los pejisa- 
mientos íjue lo acosaban para dedicarse con 
el alma entera a contemplar a la bella Jo- 
ven que venia acercándose. 

Cuando estuvo junto a él, le tendió una 
mano que ella estrechó con su delicada ma- 
necita sacándola por debajo de su manto. 

— Ven ; subamos,— la dijo Alvar condu- 
ciéndola Líicía la escalera. 

Ella se dejó llevar. 

Subieron hasta los altos y andando algu- 



nos pasos por no pasi^dJKO llegaron hasta 
la habitación de Alvar. 

Esta era una piesa como de hotel, cuyo 
maeblaje consistía en una mesa, una cómo* 
da, un velador, un par de sillas y un catre. 

El joven hizo entrar a Lucia y adelantó 
una silla para que se sentara. 

— A(j[UÍ tienes mi reducido alojamiento, 
— ^la dijo. 

AI mismo tiempo la miró y la notó más 
suspirosa y acon^íojada que eldia anterior. 

— ^Te veo mam triste que ayer, — mur- 
muró Alvar con sentimiento. 

— Sí; lo esto í,-^ contostó ella suspirando. 

— ¿Qué tienes? 

Haciendo un esfuerzo [)ara contener sus 
lágrimas, Lucía contestó balbuciente; 

— Esta será quizás la última vez que nos 
veamos. 

— No hagas, Lucía, queme alarme; ¿poF 
qué me dices tal cosa? 

— Ayer en la tarde me díjo mí tia qne 
hoi partiríamos regresando a San M..,; 
dentro de pocas horas máa nos pondremoe 
en camino. • 

Alvar se quedó mudo y repitiendo den- 
tro de sí mismo las palabras que acababa 
de oir como si no pudiera comprenderlas- 
De jóse caer en una silla al lado de su ama- 
da, exclamando con voz apagada; 

— ¡Lucía, eso no puede serl 

— Sin embargo, — replicó ella sin poder 
ya contener sus sollozos; — loes.,, mi tía 
me dijo que estando yo repuesta ya parti- 
ríamos hoi... que preparara mi ropa para 
el viaje. . . 

— Pero tú le habrás dicho que aun no 
puedes partir... que todavía no estás bien.-., 
habrás dado cualquier discnlpa... 

— Tú sabes que há tiempo no me atrevo 
a poner el menor obst^ículo a su voluntad^ 
a pronunciar ni una palabra..* 

— Pues bien ahora que estás conmigo no 
tienes que esforzaite ni ruborizarte para 
oponer ningún obstáculo, para pronunciar 
ninguna palabra ; te basta solamente que- 
darte a mi lado; con quedarte aquí... no 
aquí precisamente, sino que iremos a buscar 
un lugar más oculto y seguro.,. Ahora no 
será como la otra ve/,: iremos ambos juntos 
y yo no me separará ni un momento de 
tí... Ya ves que podemos ser felices: basta 
únicamente una palabra tuya... 

Alvar rodeando coji uu brazo el cuello 
de la niña la hacía apoyar la cabeza sobre 
su pecho y colmándola de caricias repetía 
con acento suplicante. 



— 513 — 



— Dime CKi palabra Lucía, y harás mi 
dicha, iiiieetra dicha* • - di rae que desde 
este insUiDte no te separarás nunca mú^ de 
mí. 

— ^Nd, Ticfcor,^ — decia k desgraciada jo- 
ven dando ubre curso a su 11 auto; — bien 
sabes que no es posible ... liai nna ino- 
cente criatura que no puedo abandonar..* 
de mí depende bu euerte, bu vida qnizii... 
lío me hagaa sufrir pidiéüdome lo que ten- 
go que rehusarte,., sí fuera jo sola como 
antes no podria negarte nada; pero ahora 
no me pertenezco; tengo nn hijo par quien 
debo sacrifícarlo todo.T, ;Qtió mayor dicha 
podría haber para mí en el mtindo que es- 
tar a ta lad<^ que gozarme en tu¿i cariños, 
eu tu amor ! . . ♦ ¿crees que no se me parte 
el corazón al se[>ararme de tí?... Yoi a ir 
donde esti mi bijífco a quien quiero tanto, 
y sin embargo, lloro; porque para obtener 
esa ventura pierdo la de verte a tí... Si no 
voi donde está él lo perderé para siempre... 
y si voi alláí a tí.-, a tí tal vez te rol veré a 
encontrar... Ya te lo dije ayer; espiaré el 
momento oportuno, huiré con él en mis 
brazos y correré a buscarte... 

— ^Eso será difícil» si no imposible, — re- 
plicó Alvar con voz sorda. 

— ¿Por qué? — preguntó !a niña sobre- 
saltada. 

— Porque de un momento a otro se irá 
mi batallón de Chorrillos; iré yo quien sabe 
adonde, estaré a centenares de leguas dis- 
tante de tí*-. 

Lucía se írguió vivamente y exclamó pa- 
lideciendo: 

-^ i Es decir que te vas ! 
— Y yo mismo no sé a qué parte; igno- 
rando dónde estuvieía yo para entonces, no 
podrías tu sola echarte a buscai'rae por una 
nación que no conoces y sin saber dónde 
encontrarme, 

»Sacando un pañuelo de su bolsillo, Lucía 
se enjugó las Ugrimae que le bañaban el 
rostro j quedando como aturdida, murmuró 
con una voz seca y ronca que hizo estreme- 
cerse a Alvar; 

— ^He perdido mi última esperanza. 
Había tanta desesperación en esa voz, 
que Alvar se sintió sobrecojido. 

— ¡No digas eso Lucia! — esclamó; — ¡no 
uses ese tono, que me desgarras el al mal... 
£ Ja ciusa de tu desesperación es separarte 
< mí, eu tu voluntad está evitarlo. . . 

— Noj Víctor, no lo osíú; yo carezco de 
^ untad desde que tengo un hijo a quien 



debo consagrar mi vida aunque sienta p»r^ 
tíi'seme el corazón. 

— PerOj Lucía. . . ya vea que ha llegada 
el momento en que ee preciso tomar una re- 
solución. . . 

— Ta la he tomado, bien lo sabes * * . TÚ 
te irá-s donde te lleva tu obligación y yo 
voi donde me llama mi deber; tendremos 
que separarnos y éste será el último dia que 
nos veamos,.. 

Ante esta decisión expresada con dolor, 
pero a la vez con una serenidad que hacia 
conocer cuan irrevocable era, Alvar quedó 
mudo y abatido* 

—Si, Víctor, aera g1 último día en que 
nos veamos, — continuó diciendo Lucia con 
desconsolado acento;— este dia de hoi, esta 
fecha, es fatal para mí: Imce hoi, dia por 
dia, hornL por hora, un año cabal que nos 
separábamos... esta fecha la llevo gi'abada 
en mi juemoría, de ella no se borrará nun- 
ca,., ¿Recuerdas Víctor?.., era una mafia-' 
na semejante a esta, estííbamos juntos tú y 
yo, y también la habitación en que nos en- 
contrábamos era parecida a ésta en que ^ 
ahora nos hallamos; pero entonces... ¡qué 
contenta! ¡qué alegre estaba yo! ¡cuan felis 
me creía ! estaba a tu lado y poseía tu 
amor que era para mí todo el bien del mun- 
do, ¿Te acuerdas, Victor? tu tenias qtie 
irte a tu cuartel y mirabas tu reloj con- ' 
tando los minutos que aun podías perma- 
necer coumio;o y hacer palpitar mi corazón 
con tus caricias; y esos minutos que tú 
contabas eran los últimos de mi felicidad; 
pero yo no adivinaba ^to y me sentía con- 
tenta; mientras llegábala Lora, te sentabas 
junto a loí y me hablabas de lo dichosos 
que íbamos a ser, de nna casita donde esta- 
ríamos ocultos viviendo únicamente el uno 
para el otro..* ¡cuántos risueños planes for- 
mábamos sin sospechar lo que iba a suce- 
der!... o bien, ¡cuánto nos entreteníamos 
hablando de cualquier cosa! . - * todo nos 
hacia sonreír, todo nos alegraba porque la 
alegría estaba en nuestros corazones. Asi 
corrieron aquellos últimos minutos de mi 
felicidad.*, Lue^^o llegó el momento en 
que tú te dirijiste hacia la puerta y yo te 
acompañé hasta ella; ahí me díate el últi- 
mo abrazo que habia de poner fin al corto ■ 
término feliz de toda mi vida; tú saliste y 
yo quedé sola, y entregada ya a una nueva 
existencia, a esta existencia de dolor j 
amargura que para mí no concluirá nun- 
ca, Hoi mismo hace un año justamente dts 
todo eso, y parece que todos aquellos suce- 

38 



/■ 



814 — 



sos quisieran repetirse. . . ¡ este dia es fatal 
para mi!... 

—Lucía, desecha esas ideas supersticio- 
sas, te martirizas con ellas... 

— Déjame, Víctor, decirte lo que pienso: 
así como cada año tiene una estación fija 
para secar las hojas de los árboles, creo que 
también ha de tener un dia fijo para hacer 
desgraciada a cada persona: ese día para mí 
es hoi, es esta fecha. Y mucho más lo creo 
ahora que estoi viendo repetirse casi exacta- 
mente lo de un año há. Como aquella vez, 
también estamos aquí juntos, solos, y asi- 
mismo, a pesar de todo, en este instante yo 
me siento feliz porque estoi a tu lado. Y, co- 
mo entonces, luego llegará el momento en 
que uno de nosotros dos se dirija hacia esa 
puerta... Esta vez seré yo quien salga y tú 
quien se quede, yo quien parta y tú quien 
permanezca aquí: habrá esta diferencia, co- 
mo también habrá la de que la otra vez nos 
separamos para volver a encontrarnos y 
ahora nos separaremos para siempre... 

Alvar se levantó de un modo brusco de 
su asiento exclamando : 

— ¡Esto no puede ser! 

Y luego paseándose con viveza por la ha- 
bitación, añadió con exaltación creciente y 
Toz entrecortada: 

— ^Yo no puedo consentir en que vayas 
de aquí. . . yo te amo. . . necesito tenerte a mi 
lado... no podría vivir sin tí... No sé si es 
porque haya aumentado tu hermosura o por 
tus desgracias o por tu jenerosidad, yo aho- 
ra te amo más que antes, ahora te adoro... 
lejos de tí me desesperaría... no puedo con- 
sentir, no consentiré en que te vayas... 

— ^Víctor, considera que yo también su- 
fro lo mismo que tú; pero que hago sacri- 
ficio de mi amor ante mi hijo; él asimismo 
€S hijo tuyo... haz lo mismo que hago yo... 
sacrifícate por él... 

— A él también lo quiero, es hijo mió... 
pero más te amo a tí. . . No hai considera- 
ción para mí que valga más que mi amor... 
esto me domina, es superior a mí. . . 

Y accionando con desesperación, repetía: 
— ^Yo no podré vivir sin tí... necesito 

tenerte siempre a mi lado, verte, hablar- 
te, oirte, estrecharte entre mis brazos... tú 
ya me has dado tu amor y no tienes dere- 
cho para quitármelo ... ¡No permitiré que 

me dejes! no lo permitiré! 

— ¡Víctor! — exclamó Lucía tendiendo 
Mciaél sus brazos en ademan su plicante, — 
serénate; no hables así que me das pena, 
me martirizas... ¡serénate!... 



Alvar se detuvo frente a ella y le dijo- 
casi con rudeza: 

—Si quieres que me tranquilice di me- 
que no partirás. 

— La vida que me pidieras te la daría,, 
porque es mia; pero abandonar a mi hijo,, 
a esa inocente criatura... no puedo, no lo 
haré nunca. 

— ¿Es ésta tu última palabra? — pregun- 
tó Alvar con tono aún raiU seco. 

— Para tí nunca he tenido sino una sola. 

El joven capitán demostró dd súbito una 
serenidad que estaba mu i distante de sea— 
tir y dijo con el mismo tono: 

— Pues bien ; ae hani como tú lo deseasr 
todo concluirá í y si ha de ser luego, menos 
amargo lo encontraré siendo de una vez, 

Lucía lo miró con indecible ternura y 
sintiendo que ardientes lágrimas corrían 
por sus mejilla'?, murmuró: 

— Quieres decirme que parta ya. 

Alvar quedé impasible* 

La niña inclinó la cabeza, y levantando— 
se de su asiento dio tres o cuatro pasos ha- 
cia la puerta. 

El joven de un salto se echó sobre ella y 
cojiéndola con ambos brazos la llevó casi 
en peso hasta dejarla nuevamente en la si- 
lla. Dejóse caer al lado de ella y exclamó 
con una voz que sólo mostraba el acento- 
del más intenso amor: 

— Yo no sé lo que dt^o* • * sólo sé que 
te amo... a cuantas palabras me oigB^ no 
le des otro significado sino d de que te ado- 
ro... ¡Cómo pudiste pensar que yo qui- 
siera de veras que te fueses ya!... ¿no ves 
que estar contigo es para mí la vida! no 
ves que yo quisiera prolongar este instante 
como un moribundo desea prolongar an 
existencia?... Y tú te ibas, y tú creías-^ 
que yo te iba dejar iiliC así.., llorando... y 
sin decirte una palabra, sin hacerte una ca- 
ricia, sin estrecharte antea en mis brazos,... 
Te he hecho sufrir con mis palabras; pero* 
tú lo disimularás porque eres jenerosa eín— 
teli jente. . . tú me comprendes. . . tú sabe» 
que es el amor quien me hace hablar... 

Y diciendo todo esto Alvar colmaba de- 
carícias a su amada. 

De pronto so oyó un lijero ruido. 

Alvar se enderezó de un salto notando- 
que abrían la puerta, 

S« abalanzó a retenerla; pero de subí te 
quedó como clavado en medio de la habi- 
tación. 

La puerta se habia abierto. 



— 315 — 



Lucía lanzó un grito de terror y Airar 
'tjnedó inmóvil. 

Una persona acababa de entrar; era Mel- 
gar, el padre de Lucía, 

Avan2Ó éste pausadamente hasta el cen- 
tro de la pieza, y abí se detuvo; cruzóse de 
brazos y miró fijamente a la niña, que se 
liabia cubierto el rostro con ambas manos. 

Eabo un momento de Bileocio. 

Melgar lo rompió dtrijiéndose a su hija, 
■<5on una voz en que se notaba el enojo com- 
primido y la amargura. 

— Ya sabia donde encontrarte. Me íma- 
' jiné que el amor natural de madre seria un 
freno para tí; pero me equivoqué: ya en tí 
no queda ningún sentimiento digno. Has 
sido mala hija y eres mala madre... ¡todo 
por seguir al hombre que te ha hecho des- 
preciable a los ojos de todo el mundo y aun 
.-a los mios!... ya nada se puede esperar de 
tí... Un día abandonaste a tu padre y hoi 
: abandonas a tu hijo... 

Lucía escuchaba temblando la voz del 
autor de su ser; no se atrevía ni a descu- 
brir el rostro; pero al oir la última acusa- 
ción encontró fuerzas para exclamar: 

— ¡No, padre, no!.. 

—Yo no soi ya tu padre, no quiero 
«erlo... 

—¡No, señor, no!... yo no he querido 
abandonar a mi hijo; a mi hijo... ¡nunca! 
... estoi dispuesta a partir para donde é! 
está... hoi mismo partiré... 

— ¡Y te atreves a decirme eso ahora! — 
gritó Melgar no pudiendo ya contener su 
ira; — ¡ahora que te encuentro aquí! ahora 
qne tus hechos están desmintiendo tus pa- 
labras... ¡desgraciada criatura, no provoques 
;^aiin más mi cólera!... 

Lucía al ver que se dudaba de las pala- 
l:)ra8 que nacían de su alma, sintió que el 
/llanto la ahogaba y no pudo articular ni un 
vocablo más. 

Alvar permanecía mudo; aqnella escena 
lo había sorprendido en medio de una exci- 
ítacion que apenas le permitía darse cuenta 
de lo que ocurría. Maquinalmente, quizás 
temiendo que algnuo de los vecinos pasase 
por ahí, empujó la puerta que había que- 
-dado abierta. 

Melgar, que hasta entonces no le había 
«^irijido ni una palabra, le dijo: 

— ^Por qué cierra usted la puerta?... 
T 3me que yo forme un escándalo aquí?. . . 
I )h! — exclamó con amargura. — ^no tema 
-% 'ted tal cosa... durante un año he estado 
1 'jhando por no armarlo y no perderé mi 



obra por un arrebato de cólera. .. sabré con- 
tenerme; y aunque siento arder en mi pe- 
cho el deseo de vengar el agravio, el desea 
de que caiga sobre ust^ el peso de la jus- 
ticia que castiga su delito, me callaré; por- 
que pedir justicia seria castigarme a mí 
mismo, seria publicar mi deshonra us- 
ted quedará impune- - . 

Y como si quisiera poner término de un 
golpe a aquella escena que debia atormen- 
tarlo atrozmeate, avanzó hasta Lucía, co- 
jióla con rudeza de un brazo y haciéndola 
levantarse de un tiron^ exclamo amena- 
zante: 

— ¡Y tú, hija abyecta, irás para siempre 
allá, lejos de aquí, donde está el fruto de 
tu culpa! allá no te alcanzará tu amante; 
allá desterrada con ese hijo espurio devora- 
rás tu vergüenza: ¡ni tú ni él pisarán ja- 
mas los umbrales de mi casa, donde traerían 
el oprobio y la ignominia!... ¡Anda!... 

Alvar escuchaba todas aquellas palabras 
comprendiéndolas apenas; pero bien claro 
veía que aquel hombre venia a arrebatarle 
a su amada, a llevársela para siempre, a en- 
viarla donde él jamas la encontraría. El co- 
razón con todas sus fuerzas le mandaba 
impedir aquel atentado contra su amor, 
contra su dicha, contra su felicidad; y él 
deseaba hablar, deseaba hacer algo; mas, 
no habia qué. . . Indeciso, inmóvil, atóni- 
to, vio que Melgar asía a su hija de un 
brazo y que gritándole «ándaD la obligaba 
a moverse, vio que la arrastraba hacia la 
puerta, vio que salía con ella y que Lucía 
volviendo la cabeza le dirijia una mirada 
al través de sus lágrimas: era un "¡adiós!'* 
mudo, triste, desesperado... Alvar no pudo 
contenerse más: de un salto llegó hasta ella; . 
tendió los brazos, la rodeó con ellos el ta- 
lle y levantándola en peso, la condujo has- 
ta el fondo de la habitación, sin que la mano 
ya débil de Melgar pudiera estorbarlo. 

El ofendido padre lanzó un rujido de 
furor. 

— ¡ Oh ! — gritó trémulo y enrojecido por 
la ira;— ¡ahora usa usted la violencia con- 
tra un hombre anciano ya !... ¡ nada logra- 
rá!. . . ¡quiere que haya escándalo! quiere 
que haya afrenta! quiere que venga aquí la 
fuerza pública a hacer valer mi derecho!... 

—No, — replicó Alvar con calma y dig- 
nidad; — sólo quiero que esta niña sea mi 



Melgar dejó caer los brazos que el furor 
le habia hecho alzar, y dominando algo 1&. 
acritud de su tono dijo: 



— 316 — 



— íío tenp:o obliVaaiotí de creer en la pa- 
labra dü uii hombi'ii que tauto me La ofea- 
dido. 

— Sin embargo, está cu au voluntad CO' 
nocer íjud ea vt^rdudera; si la acepta, desíg* 
neme Uííted minino un día para cumplirla, y 
ojalá e,sc día fu^ra lioi mismo. 

Ilabiaea el acento del joven tal sinceri- 
dad, que Melgar uü pudú ja dudar. 

Lucía cáUba como aklada sin atreverse 
a creer cu lo que oi^ij Alvar la sacó de su 
estupor diciendo te can voz firme y apa- 
fiionaila: 

—Abrázame, Lucía; tu pudre no impe- 
dirá que abraces al que luego ha de ser tu 
eaposo... Ya no nos separaremos m¿s y 
cddaremos jtmtoHEi nuestro hijo. 

La niña lauzó un grito que pai^ecia expe- 
lido por BU oprimido comzon al dilatarse 
mstantám^ameute, j ciñó con sus lánguidos 
brazos el cuello del joven capitán. 

Scntia Melgar en ese instante nna satis- 
facción demasiado profunda para oponerse 
a aquella expansión de la felicidad. 

Lxxxn. 

Donde Lostan encuentra lo que 
tanto habla buscado. 

Lostan no cesaba de hacer sua visitas 
matinales a la iglesia de Santo Domingo. 

Pero en balde pajeaba ru penetrante vis- 
ta por los rostros de laa devotas, nunca lo- 
graba divisar entre ellos esa carita morena 
j gracioí=a adornada con ese par de ojos ne- 
gros cuyas brillan Les miradas conservaba 
el capitán indok^bles en la memoria o retra- 
tadas en la imajiíiaoíon. 

Salia del templo con paso lento al ver 
giempre frustradas ifus esperanzas; pero al 
llegar al atrio... ene paio lento solia cam- 
biarse en redoblado, y a este compás llega- 
ba el capitán hasta la casa de Catita... 

A Catita, ]ft enérjica amiga de Blanca, 
nunca le fultaba alguna pdabra o dicho ale- 
gi^ para distaaer al capitán del sombrío 
pensamiento que llevara de la iglesia... 
dado que no lo hnbíem ahuyentado en el 
camino. 

Una semana después del dia en que tenia 
por vecino a su compañero Alvar, el capi- 
tán Lostan saliendo de Santo Domingo se 
dirijió rectamente a su casa. 

Allá encontró a xilvar y palmeándole un 
Jiombro le dijo con buen humor: 



— Oüu que hoí es el gran díti. 

— líoi, — coa testo el interrogado son- 
riendo. 

Alvar debia indndableoiente ,sabar a qué 
ee referia Lostan, puesto que le correspon- 
dió sin vacilar. 

Lostan daba el título de grande al día en 
que su compañero iba a unir con indisolu- 
ble lazo su vida a la de Lucía. 

Todíjs los trámites y preparativos para 
llevar a caúk> el matrimonio estaban ya he- 
chos* FiíYO todo hiibia aido ejecutado con 
cierto 'si jilo por varios motivos. 

Alvar no habia querido solicitar el per- 
miso necesario como militar, porque eso 
habría dado lugar a ciertas informaciones, 
con las cuales tal vez se llegara a vislum- 
brar algo de sus combatidos amores, co.sa 
que híibría dado lugar a habí i Uaa que a to- 
da costa quería evitiir; además en tal caso 
se hubiera visto obligado también a esperar 
largo tiempo, en circunstancias do íjue de 
un iuiatante a otro pedia regresar a Chile 
su batalloQ. Haciendo estas consideracio- 
nes y azuzado por su amor, habia resuelto 
Datarse siu sohfcar la licencia requerida. 

Para evitar los inconvenientes que de 
esta omisión ]}odían resultar, se arregló to- 
do de manera que el casamiento se hiciese, 
si no en secreto, al menos sin ostentación. 
Esta disposición, por otra parte, agradó ei 
Melgar, quien a causa de ser Alvar oficial 
chileno VL^ia con satisfacción que el enlace 
se llevara a cabo del modo mas sencillo po* 
sí ble para evitar murmuraciones. 

Solamente algunos miembros de la fami- 
lia de Lucía y dos compañeros de Alvar 
debían ser los testigos de aquel acto. 

Ya se adivinará que uno de esos dos com* 
pañeros debia ser Lostan. El otro fué So- 
ler, 

Alvar escribió a éste una carta coranni- 
cíindole el suceso y rogándole que pidiera 
permiso para venir a Lima. La contesta- 
ción de su amigo fué que babia conseguido 
licencia y que acudiría a su llamado* 

Esa mañana debía llegar. 

Lostan y Alvar se habían dado cita para 
ir a la estación a recibir al compañero. 

Ya hemos visto que aquel saludó a éste 
diciéndüle que se hallaban en el gran dia- 

— Ya es hora de que vamos a la esta- 
ción, — dijo L^Btan enseguida, 

— Vamos andando,— contestó Alvar- 
Ambos salieron continuando sn convi 
sacion a la vez que caminaban por la cal. 

— Pues bieUj en la estación nos juntar 



— 317 — 



moa con Soler, y loa Lrea nos iremos a an 
hotel donde tendrá ostiíd au ultimo almuer- 
zo de soltero: se charlará. Be reirá uu poco 
y se harán li jeras libaciones, a los diose^s 
penaLOH de au nueva mansión para que los 
reciban propiciamente... aia embargo, ex- 
trañaremoa ou la mesa ia compañía de al- 
gunas amiguitas que podian liabernoá he- 
cho más agradable el rato.,. Después del 
almuerzo iremos a terminar esas dilij encías 
de curia etcétera, que son la parte prosaica 
de una hfjda. En seguida nos iremos a la 
caaa, donde yo me entretendré, como todcs 
estos días pasados ^ conversando con doña 
Manuela d^ los austosqtie pasó en Kuanta, 
mientras nsted se en t ruga adulces coloquios: 
esta vez Soler me ayudará a escuchar a la 
buena señora y a su hermano. Por último, 
llegará la gran hora del gran dia; Soler y 
yo iremos a escuchar como un compañero 
da el eterna si..- nos servíni de eiperíencia 
por si nos llega el caao.*. 

— Lo que es a usted^ — -replicó Alvar 
sonriendoj — difícilmente oreo que le lle- 
gue. 

— Pienso del mismo modo.. . Después íjue 
lo hayamos dejado a usted ebrio de felicí- 
dadj nos dirijiremoa. Soler j el que habla, a 
cierta parte donde concluiíxímos la fiesta 
celebrándola a naestra manera, como sol- 
teros.,. Habrá ahí un respetable canco en 
el cual Catita ha vaciado diversos líquidos, 
en proporciones que ella conoce, haata for- 
mar un famoso ponche de que se dice auto- 
ra, mientras usted se encanta en las deUoiaa 
de an dicha, noaotroa al son de piano y vi- 
huela, y en compañía dü Catita y unaf> esti- 
mables amigas de ella, le daremos fiero ata- 
que a lo que eiicien-a el cancoí aquello será 
mi despedida de Lim^, pues mañana ter- 
mina mi licencia. 

El programa antenor hecho por Losc^n 
se cumplió en todas sus partes, desde el al- 
muerzo de la mañana hasta el ponderado 
ponche de la noche. 

La boda se llevó a efecto sin ruido ni 
ostentación y sin ínás testigos que los qnc 
dejamos enunciados. 

No por esto se sentían menos dichosos 
ios novios. 

Al regresar de la iglesia hubo nua co- 
mida en que no por ser pocos lí^ invitados 
fué menor la alegría. 

Melgar se mostraba contento. 

Doña Manuela gozaba viéndose ya libre 



de tener qne acercarse a La Sierra donde 
tantos sustos habia pasado. 

Una grata sorpresa esperaba a los novios 
junto al tálamo nupciah Cuando se hubie- 
ron despedido los parientes j amigos, y 
aquellos entraron a la alc[iba que les estaba 
preparada, divisaron nn objeto cuyo aspecto 
hizo estremecer a Lucía: era una cuna- 
Corrió hacia ella, y pudo ver iin niño 
que dormia con el sueño de la inocencia. 

— [Eñ él, Víctor! — eiclamó con toda la 
alegria de su corazón; — [es nuestro hijo! 
Yen a conocerlo, ven a besarlo. Papá y mi 
ti a nos han dado esta feliz sorpresa j | qué 
buenos soní 

En efecto^ Melgar en e^osdias habia he- 
cho venir al niño; pero tal vez, desconfian- 
do hFiBta el último instante, había ocultado 
sn llegada. 

Alvar se inchnó para estampar en la 
frente del inocente dormido el primer beáo 
que daba a su hijo, 

— ; Bésalo otra vez ! — le dijo Lucía que 
habia vuelto a ser la nina alegre, jentil y 
graciosa de antes. 

Y viendo que después de obedecerle se 
enderezaba, de un salto se colgó del cuello 
de su esposo, añadiendo: 

— Y ahora, a mí. Así como en otro tiem- 
po las desgracias, hoi todas las felicidades 
vienen juntas para mi. 

El dia siguiente, seria cosa de las nueve 
y media de la mañana, cuando un joven 
que habia estado largo rato a pocos pasos 
del altar mayor de la iglesia de Santo Do- 
mingo emprendía a paso mesurado la mar- 
cha nü^ia la puerta del templo. 

Ese joven era Lostan. 

Alguna beata de las que ahi habia hu- 
biera podido creer o tal vez creyó que iba 
recitando una oración; pero si hubiese 
puesto el oido junto a su boca, habría oido 
estas palabras, que no es de aupner se en- 
cuentren en ningún devocionario: 

— Tampoco la he encontrado hoi ; mi mo- 
renita se ha disipado como el humo del in- 
cienso que aquí queman ; ya no podré en- 
contrarla jamas, puesto que este el último 
dia que estoi en Lima... 

Tan embebecido iba en bus pensamientos, 
que sin verla, tropezó con una devota la 
cual tenia un dedo metido en cierto agujero 
hecho en ona de las pilastras del templo j 
en esa posición rezaba, porque según la tra- 
dición, todo lo que reza un creyente mien- 
tras tiene un dedo encajado ahí, le vale por 



— 318 — 



mil, como lo sabe todo el mundo en Lima* 

Bailó el capitán j diríjió Bua paaoB a au 
habitación. 

Soler estaba ahí, 

— ¿Qué hubo?— le preguntó ésteal tqüIo. 

— Nada, absolutamente nada, cual siem- 
pre, 

— Son cosas como tuyas, — replicó Soler 
riéndose; — creer que habiaa de enoootrar 
ullá mismo a tn morenita, 

— ¿Y dónde st no ahí? El negro del 
cuento decía: a Aquí la perdí y aquí la he de 
hallar. 3> Yo como soi blaaco, alteraba algo 
la frase diciendo; trAquí la encontré 7 aquí 
la he de hallFir, í> En fin, ya no volveré mjls 
a Lima; perderé toda esperanza, yaaí como 
cambié la frase del negro, trocaré el verso 
del Dante al tiempo de salir diciendo: — 
«Lasciate ogni sperauaa voi Qh'mcite. » 

— Ya es hora de irooa a la estación. 

— Pues en marcha, 

Lostan llamó al mozo que lo servia en su 
alojamiento y envió a buscar un coche por- 
que tenia qne llevar consigo una maleta 
con algo de ropa. 

Algunos minutos después los dos compa- 
ñeros llegaban a Ja estación de la Encarna- 
ción, compraban sus boletos y se colocaban 
en im vagón del tren que debía llevarlís a 
Chorrillos. 

A la hora prefijada el tren comentó a 
rodar lentamente. 

Los dos compañeros iban sentados el uno 
frente al otro y asomados por las ventani- 
llas que tenían a su ladoj que eran las de la 
derecha. 

Entró la locomotora en la calle de los 
Arrieros y luego, sin acelerar la marcha, 
continaó por la de Hormeno. 

Allí venia desfilando en dirección opues- 
ta un cordón de cuatro o cinco coches. 



—¡ Es un casamiento! — dijo uno de loe 
pasajeros. 

y todos los que le oyeron se abalanmron 
hacia las ventanillas de la derecha. 

— Todos se precipitan a ver los novioa, 
*-HÍijo Loa tan alegremente ; lo mi«mo hariaii 
si llevaran por aqui un individuo a quiea 
fueran a fusilar. 

—Parece qne vienen en el último coche; 
diviso una pnnta de vestido blanco, — ana- 
dió Soler 

La locomotora seguía andando y también 
los vehículos tirados por sus caballos. 

Luego llegaría el instante en que los no- 
vios pasarían frente a la vista de loa dos 
capi tañes « 

Y llegó luego en efecto porqae el tren iba 
apurando su andar: los vieron* 

En el novio apónaa se fijaron: era un jo- 
ven de buen aspecto puesto de frac y guan- 
tes blancos. La novia como era natural fué 
quien llamó su atención. 

Era ésta una hermosa niña vestida com- 
pletamente blanco; bajo una corona de aza- 
hares ostentaba un hermoso rostro algo mo- 
reno en medio del cual brillaban dos lu- 
cientes ojos negros, 

Lostan cojiendo un brazo de su compa- 
üero, eiclamó sacudiéndolo: 

—i Es ella I 

—¿Quién? — ^pregautó Soler sorprendido- 

— ^La novia; es hi morenita de Santo Do- 
mingo. 

ET coche pasó, y Loafcan que en La Sierra 
se habia hecho filósofo, murmuró con sere- 
nidad y ailn sonriéndose: 

— ¡Mientras hoi yo la buscaba en una 
iglesia, ella estaba en otra I 

Y el tren acelerando cada vez más so 
marchas continuó rodando hacia Ohorrillos- 



FIN. 



índice 



Capa. 



t 



\ 



I, 

II- 

ITÍ. 

rv 



y.— 



yi. 

VIL 

VIII. 

IX. 

X. 

XL 

XII, 

xm. 
ziv.— : 

XV, 
XVI. 

xyii, 

iVIIL 



XIX,- 

XX.- 

XXL- 

XXII,- 

xxriL 
xxiy.- 

xxv.- 

XXVI.- 
XXVIL- 
XXVIII- 

XXIX,. 
XXX,' 



Fija. 
. — El ngor de la corneta* * , 5 
— Dos estrellas que se con- 
funden con otras.,, ♦ - , 8 
, — Charla interrumpida*-,.,* 10 
— Aventura que marcha al 

trote ,^ 12 

Una frase a través de una 

rejilla 16 

-Una comida enel cuarteh 19 
-Un paso hacia las tinieblae 23 

Orden inesperada 27 

'Herida misterioBa.,,-. 31 

Los cocheros 36 

Baile, cena y despedida... 38 

-Listo para marchar 50 

-Delicia primero; desespe- 
ración despnes, 63 

Peralta recurre a la elo- 
cuencia - .,.. 60 

-En marcha 6S 

*La quebrada del Oroya.-,, 67 

^En Chicla.. 73 

-Buscarse cabalgaduras- — 
Se sapone quien fué la da- 
ma herida •** 76 

■En Casapalca..., , 82 

-El paso de los Andes 87 

-Agua y nieve 97 

-Prontitud de Peralta para 

tirar el lazo IOS 

-Lucía , lüD 

ia causa del silencio de 

Luisa 114 

-Dolor de padre 115 

-Una conversación íntima. 118 

Dadafl y recelos 119 

-Noticiasde Lima en Huan- 

cayo 125 

Estadíaen Huancajo..p».<. 128 
-El capitán Lostan encuen- 
tra algo que ic gusta..., 130 



Caps. Pái& 

XXXI,— Un amorío interrumpido 

por una óixlen 1S6 

XXXIL — Una excursión inútil, ,..,-. liO 
XXXIII— En marcha hacia Áyacu- 

eho.,. ua 

XXXIV, — Tiroteo de Acostambo,,, 1^4 
XXXV.^ — Toma del puente j del 

pueblo de Izcuchaea,.,, 14S 

XXX VL— Subir hasta Hnando 154 

XXXVIL--Un Dieziocho de Setiem- 
bre mui poco divertido 166. 
XXXVIIL— El capitán Loatan en- 
cuentra nna rosa en 

Huanca vélica ., 160 

XXXIX. — ^Por huir de una patru- 
lla 164 

XL, — Todavía en Huancave- 

üca • 167 

XLL— Una noche terrible 168 

XLII.— En Acobamba 172 

XLIIL — De Acobambaa Cajas, y 

de Cajas a Marcas 174 

XLIV,— El bosque de Huanta 178 

XLX.— Hnanta 181 

XLVL — Castigo impuesto a los 

saqueadores. 184 

XLVIL — De Euanta a Pongora, y 
de Pougora a Ayacu- 

cho,,.. 18& 

XLYIIL— EnAyacucho 189 

XLIX,— Una calaverada 191 

L, — El teniente Marfcel en un 

trance apurado 194 

LI, — Un drama en un desván. 198 

LII. — Una buena escapada - 204 

LIL— Justo enfado del capitán 

Orrego - 208 

LIV,— Sahda de Ayacucho 214 

LV,^ — Sangrientas escenas en el 

bosque 21& 



Vf 



— 820 — 



LVI 

LYIL 

LVIII. 

LIX. 

LX. 

Lxr. 

LXII 

Lxni. 

LXIV. 
LXV. 

Lxvr 

LXVII 
LXVIII 



LXIX 



Pájs. 

, — El capitán Soler descubre 

un secreto* ,. 220 

— troa sufrimientofl de Lucía 222 
. — El capitán LosLau cumple 

su encargo 235 

—Despedida 287 

, — Una rada jornada, — Va- 
dear un rio invadeable. 250 

, — Subir y bajar 248 

BalaB y galgas? frío y so- 
roche* 251 

.■ — El camino del Inca 264 

. — Por las altura>s 258 

— Enl^ampas, 260 

~ Últimos tiroteos 262 

— Llegada a Huancayo 263 

. — E] capitán Lostan conoce 
que ya habia tenido lu- 
gar la despedida 266 

.^-El campamento de Chorri- 

Uos 269 



Capa. P4j8. 

LXX. — Encuentro ineaperado del 

capitán Soler 272 

LXXL — El capitán Soler pierde 
más que lo qae encuen- 
tra 276 

LXXII. — Se continúa algo que habia 

sido interrumpido 281 

LXXIIL— Pasa el tiempo 284 

LXXIV. — El capitán Lostan en Lima 286 

LXXV.— La carta 290 

LXXVI. — ^Vacilaciones y dudas 294 

LXXVIL-Noticias 296 

LXXVIII-El capitán Lostan conoce a 

una amiga de su amiga. 300 

LXXIX..-La cita 30^ 

LXXX. — ^A rei muerto, rei puesto... 808 
KXXXL— ¡Al fin! 811 

LXXXII-Donde Lostan encuentra lo 816 
que tanto había buscado. 



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291 



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