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UNIVERSITY OF ILLINOIS LIBRARY AT URBANA-CHAMPAIGN
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4
EL SOMBRERO DE TRES PICOS.
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Es propiedad del autor. t
IMPRENTA DE LA BIBLIOTECA DE INSTRUCCIÓN Y RECREO
Calle del Rubio, núm. 25.
EL SOMBRERO
DE TEES PICOS
HISTORIA VERDADERA
DI UN SUCEDIDO QUE ANDA EN ROMANCES
ESCRITA AHORA TAL Y COMO PASÓ
POR
D. PEDRO A. DE ALARCON
Bachiller en Filosofía y Teología, etc., etc.
MADRID
CASA EDITORIAL DE MEDINA Y NAVARRO
Calle del Rabio, núm. 95
? US AJÍ I
^*<,
EL AUTOR
S.
PREFACIO
Pocos españoles, aun contando á los me-
nos sabidos y leídos , desconocerán la his-
torieta vulgar que sirve de fundamento á la
presente obrilla.
Un zafío pastor de cabras, que nanea
habia salido de la escondida cortijada en
que naciera, fué el primero á quien nos-
otros se la oimos referir. Era el tal ano de
aquellos rústicos, sin ningunas letras, pero
naturalmente ladinos y bufones, que tanto
papel hacen en nuestra literatura nacional
con el dictado de picaros. Siempre que en
la cortijada habia fiesta con motivo de una
boda, de un bautizo ó de una visita de los
amos , tocábale á él poner los juegos de
chasco y pantomima, hacer las payasadas y
8
recitar los romances y relaciones..., y pre-
cisamente en una ocasión de estas (hace ya
casi toda una vida... es decir, hace ya más
de treinta y cinco años) fué cuando des-
lumhró y embelesó una noche nuestra ino-
cencia (relativa) con el cuento en verso de
El Corregidor y la Molinera , ó sea de El
Molinero y la Corregidora, que hoy ofrece-
mos nosotros al público bajo el nombre más
trascendental y filosófico (pues así lo re-
quiere la gravedad de estos tiempos) de El
Sombrero de tres picos.
Recordamos, por cierto, que la noche en
que el pastor nos dio tan buen rato, las mu-
chachas casaderas allí reunidas se pusieron
muy coloradas, de donde sus madres dedu-
jeron que la historia era algo verde, por lo
cual pusieron ellas al pastor de oro y azul;
pero el pobre Repela (así se llamaba el pas-
tor) no se mordió la lengua , y contestó en
el acto que no habia por qué escandalizarse
de aquel modo, pues nada se decia en su
relación que no supiesen hasta las monjas y
hasta las niñas de cuatro años...
— Y si no, vamos á ver, — preguntó el
cabrero; — ¿qué se saca en claro de la his-
toria de El Corregidor y la Molinera? Que
los casados duermen juntos, y que á ningún
marido le acomoda que otro hombre duerma
con su mujer. ¡Me parece que la noticia!...
— ¡Pues es veraad! — respondieron las
madres, oyendo las carcajadas de sus hijas.
— La prueba de que el tio Repela tiene
razón— observó en esto el padre del no-
vio,— es que todos los chicos y grandes
aquí presentes se han enterado ya de que
esta noche, así que se acabe el baile, Jua-
nete y Manolilla estrenarán esa hermosa
cama de matrimonio que la tía Gabriela acaba
de enseñarles á nuestras hijas para que ad-
miren los bordados de los almohadones...
— Hay más,— dijo el abuelo de la no-
via.— Hasta en el libro de la doctrina cris-
tiana y en los sermones se habla á los ni-
ños de todas estas cosas tan naturales, al
ponerlos al corriente de la larga esterilidad
de nuestra señora Santa Ana , de la virtud
del casto José , de la estratagema de Judit
y de otros muchos milagros que no recuer-
do ahora... Por consiguiente, señores...
— ¡Nada, nada, tio Repela! — exclamaron
valerosamente las muchachas. — ¡Diga usted
otra vez su relación , que es muy diver-
tida!
— ¡Y hasta muy decente!— continuó el
abuelo; — pues en ella no se le aconseja á
10
nadie que sea malo, ni se le enseña á serlo,
ni queda sin castigo el que lo es. . .
— jVaya! ¡repítala V.! — dijeron al finias
madres de familia.
El tio Repela volvió entonces á recitar el
romance, y considerándolo ya todos á la luz
de aquella crítica tan ingenua, hallaron que
no habia pero que ponerle; lo cual equivale
á decir que le concedieron las licencias ne-
cesarias.
#
Andando los años, hemos oido muchas y
muy diversas versiones de aquella misma
aventura de El Molinero y la Corregidora,
siempre de labios de graciosos de aldea y
de cortijo, por el orden del ya difunto Re-
pela ; habiéndola leido además en letras de
molde en diferentes romances de ciego, y
hasta en el famoso Romancero del inolvida-
ble D. Agustín Duran. El fondo del asunto
es siempre idéntico : tragi-cómico , zumbón
y terriblemente epigramático, como todas
las lecciones dramáticas de moral de que se
enamora nuestro pueblo; pero, en la forma,
en el mecanismo accidental, en los procedi-
mientos casuales, difiere mucho, muchísimo,
del que relataba nuestro pastor; tanto, que
11
éste no hubiera podido recitar en la cortijada
nmguna de dichas versiones, ni aun aque-
llas que corren impresas , sin que antes se
tapasen los oidos las muchachas en estado
honesto, ó sin exponerse á que sus madres
le sacaran los ojos. ¡A tal punto han extre-
mado y pervertido los groseros patanes de
otras provincias el caso tradicional que tan
sabroso, discreto y pulcro resultaba en la
versión del clásico Repela !
Hace, pues, mucho tiempo que concebi-
mos el propósito de restablecer la verdad
de las cosas, devolviendo á Id peregrina
historia de que se trata su primitivo carác-
ter, que nunca dudamos fuera aquel en que
salia mejor librado el decoro. Ni ¿cómo du-
darlo? Esta clase de relaciones, al rodar por
las manos del vulgo, nunca se desnaturali-
zan para hacerse más bellas, delicadas y de-
centes, sino para estropearse y percudirse
al contacto de la ordinariez y la chabaca-
nería.
Lo primero que hicimos con aquel in-
tento fué cederle el asunto (como se dice
entre escritores) á nuestro querido y malo-
grado amigo D. José Joaquín Villanueva,
que se enamoró perdidamente de él, y que
tan á pedir de boca lo hubiera desempeñado
12
con aquella sana y castiza pluma que escri-
bió las Avispas y la Franqueza. Pero, ;ay!
Villanueva murió, cuando diz que apenas
llevaba bosquejado el principio de una zar-
zuela titulada El que se fué á Sevilla...
(cuyo argumento era el mismo de la pre-
sente obra), y todo se quedó en tal estado
hasta el año de 1866.
Regresó entonces á España, después de
su larga permanencia en Méjico, el ilustre
poeta D. José Zorrilla, y como llegásemos á
referirle en uno de nuestros largos coloquios
literarios la historia de El Molinero y la
Corregidora, según que nos la habia legado
Repela, prendóse también del asunto el
popular autor de D. Juan Tenorio, é hizo-
nos entrever la posibilidad de que lo con-
virtiera inmediatamente en una comedia de
espadin y polvos, que ya creíamos estar
saboreando desde butaca de primera fila.
Pero han pasado ocho años, y Zorrilla no
se ha vuelto á acordar del corregimiento ni
del molino. Nosotros nos vamos haciendo
viejos entre tanto, y podremos seguir á Re-
pela á la tumba el dia que más descuidados
estemos. . . — Es una cosa que se ve todos los
dias. Ahora se vive poco. Villanueva, Agus-
tín Bonnat, Javier Ramírez, Becquer, Egui-
13
laz... eran casi de nuestra edad, y ya no
están en el mundo... — Hemos decidido, por
consiguiente, escribir nosotros mismos en
nuestra humilde prosa la genuina historia
de El Corregidor y la Molinera, más que
con la presunción de dar por realizado
nuestro deseo y por concluida la tan suspi-
rada obra, con el modesto fin de apuntar y
divulgar su argumento, para que otras plu-
mas puedan sacar de él mejor partido. — ¡A
no habernos quedado sin ninguna copia del
romance de Repela, ó á ser nosotros hom-
bres de más memoria, nos hubiéramos limi-
tado á darlo á la estampa!
Otra advertencia, y concluimos este in -
digesto prefacio.
Cada uno de los muchos romances que
circulan por toda España , ya de boca en
boca, ó ya impresos, con relación á la mo-
linera y á la corregidora, fija el lugar de la
escena en un pueblo distinto.
El incluido en el Romancero de D. Agus-
tín Duran (tomo n, pág. 409, sección de
Cuentos vulgares) la pone en la ciudad de
Arcos de la Frontera, y así es que se titula
El Molinero de Arcos.
14
Hay otro, monopolizado por los ciegos,
que principia de este modo :
En Jerez de la Frontera
Hubo un molinero honrado, etc.
Nuestro insigne maestro (¿de quién no lo
es?) D. Juan Eugenio Hartzenbusch, con
quien hemos tenido á honra consultar acerca
del particular, nos ha dicho unas coplejas
populares asaz verdes y hasta coloradas
que sabe de memoria (¿qué no sabrá de
memoria el erudito académico?), en las cua-
les se hace también mención de esta última
ciudad como patria del molinero.
En Jerez de la Frontera
Un molinero afamado...
es el comienzo de la primera copla.
Los campesinos extremeños suelen colo-
car la acción en Plasencia, en Gáceres y en
otras ciudades de su país.
Y finalmente, en el romance de Repela
no se cita pueblo alguno como teatro de los
sucesos.
En tal situación, y considerando que Re-
pela nació, vivió y murió en la provincia
de Granada; que su versión parece la autén-
tica y fidedigna , y que aquella es la tierra
15
que mejor conocemos nosotros , nos hemos
tomado la licencia de figurar que sucedió el
caso en una ciudad, que no nombramos,
del antiguo reino granadino.
Perdónesenos esta falta , y todas las de-
más en que abunda la presente historia.
EL SOMBRERO DE TRES PICOS.
I.
De cuándo sucedió la cosa.
Comenzaba este largo siglo, que ya va de
vencida. — No se sabe fijamente el año: sólo
consta que era después del de 4 y antes
del de 8.
Reinaba, pues, todavía en España don
Garlos IV de Borbon, — por la gracia de
Dios, según las monedas, y por un olvido
ó gracia especial de Bonaparte, según los
boletines franceses. — Los demás soberanos
europeos descendientes de Luis XIV habían
perdido ya la corona (y el jefe de ellos la
2
18
cabeza) en la deshecha borrasca que corria
esta vieja parte del mundo desde 1789.
Ni' paraba aquí la singularidad de nues-
tra patria en aquellos tiempos. El soldado
de la revolución, el hijo de un oscuro abo-
gado corso, el vencedor de Rívoli, de las
Pirámides, de Marengo y de otras cien ba-
tallas acababa de ceñirse la corona de Carlo-
Magno y de transfigurar completamente la
Europa, creando y suprimiendo naciones,
borrando fronteras, inventando dinastías, y
haciendo mudar de forma, de nombre, de
sitio, de costumbres y hasta de traje á los
pueblos por donde pasaba con su corcel de
guerra como un terremoto animado, ó
como el Antecristo, que le llamaban las po-
tencias del Norte... — Sin embargo, nues-
tros padres (Dios los tenga en su santa glo-
ria), lejos de odiarlo ó de temerle, compla-
cíanse aún en ponderar sus descomunales
hazañas, como si se tratase del héroe de un
libro de caballería ó de cosas que sucedían
en otro planeta, sin que ni por asomos se
les ocurriese que pensara nunca en venir
19
por acá á intentar las atrocidades que habia
hecho en Francia, Italia, Alemania y otros
países. Una vez por semana (y dos á lo
sumo) llegaba el correo de Madrid á la
mayor parte de las poblaciones importantes
de la Península, llevando siete números de
la Gaceta, y por ellos sabían las personas
principales (suponiendo que la Gaceta ha-
blase del particular) si existia un Estado
más ó menos allende el Pirineo, si se habia
reñido una batalla en que peleasen seis ú
ocho reyes y emperadores, y si Napoleón
se hallaba en Milán, en Bruselas ó en Var-
sovia... — Por lo demás, nuestros mayores
seguían viviendo á la antigua española,
sumamente despacio, apegados á sus ran-
cias costumbres, en paz y en gracia de Dios,
con su Inquisición y con sus frailes, con su
pintoresca desigualdad ante la ley, con sus
privilegios, fueros y exenciones, con su ca-
rencia de toda libertad municipal ó política,
gobernados simultáneamente por insignes
obispos y poderosos corregidores (cuyas
respectivas potestades no era muy fácil des-
20
lindar, pues unos y otros se metían en lo
temporal y en lo eterno), y pagando diez-
mos, primicias, alcabalas, subsidios, limos-
nas y mandas forzosas, rentas, rentillas, ca-
pitaciones, tercias reales, gabelas, frutos
civiles y hasta cincuenta tributos más, cuya
nomenclatura no viene á cuento ahora.
Y aquí termina todo lo que la presente
historia tiene que ver con la militar y po-
lítica de aquella época; pues nuestro único
objeto, al recordar lo que entonces sucedía
en el mundo, ha sido venir á parar á que
el año de que se trata (supongamos que el
de 1805) imperaba todavía en España el
antiguo régimen en todas las esferas de la
vida pública y particular, como si en medio
de tantas novedades y trastornos el Pirineo
se hubiese convertido en otra muralla de la
China.
II.
De como vivia entonces la gente.
En Andalucía, por ejemplo (pues precisa-
mente aconteció en una ciudad de Andalucía
lo que vais á oir), las personas de suposición
continuaban levantándose muy temprano,
yendo á la catedral á misa de prima, aun-
que no fuese diá de precepto; almorzando
á las nueve un huevo frito y una jicara de
chocolate con picatostes; comiendo de una
á dos de la tarde puchero y principio, si
habia caza, y si no, puchero sólo; dur-
miendo la siesta después de comer; pa-
seando luego por el campo; yendo al ro-
III.
Do ut des.
En aquel tiempo, pues, habia cerca de
la ciudad de *** (perteneciente al reino de
Granada, y cabeza de corregimiento) un
magnífico molino harinero (que ya no exis-
te), situado como á un cuarto de legua de
la población, en un delicioso paraje, entre
una colina poblada de guindos y cerezos y
una fértilísima huerta que servia de margen
(y algunas veces de lecho) á un traicionero
é intermitente rio.
Por varias y diversas razones, hacia ya
algún tiempo que aquel molino era el pre-
25
dilecto punto de llegada y descanso de los
paseantes más caracterizados de la men-
cionada ciudad... — Primeramente, conducía
á él un camino carretero, menos intransi-
table que los restantes de aquellos contor-
nos.— En segundo lugar, delante del mo-
lino habia una plazoletilla empedrada, cu-
bierta por un parral enorme, debajo del
cual se tomaba muy bien el fresco en el ve-
rano, y el sol en el invierno, merced á la
alternada ida y venida de los pámpanos. . . —
En tercer lugar, el molinero era un hom-
bre muy respetuoso, muy discreto, muy
fino, que tenia lo que se llama don de gen-
tes, y que obsequiaba á los señorones que
solian honrarlo con su tertulia vespertina,
ofreciéndoles... lo que daba el tiempo; ora
habas verdes, ora cerezas y guindas, ora
lechugas en rama y sin sazonar (que están
muy buenas cuando se las acompaña de
macarros de pan de aceite; macarros que se
encargaban de enviar por delante sus se-
ñorías), ora melones, ora uvas de aquella
misma parra que les servia de dosel, ora
III.
Do ut des.
En aquel tiempo, pues, había cerca de
la ciudad de *** (perteneciente al reino de
Granada, y cabeza de corregimiento) un
magnífico molino harinero (que ya no exis-
te), situado como á un cuarto de legua de
la población, en un delicioso paraje, entre
una colina poblada de guindos y cerezos y
una fértilísima huerta que servia de margen
(y algunas veces de lecho) á un traicionero
é intermitente rio.
Por varias y diversas razones, hacia ya
algún tiempo que aquel molino era el pre-
2f>
dilecto punto de llegada y descanso de los
paseantes más caracterizados de la men-
cionada ciudad. . . — Primeramente, conducía
á él un camino carretero, menos intransi-
table que los restantes de aquellos contor-
nos.— En segundo lugar, delante del mo-
lino habia una plazoletilla empedrada, cu-
bierta por un parral enorme, debajo del
cual se tomaba muy bien el fresco en el ve-
rano, y el sol en el invierno, merced á la
alternada ida y venida de los pámpanos. . . —
En tercer lugar, el molinero era un hom-
bre muy respetuoso, muy discreto, muy
fino, que tenia lo que se llama don de gen-
tes, y que obsequiaba á los señorones que
solían honrarlo con su tertulia vespertina,
ofreciéndoles... lo que daba el tiempo; ora
habas verdes, ora cerezas y guindas, ora
lechugas en rama y sin sazonar (que están
muy buenas cuando se las acompaña de
macarros de pan de aceite; macarros que se
encargaban de enviar por delante sus se-
ñorías), ora melones, ora uvas de aquella
misma parra que les servia de dosel, ora
26
rosetas de maíz, si era invierno, y castañas
asadas, y almendras, y nueces, y, de vez
en cuando, en las tardes muy frias, un trago
de vino de pulso (dentro ya de la casa y al
amor de la lumbre), á lo que por Pascuas
se solia añadir algún pestiño, algún man-
tecado, algún rosco, ó alguna lonja de ja-
món alpujarreño. \
— ¿Tan rico era el molinero, ó tan impru- \>
dentes sus tertulianos? — exclamareis, inter-
rumpiéndome.
* Ni lo uno ni lo otro. El molinero sólo te-
nia un pasar, y aquellos caballeros eran la
delicadeza y el orgullo personificados. Pero
en un tiempo en que se pagaban cincuenta y
tantas contribuciones diferentes á la Iglesia
y al Estado, poco arriesgaba un rústico de
tan claras luces como aquel en tenerse ga-
nada la voluntad de regidores, canónigos,
frailes, escribanos y demás personas de
campanillas. Así es, que no faltaba quien
dijese que el tio Lúeas (tal era el nombre
del molinero) se ahorraba un dineral al año
á fuerza de agasajar á todo el mundo. —
27
«Vuestra merced me va á dar aquella puer-
tecilla vieja de la casa que ha derribado», le
decia á uno. — «Vuestra señoría (le decia á
otro) va á mandar que me rebajen el subsi-
dio, ó la alcabala, ó la contribución de fru-
tos civiles.» — «Vuestra reverencia me va á
dejar coger en la huerta del convento una
poca hoja para mis gusanos de seda.»—
«Vuestra ilustrísima me va á dar permiso
p'ara traer una poca leña del monte X.» —
«Vuestra paternidad me va á poner una car-
ta para que me permitan cortar una poca
madera en el pinar H.» — «Es menester que
me haga usarcé una escriturilla que no me
cueste nada.» — «Este año no puedo pagar
el censo.» — «Espero que el pleito se falle á
mi favor.» — «Hoy le he dado de bofetadas
á uno, y creo que debe ir á la cárcel por ha-
berme provocado.»- — «¿Tendría su merced
tal cosa de sobra?» — «¿Le sirve á V. de
algo tal otra?» — «¿Me puede prestar la mu-
la?» — «¿Tiene ocupado mañana el carro?»
— «¿Le parece que envié por el burro?»...
Y estas canciones se repetían á todas ho-
28
ras, obteniendo siempre por contestación
un generoso a Como se pide.»
Conque ya veis que el tio Lucas no es-
taba en camino de arruinarse.
IV.
una mujer vista por fuera.
La última y acaso la más poderosa razón
que tenia el señorío de la ciudad para fre-
cuentar por las tardes el molino del tio Lu-
cas, era... que, así los clérigos como los se-
glares, empezando por el señor obispo y el
señor corregidor (que tampoco se desdeña-
ban de visitarlo), podían contemplar allí á
sus anchas una de las obras más bellas, más
graciosas y más admirables que hayan salido
jamás de las manos de Dios, — llamado en-
tonces el Ser Supremo por Jovellanos y toda
la escuela afrancesada de nuestro país... —
Esta obra era la seña Frasquita.
30
Empiezo por responderos de que la seña
Frasquita, legítima esposa del tio Lúeas, era
una mujer de bien, y de que así lo sabían
todos los ilustres visitantes del molino. Digo
más: ninguno de éstos daba muestras de con-
siderarla con ojos concupiscentes ni con in-
tención pecaminosa. Admirábanla, sí, y re-
quebrábanla en ocasiones (delante de su ma-
rido, por supuesto) lo mismo los frailes que
los caballeros, los canónigos que los golillas,
como un prodigio de belleza que honraba á su
Criador, y como una diablesa de travesura
y coquetería que alegraba inocentemente los
espíritus más melancólicos. — «Es un her-
moso animal» — solia decir el virtuosísimo
prelado.-^- «Es una estatua de la antigüedad
helénica» — observaba un abogado muy eru-
dito, académico correspondiente de la His-
toria.— «Es la propia estampa de Eva» —
prorumpia el prior de los franciscanos. —
«Es una real moza» — exclamaba el coronel
de milicias. — «Es una sierpe, una sirena,
un demonio» — anadia el corregidor. — «Pe-
ro es una buena mujer, es un ángel, es una
31
criatura, es una chiquilla de cuatro años» —
acababan por decir todos, al regresar del
molino, atiborrados de uvas ó de nueces, en
busca de sus tétricos y metódicos hogares.
La chiquilla de cuatro años, esto es, la
seña Frasquita, frisaría en los treinta. Tenia
más de cinco pies de estatura, y era recia á
proporción, ó quizás más gruesa todavía de
lo correspondiente á su arrogante talla. Pa-
recía una Niove colosal, y eso que no había
tenido hijos; parecía una Hércules-hembra;
parecía una matrona romana de las que aún
se ven ejemplares en el Trastevere. — Pero
lo más notable en ella era la movibilidad, la
ligereza, la animación, la gracia de su res-
petable mole. Para ser una estatua como
pretendía el académico, le faltaba el reposo
monumental. Se cimbraba como un junco,
giraba como una veleta, bailaba como una
peonza. Su rostro era más movible todavía,
y por lo tanto menos escultural: avivábanlo
donosamente hasta cinco hoyuelos; dos en
una mejilla, otro en otra, otro muy chico
cerca de la comisura izquierda de sus ríen-
32
tes labios, y el último, muy grande, en me-
dio de su redonda barba. Añadid á esto los
picarescos mohines, los graciosos guiños y
las variadas posturas de cabeza que ameniza-
ban su conversación , y formareis idea de
aquella cara llena de sal y de hermosura, y
rebosante siempre de salud y de alegría.
Ni la seña Frasquista ni el tio Lúeas eran
andaluces: ella era navarra y él murciano.
Él habia ido á la ciudad de ***, á la edad de
quince años, como medio paje, medio criado
del obispo anterior al que entonces gober-
naba aquella Iglesia , y su señor le dejó
á su muerte aquel molino. El tio Lúeas sir-
vió luego al Rey; hizo en 1793 la campaña
de los Pirineos occidentales, como ordenan-
za del valiente general D. Ventura Caro;
asistió al asalto de Castillo-Piñón, y perma-
neció largo tiempo en las provincias del
Norte, donde tomó la licencia absoluta. En
Estella conoció á la seña Frasquita, que en-
tonces sólo se llamaba Frasquita; la enamo-
ró; se casó con ella, y se la llevó al reino de
Granada en busca de aquel molino que habia
33
de verlos tan pacíficos y dichosos durante
el resto de su peregrinación por este valle
de lágrimas y risas.
La seña Frasquita, pues, trasladada de
Navarra á aquella soledad, no habia adquiri-
do ningún hábito andaluz, y se diferenciaba
mucho de las mujeres campesinas de los
contornos. Vestía con más sencillez, desen-
fado y elegancia que ellas; lavaba más sus
carnes y permitía al sol y al aire acariciar
sus arremangados brazos y su descubierta
garganta. Usaba hasta cierto punto el traje
de las señoras de aquella época, el traje de
las mujeres de Goya, el traje de la reina Ma-
ría Luisa; si no falda de medio paso, falda
de un paso solo, sumamente corta, que de-
jaba ver sus menudos pies y el arranque de
su soberana pierna: llevaba el escote re-
dondo y bajo, al estilo de Madrid, donde se
detuvo dos meses con su Lucas al trasladar-
se de Navarra á Andalucía; todo el pelo re-
cogido en lo alto déla coronilla, lo cual -de-
jaba campear la gallardía de su cabeza y de
su cuello; sendas arracadas en las diminu-
3
34
tas orejas, y muchas sortijas en los ya cele-
brados dedos de sus duras pero limpias ma-
nos.— Por último, la voz de la seña Fras-
quita tenia todos los tonos del más extenso
y melodioso instrumento, y su carcajada era
tan alegre y argentina que parecía un repi-
que de sábado de gloria.
Retratemos ahora al tio Lúeas.
V.
ün hombre visto por fuera y por dentro.
El tio Lúeas era más feo que Picio. Lo
habia sido toda su vida, y ya tenia cerca de
cuarenta años. Sin embargo, pocos hombres
tan simpáticos y agradables habrá echado
Dios al mundo. Prendado de su viveza, de
su ingenio y de su gracia, el difunto obispo
se lo pidió á sus padres, que eran pastores,
no de almas, sino de verdaderas ovejas, á fin
de darle educación y dedicarlo á la carrera
eclesiástica. Muerto Su Ilustrísima, y dejado
que hubo el mozo, voluntariamente, el semi-
nario por el cuartel, distinguiólo entre todo
36
su ejército el general Caro, y lo hizo su or-
denanza más íntimo, su verdadero criado de
campaña. Cumplido, en fin, su empeño mi-
litar, fuéle tan fácil al tio Lúeas rendir el
corazón de la seña Frasquita, como fácil le
habia sido captarse el aprecio del general y
del prelado. La navarra, que tenia á la sa-
zón veinte abriles, y era el ojo derecho de
todos los mozos de Estella, algunos de ellos
bastante ricos, no pudo resistir á los conti-
nuos donaires, á las chistosas ocurrencias, á
los ojillos de enamorado mono y á la bufona
y constante sonrisa, llena de malicia, pero
también de dulzura, de aquel murciano tan
atrevido, tan locuaz, tan avisado, tan dis-
puesto, tan valiente y tan gracioso, que
acabó por trastornar el juicio no sólo á la
codiciada beldad, sino también á su padre
y á su madre.
Lúeas era en aquel entonces, y seguia
siendo en la fecha á que nos referimos, de
pequeña estatura (á lo menos con relación á
su mujer), un poco cargado de espaldas,
muy moreno, barbilampiño, narigón, oreju-
37
do y picado de viruelas. Únicamente su boca
era regular y su dentadura inmejorable. Di-
jérase que sólo la corteza de aquel hombre
era tosca y fea, y que tan luego como empe-
zaba á penetrarse dentro de él aparecían sus
perfecciones, y que estas perfecciones prin-
cipiaban en los dientes. Luego venia la voz,
que era vibrante, elástica, atractiva; varonil
y grave unas veces, dulce y melosa cuando
pedia algo, y siempre difícil de resistir.
Llegaba después lo que aquella voz decia:
todo oportuno, discreto, ingenioso, persua-
sivo...— Y por último, en el alma del tio
Lúeas habia valor, lealtad, honradez, senti-
do común, deseo de saber y conocimientos
instintivos ó empíricos de muchas cosas, un
profundo desden á los necios, cualquiera
que fuese su categoría social, y cierto espí-
ritu de ironía, de burla y de sarcasmo que
le hacían pasar, á los ojos del académico,
por un D. Francisco de Quevedo en bruto.
Tal era por dentro y por fuera el tio Lúeas.
VI.
Habilidades de los dos cónyuges.
Amaba, pues, locamente la seña Fras-
queta al tio Lúeas, y considerábase la mujer
más feliz del mundo en verse adorada por
él. No tenían hijos, según que ya sabemos,
y habíase dedicado el uno á cuidar y mimar
al otro con un esmero indecible; pero sin
que aquella solicitud y ternura ostentase el
carácter sentimental y empalagoso, por lo za-
lamero, de casi todos los matrimonios sin
sucesión. Por el contrario, tratábanse con
una llaneza, una alegría, una broma y una
confianza semejantes á las de los niños, ca-
39
maradas de juegos y de diversiones; los
cuales se quieren con toda el alma sin de-
círselo jamás, ni darse á sí mismos cuenta de
lo que sienten.
¡Imposible que haya habido sobre la tierra
molinero mejor tratado, mejor vestido, más
regalado en la mesa, rodeado de más como-
didades en su casa que el tio Lúeas! ¡Imposi-
ble que ninguna molinera ni ninguna reina
haya sido objeto de tantas atenciones, de
tantos agasajos, de tantas finezas como la
seña Frasquita! ¡Imposible también que
ningún molino haya encerrado tantas cosas
útiles, agradables, recreativas, necesarias y
hasta supérfluas como el que va á servir de
teatro á casi toda la presente historia!
Contribuía mucho á ello que la seña
Frasquita, la pulcra, hacendosa, fuerte y
saludable navarra, sabia y podia guisar, co-
ser, bordar, barrer, hacer dulces, lavar,
planchar, blanquear su casa, fregar el cobre,
amasar, tejer, hacer media, cantar, bailar,
tocar la guitarra y los palillos, jugar á la
brisca y al tute, y otras muchísimas cosas
40
cuya relación fuera interminable. — Y con-
tribuía no menos al mismo resultado el que
el tio Lúeas sabia dirigir la molienda, cul-
tivar el campo, cazar, pescar, trabajar de
carpintero, de herrero y de albañil, ayudar
á su mujer en todos los quehaceres de la
casa; leer, escribir, contar, etc., etc.
Y esto sin hacer mención de los ramos de
lujo, ó sea de sus habilidades extraor-
dinarias.
Por ejemplo: El tio Lúeas adoraba las flo-
res (lo mismo que su mujer), y era un flori-
cultor tan consumado, que habia llegado á
producir ejemplares nuevos por medio de la-
boriosas combinaciones. Tenia algo de inge-
niero natural, y lo habia demostrado constru-
yendo una presa, un sifón y un acueducto
que triplicaron el agua del molino. Habia
enseñado á bailar á un perro, domesticado
una culebra, y hecho que un loro diese la
hora por medio de gritos, según las iba mar-
cando un reloj de sol que el molinero habia
trazado en una pared; de cuyas resultas el
loro daba ya la hora con toda precisión hasta
41
en los dias nublados y durante la noche.
Finalmente, en el molino habia una huerta,
que producía toda clase de frutas y legum-
bres; un estanque, encerrado en una especie
de kiosko de jazmines, donde se bañaban en
el verano el tio Lúeas y la seña Frasquita;
un jardín; una estufa ó invernadero para las
plantas exóticas; una fuente de agua 'pota-
ble; dos burras, en que el matrimonio iba á
la ciudad ó á los pueblos de las cercanías;
gallinero; palomar; pajarera; criadero de
peces; criadero de gusanos de seda; colme-
nas, cuyas abejas libaban en los jazmines;
jaraíz ó lagar, con su bodega correspondien-
te, ambas cosas en miniatura; horno, telar,
fragua, taller de carpintería, etc., etc.; todo
ello reducido á una casa de ocho habitacio-
nes y ádos fanegas de tierra, y tasado en
la cantidad de diez mil reales.
VIL
El fondo de la felicidad.
Adorábanse, sí, locamente el molinero y
la molinera, y aun se hubiera creído que
ella lo quería más á él que élá ella, á pesar
de ser él tan feo y ella tan hermosa. Dígolo
porque la seña Frasquita solía tener celos y
pedirle cuentas al tío Lúeas cuando éste se
tardaba mucho en regresar de la ciudad ó
de los pueblos adonde iba por trigo, mien-
tras que el tio Lúeas veía hasta con gusto
las atenciones de que era objeto la seña
Frasquita por parte de los señores que fre-
cuentaban el molino; se ufanaba y regocijaba
43
de que todos la encontrasen tan hechicera
como él; y, aunque comprendía que en el
fondo del corazón se la envidiaban algunos
de ellos, la codiciaban como simples morta-
les, y hubieran dado' cualquier cosa por-
que fuese menos mujer de bien, la dejaba
sola dias enteros sin el menor cuidado, y
nunca le preguntaba luego qué habia he-
cho ni quién habia estado allí durante su
ausencia...
No consistía aquello, sin embargo, en
que el amor del tio Lúeas fuese menos vivo
que el de la seña Frasquita. Consistía en
que él tenia más confianza en la virtud de
ella que ella en la de él; consistía en que
él la aventajaba en penetración y sabia
hasta qué punto era amado y todo lo que
su mujer se respetaba á sí misma; y consis-
tía en que el tio Lúeas era todo un hombre;
un hombre como el de Shakspeare, de pocos
é indivisibles sentimientos; incapaz de du-
da; que creia ó moría; que amaba ó mata-
ba; que no admitía gradación ni tránsito
entre la suprema felicidad y el exterminio
44
de su dicha. — Era un Ótelo de Murcia, con
alpargatas y montera, en el primer acto de
una tragedia posible.
Pero ¿á qué estas notas lúgubres en una
tonadilla tan alegre? ¿A qué estos relámpagos
fatídicos en una atmósfera tan serena? ¿A
qué estas reminiscencias trágicas en una
historia de género?
Vais á saberlo inmediatamente.
VIII.
El hombre del sombrero de tres picos.
Eran las dos de una tarde de Octubre.
El esquilón de la Catedral tocaba á vís-
peras,— lo cual quería decir que ya habían
comido todas las personas principales de la
ciudad.
Los canónigos se dirigían al coro, y los
seglares á las alcobas á dormir la siesta, so-
bre todo aquellos que, por razón de oficio,
vg. las autoridades, habían pasado la ma-
ñana entera trabajando.
Era, pues, muy de extrañar que á aque-
lla hora, impropia además para dar un pa-
seo, pues todavía hacia demasiado calor, sa-
46
liese de la ciudad, á pié, y seguido de un
solo alguacil, el ilustre señor corregidor de
la misma, — á quien no podia confundirse con
ninguna otra persona ni de dia ni de noche,
así por la enormidad de su sombrero de tres
picos y por lo vistoso de su capa de grana,
como por lo particularísimo de su grotesco
donaire...
De la capa de grana y del sombrero de
tres picos, son muchas todavía las personas
que pudieran hablar con pleno conocimien-
to de causa. Nosotros, entre ellas, lo mismo
que todos los nacidos en aquella ciudad
en las postrimerías del reinado del Señor
D. Fernando VII, recordamos haber visto
colgados de un clavo, en medio de una des-
mantelada pared, en la ruinosa torre de la
casa que habitó su señoría, (torre destinada
á la sazón á los infantiles juegos de sus nie-
tos,) aquellas dos prendas anticuadas, aque-
lla capa y aquel sombrero, — el negro som-
brero encima y la capa roja debajo, — for-
mando una especie de espectro del absolu-
tismo, una especie de sudario del corregidor,
47
una especie de caricatura retrospectiva de
su poder, pintada con carbón y almagre,
como tantas otras, por los párvulos constitu-
cionales de la de 1 837 que allí nos reunía-
mos; una especie, en fin, de espanta-pá-
jaros, que en otro tiempo habia sido espan-
ta-hombres, y que hoy me da miedo de ha-
ber contribuido á escarnecer, paseándolo por
aquella histórica ciudad en dias de carnes-
tolendas, en lo alto de un deshollinador, ó
sirviendo de disfraz irrisorio al idiota que
más hacia reír á la pleble... — ¡Pobre prin-
cipio de autoridad! ¡Así té hemos puesto los
mismos que hoy te invocamos tanto'
En cuanto al indicado grotesco donaire
del señor corregidor, consistía (dicen) en
que era cargado de espaldas... todavía más
cargado de espaldas que el tio Lúeas...
casi jorobado, para decirlo de una vez; de
estatura menos que mediana; endeblillo;
de mala salud; con las piernas arqueadas, y
una manera de andar sui géneris (balan-
ceándose de un lado á otro y de atrás hacia
adelante), que sólo se puede describir con
48
la absurda fórmula de que parecía cojo de
los dos pies. — En cambio (añade la tra-
dición) su rostro era regular, aunque ya
bastante arrugado por la falta absoluta de
dientes y muelas; moreno verdoso, como el
de casi todos los hijos de las Castillas; con
grandes ojos oscuros, en que relampaguea-
ban la cólera, el despotismo y la lujuria;
con finas y traviesas facciones, que no te-
nían la expresión del valor personal, pero sí
la de una malicia artera capaz de todo, y con
cierto aire de satisfacción, medio aristocráti-
co, medio libertino, que revelaba que aquel
hombre habría sido, en su remota juventud,
muy agradable y acepto á las mujeres, á
pesar de sus piernas y de su joroba.
D. Eugenio de Zúñiga y Ponce de León
(que así se llamaba su señoría) habia nacido
en Madrid de una familia ilustre, y frisaría
á la sazón en los cincuenta y cinco años,
llevando cuatro de corregidor en la ciudad
de que tratamos, donde se casó, á poco de
llegar, con la principalísima señora que dire-
mos más adelante.
49
Las medias de D. Eugenio (única parte
que, además de los zapatos, dejaba ver de
su vestido la extensísima capa de grana)
eran blancas, y los zapatos negros, con he-
billa de oro. Pero luego que el calor del
campo le obligó á desembozarse, vídose que
llevaba gran corbata de batista ; chupa de
sarga de color de tórtola, muy festoneada de
ramillos verdes, bordados de realce; calzón
corto, negro, de seda; una enorme casaca de
la misma estofa que la chupa; espadín con
empuñadura de acero; bastón con borlas, y
un respetable par de guantes (ó quirotecas)
de gamuza pajiza, que no se ponia nunca,
empuñados por la mitad á guisa de cetro.
El alguacil que seguia á veinte pasos de
distancia al señor corregidor se llamaba
Garduña, y era la propia estampa de su
nombre. — Flaco, agilísimo, mirando ade-
lante y atrás, á derecha é izquierda al pro-
pio tiempo que andaba; de largo cuello; de
diminuto y repugnante rostro , y con dos
manos como dos manojos de disciplinas, pa-
recía juntamente un hurón en busca de cri-
4
50
mínales, la cuerda que había de atarlos, y
el instrumento destinado á su castigo...
El primer corregidor que le echó la vista
encima le dijo sin más informes: Tú serás
mi primer alguacil... — Y ya lo habia sido
de cuatro corregidores.
Tenia cuarenta y ocho años, y llevaba
sombrero de tres picos , mucho más pequeño
que el de su señor (pues repetimos que el
de éste era descomunal), capa negra como
las medias y todo el traje, bastón sin borlas,
y una especie de asador por espada.
Aquel otro espantajo negro parecía la
sombra de su vistoso amo.
IX.
¡Arre, burra!
•
Por donde quiera que pasaban el perso-
naje y su apéndice, los labradores dejaban
sus faenas y se descubrían basta los pies,
con más miedo que respeto; después de lo
cual se decian en voz baja:
— ¡Temprano va esta tarde el señor cor-
regidor á ver á la seña Frasquita!
— ¡Temprano... y solo! — anadian algu-
nos, acostumbrados á verlo siempre dar
aquel paseo en compañía de otras varias
personas.
— Oye, tú, Manuel; ¿por qué irá solo
univers'ty oí
iiuncis librar»
52
esta tarde el señor corregidor á ver á la
navarra? — le preguntó una lugareña á su
marido, que la llevaba á grupas en la
bestia.
Y, al mismo tiempo que la pregunta, le
hizo cosquillas por via de retintín.
— ¡No seas mal pensada, Josefa! — excla-
mó el buen hombre. — La seña Frasquita es
incapaz...
— No digo yo lo contrario... Pero el
corregidor no es por eso incapaz de estar
enamorado de ella... Yo he oido decir que,
de todos los que van á las francachelas del
molino, el único que lleva mal fin es ese
madrileño tan aficionado á faldas...
— ¿Y qué sabes tú si es aficionado á
faldas? — preguntó á su vez el marido.
— No lo digo por mí... ¡Ya se hubiera
guardado, todo lo corregidor que es, de de-
cirme los ojos tienes negros!
La que así hablaba era más que media-
namente fea.
— ¡Pues mira, hija, allá ellos! — replicó
el llamado Manuel. — Yo no creo al tio Lú-
53
cas hombre de consentir... ¡Bonito genio
tiene el tio Lúeas cuando se enfada!
— Pero, en fin, si ve que le conviene. . . —
añadió la tia. Josefa, retorciendo el hocico.
— El tio Lúeas es un hombre de bien, —
repuso el lugareño; — y á un hombre de
bien nunca pueden convenirle esas cosas.
— Pues entonces, tienes razón... ¡Allá
ellos!... Si yo fuera la seña Frasquita...
— ¡Arre, burra! — gritó el marido para
mudar la conversación.
Y la burra salió al trote; con lo que no
pudo oirse el resto del diálogo.
X.
Desde la parra.
Mientras así discurrían los labriegos que
saludadan al señor corregidor, la seña Fras-
quita regaba y barría cuidadosamente la
plazoletilla empedrada que servia de atrio ó
compás al molino, y colocaba media docena
de sillas debajo de lo más espeso del empar-
rado, en el cual estaba subido el tio Lúeas,
cortando los mejores racimos y arreglando-
los artísticamente en una cesta.
— Pues sí, Frasquita, — decía et tio Lú-
eas desde lo alto de la parra; — el señor cor-
regidor está enamorado de tí de muy mala
manera ...
55
— Ya te lo dije yo hace tiempo,— contestó
la mujer del Norte. — ¡Pero, déjalo que pene!
— ¡Cuidado, Lúeas, no te vayas á caer!
— Descuida, que estoy bien agarrado.
También le gustas mucho al señor...
— Mira, no me des más noticias, — inter-
rumpió ella. — ¡Demasiado sé yo á quién le
gusto y á quién no le gusto! ¡Ojalá supiera
del mismo modo por qué no te gusto á tí!
— Porque eres muy fea, — contestó el tio
Lucas.
— Pues fea y todo, soy capaz de subir á
la parra y echarte de cabeza al suelo...
— Más fácil seria que yo no te dejase
bajar de la parra...
— ¡Eso es!... y cuando vinieran mis ga-
lanes, dirían que éramos un mono y una
mona...
— Y acertarian; porque tú eres muy
mona y muy rebonita, y yo parezco un
mono con esta joroba...
— Que á mí me gusta muchísimo...
— Entonces te gustará más la del corre-
gidor, que es mayor que la mia.
56
— ¡Vamos! ¡Vamos! Sr. D. Lúeas... que
me parece que tiene V. celos...
— ¿Celos yo de ese viejo petate? Al con-
trario. Me alegro mucho deque te quiera...
— ¿Por qué?
— Porque en el pecado lleva la peniten-
cia. Tú no has de quererlo nunca, y yo seré
entre tanto el verdadero corregidor de la
ciudad.
— ¡Miren el vanidoso! Pues figúrate que
llegase á quererlo... ¡Cosas más raras se
ven en el mundo!
— Tampoco se me daria gran cosa. . .
— ¿Por qué?
— Porque entonces, tú no serias ya tú;
y, no siendo tú quien eres, ó como yo creo
que eres, maldito lo que me importaría que
te llevasen los demonios.
— Pero bien, ¿qué harías en semejante
caso?
— ¿Yo? ¡Mira lo que no sé!... Porque,
como entonces yo seria otro y no el que soy
ahora, no puedo figurarme lo que pensaría
después de mi trasformacion...
57
— ¿Y por qué serias entonces otro?
— Porque yo soy ahora un hombre que
cree en tí como en sí mismo, y que no tiene
más vida que esta creencia. De consiguiente,
al dejar de creer en tí, me moriría, ó me
convertiría en un nuevo hombre; viviría de
otro modo; me parecería que acababa de
nacer; tendría otros sentimientos. Ignoro,
pues, lo que aquel segundo yo haría enton-
ces contigo. Puede que se echara á reir y te
volviera la espalda. Puede que ni siquiera
te conociese. Puede que... Pero ¡vaya un
gusto que tenemos en ponernos de mal hu-
mor sin necesidad! ¿Qué nos importa á nos-
otros que te quieran todos los corregidores
del mundo? ¿No eres tú mi Frasquita?
— Sí, pedazo de bárbaro, — contestó la na-
varra, riendo á más no poder: — yo soy tu
Frasquita, y tú eres mi Lúeas de mi alma,
más feo que el bú, con más talento que todos
los hombres, más bueno que el pan y más
querido... ¡Ah, lo que es eso de querido,
cuando bajes de la parra lo verás! ¡Prepárate
á llevar más bofetadas y pellizcos que pelos
58
tienes en la cabeza! Pero, ¡calla! ¿Qué es lo
que veo? El señor corregidor viene por
allí completamente solo... ¡Y tan temprani-
to!... Ese trae plan.
— Pues aguántate, y no le digas que
estoy subido en la parra. Ese viene á decla-
rarse á solas contigo, creyendo pillarme
durmiendo la siesta. Quiero divertirme
oyendo su explicación.
Así dijo el tio Lúeas, alargándole la cesta
á su mujer.
— No está mal pensado, — exclamó ella,
lanzando nuevas carcajadas. — ¡El demonio
del madrileño! ¿Qué se habrá creído que es
un corregidor para mí? Pero aquí llega...
Por cierto que Garduña, que lo seguía á al-
guna distancia, se ha sentado en la ramblilla
á la sombra... ¡Qué majadería! Ocúltate tú
bien entre los pámpanos, que nos vamos á
reir más de lo que te figuras.
Y dicho esto, la hermosa navarra rompió
á cantar una copla de fandango, que ya le
era tan familiar como las canciones de su
tierra.
XI.
£1 bombardeo de Pamplona.
— Dios te guarde, Frasquita, — dijo el
corregidor á media voz, apareciendo bajo el
emparrado y andando de puntillas.
— ¡Tanto bueno, señor corregidor! — res-
pondió ella en voz natural, haciéndole mil
reverencias. — ¡Usía por aquí á estas horas!
¡Y con el calor que hace!... ¡Vaya, siéntese
su señoría!... Esto está fresquito... ¿Cómo
no ha aguardado su señoría á los demás se-
ñores? Aquí tienen' ya preparados sus asien-
tos... Esta tarde esperamos al señor obispo
en persona, que le ha prometido á mi Lucas
60
venir á probar las primeras uvas de la par-
ra.—¿Y cómo lo pasa su señoría? ¿Cómo lo
pasa la señora?
El corregidor estaba turbado.
La ansiada soledad en que encontraba á
la seña Frasquita le parecía un sueño, ó un
lazo que le tendía la enemiga suerte para
hacerle caer en el abismo de un desengaño.
Limitóse, pues, á contestar:
— No es tan temprano como dices... Se-
rán las tres y media...
El loro dio en aquel momento un chillido.
— Son las dos y cuarto, — dijo la navarra,
mirando de hito en hito al madrileño.
Este calló, como reo convicto que renun-
cia á la defensa.
— ¿Y Lúeas? ¿Duerme? — preguntó al
cabo de un rato.
(Debemos advertir aquí que el corregidor,
lo mismo que todos los que no tienen dien-
tes, hablaba con una pronunciación floja y
sibilante, como si se estuviese comiendo sus
propios labios.)
— De seguro, — contestó la seña Fras-
61
quita. — En llegando esta hora, se queda
dormido donde primero le coge, aunque sea
en el borde de un precipicio...
— Pues mira... déjalo dormir... — excla-
mó el viejo corregidor, poniéndose más pá-
lido de lo que ya era. — Y tú, mi querida
Frasquita, escúchame... oye... ven acá...
Siéntate aquí, á mi lado... Tengo muchas
cosas que decirte...
— Ya estoy sentada, — respondió la moli-
nera, agarrando una silla baja y plantándola
delante del corregidor, á cortísima distancia
de la suya.
Una vez que se hubo sentado, echó una
pierna sobre la otra, inclinó el cuerpo hacia
adelante, apoyó un codo sobre la rodilla ca-
balgadora, y la fresca y hermosa cara en
una de sus manos; y así, con la cabeza un
poco ladeada, la sonrisa en los labios, los
cinco hoyos en actividad, y las serenas pu-
pilas clavadas en el corregidor , aguardó la
declaración de su señoría. — Hubiera podido
comparársela con Pamplona esperando un
bombardeo.
62
El pobre hombre fué á hablar y se
quedó con la boca abierta , embelesado ante
aquella grandiosa hermosura, ante aquella
esplendidez de gracias , ante aquella formi-
dable mujer, de alabastrino color, de lujo-
sas carnes, de limpia y riente boca, de azu-
les é insondables ojos , que parecía creada
por el pincel de Rubens.
— Frasquita... — murmuró al fin el dele-
gado del Rey con acento desfallecido, mien-
tras que su marchito rostro, cubierto de su-
dor, destacándose sobre su joroba, expresaba
una inmensa angustia. — Frasquita...
— Me llamo, — contestó la hija de los Pi-
rineos.— ¿Y qué?
— Lo que tú quieras, — repuso el viejo
con una ternura sin límites.
— Pues lo que yo quiero, — dijo la moli-
nera,— ya lo sabe usía. Lo que yo quiero
es que usía nombre secretario del ayunta-
miento de la ciudad á un sobrino mió que
tengo en Estella, y que así podrá venirse de
aquellas montañas, donde está pasando mu-
chos apuros...
63
— Te he dicho, Frasquito, que eso es
imposible. El secretario actual...
— Es un ladrón, un borracho y un bestia.
— Ya lo sé... Pero tiene buenas alda-
bas entre los regidores perpetuos, y yo no
puedo nombrar otro sin acuerdo del cabil-
do. De lo contrario, me expongo...
— ¡Me expongo!... ¡Me expongo!... ¿A
qué no nos expondríamos por vuestra seño-
ría hasta los gatos de esta casa?
— ¿Me querrías á ese precio? — tartamu-
deó el corregidor.
— No, señor; que lo quiero á usía de
balde.
— Mujer, no me des tratamiento. Había-
me de usted ó como se te antoje... ¿Con-
que vas á quererme? Di...
— ¿No le digo á V. que lo quiero ya?
— Pero... .
— No hay pero que valga. jVerá V. qué
guapo y qué hombre de bien es mi so-
brino!
— ¡Tú sí que eres guapa, Frasquita!...
— ¿Le gusto á V.?
64
— ¡Que si me gustas!... ¡No hay mujer
como tú!
— Pues mire V. . . Aquí no hay nada pos-
tizo. . . — contestó la seña Frasquita , acabando
de arrollar la manga de su jubón, y mos-
trando al corregidor el resto de su brazo,
digno de una cariátide, y más blanco que
una azucena.
— ¡Que si me gustas! — prosiguió el cor-
regidor.— De dia, de noche, á todas horas,
en todas partes, sólo pienso en tí...
— ¿Pues qué? ¿No le gusta á V. la se-
ñora corregidora? — preguntó la seña Fras-
quita con una fingida compasión que hu-
biera hecho reir á un hipocondriaco. — ¡Qué
lástima! Mi Lúeas me ha dicho que tuvo el
gusto de verla y de hablarle cuando fué á
componerle á V. el reloj de la alcoba, y
que es muy guapa, muy buena, y de un
trato muy cariñoso.
— ¡No tanto! ¡No tanto!- — murmuró el
corregidor con cierta amargura.
— En cambio, otros me han dicho — pro-
siguió la molinera, — que tiene muy mal
65
genio, que es muy celosa, y que V. le tiem-
bla más que á una vara verde...
— ¡No tanto, mujer!... — repitió D. Eu-
genio de Zúñiga y Ponce de León, ponién-
dose colorado. — ¡Ni tanto ni tan poco! La
corregidora tiene sus manias, es cierto...
Pero de ello á hacerme temblar hay mucha
diferencia. ¡Yo soy el corregidor!...
— Pero, en fin, ¿la quiere V. ó no la
quiere?
— Te diré. . . Yo la quiero mucho. . . ó por
mejor decir, la quería antes de conocerte.
Pero desde que te vi, no sé lo que me pasa,
y ella misma conoce que me pasa algo.
Bástete saber que hoy, para mí, tomarle la
cara á mi mujer me hace la misma opera-
ción que si me la tomara á mí propio... Ya
ves que no puedo quererla más, ni sentir
menos. . . ¡Mientras que por coger esa manor
ese brazo, esa cara , esa cintura... daria
lo que no tengo!
Y hablando así el corregidor, trató de
apoderarse del brazo desnudo que la seña
Frasquita le estaba refregando material-
5
66
mente por los ojos; pero ésta, sin descom-
ponerse, extendió la mano, tocó el pecho
de su señoría con la pacífica violencia é in-
contrastable rigidez de la trompa de un ele-
fante, y lo tiró de espaldas con silla y todo.
.. — ¡Ave María Purísima! — exclamó en-
tonces la navarra, riéndose á más no po-
der.— Por lo visto, esa silla estaba rota...
— ¿Qué pasa ahí? — exclamó en esto el
tio Lúeas asomando su feo rostro entre los
pámpanos de la parra.
El corregidor estaba todavía en el suelo
boca arriba, y miraba con un terror indeci-
ble á aquel hombre que aparecía en los ai-
res boca abajo.
Parecia el diablo vencido, no por San Mi-
guel, sino por otro demonio del infierno.
— ¿Qué ha de pasar? — se apresuró á res-
ponder la seña Frasquita.- — ¡Que el señor
corregidor puso la silla en vago, fué á me-
cerse, y se ha caido...
— ¡Jesús, María y José! — exclamó á su
vez el molinero.— ¿Y se ha hecho daño su
señoría? ¿Quiere un poco de agua y vinagre?
67
— ¡No me he hecho nada! — dijo el cor-
regidor, levantándose como pudo.
Y luego añadió por lo bajo, pero de modo
que pudiera oirlo la seña Frasquita:
— ¡Me la pagareis!
— Pues, en cambio, su señoría me ha
salvado á mí la vida, — repuso el tio Lúeas,
sin moverse de lo alto de la parra. — Figú-
rate, mujer, que estaba yo aquí sentado
contemplando las uvas, cuando me quedé
dormido sobre una red de sarmientos y palos
que dejaban claros suficientes para que pa-
sase mi cuerpo... Por consiguiente, si la
caída de su señoría no me hubiese desper-
tado tan á tiempo, esta tarde me habria yo
roto la cabeza contra esas piedras.
— Conque sí... ¿eh? — replicó el corregi-
dor.— Pues ¡vaya , hombre! me alegro...
¡Te digo que me alegro mucho de haberme
caido! — ¡Me la pagarás! — agregó en seguida
dirigiéndose á la molinera.
Y pronunció estas palabras con tal ex-
presión de reconcentrada furia, que la seña
Frasquita se puso triste.
68
Veia claramente que el corregidor se
asustó al principio, creyendo que el moline-
ro lo había oido todo; pero que, persuadido
ya de que no habia oido nada (pues la cal-
ma y el disimulo del tio Lúeas hubieran en-
gañado al más lince), empezaba á abando-
narse á toda su iracundia y á concebir pla-
nes de venganza.
— j Vamos! ¡Bájate ya de ahí y ayúdame
á limpiar á su señoría, que se ha puesto
perdido de polvo! — exclamó entonces la mo-
linera.
Y mientras el tio Lúeas bajaba, díjole ella
al corregidor, dándole golpes con el delantal
en la casaca y alguno que otro en las orejas:
— El pobre no ha oido nada... Estaba
dormido como un tronco...
Más que estas frí»ses, la circunstancia de
haber sido dichas en voz baja, afectando
complicidad y secreto, produjo un efecto
maravilloso:
— ¡Pícara! ¡Proterva! — balbuceó D. Eu-
genio de Zúñiga con la boca hecha agua,
pero gruñendo todavía...
69
— ¿Me guardará usía rencor? — replicó
la navarra zalameramente.
Viendo el corregidor que la severidad le
daba buenos resultados, intentó mirar á la
seña Frasquita con mucha rabia, pero se
encontró con su tentadora risa y sus divinos
ojos, en que brillaba la caricia de una súpli-
ca, y, derritiéndosele la gacha en el acto, le
dijo con un acento baboso, en que se descu-
bría más que nunca la ausencia total de sus
dientes y muelas:
— De tí depende, amor mió.
En aquel momento se descolgó de la parra
el tio Lúeas.
XII.
Diezmos y primicias.
Repuesto el corregidor en su silla, la mo-
linera dirigió una rápida mirada á su esposo:
viole, no sólo tan sosegado como siempre,
sino reventando de ganas de reir por re-
sultas de aquella ocurrencia: cambió con
él desde lejos un beso tirado, aprovechando
un descuido del corregidor, ydíjole, en fin,
á éste, con una voz de sirena que le hubie-
ra envidiado Cleopatra:
— j Ahora va su señoría á probar mis
uvas!
Entonces fué de ver á la hermosa navar-
71
ra (y así la pintaría yo si tuviese el pincel
de Ticiano), plantada enfrente del embele-
sado corregidor , fresca , magnífica , inci-
tante, con sus nobles formas, con su an-
gosto vestido, con su elevada estatura, con
sus desnudos brazos levantados sobre la
cabeza y con un trasparente racimo en cada
mano, diciéndole, entre una sonrisa irresis-
tible y una mirada suplicante en que titilaba
el miedo:
— Todavía no las ha probado el señor
obispo. Son las primeras que se cogen
este año.
Parecía una gigantesca Pomona, brin-
dando frutos á un dios campestre; — á un
sátiro, vg.
En esto apareció al extremo de la plazo-
leta empedrada el venerable obispo de la
diócesis, acompañado del abogado acadé-
mico y de dos canónigos de avanzada edad,
y seguido de su secretario, de dos familia-
res y de dos pajes.
Detúvose un rato su ilustrísima á con-
templar aquel cuadro tan cómico y tan bello,
72
hasta que, por último, dijo con el reposado
acento propio de los prelados de entonces:
— El quinto... pagar diezmos y primi-
cias á la Iglesia de Dios, nos enseña la doc-
trina cristiana; pero V., señor corregidor,
no se contenta con administrar el diezmo,
sino que también trata de comerse las pri-
micias.
— ¡El señor obispo! — exclamaron los
molineros, dejando al corregidor y corriendo
á besar el anillo del prelado.
— ¡Dios se lo pague á su ilustrísima, por
venir á honrar esta pobre choza! — dijo el
tio Lúeas, besando el primero, y con el
acento de una sincera veneración.
— ¡Qué señor obispo tengo tan hermo-
so!— exclamó la seña Frasquita, besando
después. — ¡Dios lo bendiga y me lo conserve
más años que le conservó el suyo á mi
Lúeas!
— No sé qué falta puedo hacerte, cuando
tú me echas las bendiciones en vez de pe-
dírmelas— contestó riéndose el bondadoso
pastor.
73
Y, extendiendo dos dedos, bendijo á la
seña Frasquita y después á los demás cir-
cunstantes.
— Aquí tiene usía ilustrísima las primi-
cias— dijo el corregidor, tomando un racimo
de manos de la molinera y presentándoselo
cortesmente al obispo. — Todavía no había-
mos probado las uvas...
El corregidor pronunció estas palabras,
dirigiendo de paso una rápida y cínica mira-
da á la espléndida hermosura de la molinera.
— i Pues no será porque estén verdes, como
las de la fábula! — observó el académico.
— Las de la fábula — expuso el obispo —
no estaban verdes, señor licenciado, sino
fuera del alcance de la zorra.
Ni el uno ni el otro habia querido acaso
aludir al corregidor; pero ambas frases fue-
ron casualmente tan adecuadas á lo que
acababa de suceder allí, que D. Eugenio de
Zúñiga se puso lívido de cólera, y dijo, be-
sando el anillo del prelado:
— Eso es llamarme zorro, señor ilus—
trísimo.
74
— Tu dixisti — replicó éste, con la afable
severidad de un santo (como diz que lo era
en efecto.)- — Excusatio nonpetita, accusatio
manifestó,. — Qualis vir, talis oratio. — Pero
satis jam dictum, nullus ultra sit sermo . —
O, lo que es lo mismo, dejémonos de lati-
nes, y veamos estas famosas uvas.
Y picó una sola vez en el racimo que le
presentaba el corregidor.
— ¡Están muy buenas! — exclamó mi-
rando aquella uva al trasluz y alargándosela
en seguida á su secretario. — ¡Lástima que
á mí no me sienten bien!
El secretario repitió la acción de su se-
ñor, y luego... colocó la uva en la cesta con
escrupuloso cuidado.
— Su ilustrísima ayuna — observó en voz
baja uno de sus familiares.
El tio Lúeas, que habia seguido la uva
con la vista, la cogió entonces disimulada-
mente, y se la comió sin que nadie lo viera.
Después de esto, sentáronse todos: ha-
blóse de la otoñada (que seguía siendo muy
seca, á pesar de haber pasado el cordonazo
75
de San Francisco); discurrióse algo sobre
la probabilidad de una nueva guerra entre
Napoleón y el Austria; insistióse en la
creencia de que las tropas imperiales no in-
vadirían nunca el territorio español; quejóse
el abogado de lo revuelto y calamitoso de
aquella época, envidiando los tranquilos
tiempos de sus padres (como sus padres
habrían envidiado los de sus abuelos) ; dio
las cinco el loro..., y, á una seña del señor
obispo, el menor de los pajes fué al coche
de su ilustrísima, que se habia quedado en
la misma ramblilla que el alguacil, y volvió
con una magnífica torta sobada, de pan de
aceite, polvoreada de sal, que apenas haria
una hora habia salido del horno: colocóse
una mesilla en medio de los concurrentes;
descuartizóse la torta; diósesu parte corres-
pondiente, á pesar de que se resistieron mu-
cho, al tio Lucas y á la seña Frasquita, y
una igualdad verdaderamente democrática
reinó durante una hora bajo aquellos pám-
panos que filtraban los últimos resplandores
de un sol poniente...
. XIII.
Le dijo el grajo al cuervo...
Hora y media después, todos los ilustres
compañeros de merienda estaban de vuelta
en la ciudad.
El señor obispo y su familia habían lle-
gado con bastante anticipación, gracias al
coche, y hallábanse ya en palacio, donde
los dejaremos rezando sus devociones.
El insigne abogado (que era muy seco) y
los dos canónigos (á cual más grueso y más
respetable) acompañaron al corregidor hasta
la puerta del ayuntamiento (donde dijo que
tenia que hacer), y tomaron luego el cami-
77
no de sus respectivas casas, guiándose por
las estrellas como los navegantes, ó sor-
teando á tientas las esquinas como los cie-
gos;— pues ya había cerrado la noche; aún
no habia salido la luna, y el alumbrado pú-
blico (lo mismo que las demás luces de este
siglo) estaba todavía allí en la mente divina.
En cambio, no era raro ver discurrir por
algunas calles tal ó cual linterna ó farolillo
con que respetuoso servidor alumbraba á
su amo, que se dirigía á su tertulia ó de vi-
sita á casa desús parientes...
Cerca de casi todas las rejas bajas se veía,
ó se olfateaba por mejor decir, un silencioso
bulto negro. — Eran novios, que habían sus-
pendido su palique al sentir pasos.
— ¡Somos unos calaveras! — iban dicién-
dose el abogado y los dos canónigos. — ¿Qué
pensarán en nuestras casas al vernos llegar
á estas horas?
— Pues ¿qué dirán los que nos encuen-
tren en la calle, de este modo, á las siete y
pico de la noche, como unos bandoleros am-
parados de las tinieblas?
78
— Hay que mejorar de conducta...
— ¡Ese dichoso molino!...
— Mi mujer lo tiene sentado en la boca
del estómago — dijo el académico con un
tono en que se traducía el miedo á un pró-
ximo regaño.
— ¡Pues y mis sobrinas! — exclamó uno
de los canónigos, que por señas era pe-
nitenciario.— Mis sobrinas dicen que los
sacerdotes no deben visitar comadres...
— Sin embargo — interrumpió su compa-
ñero, que era magistral: — lo que allí pasa
no puede ser más inocente...
— ¡Toma! ¡Como que va el mismo señor
obispo!
— Y luego, señores, á nuestra edad... —
repuso el penitenciario. — Yo he cumplido
ayer los setenta y cinco.
— ¡Es claro! — replicó el magistral. —
Pero hablemos de otra cosa: ¡qué guapa
estaba esta tarde la seña Frasquita!
— ¡Oh, lo que es eso... ¡Gomo guapa, es
guapa! — dijo el abogado, afectando impar-
cialidad.
79
— Muy guapa , — repitió el penitenciario
dentro del embozo.
— Y si no — añadió el predicador de ofi-
cio,— que se lo pregunten al corregidor...
Indudablemente está enamorado de ella.
— ¡Ya lo creo! — exclamó el confesor de
la catedral.
— De seguro — agregó el académico...
correspondiente. — Conque, señores: yo
corto por aquí para llegar antes á casa...
¡Muy buenas noches!
— Buenas noches, — le contestaron los
dos capitulares.
Y anduvieron algunos pasos en silencio.
— También le gusta á ese la molinera, —
murmuró entonces el magistral, dándole
con el codo al penitenciario.
— ¡Como si lo viera! — respondió éste, pa-
rándose á la puerta de su casa. — ¡Y qué
bruto es! — Conque hasta mañana, compañe-
ro.— Que le sienten á V. muy bien las uvas.
— Hasta mañana, si Dios quiere... Que
pase V. muy buena noche.
— Buenas noches nos dé Dios,: — rezó el
80
penitenciario, ya desde el portal, que tenia
por cierto farol y Virgen.
Y llamó á la aldaba.
Una vez solo en la calle el otro canónigo,
(que era más ancho que alto, y que parecía
que rodaba al andar), siguió avanzando len-
tamente hacia su casa; pero, antes de llegar
á ella, infringió contra una pared lo que en
el porvenir habia de ser un bando de poli-
cía urbana, y díjose al mismo tiempo, pen-
sando sin duda en su cofrade de coro:
— ¡También te gusta á tí la seña Fras-
quista!... — Y la verdad es (añadió al cabo
de un momento) que, como guapa, es guapa!
XIV.
Los consejos de Garduña.
Entre tanto, el corregidor habia subido al
Ayuntamiento, acompañado de Garduña, con
quien mantenía hacia rato, en el salón de
sesiones, una conversación más familiar de
lo que debiera un hombre de su calidad y de
su oficio.
— Crea usía á un perro perdiguero que
conoce la caza, — decia el innoble algua-
cil.— La seña Frasquista está perdidamente
enamorada de usía , y todo lo que usía acaba
de contarme me lo hace ver más claro que
esa luz.
6
82
Y señalaba á un velón de Lucena, que
apenas esclarecía un pedazo del salón.
— No estoy yo tan seguro como tú , Gar-
duña,— contestó D. Eugenio suspirando.
— Pues no sé por qué. Y si no, hable-
mos con franqueza. Usía (dicho sea con
perdón) tiene una tacha en su cuerpo... ¿No
es verdad?
— ¡Bien, sí! — repuso el corregidor; —
pero esa tacha la tiene también el tio Lúeas.
¡Él es más jorobado que yo!
— ¡Mucho más! ¡muchísimo más! ¡sin
comparación de ninguna especie! Pero en
cambio (y es á lo que iba), usía tiene una
cara de muy buen ver. . . lo que se llama una
bella cara. . . mientras que el tio Lúeas se pa-
rece al sargento Utrera, que reventó de feo.
El corregidor sonrió con cierta ufanía.
— Además, — prosiguió el alguacil, — la
seña Frasquita es capaz de tirarse por una
ventana con tal de agarrar el nombramiento
de su sobrino...
— Hasta ahí estamos de acuerdo. Ese
nombramiento es mi única esperanza.
83
— Pues manos á la obra, señor. Ya
le he dicho á usía mi plan. ¡No hay
más que ponerlo en ejecución esta misma
noche!
— ¡Te he dicho que no necesito conse-
jos!— gritó D. Eugenio, acordándose de que
tenia la costumbre de enfadarse.
— Creí que usía me los' habia pedido. . . —
balbuceó Garduña.
— ¡No me repliques!
Garduña saludó.
— ¿Conque decías, — prosiguió el de Zú-
ñiga, — que esta misma noche puede arre-
glarse todo eso?... Pues, mira, me parece
bien. ¡Qué diablos! ¡Así saldré pronto de
esta cruel incertidumbre!
Garduña guardó silencio.
El corregidor se dirigió al bufete y escri-
bió algunas líneas en un pliego de papel se-
llado, que selló también por su parte, guar-
dándoselo luego en la faltriquera.
— Ya está hecho el nombramiento del so-
brino,—dijo entonces, tomando un polvo
de rapé. — Mañana me las compondré yo con
84
los regidores... y, ó lo ratifican con un
acuerdo, ó habrá la de San Quintín! ¿No te
parece que hago bien?
— ¡Eso, eso! — exclamó Garduña entu-
siasmado, metiendo la zarpa en la caja del
corregidor y arrebatándole un polvo. — ¡Eso.
eso! El antecesor de usía no se paraba tam-
poco en barras. Cierta vez...
— ¡Déjate de bachillerías! — repuso el
corregidor, sacudiéndole una guantada en
la ratera mano. — ¡Mi antecesor era un bes-
tia, cuando te tuvo de alguacil! Pero vamos
á lo que importa. Acabas de decirme que el
molino del tio Lúeas pertenece al término
del lugarcillo inmediato, y no al de esta po-
blación... ¿Estás seguro de ello?
— ¡Segurísimo! La jurisdicción de la
ciudad acaba en la ramblilla donde yo me
senté está tarde á esperar que vuestra seño-
ría... ¡Voto á Lucifer! ¡Si yo hubiera es-
tado en su caso!
— ¡Basta! — gritó D. Eugenio. — ¡Eres
un insolente!
Y cogiendo media cuartilla de papel, es-
85
cribió una esquela ; cerróla , doblándole un
pico, y se la entregó á Garduña.
— Ahí tienes — le dijo al mismo tiem-
po— la carta que me has pedido para el al-
calde del lugar. Tú le explicarás de palabra
todo lo que tiene que hacer. ¡Ya ves que
sigo tu plan al pié de la letra! ¡Desgraciado
de tí si me metes en un callejón sin salida!
— No hay cuidado, — contestó Gardu-
ña.— El señor Juan López tiene mucho que
temer, y en cuanto vea la firma de usía,
hará todo lo que yo le mande. ¡ Lo menos
le debe mil fanegas de grano al Pósito Real,
y otro tanto al Pósito Pió!... Esto último
contra toda ley, pues no es ninguna viuda
ni ningún labrador pobre para recibir el
trigo sin abonar creces ni recargo, sino un
jugador, un borracho y un sin vergüenza,
muy amigo de faldas, que trae escandalizado
el pueblecillo... ¡Y aquel hombre ejerce
autoridad! ¡Así anda el mundo!
— ¡Te he dicho que calles!... ¡Me estás
distrayendo! — bramó el corregidor. — Con-
que vamos al asunto, — añadió luego, mu-
86
dando de tono. — Son las siete y cuarto...
Lo primero que tienes que hacer es ir á
casa y advertirle á la señora que no me es-
pere á cenar ni á dormir. Dile que esta no-
che me estaré trabajando aquí hasta la hora
de la queda, y que después saldré de ronda
secreta contigo, á ver si atrapamos á ciertos
malhechores... En fin, engáñala bien para
que se acueste descuidada. De camino, dile
á otro alguacil que me traiga la cena... Yo
no me atrevo á parecer esta noche de-
lante de la señora , pues me conoce tanto,
que es capaz de leer en mis pensamientos.
Encárgale á la cocinera que ponga unos pes-
tiños de los que se hicieron hoy , y dile al
alguacil que, sin que lo vea nadie, me alar-
gue de la taberna medio cuartillo de vino
blanco. En seguida te marchas al lugar,
donde puedes hallarte muy bien á las ocho
y media...
— ¡A las ocho en punto estoy allí! — ex-
clamó Garduña.
— ¡No me contradigas! — rugió el corre-
gidor, acordándose otra vez de que lo era.
87
Garduña saludó.
— Hemos dicho, — continuó aquel, tran-
quilizándose,— que á las ocho en punto es-
tás en el lugar. Del lugar al molino habrá
media legua...
— Corta .
— ; No me interrumpas!
El alguacil volvió á saludar.
— Corta, — prosiguió el corregidor. — Por
consiguiente, á las diez... ¿Crees tú que á
las diez?. . .
— Antes de las diez; á las nueve y media
puede llamar usía descuidado á la puerta
del molino.
— ¡Hombre! ¡No me digas á mí lo que
tengo que hacer!... — Por supuesto que tú
estarás?...
— Yo estaré en todas partes... Pero mi
cuartel general será la ramblilla. ¡Ah! se
me olvidaba... Vaya usía á pié, y no lleve
linterna...
— ¡Maldita la falta que me hacían tam-
poco esos consejos! ¿Si creerás tú que es la
primera vez que salgo á campaña?
88
— Perdone usía... ¡Ah! Otra cosa. No
llame usía á la puerta grande que da á la
plazoleta del emparrado, sino á la puerte-
cilla que hay encima del caz...
— ¿Encima del caz hay otra puerta? ¡Mira
tú lo que no se me habia ocurrido!
— Sí, señor. La puertecilla del caz da al
mismísimo dormitorio de los molineros... y
el tio Lúeas no entra ni sale nunca por
ella. De forma que, aunque volviese de
pronto...
— Comprendo, comprendo... ¡No me
aturdas más los oidos!
— Por último. Procure usía escurrir el
bulto antes del amanecer. Ahora amanece á
las seis.
— ¡Mira otro consejo inútil! A las cinco
estaré de vuelta en mi casa... Pero bastante
hemos hablado ya... ¡Quítate de mi pre-
sencia !
— Pues entonces, señor... ¡Buena suer-
te!— exclamó el alguacil, alargando la mano
al corregidor y mirando al techo al mismo
tiempo.
89
El corregidor dio una peseta á Garduña,
y éste desapareció como por ensalmo.
— ¡Por vida de!... — murmuró el viejo al
cabo de un instante. — ¡Se me ha olvidado
decirle que me trajeran también una ba-
raja! ¡Con ella me hubiera entretenido hasta
las nueve y media, viendo si me salia aquel
solitario!...
XV.
-
Despedida en prosa.
Serian las nueve de aquella misma noche
cuando el tio Lúeas y la seña Frasquita,
terminadas todas las haciendas del molino
y de la casa, comiéronse una fuente de en-
salada de escarola, una libreja de carne gui-
sada con tomates, y algunas uvas de las que
quedaban en la consabida cesta, todo ello
rociado con un poco de vino y con grandes
risotadas á costa del corregidor; después de
lo cual, miráronse afablemente los dos es-
posos, como satisfechos de Dios y de sí
mismos, y se dijeron, entre un par de bos-
91
tezos que revelaban toda la paz y tranqui-
lidad de sus corazones:
— Pues, señor, vamos á acostarnos, y
mañana será otro día.
En aquel momento oyéronse dos fuertes
golpes aplicados á la puerta grande del mo-
lino.
El marido y la mujer se miraron sobre-
saltados.
Era la primera vez que oian llamar á su
puerta á semejante hora.
— Voy á ver... — dijo la intrépida navar-
ra, encaminándose hacia la plazoletilla.
— ¡Quita! ¡Eso me toca á mí! — exclamó
el tio Lúeas con tal dignidad, que la seña
Frasquita le cedió el paso. — ¡Te he dicho
que no salgas! — añadió luego con dureza,
viendo que la molinera quería seguirlo.
Esta obedeció, y se quedó dentro de la
casa.
— ¿Quién es? — preguntó el tio Lúeas
desde en medio de la plazoleta.
— ¡La justicia! — contestó una voz al otro
lado del portón.
92
— ¿Qué justicia?
— La del lugar. — ¡Abra V. ai señor al-
calde!
El tio Lúeas se habia asomado entre tanto
por una mirilla muy disimulada que tenia
el portón, y reconocido á la luz de la luna
al rústico alguacil del lugar inmediato.
— ¡Dirás que le abra al borrachon del al-
guacil!— repuso el molinero, retirando la
tranca.
—Es lo mismo — contestó el de afuera, —
puesto que traigo una orden escrita de su
merced... — Tenga V. muy buenas noches,
tio Lúeas — agregó luego entrando, y con
voz menos oficial.
— Dios te guarde, Toñuelo — respondió el
murciano. — Veamos qué orden es esa... ¡y
bien podia el señor Juan López escoger otra
hora más oportuna de dirigirse á los hom-
bres de bien! — Por supuesto, que la culpa
será tuya. ¡Gomo si lo viera, te has estado
emborrachando en las huertas del camino! —
¿Quieres un trago?
— No, señor: no hay tiempo para nada.
93
Tiene V. que seguirme inmediatamente.
Lea V. la orden.
— ¿Cómo seguirte? — exclamó el tio Lú-
eas, penetrando en el molino con el papel
en la mano. ¡A ver, Frasquita! ¡alumbra!
La seña Frasquita soltó una cosa que
tenia en la mano, y descolgó el candil.
El tio Lúeas miró rápidamente el objeto
que habia soltado su mujer, y reconoció su
bocacha, ó sea un enorme trabuco que
calzaba balas de media libra.
El molinero dirigió entonces á la navarra
una mirada llena de gratitud y ternura, y
le dijo, tomándole la cara:
— ¡Cuánto vales!
La seña Frasquita, pálida y serena como
una estatua de mármol, levantó el candil,
cogido con dos dedos, sin que el más leve
temblor agitase su pulso, y contestó seca-
mente:
— ¡Vaya, lee!
La orden decia así:
«Para el mejor servicio de S. M. el Rey
«Nuestro Señor (Q. D. G.), prevengo á Lú-
94
»cas Fernandez, molinero, de estos veci-
»nos, que inmediatamente que reciba la
«presente orden comparezca ante mi auto-
»ridapl sin excusa ni pretexto alguno; ad-
» virtiéndole que, por ser asunto reservado,
»no lo pondrá en conocimiento de nadie,
»todo ello bajo las penas correspondientes,
»caso de desobediencia. — El alcalde:
Juan López.»
Y habia una cruz en vez de firma.
— Oye, tú. ¿Y qué es esto? — le preguntó
el tio Lucas al alguacil. — ¿A qué viene esta
orden?
— No lo sé — contestó el rústico; hombre
de unos treinta años, cuyo rostro esquinado
y avieso, rostro de ladrón y de asesino, no
daba la mejor idea de su sinceridad. — Creo
que se trata de averiguar algo de brujería,
ó de moneda falsa . . . Pero la cosa no va con
usted. . . Lo llaman como testigo, ó como peri-
to... En fin, yo no me he enterado bien...
El señor Juan López se lo explicará á V.
con más pelos y señales.
95
— ¡Corriente! — exclamó el molinero. —
Dile que iré mañana.
— ¡Ca! no, señor... Tiene V. que venirse
ahora mismo, sin perder un minuto... Es
la orden que me ha dado el señor alcalde.
Hubo un instante de silencio.
Los ojos de la seña Frasquita echaban
llamas.
El tio Lúeas no separaba los suyos del
suelo, como si buscara alguna cosa.
— Me concederás cuando menos — ex-
clamó al fin, levantando la cabeza, — el
tiempo preciso para ir á la cuadra y apare-
jar una burra.
— ¡Qué burra ni que demontre! — replicó
el alguacil. — ¡Cualquiera se anda media
legua! La noche está muy hermosa, y hace
luna...
— Ya he visto que ha salido... Pero yo
tengo los pies muy hinchados.
— Pues entonces no perdamos tiempo.
Yo le ayudaré á Y. á aparejar la bestia.
— ¡Hola! ¡Hola! ¿Temes que me escape?
— Yo no temo nada, tio Lúeas — respon-
96
dio Toñuelo con la frialdad de un desalma-
do.— Yo soy la justicia.
Y hablando así, descansó armas, dejando
ver el retaco que llevaba debajo del capote.
— Pues mira, Toñuelo — dijo la moline-
ra,— ya que vas á la cuadra... á ejercer
tu oficio, hazme el favor de aparejar tam-
bién la otra burra.
— ¿Para qué? — interrogó el molinero.
— Para mí: yo voy con vosotros.
— No puede ser, seña Frasquita — objetó
el alguacil. — Tengo orden de llevarme á su
marido de V. nada más y de impedir que V.
lo siga. En ello me va el destino y el pes-
cuezo.— Así me lo advirtió el señor Juan
López. — Conque... vamos, tio Lúeas.
Y se dirigió hacia la puerta.
— ¡Cosa más rara! — tartamudeó el mur-
ciano sin moverse.
— ¡Muy rara! — contestó la seña Fras-
quita.
— Esto es algo... que yo me sé... — con-
tinuó balbuceando el tio Lúeas, de modo
que no podia ser oido por Toñuelo.
97
— ¿Quieres que vaya yo á la ciudad — cu-
chicheó la navarra,- — y le dé aviso al cor-
regidor de lo que nos sucede?...
— ¡No! — respondió en alta voz el tio
Lúeas.
— Pues ¿qué quieres que haga? — dijo la
molinera con gran ímpetu.
— Que me mires — respondió el antiguo
soldado.
Los dos esposos se miraron en silencio, y
quedaron tan satisfechos ambos de la tran-
quilidad, la resolución y la energía que se
comunicaron sus almas, que acabaron por
encogerse de hombros y reírse... Después
de lo cual el tio Lúeas encendió otro can-
dil y se dirigió á la cuadra, diciéndole antes
á Toñuelo con socarronería:
— ¡Vaya, hombre! Ven y ayúdame, su-
puesto que eres tan amable.
Toñuelo lo siguió, canturriando una copla
entre dientes.
Pocos minutos después, el tio Lúeas salía
del molino, caballero en una hermosa ju-
menta y seguido del alguacil.
98
La despedida de los esposos habíase re-
ducido á lo siguiente:
— Cierra bien — dijo el tio Lúeas.
— Embózate, que hace fresco — dijo la
seña Frasquita, cerrando con llave, tranca
y cerrojo.
Y no hubo más adiós, ni más beso, ni
más abrazo, ni más mirada.
¿Para qué?
XVI.
Un ave de mal agüero.
Sigamos por nuestra parte al tio Lúeas.
Ya habian andado un cuarto de legua
sin hablar palabra, el molinero subido en
la borrica y el alguacil arreándola con su
bastón de autoridad, cuando divisaron de-
lante de sí, en lo alto de un repecho que
hacia el camino, la sombra de un enorme
pajarraco que se dirigía hacia ellos.
Aquella sombra se destacó enérgicamente
sobre el cielo, esclarecido por la luna, di-
bujándose en él con tanta precisión, que el
molinero exclamó en el acto:
100
— Toñuelo, ¡aquel es Garduña, con su
sombrero de tres picos y sus patas de
alambre!
Mas antes de que contestara el interpe-
lado, la sombra, deseosa sin duda de eludir
aquel encuentro, había dejado el camino y
echado á correr á campo travieso con la
velocidad de un ave nocturna.
— No veo á nadie — respondió entonces
Toñuelo con la mayor naturalidad.
— Ni yo tampoco — replicó el tio Lúeas,
comiéndose la partida.
Y la sospecha que ya se le ocurrió en el
molino principió á adquirir cuerpo y con-
sistencia en el espíritu receloso del joro-
bado.
— Este viaje mió — díjose interiormen-
te.-— es una estratagema amorosa del corre-
gidor. La declaración que le oí esta tarde
desde lo alto del emparrado me demuestra
que el vejete madrileño no puede esperar
más. Indudablemente, esta noche va á vol-
ver de visita al molino, y por eso ha prin-
cipiado quitándome de en medio. Pero ¿qué
101
importa? Frasquito es Frasquito... y no
abrirá la puerto aunque le peguen fuego á
la casa... Digo más; aunque la abriese,
aunque el corregidor lograse, por medio de
cualquier ardid, sorprender á mi navarra,
el pobre hombre saldría con las manos en
la cabeza. ¡Frasquito es Frasquito! — Sin em-
bargo— añadió al cabo de un momento, —
jbueno será volverme esta noche á casa lo
más temprano que me sea posible!
Llegaron con esto al lugar el tio Lúeas y
el alguacil, y dirigiéronse á casa del señor
alcalde.
XVII.
Un alcalde de monterilla.
El Sr. Juan López, que como particular
y como alcalde era la tiranía, la ferocidad
y el orgullo personificados (cuando trataba
con los inferiores), dignábase, sin embargo,
á aquellas horas, después de despachar los
asuntos oficiales y los de su labranza, y de
pegarle á su mujer la cotidiana paliza, be-
berse un cántaro de vino en compañía del
secretario y del sacristán, operación que
iba más de mediada aquella noche cuando
el molinero compareció en su presencia.
— ¡Hola, tio Lúeas! — le dijo, rascándose
103
la cabeza para excitar en ella la vena de los
embustes. — ¿Cómo va de salud? ¡A ver,
secretario, échele V. un vaso de vino al tio
Lúeas! ¿Y la seña Frasquita? ¿Se conserva
tan guapa? ¡Ya hace mucho tiempo que no
la he visto! Pero, hombre... ¡Qué bien sale
ahora la molienda! ¡El pan de centeno pa-
rece de trigo candeal! . . . Conque. . . vaya. . .
Siéntese V. y descanse, que, gracias á
Dios, no tenemos prisa.
— ¡Por mi parte, maldita aquella! — con-
testó el tio Lúeas, que hasta entonces no
habia despegado los labios, pero cuyas sos-
pechas eran cada vez mayores al ver el
amistoso recibimiento que se le hacia des-
pués de una orden tan terrible y apre-
miante.
— Pues entonces, tio Lúeas — continuó
el alcalde, — supuesto que no tiene V. gran
prisa, dormirá V. acá esta noche, y mañana
temprano despacharemos nuestro asuntillo. . .
— Me parece bien — respondió el tio Lú-
eas con un disimulo que no tenia nada que
envidiar á la diplomacia del Sr. Juan Lo-
104
pez. — Supuesto que la cosa no es urgente...
me quedo.
— Ni urgente, ni de. peligro para V. —
añadió el alcalde, engañado por aquel á
quien creia engañar. — Puede V. estar tran-
quilo. Oye tú, Toñuelo... Alarga esa media
fanega para que se siente el tio Lúeas.
— Entonces... ;venga otro trago! — ex-
clamó el molinero, sentándose.
— ¡Venga de ahí! — repuso el alcalde,
alargándole el vaso lleno.
— Está en buena mano. Médielo V.
— ¡Pues, por su salud! — dijo el señor
Juan López, bebiéndose la mitad del vino.
— -¡Por la de V., señor alcalde! — replicó
el tio Lúeas, apurando la otra mitad.
— ¡A ver, Manuela! — gritó entonces el
alcalde de monterilla. — Dileá tu ama que el
tio Lúeas se queda á dormir aquí. Que le
ponga una cabecera en el granero.
— ¡Ga! no... ¡De ningún modo! Yo
duermo en el pajar como un rey.
— Mire V. que tenemos cabeceras...
— ¡Ya lo creo! Pero ¿á qué quiere V.
105
incomodar á la familia? Yo traigo mi ca-
pote...
— Pues señor, como V. guste. ¡Manuela!
dile á tu ama que no la ponga.
— Lo que sí va V. á permitirme, — con-
tinuó el tío Lúeas, bostezando de un modo
atroz, — es que me acueste en seguida.
Anoche he tenido mucha- molienda, y no
he pegado todavía los ojos...
— Concedido , — respondió majestuosa-
mente el alcalde. — Se puede V. recoger
cuando quiera.
— Creo que también es hora de que nos
recojamos nosotros, — dijo el sacristán, aso-
mándose al cántaro de vino para graduar lo
que quedaba. — Ya deben de ser las diez...
ó poco menos.
— Las diez menos cuartillo, — notificó el
secretario, echando en los vasos el resto
del vino correspondiente á aquella noche.
— ¡Pues á dormir, caballeros! — exclamó
el anfitrión, apurando su parte.
— Hasta mañana, señores, — añadió el
molinero, bebiéndose la suya.
106
— Espere V. que le alumbren... ¡To-
ñuelo! Lleva al tio Lúeas al pajar.
— ¡Por aquí, tio Lúeas!... — dijo Toñue-
lo, llevándose el cántaro por si le quedaban
algunas gotas.
— Hasta mañana , si Dios quiere, —
agregó el sacristán, después de escurrir to-
dos los vasos.
Y se marchó tambaleándose, y cantando
alegremente el De pro fundís.
— Pues señor, — díjole el alcalde al se-
cretario cuando se quedaron solos. — El tio
Lúeas no ha sospechado nada. Nos pode-
mos acostar descansadamente, y ¡buena pro
le haga al corregidor!
XVIII.
Donde se verá que el tio Lúeas tenia el sueño
muy ligero.
Cinco minutos después, un hombre se
descolgaba por la ventana del pajar del se-
ñor alcalde; ventana que daba á un corra-
Ion , y que no distaría cuatro varas del
suelo.
En el corralón habia un cobertizo sobre
una gran pesebrera, á la cual estaban ata-
das seis ú ocho caballerías de diferente al-
curnia.
El hombre desató una borrica , que por
cierto estaba aparejada, y se encaminó, lle-
vándola del diestro, hacia la puerta del cor-
108
ral; retiró la tranca y desechó el cerrojo
que la aseguraban; abrióla con mucho tien-
to, y se encontró en. medio del campo.
Una vez allí , montó en la borrica , me-
tióle los talones, y salió como una flecha
con dirección á la ciudad ; mas no por el
carril ordinario, sino atravesando siembras
y cañadas...
Era el tio Lúeas, que se dirigía á su
molino.
XIX.
Voces clamantes in deserto.
- — ¡Alcaldesa mí que soy de Archena! —
iba diciéndose el murciano. — Mañana por
la mañana pasaré á ver al señor obispo, co-
mo medida preventiva, y le contaré todo lo
que me ha ocurrido esta noche. ¡Llamarme
con tanta prisa y con tanta reserva á las
nueve de la noche; decirme que vaya solo;
hablarme del servicio del Rey, y de mo-
neda falsa, y de brujas, y de duendes, para
echarme luego dos vasos de vino y man-
darme á dormir!... ¡La cosa no puede ser
más clara! Garduña trajo al lugar esas ins-
110
trucciones de parte del corregidor, y esta
es la hora en que el corregidor estará ya en
campaña contra mi mujer... ¡Quién sabe si
me lo encontraré llamando á la puerta del
molino! ¡Quién sabe si me lo encontraré ya
dentro ! . . . ¡ Quién sabe! . . . Pero ¿qué voy á
decir? ¡ Dudar de mi navarra!... ¡Oh, esto
es ofender á Dios! ¡Imposible que ella!...
¡Imposible que mi Frasquita!... ¡Imposi-
ble!... Pero ¿qué estoy diciendo? ¿Acaso
hay algo imposible en el mundo? ¿No se
casó conmigo, siendo ella tan hermosa y yo
tan feo?
Y al hacer esta última reflexión, el pobre
jorobado se echó á llorar...
Entonces paró la burra para serenarse;
se enjugó las lágrimas; suspiró hondamente;
sacó los avios de fumar; picó y lió un ci-
garro de tabaco negro; empuñó luego pe-
dernal, yesca y eslabón, y al cabo de algu-
nos golpes, consiguió encender candela.
En aquel mismo momento sintió rumor
de pasos hacia el camino (que distaría de
allí unas trescientas varas).
111
— ¡Qué imprudente soy!— dijo. — ¡Si me
andarán ya buscando y yo me habré ven-
dido al echar estas yescas!
Escondió, pues, la lumbre, y se apeó,
ocultándose detrás de la borrica.
Pero la borrica entendió las cosas de di-
ferente modo, y lanzó un rebuzno de satis-
facción.
— ¡Maldita seas! — exclamó el tio Lúeas,
tratando de cerrarle la boca con las manos.
Al propio tiempo resonó otro rebuzno en
el camino, por vía de galante respuesta.
— ¡Estamos aviados! — prosiguió pen-
sando el molinero. — ¡Bien dice el refrán:
el mayor mal de los males es tratar con ani-
males!
Y así diciendo, volvió á montar, arreó la
bestia y salió disparado en dirección con-
traria al sitio en que habia sonado el se'gundo
rebuzno.
Y lo más particular fué que la persona
que iba en el jumento interlocutor debió de
asustarse tanto del tio Lúeas , como el tio
Lúeas se habia asustado de ella, pues apar-
112
tose también del camino y salió á escape
por los sembrados de la otra banda.
Notólo el murciano, y tranquilo ya por
aquella parte, continuó discurriendo de este
modo:
— ¡Qué noche! ¡Qué mundo! ¡Qué vida
lamia desde hace una hora! ¡Alguaciles
metidos á alcahuetes; alcaldes que conspi-
ran contra mi honra ; burros que rebuznan
cuando no es menester, y aquí, en mi pe-
cho, un miserable corazón que se ha atre-
vido á dudar de la mujer más noble que
Dios ha criado! ¡Oh! ¡Dios mió, Dios mió!
¡Haz que llegue pronto á mi casa y que en-
cuentre allí á mi Frasquita!
Siguió caminando el tio Lucas , atrave-
sando siembras y matorrales, hasta que al
fin, á eso de las once de la noche, llegó sin
novedad á la puerta grande del molino.
¡Condenación! ¡La puerta del molino es-
taba abierta !
XX.
La duda y la realidad.
¡Estaba abierta... y él, al marcharse,
habia oido á su mujer cerrarla con llave,
tranca y cerrojo !
Por consiguiente , su mujer la habia
abierto sin duda alguna.
¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿De resultas
de un engaño? ¿A consecuencia de una
orden? ¿O bien deliberada y voluntariamen-
te, en virtud de previo acuerdo con el
corregidor.
¿Qué iba á ver? ¿Qué iba á saber? ¿Qué
le aguardaba dentro de su casa? ¿Se habría
8
114
fugado la seña Frasquita? ¿Se la habrian ro-
bado? ¿Estaria muerta, ó estaría en brazos
de su rival?
— El corregidor contaba con que yo no
podría venir en toda la noche, — se dijo lú-
gubremente.— El alcalde del lugar tendría
orden hasta de encadenarme si yo me hu-
biese empeñado en volver... ¿Sabia todo
esto Frasquita? ¿Estaba en el complot? ¿O
ha sido víctima de un engaño, de una vio-
lencia, de una infamia?
No empleó más tiempo el sin ventura en
hacer todas estas crueles reflexiones que el
que tardó en atravesar la plazoletilla del em-
parrado.
También estaba abierta la puerta de la
casa, cuyo primer aposento, como en todas
las viviendas rústicas, era la cocina.
Dentro de la cocina no había nadie.
Sin embargo, una enorme fogata ardia en
la chimenea... ¡chimenea que él dejó apa-
gada, y que no se encendía nunca hasta el
mes de Diciembre!
Por último, de uno de los ganchos de
115
la espetera pendía un candil encendido...
¿Qué significaba todo aquello? ¿Y cómo se
compadecía semejante aparato de vigilia y
de sociedad con el silencio de muerte que
reinaba en la casa?
¿Qué habia sido de su mujer?
Entonces, y sólo entonces, reparó el tio
Lúeas en unas ropas que habia colgadas en
los espaldares de dos ó tres sillas puestas
alrededor de la chimenea...
Fijó la vista en aquellas ropas, y lanzó un
rugido tan intenso, que se le quedó atreve-
sado en la garganta, convertido en un sollo-
zo mudo y sofocante.
Creyó el infortunado que se ahogaba, y
se llevó las manos al cuello; mientras que,
lívido, convulso, con los ojos desencajados,
contemplaba aquella vestimenta, poseído de
tanto horror como el reo en capilla á quien
le presentan la hopa.
Porque lo que allí veia era la capa de
grana, el sombrero de tres picos, la casaca
y la chupa de color de tórtola, el calzón de
seda negra, las medias blancas, los zapatos
116
con hebilla, y hasta el bastón, el espadín y los
guantes del execrable corregidor!... Lo que
allí veía era la hopa de su ignominia, la mor-
taja de su honra, el sudario de su ventura.
El terrible trabuco seguía en el rincón
en que dos horas antes lo dejóla navarra...
El tío Lúeas dio un salto de tigre y se
apoderó de él. Sondeó el canon con la ba-
queta, y vio que estaba cargado. Miró la
piedra, y halló que estaba en su lugar.
Volvióse entonces hacia la escalera que
conducía á la cámara en que había dormido
tantos años con la seña Frasquita, y mur-
muró sordamente:
— ¡Allí están!
Avanzó, pues, un paso en aquella direc-
ción; pero en seguida se detuvo para mirar
en torno de sí y ver si alguien lo estaba ob-
servando...,
— ¡Nadie! — dijo mentalmente. — ¡Sólo
Dios! ... y ese. . . ha querido esto!
Confirmada así la sentencia, fué á dar otro
paso, cuando su errante mirada distinguió
un pliego que había sobre la mesa...
117
Verlo, y haber caido -sobre él, y tenerlo
entre sus garras, fué todo cosa de un se-
gundo.
Aquel papel era el nombramiento del so-
brino de la seña Frasquita, firmado por don
Eugenio de Zúñiga y Ponce de León.
— ¡Este ha sido el precio de la venta! —
pensó el tio Lúeas, metiéndose el papel en
la boca para sofocar sus gritos y dar ali-
mento á su rabia. — ¡Siempre recelé que
quisiera á su familia más que á mí!... ¡Ah!
¡No hemos tenido hijos! . . . ¡He aquí la causa
de todo!
Y el infortunado estuvo á punto de vol-
ver á llorar.
Pero luego se enfureció nuevamente, y
dijo con un ademan terrible, ya que no con
la voz :
— ¡Arriba! ¡Arriba!
Y empezó á subir la escalera andando á
gatas con una mano, llevando el trabuco en
la otra, y con el papel infame entre los
dientes.
En corroboración de sus naturales sospe-
118
chas, al llegar á la puerta del dormitorio
(que estaba cerrada), vio que salían algunos
rayos de luz por las junturas de las tablas y
por el ojo de la llave.
— ¡Aquí están! — volvió á decir.
Y se paró un instante, como para pasar
aquel nuevo trago de amargura.
Luego continuó subiendo... hasta llegar
á la misma puerta del dormitorio.
Dentro de él no se oia el más leve ruido.
— ¡Si no hubiera nadie! — le dijo tímida-
mente la esperanza.
Pero en aquel mismo instante el infeliz
oyó toser dentro del cuarto.
Era la tos medio asmática del corregidor.
¡No habia duda posible! ¡No habia tabla
de salvación en aquel naufragio!
El molinero sonrió en las tinieblas de un
modo horroroso. — ¿Cómo no brillan en la
oscuridad semejantes relámpagos? ¿Qué es
todo el fuego de las tormentas, comparado
con el que arde á veces en el corazón del
hombre?
Sin embargo, el tio. Lucas (tal era su
119
alma, según dijimos ya en otro lugar) prin-
cipió á tranquilizarse no bien oyó la tos de
su enemigo...
La realidad le hacia menos daño que la
duda.
Según le anunció él mismo aquella tarde
á la seña Frasquita, desde el punto y hora
en que perdia la única fe que era vida de su
alma, empezaba á convertirse en otro hom-
bre nuevo.
Semejante al moro de Venecia (con quien
ya lo comparamos al describir su carácter),
el desengaño mataba en él de un solo golpe
todo el amor, trasfigurando de paso la natu-
raleza de su espíritu y haciéndole ver el
mundo como una región extraña á que aca-
bara de llegar. La única diferencia consis-
tía en que el tio Lúeas era por idiosincrasia
menos trágico, menos austero y más egoísta
que el insensato sacrificador de Desdémona.
¡Cosa rara; pero propia de tales situacio-
nes! La duda, ósea la esperanza (que para
el caso es lo mismo), volvió todavía á mor-
tificarlo un momento...
120
— ¿Si me hubiera equivocado? — pensó. —
¡Si la tos hubiese sido de Frasquita!...
En la tribulación de su infortunio olvidá-
basele ya al cuitado que habia visto las ro-
pas del corregidor cerca de la chimenea; que
habia encontrado abierta la puerta del mo-
lino; que habia leido la credencial de su in-
famia...
Agachóse, pues, y miró por el ojo de la
llave, temblando de incertidumbre y de zo-
zobra .
El rayo visual no alcanzaba á descubrir
más que un pequeño triángulo de cama, por
la parte del cabecero... ¡pero precisamen-
te en aquel pequeño triángulo se veia el
extremo de las almohadas, y sobre las al-
mohadas la cabeza del corregidor !
Otra risa diabólica contrajo el rostro del
molinero.
Dijérase que volvía á ser feliz.
— ¡Soy dueño de la verdad! — murmuró,
irguiéndose tranquilamente.
Y volvió á bajar la escalera con el mismo
tiento que empleó para subirla...
121
— El asunto es delicado... Necesito re-
flexionar. Tengo tiempo para todo... — iba
pensando mientras bajaba.
Llegado que hubo á la cocina, sentóse en
medio de ella, y ocultó la frente entre las
manos.
Así permaneció mucho tiempo, hasta que
lo despertó de su cavilación un leve golpe
que sintió en un pié...
Era el trabuco, que se habia deslizado de
sus rodillas, y que le hacia aquella especie
de seña...
— ¡No! ¡Te digo que no! — murmuró el
tio Lúeas, encarándose con el arma. — No
me convienes. Todo el mundo tendría lásti-
ma de ellos... y á mí me ahorcarían! ¡Se
trata de un corregidor... y matar á un cor-
regidor es todavía en España cosa indiscul-
pable! ¡Dirían que lo maté por infundados
celos, y que luego lo desnudé y lo metí en
mi cama!... Dirían, además, quémate á mi
mujer por simples sospechas... ¡Y meahor-
carian! Además, yo habría dado muestras de
tener muy poca alma, muy poco talento, si
122
al remate de mi vida fuera digno de compa-
sión! ¡Todos se reirian de mí! ¡Dirían que
mi desventura era muy natural , siendo yo
jorobado y Frasquita tan hermosa! ¡Nada!
¡no! Lo que yo necesito es vengarme; y des-
pués de vengarme, triunfar, despreciar,
reir, reírme mucho, reírme de todos... evi-
tando por tal medio que nadie pueda reírse
nunca de esta jiba que yo he llegado á
hacer hasta envidiable, y que tan grotesca
seria en una horca!
Así discurrió el tio Lúeas, tal vez sin
darse cuenta de ello puntualmente, y, en
virtud de semejante discurso, colocó el arma
en su sitio, y principió á pasearse con los
brazos atrás y la cabeza baja, como bus-
cando su venganza en el suelo, en la tierra,
en las ruindades de la vida, en alguna es-
tratagema vulgar y bufona que dejase en
completo ridículo á su mujer y al corregi-
dor, en vez de buscar aquella misma ven-
ganza en la muerte, en la justicia, en el ho-
nor, en el cadalso, en el cielo... como hu-
biera hecho en su lugar cualquier otro hom-
123
bre de condición menos rebelde que la suya
á toda imposición de la naturaleza, de la so-
ciedad ó de sus propios sentimientos.
En tal estado, paráronse sus ojos en la
vestimenta del corregidor...
Luego se paró él mismo...
Después fué iluminándose poco á poco su
semblante de una alegría, de un gozo, de
un triunfo indefinibles... hasta que por úl-
timo se echó á reir de una manera formi-
dable... estoes, á grandes carcajadas, pero
sin hacer ningún ruido (á fin de que no lo
oyesen desde arriba), metiéndose los puños
por los ijares para no reventar, estreme-
ciéndose todo como un epiléptico, y tenien-
do que concluir por dejarse caer en una si-
lla hasta que le pasó aquella convulsión de
sarcástico regocijo. — Era la propia risa de
Mephistópheles.
No bien se sosegó, principió á desnudarse
con una celeridad febril: colocó toda su ropa
en las mismas sillas que ocupaba la del cor-
regidor: púsose cuantas prendas pertenecían
á éste, desde los zapatos de hebilla hasta el
126
paraje, allí muy próximo, por donde corría
el agua del caz.
— ¡Socorro! ¡que me ahogo! ¡Frasquita!...
¡Frasquita!... — clamaba una voz de hom-
bre, con todo el acento de la desespera-
ción.
— ¿Si será Lucas? — pensó la navarra,
llena de un terror que no necesitamos des-
cribir.
En el mismo dormitorio habia una puer-
tecilla, de que ya nos habló Garduña, y
que daba efectivamente sobre la parte alta
del caz. — Abrióla sin vacilación la seña
Frasquita, por más que no hubiera recono-
cido la voz que pedia auxilio, y encontróse
de manos á boca con el corregidor, que en
aquel momento salia, todo chorreando, de la
impetuosísima acequia...
— ¡Dios me perdone! ¡Dios me perdone! —
balbuceaba el infame viejo. — ¡Creí que me
ahogaba!
— ¿Cómo? ¿Es V.? ¿Qué significa? ¿Cómo
se atreve?... ¿A qué viene V. á estas horas?...
— gritó la molinera con más indignación
127
que espanto, pero retrocediendo maquinal-
mente.
— ¡Calla! ¡calla, mujer! — tartamudeó el
corregidor, colándose en el aposento detrás
de ella. — Yo te lo diré todo... ¡He estado
para ahogarme! ¡El agua me llevaba ya como
una pluma! ¡Mira! ¡mira cómo me he puesto!
— ¡Fuera! ¡fuera de aquí! — replicó la se-
ña Frasquita con mayor violencia. — ¡No
tiene V. nada que explicarme!... ¡Dema-
siado lo comprendo todo! ¿Qué me importa
á mí que V. se ahogue? ¿Lo he llamado yo
á V.? ¡Ah! ¡Qué infamia! ¡Para esto ha man-
dado V. prender á mi marido!
— Mujer, escucha...
— ¡No escucho! ¡Márchese V. inmedia-
tamente, señor corregidor! . . . ¡Márchese V. ,
ó no respondo de su vida!...
— ¿Qué dices?
— ¡Lo que V. oye! Mi marido no está en
mi casa; pero yo me basto en ella para ha-
cerla respetar... ¡Márchese V. por donde
ha venido, si no quiere que yo lo arroje otra
vez al agua con mis propias manos!
126
paraje, allí muy próximo, por donde corría
el agua del caz.
— ¡Socorro! ¡que me ahogo! ¡Frasquita!...
¡Frasquita!... — clamaba una voz de hom-
bre, con todo el acento de la desespera-
ción.
— ¿Si será Lucas? — pensó la navarra,
llena de un terror que no necesitamos des-
cribir.
En el mismo dormitorio habia una puer-
tecilía, de que ya nos habló Garduña, y
que daba efectivamente sobre la parte alta
del caz. — Abrióla sin vacilación la seña
Frasquita, por más que no hubiera recono-
cido la voz que pedia auxilio, y encontróse
de manos á boca con el corregidor, que en
aquel momento salia, todo chorreando, de la
impetuosísima acequia...
— ¡Diosme perdone! ¡Dios me perdone! —
balbuceaba el infame viejo. — ¡Creí que me
ahogaba!
— ¿Cómo? ¿Es V.? ¿Qué significa? ¿Cómo
se atreve?... ¿A qué viene V. á estas horas?...
— gritó la molinera con más indignación
127
que espanto, pero retrocediendo maquinal-
mente.
— ¡Galla! ¡calla, mujer! — tartamudeó el
corregidor, colándose en el aposento detrás
de ella. — Yo te lo diré todo... ;He estado
para ahogarme! ¡El agua me llevaba ya como
una pluma! ¡Mira! ¡mira cómo me he puesto!
— ¡Fuera! ¡fuera de aquí! — replicó la se-
ña Frasquita con mayor violencia. — ¡No
tiene V. nada que explicarme!... ¡Dema-
siado lo comprendo todo! ¿Qué me importa
á mí que V. se ahogue? ¿Lo he llamado yo
á V.? ¡Ah! ¡Qué infamia! ¡Para esto ha man-
dado V. prender á mi marido!
— Mujer, escucha...
— ¡No escucho! ¡Márchese V. inmedia-
tamente, señor corregidor! . . . ¡Márchese V. ,
ó no respondo de su vida!...
— ¿Qué dices?
— ¡Lo que V. oye! Mi marido no está en
mi casa; pero yo me basto en ella para ha-
cerla respetar... ¡Márchese V. por donde
ha venido, si no quiere que yo lo arroje otra
vez al agua con mis propias manos!
las
— [Chica! ¿chica! no grites tanto, que no
soy sordo — exclamo el viejo libertino. —
Cuando yo estoy aquí, por algo será... Yo
Tengo á libertar al tío Lúeas, á quien ha
preso por equivocación un alcalde de mon-
terñla... — Pero ante todo, necesito que me
seques estas ropas. . . ;Estov calado hasta los
— ;Le digo á V. que se marche!
— Calla, tonta... ¿Qué sabes tú? Mira...
aquí te traigo el nombramiento de tu sobri-
no. . . — Enciende la lumbre, v hablaremos. . .
Mientras se seca la ropa, vo me acostaré eo
esta cania...
— ;Ah! ¡ya! ¿Conque declara Y. que ve-
nia por mí? ¿Gorüique declara Y. que para e~
ha mandado arrestar á mi Lúeas? ¿Conque
traía T. su nombramiento v tod ? S s
Santas del cielo! ¿Qué se habrá figurado de
mí este mamarracho?
— ;Frasquita! ;Soy el corregidor!
— Aunque fuera Y. el rey! á mí. ¿qué?
Yo soy la mujer de mi marido, y el ama
de mi casa! éCree Y. que yo me asusto de
loe corregidores? Yo sé ir a Granada, y a
Madrid, y al fin del tnund©y a pedir justicia
contra el viejo insolente que así arrastra so
autoridad por fes sodas! Y sobre todo: yo
sabré mañana ponérmela mantüb. éiráier
a la señora corregidora.. .
— So harás nada de esoü — repuso el
corregidor, perdiendo la paciencia, ó mu-
dando de táctica. — IX© harás nada de eso;
porque yo te pegaré un taro», si ve© que no
entiendes de razones. . .
— ¡Un tir©!!— exclamo la seña Frasquito
con t©z sorda...
— Un tir©,. so. Y de ello no me resultara
perjuicio alguno. Casualmente he dejado
dicho en h ciudad que salía esta noche a
caza de criminales... — Conque no seas ne-
cia... y quiéreme... como yo te ador©.
— Señor corregidor; ¿un tir©? — v©frvi© a
decir la navarra, echando los brazos atrás y
el cuerpo hacia adelante, como para lanzar-
se sobre su adversan©.
— Si te empeñas, te 1© pegaré, y asi
veré bbre de tus amenaza* y de tu
130
sura... — respondió el corregidor, lleno de
miedo y sacando un par de cachorrillos.
— ¿Conque pistolas también? ¡Y en la
otra faltriquera el nombramiento de mi so-
brino!— dijo la seña Frasquita, moviendo la
cabeza de arriba á abajo. — Pues, señor, la
elección no es dudosa. — Espere usía un
momento, que voy á encender la lumbre.
Y así hablando, se dirigió rápidamente á
la escalera, y la bajó en tres brincos.
El corregidor cogió la luz y salió detrás
de la molinera, temiendo que se escapara;
pero tuvo que bajar mucho más despacio,
de cuyas resultas, cuando llegó á la cocina,
tropezó con la navarra, que volvía ya en su
busca.
— ¿Conque decia V. que me iba á pegar
un tiro? — exclamó aquella indomable mujer
dando un paso atrás. — Pues, ¡en guardia,
caballero, que yo ya lo estoy!
Dijo, y se echó á la cara el formidable
trabuco que tanto papel representa en esta
historia.
— ¡Detente, desgraciada! ¿Qué vas á ha-
131
cer? — gritó el corregidor, muerto de sus-
to.— Lo de mi tiro era una broma... Mira...
los cachorrillos están descargados... En
cambio, es verdad lo del nombramiento...
Aquí lo tienes... Tómalo... De balde...
Y lo colocó temblando sobre la mesa.
— Ahí está bien, — repuso la navarra. —
Mañana me servirá para encender la lumbre
cuando le guise el almuerzo á mi marido.
Lo que es de V. no quiero ya ni la gloria;
y si mi sobrino viniese alguna vez de Este-
lia, seria para pisotearle á V. la fea mano
con que ha escrito su nombre en ese papel
indecente! jEa, lo dicho! {Márchese V. de
mi casa! ¡Aire, aire! ¡Pronto!... ¡Que ya se
me sube la pólvora á la cabeza!
El corregidor no contestó á este discurso.
Habíase puesto lívido, casi azul; tenia los
ojos torcidos, y un temblor, como de ter-
ciana, agitaba todo su cuerpo. Por último,
principió á castañetear los dientes, y cayó
ai suelo, presa de una convulsión espantosa.
El susto del caz, lo muy mojado de todas
sus ropas, la violenta escena del dormitorio,
132
y el miedo al trabuco con que le apuntaba la
navarra, habían agotado las fuerzas del en-
fermizo anciano.
— ¡Me muero! — balbuceó. — Llama á Gar-
duña... llama á Garduña, que estará ahí...
en la ramblilla ... Yo no debo morirme aquí . . .
No pudo continuar. Cerró los ojos, y se
quedó como muerto.
— ¡Y se morirá como lo dice! — prorum-
pió la seña Frasquita. — ¡Pues esta es la
más negra! ¿Qué hago yo ahora con este
hombre en mi casa? ¿Qué dirían de mí si se
muriera? ¿Qué diría Lúeas?... ¿Cómo podría
justificarme, cuando yo misma le he abierto
la puerta? ¡Oh! no... Yo no debo quedarme
aquí con él. ¡Yo debo buscar á mi marido,
yo debo escandalizar el mundo antes que
comprometer mi honra!
Tomada esta resolución, soltó el trabu-
co, fuese al corral, cogió la burra que que-
daba en él, la aparejó de cualquier modo,
abrió la puerta grande de la cerca, montó
de un salto, á pesar de sus carnes, y se di-
rigió á la ramblilla.
133
— ¡Garduña, Garduña! — iba gritando la
navarra conforme se acercaba á aquel sitio.
— ¡Presente! — respondió al cabo el al-
guacil, apareciendo detrás de un seto. —
¿Es V., seña Frasquita?
— Sí, yo soy. Vé al molino y socorre á
tu amo, que se está muriendo.
—¿Qué dice V.?
— Lo que oyes...
— ¿Y V.? ¿á dónde va á estas horas?
— ¿Yo? Yo voy... á la ciudad por un mé-
dico,— contestó la seña Frasquita arreando
la burra.
Y tomó el camino del lugar... y no el de
la ciudad, como acababa de decir.
Garduña no reparó en esta última cir-
cunstancia; pues ya iba dando zancajadas
hacia el molino y discurriendo al par de
esta manera :
— ¡La infeliz no puede hacer más!...
Pero él es un pobre hombre... ¡Vaya una
ocasión de ponerse malo! .. . ¡Dios le da con-
fites á quien no puede roerlos!
XXII.
Garduña se multiplica.
Cuando Garduña llegó al molino, el cor-
regidor principiaba á volver en sí, procuran-
do levantarse del suelo.
En el suelo también, y á su lado, estaba
el velón encendido que bajó el corregidor
del dormitorio.
— ¿Se ha marchado ya? — fué la primera
frase del corregidor.
— ¿Quién?
— ¡El demonio!... Quiero decir, la mo-
linera...
— Sí, señor... Ya se ha marchado... y
no creo que iba de muy buen humor.
135
— ¡Ay, Garduña! me estoy muriendo...
— ¿Pero qué tiene usía? ¡Por vida de los
hombres !
— Me he caido en el caz, y estoy hecho
una sopa. . . Los huesos se me parten de frió.
— ¡Toma, toma! ¡ahora salimos con eso!
— Garduña... ve lo que te dices!...
— Yo no digo nada, señor...
— Pues bien, sácame de este apuro...
— Voy volando... Verá usía qué pronto
lo arreglo todo.
Así dijo el alguacil, y, en un periquete,
cogió la luz con una mano, y con la otra se
metió al corregidor debajo del brazo; subiólo
al dormitorio; púsolo en cueros; acostólo en
la cama; corrió al jaraíz; reunió un brazado
de leña; fué ala cocina; hizo una gran lum-
bre; bajó todas las ropas de su amo; colo-
cólas en los espaldares de dos ó tres sillas;
encendió un candil; lo colgó de la espetera,
y tornó á subir á la cámara.
— ¿Qué tal vamos? — preguntóle entonces
á D. Eugenio, levantando en alto el velón
para verle bien el rostro.
136
— Admirablemente. Conozco que voy á
sudar... ¡Mañana te ahorco, Garduña!...
— ¿Por qué, señor?
— ¿Y te atreves á preguntármelo? ¿Crees
tú que, al seguir el plan que me trazaste,
esperaba yo acostarme solo en esta cama,
después de recibir por segunda vez el sa-
cramento del bautismo? ¡Mañana mismo te
ahorco !
— Pero cuénteme usía algo... ¿La seña
Frasquita?...
— La seña Frasquita ha querido asesinar-
me. ¡Es todo lo que he logrado con tus
consejos! Te digo que te ahorco mañana por
la mañana.
— Algo menos será, señor corregidor, —
repuso el alguacil.
— ¿Por qué lo dices, insolente? ¿Porque
me ves aquí postrado?
— No, señor. Lo digo porque la seña
Frasquita no ha debido de mostrarse tan
inhumana como usía cuenta, cuando ha ido á
la ciudad á buscarle un médico...
— ¡Dios santo! ¿Estás seguro de que ha
137
ido á la ciudad?— exclamó D. Eugenio, más
aterrado que nunca.
— A lo menos, eso me ha dicho ella...
— ¡Corre, corre, Garduña! ¡Ah. estoy
perdido sin remedio! ¿Sabes á qué va la
seña Frasquita á la ciudad? ¡A contárselo
todo á mi mujer!... ¡A decirle que estoy
aquí! jOh, Dios mió, Dios mió! ¿Cómo ha-
bía yo de figurarme esto? ¡Yo creí que se
habría ido al lugar en busca de su marido;
y, como lo tengo allí á buen recaudo, nada
me importaba su viaje! ¡Pero irse á la
ciudad!!... ¡Garduña, corre, corre... tú
que eres andarín, y evita mi perdición!
¡Evita que la terrible molinera entre en
mi casa!
— ¿Y no me ahorcará usía si lo consi-
go?— preguntó el alguacil.
— ¡Al contrario! Te regalaré unos zapa-
tos en buen uso, que me están grandes.
¡Te regalaré todo lo que quieras!
— Pues vov volando. Duérmase usía
tranquilo. Dentro de media hora estoy aquí
de vuelta, después de dejar en la cárcel á
138
la navarra. ¡Para algo soy más ligero que una
borrica!
Dijo Garduña, y desapareció por la esca-
lera abajo.
Se cae de su peso que durante aquella
ausencia del alguacil fué cuando el moli-
nero estuvo en el molino y vio visiones por
el ojo de la llave.
Dejemos, pues, al corregidor sudando en
el lecho ajeno , y á Garduña corriendo
hacia la ciudad (adonde tan pronto habia
de seguirlo el tio Lucas con sombrero de
tres picos y capa de grana), y, convertidos
también nosotros en andarines, volemos con
dirección al lugar, en seguimiento de la
valerosa seña Frasquita.
XXIII.
Otra vez el desierto y las consabidas voces.
La única aventura que le ocurrió á la
navarra en su viaje desde el molino al pue-
blo, fué asustarse un poco al reparar que
echaba yescas alguien en medio de un sem-
brado...
— ¿Si será un esbirro del corregidor? ¿Si
irá á detenerme? — pensó la molinera.
En esto se oyó un rebuzno hacia aquel
mismo lado.
— ¡Burros en el campo á estas horas! —
siguió pensando la seña Frasquita. — Pues
lo que es por aquí no hay ninguna huerta ni
140
cortijo... ¡Vive Dios que los duendes se es-
tán despachando esta noche á su gusto!
La burra que montaba la seña Frasquita
creyó oportuno rebuznar también en aquel
instante.
— ¡Calla, demonio! — le dijo la navarra,
clavándole un alfiler de á ochavo en mitad
de la cruz.
Y temiendo ella algún encuentro que no
le conviniese, sacó la bestia fuera de cami-
no y la hizo trotar por los sembrados.
Pero pronto se tranquilizó al comprender
que el hombre que echaba yescas y el asno
del primer rebuzno constituían en aquel
caso una sola entidad , y que esta entidad
habia salido huyendo en dirección contraria
á la su va.
— ¡A un cobarde otro mayor! — exclamó
la molinera, burlándose de su miedo y del
ajeno.
Y sin más accidente, llegó á las puer-
tas del lugar á tiempo que serian las once
de la noche.
XXIV.
Un rey de entonces.
Hallábase ya durmiendo la mona el se-
ñor alcalde, dando la espalda á la espalda
de su mujer, y formando así aquella figura
de águila austríaca de dos cabezas que
dice nuestro inmortal Quevedo, cuando To-
nudo llamó á la puerta de la cámara nup-
cial y avisó al señor Juan López que la seña
Frasquita, la del molino, quería hablarle.
No tenemos para qué referir todos los
gruñidos y juramentos que acompañaron al
acto de despertar y vestirse del alcalde de
raonterilla , y nos trasladamos desde luego
142
al instante en (pe la molinera lo vio llegar,
desperezándose como un gimnasta que ejer-
cita la musculatura, y exclamando en medio
de un bostezo interminable:
— Téngalas V. muy buenas, seña Fras-
quita. ¿Qué la trae á V. por aquí? ¿No le
dijo á V. Toñuelo que se quedase en el mo-
lino? ¡Así desobedece V. á la autoridad!
— ¡Necesito ver á mi Lúeas! — respondió
la navarra. — ¡Necesito verlo al instante! ¡Que
le digan que está aquí su mujer!
— ¡Necesito! ¡necesito! Señora, á V. se le
olvida que está hablando con el Rey...
— Déjeme V. á mí de reyes, señor Juan,
que no estoy para bromas. ¡Demasiado sabe
usted lo que me sucede! ¡Demasiado sabe
para qué ha preso á mi marido!
— Yo no sé nada, seña Frasquita... Y en
cuanto á su marido de V., no está preso,
sino durmiendo tranquilamente en esta su
casa, y tratado como yo trato á las perso-
nas. ¡A ver, Toñuelo! ¡Toñuelo! Anda al
pajar y dile al tio Lúeas que se despierte y
venga corriendo... Conque vamos... cuén-
143
teme V. lo que le pasa... ¿Ha tenido V.
miedo de dormir sola?
— ¡No sea V. desvergonzado, señor Juan!
¡Demasiado sabe V. que á mí no me gustan
sus bromas ni sus veras! Lo que me pasa
es una cosa muy sencilla: que V. y el señor
corregidor han querido perderme; pero que
se han llevado un solemne chasco. Yo estoy
aquí, sin tener de qué abochornarme, y el
señor corregidor se queda en el molino mu-
riéndose...
— ¡Muñéndose el corregidor!— exclamó
su subordinado. — Señora, ¿sabe V. lo que
se dice?
— Lo que V. oye. Se ha caido en el caz,
y casi se ha ahogado, ó ha cogido una pul-
monía, ó yo no sé... Eso es cuenta de la
corregidora. Yo vengo á buscar á mi mari-
do, sin perjuicio de ir mañana mismo á
Granada...
— ¡Demonio, demonio! — murmuró el
señor Juan López. — A ver, ¡Manuela!...
¡muchacha!... anda y aparéjamela mulilla...
Seña Frasquita, al molino voy... ¡Desgra-
144
ciada de V. si le ha hecho algún daño al
señor corregidor!
¡i — Señor alcalde, señor alcalde! — exclamó
en esto Toñuelo, entrando más muerto que
vivo. — El tío Lúeas no está en el pajar. Su
burra no se halla tampoco en los pesebres,
y la puerta del corral está abierta... De
modo que el pájaro se ha escapado.
— ¿Qué estás diciendo? — gritó el señor
Juan López.
— ¡Virgen del Carmen! ¡Qué va á pasar
en mi casa! — exclamó la seña Frasquita. —
Corramos, señor alcalde; no perdamos tiem-
po... Mi marido va á matar al corregidor al
encontrarlo allí á estas horas...
— ¿Luego V. cree que el tio Lúeas está
en el molino...?
— ¿Pues no he de creerlo? Digo más...
Cuando yo venia me he cruzado con él sin
conocerlo. El era sin duda uno que echaba
yescas en medio de un sembrado... ¡Dios
mió! ¡Cuando piensa una que los animales
tienen más entendimiento que las personas!
Porque ha de saber V., señor Juan, que
145
nuestras dos burras se reconocieron y se sa-
ludaron, mientras que mi Lucas y yo ni
nos saludamos ni nos reconocimos...
— ¡Bueno está su Lúeas de V! — replicó
el alcalde. — En fin, vamos andando, y ya
veremos lo que hay que hacer con todos
ustedes. ¡Conmigo no se juega! ¡Yo soy el
Rey!... Pero no un rey como el que ahora
tenemos en Madrid, ó sea en el Pardo, sino
como aquel que hubo en Sevilla, á quien
llamaban D. Pedro el Cruel. ¡A ver, Ma-
nuela! ¡Tráeme el bastón, y dile á tu ama
que me marcho!
Obedeció la sirvienta (que era por cierto
más buena moza de lo que convenia á la
alcaldesa y á la moral) , y , como la mulilla
del señor Juan López estuviese ya apareja-
da, la seña Frasquita y él salieron para el
molino, seguidos del indispensable Toñuelo.
10
XXV.
La estrella de Garduña.
Precedámosles nosotros, supuesto que te-
nemos carta blanca para andar más de prisa
que nadie.
Garduña se hallaba ya de vuelta en el
molino, después de haber buscado á la seña
Frasquita por todas las calles de la ciudad.
El astuto alguacil había tocado de camino
en el corregimiento, donde lo encontró todo
muy sosegado. Las puertas seguían abiertas
como en medio del dia, según costumbre
cuando la autoridad está en la calle ejer-
ciendo sus sagradas funciones. Dormitaban
147
en la meseta de la escalera y en el recibi-
miento otros alguaciles y ministros, espe-
rando descansadamente á su amo; mas,
cuando sintieron llegar á Garduña, despere-
záronse dos ó tres de ellos y le preguntaron
al que era su decano y jefe inmediato:
— ¿Viene ya el señor?
— Ni por asomos. Estaos quietos. Vengo
á saber si ha habido novedad en la casa...
— Ninguna.
— ¿Y la señora?
— Recogida en sus aposentos.
— ¿No ha entrado una mujer por estas
puertas hace poco?
— Nadie ha parecido por aquí en toda la
noche. .**
— Pues no dejéis entrar á persona algu-
na , sea quien sea y diga lo que diga . Al
contrario, echadle mano al mismo lucero
del alba que venga á preguntar por el se-
ñor ó por la señora, y llevadlo á la cárcel.
— ¿Parece que esta noche se anda á caza
de pájaros de cuenta? — preguntó uno de los
esbirros.
148
— ¡Caza mayor! — añadió otro.
— ¡Mayúscula! — respondió Garduña so-
lemnemente.— ¡Figuraos si la cosa será
delicada, cuando el señor corregidor y yo
hacemos la batida por nosotros mismos! —
Conque... hasta luego, buenas piezas, y mu-
cho ojo.
— Vaya V. con Dios, señor Bastian —
repusieron todos, saludando á Garduña.
— ¡Mi estrella se eclipsa! — murmuró
éste al salir del corregimiento. — ¡Hasta las
mujeres me engañan! La molinera se enca-
minó al lugar en busca de su esposo, en
vez de venirse á la ciudad. ¡Pobre Garduña!
¿Qué se ha hecho de tu olfato?
Y discurriendo de este modo, emprendió
la vuelta al molino.
Razón tenia el alguacil para echar de me-
nos su antiguo olfato, puesto que no venteó
á un hombre que se escondía en aquel mo-
mento detrás de unos mimbres á poca dis-
tancia de la ciudad, exclamando para su ca-
pote, ó más bien para su capa de grana:
— ¡Guarda, Pablo! Por allí viene Gar-
149
duna... Es menester que no me vea...
Era el tio Lúeas, vestido de corregidor,
que se dirigía á la ciudad, repitiendo de vez
en cuando su diabólica frase:
— ¡También la corregidora es guapa!
Pasó Garduña sin verlo, y el falso corre-
gidor dejó su escondite y penetró en la po-
blación...
Poco después llegaba el alguacil al moli-
no, según dejamos indicado.
XXVI.
0
Reacción.
El corregidor seguía en la cama, tal y
como acababa de verlo el tio Lúeas por el
ojo de la llave.
— ¡Qué bien sudo, Garduña! ¡Me he sal-
vado de una enfermedad! — exclamó tan
luego como penetró el alguacil en la estan-
cia.— ¿Y la seña Frasquita? ¿Has dado con
ella? ¿Viene contigo? ¿Ha hablado con la
señora?
— La molinera, señor, me engañó como
á un pobre hombre, y no se fué á la ciudad,
sino al pueblecillo. . . en busca de su esposo. . .
¡Perdóneme usía la torpeza! . . .
151
— I Mejor! ¡mejor! — dijo el madrileño,
con los ojos chispeantes de maldad. — ¡Todo
se ha salvado entonces! Antes de que ama-
nezca estarán caminando para las cárceles
de la Inquisición de Granada, atados codo
con codo, el tio Lúeas y la seña Frasquita,
y allí se podrirán sin tener á quien contarle
sus aventuras de esta noche. — Tráeme la
ropa, Garduña; que ya estará seca. ¡Trae—
mela, y vísteme! El amante se va á conver-
tir en corregidor! . . .
Garduña bajó á la cocina por la ropa.
XXVII.
¡Favor al Rey!
Entre tanto, la seña Frasquita, el señor
Juan López y Toñuelo avanzaban hacia el
molino, al cual llegaron pocos minutos des-
pués.
— [Yo entraré delante! — exclamó el al-
calde de monterilla. — ¡Para algo soy la auto-
ridad! Sigúeme, Toñuelo, y V., seña Fras-
quita, espérese á la puerta hasta que yo la
llame.
Penetró, pues, el señor Juan López bajo
la parra, donde vio á la luz de la luna un
hombre casi jorobado, vestido como solia el
153
molinero, con chupetín y calzón de paño par-
do, faja negra, medias azules, montera mur-
ciana de felpa y el capote de monte al hombro.
— ¡Él es! — gritó el alcalde. — ¡Favor al
Rey! ¡Entregúese V., tio Lúeas!
El hombre intentó meterse en el molino.
— ¡Date! — gritó á su vez Toñuelo, sal-
tando sobre él, cogiéndolo por el pescuezo,
aplicándole una rodilla al espinazo y hacién-
dole rodar por tierra...
Al mismo tiempo otra especie de fiera
saltó sobre Toñuelo, y, agarrándolo de la
cintura, lo tiró sobre el empedrado y princi-
pió á darle de bofetones.
Era la seña Frasquita, que exclamaba:
— ¡Tunante! ¡Deja á mi Lúeas!
Pero en esto otra persona, que había apa-
recido llevando del diestro una borrica, me-
tióse resueltamente entre los dos, y trató de
salvará Toñuelo...
Era Garduña, que tomando al alguacil
del lugar por D. Eugenio de Zúñiga, le de-
cía á la molinera:
— Señora, respete V. á mi amo.
154
Y la derribó de espaldas sobre el luga-
reño.
La seña Frasquita, viéndose entre dos
fuegos, descargóle entonces á Garduña tal
revés en medio del estómago, que le hizo
caer de boca tan largo como era.
Y, con él, ya eran cuatro las personas
que rodaban por el suelo.
El señor Juan López impedia entre tanto
levantarse al supuesto tío Lúeas, teniéndole
plantado un pié sobre los ríñones.
— ¡Garduña! ¡Socorro! ¡favor al Rey! ¡Yo
soy el corregidor! — gritó al fin este último,
sintiendo que la pezuña del alcalde, calzada
con albarca de piel de toro, lo reventaba
materialmente.
— ¡El corregidor! ¡Pues es verdad! —
dijo el señor Juan López, lleno de asombro...
— ¡El corregidor! — repitieron todos.
Y pronto estaban de pié los cuatro derri-
bados.
— ¡Todo el mundo á la cárcel! — exclamó
D. Eugenio de Zúñiga. — ¡Todo el mundo á
la horca!
155
— Pero, señor...— observó el señor Juan
López, poniéndose de rodillas. — ¡Perdone
usía que lo haya maltratado! ¿Cómo babiade
conocer á usía con esa ropa?
— ¡Bárbaro! — replicó el corregidor: —
¡alguna había de ponerme! ¿No sabes que
me han robado la mia? ¿No sabes que una
compañía de ladrones, mandada por el tío
Lúeas...
— ¡Miente V.! — gritó la navarra.
— Escúcheme V . , seña Frasquita , — le dijo
Garduña, llamándola aparte. — Con permiso
del señor corregidor y la compaña. — Si V.
no arregla esto, nos van á ahorcar á todos,
empezando por el tio Lúeas...
— Pues ¿qué ocurre? — preguntó la seña
Frasquita.
— Que el tio Lúeas anda á estas horas
por la ciudad vestido de corregidor... y que
Dios sabe si habrá llegado con su disfraz
hasta el propio dormitorio de la corregidora!
Y el alguacil le refirió en cuatro palabras
todo lo que ya sabemos.
— ; Jesús!— exclamó la molinera. — ¡Con-
156
que mi marido me cree deshonrada ! Con-
que ha ido á la ciudad á vengarse! ¡Vamos,
vamos á la ciudad, yjustificadmeá los ojos de
mi Lúeas!
— Vamos á la ciudad, é impidamos que
hable ese hombre con mi mujer y le cuente
todas las majaderías que se haya figurado, —
dijo el corregidor, arrimándose á una de las
burras. — Déme V. un pié para montar, se-
ñor alcalde.
— Vamos á la ciudad, sí, — añadió Gardu-
ña;— y quiera el cielo, señor corregidor, que
el tio Lúeas se haya contentado con hablarle
á la señora!
— ¿Qué dices, desgraciado? — prorumpió
D. Eugenio de Zúñiga. — ¿Crees tú que será
capaz?. . .
— De todo! — contestó la seña Frasquita.
XXVIII.
¡Ave María purísima! ¡Las doce y media,
y sereno!
Así gritaba por las calles de la ciudad
quien tenia facultades para tanto, cuando
la molinera y el corregidor, cada cual en
una de las burras del molino, el Sr. Juan
López en su muía , y los dos alguaciles
andando, llegaron á la puerta del corregi-
miento...
La puerta estaba cerrada.
Dijérase que para el Gobierno, lo mismo
que para los gobernados, habia concluido
todo por aquel dia.
— ¡Malo! — pensó Garduña.
158
Y llamó con el aldabón dos ó tres veces.
Pasó mucho tiempo, y ni abrieron, ni
contestaron .
La seña Frasquita estaba más amarilla
que la cera.
El corregidor se habia comido ya todas
las uñas de ambas manos.
Nadie decia una palabra.
¡Pum!... jPum!... ¡Pum!... golpes y
más golpes á la puerta del corregimiento
(aplicados sucesivamente por los dos algua-
ciles y por el Sr. Juan López)... ¡Y, nada!
¡No respondía nadie! ¿No abrían!... jNo
se movia una mosca!
Sólo se oía el claro rumor de los caños de
una fuente que habia en el patio de la casa.
Y de esta manera trascurrian minutos,
largos como eternidades.
Al fin, cerca de la una, abrióse un ven-
tanillo del piso segundo, y dijo una voz fe-
menina:
— ¿Quién?
— Es la voz del ama de leche... — mur-
muró Garduña.
159
— ¡Yo! — respondió D. Eugenio de Zú-
ñiga. — ¡Abrid!
Pasó un instante de silencio.
— ¿Y quién es V.? — replicó luego la no-
driza.
— ¡ Pues no me está V. oyendo! Soy el
amo... el corregidor...
Hubo otra pausa.
: — ¡Vaya V. mucho con Dios! — repuso
la buena mujer. — Mi amo vino hace una
hora, y se acostó en seguida. Acuéstense
ustedes también, y duerman el vino que
tendrán en el cuerpo.
Y la ventana se cerró de golpe.
La seña Frasquita se cubrió el rostro con
las manos.
— ¡Ama!- — tronó el corregidor, fuera de
sí. — ¿No oye V. que le digo que abra la
puerta? ¿No oye V. que soy yo? ¿Quiere
usted que la aho'rque también?
La ventana volvió á abrirse.
— Pero vamos á ver... ¿Quién es V. para
dar esos gritos?
— ¡Soy el corregidor!
160
— ¡Dale, bola! ¿No le digo á V. que el
señor corregidor vino antes de las doce...
y que yo lo vi con mis propios ojos encer-
rarse en las habitaciones de la señora? ¿Se
quiere V. divertir conmigo? ¡Pues espere
usted y verá lo que le pasa!
Al mismo tiempo se abrió repentina-
mente la puerta, y una nube de criados y
ministriles, provistos de sendos garrotes, se
lanzó 'sobre los de afuera, exclamando fu-
riosamente:
— ¡A ver! ¿Dónde está ese que dice que
es el corregidor? ¿Dónde está ese chusco?
¿Dónde está ese borracho?
Y se armó un lio de todos los demonios,
en medio de la oscuridad, sin que nadie
pudiera entenderse, y no dejando de recibir
algunos palos el corregidor, Garduña, el
Sr. Juan López y Toñuelo.
Era la segunda paliza que le costaba á
D. Eugenio su aventura de aquella noche,
además del remojón en la acequia del molino.
La seña Frasquita, apartada de aquel labe-
rinto, lloraba por la primera vez en su vida. . .
161
— ; Lúeas! ¡Lúeas! — decia. — ¡Y has po-
dido dudar de mí! ¡Y has podido estrechar
entre tus brazos á otra! ¡Ah! ¡nuestra des-
ventura no tiene ya remedio!
11
XXIX.
Post nubila... Diana.
— ¿Qué escándalo es este? — dijo al fin
una voz tranquila, majestuosa y de gracioso
timbre, resonando encima de aquella ba-
raúnda.
Todos levantaron la cabeza y vieron una
mujer, vestida de negro, asomada al balcón
principal del edificio.
— ¡La señora! — dijeron los criados, sus-
pendiendo la retreta de palos.
— ¡Mi mujer! — tartamudeó D. Eugenio.
— Que pasen esos señores. El señor cor-
regidor dice que lo permite — agregó la
corregidora .
163
Los criados cedieron paso, y el de Zú-
ñiga y sus acompañantes penetraron en el
portal y tomaron por la escalera arriba.
Ningún reo ha subido al patíbulo con
paso tan inseguro y semblante tan demu-
dado como el corregidor subia las escaleras
de su casa... Sin embargo, la idea de su
deshonra principiaba ya á descollar, con
noble egoísmo, por encima de todos los
infortunios que habia causado y que lo
afligían, y sobre las demás ridiculeces de
la situación en que se hallaba.
— ¡Antes que todo — iba pensando, — soy
un Zúñiga y un Ponce de León!... ¡Ay de
aquellos que lo hayan echado en olvido!
XXX.
Una señora de clase.
La corregidora recibió á su esposo y á
su rústica comitiva en el salón principal del
corregimiento.
Estaba sola, de pié, y con los ojos cla-
vados en la puerta.
Érase una principalísima dama, bastante
joven todavía, de plácida y severa hermo-
sura, más propia del pincel cristiano que
del cincel gentílico, y estaba vestida con
toda la nobleza y la seriedad que consentía
el gusto de la época. Su traje, de corta y es-
trecha falda y mangas huecas y subidas, era
165
de alepín negro: una pañoleta de blonda
blanca, algo amarillenta, velaba sus redon-
deados hombros; y larguísimos maniquetes
ó mitones de tul negro cubrían la mayor
parte de sus alabastrinos brazos. Abanicá-
base majestuosamente con un pericón enor-
me, traído de las islas Filipinas, y tenia en
la otra mano un pañuelo de encaje, cuyos
cuatro picos colgaban simétricamente con
una regularidad sólo comparable á la de
su actitud y menores movimientos.
Aquella hermosa mujer tenia algo de
reina y mucho de abadesa, é infundía por
ende veneración y miedo á cuantos la mira-
ban. Por lo demás, el atildamiento de su
traje á semejante hora, la gravedad de su
continente y las muchas luces que alumbra-
ban el salón, demostraban que la corregi-
dora se habia esmerado en dar á aquella
escena una solemnidad teatral y un tinte
ceremonioso que contrastasen con el carác-
ter villano y grosero de la aventura de su
marido.
Advertiremos, finalmente, que aquella
166
señora se llamaba doña Mercedes Carrillo
de Albornoz y Espinosa de los Monteros, y
que era hija, nieta, biznieta, tataranieta y
hasta vigésimanieta de la ciudad, como des-
cendiente de sus ilustres conquistadores.
Su familia, por razones de vanidad munda-
na, la habia inducido á casarse con el viejo
y acaudalado corregidor, y ella, que de
otro modo hubiera sido monja, pues su vo-
cación natural la iba llevando al claustro,
consintió en aquel doloroso sacrificio.
A la sazón tenia ya dos vastagos del arris-
cado madrileño, y aún se susurraba que
habia otra vez moros en la costa...
Conque volvamos á nuestro cuento.
XXXI.
La pena del Talion.
— i Mercedes! — exclamó el corregidor al
comparecer delante de su esposa — Necesito
saber inmediatamente...
— i Hola, tio Lúeas! ¿V. por aquí? — dijo
la corregidora, interrumpiéndole. — ¿Ocurre
alguna desgracia en el molino?
— ¡Señora! ¡no estoy para chanzas!—
repuso el corregidor hecho una fiera. — An-
tes de entrar en explicaciones por mi parte,
necesito saber qué ha sido de mi honor...
— ¡Esa no es cuenta mia! ¿Acaso me
lo ha dejado V. á mí en depósito?
— Sí, señora... ¡A V.! — replicó D. Eu-
168
genio. — ;Las mujeres son las depositarías
del honor de sus maridos!
— Pues entonces, pregúntele V. á su
mujer por el suyo. Precisamente nos está
escuchando.
La seña Frasquita, que se habia que-
dado á la puerta del salón, lanzó una espe-
cie de rugido.
— PaseV., señora, y siéntese... — aña-
dió la corregidora, dirigiéndose á la moli-
nera con una dignidad soberana.
Y por su parte, encaminóse al sofá.
La generosa navarra supo comprender
desde luego toda la grandeza de la actitud
de aquella esposa injuriada... é injuriada
acaso doblemente... Así es que, alzándose
en el acto á igual altura, dominó sus natu-
rales ímpetus, y guardó un silencio deco-
roso.— Esto sin contar con que la seña
Frasquita, segura de su inocencia y de su
fuerza, no tenia prisa de defenderse... ¡Te-
níala, sí, de acusar, y mucha!... pero no
ciertamente á la corregidora. — Con quien
ella deseaba ajustar cuentas era con el tio
169
Lúeas..., y el tio Lúeas no estaba allí.
— Seña Frasquita — repitió la noble da-
ma, al ver que la molinera no se habia mo-
vido de su sitio: — le he dicho á V. que
puede pasar y sentarse.
Esta segunda indicación fué hecha con
voz más afectuosa y sentida que la prime-
ra...— Dijérase que la corregidora habia
adivinado también por instinto, al fijarse en
el reposado continente y en la varonil her-
mosura de aquella mujer, que no iba á ha-
bérselas con un ser bajo y despreciable,
sino quizás más bien con otra infortunada
como ella; — ¡infortunada, sí, por el solo he-
cho de haber conocido al corregidor!
Cruzaron, pues, sendas miradas de paz y
de indulgencia aquellas dos mujeres que se
consideraban dos veces rivales, y notaron
con gran sorpresa que sus almas se aplacie-
ron la una en la otra, como dos hermanas
que se reconocen.
No de otro modo se divisan v se saludan
á lo lejos las castas nieves de las encumbra-
das montañas.
170
Saboreando estas dulces emociones, la
molinera entró majestuosamente en el salón,
y se sentó en el filo de una silla.
A su paso por el molino, calculando
que en la ciudad tendría que hacer visi-
tas de importancia, se habia arreglado un
poco y puéstose una mantilla de franela
negra, con grandes felpones, que le sen-
taba divinamente. — Parecía toda una se-
ñora.
Por lo que toca al corregidor, habia
guardado silencio durante aquel episodio.
El rugido de la seña Frasquita y su apari-
ción en la escena, no habían podido menos
de sobresaltarlo. Aquella mujer le causaba
ya más terror que la suya propia.
— Conque vamos, tio Lúeas — prosiguió
Doña Mercedes, dirigiéndose á su marido. —
Ahí tiene V . á la seña Frasquita . . . ¡ Puede V .
volver á formular su demanda!
— Mercedes, ¡por los clavos de Cristo! —
gritó el corregidor. — ¡Mira que tú no sabes
de lo que soy capaz! ¡Nuevamente te Con-
juro á que dejes la broma y me digas todo lo
171
que ha pasado aquí durante mi ausencia!
¿Dónde está ese hombre?
— ¿Quién? ¿Mi marido? Mi marido se
está levantando, y ya no puede tardar en
venir.
— ¡Levantándose! — bramó D. Eugenio.
— ¿Se asombra V.?Pues ¿dónde queria V.
que estuviese á estas horas un hombre de
bien, sino en su casa, en su cama, y dur-
miendo con su legítima consorte, como
manda Dios?
— ¡Merceditas! ¡Ve lo que te dices! ¡Re-
para en que nos están oyendo! ¡Repara en
que yo soy el corregidor!...
— ¡A mí no me dé V. voces, tio Lúeas, ó
mandaré á los alguaciles que lo lleven á V.
á la cárcel! — replicóla corregidora, ponién-
dose de pié.
— ¡Yo á la cárcel! ¡Yo! ¡El corregidor
de la ciudad!
— El corregidor de la ciudad, el repre-
sentante déla justicia, el apoderado del Rey
— repuso la gran señora con una severidad
y una energía que ahogaron la voz del fin-
172
gido molinero, — llegó á su casa á la hora
debida, á descansar de las nobles tareas de
su oficio, para seguir mañana amparando la
honra y la vida de los ciudadanos, la santi-
dad del hogar y el recato de las mujeres,
impidiendo de este modo que nadie pueda
entrar disfrazado de corregidor ni de nin-
guna otra cosa en la alcoba de la mujer aje-
na; que nadie pueda sorprender á la virtud
en su descuidado reposo; que nadie pueda
abusar de su casto sueño...
— jMerceditas! ¿Qué es lo que profieres?
— silbó el corregidor con labios y encías. jSi
es verdad que ha pasado eso en mi casa,
diré que eres una picara, una pérfida, una
licenciosa!
— ¿Con quién habla este hombre? — pro-
rumpió la corregidora desdeñosamente, y
pasando la vista por todos los circunstan-
tes.— ¿Quién es este loco? ¿Quién es este
ebrio? ¡Ni siquiera puedo ya creer que sea
un honrado molinero como el tio Lucas, á
pesar de que viste su traje de villano! — Se-
ñor Juan López, créame V. — continuó, en-
173
carándose con el alcalde de monterilla, que
estaba aterrado. — Mi marido, el corregidor
de la ciudad, llegó á esta su casa hace dos
horas, con su sombrero de tres picos, su
capa de grana, su espadín de caballero y su
bastón de autoridad... Los criados y algua-
ciles que me escuchan se levantaron y lo
saludaron al verlo pasar por el portal, por
la escalera y por el recibimiento. Cerráron-
se en seguida todas las puertas, y desde en-
tonces no ha penetrado nadie en mi hogar
hasta que llegaron VV. — ¡Es esto cierto? —
Responded vosotros...
— ¡Es verdad! ¡Es muy verdad! — contes-
taron la nodriza, los domésticos y los minis-
triles; todos los cuales, agrupados á la puerta
del salón, presenciaban aquella singular es-
cena.
— ¡Fuera de aquí todo el mundo! — gritó
D. Eugenio, echando espumarajos de ra-
bia.— ¡Garduña! ¡Garduña! ¡Ven y prende
á estos viles que me están faltando al res-
peto! ¡Todos á la cárcel! ¡Todos á la horca!
Garduña no parecía por ningún lado.
174
— Además, señor — continuó Doña Mer-
cedes, cambiando de tono y dignándose ya
mirar á su marido y tratarle como á tal, te-
merosa de que las chanzas llegaran á irre-
mediables extremos.- — Supongamos que V.
sea mi esposo. . . Supongamos que V. sea don
Eugenio de Zúñiga y Ponce de León...
— ¡Lo soy!
— Supongamos, además, que me cupiese
alguna culpa en haber tomado por V. al
hombre que penetró en mi alcoba vestido
de corregidor...
— ¡Infames! — gritó el viejo, echando
mano á la espada, y encontrándose sólo con
el sitio, y con la faja de molinero murciano.
La navarra se tapó el rostro con un lado
de la mantilla para ocultar las llamaradas
de sus celos.
— Supongamos todo lo que V. quiera, —
continuó doña Mercedes con una impasibi-
lidad inexplicable. — Pero dígame V. ahora,
señor mió: ¿Tendría V. derecho á quejarse?
¿Podría V. acusarme como fiscal? ¿Podría V.
sentenciarme como juez? ¿Viene V. acaso
175
del sermón? ¿Viene V. de confesar? ¿Vie-
ne V. de oír misa? ¿O de dónde viene V.
con ese traje? ¿De dónde viene V. con esa
señora? ¿Dónde ha pasado V. la mitad de la
noche?
— Con permiso, — exclamó la seña Fras-
queta, poniéndose de pié, como empujada
por un resorte, y atravesándose arrogante-
mente entre la corregidora y su marido.
Este, que iba á hablar, se quedó con la
boca abierta al ver que la navarra entraba en
fuego.
Pero doña Mercedes se anticipó, y dijo:
— Señora, no se fatigue V. en darme á
mí explicaciones... Yo no se las pido á us-
ted, ni mucho menos... Allí viene quien
puede pedírselas á justo título. [Entiéndase
V. con él!
Al mismo tiempo se abrió la puerta de
un gabinete, y apareció en ella el tío Lúeas,
vestido de corregidor de pies á cabeza, y
con bastón, guantes y espadín, como si se
presentase en las salas de Cabildo.
XXXII.
La fe mueve las montañas.
— Tengan VV. muy buenas noches, —
pronunció el recien llegado, quitándose el
sombrero de tres picos, y hablando con la
boca sumida, como D. Eugenio de Zúñiga.
En seguida se adelantó por el salón, ba-
lanceándose en todos sentidos, y fué á besar
la mano de la corregidora.
Todos se quedaron estupefactos. El pare-
cido del tio Lúeas con el verdadero corre-
gidor era maravilloso.
Así es que la servidumbre, y hasta el
mismo Sr. Juan López, no pudieron conte-
ner una carcajada.
177
D. Eugenio sintió aquel nuevo agravio, y
se lanzó sobre el tio Lúeas como un basi-
lisco.
Pero la seña Frasquita metió el montante,
apartando al corregidor con el brazo de
marras, y su señoría, en evitación de otra
voltereta y del consiguiente escarnio, se
dejó atropellar sin decir oxte ni moxte. —
Estaba visto que aquella mujer habia nacido
para domadora del pobre viejo.
El tio Lúeas se puso más pálido que la
muerte al ver que su mujer se le acercaba;
pero luego se dominó, y, con una risa tan
horrible que tuvo que llevarse la mano al
corazón para que no se le hiciese pedazos,
dijo, remedando siempre al corregidor:
— ¡Dios te guarde, Frasquita! ¿Le has
enviado ya á tu sobrino el nombramiento?
¡Hubo que ver entonces á la navarra!
Tiróse la mantilla atrás, levantó la frente
con una soberbia de leona, y, clavando en el
falso corregidor dos ojos como dos puñales,
— ¡Te desprecio, Lúeas! — le dijo en mi-
tad de la cara.
12
178
Todos creyeron que le habia escupido:
tal gesto, tal ademan y tal tono de voz acen-
tuaron aquella frase.
El rostro del molinero se transfiguró al
oir la voz de su mujer. Una especie de ins-
piración, semejante á la de la fe religiosa,
habia penetrado en su alma, inundándola
de luz y de alegría... Así es que, olvidán-
dose por el momento de cuanto habia visto
y creído ver en el molino, exclamó con las
lágrimas en los ojos y la sinceridad en los
labios:
— ¿Conque tú eres mi Frasquita!
— ¡No! — respondió la navarra fuera de
sí. — ¡Yo no soy ya tu Frasquita! Yo soy...
¡Pregúntaselo á tus hazañas de esta noche,
y ellas te dirán lo que has hecho de este
corazón que tanto te quería!...
Y se echó á llorar, como una montaña de
hielo que se hunde y principia á derretirse.
La corregidora se adelantó hacia ella sin
poder contenerse, y la estrechó en sus bra-
zos con el mayor cariño.
La seña Frasquita se puso entonces á be-
179
sarla, sin saber tampoco lo que se hacia,
diciéndole entre sus sollozos, como una -
niña que busca amparo en su madre:
— ; Señora , señora ! ¡ Qué desgraciada
soy!
— ¡No tanto como V. se figura! — contes-
tábale la corregidora, llorando también ge-
nerosamente.
— ;Yo sí que soy desgraciado! — gemia
al mismo tiempo el tío Lúeas, andando á
puñetazos con sus lágrimas, como avergon-
zado de verterlas.
— Pues ¿y yo? — prorumpió al fin Don
Eugenio, sintiéndose ablandado por el con-
tagioso lloro de los demás, ó esperando sal-
varse también por la via húmeda; quiero
decir, por la via del llanto. — ¡Ah, yo soy
un picaro! ¡Un monstruo! ¡Un calavera des-
hecho, que ha llevado su merecido!
Y rompió á berrear tristemente, abra-
zado á la barriga del Sr. Juan López.
Y éste y los criados lloraban de igual
manera, y todo parecía concluido, y sin
embargo, nadie se habia explicado.
XXXIII.
Pues ¿y tú?
El tío Lúeas fué el primero que salió á
flote en aquel mar de lágrimas.
Era que empezaba á acordarse otra vez de
lo que habia visto por el ojo de la llave.
— Señores, vamos á cuentas!... — dijo de
pronto.
— No hay cuentas que valgan, tio Lú-
eas,— exclamó la corregidora. — ¡Su mujer
de V. es una bendita!
— Bien... sí... pero...
— ¡Nada de pero!... Déjela V. hablar, y
verá cómo se justifica. Desde que la vi, me
181
dio el corazón que era una santa, á pesar
de todo lo que V. me habia contado...
— ¡Bueno, que hable!... — dijo el tio
Lúeas.
— ¡Yo no hablo! — contestó la moline-
ra.— El que tiene que hablar eres tú...
Porque la verdad es que tú...
Y la seña Frasquita no dijo más, en vir-
tud del invencible respeto que le inspiraba
la corregidora.
— Pues ¿y tú? — respondió el tio Lúeas,
perdiendo de nuevo toda fe.
— Ahora no se trata de ella, — gritó el
corregidor, tornando también á sus celos. —
¡Se trata de V. ! ... Se trata de esta señora. . .
]Ah! Merceditas... ¿Quién habia de decir-
me que tú...
— Pues ¿tú? — repuso la corregidora,
midiéndolo con la vista.
Y durante algunos momentos los dos ma-
trimonios repitieron cien veces las mismas
frases:
—¿Y tú?
— ¿Pues y tú?
182
— ¡Vaya, que tú!
— ¡No que tú!
— Pero ¿cómo has podido tú . . .
Etc., etc., etc.
La cosa hubiera sido interminable si la
corregidora, revistiéndose de dignidad, no
dijese por último á D. Eugenio:
— ¡Mira, cállate tú ahora! Nuestra cues-
tión particular la ventilaremos más adelan-
te. Lo que urge en este momento es devol-
ver la paz al corazón del tio Lúeas; cosa
muy fácil á mi juicio; pues allí distingo al
Sr. Juan López y á Toñuelo, que están sal-
tando por justificar á la seña Frasqulta...
— ¡Yo no necesito que me justifiquen los
hombres! — respondió ésta. — Tengo dos tes-
tigos de mayor crédito, á quienes no se dirá
que he seducido ni sobornado...
— Y ¿dónde están? — preguntó el moli-
nero.
— Están abajo, en la puerta...
— Pues diles que suban, con permiso de
esta señora.
— Las pobres no podrían subir...
183
— ¡Ah! ¡Son dos mujeres!... ¡Vaya un
testimonio fidedigno!
— Tampoco son dos mujeres. Sólo son
dos hembras...
— ¡Peor que peor! ¡Serán dos niñas!...
Hazme el favor de decirme sus nombres.
— La una se llama Piñona y la otra Li-
viana...
— ¡Nuestras dos burras! — Frasquita: ¿te
estás ri yendo de mí?
— No: que estoy hablando muy formal.
Yo puedo probarte con el testimonio de
nuestras burras que no me encontraba en
el molino cuando tú viste en él al señor
corregidor...
— ¡Por Dios te pido que te expliques!...
— Oye, Lúeas... y muérete de vergüenza
por haber dudado de mi honradez. Mientras
tú ibas esta noche desde el lugar á nuestra
casa, yo me dirigía desde nuestra casa al
lugar, y por consiguiente, nos cruzamos en
el camino. Pero tú marchabas fuera de él, ó
por mejor decir, te habías detenido á echar
unas yescas en medio de un sembrado...
184
— Es verdad que me detuve... Continúa.
— En esto rebuznó tu borrica...
— ¡Justamente! ¡Ah, qué feliz soy! ¡Ha-
bla, habla, que cada palabra tuya me de-
vuelve un año de vida!
— Y á aquel rebuzno le contestó otro en
el camino...
— ¡Oh! sí... sí... ¡Bendita seas! ¡Me
parece estarlo oyendo!
— Eran Liviana y Piñona, que se habian
reconocido y se saludaban como buenas
amigas, mientras que nosotros dos ni nos
saludamos ni nos reconocimos...
— ¡No me digas más!... ¡No me digas
más!...
— Tan no nos reconocimos — continuó la
seña Frasquita, — que los dos nos asusta-
mos y salimos huyendo en direcciones con-
trarias... ¡Conque ya ves que yo no estaba
en el molino! Si quieres saber ahora por
qué encontraste al señor corregidor en
nuestra cama, tienta esas ropas que llevas
puestas, y que todavía estarán húmedas, y
te lo dirán mejor que yo. ¡Su señoría se
185
cayó en el caz del molino, y Garduña lo
desnudó y lo acostó allí! Si quieres saber
por qué abrí la puerta... fué porque creí
que eras tú el que se ahogaba y me llamaba
á gritos... Y, en fin, si quieres saber lo
del nombramiento... Pero no tengo masque
decir por la presente. Cuando estemos solos
te enteraré de ese y otros particulares. . . que
no debo referir delante de esta señora.
— ¡Todo lo que ha dicho la seña Fras-
quita es verdad! — gritó el Sr. Juan López,
deseando congraciarse con Doña Mercedes,
visto que ella imperaba en el corregimiento.
— ¡Todo! ¡Todo! — añadió Toñuelo, si-
guiendo la corriente de su amo.
— ¡Hasta ahora... todo! — agregó el cor-
regidor, muy complacido de que las expli-
caciones de la navarra no hubieran ido más
lejos...
— ¡Conque eres inocente! — exclamaba
en tanto el tio Lúeas, rindiéndose á la evi-
dencia.— ¡Frasquita mia! ¡Frasquita de mi
alma! ¡Perdóname la injusticia, y deja que
te dé un abrazo!...
186
— Esa es harina de otro costal... — con-
testó la molinera, hurtando el cuerpo. — An-
tes de abrazarte, necesito oir tus explica-
ciones...
— Yo las daré por él y por mí, — dijo
Doña Mercedes.
— ¡Hace una hora que las estoy espe-
rando!— profirió el corregidor, tratando de
erguirse.
— Pero no las daré — continuó la corre-
gidora, mirando desdeñosamente á su ma-
rido— hasta que estos señores hayan des-
cambiado vestimentas... y aun entonces, se
las daré tan sólo á quien merezca oirías.
— Vamos... Vamos á descambiar... — dí-
jole el murciano á D. Eugenio, alegrándose
mucho de no haberlo asesinado, pero mi-
rándolo todavía con un odio verdaderamente
morisco. — ¡El traje de Vuestra Señoría me
ahoga! ¡He sido muy desgraciado mientras
lo he tenido puesto!...
— ¡Porque no lo entiendes! — respondióle
el corregidor. — ¡Yo estoy, en cambio, de-
seando ponérmelo, para ahorcarte á tí y á
187
medio mundo, si no me satisfacen las ex-
culpaciones de mi mujer!
La corregidora, que oyó estas palabras,
tranquilizó á la reunión con una suave son-
risa, propia de aquellos afanados ángeles
cuyo ministerio es guardar á los hombres.
XXXIV.
También la corregidora es guapa.
Salido que hubieron de la sala el corre-
gidor y el tio Lúeas , sentóse de nuevo la
corregidora en el sofá; colocó á su lado á la
seña Frasquita, y, dirigiéndose á los domés-
ticos y ministriles que obstruían la puerta,
les dijo con afable sencillez:
— ¡Vaya! muchachos, contad ahora vos-
otros todo lo malo que sepáis de mí.
Avanzó el cuarto estado, y diez voces qui-
sieron hablar á un mismo tiempo; pero el
ama de leche, como la persona que más alas
tenia en la casa, impuso silencio á los de-
mas, y dijo de esta manera:
189
— Ha de saber V., seña Frasquita, que
estábamos yo y mi señora esta noche al
cuidado de los niños, esperando á ver si
venia el amo, y rezando el tercer rosario
para hacer tiempo, pues la razón que habia
traído Garduña era que andaba el señor cor-
regidor detrás de unos facinerosos muy ter-
ribles, y no era cosa de acostarse hasta
verlo entrar sin novedad, cuando sentimos
ruido de gente en la alcoba inmediata , que
es donde mis señores tienen su cama de
matrimonio. Cogimos la luz, muertas de
miedo, y fuimos á ver quién andaba en la
alcoba, cuando ¡ay Virgen del Carmen! al
entrar, vimos que un hombre, vestido como
mi señor, pero que no era él (¡como que
era su marido de V!), trataba de esconder-
se debajo de la cama. — «¡Ladrones!» prin-
cipiamos á gritar desaforadamente, y un
momento después la habitación estaba llena
de gente, y los alguaciles sacaban arras-
trando de su escondite al fingido corregi-
dor.— Mi señora, que, como todos, habia re-
conocido al tio Lúeas , y que lo vio con
190
aquel traje, temió que hubiese matado al
amo, y empezó á dar unos lamentos que
partían las piedras... — «¡A la cárcel! ¡A
la cárcel! y> decíamos entre tanto los demás.
— ((¡Ladrón! ¡Asesino!» era la mejor pala-
bra que oia el tio Lúeas, y así es que es-
taba como un difunto, arrimado á una pared
y sin decir esta boca es mia. — Pero viendo
luego que se lo llevaban ya á la cárcel, di-
jo... lo que voy á repetir, aunque verdade-
ramente mejor seria para callado: «Señora,
»yo no soy un ladrón ni un asesino; el ladrón
»y el asesino de mi honra está en mi casa,
«acostado con mi mujer.»
— ¡Pobre Lúeas! — murmuró la seña Fras-
quita.
— ¡Pobre de mí! — suspiró la corregi-
dora.
— Eso dijimos todos... «¡Pobre tio Lú-
eas y pobre señora!»... porque... vamos ..
ya teníamos ciertos antecedentes de que mi
señor había puesto los ojos en V...; y, aun-
que nadie se figuraba que V...
— ¡Ama! — exclamó severamente la cor-
191
regidora. — ¡No siga V. por ese camino!...
— Continuaré yo por el otro — dijo un
alguacil , aprovechando aquella coyuntura
para apoderarse de la palabra. — El tio Lú-
eas, que nos engañó de lo lindo con su traje
y su manera de andar cuando entró en la
casa, tanto que todos lo tomamos por el se-
ñor corregidor, no habia venido con muy
buenas intenciones que digamos, y si la seño-
ra no hubiera estado levantada . . . figúrese V.
lo que habría sucedido...
— ¡Vamos! ¡Cállate tú también! — inter-
rumpió la cocinera. — ¡No estás diciendo
más que tonterías! — Pues, sí, seña Fras-
quita: el tio Lúeas, para explicar su presen-
cia en la alcoba de mi ama, tuvo que con-
fesar las intenciones que traia... ¡Por cierto
que la señora no se pudo contener al oirlo,
y le arrimó una bofetada en medio de la
boca, que le dejó la mitad de las palabras
dentro del cuerpo! — Yo misma lo llené de
insultos y denuestos, y quise sacarle los
ojos... Porque ya conoce V., seña Fras-
quita, que aunque sea su marido de V.,
192
eso de venir con sus manos lavadas...
— ¡Eres una bachillera! — gritó el porte-
ro, poniéndose delante de la oradora. — ¿Qué
más hubieras querido tú?... — En fin, seña
Frasquita, óigame V. á mí, y vamos al asun-
to.— La señora hizo y dijo lo que debia...
pero luego, calmado ya su enojo, compade-
cióse del tio Lúeas y paró mientes en el
mal proceder del señor corregidor, viniendo
á pronunciar estas ó parecidas palabras: —
«Por infame que haya sido su pensamiento
»de V., tio Lúeas, y aunque nunca podré
«perdonar tanta insolencia, es menester que
»su mujer de V. y mi esposo crean durante
«algunas horas que han sido cogidos en sus
«propias redes y que V., auxiliado por ese
«disfraz, les ha devuelto afrenta por afren-
»ta! ¡Ninguna venganza mejor podemos to-
«mar de ellos que este engaño tan fácil de
«desvanecer cuando nos acomode! » — Adop-
tada tan graciosa resolución, la señora y el
tio Lúeas nos aleccionaron á todos de lo que
teníamos que hacer y decir cuando volviese
su señoría, y por cierto que yo le he pegado
193
á Garduña tal palo en la rabadilla, que creo
no se le olvidará en mucho tiempo la noche
de San Simón y San Judas...
Cuando el portero dejó de hablar, ya ha-
cia rato que la corregidora y la molinera
cuchicheaban al oido, abrazándose y besán-
dose á cada momento, y no pudiendo en oca-
siones contener la risa.
; Lástima que no haya llegado á saberse
lo que hablaban!... — Pero el lector se lo
figurará sin gran esfuerzo; y si no el lector,
la lectora.
13
XXXV.
Decreto imperial.
Regresaron en esto á la sala el corregi-
dor y el tio Lúeas, vestido cada cual con su
propia ropa.
— ¡Ahora me toca á mí! — entró diciendo
el insigne D. Eugenio de Zúñiga.
Y, después de dar en el suelo un par de
bastonazos, como para recobrar su energía
(á guisa de Anteo oficial, que no se sentía
fuerte hasta que su caña de Indias tocaba en
la tierra), díjole á la corregidora con un én-
fasis y una frescura indescriptibles:
— Merceditas: estoy esperando tus ex-
plicaciones.
195
Entre tanto, la molinera se habia levanta-
do y le tiraba al tio Lúeas un pellizco de
paz, que le hizo ver estrellas, mirándolo al
mismo tiempo con desenojados y hechice-
ros ojos.
El corregidor, que observara aquella pan-
tomima, quedóse hecho una pieza, sin acer-
tar á explicarse una reconciliación ian inmo-
tivada.
Dirigióse, pues, de nuevo á su mujer, y
le dijo hecho un vinagre:
— Señora: ¡Todos se entienden menos
nosotros! Sáqueme V. de dudas. ¡Se lo man-
do como marido y como corregidor!
Y dio otro bastonazo en el suelo.
— ¿Conque se marcha V.? — exclamó doña
- Mercedes acercándose á la seña Frasquita
y sin hacer caso de D. Eugenio. — Pues
vaya V. descuidada, que este escándalo no
tendrá ningunas consecuencias. — ¡Rosa!
alumbra á estos señores, que dicen que se
marchan... — Vaya V. con Dios, tio Lúeas.
— ¡Oh... no! — gritó eldeZúñiga, inter-
poniéndose.— ¡Lo que es el tio Lúeas no se
196
marcha! El tio Lúeas queda arrestado hasta
que sepa yo toda la verdad. ¡Hola, alguaci-
les! ¡Favor al rey!...
Ni un solo ministro obedeció á D. Eu-
genio. Todos miraban á la corregidora.
— jA ver, hombre, deja el paso libre! —
añadió ésta, pasando casi sobre su marido y
despidiendo á todo el mundo con la mayor
finura; es decir, con la cabeza ladeada, co-
giéndose la falda con la punta de los dedos
y agachándose graciosamente, hasta comple-
tar la reverencia que á la sazón estaba de
moda, y que se llamaba la pompa.
— Pero yo. . . Pero tú . . . Pero nosotros. . .
pero aquellos... — seguía mascujando el ve-
jete, tirándole á su mujer del vestido y per-
turbando sus cortesías mejor iniciadas.
¡Inútil afán! Nadie hacia caso de su se-
ñoría.
Marchado que se hubieron todos, y solos
ya en el salón los desavenidos cónyuges, la
corregidora se dignó al fin decirle á su es-
poso, con el acento de una Czarina de todas
las Rusias que fulminase sobre un ministro
197
caido la orden de perpetuo destierro á la
Siberia :
— Mil años que vivas ignorarás lo que ha
pasado esta noche en mi alcoba. Si hubie-
ras estado en ella, como era regular, no
tendrías necesidad de preguntárselo á nadie.
Por lo que á mí toca, no hay ya ni habrá
jamás razón ninguna que me obligue á sa-
tisfacerte; pues te desprecio de tal modo,
que si no fueras el padre de mis hijos, te
arrojaba ahora mismo por ese balcón. — Con-
que buenas noches, caballero.
Pronunciadas estas palabras, que D. Eu-
genio oyó sin pestañear (pues lo que es á
solas no se atrevía con su mujer), la corre-
gidora penetró en el gabinete y del gabinete
en la alcoba, cerrando las puertas detrás de
sí, y el pobre hombre se quedó plantado en
medio de la sala, murmurando entre encías
(que no entre dientes) y con un cinismo de
que no habrá habido otro ejemplo:
— Pues señor, no esperaba yo escapar
tan bien... ¡Garduña me buscará otra!
XXXVI.
Conclusión, moraleja y epílogo.
Piaban los pajarillos saludando el alba,
cuando el tio Lúeas y la seña Frasquita sa-
lían de la ciudad con dirección á su molino.
Los esposos iban á pié, y delante de ellos
caminaban apareadas las dos burras.
— El domingo tienes que ir á confesar —
le decia la molinera á su marido; — pues
necesitas limpiarte de todos los malos jui-
cios y criminales propósitos de esta noche.
— Has pensado muy bien — contestó el
molinero. — Pero tú, entre tanto, vas á ha-
cerme otro favor, y es dar á lo» pobres los
199
colchones y las ropas de nuestra cama, y
ponerla toda de nuevo. — Yo no me acuesto
donde ha sudado aquel bicho venenoso!
— ¡No me lo nombres, Lúeas! — replicó
la seña Frasquita. — Mejor es que hablemos
de otra cosa. Tengo que pedirte un segundo
favor. . .
—Habla.
— El verano que viene vas á llevarme á
tomar los baños del Solan de Cabras.
— ¿Para qué?
— Para ver si tenemos hijos.
— ¡Felicísima idea! Te llevaré, si Dios
nos da vida.
Y con esto llegaron al molino, á punto que
el sol, sin haber salido todavía, doraba ya
las cúspides de las montañas.
A la tarde, con gran sorpresa de los es-
posos, que no esperaban nuevas visitas de
altos personajes después de un escándalo
como el de la precedente noche, concurrió al
molino más señorío que nunca. El venerable
200
prelado, muchos canónigos, el jurisconsul-
to, dos priores de frailes y otras varias per-
sonas (que luego se supo habían sido convo-
cadas allí por Su Señoría Ilustrísima) ocupa-
ron materialmente la plazoletilla del empe-
drado.
Sólo faltaba el corregidor.
Una vez reunida la tertulia, el señor
obispo tomó la palabra, y dijo: que, por lo
mismo que habían pasado ciertas cosas en
aquella casa, sus canónigos y él seguirían
yendo á ella lo mismo que antes, para que
ni los honrados molineros ni las demás per-
sonas allí presentes participasen de la cen-
sura pública, que sólo merecía aquel que
había profanado con su torpe conducta una
reunión tan morigerada y tan honesta. Ex-
hortó paternalmente á la seña Frasquita para
que en lo sucesivo fuese menos provocativa
y tentadora en sus dichos y ademanes, y
procurase llevar más cubiertos los brazos
y más alto el escote del jubón. Aconsejó al
tio Lúeas el desinterés, la circunspección
y la verdadera modestia, y concluyó dando
201
la bendición á todos, y diciendo que, como
aquel dia no ayunaba, se comería con mucho
gusto un par de racimos de uvas.
Lo mismo opinaron todos... respecto de
este último particular. . . , y la parra se quedó
temblando aquella tarde. — ¡En dos arrobas
de uvas apreció el gasto el molinero!
Cerca de tres años continuaron estas sa-
brosas reuniones, hasta que, contra la pre-
visión de todo el mundo, entraron en España
los ejércitos de Napoleón y se armó la guerra
de la Independencia.
El señor obispo, el magistral y el peni-
tenciario murieron el año de 8, y el abogado
y los demás contertulios en los de 9,10,11
y 12, por no poder sufrir la vista de los
franceses, polacos y otras alimañas que in-
vadieron aquella tierra y que fumaban en
pipa, en el Presbiterio de las iglesias, du-
rante la Misa de la tropa!
El corregidor, que nunca más tornó al
molino, fué destituido por el mariscal Se—
bastiani, y murió en la cárcel alta de Gra-
202
nada, por no haber querido ni un solo ins-
tante (dicho sea en honra suya) transigir
con la dominación extranjera.
Doña Mercedes no se volvió á casar, y
educó perfectamente á sus hijos, retirándose
á la vejez á un convento , donde acabó sus
dias en opinión de santa.
Garduña se hizo afrancesado.
El Sr. Juan López fué guerrillero y mandó
una partida, muriendo, lo mismo que su
alguacil, en la famosa batalla de Baza, des-
pués de haber matado muchísimos fran-
ceses.
Finalmente: el tio Lúeas y la seña Fras-
quita (aunque no llegaron á tener hijos, á
pesar de haber ido al Solan de Cabras y de
haber hecho muchos votos y rogativas), si-
guieron siempre amándose del propio mo-
do, y alcanzaron una edad muy avanzada,
viendo desaparecer el absolutismo en 1812
y 1820, y reaparecer en 1811 y 1823,
hasta que, por último, se estableció de nue-
vo el Sistema Constitucional á la muerte del
Rey Absoluto, y ellos pasaron á mejor vida
203
(precisamente al estallar la Guerra civil de
los siete años), sin que los sombreros de
copa que ya usaba todo el mundo pudiesen
hacerles olvidar aquellos tiempos... simbo-
lizados por el sombrero de tres picos.
FIN.
ÍNDICE
ugius.
Prefacio 7
I. De cuándo sucedió la cosa 17
II . De cómo vivia entonces la gente. 21
III. Doutdes 24
IV. Una mujer vista por fuera 29
V. Un hombre visto por fuera y
por dentro 35
VI . Habilidades de los cónyuges 38
Vn . El fondo de la felicidad 42
VHI . El hombre del sombrero de tres
picos 45
IX . f Arre, burra! 51
X. Desde la parra 54
XI . El bombardeo de Pamplona .... 59
Xn . Diezmos y primicias 70
Xin. Le dijo el grajo al cuervo 76
XIV. Los consejos de Garduña 81
XV . Despedida en prosa 90
XVI . Un ave de mal agüero 99
X Vn . Un alcalde de monterilla 1 02
206
PAGINAS.
XVIII . Donde se verá que el tio Lúeas
tenia el sueño muy ligero. ... 107
XIX. Voces clamantes in deserto 109
XX . La duda y la realidad 113
XXI. ¡En guardia, caballero! 125
*XXI1 . Garduña se multiplica 134
XXIII. Otra vez el desierto y las consa-
bidas voces 139
XXIV. Un rey de entonces 141
XXV. La estrella de Garduña 146
XXVI. Reacción 150
XXVII. ¡Favor al rey ! 152
XXVIII. ¡Ave María purísima, las doce y
media y sereno! 157
XXIX . Post nubila. . . Diana 162
XXX. Una señora de clase 164
XXXI. La pena del Talion 167
XXXII. La fe mueve las montañas 176
XXXIII. Pues... ¿y tú? 180
XXXIV. También la corregidora es guapa. 188
XXXV . Decreto imperial 194
XXXVI. Conclusión, moraleja y epílogo. 198
OBRAS DEL MISMO AUTQR:
COSAS QUE FUERON.— Un tomo en 8.° de más
de 400 páginas, 16 rs.; en provincias 18.
POESÍAS SERIAS Y HUMORÍSTICAS. — Un
tomo en 8.°, con el retrato del autor y un pró-
logo de I). Juan Valera, de la Academia Espa-
ñola; 20 rs.
EL AMIGO DE LA MUERTE. (Novelas.)— Un
tomo en 8.°, 10 rs; en provincias 12.
AMORES Y AMORÍOS.— Un tomo en 8.° de lujo
(en prensa.)