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Full text of "El sombrero de tres picos: historia verdadera de un sucedido que anda en romances escrita ahora tal y como pasó"

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FEB  2  4 


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EL  SOMBRERO  DE  TRES  PICOS. 


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Es  propiedad  del  autor.         t 


IMPRENTA  DE  LA  BIBLIOTECA  DE  INSTRUCCIÓN  Y  RECREO 

Calle  del  Rubio,  núm.  25. 


EL  SOMBRERO 


DE  TEES  PICOS 


HISTORIA    VERDADERA 

DI  UN  SUCEDIDO  QUE  ANDA  EN  ROMANCES 

ESCRITA  AHORA  TAL  Y  COMO  PASÓ 


POR 


D.  PEDRO  A.  DE  ALARCON 


Bachiller  en  Filosofía  y  Teología,  etc.,  etc. 


MADRID 

CASA  EDITORIAL  DE  MEDINA  Y  NAVARRO 
Calle  del  Rabio,  núm.  95 


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^*<, 


EL  AUTOR 


S. 


PREFACIO 


Pocos  españoles,  aun  contando  á  los  me- 
nos sabidos  y  leídos ,  desconocerán  la  his- 
torieta vulgar  que  sirve  de  fundamento  á  la 
presente  obrilla. 

Un  zafío  pastor  de  cabras,  que  nanea 
habia  salido  de  la  escondida  cortijada  en 
que  naciera,  fué  el  primero  á  quien  nos- 
otros se  la  oimos  referir.  Era  el  tal  ano  de 
aquellos  rústicos,  sin  ningunas  letras,  pero 
naturalmente  ladinos  y  bufones,  que  tanto 
papel  hacen  en  nuestra  literatura  nacional 
con  el  dictado  de  picaros.  Siempre  que  en 
la  cortijada  habia  fiesta  con  motivo  de  una 
boda,  de  un  bautizo  ó  de  una  visita  de  los 
amos ,  tocábale  á  él  poner  los  juegos  de 
chasco  y  pantomima,  hacer  las  payasadas  y 


8 


recitar  los  romances  y  relaciones...,  y  pre- 
cisamente en  una  ocasión  de  estas  (hace  ya 
casi  toda  una  vida...  es  decir,  hace  ya  más 
de  treinta  y  cinco  años)  fué  cuando  des- 
lumhró y  embelesó  una  noche  nuestra  ino- 
cencia (relativa)  con  el  cuento  en  verso  de 
El  Corregidor  y  la  Molinera ,  ó  sea  de  El 
Molinero  y  la  Corregidora,  que  hoy  ofrece- 
mos nosotros  al  público  bajo  el  nombre  más 
trascendental  y  filosófico  (pues  así  lo  re- 
quiere la  gravedad  de  estos  tiempos)  de  El 
Sombrero  de  tres  picos. 

Recordamos,  por  cierto,  que  la  noche  en 
que  el  pastor  nos  dio  tan  buen  rato,  las  mu- 
chachas casaderas  allí  reunidas  se  pusieron 
muy  coloradas,  de  donde  sus  madres  dedu- 
jeron que  la  historia  era  algo  verde,  por  lo 
cual  pusieron  ellas  al  pastor  de  oro  y  azul; 
pero  el  pobre  Repela  (así  se  llamaba  el  pas- 
tor) no  se  mordió  la  lengua ,  y  contestó  en 
el  acto  que  no  habia  por  qué  escandalizarse 
de  aquel  modo,  pues  nada  se  decia  en  su 
relación  que  no  supiesen  hasta  las  monjas  y 
hasta  las  niñas  de  cuatro  años... 

— Y  si  no,  vamos  á  ver, — preguntó  el 
cabrero; — ¿qué  se  saca  en  claro  de  la  his- 
toria de  El  Corregidor  y  la  Molinera?  Que 
los  casados  duermen  juntos,  y  que  á  ningún 


marido  le  acomoda  que  otro  hombre  duerma 
con  su  mujer.  ¡Me  parece  que  la  noticia!... 

— ¡Pues  es  veraad! — respondieron  las 
madres,  oyendo  las  carcajadas  de  sus  hijas. 

— La  prueba  de  que  el  tio  Repela  tiene 
razón— observó  en  esto  el  padre  del  no- 
vio,— es  que  todos  los  chicos  y  grandes 
aquí  presentes  se  han  enterado  ya  de  que 
esta  noche,  así  que  se  acabe  el  baile,  Jua- 
nete y  Manolilla  estrenarán  esa  hermosa 
cama  de  matrimonio  que  la  tía  Gabriela  acaba 
de  enseñarles  á  nuestras  hijas  para  que  ad- 
miren los  bordados  de  los  almohadones... 

— Hay  más,— dijo  el  abuelo  de  la  no- 
via.— Hasta  en  el  libro  de  la  doctrina  cris- 
tiana y  en  los  sermones  se  habla  á  los  ni- 
ños de  todas  estas  cosas  tan  naturales,  al 
ponerlos  al  corriente  de  la  larga  esterilidad 
de  nuestra  señora  Santa  Ana ,  de  la  virtud 
del  casto  José ,  de  la  estratagema  de  Judit 
y  de  otros  muchos  milagros  que  no  recuer- 
do ahora...  Por  consiguiente,  señores... 

— ¡Nada,  nada,  tio  Repela! — exclamaron 
valerosamente  las  muchachas. — ¡Diga  usted 
otra  vez  su  relación ,  que  es  muy  diver- 
tida! 

— ¡Y  hasta  muy  decente!— continuó  el 
abuelo; — pues  en  ella  no  se  le  aconseja  á 


10 

nadie  que  sea  malo,  ni  se  le  enseña  á  serlo, 
ni  queda  sin  castigo  el  que  lo  es. . . 

— jVaya!  ¡repítala  V.! — dijeron  al  finias 
madres  de  familia. 

El  tio  Repela  volvió  entonces  á  recitar  el 
romance,  y  considerándolo  ya  todos  á  la  luz 
de  aquella  crítica  tan  ingenua,  hallaron  que 
no  habia  pero  que  ponerle;  lo  cual  equivale 
á  decir  que  le  concedieron  las  licencias  ne- 
cesarias. 


# 


Andando  los  años,  hemos  oido  muchas  y 
muy  diversas  versiones  de  aquella  misma 
aventura  de  El  Molinero  y  la  Corregidora, 
siempre  de  labios  de  graciosos  de  aldea  y 
de  cortijo,  por  el  orden  del  ya  difunto  Re- 
pela ;  habiéndola  leido  además  en  letras  de 
molde  en  diferentes  romances  de  ciego,  y 
hasta  en  el  famoso  Romancero  del  inolvida- 
ble D.  Agustín  Duran.  El  fondo  del  asunto 
es  siempre  idéntico :  tragi-cómico ,  zumbón 
y  terriblemente  epigramático,  como  todas 
las  lecciones  dramáticas  de  moral  de  que  se 
enamora  nuestro  pueblo;  pero,  en  la  forma, 
en  el  mecanismo  accidental,  en  los  procedi- 
mientos casuales,  difiere  mucho,  muchísimo, 
del  que  relataba  nuestro  pastor;  tanto,  que 


11 

éste  no  hubiera  podido  recitar  en  la  cortijada 
nmguna  de  dichas  versiones,  ni  aun  aque- 
llas que  corren  impresas ,  sin  que  antes  se 
tapasen  los  oidos  las  muchachas  en  estado 
honesto,  ó  sin  exponerse  á  que  sus  madres 
le  sacaran  los  ojos.  ¡A  tal  punto  han  extre- 
mado y  pervertido  los  groseros  patanes  de 
otras  provincias  el  caso  tradicional  que  tan 
sabroso,  discreto  y  pulcro  resultaba  en  la 
versión  del  clásico  Repela ! 

Hace,  pues,  mucho  tiempo  que  concebi- 
mos el  propósito  de  restablecer  la  verdad 
de  las  cosas,  devolviendo  á  Id  peregrina 
historia  de  que  se  trata  su  primitivo  carác- 
ter, que  nunca  dudamos  fuera  aquel  en  que 
salia  mejor  librado  el  decoro.  Ni  ¿cómo  du- 
darlo? Esta  clase  de  relaciones,  al  rodar  por 
las  manos  del  vulgo,  nunca  se  desnaturali- 
zan para  hacerse  más  bellas,  delicadas  y  de- 
centes, sino  para  estropearse  y  percudirse 
al  contacto  de  la  ordinariez  y  la  chabaca- 
nería. 

Lo  primero  que  hicimos  con  aquel  in- 
tento fué  cederle  el  asunto  (como  se  dice 
entre  escritores)  á  nuestro  querido  y  malo- 
grado amigo  D.  José  Joaquín  Villanueva, 
que  se  enamoró  perdidamente  de  él,  y  que 
tan  á  pedir  de  boca  lo  hubiera  desempeñado 


12 

con  aquella  sana  y  castiza  pluma  que  escri- 
bió las  Avispas  y  la  Franqueza.  Pero,  ;ay! 
Villanueva  murió,  cuando  diz  que  apenas 
llevaba  bosquejado  el  principio  de  una  zar- 
zuela titulada  El  que  se  fué  á  Sevilla... 
(cuyo  argumento  era  el  mismo  de  la  pre- 
sente obra),  y  todo  se  quedó  en  tal  estado 
hasta  el  año  de  1866. 

Regresó  entonces  á  España,  después  de 
su  larga  permanencia  en  Méjico,  el  ilustre 
poeta  D.  José  Zorrilla,  y  como  llegásemos  á 
referirle  en  uno  de  nuestros  largos  coloquios 
literarios  la  historia  de  El  Molinero  y  la 
Corregidora,  según  que  nos  la  habia  legado 
Repela,  prendóse  también  del  asunto  el 
popular  autor  de  D.  Juan  Tenorio,  é  hizo- 
nos  entrever  la  posibilidad  de  que  lo  con- 
virtiera inmediatamente  en  una  comedia  de 
espadin  y  polvos,  que  ya  creíamos  estar 
saboreando  desde  butaca  de  primera  fila. 

Pero  han  pasado  ocho  años,  y  Zorrilla  no 
se  ha  vuelto  á  acordar  del  corregimiento  ni 
del  molino.  Nosotros  nos  vamos  haciendo 
viejos  entre  tanto,  y  podremos  seguir  á  Re- 
pela á  la  tumba  el  dia  que  más  descuidados 
estemos. . . — Es  una  cosa  que  se  ve  todos  los 
dias.  Ahora  se  vive  poco.  Villanueva,  Agus- 
tín Bonnat,  Javier  Ramírez,  Becquer,  Egui- 


13 

laz...  eran  casi  de  nuestra  edad,  y  ya  no 
están  en  el  mundo... — Hemos  decidido,  por 
consiguiente,  escribir  nosotros  mismos  en 
nuestra  humilde  prosa  la  genuina  historia 
de  El  Corregidor  y  la  Molinera,  más  que 
con  la  presunción  de  dar  por  realizado 
nuestro  deseo  y  por  concluida  la  tan  suspi- 
rada obra,  con  el  modesto  fin  de  apuntar  y 
divulgar  su  argumento,  para  que  otras  plu- 
mas puedan  sacar  de  él  mejor  partido. — ¡A 
no  habernos  quedado  sin  ninguna  copia  del 
romance  de  Repela,  ó  á  ser  nosotros  hom- 
bres de  más  memoria,  nos  hubiéramos  limi- 
tado á  darlo  á  la  estampa! 


Otra  advertencia,  y  concluimos  este  in  - 
digesto  prefacio. 

Cada  uno  de  los  muchos  romances  que 
circulan  por  toda  España ,  ya  de  boca  en 
boca,  ó  ya  impresos,  con  relación  á  la  mo- 
linera y  á  la  corregidora,  fija  el  lugar  de  la 
escena  en  un  pueblo  distinto. 

El  incluido  en  el  Romancero  de  D.  Agus- 
tín Duran  (tomo  n,  pág.  409,  sección  de 
Cuentos  vulgares)  la  pone  en  la  ciudad  de 
Arcos  de  la  Frontera,  y  así  es  que  se  titula 
El  Molinero  de  Arcos. 


14 

Hay  otro,  monopolizado  por  los  ciegos, 
que  principia  de  este  modo : 

En  Jerez  de  la  Frontera 
Hubo  un  molinero  honrado,  etc. 

Nuestro  insigne  maestro  (¿de  quién  no  lo 
es?)  D.  Juan  Eugenio  Hartzenbusch,  con 
quien  hemos  tenido  á  honra  consultar  acerca 
del  particular,  nos  ha  dicho  unas  coplejas 
populares  asaz  verdes  y  hasta  coloradas 
que  sabe  de  memoria  (¿qué  no  sabrá  de 
memoria  el  erudito  académico?),  en  las  cua- 
les se  hace  también  mención  de  esta  última 
ciudad  como  patria  del  molinero. 

En  Jerez  de  la  Frontera 
Un  molinero  afamado... 

es  el  comienzo  de  la  primera  copla. 

Los  campesinos  extremeños  suelen  colo- 
car la  acción  en  Plasencia,  en  Gáceres  y  en 
otras  ciudades  de  su  país. 

Y  finalmente,  en  el  romance  de  Repela 
no  se  cita  pueblo  alguno  como  teatro  de  los 
sucesos. 

En  tal  situación,  y  considerando  que  Re- 
pela nació,  vivió  y  murió  en  la  provincia 
de  Granada;  que  su  versión  parece  la  autén- 
tica y  fidedigna ,  y  que  aquella  es  la  tierra 


15 

que  mejor  conocemos  nosotros ,  nos  hemos 
tomado  la  licencia  de  figurar  que  sucedió  el 
caso  en  una  ciudad,  que  no  nombramos, 
del  antiguo  reino  granadino. 

Perdónesenos  esta  falta ,  y  todas  las  de- 
más en  que  abunda  la  presente  historia. 


EL  SOMBRERO  DE  TRES  PICOS. 


I. 

De  cuándo  sucedió  la  cosa. 

Comenzaba  este  largo  siglo,  que  ya  va  de 
vencida. — No  se  sabe  fijamente  el  año:  sólo 
consta  que  era  después  del  de  4  y  antes 
del  de  8. 

Reinaba,  pues,  todavía  en  España  don 
Garlos  IV  de  Borbon, — por  la  gracia  de 
Dios,  según  las  monedas,  y  por  un  olvido 
ó  gracia  especial  de  Bonaparte,  según  los 
boletines  franceses. — Los  demás  soberanos 
europeos  descendientes  de  Luis  XIV  habían 
perdido  ya  la  corona  (y  el  jefe  de  ellos  la 

2 


18 

cabeza)  en  la  deshecha  borrasca  que  corria 
esta  vieja  parte  del  mundo  desde  1789. 

Ni'  paraba  aquí  la  singularidad  de  nues- 
tra patria  en  aquellos  tiempos.  El  soldado 
de  la  revolución,  el  hijo  de  un  oscuro  abo- 
gado corso,  el  vencedor  de  Rívoli,  de  las 
Pirámides,  de  Marengo  y  de  otras  cien  ba- 
tallas acababa  de  ceñirse  la  corona  de  Carlo- 
Magno  y  de  transfigurar  completamente  la 
Europa,  creando  y  suprimiendo  naciones, 
borrando  fronteras,  inventando  dinastías,  y 
haciendo  mudar  de  forma,  de  nombre,  de 
sitio,  de  costumbres  y  hasta  de  traje  á  los 
pueblos  por  donde  pasaba  con  su  corcel  de 
guerra  como  un  terremoto  animado,  ó 
como  el  Antecristo,  que  le  llamaban  las  po- 
tencias del  Norte... — Sin  embargo,  nues- 
tros padres  (Dios  los  tenga  en  su  santa  glo- 
ria), lejos  de  odiarlo  ó  de  temerle,  compla- 
cíanse aún  en  ponderar  sus  descomunales 
hazañas,  como  si  se  tratase  del  héroe  de  un 
libro  de  caballería  ó  de  cosas  que  sucedían 
en  otro  planeta,  sin  que  ni  por  asomos  se 
les  ocurriese  que  pensara  nunca  en  venir 


19 

por  acá  á  intentar  las  atrocidades  que  habia 
hecho  en  Francia,  Italia,  Alemania  y  otros 
países.  Una  vez  por  semana  (y  dos  á  lo 
sumo)  llegaba  el  correo  de  Madrid  á  la 
mayor  parte  de  las  poblaciones  importantes 
de  la  Península,  llevando  siete  números  de 
la  Gaceta,  y  por  ellos  sabían  las  personas 
principales  (suponiendo  que  la  Gaceta  ha- 
blase del  particular)  si  existia  un  Estado 
más  ó  menos  allende  el  Pirineo,  si  se  habia 
reñido  una  batalla  en  que  peleasen  seis  ú 
ocho  reyes  y  emperadores,  y  si  Napoleón 
se  hallaba  en  Milán,  en  Bruselas  ó  en  Var- 
sovia... — Por  lo  demás,  nuestros  mayores 
seguían  viviendo  á  la  antigua  española, 
sumamente  despacio,  apegados  á  sus  ran- 
cias costumbres,  en  paz  y  en  gracia  de  Dios, 
con  su  Inquisición  y  con  sus  frailes,  con  su 
pintoresca  desigualdad  ante  la  ley,  con  sus 
privilegios,  fueros  y  exenciones,  con  su  ca- 
rencia de  toda  libertad  municipal  ó  política, 
gobernados  simultáneamente  por  insignes 
obispos  y  poderosos  corregidores  (cuyas 
respectivas  potestades  no  era  muy  fácil  des- 


20 
lindar,  pues  unos  y  otros  se  metían  en  lo 
temporal  y  en  lo  eterno),  y  pagando  diez- 
mos, primicias,  alcabalas,  subsidios,  limos- 
nas y  mandas  forzosas,  rentas,  rentillas,  ca- 
pitaciones, tercias  reales,  gabelas,  frutos 
civiles  y  hasta  cincuenta  tributos  más,  cuya 
nomenclatura  no  viene  á  cuento  ahora. 

Y  aquí  termina  todo  lo  que  la  presente 
historia  tiene  que  ver  con  la  militar  y  po- 
lítica de  aquella  época;  pues  nuestro  único 
objeto,  al  recordar  lo  que  entonces  sucedía 
en  el  mundo,  ha  sido  venir  á  parar  á  que 
el  año  de  que  se  trata  (supongamos  que  el 
de  1805)  imperaba  todavía  en  España  el 
antiguo  régimen  en  todas  las  esferas  de  la 
vida  pública  y  particular,  como  si  en  medio 
de  tantas  novedades  y  trastornos  el  Pirineo 
se  hubiese  convertido  en  otra  muralla  de  la 
China. 


II. 

De  como  vivia  entonces  la  gente. 

En  Andalucía,  por  ejemplo  (pues  precisa- 
mente aconteció  en  una  ciudad  de  Andalucía 
lo  que  vais  á  oir),  las  personas  de  suposición 
continuaban  levantándose  muy  temprano, 
yendo  á  la  catedral  á  misa  de  prima,  aun- 
que no  fuese  diá  de  precepto;  almorzando 
á  las  nueve  un  huevo  frito  y  una  jicara  de 
chocolate  con  picatostes;  comiendo  de  una 
á  dos  de  la  tarde  puchero  y  principio,  si 
habia  caza,  y  si  no,  puchero  sólo;  dur- 
miendo la  siesta  después  de  comer;  pa- 
seando luego  por   el    campo;    yendo  al  ro- 


III. 

Do  ut  des. 

En  aquel  tiempo,  pues,  habia  cerca  de 
la  ciudad  de  ***  (perteneciente  al  reino  de 
Granada,  y  cabeza  de  corregimiento)  un 
magnífico  molino  harinero  (que  ya  no  exis- 
te), situado  como  á  un  cuarto  de  legua  de 
la  población,  en  un  delicioso  paraje,  entre 
una  colina  poblada  de  guindos  y  cerezos  y 
una  fértilísima  huerta  que  servia  de  margen 
(y  algunas  veces  de  lecho)  á  un  traicionero 
é  intermitente  rio. 

Por  varias  y  diversas  razones,  hacia  ya 
algún  tiempo  que  aquel  molino  era  el  pre- 


25 

dilecto  punto  de  llegada  y  descanso  de  los 
paseantes  más  caracterizados  de  la  men- 
cionada ciudad... — Primeramente,  conducía 
á  él  un  camino  carretero,  menos  intransi- 
table que  los  restantes  de  aquellos  contor- 
nos.— En  segundo  lugar,  delante  del  mo- 
lino habia  una  plazoletilla  empedrada,  cu- 
bierta por  un  parral  enorme,  debajo  del 
cual  se  tomaba  muy  bien  el  fresco  en  el  ve- 
rano, y  el  sol  en  el  invierno,  merced  á  la 
alternada  ida  y  venida  de  los  pámpanos. . . — 
En  tercer  lugar,  el  molinero  era  un  hom- 
bre muy  respetuoso,  muy  discreto,  muy 
fino,  que  tenia  lo  que  se  llama  don  de  gen- 
tes, y  que  obsequiaba  á  los  señorones  que 
solian  honrarlo  con  su  tertulia  vespertina, 
ofreciéndoles...  lo  que  daba  el  tiempo;  ora 
habas  verdes,  ora  cerezas  y  guindas,  ora 
lechugas  en  rama  y  sin  sazonar  (que  están 
muy  buenas  cuando  se  las  acompaña  de 
macarros  de  pan  de  aceite;  macarros  que  se 
encargaban  de  enviar  por  delante  sus  se- 
ñorías), ora  melones,  ora  uvas  de  aquella 
misma  parra  que  les  servia   de  dosel,   ora 


III. 

Do  ut  des. 

En  aquel  tiempo,  pues,  había  cerca  de 
la  ciudad  de  ***  (perteneciente  al  reino  de 
Granada,  y  cabeza  de  corregimiento)  un 
magnífico  molino  harinero  (que  ya  no  exis- 
te), situado  como  á  un  cuarto  de  legua  de 
la  población,  en  un  delicioso  paraje,  entre 
una  colina  poblada  de  guindos  y  cerezos  y 
una  fértilísima  huerta  que  servia  de  margen 
(y  algunas  veces  de  lecho)  á  un  traicionero 
é  intermitente  rio. 

Por  varias  y  diversas  razones,  hacia  ya 
algún  tiempo  que  aquel  molino  era  el  pre- 


2f> 

dilecto  punto  de  llegada  y  descanso  de  los 
paseantes  más  caracterizados  de  la  men- 
cionada ciudad. . . — Primeramente,  conducía 
á  él  un  camino  carretero,  menos  intransi- 
table que  los  restantes  de  aquellos  contor- 
nos.— En  segundo  lugar,  delante  del  mo- 
lino habia  una  plazoletilla  empedrada,  cu- 
bierta por  un  parral  enorme,  debajo  del 
cual  se  tomaba  muy  bien  el  fresco  en  el  ve- 
rano, y  el  sol  en  el  invierno,  merced  á  la 
alternada  ida  y  venida  de  los  pámpanos. . . — 
En  tercer  lugar,  el  molinero  era  un  hom- 
bre muy  respetuoso,  muy  discreto,  muy 
fino,  que  tenia  lo  que  se  llama  don  de  gen- 
tes, y  que  obsequiaba  á  los  señorones  que 
solían  honrarlo  con  su  tertulia  vespertina, 
ofreciéndoles...  lo  que  daba  el  tiempo;  ora 
habas  verdes,  ora  cerezas  y  guindas,  ora 
lechugas  en  rama  y  sin  sazonar  (que  están 
muy  buenas  cuando  se  las  acompaña  de 
macarros  de  pan  de  aceite;  macarros  que  se 
encargaban  de  enviar  por  delante  sus  se- 
ñorías), ora  melones,  ora  uvas  de  aquella 
misma  parra  que  les  servia   de  dosel,   ora 


26 
rosetas  de  maíz,  si  era  invierno,  y  castañas 
asadas,  y  almendras,  y  nueces,    y,   de  vez 
en  cuando,  en  las  tardes  muy  frias,  un  trago 
de  vino  de  pulso  (dentro  ya  de  la  casa  y  al 
amor  de  la  lumbre),  á  lo  que  por  Pascuas 
se  solia  añadir  algún  pestiño,   algún  man- 
tecado, algún  rosco,  ó   alguna  lonja   de  ja- 
món alpujarreño.  \ 
— ¿Tan  rico  era  el  molinero,  ó  tan  impru-  \> 
dentes  sus  tertulianos? — exclamareis,  inter- 
rumpiéndome. 

*  Ni  lo  uno  ni  lo  otro.  El  molinero  sólo  te- 
nia un  pasar,  y  aquellos  caballeros  eran  la 
delicadeza  y  el  orgullo  personificados.  Pero 
en  un  tiempo  en  que  se  pagaban  cincuenta  y 
tantas  contribuciones  diferentes  á  la  Iglesia 
y  al  Estado,  poco  arriesgaba  un  rústico  de 
tan  claras  luces  como  aquel  en  tenerse  ga- 
nada la  voluntad  de  regidores,  canónigos, 
frailes,  escribanos  y  demás  personas  de 
campanillas.  Así  es,  que  no  faltaba  quien 
dijese  que  el  tio  Lúeas  (tal  era  el  nombre 
del  molinero)  se  ahorraba  un  dineral  al  año 
á   fuerza  de  agasajar  á  todo  el   mundo. — 


27 

«Vuestra  merced  me  va  á  dar  aquella  puer- 
tecilla  vieja  de  la  casa  que  ha  derribado»,  le 
decia  á  uno. — «Vuestra  señoría  (le  decia  á 
otro)  va  á  mandar  que  me  rebajen  el  subsi- 
dio, ó  la  alcabala,  ó  la  contribución  de  fru- 
tos civiles.» — «Vuestra  reverencia  me  va  á 
dejar  coger  en  la  huerta  del  convento  una 
poca  hoja  para  mis  gusanos  de  seda.»— 
«Vuestra  ilustrísima  me  va  á  dar  permiso 
p'ara  traer  una  poca  leña  del  monte  X.» — 
«Vuestra  paternidad  me  va  á  poner  una  car- 
ta para  que  me  permitan  cortar  una  poca 
madera  en  el  pinar  H.» — «Es  menester  que 
me  haga  usarcé  una  escriturilla  que  no  me 
cueste  nada.» — «Este  año  no  puedo  pagar 
el  censo.» — «Espero  que  el  pleito  se  falle á 
mi  favor.» — «Hoy  le  he  dado  de  bofetadas 
á  uno,  y  creo  que  debe  ir  á  la  cárcel  por  ha- 
berme provocado.»- — «¿Tendría  su  merced 
tal  cosa  de  sobra?» — «¿Le  sirve  á  V.  de 
algo  tal  otra?» — «¿Me  puede  prestar  la  mu- 
la?» — «¿Tiene  ocupado  mañana  el  carro?» 
— «¿Le  parece  que  envié  por  el  burro?»... 
Y  estas  canciones  se  repetían  á  todas  ho- 


28 
ras,  obteniendo  siempre  por   contestación 
un  generoso  a  Como  se  pide.» 

Conque  ya  veis  que  el  tio  Lucas  no  es- 
taba en  camino  de  arruinarse. 


IV. 

una  mujer  vista  por  fuera. 

La  última  y  acaso  la  más  poderosa  razón 
que  tenia  el  señorío  de  la  ciudad  para  fre- 
cuentar por  las  tardes  el  molino  del  tio  Lu- 
cas, era...  que,  así  los  clérigos  como  los  se- 
glares, empezando  por  el  señor  obispo  y  el 
señor  corregidor  (que  tampoco  se  desdeña- 
ban de  visitarlo),  podían  contemplar  allí  á 
sus  anchas  una  de  las  obras  más  bellas,  más 
graciosas  y  más  admirables  que  hayan  salido 
jamás  de  las  manos  de  Dios, — llamado  en- 
tonces el  Ser  Supremo  por  Jovellanos  y  toda 
la  escuela  afrancesada  de  nuestro  país... — 
Esta  obra  era  la  seña  Frasquita. 


30 

Empiezo  por  responderos  de  que  la  seña 
Frasquita,  legítima  esposa  del  tio  Lúeas,  era 
una  mujer  de  bien,  y  de  que  así  lo  sabían 
todos  los  ilustres  visitantes  del  molino.  Digo 
más:  ninguno  de  éstos  daba  muestras  de  con- 
siderarla con  ojos  concupiscentes  ni  con  in- 
tención pecaminosa.  Admirábanla,  sí,  y  re- 
quebrábanla en  ocasiones  (delante  de  su  ma- 
rido, por  supuesto)  lo  mismo  los  frailes  que 
los  caballeros,  los  canónigos  que  los  golillas, 
como  un  prodigio  de  belleza  que  honraba  á  su 
Criador,  y  como  una  diablesa  de  travesura 
y  coquetería  que  alegraba  inocentemente  los 
espíritus  más  melancólicos. — «Es  un  her- 
moso animal» — solia  decir  el  virtuosísimo 
prelado.-^- «Es  una  estatua  de  la  antigüedad 
helénica» — observaba  un  abogado  muy  eru- 
dito, académico  correspondiente  de  la  His- 
toria.— «Es  la  propia  estampa  de  Eva» — 
prorumpia  el  prior  de  los  franciscanos. — 
«Es  una  real  moza» — exclamaba  el  coronel 
de  milicias. — «Es  una  sierpe,  una  sirena, 
un  demonio» — anadia  el  corregidor. — «Pe- 
ro es  una  buena  mujer,  es  un  ángel,  es  una 


31 
criatura,  es  una  chiquilla  de  cuatro  años» — 
acababan  por  decir  todos,  al  regresar  del 
molino,  atiborrados  de  uvas  ó  de  nueces,  en 
busca  de  sus  tétricos  y  metódicos  hogares. 
La  chiquilla  de  cuatro  años,  esto  es,  la 
seña  Frasquita,  frisaría  en  los  treinta.  Tenia 
más  de  cinco  pies  de  estatura,  y  era  recia  á 
proporción,  ó  quizás  más  gruesa  todavía  de 
lo  correspondiente  á  su  arrogante  talla.  Pa- 
recía una  Niove  colosal,  y  eso  que  no  había 
tenido  hijos;  parecía  una  Hércules-hembra; 
parecía  una  matrona  romana  de  las  que  aún 
se  ven  ejemplares  en  el  Trastevere. — Pero 
lo  más  notable  en  ella  era  la  movibilidad,  la 
ligereza,  la  animación,  la  gracia  de  su  res- 
petable mole.  Para  ser  una  estatua  como 
pretendía  el  académico,  le  faltaba  el  reposo 
monumental.  Se  cimbraba  como  un  junco, 
giraba  como  una  veleta,  bailaba  como  una 
peonza.  Su  rostro  era  más  movible  todavía, 
y  por  lo  tanto  menos  escultural:  avivábanlo 
donosamente  hasta  cinco  hoyuelos;  dos  en 
una  mejilla,  otro  en  otra,  otro  muy  chico 
cerca  de  la  comisura  izquierda  de  sus  ríen- 


32 
tes  labios,  y  el  último,  muy  grande,  en  me- 
dio de  su  redonda  barba.  Añadid  á  esto  los 
picarescos  mohines,  los  graciosos  guiños  y 
las  variadas  posturas  de  cabeza  que  ameniza- 
ban su  conversación ,  y  formareis  idea  de 
aquella  cara  llena  de  sal  y  de  hermosura,  y 
rebosante  siempre  de  salud  y  de  alegría. 

Ni  la  seña  Frasquista  ni  el  tio  Lúeas  eran 
andaluces:  ella  era  navarra  y  él  murciano. 
Él  habia  ido  á  la  ciudad  de  ***,  á  la  edad  de 
quince  años,  como  medio  paje,  medio  criado 
del  obispo  anterior  al  que  entonces  gober- 
naba aquella  Iglesia ,  y  su  señor  le  dejó 
á  su  muerte  aquel  molino.  El  tio  Lúeas  sir- 
vió luego  al  Rey;  hizo  en  1793  la  campaña 
de  los  Pirineos  occidentales,  como  ordenan- 
za del  valiente  general  D.  Ventura  Caro; 
asistió  al  asalto  de  Castillo-Piñón,  y  perma- 
neció largo  tiempo  en  las  provincias  del 
Norte,  donde  tomó  la  licencia  absoluta.  En 
Estella  conoció  á  la  seña  Frasquita,  que  en- 
tonces sólo  se  llamaba  Frasquita;  la  enamo- 
ró; se  casó  con  ella,  y  se  la  llevó  al  reino  de 
Granada  en  busca  de  aquel  molino  que  habia 


33 

de  verlos  tan  pacíficos  y  dichosos  durante 
el  resto  de  su  peregrinación  por  este  valle 
de  lágrimas  y  risas. 

La  seña  Frasquita,  pues,  trasladada  de 
Navarra  á  aquella  soledad,  no  habia  adquiri- 
do ningún  hábito  andaluz,  y  se  diferenciaba 
mucho  de  las  mujeres  campesinas  de  los 
contornos.  Vestía  con  más  sencillez,  desen- 
fado y  elegancia  que  ellas;  lavaba  más  sus 
carnes  y  permitía  al  sol  y  al  aire  acariciar 
sus  arremangados  brazos  y  su  descubierta 
garganta.  Usaba  hasta  cierto  punto  el  traje 
de  las  señoras  de  aquella  época,  el  traje  de 
las  mujeres  de  Goya,  el  traje  de  la  reina  Ma- 
ría Luisa;  si  no  falda  de  medio  paso,  falda 
de  un  paso  solo,  sumamente  corta,  que  de- 
jaba ver  sus  menudos  pies  y  el  arranque  de 
su  soberana  pierna:  llevaba  el  escote  re- 
dondo y  bajo,  al  estilo  de  Madrid,  donde  se 
detuvo  dos  meses  con  su  Lucas  al  trasladar- 
se de  Navarra  á  Andalucía;  todo  el  pelo  re- 
cogido en  lo  alto  déla  coronilla,  lo  cual -de- 
jaba campear  la  gallardía  de  su  cabeza  y  de 
su  cuello;  sendas  arracadas  en  las  diminu- 

3 


34 
tas  orejas,  y  muchas  sortijas  en  los  ya  cele- 
brados dedos  de  sus  duras  pero  limpias  ma- 
nos.— Por  último,  la  voz  de  la  seña  Fras- 
quita  tenia  todos  los  tonos  del  más  extenso 
y  melodioso  instrumento,  y  su  carcajada  era 
tan  alegre  y  argentina  que  parecía  un  repi- 
que de  sábado  de  gloria. 

Retratemos  ahora  al  tio  Lúeas. 


V. 

ün  hombre  visto  por  fuera  y  por  dentro. 

El  tio  Lúeas  era  más  feo  que  Picio.  Lo 
habia  sido  toda  su  vida,  y  ya  tenia  cerca  de 
cuarenta  años.  Sin  embargo,  pocos  hombres 
tan  simpáticos  y  agradables  habrá  echado 
Dios  al  mundo.  Prendado  de  su  viveza,  de 
su  ingenio  y  de  su  gracia,  el  difunto  obispo 
se  lo  pidió  á  sus  padres,  que  eran  pastores, 
no  de  almas,  sino  de  verdaderas  ovejas,  á  fin 
de  darle  educación  y  dedicarlo  á  la  carrera 
eclesiástica.  Muerto  Su  Ilustrísima,  y  dejado 
que  hubo  el  mozo,  voluntariamente,  el  semi- 
nario por  el  cuartel,  distinguiólo  entre  todo 


36 
su  ejército  el  general  Caro,  y  lo  hizo  su  or- 
denanza más  íntimo,  su  verdadero  criado  de 
campaña.  Cumplido,  en  fin,  su  empeño  mi- 
litar, fuéle  tan  fácil  al  tio  Lúeas  rendir  el 
corazón  de  la  seña  Frasquita,  como  fácil  le 
habia  sido  captarse  el  aprecio  del  general  y 
del  prelado.  La  navarra,  que  tenia  á  la  sa- 
zón veinte  abriles,  y  era  el  ojo  derecho  de 
todos  los  mozos  de  Estella,  algunos  de  ellos 
bastante  ricos,  no  pudo  resistir  á  los  conti- 
nuos donaires,  á  las  chistosas  ocurrencias,  á 
los  ojillos  de  enamorado  mono  y  á  la  bufona 
y  constante  sonrisa,  llena  de  malicia,  pero 
también  de  dulzura,  de  aquel  murciano  tan 
atrevido,  tan  locuaz,  tan  avisado,  tan  dis- 
puesto, tan  valiente  y  tan  gracioso,  que 
acabó  por  trastornar  el  juicio  no  sólo  á  la 
codiciada  beldad,  sino  también  á  su  padre 
y  á  su  madre. 

Lúeas  era  en  aquel  entonces,  y  seguia 
siendo  en  la  fecha  á  que  nos  referimos,  de 
pequeña  estatura  (á  lo  menos  con  relación  á 
su  mujer),  un  poco  cargado  de  espaldas, 
muy  moreno,  barbilampiño,  narigón,  oreju- 


37 
do  y  picado  de  viruelas.  Únicamente  su  boca 
era  regular  y  su  dentadura  inmejorable.  Di- 
jérase  que  sólo  la  corteza  de  aquel  hombre 
era  tosca  y  fea,  y  que  tan  luego  como  empe- 
zaba á  penetrarse  dentro  de  él  aparecían  sus 
perfecciones,  y  que  estas  perfecciones  prin- 
cipiaban en  los  dientes.  Luego  venia  la  voz, 
que  era  vibrante,  elástica,  atractiva;  varonil 
y  grave  unas  veces,  dulce  y  melosa  cuando 
pedia  algo,  y  siempre  difícil  de  resistir. 
Llegaba  después  lo  que  aquella  voz  decia: 
todo  oportuno,  discreto,  ingenioso,  persua- 
sivo...— Y  por  último,  en  el  alma  del  tio 
Lúeas  habia  valor,  lealtad,  honradez,  senti- 
do común,  deseo  de  saber  y  conocimientos 
instintivos  ó  empíricos  de  muchas  cosas,  un 
profundo  desden  á  los  necios,  cualquiera 
que  fuese  su  categoría  social,  y  cierto  espí- 
ritu de  ironía,  de  burla  y  de  sarcasmo  que 
le  hacían  pasar,  á  los  ojos  del  académico, 
por  un  D.  Francisco  de  Quevedo  en  bruto. 
Tal  era  por  dentro  y  por  fuera  el  tio  Lúeas. 


VI. 

Habilidades  de  los  dos  cónyuges. 

Amaba,  pues,  locamente  la  seña  Fras- 
queta al  tio  Lúeas,  y  considerábase  la  mujer 
más  feliz  del  mundo  en  verse  adorada  por 
él.  No  tenían  hijos,  según  que  ya  sabemos, 
y  habíase  dedicado  el  uno  á  cuidar  y  mimar 
al  otro  con  un  esmero  indecible;  pero  sin 
que  aquella  solicitud  y  ternura  ostentase  el 
carácter  sentimental  y  empalagoso,  por  lo  za- 
lamero, de  casi  todos  los  matrimonios  sin 
sucesión.  Por  el  contrario,  tratábanse  con 
una  llaneza,  una  alegría,  una  broma  y  una 
confianza  semejantes  á  las  de  los  niños,  ca- 


39 

maradas  de  juegos  y  de  diversiones;  los 
cuales  se  quieren  con  toda  el  alma  sin  de- 
círselo jamás,  ni  darse  á  sí  mismos  cuenta  de 
lo  que  sienten. 

¡Imposible  que  haya  habido  sobre  la  tierra 
molinero  mejor  tratado,  mejor  vestido,  más 
regalado  en  la  mesa,  rodeado  de  más  como- 
didades en  su  casa  que  el  tio  Lúeas!  ¡Imposi- 
ble que  ninguna  molinera  ni  ninguna  reina 
haya  sido  objeto  de  tantas  atenciones,  de 
tantos  agasajos,  de  tantas  finezas  como  la 
seña  Frasquita!  ¡Imposible  también  que 
ningún  molino  haya  encerrado  tantas  cosas 
útiles,  agradables,  recreativas,  necesarias  y 
hasta  supérfluas  como  el  que  va  á  servir  de 
teatro  á  casi  toda  la  presente  historia! 

Contribuía  mucho  á  ello  que  la  seña 
Frasquita,  la  pulcra,  hacendosa,  fuerte  y 
saludable  navarra,  sabia  y  podia  guisar,  co- 
ser, bordar,  barrer,  hacer  dulces,  lavar, 
planchar,  blanquear  su  casa, fregar  el  cobre, 
amasar,  tejer,  hacer  media,  cantar,  bailar, 
tocar  la  guitarra  y  los  palillos,  jugar  á  la 
brisca  y  al  tute,  y  otras  muchísimas  cosas 


40 

cuya  relación  fuera  interminable. — Y  con- 
tribuía no  menos  al  mismo  resultado  el  que 
el  tio  Lúeas  sabia  dirigir  la  molienda,  cul- 
tivar el  campo,  cazar,  pescar,  trabajar  de 
carpintero,  de  herrero  y  de  albañil,  ayudar 
á  su  mujer  en  todos  los  quehaceres  de  la 
casa;  leer,  escribir,  contar,  etc.,  etc. 

Y  esto  sin  hacer  mención  de  los  ramos  de 
lujo,  ó  sea  de  sus  habilidades  extraor- 
dinarias. 

Por  ejemplo:  El  tio  Lúeas  adoraba  las  flo- 
res (lo  mismo  que  su  mujer),  y  era  un  flori- 
cultor tan  consumado,  que  habia  llegado  á 
producir  ejemplares  nuevos  por  medio  de  la- 
boriosas combinaciones.  Tenia  algo  de  inge- 
niero natural,  y  lo  habia  demostrado  constru- 
yendo una  presa,  un  sifón  y  un  acueducto 
que  triplicaron  el  agua  del  molino.  Habia 
enseñado  á  bailar  á  un  perro,  domesticado 
una  culebra,  y  hecho  que  un  loro  diese  la 
hora  por  medio  de  gritos,  según  las  iba  mar- 
cando un  reloj  de  sol  que  el  molinero  habia 
trazado  en  una  pared;  de  cuyas  resultas  el 
loro  daba  ya  la  hora  con  toda  precisión  hasta 


41 

en  los  dias  nublados  y  durante  la  noche. 
Finalmente,  en  el  molino  habia  una  huerta, 
que  producía  toda  clase  de  frutas  y  legum- 
bres; un  estanque,  encerrado  en  una  especie 
de  kiosko  de  jazmines,  donde  se  bañaban  en 
el  verano  el  tio  Lúeas  y  la  seña  Frasquita; 
un  jardín;  una  estufa  ó  invernadero  para  las 
plantas  exóticas;  una  fuente  de  agua 'pota- 
ble; dos  burras,  en  que  el  matrimonio  iba  á 
la  ciudad  ó  á  los  pueblos  de  las  cercanías; 
gallinero;  palomar;  pajarera;  criadero  de 
peces;  criadero  de  gusanos  de  seda;  colme- 
nas, cuyas  abejas  libaban  en  los  jazmines; 
jaraíz  ó  lagar,  con  su  bodega  correspondien- 
te, ambas  cosas  en  miniatura;  horno,  telar, 
fragua,  taller  de  carpintería,  etc.,  etc.;  todo 
ello  reducido  á  una  casa  de  ocho  habitacio- 
nes y  ádos  fanegas  de  tierra,  y  tasado  en 
la  cantidad  de  diez  mil  reales. 


VIL 

El  fondo  de  la  felicidad. 

Adorábanse,  sí,  locamente  el  molinero  y 
la  molinera,  y  aun  se  hubiera  creído  que 
ella  lo  quería  más  á  él  que  élá  ella,  á  pesar 
de  ser  él  tan  feo  y  ella  tan  hermosa.  Dígolo 
porque  la  seña  Frasquita  solía  tener  celos  y 
pedirle  cuentas  al  tío  Lúeas  cuando  éste  se 
tardaba  mucho  en  regresar  de  la  ciudad  ó 
de  los  pueblos  adonde  iba  por  trigo,  mien- 
tras que  el  tio  Lúeas  veía  hasta  con  gusto 
las  atenciones  de  que  era  objeto  la  seña 
Frasquita  por  parte  de  los  señores  que  fre- 
cuentaban el  molino;  se  ufanaba  y  regocijaba 


43 

de  que  todos  la  encontrasen  tan  hechicera 
como  él;  y,  aunque  comprendía  que  en  el 
fondo  del  corazón  se  la  envidiaban  algunos 
de  ellos,  la  codiciaban  como  simples  morta- 
les, y  hubieran  dado'  cualquier  cosa  por- 
que fuese  menos  mujer  de  bien,  la  dejaba 
sola  dias  enteros  sin  el  menor  cuidado,  y 
nunca  le  preguntaba  luego  qué  habia  he- 
cho ni  quién  habia  estado  allí  durante  su 
ausencia... 

No  consistía  aquello,  sin  embargo,  en 
que  el  amor  del  tio  Lúeas  fuese  menos  vivo 
que  el  de  la  seña  Frasquita.  Consistía  en 
que  él  tenia  más  confianza  en  la  virtud  de 
ella  que  ella  en  la  de  él;  consistía  en  que 
él  la  aventajaba  en  penetración  y  sabia 
hasta  qué  punto  era  amado  y  todo  lo  que 
su  mujer  se  respetaba  á  sí  misma;  y  consis- 
tía en  que  el  tio  Lúeas  era  todo  un  hombre; 
un  hombre  como  el  de  Shakspeare,  de  pocos 
é  indivisibles  sentimientos;  incapaz  de  du- 
da; que  creia  ó  moría;  que  amaba  ó  mata- 
ba; que  no  admitía  gradación  ni  tránsito 
entre  la  suprema  felicidad  y  el    exterminio 


44 

de  su  dicha. — Era  un  Ótelo  de  Murcia,  con 
alpargatas  y  montera,  en  el  primer  acto  de 
una  tragedia  posible. 

Pero  ¿á  qué  estas  notas  lúgubres  en  una 
tonadilla  tan  alegre?  ¿A  qué  estos  relámpagos 
fatídicos  en  una  atmósfera  tan  serena?  ¿A 
qué  estas  reminiscencias  trágicas  en  una 
historia  de  género? 

Vais  á  saberlo  inmediatamente. 


VIII. 

El  hombre  del  sombrero  de  tres  picos. 

Eran  las  dos  de  una  tarde  de  Octubre. 

El  esquilón  de  la  Catedral  tocaba  á  vís- 
peras,— lo  cual  quería  decir  que  ya  habían 
comido  todas  las  personas  principales  de  la 
ciudad. 

Los  canónigos  se  dirigían  al  coro,  y  los 
seglares  á  las  alcobas  á  dormir  la  siesta,  so- 
bre todo  aquellos  que,  por  razón  de  oficio, 
vg.  las  autoridades,  habían  pasado  la  ma- 
ñana entera  trabajando. 

Era,  pues,  muy  de  extrañar  que  á  aque- 
lla hora,  impropia  además  para  dar  un  pa- 
seo, pues  todavía  hacia  demasiado  calor,  sa- 


46 
liese  de  la  ciudad,  á  pié,  y  seguido  de  un 
solo  alguacil,  el  ilustre  señor  corregidor  de 
la  misma, — á  quien  no  podia  confundirse  con 
ninguna  otra  persona  ni  de  dia  ni  de  noche, 
así  por  la  enormidad  de  su  sombrero  de  tres 
picos  y  por  lo  vistoso  de  su  capa  de  grana, 
como  por  lo  particularísimo  de  su  grotesco 
donaire... 

De  la  capa  de  grana  y  del  sombrero  de 
tres  picos,  son  muchas  todavía  las  personas 
que  pudieran  hablar  con  pleno  conocimien- 
to de  causa.  Nosotros,  entre  ellas,  lo  mismo 
que  todos  los  nacidos  en  aquella  ciudad 
en  las  postrimerías  del  reinado  del  Señor 
D.  Fernando  VII,  recordamos  haber  visto 
colgados  de  un  clavo,  en  medio  de  una  des- 
mantelada pared,  en  la  ruinosa  torre  de  la 
casa  que  habitó  su  señoría,  (torre  destinada 
á  la  sazón  á  los  infantiles  juegos  de  sus  nie- 
tos,) aquellas  dos  prendas  anticuadas,  aque- 
lla capa  y  aquel  sombrero, — el  negro  som- 
brero encima  y  la  capa  roja  debajo, — for- 
mando una  especie  de  espectro  del  absolu- 
tismo, una  especie  de  sudario  del  corregidor, 


47 

una  especie  de  caricatura  retrospectiva  de 
su  poder,  pintada  con  carbón  y  almagre, 
como  tantas  otras,  por  los  párvulos  constitu- 
cionales de  la  de  1 837  que  allí  nos  reunía- 
mos; una  especie,  en  fin,  de  espanta-pá- 
jaros, que  en  otro  tiempo  habia  sido  espan- 
ta-hombres, y  que  hoy  me  da  miedo  de  ha- 
ber contribuido  á  escarnecer,  paseándolo  por 
aquella  histórica  ciudad  en  dias  de  carnes- 
tolendas, en  lo  alto  de  un  deshollinador,  ó 
sirviendo  de  disfraz  irrisorio  al  idiota  que 
más  hacia  reír  á  la  pleble... — ¡Pobre  prin- 
cipio de  autoridad!  ¡Así  té  hemos  puesto  los 
mismos  que  hoy  te  invocamos  tanto' 

En  cuanto  al  indicado  grotesco  donaire 
del  señor  corregidor,  consistía  (dicen)  en 
que  era  cargado  de  espaldas...  todavía  más 
cargado  de  espaldas  que  el  tio  Lúeas... 
casi  jorobado,  para  decirlo  de  una  vez;  de 
estatura  menos  que  mediana;  endeblillo; 
de  mala  salud;  con  las  piernas  arqueadas,  y 
una  manera  de  andar  sui  géneris  (balan- 
ceándose de  un  lado  á  otro  y  de  atrás  hacia 
adelante),  que  sólo  se  puede  describir  con 


48 

la  absurda  fórmula  de  que  parecía  cojo  de 
los  dos  pies. — En  cambio  (añade  la  tra- 
dición) su  rostro  era  regular,  aunque  ya 
bastante  arrugado  por  la  falta  absoluta  de 
dientes  y  muelas;  moreno  verdoso,  como  el 
de  casi  todos  los  hijos  de  las  Castillas;  con 
grandes  ojos  oscuros,  en  que  relampaguea- 
ban la  cólera,  el  despotismo  y  la  lujuria; 
con  finas  y  traviesas  facciones,  que  no  te- 
nían la  expresión  del  valor  personal,  pero  sí 
la  de  una  malicia  artera  capaz  de  todo,  y  con 
cierto  aire  de  satisfacción,  medio  aristocráti- 
co, medio  libertino,  que  revelaba  que  aquel 
hombre  habría  sido,  en  su  remota  juventud, 
muy  agradable  y  acepto  á  las  mujeres,  á 
pesar  de  sus  piernas  y  de  su  joroba. 

D.  Eugenio  de  Zúñiga  y  Ponce  de  León 
(que  así  se  llamaba  su  señoría)  habia  nacido 
en  Madrid  de  una  familia  ilustre,  y  frisaría 
á  la  sazón  en  los  cincuenta  y  cinco  años, 
llevando  cuatro  de  corregidor  en  la  ciudad 
de  que  tratamos,  donde  se  casó,  á  poco  de 
llegar,  con  la  principalísima  señora  que  dire- 
mos más  adelante. 


49 

Las  medias  de  D.  Eugenio  (única  parte 
que,  además  de  los  zapatos,  dejaba  ver  de 
su  vestido  la  extensísima  capa  de  grana) 
eran  blancas,  y  los  zapatos  negros,  con  he- 
billa de  oro.  Pero  luego  que  el  calor  del 
campo  le  obligó  á  desembozarse,  vídose  que 
llevaba  gran  corbata  de  batista ;  chupa  de 
sarga  de  color  de  tórtola,  muy  festoneada  de 
ramillos  verdes,  bordados  de  realce;  calzón 
corto,  negro,  de  seda;  una  enorme  casaca  de 
la  misma  estofa  que  la  chupa;  espadín  con 
empuñadura  de  acero;  bastón  con  borlas,  y 
un  respetable  par  de  guantes  (ó  quirotecas) 
de  gamuza  pajiza,  que  no  se  ponia  nunca, 
empuñados  por  la  mitad  á  guisa  de  cetro. 

El  alguacil  que  seguia  á  veinte  pasos  de 
distancia  al  señor  corregidor  se  llamaba 
Garduña,  y  era  la  propia  estampa  de  su 
nombre. — Flaco,  agilísimo,  mirando  ade- 
lante y  atrás,  á  derecha  é  izquierda  al  pro- 
pio tiempo  que  andaba;  de  largo  cuello;  de 
diminuto  y  repugnante  rostro ,  y  con  dos 
manos  como  dos  manojos  de  disciplinas,  pa- 
recía juntamente  un  hurón  en  busca  de  cri- 

4 


50 

mínales,  la  cuerda  que  había  de  atarlos,  y 
el  instrumento  destinado á  su  castigo... 

El  primer  corregidor  que  le  echó  la  vista 
encima  le  dijo  sin  más  informes:  Tú  serás 
mi  primer  alguacil... — Y  ya  lo  habia  sido 
de  cuatro  corregidores. 

Tenia  cuarenta  y  ocho  años,  y  llevaba 
sombrero  de  tres  picos ,  mucho  más  pequeño 
que  el  de  su  señor  (pues  repetimos  que  el 
de  éste  era  descomunal),  capa  negra  como 
las  medias  y  todo  el  traje,  bastón  sin  borlas, 
y  una  especie  de  asador  por  espada. 

Aquel  otro  espantajo  negro  parecía  la 
sombra  de  su  vistoso  amo. 


IX. 

¡Arre,  burra! 

• 

Por  donde  quiera  que  pasaban  el  perso- 
naje y  su  apéndice,  los  labradores  dejaban 
sus  faenas  y  se  descubrían  basta  los  pies, 
con  más  miedo  que  respeto;  después  de  lo 
cual  se  decian  en  voz  baja: 

— ¡Temprano  va  esta  tarde  el  señor  cor- 
regidor á  ver  á  la  seña  Frasquita! 

— ¡Temprano...  y  solo! — anadian  algu- 
nos, acostumbrados  á  verlo  siempre  dar 
aquel  paseo  en  compañía  de  otras  varias 
personas. 

— Oye,  tú,   Manuel;    ¿por  qué  irá  solo 


univers'ty  oí 
iiuncis  librar» 


52 
esta  tarde  el  señor  corregidor  á  ver  á  la 
navarra? — le  preguntó  una  lugareña  á  su 
marido,    que    la    llevaba  á    grupas    en   la 
bestia. 

Y,  al  mismo  tiempo  que  la  pregunta,  le 
hizo  cosquillas  por  via  de  retintín. 

— ¡No  seas  mal  pensada,  Josefa! — excla- 
mó el  buen  hombre. — La  seña  Frasquita  es 
incapaz... 

— No  digo  yo  lo  contrario...  Pero  el 
corregidor  no  es  por  eso  incapaz  de  estar 
enamorado  de  ella...  Yo  he  oido  decir  que, 
de  todos  los  que  van  á  las  francachelas  del 
molino,  el  único  que  lleva  mal  fin  es  ese 
madrileño  tan  aficionado  á  faldas... 

— ¿Y  qué  sabes  tú  si  es  aficionado  á 
faldas? — preguntó  á  su  vez  el  marido. 

— No  lo  digo  por  mí...  ¡Ya  se  hubiera 
guardado,  todo  lo  corregidor  que  es,  de  de- 
cirme los  ojos  tienes  negros! 

La  que  así  hablaba  era  más  que  media- 
namente fea. 

— ¡Pues  mira,  hija,  allá  ellos! — replicó 
el  llamado  Manuel. — Yo  no  creo  al  tio  Lú- 


53 

cas  hombre  de  consentir...  ¡Bonito  genio 
tiene  el  tio  Lúeas  cuando  se  enfada! 

— Pero,  en  fin,  si  ve  que  le  conviene. . . — 
añadió  la  tia.  Josefa,  retorciendo  el  hocico. 

— El  tio  Lúeas  es  un  hombre  de  bien, — 
repuso  el  lugareño; — y  á  un  hombre  de 
bien  nunca  pueden  convenirle  esas   cosas. 

— Pues  entonces,  tienes  razón...  ¡Allá 
ellos!...  Si  yo  fuera  la  seña  Frasquita... 

— ¡Arre,  burra! — gritó  el  marido  para 
mudar  la  conversación. 

Y  la  burra  salió  al  trote;  con  lo  que  no 
pudo  oirse  el  resto  del  diálogo. 


X. 

Desde  la  parra. 

Mientras  así  discurrían  los  labriegos  que 
saludadan  al  señor  corregidor,  la  seña  Fras- 
quita  regaba  y  barría  cuidadosamente  la 
plazoletilla  empedrada  que  servia  de  atrio  ó 
compás  al  molino,  y  colocaba  media  docena 
de  sillas  debajo  de  lo  más  espeso  del  empar- 
rado, en  el  cual  estaba  subido  el  tio  Lúeas, 
cortando  los  mejores  racimos  y  arreglando- 
los  artísticamente  en  una  cesta. 

— Pues  sí,  Frasquita, — decía  et  tio  Lú- 
eas desde  lo  alto  de  la  parra; — el  señor  cor- 
regidor está  enamorado  de  tí  de  muy  mala 
manera ... 


55 

— Ya  te  lo  dije  yo  hace  tiempo,— contestó 
la  mujer  del  Norte. — ¡Pero,  déjalo  que  pene! 
— ¡Cuidado,  Lúeas,  no  te  vayas  á  caer! 

— Descuida,  que  estoy  bien  agarrado. 
También  le  gustas  mucho  al  señor... 

— Mira,  no  me  des  más  noticias, — inter- 
rumpió ella. — ¡Demasiado  sé  yo  á  quién  le 
gusto  y  á  quién  no  le  gusto!  ¡Ojalá  supiera 
del  mismo  modo  por  qué  no  te  gusto  á  tí! 

— Porque  eres  muy  fea, — contestó  el  tio 
Lucas. 

— Pues  fea  y  todo,  soy  capaz  de  subir  á 
la  parra  y  echarte  de  cabeza  al  suelo... 

— Más  fácil  seria  que  yo  no  te  dejase 
bajar  de  la  parra... 

— ¡Eso  es!...  y  cuando  vinieran  mis  ga- 
lanes, dirían  que  éramos  un  mono  y  una 
mona... 

— Y  acertarian;  porque  tú  eres  muy 
mona  y  muy  rebonita,  y  yo  parezco  un 
mono  con  esta  joroba... 

— Que  á  mí  me  gusta  muchísimo... 

— Entonces  te  gustará  más  la  del  corre- 
gidor, que  es  mayor  que  la  mia. 


56 

— ¡Vamos!  ¡Vamos!  Sr.  D.  Lúeas...  que 
me  parece  que  tiene  V.  celos... 

— ¿Celos  yo  de  ese  viejo  petate?  Al  con- 
trario. Me  alegro  mucho  deque  te  quiera... 

— ¿Por  qué? 

— Porque  en  el  pecado  lleva  la  peniten- 
cia. Tú  no  has  de  quererlo  nunca,  y  yo  seré 
entre  tanto  el  verdadero  corregidor  de  la 
ciudad. 

— ¡Miren  el  vanidoso!  Pues  figúrate  que 
llegase  á  quererlo...  ¡Cosas  más  raras  se 
ven  en  el  mundo! 

— Tampoco  se  me  daria  gran  cosa. . . 

— ¿Por  qué? 

— Porque  entonces,  tú  no  serias  ya  tú; 
y,  no  siendo  tú  quien  eres,  ó  como  yo  creo 
que  eres,  maldito  lo  que  me  importaría  que 
te  llevasen  los  demonios. 

— Pero  bien,  ¿qué  harías  en  semejante 
caso? 

— ¿Yo?  ¡Mira  lo  que  no  sé!...  Porque, 
como  entonces  yo  seria  otro  y  no  el  que  soy 
ahora,  no  puedo  figurarme  lo  que  pensaría 
después  de  mi  trasformacion... 


57 

— ¿Y  por  qué  serias  entonces  otro? 

— Porque  yo  soy  ahora  un  hombre  que 
cree  en  tí  como  en  sí  mismo,  y  que  no  tiene 
más  vida  que  esta  creencia.  De  consiguiente, 
al  dejar  de  creer  en  tí,  me  moriría,  ó  me 
convertiría  en  un  nuevo  hombre;  viviría  de 
otro  modo;  me  parecería  que  acababa  de 
nacer;  tendría  otros  sentimientos.  Ignoro, 
pues,  lo  que  aquel  segundo  yo  haría  enton- 
ces contigo.  Puede  que  se  echara  á  reir  y  te 
volviera  la  espalda.  Puede  que  ni  siquiera 
te  conociese.  Puede  que...  Pero  ¡vaya  un 
gusto  que  tenemos  en  ponernos  de  mal  hu- 
mor sin  necesidad!  ¿Qué  nos  importa  á  nos- 
otros que  te  quieran  todos  los  corregidores 
del  mundo?  ¿No  eres  tú  mi  Frasquita? 

— Sí,  pedazo  de  bárbaro, — contestó  la  na- 
varra, riendo  á  más  no  poder: — yo  soy  tu 
Frasquita,  y  tú  eres  mi  Lúeas  de  mi  alma, 
más  feo  que  el  bú,  con  más  talento  que  todos 
los  hombres,  más  bueno  que  el  pan  y  más 
querido...  ¡Ah,  lo  que  es  eso  de  querido, 
cuando  bajes  de  la  parra  lo  verás!  ¡Prepárate 
á  llevar  más  bofetadas  y  pellizcos  que  pelos 


58 

tienes  en  la  cabeza!  Pero,  ¡calla!  ¿Qué  es  lo 
que  veo?  El  señor  corregidor  viene  por 
allí  completamente  solo...  ¡Y  tan  temprani- 
to!... Ese  trae  plan. 

— Pues  aguántate,  y  no  le  digas  que 
estoy  subido  en  la  parra.  Ese  viene  á  decla- 
rarse á  solas  contigo,  creyendo  pillarme 
durmiendo  la  siesta.  Quiero  divertirme 
oyendo  su  explicación. 

Así  dijo  el  tio  Lúeas,  alargándole  la  cesta 
á  su  mujer. 

— No  está  mal  pensado, — exclamó  ella, 
lanzando  nuevas  carcajadas. — ¡El  demonio 
del  madrileño!  ¿Qué  se  habrá  creído  que  es 
un  corregidor  para  mí?  Pero  aquí  llega... 
Por  cierto  que  Garduña,  que  lo  seguía  á  al- 
guna distancia,  se  ha  sentado  en  la  ramblilla 
á  la  sombra...  ¡Qué  majadería!  Ocúltate  tú 
bien  entre  los  pámpanos,  que  nos  vamos  á 
reir  más  de  lo  que  te  figuras. 

Y  dicho  esto,  la  hermosa  navarra  rompió 
á  cantar  una  copla  de  fandango,  que  ya  le 
era  tan  familiar  como  las  canciones  de  su 
tierra. 


XI. 

£1  bombardeo  de  Pamplona. 

— Dios  te  guarde,  Frasquita, — dijo  el 
corregidor  á  media  voz,  apareciendo  bajo  el 
emparrado  y  andando  de  puntillas. 

— ¡Tanto  bueno,  señor  corregidor! — res- 
pondió ella  en  voz  natural,  haciéndole  mil 
reverencias. — ¡Usía  por  aquí  á  estas  horas! 
¡Y  con  el  calor  que  hace!...  ¡Vaya,  siéntese 
su  señoría!...  Esto  está  fresquito...  ¿Cómo 
no  ha  aguardado  su  señoría  á  los  demás  se- 
ñores? Aquí  tienen'  ya  preparados  sus  asien- 
tos... Esta  tarde  esperamos  al  señor  obispo 
en  persona,  que  le  ha  prometido  á  mi  Lucas 


60 

venir  á  probar  las  primeras  uvas  de  la  par- 
ra.—¿Y  cómo  lo  pasa  su  señoría?  ¿Cómo  lo 
pasa  la  señora? 

El  corregidor  estaba  turbado. 

La  ansiada  soledad  en  que  encontraba  á 
la  seña  Frasquita  le  parecía  un  sueño,  ó  un 
lazo  que  le  tendía  la  enemiga  suerte  para 
hacerle  caer  en  el  abismo  de  un  desengaño. 

Limitóse,  pues,  á  contestar: 

— No  es  tan  temprano  como  dices...  Se- 
rán las  tres  y  media... 

El  loro  dio  en  aquel  momento  un  chillido. 

— Son  las  dos  y  cuarto, — dijo  la  navarra, 
mirando  de  hito  en  hito  al  madrileño. 

Este  calló,  como  reo  convicto  que  renun- 
cia á  la  defensa. 

— ¿Y  Lúeas?  ¿Duerme? — preguntó  al 
cabo  de  un  rato. 

(Debemos  advertir  aquí  que  el  corregidor, 
lo  mismo  que  todos  los  que  no  tienen  dien- 
tes, hablaba  con  una  pronunciación  floja  y 
sibilante,  como  si  se  estuviese  comiendo  sus 
propios  labios.) 

— De  seguro, — contestó  la  seña  Fras- 


61 
quita. — En  llegando  esta  hora,   se  queda 
dormido  donde  primero  le  coge,  aunque  sea 
en  el  borde  de  un  precipicio... 

— Pues  mira...  déjalo  dormir... — excla- 
mó el  viejo  corregidor,  poniéndose  más  pá- 
lido de  lo  que  ya  era.  —  Y  tú,  mi  querida 
Frasquita,  escúchame...  oye...  ven  acá... 
Siéntate  aquí,  á  mi  lado...  Tengo  muchas 
cosas  que  decirte... 

— Ya  estoy  sentada, — respondió  la  moli- 
nera, agarrando  una  silla  baja  y  plantándola 
delante  del  corregidor,  á  cortísima  distancia 
de  la  suya. 

Una  vez  que  se  hubo  sentado,  echó  una 
pierna  sobre  la  otra,  inclinó  el  cuerpo  hacia 
adelante,  apoyó  un  codo  sobre  la  rodilla  ca- 
balgadora, y  la  fresca  y  hermosa  cara  en 
una  de  sus  manos;  y  así,  con  la  cabeza  un 
poco  ladeada,  la  sonrisa  en  los  labios,  los 
cinco  hoyos  en  actividad,  y  las  serenas  pu- 
pilas clavadas  en  el  corregidor ,  aguardó  la 
declaración  de  su  señoría. — Hubiera  podido 
comparársela  con  Pamplona  esperando  un 
bombardeo. 


62 
El  pobre  hombre  fué  á  hablar  y  se 
quedó  con  la  boca  abierta ,  embelesado  ante 
aquella  grandiosa  hermosura,  ante  aquella 
esplendidez  de  gracias ,  ante  aquella  formi- 
dable mujer,  de  alabastrino  color,  de  lujo- 
sas carnes,  de  limpia  y  riente  boca,  de  azu- 
les é  insondables  ojos ,  que  parecía  creada 
por  el  pincel  de  Rubens. 

— Frasquita... — murmuró  al  fin  el  dele- 
gado del  Rey  con  acento  desfallecido,  mien- 
tras que  su  marchito  rostro,  cubierto  de  su- 
dor, destacándose  sobre  su  joroba,  expresaba 
una  inmensa  angustia. — Frasquita... 

— Me  llamo, — contestó  la  hija  de  los  Pi- 
rineos.— ¿Y  qué? 

— Lo  que  tú  quieras,  —  repuso  el  viejo 
con  una  ternura  sin  límites. 

— Pues  lo  que  yo  quiero, — dijo  la  moli- 
nera,— ya  lo  sabe  usía.  Lo  que  yo  quiero 
es  que  usía  nombre  secretario  del  ayunta- 
miento de  la  ciudad  á  un  sobrino  mió  que 
tengo  en  Estella,  y  que  así  podrá  venirse  de 
aquellas  montañas,  donde  está  pasando  mu- 
chos apuros... 


63 

— Te  he  dicho,  Frasquito,  que  eso  es 
imposible.  El  secretario  actual... 

— Es  un  ladrón,  un  borracho  y  un  bestia. 

— Ya  lo  sé...  Pero  tiene  buenas  alda- 
bas entre  los  regidores  perpetuos,  y  yo  no 
puedo  nombrar  otro  sin  acuerdo  del  cabil- 
do. De  lo  contrario,  me  expongo... 

— ¡Me  expongo!...  ¡Me  expongo!...  ¿A 
qué  no  nos  expondríamos  por  vuestra  seño- 
ría hasta  los  gatos  de  esta  casa? 

— ¿Me  querrías  á  ese  precio? — tartamu- 
deó el  corregidor. 

— No,  señor;  que  lo  quiero  á  usía  de 
balde. 

— Mujer,  no  me  des  tratamiento.  Había- 
me de  usted  ó  como  se  te  antoje...  ¿Con- 
que vas  á  quererme?  Di... 

— ¿No  le  digo  á  V.  que  lo  quiero  ya? 

— Pero...    . 

— No  hay  pero  que  valga.  jVerá  V.  qué 
guapo  y  qué  hombre  de  bien  es  mi  so- 
brino! 

— ¡Tú  sí  que  eres  guapa,  Frasquita!... 

— ¿Le  gusto  á  V.? 


64 

— ¡Que  si  me  gustas!...  ¡No  hay  mujer 
como  tú! 

— Pues  mire  V. . .  Aquí  no  hay  nada  pos- 
tizo. . . — contestó  la  seña  Frasquita ,  acabando 
de  arrollar  la  manga  de  su  jubón,  y  mos- 
trando al  corregidor  el  resto  de  su  brazo, 
digno  de  una  cariátide,  y  más  blanco  que 
una  azucena. 

— ¡Que  si  me  gustas! — prosiguió  el  cor- 
regidor.— De  dia,  de  noche,  á  todas  horas, 
en  todas  partes,  sólo  pienso  en  tí... 

— ¿Pues  qué?  ¿No  le  gusta  á  V.  la  se- 
ñora corregidora? — preguntó  la  seña  Fras- 
quita con  una  fingida  compasión  que  hu- 
biera hecho  reir  á  un  hipocondriaco. — ¡Qué 
lástima!  Mi  Lúeas  me  ha  dicho  que  tuvo  el 
gusto  de  verla  y  de  hablarle  cuando  fué  á 
componerle  á  V.  el  reloj  de  la  alcoba,  y 
que  es  muy  guapa,  muy  buena,  y  de  un 
trato  muy  cariñoso. 

— ¡No  tanto!  ¡No  tanto!- — murmuró  el 
corregidor  con  cierta  amargura. 

— En  cambio,  otros  me  han  dicho — pro- 
siguió la  molinera, — que  tiene  muy  mal 


65 
genio,  que  es  muy  celosa,  y  que  V.  le  tiem- 
bla más  que  á  una  vara  verde... 

— ¡No  tanto,  mujer!... — repitió  D.  Eu- 
genio de  Zúñiga  y  Ponce  de  León,  ponién- 
dose colorado. — ¡Ni  tanto  ni  tan  poco!  La 
corregidora  tiene  sus  manias,  es  cierto... 
Pero  de  ello  á  hacerme  temblar  hay  mucha 
diferencia.  ¡Yo  soy  el  corregidor!... 

— Pero,  en  fin,  ¿la  quiere  V.  ó  no  la 
quiere? 

— Te  diré. . .  Yo  la  quiero  mucho. . .  ó  por 
mejor  decir,  la  quería  antes  de  conocerte. 
Pero  desde  que  te  vi,  no  sé  lo  que  me  pasa, 
y  ella  misma  conoce  que  me  pasa  algo. 
Bástete  saber  que  hoy,  para  mí,  tomarle  la 
cara  á  mi  mujer  me  hace  la  misma  opera- 
ción que  si  me  la  tomara  á  mí  propio...  Ya 
ves  que  no  puedo  quererla  más,  ni  sentir 
menos. . .  ¡Mientras  que  por  coger  esa  manor 
ese  brazo,  esa  cara  ,  esa  cintura...  daria 
lo  que  no  tengo! 

Y  hablando  así  el  corregidor,  trató  de 

apoderarse  del  brazo  desnudo  que  la  seña 

Frasquita  le   estaba    refregando    material- 

5 


66 
mente  por  los  ojos;  pero  ésta,  sin  descom- 
ponerse, extendió  la  mano,  tocó  el  pecho 
de  su  señoría  con  la  pacífica  violencia  é  in- 
contrastable rigidez  de  la  trompa  de  un  ele- 
fante, y  lo  tiró  de  espaldas  con  silla  y  todo. 
..  — ¡Ave  María  Purísima! — exclamó  en- 
tonces la  navarra,  riéndose  á  más  no  po- 
der.— Por  lo  visto,  esa  silla  estaba  rota... 

— ¿Qué  pasa  ahí? — exclamó  en  esto  el 
tio  Lúeas  asomando  su  feo  rostro  entre  los 
pámpanos  de  la  parra. 

El  corregidor  estaba  todavía  en  el  suelo 
boca  arriba,  y  miraba  con  un  terror  indeci- 
ble á  aquel  hombre  que  aparecía  en  los  ai- 
res boca  abajo. 

Parecia  el  diablo  vencido,  no  por  San  Mi- 
guel, sino  por  otro  demonio  del  infierno. 

— ¿Qué  ha  de  pasar? — se  apresuró  á  res- 
ponder la  seña  Frasquita.- — ¡Que  el  señor 
corregidor  puso  la  silla  en  vago,  fué  á  me- 
cerse, y  se  ha  caido... 

— ¡Jesús,  María  y  José! — exclamó  á  su 
vez  el  molinero.— ¿Y  se  ha  hecho  daño  su 
señoría?  ¿Quiere  un  poco  de  agua  y  vinagre? 


67 

— ¡No  me  he  hecho  nada! — dijo  el  cor- 
regidor, levantándose  como  pudo. 

Y  luego  añadió  por  lo  bajo,  pero  de  modo 
que  pudiera  oirlo  la  seña  Frasquita: 

— ¡Me  la  pagareis! 

— Pues,  en  cambio,  su  señoría  me  ha 
salvado  á  mí  la  vida, — repuso  el  tio  Lúeas, 
sin  moverse  de  lo  alto  de  la  parra. — Figú- 
rate, mujer,  que  estaba  yo  aquí  sentado 
contemplando  las  uvas,  cuando  me  quedé 
dormido  sobre  una  red  de  sarmientos  y  palos 
que  dejaban  claros  suficientes  para  que  pa- 
sase mi  cuerpo...  Por  consiguiente,  si  la 
caída  de  su  señoría  no  me  hubiese  desper- 
tado tan  á  tiempo,  esta  tarde  me  habria  yo 
roto  la  cabeza  contra  esas  piedras. 

— Conque  sí...  ¿eh? — replicó  el  corregi- 
dor.— Pues  ¡vaya ,  hombre!  me  alegro... 
¡Te  digo  que  me  alegro  mucho  de  haberme 
caido! — ¡Me  la  pagarás! — agregó  en  seguida 
dirigiéndose  á  la  molinera. 

Y  pronunció  estas  palabras  con  tal  ex- 
presión de  reconcentrada  furia,  que  la  seña 
Frasquita  se  puso  triste. 


68 

Veia  claramente  que  el  corregidor  se 
asustó  al  principio,  creyendo  que  el  moline- 
ro lo  había  oido  todo;  pero  que,  persuadido 
ya  de  que  no  habia  oido  nada  (pues  la  cal- 
ma y  el  disimulo  del  tio  Lúeas  hubieran  en- 
gañado al  más  lince),  empezaba  á  abando- 
narse á  toda  su  iracundia  y  á  concebir  pla- 
nes de  venganza. 

— j Vamos!  ¡Bájate  ya  de  ahí  y  ayúdame 
á  limpiar  á  su  señoría,  que  se  ha  puesto 
perdido  de  polvo! — exclamó  entonces  la  mo- 
linera. 

Y  mientras  el  tio  Lúeas  bajaba,  díjole  ella 
al  corregidor,  dándole  golpes  con  el  delantal 
en  la  casaca  y  alguno  que  otro  en  las  orejas: 

— El  pobre  no  ha  oido  nada...  Estaba 
dormido  como  un  tronco... 

Más  que  estas  frí»ses,  la  circunstancia  de 
haber  sido  dichas  en  voz  baja,  afectando 
complicidad  y  secreto,  produjo  un  efecto 
maravilloso: 

— ¡Pícara!  ¡Proterva! — balbuceó  D.  Eu- 
genio de  Zúñiga  con  la  boca  hecha  agua, 
pero  gruñendo  todavía... 


69 

— ¿Me  guardará  usía  rencor? — replicó 
la  navarra  zalameramente. 

Viendo  el  corregidor  que  la  severidad  le 
daba  buenos  resultados,  intentó  mirar  á  la 
seña  Frasquita  con  mucha  rabia,  pero  se 
encontró  con  su  tentadora  risa  y  sus  divinos 
ojos,  en  que  brillaba  la  caricia  de  una  súpli- 
ca, y,  derritiéndosele  la  gacha  en  el  acto,  le 
dijo  con  un  acento  baboso,  en  que  se  descu- 
bría más  que  nunca  la  ausencia  total  de  sus 
dientes  y  muelas: 

— De  tí  depende,  amor  mió. 

En  aquel  momento  se  descolgó  de  la  parra 
el  tio  Lúeas. 


XII. 

Diezmos  y  primicias. 

Repuesto  el  corregidor  en  su  silla,  la  mo- 
linera dirigió  una  rápida  mirada  á  su  esposo: 
viole,  no  sólo  tan  sosegado  como  siempre, 
sino  reventando  de  ganas  de  reir  por  re- 
sultas de  aquella  ocurrencia:  cambió  con 
él  desde  lejos  un  beso  tirado,  aprovechando 
un  descuido  del  corregidor,  ydíjole,  en  fin, 
á  éste,  con  una  voz  de  sirena  que  le  hubie- 
ra envidiado  Cleopatra: 

— j Ahora  va  su  señoría  á  probar  mis 
uvas! 

Entonces  fué  de  ver  á  la  hermosa  navar- 


71 

ra  (y  así  la  pintaría  yo  si  tuviese  el  pincel 
de  Ticiano),  plantada  enfrente  del  embele- 
sado corregidor ,  fresca ,  magnífica ,  inci- 
tante, con  sus  nobles  formas,  con  su  an- 
gosto vestido,  con  su  elevada  estatura,  con 
sus  desnudos  brazos  levantados  sobre  la 
cabeza  y  con  un  trasparente  racimo  en  cada 
mano,  diciéndole,  entre  una  sonrisa  irresis- 
tible y  una  mirada  suplicante  en  que  titilaba 
el  miedo: 

— Todavía  no  las  ha  probado  el  señor 
obispo.  Son  las  primeras  que  se  cogen 
este  año. 

Parecía  una  gigantesca  Pomona,  brin- 
dando frutos  á  un  dios  campestre; — á  un 
sátiro,  vg. 

En  esto  apareció  al  extremo  de  la  plazo- 
leta empedrada  el  venerable  obispo  de  la 
diócesis,  acompañado  del  abogado  acadé- 
mico y  de  dos  canónigos  de  avanzada  edad, 
y  seguido  de  su  secretario,  de  dos  familia- 
res y  de  dos  pajes. 

Detúvose  un  rato  su  ilustrísima  á  con- 
templar aquel  cuadro  tan  cómico  y  tan  bello, 


72 

hasta  que,  por  último,  dijo  con  el  reposado 
acento  propio  de  los  prelados  de  entonces: 

— El  quinto...  pagar  diezmos  y  primi- 
cias á  la  Iglesia  de  Dios,  nos  enseña  la  doc- 
trina cristiana;  pero  V.,  señor  corregidor, 
no  se  contenta  con  administrar  el  diezmo, 
sino  que  también  trata  de  comerse  las  pri- 
micias. 

— ¡El  señor  obispo!  — exclamaron  los 
molineros,  dejando  al  corregidor  y  corriendo 
á  besar  el  anillo  del  prelado. 

— ¡Dios  se  lo  pague  á  su  ilustrísima,  por 
venir  á  honrar  esta  pobre  choza! — dijo  el 
tio  Lúeas,  besando  el  primero,  y  con  el 
acento  de  una  sincera  veneración. 

— ¡Qué  señor  obispo  tengo  tan  hermo- 
so!— exclamó  la  seña  Frasquita,  besando 
después. — ¡Dios  lo  bendiga  y  me  lo  conserve 
más  años  que  le  conservó  el  suyo  á  mi 
Lúeas! 

— No  sé  qué  falta  puedo  hacerte,  cuando 
tú  me  echas  las  bendiciones  en  vez  de  pe- 
dírmelas— contestó  riéndose  el  bondadoso 
pastor. 


73 

Y,  extendiendo  dos  dedos,  bendijo  á  la 
seña  Frasquita  y  después  á  los  demás  cir- 
cunstantes. 

— Aquí  tiene  usía  ilustrísima  las  primi- 
cias— dijo  el  corregidor,  tomando  un  racimo 
de  manos  de  la  molinera  y  presentándoselo 
cortesmente  al  obispo. — Todavía  no  había- 
mos probado  las  uvas... 

El  corregidor  pronunció  estas  palabras, 
dirigiendo  de  paso  una  rápida  y  cínica  mira- 
da á  la  espléndida  hermosura  de  la  molinera. 

— i  Pues  no  será  porque  estén  verdes,  como 
las  de  la  fábula!  —  observó  el  académico. 

— Las  de  la  fábula — expuso  el  obispo — 
no  estaban  verdes,  señor  licenciado,  sino 
fuera  del  alcance  de  la  zorra. 

Ni  el  uno  ni  el  otro  habia  querido  acaso 
aludir  al  corregidor;  pero  ambas  frases  fue- 
ron casualmente  tan  adecuadas  á  lo  que 
acababa  de  suceder  allí,  que  D.  Eugenio  de 
Zúñiga  se  puso  lívido  de  cólera,  y  dijo,  be- 
sando el  anillo  del  prelado: 

— Eso  es  llamarme  zorro,  señor  ilus— 
trísimo. 


74 

— Tu  dixisti — replicó  éste,  con  la  afable 
severidad  de  un  santo  (como  diz  que  lo  era 
en  efecto.)- — Excusatio  nonpetita,  accusatio 
manifestó,. — Qualis  vir,  talis  oratio. — Pero 
satis  jam  dictum,  nullus  ultra  sit  sermo . — 
O,  lo  que  es  lo  mismo,  dejémonos  de  lati- 
nes, y  veamos  estas  famosas  uvas. 

Y  picó  una  sola  vez  en  el  racimo  que  le 
presentaba  el  corregidor. 

— ¡Están  muy  buenas! — exclamó  mi- 
rando aquella  uva  al  trasluz  y  alargándosela 
en  seguida  á  su  secretario.  —  ¡Lástima  que 
á  mí  no  me  sienten  bien! 

El  secretario  repitió  la  acción  de  su  se- 
ñor, y  luego...  colocó  la  uva  en  la  cesta  con 
escrupuloso  cuidado. 

— Su  ilustrísima  ayuna — observó  en  voz 
baja  uno  de  sus  familiares. 

El  tio  Lúeas,  que  habia  seguido  la  uva 
con  la  vista,  la  cogió  entonces  disimulada- 
mente, y  se  la  comió  sin  que  nadie  lo  viera. 

Después  de  esto,  sentáronse  todos:  ha- 
blóse de  la  otoñada  (que  seguía  siendo  muy 
seca,  á  pesar  de  haber  pasado  el  cordonazo 


75 

de  San  Francisco);  discurrióse  algo  sobre 
la  probabilidad  de  una  nueva  guerra  entre 
Napoleón  y  el  Austria;  insistióse  en  la 
creencia  de  que  las  tropas  imperiales  no  in- 
vadirían nunca  el  territorio  español;  quejóse 
el  abogado  de  lo  revuelto  y  calamitoso  de 
aquella  época,  envidiando  los  tranquilos 
tiempos  de  sus  padres  (como  sus  padres 
habrían  envidiado  los  de  sus  abuelos) ;  dio 
las  cinco  el  loro...,  y,  á  una  seña  del  señor 
obispo,  el  menor  de  los  pajes  fué  al  coche 
de  su  ilustrísima,  que  se  habia  quedado  en 
la  misma  ramblilla  que  el  alguacil,  y  volvió 
con  una  magnífica  torta  sobada,  de  pan  de 
aceite,  polvoreada  de  sal,  que  apenas  haria 
una  hora  habia  salido  del  horno:  colocóse 
una  mesilla  en  medio  de  los  concurrentes; 
descuartizóse  la  torta;  diósesu  parte  corres- 
pondiente, á  pesar  de  que  se  resistieron  mu- 
cho, al  tio  Lucas  y  á  la  seña  Frasquita,  y 
una  igualdad  verdaderamente  democrática 
reinó  durante  una  hora  bajo  aquellos  pám- 
panos que  filtraban  los  últimos  resplandores 
de  un  sol  poniente... 


.   XIII. 

Le  dijo  el  grajo  al  cuervo... 

Hora  y  media  después,  todos  los  ilustres 
compañeros  de  merienda  estaban  de  vuelta 
en  la  ciudad. 

El  señor  obispo  y  su  familia  habían  lle- 
gado con  bastante  anticipación,  gracias  al 
coche,  y  hallábanse  ya  en  palacio,  donde 
los  dejaremos  rezando  sus  devociones. 

El  insigne  abogado  (que  era  muy  seco)  y 
los  dos  canónigos  (á  cual  más  grueso  y  más 
respetable)  acompañaron  al  corregidor  hasta 
la  puerta  del  ayuntamiento  (donde  dijo  que 
tenia  que  hacer),  y  tomaron  luego  el  cami- 


77 

no  de  sus  respectivas  casas,  guiándose  por 
las  estrellas  como  los  navegantes,  ó  sor- 
teando á  tientas  las  esquinas  como  los  cie- 
gos;— pues  ya  había  cerrado  la  noche;  aún 
no  habia  salido  la  luna,  y  el  alumbrado  pú- 
blico (lo  mismo  que  las  demás  luces  de  este 
siglo)  estaba  todavía  allí  en  la  mente  divina. 

En  cambio,  no  era  raro  ver  discurrir  por 
algunas  calles  tal  ó  cual  linterna  ó  farolillo 
con  que  respetuoso  servidor  alumbraba  á 
su  amo,  que  se  dirigía  á  su  tertulia  ó  de  vi- 
sita á  casa  desús  parientes... 

Cerca  de  casi  todas  las  rejas  bajas  se  veía, 
ó  se  olfateaba  por  mejor  decir,  un  silencioso 
bulto  negro. — Eran  novios,  que  habían  sus- 
pendido su  palique  al  sentir  pasos. 

—  ¡Somos  unos  calaveras! — iban  dicién- 
dose el  abogado  y  los  dos  canónigos. — ¿Qué 
pensarán  en  nuestras  casas  al  vernos  llegar 
á  estas  horas? 

— Pues  ¿qué  dirán  los  que  nos  encuen- 
tren en  la  calle,  de  este  modo,  á  las  siete  y 
pico  de  la  noche,  como  unos  bandoleros  am- 
parados de  las  tinieblas? 


78 

— Hay  que  mejorar  de  conducta... 

— ¡Ese  dichoso  molino!... 

— Mi  mujer  lo  tiene  sentado  en  la  boca 
del  estómago — dijo  el  académico  con  un 
tono  en  que  se  traducía  el  miedo  á  un  pró- 
ximo regaño. 

— ¡Pues  y  mis  sobrinas! — exclamó  uno 
de  los  canónigos,  que  por  señas  era  pe- 
nitenciario.—  Mis  sobrinas  dicen  que  los 
sacerdotes  no  deben  visitar  comadres... 

— Sin  embargo — interrumpió  su  compa- 
ñero, que  era  magistral: — lo  que  allí  pasa 
no  puede  ser  más  inocente... 

— ¡Toma!  ¡Como  que  va  el  mismo  señor 
obispo! 

— Y  luego,  señores,  á  nuestra  edad... — 
repuso  el  penitenciario. — Yo  he  cumplido 
ayer  los  setenta  y  cinco. 

—  ¡Es  claro! — replicó  el  magistral. — 
Pero  hablemos  de  otra  cosa:  ¡qué  guapa 
estaba  esta  tarde  la  seña  Frasquita! 

— ¡Oh,  lo  que  es  eso...  ¡Gomo  guapa,  es 
guapa! — dijo  el  abogado,  afectando  impar- 
cialidad. 


79 

— Muy  guapa , — repitió  el  penitenciario 
dentro  del  embozo. 

— Y  si  no — añadió  el  predicador  de  ofi- 
cio,— que  se  lo  pregunten  al  corregidor... 
Indudablemente  está  enamorado  de  ella. 

— ¡Ya  lo  creo! — exclamó  el  confesor  de 
la  catedral. 

— De  seguro  —  agregó  el  académico... 
correspondiente. — Conque,  señores:  yo 
corto  por  aquí  para  llegar  antes  á  casa... 
¡Muy  buenas  noches! 

—  Buenas  noches, — le  contestaron  los 
dos  capitulares. 

Y  anduvieron  algunos  pasos  en  silencio. 

— También  le  gusta  á  ese  la  molinera, — 
murmuró  entonces  el  magistral,  dándole 
con  el  codo  al  penitenciario. 

— ¡Como  si  lo  viera! — respondió  éste,  pa- 
rándose á  la  puerta  de  su  casa. — ¡Y  qué 
bruto  es! — Conque  hasta  mañana,  compañe- 
ro.— Que  le  sienten  á  V.  muy  bien  las  uvas. 

— Hasta  mañana,  si  Dios  quiere...  Que 
pase  V.  muy  buena  noche. 

— Buenas  noches  nos  dé  Dios,: — rezó  el 


80 

penitenciario,  ya  desde  el  portal,  que  tenia 
por  cierto  farol  y  Virgen. 

Y  llamó  á  la  aldaba. 

Una  vez  solo  en  la  calle  el  otro  canónigo, 
(que  era  más  ancho  que  alto,  y  que  parecía 
que  rodaba  al  andar),  siguió  avanzando  len- 
tamente hacia  su  casa;  pero,  antes  de  llegar 
á  ella,  infringió  contra  una  pared  lo  que  en 
el  porvenir  habia  de  ser  un  bando  de  poli- 
cía urbana,  y  díjose  al  mismo  tiempo,  pen- 
sando sin  duda  en  su  cofrade  de  coro: 

— ¡También  te  gusta  á  tí  la  seña  Fras- 
quista!... — Y  la  verdad  es  (añadió  al  cabo 
de  un  momento)  que,  como  guapa, es  guapa! 


XIV. 

Los  consejos  de  Garduña. 

Entre  tanto,  el  corregidor  habia  subido  al 
Ayuntamiento,  acompañado  de  Garduña,  con 
quien  mantenía  hacia  rato,  en  el  salón  de 
sesiones,  una  conversación  más  familiar  de 
lo  que  debiera  un  hombre  de  su  calidad  y  de 
su  oficio. 

— Crea  usía  á  un  perro  perdiguero  que 
conoce  la  caza, — decia  el  innoble  algua- 
cil.— La  seña  Frasquista  está  perdidamente 
enamorada  de  usía ,  y  todo  lo  que  usía  acaba 
de  contarme  me  lo  hace  ver  más  claro  que 

esa  luz. 

6 


82 

Y  señalaba  á  un  velón  de  Lucena,  que 
apenas  esclarecía  un  pedazo  del  salón. 

— No  estoy  yo  tan  seguro  como  tú ,  Gar- 
duña,— contestó  D.  Eugenio  suspirando. 

— Pues  no  sé  por  qué.  Y  si  no,  hable- 
mos con  franqueza.  Usía  (dicho  sea  con 
perdón)  tiene  una  tacha  en  su  cuerpo...  ¿No 
es  verdad? 

— ¡Bien,  sí! — repuso  el  corregidor; — 
pero  esa  tacha  la  tiene  también  el  tio  Lúeas. 
¡Él  es  más  jorobado  que  yo! 

— ¡Mucho  más!  ¡muchísimo  más!  ¡sin 
comparación  de  ninguna  especie!  Pero  en 
cambio  (y  es  á  lo  que  iba),  usía  tiene  una 
cara  de  muy  buen  ver. . .  lo  que  se  llama  una 
bella  cara. . .  mientras  que  el  tio  Lúeas  se  pa- 
rece al  sargento  Utrera,  que  reventó  de  feo. 

El  corregidor  sonrió  con  cierta  ufanía. 

— Además, — prosiguió  el  alguacil, — la 
seña  Frasquita  es  capaz  de  tirarse  por  una 
ventana  con  tal  de  agarrar  el  nombramiento 
de  su  sobrino... 

— Hasta  ahí  estamos  de  acuerdo.  Ese 
nombramiento  es  mi  única  esperanza. 


83 

—  Pues  manos  á  la  obra,  señor.  Ya 
le  he  dicho  á  usía  mi  plan.  ¡No  hay 
más  que  ponerlo  en  ejecución  esta  misma 
noche! 

— ¡Te  he  dicho  que  no  necesito  conse- 
jos!— gritó  D.  Eugenio,  acordándose  de  que 
tenia  la  costumbre  de  enfadarse. 

— Creí  que  usía  me  los'  habia  pedido. . . — 
balbuceó  Garduña. 

— ¡No  me  repliques! 

Garduña  saludó. 

— ¿Conque  decías, — prosiguió  el  de  Zú- 
ñiga, — que  esta  misma  noche  puede  arre- 
glarse todo  eso?...  Pues,  mira,  me  parece 
bien.  ¡Qué  diablos!  ¡Así  saldré  pronto  de 
esta  cruel  incertidumbre! 

Garduña  guardó  silencio. 

El  corregidor  se  dirigió  al  bufete  y  escri- 
bió algunas  líneas  en  un  pliego  de  papel  se- 
llado, que  selló  también  por  su  parte,  guar- 
dándoselo luego  en  la  faltriquera. 

— Ya  está  hecho  el  nombramiento  del  so- 
brino,—dijo  entonces,  tomando  un  polvo 
de  rapé. — Mañana  me  las  compondré  yo  con 


84 

los  regidores...  y,  ó  lo  ratifican  con  un 
acuerdo,  ó  habrá  la  de  San  Quintín!  ¿No  te 
parece  que  hago  bien? 

— ¡Eso,  eso! — exclamó  Garduña  entu- 
siasmado, metiendo  la  zarpa  en  la  caja  del 
corregidor  y  arrebatándole  un  polvo. — ¡Eso. 
eso!  El  antecesor  de  usía  no  se  paraba  tam- 
poco en  barras.  Cierta  vez... 

—  ¡Déjate  de  bachillerías!  —  repuso  el 
corregidor,  sacudiéndole  una  guantada  en 
la  ratera  mano. — ¡Mi  antecesor  era  un  bes- 
tia, cuando  te  tuvo  de  alguacil!  Pero  vamos 
á  lo  que  importa.  Acabas  de  decirme  que  el 
molino  del  tio  Lúeas  pertenece  al  término 
del  lugarcillo  inmediato,  y  no  al  de  esta  po- 
blación... ¿Estás  seguro  de  ello? 

—  ¡Segurísimo!  La  jurisdicción  de  la 
ciudad  acaba  en  la  ramblilla  donde  yo  me 
senté  está  tarde  á  esperar  que  vuestra  seño- 
ría... ¡Voto  á  Lucifer!  ¡Si  yo  hubiera  es- 
tado en  su  caso! 

— ¡Basta! — gritó  D.  Eugenio. —  ¡Eres 
un  insolente! 

Y  cogiendo  media  cuartilla  de  papel,  es- 


85 
cribió  una  esquela ;  cerróla ,  doblándole   un 
pico,  y  se  la  entregó  á  Garduña. 

— Ahí  tienes — le  dijo  al  mismo  tiem- 
po— la  carta  que  me  has  pedido  para  el  al- 
calde del  lugar.  Tú  le  explicarás  de  palabra 
todo  lo  que  tiene  que  hacer.  ¡Ya  ves  que 
sigo  tu  plan  al  pié  de  la  letra!  ¡Desgraciado 
de  tí  si  me  metes  en  un  callejón  sin  salida! 

—  No  hay  cuidado,  —  contestó  Gardu- 
ña.— El  señor  Juan  López  tiene  mucho  que 
temer,  y  en  cuanto  vea  la  firma  de  usía, 
hará  todo  lo  que  yo  le  mande.  ¡  Lo  menos 
le  debe  mil  fanegas  de  grano  al  Pósito  Real, 
y  otro  tanto  al  Pósito  Pió!...  Esto  último 
contra  toda  ley,  pues  no  es  ninguna  viuda 
ni  ningún  labrador  pobre  para  recibir  el 
trigo  sin  abonar  creces  ni  recargo,  sino  un 
jugador,  un  borracho  y  un  sin  vergüenza, 
muy  amigo  de  faldas,  que  trae  escandalizado 
el  pueblecillo...  ¡Y  aquel  hombre  ejerce 
autoridad!  ¡Así  anda  el  mundo! 

— ¡Te  he  dicho  que  calles!...  ¡Me  estás 
distrayendo! — bramó  el  corregidor. — Con- 
que vamos  al  asunto, — añadió  luego,  mu- 


86 

dando  de  tono. — Son  las  siete  y  cuarto... 
Lo  primero  que  tienes  que  hacer  es  ir  á 
casa  y  advertirle  á  la  señora  que  no  me  es- 
pere á  cenar  ni  á  dormir.  Dile  que  esta  no- 
che me  estaré  trabajando  aquí  hasta  la  hora 
de  la  queda,  y  que  después  saldré  de  ronda 
secreta  contigo,  á  ver  si  atrapamos  á  ciertos 
malhechores...  En  fin,  engáñala  bien  para 
que  se  acueste  descuidada.  De  camino,  dile 
á  otro  alguacil  que  me  traiga  la  cena...  Yo 
no  me  atrevo  á  parecer  esta  noche  de- 
lante de  la  señora ,  pues  me  conoce  tanto, 
que  es  capaz  de  leer  en  mis  pensamientos. 
Encárgale  á  la  cocinera  que  ponga  unos  pes- 
tiños de  los  que  se  hicieron  hoy ,  y  dile  al 
alguacil  que,  sin  que  lo  vea  nadie,  me  alar- 
gue de  la  taberna  medio  cuartillo  de  vino 
blanco.  En  seguida  te  marchas  al  lugar, 
donde  puedes  hallarte  muy  bien  á  las  ocho 
y  media... 

— ¡A  las  ocho  en  punto  estoy  allí! — ex- 
clamó Garduña. 

— ¡No  me  contradigas! — rugió  el  corre- 
gidor, acordándose  otra  vez  de  que  lo  era. 


87 

Garduña  saludó. 

—  Hemos  dicho, — continuó  aquel,  tran- 
quilizándose,— que  á  las  ocho  en  punto  es- 
tás en  el  lugar.  Del  lugar  al  molino  habrá 
media  legua... 

— Corta . 

— ; No  me  interrumpas! 

El  alguacil  volvió  á  saludar. 

— Corta, — prosiguió  el  corregidor. — Por 
consiguiente,  á  las  diez...  ¿Crees  tú  que  á 
las  diez?. . . 

— Antes  de  las  diez;  á  las  nueve  y  media 
puede  llamar  usía  descuidado  á  la  puerta 
del  molino. 

— ¡Hombre!  ¡No  me  digas  á  mí  lo  que 
tengo  que  hacer!...  — Por  supuesto  que  tú 
estarás?... 

— Yo  estaré  en  todas  partes...  Pero  mi 
cuartel  general  será  la  ramblilla.  ¡Ah!  se 
me  olvidaba...  Vaya  usía  á  pié,  y  no  lleve 
linterna... 

— ¡Maldita  la  falta  que  me  hacían  tam- 
poco esos  consejos!  ¿Si  creerás  tú  que  es  la 
primera  vez  que  salgo  á  campaña? 


88 

— Perdone  usía...  ¡Ah!  Otra  cosa.  No 
llame  usía  á  la  puerta  grande  que  da  á  la 
plazoleta  del  emparrado,  sino  á  la  puerte- 
cilla  que  hay  encima  del  caz... 

— ¿Encima  del  caz  hay  otra  puerta?  ¡Mira 
tú  lo  que  no  se  me  habia  ocurrido! 

— Sí,  señor.  La  puertecilla  del  caz  da  al 
mismísimo  dormitorio  de  los  molineros...  y 
el  tio  Lúeas  no  entra  ni  sale  nunca  por 
ella.  De  forma  que,  aunque  volviese  de 
pronto... 

—  Comprendo,  comprendo...  ¡No  me 
aturdas  más  los  oidos! 

— Por  último.  Procure  usía  escurrir  el 
bulto  antes  del  amanecer.  Ahora  amanece  á 
las  seis. 

—  ¡Mira  otro  consejo  inútil!  A  las  cinco 
estaré  de  vuelta  en  mi  casa...  Pero  bastante 
hemos  hablado  ya...  ¡Quítate  de  mi  pre- 
sencia ! 

— Pues  entonces,  señor...  ¡Buena  suer- 
te!— exclamó  el  alguacil,  alargando  la  mano 
al  corregidor  y  mirando  al  techo  al  mismo 
tiempo. 


89 

El  corregidor  dio  una  peseta  á  Garduña, 
y  éste  desapareció  como  por  ensalmo. 

— ¡Por  vida  de!... — murmuró  el  viejo  al 
cabo  de  un  instante. — ¡Se  me  ha  olvidado 
decirle  que  me  trajeran  también  una  ba- 
raja! ¡Con  ella  me  hubiera  entretenido  hasta 
las  nueve  y  media,  viendo  si  me  salia  aquel 
solitario!... 


XV. 

- 

Despedida  en  prosa. 

Serian  las  nueve  de  aquella  misma  noche 
cuando  el  tio  Lúeas  y  la  seña  Frasquita, 
terminadas  todas  las  haciendas  del  molino 
y  de  la  casa,  comiéronse  una  fuente  de  en- 
salada de  escarola,  una  libreja  de  carne  gui- 
sada con  tomates,  y  algunas  uvas  de  las  que 
quedaban  en  la  consabida  cesta,  todo  ello 
rociado  con  un  poco  de  vino  y  con  grandes 
risotadas  á  costa  del  corregidor;  después  de 
lo  cual,  miráronse  afablemente  los  dos  es- 
posos, como  satisfechos  de  Dios  y  de  sí 
mismos,  y  se  dijeron,  entre  un  par  de  bos- 


91 
tezos  que  revelaban  toda  la  paz  y  tranqui- 
lidad de  sus  corazones: 

— Pues,  señor,  vamos  á  acostarnos,  y 
mañana  será  otro  día. 

En  aquel  momento  oyéronse  dos  fuertes 
golpes  aplicados  á  la  puerta  grande  del  mo- 
lino. 

El  marido  y  la  mujer  se  miraron  sobre- 
saltados. 

Era  la  primera  vez  que  oian  llamar  á  su 
puerta  á  semejante  hora. 

— Voy  á  ver... — dijo  la  intrépida  navar- 
ra, encaminándose  hacia  la  plazoletilla. 

— ¡Quita!  ¡Eso  me  toca  á  mí! — exclamó 
el  tio  Lúeas  con  tal  dignidad,  que  la  seña 
Frasquita  le  cedió  el  paso. — ¡Te  he  dicho 
que  no  salgas! — añadió  luego  con  dureza, 
viendo  que  la  molinera  quería  seguirlo. 

Esta  obedeció,  y  se  quedó  dentro  de  la 
casa. 

— ¿Quién  es? — preguntó  el  tio  Lúeas 
desde  en  medio  de  la  plazoleta. 

— ¡La  justicia! — contestó  una  voz  al  otro 
lado  del  portón. 


92 

— ¿Qué  justicia? 

— La  del  lugar. — ¡Abra  V.  ai  señor  al- 
calde! 

El  tio  Lúeas  se  habia  asomado  entre  tanto 
por  una  mirilla  muy  disimulada  que  tenia 
el  portón,  y  reconocido  á  la  luz  de  la  luna 
al  rústico  alguacil  del  lugar  inmediato. 

— ¡Dirás  que  le  abra  al  borrachon  del  al- 
guacil!— repuso  el  molinero,  retirando  la 
tranca. 

—Es  lo  mismo — contestó  el  de  afuera, — 
puesto  que  traigo  una  orden  escrita  de  su 
merced... — Tenga  V.  muy  buenas  noches, 
tio  Lúeas — agregó  luego  entrando,  y  con 
voz  menos  oficial. 

— Dios  te  guarde,  Toñuelo — respondió  el 
murciano. — Veamos  qué  orden  es  esa...  ¡y 
bien  podia  el  señor  Juan  López  escoger  otra 
hora  más  oportuna  de  dirigirse  á  los  hom- 
bres de  bien! — Por  supuesto,  que  la  culpa 
será  tuya.  ¡Gomo  si  lo  viera,  te  has  estado 
emborrachando  en  las  huertas  del  camino! — 
¿Quieres  un  trago? 

— No,  señor:  no  hay  tiempo  para  nada. 


93 

Tiene  V.    que    seguirme    inmediatamente. 
Lea  V.  la  orden. 

— ¿Cómo  seguirte? — exclamó  el  tio  Lú- 
eas, penetrando  en  el  molino  con  el  papel 
en  la  mano.  ¡A  ver,  Frasquita!   ¡alumbra! 

La  seña  Frasquita  soltó  una  cosa  que 
tenia  en  la  mano,  y  descolgó  el  candil. 

El  tio  Lúeas  miró  rápidamente  el  objeto 
que  habia  soltado  su  mujer,  y  reconoció  su 
bocacha,  ó  sea  un  enorme  trabuco  que 
calzaba  balas  de  media  libra. 

El  molinero  dirigió  entonces  á  la  navarra 
una  mirada  llena  de  gratitud  y  ternura,  y 
le  dijo,  tomándole  la  cara: 

— ¡Cuánto  vales! 

La  seña  Frasquita,  pálida  y  serena  como 
una  estatua  de  mármol,  levantó  el  candil, 
cogido  con  dos  dedos,  sin  que  el  más  leve 
temblor  agitase  su  pulso,  y  contestó  seca- 
mente: 

— ¡Vaya,  lee! 

La  orden  decia  así: 

«Para  el  mejor  servicio  de  S.  M.  el  Rey 
«Nuestro  Señor  (Q.  D.  G.),  prevengo á  Lú- 


94 

»cas  Fernandez,  molinero,  de  estos  veci- 
»nos,  que  inmediatamente  que  reciba  la 
«presente  orden  comparezca  ante  mi  auto- 
»ridapl  sin  excusa  ni  pretexto  alguno;  ad- 
» virtiéndole  que,  por  ser  asunto  reservado, 
»no  lo  pondrá  en  conocimiento  de  nadie, 
»todo  ello  bajo  las  penas  correspondientes, 
»caso  de  desobediencia. — El  alcalde: 

Juan  López.» 

Y  habia  una  cruz  en  vez  de  firma. 

— Oye,  tú.  ¿Y  qué  es  esto? — le  preguntó 
el  tio  Lucas  al  alguacil. — ¿A  qué  viene  esta 
orden? 

— No  lo  sé — contestó  el  rústico;  hombre 
de  unos  treinta  años,  cuyo  rostro  esquinado 
y  avieso,  rostro  de  ladrón  y  de  asesino,  no 
daba  la  mejor  idea  de  su  sinceridad. — Creo 
que  se  trata  de  averiguar  algo  de  brujería, 
ó  de  moneda  falsa . . .  Pero  la  cosa  no  va  con 
usted. . .  Lo  llaman  como  testigo,  ó  como  peri- 
to... En  fin,  yo  no  me  he  enterado  bien... 
El  señor  Juan  López  se  lo  explicará  á  V. 
con  más  pelos  y  señales. 


95 

— ¡Corriente! — exclamó  el  molinero. — 
Dile  que  iré  mañana. 

— ¡Ca!  no,  señor...  Tiene  V.  que  venirse 
ahora  mismo,  sin  perder  un  minuto...  Es 
la  orden  que  me  ha  dado  el  señor  alcalde. 

Hubo  un  instante  de  silencio. 

Los  ojos  de  la  seña  Frasquita  echaban 
llamas. 

El  tio  Lúeas  no  separaba  los  suyos  del 
suelo,  como  si  buscara  alguna  cosa. 

— Me  concederás  cuando  menos — ex- 
clamó al  fin,  levantando  la  cabeza, — el 
tiempo  preciso  para  ir  á  la  cuadra  y  apare- 
jar una  burra. 

— ¡Qué  burra  ni  que  demontre! — replicó 
el  alguacil. — ¡Cualquiera  se  anda  media 
legua!  La  noche  está  muy  hermosa,  y  hace 
luna... 

— Ya  he  visto  que  ha  salido...  Pero  yo 
tengo  los  pies  muy  hinchados. 

— Pues  entonces  no  perdamos  tiempo. 
Yo  le  ayudaré  á  Y.  á  aparejar  la  bestia. 

— ¡Hola!  ¡Hola!  ¿Temes  que  me  escape? 

— Yo  no  temo  nada,  tio  Lúeas — respon- 


96 

dio  Toñuelo  con  la  frialdad  de  un  desalma- 
do.— Yo  soy  la  justicia. 

Y  hablando  así,  descansó  armas,  dejando 
ver  el  retaco  que  llevaba  debajo  del  capote. 

— Pues  mira,  Toñuelo — dijo  la  moline- 
ra,— ya  que  vas  á  la  cuadra...  á  ejercer 
tu  oficio,  hazme  el  favor  de  aparejar  tam- 
bién la  otra  burra. 

— ¿Para  qué? — interrogó  el  molinero. 

— Para  mí:  yo  voy  con  vosotros. 

— No  puede  ser,  seña  Frasquita — objetó 
el  alguacil. — Tengo  orden  de  llevarme  á  su 
marido  de  V.  nada  más  y  de  impedir  que  V. 
lo  siga.  En  ello  me  va  el  destino  y  el  pes- 
cuezo.— Así  me  lo  advirtió  el  señor  Juan 
López. — Conque...  vamos,  tio  Lúeas. 

Y  se  dirigió  hacia  la  puerta. 

— ¡Cosa  más  rara! — tartamudeó  el  mur- 
ciano sin  moverse. 

— ¡Muy  rara! — contestó  la  seña  Fras- 
quita. 

— Esto  es  algo...  que  yo  me  sé... — con- 
tinuó balbuceando  el  tio  Lúeas,  de  modo 
que  no  podia  ser  oido  por  Toñuelo. 


97 

— ¿Quieres  que  vaya  yo  á  la  ciudad — cu- 
chicheó la  navarra,- — y  le  dé  aviso  al  cor- 
regidor de  lo  que  nos  sucede?... 

— ¡No! — respondió  en  alta  voz  el  tio 
Lúeas. 

— Pues  ¿qué  quieres  que  haga? — dijo  la 
molinera  con  gran  ímpetu. 

— Que  me  mires — respondió  el  antiguo 
soldado. 

Los  dos  esposos  se  miraron  en  silencio,  y 
quedaron  tan  satisfechos  ambos  de  la  tran- 
quilidad, la  resolución  y  la  energía  que  se 
comunicaron  sus  almas,  que  acabaron  por 
encogerse  de  hombros  y  reírse...  Después 
de  lo  cual  el  tio  Lúeas  encendió  otro  can- 
dil y  se  dirigió  á  la  cuadra,  diciéndole  antes 
á  Toñuelo  con  socarronería: 

— ¡Vaya,  hombre!  Ven  y  ayúdame,  su- 
puesto que  eres  tan  amable. 

Toñuelo  lo  siguió,  canturriando  una  copla 
entre  dientes. 

Pocos  minutos  después,  el  tio  Lúeas  salía 
del  molino,  caballero  en  una  hermosa  ju- 
menta y  seguido  del  alguacil. 


98 

La  despedida  de  los  esposos  habíase  re- 
ducido á  lo  siguiente: 

— Cierra  bien — dijo  el  tio  Lúeas. 

— Embózate,  que  hace  fresco — dijo  la 
seña  Frasquita,  cerrando  con  llave,  tranca 
y  cerrojo. 

Y  no  hubo  más  adiós,  ni  más  beso,  ni 
más  abrazo,  ni  más  mirada. 

¿Para  qué? 


XVI. 

Un  ave  de  mal  agüero. 

Sigamos  por  nuestra  parte  al  tio  Lúeas. 

Ya  habian  andado  un  cuarto  de  legua 
sin  hablar  palabra,  el  molinero  subido  en 
la  borrica  y  el  alguacil  arreándola  con  su 
bastón  de  autoridad,  cuando  divisaron  de- 
lante de  sí,  en  lo  alto  de  un  repecho  que 
hacia  el  camino,  la  sombra  de  un  enorme 
pajarraco  que  se  dirigía  hacia  ellos. 

Aquella  sombra  se  destacó  enérgicamente 
sobre  el  cielo,  esclarecido  por  la  luna,  di- 
bujándose en  él  con  tanta  precisión,  que  el 
molinero  exclamó  en  el  acto: 


100 

— Toñuelo,  ¡aquel  es  Garduña,  con  su 
sombrero  de  tres  picos  y  sus  patas  de 
alambre! 

Mas  antes  de  que  contestara  el  interpe- 
lado, la  sombra,  deseosa  sin  duda  de  eludir 
aquel  encuentro,  había  dejado  el  camino  y 
echado  á  correr  á  campo  travieso  con  la 
velocidad  de  un  ave  nocturna. 

— No  veo  á  nadie — respondió  entonces 
Toñuelo  con  la  mayor  naturalidad. 

— Ni  yo  tampoco — replicó  el  tio  Lúeas, 
comiéndose  la  partida. 

Y  la  sospecha  que  ya  se  le  ocurrió  en  el 
molino  principió  á  adquirir  cuerpo  y  con- 
sistencia en  el  espíritu  receloso  del  joro- 
bado. 

— Este  viaje  mió — díjose  interiormen- 
te.-— es  una  estratagema  amorosa  del  corre- 
gidor. La  declaración  que  le  oí  esta  tarde 
desde  lo  alto  del  emparrado  me  demuestra 
que  el  vejete  madrileño  no  puede  esperar 
más.  Indudablemente,  esta  noche  va  á  vol- 
ver de  visita  al  molino,  y  por  eso  ha  prin- 
cipiado quitándome  de  en  medio.  Pero  ¿qué 


101 
importa?  Frasquito  es  Frasquito...  y  no 
abrirá  la  puerto  aunque  le  peguen  fuego  á 
la  casa...  Digo  más;  aunque  la  abriese, 
aunque  el  corregidor  lograse,  por  medio  de 
cualquier  ardid,  sorprender  á  mi  navarra, 
el  pobre  hombre  saldría  con  las  manos  en 
la  cabeza.  ¡Frasquito  es  Frasquito! — Sin  em- 
bargo— añadió  al  cabo  de  un  momento, — 
jbueno  será  volverme  esta  noche  á  casa  lo 
más  temprano  que  me  sea  posible! 

Llegaron  con  esto  al  lugar  el  tio  Lúeas  y 
el  alguacil,  y  dirigiéronse  á  casa  del  señor 
alcalde. 


XVII. 

Un  alcalde  de  monterilla. 

El  Sr.  Juan  López,  que  como  particular 
y  como  alcalde  era  la  tiranía,  la  ferocidad 
y  el  orgullo  personificados  (cuando  trataba 
con  los  inferiores),  dignábase,  sin  embargo, 
á  aquellas  horas,  después  de  despachar  los 
asuntos  oficiales  y  los  de  su  labranza,  y  de 
pegarle  á  su  mujer  la  cotidiana  paliza,  be- 
berse un  cántaro  de  vino  en  compañía  del 
secretario  y  del  sacristán,  operación  que 
iba  más  de  mediada  aquella  noche  cuando 
el  molinero  compareció  en  su  presencia. 

— ¡Hola,  tio  Lúeas! — le  dijo,  rascándose 


103 

la  cabeza  para  excitar  en  ella  la  vena  de  los 
embustes. — ¿Cómo  va  de  salud?  ¡A  ver, 
secretario,  échele  V.  un  vaso  de  vino  al  tio 
Lúeas!  ¿Y  la  seña  Frasquita?  ¿Se  conserva 
tan  guapa?  ¡Ya  hace  mucho  tiempo  que  no 
la  he  visto!  Pero,  hombre...  ¡Qué  bien  sale 
ahora  la  molienda!  ¡El  pan  de  centeno  pa- 
rece de  trigo  candeal! . . .  Conque. . .  vaya. . . 
Siéntese  V.  y  descanse,  que,  gracias  á 
Dios,  no  tenemos  prisa. 

— ¡Por  mi  parte,  maldita  aquella! — con- 
testó el  tio  Lúeas,  que  hasta  entonces  no 
habia  despegado  los  labios,  pero  cuyas  sos- 
pechas eran  cada  vez  mayores  al  ver  el 
amistoso  recibimiento  que  se  le  hacia  des- 
pués de  una  orden  tan  terrible  y  apre- 
miante. 

— Pues  entonces,  tio  Lúeas — continuó 
el  alcalde, — supuesto  que  no  tiene  V.  gran 
prisa,  dormirá  V.  acá  esta  noche,  y  mañana 
temprano  despacharemos  nuestro  asuntillo. . . 

— Me  parece  bien — respondió  el  tio  Lú- 
eas con  un  disimulo  que  no  tenia  nada  que 
envidiar  á   la  diplomacia  del  Sr.  Juan  Lo- 


104 

pez. — Supuesto  que  la  cosa  no  es  urgente... 
me  quedo. 

— Ni  urgente,  ni  de.  peligro  para  V. — 
añadió  el  alcalde,  engañado  por  aquel  á 
quien  creia  engañar. — Puede  V.  estar  tran- 
quilo. Oye  tú,  Toñuelo...  Alarga  esa  media 
fanega  para  que  se  siente  el  tio  Lúeas. 

—  Entonces...  ;venga  otro  trago! — ex- 
clamó el  molinero,  sentándose. 

—  ¡Venga  de  ahí!  —  repuso  el  alcalde, 
alargándole  el  vaso  lleno. 

— Está  en  buena  mano.  Médielo  V. 

— ¡Pues,  por  su  salud! — dijo  el  señor 
Juan  López,  bebiéndose  la  mitad  del  vino. 

— -¡Por  la  de  V.,  señor  alcalde! — replicó 
el  tio  Lúeas,  apurando  la  otra  mitad. 

— ¡A  ver,  Manuela! — gritó  entonces  el 
alcalde  de  monterilla. — Dileá  tu  ama  que  el 
tio  Lúeas  se  queda  á  dormir  aquí.  Que  le 
ponga  una  cabecera  en  el  granero. 

—  ¡Ga!  no...  ¡De  ningún  modo!  Yo 
duermo  en  el  pajar  como  un  rey. 

— Mire  V.  que  tenemos  cabeceras... 
— ¡Ya  lo  creo!   Pero  ¿á  qué  quiere  V. 


105 

incomodar  á  la  familia?  Yo  traigo  mi  ca- 
pote... 

— Pues  señor,  como  V.  guste.  ¡Manuela! 
dile  á  tu  ama  que  no  la  ponga. 

— Lo  que  sí  va  V.  á  permitirme, —  con- 
tinuó el  tío  Lúeas,  bostezando  de  un  modo 
atroz, — es  que  me  acueste  en  seguida. 
Anoche  he  tenido  mucha- molienda,  y  no 
he  pegado  todavía  los  ojos... 

— Concedido ,  —  respondió  majestuosa- 
mente el  alcalde. — Se  puede  V.  recoger 
cuando  quiera. 

— Creo  que  también  es  hora  de  que  nos 
recojamos  nosotros, — dijo  el  sacristán,  aso- 
mándose al  cántaro  de  vino  para  graduar  lo 
que  quedaba. — Ya  deben  de  ser  las  diez... 
ó  poco  menos. 

— Las  diez  menos  cuartillo, — notificó  el 
secretario,  echando  en  los  vasos  el  resto 
del  vino  correspondiente  á  aquella  noche. 

— ¡Pues  á  dormir,  caballeros! — exclamó 
el  anfitrión,  apurando  su  parte. 

—  Hasta  mañana,  señores, —  añadió  el 
molinero,  bebiéndose  la  suya. 


106 

— Espere  V.  que  le  alumbren...  ¡To- 
ñuelo!  Lleva  al  tio  Lúeas  al  pajar. 

— ¡Por  aquí,  tio  Lúeas!... — dijo  Toñue- 
lo,  llevándose  el  cántaro  por  si  le  quedaban 
algunas  gotas. 

—  Hasta  mañana  ,  si  Dios  quiere,  — 
agregó  el  sacristán,  después  de  escurrir  to- 
dos los  vasos. 

Y  se  marchó  tambaleándose,  y  cantando 
alegremente  el  De  pro  fundís. 

— Pues  señor, — díjole  el  alcalde  al  se- 
cretario cuando  se  quedaron  solos. — El  tio 
Lúeas  no  ha  sospechado  nada.  Nos  pode- 
mos acostar  descansadamente,  y  ¡buena  pro 
le  haga  al  corregidor! 


XVIII. 

Donde  se  verá  que  el  tio  Lúeas  tenia  el  sueño 

muy  ligero. 

Cinco  minutos  después,  un  hombre  se 
descolgaba  por  la  ventana  del  pajar  del  se- 
ñor alcalde;  ventana  que  daba  á  un  corra- 
Ion  ,  y  que  no  distaría  cuatro  varas  del 
suelo. 

En  el  corralón  habia  un  cobertizo  sobre 
una  gran  pesebrera,  á  la  cual  estaban  ata- 
das seis  ú  ocho  caballerías  de  diferente  al- 
curnia. 

El  hombre  desató  una  borrica  ,  que  por 
cierto  estaba  aparejada,  y  se  encaminó,  lle- 
vándola del  diestro,  hacia  la  puerta  del  cor- 


108 

ral;  retiró  la  tranca  y  desechó  el  cerrojo 
que  la  aseguraban;  abrióla  con  mucho  tien- 
to, y  se  encontró  en. medio  del  campo. 

Una  vez  allí ,  montó  en  la  borrica ,  me- 
tióle los  talones,  y  salió  como  una  flecha 
con  dirección  á  la  ciudad ;  mas  no  por  el 
carril  ordinario,  sino  atravesando  siembras 
y  cañadas... 

Era  el  tio  Lúeas,  que  se  dirigía  á  su 
molino. 


XIX. 

Voces  clamantes  in  deserto. 

- — ¡Alcaldesa  mí  que  soy  de  Archena! — 
iba  diciéndose  el  murciano. — Mañana  por 
la  mañana  pasaré  á  ver  al  señor  obispo,  co- 
mo medida  preventiva,  y  le  contaré  todo  lo 
que  me  ha  ocurrido  esta  noche.  ¡Llamarme 
con  tanta  prisa  y  con  tanta  reserva  á  las 
nueve  de  la  noche;  decirme  que  vaya  solo; 
hablarme  del  servicio  del  Rey,  y  de  mo- 
neda falsa,  y  de  brujas,  y  de  duendes,  para 
echarme  luego  dos  vasos  de  vino  y  man- 
darme á  dormir!...  ¡La  cosa  no  puede  ser 
más  clara!  Garduña  trajo  al  lugar  esas  ins- 


110 

trucciones  de  parte  del  corregidor,  y  esta 
es  la  hora  en  que  el  corregidor  estará  ya  en 
campaña  contra  mi  mujer...  ¡Quién  sabe  si 
me  lo  encontraré  llamando  á  la  puerta  del 
molino!  ¡Quién  sabe  si  me  lo  encontraré  ya 
dentro ! . . .  ¡  Quién  sabe! . . .  Pero  ¿qué  voy  á 
decir?  ¡  Dudar  de  mi  navarra!...  ¡Oh,  esto 
es  ofender  á  Dios!  ¡Imposible  que  ella!... 
¡Imposible  que  mi  Frasquita!...  ¡Imposi- 
ble!... Pero  ¿qué  estoy  diciendo?  ¿Acaso 
hay  algo  imposible  en  el  mundo?  ¿No  se 
casó  conmigo,  siendo  ella  tan  hermosa  y  yo 
tan  feo? 

Y  al  hacer  esta  última  reflexión,  el  pobre 
jorobado  se  echó  á  llorar... 

Entonces  paró  la  burra  para  serenarse; 
se  enjugó  las  lágrimas;  suspiró  hondamente; 
sacó  los  avios  de  fumar;  picó  y  lió  un  ci- 
garro de  tabaco  negro;  empuñó  luego  pe- 
dernal, yesca  y  eslabón,  y  al  cabo  de  algu- 
nos golpes,  consiguió  encender  candela. 

En  aquel  mismo  momento  sintió  rumor 
de  pasos  hacia  el  camino  (que  distaría  de 
allí  unas  trescientas  varas). 


111 

— ¡Qué  imprudente  soy!— dijo. — ¡Si  me 
andarán  ya  buscando  y  yo  me  habré  ven- 
dido al  echar  estas  yescas! 

Escondió,  pues,  la  lumbre,  y  se  apeó, 
ocultándose  detrás  de  la  borrica. 

Pero  la  borrica  entendió  las  cosas  de  di- 
ferente modo,  y  lanzó  un  rebuzno  de  satis- 
facción. 

— ¡Maldita  seas! — exclamó  el  tio  Lúeas, 
tratando  de  cerrarle  la  boca  con  las  manos. 

Al  propio  tiempo  resonó  otro  rebuzno  en 
el  camino,  por  vía  de  galante  respuesta. 

—  ¡Estamos  aviados! — prosiguió  pen- 
sando el  molinero. — ¡Bien  dice  el  refrán: 
el  mayor  mal  de  los  males  es  tratar  con  ani- 
males! 

Y  así  diciendo,  volvió  á  montar,  arreó  la 
bestia  y  salió  disparado  en  dirección  con- 
traria al  sitio  en  que  habia  sonado  el  se'gundo 
rebuzno. 

Y  lo  más  particular  fué  que  la  persona 
que  iba  en  el  jumento  interlocutor  debió  de 
asustarse  tanto  del  tio  Lúeas ,  como  el  tio 
Lúeas  se  habia  asustado  de  ella,  pues  apar- 


112 

tose  también  del  camino  y  salió  á  escape 
por  los  sembrados  de  la  otra  banda. 

Notólo  el  murciano,  y  tranquilo  ya  por 
aquella  parte,  continuó  discurriendo  de  este 
modo: 

— ¡Qué  noche!  ¡Qué  mundo!  ¡Qué  vida 
lamia  desde  hace  una  hora!  ¡Alguaciles 
metidos  á  alcahuetes;  alcaldes  que  conspi- 
ran contra  mi  honra  ;  burros  que  rebuznan 
cuando  no  es  menester,  y  aquí,  en  mi  pe- 
cho, un  miserable  corazón  que  se  ha  atre- 
vido á  dudar  de  la  mujer  más  noble  que 
Dios  ha  criado!  ¡Oh!  ¡Dios  mió,  Dios  mió! 
¡Haz  que  llegue  pronto  á  mi  casa  y  que  en- 
cuentre allí  á  mi  Frasquita! 

Siguió  caminando  el  tio  Lucas ,   atrave- 
sando siembras  y  matorrales,   hasta  que  al 
fin,  á  eso  de  las  once  de  la  noche,  llegó  sin 
novedad  á  la  puerta  grande  del  molino. 

¡Condenación!  ¡La  puerta  del  molino  es- 
taba abierta ! 


XX. 

La  duda  y  la  realidad. 

¡Estaba  abierta...  y  él,  al  marcharse, 
habia  oido  á  su  mujer  cerrarla  con  llave, 
tranca  y  cerrojo ! 

Por  consiguiente  ,  su  mujer  la  habia 
abierto  sin  duda  alguna. 

¿Cómo?  ¿Cuándo?  ¿Por  qué?  ¿De  resultas 
de  un  engaño?  ¿A  consecuencia  de  una 
orden?  ¿O  bien  deliberada  y  voluntariamen- 
te, en  virtud  de  previo  acuerdo  con  el 
corregidor. 

¿Qué  iba  á  ver?  ¿Qué  iba  á  saber?  ¿Qué 

le  aguardaba  dentro  de  su  casa?  ¿Se  habría 

8 


114 

fugado  la  seña  Frasquita?  ¿Se  la  habrian  ro- 
bado? ¿Estaria  muerta,  ó  estaría  en  brazos 
de  su  rival? 

— El  corregidor  contaba  con  que  yo  no 
podría  venir  en  toda  la  noche, — se  dijo  lú- 
gubremente.— El  alcalde  del  lugar  tendría 
orden  hasta  de  encadenarme  si  yo  me  hu- 
biese empeñado  en  volver...  ¿Sabia  todo 
esto  Frasquita?  ¿Estaba  en  el  complot?  ¿O 
ha  sido  víctima  de  un  engaño,  de  una  vio- 
lencia, de  una  infamia? 

No  empleó  más  tiempo  el  sin  ventura  en 
hacer  todas  estas  crueles  reflexiones  que  el 
que  tardó  en  atravesar  la  plazoletilla  del  em- 
parrado. 

También  estaba  abierta  la  puerta  de  la 
casa,  cuyo  primer  aposento,  como  en  todas 
las  viviendas  rústicas,  era  la  cocina. 

Dentro  de  la  cocina  no  había  nadie. 

Sin  embargo,  una  enorme  fogata  ardia  en 
la  chimenea...  ¡chimenea  que  él  dejó  apa- 
gada, y  que  no  se  encendía  nunca  hasta  el 
mes  de  Diciembre! 

Por  último,   de   uno  de  los  ganchos  de 


115 

la  espetera  pendía  un  candil   encendido... 

¿Qué  significaba  todo  aquello?  ¿Y  cómo  se 
compadecía  semejante  aparato  de  vigilia  y 
de  sociedad  con  el  silencio  de  muerte  que 
reinaba  en  la  casa? 

¿Qué  habia  sido  de  su  mujer? 

Entonces,  y  sólo  entonces,  reparó  el  tio 
Lúeas  en  unas  ropas  que  habia  colgadas  en 
los  espaldares  de  dos  ó  tres  sillas  puestas 
alrededor  de  la  chimenea... 

Fijó  la  vista  en  aquellas  ropas,  y  lanzó  un 
rugido  tan  intenso,  que  se  le  quedó  atreve- 
sado  en  la  garganta,  convertido  en  un  sollo- 
zo mudo  y  sofocante. 

Creyó  el  infortunado  que  se  ahogaba,  y 
se  llevó  las  manos  al  cuello;  mientras  que, 
lívido,  convulso,  con  los  ojos  desencajados, 
contemplaba  aquella  vestimenta,  poseído  de 
tanto  horror  como  el  reo  en  capilla  á  quien 
le  presentan  la  hopa. 

Porque  lo  que  allí  veia  era  la  capa  de 
grana,  el  sombrero  de  tres  picos,  la  casaca 
y  la  chupa  de  color  de  tórtola,  el  calzón  de 
seda  negra,  las  medias  blancas,  los  zapatos 


116 
con  hebilla,  y  hasta  el  bastón,  el  espadín  y  los 
guantes  del  execrable  corregidor!...  Lo  que 
allí  veía  era  la  hopa  de  su  ignominia,  la  mor- 
taja de  su  honra,  el  sudario  de  su  ventura. 

El  terrible  trabuco  seguía  en  el  rincón 
en  que  dos  horas  antes  lo  dejóla  navarra... 

El  tío  Lúeas  dio  un  salto  de  tigre  y  se 
apoderó  de  él.  Sondeó  el  canon  con  la  ba- 
queta, y  vio  que  estaba  cargado.  Miró  la 
piedra,  y  halló  que  estaba  en  su  lugar. 

Volvióse  entonces  hacia  la  escalera  que 
conducía  á  la  cámara  en  que  había  dormido 
tantos  años  con  la  seña  Frasquita,  y  mur- 
muró sordamente: 

— ¡Allí  están! 

Avanzó,  pues,  un  paso  en  aquella  direc- 
ción; pero  en  seguida  se  detuvo  para  mirar 
en  torno  de  sí  y  ver  si  alguien  lo  estaba  ob- 
servando..., 

— ¡Nadie!  —  dijo  mentalmente.  —  ¡Sólo 
Dios! ...  y  ese. . .  ha  querido  esto! 

Confirmada  así  la  sentencia,  fué  á  dar  otro 
paso,  cuando  su  errante  mirada  distinguió 
un  pliego  que  había  sobre  la  mesa... 


117 

Verlo,  y  haber  caido -sobre  él,  y  tenerlo 
entre  sus  garras,  fué  todo  cosa  de  un  se- 
gundo. 

Aquel  papel  era  el  nombramiento  del  so- 
brino de  la  seña  Frasquita,  firmado  por  don 
Eugenio  de  Zúñiga  y  Ponce  de  León. 

— ¡Este  ha  sido  el  precio  de  la  venta! — 
pensó  el  tio  Lúeas,  metiéndose  el  papel  en 
la  boca  para  sofocar  sus  gritos  y  dar  ali- 
mento á  su  rabia. — ¡Siempre  recelé  que 
quisiera  á  su  familia  más  que  á  mí!...  ¡Ah! 
¡No  hemos  tenido  hijos! . . .  ¡He  aquí  la  causa 
de  todo! 

Y  el  infortunado  estuvo  á  punto  de  vol- 
ver á  llorar. 

Pero  luego  se  enfureció  nuevamente,  y 
dijo  con  un  ademan  terrible,  ya  que  no  con 
la  voz : 

— ¡Arriba!  ¡Arriba! 

Y  empezó  á  subir  la  escalera  andando  á 
gatas  con  una  mano,  llevando  el  trabuco  en 
la  otra,  y  con  el  papel  infame  entre  los 
dientes. 

En  corroboración  de  sus  naturales  sospe- 


118 
chas,  al  llegar  á  la   puerta   del   dormitorio 
(que  estaba  cerrada),  vio  que  salían  algunos 
rayos  de  luz  por  las  junturas  de  las  tablas  y 
por  el  ojo  de  la  llave. 

— ¡Aquí  están! — volvió  á  decir. 

Y  se  paró  un  instante,  como  para  pasar 
aquel  nuevo  trago  de  amargura. 

Luego  continuó  subiendo...  hasta  llegar 
á  la  misma  puerta  del  dormitorio. 

Dentro  de  él  no  se  oia  el  más  leve  ruido. 

— ¡Si  no  hubiera  nadie! — le  dijo  tímida- 
mente la  esperanza. 

Pero  en  aquel  mismo  instante  el  infeliz 
oyó  toser  dentro  del  cuarto. 

Era  la  tos  medio  asmática  del  corregidor. 

¡No  habia  duda  posible!  ¡No  habia  tabla 
de  salvación  en  aquel  naufragio! 

El  molinero  sonrió  en  las  tinieblas  de  un 
modo  horroroso. — ¿Cómo  no  brillan  en  la 
oscuridad  semejantes  relámpagos?  ¿Qué  es 
todo  el  fuego  de  las  tormentas,  comparado 
con  el  que  arde  á  veces  en  el  corazón  del 
hombre? 

Sin  embargo,  el    tio.  Lucas    (tal  era   su 


119 
alma,  según  dijimos  ya  en  otro  lugar)  prin- 
cipió á  tranquilizarse  no  bien  oyó  la  tos  de 
su  enemigo... 

La  realidad  le  hacia  menos  daño  que  la 
duda. 

Según  le  anunció  él  mismo  aquella  tarde 
á  la  seña  Frasquita,  desde  el  punto  y  hora 
en  que  perdia  la  única  fe  que  era  vida  de  su 
alma,  empezaba  á  convertirse  en  otro  hom- 
bre nuevo. 

Semejante  al  moro  de  Venecia  (con  quien 
ya  lo  comparamos  al  describir  su  carácter), 
el  desengaño  mataba  en  él  de  un  solo  golpe 
todo  el  amor,  trasfigurando  de  paso  la  natu- 
raleza de  su  espíritu  y  haciéndole  ver  el 
mundo  como  una  región  extraña  á  que  aca- 
bara de  llegar.  La  única  diferencia  consis- 
tía en  que  el  tio  Lúeas  era  por  idiosincrasia 
menos  trágico,  menos  austero  y  más  egoísta 
que  el  insensato  sacrificador  de  Desdémona. 

¡Cosa  rara;  pero  propia  de  tales  situacio- 
nes! La  duda,  ósea  la  esperanza  (que  para 
el  caso  es  lo  mismo),  volvió  todavía  á  mor- 
tificarlo un  momento... 


120 

— ¿Si  me  hubiera  equivocado? — pensó. — 
¡Si  la  tos  hubiese  sido  de  Frasquita!... 

En  la  tribulación  de  su  infortunio  olvidá- 
basele  ya  al  cuitado  que  habia  visto  las  ro- 
pas del  corregidor  cerca  de  la  chimenea;  que 
habia  encontrado  abierta  la  puerta  del  mo- 
lino; que  habia  leido  la  credencial  de  su  in- 
famia... 

Agachóse,  pues,  y  miró  por  el  ojo  de  la 
llave,  temblando  de  incertidumbre  y  de  zo- 
zobra . 

El  rayo  visual  no  alcanzaba  á  descubrir 
más  que  un  pequeño  triángulo  de  cama,  por 
la  parte  del  cabecero...  ¡pero  precisamen- 
te en  aquel  pequeño  triángulo  se  veia  el 
extremo  de  las  almohadas,  y  sobre  las  al- 
mohadas la  cabeza  del  corregidor ! 

Otra  risa  diabólica  contrajo  el  rostro  del 
molinero. 

Dijérase  que  volvía  á  ser  feliz. 

— ¡Soy  dueño  de  la  verdad! — murmuró, 
irguiéndose  tranquilamente. 

Y  volvió  á  bajar  la  escalera  con  el  mismo 
tiento  que  empleó  para  subirla... 


121 

— El  asunto  es  delicado...  Necesito  re- 
flexionar. Tengo  tiempo  para  todo... — iba 
pensando  mientras  bajaba. 

Llegado  que  hubo  á  la  cocina,  sentóse  en 
medio  de  ella,  y  ocultó  la  frente  entre  las 
manos. 

Así  permaneció  mucho  tiempo,  hasta  que 
lo  despertó  de  su  cavilación  un  leve  golpe 
que  sintió  en  un  pié... 

Era  el  trabuco,  que  se  habia  deslizado  de 
sus  rodillas,  y  que  le  hacia  aquella  especie 
de  seña... 

— ¡No!  ¡Te  digo  que  no! — murmuró  el 
tio  Lúeas,  encarándose  con  el  arma. — No 
me  convienes.  Todo  el  mundo  tendría  lásti- 
ma de  ellos...  y  á  mí  me  ahorcarían!  ¡Se 
trata  de  un  corregidor...  y  matar  á  un  cor- 
regidor es  todavía  en  España  cosa  indiscul- 
pable! ¡Dirían  que  lo  maté  por  infundados 
celos,  y  que  luego  lo  desnudé  y  lo  metí  en 
mi  cama!...  Dirían,  además,  quémate  á  mi 
mujer  por  simples  sospechas...  ¡Y  meahor- 
carian!  Además,  yo  habría  dado  muestras  de 
tener  muy  poca  alma,  muy  poco  talento,  si 


122 

al  remate  de  mi  vida  fuera  digno  de  compa- 
sión! ¡Todos  se  reirian  de  mí!  ¡Dirían  que 
mi  desventura  era  muy  natural ,  siendo  yo 
jorobado  y  Frasquita  tan  hermosa!  ¡Nada! 
¡no!  Lo  que  yo  necesito  es  vengarme;  y  des- 
pués de  vengarme,  triunfar,  despreciar, 
reir,  reírme  mucho,  reírme  de  todos...  evi- 
tando por  tal  medio  que  nadie  pueda  reírse 
nunca  de  esta  jiba  que  yo  he  llegado  á 
hacer  hasta  envidiable,  y  que  tan  grotesca 
seria  en  una  horca! 

Así  discurrió  el  tio  Lúeas,  tal  vez  sin 
darse  cuenta  de  ello  puntualmente,  y,  en 
virtud  de  semejante  discurso,  colocó  el  arma 
en  su  sitio,  y  principió  á  pasearse  con  los 
brazos  atrás  y  la  cabeza  baja,  como  bus- 
cando su  venganza  en  el  suelo,  en  la  tierra, 
en  las  ruindades  de  la  vida,  en  alguna  es- 
tratagema vulgar  y  bufona  que  dejase  en 
completo  ridículo  á  su  mujer  y  al  corregi- 
dor, en  vez  de  buscar  aquella  misma  ven- 
ganza en  la  muerte,  en  la  justicia,  en  el  ho- 
nor, en  el  cadalso,  en  el  cielo...  como  hu- 
biera hecho  en  su  lugar  cualquier  otro  hom- 


123 
bre  de  condición  menos  rebelde  que  la  suya 
á  toda  imposición  de  la  naturaleza,  de  la  so- 
ciedad ó  de  sus  propios  sentimientos. 

En  tal  estado,  paráronse  sus  ojos  en  la 
vestimenta  del  corregidor... 

Luego  se  paró  él  mismo... 

Después  fué  iluminándose  poco  á  poco  su 
semblante  de  una  alegría,  de  un  gozo,  de 
un  triunfo  indefinibles...  hasta  que  por  úl- 
timo se  echó  á  reir  de  una  manera  formi- 
dable... estoes,  á  grandes  carcajadas,  pero 
sin  hacer  ningún  ruido  (á  fin  de  que  no  lo 
oyesen  desde  arriba),  metiéndose  los  puños 
por  los  ijares  para  no  reventar,  estreme- 
ciéndose todo  como  un  epiléptico,  y  tenien- 
do que  concluir  por  dejarse  caer  en  una  si- 
lla hasta  que  le  pasó  aquella  convulsión  de 
sarcástico  regocijo. — Era  la  propia  risa  de 
Mephistópheles. 

No  bien  se  sosegó,  principió  á  desnudarse 
con  una  celeridad  febril:  colocó  toda  su  ropa 
en  las  mismas  sillas  que  ocupaba  la  del  cor- 
regidor: púsose  cuantas  prendas  pertenecían 
á  éste,  desde  los  zapatos  de  hebilla  hasta  el 


126 
paraje,  allí  muy  próximo,  por  donde  corría 
el  agua  del  caz. 

— ¡Socorro!  ¡que  me  ahogo!  ¡Frasquita!... 
¡Frasquita!... — clamaba  una  voz  de  hom- 
bre, con  todo  el  acento  de  la  desespera- 
ción. 

— ¿Si  será  Lucas? — pensó  la  navarra, 
llena  de  un  terror  que  no  necesitamos  des- 
cribir. 

En  el  mismo  dormitorio  habia  una  puer- 
tecilla,  de  que  ya  nos  habló  Garduña,  y 
que  daba  efectivamente  sobre  la  parte  alta 
del  caz. — Abrióla  sin  vacilación  la  seña 
Frasquita,  por  más  que  no  hubiera  recono- 
cido la  voz  que  pedia  auxilio,  y  encontróse 
de  manos  á  boca  con  el  corregidor,  que  en 
aquel  momento  salia,  todo  chorreando,  de  la 
impetuosísima  acequia... 

— ¡Dios  me  perdone!  ¡Dios  me  perdone!  — 
balbuceaba  el  infame  viejo. — ¡Creí  que  me 
ahogaba! 

— ¿Cómo?  ¿Es  V.?  ¿Qué  significa?  ¿Cómo 
se  atreve?...  ¿A  qué  viene  V.  á  estas  horas?... 
— gritó  la    molinera  con   más  indignación 


127 

que  espanto,  pero  retrocediendo  maquinal- 
mente. 

—  ¡Calla!  ¡calla,  mujer! — tartamudeó  el 
corregidor,  colándose  en  el  aposento  detrás 
de  ella. — Yo  te  lo  diré  todo...  ¡He  estado 
para  ahogarme!  ¡El  agua  me  llevaba  ya  como 
una  pluma!  ¡Mira!  ¡mira  cómo  me  he  puesto! 

—  ¡Fuera!  ¡fuera  de  aquí! — replicó  la  se- 
ña Frasquita  con  mayor  violencia. — ¡No 
tiene  V.  nada  que  explicarme!...  ¡Dema- 
siado lo  comprendo  todo!  ¿Qué  me  importa 
á  mí  que  V.  se  ahogue?  ¿Lo  he  llamado  yo 
á  V.?  ¡Ah!  ¡Qué  infamia!  ¡Para  esto  ha  man- 
dado V.  prender  á  mi  marido! 

— Mujer,  escucha... 

— ¡No  escucho!  ¡Márchese  V.  inmedia- 
tamente, señor  corregidor! . . .  ¡Márchese  V. , 
ó  no  respondo  de  su  vida!... 

— ¿Qué  dices? 

— ¡Lo  que  V.  oye!  Mi  marido  no  está  en 
mi  casa;  pero  yo  me  basto  en  ella  para  ha- 
cerla respetar...  ¡Márchese  V.  por  donde 
ha  venido,  si  no  quiere  que  yo  lo  arroje  otra 
vez  al  agua  con  mis  propias  manos! 


126 
paraje,  allí  muy  próximo,  por  donde  corría 
el  agua  del  caz. 

— ¡Socorro!  ¡que  me  ahogo!  ¡Frasquita!... 
¡Frasquita!... — clamaba  una  voz  de  hom- 
bre, con  todo  el  acento  de  la  desespera- 
ción. 

— ¿Si  será  Lucas? — pensó  la  navarra, 
llena  de  un  terror  que  no  necesitamos  des- 
cribir. 

En  el  mismo  dormitorio  habia  una  puer- 
tecilía,  de  que  ya  nos  habló  Garduña,  y 
que  daba  efectivamente  sobre  la  parte  alta 
del  caz. — Abrióla  sin  vacilación  la  seña 
Frasquita,  por  más  que  no  hubiera  recono- 
cido la  voz  que  pedia  auxilio,  y  encontróse 
de  manos  á  boca  con  el  corregidor,  que  en 
aquel  momento  salia,  todo  chorreando,  de  la 
impetuosísima  acequia... 

— ¡Diosme  perdone!  ¡Dios  me  perdone! — 
balbuceaba  el  infame  viejo. — ¡Creí  que  me 
ahogaba! 

— ¿Cómo?  ¿Es  V.?  ¿Qué  significa?  ¿Cómo 
se  atreve?...  ¿A  qué  viene  V.  á  estas  horas?... 
— gritó  la    molinera  con   más  indignación 


127 

que  espanto,  pero  retrocediendo  maquinal- 
mente. 

—  ¡Galla!  ¡calla,  mujer! — tartamudeó  el 
corregidor,  colándose  en  el  aposento  detrás 
de  ella. — Yo  te  lo  diré  todo...  ;He  estado 
para  ahogarme!  ¡El  agua  me  llevaba  ya  como 
una  pluma!  ¡Mira!  ¡mira  cómo  me  he  puesto! 

— ¡Fuera!  ¡fuera  de  aquí! — replicó  la  se- 
ña Frasquita  con  mayor  violencia. — ¡No 
tiene  V.  nada  que  explicarme!...  ¡Dema- 
siado lo  comprendo  todo!  ¿Qué  me  importa 
á  mí  que  V.  se  ahogue?  ¿Lo  he  llamado  yo 
á  V.?  ¡Ah!  ¡Qué  infamia!  ¡Para  esto  ha  man- 
dado V.  prender  á  mi  marido! 

— Mujer,  escucha... 

— ¡No  escucho!  ¡Márchese  V.  inmedia- 
tamente, señor  corregidor! . . .  ¡Márchese  V. , 
ó  no  respondo  de  su  vida!... 

— ¿Qué  dices? 

— ¡Lo  que  V.  oye!  Mi  marido  no  está  en 
mi  casa;  pero  yo  me  basto  en  ella  para  ha- 
cerla respetar...  ¡Márchese  V.  por  donde 
ha  venido,  si  no  quiere  que  yo  lo  arroje  otra 
vez  al  agua  con  mis  propias  manos! 


las 

— [Chica!  ¿chica!  no  grites  tanto,  que  no 
soy  sordo — exclamo  el  viejo  libertino. — 
Cuando  yo  estoy  aquí,  por  algo  será...  Yo 
Tengo  á  libertar  al  tío  Lúeas,  á  quien  ha 
preso  por  equivocación  un  alcalde  de  mon- 
terñla... — Pero  ante  todo,  necesito  que  me 
seques  estas  ropas. . .  ;Estov  calado  hasta  los 

— ;Le  digo  á  V.  que  se  marche! 

— Calla,  tonta...  ¿Qué  sabes  tú?  Mira... 
aquí  te  traigo  el  nombramiento  de  tu  sobri- 
no. . . — Enciende  la  lumbre,  v  hablaremos. . . 
Mientras  se  seca  la  ropa,  vo  me  acostaré  eo 
esta  cania... 

— ;Ah!  ¡ya!  ¿Conque  declara  Y.  que  ve- 
nia por  mí?  ¿Gorüique  declara  Y.  que  para  e~ 
ha  mandado  arrestar  á  mi   Lúeas?  ¿Conque 
traía  T.  su  nombramiento  v  tod  ?    S        s 
Santas  del  cielo!  ¿Qué  se  habrá  figurado  de 
mí  este  mamarracho? 

— ;Frasquita!  ;Soy  el  corregidor! 

—  Aunque  fuera  Y.  el  rey!  á  mí.  ¿qué? 

Yo  soy  la  mujer  de  mi  marido,  y  el  ama 

de  mi  casa!  éCree  Y.  que  yo  me  asusto  de 


loe  corregidores?  Yo  sé  ir  a  Granada,  y  a 
Madrid,  y  al  fin  del  tnund©y  a  pedir  justicia 
contra  el  viejo  insolente  que  así  arrastra  so 
autoridad  por  fes  sodas!  Y  sobre  todo:  yo 
sabré  mañana  ponérmela  mantüb.  éiráier 
a  la  señora  corregidora.. . 

—  So  harás  nada  de  esoü — repuso  el 
corregidor,  perdiendo  la  paciencia,  ó  mu- 
dando de  táctica. — IX©  harás  nada  de  eso; 
porque  yo  te  pegaré  un  taro»,  si  ve©  que  no 
entiendes  de  razones. . . 

— ¡Un  tir©!!— exclamo  la  seña  Frasquito 
con  t©z  sorda... 

— Un  tir©,.  so.  Y  de  ello  no  me  resultara 
perjuicio  alguno.  Casualmente  he  dejado 
dicho  en  h  ciudad  que  salía  esta  noche  a 
caza  de  criminales... — Conque  no  seas  ne- 
cia... y  quiéreme...  como  yo  te  ador©. 

— Señor  corregidor;  ¿un  tir©? — v©frvi©  a 
decir  la  navarra,  echando  los  brazos  atrás  y 
el  cuerpo  hacia  adelante,  como  para  lanzar- 
se sobre  su  adversan©. 

— Si  te  empeñas,  te  1©  pegaré,  y  asi 
veré  bbre  de  tus  amenaza*  y  de  tu 


130 

sura... — respondió  el  corregidor,  lleno  de 
miedo  y  sacando  un  par  de  cachorrillos. 

— ¿Conque  pistolas  también?  ¡Y  en  la 
otra  faltriquera  el  nombramiento  de  mi  so- 
brino!— dijo  la  seña  Frasquita,  moviendo  la 
cabeza  de  arriba  á  abajo. — Pues,  señor,  la 
elección  no  es  dudosa. — Espere  usía  un 
momento,  que  voy  á  encender  la  lumbre. 

Y  así  hablando,  se  dirigió  rápidamente  á 
la  escalera,  y  la  bajó  en  tres  brincos. 

El  corregidor  cogió  la  luz  y  salió  detrás 
de  la  molinera,  temiendo  que  se  escapara; 
pero  tuvo  que  bajar  mucho  más  despacio, 
de  cuyas  resultas,  cuando  llegó  á  la  cocina, 
tropezó  con  la  navarra,  que  volvía  ya  en  su 
busca. 

— ¿Conque  decia  V.  que  me  iba  á  pegar 
un  tiro? — exclamó  aquella  indomable  mujer 
dando  un  paso  atrás. — Pues,  ¡en  guardia, 
caballero,  que  yo  ya  lo  estoy! 

Dijo,  y  se  echó  á  la  cara  el  formidable 
trabuco  que  tanto  papel  representa  en  esta 
historia. 

— ¡Detente,  desgraciada!  ¿Qué  vas  á  ha- 


131 

cer? — gritó  el  corregidor,  muerto  de  sus- 
to.— Lo  de  mi  tiro  era  una  broma...  Mira... 
los  cachorrillos  están  descargados...  En 
cambio,  es  verdad  lo  del  nombramiento... 
Aquí  lo  tienes...  Tómalo...  De  balde... 

Y  lo  colocó  temblando  sobre  la  mesa. 

— Ahí  está  bien, — repuso  la  navarra. — 
Mañana  me  servirá  para  encender  la  lumbre 
cuando  le  guise  el  almuerzo  á  mi  marido. 
Lo  que  es  de  V.  no  quiero  ya  ni  la  gloria; 
y  si  mi  sobrino  viniese  alguna  vez  de  Este- 
lia,  seria  para  pisotearle  á  V.  la  fea  mano 
con  que  ha  escrito  su  nombre  en  ese  papel 
indecente!  jEa,  lo  dicho!  {Márchese  V.  de 
mi  casa!  ¡Aire,  aire!  ¡Pronto!...  ¡Que  ya  se 
me  sube  la  pólvora  á  la  cabeza! 

El  corregidor  no  contestó  á  este  discurso. 
Habíase  puesto  lívido,  casi  azul;  tenia  los 
ojos  torcidos,  y  un  temblor,  como  de  ter- 
ciana, agitaba  todo  su  cuerpo.  Por  último, 
principió  á  castañetear  los  dientes,  y  cayó 
ai  suelo,  presa  de  una  convulsión  espantosa. 

El  susto  del  caz,  lo  muy  mojado  de  todas 
sus  ropas,  la  violenta  escena  del  dormitorio, 


132 
y  el  miedo  al  trabuco  con  que  le  apuntaba  la 
navarra,  habían  agotado  las  fuerzas  del  en- 
fermizo anciano. 

— ¡Me muero! — balbuceó. — Llama  á  Gar- 
duña... llama  á  Garduña,  que  estará  ahí... 
en  la  ramblilla ...  Yo  no  debo  morirme  aquí . . . 

No  pudo  continuar.  Cerró  los  ojos,  y  se 
quedó  como  muerto. 

— ¡Y  se  morirá  como  lo  dice! — prorum- 
pió  la  seña  Frasquita. — ¡Pues  esta  es  la 
más  negra!  ¿Qué  hago  yo  ahora  con  este 
hombre  en  mi  casa?  ¿Qué  dirían  de  mí  si  se 
muriera? ¿Qué diría  Lúeas?...  ¿Cómo  podría 
justificarme,  cuando  yo  misma  le  he  abierto 
la  puerta?  ¡Oh!  no...  Yo  no  debo  quedarme 
aquí  con  él.  ¡Yo  debo  buscar  á  mi  marido, 
yo  debo  escandalizar  el  mundo  antes  que 
comprometer  mi  honra! 

Tomada  esta  resolución,  soltó  el  trabu- 
co, fuese  al  corral,  cogió  la  burra  que  que- 
daba en  él,  la  aparejó  de  cualquier  modo, 
abrió  la  puerta  grande  de  la  cerca,  montó 
de  un  salto,  á  pesar  de  sus  carnes,  y  se  di- 
rigió á  la  ramblilla. 


133 

— ¡Garduña,  Garduña! — iba  gritando  la 
navarra  conforme  se  acercaba  á  aquel  sitio. 

— ¡Presente! — respondió  al  cabo  el  al- 
guacil, apareciendo  detrás  de  un  seto. — 
¿Es  V.,  seña  Frasquita? 

— Sí,  yo  soy.  Vé  al  molino  y  socorre  á 
tu  amo,  que  se  está  muriendo. 

—¿Qué  dice  V.? 

— Lo  que  oyes... 

— ¿Y  V.?  ¿á  dónde  va  á  estas  horas? 

— ¿Yo?  Yo  voy...  á la  ciudad  por  un  mé- 
dico,— contestó  la  seña  Frasquita  arreando 
la  burra. 

Y  tomó  el  camino  del  lugar...  y  no  el  de 
la  ciudad,  como  acababa  de  decir. 

Garduña  no  reparó  en  esta  última  cir- 
cunstancia; pues  ya  iba  dando  zancajadas 
hacia  el  molino  y  discurriendo  al  par  de 
esta  manera  : 

— ¡La  infeliz  no  puede  hacer  más!... 
Pero  él  es  un  pobre  hombre...  ¡Vaya  una 
ocasión  de  ponerse  malo! .. .  ¡Dios  le  da  con- 
fites á  quien  no  puede  roerlos! 


XXII. 

Garduña  se  multiplica. 

Cuando  Garduña  llegó  al  molino,  el  cor- 
regidor principiaba  á  volver  en  sí,  procuran- 
do levantarse  del  suelo. 

En  el  suelo  también,  y  á  su  lado,  estaba 
el  velón  encendido  que  bajó  el  corregidor 
del  dormitorio. 

— ¿Se  ha  marchado  ya? — fué  la  primera 
frase  del  corregidor. 

— ¿Quién? 

— ¡El  demonio!...  Quiero  decir,  la  mo- 
linera... 

— Sí,  señor...  Ya  se  ha  marchado...  y 
no  creo  que  iba  de  muy  buen  humor. 


135 

— ¡Ay,  Garduña!  me  estoy  muriendo... 

— ¿Pero  qué  tiene  usía?  ¡Por  vida  de  los 
hombres ! 

— Me  he  caido  en  el  caz,  y  estoy  hecho 
una  sopa. . .  Los  huesos  se  me  parten  de  frió. 

— ¡Toma,  toma!  ¡ahora  salimos  con  eso! 

— Garduña...  ve  lo  que  te  dices!... 

— Yo  no  digo  nada,  señor... 

— Pues  bien,  sácame  de  este  apuro... 

— Voy  volando...  Verá  usía  qué  pronto 
lo  arreglo  todo. 

Así  dijo  el  alguacil,  y,  en  un  periquete, 
cogió  la  luz  con  una  mano,  y  con  la  otra  se 
metió  al  corregidor  debajo  del  brazo;  subiólo 
al  dormitorio;  púsolo  en  cueros;  acostólo  en 
la  cama;  corrió  al  jaraíz;  reunió  un  brazado 
de  leña;  fué  ala  cocina;  hizo  una  gran  lum- 
bre; bajó  todas  las  ropas  de  su  amo;  colo- 
cólas en  los  espaldares  de  dos  ó  tres  sillas; 
encendió  un  candil;  lo  colgó  de  la  espetera, 
y  tornó  á  subir  á  la  cámara. 

— ¿Qué  tal  vamos? — preguntóle  entonces 
á  D.  Eugenio,  levantando  en  alto  el  velón 
para  verle  bien  el  rostro. 


136 

— Admirablemente.  Conozco  que  voy  á 
sudar...  ¡Mañana  te  ahorco,  Garduña!... 

— ¿Por  qué,  señor? 

— ¿Y  te  atreves  á  preguntármelo?  ¿Crees 
tú  que,  al  seguir  el  plan  que  me  trazaste, 
esperaba  yo  acostarme  solo  en  esta  cama, 
después  de  recibir  por  segunda  vez  el  sa- 
cramento del  bautismo?  ¡Mañana  mismo  te 
ahorco ! 

— Pero  cuénteme  usía  algo...  ¿La  seña 
Frasquita?... 

— La  seña  Frasquita  ha  querido  asesinar- 
me. ¡Es  todo  lo  que  he  logrado  con  tus 
consejos!  Te  digo  que  te  ahorco  mañana  por 
la  mañana. 

— Algo  menos  será,  señor  corregidor, — 
repuso  el  alguacil. 

— ¿Por  qué  lo  dices,  insolente?  ¿Porque 
me  ves  aquí  postrado? 

— No,  señor.  Lo  digo  porque  la  seña 
Frasquita  no  ha  debido  de  mostrarse  tan 
inhumana  como  usía  cuenta,  cuando  ha  ido  á 
la  ciudad  á  buscarle  un  médico... 

— ¡Dios  santo!   ¿Estás  seguro  de  que  ha 


137 

ido  á  la  ciudad?— exclamó  D.  Eugenio,  más 
aterrado  que  nunca. 

— A  lo  menos,  eso  me  ha  dicho  ella... 

— ¡Corre,  corre,  Garduña!  ¡Ah.  estoy 
perdido  sin  remedio!  ¿Sabes  á  qué  va  la 
seña  Frasquita  á  la  ciudad?  ¡A  contárselo 
todo  á  mi  mujer!...  ¡A  decirle  que  estoy 
aquí!  jOh,  Dios  mió,  Dios  mió!  ¿Cómo  ha- 
bía yo  de  figurarme  esto?  ¡Yo  creí  que  se 
habría  ido  al  lugar  en  busca  de  su  marido; 
y,  como  lo  tengo  allí  á  buen  recaudo,  nada 
me  importaba  su  viaje!  ¡Pero  irse  á  la 
ciudad!!...  ¡Garduña,  corre,  corre...  tú 
que  eres  andarín,  y  evita  mi  perdición! 
¡Evita  que  la  terrible  molinera  entre  en 
mi  casa! 

— ¿Y  no  me  ahorcará  usía  si  lo  consi- 
go?— preguntó  el  alguacil. 

— ¡Al  contrario!  Te  regalaré  unos  zapa- 
tos en  buen  uso,  que  me  están  grandes. 
¡Te  regalaré  todo  lo  que  quieras! 

— Pues  vov  volando.  Duérmase  usía 
tranquilo.  Dentro  de  media  hora  estoy  aquí 
de  vuelta,  después  de  dejar  en  la  cárcel  á 


138 
la  navarra.  ¡Para  algo  soy  más  ligero  que  una 
borrica! 

Dijo  Garduña,  y  desapareció  por  la  esca- 
lera abajo. 

Se  cae  de  su  peso  que  durante  aquella 
ausencia  del  alguacil  fué  cuando  el  moli- 
nero estuvo  en  el  molino  y  vio  visiones  por 
el  ojo  de  la  llave. 

Dejemos,  pues,  al  corregidor  sudando  en 
el  lecho  ajeno ,  y  á  Garduña  corriendo 
hacia  la  ciudad  (adonde  tan  pronto  habia 
de  seguirlo  el  tio  Lucas  con  sombrero  de 
tres  picos  y  capa  de  grana),  y,  convertidos 
también  nosotros  en  andarines,  volemos  con 
dirección  al  lugar,  en  seguimiento  de  la 
valerosa  seña  Frasquita. 


XXIII. 

Otra  vez  el  desierto  y  las  consabidas  voces. 

La  única  aventura  que  le  ocurrió  á  la 
navarra  en  su  viaje  desde  el  molino  al  pue- 
blo, fué  asustarse  un  poco  al  reparar  que 
echaba  yescas  alguien  en  medio  de  un  sem- 
brado... 

— ¿Si  será  un  esbirro  del  corregidor?  ¿Si 
irá  á  detenerme? — pensó  la  molinera. 

En  esto  se  oyó  un  rebuzno  hacia  aquel 
mismo  lado. 

— ¡Burros  en  el  campo  á  estas  horas! — 
siguió  pensando  la  seña  Frasquita. —  Pues 
lo  que  es  por  aquí  no  hay  ninguna  huerta  ni 


140 

cortijo...  ¡Vive  Dios  que  los  duendes  se  es- 
tán despachando  esta  noche  á  su  gusto! 

La  burra  que  montaba  la  seña  Frasquita 
creyó  oportuno  rebuznar  también  en  aquel 
instante. 

— ¡Calla,  demonio! — le  dijo  la  navarra, 
clavándole  un  alfiler  de  á  ochavo  en  mitad 
de  la  cruz. 

Y  temiendo  ella  algún  encuentro  que  no 
le  conviniese,  sacó  la  bestia  fuera  de  cami- 
no y  la  hizo  trotar  por  los  sembrados. 

Pero  pronto  se  tranquilizó  al  comprender 
que  el  hombre  que  echaba  yescas  y  el  asno 
del  primer  rebuzno  constituían  en  aquel 
caso  una  sola  entidad  ,  y  que  esta  entidad 
habia  salido  huyendo  en  dirección  contraria 
á  la  su  va. 

— ¡A  un  cobarde  otro  mayor! — exclamó 
la  molinera,  burlándose  de  su  miedo  y  del 
ajeno. 

Y  sin  más  accidente,  llegó  á  las  puer- 
tas del  lugar  á  tiempo  que  serian  las  once 
de  la  noche. 


XXIV. 

Un  rey  de  entonces. 

Hallábase  ya  durmiendo  la  mona  el  se- 
ñor alcalde,  dando  la  espalda  á  la  espalda 
de  su  mujer,  y  formando  así  aquella  figura 
de  águila  austríaca  de  dos  cabezas  que 
dice  nuestro  inmortal  Quevedo,  cuando  To- 
nudo llamó  á  la  puerta  de  la  cámara  nup- 
cial y  avisó  al  señor  Juan  López  que  la  seña 
Frasquita,  la  del  molino,  quería  hablarle. 

No  tenemos  para  qué  referir  todos  los 
gruñidos  y  juramentos  que  acompañaron  al 
acto  de  despertar  y  vestirse  del  alcalde  de 
raonterilla ,   y  nos  trasladamos   desde  luego 


142 

al  instante  en  (pe  la  molinera  lo  vio  llegar, 
desperezándose  como  un  gimnasta  que  ejer- 
cita la  musculatura,  y  exclamando  en  medio 
de  un  bostezo  interminable: 

— Téngalas  V.  muy  buenas,  seña  Fras- 
quita.  ¿Qué  la  trae  á  V.  por  aquí?  ¿No  le 
dijo  á  V.  Toñuelo  que  se  quedase  en  el  mo- 
lino? ¡Así  desobedece  V.  á  la  autoridad! 

— ¡Necesito  ver  á  mi  Lúeas! — respondió 
la  navarra. — ¡Necesito  verlo  al  instante!  ¡Que 
le  digan  que  está  aquí  su  mujer! 

— ¡Necesito!  ¡necesito!  Señora,  á  V.  se  le 
olvida  que  está  hablando  con  el  Rey... 

— Déjeme  V.  á  mí  de  reyes,  señor  Juan, 
que  no  estoy  para  bromas.  ¡Demasiado  sabe 
usted  lo  que  me  sucede!  ¡Demasiado  sabe 
para  qué  ha  preso  á  mi  marido! 

— Yo  no  sé  nada,  seña  Frasquita...  Y  en 
cuanto  á  su  marido  de  V.,  no  está  preso, 
sino  durmiendo  tranquilamente  en  esta  su 
casa,  y  tratado  como  yo  trato  á  las  perso- 
nas. ¡A  ver,  Toñuelo!  ¡Toñuelo!  Anda  al 
pajar  y  dile  al  tio  Lúeas  que  se  despierte  y 
venga  corriendo...  Conque  vamos...   cuén- 


143 

teme  V.  lo  que  le  pasa...  ¿Ha  tenido  V. 
miedo  de  dormir  sola? 

— ¡No  sea  V.  desvergonzado,  señor  Juan! 
¡Demasiado  sabe  V.  que  á  mí  no  me  gustan 
sus  bromas  ni  sus  veras!  Lo  que  me  pasa 
es  una  cosa  muy  sencilla:  que  V.  y  el  señor 
corregidor  han  querido  perderme;  pero  que 
se  han  llevado  un  solemne  chasco.  Yo  estoy 
aquí,  sin  tener  de  qué  abochornarme,  y  el 
señor  corregidor  se  queda  en  el  molino  mu- 
riéndose... 

— ¡Muñéndose  el  corregidor!— exclamó 
su  subordinado. — Señora,  ¿sabe  V.  lo  que 
se  dice? 

— Lo  que  V.  oye.  Se  ha  caido  en  el  caz, 
y  casi  se  ha  ahogado,  ó  ha  cogido  una  pul- 
monía, ó  yo  no  sé...  Eso  es  cuenta  de  la 
corregidora.  Yo  vengo  á  buscar  á  mi  mari- 
do, sin  perjuicio  de  ir  mañana  mismo  á 
Granada... 

— ¡Demonio,  demonio! — murmuró  el 
señor  Juan  López. — A  ver,  ¡Manuela!... 
¡muchacha!...  anda  y  aparéjamela  mulilla... 
Seña  Frasquita,  al  molino  voy...    ¡Desgra- 


144 

ciada  de  V.  si  le  ha  hecho  algún  daño  al 
señor  corregidor! 

¡i  — Señor  alcalde,  señor  alcalde! — exclamó 
en  esto  Toñuelo,  entrando  más  muerto  que 
vivo. — El  tío  Lúeas  no  está  en  el  pajar.  Su 
burra  no  se  halla  tampoco  en  los  pesebres, 
y  la  puerta  del  corral  está  abierta...  De 
modo  que  el  pájaro  se  ha  escapado. 

— ¿Qué  estás  diciendo? — gritó  el  señor 
Juan  López. 

— ¡Virgen  del  Carmen!  ¡Qué  va  á  pasar 
en  mi  casa! — exclamó  la  seña  Frasquita. — 
Corramos,  señor  alcalde;  no  perdamos  tiem- 
po... Mi  marido  va  á  matar  al  corregidor  al 
encontrarlo  allí  á  estas  horas... 

— ¿Luego  V.  cree  que  el  tio  Lúeas  está 
en  el  molino...? 

— ¿Pues  no  he  de  creerlo?  Digo  más... 
Cuando  yo  venia  me  he  cruzado  con  él  sin 
conocerlo.  El  era  sin  duda  uno  que  echaba 
yescas  en  medio  de  un  sembrado...  ¡Dios 
mió!  ¡Cuando  piensa  una  que  los  animales 
tienen  más  entendimiento  que  las  personas! 
Porque  ha   de  saber  V.,  señor  Juan,  que 


145 

nuestras  dos  burras  se  reconocieron  y  se  sa- 
ludaron, mientras  que  mi  Lucas  y  yo  ni 
nos  saludamos  ni  nos  reconocimos... 

— ¡Bueno  está  su  Lúeas  de  V! — replicó 
el  alcalde. — En  fin,  vamos  andando,  y  ya 
veremos  lo  que  hay  que  hacer  con  todos 
ustedes.  ¡Conmigo  no  se  juega!  ¡Yo  soy  el 
Rey!...  Pero  no  un  rey  como  el  que  ahora 
tenemos  en  Madrid,  ó  sea  en  el  Pardo,  sino 
como  aquel  que  hubo  en  Sevilla,  á  quien 
llamaban  D.  Pedro  el  Cruel.  ¡A  ver,  Ma- 
nuela! ¡Tráeme  el  bastón,  y  dile  á  tu  ama 
que  me  marcho! 

Obedeció  la  sirvienta  (que  era  por  cierto 
más  buena  moza  de  lo  que  convenia  á  la 
alcaldesa  y  á  la  moral) ,  y ,  como  la  mulilla 
del  señor  Juan  López  estuviese  ya  apareja- 
da, la  seña  Frasquita  y  él  salieron  para  el 
molino,  seguidos  del  indispensable  Toñuelo. 


10 


XXV. 

La  estrella  de  Garduña. 

Precedámosles  nosotros,  supuesto  que  te- 
nemos carta  blanca  para  andar  más  de  prisa 
que  nadie. 

Garduña  se  hallaba  ya  de  vuelta  en  el 
molino,  después  de  haber  buscado  á  la  seña 
Frasquita  por  todas  las  calles  de  la  ciudad. 

El  astuto  alguacil  había  tocado  de  camino 
en  el  corregimiento,  donde  lo  encontró  todo 
muy  sosegado.  Las  puertas  seguían  abiertas 
como  en  medio  del  dia,  según  costumbre 
cuando  la  autoridad  está  en  la  calle  ejer- 
ciendo sus  sagradas  funciones.  Dormitaban 


147 

en  la  meseta  de  la  escalera  y  en  el  recibi- 
miento otros  alguaciles  y  ministros,  espe- 
rando descansadamente  á  su  amo;  mas, 
cuando  sintieron  llegar  á  Garduña,  despere- 
záronse dos  ó  tres  de  ellos  y  le  preguntaron 
al  que  era  su  decano  y  jefe  inmediato: 

— ¿Viene  ya  el  señor? 

— Ni  por  asomos.  Estaos  quietos.  Vengo 
á  saber  si  ha  habido  novedad  en  la  casa... 

— Ninguna. 

— ¿Y  la  señora? 

— Recogida  en  sus  aposentos. 

— ¿No  ha  entrado  una  mujer  por  estas 
puertas  hace  poco? 

—  Nadie  ha  parecido  por  aquí  en  toda  la 
noche.  .** 

— Pues  no  dejéis  entrar  á  persona  algu- 
na ,  sea  quien  sea  y  diga  lo  que  diga .  Al 
contrario,  echadle  mano  al  mismo  lucero 
del  alba  que  venga  á  preguntar  por  el  se- 
ñor ó  por  la  señora,  y  llevadlo  á  la  cárcel. 

— ¿Parece  que  esta  noche  se  anda  á  caza 
de  pájaros  de  cuenta? — preguntó  uno  de  los 
esbirros. 


148 

—  ¡Caza  mayor! — añadió  otro. 

— ¡Mayúscula! — respondió  Garduña  so- 
lemnemente.—  ¡Figuraos  si  la  cosa  será 
delicada,  cuando  el  señor  corregidor  y  yo 
hacemos  la  batida  por  nosotros  mismos! — 
Conque...  hasta  luego,  buenas  piezas,  y  mu- 
cho ojo. 

— Vaya  V.  con  Dios,  señor  Bastian — 
repusieron  todos,  saludando  á  Garduña. 

— ¡Mi  estrella  se  eclipsa! — murmuró 
éste  al  salir  del  corregimiento. — ¡Hasta  las 
mujeres  me  engañan!  La  molinera  se  enca- 
minó al  lugar  en  busca  de  su  esposo,  en 
vez  de  venirse  á  la  ciudad.  ¡Pobre  Garduña! 
¿Qué  se  ha  hecho  de  tu  olfato? 

Y  discurriendo  de  este  modo,  emprendió 
la  vuelta  al  molino. 

Razón  tenia  el  alguacil  para  echar  de  me- 
nos su  antiguo  olfato,  puesto  que  no  venteó 
á  un  hombre  que  se  escondía  en  aquel  mo- 
mento detrás  de  unos  mimbres  á  poca  dis- 
tancia de  la  ciudad,  exclamando  para  su  ca- 
pote, ó  más  bien  para  su  capa  de  grana: 

— ¡Guarda,  Pablo!  Por  allí  viene  Gar- 


149 

duna...    Es  menester  que   no    me   vea... 

Era  el  tio  Lúeas,  vestido  de  corregidor, 
que  se  dirigía  á  la  ciudad,  repitiendo  de  vez 
en  cuando  su  diabólica  frase: 

— ¡También  la  corregidora  es  guapa! 

Pasó  Garduña  sin  verlo,  y  el  falso  corre- 
gidor dejó  su  escondite  y  penetró  en  la  po- 
blación... 

Poco  después  llegaba  el  alguacil  al  moli- 
no, según  dejamos  indicado. 


XXVI. 

0 

Reacción. 

El  corregidor  seguía  en  la  cama,  tal  y 
como  acababa  de  verlo  el  tio  Lúeas  por  el 
ojo  de  la  llave. 

— ¡Qué  bien  sudo,  Garduña!  ¡Me  he  sal- 
vado de  una  enfermedad! — exclamó  tan 
luego  como  penetró  el  alguacil  en  la  estan- 
cia.— ¿Y  la  seña  Frasquita?  ¿Has  dado  con 
ella?  ¿Viene  contigo?  ¿Ha  hablado  con  la 
señora? 

— La  molinera,  señor,  me  engañó  como 
á  un  pobre  hombre,  y  no  se  fué  á  la  ciudad, 
sino  al  pueblecillo. . .  en  busca  de  su  esposo. . . 
¡Perdóneme  usía  la  torpeza! . . . 


151 

— I  Mejor!  ¡mejor! — dijo  el  madrileño, 
con  los  ojos  chispeantes  de  maldad. — ¡Todo 
se  ha  salvado  entonces!  Antes  de  que  ama- 
nezca estarán  caminando  para  las  cárceles 
de  la  Inquisición  de  Granada,  atados  codo 
con  codo,  el  tio  Lúeas  y  la  seña  Frasquita, 
y  allí  se  podrirán  sin  tener  á  quien  contarle 
sus  aventuras  de  esta  noche. — Tráeme  la 
ropa,  Garduña;  que  ya  estará  seca.  ¡Trae— 
mela,  y  vísteme!  El  amante  se  va  á  conver- 
tir en  corregidor! . . . 

Garduña  bajó  á  la  cocina  por  la  ropa. 


XXVII. 

¡Favor  al  Rey! 

Entre  tanto,  la  seña  Frasquita,  el  señor 
Juan  López  y  Toñuelo  avanzaban  hacia  el 
molino,  al  cual  llegaron  pocos  minutos  des- 
pués. 

— [Yo  entraré  delante! — exclamó  el  al- 
calde de  monterilla. — ¡Para  algo  soy  la  auto- 
ridad! Sigúeme,  Toñuelo,  y  V.,  seña  Fras- 
quita, espérese  á  la  puerta  hasta  que  yo  la 
llame. 

Penetró,  pues,  el  señor  Juan  López  bajo 
la  parra,  donde  vio  á  la  luz  de  la  luna  un 
hombre  casi  jorobado,  vestido  como  solia  el 


153 

molinero,  con  chupetín  y  calzón  de  paño  par- 
do, faja  negra,  medias  azules,  montera  mur- 
ciana de  felpa  y  el  capote  de  monte  al  hombro. 

— ¡Él  es! — gritó  el  alcalde. — ¡Favor  al 
Rey!  ¡Entregúese  V.,  tio  Lúeas! 

El  hombre  intentó  meterse  en  el  molino. 

— ¡Date! — gritó  á  su  vez  Toñuelo,  sal- 
tando sobre  él,  cogiéndolo  por  el  pescuezo, 
aplicándole  una  rodilla  al  espinazo  y  hacién- 
dole rodar  por  tierra... 

Al  mismo  tiempo  otra  especie  de  fiera 
saltó  sobre  Toñuelo,  y,  agarrándolo  de  la 
cintura,  lo  tiró  sobre  el  empedrado  y  princi- 
pió á  darle  de  bofetones. 

Era  la  seña  Frasquita,  que  exclamaba: 

— ¡Tunante!  ¡Deja  á  mi  Lúeas! 

Pero  en  esto  otra  persona,  que  había  apa- 
recido llevando  del  diestro  una  borrica,  me- 
tióse resueltamente  entre  los  dos,  y  trató  de 
salvará  Toñuelo... 

Era  Garduña,  que  tomando  al  alguacil 
del  lugar  por  D.  Eugenio  de  Zúñiga,  le  de- 
cía á  la  molinera: 

— Señora,  respete  V.  á  mi  amo. 


154 

Y  la  derribó  de  espaldas  sobre  el  luga- 
reño. 

La  seña  Frasquita,  viéndose  entre  dos 
fuegos,  descargóle  entonces  á  Garduña  tal 
revés  en  medio  del  estómago,  que  le  hizo 
caer  de  boca  tan  largo  como  era. 

Y,  con  él,  ya  eran  cuatro  las  personas 
que  rodaban  por  el  suelo. 

El  señor  Juan  López  impedia  entre  tanto 
levantarse  al  supuesto  tío  Lúeas,  teniéndole 
plantado  un  pié  sobre  los  ríñones. 

— ¡Garduña!  ¡Socorro!  ¡favor  al  Rey!  ¡Yo 
soy  el  corregidor! — gritó  al  fin  este  último, 
sintiendo  que  la  pezuña  del  alcalde,  calzada 
con  albarca  de  piel  de  toro,  lo  reventaba 
materialmente. 

— ¡El  corregidor!  ¡Pues  es  verdad! — 
dijo  el  señor  Juan  López,  lleno  de  asombro... 

— ¡El  corregidor! — repitieron  todos. 

Y  pronto  estaban  de  pié  los  cuatro  derri- 
bados. 

— ¡Todo  el  mundo  á  la  cárcel! — exclamó 
D.  Eugenio  de  Zúñiga. — ¡Todo  el  mundo  á 
la  horca! 


155 

— Pero,  señor...— observó  el  señor  Juan 
López,  poniéndose  de  rodillas.  —  ¡Perdone 
usía  que  lo  haya  maltratado!  ¿Cómo  babiade 
conocer  á  usía  con  esa  ropa? 

— ¡Bárbaro! — replicó  el  corregidor: — 
¡alguna  había  de  ponerme!  ¿No  sabes  que 
me  han  robado  la  mia?  ¿No  sabes  que  una 
compañía  de  ladrones,  mandada  por  el  tío 
Lúeas... 

— ¡Miente  V.! — gritó  la  navarra. 

— Escúcheme  V . ,  seña  Frasquita , — le  dijo 
Garduña,  llamándola  aparte. — Con  permiso 
del  señor  corregidor  y  la  compaña. — Si  V. 
no  arregla  esto,  nos  van  á  ahorcar  á  todos, 
empezando  por  el  tio  Lúeas... 

— Pues  ¿qué  ocurre? — preguntó  la  seña 
Frasquita. 

— Que  el  tio  Lúeas  anda  á  estas  horas 
por  la  ciudad  vestido  de  corregidor...  y  que 
Dios  sabe  si  habrá  llegado  con  su  disfraz 
hasta  el  propio  dormitorio  de  la  corregidora! 

Y  el  alguacil  le  refirió  en  cuatro  palabras 
todo  lo  que  ya  sabemos. 

— ; Jesús!— exclamó  la  molinera. — ¡Con- 


156 
que   mi  marido  me  cree  deshonrada !  Con- 
que ha  ido  á  la  ciudad  á  vengarse!   ¡Vamos, 
vamos  á  la  ciudad,  yjustificadmeá  los  ojos  de 
mi  Lúeas! 

— Vamos  á  la  ciudad,  é  impidamos  que 
hable  ese  hombre  con  mi  mujer  y  le  cuente 
todas  las  majaderías  que  se  haya  figurado, — 
dijo  el  corregidor,  arrimándose  á  una  de  las 
burras. — Déme  V.  un  pié  para  montar,  se- 
ñor alcalde. 

— Vamos  á  la  ciudad,  sí, — añadió  Gardu- 
ña;— y  quiera  el  cielo,  señor  corregidor,  que 
el  tio  Lúeas  se  haya  contentado  con  hablarle 
á  la  señora! 

— ¿Qué  dices,  desgraciado? — prorumpió 
D.  Eugenio  de  Zúñiga. — ¿Crees  tú  que  será 
capaz?. . . 

— De  todo! — contestó  la  seña  Frasquita. 


XXVIII. 

¡Ave  María  purísima!   ¡Las  doce  y  media, 

y  sereno! 

Así  gritaba  por  las  calles  de  la  ciudad 
quien  tenia  facultades  para  tanto,  cuando 
la  molinera  y  el  corregidor,  cada  cual  en 
una  de  las  burras  del  molino,  el  Sr.  Juan 
López  en  su  muía ,  y  los  dos  alguaciles 
andando,  llegaron  á  la  puerta  del  corregi- 
miento... 

La  puerta  estaba  cerrada. 

Dijérase  que  para  el  Gobierno,  lo  mismo 
que  para  los  gobernados,  habia  concluido 
todo  por  aquel  dia. 

— ¡Malo! — pensó  Garduña. 


158 

Y  llamó  con  el  aldabón  dos  ó  tres  veces. 

Pasó  mucho    tiempo,   y  ni  abrieron,  ni 
contestaron . 

La  seña  Frasquita  estaba  más  amarilla 
que  la  cera. 

El  corregidor  se  habia  comido  ya  todas 
las  uñas  de  ambas  manos. 

Nadie  decia  una  palabra. 

¡Pum!...  jPum!...  ¡Pum!...  golpes  y 
más  golpes  á  la  puerta  del  corregimiento 
(aplicados  sucesivamente  por  los  dos  algua- 
ciles y  por  el  Sr.  Juan  López)...  ¡Y,  nada! 
¡No  respondía  nadie!  ¿No  abrían!...  jNo 
se  movia  una  mosca! 

Sólo  se  oía  el  claro  rumor  de  los  caños  de 
una  fuente  que  habia  en  el  patio  de  la  casa. 

Y  de  esta  manera  trascurrian  minutos, 
largos  como  eternidades. 

Al  fin,  cerca  de  la  una,  abrióse  un  ven- 
tanillo del  piso  segundo,  y  dijo  una  voz  fe- 
menina: 

— ¿Quién? 

— Es  la  voz  del  ama  de  leche... — mur- 
muró Garduña. 


159 

— ¡Yo! — respondió  D.  Eugenio  de  Zú- 
ñiga. — ¡Abrid! 

Pasó  un  instante  de  silencio. 

— ¿Y  quién  es  V.? — replicó  luego  la  no- 
driza. 

—  ¡  Pues  no  me  está  V.  oyendo!  Soy  el 
amo...  el  corregidor... 

Hubo  otra  pausa. 

: — ¡Vaya  V.  mucho  con  Dios! — repuso 
la  buena  mujer. — Mi  amo  vino  hace  una 
hora,  y  se  acostó  en  seguida.  Acuéstense 
ustedes  también,  y  duerman  el  vino  que 
tendrán  en  el  cuerpo. 

Y  la  ventana  se  cerró  de  golpe. 

La  seña  Frasquita  se  cubrió  el  rostro  con 
las  manos. 

— ¡Ama!- — tronó  el  corregidor,  fuera  de 
sí. — ¿No  oye  V.  que  le  digo  que  abra  la 
puerta?  ¿No  oye  V.  que  soy  yo?  ¿Quiere 
usted  que  la  aho'rque  también? 

La  ventana  volvió  á  abrirse. 

— Pero  vamos  á  ver...  ¿Quién  es  V.  para 
dar  esos  gritos? 

— ¡Soy  el  corregidor! 


160 

— ¡Dale,  bola!  ¿No  le  digo  á  V.  que  el 
señor  corregidor  vino  antes  de  las  doce... 
y  que  yo  lo  vi  con  mis  propios  ojos  encer- 
rarse en  las  habitaciones  de  la  señora?  ¿Se 
quiere  V.  divertir  conmigo?  ¡Pues  espere 
usted  y  verá  lo  que  le  pasa! 

Al  mismo  tiempo  se  abrió  repentina- 
mente la  puerta,  y  una  nube  de  criados  y 
ministriles,  provistos  de  sendos  garrotes,  se 
lanzó 'sobre  los  de  afuera,  exclamando  fu- 
riosamente: 

— ¡A  ver!  ¿Dónde  está  ese  que  dice  que 
es  el  corregidor?  ¿Dónde  está  ese  chusco? 
¿Dónde  está  ese  borracho? 

Y  se  armó  un  lio  de  todos  los  demonios, 
en  medio  de  la  oscuridad,  sin  que  nadie 
pudiera  entenderse,  y  no  dejando  de  recibir 
algunos  palos  el  corregidor,  Garduña,  el 
Sr.  Juan  López  y  Toñuelo. 

Era  la  segunda  paliza  que  le  costaba  á 
D.  Eugenio  su  aventura  de  aquella  noche, 
además  del  remojón  en  la  acequia  del  molino. 

La  seña  Frasquita,  apartada  de  aquel  labe- 
rinto, lloraba  por  la  primera  vez  en  su  vida. . . 


161 
— ; Lúeas!  ¡Lúeas! — decia. — ¡Y  has  po- 
dido dudar  de  mí!  ¡Y  has  podido  estrechar 
entre  tus  brazos  á  otra!  ¡Ah!  ¡nuestra  des- 
ventura no  tiene  ya  remedio! 


11 


XXIX. 

Post  nubila...  Diana. 

— ¿Qué  escándalo  es  este? — dijo  al  fin 
una  voz  tranquila,  majestuosa  y  de  gracioso 
timbre,  resonando  encima  de  aquella  ba- 
raúnda. 

Todos  levantaron  la  cabeza  y  vieron  una 
mujer,  vestida  de  negro,  asomada  al  balcón 
principal  del  edificio. 

— ¡La  señora! — dijeron  los  criados,  sus- 
pendiendo la  retreta  de  palos. 

— ¡Mi  mujer! — tartamudeó  D.  Eugenio. 

— Que  pasen  esos  señores.  El  señor  cor- 
regidor dice  que  lo  permite — agregó  la 
corregidora . 


163 

Los  criados  cedieron  paso,  y  el  de  Zú- 
ñiga  y  sus  acompañantes  penetraron  en  el 
portal  y  tomaron  por  la  escalera  arriba. 

Ningún  reo  ha  subido  al  patíbulo  con 
paso  tan  inseguro  y  semblante  tan  demu- 
dado como  el  corregidor  subia  las  escaleras 
de  su  casa...  Sin  embargo,  la  idea  de  su 
deshonra  principiaba  ya  á  descollar,  con 
noble  egoísmo,  por  encima  de  todos  los 
infortunios  que  habia  causado  y  que  lo 
afligían,  y  sobre  las  demás  ridiculeces  de 
la  situación  en  que  se  hallaba. 

— ¡Antes  que  todo — iba  pensando, — soy 
un  Zúñiga  y  un  Ponce  de  León!...  ¡Ay  de 
aquellos  que  lo  hayan  echado  en  olvido! 


XXX. 

Una  señora  de  clase. 

La  corregidora  recibió  á  su  esposo  y  á 
su  rústica  comitiva  en  el  salón  principal  del 
corregimiento. 

Estaba  sola,  de  pié,  y  con  los  ojos  cla- 
vados en  la  puerta. 

Érase  una  principalísima  dama,  bastante 
joven  todavía,  de  plácida  y  severa  hermo- 
sura, más  propia  del  pincel  cristiano  que 
del  cincel  gentílico,  y  estaba  vestida  con 
toda  la  nobleza  y  la  seriedad  que  consentía 
el  gusto  de  la  época.  Su  traje,  de  corta  y  es- 
trecha falda  y  mangas  huecas  y  subidas,  era 


165 

de  alepín  negro:  una  pañoleta  de  blonda 
blanca,  algo  amarillenta,  velaba  sus  redon- 
deados hombros;  y  larguísimos  maniquetes 
ó  mitones  de  tul  negro  cubrían  la  mayor 
parte  de  sus  alabastrinos  brazos.  Abanicá- 
base majestuosamente  con  un  pericón  enor- 
me, traído  de  las  islas  Filipinas,  y  tenia  en 
la  otra  mano  un  pañuelo  de  encaje,  cuyos 
cuatro  picos  colgaban  simétricamente  con 
una  regularidad  sólo  comparable  á  la  de 
su  actitud  y  menores  movimientos. 

Aquella  hermosa  mujer  tenia  algo  de 
reina  y  mucho  de  abadesa,  é  infundía  por 
ende  veneración  y  miedo  á  cuantos  la  mira- 
ban. Por  lo  demás,  el  atildamiento  de  su 
traje  á  semejante  hora,  la  gravedad  de  su 
continente  y  las  muchas  luces  que  alumbra- 
ban el  salón,  demostraban  que  la  corregi- 
dora se  habia  esmerado  en  dar  á  aquella 
escena  una  solemnidad  teatral  y  un  tinte 
ceremonioso  que  contrastasen  con  el  carác- 
ter villano  y  grosero  de  la  aventura  de  su 
marido. 

Advertiremos,    finalmente,    que  aquella 


166 
señora  se  llamaba  doña  Mercedes  Carrillo 
de  Albornoz  y  Espinosa  de  los  Monteros,  y 
que  era  hija,  nieta,  biznieta,  tataranieta  y 
hasta  vigésimanieta  de  la  ciudad,  como  des- 
cendiente de  sus  ilustres  conquistadores. 
Su  familia,  por  razones  de  vanidad  munda- 
na, la  habia  inducido  á  casarse  con  el  viejo 
y  acaudalado  corregidor,  y  ella,  que  de 
otro  modo  hubiera  sido  monja,  pues  su  vo- 
cación natural  la  iba  llevando  al  claustro, 
consintió  en  aquel  doloroso  sacrificio. 

A  la  sazón  tenia  ya  dos  vastagos  del  arris- 
cado madrileño,  y  aún  se  susurraba  que 
habia  otra  vez  moros  en  la  costa... 

Conque  volvamos  á  nuestro  cuento. 


XXXI. 

La  pena  del  Talion. 

— i  Mercedes! — exclamó  el  corregidor  al 
comparecer  delante  de  su  esposa — Necesito 
saber  inmediatamente... 

— i  Hola,  tio  Lúeas!  ¿V.  por  aquí? — dijo 
la  corregidora,  interrumpiéndole. — ¿Ocurre 
alguna  desgracia  en  el  molino? 

— ¡Señora!  ¡no  estoy  para  chanzas!— 
repuso  el  corregidor  hecho  una  fiera. — An- 
tes de  entrar  en  explicaciones  por  mi  parte, 
necesito  saber  qué  ha  sido  de  mi  honor... 

— ¡Esa  no  es  cuenta  mia!  ¿Acaso  me 
lo  ha  dejado  V.  á  mí  en  depósito? 

— Sí,  señora...  ¡A  V.! — replicó  D.  Eu- 


168 
genio. — ;Las  mujeres  son  las  depositarías 
del  honor  de  sus  maridos! 

— Pues  entonces,  pregúntele  V.  á  su 
mujer  por  el  suyo.  Precisamente  nos  está 
escuchando. 

La  seña  Frasquita,  que  se  habia  que- 
dado á  la  puerta  del  salón,  lanzó  una  espe- 
cie de  rugido. 

— PaseV.,  señora,  y  siéntese... — aña- 
dió la  corregidora,  dirigiéndose  á  la  moli- 
nera con  una  dignidad  soberana. 

Y  por  su  parte,  encaminóse  al  sofá. 

La  generosa  navarra  supo  comprender 
desde  luego  toda  la  grandeza  de  la  actitud 
de  aquella  esposa  injuriada...  é  injuriada 
acaso  doblemente...  Así  es  que,  alzándose 
en  el  acto  á  igual  altura,  dominó  sus  natu- 
rales ímpetus,  y  guardó  un  silencio  deco- 
roso.— Esto  sin  contar  con  que  la  seña 
Frasquita,  segura  de  su  inocencia  y  de  su 
fuerza,  no  tenia  prisa  de  defenderse...  ¡Te- 
níala, sí,  de  acusar,  y  mucha!...  pero  no 
ciertamente  á  la  corregidora. — Con  quien 
ella  deseaba  ajustar  cuentas   era  con  el  tio 


169 
Lúeas...,   y   el  tio   Lúeas  no  estaba    allí. 

— Seña  Frasquita — repitió  la  noble  da- 
ma, al  ver  que  la  molinera  no  se  habia  mo- 
vido de  su  sitio: — le  he  dicho  á  V.  que 
puede  pasar  y  sentarse. 

Esta  segunda  indicación  fué  hecha  con 
voz  más  afectuosa  y  sentida  que  la  prime- 
ra...—  Dijérase  que  la  corregidora  habia 
adivinado  también  por  instinto,  al  fijarse  en 
el  reposado  continente  y  en  la  varonil  her- 
mosura de  aquella  mujer,  que  no  iba  á  ha- 
bérselas con  un  ser  bajo  y  despreciable, 
sino  quizás  más  bien  con  otra  infortunada 
como  ella; — ¡infortunada,  sí,  por  el  solo  he- 
cho de  haber  conocido  al  corregidor! 

Cruzaron,  pues,  sendas  miradas  de  paz  y 
de  indulgencia  aquellas  dos  mujeres  que  se 
consideraban  dos  veces  rivales,  y  notaron 
con  gran  sorpresa  que  sus  almas  se  aplacie- 
ron  la  una  en  la  otra,  como  dos  hermanas 
que  se  reconocen. 

No  de  otro  modo  se  divisan  v  se  saludan 
á  lo  lejos  las  castas  nieves  de  las  encumbra- 
das montañas. 


170 

Saboreando  estas  dulces  emociones,  la 
molinera  entró  majestuosamente  en  el  salón, 
y  se  sentó  en  el  filo  de  una  silla. 

A  su  paso  por  el  molino,  calculando 
que  en  la  ciudad  tendría  que  hacer  visi- 
tas de  importancia,  se  habia  arreglado  un 
poco  y  puéstose  una  mantilla  de  franela 
negra,  con  grandes  felpones,  que  le  sen- 
taba divinamente.  —  Parecía  toda  una  se- 
ñora. 

Por  lo  que  toca  al  corregidor,  habia 
guardado  silencio  durante  aquel  episodio. 
El  rugido  de  la  seña  Frasquita  y  su  apari- 
ción en  la  escena,  no  habían  podido  menos 
de  sobresaltarlo.  Aquella  mujer  le  causaba 
ya  más  terror  que  la  suya  propia. 

— Conque  vamos,  tio  Lúeas — prosiguió 
Doña  Mercedes,  dirigiéndose  á  su  marido. — 
Ahí  tiene  V .  á  la  seña  Frasquita . . .  ¡  Puede  V . 
volver  á  formular  su  demanda! 

— Mercedes,  ¡por  los  clavos  de  Cristo! — 
gritó  el  corregidor. — ¡Mira  que  tú  no  sabes 
de  lo  que  soy  capaz!  ¡Nuevamente  te  Con- 
juro á  que  dejes  la  broma  y  me  digas  todo  lo 


171 
que  ha  pasado  aquí  durante  mi  ausencia! 
¿Dónde  está  ese  hombre? 

— ¿Quién?  ¿Mi  marido?  Mi  marido  se 
está  levantando,  y  ya  no  puede  tardar  en 
venir. 

— ¡Levantándose! — bramó  D.  Eugenio. 

— ¿Se  asombra  V.?Pues  ¿dónde  queria  V. 
que  estuviese  á  estas  horas  un  hombre  de 
bien,  sino  en  su  casa,  en  su  cama,  y  dur- 
miendo con  su  legítima  consorte,  como 
manda  Dios? 

— ¡Merceditas!  ¡Ve  lo  que  te  dices!  ¡Re- 
para en  que  nos  están  oyendo!  ¡Repara  en 
que  yo  soy  el  corregidor!... 

— ¡A  mí  no  me  dé  V.  voces,  tio  Lúeas,  ó 
mandaré  á  los  alguaciles  que  lo  lleven  á  V. 
á  la  cárcel! — replicóla  corregidora,  ponién- 
dose de  pié. 

— ¡Yo  á  la  cárcel!  ¡Yo!  ¡El  corregidor 
de  la  ciudad! 

— El  corregidor  de  la  ciudad,  el  repre- 
sentante déla  justicia,  el  apoderado  del  Rey 
— repuso  la  gran  señora  con  una  severidad 
y  una  energía  que  ahogaron  la  voz  del  fin- 


172 
gido  molinero, — llegó  á  su  casa  á  la  hora 
debida,  á  descansar  de  las  nobles  tareas  de 
su  oficio,  para  seguir  mañana  amparando  la 
honra  y  la  vida  de  los  ciudadanos,  la  santi- 
dad del  hogar  y  el  recato  de  las  mujeres, 
impidiendo  de  este  modo  que  nadie  pueda 
entrar  disfrazado  de  corregidor  ni  de  nin- 
guna otra  cosa  en  la  alcoba  de  la  mujer  aje- 
na; que  nadie  pueda  sorprender  á  la  virtud 
en  su  descuidado  reposo;  que  nadie  pueda 
abusar  de  su  casto  sueño... 

— jMerceditas!  ¿Qué  es  lo  que  profieres? 
— silbó  el  corregidor  con  labios  y  encías.  jSi 
es  verdad  que  ha  pasado  eso  en  mi  casa, 
diré  que  eres  una  picara,  una  pérfida,  una 
licenciosa! 

— ¿Con  quién  habla  este  hombre? — pro- 
rumpió  la  corregidora  desdeñosamente,  y 
pasando  la  vista  por  todos  los  circunstan- 
tes.— ¿Quién  es  este  loco?  ¿Quién  es  este 
ebrio?  ¡Ni  siquiera  puedo  ya  creer  que  sea 
un  honrado  molinero  como  el  tio  Lucas,  á 
pesar  de  que  viste  su  traje  de  villano! — Se- 
ñor Juan  López,  créame  V. — continuó,  en- 


173 

carándose  con  el  alcalde  de  monterilla,  que 
estaba  aterrado. — Mi  marido,  el  corregidor 
de  la  ciudad,  llegó  á  esta  su  casa  hace  dos 
horas,  con  su  sombrero  de  tres  picos,  su 
capa  de  grana,  su  espadín  de  caballero  y  su 
bastón  de  autoridad...  Los  criados  y  algua- 
ciles que  me  escuchan  se  levantaron  y  lo 
saludaron  al  verlo  pasar  por  el  portal,  por 
la  escalera  y  por  el  recibimiento.  Cerráron- 
se en  seguida  todas  las  puertas,  y  desde  en- 
tonces no  ha  penetrado  nadie  en  mi  hogar 
hasta  que  llegaron  VV. — ¡Es  esto  cierto? — 
Responded  vosotros... 

— ¡Es  verdad!  ¡Es  muy  verdad! — contes- 
taron la  nodriza,  los  domésticos  y  los  minis- 
triles; todos  los  cuales,  agrupados  á  la  puerta 
del  salón,  presenciaban  aquella  singular  es- 
cena. 

— ¡Fuera  de  aquí  todo  el  mundo! — gritó 
D.  Eugenio,  echando  espumarajos  de  ra- 
bia.— ¡Garduña!  ¡Garduña!  ¡Ven  y  prende 
á  estos  viles  que  me  están  faltando  al  res- 
peto! ¡Todos  á  la  cárcel!  ¡Todos  á  la  horca! 

Garduña  no  parecía  por  ningún  lado. 


174 

— Además,  señor — continuó  Doña  Mer- 
cedes, cambiando  de  tono  y  dignándose  ya 
mirar  á  su  marido  y  tratarle  como  á  tal,  te- 
merosa de  que  las  chanzas  llegaran  á  irre- 
mediables extremos.- — Supongamos  que  V. 
sea  mi  esposo. . .  Supongamos  que  V.  sea  don 
Eugenio  de  Zúñiga  y  Ponce  de  León... 

— ¡Lo  soy! 

— Supongamos,  además,  que  me  cupiese 
alguna  culpa  en  haber  tomado  por  V.  al 
hombre  que  penetró  en  mi  alcoba  vestido 
de  corregidor... 

—  ¡Infames! — gritó  el  viejo,  echando 
mano  á  la  espada,  y  encontrándose  sólo  con 
el  sitio,  y  con  la  faja  de  molinero  murciano. 

La  navarra  se  tapó  el  rostro  con  un  lado 
de  la  mantilla  para  ocultar  las  llamaradas 
de  sus  celos. 

— Supongamos  todo  lo  que  V.  quiera, — 
continuó  doña  Mercedes  con  una  impasibi- 
lidad inexplicable. — Pero  dígame  V.  ahora, 
señor  mió:  ¿Tendría  V.  derecho  á  quejarse? 
¿Podría  V.  acusarme  como  fiscal?  ¿Podría  V. 
sentenciarme  como  juez?  ¿Viene  V.  acaso 


175 

del  sermón?  ¿Viene  V.  de  confesar?  ¿Vie- 
ne V.  de  oír  misa?  ¿O  de  dónde  viene  V. 
con  ese  traje?  ¿De  dónde  viene  V.  con  esa 
señora?  ¿Dónde  ha  pasado  V.  la  mitad  de  la 
noche? 

— Con  permiso, — exclamó  la  seña  Fras- 
queta, poniéndose  de  pié,  como  empujada 
por  un  resorte,  y  atravesándose  arrogante- 
mente entre  la  corregidora  y  su  marido. 

Este,  que  iba  á  hablar,  se  quedó  con  la 
boca  abierta  al  ver  que  la  navarra  entraba  en 
fuego. 

Pero  doña  Mercedes  se  anticipó,  y  dijo: 

— Señora,  no  se  fatigue  V.  en  darme  á 
mí  explicaciones...  Yo  no  se  las  pido  á  us- 
ted, ni  mucho  menos...  Allí  viene  quien 
puede  pedírselas  á  justo  título.  [Entiéndase 
V.  con  él! 

Al  mismo  tiempo  se  abrió  la  puerta  de 
un  gabinete,  y  apareció  en  ella  el  tío  Lúeas, 
vestido  de  corregidor  de  pies  á  cabeza,  y 
con  bastón,  guantes  y  espadín,  como  si  se 
presentase  en  las  salas  de  Cabildo. 


XXXII. 

La  fe  mueve  las  montañas. 

— Tengan  VV.  muy  buenas  noches, — 
pronunció  el  recien  llegado,  quitándose  el 
sombrero  de  tres  picos,  y  hablando  con  la 
boca  sumida,  como  D.  Eugenio  de  Zúñiga. 

En  seguida  se  adelantó  por  el  salón,  ba- 
lanceándose en  todos  sentidos,  y  fué  á  besar 
la  mano  de  la  corregidora. 

Todos  se  quedaron  estupefactos.  El  pare- 
cido del  tio  Lúeas  con  el  verdadero  corre- 
gidor era  maravilloso. 

Así  es  que  la  servidumbre,  y  hasta  el 
mismo  Sr.  Juan  López,  no  pudieron  conte- 
ner una  carcajada. 


177 

D.  Eugenio  sintió  aquel  nuevo  agravio,  y 
se  lanzó  sobre  el  tio  Lúeas  como  un  basi- 
lisco. 

Pero  la  seña  Frasquita  metió  el  montante, 
apartando  al  corregidor  con  el  brazo  de 
marras,  y  su  señoría,  en  evitación  de  otra 
voltereta  y  del  consiguiente  escarnio,  se 
dejó  atropellar  sin  decir  oxte  ni  moxte. — 
Estaba  visto  que  aquella  mujer  habia  nacido 
para  domadora  del  pobre  viejo. 

El  tio  Lúeas  se  puso  más  pálido  que  la 
muerte  al  ver  que  su  mujer  se  le  acercaba; 
pero  luego  se  dominó,  y,  con  una  risa  tan 
horrible  que  tuvo  que  llevarse  la  mano  al 
corazón  para  que  no  se  le  hiciese  pedazos, 
dijo,  remedando  siempre  al  corregidor: 

— ¡Dios  te  guarde,  Frasquita!  ¿Le  has 
enviado  ya  á  tu  sobrino  el  nombramiento? 

¡Hubo  que  ver  entonces  á  la  navarra! 
Tiróse  la  mantilla  atrás,  levantó  la  frente 
con  una  soberbia  de  leona,  y,  clavando  en  el 
falso  corregidor  dos  ojos  como  dos  puñales, 

— ¡Te  desprecio,  Lúeas! — le  dijo  en  mi- 
tad de  la  cara. 

12 


178 

Todos  creyeron  que  le  habia  escupido: 
tal  gesto,  tal  ademan  y  tal  tono  de  voz  acen- 
tuaron aquella  frase. 

El  rostro  del  molinero  se  transfiguró  al 
oir  la  voz  de  su  mujer.  Una  especie  de  ins- 
piración, semejante  á  la  de  la  fe  religiosa, 
habia  penetrado  en  su  alma,  inundándola 
de  luz  y  de  alegría...  Así  es  que,  olvidán- 
dose por  el  momento  de  cuanto  habia  visto 
y  creído  ver  en  el  molino,  exclamó  con  las 
lágrimas  en  los  ojos  y  la  sinceridad  en  los 
labios: 

— ¿Conque  tú  eres  mi  Frasquita! 

—  ¡No! — respondió  la  navarra  fuera  de 
sí. — ¡Yo  no  soy  ya  tu  Frasquita!  Yo  soy... 
¡Pregúntaselo  á  tus  hazañas  de  esta  noche, 
y  ellas  te  dirán  lo  que  has  hecho  de  este 
corazón  que  tanto  te  quería!... 

Y  se  echó  á  llorar,  como  una  montaña  de 
hielo  que  se  hunde  y  principia  á  derretirse. 

La  corregidora  se  adelantó  hacia  ella  sin 
poder  contenerse,  y  la  estrechó  en  sus  bra- 
zos con  el  mayor  cariño. 

La  seña  Frasquita  se  puso  entonces  á  be- 


179 
sarla,  sin  saber  tampoco   lo  que  se  hacia, 
diciéndole   entre   sus    sollozos,    como  una  - 
niña  que  busca  amparo  en  su  madre: 

— ;  Señora  ,  señora !  ¡  Qué  desgraciada 
soy! 

— ¡No  tanto  como  V.  se  figura! — contes- 
tábale la  corregidora,  llorando  también  ge- 
nerosamente. 

— ;Yo  sí  que  soy  desgraciado! — gemia 
al  mismo  tiempo  el  tío  Lúeas,  andando  á 
puñetazos  con  sus  lágrimas,  como  avergon- 
zado de  verterlas. 

— Pues  ¿y  yo? — prorumpió  al  fin  Don 
Eugenio,  sintiéndose  ablandado  por  el  con- 
tagioso lloro  de  los  demás,  ó  esperando  sal- 
varse también  por  la  via  húmeda;  quiero 
decir,  por  la  via  del  llanto. — ¡Ah,  yo  soy 
un  picaro!  ¡Un  monstruo!  ¡Un  calavera  des- 
hecho, que  ha  llevado  su  merecido! 

Y  rompió  á  berrear  tristemente,  abra- 
zado á  la  barriga  del  Sr.  Juan  López. 

Y  éste  y  los  criados  lloraban  de  igual 
manera,  y  todo  parecía  concluido,  y  sin 
embargo,  nadie  se  habia  explicado. 


XXXIII. 
Pues  ¿y  tú? 

El  tío  Lúeas  fué  el  primero  que  salió  á 
flote  en  aquel  mar  de  lágrimas. 

Era  que  empezaba  á  acordarse  otra  vez  de 
lo  que  habia  visto  por  el  ojo  de  la  llave. 

— Señores,  vamos  á  cuentas!... — dijo  de 
pronto. 

— No  hay  cuentas  que  valgan,  tio  Lú- 
eas,— exclamó  la  corregidora. — ¡Su  mujer 
de  V.  es  una  bendita! 

— Bien...  sí...  pero... 

— ¡Nada  de  pero!...  Déjela  V.  hablar,  y 
verá  cómo  se  justifica.  Desde  que  la  vi,  me 


181 
dio  el  corazón  que  era  una  santa,  á  pesar 
de  todo  lo  que  V.  me  habia  contado... 

—  ¡Bueno,  que  hable!...  —  dijo  el  tio 
Lúeas. 

— ¡Yo  no  hablo! — contestó  la  moline- 
ra.— El  que  tiene  que  hablar  eres  tú... 
Porque  la  verdad  es  que  tú... 

Y  la  seña  Frasquita  no  dijo  más,  en  vir- 
tud del  invencible  respeto  que  le  inspiraba 
la  corregidora. 

— Pues  ¿y  tú? — respondió  el  tio  Lúeas, 
perdiendo  de  nuevo  toda  fe. 

— Ahora  no  se  trata  de  ella, — gritó  el 
corregidor,  tornando  también  á  sus  celos. — 
¡Se  trata  de  V. ! ...  Se  trata  de  esta  señora. . . 
]Ah!  Merceditas...  ¿Quién  habia  de  decir- 
me que  tú... 

— Pues  ¿tú?  —  repuso  la  corregidora, 
midiéndolo  con  la  vista. 

Y  durante  algunos  momentos  los  dos  ma- 
trimonios repitieron  cien  veces  las  mismas 
frases: 

—¿Y  tú? 

— ¿Pues  y  tú? 


182 

— ¡Vaya,  que  tú! 

— ¡No  que  tú! 

— Pero  ¿cómo  has  podido  tú . . . 

Etc.,  etc.,  etc. 

La  cosa  hubiera  sido  interminable  si  la 
corregidora,  revistiéndose  de  dignidad,  no 
dijese  por  último  á  D.  Eugenio: 

— ¡Mira,  cállate  tú  ahora!  Nuestra  cues- 
tión particular  la  ventilaremos  más  adelan- 
te. Lo  que  urge  en  este  momento  es  devol- 
ver la  paz  al  corazón  del  tio  Lúeas;  cosa 
muy  fácil  á  mi  juicio;  pues  allí  distingo  al 
Sr.  Juan  López  y  á  Toñuelo,  que  están  sal- 
tando por  justificar  á  la  seña  Frasqulta... 

— ¡Yo  no  necesito  que  me  justifiquen  los 
hombres! — respondió  ésta. — Tengo  dos  tes- 
tigos de  mayor  crédito,  á  quienes  no  se  dirá 
que  he  seducido  ni  sobornado... 

— Y  ¿dónde  están? — preguntó  el  moli- 
nero. 

— Están  abajo,  en  la  puerta... 

— Pues  diles  que  suban,  con  permiso  de 
esta  señora. 

— Las  pobres  no  podrían  subir... 


183 

— ¡Ah!  ¡Son  dos  mujeres!...  ¡Vaya  un 
testimonio  fidedigno! 

— Tampoco  son  dos  mujeres.  Sólo  son 
dos  hembras... 

— ¡Peor  que  peor!  ¡Serán  dos  niñas!... 
Hazme  el  favor  de  decirme  sus  nombres. 

— La  una  se  llama  Piñona  y  la  otra  Li- 
viana... 

— ¡Nuestras  dos  burras! — Frasquita:  ¿te 
estás  ri yendo  de  mí? 

— No:  que  estoy  hablando  muy  formal. 
Yo  puedo  probarte  con  el  testimonio  de 
nuestras  burras  que  no  me  encontraba  en 
el  molino  cuando  tú  viste  en  él  al  señor 
corregidor... 

— ¡Por  Dios  te  pido  que  te  expliques!... 

— Oye,  Lúeas...  y  muérete  de  vergüenza 
por  haber  dudado  de  mi  honradez.  Mientras 
tú  ibas  esta  noche  desde  el  lugar  á  nuestra 
casa,  yo  me  dirigía  desde  nuestra  casa  al 
lugar,  y  por  consiguiente,  nos  cruzamos  en 
el  camino.  Pero  tú  marchabas  fuera  de  él,  ó 
por  mejor  decir,  te  habías  detenido  á  echar 
unas  yescas  en  medio  de  un  sembrado... 


184 

— Es  verdad  que  me  detuve...  Continúa. 

— En  esto  rebuznó  tu  borrica... 

— ¡Justamente!  ¡Ah,  qué  feliz  soy!  ¡Ha- 
bla, habla,  que  cada  palabra  tuya  me  de- 
vuelve un  año  de  vida! 

— Y  á  aquel  rebuzno  le  contestó  otro  en 
el  camino... 

— ¡Oh!  sí...  sí...  ¡Bendita  seas!  ¡Me 
parece  estarlo  oyendo! 

— Eran  Liviana  y  Piñona,  que  se  habian 
reconocido  y  se  saludaban  como  buenas 
amigas,  mientras  que  nosotros  dos  ni  nos 
saludamos  ni  nos  reconocimos... 

— ¡No  me  digas  más!...  ¡No  me  digas 
más!... 

— Tan  no  nos  reconocimos — continuó  la 
seña  Frasquita, — que  los  dos  nos  asusta- 
mos y  salimos  huyendo  en  direcciones  con- 
trarias... ¡Conque  ya  ves  que  yo  no  estaba 
en  el  molino!  Si  quieres  saber  ahora  por 
qué  encontraste  al  señor  corregidor  en 
nuestra  cama,  tienta  esas  ropas  que  llevas 
puestas,  y  que  todavía  estarán  húmedas,  y 
te  lo  dirán  mejor  que  yo.    ¡Su   señoría  se 


185 
cayó  en  el  caz  del  molino,  y  Garduña  lo 
desnudó  y  lo  acostó  allí!  Si  quieres  saber 
por  qué  abrí  la  puerta...  fué  porque  creí 
que  eras  tú  el  que  se  ahogaba  y  me  llamaba 
á  gritos...  Y,  en  fin,  si  quieres  saber  lo 
del  nombramiento...  Pero  no  tengo  masque 
decir  por  la  presente.  Cuando  estemos  solos 
te  enteraré  de  ese  y  otros  particulares. . .  que 
no  debo  referir  delante  de  esta  señora. 

— ¡Todo  lo  que  ha  dicho  la  seña  Fras- 
quita  es  verdad! — gritó  el  Sr.  Juan  López, 
deseando  congraciarse  con  Doña  Mercedes, 
visto  que  ella  imperaba  en  el  corregimiento. 

— ¡Todo!  ¡Todo! — añadió  Toñuelo,  si- 
guiendo la  corriente  de  su  amo. 

— ¡Hasta  ahora...  todo! — agregó  el  cor- 
regidor, muy  complacido  de  que  las  expli- 
caciones de  la  navarra  no  hubieran  ido  más 
lejos... 

— ¡Conque  eres  inocente! — exclamaba 
en  tanto  el  tio  Lúeas,  rindiéndose  á  la  evi- 
dencia.—  ¡Frasquita  mia!  ¡Frasquita  de  mi 
alma!  ¡Perdóname  la  injusticia,  y  deja  que 
te  dé  un  abrazo!... 


186 

— Esa  es  harina  de  otro  costal... — con- 
testó la  molinera,  hurtando  el  cuerpo. — An- 
tes de  abrazarte,  necesito  oir  tus  explica- 
ciones... 

— Yo  las  daré  por  él  y  por  mí, — dijo 
Doña  Mercedes. 

— ¡Hace  una  hora  que  las  estoy  espe- 
rando!— profirió  el  corregidor,  tratando  de 
erguirse. 

— Pero  no  las  daré — continuó  la  corre- 
gidora, mirando  desdeñosamente  á  su  ma- 
rido— hasta  que  estos  señores  hayan  des- 
cambiado vestimentas...  y  aun  entonces,  se 
las  daré  tan  sólo  á  quien  merezca  oirías. 

— Vamos...  Vamos  á  descambiar... — dí- 
jole  el  murciano  á  D.  Eugenio,  alegrándose 
mucho  de  no  haberlo  asesinado,  pero  mi- 
rándolo todavía  con  un  odio  verdaderamente 
morisco. — ¡El  traje  de  Vuestra  Señoría  me 
ahoga!  ¡He  sido  muy  desgraciado  mientras 
lo  he  tenido  puesto!... 

— ¡Porque  no  lo  entiendes! — respondióle 
el  corregidor. — ¡Yo  estoy,  en  cambio,  de- 
seando ponérmelo,   para  ahorcarte  á  tí  y  á 


187 
medio  mundo,  si  no  me  satisfacen  las  ex- 
culpaciones de  mi  mujer! 

La  corregidora,  que  oyó  estas  palabras, 
tranquilizó  á  la  reunión  con  una  suave  son- 
risa, propia  de  aquellos  afanados  ángeles 
cuyo  ministerio  es  guardar  á  los  hombres. 


XXXIV. 

También  la  corregidora  es  guapa. 

Salido  que  hubieron  de  la  sala  el  corre- 
gidor y  el  tio  Lúeas ,  sentóse  de  nuevo  la 
corregidora  en  el  sofá;  colocó  á  su  lado  á  la 
seña  Frasquita,  y,  dirigiéndose  á  los  domés- 
ticos y  ministriles  que  obstruían  la  puerta, 
les  dijo  con  afable  sencillez: 

— ¡Vaya!  muchachos,  contad  ahora  vos- 
otros todo  lo  malo  que  sepáis  de  mí. 

Avanzó  el  cuarto  estado,  y  diez  voces  qui- 
sieron hablar  á  un  mismo  tiempo;  pero  el 
ama  de  leche,  como  la  persona  que  más  alas 
tenia  en  la  casa,  impuso  silencio  á  los  de- 
mas,  y  dijo  de  esta  manera: 


189 
— Ha  de  saber  V.,  seña  Frasquita,  que 
estábamos  yo  y  mi  señora  esta  noche  al 
cuidado  de  los  niños,  esperando  á  ver  si 
venia  el  amo,  y  rezando  el  tercer  rosario 
para  hacer  tiempo,  pues  la  razón  que  habia 
traído  Garduña  era  que  andaba  el  señor  cor- 
regidor detrás  de  unos  facinerosos  muy  ter- 
ribles, y  no  era  cosa  de  acostarse  hasta 
verlo  entrar  sin  novedad,  cuando  sentimos 
ruido  de  gente  en  la  alcoba  inmediata ,  que 
es  donde  mis  señores  tienen  su  cama  de 
matrimonio.  Cogimos  la  luz,  muertas  de 
miedo,  y  fuimos  á  ver  quién  andaba  en  la 
alcoba,  cuando  ¡ay  Virgen  del  Carmen!  al 
entrar,  vimos  que  un  hombre,  vestido  como 
mi  señor,  pero  que  no  era  él  (¡como  que 
era  su  marido  de  V!),  trataba  de  esconder- 
se debajo  de  la  cama. — «¡Ladrones!»  prin- 
cipiamos á  gritar  desaforadamente,  y  un 
momento  después  la  habitación  estaba  llena 
de  gente,  y  los  alguaciles  sacaban  arras- 
trando de  su  escondite  al  fingido  corregi- 
dor.— Mi  señora,  que,  como  todos,  habia  re- 
conocido al  tio  Lúeas ,   y  que  lo  vio    con 


190 
aquel  traje,  temió  que  hubiese  matado  al 
amo,  y  empezó  á  dar  unos  lamentos  que 
partían  las  piedras... — «¡A  la  cárcel!  ¡A 
la  cárcel! y>  decíamos  entre  tanto  los  demás. 
— ((¡Ladrón!  ¡Asesino!»  era  la  mejor  pala- 
bra que  oia  el  tio  Lúeas,  y  así  es  que  es- 
taba como  un  difunto,  arrimado  á  una  pared 
y  sin  decir  esta  boca  es  mia. — Pero  viendo 
luego  que  se  lo  llevaban  ya  á  la  cárcel,  di- 
jo... lo  que  voy  á  repetir,  aunque  verdade- 
ramente mejor  seria  para  callado:  «Señora, 
»yo  no  soy  un  ladrón  ni  un  asesino;  el  ladrón 
»y  el  asesino  de  mi  honra  está  en  mi  casa, 
«acostado  con  mi  mujer.» 

— ¡Pobre  Lúeas! — murmuró  la  seña  Fras- 
quita. 

—  ¡Pobre  de  mí! — suspiró  la  corregi- 
dora. 

— Eso  dijimos  todos...  «¡Pobre  tio  Lú- 
eas y  pobre  señora!»...  porque...  vamos  .. 
ya  teníamos  ciertos  antecedentes  de  que  mi 
señor  había  puesto  los  ojos  en  V...;  y,  aun- 
que nadie  se  figuraba  que  V... 

— ¡Ama! — exclamó  severamente  la  cor- 


191 
regidora. — ¡No  siga  V.  por  ese  camino!... 

— Continuaré  yo  por  el  otro — dijo  un 
alguacil ,  aprovechando  aquella  coyuntura 
para  apoderarse  de  la  palabra. — El  tio  Lú- 
eas, que  nos  engañó  de  lo  lindo  con  su  traje 
y  su  manera  de  andar  cuando  entró  en  la 
casa,  tanto  que  todos  lo  tomamos  por  el  se- 
ñor corregidor,  no  habia  venido  con  muy 
buenas  intenciones  que  digamos,  y  si  la  seño- 
ra no  hubiera  estado  levantada . . .  figúrese  V. 
lo  que  habría  sucedido... 

— ¡Vamos!  ¡Cállate  tú  también! — inter- 
rumpió la  cocinera. — ¡No  estás  diciendo 
más  que  tonterías! — Pues,  sí,  seña  Fras- 
quita:  el  tio  Lúeas,  para  explicar  su  presen- 
cia en  la  alcoba  de  mi  ama,  tuvo  que  con- 
fesar las  intenciones  que  traia...  ¡Por  cierto 
que  la  señora  no  se  pudo  contener  al  oirlo, 
y  le  arrimó  una  bofetada  en  medio  de  la 
boca,  que  le  dejó  la  mitad  de  las  palabras 
dentro  del  cuerpo! — Yo  misma  lo  llené  de 
insultos  y  denuestos,  y  quise  sacarle  los 
ojos...  Porque  ya  conoce  V.,  seña  Fras- 
quita,  que  aunque  sea  su  marido  de  V., 


192 
eso  de  venir  con  sus  manos  lavadas... 
— ¡Eres  una  bachillera! — gritó  el  porte- 
ro, poniéndose  delante  de  la  oradora. — ¿Qué 
más  hubieras  querido  tú?... — En  fin,  seña 
Frasquita,  óigame  V.  á  mí,  y  vamos  al  asun- 
to.— La  señora  hizo  y  dijo  lo  que  debia... 
pero  luego,  calmado  ya  su  enojo,  compade- 
cióse del  tio  Lúeas  y  paró  mientes  en  el 
mal  proceder  del  señor  corregidor,  viniendo 
á  pronunciar  estas  ó  parecidas  palabras: — 
«Por  infame  que  haya  sido  su  pensamiento 
»de  V.,  tio  Lúeas,  y  aunque  nunca  podré 
«perdonar  tanta  insolencia,  es  menester  que 
»su  mujer  de  V.  y  mi  esposo  crean  durante 
«algunas  horas  que  han  sido  cogidos  en  sus 
«propias  redes  y  que  V.,  auxiliado  por  ese 
«disfraz,  les  ha  devuelto  afrenta  por  afren- 
»ta!  ¡Ninguna  venganza  mejor  podemos  to- 
«mar  de  ellos  que  este  engaño  tan  fácil  de 
«desvanecer  cuando  nos  acomode! » — Adop- 
tada tan  graciosa  resolución,  la  señora  y  el 
tio  Lúeas  nos  aleccionaron  á  todos  de  lo  que 
teníamos  que  hacer  y  decir  cuando  volviese 
su  señoría,  y  por  cierto  que  yo  le  he  pegado 


193 

á  Garduña  tal  palo  en  la  rabadilla,  que  creo 
no  se  le  olvidará  en  mucho  tiempo  la  noche 
de  San  Simón  y  San  Judas... 

Cuando  el  portero  dejó  de  hablar,  ya  ha- 
cia rato  que  la  corregidora  y  la  molinera 
cuchicheaban  al  oido,  abrazándose  y  besán- 
dose á  cada  momento,  y  no  pudiendo  en  oca- 
siones contener  la  risa. 

; Lástima  que  no  haya  llegado  á  saberse 
lo  que  hablaban!... — Pero  el  lector  se  lo 
figurará  sin  gran  esfuerzo;  y  si  no  el  lector, 
la  lectora. 


13 


XXXV. 

Decreto  imperial. 

Regresaron  en  esto  á  la  sala  el  corregi- 
dor y  el  tio  Lúeas,  vestido  cada  cual  con  su 
propia  ropa. 

— ¡Ahora  me  toca  á  mí! — entró  diciendo 
el  insigne  D.  Eugenio  de  Zúñiga. 

Y,  después  de  dar  en  el  suelo  un  par  de 
bastonazos,  como  para  recobrar  su  energía 
(á  guisa  de  Anteo  oficial,  que  no  se  sentía 
fuerte  hasta  que  su  caña  de  Indias  tocaba  en 
la  tierra),  díjole  á  la  corregidora  con  un  én- 
fasis y  una  frescura  indescriptibles: 

— Merceditas:  estoy  esperando  tus  ex- 
plicaciones. 


195 

Entre  tanto,  la  molinera  se  habia  levanta- 
do y  le  tiraba  al  tio  Lúeas  un  pellizco  de 
paz,  que  le  hizo  ver  estrellas,  mirándolo  al 
mismo  tiempo  con  desenojados  y  hechice- 
ros ojos. 

El  corregidor,  que  observara  aquella  pan- 
tomima, quedóse  hecho  una  pieza,  sin  acer- 
tar á  explicarse  una  reconciliación ian  inmo- 
tivada. 

Dirigióse,  pues,  de  nuevo  á  su  mujer,  y 
le  dijo  hecho  un  vinagre: 

— Señora:  ¡Todos  se  entienden  menos 
nosotros!  Sáqueme  V.  de  dudas.  ¡Se  lo  man- 
do como  marido  y  como  corregidor! 

Y  dio  otro  bastonazo  en  el  suelo. 

— ¿Conque  se  marcha  V.? — exclamó  doña 
-  Mercedes  acercándose  á  la  seña  Frasquita 
y  sin  hacer  caso  de  D.  Eugenio. — Pues 
vaya  V.  descuidada,  que  este  escándalo  no 
tendrá  ningunas  consecuencias.  —  ¡Rosa! 
alumbra  á  estos  señores,  que  dicen  que  se 
marchan... — Vaya  V.  con  Dios,  tio  Lúeas. 

— ¡Oh...  no! — gritó  eldeZúñiga,  inter- 
poniéndose.— ¡Lo  que  es  el  tio  Lúeas  no  se 


196 
marcha!  El  tio  Lúeas  queda  arrestado  hasta 
que  sepa  yo  toda  la  verdad.  ¡Hola,  alguaci- 
les! ¡Favor  al  rey!... 

Ni  un  solo  ministro  obedeció  á  D.  Eu- 
genio. Todos  miraban  á  la  corregidora. 

— jA  ver,  hombre,  deja  el  paso  libre! — 
añadió  ésta,  pasando  casi  sobre  su  marido  y 
despidiendo  á  todo  el  mundo  con  la  mayor 
finura;  es  decir,  con  la  cabeza  ladeada,  co- 
giéndose la  falda  con  la  punta  de  los  dedos 
y  agachándose  graciosamente,  hasta  comple- 
tar la  reverencia  que  á  la  sazón  estaba  de 
moda,  y  que  se  llamaba  la  pompa. 

— Pero  yo. . .  Pero  tú . . .  Pero  nosotros. . . 
pero  aquellos... — seguía  mascujando  el  ve- 
jete, tirándole  á  su  mujer  del  vestido  y  per- 
turbando sus  cortesías  mejor  iniciadas. 

¡Inútil  afán!  Nadie  hacia  caso  de  su  se- 
ñoría. 

Marchado  que  se  hubieron  todos,  y  solos 
ya  en  el  salón  los  desavenidos  cónyuges,  la 
corregidora  se  dignó  al  fin  decirle  á  su  es- 
poso, con  el  acento  de  una  Czarina  de  todas 
las  Rusias  que  fulminase  sobre  un  ministro 


197 
caido  la  orden  de   perpetuo  destierro  á  la 
Siberia : 

— Mil  años  que  vivas  ignorarás  lo  que  ha 
pasado  esta  noche  en  mi  alcoba.  Si  hubie- 
ras estado  en  ella,  como  era  regular,  no 
tendrías  necesidad  de  preguntárselo  á  nadie. 
Por  lo  que  á  mí  toca,  no  hay  ya  ni  habrá 
jamás  razón  ninguna  que  me  obligue  á  sa- 
tisfacerte; pues  te  desprecio  de  tal  modo, 
que  si  no  fueras  el  padre  de  mis  hijos,  te 
arrojaba  ahora  mismo  por  ese  balcón. — Con- 
que buenas  noches,  caballero. 

Pronunciadas  estas  palabras,  que  D.  Eu- 
genio oyó  sin  pestañear  (pues  lo  que  es  á 
solas  no  se  atrevía  con  su  mujer),  la  corre- 
gidora penetró  en  el  gabinete  y  del  gabinete 
en  la  alcoba,  cerrando  las  puertas  detrás  de 
sí,  y  el  pobre  hombre  se  quedó  plantado  en 
medio  de  la  sala,  murmurando  entre  encías 
(que  no  entre  dientes)  y  con  un  cinismo  de 
que  no  habrá  habido  otro  ejemplo: 

— Pues  señor,  no  esperaba  yo  escapar 
tan  bien...  ¡Garduña  me  buscará  otra! 


XXXVI. 

Conclusión,  moraleja  y  epílogo. 

Piaban  los  pajarillos  saludando  el  alba, 
cuando  el  tio  Lúeas  y  la  seña  Frasquita  sa- 
lían de  la  ciudad  con  dirección  á  su  molino. 

Los  esposos  iban  á  pié,  y  delante  de  ellos 
caminaban  apareadas  las  dos  burras. 

— El  domingo  tienes  que  ir  á  confesar — 
le  decia  la  molinera  á  su  marido; — pues 
necesitas  limpiarte  de  todos  los  malos  jui- 
cios y  criminales  propósitos  de  esta  noche. 

— Has  pensado  muy  bien — contestó  el 
molinero. — Pero  tú,  entre  tanto,  vas  á  ha- 
cerme otro  favor,  y  es  dar  á  lo»  pobres  los 


199 
colchones  y  las   ropas  de  nuestra  cama,  y 
ponerla  toda  de  nuevo. — Yo  no  me  acuesto 
donde  ha  sudado  aquel  bicho  venenoso! 

— ¡No  me  lo  nombres,  Lúeas! — replicó 
la  seña  Frasquita. — Mejor  es  que  hablemos 
de  otra  cosa.  Tengo  que  pedirte  un  segundo 
favor. . . 

—Habla. 

— El  verano  que  viene  vas  á  llevarme  á 
tomar  los  baños  del  Solan  de  Cabras. 

— ¿Para  qué? 

— Para  ver  si  tenemos  hijos. 

— ¡Felicísima  idea!  Te  llevaré,  si  Dios 
nos  da  vida. 

Y  con  esto  llegaron  al  molino,  á  punto  que 
el  sol,  sin  haber  salido  todavía,  doraba  ya 
las  cúspides  de  las  montañas. 


A  la  tarde,  con  gran  sorpresa  de  los  es- 
posos, que  no  esperaban  nuevas  visitas  de 
altos  personajes  después  de  un  escándalo 
como  el  de  la  precedente  noche,  concurrió  al 
molino  más  señorío  que  nunca.  El  venerable 


200 

prelado,  muchos  canónigos,  el  jurisconsul- 
to, dos  priores  de  frailes  y  otras  varias  per- 
sonas (que  luego  se  supo  habían  sido  convo- 
cadas allí  por  Su  Señoría  Ilustrísima)  ocupa- 
ron materialmente  la  plazoletilla  del  empe- 
drado. 

Sólo  faltaba  el  corregidor. 

Una  vez  reunida  la  tertulia,  el  señor 
obispo  tomó  la  palabra,  y  dijo:  que,  por  lo 
mismo  que  habían  pasado  ciertas  cosas  en 
aquella  casa,  sus  canónigos  y  él  seguirían 
yendo  á  ella  lo  mismo  que  antes,  para  que 
ni  los  honrados  molineros  ni  las  demás  per- 
sonas allí  presentes  participasen  de  la  cen- 
sura pública,  que  sólo  merecía  aquel  que 
había  profanado  con  su  torpe  conducta  una 
reunión  tan  morigerada  y  tan  honesta.  Ex- 
hortó paternalmente  á  la  seña  Frasquita  para 
que  en  lo  sucesivo  fuese  menos  provocativa 
y  tentadora  en  sus  dichos  y  ademanes,  y 
procurase  llevar  más  cubiertos  los  brazos 
y  más  alto  el  escote  del  jubón.  Aconsejó  al 
tio  Lúeas  el  desinterés,  la  circunspección 
y  la  verdadera  modestia,  y  concluyó  dando 


201 

la  bendición  á  todos,  y  diciendo  que,  como 
aquel  dia  no  ayunaba,  se  comería  con  mucho 
gusto  un  par  de  racimos  de  uvas. 

Lo  mismo  opinaron  todos...  respecto  de 
este  último  particular. . . ,  y  la  parra  se  quedó 
temblando  aquella  tarde. — ¡En  dos  arrobas 
de  uvas  apreció  el  gasto  el  molinero! 

Cerca  de  tres  años  continuaron  estas  sa- 
brosas reuniones,  hasta  que,  contra  la  pre- 
visión de  todo  el  mundo,  entraron  en  España 
los  ejércitos  de  Napoleón  y  se  armó  la  guerra 
de  la  Independencia. 

El  señor  obispo,  el  magistral  y  el  peni- 
tenciario murieron  el  año  de  8,  y  el  abogado 
y  los  demás  contertulios  en  los  de  9,10,11 
y  12,  por  no  poder  sufrir  la  vista  de  los 
franceses,  polacos  y  otras  alimañas  que  in- 
vadieron aquella  tierra  y  que  fumaban  en 
pipa,  en  el  Presbiterio  de  las  iglesias,  du- 
rante la  Misa  de  la  tropa! 

El  corregidor,  que  nunca  más  tornó  al 
molino,  fué  destituido  por  el  mariscal  Se— 
bastiani,  y  murió  en  la  cárcel  alta  de  Gra- 


202 
nada,  por  no  haber  querido  ni  un  solo  ins- 
tante  (dicho  sea  en  honra  suya)  transigir 
con  la  dominación  extranjera. 

Doña  Mercedes  no  se  volvió  á  casar,  y 
educó  perfectamente  á  sus  hijos,  retirándose 
á  la  vejez  á  un  convento ,  donde  acabó  sus 
dias  en  opinión  de  santa. 

Garduña  se  hizo  afrancesado. 

El  Sr.  Juan  López  fué  guerrillero  y  mandó 
una  partida,  muriendo,  lo  mismo  que  su 
alguacil,  en  la  famosa  batalla  de  Baza,  des- 
pués de  haber  matado  muchísimos  fran- 
ceses. 

Finalmente:  el  tio  Lúeas  y  la  seña  Fras- 
quita  (aunque  no  llegaron  á  tener  hijos,  á 
pesar  de  haber  ido  al  Solan  de  Cabras  y  de 
haber  hecho  muchos  votos  y  rogativas),  si- 
guieron siempre  amándose  del  propio  mo- 
do, y  alcanzaron  una  edad  muy  avanzada, 
viendo  desaparecer  el  absolutismo  en  1812 
y  1820,  y  reaparecer  en  1811  y  1823, 
hasta  que,  por  último,  se  estableció  de  nue- 
vo el  Sistema  Constitucional  á  la  muerte  del 
Rey  Absoluto,  y  ellos  pasaron  á  mejor  vida 


203 
(precisamente  al  estallar  la  Guerra  civil  de 
los  siete  años),  sin  que  los  sombreros  de 
copa  que  ya  usaba  todo  el  mundo  pudiesen 
hacerles  olvidar  aquellos  tiempos...  simbo- 
lizados por  el  sombrero  de  tres  picos. 


FIN. 


ÍNDICE 


ugius. 


Prefacio 7 

I.     De  cuándo  sucedió  la  cosa 17 

II .  De  cómo  vivia  entonces  la  gente.  21 

III.  Doutdes 24 

IV.  Una  mujer  vista  por  fuera   29 

V.  Un  hombre  visto  por  fuera  y 

por  dentro 35 

VI .     Habilidades  de  los  cónyuges 38 

Vn .     El  fondo  de  la  felicidad 42 

VHI .  El  hombre  del  sombrero  de  tres 

picos 45 

IX .     f  Arre,  burra! 51 

X.     Desde  la  parra 54 

XI .  El  bombardeo  de  Pamplona ....  59 

Xn .     Diezmos  y  primicias 70 

Xin.     Le  dijo  el  grajo  al  cuervo 76 

XIV.    Los  consejos  de  Garduña 81 

XV .     Despedida  en  prosa 90 

XVI .     Un  ave  de  mal  agüero 99 

X Vn .    Un  alcalde  de  monterilla 1 02 


206 


PAGINAS. 


XVIII .  Donde  se  verá  que  el  tio  Lúeas 

tenia  el  sueño  muy  ligero. ...  107 

XIX.  Voces  clamantes  in  deserto 109 

XX .  La  duda  y  la  realidad 113 

XXI.  ¡En  guardia,  caballero! 125 

*XXI1 .  Garduña  se  multiplica 134 

XXIII.  Otra  vez  el  desierto  y  las  consa- 

bidas voces 139 

XXIV.  Un  rey  de  entonces 141 

XXV.  La  estrella  de  Garduña 146 

XXVI.  Reacción 150 

XXVII.  ¡Favor  al  rey ! 152 

XXVIII.  ¡Ave  María  purísima,  las  doce  y 

media  y  sereno! 157 

XXIX .  Post  nubila. . .  Diana 162 

XXX.  Una  señora  de  clase 164 

XXXI.  La  pena  del  Talion 167 

XXXII.  La  fe  mueve  las  montañas 176 

XXXIII.  Pues...  ¿y  tú? 180 

XXXIV.  También  la  corregidora  es  guapa.  188 
XXXV .  Decreto  imperial 194 

XXXVI.  Conclusión,  moraleja  y  epílogo.  198 


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ñola; 20  rs. 

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tomo  en  8.°,  10  rs;  en  provincias  12. 

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(en  prensa.)